Escritos de Teología IV-Karl Rahner
Escritos de Teología IV-Karl Rahner
Escritos de Teología IV-Karl Rahner
IV
K. Rahner
n
E EDICIONES
CRISTIANDAD
E scritos de Teología
K. R ahner
n
E
« i EDICIONES
T . ACRISTIANDAD
OBRAS SELECTAS Y HOMENAJES
Nace en Friburgo de
Brisgovia en 1904. Ingresa
en la Compañía de Jesús
en 1922, y cursa estudios
en Friburgo con Heidegger
con el que profundiza en
las corrientes renovadoras
de la filosofía contemporánea.
Luego estudia teología en
Innsbruck donde se doctora
en 1936. Sucede a Guardini
en 1964 en la cátedra de
Weltanschauung cristiano
de Munich. Desde 1967 fue
profesor de teología de
Münster. Fue también asesor
teológico del Concilio y
miembro de la Comisión
Teológica Internacional en
su periodo inaugural además
de uno de los principales
teólogos posconciliares
con sus intervenciones en
la revista Concilium. Murió
en 1984.
CRISTIANDAD
V - Ju
Otros libros de Obras Selectas y Homenajes
publicados por esta Editorial:
K. R ahner
Escritos de Teología, I:
Dios-Cristo-María-Gracia
pp. 383.
K. R ahner
Escritos de Teología, II:
Iglesia-hombre
pp. 351.
K. R ahner
Escritos de Teología, III:
Vida espiritual-Sacr amentos
pp. 414.
J. A. M ö h le r
Simbólica
pp. 749.
Y. C o n g ar
Un pueblo mesiánico
pp. 248.
J. R atzinger
El espíritu de la liturgia: Una introducción
pp. 256.
H. U. V on Baltasar
Ensayos Teológicos, I: Verbum Caro
Ed. Encuentro/Ediciones Cristiandad, pp. 299.
ESCRITOS DE TEOLOGIA
TOMO IV
KARL RAHNER
C u arta e d ic ió n
CRISTIANDAD
© Fue publicado por la editorial
Benziger Verlag, Einsielden
Título original
SCHRIFTEN FUR THEOLOGIE
Traductores
J. MOLINA, L. ORTEGA, A. P. SÁNCHEZ PASCUAL, E. LATOR
bajo la supervisión de los
PP. L. MALDONADO; J. BLAJOT, S. J.; A. ÁLVAREZ BOLADO, S. J.
y
JESÚS AGUIRRE
Printed in Spain
A lizos, S. L. - Fuenlabrada (Madrid)
CONTENIDO
Abreviaturas.................................................................................................9
Prólogo.......................................................................................................13
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
DOCTRINA DE DIOS
CRISTOLOGÌA
DOCTRINA DE LA GRACIA
ESCATOLOGÌA
VIDA CRISTIANA
Este tema lo lia tratado ya el autor expresamente en el tomo I: «Sobre el problema de la evolu
ción del dogma», pp. 51-88, e incidentalmente en otros varios lugares. (N. del T.)
18 TK O l.O C ÍA FlINDAMKNTAI,
1. E v o l u c ió n d e l d o g m a e n l a E s c r it u r a
2 . L e y e s b á s ic a s a p r ió r ic a s d e la e v o l u c ió n d e l d o g m a
Ya hemos dicho que los elementos del dogma son también los ele
mentos constitutivos de la dinámica de la evolución del dogma en su
diversidad y unidad indisolubles. Enumeremos estos elementos comu
nes al dogma y a la evolución del dogma —naturalmente con una mirada
selectiva dirigida a la evolución del dogma— y veamos qué se sigue de
ahí para el recto concepto de la evolución dogmática.
3 .1 .E l Espíritu y la gracia
3.4 La tradición
3.5 La objetivación refleja dd dogma en tanto dogma, en tanto revelado por Dios
1. P rimera lección
2. S egunda lección
3 . T e r c e r a le c c i ó n
Muchas de las cosas que aquí decimos se relacionan hasta en la formulación con el artículo de
I lenii de Lavalette, «Dreifaltigkeit»: LT h K li I J 543-548. El amistoso cambio de impresiones
que precedió a dicho artículo del LT h K. justifica estas coincidencias.
Cl. A. Stolli; Dir Irinifäfslrhrr des hl. Bonaventura (Minister 1923); «Die Hauptrichtungen der
spekulativen Trinitätslehre in der Theologie des 13. Jahrhunderts»: T Q 106 (1925) 113-135;
«Des Gottfried von Fontaines Stellung in der Trinitätslchrc»: ZKTh 50 (1926) 177-195; Dir
Inmlälslrhrr Ulrirhs von Strasshnrg (Münster 1928); «Der heilige Albertus über den Ausgang
des Heiligen Geistes»: DTh 10 (1932) 109-123.
100 DOCTRINA DE DIOS
' Citemos como ejemplos: V. Bernadot, Durch die Eucharistie zur Dreifaltigkeit (traducido del
francés) (München 1927); E. Vandeur, «O mein Gott, Dreifältiger, den ich anbete»: Gebet der
Schwester Elisabeth von der Heiligen Dreifaltigkeit (Regensburg 1931); F. Kronseder, In Banne
der Dreieinigkeit (Regensburg 1933); C. Marmion, De H. Drieèenheid in ons geestelijk leven
(Bruges 1952); Gabriel a S. Maria Magdalena, Geheimnis der Gottesfreundschaft, 3 tomos
(Freiburg de Br. 1957-58).
1 Cf. R Laborde, Devotion à la Sainte Trinité (Paris-Tournai 1922); M. Retailleau, La Sainte
Trinité dans les justes (Paris 1923); R. Garrigou-Lagrange, «L’habitation de la Sainte Trinité et
expérience mystique»: RT 33 (1928) 449-474; M. Philipon, «La Sainte Trinité et la vie surna
turelle»: RT 44 (1938) 675-698; F. Taymans d ’Eypernon, Le mystère primordial. La Trinité
dans sa vivante image (Bruselas 1946); A. Minon,«M. Blodel et le mystère de la Sainte Trinité»:
ETL 23 (1947) 472-498; J. Havet, «Mystère de la Sainte Trinité et vie chrétienne»:
RevDiocNam. 2 (1947) 161-176; F. Guimet, «Caritas ordinata et amor discretus dans la
Théologie trinitaire de Richard de Saint Victor»: Rev.M.A.Lat. 4 (1948) 225-236; B.
Apperribay, «Influjo causal de las divinas personas en la experiencia mística»: Verdad y vida 7
(1949) 53-74; G. Philips, La Sainte Trinité dans la vie du chrétien (Liège 1949); H. Rondet, «La
divinisation du chrétien»: NRT 71 (1949) 449-476, 561-588; K. Rainier,
«Dreifaltigkeitsmystik»: LTliK III '563s.
1 Por ejemplo, en Buenaventura y a partir de su ejemplo a causa ciel cual y como consecuencia de
la revalorización de la causa ejemplar, equiparada a la causa eficiente y a la final, supera a su
manera, y con mucho, la opinion de que las realidades del mundo no pueden ser propiamente
trinitarias por haber sido éste creado en causalidad eficiente por obra del Dios uno. Cí. además:
L. Reypens, «Le sommet tie la contemplation mystique chez le B. Jean de Ruusbroec»: RAM 3
(1922) 250-272,4 (1923) 256-271; A Ampe, De grondijnen van Ruusbroec’s Dneëeheidsleer als
onderbouw van den zieleopgang (Tielt 1950); Kernproblemen uit de leer van Ruusbroec II-III
(Tielt 1950-51); De mystieke leer van Ruusbroec over de zieleopgang (Tielt 1957); St. Axters,
Geschiedenis van de vroomheid in de Nederlanden II (Anvers 1953); L. Reypens, «Dieu
(Connaissance mystique)»: DSAM III, 883-929; P. Henry, «La mystique trinitaire du B. Jean
Ruusbroec»: RSR 40 (1951-52) 335-368; H. Rahner, «Die Vision des hl. Ignatius in der
Kapelle von La Storta»: ZAM 10 (1935) 17-34, 124-139, 202-220, 265-282; J. Iparraguirre,
«Vision ignaciana de Dios»: Gr 37 (1956) 366-390; Efrén de la Madre de Dios, San Juan de la
C nn y el misterio de la Santísima Trinidad en la inda espiritual (Zaragoza 1947); P. Blanchard,
TRATADO DOGMÁTICO DE TRINI'!ATE 101
mente uno, sin modo y sin nombre, este misterio no sólo se ha quedado
siempre en misterio de la teología abstracta, sino que ha habido también
—¡aunque qué escasa y tímida!— una verdadera mística de la Trinidad.
(Aquí podríamos citar a Buenaventura, Ruysbroek, Ignacio de Loyola,
Juan de la Cruz, María de la encarnación, quizás Bérulle y algunos
modernos; por ejemplo, Isabel de la Santísima Trinidad y Anton Jans).
Pero todo esto no podrá ocultarnos que los cristianos, a pesar de su
confesión ortodoxa de la Trinidad, son en la realización de su existencia
religiosa casi exclusivamente «monoteístas». Podríamos atrevernos a afir
mar que si hubiera que desechar, por falsa, la doctrina trinitaria, la mayor
parte de la bibliografía religiosa podría permanecer casi tal y como está.
No se puede objetar que la doctrina de la Encamación es teológica y
religiosamente tan central en los cristianos que por ello la Trinidad está
siempre y en todas partes inseparablemente «presente» en su vida religio
sa. Pues al hablar de la encarnación de Dios la mirada teológica y religiosa
se fija hoy en día solamente en el hecho de que «Dios» se ha hecho hom
bre, de que «una» persona —de la Trinidad— ha tomado carne, pero no
que esa persona sea justamente la del Logos. Se puede sospechar que para
el catecismo de la cabeza y el corazón —a diferencia del catecismo impre
so— la idea que el cristiano tiene de la encarnación no tendría que
modificarse nada si no hubiera Trinidad. Dios, en tal caso, se habría hecho
hombre en cuanto persona (una); y el cristiano medio no percibe, de
hecho y expresamente, más en su confesión de la encamación.
Más de una cristologia habrá, moderna, científica y amplia, en la que
quede totalmente al fondo qué hipóstasis divina concretamente ha asu-
«Expérience trinitaire et vision beatifique d’après S. Jean de la Croix»: ATh (1948) 293-310; J.
Klein, L ’itinéraire mystique de la Vénérable Mère Marie de VEncarnation (Roma 1937); M.
Philipon, La doctrine spirituelle de Soeur Elisabeth de la Trinité (Paris 1938); H. Urs von
Balthasar, Elisabeth von Dijon (Köln 1952); T. Mandrini, «Una nuova mistica carmelitana»:
SCat 69 (1941) 425-432; A. Jans, Ein Mystikerleben der Gegenwart, editado por M. Grabmann
(München 1934). Hasta qué punto habría que nombrar aquí también una antigua piedad -y no
sólo una especulación— del Logos, empezando por Orígenes, hasta qué punto habría que citar
Ja veneración de la «sabiduría divina» de H. Seuse, L. Blosius, C. Druzbicki, etcétera, es cosa que
no podemos detenernos a considerar. Cf. W. Völker, Das Vollkommenheitsideal des Orígenes
(Tübingen 1931); A. Lieske, Die theologische Logosmystik bei Origines (Münster 1938); B.
Krivochcine, «'The Holy Trinity in Greek Patristic Mystical Theology»: Sobornost. Invierno
(1947-48)529-537.
102 DOCTRINA DK DIOS
Es extraño: toda doctrina sobre la Trinidad tiene que acentuar que la «hipóstasis» en Dios es
justamente aquello por lo que Padre, Hijo y Espíritu se distinguen entre sí; que siempre que
entre ellos hay una coincidencia se trata de una identidad numérica absoluta; que el concepto
de «hipóstasis», por tanto, aplicado a Dios no es un concepto universal unívoco que correspon
da a cada una de las tres personas del mismo modo. Y, sin embargo, este concepto se aplica
después en la cristologia como si fuera evidente que una «fundió hypostafica» respecto a una
naturaleza humana pudiera ser ejercida exactamente igual por otra hipóstasis en Dios, como si
no hubiera que preguntar, al menos, si aquella subsistencia relativa determinada en la que jus
tamente el Padre y el Espíritu subsisten con el Hijo, en pura diferencia y no en igualdad, no
prohíbe tal vez aunque con el 1lijo no es esto lo que sucede— que tal fundió hypostatica, res
pecto a una naturaleza humana, sea desempeñada.
El autor mismo recuerda un poco compungido que hace veinte años tuvo por censurable que M.
Schmaus no quisiera, entonces, que este enunciado apareciera tan evidentemente en su Dogmática.
TRATADO DOGMÁTICO DE T R I M ! ATE 103
orientada a priori de igual forma a las tres divinas personas; que esta
doctrina, por tanto, no reflexiona explícitamente, de ningún modo, sobre
el hecho de que la satisfacción fue llevada a cabo justamente por el Verbo
encarnado —y no simplemente por el Dios-Hombre—; y que, por ello,
podría pensarse exactamente igual que otra persona divina, en tanto
hombre, habría podido ejecutar para el Dios trino una satisfactio
condigna y que tal satisfacción podría ser incluso concebida por
nosotros sin que hubiera que suponer a la Trinidad como condición
o posibilidad en generals.
De acuerdo con esto, también cuando el tratado se titula De gratia
Christi, la doctrina de la gracia es, de hecho, monoteísta, no trinitaria:
«consortium divinae naturae» hasta la «visio beata essentiae divinae '». Es
verdad que se dice que esta gracia fue «merecida» por Cristo. Pero como
tal gracia de Cristo se explica, en el mejor de los casos, como gracia de
Dios-hombre y no del Verbo encarnado en tanto Logos, y como se conci
be sólo como nueva concesión de una gracia que en su esencia
supralapsaria se piensa casi siempre como mera «grada Dei» y no Verbi, y
mucho menos Verbi incarnandi, el tratado sobre la gracia es también una
referencia teológica y religiosa muy poco clara al misterio del Dios trino.
Con la misma medrosidad antitrinitaria se evita —excepciones desde
Petavius, pasando por Thomassin, hasta Scheeben, Schauf, etc., no
hacen sino confirmar la regla— concebir la relación, fundada por la gra
cia, de las tres personas divinas con el hombre de otra manera que no sea
basada en la «gracia creada» causada en causalidad eficiente y «apropia
da» a cada una de las personas sólo de modo distinto. Y la mismo vale,
naturalmente, del tratado sobre los sacramentos y del de la escatologia.
En la doctrina sobre la creación —a diferencia de la gran teología
antigua, de Buenaventura, por ejemplo— apenas se encuentra hoy una
palabra sobre la Trinidad. Se piensa que este silencio es también plena
mente legítimo porque las obras divinas «ad extra» son tan «comunes»
Supuesta la teoría de una persona moral doble en unidad substancial de personas, también un
Dios absolutamente unipersonal podría unirse hipostáticamente a una naturaleza humana y eje
cutar así para sí mismo satisfacción.
Kn la lamosa constitución de Benedicto XII sobre la visión beatífica (Dz *5*30) no se atiende nada
a la Trinidad, sólo se habla de la «esencia divina» y a ésta se le adscribe lo más íntimamente per
sonal: mostrarse. Pero ¿se explica esto solamente por la temática que aquí se expone
inmediatamente?
104 DOCTRINA DK DIOS
II
A todo esto se debe que el tratado sobre la Santísima Trinidad esté bas
tante aislado en el sistema de la dogmática total. Dicho un poco
groseramente— y, naturalmente, exagerando y generalizando—: después de
haber sido despachado este tratado en la dogmática no vuelve a aparecer de
nuevo. Su función en el todo de la dogmática se ve de manera muy poco
clara. Parece como si el misterio hubiera sido comunicado sólo en razón de
sí mismo. Incluso después de haber sido comunicado permanece, en tanto
realidad, cerrado en sí. Sobre él se promulgan comunicaciones sólo prepo
sicionales, él mismo como realidad no tiene, en verdad, nada —o casi
nada— que ver con nosotros. La teología corriente no puede, en realidad,
rechazar con razón, por exagerado, este enunciado: quien en cristologia
sólo conoce una función hipostática de «una» persona divina que podría
llevarse a cabo, exactamente igual, por cualquiera de las otras; quien consi
dera que lo único importante en concreto para nosotros en Cristo es que él
es «una» —cuál, es cosa de poca monta para nosotros— persona divina;
quien en la gracia sólo conoce, en realidad, relaciones apropiadas de las per
sonas divinas con el hombre y efectivamente sólo sabe aquí algo de una
causalidad eficiente del Dios uno, dice en el fondo y hasta con palabras
sobrias explícitamente que lo único que tenemos que ver con el misterio de
la Trinidad es que por la revelación sabemos algo «sobre él»
con lo sabido la relación más real que puede concebirse. Y recíprocamente. Pcrojustamente este
axioma, si se pensara basta el fin con vistas a la cuestión de que se trata, pondría en claro que la
comunicación reveladora del misterio trinitario implica y supone, en último término, una comu
nicación ontológico-real de la realidad revelada como tal al hombre. Es decir, no puede ser
concebida justamente como lo hace la actitud que impugnamos: en forma de una nueva comu
nicación verbal que no modifique la relación real entre el que hace la comunicación (en tanto
trino) y el que la oye.
Con esta formulación no vamos a tocar la cuestión de si Dios tiene, en realidad, relaciones «reales»
«ad extra». Aquí podemos prescindir de tal cuestión. De manera «ontológico-real» y como pecu
liaridad de cada una de las personas divinas hacia el hombre, basta con que se entienda aquí en
sentido análogo por lo que respecta a la «realidad», no al ser propio de la denominación cómo
el Logos, por ejemplo, en tanto él mismo, tiene una relación real con su naturaleza humana.
106 DOCTRINA DE DIOS
CX K. Rahner, Escritos de ‘teología I (Ediciones Cristiandad, Madrid 2000), 1.r>7ss. y nota 11, p. IOS
TRATADO DOGMATICO DE TRINITA'I'E 107
Ihn este punto heñios de conceder que la teología griega en su cima máxima los capadocios ,
a pesar de su punto de partida económico-salvífico dirigido al mundo, en la doctrina trinitaria
causa una impresión casi todavía más formalista que la teología trinitaria de Agustín. ¿Cómo se
explica esto? ¿Tenían los griegos una impresión tan obviamente «económico-salvífica» de la
Trinidad que podían tener, con razón, toda su teología por doctrina sobre la Trinidad y así «su»
doctrina sobre la 'Trinidad no sería toda la doctrina sobre la Trinidad, sino sólo la exposición de
su parte abstracta formal, cuyo objeto no sería decir algo sobre cada una de las tres personas,
sino sólo resolver el problema para los griegos ulterior de la unidad de las tres personas a
las que se encuentra después, individuales y distintas, en la teología y economía? ¿No habría que
108 DOCTRINA DE DIOS
decir, entonces, que el Occidente toma en los griegos la parte forma] de la teología trinitaria por
(toda) la teología trinitaria —porque la propia doctrina de la salvación conserva sólo dogmáti
camente el mínimo inevitable de teología sobre la Trinidad— y se ve por ello, obligado, a
diferencia de los griegos, a llenar de contenido esta teología trinitaria, casi matemáticamente for
malizada, y a hacerla intuitiva mediante lo que ya Agustín desarrolló como teología
«psicológica» sobre la Trinidad?
TRATADO DOGMÁTICO DE 1'RINITA‘Í E 109
Con todo lo que antecede no queremos decir que siempre y en todo caso
tenga que ser un error que ambos tratados De Deo uno y De Deo trino sean
divididos y dispuestos uno detrás de otro en la forma al uso. Quizás se afirme,
sin razón, que tal división y disposición es la repetición del proceso de la his
toria de la revelación, porque ésta pasó de la revelación de la esencia a la
revelación de las personas1 Pero esta división y disposición puede conside
rarse tranquilamente más como una cuestión didáctica que como una
cuestión fundamental. Ya que, en último término, todo depende de lo que se
diga en ambos tratados y de qué líneas los unan, si es que se distinguen así,
según la manera usual. Lo único que, en definitiva, importaba aquí en nuestra
cuestión era sólo la observación de que en la división y disposición, tal y como
de hecho se llevan a cabo, la unidad y conexión recíproca de ambos tratados
no se pone suficientemente de relieve, cosa que aparecejustamente en la natu
ralidad, totalmente carente de toda problematicidad, con la que se piensa que
tal división y disposición son simplemente necesarias y evidentes.
Un nuevo fenómeno se relaciona también con esta cerrazón de una doc
trina trinitaria aislada en sí misma: la medrosidad con que se rechazan los
intentos de mostrar analogías, barruntos, preparativos de tal doctrina fuera
del cristianismo o en el Antiguo Testamento. Podría decirse —exagerando
un poco y simplificando la cosa— que la antigua apologética contra los paga
nos yjudíos se preocupó, sobre todo, de encontrar la Trinidad, en la medida
de lo posible, antes del Nuevo Testamento y fuera del cristianismo, al menos
en vestigios y tratándose de espíritus privilegiados: los patriarcas del Antiguo
Testamento sabían en su fe ya algo, y Agustín concede a los grandes filósofos
un conocimiento sobre la Trinidad con una generosidad que hoy provocaría
escándalo.
La nueva apologética católica rechaza de ordinario y enérgicamente tales
intentos de descubrir un barrunto de este misterio fuera del Nuevo
Testamento. Y esto con consecuencia indiscutible: si, para esta teología, la
Trinidad no aparece como realidad en el mundo y en la historia de la salva
ción, no es por lo menos probable que se encuentre ahí el más remoto
conocimiento de ella. Y así se supone tácitamente, ya más o menos antes de
Se puede decir, al menos, con la misma razón, que la historia de la revelación revela, en primer
lugar, a Dios en tanto persona sin origen en su relación con el mundo y que pasa después a la
manifestación de tal persona en tanto origen de los procesos vitales intradivinos, configuradores
de la persona.
110 DOCTRINA DK DIOS
III
Habrá que decir que este aislamiento del tratado sobre la Trinidad se acre
dita como falso simplemente atendiendo a su realidad efectiva: así no puede ser.
La Trinidad es un misterio de salvación —si no, no habría sido revelada—. Pero
entonces tiene que quedar claro en todos los tratados dogmáticos que las mis
mas realidades de salvación que en ellos se tratan no pueden entenderse sin
acudir a este proto-misterio del cristianismo. Si esta pericoresis permanente
entre los tratados no aparece siempre con nueva claridad, ello no es más que
un signo de que en el tratado sobre la Trinidad o en los otros tratados no se han
puesto de relieve claramente conexiones que son las únicas que hacen inteligi
ble que la Trinidad es un misterio de salvación para nosotros y que, por ello,
nos sale al encuentro siempre que se habla de nuestra salvación,justamente en
los otros tratados dogmáticos.
La tesis fundamental que estatuye esta unión entre los tratados y que des
taca la Trinidad en tanto misterio de salvación para nosotros —en su realidad
y no primariamente como doctrina— podría formularse así: la Trinidad «eco
nómica» es la inmanente, y recíprocamente. Nuestro quehacer consistirá ahora
en explicar este enunciado, en fundamentarlo, hasta el punto que sea posible,
y en esclarecerlo en su significado y aplicación a la cristologia. Las tareas que
tal planteamiento supone se compenetran y se condicionan recíprocamente, de
tal manera que no pueden ser tratadas una detrás de otra, sino todas a la vez.
La Trinidad «económica» es la Trinidad inmanente. Este es el enuncia
do que nos ocupa. En un punto, en un caso, este enunciado es verdad de fe
definida ": Jesús no es simplemente el Dios en general, sino el Hijo; la1
1 Aunque, en realidad, sólo en un punto, en un caso, que por ello no hasta por sí solo para justifi
car la tesis planteada en su totalidad y absolutamente como verdad de fe.
TRATADO DOGMATICO DE TRINI'IA'IE 111
segunda persona divina, el Logos de Dios, es hombre, él y sólo él. Hay, por
tanto, al menos una «misión», una presencia en el mundo, una realidad eco-
nómico-salvífica no meramente apropiada a una persona divina
determinada, sino peculiar suya. Aquí no, se habla sólo «sobre» esa perso
na divina determinada en el mundo. Aquí acaece fuera de la vida
intradivina, en el mundo mismo, algo que no es simplemente acaecer del
Dios tripersonal en tanto uno, actuante en el mundo con causalidad efi
ciente, sino que le pertenece únicamente al Logos, historia de una persona
divina en diferencia para con las otras. (No se cambia nada en ello con decir
que la causa de esta unión hipostática, que sólo al Logos pertenece, es obra
de toda la Trinidad).
Existe una predicación de carácter histórico-salvífico que sólo puede
hacerse de una persona divina. Allora bien, si esto acaece una vez, es en
todo caso falso el enunciado siguiente: no hay ninguna realidad
histórico-salvífica, ninguna realidad «económica» que no pueda ser dicha
de la misma forma del Dios trino en conjunto y de cada persona en parti
cular y de por sí; falso es también, con ello, el enunciado de que en una
doctrina sobre la Trinidad —en tanto decir sobre las tres personas divinas
en general y en particular— sólo puede haber proposiciones que se refieran
a lo «intradivino». Ciertamente es acertado decir que la doctrina sobre la
Trinidad y la doctrina sobre la economía de la salvación no pueden ser
separadas adecuadamente1’.
Esta consideración se debilita u oscurece frecuentemente en la teo
logía, en su significación a propósito de nuestros problemas, por tres
diversos razonamientos. En primer lugar, y antes de que entremos en la
significación del punto de partida dogmáticamente cierto para la tesis
más amplia, hemos de examinar esos razonamientos.1
1 No se puede eludir, naturalmente, este enunciado diciendo de una manera escolar, necia y astu
ta a la vez, que la unión hipostática en el Logos mismo no constituye ninguna «relación real», es
decir, que no hay que decir nada «económico» sobre el Logos como tal que le ataña a él mismo.
Sin entrar a examinar el axioma de la metafísica escolástica, según el cual en Dios no hay «rela
ciones reales» ad extra, en todo caso es verdad y tiene que valer como norma orientadora de
dicho axioma ¡y no lo contrario! que el Logos mismo es con toda verdad hombre, él mismo
y sólo él, no el Padre ni el Espíritu. Por eso es verdad eternamente que si hay que decir sobre el
Logos mismo todo lo que en él es verdaderamente y permanece, en una doctrina sobre las per
sonas divinas, esta doctrina misma implica, entonces, un decir que cae dentro de la economía de
la salvación, un decir «económico».
112 DOCTRINA DE DIOS
" P. Galtier, L ’habitation en nous des tríos personnes. Edition revue et augmenttée (Roma 1950).
' H. Schauf, Die Einwohnung des Heiligen Geistes (Freiburg de Br. 1941); cf. también: Pb. J.
Donnely, «The Inhabitation of the Holy Spirit. A Solution According to De la Taille»: ThSt 8
(1947) 445-470;J. Trätsch, AS’. Trinitatis inhabitatio apud theologos retentions (Trento 1949); S.
J. Docky, Fils de Dieu par grâce (Paris 1948); C. Sträter,«Hetbegrip“apropiative” bij S. Thomas»:
TRATADO DOGMÁTICO DE TRINI!ATE 113
Por lo menos, Galtier y otros teólogos que siguen su teoría no han pro
bado ciertamente que una relación hipostática propia y una relación
hipostáticamente aunadora sean, necesaria y rigurosamente, lo mismo.
Más adelante nos encontraremos con argumentos positivos contra esta
identificaciónIK.
Afirmamos con ellos: fundamentalmente la encarnación puede con
cebirse como un «caso» dogmáticamente cierto de una relación
económica para con el mundo —al menos no fundamentalmente imposi
ble—, propia de una persona divina. Y con esta relación está dada la
posibilidad de una comunicación real de toda la Trinidad como tal al
mundo en el acaecer salvifico, es decir, una identidad de la Trinidad eco
nómica e inmanente.
La segunda dificultad —en cierto sentido, opuesta— fue rozada ya
antes: si se supone que cada una de las personas divinas podría unirse
hipostáticamente con una realidad creada, el hecho de la encarnación del
Logos no «des-vela», en realidad, nada sobre él mismo, es decir, de su ser
propio intradivino; la encarnación significa, entonces, en el fondo y de
hecho para nosotros, sólo la experiencia de la personalidad de Dios en
general —tal y como nosotros la conocemos ya previamente a tal expe
riencia—, no la de una personalidad propiamente diferenciada
trinitariamente; es verdad que sabemos —por una comunicación prepo
sicional— que justamente la segunda persona divina, a vista de la realidad
humana experimentada en Jesús, ejerce una función hipostática. Pero lo
que se vive y experimenta ahí sería exactamente como es ahora si otra
Quien niegue que el Padre o el Espíritu también pueden encarnarse negaría una «perfección» en
ellos si constara ya (pie tal posibilidad para el Padre o el Espíritu es una verdadera posibilidad
TRATADO DOGMATICO DE ‘IRIXEIA'IE 115
y, por tanto, una «perfección». Pero justamente esto no consta de ningún modo. Para el Hijo
en tanto Hijo es, por ejemplo, una perfección proceder del Padre. Pero deducir de ahí que
también el Padre como tal tendría que poseer dicha perfección es un absurdo manifiesto.
Pero como la función hipostática «hacia afuera» es la hipóstasis divina respectiva, de la fun
ción de esta hipóstasis no se debe deducir nada para otra, aun cuando de nuestro concepto
universal abstracto de subsistencia no surja ninguna contradicción de que el Padre haga sub
sistir una naturaleza humana.
" Ya aludimos al comienzo de este artículo al hecho de que, justamente por ser supuesta casi
tácitamente como evidente, tiene efectos muy considerables y que, por eso, es anónimamen
te muy poderosa.
116 DOCTRINA DE DIOS
Esta dificultad sólo está presente en la teología las más de las veces de modo anónimo. Es difícil
formularla con claridad, aunque suponemos que está en el fondo de todas las diferencias cristo-
lógicas que aun hoy sigue habiendo en la cristologia católica, entre un calcedonismo puro, por
ejemplo, y un neocalcedonismo. Se trata de la cuestión siguiente: ¿es la humanidad del Logos
lo extraño meramente asumido o justamente lo que llega a ser cuando el Logos se dice («se
dice-fuera», o se expresa) al interior de lo no-divino? ¿Hay que explicar la encarnación en su
contenido —a propósito de lo que el Logos llega a ser— a partir de la naturaleza humana, en cuan
to ya conocida y que con ello no deviene más revelada por la encarnación, o en último término la
naturaleza humana a partir de la automanifestación «se-alienante» del Logos?
TRATADO DOOM ÁTICO DE TRINITATE 117
" A propósito de este concepto consúltese mi artículo «Para una teología del símbolo», en este
tomo pp 261-294
Téngase en cuenta sobre todo: B. Welte, «Homoousios hemin»: Chalkedon heute III (Würzburg
1954) 51-80; K. Rahner, «Problemas actuales de cristologia»: Escritos de Teología I (Ediciones
Cristiandad, Madrid 2000) 157-205; «Para una teología del símbolo» (cf. nota anterior); «Para
la teología de la encarnación», en este tom o,131-148; F. Malmberg, Der Gottmensch
(Quaestiones disputatele 8) (Freiburg de Br. 1959).
118 DOCTRINA DR DIOS
' Esta inismidad por tratarse en nuestro planteamiento de la cuestión justamente no del sujeto for
mal del Logos en abstracto, sino del Logos concreto hecho hombre- - es la inismidad tal y como
Eleso y Calcedonia conjuntamente la formulan: incontusa e inseparadamente, es decir, no la mismi-
dad de una identidad muerta en la que nada puede ser distinguido porque todo es de antemano
igual y lo mismo, sino la inismidad en la que uno y el mismo Logos es él mismo en la realidad huma
na. Porque no es que le haya sido añadida aditivamente sólo una realidad extraña (de la naturaleza
humana) —en cuyo caso esta «unión» no sería pensada como más real que ella misma, sino que serí
an pensadas más bien sólo dos realidades, una al lado de la otra , sino que el Logos constituye lo
otro en tanto otro porque él se constituye así a sí mismo y se expresa. La diferencia, por tanto, tiene
que ser pensarla como modalidad interna de la unidad misma, y así, tanto intratrinitariamente como
«hacia afuera», una inismidad inmediata, y no mediatizada por lo verdaderamente otro, tiene que ser
concebida como negación, no como modo supremo de la verdadera inismidad.
Llamemos la atención únicamente sobre un punto. Aplicando la ontologia clásica de la teología
medieval sobre la visión beatífica a la visión innegable de las personas divinas corno tales no se
puede impugnar lógicamente esta tesis tratándose de la visio, y entonces tampoco cuando se trata
de la graciajustificante como substrato ontològico y comienzo formal de la visión inmediata de Dios.
