Acapulco
Acapulco
Acapulco
Por más que me esfuerzo no recuerdo el nombre de este tipo; puede ser
algo con eme: Mariano, Matías, Miguel, Mario, no estoy seguro. Le decían
Corneta, porque era una de esas mariquitas ruidosas y bochincheras que llaman
la atención en cualquier parte; una de esas que molestan, con su pelo teñido, sus
pestañas postizas, los jeans chupines; una de las que hacen que los chicos
señalen con un dedo y les pregunten a los padres qué es eso. Una mariquita
exhibicionista a la que la policía había aleccionado un par de veces, en uno de
los dos calabozos infectos de nuestra comisaría local, para que recapacitara y se
mandara a mudar a otra parte, cosa que el Corneta estaba lejos de hacer, porque
en ese rancho había nacido y en ese rancho moriría.
No era un secreto que invitaba a su casa a los niños del barrio, chicos
pobres que se dejaban coger por monedas. Tampoco que algunos, después de
esas noches, lo molieron a palos y le robaron lo poco que tenía.
¿De verdad?
Te lo prometo, le dije.
No, yo creo que es otra cosa, dijo el Tunchi. Yo creo que el pueblo está,
no sé, maldecido.
Hay algo malo en el aire, dijo el Tunchi. Estamos habitados por algo. ¿No
les pasa a ustedes que los adultos están como dormidos, como distraídos, como
pensando en otra cosa?
Yo lo vi, dijo el Tunchi. Les juro que lo vi. Y les puedo enseñar a verlo.
Nadie supo la razón. Había hipótesis, por supuesto, pero ninguna podía
explicar del todo los hechos. La fábrica era el centro de Acapulco, la razón de su
nombre, su corazón, y cuando cerró fue como si el pueblo entero, que había
crecido a sus márgenes, se apagara de golpe.
(Mi padre y yo, sin ir más lejos, nos mudamos después de ese verano a
Esperanza, en Santa Fe, y todo empezó a andar mejor).
Apenas entró al aula, la señorita Isabel nos dio miedo. Era una suplente
que venía del campo y contaba toda clase de cuentos terroríficos. Tenía el pelo
enrulado y duro, se vestía con varias capas de ropa, usaba unos anteojos
demasiado gruesos. Su sola voz (grave y maternal a la vez) nos daba pánico, las
historias que contaba nos ponían los pelos de punta. Creo que nunca tuve
tantas pesadillas en mi vida.
Un día, sin que viniera a cuento, en medio de una clase cualquiera, nos
dijo que muchos años atrás, a principios del siglo XX, el Diablo había sido
arrojado a la tierra, junto a sus ángeles malignos. Hubo una guerra en el cielo,
nos dijo, y Dios expulsó de allí a los rebeldes. ¿Y dónde fueron a parar? A la
Tierra, chicos. Entonces la humanidad alcanzó grados de locura y enfermedad
que nunca había experimentado. Las peores vejaciones, los peores asesinatos,
las masacres más demenciales se dieron por la presencia de Satanás en el
mundo. Pongo un ejemplo: la Primera Guerra Mundial. Nadie sabe muy bien
por qué se desató. Nadie puede explicarlo del todo. Un archiduque que se
ofende por una razón estúpida y de pronto todas las potencias están batallando
entre sí. La razón es que Satanás y sus ángeles andaban entre nosotros. La razón
es que la Serpiente murmuró su veneno al oído de los líderes, y se sentó a ver,
con placer, lo que pasaba a continuación.
(La capilla era un buen ejemplo. Nadie iba a dar misa ahí. Era como si la
Iglesia se hubiera olvidado de nosotros. Estaba despintada, siempre cerrada,
con la cruz allá arriba torcida a un costado. El último sacerdote que había tenido
duró tres meses. Llegó desde de Buenos Aires, con todo el brío de la juventud,
ayudó él mismo a pintar las paredes, a organizar grupos de scouts y de
matrimonios. Un día, sencillamente, desapareció. Alguien lo vio subirse al auto
con las valijas hechas y salir a la ruta. No volvió más).
Dios abandonó este pueblo, dijo la señorita Isabel. Y ahora es tierra del
Diablo.
Yo también la vi, dijo el Tunchi. ¿No te sonó de alguna parte? ¡Es la cara
del Corneta, boludo! ¡Cuando sale maquillado!
Creo que fue la última vez que nos vimos. Sé que cuando nos íbamos a
mudar a Esperanza, con mi padre, pensé en pasar a saludarlos, pero entre una
cosa y la otra no llegué.
Pero hace unas semanas el Tunchi me llamó, a una hora por completo
inapropiada para alguien como yo, con mujer e hijos.
No sé qué hago, dijo él. Es casi la una y te estoy llamando, eso hago. El
despelote que tuve que hacer para conseguir tu teléfono no tiene nombre.
Terminé hablando a los gritos con tu tío Pepe.
No, no sabía.
¿Nostalgia?, dije.
Suerte la tuya.
Estamos de pie en el patio del rancho. Un patio de tierra reseca, sin una
planta ni un árbol. Es casi la medianoche pero todavía el aire está pesado. En
unas horas se levantará una tormenta desde el norte, grande y llena de rayos,
pero no va a caer ni una gota. El Tunchi ha dejado la linterna en el piso y
formamos un círculo alrededor, en cuyo centro pusimos los objetos sagrados.
Hay una vieja biblia, un frasco con agua bendita robada de la capilla, un rosario
bendecido por Juan Pablo II en su visita a la Argentina. Y el martillo. El Tunchi
lo trajo de su casa. Es el mismo que usa su padre para hacer algún trabajo de
carpintería, los domingos.
La puerta de chapa gris del fondo, que da al patio, está abierta. Entramos
sin hacer ruido, el Tunchi, después yo y Gera al final. En el comedor, living o
como se llame, la luz está prendida, y se oye, desde el cuarto de al lado, una
respiración. Levanto el cenicero pesado de cristal que está en la mesa de
plástico: sirve. El Tunchi hace una seña y lo seguimos. El Corneta duerme en
bolas, de espaldas a nosotros, en un colchón fino y con la gomaespuma al aire.
Gera desconecta el velador. El Tunchi tira del extremo opuesto del colchón y se
le sienta encima, por lo que el Corneta queda atrapado como en un sándwich de
gomaespuma. Entonces se despierta y nos mira y abre la boca para gritar, pero
Gerardo le mete una media enrollada hasta la garganta.
¿Cómo un error?
¿Quién era?
Pensé que había enloquecido. Era algo que se veía venir. Todos esos años
en Acapulco habían terminado por afectar sus capacidades cognitivas.
Y eso fue todo. Creo que ni nos saludamos. Simplemente oí que colgaba
el teléfono, de su lado, y yo hice lo mismo.
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