Enciclica
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REDEMPTORIS MATER
LA MADRE DEL REDENTOR tiene un lugar preciso en el plan de la salvación, porque “al llegar la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a
los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba es que sois hijos
es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu es su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gál
4, 4–6).
Con estas palabras del Apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al
comienzo de la exposición sobre la Bienaventurada Virgen María,
deseo iniciar también mi reflexión sobre el significado que María tiene
en el misterio de Cristo y sobre su presencia activa y ejemplar en la
vida de la Iglesia. Pues, son palabras que celebran conjuntamente el
amor del Padre, la misión del Hijo, el don del Espíritu, la mujer de la
que nació el Redentor, nuestra filiación divina, en el misterio de la
“plenitud de los tiempos”.
1. Llena de gracia
María es introducida
definitivamente en el misterio de
Cristo a través de este
acontecimiento: la anunciación del
ángel. En el lenguaje de la Biblia
«gracia» significa un don especial
que, según el Nuevo Testamento,
tiene la propia fuente en la vida
trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor (cf. 1 Jn 4, 8).
Se trata de una bendición singular entre todas las «bendiciones espirituales en Cristo». En el
misterio de Cristo María está presente ya «antes de la creación del mundo» como aquella que el
Padre «ha elegido» como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el
Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad.
María es «llena de gracia», porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática del Hijo de Dios
con la naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente en ella. María es «Madre de Dios Hijo
y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo”.
Así como están incluidos «al comienzo» en la obra creadora de Dios, también están incluidos
eternamente en el plan divino de la salvación, que se debe revelar completamente, en la
«plenitud de los tiempos», con la venida de Cristo. En él tenemos por medio de su sangre la
redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia» (Ef 1, 4-7).
El plan divino de la salvación abarca a todos los hombres, pero reserva un lugar particular a la
«mujer» que es la Madre de aquel, al cual el Padre ha confiado la obra de la salvación. El Antiguo
Testamento prepara aquella «plenitud de los tiempos», en que Dios «envió a su Hijo, nacido de
mujer, para que recibiéramos la filiación adoptiva».
Llamada también «bendita entre las mujeres» (cf. Lc 1, 42), es por la bendición de la que «Dios
Padre» nos ha colmado «en los cielos, en Cristo». Es una bendición derramada por obra de
Jesucristo en la historia del hombre desde el comienzo hasta el final: a todos los hombres. Sin
embargo, esta bendición se refiere a María de modo especial y excepcional.
En la expresión «feliz la que ha creído» podemos encontrar como una clave que nos abre a la
realidad íntima de María, a la que el ángel ha saludado como «llena de gracia». Si como llena de
gracia» ha estado presente eternamente en el misterio de Cristo, por la fe se convertía en
partícipe en toda la extensión de su itinerario terreno: «avanzó en la peregrinación de la fe» y al
mismo tiempo, de modo discreto pero directo y eficaz, hacía presente a los hombres el misterio de
Cristo. Y sigue haciéndolo todavía. Y por el misterio de Cristo está presente entre los hombres. Así,
mediante el misterio del Hijo, se aclara también el misterio de la Madre.
La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María,
proclamada por Isabel en la visitación, indica como la Virgen de Nazaret ha respondido a este don.
Por medio de la fe se confió a Dios sin reservas y «se consagró totalmente a sí misma, cual esclava
del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo». La fe de María en la anunciación da comienzo a la
Nueva Alianza. María en el instante de la anunciación, después de haber manifestado su condición
de virgen, creyó que, por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la
Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel.
Sin embargo, las palabras de Isabel «Feliz la que ha creído» no se aplican únicamente a aquel
momento concreto de la anunciación. Ciertamente la anunciación representa el momento
culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde
inicia todo su «camino hacia Dios», todo su camino de fe.
¡Creer quiere decir «abandonarse» en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y
reconociendo humildemente «í Cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!»
(Rm 11, 33).
