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Acapulco

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Acapulco

Por Luciano Lamberti

Éramos tres: el Tunchi, Gerardo y yo, compañeros del séptimo grado A


de la escuela provincial Uriburu, de Acapulco. Nos conocíamos desde el jardín
de infantes, incluso nuestros padres tenían alguna clase de relación, como todos
en el pueblo, y más de una vez pasamos juntos la Nochebuena o el 31 de
diciembre. En esa época teníamos doce años y andábamos en bicicletas de
manubrios altos como motos choperas, a la salida del colegio. Hacíamos lo que
hacen los chicos. Pavadas. Subirnos al tanque de agua oxidado, meternos en los
galpones de las vías para robar bulones, romper los vidrios de la fábrica
abandonada de galletitas, robar una revista pornográfica en un quiosco y
masturbarnos uno al lado del otro. No éramos chicos malos, o eso quiero creer.
Podemos haber sido dañinos, malos no.

Pero una noche de verano, montados en las bicicletas y en cueros para


soportar el calor, cruzamos las vías, entramos al rancho de un homosexual y lo
matamos a golpes. El Tunchi usó un martillo, Gerardo un velador pesado de
metal. Yo, un gran cenicero de vidrio.

Por más que me esfuerzo no recuerdo el nombre de este tipo; puede ser
algo con eme: Mariano, Matías, Miguel, Mario, no estoy seguro. Le decían
Corneta, porque era una de esas mariquitas ruidosas y bochincheras que llaman
la atención en cualquier parte; una de esas que molestan, con su pelo teñido, sus
pestañas postizas, los jeans chupines; una de las que hacen que los chicos
señalen con un dedo y les pregunten a los padres qué es eso. Una mariquita
exhibicionista a la que la policía había aleccionado un par de veces, en uno de
los dos calabozos infectos de nuestra comisaría local, para que recapacitara y se
mandara a mudar a otra parte, cosa que el Corneta estaba lejos de hacer, porque
en ese rancho había nacido y en ese rancho moriría.

Quien más, quien menos, todos en Acapulco deseaban lo que pasó. El


Corneta era peleador, celoso, vengativo. A un examante, uno de esos con
familia, le había escrito con una navaja en el capot del auto: «Susi cornuda». A
otro le pinchó las ruedas. Tomaba cocaína, la porquería que vendían sus
vecinos, y podía ponerse violento en cualquier parte. Era famoso por pelearse a
los gritos con Pancho, el almacenero, o el colorado que atendía el videoclub.
Nadie sabía bien de qué vivía, probablemente de prostituirse con los
camioneros que, de paso por el pueblo, se quedaban a dormir una noche en la
Shell que estaba a las afueras, ya sobre la ruta. A veces salía vestido de mujer, o
como un extraño híbrido: ropa de hombre y una gruesa capa de maquillaje, los
labios y los ojos pintados.

No era un secreto que invitaba a su casa a los niños del barrio, chicos
pobres que se dejaban coger por monedas. Tampoco que algunos, después de
esas noches, lo molieron a palos y le robaron lo poco que tenía.

No sentí nada. Tenía el cenicero en la mano y miraba, en la penumbra de


ese cuarto hediondo, la cara destrozada del Corneta. Era como si le hubieran
metido la cabeza en una licuadora. No me parecía real y tuve el impulso de
gritar para que todo eso cobrara sustancia. Pero el Tunchi lo adivinó, me tapó la
boca y me dijo que me tranquilizara o él se iba a encargar de bajarme los
dientes. Le hice caso, por supuesto. Al Tunchi le teníamos miedo. Era alto,
fuerte y decidido: lideraba todas nuestras cagadas. Gera lloraba. El Tunchi le
dio una cachetada y le ordenó que se tranquilizara, también. Dijo:
Tranquilicensé, la concha de sus madres. Después nos pidió que lo esperáramos
y salió.

No era, dijo Gerardo, cuando nos quedamos solos. No era.

