No Digas Noche Amos Oz
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Amos Oz
No digas noche
ePub r1.0
Titivillus 05.11.17
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Título original: Al taguidi laila
Amos Oz, 1994
Traducción: Raquel García Lozano
Retoque de cubierta: Titivillus
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A las siete de la tarde se sienta en la terraza de su apartamento del tercer piso;
observa la caída de la tarde y espera. ¿Qué promete la última luz y qué podrá
cumplir?
Ante él hay un patio vacío con una parcela de césped, adelfas, un banco y una
descuidada enramada de buganvillas. El patio acaba en un muro de piedra en el que
se puede distinguir el contorno de una entrada cegada con hileras de piedra más
nuevas, más claras; le parece que incluso deben de pesar menos que las otras. Detrás
de la tapia se alzan dos cipreses, que ahora, a la luz del ocaso, son negros en lugar de
verdes. Más allá se extienden montes despoblados: es el desierto. Allí, a veces, se
levanta un remolino gris que da vueltas por un instante, después se inclina, cae, se
calma. Y aparece en otro lugar.
El cielo se oscurece. Entre las nubes serenas hay una que refleja la tenue luz del
ocaso. El sol no se pone exactamente donde está esta terraza. Un pájaro tiembla sobre
el muro de piedra que cierra el patio, como si en ese momento hubiera descubierto
algo insoportable. ¿Y tú?
Cae la noche. En el pueblo se encienden las farolas y las ventanas de las casas se
alternan con la oscuridad. El viento arrecia y con él llega un olor a fogatas y polvo.
La luz de la luna extiende una máscara de muerte sobre los montes cercanos, como si
ya no fueran montes, sino sonidos graves. Para él, este lugar es el fin del mundo. Él
no está mal en el fin del mundo: ya ha hecho lo que ha podido y, a partir de ahora,
espera.
Con esta sensación se va de la terraza, entra, se sienta y coloca los pies descalzos
sobre la mesa del salón con las pesadas manos a los lados del sillón como atraídas por
el frío del suelo. No enciende el televisor ni la luz. Los neumáticos de un automóvil
chirrían en la calle. Los perros le ladran al pasar. Alguien toca la flauta, no una
melodía completa, sino simples escalas que se van repitiendo sin ningún cambio
aparente. Esos sonidos le agradan. En las entrañas del edificio, el ascensor pasa por
su planta sin detenerse. En la radio de los vecinos, una locutora habla, por lo visto en
otro idioma, aunque ahora tampoco está seguro de eso. Una voz de hombre afirma,
desde las escaleras: No, eso es imposible. Otro le responde: Pues no. No te vayas. Ya
pasará.
Cuando cesa un momento el ruido del frigorífico, se oyen los grillos del wadi,
como punteando el silencio. Entra una brisa suave, mueve ligeramente las cortinas,
roza las páginas de un periódico del estante, respira por toda la habitación, agita unas
hojas en la maceta, sale por la otra ventana y vuelve al desierto. Se abraza los
hombros por un instante. Ese placer le recuerda el sabor de una tarde de verano en
una ciudad de verdad, quizás Copenhague, donde una vez se quedó dos días. Allí la
noche no se abalanza, sino que va tanteando quedamente. El velo del crepúsculo
duraba tres o cuatro horas y parecía como si la tarde quisiera tocar el alba. Tañían
varias campanas y una de ellas sonaba ronca, como la tos. Una llovizna suave unía el
cielo con el embalse y los canales. Un tranvía iluminado pasó bajo la lluvia, vacío, y
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le pareció ver a una joven vendedora de billetes hablando con el conductor, tocándole
la mano, y pasó de largo, y de nuevo la fina lluvia, como si la luz vespertina no la
traspasara, sino que surgiera de ella. Las gotas se encontraban con una fuente en una
plaza cercana. Allí el agua tranquila está iluminada desde dentro durante toda la
noche. Un borracho andrajoso, ya no tan joven, dormitaba sentado en la barandilla, su
cabeza cubierta de mechas canosas se hundía profundamente en su pecho; tenía los
pies calzados pero sin calcetines, sumergidos en el agua de la fuente. No se movía.
¿Qué hora es ahora?
Se agacha para ver el reloj en la oscuridad; mira las manecillas fosforescentes,
pero olvida la pregunta. Quizás es así como comienza el lento descenso del dolor a la
tristeza. Nuevamente ladran los perros, esta vez desaforados, iracundos, ladran en los
patios y en los solares vacíos, ladran también desde el wadi y aún más lejos, desde la
lejana oscuridad, desde las colinas, perros pastores de beduinos, perros abandonados,
tal vez huelen un zorro; ahora un ladrido se torna en gemido y otro le contesta
punzante, desesperado, como si estuviera irremediablemente perdido. Es el desierto
en una noche de verano. Antiguo. Indolente. Vítreo. Ni vivo ni muerto. Presente.
Observa los montes desde dentro, a través de la puerta de cristal de la terraza y
por encima del muro de piedra que hay al fondo del patio. Se siente agradecido y no
sabe por qué, pero da las gracias a los montes. Tiene sesenta años, es robusto, y su
cara ancha de campesino, un poco tosca y desgastada, muestra una expresión de
desconfianza o duda y un aire de astucia oculta. Tiene el pelo canoso cortado casi al
cero y un bigote grisáceo, poderoso. Cuando está en una habitación, en la que sea, los
demás creen que ocupa un espacio mayor del que realmente llena su cuerpo. Su ojo
izquierdo casi siempre está semicerrado, no como si lo estuviese guiñando, sino como
si observara atentamente un insecto o un objeto minúsculo. Despierto y laso, se sienta
en el sillón como si acabara de despertarse de un profundo sueño. Los lazos apacibles
que unen el desierto con la oscuridad le parecen razonables. Otras personas dedican
esta noche a divertirse, a los quehaceres, al arrepentimiento. Por su parte, él admite
gustoso este momento, que no es vacuo según su opinión. El desierto le parece por
ahora aceptable y la luz de la luna, justificada. Por la ventana de enfrente asoman tres
o cuatro estrellas nítidas por encima de los montes. Dice en voz baja: Se puede
respirar.
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Sólo consigo respirar un poco por la tarde, cuando afloja el calor. Ya ha terminado
otro día de locos. Siempre corriendo detrás del tiempo. Desde las ocho de la mañana
hasta las dos menos cuarto en el instituto, dos horas de literatura general, dos horas
para preparar los exámenes de bachillerato y otra hora dedicada a los alumnos
inmigrantes de Rusia, a quienes, por supuesto, no les interesa el destierro de la
Divinidad. Una chica bellísima que se llama Ina o Nina dijo en clase, refiriéndose a
Bialik: Sus palabras son bíblicas, el sentimiento lo tomó de Lérmontov, es una poesía
anacrónica. Recitó dos versos en ruso, quizás para demostrarme sus preferencias
líricas. La hice callar, a pesar de que yo también estaba un poco harta y tuve que
hacer un esfuerzo para no decirle que, por mí, esa Divinidad desterrada podía
quedarse donde estaba.
En mi hora libre, a partir de las once y cuarto, me senté a preparar la clase
siguiente junto al aparato de aire acondicionado de la sala de lectura, pero
súbitamente me llamaron al cuarto del vicedirector para tratar el caso de una
profesora joven a la que una veterana había ofendido. Estuve parcialmente de acuerdo
con las dos y sugerí que se perdonaran y lo olvidaran. Es increíble cómo esta clase de
banalidades, especialmente el término «perdonar», si se menciona en el momento
adecuado y mostrando afecto hacia ambas partes, consigue hacer derramar lágrimas y
llegar a una tregua. Algo tan insignificante tiene el poder de calmar al perjudicado,
posiblemente porque lo que le angustiaba era insignificante.
En lugar de almorzar me comí un falafel por la calle, para llegar a tiempo a la
reunión de las dos y cuarto en la secretaría del sindicato. Íbamos a impulsar la idea de
la residencia. La plaza del semáforo estaba desierta y abrasada. En medio de un
arriate seco de romero había un inmigrante regordete, mayor, con gafas y una gorra
de lana negra; estaba apoyado en una azada sin moverse, como si se hubiera
desmayado de pie. Por encima de él, el propio sol parecía haberse desmayado en el
aire turbio y abrasador. A las cuatro, con una hora de retraso, llegó de Tel Aviv el
abogado de Abraham Orvieto; un muchacho llamado Ron Arbel, niño tierno y
mimado cuya madre le había hecho disfrazarse de ejecutivo. Nos reunimos con él en
la cafetería California y nos dio una confusa explicación acerca del aspecto
económico. A las cinco menos cuarto lo llevé a conocer al tesorero del ayuntamiento;
el sudor era ya pegajoso y las axilas desprendían un olor agrio, como las extranjeras;
de ahí fuimos al despacho de Muki, que me había prometido un memorándum que no
tenía listo, y en vez de eso estuvo media hora hablando de sí mismo y de lo que este
gobierno no entiende. Llevaba una llamativa camiseta del nuevo conjunto de rock
Devil’s Tear. Después, al centro pedagógico y a la farmacia junto al semáforo, y aún
me dio tiempo a pasar por el supermercado algo menos de un cuarto de hora antes de
que cerraran, sacar dinero del cajero y recoger la plancha del taller de reparaciones.
Llegué a casa de noche, muerta de calor y cansancio, y me lo encontré sentado en un
sillón de la sala, a oscuras y en silencio. Otra vez la total inactividad, para recordarme
que mi actividad implica su soledad. Este ritual tiene unas normas más o menos fijas:
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yo, en principio, soy la culpable de que entre nosotros haya una diferencia de quince
años. Él, en principio, me disculpa porque es un hombre considerado.
Preparó la cena solo: Tú estás cansada, Noa. Siéntate, mira las noticias. Hizo una
tortilla con cebolla, preparó una ensalada geométrica, cortó pan integral y lo sirvió
sobre una bandeja de madera con quesos y rabanitos cortados en forma de capullos de
rosas. Esperaba mi reconocimiento, como si fuera el conde Tolstói que nuevamente
se dignaba a encender, con sus propias manos, el horno de la cabaña de los sirvientes.
Después del telediario puso a calentar agua, sirvió una infusión para los dos,
acomodó un cojín debajo de mi cabeza y otro a mis pies, y puso un disco. Schubert.
La muerte y la doncella. Pero cuando cogí el teléfono y marqué el número de Muki
Peleg para preguntarle si el memorándum ya estaba mecanografiado, el de Ludmir, y
después el de Linda para preguntarle algo con respecto al trámite de la licencia, se
acabó su generosidad y se levantó a recoger y fregar los platos, se metió en su
habitación y cerró la puerta, como si yo fuese a perseguirlo hasta allí. Si no hubiese
sido por esa exhibición, quizás me hubiese duchado y hubiese ido a contarle lo que
había pasado y a pedirle consejo aunque, en realidad, no estoy muy segura. Es difícil
cuando él habla y sabe exactamente cuáles son los errores de nuestro proyecto, y qué
es lo que de ninguna manera debí haberle dicho a determinada persona; y es todavía
más difícil cuando se queda callado y me escucha tratando de no perder el hilo, como
un tío paciente que ha decidido dedicar unos minutos preciosos a oír de boca de la
niña por qué se ha asustado su muñeca.
A las diez y cuarto, después de ducharme con agua fría y caliente y de caer
exhausta sobre la cama intentando concentrarme un poco en un libro acerca de las
características de la drogodependencia, se filtró, desde su habitación, la emisión de la
BBC internacional. Últimamente, igual que Menahem Begin en sus años de
reclusión, se enchufa todas las noches a las transmisiones de Londres. ¿Esperará
alguna información que aquí nos están ocultando? ¿Buscará otros significados? ¿O
hablará consigo mismo a través de ellas? Tal vez sólo intenta dormirse. Su insomnio
se introduce en mi descanso y apaga los pocos sueños que yo podría tener.
Era tarde, estaba aturdida por el cansancio, ya me había alejado de las gafas para
leer, la luz y el libro, y, como por debajo del agua, aún lo sentí andando descalzo por
el pasillo, sin duda de puntillas para no molestar, abriendo la puerta de la nevera y el
grifo, apagando las luces por orden y cerrando la puerta con llave. Ese silencioso ir y
venir nocturno lleva años produciéndome una sensación de temor a que un intruso se
haya metido en el apartamento. Después de medianoche me pareció que llamaba a mi
puerta y desde la profundidad del cansancio me vi sometida a su tristeza; casi dije que
sí, pero ya se había alejado de puntillas por el pasillo y quizás había salido a la terraza
sin encender la luz. En esas noches de verano la terraza le viene bien. O no hubo
nada, los pasos, la mano en la puerta, su aflicción que traspasa las paredes, todo es
confuso porque probablemente ya estaba dormida. Hoy he tenido un día muy duro y
mañana, después del instituto, tengo otra reunión con Muki Peleg y quizás tenga que
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ir a Beer Sheva, a ver si finalmente concluyo el tema de la licencia. Tengo que dormir
para estar más lúcida que hoy. Mañana también será un día difícil. Y el calor. Y el
tiempo que pasa.
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Esta vez no pasó de largo, como de costumbre, hacia el piso de arriba, sino que se
detuvo, abrió con un leve chirrido e inmediatamente con un portazo siguió adelante.
Frío y silencio. Una salamanquesa cuyos ojos de piedra siguen en la oscuridad el
revoloteo de un insecto multicolor en el foco de luz, así la veo yo: el sonido de su
falda, el impulso eléctrico que precede a sus movimientos, el ruido de sus tacones
entre la puerta del ascensor y la del apartamento, y ya está girando la llave. Como
siempre, sin un tanteo previo, la llave entre sus dedos acierta justo en el hueco de la
cerradura.
Pasó de una habitación a otra hablándome sin parar, con su voz juvenil
precipitada, prescindiendo del final de las frases; cruzó la casa de un extremo a otro
encendiendo en orden, una tras otra, las luces del vestíbulo, la cocina, el baño y sobre
mi cabeza la luz de la sala, dejando una fina estela de perfume de madreselva y
formando una avenida de luces, como si encendiera los reflectores de una pista para
iluminar su aterrizaje. Toda la casa se encandiló y centelleó.
Cuando se acercó a mí, soltó sobre la mesa del salón la bolsa de la compra, el
maletín del instituto y dos bolsas de plástico repletas y preguntó: ¿Qué haces a
oscuras, Teo? Y ella misma respondió: ¿Te has vuelto a quedar dormido? Perdona por
haberte despertado, aunque en realidad me lo tendrías que agradecer porque ¿cómo
ibas a dormir esta noche?
Se inclinó y me rozó el pelo con los labios, un rápido beso de camaradería
juvenil, inmediatamente retiró mis pies descalzos de la mesa e hizo el ademán de
sentarse a mi lado, pero no, se quitó los zapatos, y moviendo su vaporosa falda de
rombos azules, se fue saltando hacia la cocina para traer gaseosa en dos vasos altos y
dijo: Me muero de sed, bebió y se limpió la boca con la mano como los niños, y me
preguntó: ¿Qué tal? Dio otro salto y encendió el televisor para, finalmente, aterrizar
por un momento en el respaldo de mi sillón; estuvo a punto de apoyarse en mí, pero
no lo hizo, sino que se retiró el pelo de los ojos, como si corriera una cortina, y dijo:
Te voy a contar qué día más loco he tenido hoy.
Pero no lo hizo. Se dio un golpe en la frente como recordando algo y saltó al otro
sillón: Perdona un momento, Teo, antes tengo que hacer dos llamadas rápidas, ¿no te
apetecerá preparar una ensalada? Sólo he comido un falafel en todo el día, estoy
muerta de hambre, espera un momento, en seguida acabo y hablamos. Se puso el
teléfono entre las rodillas, en el valle redondeado de su falda de campana, y se enrolló
durante una hora. Mientras hablaba por teléfono devoró sin miramientos toda la cena
que yo había preparado y le había servido, emitiendo sugerencias, sensaciones y
juicios rápidos alternativamente, masticando la comida sólo en las pausas en las que
permitía que su interlocutor se defendiese. Me di cuenta de que repitió varias veces
sonriendo: Déjalo, anda, y también: ¡Qué va! Ni hablar No me hagas reír, y:
Fantástico. Perfecto. Agárralo bien con las dos manos. Sus manos son mucho más
viejas que ella y los dedos laboriosos un poco arrugados, la piel curtida, el entramado
de las venas azuladas y las manchas de pigmentación del dorso hacen que parezcan
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un terrón. Es como si en este momento su verdadera edad hubiera sido empujada
desde el cuerpo hacia las palmas de las manos y ahí, mientras tanto, se acumularan
pacientemente las fuerzas del deterioro, que acechan esperando una flaqueza.
Más tarde, a través de la puerta del cuarto de baño, oí durante unos veinte minutos
el chorro de agua y su joven voz cantando una canción muy antigua sobre una rosa
blanca y una rosa roja, y el secador de pelo y cómo abría el cajón del armario del
baño. A los veinte minutos salió aseada, perfumada, con un albornoz azulado,
diciendo: Estoy agotada, acabada, ya hablaremos mañana por la mañana. Pero no me
pareció cansada, sino más bien ágil y a gusto con su cuerpo, sus caderas estaban vivas
y respiraban bajo el fino albornoz, y dijo: Hasta mañana, Teo, no te enfades, y tú
tampoco te acuestes tarde. Y dijo otra vez: ¡Qué día más loco! Cerró la puerta tras de
sí. Estuvo pasando las hojas de un libro unos minutos más y se topó por lo visto con
algo divertido que la hizo reír en silencio. Pasado un cuarto de hora, apagó la luz.
Como siempre, se olvidó de cerrar del todo el grifo de la ducha. Desde donde yo
estaba, en el pasillo, podía oír el murmullo del hilo de agua. Fui a cerrarlo y lo hice
con fuerza, tapé la pasta de dientes, apagué la luz del baño y recorrí todo el piso
detrás de ella apagando todas las demás.
Sabe quedarse dormida en un instante. Como una niña querida por todos que ha
hecho los deberes y ha ordenado sus cosas, que no ha olvidado quitarse las horquillas
del pelo y está segura de que todo está como es debido, que todos están contentos con
ella y que mañana será otro día. Está en paz consigo misma, con la oscuridad, con el
desierto que está al fondo del patio, detrás de los dos frondosos cipreses, con la
sábana que se enrosca entre sus muslos y con la almohada bordada que aprieta contra
su pecho mientras duerme profundamente. Su sueño me produce una sensación de
injusticia, o quizás simplemente de envidia, pero, desde mi enfado, soy consciente de
que no hay ninguna razón para enfadarse, y esta convicción no hace que pase el
disgusto sino que me perturba aún más.
Me quedé sentado en camiseta junto a la mesa de mi cuarto y sintonicé Radio
Londres en el transistor. Entre los boletines de noticias había un programa sobre la
vida y los amores de Alma Mahler. La presentadora dijo que el mundo de los
hombres no había sido capaz de comprenderla y que éstos tenían de ella una imagen
equivocada; entonces comenzó a describir cómo había sido de verdad Alma Mahler.
Apagué la radio en medio de esa frase, para demostrarle a la presentadora que el
mundo de los hombres no había cambiado y me fui descalzo a asaltar la nevera de la
cocina. En realidad, mi intención sólo era tomar tres o cuatro sorbos de agua fresca,
cuando me rodeó la tenue luz de la nevera como una caricia. Para no perderla y no
quedarme a oscuras, me serví vino frío, quité la envoltura a un quesito y descubrí que
mientras tanto estaba ordenando las bandejas del frigorífico. Olisqueé dos veces el
cartón de leche abierto, desconfiando de la leche y de mi sentido del olfato. Tiré a la
basura un pegote de salchichas cuyo color me pareció algo turbio. Dispuse los
yogures en fila, según la fecha de caducidad, y puse los huevos todos juntos en la
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huevera, sin dejar huecos en medio. Por un momento dudé, estupefacto ante un tarro
de bonito, y me quedé tranquilo cubriéndolo con el papel de envolver transparente.
Saqué botellas de zumo y gaseosa de un armario lateral, con las que llené los tramos
vacíos de la puerta de la nevera. Llevé a cabo una selección sistemática en el cajón de
las verduras y luego en el de la fruta. Tuve que evitar la tentación de atacar también el
congelador. De puntillas, avancé a lo largo del pasillo hasta la puerta de su
habitación: Si me llama, ya estoy aquí. Y si no, por lo menos intentaré atrapar una
ráfaga del perfume de su descanso, quizás me llegue parte del sueño que a ella le
sobra.
De ahí a la terraza, a la silla descolorida que se parece un poco al sillón de un
abuelo.
La noche es casi transparente. Hay una luz plateada fina y fresca por toda la
tierra. No respira. Los dos cipreses parecen esculpidos en basalto. Colinas con forma
de luna, cubiertas de cera lunar. Por todas partes reposan las criaturas de la noche que
también se parecen a la luna. En los valles las sombras se superponen. Y había una
solitaria cigarra que sólo advertí cuando calló. ¿Qué vieron los hombres
equivocadamente en Alma Mahler y qué fue ella de verdad? Si existe una respuesta a
esta pregunta, a mí se me pasó por alto. Evidentemente la pregunta no tiene sentido si
se plantea con frivolidad, y no tiene ninguna posibilidad real de respuesta. La
presencia de los montes desiertos en la oscuridad suprime palabras como
«evidentemente», «posibilidad real» y deja sin contenido la pregunta: ¿Qué vi en ti
Noa?, o: ¿Qué ves en mí? Ya termino. Digamos que tú ves en mí lo que yo, por mi
parte, veo a veces cuando observo el desierto. ¿Y yo en ti? Digamos: una mujer
quince años más joven que yo, con el corazón palpitante de vida, con ese latido
protoplásmico y rítmico anterior a la existencia de las palabras y las dudas en el
mundo. Aparte de eso, a veces, sin proponérselo, de pronto me llega al corazón.
Como un cachorrito. Como un polluelo.
Hace años, sabía orientarme un poco por las estrellas. Aprendí en el ejército, e
incluso antes, en el movimiento juvenil. Todavía identifico, en las noches claras, los
carros, la Osa Mayor y la Estrella Polar. En cuanto a los planetas, todavía los localizo,
pero ya se me ha olvidado cuál es Júpiter, cuál es Venus y cuál es Marte. Ahora, en
medio de un silencio total, es como si todo se hubiera detenido; hasta los planetas
parecen haber dejado de moverse por cansancio. Y da la impresión de que siempre
será noche. Que todas las estrellas son tragaluces minúsculos en el suelo del piso de
arriba, estalactitas que brillan con las llamas que arden al otro lado del firmamento. Si
se levanta el telón, la tierra se inundará de esplendor y todo se aclarará. O arderá.
Tenemos en casa unos prismáticos buenos, detrás de la ropa de cama en la
segunda balda de la izquierda. Uno se puede levantar, cogerlos y volver al balcón
para ver un poco más. A lo mejor Nehemías le dejó los prismáticos que pertenecieron
a Goroboy el mirón. O a Yoshko, su primo. Cuatro o cinco objetos de este tipo
todavía anidan en nuestro hogar. El resto ya no está. Desechado. Más consentido que
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él, dijo una vez en una riña, más hombre de Neandertal. Y se calló. No lo volvió a
repetir. Se domina hasta en las peleas y me domina a mí también. Es cauta, tiene
siempre puesto el pie en el freno. Yo también soy cuidadoso y conozco los límites. Es
como cuando dos cristales se tocan y retroceden a tiempo.
Desde las montañas del este llega una brisa cortante del desierto. Una brisa como
el filo de una guadaña fría y afilada. La tierra desértica respira en secreto. El polvo y
la piedra se asemejan a una extensión de aguas quietas y lisas en la oscuridad. Y
ahora hace fresco. Son casi las dos. No estoy cansado, pero de todos modos iré a mi
dormitorio sin encender la luz, me desnudaré y me tenderé en la cama. La radio de
Londres me informará de lo que aquí todavía no se conoce. ¿Cómo está el mundo
esta noche? Conflictos entre las tribus de Namibia. Inundaciones en Bangla Desh. Un
incremento en la tasa de suicidios en Japón. ¿Qué habrá ahora? Esperemos a ver.
Habrá música punk. Cruel, desgajada, ronca y sedienta de sangre, desde Londres, a
las dos y cuarto de la madrugada del miércoles.
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Me desperté antes de las seis de la mañana y me dio tiempo a escribir el
memorándum. Muki Peleg lo revisará y Linda se ha ofrecido a mecanografiarlo. A
mediodía se lo enviaré a Abraham Orvieto, con copias para la alcaldesa y el tesorero.
¿A quién más se lo tengo que enviar? Tengo que encontrar a alguien que entienda de
esto. Quizás deba conseguir una copia de las disposiciones oficiales y aprendérmelas.
¿Debería pedir consejo a Teo? Es lo que está esperando, como un cazador. Desde el
principio supo que yo era demasiado pequeña para sacar adelante esta iniciativa.
Desde el comienzo supo que, después de unos cuantos traspiés, acudiría a él. Se
mantiene al margen y, de momento, intenta no entrometerse, por puro tacto. Por sus
conocimientos pedagógicos. Así se comporta un adulto, dejando que el infante escale
según su voluntad, aunque, sin que el niño se dé cuenta, se ubica en el punto preciso
con los brazos extendidos, cerca de las caderas del niño, por detrás, para poder
cogerlo si llega a caerse.
Comencé el memorándum haciendo una descripción del desarrollo de la idea, a
pesar de que la expresión «desarrollo de la idea» no me pareció adecuada. No
encontré una definición mejor. Un alumno de diecisiete años ha muerto
accidentalmente en nuestro instituto a causa de una sobredosis. En el claustro existen
versiones diferentes y encontradas sobre las circunstancias de la tragedia. Yo me
interesé por el muchacho, a pesar de que sólo tuve oportunidad de cruzar con él unas
palabras. Emanuel Orvieto era un alumno tranquilo. Uno de los tres varones de una
clase de literatura a la que asisten treinta chicas. En los últimos años han
desaparecido los alumnos tímidos; todos y todas gritan durante el recreo y dormitan
en las clases de literatura. Fatigados, desconectados, nos observan a Flaubert y a mí
con una expresión de menosprecio terco y divertido; como si nos obstinásemos en
venderles el cuento de la cigüeña y el bebé. Emanuel tenía algo que me recordaba
siempre al invierno. Una vez se retrasó en la entrega de un trabajo sobre Agnón. En el
recreo lo detuve y le pregunté la razón. Miró hacia abajo, como si le hubiese
preguntado por sus amoríos, y contestó con voz apagada que ese asunto no tenía
mucho que ver con él. Lo interrumpí con firmeza. ¿Que no tiene que ver con qué?
Aquí estamos hablando del cumplimiento de un deber. No supo qué contestarme, a
pesar de que lo retuve con crueldad un rato, hasta que dije, fríamente: Está bien.
Tienes una semana para entregarlo.
Me entregó el trabajo a los diez días. Era una redacción sutil, cuidada, escrita
como en voz baja. Después del capítulo de las conclusiones agregó, entre paréntesis,
una frase personal: Al final, he descubierto que la historia tiene algo que ver
conmigo, a pesar de la obligación.
En cierta ocasión le pregunté en las escaleras por qué nunca levantaba la mano en
clase, ya que me gustaría escuchar de vez en cuando lo que tenía que decir.
Nuevamente hubo un silencio reflexivo antes de soltar tímidamente, con voz
titubeante, que las palabras, en su opinión, eran una trampa. Poco antes de Pascua
mencioné en clase que Yehuda Amijai quería expresar su repudio a todas las guerras,
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de pronto se oyó su voz introvertida, como hablando en sueños, y entonando el final
de la frase como una interrogación: Lo que quería o no ¿no deja un poco en segundo
plano al poema?
Decidí que tenía que encontrar tiempo para hacerlo hablar.
Pero no tuve tiempo. Lo olvidé. Lo postergué. Estoy al cargo de tres clases y dos
grupos de literatura, incluida la enseñanza especial para inmigrantes, lo que significa
unos cuarenta alumnos por grupo y casi todos se sienten martirizados en todo
momento. En realidad, yo también me estoy hartando después de tantos años. Desde
hace tiempo ya no me esfuerzo ni en recordar sus nombres. La mayoría son chicas, la
mayor parte de ellas anda todo el verano con unos pantaloncitos de color claro,
cortados y desflecados en el mismo borde de la entrepierna, y casi todas se llaman
Tali. Por cierto, en cada clase siempre hay una que constantemente me corrige de Tal
a Tali o, al revés, de Tali a Tal.
La verdad es que hasta después de la tragedia yo no sabía nada de Emanuel
Orvieto, ni siquiera lo poco que sabían de él su tutora y la asesora: que desde los diez
años vivía aquí, en Tel Keidar, con una tía soltera, empleada de un banco; que su
madre había muerto hacía unos años, en el avión secuestrado de la Olympic; que su
padre se había establecido en Nigeria como asesor de seguridad. Por la sala de
profesores circulaba una historia turbia, que el chico estaba enamorado o liado con
una muchacha de Eilat, varios años mayor que él, al parecer drogadicta o traficante.
Antes de la tragedia, yo no prestaba mayor atención a los comentarios de la sala de
profesores, porque están plagados de cotilleos, como lo están, en realidad, los de toda
la población.
Lo encontraron a poca distancia de las minas de cobre abandonadas que hay en
las inmediaciones de Eilat, diez días después de haber desaparecido de la casa de su
tía. Se había caído de un despeñadero o había saltado. Se había fracturado la columna
y probablemente había estado agonizando un día entero y la mitad de una noche en la
explanada al pie del precipicio, hasta que expiró. Se confía en que no estuviera
consciente durante todas esas horas de suplicio, pero no hay forma de saberlo. Antes
de eso, decían, lo habían drogado, o se había drogado él mismo, o se dejó incitar. Yo
procuraba hacer oídos sordos a estas habladurías, que aquí suelen venir acompañadas
de expresiones de conmoción, un exagerado fariseísmo, e incluso una pizca de
regocijo contenido. Mirad adonde han llegado las aguas, mirad, también nosotros
salimos en las noticias, finalmente las vicisitudes de la vida han llegado hasta
nosotros y esta mañana había fuera una conocida periodista con una cámara, pero la
dirección decidió que ninguno de nosotros debía dejarse entrevistar y que teníamos
que decir: Sin comentarios.
Dos veces tuvieron que postergar el entierro, porque el padre no llegaba. A los
dos días murió la tía, la empleada del banco, y en la sala de profesores se hablaba de
un derrame cerebral, de sentimientos de culpa y también de la mano del destino. Toda
clase de charlatanerías que yo procuraba no oír. La verdad es que ese padre, aun antes
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de llegar, despertó en mí una cierta sensación de aversión: un padre que no ejerce de
padre, traficante de armas en Nigeria, seguro que está lleno de reproches, seguro que
nos responsabiliza a nosotros. No es difícil emitir esa clase de juicios a distancia,
basándose en dos o tres datos que encajan fácilmente en una generalización. Me
imaginaba al padre como una especie de combatiente antiguo, próspero, decidido,
seguro siempre de tener razón. Tomé la determinación de no unirme al grupo de
profesores que fue, antes del entierro, a verlo al hotel Keidar. Desde la selva africana,
por fin se digna aparecer aquí, con la única finalidad de culparnos de la tragedia que
le ha ocurrido a su hijo, cómo no nos dimos cuenta, por qué nos desentendimos,
cómo es posible que todo el cuerpo de profesores… Al final fui, probablemente
porque recordaba la postura tímida del muchacho, enmudecida y a pesar de todo algo
inquietante, avergonzado, como si se sumergiera hasta el fondo de sí mismo antes de
reaparecer y responderme, casi con un susurro, que las palabras son una trampa. En
sus palabras había una callada súplica que yo no capté, o quizás la capté pero la
ignoré. De esa manera, resistiéndome a reconocer, reconociendo y rechazando el
reconocimiento de que si hubiera hablado con Emanuel, si sólo hubiera intentado
acercarme un poco a él…, pero levantando los hombros y diciéndome a mí misma:
Qué va, déjalo ya, estás loca, fui a pesar de todo con el resto de los profesores a ver a
Abraham Orvieto unas horas antes del entierro del muchacho y de su tía. Ahí, en el
hotel, en la habitación del padre, comenzó eso que me invade desde entonces.
Estaba también la historia del perro. Emanuel Orvieto tenía un perro depresivo
que siempre guardaba las distancias. Desde por la mañana se echaba a esperar a que
el chico terminara las clases, en el ralo bosque de tamariscos que crece y se marchita
frente a la puerta del instituto. Si le arrojaban piedras, se levantaba cansado, se
echaba unos metros más allá y seguía esperando. Después de la tragedia, ese perro
comenzó a venir todas las mañanas. Entraba en el aula ignorando el revuelo de los
pasillos, sarnoso, con las orejas colgando y el hocico tan caído que casi tocaba el
suelo. Nadie se atrevía a echarlo o a molestarlo en los días de duelo. Tampoco cuando
pasaron. Se tendía allí durante toda la mañana, la cabeza caída, triangular,
apoltronada, inmóvil sobre las patas delanteras. Se había buscado un sitio fijo en un
rincón del aula junto a la papelera. Si en el recreo le tiraban medio bollo o incluso
una rodaja de embutido, no se molestaba en olisquearlo. No reaccionaba cuando le
hablaban. Tenía una mirada abatida, parda, recelosa, que te hacía apartar los ojos
hacia otro lado. Cuando acababan las clases se escabullía agachado, con el rabo entre
las patas, y desaparecía hasta que, al día siguiente, sonaba el timbre a las ocho de la
mañana. Era un perro de beduinos, ya mayor, con el color que tiene aquí el polvo:
gris desteñido, terroso. Ahora que todo ha terminado creo que además era mudo, ya
que no recuerdo haberle oído ladrar o gemir nunca.
En una ocasión me entraron ganas de llevármelo a casa, lavarlo, darle de comer,
alegrarlo. Me conmovía su fidelidad incorruptible hacia el muchacho que nunca
volvería. Si le diera leche con una cucharilla e hiciera que lo viese un veterinario, si
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dispusiera para él una cama en el corredor, quizás con el tiempo se acostumbraría y
permitiría que lo acariciasen. A Teo no le gustan los perros, pero seguro que me lo
permitiría porque es una persona complaciente. Si supiera qué hacer para que
entienda hasta qué punto me incomoda su arrolladora consideración. Me lo
imaginaba cerrando aún más su ojito, el izquierdo, con su bigote canoso, bigote de
capitán británico retirado, ocultando un leve temblor: Mira Noa, si es importante para
ti, etcétera, etcétera. Por eso abandoné la idea del perro, que era una criatura un poco
repugnante y la verdad es que no mostraba signo alguno de necesitar una nueva
relación.
Una mañana lo atropellaron. Llegó igualmente a clase con el primer timbrazo.
Tenía las patas traseras fracturadas. Parecían ramillas resquebrajadas. Se arrastró
sobre el vientre hasta su rincón y se postró como siempre. No emitió ni un aullido.
Decidí llamar al veterinario del departamento de Sanidad para que lo sacaran de allí,
pero cuando acabaron las clases desapareció y no volvió al día siguiente. Supusimos
que se había ido a morir a un escondrijo. Dos meses después, la noche de la fiesta de
fin de curso, al terminar los saludos, las obras de teatro, el ágape y el discurso de la
directora, cuando salíamos a la una de la madrugada, reapareció el perro, huesudo,
deformado, esquelético, dando brincos con las patas delanteras y arrastrando medio
cuerpo paralizado, cruzando la luz de la farola que hay delante del sucio bosque de
tamariscos frente a la entrada del instituto, reptando hacia la oscuridad, salvo que
fuese otro perro, o sólo una sombra.
