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Figura y Semblanza Ellacuría Samour

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FIGURA Y SEMBLANZA DE IGNACIO

ELLACURÍA

HÉCTOR SAMOUR*

1. Aspectos relevantes de la biografía de Ignacio


Ellacuría

Ignacio Ellacuría es un intelectual reconocido internacio-


nalmente, no solo por sus contribuciones teóricas originales a la
teología de la liberación y a la construcción de un pensamiento
filosófico crítico y liberador de cara a la realidad latinoameri-
cana, sino también por su rol en la búsqueda de una solución
negociada al conflicto armado interno en El Salvador en la
década de los ochenta.
Ignacio Ellacuría fue un sacerdote jesuita, español de na-
cimiento pero nacionalizado como salvadoreño. Llegó a El
Salvador en 1949 y permaneció allí hasta su muerte, en 1989.
Pudo haberse quedado en España o trabajar en las mejores uni-
versidades del mundo, pero optó por quedarse en El Salvador,
impactado por la injusticia estructural, la extrema pobreza y
la exclusión social de la mayoría de la población, así como por
la represión de los gobiernos militares de la época, baluartes
últimos en la defensa de los intereses económicos de los grupos
oligárquicos que se habían enriquecido a partir del cultivo y la
exportación del café, desde finales del siglo XIX.
Doctor en Filosofía. Desde 1975 es profesor investigador de la UCA de El
*

Salvador. Autor de varios libros sobre Ignacio Ellacuría. Fué viceministro de


Educación y ministro de Cultura en el gobierno de El Salvador. Actualmente
coordinador de la Cátedtra Ellacuría en la UCA de El Salvador.

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Héctor Samour

Ellacuría fue parte del grupo de jesuitas que fueron asesi-


nados por el ejército salvadoreño en 1989 en su residencia del
campus universitario. Su legado intelectual, moral y político
todavía continúa inspirando la misión liberadora de la univer-
sidad de la que formaba parte, y actualmente es una referencia
ineludible de la práctica social cotidiana de mucha gente y de
la acción de movimientos sociales en El Salvador y en otros
países latinoamericanos, así como también de una amplia
producción intelectual de académicos de diversas disciplinas
en América Latina, Estados Unidos y Europa.
El 15 de noviembre de 1989, el Alto Mando de la Fuerza
Armada de El Salvador ordenó el asesinato de Ignacio Ellacuría
y de otros jesuitas. En las primeras horas del 16 de noviembre,
miembros del llamado batallón Atlacatl, un batallón élite del
ejército salvadoreño entrenado por asesores militares esta-
dounidenses, entraron a las instalaciones de la Universidad
Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y asesinaron a
Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, Juan Ramón
Moreno, Amando López, Joaquín López y López y a sus cola-
boradoras, Julia Elba Ramos y a su hija Celina. Los soldados
habían recibido órdenes de matar a Ellacuría y no dejar testi-
gos. Los detalles de los asesinatos y el posterior encubrimiento
han sido cuidadosamente documentados por el informe de
la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas, publicado
en 1993 (Doggett, 1994; Whitfield, 1998). Actualmente está
pendiente en España, en la Audiencia Nacional, la apertura
del juicio contra los autores intelectuales de los asesinatos.
La extradición a España desde Estados Unidos, de uno de los
oficiales que participó en la decisión del alto mando de aquella
época, puede ser el principio de una investigación que avance
en la materialización de la justicia.
Esta masacre vino a culminar una serie de amenazas a
muerte y difamaciones contra el equipo de jesuitas y laicos
liderado por Ellacuría, incluyendo atentados con bombas
en los edificios y a la imprenta de la universidad jesuita,

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Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

desde mediados de los años setenta en El Salvador. Hay


que mencionar también que Ellacuría y otros miembros de
su equipo tuvieron que salir al exilio dos veces, a mediados
de1977 y a finales de1980, cuando recibieron información
confiable de que iban a ser asesinados en forma inmediata
por parte de los escuadrones de la muerte, vinculados al
ejército salvadoreño.
Por eso es razonable suponer que su asesinato se había
decidido desde hace mucho tiempo por parte de los grupos
de la derecha económica y militar, pero cuya ejecución solo
dependía del momento y las condiciones propicias para ma-
terializarlo. Momento y condiciones que los militares encon-
traron justamente en esas fechas, en el contexto de una gran
ofensiva militar llevada cabo por los grupos guerrilleros que
alcanzó la capital salvadoreña, San Salvador, y otros grandes
núcleos urbanos, en el marco de la guerra civil que azotaba el
país centroamericano desde 1980.
Paradójicamente, estos asesinatos aceleraron la creación de
condiciones políticas para la solución negociada del conflicto
interno, al deslegitimarse la posición del ejército salvadoreño
a nivel nacional e internacional, lo cual minó seriamente la
estrategia contrainsurgente ejecutada por el ejército durante
toda la década de los ochenta en El Salvador, y que fue dise-
ñada, apoyada y financiada con miles de millones de dólares
por parte del gobierno de los Estados Unidos, con el fin de
aniquilar a las fuerzas insurgentes.
La masacre de la UCA provocó la condena de la comu-
nidad internacional, la suspensión de la ayuda militar y del
apoyo político estadounidense del cual gozaba el ejército. El
congreso de los Estados Unidos se negó a seguir financiando
la guerra en El Salvador, forzando a los militares a aceptar el
proceso de diálogo-negociación, que eventualmente condujo a
una drástica reducción del poder que tradicionalmente habían
tenido las fuerzas armadas dentro de la sociedad salvadoreña.