Yo le dije que se callara. Fuimos hasta el otro cuarto de la casa y nos


quedamos parados un rato bajo la luz de un fluorescente, sin hablar. La vieja
heladera gris se prendió con un sacudón. Gerardo se tapó la cara y repitió: qué
hicimos, qué hicimos, una y otra vez, hasta que le dije:

Hicimos lo que hicimos, ya está. Ahora todo va a andar bien.

¿De verdad?

Te lo prometo, le dije.

Amagó con largarse a llorar y lo solté con desprecio y me levanté para


ver las cosas del Corneta.

Vi uno de esos gatos de la suerte a pilas que no dejan de mover el brazo.


Vi al Corneta disfrazado de carnaval veneciano en una foto, con maquillaje
blanco, peluca y un lunar al lado de la boca. En uno de los cajones encontré un
consolador, una tira de preservativos, cartas dirigidas a un tal Felipe. Vi un
rosario. Vi una pila de revistas Gente, algunas de las cuales tenían figuras
recortadas que había pegado en su cuarto (una de Osvaldo Laport vestido de
indio). En otro cajón encontré una foto de su madre (una señora muy pequeña,
del tamaño de una enana, con rasgos orientales) agujereada por la brasa de los
cigarrillos y una reproducción de Jesús en el huerto al que le habían pintado
con lapicera azul labios, tetas, una falda a cuadros. En un cuaderno Rivadavia
había columnas de nombres escritos a mano. No me costó identificar a la gente
del pueblo. Encontré el mío después de un rato, y también el de Gerardo y el
del Tunchi.

El Tunchi volvió a la media hora. Detrás venía el padre. Si el Tunchi nos


daba miedo, ni hablar del viejo. Era un hombre alto, de labios carnosos y ojos
claros implacables. Trabajaba en el Comando Radioeléctrico, y verlo de civil me
sorprendió, había pensado que era policía todo el tiempo. Apareció en
pantalones cortos y ojotas, con un par de bolsas de consorcio bajo el brazo.

¿Adónde es?, le preguntó al Tunchi, que le señaló la pieza. Entonces vi,


en el perfil de mi amigo, el ojo morado. No era novedad: el padre siempre le
pegaba, incluso al frente nuestro, y después de esas palizas el Tunchi siempre
prometía, con los ojos llorosos, que alguna vez lo iba a matar.

El padre nos llamó después de un rato. Había envuelto el cuerpo en las


bolsas y las había pegado con cinta de embalar: parecía un capullo.

Lo sacamos por el patio y lo llevamos a través de un baldío hasta el auto


del padre, donde lo metimos en el baúl. Era un cuerpo liviano. El Corneta era
ligero como un insecto. Cruzamos el baldío oscuro y las estrellas, como siempre
en los cielos de verano, parecían más grandes, más cercanas, más blancas. El
papá del Tunchi cerró el baúl y con un sopapo en la nuca de su hijo le indicó
que se subiera al auto.

Me imagino que enterraron el cuerpo en alguna parte, esa misma noche.


El Tunchi no nos quiso decir. En los días y semanas siguientes me quedé
esperando a que un patrullero estacionara al frente de casa. Lo veía en cada
auto que pasaba. De él bajarían dos policías, uno igual a un sapo, a un pájaro el
otro. Hablarían con mi padre y después me subirían, esposado con las manos
detrás de la espalda.

Pero no pasó nada. Nadie investigó, a nadie le preocupó demasiado la


desaparición del Corneta.

En un pico público, Gera y yo nos lavamos superficialmente la sangre,


nos subimos a nuestras bicicletas, que habíamos dejado escondidas entre el
yuyal de un baldío, y partimos. Poco después él dobló por Juan B. Justo y yo
por 9 de Julio. Creo que ni nos saludamos.

La imagen del cuerpo embolsado me volvía a la cabeza. Era más


impresionante todavía que la de su cabeza masacrada. Traté de no pensar en
eso. Traté de no pensar, a secas, y por momentos lo logré. Me concentré en
pedalear, sencillamente.