Abraham Orvieto nos recibió de pie, con la espalda apoyada en la puerta del
balcón desde el que se podía ver la cima de las montañas del este trepidando por
efecto del calor. Una maleta pequeña y sin abrir permanecía en la cama de
matrimonio del hotel. Encima de la mesa había dos limones. Una americana de
verano, de un tejido ligero y de color claro, colgaba del respaldo de una silla. Era un
hombre de baja estatura, endeble, de hombros estrechos, con el pelo débil y canoso,
el rostro arrugado y quemado por el sol, como un experimentado obrero metalúrgico
jubilado. No era ésa la imagen que yo tenía de un asesor de seguridad o de un
traficante internacional de armas. Me sorprendió especialmente cuando comenzó a
hablarnos, sin esperar las acostumbradas frases de condolencia, de la necesidad de
evitar que otros alumnos cayeran en la drogadicción. Hablaba con una voz sombría,
con actitud titubeante, como temeroso de despertar las iras; preguntó si con Emanuel
había caído algún otro alumno. Pidió que le contáramos desde cuándo lo sabíamos.
Reinó un silencio embarazoso, puesto que no supimos nada hasta después de la
tragedia, excepto los cotilleos de la sala de profesores. El subdirector, a quien la
excesiva discreción hacía balbucear, expuso la teoría de que Emanuel, por lo visto,
había llegado a las drogas al final, en Eilat, después de haber desaparecido, o sea, más
o menos, en los últimos días, quizás. En realidad su tía tampoco se había percatado de
ningún cambio alarmante, aunque era difícil saberlo. A lo que el padre replicó que
probablemente siempre nos quedaría esa duda. Nuevamente se hizo el silencio. Esta
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vez se prolongó. Abraham Orvieto se llevó a la cara sus fibrosas manos, unas manos
curtidas de campesino con dedos ásperos, luego las dejó descansar sobre las rodillas,
y el subdirector comenzó a decir algo, pero en ese preciso instante Abraham Orvieto
preguntó si alguno de nosotros conocía bien a Emanuel, es decir, quién era el que más
lo conocía. Al subdirector sólo le salió un balbuceo ininteligible. Se hizo un silencio
total. Un joven camarero beduino, moreno y delgado como una bella muchacha, con
pajarita blanca, introdujo en la habitación un carrito cubierto con un mantel blanco
sobre el que traía frutas, quesos y una selección de refrescos. Abraham Orvieto firmó
la factura y agregó un billete doblado. Dos veces pidió que nos sirviéramos, pero
nadie tocó nada. De pronto se dirigió a mí y dijo quedamente: Usted es Noa, le
gustaba estudiar con usted; tenía predilección por la literatura.
Me quedé tan atónita que no pude negarlo. Balbuceé algunas trivialidades, un
chico sensible, introvertido, es decir, no muy comunicativo. El padre me sonrió, de la
manera en que sonríen quienes no están acostumbrados a ello, como si por un
momento abriera una ranura en la persiana de una habitación muy hermosa por la que
se entrevé una lámpara, una biblioteca y una chimenea en llamas, y la volviese a
cerrar, como si nunca hubiera existido.
Cuando ya habían transcurrido seis semanas, apareció Abraham Orvieto una
mañana, a la hora del recreo, en la sala de profesores, y pidió nuestra colaboración
para llevar a cabo una idea: se le había ocurrido donar una suma de dinero para
fundar aquí, en Tel Keidar, un pequeño centro de rehabilitación para jóvenes,
estudiantes, probablemente de otras zonas del país. Su deseo era que la institución
llevara el nombre de su hijo: Tel Keidar es un pueblo tranquilo, quizás a causa de la
influencia del propio desierto; cuando se mira a la lejanía, a uno lo invaden diversos
pensamientos, tal vez se pueda salvar, al menos, a unos cuantos. Es comprensible que
surja algún tipo de oposición, sin embargo, por qué no intentarlo, ideando unas
condiciones de internamiento que tranquilicen a los desconfiados.
Me sorprendió que me escogiese a mí, que no era la tutora de Emanuel, para que
me hiciera cargo de organizar una especie de comisión informal, cuyo objetivo
consistiría en hacer un estudio previo y apuntar cuáles serían las dificultades y qué
aspectos podrían indignar a los vecinos. Él venía a Israel sólo una vez cada varios
meses, pero tenía un abogado, Ron Arbel, que estaría a mi disposición en todo
momento. Si me negaba, él lo comprendería y buscaría otra persona.
¿Por qué justamente yo?
Mire, dijo, y otra vez me sonrió como abriendo por un instante la ranura en la
persiana con chimenea y lámpara, en realidad, él sólo la quería a usted en todo el
instituto. Una vez me escribió una carta contándome que le había regalado un lápiz.
Escribió esa carta con el lápiz que usted le dio.
Yo no recordaba ningún lápiz.
Y a pesar de todo, acepté. Posiblemente en razón de un impulso incierto por
seguir manteniendo un lazo con Emanuel y su padre. ¿Qué lazo? ¿Por qué
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mantenerlo? ¿Continuar con qué? Cuando Abraham Orvieto se refirió al lápiz que
nunca existió, se hizo evidente por un momento un remoto parecido, no entre él y su
hijo, sino entre él y una persona que conocí hace muchos años: el rostro y los
hombros caídos, especialmente la voz suave y la manera de escoger e hilvanar las
palabras, como la expresión «a uno lo invaden diversos pensamientos», me
recordaban al poeta Ezra Zussman, que conocí en cierta ocasión en la casa de reposo
de la Seguridad Social en el monte Canaán. Solíamos sentarnos, a última hora de la
tarde, papá, Zussman y su esposa, la tía Huma y yo, en la ladera del prado, en
momentos en los que cambiaban las tonalidades del atardecer y pasaba una brisa
transparente entre las montañas. Papá en su silla de ruedas, paralítico de la cintura
para abajo, se asemejaba a un boxeador o a un luchador envejecido y con unos kilos
de más, el rostro grueso, montuno, hundiendo el asiento con el peso de su cuerpo,
aferrando el transistor negro con su mano inmensa, como si fuera una granada lista
para ser arrojada; una manta de lana oscura sobre las rodillas inertes y los hombros
inclinados hacia delante que denotaban una violencia furiosa, como si se hubiera
petrificado mientras estaba asestando un golpe. Nosotros lo rodeábamos con nuestras
tumbonas frente a la luz de las montañas de Galilea, al borde de un cielo que se
rendía ante las sombras crepusculares. Ezra Zussman nos mostraba los manuscritos
de sus poemas, que parecían estar muy lejos de la poesía que reinaba en el país, y que
me enternecían como el sonido de un arpa. Una noche dijo: El poema es como una
chispa apresada en un trozo de cristal, porque las palabras son trozos de cristal. Y se
apresuró a sonreír con pesar, para volver a sí mismo desde la metáfora. Luego se
acabó la tranquilidad, los Zussman se despidieron con serenidad, como justificando
sin palabras su retirada, retomando su camino. Al día siguiente, en un ataque de rabia
impetuosa, papá destrozó su transistor, y la tía Huma y yo lo llevamos en taxi de
vuelta a la colonia. Unas semanas después, cuando leí en el periódico una pequeña
nota sobre la muerte del poeta Ezra Zussman, fui a una librería de Netanya a comprar
su libro de poemas. No sabía el título del libro y el dependiente tampoco había oído
hablar de él. La tía Huma le compró a papá un transistor nuevo que sólo duró dos
semanas.
A Abraham Orvieto le puse una condición, que no aceptaría ninguna retribución
por mi trabajo en el equipo de estudio. Me escuchó y calló. A las tres semanas me
llegó por correo el primer giro. Desde entonces, todos los meses me entrega, a través
de su abogado, trescientos dólares, dejando que yo misma decida qué parte de esa
suma destinaré a los gastos de oficina y a los viajes, y cuánto para cubrir el tiempo
que yo le dedico al asunto. En vano le pedí cuatro veces al abogado, Ron Arbel, que
detuviera esos giros.
Teo me lo advirtió: Te estás complicando, nena, esa clase de arreglos económicos
te pueden acarrear disgustos, incluso complicaciones. Cuesta creer que una persona
práctica, un comerciante, hombre de mundo, se comporte de esta manera sólo por
despilfarrar. Si realmente quiere limitarse a donar dinero para fundar una residencia
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en memoria de su hijo, ¿por qué no nombra un comité? Con un tesorero, un contable.
Por otro lado, si su intención es invertir con fines de lucro, crear una institución
privada, una clínica exclusiva para niños ricos, una especie de nido para cuclillos de
elite, trescientos dólares al mes son calderilla a cambio de lo valiosa que eres para él
apaciguando la opinión pública, y aún no has empezado a comprender, Noa, cómo te
está utilizando. Además, ¿desde cuándo te dedicas a fundar instituciones? ¿Asilos
para los indigentes? No hay ninguna posibilidad de que los vecinos estén de acuerdo,
porque ¿a quién le gustaría tener un fumadero de hachís junto a su casa?
Dije: Teo, ya no soy una niña.
Entornó el ojo y se calló.
Salió al pasillo a seguir planchando camisas.
Por supuesto que tenía razón. Toda la ciudad se oponía. En el periódico local
escribieron, sin firma alguna: «No dejaremos que hagan de nosotros el vertedero del
país». Hay tantas cosas que tendré que aprender desde el principio. Términos que
alguna vez oí sin prestar atención por la radio, o que pasé por alto en los periódicos:
funcionamiento, costes, capital básico, sociedad, junta directiva, presupuestar, todo es
aún muy confuso pero ya me emociona. Una mujer de cuarenta y cinco años
encuentra un nuevo sentido a su existencia, posible título para un artículo a todo color
en uno de los suplementos de fin de semana. Efectivamente, ya me han pedido una
entrevista para uno de los diarios vespertinos, pero he dicho que no. No sabía si esta
clase de entrevistas favorecería o perjudicaría el asunto. Tendré que aprender tantas
cosas… Pero lo haré.
Me repito a veces, en tercera persona: Porque Noa sí puede. Porque es algo
bueno.
Además de mí, el equipo consta de otros tres miembros: Malaji Peleg, a quien la
ciudad apoda Muki, Ludmir y Linda Danino. Linda, divorciada, asmática y amante de
las artes, se prestó como voluntaria para estar cerca de Muki. Se ocupa de introducir
todos los datos en un procesador de textos. Muki Peleg vino por mí, y hubiera venido
incluso si se me hubiese ocurrido fundar una granja para el adiestramiento de
cuervos. En cuanto a Ludmir, jubilado de la compañía eléctrica, es un miembro
entusiasta y bastante sentimental, de tres o cuatro comités que luchan por la justicia y
se oponen al sistema, enemigo de las canteras y de las discotecas, crítico acérrimo de
la publicidad inadecuada y autor apasionado de una columna titulada «La voz que
clama en el desierto», que aparece todas las semanas en el periódico local. Durante
todo el verano se paseó por la ciudad con unos pantaloncitos de campaña, cortos y
holgados, que dejaban ver sus piernas envejecidas, venosas y bronceadas, y unas
chanclas de la playa desgastadas, y cada vez que me ve me dice, como si fuera una
consigna, la frase: Y a pesar de todo, Noa no ha de parar, y dice burlonamente: Por
favor, no te enfades, bonita, era sólo una broma.
En la práctica, toda la responsabilidad recae sobre mí. Estoy metida de lleno en el
asunto desde hace varias semanas: hago gestiones en las oficinas del distrito sur de
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los ministerios de Asuntos Sociales, de Sanidad y de Educación, le tiro de la manga a
la Liga de Lucha contra la Drogadicción, le estrecho el cerco al Fondo para la
Juventud Oprimida, persuado a la asociación de padres de alumnos y al departamento
de educación, insisto en la oficina de desarrollo, escribo réplicas en el periódico local
y persigo a la alcaldesa, Bat Sheva, que hasta la fecha se niega a incluir el tema en el
orden del día. He ido cuatro veces a Jerusalén y dos a Tel Aviv. Cada semana hago mi
peregrinación a las dependencias administrativas de Beer Sheva. Aquí, en Tel Keidar,
conocidos y amigos ya han empezado a mirarme con una cierta preocupación e
ironía. En la sala de profesores dicen: Para qué te complicas la vida, Noa, qué bicho
te ha picado, ¿no ves que no va a salir nada de esto? Y yo contesto: Veremos.
No reprocho nada a estos conocidos y amigos. Si cualquier otra profesora hubiera
decidido de repente fundar aquí, por ejemplo, un laboratorio para enfermedades
contagiosas, yo seguramente me habría sorprendido o enfadado. Mientras tanto, la
alcaldesa se encoge de hombros, los del sindicato se muestran recelosos, el colectivo
de padres de familia es hostil, Muki Peleg aprovecha cada momento para distraerme
con sus historias acerca de todo aquello que le brindan las mujeres y aquello otro que
sólo él sabe darle a una mujer, y Ludmir insiste para que me una a la comisión contra
las canteras. En la biblioteca municipal ya han dispuesto una sección especial en la
que la bibliotecaria ha reunido toda la literatura que había allí sobre métodos de
rehabilitación. En esa balda, alguien ha puesto un cartelito: «Reservado para Noa la
adicta».
Teo se calla porque yo se lo he pedido.
Yo voy a lo mío: estudiar.
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La ciudad es pequeña, nueva, con ocho o nueve mil habitantes. Lo primero que se
construyó fue un barrio rectangular, cercado, para las familias de los militares. En los
años setenta hicieron en la zona una serie de perforaciones que despertaron muchas
expectativas, por lo que se decidió establecer una ciudad. Posteriormente las
perforaciones resultaron frustrantes, las expectativas se fueron olvidando y la ciudad
se detuvo. La calle principal, el bulevar Herzl, fue pavimentada por todo lo alto: seis
carriles abiertos en lo alto de una colina rocosa y desértica. Entre los carriles, la línea
de separación está demarcada por una tierra rojiza traída de lejos, sobre la que
plantaron palmeras que los fuertes vientos martirizan sin cesar. A ambos lados de la
avenida, dentro de jaulas de hierro y envueltas en loneta de saco para protegerlas de
las tormentas de arena, unas plantas de poinciana están a merced del riego por goteo,
como si todavía se dudara si tiene sentido o no. Hacia el este y el oeste, salen de la
avenida principal unas quince calles casi idénticas que llevan los nombres de
presidentes y primeros ministros. Todas las calles tienen una hilera de farolas verdes
y bancos públicos también verdes, fijos y a la misma distancia unos de otros. Hay
buzones y una parada de autobús, y pasos de peatones señalizados. Aunque no hay
mucho tráfico.
Los jardines están abatidos a causa del viento que irrumpe del desierto y fustiga
con ráfagas de polvo. A pesar de todo se mantienen aquí las parcelas de césped ralo
delante de las casas y unas pocas adelfas y rosales. Los edificios están arruinados por
el calor y el viento, filas de edificios de apartamentos de cuatro y seis plantas, todos
con terrazas frontales cerradas con persianas de asbesto o con ventanales corredizos
con marco de aluminio. El color de las construcciones es gris desteñido, aunque
fueron recubiertas de yeso blanco: de año en año el yeso se ha ido amoldando a los
tonos del desierto, como si quisiera confundirse con ellos para intentar, de esa
manera, apaciguar un poco el furor de la luz y el polvo. En todos los tejados brillan
los espejos de las placas solares, como si el pueblo hubiera querido calmar el ardor
del sol con su propia lengua.
Los bloques de edificios están separados entre sí. Quizás hace muchos años
anduvo por aquí un planificador aturdido por el calor y tan confundido que delineó
una urbanización ajardinada, con terreno libre para pequeños bosques y huertos, con
parcelas de árboles frutales destinados a crecer entre los bloques. De momento, esos
terrenos baldíos son tramos desérticos abarrotados de escombros y algunas matas que
pudieron cruzar la frontera entre el reino vegetal y el reino mineral. Hay también
eucaliptos y unos pocos tamariscos que, consumidos por la sequía y golpeados por el
viento impregnado de salitre, con el dorso inclinado hacia el este, se asemejan a
refugiados cargando bultos que quedaron petrificados en medio de su fuga.
Al noroeste del pueblo se extiende una zona diferente, la urbanización de chalets,
con unas cien viviendas pequeñas para cuya construcción se ha aprovechado el
declive del terreno para agregar alturas. Aquí los tejados no son planos ni están
cubiertos de brea, sino de tejas rojizas que cada verano se van volviendo más grises.
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Se ven algunas casas de madera, al estilo de las cabañas suizas, y, entre ellas, otras
que fueron construidas al estilo italiano o español, de piedra rojiza traída de los
montes de Galilea, con aleros, cornisas y arquerías, ventanas circulares e incluso
veletas en los aguilones que echan de menos, en este desierto, los bosques y los
pastizales. Aquí viven los ciudadanos acomodados, empresarios, oficiales del
ejército, directores, ingenieros y técnicos superiores.
Al frente, por el sureste, en un valle estrecho y alargado, se extiende una carretera
en mal estado y obstaculizada por la arena. A lo largo de este camino hay fábricas de
cerámica y metal, una fábrica más pequeña de lavadoras, y detrás pequeños talleres,
garajes, almacenes, casetas de hojalata y cobertizos de asbesto, construcciones sin
cimientos hechas con bloques desnudos y tablones. Aquí se apiñan talleres de
cerrajeros, carpinteros, electricistas, chapistas, fontaneros y reparadores de antenas,
televisiones y calentadores solares. Entre los locales aún se pueden ver alambradas de
púas que se han desplomado, cubiertas de herrumbre y tierra. El polvo de la entrada a
los talleres está apelmazado de tanto gasóleo y aceites densos. Durante todo el verano
flota en el ambiente el olor de orines antiguos y la hediondez del caucho quemado. El
sol lo abrasa todo, despidiendo vítreos resplandores punzantes. Más adelante, en la
ladera, está el cementerio de coches, al que le sigue el camposanto municipal. Aquí la
carretera se detiene frente a unos riscos rematados con un cerco doble; dicen que
detrás de esas rocas se esconde una vega cerrada, repleta de instalaciones secretas.
Más allá de esa vega se extiende otra cadena montañosa, oscura, con grutas y cuevas.
Son los escondites de los cervatillos que de vez en cuando aparecen en el horizonte,
para sumergirse entre los velos de la penumbra crepuscular; allí hay guaridas de
zorros y agujeros de escarabajos y serpientes. Y más allá hay grandes extensiones de
piedra caliza y laderas de pizarra cortadas por desfiladeros y llanuras de guijarros
oscuros hasta la frontera de las montañas áridas, que unas veces están recubiertas de
vapor y otras, desde la distancia, adquieren un tono azulado como si ya no fueran
montañas, sino nubes ilusorias que se elevan desde un mar invisible y que pronto
volverán a él.
El autobús de Beer Sheva llega seis veces al día y se detiene en la parada del
centro comercial, en una plaza a la que todos llaman «la plaza del semáforo», aunque
su nombre es, en realidad, plaza Irving Koshitza. Los pasajeros de Beer Sheva se
apean, el conductor entra veinte minutos al California a tomarse un capuchino y a
fumar, mientras se van reuniendo en la parada los viajeros que van a la ciudad.
Enfrente de la explanada hay una amplia zona de aparcamiento sin asfaltar, desde la
que siempre se eleva un polvo harinoso y grisáceo que penetra, como un tul delicado,
en las tiendas, los restaurantes y las oficinas. Cuatro edificios altos, al estilo de los de
la costa, cierran la explanada, dos bancos, el cine París remodelado y unas cuantas
cafeterías que también hacen de restaurante; y el club de billar descuidado donde
también se vende lotería. Todos estos establecimientos rodean el cuadrado revestido
de terrazo rojo y gris. En el centro de la plaza se eleva una columna de cemento visto
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en memoria de los caídos. En cada esquina del monumento hay un ciprés. Uno de
ellos ya se ha secado. Con letras de metal negro en la columna, está escrito «Tu
gloria, Israel, ha sucumbido en tus montañas» [2 Sm 1:19]. La penúltima letra de la
última palabra se ha caído. Por debajo incrustaron una placa de mármol parecida a las
Tablas de la Ley, con veintiún nombres, desde Aflalo Yosef hasta Shumin Giora
Georg. Esta placa se rajó de lado a lado, y en la ranura crece una enredadera. Al pie
del monumento hay un pilón de hormigón armado, sobre el que está grabado, en
hebreo y en inglés, el pasaje bíblico «Ay, sedientos todos, acudid a las aguas»
[Is 55:1] - Abrevadero en memoria de Dunia y Adalbert Zesnik, 1983. Tres caños se
inclinan sobre el pilón. Dos de ellos lagrimean.
Sobre el tejado del edificio del banco hay un montón de vallas publicitarias, y en
medio un enorme reclamo: «Hoy he echado la quiniela». En el local que hay a la
izquierda del ayuntamiento, frente al edificio de la Seguridad Social, en el ático, está
la oficina de Teo. El nombre de la oficina es: «Planificación». En la misma planta
está también la clínica dental del doctor Dresdner y el doctor Nir, y al lado está Dubi
Weizman, notario y contable, también admite trabajos de fotocopia y toda clase de
arreglos de documentos. En sus ratos libres, Dubi Weizman pinta paisajes del desierto
a la acuarela; cinco de sus cuadros fueron expuestos en una muestra colectiva en una
galería privada de Herzliyya. En una pared de su despacho cuelga, en un marco con
incrustaciones de conchas marinas, la fotocopia ampliada de un artículo del diario
Haaretz en el que figura su nombre. El doctor Nir es también escalador, y la mujer
del doctor Dresdner es pariente lejana de una cantante de ópera que actuó aquí el
invierno antepasado y que repartió entre sus admiradores fotografías firmadas por
ella.
Dos beduinos, ya no tan jóvenes, están sentados juntos en las escaleras del
sindicato de trabajadores; ambos llevan pantalones vaqueros. Uno lleva una camiseta
del Beitar, el equipo de fútbol de Jerusalén, y el otro se ha puesto una especie de
cazadora de lana caqui, desgastada, de las que se usaban en el ejército en la época de
los campos de refugiados. El más pequeño de los dos está sentado con el brazo sobre
la rodilla, la palma de la mano hacia arriba. Con el pulgar acaricia sin cesar el cigarro
apagado que mantiene entre sus agrietados dedos. Lentamente. El otro beduino sujeta
entre las rodillas un paquete envuelto en un periódico viejo. Sus ojos permanecen
fijos en el cielo o en el centelleo de la antena que se eleva sobre el tejado de la
estación de policía. Están esperando. Delante de ellos pasa, arrastrando los zapatos,
un anciano mercader askenazí. Tiene una bandeja colgada al cuello con un cordel, en
la bandeja hay sapos automáticos que brincan al presionar un mando a distancia,
peonzas, jabones, peines, espuma de afeitar y unos botes de champú importado de
Taiwan. El mercader tiene los hombros caídos, lleva gafas y kipá negra, y dirige una
sonrisa meditabunda a los dos beduinos, que, aunque no saben con certeza cuáles son
sus intenciones, asienten con la cabeza amablemente.
«Foto Hollywood - revelados y servicios fotográficos» está cerrado y la reja tiene
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echado el pestillo. Desde dentro, pegado al cristal polvoriento de la ventana, por
debajo del retrato de Begin, cortesía del diario Maariv a sus lectores, hay un cartel:
«Debido a que los socios Yehuda y Jacky tienen que hacer al mismo tiempo las
maniobras de los soldados de reserva, el comercio queda cerrado a partir de hoy y
hasta el primero del mes que viene. Rogamos al público en general que se arme de
paciencia». Al lado de la funeraria están sentados en taburetes metálicos tres jóvenes
religiosos, uno de ellos albino, intercambiando ideas. El anciano mercader se detiene
junto a ellos con la intención de participar en la conversación, tose, suspira y señala
con tristeza: ¿Un judío y un gentil no son como el agua y el aceite? Igualmente un
judío respecto a otro judío. Cualquiera con cualquiera. Incluso entre hermanos. Uno
de los jóvenes se presta a ofrecerle un vaso de agua. El viejo bendice, bebe,
carraspea, se levanta y vuelve a colgarse al cuello la bandeja con los sapos y los
jabones, para seguir su agobiada andadura en dirección al semáforo. En un pequeño
cuarto está sentado el encuadernador, Kushner, que no está encuadernando nada
porque se ha sumido en la lectura de un libro desvencijado. Las gafas de montura
dorada se le han deslizado hasta la mitad de la nariz. Por la fina sonrisa, se nota que
el libro le agrada, o quizás le trae recuerdos. Hay tres abedules plantados en el jardín
del extremo de la plaza, cuyas copas están tan mustias que casi no dan sombra.
En la farmacia de Shatzberg han colgado un anuncio que dice: «No se fían
medicamentos». Un hombre autoritario, fuerte y obeso, dice muy enfadado con
acento rumano: ¿Qué quiere decir «fiar»? ¿No es eso lo que se hace en la fiesta de
Simhat torà? ¿O es que «fiar medicamentos» es una expresión nueva en hebreo?[1]
Un muchacho de pelo rizado con sandalias polvorientas, una semiautomática atada al
hombro con una cuerda en lugar de la correa, se prestó a explicarle: Fiar es como
rebajar.
En el Templo de la Informática están tirando una pared para hacer una
ampliación. En breve abrirán aquí un salón de exposiciones con las últimas
tendencias en el sector de la comunicación por ordenador. Mientras tanto, han tapado
todas las existencias con plásticos para protegerlas del polvo. En la pared que están
demoliendo hay un cartel, la fotografía de una belleza impasible sentada con las
piernas cruzadas frente a la pantalla de un ordenador; lleva gafas, está inmersa en el
programa y, sin reparo, permite que los transeúntes echen un vistazo profundo por
debajo de su falda. Un niño rubio, concentrado, está jugando a la pelota contra la
pared lateral del cine París: recibe y lanza, devuelve, recibe y lanza. Durante bastante
tiempo no cambia de ritmo. Tiene cara de concentración y muestra una severa
responsabilidad, como si el menor fallo fuese a causar una tragedia. Un anciano con
uniforme de defensa civil le ordena parar antes de que rompa un cristal. El niño
obedece de inmediato, se guarda la pelota en el bolsillo y se queda ahí. Esperando. El
aire es polvoriento y caliente. La luz es casi blanca. Arriba, en el tendido eléctrico,
hace varios meses que cuelga y se balancea una cometa de color oscuro que quedó
enredada entre los cables. Y en el kiosko de falafel Entebbe venden también, a partir
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de hoy, shawarma en pan de pita. Abraham se fue a Beer Sheva a comprar los
aparatos. Le hubiera gustado saber si le iría bien o no, pero, en fin, no se puede hacer
otra cosa, hay que darle tiempo. Ya veremos. Ojalá.
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A las siete y cuarto de la mañana, mientras tomábamos café en la cocina, dije:
Hoy, después del colegio, tengo que ir otra vez a Beer Sheva. Una reunión con
Benizri, del departamento. Si ellos tampoco quieren ayudar, no sé qué pasará. No me
digas lo que piensas. No lo hagas por ahora. Tal vez cuando regrese por la tarde
quiera oírlo. Ya veremos.
Levantó los ojos del periódico, aún en camiseta, esos hombros bronceados, un
hombre de sesenta años y todavía tiene el cuerpo firme y prieto. Me miró con una
afectuosa curiosidad. Así es como, a veces, se contempla a un niño aquejado de dolor
de estómago que no quiere ir a la guardería. ¿Creerle? ¿Imponer autoridad? Una
sombra de sospecha o ironía pasó por su bigote militar acicalado. De pronto puso su
ancha mano sobre la mía y dijo: Ya no eres una niña. Seguro que encuentras una
salida.
Teo, dije, no soy una retrasada mental. Tú quieres que abandone este proyecto.
Por tanto, dime: Déjalo, Noa. Inténtalo y verás lo que sucede.
Me pediste que no me entrometiera. Tu petición fue admitida. Punto. ¿Te sirvo
más café?
No respondí. Temía una pelea.
Con su pelo cano, su rostro huidizo, el bigote plateado, recortado con precisión,
con el ojo izquierdo semicerrado, suele recordarme a un campesino acomodado, a un
hacendado desconfiado, un hombre al que la vida le ha enseñado cómo enfrentarse a
un enemigo, a una mujer o a un vecino: con amabilidad y, al mismo tiempo, con
firmeza.
Mientras tanto, como si obtuviera un placer superfluo, hizo una bolita de pan con
los dedos y afirmó: Esta noche iremos al cine. Ponen una comedia erótica. Hace
tiempo que no salimos de noche. Conduce con cuidado hasta Beer Sheva. Está bien,
hoy puedo vivir sin el coche, sólo ten cuidado con los baches de la carretera y con
esos camiones enormes. No los adelantes, Noa. Lo menos posible. Recuerda echar
gasolina. Espera un momento: ese Benizri. En realidad yo crié a los que lo criaron a
él. ¿Quieres que llame? ¿Que le diga algo antes de que te vea?
Le rogué que no lo hiciera.
Siguió leyendo el Haaretz. Murmuró algo acerca de los japoneses. Y yo tuve que
coger rápidamente el bolso, porque sólo a la carrera llegaría a tiempo a la primera
hora. Cuando ya estaba en la puerta me volví un momento, para dar y recibir un beso
casto, en la cabeza, en el pelo. Hasta luego. Y gracias por el coche. Esta mañana
tampoco he tenido tiempo de preguntarle cómo le va en el trabajo, aunque, en
realidad, nunca hay nada nuevo porque Teo perdió hace tiempo el interés por las
cosas nuevas. Por la noche, después de Beer Sheva, iré con él a un restaurante y a ver
la comedia del cine París. Aunque no me sigue, constantemente me persigue, pero la
verdad es que sólo me admira y se preocupa. Si no se preocupara, seguramente me
ofendería. Soy yo la que lo maltrata. Quizás, justamente por eso, ahora me irrita todo
lo que él dice. O lo que evita decir. Y su arrasadora consideración.
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A las diez, durante el recreo, lo llamaré a la oficina. Le preguntaré qué tal está. Le
agradeceré el haberme dejado el Chevrolet todo el día, me disculparé, le prometeré
recordar que debo echar gasolina y que iré con él al cine esta noche tal y como ha
sugerido.
Aunque ¿de qué me tengo que disculpar?
Además, el teléfono de la sala de profesores es un problema; siempre hay una
larga cola en los recreos y siempre escuchan todo lo que se dice, y luego comentarán
que Noa le pidió perdón a Teo, quién sabe por qué. Un pueblo pequeño. Y estamos
aquí por mí: es el lugar que yo escogí y Teo cedió y aceptó. Ojalá dejase de ceder y
dejase de apuntar sus concesiones en la columna de deudas.
Qué deudas. No hay deudas. De nuevo estoy siendo injusta con él.
Muki Peleg me estaba esperando a la entrada del instituto. ¿Qué pasa? No pasa
nada, como le respondió la virgen al carpintero cuando éste le preguntó por qué se
abultaba su vientre. Él sólo quería anunciarme que a partir de hoy buscaría un
arquitecto voluntario que diseñara los planos del proyecto. Teo hubiera hecho lo
mismo si yo se lo hubiera pedido o si simplemente no me hubiera opuesto a la idea.
¿Y de qué oposición estoy hablando? ¿Quién dijo nada sobre una construcción?
¿Cuándo le regalé a Emanuel un lápiz y lo olvidé? No le di nada y no olvidé nada.
Todo es un sueño. Un chico raro, solitario; para él las palabras eran una trampa; con
la mirada baja, abochornado, como sumergido en lo más profundo de sí mismo, y
fuera, en la acera frente al instituto, siempre lo estaba esperando por las mañanas su
perro fantasmal. Seguro que se inventó lo del lápiz. ¿Y por qué se tenía que inventar
algo así? ¿Será posible que haya comenzado a olvidarme de las cosas? ¿Se lo habré
dado sin darme cuenta?
Seis semanas después del entierro, cuando Abraham Orvieto vino a pedirme que
me hiciera cargo de la comisión informal para estudiar la viabilidad de fundar aquí un
centro experimental destinado a la rehabilitación de drogadictos, nos sentamos una
tarde en la cafetería California. Pedimos café con helado en vasos altos y él, con su
voz suave, me describió cómo, quizás, podrían el pueblo y el desierto facilitar de
alguna manera el proceso de desintoxicación: Tel Keidar es un sitio agradable, una
población sin suburbios, y es posible que el desierto tenga propiedades sedantes; se
ven grandes espacios abiertos, lo que incita a la reflexión. Mientras me hablaba,
parecía como si sus ásperas manos intentaran abarcar un objeto invisible e
inabarcable. Yo las observaba muy atenta. Por ejemplo, mi hermana, la tía de
Emanuel, vivió aquí unos diez años, y ella también descubrió el sosiego en esta rara
combinación de luminosidad y silencio. También Emanuel, que quería escribir y que
quizás tuviera talento para la escritura, eso usted lo sabe mejor que yo. Pero ¿cómo es
que otra vez estoy hablando de él? Está constantemente presente. Está de pie frente a
mí, pálido, con esa costumbre suya de frotarse los brazos, como si no tuviera bastante
calor. Como si no lo hubiera perdido, sino todo lo contrario, precisamente ahora viene
hasta mí desde la distancia para estar conmigo y compartir mi dolor. No su recuerdo,
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no los pensamientos sobre él, sino él mismo. Con su viejo jersey verde. Está parado
frente a mí, pálido, sin sonreír, callado, frotándose los brazos, con la espalda apoyada
en alguna pared, con todo el peso del cuerpo sobre una pierna. Quizá usted pueda
comprenderlo: está presente.
Él mismo, Abraham Orvieto, estuvo aquí varias veces durante estos años,
paseando por los montes con su hijo, que hablaba poco; los dos solían recorrer las
calles durante una o dos horas al atardecer, observando en silencio cómo crecía la
ciudad, otro jardín, otro sendero pavimentado, otro banco, y a veces paseaban
también de noche. Entre una visita y otra se habían colocado más luces al pie de la
colina, los bulevares se habían alargado, una urbanización nueva seguía
expandiéndose hacia el este. Él pertenece a una generación que todavía se sorprende
ante una urbanización que le gana terreno al desierto, pero Emanuel parecía estar a
favor del desierto. Y, a pesar de todo, al parecer, esos paseos nocturnos por las calles
desiertas, casi en silencio, les venían bien a los dos. Por entonces, los dos tenían casi
la misma estatura. De no haber sido por sus obligaciones, se hubiera quedado aquí
más tiempo: el desierto le gusta. Quizás se quedara para siempre. Le resulta difícil
decir la verdad sobre este asunto, porque quién sabe cuál es la verdad y cuál es el
deseo. De todas formas, ahora, ¿qué sentido tiene? Cuando me preguntó qué sentido
tenía, levantó la vista del mantel y me ofreció su sonrisa luminosa, que apareció
súbitamente desde el fondo de sus ojos azules, entre los pliegues de un rostro
bronceado, y se retiró de inmediato para extinguirse al tiempo que volvía a bajar la
cabeza. Le puse los dedos encima de la mano sin proponérmelo, como tocando un
polvo áspero, e inmediatamente me arrepentí y los retiré, incapaz de refrenar la
necesidad de disculparme por haberlo tocado sin permiso.
Dijo entonces: Mire, es así, y volvió a decir: No importa. En mi confusión
pregunté: ¿Qué, le faltan desiertos en África, en los sitios en donde vive? De
inmediato lamenté haber hecho esa pregunta, que además me pareció insulsa y
grosera, además lo estaba juzgando indirectamente, y yo no tengo ningún derecho a
juzgarlo. Abraham Orvieto pidió agua mineral para después del helado con café, que,
efectivamente, nos había dejado un sabor pastoso en la boca, y dijo: Los desiertos
africanos. La verdad es que en los lugares donde yo trabajo no hay desierto. Todo lo
contrario. Densos bosques. Si tiene unos minutos más, le cuento una breve historia.
