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Las Ninas Salvajes

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LAS NIÑAS SALVAJES

Ursula K. Le Guin
LAS NIÑAS SALVAJES

Ursula K. Le Guin

seguido de «La conversación de los modestos»

Traducción a cargo de Arrate Hidalgo


Título original:
The Wild Girls
LICENCIA CREATIVE COMMONS // AUTORÍA - NO DERIVADOS // NO COMERCIAL 1.0

Edición: Virus Editorial


Corrección de estilo y ortotipográfica: Carlos Marín
Hernández
Esta licencia permite copiar, distribuir, exhibir e
Traducción del inglés: Arrate Hidalgo
interpretar este texto, siempre y cuando se
­cumplan las siguientes condiciones: Diseño de colección y cubierta: Pilar Sánchez Molina
Autoría-atribución: deberá respetarse y hacer Diseño de cubierta: Lídia Sardà
constar la autoría del texto y de su traducción. Ilustraciones: Adara Sánchez
No comercial: no se puede utilizar este trabajo con Maquetación: Virus Editorial
fines comerciales.
No derivados: no se puede alterar, transformar, Primera edición: marzo de 2020
modificar o reconstruir este texto.
ISBN: 978-84-17870-00-3
Los términos de esta licencia deberán constar de
Depósito legal: B-3072-2020
una manera clara, y solo podrán alterarse con el
permiso expreso del autor/a.

© 2011 PM Press/Outspoken Author Series Virus Editorial i Distribuïdora, sccl


© 2020 de la presente edición, Virus Editorial C/ Junta de Comerç, 18, baixos
08001 Barcelona
T. / Fax: 934 413 814
editorial@viruseditorial.net
www.viruseditorial.net

Índice

introducción, Arwen Curry...................................................... 11

Las niñas salvajes .............................................................23


«La conversación de los modestos»...........................91

epílogo. ciencia ficción y feminismo, Layla Martínez...............101


Aclaración previa:
The Wild Girls se publicó en la revista Asimov’s Science Fiction
en marzo de 2002 y en castellano en 2004. Para esta edición hemos utilizado la
­versión revisada por la autora, que junto con «La conversación de los modestos» se
publican aquí por primera vez en formato libro.
Introducción
Introducción

Con su muerte en 2018, nuestra queridísima Ursula K. Le Guin nos dejó sus
veintiuna novelas, docenas de relatos y cientos de poemas y ensayos, entre
otros regalos. Ganadora de numerosos premios literarios de prestigio, es prin-
cipalmente conocida por su obra de ciencia ficción y fantasía. Sin embargo, la
amplitud de su trabajo fue impresionante: no solo por la variedad de géneros
y formas que abarcó, sino también por la versatilidad de su voz.
A veces, como ocurre en sus cristalinos ensayos, se sirve de un tono
sarcástico y juguetón, guiñándole el ojo al lector mientras planta semillas
en su atención como en tierra recién arada. Otras veces, como en Las niñas
salvajes, es tan sobria e implacable como un torrente de agua en un cauce
seco. Pero independientemente del tono, su objetivo es inmutable: abrir un
respiradero en la superficie del mundo, tal y como lo conocemos, de modo
que podamos mirar hacia fuera. Y hacia dentro, también.
«Considero que mi trabajo es abrir puertas, ventanas —me contó en el
documental que realicé en 2018 sobre su vida y obra—. Quién vaya a cruzar
la puerta o lo que tú vayas a ver por las ventanas, eso ya no lo puedo saber.»
14 LAS NIÑAS SALVAJES

Tienes en tus manos la primera edición independiente en español de Las


niñas salvajes, traducida a partir de la edición estadounidense de 2011 a
cargo de PM Press como parte de su serie Outspoken Authors. (El volumen
original también contiene el cáustico ensayo «Staying Awake While We
Read», una entrevista con el autor de ciencia ficción Terry Bisson y una
pieza incluida en la edición española titulada «La conversación de los mo-
destos».) A pesar de que Le Guin hablaba y escribía en español, gran parte
de su obra está descatalogada y aún por descubrir para muchos ­lectores
españoles.
En estos momentos, se pueden encontrar traducciones de su serie de
fantasía en seis volúmenes ambientada en el mundo ficticio de Terramar, la
serie juvenil Anales de la Costa Occidental, La mano izquierda de la oscuridad,
Los desposeídos, La rueda celeste y algunas otras novelas y recopilaciones
de relatos y ensayos. Pero leer solo estas obras maestras es perderse la ex-
periencia completa de leer a Le Guin. Su obra no solo integra los planes de
estudios de carreras académicas enteras, sino que, además, interiorizada con
el paso del tiempo, tiene el poder de cambiar de forma profunda y duradera el
modo en que sus lectores ven el mundo.
Completé mi documental tan solo unos meses después de que Le Guin
muriera a finales de enero de 2018. De gira con Worlds of Ursula K. Le
INTRODUCCIÓN 15

Guin durante el par de años siguientes, he tenido la oportunidad de compartir


con el público la experiencia de encontrarse y conversar con ella durante la
última década de su vida. Me gustaba tranquilizar a los espectadores contán-
doles que, en casi todos los aspectos, descubrí en Le Guin a la persona que
esperaba que fuera. Es decir, era verdaderamente brillante, sabia, ocurrente,
cariñosa, humana y generosa. Al ver cómo se les iluminaba la cara al oírlo, me
daba cuenta de lo que había significado su obra para ellos y de lo duro que les
habría resultado escuchar otra cosa.
Después solía decir algo así como: «Pero no os equivoquéis: también podía
meter miedo. Con arquear una ceja era capaz de mandarte al psicólogo. Como
se suele decir, no estaba para tonterías». (De hecho, a menudo me parecía
amable con los que decían tonterías, especialmente si eran jóvenes o tenían
buena intención.)
¿Serena, mesurada? A menudo lo parecía. Pero siempre había un ascua
encendida, lista para saltar, iluminar y, si era necesario, prender su hoja en
llamas. Esto me parecía igual de cierto cuando charlaba en su sillón junto al fue-
go que en las entrevistas que hay grabadas sobre sus diversas posturas como
intelectual pública, así como en su trabajo, por supuesto. La obra tardía de Le
Guin, en particular, no se anda con rodeos; es imposible escapar a su devas-
tadora claridad moral. Ese trabajo es más sosegado que el anterior en su forma
16 LAS NIÑAS SALVAJES

de dejarte al descubierto. «Te persigue de formas más sutiles, más refinadas»,


me contaba el escritor David Mitchell durante el rodaje. «Nunca antes había
matizado con tantos grises como ahora», conviene le autore Annalee Newitz.
La Le Guin tardía es posiblemente la desarrollada en más profundidad, y
Las niñas salvajes, publicada originalmente en 2002 en Asimov’s Science
Fiction y ganadora de un premio Nebula, es su destilación perfecta. Con unas
pocas pinceladas, audaces y precisas, nos ubica de lleno en una sociedad
inventada. No describe casi nada, y sin embargo lo experimentamos todo,
porque ahí estamos, observando.
En este libro, nos encontramos siguiendo los pasos de unos hombres de
la Copa que parten de expedición en busca de esclavas hacia el exterior
de un lugar conocido simplemente como la Ciudad. Los hombres planean
capturar a las niñas del pueblo nómada de la Tierra mientras sus padres
recolectan raíces del fango en las ciénagas cercanas. Tras asesinar a sus
abuelos en una terrible escena, los hombres se llevan a las niñas a la fuerza
para que sirvan como esclavas en la Ciudad. Con suerte, las niñas quizá se
conviertan algún día en esposas y madres-esclavas de niños de la Copa, a
los que se considera dioses.
Los jóvenes actúan con tanta torpeza e incertidumbre durante toda la ma-
tanza y el rapto como lo harían en cualquier rito de iniciación. En el trayecto
INTRODUCCIÓN 17

de vuelta a la Ciudad, arrojan a los arbustos a una bebé capturada, demasiado


enferma y débil para sobrevivir al viaje, para que muera allí.
A pesar de los esfuerzos de Modh, una niña valiente e ingeniosa que se
zafó de la incursión pero se une al grupo para proteger a su hermana pequeña,
los hombres no le permiten rescatar a la bebé ni, al menos, enterrarla, garan-
tizando así que el alma nunca encontrará la paz. Y así ocurre: el fantasma de
la niña desechada comienza a perseguir a las niñas de la Tierra —las niñas
salvajes— mientras estas se hacen a la vida en la Ciudad, donde prueban
nuevas comodidades aun cuando se las deshumaniza sistemáticamente como
miembros de la casta más baja y degradada de la sociedad. Todo esto tiene
lugar dentro del hogar. Le Guin nos recuerda que, para muchas personas, la
esfera familiar no es segura; nunca lo ha sido. Nos detalla las contorsiones
necesarias para sobrevivir en un hogar en el que eres ciudadana de segunda
o tercera categoría.
Pero incluso en este patriarcado rígido y brutal se dan momentos de
­alegría. A Modh le permiten quedarse con sus hermana Mal, a quien protege
por medio de ingeniosos métodos. Hasta empieza a cogerle cariño a Bela
ten Belen, el hombre de la Copa que lideró el asalto. Bela resulta no ser una
­persona particularmente cruel, después de todo, sino alguien que trata de
actuar en sociedad como le corresponde a un dios de su condición. Es un
18 LAS NIÑAS SALVAJES

malo de cuento habitual en Le Guin, a quien no le interesan demasiado los


villanos, personajes que podamos situar como ajenos a nosotros, quitándonos
la culpa de encima. La humanidad de Bela ten Belen contribuye al desasosiego
que nos provoca esta lectura.
A pesar de las humillaciones diarias, el vínculo de Modh con su hermana la
mantiene en sus cabales. Es capaz de tolerar e incluso florecer en la posición
a la que ha sido constreñida. Les da la espalda a los perturbadores gritos de la
niña-fantasma abandonada e intenta sacarle el mayor partido a su situación.
Pero cuando se llevan a Mal para ser la esposa-esclava en las escalofriantes
páginas finales de la historia, Modh pierde la capacidad de participar.
Solo una vez en Las niñas salvajes apela Le Guin directamente al lector:

Modh no dijo «pero...». Ella veía clarísimo que se trataba de un sis-


tema de intercambio y que no era un intercambio justo. Venía de un
entorno lo bastante alejado de este como para ser capaz de observarlo
desde fuera. Y, estando excluida de la reciprocidad, cualquier esclava
podía contemplar el sistema con ojos incrédulos. Pero Modh no cono-
cía otro sistema, ni la posibilidad de que tal sistema existiese, que es
lo que le habría permitido decir «pero».
INTRODUCCIÓN 19

Volvamos a la niña a la que dejaron morir entre los arbustos. Nos encontramos
a este personaje una y otra vez en la obra de Le Guin; el niño que sufre. El niño
es a menudo niña, pero no siempre, y a menudo está toscamente tallado; con
la cara envuelta en sombras, como en Los que se alejan de Omelas, o mutilada,
como en Tehanu. La niña no nos deja nunca, sigue llorando y sufriendo, sin po-
der entender. Nos lleva a preguntar: ¿quién es ella y por qué debe sufrir de esa
manera? ¿Por qué debemos sufrir nosotros igualmente, oyéndola? ¿Cómo vamos
a despertarnos y seguir con nuestra vida mientras la niña sufre de esa manera?
Pero así lo hacemos. Hasta que no podemos hacerlo más.
Estos últimos años se han perpetrado muchas crueldades y humillaciones en
Estados Unidos, donde en ocasiones da la sensación de que la verdad y la bon-
dad son arrancadas de raíz, cínica y sistemáticamente, dondequiera que surjan.
El caso más atroz de todos tal vez sea la separación de niños de sus familias en
la frontera del sur, un acto tan descaradamente vil que las únicas justificaciones
posibles para quienes lo apoyan han de ser algo como lo siguiente: «Tenemos
que demostrar que tenemos razón y que hay gente que puede estar aquí y
gente que no. No son personas de verdad, por lo menos no como lo somos
nosotros, así que tampoco es para tanto»; «Mira, así es como me han dicho
que actúe y opine sobre el tema. Sí, puede que me haga sentir mal en plena
noche, cuando estoy a solas con mis pensamientos y me pongo a recordar a
20 LAS NIÑAS SALVAJES

esos niños, y a mis propios hijos y nietos. Pero, de todas formas, no depende
de mí. Y tenemos que demostrar que tenemos razón».
La hija mayor de Ursula, Elisabeth, me contó que, especialmente en sus
últimos años, su madre utilizaba su poder «con mucha habilidad, de forma muy
parecida a la de un guerrero». Atesoro esta imagen de la diminuta octogenaria
que yo conocí alzándose ante los tiranos envuelta en llamas, blandiendo su
bolígrafo como una poderosa cimitarra.
Pero tras la elección de Trump, Ursula nos instó a deponer nuestras meta-
fóricas armas. En su blog (el resto del cual estaba dedicado en su mayor parte
a las aventuras de Pard, su gato bicolor), escribió:

Intentaré no utilizar nunca la metáfora de la guerra donde no co-


rresponda, porque creo que ha llegado a moldear nuestro pensamiento
y dominar nuestras mentes de tal manera que tendemos a ver la fuerza
destructiva de la agresión como la única manera de hacer frente a un
desafío. Quiero encontrar una manera mejor...

El fluir de un río es para mí un modelo de coraje que me ayuda a


seguir, me transporta a través de los malos lugares, de los malos tiem-
pos. Un coraje que es flexible por elección propia y utiliza la fuerza solo
INTRODUCCIÓN 21

cuando se le obliga, un coraje que siempre busca la mejor manera, la


más fácil, pero que de no encontrar una manera fácil, siempre continúa.

Con todo esto quiero decir que leer Las niñas salvajes no es fácil, que la
historia se quedará contigo y que merece la pena. Léelo en un lugar acoge-
dor y no te olvides de respirar. De igual modo que nadie nos prepara al nacer
para aventurarnos al mundo, Le Guin tampoco nos prepara para lo que está a
punto de hacernos en la historia. En lugar de eso, nos envuelve tan experta-
mente que no hay ningún reborde al que agarrarnos, ningún punto desde el
que poder observar y cuestionar las terribles costumbres de este mundo. De
hecho, ya nos hemos aclimatado a estos horrores tan perfectamente como a
los del mundo real, el que Le Guin ha dejado atrás.
Cuando hablaba con todos esos públicos que tanto la echan de menos,
yo les aseguraba que Ursula hizo lo necesario durante toda su vida adulta,
aprovechando al máximo sus admirables poderes. Lo hizo con gusto, porque
podía. Y, cuando murió, nos lo dejó todo.

Arwen Curry, enero de 2020


Las niñas salvajes,
Ursula K. Le Guin
Las niñas salvajes

Bela ten Belen salió de incursión con cinco acompañantes. No había cam-
pamentos de nómadas cerca de la Ciudad desde hacía años, pero algunos
segadores de los Campos del Este afirmaban haber visto humo de hogueras
más allá de las Colinas del Día, y los seis jóvenes anunciaron que irían a ver
cuántos campamentos había. Se llevaron de guía a Bidh Handa, que ya había
estado en otras incursiones contra las tribus nómadas. A Bidh y a su hermana
los habían raptado en un pueblo nómada cuando eran niños y crecieron como
esclavos en la Ciudad. La hermana de Bidh, Nata, era famosa por su belleza, y
para hacerse con ella como esposa, Alo —hermano de Bela— le había entre-
gado a su dueño buena parte de las posesiones de la familia Belen.
Bela y sus compañeros se pasaron el día entero caminando y corriendo,
siguiendo el curso del Río del Este hasta lo alto de las colinas. Por la noche
26 LAS NIÑAS SALVAJES

llegaron a la cima. Abajo en las llanuras, entre vegas y arroyos sinuosos, vie-
ron tres círculos formados por las tiendas cubiertas de pieles de los nómadas,
desplegados a bastante distancia entre sí.
—Han venido a las ciénagas a recoger raíces del fango —dijo el guía—. No
planean asaltar los Campos de la Ciudad. Si fuera así, los tres campamentos
estarían más cerca.
—¿Quién recoge las raíces? —preguntó Bela ten Belen.
—Los hombres y las mujeres. Los ancianos y los niños se quedan en los
campamentos.
—¿Cuándo se marcha la gente a las ciénagas?
—Por la mañana temprano.
—Mañana bajaremos a ese campamento, el más cercano, cuando se vayan
los recolectores.
—Sería mejor ir al segundo poblado, el que está a la orilla del río —dijo
Bidh.
Bela ten Belen se volvió a sus soldados y dijo:
—Esos de los que habla son su gente. Deberíamos encadenarlo.
Los otros coincidían, pero ninguno había traído grilletes. Bela empezó a
desgarrar su capa para hacer tiras con ella.
—¿Por qué quieres atarme, señor? —preguntó el hombre de la Tierra,
URSULA K. LE GUIN 27

llevándose el puño a la frente como muestra de respeto—. ¿No te he guiado,


y a otros antes que a ti, hasta los nómadas? ¿No soy un hombre de la Ciudad?
¿No es mi hermana la esposa de tu hermano? ¿No es mi sobrino también el
tuyo, y un dios? ¿Por qué querría escapar de nuestra Ciudad e irme con esa
gente ignorante a pasar hambre a la intemperie, a comer raíces del lodo y
bichos que se arrastran?
Los hombres de la Copa no contestaron al de la Tierra. Le ataron las piernas
con los jirones de tela retorcida. Apretaron tanto los nudos de seda que no
se podrían soltar salvo cortándolos. Bela designó a tres hombres para que
hicieran guardia por turnos esa noche.
Cansado de pasar todo el día corriendo y caminando, el joven que hacía
guardia antes del amanecer se quedó dormido. Bidh puso las piernas en las
brasas del fuego, quemó las cuerdas de seda hasta que se desintegraron y se
marchó sin ser visto.
La ira anegó el rostro de Bela ten Belen al despertar por la mañana y ver
que no estaba el esclavo. Sin embargo, solo dijo:
—Habrá avisado al campamento más cercano. Iremos al que está más lejos,
en la elevación.
—Nos verán cruzando las ciénagas —dijo Dos ten Han.
—No si nos metemos por los ríos —contestó Bela ten Belen.
28 LAS NIÑAS SALVAJES

