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Escritos de Teología IV-Karl Rahner

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E scritos de Teología

IV

K. Rahner

n
E EDICIONES
CRISTIANDAD
E scritos de Teología

K. R ahner

El cuarto volumen de sus Escritos


de Teología reúne algunas de las
aportaciones más significativas de Karl
Rahner a la Teología del pasado siglo.
De manera sistemática, Rahner revisa
cuestiones decisivas de Teología
Fundamental —tal como la evolución
homogénea del Dogma—y otras sobre
la doctrina acerca de Dios en s í mismo
y en su relación con los hombres.
En los ensayos que cierran el libro
desemboca, finalmente, en la vida
espiritual de los cristianos.

n
E
« i EDICIONES
T . ACRISTIANDAD
OBRAS SELECTAS Y HOMENAJES

Nace en Friburgo de
Brisgovia en 1904. Ingresa
en la Compañía de Jesús
en 1922, y cursa estudios
en Friburgo con Heidegger
con el que profundiza en
las corrientes renovadoras
de la filosofía contemporánea.
Luego estudia teología en
Innsbruck donde se doctora
en 1936. Sucede a Guardini
en 1964 en la cátedra de
Weltanschauung cristiano
de Munich. Desde 1967 fue
profesor de teología de
Münster. Fue también asesor
teológico del Concilio y
miembro de la Comisión
Teológica Internacional en
su periodo inaugural además
de uno de los principales
teólogos posconciliares
con sus intervenciones en
la revista Concilium. Murió
en 1984.

CRISTIANDAD

V - Ju
Otros libros de Obras Selectas y Homenajes
publicados por esta Editorial:

K. R ahner
Escritos de Teología, I:
Dios-Cristo-María-Gracia
pp. 383.

K. R ahner
Escritos de Teología, II:
Iglesia-hombre
pp. 351.

K. R ahner
Escritos de Teología, III:
Vida espiritual-Sacr amentos
pp. 414.

K. R a h n er, J. M o ltm an n , J. B. M etz,


A lfo n so A lv arez-B o lad o
Dios y la ciudad
pp. 200.

A. V argas M achuca (ed.)


Teología y inundo contemporáneo.
Homenaje a K. Rahner en su 70 cumpleaños
pp. 693.

J. A. M ö h le r
Simbólica
pp. 749.

Y. C o n g ar
Un pueblo mesiánico
pp. 248.

J. R atzinger
El espíritu de la liturgia: Una introducción
pp. 256.

H. U. V on Baltasar
Ensayos Teológicos, I: Verbum Caro
Ed. Encuentro/Ediciones Cristiandad, pp. 299.
ESCRITOS DE TEOLOGIA

TOMO IV

KARL RAHNER

C u arta e d ic ió n

CRISTIANDAD
© Fue publicado por la editorial
Benziger Verlag, Einsielden

Título original
SCHRIFTEN FUR THEOLOGIE

Traductores
J. MOLINA, L. ORTEGA, A. P. SÁNCHEZ PASCUAL, E. LATOR
bajo la supervisión de los
PP. L. MALDONADO; J. BLAJOT, S. J.; A. ÁLVAREZ BOLADO, S. J.
y
JESÚS AGUIRRE

Primera edición española: 1961 (Ed. Taurus)


Segunda edición: 1963 (Ed. Taurus)
Tercera edición: 1968 (Ed. Taurus)
Cuarta edición: 2002 (Ed. Cristiandad)

Derechos para todos los países de lengua española en


EDICIONES CRISTIANDAD, S.A.
Madrid 2002

ISBN: 84-7057-433-7 (Obra completa)


ISBN: 84-7057-465-5 (Tomo IV)
Depósito legal: M. 47.544-2002

Printed in Spain
A lizos, S. L. - Fuenlabrada (Madrid)
CONTENIDO

Abreviaturas.................................................................................................9
Prólogo.......................................................................................................13

TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

I. Reflexiones en torno a la evolución del dogma...................................17


II. Sobre el concepto de misterio en la teología católica....................... 53

DOCTRINA DE DIOS

I. Advertencias sobre el tratado dogmático De Trinitate ................. 99

CRISTOLOGÌA

I. Para la teología de la encarnación .....................................................131


II. Cuestiones dogmáticas en torno a la piedad pascual...................... 149
III. «Virginitas in partu». En torno al problema
de la tradición y de la evolución del dogma....................................165

DOCTRINA DE LA GRACIA

I. Naturaleza y gracia.............................................................................. 199


II. Problemas de la teología de controversia sobre la justificación.... 225

DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

I. Para una teología del símbolo.............................................................261


II. Palabra y eucaristía.............................................................................295
III. La presencia de Cristo en el Sacramento de la Cena del Señor.......333
IV. Sobre la duración de la presencia de Cristo después
de la recepción de la Comunión......................................................361
8 I'.ONTKNIDO

ESCATOLOGÌA

I. Principios teológicos de la hermenéutica


de las declaraciones escatológicas..................................................... 373
II. La vida de los muertos...................................................................... 401

VIDA CRISTIANA

I. La palabra poética y el cristiano........................................................411


II. Advertencias teológicas en torno al problema del tiempo libre......... 423
III. Teología del poder...........................................................................449

Indice general......................................................................................... 471


ABREVIATURAS

AAS «Acta Apostolicae Sedis»


AER «American Ecclesiastical Review»
v re «Archivo Teológico Granadino»
A ril «L’anné théologique»
Augusti ni ana «Tijdschrift voor de Studie van Sint Augustinus ed
de Augustijnenorde»
Bijdragen «Bijdragen, Tijdschrift voor Filosofie en Theologie»
Bull Thom «Bulletin Thomiste»
Cath «Catholica. Jahrbuch fur Kontrovestheologie»
CB «Cultura Bíblica»
CliuW «Christentum und Wissenschaft»
CKI Codex Iuris Canonici a. 1983
CSEL Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum
Dz H. Denzinger, Enchiridion symbolorum definitionum
et declarationum de rebusfidei et morum
DSAM Dictionaire de Spiritualité ascétique et mystique
Doctrine et Histoire
DTh «Divus Thomas»
DThC Dictionaire de théologie catholique
EE «Estudios Eclesiásticos»
ETL «Ephemerides Theologicae Lovanienes»
FT «Franziskanische Studien»
CCS Die giieschischen christlichen Schriftsteller der
erstendrei Jahrhunderte
Cr «Gregorianum»
CuL «Geist und Leben. Zeitschrift für Aszese und Mystik»
Hochland «Hochland. Monatsschrift für alle Gebiete des
Wissens, der Literatur und Kunst»
JBR «Journal of Bible and Religion»
JEW «Jahrbuch für Liturgiewissenschaft»
JRcl «Journal of Religion»
KuD «Kerygma und Dogma»
IO AURK.VI ATURAS

LThK «Lexikon für Theologie und Kirche»


LuM «Liturgie und Mönchtum. Laacher Hefte»
Mansi J. D. Mansi, Sacrorum concilionim nova et amplissima
colledio, 3 \ Bde., Florenz - Venedig 1757-1798. -
Neudruck und Fortsetzung unter dem Titel: Collectio
conciliorum recentiorum ecclesiae universae, 60
Bde., Paris 1899-1927
M ThZ «M ünchener Theologische Zeitschrilht»
NRT «Nouvelle Revue Théologique»
Ori «Orientierung»
PG Patrologiae Graeca (Migne)
Phj «Philosophisches Jahrbuch der Görres-Gesellschaft»
PL Patrologiae Latina (Migne)
RAM «Revue d ’ascétique et de mystique»
R SPT «Revue des sciences philosophiques et thèologiques»
RSR «Recherches de science religieuse»
RT «Revue Thomiste»
RUnOtt «Revue de l’université d ’Ottawa»
SCat «La Scuola Cattolica»
ScEccl «Sciences ecclésiastiques»
Schol «Scholastik»
SchwKiZ «Schweizerische Kirchenzeitung»
StudCath «Studia Catholica»
StudGen «Studium generale. Zeitschrilht für die Einheit der
Wissenschaften im Zusammenhang ihrer Begrilibil
düngen und Forschungsmethoden»
TG1 «Theologie und Glaube»
T hS t «Theologische Studien»
TW NT Theologisches Wörterbuch zum Neunen ‘testament
TLZ «Theologische literaturzeitung»
TQ «Theologische Quartalschrifht»
TR «Theologische Revue»
TTZ «Trierer Theologische Zeitschritf»
TU ‘Texte und Untersuchungen zur Gesgichte der
altchristlichen Literatur. Archiv fü r die griechisch
christlichen ScriflseU.fr der resten drei Jahrhunderte
WiWei «Wissenschaft und Weisheit»
ZAM «Zeitschrift für Aszese und Mystik»
ZKG «Zeitschrift für Kirchengeschichte»
AIÌRKVI ATURAS 11

ZKTIi «Zeitschrift für Katholische Theologie»


ZpliF «Zeitschrift für philosophische Forschung»
PROLOGO

Este nuevo tomo de mis Escritos de Teología reúne las reflexiones


dogmáticas que he escrito después de la aparición de los tres primeros
tomos, o sea desde 1956. La atención prestada a los tomos precedentes
—del mismo estilo— puede ser valorada como suficiente legitimación de
esta nueva colección. Le llamo Escritos recientes para indicar que se re­
fiere al mismo campo teológico total al que los tres primeros tomos esta­
ban dedicados. Por tanto, los artículos reunidos aquí en una considera­
ción objetiva, tendrían que ser intercalados entre los artículos de los
tomos anteriores. Como esto, por razones técnicas y por respeto a quie­
nes poseyeran los tres primeros tomos de los Escritos, no era posible, es­
tos artículos siguen a los anteriores simplemente como «recientes». Dada
la conexión objetiva entre las ponderaciones teológico-pastorales deriva­
das de reflexiones dogmáticas y las investigaciones dogmáticas mismas,
no es extraño que algunos artículos que he reunido en mi libro Sendung
und Gnade, Beitrage zur Pastoraltheologie (Innsbruck ' 1961), hubieran
cabido exactamente igual en este libro, y viceversa. Remito, sobre todo,
en Sendung und Gnade a: «Erlösungswirklichkeit in Schöpfungswir­
klichkeit», «Über die heilsgeschichtliche Bedeutung des einzelnen in der
Kirche», «Danksagung nach der Messe», «Über diee Besuchung des
Allerheiligsten», «Primat und Episkopat», «Dogmatische Vorbemerkun­
gen für eine richtige Fragestellung über die Wiedererneuerung des Dia­
konats», «Überlegungen zur Theologie des Säkularinstitute».
Como podría ser útil para juzgar los artículos que aquí se ofrecen,
señalamos también en este tomo el primer lugar en que aparecieron (se­
gún el orden en que se han dispuesto aquí): «Überlegungen zur Dogme­
nentwicklung»: ZKTh 80 (1958) 1-16; «Über den Begriff des Geheim­
nisses in der katholischer. Theologie»: Beständiger Außruch
(Przywara-Festschrift) (ed. por Siegfried Behn, Nürnberg 1959)
181-216; «Bemerkungen zum dogmatischen Traktat De limitate»: Uni­
versitas (Festschrift für Bischof A. Stohr) I (Mainz 1960) 130-150; «Zur
Theologie der Menschwerdung»: Cath 12 (1958) 1-16; «Dogmatische
14 P ROLOGO

Fragen zur Osterfömmigkeit»: B. Fischer J. Wagner, Paschatis Solemnia


(Jungmann-Festsch rift) (Freiburg de Br. 1959) 1-12; «Virginitas in par­
tii. Ein Beitrag zum Problem der Dogmenentwicklung und Überliefe­
rung»: J. Betz-H. Fries, Kirche und Überlieferung, (Geiselmann-Festsch-
rifi) (Freiburg de Br. 1960) 52-80; «Natur und Gnade nach der Lehre
der katholischen Kirche»: Theologie heute, (ed. por L. Remiseli, Mün­
chen2 1960) 89-102; «Fragen der Kontroverstheologie über die Recht­
fertigung»: T Q 138 (Tübingen 1958) 40-77; «Zur Theologie des Sym­
bols»: A. Bea-H. Rahner-H. Ronder-F. Schwendinmann, Cor Jesu I
(Roma 1959) 461-505; «Wort und Eucharistie»: Aktuelle Fragen zur
Eucharistie (ed. por M. Schamaus, München 1960) 7-52; «Die Gegen­
wart Christi im Sakrament des Herrenmahles»: Cath 12 (1958) 109-
128, «Über die Gegenwart Christi in der Kommunion»: GuL 32 (1959)
442-448; «Theologische Prinzipien der Hermeneutik eschatologischer
Aussagen»: ZKTh 82 (1960) 137-158; «Das Leben der Toten»: TTZ 68
(1959) 1-7; «Theologische Bemerkungen zum Problem der Freizeit»:
Oberrhein. Pastoralblatt 60 (1959) 210-218; 233-243; «Theologie der
Macht»: Männerwerk Köln, ciclostil (1960) 16.

Innsbruck, octubre de 1960.


KARL RAHNER, S. J.
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
I

REFLEXIONES EN TORNO A LA EVOLUCIÓN DEL DOGMA

Puestos a decir algo sobre el problema de la evolución del dogma1,


la importancia y la dificultad que dicha cuestión entraña es, para nos­
otros dogmáticos, de antemano clara. En nuestra profesión hemos de
habérnoslas con el dogma de la Iglesia. Nuestro quehacer no consiste
solamente en interpretarlo y aclararlo, acercarlo a la inteligencia del hom­
bre de nuestro tiempo, sino que nuestra tarea es además mostrar, en la
medida de nuestras fuerzas, ese dogma eclesiástico como contenido en la
revelación original. La Iglesia y su magisterio saben que no transmiten
una revelación de Dios que acaece ahora por primera vez; saben que no
son profetas, sino ministerio, cuya misión consiste únicamente en con­
servar, transmitir e interpretar la revelación de Dios acaecida en
Jesucristo en un preciso momento histórico del pasado. De tal manera
que la función de la Iglesia y del magisterio presenta una diferencia cua­
litativa respecto del proceso de la revelación original. Y esto a pesar de
que tal quehacer de la Iglesia tiene que ser concebido de modo que, por
medio suyo, la revelación original no sea meramente relatada como dicha
en tiempos remotos, sino como revelación que es vivamente dicha
«ahora» para ahora y que acaece y tiene que ser apropiada actualmente
en el oír de la fe.
La Iglesia y su magisterio distinguen, según esto, su función, la doc­
trina autoritativa frente al hombre de una época determinada, del
proceso de la revelación. Al hacerlo diferencian, no separan. Con ello le
es asignada al teólogo dogmático la tarea inalienable de mostrar la cone­
xión entre ambas magnitudes. Es verdad que la realidad creída de la

Este tema lo lia tratado ya el autor expresamente en el tomo I: «Sobre el problema de la evolu­
ción del dogma», pp. 51-88, e incidentalmente en otros varios lugares. (N. del T.)
18 TK O l.O C ÍA FlINDAMKNTAI,

Iglesia y de su magisterio infalible garantizan ya la realidad de una cone­


xión legítima entre la revelación original y el enunciado del magisterio.
Pero no por ello resulta superflua la posterior prueba teológica refleja de
tal conexión. Pues esta conexión, según la doctrina de la Escritura y la
Iglesia, no es absolutamente metahistórica, sino que está ella misma —al
menos también— a la altura de la transmisión histórica del mensaje ori­
ginal. Es, según esto, con toda verdad un factum accesible al
conocimiento histórico, aunque en último término —como cualquier
otro hecho sobrenatural, salvador de Dios— sólo se descubre en su esen­
cia adecuada al creyente.
Se podrá formular con todo derecho: la conexión entre el dogma de
la Iglesia ulterior y la revelación original es fundamentalmente objeto
necesario de una teología fundamental adecuada cuyo estudio, desde
luego, constituye en cierto sentido el aspecto teológico fundamental de la
misión teológica del dogmático porque tal estudio, referido en cada caso
concreto a los misterios individuales de la fe, cae dentro del ámbito de los
quehaceres dogmáticos. A esto se añade una importancia intrateológica
de tal quehacer.
El dogmático tiene la misión de interpretar como tal la doctrina de la
Iglesia y acercarla a la inteligencia de sus contemporáneos, haciendo
posible que éstos la asimilen racional y existencialmente en la fe. Si esto
es así, habrá que contar entre los medios interpretativos del dogma ecle­
siástico la inteligencia rigurosa del origen de tal dogma en la revelación
original. Pues sentido, alcance y límite de una realidad originada sólo
pueden calibrarse volviendo siempre de nuevo a su origen. Y más si se
tiene en cuenta que también la doctrina de la Iglesia jerárquica, al actuar
como tal, realiza constantemente tal regreso, al menos en el recurso a la
Escritura.
Pero si el proceso que, distinguiendo y uniendo, muestra la relación
existente entre los dogmas eclesiásticos y la revelación original, es un
quehacer propio del teólogo dogmático, la reflexión sobre la estructura
formal de tal relación en sí, o sea la cuestión sobre la evolución del
dogma en general y en conjunto, y no sólo sobre la procedencia de cada
dogma concreto de su promulgación original, es también una tarea indis­
pensable.
La dificultad de la cuestión parafraseada nos es asimismo conocida.
Es verdad que esta cuestión no ha estado nunca totalmente ausente en la
historia de la Iglesia. La cuestión sobre el modo legítimo de la paradosis
I.A K V O l . U C l O N 1)KI, D O G M A 19

y la reflexión sistemático-científica sobre la esencia de la teología y sobre


la conexión de cada una de las verdades de fe con los articulifidei nunca
ha faltado del todo como tema teológico. Y la apologética del dogma
eclesiástico contra Ia doctrina protestante de la sola Scriptura sobre
todo, ha hecho todavía más urgente nuestra cuestión. Pero, tal como nos­
otros hemos de proponerla hoy, data de no hace mucho y, por eso,
todavía no lia sido puesta en claro suficientemente. Pues en la forma y
urgencia actuales sólo puede existir desde el siglo XIX. Ya que sólo a
partir de la ciencia histórica moderna y desde el historicismo, calibramos
con verdadera claridad la diferencia y la distancia entre las figuras de la
historia del espíritu, en general, y de la historia de los enunciados reli­
giosos, en particular.
Las herejías del protestantismo liberal y del modernismo que, invo­
cando los resultados de la historia del espíritu y de los dogmas, niegan la
mismidad del dogma eclesiástico en todos los tiempos, y la insuficiencia
de la apologética —repetidamente expuesta— de tal mismidad, que sola­
mente concede una modificación de poca monta en la formulación
verbal, muestran la dificultad de esta cuestión y también que no ha sido
tratada todavía con dominio del tema.
Tampoco podremos decir, si somos sinceros, que la Humani generis
haya hecho, a este respecto, algo más que aquello en que consiste una
—ciertamente primaria— de las funciones del magisterio: preservar y
llamar la atención ante una relativización historicista del dogma ecle­
siástico. Una doctrina verdaderamente positiva y que suponga un
avance sobre el derecho positivo de tal evolución, sobre sus formas
positivas y sus posibilidades, no podrá encontrarse ciertamente en la
H umani generis.
La cuestión es hoy más difícil porque en los últimos años hemos asis­
tido a una curiosa inversión de los frentes. Mientras la teología
protestante liberal del siglo XIX acusaba a la Iglesia católica de petrificar,
ajena a la vida y sin futuro, el dogma antiguo, la nueva ortodoxia protes­
tante, en una renovada doctrina de la sola Scriptum, culpa al magisterio
católico de un arbitrario afán innovador y modernista, creador de nuevos
dogmas que carecen totalmente de justificación en la Escritura. Y así
antes teníamos que defender que mantenemos —y por qué— el dogma
cristiano antiguo y que seguimos entendiéndolo como se entendía hace
mil quinientos años, mientras que hoy hemos de defender positivamen­
te el derecho de la evolución del dogma.
20 T E O L O G ÍA FUNDAM ENTAI,

Nuestra cuestión está, pues, situada en un combate con dos flancos:


¿cómo pueden conciliarse auténtica mismidad, de un lado, y evolución
verdaderamente auténtica, de otro? Un problema indiscutiblemente muy
difícil, porque desciende, en último término, hasta los oscuros fondos de
la teoría óntica más general sobre el ser y el devenir, mantenimiento de lo
mismo en el cambio, y a la metafísica general del conocimiento y del
espíritu, que plantea los mismos problemas en torno a la verdad, a la vez
a propósito de su mismidad y su auténtica historicidad.
De ahí que ante todas estas cuestiones sólo podamos hacer aquí unas
cuantas advertencias —unas detrás de otras y casi sin conexión— cuya
misión única consistirá en servir de preparación para la discusión.

1. E v o l u c ió n d e l d o g m a e n l a E s c r it u r a

Para la apologética y la inteligencia de la historia y evolución de los


dogmas en la Iglesia es de gran importancia reflexionar sobre el hecho de
que tal evolución puede ser observada en el mismo Nuevo Testamento.
En los trabajos católicos de la dogmática al uso seguimos estando acos­
tumbrados a ver, sin ninguna problematicidad, la Escritura, y el Nuevo
Testamento sobre todo, como una magnitud homogénea y absolutamen­
te indiferenciada, algo así como una suma, fijada de una vez, de
proposiciones reveladas, como un catecismo o un código redactado todo
él de un tirón. (Prescindamos de unas pocas cuestiones particulares,
principalmente quizá en la cristologia y —naturalmente— en la teología
fundamental). Es verdad que tenemos cierto derecho indiscutible a usar
este método que, fiel a sí mismo, prueba las tesis dogmáticas de la doc­
trina eclesiástica con dicta probantia de la Escritura, tomados un poco
sin orden ni concierto. Para nosotros la Escritura, en tanto palabra ins­
pirada de Dios, es en conjunto y en todas sus partes una autoridad
indiscutible; en cada uno de sus enunciados es para nosotros dogma y
no mera teología; en cada enunciado es genuino punto de partida para
nuestra teología.
Pero aun siendo esto verdad y admitiendo que el método aludido
puede, consiguientemente, ser exacto en su aspecto positivo, no cabe
duda que esta forma de considerar la Escritura, así como el método que
en ella se basa, son unilaterales para nuestro trabajo dogmático. Porque,
después de los logros de la exégesis moderna, ya no es prudente pasar
LA EVOLUC ION DEL DOGMA 21

por alto el hecho de que dentro de lo que llamamos Sagrada Escritura


—también en el Nuevo Testamento, y no sólo en el Antiguo— tiene
lugar una historia y una evolución de los enunciados. Cierto que todo
lo que la Escritura contiene es quoad nos dogma y no mera teología
discutible. Pero también se puede y se debe decir que, en este dogma
de la Escritura, muchas cosas, que para nosotros tienen calidad de
enunciado inerrante de la revelación, son ellas mismas, en relación
con un enunciado revelado más original, teología deducida.
No hay que pensar ingenuamente que, a causa de la inspiración
—que no es lícito confundir con una revelación nueva—, cada pro­
posición de la Escritura como tal resulte de una revelación nueva,
original y reducible exclusivamente a este acto revelador de Dios que
acaece aquí y ahora. Como si cada proposición de la Escritura, indi­
vidualmente y de por sí, hubiera sido oída por una especie de
comunicación telefónica inmediata con el cielo.
Aun dejando aquí a un lado la cuestión difícil y, por miedo a las con­
cepciones modernistas, muy poco estudiada de cómo haya de ser
concebida una revelación original de Dios al primer portador de la reve­
lación, hay que decir en todo caso que no todo enunciado de la Escritura
es revelación original en ese sentido, sino que muchos de ellos son teo­
logía basada en la revelación original y garantizada como inerrante por la
Iglesia del tiempo apostólico y por el carácter inspirado de la Escritura.
Porque esto es así y porque esta teología dentro de la Escritura, aunque
deducida, alza justificadamente ante nosotros exigencias de doctrina de
fe, que obliga y tiene respecto a su origen el carácter de lo más desarro­
llado, hay ya en la Escritura efectivamente una evolución del dogma y no
sólo de la teología.
La evolución del dogma dentro de la Escritura es, por esto, el caso
modelo y garantizado de toda evolución del dogma; un caso modelo que
en sí obliga a aquel para quien la Escritura, en tanto totalidad, es autén­
tico documento de fe. La doctrina paulina, por ejemplo, del carácter
sacrificial de la cruz de Cristo, de Cristo como segundo Adán, del peca­
do original, así como muchas afirmaciones escatológicas, gran parte de la
teología de san Juan, etc., son desarrollos teológicos de unas cuantas
sobrias afirmaciones de Jesús sobre el misterio de su persona y de la
experiencia de su resurrección.
Si por el mero hecho de que tales enunciados son para nosotros
norma obligativa de fe, quisiera tenérselos en cuanto tales simplemente
22 T E O L O G IA FUNDAMENTAL

por caídos nuevamente del cielo, si quisiéramos ahorrarnos así el traba­


jo de una inteligencia más rigurosa, refiriéndolos a su origen velado,
distinto de ellos, a la larga correríamos el peligro de malentenderlos o de
aceptarlos como una suma de enunciados de fe positivamente dispuestos
sin una coherencia verdaderamente interna. Y así arriesgaríamos su
carácter de credibilidad ante los de fuera. Pero como todavía en general
manejamos apenas esta disposición pluridimensional de los enunciados
de fe en la dogmática, estos hechos apenas pueden servirnos de modelo
en el que poder estudiar las leyes de la evolución del dogma.