De todas maneras, intentaré contársela. En nuestros primeros años en Nigeria
alquilamos una casa colonial que pertenecía a un médico inglés. No, no en Lagos,
sino en un pueblo que lindaba con el bosque: una población no mucho mayor que Tel
Keidar, aunque muy pobre: una destartalada oficina de correos británica, un
generador, el puesto de policía, una iglesia, una veintena de tiendas míseras y varios
centenares de chozas de arcilla o construidas con ramas. Emanuel sólo tenía tres años.
Era un niño soñador, con una especie de gorra escocesa a cuadros siempre ladeada;
solía pestañear cada vez que alguien le dirigía la palabra. Arela, su madre, mi mujer,
trabajaba todo el día como pediatra en un centro de vacunación, una clínica que
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habían fundado los misioneros en una aldea de los alrededores. Desde su juventud
había soñado con ser médico en países tropicales. Albert Schweitzer había
conquistado su imaginación. Y yo estaba casi siempre de viaje. La servidumbre
cuidaba de la casa. Había una italiana y un joven jardinero nativo. En el patio había
cabras, perros, gallinas, toda una granja, e incluso un papagayo esquizoide al que no
me referiré en esta ocasión. Bueno, en realidad no hay nada que contar. Habíamos
adoptado una cría de chimpancé que encontramos un sábado en la selva. Por lo visto
estaba perdido o se había quedado huérfano. Emanuel fue quien se percató de que nos
estaba espiando con ojos enternecedores desde los restos de un neumático arrojado al
borde del camino. En un instante se acostumbró a nosotros. Existe un fenómeno de
esta clase, creo que se llama «impronta», pero no soy un experto. El mono se
convirtió en un pequeño miembro de nuestra familia. Nos enamoramos de él hasta tal
punto que competíamos para ver en brazos de quién se quedaba dormido. Al
principio, Emanuel le daba leche en polvo en un biberón. Cuando Arela le cantaba a
Emanuel una canción de cuna, el monito solía envolverse en una manta pequeña. Con
el tiempo aprendió a poner la mesa, colgar la colada en la cuerda y recoger la ropa
cuando estaba seca, incluso acariciaba al gato hasta que éste comenzaba a ronronear.
Sobre todo sabía ponerse tierno. Besos, caricias, abrazos; no había límite a su
necesidad de recibir y dar muestras de amor. Mucho más que nosotros.
Probablemente sentía que tenía que mantener con más frecuencia contacto físico con
nosotros. Pero es muy difícil saberlo. Era un mono sensible que sabía discernir,
olfatear, en qué momento uno de nosotros estaba triste o solo, o se sentía enfadado,
entonces se desesperaba por divertirnos: realizaba toda clase de parodias, como Arela
arreglándose frente al espejo o Emanuel boquiabierto y parpadeando, yo peleándome
con el teléfono o el jardinero molestando a la cocinera. Llorábamos de risa, y
Emanuel casi no se separaba de él. Comían del mismo plato y jugaban con los
mismos juguetes. Una vez salvó a Emanuel de la picadura de una serpiente venenosa,
pero ésa es otra historia. En una ocasión le regaló a Arela una preciosa bufanda de
colores, robada para ella en algún lugar, y no supimos a quién devolvérsela. Si
salíamos en el jeep a visitar a algún conocido y lo teníamos que dejar en casa, corría
detrás del vehículo emitiendo unos gemidos angustiosos, como un niño humillado por
un trato inmerecido. Cada vez que lo reñíamos se ofendía y desaparecía de nuestra
vista, encaramándose a un árbol o subiéndose al tejado, como si acabara de
presentarnos su renuncia irrevocable, pero más tarde venía a hacer las paces,
esforzándose abiertamente por volver a reconciliarse y recompensándonos con toda
clase de simpáticos esfuerzos: limpiaba las gafas de Arela y se las ponía al gato, hasta
que nos veíamos obligados a disculparlo y acariciarlo. Por otro lado, también sabía
declararse en huelga cuando sentía que habíamos cometido alguna injusticia con él.
Por ejemplo, cuando le pegué porque faltaba fruta en la despensa. En esos casos, solía
sentarse compungido en un rincón de la habitación a observarnos con aflicción, con
ojos acusadores: Cómo habéis podido caer tan bajo, que el mundo lo vea y juzgue,
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hasta que realmente nos hacía sentir culpables y el único medio de purgar nuestro
pecado, así nos lo hacía saber con señales inequívocas, era abrir la lata en la que
guardábamos los terrones de azúcar. Cuando Emanuel enfermó de hepatitis, el mono
aprendió a servir y traer bebidas del frigorífico e incluso a darle el termómetro, él
también se tomaba la temperatura constantemente, como temiendo haberse
contagiado. Pasados unos años, el chimpancé se hizo adulto; le creció una densa
melena blanca en la cara y en el pecho, como la blanca barba de un santo, y de
inmediato se enamoró de Arela. Se pegó a ella. No la dejaba sola ni un momento.
Quiero decir, para aclarárselo, que la cortejaba con galanteos refinados y
conmovedores. La peinaba, soplaba su café para enfriarlo, le llevaba las medias, pero
su comportamiento era tan abiertamente sexual que se hizo cada vez más
comprometedor. Solía palpar su falda, hurgar, arrimarse a su espalda cuando estaba
echada, y cosas así. Cosas que no detallaré. Por las noches, cuando cerrábamos el
dormitorio con llave, le daban ataques de celos salvajes y se quedaba detrás de la
ventana gimiendo lastimeramente con chillidos agudos como si estuviera herido. Al
principio nos pareció divertido e incluso despertó nuestra simpatía: Pronto comenzará
a cantarle serenatas bajo la ventana, pero no tardamos en comprender que el
problema era grave. Por ejemplo, comenzó a mordernos a mí y también a Emanuel en
cuanto la tocábamos en su presencia, o si ella nos tocaba a nosotros. Emanuel se
volvió receloso y comenzó a parpadear más rápido. Un chimpancé, Noa, tiene que
saber esto para comprender toda la historia, es un animal muy ágil y muy fuerte, y
cuando está enojado o en celo puede llegar a ser peligroso. En un par de ocasiones la
abrazó de tal manera que no se pudo soltar y tuve que liberarla por la fuerza. Fue una
casualidad que estuviera en casa en ese momento. ¿Qué hubiera pasado si hubiera
estado fuera? El veterinario le inyectó estrógenos varias veces, pero no consiguió
enfriar su amor. No sabíamos qué hacer. No podíamos alejarlo de nosotros y tampoco
queríamos herirlo, porque se había convertido en un miembro de nuestra familia. A lo
mejor usted lo puede comprender: lo criamos casi desde que nació. Cuando se tragó
un fragmento de vidrio, lo llevamos en avión a Lagos. Nos turnamos durante cuatro
días para evitar que se quitara el vendaje de la operación. Después de los dos sucesos
con Arela, el veterinario nos aconsejó que lo castrásemos y yo me abatí como si se
tratara de mí mismo. Decidí que la solución menos mala era devolverlo a la
naturaleza. Un sábado antes de Navidad lo llevé en el jeep, siempre ansiaba salir
conmigo a las largas expediciones en el jeep, y, para mayor seguridad, me interné
más de cien kilómetros en la profundidad de la selva. No se lo dije a Arela ni a
Emanuel. Era preferible que pensaran que había desaparecido; que había oído la voz
de los ancestros y sentido la atracción de sus raíces. Es un conocido fenómeno, creo,
pero no soy un experto y no puedo afirmarlo con certeza. Por el camino nos
detuvimos en una gasolinera y él, como de costumbre, introdujo por mí la manguera
de la gasolina en la boca del depósito y activó por sus propios medios la bomba;
también comimos en un restaurante de carretera, y cuando acabamos fue a traer del
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jeep servilletas de papel; probablemente su instinto le había hecho percibir mi
angustia, o quizá había olfateado la traición… No tengo palabras para describir lo
delicada que fue su entrega durante el último viaje. Yo lo miraba una y otra vez y
pensaba: como una oveja llevada al matadero. Él lo comprendió, y en el transcurso
del viaje, que duró casi tres horas, se acurrucó en el asiento a mi lado y pasó el brazo
por encima de mis hombros, como dos amigos de la infancia que salen juntos a
divertirse. Al principio parloteaba sin descanso, con un entusiasmo infantil, como si
adivinara lo que le esperaba y suplicara que no se cumpliese la sentencia, pero a
medida que nos íbamos internando en la selva, lo invadió el silencio. Se enroscó en el
asiento y comenzó a temblar violentamente, clavando en mí unos ojos asombrados,
los mismos que nos observaban aquel día que lo encontramos en la selva, una cría
abandonada que espiaba con mirada confiada e ingenua desde un neumático rajado
que había sido arrojado a un lado del camino. Yo conducía el jeep con una mano y
con la otra le acariciaba la cabeza. Me sentía como un asesino que está a punto de
degollar por detrás, por sorpresa, a un ser cercano e inocente. ¿Qué otra alternativa
me quedaba? Al cabo de un año Arela murió en el avión secuestrado de la Olympic,
pero entonces, cuando lo estaba abandonando, no podía imaginar que una desgracia
acarrearía otra. Por fin llegué a un pequeño claro en la selva. Apagué el motor. Había
una quietud de ensueño. Trepó y se encaramó en mi regazo apoyando la mejilla en mi
hombro. Le pedí que bajara a recoger unas ramitas. Entendió la palabra «ramita», sin
embargo dudó. Seguía temblando violentamente y no se movió del asiento junto a mí.
Quizás no confiaba plenamente en mí. Me clavó una mirada muda que hasta el día de
hoy no consigo definir con palabras. Tuve que darle una fuerte reprimenda para que
me obedeciese y bajara. Mientras le gritaba, tenía la esperanza de que no me creyese,
de que insistiese y se negara a bajar. Cuando se hubo alejado veinte metros, encendí
el motor, di rápidamente la vuelta, pisé el acelerador y huí. De esta manera, lo último
que escuchó de mis labios fue un grito malsonante en lugar de palabras suaves y
cariñosas. En ese instante comprendió que esta vez no estábamos jugando al
escondite. Que había sido traicionado. Que era el final. Corrió detrás de mí con todas
sus fuerzas a lo largo de centenares de metros, como corren los monos, como un
jorobado, brincando y encorvándose, emitiendo gemidos agudos y punzantes; aunque
he tenido que cargar heridos sobre el hombro en las guerras, en toda mi vida había
oído un llanto tan desgarrador como aquél, y al final, cuando ya no podía ver su inútil
carrera por el espejo retrovisor del jeep, seguía oyendo detrás de mí ese llanto que se
alejaba. No pude dejar de oírlo durante días e incluso semanas. Emanuel, que se había
quedado en casa, afirmaba que él también lo oía, a pesar de que esta posibilidad
queda totalmente descartada a una distancia de cien kilómetros. Pero el problema del
parpadeo que sufría el niño y que los médicos de la clínica de Arela no sabían cómo
tratar se esfumó al poco tiempo y no reapareció ni siquiera cuando murió su madre.
Durante mucho tiempo no pudimos dejar de asomarnos, cada uno a una hora distinta,
a la puerta del patio con esperanza o quizás temor, avergonzándonos el uno ante el
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otro, resistiéndonos a verificar si había encontrado el camino de regreso. Y si de
pronto aparecía, cómo podríamos recompensarlo, si es que alguna vez nos perdonaba.
Durante varios días no abrimos la lata de los terrones de azúcar. Después, cuando
Arela murió, le propuse adoptar otro mono, pero él no quiso saber nada y sólo me
dijo: Déjalo. Pero la cuestión es por qué le he contado a usted lo del chimpancé. ¿Qué
tiene que ver esto? ¿Recuerda cómo llegamos a este tema? ¿De qué estábamos
hablando?
Le dije que no me acordaba. Que estábamos hablando de otra cosa. Y
nuevamente, sin proponérmelo, puse un dedo en su mano e inmediatamente lo retiré
diciendo: Perdone, Abraham.
Abraham Orvieto me dijo que quería pedirme un pequeño favor, sentía habérmelo
contado: Si no le importa, Noa, por favor, olvídelo, como si no se lo hubiera contado.
Después me preguntó si quería más café con helado, y si no, si podía acompañarme a
dondequiera que fuese, o sea, siempre que no deseara estar sola. Y rápidamente
sonrió, como si supiera de antemano lo que le respondería, e igual de rápido dejó de
sonreír. Caminamos casi en silencio, dando un pequeño rodeo, incómodos, a lo largo
de un solitario bulevar de acacias que dejaban caer lentamente una fina y suave lluvia
de florecillas mustias y amarillentas. Fuera ya había oscurecido y nosotros quizás
demorábamos cada vez más nuestros pasos entre farola y farola, sin hablar, hasta que,
pasados unos veinte minutos, nos despedimos junto a las escaleras del instituto,
porque recordé que esa tarde me habían convocado a una reunión de profesores.
Como ya había acabado antes de que yo llegara, volví rápidamente en busca de
Abraham Orvieto; para mi sorpresa sentí de pronto que yo también parpadeaba un
poco de vez en cuando, incluso tenía dificultades para evitarlo, pero él, por supuesto,
ya no estaba en las escaleras del instituto. Seguramente se habría ido al hotel Keidar o
a algún otro lugar.
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Dentro de una semana acaba el curso. Durante los primeros años, ya a mediados
de abril le entraban ansias de moverse y se apresuraba a matricularse en toda clase de
cursos de verano en Jerusalén, festivales en Galilea, viajes para amantes de la
naturaleza a la cadena montañosa del Carmelo o cursillos para profesores en Beer
Sheva. Pero este año está totalmente entregada a su nueva cruzada y ni sueña con
apuntarse a ninguna actividad estival. El sábado le pregunté, como de pasada, qué se
proponía hacer en las vacaciones. Cuando respondió: Ya veremos, desistí.
La gente está casi todo el tiempo ocupada en sus planes, preparativos,
diversiones. A mí me basta con el desierto y la casa. Incluso el trabajo se me hace
cada vez más innecesario. Pronto lo dejaré. La jubilación, los ahorros y los réditos del
inmueble de Herzliyya nos alcanzarán hasta el final. ¿Qué haré durante todo el día?
Por ejemplo, analizaré el desierto, en largos paseos de madrugada, antes de que todo
esté hirviendo. Dormiré durante las horas de calor. Por las tardes saldré a la terraza o
me sentaré en el café California a jugar al ajedrez con Dubi Weizman. Por las noches
escucharé Londres. Ahí están esos montes, la entrada del wadi, el fluir de las
plumíferas nubes, los dos cipreses al fondo del patio, las adelfas, y ese banco vacío
junto a la enramada de buganvillas. De noche se ven estrellas; algunas cambian de
posición después de medianoche según la estación del año; no según, sino más bien
paralelamente. En la llanura más cercana, detrás de la valla del jardín, se extiende un
campo segado que amarillea. En el otoño, un viejo beduino sembró cebada, que
cosechó en primavera, y ahora las cabras vienen a roer el rastrojo con sus dientes
tenaces. Más allá, las tierras baldías se extienden hasta donde acaban los montes y
aún más lejos, hasta la cadena montañosa de tonos oscuros que a veces se asemeja al
vapor. En las pendientes hay una mezcolanza de rocas marrón negruzcas y piedra
caliza clara, que los beduinos denominan jamar, entre manchas de sedimento
arenoso. Todo es blanco y negro. Cada cosa está en su lugar. Para siempre. Todo está
presente y en silencio. Estar en paz significa ser como ellos en la medida de lo
posible: silencioso y presente. Libre.
Esta mañana, en el telediario, emitieron un fragmento del discurso del ministro de
Exteriores sobre la tan esperada paz.
La palabra «esperada», aquí, es errónea: o paz o esperanza. Hay que elegir.
Hoy también, eso ha dicho, tiene que ir a Beer Sheva después de las clases. Ha
prometido llenar el depósito e intentar no llegar tarde. No le he preguntado cuándo
pensaba volver ni le he pedido que no se retrasase. Es como si por equivocación fuese
a parar a una habitación ajena, y del susto no encontrase la ventana, que está abierta
como siempre. Ella se debate entre las paredes, extendiendo las alas, choca contra
una lámpara, contra el techo, se hace daño con los muebles, se golpea. No intentes
orientarla hacia la salida. No podrás ayudarla. Cualquier movimiento aumentará su
temor. En lugar de hacia la libertad del exterior, si no eres cuidadoso, corres el peligro
de hacerla huir hacia las habitaciones del fondo, donde volverá a golpearse las alas
contra los cristales. La única manera de ayudarla es no intentar ayudarla.
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Empequeñecer. Quedarse inerte. Confundirse con la pared. No moverse. ¿Estaba
realmente abierta la ventana? ¿Realmente quiero que se vaya? ¿O la estoy acosando,
inmóvil, clavándole en la oscuridad unos ojos petrificados, para que caiga de una vez,
agotada?
Entonces podré inclinarme sobre ella y cuidarla como hice al principio. Desde el
principio.
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Resultó que en Beer Sheva se había producido un malentendido acerca de mi
entrevista con Benizri. Una secretaria que disfrutaba con la desgracia ajena, y que
llevaba unos pendientes pequeños como dos gotas de sangre, no encontraba mi
nombre en la agenda. Aquella con la que previamente convine la cita era, según esta
secretaria, una mecanógrafa retrasada mental, que viene dos veces por semana a pasar
el rato, y que no tiene autoridad para tratar con el público. El señor Benizri está
reunido. Todo el día. Está bien, ya he oído que ha venido usted especialmente desde
Tel Keidar. Lo siento. Es lamentable.
Cuando insistí, consintió, con un gesto algo repulsivo, en averiguar de todas
maneras por la línea interna si podría disponer de un cuarto de hora para verme.
Colgó el auricular con sus uñas escarlatas y dijo: Hoy no, señora, inténtelo dentro de
unas dos o tres semanas, cuando el señor Benizri haya regresado del congreso. Antes,
tiene usted que llamarme por teléfono, me llamo Doris, si por casualidad le contesta
alguien que se llama Tiki, su llamada será inútil. La pobre se ha quedado embarazada
de un jugador de baloncesto que no quiere saber nada de ella y ahora, por si fuera
poco, han descubierto que tendrá un niño mongólico. Y ella es religiosa. Si yo fuera
religiosa, en su lugar, me resultaría muy difícil dejar de viajar en Shabbat. ¿Y usted
quién es? ¿Qué quiere del señor Benizri? Quizás yo pueda ayudarla mientras tanto.
Aquí me rendí. Le pedí que volviese a molestar al señor Benizri y le dijera que
Noa de Teo estaba esperándolo.
En un instante salió de su despacho, radiante, haciendo gala de su cortesía,
meneando las caderas, con su panza: Adelante, qué significa eso, por supuesto,
¿cómo está nuestro amigo? ¿De salud? ¿Y el trabajo? ¿La ha enviado a traer
resúmenes? Qué bueno es. Es una celebridad.
Y así sucesivamente.
Pero con respecto a su asunto, doña Noa, sinceramente, digamos lo siguiente: ya
que ha conseguido un mecenas de ese calibre, lo mejor será que me lo envíe aquí. Ya
nos encargaremos nosotros de encaminarle bien. Hasta ahora no hemos relacionado
Tel Keidar con la droga. Casi no existen casos. Por tanto, ¿es que nos hemos vuelto
locos? ¿Vamos a traer aquí a todos los qué-pasa-tronca de la periferia de Tel Aviv? Le
vendría mejor invertir su dinero en residencias, por ejemplo, para la tercera edad. La
edad de oro, como la llaman. Es lo que nos falta y podría funcionar estupendamente.
Pero ¿traer de fuera un cargamento de drogadictos? Como usted bien sabe, las drogas,
en la actualidad, no vienen solas. Traen consigo el crimen, el sida, la violencia, y toda
clase de perturbaciones, si me permite decirlo. ¿Cómo ha llegado alguien tan
agradable como usted a una historia de este tipo, que incluso podría manchar también
a Teo? Ya sabe lo que ocurre hoy en día. Por cualquier cosa aparecen los medios de
comunicación, los periódicos locales, las investigaciones, los carroñeros, Dios nos
guarde. Eso sí; no hay que desperdiciar un donante. Tráigamelo. En estos días, los
donantes no crecen en los árboles, a causa de la mala imagen que tiene el país tras el
caos creado por los árabes de los territorios, malditos sean. ¿Qué opina Teo de la
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situación? Seguro que lo está pasando mal. El país es su vida. ¿Cuánto tiempo llevan
juntos? ¿Qué son ocho años? Ocho años no son nada. Insignificante. Mejor será que
escuche lo que le dice una persona que conoce a Teo desde la reencarnación anterior,
cuando en esta tierra todo era arena y fantasía. Aquí lo admiramos desde la época en
la que hacía volar por los aires estaciones de radar y puestos de policía de los
británicos. Es un hombre ejemplar. Qué digo ejemplar. Es un modelo a seguir. Ojalá
hubiera continuado en la Administración para el Desarrollo, no habríamos tenido que
pasar por todas las cosas vergonzosas ocurridas desde entonces. Es una pena que
haya salido tan quemado. Tenía muchos enemigos debido a su celo y a sus principios.
Usted debe tener siempre presente que tiene en casa un tesoro nacional y que lo debe
cuidar como a la niña de sus ojos. No olvide, bajo ninguna circunstancia, darle
saludos de Benizri. Y esos drogadictos, olvídese de ellos antes de que comience la
inmundicia. El donante, mejor que venga aquí. Yo me encargaré de llevarlo por el
camino más acertado. Hasta la vista.
A lo largo del trayecto de regreso de Beer Sheva a Tel Keidar conduje el viejo y
amplio Chevrolet como una terrorista: adelantando a ciento por hora, cruzándome al
otro carril en las curvas, totalmente crispada por dentro, hirviendo de ira, a la vez que
esa ira se mezclaba con una especie de pálpito de triunfo. Como si ya me hubiera
vengado. En lugar de ir a casa, me encaminaría directamente a ver a Muki Peleg, a
sentarme cruzada de piernas sobre su cama bajita, un disco, media luz, zapatos, una
copa de vino, la blusa, el sujetador, sin pasión y sin ninguna sensación excepto una
pulsión destructiva. Labios, hombros, pecho después, gradualmente hacia abajo,
según lo aprendido, alrededor de veinte minutos, él también sin pasión, como
sumando puntos en una libreta de conquistas que no se llenará nunca. Al final, me
veré obligada a otorgarle la puntuación: Cariño, ¿qué tal he estado? Has estado
grandioso, sensacional, y guardarme para mí la satisfacción de haber humillado a la
niña de mis ojos. Después me ducharé en su casa, me vestiré, y cuando me esté
abotonando la blusa él volverá a preguntarme, sin poder evitarlo: Qué tal he estado, a
lo que yo contestaré con la simpática expresión de Benizri: Insignificante, gracias.
Me pondré en marcha y me iré a casa, liberada de la furia terrorista. Le diré a Teo que
esta noche preparo yo la cena. Así. Por que me apetece. Con mantel blanco y vino.
¿Por qué razón? En honor a Noa, que ha decidido retirarse y bogarse del árbol. En
honor a su regreso tardío a sus dimensiones naturales. Esta noche no habrá nadie
merodeando por el pasillo como un zorro ni la BBC de Londres. Esta noche lo haré
dormir en mi cama y yo ocuparé su fortaleza, la terraza. Ahora me toca a mí sentarme
un poco frente a la oscuridad. Mañana por la mañana, antes de ir a explicar algo
novedoso que hay en una palabra del poema «Zohar», de Bialik, escribiré dos líneas a
Abraham Orvieto, que se busque otra marioneta. Los poemas póstumos descubiertos
en el legado del poeta Ezra Zussman llevan por título Pasos que se ahogaron en la
arena, por fin me encontraron el libro en la biblioteca de la universidad de Beer
Sheva, y en la página sesenta y tres descubrí un poema cuya primera parte me gustó.
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En lugar de fundar residencias, me presentaré como voluntaria para recoger ropa de
invierno para los inmigrantes. O paquetes de regalos para los soldados. Encontraré
buenas acciones menores, que estén dentro de mis posibilidades sin tener que trepar
por las paredes. Posiblemente me encargue de editar, en nombre del instituto, una
publicación en memoria de Emanuel Orvieto; intentaré reunir algo de material,
aunque seguramente nadie sabrá qué escribir ya que nadie lo conoció, ni siquiera la
tutora ni la asesora pedagógica.
Para mí, esa tendencia que tiene la gente buena a hacer el bien por razones
sentimentales carece totalmente de valor. Lo correcto es servir al bien, como ese
policía fatigado, entrado en años, con la cara redonda y bastante arisca y una pequeña
tripilla de comerciante, a quien vi arrastrarse sobre el vientre para ayudar a los
heridos que quedaron atrapados dentro de la furgoneta volcada en el cruce de
Ashkelon hasta que llegó la ambulancia. Sucedió hace varios años y aún recuerdo
cada uno de los detalles: echado en el suelo, a través de la puerta retorcida,
practicándole la respiración artificial a una mujer que había perdido el conocimiento.
Pero en cuanto llegó el servicio de primeros auxilios y un médico o enfermero lo
sustituyó, ese policía se levantó y dio media vuelta. Ya no podía hacer nada más por
los heridos, y entonces se dedicó a descongestionar el tráfico. Eso es todo. Adelante,
señora. Avancen. Se acabó la función.
Mecánicamente, incluso con una cierta frialdad. Con la voz quemada por el
tabaco. Sin reparar en el barro que se le había pegado al pelo, sin prestar atención a la
gorra aplastada ni al hilo de sangre sucia de polvo que le salía de la nariz. Tenía
manchas de sudor agriado en las axilas y desde la frente hasta el cuello lo cubría una
transpiración polvorienta. Ya han pasado varios años y no he olvidado esa conjunción
especial de piedad y frialdad. Todavía guardo la esperanza de servir al bien de la
manera que aprendí del policía: no con compasión, sino con una esencial precisión.
Con ese ánimo de cumplimiento del deber que roza la insensibilidad. Mano de
cirujano. «Dónde tenemos que brillar y quién necesita de nuestro brillo», escribió
Ezra Zussman en el primer poema de la recopilación.
Hasta llegar al semáforo del centro de Tel Keidar, el poema y el policía me
ayudaron a refrenar la ofensa y prescindir de la venganza: Muki Peleg encontrará a
otra. Con Linda Danino le bastará. ¿Qué se solucionaría si otra mujer humillada se
entregara, de siete a siete y veinte, en una tarde calurosa y absurda en un pueblo del
desierto, con el Bolero de Ravel de fondo, sobre una cama con la colcha polvorienta
puesta, a un adúltero arrogante, un poco ajado, rociado con una loción de afeitar muy
fuerte, para castigar a un hombre que no tuvo la intención de hacerle daño y que
nunca llegaría a enterarse de lo que había hecho? ¿Qué mejoraría en el mundo? ¿Qué
alivio supondría para ella?
Nada. Insignificante.
Muki Peleg me dijo en una ocasión, tras su habitual ráfaga de cumplidos y
cortejos, como si así cumpliera con su deber, que en realidad nos quería bastante a los
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dos, a Teo y a mí. No amor. Admiración. Tampoco eso. Nunca le salen las cosas
como realmente las quiere decir. Ese es su problema. Con los años, eso me dijo, Teo
y yo habíamos llegado a parecemos mucho, de una manera que no se puede describir.
No en el carácter. Tampoco en la apariencia. Tampoco en los ademanes. Parecidos en
otra cosa, si es que entiendo a qué se refería. Muchas veces se podía apreciar que
lentamente empieza a haber un cierto parecido justamente en las parejas que no
pueden tener hijos. No tiene importancia. Lo siento. Otra vez se le ha escapado una
estupidez. Y en ese momento me ruboricé, por su culpa, por hablar sin sentido y sin
sentimientos. Perdón. Siempre se le escapaba lo contrario de lo que quería decir. Tal
vez el parecido estaba en las vibraciones. No. Qué ocurrencia. Eso tampoco.
Conduje lentamente al pasar por la oficina de Muki, inmobiliaria y asesoría de
inversiones, di la vuelta en el semáforo y regresé en dirección al bulevar del
Presidente Ben Zvi. Ahí me detuve un momento, intentando recordar qué había
olvidado, y decidí que Noa no se bajaría del árbol, sino que justamente continuaría en
la comisión para la fundación del centro de rehabilitación en memoria de Emanuel
Orvieto. Al menos hasta encontrar a alguien más capacitado que quisiera hacerse
cargo. Y eso es todo. Señora. Adelante. Avance. Se acabó la función.
En cualquier caso aparqué el Chevrolet grandote y abollado frente al
supermercado. Compré carne y ensaladas, vino espumoso, un aguacate y una
berenjena, aceitunas picantes y cuatro clases de queso: el pecado ha sido evitado pero
la ceremonia de expiación se mantiene en pie. Encontré a Teo echado descalzo en el
salón, sobre la alfombra blanca, en camiseta y pantalón corto de deporte. No estaba
leyendo. Ni viendo la televisión. Quizás otra vez, como ayer y anteayer, dormitaba
con los ojos abiertos. Después del baño me puse una falda de flores, un pañuelo al
cuello y una blusa azul ligera. Desconecté el teléfono a pesar de que tenía que
arreglar un asunto del que no conseguía acordarme. Le prohibí a Teo que me ayudase
a preparar la cena, y cuando preguntó qué celebrábamos, le dije riéndome que era por
la niña de mis ojos.
Se sentó junto a la mesa de la cocina y, mientras yo cortaba, calentaba y servía, él
doblaba lentamente servilletas verdes de papel que iba introduciendo una a una, con
exactitud, en el servilletero. En cualquier actividad física suya, incluso en algo tan
sencillo como abrir un sobre o colocar la aguja del tocadiscos, me parece percibir la
inteligencia de unos dedos precisos, heredados, quizás, de generaciones de relojeros,
matarifes, violinistas y escribas, a pesar de que una vez me contó que su abuelo
materno fue el último de una dinastía de enterradores en una aldea de Ucrania.
Durante treinta y dos años trabajó como planificador, la mayor parte como
planificador jefe de la Administración para el Desarrollo. Dicen que concibió ideas,
dirigió contiendas, hay quienes aseguran que dejó su impronta. Cuando lo conocí en
Venezuela ya se había distanciado, casi enfriado. Nunca quiso hablar de aquel
altercado, fracaso, polémica con el ministro; asuntos de los que me fui enterando
mediante fragmentos de rumores inciertos…, provocación, tal vez conspiración, que
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condujeron a su traslado a un departamento secundario. Cada vez que trataba de
preguntar, se parapetaba en frases hechas tales como «Mi tiempo ahí se acabó», o «Ya
hice cuanto podía hacer». Y eso es todo. No hablaba de su trabajo actual. No permitió
que conociera a sus antiguos compañeros. Cuando propuse la idea de irnos a vivir a
Tel Keidar, la aceptó en un par de días. Cuando conseguí aquí el puesto de profesora
de enseñanza media, abrió un pequeño despacho con el nombre de «Planificación,
S. L.». En tres o cuatro meses se aisló totalmente de sus anteriores compañeros, como
una persona que escoge, por voluntad propia, el retiro absoluto. De todas maneras,
decía, le quedaban sólo unos cuantos años para jubilarse. De vez en cuando se va, a
última hora de la tarde, al café California, a sentarse en un rincón frente a la ventana
que da al semáforo y leer el Maariv o jugar al ajedrez con Dubi Weizman. Pero
generalmente vuelve de la oficina a las cinco y diez y se queda en casa hasta el día
siguiente. Como si le diera la espalda a todo. Gradualmente le ha ido envolviendo una
hibernación permanente, de invierno y de verano, si es posible hablar de hibernación
cuando se trata de un hombre que sufre de insomnio.
Mientras preparaba las patatas asadas con cáscara en papel de plata, le conté lo de
Benizri y casi le cuento también lo que estuve a punto de hacer en el trayecto de
vuelta a casa. No quise hacer referencia a la imagen del policía abnegado, aunque
sabía que Teo no se burlaría. Lentamente, pensativo y concentrado como si estuviera
sumido en un esfuerzo mental, dobló la última servilleta y también la colocó en el
servilletero. Como si esa servilleta fuera la más importante o la más complicada de
todas. Dijo con calma: Este Benizri no es muy listo. Dijo también: Las cosas no son
fáciles para ti, Noa. Al oír esto tuve que contener las lágrimas.
Después del helado y el café, le pregunté qué quería hacer esa noche. Podríamos
llegar al segundo pase de la comedia erótica en el cine París. Y si tenía otra idea, que
la expusiera. Cualquier deseo. Levantó la cabeza para observarme por el rabillo del
ojo, su ancha cara de campesino emanaba en ese momento una mezcla divertida de
perspicacia, simpatía y desconfianza, como si hubiera descubierto en mí algún detalle
que hasta entonces se le había escapado, determinando que ese detalle me favorecía.
Echó un vistazo al reloj y dijo: Ahora, por ejemplo, te llevaría a comprarte un
vestido. Pero las tiendas están cerradas.
En lugar de ir a comprar un vestido, dejamos todo sobre la mesa para poder llegar
a la segunda sesión del cine. Las luces de la plaza del semáforo eran débiles, y sólo el
monumento a los caídos quedaba iluminado entre las matas con un haz de luz
amarillo pálido. Sobre la verja de hierro estaba sentado un soldado solitario, delgado,
bebiendo una cerveza de lata. Sus ojos estaban clavados en las piernas de una
muchacha con minifalda roja que le daba la espalda. Cuando pasamos a su lado, me
empezó a mirar a mí. Era una mirada de deseo reprimida por cobardía como después
de la desesperación. Rodeé con mi brazo la cintura de Teo. Dije: Estoy aquí. ¿Y tú?
Posó la mano sobre mis cabellos. La cena que había preparado para los dos, dijo,
había sido para él una obra de arte, no una comida.
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Dije: ¿Qué opinas, Teo? Muki Peleg me dijo en una ocasión que tú y yo nos
parecíamos de alguna manera. Me hizo reír un poco, porque ¿en qué nos parecemos?
Teo dijo: Muki Peleg. ¿Ese quién es? Ese intermediario. Ese bufón de los seis
dedos en la mano izquierda. Un tipo escandaloso, ¿no? ¿Un Casanova en edición de
bolsillo? ¿El que anda con una camiseta de los Devil’s Tear? Quizás lo esté
confundiendo con otro. Deja de simplificar, le dije. Siempre estás simplificándolo
todo.
La película era inglesa, irónica, demasiado pretenciosa, sobre una intelectual,
redactora de una editorial, que se sentía muy atraída por un inmigrante de Ghana.
Tras haberse entregado a él una vez, como por curiosidad, la invadió un arrebato de
pasión tal que acabó convirtiéndose en su esclava, física y económicamente, y
posteriormente fue esclavizada también por sus dos violentos hermanos. El lado
cómico giraba en torno a las relaciones que se iban creando entre los miembros de la
familia de la redactora, gente radical, amantes del tercer mundo y simpatizantes de las
razas oprimidas y el amante y sus hermanos: bajo cierta perspectiva de gran
tolerancia, aparecían constantemente los consabidos y más cruentos prejuicios. La
película tenía tomas que pasaban repentinamente de salones refinados de estilo
bohemio-ilustrado a cocinas carcomidas por el abandono en míseras callejas, y de
vuelta a habitaciones colmadas de libros y a estanterías decoradas donde se exhibían
piezas de arte africano. Más o menos a la mitad de la película le susurré a Teo: Ya
verás cómo gana el amor. Me rodeó los hombros con el brazo. Pasó algo así como un
cuarto de hora antes de responderme en voz baja: Pero si aquí no hay ningún amor. Es
otra vez Frantz Fanón y de nuevo los oprimidos que se sublevan vengándose por
medio del sexo.
Al regresar a casa se fue solo a la cocina y volvió a los diez minutos trayendo
vasos y una jarra de ponche caliente perfumado con canela, miel y clavo. Bebimos
sin apenas intercambiar palabra. Su mirada hizo que yo cruzara las piernas.
Teo, dije, tienes que aprender una cosa: no se pone miel en el ponche. La miel es
para el té. Al ponche hay que ponerle un poco de limón. ¿Y por qué en estos vasos?