Y cuando dejaron las colinas y llegaron a los llanos, caminaron siguiendo el


lecho de las corrientes, ocultos por los juncos altos y los sauces que crecían
en las riberas. Era otoño, antes de las lluvias, por lo que el agua cubría tan
poco que podían vadearla o abrirse camino por la orilla. Cuando los juncos
empezaron a ser más bajos y escasos y la corriente se ensanchó para dar paso
a las ciénagas, se agazaparon y buscaron donde ponerse a cubierto.
Para el mediodía empezaron a acercarse al campamento más alejado, que
se levantaba sobre una pequeña elevación cubierta de hierba, como una isla
en medio de la ciénaga. Podían oír las voces de la gente que recolectaba raíces
del fango en la cara oriental de la isla. Se acercaron sigilosamente por entre las
hierbas altas y alcanzaron el campamento por el sur. No había nadie en el círculo
de tiendas de piel, salvo unos pocos viejos y viejas y un pequeño enjambre de
criaturas. Los niños estaban esparciendo sobre la hierba raíces largas de color
marrón amarillento; los viejos cortaban las más grandes y las colocaban en
parrillas, sobre fuegos bajos, para acelerar el secado. Los seis hombres de la
Copa irrumpieron entre ellos de improviso con las espadas desenvainadas. Les
cortaron la garganta a los viejos y las viejas. Algunos niños huyeron corriendo
hacia el pantano. Otros se los quedaron mirando sin entender.
Los soldados, jóvenes y en su primera incursión, no habían trazado un
plan. Bela ten Belen les había dicho: «Quiero salir de aquí y matar a unos
URSULA K. LE GUIN 29

cuantos ladrones y traer esclavas domésticas», y esa era toda la planificación


que les había hecho falta. A su amigo Dos ten Han le había dicho: «Quiero
hacerme con unas cuantas chicas nuevas de la Tierra; en la Ciudad no hay
ni una a la que soporte mirar». Dos ten Han sabía que pensaba en la preciosa
mujer de los nómadas con la que se había casado su hermano. Todos los jó-
venes de la Copa pensaban que ojalá Nata Belenda fuera suya o tuvieran una
igual de hermosa.
—¡Id a por las chicas! —gritó a los otros, que corrieron tras las niñas y
atraparon a una u otra.
Los niños más mayores habían huido casi al instante; solo las criaturas
más pequeñas se habían quedado mirándolos petrificadas o habían echado a
correr demasiado tarde. Los soldados capturaron a una o dos cada uno y se las
llevaron a rastras hasta el centro del poblado, donde los ancianos y ancianas
yacían sobre su propia sangre a la luz del sol.
Al no tener cuerdas con las que atar a las niñas, los hombres no podían
soltarlas. Una pequeña se resistía con tal ferocidad, con mordiscos y arañazos,
que el soldado la dejó caer, ella se zafó de inmediato y echó a correr pidiendo
auxilio a gritos. Bela ten Belen corrió tras ella, la agarró del pelo y la degolló
para acallar sus chillidos. La espada de él estaba afilada y el cuello de ella era
blando y fino; su cuerpo se desplomó y colgó de su cabeza, sujeto únicamente
30 LAS NIÑAS SALVAJES

por los huesos de la nuca. El hombre dejó caer la cabeza y volvió corriendo
donde sus hombres.
—¡Coged a una con la que podáis cargar y seguidme! —les gritó.
—¿Adónde? Los de ahí abajo no tardarán en venir —contestaron, pues
las criaturas que habían escapado se habían ido corriendo a la ciénaga, donde
estaban sus padres.
—Volveremos por el río —dijo Bela, llevándose a una niña de unos cinco
años.
Le agarró las muñecas y se la echó a la espalda como si fuera un saco. Los
otros hombres lo siguieron, cada uno con una cría; dos de ellas eran bebés
de uno o dos años.
La incursión había sido tan apresurada que les llevaban bastante ventaja
a los nómadas. Estos subieron atropelladamente por la colina siguiendo a los
niños que habían corrido hasta ellos. Los soldados pudieron bajar hasta el
lecho del río, donde la ribera y los juncos los ocultaron de la gente que los
buscaba, incluso desde lo alto de la isla.
Los nómadas se dividieron por entre los cañaverales y los prados, al oeste
de la isla, con la intención de atraparlos en su camino de regreso a la Ciudad.
Pero Bela no los había guiado hacia el oeste, sino por una bifurcación del
río que avanzaba hacia el sureste. Trotaron y corrieron y caminaron como
URSULA K. LE GUIN 31

pudieron por el agua, el lodo y las rocas del lecho del río. Al principio oían
voces tras ellos, muy lejanas. El calor y la luz del sol llenaban el mundo.
El aire sobre los juncos estaba plagado de insectos que picaban. Pronto
tuvieron los ojos, que ya les ardían por la sal del sudor, tan hinchados por
las picaduras que casi no se les abrían. A los hombres de la Copa, poco
acostumbrados a cargar con peso, les parecía que las niñas pesaban mu-
cho, incluso las pequeñas. Les costaba ir rápido y cada vez avanzaban más
despacio siguiendo los canales sinuosos de agua, prestando atención por si
oían a los nómadas tras ellos. Siempre que una criatura emitía algún ruido,
los soldados la abofeteaban o la zarandeaban hasta hacerla callar. La niña
con la que cargaba Bela ten Belen colgaba de su espalda como una piedra y
nunca produjo sonido alguno.
Les pareció extraño cuando, por fin, el sol se puso detrás de las Colinas
del Día, pues siempre lo habían visto salir tras ellas.
Ahora estaban a un buen trecho al sur y al este de aquellas colinas. Hacía
un buen rato que no oían ningún sonido de sus perseguidores. La nube de
jejenes y mosquitos, más densa a medida que caía la noche, los obligó final-
mente a ascender a una tierra de praderas menos húmedas, donde pudieron
dejarse caer en un sitio en el que unos ciervos habían estado echados,
ocultos entre las hierbas altas. Allí yacieron todos mientras se desvanecía la
32 LAS NIÑAS SALVAJES

luz. Las grandes garzas del pantano los sobrevolaron con su pesado aleteo.
Algunos pájaros cantaban entre los juncos. Los hombres escuchaban la
respiración de los otros, el quejido y el zumbido de los insectos. Las niñas
más pequeñas proferían ruiditos quejumbrosos, pero no a menudo ni muy
alto. Hasta los bebés de las tribus nómadas estaban acostumbrados al miedo
y al silencio.
En cuanto los soldados las soltaron, haciéndoles gestos amenazadores
para advertirles que no intentasen escapar, las seis niñas se movieron con
pies y manos hasta reunirse y se acurrucaron formando un montón, abrazadas
unas a otras. Tenían las caras hinchadas por las picaduras de los insectos y
una de las bebés parecía aturdida y febril. No había comida, pero ninguna de
las niñas se quejó.
La luz se hundió y abandonó las ciénagas; los insectos guardaron silencio.
De vez en cuando croaba una rana, sobresaltando a los hombres, quienes,
sentados, escuchaban sin hablar.
Dos ten Han señaló hacia el norte: había oído algo, el susurro de la hierba,
no muy lejos.
Volvieron a oírlo. Desenvainaron las espadas tan silenciosamente como
pudieron.
34 LAS NIÑAS SALVAJES

De repente, mientras permanecían arrodillados y forzando la vista entre


las hierbas altas sin dejarse ver, allí donde observaban se izó una bola de luz
tenue y titubeó en el aire sobre las hierbas, se apagó y volvió a brillar con
fuerza. Oyeron una voz que cantaba, aguda y débil. Se les erizó el cabello y
el vello de los brazos al escuchar las palabras sin sentido de la canción, con
las miradas fijas en aquella luz borrosa que oscilaba.
En ese momento, la niña con la que había cargado Bela gritó una palabra. La
mayor, una niña delgada de unos ocho años que había sido una carga pesada
para Dos ten Han, la reprendió con un siseo e intentó hacerla callar, pero la
niña menor repitió la llamada y obtuvo respuesta.
Cantando, hablando y parloteando en un tono estridente, la voz se acercó.
El fuego de la ciénaga se apagó y volvió a encenderse. Las hierbas susurraban
y se agitaban tanto que los hombres, aferrados a sus espadas, se preparaban
para un grupo entero de personas, pero de entre las briznas apareció solo una
cabeza. Una sola niña se acercaba a ellos caminando. No dejaba de hablar, de
pisar con fuerza y de hacer gestos con las manos para mostrar a los otros que
no intentaba sorprenderlos. Los soldados la miraban fijamente, sosteniendo
el peso de sus espadas en las manos.
Aparentaba nueve o diez años. Se acercó un poco más, sin dejar nunca de
dudar pero sin detenerse tampoco, vigilando a los hombres todo el rato pero
URSULA K. LE GUIN 35

hablándoles a las niñas. La niña de Bela se levantó y corrió hacia ella y las
dos se abrazaron con fuerza. Entonces, sin quitar ojo a los hombres, la recién
llegada se sentó con las otras niñas. Allí, ella y la de Dos ten Han hablaron un
poco en voz baja. Sostenía a la niña de Bela sobre el regazo, donde esta se
quedó dormida casi al instante.
—Debe ser la hermana de esa —dijo uno de los hombres.
—Ha debido seguirnos el rastro desde el principio —dijo otro.
—¿Por qué no ha llamado al resto de su gente?
—Quizá le daba miedo.
—O no la han oído.
—O sí.
—¿Qué era esa luz?
—Un fuego de la ciénaga.
—Quizá sean ellos.
Todos callaron, escuchando, esperando. Casi era de noche. Ya estaban
encendiendo las lámparas de la Ciudad del Cielo, que reflejaban las luces de
la Ciudad del Suelo. A los soldados les hacían pensar en esa otra ciudad, que
ahora sentían tan lejana como la que tenían encima, en lo alto. Ya se había
apagado aquel tenue bamboleo de luz. No había más sonido que el suspiro
del viento nocturno entre los juncos y las hierbas.
36 LAS NIÑAS SALVAJES

Los soldados discutieron en voz baja sobre cómo evitar que las niñas se
escaparan durante la noche. Quizá todos pensaron que no les importaría des-
pertar y descubrir que ya no estaban, pero ninguno lo dijo. Dos ten Han dijo
que las más pequeñas no podrían cubrir mucha distancia en la oscuridad. Bela
ten Belen no dijo nada. En vez de eso se sacó el cordón largo de una de las
sandalias, ató un extremo alrededor del cuello de la niña pequeña que se había
llevado y el otro a su propia muñeca; después obligó a la niña a tumbarse y él
se echó a dormir a su lado. Su hermana, la que los había seguido, se tumbó
al otro costado de aquella. Bela dijo:
—Dos, haz guardia tú primero y luego despiértame a mí.
Así pasó la noche. Las niñas no intentaron escapar y nadie llegó por donde
habían venido. Al día siguiente continuaron hacia el sur, pero sobre todo hacia
el oeste, para alcanzar hacia media tarde las Colinas del Día. Las niñas cami-
naban, incluida la de cinco años, y los hombres se iban turnando para cargar
con las bebés, por lo que no llevaban un ritmo rápido pero sí constante. A
lo largo de la mañana la niña del fuego de la ciénaga no dejó de tirarle a Bela
de la túnica, señalando a la izquierda, hacia un lugar pantanoso, gesticulando
como si estuviera arrancando raíces y comiéndoselas. Al no haber comido
nada en dos días, la siguieron. Las niñas mayores se metieron en el agua y
tiraron de la raíz de ciertas plantas de hojas anchas. Empezaron a llevarse a
URSULA K. LE GUIN 37

la boca lo que iban sacando, pero los soldados vadearon hasta ellas, les qui-
taron las raíces fangosas y comieron hasta que tuvieron suficiente. La gente
de la Tierra no come antes de que coma la gente de la Copa. Las niñas no
parecieron sorprenderse.
Cuando por fin hubo conseguido una raíz para sí, la niña del fuego de la
ciénaga se la comió, luego arrancó otra, masticó un poco y se la escupió en
la mano para dar de comer a las bebés. Una de ellas comió ávidamente de su
palma; la otra, no. Yacía en el suelo donde la habían dejado y sus ojos parecían
no ver nada. La niña de Dos ten Han y la del fuego de la ciénaga intentaron
que bebiera agua. No quiso beber.
Dos se plantó frente a ellas y dijo, señalando a la niña mayor: «Vui Handa»,
nombrándola Vui y diciendo que pertenecía a su familia. Bela nombró a la
niña del fuego de la ciénaga Modh Belenda, y a su hermana pequeña, la que
se había echado al hombro, la nombró Mal Belenda. Los otros hombres nom-
braron sus recompensas, pero cuando Ralo ten Bal señaló a la bebé enferma
para nombrarla, la niña del fuego de la ciénaga, Modh, se puso entre él y la
criatura, haciendo enérgicos aspavientos de que no, no, y llevándose la mano
a la boca para indicar silencio.
—¿Qué hace? —preguntó Ralo, el más joven de los hombres, que tenía
dieciséis años.
38 LAS NIÑAS SALVAJES

Modh siguió con su mímica: se tumbó, dejó caer la cabeza y entrecerró


los ojos, como una persona muerta. Se incorporó de un salto, con las manos
en alto como garras y el gesto torcido, y fingió atacar a Vui; después volvió
a señalar a la cría enferma.
Los jóvenes se la quedaron mirando. Parecía querer decir que el bebé se
estaba muriendo. El resto de sus gestos no los entendieron.
Ralo señaló al bebé y dijo: «Groda», que es un nombre que se le da a la
gente de la Tierra que no tiene dueño y que trabaja en los equipos de cultivo.
De nadie.
—Vamos —ordenó Bela, a lo que respondieron comenzando los prepara-
tivos para continuar.
Ralo echó a caminar, dejando a la cría enferma en el suelo.
—¿No coges a tu Tierra? —le preguntó uno de los otros.
—¿Para qué? —contestó.
Modh recogió a la criatura enferma, Vui a la otra y siguieron adelante.
Después de aquello los soldados dejaron que las niñas mayores cargaran con
la enferma, aunque ellos se iban pasando la que estaba bien para poder ir a
mejor ritmo.
Cuando subieron a un terreno más elevado, ya fuera del alcance de los
picotazos de las nubes de insectos y lejos del calor húmedo y pesado de las
URSULA K. LE GUIN 39

ciénagas, los jóvenes se alegraron, sintiéndose ahora casi a salvo; querían


avanzar rápido y volver a la Ciudad. Pero a las niñas, que estaban agotadas,
les costaba subir por las cuestas empinadas de las colinas. Vui, que cargaba
con la bebé enferma, se iba rezagando más y más cada vez. Dos, su dueño,
le daba en las piernas con la cara de la hoja de su espada para que apurara
el paso.
—Ralo, coge a tu Tierra, no podemos parar —dijo.
Ralo se dio la vuelta, enfadado. Cogió a la bebé enferma de brazos de Vui.
La cara se le había puesto grisácea y tenía los ojos medio cerrados, como los
que había puesto Modh en su mímica. Le silbaba un poco la respiración. Ralo
zarandeó a la niña y su cabeza cayó sin fuerza. Ralo la tiró entre los arbustos
altos.
—Pues entonces vámonos —respondió, y arremetió cuesta arriba a paso
rápido.
Vui intentó correr hacia la bebé, pero Dos le impidió acercarse a ella con la
espada, pinchándole las piernas, y la condujo colina arriba por delante de él.
Modh se escabulló y volvió a los arbustos en los que estaba la criatura,
pero Bela se puso delante de ella y la arreó hacia el grupo con la espada. Como
seguía zafándose e intentando volver, Bela la agarró del brazo, le dio una fuer-
te bofetada y la arrastró tras él de la muñeca. Mal los seguía a trompicones.
40 LAS NIÑAS SALVAJES

Cuando perdieron de vista el sitio de los arbustos altos, detrás de una pen-
diente de la colina, Vui empezó a llorar en un grito agudo y prolongado, un plañi-
do, y Modh y Mal también. El plañido cobró fuerza. Los soldados las sacudieron
y golpearon hasta que pararon, pero enseguida empezaron otra vez, todas,
hasta la más pequeña. Los soldados no sabían si estaban lo bastante lejos de
los nómadas y lo bastante cerca de los Campos de la Ciudad como para confiar
en que sus perseguidores no oirían aquel sonido. Avanzaron aprisa, cargando
con las criaturas, tirando de ellas o empujándolas, mientras aquel agudo grito
plañidero los acompañaba como el sonido de los insectos en las ciénagas.
Casi había oscurecido cuando llegaron a la cima de las Colinas del Día. Ol-
vidando cuánto se habían alejado hacia el sur, los hombres esperaban que, al
mirar abajo, allí estuvieran los Campos y la Ciudad. Solo vieron el anochecer
cayendo sobre la tierra, el oeste en penumbra y las luces de la Ciudad del
Cielo que empezaban a brillar.
Se instalaron en un claro, pues todos estaban cansados. Las niñas se acu-
rrucaron juntas y se durmieron casi al instante. Bela prohibió a los hombres
encender un fuego. Tenían hambre, pero había un arroyo colina abajo donde
podían beber. Bela puso a Ralo ten Bal en la primera guardia. Ralo era el
que se había quedado dormido la primera noche de incursión, permitiendo que
escapase Bidh.
URSULA K. LE GUIN 41