Una visión inmediata de las personas divinas que no puede ser pensarla, por tanto, como mediati
zada por una «species impressa» creada, sino sólo por la realirlad ontológico-real de lo visto en sí
mismo, que se comunica al vidente en una causalidad cuasi-fórmal ríe naturaleza ondea en tanto
condición ontològica de la posibilidad riel conocimiento formal, significa necesariamente una rela
ción ontológico-real del vidente con cada una ríe las personas contemplarlas como tales en cada caso
en su ser caracterísdco real. La teología medieval no reflexionó quizá suficientemente sobre esto.
Pero está totalmente en las consecuencias ríe su planteamiento teológico rie la visto.
TRATADO DOGMATICO DE ‘I RINVI A l E 119
'' Más adelante la seguiremos apoyando, aunque sólo sea de manera alusiva, mediante una mirada
a la historia real de la revelación de la Trinidad.
No podemos detenernos aquí con más rigor a ver que, y cómo, en unión reciproca, la autoco-
munieaeión del Padre en el declarar {Aussage) del Verbo al mundo dice (besagt) encarnación y
corroboración (Zusage) según gracia de esta Palabra al hombre (creyente).
120 DOCTRINA DE DIOS
’s De allí se sigue, incluso en una axiomática formal: si la diferencia, dada en una realidad comu
nicada en cuanto tal por Dios, sólo existe de parte de la criatura, no se trata, en modo alguno, de
una auto-comunicación de Dios en sentido riguroso. Pero si se trata de verdad de una autoco-
municación, en la que en lo comunicado en cuanto tal, es decir, «para nosotros», está dada una
verdadera diferencia, Dios, en tal caso, tiene que ser éste distinto «en sí mismo» y, a pesar de su
unidad —que entonces se caracteriza como la unidad de la «esencia» absoluta—, lo cual es desig
nado, entonces, como un modo relativo del comportarse-consigo-mismo. Se puede decir, por
tanto, si la revelación
- da testimonio de una verdadera flw/c-comunicación, si
— declara que dicha autocomunicación contiene diferencias para nosotros,
— si la considera mediatizada, sin que tal mediatización sea meramente de tipo creado y
suprima así el carácter de una verdadera autocomunicación, eo ipso se afirman en Dios,
tal y como él es en sí, diferencia y mediatización.
[N. del T.: En todo este contexto el autor emplea, consecuente y rigurosamente, dos series
de términos que procuramos reproducir en nuestra traducción. Vermittlung (vermitteln, etc.) lo
traducimos por «mediatización» («mediatizar», etc.); Mitteilung (mitteilen, etc.) por «comuni
cación» («comunicar», etc.)].
TRATADO DOGMATICO DE TRINKlATE 121
No debe olvidarse que el concepto de «Palabra» tiene que ser leído a partir de su plenitud de
contenido en el Antiguo Testamento; que es, por tanto, la Palabra poderosa de Dios creador,
dicha en realidad y decisión, en la que el Padre se expresa, en la que está-ahí y obra. No se trata,
por tanto, nunca de una autorreflexión meramente teórica. En este sentido, a partir de tal con
cepto se entiende mucho más fácilmente la unidad de la «Palabra» de Dios en tanto hecho carne
y que dispone poderosamente, juzgando, en el corazón de los hombres.
122 DOCTRINA DK DIOS
11 Supuesto que una visión así concebida no implique una contradicción interna, o, lo que es lo
mismo, que no sea vista.
124 DOCTRINA DE DIOS
Sobre todo en la historia real de los conceptos que fueron creciendo lentamente y con derecho
en un proceso verdaderamente histórico hacia el interior de su significación trinitaria.
El lector culto no ignora que todos los substantivos alemanes se escriben con mayúscula. El tra
ductor tiene que reflexionar, a veces, antes de decidirse por una grafía determinada. Aquí
preferimos escribir Palabra y Espíritu. No olvide el lector, sin embargo, a lo largo de estas pági
nas, que su primera aparición está anunciada por sintomáticas comillas. (N. del T.)
TRATADO DOGMÁTICO DE TRINITATE 125
Siempre hay que evitar el mismo dilema: o en la conciencia religiosa comente aparece la ausencia
de la Trinidad, que lamentábamos al comienzo de este artículo, a favor de un mero monoteísmo
rígido y no mediatizado, o cuando se esfuerza por hacerse cargo de la verdad de la Trinidad surge
en la conciencia religiosa un triteismo que sólo se supera verbalmente por la confesión —natural
mente no negada -de la unidad de Dios. Falta justamente la conciencia de un principio mediador
que permita pensar, no sólo en abstracción íbrmal estática o para «Dios en sí», la unidad interna de
unicidad y trinidad de Dios, sino también concretamente y para nosotros, es decir, en una realidad
que siempre puede realizarse vivamente en nosotros mismos o sea, en el misterio que por la
Palabra en el Espíritu y en tanto Palabra y Espíritu se nos da él mismo—.
126 DOCTRINA DK DIOS
El hecho de que el concepto de persona haya sido sancionado en esta cuestión por el magiste
rio de la Iglesia no tiene que significar, necesariamente y en todo caso, que haya de ser el punto
de partida tie toda consideración teológica. Puede ser también su fin al que se llega en una rati
ficación ulterior teológica e intelectual de la evolución de la revelación y de la doctrina de Ja
/g/c.v/V/, sin emanciparse en ningún momento de la reflexión teológica de la doctrina de la Iglesia
y del magisterio, justamente porque se ratifica ulteriormente precisamente esa evolución.
128 DOCTRINA DE DIOS
origen sin-origen del Hijo y del Espíritu. Y en tal caso es, en realidad,
imposible disponer los dos tratados uno detrás del otro tan sin relación
como aun hoy frecuentemente sucede.
CRISTOLOGÌA
I
mos la respuesta del magisterio eclesiástico. ¡No es que las viejas fórmu
las que responden a esta cuestión hayan sido derogadas por anticuadas
o, incluso, dejadas a un lado por falsas! ¡Dios nos libre!
Y es que la Iglesia y su fe son siempre las mismas en su historia pro
pia. Si no, tendríamos acaeceres de una atomizada historia de la religión,
pero ninguna historia unitaria de la Iglesia una y de la fe siempre la
misma. Pero justamente porque esta Iglesia una y la misma tuvo una his
toria y sigue teniéndola todavía, la fórmula antigua no es sólo el fin, sino
también el punto de partida. De tal manera que en el movimiento espiri
tual de apartamiento de y regreso a ella radica la única garantía, o
digamos con más cautela, la esperanza de que hemos entendido la fór
mula antigua tal y como todo entender acaece: no de forma que lo
entendido quede pasmado, sino que movido salga al misterio sin nom
bre que sustenta todo entender.
Si esto es en general ya así, es decir, si el verdadero entender es
siempre el abrirse del cognoscente al interior del misterio que la mira
da no alcanza, y si tal misterio no es el resto, sólo provisionalmente y
todavía no-dominado, de lo comprendido, sino la condición de la
posibilidad del comprender aprehensivo de cada individuo, y la
incomprensibilidad, que nos abarca, del todo original —llámese como
se quiera a ese todo—, no es extraño que esto tenga que acaecer sólo
cuando el destino aprehensible de la Palabra incomprensible debe ser
comprendido.
El Verbo de Dios se ha hecho hombre. Al enunciar en esta breve
hora dicha proposición, con el fin de entenderla, hemos de renunciar
a decir algo sobre su sujeto, sobre ese Verbo de Dios en sí a quien tal
proposición se refiere. Esto, aun siendo aquí inevitable, es muy peli
groso. Pues podría suceder que se errara la intelección de la
encarnación pensando una realidad muy poco clara con ese «Verbo de
Dios» que se hace hombre.
Es verdad que, a partir de Agustín, la teología escolar se lia acos
tumbrado a pensar que es obvio, que cada uno de esos tres
no-numéricos, a quienes nosotros llamamos las personas de la divini
dad una, puede hacerse hombre, con tal de suponer solamente que lo
quiera. En este supuesto, Verbo de Dios, en nuestro enunciado, no
significa en orden a su intelección mucho más que un sujeto divino
cualquiera, una hipóstasis divina: «uno de la Trinidad se ha hecho
hombre». No se necesita, por tanto, en este supuesto, saber más clara-
PARA LA T E O L O G ÍA DK LA ENCARNACIÓN 133
na»? Desde luego que sabernos muchas cosas sobre el hombre. Las cien
cias más diversas proponen todos los días enunciados sobre él y todas las
artes, cada una a su manera, hablan sobre este tema inagotable. Pero ¿se
ha «definido» con ello al hombre?
Evidentemente, sólo se puede definir, dar —limitando— una fórmu
la que enumere adecuadamente la suma de elementos constitutivos,
cuando se tiene un objeto «cósico», compuesto de últimas partes origi
nalmente constitutivas, que sean ellas mismas realidades limitadas,
últimas y entendidas en sí, o sea delimitadas nuevamente —es decir,
ahora— por sí mismas.
Dejamos de lado la cuestión de si, en este sentido, es posible una
definición en términos rigurosos. Tratándose del hombre es, en todo
caso, imposible. El hombre es, esta podría ser la definición, la indefini-
bilidad llegada a sí misma. Muchas cosas de él son definibles, al menos
en algún sentido. Se le puede llamar también Ç coov À o y iK Ó v , animal
rationale. Pero antes de alegrarse por la sobria claridad de dicha «defi
nición», habría que reflexionar sobre qué significa propiamente.
Y es que si se hace esto se va a parar —literalmente— a lo sin-orillas:
pues sólo puede decirse lo que el hombre es afirmando lo que hace y lo
que le incumbe. Ahora bien, esto es lo sin-orillas, lo sin nombre. De ahí
que el hombre sea, en su esencia, en su naturaleza, el misterio. No por
que él sea la plenitud infinita e inagotable —la forma originaria de lo que
para nosotros es misterio— del misterio operante, sino porque él, en su
esencia peculiar, en su fundamento original, en su naturaleza, es la habi
tud, pobre y que llega a sí misma, para con esa plenitud (la forma del
misterio que nosotros mismos somos).
Después de haber dicho todo lo que, en tanto al-alcance-de-la-
mirada y definible puede ser afirmado de nosotros, no hemos
afirmado todavía absolutamente nada. A no ser que en todo ello
hubiéramos dicho conjuntamente que nosotros somos los referidos al
Dios incomprensible. Ahora bien, dicha habitud, es decir, nuestra
naturaleza, sólo se entiende y se comprende si nos dejamos aprehen
der libremente por el incomprensible, de acuerdo con el acto que,
inexpresablemente, es la condición de la posibilidad de todo decir
aprehensivo.
Nuestra existencia consiste en la aceptación o en la repulsa del mis
terio que nosotros somos en tanto pobre estar-referidos al misterio de la
plenitud. El «a-donde» previamente dado de nuestra decisión que acep-
PARA I.A TKOI.OGÍA DK LA KNCARNACIÓN 135
Este «acto» de la entrega de sí mismo es naturalmente, en primer lugar, el «acto» que el Creador
opera al crear la naturaleza humana, no algo que un hombre, en tanto creado, pone casualmen
te por propia iniciativa como su «actus secundus». Es verdad que en la relación entre la esencia
del hombre en tanto constituido por Dios y el propio hacer del hombre, surgido de tal esencia,
conocemos a éste a partir de aquel hacer, y la esencia se continúa en él, y de forma —a diferen
cia de los entes infraespirituales— que el hacer del hombre está llamado a comparecer ante la
esencia, hacerla llegar a sí y realizarla. De tal manera que entre dicha esencia y su auto-realiza
ción espiritual aparece una unidad —aunque no simplemente identificadora— que no se pone
suficientemente de relieve cuando se habla sólo de la «unidad» ontológico-formal entre sustan
cia y accidente. Hay que tener en cuenta siempre —si lo dicho ha de entenderse de forma
acertada— que lo que Dios opera en tanto origen del propio obrar de la criatura espiritual —de
una «physis» humana, en sentido original aristotélico— no es precisamente una «cosa» con
meros «hábitos», que están «presentes» en inmovilidad pasiva, sino una realización substancial,
un «actus» que, por ser eso, se despliega en una actividad que es luego la suya propia y en la que
este acto fundamental creado por Dios se realiza a sí mismo. Por ello, para expresar tal estado de
cosas, no podemos decir sino que el ser espiritual «se entrega», primariamente, desde luego, en
el acto en cuanto que es el que Dios mismo crea. La perdición abisal de una criatura, que en su
acto propio se rehúsa a Dios, sólo puede verse verdaderamente en esta perspectiva. Y es que si
no se trataría de un cambio «accidental» «adherido a ella» que, en el fondo, dejaría intacta su
naturaleza, de modo que, en realidad, habría que admirarse de que ella misma y no el mal «adhe
rido a ella» se pierda. La medida de la entrega «existencial» de sí, llevada a cabo en la naturaleza
humana espiritual de Cristo, responde al acto fundamental en tanto es en el que Dios crea, como
asumida, la naturaleza asumida por el Logos. Y esta «asunción» sustancial, considerada desde
ella, es justamente una entrega sustancial de sí.
PARA LA T E O L O G IA DE LA ENCARNACIÓN 137
significa que tal posibilidad tenga que ser realizada en cada hombre que
posea dicha esencia.
Lo primero no, porque con la trascendencia del hombre está dado
ya, de una parte, que una de-finición, una delimitación «finitizante» de
sus posibilidades sería falsa. Es, por lo tanto, justificada una prolonga
ción hipotética, por lo menos, y una culminación de las posibilidades
iniciadas con su trascendencia. Pero es que, de otra parte, toda plenitud
sigue siendo hipotética mientras no se pruebe —lo que en nuestro caso
es, sin duda, imposible— que tal trascendencia perdería, en absoluto,
todo sentido si no encontrase, justamente así su plenitud. Pero como
dicha trascendencia es precisamente la apertura incondicionada frente al
misterio libre que impone al hombre el abandonado tener-que-dejar-dis-
poner-de-sí, a partir de ella no se puede derivar una exigencia de tal
plenitud. Pero, por ello, tampoco es posible un conocimiento riguroso
de su posibilidad, ni siquiera teniendo en cuenta lo que a nosotros pre
cisamente quizá se nos oculte.
Y por eso resulta también, en segundo lugar, que no tiene que ser
realizada en todos los hombres. El hecho de nuestra simple creaturali-
dad y de nuestra pecaminosidad, de nuestro riesgo radical, muestra
bajo la iluminación de nuestra situación en el Verbo de Dios que tal
plenitud, de hecho, no está dada en nosotros como ya cumplida. Sin
embargo, podemos decir: Dios ha asumido una naturaleza humana
porque tal naturaleza es, en virtud de su esencia, abierta y asumible,
porque sólo ella —a diferencia de lo definido que carece de trascen
dencia— puede existir en la plena entrega de sí misma y llega
justamente así a la perfección de su propio sentido incomprensible.
AI hombre, en último término, no le cabe elección: o termina
entendiéndose como vacío banal, tras el cual se llega para advertir con
la sonrisa cínica del condenado que detrás no hay nada, o —como él
mismo no es, ciertamente, la plenitud que pueda descansar tranquila
mente en sí— es encontrado por la infinitud y deviene así lo que él es,
el que no llega al fondo, porque lo finito sólo puede ser trascendido al
interior de la plenitud inabarcable de Dios.
Ahora bien, si ésta es la esencia del hombre, él sólo alcanzará la ple
nitud no-superable de la esencia, a cuya plenitud sin exigencias
—perfecto él a su manera— siempre está de camino, cuando crea reve
rencialmente que en algún sitio una esencia tal posee de tal modo
ex-sistencia en el «dentro» de Dios que es el puro ser-entregado al mis-
138 CR IS TOLOG IA
puede ser agraciada con una cercanía y un encuentro con Dios esen
cialmente mayores y esencialmente distintos y no lo es en sí2más que
con la cercanía y encuentro con Dios asignados efectivamente a todo
hombre en gracia: con la visio beata.
II
' Adviértase el «en sí», lo d a teología católica sabe que de la unión hipostática de la humanidad
de Cristo con el Logos tiene que seguirse necesariamente una deificación interior de dicha
humanidad. La cual, aun siendo la consecuencia moral y ontologicamente necesaria de la unión
hipostática, «resulta» de ella, es distinta de ella, es la que santifica y deifica «en sí misma» la
humanidad de Cristo y aunque en una medida c intimidad no dadas fuera de ella - es justa
mente eso que está destinado, a comunicarse a cada hombre en tanto gracia justificante.
140 C R IS T OLOG ÌA
' Si se dice solamente: donde lo creado es la humanidad del Logos en sí mismo ha acaecido algo,
una mutación; si se ve el acaecer sólo aquende el límite que distingue a Dios de la criatura, es
verdad que se ha dicho y se ha visto, entonces, algo que existe, pero, sin embargo, con todo rigor
se ha pasado por alto y se ha callado aquello que, en definitiva, es lo que importa en el decir total:
que el acaecer del que se habla es acaecer de Dios mismo. Esto no se ha dicho todavía cuando
se predica algo sólo de la naturaleza humana «inconfusa». Lo de menos es que lo que falta por
decir, porque es una realidad —que Dios mismo se ha hecho carne por el hecho de que algo
acaeció en esa dimensión humana—, sea llamado «mutación» o que se evite tal expresión. Si
decimos mutación hemos de decir —al ser Dios inmutable en sí— que el Dios en sí mismo inmu
table puede cambiar en lo otro —puede hacerse hombre—. Y este «cambiar en lo otro» no puede
PARA LA T E O L O G ÍA DE LA ENCARNACIÓN 141
ser considerado ni como contradicción de la inmutabilidad de Dios en sí, ni hacerlo caer sim
plemente en el enunciado de una «mutación de lo otro». En este caso la ontologia tiene que
orientarse según el mensaje de la fe y no darle lecciones. Del mismo modo que la afirmación for
mal de la unidad de Dios no es negada por la Trinidad, pero dicha unidad, tal y como puede ser
concebida por nosotros —y es también dogma— no es simplemente aquello a partir de lo cual
pueda ser determinado lo que la Trinidad debe y no debe ser, hemos de mantener aquí meto
dológicamente la inmutabilidad de Dios y, sin embargo, equivaldría en el fondo a negar el
misterio de la encarnación si sólo a partir de ella se quisiera determinar lo que la encarnación
debe y no debe ser. Si se trasladara su misterio, para hacerse cargo de él, a la dimensión de lo
solamente finito, se suprimiría, en realidad, el misterio en su sentido más riguroso. Pues en lo
solamente finito como tal no puede haber misterios absolutos, porque para una realidad finita
siempre puede concebirse un entendimiento finito correspondiente a ella que sea capaz de son
dearla. El misterio de la encarnación tiene que estar en Dios mismo: en quien, aunque inmutable
«en sí», puede devenir algo «en lo otro». El enunciado de la inmutabilidad de Dios es un enun
ciado dialéctico, en el mismo sentido que el de la unidad. Es decir, ambos enunciados conservan
para nosotros —de hecho— su sentido verdaderamente exacto si añadimos inmediatamente a
ellos, al pensarlos, los otros dos enunciados —el de la Trinidad y el de la encarnación—, sin que
nosotros podamos ni nos sea lícito pensar uno de ellos como subordinado al otro. Del mismo
modo que en la doctrina de la Trinidad aprendemos que la unidad radical —tal y como, a par
tir de nosotros, la pensaríamos inevitablemente si nuestro pensar-hasta-el-fin no estuviese ya
apresado en su primer punto de partida por la revelación divina— no es ningún ideal absoluto,
sino que incluso en el Altísimo, justamente por ser la perfección absoluta, hay además una
Trinidad, aprendemos por la doctrina de la encarnación que la inmutabilidad —sin que por ello
sea eliminada— no es sencillamente lo único que caracteriza a Dios, sino que //, en y a pesar de
su inmutabilidad, puede verdaderamente devenir algo. El mismo, él en el tiempo. Y esta posibi
lidad no tiene que ser concebida como signo de su indigencia, sino como cúlmen de su
perfección que sería menor si él, además de su infinitud, no pudiera hacerse menos de lo que él
—permanentemente— es. Esto es posible, hay que decirlo, sin tener que ser por ello hegeliano.
Y sería mal asunto que un Hegel tuviera que enseñárnoslo a los cristianos.
142 CRIS TOLOGIA
Por eso quien —aun lejos todavía de toda revelación explícita y ver
balmente formulada— acepta su existencia, es decir, su humanidad —¡y
esto no es tan fácil!— en paciencia silenciosa, o mejor aún, en fe, espe
ranza y amor, llámelos como los llame, como el misterio que se oculta en
el misterio del amor eterno y que en el seno de la muerte lleva la vida, ése
pronuncia un sí a algo que es inmenso, tan inmenso como la entrega del
hombre a ello, porque Dios lo ha llenado efectivamente con lo Inmenso,
es decir, consigo mismo, ya que el Verbo se hizo hombre: dice, aunque
no lo sepa, sí a Cristo. Pues quien se suelta y salta cae en la profundidad
que está ahí no sólo en la medida en que él la ha sondeado.
Quien acepta plenamente su ser-hombre, cosa indeciblemente difícil
y que no está claro que verdaderamente hagamos, ha aceptado al Hijo del
hombre porque en él Dios ha asumido al hombre. Si en la Escritura se
dice que quien ama al prójimo ha cumplido la ley, esta es la última verdad,
porque Dios se ha hecho este prójimo mismo y así en todo prójimo se
acepta y se ama quien simultáneamente es el más próximo y el más lejano.
El hombre es un misterio. O mejor dicho, el misterio. Pues él no lo
es sólo por ser la pobre apertura al misterio de la incomprensible pleni
tud de Dios, sino porque Dios dijo este misterio como el suyo propio. Ya
que, suponiendo que Dios quiere decirse a sí mismo en el vacío de la
nada, suponiendo que él quiere ex-clamar su propia Palabra en el mudo
desierto de la nada, ¿cómo podría decir algo distinto sino creando la per
cepción interna de tal palabra y diciendo verdaderamente a esa
percepción su Palabra, de tal modo que el decirse de la Palabra de Dios
y su perceptibilidad se hagan uno? Que esto sucede es un misterio. Un
misterio es lo totalmente imprevisto, lo incalculable, lo que produce un
asombro bienaventurado y mortal, y simultáneamente lo que se entiende
de por sí. (Únicamente inteligible-de-por-sí porque en la inteligencia
última el misterio hace inteligible lo comprensible, y no al revés).
En este sentido, la encarnación de Dios es el misterio absoluto y, sin
embargo, obvio, inteligible-de-por-sí. Casi se podría pensar que lo extra
ño e históricamente contingente, lo duro en él, no es él en sí mismo, sino
el hecho de que el obvio misterio absoluto ha acaecido precisamente en
Jesús de Nazareth, ahí y ahora. Pero cuando la nostalgia de la absoluta
cercanía de Dios que, siendo incomprensible en sí, es la única que todo
lo hace soportable, se pone a contemplar dónde se personó esta cercanía,
no en los postulados del espíritu, sino en la carne y en las chozas de la
tierra, no se puede encontrar, entonces, otro lugar que no sea Jesús de
148 CR IS TOLOG ÌA
Véanse, por ejemplo, los manuales recientemente publicados y, en general, verdaderamente rele
vantes, de L. O tt y J. Solano. L. Ott, Grundriss der Dogmatik (Freiburg de Br. ' 1959), dedica
una página y media (232s.) a nuestro tema, que además se refiere casi exclusivamente al hecho
fundamental-teológico de la resurrección. La significación soteriológica se despacha en siete
líneas: la resurrección pertenece a la plenitud de la redención y es prototipo y garantía de nues
tra propia resurrección corporal y espiritual. Las pocas líneas que tratan de la significación
soteriológica de la Ascensión (234s.) no modifican este estado de cosas. J. Solano, Summa
Sacrae Theologiae de los Patres S. J . Facultatum Theol. in Hispania Professores III (Madrid 1
1956) 312, dedica en su cristologia de trescientas veintinueve páginas un «escolio» de una pági
na escasa a la resurrección de Cristo.
150 CRISTOLO GÌA
- F. X. Durrwell, La Résurrection de Jésus, Mystère du Salut (Le Puy-Paris" 1955); cf. también J.
Schmitt, 'Jésus ressuscité dans la prédication apostolique (Paris 1949); más bibliografía, también
protestante, sobre el aspecto dogmático de la resurrección: LTliK' I 1055-1041.
152 CR IS TOLOG IA
tida y estuvo siempre tan poco clara 1que de ella no ha podido partir
ningún influjo verdaderamente conformador de la existencia cristiana
y su piedad. La bienaventuranza de los individuos singulares se vin
culó tanto, en la especulación teológica, al concepto de la
contemplación inmediata de Dios (nulla mediante creatura in ratione
obiecti visi se habente: Dz 530), en la que parecía no haber ningún sitio
para la humanidad de Cristo, que a partir de ahí se dificultaba la tarea
de asignar al Señor transfigurado una función salvifica permanente. Y
así la intercesión permanente del Resucitado (cf. Jn 14,2s; 14,16;
16,7; Rom 8,34; Heb 7,25; 9,24; 1 Jn 2,1) junto con la bienaventu
ranza del trato con él en su humanidad parecía, incluso, algo así como
un antropormofismo. No es extraño que la piedad occidental, al no
poder prescindir, naturalmente, de Cristo y viendo que la vida terrena
de Jesús no bastaba, se concentrara en la presencia sacramental de
Jesús. Aquí ya le tenía cerca.
J. A. Jungmann atribuye el decaimiento de la función mediadora y
redentora de Cristo, que naturalmente habría de oscurecer, sobre todo,
la significación de la Pascua, a la lucha del Occidente contra el asianis
mo. Así, dice Jungmann, Cristo ha llegado a ser simplemente «Gott bei
uns» («Dios junto a nosotros») y una función mediadora de Cristo ante
el Padre ha tenido que pasar, por ello, necesariamente a segundo plano.
Con esta teoría estaría de acuerdo lo que arriba dijimos en cuanto que el
punto decisivo de la doctrina redentora occidental es simplemente la dig
nidad de la persona divina y en ella la peculiar relación intratrinitaria del
Hijo con el Padre no desempeña ningún papel inalienable y necesario4. Lo
‘ Cf. T h. Tschipke, Die Menschheit Christi als Heilsorgan der Gottheit unter besonderer
Berücksichtigung der Lehre des hl. Thomas von Aquin (Freiburg de Br. 1940); D. van Meegeren,
De cansalitate instrumentali humanitatis Christi iuxta D. Thomae doctrinam (Venio 1939); L.
Seiller, L ’activité humaine du Christ selon Duns Scot (Paris 1944); J. Backes, «Die Lehre des hl.
Thomas von der Macht der Seele Christi»: T T Z 00 (1951) 153-166. Una eficacia meramente
moral de Cristo en su humanidad después de su resurrección sólo puede consistir, de hecho
—por no ser un nuevo acto de su libertad--, en la vigencia moral permanente de su acto reden
tor en su vida terrena. No resuelve, por tanto, la cuestión planteada aquí. Por lo demás, consúltese,
a propósito de la cuestión aludida: K. Rahner, «Eterna significación de la humanidad de Jesús para
nuestra relación con Dios»: Escritos de Teologia III (Ediciones Cristiandad,Madrid 2002) 47-58;
J. Alfaro, «Cristo glorioso, revelador del Padre»: Gr 39 (1958) 222-270.
1 Como la teología occidental sostiene abiertamente que el sacrificio redentor ha sido ofrecido
también al Logos mismo, tiene que referirse a un doble «sujeto» moral en Cristo. Un concepto
154 CRIS TOLOGIA
que permitiría además a cualquiera de las otras personas de la Trinidad - o a un Dios monote
ísta que se hiciera hombre llevar a cabo tal satisfacción.
Cf., por ejemplo, M. Schmaus, Die psychologische ‘Irinitätslehre des hl. Augustinus
(München 1927).
11.J. Schulz, «Die “ Höllenfahrt” als “Anastasis”»: ZKTh 81 (1959) !-(>().
LA l’ IK D A I) l’ASCUAL 155
dría por qué renegar de su pasado para conquistar un porvenir más gran
de de la teología de la Pascua. Lo único que tendría que hacer es
preguntarse, más honda y más intensamente, por lo que desde siempre
ha sido su ocupación temática: la muerte de Cristo.
Permítasenos indicar unas cuantas cuestiones que se mueven en esta
dirección. Por lo pronto habría que plantearse la cuestión de la esencia
de la muerte y no sólo la de los dolores que la preceden. Es natural que
preguntándose en la teología de la muerte de Cristo y su significación
soteriológica, casi involuntariamente por la pasión causadora de la muer
te y concibiendo ésta sólo como la conclusión —casi dichosa— de la
pasión, que es lo único que se considera, se tiene un objeto de la teolo
gía —a la que se llama teología de la muerte de Cristo— que
verdaderamente ya no puede ser distinguido esencialmente de cualquier
otra obra concebible de Cristo, realizada en su vida o posible y que,
entonces, a propósito de su significación salvifica, sólo podrá ser consi
derada bajo categorías morales.
Pero, en tal caso, la mirada ha pasado de largo, aunque a distancia de
un cabello, ante la muerte misma. Tal circunstancia se justificará, proba
blemente, con la explicación de que en una teología del significado
soteriológico de la muerte de Cristo hay que tener un objeto de signifi
cación moral, pero que la muerte como tal no lo es, por ser sólo la
separación, pasivamente padecida, de cuerpo y alma. Tal objeto es la
«pasión amarga» que precede a la muerte, ya que sólo aquélla es la oca
sión para el ejercicio de la obediencia y el amor de Cristo. Ahora bien,
antes de darse por satisfechos con lo dicho y de suprimir, de hecho, bien
que no de palabra, una teología de la muerte de Cristo como tal, debería
plantearse otra cuestión: ¿poseemos, en realidad, el concepto exacto de
la muerte que proporcione la base para una teología de la muerte de
Cristo y que pueda jalonar los horizontes?
Y es que quizá no podamos describir la muerte7adecuadamente sólo
como «separación de cuerpo y alma». La muerte como tal y rigurosa
mente, pero en un concepto proporcionado por la realidad misma,
aunque siendo, la cumbre de la máxima impotencia del hombre y de su
Cf. a propósito de lo que sigue K. Rahner, Zur Theologie des Todes (Quaestiones disputatae 2)
(Freiburg de Br. 1958).
LA PIEDAD PASCUAL 157
s A un filósofo escolástico que haya reflexionado sobre la esencia del continuo —espacial y tem
p o ra l- habría de podérsele hacer comprender, en realidad, fácilmente que algo no es
independiente y totalmente otro —en tanto cosa o proceso— por venir después de otro algo tem
poralmente precedente. Tales momentos pueden ser momentos temporales en un proceso
rigurosamente unitario que, aunque extendido en el tiempo, no puede ser anulado en su esen
cia. Los momentos de un ser —o por lo menos de un proceso-—no necesitan, para constituir una
unidad, ser coexistentes simultáneamente a todo punto temporal elegido con arbitrariedad.
Recordemos a este propósito que la moderna física parece conocer, incluso para el tiempo físi
co, últimos átomos temporales que no son divisibles realmente, a pesar de que «duran» y
consisten así, aparentemente, en partes de tiempo todavía más pequeñas.
158 CR ISTOLOGIA
Ci’., por ejemplo, M. de la Taille, Mysterium fidei (Paris ! 1931); «Elucidado» XII-XV, 131-1 SO.
160 C R IS T OLOG ÌA
Esta palabra tiene que ser entendida, naturalmente, con las reservas que hay que hacer en tales
enunciados cuando se trata de la esencia finita a diferencia del Dios absoluto. Pero, por subra
yar esta diferencia, tampoco puede perderse de vista que un «acto» de un ente infrapersonal
tiene una relación esencialmente más externa con la esencia de tal ente que el acto del ser que es
cabe sí y se realiza a sí mismo en libertad. La esencia está aquí confiada a sí misma. Y aunque la
libertad no puede «destruir», suprimir la esencia, ésta es afectada en su mismidad por el acto
libre; de tal forma que la esencia no sólo «sustenta» el acto, sino que, en cierto sentido, deviene
el mismo. El hombre, por ejemplo, no sólo tiene actos malos, él mismo llega a ser malo por ellos.
Y por eso puede decirse, recíprocamente: cuando una esencia espiritualmente libre es querida
y asumida, en ello es querida y asumida la autorrealización en su mismidad y no sólo «posibili
tada» y —eventualmente— prevista.