El pueblo estaba muerto. Ventanas abiertas que daban al ruido de un


ventilador, a la oscuridad o a la luz azul de un televisor reflejada en las paredes.
Un perro dormía plácidamente en mitad de la calle, y cuando le pasé al lado
alzó las orejas y volvió a dormir.

Se había levantado un poco de viento y en la 9 de Julio, la continuación


de la ruta, las palmeras plantadas en los canteros centrales chocaban sus hojas
una contra otra, tac, tac, tac, tac.

Acapulco era el ruido de las palmeras. La banda de sonido de nuestras


tardes. Nosotros (papá y yo, quiero decir, porque mamá había desaparecido
años atrás) vivíamos en una de las últimas casas, casi frente al campo.
Cruzando estaban los Díaz, cuya hija quedó embarazada a los catorce y después
de parirlo trató de matar a su bebé, y al lado la vieja tuerta que sabía curar el
empacho y hacer magia negra, y en la esquina las mellizas Rama, hijas del
tapicero, bellezas innominables que se la pasaban sentadas en el patio oyendo a
Luis Miguel. Calfundi, el repartidor de diarios tuerto que en esa época se cayó
de la bicicleta y quedó medio paralítico, vivía más allá. Al lado de él, ese
exingeniero comido por su adicción al juego y a las prostitutas, que terminó
suicidándose de una forma espantosa. Después había un taller mecánico
abandonado y después la nada, el pueblo se terminaba y había campo hasta el
basural. El pueblo maldito. Acapulco.

Algo está pasando, dijo el Tunchi.

Esto fue el comienzo de todo. Estamos sentados en el puente de hierro y


alambre que cruza las vías. Es un atardecer de principios de noviembre y
compartimos un Benson entre los tres, cigarrillo interminable al que le
babéabamos el filtro y quemábamos la brasa con nuestras profundas pitadas de
machos.

Es el cierre de la fábrica, dije. La gente está deprimida.

No, yo creo que es otra cosa, dijo el Tunchi. Yo creo que el pueblo está,
no sé, maldecido.

¿Maldito?, preguntó Gera, que siempre ponía mucho cuidado en corregir


los errores gramaticales del Tunchi.

Hay algo malo en el aire, dijo el Tunchi. Estamos habitados por algo. ¿No
les pasa a ustedes que los adultos están como dormidos, como distraídos, como
pensando en otra cosa?

Claro que nos pasaba. Tanto mi padre como el de Gera eran


exempleados de la fábrica y tenían que inventarse un trabajo en ese lugar,
donde los negocios cerraban todos los días y la gente ponía el cartel de «Se
alquila» y se tomaba el palo buscando nuevos horizontes.

Yo creo que hay un demonio entre nosotros, dijo el Tunchi.

Dejá de decir boludeces, dije. Son pavadas de la señorita Isabel.

La señorita Isabel estaba loca, por eso la echaron, dijo Gera.

Yo lo vi, dijo el Tunchi. Les juro que lo vi. Y les puedo enseñar a verlo.

Alguna vez, Acapulco había sido un pueblo hermoso. Un pueblo


brillante, pujante, con todo el futuro abriéndose ante él. La gente iba caminando
o en bicicleta al trabajo. En la 9 de Julio se levantaban hileras de negocios
florecientes: Compre & ahorre, La vaca dormilona, el Bar de Di Giullio.
Dormíamos con las puertas y ventanas abiertas. Las cosechas en el campo eran
buenas, y había dinero a montones. Los autos que desfilaban despacio por la 9
de Julio, los domingos, parecían de exhibición. Las cigarras cantaban en verano,
desde al amanecer hasta la noche, y uno podía oler el pasto crecido y ver las
mariposas que bailaban sobre los canteros. Era el pueblo donde todo el mundo
quería vivir. Y entonces cerró la fábrica.

Nadie supo la razón. Había hipótesis, por supuesto, pero ninguna podía
explicar del todo los hechos. La fábrica era el centro de Acapulco, la razón de su
nombre, su corazón, y cuando cerró fue como si el pueblo entero, que había
crecido a sus márgenes, se apagara de golpe.