Bela se despertó por la noche; tenía frío y echaba en falta su capa, que había
hecho pedazos para fabricar ataduras. Vio que alguien había encendido un pe-
queño fuego y estaba sentado con las piernas cruzadas junto a él. Se incorporó
y dijo «¡Ralo!» con furia, y entonces vio que no era él, sino el guía, Bidh.
Ralo yacía inmóvil cerca del fuego.
Bela desenvainó la espada.
—Se ha dormido otra vez —le dijo el hombre de la Tierra con una amplia
sonrisa.
Bela le dio una patada a Ralo, que roncó una vez y suspiró sin despertarse.
Se levantó de un salto y fue adonde estaban los otros, temiendo que Bidh los
hubiera matado mientras dormían, pero todos tenían sus espadas y estaban
profundamente dormidos. Las niñas dormían en una pequeña pila. Volvió al
fuego y lo pisoteó hasta apagarlo.
—Esa gente está a millas de distancia —dijo Bidh—. No verán el fuego. No
encontraron vuestro rastro.
—¿Dónde te fuiste? —le preguntó Bela al cabo de un rato, receloso, des-
concertado. No entendía por qué había vuelto el hombre de la Tierra.
—A ver a mi gente en la aldea.
—¿Qué aldea?
—La que estaba más cerca de las colinas. Mi gente son los allulu. Vi la
42 LAS NIÑAS SALVAJES

­ enda de mi abuelo desde la cima. Quería ver a mis viejos conocidos. Mi madre
ti
aún está viva, pero mi padre y mi hermano se han marchado a la Ciudad del
Cielo. Hablé con mi gente y les dije que se acercaba una incursión. Os estaban
esperando dentro de las tiendas. Os habrían matado, pero vosotros habríais
matado a algunos de ellos. Me alegré de que pasarais de largo y fuerais a la
aldea de los tullu.
Es adecuado que una Copa le haga preguntas a una persona de la Tierra,
pero no que converse o discuta con ella. Sin embargo, a Bela lo perturbaba
tanto lo ocurrido que opuso:
—La Tierra muerta no va a la Ciudad del Cielo. La Tierra va a la tierra.
—Así es —respondió Bidh educadamente, como ha de hacer un esclavo,
llevándose el puño a la frente—. Mi gente es tonta y se cree que va al cielo,
pero, aunque así fuera, sin duda no irían a los palacios que hay allí. Vagarían
por las partes más silvestres y sucias del cielo. —Y atizó las ascuas por ver
si podía prender alguna, pero el fuego se había extinguido—. Lo que pasa es
que solo pueden subir hasta allí si los entierran. Si no los entierran, su alma
se queda aquí abajo. Entones es de esperar que se conviertan en algo muy
malo, un mal espíritu, un fantasma.
—¿Por qué nos has seguido? —preguntó Bela.
Bidh lo miró perplejo y se llevó el puño a la frente.
URSULA K. LE GUIN 43

—Pertenezco al señor ten Han —dijo­—. Como bien y vivo en una buena
casa. En la Ciudad me respetan por mi hermana y por ser guía. No quiero
quedarme con los allulu. Son muy pobres.
—¡Pero te escapaste!
—Quería ver a mi familia —dijo Bidh—. Y no quería que los mataran. Lo
único que habría hecho sería gritarles para advertirles. Pero me ataste las
piernas. Eso me entristeció mucho. No confiaste en mí. Solo podía pensar en
mi gente y me escapé. Lo siento, mi señor.
—Les habrías advertido. ¡Nos habrían matado!
—Sí —contestó Bidh—, si hubierais ido a su aldea. Pero si me hubierais
dejado guiaros, os habría llevado a la aldea bustu o a la tullu y os habría ayu-
dado a capturar niñas. Esa no es mi gente. Yo nací allulu y soy un hombre de
la Ciudad. El hijo de mi hermana es un dios. Soy digno de confianza.
Bela ten Belen se dio la vuelta y no dijo nada.
Vio la luz de las estrellas en los ojos de una niña. Tenía la cabeza un poco
alzada, observando y escuchando. Era la niña del fuego de la ciénaga, Modh,
que los había seguido para estar con su hermana.
—Esa —dijo Bidh—. Esa también parirá dioses.
44 LAS NIÑAS SALVAJES

II

La hija de Chergo y la primogénita de la ya muerta Ayu, a las que ahora lla-


maban Vui y Modh, susurraban en el gris de la mañana antes de despertarse
los hombres.
—¿Crees que está muerta? —susurró Vui.
—La oí llorar. Toda la noche.
Las dos, aún tumbadas, escucharon.
—Ese la nombró —murmuró Vui en voz muy baja—. Así que puede se-
guirnos.
—Lo hará.
La hermana pequeña, Mal, estaba despierta y escuchaba. Modh la rodeó
con el brazo y susurró:
—Vuelve a dormirte.
No muy lejos, Bidh se incorporó de repente, rascándose la cabeza. Las
niñas se lo quedaron mirando con los ojos muy abiertos.
—Bueno, hijas de tullu —dijo en su lengua, a la manera en la que la habla-
ban los allulu—. Ahora sois gente de la Tierra.
Se lo quedaron mirando sin decir nada.
URSULA K. LE GUIN 45

—Vais a vivir en el cielo en la tierra —dijo—. Mucha comida. Tiendas


grandes y suntuosas en las que vivir. ¡Y no tendréis que ir por el mundo con
vuestra casa a la espalda! Ya veréis. ¿Sois vírgenes?
Al cabo de un momento, asintieron.
—Seguid siéndolo, si podéis —dijo—. Así podréis casaros con dioses. ¡Es-
posos grandes y ricos! Estos hombres son dioses. Pero solo pueden desposar
a mujeres de la Tierra. Así que cuidad de vuestras cerecitas, mantenedlas
alejadas de chicos y hombres de la Tierra como yo, y podréis ser mujeres de
un dios y vivir en una tienda de oro.
Sonrió con burla a sus rostros inmóviles y se levantó para mear sobre las
cenizas frías de la hoguera.
Mientras los hombres de la Copa se despertaban, Bidh llevó a las niñas
mayores al bosque para recolectar bayas de unos matorrales cerca de allí. Les
dejó comer algunas, pero les hizo poner en su gorra casi todo lo que recogían.
Volvió donde los soldados con la gorra llena de bayas y se las ofreció con los
nudillos pegados a la frente.
—¿Veis? —les dijo a las niñas—. Así es como os tenéis que comportar. Los
hombres de la Copa son como bebés y vosotras tenéis que ser sus madres.
Mal, la hermana pequeña de Modh, y las niñas más pequeñas lloraban de
hambre en silencio. Modh y Vui las llevaron a beber al riachuelo.
46 LAS NIÑAS SALVAJES

—Bebe todo lo que puedas, Mal —le dijo Modh a su hermana—. Llénate
la tripa. Eso ayuda.
Después le dijo a Vui:
—¡Bebés que son hombres! —Y escupió—. ¡Hombres que les quitan la
comida a las niñas!
—Haz lo que dice el allulu —dijo Vui.
Ahora sus captores las ignoraban; le habían dejado a Bidh la tarea de cui-
dar de ellas. Era un consuelo que las acompañara un hombre que hablaba su
lengua. Era bastante amable: cargaba con las pequeñas, a veces con dos a la
vez, pues era fuerte. A Vui y a Modh les contó historias sobre el sitio al que
iban. Vui empezó a llamarlo «tío». Modh no le dejaba cargar con Mal y no lo
llamaba de ninguna manera.
Modh tenía once años. Tenía seis cuando su madre murió dando a luz a su
hermana pequeña y siempre había cuidado de esta.
Cuando vio que el hombre dorado cogía a su hermana y corría colina abajo,
corrió tras ellos sin otra cosa en la mente que no perder a la pequeña. Los
hombres iban tan rápido al principio que no pudo seguirles el ritmo, pero no
les perdió el rastro y siguió tras ellos durante todo el día. Había visto cómo
masacraban a sus abuelas y abuelos como a cerdos. Pensó que toda la gente
que conocía en el mundo estaba muerta.
URSULA K. LE GUIN 47

Su hermana estaba viva; ella estaba viva. Con eso bastaba. Le llenaba el
corazón.
Cuando sostuvo a su hermana pequeña en brazos otra vez, fue más que
suficiente.
Pero entonces, en las colinas, el hombre cruel nombró a la hija de Sio y
luego la dejó tirada, y el hombre dorado no le dejó recogerla. Intentó mirar
atrás, hacia los altos arbustos en los que habían echado a la criatura; intentó
ver el sitio para poder acordarse, pero el hombre dorado la golpeó tan fuerte
que se mareó y la empujó y tiró de ella colina arriba tan rápido que la respira-
ción le ardía en el pecho y los ojos se le nublaban de dolor. La hija de Sio se
había perdido. Se iba a quedar allí, perdida entre los arbustos. Los zorros y
los perros salvajes se comerían su carne y romperían sus huesos. La invadió
una sensación terrible de vacío, una oquedad, un agujero de miedo e ira en
el que caía todo lo demás. Nunca podría volver y encontrar a la pequeña y
enterrarla. Los niños no tienen fantasma hasta que los nombran, aunque no
los entierren, pero el cruel había nombrado a la hija de Sio. La había señalado
y le había puesto nombre: Groda. Groda las seguiría. Modh había oído aquel
llanto débil por la noche. Venía de aquel hueco en su interior. ¿Qué podría
llenar ese hueco? ¿Qué podría ser suficiente?
URSULA K. LE GUIN 49

III

Bela ten Belen y sus compañeros no regresaron a la Ciudad triunfantes, pues


no habían luchado con otros hombres; pero tampoco tuvieron que volver de
noche, sigilosamente y por calles secundarias, como de una incursión fallida.
No habían perdido ningún hombre y traían seis esclavas, todas hembras. Solo
Ralo ten Bal volvía sin nada. Los otros bromeaban sobre cómo había perdido
su captura y se había quedado dormido haciendo guardia. Y Bela ten Belen
bromeaba sobre la suerte que tenía de haber pescado dos peces con el mismo
anzuelo, contando cómo los había seguido la niña del fuego de la ciénaga por
voluntad propia para estar con su hermana.
Al pensar en su incursión, se dio cuenta de que en verdad habían tenido
mucha suerte, y que su éxito no se debía a él, sino a Bidh. Si Bidh les hubiera
dicho que lo hicieran, los allulu les habrían tendido una emboscada a los sol-
dados y los habrían matado mucho antes de que estos alcanzaran el poblado
más lejano. El esclavo los había salvado. A Bela su lealtad le parecía natural,
algo de esperar, pero la honró igualmente. Sabía que Bidh y su hermana Nata
se tenían cariño, pero apenas podían verse, ya que Bidh pertenecía a los Han
y Nata a los Belen. Cuando surgió la oportunidad, intercambió a dos de sus
50 LAS NIÑAS SALVAJES

propios esclavos domésticos por Bidh y lo nombró supervisor del recinto de


los esclavos de la casa de Belen.
Bela había ido a capturar esclavas porque quería una niña a la que criar
en la casa con su madre, su hermana y la mujer de su hermano; una niña
pequeña a la que adiestrar y dar forma según sus deseos para, finalmente,
desposarla.
A algunos hombres de la Copa les bastaba con tomar a su mujer de la
Tierra de entre sus propios esclavos o de los barracones de la Ciudad para
hacerle hijos, guardarla en el hanan y olvidarse de ella. Otros eran más quis-
quillosos. La madre de Bela, Hehum, había crecido desde su nacimiento en
un hanan de la Copa, adiestrada para ser esposa de una Copa. Nata, que tenía
cuatro años cuando la capturaron, al principio vivió en los barracones de los
esclavos, pero a los pocos años un mercader de la Raíz, especulando con la
belleza de la niña, intercambió por ella a cinco esclavos varones y la guardó
en su hanan para que no la violaran ni yaciese con ningún hombre hasta que
se la pudiera vender como esposa. La belleza de Nata cobró fama y muchos
hombres de la Copa trataron de casarse con ella. Cuando tenía quince años,
los Belen intercambiaron por ella toda la cosecha de su mejor campo y el uso
de un edificio de la calle del Cobre. Como a su suegra, la trataban con honor
en la casa de Belen.
URSULA K. LE GUIN 51

Al no encontrar, ni en los barracones ni en los hanan, ninguna niña a la


que estuviera dispuesto a mirar y tomar por esposa, Bela había decidido ir a
capturar a una salvaje. Había triunfado doblemente.
Al principio pensó en quedarse con Mal y mandar a Modh a los barraco-
nes. Pero, aunque Mal era encantadora, con ese cuerpecito regordete y esos
ojos grandes de largas pestañas, solo tenía cinco años. No quería sexo con
un bebé, como otros hombres. Modh tenía once años; aún era una niña, pero
no por mucho tiempo. No siempre era hermosa, pero siempre era vivaz. Lo
había impresionado su valentía al seguir tras su hermana. Se llevó a las dos
al hanan de la casa de Belen y pidió a su madre, a su cuñada y a su hermana
que se asegurasen de criarlas como es debido.
Se les hizo raro a las niñas salvajes oír a Nata Belenda decir palabras en
su lengua, pues a sus ojos era una criatura de otra categoría, como Hehum
Belenda, la madre de Bela y Alo, y Tudju Belen, la hermana de estos. Las tres
mujeres eran altas y limpias y de piel tersa, con manos suaves y un cabello
largo y lustroso. Vestían ropa de telarañas de colores, como las flores de pri-
mavera y las nubes al atardecer. Eran diosas. Pero Nata Belenda sonrió y fue
amable e intentó hablarles a las niñas en su propia lengua, aunque recordaba
poco. La abuela Hehum Belenda parecía dura y severa, pero pronto se colocó a
Mal en el regazo para que jugara con el hijo pequeño de Nata. Tudju, la hija de
52 LAS NIÑAS SALVAJES

la casa, fue la que más las impresionó. No era mucho mayor que Modh, pero
le sacaba una cabeza, y esta creyó que iba vestida de luz de luna. Su túnica
estaba hecha de tela de plata, un tejido que solo las mujeres de la Copa podían
llevar. Un pesado cinturón de plata descansaba inclinado sobre su cintura y
le caía hasta la cadera, y de él colgaba una vaina de plata maravillosamente
trabajada. La vaina estaba vacía, pero fingió sacar de ella una espada de aire,
hacer una floritura con ella y lanzar una estocada. Rio al ver que la pequeña
Mal todavía buscaba la espada, pero hizo entender a las niñas que no debían
tocarla; era sagrada, ese día. Lo entendieron.
Viviendo con estas mujeres en la gran casa de Belen empezaron a entender
muchas más cosas. Una de ellas era la lengua de la Ciudad. Dejó de resultarles
tan diferente de la suya y, al cabo de unas pocas semanas, ya la parloteaban
sin problema.
Tres meses más tarde acudieron a su primera ceremonia en el Gran Templo:
la celebración de la mayoría de edad de Tudju. Todas fueron en procesión.
Para Modh era maravilloso salir al aire libre otra vez, pues estaba cansada de
paredes y techos. Al ser mujeres de la Tierra, se sentaron detrás de la corti-
na amarilla, pero pudieron ver a Tudju escoger su espada de una hilera que
colgaba detrás del altar. La llevaría el resto de su vida cada vez que saliera de
la casa. Solo las mujeres nacidas de la Copa llevaban espadas. Nadie más
URSULA K. LE GUIN 53

en la Ciudad tenía permitido portar un arma, salvo los hombres de la Copa


cuando servían como soldados. Modh y Mal lo sabían, ahora. Sabían muchas
cosas, y también que había mucho más que aprender: todo lo que una tenía
que saber para ser una mujer de la Ciudad.
Para Mal fue más fácil. Era lo bastante joven como para que, en poco tiem-
po, las normas y costumbres de la Ciudad se convirtieran para ella en las reglas
que regían el mundo. Modh tuvo que desaprender las normas y costumbres
del pueblo tullu. Pero, igual que con el idioma, algunas cosas le eran más
familiares de lo que parecían al principio. Modh sabía que cuando un hombre
tullu era elegido jefe del pueblo, incluso si ya tenía esposa debía desposar a
una esclava. Aquí, los hombres de la Copa eran todos jefes. Todos tenían que
casarse con mujeres de la Tierra: esclavas. Era la misma regla; solo que, como
todo en la Ciudad, se había hecho más grande y complicada.
En el pueblo había dos clases de personas: tullus y esclavos. Aquí había
tres y no podías cambiarte ni tampoco casarte con gente de tu clase. Estaban
las Copas, que tenían tierra y esclavos, y eran todos jefes, sacerdotes, dioses
en el mundo. Estaba la gente de la Tierra, que eran esclavos. Aunque a una
mujer de la Tierra que desposase a una Copa pudieran tratarla casi como si
también fuera Copa —como a Nata y Hehum—, seguía siendo Tierra. Y luego
estaba la otra gente, las Raíces.
54 LAS NIÑAS SALVAJES