María, la Madre, está en contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la fe y por la fe. Es, por
tanto, bienaventurada, porque «ha creído» y cree cada día en medio de todas las pruebas y
contrariedades del período de la infancia de Jesús y luego durante los años de su vida oculta en
Nazaret, donde «vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51). Lleva consigo la radical «novedad» de la fe: el inicio
de la Nueva Alianza.
María «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz»: á la unión por medio de la fe, la
misma fe con la que había acogido la revelación del ángel en el momento de la anunciación.
Í Cuan grande, cuan heroica en esos momentos la obediencia de la fe demostrada por María ante
los «insondables designios» de Dios! cómo se abandona en Dios» sin reservas, «prestando el
homenaje del entendimiento y de la voluntad» a aquel, cuyos «caminos son inescrutables»! (cf.
Rm 11, 33).
Por medio de la fe la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora; pero a
diferencia de la de los discípulos que huían, era una fe mucho más iluminada.
María es digna de bendición por el hecho de haber sido para Jesús Madre según la carne
(«íDichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!»), pero también y sobre todo
porque ya en el instante de la anunciación ha acogido la palabra de Dios, porque ha
creído, porque fue obediente a Dios, porque «guardaba» la palabra y «la conservaba
cuidadosamente en su corazón» (cf. Lc 1, 38. 45; 2, 19. ) y la cumplía totalmente en su
vida.
Se puede decir que aquella mujer anónima ha sido la primera en confirmar
inconscientemente aquel versículo profético del Magníficat de María y dar comienzo al
Magníficat de los siglos.
Se puede afirmar que esta dimensión de la maternidad pertenece a María desde el
comienzo, o sea desde el momento de la concepción y del nacimiento del Hijo. Desde
entonces era «la que ha creído».
María madre se convertía así, en cierto sentido, en la primera «discípula» de su Hijo.
En Caná de Galilea, la escena del vino tiene un valor simbólico que tiene una acción mediadora de
María. El ir al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su introducción
en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo. Este hecho de Caná de
Galilea, nos ofrece como una predicción de la mediación de María, orientada plenamente hacia
Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico.
Según el eterno designio de la Providencia la maternidad divina de María debe derramarse sobre
la Iglesia, como indican algunas afirmaciones de la Tradición para las cuales la «maternidad» de
María respecto de la Iglesia es el reflejo y la prolongación de su maternidad respecto del Hijo de
Dios.
Parte II
La Iglesia, en efecto, debe « extenderse por toda la tierra », y por esto « entra en la historia
humana rebasando todos los límites de tiempo y de lugares ».
María está presente a través del espacio y del tiempo, a través de la historia de las almas, como la
que es « feliz porque ha creído », como la que avanzaba « en la peregrinación de la fe »,
participando como ninguna otra criatura en el misterio de Cristo.
María habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera en sí une y
refleja las más grandes exigencias de la fe ». Entre todos los creyentes es como un « espejo »,
donde se reflejan del modo más profundo y claro « las maravillas de Dios » (Hch 2, 11).
La Iglesia, edificada por Cristo sobre los apóstoles, se hace plenamente consciente de estas
grandes obras de Dios el día de Pentecostés, se inicia también aquel camino de fe, la peregrinación
de la Iglesia a través de la historia de los hombres y de los pueblos. Se sabe que al comienzo de
este camino está presente María, que vemos en medio de los
apóstoles en el cenáculo « implorando con sus ruegos el don
del Espíritu ».
Todos aquellos que, a lo largo de las generaciones, aceptando el testimonio apostólico de la Iglesia
participan de aquella misteriosa herencia, en cierto sentido, participan de la fe de María.
Esta presencia de María encuentra múltiples medios de expresión en nuestros días al igual que a lo
largo de la historia de la Iglesia. Posee también un amplio radio de acción; por medio de la fe y la
piedad de los fieles, por medio de las tradiciones de las familias cristianas o « iglesias domésticas
», de las comunidades parroquiales y misioneras, de los institutos religiosos, de las diócesis, por
medio de la fuerza atractiva e irradiadora de los grandes santuarios, en los que no sólo los
individuos o grupos locales, sino a veces naciones enteras y continentes, buscan el encuentro con
la Madre del Señor, con la que es bienaventurada porque ha creído; es la primera entre los
creyentes y por esto se ha convertido en Madre del Emmanuel.