Estos son para bebidas frías. Para el ponche tenemos otros, los más pequeños. Ya no
distingues nada. Insignificante.
En la cama no hablamos. Me puse el recatado camisón blanco que él había
comparado con el de una alumna de internado religioso, y se vino a mi dormitorio
desnudo con excepción de la áspera rodillera elástica que llevaba por culpa de una
antigua dolencia. Imaginé de pronto que podía apreciar con la yema de los dedos el
proceso de aclarado del vello de sus brazos y pecho, de negro denso a gris, a polvo, a
plata, tenía un cuerpo prieto y sólido, pero su pasión de esta noche aparecía casi al
margen de sí mismo: como si quisiera especialmente rodearme o envolverme, como
si ardiera solamente por contenerme, recogerme dentro de él, y estaba tan ocupado en
abarcar toda mi piel que casi no le importaba lo que recibiera su cuerpo, si es que
recibía algo, mientras yo estuviera enroscada en posición fetal, envuelta en su cuerpo
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como un polluelo escondido bajo el ala. Quería y no quería rendirme, obedecerle,
dejarle dar y darme, y a pesar de ello me liberé suavemente de su envoltorio, del
mimo que emanaba de él e hice que se echara de espaldas y que no interviniera en lo
que yo le hacía, de manera que llegáramos al punto de equilibrio, y desde ese
momento y hasta el final fuimos los dos para los dos, como cuatro manos. Y por un
momento quizá nos parecimos a dos padres entregados, inclinados sobre una cuna,
concentrados, cabeza contra cabeza, inventando juegos para un bebé que
prodigiosamente devuelve amor. Luego lo cubrí con la sábana y acaricié con un dedo
su frente de campesino fuerte y el pelo canoso cortado a cepillo, como en el ejército,
hasta que se quedó dormido, y me levanté y fui descalza a la cocina, recogí y fregué,
sequé todos los cacharros de la cena y los vasos de ponche que no eran vasos de
ponche sino de refresco. De dónde sacaría la idea de la miel, qué extraño, niña de mis
ojos, qué habrá querido decir cuando afirmó que no era amor sino la rebelión de las
razas oprimidas. Puse todo en su sitio y cambié el mantel por uno limpio, bordado.
Teo no se despertó. Como si esta noche le hubiera transferido todos los recursos del
sueño. Después de recoger fui a ocupar su lugar en la terraza, frente al desierto.
Recordé las palabras de Benizri cuando dijo que, al principio, todo aquí era arena y
fantasía y me acordé de la mecanógrafa religiosa, Tiki o Riki, que había dado a luz un
bebé del jugador de baloncesto que ahora no quería saber nada, y ese bebé resultó ser
mongoloide, o como la escarlata ésa había dicho: Un niño mongólico. Y pensé en el
chimpancé enamorado, en la lata de los terrones de azúcar y en el muchacho que
antes parpadeaba sin cesar, el que también en verano parecía estar envuelto en una
burbuja invernal, tal vez porque en la nebulosa de mi memoria lo recordaba con el
jersey verde y los pantalones de pana marrón en el aula a la que todos asistían con
pantalón corto. Aunque ahora no estoy muy segura de que fueran pantalones de pana.
Lo que quería o no ¿no deja un poco en segundo plano el poema? Debí haber
propiciado una conversación. Invitarlo aquí, a mi casa. Tratar de hacerle hablar. Sólo
pasé junto a su soledad y no me detuve. Y en otra ocasión había dicho que las
palabras eran para él una trampa. No comprendo cómo pude no darme cuenta de que
esas palabras eran casi un grito de auxilio: «Y todo se sumerge en una sonrisa
marchita, titubeante y dolida», escribe Ezra Zussman en un poema sobre las tardes de
otoño.
Por encima de los montes apareció una luna incompleta, musulmana, que
derramaba su palidez sobre las explanadas desiertas y los edificios del barrio. Ya no
había luz en ninguna ventana. Las farolas de la calle continuaban luciendo sin
necesidad, y una de ellas se mantenía intermitente, insignificante. Pasó un gato por
debajo de mi balcón y desapareció entre las plantas. Al otro lado de los montes sonó
débilmente una ráfaga ahogada de disparos, luego la onda expansiva y de nuevo una
fresca tranquilidad que me tocaba la piel. Me acordé también de la tía, empleada de
banco, que murió dos días después de que encontraran el cuerpo del niño. Una mujer
sin atractivo, seca, de pelo cobrizo corto y sujeto con una especie de diadema de
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plástico. Tenía una rara costumbre. Cuando te sentabas frente a ella en la oficina del
banco y le hablabas, solía cubrirse con los dedos pecosos la boca y la nariz. Como si
temiera olerte el aliento o, mejor dicho, como si temiera que olieras el suyo.
Acostumbraba concluir las conversaciones con la expresión: «Está bien. Perfecto»,
que siempre emitía con una voz monótona. Un murmullo atravesó el oscuro jardín,
como si mis pensamientos sobre los muertos salieran de mí y descendieran para
arrastrarse entre las adelfas. Como si sobre su vientre se revolcasen los restos
deformes de un perro. Por un momento me pareció que el banco abandonado de la
enramada de buganvillas se había quebrado: la luz de la luna cambió las perspectivas,
la sombra de las barras del asiento se mezcló con las propias barras, de manera que el
banco pasó a ser la refracción del reflejo del banco en aguas ondulantes. ¿A qué se
refería Abraham Orvieto cuando dijo en la sala de profesores, como si aludiera a un
hecho conocido por todos menos por mí, que sólo yo le caía bien al muchacho?
Quizás debí haberle pedido que me mostrase las cartas de su hijo, especialmente
aquella en la que le relataba el asunto del lápiz que nunca existió.
Teo me despertó a las siete menos cuarto de la mañana, eficiente, afeitado,
robusto, con una camisa azul bien planchada, con charreteras abotonadas; por sus
robustos hombros y su pelo canoso muy corto parecía un oficial colonial retirado, y
con el diario Haaretz bajo el brazo, me sirvió café solo fuerte y muy caliente que
molió, como hacía todas las mañanas, en un molinillo manual y que había preparado
con esmero en la cafetera eléctrica: como si esperara que yo recordase con ello
alguna escena de la perversa comedia inglesa. Parece que a medianoche, en lugar de
volver a la cama, me quedé dormida sobre el sillón blanco del salón. Esto tampoco lo
recuerdo, pero no tengo otra explicación. Tomé el café de su mano y le dije: Oye, no
te enfades, te prometí llenar el depósito del Chevrolet en el camino de vuelta de Beer
Sheva y al final se me olvidó completamente. Teo dijo: No pasa nada, yo lo llenaré de
camino a la oficina después de llevarte al instituto. Tengo tiempo, Noa.
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La oficina de Teo, «Planificación, S. L.», está en el último piso de un edificio de
oficinas que hay junto al semáforo. Tiene una habitación exterior y otra interior; un
tablero de dibujo técnico, un escritorio, diversos mapas en la pared, un retrato en
color de David Ben Gurión observando con rostro severo el paisaje del río Zin en el
desierto, dos armarios metálicos, unas cuantas baldas con varias hileras de folletos de
distintas tonalidades, y en un rincón de la habitación exterior están dispuestos dos
sillones sencillos con una mesa baja para el café.
Es viernes. Son las diez y cuarto. Los viernes, la oficina siempre está cerrada,
pero Teo ha ido esta mañana para esperar a la mujer de la limpieza, Natalia, aunque
ella tiene su propia llave. Hasta su llegada, decidió revisar unas cuantas cartas.
Encendió el aire acondicionado y el flexo de la mesa de dibujo. Después se arrepintió
y lo apagó, prefería esperar junto a la ventana. Delante de la tienda de Gilboa «Libros
y artículos de oficina», vio un pequeño grupo de gente: esperan los periódicos
vespertinos que llegan a las nueve de la mañana y hoy se están retrasando. Dicen que
la policía está bloqueando todas las salidas de Beer Sheva porque han asaltado la
sucursal de un banco. Junto al monumento hay dos jardineros con sombreros de paja
de ala ancha, agachados, plantando una fila de brotes de romero en lugar de otros que
se habían secado. Teo se pregunta por qué no trabajar un rato por la mañana. Por lo
menos hasta que llegue Natalia. Podría empezar, por ejemplo, por plasmar en papel
algunas ideas para el proyecto de Mitzpé Ramón. Por ahora se trata sólo de preparar
un esquema de ideas, conceptos, que se podría acompañar con unos esbozos
sencillos, sin detallar e incluso sin escala. No cuentan todavía con un presupuesto, no
ha habido una decisión definitiva y aún no le han pedido acometer la planificación
detallada. Lo está meditando un poco y no encuentra dentro de sí esa chispa de
ingenio sin la cual no surgirá la idea. ¿Qué le pasa hoy a Natalia? Quizá debería
llamarla por teléfono para averiguar si ha sucedido algo, aunque él cree que viven en
un barrio de casas prefabricadas y no es seguro que tengan teléfono. Además, una vez
le explicó en un inglés entrecortado, salpicado con algunas palabras de hebreo, que su
marido era un celoso enfermizo y que sospechaba de la sombra de cualquier hombre,
desconfiaba incluso de su anciano padre. Reflexionó sobre ella, mujer a la vez que
niña, apenas tiene diecisiete años y ya está casada y oprimida, niña obediente,
asustadiza, entre sonrisa y sonrisa su boca se arquea como si fuera a llorar; si alguien
le pregunta algo sencillo, se estremece y se pone pálida. Sus caderas y su pecho están
ya formados, pero su rostro todavía es el de una escolar. El deseo lo desbordó de
pronto, con violencia, como un puño cerrado.
Viernes. Noa se queda en el instituto hasta las doce y media. Después han
acordado encontrarse aquí para ir juntos a ver si encuentran una falda. Esta mañana
no se ha duchado para mantener unas horas más el eco del aroma de su amor, que en
este momento percibe no por la nariz, sino por los poros de su piel. Sus risitas, sus
caprichos, su cuerpo, la simiente de luminosidad que bailotea presurosa en sus
pupilas, hasta sus manos, que se están encogiendo y moteando con islas de
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pigmentación oscura, muchos años mayores que ella, donde parecen acumularse las
inclemencias de la vejez, esperando una señal de debilidad para irrumpir en todo el
cuerpo; todo está, para él, relacionado con el impulso vital. Como si ella fuera un
cuerpo conductor de corriente que le revive también a él. A pesar de que cuando
piensa en Natalia arde en deseos, la chispa viene de Noa y en ella también acaba. No
hay manera de hacérselo entender. En lugar de explicárselo, le comprará una falda,
quizás un vestido. Y como Natalia no ha venido a limpiar la oficina y quizás hoy ya
no venga, hay tiempo para ir a la ventana y mirar la plaza del semáforo. ¿Qué error
cometió el mundo de los hombres con respecto a Alma Mahler? ¿Qué fue en realidad
Alma Mahler? Las dos preguntas son vacuas. En una ocasión, en Ciudad de México,
durante un festival de música moderna, tuvo oportunidad de ir a escuchar, en noches
consecutivas, dos versiones distintas de las Canciones a los niños muertos; una
interpretación estuvo a cargo de un barítono con acompañamiento de piano y la otra
fue cantada por una voz femenina grave, tal vez fuera un contralto, plena de nostalgia
y sin embargo pura y serena como después de recibir una sentencia. Teo recordaba
que la segunda interpretación le causó un pesar tan profundo que tuvo que levantarse
y salir de la sala. La segunda canción del ciclo se titulaba «Ahora puedo ver por qué
llamas tan oscuras me lanzabais», y la cuarta «A menudo pienso que sólo han salido».
Al igual que el sonido grave de un chelo, esos títulos le desgarraban el alma. Sin
embargo, los títulos de las demás canciones se borraron de su memoria, pese a sus
esfuerzos por recordarlos. Esta noche le preguntará a Noa.
Debajo de la ventana pasa una mujer con un pañuelo en la cabeza y en cada mano
un pollo para el Shabbat. Es de baja estatura, y la plaza está llena de tierra, por lo que
las crestas muertas van dejando una marca en el suelo. Teo sonrió un momento bajo
su bigote y estuvo a punto de hacer un gesto burlón, como un campesino galés tacaño
al que le invade la sospecha de que su adversario en el regateo urde una argucia en su
contra y la desconfianza le hace tramar un ardid para no caer en la trampa. Pero la
mujer ya se había ido.
En la fachada de la sinagoga sefardí han improvisado una mesa colocando una
puerta de madera sobre dos barriles. Hay libros abiertos por toda la mesa,
probablemente libros sagrados que, por la humedad y la carcoma, se han sacado de
los armarios para que se ventilen y respiren un poco al sol. Son las diez y media y
Natalia no llega, por lo visto hoy no vendrá. ¿La habrá encerrado otra vez su marido?
¿Será verdad que la azota con la correa? Tiene que encontrar, esta misma mañana, su
dirección. Acercarse por allí. Ver si puede ayudar, tal vez forzar la puerta para evitar
una tragedia. Hay tiempo porque Noa no llegará hasta dentro de dos horas. Pero
aparece el taxi de Beer Sheva en el que por fin traen el envío de los periódicos
vespertinos. Limor Gilboa, la bella hija de Gilboa, los coloca con presteza,
introduciendo los suplementos de fin de semana que llegaron en el taxi de ayer, entre
las portadas de los que están llegando en este momento. El mismo Gilboa, un hombre
regordete y osuno, pletórico de energía, una figura sindical, con su pelo canoso
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alborotado y su barriga abultada, que siempre parece estar a punto de comenzar un
discurso, y ya empieza a vender el Yedioth y el Maariv a los que se aglomeran y entre
empujones estiran la mano. Teo prepara en una notita la lista de artículos de oficina y
decide bajar también a la tienda de Gilboa, cuando se despeje, y comprar todo lo que
le hace falta, quizás también el Maariv del sábado antes de que se agote. En cuanto al
esquema que le encargaron los de Mitzpé Ramón, no corre prisa; la semana que viene
a lo mejor se le ocurre alguna genialidad. Que esperen. Este sábado seguro que no
van a construir el complejo turístico, y en realidad nunca llegarán a construirlo. Si se
pudiera borrar todo lo que se ha hecho allí hasta la fecha y comenzar desde el
principio, sin las horribles viviendas y con un ritmo arquitectónico contenido que
armonizase debidamente con el silencio del cráter y con el perfil de las montañas.
Cierra la oficina y sale.
Pini Bozo decoró las paredes de su zapatería con una serie de retratos:
Maimónides, el rabino de Lubavich y el santo rabino Baba Baruj. Si no beneficia, al
menos no perjudica. Aunque no es religioso practicante, su corazón alberga cierto
temor al Señor y un gran respeto por la religión que durante miles de años nos ha
protegido del mal. Además de los rabinos, Bozo colgó un retrato del anterior
presidente Navón, al que todos querían porque era del pueblo. A la derecha y a la
izquierda de Navón había colocado a Shamir y a Peres, que, en su opinión, tenían la
obligación de reconciliarse en favor de todos y reemprender un trabajo conjunto en
contra del odio entre hermanos. Nos basta con los enemigos del mundo exterior, que
nos quieren aniquilar; todo el país debe unirse para combatirlos a nuestra manera. La
mujer y el niño de Bozo habían muerto en un accidente que se produjo aquí hace
cuatro años. Un soldado joven deprimido por un desengaño amoroso se parapetó en
la zapatería y abrió fuego con su semiautomática, hiriendo a nueve personas. El
propio Bozo se salvó sólo porque de casualidad había ido esa mañana a protestar por
algo a la Seguridad Social. Por el descanso del alma de su esposa e hijo, donó una
urna para las escrituras sagradas hecha de madera escandinava, y ahora va a donar, en
su memoria, un aparato de aire acondicionado para los vestuarios del campo de
fútbol, para que los jugadores se puedan refrescar durante el descanso.
Al final de la acera, junto a la zapatería Bozo, hay una zona con bancos del
ayuntamiento y un tobogán de plástico para los niños con un cajón de arena debajo.
Dentro de unas macetas de diseño, entre los árboles, unas cuantas petunias hacen
esfuerzos por crecer. Lupo, el ciego, descansa en estos momentos en uno de los
bancos, con la cara expuesta al sol ardiente. Las palomas lo rodean y algunas se le
suben al hombro. Ha clavado como un ancla su afilado bastón en una ranura entre dos
baldosas. Dicen que en Bulgaria tenía un alto rango en el servicio de espionaje. Aquí,
en Tel Keidar, trabaja por las noches en la centralita telefónica, mirando con la yema
de los dedos los interruptores y las clavijas. Todas las mañanas se sienta enjaezado a
su perro gris en este jardín, busca con la mirada el sol y echa semillas de sorgo a las
palomas que se congregan a su alrededor aun antes de que haya llegado al banco. A
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veces una de ellas se fía de él, aterriza de repente en sus rodillas y se deja acariciar las
plumas del ala. Al levantarse, suele tropezar con su perro, luego murmura
amablemente: Perdón.
Un chico y una chica, que van a casarse, Anat y Ohad, se detienen frente a la
tienda de muebles del señor Bialkin: han venido a escoger una tela para tapizar el
sofá y los sillones que combine bien con las cortinas, pero tienen gustos diferentes:
aquello que es bonito para él resulta horrible para ella y lo que le gusta a ella le
recuerda a él un prostíbulo al que acudían los oficiales polacos. Ella le pregunta con
saña dónde adquirió tantos conocimientos; él se apresura a retroceder: Mira adonde
hemos llegado, reñimos por cualquier tontería. Anat afirma que no están riñendo, sino
exponiendo opiniones encontradas, lo que es normal. Ohad propone una solución:
Vámonos a Beer Sheva cuando acabe el Shabbat, ahí la oferta es diez veces mayor.
Eso, dice ella con ínfulas de triunfo, es justo lo que yo propuse desde el principio y tú
no quisiste escucharme. El señor Bialkin interviene temeroso: Quizás la señora desee
hojear un catálogo, y todo lo que le agrade nosotros lo traeremos de Tel Aviv, si Dios
quiere, el martes. Ohad, por su parte, corrige: Yo no niego que lo hayas propuesto,
pero tú misma dijiste que primero teníamos que ver la tienda de Bialkin, y si no
encontrábamos… La novia lo dejó con la palabra en la boca: Yo no niego haberlo
dicho, pero tú tampoco niegues que estuviste de acuerdo. El muchacho le da la razón,
aunque le pide tener presente que él manifestó una pequeña objeción. Objeción, dice
ella, ¿qué pasa, te me has convertido en abogado? Ahora sólo falta que presentes un
recurso.
Cuando se fueron, Bialkin dijo: Así es ahora. Se consumen de pena y se mueren.
¿Y usted qué desea, don Teo? ¿Una mecedora? ¿De madera? No. No tengo. Un sillón
para la televisión, sí. Que, además, se mece. Nadie fabrica ya mecedoras como las de
antes. Teo da las gracias y sale. Le parece que la canción con la que comienza la serie
a los niños muertos se titula «Ahora el sol quiere salir esplendoroso», pero no está
completamente seguro. Podría pedirle a Noa que indagase en la biblioteca del
instituto, ya que se pasa allí tantas horas.
En el kiosco de falafel Entebbe hay un beduino de unos cincuenta años
comprando shawarma en pan de pita. La shawarma es una novedad aquí y Abram
está feliz contándole al beduino que todavía está en período de prueba. Si el negocio
prospera, dentro de unas cuantas semanas introducirá también pinchos morunos a la
brasa. En ese momento, pasa un gato blanco y arrogante con andar altivo, el rabo
erguido, frente a la perra de Kushner que anteayer parió cachorritos. La perra prefiere
fingir que está dormida, pese a lo cual abre un poco un ojo para comprobar hasta
dónde llega la desfachatez. Ambos, el gato y la perra, se comportan como si la
situación estuviera muy por debajo de su dignidad. El viejo Kushner pregunta a Teo
qué ha pasado últimamente, por qué no se le ve a usted por aquí, y Teo, con el ojo
izquierdo semicerrado, como si estuviera mirando con atención un cotiledón en el
microscopio, le contesta que todo permanece como de costumbre. Si ustedes quieren
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uno de los cachorros, dice Kushner, pero Teo lo interrumpe con determinación bajo el
bigote autoritario: No, gracias. Completamente innecesario.
A las once y cuarto pasa junto al semáforo un pequeño cortejo fúnebre; como es
habitual en los entierros tradicionales, casi todos son askenazíes ancianos. Desde su
banqueta de siempre en la entrada de la zapatería Bozo, Pini Bozo quiere enterarse de
quién ha muerto y cómo. Kushner el encuadernador le cuenta que ése era Elias, Elias
el senil, el viejo tío de Shatzberg el farmacéutico, el demente que siempre se les
escapaba de casa y permanecía días enteros en la oficina de correos, desde la mañana
hasta la noche, y cada cinco minutos se ponía el último en la fila y preguntaba cuándo
llegaría Elias. Y como no lo echaban, volvía mil veces.
El entierro fue rápido. Los que llevaban al difunto iban casi corriendo por la
inmediatez del Shabbat, considerando la cantidad de cosas que tenían que preparar
antes del atardecer. Los ancianos que acompañaban el entierro resoplaban por el
esfuerzo, pese al cual se abrió una brecha entre el difunto y el cortejo y otra
separación entre los primeros y los últimos acompañantes. El muerto, cubierto con un
talit amarillento, parecía estremecerse de dolor a causa del traqueteo. Un joven
religioso, pálido e imberbe, encabezaba la procesión agitando una caja de lata y
asegurando que la limosna redimía de la muerte. Teo piensa en eso un momento y
concluye que esa cuestión no está clara.
Surge una discusión entre las peluqueras, las cuñadas Violette y Madeleine del
salón Champs Elisées. Los gritos se oyen más allá del semáforo. Una de ellas se
lamenta: Tú misma ya no distingues cuándo dices la verdad y cuándo es una mentira
cochina, y la compañera le responde entre sollozos: Pedazo de tampón, no se te
vuelva a ocurrir en la vida decirme cochina. Las dos han pasado, y quizás todavía
pasan por la cama de Muki Peleg, que está sentado en este momento con un vaso de
cerveza en el café California con un grupo de taxistas y que, al oír los gritos, empieza
a imitarlos con todo detalle provocando roncas risotadas en la audiencia. Muki rodea
el vaso de cristal empañado por el frío de la cerveza con los seis dedos de su mano
izquierda. Después encienden cigarrillos y hablan de la bolsa de valores. Mientras
tanto, el cortejo fúnebre ha desaparecido por detrás del edificio del consejo local de
Tel Keidar; junto a la tienda de Gilboa ya se ha disuelto la aglomeración y aún queda
una abundante cantidad de periódicos vespertinos sin vender. La bella Limor Gilboa
está detrás del mostrador y sigue con la mirada a Anat y Ohad, que salen de la tienda
de muebles y se dirigen a la Bouüque de la Electrónica. Kushner la señala con el
mentón y le dice a Bozo: Mira qué segura está de sí misma, la princesa Diana en
persona. Bozo comenta con tristeza: Hasta que llegaron los nuevos inmigrantes rusos,
se la consideraba una concertista de chelo de talla nacional. Pero desde que llegaron
de Rusia miles como ella, se nos ha quedado pequeña. Así es la fama: como el agua.
Un día no hay, al otro es abundante y al siguiente falta. ¿Recuerdas a un ministro
llamado Yoram Meridor? ¿Uno joven? ¿De talento, famoso en todo el país? ¿Ese que
estaba todo el día en la tele? Dicen que abrió un supermercado en el cruce de
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Netanya. Así es la fama.
Teo compra el Maariv y el periódico local y se acomoda en la cafetería
California. Pide un zumo de pomelo. Muki Peleg lo invita a unirse a su mesa, que él
denomina Consejo de los grandes de la Torá. Teo titubea y responde: Gracias, quizás
dentro de un rato, y Muki completa la frase: Como le dijo el condenado al verdugo
que le ofrecía un cigarrillo mientras le ataba la soga al cuello.
Teo echa un vistazo a los titulares del periódico: Nuevo peligro de incendios. Una
divorciada sordomuda de Acre quema a la amante de su marido causándole la muerte.
El ministro de Transportes abandona el acto en señal de protesta. El sábado a
medianoche sube el precio del combustible. Los cuerpos de seguridad evitaron…
Sigue con el pensamiento al apresurado cortejo fúnebre askenazí, entierro de vísperas
del Shabbat, seguro que ya habrán pasado por el depósito de vehículos oxidados y
estarán llegando al cementerio. Primero colocarán al difunto sobre el sendero de
canto rodado. Tendrán que esperar, muy a su pesar, al resto de la comitiva que quedó
rezagada. Las prisas fueron en vano y la carrera no sirvió de nada: hasta que no llegue
el último de los acompañantes, no se podrá comenzar. El oficiante cantor húngaro,
melancólico, llenará de aire los pulmones, la cara se le pondrá colorada como la de
alguien que arde en cólera, y comenzará a entonar la oración «Dios lleno de
misericordia», alargando la frase «En el paraíso halle su descanso», abatiéndose en
las palabras «afronte su destino en el final de los tiempos», y los acompañantes dirán
«amén». Posteriormente empujarán hacia delante al farmacéutico Shatzberg y le
susurrarán que tiene que repetir palabra por palabra los versículos del oficiante, que
murmura «enaltecido y santificado sea» en arameo y acentuación askenazí, «pronta y
próximamente». Desaparecía todos lo días, pero nadie se preocupaba porque siempre
se presentaba a las ocho en punto de la mañana en la oficina de correos, con esos
azules ojos infantiles brillando junto a una sonrisa abochornada, como un ser tímido
que está contento pero ha olvidado la razón de su alegría. El cantor pedirá perdón al
muerto y disculpas y expiación si es que se dañó su honor inintencionadamente
durante la purificación o en el transcurso del enterramiento, y lo liberará de su
relación con cualquier asociación o sociedad a la que perteneciera en vida. A veces se
te acercaba en la calle, hacía una amable reverencia, los ojos azules centelleando por
cálidas añoranzas, y te preguntaba con una voz suave: Dispénseme usted, caballero,
¿tendría la bondad de decirme cuándo vendrá Elias? Por esa razón, en la ciudad le
llamaban Elias, y a veces Elias el de Shatzberg el farmacéutico.
Luego, los enterradores inclinarán el lienzo, con movimientos expertos y precisa
coordinación, como un equipo de quirófano. Un joven religioso de barba incipiente
asirá suavemente las piernas del muerto y, como una diestra matrona, ayudará a que
el cuerpo envuelto entre sin tropiezos en el foso. Con un movimiento rápido, retirarán
el talit como si cortaran el cordón umbilical. Colocarán cinco placas lisas de
hormigón armado. Inmediatamente después, arremeterán con las palas y formarán un
montículo que demarcarán con un rectángulo hecho de bloques de cemento gris.
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Encima del montículo, aproximadamente donde está la delicada frente del fallecido,
colocarán un cartel de latón sobre el que no figura Elias, sino «Gustav Marmorek,
R. I. P.». Los asistentes esperarán un momento más en un silencio embarazoso, como
si no supieran qué hacer, o como si todavía esperaran alguna señal apremiante.
Después, uno de ellos se inclinará para depositar una pequeña piedra, otros lo
imitarán y alguien se dirigirá a la puerta, ansioso por encender un cigarrillo, y los
demás lo seguirán, de nuevo con prisas. Es viernes a mediodía, se hace tarde. El
enterrador encargado cerrará con llave las puertas de hierro arqueadas, protegidas por
una herrumbrosa espiral de alambrada de púas. Dos o tres coches encenderán los
motores y desaparecerán por la curva detrás del monte. La mujer y el hijo de Bozo el
de la zapatería están enterrados aquí, en la parte alta, a una distancia de cuatro hileras
del soldado Albert Yehoshúa, que, trastornado por un desengaño amoroso, mató con
la semiautomática a los dos y a todos los que estaban en la tienda, y a los diez
minutos murió a manos de un francotirador de la policía, que, con un solo disparo,
logró darle en medio de la f rente, entre los ojos. Al muerto de hoy lo enterraron junto
al joven Emanuel Orvieto de tercero de secundaria «C», al lado de su tía, que falleció
dos días después de un derrame cerebral. La madre del muchacho está enterrada
desde hace nueve años en Amsterdam. Todo está sumido en el silencio, la calma del
mediodía de un viernes en el desierto, a los pies de un monte. Las cigarras no dejan
de aserrar alrededor de un grifo oxidado que gotea. Dos o tres pajarillos
probablemente sigan piando ahí, escondidos entre las ramas de los fresnos,
acariciados por una suave brisa del este que los sacude cuidadosamente, aguja por
aguja. Inmediatamente después de las últimas tumbas hay un montículo escarpado y
cercado por una alambrada que el ejército no permite traspasar; dicen que detrás se
esconde un ancho valle repleto de instalaciones secretas. Teo paga ahora el zumo que
se ha tomado y sale con la intención de volver a la oficina. En otra ocasión buscará a
su asistenta rusa, si su esposo celoso no se presenta con un hacha. Noa llegará dentro
de unos minutos. La tienda de modas El corazón de Dizengoff Sur, eso le habían
dicho por teléfono, está abierta los viernes hasta la una. En el pequeño jardín todavía
están sentados el ciego y su perro, rodeados de palomas. Ahora les da agua de una
cantimplora militar, que vierte en un platillo de plástico. Se le ha olvidado comprar
los útiles de oficina y de dibujo que había apuntado en el papel. Los comprará la
semana próxima. Nada es urgente. Y se da cuenta de que el diario Maariv, del que
sólo había leído los titulares, se le ha olvidado sobre la mesa del café California. El
periódico local también se ha quedado allí. Mientras tanto, la respuesta más sencilla
es: Lo siento, señor, no tengo ni idea de cuándo llegará Elias, si es que viene. No creo
que venga. Pero no es eso lo que me han preguntado.
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Al final eligió un vestido claro, de estilo campesino, quizás balcánico, con un lazo
en forma de mariposa debajo del busto. Al principio, el vestido nuevo le causó una
gran alegría infantil. Movía los hombros y las caderas frente al espejo como si
estuviese bailando. Pero tras ese primer arrebato empezó a dudar: ¿No será
demasiado folclórico? ¿Demasiado llamativo? Después de todo, ¿cuándo me podré
poner algo así? Dime la verdad, Paula, ¿no es un poco como el vestuario de los
grupos de bailes populares? Durante más de diez minutos estuvo yendo y viniendo
entre el espejo y la dependienta, que afirmaba que los dos, el vestido y Noa, estaban
hechos el uno para el otro, como el buen vino para la música. Casi sin tomar aliento
le prometió a Noa quitar las hombreras, meter un poco de espalda, y quizás bajar el
lazo dos o tres centímetros.
Permanecí callado en un rincón, junto a la caja. Tenía la impresión de que la
dependienta, tras su máscara de simpatía, se estaba burlando en su fuero interno. Pero
no intervine. Me mantuve a un lado, con la mano en el bolsillo, intentando identificar
con los dedos, debajo del pañuelo, las llaves del coche, las del piso, la oficina y el
buzón; luego fui contando las monedas de la cartera: ocho shekels y ochenta y cinco
agorots, salvo que los cinco agorots fueran en realidad otra moneda de un shekel, no
es fácil diferenciarlas por el tacto, entonces el resultado sería nueve shekels con
ochenta.
Pasó cerca de un cuarto de hora antes de rendirse y finalmente pedir lo que
esperaba no tener que pedir, que le diera mi opinión.
Date la vuelta, dije, ponte derecha. Ahora aléjate un poco. Está bien.
¿Te gusta, Teo?
Tiene algo…, dije después de pensarlo, siempre que te sientas a gusto con él. Si
no estás segura, no lo compres.
Noa dijo: Eres tú el que me compra el regalo.
Paula Orlev, por su parte, se entrometió inmediatamente: También se puede usar
con este cinturón. O con éste. Prueba a atártelo así, de lado, o en el centro, de
cualquier manera es fantástico.
Noa me lanzó de repente una mirada de no me dejes sola, como arrojándome un
cálido pedazo de su amor a la vida. Temblé.
¿Teo?
Le recordé que, si todavía no estaba segura con la elección, y como ya era viernes
a mediodía, el vestido seguiría en la tienda el domingo. No había prisa.
Una vez fuera, me dijo: Por una parte, me da pena. Quería ponérmelo este sábado.
Pero tu razonamiento, tan lógico, ha sido aplastante.
Le dije que, si después del fin de semana el vestido no le parecía idóneo, podía
buscar uno más adecuado la próxima vez que fuera a Beer Sheva o a Tel Aviv. Noa
me pidió que dejara de hacer alusión a sus viajes con tanta insistencia. Viajaría cada
vez que fuera necesario, sin tener que pedirme permiso. ¿Y quién dijo que ella
necesitaba un vestido? ¿Por qué justo ahora un vestido? Fue idea tuya, Teo,
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comprarme hoy un vestido, pero, como siempre, has conseguido estropearlo con tu
sistema de consideraciones y todos esos qué pasa, qué prisa hay y por una parte, y por
otra, y con tus estratagemas de siempre para hacer que parezca una niña caprichosa, y
tus insinuaciones acerca de mis viajes. No es fácil contigo, Teo.
Le dije que yo no insinuaba nada. Ella dijo: Pero eso es lo que piensas. No lo
niegues. Tú ya has llegado a la conclusión de que me he impuesto una misión que no
es una misión, una especie de juego superfluo y tonto, que además me viene grande.
Le dije: No es exactamente así, y Noa, casi llorando: Pero de todas maneras sí que
lo quiero ahora. Para ponérmelo el sábado. ¿Podemos volver?
Dimos media vuelta frente al hotel Keidar y volvimos al Corazón de Dizengoff
Sur, alcanzando a Paula Orlev justo cuando estaba cerrando. Ella volvió a abrir para
nosotros y Noa se puso el vestido balcánico. Paula dijo que sabía que volveríamos; en
seguida se dio cuenta de que ese vestido quería a Noa aún más de lo que Noa lo
quería a él, le daba un aire tan fresco, divertido, conquistador, como dice su hija: Tú
seguro que la conoces, Noa, es Tal Orlev, le diste clase cuando estudiaba en el
instituto.
Cuando saqué la tarjeta de crédito, de pronto Noa dijo, avergonzada, que aún
tenía alguna duda y que por favor le dijera esta vez con toda sinceridad lo que
realmente pensaba. Dije: Intenta concentrarte un momento. La única cuestión es si te
sientes bien o no con este vestido folclórico.
Paula Orlev señaló: ¿El caballero quizás tiene prisa?
Y Noa me pidió que dejara de una vez de apurarla en lugar de ayudarla a decidir.
Qué complicado es todo contigo, Teo, dijo. Cada vez es más desagradable. La
palabra «folclórico» no te ha salido precisamente con la mejor intención.
Se dirigió a Paula y le preguntó si tendría algo parecido pero con menos
bordados, o no con menos bordados, sino con un bordado menos recargado.
A las dos y cuarto salíamos, sin el vestido y sin el delicado cariño que nos
envolvía al entrar, un cariño que duraba desde la noche, desde ayer por la tarde, y que
ahora habíamos perdido. De nada me sirvió recordarle que fue ella, y no yo, la
primera en llamar «folclórico» al vestido. De camino a casa nos detuvimos en el
Palermo a comer una pizza rápida, para no tener que empezar a preparar la comida en
casa, y aún conseguimos, antes de las tres, hacer la compra para el Shabbat en el
supermercado, y recoger nuestra ropa de la lavandería. Juntos ordenamos la compra
en la nevera y en los armarios de la cocina, y nuestra ropa en los cajones. Noa dijo
que, para ella, Paula era de esas pocas personas a quienes en seguida se les notan las
ganas de hacerte sentir bien: La gente así es una pequeña minoría. Como si estuviera
escogiendo un vestido para sí misma, no como queriendo venderlo. Me gustó cuando
volvimos, cuando dijo que el vestido me quería. Seguro que no te diste cuenta, Teo. A
ti no te hacía gracia estar ahí. Te pusiste un poco antipático. Parece que estuvieras
desagradable conmigo, pero Paula no tenía por qué aguantar un viento polar así.
