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Ibid-H. P. Lovecraft

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IBID

H. P. LOVECRAFT

PUBLICADO: 1938
FUENTE: EN.WIKISOURCE.ORG
TRADUCCIÓN: ELEJANDRÍA
IBID

". . como dice Ibid en su famosa Vida de los Poetas".


-De un tema estudiantil.
La idea errónea de que Ibid es el autor de las Vidas es tan frecuente, in-
cluso entre quienes pretenden un grado de cultura, que merece la pena co-
rregirla. Debería ser de conocimiento general que Cf. es el responsable de
esta obra. La obra maestra de Ibid, en cambio, fue el famoso Op. Cit. en el
que se cristalizaron de una vez por todas todas las corrientes significativas
de la expresión grecorromana, y con una agudeza admirable, a pesar de la
fecha sorprendentemente tardía en que Ibid escribió. Existe un informe fal-
so -muy comúnmente reproducido en los libros modernos anteriores a la
monumental Geschichte der Ostrogothen in Italien de Von Schweinkopf-
según el cual Ibid era un visigodo romanizado de la horda de Ataúlfo que se
estableció en Placentia hacia el año 410 d. C. Nunca se insistirá demasiado
en lo contrario, ya que Von Schweinkopf, y desde su época Littlewit [1] y
Bêtenoir [2], han demostrado con fuerza irrefutable que esta figura sorpren-
dentemente aislada era un romano genuino -o al menos tan genuino como
podía producir esa época degenerada y mestiza-, del que bien se podría de-
cir lo que Gibbon dijo de Boecio, "que era el último al que Catón o Tulio
podrían haber reconocido como su compatriota". Era, como Boecio y casi
todos los hombres eminentes de su época, de la gran familia de los ancios, y
trazó su genealogía con mucha exactitud y satisfacción de sí mismo hasta
todos los héroes de la república. Su nombre completo -largo y pomposo se-
gún la costumbre de una época que había perdido la simplicidad trinomial
de la nomenclatura clásica romana- es declarado por Von Schweinkopf [3]
como Cayo Anicio Magno Furio Camilo Aemiliano Cornelio Valerio Pom-
peyo Julio Ibídico; aunque Littlewit [4] rechaza a Aemilianus y añade Clau-
dius Deciusfunianus; mientras que Bêtenoir [5] difiere radicalmente, dando
el nombre completo como Magnus Furius Camillus Aurelius Antoninus
Flavius Anicius Petronius Valentinianus Aegidus Ibidus.
El eminente crítico y biógrafo nació en el año 486, poco después de la
extinción del dominio romano en la Galia por Clodoveo. Roma y Rávena se
disputan el honor de su nacimiento, aunque es cierto que recibió su forma-
ción retórica y filosófica en las escuelas de Atenas -cuya supresión por parte
de Teodosio un siglo antes es groseramente exagerada por los superficiales.
En el año 512, bajo el benigno gobierno del ostrogodo Teodorico, lo vemos
como profesor de retórica en Roma, y en el 516 ocupó el cargo de cónsul
junto con Pompilio Numancia Bombastes Marcelino Deodamnatus. A la
muerte de Teodorico en el 526, Ibidus se retiró de la vida pública para com-
poner su célebre obra (cuyo estilo puramente ciceroniano es un caso tan no-
table de atavismo clásico como el verso de Claudio Claudiano, que floreció
un siglo antes que Ibidus); pero más tarde fue llamado a las escenas de
pompa para actuar como retórico de la corte de Teodato, sobrino de
Teodorico.
Tras la usurpación de Vitiges, Ibidus cayó en desgracia y fue encarcelado
durante un tiempo; pero la llegada del ejército bizantino-romano bajo el
mando de Belisario le devolvió pronto la libertad y los honores. Durante el
asedio de Roma sirvió valientemente en el ejército de los defensores, y des-
pués siguió a las águilas de Belisario a Alba, Oporto y Centumcellae. Tras
el asedio franco a Milán, Ibidio fue elegido para acompañar al erudito obis-
po Datio a Grecia, y residió con él en Corinto en el año 539. Hacia el año