2 . L e y e s b á s ic a s a p r ió r ic a s d e la e v o l u c ió n d e l d o g m a

1. La evolución del dogma es, en último término, un proceso irrepe­


tible que no cabe adecuadamente en leyes formales. Esta primera tesis,
tal como la enunciamos, puede parecer de suyo evidente. Pero tiene su
importancia. El desarrollo de la revelación definitiva de Dios, por ser un
devenir y, en tanto devenir de la revelación de Dios, único e irrepetible,
que carece así de un a priori distinto de ella a quien esté verdaderamen­
te subordinada y que simultáneamente la determine de modo adecuado,
no puede ser reducido a leyes formales, como los procesos científicos, a
partir de las cuales se pueda predecir una fase posterior. Esto resulta de
la esencia misma del asunto en sí.
De ahí que la historia de los dogmas sea siempre sorprendente, que
ningún caso sea igual a otro, que cada fase y la evolución de los distin­
tos dogmas proceda de manera distinta. Todo lo cual no es sino lo que
hay que esperar a priori. Y de ahí que la evolución de un dogma no
pueda ponerse adecuadamente bajo las leyes de la evolución de otro,
atacando así, por ejemplo, la legitimidad de determinada evolución,
por apelación al carácter distinto de otra. Esto se sigue, no sólo de la
esencia de la revelación y de su historia, en tanto historia irrepetible y
única, cuyo proceso único va de Cristo al fin, sino de la esencia de la
historicidad del conocimiento de la verdad. Pues si el hombre —tam­
bién en tanto espíritu y no sólo en tanto ser vivo físico-biológico—
tiene una historia, y si la tiene en realidad sobre todo en tanto espíritu,
está de antemano claro que tal historia tiene justamente un proceso
único e irrepetible sin ser la repetición duradera de la misma ley. Y esto
tiene que valer en primer lugar para la porción más sublime de esa his-
LA EVOLUCION DLL DOGMA 23

toria humana del espíritu, la historia de la revelación de Dios en el espí­


ritu humano y del desarrollo de dicha revelación.
Sería muy extraño que, habiendo una historia de la revelación divina
—cosa que ningún cristiano puede negar—, no hubiera una historia del
desarrollo de tal revelación, o sea una evolución del dogma, con el carác­
ter irrepetible e imprevisible de dicha historia. Pues la revelación misma
tiene —y necesariamente— una historia, no sólo, desde luego, porque el
que habla, Dios, puede en su libertad obrar históricamente, sino porque
el destinatario de tal decir, el hombre, es un ser histórico. Así, pues,
mientras éste siga haciendo su historia tiene que haber una historia del
dogma. Y esto aunque la revelación esté clausurada y pueda estarlo en un
sentido y por una razón perfectamente determinados, si bien la historia
del hombre no ha finalizado aún.
Aunque es verdad que no existe una teoría formal y adecuada de la
evolución del dogma que permita sencillamente y por sí sola un pronós­
tico del futuro, con tal afirmación no negamos, naturalmente, que haya
ciertos principios formales sobre la evolución del dogma que, como la
afirmación enunciada, se siguen de la misma esencia de una revelación
histórica y definitiva de Dios y que hacen posibles también objecciones
justificadas contra evoluciones posiblemente malogradas en la teología.
2. La revelación en Cristo es la definitiva, insuperable y clausurada al
fin de la generación apostólica. Este enunciado, aunque en muchos
aspectos se entiende por sí solo, tiene que ser explicado todavía un poco
en algunos puntos para que aparezcan con claridad las consecuencias
importantes que de él se siguen. La clausura de la revelación tiene que
ser bien entendida en dos aspectos:
a) Es la que, según su esencia última, «clausura» la revelación, por­
que dicha revelación es el abrimiento y la apertura a la absoluta e
insuperable auto-comunicación de Dios al espíritu creado. Y es que la
revelación en Jesucristo no es meramente la suma finita de enunciados
finitos —aun cuando éstos tengan un objeto infinito—, sino que implica
la auto-comunicación real y escatològica de Dios al espíritu creado por
medio de la encarnación y la gracia en tanto gloria ya comenzada. Como
más adelante habremos de decir con más rigor, la gracia y la luz de la fe
son elementos constitutivos del proceso de la revelación, también en
cuanto comunicación de la verdad, es decir, también en cuanto locutio
Dei attestaris. Esto no significa que la revelación en cuanto tal sea sólo
acontecimiento en el individuo que escucha en la fe como tal individuo.
24 T EO L O G IA FUNDAMENTAL

Pero significa que la revelación dejaría de ser definitiva y escatològica, si


la totalidad de los que oyen y creen dejara de existir. Donde la revelación
debe ser definitiva y, en cierto sentido, ya no tiene futuro ante sí, tiene
que haber llegado a su término, es decir, tiene que ser también efectiva­
mente creída. De lo contrario, el juicio de Dios sobre la incredulidad ha
llegado ya.
Revelación definitiva y clausurada y revelación cuyo destino, por
parte del hombre, esté todavía en el aire son conceptos incompatibles.
Una revelación definitiva, clausurada, implica, por tanto, en su con­
cepto la Iglesia (a diferencia de la sinagoga), es decir, la comunidad de
quienes llegan a la fe por una gracia predefinitoria de Dios y quedan
ineludible —aunque libremente— captados en esta voluntad salvifica
divina. La revelación definitiva implica la Iglesia creyente que, como
totalidad —sin que pueda decirse nada sobre el individuo en cuanto
tal—, no puede apostatar de su fe. (Aquí radica también, dicho sea de
paso, el fundamento teológico de que la Iglesia, en tanto «audiente», y
por eso también en tanto autoritativamente docente, sea y tenga que ser
infalible, cosa que no puede decirse de la sinagoga, aunque también
ésta era fundación de Dios).
Clausura es la peculiaridad de la auto-comunicación de Dios, defi­
nitiva, absoluta e insuperable, que opera en cuanto tal su aceptación de
la fe, y no el cese arbitrario del decir de Dios, que podría seguir comu­
nicándose, pero que solamente de hecho calla tras un decir cualquiera.
Esto hay que tenerlo en cuenta siempre que se hable de la clausura de
la revelación. Tal clausura es apertura del hombre al «dentro» de la
real, y no sólo conceptual, auto-comunicación de Dios. Tiene en ello,
y justamente a causa de dicha clausura, que es apertura, una dinámica
de su desarrollo interno, o sea una dinámica de la evolución del dogma
en sí mismo.
Una revelación de Dios que no fuera auto-comunicación real de la
realidad revelada al espíritu del hombre no podría ser verdadera auto-
comunicación divina ni ser concebida verdaderamente y en serio como
clausurada. Porque una disposición puramente decretativa de Dios «de
no seguir hablando» encierra, en el fondo, una representación antropo­
mòrfica de Dios. Tanto más cuanto que el concepto de un hablar
personal de Dios, aunque quizá sólo podamos conocerlo regresivamen­
te, no puede ser pensado en serio y con plenitud de sentido sino donde
Dios quiere abrirse a sí mismo, porque todo lo demás, que Dios podría
I.A KVOLUCION DKI, DOGMA 25

decir aún, podría acaecer en el camino de la creación real de esta reali­


dad finita comunicada. Todo sobrenatural que en sí podría ser alcanzado
también de modo natural, si Dios lo dispusiera de otro modo, es incon­
cebible y antropomórfico, y esto vale también, por tanto, de una
comunicación de la verdad que se presenta como locutio Dei attestaris,
aunque hubiera podido acaecer de otro modo.
b) Por otra parte, no puede perderse de vista que esta revelación que
se clausura abriendo la infinitud, tiene como elemento constitutivo la
palabra humana, mientras peregrinamos en el tiempo lejos del Señor y
no vemos a Dios cara a cara. Y aun aquí hay que tener en cuenta que esta
inmediatez, que esperamos como perfección, estará mediada por la
Palabra de Dios hecha carne. Pero siendo la palabra humana y el con­
cepto finito momento constitutivo de la revelación clausurada, la
revelación no lo estaría, evidentemente, o no estaría constituida conjun­
ta y esencialmente por la palabra humana, si la evolución que desarrolla
el dogma original pasara de largo ante tal concepto humano temprano, si
no se siguiera también —¡no sólo!— de tal concepto en que la forma pri­
mitiva de la revelación fue enunciada. Lo que esto significa y lo que de
ello se deduce sólo aparecerá con toda claridad cuando reflexionemos
sobre los elementos constitutivos de la revelación y del dogma y cuando
podamos así ver en toda su amplitud las causas y estímulos que conjun­
tamente, y en último término de manera inseparable, impulsan la única
evolución del dogma que existe.
c) La evolución del dogma está necesariamente sustentada, en una uni­
dad que en último término es indisoluble, por todos los momentos que
constituyen la revelación y el dogma que evoluciona. Este enunciado no
puede ser discutido —creemos— en su carácter formal y genérico. El
dogma o un dogma es una magnitud unitaria, constituida estructuralmen­
te por distintos momentos que en seguida enunciaremos. Por eso, si el
dogma o un dogma evoluciona, evolucionan también necesariamente
todos estos momentos que constituyen su estructura. Ahora bien, esto sólo
es posible si cada uno de tales momentos constitutivos posee una tenden­
cia dinámica a la evolución. También es claro, naturalmente, que esta
tendencia dinámica de cada uno de los momentos sólo puede ponerse en
marcha en el todo y seguir dependiendo del desarrollo del todo. Por tanto,
el intento de querer aclarar la evolución de un dogma sólo a partir de uno
de sus momentos y su dinámica, o de reducirlo a una determinada diná­
mica evolutiva tiene que ser declarado de antemano falso e inútil. Dígase lo
26 T EO L O G ÍA FUNDAM ENTAI,

mismo de la opinion que intenta explicar suficientemente una efectiva evo­


lución del dogma sin acudir regresivamente a todos esos momentos.
Puede ser que en un caso concreto la dinámica de un elemento de un
dogma aparezca quoad nos con más claridad y puede ser percibida más
reflejamente, pero no es posible que falte uno de esos momentos. Toda
teoría de la evolución del dogma que no atienda a este hecho sencillo o
que lo niegue, reduciendo por ejemplo la evolución del dogma como tal
sólo al magisterio o al Espíritu inspirador, o al desarrollo lógico de las vir­
tualidades implícitas del enunciado humano, tiene que ser rechazada a
limine y tenida por falsa. Con esto se rechaza también el intento de acep­
tar en concreto diversos portadores del desarrollo del dogma, pensando
que así se puedan describir y justificar más fácilmente los diversos casos
históricos de una efectiva evolución dogmática.

3 . LO S ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE LA DINÁMICA DE LA EVOLUCIÓN


DEL DOGMA

Ya hemos dicho que los elementos del dogma son también los ele­
mentos constitutivos de la dinámica de la evolución del dogma en su
diversidad y unidad indisolubles. Enumeremos estos elementos comu­
nes al dogma y a la evolución del dogma —naturalmente con una mirada
selectiva dirigida a la evolución del dogma— y veamos qué se sigue de
ahí para el recto concepto de la evolución dogmática.

3 .1 .E l Espíritu y la gracia

La autoapertura de Dios en la palabra humana de la revelación se


suprimiría a sí misma si no estuviera unida a la luz interior de la gracia y
de la fe estrictamente sobrenaturales. Y es que si Dios hablase de sí
mismo y sobre sí —en tanto que él es no abierto por su creación distinta
de él— en la palabra humana, sin la elevación del sujeto humano que oye,
tal decir caería bajo el a priori subjetivo del espíritu finito en tanto mera­
mente finito. Y así ese decir, si no simplemente suprimido, sería
necesariamente debilitado en su poder y reducido a un momento de la
inteligencia de sí misma de la mera criatura y de su evidencia. No sería,
por tanto, una verdadera autoapertura de Dios. Pues también vale aquí
l.A EVOLUCIÓN DEL DOCMA 27

aquello de que todo se recibe según modo y manera del recipiente.


También vale aquí lo de que el conocimiento es el llegar-a-sí-mismo del
que conoce, la clarificada autoposesión, de modo que todo lo que es
recibido se concibe como momento de esta realización de sí mismo.
Por eso, aunque el hombre, también en tanto espíritu natural, es la
absoluta apertura al ser en sí, y con ello a Dios en tanto principio y fun­
damento del espíritu, la comunicación de Dios sobre sí mismo, si fuera
recibida sin la gracia, sería concebida solamente como un momento de
esa autorrealización ultramundana del hombre —bien que infinitamente
abierto—. El decir de Dios sólo puede ser estrictamente sobrenatural, es
decir, distinto cualitativamente, en sí mismo y no sólo en cuanto al modo
de la mediación, de toda comunicación por mera creación, si la realiza­
ción del oír en la gracia es una auténtica correalización de un acto de
Dios en participación rigurosamente sobrenatural de Dios mismo y no
sólo en una cualidad creada por él. Un decir reduplicativamente divino
sólo tiene sentido dirigido a un oír divino.
El Espíritu Santo, en tanto auto-comunicación rigurosamente sobre­
natural de Dios, pertenece, por tanto, al decir de la revelación divina, no
sólo en tanto garante de la exactitud o en tanto sujeto agente de una cau­
salidad divina eficiente, que en sí acaece en lo finito, sino como lo dicho
mismo, unido a lo cual —y únicamente así— puede la palabra humana
dicha ser decir de Dios sobre sí mismo.
Con esto tenemos dadas de por sí aquella infinita apertura en la reve­
lación clausurada y la dinámica del autodesarrollo cuyo único límite
consiste en la visión beatífica. Sí es verdad —y esto pertenece al dogma
fundamental del cristianismo encarnatorio— que tal auto-comunicación
de Dios acaece verdaderamente en la palabra humana y no sólo con oca­
sión suya, es decir, que la palabra humana no es sólo la ocasión
extrínseca de una experiencia mística de la trascendencia hacia el «aden­
tro» de lo sin nombre de Dios, sino que espíritu y palabra sólo pueden
ser tenidos en su unidad indisoluble, no separada e inconfusa, la palabra
humana está entonces de antemano abierta a la infinidad de Dios —en
tanto natural gracias a su potentia oboedientialis, y en tanto sobrenatural
por haberla dicho y elevado el Espíritu— y el Espíritu divino está dado
en su infinitud propia y efectiva realidad en y por la palabra asumida por
él mismo.
Es éste un estado de cosas irrepetible y característico que suele
pasarse por alto en la teología. En el ámbito del conocimiento natural hay
28 T E O L O G ÍA FUNDAMENTAL

dos maneras de conocer. La primera consiste en una experiencia propia


de la realidad en cuestión en sí o en sus efectos. La formación de los con­
ceptos y enunciados sobre ella se realiza según tal experiencia y hacia
ella, de modo que siempre sea posible apartarse de dichos conceptos y
enunciados, someter los antiguos a un examen crítico, ya que sin esa rea­
lidad puede ser tenida sin enunciados a su respecto. La segunda es un
conocimiento que no posee la cosa misma, sino que depende del enun­
ciado de otra realidad, sin entrar en un inmediato contacto de
experiencia y sin que quepa la posibilidad de independizarse de los
enunciados comunicados. Es lo que sucede en el llamado testimonio.
La teología escolar al uso —sin detenerse mucho a reflexionar sobre
el caso— concluye que la revelación tiene que ser concebida según el
segundo modo de conocimiento humano, como mero testimonio verbal
que refiere solamente a la cosa no poseída, y sin aportarla además. La
razón de tal concepción es que si atendemos a la verdad y a la realidad de
lo revelado por Dios, la primera manera no es viable dentro de la ortodo­
xia católica y sin caer en el gnosticismo o el misticismo. Es decir, porque
no podemos independizarnos, en nuestro estado de peregrinos, del enun­
ciado humano verbal del testimonio de la revelación, porque no podemos
producir —como pretende el modernismo— un estado carente de pala­
bras de la experiencia del objeto de la fe, a partir del cual podamos
conseguir nuevos y originales los enunciados de la revelación en forma de
afirmaciones intelectuales. Pero resulta que esto no es exacto.
En la palabra de la revelación que la gracia aporta cabe una tercera
posibilidad entre los dos modos de conocimiento citados: en la palabra
viene dada la realidad misma. No podemos volver como por detrás del
testimonio verbal de Dios en el concepto humano, a una percepción y
experiencia sin palabras dé la realidad divina —esto sucederá cuando la
Palabra se diga a sí misma en la inmediatez de la perfección—, pero sin
embargo poseemos no sólo el decir, sino la cosa misma: la auto-comuni­
cación de Dios al espíritu en la realidad propia de éste, que es ya el
comienzo homogéneo de la visio misma.
Todo esto sólo puede decirse, naturalmente, si el Espíritu que susten­
ta el oír sobrenatural de la palabra de Dios no es sólo un momento a
extramuros de la conciencia en el acto de fe, sino que interviene verdade­
ramente como luz de la fe. Esto no significa necesariamente que tal luz de
la fé tenga que estar presente en la conciencia del creyente corno dato y
objetivación refleja, distinguible de otros contenidos de la conciencia. Pero
LA EVOLUC IÓN DEL DOGMA 29

siempre se requiere una presencia auténtica en la conciencia —aunque no


objetivada y aunque no sea posible en ella la reflexión— de la luz de la fe.
Ahora bien, si esto es así —y la escuela tomista, por lo menos, con
Suárez, contra Molina y sus seguidores, lo afirmará obviamente, de
acuerdo con la Escritura y con la tradición no inficionada todavía de
reparos nominalistas—, el Espíritu ya no puede ser concebido mera­
mente como «conductor» trascendental de una evolución del dogma,
sino como un elemento que habita en ella misma, gracias al saber cons­
ciente de la Iglesia que sustenta tal evolución. En este sentido pregnante
acaece la evolución del dogma «en el Espíritu Santo». Y siempre que al
explicar la evolución del dogma, en tanto proceso en el saber consciente
como tal de la Iglesia, no se tenga en cuenta y sea calculado dicho ele­
mento, esa explicación de la evolución del dogma, si se tiene a sí misma
por adecuada, ha de ser necesariamente falsa.
Es verdad que la explicación de la evolución del dogma no puede
aducir al Espíritu en tanto momento aislado y accesible de por sí, como
tampoco puede ser objetivada la luz de la fe en el analysis fidei. Pero,
igualmente, no significa esta imposibilidad de dominar reflejamente y
controlar a posteriori un elemento de un proceso espiritual que tal ele­
mento no forme parte de la evolución del dogma en tanto proceso de la
conciencia.
Respecto a la forma en que el Espíritu, en cuanto elemento interno,
es un dato en la evolución del dogma, habría que decir lo que hay que
decir sobre el Espíritu, la gracia y la luz de la fe respecto a la consciencia
del hombre. Por eso no es necesario que nos detengamos aquí en esta
cuestión. Desde el punto de vista de una metafísica formal del conoci­
miento del espíritu finito, este estado de cosas no debería resultar
sorprendente. Sería loco racionalismo —fácilmente refutable mediante
una deducción transcendental— pensar que el espíritu finito, en el esta­
dio imperfecto del devenir, sólo pueda tener como elemento de su
conocimiento, como fundamento lógico de su juicio y como motivo de
su obrar, objetos de conciencia refleja. En el ámbito natural del conoci­
miento también lo dado de manera irrecuperable y no objetivada (¡pero
eso sí, efectivamente dado!) es el origen no disponible, el amplio hori­
zonte y fundamento sustentador de todo lo que, procedente del objeto
dicho, ponemos ante nosotros, en parte para que lo no disponible que
tiene dominio sobre nosotros sea presencia, en parte para ocultárnoslo y
para escondernos de ello tras el objeto.
30 TF.O I.()( 11A KU N D A M K.NTA I.

3.2. El magisterio de la Iglesia

La palabra de Dios es siempre la palabra dicha por el autorizado por­


tador de la doctrina y la tradición en la Iglesia constituida
jerárquicamente. Ese decir jerárquico, la referencia regresiva a un maes­
tro autorizado, el oír la palabra a partir de tal autoridad docente, son
momentos constitutivos del dogma y, por tanto, también de su evolución.
Por eso la evolución del dogma no acaece nunca fuera de lajerarquía. No
sólo porque el dogma, como tal, tiene que ser proclamado por el magis­
terio para que pueda ser creído con la Iglesia fide ecclesiastica como
elemento constitutivo de la fe de la Iglesia misma. Es decir, la evolución
del dogma depende de lajerarquía no sólo in facto esse, sino también in
fieri.
La evolución misma acaece en constante careo dialógico con lajerar­
quía. Los elementos no jerárquicos de la evolución —el carisma del
Espíritu y el trabajo teológico— piensan siempre ante lajerarquía y hacia
ella; ofrecen siempre su pensamiento, al desarrollar el dogma en la Iglesia
jerárquica, al magisterio autoritativo; experimentan, aunque parezca que
se trata de teología meramente individual, si lajerarquía autoritativa de la
Iglesia y la consciencia completa de la fe de toda la Iglesia que escucha,
son capaces de correalizar el pensamiento teológico individual desde la
plenitud de su Espíritu, o si lo rechazan como su contradictorio.
No vamos a desarrollar aquí con más rigor esta «eclesialidad» de la
proclamación de la revelación y, por ello, de la evolución del dogma. No
es éste su lugar. Tendríamos que decir muchas cosas a este respecto.
Habríamos de acudir al carácter dialógico original del conocimiento
humano; tendríamos que mostrar además que —si podemos expresarnos
así— la fides implicita, es decir, la relación regresiva, cognoscente y amo­
rosa, del propio conocimiento de la fe para con la fe de la Iglesia, en tanto
elemento de su propia autotranscendencia crítica, es un elemento necesa­
rio de toda fe —también de lafides explicita—, sin el cual el saber confiado
de la fe sobre su logro no sería posible en rigor de ningún modo. La razón
es que sólo en esta «patente» renuncia de sí consta la crítica real de la par­
cialidad e insuficiencia de todo conocimiento —también, por tanto, del
conocimiento de la fe—, una crítica que, tenida en cuenta al menos implí­
citamente y dada en forma de actitud, hace que el conocimiento sea real y
plenamente verdadero únicamente abandonándose a la verdad superior y
realidad de más alcance, cuyos sustentadores adecuados sólo pueden ser
LA EVOLUCIÓN DKL DOGMA 31

Dios y su presencia en nosotros causadora de salvación, es decir, la


Iglesia. Además habría que contestar otras cuestiones a propósito de esta
eclesialidad del dogma y de su evolución, teniendo en cuenta que la ecle-
sialidad concreta incluye también necesariamente la relación regresiva
con la jerarquía de la Iglesia.
Pero si bien es verdad que, en la forma sólo brevemente aludida, la
jerarquía pertenece a los elementos indispensables que sustentan la evo­
lución del dogma, también lo es que la jerarquía sola y de por sí no
realiza adecuadamente dicha misión. La jerarquía tiene una misión esen­
cial de conservación y discriminación. La historia de la evolución del
dogma muestra que la jerarquía sólo impulsa hacia adelante cuando el
movimiento mismo, que no arranca directamente de ella, se ha puesto ya
en marcha. La jerarquía depende de los movimientos carismáticos de la
Iglesia y de la reflexión teológica, no en la autoridad de su decisión, sino
por lo que hace a la presencia del objeto sobre el que emite su juicio.
Como, a pesar de la autoridad, asistencia del Espíritu Santo y —en algu­
nos casos— incluso de la infalibilidad, toma y tiene que tomar sus
decisiones en un acto humanamente libre, racional y, por ello, moral­
mente responsable, la jerarquía necesita previamente para lajustificación
de su acto —que realizado descansará en ella misma, es decir, en la asis­
tencia del Espíritu Santo— una fundamentación según conciencia y
racionalmente perceptible. De tal manera que la asistencia del Espíritu
Santo seguirá obrando hasta el punto de que esa —digamos— humana
fundamentabilidad rigurosa y a conciencia de la decisión jerárquica no
faltará de hecho.
La jerarquía no puede, por ello, ni quiere, hacer superfluo o sustituir
el trabajo teológico y la fundamentación racional de un nuevo dogma.
Cierto que una decisión del magisterio eclesiástico es, tanto para el teó­
logo como para el cristiano sencillo, un hecho de tal modo fundado en la
asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia que no puede ser adecuadamen­
te descompuesto regresivamente en otros datos, y hecho así, resulta, en
cierto sentido, superfluo. Pero esto no significa que la decisión del
magisterio pueda ser únicamente la razón adecuada de la evolución del
dogma o de la fundamentación de su legitimidad, tal como ésta se le
exige al teólogo.
Quien dijera simplemente y sin más: la Iglesia ha proclamado una
definición, luego aquí ha tenido lugar una legítima evolución del dogma,
fundamentaría efectiva y adecuadamente, por lo que hace al teólogo indi-
32 T E O L O G ÍA FUNDAMENTAL

vidual, la posibilidad y licitud de que éste acepte en la fe y suponga en sus


reflexiones el hecho de la legitimidad de tal evolución. Pero con ello no
se habría dado una respuesta adecuada a la cuestión de por qué ésa evo­
lución del dogma, ciertamente legítima, lo es efectivamente.
Con tal respuesta autoritativa no se habría descrito el proceso fácti-
co de dicha evolución, tal como de hecho acaeció históricamente. Lo
cual es también, sin duda, quehacer de la teología. Pero además tampo­
co se habría explicado la íntima, y totalmente posible, fundamentación
de la legitimidad de tal evolución. No se habría conseguido que alcanza­
ra el grado de dato reflejo que puede superar totalmente al que ya era
inmediata y claramente perceptible en la prehistoria de su definición.
Pues una definición, en el momento en que acaece, no necesita que sus
motivos y justificaciones hayan obtenido ya el grado máximo posible de
dato reflejo. Cosa que tampoco sucede con las decisiones humanas, ple­
namente defendibles racionalmente.
Por tanto, si, por lo menos a propósito de ciertas definiciones —por
ejemplo, en la Asunción de la Virgen—, se dijera que aquí, de hecho, en
una argumentación racional o en la prueba histórica por un saber explí­
cito de fe de este acaecer desde los tiempos apostólicos no hay
rigurosamente nada que hacer, y que en el fondo sólo pueden aducirse
argumentos de conveniencia que, vistos a la luz y juzgados honradamen­
te, no prueban nada;
— si se dijera que el magisterio mismo y sólo él extrae del depositum
fidei original, en una forma totalmente sustraída a cualquier inteligencia
racional, la verdad definida, de cuyo contenido e implicación en las ver­
dades antiguas un teólogo inteligente y sereno, que no profese un
entusiasmo piadoso, no advertiría nada;
— se asignaría al magisterio un papel en la evolución del dogma que
no puede ser el suyo, que él mismo nunca ha exigido como tal, se atomi­
zaría en el fondo la fe, reduciéndola a una suma de enunciados
individuales que sólo tendrían conexión en la autoridad formal del
magisterio;
— de este modo tales proposiciones atomizadas perderían cada vez
más su rostro y resultarían cada vez más ininteligibles, se las haría cada
vez menos asimilables, ya que su sentido real sólo pueden tenerlo en la
totalidad de la fe y de la realidad creída;
— se reduciría la fe a una obediencia formal, siendo así que es más, a
saber: contacto, sustentado por la gracia, con la realidad creída; en el
LA EVOLUCIÓN DEL DOGMA 33

(ondo se reduciría la continuidad históricamente perceptible de la


traditio, que es también una continuidad del contenido, y que ha sido
concebida siempre así, a una continuidad de la autoridad formal del
magisterio;
— se negaría, en el fondo, la clausura de la revelación en Cristo y la
limitación de la función del magisterio a la conservación y desarrollo de
dicha revelación;
— así concebido, el magisterio, al proclamar una nueva definición,
proclamaría nuevas revelaciones.
El magisterio no quiere ver en lugar nuestro lo que nosotros no
vemos, no saca del depositum fidei lo que nosotros, con él, no podemos
sacar en modo alguno; la realidad es, por el contrario, que nosotros
vemos y desarrollamos con él; él tiene que contar necesariamente con la
teología y la teología con él, nunca sustituye el uno a la otra o viceversa,
la importancia del uno no se aumenta nunca disminuyendo la de la otra
o viceversa.