Modh sabía poco sobre las Raíces. No había nadie parecido en su pueblo.
Le preguntó a Nata acerca de ellos y observó lo que pudo desde la reclusión
del hanan. La gente de la Raíz era rica. Supervisaban el cultivo y la cosecha,
los almacenes y los mercados. Las mujeres de la Raíz tenían a su cargo la
construcción de las casas y hacían todas las ropas maravillosas que vestían
las Copas.
Los hombres de la Copa tenían que desposar a mujeres de la Tierra, pero
las mujeres de la Copa, si se casaban, debían hacerlo con hombres de la Raíz.
Cuando le dieron su espada, Tudju también adquirió varios pretendientes,
hombres de la Raíz que venían con paquetes de dulces y esperaban de pie al
otro lado de la cortina del hanan, decían cosas educadas y luego se marchaban
y hablaban con Alo y Bela, los señores de Belen desde que su padre había
muerto en una incursión hacía años.
Las mujeres de la Raíz tenían que desposar a hombres de la Tierra. Había
una mujer de la Raíz que quería comprar a Bidh y casarse con él. Alo y Bela
le dijeron que lo venderían o se lo quedarían, lo que él eligiera. Bidh no lo
había decidido aún.
La gente de la Raíz tenía esclavos y cultivos en propiedad, pero no tierras
ni tampoco casas. Todos los bienes inmuebles pertenecían a las Copas.
URSULA K. LE GUIN 55

—Así que —dijo Modh— las Copas permiten a la gente de la Raíz vivir en
la Ciudad, les dejan alguna que otra casa, a cambio del trabajo que hacen y lo
que sus esclavos cultivan en los campos, ¿es eso?
—Como recompensa por trabajar —la corrigió Nata, que siempre era tierna
y nunca las regañaba—. El Padre del Cielo creó la Ciudad para sus hijos, las
Copas. Y premian a los que trabajan bien dejándolos vivir en ella. Igual que
nuestros dueños, las Copas y las Raíces, nos premian por nuestro trabajo y
obediencia dejándonos vivir, comer y tener cobijo.
Modh no dijo «pero...». Ella veía clarísimo que se trataba de un sistema de
intercambio y que no era un intercambio justo. Venía de un entorno lo bastan-
te alejado de este como para ser capaz de observarlo desde fuera. Y, estando
excluida de la reciprocidad, cualquier esclava podía contemplar el sistema con
ojos incrédulos. Pero Modh no conocía otro sistema, ni la posibilidad de que
tal sistema existiese, que es lo que le habría permitido decir «pero». Tampo-
co Nata sabía nada de esa alternativa, ese espacio posible incluso cuando es
inalcanzable en el cual hay sitio para la justicia, en el que la palabra «pero»
puede pronunciarse y tener significado.
Nata se había comprometido a enseñarles a las niñas salvajes cómo vivir en
la Ciudad, y lo hizo con honesto cuidado y atención. Les enseñó las normas.

56 LAS NIÑAS SALVAJES

Les enseñó lo que creía la gente. Las normas no incluían la justicia, así que
eso no se lo enseñó. Quizás ella no creyese en lo que creía la gente, pero de
igual modo les enseñó cómo vivir con quienes sí. Modh era terca y atrevida
cuando llegó, y a Nata no le habría supuesto ningún esfuerzo dejar que cre-
yese que tenía derechos, animarla a rebelarse y luego ver como la azotaban
o la mutilaban o la mandaban a los campos donde la pondrían a trabajar hasta
morir. Algunas esclavas lo habrían hecho. Nata, a quien habían tratado con
amabilidad durante casi toda su vida, era amable con los demás. Cariñosa por
naturaleza, envolvió a las niñas con su cariño. Su propio hijo era una Copa,
estaba orgullosa de su pequeño dios, pero también quería a las niñas salvajes.
Le gustaba oír a Bidh y a Modh hablar en la lengua de los nómadas, como
hacían a veces. Mal ya la había olvidado para entonces.
Mal pronto creció y su cuerpo regordete dio paso a una delgadez como la
de Modh. Tras un par de años en la Ciudad, ambas niñas eran muy diferentes
a las duras fierecillas que había capturado Bela ten Belen en la incursión. Eran
esbeltas, de aspecto delicado. Comían bien y vivían suave. Quizás ahora no
habrían podido mantener el ritmo cruel de la huida de sus captores a la Ciudad.
Hacían poco ejercicio, salvo cuando bailaban, y no tenían ningún trabajo que
hacer. Las familias de la Copa que eran conservadoras, como la de los Belen,
URSULA K. LE GUIN 57

no dejaban a sus esposas esclavas realizar ningún trabajo indigno de ellas, y


todos los trabajos eran indignos de una Copa.
Modh habría enloquecido de aburrimiento si la abuela no la hubiera deja-
do correr y jugar en el jardín del recinto, y si Tudju no le hubiera enseñado
esgrima y a bailar con la espada. Tudju adoraba su espada y el arte de usarla,
que estudiaba cada día con una sacerdotisa de más edad. Equipó a Modh con
una espada de bronce sin filo para practicar y le transmitía todo lo que iba
aprendiendo, para así tener una compañera con la que entrenarse. La espada
de Tudju estaba extremadamente afilada, pero ya era hábil con ella y no hirió
a Modh ni una sola vez.
Tudju no había aceptado todavía a ninguno de los pretendientes que venían
a murmurar al otro lado de la cortina amarilla del hanan. Imitaba sin piedad a
los hombres de la Raíz después de que se marcharan, haciendo que todo el
hanan se sacudiera de risa. Decía ser capaz de olerlos antes de que aparecie-
ran: el de las acelgas cocidas, el de la caca de gato, el de los pies de viejo... Le
contó a Modh, en secreto, que no tenía intención de casarse, sino que sería
sacerdotisa y jueza-consejera. Pero eso no se lo contaba a sus hermanos. Bela
y Alo esperaban sacar buen provecho del matrimonio de Tudju, en forma de
suministros de comida y ropas; llevaban una vida cara, como correspondía
58 LAS NIÑAS SALVAJES

a las Copas. Las despensas y baúles de vestir de la casa de Belen llevaban


­demasiado tiempo abasteciéndose mediante trueques de alquileres por bienes.
Solo Nata había costado veinte años de renta de su mejor propiedad.
Modh hizo amigas entre las esclavas Belenda y les tenía mucho cariño a
Tudju, a Nata y a la vieja Hehum, pero a nadie quería como a Mal. Mal era todo
lo que le quedaba de su antigua vida y en ella amaba todo lo que había perdido
de sí misma. Quizá Mal siempre hubiera sido lo único que tenía: su hermana,
su hija, la criatura a su cargo, su alma.
Ahora sabía que a la mayoría de su gente no la habían matado, que su
padre y todos los demás estarían, sin duda, siguiendo su itinerario anual a
través de las llanuras, las colinas y las ciénagas; pero nunca pensó seria-
mente en intentar escapar y encontrarlos. Se habían llevado a Mal, ella la
había seguido. No podía volver. Y, como les había dicho Bidh, aquí tenían
una vida grande y rica.
No pensaba en las abuelas y abuelos asesinados en la tierra, ni en la hija
de Dua, a la que habían decapitado. Todo eso lo había visto y a la vez, no; lo
que vio fue a su hermana. Su padre y los demás habrían enterrado a toda esa
gente y les habrían cantado las canciones. Ya no estaban aquí. Iban por los
caminos brillantes y oscuros del cielo, bailando allá arriba en los luminosos
círculos de tiendas.
URSULA K. LE GUIN 59

No odiaba a Bela ten Belen por dirigir el asalto, matar a la hija de Dua,
robarlas a Mal y a ella y a las otras. Eso hacían todos los hombres, los nóma-
das y los de la Ciudad. Asaltaban poblaciones, mataban a gente, se llevaban
comida, esclavos. Así eran los hombres. Igual de estúpido sería odiarlos que
amarlos por ello.
Pero había una cosa que no debió ser, que no debería ser y sin embargo
era, continua e infinitamente; esa cosa pequeña, esa nada que cuando la re-
cordaba hacía que todo lo demás, toda la grandeza y la abundancia de la vida,
se encogiese hasta ser como la carne marchita de una nuez podrida, la mancha
amarilla de una mosca espachurrada.
Era de noche cuando lo sabía y Mal también, ambas en su cama mullida
con sábanas de telaraña, en la oscura protección de la casa, cálida y rodeada
de muros altos: Mal cogiendo aire, el escalofrío que le bajaba a ella por los
brazos, ¿lo oyes?
Se aferraban la una a la otra, escuchando, oyendo.
Por la mañana, Mal estaba lánguida y le pesaban los párpados, y si Modh
intentaba hacerla hablar o jugar se echaba a llorar, y Modh al final se sen-
taba con ella y la abrazaba y lloraban juntas, un llanto infinito, inútil, seco,
mudo. No podían hacer nada. La criatura las seguía porque no sabía a quién
más seguir.
60 LAS NIÑAS SALVAJES

Ninguna de las dos se lo contaba a nadie de la casa. No tenía nada que ver
con aquellas mujeres. Era suya. Su fantasma.
A veces Modh se incorporaba por la noche y decía en un fuerte susurro:
«¡Chsss, Groda! ¡Chsss, calla!». Y quizá se hiciera el silencio durante un rato.
Pero el débil lamento siempre volvía.
Modh no había visto a Vui desde que llegaron a la Ciudad. Vui era de los
Han, pero no la habían tratado como a Modh y a Mal. Dos ten Han hizo un
trueque con una Raíz corredora de esposas por una bonita muchacha; Vui era
una de las esclavas que intercambió por esa esposa. Si aún estaba viva, no
vivía donde Modh pudiera acceder a ella o recibir noticias. Al mirarla desde
las colinas, como la vio aquella única vez, la Ciudad no parecía muy grande
en la gran inclinación y distancia de los campos y los prados y bosques que
se extendían hacia el oeste; pero cuando se vivía en ella, era tan infinita como
las llanuras. Podías perderte. Vui se había perdido.
Modh se hizo mujer más tarde de lo que era acostumbrado en la Ciudad:
tenía catorce años. Hehum y Tudju celebraron su ceremonia en la sala de culto
de la casa, un día entero de rituales y cantos. Le dieron ropa nueva. Cuando
todo terminó, Bidh fue hasta la cortina amarilla del hanan, la llamó y le puso
en las manos una bolsita de piel de ciervo, cosida de forma muy rudimentaria.
La miró con extrañeza. Bidh dijo:
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—En mi aldea, el tío le regala un delu a la niña.


Bidh se volvió para irse, pero Modh le agarró la mano y le dio las gracias,
emocionada, pues aún recordaba la costumbre y sabía perfectamente el riesgo
que había corrido al hacerle aquel regalo. La gente de la Tierra tenía prohibido
coser. Coser era patrimonio exclusivo de la Raíz. Al esclavo que descubrieran
con aguja e hilo podían cortarle la mano. Como su hermana Nata, Bidh tenía
buen corazón. Tanto Modh como Mal ya lo llamaban «tío» desde hacía años.
Para entonces Nata ya le había dado a Alo ten Belen tres hijos que serían
sacerdotes y soldados para la casa de Belen. Alo iba casi todas las noches a
jugar con los pequeños y llevarse a Nata a sus habitaciones, pero a Bela lo
veían poco por el hanan. Su amigo Dos ten Han le había dado una concubi-
na, una mujer bonita, coqueta y experimentada que lo mantuvo satisfecho
durante mucho tiempo. Se había olvidado de las hermanas nómadas, había
perdido interés en sus planes de educarlas. Sus días transcurrían tranquilos
y alegres. A medida que pasaron los años, las noches también se volvieron
más tranquilas. A Modh ya casi nunca la invadía el llanto y solo lo hacía en un
sueño del cual podía despertar.
Pero, cuando se despertaba de esa manera, siempre veía los ojos de Mal
abiertos de par en par en la oscuridad. No se decían nada, pero se abrazaban
hasta quedarse dormidas otra vez.
62 LAS NIÑAS SALVAJES

Por la mañana, Mal casi parecía la misma de siempre y Modh no decía nada,
temiendo disgustarla o que por acción suya el sueño no fuera tal cosa.
Entonces las cosas cambiaron.
Bela y Alo llamaron a su hermana Tudju. Estuvo fuera todo el día y volvió
al hanan con expresión feroz y distante, toqueteando la empuñadura de su
espada de plata. Cuando su madre fue a abrazarla, Tudju la hizo apartarse con
un gesto. Después de todos estos años con Tudju en el hanan, había sido
fácil olvidar que era una mujer de la Copa, la única Copa entre ellas; que la
cortina amarilla era para separarlas a ellas, no a Tudju, de las partes sagradas
de la casa; que ella misma era un ser sagrado. Pero ahora tenía que ejercer
su derecho de nacimiento.
—Quieren que me case con ese gordo de la Raíz para quedarse con su
tienda y sus telares en la calle de la Seda —dijo—. Pues no lo haré. Me voy a
vivir al Gran Templo. —Y miró alrededor, a todas ellas, a su madre, su cuña-
da, Mal, Modh, las otras esclavas—. Todo lo que allí me den, lo enviaré aquí,
pero le he dicho a Bela que si entrega un solo dedo de tierra por esa mujer
que se le ha antojado, no enviaré nada del Templo a casa. Puede irse a cazar
esclavas otra vez para darle de comer. Y vosotras —dijo volviendo a mirar a
Mal y a Modh—, no lo perdáis de vista. Ya es hora de que se vaya casando.
64 LAS NIÑAS SALVAJES

Bela había intercambiado hacía poco a su concubina y al hijo de la ­Tierra


que esta le había dado por campos de cultivo —un buen negocio—, y poco
después ofreció casi la misma cantidad por otra mujer que le había gustado.
No era una cuestión de matrimonio, pues una mujer de la Tierra, para casar-
se, debe ser virgen, y la mujer que él quería había sido propiedad de varios
hombres. Alo y Tudju habían impedido el trato, que Bela no podía cerrar
sin su consentimiento. Ya era hora, decía Tudju, de que Bela contemplase
la idea de su sagrada obligación de casarse y engendrar niños del cielo en
una mujer de la tierra.
Así pues, Tudju se marchó del hanan y de la casa para servir en el Gran
Templo y solo volvía a veces en visitas formales. Por las noches la sustituyó
su hermano Bela. Adusto e inquieto, como un perro atado a una cadena, apa-
recía disimuladamente por detrás de Alo y miraba corretear a los niños y los
juegos y danzas de las esclavas.
Era un hombre alto, guapo, ágil y bien musculado. Desde el primer día
que lo vio, en el horror y la carnicería de la incursión, para Modh había sido
el hombre dorado. Había visto muchos otros hombres dorados en la Ciudad
desde entonces, pero él fue el primero, el modelo.
No le tenía miedo, más allá de la cautela que una esclava debe sentir hacia
su amo; estaba consentido, por supuesto, pero no era caprichoso ni cruel; ni
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siquiera cuando se enfurruñaba descargaba su mal genio sobre sus esclavos.