541 se trasladó a Constantinopla, donde recibió todas las muestras de favor
imperial tanto de Justiniano como de Justino II. Los emperadores Tiberio y
Mauricio honraron amablemente su vejez y contribuyeron en gran medida a
su inmortalidad, especialmente Mauricio, cuyo placer fue trazar su ascen-
dencia hasta la antigua Roma a pesar de haber nacido en Arabiscus, en Ca-
padocia. Fue Mauricio quien, en el año 101 del poeta, aseguró la adopción
de su obra como libro de texto en las escuelas del imperio, un honor que re-
sultó ser un impuesto fatal para las emociones del anciano retórico, ya que
falleció pacíficamente en su casa cerca de la iglesia de Santa Sofía el sexto
día antes de las calendas de septiembre de 587 d. C., en el año 102 de su
edad.
Sus restos, a pesar del agitado estado de Italia, fueron llevados a Rávena
para ser enterrados; pero al ser enterrados en el suburbio de Classe, fueron
exhumados y ridiculizados por el duque lombardo de Espoleto, que llevó su
cráneo al rey Autharis para que lo utilizara como cuenco de wassail. El crá-
neo de Ibid fue transmitido con orgullo de rey a rey de la línea lombarda.
Tras la toma de Pavía por Carlomagno en el 774, el cráneo fue arrebatado al
tambaleante Desiderio y llevado en el tren del conquistador franco. Fue de
este recipiente, de hecho, que el Papa León administró la unción real que
hizo del héroe-nómada un emperador del Sacro Imperio Romano. Carlo-
magno llevó el cráneo de Ibid a su capital en Aix, y poco después se lo re-
galó a su maestro sajón Alcuino, a cuya muerte, en el año 804, fue enviado
a los parientes de Alcuino en Inglaterra.
Guillermo el Conquistador, al encontrarla en un nicho de la abadía donde
la piadosa familia de Alcuino la había colocado (creyendo que era el cráneo
de un santo [6] que había aniquilado milagrosamente a los lombardos con
sus oraciones), hizo reverencia a su antigüedad ósea; e incluso los rudos
soldados de Cromwell, al destruir la abadía de Ballylough en Irlanda en
1650 (que había sido transportada secretamente hasta allí por un devoto pa-
pista en 1539, tras la disolución de los monasterios ingleses por parte de
Enrique VII), se negaron a ofrecer violencia a una reliquia tan venerable.
Fue capturada por el soldado raso Read-'em-and-Weep Hopkins, quien no
mucho después la intercambió con Rest-in-Jehovah Stubbs por una libra de
hierba nueva de Virginia. Stubbs, al enviar a su hijo Zerubbabel a buscar
fortuna en Nueva Inglaterra en 1661 (ya que no veía con buenos ojos el am-
biente de la Restauración para un joven piadoso), le dio el cráneo de San
Ibid -o más bien del Hermano Ibid, ya que aborrecía todo lo que fuera pa-
pismo- como talismán. Al llegar a Salem, Zerubbabel lo colocó en su arma-
rio junto a la chimenea, ya que había construido una modesta casa cerca de
la bomba de la ciudad. Sin embargo, la influencia de la Restauración no le
había dejado indiferente y, habiéndose hecho adicto al juego, perdió la cala-
vera a manos de un tal Epenetus Dexter, un visitante libre de Providence.
Estaba en la casa de Dexter, en la parte norte de la ciudad, cerca de la ac-
tual intersección de las calles North Main y Olney, con motivo de la incur-
sión de Canonchet del 30 de marzo de 1676, durante la Guerra del Rey Feli-
pe; y el astuto sachem, reconociéndolo de inmediato como algo de singular
venerabilidad y dignidad, lo envió como símbolo de alianza a una facción
de los pequots de Connecticut con la que estaba negociando. El 4 de abril
fue capturado por los colonos y poco después ejecutado, pero la austera ca-
beza de Ibid continuó sus andanzas.
Los pequots, debilitados por una guerra anterior, no pudieron ayudar a los
narragansetts, que ahora se encontraban en apuros, y en 1680 un comercian-
te de pieles holandés de Albany, Petrus van Schaack, se hizo con el distin-