3.3. Concepto y palabra

Uno de los elementos constitutivos de la revelación de Dios y del


dogma es su acaecer en concepto y palabra humanos. Ahora bien, esta
palabra humana es dicha por el Espíritu y oída en él. Por eso tiene siem­
pre una referencia necesaria y una patencia al misterio infinito de la
verdad que es idéntica a la realidad de Dios y que sólo puede ser comu­
nicada en sí con la comunicación de dicha realidad.
Al ser dicha tal palabra por el magisterio de la Iglesia tiene, por este
motivo, una vigencia permanente mayor que la inteligibilidad interna de
esa palabra individual en sí misma sola, bien que sea menor que aquella
autoridad, y —por estar abierta a lo infinito— abarcadora vigencia que le
es propia en cuanto que es la carne del Espíritu de Dios que en ella se
comunica al que la oye. Y por ser tal palabra la palabra de la Iglesia (en
su jerarquía), refiere a la inteligencia completa de la Iglesia y tiene, tam­
bién en esa referencia, una dignidad y una vigencia que supera la luz
interna de la palabra individual en sí y en la inteligencia meramente
humaría del individuo que la oye.
Pero todos estos hechos no pueden hacer perder de vista ni tampo­
co paliar que tal palabra misma es una palabra auténticamente humana,
34 T EO L O G IA FUNDAMENTAL

y solamente siéndolo con todos los momentos y consecuencias de una


espiritualidad auténticamente humana es capaz de hacer que la palabra
de Dios esté presente en nosotros. Es como en la cristologia: la divinidad
crece con la humanidad, en el mismo grado y no en grado contrario. La
adopción de la realidad humana a manifestación de Dios mismo es quien
redime y libera lo humano de lo asumido y lo conduce a su más alta
actualidad, que posee, aunque sólo en calidad de potentia oboedientialis,
en razón de su esencia. De ahí se sigue además que la evolución del
dogma tiene que acaecer esencialmente también en la dimensión del
concepto y de la palabra humana.
La evolución del dogma es también necesariamente, aunque no sola­
mente, una evolución tal y como suele acaecer en el desarrollo del pensar y
conocer humanos. Se puede decir de antemano: en la dimensión del con­
cepto y palabra humanos de la revelación puede y tiene que acaecer la
evolución del dogma en todos los modos y por todos los medios en que
también se desarrolla el conocimiento del hombre. Si se designa el conocer
humano consciente de su justificación como acto de su ratio —y esta ter­
minología es la que mejor corresponde al modo lingüístico de la Iglesia,
porque el magisterio eclesiástico, por razones esenciales, rechaza la teoría
de la pluralidad fundamental de las facultades cognoscitivas—, habrá que
decir rotundamente: la evolución del dogma tiene siempre y necesariamen­
te una dimensión racional. Concibiendo la teología como reflexión racional
de la fe sobre sí misma y sus objetos hay que decir también, consecuente­
mente, que la evolución del dogma acaece siempre y necesariamente como
evolución de la teología. Ya dijimos arriba que el magisterio depende siem­
pre en sus decisiones, de hecho, también de la teología. Con este enunciado
rechazamos las teorías mística y autoritaria de la evolución del dogma en
tanto explicación adecuada. Tampoco en la evolución del dogma hacen
superfluo el trabajo racional de la teología ni el Espíritu carismàticamente
inspirador ni la jerarquía que decide autoritativamente. Estos acaecen, más
bien, a través de la teología.
Siempre se supo, naturalmente, que un nuevo dogma tenía que tener
una conexión, también en el plano conceptual, con el antiguo depositum
fidei. Toda teoría sobre la evolución del dogma en tanto «explicación» con­
ceptual de lo contenido implícitamente desde siempre en otro enunciado,
todas las cuestiones que pueden ser definidas como explicaciones de lo
implícito de modo formal o meramente virtual en tanto fides divina ofides
ecclesiastica, suponen convicción de que la evolución del dogma no puede
LA EVOLUCION DEL DOGMA 35

acaecer fuera del desarrollo del concepto humano en el dogma. Pero es


necesario subrayar esta realidad obvia.
Es verdad que con lo dicho basta aquí no se ha decidido todavía
nada sobre el modo riguroso de tal explicación conceptual en la evolución
del dogma; podemos prescindir, en primer lugar, absolutamente, de si las
interpretaciones que suelen darse en la teología escolástica de esta
«explicación», sobre la base de una lógica formal de los conceptos y silo­
gismos, son suficientes. Pero lo que debe quedar claro es que una
relación de contenido entre el depósito antiguo y un dogma reciente­
mente definido, no sólo tiene que existir fundamentalmente, sino ser
además comprobable. Renunciar a esto sería en el fondo, aun evitando la
palabra, postular nuevas revelaciones oficiales en la Iglesia por encima
del depósito apostólico.
Si ocasionalmente se tiene la impresión de que se prescinde disimu­
lada y resignadamente de dicha conexión «explicativa» racional, y que,
por lo mismo, se quiere renunciar a ella en la teoría de la evolución del
dogma, tal derrotismo en una teología racional tiene diversos motivos.
Quizá se parte del supuesto falso de que tal conexión, racionalmen­
te comprobable, tendría que esclarecer y justificar todo en la evolución
del dogma. Es decir, se convierte, falsamente, el proceso explicativo
racional en el único momento de la evolución del dogma, lo cual, natu­
ralmente, no puede ser. O se exagera la certeza exigida de tal proceso
explicativo. Quien exija de un argumento teológico explicativo, para
tenerlo por cierto, que sea entendido de hecho por todo el mundo y que
nadie discuta su carácter concluyente, quien llame argumento «cierto»
solamente al que reúne tales condiciones, emplea una terminología total­
mente ajena a la Iglesia. Porque argumentos que muchos no calan y
niegan son designados por la Iglesia también como racionalmente evi­
dentes y ciertos. No sólo eso. Tal afirmación niega, consecuentemente,
que pueda existir en absoluto un conocimiento racional cierto, porque
apenas hay conocimientos que no sean discutidos por nadie. Es decir,
habría que afirmar, en tal caso, que los conocimientos ciertos no existen
de ninguna manera.
El simple hecho, por tanto, de que algunos o muchos nieguen el
carácter concluyente y la certeza de los argumentos explicativos a favor
de un nuevo dogma, no es, ni mucho menos, un argumento para probar
que efectivamente no se lia logrado todavía mostrar con suficiente certe­
za la conexión entre el antiguo depositum fidei y una verdad por definir
36 T E O L O G IA FUNDAMENTAL

o ya definida. Un teólogo puede tener no sólo el derecho, sino, en deter­


minadas circunstancias, hasta el deber de exponer su argumento como
terminante y cierto, aun cuando sus colegas no le ofrezcan aplauso algu­
no. Y es que en tal caso, por lo que hace al carácter concluyente y a la
certeza, no hay que exigir de pronto más de lo que, según la doctrina de
la Iglesia, se puede conseguir en otras reflexiones teológicas o filosóficas
que la Iglesia califica de ciertas.
En tales procesos explicativos no se exige un grado de certeza más
alto que el que puede ser logrado, por ejemplo, al probar la existencia de
Dios, la libertad del hombre, la necesidad de la confesión o la transus-
tanciación —estas últimas verdades, como enseña la Iglesia, pueden ser
conocidas a base de otros datos de la Escritura—. Por tanto, si esto es así,
habrá que exhortar por lo menos a la prudencia a quien pretenda negar
a argumentos teológicos —a propósito, por ejemplo, de la Inmaculada
Concepción, de la Asunción, etc.— la certeza que en este nivel pueda
solamente exigirse; pero, eso sí, exigirse verdaderamente.
Quizá haya sido recargada también, sin motivo, la problemática total
por haber querido fundamentar, con precipitación excesiva y demasiado
unilateralmente, el carácter concluyente racional de tales procesos expli­
cativos con la lógica escolástica, silogística y formal. En nuestro ámbito
de conceptos, «racional» no significa meramente evidencia y certeza
basada en la inteligencia del carácter concluyente de un silogismo o del
análisis puramente conceptual de un concepto. Reducir la racionalidad a
esto iría, como ya quedó indicado, por lo menos contra el uso lingüísti­
co de la Iglesia.
Con otras palabras: si sólo se admite una certeza racional cuando un
nuevo enunciado de fe se deduce simple y silogísticamente de dos pre­
misas reveladas, apenas habrá, naturalmente, un desarrollo concluyente
del dogma en dimensión conceptual y de enunciado. Pero en tal caso
habría que ser sinceros y dejar de afirmar en los dogmas definidos en
tiempos antiguos una mayor evidencia y certeza, por lo que hace a su
deducción de enunciados de la Escritura, que en los dogmas recientes.
La sacramentalidad del matrimonio, por ejemplo, es dogma desde hace
setecientos años, pero no se deduce de la Escritura con carácter más con­
cluyente que los dogmas de 1854 ó 1950.
Es falso, además, incluso en el ámbito natural del conocimiento,
hablar de certeza racional sólo cuando se trata de la conclusión apodic­
tica de un silogismo. Que mi madre no ha de envenenarme, mientras no
LA EVOLUC ION DEL DO G M A 37

esté perturbado su espíritu, es cosa que sé con certeza. Y tal certeza es


absolutamente racional, porque en la terminología eclesiástica y escolás­
tica, y en una terminología totalmente justificada y preferible, no hay
ninguna facultad de conocimiento cierto más que justamente la ratio. Y
por eso esta certeza respecto a la conducta de mi madre puede ser lla­
mada racional. Tal certeza racional global puede ser desarrollada
reflejamente, de modo muy sutil y complicado, en todo un tratado.
Dicho estudio tiene, en algún aspecto, su sentido e incluso es, hasta cier­
to punto, necesario, pero no agotará la certeza global original y
absolutamente racional, no la alcanzará adecuadamene. Su misión con­
sistirá, justamente, en hacer que el hombre lleve a cabo la realización
ingenua e intensa de aquel conocimiento original, irreflejo y global, pero
racional y cierto; le facilitará dicho conocimiento, le dará ánimos para
que no se quede envuelto en trabas y escrúpulos racionalistas, sino para
que lleve a cabo el riesgo que supone realizar una certeza auténticamen­
te y una evidencia racional. (Es que decisión libre y evidencia no son
instancias contrarias, sino justamente momentos complementarios en el
conocimiento, espiritual y su certeza).
Hay, por tanto, en todo caso, una seguridad racional que no es, pro­
piamente, silogística y que sólo puede ser encerrada en la certeza del
silogismo inadecuadamente. Por muy útil que tal traducción pueda ser y
hasta, en cierto grado, necesaria. ¿Por qué no ha de darse también en la
teología esta seguridad racional en su forma original? ¿Por qué no ha de
ser lícito concebir el trabajo de la teología refleja como la reflexión nece­
saria, pero siempre inadecuada, de la conciencia de fe de la Iglesia sobre
esta su seguridad original y racional del conocimiento de la conexión
entre un antiguo enunciado del dogma y otro nuevo? ¿Por qué no califi­
car tal trabajo teológico —cuando se lleva a cabo con el máximo rigor
posible, honradamente, pero también en un contacto interno de simpa­
tía con la realidad y la verdad original— de conocimiento cierto? Sin
olvidar que dicha seguridad vive siempre de —y es sustentada por— la
referencia a aquella seguridad más original, a la que no crea en realidad
por primera vez aquella reflexión, sino que, por el contrario, vive de ella,
pero a la cual puede desarrollar también, lo mismo que la flor vive de la
raíz y, sin embargo, también la raíz depende de la flor.
En este contexto quizá sea oportuno decir una palabra sobre el con­
cepto «argumento de conveniencia». El quehacer de la teología con
respecto a la revelación consiste en desarrollar y esclarecer el sentido
38 TKOLOGÍA KliNDAMLNTAl.

íntimo y la conexión de las verdades reveladas entre sí, cuyo carácter


revelado, consta. Las reflexiones que sirven a este quehacer pueden
designarse con el nombre de argumentos de conveniencia. Tales consi­
deraciones pueden apoyarse, ya de antemano, en el saber cierto en torno
al carácter revelado de aquellos enunciados cuyo sentido y conexión se
convierten en tema expreso. La teología medieval tendría sin duda ante
los ojos, las más de las veces, tales consideraciones cuando se pregunta­
ba: utrum, conveniens est... La cuestión de su carácter necesariamente
concluyente juega aquí, por consiguiente, sólo un papel secundario.
No sucede lo mismo con las reflexiones cuya misión consiste en con­
ducir a enunciados todavía no garantizados por el magisterio como
ciertamente revelados. El concepto «argumento de conveniencia» con­
duce aquí sólo a angosturas que tranquilamente podrían evitarse. Y es
que si en tales casos se designa una reflexión de este tipo como argu­
mento de conveniencia, esto significa en realidad y rigurosamente lo
siguiente: dicho argumento hace ver que, si Dios efectivamente ha obra­
do así, ha obrado con plenitud de sentido, pero no consta —tal argumento
no añade ninguna certeza sobre el particular— que él baya obrado así.
Dicho de otro modo: con tal denominación se califica al argumento de
totalmente insuficiente para el objeto en cuestión y lo único que se con­
sigue es descalificar de antemano todo esfuerzo teológico por tal
desarrollo del dogma. Pero así se crea una dificultad que en el fondo no
existe realmente. Pues ¿cuál es el estado real de las cosas?
Tales reflexiones se llevan a efecto siempre, cuando se realizan seria
y rigurosamente y con toda minuciosidad racional, en forma de oferta
—valga la palabra— a la inteligencia de la fe de la Iglesia total y al
magisterio. La cuestión sobre el grado de seguridad racional que, pres­
cindiendo de este elemento esencial del pensamiento hacia la Iglesia
total, corresponde a tal razonamiento teológico, es indiscutiblemente
secundaria, por apoyarse en un aislamiento, llevado a cabo mediante la
abstracción de uno de los elementos (el racional) de las reflexiones teo­
lógicas totales. El único sentido de tal cuestión secundaria sólo puede
consistir en aguzar la propia conciencia teológica privada para no
hacer demasiado fácil y superficial el propio trabajo teológico, o sea lo
que se dice a la conciencia total de la Iglesia.
Pero si no se realiza ese aislamiento, si no se plantea la cuestión que
en él estriba, la calificación «argumento de conveniencia» no tiene ningún
sentido exacto. Pues tal calificación califica algo antes que baya logrado la
LA KVOLUCIÓN DKL DOGMA 39

perfección en su ser propio y pleno, ya que —por la esencia misma de las


cosas— ese algo sólo logra su perfección al arribar a la conciencia total de
fe de la Iglesia, única capaz de tal calificación auténtica, y al ser calificada
por ella, y no por el teólogo individual. Tal proceso puede durar siglos y
la calificación puede consistir en una definición, o puede ser que la con­
ciencia total de la fe de la Iglesia no preste atención a esa reflexión
teológica y deje abierta la cuestión que ella había abordado.
Es absolutamente posible que tales reflexiones teológicas cuenten en
sí mismas con elementos de seguridad y de necesidad que pueden obje­
tivarse reflejamente no mediante el razonamiento silogístico y
analítico-conceptual de cada teólogo por sí solo, sino únicamente en
unión con la conciencia de fe de la Iglesia. Por eso, si previamente a ello
se califica tal reflexión teológica como mero argumento de conveniencia,
es como si se concluyera el asunto antes que sea lícito o, al menos, pare­
ce como si el acto de la conciencia de fe y del magisterio, que sigue a
dichas reflexiones teológicas, en el fondo no tuviera nada que ver con
ellas. Como si produjera en una especie de generatio aequivoca, a lo
sumo con ocasión de tales reflexiones, algo totalmente nuevo, mientras
que en realidad el magisterio y la conciencia de fe de la Iglesia objetivan
reflejamente una necesidad apodictica, que aquellas mismas ya poseían,
aunque esta necesidad inmanente del proceso teológico de desarrollo
sólo alcance su objetivación reflejajustamente mediante la calificación de
la Iglesia, sin que sea reemplazada por ella. Con otras palabras: la califi­
cación de un argumento teológico como meramente conveniente, sólo
porque su necesidad apodictica puede ser únicamente consumada con
reflexión última por la Iglesia en cuanto total, desconoce el carácter del
pensar teológico y divide lo que tiene que ser considerado como consti­
tuido por diversos elementos, cierto, pero que también es siempre uno
en esa pluralidad.

3.4 La tradición

Como cuarto momento de una verdad de fe y, por tanto, de la evolu­


ción del dogma, destaquemos expresamente el «ser-transmitida». Un
enunciado revelado por Dios es esencialmente algo que acaece en un
hablar de persona a persona, ya que la revelación de Dios, en tanto rigu­
rosamente sobrenatural, es esencialmente una apertura que Dios hace de
40 T EO L O G ÍA FUNDAMENTAL

sí mismo. De ahí que los enunciados revelados son esencialmente, y


desde su primer punto de partida, enunciados dichos a alguien. Este ser-
transmitidos de los enunciados de la revelación rige también, según esto,
para el dogma de la Iglesia. En este momento del ser-transmitido como
elemento constitutivo de la traditio, en tanto entrega de la verdad y de la
realidad simultáneamente, está ya dada en el fondo la evolución del
dogma. Y es que tal traditio acaece en un determinado punto espacio-
temporal, es necesariamente histórica y atrae al destinatario y su
irrepedbilidad histórica, que le es peculiar también en tanto cognoscen­
te, al interior mismo de este proceso.
Con otras palabras: todo decir dirigido hacia alguien, a quien lo
dicho debe llegar verdaderamente, significa necesariamente también la
existencia de una historia de lo dicho en el decir y no es una mera repe­
tición de lo mismo. Con esto no se afirma, naturalmente, en sentido de
una teoría «evolucionista» de la evolución del dogma, contra la doctrina
del Concilio Vaticano I, que lo dicho no siga siendo lo mismo. Pero, a
partir de esta reflexión —lo mismo que a partir de la comprobación a
posteriori de la Escritura—, puede hacerse comprender que todo
Kerigma, al ser predicado, se desarrolla, y por eso, como debe seguir
siendo Kerigma revelado y fomentador de la fe, no sólo constituye una
teología histórica, sino también un dogma histórico, es decir, una evolu­
ción del dogma.
Si se pregunta ahora y desde ahí en qué dirección ha de ir necesaria­
mente tal evolución, dada ya conjuntamente en el primer punto de
partida del dogma, tal cuestión habrá de ser contestada a partir de todos
los otros elementos que descubrimos en el dogma mismo. Llamemos la
atención sólo sobre uno.
En el apartado 3.1 hemos dicho que el Espíritu, la gracia y la luz de
la fe son uno de los elementos esenciales del dogma y, por eso, también
de su evolución. Si pudiéramos preguntarnos, con más rigor de lo que
aquí es posible, de qué manera opera este elemento en el «todo» de la
aprehensión del dogma, habría que poder deducir que la luz de la fe, sus­
tentada por el Espíritu y, en último término, idéntica a él, es el horizonte
a priori dentro del cual son aprehendidos los objetos individuales de la
revelación. De manera parecida a lo que sucede en el ámbito natural,
dentro del cual el ser en cuanto tal es el horizonte a priori hacia el cual
el espíritu en su transcendencia aprehende el objeto individual y sólo así
lo hace inteligible.
LA EVOLUCION DEL DOGMA 41

A partir de ahí habrá que esperar a priori un movimiento doble en


la evolución del dogma. La amplitud infinita y la intensidad de este a
priori sobrenatural tiene que conducir necesariamente a un desarrollo,
cada vez más articulado, de los objetos aprehendidos en su horizonte.
En el encuentro y síntesis de a priori formal y objeto a posteriori de la
fe, el objeto a posteriori es desligado, necesariamente y cada vez más,
en sus virtualidades. Pues el objeto individual a posteriori de la fe es
aprehendido en tanto momento del movimiento del espíritu hacia la
única comunicación de Dios mismo, la cual no sólo es percibida en el
acto de la fe en tanto enunciado sobre una realidad futura, sino que
acaece realmente en él. Ahora bien, como tal momento es dicho movi­
miento hacia la auto-comunicación de Dios, absolutamente una, plena
de intensidad y concentradora, cada enunciado de la fe sólo puede
cumplir su función estando abierto a más de lo que contiene, justa­
mente al todo. Pero esto sólo puede acaecer —a no ser que cumpla esta
exigencia mediante un mero extinguirse a sí mismo entrando, en la mís­
tica oscuridad del misterio silente absoluto— desarrollándose en una
plenitud mayor de la declaración por la que es referido cada vez más al
todo de la revelación.
La teología de la cada vez más patente analogia fidei no es, según
esto, mero resultado de una agudeza lògica formal, que expone conti­
nuamente nuevas combinaciones, descubre continuamente nuevas
comunicaciones transversales y conexiones, deduciendo de ellas las con­
secuencias; tal teología está legitimada, más bien, por la conexión que
existe entre la aprehensión de un enunciado individual de fe y el a priori
abarcador, dado en la gracia en su propia realidad, de su aprehensión ver­
daderamente creyente. Este a priori divino de la fe inaugura el desarrollo
del antiguo depositum, fidei a partir de sus virtualidades. La dinámica de
la evolución del dogma va así hacia una plenitud cada vez más expresa de
lo individual; es, por tanto, extensiva. Pero simultáneamente hay que
esperar del mismo comienzo una dinámica en sentido opuesto. Y es que
el a priori formal de la fe, a diferencia de la trascendencia natural del
espíritu y a diferencia de su «hacia-donde» apriórico, no, es un a priori
formal abstracto fundado en la potencialidad abierta del espíritu en deve­
nir, no es un mero a priori de la posibilidad, sino la plenitud verdadera
e intensiva de lo pensado en cada uno de los objetos individuales de la
le; no sólo en concepto o idea, sino en la realidad misma, que es el mismo
Dios trino en la comunicación real de sí mismo.
42 T KOl.O CÍA KUNIMMKNTAL

Por tanto, si en el acto de fe, en el decir y en el oír de la revelación,


acaece una síntesis del objeto individual de la fe y de tal a priori, dicha
síntesis tiene que desatar también la dinámica hacia una concentración
constantemente progresiva de la pluralidad de lo comunicado en la reve­
lación, hacia esta unidad a priori pensada en toda esa pluralidad. En la
evolución del dogma tiene que habitar también necesariamente una
dinámica hacia lo intensivo, hacia lo simplificador que entra en la bien­
aventurada oscuridad del misterio único de Dios.
La evolución del dogma no tiene que ir siempre y solamente en direc­
ción a un número mayor de enunciados individuales. Tan importante
como esto —y propiamente, incluso, más importante— es la evolución
hacia la simplificación, hacia la mirada cada vez más inequívoca sobre lo
propiamente pensado, hacia el misterio uno, a la simplificación de la
experiencia de lo infinitamente sencillo y, en un sentido, muy esencial,
inteligible-de-por-sí en la fe. Cuanto más manifiestamente son elaborados
y puestos de relieve en la pluralidad de los enunciados de fe sus últimos
motivos guía y aprehendidos en la aceptación de los enunciados indivi­
duales, tanto más «evolución del dogma» hay.
La primera dinámica será sustentada más concretamente por la pie­
dad popular y el magisterio que sale a su encuentro por motivos
pastorales justificados. La segunda dinámica, de sentido contrario, será
sustentada, sobre todo concretamente, aunque no sólo, por la realidad
esotérica de la teología misma. Claro es que ésta hoy en día, según nues­
tra incompetente opinión, no tendría que estar sólo —aunque
justificadamente— al servicio de la piedad popular, con su tendencia
inevitable y justificada a la máxima pluralidad posible, y que necesaria­
mente separa y divide siempre la plenitud de la realidad divina en una
pluralidad, cada vez más crecida, de detalles. La teología podría percibir
hoy tranquilamente, con más intensidad, su otra misión, incumbencia
suya y concretamente suya sólo: devolver la pluralidad de los enunciados
de fe a sus estructuras últimas, en cuya comprensión de fe, en determi­
nadas circunstancias, el todo abarcador y todopoderoso misterio de
Dios es, para nosotros, hoy, presencia más poderosa que la del espíritu
que se derrama sólo en la pluralidad de los enunciados individuales y en
su distinción cada vez más ampliada.
De manera comparativa y real podría enunciarse así: hay una teolo­
gía del todos-los-días sobrenatural en la que se intenta encontrar a Dios
cada vez más detalles, siempre nuevos y cada vez más distintos. Pero tam-
I.A KVOLUCIÓN DKL DOGMA 43

bién hay una teología de la «mística» o del misterio silente en la que, de


manera semejante a como sucede en la mística propiamente tal, los deta­
lles quedan sumergidos como en una noche, para que el todo único
llegue a ser más poderoso. Este segundo, quehacer teológico, que exigi­
ría tanto rigor y penetración inteligente como el primero, se cultiva hoy
en día, creemos, demasiado poco. Vive, pero las más de las veces en
forma de una necesidad no muy consciente de sí misma, incluso en la
teología de la desmitologización.