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Héctor Samour

En el momento de su muerte, Ellacuría era rector de la


universidad, vicerrector de proyección social, jefe del depar-
tamento de filosofía y editor de muchas de sus publicaciones
académicas, especialmente de la revista Estudios Centroa-
mericanos (ECA), cuyas publicaciones de aquella época son
todavía ahora una referencia documental obligada para los
investigadores que quieran conocer crítica y rigurosamente la
historia de El Salvador en las décadas de 1970 y de 1980, más
allá de lo que narra la historia oficial.
De sus 22 años de trabajo en la UCA, en sus últimos 10 años
como rector, Ellacuría había jugado un rol prominente en or-
ganizar y orientar todo el poder institucional de la universidad,
a través de su investigación, docencia y proyección social, y
de todas sus publicaciones, hacia el análisis de las causas de
la pobreza, la exclusión y la opresión en El Salvador. Además,
Ellacuría tuvo una importante presencia pública en los medios
de comunicación denunciando las causas estructurales del
conflicto armado, los fraudes electorales, la represión militar
contra las organizaciones populares y los agentes de las comu-
nidades eclesiales de base, el cierre de las vías pacíficas para
acceder al control del poder político por parte de la oposición
al régimen militar, y la violación de los derechos humanos
por parte de los dos principales bandos en pugna, pero espe-
cialmente la cometida sistemáticamente por parte del ejército
salvadoreño, en la represión y en la ejecución de masacres
de miles de pobladores en las comunidades campesinas que
estaban dentro de las zonas de combate.
Junto a esta labor de denuncia y crítica, Ellacuría también
se involucró tenazmente en la búsqueda de la solución nego-
ciada del conflicto armado. Su voz y presencia pública, sus
diálogos con representantes de las fuerzas gubernamentales e
insurgentes, su apoyo a la realización de un debate nacional
por la paz en el que participaran organizaciones de la sociedad
civil no alineadas con alguna de las partes contendientes, entre
otras acciones personales que emprendió, estaban orientadas

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Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

fundamentalmente al objetivo último de la paz. En sus últi-


mos dos años de vida buscó organizar a grandes segmentos
de la población para que presionaran a las partes en lucha a
que dialogaran y negociaran la finalización de la guerra, que
buscaran acuerdos que, primeramente, minimizaran los daños
que provocaban las acciones militares en la población civil y
que, después, produjeran una serie de acciones que sentaran
las bases para un proceso genuino de desmilitarización y de-
mocratización de la sociedad salvadoreña.
En esta línea hay que entender su tesis de la “tercera fuer-
za”, que la lanzó públicamente en el año de 1986. Ellacuría sos-
tenía que a pesar de que ambas partes se habían reestructurado
y fortalecido para conseguir sus objetivos político-militares,
ninguna de ellas había conseguido debilitar a la otra; por el
contrario, se habían potenciado. Si esto era así, era necesario
–sostenía Ellacuría–, hacer algo cualitativamente nuevo que no
fuera en la línea de robustecer a una de las partes en conflic-
to. Su propuesta se basaba en el hecho real de que la mayor
parte de la población y un buen grupo de importantes fuerzas
sociales deseaban una solución distinta a la de la guerra. ¿Por
qué no aprovechar la fuerza de la sociedad para obligar a
concluir la guerra, para definir medidas provisionales mien-
tras no se finalice y para encontrar puntos fundamentales de
acuerdo para empezar a resolver las causas estructurales que
dieron origen al conflicto? Ellacuría no estaba proponiendo un
tercer partido político que entrara en la contienda ni mucho
menos una “tercera vía”, sino que estaba apelando a la fuerza
de la sociedad civil, de los sindicatos, de las organizaciones
no gubernamentales, de las iglesias, de la pequeña y mediana
empresa y de otras organizaciones sociales, con el fin de que,
en un proceso negociador, esta fuerza de la sociedad ejerciera
presión para finalizar el conflicto armado, defender los intere-
ses de las mayorías populares y democratizar el país.
Posteriormente, entre 1990 y 1991, cuando ambas partes
en conflicto empezaron a caer en la cuenta no solo del empa-