Un viento polar, dije, en un día caluroso como hoy, qué pasa, no está tan mal. Y
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añadí que la señora Orlev me pareció distinta a como ella la había visto. Calculadora.
Ni luz ni corazón[2]. Pero, por supuesto, podría estar equivocado y ser algo injusto
con ella. Estas cosas provocaron que Noa hiciera un comentario amargo sobre «mi
carácter», siempre me siento superior, siempre con actitud negativa, de antemano y
en cualquier situación, desconfiado, a la defensiva, como si todos fueran enemigos.
El mundo entero contra nosotros. De todas maneras, así es el mundo según Teo: Mi
padre era un hombre impulsivo, incluso un poco agresivo; podía salirse de quicio y
perder los estribos, gritar, tirarme la radio a la cabeza o estamparla contra la pared,
pero no era ácido. No estaba amargado. Hay momentos en los que tú estás más
consentido que él. Eres más hombre de Neandertal.
¿No son un poco en blanco y negro tus opiniones, Noa?
Las tuyas, en cambio, son todas en negro y negro.
Salió de la habitación, roja, encendida, empujando la puerta con furia, pero en el
último instante la detuvo y cerró suavemente, sin dar un portazo.
Se estuvo duchando durante un largo rato, al parecer con agua fría, y después se
encerró a descansar porque por la no che, dijo, no había podido dormir hasta que se
tiró en el sofá del salón alrededor de las tres de la madrugada: Tu tensión, Teo, llena
la casa como si fuese un perfume.
Supe exactamente qué contestarle, pero me contuve. En lugar de responderle, me
concentré un momento y descubrí en mí, no tensión, sino un cansancio inalterable.
Cuando ella se encerró, me fui a mi habitación, sin el Maariv del fin de semana y sin
el periódico local que había olvidado en el café California. El servicio internacional
de la BBC de Londres, a través de las estaciones repetidoras de Gibraltar, Malta y
Chipre, me facilitó una descripción detallada, brutal, de la aniquilación de los
bosques pluviales de América del Sur, en el marco de la serie titulada «La muerte de
la naturaleza». Los bosques pluviales me trajeron algunos recuerdos, sin embargo el
término «muerte de la naturaleza» no me impresionó, aunque seguramente estaba
destinado a asestar un golpe terrible a la audiencia. Todo lo contrario: «La muerte de
la naturaleza» tuvo un efecto tan sedante en mí que me quedé dormido unos veinte
minutos y me desperté cuando se había terminado la transmisión y comenzaba un
programa sobre la modificación de las rutas de navegación. La única manera de
ayudarla era no tratar de ayudarla. Tenía que contenerme y callar. Cuántas veces la
había hecho llorar justo cuando intentaba serle útil. Una vez, en su ausencia, recorrí
toda la casa recogiendo los papeles que ella había dejado esparcidos por todos lados:
en la mesa de la cocina, en la del comedor, en el rincón del teléfono, por la estantería
de su dormitorio, en las baldas del pasillo y de la sala, debajo de los imanes de la
puerta de la nevera, en la mesilla de noche y en el suelo, al pie de su cama. Me llevé
todos los papeles a mi habitación, los puse en mi escritorio, y durante casi tres horas
estuve clasificándoselos: las copias de cartas en un montón, borradores de
memorándums en otro, opiniones, fragmentos que había copiado, con su letra
inocente, de libros en hebreo y en inglés, que había reunido la bibliotecaria por
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encargo suyo, sobre drogas, su cultivo y distribución, influencia, adicción y
desintoxicación, y otro montón de prospectos, respuestas de retractación o rechazo
entre las que había cartas corteses y no tan corteses que había recibido de toda clase
de instituciones, organizaciones y oficinas, y cientos de pequeñas notas con números
de teléfono y datos de citas y reuniones.
Después de la primera clasificación, recopilé en la esquina izquierda del
escritorio, todo lo que llevaba fecha. Lo ordené según la fecha, el tema y el
destinatario. Copié todos los números de teléfono en un listín. Desocupé uno de mis
clasificadores y metí todo en ocho apartados separados por cartulinas de colores,
anotando en cada una la lista detallada del contenido.
Genial, dijo al regresar. Fabuloso. Lógico. Muchas gracias.
Y en seguida, a punto de llorar: ¿Quién te dio permiso, Teo? Esto no es tuyo. Es
mío.
Se lo prometí. Y no volví a tocar nada ni a decir una palabra, ni siquiera cuando el
contenido del clasificador no tardó en desperdigarse de nuevo, como plumas, por toda
la casa.
En otra ocasión salí de mi oficina por la mañana y pasé por la imprenta que hay
frente al semáforo para encargar papel de cartas y un cuaderno de contabilidad con el
membrete de su comité, y di nuestra dirección y número de teléfono como señas
temporales del comité. Esta vez no me lo agradeció ni estuvo a punto de llorar, sino
que me dijo con una especie de calma severa, como intentando controlar a un alumno
descarriado: Teo, esto no va a acabar bien.
Le dije: Trata de comprender, Noa. Concéntrate un momento. Me he dado cuenta
de que, además de vuestro mecenas africano, el progenitor de ese drogadicto, habéis
recibido por lo menos otras dos donaciones. Es cierto que son ínfimas. En realidad,
insignificantes. Ahora bien: conviene que sepas que por cualquier donación,
incluyendo la más mínima, las leyes de este país obligan a extender un recibo formal.
No hacerlo implica un delito penal. No querrás que nos compliquemos.
Se levantó arremolinando la falda ligera, retirando, con un movimiento brusco, el
telón de cabellos rubios que le caía sobre la cara, como abriéndose completamente
ante mí: No nos complicaremos, Teo. En todo caso, sólo yo. Tú sigue siendo la niña
de mis ojos. Tú no participas en esto.
Si yo fuera una persona obstinada, no tendría ninguna dificultad en explicarle
que, aunque he prometido no tocar nada, y no me retracto de ello, desde el punto de
vista formal cualquier complicación suya me concierne porque tenemos una cuenta
conjunta en el banco. Por no hablar de los trescientos dólares mensuales que el padre
del fallecido ingresa para mantener el comité y que nadie sabe, y menos aún ella
misma, de qué manera está gastando. Pero no entré en ese tema. Sólo dije: Mira. Mira
estos recibos. Ya están impresos. Bueno, aquí están, sobre la mesa. Yo te los dejo y tú
puedes hacer lo que te plazca.
Benizri, saltó de repente, ese adulador, ese chulo con brillantina, dice que eres un
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ángel. ¿Sabes lo que eres, Teo? Una lápida. No importa. Me duele la cabeza.
Volví a la tabla en el pasillo y seguí planchando. En mi interior estaba de acuerdo
con ella: era un caso perdido. En Tel Keidar no se erigirá una residencia para la
rehabilitación de drogadictos. Y si llegara a fundarse, se cerraría en un mes. En todo
caso, ella tendrá que descubrirlo sin mí, por sus propios medios. Yo debo ser
transparente. Aunque quizás todo lo contrario, quizá mi obligación sea localizar de
inmediato a ese señor Orvieto, decirle unas cuantas palabras para alejar a Noa, de una
vez por todas, de esta insensatez. Me encargaré de que ella nunca sepa cómo
conseguí encontrar a ese impostor, qué le dije, de qué la salvé. Pero no. Esperaré.
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Sábado. Tres de la tarde. Teo está en camiseta echado en la alfombra de su
habitación frente a las aspas del ventilador. Yo estoy sentada a la mesa de la cocina,
con uvas y café, leyendo un estudio americano titulado La química de la adicción.
Dos escuelas enfrentadas mantienen una polémica desde hace varios años,
cuestionándose si la adicción a las drogas es una enfermedad o una tendencia
congénita a necesitar unas sustancias llamadas «psicoactivas», incluyendo aquellas
que se encuentran en el tabaco, en el alcohol, el café y las hierbas estimulantes; en
cierto modo se puede decir que las sustancias que crean adicción se encuentran en
casi todo. Después se establece, aunque con algunas excepciones, un paralelismo
entre la adicción a las drogas y enfermedades frecuentes tales como la diabetes, en la
que también se pueden detectar factores hereditarios y condiciones ambientales que
ayudan a la aparición de la enfermedad o que la retrasan. Un adicto que se
desengancha sigue arrastrando un problema crónico latente, es decir, está más
expuesto que otros al peligro llamado relapse, y entre paréntesis aparece la
explicación: «propenso a recaer en las malas costumbres», expresión que no me
parece adecuada, como he anotado en el papel donde pongo las dudas y objeciones
que me van surgiendo durante la lectura. Ahora aparece Muki Peleg: emocionado,
resoplando, desenfrenado, con los abundantes rizos de un joven intelectual salido de
un anuncio de brandy, con los pantalones anchos que están de moda, un pañuelo
bohemio de seda alrededor del cuello de la camiseta roja bien planchada; es un
muchacho de cincuenta y tantos años, con unos asombrosos zapatos de color celeste,
cada uno con un sistema de ventilación que consiste en unos agujeritos que forman la
letra «v»; me pide un millón de disculpas, tiene que decirme algo verdaderamente
urgente. Siempre, en cualquier asunto, tiene algo verdaderamente urgente que decir.
Si no es una cosa es la otra, pero nunca puede esperar. A veces me gustaba su
entusiasmo, que no había forma de saciar.
Levanté la mano para abrocharme un botón de la bata, pero me di cuenta de que
ya lo tenía abrochado y le pedí a Muki que se sentara a la mesa de la cocina enfrente
de mí. Cerré el libro, usando el papel de las notas de separador. A pesar de sus
negativas le serví una coca-cola fría y le acerqué la fuente de las uvas. ¿Dónde está
Teo? ¿Está cansado? ¿Está durmiendo? Un millón de disculpas por haber irrumpido a
una hora tan intempestiva, el sábado al mediodía para mí es más sagrado que el
monte Sinaí. Pero es que ha surgido algo que debemos decidir y zanjar hoy mismo.
Por cierto que con esta bata verde parezco una flor en lo alto de un tallo. Qué digo
una flor. Una flor es un cardo a mi lado. En resumen, que si no fuera por el problema
urgente, se pondría ahora mismo, aquí, de rodillas ante mí sólo por una caricia, como
le dijo el amante cojo a la bella manca. Y bromeando, apuntó hacia su frente con uno
de los seis dedos de su mano izquierda, como si fuese una pistola, para indicarme la
fatalidad de un amor frustrado. Quizás su intención era divertirme, pero al darse
cuenta de su fracaso se burló y dijo: Es broma, y añadió: Ahora salgo con Linda. Pero
no había venido para eso. La cuestión era que, según él, teníamos que despertar
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inmediatamente a Teo, porque había surgido una oportunidad fantástica que sería un
crimen desaprovechar. En una palabra, nos había encontrado una casa. Qué digo casa.
Un palacio. Por ochenta y cinco mil dólares y sin gastar nada en comisiones, porque
él mismo era el intermediario, con la condición de que firmásemos un acuerdo al día
siguiente y que el contrato y el dinero y el traspaso de propiedad, todo, quedara
perfectamente cerrado, sin cabos sueltos, el martes por la mañana a más tardar.
Le pedí que comenzara desde el principio.
Por supuesto, profesora mía. Perdón. En realidad la historia es así: tú ya conoces
esa casona solitaria, con tejas, en la curva, camino a la zona de los talleres. Todo el
mundo la conoce. La residencia Alharizi. Antes del taller de Ben Lulu. Esa que está
deshabitada desde hace casi un año. Abreviando, la historia es ésta: casi al mismo
tiempo que se erigía la ciudad, la construyó un tal Alharizi de Netanya, importador de
televisores, que tuvo la idea de instalar aquí un centro de recreo. O sea, una especie
de casa de alquiler para artistas que deseasen venir a integrarse en el desierto, y esas
cosas. O a echar una cana al aire con algún pimpollo, habrás oído hablar de esa
opción. Muy pronto se vio que la idea no era muy atractiva, ya están Eilat, Arad y
Mitzpé Ramón, en el Néguev no faltan paraísos. Entonces ese Alharizi le alquiló la
casa a una empresa de explotación del desierto que la usó como solución al problema
de alojamiento de los técnicos que trabajaban en las perforaciones. En fin, ya sabes,
perforaron y perforaron y no encontraron nada y la casa quedó vacía, en alquiler, sin
nadie interesado, y al caballero de pronto le urge venderla, rápido, sin dudarlo, y lo
más importante es llegar a tiempo, como dijo Blancanieves a los siete enanitos por la
noche. Abreviando, él quería cien mil y le hice bajar a ochenta y cinco, con la
promesa de que esta misma semana tendrá el dinero en sus manos: el héroe está un
poco apurado, es una larga historia, la ejecución del embargo le está pisando los
talones, no me preguntes, Noa, de dónde he sacado esta información. Tengo mis
métodos. El problema es que ese fanfarrón, con perdón, contactó al mismo tiempo
con la inmobiliaria Peleg, es decir conmigo, y con la de los hermanos Bargaloni, esos
nuevos, los muy putos, que me perdonen las prostitutas por la comparación. Y ésos
ya han conseguido un cliente, un dentista con laboratorio, argentino, nuevo, la
competencia de Nir y Dresdner. Y no me preguntes de dónde he sacado la
información, tengo mis métodos. ¿Me das otro vaso de coca-cola? Sólo con ver cómo
te levantas y te sientas me entra sed, y esa bata, como papel de celofán sobre un tallo.
Bueno, la historia va así: nosotros nos adelantamos uno o dos días, porque, por suerte
para nosotros, el dentista argentino, en las maniobras de los soldados de reserva, está
tapando agujeros. Tenemos que decidir hoy mismo y contactar con Ron Arbel para
que lo llame esta noche a Nigeria. Si hay liquidez, mañana debemos firmar una
minuta, y el lunes o a más tardar el martes, ir a pagar y tomar posesión. ¿Qué te
parezco? ¿Me dices algo cariñoso? ¿O un beso? Se ha revisado la propiedad. Está
limpia. No tiene hipoteca, ni terceros, ni decomisos. De momento no importa qué son
los decomisos. Déjalo, Noa, sencillamente déjame a mí la parte de redentor y quédate
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tú con la de la belleza. Despierta a Teo para que nos acerquemos juntos a ver ese
palacio de Buckingham, aunque yo debería decirte lo contrario, que siga durmiendo
mientras tú y yo seguimos disfrutando en la cocina, por lo menos en teoría, como le
dijo el pan a la mantequilla que acababan de untarle. Está bien. Perdona. Se me ha
escapado. En resumen, profesora mía, te he traído una residencia en bandeja de plata.
Es una suma considerable, pero tú ya te temías que nos iba a costar medio año
encontrar el inmueble adecuado o que incluso íbamos a tener que construir, lo que
nos hubiera costado el doble y con todos los permisos se habría retrasado unos cuatro
o cinco años. Si es que lo conseguíamos. ¿Me dices que soy fabuloso? Pues no me lo
digas. Tacaña. ¿Sabes quién me ha dicho esta semana que yo era realmente divino?
No te lo vas a creer: una etíope. Divorciada. Una flor. ¿No sabías que ellos también se
divorcian? Es mi segunda vez con una negra. Oye. Eso sí que es clase. Clase clásica,
si me lo preguntas. Al final, a las tres de la madrugada, dio tal alarido que los vecinos
creyeron que era la alarma y se asustaron. Sólo ten cuidado de que Linda no se
entere, no se lo tomaría muy bien. En fin, hemos llegado a la hora de la verdad. Teo
tiene que opinar sobre el estado de la construcción y todo eso, y hay que decidir
rápidamente si ir a por la casa o dejársela al dentista. En mi opinión, hay que ir a por
ella. Estoy hablando como miembro del comité, no como agente, puesto que como
agente ya te he dicho que no recibiré comisión. Personalmente, creo que tenemos que
cogerla deprisa, como le dijo el cosaco a la gitana. Aunque de momento no tengamos
todos los papeles. Total, ¿qué podemos perder? Consideremos el peor de los guiones,
digamos por un momento que no nos dan la autorización. Supongamos que no se
erige el centro; todavía le podemos decir tranquilamente al abogado Arbel y al
misterioso Orvieto que esos ochenta y cinco mil están como en una caja fuerte: si
nuestro asunto se viene abajo, yo me comprometo a vender la propiedad, dentro de
seis meses, por noventa, noventa y cinco. Hasta estoy dispuesto a ponerles eso por
escrito. ¿Y bien? ¿Qué te parezco? ¿Me dices algo cariñoso?
Le dije: Eres encantador, porque en lugar de repugnancia me invadió de repente
una simpatía misericordiosa hacia ese cabrito entrado en años, con zapatos de color
celeste, que con todas sus fuerzas intentaba ser un lobo. Un lobo tierno, vulnerable,
no un lobo sino una tortuga sin caparazón; cualquier mujer podía borrar con un
mínimo desdén todo lo que él había logrado conquistar en los treinta años de su
maratón de seducción. En ese momento pude ver al niño de doce años que era:
regordete, falto de cariño, escandaloso, que se une con alegría a las bromas crueles
sobre su sexto dedo, un niño fastidioso, servil, que se pega a todos, que en vano
intenta divertir al mundo cuando el mundo rehúsa sonreír, y acaba cayendo en la
bufonada. Se entromete para llenar los vacíos en las conversaciones, para evitar que
se haga el silencio por un momento, cosa que borraría su existencia. Es el eterno
encargado de atizar el fuego social con habladurías y necedades, y si no tiene leña, es
capaz de levantarse y echar su propio corazón a la fogata del escarnio. Niño escudero.
Lleva casi veinte años divorciado y andando tras las faldas, o, como siempre dice
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él en broma, para nada tras las faldas sino tras lo que hay dentro. El sexo femenino en
su totalidad se le presenta como un severo tribunal que se ha reunido y lo ha
sentenciado a corretear a su alrededor haciendo siempre las mismas muecas para
complacerlo y que nunca está satisfecho. Como si inconscientemente supiera que
nunca obtendrá el indulto femenino, que de nada le valdrán los puntos que va
acumulando en la cama incansablemente y anotando en la tabla de conquistas que
nunca se llena. Sin embargo, sin darse por vencido como Sísifo, continuará
resoplando de cama en cama como si en la siguiente se le fuese a hacer entrega
finalmente de la tan ansiada licencia absoluta y del título de licenciatura con mención
de honor, que lo declaren exento de seguir corriendo. Cada vez que intenta enviarme
una señal medio sarcástica de pasión eterna y fogosa, no es la pasión lo que percibo,
sino un ruego por la aceptación por parte de las mujeres, algo que desconoce y con lo
que no sabe qué hacer. Así seguirá deambulando hasta el agotamiento, de un flirteo a
otro, de un chiste a otro, de una cama a otra, inspirando y espirando, ensalzándose,
continuamente aterrado por la sospecha de que las mujeres se burlan de él a sus
espaldas, héroe acabado de una odisea poblada de divorciadas solitarias, esposas
traicionadas y vengativas, amas de casa envejecidas y amargadas.
Muki, le dije, eres fantástico y siento envidia de todas tus etíopes. ¿Por qué no se
me acercará a mí algún etíope? Pero podías contarme qué tiene esa casa. ¿No decías
que estaba deshabitada?
Está claro que habrá que hacer unas reformas. Por ejemplo, cambiar los suelos.
Por ejemplo, los inodoros están rotos, y el fregadero, y también el techo está así así.
Habrá que hacer cambios en el interior, pero eso realmente no es competencia suya.
Lo mejor será que Teo se acerque con nosotros ahora, media hora, o una hora, y eche
una miradita profesional. Que dé su opinión sobre la construcción y las posibilidades
de tirar algunas paredes o levantar otra planta, y todo eso. Además, drogadictos, ya
sabes, rejas, candados, ya hemos dicho que la verja que rodea la casa no es
suficientemente alta. Abreviando, podría efectivamente subir en unos cuantos miles,
como le dijo el fotógrafo a la modelo desnuda. En realidad, depende de cuánto se
quiera invertir. Abreviando, seamos resueltos por una vez, llevemos a Teo y por el
camino recogemos a Linda y a Ludmir, todo el comité, y vayamos a ver qué tal es,
como ese seductor italiano le dijo una vez a Cleopatra. Tenemos que tomar una
decisión hoy mismo, por lo del dentista. Sí, tengo yo la llave. Lo malo es que esos
hermanos tienen otra. Aunque en realidad no hace falta ninguna llave, porque todo
allí está completamente destrozado. ¿Por qué me miras así? ¿La palabra «destrozado»
es vulgar? ¿O es que de repente has visto la luz? ¿Acabas de descubrir que tienes
enfrente al hombre que has estado buscando toda la vida? Está bien. No te enfades.
Se me ha escapado. Nunca puedo decir lo que siento, lo que realmente trato de
expresar. Ese es mi problema. Y aquí está Teo. Hola. Seguro que te pones celoso al
vernos cuchichear aquí en la cocina. Ojalá tuvieras razones. ¿Has dormido algo? ¿Ya
te has despertado? Ven, te pondremos al tanto.
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No hace falta, dije. Teo no interviene en esto.
Teo dijo: Yo solamente me sirvo un café y os dejo.
Y Muki: ¿Cómo, por qué nos dejas? ¿Quién se ha muerto? Todo lo contrario.
Escucha la historia, Teo, y después te vienes con nosotros, te haces una idea y ahí
mismo decides.
Dije con voz aplanada: Teo no decide. Quien decide es el comité.
Mientras tanto hirvió el agua. Teo sirvió café soluble al invitado, a mí y a sí
mismo. Puso azúcar y leche. Sacó uvas de la nevera, las lavó, nos las sirvió en dos
platillos y dijo: ¿Entonces? ¿Me voy o me quedo? ¿Qué decide la mayoría?
Sin esperar una respuesta nos dio la espalda, en camiseta, bronceado, con esos
omóplatos fuertes y sólidos, nos ignoró, cogió su taza y se fue. Me dejó solamente su
tristeza, como envolviéndome los hombros. Detrás de la puerta de su habitación, que
cerró sin hacer ruido, podía imaginármelo inclinado sobre el escritorio, apoyándose
en él con los dos puños, parecido, por detrás, a un gran toro cansado, inmóvil, como
esperando algún sonido interior que lo liberase de la espera. Me acordé de que en uno
de nuestros primeros viajes por Venezuela, en el jeep, por un camino de tierra al
borde de un valle escarpado lleno de niebla, me dijo de pronto que, si lo que nos
estaba pasando era realmente amor, a él le gustaría que no se perdiese la amistad.
Me fui a llamarlo a su habitación, para que se uniera a Muki y a mí. Y mientras lo
llamaba tomé conciencia del error.
Se sentó en su sitio de siempre de la cocina, con la espalda apoyada cómodamente
en el borde de la nevera, escuchó, sin decir nada, la historia de la casa Alharizi,
planteó dos breves cuestiones, y mientras escuchaba las respuestas cogió un palillo
con el que limpió pacientemente y con precisión los agujeritos del salero, para
continuar después con el pimentero. Muki concluyó con estas palabras: De una u otra
manera, algo hay.
Entonces le cortó Teo: No me parece bien.
Pero ¿por qué?
Se mire como se mire.
¿Qué perdemos con ir ahí ahora? ¿Unos minutos? A ver.
No hay por qué ir. Desde aquí no me parece bien.
¿Porque te opones a la idea de la residencia en general, o porque ves algún error
en este paso en concreto?
Las dos cosas.
¿No es una pena desaprovechar la oportunidad?
No existe ninguna oportunidad.
¿O sea?
Ya lo he dicho. No me parece bien.
Hasta ese momento, yo opinaba que todavía era demasiado pronto para comenzar
a buscar un inmueble. Sentí que Muki Peleg estaba demasiado entusiasmado, puesto
que no tenía sentido adquirir una propiedad única y exclusivamente porque se
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presentase o no la ocasión, y por supuesto no era conveniente decidirlo en un día, con
prisas. Pero la mofa de Teo, su desprecio, su fina grosería, su manera de sentarse
como un campesino, con desparpajo, con esa camiseta, con las piernas separadas,
arrancando sistemáticamente las uvas del centro del racimo que tenía delante, todo
eso me resultaba tan hiriente que llegaba a indignarme. La irascibilidad de mi padre
creció en mí de pronto como aceite hirviendo. En ese instante tomé la determinación
de no renunciar al inmueble, si es que me parecía adecuado. Como ocurre en clase
cuando alguna impertinente, adormilada, me suelta con voz insolente: Uf, este Agnón
no se acaba nunca. Y yo tiemblo de indignación y opto por castigarla a ella y a toda la
clase mandándoles unos deberes crueles sobre el significado de las desviaciones
gramaticales de la lírica.
Teo, dije. Muki y yo no nos consideramos en absoluto unos expertos
internacionales en idear proyectos. Tampoco unos emprendedores que marcaron una
época y todo eso. Tendrás que explicarnos, a pesar de todo, en un lenguaje sencillo,
por qué no podemos dar un paso que aparentemente nos parece bastante lógico.
«Aparentemente», dijo Teo, es una buena expresión. De hecho ahí está la
respuesta a lo que has preguntado.
No he preguntado. Hemos preguntado. Y ahora Muki y yo te estamos
preguntando por tercera vez, más o menos, qué razones tienes para oponerte a la
adquisición de la residencia Alharizi y por qué no podemos ir ahora a ver si la casa es
idónea o no. Nos complacería obtener una respuesta verbal en lugar de esa mueca.
Por once razones, dijo Teo, mientras por debajo de su bigote canoso aparecía un
tímido esbozo de sonrisa picara, por once razones no bombardearon Smolensk los
cañones de Napoleón. La primera fue que se había acabado la munición, y el resto de
las razones, como es lógico, Napoleón se negó a oírlas. La cantidad que he oído aquí,
incluso sin reformas, es mayor de lo que vuestro caballero de África se comprometió
a donar. ¿Más razones?
Había otras dos donaciones pequeñas, y sabía que Teo estaba al tanto. Pero preferí
callar. Teo añadió: Aparte de eso, creo haber leído en el periódico local que vosotros
os ofrecisteis voluntarios para formar un comité de estudio de las probabilidades y no
un comité para la adquisición de propiedades. Y además, todavía no ha habido ni tan
siquiera el comienzo del comienzo de un trámite público ordenado. A todo esto,
¿alguien ha determinado con exactitud cuál sería el volumen de drogadictos que
interesa criar aquí en relación con la capacidad del inmueble en cuestión? ¿No?
Teo, dije. Espera un momento.
Además, el dinero, si efectivamente aparece, no es tuyo, Noa. Una niña grande no
sale a comprar juguetes con dinero ajeno. Además, hay que contar con el beneplácito
de cuatro o cinco comités que autoricen el cambio de finalidad del inmueble, y te
aseguro con total garantía que de los cinco recibirás una respuesta negativa. Y
también hace falta el permiso regional y luego…
Está bien. Lo comprendemos. Pero ¿por qué no vamos a echar un vistazo de todas
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maneras?
Y además está el ayuntamiento. La administración. El consejo local. El consejo
regional. Los trámites de designación. Oír las opiniones en contra. Las apelaciones.
La oposición pública. Y política. Al menos tres años. Y además, el Ministerio de
Sanidad, el Ministerio de Asuntos Sociales y el Ministerio de Educación. Otros dos
años. Y además, ¿quién es el propietario del terreno? Y además, el rechazo
generalizado por parte de los vecinos, incluyendo una demanda judicial. Por lo menos
otros cinco o seis años hasta que acaben los juicios. Y además, ¿quién es exactamente
el comprador? ¿A nombre de quién se inscribirá la propiedad? ¿Cómo se definirá su
finalidad? Y además, ¿sigo? ¿No? ¿Por qué no?
Muki Peleg murmuró asustado: Pero ahí no hay tantos vecinos.
¡Ah! ¡Hola! Inmobiliaria Peleg. Tú también estás aquí. ¿Por parte del novio? ¿O
de la novia? A ver, explícame, por favor, qué es un vecino. Explícame qué es un
juicio, si no te resulta demasiado difícil. Adelante. ¿Qué es exactamente un vecino?
No una vecina. Un vecino.
Gracias, Teo. Creo que es suficiente.
Como tú quieras, se mofó con el ojo un poco cerrado, como si estuviera mirando
un insecto a través de una lente diminuta, o como si nos estuviera espiando por el
visor de una cámara fotográfica, y además… ¿No he dicho ya «además»? Y además,
te había prometido, Noa, que no intervendría en esta fiesta. Se me había olvidado.
Borradlo de las actas. Lo siento. Hasta pronto. Continuad.
Eso fue lo que dijo, pero se quedó ahí sentado, satisfecho, con la espalda apoyada
en el borde de la nevera en diagonal, concentrado en su taza de café, arrancando del
racimo, en estricto orden, una uva tras otra, el ojito izquierdo le daba la apariencia de
un avaro campesino francés que acaba de timar a un acreedor.
Vamos Malaji, dije, ya no necesitamos a Teo. Vamos a echar un vistazo y después
reuniremos al comité y tomaremos una decisión.
Muki preguntó: ¿No te vienes, Teo? Son sólo diez minutos.
Teo dijo: ¿Para qué?
Alrededor de las nueve de la noche conseguimos localizar por teléfono, desde la
oficina de Muki, al abogado Arbel, que vino al mediodía siguiente desde Tel Aviv,
trayendo a un ingeniero y a un tasador. El domingo fuimos cuatro veces al inmueble,
con jefes de obra, proveedores de materiales para el tejado, de vallas, de material de
fontanería, para comparar presupuestos. Como si hubiera entrado en trance.
Después de las noticias, Teo dijo: Bueno. Fui. Vi. No está mal. Que lo compre el
africano si quiere. Es él quien lo tiene que considerar. Con la condición de que
pongas mucha atención en no firmar ningún papel, Noa. Ni una sola firma.
Recuérdalo.
La noche del domingo al lunes, tuvieron una conversación telefónica Arbel, desde
el hotel Keidar, y Abraham Orvieto, que estaba en el hotel Ramada de Lagos. Está
dispuesto a autorizar la adquisición del inmueble, confía en la gente del lugar, pero le
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es imposible transferir la suma de dinero prometida el día previsto, por limitaciones
de tiempo. El lunes acabó el curso y antes de la entrega de diplomas hubo un breve
acto en el salón de actos del instituto. El grupo de estudiantes de literatura a punto de
graduarse me regaló una maceta de madera oscurecida con un naranjo japonés enano.
Y el martes se vendió la casona Alharizi, la del tejado derruido a la entrada del
polígono industrial, antes del taller mecánico de Ben Lulu, por valor de ochenta y un
mil dólares americanos, en moneda local, y se inscribió a nombre de la Asociación
por la Memoria de Emanuel Orvieto, cuya dirección formal, a partir de ese día, está
en el bufete de los abogados Cherniak, Refidim y Arbel, en el número 90 del bulevar
Rothschild, Tel Aviv. Teo nos prestó casi todo el dinero, avalado por el abogado Ron
Arbel en nombre de Abraham Orvieto, con la condición de que ni su nombre ni el
mío figurasen, bajo ninguna circunstancia, en los documentos de adquisición y
propiedad. Y como ese mismo martes fuimos a Tel Aviv para estar presentes durante
la firma del contrato, luego pudimos ir juntos a sopesar, sin prisas, las distintas
posibilidades. Hasta que justamente en la calle Ben Yehuda encontramos por fin un
vestido de verano ligero y bonito que nos dejó maravillados a los dos. Era de un color
azul verdoso, con unos dibujos abstractos que recordaban grandes hojas tropicales,
los hombros quedaban casi al aire. Antes de hacerse de noche, ya estábamos en casa y
vimos juntos desde la terraza que la luna seguía menguando.
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Porque una vez me contó que su madre había huido con un soldado de Nueva
Zelanda, cuando Noa tenía cuatro años. En Malaya, los dos fueron devorados por una
tigresa furiosa porque un cazador inglés había matado a sus cachorros. Eso le solía
contar su tía cuando ella era pequeña, en las noches de invierno después de apagar la
luz y antes de dormir. Esa tía, Huma Bat Am, era una naturista tolstoiana, enemiga
acérrima de cualquier acto de violencia, una mujer decidida, con gruesos zapatos
ortopédicos, que acostumbraba ayunar una vez a la semana, los miércoles, para que el
cuerpo, eso decía, no se olvidara de que al fin y al cabo es un sirviente, bastante
holgazán, bastante grosero, un sirviente deshonesto al que no se le puede dejar solo ni
tan siquiera un momento. El padre de Noa, Nehemías Duvnov, veterano de la
compañía del agua, hombre robusto y velludo, tenebroso, siempre mal afeitado, se
encerró en su casa el día en que la madre se fugó con el soldado. Todos los días
regresaba del trabajo cuando comenzaba a oscurecer, atrancaba el portón del patio,
echaba la llave a la puerta de la casa por dentro y se recluía en la habitación interior
donde vivía por las noches entre sus álbumes de postales de paisajes. Y todo esto en
un silencio contumaz, interrumpido a veces por sus impetuosos ataques de cólera
incontenible. Todas las noches, fuera verano o invierno, después de la tortilla y la
ensalada, se sentaba a escribir postales con vistas de la Torre de David y Belén, que
remitía a coleccionistas de distintos países. A cambio le enviaban postales de Haití,
Surinam y Nueva Caledonia, y de otros lugares donde el cielo no es azul, sino casi
turquesa y las aguas del mar al amanecer parecen oro fundido. Hasta poco antes de la
medianoche solía clasificar y catalogar la colección, según unos baremos que
variaban cada mes o cada dos meses. Con el paso de los años se volvió tan pesado
como un viejo luchador japonés, le salieron montañas de carne, los ojos casi se le
hundieron entre las capas de grasa, y ocurrió que empezaron a darle unos ataques de
rabia descomunales que remitieron y se convirtieron en una indolencia prolongada e
iracunda. Le dio a Noa las postales repetidas, y su función consistió en introducirlas
entre las páginas de la guía telefónica, una especie de colección en la sombra,
paralela a la colección principal y sometida a esa misma lógica variable. Con
excepción de la tía y de un extraño hijo que tenía, no venía nadie a la casa, cuyas
persianas permanecían cerradas en invierno a causa del viento, y en verano por el
polvo. Era una casa pequeña, la última en el extremo oriental de una población
descuidada, al este de Emek Hefer, frente a una sinagoga derruida de la época de los
primeros colonizadores. Detrás de la casa sólo había un gallinero abandonado, los
restos de una huerta, unas vías férreas oxidadas y la alambrada que marcaba el alto el
fuego, detrás de la cual, en el lado jordano, se esparcían pedregales y olivos. Hace
dos años fuimos los dos a ver el paraje, mas la casa había sido derruida y en el terreno
y sobre los restos de la sinagoga habían levantado un colorido parque acuático con
una tienda de recuerdos y un kiosco. La alambrada de la frontera había desaparecido.