Mal, por el contrario, retrocedía ante él presa de un pavor incontrolable. Modh
le decía que estaba siendo una tonta. Bela era casi tan bueno como Alo, y Mal
confiaba en Alo plenamente. Mal simplemente negaba con la cabeza. Nunca
discutía y sufría en extremo cuando discrepaba con su hermana en algo, pero
no podía ni intentar no temer a Bela.
Mal tenía trece años. Tuvo su ceremonia (y a ella también le dio Bidh, en
secreto, una pequeña y rudimentaria «bolsa de alma»). Aquel día por la noche
se puso sus nuevos ropajes. La gente de la Tierra, aun cuando vivieran con
Copas, no podían llevar prendas cosidas, solo cortes de tela; pero hay muchas
formas elegantes de plegar y recoger material sin forma y, aunque no pudiera
hacérsele un dobladillo a la seda de araña, sí podían hacerse con ella delicados
flecos y borlas. Las prendas de Mal eran de seda sin teñir, con un sobrevelo
verde azulado, tan fino que era transparente.
Cuando entró, Bela levantó la vista, la miró y no dejó de mirar.
Modh se levantó de repente, sin plan ni previsión, y dijo:
—¡Señores, amos! ¿Me permitís danzar para el festival de mi hermana?
Apenas esperó a que dieran su consentimiento; en lugar de eso, habló con
Lui, que tocaba los tambores de tablilla para las bailarinas. Después corrió a su
cuarto a por la espada de bronce que Tudju le había dado y el velo pálido del
66 LAS NIÑAS SALVAJES

color de las llamas que le habían entregado en su festival. Volvió corriendo


con el velo flotándole alrededor.
Lui tocó los tambores; Modh bailó. Nunca había bailado tan bien. Nunca
había bailado como ahora, con toda la precisión feroz y formal de la danza
de la espada, pero también con un algo salvaje, un toque de amenaza en su
manejo de la hoja, una síncopa sexual al son de los tambores que hizo que el
ritmo de Lui se volviera cada vez más rápido e intenso, de modo que la danza
se condensaba más y más, como una llama, cada vez más caliente y más viva,
mientras el velo translúcido flotaba, se arremolinaba ante los rostros de los
espectadores.
Cuando terminó, Bela dijo:
—¿Cuándo has aprendido a bailar así?
—Bajo tu mirada —respondió ella.
Él rio, un poco incómodo.
—Ahora que baile Mal —dijo, buscándola en la estancia.
—Está demasiado cansada para bailar —dijo Modh—. Los ritos fueron lar-
gos. Se cansa con facilidad. Pero bailaré yo otra vez.
Con un gesto rápido de la mano, Bela le indicó que siguiera bailando. Modh
miró a Lui y asintió; esta sonrió de oreja a oreja y empezó a tocar el compás
vacilante y sugerente de la danza lenta conocida como mimei. Modh se puso
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los cascabeles de tobillo que Lui guardaba con sus tambores; se dispuso el
velo de manera que le cubriera la cara, el cuerpo y los brazos, dejando al
descubierto solo los tobillos con las ajorcas tintineantes y los pies desnudos.
Comenzó la danza: sus pies trazaban un movimiento sutil y constante, el
cuerpo se mecía a medida que se intensificaban el ritmo y los movimientos.
Veía a través de la gasa sedosa; veía la erección dura bajo la túnica de seda
de Bela; veía cómo le latía el corazón en el pecho.
Después de aquella noche Bela empezó a seguir a Modh tan de cerca que el
problema ya no era llamar su atención, sino evitar que el hombre consiguiera
quedarse a solas con ella y la violara. Hehum y las otras mujeres se asegura-
ban de que Modh nunca estuviera sola, pues estaban ansiosas por que Bela
la desposara. A todas les gustaba Modh y a la casa de Belen no le costaría
nada. Al cabo de unos pocos días Bela declaró su intención de casarse con
Modh. Alo dio su consentimiento con gusto y Tudju acudió desde el Templo
a oficiar los ritos nupciales.
Todos los amigos de Bela fueron a la boda. Se había retirado la cortina
amarilla de la sala de danza; ahora solo ocultaba los dormitorios de las mujeres.
Por primera vez en siete años, Modh vio a los hombres que habían parti-
cipado en la incursión. El hombre que recordaba como el grande era Dos ten
Han; Ralo ten Bal era el cruel. Intentó mantenerse lejos de Ralo, pues verlo la
68 LAS NIÑAS SALVAJES

llenaba de inquietud. El más joven de los hombres, había cambiado más que
los demás y, sin embargo, su actitud era infantil e irritable. Bebía mucho y
bailaba con todas las esclavas jóvenes.
Modh se compadecía de su desgracia pero no se preocupó por su seguri-
dad, ni siquiera entre hombres borrachos. Hehum y Alo no dejarían que nadie
tomara su virginidad, que era su valor como novia.
Bela no se separó mucho de Modh en ningún momento, salvo cuando esta
bailaba. Bailó dos de las danzas de la espada y después la mimei. Los hombres
la miraban sin respiración mientras Bela los miraba tanto a ellos como a Modh,
entre tenso y triunfal.
—¡Suficiente! —dijo en voz alta justo antes del final de la danza del velo,
quizá para demostrar que era el amo incluso de esta llama de mujer, quizá
porque no podía contenerse.
Modh paró al instante y se quedó quieta, aunque el tambor siguió latiendo
unos pocos compases más.
—Ven —dijo Bela.
Modh sacó la mano de dentro del velo, él la tomó y la condujo fuera del gran
vestíbulo, a sus aposentos. Tras ellos hubo risas y comenzó una nueva danza.
Fue un buen matrimonio. Encajaban bien. Ella era lo bastante sabia para
obedecer inmediatamente todas las órdenes que él le daba, sin resistencia
URSULA K. LE GUIN 69

alguna; pero nunca se adelantaba a sus órdenes ni preveía sus deseos, mi-
mándolo y malcriándolo como habían hecho la mayoría de las esclavas que
él conocía. Bela sentía en ella una inflexibilidad que le permitía ser obediente
pero nunca servil. Era como si, en el alma, él le fuera indiferente, a pesar de
lo que hicieran sus cuerpos; Bela podía llevarla al éxtasis sexual o, si quisiera,
hacer que la torturaran, pero nada que él hiciera la cambiaría, nada la hollaría;
era como una gata salvaje o una zorra, no se la podía domar.
Esta impasibilidad mantenía a Bela atraído por ella, intentando reducir la
distancia. Modh, su fierecilla, su raposa, lo fascinaba. Con el tiempo también
se hicieron amigos. Tenían vidas aburridas; descubrieron que se hacían buena
compañía.
De día él estaba fuera, naturalmente: aún jugaba a veces en las canchas de
pelota con sus amigos, cumplía con sus deberes sacerdotales en los templos
y acudía con creciente frecuencia al Gran Templo. Tudju quería que se incor-
porase al Consejo. La hermana tenía una influencia considerable sobre Bela
porque ella sabía lo que quería y él no. Él nunca había sabido lo que quería. No
había mucho que a un hombre de la Copa pudiese faltarle. Se había imaginado
como soldado hasta que dirigió la incursión al otro lado de las Colinas del Día.
Aunque había sido fructífera, en cuanto a que habían capturado esclavas y
vuelto a casa sanos y salvos, no soportaba acordarse de la matanza, de ­cuando
70 LAS NIÑAS SALVAJES

se escondieron, de la prueba de su propia ineptitud, los días y noches de mie-


do, confusión, asco, agotamiento y vergüenza. Así que no había nada más que
hacer que jugar en las canchas de pelota, oficiar los ritos y beber, y bailar. Y
ahora estaba Modh. Y sus propios hijos por venir. Y, tal vez, si Tudju seguía
insistiéndole, se convertiría en consejero. Era suficiente.
A Modh le costaba hacerse a dormir junto al hombre dorado y no junto
a su hermana. Se despertaba en plena oscuridad y nada era como debía ser,
ni el peso de la cama, ni el olor, ni nada. En esos momentos quería estar con
Mal, no con él. Pero durante el día volvía al hanan con Mal y con las otras,
igual que antes, y Bela llegaba siempre por la tarde. Todo habría ido bien así,
no habría pasado nada, de no haber sido por Ralo ten Bal.
Ralo se fijó en Mal la noche de la boda, cabizbaja, sin separarse de Hehum,
cubierta por el velo azul que era como un velo de lluvia. Se acercó hasta ella
e intentó hacerla hablar o bailar; ella se encogió, estremecida y tiritando. No
quería hablar ni levantar la vista. Él le puso un pulgar bajo la barbilla para
hacerle alzar el rostro y, al hacerlo, Mal sintió una arcada, como si fuera a
vomitar, y se quedó clavada en el sitio, tambaleándose. Hehum interfirió:
—Señor amo ten Bal, está intacta —dijo, con la severa dignidad de su
posición como madre de dioses.
Ralo se rio y retiró la mano, diciendo como un bobo:
URSULA K. LE GUIN 71

—Bueno, pues ya la he tocado yo.


Al cabo de unos pocos días llegó de los Bal una oferta por ella. No era una
buena oferta. La pedían como muchacha esclava, como si no fuera casadera,
y el trueque no era más que la cosecha del cultivo de uno de los terrenos de
grano de los Bal. Dada su riqueza y la relativa pobreza de los Belen, era insul-
tante. Alo y Bela se negaron, sin explicación ni disculpa, con altivez. Modh
sintió un profundo alivio cuando Bela se lo contó. La llegada de la oferta le
había sentado como un golpe. ¿Había seducido a Bela para alejarlo de Mal y
de inmediato hacerla presa de un hombre al que temía aun más que a Bela,
­y con más razón? Intentando proteger a su hermana, ¿la había expuesto a un
peligro aún mayor? Fue corriendo donde Mal a contarle que habían rechaza-
do la oferta de los Bal y, al hacerlo, rompió a llorar de culpa y de alivio. Mal
no lloró; recibió la buena noticia sin decir mucho. Había estado muy callada
desde la boda.
Mal y Modh pasaban todo el día juntas, como siempre habían hecho. Pero
no era igual; no podía serlo. El marido se interpuso entre las hermanas. No
podían compartir su sueño.
Pasaron los días y los festivales. Modh ya se había quitado a Ralo ten Bal
de la cabeza cuando un día se presentó en casa con Bela, después de jugar
en las canchas de pelota. Bela no parecía cómodo con el hecho de dejarlo
72 LAS NIÑAS SALVAJES

entrar en la casa, pero no tenía ninguna razón para no hacerlo. Bela entró en
el hanan y le dijo a Modh:
—Viene con la esperanza de verte bailar otra vez.
—¿No lo irás a traer detrás de la cortina?
—Solo hasta la sala de danza.
Bela la vio fruncir el ceño, pero no estaba acostumbrado a leer expresiones.
Esperó a obtener respuesta.
—Bailaré para él —dijo Modh.
Le dijo a Mal que se quedase en los dormitorios del hanan. Mal asintió.
Estaba reducida, delgada, cansada. Rodeó a su hermana con los brazos.
—Ay, Modh —dijo—. Eres valiente, eres buena.
Modh se sentía espantada y llena de odio, pero no dijo nada, solo abrazó
fuerte a Mal, inspiró el olor dulce de su pelo y volvió a la sala de danza.
Modh bailó y Ralo alabó su danza. Luego dijo lo que ella sabía que había
estado esperando para decir desde el momento en que había llegado:
—¿Dónde está la hermana de tu esposa, Bela?
—No se encuentra bien —dijo Modh, aunque no correspondía a una mujer
de la Tierra contestar a una pregunta que una Copa le hacía a otra.
—No está muy bien hoy —dijo Bela, y Modh le habría besado de los ojos
a los pies por escucharla, por repetir sus palabras.
URSULA K. LE GUIN 73

—¿Enferma?
—No sé —respondió Bela, flaqueando. Miró a Modh.
—Sí —dijo ella.
—Pero quizá podría salir un momento a enseñarme sus bonitas cejas.
Bela miró a Modh otra vez. Ella no dijo nada.
—No tuve nada que ver con ese estúpido mensaje que te mandó mi padre
por ella —dijo Ralo. Miró a Bela, después a Modh y de nuevo a aquel, son-
riéndose, consciente de su poder—. Padre me oyó hablar de ella. Solo quería
regalarme un capricho. Debes perdonarlo. Pensaba que era una chica de la
Tierra cualquiera.
Volvió a mirar a Modh e insulso, malicioso, dijo:
—Trae a tu hermana pequeña solo un momento, Modh Belenda.
Bela la miró y asintió. Ella se levantó y fue tras la cortina amarilla.
Se quedó unos minutos plantada en el vestíbulo vacío que conducía a los
dormitorios y después volvió a la sala de danza.
—Perdóname, señor amo Bal —dijo con su voz más dulce—; la mucha-
cha tiene fiebre y no puede levantarse para acudir a tu llamada. Hace mucho
tiempo que no se encuentra bien. Lo lamento muchísimo. Podría enviar a una
de las otras chicas.
—No. Quiero a esa —dijo Ralo, y siguió hablándole a Bela, ignorando a
74 LAS NIÑAS SALVAJES

Modh—: Te trajiste dos a casa de esa incursión que hicimos. Yo no conseguí


ninguna. Compartí el peligro, lo justo es que tú compartas la captura.
Era evidente que había ensayado las frases.
—Sí que conseguiste una —dijo Bela.
—¿De qué hablas?
Bela parecía incómodo.
—Tenías una —dijo, en un tono de voz menos decidido.
—¡Volví a casa sin nada! —chilló Ralo, elevando el tono, acusador—. ¡Y
tú te quedaste con dos! Mira, ya sé que las criaste tú todos estos años, ya sé
que criar niñas es caro. No te pido un regalo.
—Has estado a punto —contestó Bela fríamente, con voz grave.
Ralo ignoró aquello con una risa.
—Simplemente ten en cuenta, Bela, que fuimos soldados juntos —dijo
engatusador, infantil, colocándole un brazo sobre los hombros—. Fuiste mi
capitán. ¡Yo eso no lo olvido! Fuimos hermanos en la lucha. Mira, no solo te
estoy hablando de compartir a la chica. Tú te casaste con una hermana, pues
yo me caso con la otra. ¿Lo has oído? ¡Seremos hermanos en la tierra! ¿Qué
te parece? —rio y le dio a Bela una palmada en el hombro—. ¿Qué te parece?
¡Y a ti no te va a venir nada mal, capitán!
—No es momento de hablar de esto —dijo Bela, digno e incómodo.
URSULA K. LE GUIN 75

Ralo sonrió y dijo:


—Pero pronto, sí, espero.
Bela se puso en pie y Ralo tuvo que retirarse.
—Por favor, hacédmelo saber cuando Cejas Bonitas se encuentre mejor
—le dijo a Modh, con sonrisa maliciosa y mirada penetrante—. Vendré de
inmediato.
Una vez se hubo marchado, Modh no pudo callarse.
—Señor esposo, no le des a Mal. Por favor, no se la des a él.
—No quiero —dijo Bela.
—¡Pues no lo hagas! ¡Por favor!
—Siempre habla así. Fanfarronea.
—Tal vez, pero ¿y si hace una oferta?
—Espera a que la haga —respondió Bela, algo apesadumbrado, pero son-
riente. La atrajo hacia él y le acarició el pelo—. Te preocupas mucho por Mal.
No está enferma en realidad, ¿no?
—No sé. No está bien.
—¡Chicas! —dijo él, encogiéndose de hombros—. Has bailado bien esta
noche.
—He bailado mal. No bailaría bien para ese escorpión.
Eso lo hizo reír.
76 LAS NIÑAS SALVAJES

—Sí que te has saltado la mejor parte del amei.


—Claro que me la he saltado. Eso solo lo quiero bailar para ti.
—Lui ya se ha ido a la cama; si no, te pediría que lo hicieras.
—Ah, no necesito percusionista. Mira, aquí está mi tambor. —Le tomó las
manos y se las puso sobre sus pechos grandes—. ¿Sientes el compás?
Modh se levantó, adoptó la postura, alzó los brazos y empezó a bailar allí
mismo, delante de Bela, hasta que él la agarró y enterró la cara entre sus
muslos. Ella se dejó caer riendo sobre él.
Hehum entró en la sala de danza y retrocedió al verlos, pero Modh se zafó
de su esposo y fue donde la anciana.
—Mal está enferma —dijo Hehum con semblante preocupado.
—Ay, lo sabía, ¡lo sabía! —gritó Modh, convencida al instante de que era
su culpa, de que la mentira se había hecho realidad a sí misma. Corrió a la
habitación de Mal, la que había compartido con ella durante tanto tiempo.
Hehum la siguió.
—Se cubre las orejas —dijo—. Creo que tiene dolor de oídos. Llora y se
tapa las orejas.
Mal se incorporó cuando Modh entró en la habitación. Estaba demacrada
y tenía una expresión salvaje en la cara.
—La oyes, tú la oyes, ¿a que sí? —gritó, tomando a Modh de las manos.
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—No —murmuró Modh—, no. No la oigo. No oigo nada. No hay nada, Mal.
Mal levantó la vista para mirarla.
—Cuando viene él —susurró.
—No —contestó Mal.
—Groda viene con él.
—No. Eso fue hace años, muchos. Tienes que ser fuerte, Mal, tienes que
dejar todo eso atrás.
Mal dejó escapar un sonoro gemido lastimero y se puso las manos de
Modh sobre las orejas.
—¡No quiero oírlo! —chilló, y empezó a sollozar violentamente.
—Dile a mi esposo que pasaré esta noche con Mal —dijo Modh a Hehum.
Sostuvo a su hermana entre sus brazos hasta que se quedó dormida al fin y
luego se durmió ella, aunque le costó, y se despertaba a menudo, siempre
escuchando.
Por la mañana acudió a Bidh y le preguntó si sabía qué hacía la gente —su
gente de la aldea— con los fantasmas.
Bidh pensó.
—Creo que si sabían que había un fantasma en algún sitio, la gente de la
aldea no iba allí. O se cambiaban de lugar. ¿Qué tipo de fantasma?
—Una persona sin enterrar.
78 LAS NIÑAS SALVAJES

Bidh hizo una mueca.