3.5 La objetivación refleja dd dogma en tanto dogma, en tanto revelado por Dios

Siempre que un dogma está dado en su esencialidad plena tiene que


ser mantenido, en tanto revelado por Dios, en la conciencia de fe de la
Iglesia definitivamente instruida por su magisterio. Este elemento del
dogma ha de ser tenido en cuenta también ahora a propósito de su evo­
lución. Ahora bien, lo extraño de tal elemento es que la evolución del
dogma consiste precisamente en que justamente aquél es objetivado
reflejamente. Es decir, la Iglesia llega a saber que ratifica un enunciado
preciso en tanto revelado por Dios. Pero esta objetivación refleja no estu­
vo —y en esto consiste, en último término, la dificultad total de la
evolución del dogma— siempre dada. Probablemente tal formulación es
mejor que no decir un poco groseramente: la Iglesia no ha creído en un
enunciado concreto que más tarde aprehende. Y es que si se contempla
la realidad con más rigor y profundidad, y se es capaz de distinguir una
objetivación explícita y enunciada «proposicionalmente» de una objeti­
vación más bien global de la revelación divina, habrá que decir con más
exactitud: la Iglesia no poseyó siempre conciencia refleja de que en su
saber consciente de la fe comprendía algo, como verdad de Dios, que
efectivamente le estaba dado desde siempre.
Sea como sea, en todo caso hemos de reflexionar sobre el hecho de
que tal objetivación refleja, que no siempre estuvo dada, entre en la evo­
lución del dogma. Aquí es donde radica el punto realmente
problemático de ella. La cuestión es la siguiente: ¿cómo acaece tal entra­
da? ¿Cómo advierte la Iglesia de súbito —podría decirse— que el
enunciado que, quizá tras una reflexión de siglos, poseía en su concien­
cia, es mantenido por ella con el carácter absoluto de su fe? Si a tal
cuestión se contestara diciendo meramente: lo hace porque el Papa o el
44 TEOLOGÌA FUNDAMENTAL

Concilio definen esa verdad, sólo se diferiría la cuestión. Entonces


habría que preguntar: ¿en qué circunstancias y a base de qué determina­
ciones tiene el Papa derecho a definir? La cuestión persiste aun en el
supuesto obvio de que el Papa, al definir, define acertadamente. Pues la
legitimidad formal de su acto definidor, que garantiza quoad nos el acier­
to de su definición, no es, para el Papa mismo, ni la justificación objetiva
ni según conciencia de la definición papal.
Pero si a la pregunta propuesta se contesta diciendo que el Papa se
cerciora de la justificación de su definición echando mano de la tradi­
ción, surge la vieja cuestión: ¿cómo puede encontrarse en esta tradición
lajustificación, si ex supposito en ella —por ser previa a la definición— no
está dado el momento del saber reflejo sobre el carácter revelado del
enunciado por definir? Si se dice que este momento está ya dado, por­
que en la Iglesia —cosa comprobada efectivamente por el Papa antes de
una definición de tal especie en la consulta del episcopado— se cree ya
dicha verdad en tanto revelada por Dios, bien que no a base de una deci­
sión del magisterio extraordinario, la cuestión se transforma,
nuevamente hacia atrás, en su forma primera: ¿cómo acaece el tránsito de
una conciencia de fe de la Iglesia, que ya ha percibido un enunciado
determinado, pero que todavía no lo aprehende reflejamente en tanto
revelado por Dios, a una conciencia de fe en la que esto sucede?
Con otras palabras: el problema es, en cada caso, el mismo. ¿Cómo,
con qué motivos y con qué derecho da la conciencia de fe de la Iglesia el
paso de un estado, en el que tenía un enunciado, sin haberlo conocido
reflejamente en tanto revelado, al estado de tal declaración? Si se quisie­
ra responder adecuadamente a esta cuestión haciendo referencia sólo al
carácter racional concluyente de las reflexiones respecto a la conexión
entre el depositum fidei antiguo y el nuevo enunciado —es indiferente
cómo haya que concebir con más rigor este conocimiento racional—,
habría que decir consecuentemente que la seguridad del resultado de
esta argumentación racional depende de la seguridad de la argumenta­
ción misma. Es decir, nunca puede conducir a una seguridad de fe en
sentido propio; la Iglesia, por tanto, no puede hacer que estribe adecua­
damente su decisión absoluta e irrevocable en esta seguridad.
A esto se puede replicar, naturalmente, diciendo: tal argumentación
racional —en el sentido amplio del que ya hemos hablado antes y que
aquí no ha sido expuesto en todo su rigor— no debe fundamentar, ni
mucho menos, el carácter absoluto de la definición o de la fe, sino sólo el
LA EVOLUCIÓN DEL DOGMA 45

derecho de la Iglesia para tal definición o una ratificación de la fe, en la


que un enunciado es aprehendido verdaderamente en tanto revelado por
Dios. Pero en ese caso hay que preguntar de nuevo: ¿cómo puede cono­
cerse, en primer lugar, un «derecho» a tal asentimiento, si el
conocimiento de ese derecho no es la fundamentación adecuada de lo
que verdaderamente acaece en tal asentimiento? Y segundo: ¿cómo
surge, entonces, tal asentimiento, si en él está dado un «plus» de carácter
definitivo y absoluto y —al menos en algún modo— también de conteni­
do, que no puede fluir sencillamente sólo del proceso explicativo?
Dicho de manera algo más concreta y repitiendo así una vez más
ambas cuestiones: primero, si el proceso explicativo no puede mostrar la
nueva verdad, que primeramente tiene que ser mantenida todavía en
tanto revelada, en tanto por definir, si no puede hacerlo con el carácter
de necesidad apodictica y seguridad que después se contienen en el acto
de la fe explícita y en la definición, y si este proceso explicativo no sólo
no puede pretenderlo de hecho, sino que ni siquiera le es lícito (ya que,
si no, todos los otros motivos de la fe y sus causas sustentadoras serían
superfluos, y la fe, por tanto, no sería obra del Espíritu, ni la definición
se llevaría a cabo bajo su asistencia, ¿cómo conocen la Iglesia creyente o
el Papa, al definir, qué les es lícito creer y definir? ¿De dónde se toman
el derecho para ello?
No se puede simplificar la cuestión, ni plantearla inocuamente. Es
verdad que hay ciertas definiciones —o al menos parece que las hay—,
en las que inequívocamente el magisterio extraordinario no hace más
que determinar definitoriamente lo que el magisterio ordinario ya venía
enseñando como revelado y la Iglesia creyendo expresamente. En tales
casos el derecho de lo nuevo radica en que, en el, fondo, no es más que
repetición de lo antiguo, defensa de lo ya preexistente. Pero en nuestra
cuestión pensamos en todos los casos en los que ex supposito acaece otra
cosa: que la definición o fe de la Iglesia hace su entrada por primera vez
y no confirma solamente y defiende lo ya preexistente. ¿Con qué derecho
perceptible, dado en la conciencia, acaece el tránsito del estadio en el que
un enunciado no es mantenido todavía como ciertamente revelado por
Dios al estadio en el que el enunciado es aceptado de tal forma? Con esto
resulta también manifiesta la segunda cuestión sobre el cómo del tránsito
de un estadio al otro. Y este tránsito es el problema decisivo de la evolu­
ción del dogma, más que la cuestión del despliegue de contenido de las
implicaciones del depósito antiguo.
46 TKOI.OOÍA FUNDAMKNTAL

Ahora bien, si atendemos con rigor, esta cuestión se desvela en una


cuestión antigua, un problema que todo teólogo conoce, aunque experi­
mente modificaciones especiales por causa de la circunstancia de que
aquí se trata de la conciencia de lo de la Iglesia entera y no de un parti­
cular. Conocemos, en efecto, la cuestión sobre el tránsito, y el derecho de
este tránsito, de un grado del saber cualitativamente inferior a uno cuali­
tativamente superior en el devenir de la fe en general. Y esto en cada caso
concreto. Así, cuando alguien empieza a creer, hay que preguntarse:
¿qué sucede, en realidad, y con qué derecho empieza a creer el hasta
entonces no-creyente?
La teología tradicional de la escuela dirá en primer lugar: ha calado
los praeambula fidei, la fundamentación racional de la fe —de alguna
manera y en algún grado para él relativamente suficiente—; ha visto, con
ello, el derecho y el deber de creer, la credibilidad y la credenditas. Por
eso cree, por eso se decide a creer libremente.
Pero una teología que mire las cosas con alguna mayor profundi­
dad tendrá que decir que en esta respuesta no es lícito pasar por alto
la diferencia cualitativa entre un conocimiento racional de credibili­
dad con su problemática, dubitabilidad, oscuridad, etc. —a pesar de
toda la «seguridad» absoluta o relativa que se le asigne o haya que
asignarle—, y la radicalidad e incondicionalidad de la fe. Y por eso
tenemos aquí el mismo problema que habíamos descubierto en la evo­
lución del dogma de la Iglesia: el problema del tránsito del no-creer, o
todavía-no-creer, a la fe.
Podemos decir, por tanto: todos los problemas, teorías, diferencias
de opinión y cuestiones abiertas que tenemos planteados en el analysis
fidei a propósito del devenir de la fe en el individuo particular, vuelven a
planteársenos en la evolución del dogma. Y todo lo que allí se dice puede
repetirse aquí. El salto desde los supuestos necesarios de la fe a la fe es,
fundamentalmente, aquí y allí, el mismo. La doctrina católica de fe sobre
la fe en su génesis, de una parte, enseña la necesidad de supuestos de la
fe, perceptibles racional y «conciencialmente», y una conexión entre
ellos y la fe; y defiende tal necesidad contra las teorías irracionalistas de
la fe que niegan dichos supuestos y dejan a la fe flotando puramente en
sí misma. De otra parte, la misma doctrina afirma la diferencia cualitati­
va de la fe en cuanto acto de gracia divina —también en la zona de la
conciencia— en relación con sus supuestos racionales. Es lo que sucede
en ambos aspectos en nuestra cuestión.
LA EVOLUCIÓN DEL DOGMA 47

Por eso, también tenemos derecho a interrumpir la exposición de


esta problemática de la evolución del dogma y contentarnos aquí con
esta reducción de nuestra cuestión a la más general. Esto puede bastar
porque la cuestión general es también tema real y expreso de la teología,
visto inequívocamente por ella, mientras que el problema en la evolución
del dogma no está visto tan manifiestamente y, mucho menos, elaborada
y destacada su identidad con esta cuestión general.
Para terminar llamemos la atención sobre dos puntos. Primero: el
caso aún más general que, en realidad, no resuelve el problema, pero que
muestra la autenticidad de la cuestión partiendo de la realidad y de la
ineludibilidad del acaecer. Y es que siempre que tiene lugar una decisión
libre, tal decisión exige, de una parte, una intelección —previa a ella y
que la justifica— de su sentido, derecho y deber. Pero, por otra parte, la
decisión misma, en tanto realizada, tiene su evidencia propia, intrínseca
a ella y que sólo en ella se logra. Dicho de otro modo: la decisión no es
nunca solamente ejecución de aquella intelección. Toda decisión es ade­
más ella misma un encenderse de la luz que únicamente la justifica como
ella quiere y tiene que ser justificada ante sí misma. Existe una claridad
interna de sentido que no precede a la decisión libre, sino que sólo
puede ser tenida en ella misma. Lo cual no quiere decir que un proceso
de este tipo sea «irracional» o que haga superfluas las reflexiones racio­
nales previas que deben conducir a la decisión acertada. Una metafísica
de la libertad y del amor tendría que destacar y poner en claro este esta­
do de cosas. Con ello se tendría una porción de ontologia general
existencial que podría ser aplicada a nuestras cuestiones especiales, muy
necesitadas de tal ontologia existencial.
Segundo: por un motivo doble puede hacerse ver que en nuestra
cuestión se edulcora el problema general del devenir de la fe a base de los
supuestos racionales y, sin embargo, no en continuidad homogénea con
ellos. Y esto por tratarse de toda la Iglesia y de un crecimiento en la fe a
partir de la fe misma.
Se trata de la fe de toda la Iglesia. En primer lugar, puede decirse a
posteriori que hasta el presente no ha habido ninguna definición papal
en la que el objeto de la definición no haya sido, de hecho, creído antes
por la Iglesia en tanto objeto de fe. Aquí no vamos a examinar la cuestión
de si esto tiene que ser por principio así. Es claro que el «ex se infallibilisy>
de la autoridad de magisterio del Papa no la decide todavía inequívoca­
mente. Pues tal doctrina significa sólo que la decisión papal no necesita
48 TEO L O G IA FUNDAMENTAL

una aprobación ulterior de la Iglesia para que tenga vigencia y validez en


ella, y que la consumación de los supuestos que ella misma necesita —
tales supuestos existen indiscutiblemente— no es objeto de una
comprobación por parte de otros, de cuyo éxito dependa la validez de la
decisión papal.
Si alguien, por tanto, dijera que el Papa, en principio, sólo define lo
que en la Iglesia ya se cree como revelación, no va —con las precisiones
que acabamos de hacer— contra esta doctrina. Pero ahora vamos a pres­
cindir de esta cuestión. Eso sí, al menos de hecho, por ejemplo, el Papa
confirmó antes de proclamar la definición del dogma de la Asunción, en
una consulta a los obispos, que la Iglesia entera creía efectivamente esta
verdad. Es decir, por lo menos esta definición pudo acaecer en vista de
tal conciencia de fe ya existente de la verdad definida en tanto revelada.
Y creemos que difícilmente podrá aducirse un ejemplo convincente y
claro en que de hecho no haya sido así.
Por tanto, al menos en muchos casos, la conciencia de fe de la Iglesia,
a propósito de una verdad revelada como tal, se anticipa al acto del
magisterio extraordinario, es decir —en conexión con el magisterio ordi­
nario— en el curso de un crecimiento casi imperceptible, de un madurar
y de un llegar-a-sí de esta cualificada conciencia de la fe. La Iglesia, en
cuanto totalidad, reflexiona sobre un pensamiento que le crece del
«todo» del contenido de su fe; tal pensamiento madura, crece cada vez
más con ese todo, la Iglesia lo vive y lo consuma. Y así —si podemos
expresarnos en tales términos— la Iglesia se encuentra un día simple­
mente creyendo de este modo cualificado. No hay que extrañarse de ello,
pues, como ya quedó indicado, a toda decisión preceden resoluciones
previas, actitudes, criterios, etc.; en toda decisión son puestos en liber­
tad y actúan motivos e impulsos que no son, a su vez, objeto de una
elección refleja.
No hay que admirarse de que en la Iglesia suceda lo mismo. Lo que
aquí interesa más bien es el hecho de que, cuando en la evolución del
dogma se pasa de un andar a tientas a una aprehensión segura y firme, de
ponderaciones a un asentimiento de fe, el sujeto primero y primario —por
lo menos de hecho, en los casos que somos capaces de percibir— es la
Iglesia entera. Esto se entiende fácilmente: la Iglesia no es sólo lo que Dios
en último término piensa en la jerarquía y su autoridad; no es sólo el con­
junto de los impulsos, guías y tendencias evolutivas históricas que parten
de Dios. (Iría contra la doctrina de la Iglesia suponer que todos estos
LA EVOLUCIÓN DEL DOGMA 49

movimientos los haya introducido Dios en la Iglesia por la jerarquía).


La Iglesia entera es, por ello, también el sujeto en el que con más faci­
lidad puede concebirse este tránsito callado de un estado al otro (de los
que aquí hemos hablado). Basta pensar solamente en el caso contrario: si
el Papa, por ejemplo, no puede alcanzar con la vista una creencia, de
hecho ya existente, de la Iglesia —en conexión con el magisterio ordina­
rio—, ¿cómo va a encontrar en sí concretamente los supuestos teológicos
y morales que debe tener cuando define? Y que tiene ciertamente, por­
que lo contrario, juntamente además con la posibilidad de error, es
impedido, sin duda, por la providencia de Dios. Con otras palabras:
¿cómo iba a tener, si no, concretamente la seguridad humana suficiente
de que lo que él quiere definir está contenido en el depositum fidei?
Si quisiera decirse que basta otro juicio teológico suficientemente
seguro de que algo por tales y tales motivos, por ejemplo, está explícita­
mente contenido en el depósito de la fe, es prácticamente inconcebible
que esto haya sido descubierto por vez primera, precisamente hic et nunc
por el Papa. O sea, la fundamentación teológica que el Papa posee, se
conoce y está viva también en la Iglesia. ¿Quién va a querer probar,
entonces, que no ha servido hasta tal momento, incluso sin una defini­
ción papal, para aprehender, de hecho, lo implícito como revelado por
Dios en la Iglesia entera?
Quien crea que esta consideración amenaza la significación de la
autoridad de magisterio del Papa no piensa correctamente. Pues suponer
que la Iglesia entera, antes de una definición papal, cree ya desde siem­
pre con suficiente claridad la verdad por definir, y que esta realidad que
penetra en la conciencia de fe de la Iglesia lentamente, sobriamente y sin
solemnidad, es incluso la legitimación de fondo —¡no la jurídico-for-
mal!— del derecho moral del Papa para definir, no es suponer una
merma del significado de la autoridad docente del Papa. Pues nadie
podrá negar que tales actos del magisterio extraordinario tienen también
su importancia y sentido aun cuando una verdad sea ya explícitamente
creída mediante el magisterio ordinario —también papal— defacto en la
Iglesia en tanto revelada por Dios. Y es que no se afirma que esta fe de la
Iglesia que precede a una definición papal no tenga ninguna conexión
con el magisterio ordinario.
Al contrario: esta fe evoluciona y madura justamente bajo la direc­
ción del magisterio ordinario; y esto aun en los casos en que no lo
enseña, sencillamente y de modo claramente perceptible, acudiendo a la
50 TKOLOGÍA FlINIMMKNT AL

suprema autoridad. Por eso, el significado del magisterio, en conexión


armónica con la fe de la Iglesia audiente, deviene tanto más claro y
mayor. El magisterio ordinario —en las encíclicas papales, mensajes,
etc.— contribuye decisivamente a la madurez y al llegar-a-sí-misma de
la conciencia de fe de la Iglesia entera. Pero en un proceso de madurez
—que se observa también de hecho— más pluriforme, de más estratos,
más orgánico y armónico que si se concibiera esta realidad total como
sí constase solamente de lo que queda en la formalización metódico-jurí-
dica —útil y necesaria— de este proceso: el decreto autoritativo y su
aceptación obediente. Y entonces la fe —existe antes de la definición—
de la Iglesia entera no significa, en modo alguno, que cada uno de sus
miembros, como individuo, crea ya explícitamente el enunciado proble­
mático en tanto revelado por Dios, sino solamente que esta fe se
encuentra ya en la Iglesia, y de tal forma que hay que tenerla por fe de
este sujeto colectivo moral. Ahora bien, de terminar esto y proporcionar
con ello también en la Iglesia al hasta entonces todavía no-creyente tal
conciencia de fe en la Iglesia entera, es justamente la función de la deci­
sión doctrinal del Papa.
El Papa es el punto en el que la conciencia colectiva de la Iglesia
entera llega eficazmente a sí misma de forma autoritativa para el indivi­
duo en la Iglesia. Naturalmente, no es que cada uno de sus miembros,
como individuo sólo tenga obligación de obedecer, tras haber examina­
do y controlado, con éxito, positivo, si el Papa hizo uso efectivamente de
esta función suya en su definición. El católico, en tanto individuo, sabe
justamente que el Papa lia desempeñado tal función por el hecho de que
el legítimo Papa define de modo legítimo formal. Pero, la función la des­
empeña. Y lo hace por ser, en tanto miembro de la Iglesia, Papa y porque
su poder le ha sido conferido por Dios, siempre en tanto miembro de la
Iglesia para la Iglesia, y porque éste, en último término, tiene que ser
indefectible. Y por eso la realización de este poder descansa, también
cuando se lleva a cabo al servicio de la evolución del dogma, justamente
en una evolución de la conciencia de la fe de la Iglesia entera como colec­
tividad. Y tal realización exige esa evolución y la lleva a su
autocomprensión definitiva.
Lo que en este contexto quería ser dicho con todo lo expuesto era
solamente lo siguiente: como —y en tanto que— la Iglesia entera es la
portadora de la evolución del dogma, el problema del tránsito, aunque
no fundamentalmente, es en alguna forma más fácil que tratándose de un
I,A KVOUiC IO N DK1. DOGMA 51

individuo que alcanza la fe. A esto se añade un segundo motivo de esta


atenuación, que vamos a insinuar solamente: en la Iglesia se trata de
un llegar a seguridad del carácter revelado de un enunciado determi­
nado desde la revelación creída, desde otros enunciados ya creídos,
y no —como en el caso que el analysis fid ei suele analizar en el indi­
viduo— de un llegar a la fe como tal desde la no-fe.
Soy plenamente consciente de que con lo dicho ni siquiera he toca­
do muchas cuestiones de la evolución del dogma. Sobre todo, sería hora,
nuevamente, de volverse con más rigor a las cuestiones que ocupan la
parte central de las investigaciones realizadas hasta el presente sobre el
tema, las cuestiones sobre cómo se lleva a cabo, concretamente, al nivel
de los conceptos y enunciados humanos, la evolución. Habría que pre­
guntarse cómo avanza propiamente la lógica inventiva —a diferencia de
la lógica de la comprobación silogística— en general, y en el campo de la
reflexión de la fe y de la teología en particular; qué leyes posee, a qué
influjos está sometida, etc. Con conceptos solamente tan primitivos,
como de ordinario se emplean —formal y virtual implícito, etc.—, no se
logrará aquí la satisfacción propuesta. Pero sobre esto no podemos
seguir hablando ahora.
Lo que pretendía con mis precisiones era mostrar que algunos pro­
blemas, previos a estas cuestiones que suelen plantearse, tendrían que
ser aclarados más exactamente: la evolución del dogma en la Escritura;
la cuestión de una percepción verdaderamente adecuada de todos los
momentos que impulsan y conducen la evolución del dogma, y que al
tratar de ella hay que tener en cuenta, sin que sea lícito pasar por alto nin­
guno de ellos, para que la teoría sobre tal evolución no resulte unilateral
o conduzca a angosturas; la conexión interna entre los problemas del
analysis fidei y la evolución del dogma; la conexión racional necesaria
entre el depositum fidei antiguo y un nuevo dogma; la significación
inalienable de la teología en la evolución del dogma; la cuestión sobre
una dirección doble del curso de esta evolución. Tales cuestiones, y otras
semejantes que fueron tocadas, habrían de ser puestas en claro para
lograr un concepto de evolución del dogma de acuerdo con los hechos
históricos y, en la misma medida, con la conciencia de la Iglesia de que
en tal evolución la fe de la Iglesia sigue siendo la misma, tal como ella la
ha recibido, en tanto decir sobre la revelación absoluta de Dios que está
ahí: Jesucristo, nuestro Señor, el crucificado y el resucitado.
II