En 1959, cuando Noa tenía quince años, Nehemías Duvnov se cayó en un pozo
abandonado y se fracturó la columna vertebral, por lo que fue colocado en una silla
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de ruedas para siempre. Ella lo cuidó desde entonces hasta que murió. No se quiso
casar porque pensaba que él no podría vivir sin sus cuidados, y también porque él no
se casó después de enviudar. Cuando ella fue a cumplir el servicio militar, lo cuidó la
hermana mayor del paralítico, la tía Huma, que se oponía tajantemente a la
calefacción durante el invierno y rechazaba por completo las frituras y la mayor parte
de las formas de cocinar. La vida doméstica estaba sometida a sus órdenes, según un
riguroso horario, y sujeta a una relación anotada de actividades diarias cuyas copias
estaban colgadas en tres lugares de la casa. En las habitaciones había un denso olor a
hierbabuena, romero y ajo. Aun cuando la tía salía durante uno o dos días con sus
gruesos zapatos ortopédicos a buscar raíces misteriosas en los montes del Carmelo,
los olores a especias y polvos persistían. Hierbas para la digestión y hierbas
medicinales, hierbas revitalizantes y hierbas refrescantes crecían en macetas y tiestos
en la azotea y en todas las ventanas. Cuando Noa volvió del ejército, tuvo que luchar
tres años por su derecho a cuidar del inválido cuyo cuerpo se había ido hinchando
como una esponja. Hasta que una vez, al final de un día de calima, la tía mordió al
secretario del consejo local en una rencilla sobre la tala de un limonero, y al día
siguiente lo acechó y vertió sobre él aceite hirviendo, y también se disponía a
echárselo a Noa cuando el vecino Goroboy, Goroboy el mirón, que en los años veinte
aspiraba al título de campeón de pesas de la ciudad de Lodj, salió corriendo de su
patio y luchó contra ella hasta reducirla. Después de varios tratamientos, la tía fue
ingresada en un centro privado mantenido gracias a las donaciones de una familia
pacifista de Holanda y que estaba destinado a acoger especialmente a naturistas con
trastornos emocionales. Noa recuperó a su padre y se encargó, además de la limpieza
y de la comida, de organizar los álbumes de postales y mantener la múltiple
correspondencia con los coleccionistas de diversos países. Arrancó las hierbas
medicinales y revitalizantes de los maceteros, las tiró y plantó flores en su lugar.
Todos los miércoles iba a visitar a la tía al sanatorio Mahatma Gandhi y le llevaba
frutas de cultivo biológico sin insecticidas y verduras en cuyo crecimiento no se había
usado ni un solo gramo de abono químico. Los últimos días de su vida, Huma Bal
Am sufrió ataques de odio dirigido en particular hacia las patatas fritas y la mostaza,
así como a los embutidos, censuraba, en particular, toda clase de carnes asadas en un
lenguaje colorista. Murió a causa de una aguja de tricotar que otra enferma hundió en
su cerebro a través del ojo derecho, en el jardín del sanatorio, mientras servían la taza
de té de las diez de la mañana, con tres tostadas y una mandarina para cada uno de los
internos. En cuanto a Nehemías Duvnov, a medida que envejecía y engordaba, como
un boxeador golpeado, parecía que su espíritu se alborozaba progresivamente, como
si se hubiera agotado su ira o se acabara de apaciguar parte de sus tormentos. Solía
canturrear con voz grave, se burlaba, remedaba los discursos de los políticos,
complacía a Noa con historias de cotilleo acerca de los dirigentes de la tercera
inmigración y sobre los fundadores de la compañía del agua. Se fue cansando de sus
postales de paisajes. Cada vez más, le parecía que la vida, las ideas, las palabras y las
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obras de los seres humanos eran asuntos merecedores de chanza, siempre
contradictorios, que sólo encerraban ironía y perversidad. Todas las mañanas, Noa lo
acomodaba en la silla de ruedas en la azotea; tenía unos potentes prismáticos, y el
anciano disfrutaba contemplando la calle durante horas, por la que de vez en cuando
pasaba un tractor y a veces una niña montada en un burro o un grupo de obreros
árabes que regresaban de trabajar la tierra. Al igual que Goroboy el mirón, Nehemías
Duvnov comenzó a usar los prismáticos para escudriñar de cerca la vida de los
vecinos a través de las ventanas, que permanecían abiertas durante todo el verano.
Era un observador solitario que se entretenía con un pasatiempo que involucraba a
todo el mundo. Diecisiete años después del primer accidente, le ocurrió otro. Noa
había ido por la tarde a la tienda a comprar cebollas y aceite, y cuando regresó, al
caer la noche, descubrió que su padre se había caído, con la silla de inválido, desde la
terraza de la azotea. Había hecho girar las ruedas de la silla con sus fuertes manos, se
había impulsado como de costumbre, con su fuerte cuerpo de montañés, y cruzando
la azotea como un tanque de un extremo a otro, abrió una brecha en la barandilla y
volcó. Como ella sabía que su padre le dejaba la casa en el testamento, su primo
Yoshko consideró este hecho como una señal de que había llegado el momento de
liberarse y comenzar otra vida, refiriéndose principalmente a sus estudios
universitarios. Este Yoshko, el único familiar que le quedaba a Noa, era el hijo de
Huma Bat Am y su amante fabricante de violines de Leipzig, que se hizo oficial de
bomberos en Hadera. Ese amor duró, según le contó a Noa su padre, tres semanas y
media. Cuando Yoshko nació, el bombero fabricante de violines ya se había casado
en Bruselas con una cantante del Ensemble flamenco. La tía y el niño vivieron unos
años en un cuarto alquilado en Haifa, con dos camas de hierro, un cajón para la ropa
y un lavabo en un rincón, cubierto con una cortina de plástico. El moho había
dibujado en el azul de esa cortina un mapa de continentes e islas que se iban
extendiendo paulatinamente. La tía trabajaba dos veces por semana como secretaria
de la Liga Pacifista, y media jornada en la Asociación de Naturistas. Todas las noches
salía, decidida y rígida como una fragata enviada a irrumpir en un puerto sitiado, a
participar en las reuniones del comité para promover el acercamiento de las razas y
los credos. Yoshko se educó durante unos años en la granja para jóvenes Tolstói hasta
que huyó en busca de su madre, de la que también se escapaba a veces para ir a la
colonia a ver a su tío paralítico e irascible y a su prima, en presencia de la cual
parloteaba sin tregua o, al revés, se quedaba callado todo el día. Posteriormente
desapareció de Haifa, vivió tres meses en una aldea árabe de Galilea y desde allí le
envió a Noa una apasionada carta de amor de veintiocho páginas; participó en
huelgas y manifestaciones, publicó dos poemas en una revista y a los diecisiete años
fue mencionado en la prensa, que publicó un extenso relato acerca de un joven de
familia pacifista que se convertía al islam para evitar el servicio militar; uno de los
artículos de opinión instaba a la izquierda a hacer un alto y llevar a cabo un análisis
de conciencia. Finalmente, el chico fue a parar a un reducido círculo hasídico, o
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quizás los miembros del círculo llegaron a él. Después de que el ejército prescindiera
de él por sus nervios, los hasidim lo enviaron a Bruselas. Eso fue en 1962, cuando
Noa se incorporó a filas y empezó a servir en la capitanía de educación. La tía Huma,
que se había quedado sola, dejó su cuarto alquilado de Haifa y se fue a cuidar de su
hermano inválido en la casa del extremo oriental de una colonia al este de Emek
Hefer, hasta que murió por el pinchazo de una aguja de tejer en una residencia
asistencial privada. Al morir el padre, se supo que en el testamento éste legaba la casa
a Yoshko y no a Noa, «con la esperanza de que vuelva de la terrible diáspora y eche
raíces nuevas en la tierra de Sharon». Yoshko no volvió de la diàspora ni echó raíces
nuevas en Sharon, sino que contrató, desde Bruselas, a un lúgubre abogado hasid, que
parecía un amable comerciante de ataúdes, quien le explicó a Noa con dificultad y
una agradable voz de tenor que la única alternativa que le quedaba era apelar a los
tribunales, alegando «Cante el mundo entero» que el progenitor fallecido no estaba en
sus cabales cuando redactó el documento, o que tenía la intención de burlarse o,
incluso, que cuando escribió el testamento estaba expuesto a las presiones
chantajistas de su hermana Huma Zamosc Bat Am, que en paz descanse, y en estos
supuestos el testamento quedaría invalidado. Pero, dijo el letrado, los dos alegatos
mencionados probablemente no tengan suficiente peso para el tribunal y al final
puedes salir avergonzada y con las manos vacías, sin ninguna otra alternativa, con el
agravante de haberte mostrado en público como una hija que profana en vano la
memoria de su padre, que descanse en el paraíso, al igual que la memoria de su tía, la
paz sea con ella, cometiendo pecado tras pecado por cuanto falsea la intención sin
mácula de su único pariente, que no deseó sino socorrerla con mucho o con poco.
Resumiendo, la familia quedará manchada por completo y al final no ganarás nada, ni
un solo céntimo, mientras que, si evitas el pleito, yo firmaré inmediatamente, mira,
aquí está, el poder que me ha otorgado Yoshiyahu Sarshalom Zamosc, que te hace
entrega, con benevolencia, como regalo, no como obligación, de la cuarta parte del
valor de la propiedad, como gesto de buena voluntad y obedeciendo al precepto «Y
de tu semejante no te apartes» [Is 58:7]. Fue así como, a la edad de treinta y dos años,
salió de la casa que había estado manteniendo hasta entonces, empaquetó en tres
maletas todas sus pertenencias, regaló la colección de postales de paisajes al sanatorio
Mahatma Gandhi, y se fue a estudiar literatura a la Universidad de Tel Aviv, con
estudiantes diez años más jóvenes que ella. Después fue profesora en un instituto de
enseñanza media de Bat Yam. Vivió dos o tres veces con hombres mayores, pasó por
un aborto con complicaciones y, al final, durante seis meses, compartió su vida con
un reconocido profesor de Praga, que tras su retiro se dedicó con devoción a escribir
una versión mejorada de La esencia del judaismo en seis gruesos tomos. Este
profesor era un hombre amargado, cáustico, irónico, cuyo pasatiempo favorito desde
su juventud había sido afinar pianos. En cualquier momento e hiciera el tiempo que
hiciera estaba dispuesto a ir adonde fuera, con un pequeño maletín con herramientas
de trabajo muy delicadas bajo el brazo. Ya no era joven, ni estaba sano. Afinaba, sin
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cobrar, las cuerdas flojas de los pianos. Especialmente si el piano era de verdad, de
los de antes de la guerra. Un día el profesor aceptó una invitación para pasar el resto
de sus años de jubilado en una residencia de la Universidad Católica de Estrasburgo,
donde esperaba volver a dilucidar, con calma, cuál era la esencia del judaismo. Noa
descubrió que era preferible también para ella alejarse del país durante dos o tres
años, para cerciorarse de que era posible llevar otro estilo de vida. Los amigos le
consiguieron un trabajo de media jornada en Venezuela. Allí, en Caracas, gracias a
las entradas para un concierto, ella y yo nos conocimos. Y desde entonces estamos
juntos.
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Después del telediario y de las previsiones meteorológicas, Teo dijo que
apagásemos y saliéramos un rato. Me cambié la bata por unos vaqueros y una
camiseta roja y me puse zapatillas. Teo también llevaba zapatillas y vaqueros con un
cinturón ancho. Al bajar en el ascensor nos abrazamos y escondí la frente en su
hombro. Su cuerpo estaba más caliente que el mío, y de su cinturón emanaba un olor
a cuero viejo y sudor. Dije: Siempre estás caliente.
Teo dijo: Ayer comenzaron tus vacaciones. ¿Qué vas a hacer, Noa?
Dije: La residencia. El Hogar de Emanuel. Ojalá no hubiéramos tenido que
recurrir a tu dinero. Eso no estuvo bien. Quiero decir, no me siento bien con ello. La
semana que viene, Abraham te lo devolverá todo.
Teo dijo: Abraham. ¿Ese quién es?
Después de un momento: Ah, sí. El africano. No hay prisa.
La calle estaba desierta. Filas de coches aparcados y filas de farolas amarillentas,
algunas estropeadas. Arboles desafortunados, abedules, eucaliptos, acacias, todos han
crecido como si tuvieran dificultad para respirar. Por un momento me pareció que
esos árboles, y en realidad toda la calle, era el decorado de un teatro experimental.
Las ventanas de las casas estaban abiertas y de casi todas venía la voz del ministro de
la Vivienda Sharon, que, indignado, cubría de reproches a sus entrevistadores. Una
leve brisa, seca, soplaba desde las colinas del este. Un gato asustado brincó de
repente entre los contenedores de basura y casi tropieza con nuestros pasos. Con un
brazo le rodeé la cintura por encima del cinturón ancho que resultaba áspero al tacto.
La hebilla de metal me produjo un frío placer en los dedos. En los portales de las
casas los desgastados descansillos de las escaleras brillaban con una luz tenue, poco
limpia, y los buzones también parecían heridos por esa suave luz. Teo dijo: La
alcaldesa. Bat Sheva. El dinosaurio ese. Sería conveniente hablar con ella, pero no en
su despacho sino en privado, de vuestra fantasía. Pero seguro que tú no estás de
acuerdo con que yo hable con ella, ¿no?
Es preferible que te mantengas al margen de esta historia.
Y tú también, Noa.
No me lo quites todo.
Todo. ¿Qué todo? Si no hay nada.
En la esquina, en un lugar que la farola no iluminaba, había una pareja abrazada e
inmóvil, como una estatua, con los labios unidos en un beso fosilizado, y en la
penumbra parecía que estaban practicando la respiración boca a boca. Cuando
pasamos junto a ellos, parecía que la frontera que los separaba se hubiese borrado.
Supuse que la joven era una de mis alumnas de último curso, una de tantas Tali, y
deseé haberme equivocado, sin saber por qué. No pude evitar fijar en ellos la mirada
como si se tratara de una rueda de identificación. Por alguna razón me ruboricé en la
oscuridad.
Desde una ventana de un segundo piso llegaba un llanto, no amargo sino más bien
constante, equilibrado, el llanto de un bebé que crecerá y se convertirá en un niño
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tranquilo. Teo me abrazó y, por un momento, me pareció que su ojo izquierdo, el
contraído, estaba tramando algo en la oscuridad. Pasadas dos calles más se acabó la
ciudad como un barco con la proa hundida en la arena de la costa. Y comenzaba el
desierto. Bajamos, Teo iba delante, por el sendero que lleva al wadi. Su sombra me
cubría a mí y a mi sombra, porque iba pegada a él. Las piedras negras proyectaban
oscuras siluetas que parecían recortadas con un cuchillo, por la nitidez plateada de la
luz de la luna. Algunos huesos desperdigados blanqueaban entre las piedras. Desde el
wadi llegaba un olor a ramas quemadas. Daba la sensación de que las rocas pálidas, la
pendiente, los montes del este, incluso la luz fuerte de las estrellas, todo, estaba
esperando un cambio, que llegaría pronto, en seguida, y entonces se entendería todo.
Pero yo no tenía ni idea de qué cambio se acercaba, ni de lo que había que entender.
Teo dijo: Aquí también es de noche.
En su voz serena, profunda, me pareció percibir cierta duda, como si no estuviera
convencido de poder convencerme de que aquí también era de noche, como si
titubeara acerca de mi capacidad de comprensión.
Pasará este verano, dije, ya veremos qué ocurre después.
Teo dijo: ¿Qué ocurrirá después?
No lo sé. Ya veremos.
En el desvío del wadi había una mancha oscura sobre el camino. Una piedra
caída. No, una piedra no. Chatarra. Un vehículo abandonado.
No estaba abandonado. Era un jeep. En silencio. Con las luces apagadas. Cuando
nos acercamos, vimos la silueta de una persona con la cabeza inclinada sobre el
volante, un hombre, solo, con una especie de abrigo, encorvado, acurrucado, con el
cuello levantado, emitiendo, con pausas arrítmicas, unas risitas ahogadas. Teo
extendió el brazo ante mi pecho para detenerme. Dio tres pasos hacia el jeep y se
inclinó sobre el hombre acurrucado. Quizás le estaba preguntando si necesitaba
ayuda. El hombre levantó la cabeza y miró atónito, no hacia Teo, sino hacia mí, sin
moverse, para volver a apoyarse en el volante con un movimiento lento. Teo esperó
un poco más, su espalda oscura no me permitía ver lo que hacía o decía, luego me
tomó de la mano y seguimos en dirección a la solitaria poinciana. Le pregunté qué
había pasado, pero Teo no respondió. Sólo cuando hubimos dejado atrás la poinciana,
como si su respuesta hubiera requerido una larga y complicada meditación, indicó:
No pasaba nada. Estaba llorando.
¿No tendríamos que habernos quedado un poco? O quizás…
Es mejor llorar.
Llegamos a la cumbre del llamado monte de la Hiena. Las luces de la población
palpitaban amarillentas, débiles, dispersas entre fragmentos de oscuridad, como
intentando vanamente contestar a las estrellas en su propio idioma. Por la línea del
horizonte hacia el sur se elevó un centelleo deslumbrante, que luego se apagó en una
sorda explosión.
Mira, dije, fuegos artificiales. En seguida habrá también una orquesta.
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Teo dijo: Una bengala. No son fuegos artificiales sino una bengala, Noa. Desde
un avión. Son sus maniobras nocturnas. Están disparando contra objetivos simulados.
De repente, tal vez por culpa del término «objetivos simulados», recordé con
nostalgia al poeta Ezra Zussman y al desconsolado padre, Abraham, el resplandor de
su sonrisa tímida, que aparece y se apaga en un instante, una sonrisa delicada,
melancólica, como entre las nubes de otoño. Los ojos del joven, abatidos tras unas
largas pestañas, y el rostro del padre, surcado por arrugas de afecto reprimido, como
un grabador de metales exhausto que se jubila. ¿Qué le queda ahora en Lagos?
¿Esperar el regreso del chimpancé que abandonó en la espesura de la selva? ¿Qué le
retiene allí y qué quiere de mí, realmente, en su fuero interno? ¿Por medio de qué
extraño hechizo consigue ese hombre afable transmitirme su más secreto deseo a
través de una noche de verano mercúrica que se expande entre Tel Keidar y Lagos
sobre superficies desérticas y sabanas, por millares de montes bañados por la luz de la
luna y collados, valles y llanuras de arenas que vagan desde aquí hasta ese lugar?
Nos quedamos en la cumbre del monte un cuarto de hora o más y casi no me di
cuenta de que me había cogido la mano y la estaba acariciando. Contemplamos
fragmentos de niebla láctea reptando y congregándose lentamente en el fondo del
wadi, rodando luego en dirección al jeep de las luces apagadas. La aridez y las
tinieblas, el hombre que está ahí sentado, como doblado sobre el volante del jeep en
la niebla, el policía de la curva de Ashkelon con la sangre manándole de la nariz y el
sudor polvoriento corriéndole por la cara y el cuello, todo me pesaba. Pero ¿por qué a
mí? ¿Quién soy yo en la tragedia de unos extraños con quienes me topé por
casualidad, y de unos desconocidos a los que no he visto nunca ni veré jamás? Y si
me toca justo a mí, ¿cómo podré sacar de mi interior esa mezcla necesaria, esa
conjunción de piedad y frialdad, cómo mitigar una tragedia de la manera en que lo
hizo el policía: no por compasión, sino con mano de cirujano? ¿«Dónde tenemos que
brillar y quién necesita de nuestro brillo»?
Noa…
Qué.
Ven.
¿Adonde? Estoy aquí.
Acércate más.
Sí. Qué.
Escucha. El viernes a mediodía, cuando te estaba esperando en la cafetería
California, pasó por el semáforo un cortejo fúnebre con un difunto cubierto con un
talit, jóvenes religiosos y una caja para limosnas que redimen de la muerte. Se murió
el viejo tío senil de Shatzberg el farmacéutico. Elias. Sólo que no se llamaba Elias.
He olvidado su nombre. No tiene importancia. Lo enterraron frente a la mujer y el
niño de Bozo, entre los fresnos, justo después de tu alumno y su tía. ¿Sigo? ¿No
tienes frío?
No entiendo qué es lo que me quieres decir.
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Nada. Viajaremos. Nos casaremos. Pintaremos la casa. O compraremos un
compact-disc. Sólo por una vez, dime qué es lo que realmente quieres.
¿Casarnos?, ¿para qué?
Para qué… Para ti. No te parece bien, y seguidamente: En realidad, no lo sé.
Dije:
Vámonos a casa. Tengo un poco de frío. El chico que murió, la residencia, la casa
Alharizi y ese pobre padre, no sé cómo me he metido en esto. Va a pasar algo, Teo.
¿No sientes tú también como si se hubiera acabado el prólogo?
Emprendimos el regreso. Decidimos no volver a pasar por el jeep y el wadi, sino
dar un rodeo por el cementerio, al pie del risco que oculta el valle prohibido. Los
grillos, la oscuridad y el olor de una fogata lejana estaban en el aire. Por un momento
sentimos el impulso de dar la espalda a las tenues luces de la ladera del monte, salir
del camino y alejarnos hacia el sur, hacia el verdadero desierto. Atravesar cualquier
umbral y salir. ¿Qué quiso decir el poeta? ¿Que las palabras son una trampa? Si es
así, ¿por qué no se quedó callado? Y de pronto, como si se hubiera movido una
montaña, recordé perfectamente el lápiz que realmente le había dado a Emanuel un
día de invierno durante un apagón, cuando entré en la enfermería a pedir una aspirina
y la enfermera no estaba, y era él quien estaba ahí sentado, como una sombra,
mirándome con sus ojos bajos por detrás de las pestañas femeninas. Y a pesar de
todo, parecía compadecerse de mí. Por alguna razón le hablé como si fuera mi deber
echarle allí mismo una severa reprimenda. Le pregunté, con desconfianza y seriedad,
si se podía saber qué estaba buscando exactamente ahí y quién lo había autorizado a
entrar en la enfermería en ausencia de la enfermera. Distante e inaccesible al mismo
tiempo, estaba furiosa como mi padre en su silla de ruedas durante días enteros en la
azotea, mientras la vida pasaba desfilando delante de él, al otro lado del lente de los ¹
prismáticos. El muchacho asintió, como con tristeza, como comprendiéndome y
tratando de mingar en lo posible la perplejidad que me había causado, me preguntó si
no tendría por casualidad algo para escribir. ¿Parpadeó? ¿O sólo me lo pareció? Y yo,
con un movimiento rudo, dándole la espalda en todo momento, comencé a abrir los
cajones del armario blanco de los medicamentos hasta que encontré un trozo de lápiz
despuntado. Antes de salir, en realidad no salí sino que huí, lo increpé de nuevo,
ofensiva: Me temo que tendrás que buscar un sacapuntas tú solito. Tenía buena
disposición para la literatura, dijo Abraham Orvieto, quizás hasta quería ser escritor,
si tenía o no talento para ello, sólo usted puede juzgarlo; yo no tengo forma de
saberlo, pues solamente en sus clases le encontraba algún sentido a estudiar e incluso
me contó en una carta que usted le había regalado un lápiz, el mismo con el que me
estaba escribiendo la carta. Escuché y no lo pude creer. Como una mujer a la que por
equivocación le confiesan un amor destinado a otra. Si no hubiéramos optado por el
rodeo, si hubiéramos regresado por el sendero del wadi hasta el jeep de las luces
apagadas y hubiésemos descubierto que el hombre había desaparecido, podría
haberme sentado yo en el asiento del conductor, con la cabeza sobre la mano en el
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volante, a lamentarme por el niño que pude tener y que ya no tendré jamás. Se
sumergió hasta el fondo de sí mismo. Cuando llegamos a casa, cerramos por dentro la
puerta de la terraza, tomamos una infusión y encendimos el televisor para ver si, por
casualidad, había algo que mereciera la pena, y efectivamente estaban poniendo la
grabación de algunos fragmentos del último concierto de Arthur Rubinstein antes de
morir. Después fui a ducharme y Teo se encerró en su habitación para sintonizar las
noticias de la emisora internacional de Londres.
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Después de todo, Dios existe, dijo riéndose Muki Peleg, con unos pantalones
color burdeos holgados y con una camisa del color del cielo y pañuelo de seda violeta
alrededor del cuello, al abrirle a Noa la puerta de su nuevo Fiat. Ven, comprueba tú
misma lo que nos ha caído del cielo, como le dijo el carpintero a su mujer virgen.
Noa dejó el bolso de paja a sus pies, pero al momento lo pensó mejor y lo colocó en
su regazo. Nos fuimos a buscar, en el barrio Yoseftal, el piso que perteneció a la tía de
Emanuel Orvieto. El abogado Ron Arbel, del bufete Cherniak, Refidim y Arbel,
recibió instrucciones mediante un telegrama desde Lagos de hacerse cargo del legado
de la fallecida. Esa misma mañana anunció por teléfono que su cliente le otorgaba
poderes para encargar a la inmobiliaria de Muki Peleg la venta del piso de la tía con
todos sus enseres, así como a usar ese dinero para devolverle a Teo parte del
préstamo que le había hecho a la Asociación en Memoria de Emanuel Orvieto para
no perder la oportunidad de adquirir la casona.
Por el camino le habló de una nueva esteticista pelirroja, de la que estaba
completamente seguro de que se sentía atraída por él, o más aún, loca por él, y le
pidió consejo a Noa para decidir cuál de las cuatro opciones escogería para acortar el
camino de esa muchacha hacia su cama. Noa le sugirió probar, por ejemplo, la opción
número tres. ¿Por qué no? ¿También con ella podría funcionar esa opción? Noa
respondió que por supuesto. Y mientras le describía lo que él llamaba «guión táctico»
y pasaba al tema de los once mil dólares que había invertido esa mañana en una
nueva sociedad para la importación de corbatas de Taiwan, unas llamativas corbatas
fosforescentes que brillan como los ojos de un gato en la oscuridad, ella se
desconectó de la conversación tratando de imaginar cómo sería estar muerto: una
oscura inexistencia en la que los ojos no están, no ven y no pueden ver ni tan siquiera
la oscuridad total, porque no existen, y la piel que no está no siente el frío ni la
humedad, porque la piel tampoco existe. Pero lo que ella podía imaginar era, a lo
sumo, una sensación de frío y de silencio en las tinieblas, sensaciones que siguen
siendo vida, por lo que también ellas desaparecen, hundiéndose hasta su propio
fondo.
El piso de Eleazara Orvieto había permanecido cerrado con llave desde la
tragedia. Cuando entraron, los recibió un ligero olor a polvo de libros y lana
apolillada. Hubo que encender la luz, porque las persianas estaban bajadas. En el
salón había un sofá y una mesa rectangular con dos sillas de mimbre, todo al estilo de
los años de escasez, y una reproducción de un paisaje de Galilea del pintor Rubin. En
un florero de cristal azul se había marchitado y comenzaba a deshacerse un ramo de
flores de adelfa, y a su lado, dado la vuelta y abierto, había un libro sobre los últimos
diez días de los judíos en Bialystok. Sobre el libro reposaban unas gafas de lectura
marrones y, al lado, una taza vacía, marrón también. En una balda había una Biblia
comentada, algunas novelas y libros de poemas, y unos álbumes entre los que surgía
la imagen de porcelana de un pionero tocando un instrumento de cuerda pequeño, que
Noa no sabía si era un arpa o algo parecido. Eleazara solía sentarse en la parte
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izquierda de la oficina del banco, en la sección encargada de los planes de pensiones;
tenía alrededor de cincuenta años, era eficiente, enjuta, pecosa, usaba tacón bajo, y su
pelo cobrizo y corto se adhería a la cabeza con una especie de medialuna de plástico.
Cuando hablaba o cuando se dirigían a ella, acostumbraba cubrir con sus dedos
pecosos la nariz y la boca, como si temiera oler algún olor. Y siempre concluía la
conversación con las mismas palabras: «Está bien. Perfecto». Noa aún podía oír,
como si la tuviera delante, la voz llana con la que profería esas palabras.
En el dormitorio de techo bajo había una cama de hierro cubierta con una colcha
sencilla, un mueble oscuro, que Noa recordaba de su infancia, porque antes se los
llamaba «cómoda». Había unas ramas secas del desierto, cada vez más grisáceas, en
una vasija de barro beduina que estaba en el suelo, en un rincón de la habitación. En
una banqueta junto a la cama había otra taza marrón vacía y un frasquito de pastillas
junto a un librito del credo bahai, con una fotografía del templo de Haifa y una vista
parcial de la bahía.
Del dormitorio se dirigieron a la terraza, que había sido cerrada con cristaleras de
aluminio y se había convertido en un aposento exiguo, casi una cueva. En ella sólo
había una cama de hierro, un estante, un mapa del sur de Israel en la pared, y un cajón
pequeño en el que estaba, con una cuadriculada precisión, la ropa de Emanuel: cuatro
camisas, dos pares de pantalones largos, uno de pana y otro caqui, ropa interior,
pañuelos y calcetines. Y una cazadora de piloto nueva, de cuero, con multitud de
cremalleras y hebillas, que Noa no recordaba haberle visto puesta al muchacho. Sobre
la superficie del cajón que debía de servir además de mesa, había libros de texto y
cuadernos, un bolígrafo y una lámpara pequeña con pantalla azul. Unas cuantas
novelas traducidas de tapa blanda y un diccionario; una rama de pino seca dentro de
un vaso cuya agua se había evaporado y algunos libros de poesía. El jersey verde que
ella recordaba del último invierno había quedado sobre la cama. A los pies había una
manta de lana vieja y rota que Noa contempló con atención hasta comprender que era
donde se tendía aquel perro tan extraño. Aquí dormían los dos por la noche. Aquí se
encerraban en los días de invierno. Ella subió la persiana, abrió la ventana y sólo vio
enfrente un muro gris, estaba muy cerca, deprimente, como si se pudiera tocar con la
mano extendida. Era el edificio vecino. Y casi se echó a llorar. Muki Peleg puso,
indeciso, la mano sobre su nuca, acariciando y sin acariciar, con las aletas de la nariz
temblorosas por haber percibido el fino aroma de madreselva de su perfume, y le dijo
con ternura: ¿Noa?
Ella hizo un movimiento para apartarle la mano con la suya, pero, al instante,
cambió de opinión y se aferró a sus dedos, incluso se apoyó en él durante un
momento con los ojos cerrados. Como si liberara una cierta delicadeza oculta que
siempre se esmeraba en reprimir con todas sus fuerzas, Muki Peleg le susurró al oído:
Está bien. No hay prisa. Te espero en la otra habitación, le acarició el pelo y salió.
Ella se inclinó y recogió el jersey caído y se lo acercó al pecho para doblarlo, pero
no le quedó bien, por lo que volvió a extenderlo sobre la colcha para doblarlo sobre sí
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mismo como si estuviera cambiando pañales. Una vez doblado, lo llevó al cajón
donde estaba la ropa y lo acomodó entre las camisas. Luego bajó las persianas y cerró
la ventana con la intención de irse, pero se quedó sentada un momento sobre la cama,
sin fuerzas, hueca. Cerró los ojos y esperó el llanto. Que no llegó. Sólo se dio cuenta
de lo tarde que era. Se incorporó y limpió con la palma de la mano la superficie del
cajón, luego estiró la colcha y acomodó la almohada, corrió las cortinas y salió. En la
otra habitación encontró a Muki en la silla de mimbre, con las gafas de leer,
esperándola, sentado y leyendo silenciosamente el libro sobre el final de los judíos de
Bialystok. Se levantó y le trajo medio vaso de agua de la cocina. Después, en su Fiat,
le dijo cuánto pensaba cobrar por el piso y que, por supuesto, esta vez tampoco tenía
intención de cobrar nada como intermediario, pero la verdad era que el dinero que
recaudara no cubriría la deuda contraída con Teo, y después de esto todavía teníamos
que acometer el acondicionamiento de la casona de Alharisi en función de nuestras
necesidades, aunque, en realidad, eso dependía de cuáles fueran nuestras necesidades,
y la verdad es que aún no habíamos hablado de lo que íbamos a hacer, como le dijo la
zarina Catalina a su cosaco particular.
Noa dijo: Está bien. Escucha. Tienes que tener en cuenta que, si finalmente esta
herencia no es suficiente, yo también tenía una tía, y posiblemente haya otra herencia,
la suya, para mí, que fue a parar a un primo ultraortodoxo de Bruselas, y a la que yo
renuncié a pesar de que de ninguna manera debía haber renunciado a ella; me
equivoqué al hacerlo. Quizás todavía se pueda luchar por conseguirla. Vamos,
llévame ahora al California e invítame a tomar café con helado. Café con helado,
Muki. Eso es lo que quiero en este momento.
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A finales de 1971 o comienzos de 1972, nombraron a Finkel director de
departamento. Como compensación o en consideración a su persona, el gabinete del
director general sugirió enviar a Teo a México, en nombre del Instituto de
Planificación, como asesor especial para asuntos de planificación medioambiental: Al
fin y al cabo estás soltero, por tanto tu traslado es más fácil que el de un padre de
familia. Te vendrá bien un cambio de aires, verás mundo, digamos, por ejemplo, dos
o tres años, habrás oído hablar de las mujeres latinas, bueno las hay también negras y
criollas, mulatas, indígenas, y desde el punto de vista profesional, seguro que
encontrarás allí, como se suele decir, campo libre. Podrás cambiar muchas cosas,
diseñar estructuras innovadoras. Cuando te hartes, podrás volver con nosotros;
mientras tanto, a lo mejor aquí aparecen nuevas disposiciones en la compañía. En
principio, todo queda pendiente y es posible que cambien los planes.
En dos semanas y media se deshizo de su nido de soltero en la calle Horcanus,
junto al Yarkón. La expresión «campo libre» de mano había despertado en él un
pequeño estímulo. Y la frase «traslado fácil» también. Quizás por esta expresión
decidió llevarse sólo una maleta y un bolso de mano. Su contrato se fue renovando
año tras año; su trabajo le llevó desde la región de Veracruz hasta Sonora y Tabasco,
y posteriormente viajó también a otros países. En pocos meses perdió el poco
contacto que mantenía con su círculo de amistades de Tel Aviv. Dos o tres mujeres le
escribieron cartas que enviaron a través del ministerio, mas él ni se molestó en
contestar, ni siquiera con una postal. No consideró necesario hacer uso del derecho
que tenía a volver a su país cada seis meses. Prescindió de la prensa israelí. Con el
tiempo llegó a la conclusión de que no sabía, por ejemplo, quién era el ministro del
Interior o cuándo se celebraba la fiesta de los Tabernáculos. Desde la distancia, veía
todas las guerras, y la retórica que las rodeaba, como un círculo vicioso que derivaba
de un entramado de autojustificación e histeria: patean salvajemente todo lo que está
en su camino y, mientras patean, suplican piedad y exigen amor con autoritarismo.
Como un manoseado ovillo de vocación, arrogancia y desesperación; así veía él su
país desde la hamaca en que se mecía en un lejano pueblo de pescadores, en la costa
del Pacífico. Aunque no olvidó preguntarse si todo eso era consecuencia de que
Nimrod Finkel, el perverso, hubiera sido nombrado director de departamento. Y se
respondía a sí mismo, a veces, que eso había sido sólo lo que había colmado el vaso.
Sintió el deseo de no regresar. Cada vez estaba más inmerso en su trabajo, como
llevado por un velado entusiasmo. Consiguió desarrollar algunos modelos de
planificación de espacios rurales, adaptados al clima tropical, que se adecuaban al
modo de vida del lugar. Después del terremoto en Nicaragua, se construyeron dos
ciudades según el diseño que él había sugerido. Y llegaron nuevos encargos. En 1974
escribió a la dirección de Planificación pidiendo unas vacaciones indefinidas. Nimrod
Finkel se las concedió inmediatamente.
Un año tras otro vagabundeó por hoteles y albergues rurales, entre oficinas
climatizadas y pueblos abrasados por el calor, durmiendo entre los indígenas; llevaba
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consigo lo indispensable, en una pequeña bolsa que se colgaba al hombro, y aprendió
a hablar seis variantes del español. Subían y caían los gobiernos, pero él conseguía
salir indemne, pues evitaba hacer amistades. Cuando pasaba en medio de la crueldad,
la corrupción, la barbarie, la miseria, eludía emitir juicios, esmerándose solamente en
lo suyo: no había venido aquí a luchar contra el mal, sino a acercarse en lo posible a
la perfección profesional para, con ello, reducir la tragedia, aunque fuera una
reducción microscópica. El honor, la confusión y la muerte imprimían su marca por
doquier, y la vida misma ardía a veces como fuegos artificiales, o como salvas al aire:
crueles, acerbos, tumultuosos, baratos.