—Se cambiarían de sitio —dijo con certeza.
—¿Y si los siguiera?
Bidh extendió las manos en señal de rendición.
—¡No sé! El sacerdote, el yegug, haría algo, digo yo. Alguna especie de he-
chizo. El yegug sabía de todas esas cosas. Los sacerdotes de aquí, esta gente
de los templos, no saben nada más que sus danzas y sus cánticos y hablar y
hablar. Bueno, ¿y esto a qué viene? ¿Es por Mal?
—Sí.
Bidh hizo la mueca otra vez.
—Pobrecita.
Luego, más alegre, dijo:
—Quizá convendría que se fuera de esta casa.
Pasaron varios días. Mal estaba febril e insomne; todas las noches oía el
llanto del fantasma o temía oírlo. Modh dormía con ella y Bela no se oponía.
Pero una noche, al volver a casa, habló con Alo durante un rato. Al terminar,
los hermanos fueron al hanan. Hehum y Nata estaban con los niños. Los
hermanos mandaron fuera a los críos y pidieron que acudiese Modh. Mal se
quedó en su habitación.
—Ralo ten Bal quiere tomar a Mal por esposa —dijo Alo mirando a Modh.
URSULA K. LE GUIN 79

Adelantándose a todo lo que pudiera decir, añadió—: Le hemos dicho que es


muy joven, que no se encuentra bien últimamente. Dice que no se acostará
con ella hasta que tenga quince años. Se asegurará de que la cuidan y la
cubren de todo tipo de atenciones. Quiere casarse con ella ahora para que
ningún otro hombre pueda disputársela.
—Y subirle el precio —dijo Nata, con una brusquedad inusual en ella.
Nata había sido objeto de una guerra de pujas de esa clase, que era la razón
por la que los Belen prácticamente se habían arruinado para comprarla.
—El precio que ofrecen los Bal ahora no podría igualarlo ninguna casa de
la Ciudad —dijo Alo solemnemente—. Al ver que no estábamos dispuestos, al
instante subieron la oferta y luego la volvieron a subir. Es el precio de novia
más alto que he oído jamás. Más alto que el tuyo, Nata. —Alo miró a su esposa
con una extraña sonrisa, compungida, íntima, a medias entre el orgullo y la
vergüenza. Después miró a su madre y a Modh—. Ofrecen todos los campos
de Nuila. Sus huertos de frutales del oeste. Cinco casas de la Raíz en la
calle de la Muralla. La nueva fábrica de seda. Y regalos: joyas, prendas de
primera calidad, oro. Nos es imposible negarnos —concluyó, mirando al suelo.
—Seremos casi tan ricos como antes —dijo Bela.
—Casi tan ricos como los Bal —dijo Alo, con ese mismo toque compun-
gido en su sonrisa—. Creían que estábamos regateando. Era ridículo. Cada
80 LAS NIÑAS SALVAJES

vez que yo empezaba a hablar, ¡el viejo Loho ten Bal levantaba la mano para
interrumpirme y añadía algo más a la oferta! —Miró a Bela de reojo, que
asintió y rio.
—¿Habéis hablado con Tudju? —preguntó Modh.
—Sí —respondió Bela.
—¿Y ella está de acuerdo? —La pregunta era innecesaria. Bela asintió.
—Ralo no tratará mal a tu hermana, Modh —dijo Alo con tono serio—. No
después de pagar semejante precio por ella. La tratará como a una estatua de
oro. Todos lo harán. Está loco de deseo por ella. Nunca he visto a un hombre
que estuviera tan encaprichado con algo. Es raro, apenas la ha visto, solo en
tu boda. Pero está cautivado.
—¿Quiere casarse con ella ya? —preguntó Nata.
—Sí. Pero no la tocará hasta que tenga quince años. ¡Si se lo hubiéramos
pedido puede que hasta hubiera prometido no tocarla nunca!
—Es fácil prometer —dijo Nata.
—Y si yace con ella, tampoco será el fin del mundo —dijo Bela—. Puede
que le venga bien. Ha estado muy mimada aquí. La malcrías, Modh. Quizá
­lo que le hace falta es un hombre en su cama.
—Pero ese hombre, precisamente... —dijo Modh. Tenía la boca seca y le
pitaban los oídos.
URSULA K. LE GUIN 81

—Ralo también está un poco malcriado. No tiene nada de malo.


—Él... —Se mordió el labio. No podía decir las palabras.
Modh volvió a ver a Bela impidiéndole darse la vuelta para recoger al bebé,
pinchándola con su espada, agarrándola del brazo para tirar de ella. Mal estaba
llorando y trastabillando tras ellos sobre el suelo polvoriento, ascendiendo
por la colina empinada, entre los árboles.
Un silencio incómodo se hizo entre todos los presentes.
—Bien, pues —dijo Alo, en un volumen más elevado del necesario—,
habrá otra boda.
—¿Cuándo?
—Antes del Sacrificio.
Otro silencio.
—No queremos que Mal sufra ningún daño —le dijo Alo a Modh—. Quédate
tranquila, Modh. Díselo.
Modh era incapaz de moverse o hablar.
—No os hemos maltratado a ninguna de las dos —dijo Bela, resentido,
como si contestara a una acusación. Su madre lo miró con el ceño frun-
cido y chasqueó la lengua. Él se ruborizó y jugueteó nerviosamente con
los dedos.
—Ve a hablar con tu hermana, Modh —dijo Hehum.
82 LAS NIÑAS SALVAJES

Modh se levantó. Al ponerse en pie vio que las paredes y los tapices y
las caras se volvían pequeñas y brillantes, destellando con unas luces muy
pequeñas. Caminó despacio y se detuvo a la entrada.
—No soy yo quien ha de contárselo —dijo, oyendo su propia voz muy
lejana.
—Entonces tráela aquí —dijo Alo.
Ella asintió, pero al hacerlo las paredes no dejaban de girar a su alre-
dedor y, al extender la mano para encontrar apoyo, cayó al suelo semin-
consciente.
Bela fue hasta ella y la acunó en sus brazos.
—Raposilla, raposilla —murmuraba.
Modh lo oyó decirle airado a Alo:
—Cuanto antes, mejor.
Se llevó a Modh en brazos a la habitación que compartían y se sentó a su
lado hasta que ella fingió dormirse. Después la dejó sin hacer ruido.
Modh sabía que, por preocuparse, por las noches que había pasado con
Mal, había dejado que su marido tuviera celos de su hermana.
¡Por ella llegué a ti!, le gritaba en el corazón.
Pero no había nada que ella pudiera decir ya que no fuera a hacer aún más
daño.
84 LAS NIÑAS SALVAJES

Cuando se levantó, fue a la habitación de Mal. Mal corrió llorando hacia


ella, pero Modh solo la abrazó, sin hablar, hasta que la niña cesó su llanto.
Luego dijo:
—Mal, no hay nada que pueda hacer. Tienes que soportarlo. Y yo también.
Mal retrocedió un poco y estuvo un rato sin decir nada.
—No puede suceder —dijo entonces, con una especie de certeza—. No
lo permitirá. La criatura no lo permitirá.
Modh tuvo un momento de desconcierto. Llevaba unos días bastante
­segura de que estaba embarazada. Y por un momento pensó que lo estaba
Mal. Luego comprendió.
—No debes pensar en esa niña —dijo—. No era ni tuya ni mía. No era hija
ni hermana nuestra. Su muerte no fue nuestra.
—No, es de él —dijo Mal, y casi sonrió. Acarició los brazos de Modh y se
apartó—. Seré buena, Modh. No debes dejar que esto os preocupe... a ti y a
tu esposo. No es tu problema. No te preocupes. Lo que debe ocurrir ocurrirá.
Con cobardía, Modh se permitió aceptar que Mal la reconfortara. Con más
cobardía aún, se permitió alegrarse de que solo faltaran unos días para la
boda. Entonces lo que debiera ocurrir habría ocurrido. Estaría hecho. Habría
terminado.
URSULA K. LE GUIN 85

Estaba embarazada; les describió los signos a Hehum y Nata. Ambas son-
rieron y dijeron: «Un niño».
Hubo mucho trajín de preparativos para el enlace. La ceremonia tendría lu-
gar en la casa de Belen, que se negó a permitir que los Bal procuraran comida,
bailarinas, músicas o cualquier otro de los lujos que ofrecieron. Tudju sería la
sacerdotisa matrimonial. Llegó con un par de días de antelación para alojarse
en su antiguo hogar y jugó con Modh a practicar con la espada, mientras Mal
las miraba y aplaudía, como hacían de niñas, como ella solía hacer. Mal estaba
delgada y los ojos parecían quedarle grandes, pero fue viviendo el transcurso
de los días con serenidad. Cómo serían sus noches, eso Modh lo ignoraba. Mal
no la llamó. Por la mañana, cuando Modh le preguntaba por la noche, sonreía
y contestaba: «Ya pasó».
Pero la víspera de la boda, Modh se despertó a altas horas de la noche.
Oía a un bebé llorar.
Sintió como a su lado Bela se despertaba.
—¿Dónde está ese niño? —dijo.
La voz sonaba ronca y grave en la oscuridad. Ella no dijo nada.
—Nata debería hacer callar a su mocoso —dijo.
—No es de Nata.
86 LAS NIÑAS SALVAJES

Era un llanto débil y extraño, no eran los berreos de los niños sanos de
Nata. Al principio lo oyeron a la izquierda, como si estuviera en el hanan. Des-
pués, al cabo de un rato, el débil gemido llegó de la derecha, de las estancias
públicas de la casa.
—Quizá sea mi criatura —dijo Modh.
—¿Qué criatura?
—La tuya.
­—¿Qué quieres decir?
—Estoy encinta de tu hija. Nata y Hehum dicen que es un niño. Pero yo
creo que es niña.
—¿Pero por qué llora? —susurró Bela, abrazándola.
Ella se estremeció y lo abrazó también.
—¡No es nuestro bebé! ¡No es nuestro bebé! —gritó.
El bebé aulló toda la noche. La gente se levantó y encendió faroles y cami-
nó por los vestíbulos y corredores de la casa de Belen. No vieron nada; solo
se toparon con las caras asustadas de los demás. A veces aquel llanto débil y
enfermizo cesaba durante un largo rato, pero siempre volvía a empezar. Casi
siempre se oía apagado, como si estuviera lejos, incluso aunque viniese de
la habitación de al lado. Los pequeños de Nata lo oían y gritaban: «¡Haz que
pare!».
URSULA K. LE GUIN 87

Tudju quemó incienso en la sala de rezos y entonó cánticos toda la noche.


A ella aquel gemido apenas perceptible le parecía que llegaba de debajo del
suelo, bajo sus pies.
Cuando salió el sol, la gente de la casa de Belen dejó de oír al fantasma. Se
prepararon para la fiesta nupcial como bien pudieron.
Llegó la gente de la casa de Bal. Sacaron a Mal de detrás de la cortina
amarilla, vestida con voluminosas sedas brocadas sin coser y joyería de oro.
Su velo, que era como lluvia, le rodeaba la cabeza. Parecía muy pequeña
bajo todos aquellos elaborados ropajes, con la espalda recta y la mirada ga-
cha. Ralo ten Bal estaba resplandeciente, vestido de terciopelo abullonado
y cubierto de lentejuelas. Tudju encendió el fuego nupcial y comenzaron
los ritos.
Modh siempre escuchaba, no las palabras que entonaba Tudju. No oyó
nada.
La fiesta tras la boda fue breve, tirante; todo se llevó a cabo con suma for-
malidad. Los invitados se marcharon poco después de la ceremonia, siguien-
do a la novia y al novio a la casa de Bal, donde habría más danzas y música.
Tudju, Hehum, Alo y Nata fueron con ellos por educación. Bela se quedó en
casa. Ni él ni Modh se dijeron casi nada. Se quitaron las galas y se echaron
en silencio sobre la cama, reconfortados por el calor del otro, intentando no
88 LAS NIÑAS SALVAJES

afinar el oído en busca del gemido del bebé. No oyeron nada, solo a los otros
que volvían, y después silencio.
Tudju debía volver al Templo al día siguiente. Por la mañana temprano fue
a los aposentos de Bela y Modh. Modh se acababa de levantar.
—¿Dónde está mi espada, Modh?
—La metiste en el cajón de la sala de danza.
—Ahí está la tuya de bronce, no la mía.
Modh la miró sin decir nada. El corazón empezó a latirle con fuerza.
Se oyó un ruido, gritos, golpes en las puertas de la casa.
Modh corrió al hanan, a la habitación en la que Mal y ella habían dormido,
y se escondió en el rincón con las manos sobre las orejas.
Allí la encontró Bela más tarde. Él la levantó, sujetándola con suavidad de
las muñecas. Modh recordó cómo había tirado así de ella colina arriba a través
de la arboleda.
—Mal ha matado a Ralo —dijo—. Tenía la espada de Tudju escondida bajo
el vestido. La han estrangulado.
—¿Dónde lo mató?
—En la cama de ella —dijo Bela con tono sombrío—. Al final Ralo no cum-
plió sus promesas.
—¿Quién la enterrará?
URSULA K. LE GUIN 89

—Nadie —dijo Bela tras una larga pausa—. Era una mujer de la Tierra.
Asesinó a una Copa. Arrojarán su cuerpo al foso de los carniceros para que
se la coman los perros salvajes.
—Ah, eso no —dijo Modh. Liberó sus muñecas de las manos de Bela—.
No. La enterraremos.
Bela negó con la cabeza.
—¿Vas a dejarlas a todas tiradas en cualquier parte, Bela?
—No puedo hacer nada —dijo él.
Ella se levantó de un salto, pero Bela la alcanzó y la retuvo con su abrazo.
A los otros les dijo que Modh estaba loca de dolor. La tuvieron vigilada en
casa, encerrada bajo llave.
Bidh sabía lo que la preocupaba. Le contó mentiras intentando reconfor-
tarla; le dijo que había ido al foso de los carniceros por la noche, que había
encontrado el cuerpo de Mal y lo había enterrado más allá de los Campos de
la Ciudad. Le dijo que había pronunciado cuantas palabras recordaba de las
que podían decírsele a un espíritu. Describió con vivo detalle la tumba de Mal,
los robles, los arbustos en flor. También le prometió a Modh que la llevaría
allí. Ella escuchó, sonrió y le dio las gracias. Sabía que mentía. Mal venía a ella
todas las noches y se tumbaba a su lado en silencio.
Bela sabía que venía. No intentó volver a esa cama nunca más.
90 LAS NIÑAS SALVAJES

Modh estuvo encerrada en la casa de Belen durante todo su embarazo.


No se puso de parto hasta casi pasado el décimo mes. El bebé era demasiado
grande; no quería nacer, y con su muerte la mató a ella.
Bela ten Belen enterró a su esposa e hijo nonato con los difuntos de los
Belen en los jardines sagrados del Templo, pues, aunque no fue más que una
mujer de la Tierra, tenía un dios muerto en el vientre.
La conversación de los modestos
La conversación de los modestos

La palabra modestia proviene del término latino modestia, que es lo contrario


de superbia, orgullo: lo moderado como opuesto a lo ambicioso, lo desmesu-
rado. Para los romanos, la modestia no era un acto negativo, pasivo, de evitar
el orgullo, sino una virtud activa que precisaba autocontrol y un pensamiento
realista e inteligente.
También tenía otro significado secundario, más restringido, de género. En
una mujer, la modestia significaba la silenciosa deferencia que se le mostraba al
padre / esposo / superior varón de una, además del ejercicio de unos modales re-
traídos específicamente diseñados para no atraer la atención de otros hombres.
Esta connotación de género continuó cercenando y debilitando el signi-
ficado más amplio de la palabra. La mayoría de los hombres, y muchas mu-
jeres, no consideran que una virtud supuestamente propia de estas últimas
sea digna de alabanza por parte de aquellos. Y con la llegada del cristianismo,
aunque los moralistas cristianos denominaron la soberbia un pecado capital,
su contrario no pasó a ser la modestia sino la humildad. Comportarse con
94 LAS NIÑAS SALVAJES

humildad y evitar la arrogancia son asuntos muy diferentes. La humildad es


drástica y, a menudo, muy visible. La modestia no es, ni por asomo, tan sexy
como la humildad; inherentemente ajena a lo extremo, la primera consiste en
gran medida en una evaluación realista de los dones y las posibilidades que
una tiene, un respeto por lo probable y una aversión a la fanfarronería y el
alardeo. Se puede presumir de ser humilde de formas bastante dramáticas,
pero la modestia, por definición, ni se luce ni se puede lucir.
Durante el siglo xx, la palabra pasó totalmente de moda. Hoy en día rara
vez se utiliza en un sentido positivo, salvo como un adjetivo para calificar
algo como «sencillo», y en su mayor parte aparece como un eufemismo de
pequeño o pobre: una casa modesta, medios modestos.
En el polo opuesto, la inmodestia pasó a aplicarse, sobre todo, al compor-
tamiento y el vestir de las mujeres.
Nunca he escuchado la palabra inmodesto aplicada a un atuendo masculino,
ni siquiera a algo tan escandalosamente jactancioso como una bragueta de armar1
o tan incómodamente protuberante como los leotardos de un bailarín de ballet.
1 
En inglés codpiece, prenda masculina utilizada en Europa en los siglos xv y xvi para cubrir
los genitales, dado que las calzas para las piernas dejaban estos expuestos al aire y el jubón
(la prenda que cubría el torso y parte de los muslos), con el tiempo, se fue haciendo más
corto, revelando la zona en cuestión. (N. de la T.)
URSULA K. LE GUIN 95

Cuando las mujeres empezaron a rebelarse contra la jerarquía de género,


las virtudes femeninas asignadas por los jerarcas —el silencio, la deferencia, la
obediencia, la pasividad, la timidez, la modestia— naturalmente pasaron a estar
en tela de juicio y las mujeres se dispusieron a repudiarlas todas con desdén.
Este proceso ya estaba en marcha a finales del siglo xix, prosiguió durante
todo el siglo xx y continúa hoy. Una vez más, una interpretación de género
anegó la idea de modestia como atributo general. Como cualidad admirable,
como virtud humana, la modestia está, a estas alturas, prácticamente muerta.
Me parece una lástima.
Mientras fue una exigencia excesiva o humillante de autorrepresión y com-
portamiento asexual en las mujeres, estas hicieron bien en mofarse y rechazar
la modestia. Pero ¿dónde se obliga a obedecerla a día de hoy? En el islam y
en algunas sectas cristianas conservadoras, supongo. Desde luego, no en la
sociedad occidental en general.
En el campo de la ropa femenina, el concepto de modestia existe como
una especie de limitación del alarde sexual o de la provocación deliberada,
sobre todo como una barrera imaginaria que los diseñadores de ropa no de-
jan de subir y bajar para provocar al espectador, para excitarlo. La apariencia
de modestia física, de hecho, tiene poco que ver con la ropa y mucho con
la costumbre. Una mujer desnuda puede ser absolutamente modesta en su
96 LAS NIÑAS SALVAJES

comportamiento si la desnudez es una norma en su sociedad, mientras que


una mujer completamente vestida puede dar la impresión de expresar una
vanagloria sexual ostentosa y provocadora, si eso es lo que quiere o se espera
de ella, o si la moda textil se lo impone.
En el ruedo político, la modestia ha sido habitualmente más una pose que
una postura. Para la mayoría de los políticos, el exhibicionismo es la norma.
A veces se esfuerzan por fundar su autobombo en unos principios éticos y,
a menudo, no muestran más que un descarado menosprecio por el concepto
de autocrítica realista.
La publicidad —la fanfarronería al servicio de la avaricia— es el gran ene-
migo de la evaluación realista y el respeto por lo probable. En un sistema en
el que se espera del lucro que sea ilimitado, una evaluación realista no es algo
deseable. La publicidad, a día de hoy, marca el tono y el estilo no solo de la
política sino también de buena parte de lo que decimos, hacemos, leemos y
escuchamos. Por lo tanto, la fortaleza de carácter no se determina según un
comportamiento fiable y competente, sino por su correspondencia con demos-
traciones de seguridad en una misma, con despliegues de agresividad. Para
demostrar que es fuerte y está seguro de sí mismo, al presidente de Estados
Unidos se le exige que utilice expresiones como «petarlo». El pavoneo hostil,
conscientemente vulgar, que sugiere la expresión es la esencia de su valor.
URSULA K. LE GUIN 97