SOBRE EL CONCEPTO DE MISTERIO EN LA TEOLOGÍA


CATÓLICA

1. P rimera lección

En estas tres lecciones vamos a intentar decir algo sobre el misterio en


tanto concepto fundamental de la dogmática cristiana. La primera lección
intentará ser una introducción a la problemática a que aquí nos referimos.
La segunda desarrollará el concepto de misterio tal y como se sigue de esta
problemática. La tercera confrontará dicho concepto con los misterios
cristianos, según aparecen en la dogmática católica, y mostrará que tales
misterios, en plural, son modificaciones internas del misterio único ante el
cual la doctrina cristiana de la revelación coloca al hombre.
Nuestra cuestión tiene peso apologético. El hombre actual vive en un
mundo espeso, en cierto modo hecho, espeso frente a Dios, en un
mundo plural y de dimensiones inabarcables, por todas partes impene­
trable y dotado de leyes propias compactas. No es que, por esta razón,
Dios se despersonalice en sentido propio, pero hoy es más difícil que
nunca concebir su dominio y su operatividad en el mundo por analogía
con el obrar de un ser personal e intramundano. Dios resulta más tras­
cendente, su nombre el nombre para el misterio insondable tras toda
realidad decible y limitable.
El mundo se hace menos divino y, precisamente por ello, menos
importante. Sus determinaciones intramundanas son experimentadas,
quizás, en un alto grado de fatalidad, pero no como, propiamente numi-
nosas, sino más bien contingentes y mudables. Dios está como
desposeído de su nombre y lejano; el mundo y todo lo que en él es, pro­
fano, caduco y reemplazable, sólo obra y expresión de Dios como en
lejanía infinita. Por eso surge en el sentimiento de su existencia del hom­
bre actual un problema extraño y acongojador: no logra valorar
fácilmente la religión constituida concretamente, con sus innumerables
54 T K ( ) I . ( K : [ A Kl I N D A M K N T A I ,

enunciados, usos, prescripciones y disposiciones, como la concreción de


la voluntad obligativa de Dios y la constitución necesaria de su salvación.
Todas esas cosas le resultan excesivamente concretas y antropomórficas,
no le es fácil hacerse cargo de que todos esos innumerables detalles son
el modo —imprescindible y necesario— según el cual Dios se le comu­
nica para su salvación.
Esto vale también, y en primer término, para la dogmática. Mientras
aparezca al hombre actual como una complicadísima colección de enun­
ciados dispuestos arbitrariamente, su disposición para creer estará
trabada. No porque rehuya lo incomprensible. El hombre actual es, cier­
tamente, racionalista en el ámbito del mundo. No lo concibe como
numinoso, sino como material para la investigación hasta el fondo por
medio de su ciencia y de su técnica. Pero eso no quiere decir que sea sin
más un racionalista. Lo es menos que sus antepasados espirituales de los
siglos XVIII y XIX. Sospecha y reverencia lo inexpresable y sin-nombre.
Pero, precisamente por eso, una dogmática complicada le parece que
sabe demasiado, que es demasiado lista y racionalista, le resulta excesi­
vamente «dogmática» y positivista. No le convence que, en dogmática,
cuando no se sabe bien cómo seguir con certeza, se acuda a un decreto
positivo de Dios y se constituya un mundo de fe cuyas partes son man­
tenidas unidas unas con otras exclusivamente por medio de esos
decretos de Dios a los que, en tales casos, se da el nombre de misterios.
Piensa que el misterio de Dios es ya muy amplio. No le resulta fácil acep­
tar muchos misterios que, a primera vista, le parecen, más bien,
resultados, de la complicación de la dialéctica humana, que se ha envuel­
to a sí misma.
Si tenemos todo esto en cuenta, es un problema muy existencial pre­
guntarse:
— cómo se comporta, en la doctrina católica de la fe, el misterio con
los misterios múltiples;
— si el ámbito de los misterios, aunque ciertamente no se puede
reducir racionalmente a un misterio singular, no podrá entenderse como
una verdadera unidad;
— si la doctrina de la fe, cuando encierra auténticos misterios, es real
y verdaderamente tal colección complicada de enunciados dispuestos
positivamente o una realidad misteriosamente sencilla, de plenitud infi­
nita, que puede exponerse en una riqueza inabarcable de enunciados
singulares, de tal manera que la unidad sencilla y misteriosa de todo eso
56 T E O L O O IA FUNDAMENTAL

«ratio». A ella algo le es misterioso. No surge, en modo alguno, el pro­


blema de si con esto el concepto relativo que aclara la esencia del
misterio, no se plantea con excesiva estrechez, demasiado superficial­
mente y en primer plano.
No es necesario ser irracionalista; se puede sostener plenamente el
papel esencial de la ratio incluso en la religión y en la teología, pero aun
así también se puede preguntar si es realmente tan claro y evidente lo que
es la ratio y, según esto, si a partir de este concepto —que no es, de nin­
gún modo, evidente—, se puede determinar el de misterio. También
podemos preguntarnos —en perfecto escolasticismo: Tomás, Summa
Theologica lq .l6 a.— si no existirá una unidad más original del espíritu
personal, previa a la distinción de las «potencias» singulares ratio y
voluntas, llámesela como se quiera, y si esta unidad original no será la
realidad a la que el misterio está ordenado. Es decir, con otras palabras,
si la voluntad y la libertad, en su unidad previa con la ratio, poseen una
relación tan esencial con el misterio como la ratio misma, y viceversa. Y,
en tal caso, si es verdaderamente exacto suponer de antemano que el mis­
terio y el enunciado misterioso significan a priori lo mismo.
Ahora bien, misterios, para la teología escolar, son enunciados cuya
verdad sólo está garantizada por una comunicación divina y que, aun
siendo comunicados por la revelación de Dios, no resultan evidentes,
sino que siguen siendo esencialmente objeto de la fe. Esta concepción
responde totalmente al concepto ordinario de la revelación. A diferencia
de la teología bíblica actual, católica y protestante, se concibe en tanto
comunicación de enunciados verdaderos. Y esto es cierto también, evi­
dentemente, e incluso de modo esencial.
Pero, según una definición de la esencia de la revelación referida a la
historia de esa revelación y a la teología bíblica, Dios nos dice verdades
obrando en nosotros. El concepto del obrar y acaecer reveladores es más
amplio. Lo cual se deduce del hecho de que, en el orden concreto, tam­
bién la revelación, como comunicación de la verdad, se realiza
únicamente en el obrar salvifico de Dios, en el que, por la comunicación
de la gracia, Dios tiene que darnos, ante todo, la capacidad de poder oír
su revelación verbal y comunicarnos simultáneamente, estrictamente, en
esta misma gracia, la realidad de lo que dice en la revelación verbal. De
tal manera que esta comunicación verbal sobre una realidad acaece siem­
pre, en este caso, únicamente en la comunicación «de gracia» de la
realidad revelada misma. Esta sólo es interpretada por aquélla y objeti-
EL MISTERIO EN LA T E O L O G ÍA CATÓL ICA 57

vada conscientemente; el decir revelador no es el sucedáneo provisorio y


la sustitución momentánea de la realidad «sobre» la que provisional­
mente se habla.
Ahora bien, de acuerdo con el concepto de revelación al uso en la
teología escolar, en tanto pura comunicación verbal, el concepto de mis­
terio está orientado también de antemano según el enunciado. Tales
enunciados se distinguen de los de la razón natural que son «entendi­
dos», «penetrados» y «demostrados». Y así se miden en su ser
característico tomando como norma la esencia de la «.ratio» —no la del
«intellectus», originariamente uno con la voluntad—. Dicha ratio es
supuesta por la teología, y también por el Concilio Vaticano I, como
magnitud conocida y sobreentendida y como criterio en sí mismo inteli­
gible, según el cual son medidos estos enunciados misteriosos. Y así tales
enunciados no le resultan accesibles a la razón, superan el entendimien­
to creado (Dz 1796), le son oscuros «mientras en esta vida mortal
peregrinamos lejos del Señor» (cf. Dz 1673, 1796).
El supuesto tácito en toda esta concepción es, pues, que se trata de
enunciados que, en cuanto tales, tendrían que corresponder, en rigor, al
ámbito de la razón que en sí concibe y penetra, pero que, en el caso dado,
no satisfacen tal exigencia. Es verdad que en las afirmaciones del magis­
terio en el siglo XIX y en la teología escolar —a este propósito— no se
explica detalladamente qué sea en realidad dicha «ratio», ante la cual
ciertos enunciados de la doctrina de la fe aparecen como misteriosos.
Pero de dichas determinaciones del misterio en Pío IX y en el Concilio
Vaticano I se deduce cómo se entiende la ratio.
La ratio es la facultad que en sí tiende a la «evidencia», inteligencia,
penetración, demostración rigurosa; es decir, a una relación plenamente
determinada del conocimiento con su objeto. Este es justamente el ideal
del conocimiento en los siglos XVIII y XIX y, en el fondo, se orienta
según el ideal del conocimiento científico natural de la Edad Moderna.
Ahora bien, el Vaticano I, y la teología antes y después de él, no
dicen: el concepto de esta ratio así supuesta es —para el carácter perso­
nal de comunicación de la revelación— demasiado estrecho y relativo, él
mismo tiene que ser examinado críticamente, sino que se lo presupone y
se dice que, con, todo, hay misterios, y los misterios se determinan, de un
modo apenas suficiente, a base de esta norma problemática. De acuerdo
con esto se supone, de antemano y evidentemente, que, si puede haber
en absoluto un enunciado tal que caiga, de un lado, en el campo del decir
58 T EO L O G ÍA FUNDAMENTAL

conceptual, es decir, en el campo de esta razón penetradora, y que, de otro


lado, no satisfaga plenamente las exigencias de este campo, puede haber
muchos enunciados de este tipo, es decir, muchos misterios. Y así tal mis­
terio se concibe también como en realidad meramente provisional.
Se trata, esto es al menos lo que parece, de enunciados oscuros y por
ahora no penetrables, pero que más tarde se ilustrarán y satisfarán así las
exigencias de evidencia y penetración propias de la razón humana. Pues
tanto Pío IX como el Concilio Vaticano I dicen, sin ningún reparo, que
tales misterios existen para nosotros: «quamdin peregrinamur a Domino
in hac mortali vita». La esencia de los misterios y su duración están limi­
tadas, en cierto modo, por la visión beatífica.
Con estas insuficientes y rudimentarias indicaciones —de algunos
puntos problemáticos— no, hemos agotado, naturalmente, el concepto
de misterio en la teología escolar. Aun bajo este punto de vista, habría
que decir mucho más, pero lo dicho basta provisionalmente para excitar
nuestra sorpresa.
En la teología escolar y en el Concilio Vaticano I se expone, según
queda dicho, la ratio como criterio del misterio. Al ser traído el misterio
ante tal criterio y al ser determinada su esencia desde él, el misterio se
concibe como un enunciado y, de ahí, su posibilidad de ser plural. A par­
tir de este criterio resulta además que el misterio se determina de manera
puramente negativa. Es un enunciado que, por ahora, no puede ser ele­
vado a la altura de la intelección penetrante en la que, en sí, se encuentra
la ratio. Un enunciado accesible solamente a la fe, no a la razón, un enun­
ciado oscuro y oculto. Es verdad que se dice —o se piensa
conjuntamente— que un enunciado meramente creído y misterioso
sobre una realidad importante es mejor y de más peso que un enunciado
sabido y penetrado sobre una realidad terrena insignificante. Pero el acto
subjetivo de aprehender el enunciado de contenido importante se valora
menos, comparado (negativamente) con el otro acto.
Ahora bien, ¿qué sucede si la comprensión esencial de la ratio
supuesta en la determinación conceptual del misterio dada por la teolo­
gía del siglo XIX, puede ser ella misma puesta en duda por insuficiente?
¿Qué sucede si la ratio misma, por ser en el fondo espíritu de trascen­
dencia absoluta, tiene que ser concebida como la potencia que deja estar
presente al misterio como tal? ¿Qué, si el misterio tiene que ser concebi­
do no como lo meramente provisional, sino como lo original y
permanente, y de tal forma que lo sin-misterio, el no percibir el misterio,
Kl. MISTKRIO KN l. A T K O LO C fA CATÓLICA 59

el deambular en lo aparentemente penetrado, resulta ser lo provisional


que cesa ante la manifestación, cada vez más radical, del misterio perma­
nente como tal ante la razón finita? ¿Qué sucederá si existe un
«no-saber», sapiente de sí mismo y de lo no-sabido, que ante el saber
—cualquier saber no verdaderamente consciente de sí mismo— no es,
de ningún modo, la mera negatividad, no significa sencillamente una
vacía ausencia, sino que se ofrece a sí mismo como distinción positiva
de la relación de un sujeto con otro? ¿Qué, si incluso al saber verdadero
y su crecimiento, a su ser-consciente y a su luminosidad, le corresponde
como constitutivo esencial justamente saber en el saber-conjunto de lo
no-sabido, experimentar su saber desde el fondo, en tanto referencia a lo
inacabable e indecible, y conocer —más y más— que sólo así logra el
saber su ser verdadero y no sólo su límite lamentable? ¿Qué liacer,
entonces, con el concepto escolar de misterio? ¿Puede conseguirse
originalmente el concepto de misterio a partir de la razón que penetra
cada uno de los enunciados en su evidencia? ¿Puede ser concebido el
misterio como modo deficiente de un enunciado de consistencia pro­
visional? ¿Puede haber muchos misterios?
Lo primero que choca, en efecto, es que en la teología escolar no se
confronte, generalmente, el concepto de misterio con la doctrina, en sí
obvia y expresión de un dogma, de la incomprensibilidad de Dios, inclu­
so en la visión beatífica. Dios sigue siendo, aun en la visión beatifica, el
incomprensible. Tal incomprensibilidad es justamente lo que inmediata­
mente se ve. Dicha incomprensibilidad de Dios, que es vista, no puede
ser concebida como el límite —lamentablemente existente— en lo que,
para nuestra felicidad, comprendemos de Dios, sino justamente como el
contenido de nuestra visión y el objeto de nuestro amor bienaventurado.
Con otras palabras, el Dios de la visión inmediata es justamente el Dios
de la infinitud absoluta y, con ello, de la incomprensibilidad misma. La
visión beatífica, por tanto, consiste justamente en la presencia, que ya no
puede imaginarse, de lo inexpresable, de lo sin-nombre e indecible como
tal, porque precisamente cuando se tiene al Absoluto y Simple en la cer­
canía inmediata de su propio ser es cuando menos se puede distinguir
entre lo que se comprende en él y entre lo que queda incomprendido. La
visión de Dios consiste, por tanto, en el aprehendido aprehender del
misterio. La actualidad más alta del conocimiento no es la remoción del
misterio o su atenuación, sino la vigencia definitiva y la cercanía absolu­
ta del misterio permanente.
EL MISTERIO EN LA T E O L O G ÍA CATÓL ICA 61

ción ratio en el sentido usual de la palabra, tal como el Concilio


Vaticano I y la teología escolar la entienden?
A la misma cuestión llegamos también si pensamos en la esencia del
espíritu en cuanto que es uno en la «pericoresis» de conocimiento y
amor. Si no queremos hacer que el conocimiento y el amor estén uno al
lado del otro, en un dualismo inmediato, puramente de hecho y positi­
vista, porque el mismo ente —sin que se sepa porqué— conoce y ama
efectivamente, hay que adscribir al ente uno, a pesar de la vigente plura­
lidad de las potencias y sus actos, una relación original y total consigo
mismo y con el ser absoluto, un acto fundamental al cual corresponden,
como momentos suyos en recíproca relación y condicionalidad, los actos
que en sentido empírico llamamos conocer y querer, inteligencia y amor.
Pero esto tiene que significar, en último término, que el conocer, sin per­
juicio de su diversidad respecto al querer, tiene que ser concebido de tal
modo que desde él resulte inteligible por qué en un ser siempre y sólo se
da el conocimiento cuando, y en tanto, dicho ser uno se realiza también
en el amor.
Con otras palabras: la autotrascendencia del conocimiento, su auto-
constitución, en tanto se suspende justamente en una realidad distinta de
sí, tiene que ser concebida de modo que el conocimiento, sin perjuicio
de su previa ordenación, anterior a la libertad y al amor, sólo logra su per­
fección plena en su esencia propia y en su sentido cuando y en tanto el
sujeto es más que conocimiento, a saber: justamente libre amor. Y esto
no puede acaecer nada más que concibiendo el conocimiento, en su últi­
mo fundamento esencial, como la facultad para algo que ella sólo puede
aprehender por ser más que ella misma. Ahora bien, en esta perspectiva,
¿qué característica propia del objeto del conocimiento podría nombrar­
se que no fuera la que obliga al conocimiento a trascenderse a sí mismo
y a perderse, conservándose, en un acto más abarcador —el del amor—,
esto es que no fuera el carácter de incomprensibilidad del misterio? Tal
carácter es el que obliga al conocimiento a ser más que mero conoci­
miento o a desesperar. Pues en lo que le caracteriza como distinto del
amor es la facultad que somete al objeto, y lo aprehende, bajo las leyes a
priori del conocimiento, la facultad del juicio que juzga, la del compren­
der abarcador.
En tanto la razón debe y tiene que ser concebida como más que
razón, como la capacidad que sólo se perfecciona en el amor, tiene que
ser ella misma la facultad que recibe lo superior y no juzgado, la facultad
62 TKOLCKiÍA FIINDAMKN'I'AL

del siempre ser-aprehendido, de la entrega que se somete, del éxtasis


amoroso. Ahora hien, esto sólo puede serlo si su objeto propio más radi­
cal es lo que domina sin ser dominado, lo que comprende sin ser
comprendido, lo que exige sin ser juzgado, en una palabra, el misterio. Y
si todo esto no es mera expresión de que la razón no ha logrado todavía
su victoria, sino que es justamente la realidad a la que el conocimiento
adviene cuando alcanza su perfección transformándose en amor.
Lo dicho no es ningún atentado contra un intelectualismo tomista
y cristiano, que se entienda a sí mismo de modo riguroso. Pues tal
intelectualismo no puede negar que el hombre, en tanto espíritu, es en
último término uno; que su pluralidad, por tanto, tiene que ser conce­
bida partiendo de una unidad previa —non enim, plura secundum se
uniuntur—. Es decir, que tiene que haber una última palabra única
que evoque la esencia del hombre y no dos o tres. Y tal intelectualis­
mo tomista tampoco puede negar que en el cristianismo esa última
palabra no tiene que ser el conocimiento, sino el amor, ya que nos­
otros no somos salvados por el conocimiento, sino por el amor; y esto
no puede significar que el acto del amor sólo sea la cuota de entrada
en una vida que en su realización esencial se ocupa de algo distinto de
aquello por lo que fue lograda.
Es decir, justamente si se quiere ser intelectualista tomista, hay que
entender el entendimiento de tal modo que el amor sea la perfección del
conocimiento. Pero entonces tiene que haber en el objeto del conoci­
miento, ya desde su primer punto de partida, algo que le obligue a llegar
a ser amor, so pena de malograr su esencia.
Si se dijera solamente que el entendimiento conoce la bondad y el
valor del objeto, movilizando así el amor, no se lograría con ello una ver­
dadera pericoresis, una verdadera unidad original de ambas potencias.
Pues —en el lenguaje de Tomás— la verdad sería tal bondad para el
entendimiento, o éste propondría solamente su objeto al amor, sin
poderse ocupar él mismo, en cuanto tal, de él. En cuyo caso, natural­
mente, quedaría por resolver cómo es posible que conozca siquiera la
bondad como tal, si ni la puede subsumir bajo su objeto formal propio.
El misterio, en tanto característica esencial propia del «objeto» al que
el entendimiento está originalmente orientado, obliga a éste a quemarse
en sí mismo protestando, o a suspenderse en la recepción, que se entre­
ga a sí misma, del misterio en cuanto tal, es decir, en el amor, logrando así
su propia perfección.
64 T E O L O G ÍA FUNDAMENTAL

sin más que pueda atisbarse y saberse verdaderamente la posibilidad


ontològica de tal concepto. Y si no, al menos el enunciado de que en
Australia hay un monte de oro tan grande como el Monte Cervino sería
para mí un misterio. Pero decir esto no, tiene ningún sentido real.
Con tal definición no habríamos acertado verdaderamente el fenó­
meno del «misterio». La dificultad no se atenúa distinguiendo entre
misterios naturales y sobrenaturales. Pues los llamados misterios natura­
les, si se consideran atentamente, o no son misterios reales o hay que
preguntarse nuevamente en qué consiste su carácter misterioso y si
queda éste declarado verdadera y suficientemente por la necesidad de
una comunicación o la no-intelección de la conciliabilidad de los con­
ceptos que componen el enunciado, o ambas circunstancias. En todo
caso, muchos enunciados, que, en rigor, corresponden plenamente a las
condiciones usuales de la definición del misterio, no tienen necesaria­
mente el carácter de misterio numinoso que se adscribe a los propios
misterios de fe.
La determinación acostumbrada del concepto del misterio no tiene
que ser declarada positivamente falsa por esta razón. Lo que sí hay que
decir es que no destaca con verdadera claridad la diferencia entre los
enunciados que ordinariamente son designados como «misterios natura­
les» y los enunciados que en tanto mysteria stricte dicta tienen que ser
evidentemente separados, de manera muy radical, de los «misterios natu­
rales». Tal distinción no puede ser constituida única y originalmente por
la distinción de las fuentes de los enunciados respectivos. La esencia del
enunciado y nuestra relación para con él tienen que tener, en ambos
casos, una fundamentación que sea sólo aquella según la cual los enun­
ciados denominados mysteria stricte dicta tienen que sernos
comunicados por Dios o nos son totalmente desconocidos.
Habría que poner en claro, por lo menos, por qué algunos enuncia­
dos sólo pueden ser sabidos por medio de una comunicación de parte de
Dios y por qué este fundamento otorga también a los enunciados comu­
nicados mismos una esencia que no les cabe a los «misterios naturales»,
de tal modo que estos mysteria stricte dicta en sí mismos no pueden con­
sistir sólo en que la interna conciliabilidad del concepto de sujeto y
objeto no sea positivamente penetrada. Pues, como ya queda dicho, tal
imposibilidad existe plenamente en el ámbito de los enunciados que son
descifrados de la cosa misma o son sabidos por medio de una comuni­
cación que no sea revelación divina.
EL MISTERIO EN LA T E O L O G ÍA CATÓLICA 65

Tampoco se adelanta realmente nada diciendo que los mysteria stricte


dicta trascienden también la razón angélica. Pues habría que decir expresa
y claramente por qué sucede esto, incluso tratándose de la inteligencia
creada más alta que pueda concebirse; es decir, habría que determinar el
concepto del misterio partiendo de su esencia específica y real, no de una
relación puramente de hecho con diversas inteligencias. Pero, aun pres­
cindiendo de esto, mi relación con un enunciado, que se declara como
misterio, no se modifica por el hecho de que, incluso para otra inteligen­
cia más alta, pongamos por caso, siga siendo misterio. Con otras
palabras, no se explica por qué y en qué sentido algo es un misterio para
mí, diciendo que tampoco es penetrable para otro.
El concepto usual de los mysteria stricte dicta, al partir de antemano
del misterio en tanto enunciado, tampoco dice nada ni explica por qué la
comunicación de tales misterios acaece esencialmente como un proceso
de gracia. Pero es evidente que el misterio y su comunicación a un suje­
to elevado por la gracia divina, que lleva a cabo una recepción de ese
misterio según oído y según gracia, están relacionados entre sí. Y esto no
sólo en el sentido de que —como dice el Vaticano I— la comunicación
preposicional y reveladora de misterios es necesaria si el hombre está
avocado por razón de su ser a un fin sobrenatural; es decir, que la gracia
exige la comunicación de misterios. También tiene que darse y tener
vigencia, evidentemente, la relación recíproca: la comunicación del mis­
terio sólo puede acaecer en la gracia; el misterio exige, como condición
de la posibilidad de ser oído, un sujeto deificado por la gracia.
Ahora bien, tal relación no queda clara en el concepto usual de mis­
terio, pues no se ve por qué un enunciado en el que la síntesis,
objetivamente efectiva, de los contenidos conceptuales y la conciliabili-
dad de las notas de los conceptos de sujeto y predicado sólo pueden ser
sabidos mediante una comunicación, y de otra manera le son ahora al
hombre todavía inaccesibles, sólo pueda y deba ser comunicado en un
proceso según gracia. Pero si se dice que esto sólo vale, naturalmente,
para los misterios divinos y no para otros enunciados misteriosos, se
concede implícitamente que estos mysteria stricte dicta, al ser distingui­
dos de los enunciados presuntamente penetrados, no han sido
determinados certeramente en su esencia característica.
La problemática del concepto usual de misterio que parte del enun­
ciado y, por lo mismo, de los enunciados en plural, aparece todavía con
más claridad si se reflexiona sobre la posibilidad, supuesta tácitamente,
L L M I S T E R I O KN LA T E O L O G I A C A T Ó L I C A 67

Misterios, por tanto, sólo puede haberlos tratándose de la relación,


rigurosamente como tal, de Dios con el entendimiento creado. Es decir,
la pluralidad, tácitamente supuesta, de los misterios divinos no puede ser
fundada mediante la pluralidad de las realidades creadas. Pero entonces
queda verdaderamente por resolver si puede existir el concepto de una
pluralidad de misterios con el carácter de evidencia ingenua que supone
el concepto corriente de misterio. ¿No habrá que deducir, más bien, una
pluralidad de misterios, en tanto posible y en su limitación esencial, del
concepto de un misterio absolutamente único: el Dios único en su rela­
ción con el conocimiento creado?