Galletitas Acapulco. En los ochenta todo el mundo las había probado.


Tenían una publicidad en la tele, incluso, donde una pareja abría un paquete y
al dar el primer mordisco ya no estaba en el living de su casa sino en una
soleada playa de Acapulco, divirtiéndose con amigos. Estaban rellenas de dulce
de leche y cubiertas por un delicado baño de chocolate negro o blanco, según la
preferencia del comprador, y eran tan ricas que se comercializaban en todo el
país. La mayor parte de los hombres del pueblo trabajaba ahí, en las máquinas
que producían el dulce de leche, las dos clases de chocolate, en el empaque, la
distribución, las oficinas de diseño.

Mi padre era uno de ellos. Estuvo diez años en la sección de empaque,


hasta que la fábrica cerró y lo echaron. Como todos los desempleados, se quedó
esperando la plata de un juicio que nunca llegaría. Sentados en sus casas,
fumando hasta por los codos y emborrachándose metódicamente. Muchos se
habían mudado a otra parte, a ciudades más vivas, más lindas, más pujantes.

(Mi padre y yo, sin ir más lejos, nos mudamos después de ese verano a
Esperanza, en Santa Fe, y todo empezó a andar mejor).

Hay un demonio en este pueblo, dijo el Tunchi.

Y nosotros pensamos en la señorita Isabel, que le había metido esas ideas


en la cabeza. Fue a mediados de año, cuando la señorita Laura se tomó licencia
por maternidad.

Apenas entró al aula, la señorita Isabel nos dio miedo. Era una suplente
que venía del campo y contaba toda clase de cuentos terroríficos. Tenía el pelo
enrulado y duro, se vestía con varias capas de ropa, usaba unos anteojos
demasiado gruesos. Su sola voz (grave y maternal a la vez) nos daba pánico, las
historias que contaba nos ponían los pelos de punta. Creo que nunca tuve
tantas pesadillas en mi vida.

Un día, sin que viniera a cuento, en medio de una clase cualquiera, nos
dijo que muchos años atrás, a principios del siglo XX, el Diablo había sido
arrojado a la tierra, junto a sus ángeles malignos. Hubo una guerra en el cielo,
nos dijo, y Dios expulsó de allí a los rebeldes. ¿Y dónde fueron a parar? A la
Tierra, chicos. Entonces la humanidad alcanzó grados de locura y enfermedad
que nunca había experimentado. Las peores vejaciones, los peores asesinatos,
las masacres más demenciales se dieron por la presencia de Satanás en el
mundo. Pongo un ejemplo: la Primera Guerra Mundial. Nadie sabe muy bien
por qué se desató. Nadie puede explicarlo del todo. Un archiduque que se
ofende por una razón estúpida y de pronto todas las potencias están batallando
entre sí. La razón es que Satanás y sus ángeles andaban entre nosotros. La razón
es que la Serpiente murmuró su veneno al oído de los líderes, y se sentó a ver,
con placer, lo que pasaba a continuación.

Yo siento al Diablo en este pueblo, nos dijo la señorita Isabel. Apenas


llegué lo percibí. No es un demonio grande, un arcángel de los demonios, que
seguramente fue a parar a una ciudad importante como Nueva York o Roma,
sino uno pequeño, uno que puede pasar desapercibido, un demonio menor.
Vean la capilla.

(La capilla era un buen ejemplo. Nadie iba a dar misa ahí. Era como si la
Iglesia se hubiera olvidado de nosotros. Estaba despintada, siempre cerrada,
con la cruz allá arriba torcida a un costado. El último sacerdote que había tenido
duró tres meses. Llegó desde de Buenos Aires, con todo el brío de la juventud,
ayudó él mismo a pintar las paredes, a organizar grupos de scouts y de
matrimonios. Un día, sencillamente, desapareció. Alguien lo vio subirse al auto
con las valijas hechas y salir a la ruta. No volvió más).

Dios abandonó este pueblo, dijo la señorita Isabel. Y ahora es tierra del
Diablo.