(Encuentro especialmente tristes los eslóganes como «Las tías lo petan»


que pueden verse en las pegatinas de algunos coches. Este eslogan protes-
ta contra la antigua idea de una virginidad modesta al servicio del hombre, o
contra la cruel demanda de que las mujeres negras sean humildes y serviles.
Pero una amenaza de violencia tan insulsa e indiscriminada fracasa en sus
intenciones: no evoca ningún orgullo, no es una llamada a la acción, no es
más que un eslogan publicitario.)
Para un artista, si interpretamos la modestia como un retraimiento, una es-
casa predisposición a exhibir su trabajo o su persona, se trata de una virtud tan
dudosa que llega a ser una desventaja. El arte es espectáculo, es exhibición.
La inseguridad en uno mismo puede sofocar un verdadero don, de la misma
manera que, utilizada con astucia, la seguridad puede hacer que un talento
mediocre acabe adquiriendo fama. Pero si se la interpreta no como un retrai-
miento o como una forma de discreción, sino como una falta de arrogancia,
una evaluación realista del trabajo por hacer y de la capacidad que se tiene para
realizarlo, podríamos decir que la modestia es una de las principales virtudes
de los artistas sobresalientes. Podríamos confundirla con arrogancia, porque
era tan inmensa la conciencia de estos artistas sobre sus capacidades, que
no temían hacer aquello para lo que nadie antes había tenido el valor. Pero
conocer tus propios límites y trabajar en esa dirección no es arrogancia, sino
98 LAS NIÑAS SALVAJES

grandeza de espíritu. Conduce a la certeza inmensa, libre de presunción, de


un Shakespeare, un Rembrandt o un Beethoven. A su lado, los artistas fanfa-
rrones, los grandes egos, los Wagner y los Picasso, empequeñecen.
Publicitarse a sí mismo anunciando la subversión que supone el propio
trabajo, hacer un espectáculo del derrocamiento audaz de los convenciona-
lismos, adoptar un estilo por pura novedad, por escandalizar o por burlarse
cínicamente de un estilo más antiguo: todas ellas son estratagemas que los
artistas empezaron a utilizar en el siglo xix. Ahora son habituales y gozan de
éxito especialmente en la arquitectura, la pintura y la escultura. Los escritores
y compositores que intentan semejantes inmodestias no siempre consiguen
el aplauso complaciente que se les ofrece a los artistas plásticos. Sus precios
son más bajos y sus críticos actúan con menos complicidad.
La obra de arte cumbre sobre la modestia, vista como un rasgo básico de la
personalidad, es la novela de Jane Austen que quienes adoran Emma no suelen
adorar en absoluto. La moralidad del relato sobre una muchacha con ínfulas a
la que ponen en su lugar es simple, reconocible y grata para todo el mundo.
La moralidad de Mansfield Park no es simple, no es reconocible y no les es
grata a quienes consideran la extraversión una norma deseable y la confianza
en una misma una virtud sin límites. El hecho de que una muchacha pueda
ser modesta, real, verdadera, auténticamente modesta —es decir, que evalúe
URSULA K. LE GUIN 99

su situación de forma realista, que elija el comportamiento apropiado en esa


situación y que mantenga esa posición hasta el final frente a una oposición
extremadamente poderosa—, les resulta a muchos lectores algo tan extraño,
antinatural incluso, que no pueden sino tacharla de hipócrita. El defecto de
Fanny no es la falsedad, sino una excesiva falta de confianza en sí misma,
nada sorprendente si se tiene en cuenta cómo la han educado. Su realismo
fracasa; se equivoca al valorar sus capacidades. Al mismo tiempo, se ciñe a
la realidad como buenamente puede, con una tenaz transparencia en cuanto
a sus propósitos, que es exactamente lo contrario de la hipocresía. A mí me
parece fascinante, entrañable, una verdadera heroína.
Me da la impresión de que las personas responden de forma positiva a la
modestia y que les molesta percibir arrogancia y soberbia —aunque las so-
porten en exceso sin quejarse—, o que incluso estas llegan a impresionarlas,
probablemente porque buena parte de la gente es, de hecho, modesta. Se
aceptan como personas ordinarias, calculan su propio valor sin inflarlo —o sin
subestimarlo, cosa que conduce a la debilidad y al servilismo—, no dan por
hecho que no tienen nada que aprender, así que están dispuestas a escuchar.
Carecen de la convicción fatal de disponer de una superioridad innata.
Por lo tanto, son personas que con demasiada frecuencia están dispuestas
a escuchar a gente que pretende un estatus de superioridad: los presentadores
100 LAS NIÑAS SALVAJES

de noticias; los tertulianos gritones; los papas, curas y ayatolás; los publicis-
tas, los sabelotodo. El punto débil de la modestia es que puede permitir la
arrogancia de otras personas. Su punto fuerte es que, a la larga, la arrogancia
no la engaña.
Creo que aún hay mucha gente que sigue considerando la modestia una
virtud y, como tal, la practican, aunque no utilicen la palabra en sí. Estoy
pensando en conversaciones del día a día: carpinteros trabajando juntos en
una pieza, secretarias charlando en un descanso, personas tomándose una
cerveza o cenando juntas y hablando de lo que sea que les interesa o de lo
que saben. Me da la impresión de que en estas situaciones, un comporta-
miento modesto es la norma. El garrulismo autoritario de cuando hablo de
que me salió la Honda a precio de ganga, de mi viaje a Oaxaca, de mi increíble
vida sexual, de mi relación especial con Jesús, etc., se soporta y se escucha
con más o menos educación, especialmente cuando son las mujeres las que
escuchan a los hombres. Pero, al final, la verdadera conversación sortea a la
soberbia y continúa su camino, reconectándose intacta al otro lado, como el
agua que fluye alrededor de una roca. La conversación de los modestos es lo
que mantiene unidas a las personas de a pie. Es lo contrario de la publicidad:
es comunión.
Epílogo
Ciencia ficción y feminismo
Ciencia ficción y feminismo

Aquel primer día de enero de 1818 Mary Shelley solo tenía veinte años. La
primera edición de su novela acababa de salir a la calle con una tirada de qui-
nientos ejemplares, pero el editor no había respetado sus deseos. Ella quería
una publicación en dos volúmenes y con treinta y tres capítulos, y en la fase
de edición se redujeron a veintitrés y se distribuyeron en tres tomos. Esa divi-
sión era la corriente en la época, pero a Shelley le daban igual las costumbres.
No había escrito una novela convencional.
El éxito de Frankenstein o el moderno Prometeo fue inmediato. Las reimpre-
siones se sucedían y la novela contó enseguida con traducciones al francés y
adaptaciones teatrales. Shelley había conseguido conectar con la sensibilidad
de sus contemporáneos, pero había hecho mucho más. Había creado un nuevo
mito, una narración capaz de expresar las verdades y los miedos de su tiempo,
y lo había hecho bajo la forma de un relato de terror que, sin embargo, estaba a
punto de inaugurar un nuevo género literario. La influencia del cuento gótico
estaba sin duda en la escritura de Frankenstein, pero Shelley dio un paso más.
104 LAS NIÑAS SALVAJES

La novela describe las consecuencias de unos experimentos científicos


que estaban en pleno auge en aquel momento y que se conocían con el
nombre de «galvanismo». En estos experimentos, se aplicaba electricidad
a miembros de animales muertos para darles movilidad bajo la creencia de
que, en el futuro, se podría usar para revivir a personas fallecidas. Hoy sa-
bemos que aquellas predicciones no se cumplieron, pero eran plausibles en
el momento en que se escribió la novela, y las posibilidades de su uso y sus
consecuencias se convierten en el desencadenante de la acción del doctor
Frankenstein. El argumento ya no parte de elementos sobrenaturales o fan-
tásticos, como sucedía en la novela gótica, sino de la ciencia y la tecnología.
Shelley acababa de alumbrar un nuevo género, aunque ese nacimiento era tan
temprano que no se reconocería hasta mucho después. Fue a autores como
Julio Verne a quienes se les atribuyó el mérito durante décadas, pero lo cierto
era que, como dijo Isaac Asimov, el «padre» de la ciencia ficción había sido
una mujer de veinte años.
CIENCIA FICCIÓN Y FEMINISMO 105

Derechos reproductivos, dominación masculina y matriarcado: el hilo


de Shelley

La novela de Shelley reflejaba las ansiedades colectivas de una sociedad en la


que el pensamiento científico tenía cada vez más peso y la ciencia aumentaba
su capacidad para cambiar el mundo. Durante el siglo xix se iban a suceder
numerosos descubrimientos e inventos científicos, pero en ese momento,
apenas unos años después del comienzo de aquella nueva era, Shelley ya fue
capaz de percibir las inquietudes y temores que provocaba la tecnología en
sus contemporáneos. El paso del tiempo le daría la razón: a finales de siglo, la
ciencia ficción se convertía en el género que mejor reflejaba las esperanzas
y los temores sobre el futuro, y así ha seguido siendo hasta nuestros días.
Sin embargo, la obra de Shelley no es importante solo por sentar las bases
del género, sino también por ser la primera en tratar con un enfoque cientí-
fico la creación artificial de vida, que con el tiempo se convertiría en uno de
los temas claves de la ciencia ficción y especialmente de la ciencia ficción
feminista. En un primer acercamiento, el enfoque de género de la novela no
resulta muy evidente. En el libro hay muy pocos personajes femeninos y
ninguno de ellos ocupa un lugar central. El peso de la acción y el desarrollo
de puntos de vista complejos recaen en los hombres, entre ellos la propia
106 LAS NIÑAS SALVAJES

criatura. Todas las mujeres tienen un rol secundario y enormemente pasivo. La


mayoría son simples víctimas del monstruo y Elizabeth, la prometida del doctor
Frankenstein, se limita a esperar durante años a que este vuelva de su viaje
y se case con ella. En buena medida, Elizabeth encarna el ideal burgués de
mujer delicada y tímida que se dedica al cuidado de la casa y la familia, lo que
en solo unos años se convertirá en el prototipo victoriano del ángel del hogar.
No obstante, se puede hacer una segunda lectura más profunda, en la que
sí se advierte el enfoque feminista. Esta segunda lectura tiene que ver con
el tema central de la novela, que gira en torno a la creación de vida de forma
artificial. El doctor Frankenstein consigue dar vida a un ser, valiéndose úni-
camente de la ciencia y la tecnología, sin la intervención de un útero. Usurpa
a las mujeres algo que hasta el momento solo les había pertenecido a ellas:
la capacidad de gestar. Sin embargo, una vez que la crea Frankenstein se
desentiende de su criatura y la rechaza. Crea la vida, pero se niega a hacerse
responsable de ella. La crítica de Shelley se hace evidente en la forma en que
evolucionan los personajes a lo largo del libro: el doctor acaba revelándose
como el auténtico monstruo y su criatura como la víctima.
Otro pasaje bastante revelador de las inquietudes feministas de Shelley se
encuentra en los capítulos en que el doctor Frankenstein intenta dar vida a
una criatura femenina presionado por las amenazas del monstruo, que desea
CIENCIA FICCIÓN Y FEMINISMO 107

tener una mujer con la que poder huir y vivir felices. A medida que avanza
en el proceso, el doctor empieza a dudar de lo que está haciendo y se acaba
negando. En las razones de esa negativa podemos ver claramente la lectura
feminista, ya que Frankenstein teme que la nueva criatura no se pliegue a
los deseos del monstruo, que no quiera huir con él. Es decir, teme la inde-
pendencia y la autonomía de su creación femenina. En la novela no hay un
personaje de mujer similar a los hombres en cuanto a autonomía y libertad,
porque estos lo evitan.
El enfoque feminista sobre la creación de vida será una constante en la
literatura de ciencia ficción escrita por mujeres a partir de entonces. Un primer
ejemplo lo podemos encontrar en la explosión del género a finales del siglo
xix, cuando la ciencia ficción se consolida a través de una enorme produc-
ción de novelas que exploran la posibilidad de utopías y mundos mejores. En
este periodo encontramos una gran cantidad de autoras que utilizan la ciencia
ficción para denunciar la dominación masculina e imaginar mundos igualita-
rios y matriarcales. Uno de los mejores ejemplos de las utopías feministas de
este periodo es Mizora, donde además también hay una preocupación por el
tema de la reproducción. Escrita en 1870 por la autora estadounidense Mary
E. Bradley Lane, la obra describe la vida en un mundo subterráneo en el que
los hombres, tras siglos de lucha, se han diezmado a sí mismos y han acabado
108 LAS NIÑAS SALVAJES

desapareciendo, debido a que las mujeres han descubierto la reproducción por


partenogénesis. La sociedad femenina resultante ha erradicado la pobreza y la
guerra y disfruta de una tecnología avanzada que les permite crear carne artifi-
cial y hacer videollamadas. Sin embargo, la novela también presenta elementos
inquietantes que en el contexto actual nos harían calificarla de distópica. El sexo
y la procreación están prohibidos y se elimina sistemáticamente a criminales,
mujeres con diversidad funcional e incluso a las personas de piel oscura. Así,
la sociedad utópica de Bradley es una suerte de república aria hipertecnificada,
que es pacífica únicamente porque ha reprimido la disidencia, eliminado la di-
ferencia y el conflicto a través de una violenta homogeneización.
Esta idea de la partenogénesis es recuperada en 1915 por la feminista
Charlotte Perkins Gilman que, en su novela Matriarcadia, también imagina
una sociedad compuesta exclusivamente por mujeres, en la que los hombres
han desaparecido como consecuencia de una enfermedad. Poco después de
la muerte del último hombre, una de las habitantes de Matriarcadia consigue
reproducirse por sí sola y transmite esa mutación a sus hijas. Así, las mujeres
crean una nueva sociedad armónica y pacífica donde han desaparecido la
desigualdad y la dominación.
Los siguientes ejemplos de novelas que tratan el tema de la reproducción
los encontramos ya a finales del siglo xx, coincidiendo con la segunda ola del
CIENCIA FICCIÓN Y FEMINISMO 109

feminismo. El auge de este movimiento en los años setenta se refleja en la


aparición de una nueva generación de autoras que también utilizan la ciencia
ficción para denunciar la desigualdad y la dominación patriarcal, como habían
hecho las feministas de la primera ola. Sin embargo, en este momento la co-
rriente utópica es sustituida por novelas más oscuras y cercanas a la distopía
donde ya no se imaginan mundos mejores, lo que será predominante a partir
de entonces. Una de las pocas excepciones al predominio de los futuros dis-
tópicos se encuentra en la obra de Ursula K. Le Guin, que utilizará el término
«utopías imperfectas» para referirse a sus novelas. En ellas, Le Guin conjuga a
la vez elementos propios de las distopías y de las utopías, imaginando mundos
alternativos donde han triunfado proyectos de emancipación social, pero el
conflicto social no ha desaparecido. No obstante, la tónica predominante de
este ciclo serán libros de tono desesperanzado que denunciarán la opresión
de forma cruda y directa. Un buen ejemplo, en lo que se refiere al tema de la
reproducción, lo encontramos en El cuento de la criada, escrito en 1985 por
Margaret Atwood. En la novela de Atwood nos encontramos una sociedad cuyo
funcionamiento y forma de organización gira en torno a los problemas de re-
producción. Sin embargo, la solución aquí no pasa por los adelantos técnicos,
sino por la consolidación de un régimen fascista fuertemente patriarcal que
somete a un sistema de control y dominación absoluta a las mujeres fértiles,
110 LAS NIÑAS SALVAJES

las cuales son violadas regularmente y obligadas a gestar, parir y entregar a


los bebés.
Los problemas reproductivos también son el tema central de algunas de
las novelas feministas de este periodo escritas en territorio español, entre las
que destacan tres autoras catalanas. La ciutat dels joves, escrita por Aurora
Bertrana en 1971, cuenta la historia de una sociedad utópica en la que existen
úteros artificiales y en la que se investiga la creación de un único sexo para que
tanto hombres como mujeres puedan engendrar hijos y parirlos. Cinco años
después se publica Memòries d’un futur bàrbar, de Montserrat Julió, una novela
apocalíptica en la que todos los mamíferos del planeta se han vuelto estériles
debido a un comportamiento anómalo de los gametos masculinos. Encontramos
aquí de nuevo un hilo de conexión con Mary Shelley, que había desarrollado
un argumento similar en su segunda novela, El último hombre. Por último, en
las postrimerías de la Transición encontramos Embrió humà ultracongelat
núm. F-77, de Rosa Fabregat. Publicada en 1984, la novela plantea cuestiones
bioéticas relacionadas con el nacimiento de la primera bebé probeta.
La reproducción continuará siendo un tema importante en la ciencia ficción
escrita por mujeres a partir de los años noventa, fuertemente relacionada con
los feminismos de la tercera ola. Aunque una de las características de esta
etapa es la apertura a una variedad de temas y enfoques más amplia, la re-
CIENCIA FICCIÓN Y FEMINISMO 111

producción sigue apareciendo como una preocupación. En el Estado español


encontramos Consecuencias naturales, de Elia Barceló, en la que se narra la
historia de un hombre que es fecundado por una alienígena xhroll. Publicado
en 1994, el libro profundiza en las diferencias entre los géneros y en lo que
significan los roles masculino y femenino contraponiendo la sociedad humana
a la xhroll, donde estos roles no existen. Otro ejemplo de ficción en torno a la
reproducción lo encontramos en la antología ProyEctogénesis, coordinada por
Lola Robles y que recoge seis relatos que giran en torno a las posibilidades
de gestación fuera del cuerpo humano.
Además de la reproducción, el otro gran tema que ha articulado la ciencia
ficción feminista desde sus inicios ha sido la denuncia del patriarcado y la
dominación masculina. En las autoras de finales del siglo xix y principios
del xx, esta denuncia adoptará la forma de novelas utópicas que imaginan
mundos mejores, algo común a toda la ciencia ficción de la época. Todas las
novelas del género durante este periodo comparten una visión idílica del
futuro basada en la esperanza en el progreso de la humanidad. Los avances
científicos y la extensión de las ideas socialistas, que buscan la consecu-
ción de una sociedad sin clases en la que se han abolido todas las formas
de dominación, hacen posible creer en un futuro mejor. Todo es posible,
solo hay que imaginarlo.
112 LAS NIÑAS SALVAJES