El camino de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está marcado por el signo del
ecumenismo; los cristianos buscan las vías para reconstruir la unidad, por la que Cristo invocaba al
Padre por sus discípulos el día antes de la pasión: « para que todos sean uno.
No sorprende, pues, que María ocupe un lugar privilegiado en el culto de las antiguas Iglesias
orientales con una abundancia incomparable de fiestas y de himnos.
La Iglesia, que aun « en medio de tentaciones y tribulaciones » no cesa de repetir con María las
palabras del Magníficat, « se ve confortada » con la fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada
entonces con tan extraordinaria sencillez y, al
mismo tiempo, con esta verdad sobre Dios
desea iluminar las difíciles y a veces
intrincadas vías de la existencia terrena de los
hombres. El camino de la Iglesia, pues, ya al
final del segundo Milenio cristiano, implica un
renovado empeño en su misión.
La Iglesia, por tanto, es consciente —y en nuestra época tal conciencia se refuerza de manera
particular— de que no sólo no se pueden separar estos dos elementos del mensaje contenido en
el Magníficat, sino que también se debe salvaguardar cuidadosamente la importancia que « los
pobres » y « la opción en favor de los pobres » tienen en la palabra del Dios vivo.
Parte III
Mediación materna
« La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno
esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder » 94: es mediación en
Cristo.
Efectivamente, la mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un
carácter específicamente materno que la distingue del de las demás criaturas que, de un modo
diverso y siempre subordinado, participan de la única mediación de Cristo, siendo también la suya
una mediación participada.
Ella avanzaba en la peregrinación de la fe y en esta peregrinación suya hasta los pies de la Cruz se
ha realizado, al mismo tiempo, su cooperación materna en toda la misión del Salvador mediante
sus acciones y sufrimientos.
Como virgen y madre, María es para la Iglesia un «modelo perenne ». Se puede decir, pues, que,
sobre todo según este aspecto, es decir como modelo o, más bien como «figura », María, presente
en el misterio de Cristo, está también constantemente presente en el misterio de la Iglesia. En
efecto, también la Iglesia « es llamada madre y virgen », y estos nombres tienen una profunda
justificación bíblica y teológica.
Si la Iglesia es signo e instrumento de la unión íntima con Dios, lo es por su maternidad, porque,
vivificada por el Espíritu, « engendra » hijos e hijas de la familia humana a una vida nueva en
Cristo. Porque, al igual que María está al servicio del misterio de la encarnación, así la Iglesia
permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos por medio de la gracia.
La Iglesia es, pues, la esposa de Cristo, como resulta de las cartas paulinas (cf. Ef 5, 21-33; 2 Co 11,
2) y de la expresión joánica « la esposa del Cordero » (Ap 21, 9).
La Iglesia se encuentra con María e intenta asemejarse a ella: « Imitando a la Madre de su Señor,
por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera
caridad ».
Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a
la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; María guía a los fieles a la Eucaristía.
Se puede afirmar que la maternidad « en el orden de la gracia » mantiene la analogía con cuanto a
en el orden de la naturaleza » caracteriza la unión de la madre con el hijo. En esta luz se hace más
comprensible el hecho de que, en el testamento de Cristo en el Gólgota, la nueva maternidad de
su madre haya sido expresada en singular, refiriéndose a un hombre: « Ahí tienes a tu hijo ».
La maternidad de María, que se convierte en herencia del hombre, es un don: un don que Cristo
mismo hace personalmente a cada hombre. También, la entrega es la respuesta al amor de una
persona y, en concreto, al amor de la madre.
El cristiano, como el apóstol Juan, « acoge entre sus cosas propias » a la Madre de Cristo y la
introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su « yo » humano y cristiano: « La
acogió en su casa » Así el cristiano, trata de entrar en el radio de acción de aquella « caridad
materna », con la que la Madre del Redentor « cuida de los hermanos de su Hijo ».