11 Cf. K. Rahner, «La vida de los muertos» en este tomo pp. 401-408
I,A PIKDA1) PASCUAL 161
Tenemos, sin duda, derecho a presumir que la conexión entre la encarnación y el agraciamien
to sobrenatural por y con Dios, en tanto gracia increada, no se da sólo de hecho, sino que es
esencial. Por parte de la unión hipostática este enunciado apenas podrá encontrar oposición
entre los teólogos; todos tendrán que conceder que la naturaleza humana de Cristo —si no se
quiere caer en un tácito nestorianismo y negar rotundamente la ultima intención de una cristo
logia ciriliana— tiene que ser divinizada, también íntimamente, por lo que llamamos gracia
santificante. Pero si simultáneamente se advierte que esta naturaleza humana en tanto miembro
de la humanidad es esencialmente —cosa que podría mostrarse en una deducción trascendental
del carácter dialógico-«consorcial» del hombre y de su pertenencia necesaria a una comunidad
de genero miembro de tal humanidad y con ello, en su última determinación -¡en tanto natu
raleza!—, no puede salirse del ámbito de sentido de esa humanidad una y total, se comprende,
entonces, que la divinización según la gracia de la naturaleza humana del Logos signifique tam
bién, necesariamente, la vocación de todos los hombres a una comunidad sobrenatural con
Dios. Pero desde esta perspectiva ya no es excesivamente audaz presumir una necesidad de sen
tido inverso: si la gracia debe darse como participación sobrenatural de los hombres en la vida
íntima de Dios, por una verdadera autocomunicación de Dios a los hombres, tiene que existir
también la encarnación. (Teniendo en cuenta que ambas realidades, en tanto lo uno y conexo,
siguen siendo, naturalmente, libres, y la necesidad es la consecuencia de una realidad en sí libre
y no necesaria). Pero para que esto se viera con más claridad habría que mostrar que la unión
hipostática es la mediación necesaria para la inmediatez dada en la visión inmediata de Dios
suprema actualidad de la gracia—. Ahora bien, mostrar esto supera las posibilidades de un
artículo tan corto.
162 CRI STOLOGI A
mente en el primer caso ya no sigue hacia adelante, «más allá», sino que
es; definitivamente lo acaecido ahí. En tal caso, el acontecimiento ya no
puede retroceder al pasado, es decir, a un mero haber-sido, porque esto
sólo sucede por el hecho de que lo que dura se apropia un nuevo, un otro
futuro que ya no es lo constituido por el acontecimiento en cuestión.
Pero si estas consideraciones fueran llevadas a cabo con más rigor
habría de resultar que la fiesta de la Pascua se refiere, en una anamnesis
1verdaderamente festiva, al acontecimiento de la Pascua que, en una
forma ontològicamente irrepetible y no superable, sigue siendo presen
te. Y esto es lo que determina nuevamente el carácter irrepetible de la
celebración misma. La anamnesis y lo hecho presente en la celebración
se condicionan recíprocamente. A partir de ahí podría hacerse ver que
toda celebración eucaristica es esencialmente celebración pascual, no
sólo en tanto relación regresiva a un acaecer «pasado», sino como pre
sencia de lo llegado a ser en la Pascua para ser definitivamente en tanto
vigencia del acontecimiento mismo. Y en esa perspectiva la fiesta de la
Pascua sería solamente una mayor explicación de lo que en el sacrificio
eucaristico se celebra en verdadera anamnesis-, el acontecimiento único
de la muerte y resurrección de Cristo que en el mundo físico tuvo, natu
ralmente, un carácter transitorio —cf. Rom 6,9; Dz 2297—, que
justamente tuvo que pasar verdaderamente para que lo definitivo pudie
ra venir y quedar, pero que en su realidad auténtica y propia «queda» y
por eso puede ser «celebrado».
VIRGINITAS IN PARTU
Dogma und Biologie der Heiligen Familie (Wien 1952). Entre las críticas del libro de Mitterer cf.:
H. Doms, «Ein Kapitel aus den gegenwärtigen Beziehungen zwischen Theologie und
Biologie»:TR 48 (1952) 201-212; «Virgo-Mater. Kirchenväter und moderne Biologie zur jung
fräulichen Mutterschaft Mariens»: WiWei 20 (1957) 221-220. Entre la bibliografía que en los
últimos decenios se ocupa de nuestro problema cf. además de los manuales dogmáticos y de las
mariologías generales—: H. Koch, Virgo Eva-Virgo Maria. Neue Untersuchungen über die Lehre
von der Jungfrauschaft und Ehe Mariens in der ältesten Kirche (Berlin-Leipzig 19.87); J. C.
Plumpe, «Some Little-known Early Witnesses to Mary’s Virginitas in partu»: ThSt 9 (1948)
507-577; H. Rahner, «Die Marienkunde in der lateinischen Patristik»: Maria in der Offenbarung
(ed. por P. Sträter, Paderborn 1947) 137-182; J. Ortiz de Urbina, «Die Marienkunde in der
Patristik des Ostens»: ibid. 85-118; Ch.-G. Lejouassard: «Marie à travers la Patristique»; H. du
Manoir, Marie. Études sur la Sainte Vierge I (Paris 1949) 07-157; J. Aucr, «Maria und das chris
tliche Jungfräulichkeitsideal. Eine biblisch-dogmatische Studie»: Gul 23 (1950) 411-425; G. Söll,
«Die Mariologie der Kappadokier im Lichte der Dogmengeschichte»: T Q 131 (1951) 288-319,
4 20-457; G. Miegge, La Vergine Maria. Saggi di storia del dogma (Torre Pellice 1950); J. Guitton,
La Virgen María (Madrid 1952); A. García, «integritas carnis e virginitas mentis in Alano da
Lilla»: Mar 10(1954) 125-149; G. M. Roschini,/,# Madonna secondo lafedee la 'teologia I (Roma
1953); M. Balagué, «La virginidad de María»: CB li (Segovia 1954) 281-292; Th. U. Mullaney,
«Mary Ever-Virgin»: AER 131 (1954) 159-107,250-207; Ch. Donnely, «The Perpetual Virginity
of the Mother of God»: E. Carol, Mariology (Milwaukee 1954) 228-290; G. Owens, «Our Lady’s
Virginity in the Birth of Jesus»: Marian Studies VII (1954) 43-08; A. M. Sancho, La virginidad
de Marta Madre de Dios. Estudio histórico teológico dei dogma (Madrid 1955); ). Rózycki, «De
Beatae Mariae Virginitate in Partu»: Coll. Theol. 27 (Varsovia 1950) 439-407.
166 CRISTOLOGIA
Mitterer subraya, con razón, que no es ningún signo inequívoco de virginidad que éstos falten.
Por ejemplo, en el caso de un niño engendrado por fecundación artificial y dado a luz tras ope
ración cesárea, la madre conserva los signos tradicionalmente aducidos de la «virginitas in
partu» y, sin embargo, no puede decirse que tal virginidad se dé efectivamente.
Según Mitterer, éstas son señales de la verdadera maternidad de una madre que ha dado a luz, y
por ello no hay derecho a valorarlas negativamente. Mitterer subraya también, y con razón, que,
según la Escritura (Le 2,ó) y la tradición, María es madre en sentido pleno, es decir, que dio a
luz a su hijo de manera verdaderamente activa en un verdadero parto humano.
Podría hacerse notar que la consideración piadosa ve justamente en el Niño recién nacido aquella
«VIRGINITAS IN PARTII 167
s F. Egger, Enchiridion Theol. Dogmat. spec. (Bressanone” 1928) 511; H. Harter, Theol Dogm
Spec. II (Innsbruck7 1891) 512; M. Glossner, Lehrbuch der Dogmatik I (Regensburg 1874) 104;
Gh. Pesch, Compendium, Theol. Dogmat. Ill (Freiburg de Br. 1935) 101; J. Pohle-J.
Gummersbach, Lehrbuch der Dogmatik II (Paderborn 1950) 300; F. Diekamp* K. Jüssen,
Kathol. Dogmatik II (M ünchen10 1952) 382.
0 J. de Aldama, op. cit. 394.
10 B. Bartinan, Lehrbuch der Dogmatik I (Freiburg de Br.s 1932) 425.
" M. Schmaus, Kath. Dogmatik II/2 (München '1 1955) 171; 170.
11 «Das Wesen der leiblichen Unversehrtheit zu kennen, welches von der Offenbarung gemeint ist,
steht uns nicht zu».
«VIRGINITAS IN PARTU: 169
'■ Léanse, por ejemplo, las consideraciones de F. Suárez a lo largo de varias páginas sobre la cues
tión de la expulsión de la placenta después del nacimiento de Jesús: F. Suárez, De mysteriis vitae
Christi, disp. V sect. 2 (Op. oui. XIX 83ss); disp. XIII sect. 1 (Op. orn. XIX 2 12ss).
I! Ambrosio fue el primero que intentó argumentar en esta cuestión con el «natus ex Maria
Virgine»: Ep. 42,12: PL 16,1128. Cf. M. J. Scheeben, Handbuch der katholischen Dogmatik II
(Freiburg de Br.l933) 939. De modo parecido Agustín: cf. p. (182), n. 31.
11 C f, por ejemplo, Dz 13 201s., 214, 255s., 344, 429, 462, 735, 993; Juan II, Ep. 3 ad Senat.
Const.: Mansi V ili 803 Ess.
1' No basta con decir que el contenido de la palabra tiene que ser entendido tal y como se enten
dió entonces en general en el uso lingüístico eclesiástico cuando fue empleado por el magisterio.
Esta regla hermenéutica es fundamentalmente exacta. Pero no puede aplicarse fácilmente al caso
que nos ocupa. Pues podrían a|>oriarse ejemplos tomados de la tradición en los que una «virginitas
in partu» que fue pensada conjuntamente, de hecho, sólo se entendió como tal ratime conceptionis.
Podríamos mostrar ejemplos en los que la virginidad perpetua se refiere sólo a la exclusión perma
nente de todo comercio camal. Podríamos mostrar que, incluso, cuando un fenómeno milagroso es
tomado en consideración en el parto mismo, la consideración de lo que en sí encierra no es verdade
ramente unitaria, ni mucho menos. Pero si la tradición y el magisterio eclesiástico emplean
normalmente un concepto —y esto es lo que sucedía con el ániiupOcvoc; (por ejemplo en el
Symbolum Epiphanii) ya en un tiempo en el que el contenido exacto de la «virginitas in partu»
no tenía una consistencia clara y admitida por todos, ni mucho menos , el que siga usándose
en los enunciados de la fé no puede probar, sin más, que deba y quiera sancionar todo lo que,
con mayor amplitud y rigor, la teología y la piedad más tarde han unido a él, de hecho, aunque
quizás también muy en genera).
170 CRISTOLOGIA
" Ambrosio, De instituí, virg. cap. VIII 52: (PL 16, ‘520): «Porta igitur M ana... genitalia virgi
nitatis claustra non solvit». CI. Pii. Friedrich, «St. Ambrosius von Mailand über die
Jungfrauengeburt Marias (virginitas Mariae in partu)»: Festgabef ü r A. Knöpfler (Freiburg de Br.
1917) 89-109; J. Huhn, Das Geheimnis der Jungfrau-Mutter Maria nach dem Kirchenvater
Ambrosius (Würzburg 1954) 110-126.
'' W. 1laller, Jovinianus, die Fraginente seiner Schriften, die Quellen zu seiner Geschichte, sein
Leben und seine Lehre (Leipzig 1897) 127,151-158.
Is Mansi V 1370 A.
1' Kpist. 79: PL 6.5,514 C. «...matris vulvam natus non aperiens...»
A propósito de un resumen de toda la doctrina de fe: ce. l-.‘5.
«VIRGINITAS IN PARTI » 171
sexto concilio general, tras los cinco celebrados hasta entonces, tal rango lo
alcanza el concilio del año 680 21. Este canon fue promulgado, sobre todo,
porque los monofisitas y monotelitas habían apelado a la «virginitas in
partu» para exponer la plena soberanía del Verbo sobre su cuerpo, la cual,
según ellos, implica la doctrina de la naturaleza y de la enérgeia una".
Los ortodoxos, sin embargo, declaraban que Cristo fue dado a luz de
forma verdaderamente corporal, ya que si no no puede evitarse el doce-
tismo que se reprochaba a los monofisitas. La permanencia de la
«virginitatis integritas» es,justamente por eso, un milagro". La palabra
latina «incorruptibiliter» reproduce la griega íupOópoK;. Pero lo que no
se determina con más rigor es el contenido de tal «incorruptibilitas» y la
«virginitatis integritas» —ningún «solvere virginitatem»— que la expli
ca en el discurso de Martín I en el Concilio.
El Papa concibe el contenido aquí, naturalmente, tal y como entonces
se venía haciendo, sobre todo, si se advierte que los paralelos con el
Resucitado saliendo del sepulcro y el caminar de Cristo sobre las aguas
vuelven a presentarse aquí una y otra vez. Pero, por otra parte, acentúa, con
tra el monofisita Teodoro de Pharan que el Niño no nació «incorporaliter»
ni «absque corporeo tumore» (óóyKO)c,), y que Cristo no pasó por María
como por una fístula2', a la manera apolinarista. Apela, incluso, a Gregorio
Nacianceno, según el cual María estuvo bajo el vópoq ímqoMix;2’.
Difícil será decir cómo se acoplan, clara y armónicamente, en la idea
del Papa estos dos elementos diversos de su pensamiento. De ello podrá
deducirse que no era su propósito explicar y hacer constar dogmática
mente tal contenido, exacto, y se podrá decir, por tanto: un sínodo
particular repite de forma accesoria, la doctrina de la perpetua virginidad
de María sobre el fondo de la interpretación más precisa de su conteni
do que entonces era corriente, pero sin pretender atarse, en tanto
magisterio docente, a tal interpretación. Se advierte, incluso, claramente
la conciencia de que, en dicha cuestión, hay que evitar también el peligro
II
■' Agustín, Sermo 196 cap. I: PL 38, 999; Sermo 225: PL 38,1073; Enchiridion cap. 34; PL 40,
249. CI'. Pli. Friedrich, Die Mafiologie des hl. Augustinus (Köln 1907); F. Hofmann, «Mariens
Stellung in der Erlösungsordnung nach dem hl. Augustinus»: Festschrift K. Adam (Düsseldorf
1952)213-224.
" Agustín, ln Io. evang. tract. 91, n. 3: PL 35,1862
«VIRGINITAS IN PARTU 175
Qué poco se explica en una dogmática al uso que el texto de Clemente de Alejandría, que siem
pre se cita en esta cuestión y que siempre figura como testigo principal, es más una objeción que
una prueba. Más adelante hablaremos de ello.
1J. R. Geiselinan, «Das Konzil von Trient über das Verhältnis der Heiligen Schrif’und der nicht
geschriebenen Traditionen. Sein Missverständnis in der nachtridentinischen Theologie und die
Überwindung dieses Missverständnisses»: II. Rächt, H. Fries, J. R. Geiselmann, M. Schmaus
(cd.). Die mündliche Überlieferung. Beiträge zum Begriff der Traditum (München 1957)
123-206.
H. Lennerz, «Scriptura sola?»: Gr 40 (1959) 38-53; «Sine scripto traditiones»: Gr 40 (1959)
024-035.
176 CRISTOLOGIA
Acertado sólo será, naturalmente, cuando se pruebe con certeza que la doctrina en cuestión no
puede haber estado dada de forma meramente implícita y que, por tanto, tiene que haber sido
transmitida siempre explícitamente. Pero tal prueba apenas puede aportarse en un caso concre
to y se basa siempre, presuntamente, en supuestos teóricos sobre la esencia y posibilidades de
la evolución del dogma que pueden ser puestas, a su vez, en duda. (Por ejemplo, que sólo una
deducción metafisicamente necesaria a partir de dos premisas reveladas puede ser tenida ella
misma por revelada; es decir, que, cuando no se pueda mostrar tal deducción, la verdad de que
se trate tiene que haber estado dada siempre explícitamente si posteriormente quiere apelar al
derecho de ser verdad revelada).
«VIRGINITAS IN PARTU 179
Por eso Ignacio de Antioquía [Ep. adSrnyrn. 1,1: Die Apost. Väter, editado por J. A. Fischer
(Darmstadt 1950) 204], no es ningún testigo a favor de nuestra doctrina, sobre todo porque
lo que a Ignacio le interesa aquí es la verdad del parto contra el docetismo. Ignacio (P. ad
Eph. 19: íbid. 157) dice que al demonio le fue ocultado el misterio del parto. Por qué y en
qué sentido es cosa que no se precisa. Si para Ignacio la posición de KÚp ioc; de Jesús estu
vo oculta en todos los momentos de su vida y para él --contra el docetismo— todas estas
estaciones de la existencia corporal del KÚpiot; son misterios, el sentido de este pasaje es
totalmente claro sin tener que recurrir a un milagro especial «in partu». Tampoco Justino
(Dial 84: Otto 303s.; cf. también Dial. 07: Otto 237) testifica la «virginitas in partu» más
allá de la «ratione conceptionis», como muestra claramente el contexto en la interpretación
de Is 7,14. Tampoco Ireneo —hacia el año 190— [Epideixis. 2,54: TU , ed. de A. v.
Harnack/C. Schmidt, III (Leipzig 1907) 59], a pesar de lo que afirman Bardenhewer,
Plumpe y otros, atestigua nuestra doctrina, ya que Ireneo ve la plenitud del texto de Is 00,7,
que él cita, en el acontecimiento «inesperado» del parto, como se sigue, por ejemplo, de
Ireneo, Adv. haer. IV 33,4 y III 19,3 (Harvey II 259 y II 90), y no en circunstancias espe
ciales en cl parto. A proposito de Adv. haer. IV, 33,11 (Harvey II 200) hay que decir que
aquí todo está oscuro: a quién se refiere a la Iglesia, a María o a ambas —y lo que se d ic e -
la pura apertura del seno materno, de que se habla, va en todo caso más en contra que a favor
de un virginidad en el parto— Aquí podemos dar por supuesta la bibliografía sobre este
texto tan tratado [cf. N. Moholy, «St. Irenaeus. T he Father of Mariology»: Franciscan
Marian Congress (Burlington 1952) 129-187J.
Clemente de Alejandría, Strom. VII 10,93,7: Stählin III 00,20ss.;uAAA’\ <ík; í o i k í v, ï o k ,
iio AAok; kuinrypi vOv (Sokî Ï i] M a p iù p Ar\<o Olà irjv io0 nuiOíov yrvvqoiv oúk o u n a Ai \(o.
Kui y àp p n à io w ki Tv uiViqv p a io O n o a v , (paoí livre; nupOrvov rúprOfjvut.
«VIRGINITAS IN PARTU» 181
11 Tertuliano, Adv. Man:. 3,11 ; 4,21 : CSEL 47,393; 47,488; De ram e Christi 4,23 : CSEL 69/70,
196; 69/70, 247.
12 A pesar de que conoce perfectamente el «nove nasci» a propósito de la concepción virginal: De
Carne Christi 17: CSEL 69/70,232.
11 Hay que tener en cuenta que nada prueba que Tertuliano tuviera conciencia de entrar en con
tradicción con cristianos ortodoxos antignósticos y antidocetistas, de inaugurar una
controversia dentro del catolicismo. No hace más que amplificar dramáticamente contra
Marción la idea que él tiene del nacimiento verdadero y auténticamente humano de Cristo que
él, como cristiano antidocetista, sostiene absolutamente.
1 Orígenes, Hom. 14 in Lucam-. GCS 9,100.
12 Más exactamente: los círculos en los que tales escritos surgieron.
1,1 Übersetzung des Protoevangelimns Iacobi nach O. Culhnann, Kindheitsevangelien: E. Hennecke,
Neuteslamentliche Apokryphen 3 ‘ ed. totalmente revisada, edición de W. Schmeeinelcfier I
(Tübingen 1959) 277-290. Cf. L. M. Peretta, La Mariología del Protoevangelio di Giacomo
(Roma 1955). Es completamente posible que Plumpe (p. 572) tenga razón al pensar que el pro
toevangelio no sólo tiene una tendencia edificante, sino que en las dos mujeres —la comadrona
y Salomé—que discuten sobre el parto virginal expone los dos bandos, de los que también
Clemente fiabla. En 20,4 (Hennecke 89s.) se concede quizás, incluso, que antes no se sabía nada
del parto virginal.
" J. Flemming-H. Duensing, Die Himmellahrt desjesaia: Neutestamentliche Apokryphen, editado
por E. Hennecke (Tübingen 21924) 303-314.
Is Übersetzung der Oden Salomos nach II. Cressmann: Hennecke 455s.
' J. Geflcken, Christiche Sibyllinen: Hennecke, 455ss.
182 CRISTOLOGIA
En las odas de Salomón existe, por lo menos, la sospecha de tendencias gnósticas en general, de
modo que el texto, por otro lado nada grave (oda 19), pertenece con todo a un fragmento del
mismo género literario que los otros textos. En el octavo oráculo sibilino no está del todo claro
qué se entiende más exactamente por n a p O e v i K Ó c i o k l u k ;.
■' En estos primeros documentos también el contenido de la doctrina fluctúa en algunos pun
tos: en el protoevangelio María tiene dolores de parto y por eso se busca a una comadrona; lo
más importante es la integridad de las vías maternas. De lo mismo se habla en la «Ascensión
de Isaías», pero ahora se añade por primera vez la ausencia de dolores de parto —por eso tam
poco figura ninguna comadrona-- . Las odas de Salomón hablan sólo de la ausencia de
dolores en el parto.
J Cf. P. Gáchter, Maria im Erdenlehen (Innsbruck 1953) 75.
«VIRGINITAS IN PARTU» 183
1 La palabra alemana Geburt posee el doble sentido de nacimiento y parto. (Nota del traductor).
' Expos. fidei 1: PG 25,201.
" Oral. 40,45: PG 36,424 B.
: Oral, in ore. Dom. 2: PG 39,48 B.
' In nut, Christ, diem: PG 56,388.
Senno de S. Clem.: PG 65, 845 A.
«VIRGINITAS IN PARTI 185
in io . Ev. 1: PG 73,21 B.
''' Horn, in Io. 1, 1-14: G. Morin, Anecdota III, 2,390. 16.
Ep. 137,2,8: PL 33,519.
Assemani II, 266, A-C, D; II 422 F [cf. L. Hammersberger, Die Mariologie der ephremischen
Schriften (Innsbruck 1938) 47ss.J
1.1 Adv. haer, cap. 78, 79: PG 42, 700-756.
"" Tract. II 8,2s: PL 11, 414-417 A.
Orat. 40,45: PG 36,424 B.
Adv. haer. II 2 (Anaceph.): 42,879 X (Pero Epifanio parece admitir en Adv. haer. Ill 2,19 [PG
42, 730 C] una apertura del seno materno como no opuesta a la virginidad).
"" Trac. Il 8: PL 11,415.
"" De part, virg. 2: PL 120,1385.
7.1 Ep. ad Epici. 5: PG 26,1060.
71 In nat. Christ, diem.: PG 56,388.
77 Orat. I 10: PG 65, 691 A (aunque, en este pasaje, Proclo, lo mismo que Epifanio, con la inte
gridad de los «claustra virginitatis» aventura la afirmación siguiente: «Naturae quidem, portas
aperuit ut homo» y relaciona expresamente la integridad virginal con Cristo «ut Deus»),
71 Horn. I V de S. Maria Deipara: PG 93, 1466.
71 Adv. Anthropomorphe. PG 76,1129 A.
'7 De Irinitate III 19: PL 10, 87 A (donde muchos, en la discutida afirmación «ipsa de suis non
imminuta», ven el primer testimonio occidental de la «Virginitas in partu», aunque en De
Trinitate II, 24-26 [PL 10,66A-68] parece hallarse más bien un testimonio de un parto natural:
«Dei igitur imago invisibilis pudorem humani exordii non recusavit, et per conceptionem,
partum ... omnes naturae nostrae contumelias transcurrit... Quia omnia continet, humain
partus lege profertur»).
' Tract. II 8,2: PL 11,415 A.
77 Comm, in Ez. 44,3: PL 25, 430 A; C f J. Niessen, Die Mariologie des hl. Hieronymus (Münster
1913) 141-144.
■- De inst. virg. 8,53: PL 16,320 A-B.
186 CRISTOLOGIA
Agustín 7", Rufino s", Gaudencio M, Máximo s2, Gregorio Magno s-‘
hablan explícitamente de la inmunidad del himen o de las vías mater
nas. Pero sólo Efrénsl, Epifanio CiriloSli, ZenórC7, Máximo y Pedro
Crisólogo S!l se refieren a la ausencia de dolor en el parto y sólo
Gregorio Nacianceno, Epifanio y Zenón (cf. los lugares recién cita
dos) a la carencia del momento posterior al parto normal, la expulsión
de la placenta, y Efrén, Anfiloco, Juan Crisòstomo, Proclo, Hesiquio,
Teodoto y Cirilo no hablan para nada de la cuestión; pero ninguno de
los Padres lo afirma explícitamente.
Es interesante que Efrén para salvar claramente el verdadero
parto —en «imagen de una concha»— piense, incluso, en una especie
de restitutio in integrum, después de que el parto discurrió normal
mente. El hecho de que Jerónimo sea el primero en rechazar
expresamente una de las fuentes más antiguas de la doctrina del parto
virginal, los apócrifos —cf., por ejemplo, la fábula de la comadrona '1—,
es también notable. La primera «fuente» —en el sentido de una pri
mera reflexión teológica—fueron precisamente los apócrifos. Como
en la Asunción.
III
‘ Para nuestro objetivo y el examen limitado que aquí proponemos basta con preguntar simple
mente a la totalidad de la mariología restante sobre el origen de la «virginitas in partu». Al
hacerlo es, naturalmente, posible que con ello enunciados de la mariología se conviertan en pre
misas de nuestra doctrina, las cuales, a su vez, en una perspectiva histórico-dogmátiea, tienen
que ser referidas a los datos originales de la mariología apostólica. En este sentido, es verdad que
lo único que se hace es diferir el problema. Pero se difiere —en una intelección auténtica ,
desde la naturaleza misma de la realidad, refiriéndole a doctrinas que aquí no pueden ser trata
das temáticamente, aunque en una mariología de conjunto haya de hacerse.
(11., por ejemplo, }. Bover, «El principio mariológico de analogía»: Alma Socia Christi XI 1-15
(Acta Congr. Mariolog.-matian. Romae 1950) Roma 1951; K. Rahner, «Le principe fondamen
tal de la théologie mariale»: RSR 42 (1954) 481-522 (7rad. Theological Digest 4 \ 1956) 71s);
P. Sánchez-Géspedes, El misterio de María. Mariología bíblica. I: El principio fundamental
(Santander 1955); P. Mahoney, «The Unitive Principe of Marian Theology»: RT 18 (1955)
445-479; C. Dillenschneider, Le principe premier d ’une thelogie mariale organique (Paris 1955);
A. O. Patfóort, «”Le” principe premier de la Mariologie?»: Ilev. PhJ 41 (1957) 445-454.
188 CRISTOLOGIA
del libre llegar, brotado de una iniciativa de gracia puramente divina, del
Logos como nuestra única salvación, fue aceptada libremente para María
y para todos nosotros esa salvación escatològica. María misma se convir
tió así, en la encarnación de esa salvación definitiva nacida «de María»,
en el prototipo consumado de la redención y del comienzo nuevo y abso
luto en carne y espíritu ".
Sea cual sea la formulación más precisa de dicha imagen fundamen
tal, podemos afirmar, en todo caso, que el parto activo —el dar a luz— no
es simplemente un suceso biológico que pudiera ser igual en hombres
interiormente distintos, por ser sólo un suceso parcial en el ámbito de un
hombre. El parto es, por el contrario, y tiene que ser considerado, consi
guientemente, como un acto humano-total que, por tanto, en la forma en
que es constituido, padecido y experimentado, afirma la totalidad de la
persona humana que lo realiza'’’.
Si se supone este concepto humano-total del parto a c t i v o h a y
que decir por lo pronto inequívocamente en un enunciado formal
antropológico-teológico: el parto activo en María responde a su ser. Y
como esta su realidad total es irrepetible, obra de la gracia y milagrosa,
hay que decir eo ipso lo mismo de su parto. Pero con ello hemos con
seguido ya la justificación fundamental de una apreciación teológica de
su parto, y en cuanto a lo demás puede preguntarse si el concepto exac
to de la «virginitas in partu» sólo se logra cuando, se posee un
' Por «ser» entendemos siempre, naturalmente, la realidad total, concreta, irrepetible, natural y
sobrenatural, personal y en la economía de la salvación de María. Ahora bien, si dicho ser es
esencialmente misterio, y también a causa de la duplicidad dialéctica de lo <]iie siempre hay que
decir de María (del género de los pecadores —comienzo de la nueva creación redimida, consti
tuida bajo la ley del dolor y de lo cotidiano , liberada de la concupiscencia de la carne, etc.),
no hay que esperar, entonces, de antemano, que los enunciados sobre su parto puedan poseer la
chata adialéctica inequivocidad y carencia de misterio que muchos «beatos» parecen tener, a
veces, por la teología más piadosa y ortodoxa.
En este aspecto Mitterer tiene completamente razón. Su posición empieza a hacerse problemáti
ca cuando supone, más o menos tácitamente, que las características del parto de María afirmadas
por la tradición no pudieron darse, si no pueden deducirse del concepto de la virginidad.
190 CRISTOLOGIA
En este punto nos parece, por ello, que lia sitio dada ya una cierta respuesta aunque sólo íór-
nial a la cuestión que dejamos abierta al principio al exponer la teoría de M. Schmaus.
«VIRGINITAS IN PARTI! 191
En la unidad espiritual de la conciencia con sus muchos contenidos de carácter más o menos
explícito, con sus conexiones, que pueden ser conscientes también más explícitamente o en
forma global, es éste, incluso en el ámbito profano, un fenómeno cotidiano. Con otras palabras:
en la lógica concreta de la vida el resultado puede alumbrar ya claramente, incluso en un autén
tico hallazgo de la verdad, antes de que todas las razones objetivas estén dadas con el mismo
carácter reflejo, aunque subjetivamente eran también eficaces. Y este subjetivo devenir -eficaz
de tales razones objetivamente eficaces'- no es desmentido tampoco por la observación de que
el rápido y espontáneo hallazgo del resultado (exacto) que aparentemente salta por encima del
proceso conceptual objetivamente válido fue excitado y estuvo iluminado también por tales pre
ferencias subjetivas, desviaciones de atención, por tal condición espiritual subjetiva del tiempo
respectivo, que no pueden exigir para sí el derecho de permanente vigencia. Todo ello puede
darse plenamente del lado humano de la evolución del dogma.
En una mariología amplia habría que mostrar que, y por qué en la intelección de la mariología
de la antigua Iglesia está contenida la doctrina de la integridad -concebida ésta exactamente, es
decir, no milagrosa y paradisíacamente, sino en tanto «infralapsaria»— y de forma que, incluso
en estado de una conciencia inarticulada y global pudo obrar la explicitación de la doctrina de
que aquí nos hacemos cuestión.
192 CRISTOLOGIA
Hay que ver todavía claramente, desde luego, una segunda dificultad
para que del concepto de integridad no se deduzca una falsa consecuen
cia. El estar libre de la concupiscencia, lo mismo que en Jesús mismo,
tiene que ser concebido aquí como «infralapsario». Con ello no es María
inferior, sino superior, pero no debe ser considerada tácitamente desde
el Paraíso y desde Adán, sino que debe ser concebida a partir de Cristo.
En tal caso aparece como fuerza de la integración moral plena del ser
total —y en este caso del ser sujeto al dolor y a la muerte— en la decisión
de la persona
Lo que con esta advertencia quiere decirse se verá inmediatamente. El
punto de partida a que nos referimos puede formularse bíblicamente en los
siguientes términos: la forma concreta del parto aparece, según el testimo
nio de la Escritura (Gn 3,15), como un hecho que, junto a su estructura y
su sentido humanos, positivos y queridos por Dios, comporta también en
sí —en realidad como todo lo demás del mundo1,l:i— el estigma del pecado
y de la muerte como poderes mundanos generales Pero si María es madre
del Verbo redentor de Dios, si su parto, en tanto parto de la sin-pecado,
corresponde al nuevo comienzo del mundo, no puede llevar en sí tal estig
ma. Dicho parto tiene que ser «de otra forma». La Virgen, que al estar libre
de la concupiscencia integra plenamente, aunque de forma infralapsaria, los
sucesos pasivos que caen dentro del ámbito de su vida en la decisión radi
cal de su persona, que es capaz de convertir lo experimentado pasivamente
en pura expresión de su decisión activa, no concibe el suceso pasivo del
parto (activo) del mismo modo que quienes experimentan siempre lo que
acaece en ellos por obra de los poderes vitales en el mundo como lo extra
ño, limitante, lo que dispone de ellos mismos con perjuicio de su libertad.
1'No hay duda que como tal Tomás, por ejemplo, lo interpretó mal fisiológicamente y precisa
mente a propósito de nuestra cuestión (Summa Theologica III q. 35 a. 6; III q. 28 a. 2; cf.
también Summa contra gentiles IV, c. 45). Él piensa que se origina por la apertura violenta de las
vías maternas y su lesión. Pero, en realidad, cuando tal dolor existe, es un fenómeno concomi
tante normal de la actividad de la madre, de la expulsión del niño mediante la contracción del
seno materno. Está, por tanto, mucho más cerca de lo que antes se creía del parto activo, que no
se le puede negar a María. Antes se podía negar, sin pararse a distinguir más, con mayor des
preocupación que hoy.
""'Me parece que Mitterer pasa por alto esta distinción esencial cuando piensa que, a partir del
concepto de la «Madre de los Dolores», se puede comprender ya los dolores de parto de María.