Los argumentos de las utopías feministas de este ciclo giran en torno a la


denuncia de la dominación masculina y se dividen fundamentalmente en dos
grupos: las que plantean la existencia de una sociedad igualitaria y aquellas
que desarrollan la idea de una sociedad gobernada por las mujeres. En el pri-
mer grupo tenemos obras tan tempranas como Three Hundred Years Hence,
escrita en 1836 por Mary Griffith, la cual narra el viaje en el tiempo del pro-
tagonista, que despierta en un futuro igualitario. Pero, entrando de lleno en
la explosión del género que se produce a finales de siglo, la obra de Florence
Dixie Gloriana; or The Revolution of 1900, publicada en 1890, sin ser tan in-
fluyente como otras, contiene una singularidad interesante que la diferencia de
las demás: en este caso, la construcción de la sociedad utópica no se produce
como consecuencia de un viaje en el tiempo o el descubrimiento de un mun-
do desconocido, sino como resultado del acceso de una mujer al puesto de
primer ministro, que aprovecha su cargo para imponer la igualdad de género.
En los últimos años del siglo xix encontramos otras dos novelas que ahondan
en la idea de una sociedad igualitaria: Unveiling a parallel: a romance, de las
estadounidenses Alice Ilgenfritz Jones y Ella Merchant, y Arqtiq: A Study of
the Marvels at the North Pole, escrita por Anna Adolph.
En el segundo grupo, además de las ya mencionadas Mizora y Matriar-
cadia, se encuentra una de las obras más significativas e influyentes de esta
CIENCIA FICCIÓN Y FEMINISMO 113

primera etapa de la ciencia ficción feminista: Nueva Amazonia, de la militante


feminista Elizabeth Corbett. La novela narra la historia de una joven que se
queda dormida y se despierta en el año 2472. A diferencia de lo que ocurre en
Mizora, la sociedad que encuentra la protagonista es mixta, pero los puestos
de poder y responsabilidad son ocupados exclusivamente por mujeres. Sin
embargo, esta segregación no se ha producido de forma violenta, sino en base
a una organización científica de la sociedad. Los habitantes de Nueva Amazo-
nia han llegado a la conclusión de que las mujeres son capaces de construir
sociedades más justas, eficientes y pacíficas que los hombres, y los perso-
najes masculinos de la novela parecen aceptar de buen grado esa situación.
La corriente utópica de la ciencia ficción feminista se mantendrá también
en buena parte de las autoras pertenecientes a la segunda ola. Muchas de ellas
vuelven la mirada al pasado buscando vestigios de un posible matriarcado
histórico que habría sido destruido por la aparición de la sociedad patriarcal.
Desde ahí construyen novelas cuyos argumentos giran en torno a la existencia
de sociedades utópicas compuestas exclusivamente por mujeres. Sin embar-
go, estas novelas no siempre contribuirán a la ruptura de los estereotipos en
que cae con frecuencia la ciencia ficción del momento. Las mujeres de novelas
como La puerta al país de las mujeres, de Sheri Tepper, o del relato Cuando
todo cambió, de Joanna Russ, no son personajes empoderados, sino que viven
114 LAS NIÑAS SALVAJES

bajo el terror de la presencia o el posible regreso de los hombres y, por tanto,


de la destrucción de la sociedad utópica en la que viven.
El recurso a la existencia de una sociedad utópica como mecanismo de
denuncia de la dominación masculina aparece también en otra de las novelas
de Joanna Russ, que se convertirá en uno de los libros más importantes de
la segunda ola: El hombre hembra. Publicada en 1975, cuenta la historia
de cuatro mujeres que habitan en diferentes mundos paralelos. Una de ellas,
Janet, habita una utópica sociedad feminista compuesta exclusivamente por
mujeres. Russ recupera aquí las ideas de la reproducción por partenogénesis,
aparecida ya en Mizora y Matriarcadia, y de la muerte de los hombres como
consecuencia de una plaga, desarrollada por Shelley en 1836. Sin embargo, el
hilo que conecta la novela con la tradición utópica feminista no será el único
que desarrolle Russ en su novela. En ella aparecen también otros ele-
mentos que apenas se habían mostrado hasta entonces en la ciencia ficción
feminista, pero que se desarrollarán enormemente en las décadas siguientes,
como el recurso a la distopía o la preocupación por la sexualidad.
Otra de las autoras que también comienza a desarrollar elementos nuevos
en este periodo es Ursula K. Le Guin, que se convertirá en una de las es-
critoras más importantes del género. En La mano izquierda de la oscuridad,
publicado en 1969, explora la diferencia entre sexos y la obligatoriedad de los
CIENCIA FICCIÓN Y FEMINISMO 115

mandatos de género, a través de la historia de un terrestre que llega al planeta


Invierno para establecer relaciones diplomáticas. Allí se encuentra con que los
habitantes son seres hermafroditas de aspecto andrógino, que solo adquieren
características de sexo masculino o femenino en función de la influencia de
las feromonas de su pareja sexual, sin que puedan elegir uno u otro sexo.
Los mandatos de género han desaparecido, ya que todas las personas expe-
rimentan los dos sexos en diferentes momentos y pueden fecundar, gestar
y parir indistintamente.
Le Guin continuará explorando nuevos temas y enfoques en otro de los
libros fundamentales del periodo: Los desposeídos. Publicado en 1974, la
novela recoge la tradición utópica de la ciencia ficción feminista, pero para
utilizarla como una denuncia contra todos los sistemas de opresión, y no úni-
camente para señalar la dominación masculina. No obstante, no se trata ya de
una sociedad utópica donde reina la paz y la armonía, sino de un mundo donde
la igualdad y la justicia social se han conseguido con esfuerzo y a través de
decisiones que también han tenido consecuencias negativas. Dos años más
tarde, en 1976, Le Guin publica otra novela que explora una cuestión que
había estado prácticamente ausente en la ciencia ficción feminista hasta el
momento: el ecologismo y la preocupación por la naturaleza. El nombre del
mundo es Bosque cuenta la historia de la colonización humana del planeta
116 LAS NIÑAS SALVAJES

Nueva Tahití y la resistencia por parte de los indígenas, que se niegan a per-
mitir que la deforestación avance.
Esta mayor diversidad de temas y enfoques que se advierte en la ciencia
ficción feminista de la segunda ola, se consolida a partir de mediados de los
ochenta, cuando la tercera ola irrumpe en el género. La diversidad sexual, el
control y la intervención de los cuerpos, la preocupación por las consecuen-
cias de la tecnología o los riesgos de la deriva autoritaria de los regímenes
democráticos se convertirán en temas frecuentes de la ciencia ficción escrita
por mujeres a partir de este momento. En muchas ocasiones estas autoras
recurrirán al enfoque distópico, con novelas como Hijos de hombres, de
P. D. James; In the Garden of Dead Cars, de Sybil Claiborne; The Fifth Sacred
Thing, de Starhawk, o The Psalms of Herod, de Esther M. Friesner.
En este periodo también se consolida el afrofuturismo, una corriente de la
ciencia ficción centrada en la denuncia de la opresión racial y en la puesta en
valor de la identidad y la cultura africana y afrodescendiente. Aunque el término
no aparece hasta los años noventa, la corriente empieza a gestarse con autoras
como Octavia Butler, que a finales de los ochenta publica una de las obras fun-
damentales de la ciencia ficción contemporánea: Xenogenesis. El afrofuturismo
continuará desarrollándose hasta la actualidad, cuando ha experimentado un
auge importante con autoras como Nnedi Okorafor, Karen Lord o N. K. Jemisin.
CIENCIA FICCIÓN Y FEMINISMO 117

La mirada feminista y el hartazgo de Sheldon

Alice Sheldon estaba harta. Nunca se le había dado bien adaptarse a lo que
la sociedad esperaba de ella; eso de hornear tartas de manzana y ocuparse
de la casa no le iba demasiado. Había sido pintora, oficial de los servicios de
inteligencia durante la Segunda Guerra Mundial, analista de la CIA y psicóloga
experimental y había tenido relaciones tanto con hombres como con mujeres.
En todo ese tiempo había aprendido a sobrellevar las burlas y los desprecios,
pero estaba cansada. Así que, cuando empezó a escribir en serio, decidió
utilizar un pseudónimo masculino, James Tiptree.
El éxito no tardó en llegar. En 1969 publicaba su primera obra, que fue
aclamada por la crítica y el público: El último vuelo del doctor Ain. Después
vendrían muchas otras. Protegida por su pseudónimo, Sheldon intercambiaba
largas cartas con editores, lectores y con otros autores, pero se negaba a apa-
recer en la prensa y acudir a actos públicos. Tiptree se convirtió en un autor
misterioso, rodeado de especulaciones y rumores. Se sabía que el nombre no
era real, pero la prensa creía que se debía a la necesidad de proteger su identidad
por su pasado como agente de inteligencia. Sheldon no lo desmintió, le divertía
ver aquellos prólogos en los que afirmaban que era «el hombre a vencer» en la
ciencia ficción, como aquel que escribió el idiota de Harlan Ellison.
118 LAS NIÑAS SALVAJES

En 1976, la muerte de la madre de Sheldon precipitó el descubrimiento de


su verdadera identidad. La revelación abrió un debate, donde se cuestionaba la
existencia de una mirada femenina en la literatura de ciencia ficción. Muchas
de las autoras del momento, conectadas con la segunda ola del feminismo,
habían defendido la existencia de una forma de escribir específicamente fe-
menina, pero ejemplos como el de Tiptree parecían desmentirlo. El debate no
quedó resuelto en aquel momento y sigue sin estarlo, pero es cierto que, a
lo largo de la evolución del género, pueden rastrearse diferencias en la forma
de escribir de hombres y mujeres.
La aparición de una gran cantidad de autoras en la ciencia ficción de fina-
les del xix y principios del xx, permitió que se tratasen temas sobre los que
difícilmente habrían escrito los hombres, como la dominación masculina o
la obligatoriedad de los mandatos de género. El feminismo de la primera ola
ayudó a extender la conciencia de esa desigualdad entre las mujeres, y estas
lo reflejaron en sus obras de ficción. Esto mismo sucedió en las décadas de
los setenta y los noventa, cuando los feminismos de la segunda y la tercera
ola introdujeron de nuevo sus críticas entre las temáticas abordadas en el
género. No obstante, entre las décadas de 1930 y 1970, cuando el número
de mujeres en la ciencia ficción disminuye enormemente, estos temas prác-
ticamente desaparecen.
CIENCIA FICCIÓN Y FEMINISMO 119

Estas diferencias en los temas seleccionados y su tratamiento ha hecho


que algunos autores planteen la existencia de dos tipos de ciencia ficción: una
dura, centrada en los aspectos científicos y tecnológicos y que sería la predo-
minante entre los autores masculinos, y otra blanda, donde el protagonismo
lo tienen los aspectos sociológicos y que sería la predominante en autoras
femeninas. Sin embargo, esta distinción no se refiere solo a dos corrientes
diferentes, sino que implica una categorización: la verdadera ciencia ficción
sería la primera y los años dorados del género corresponderían precisamente
a un momento de predominancia masculina y subrepresentación femenina.
La categorización implica una visión patriarcal del género, donde los hombres
escribirían la auténtica ciencia ficción y las mujeres se limitarían a usarla para
plantear temas que no tienen que ver con ella.
Otra de las diferencias que se aprecian en la ciencia ficción escrita por
mujeres es la mayor variedad de personajes femeninos. En las novelas escritas
por hombres, sobre todo las que se publicaron entre los años treinta y sesenta
del siglo xx, es prácticamente imposible encontrar mujeres protagonistas, y
todas ellas lo hacen como personajes pasivos y estereotipados, guiados úni-
camente por intereses románticos. Como ejemplo, basta con leer los relatos
escritos durante esa época por unos de los autores clave del género, Isaac
Asimov, muchos de los cuales no incluyen ni un solo personaje femenino. De
120 LAS NIÑAS SALVAJES

hecho, durante su adolescencia, el propio Asimov había escrito cartas a los


editores de sus colecciones favoritas pidiendo que redujesen los personajes
femeninos de las tramas, ya que no hacían nada más que estorbar y ralentizar
el desarrollo del relato. Con el tiempo, Asimov se enmendó y comenzó a incluir
personajes femeninos maduros y complejos, como el de la doctora Susan
Calvin. Esta ruptura de los estereotipos ha sido especialmente importante
en las últimas décadas, con la inclusión de identidades que hasta entonces
habían estado prácticamente fuera del género, como los personajes negros,
trans o no heterosexuales.

Ciencia ficción y feminismo

La ciencia ficción feminista ha estado profundamente relacionada con las di-


ferentes olas que ha experimentado el movimiento desde su aparición. Estas
olas han proporcionado temáticas y enfoques desde los que escribir, pero
sobre todo han hecho emerger autoras que, especialmente en la primera y la
segunda, en muchos casos llegaron a la ciencia ficción a partir de la militancia
feminista. El género se convirtió en una herramienta para imaginar mundos
mejores, expresar la crítica a la dominación patriarcal y canalizar las ansieda-
des colectivas en torno a cuestiones como los derechos reproductivos. En
CIENCIA FICCIÓN Y FEMINISMO 121

la tercera ola, este trasvase directo de militantes feministas es más escaso,


pero ello no se debe a una influencia menor del movimiento en el género,
sino a una mayor interiorización de sus valores. Las escritoras de ciencia
ficción utilizan temáticas, enfoques y debates que pertenecen al movimiento
feminista, porque forman parte de su forma de ver el mundo.
Otro hecho que también muestra esta relación es la existencia de movi-
mientos reaccionarios que responden a la presencia de mujeres en el género.
En las últimas décadas del siglo xix, se asiste a la aparición de una corriente
de obras de contenido misógino opuestas a las novelas utópicas escritas por
mujeres. Aunque la cantidad y calidad de las obras es mucho menor, se pueden
encontrar ejemplos que tuvieron bastante difusión, como La raza venidera,
de Edward Bulwer Lytton (1871), The Revolt of Man, de Walter Besant (1882),
o The Isle of Feminine, de Charles Elliot Niswonger (1893). Un movimiento
reaccionario similar se observa también a mediados de los años cincuenta,
cuando comienzan a sentarse las bases de la segunda ola a través de obras
como El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, que se había publicado en
1953. La mayoría de estas obras son, o bien novelas distópicas fuertemente
antifeministas que imaginan sociedades terroríficas donde las mujeres tienen
posiciones de poder, o bien historias satíricas que ridiculizan las exigencias
de igualdad que las mujeres están empezando a articular de forma colectiva.
122 LAS NIÑAS SALVAJES

No fue una corriente muy amplia en cuanto a número de obras, pero tuvo
bastante relevancia, porque contó entre sus filas con algunos de los autores
más importantes de la ciencia ficción del momento, como Poul Anderson o
John Wyndham.
Aunque siguen existiendo obras que carecen de perspectiva de género,
en la tercera ola no hemos asistido a una corriente reaccionaria como las
anteriores, probablemente por una mayor fortaleza del movimiento feminista,
pero también por una mayor interiorización de los valores que defiende. Lo
más probable es que el feminismo siga proporcionando enfoques, miradas y
temáticas a la ciencia ficción durante mucho tiempo aún.

Layla Martínez, noviembre de 2019


Impreso en marzo de 2020
en Romanyà Valls (La Torre de Claramunt)

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