Encontraba mujeres con facilidad, como un alimento, como una hamaca en la que
dormir; se le ofrecían en casi todos los lugares por curiosidad o como signo de
hospitalidad. Sus anfitriones esperaban que se uniera a las conversaciones que se
prolongaban hasta muy entrada la noche, bajo la bóveda celeste, en los albergues
rurales, en los campamentos de la empresa de desarrollo, en el patio de alguna finca
aislada, en compañía de extraños o entre conocidos casuales. Y de nuevo, como en su
juventud cuando estaba alrededor de las fogatas del movimiento juvenil y del ejército,
acudía al fuego y escuchaba. Aquí también hablaban durante gran parte de la noche
de asuntos como el paso del tiempo, la familia, el honor, los caprichos del destino, el
cinismo de la sociedad, las calamidades que las personas se infligen a sí mismas o a
los demás, por aspirar a demasiadas cosas o, al contrario, por pura indiferencia. Teo
bebía poco y casi no intervenía en las conversaciones. Sólo de vez en cuando
aportaba algún pequeño episodio de alguna de las guerras israelíes o algún versículo
de la Biblia que le parecía apropiado. Hacia la madrugada, cuando se dispersaban
todos y él se dirigía a la oscuridad, casi siempre se encontraba con alguna mujer que
quería irse con él.
En otras ocasiones se mezclaba con la multitud y observaba, a lo largo de toda la
noche, el jolgorio de las bulliciosas parrandas, la fiesta de la virgen de Guadalupe, el
día del general Zaragoza, la fiesta del grito; era testigo de las danzas, de las
borracheras y de los esperpénticos disfraces, terroríficos y seductores, de las
explosiones de fuegos artificiales, de los disparos al aire caliente y del rítmico
tamborileo como trasfondo de melodías desesperadas que se iban debilitando hasta el
amanecer, con una pasión aterradora, violenta.
Todos los meses enviaba la mayor parte de su sueldo a un banco de Toronto,
porque tenía pocos gastos. En esos años, vagabundeaba como un trabajador
ambulante, de un lugar olvidado a otro más remoto. Pernoctaba en míseras aldeas al
pie de volcanes apagados y una vez vio incluso uno en erupción. Solía pasar, en sus
expediciones, por debajo de una bóveda espesa de helechos y lianas de hiedra a través
de bosques bulliciosos. Entablaba amistad, aquí y allá, con algún silencioso río o con
alguna cadena de montes abruptos en los que la selva parecía hundir salvajemente las
garras de sus raíces. Se detenía en cualquier sitio durante dos semanas y se dedicaba a
descansar tendido durante todo el día en una hamaca, contemplando las aves rapaces
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que cruzaban como saetas el abismo de los cielos despejados. Por las noches solía
acercársele una muchacha o una mujer joven, para compartir la hamaca, y traía de
algún lugar café caliente en tazones de barro. El pasado y el futuro se dibujaban, en
noches como ésas, como dos enfermedades comunes, lentas epidemias devastadoras
que afectaban a gran parte de la humanidad y lentamente causaban a sus víctimas
toda clase de extraños trastornos. Se alegraba de estar a salvo, de sentirse inmune.
Incluso el presente, o sea el momento en el que te encuentras ahora, justamente
aquí, en un viaje, en el sueño, en el deleite amoroso, o el instante en que estás
acurrucado, despierto y sereno con tu gastada cazadora de cuero, sentado junto a la
ventanilla de un avión casi vacío en un largo vuelo nocturno; aun ese momento
presente se te dibuja como si no te pidiera otra cosa más que estar en él y asimilar lo
máximo posible lo que te están mostrando y lo que te están haciendo. Como aguas
que fluyen suavemente dentro de unos párpados cerrados por el cansancio.
Sólo de cuando en cuando lo asaltaba el temor o, más bien, la vaga sospecha de
que tal vez la ausencia de sufrimiento le estaba privando de algo que no volvería a
repetirse. Sin tener ni idea de lo que se estaba perdiendo, si es que había algo que
perderse. A veces le parecía que se estaba olvidando de algo que no convenía olvidar,
pero cuando se esforzaba en recordarlo, descubría que se había olvidado de lo que
había olvidado. En la ciudad de Trujillo, en Perú, una noche anotó en hebreo, en el
papel de cartas del hotel, cinco o seis cuestiones: «¿Será ésta la reducción del impulso
vital? ¿La aridez? ¿El anquilosamiento? ¿El exilio?». A las dos horas, escribió la
respuesta debajo de estas preguntas: Aun suponiendo que sea, efectivamente, el
anquilosamiento, etc., ¿por qué no? ¿Qué tiene de malo?
Y con esto, volvió a refugiarse en su descanso tropical.
Pero en el trabajo se mantenía atento como un ladrón en el cuarto de la caja
fuerte. Cuando tenía la oportunidad de quedarse tres o cuatro días seguidos en la
guarida de techo bajo de algún albergue rural, o a veces en alguna oficina lujosa que
ponía la empresa a su disposición en alguna ciudad, dibujaba, escribía, modificaba,
calculaba, exaltado y animado, no necesitaba dormir ni comunicarse, no levantaba la
cabeza de los papeles, ni siquiera cuando alguna chica mona entraba con un café y
comida sobre una bandeja y se quedaba mirándolo por un momento, esperando, tensa,
como si percibiera en la piel de sus pezones las chispas de energía que brotaban de él,
hasta que se cansaba y salía. Otras veces, en medio de una reunión, cuando exponía
sus sugerencias a las autoridades pertinentes, surgía de él una llama interna, fría y
cortante, que hacía que los demás aceptaran sus ideas. En esos momentos emanaba de
él una imponente y deliciosa oleada de satisfacción profesional: sus recursos
creativos y de perfeccionamiento se encendían como filamentos metálicos al rojo
vivo, dentro de una lámpara potentísima. Como si se encontrara en lo más profundo
de un bosque, en un lugar aislado y recóndito, y comenzara a borbotear
intermitentemente una especie de manantial que no dependía de él, que brota con
fuerza y desaparece, y vuelve a brotar formando un cauce preciso, inevitable, a causa
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de unas leyes cuya comprensión va más allá de uno, pero que rigen sobre uno y le
tienen en su poder.
Y de nuevo, durante los largos viajes hacia zonas remotas de la montaña o a los
distritos de la costa del Caribe, estudiando las características del suelo, supervisando
las fases de la construcción, introduciendo alguna modificación sobre la marcha, fruto
de una repentina inspiración, se cansaba y se echaba de noche y de día en una hamaca
detrás de una choza. A veces se levantaba después de medianoche e iba descalzo a
unirse a unos desconocidos que alrededor de una fogata hablaban sobre el amor, la
infidelidad y las vicisitudes de la vida. De esta manera, en el patio de alguna mísera
taberna, frente a un vaso del licor local, en compañía de peones y técnicos,
comerciantes y muchachas de alterne, bajo un extraño cielo nocturno destinado a
encenderse repentinamente en un momentáneo éxtasis voraz con el resplandor de las
estrellas fugaces, se enteró de muchas historias llenas de pasión y desesperación.
Como si ambas, la pasión y la desesperación, fueran un dúo de actores ambulantes
que se presentaran cada noche ante el público ocasional de las tabernas y los patios de
albergues lejanos, y no se cansasen de repetir una y otra vez la misma representación,
la pasión, que Teo observaba constantemente, sin aburrirse jamás, pero también sin
sorprenderse.
En el lecho o en la hamaca, cuando estaba con la mujer que lo había escogido,
generalmente veinte o treinta años más joven que él, la amaba pausadamente y con
precisión, era especialista en prolongar el gozo, guía experto por senderos forestales
secundarios; y en alguna ocasión en medio del placer le invadió de repente un fuerte
deseo de ser padre. Entonces le entregaba a la muchacha una forma de amor que no
era propia de una relación sexual esporádica, ni aceptable entre extraños: el lado
paternal. La muchacha a la que le mostraba en medio del disfrute, de pronto, este
aspecto, el lado paternal, reaccionaba al principio con turbación y asombro, con
temor, e inmediatamente se estremecía por completo, como si algo hubiera penetrado,
en ese momento, su médula espinal. De esta manera, sus cuerpos alcanzaban estados
a los que el deseo solo no puede llegar; hasta tal punto que parecía que el río ya no
fluía a sus pies, detrás de la choza, sino que manaba de ellos. Pero con la luz de la
mañana volvía a convertirse en un extranjero correcto. Amable, considerado, retraído.
Y obligado a continuar su camino.
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En febrero de 1981, pasé por la embajada en Caracas para recoger un sobre con
cierto material que había solicitado de la oficina en Israel. Pero el sobre, como me
indicó encantadoramente la nueva secretaria con una especial delicadeza, como si le
hubieran encargado que informara a un paciente, con un tono dulce y despreocupado,
de los malos resultados de unos análisis, estaba bajo llave en la caja fuerte del oficial
de seguridad, que llegaría, quizás, dentro de treinta o sesenta minutos. Mientras tanto
me hizo sentar en una silla de mimbre, me sirvió un café sin yo haberlo pedido, fuerte
y penetrante como si contuviera alcohol, y a los pocos minutos consiguió hacerme
sentir que la había conquistado. No tuvo ningún reparo en decirme, con voz juvenil y
sólo diez minutos después de que yo hubiera entrado en la oficina: Quédate un ratito.
Eres una persona interesante.
Era una mujer no muy alta, que se movía por la habitación como si le agradara
cada movimiento de su cuerpo; el flequillo de cabellos claros ondeaba con suavidad
sobre su frente, llevaba un vestido de alegres colores. Cuando se levantó a servirme el
café, el vestido se le pegó a las piernas y pude percibir cierta esbeltez. Una esbeltez
carente de tensión. Ya que estaba insinuando, sin insinuarse, que era yo quien
despertaba las emanaciones femeninas que brotaban de ella: Tú eres atractivo y yo
me siento atraída, y por qué he de ocultarlo; y ahora me daba cuenta, para mi
sorpresa, de que casi sin saberlo había empezado a corresponder a sus señales. Yo,
que durante todos esos años me había negado a relacionarme con israelíes y que me
alejaba especialmente de las chicas de Tel Aviv, progresistas, diligentes, con
argumentos en favor o en contra de todo lo existente. En mis años de vagabundeo, me
atraía la femineidad tropical, hipnotizante, que a veces se me mostraba refrenada
como una llama oscura en el arrogante cepo hispánico. He aquí que esta mujer de
pelo rubio y ojos verdes, activa, con voz gutural, cuya mirada brillaba abiertamente
por el gozo que yo le causaba, emanando sin cesar un flujo de vitalidad, rebosante y
generoso, moviendo el hombro y la cintura como diciendo: Mira, aquí hay un cuerpo,
despertó en mí algo que casi se parecía a la sensación de distensión que suele
experimentarse durante un encuentro con amigos de la juventud. Y también, al mismo
tiempo, el repentino deseo de impresionarla profundamente. Hacía años que no me
esforzaba, que no tenía que esforzarme, para impresionar a una mujer.
A los diez minutos ya me había enterado de que era profesora de literatura, que
había nacido y vivido hasta hacía pocos años en una aldea al este de Emek Hefer, que
había empezado realmente a vivir terriblemente tarde, según ella, porque tuvo que
cuidar de un padre inválido, violento e infantil, que apenas tenía familia. Se llamaba
Noa: Tú eres Teo, he oído hablar de ti, por aquí circulan tus hazañas; en resumen, me
contó que había tenido una especie de crisis en Tel Aviv: Pero dejemos eso, unos
amigos lo arreglaron todo para que viniera aquí a trabajar un poco de secretaria de la
embajada a la vez que de maestra de los niños de la pequeña colonia israelí. Es
verdad, ¿cómo lo adivinaste?, el café que preparé era realmente radiactivo. Le añadí
un ingrediente indígena, una raíz en polvo, no, no exactamente como el cardamomo
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de los yemenitas, esto provoca más mareos, además le agregué media copita de coñac
francés. Como ves, ya te he revelado casi todos mis secretos. Por supuesto que no te
pregunté si querías algo en el café. ¿Y por qué crees que debía haberte preguntado?
Vamos, tómate otra tacita. No pareces un hombre que pueda emborracharse y perder
el control. Todo lo contrario. Control permanente.
Cuando apareció el oficial de seguridad y me trajo el sobre, se lo agradecí, a ella
también, me despedí y me dispuse a salir. Pero ella no estaba dispuesta a dejarme ir:
Espera, Teo. Cuentan por aquí que hace diez años que vives entre los indios. ¿Me
llevas con ellos? Te conviene, porque, si aceptas llevarme, yo te puedo enseñar cómo
se alivia el dolor controlando la respiración.
Supuse que tal vez había formado parte de algún grupo místico, de esos que
abundan en Tel Aviv. Me propuse librarme a su debido tiempo de esta profesora
enardecida y del truco sobre el control de la respiración. A pesar de ello, acepté ir con
ella esa tarde a un concierto de la orquesta y el coro de Berlín, tenía entradas para
dos, sin mí no podría ir, una mujer sola no puede andar por ahí de noche, y me
aseguró que Schubert estaba en el programa: la Misa en si bemol mayor. Durante
años sólo había escuchado a Schubert a través de los auriculares de un pequeño
radiocasete que llevaba conmigo a todas partes.
Esa misma noche supe que no conocía ni había conocido nunca ningún ejercicio
respiratorio: yo le gustaba y ella no quería perderme. Si yo me empeñaba, ella
aprendería ejercicios respiratorios por correspondencia y, cuando acabara, cumpliría
con su promesa. «Yo le gustaba», dijo, no era exactamente la expresión. El término
preciso era que le parecí estar prisionero en el calabozo de mí mismo y sintió ganas
de llegar a mí para que no me quedara congelado ahí, en la oscuridad. Ahora tampoco
se expresaba exactamente como quería: Prisiones, calabozos, todo es culpa tuya, Teo,
y por tu culpa me pongo a hablar con metáforas y no me sale bien. ¿Es ridículo? Pues
asume la responsabilidad. Mira lo que has hecho. Por tu culpa me siento ridícula. Por
tu culpa me ruborizo. Mira.
Después del concierto me invitó a cenar ternera asada en un restaurante que
estaba considerado como uno de los mejores del hemisferio occidental. El restaurante
estaba vacío a excepción de nosotros dos, pero lleno de adornos folclóricos y
camareros disfrazados de gauchos. Una simple trampa para turistas. El asado y el
vino eran insípidos y bastos. La vela que encendieron en nuestra mesa desprendía un
olor grasiento y repelente. En cuanto al Ensemble de Berlín, resultó que,
efectivamente, tocaron la Misa de Schubert, pero no en nuestra velada, sino la noche
anterior. A nosotros nos tocó Hindemith y Béla Bartók. Como remate, cuando
salimos, se le partió y se le perdió el tacón del zapato izquierdo y, al bajar del taxi, su
reloj de pulsera dio con mi frente, dejándome un corte en diagonal: Este es mi fin,
dijo con una sonrisa piadosa alumbrada por la farola del portal de la residencia judía
donde vivía. Me he quedado sin la aldea india.
El primer domingo después de esa noche, un zapatero estafador le había pegado
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un tacón inadecuado, la llevé por caminos de tierra en el jeep de la empresa de
desarrollo, a ver una aldea indígena cerca de Calabozo. Viajamos cinco horas de ida y
otras tantas de vuelta. Presenciamos la celebración de una boda, no se sabe si católica
o pagana: un ritual oscuro, extático, con canciones extrañas que a veces parecían
gemidos; una bella viuda se unía a un muchacho semiinconsciente, probablemente
drogado, que no parecía tener más de quince años. Al día siguiente volé de regreso a
México, pero seguimos viéndonos cada vez que yo pasaba por Caracas, cada dos o
tres semanas, y le llevaba una botella de brandy Napoleón, para que tuviera con qué
preparar su café mágico, junto a la pócima encantada de los nativos. En lugar del
secreto de la respiración controlada que se inventó para que no me escapase la
primera noche, encontré en ella otro que me fascinaba cada vez más: en un encuentro
con un desconocido, incluso si era un encuentro casual, descubría de inmediato la
maldad, el cinismo o la generosidad. Incluso en personas que yo mismo consideraba
complejas, enigmáticas, protegidas por la muralla de su imagen pulida o bien
camufladas detrás de unos ademanes encantadores, siempre sabía señalar
inmediatamente quién era bueno y quién malo: perverso, ingenuo, generoso,
anticuado, así clasificaba a todo el mundo. También quién era cálido y quién frío. No
clasificaba, mejor dicho, ubicaba a las personas, los lugares, las opiniones, en función
de una escala de temperaturas. Como si calificara trabajos de alumnos, entre cuarenta
y noventa. Pero esto qué significa, dije, ¿es un tribunal militar? ¿Un juicio popular? Y
Noa contestó: Es muy sencillo, todo el que quiera reconocer lo bueno y lo malo
puede hacerlo. Si no, significa que se ha optado por no saber. Me resultas bastante
atractivo. Creo que yo a ti también. Pero no tienes ninguna obligación de
contestarme.
¿Realmente tenía siempre razón en sus juicios brevísimos? ¿Estaba en lo cierto la
mayor parte de las veces? ¿Sólo a veces? Yo no era capaz de confirmar sus
conclusiones porque con el tiempo comencé a ver a las personas a través de sus ojos:
gélidos, cálidos, tibios, generosos, perversos, piadosos. ¿Y yo? ¿Frío o cálido, Noa?
¿O es mejor que no te lo pregunte? Entonces respondía sin titubear, al momento: Tú
eres cálido pero te estás enfriando. No importa, conmigo te calentarás un poco. Y
añadía: Bastante bueno. Un poco autoritario. Un virtuoso conduciendo el jeep.
Conduces como si estuvieses en un rodeo.
En ciertas ocasiones la veía como la vi la primera vez, en el seductor encuentro de
la embajada, una profesora israelí activa, excepcional, decidida. Su belleza estaba
como impresa en ella con grandes letras. Desprendía a su alrededor un olor suave,
aunque inconfundible, a perfume de madreselva. Pero yo no hallaba en ello nada
repulsivo ni desagradable. Por el contrario, su cercanía me bañaba entero de repente
con un regocijo infantil irrefrenable: como un animal que es recogido y llevado a un
hogar en el que desde ese momento será cuidado. Poco a poco fui percibiendo lo
delicados y fluidos que eran los cambios en la amplitud de su diapasón, maternal un
momento, una adolescente al siguiente, o seductora, mas casi siempre fraternal.
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Además me mostró un sentido del humor infantil, «el caballo es el héroe principal en
la historia de los pueblos latinos», humor que despertaba en mí el extraño impulso de
cubrir sus hombros con sumo cuidado. Incluso cuando no hacía frío. Y de hecho, el
primer regalo que le hice fue un pañuelo caribeño de lana. Cuando por primera vez lo
puse sobre sus hombros blancos, finos, con una mancha de nacimiento diminuta junto
a la nuca, hubo un instante de misterio y placer: como si no fuera yo quien cubriese
sus hombros, sino ella la que me envolviese por entero.
En una ocasión, cuando visitamos las ruinas de una iglesia lóbrega de la época de
los primeros colonizadores, y yo, como de costumbre, le expuse una breve reseña
histórica, me interrumpió con las palabras: Observa tú solo, Teo, cómo brillas en este
momento.
Esas palabras me hicieron temblar como un jovencito al que una mujer
experimentada, desde su excelso conocimiento, le descubre, probablemente en
broma, que por lo visto está dotado de aquello que, llegado el momento, hará que lo
deseen las mujeres. Me incliné para besarla. En los cabellos, por ahora. No me
devolvió el beso; más bien se ruborizó y soltó una carcajada: Mira, Teo, qué gracioso,
tu bigote de jefe parece estar temblando un poquito. Cuando Noa y yo nos conocimos
en Caracas, yo tenía cincuenta y dos años, llevaba treinta años amando a mujeres de
todas las clases, experto según mi opinión en la mayoría de las finuras del cuerpo,
conocedor de menús placenteros que ella no había imaginado ni en sus más salvajes
sueños, si es que tenía sueños salvajes. Suponía que no. De todas maneras, lo que dijo
entre las ruinas de la iglesia: Mira cómo brillas en este momento, me conmovió tanto
que me vi obligado a recordar casi por la fuerza que me había detenido en el
siglo XVIII y que aún tenía que relatarle cómo cayó la iglesia y toda la ciudad en la
gran revuelta de 1812 y cuál era, en realidad, el fundamento constante que se
escondía tras los cambios en los pactos de poder entre la Iglesia, los servicios
secretos, los maoístas, el ejército, los liberales y las guardias republicanas. Retomé la
charla y continué con total entrega, deteniéndome en cada detalle, relatando
anécdotas, entusiasmado, dejándome llevar por mitos borgianos, hasta que dijo: Es
suficiente por hoy Teo, ya no puedo más.
Nos vimos a lo largo de cuatro meses, unas siete u ocho veces, visitamos galerías
de arte, asistimos a conciertos, a restaurantes que, según acordamos después del
fracaso de nuestra primera noche, era yo quien escogía y no ella, y a veces, los
domingos, salíamos de excursión durante unas horas en el jeep hacia las altas
montañas de la Cordillera del Litoral. Sabía solamente unas cuantas centenas de
palabras en español, sin embargo, después de escuchar la breve conversación que yo
mantenía con un vendedor de gasolina o con algún técnico de la administración, solía
determinar sin titubeos que ese hombre era un mentiroso, mientras que al otro, al
gordito, le gustaba la gente, aunque se avergonzaba de ello, por eso era tan grosero.
¿Qué te has tragado, Noa? ¿Un sismógrafo? ¿Una máquina de la verdad? Tardaba
en contestarme a estas preguntas. Cuando finalmente lo hacía, yo no descubría la
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relación: Crecí, decía, con un padre paralítico y una tía a la que tantos ideales habían
vuelto loca; me vi obligada a estar alerta.
Al final de la tarde solía acompañarla al piso que la embajada tenía alquilado para
ella, en la planta baja de una residencia para judíos acomodados. Junto al portal
solíamos despedirnos con un besito de buenas noches en la mejilla o en el pelo, ella
empinándose sobre las puntas de los pies y yo casi reverenciándola, absorbiendo una
bocanada del aroma de madreselva de sus cabellos. Poco a poco me fui percatando de
que las rutas de mis viajes tendían a pasar cada vez más frecuentemente por Caracas.
Le compré unas medias y un jersey de lana de llama. Ella me regaló un frasco de
miel. Y una noche, en primavera, por culpa de una tormenta y de un prolongado
apagón, decidió que esta vez me quedaba: tenía un sofá cama. Me hizo sentar en su
cama, las trombas de agua golpeaban las ventanas como si fueran piedras, encendió
un quinqué, me sirvió mi propio brandy, trajo fruta, servilletas de papel, y de pronto
apagó de un soplo el quinqué, vino hacia mí y me dijo que se había acabado la
seducción: Acostémonos. Y empezó a desabrochar los botones de mi camisa. En ese
mismo instante me invadió una ola de calor, no solamente de pasión, sino también de
deseo por brindarle mi protección. Su sensualidad era muy directa, abierta y, a pesar
de eso, curiosa; contenía en ella la firme decisión de conocerme en seguida y a fondo,
saltándose todas las banalidades, confesándose conmigo al detalle y con prisa para
establecer en mí un asidero esa misma noche.
Se quedó dormida boca abajo inmediatamente después de hacer el amor, como un
bebé, con la cabeza sobre mi hombro.
Por la mañana dijo: Has disfrutado. Como un potrillo. Y yo también.
Después de la noche de los relámpagos y después de las noches posteriores,
todavía estaba seguro de que no llegaríamos a una relación duradera. Seguía
viéndome acabar mis días en soledad. Pero entre ella y yo no era posible un acuerdo
como el que había propuesto durante todos aquellos años a las mujeres que me había
ido encontrando en los hoteles, en las aldeas, en las hamacas, en los albergues del
Instituto para el Desarrollo; un acuerdo que contenía dos puntos, un alto grado de
placer y despedida. Por el contrario, la amistad entre los dos se convirtió en una
relación abierta y divertida desde la noche de los relámpagos. Tanto ella como yo
sentíamos alivio y bienestar. Fue un raro intento, puesto que hasta entonces no creía
en la posibilidad de una amistad, especialmente entre una mujer y un hombre.
Intimidad, eso sí, y pasión, y juego limpio, afecto pasajero, placer por placer, dar y
recibir, todo eso lo conocí con el paso de los años, siempre bajo la sombra de la
conjunción indispensable de deseo y perplejidad. Fijando de antemano los límites.
Pero una amistad como la que tienen los dedos con la palma de la mano, una relación
carente de perplejidad, con fronteras abiertas, nunca imaginé que me fuera posible
establecerla con una mujer. En realidad, pensaba que era imposible con cualquier
persona. Hasta que llegó Noa, con sus alegres vestidos de verano con mucho vuelo,
con una hilera de grandes botones abrochados en ojales a lo largo de todo su flexible
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cuerpo, riéndose, dándome a veces palmadas en la espalda como para demostrar un
compañerismo sereno, su sexualidad profunda y sencilla como el pan recién
horneado, y ese placer que siente cuando nos despojamos de la ropa y nos quedamos
desnudos a la luz del día, junto a un río, en un claro del bosque, libre de cualquier
turbación, de cuerpo, dinero o sentimientos, desnudándome también a mí como si
hubiera decidido que a ella le correspondiera soltarme y dejarme en libertad.
Una vez me quedé en su piso tres días seguidos. Cuando tuve que partir hacia el
aeropuerto, dije: Mira, sin discusiones, te dejo aquí, sobre el estante, cuatrocientos
dólares, de todas maneras los hubiera gastado en el hotel. Y tú vives al día. Noa dijo:
Está bien, gracias. Al instante se arrepintió porque había calculado que los tres días
que estuve con ella le costaron, como mucho, cien. Y qué, le dije, el resto te lo has
ganado decentemente, cómprate un televisor, acéptalo como un regalo, comienza a
sentarte frente a la pantalla por las noches, quizás acabes aprendiendo español. Noa
dijo que un televisor, ya estaba decidido, pero aquí cuesta por lo menos seiscientos y
me falta un poco todavía. También eso me gustó. Y también la manera en que era
capaz, de repente, de darme la espalda durante dos horas, no valían mis súplicas ni
mis flirteos, totalmente concentrada en los cuadernos de sus alumnos porque había
prometido devolver los exámenes corregidos al día siguiente por la mañana. Incluso
cuando sólo teníamos una noche. Una vez levantó la cabeza de los cuadernos y dijo
concentrada, sin sonreír: Tú eres una persona a la que le gusta resumir. No me
resumas aún.
En abril enfermamos los dos, primero yo, con un paludismo leve. Posiblemente
en una de nuestras excursiones de los domingos se nos pegó alguna garrapata o un
piojo. Me acostó en su cama, me puso una especie de camisón de presidiario de
franela y me encasquetó en la cabeza una gorra de lana como la de los bebés
indígenas, de color azul, que me tapaba la frente y las orejas; me cubrió con cuatro
mantas, me hizo beber una infusión hirviendo que su tía, la loca, le había enseñado a
cocer con extracto de cactus. Abandonó por unos días su trabajo en la clase y en la
embajada para cuidar de mí, ella misma se enroscó en una bata de abuela color
marrón, muy gruesa, y se sentó a mi lado a hablarme, con voz suave, adormecedora,
de su padre el boxeador paralítico y la tía seguidora de Tolstói, de Yoshko, que se
había vuelto religioso, y acerca de un payaso mirón que se llamaba Goloboi o
Goroboi. El relato se complicó, se nubló, se llenó de una niebla lechosa, y me quedé
dormido durante tres días para levantarme ya repuesto. Cancelé el vuelo a Veracruz
porque Noa había enfermado y resultó ser una enferma bastante caprichosa, cerraba
los dos puños dentro de mis manos como en un sobre y no me dejaba abrirlas durante
horas, sólo así se podía calentar un poquito; las cuatro mantas fueron inútiles, al igual
que mi abrigo de cuero, con el que envolví sus pies, muy apretados y juntitos.
Cuando nos curamos de esa enfermedad, ya se había creado entre nosotros una
intimidad tan fuerte que Noa me encargó que buscara en las farmacias de Ciudad de
México una pomada alemana para las infecciones de la mucosa vaginal. En Pascua la
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llevé un fin de semana a ver el lugar de construcción de una ciudad moderna rodeada
de seis aldeas nuevas, todo planificado por mí, todo en las primeras etapas de
edificación, al sur del estado de Tabasco. Noa dijo: Esto es estupendo. No estupendo.
Humano. Ojalá en nuestro país hubieran advertido a tiempo que existe la posibilidad
de construir de esta manera.
Dije: Pero quizás en Israel no existe la necesidad de construir así. Aunque, por
supuesto, tampoco necesitaban los cuarteles como se edifican allí. Israel tiene un
horizonte distinto. O al menos lo tuvo en otro tiempo. A propósito, ¿qué te hace
pensar que «estupendo» es lo contrario de «humano»?
Noa dijo, como fuera de contexto: Mira, una pareja de maestros sin hijos
corrigiéndose el uno al otro todo el día; no será fácil, aunque seguro que no nos
aburriremos.
En junio, cuando concluyó el año escolar, me dijo de repente: A mí ya se me ha
acabado esto. Me vuelvo a Tel Aviv. ¿Te vienes?
Escucha, le dije, las cosas no son así; tengo un contrato hasta diciembre y
proyectos inacabados en Tabasco y Veracruz. En Israel no me espera nada.
Noa dijo: A mí tampoco. ¿Vienes o te quedas?
Llegamos a Tel Aviv en julio, en medio de una semana de calor sofocante. La
agobiante humedad hizo que me arrepintiera ya en el primer momento. Después de
diez años de distanciamiento, advertí que se había afeado aún más: era una
aglomeración de suburbios teñidos de hollín, sin centro alguno. Guerras, retórica,
codicia, entremezcladas con ruidosas diversiones y el mismo manoseado ovillo de
vocación, arrogancia y desesperación. Alquilamos un piso de dos habitaciones
amuebladas en la calle Praga, detrás de un taller mecánico de autobuses, y
comenzamos a abrir las maletas. Por las tardes salíamos a dar largos paseos por la
playa. Íbamos a conocer nuevos restaurantes por las noches. En agosto se fue un día a
una excursión de profesores por el Néguev, y al regresar, esa misma noche, me dijo:
Vámonos a vivir a Tel Keidar, al fin del mundo; el desierto es como un océano y todo
está abierto. ¿Te vienes?
Estuve dudando durante casi una semana. Recordaba Tel Keidar de cuando
todavía no era Tel Keidar. Al final de los años sesenta había trabajado allí unas
semanas, en un campamento de tiendas de campaña rodeado de alambradas, adonde
venía una vez al día un contenedor militar que traía de Beer Sheva agua y los
periódicos de la tarde. Durante tres semanas deambulé desde antes del amanecer y
hasta después del crepúsculo a lo largo y ancho de esas extensiones desnudas poco a
poco abrasadas por el sol a los pies del precipicio. Por las noches, a la luz de una
linterna muy potente, me sentaba en la tienda de la dirección a hacer planos con las
ideas preliminares, aún sin perfilar, para un proyecto urbanístico destinado a alejarse
del monótono enfoque israelí, capaz de consolidar un pueblo adaptado al desierto
salvaguardado, inspirado en fotografías de los áridos poblados magrebíes. Nimrod
Finkel contempló los bosquejos y se encogió de hombros: Teo siempre será Teo,
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fantasioso, loco, es brillante, original, creativo, sólo que, como siempre, no tiene en
cuenta que los israelíes aspiran, a fin de cuentas, a vivir al estilo de Israel. Desierto o
no desierto. Dime, Teo, por favor, ¿quién crees que querrá venir aquí para encontrarse
con el norte de África? ¿Los polacos? ¿Los rumanos? ¿O los marroquíes? Los
marroquíes menos aún. Métetelo en la cabeza, mi querido amigo: esto no se va a
convertir en una colonia de artistas.
Así, más o menos, concluyó mi aportación a la creación de un pueblo en Tel
Keidar. Nunca tuve ganas de volver allí a echar un vistazo sobre el resultado; supuse
que habrían levantado hileras e hileras de bloques prefabricados idénticos, con la
primera planta sobre columnas de cemento visto y con persianas corredizas en los
balcones. Las columnas de cemento seguramente mostrarían toda clase de anuncios,
buzones y contenedores para la recogida de papel de periódico para la Asociación de
Ayuda a los Soldados. Y filas de cubos de basura en contenedores rectangulares
enfrente de todas las viviendas.
Después de una semana le dije a Noa: Está bien, ¿por qué no? Intentémoslo. Algo
en mí aceptaba y quería seguirla al desierto. O a cualquier sitio. Saqué la mitad de
mis ahorros del banco de Toronto, lo distribuí en valores del Estado, en unas cuantas
acciones y en un plan de pensiones, compré este piso y la propiedad de Herzliyya,
que me reporta mil dólares mensuales. Noa encontró un puesto de inmediato como
profesora de literatura en un instituto de enseñanza secundaria. Yo abrí una pequeña
oficina de planificación urbanística. Ya han pasado siete años y aún estamos aquí,
quizás como una pareja que ya pasó la guerra de criar a sus hijos y ahora vive
tranquila el día a día, cuidando las plantas que tiene en un rincón para distraerse entre
las visitas de los nietos. Amueblamos el salón con un sofá blanco, sillones blancos y
una pequeña alfombra blanca a juego. Noa acostumbra invitar a algunos conocidos
los viernes por la tarde, profesoras con sus esposos, oficiales del ejército; el director
del coro local, una pareja de médicos de mi edad, venidos de Holanda; un ingeniero
de Obras Públicas, un pintor neocubista naturista que se opone al calzado de cuero, la
directora del departamento de teatro. Hablamos de la seguridad y de los territorios
ocupados. Nos reímos de los ministros del gobierno. Nos apenamos por el modo en
que la ciudad ha dejado de crecer, la mejor parte de la población la abandona y en su
lugar llega toda clase de gente. Quizás la inmigración de Rusia nos dé un impulso.
Aunque, en realidad, ¿qué van a hacer aquí? Se disecarán al sol como nosotros. Noa
les sirve frutas, pastas y un café sudamericano embriagador, mezclado con polvos
mágicos y brandy. Si alguno de los interlocutores se detiene por un momento, titubea,
busca una expresión, Noa tiene la costumbre de irrumpir y ofrecerse a terminar la
frase interrumpida, aportar la palabra que faltaba o exponer la idea que quedó
incompleta. No lo hace acaparando la conversación, sino como una acomodadora a la
que le han encargado estar presente en un punto determinado del pasillo y coger
delicadamente el codo de todo el que entra en la sala cuando han apagado las luces
para evitar un traspié en la oscuridad.
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A medida que avanza la tarde, la conversación se orienta por dos caminos
diferentes: los hombres tratan el asunto de la degradación de las normas en la vida
pública y las mujeres intercambian impresiones acerca de una obra de teatro o alguna
novela reciente motivo de polémica en los periódicos. A veces caemos en el absurdo
de comentar los amoríos o escándalos entre los círculos de artistas de Tel Aviv o los
detalles de alguna serie de la televisión, y también hablamos de asuntos locales, casi
siempre protagonizados por Muki Peleg. El pintor dice, por ejemplo: Anteayer vi una
exhibición de minimalistas jóvenes de Rishon Le Tzion, y después hubo una
presentación multimedia actual. El arte avanza a saltos, la cultura prospera, mientras
nosotros, aquí, nos estamos evaporando lentamente con el sol. En Rishon Le Tzion
han hecho una calle peatonal muy bonita, galerías de arte, clubes, restaurantes; las
calles están alumbradas y pletóricas de vida, la gente regresa a medianoche de sus
diversiones en Tel Aviv y llenan las cafeterías, conversan sobre las nuevas tendencias
del arte dramático; y nosotros, backgammon todas las tardes, y después televisión y a
dormir con las gallinas. La monitora de aeróbic comenta: Si por lo menos nos
conectaran la televisión por cable a nosotros también, como a todos… Y su marido, el
teniente coronel, añade amargado: Puedes estar segura, cariño, de que la pondrán en
los asentamientos de los territorios mucho antes que aquí, nosotros estamos al final
de sus listas, si es que figuramos. Noa dice: Se podría traer aquí esa exposición.