Los teólogos excluyen, por ejemplo, también las «enfermedades» de Jesús -en realidad, ¿cuán
do se está «enfermo»? , siendo así que no quieren negar sus padecimientos internos, aunque
causados por intervenciones externas adversas a la vida y a la moral.
194 CRISTOLOGÌA
NATURALEZA Y GRACIA1
Se entiende de por sí que las referencias bibliográficas sólo pueden ofrecer una selección muy
reducida e inevitablemente arbitraria de los escritos dogmáticos e histórico-dogináticos sobre la
doctrina de la gracia. En general sólo puede tratarse de una selección de lo aparecido en los últi
mos dos decenios.
200 DOCTRINA DU LA GRACIA
ci'. a propósito de tal doctrina, por ejemplo: A. Stakemeier, Das Konzil von Trient über die
Heilsgewissheit (Heildelberg 1947); V. Heynck, «Das Votum des Generals der Konventualen
Bonaventura Costaeciaro vom 26. Nov. 1546 über die Gnadengewissbeit»: FT (1949) 274-304,
350-395; Fr. Buuck, «Zum Rechtfertigunsdekret. Die Unterscheidung zwischen fehlbarem und
unfehlbarem Glauben in den vorbereitenden Verhandlungen»; Fr. J. Schierse, «Das Trienter
Konzil und die Frage nach der christlichen Gewissheit» ambos artículos en: Georg »Schreiber,
Das Wellkonzilvon ‘Trient I (Freiburg de Br. 1951) 117-167; G. M. Lachance, «L’homme peut-il
savoir, qu’il a la grâce?»: RUnOtt 24 (1954) 65-92; M. Guérard des Lauriers, «Saint Augustin
et la question de la certitude de la grâce au Concile de Trente»: Augustinus Magister (Congrès
International Aug. 1954). Communications Tom. 2, 1057-1067; L. M. Poliseno, «I Carmelitani
e la certezza dello stato di grazia nel Concilio Tridentino»: «Carmelus» 1 (1954) 111-145.
202 DOCTRINA DE LA GRACIA
Siendo esto así, no hay que extrañarse mucho, aunque no siempre está
justificado, de que el hombre se interese poco de ese misterioso piso añadi
do a su existencia. Ya que tal gracia no está donde él está: en la realización
inmediata de su existencia espiritual. Puede surgir la impresión —no justi
ficada objetivamente— de que lo que originalmente fue designado con el
nombre de gracia se concibió, a lo largo de la historia de los dogmas en la
Edad Media, como obra de la naturaleza a partir de sus propias posibilida
des —por ejemplo, la posibilidad del amor a Dios sobre todas las cosas— y
que, para velar esto, se colocó sobre la naturaleza en el fondo lo mismo, pero
como «sobrenaturaleza», separando entonces, desde luego, esta realidad
misma como modalidad inconsciente de lo moral-espiritual de la naturale
za y reduciéndolo a algo a extramuros de la conciencia, de forma que ya no
se podía decir muy claramente para qué pudiera ser útil tal cosa.
Piénsese, por ejemplo, en la distinción —ciertamente exacta en un
sentido determinado— entre un amor natural y sobrenatural a Dios
«sobre todas las cosas». ¿En qué se distinguen estos dos amores en tanto
amor, es decir, espiritualmente, si la sobrenaturalidad del amor sobrena
tural sólo puede consistir en una «elevación» entitativa? ¿Es
completamente desacertado relacionar el naturalismo moderno también
con esta teoría, decir que sólo sobre la base de tal concepción de la gra
cia —en algún punto, nominalista— ha podido desarrollarse la moderna
falta de interés por lo sobrenatural?
La controversia teológica se ha puesto otra vez en marcha a propósi
to de la exactitud o carácter adecuado de esta concepción. A ello
cooperan diversas causas.
Filosóficamente juega aquí un papel importante la filosofía escolástica
que parte de la obra de J. Maréchal '. Maréchal, en su dinamismo intelectual
trascendental, concibe al hombre —en tanto espíritu, es decir, en su «natu
raleza», en el núcleo auténtico de su esencia —como «desiderium naturale
visionis beatificae» (para formular la tesis de Maréchal en terminología de
Tomás). Esta tendencia o apetito sigue siendo, ciertamente, condicionada
En este breve ensayo teológico no vamos a dar una bibliografía de esta corriente filosófica de
gran importancia para el encuentro de la filosofía escolástica con la moderna. Buena parte de los
filósofos católicos actuales deben lo suyo, en mayor o menor medida, a las enseñanzas de
Maréchal. Piénsese en A. T. G. Hayen, A. Grégoire, G. Siewerth, Max Müller, J. B. Lotz y
muchos otros.
204 DOCTRINA DE LA GRACIA
1 Cf. por ejemplo: E. Brisboir, «Désir naturel et vision de Dieu»: NRT 54 (1927) 81-97; H.
Lennerz, «Kann die Vernunft die Möglichkeit der beseligenden Anschauung Gottes bewei
sen?»: Schol 5 (1930) 102-108; «Ist die Anschauung Gottes ein Geheimnis?»: Schol 7 (1932)
208-232; M. Corvez, «Est-il possible de démontrer l’existence en Dieu d ’un ordre de mystères
strictement surnaturels?»: RT 37 (1932) 660-667; R. Garrigou-Lagrange, «La possibilité de la
vision béatifique peutelle se démontrer?»: RT 38 (1933) 669-688; cf. además el Bull Thom
1932 n. 745-769; 1935 n. 896-907; Bull Thom V (1937ss) n. 632-643; n. 728; P. Descoqs, Le
mystère de notre élévation surnaturelle (Paris 1938). Más bibliografia en Z. Alszeghy: Gr 31
(1950) 444-446. Con todo este complejo de problemas se relaciona también la cuestión de si tal
ordenación a Dios, como Maréchal la supone, puede mostrar, al menos, o no, la posibilidad de
la visio beata. Esta cuestión no puede ser estudiada aquí detenidamente.
Aquí sólo podemos citar una pequeña selección de la bibliografía de los últimos veinticinco
años. Prescindimos de la teología bíblica porque, en conjunto, ha influido poco, lamentable
mente, en la teología dogmática de escuela en este tiempo. Reseñamos, en primer lugar, la obra
de H. Rondet que abarca la historia entera de la teología de la gracia, después algunos pocos tra
bajos de teología patrística y, por último, la historia de los dogmas, medieval y moderna, sobre
la teología de la gracia: H. Rondet, Gratia Christi. Essai d'histoire du dogme et de théologie dog-
NATURALEZA Y GRACIA 205
viatique (París 1948); H. Rahner, «Die Gottesgeburt. Die Lehre der Kirchenväter von der
Gehurt Christi im Herzen der Gläubigen»: ZKTh 59 (1935) 333-418; E. Mersch, Le corps
mystique du Christ. I-II (Lovaina2 1936); A. Lieske, Die Theologie der Logosinystik hei Orígenes
(Münster 1938); J. Gross, La divinisation du chrétien d ’après les pères grecs (Paris 1938); A.
Lieske, «Zur Theologie der Christusinystik Gregors von Nyssa»: Schol 14 (1939) 408-514; J.
Loosen, Logos undPneuma im begnadeten Menschen bei Maximus Confessor (Münster 1941); A.
Mayer, Das Bild Gottes im Menschen nach Clemens von Alexandrien (Roma 1942); H. U. von
Balthasar, Présence et Pensée. Essai sur la philosophie religieuse de Grégoire deNysse (Paris 1942);
J. B. Schoemann, «Gregors von Nyssa theologische Anthropologie als Bildtheologie»: Schol 18
(1943) 31-53, 175-200; J. Daniéiou, Platonisme et théologie mystique. Essai sur la doctrine
spirituelle de S a in t Grégoire de Nysse (Paris 1944); H. du Manoir, Dogme et spiritualité chez
S. Cyrille d ’A lexandrie (Paris 1945); P. Galtier, Le Saint-Esprit en nous d ’après les pères grecs
(Roma 1946); A. Lieske, «Die Theologie der Christusmystik Gregors von Nyssa»: ZKTh 70
(1948) 49-93; 129-168; 315-340; J. Grabowski, «St. Augustine and the Presence of God»: T hSt
13 (1952) 336-348; E. Braem, «Augustinus’leer over de heiligmakende genade»: Augustiniana
I (1951) 7-20, 77-90; II (1952) 201-204; III (1953) 328-340; V (1954) 196-204; H. Merki,
Opoúooic; Orò). Von der platonischen Angleichung an Gott zur Gottähnlichkeit bei Gregor von
Nyssa (Freiburg 1952); H. Doms, Die Gnadenlehre des seligen Albertus Magnus (Breslau 1929);
J. Schupp, Die Gnadenlehre des Petrus Lombardus (Freiburg de Br. 1932); F. Stegmüller, Zur
Gnadenlehre des jungen Suárez (Freiburg de Br. 1933); F. Stegmüller, Francisco de Vitoria y la
doctrina de la gracia en la escuela salmantina (Barcelona 1934); F. Stegmüller, Geschichte des
Molinismus l: Neue Molinaschriften (Münster 1935); E. Köster, Die Heilslehre des Hugo von St.
Viktor (Emsdetten 1940); H. Bouillard, Conversion et grâce chez saint Thomas d ’A quin (Paris
1944); R. C. Dhont, Le problème de la préparation á la grâce. Débuts de l’écolefranciscaine (Paris
1946); M. Flick, L ’attimo della giustificazione secondo S. Tommaso (Roma 1947); Z. Alszchy, «La
teologia dell’ordine sopranaturale nella scolastica antica»: Gr 31 (1950) 414-450 (amplio pano
rama sobre la bibliografía de los últimos decenios); S. González Rivas, «Suárez frente al misterio
de la inhabitación»: EE 24 (1950) 341-366; J. Auer, Entwicklung der Gnadenlehre in der
Hochscholastik m it besonderer Berücksichtigung des Kardinals Matteo d ’A quasparta I (Freiburg
de Br. 1942); II (Freiburg de Br. 1951); A. M. Landgraf, Dogmengeschichte der Frühscholastik 1J
parte, tomos I-II: Die Gnadenlehre (Regensburg 1951/52); H. Lais, Die Gnadenlehre des hl.
Thomas in der Summa contra Gentiles und der Kommentar des Fraziskus Sylvestris von Ferrara
(München 1951); J. Alfaro, Lo natural y lo sobrenatural. Estudio histórico desde Santo Tomás
hasta Cayetano (1274-1534) (Madrid 1952); O. Lottin, Psychologie et inorale aux X IIe et X IIIe
siècles I, II, III, 1-2, IV, 1-2 (Louvain 1942-1959); W. A. van Roo, Grace and Original Justice
according to St. Thomas (Roma 1955); Z. Alszeghy, Nova creatura. La nozione della grazia nei
commentari medievali di S. Paolo (Roma 1956).
206 DOCTRINA DE LA GRACIA
Tomás, en lo esencial, tenía los actos propios de «preparación» a la justificación por actos de
«recepción», suya acaecidos ya con la gracia santificante; por ello no necesitaba ocuparse mucho
de esos actos preparatorios que preceden a la justificación también temporalmente; puede, por
tanto, decirnos algo nuevo y no sólo nosotros a él.
Citemos aquí, de entre los trabajos católicos, sólo los siguientes: H. U. von Balthasar, «Deux notes
sur Karl Barth»: RSR35 (1948) 92-111;J. Hamer, Karl Barth. Voccasionalisme théologiquedeK arl
Barth. Étude sur sa méthode dogmatique (Paris 1949); H. Volk, Emit Brunners Lehre von dem
Sünder (Münster 1950); H. U von Balthasar, Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner
'¡/teologie (Köln 1951 ); A. Eimeter, Der Mensch in der Theologie Karl Barths (Zürich 1952); H.
Küng, Rechtfertigung (Einsiedeln 1957).
208 DOCTRINA DE LA GRACIA
sino para lo activo— precede a nuestra acción, tiene que ser concebida
necesariamente como anterior a nuestra toma de posición ética y creyen
te y como su única posibilidad. Por eso no puede ser expresada de otra
forma que en categorías del ser: estado, accidente, hábito, infusión, etc.
Tales modos de expresarse no desconciertan a quien los entiende y
—bien entendidos— no desenfocan la mirada frente al hecho de que la
gracia sigue siendo siempre la acción libre del amor divino, sobre el que
el hombre sólo «dispone» en la medida —y nunca de otro modo— en
que él es el dispuesto por ese amor. Naturalmente, hay que considerar
siempre que Dios no se hace más pequeño porque nosotros nos agran
demos. Y el cristianismo, en definitiva, no es la religión cuyo primer
afecto fundamental sea la angustia de que tiene que subírsenos necesa
riamente a la cabeza —y no al corazón agradecido— el hecho de ensalzar
la grandeza a la que Dios ha elevado al hombre, para ensalzar con ella a
Dios. En la mariología es así. Y lo mismo en la doctrina de la gracia, de
la cual aquélla no es más que su parte más bella.
Esa gracia conforma también nuestra vida consciente, no sólo
nuestra esencia, sino también nuestra existencia. La doctrina tomista
" del objeto específico de los actos sobrenatural y ónticamente eleva
dos, un objeto que —¡en tanto formal!— no puede ser alcanzado por
ningún acto natural, tiene que ser repensada y hay que hacer que se
imponga de nuevo. «Objeto», en tal proposición no significa «objeto
dado objetivamente separable de otros por medio de una reflexión y
visto junto a otros». Un objeto formal no es objeto del saber ni un
resumen meramente ulterior que abstrae lo común de muchos objetos
singulares, sino el horizonte a priori y consabido bajo el cual es cono
cido todo lo aprehendido como objeto propio de la aprehensión del
objeto singular dado a posteriori.
No es preciso que a este propósito citemos los manuales que se ocupan de esta cuestión. Hagamos
caer en la cuenta, sólo de paso, que es de gran importancia también para el problema de la funda-
mentación de la fe. Cf., por ejemplo, A. Lang, Die Wege der Glaubensbegründung bei den Theologen
des 14. Jahrhutnderts (Münster 1930); F. Schlagenhaufen, «Die Glaubensgewissheit und ihre
Begründung in der Neuscholastik»: ZKTh 56 (1932) 313-374; 530-595; G. Englhardt, Die
E ntw icklung der dogmatischen Glaubenspsychologie in der mittelalterlichen Scholastik vom
Abälardstreit bis zu Philipp dem Kanzler (Münster 1933); R. Aubert, Le problème de Vacte defo i
(Louvain - 1950); Cf. también K. Rahner, «Sobre la experiencia de la gracia»: Escritos de Teologia
111 (Ediciones Cristiandad, Madrid 2002) 97-100.
214 DOCTRINA DE LA GRACIA
IJ Bajo los supuestos necesarios de tipo externo, es decir, de la posibilidad extrínseca de la fe,
teniendo en cuenta, desde luego, que en la teoría de Straub todo adulto capaz del uso de la razón
moral puede poseer esa posibilidad, al menos como fides stricta, sed virtuales.
216 DOCTRINA DE LA GRACIA
11 Nuevamente sólo podemos ofrecer aquí una selección arbitraria, en algún sentido, de la
bibliografía sobre la controversia que parte, sobre todo, de los trabajos históricos y teológicos
de H. de Lubac. Citamos también algunos artículos que se refieren a la doctrina de la encícli
ca H um ani Generis, ya que ésta, como es sabido, también ha tomado posición en este problema.
Otros trabajos sobre Ia H um ani Generis aparecen reseñados, por ejemplo, en Revista Española
de Teología II (1951) 173-176; 311-339. Citemos, por tanto: H. de Lubac, «Remarques sur his
toire du mot surnaturel»: NRT 61 (1934) 225-249,350-370; J. Martínez Gómez, «Notas sobre
unas notas para la historia de la palabra sobrenatural»: ATG 1 (1938) 57-85; H. de Lubac,
Surna-turel Études historiques (Paris 1946); H. Rondet, «Nature et surnaturel dans la théologie
de St. Thomas d’Aquin»: RSR 33 (1946) 56-91; C. Boyer, «Nature pure et surnaturel dans le
“Surnaturel” du Père de Lubac»: Gr 28 (1947) 379-395; G. de Broglie, De fine ultimo humarme
vitae. Pars prior, positiva (Paris 1948); H. Rondet, «Le problème de la nature pure et la théolo
gie du XVI' siècle»: RSR 35 (1948) 481-521; H. de Lubac, «Le mystère du surnaturel»: RSR
36 (1948) 80-121; Ph. J. Donnelly, «The gratuity of the beatific vision and the possibility of a
natural destiny»: T hSt II (1950) 374-404 (bibliografia); W. Brugger, «Das Ziel des Menschen
und das Verlangen nach der Gottessebau»: Schol 25 (1950) 535-548; M. J. de Guillou,
«Surnaturel»: RSPT 34 (1950) 226-243; R. Paniker, El concepto de naturaleza. Análisis histórico
y metafisico de un concepto (Madrid 1951); G. Weigel, «Historical background of the encyclical
Humani generis»: T hSt 12 (1951) 208-230; G. Weigel, «Gleanings from the Commentaries
on Hurnani generis»: T hStud 12 (1951) 520-549; J. Simon, «Transcendence et immanence
218 DOCTRINA DE LA GRACIA
dans la doctrine de la grâce»: RUnOtt 21 (1951) 344-369; L. Renwart, «La “ nature pure” á
la lumiere de l’encyclique Humani generis»: NRT 74 (1952) 337-354; E. Gutwcngcr, «Natur
und Übernatur»: ZKTh 75 (1953) 82-97; H. U. von Balthasar-E. Gutwenger, «Der Begriff'
der Natur in der Theologie»: ZKTh 75 (1953) 425-464; J. Ternus, «Natur-Übcrnatur in der
vortrindentinischen Theologie seit Thomas von Aquin»: Schol 28 (1953) 399-404; M. R.
Gagnebet, «L’enseignement du magistère et le problème du surnaturel»: RT 53 (1953) 5-27;
L. Malevez, «La gratuité du surnaturel»: N RT 75 (1953) 561-586; K. Rahner, «Sobre la rela
ción entre la naturaleza y la gracia»: Escritos de Teologia 1 (Ediciones Cristiandad, Madrid
2000) 299-319; R. Bruch, «Das Verhältnis von Natur und übernatur nach der Auflassung
der neueren Theologie»: TG1 46 (1956) 81-102.
NATURALEZA Y GRACIA 219
1 Si es que pudiera haber tal cosa a la vista de la apertura infinita de tal naturaleza y si toda con
creción de tal fin no es la libre limitación hecha por Dios a una determinada perfección finita,
pero no deducible a priori de la esencia o la plenitud absoluta.
NATURALEZA Y GRACIA 221
' ’ Plenitud y carácter indebido, simultáneamente, son siempre en el mundo, jerárquicamente cons
truido, de la auténtica diferenciación sin «saltos» —y así está construido el mundo en el que lo
diverso proviene de lo uno— la nota característica de la relación entre dos realidades.
1,1 H. de Lubac, Catholicisme. Les aspects sociaux du dogme (Paris 1938).
224 DOCTRINA DE EA GRACIA
1. A s e n t i m i e n t o de Barth a l a d o c t r in a c a t ó l ic a d e l a j u s t if ic a c ió n
Advertencias al libro de í íans Küng: Rechtfertigung. Die Lehre Karl Barths und eine katholische
Besinnung (Einsiedeln 1957).
226 OOC TRINA DE EA GRACIA
doctrina católica que tienen que ser los verdaderamente importantes en vis
tas a una conciliación con Barth. Küng emplea también —no hay duda—
theologumena que no son evidentes sin más en toda teología escolar. Lo cual
no quiere decir que haya que negarlos. (Sobre el más importante de tales
theologumena hemos de hablar todavía). Pero al hacerlo, Küng obra con
pleno derecho. Aun contando con algunos pequeños deseos de claridad
todavía mayor y de una exposición más inequívoca —tales deseos pueden
tenerse también cuando se trata de la mejor obra teológica— no se podrá
dudar de la ortodoxia de la exposición de conjunto que Küng hace de la
doctrina católica de la justificación. Es lo que también le han testimoniado
Bouyer, de Broglie, EbneterJ, Stirnimann y muchos otros.
Küng dedica a las verdades que Barth echa de menos en la doctrina
católica más interés y espacio que a las que Barth ya conoce; esto es obvio
desde el punto de vista del objetivo de sus consideraciones. Y es que en
ellas debe mostrar justamente que las verdades que Barth echa de menos
entre nosotros, y que declara como necesarias por mor del Evangelio, se
encuentran en el campo católico. No podrá reprocharse a Küng que, en este
empeño, escamotee o trivialice en la doctrina católica las doctrinas que
oídos protestantes podrían percibir con desagrado o las que les suenen
equívocamente. El intenta interpretarlas y explicarlas. Y ésta es la tarea y la
obligación de la teología de controversia que no tiene derecho a suponer en
el adversario ni falta de inteligencia ni mala intención. Allora bien, si no
quiere suponer tal cosa, no le cabe otra salida que explicar mejor la propia
doctrina, con mayor amplitud, desde nuevos puntos de vista y en otros con
textos, con otras palabras, de forma distinta a como se hizo hasta entonces,
con la esperanza de que quizás, en tal caso, el adversario inteligente y bien
Cf., por ejemplo, A. Elmeter, Orí 21 (1957): «Por lo pronto se podrá decir de forma global que
la exposición de Küng refleja la doctrina ortodoxa eclesiástica...». Otras confirmaciones por el
estilo (J. L. Aranguren, H. Fries, N. Greitemann, R. Grosche, J. P. Michael; W. Seibel, E.
Stakemeier, W. H. van de Pol) en H. Küng, «Rechtfertigung in katholischer Bessinnung»:
SchwKiZ 125 (1957) 619-621; 637-639. Incluso Stirnimann puede valer como testigo en cuan
to que «subraya con toda claridad» (Freiburger Zeitschrift f ü r Philosophie und Theologie 4
[1957] 321s) que «las objeciones más importantes» que él hace «se refieren a cuestiones discu
tidas intra muros». Por lo demás, me parece que Küng habría merecido más benevolencia,
penetración comprensiva e inteligente, y justa y equilibrada valoración de todos los elementos
de su exposición de lo que, según mi sentir, hace Stirnimann. Pero el mismo Küng ha manifes
tado ya su opinión a este propósito de fórma suficiente.
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 227
No pasa nada, por tanto, si de vez en cuando se cita como testigo capital a un teólogo cuya auto
ridad, por relativamente aislada, no convencerá demasiado a un lector que no acepte ya este
theologumenon como verdadero. Tampoco puede decirse, rigurosamente y en principio, que
siempre que se pueda citar a favor de una opinión a un teólogo católico no discutido por la jerar
quía oficial se haya probado ya con ello que tal opinión es admisible al menos intra muros. Con
todo hay que decir que Küng cita casi siempre autoridades tan buenas y en tanta abundancia que
en la mayoría de los casos habrá logrado demostrar la carta de ciudadanía de los theologumena
no garantizados oficialmente en la teología católica.
228 DOCTRINA DK LA GRACIA
Creo que Ebnetcr no valora suficientemente en su artículo lo segundo. Pues si se tiene esto en
cuenta no basta con poner en duda la exactitud de la exposición que Küng hace de la doctrina
de Barth apelando a la dogmática de éste —que habrá de ser interpretada, sin duda, ile forma
personal en cada caso . Habría que explicar, más bien —si se quiere impugnar lo conseguido
por Küng—, cómo puede ser que Barth pueda declararse de acuerdo con la exposición que
Küng hace de la doctrina católica - en tanto confórme con la suya , aunque Ebneter mismo
afirma que tal exposición es correcta. Si no quiere admitirse el consenso logrado por Kürig, no
cabe en esta cuestión más respuesta que decir: Barth ha leído esta exposición que Küng hace de
la doctrina católica con tal benevolencia y con gafas barthianas de tal espesor que ha leído sim
plemente en ella su propia doctrina, es decir, no ha comprendido en absoluto las
consideraciones de Küng. Lo cual no es a priori imposible. Pero habría que probarlo muy
seriamente y con todo rigor. Y hasta tanto hay que presumir lo contrario.
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 229
Naturalmente que sigue siendo nuestra tarea, también allora, leer a Harth críticamente, advertir
posibles desequilibrios, etc. Pues por el hecho de que él declare que puede aceptar una exposi
ción de la doctrina católica de la justificación no está dicho todavía, naturalmente, que cada uno
de stis enunciados escritos anteriormente sea ya, por ello, indiscutible. Pero nosotros tenemos el
derecho y hasta la obligación de interpretar cada uno de sus enunciados y razonamientos, en lo
posible, in bonam partem.
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 231
algo que no armoniza bien con eso!» ¿Por qué no puede haber entendido
Barth mejor, al leer a Küng, lo que él mismo propiamente quiere decir? ¿Por
qué no han de ofrecérsele, por medio de tal teología progresiva de contro
versia, fórmulas en las que él vea claramente que su intención se mantiene y
que muestren que se ha evitado al católico el peligro que veíamos en las for
mulaciones de Barth que hasta ahora conocíamos? ¿Un consenso logrado
así es meramente verbal?
Con esto no decimos, naturalmente, que los que creen entender a
Barth mejor que él mismo sólo vean fantasmas. Ven peligros que en Barth
existen. Pero en este punto hay que tener en cuenta lo siguiente —y la
importancia fundamental de tales consideraciones justifica que digamos
todavía unas palabras sobre el asunto—: no podemos hacer teología de
controversia sólo a lo largo de la ordenación objetiva de cosas y verda
des, es decir, no podemos hablar sólo de la Iglesia, el magisterio y el
papado con los hermanos protestantes hasta conseguir un consenso
sobre esos temas, pensando que todo otro consenso, no pasa de ser pre
cario y rodeado de reservas mientras no se logre una conciliación sobre
estos criterios formales de la ortodoxia. Pues, como ya se ha dicho, el
disentimiento que por lo pronto existe a propósito de esos criterios forma
les vive psicológica e históricamente —parcialmente— del disentimiento en
aquellas otras cuestiones.
Ahora bien, si esto es así, en el diálogo con los protestantes esta
mos en la situación en la que un tomista y un molinista estarían al
dialogar, si no se supieran de antemano obligados a la Iglesia una y
su magisterio. El molinista le diría siempre al tomista: «Sí, tú admi
tes verbalmente la libertad del hombre bajo la gracia, es verdad; pero
si la tomaras verdaderamente en serio y si hubieras entendido de
verdad lo que eso quiere decir no podrías defender la praemotio
physica». Y el tomista le diría al molinista: «Sí, tú enseñas verbal
mente la eficacia de la gracia, incluso frente a la libertad, y rechazas
verbalmente hasta el semipelagianismo, es verdad. Pero con tu scientia
media mantienes posiciones que objetivamente destruyen eso que
admites». Y ambos renunciarían a plantarse, a propósito de los dos
aspectos de su doctrina respectiva, ante el dilema de escoger entre
ambos aspectos, o declarar uno de ellos por más decisivo, o en caso
de un aut-aut tener uno por más válido que el otro. Y es que ningu
no de los dos concibe que pueda abandonarse uno de los aspectos
de su posición.
232 DOCTRINA DK LA GRACIA
Este venir de posiciones diversas que se percibe incluso en la unidad, en la forma en que existe
en cada uno de los que se unen, es por lo pronto el lastre y destino de la verdad creada del espí
ritu finito que inevitablemente sigue viendo con diversa perspectiva aun donde se ve, la misma
verdad y realidad. Y porque esto siempre se percibe, a la unidad en la verdad, para que verda
deramente sea vista y pueda seguir durando, tienen que acompañarla el amor, la humildad, el
soportarse recíprocamente y la paciencia.
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 233
tanto, que Barth declara análoga a la suya, se puede ser católico. Barth no
puede decir, por tanto, que no puede ser católico a causa de la doctrina
de la justificación mientras la exposición de Küng no sea rechazada en
algún punto esencial como no católica por el magisterio católico o mien
tras los teólogos católicos no digan que contradice claramente a la
doctrina católica.
La pregunta de Barth, por tanto, de si la exposición de Küng refleja
verdaderamente la doctrina católica, debe ser contestada diciendo: no es
de esperar que tal exposición sea aprobada oficialmente, pero tampoco
es necesario; se puede ser de la opinión de Küng y vivir plena y positi
vamente de acuerdo con la Iglesia y su doctrina jerárquica. Pues no hay
que esperar de antemano que las fijaciones de límites por medio del
magisterio eclesiástico («definiciones»), por mucho que declaren desde
luego la realidad misma —bien que en una determinada posición defen
siva—, sean, adecuadamente y en todas direcciones, su expresión, tal y
como aparece en la conciencia de fe de la Iglesia, o que quieran ahorrar
al cristiano el esfuerzo personal por su intelección y por tener, por tanto,
una opinión teológica propia.
piense que enunciamos con palabras complicadas algo evidente que todo
cristiano sabe y que se podría decir también de manera más sencilla.
Enunciarlo así tiene su sentido porque sólo de esa forma queda claro
en conceptos teológicos lo que el cristiano auténtico sabe, naturalmente,
desde siempre: que el acontecimiento de la justificación subjetiva del
individuo tiene que ver en verdad muy hondamente con Cristo y su
Cruz, y que no es sólo un volverse subjetivo hacia un Dios que, a causa
de una bondad metafísica, tiene que ser en todo caso compasivo, porque
a uno mismo le interesa que lo sea. Únicamente así queda claro que la
muerte en la Cruz no es sólo un asunto histórico, sino que sustenta ahora
esencialmente mi situación de salvación, ya que Dios antes de que yo
haga nada, ha hecho algo en el ámbito de mi ser en Cristo.
Todo esto es verdad y posee una importancia decisiva. Y se puede
decir que el existencial sobrenatural del estar-justificado (objetivamente)
por Cristo ante Dios precede a la apropiación subjetiva de la salvación
—que, naturalmente, también causa relaciones altamente «objetivas»—.
Pero —y así volvemos nuevamente a la cuestión que propiamente nos
ocupa—, cuando se habla de la justificación subjetiva del individuo por
la fe y el bautismo, la justificación y la santificación sólo pueden ser con
sideradas como dos aspectos del mismo proceso. Lo cual no impide que
ambos conceptos posean un contenido formal distinto. Y así no es nece
sario que se pueda afirmar formalmente lo mismo de la justificación y de
la santificación.
Tal distinción formal no tiene por qué ser una cuestión ociosa de
mera disgregación conceptual. Y tampoco lo es. Y es que sólo distin
guiendo en la misma realidad una diversos aspectos para nuestro
conocimiento necesariamente plural, aunque objetivamente no puedan
ser distinguidos, se ve la plenitud de tal realidad y se está en condiciones
de responder a ella con una plenitud plural de modos de comporta
miento que son distintos entre sí, que tienen que serlo y que sólo pueden
serlo si se ve la diversidad de los aspectos inseparables en la realidad una.
Así, por ejemplo, la justicia y la bondad son dos aspectos insepara
bles de Dios. Pero yo tengo que distinguirlas para poder responder
objetivamente a la realidad una de Dios con la pluralidad de los actos que
responden a cada uno de los aspectos (por ejemplo: temor de Dios y
confianza, que no son lo mismo).
Ahora bien, si la justificación y la santificación son sólo aspectos dis
tintos y no diversas fases sucesivas del mismo proceso —¡pero eso de
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 239
Y así puede formular Küng (256) que el hombre no tiene «otra cosa» que hacer en la justifica
ción «más que poner su confianza en el Señor». O esto es muy poco, [jorque el hombre para ser
justificado tiene que amar o hay que añadir objetivamente a este enunciado que sólo quien ama
pone toda su confianza en el Señor.
240 DOCTRINA DK LA GRACIA
s Küng, refiriéndose a Tomás (244s.) dice que no sólo las obras de la ley ceremonial están exclui
das de la justificación en la fe, sino también las del decálogo. No habría estado mal precisar el
sentido de este enunciado en sí exacto. Pues las obras del decálogo son a su vez de carácter doble
y radicalmente diverso: el intento de un logro autónomo, sin la gracia, de tales obras del decálo
go a base de las propias fuerzas y las obras del decálogo como fruto del Espíritu Santo. No se
puede decir sencillamente, y exactamente en el mismo sentido, de los dos tipos de obras del
decálogo que estén excluidas, aunque en el sentido del Dz 801 baya que decirlo de ambos tipos
a propósito del proceso de la justificación.
CONTROVERSIA SOHRE LA JUSTIFICACIÓN 241
Vamos a llamar aquí la atención sobre algo que se acopla bien a la cues
tión que acabamos de tratar: a Küng (como a Barth) le interesa mucho
mostrar que la fe, que es un supuesto de la justificación (subjetiva), no es
verdaderamente ni «obra» ni «mérito» en orden a la justificación. Para acla
rar esto —que es verdad— Küng echa mano —al menos así me parece— al
pensamiento (como en Barth) de que hay que distinguir" entre la fe propia
Naturalmente que se puede y hay que distinguir con el tridentino —al que Küng apela (255)
CONTROVERSIA SOBRE EAJUSTIKICACIÓN 243
del hombre, obrada por él, como condición previa de la justificación, y una
fe que Dios obra, la cual —si no me equivoco— Küng identifica, entonces,
con el hábito «infuso» de la fe (255). En esta distinción queda claro, natu
ralmente, que aquel creer, que el hombre realiza muy humanamente y sólo
humanamente, no puede ser una «obra» que pueda exigir como su recom
pensa la justificación; es verdaderamente sólo el dejar-acaecer-en-sí —bien
que activa y libremente— de la acción de Dios en el hombre.