El Diablo puede tomar forma humana, leyó el Tunchi, cuatro meses


después.

Tenía en las manos un viejo libro de demonología (Historia integral del


demonio, se llamaba) que había encontrado en la biblioteca de su abuela.

«Satán» quiere decir «Adversario», leyó, así como «Belcebú» significa


«Señor de las moscas». Se lo representa como una serpiente, pero también como
un tiburón y como un cerdo. Incluso, leyó, escuchen esto que es muy
importante, puede tomar forma humana, pero hay métodos para descubrirlo. El
más famoso es el del espejo. Primero, se necesita estar solo en casa. Segundo, se
debe prender una luz tenue frente a un espejo. Tercero, hay que mirarse a los
ojos durante un largo rato. Entonces verán emerger una cara desconocida: es el
rostro de Satanás.

Yo lo hice y lo vi, dijo el Tunchi. Y quiero que lo hagan ustedes.

Ni loco hago eso, dijo Gerardo.

Gera maricón, sopita y a la cama, se pone el camisón, y dice hasta


mañana, le cantamos.

No me jodan, boludos, dijo Gerardo.

¿Qué te va a pasar?, dijo el Tunchi.

Me da cagazo, nada más.

Si logramos saber quién es demonio, y lo exorcizamos, vamos a ser


héroes. ¿No querés que Acapulco sea de nuevo un pueblo hermoso?

Gera no supo qué decir.

Papá estaba afuera, pagando impuestos o algo así, cuando lo hice.

Elegí el espejo del comedor. Un espejo común, rectangular, sin marco,


sobre la mesita donde papá dejaba las llaves y la billetera. Cerré las persianas.
Encendí una vela y la puse bajo mi cara.
Al principio no pasó nada. Me miré a los ojos y no pasó nada. Era mi
cara, la cara de siempre. Mis ojos, mi nariz, mi boca. Pero al cabo de un rato mis
ojos se volvieron extraños. Parecían tener vida propia, moverse cuando yo no
los veía. Mi nariz también me pareció rara, finita y larga. Tenía las mejillas
chupadas. El pelo teñido de un rubio oxigenado. Y estaba sonriendo, aunque yo
no me sentía sonreír. Una cara que no era la mía me sonreía desde el espejo.

Yo también la vi, dijo el Tunchi. ¿No te sonó de alguna parte? ¡Es la cara
del Corneta, boludo! ¡Cuando sale maquillado!

Es la cara del Corneta, dijo Gerardo, que también había hecho el


experimento.

No nos animamos a decir más, pero estaba claro. El Corneta era el


demonio. Un demonio menor, como decía la señorita Isabel. ¿Cómo no lo
habíamos visto antes? Vivía en el pecado, en la sodomía y la droga, y arrastraba
a muchos detrás de sí. Era un tentador.

Hay que hacer algo, dijo el Tunchi.

¿Cómo, hacer algo?, preguntó Gera.

Hay que obligarlo a que se muestre, dijo el Tunchi.

Según el Tunchi, si lo poníamos en una situación de peligro, el Corneta


se iba a transformar. Entonces se le ocurrió esa idea de entrar a la casa, de
noche. No sé cómo nos convenció. El Tunchi podía ser persuasivo cuando
quería. Y nos taladró la cabeza. Por una semana entera, observamos su casa, las
casas vecinas. Consideramos los pros y los contras. Planeamos todo
meticulosamente. Y llegó la noche que habíamos acordado y estábamos como
locos. En cueros, las remeras colgadas del hombro, cruzamos las vías y
entramos al camino de tierra que llevaba a su casa.

Después de esa noche intentamos juntarnos un par de veces más, pero no


era lo mismo. Íbamos con las bicicletas hasta el campo, frente a la ruta, y
fumábamos en silencio mirando los eucaliptus. En general no hablábamos de lo
que habíamos hecho. Una vez Gera dijo:

Anoche soñé con él. Me desperté y estaba en el piso, metido en las


bolsas. Movía la bolsa, quería salir.