guido cráneo por la modesta suma de dos florines, ya que había reconocido
su valor por la inscripción medio borrosa tallada en minúsculas lombardas
(la paleografía, cabe explicar, era uno de los principales logros de los co-
merciantes de pieles de los Países Bajos en el siglo XVII).
Lamentablemente, la reliquia fue robada a van Schaack en 1683 por un
comerciante francés, Jean Grenier, cuyo celo papista reconoció los rasgos
de alguien a quien le habían enseñado a venerar desde las rodillas de su ma-
dre como San Ibidio. Grenier, lleno de virtuosa rabia por la posesión de este
símbolo sagrado por parte de un protestante, aplastó la cabeza de van
Schaack una noche con un hacha y escapó al norte con su botín; pronto, sin
embargo, fue robado y asesinado por el viajero mestizo Michel Savard, que
se llevó el cráneo -a pesar del analfabetismo que le impidió reconocerlo-
para añadirlo a una colección de material similar pero más reciente.
A su muerte, en 1701, su hijo mestizo Pierre lo intercambió, entre otras
cosas, con algunos emisarios de los Sacs y los Foxes, y fue encontrado fue-
ra del tipi del jefe una generación más tarde por Charles de Langlade, fun-
dador del puesto comercial de Green Bay, en Wisconsin. De Langlade con-
sideraba este objeto sagrado con la debida veneración y lo rescató a costa de
muchas cuentas de vidrio; sin embargo, después de su época pasó por mu-
chas otras manos, siendo comerciado con asentamientos en la cabecera del
lago Winnebago, con tribus alrededor del lago Mendota y, finalmente, a
principios del siglo XIX, con un tal Solomon Juneau, un francés, en el nue-
vo puesto comercial de Milwaukee, en el río Menominee y la orilla del lago
Michigan.
En 1850 se perdió en una partida de ajedrez o de póker a manos de un
recién llegado llamado Hans Zimmerman, que la utilizó como vasija de cer-
veza hasta que un día, bajo el hechizo de su contenido, la hizo rodar desde
la entrada de su casa hasta el camino de la pradera que la precedía, donde,
al caer en la madriguera de un perro de la pradera, no pudo descubrirla ni
recuperarla al despertar.
Así, durante generaciones, el santo cráneo de Caius Anicius Magnus Fu-
rius Camillus Aemilianus Cornelius Valerius Pompeius Ibidus, cónsul de
Roma, favorito de los emperadores y santo de la iglesia romana, permane-
ció oculto bajo el suelo de una ciudad en crecimiento. Al principio fue ado-
rado con oscuros ritos por los perros de la pradera, que veían en él una dei-
dad enviada desde el mundo superior, pero después cayó en un terrible
abandono cuando la raza de simples e inofensivos excavadores sucumbió
ante el ataque de los conquistadores arios. Llegaron las alcantarillas, pero
pasaron de largo. Se levantaron casas, 2303, y más, y por fin, una fatídica
noche, ocurrió un hecho titánico. La naturaleza sutil, convulsionada por un
éxtasis espiritual, como la espuma de la bebida de la región, rebajó lo eleva-
do y elevó lo humilde, y ¡he aquí! En el amanecer, los habitantes de Mil-
waukee se levantaron para encontrar una antigua pradera convertida en tie-
rra firme. La gran agitación fue vasta y de gran alcance. Arcanos subterrá-
neos, ocultos durante años, salieron por fin a la luz. Porque allí, en la calza-
da desgarrada, yacía blanqueado y tranquilo, en una pompa blanda, santa y
consular, el cráneo de Ibid que parecía una cúpula.
[Notas]
1 Roma y Bizancio: A Study in Survival (Waukesha, 1869), Vol. XX, p.
598.
2 Influences Romains dans le Moyen Age (Fond du Lac, 1877), Vol. XV,
p. 720.
3 Siguiendo a Procopio, Goth. x.y.z.
4 Siguiendo a Jornandes, Codex Murat. xxj. 4144.
5 Según Pagi, 50-50.
6 Hasta la aparición de la obra de von Schweinkopf en 1797 no se volvió
a identificar correctamente a San Ibid y al retórico.
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