Ahora bien, me parece que esta manera de hablar no es muy feliz y
tampoco una fundamentación muy buena de lo que debe ser explicado:
la inmeritoriedad absoluta de la gracia de la justificación. Me parece,
incluso, que la concepción católica normal en las escuelas teológicas
puede aplicarse todavía mejor a la intención de Barth que las formula
ciones de Küng. Este (258) rechaza, con razón, un «sinergismo» en la
doctrina de la gracia según el cual Dios y el hombre tiran del mismo hilo
de forma que cada uno de ellos puede contabilizar en su haber la mitad
del resultado. Pero si se rechaza dicho sinergismo —¡y la doctrina católi
ca de la gracia no es ningún sinergismo de esta especie, a pesar del
entre el acto de la fe que dispone para la justificación y la virtud infusa de la fe. Pero esta distin
ción no consiste en que aquel acto sea meramente humano y esta virtud dada por Dios. También
aquel acto es tan radicalmente don de Dios por la gracia como la virtud infusa. (Ambos no se
distinguen por su sujeto agente, sino por su duración, tal y como el acto y el hábito se distinguen
recíprocamente). Ahora bien, si esto es claro, me parece que lo dicho en la página 2.55 como,
explicación de por qué el acto de la fe, igual que otros actos humanos, no puede causar la justi
ficación— no lo es tanto: y es que no puede «causar» la justificación por ser él mismo una parte
de la justificación que Dios obra en el hombre. Pronto nos ocuparemos explícitamente del sen
tido en que el tridentino (Dz 801) dice que la fe no causa la justificación. Desde luego, hay que
conceder explícitamente que Küng en otro contexto (por ejemplo 250) habla de una «aprehen
sión y vivificación de estos actos por la gracia justificante de Dios», o de que los actos humanos
«tienen que ser aprehendidos e informados por la realidad de gracia otorgada (infusa) en Cristo»
(255). Pero cuando Küng formula otra vez aunque por lo pronto como exposición de Barth,
pero que evidentemente apmeba—: «el creyente (¡quien cree, por tanto!) depende totalmente de
la intervención de Dios que hace en él un nuevo ser se haga acontecimiento y le capacita así para
la fe auténtica (¡por lo tanto, a lo que parece, para otra distinta de la de antes!), tal y como se
requiere necesariamente para la justificación», se tiene de nuevo la impresión discordante de que
se intenta construir una fé meramente humana junto a otra divina- para poder decir después
más fácilmente que no justifica, que sólo tiene «carácter cognoscitivo». Pero en verdad hay que
decir, a partir de una doctrina católica de la gracia, que una «fé» humana, sin ser obra de Dios
en la gracia, no sería ni siquiera una «percepción» acertada de la redención objetiva —de la «jus
tificación» objetiva, en la terminología de Barth , es decir, no sólo no poseería ningún carácter
«creador», sino tampoco «cognoscitivo».
244 DOCTRINA DE LA GRACIA
Y entonces ya no se necesita insistir más, tan medrosamente como Küng parece hacerlo (259,
255), en que la fe sólo es condición previa y no causa de la justificación. La fe puede ser conce
bida tranquilamente como aquello por lo que Dios en su obrar causa la justificación en nosotros.
246 DOCTRINA DK LA CRACIA
A partir de ahí resultaría también más claro por qué para la teología
católica no existe el peligro de una doctrina de la apokatastasis y una
desvalorización de la fe reduciéndola a una nueva percepción cognosci
tiva, que, en último término, carecería de importancia en orden a la
decisión que sólo Dios ha tomado en Cristo. La fe misma es gracia y obra
de Dios en Cristo, no sólo la justificación «objetiva» (redención) realiza
da por Dios y percibida cognoscitivamente en la fe.
El que esta fe misma, por tanto, posea verdadera importancia de
salvación no merma el «triunfo de la gracia» —como diría G. C.
Berkouwer—, pues la gracia triunfa del mismo modo en lo «objetivo»
que en lo «subjetivo», por sustentar la realidad salvifica total del hombre.
Y esta realidad, en tanto creada, está constituida polarmente por dos rea
lidades no reducibles la una a la otra: de una parte la condición, el ámbito
y la posibilidad previamente dada de la libertad creada, y de otra el acto
de la libertad misma. Pero ambas son obra de la gracia, cada una a su
manera; en ambas logra la gracia su triunfo. Ahora bien, lo que al hom
bre le está vedado es decir que la gracia perdería su pleno triunfo si no
fuera recibida. En tal caso sólo podría decir que él no gana la única vic
toria de que es capaz: dejarse obsequiar por el amor de Dios. Pero ¿qué
criatura sería capaz de decir, mientras todavía peregrinamos lejos del
Señor, que, consideradas las cosas desde Dios y para él, su amor desai
rado no ha vencido o si celebra su triunfo totalmente inconcebible?
2.3
Justamente formulada así queda todavía igualmente claro que la fe no merece la justificación.
Küng mismo habla también en la interpretación de Barth (92s.) - sin ningún reparo de la
«fuerza creadora» de la fe que ésta posee por haberla recibido de Dios mismo. Pero justamente
la misma fe es mentada cuando se habla de la fe del hombre que debe ser justificado y la fe como
acto libre del hombre es exactamente la íé que Dios causa en nosotros.
CONTROVERSIA SOBRE EAJUSTIFICACIÓN 247
ter normativo, hecho y límites (116-118; 123; 180ss; 195s; 206); esen
cia y significado de la tradición y de las definiciones eclesiásticas para la
teología" (116-124); sentido católico del «simul justus et peccator»
(231-242); concepto de la «remuneración por gracia» (263s)1’; la eterni
dad del Logos hecho hombre (la preexistencia del Verbum incarnandum
et incarnatum) (127-138; 277-288); el intento de una superación de la
controversia tomista-escotista sobre el motivo de la encarnación
(127-150; 169-171); una interpretación más precisa de algunos cánones
del Concilio de Orange (176-178; 188); la cuestión sobre el sentido en
que puede decirse que los actos del pecador y del incrédulo pueden ser
llamados buenos (186-188) "; la terminología bíblica y eclesiástica de la
libertad, lieberum arbitruim, etc. (181-186); el pecado como acción
' 1 Consúltese también a este propósito lo que Kiing ha añadido como aclaración en su respuesta a
Stirnimann: SchwKiZ 125 (1957) 619-621.
'■ Permítasenos aquí la observación de que esta exposición —basada enj. Schmid y O. Didier no nos
parece pertenecer a lo más claro que Kiing lia escrito. A nosotros sigue pareciéndonos que si mante
nemos lo que el tridentino enseña, si toda «obra» en tanto un aportar-fruto causado por Dios, está en
la misma dimensión que la vida bienaventurada tie los mismos hijos de Dios, no hay ninguna dificul
tad objetiva en caracterizar dicha obra como comienzo y causa, y así, en un juicio objetivo, diríamos
desde «fuera», como mérito en relación con la «remuneración en el cielo». Esta relación objetiva se
sigue simplemente de la naturaleza de la realidad, como la que existe entre la siembra y la cosecha.
Una cuestión totalmente distinta es si esta relación objetiva entre el mérito y la remuneración puede
ser convertida por el cristianismo en primer y último motivo subjetivo. A esta cuestión hay que res
ponder, naturalmente, como todo niño católico tendría que saber, con un no inequívoco. Pues todo
cristiano tiene que saber que sólo, se salva quien ama a Dios en primer y último lugar y esta actitud
es la que abarca su existencia, en la que todo lo demás tiene que integrarse. Pues si se ama a Dios, y
en tanto se le ama, en tal acto no se puede buscar el mérito propio y su remuneración. El acto que lo
hace no es un acto de amor. Con la primacía necesaria del amor que no busca la remuneración, que
existe, no negamos que junto al amor y en el ámbito abarcador que lo sustenta y lo deja libre hay y
debe haber en la auténtica pluralidad creada del hombre otros actos y actitudes suyas y que la acep
tación precisamente de esa pluralidad puede ser un acto de la humildad del amor del hombre que no
es el Dios simple y con ello el Amor. (;I lay que decir, según esto, verdaderamente, para no ser fariseo,
en una meditación objetiva, es decir, no motivadora, que también el hombre salvado se quedó «siem
pre detrás ilei quehacer planteado»? Su «quehacer» consistía, en realidad, sólo en dejarse exigir, por
encima de sus fuerzas, siempre gozosamente y en amor humilde, j>or el amor de Dios. Su «obliga
ción» no era en definitiva otra que obrar no por obligación, sino por amor; su mérito dicho de
fónna objetivista—radica justamente en el acto del amor que no busca ninguna remuneración. Pero
tal «mérito», que la gracia de Dios le otorga, vale objetiva y verdaderamente el cielo.
1: La afirmación (188) de que «la mayor parte de los teólogos católicos» concede ya que, de hecho,
no hay «ningún obrar bueno desde el punto de vista puramente natural» es, sin duda, un poco exa
gerada. La mayoría de los teólogos afirmará hoy todavía, contra Ripalda y Vázquez, lo contrarío.
Otra cuestión es si son éstos o los otros pocos (jx>r ejemplo Schmaus) los que tienen razón.
248 DOCTRINA DE LA GRACIA
contra Cristo en todo caso11( 172s): la intelección católica del «sola fide»
(243-256).
3. La creación y C risto
" Pero para ello apenas se puede apelar (172) a la reprobación eclesiástica del peccatum
philosophicum (Dz 1290).
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 249
’’ Stirnimann la rechaza como «pura especulación» (l.c.320) y dice que en cierto sentido le recuer
da lag7ittS7i. Pero este juicio es completamente injusto. No vemos por qué haya de ser tan difícil
comprender que todo el orden «de hecho» —a diferencia de otro posible: Stirnimann tropieza
ya en esta palabra - no haya sido planeado y querido por el Deus uniis de la metafísica y de un
tratado De Deo uno... creatore concebido de forma meramente metafísica como su causa y su fin,
amo por el Verbo por el que todo ha sido hecho y porque este Logos mismo se quería comuni
car a lo no-divino —en encarnación y en gracia— siendo así verdaderamente en este sentido el
fundamento del ser de toda realidad creada. (La otra palabra que irrita a Stirnimann). Más no
necesita Küng y en tesis tampoco dice más. Y esto basta para deducir en la doctrina del pecado
y en la soteriologia las consecuencias que excitan las protestas de Stirnimann. Yo creo que no es
acertada la idea de que del pecado «en sí» pueda seguirse también la aniquilación - en vez de
la condenación— del hombre, si la misericordia de Dios en Cristo no lo acogiera en sus efectos.
(Küng deja, por otra parte, la cuestión sin decidir). Pero ¿puede decirse con certeza que sea falsa
y dogmáticamente rechazable? (Incompatible con una inmortalidad natural del alma no es).
Pero si se deja por lo pronto abierta hipotéticamente no es tan grave para un buen tomista
250 DOCTRINA DK KA GRACIA
«llegar a la aniquilación del cosmos entero». Pues el mundo material sin espíritu no tendría nin
gún sentido. Cf. también A. Grillmeier en: Fragen der Theologie heute, editado por J. Feiner, ).
Tritiseli, F. Böekle (Einsiedeln 1957) 270 (hay traducción española): «El conocimiento de que
el pasaje clásico para la praedestinatio Christi:, Col 1,15ss, se refiere efectivamente al Encarnado
de que en él, por tanto, no se deben separar los enunciados sobre el Logos anterior al tiempo
de los de Cristo como hombre— asegura a esta idea (al carácter cristocéntrico absoluto de nues
tra historia y de la creación en general) un sólido fundamento bíblico».
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 251
del hombre es como una libre acción trascendental de Dios que el hom
bre siempre tiene detrás de sí como un milagro anónimo. Pero en su vida
debe acaecer el milagro, en cierto modo catégorial, de la auto-comunica
ción histórica de Dios. Si ésta fuera equiparada, aunque sólo en su
carácter formal de gracia como tal, al «carácter de gracia» de la creación
—o también del regalo a un pecador en tanto pecador—, dicha auto-
comunicación ya no sería aquel milagro de la merced insondable tal y
como es considerada en la Escritura. Sin que nos detengamos aquí a
mostrarlo con más detalle.
Esto tiene que tenerse en cuenta para enjuiciar exactamente e inter
pretar el theologumenon de Küng expuesto, esperamos que
acertadamente. Por eso no tiene que ser necesariamente falso. Se puede
decir, sin más, aun suponiendo lo que hemos dicho: también la creación
de la «naturaleza» acaece en Cristo. No hay ninguna dificultad en pensar
que la primera voluntad de Dios, eterna, originalísima y abarcadora es su
propia autoexpresión en la que el Logos de Dios llega a ser ex-sistiendo
en el vacío de lo extradivino y que en esa voluntad Dios quiere la huma
nidad de Cristo y con ella, como su mundo-entorno, la creación. No hay
ninguna dificultad fundamental en concebir que la creación de hecho
—en tanto creación de lo «natural»— acaece como el supuesto que Dios
crea para y porque él, el eterno, quiere tener una historia del amor que se
entrega a sí mismo (de una alianza) y porque, por ello, en este decreto
eterno quiere la creación natural tal y como es de hecho y de ningún
modo y en ningún caso la arrojará de esta voluntad de alianza divina, ya
que ella misma existe en virtud de esa voluntad del Dios que la sustenta
como el supuesto de esta alianza irrevocable.
Tampoco hay ninguna dificultad en decir: como el pecado, por lo
que depende de él y de su des-orden (y ser-negativo), cancela y destruye
la alianza con Dios, conduce, en cuanto él puede, a la aniquilación abso
luta de la creación y del hombre. Pues el pecado se opone a lo que
sustenta incluso la creación natural en el orden de hecho. Y esta afirma
ción no tiene por qué ser gravada con la cuestión de si la inmortalidad
del alma humana es algo «natural», es decir, que resulta de su esencia
(sin un nuevo declive de gracia), o no. Pues el desorden del pecado
puede -p ara el teólogo católico no es éste un pensamiento que no
pueda ratificar— en su ser-negativo radical y en su misterioso sin-senti-
do, dirigirse negadoramente contra algo natural, precipitar
destructivamente algo en su desorden y negación definitiva, consistente
CONTROVERSIA SOlîRE LA JUSTIFICACIÓN 253
Küng (147) habla también, es verdad, de una «doble gratuidad» (creación y creación en Cristo).
Pero me parece que no queda muy claro que la primera gratuidad no es sólo la de un orden posi
ble, sino que ambas gratuidades se encuentran, en su diversidad, en el ámbito del mundo real.
Aunque la segunda abarca y sustenta la primera, pero sin suprimirla, por ello, en su diversidad
de la gratuidad de lo específicamente sobrenatural. En las páginas 178 y 179 se toca todavía este
tema al llamar a esta gracia de Cristo, dada con la creación conservada, «gracia en el sentido más
amplio», «gracia en sentido todo abarcador, no en el sentido de la gracia santificante». Pero no
sólo apenas se roza, sino que con la contraposición de gracia «santificante» - en vez de gracia
sobrenatural de la salvación no se formula muy felizmente.
254 DOCTRINA DK I.A GRACIA
ls Esto vale aún más para el uso de «natural» y «sobrenatural». El mero ser-hombre tiene en el
orden concreto una ordenación inseparable a la gracia rigurosamente sobrenatural tic Dios (un
existencial sobrenatural); pero designarlo en sí mismo, por ello, también como «sobrenatural» y
no como «natural» podría conducir a una confusión incurable e impedir el conocimiento de la
distinción objetiva entre naturaleza y gracia. En este sentido me parece que esto no es sólo una
«cuestión terminológica y por ello secundaria», como dice Küng (148).
256 DOCTRINA DE LA GRACIA
11 Cí. sobre esto, por ejemplo, las alusiones en mi artículo «Anthropologie» (dogmáticamente) en
el LTliKJ 1,618-627.
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTI KIC ACIÓN 257
Es verdad que ha habido también cierta evolución: una tradición por lo menos tan antigua que
ahora va cediendo -- en la Haurietis aquas, por ejemplo, ya no se cita—, concibe el corazón tam
bién como «sede» y «órgano» del amor o de la vida anímica en general. Y así, el traductor de
Orígenes, Jerónimo, habla, por ejemplo, de lo principale (ú> qyrpoviKÓv) cordis Jesu, porque,
según la doctrina estoica, que Orígenes comparte, lo iiycpoviKov tiene su sede en el corazón. Cf.
K. Rahner: RAM 14 (1934) 171-174. Sobre yupSíu como sede de energía vital física y de la vida
anímica en general en el Antiguo Testamento, en los griegos y en el Nuevo Testamento cf. Kittel,
T hW N T III 609-616 y Etudes Carmélitaines, Le Coeur (Paris 1950). Aunque habría que ver,
desde luego, hasta qué punto tal manera de hablar del corazón como sede y órgano de la vida aní
mica interior está tomada ella misma en sentido «alegórico» —aunque provocada por sentimientos
orgánicos en el corazón a consecuencia de vivencias afectivas fuertes - y en ese sentido, por tanto,
se refiere en definitiva a lo mismo que nosotros expresamos al hablar del corazón como «símbolo».
Así —prescindiendo de la Edad Media—, por ejemplo, ya en la devoción al Corazón de Jesús:
en G. I. Languet (Hamon IV 83); en J. Croiset, edición de 1895, Montreuil-sur-Mer, p.5: «... il
a donc fallu trouver un symbole; et quel symbole plus propre et plus naturel de l’amour que le
coeur?». Pero antes se dice (p. 4) también que el corazón es «en quelque manière et la source et
le siège de l’amour»; la misma concepción de 1. Galliffet y P. Froment (Hamon III 389; IV 44) y
aproximadamente en el mismo tiempo, ocasión de la negativa de Benedicto XIV (De servatimi
Dei beatificatone IV § 2 c.31 y 25); en Pío VI (Epist. Ad Scip. Ricci Episc. del 29-6-1781); en
León XIII (encíclica Annum Sacrum del 25-5-1899: «inest Sacro Cordi symbolum atque expressa
imago infinitae f esu Christi caritatis»: AAS 31 [1898-99] 649); Pío XII (Haurietis aquas: AAS
48 [1956] 316, 317, 320, 327, 344: «.naturalis index seu symbolas caritatis; signum et index
divini amoris; naturalis symbolas» son los conceptos que aquí aparecen); en teólogos como
Franzelin [‘Tractatus de Verbo incarnato (Roma ' 1902) 469-473], Lercher [Institutiones
Theologiae dogmaticae III (Innsbruck 1 1942) 247-255] y en las demás obras clásicas sobre la
devoción al Corazón de Jesús que aquí no es necesario citar. Sobre tal uso de la palabra «sím
bolo» en esta doctrina hay que advertir: a) el sentido general de la palabra «símbolo» en este
contexto apenas se explica. Cuando la Haurietis aquas, por ejemplo, habla de un «naturalis
symbolas» no habrá que entender por tal más (pie un símbolo que se impone al hombre espon-
262 DOCTRINA DK KOS SACRAMENTOS
ta que haya que dar a la cuestión del objeto propio de esta devoción y a
cómo se relaciona el corazón de carne del Señor —en tanto objeto de la
devoción y en tanto símbolo de su objeto— con el amor de Cristo, que
ciertamente pertenece a dicho objeto devocional, la palabra «símbolo»
no puede evitarse en la teología de dicho culto. Tal palabra remite a un
estado de cosas sin el cual el sentido y la esencia de la devoción al
Corazón de Jesús no pueden ser entendidos. Pero esto impone pregun
tarse con más rigor qué sea un símbolo en general.
Y es que, a pesar de lo que se opina vulgarmente, la palabra «sím
bolo» no tiene en general un sentido inequívocamente claro siempre y
para todos los que la emplean. Y por eso no es verdad que el sujeto del
enunciado: «el Corazón de Jesús es el símbolo del amor de Cristo», no
ofrezca dificultades de sentida general o al menos a partir de la pala
bra «símbolo». La cuestión sobre el sentido general de la palabra
«símbolo» en sí mostrará justamente que tal concepto es mucho más
oscuro, difícil y dotado de múltiples significados de lo que de ordina
rio se piensa. Y por eso, misión de estas precisiones será justamente
destruir esa falsa obviedad. Y así podrá aparecer nuevamente con más
claridad a qué se refiere propiamente o a qué puede referirse la expre
sión «símbolo» en la teología de la devoción al Corazón de Jesús. Una
investigación de este tipo, al menos en relación con la devoción al
Corazón de Jesús, falta totalmente. Por eso el lector justo en su juicio
no deberá admirarse de que tal ensayo implique necesariamente
muchos elementos problemáticos y no resueltos.
táneamente y como de por sí. Es decir, de tal palabra rio se podrá seguir una determinación con
ceptual más precisa en el sentido positivo en que aquí la expondremos. Aunque, naturalmente,
ambas determinaciones conceptuales no se contradicen, sino que se comportan recíprocamen
te como cualquier otro concepto usual del lenguaje corriente respecto al ensayo de su
interpretación metafísica, b) del mismo modo, respecto a la manera como el Corazón es símbo
lo del amor de Cristo y cómo se comportan recíprocamente ambas realidades a propósito del
objeto de la devoción al Corazón de Jesús, no están los teólogos de acuerdo. Tampoco vamos a
detenernos en ese punto. Al final de nuestras precisiones nos referiremos a la teoría de Solano y
otros que pretenden separar, de hecho, en la medida de lo posible, el concepto de «símbolo» de
la teología de la devoción al Corazón de Jesús.
PARA UNA TEOLOGÍA DKL SÍMBOLO 263
1. P a r a u n a o n t o l o g ì a d e la r e a l id a d s im b ò l ic a e n g e n e r a l ‘
No puede ser nuestra intención ofrecer aquí una bibliografía exhaustiva, ni siquiera aproxima
damente, de la filosofía y, en parte también, de la teología del símbolo. Enumeremos sólo, y muy
arbitrariamente, unas cuantas obras para que el lector no iniciado se haga una idea de lo abun
dante que es la preocupación filosófica en torno al concepto de símbolo. J. Volkelt, Der
Symbolbegriff der neuesten Ästhetik (Jena 187b); Fr. Th. Vischert, Altes und Neues (Stuttgart
1889). (El artículo «Das Symbol» de esta obra ha sido incluido en Deutscher Geist, ein Lesebuch
aus zwei Jahrhunderten (Berlin 1940) II 726ss). R. Hamann, Das Symbol (tesis doctoral)
(Berlin 1902); M. Schlesinger, Grundlagen und Geschichte des Symbols (Berlin 1912); R.
Gätschenherger, Symbola. Anfangsgründe einer Erkenntnistheorie (Karlsruhe 1920); F. Eimer,
Das Wort und die geistigen Realitäten (Regensburg 1921); R. Otto, Das Heilige (Breslau *' 1921);
F. Cassirer, Philosophie der symbolischen Formen, 3 tomos (Berlin 1923-31- Freiburg de Br. ■
1954); H. Schreiner, Geist und Gestalt (Schwerin 1926); Romano Guardini, Von heiligen
Zeichen (Mainz 1927); O. Casel. «Kath. Kultprobleme»: JLW 7 (1927) 105-124; Das christliche
Kultmysterium (Regensburg' 1935) (hay traducción española). Blätter fü r die Philosophie 1
(1928): el cuaderno 4° dedicado plenamente al estudio del símbolo; E. Unger, Firklichkeit,
Mythos, Erkenntnis (München-Berlin 1930); «Das religiöse Symbol»: P. Tillich, Religiöse
Verwirklichung. Aufsätze (Berlin - 1930) 88s; R. Winkler, «Die Frage nach dem symbolischen
Charakter der religiösen Erkenntnis»: CHuW (1929) 252ss; W. Müri, Symbolon. Wort-und
sachgesch ich ¿fliehe Studie (Berna 1931); F. Weinhandl, Über das aufschliessende Symbol (Berlin
1931); comentario sobre la obra anterior: M. Radacovie, «Zur Wiedergeburt des symbolischen
Denkens»: «Hochland» 29 (1931-32) 495-505; K. Plachte, Symbol und Idol. Über die Bedeutung
der symbolischen Formen im Sinnvollzug der religiösen Erfahrung (Berlin 1931); C. C. Jung,
Über die Archetypen des kollektiven Unterbewusstseins (Zürich 1935); Psychologische Typen
(Zürich 1921' 1930); R. Scherer, «Das Symbolische. Eine philophische Analyse»: PhJ 48
(1935) 210-257; K. Böhler, Amdruckstheorie (Jena 1936); H. Noack, Symbol und Existenz
264 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS
Al hacer tal afirmación volvemos a escoger un método que nos lleve al fm perseguido lo más
rápidamente posible y sencillamente, aunque simplifique el problema, porque suponemos onto
logica y teológicamente puntos de partida que en una ontologia del símbolo trabajada
verdaderamente a fondo tendrían que ser probados, no supuestos. Pero para el lector al que aquí
nos dirigimos en primer término estos supuestos pueden hacerse sm ningún reparo.
Decimos, de forma totalmente vaga, «uno», aunque naturalmente esta «unidad» de un momen
to en un ser sólo puede ser, a su vez, determinada analógicamente y en comparación con aquella
unidad y totalidad que le corresponde al ente totalmente uno y, sin embargo, plural en sí.
No queremos anticipar aquí la cuestión de si un momento en relación con otro dentro del ente
uno y plural tiene que tener formalmente, de modo necesario, una íunción de expresión —por
ejemplo, formulado trinitariamente: si tiene que proceder de otro momento «/’// similitudinem
naturae»— o si sólo es «expresión» de hecho y ofrece una «semejanza».También en esta segun
da suposición se mantendría lo que en primer lugar interesa: lo semejante es constituido
originalmente como intrínseca auto-realización y, en tanto diverso, es un momento interno de la
unidad permanente misma.
PARA UNA TIPOLOGÍA OKU SÍMItOLO 267
Si pensamos además que —de acuerdo con una teología7de los «ves
tigios» e «imágenes» de la pluralidad intratrinitaria se puede pensar
absolutamente que el pluralismo en lo finito creado no es sólo conse
cuencia y síntoma de la finitud —en tanto calificación meramente
negativa—, sino también consecuencia de la pluralidad divina, aunque
no cognoscible naturalmente como tal, que no dice imperfección y debi
lidad óntica, sino la plenitud más alta de la unidad y fuerza concentrada
de un ente, podemos formular entonces, sin reparos aunque con cautela,
el enunciado siguiente como enunciado general sin límites: el ente es en
sí plural. No necesitamos —teniendo en cuenta los supuestos hechos—,
en modo alguno, concebirlo sólo como un enunciado de la ontologia de
lo finito como tal. Podemos verlo, incluso cuando se pone a sí mismo de
manifiesto en una pluralidad finita, como un enunciado que entiende a
ésta como una referencia —bien que sólo desvelada en la revelación— a
una pluralidad que es más que una identidad y simplicidad indiferencia-
bles tal y como nosotros las concebiríamos a partir de nosotros mismos,
si nuestros ideales ontológicos, incluso los más sublimes, no tuvieran
que ajustarse a la auto-revelación del Dios que está infinitamente por
encima de esos ideales nuestros, el cual mediante esa superación de
nuestros ideales metafísicos, alcanzables sólo de manera asintotica, de
pronto y sorprendentemente —es decir, maravillosa y misteriosamente—,
se nos acerca, entonces, a nosotros y a nuestra finitud. Sigue siendo ver
dad, por tanto, que un ente en sí —independientemente de toda
comparación con lo absolutamente otro— es en su unidad plural.
Pero estos momentos plurales en la unidad de un ente, que a causa
de tal unidad tienen que poseer una íntima coincidencia entre sí —aun
que tal pluralidad de los momentos del ente tiene que estar constituida
precisamente por la diversidad de esos momentos entre sí—, no pueden
poseer tal coincidencia como momentos dispuestos en cierto modo sen
cillamente uno al lado del otro y dotados del mismo grado de
originalidad. Pues esto llevaría a una negación de la unidad de tal ente.
La unidad sería un acoplamiento ulterior de lo separado que descansaría
Para citar un ensayo moderno en este sentido proveniente de la filosofía actual que, a pesar de
los reparos que pueden hacérsele en puntos concretos, aborda un tema abandonado hoy más de
lo debido, hagamos mención de (i. Kaliba, Die Welt als Gleichnis des dreieinigen Gottes.
Entwurf zu einer trinila rischen Ontologie (Salzburg 1952).
268 DOC TRINA DE LOS SACRAMENTOS
s Este «tender a la perfección» puede y tiene que ser entendido en muchos casos -p o r ejemplo,
en la Trinidad—, naturalmente, como un «ser a causa de su plenitud perfecta». Lo común en
ambos casos es que lo otro constituido en una auto-realización..actus, resultatio, processio-
pertenece necesariamente a la perfección del que lo constituye.
PARA UNA TEOLOGÍA DEL SÍMBOLO 269
Como esto tiene vigencia para todo ente en cuanto tal, podemos
decir: cada ente forma —naturalmente, cada uno a su modo, es decir, más
perfecta o más imperfectamente, según el grado de su nivel de ser—
«para» su propia perfección lo distinto de él y, sin embargo, uno con él.
(Teniendo en cuenta que unidad y diversidad son realidades correlativas
que crecen en la misma medida, no que se rebajan recíprocamente hasta
excluirse de manera contradictoria). Y tal realidad distinta y, sin embar
go, originalmente una es, en tanto proveniente, una realidad
«coincidente» y, en tanto provenientemente coincidente, expresión.
Tenemos que explicar más en detalle que lo provenientemente coin
cidente y así uno con el origen y, sin embargo, diverso de él tiene que ser
concebido como «expresión» del origen y de la unidad más original. La
coincidencia de lo constituido dentro de la unidad como distinto de su
origen —a causa de su proveniencia— es ya, en cierto sentido, la consti
tución de lo proveniente como una expresión. Pues hay una coincidencia
que se explica desde la proveniencia. Podemos prescindir, por tanto, de
la cuestión de si tal proveniencia tiene que ser pensada siempre formal
mente como constitución de la coincidencia como tal —y así
formalmente— siempre como expresión. Podemos remitir tranquilamen
te a una ontologia especial —de carácter regional— la cuestión de si,
cuándo y por qué, en determinados casos esto tiene que ser pensado así.
Más adelante, al considerar el asunto teológicamente —en la segunda
parte— volveremos a tropezamos con casos de esa especie. Pero ya ahora
podemos decir, prescindiendo de esta cuestión que a todo ente como tal
le pertenece una pluralidad como elemento intrínseco de su unidad plena
de significado; dicha pluralidad se constituye, por provenir de una unidad
original, en tanto perfección suya —o: a causa de su plenitud perfecta—,
de tal forma que lo constituido en tanto distinto posee una coincidencia y
con ello —al menos en un sentido especificativo, aunque no siempre redu
plicativo— carácter de expresión o «símbolo» de su origen.
Y así hemos alcanzado ya en conjunto nuestro primer enunciado: el
ente es en sí mismo simbólico porque necesariamente se «expresa» a sí
mismo. Este enunciado tiene que ser explicado ahora todavía un poco
más a partir de lo que acabamos de decir y ser mostrado en su aplicación
a realidades y estados de cosas conocidos.
El ente se expresa porque tiene que realizarse mediante una plurali
dad en la unidad; teniendo en cuenta que tal pluralidad es con frecuencia
y en muchos aspectos indicio de la finitud y debilidad ónticas, pero que
270 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS
" Para lo tjue sigue oí. K. Rahner, Geist in Welt (München* 1957).
PARA UNA TEOUOCÍA DEL SÍMBOLO 273
El teólogo está familiarizado con esta palabra sobre todo en el tratado sobre la Eucaristía. Allí
ese uso de la palabra ha pasado también a la terminología eclesiástieo-jerártjuica. (Dz f)26-()98,
87b, 884 etc.)
PARA UNA TEOLOGÍA DEL SÍMBOLO 275
En ella se defendió unánimemente la concepción contraria. Cf. por ejemplo M. Schmaus, Die
psychologische 'Iriniätslehre des kl. Augustin (Münster 1927).