El Tunchi se le tiró encima, lo agarró del cuello y apretó. La cara de Gera,


que no esperaba algo así, se le puso colorada. Los ojos se le abrieron,
enloquecidos.
Pará, le dije. Soltalo, ya está.

Pero el Tunchi apretó un poco más.

Más te vale que empieces a soñar con angelitos, pelotudazo. ¿Estamos?

Gera hizo que sí con la cabeza, el Tunchi lo soltó.

No pasa nada, dijo Gera, recuperándose.

Claro que no pasa nada, dijo el Tunchi.

Creo que fue la última vez que nos vimos. Sé que cuando nos íbamos a
mudar a Esperanza, con mi padre, pensé en pasar a saludarlos, pero entre una
cosa y la otra no llegué.

Durante más de veinte años no tuve noticias de ellos, ni de nadie de


Acapulco. Ya no pensaba en lo que habíamos hecho.

Pero hace unas semanas el Tunchi me llamó, a una hora por completo
inapropiada para alguien como yo, con mujer e hijos.

Soy yo, boludo, me dijo el Tunchi.

¿Qué hacés?, le pregunté.

No sé qué hago, dijo él. Es casi la una y te estoy llamando, eso hago. El
despelote que tuve que hacer para conseguir tu teléfono no tiene nombre.
Terminé hablando a los gritos con tu tío Pepe.

Entonces me puse a hablar. No sé por qué. Él me había llamado, después


de todo. Pero de pronto tuve la necesidad de tapar cada pequeño hueco con
anécdotas incomprensibles y ridículas. Le conté dónde vivía y hacía cuánto me
había casado y cuál era el nombre de mis hijos, en un rápido racconto, y él me
escuchó en silencio hasta que perdió la paciencia y me dijo que no le importaba
una mierda, que me había llamado por otra cosa.

Gerardo se mató, no sé si viste.

No, no sabía.

Se pegó un tiro. Hace un par de meses. Andaba muy deprimido. La


mujer tuvo cáncer, murió lento. No tenían hijos, nada. No sé si te interesa, me
dijo el Tunchi. No sé por qué te llamo, en realidad.
Hablaba bajito, como si al alzar la voz fuera capaz de despertar a mi
mujer y mis hijos.

¿Nostalgia?, dije.

¿Vos podés dormir de noche?, me preguntó.

Le mentí que sí, que dormía perfectamente.

Suerte la tuya.

Estamos de pie en el patio del rancho. Un patio de tierra reseca, sin una
planta ni un árbol. Es casi la medianoche pero todavía el aire está pesado. En
unas horas se levantará una tormenta desde el norte, grande y llena de rayos,
pero no va a caer ni una gota. El Tunchi ha dejado la linterna en el piso y
formamos un círculo alrededor, en cuyo centro pusimos los objetos sagrados.
Hay una vieja biblia, un frasco con agua bendita robada de la capilla, un rosario
bendecido por Juan Pablo II en su visita a la Argentina. Y el martillo. El Tunchi
lo trajo de su casa. Es el mismo que usa su padre para hacer algún trabajo de
carpintería, los domingos.

El Tunchi levanta el libro, y lee la fórmula del exorcismo. No recuerdo


mucho, solo que empezaba con «Los expulsamos de nosotros, quienesquiera
que sean, espíritus sucios, todos los poderes satánicos, todos los invasores
infernales» y terminaba diciendo: «El Dios Más Alto te ordena. Él, con quien, en
tu gran insolencia, todavía reclamas ser su igual…».

La puerta de chapa gris del fondo, que da al patio, está abierta. Entramos
sin hacer ruido, el Tunchi, después yo y Gera al final. En el comedor, living o
como se llame, la luz está prendida, y se oye, desde el cuarto de al lado, una
respiración. Levanto el cenicero pesado de cristal que está en la mesa de
plástico: sirve. El Tunchi hace una seña y lo seguimos. El Corneta duerme en
bolas, de espaldas a nosotros, en un colchón fino y con la gomaespuma al aire.
Gera desconecta el velador. El Tunchi tira del extremo opuesto del colchón y se
le sienta encima, por lo que el Corneta queda atrapado como en un sándwich de
gomaespuma. Entonces se despierta y nos mira y abre la boca para gritar, pero
Gerardo le mete una media enrollada hasta la garganta.