Esta dimensión mariana en la vida cristiana adquiere un acento peculiar respecto a la mujer y a su
condición. Se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir
dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María, la Iglesia
lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es espejo de los más altos sentimientos,
de que es capaz el corazón humano: la oblación total del amor, la fuerza que sabe resistir a los más
grandes dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad de conjugar la
intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.
Así, mediante este Año Mariano, la Iglesia es llamada no sólo a recordar todo lo que en su pasado
testimonia la especial y materna cooperación de la Madre de Dios en la obra de la salvación en
Cristo Señor, sino además a preparar, por su parte, cara al futuro las vías de esta cooperación, ya
que el final del segundo Milenio cristiano abre como una nueva perspectiva.
Conclusiones
1. Dios en su infinita misericordia, manda a su Hijo para que venga a redimir los pecados del
mundo y se vuelva hombre, igual que nosotros pecadores, sólo que, para el inicio de su
misión, buscó a la sierva más noble y llena de gracia, quien es María, y a través de ella
que la promesa divina fuera cumplida. Jesús tiene naturaleza humana por su Santa Mamá
y naturaleza divina por su padre Dios, y ese es un lazo indisoluble entre Hijo – Madre, con
lo cual la Iglesia empezó su camino.
2. María fue fundamental en la misión que su Hijo Jesús vino a realizar por todos nosotros,
acompañándolo fielmente desde su concepción hasta su muerte en Cruz, así que nuestra
Iglesia la venera por su entrega y su ejemplo de amor, fe, esperanza y caridad.
3. Desde los inicios sabemos que Dios es omnipotente y omnipresente, Él creador del
mundo, de los cielos, la tierra, los animales, vegetación y los humanos, sabía que por
naturaleza, estamos destinados a fallar a nosotros y a Él, y tanto nos ama para haber
enviado a su Hijo único a salvarnos, pero éste plan salvífico de Dios, tiene a alguien muy
importante, la Virgen María, quien desde el comienzo, fue la elegida por Dios para llevar a
cabo su plan. Nadie se imaginaba que una mujer humilde y sencilla, fuera la madre del
Salvador.
5. Quién más que una madre para sentir y seguir a su hijo hasta el final. Eso fue lo que la
Virgen Santísima hizo, lo cual nos deja una gran lección y ejemplo para que ante todo
dolor y adversidad podamos estar siempre acompañados de Jesús, quien es el único que
puede llegar a salvarnos y darnos vida eterna.
6. La Fe plena de nuestros tiempos cristianos comienza con la Sagrada Virgen María, ya que
al dar el “Sí” para traer al mundo al Hijo de Dios, ya creía en que Él realmente vendría a ser
el Salvador, por lo tanto, también es pionera de la Iglesia de Cristo, quién crea en Jesús,
cree de igual manera en su madre, ya que sin ella, todo el plan de salvación habría sido en
vano, por lo tanto es ella nuestro modelo de virtudes para todos nosotros que queremos
seguir el camino de Jesús hasta la cruz para luego resucitar en una nueva vida de fe, amor
y esperanza. María siendo madre, nos enseña con mucha paciencia cómo aceptar el
llamado de Dios para que Cristo nazca en nuestra vida y en nuestros corazones.
7. En el centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro de la fe, se halla María,
Madre soberana del Redentor, que ha sido la primera en experimentar: « tú que para
asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador ». Estas palabras se
refieren a todo hombre, a las comunidades, a las naciones y a los pueblos, a las
generaciones y a las épocas de la historia humana, a nuestros días, a estos años del
Milenio que está por concluir: « Socorre, si, socorre al pueblo que sucumbe ».
Referencia bibliografía
Juan Pablo II. (1998). Carta encíclica Redemptoris Mater del Sumo Pontificie Juan Pablo II sobre la
Bienaventurada Virgen María en la vida de la iglesia peregrina. Editorial: San Pablo
Editorial: San Pablo. Tomado http://www.mercaba.org/JUANPABLOII/ENCICLICAS/R-
MATER/redempto2.htm.