278 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS
11 Un ejemplo tomado de la esfera humana: cuando dos novios pronuncian ante la autoridad legí
tima —eclesiástica o estatal— el «sí» que consuma su enlace, esa palabra externa pronunciada
libremente y que tiene que ser manifestada en una cierta formalidad es el símbolo real, no un
signo ulterior y externo que se refiera sólo desde fuera a la realidad en cuestión: la íntima volun
tad de matrimonio. Pues bajo tal manifestación se consuma de tal fórma esa voluntad
matrimonial, que no causa el efecto que pretende —el vínculo matrimonial permanente— sin
dicha manifestación. La manifestación y lo manifestado se comportan aquí verdaderamente
como cuerpo y alma, forman una unidad intrínseca en la que ambas partes —aunque cada una a
su manera propia— dependen recíprocamente la una de la otra. Y, sin embargo, este símbolo
bajo el cual lo simbolizado se consuma y se hace presente es una realidad libre y dispuesta jurí
dicamente. Por lo tanto el mero hecho de que un signo sea «arbitrario» no decide que tal signo
sea símbolo real o sólo símbolo vicario extrínseco. Tal arbitrariedad puede estar exigida, sin
detrimento de la simbólica real, precisamente a partir de la esencia de la realidad simbolizada.
11 Cf. O. Semmelroth, Die Kirche ais Ursakranient (Frankfurt 1953). «Proto»-sacramento es la
Iglesia, naturalmente, en relación no con Cristo, sino con cada uno de los sacramentos. Cf. K.
Rahner, Kirche Und Sakramente (Quaestiones disputatae 10) (Freiburg de Br. I960).
PARA UNA TEOLOGÍA DLL SÍMBOLO 283
Cf., por ejemplo, GIC: Decret. Gratiani III de consecratione II c. Sacrificium ‘32 (ed. Friedberg
I 1324). '
Cf*. especialmente: H. Sehillebeeckx, De sacramentale Heilseconoime (Antwerpen 1952);
«Sakramente als Organe der Gottbegegnung»: Fragen der Theologie heute (Einsiedeln 1957)
379-401. L Monden, «Symbooloorzakelijkheid als eigen Causaliteit van bet Sacrament»:
«Bijdragen» 13 (1952) 277-285.
Cuando —por razones en sí legítimas— se rechaza una «causalidad física» de tipo instrumental
se cae facilmente en un atolladero. Y es que en la idea usual ile la relación entre signo y gracia,
el signo se convierte casi inevitablemente en un «.titulus iuris» a la gracia ante Dios y así en una
especie de «causalidad» del obrar sacramental en dirección a Dios.
284 DOCTRINA I)K KOS SACRAMENTOS
Para la bibliografía de la diferencia a la que en las precisiones siguientes no hace más que alu
dirse, cf. A. Grillmeier, Der Logos am Kreuz (München 1956) y la bibliografía de LTliK II '
458-60; 461-67 y la nota ‘3 tie este capítulo.
PARA UNA TEOLOGIA DEI. SIMBOLO 285
'' Cf. K. Rainier, «Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra relación con Dios»:
Escritos de Teología III (Ediciones Cristiandad, Madrid 2002); J. Aliaro, «Cristo glorioso reve
lador del Padre»; Gr 39 (1058) 222-270.
11 Este enunciado no puede ser demostrado atjuí, naturalmente. Acéptelo el lector, al menos, como
un theologumenon posible.
PARA UNA TIPOLOGÌA DKL SÍMBOLO 287
No necesitamos demostrar aquí en detalle que todos los misterios de salvación estrictamente
tales, y así la salvación misma, consisten siempre en una auto-comunicación de Dios en una
especie de causalidad cuasi-formal —a diferencia de la causación eficiente de una realidad diver
sa de Dios ex nihilo sui et subiec.fi ■ : en la unión hipostática, en la gracia increada —en la que la
gracia santificante también incluye en su concepto una gracia «creada»—: cf. K. Rahner, «Sobre
el concepto escolástico de la gracia increada»: Escritos de Teología 1 (Ediciones Cristiandad,
Madrid 2000) ‘321-347, en la causalidad cuasi-formal que la esencia divina ejerce respecto al
espíritu del hombre —en tanto quasi-species impressa- en la visio beata.
11 También la aprehensión por parte del espíritu libre del hombre es un acto humano-/#/«?/, es
decir, también corpóreo y que por ello se realiza siempre en el símbolo. Tal acto es por esto tam
bién histórico social y, por lo misino, también «eclesiástico».
Algunas referencias bibliográficas recientes sobre este tema: L. Klages, Grundlegung der
Wissenschaft vom Ausdruck (Leipzig ' 1936); Ph. Lersch, Gesicht und Seele (München 1932); A.
Gehlen, Der Mensch. Seine N atur und seine Stellung in der Welt (Bonn 1 1950); H. Plessner,
Lachen und Weinen. Eine Untersuchung nach den Grenzen menschlichen Verhaltens (Sammlung
Dalp 54) (B erir 1950); A. Wenzl, Das Leib-Seele-Problevi im Lichte der neueren Theorien der
physischen und seelischen Wirklichkeit (München 1933); M. Picard, Das Menschengesicht
(München 11929); Grenzen der menschlichen Physiognomie (Zürich-Leipzig 1937); V. Poucel,
Mystique de la terre, vol. 1. Plaidoyer pour le corps (Le Puy 1937); J. Bernhart/J. Schrôteler/H.
Muckermann/J. Ternus, Vom Wert des Leibes in Antike, Christentum, und Anthropologie
(Salzburg 1936); K. Rahner, Hörer des Wortes (München 1941) 175-189; Geist in Welt
(München" 1957); Escritos de 'Teología II (Madrid 2002); III (Madrid 2002); B. Welte, «Die
288 DOCTRINA DK LOS SACRAMKNTOS
Leiblichkeit des Menschen als Hinweis auf das christliche Heil»: Benroner Hochschulwoche
1948 (Freiburg de Br. 1949) 77-109; M. Reding, «Person, Individuum und Leiblichkeit»: T Q
129 (1949) 195-205; W. Brugger, «Die Verlciblichung des Wollens»: Schol 25 (1950) 248-253;
G. Trapp, «Humanae animae competit uniri corpori (S.Th. I q. 51 a. Ic.). Überlegungen zu einer
Philosophie des menschlichen Ausdrucks»: Schol 27 (1952) 382-399; L. Binswanger,
Grundformen und Erkennt tris des menschlichen Daseins (Zürich* 1952); G. Siewerth, Der
Mensch und sein Leib (Einsiedeln 1953); W. Stählin, Vom Sinn des Leibes (Stuttgart ' 1953);
«Anima» 9 (1954) 97-142; Sonderheft über Leib; C. Tresinontant, Biblisches: Denken und
hellenische Oberlieferung (Düsseldorf 1956) 62-77; J. B. Metz, «Zur Metaphysik der menschli
chen Leiblichkeit»: «Arzt und Christ» 4 (1958) 78-84.
HARA UNA TEOLOGÍA DEL SÍMBOLO 289
Por eso hemos procurado acercamos a la realidad total que aquí nos ocupa mediante un análisis
de la esencia de las «protopalabras»: Gf. K. Rahner, Escritos de ‘teología III (Ediciones Cristiandad,
Madrid 2002) 308-328, 331-302; Sendung und Gnade (Innsbruck 1959, 3901) 541-552
292 DOCTRINA DU LOS SACRAMENTOS
Cf. Paires S. J. ... in Hispania Professores, Sarrae 'Theologiae Smnrna III (Madrid 1 1956) '224s.
(n.542s);237(n.566).
PARA UNA TF.OLOGÍA DKI, SÍMHOl.O 293
Pero con ello surge una dificultad contra esta concepción: también la
reciente declaración del magisterio eclesiástico habla todavía abiertamente
del Corazón como «símbolo» (en la encíclica Haurietis aquas). Y así Solano
se ve obligado a decir: «Encydica “Haurietis aquas” terminologiam
“Simboli”quidem, conservat, nec tamen putamus hoc magisterii documentum
subtiliorem hanc quaestionem voluisse tangere, quae et solum modum
concipiendi spectat et a recentissimis auctoribus diversimode iudicatur».
Desde el punto de vista de los principios formales de la interpreta
ción de un documento del magisterio no se podrán oponer grandes
objeciones contra la concepción de Solano y contra esta solución de la
dificultad —apoyada en razones de peso, en textos del culto eclesiástico
al Corazón y en autores recientes—. Sin embargo, es un asunto delicado
que a causa de esta teoría, buena al menos en apariencia, se crea necesa
rio tener que entrar en una cierta contradicción terminológica con la
manera de hablar de la encíclica más reciente.
Pero en realidad tal apariencia se debe únicamente a que Lercher,
Solano, etc., sólo conocen un concepto de símbolo en el que el símbo
lo y lo simbolizado están recíprocamente ordenados sólo
extrínsecamente. Ahora bien, supuesto el concepto de símbolo que
aquí hemos expuesto y aplicado al Corazón (corporal) de Cristo, se
sigue sin más que puede secundarse la teoría de Lercher, Solano, etc.,
y hablar, sin dificultad de ninguna especie, con la encíclica, del
Corazón como «símbolo». Y es que símbolo, en una verdadera teología
del símbolo, desde las últimas posiciones fundamentales del cristianis
mo, no significa algo que, separado de lo simbolizado —o en tanto
distinto unido, real o conceptualmente, de forma meramente aditiva
con lo simbolizado— lo señale y esté así vacío de ello. Símbolo es, por
el contrario, la realidad que como elemento intrínseco de sí misma,
constituida por lo simbolizado, lo revela, lo manifiesta y, en tanto exis
tencia concreta de lo simbolizado mismo, está llena de ello.
Supuesto este concepto de símbolo, el Corazón significa exactamen
te lo que los autores citados entienden por este concepto amplio, pero
auténtico —centro íntimo de la persona que se realiza en la corporeidad
y en ella se expresa—; y, sin embargo, se puede designar al corazón cor
poral —por ser un elemento intrínseco de ese todo— como símbolo del
todo y conservar así la terminología de la encíclica. Tal terminología,
entendida en un sentido, que la encíclica no impone, pero autoriza, es
totalmente adecuada a la realidad de que se trata.
294 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS
PALABRA Y EUCARISTÌA
1. P a l a b r a y sa c r a m en to en g en er a l
mi opinion, se puede decir que la teología bíblica actual enseña esta tesis
explícitamente, aunque también parece que no pregunta mucho cómo
puede coordinarse tal tesis con la doctrina oficial de la Iglesia sobre los
sacramentos. La palabra de Dios —también en boca de la Iglesia en su
predicación— no es en primer y último término Didaché, sino procla
mación en la que lo proclamado mismo adviene, es el Dabar creador y
poderoso de Dios en los hombres, la forma en la que la realidad predi
cada se des-vela y por ello y así resulta presente para nosotros, en la que
sale de su ocultamiento en Dios y así, antes que de ningún otro modo,
está donde nosotros estamos. Creo que se puede renunciar a documen
tar con pruebas concretas que esta concepción es hoy la de la teología
bíblica católica, para no hablar de la protestante. Remitamos a trabajos
como los de Schelkle y Schlier, por ejemplo.
Pero aun cuando a un dogmático no le parezcan completamente con
vincentes los resultados teológicos-bíblicos de los exegetas, puede llegar
a una intelección de esta tesis de la efectividad exhibitiva de la palabra de
Dios desde sus propios datos tal y como pueden percibirse incluso en la
teología escolar. Al menos partiendo del oír de la palabra de Dios en la
fe, todo dogmático conoce, en realidad, perfectamente, el estado de cosas
a que nos referimos, aunque con otra terminología. Todos decimos que
el mensaje de la fe, la predicación, por tanto, de la palabra de Dios está
orientada al oír en la fe y que sólo ahí logra su sentido pleno. Pero este
oír creyente acaece en la connaturalidad con la palabra de Dios sólo por
la gracia. Esta gracia del oír creyente-amoroso, del oír que acaece en res
puesta plenamente humana, no es una ayuda cualquiera para un acto en
definitiva puramente humano, sino la recepción de la auto-comunica
ción justificante de Dios, y acaece en la fuerza de lo, que aquí se da
como realidad al ser anunciado y recibido.
Por lo tanto, al menos el mensaje oído en la fe es para todo, dogmá
tico no sólo el oír de un enunciado sobre algo, sino la recepción de la
realidad misma sobre la que un enunciado es oído y que causa que su
comunicación sea oída y creída amorosamente. La predicación del men
saje de la fe que acaece por encargo y misión de Dios se dirige al hombre
exigiéndole y obligándole, le exige en nombre de Dios la fe que él sólo
puede llevar a cabo por la gracia divina. Por eso el mensaje es en sí la pro
mesa inequívoca de Dios de que él quiere dar y ofrece infaliblemente la
posibilidad de creer y la realidad de lo creído. Pues si es verdad que Dios
no rehúsa en ningún caso la gracia para el acto salvifico cuando exige del
PALABRA Y KUCAR1STÍA 305
esa palabra eficaz tenga que ser dicha en una forma que incluya el ele
mento, el gesto ritual, proviene de la disposición positiva de quien
constituye la palabra eficaz.
Se pueden buscar también, naturalmente, las razones internas por
las cuales en estos casos, según voluntad de Cristo, la palabra en su
carácter de signo deba poseer esa figura todavía más corporal; y es posi
ble que estas razones internas sean muy importantes y muy indicadas,
que, en último término, procedan de la estructura encarnatoria de la sal
vación cristiana. Pero todo esto no modifica para nada el hecho de que
un sacramento es, en el fondo, permanentemente una palabra eficaz.
Pues signo y palabra, considerados metafísica y teológicamente, son de
la misma esencia; sobre todo teniendo en cuenta que en todos los sacra
mentos se trata de signos que, en tanto sacramentales, se basan siempre
en una fundación positiva de Cristo y, en ese sentido, no son simple
mente la manifestación de la realidad manifestada desde ella misma. Es
decir, son signos constituidos libre y creadoramente en el sentido en que
las «palabras» lo son. Pues las palabras no son sólo signos de la realidad,
sino simultáneamente y siempre signos de la autoapertura libre y perso
nal de una persona, a diferencia de las cosas que siempre están
necesariamente manifiestas y que no pueden cerrarse. Expresado de otra
forma: en tanto la gracia es la auto-comunicación libre y personal de Dios,
su manifestación es siempre libre y personal, y, por ello, esencialmente
palabra. De ahí que todo signo de la gracia, cualquiera que sea su cofor-
mación, tenga que participar del carácter verbal.
En la relación entre materia y forma en los sacramentos no puede
perderse de vista lo siguiente: el elemento material en el sacramento
—agua, ablución, etc.— no es ni puede ser lo decisivo. El fundamento
último, puede verse claramente. Podría formularse así en forma de tesis:
una realidad objetiva puramente natural, creada por causalidad eficiente
ad extra no puede poseer nunca tal «función de signo» para realidades
sobrenaturales en sentido riguroso —que, en definitiva, consisten en la
auto-comunicación personal, indebida y radical de Dios en su propia
soberanía trinitaria—, de forma que la realidad sobrenatural pudiera ser
alcanzada sólo por y desde la realidad natural. Siempre que una realidad
intramundana debe ser signo, referencia y presencia histórica de una rea
lidad rigurosamente sobrenatural, sólo podrá acaecer siendo la apertura
y referencia espiritualmente trascendental («subjetiva») del hombre a
Dios un momento intrínseco constitutivo de dicho signo. Pero esto equi-
PALABRA Y EUCARISTÍA 311
En verdad que habrá que decir que, aun a partir del Concilio solo, e
independientemente de la cuestión de una eficacia con carácter de acon
tecimiento salvifico de la palabra de Dios, en generai, hay que valorar cum
grano salís esa exclusividad sacramental del Concilio. Pues también éste
conoce explícitamente, por ejemplo, un crecimiento en la gracia por los méri
tos fuera de los sacramentos y un crecimiento de la gracia de hijustificación.
El Concilio conoce explícitamente acaeceres de gracia previos a la justifi
cación sacramental. Y cuando dice que el sacramento puede ser
reemplazado en determinadas circunstancias por su votum no quiere,
entonces, ciertamente —como sucede en Tomás— hablar de una efectivi
dad previa del sacramento como tal, sino que adscribe a la fe subjetiva y
al amor del hombre este efecto justificante para el cual el votum es sólo
una condición por inclusión, como todos los teólogos después del tri-
dentino dicen sin ningún reparo —y casi con excesiva despreocupación,
siguiendo a Escoto—, sin entrar por ello en conflicto con el Concilio.
Ahora bien, para esta justificación «extrasacramental» —aun con un
votum sacramenti— la fe es raíz y fundamento —según el mismo
Concilio—, y ésta viene de oír la palabra de Dios. Por eso en el Concilio
y su doctrina se halla, por lo menos, el punto de partida para dicha teo
logía de la palabra de Dios que es ella misma acontecimiento salvifico de
gracia y no sólo enseñanza docente sobre tal posibilidad de esa acción de
gracia de Dios cabe el hombre. Pero con todo sigue planteada la cues
tión, y precisamente a partir del Concilio de Trento, de cómo puede
coordinarse una teología de la palabra de por sí eficaz con la doctrina de
los sacramentos en tanto signos y palabras de salvación.
Los intentos de solución aportados por la teología más reciente, a los
que aquí sólo podemos aludir, no deben ser llamados falsos en lo que
positivamente dicen. Pero me parece que no ven la cuestión de manera
totalmente adecuada.
Cuando Wilms, por ejemplo, distingue entre palabra y sacramento
como entre verdad infalible y obra de la gracia, abandona con ello de nuevo
el concepto bíblico de palabra eficaz. Otros distinguen diciendo que la pala
bra fuera del sacramento obra ex opere operantis y la palabra en el sacramento
ex opere operato. Otros diciendo que aquella palabra causa sólo la gracia
actual y ésta la gracia justificante habitual, o que la primera despierta la dis
posición y la segunda da la gracia misma al dispuesto, la primera anuncia la
venida, la segunda da efectivamente la gracia. Tales distinciones se encuen
tran, por ejemplo, ya en Kuhn y hoy en Viktor Wamach, Hänsli, Betz y otros.
PALABRA Y KUCARISTÍA 313
Con todo y con eso podemos decir que si logramos, desde este
punto de partida radical —el concepto de la palabra eficaz de Dios en la
Iglesia, que en su eficacia es intrínsecamente variable—, conseguir una
descripción, paráfrasis o definición del concepto de «opus operatum,» y
ensamblar tal, «definición», en lugar de la mera palabra opus operatum,
en la definición de sacramento que andamos buscando, tendremos,
entonces, ciertamente lo que buscamos. Y esta definición es, en tal caso,
tradicional porque no hace más que expresar más exactamente lo que
dice la definición consagrada, esclareciendo los conceptos de signo y
opus operatum. Y tal definición tiene que aparecer, entonces, como la
que distingue la palabra sacramental de otras formas de la palabra eficaz
al describir la forma especial de dicha eficacia, que sólo le corresponde a
la palabra sacramental, justamente de manera que coincidan tal descrip
ción y la del opus operatum. Pero esto es exactamente lo mismo que
intenta la tesis enunciada. Veámoslo concretamente.
En la tesis nuestra, que presentamos para su discusión, hemos cita
do dos notas distintivas en las que, conjuntamente, consiste, según
nuestro parecer, justamente el contenido real del concepto de opus
operatum en su unidad: la palabra como la más plena actualización de la
Iglesia en su absoluto engagement y la palabra para el interior de las
situaciones salvificas definitivas del hombre.
Para entender por qué con estas dos determinaciones en su unidad se
ha logrado alcanzar realmente el concepto del opus operatum y determinar
lo incluso más exactamente de lo que se acostumbra, hemos de reflexionar
sobre la esencia de la Iglesia en tanto proto-sacramento. Lamentamos que
esto sólo pueda hacerse aquí con la brevedad más extremada.
La Iglesia es en su esencia concreta no sólo el signo permanente de
que Dios ofrece al mundo la gracia de la auto-comunicación, sino tam
bién el signo de que él, en la eficacia victoriosa de su gracia eficaz en
predefinición formal —que atañe a toda la humanidad y a toda la
Iglesia—, causa también poderosamente la recepción de tal oferta. La
gracia no sólo está en el mundo, no sólo está ahí en tanto ofrecida. Desde
Cristo y por él está también victoriosamente: el mundo no sólo puede
salvarse si quiere, sino que lo está efectivamente —como totalidad— por
que Dios causa en Cristo que lo quiera. El mundo está redimido, no es
sólo redimible. Su destino, como totalidad, ha sido decidido ya en y por
la gracia que triunfa escatològicamente. Es verdad que la historia de la
salvación está todavía abierta para el individuo concreto como tal y para
PALABRA Y EUCARISTÌA 317
toria que todavía discurre, y con ello ha declarado ésta y no la del juicio
condenatorio como su última y eficaz palabra. Y en este sentido es la
Iglesia el proto-sacramento, y el tratado De sacramentis in genere es el tra
tado del genus, del origen y fundamento radical de los sacramentos que es
la Iglesia. (Desde ahí, advirtámoslo de paso, podría sacarse a un campo
más abierto el antiguo problema, históricamente tan difícil, de la constitu
ción por Cristo mismo de todos los sacramentos. El ha constitudo los
sacramentos, sobre los que la Escritura no habla explícitamente, al fundar
la Iglesia, y ha fundado los sacramentos constituidos explícitamente en
cuanto tales como momentos de la fundación de la Iglesia, según puede
percibirse claramente en cada uno de los tres sacramentos de este tipo).
Ahora ya podemos concebir, desde esta perspectiva, el concepto de
opus operatum en su origen auténtico. Este concepto no puede ser simple
mente circunscrito diciendo de forma meramente jurídico-formal en una
teología puramente de decretos que tal proceso es de por sí eficaz y sin
mérito de aquél en quien acaece. Hay, como ya se ha dicho, evidentemen
te, otros procesos de los cuales no puede afirmarse eso. Pero si un opus
operatum es concebido como grado supremo de la actualidad de la Iglesia,
como acto de su auto-realización, perteneciente a su esencia en tanto socie
dad mucho más que si fuera estáticamente una estructura sustancial menos
referida a una realización actual, está claro sin más que dicho acto partici
pa su esencia tal y como ha quedado expuesta al decir que es el signo
definitivo, no vacuo, el signo definitivo de por sí de la promesa de sí mismo
absoluta y positiva de Dios al mundo en su gracia victoriosa. Exactamente
lo mismo puede decirse de tales realizaciones radicales de la Iglesia.
Cuando ésta se actualiza en un engagement último de su propia esencia
hacia un hombre singular y deviene para éste, en la concreción de su críti
ca situación salvifica, esa palabra de la misericordia de Dios en la forma
dicha, es decir, la palabra definitiva, la palabra eficaz y de por sí no dialó-
gico-dialécticamente provisional y todavía condicionada, tenemos
entonces exactamente lo que hemos de denominar opus operatum.
EI opus operatum es la palabra escatològicamente incondicionada de
Dios al hombre, la palabra que ya no está como en el aire y en peligro de
ser suprimida por otra palabra intrahistórico-salvíficamente nueva. El
opus operatum es la palabra escatològicamente eficaz de Dios en tanto
auto-realización absoluta de la Iglesia según su esencia propia como pro
tosacramento. Esta auto-realización de la Iglesia —que acaece en un
absoluto engagement— en su esencia propia proto-sacramental en tanto
PALABRA Y EUCARISTÍA 319
2. Palabra y E ucaristìa
Este capítulo es el texto de una conferencia ante teólogos católicos y protestantes. He renuncia
do a borrar estilísticamente las huellas de tal origen.
334 DOCTRINA DK KOS SACRAMENTOS
Y sin embargo hoy me parece que es difícil decir qué afirma, en rea
lidad, nuestra fe y qué no afirma. Más adelante se verá con claridad por
qué es esto así o, al menos, por qué a mí me lo parece. Pero el hecho
—si es que existe— de que es así, es para el teólogo católico una carga
más pesada que para el protestante. Pues la confesión anterior a él es para
aquél una realidad normativa de su fe —y de su teología— en un sentido
mucho más absoluto que para el teólogo protestante. Mientras pueda
distinguir, de forma claramente perceptible, la afirmación de la fe y de la
confesión de su Iglesia de otras teorías teológicas y opiniones escolares,
cualesquiera que sean, sobre el dogma de la Iglesia, la cosa es sencilla.
Pero si no le resulta tan fácil la expresión del dogma en su contenido
eclesiásticamente obligativo a diferencia de teoremas teológicos, todo
será objetiva y polémicamente más difícil. No porque dude en lo más
mínimo de la obligatividad de la doctrina misma, sino porque le resulta
difícil repetirla con toda exactitud.
De que esto es posible sólo puede dudar el que piense a priori que
las decisiones del magisterio eclesiástico, por obligativas, tienen que
poseer también el grado supremo de inteligibilidad y siempre el mismo,
cosa siempre distinta de la comprehensibilidad racional y evidencia
intrínseca. Pero no es así. Pues un tiempo nuevo, una situación histórica
distinta por el solo hecho de colocar un enunciado doctrinal en otra
situación de conocimiento puede hacer el enunciado más claro o más
oscuro quoad nos, aun cuando se crea saber perfectamente cómo se
entendió antes y aun cuando se le acepte plenamente como válido para
uno mismo, aun cuando se corrobore, sin dificultad, en la realización de
la vida cristiana.
Y esto es —a mi parecer— lo que sucede con el tema propuesto. No
me queda, por tanto, otra solución que poner en claro esta «carga», aun
cuando sea, en primer lugar, un problema católico interno y haga más
difícil nuestra posición a los teólogos protestantes.
Todo esto se ha dicho oscuramente, pero se aclarará más adelante.
Tenía especial interés en decir al comienzo que yo —expresado de otra
forma— no considero como quehacer y obligación de un teólogo católi
co obrar como si todo estuviera claro entre nosotros, como si la firmeza
de nuestro asentimiento a la doctrina de nuestra Iglesia sólo existiera
cuando se tiene una respuesta para cada problema.
Lo que hemos de decir será expuesto en tres partes:
1. Observaciones previas.
PRESENCIA DK CRISTO 33 5
1. O bservaciones previas
‘ En la encíclica H u m a n i g e n eris (Dz 2318) se condena el error de aquellos según los cuales «realis
C h n .sti p r a e s e n tia ... a d q u e m d a m s y m b o lis m u m r e d u c a tu r , q u a te n u s co n se c ra ta e species n o n n is i
s ig n a e ffic a c ia s i n t s p ir it u a lis p r a e s e n tia e C h r is ti eru sq u e in tim a e c o n iu n c tio n is c u m fid e lib u s
m e m b r is in corpore M ystico » .
PRESENCIA »E CRISTO 339
ésta, sino que la hace posible— y que Cristo aseguró a los apóstoles que
aquello que les entregaba era su cuerpo (Dz 876), antes de que lo reci
bieran. Ahora bien, esto no impide, sino expresa justamente que el signo
de la presencia de Cristo es el manjar bendito como tal. Por tanto, cuan
to más clara sea la relación regresiva de la adoración de Cristo en el
sacramento con la recepción de su cuerpo, tanto más responde la piedad
eucaristica a la plena verdad y realidad del sacramento.
d) Pero bajo los supuestos dichos la presencia real está dada inde
pendientemente de la fe del sacerdote concreto o de quien recibe el
sacramento. Por tanto, también el pecador o el incrédulo reciben el cuer
po del Señor, aunque el acaecer objetivamente real de esa recepción les
sirva de juicio (Dz 881; 880). De acuerdo con esto, la recepción del
Cuerpo —aun cuando, naturalmente, en el ámbito de la experiencia
como tal no existe un recíproco influjo físico entre el cuerpo de Cristo y
el que lo recibe (cf. Dz 56 4 )1— es caracterizado como «sacramental y
real» ’, y no sólo como «espiritual», en su doble sentido natural y sobre
natural (spiritualiter, Dz 890), aun cuando el Concilio mismo llama al
sacramento un spiritualis animarum cibus (Dz 875) y en los debates
conciliares fue reconocido que la expresión manducatio espiritualis
puede tener un sentido ortodoxo (DThC V 1327).
e) Prescindiendo de la cuestión del «in usu-ante usum», me parece que,
a propósito de la presencia real en el sacramento mismo —cosa distinta
sucede con la transustanciación—, no existe ninguna diferencia esencial
entre la confesión católica y la evangèlico-luterana. Pues también ésta ense
ña una presencia real por la cual Cristo, «verdadera, esencialmente, vivo»
está presente en el sacramento. La confesión luterana conoce el «vere et
substantialiter» para caracterizar tal presencia, rechaza, lo mismo que el tri-
dentino, el «in figura» (figurate) o sólo «in virtute».
Además de esto, me parece de decisiva importancia el hecho de que
la confesión luterana, lo mismo que el Concilio de Trento, se fije en que
Por ello el «hoc est s u b s ta n tiv e e t ess e n tia lite r, n o n a u te m q u a n tita ti v e v el q u a lita ti v e v el lo c a lite r »
de la formula de unión propuesta en Marburg por los luteranos podría formularla también un teó
logo católico (Cf. D ie B e k e n n tn is s c h r ifte n d e r e v a n g e lis h -lu te r is c h e n K irch e, h era u sg eg eb en v o m
D e u tsc h e n E v a n g e lis c h e n K irc h e n a u ss c h u ss [Göttingen * 1952] p. 65 n. 1).
La expresión correspondiente en Lutero es el «ore e d i et b ib i » ( S o lid a D e c la r a tio VII 32: D ie
B e k e n n ir n s s c h r ifte n ..., p. 982), el «n a tu r a le c o rp u s » (l.c. 33).
PRESENCIA DE CRISTO 341
’ Aún más clara es la S o lid a D e c la r a tio VII 10, 121 (D ie R e k e n n tn is s c h r iffe w..., p. 1014); y la
K o n k o r d ie n fo m te l VII N e g a tiv a XI (D ie B e k e n n t n i s s c h r i f t e n p. 802): el cuerpo de Cristo está
presente u b i coen a D o m i n i c e leb ra tu r.
PRESENCIA DE CRISTO 343
que Cristo da a sus apóstoles es su cuerpo y, sin embargo, hay que supo
ner, sin reparos de ninguna especie, como verdadero y real que lo que
nuestra experiencia percibe fuera de la fe en la palabra de Cristo sigue sien
do lo mismo que antes. Siendo esto así, ese doble estado de cosas, sin
esquivarlo ni de un lado ni de otro, puede ser expresado en los siguientes
términos: lo dado es, según su realidad verdadera y propia, el cueqjo de
Cristo bajo la realidad experiencial —¡y sólo así!— de pan.
Usando una expresión prestada, sólo con fines terminológicos de
inteligibilidad y sin entrar en la determinación objetiva, llamemos «sus
tancia» a la realidad propia, definitiva y verdadera de una cosa
concreta, y «especie» (manifestación, apariencia, considerada como rea
lidad objetiva, pero parcial y particularmente de primer plano) a lo que
de ella se manifiesta bajo un punto de vista todavía no depurado en su
relatividad y desvelado por el criterio verdadero y absoluto —en nuestro
caso, la palabra de Dios—. Esto supuesto, podemos decir también: lo
ofrecido no es la sustancia del pan, sino la sustancia del cuerpo de Cristo
bajo especie de pan. Añadamos que lo ofrecido tiene carácter de aconte-
Cf. F. Selvaggi, «Il Concetto di sostanza nel Dogma Eucaristie«) in relazione alla fisica moderna»:
Gr 30 (1940) 7-45. En la p. 13 se dice: E o v vio che n ella d e fin iz io n e c o n cilia re il te r m in e so sta n za
d eve essere preso in p r im o luogo in questo sig n ific a to volgare, vagì) a n c o ra ed in cle term in a to , secondo
i l q u a le la s o sta n z a d e l p a n e è se m p lic e m e n te i l p a n e , ciò p e r c u i il p a n e è r e a lm e n te p o n e, ciò che
s i r ic h ie d e p e r la v e r ità d e lla p ro p o sizio n e : qu esto è p a n e ... C he la s o sta n z a s ia eu s in se et p e r se
s u b sis te n s, co m e r ile v e r e m o m e g lio in s e g u ito , è u n a d e t e r m i n a z i o n e f i l o s o f i c a a g g i u n t a a l
s i g n i f i c a t o p u r a m e n t e volgare, e n o n r ic h ie s ta d a l senso d e lla d e fin iz io n e ...
En la p. 17 dice que de la definición no puede deducirse apodíeticamente que la species sea
una r e a ltà o g g e ttiv a y que ésta sea —realmente - distinta de la sustancia. Que todo esto no es
más que la in te r p r e ta z io n e p i ù n a tu r a le d elle f o r m u l e del I n d e n t i n o , pero no una parte del
dogma, sino sólo de la doctrina general usual de los teólogos. Mucho menos pueden ser conta
das como pertenecientes al contenido del dogma las otras cosas que Aristóteles y Tomás
entienden por sustancia y accidente (en s in se s u b sis te n s, en s in a lio ) , etc.
Según Selvaggi, la ciencia moderna no permite que se siga hablando, como hacía Tomás, de
una fórma sustancial del pan que informa su masa y le proporciona una unidad sustancial (42).
Si en el uso lingüístico de los físicos modernos se entiende por mutación física una mutación
que permite una d e fin iz io n e o p e r a tiv a , es decir, que puede conocerse por una serie de experi
mentos físicos, al menos imaginable, la transustanciación no es, entonces, evidentemente una
mutación física (44)... En este sentido, el dogma eucaristico está totalmente fuera del ámbito de
la física y de una crítica científica. La Iglesia no ha tenido nunca la intención de definir en sus
concilios la tesis escolástica de la sustancia y los accidentes. Pero ha manifestado suficientemen
te que sigue por completo esa teoría, la cual, sin temeridad, no puede ser negada (44-45). Hasta
aquí la exposición del pensamiento de Selvaggi.