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Héctor Samour

te militar, sino también de la presión abrumadora del pueblo


salvadoreño a favor de la paz y de la necesidad de un acuerdo
negociado, la tesis de la tercera fuerza de Ellacuría empezó a
cobrar realidad y mostraba la racionalidad de su propuesta,
que en el momento que él la formuló, no fue valorada adecua-
damente por las fuerzas contendientes. Al final, el tiempo le
dio la razón. Los acuerdos de paz que pusieron fin al conflicto
salvadoreño fueron firmados en enero de 1992.
Los militares y los grupos oligárquicos de la época creyeron
que Ellacuría era un guerrillero. El alto mando del ejército que
ordenó su asesinato, lo hizo creyéndolo eso, un promotor de la
violencia. Pero no era así. Ellacuría era un hombre que quería
y que buscaba la paz. No solo buscó que grandes segmentos de
la sociedad se movilizaran por la paz, sino que también intentó
construir puentes para que terminara una guerra empantanada
y productora no solo de una violencia caduca, sino también de
más pobreza y de exclusión social, que irónicamente era lo que
perseguían erradicar los dirigentes insurgentes, en la guerra
civil entonces en marcha.
Ellacuría planteaba que un sistema radicalmente violento
era el que no permitía vivir en forma humana, digna, a la mayo-
ría de personas y a las comunidades. Es la “violencia primera”,
la “violencia radical” o “institucional” como la llamó la Con-
ferencia de Obispos Latinoamericanos de Medellín, en 1968:

“… es la injusticia estructural, la cual mantiene vio-


lentamente –a través de estructuras económicas, sociales,
políticas y culturales– a la mayor parte de la población en
situación de permanente violación de sus derechos huma-
nos” (en Touris, 2010).

Los obispos en Medellín también decían que a esta violencia


primera, seguía la “violencia segunda”, la violencia insurrec-
cional, la que respondía el pueblo organizado con armas y
revolución, contra la opresión y la exclusión.

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Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

Ellacuría no aceptaba esta violencia segunda e incluso


condenaba tajantemente sus formas terroristas, pero decía que
había que considerar a la violencia institucional (o estructural)
como causa última de la otra. Planteaba que podíamos inter-
venir en una historia abierta donde ya hay situaciones hechas
pero en las que podemos actuar con voluntad y decisión.
Pero, además, Medellín señalaba que hay una tercera vio-
lencia, que es la del Estado que acalla a los que no lo aceptan,
a los disidentes. Es la violencia represiva. Esta violencia, la
violencia represiva, fue la que asesinó al rector y a sus com-
pañeros y compañeras, con una tecnología terrorista que
trató de aniquilar a su crítico y a su legado. Ignacio Ellacuría
y su equipo de colaboradores, jesuitas y laicos, tuvieron un
compromiso firme con la resolución de los conflictos de El
Salvador y Centroamérica y sus alcances los sitúan en el grupo
de trabajadores por la paz y el desarrollo social en sus países,
como Gandhi, Martin Luther King y Mandela. Sus proyectos
personales, sus compromisos misioneros, sus trayectorias in-
dividuales, su conocimiento y su experiencia se articularon en
una estrategia contra la desigualdad de la sociedad salvadore-
ña, buscando la promoción del ser humano y su liberación, el
conocimiento transformador de la realidad, la reconciliación
nacional y la causa revolucionaria de la paz. Su obra en favor
de la gente en distintos campos de la vida social es lo que los
hace perdurar en el tiempo.
Lo destacable de Ignacio Ellacuría era que a la par que se
involucraba en la dinámica socio-política salvadoreña, ejercía
su cargo de rector y realizaba sus tareas de profesor, también
producía intelectualmente en el campo de la teoría política, la
teoría universitaria, la teología y la filosofía. A los que vivían
con él les admiraba su capacidad de trabajo y de poder dedi-
carse con tanto acierto e intensidad a ocupaciones tan variadas
y que exigían tanta dedicación.
Ellacuría fue y es conocido principalmente como uno de los
principales representantes de la teología de la liberación. Sin

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Héctor Samour

embargo, él paso las dos últimas décadas de su vida elaborando


las bases de un proyecto de filosofía liberadora de cara a la
realidad histórica latinoamericana, fundamentalmente sobre
la base del pensamiento filosófico de Xavier Zubiri. El último
trabajo que dejó al momento de su muerte, su libro Filosofía de
la realidad histórica, que no pudo publicar en vida, es un texto
de más de quinientas páginas, inacabado, y sometido a varias
revisiones y correcciones por parte del mismo Ellacuría, que
dieron lugar a diferentes versiones del texto, que él comenzó
a redactar en 1975 (Samour, 2003). La última versión fue pu-
blicada póstumamente en 1990 en El Salvador por la editorial
de la UCA, y en España, en 1991, por la editorial Trotta (ahora
agotado) (Ellacuría, 1990/1991).
En los años posteriores a su muerte hasta la fecha, un
buen número de académicos e intelectuales han recolectado
y estudiado sus textos filosóficos, muchos de ellos inéditos en
la vida del autor, y han reconstruido su pensamiento filosófi-
co, mostrando que Ellacuría tenía no solo una teología, sino
también una filosofía propia, bien elaborada, estructurada y
fundamentada, la cual constituye una relevante contribución a
la tradición latinoamericana de pensamiento crítico y liberador.
De todo lo dicho antes, quisiera destacar algunos temas de
suma relevancia del legado de Ignacio Ellacuría.