El Tunchi levanta el martillo en el aire, se persigna y dice «La sagrada


señal de la cruz te lo ordena». Después baja el martillo con toda su fuerza, que
es muchísima, y se lo hunde entre los ojos.

La sangre salta, nos salpica, nos baña, nos bautiza.


Esa madrugada le prendieron fuego al rancho; supongo que fue el padre
del Tunchi. Ardió toda la noche, con una combustión lenta y serena, en medio
del baldío en el que lo habían levantado, y a la madrugada era un amasijo
carbonizado al que no se le acercaban ni los perros.

Dejé la bicicleta en el garaje, abrí la puerta y vi a mi padre sentado a


oscuras en la cocina, fumando y mirando televisión. Me saludó sin desviar la
vista de una pelea de boxeo. Ni siquiera notó que yo estaba manchado de
sangre en algunas partes, todavía. Pensé que el maleficio existía, que en verdad
existía, pero que nuestra solución no había servido para nada. Busqué una bolsa
de plástico negro, fui a mi cuarto, me saqué la ropa, me di un baño, me vestí y
dejé la bolsa en el canasto de la vereda, donde el camión de la basura se la llevó
al otro día.

Me acosté. Me quedé boca arriba un largo rato, pensando en lo que


habíamos hecho, o sintiéndolo más bien porque el pensamiento en ese
momento era imposible. Después me quedé dormido.

Tac, tac, tac, tac.

Fue un error, me dijo el Tunchi, la noche en que me llamó por teléfono.

¿Cómo un error?

Nos equivocamos de persona, me dijo. El Diablo era otra persona en


realidad.

¿Quién era?

¿Todavía no te diste cuenta? Pensalo un poco, me dijo el Tunchi. Y lo vas


a entender.

Pensé que había enloquecido. Era algo que se veía venir. Todos esos años
en Acapulco habían terminado por afectar sus capacidades cognitivas.

¿Te acordás de cómo se llamaba el Corneta? Le pregunté. Era algo con


eme.

No tengo idea, dijo él.

Y eso fue todo. Creo que ni nos saludamos. Simplemente oí que colgaba
el teléfono, de su lado, y yo hice lo mismo.

Después fui hasta la cocina y tomé un vaso de agua de la canilla. Me


asomé al cuarto de los chicos para ver cómo dormían. Hice pis. Saqué una
pastilla de un blíster en el botiquín, me la tomé y me acosté.

Pensé que me quedaría despierto, incluso con la pastilla, pero al cabo de


un rato sentí que me hundía en la cama. Que la cama me tragaba como un ser
vivo que abre la boca y engulle un bocado y la vuelve a cerrar.

Luciano Lamberti (San Francisco, Córdoba, 1978) es


un escritor argentino.
Es licenciado en Letras Modernas por la Universidad
Nacional de Córdoba. Escribe para medios locales y
nacionales. Vive en Buenos Aires, Capital Federal con
su mujer y sus hijos. Dicta talleres de escritura creativa y
colabora con notas, reseñas y entrevistas para diversos
medios.

Obras
Cuentos

 Sueños de siesta. La Creciente, 2006.


 El asesino de chanchos. Tamarisco, 2010. 2° ed. Nudista, 2014.
 Los campos magnéticos. Sofía Cartonera y China Editora, 2012. Novela corta.
 El loro que podía adivinar el futuro. Nudista, 2012.
 La casa de los eucaliptus. Random House Mondadori, 2017.
Novelas

 La maestra rural. Random House Mondadori, 2016.


 La Masacre de Kruguer. Random House, 2019.
Poesía

 San Francisco Córdoba. Funesiana, 2008.


 San Francisco. China Editora, 2014.

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