346 DOCTRINA DK KOS SACRAMKNTOS
empleado puede tomarse del mismo estado de cosas que hay que expli
car y ser explicado por él. Tendríamos incluso una explicación lógica
en el caso de que la terminología verbal empleada en la explicación
fuera tomada en sí de otro sitio, suponiendo sólo que se esté de acuer
do —explícita o tácitamente— en que la terminología así empleada sólo
se toma en la amplitud, significado y alcance que se derivan de lo que hay
que explicar.
Según creo, en la teología existen muchas explicaciones lógicas de
este tipo de enunciados dogmáticos originales. Un indicio de que en un
caso concreto existe tal explicación puede ser —con frecuencia, no siem
pre— que la explicación e interpretación más precisas de tal explicación
difieren mucho entre los teólogos, hasta el punto que cabe preguntarse:
¿qué es real y objetivamente lo que se afirma conjuntamente del dogma
que se profesa en común cuando las explicaciones subsiguientes distan
tanto unas de otras? Tengo que renunciar a citar ejemplos. Sólo diré, de
paso, que los intentos de los teólogos católicos encaminados a explicar
ónticamente el dogma de la transustanciación difieren entre sí muy hon
damente, lo cual me parece justamente un indicio de que el dogma
mismo de la transustanciación es una explicación lógica de las palabras
de Cristo y no óntica, como quieren serlo las diversas interpretaciones
libres de la transustanciación en la teología católica.
Llamo explicación óntica de un enunciado sobre un estado de cosas
determinado a la explicación que expresa un estado de cosas distinto del
que hay que explicar, apto para hacerlo inteligible y que lo protege de
este modo —es decir, aduciendo su causa, la manera determinada y con
creta como surge, etc.— de falsas interpretaciones. He explicado
ónticamente la oscuridad que mis ojos perciben si refiero el enunciado
«ante mis ojos oscurece» a la acción de apagar la luz o a una atrofia fisio
lógica de mi nem o óptico.
De lo dicho se sigue sin más, claramente, que para la intelección pro
pia de una explicación lógica se requiere siempre necesariamente la
relación regresiva al enunciado que hay que explicar. Y es que se trata del
mismo estado de cosas, y éste en los casos que estudia la teología no es
accesible independientemente de las formulaciones originales que hay
que explicar. Y así el dogma de la Iglesia antigua, por ejemplo, de la
unión hispostática de las dos naturalezas en la persona una del Logos me
parece que es una explicación lógica de las afirmaciones de la Escritura
sobre Jesucristo. Efectivamente, se ve que si se quiere esclarecer el senti-
PRKSENGIA DE CRISTO 349
Aldama afirma que hoy ya no se puede decir con los teólogos nominalistas de las postrimerías
de la Edad Media que la doctrina de la transustanciación pueda derivarse de una fuente distin
ta de las palabras de Cristo.
352 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS
Piénsese, por ejemplo, en la cantidad de «exposiciones» durante y fuera de la misa. Por otra parte,
es cierto cjue la misma celebración de la misa amenaza con absorber otras formas de culto divino.
PRESENCIA DE CRISTO 359
Si verdaderamente son todos es cosa que habría que ver. F. Hürth- P. M. Abellán \De
sacramentis (Roma 1947)] parece que no están entre ellos. Pues dichos autores distinguen
un cesar la presencia por consumptio (—per modum cibi vel potus simii) y por corruptio; según la
concepción generai sólo podría haber una razón, la «corruptio» en sentido físico-químico.
DURACION DE EA PRESENCIA DE CRISTO 363
Aquí podemos advertir de paso que aun este principio es calificado de forma cautelosa por los
teólogos, ya que el Concilio de Trento sólo ha definido la presencia real antes de la recepción:
Dz 886, 876; este principio lo califica.). A. de Aldama, por ejemplo, de «sententia teologomm
communis et certa».
Cf. mi artículo «La presencia de Cristo en el sacramento de la cena del Señor», de este tomo.
364 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS
También Tomás (III q.77 a.4) ve, con pleno acierto, que una dismi
nución puramente cuantitativa de las especies de vino puede causar que tal
partícula ya no pueda ser denominada vino —aun cuando químicamente
sigue siendo durante largo tiempo «lo mismo» que antes— y que por ello
cese la presencia de Cristo. Y por eso niega Tomás, con razón (III q.77
a.8 c), que una cantidad pequeña de vino consagrado muestre todavía la
presencia de Cristo cuando se mezcla con una cantidad mayor de vino
no consagrado. «Ese» vino concreto consagrado ya no existe como for
mación humanamente separada y distinguible, aunque «física» y
«químicamente» siga existiendo exactamente igual que antes. A su vez
pan ázimo y pan con levadura, desde un punto de vista puramente quí
mico, son muy considerablemente distintos y, sin embargo, según
criterio humano normal —el único que aquí importa—, ambos son pan
y, por tanto, materia consecrabitis.
Todos estos casos y posibilidades muestran que el «pan» no es una rea
lidad físico-química, sino una realidad sensible que está esencialmente en el
ámbito humano y que, por ello, posee propiedades esenciales que no pue
den ser aprehendidas por medio de conceptos químicos y que, por ello,
pueden desaparecer —con lo cual algo deja de ser pan—, aun cuando en el
ámbito físico y químico como tal no se haya modificado nada «esencial».
Por eso Tomás tiene plena razón —este ejemplo fue citado ya en el
artículo primero— cuando dice que moliendo el pan cesa la presencia de
Cristo: y es que el polvo ya no es, humanamente, pan. Para Tomás tal
pulverización era algo así como una mutación tanto física como sustan
cial para los efectos de su valorización. No lo es. Y, sin embargo, Tomás
lo vió bien: el polvo no es pan, aun cuando física y químicamente sea
totalmente igual que pan. Y también por eso cesa la presencia de Cristo.
(Esto debían advertirlo, digámoslo de paso, esos hiperangustiados escru
pulosos que nunca pueden purificar con suficiente perfección la patena).
Queda, en pie, por lo tanto, el principio: sólo cuando la especie del
pan está presente, y todavía presente, puede tratarse de la presencia real
de Cristo. Pero este principio común a todos tiene que ser precisado: la
especie de pan en cuanto formación humana sensible puede cesar tam
bién, aun sin ninguna mutación físico-química esencial; es decir, cuando
el pan deja de ser «pan» bajo aspectos no físicos, sino humanos. Hoy
podría conseguirse, sin duda, que un químico de la industria alimenticia ela
borara cuerpos que química y fisiológicamente fueran «igual» que pan y
que, sin embargo, no se los pudiera denominar como materia consecrabitis.
366 DOCTRINA DK KOS SACRAMENTOS
cristiano no tendría ya ningún sentido, pues sin tal efecto no sería más
que una presencia local, corporal, como el incrédulo, y no bautizado
puede tenerla —estando, por ejemplo, cerca del sagrario o comulgando
corporalmente—.
Ahora bien, si a dicha presencia local se le asigna tal efecto de gracia,
es completamente lógico desear que la especie sea tal que permanezca el
más tiempo posible; pero entonces surge la cuestión que, en último tér
mino, sólo el fisiólogo puede contestar, de cuánto tiempo dura
propiamente esa presencia aumentadora de gracia; entonces habría que
medir el tiempo de la acción de gracias por la resistencia de la especie,
diversa según su naturaleza.
Una vez colocados en el nivel dado con esta hipótesis teológica se va
a parar a las conclusiones más extrañas que sólo pueden ser superadas
por el sentido común. Pero mejor habría sido que tal sentido común
hubiera aparecido al comienzo con el pensamiento sobrio de que pan
comido,justamente por haber sido consumido, deja de ser pan. Es decir,
que por ésta como por otras circunstancias, que hacen que el pan des
aparezca como configuración humana sensible, cesa la presencia de
Cristo. Sólo en esa perspectiva se explica también plenamente que la
recepción del cuerpo del Señor y no el haberío-recibido, el gesto de la
comida y no el acto de la digestión, sea el signo sacramental de la gracia.
Pero esto es también a su vez plenamente claro: el acto humano en cuan
to «actus humanus» y no el proceso fisiológico en cuanto «actus
hominis» es el aprovechable como signo sacramental, pues sólo él puede
ser también acto de la recepción de la gracia ofrecida en dicho acto y
confesión de fe y anuncio personal de la muerte del Señor.
La oposición contra estos enunciados —que en realidad son obvios—
por parte de una piedad que no distinga claramente, proviene en último
término de que no se distingue suficientemente entre la presencia «pneu
mática» de Cristo por medio de su Espíritu en lo hondo de la esencia del
hombre —en su «corazón»— y la presencia corporal del cuerpo de Cristo
en el signo sacramental y por eso también en la recepción. Esta última pre
sencia no es lo más alto y sublime, la meta y recompensa del cristiano, sino
el signo y medio de la presencia «pneumática» permanente de Cristo sig
nificada y aumentada por ese signo sacramental.
Por este sacramento Cristo viene a nosotros y se queda con nosotros.
Pero tal presencia permanente, a la que conduce la recepción del cuerpo de
Cristo bajo las especies de pan, no está dada en la presencia prolongada de
DURACION DE LA PRESENCIA DE CRISTO 369
El texto de este pequeño artículo reproduce una lección dada por el autor en la Facultad de teo
logía católica de la Universidad de Bonn el 13 de enero de 1900. Como no era posible
modificarlo, sin tratar de nuevo todo el tema —cosa que tampoco era posible -, he intentado,
por medio de notas, evitar ciertas interpretaciones falsas y aclarar un poco algunas oscuridades
del texto inevitablemente corto. Scarne permitido citar aquí, a propósito de todo el problema,
mi artículo «Eschatologie»; LThK III" 1094-1098.
374 ESCATOLOGÌA
— Primera tesis
Este camino no es, naturalmente, «problemático» por ser, y en cuanto es, dogmático, es decir
aquí : sistemático. Sino porque en esta cuestión in concreto no es fácil decir si, y en qué
medida, tales consideraciones pueden conducir a un resultado.
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE LA HERMENEUTICA 377
—Segunda tesis
Esta consideración debe ser tenida en cuenta, porque es también importante para nuestras con
sideraciones. No basta hacer referencia a la omnisapiencia de Dios en sí para hacer ver que Dios
puede comunicar al hombre sucesos futuros. Hay que añadir que tal comunicación es también
posible vista desde el hombre, es decir, que no trasciende su «amplitud intelectiva». No todo es
de antemano comunicable a todos. Un acto de este tipo puede fallar en sí no sólo por el saber
- o no-saber— del que comunica, sino también por la capacidad receptiva del que oye. A partir
de ahí es evidente de antemano que, por lo menos, no todo modo y forma, todo grado de clari
dad e intensidad de un saber sobre sucesos futuros puede serle accesible al hombre en su
situación presente —sin que dicha situación desaparezca con tal comunicación—. Aquello de
quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur vale también aquí. La situación del oyente es
una ley a priori de la posibilidad de su poder-oír; la intelección, a pesar de su «objetividad» y
verdad, lleva también en sí la estructura del oyente que es finita y condicionada. Por tanto, no
todo puede ser oído por todos. Pero aun siendo esto verdad y estando basadas las considera
ciones siguientes en ello (tesis ,‘3ass.) lo que, por lo pronto, nos interesa decir en esta segunda
tesis es que para Dios no puede haber ningún límite absoluto en orden a cualquier especie de
comunicación de sucesos futuros que se refieran al hombre. Y la razón es que tales sucesos jus
tamente en cuanto humanos no pueden estar absolutamente más allá de su frontera intelectiva.
Aun cuando con ello tampoco anticipamos ninguna decisión previa sobre el modo preciso de
tal intelección y de sus límites.
378 ESCATOLOGIA
Con esto no se ha decidido ya, naturalmente, si y en que medida tal comunicación implica, como
supuesto suyo, y se crea ella misma, una modificación real y existente de la situación humana y
su condición de ser. Una revelación propiamente sobrenatural — ¡sobrenatural con respecto a
su objeto! — supone, por ejemplo, para una metafìsica del conocimiento verdaderamente tomis
ta—y no maleada por el nominalismo—, que el acto de oír tal revelación sobrenatural es
sobrenatural incluso también subjetivamente, es decir, sustentado por la gracia (increada). Pero
el hombre no puede a priori y de por sí disponer qué puede él oír de Dios y qué no. Y la razón
es justamente que el hombre respecto a Dios no puede disponer en qué medida es realmente
creado de nuevo por él y convertido en una nueva criatura —lo cual es posible, a pesar de su
naturaleza humana permanente, porque dicha naturaleza, sin perder su humanidad, es ya siem
pre capax infiniti (al menos in potentia oboedientialï)—. Por tanto, lo que se dice en las tesis
siguientes no es sencillamente una ley a priori de lo que en sí y absolutamente es posible, sino
una norma que se orienta ya según lo dispuesto por Dios, de hecho, en el orden concreto de su
obrar salvifico.
Puede existir una auténtica visión clara de sucesos futuros que no signifique una revelación mila
grosa de Dios y una verdadera profecía, pero tal visión puede ser conocida también en su
peculiaridad como fenómeno natural. Cf., por ejemplo, Karl Rahner, Visionen und
Prophezeiungen (Quaestiones disputate 4) (Freiburg de Br.J 1958) 92-97. Hay que tener en
cuenta que lo que causa la impresión del «reportaje» —aunque en verdad fragmentario, arbitra
riamente elegido y limitado - es justamente esa historia del futuro que hay que interpretar
parapsicològicamente así como una profecía no propiamente milagrosa.
PRINCIPIOS TKOl.ÓCICOS DK, LA HKRMKNKÚTIOA 379
para una determinada región enunciativa del hablar divino, de otra parte,
tomados de la palabra de Dios acaecida de hecho, no se contradicen.
Si sólo se hablara de uno de los principios: que no se puede poner
límites y condiciones a Dios, tampoco con relación a lo que él nos dice
sobre nuestro futuro, podría suceder que se interpretara la libertad sobe
rana de Dios en su revelación escatològica —de forma inexplícita, pero
tanto más peligrosa y pródiga en consecuencias— bajo determinados
supuestos tácitos que limitasen esa libertad explícitamente proclamada
del decir de Dios y la apertura absoluta de nuestro oír más aún que si se
enunciase expresa, pero justamente a partir de la palabra de Dios dicha
efectivamente, algunos principios explícitos, que por ser enunciados
reflejamente, pueden ser confrontados siempre de nuevo con la palabra
de Dios y, así, criticados.
En este caso también, como en otros teológicos, sucede que quien
rechaza en teología consideraciones y principios metafísicos, por consi
derarlos incompatibles con la palabra de Dios y su soberanía, no se libera
para el dominio puro de la palabra de Dios, sino que se somete al domi
nio de prejuicios metafísicos inexplícitos y, por ello, más peligrosos.
Quien lee, por ejemplo, las afirmaciones escatológicas de la Escritura
como quien intenta reconstruir lo más plásticamente posible y con exac
titud un acaecer pasado con una colección de noticias singulares
fragmentarias, combinándolas como un mosaico —y aproximadamente
así siguen procediendo todavía nuestras escatologías, sobre todo las de
tipo más bien popular—, supone, por ejemplo, sin advertirlo, una imagen
del hombre y de su situación existencial que no sólo es falsa, sino que
pierde además, ciertamente, el sentido propio de las afirmaciones esca
tológicas de la Escritura.
Y es que el hombre mismo, justamente debido a esta concepción de
las afirmaciones escatológicas como un reportaje anticipado de sucesos
futuros, pierde su carácter escatològico, es «ri« -escatol ogizad o»: es decir,
se convierte en un ser que en su presente como tal no está afectado por lo
futuro, porque, en tal concepción, lo futuro es sólo lo remotamente por
realizar y no lo que se «presencia» como tal. Y así el mensaje escatològi
co se convierte en un decir que ya no nos afecta en cada uno de nuestros
aboras, por referirse inequívocamente a un tiempo posterior por realizar
y remoto, y sólo a él.
La falta de todo horizonte a priori de carácter explícito no permite a
la Escritura decir lo que ella quiere decir, sin que nosotros la hayamos
380 ESCATOLOGIA
— lercera tesis
Textos como Me 1.3, 32 pertenecen, ciertamente, aun considerados de manera puramente his
tórica, a la roca primitiva de la doctrina de Jesús. Cí. también Heb 1,7. Naturalmente, no es éste
el lugar de tratar la cuestión tie cómo es compatible ese no saber el «día» con la «espera cerca
na» y con los signos aducidos por los cuales puede conocerse la llegada del fin del mundo.
PRINCIPIOS TKOLÖOICOS DK LA HKRMKNKÚTICA 381
Cf., por ejemplo, A. Darlapp, «Anfang»: LTliK I (Freiburg de Br. - 1957) 525-529;
«Gescliichtliclikcit»: LThK LV ( 1900 ) 780-785 (y la bibliografía aducida); «Anamnese»: LTliK
I- 483-480.
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE LA HERMENEUTICA 383
— Cuarta tesis
Si se dijera que lo futuro está en todo caso oculto, {jorque difícilmente puede imaginarse el esta
do de plenitud, prescindiendo de cómo y a partir de qué es conocido, hay que contestar: una
plenitud futura como estado de nuestra plenitud sólo puede ser concebida si posee una relación
intrínseca con nuestro ser tal y como ahora lo experimentamos. Si no, tal plenitud nos resulta
ría extraña y no la entenderíamos. Pero si se supone esto y se concibe tal plenitud como descrita
384 ESCATOLOGIA
en su propia fenomenalidad a partir del futuro, ya no puede tener, entonces, un carácter de ocul
tación. En tal caso, lo que de ella se dice tendría que ser entendido plenamente y
comprehendido o no ser entendido de ningún modo o, al menos, sernos a nosotros ahora exis-
tencialinente, es decir —aquí—: según la fe, falto de todo interés.
A esta indisponibilidad e inabarcabilidad le corresponde también, naturalmente, sobre todo la
disposición incalculable del Dios libre en su obrar soberano, no sólo la inabarcabilidad del obrar
libre del hombre para él mismo mientras tal obrar no ha sido todavía realizado y dicha libertad
no ha aceptado el carácter incalculable de su material en el mundo.
PRINCIPIOS TEOLOGICOS DE LA HERMKNEÚTICA 385
— Quinta tesis
Aquí no podemos intentar, naturalmente —aun cuando más abajo se hacen algunas indicaciones
a este propósito—, probar que de hecho todos los enunciados escatológicos que la fe cristiana
enseña y sostiene pueden ser leídos como desarrollos de este único enunciado. Pero si se entien
de que el fin con el que todo acaba para el hombre concreto, la humanidad y el mundo en general,
es justamente la plenitud del comienzo constituido con Cristo —el Resucitado— y sólo esto, que,
por tanto, dicha plenitud total como fin de toda historia no surge de otro comienzo que quizá
hubiera que constituir, es decir, que el comienzo, Cristo, es la ley única y adecuada del fin y que
tal plenitud lleva por ello todos los rasgos de tal comienzo, puede entenderse sin más la proposi
ción enunciada arriba. Solamente hay que llevar a cabo la prueba contraria y preguntarse si
existen afirmaciones con obligación de fe cuyo contenido sea inequívoco y que en tal inequivoci-
dad no puedan ser referidas a dicha proposición fundamental. Si tal cuestión se niega, con razón,
se ha probado ya con ello suficientemente la exactitud de esa proposición fundamental.
386 ESCATOLOGÌA
Los contenidos expresados, las afirmaciones según el sentido al que se refieren y que enuncian,
pueden acoplarse, naturalmente, unos con otros en las diversas escatologías de la Escritura. Pero
no los esquemas de representación como tal, por medio de los cuales se describe el contenido.
En muchas escatologías vulgares de tiempos cristianos posteriores (que tácitamente parten del
supuesto de que las imágenes escatológicas -venir sobre las «nubes del cielo», sonido de la
trompeta, apertura de los sepulcros, reunión en el valle de Josaíát, ser arrebatados en el aire
saliendo al encuentro de Cristo, caída de las estrellas a la tierra, «incendio» de los mundos, etc.—
son datos sobre los ésjata en su futura fenomenalidad misma, es decir, el reportaje de un espec
tador de los sucesos futuros) se acoplan dichos datos en el nivel de lo fenomenal excluyendo
tácitamente una parte de ellos o disponiendo esos sucesos, de manera arbitraria, unos detrás de
otros. La dificultad de tales armonizaciones a nivel falso, de un lado, y la naturalidad con que la
Escritura misma, sin hacer mucho caso de los enunciados singulares, emplea uno tras otro los
más variados esquemas de representación de la más diversa procedencia, muestran, de otro
lado, que la Escritura no tiene ninguna intención de querer describir la fenomenalidad de los
ésjata mismos. (Con ello no se dice también necesariamente que la Escritura misma tenga que
ser consciente muy explícita y reflejamente de la diversidad de su modo de expresarse de tal
manera descriptiva). Pero si la escatologia bíblica fuera el reportaje desde el futuro - y no la
mirada anticipadora al futuro desde el presente y su interioridad— no se vería por qué no des-
388 ESCATOLOGIA
escriturarias no pueden acoplarse entre sí; no quieren ser, por tanto, par
tes de la fenomenalidad de la realidad futura.
La «radicación en la vida» del saber escatològico, la fuente propiamen
te originaria de las afirmaciones escatológicas, es, por tanto, la experiencia
del obrar salvifico de Dios en nosotros mismos. Si puede decirse, en general,
que el suceso revelador es el obrar de Dios cabe nosotros en la historia, la
experiencia de su acción cabe nosotros en la gracia de Cristo y no sólo o
primariamente comunicación de enunciados verdaderos —aun cuando
también esta experiencia del obrar de Dios en nosotros lleva en sí la
palabra como momento interno—, puede decirse también de la revelación
de los ésjatas que no viene a nosotros ,en un puro hablar sobre lo futuro en
tanto no realizado, sino en el obrar en el que Dios ha hecho ya en verdad su
comienzo cabe nosotros, de modo que nosotros sólo podemos hablar de tal
comienzo hablando de él como principio que quiere realizarse plenamente
y lleva consigo, por lo mismo, el conocimiento de dicha plenitud, aunque
como oculta.
Si se sostiene dicho punto de partida fundamental de que en el saber
sobre el presente salvifico en Cristo está dado el saber sobre los ésjata y sólo
así, y si dicho punto de partida fundamental fuera desarrollado de manera
consecuente, tendría que ser posible rechazar tanto una falsa intelección
apocalíptica de las afirmaciones escatológicas —que también encuentra un
eco múltiple en la escatologia de la teología católica y no sólo en sectas de
apocalíptica espera— como una existencialización absoluta, «desmitologi-
zadora» de tales afirmaciones que olvida que el hombre existe en auténtica
temporalidad orientada a un futuro verdaderamente no realizado aún y que
vive en un mundo, que no es sólo existencia abstracta, sino que tiene que
alcanzar la salvación con todas sus dimensiones —es decir, también en la no
existencial, también en la temporalidad profano-temporal—.
Si no se piensa en una existencia abstracta, sino concreta, si se com
prende que el hombre es en su presente existencial en tanto existencia
concreta —que abarca, por tanto, todas las dimensiones de su Dasein, es
cribe la realidad tal y como es «en sí» en su manifestación vivencial. Quien dijera que esto no es
posible por faltarnos ahora todavía las posibilidades de representación y conceptos, concede
lo advierta o no— lo que decirnos. Pues lo que, bajo el supuesto hecho, pueda decirse todavía y
se diga efectivamente sobre los ésjata es, entonces, justamente lo que desde el presente del
ésjaton ya acaecido, Cristo, puede decirse de ello.
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE I,A HERMENEUTICA 389
' ' No es ésta la ocasión de detenernos ampliamente y con rigor en la objeción, con la que hay que
contar, de que la escatologia cristiana es anunciada sobre todo, por Jesús, y que él, a causa de su
visio beata y su saber infuso, conoce los ésjata de tal forma que puede hablar sobre ellos desde
dentro y no sólo desde la situación salvifica presente -aunque ella misma sea también escato
lògica - hacia ellos. Digamos únicamente que aun concediendo el supuesto, sin matizar
aunque el saber presupuesto de Jesús, que no puede negarse, tiene que ser concebido en
su peculiaridad de forma que incluso la posibilidad adecuada y universal de traducirlo quoad
390 ESCATOLOGIA
— Sexta tesis
nos en una afirmación inteligible por nosotros no tiene que ser aceptada sin más tan evidente
mente como de ordinario sucede -, puede discutirse todavía sencillamente que Jesús haya
hecho efectivamente lo que podía hacer. (La necesidad fundamental de dicha distinción no
puede ser negada, aun concediendo precisamente tal saber de Jesús, por ningún teólogo, si se
considera Me 13, 32. Pues aquí afirma Jesús expresamente que dice ?nenos de lo que sabe y
puede decir). Dicho de otra forma: la predicación escatològica de hecho, también la de Jesús,
puede entenderse completamente como afirmación prospectiva sobre la plenitud de lo que Jesús
anuncia de sí y de su misión como presente. Pues en realidad el contenido de lo que Jesús dice
como escatologia se sale de la escatologia de su tiempo sólo en un único punto, que ciertamen
te es decisivo y todo lo transforma: él mismo en persona es la salvación y el juicio, ya ahora e
insuperablemente, y precisamente por eso también el fin, que, por lo demás, es enunciado con
los esquemas de representación de la escatologia de su tiempo.
La predicción de Jesús sobre el fin de Jemsalén es, a su vez, una cuestión que, por referirse a
un saber de sucesos /'w/mhistóricos e m/ramundanos, tiene que ser distinguida también cuali
tativamente de la cuestión de un saber sobre el fin absoluto de todo. Además, podríamos
preguntarnos en absoluto si la destrucción del «estado eclesiástico» de Jerusalén no tuvo que ser
para Jesús una simple consecuencia lógica de la recusación de su misión mesiánica a tal institu
ción politico-sacral y si dicha destrucción fue predicha, por ello, como tal consecuencia. Sobre
todo si se tiene en cuenta que quizá haya que contar con que algunas formulaciones de dicha
predicción auténtica están ya en la tradición de los sinópticos bajo el influjo del cumpli
miento experimentado vivencialmente.
11 Con ello surge, naturalmente, un problema a propósito de la experiencia mística de una «firme
za en la gracia» tal y como se describe en la hagiografía. Este problema no puede ser tratado aquí,
naturalmente, de forma detenida. Advirtamos sólo que, en primer lugar, habría que ver si dicha
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE LA HERMENEUTICA 391
certeza mística sobre la salvación dice serlo verdaderamente, una certeza que consiste en
absoluta et infallibili certitudine (Dz 82fi), cui non potest subesse falsum (Dz 802), o si en su
esencia teologica se trata de una «seguridad» —aunque místicamente transfigurada— como la
que siempre es propia de la esperanza cristiana. Habría que seguir preguntando si la «muerte»,
en tanto cesura decisiva en la historia de la salvación —y con ello en el conocimiento de la sal
vación propia, futura o presente- , tiene que coincidir siempre necesariamente en cuanto a su
momento temporal con el fallecer biológico. La consideración del sumergido en plena tiniebla
espiritual y que sin embargo biológicamente sigue viviendo hace ya que uno dude de la identi
ficación al uso. Si se niega tal identificación puede referirse, entonces, la proposición enunciada
arriba a la imposibilidad de un saber sobre la salvación futura. Tal imposibilidad es anterior a la
muerte en tanto cesura \\\slóv\co-salvífica y, en este sentido, el místico en cuestión puede ser
considerado ya, de algún modo, como muerto histórico-salvíficamente, podemos adscribirle,
por tanto, en determinadas circunstancias tal saber absoluto sin que por ello neguemos la pro
posición de que tratamos. Quien opine que esta última posibilidad es demasiado audaz o
forzada puede conformarse con la primera de las aludidas respuestas. La mística de una certeza
de la salvación no puede negar tampoco en su vigencia y valor la proposición enunciada arriba.
Las posibles objeciones contra dicha proposición son, naturalmente, conocidas. Con todo,
puede defenderse que ni la doctrina de la Iglesia en la tradición y en el magisterio extraordina
rio, ni la doctrina de la Escritura obligan de manera ciertamente obligativa a la afirmación
determinada de que al menos algunos hombres están verdaderamente condenados, ni refirién
dose a hombres conocidos por el nombre, ni a los que quedan anónimos; por el contrario, todas
las afirmaciones escatológicas de la Escritura y de la Iglesia sin anticipar un juicio futuro de
ésta— pueden leerse como afirmaciones sobre el hecho de que la condenación es, para el pere
grino, una posibilidad auténtica e incapaz de ser remontada. En el mismo sentido escribe J.
Loosen, LThK I- 711 s: «Hay que contar inequívocamente con que hay hombres que pueden
perderse. Pero la revelación no nos dice claramente si son algunos, pocos o muchos los que
efectivamente se condenan». Quien piense que él sabe más y que con ese saber superior reafir
ma la seriedad de la decisión vital aquende la muerte hace en realidad y existencialmente menos
seria la cuestión. La aplaza a lo general. Pero en realidad dicha cuestión alcanza su máxima serie
dad y urgencia quemadora cuando cada uno de por sí se la plantea a sí mismo, cuando cada uno,
irremplazablemente, dice: yo puedo perderme, y yo espero salvarme. Y sí ésta es la verdad más
íntima —en la duplicidad una inseparable e insupriinible—, para cada uno siempre de por si,
¿por qué habría de saber más sobre otros para los que hemos de esperar tanto como ¡jara nos
otros y cuyo destino no nos puede ser en verdad más indiferente que el nuestro propio? Sería
falso hacer valer aquí el destino de los demonios. Pues, entonces, habría que probar que su situa
ción salvifica y la nuestra es la misma y que la diversidad del ser carece tie importancia para
nuestra cuestión, cosa que, evidentemente, es imposible. Con ello no ha sido realizada, natural-
392 ESCATOLOGÌA
mente, la tarea de la exéresis singular que, a base de los textos concretos de la Escritura y del
magisterio, tiene que mostrar que la concepción aludida es compatible con esos textos singula
res. Este trabajo, se comprende, no puede ser realizado aquí. Pero lo dicho más arriba intenta
justamente indicar la idea conductora de esta exégesis concreta: las afirmaciones escatológicas,
a pesar de su concreción plástica, si se atiende a su conjunto y a la analogia fidei, son mentadas
como perspectivas intuitivas a un futuro posible —no regresivamente desde él— con el cual el
peregrino tiene que contar inequívocamente en la situación de su decisión y de manera no
remontable para este eón.
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE EA II ERMENEUTICA 393
" Es verdad que el hombre consta de «cuerpo y alma». Pero aun prescindiendo de que en una
metafísica tomista, perfectamente legítima, habría que decir que el hombre consta de materia
prima y anima como unica forma y actualitas de dicha materia prima, de modo que el «cuer
po» implique ya la actualidad informante del «alma», que no es, por tanto, otra parte del hombre
junto al alma; prescindiendo de que el cuerpo y el alma, si se entiende de verdad y se toma en
serio la doctrina del animaforma corporis, son los principios metaftsicos de un ente uno, no dos
entes que puedan ser experimentados cada uno de por sí, hay que decir en todo caso que toda
afirmación sobre el cuerpo —en tanto realidad del hombre— implica una afirmación sobre el
alma y viceversa. Al menos la de la referencia trascendental de cada «parte» a la otra, que a su
vez no puede ser entendida sin una intelección conjunta del término de tal referencia. Cuando
en las afirmaciones antropológicas no se tienen constantemente en cuenta estas realidades
obvias, se conciben el «alma» y el «cuerpo» como dos entes que sólo ulteriormente constituyen
una unidad la cual, entonces, ya no puede ser verdaderamente sustancial, y se olvida a su vez la
doctrina filosófica y dogmática aun cuando se la afirme verbalmente en la fe del alma como
forma del cuerpo, desde su esencia más intima y justamente para ser espíritu.
394 •ESCATOLOGIA
— Séptima tesis
gún concepto sin intuición y que por ello, inevitablemente, los conceptos más ricos de conteni
do no son posibles sin una intuición bien llena.
398 ESCATOLOGIA
que «con la muerte todo acaba», porque el tiempo del hombre no conti
núa verdaderamente, porque dicho tiempo que empezó una vez tiene
que acabar también, porque, en definitiva, un tiempo destejiéndose in
infinitum en su vacía andadura hacia lo siempre otro, que constante
mente anula lo viejo, es en realidad irrealizable y más terrible que un
infierno, está bajo el esquema representativo de nuestra temporalidad
empírica tanto como quien hace que el alma «siga durando».