Bastaría con instalar la iluminación y convertir el pasillo del Hogar de los Fundadores
en una galería. ¿Y por qué no invitamos de cuando en cuando a un profesor de Beer
Sheva para que nos dé una conferencia sobre historia del arte?
Yo, por mi parte, doy vueltas por la habitación, sirviendo bebidas en un
despliegue de amabilidad democrática, vacío los ceniceros, aporto de vez en cuando
alguna anécdota de las islas caribeñas o un ejemplo de humor indígena. Casi todo el
tiempo estoy callado y escucho. Intento adivinar cuáles serán las palabras de Noa
cuando los invitados se hayan ido: bueno o malo, caliente o frío, desesperado.
Cuántas veces me habrá repetido: Eres una persona que resume, no resumas, observa.
A medianoche, o a las doce y media, se dispersan los invitados con la promesa de
volvernos a encontrar el próximo viernes. Noa y yo recogemos y fregamos los platos
y nos quedamos otra media hora en la sala tomando un vaso de vino caliente en
invierno o café con helado en las noches de verano. Sus cabellos rubios le cubren la
mitad del rostro, pero los hombros se muestran desnudos por el escote de su vestido
estampado; son finos y frágiles como hojas doradas de otoño, en lugares en los que
hay otoño. En momentos como ésos, mientras continúa compartiendo conmigo
opiniones acerca de los que se han ido, se despierta nuevamente en mí el deseo de
cubrir con el pañuelo sus hombros, con esa pequeña mancha de nacimiento junto a su
suave nuca. Comienzo a cortejarla a mi manera, complacido en la espera. Me siento
atraído por el aroma de madreselva. A veces conversamos hasta las dos y media de la
madrugada junto a la mesa de la cocina, sobre los maravillosos paisajes que solíamos
ver los fines de semana en la Cordillera del Litoral. Entonces Noa me interrumpe en
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medio de una frase y dice: Ya hemos hablado demasiado, vamos a la cama, y viene a
desabrocharme el cinturón y a desnudarnos, poniendo la cabeza sobre mi hombro,
atrayendo mis dedos hacia sus labios. Nuestra vida es tranquila y estable. En la sala
hay una alfombra blanca, y los sillones también son claros. Entre ellos hay una
lámpara en lo alto de una columna de metal negro. En un rincón verdean las plantas.
De noche ella está en su habitación y yo en la mía, porque nos dimos cuenta de que
dormimos de maneras diferentes.
Los sábados con buen tiempo, suelo despertarla a las seis y media de la mañana;
nos vestimos, tomamos café, nos ponemos calzado deportivo y salimos a ver qué hay
de nuevo en el desierto; descendemos durante una o dos horas por algún wadi y
regresamos por otro. Una vez en casa, comemos de pie algo de la nevera y volvemos
a dormir hasta la tarde, que es cuando ella acostumbra sentarse a la mesa de la cocina,
introvertida, inclinada, concentrada, prepara sus clases o corrige ejercicios y yo
observo desde un rincón la agitación del lápiz rojo entre sus dedos, que han
envejecido antes de tiempo, como si hubieran traicionado a su cuerpo juvenil. Un día
la sorprenderé y le compraré un pequeño escritorio para su habitación. Mientras
tanto, lo postergo para no perderme su postura junto a la mesa de la cocina. Mientras
acaba de corregir los ejercicios, voy preparando una merienda y enciendo el televisor,
y nos sentamos a ver la película francesa de los sábados por la tarde. Al anochecer
nos vamos, a veces, a la cafetería o al cine París. Paseamos otra media hora por la
plaza, envueltos en la brisa de la noche. Regresamos a casa para escuchar música
tranquila, sentados junto a la mesa de la cocina. Y al día siguiente comienza de nuevo
otra semana. Así han pasado ya siete años, tratando de esquivar a ese grupo de
actores que deambula de un lugar a otro pero que siempre vuelve a repetir, como por
una maldición, su antigua pasión, el laberinto, el sufrimiento, la muerte. Hasta que
murió un alumno suyo muy raro, se mató al parecer en un accidente después de
haberse drogado, probablemente se suicidase, no se puede saber, y en lugar de editar
una publicación en su recuerdo, ella se hizo cargo de fundar aquí un centro de
rehabilitación de toxicómanos en su memoria. El padre prometió donar una suma de
dinero y, por alguna razón que no comprendo, la escogió justamente a ella para
coordinar una especie de comité público. Aunque Noa tiene cierta experiencia en
comités para asuntos públicos, le esperan el desengaño y la humillación, que hubiera
querido ahorrarle, pero no tengo ni idea de cómo hacerlo. Al principio intenté
advertirla con delicadeza, mas desperté una ira sarcástica que nunca imaginé en ella.
Posteriormente procuré ayudar con algunas sugerencias y me encontré con su mordaz
aversión. Sólo admitió que le prestara mi dinero, como quien no le atribuye mayor
importancia, sin ver en ello una brida o una trampa.
Para poder ayudarla, tengo que prescindir de todo intento de ayuda. Debo
contenerme, como quien mitiga un dolor mediante el control de la respiración, para
evitar que aparezca cualquier dificultad. Su asombrosa empresa se está convirtiendo
en algo muy valioso para ella; como diría Shlomo Benizri, en la niña de sus ojos.
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Como si hubiera encontrado un amante.
¿Y yo, que vine aquí siguiéndola, a su fin del mundo, porque sólo quería estar con
ella? En lugar del descanso en el desierto, aparece ahora una sensación de peligro que
se acerca. No sé cómo evitar esa sensación, porque no tengo ni idea de por dónde
vendrá el mal. En una ocasión, antes de todo esto, me ofrecí como voluntario durante
seis meses para una pequeña expedición en el desierto, que iba y venía en dos jeeps
por los montes de Ramón, porque había rechazado el cargo de comandante de un
destacamento de ingeniería. Eso fue aun antes de que existiera la carretera, cuando ni
siquiera se habían hecho los caminos de tierra. Solíamos vislumbrar a lo lejos la
silueta de una hiena a la luz de la luna, o un puñado de gacelas que parecían
congeladas con las primeras luces del amanecer, sobre el perfil de la cordillera.
Generalmente, dormíamos durante el día en las hendiduras de las rocas, y de noche
comenzábamos las persecuciones o tendíamos emboscadas para apresar las caravanas
de contrabandistas que cruzaban las montañas del Néguev en su trayecto desde el
Sinaí a las montañas de Edom. Era el año 1951 o 1952. Venía con nosotros un
rastreador beduino, callado, taciturno, no demasiado joven, envuelto en un harapiento
uniforme de la guardia fronteriza inglesa; era capaz de interpretar las huellas, incluso
en terrenos rocosos. Sabía olisquear las boñigas de burro o camello que ya se habían
secado por el sol ardiente, y nos decía, según el olor, quién había pasado, cuándo, si
llevaba carga o no, e incluso de qué tribu era. Y podía determinar, a juzgar por los
excrementos secos, qué habían comido los animales y dónde, deducir de dónde
venían y adonde podrían dirigirse, llegar a la conclusión de si eran o no
contrabandistas. Pequeño y delgado, el tono de su rostro no era bronce sino gris
negruzco estriado, como las cenizas de una fogata de nómadas. Decían que su mujer
y sus hijos habían sido asesinados en un ajuste de cuentas entre tribus. Se rumoreaba
que estaba enamorado, sin esperanza, de una muchacha inválida de Ashkelon.
También durante las noches nubladas, cuando las nubes ocultaban las estrellas y la
cumbre de las montañas, este rastreador tenía la habilidad de localizar y desenterrar
de la arena el casquillo oxidado de una bala de fusil, una hebilla descolorida, una
corteza de pan reseca, restos de excrementos humanos encostrados en la piedra negra,
o un hueso roído en el fondo de vina grieta, y examinarlo con la yema de sus dedos.
Nunca le dejamos un arma, tal vez porque siempre estaba despierto cuando todos
dormían: precisamente cuando estábamos despiertos, ávidos de caza, galopando con
el jeep estrepitosamente, haciendo retumbar las rocas de un wadi con las ráfagas
estruendosas de nuestras ametralladoras, levantando contra nosotros una tormenta de
atronadores ecos que se prolongaban ahogados entre las grietas, justamente en esos
momentos se apartaba y dormía sentado en la mugrienta parte posterior del vehículo,
con su mentón de zorro entre las rodillas, los ojos ni abiertos ni cerrados, esperando
que el silencio volviese a extender su manto polvoriento y grisáceo. Cuando
recuperábamos la tranquilidad, se despertaba sin decir palabra, salía deprisa, descalzo
y encorvado como si deseara lamer la arena, se escabullía y se alejaba de nosotros,
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solo, yendo a pasitos a olfatear los huecos de una cueva o un hoyo abierto que no
hubiéramos detectado ni siquiera al pasar por su lado. Su nombre era Ataf, mas a sus
espaldas lo llamábamos Noche, porque para él la oscuridad era nítida, como si tuviera
el don de las criaturas nocturnas. Pero nos cuidábamos de nunca llamarle así en su
presencia, porque sabíamos que, en árabe, noche es un nombre de mujer.
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Saqué a Muki Peleg de un grupillo de conductores bastante escandalosos que
estaban en la cafetería California, sentados alrededor de una mesa a la que ellos
denominan Consejo de los Grandes de la Torá. Él había olvidado que acordamos
reunir esta tarde al comité, en casa de Linda. Mirad, abrid bien los ojos, observad
quién ha venido a buscarme, les dijo a sus amigos, sonriendo mucho como si posara
para una fotografía con el presidente.
Fuimos hacia el oeste, en dirección al sol del atardecer; cruzamos en nuestra ruta
la plaza del semáforo. En el cine París ponían una película de suspense.
Evidentemente la comedia británica no había tenido mucho éxito. Una comedia
izquierdista, dijo Muki, Linda me llevó a verla, pero en el descanso la convencí para
que nos fuéramos. Como compensación, nos fuimos a escuchar música étnica a mi
casa, para entrar en calor, ya sabes a lo que me refiero.
Dije que ya lo sabía.
Después me contó que había invertido treinta y tres mil dólares en la adquisición
de un tercio de la agencia de viajes Ruta y Mochila, que envía grupos de jóvenes
soñadores a excursiones por América Latina, quizás Teo quiera participar, entiende
un poco de sombreros[3]; los pillé con los pantalones bajados justo un momento antes
de que les enviaran el síndico; hablando en plata, mi tercio equivale por lo menos a
cuarenta, o cincuenta, y si Teo ingresa otros treinta, entonces fácilmente podríamos
sacar cien dentro de un año.
La plaza estaba sumida en la tranquilidad del crepúsculo. El viento de occidente
soplaba como si tuviera la intención de traernos el mar. De cuando en cuando pasaba
un coche por delante de la fila de vehículos aparcados. Una bandada de gorriones iba
y venía entre los postes de la luz, giraba bruscamente hacia el este, y en seguida
retrocedía, para aterrizar y apretujarse en el tendido eléctrico. Me gusta esta plaza,
que no aspira a ser algo que nunca podrá ser: las tiendas, las oficinas, los restaurantes,
los escaparates sencillos, todo fue construido con modestia. El monumento a los
caídos y la fuente que hay delante de él me parecieron adaptados el uno a la otra y
acordes con el centro de Tel Keidar. Todo el conjunto es armónico, de la misma
forma en que se amolda un vestido de diario a un día de la semana. Cuando Teo
sugirió hace siete años instalar aquí una fuente de basalto negra, rodeada de palmeras
y de un círculo de rocas negras, me pareció una idea muy fría. Pero no tenía sentido
que se lo dijese, ya que ni lo admitieron ni existía la posibilidad de que aceptaran esa
idea. No le falta creatividad, dicen por aquí, pero eso sí, está en las nubes; nuestro
querido sombrero le quedaba muy grande a este pueblo. Hace tiempo que ya no dicen
nada, porque Teo ya no propone ninguna idea.
Muki Peleg dijo: Qué bonita está la tarde. Y tú.
Dije: Gracias. Me gustó tu expresión «jóvenes soñadores». A propósito, eso de oír
música étnica en tu casa…, trata de no herir a Linda. Ella no es de esa clase de
heroínas.
Sólo es amor; Muki, conmovido, se llevó la mano al pecho para mostrar la ofensa
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hecha a su sinceridad: Yo a ella le doy amor y solamente amor. Y me queda mucho
más para dar; si por casualidad necesitas un poco, ya sabes a quién acudir. Tú
también soñarás gracias a mí.
Ya habían cerrado la mayoría de los comercios. En los escaparates la luz lucía al
mínimo. La gente, sin prisa, paseaba arriba y abajo por la plaza, parejas, padres con
sus hijos, madres con cochecitos de bebés y cuatro turistas con ropa de deporte
cocidos por el sol del desierto. La bella Limor Gilboa caminaba, con pantalón rojo y
zapatos de tacón, entre dos admiradores que le hablaban al mismo tiempo. Anat y
Ohad, una joven pareja, ella fue alumna mía hace poco, cuchichean de pie ante la
zapatería de Bozo. En el escaparate, en un marco negro adornado con incrustaciones
de concha, Pini Bozo ha colgado un retrato de su mujer y su hijo pequeño. Un
soldado de diecisiete años y medio, enloquecido a causa de un amor frustrado,
disparó con su ametralladora contra ellos y contra todos los que estaban en la tienda;
se refugió detrás de las estanterías de zapatos y amenazó con matarse él también. Un
francotirador de la policía se parapetó en El Emporio de la informática de la acera de
enfrente y desde allí acertó con precisión en un punto exacto entre los ojos del
muchacho, en medio de la frente.
Unos cuantos ancianos estaban sentados en los bancos que hay junto a las
petunias, conversando en voz baja. Entre ellos pude distinguir a Lupo, el ciego, que
fue, según dicen, un alto oficial de la policía secreta búlgara y ahora trabaja en la
centralita telefónica por las noches. Lupo estaba sentado en el extremo del banco,
rodeado de palomas que no temían posarse sobre sus rodillas, sus hombros, y comer
semillas de sorgo de su mano extendida. Su pastor alemán dormitaba echado a sus
pies, ignorando el revuelo de las palomas. El pie del ciego se topó con el lomo del
perro, y Lupo se apresuró a disculparse y pedirle perdón. Y mientras tanto, cada
minuto se cambiaba la luz del semáforo aunque no había ningún vehículo esperando.
Frente a los cristales de la boutique de corsetería femenina Éxtasis se detuvo,
estupefacto, con la boca entreabierta, un joven oficial de Etiopía que llevaba la boina
de la unidad Guivati.
Cuando cruzamos el bulevar Ben Gurión, se encendieron las farolas, aunque sin
necesidad, ya que la luz del día se iba extinguiendo muy lentamente. La mitad del
cielo estaba iluminada con resplandores rojizos, resquebrajados por nubes de pluma.
Tras los sonidos habituales de la tarde, una mujer llamando a su hijo a casa, las
melodías nostálgicas del Palermo, el rumor de los carteles de latón, a los que el viento
del este hacía temblar, tras todo eso se sentía un ancho y profundo silencio. En el
lugar donde se acaba el bulevar Ben Gurión y comienza la explanada gris, estaban
aparcadas dos excavadoras, una ellas era gigantesca; a su lado, el guardia había
prendido fuego a unas ramas y, junto con sus tres perros, estaba echado en el suelo,
contemplando inmóvil la fogata. En lo alto, un cuervo que estaba quieto manchaba de
negro el plumaje ardiente del ocaso. Luego vino otro. Y después otros dos.
Hace veinte años, aún se extendía aquí una llanura desnuda, rodeada de grises
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colinas. Sólo un borroso camino de tierra cruzaba esta zona en dirección a las
instalaciones militares del valle, por detrás del risco. Y ahora hay nueve mil
habitantes, un esbozo de ciudad, llana, todavía sin perfilar, y ya comienza a
entretejerse poco a poco sobre la llanura: forman el entramado unas quince calles;
todas conducen al desierto. La gente que llegó desde treinta países diferentes vive en
cinco barrios simétricos, salen a trabajar, a la cafetería, guardan su dinero en cajas de
ahorro, tienen hijos, cambian las cortinas y los calentadores solares, convierten las
terrazas en nuevas habitaciones. Como si desde siempre esto hubiera estado aquí.
Está el ambulatorio, la biblioteca, el hotel, unas cuantas fábricas, y desde ahora
también hay un cuarteto de cuerda que llegó de Kiev hace dos semanas. Un milagro,
dijo Abraham Orvieto cuando llegó por primera vez después de ocurrida la tragedia, a
veces, por un momento, se puede contemplar como un milagro, aunque no sea más
que un pequeño milagro. Y añadió: Emanuel amaba Tel Keidar. Este era su hogar.
Los pequeños jardines están plantados en tierra que la gente trajo desde lejos, en
camiones, y con la que cubrieron, como si fueran vendas, la superficie de piedra
polvorienta. Pero el polvo reaparece sin cesar, vuelve del espacio abierto, tratando de
recuperar su terreno original. A pesar de todo, los jardines siguen estando ahí, sin
llegar a borrarse. En varios lugares, las copas de los árboles han superado la altura de
los tejados. Unos gorriones vinieron desde lejos y ahora anidan en sus ramas. Serena,
familiar, casi tierna, así veo yo la calle del Presidente Shazar a las siete de la tarde, en
esos momentos en que se va alejando el día y el cielo todavía está llameante. En cada
parcela se va filtrando el agua del riego por goteo puesto en funcionamiento,
simultáneamente, con un leve impulso eléctrico dado desde el ordenador municipal.
Con la puesta del sol, comenzaron a girar los aspersores del pequeño jardín de la villa
y la fachada del edificio de los Fundadores se iluminó con el reflector que está
escondido entre las matas de malvavisco.
En uno de los balcones vimos un anuncio de cartón escrito a mano: «Se vende o
alquila». Muki dijo que ésos eran de la nueva inmobiliaria, los hermanos Bargaloni,
unos tarados, de milagro no escribieron «vende» con «b». Le dije que a mí no me
parecía mal vivir en un lugar cuya historia comenzó veinticinco años después de mi
nacimiento, un lugar joven, donde se puede apreciar cómo se va desarrollando la
vida. Muki se rió y dijo: Un cero en cálculo, Noa, de dónde sacaste que son
veinticinco años, tú pareces tener, como máximo treinta y tres y medio, ni un solo día
más, y te estás volviendo cada vez más joven, si sigues así, pronto tendrás diez años.
¿Qué?, ¿otra vez te pones colorada? O me lo parece. Después de un momento,
cuando comprendió lo que yo había dicho, añadió con un tono distinto: Escucha. Un
buen día, me remangaré y con estos once dedos instalaré un invento que sustituya u
oculte esas placas solares y también esas horribles antenas. Para que esto comience a
ser más agradable.
Dije: Los cipreses crecerán aún más y tendremos un horizonte bonito con el fondo
de las montañas y los riscos.
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Muki dijo: Y luego construirán aquí un Nôtre Dame y una torre Eiffel, nos
pondrán un río en el medio, con barquitos, con pescadores y todo, yo seré tu
constructor, con la condición de que, cuando haya río, me regales un beso nocturno
sobre el puente.
Casi le doy un beso en ese mismo instante, en la calle del Presidente Shazar, es
como un niño alocado y confuso, pero me controlé y sólo dije: Ya es casi un lugar
bello. Sobre todo si recordamos cuándo y cómo comenzó. Un campamento militar
alambrado en medio del desierto. Surgió con arena y fantasías, ¿dónde oí eso?
Con lo que le costó empezar, dijo Muki, y ahora nadie la puede parar, como dijo
el húsar de la mujer del césar cuando le preguntaron por qué se había quedado tan
delgado. Perdona. Lo siento. Se me escapó. No te enfades.
¿Y cuál será, en realidad, la música étnica que le pone a Linda cuando salen en
medio de la película y se van a su piso?
Música para el alma. La danza del sable. El Bolero. Tiene infinidad de casetes que
le han ido regalando toda clase de chicas a lo largo de los años. Si voy, me dejará
escoger y también me preparará un cóctel explosivo, como en las películas. Anteayer,
Linda lo llevó a un concierto en una casa particular, la del doctor Dresdner; ese
cuarteto de inmigrantes rusos tocó algo muy triste y después pusieron un disco,
todavía más deprimente, las canciones a los niños que murieron. Seguro que era de
Mahler, dije, son las Canciones a los niños muertos. Una de ellas, que se llama
«Cuando tu madrecita…», me estremece cuando la escucho, incluso cuando la
recuerdo. Muki dijo: Mira, yo no estoy por esas cosas, Mahler, Alemania, filosofías,
pero eso sí, casi me echo a llorar ahí mismo, anteayer, al oír esa música sobre los
niños muertos. Es como si te penetrara a través de la piel en vez de por los oídos.
Incluso a través del cabello. Si existe algo malo en este mundo, peor que malo,
horripilante, es la muerte de los niños. Sólo por eso estoy en el comité. Qué creías.
Por eso voy ahora a la reunión.
Linda nos sirvió café en unas tacitas con adornos griegos. Todo un zoológico,
hecho de cristal muy fino, abarrotaba la estantería: tigres quebradizos, jirafas
transparentes, elefantes de color celeste, leones delicados que absorbían y
proyectaban los destellos de luz que se desprendían de las bombillas, un pequeño
acuario iluminado en el que sólo había un pez de colores, y una colección de floreros
en miniatura, también de un cristal fragilísimo. En estos floreritos habían quedado
presas para siempre, como lágrimas, diminutas burbujas de aire. Hace cuatro años la
abandonó su marido, un agente de seguros, porque se enamoró de su hermana.
Durante años ha trabajado a media jornada como secretaria de una compañía local
que fabrica lavadoras. Acompaña al piano los ensayos del coro local. Se apunta a
todas las excursiones que organiza el sindicato de trabajadores, se presta como
voluntaria para ayudar al comité de apoyo a los inmigrantes, asiste a cursillos de
artesanía, y colabora con el equipo promotor de la galería de arte y el grupo de apoyo
a la tercera edad. Es una asmática de unos cuarenta años, tímida, con una trenza a la
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antigua recogida alrededor de la cabeza, una voz suave, y tiene un cuerpo anguloso y
escuálido como el de una adolescente. En nuestras reuniones, ella ofrece bebidas y
frutos secos, para luego acurrucarse en un rincón del sofá, como si su frente aspirara
constantemente a tocar las rodillas.
Al comienzo de la sesión, le pedimos a Ludmir que escribiera el acta. Es un
hombre bronceado y alto, de setenta años, largo y flaco, un poco encorvado; su
imagen recuerda a una especie de camello decorativo, de hierro y rafia, mal
proporcionado; tiene las piernas largas, fibrosas y muy bronceadas, va siempre con
unos pantalones cortos de color caqui, muy rozados y unas chanclas con la suela
desgastada. Da la impresión de tener las piernas unidas directamente al pecho. Lleva
una melena blanca profética, al estilo del poeta Shlonsky. Con las manos vacías y una
pasión llena de amargura e ira, lleva años combatiendo contra uno u otro dragón: él
solo acometió la clausura de las canteras, él es la liga contra la discriminación, él
aplaca la furia que se desata todas las semanas en las páginas del periódico local; «La
voz que clama en el desierto» es el titular de su columna, desde la que lucha en contra
de la explotación de los beduinos, contra la plaga de las discotecas, contra la nueva
zona de estacionamiento y contra el sindicato, contra la religión y el país, contra la
izquierda y la derecha. Cada vez que nos encontramos repite su broma de siempre,
una especie de consigna: «Y a pesar de todo, Noa no ha de parar». Desde que
llegaron a Tel Keidar, en los tiempos del campamento de los pioneros, vive con su
mujer, Gusta, en una pequeña y primorosa cabaña, cubierta con una tupida
enredadera de pasiflora, detrás del edificio de los Fundadores. Gusta Ludmir, una
mujer alta, con gafas, de aspecto serio, con las trenzas canas recogidas y sujetas en la
cabeza como una cuerda, imparte aquí clases particulares de matemáticas. Con sus
vestidos anticuados, oscuros, abrochados en el cuello con un sombrío escarabajo de
plata, suele recordarme a una antigua lady inglesa, ya viuda. Una vez, hace cuatro o
cinco años, poco después de que se jubilara de la compañía eléctrica, Ludmir me
contó que su única nieta, de dieciséis años, a la que él y su mujer estaban criando, se
había obstinado en abandonar la casa e irse a vivir sola y alquilar una habitación en
Tel Aviv para estudiar en una academia de baile. Ludmir me pidió que hablase con
ella, para que «no arroje su juventud al torbellino de la gran ciudad donde a las
criaturitas como ella les acecha sólo la fealdad y la degeneración ocultas bajo el
disfraz seductor de una brillante carrera». Por consiguiente, invité a Lilaj Ludmir a
tomar una taza de chocolate en la cafetería California; era una niña nerviosa,
desconfiada, con ojos de gacela acorralada, con la cabeza hundida entre los hombros
como si de una vez, y para siempre, se hubiera quedado clavada por el golpe de un
martillo. Traté de comprender sus sueños. Pero cuando puse por un momento mi
mano en sus hombros tensos, se estremeció por completo y se quedó pálida, se
levantó y salió corriendo. Desde entonces aprendí a cuidarme de no tocar a los
chicos. Ludmir dejó de hablarme porque llegó a la conclusión de que lo había
estropeado todo y que sólo por mi culpa estaba destinado a morir en soledad. A los
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dos años me perdonó, había cambiado de opinión, ahora pensaba que, de todas
maneras, nuestro destino era estar solos en el momento final. «Y a pesar de todo, Noa
no ha de parar», con estas palabras dio por terminado el asunto. Pero de vez en
cuando vuelve a fijar en mí una mirada prolongada, dolida, con sus ojos azules,
aniñados, que de repente se llenan de pesar.
Linda se fue a la cocina a preparar otra ronda de cafés y colocar cestas de fruta y
pastas en una bandeja. Nos pidió que comenzáramos la reunión aunque ella no
estuviera allí, la puerta de la cocina estaba abierta y ella podía oírlo todo. La seguí
para ayudarla y, cuando regresamos, Ludmir ya había estallado y estaba arrojando
sobre Muki Peleg una ráfaga de truenos y furor: cómo habíamos osado adquirir, por
nuestra cuenta y sin reunir al comité, esa ruina asquerosa, ese prostíbulo, infestado de
delincuentes drogadictos, sin plantearnos antes las posibles consecuencias que esto
podría tener sobre la comunidad. «No acepto el anuncio de redención, si viene de la
boca de un leproso», citó ronco de cólera y le atribuyó el verso a Leah Goldberg.
Cuando le hice la observación de que lo había escrito, en realidad, la poetisa Raquel,
dejó de lanzar su ira enardecida contra Muki Peleg, dirigiéndola hacia mí: esta
arrogancia, esta soberbia de eruditos, qué somos nosotros, ¿un seminario de
universidad o una agrupación para salvar vidas jóvenes? ¿Un equipo para rescatar
almas o meras marionetas en una comedia de provincianas aburridas que vuelven a
tender la red para atrapar otro padre en la persona de un contrabandista de
armamento, sólo para convertirlo a él también en un bebé con el que jugar?
Dijo eso, arrojó el cuaderno de actas sobre la mesa y salió dando un portazo.
Dimitía. Se marchaba indignado. Abandonaba Sodoma y Gomorra a su suerte. A los
dos minutos tocó el timbre y regresó, recogió en silencio y con amargura el cuaderno
de actas y se sentó hasta el final de la velada en una silla junto al acuario, dándonos la
espalda. Después nos dimos cuenta de que había tomado nota de todo, con
minuciosidad, añadiendo en ciertos puntos del acta la palabra latina sic entre
corchetes y con signos de admiración.
Extendí sobre la mesa la hoja que había preparado de antemano, me puse las
gafas de leer y avancé punto por punto. Existen varias maneras de reducir la
desconfianza que reina en todo el pueblo. Se puede, por ejemplo, proponer que los
jóvenes toxicómanos del lugar tengan acceso a una terapia gratuita. Podemos admitir
que el departamento de educación, la dirección del instituto y la asociación de padres
de alumnos tengan una representación permanente en la junta de administración de la
residencia. O no lo llamemos residencia, sino comunidad terapéutica. Conviene
resaltar nuestra intención de traer aquí, en calidad de becarios, a algunos de los más
eminentes expertos en el tema de las drogas y la juventud, de manera que Tel Keidar
se convierta poco a poco en un centro de investigación de prestigio, y atraiga a
jóvenes eruditos de todo el país. Tendría sentido apelar al espíritu pionero y la
cooperación de la comunidad. Habría que destacar la creación de puestos de trabajo
para educadores, psicólogos, asistentes sociales, personas capaces de mejorar la
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calidad de vida del pueblo. Respecto al tema de la rehabilitación, la comunidad
científica está dividida: unos defienden un enfoque biológico y otros, un enfoque
psicológico. Nosotros podríamos intentar una combinación de los dos. ¿Por qué no
involucramos al director de la comisaría de policía, de manera que emita un
comunicado alentando a afrontar abiertamente el problema de la drogadicción en vez
de ignorarlo? Nos beneficiaría mucho que fuera precisamente el comisario quien
convenciera a la gente de que la creación de una residencia cerrada reduciría, en lugar
de incrementar, la delincuencia del pueblo. Tendríamos que resaltar las motivaciones
de nuestro proyecto: la responsabilidad ciudadana, el orgullo de la comunidad, la
puesta en marcha de una iniciativa que convierta a Tel Keidar en ejemplo y modelo
para otras localidades.
Ludmir rompió por un momento su silencio ofendido: ¿Resaltar las
motivaciones?, masculló, ¿lo habéis escuchado?
Y cuando me miró, de nuevo el dolor se acumuló en sus ojos.
Muki Peleg dormitaba mientras tanto en el sofá, con su cabeza llena de rizos,
peinada al estilo bohemio, apoyada sobre las delgadas piernas de una Linda
abochornada por semejante postura; se había quitado los zapatos y tenía los pies
sobre mis rodillas. Como tendiendo un puente entre Linda y yo. Entre sueños
murmuró algo acerca de la necesidad de adoptar un enfoque personalizado. Ludmir
volvió a enfurecerse, haciendo temblar, con su voz agrietada, los delicados seres de
cristal y la colección de floreritos que parecían gotas de rocío: ¡El cinismo no se
impondrá!
Con lo cual comprendí que era preferible acabar la reunión. Propuse que
volviéramos a citarnos al cabo de una semana, después de que yo me hubiese reunido
con el comisario jefe. Cuando nos disponíamos a salir, Linda nos pidió tímidamente
que nos quedáramos un rato más, quería tocar al piano una breve pieza para nosotros,
nada especial, no debíamos esperar gran cosa, algo muy cortito. Se sentó al piano con
la cabeza inclinada, como queriendo alcanzar las teclas con la frente. Y ocurrió que
en medio de la ejecución le sobrevino un leve ataque de asma; como se ahogaba con
la tos, se vio obligada a dejar de tocar. Muki Peleg, por su parte, después de traerle
del dormitorio un pequeño vaporizador de Ventolín, se metió en el bolsillo de su
camisa rosada, a la vista de todos, una cucharilla, para sacarla al momento con gran
alegría de la melena de Ludmir. Se rió él solo, se disculpó y acarició con una mano a
Linda, que respiraba con dificultad, y con la otra a mí.
Linda dijo casi en un susurro: Hoy no hemos avanzado mucho.
Y Ludmir: De mal en peor.
Mañana iré a ver al comisario a su casa. Si consigo ponerlo de nuestra parte,
intentaré que acuda a una reunión extraordinaria con la asociación de padres y los
representantes del departamento de educación, e invitaré también a Bat Sheva.
Tenemos programado un seminario, para uno de los próximos sábados, en el que
participarán profesores, políticos, artistas; invitaremos a una representación
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importante de personalidades de Jerusalén y de Tel Aviv. La oferta de un fin de
semana en el hotel Keidar será un buen aliciente para que no falten, y la promesa de
asistencia de personajes conocidos animará a los del hotel a cobrarnos sólo un precio
simbólico por el alojamiento. Prepararé y editaré una hoja informativa especial de
cara al seminario. Si se produjese un cambio en el ánimo de la gente, quizás se podría
al menos… Al menos se podría qué. ¿Qué bicho te ha picado, Noa?
¿Le pido a Teo que hable personalmente con Bat Sheva?
En realidad, en todo Tel Keidar no hay una persona más indicada que él para
promover esta iniciativa, disipar temores, influir en la opinión pública. Después de
todo, Teo estuvo durante años en América Latina proyectando la construcción de
amplias zonas de asentamiento, áreas industriales, barrios nuevos, localidades mucho
más grandes que Tel Keidar. Hace dos años y medio rechazó amablemente a una
delegación de maestros, ingenieros y médicos que vino un sábado de invierno a
suplicarle que aceptara estar en las próximas elecciones como cabeza de lista de un
partido independiente: su talento, su pasado, su apariencia de credibilidad, su
autoridad profesional, su imagen, pero Teo los cortó con estas palabras: No lo acepto.
Cerró aún más el ojo izquierdo, que ya estaba contraído, como si me hiciera un guiño
por encima de sus cabezas. Gracias, les dijo mientras se levantaba, ha sido muy
amable de su parte.
Triste e implacable. Un reflejo en un ojo ciego. O simplemente alguien reducido a
una silla de ruedas invisible.
¿Y yo? ¿Una profesora aburrida que abre una página nueva? ¿Que se pone ella
misma a prueba? ¿O que sólo le provoca, haciendo un poco de ruido para obligarle a
que se despierte, si es que esto se puede decir de una persona que sufre de insomnio
todas las noches?
Cuando salimos, Muki Peleg hizo esfuerzos para que yo notara que esa noche, al
parecer, había sido prácticamente invitado a quedarse con Linda. Tal vez quería
despertar mis celos. Acompañé a Ludmir a su primorosa cabaña, cubierta con la
tupida enredadera de pasiflora, detrás del edificio de los Fundadores. Por el camino,
el viejo dijo: Al fin y al cabo, ese Muki es un payaso grosero y su Linda es una mema
sensiblera. Había una vez una aldea olvidada de Dios a los pies de los montes
Cárpatos, un pueblecito de treinta chozas donde sólo había dos relojes, uno en la casa
del starosta, que es el anciano del pueblo, y el otro donde vivía el diácono, que es una
especie de sacerdote. Un día se paró uno de los relojes y el otro se perdió, o al revés.
El pueblo entero se quedó sin hora. Entonces enviaron a un muchacho muy ágil, que
sabía leer y escribir, al otro lado de la montaña, a la ciudad de Nadvorna, para que
trajera de nuevo la hora y volviera a poner a punto el reloj que se había parado.
Cabalgó el joven durante medio día o más, llegó a Nadvorna, localizó el reloj de la
estación de trenes, copió con esmero en un papelito la hora, lo dobló, escondió el
valioso trozo de papel en el cinturón, se montó en su caballo y regresó al pueblo.
Perdóname, Noa, si te he ofendido. Lo siento. No pude callarme ahí y dominar el
Cierro el libro, pongo los brazos sobre la mesa y me tapo la cara. Y a pesar de
todo, Noa no ha de moverse. Amalia, la bibliotecaria, viene a mí, se inclina, me da en
el hombro, como un pájaro agonizante, bajo el mentón le cuelga una especie de
papada llena de arrugas, pero su voz es suave y preocupada: ¿No te sientes muy bien,
Noa? ¿Te preparo un café?
torà en las fiestas de Sukkot y de Simhat torà, de ahí la confusión en el personaje. (N.
de las T.) <<