2. S egunda lección

En nuestra primera lección no hemos llegado muy lejos. Lo que


liemos logrado es ver que el problema sobre la esencia del misterio es,
ciertamente, más oscuro de lo que se piensa en la teología fundamental
al uso y en la dogmática corriente. Nos han surgido, además, otros pro­
blemas. En esta lección tratamos de conseguir, por lo pronto, primero de
un modo filosófico-religioso, pero que se vaya extendiendo después a lo
teológico, un concepto de misterio que aporte, ciertamente, nuevos pro­
blemas justamente al concepto teológico, pero que pueda ofrecer ya,
también en sí mismo, un punto de partida para resolver las cuestiones
que él mismo presenta. Y de tal modo que el concepto de misterio apa­
rezca en su esencia y en su carácter abarcador de los misterios. Esta
segunda lección, por tanto, se hace cuestión simplemente del misterio.
Vamos a comenzar nuestras consideraciones no en el misterio en sí,
entiéndase éste en tanto realidad o en tanto enunciado, sino en el sujeto
a cuyo encuentro sale el misterio. Este proceder queda justificado por el
hecho de que el misterio se entiende siempre como una magnitud relati­
va; el misterio se considera siempre como algo que es misterioso para
una facultad cognoscitiva determinada y finita, suponiendo siempre táci­
tamente que Dios no puede ser para sí mismo «misterio», por ser la
noesis noeseos, el ser-cabe-sí, absolutamente claro, del ser absolutamente
«esclarecido».
Es verdad que podríamos preguntarnos si es totalmente acertado y
aceptable que el conocimiento de Dios sea concebido simplemente
como el absoluto penetrar del ser absoluto; si con ello —naturalmente
68 T E O L O G ÍA FUNDAMENTAL

contra lo que se pretendía— no se propone como ideal divino el conoci­


miento liso y abarcador que, en realidad, es de este modo casi una
aprehensión en el vacío, por acaecer en este caso sin la anticipación de
una infinitud no abarcable. Se podría preguntar, con otras palabras, si el
«misterio» como tal, que enuncia naturalmente en primer término una
realidad objetiva creada, no hace referencia también a una positividad
que no cae dentro del conocimiento penetrante, sino que corresponde al
misterio justamente a diferencia de tal conocimiento, y que, por ello,
también reduplicativamente tiene que convenir eminenter a Dios. Se
podría preguntar, por tanto, si al conocimiento que Dios tiene de sí y
para sí no le corresponde, en sentido eminente y análogo, un carácter
misterioso y cómo puede ser concebido ese carácter de alguna manera.
Pero, como ya queda dicho, dejamos totalmente a un lado este pro­
blema y suponemos simplemente que algo es misterioso, sólo y siempre,
para una subjetividad finita. De ello deducimos el derecho y la posibili­
dad, al explicar el concepto de misterio, de partir del sujeto para el que
una realidad o el enunciado que la expresa es un misterio.
Nos hacemos cuestión, por tanto, del hombre en tanto ser orientado
al misterio en cuanto tal, y de tal modo que dicha orientación pertenez­
ca a sus elementos constitutivos, tanto en su condición natural como en
su elevación sobrenatural. Sólo así puede quedar probablemente claro
que el misterio en sí mismo no es ninguna oscuridad de consistencia
transitoria, pero que con el tiempo ha de resolverse —de una realidad o
de un enunciado—, sino que determina esencialmente y siempre la rela­
ción que necesariamente existe entre el espíritu creado y Dios. El
hombre tiene que ser de tal manera determinado como el ser de miste­
rio que dicho misterio constituye la relación entre Dios y el hombre y
que, por ello, también la perfección y plenitud del ser humano sea la per­
fección y plenitud de su ordenación al misterio permanente.
Para lograr la intelección de estos enunciados, que ya anticipan el
sentido del resultado, comencemos —debido a la escasez de tiempo, pro­
cediendo a modo de tesis— por la trascendencia del espíritu finito al ser
absoluto. Creemos que tenemos derecho a suponer que el hombre, en su
conocimiento y amor, es el ser de la absoluta e ilimitada trascendencia y
que todas sus realizaciones espirituales, cualquiera que sea su objeto, se
basan en esta trascendencia anticipadora, cognoscente y amorosa. Sólo
es preciso, por tanto, que nos preguntemos qué significa esto a propósi­
to de las cuestiones que nos ocupan. Se entiende de por sí que tal
EL MISTERIO EN LA T E O L O G IA CATOLICA 69

trascendencia sólo puede ser enunciada descriptivamente en una afirma­


ción —que incluso tiene que objetivarse también categorialmente—
sobre el hacia-donde de esta anticipación que rebasa toda objetivación
determinada. Y que, recíprocamente, dicho hacia-donde de la trascen­
dencia sólo puede ser esclarecido haciendo referencia a la experiencia de
la trascendencia en tanto potencia ilimitada del sujeto mismo. Acto y
objetivo del acto, en este acto originado trascendental, sólo pueden ser
tenidos y entendidos en una unidad.
Del mismo modo, se entiende de por sí que la realización de la tras­
cendencia como tal no es lo mismo que la descripción objetivadora,
siempre ulterior, que, en realidad, nunca la alcanza, mediante una refle­
xión posterior sobre ella. Es también obvio, por último, que el saber más
original de Dios, indeducible y fundador de todo otro saber sobre él, está
dado en la experiencia de la trascendencia, en cuanto que en ella está
dado siempre —aunque siempre inobjetivo e inexpresado, pero irrecu­
sable e inevitable— el hacia-donde de la trascendencia a quien damos el
nombre de Dios.
Bajo estos supuestos, indicados sólo de manera muy rudimentaria,
nos preguntamos, pues, cómo le está dado, con más rigor, a esta expe­
riencia trascendental su hacia-donde. Teniendo en cuenta que siempre
nos referimos a la experiencia total, es decir, de conocimiento y amor. No
hablamos de un «hacia-donde» de la experiencia de la trascendencia
para expresarnos de la manera más pedante y complicada posible, sino,
por una doble razón: si dijéramos simplemente «Dios», habría que temer
constantemente la falsa interpretación de que hablamos de Dios tal y
como le afirma un sistema de conceptos ya objetivados, mientras que
aquí lo que importa es que «Dios» está dado, previamente a los concep­
tos, mediante y en la trascendencia, incluso en el caso de que una
realidad finita sea objeto del conocimiento. Con otras palabras: precisa­
mente por referirnos a Dios en tanto —como dice Tomás— «in quo libet
cognoscitur» de manera inexplícita y no en tanto se habla de él de mane­
ra explícita, pero ulterior, por eso no podemos decir simplemente Dios.
Si el hacia-donde de la trascendencia lo llamáramos «objeto», habría­
mos originado la falsa interpretación de que se trata de un «objeto» como
los que aparecen en el conocimiento; de que se trata del hacia-donde de
la trascendencia en tanto objetivado por la reflexión secundaria a esta tras­
cendencia inmediata, en lugar del hacia-donde de la trascendencia misma
realizada originalmente. Pero vayamos al asunto mismo.
KL MISTKRIO KN LA TKOLOGÍA CATÓLICA 71

de otros, la diferencia general entre el absoluto hacia-donde de la tras­


cendencia, el ser absoluto, de una parte, y todo ente, de otra. Pero
justamente así se constituye al ser absoluto mismo como indelimitable.
Pues no puede ser separado nuevamente de otros con los mismos
medios de la distinción en tanto condición de la posibilidad de todo dis­
tinguir catégorial y de toda separación.
El horizonte no puede estar dado en el horizonte mismo, el
hacia-donde de la trascendencia no puede ser verdaderamente asumido
en su mismidad en el ámbito que la trascendencia misma alcanza y ser
distinguido así de lo otro; el último módulo no puede ser medido; el
límite y frontera que todo lo separa no pueden ser determinados nueva­
mente por una frontera que está todavía más lejos. La amplitud infinita
que todo lo acoge en sí y puede acogerlo, por estar su esencia en infinita
lejanía, tras de la cual no sólo no hay nada, sino que ante ella la determi­
nación incluso de una «nada» carece de sentido, tal amplitud abarcadora
no puede ser apresada. Pero, de esta forma, tal realidad sin nombre e
indelimitable, el hacia-donde de la trascendencia, que se distingue de
todo lo demás sólo a partir de sí mismo, que rehúsa así de sí mismo todo
lo otro, que todo lo norma y que rechaza todas las normas distintas de él,
se convierte en lo absolutamente no-disponible. Existe solamente dispo­
niendo, pero se sustrae no sólo física, sino también lógicamente, a toda
disposición por parte del sujeto finito. Pues en el momento en que tal
sujeto, con ayuda de su lógica formal y ontològica, determina ese
hacia-donde de la trascendencia, el cual carece de nombre y que delimi­
ta siendo él indelimitable, en el momento en que lo apresa como en una
red conceptual, esta captura —que nunca se logra plenamente— acaece
nuevamente mediante la anticipación de lo que debe ser determinado.
El módulo, por tanto, se mide con ayuda del mismo módulo que
debe ser medido. Tal módulo existe, se ofrece, existe en tanto módulo
indudable y evidente y, en ese sentido, el hombre tiene casi inevitable­
mente la impresión de que puede juzgar también sobre él como sobre sus
otros objetos; tiene la impresión de que son los módulos de la lógica
general y de la ontologia, de los que dispone cuando juzga y determina
un objeto preciso de una ciencia especial —la teología natural—: Dios.
Pero no es así. La ontologia general y la teología natural no son, en modo
alguno, dos ciencias distintas. La ontologia —ciencia una—, y la lógica
ontològica que implica, no es la ciencia en la que, con módulos a priori,
axiomas, coordenadas, etc., se apresa un objeto estándole sólo a él per-
72 T E O L O G ÍA FUNDAMENTAL

■nitido, en realidad, buscarse su sitio dentro de esta sistemática a priori


y mostrarse así en su «en-sí». La ontologia, por el contrario, es el acaecer
misterioso en el que los primeros módulos se presentan a sí mismos
como inmensurables y el hombre se sabe a sí mismo como mensurado.
El hacia-donde de la trascendencia no permite que se disponga de él,
sino que es la infinita, muda disposición de nosotros en el momento y
siempre que empezamos a disponer de algo, sometiéndolo —al juzgar
sobre ello— a las leyes de nuestra razón a priori. Tal hacia-donde de
nuestra trascendencia, por tanto, es presencia en un modo propio y
exclusivo suyo de repulsa y ausencia. Se nos da en modo y forma de
recusación-de-sí, de silencio y lejanía.
Para decirlo con más claridad hemos de reflexionar, naturalmente,
sobre el hecho de que, en nuestra experiencia normal, sólo tenemos pre­
sente este hacia-donde de la anticipación en tanto condición de la
posibilidad de aprehender lo infinito; que a nosotros, por tanto, al menos
en esta experiencia normal, no nos está permitida nunca una mirada
directa a él. El mismo se nos da no sólo en tanto hacia-donde de la tras­
cendencia misma, sino que tal objetivación o realidad dada en la
trascendencia es la objetivación de ésta que está dada siempre sólo como
condición de la posibilidad de un conocimiento catégorial y no por sí
sola. De modo que aun sólo por este motivo se evita toda tesis ontològi­
ca, porque tal hacia-donde no se experimenta en sí mismo, sino que sólo
se sabe, inobjetivamente, en la experiencia de la trascendencia subjetiva.
Ahora bien, con ello, tan hacia-donde de la trascendencia está dado sólo
en modo de lejanía rehusante. No se puede ir nunca directamente a él. No
se le puede apresar nunca inmediatamente. Se da solamente en tanto nos
refiere mudamente a otro, a lo finito como objeto de la mirada directa.
El hacia-donde de la trascendencia puede ser determinado además,
en tanto dicha trascendencia es considerada como trascendencia de
libertad y amor, como lo santo. Pues el hacia-donde de una absoluta tras­
cendencia de la libertad, que en tanto lo no-disponible, sin nombre y que
dispone absolutamente, impera sobre la trascendencia como libertad
amorosa, es exactamente lo único a lo que podemos llamar «santo» en
sentido original y riguroso. ¿Pues cómo habríamos de llamar a lo amado
sin-nombre, que dispone y nos refiere al interior de nuestra finitud, si no
«santo»? ¿Y a qué otra realidad, que no fuera ésta, se podría llamar
santa? ¿O a quién le correspondería el nombre «santo» en un sentido
más original que justamente a este hacia-donde infinito del amor paten-
74 T EO L O G ÌA FUNDAMENTAL

tamente cuando el objeto de su obrar es lo cercano y sin-misterios, lo


abarcable y coordinable conceptualmente. El misterio santo, con ello, no
es una realidad cualquiera con la que el hombre «también» puede trope­
zar alguna vez, si tiene suerte y se interesa no sólo por los objetos
definibles en el ámbito del horizonte de su conciencia, sino por otras
cosas además. El hombre vive siempre y en todo lugar, y justamente
incluso cuando no es consciente de ello, del misterio santo. La claridad
de su conciencia se basa en la incomprensibilidad de este misterio. La
cercanía de aquello con lo que actúa está constituida por la rehusante
cerrazón de misterio. La libertad de su «disposición» se basa en su ser
dispuesto por lo santo indisponible.
Ahora bien, si el hombre mismo es concebido como ser del misterio
santo, tenemos con ello que Dios le está dado al hombre esencialmente
en tanto misterio santo. Esta determinación «misterio santo» no adviene
casualmente a Dios, como si fuera una determinación que pudiera perte­
necer, exactamente igual, a otra realidad. Por el contrario, aquello a que
nos referimos cuando decimos «Dios» sólo se entiende en absoluto si
aquella determinación a que nos referimos cuando decimos «misterio
santo» se concibe como la determinación que le pertenece a Dios, y a él
en primer lugar y solamente, tal y como él está dado en tanto
hacia-donde de la trascendencia. Dios no sería Él, si dejara de ser tal mis­
terio santo.
Pero antes que sigamos meditando sobre la esencia del misterio que,
con la cuestión del sujeto a quien el misterio le es dado, se da ya también
conjuntamente de alguna manera, hemos de hacernos cuestión en primer
lugar, en un segundo paso de nuestras precisiones, del hombre como
sujeto espiritual fundado por el misterio, en tanto le consideramos ele­
vado por la gracia. Por falta de tiempo y para abreviar nuestras
consideraciones en la medida de lo posible, suponemos simplemente
como ya dados algunos enunciados teológicos que, en sí, pueden ser
logrados también en un proceso trascendental más original.
El hombre, en tanto elevado por la gracia, es el ser espiritual orienta­
do ontològicamente a la visión beatífica. La gracia, en tanto
rigurosamente sobrenatural, es en el fondo visión beatífica o su supues­
to ontològico. Ahora bien, si la gracia ordena el sujeto ontològico a la
inmediatez con Dios, en la que ya no existe una mediación objetivo-cate-
gorial - constituida por una objetivación creada— del saber en torno a
él, esta determinación esencial de la gracia no puede significar que tal
KL MISTKRIO KN I.A T K O U K JÍ A CATÓLICA 75

inmediatez sea la remoción de la necesidad trascendental de que Dios es


esencialmente el misterio santo.
En la primera lección aludimos ya al hecho de que Dios sigue sien­
do en la visión beatífica el incomprensible, que tal incomprensibilidad,
tanto por lo que respecta a la simplicidad absoluta de Dios en sí mismo
como a la relación de conocimiento y amor en el sujeto creado, no puede
ser meramente un fenómeno marginal y negativo del conocimiento intui­
tivo de Dios, sino que más bien el conocimiento de la
incomprensibilidad de Dios tiene que pertenecer, por el contrario, a las
notas positivas de su conocimiento intuitivo.
La visión beatífica no es, primariamente, al conocimiento «peregri­
no» de Dios lo que el conocimiento de lo desvelado y, por ello
penetrado, es al conocimiento de lo todavía velado y, por tanto, sólo sos­
pechado en sus perfiles, sino lo que la mirada inmediata al misterio como
tal es a la presencia meramente indirecta del misterio, dada en forma y
modo de lejanía rehusante. La gracia no significa el comienzo y promesa
de una remoción del misterio, sino, la posibilidad radical de su cercanía
absoluta. Y el misterio no desaparece en esta cercanía, sino que existe
precisamente en cuanto tal.
El hombre peregrino que todavía no ha alcanzado, la visión de Dios
puede equivocarse, porque el misterio santo sólo le es dado en modo y
forma de lejanía rehusante, sobre el carácter de Dios en tanto misterio
absoluto. Al «vidente» le es dada la incomprensibilidad de Dios como
contenido de su visión y,justamente así, como beatitud de su amor. Sería
necio y una falsa interpretación antropomòrfica querer pensar que el
objeto propio de la visión y de la beatitud es lo claro, lo comprensible, lo
que se ha entendido, y que esto será rodeado por una especie de cerco
oscuro y un límite, proveniente de la finitud de la criatura, que tiene que
ser aceptado tal y como es. Lo aprehendido y lo incomprensible son, en
realidad, lo mismo. Tal incomprensibilidad tiene, naturalmente, su posi­
tividad, su contenido bienaventurado, su realidad decible, aunque
propiamente no plenamente expresable. Y es que, si no fuera así, la
incomprensibilidad de Dios sería un vacío no-haber-entendido, la
ausencia, puramente negativa, de una realidad. Pero tal conocimiento no
sería divino si no fuera aprehendido justamente como inapresable.
Conocimiento en cuanto claridad, visión, percepción, y conocimiento en
tanto posesión del misterio incomprensible tienen que ser concebidos
como dos caras de un mismo proceso, de tal manera que ambos crezcan
78 T K O LO C ÍA FUNDAMENTA!.

de la ontologia, es decir, al misterio. Lo hecho inteligible se basa, por


tanto, en la única inteligibilidad-de-por sí del misterio. De ahí que nos
resulte de siempre familiar. Lo amamos ya desde siempre. Pues para el
espíritu que lia llegado a sí mismo no hay nada más familiar y más obvio
que el preguntar silente más allá de todo lo ya conquistado y dominado,
el estar-sobrecargado-de-preguntas, aceptado en humildad y amor, única
actitud que hace sabio. Nada sabe el hombre, en la última profundidad,
con más rigor que el hecho de que su saber —lo que así se llama en el
todos-los-días— es sólo una pequeña isla en un infinito océano de reali­
dades inexploradas; que la pregunta existencial dirigida al cognoscente
no es otra que ésta: ¿ama él más la pequeña isla de su saber —como suele
decirse— o el mar del misterio infinito? ¿Está de acuerdo en que, en rea­
lidad, el misterio es lo único inteligible-de-por-sí? ¿O es, según él, la
pequeña luz que alumbra esa pequeña isla —la llamada ciencia— su luz
eterna que, por lo que de él depende, deberá alumbrarle —¡sería un
infierno!— eternamente?
Anticipemos ya aquí —porque quizá más tarde no tengamos ocasión
de ello— que si los misterios, en plural, del cristianismo quieren ser ver­
daderamente misteriosos o, mejor dicho, si quieren ser concebidos
acertadamente como tales, tienen que tener en su explicación la inteligi-
bilidad-de-por-sí del misterio en sí, para la que el hombre actual posee
indudablemente una interna comprensión; si no, se interpretan mal,
cuando sólo dan la impresión de lo conceptualmente fatigado, de lo sutil
y sofístico. El misterio es lo que se entiende de por sí. Ya dijimos que el
misterio es lo que no se puede remontar. Gnoseològica y existencial-
mente es la amenaza y la paz bienaventurada del hombre. Puede
provocar su protesta porque le obliga a abandonar la mansión limitada
de la claridad aparente de los datos de sí mismo para salir a lo que care­
ce de caminos, «aunque es de noche»; parece que fatiga al hombre
sobremanera, que le plantea exigencias excesivas y de dimensiones
gigantescas, que le impulsa apremiantemente al dilema de arrojarse a la
aventura inútil e incansable de trabar relaciones con lo infinito o, deses­
perando de ella, y, por esta razón, amargado de verdad, a parapetarse en
la estrechez asfixiante de su finitud penetrada.
Y, sin embargo, el misterio es la única paz para quien se confía a él,
para quien le ama humildemente, para quien se entrega a él sin angustia,
con cabeza y corazón. El misterio es la luz y la tranquilidad eternas.
Cuando los Padres griegos ensalzaban el misterio como bienaventuran-
KL MISTKRIO KN LA T KOLOC ÍA CATÓLICA 79

za, no menospreciaban así la espléndida excelencia y la luz de la visión


beatífica, ni era propiamente tal actitud un verdadero platonismo —pues
éste, en su intelectualismo, sólo podía entender toda incomprensibilidad
como lo provisional—. En el grado más alto de la vida y del conocimien­
to se entra, según el Areopagita, en la oscuridad en la que Dios es; el
no-conocer, según Máximo el Confesor, es el conocer supra-racional;
entrar en lo santísimo es, según Gregorio de Nisa, ser recubierto por la
oscuridad divina.
Dicha intelección del hombre y de su bienaventuranza es, más bien,
auténticamente cristiana en cuanto reconcilia la radical creaturalidad con
la radical cercanía de Dios, haciendo que la incomprensibilidad de Dios
sea la bienaventuranza del hombre como el ser del misterio uno y per­
manente. Y conforme a ello dice también Tomás [De Potentia q. 7 a. 5 ad
14): ex quo intellectus noster divinam substantiam non adaequat, hoc
ipsum quod est Dei substantia, remanet nostrum intellectum excedens et
ita a nobis ignoratur et propter hoc illud est ultimum cognitionis humanae
de Deo, quod sciat se Deum nescire, inquantum cognoscit, illud quod Deus est,
omne ipisum quod de eo intelligimus excedere.
Y como la razón de que el cúlmen de nuestro conocimiento de Dios
sea el saber del no-saber vale también para la visión beatífica, no hay nin­
gún motivo para no aplicarla este enunciado metafisico esencial sobre
nuestro conocimiento de Dios. Si evitamos, al leer este enunciado de
Tomás, la falsa interpretación de que el objeto del saber respecto de Dios
es distinto del objeto del no-saber, como si ambos objetos fueran separa­
bles, tal enunciado des-vela entonces su profundidad. Y toda su
dialéctica. También a propósito de la visión beatífica dice: justamente lo
que se sabe de Dios se sabe en tanto incomprensible; lo que se sabe de
Dios es verdaderamente sabido en lo último del conocimiento humano
sólo cuando su carácter misterioso se sabe del modo más alto; el supre­
mo conocimiento es el conocimiento del misterio supremo en cuanto tal.
Ahora bien, de la esencia así lograda del misterio surge ahora una
nueva problemática. Si el misterio está dado ya con el fundamento de la
esencia natural y sobrenaturalmente elevada del hombre, si aquí tenemos
el misterio original, si este misterio uno es ya presencia en el primer
punto de partida del espíritu y en su última plenitud, parece entonces
que todos los misterios cristianos, en plural, no son esencialmente nue­
vos misterios que, comparados con este protomisterio, lo superen, sino
que a lo sumo podrán ser derivados secundarios suyos. Parece que a
EL MISTERIO EN LA T E O L O G ÍA CATÓLICA 81