2. Una universidad distinta

Sin la UCA no es pensable ese hombre multidimensional, o


mejor, transdimensional, que fue Ignacio Ellacuría. El filósofo,
el teólogo, el humanista, el analista de la realidad socio-política,
el sacerdote, el hombre de paz, el intelectual, el hombre de la
praxis histórica, no puede ser comprendido sin su universidad.
Él conoció, vivió y apreció muchas universidades de distintas
partes del mundo, pero la UCA fue su espacio formativo, su
hábitat creativo y su fortaleza, no su refugio, sino su exposición

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Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

a los mundos de riesgo, sean esos políticos, intelectuales, aca-


démicos, de pobreza, de exclusión e incluso militares. Es decir,
a mundos históricos que comprendió y que buscó transformar.
Desde su universidad, Ellacuría transformó realidades, perso-
nas, grupos, instituciones, mentalidades, políticos, hombres y
mujeres de todos los sectores. Hasta se cambió constantemente
a sí mismo.
Para Ellacuría, la universidad no era un campo de batalla,
un lugar para campañas políticas, una retaguardia para la
acción de los políticos, pero tampoco era un espacio apolítico
y neutral, organizado únicamente para formar profesionales,
según las demandas del mercado laboral. La UCA era un espa-
cio para la crítica de la realidad social e histórica, pero también
de elaboración de propuestas concretas y viables para el logro
de una nueva vida. Era un espacio para ejercer una crítica con
el fin de introducir racionalidad en el proceso socio-político,
teniendo como objetivo la transformación de la sociedad, de
la polis y de los ciudadanos, en la búsqueda del logro de una
vida buena, al mejor estilo de la labor socrática, que tanto
admiraba (Ellacuría, 2001a, pp. 116ss.). Ellacuría sostenía
que la injusticia lleva consigo una carga de irracionalidad, y
la irracionalidad es un dato primario de sociedades divididas
y contrapuestas como la salvadoreña, caracterizadas por la
desigualdad, la pobreza y la exclusión de grandes segmentos de
población. Por esa razón, al ser la universidad una institución
cuya finalidad es introducir en el cuerpo social el máximo de
racionalidad, la situación de esas sociedades exige su interven-
ción, justamente, por su radical situación de irracionalidad.
La universidad, el pensamiento, el saber y la cultura eran
para Ellacuría la forma de comprender y abrir nuevas perspec-
tivas de futuro fundadas en la inteligencia, en resultados de la
investigación socio-histórica, en el desarrollo de las ciencias,
de las técnicas, de la teología, de la filosofía y su interminable
búsqueda de la verdad, para la plena humanización y felicidad
de los seres humanos en una sociedad concreta. Por eso insis-

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Héctor Samour

tió, desde la década de 1970, en constituir una universidad al


servicio de la sociedad, acompañando a los pobres y sus luchas
en sus reivindicaciones más sentidas, buscando iluminar los
caminos que deberían transitar para que pudieran lograr su
liberación definitiva (Ellacuría, 1991b).
Se debe construir una cultura liberadora –decía Ellacuría–
para no dejar “la historia de un pueblo en las manos exclusivas
de los cultivadores políticos del pueblo, de los cultivadores que
buscan el poder (supuestamente) para el pueblo, ya no digamos
de cultivadores de otro corte político” (1999, p. 60). La cultura
de la universidad debe ser una cultura que rompa todo vínculo
de dominación, “una cultura que avance hacia una liberación
siempre mayor, pero una cultura realmente vivida en cada paso
del proceso” (Ibid.).
En esta línea, Ellacuría era infatigable, siempre actuando,
siempre animando a sus estudiantes, a sus colegas y colabora-
dores para comprender la realidad nacional y actuar desde la
universidad, sin que ésta perdiera su especificidad. Criticaba a
las universidades que se convirtieron en corredores y salas de
partidos políticos o de organizaciones político-militares desde
donde se organizaban manifestaciones y protestas callejeras,
en las que su vida académica cotidiana se reducía a la mera
reproducción acrítica de ideologías y de panfletos. Pero tam-
bién criticó a las universidades que se centraban en sí mismas,
pretendiendo permanecer ajenas al acontecer social y político,
sin tratar de incidir positivamente en el proceso histórico del
país, para el logro de una sociedad más justa, más incluyente,
y por ende, más libre (1999, pp. 55ss).11

Es claro que, históricamente, las universidades latinoamericanas han


11

propendido a caer en una de esas dos formas falsas de politización. Por un


lado, universidades dedicadas a favorecer, por su orientación profesionali-
zante, a los más privilegiados en la escala social, pretendiendo una presunta
cientificidad neutra. Por otro, universidades que han ido en busca de una
acción política inmediata para lo cual no están instrumentalmente preparadas
y para lo cual no han contado con el poder debido, con menoscabo evidente
de la preparación científica y técnica.

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Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

La universidad que dejó Ellacuría y su equipo es ahora un


modelo de centro universitario serio, tanto en lo académico
como en la investigación, al servicio de un país y de una región,
de un mundo incandescente en forma permanente que nunca
dejará de estar en ebullición sociopolítica. En este contexto, la
universidad debe volver permanentemente no al pasado, al que
Ellacuría ponderaba, pero no le rendía culto, sino a la realidad
histórica (1990/1991), que funde los distintos tiempos para efec-
tuar acciones, según las posibilidades reales, que lleven a más
vida y que permitan ir superando procesualmente la injusticia
estructural que abate a las sociedades de los países pobres.