En realidad en el tiempo como su propio fruto maduro llega a ser la
«eternidad». La eternidad no continúa propiamente, «tras» el tiempo
experimentado vivencialmente, dicho tiempo, sino que justamente le
suprime siendo ella misma parida por el tiempo que fue de forma interi
na para que libremente pudiera ser hecho lo definitivo. La eternidad no
es un modo —de longitud inabarcable en su duración— del tiempo puro,
sino un modo de la espiritualidad y libertad consumadas en el tiempo, y
por eso sólo puede ser concebida entendiéndola bien. Un tiempo que no
perdure como arranque, por así decirlo, del espíritu y la libertad —como
en el animal, por ejemplo—, no pare ninguna eternidad. Ahora bien, nos
otros hemos de tomar del tiempo el carácter definitivo, trascendente al
tiempo, de la existencia del hombre hecha en espíritu y libertad, y nos
imaginamos el tiempo casi involuntariamente como una duración indefi
nida. Por eso nos quedamos perplejos. De manera parecida a lo que
sucede en la física moderna, hemos de aprender a pensar de forma no
intuitiva y «desmitologizante», en ese sentido, y decir: por la muerte —y
no: tras ella— es —y no: empieza a pasar— la realidad definitiva hecha de
la existencia del hombre libremente madurada; es lo que llegó a ser, en
tanto vigencia y validez prometida y liberada de lo que una vez fue reali
dad temporal, que devino espíritu y libertad para ser.
Pero ¿de dónde sabemos que esto acaece desde dentro de la caduci
dad del tiempo que somos y que amargamente experimentamos? Aquí,
a propósito de esta cuestión, aparece en la doctrina católica del dogma y
de la teología la unidad dual de revelación y conocimiento humano pro
pio a la que al principio aludíamos. La revelación en la palabra de Dios,
para tener un hombre abierto al mensaje del Evangelio, para poder «lle
gar» con la realidad auténtica de la promesa cristiana, apela en el hombre
a esa auto-intelección para una realización más clara y decidida que en la
historia de la humanidad puede encontrarse casi por todas partes cuan
do el hombre piensa que los muertos siguen viviendo de alguna forma.
Pero ¿podemos ratificar todavía hoy, a partir de nosotros, esa convicción
LA VIDA DE LOS MUERTOS 403
do a primer plano por la palabra. Y así surge del fondo abarcador, mudo
y callado, del que procede y en el que permanece oculto. La realidad
parafraseada y distinta en la palabra, en el nombre con función distin-
guidora, al ser distinguida de otra, entra con ella simultáneamente en la
unidad de lo comparable y pariente, refiere así tácitamente al origen
único, capaz de conferir simultáneamente, antes que toda otra realidad,
por estar por encima de ambas, la unidad y la diferencia.
La palabra ordena siempre lo individual y, al hacerlo, hace referencia
siempre al orden mismo, inordenable, siempre previo, que permanece a
priori en el fondo y en el trasfondo. Puede suceder que se oigan palabras
sin percibir todo esto. Se puede ser sordo, incapaz de advertir que el
sonido espiritual sólo puede ser oído en su realidad inequívoca habi
tuándose a escuchar previamente, sobre todo sonido determinado y
aisladamente tomado, la entraña misma del silencio en el que todo soni
do posible está todavía recogido y es uno con todo lo otro. Puede
carecerse de atención para la propia escucha abarcadora, dejándose caer,
al oír, en lo individual oído. Se puede olvidar que el ámbito pequeño y
limitado de las palabras determinantes está situado en el desierto infini
to y callado de la divinidad.
Pero es justamente a esta realidad sin nombre a quien las palabras
quieren nombrar también, cuando dicen lo que tiene nombre. Quieren
evocar el misterio, dando lo inteligible; quieren invocar a la infinidad,
parafraseando y circunscribiendo lo finito; quieren, aprehendiendo y
percibiendo, forzar al hombre a que sea aprehendido.
Lo que sucede es que el hombre puede ser sordo a este sentido eter
no de las palabras temporales y aun enorgullecerse de su dureza de
corazón, insensible, yerma y necia. Y por eso hay que decirle palabras de
alta entidad. Para que advierta que son dichas por quienes él tiene que
tomar en serio. Y que en tales palabras sólo le cabe una alternativa: o
tenerlas por absurdas, o escucharlas a todo trance, con verdad y con amor
esforzados, hasta comprender que su sentido pleno consiste en decir lo
inefable, en hacer que el misterio sin nombre roce levemente el corazón,
en fundar todo lo fundado en primeros planos en el abismo sin fondo.
El cristianismo necesita tales palabras y tal entrenamiento en el
saber-oírlas. Y la razón es que todas sus palabras serían indudablemente
entendidas falsamente, si no fueran oídas en tanto palabras del misterio
y comienzo de la bienaventurada y «capiente» incomprensibilidad de lo
santo. Pues tales palabras hablan de Dios. Y no habremos entendido ni
414 VIDA CRISTIANA
ren, sepultados bajo los logros del ingenio técnico y ahogados por la
palabrería de las masas, el cristianismo tiene que defender lo humano y
lo poético. Ambos viven y mueren conjuntamente. Sencillamente porque
lo humano —que es también lo poético— y lo cristiano, aunque no sean
lo mismo, tampoco pueden ser separados. Ya que también lo humano
vive de la gracia de Cristo, y lo cristiano incluye en su esencia propia lo
humano como un elemento esencial, aunque no sea todo.
Si es verdad que el mensaje del Evangelio persiste hasta el fin de los
tiempos, también lo es, conjuntamente, nuestra creencia en que siempre
habrá hombres a quienes la palabra del misterio inefable —el amor hecho
carne en la palabra humana, el amor que todo lo aúna y reúne— les entre
en lo más íntimo del corazón. Si a tal palabra le han sido prometidos la
lucha permanente y el peligro constante y violento, pero también la per
manente victoria en el victorioso permanecer hasta el fin, también le ha
sido prometida entonces a la palabra poética una victoria siempre reno
vada en la lucha siempre nueva. Y es que de aquella palabra se abre en
flor siempre ésta, porque la palabra divina lleva ya en sí el ser más íntimo
de la palabra poética.
Los cristianos tenemos que amar y luchar por la palabra poética,
porque tenemos que defender lo humano, ya que Dios mismo lo ha asu
mido a su realidad eterna. De esta característica esencial del cristianismo
no se deduce ninguna receta de cómo habrá de ser esa realidad poética a
la que nunca podemos renunciar. El hombre es historia y, por tanto, tam
bién su poesía. No hay que asustarse ante la historia. Y menos que nadie
el cristiano. El es quien tiene que tomarla más en serio, porque la eterni
dad del cristiano nace del seno mismo de la historia. Y por eso el
cristiano, al declararse y afirmar el humanismo, eterno y, con ello, la eter
na poesía, no afirma nunca la poesía de ayer y anteayer solamente.
Querrá que el poeta diga abierta y lealmente lo que hay en nosotros y que
anticipe profèticamente lo que ya se cierne en forma de futuro; querrá
que sea el poeta del tiempo propio, del tiempo nuevo, de su tormento, de
su bienaventuranza, de su quehacer, de su muerte y de la vida eterna.
También aquí sólo podemos ser conservadores teniendo, como cristia
nos, en la misa del altar como en la misa de la vida, la memoria solemne
de nuestro origen y de nuestro pasado por una de las fuerzas esenciales
de nuestra existencia. Y de tal manera que justamente en esa conciencia
salgamos al encuentro del futuro que, irrepetible siempre, nos llama, y de
modo que el futuro de Dios sea nuestro origen.
420 VIDA CRISTIANA
J Cf. J. Habermas, «Arbeit und Freizeit»: Konkrete Vermiß, Festchriflit fiir E. Rothacker (Bonn
1958) 224: «Pero ni el tiempo de trabajo es hoy por lo general tan excesivo, ni las consecuencias
del trabajo, prescindiendo de algunas ramas de oficios, consisten tanto en un agotamiento pri
mariamente corporal que el tiempo libre tenga que emplearse principalmente para la
reproducción física de las fuerzas para trabajar. De allí que en lugar de la función regenerativa
aparezcan hoy dos funciones complementarias distintas del tiempo libre: las llamamos revoca
toria y compensadora. En el primer caso, durante el tiempo libre se cultiva una actitud laboral
que revoca el carácter de imposición ajena, abstracción y desproporción que el trabajo profe
sional implica; el cuasi-trabajo intenta devolver la libertad, carácter intuitivo y equilibrio de la
exigencia de rendimiento que aquél no concede. No quieren aceptarse tales recusaciones, no se
quiere compensarlas sólo, sino revocarlas en sentido estricto: el tiempo libre promete una autén
tica plenitud que en sí no tiene nada de contentamiento supletorio. En el segundo caso, durante
el tiempo libre se mantiene una actitud ajena al trabajo que compensa las consecuencias de una
actividad que ante todo agota psíquicamente y que obra contra el sistema nervioso. Se trata de
llenar el vacío y hacer desaparecer la tensión que ya no tiene nada que ver con el cansancio agra
dable después del trabajo bien hecho».
EL PROBLEMA DEL TIEMPO LIBRE 429
No debe olvidarse que la semana de cinco días existió ya prácticamente en la Edad Media. Ya en
las Decretales de Gregorio IX, en 1234, se cuentan unos ochenta y cinco días libres (domingos
incluidos). Del siglo XIII al XVI, en algunas diócesis —además de las fiestas locales— había más
de cien días libres. Parece que en aquel tiempo no se tenía ningún deseo de elevar la cantidad de
bienes económicos trabajando más tiempo, porque, por idealismo, se estaba contento con lo que
se producía, o porque en el estado de la técnica tic entonces, etc., no se tenía la posibilidad real
de elevar considerablemente el volumen de bienes por encima del efectivamente logrado, y se
llegó así a la semana de cinco días, o ambos factores influyeron conjuntamente. En todo caso,
este ejemplo, digámoslo de paso, muestra que hay que proceder cautamente cuando se afirma
que, en general, los hombres no sabrían qué hacer con tanto tiempo libre. Incluso en tiempos en
que era más difícil emprender otra actividad junto al trabajo, parece que una semana de cinco
días era totalmente deseable.
KL PROBLEMA DEL TIEMPO LIBRE 431
ría de los hombres existe una diferencia muy considerable entre la canti
dad material de bienes que desearían tener y la que de hecho alcanzan.
Por tanto, vistas las cosas en conjunto, el deseo de más trabajo, siempre
que exista la posibilidad de tal trabajo extraordinario rentable, seguirá
existiendo todavía mucho tiempo.
Pero ¿cómo y por qué debería impedir la sociedad tal posibilidad, si
se redujera simultáneamente el tiempo oficial de trabajo a la semana de
cinco días? Ahora bien, si no lo hace o no puede hacerlo, la semana de
cinco días termina convirtiéndose más bien en el módulo del salario
mínimo rara garantizar las condiciones mínimas físicas de la vida. Y el
hobby del tiempo libre, que hasta entonces se disfrutaba, se convertirá, en
el nuevo, más amplio tiempo libre, en innumerables formas de un traba
jo suplementario y económicamente útil. O —la segunda condición— los
hombres, por consideraciones idealistas, tendrían que hacer en ese tiem
po libre cosas que económicamente no son útiles; en una ascética
consistente en abstenerse del trabajo económicamente remunerador ten
drían que dedicarse en el tiempo libre a los valores que por no fomentar
de ninguna manera la conservación biológica de la existencia tampoco
serían retribuidos con dinero. Pero ¿habrá pronto muchos hombres que
se dediquen a tales valores, serán muchos pronto capaces de ello, en
grandes proporciones que efectivamente puedan llenar en gran medida
su mayor tiempo libre? Y si fuera así o si en el futuro se lograra ¿podrí
an dejarse sin retribuir con dinero todas las ocupaciones de los hombres
que no fomenten inmediatamente la conservación biológica de la exis
tencia, aun en los casos en que hasta entonces habían sido remuneradas
—por ejemplo, en la poesía, en el arte, en la ciencia—? ¿Podría obligarse
a esas personas a un trabajo económicamente lucrativo, porque éste no
duraría ya tanto que no tuvieran ningún tiempo para dedicarse a tales
valores más altos en el tiempo libre ya que otros harían lo mismo en su
tiempo libre sin recibir por ello ninguna remuneración? ¿No se iría a
parar así, consecuentemente, a un ideal comunista, según el cual todos
deberían realizar un trabajo manual, es decir, un trabajo económicamen
te útil, porque para lo otro y en todos los casos a todos les queda tiempo
y no se ve por qué han de ser pagados por hacer aquello por lo que otros
no reciben ninguna remuneración?
El problema de la reducción del tiempo de trabajo no se resuelve,
por tanto, ni siquiera económicamente, diciendo que la deficiencia se
supera mediante una mayor intensidad y racionalización del trabajo e
432 VIDA CRISTIANA
mente externa, otra valoración social de algunos trabajos, otro entorno del
trabajo? Si el tiempo de trabajo resulta tan fatigoso, ¿por qué son, enton
ces, los menos los que están dispuestos a una disminución del tiempo de
trabajo a cambio de una reducción del jornal, aun cuando la mayoría evita
oficios nocivos a la salud, aunque estén mejor remunerados?
También el concepto médico de trabajo plantea problemas que ten
drían que serle aclarados al teólogo desde otro lugar antes de que él,
fuera de unos cuantos principios generales, pudiera decir algo útil desde
su punto de vista a propósito del problema de la semana de cinco días.
3. El concepto humano del trabajo. Lo que queremos decir aquí es
más difícil de expresar que lo mentado con los dos primeros conceptos.
Y es que hay todavía otra esencia de trabajo que, en realidad, no se refie
re ni a la utilidad económica expresable en dinero de lo producido con
ella, ni a la reducción de la capacidad fisiológica de rendimiento, y con
ello tampoco a los dos conceptos recíprocos implícitos en ellos de la acti
vidad, no retribuida y del descanso físico. Para ir viendo poco a poco lo
que queremos decir planteemos la pregunta siguiente: prescindiendo del
ritmo de la actividad fisiológicamente fatigosa para conservar y defender
la existencia biológica y de la interrupción necesaria, por tanto, de tal
actividad para recobrar las fuerzas fisiológicas ¿hay algo así como un
ritmo, dos fases en la vida del hombre en la forma más original y exis-
tencial, a cuyos dos elementos podemos adscribir las palabras trabajo y
descanso, de modo que éstas sólo de ahí reciban su sentido propio y ori
ginalmente dado con la esencia del hombre? Para entender esta cuestión
piénsese en conceptos como «musa» (Muse), ocio (Musse) 'Juego, litur
gia, creación figurativa, meditación y poesía y conceptos afines. Tales
realidades no pueden encuadrarse verdaderamente sin más en los con
ceptos dobles empleados hasta ahora de trabajo-tiempo libre y
trabajo-descanso. La «musa» puede ser fisiológicamente muy fatigosa, la
realización «lúdica» o litúrgica del ser humano puede ser agotadora,
ambas pueden ser incluso remuneradas, al menos en determinadas
' Desde la realidad misma se plantea aquí un problema ortográfico: en alemán existe Muse y
Musse. En realidad, Musse (ocio) aquí, en nuestro texto, sólo puede significar el puro «tiempo
libre de descanso». Siempre que el tiempo mentado posee ese contenido pleno que se llama lo
estetico bay que escribir Muse (sensibilidad estética o «musa»), incluso cuando se trata de un
espacio propio de tiempo detrás del «trabajo» y sentido como descanso.
Kl, PROBLEMA DEL TIEMPO LUIRE 435
Cí. H. Plessner, «Die Funktion des Sport in der industriellen Gesellschaft»: WiWei 3 (1959)
2S2-274.
Kl, PROBI,EMA DKL TIEMPO LIBRE 437
mal existe una analogía con el juego humano en el mero ejercicio del ape
tito funcional— porque el hombre es espíritu, pero tal que también lo
corporal puede realizarlo y tiene que realizarlo espiritualmente ”.
Las posibilidades de hacer lo laboral y lo «músico» de la realización
humana de la existencia en una única actividad o en actividades tempo
ralmente separadas están en evolución histórica, de forma que el
hombre, según la situación condicionada históricamente, tiene musa y
trabaja más en una realización o en ocupaciones separadas. Y estas dis
tinciones temporales pueden, a su vez, ser muy diversas. Siempre ha
habido algún ritmo temporal entre trabajo y musa7. Siempre ha habido
juego, fiesta, culto, etc., como realidades «músicas». Pero quizás el traba
jo del hombre desde su esencia concreta encerraba en sí gran cantidad
de elementos músicos, lúdicos, y así la necesidad de realizar lo músico en
actos separados temporalmente no existía en la medida en que sucede
con un trabajo muy a-músico. La recolección de los frutos para el labra
dor, la caza, la guerra primitiva incluso, y una agricultura primitiva
podían contener en sí tal cantidad de elementos músicos o recibirlos, sin
el estorbo del «trabajo», que la necesidad de intercalar realizaciones
músicas, separadas temporalmente, tenía que ser menor. El trabajo
mismo contenía lo no planeado e inesperado, estaba abierto a las nuevas
ocurrencias, no imponía al hombre, desde sí mismo, un tempo inequívo
co; podía acoplarse fácilmente a su talante, se podía cantar durante el
trabajo, charlar, podía aligerarse mediante cortas pausas o un ritual civil
o religioso, etc. Hoy, debido a la técnica, el trabajo ha llegado a ser
mucho menos «músico» en su esencia. No porque en realidad sea más
Ci. J. Bodamcr, Gesundheit und technische Welt, (Stuttgart 1955); F. Dessaucr, Streit um die
‘Technik (Frankfurt 1956); F. Pollock, Automation (Frankfurt 1956).
EL PROBLEMA DEL TIEMPO LIBRE 439
II
’’ Sobre teología del trabajo cf.: S. Weber, Evangelium und Arbeit (Freiburg de Br. 1921); P.
Doncoeur, IJ Evangile du travail (Paris 1940); M. D. Chenue, Pour une 'Dteologie du ‘Ira vail\
H. Rondet, Die Theologie der Arbeit (Würzburg 1956).
446 VIDA CRISTIANA
También a ese propósito hay que decir que quien no entiende esto
no ha entendido por qué y para qué se libera el espíritu de su servicio a
la autoconservación biológica y producción de bienes económicos, tam
bién temporalmente y no sólo en la última determinación del fin de su
obrar. No se puede ni se debe profetizar sobre el futuro, porque la mayo
ría de las veces tales profecías no se cumplen. Pero como no se trata de
una predicción de lo que los hombres harán de hecho, sino de un decir
sobre lo que, por la esencia de las cosas, deberían hacer, puede decirse
perfectamente: si en tiempos anteriores se tenía por cosa evidente que
hombres consagrados a la contemplación religiosa participaran también
—por medio de limosnas, fundaciones, etc.— de lo producido por la
vida económica, aunque no hubieran participado en dicha producción o
sólo muy poco, si en tiempos anteriores —y no sólo en el cristianismo—
la edad o ciertos estamentos se retiraban, justificadamente y de acuerdo
con lo esperado, de la vida económica para consagrar su vida a la «musa»
religiosa, tendría y podría haber de nuevo en el futuro algo así, en mayor
medida y en otra nueva forma, bajo el nuevo régimen de un tiempo de
trabajo reducido: hombres a quienes la sociedad les hiciera posible una
vida religiosa contemplativa, aun cuando económicamente no fueran
muy productivos.
¿Por qué había de ser concebible algo así sólo a propósito de un tra
bajo y «musa» científicos, cosa que hoy también acaece estatalmente, sin
que nadie se extrañe de ello? En el fondo no se ve por qué un profesor que
intenta descubrir las últimas variedades de las hormigas es subvencionado
estatalmente antes que la carmelita que convierte en contenido, de su vida
las aventuras de la contemplación mística y del amor a Dios. (Digámoslo
de paso: éste es también el punto de partida para entender que los artistas
pueden ser subvencionados por la sociedad, en determinadas circunstan
cias, aun cuando el producto de sus creaciones, vendidas en el mercado
del arte, no pueda alimentar a sus creadores. En ambos casos —el de los
religiosos contemplativos y el de los artistas— es, naturalmente, una cues
tión particular, que aquí no puede ser tratada, si la subvención de vida
adecuada debe darla el Estado por medio de dinero proveniente de
impuestos, o si no habría otras formas más razonables de hacerlo).
Tras esta advertencia marginal resumamos una vez más lo verdadera
mente importante: el hombre, como espíritu personal, aspira
esencialmente a una liberación del dominio de lo meramente económico,
impuesto por la constante del bios y de la defensa meramente biológica de
KL PROBLEMA DKL TIEMPO LIBRE 447
t e o l o g ìa d e l p o d e r
«Teología del poder» como título de una meditación sólo, puede sig
nificar, indudablemente, la tarea de reflexionar sobre el sentido que el
concepto del poder recibe puesto ante la realidad de Dios, tal y como la
doctrina cristiana y católica lo conoce. Dicha confrontación tiene que ser
posible, entre otras razones, porque ya en las primeras afirmaciones del
primer «credo» cristiano empleamos el concepto de poder al llamar a
Dios el «Todopoderoso».
Con eso queda dicha ya una realidad doble en unidad que nos mete
de lleno en el centro de la problematicidad del poder del hombre: el
poder es evidentemente algo que viene de Dios y que da testimonio de él
en el mundo, puesto que tal realidad que nos sale al encuentro dentro del
mundo y a la que llamamos poder es afirmada de Dios mismo para desig
narle, aunque en forma tan sublime. Y el poder entra con ello en el
ámbito de los poderes misteriosos, peligrosos, en algún modo sólo reser
vados a Dios, sólo inteligibles desde él, nunca usurpables por propia
fuerza y autocràticamente cuando llamamos a Dios el absolutamente
poderoso, realmente el solo-poderoso, el topoderoso, y al decirlo tene
mos en cuenta que el poder propiamente deja de ser poder cuando sabe
y se confiesa a sí mismo fundamentalmente ya como sólo parcialmente
poderoso, medio impotente, no sólo poderoso.
Pero antes de seguir adelante hemos de reflexionar sobre la plurali
dad de significados, experimentables desde un punto de vista
intramundano, de la palabra poder. El mundo y el hombre son en sí mis
mos realidades plurales y pluriestratificadas. Ya por esa razón no es el
poder un concepto unívoco. Pues entendiendo por poder, por lo pronto
de forma general y vaga, la autoafirmación propia de un ente determina
do, la resistencia y, de ahí, la posibilidad activa que necesariamente le es
propia, de intervenir desde sí y sin la aprobación previa del otro en el
estado real de ese otro modificándolo, está claro de antemano que todo
450 VIDA CRISTIANA
ente, por el simple hecho de ser —en sí y frente a los otros— tiene tam
bién, en cierto sentido y grado, poder. El poder, por tanto, varía
esencialmente en su propio ser según la peculiaridad del ente respectivo,
según la región y dimensión respecto de las cuales se da tal posibilidad
de mutación, según los medios con los que se lleva a cabo tal mutación
en el ámbito del otro.
Desde esta perspectiva está totalmente justificado y tiene pleno sen
tido hablar de un poder y del saber y de la teoría, de la confesión, del
amor, de la valentía, de la oración, etc. Pues todos estos actos del hom
bre, previamente a una aprobación dada por el otro, pueden modificar su
situación, al menos en cierto aspecto, en ciertas dimensiones, ejercer
poder, por tanto. Y en tanto que tal dimensión, accesible a dicho acto
determinado modificador y determinante y quizás en absoluto sólo a ése,
es, por ejemplo, más alta en su calidad de ser y de mayor dignidad que
otra, puede tal acto ser «poder» en un sentido mucho más sublime y en
un significado mucho más real —dentro de la gradación análoga del nivel
de ser en general— que otra posibilidad por el estilo que sólo pueda efec
tuarse inmediatamente en una dimensión de ser y de valor más baja del
otro hombre o ente. En este sentido, el poder de la oración, por ejemplo,
de la humildad, en tanto decisión valiente para lo moral puro, pero apa
rentemente impotente, etc., es desde el punto de vista del ser más alto, de
rango ontològico y moral más elevado que el poder, pongamos por caso,
que proporciona la posesión de una bomba atómica. Concédalo o no
uno de esos llamados realistas que sólo son miopes insensatos.
Con esto no se ha resuelto nada, naturalmente, sobre la cuestión de
si alguien, sólo por eso, puede renunciar al poder inferior, o si debe, por
que posee el superior o lo profesa.
Ahora bien, al hablar en las precisiones que siguen del poder, en
cuanto se trata del tema propio, nos referimos sólo a un poder total
mente determinado, en cierto sentido limitado regionalmente, que
puede denominarse también/wera, es decir, al poder que con medios
físicos, o sea, con medios que no se dirigen a la inteligencia y a la liber
tad del otro, influye en la esfera del otro determinando y modificando
previamente a su aprobación. De tal poder hablamos en las precisio
nes que siguen. Es el problema del poder que hoy nos preocupa y nos
oprime: la fuerza física que limita la libertad, que contra su decisión
crea en la existencia de los otros hombres hechos, y que, por ello, se
llama fuerza bruta. Vamos a considerar cómo tiene que ser juzgado
TEOLOGÍA DEL PODER 451
que varía históricamente: debe ser superada lentamente, tiene que ser
combatida por el espíritu, el amor y la gracia.
El hombre debe integrar cada vez más —por muy infinito que, tal
quehacer sea, por mucho que fracase una y otra vez en tal empeño, hasta
que le sea otorgada la victoria, como gracia, en el suceso de la muerte y
de la resurrección— su ser entero, también en su materialidad, en la deci
sión orientada a Dios de su libertad agraciada. Esto tiene vigencia
aplicado al hombre singular en la historia privada de su vida y a la histo
ria del hombre en su constitución social, en la historia en absoluto. Todo
esfuerzo logrado, aunque sólo sea parcialmente, en esa dirección —lla
mémoslo como lo llamemos: inteligencia, moral, ethos público, cultura,
humanización— es un esfuerzo que por su esencia tiende a reprimir el
poder físico, a reducir el ámbito dentro del cual tiene carta de ciudada
nía. Quien considerase el poder como lo más cierto y lo más claro, quien
pensara que es lo más real y en el fondo lo único acreditado, quien no tra
bajara para superarlo y suprimirlo, sería ocultamente un hereje y un
apóstata del verdadero cristianismo, porque no afirmaría que tal poder
proviene del pecado y que por ello tiene que ser, como él, superado.
Ya desde esa perspectiva adquiere el concepto de poder un carácter
peligroso y equívoco. El poder es posible e incluso justificadamente en
un mundo de ceguedad, de instintos, de lo no-libre y todavía no atrave
sado por la verdad divina, pero lo es siendo también forma de
manifestación y consecuencia de ese pecado al que responde. Se sigue,
ya desde ahí, que si en absoluto debe ser empleado —sobre esto hemos
de hablar aún— y administrado, sólo puede serlo justamente por quien
sea consciente de su riesgo y ambigüedad, por quien sepa que aquí se
debe exorcizar en algún sentido verdaderamente al demonio y a Belcebú,
que aquí el dique contra el pecado del otro, por el origen de este género
de poder, se transforma muy fácilmente y como de por sí en la concre
ción de la propia pecaminosidad.
En todo caso: aunque en las páginas siguientes hemos de decir que
también este poder físico es una realidad del orden de la creación de
Dios, querida por él y no sólo confiada al hombre, sino impuesta tam
bién como obligación en la representación de Dios, no debemos olvidar
que este don divino en el orden concreto de creación y salvación, según
el testimonio de la Escritura y de la Iglesia, está mediatizado en su forma
concreta por el pecado. Por eso es su forma de manifestación —¡no nece
sariamente por ello siempre pecado!— y tentación de pecado, lo mismo
452 VIDA CRISTIANA
que varía históricamente: debe ser superada lentamente, tiene que ser
combatida por el espíritu, el amor y la gracia.
El hombre debe integrar cada vez más —por muy infinito que, tal
quehacer sea, por mucho que fracase una y otra vez en tal empeño, hasta
que le sea otorgada la victoria, como gracia, en el suceso de la muerte y
de la resurrección— su ser entero, también en su materialidad, en la deci
sión orientada a Dios de su libertad agraciada. Esto tiene vigencia
aplicado al hombre singular en la historia privada de su vida y a la histo
ria del hombre en su constitución social, en la historia en absoluto. Todo
esfuerzo logrado, aunque sólo sea parcialmente, en esa dirección —lla
mémoslo como lo llamemos: inteligencia, moral, ethos público, cultura,
humanización— es un esfuerzo que por su esencia tiende a reprimir el
poder físico, a reducir el ámbito dentro del cual tiene carta de ciudada
nía. Quien considerase el poder como lo más cierto y lo más claro, quien
pensara que es lo más real y en el fondo lo único acreditado, quien no tra
bajara para superarlo y suprimirlo, sería ocultamente un hereje y un
apóstata del verdadero cristianismo, porque no afirmaría que tal poder
proviene del pecado y que por ello tiene que ser, como él, superado.
Ya desde esa perspectiva adquiere el concepto de poder un carácter
peligroso y equívoco. El poder es posible e incluso justificadamente en
un mundo de ceguedad, de instintos, de lo no-libre y todavía no atrave
sado por la verdad divina, pero lo es siendo también forma de
manifestación y consecuencia de ese pecado al que responde. Se sigue,
ya desde ahí, que si en absoluto debe ser empleado —sobre esto hemos
de hablar aún— y administrado, sólo puede serlo justamente por quien
sea consciente de su riesgo y ambigüedad, por quien sepa que aquí se
debe exorcizar en algún sentido verdaderamente al demonio y a Belcebú,
que aquí el dique contra el pecado del otro, por el origen de este género
de poder, se transforma muy fácilmente y como de por sí en la concre
ción de la propia pecaminosidad.
En todo caso: aunque en las páginas siguientes hemos de decir que
también este poder físico es una realidad del orden de la creación de
Dios, querida por él y no sólo confiada al hombre, sino impuesta tam
bién como obligación en la representación de Dios, no debemos olvidar
que este don divino en el orden concreto de creación y salvación, según
el testimonio de la Escritura y de la Iglesia, está mediatizado en su forma
concreta por el pecado. Por eso es su forma de manifestación —¡no nece
sariamente por ello siempre pecado!— y tentación de pecado, lo mismo
454 VIDA CRISTIANA
Pues todo lo que así sucede sigue teniendo en su séquito una intermina
ble reacción en cadena, aun cuando poco después ya no puedan ser
distinguidos en la unidad de la historia común los efectos provenientes de
determinados individuos de aquellos que partieron de otros. ¿Es lícito
hacer eso? ¿Es suficiente legitimación y consuelo para la decisión con
creta del hombre decir que no puede obrar de forma que no sea ésa; que
sigue cooperando en el destino de los otros aun cuando se abstiene de
obrar para no resultar conjuntamente responsable y quizás culpable?
¿No se ejecuta aquí algo que en realidad es propio de Dios: la determi
nación del campo de la libertad previamente a su decisión?
Si los cristianos pensamos además que toda libertad tiene una vigen
cia eterna y un futuro eterno, si consideramos que, a pesar de su
originalidad y según la doctrina cristiana —completamente en contra
dicción con muchas concepciones tal y como se expresan, por ejemplo,
en el Jedermann de Hofmannstahl y en otras representaciones—, está
codeterminada en este su resultado eterno, también en cuanto tal, por la
materia y la región previamente dadas de esta libertad, si éstas, por tanto,
no desaparecen al fin como el material indiferente en el que esta libertad
se hubiera ocupado sólo casualmente y de nuevo desfavorablemente,
está claro que el poder co-opera en la libertad eterna y en el resultado
eterno de la libertad del otro. ¿Puede hacerse eso? Qué enormidad le es
impuesta al hombre simplemente por el hecho de que él tiene poder
frente a otra libertad. Qué tentación tiene que ser esto. No puede decir
se que lo cristiano, como se expone usualmente en un idealismo
abstracto, sea sólo que el hombre puede ser libre también estando enca
denado. En cierto sentido puede ser verdad. Pero estando encadenado
no se puede llevar a cabo lo definitivamente libre que, de lo contrario, se
habría ejecutado. Tras un lavado de cerebro y bajo el influjo inmenso de
la propaganda, del espíritu apremiante del tiempo y de otros poderes,
aun cuando se siga siendo libre, no se puede hacer lo que se habría hecho
si el campo de la libertad hubiera sido más amplio y de otra forma.
Y lo que en tales supuestos del acto libre se hace no cae simplemen
te del sujeto agente porque él siguió siendo libre o porque no pudo obrar
de otra manera en esta libertad. Precisamente si obró como quien es
libre, si no fue hecho sencillamente irresponsable, se apropia esos
supuestos de su acto libre que otro determinó y sólo así entra la determi
nación extraña por la fuerza en los rasgos de la faz eterna de la persona
libre. Y es que en el hombre no se puede distinguir absolutamente de
TEOLOGÍA DEL PODER 465
Contenido...................................................................................................7
Abreviaturas............................................................................................... 9
Pròlogo..................................................................................................... 13
T eologia fundamental
D octrina de D ios
C ristologìa
D octrina de la gracia
E scatologia
V ida cristiana
Teléfono: 91 781 99 70
Fax:91 781 99 77
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