3 . T e r c e r a le c c i ó n

La segunda lección nos proporcionó un concepto de misterio que,


según creemos, es más radicalmente original que el que se emplea, de
ordinario, en la dogmática escolar y en la teología fundamental. No en el
sentido de que se oponga a éste, sino porque el misterio al que, en últi­
mo término, ambos se refieren tiene una relación más radicalmente
original y esencial con el hombre en tanto total en la unidad de sus
potencias, es decir, una relación más originaria, con el conocimiento y
con el libre amor, simultáneamente, de lo que aparece en el concepto
escolar. Y también en el sentido de que Dios mismo es, esencialmente y
siempre, misterio santo; y de tal manera que este misterio hacia-donde
de la trascendencia, en tanto, realidad dominadora que, no-disponible,
dispone, puede ser denominado nombre de Dios mismo, si —de otro
modo— el nombre de Dios es la infinitud sin nombre.
Podría parecer que, con ello, hemos conseguido solamente un con­
cepto filosófico-religioso, puramente natural, del misterio. Contra tal
concepto podría objetarse críticamente que, en tanto puramente filosófi­
co, no es capaz de circunscribir la esencia propia del misterio en sentido
rigurosamente teológico. Pero, por el contrario, ya en la segunda lección
surgió la cuestión de si, por medio de este concepto de misterio —que
puede ser llamado «absoluto», en el sentido más radical, en tanto puede
estar lejos o cerca, pero nunca desaparecer—, no se habrán alcanzado ya
los misterios teológicos en plural. Pues, a vista de ellos, puede plantear­
se la cuestión de si, comparados con este misterio uno e insuprimible,
puede haber misterios en plural, y de si, esto supuesto, tales misterios
pueden ser tomados verdaderamente en serio cuando se trata del acto
religioso fundamental: el dejar, adorando, que el misterio domine
mediante el amor entregado.
Ahora bien, en la última lección hemos conseguido ya un punto de
partida para la transposición propiamente teológica de nuestro concep­
to filosófico de misterio, al haber considerado al sujeto que percibe el
misterio como orientado por la gracia a la visión beatífica. De este suje­
to, es decir, del teológico, hemos indicado ya que, como tal, en tanto
orientado a la visión beatífica, es el sujeto de la cercanía absoluta del mis­
terio. Pero justamente así es el ser del misterio, porque la gracia y la visto
no suprimen el misterio absoluto, sino que, en la inmediatez de Dios, en
tanto justamente incomprensible, el misterio de Dios logra su objetiva-
82 TKOLOGÍA FUNIMMKNTA],

ción más radical. Es verdad que así Dios ya no es, sencillamente y en


todo aspecto, el Dios del misterio lejano y recusante; pero sólo justa­
mente en cuanto Dios, en una absoluta cercanía de la
auto-comunicación, es en rigor el Dios cuyo nombre es el misterio santo.
No se puede decir, por tanto, que nuestro concepto de misterio, conse­
guido primeramente de un modo filosófico-religioso, se cierre a una
transposición en la teología.
Naturalmente, el concepto filosófico-religioso de Dios, en tanto mis­
terio esencial y permanentemente santo, no ofrece ninguna posibilidad de
una prueba filosófica de la posibilidad de la visión beatífica y, con ello, de
la gracia y del orden sobrenatural en general. A partir de la criatura y del
concepto filosófico de misterio es completamente problemático y sólo
puede estar dado no sólo como inalcanzado hacia-donde de la trascen­
dencia en una experiencia catégorial de lo finito y, con ello, siempre
mediatizado por lo finito, sino que se puede comunicar, de manera inme­
diata, en tanto él mismo, al espíritu creado, pero permaneciendo
esencialmente misterioso. Aunque también es verdad que la revelación
que contesta a esta cuestión tiene que ser entendida como revelación ver­
bal y en tanto revelación en la comunicación de la gracia como dinámica
interna, inobjetivamente consciente, justamente hacia esa visión beatífica.
Desde aquí se podría seguir hilando el hilo del pensamiento indican­
do que con lo dicho se concede, justamente, que además del misterio, al
que basta ahora hemos venido refiriéndonos, existe otro: la posibilidad de
una absoluta auto-comunicación del misterio, por la cual éste alcanza una
proximidad radical. Se podría intentar, a partir de ahí, es decir, a partir del
misterio de la absoluta auto-comunicación del misterio santo, alcanzar de
inmediato los misterios que la fe cristiana profesa como tales. Tal camino
podría andarse de hecho. Se podría intentar —por audaz y peligroso que
pueda parecer— mostrar todos los demás misterios como ya dados implí­
citamente suponiendo la revelación de la posibilidad de la cercanía
absoluta del misterio santo de modo inmediato.
Y aunque tal intento tuviera solamente vigencia, supuesta ya la verdad
de los misterios así explícitos, es decir, si no ofreciera ni pudiera ofrecer
absolutamente ninguna dogmática cristiana que consistiera únicamente
en la fe revelada, en la posibilidad de la visión beatífica, tal intento tendría,
sin embargo, su sentido. Y es que a priori es absolutamente concebible
que conexiones esenciales puedan ser conocidas como rigurosamente
necesarias, aun cuando no pueda deducirse una de las realidades conexas
84 T E O L O G ÍA FUNDAMENTAL

hemos logrado, sino de los misterios cristianos de la fe en plural, la pri­


mera cuestión, naturalmente, se plantea en los siguientes términos: ¿de
qué misterios de este tipo se trata, en realidad, cuando la revelación en
Jesucristo se concibe como revelación de mysteria stricte dicta? Con
otras palabras: ¿qué misterios de este tipo y cuántos hay?
Creemos que no es infundada la impresión de que la teología
corriente no se preocupa, lo que se dice con una atención especial, de
estas cuestiones indiscutiblemente importantes. Es verdad que tal falta
de interés tiene un motivo que la hace en cierto modo comprensible. Y
es que si nos preguntamos cuáles son estos mysteria stricte dicta y cuál
su número, con esta cuestión no debe negarse en serio que, en algún
modo y forma, participa del carácter misterioso de estos misterios que
andamos buscando toda realidad y verdad dada en la fe cristiana. Si se
negara esto, se afirmaría que no existe absolutamente ninguna conexión
interna de sentido entre las verdades y realidades cristianas entre sí. Si,
por lo tanto, hay misterios, el todo del mensaje cristiano está codetermi­
nado por este carácter misterioso en todas sus partes y momentos. Y en
ese sentido puede resultar comprensible que no exista un interés espe­
cial por la cuestión de qué verdades son realmente mysteria stricte dicta
y cuántas hay.
Pero la cuestión tiene, sin embargo, su sentido y su importancia,
sobre todo si se entiende como pregunta por un número determinado de
misterios que no puede ser mayor y menor. Una fe que profesa la autoa­
pertura absoluta de Dios cara a cara no puede admitir que Dios, en cierto
sentido, como de un arcón de verdades y realidades por encima de la
comprensión del hombre, pueda sacar nuevos misterios sólo con que­
rerlo. La visio no puede des-velar de repente a un Dios, desde puntos de
vista entonces totalmente desconocidos, ni dicho Dios contemplado
puede ocultar en sí realidades y verdades sobre sí mismo de naturaleza
delimitada, que deje también totalmente escondidas y sin revelar. Esta es
ya una razón que hace imposible imaginar una serie ilimitada de miste­
rios distintos.
Es verdad que todo misterio posee una profundidad insondable y
una grandeza y amplitud infinitas; pero justamente porque todos nom­
bran la infinitud de Dios que, como tal, es contemplada en la visión
beatífica, no hay un número discrecional de misterios. La cuestión sobre
el número de los misterios no es, de antemano, una cuestión numérica y
capaz de cómputo. Del mismo modo que la cuestión sobre el número de
KL MISTERIO EN LA T E O L O G ÍA CATÓLICA 85

las personas divinas no inaugura una serie numeral susceptible de ser


abordada desde fuera.
Si intentamos responder ahora más a posteriori la cuestión que aca­
bamos de plantear, es decir, a partir de la doctrina general y tradicional
sobre el misterio, podemos decir en primer lugar y con certeza que,
según la doctrina general de la teología, el misterio de la Trinidad y el de
la unión hipostática pertenecen ciertamente a los mysteria stricte dicta.
Tenemos, además, ciertamente derecho —también basados en lo dicho
anteriormente— a contar el misterio de la visión beatífica, y con ello tam­
bién la gracia propiamente sobrenatural, entre los mysteria stricte dicta.
El fundamento de esta tesis aparecerá, nuevamente, con más claridad.
Aquí no necesitamos resolver apodícticamente la cuestión de si, según la
doctrina normal de los teólogos, además de los tres mysteria stricte dicta
que hemos citado existen otros, suponiendo como base de dicha cues­
tión el concepto, usual del mysterium stricte dictum.
En parte creemos que podemos dejar abierta esta cuestión, porque
en la teología, de hecho, prescindiendo quizá del misterio de la transus-
tanciación eucaristica y de la presencia de Cristo, apenas pueden
nombrarse otras verdades de fe de las cuales la teología afirme decidida­
mente que son mysteria stricte dicta, y tales —esto es lo que aquí
importa, naturalmente— que no puedan ser concebidos, a partir de los
tres citados, como sus consecuencias necesarias y también comprensi­
bles por nosotros.
Al hablar, por ejemplo, del misterio del pecado original, dicho «mis­
terio» podría reducirse, con relativa facilidad, al misterio de la
santificación del hombre por medio de la gracia y previamente a su deci­
sión personal; tal «misterio», por tanto, no acrecienta el canon
provisionalmente propuesto de los tres misterios citados.
Reflexionando sobre el misterio de la transustanciación habría que
preguntarse si tal transformación esencial es en realidad concebible o no
fuera del caso de Cristo, es decir, sin depender de una unión hipostática.
Si contestáramos a esta cuestión afirmativamente, podría plantearse su
respectiva: ¿cómo y con qué motivos podría probarse ciertamente como
mysterium stricte dictum la transustanciación de una realidad puramen­
te natural en otra? Sospechamos que nadie podría responder a esta
cuestión en sentido positivo. De acuerdo con nuestras reflexiones orien­
tadas a mostrar que en el ámbito de lo creado como tal no puede haber
absolutamente ningún mysterium stricte dictum, habría que negar que la
KL MISTKRIO KN LA T KOLOC ÍA CATÓLICA 87

ter misterioso, en el sentido usual de mysterium stricte dictum, no es pre­


ciso que nos detengamos en largas elucubraciones sobre su
fundamentación. Pues si puede baber, en realidad, misterios, tienen que
darse en la vida intradivina de Dios en sí mismo. Si Dios no fuera en sí
mismo misterioso, no podría fundamentar ninguno, es decir, no podría
haber absolutamente ningún misterio.
Si consideramos los otros dos misterios —o tres, si distinguimos gra­
cia y gloria— teológicamente y con más rigor, caemos inmediatamente en
la cuenta de una carácter común que los une entre sí, que los distingue
vigorosa e inequívocamente de todas las otras relaciones de Dios con lo
no-divino y que los hace inteligibles también en su cerrada dualidad. Y
es que en ambos misterios se trata de lo que en una teología escolástica
podemos calificar de causalidad cuasi-formal de Dios ad extra, a dife­
rencia de su causalidad eficiente.
Mediante la causalidad creadora eficiente —naturalmente absoluta­
mente irrepetible y divina— Dios constituye lo absolutamente otro. En la
encarnación, en la gracia y en la gloria Dios no crea algo distinto de sí ex
nihilo sui et subjecti, sino que se comunica a sí mismo a la criatura crea­
da. Lo dado en la gracia y en la encarnación no es algo distinto de Dios,
sino Dios mismo. La criatura no le mediatiza, en tanto por su realidad
creada hace referencia a Dios, sino que Dios mismo por sí mismo se
mediatiza a la criatura. Esto no es sólo inmediatamente perceptible en la
encarnación —no es preciso que lo expongamos más en detalle—, sino
que puede mostrarse también en la gracia y en la gloria.
Y es que, aunque la teología medieval dirigió su atención, dentro de
la doctrina de la gracia, a la gracia creada, lo cual, pasando por el
Concilio de Trento, sigue actuando todavía incluso en la moderna doc­
trina de la gracia —en lo dicho positivamente con razón—, la teología
medieval desarrolló, sin embargo, de manera inequívoca y clara, en su
ontologia de la visión beatífica, la doctrina de que la visio sólo puede
existir mediante una auto-comunicación de la esencia divina, rigurosa­
mente como tal, a la criatura, y esta auto-comunicación ontològica de
Dios en forma de causalidad formal es el supuesto ontològico de la cre­
encia e inmediatez que corresponde a la visión beatífica en tanto acto
consciente. Ahora bien, si esto puede decirse de la visión beatífica, tam­
bién puede decirse, según la doctrina de León XIII y Pío XII, de la gracia
en tanto elevación sobrenatural del hombre, ya que la gracia es justa­
mente el comienzo formal y el supuesto ontològico de la visio.
88 T E O L O G IA FUNDAMENTAL

Por tanto, también para la doctrina de la grada, la «gracia increada»,


en tanto auto-comunicación inmediata de Dios en causalidad cuasi-for-
mal a diferencia de una causalidad eficiente, es lo central. En esta
diferencia entre causalidad eficiente y cuasi-formal de Dios se basa
inequívocamente la diferencia esencial y radical entre lo natural y lo
sobrenatural. Esto se comprende en sí también fácilmente. Una realidad
que no es Dios mismo o que no existe como consecuencia de tal auto-
comunicación de Dios —en tanto actuación creada por el acto
increado— que, por tanto, es, simplemente y sin más, creada, no puede
ser sobrenatural en sentido riguroso. Pues la realidad sobrenatural no
puede ser, como tal, una substancia creada. Ya que, tratándose de tal
substancia, la cuestión de su carácter indebido no tiene de antemano nin­
gún sentido, porque no habría un destinatario del don distinto del don
indebido.
Ahora bien, una determinación sobrevenida accidentalmente y
meramente creada tampoco puede ser, sin más, sobrenatural. Pues es
totalmente arbitrario ontològicamente postular que no puede ser pensa­
da y que no es posible una substancia creada cuya determinación
supuesta, sobrenatural y accidental, no pertenezca naturalmente al
mismo grado de ser. A la determinación posible de un sujeto, si es finita
y creada, puede ser adscrito siempre un sujeto posible y substancial del
cual proceda como su determinación normal. Y recíprocamente, cuando
dicha adscripción de ese sujeto a tal «acto» sea fundamentalmente impo­
sible, hay que valorar esta circunstancia como señal de que ese acto es
«increado».
Es sencillamente una contradicción que algo pertenezca plenamente al
orden creado en cuanto que ha sido simplemente creado, y que con todo,
en tanto rigurosamente sobrenatural, deba pertenecer al orden realmente
divino. Realidad sobrenatural y realidad mediante una auto-comunicación
de Dios, no eficiente, sino cuasi-formal, son conceptos idénticos. El miste­
rio teológico de ambos mysteria stricte dicta consiste, por lo tanto, en la
posibilidad de tal auto-comunicación cuasi-formal de Dios a la criatura. Son
mysteria stricte dicta porque sólo por la revelación —en tanto acaecer de sal­
vación y comunicación verbal, en unidad indisoluble— puede saberse que
existe tal realidad y que puede existir. La incomprensibilidad de la encar­
nación y de la gracia consiste en la donabilidad de lo infinito en cuanto tal
respecto a lo finito —no mediatizado— y representado nuevamente por un
don finito por cuya sola posesión «se participe» de Dios.
EL MISTERIO EN LA T E O L O G ÍA CATÓLICA 89

Dejando la cuesdón de si lo finito es capax infiniti en la oscuridad


de un preguntar discernido cuyo objeto sea la comunicación de Dios
mediante el don creado y la comunicación mediante el don increado, es
fácil afirmar tal cuestión. Pero cuando se pregunta verdaderamente por
la auto-comunicación de Dios rigurosamente como tal, que tiene que lle­
varse a cabo por una causalidad cuasi-formal, comienza el misterio
absoluto. Porque en tal caso Dios tiene que irrumpir, en tanto él mismo,
en el ámbito no-divino de lo finito como tal.
Al hacerlo, Dios se comunica a la criatura justamente en tanto la cer­
canía absoluta y en tanto el absoluto misterio, santo en sí. Podemos,
pues, decir con certeza que estos dos misterios de la encarnación y la gra­
cia no son otra cosa que la radicalización misteriosa del misterio que
nosotros, filosófico-religiosamente, pero también teológicamente, hemos
desarrollado como el proto-misterio en sentido propio: Dios en tanto
misterio santo y permanente para la criatura. Y en ambos casos no en
modo de lejanía recusante, sino de radical cercanía. A propósito de la
gracia y de la gloria, según lo ya dicho, no es necesario que nos detenga­
mos en su exposición. Digamos sólo una palabra sobre la unión
hipostática.
Aquí y ahora no podemos entrar en la cuestión de un paralelismo no
meramente formal de la encarnación con respecto a la gracia y la gloria
bajo el punto de vista de la causalidad formal; es decir, la cuestión de una
conexión interna que existe entre ambos misterios; y tal que la vocación
a la comunidad sobrenatural con Dios en la gracia y en la gloria no se
sigue, para todos los hombres, solamente de la unión hipostática de una
naturaleza humana con el Verbo de Dios, a causa de la pertenencia a una
humanidad, sino que, también por el contrario, tal elevación a la gracia y
a la gloria sólo es verdaderamente posible ontològicamente sobre la base
de la unión hipostática. Y así ambos mysteria stricte dicta no sólo pose­
en una igualdad formal, sino que en el fondo también entre sí son una
misma cosa: la auto-comunicación una de Dios a la criatura, que se rea­
liza esencialmente como salida de Dios a lo otro y de forma que se da a
lo otro llegando a ser ello.
Como ya queda dicho, esta cuestión de la reducción de ambos mis­
terios a su unidad ontològica original no va a ser tratada aquí. Si alguien
quisiera rechazar a limine tal idea habría que preguntarle cómo quiere
imaginarse, entonces, sin tal supuesto, la significación permanente, para
la salvación y gloria de todos, de la humanidad de Cristo eternamente
90 T K ( ) L() ( ; ÍA KUNDAM UNTAL

unida al Verbo, o si él puede ratificar en serio la idea de que la humani­


dad de Jesús es ahora solamente y todavía un asunto privado del Verbo
de Dios, después de que, por medio de ella, ha sido llevada a cabo en la
Cruz la satisfacción por los pecados.
Digamos, por el contrario, una palabra sobre el hecho de que tam­
bién la unión hipostática es justamente la auto-comunicación de Dios a
la criatura en tanto Dios es el misterio santo. Sería entender la unión
hipostática de manera óntica y no ontològica si no se quisiera concebir
de antemano la unidad substancial del Verbo de Dios con su naturaleza
humana como una unidad que constituye la naturaleza humana, con la
que se unió, antes que nada, por el hecho de que Dios se da sí mismo a lo
otro de sí mismo, y constituye tal ser creado asumiéndolo como espiritual.
Y de tal modo que la realización de la unión, en tanto tal realización, sólo
alcanza su perfección en el saber creatural de la espiritualidad humana
sobre su unidad con el Logos. El ser-dado del Logos para el alma huma­
na en la visión beatífica, por tanto, no debe ser concebido propiamente
como un mero accesorio de la unión hipostática, sino abiertamente
como, un momento ontològico suyo.
No puede objetarse contra tal concepción que también nosotros, no
unidos hipostáticamente con el Logos, alcanzaremos la visión beatífica.
Y es que de tal hecho sólo se sigue que nosotros sólo podemos poseer
esta visio en su carácter inmediato en tanto justamente mediatizada por
la unión hipostática de la naturaleza humana de Jesús con el Logos de
Dios. Por tanto, si la unión hipostática perfecciona necesariamente su
propia esencia en lo que nosotros —si ustedes quieren, en una cristolo­
gia neocalcedónica— llamamos la deificación interna de la naturaleza
humana de Cristo en gracia y gloria, con ello queda dicho, entonces, que
la auto-comunicación de Dios, incluso en la unión hipostática, es esen­
cialmente la auto-comunicación de Dios a la criatura, en cuanto que Dios
es el misterio santo y lo es en cercanía radical. Pues como tal está dado
también en la visión beatífica de la espiritualidad creada del Logos.
Esta intelección podría conseguirse también, naturalmente, por otro
camino, más de acuerdo incluso con la esencia de la realidad. Podríamos
partir de la autotrascendencia del espíritu creado y mostrar que tal tras­
cendencia hacia el «dentro» de Dios tiene su cima más alta, aunque
nunca lograble a partir del hombre,justamente en lo que llamamos unión
hipostática. Como no podemos exponer esto ampliamente, citemos al
menos el trabajo de Bernhard Welte en el tomo III de la obra sobre
92 T E O L O G ÍA FUNDAMENTAL

Trinidad inmanente. Dicha Trinidad no es sólo —por así decirlo una


realidad expresada de manera puramente doctrinaria. Como tal, como
Trinidad inmanente, nos sale al encuentro en la experiencia de la fe —a
la que, sin duda, corresponde siempre la palabra concreta de la Escritura
misma como uno de sus constitutivos—: la auto-comunicación absoluta
de Dios al mundo, en tanto misterio que se acerca, se llama, en su abso­
luta originalidad e indeductibilidad, Padre; en tanto principio activo y
que necesariamente tiene que actuar dentro de la historia, para que se
lleve a cabo tal auto-comunicación libre, Hijo; y en tanto dado y acepta­
do por nosotros, Espíritu Santo.
Como en ese «en tanto», relativo y orientado hacia nosotros, se trata
verdaderamente de la auto-comunicación de Dios en sí, esta trinidad es
Trinidad de Dios en sí y significa una distinción en Dios mismo. Y como
rigurosamente en cada uno de estos dos casos de la comunicación de
Dios se trata de él mismo, y no de dos realidades creadas, causadas efi­
cientemente, ha de tratarse siempre de uno y el mismo Dios. Dios en
tanto origen sin origen de la auto-comunicación sobrenatural, Dios en
tanto que opera él mismo en el mundo, en tanto principio que se decla­
ra a sí mismo y Dios en tanto Dios venido a nosotros, comunicado y
aceptado, poseen una y la misma esencia y son, en sí, distintos entre sí,
porque si no la diferencia económico-salvadora en la auto-comunicación
absoluta a lo creado caería dentro de lo sólo creado y no se trataría, por
tanto, de una diferencia en la auto-comunicación de Dios.
Esta identificación de la Trinidad inmanente y la económico-salva­
dora supone, naturalmente, una doble realidad: primero, que las
relaciones, en la gracia, de las tres divinas personas con el hombre no son
meramente apropiadas, sino que cada una de las divinas personas posee
en la gracia una relación propia suya con el hombre; aunque cada una de
estas relaciones supone e incluye la otra. Pero este supuesto ya no es des­
acostumbrado en la teología; cada vez gana más terreno. Está más cerca
de lo afirmado por la Escritura, si es que no es su única interpretación
objetiva; está favorecido por la doctrina de los Padres griegos, y sobre
todo: sin él no se puede explicar de manera verdaderamente ontològica
la visión inmediata de las personas divinas como tales en la visión beatí­
fica. Pues la visión de Dios y, por tanto, también de las personas divinas
en su diversidad, está fundada en la cuasi-causalidad ontològica de lo que
debe ser contemplado a modo de una «species impressa». Tiene que
haber, por tanto, una relación ontològica del hombre con las tres divinas
94 TIPOLOGIA KUNDAMK.NTAL

dos autocomunicaciones absolutas en la unión hipostática y en la gracia


que crece hacia la gloria; es, en cierto sentido, en identidad, lo verdade­
ro inmanente «en sí» de aquella realidad doble «para nosotros» que, por
ser verdadera auto-comunicación de Dios en causalidad formal y no cau­
salidad eficiente natural, tiene que ser algo en Dios mismo.
Si lo que acabamos de decir, aludido en extrema brevedad, puede ser
verdaderamente dicho, resulta entonces lo siguiente, por lo que respecta
a nuestra cuestión: los tres misterios de la Trinidad, con sus dos proce­
siones, y las autocomunicaciones propiamente causal-formales de Dios
ad extra, correspondientes a dichas procesiones, no son «misterios inter­
medios» que, como misterios provisionales y deficientes, estén entre los
enunciados del conocimiento natural, compréhensibles por nosotros y el
misterio absoluto de Dios en cuanto que también en la visión beatífica
sigue siendo incomprensible. Tampoco son misterios que podríamos lla­
mar del más allá, que están o estaban ocultos, en cierto sentido, todavía
tras el Dios que es para nosotros el misterio santo. Por el contrario, sig­
nifican la articulación del misterio de Dios en tanto radicalización de su
carácter misterioso uno y abarcador, tal y como se ha manifestado en
Jesucristo que este misterio absoluto y permanente puede estar dado
para nosotros, mediante la auto-comunicación divina, no sólo en forma
de la lejanía recusante, sino también de cercanía absoluta.
Con ello, los misterios, en plural, del cristianismo pueden ser entendi­
dos como concreción del misterio uno, con tal de suponer —cosa que,
ciertamente, sólo puede ser sabida por la revelación— que este misterio
santo está y puede estar dado también como el misterio en absoluta cerca­
nía. Justamente esto sólo lo sabemos, naturalmente, en tanto que tal cercanía
absoluta nos es dada ya de siempre y precisamente en la concreción de la
encarnación y la gracia. En este sentido, la tesis expuesta no contiene nece­
sariamente la afirmación de que podamos deducir del concepto abstracto
de cercanía absoluta y auto-objetivación del misterio santo la encarnación y
la posibilidad de una deificación del hombre por la gracia.
Y es que el concepto abstracto de la cercanía absoluta y de la auto-
comunicación de Dios en tanto misterio santo sólo puede ser alcanzado
y se alcanza, en su vigencia ontològica por encima de un pensar pura­
mente lógico-conceptual, en la experiencia de la encarnación y la gracia.
Pero así puede hacerse ver también que estos misterios tienen verdade­
ramente una interna conexión entre sí, y justamente en tanto
comunicación de la cercanía absoluta del proto-misterio. Y a partir de allí
KL MISTKRK) KN LA T KOLOC ÍA CA TÓLICA 95

puede mostrarse allora —cosa que ya no vamos a exponer en sus detalles—


que el canon, logrado al principio sólo por acumulación a posteriori, de los
tres misterios absolutos es un canon fundamentalmente incapaz de extension.
Existen en el cristianismo estos tres misterios, ni más ni menos, lo
mismo que hay tres personas en Dios, y estos tres misterios dicen una
misma cosa: que Dios se nos ha comunicado por Jesucristo en su
Espíritu, a nosotros mismos, tal como él es en sí, para que el misterio sin
nombre que está inefablemente sobre nosotros y que nos domina sea en
sí mismo la bienaventuranza cercana del espíritu que conoce en el amor,
en el que a sí mismo se suprime.
DOCTRINA DE DIOS
I