3. La crítica de las ideologizaciones

Hay que mencionar también al Ellacuría filósofo que en


forma rigurosa criticaba las ideologizaciones que ofrecían
una imagen distorsionada y falsificadora de la realidad, legi-
timando y justificando así el estado de cosas presente. Si la
universidad debe ser crítica, si la UCA era y debe ser crítica es
porque el filósofo Ellacuría era crítico y creativo. En realidad,
Ellacuría no se oponía a las ideologías; él pensaba que como
estructuradoras de ideas, valores y pasiones, son necesarias
para las propuestas políticas movilizadoras y juegan un papel
fundamental en una praxis liberadora (1991c, p.104).12 A lo que
se oponía era a las ideologizaciones que hacen pasar por real,
lo que solo se queda en mera formulación abstracta e ideal,
encubriendo y legitimando así el mal común dominante en la
sociedad (Samour, 2013).
Las ideologizaciones son fenómenos que representan un
obstáculo serio a una praxis liberadora, debido a que están en

12
En las prácticas políticas hay supuestos ideológicos indispensables, que
son realmente operativos, sobre todo para que los integrantes de grupos y de
movimientos populares o sociales sigan los lineamientos de sus dirigentes,
pero también para que la acción sea fortalecida por la comprensión de su
sentido o significado.

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Héctor Samour

estrecha vinculación con realidades sociales muy influyentes


en la configuración de la conciencia colectiva y de las concien-
cias individuales. Estas ideologizaciones se materializan en
las constituciones, en instituciones sociales como el ejército,
la familia, las iglesias, las escuelas, las universidades, los par-
tidos políticos y los medios de comunicación, y se difunden a
la población por los más diversos canales, provocando que se
generen conciencias paralelas apenas interactuantes entre lo
que se dice profesar y lo que realmente se ejecuta, o conciencias
interactuantes, pero donde solo se permite expresar la realidad
en un lenguaje que la idealiza y la justifica, ocultando lo que en
realidad es “sucio y deformante” (Ellacuría, 1991c, p. 100). Por
eso decía Ellacuría que el fenómeno de la ideologización nos
enfrenta “con la nada con apariencia de realidad, con la false-
dad con apariencia de verdad, con el no ser con apariencia de
ser” (p. 101). Es esto justamente lo que hace necesaria la acción
negadora de la crítica, que es algo consustancial al genuino
quehacer filosófico, para barrer con lo que de “nebuloso” hay
en el ámbito de lo ideologizado y posibilitar así la develación
de la realidad y poder afirmarla en su fundamento, rompiendo
con el “falso fundamento de la falsa realidad que se nos quiere
imponer en distintas formas de ideologización” (p. 102).
Ellacuría consideraba esta función crítica de la filosofía
como una parte esencial de la “función liberadora de la filo-
sofía” (p. 93),13 y que valoraba como algo fundamental para
iluminar y acompañar críticamente una praxis de liberación, en
el sentido de que el ejercicio desideologizador permita vislum-
brar, a partir de la crítica de lo existente y de las ideologías que
13
Ellacuría afirmaba que el problema de filosofía y libertad toca a fondo
el problema fundamental del quehacer filosófico, que, aunque abstractamente
pudiera definirse como búsqueda de la verdad, difícilmente podría quedar
reducido a una mera búsqueda de la verdad por la verdad. En un contexto
histórico marcado por la injusticia, la opresión y aun la represión, es nece-
sario precisar la función liberadora que le corresponde a la filosofía aquí y
ahora para, que, sin dejar de ser filosofía, sea realmente eficaz a la hora de
liberar a la totalidad de la cultura y a la totalidad de las estructuras sociales,
dentro de las cuales las personas tienen que autorrealizarse libremente.

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Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

lo legitiman y justifican, nuevos horizontes de transformación


de la realidad histórica, a partir de las posibilidades objetivas
que se ofrecen en cada situación histórica o en cada época
(1990/1991, pp. 519ss).
La liberación fue el gran tema y el proyecto de la vida inte-
lectual de Ellacuría. La filosofía, a la cual dedicó toda su vida,
era un factor estratégico para criticar, interpretar, iluminar
y ofrecer modelos alternativos de sociedad para incidir en la
transformación de la realidad histórica centroamericana y
latinoamericana. La filosofía era parte de su vida, que se nu-
tría de la realidad y que la utilizaba para ejercer la crítica y la
creación. En primer lugar, la crítica contra las ideologizaciones
y de todo aquello que en el ámbito de la conciencia colectiva
del cuerpo social oculte o deforme la realidad con el fin de
justificar y legitimar la injusticia estructural. En segundo lugar,
la creación en la producción de teorías y propuestas novedo-
sas, que orienten y acompañen acciones liberadoras, según el
contexto y la situación concreta, sobre la base de un análisis
muy riguroso y crítico de la realidad socio-histórica. Lejos
de convertir a la filosofía en una mera práctica profesional o
en una mera especulación vacía, abstracta y ahistórica, para
Ellacuría era un modo de vida que se transforma en liberadora
del sujeto que reflexiona y la construye, ya sea un individuo
o una comunidad, si es que se ejerce con autenticidad y rigor
intelectual, y se asumen con honestidad las exigencias de la
realidad concreta desde la que se filosofa.
En sus escritos políticos se puede apreciar con claridad
la aplicación de esta concepción ellacuriana del quehacer
filosófico (Ellacuría, 1991a). En dichos escritos, Ellacuría
procedía a un análisis crítico de las políticas económicas, de
las estructuras sociales, del Estado, del derecho, del marco
constitucional, de las fuerzas armadas, de los procesos elec-
torales, de las ideologías políticas, del conflicto armado. Se
trataba de un ejercicio desideologizador, en el que ponía en
cuestión los múltiples elementos ideologizados que influían

47
Héctor Samour

en la configuración de la realidad salvadoreña de la época.


Pero a la vez que realizaba esta labor crítica, Ellacuría estaba
siempre atento a descubrir posibilidades para la solución a
los principales problemas y abrir nuevos caminos para hacer
avanzar el proceso salvadoreño, en un equilibrio difícil entre
la utopía de la liberación de las mayorías y aquello que era
posible en cada fase del proceso.

4. La realidad histórica como ámbito de la liberación

El filósofo Ellacuría sentía una inmensa pasión por la his-


toria que abarca todo lo real. Pero no buscaba simplemente el
dato histórico, hacer mera historiografía convencional, para
simplemente describir acontecimientos pasados. Ellacuría
buscaba influir en ella, intervenir en la realidad histórica
que, desde su concepción filosófica, es una realidad unitaria,
abierta, dinámica, que tiene nodos y redes sobre los cuales hay
que actuar para modificarla desde sus “goznes estructurales”
(2009, pp. 265ss).
Este acento en lo estructural puede parecer que soslaya
lo personal, o que minimiza su importancia, pero lo que hay
que entender es que la realización de lo personal no puede
concebirse realistamente al margen de lo estructural. La pre-
gunta, entonces, es qué estructuración de la sociedad permite
el desarrollo pleno y libre de la persona humana y qué acción
personal en la transformación de las estructuras debe ser la
de quienes en ella participan. La liberación, para Ellacuría,
se refiere, por consiguiente, tanto a las estructuras como a las
personas. El análisis científico de la realidad, por su mismo
carácter, lleva a centrar la atención sobre males estructurales
y reformas estructurales, pero el análisis filosófico y teológico
muestra que las dimensiones y las realidades personales son
también momentos importantes de las estructuras históricas,
con una entidad propia y una relativa autonomía, y que, por
tanto, no pueden soslayarse en la tarea histórica de liberación

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Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

(2009b, pp. 282ss). Expresado de otra manera, se puede decir


que la acción liberadora debe pretender la liberación y la rea-
lización personal, pero ésta no se logrará de forma realista si
no se enmarca dicha liberación en la construcción de nuevas
estructuras que exijan el comportamiento libre y pleno de las
personas.
La referencia al carácter estructural de la historia pone
en claro la necesidad de la intervención humana, directa o
indirecta, para que las estructuras históricas posibiliten la
humanización de los seres humanos, una vez que estos las
hayan humanizado. La historia, en la visión ellacuriana, no
está regida por leyes o esencias inmutables, ni está dirigida
por macro-sujetos que la orienten teleológicamente hacia un
determinado fin. La historia está dinamizada por la praxis op-
cional de individuos y de colectivos sociales, sobre la base de
las posibilidades reales con las que cuentan en cada situación
o en cada época histórica, y nunca está garantizado el éxito
de las opciones o decisiones que asuman en un momento de-
terminado, en términos de humanización o personalización
(Ellacuría, 1990/1991, p. 520).
De ahí el carácter ambiguo del proceso histórico, que puede
humanizar o deshumanizar a los seres humanos. Puede ser
principio de libertad, pero también de opresión; puede ser
principio de verdad, pero también de mentira y falsedad; puede
ser principio de luz, pero también de oscuridad; puede ser, en
definitiva, principio de creación de realidad, pero también de
obstrucción y de regresión. No hay garantías trascendentales
que aseguren el progreso humano en la historia. De ahí que
Ellacuría insista en la necesidad de preguntarse “en cada caso
cuál es la índole del proceso, qué juicio merece, en qué etapa
está y cómo se puede colaborar a su marcha”, para iluminar
y acompañar praxis emancipadoras (2009a, 267). Para ello
será necesario buscar la explicación más racional y científica
posible, no dejándose llevar ni de las apariencias, ni de los pre-

49
Héctor Samour

juicios ideológicos, ni de otro tipo de factores distorsionantes


en la captación de la realidad de los hechos.
El punto de partida de los análisis ellacurianos fue la ne-
gatividad que se da en la realidad histórica, para desde ahí
preguntarse por las posibles soluciones que permitieran irla
superando históricamente a través de procesos teórico-praxicos
de emancipación, que se configurarían como procesos supe-
radores de la negación, o de negación de la negación, en un
sentido dialéctico. Frente a las proclamaciones abstractas e
ideologizadas del bien común, como un bien general, Ella-
curía sostenía que lo que en realidad se da es el mal común
(2001b). El “mal común” es el estado real del mundo en el que
la mayoría de la gente está estructuralmente mal por el mismo
ordenamiento de las condiciones de vida de ese mundo. Se
origina a partir de estructuras injustas que dificultan una vida
humana y que, por tanto, deshumanizan a la mayor parte de
quienes viven sometidos a ellas, y se plasma en una injusticia
institucionalizada en las leyes, costumbres, ideologías, y en el
resto de dimensiones de la vida social. Frente al mal común,
así definido, surge el bien común como una exigencia negadora
de esa injusticia estructural e institucional.
Esto le lleva a Ellacuría a considerar que las elementales
exigencias contenidas en el programa de los derechos humanos
son, en realidad, una necesidad para posibilitar la actualiza-
ción histórica del bien común. En la situación determinada
por el mal común y en la tensión que ella provoca con el bien
común deseado, se fundamenta, para Ellacuría, la exigencia
de reclamar los derechos humanos, como un reclamo con-
creto de la necesidad de hacer realidad el bien o de alcanzar
históricamente el bien común. Los derechos humanos, desde
la perspectiva del mal común dominante, los muestra como
el bien común concreto, que debe ser buscado en la negación
superadora del mal común, que es una situación en la que son
violados permanente y masivamente los derechos humanos
(Senent, 1998).

50
Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

Una violación así de los derechos humanos que se da en la


actual civilización del capital como resultado de la ruptura de
la solidaridad del género humano, que lleva a la absolutiza-
ción del individuo, de la clase social, de la nación o del bloque
económico, por encima de todo los demás y de la humanidad
misma (Ellacuría, 1992). En este contexto, el liberalismo es la
ideología que legitima y justifica esta situación, y da cobertura
jurídica y formal a las libertades de las élites ricas y privilegia-
das, que procuran a, su vez, que no las consigan otros, respecto
de ellas, “por sucesivos y más complejos procesos de liberación”
(Ellacuría, 1989, p. 161).

5. La tarea intelectual como una forma de vida


entregada a la liberación

En su último escrito filosófico publicado en 1985, “Función


liberadora de la filosofía”, Ellacuría habló de la constitución de
una filosofía liberadora como una filosofía cristiana, no porque
dicha filosofía busque poner la reflexión filosófica al servicio
de las directrices doctrinales de alguna autoridad eclesiástica
o al servicio de lo que se considera una verdad inmutable, sino
porque pretende instalar su filosofar “en el lugar privilegiado
de la verdad de la historia que es la cruz como esperanza y
liberación” (1991c, p. 61).
Desde el punto de vista cristiano, la cruz como categoría
general e histórica simboliza el lugar donde se experimenta
la opresión y la muerte de la humanidad, “la crucifixión del
pueblo bajo forma de dominación y de explotación”. Y en este
sentido, no hay duda que la elección de la cruz para encontrar
la verdad puede ser paradójica, decía Ellacuría. Sin embargo,
contra la sabiduría griega y occidental, “la locura de la cruz”
es uno de los lugares dialécticos por antonomasia, “no para
negar la sabiduría en general, sino un modo de sabiduría que
precisamente está elaborado sea desde los crucificadores ac-
tivos, sea desde quienes no están interesados por el fenómeno

51
Héctor Samour

masivo de la crucifixión histórica de la humanidad” (1991c, p.


61). Y en la medida en que la filosofía instale su filosofar en la
cruz de la historia, el método dialéctico queda fundamentado,
según Ellacuría, ya no como un método lógico ni como un mé-
todo universal, aplicable a la naturaleza y a la historia, como
quiere Hegel, sino como un “método que sigue la historia y que
la historia impone a quien la quiera manejar” (1991c, p. 61).
Las características históricas de la cruz pueden ser muy
distintas según la altura procesual de la realidad histórica y
según la situación de los pueblos y de las personas. Pero en la
actualidad, y vista la historia desde la realidad de las mayorías
populares, decía Ellacuría, “parece indiscutible que la cruz
tiene unos trazos bien precisos, reconocibles inmediatamente
por la configuración de los crucificados de la tierra, que son
las inmensas mayorías de la humanidad, despojadas de toda
figura humana, no en razón de la abundancia y de la domina-
ción, sino en razón de la privación y de la opresión a las que
se ven sometidos” (1991c, p. 61).
En este sentido, la tesis de la cruz como lugar privilegiado
para encontrar la verdad histórica, no significa afirmar, como
lo postula Heidegger, que la nada descubre el ser o que desde
la nada se hacen creativamente todas las cosas –ex nihilo omne
ens qua ens fit–, sino que hay “quien haga de la nada el ser” y
que, por lo tanto, el ente no puede salir de la nada, sino que
“hay que hacerlo, aunque sea de la nada, esa nada que a noso-
tros se nos presenta como negación y aun como crucifixión”
(1991c, p. 61).
En la contribución de Ellacuría al proyecto de una filosofía
de la liberación se puede destacar la importancia de su reflexión
sobre la praxis histórica, su concepción de la estructura y las
fuerzas de la realidad histórica, su interpretación de las relacio-
nes entre teoría y praxis, su visión del sujeto de la historia, así
como la relevancia de sus ideas sobre la esencial historicidad y
politicidad de la filosofía e incluso su idea misma de liberación.
Pero su contribución no sólo se redujo a estas tesis. Ellacuría

52
Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

vivió lo que inspiraba su producción intelectual. Como lo ex-


presó un teólogo norteamericano (Burke, 2000, p.214), él vivió
en el punto donde se interceptan la teoría y la praxis, donde la
razón y la compasión se dan la mano. La totalidad de su vida
y de su pensamiento adquirió a la vez la triple característica
de inteligencia, compasión y servicio. En la medida que su
producción intelectual no se limitó simplemente a hacer avan-
zar el logos, su filosofía y su teología estaban inspiradas por
un intellectus misericordiae (como lo afirma Jon Sobrino), un
intelecto compasivo. Pero como esa compasión debe ser his-
torizada según sea la opresión que se debe erradicar, se debe
hablar con mayor precisión de la filosofía (y de la teología) de
Ellacuría como intellectus iustitiae, intellectus liberationis. Y
por ello le era esencial a su pensamiento relacionar el intellec-
tus con una praxis liberadora, como quiera que se formulara
ésta (Sobrino, 1995, pp. 20-21).
Esto nos remite a la idea de filosofía que Ellacuría empezó
a forjar desde sus años juveniles, en la década de los cincuenta,
como escolar jesuita. Ellacuría sostenía en esa época que la
filosofía como forma de vida significa adoptar la actitud radical
del filosofar mismo y extenderla a la propia vida. En este sen-
tido, la filosofía no es un mero ejercicio intelectual extrínseco
a la vida del filósofo y a los problemas que enfrenta vitalmente
en su situación. Esto lleva a que el filósofo se involucre exis-
tencialmente con la develación y revelación de la realidad que
se le hace presente como problema en su propia experiencia
biográfica e histórica.
Pues bien, esta realidad se le presentaba a Ellacuría en los
últimos años de su vida con una radical negatividad, como
una realidad dominada por un mal común, “un mal que defi-
niéndose negativamente como no realidad, es el que aniquila
y hace malas todas las cosas, pero que en razón de la víctima
negada puede dar paso a una vida nueva, que tiene caracteres
de creación” (1991c, p. 64). Y si esto es así, la liberación ya no
es un puro tema externo a la reflexión del filósofo y en torno al

53
Héctor Samour

cual construye argumentos para fundamentar su necesidad o su


bondad, sino algo que atañe a su propia vida, y que asume, por
tanto, como un principio constitutivo de su propia existencia.
Por ello se puede decir que en el caso de Ellacuría, como en el
de Sócrates, la filosofía no solamente fue una tarea intelectual
sino fundamentalmente una forma de vida. O como lo expresa
el mismo Ellacuría,

“Lo esencial es dedicarse filosóficamente a la liberación


más integral y acomodada posible de nuestros pueblos y
nuestras personas; la constitución de la filosofía vendrá
entonces por añadidura. Aquí también la cruz puede con-
vertirse en vida” (1991c, p. 62).

Consecuente con esta postura, Ellacuría optó por vivir en


el mundo de los desposeídos y los crucificados de la tierra,
se ubicó conscientemente en el lugar de la realidad histórica
donde no había posibilitación sino opresión, que es el lugar
de las víctimas despojadas de toda figura humana, y por él dio
su vida. En este sentido, no sólo su filosofía y su teología, sino
también su praxis y su destino dan mucho que pensar y pueden
ser también para todos y todas una exhortación para actuar.

6. A modo de conclusión

Ignacio Ellacuría dedicó su vida y su pensamiento a inter-


pretar los “signos de los tiempos” para conocer lo que ocurre
en realidad, lo que fluye en el dinamismo histórico, y evitar
las catástrofes humanas que se nos avecinan, orientado por un
horizonte de plena positividad, ya sea la utopía o el reinado
de Dios, como dirían los académicos y los teólogos respecti-
vamente.
La vida práctica de Ellacuría fue impresionante. “Filósofo
de nacimiento”, teólogo por su dimensión cristiana que, con
su touch filosófico, lo llevó a ser el teólogo de su generación;

54
Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

conocedor de la política por necesidad histórica y por solida-


ridad y mediador entre los grupos enfrentados en la guerra
civil de El Salvador.
Pero también Ellacuría fue un mártir por excelencia, es
decir un “testigo” de su tiempo, con gran fervor y amor cris-
tiano, que hacía del mordaz y crítico Ellacuría, un aprendiz
de brujo en una turbulenta realidad donde aprendía con una
inmensa humildad.
A los 26 años de su asesinato, la obra de Ellacuría, la vida
de Ellacuría, el ejemplo de Ellacuría, el legado inmenso de la
compasión de Ellacuría, la fuerza de su mensaje de cara al
futuro, debe ser retomado y continuado en la actualidad, a la
luz de las nuevas realidades y de las nuevas situaciones que se
han configurado en esta segunda década del siglo XXI en El
Salvador, en Centroamérica y en el mundo.

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Héctor Samour

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Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

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