ADVERTENCIAS SOBRE EL TRATADO DOGMÁTICO


DE TRINITATE1

En un homenaje dedicado al antiguo profesor de dogmática y actual


titular de la Cátedra de san Bonifacio en Mainz hay un tema que cierta­
mente no puede faltar: la doctrina trinitaria. Pues a dicho tema ha
consagrado el obispo Stohr diversos trabajos que aun hoy siguen con­
servando su elevado valor 2. Si bajo este punto de vista el tema es
perfectamente justificable, el objeto mismo podría desalentarnos: el
supremo misterio es el más oscuro. Y su historia podría causar la impre­
sión de que la explicación formal lograda de su formulación, que casi
parece incapaz de ser superada, aparece también ya casi como el final de
tal historia: desde el Concilio de Florencia no ha habido ninguna decla­
ración del magisterio de la Iglesia que sancione un verdadero progreso
en el conocimiento de dicho misterio.
Y aunque desde entonces se haya hecho asombrosamente mucho
por la investigación de la historia de este dogma, desde Petavius, pasan­
do por de Regnon, hasta Lebreton y Schmaus —por citar sólo unos
pocos nombres ilustres de esta parcela de la historia de los dogmas—,
hay que advertir, quizás, con extrañeza y con cierta resignación —¿o tal

Muchas de las cosas que aquí decimos se relacionan hasta en la formulación con el artículo de
I lenii de Lavalette, «Dreifaltigkeit»: LT h K li I J 543-548. El amistoso cambio de impresiones
que precedió a dicho artículo del LT h K. justifica estas coincidencias.
Cl. A. Stolli; Dir Irinifäfslrhrr des hl. Bonaventura (Minister 1923); «Die Hauptrichtungen der
spekulativen Trinitätslehre in der Theologie des 13. Jahrhunderts»: T Q 106 (1925) 113-135;
«Des Gottfried von Fontaines Stellung in der Trinitätslchrc»: ZKTh 50 (1926) 177-195; Dir
Inmlälslrhrr Ulrirhs von Strasshnrg (Münster 1928); «Der heilige Albertus über den Ausgang
des Heiligen Geistes»: DTh 10 (1932) 109-123.
100 DOCTRINA DE DIOS

impresión es excesivamente pesimista? —, que la investigación de esta


historia hacia atrás, por lo menos hasta el presente, no se ha traducido en
muchos impulsos que sigan estimulando tal historia hacia adelante.
Cierto que aquí y allá se podrán observar hoy en la bibliografía religiosa
intentos de relacionar la piedad cristiana de una manera más explícita y
viva con este misterio del cristianismo En la teología1misma se consi­
gue aquí y allá una conciencia más refleja y esforzada de la obligación de
concebir y exponer la doctrina trinitaria de modo que llegue a ser una
realidad en la vida religiosa y concreta del cristiano —piénsese en la dog­
mática católica de M. Schmaus o G. Philips—. Se descubre también en
la historia de la piedad5que, a pesar del culto místico del Dios original-

' Citemos como ejemplos: V. Bernadot, Durch die Eucharistie zur Dreifaltigkeit (traducido del
francés) (München 1927); E. Vandeur, «O mein Gott, Dreifältiger, den ich anbete»: Gebet der
Schwester Elisabeth von der Heiligen Dreifaltigkeit (Regensburg 1931); F. Kronseder, In Banne
der Dreieinigkeit (Regensburg 1933); C. Marmion, De H. Drieèenheid in ons geestelijk leven
(Bruges 1952); Gabriel a S. Maria Magdalena, Geheimnis der Gottesfreundschaft, 3 tomos
(Freiburg de Br. 1957-58).
1 Cf. R Laborde, Devotion à la Sainte Trinité (Paris-Tournai 1922); M. Retailleau, La Sainte
Trinité dans les justes (Paris 1923); R. Garrigou-Lagrange, «L’habitation de la Sainte Trinité et
expérience mystique»: RT 33 (1928) 449-474; M. Philipon, «La Sainte Trinité et la vie surna­
turelle»: RT 44 (1938) 675-698; F. Taymans d ’Eypernon, Le mystère primordial. La Trinité
dans sa vivante image (Bruselas 1946); A. Minon,«M. Blodel et le mystère de la Sainte Trinité»:
ETL 23 (1947) 472-498; J. Havet, «Mystère de la Sainte Trinité et vie chrétienne»:
RevDiocNam. 2 (1947) 161-176; F. Guimet, «Caritas ordinata et amor discretus dans la
Théologie trinitaire de Richard de Saint Victor»: Rev.M.A.Lat. 4 (1948) 225-236; B.
Apperribay, «Influjo causal de las divinas personas en la experiencia mística»: Verdad y vida 7
(1949) 53-74; G. Philips, La Sainte Trinité dans la vie du chrétien (Liège 1949); H. Rondet, «La
divinisation du chrétien»: NRT 71 (1949) 449-476, 561-588; K. Rainier,
«Dreifaltigkeitsmystik»: LTliK III '563s.
1 Por ejemplo, en Buenaventura y a partir de su ejemplo a causa ciel cual y como consecuencia de
la revalorización de la causa ejemplar, equiparada a la causa eficiente y a la final, supera a su
manera, y con mucho, la opinion de que las realidades del mundo no pueden ser propiamente
trinitarias por haber sido éste creado en causalidad eficiente por obra del Dios uno. Cí. además:
L. Reypens, «Le sommet tie la contemplation mystique chez le B. Jean de Ruusbroec»: RAM 3
(1922) 250-272,4 (1923) 256-271; A Ampe, De grondijnen van Ruusbroec’s Dneëeheidsleer als
onderbouw van den zieleopgang (Tielt 1950); Kernproblemen uit de leer van Ruusbroec II-III
(Tielt 1950-51); De mystieke leer van Ruusbroec over de zieleopgang (Tielt 1957); St. Axters,
Geschiedenis van de vroomheid in de Nederlanden II (Anvers 1953); L. Reypens, «Dieu
(Connaissance mystique)»: DSAM III, 883-929; P. Henry, «La mystique trinitaire du B. Jean
Ruusbroec»: RSR 40 (1951-52) 335-368; H. Rahner, «Die Vision des hl. Ignatius in der
Kapelle von La Storta»: ZAM 10 (1935) 17-34, 124-139, 202-220, 265-282; J. Iparraguirre,
«Vision ignaciana de Dios»: Gr 37 (1956) 366-390; Efrén de la Madre de Dios, San Juan de la
C nn y el misterio de la Santísima Trinidad en la inda espiritual (Zaragoza 1947); P. Blanchard,
TRATADO DOGMÁTICO DE TRINI'!ATE 101

mente uno, sin modo y sin nombre, este misterio no sólo se ha quedado
siempre en misterio de la teología abstracta, sino que ha habido también
—¡aunque qué escasa y tímida!— una verdadera mística de la Trinidad.
(Aquí podríamos citar a Buenaventura, Ruysbroek, Ignacio de Loyola,
Juan de la Cruz, María de la encarnación, quizás Bérulle y algunos
modernos; por ejemplo, Isabel de la Santísima Trinidad y Anton Jans).
Pero todo esto no podrá ocultarnos que los cristianos, a pesar de su
confesión ortodoxa de la Trinidad, son en la realización de su existencia
religiosa casi exclusivamente «monoteístas». Podríamos atrevernos a afir­
mar que si hubiera que desechar, por falsa, la doctrina trinitaria, la mayor
parte de la bibliografía religiosa podría permanecer casi tal y como está.
No se puede objetar que la doctrina de la Encamación es teológica y
religiosamente tan central en los cristianos que por ello la Trinidad está
siempre y en todas partes inseparablemente «presente» en su vida religio­
sa. Pues al hablar de la encarnación de Dios la mirada teológica y religiosa
se fija hoy en día solamente en el hecho de que «Dios» se ha hecho hom­
bre, de que «una» persona —de la Trinidad— ha tomado carne, pero no
que esa persona sea justamente la del Logos. Se puede sospechar que para
el catecismo de la cabeza y el corazón —a diferencia del catecismo impre­
so— la idea que el cristiano tiene de la encarnación no tendría que
modificarse nada si no hubiera Trinidad. Dios, en tal caso, se habría hecho
hombre en cuanto persona (una); y el cristiano medio no percibe, de
hecho y expresamente, más en su confesión de la encamación.
Más de una cristologia habrá, moderna, científica y amplia, en la que
quede totalmente al fondo qué hipóstasis divina concretamente ha asu-

«Expérience trinitaire et vision beatifique d’après S. Jean de la Croix»: ATh (1948) 293-310; J.
Klein, L ’itinéraire mystique de la Vénérable Mère Marie de VEncarnation (Roma 1937); M.
Philipon, La doctrine spirituelle de Soeur Elisabeth de la Trinité (Paris 1938); H. Urs von
Balthasar, Elisabeth von Dijon (Köln 1952); T. Mandrini, «Una nuova mistica carmelitana»:
SCat 69 (1941) 425-432; A. Jans, Ein Mystikerleben der Gegenwart, editado por M. Grabmann
(München 1934). Hasta qué punto habría que nombrar aquí también una antigua piedad -y no
sólo una especulación— del Logos, empezando por Orígenes, hasta qué punto habría que citar
Ja veneración de la «sabiduría divina» de H. Seuse, L. Blosius, C. Druzbicki, etcétera, es cosa que
no podemos detenernos a considerar. Cf. W. Völker, Das Vollkommenheitsideal des Orígenes
(Tübingen 1931); A. Lieske, Die theologische Logosmystik bei Origines (Münster 1938); B.
Krivochcine, «'The Holy Trinity in Greek Patristic Mystical Theology»: Sobornost. Invierno
(1947-48)529-537.
102 DOCTRINA DK DIOS

mido la naturaleza humana. La enseñanza al uso y escolar de la encarnación


trabaja hoy prácticamente con el concepto abstracto —pero que en verdad
sólo tiene una unidad completamente análoga y precaria— de una hipósta-
sis divina, pero no concretamente con el concepto de la segunda hipóstasis,
como tal, de Dios. Se pregunta qué significa que Dios se haya hecho hom­
bre, pero no que el Logos, justamente él, a diferencia de las otras personas
divinas se haya hecho hombre. Tampoco hay que extrañarse de ello. Y es
que desde Agustín —contra la tradición que le precedió— es cosa más o
menos evidente para los teólogos que cada una de las personas divinas —si
Dios libremente lo quisiera— podría hacerse hombre y con ello que la
encarnación de esta persona determinada no dice nada sobre el ser propio
intradivino, precisamente de esa persona1.
No hay que extrañarse, por tanto, de que la piedad, tratándose de la
doctrina de la encarnación, sólo perciba, de hecho, que «Dios» se hizo
hombre, sin advertir en ello conjuntamente una afirmación inequívoca
sobre la Trinidad. Y así la conciencia inequívoca de fe de la encarnación
no es, en modo alguno, una prueba de que la Trinidad signifique algo en
la piedad normal del cristiano. Y así también sucede —un nuevo reflejo
del sentir piadoso usual en la dogmática— que en la teología se dice, por
ejemplo, casi sin más explicación y obviamente, que el «Padre nuestro»
se dirige de igual modo, con la misma originalidad y sin distinción, a la
Santísima Trinidad, a las tres divinas personas; que el sacrificio de la
Misa es ofrecido de igual forma a las tres divinas personas que la doc­
trina hoy usual de la satisfacción y, con ello, la de la redención, con su
teoría de un sujeto moral doble en Cristo, concibe una acción redentora

Es extraño: toda doctrina sobre la Trinidad tiene que acentuar que la «hipóstasis» en Dios es
justamente aquello por lo que Padre, Hijo y Espíritu se distinguen entre sí; que siempre que
entre ellos hay una coincidencia se trata de una identidad numérica absoluta; que el concepto
de «hipóstasis», por tanto, aplicado a Dios no es un concepto universal unívoco que correspon­
da a cada una de las tres personas del mismo modo. Y, sin embargo, este concepto se aplica
después en la cristologia como si fuera evidente que una «fundió hypostafica» respecto a una
naturaleza humana pudiera ser ejercida exactamente igual por otra hipóstasis en Dios, como si
no hubiera que preguntar, al menos, si aquella subsistencia relativa determinada en la que jus­
tamente el Padre y el Espíritu subsisten con el Hijo, en pura diferencia y no en igualdad, no
prohíbe tal vez aunque con el 1lijo no es esto lo que sucede— que tal fundió hypostatica, res­
pecto a una naturaleza humana, sea desempeñada.
El autor mismo recuerda un poco compungido que hace veinte años tuvo por censurable que M.
Schmaus no quisiera, entonces, que este enunciado apareciera tan evidentemente en su Dogmática.
TRATADO DOGMÁTICO DE T R I M ! ATE 103

orientada a priori de igual forma a las tres divinas personas; que esta
doctrina, por tanto, no reflexiona explícitamente, de ningún modo, sobre
el hecho de que la satisfacción fue llevada a cabo justamente por el Verbo
encarnado —y no simplemente por el Dios-Hombre—; y que, por ello,
podría pensarse exactamente igual que otra persona divina, en tanto
hombre, habría podido ejecutar para el Dios trino una satisfactio
condigna y que tal satisfacción podría ser incluso concebida por
nosotros sin que hubiera que suponer a la Trinidad como condición
o posibilidad en generals.
De acuerdo con esto, también cuando el tratado se titula De gratia
Christi, la doctrina de la gracia es, de hecho, monoteísta, no trinitaria:
«consortium divinae naturae» hasta la «visio beata essentiae divinae '». Es
verdad que se dice que esta gracia fue «merecida» por Cristo. Pero como
tal gracia de Cristo se explica, en el mejor de los casos, como gracia de
Dios-hombre y no del Verbo encarnado en tanto Logos, y como se conci­
be sólo como nueva concesión de una gracia que en su esencia
supralapsaria se piensa casi siempre como mera «grada Dei» y no Verbi, y
mucho menos Verbi incarnandi, el tratado sobre la gracia es también una
referencia teológica y religiosa muy poco clara al misterio del Dios trino.
Con la misma medrosidad antitrinitaria se evita —excepciones desde
Petavius, pasando por Thomassin, hasta Scheeben, Schauf, etc., no
hacen sino confirmar la regla— concebir la relación, fundada por la gra­
cia, de las tres personas divinas con el hombre de otra manera que no sea
basada en la «gracia creada» causada en causalidad eficiente y «apropia­
da» a cada una de las personas sólo de modo distinto. Y la mismo vale,
naturalmente, del tratado sobre los sacramentos y del de la escatologia.
En la doctrina sobre la creación —a diferencia de la gran teología
antigua, de Buenaventura, por ejemplo— apenas se encuentra hoy una
palabra sobre la Trinidad. Se piensa que este silencio es también plena­
mente legítimo porque las obras divinas «ad extra» son tan «comunes»

Supuesta la teoría de una persona moral doble en unidad substancial de personas, también un
Dios absolutamente unipersonal podría unirse hipostáticamente a una naturaleza humana y eje­
cutar así para sí mismo satisfacción.
Kn la lamosa constitución de Benedicto XII sobre la visión beatífica (Dz *5*30) no se atiende nada
a la Trinidad, sólo se habla de la «esencia divina» y a ésta se le adscribe lo más íntimamente per­
sonal: mostrarse. Pero ¿se explica esto solamente por la temática que aquí se expone
inmediatamente?
104 DOCTRINA DK DIOS

que el mundo en tanto creación no puede mostrar en sí y en el fondo sig­


nos verdaderos de la vida trinitaria intradivina. Las viejas doctrinas
clásicas de los vestigia y de la imago Trinitatis en el mundo se conside­
ran meramente —sin concederlo claro está de manera totalmente
explícita— como especulaciones más o menos piadosas que pueden pro­
ponerse después de haber oído ya en otra parte lo necesario sobre la
Trinidad, pero como especulaciones que no dicen nada verdaderamente
importante, fuera de lo sabido ya independientemente de ellas, ni sobre
la Trinidad misma, ni sobre las realidades creadas.

II

A todo esto se debe que el tratado sobre la Santísima Trinidad esté bas­
tante aislado en el sistema de la dogmática total. Dicho un poco
groseramente— y, naturalmente, exagerando y generalizando—: después de
haber sido despachado este tratado en la dogmática no vuelve a aparecer de
nuevo. Su función en el todo de la dogmática se ve de manera muy poco
clara. Parece como si el misterio hubiera sido comunicado sólo en razón de
sí mismo. Incluso después de haber sido comunicado permanece, en tanto
realidad, cerrado en sí. Sobre él se promulgan comunicaciones sólo prepo­
sicionales, él mismo como realidad no tiene, en verdad, nada —o casi
nada— que ver con nosotros. La teología corriente no puede, en realidad,
rechazar con razón, por exagerado, este enunciado: quien en cristologia
sólo conoce una función hipostática de «una» persona divina que podría
llevarse a cabo, exactamente igual, por cualquiera de las otras; quien consi­
dera que lo único importante en concreto para nosotros en Cristo es que él
es «una» —cuál, es cosa de poca monta para nosotros— persona divina;
quien en la gracia sólo conoce, en realidad, relaciones apropiadas de las per­
sonas divinas con el hombre y efectivamente sólo sabe aquí algo de una
causalidad eficiente del Dios uno, dice en el fondo y hasta con palabras
sobrias explícitamente que lo único que tenemos que ver con el misterio de
la Trinidad es que por la revelación sabemos algo «sobre él»

1(1 En nuestra crítica prescindimos, naturalmente - porque en la actitud criticada sucede lo


mismo—, del hecho de que verdadero «saber», entendido de manera metafísica radical, implica
TRATADO DOGMÁTICO DE TRINITA'TE 105

Si se objetara solamente que más tarde nuestra bienaventuranza será


justamente contemplar a ese Dios trino cara a cara, que por ello somos
«introducidos» en la vida interior divina y que ésta es nuestra perfección
más real, y que, por ello, se nos ha dicho ya este misterio, hemos de pre­
guntar nuevamente: ¿cómo puede ser verdad todo esto si se niega una
relación ontológico-real de cada una de las tres divinas personas con el
hombre, que no sea una mera apropiación? ¿Podrá hacernos bienaven­
turados la visión de una realidad, aunque sea la más excelsa, si —en el
supuesto que criticamos— es vista como absolutamente no-relacionada
de manera ontológico-real con nosotros?11
La apelación a la visión beatífica tiene que ser contestada, por tanto,
con la invitación a sacar hasta el fondo las consecuencias de la propia
posición o con la cuestión de si en ella no está dado también sólo un
saber sobre una realidad absolutamente no-relacionada, y que, siendo así
ésta, queda aislado aquél del saber existencial sobre nosotros mismos,
como en la teología actual de los peregrinos el tratado sobre la Trinidad
queda aislado de los otros tratados dogmáticos en los que experimenta­
mos algo sobre nosotros para nuestra salvación real.
Desde estas observaciones pueden entenderse además otros fenó­
menos. En primer lugar la separación y orden de los tratados De Deo uno
— De Deo trino. Su disposición se tiene, desde hace ya mucho tiempo y
en general, por evidente, y últimamente ha sido, incluso, defendida explí­
citamente por J. M. Dalmau (PSJ IT 13c.), por ejemplo, como necesaria.
Son muy pocos —M. Schmaus y A. Stolz, por ejemplo— los que consti­
tuyen a este respecto una honrosa excepción.
Pero en favor de esta división y disposición de los dos tratados, que

con lo sabido la relación más real que puede concebirse. Y recíprocamente. Pcrojustamente este
axioma, si se pensara basta el fin con vistas a la cuestión de que se trata, pondría en claro que la
comunicación reveladora del misterio trinitario implica y supone, en último término, una comu­
nicación ontológico-real de la realidad revelada como tal al hombre. Es decir, no puede ser
concebida justamente como lo hace la actitud que impugnamos: en forma de una nueva comu­
nicación verbal que no modifique la relación real entre el que hace la comunicación (en tanto
trino) y el que la oye.
Con esta formulación no vamos a tocar la cuestión de si Dios tiene, en realidad, relaciones «reales»
«ad extra». Aquí podemos prescindir de tal cuestión. De manera «ontológico-real» y como pecu­
liaridad de cada una de las personas divinas hacia el hombre, basta con que se entienda aquí en
sentido análogo por lo que respecta a la «realidad», no al ser propio de la denominación cómo
el Logos, por ejemplo, en tanto él mismo, tiene una relación real con su naturaleza humana.
106 DOCTRINA DE DIOS

hoy se ha impuesto ya, no puede aducirse la tradición como argumento


que obligue. Su uso general data del tiempo en que la Summa de santo
Tomás desplazó las Sentencias de Lombardo. Si con la Escritura y los
griegos se entiende por ó Oeóc,- en primer lugar al Padre —y si no se hace
que esta palabra suponga sólo por él"’—, la estructura trinitaria de la
confesión de la fe apostólica, devolviendo su vigencia a la teología trini­
taria de los griegos, aconsejará más bien tratar primero del Padre, y en
este primer capítulo de la doctrina de Dios tratar también conjuntamen­
te de la «esencia» de Dios, de la divinidad de dicho Padre.
Es notable, por ejemplo, que el maestro de las Sentencias subsuma la
doctrina general de Dios en una doctrina de la Trinidad —cosa que
Grabmann cuenta entre los «defectos capitales» de Lombardo— que,
por ejemplo, en la Summa Alexandri tampoco exista todavía una clara
distinción de ambos tratados. Esto acaece por primera vez, como ya
hemos dicho,y por motivos aún no puestos en claro, con Tomás. Este no
habla primero de Dios Padre, en tanto origen sin origen en la divinidad
y en la realidad del mundo, sino que trata en primer lugar de la naturale­
za común a todas las tres personas. Y esto es lo que ha venido haciéndose
casi siempre desde entonces.
De esta forma el tratado sobre la Trinidad cae, aún más, en una
splendid isolation por la que el peligro de que sea tenido por falto de inte­
rés para la existencia religiosa se hace todavía mayor: parece como si
todo lo que en Dios tiene importancia para nosotros hubiera sido ya
dicho antes en el tratado De Deo uno. Posiblemente esta división y dis­
posición de ambos tratados procede, en último término, de la
concepción occidental-agustiniana de la Trinidad, opuesta a la concep­
ción griega. Aunque la concepción agustiniana, aun en la alta Edad
Media, no era la única vigente, como más tarde sucedió. Según tal con­
cepción, se trata primero del Dios uno en esencia y totalmente, y después
se le constituye como tripersonal, aun cuando, entonces, no quiera admi­
tirse la separación de la «essentia» como una «cuarta realidad», previa a
las tres personas, y haya que oponerse necesariamente a ello.
Según la Biblia y la concepción griega, habría que partir del Dios
uno y absolutamente sin origen, que es también el Padre, sin saber que

CX K. Rahner, Escritos de ‘teología I (Ediciones Cristiandad, Madrid 2000), 1.r>7ss. y nota 11, p. IOS
TRATADO DOGMATICO DE TRINITA'I'E 107

él es el que «genera» y «espira», porque es sabido como la hipóstasis


una y totalmente sin origen que no debe ser pensada de nuevo y
positivamente en tanto «absoluta», aun cuando no sea ya sabida
explícitamente como relativa.
Pero el punto de partida latino-medieval es distinto. Y así puede pen­
sarse que, incluso cristianamente, se puede y se debe anteponer un
tratado De Deo uno al tratado De Deo trino. Ahora bien, en tal caso —por
radicar en la unicidad de la esencia divina la justificación de tal proce­
der— se escribe, en realidad, o se podría escribir, solamente un tratado De
divinitate una, que habrá que diseñar concretamente —cosa que también
sucede— de una manera muy abstracta y filosófica y muy poco de acuer­
do con la historia de la salvación. Se habla de los atributos metafísicos
necesarios de Dios y, no muy explícitamente, de las experiencias históri-
co-salvíficas sobre los procederes libres de Dios con su creación. Y es que
si se hiciera esto casi no se podría evitar caer en la cuenta de que siempre
se habla de quien la Escritura y Jesús mismo llaman el Padre, Padre de
Jesús, que envía al Hijo y se nos da en el Espíritu, en su Espíritu.
Pero si se parte de la concepción fundamental occidental-agustiniana,
tenemos un tratado a-trinitario De Deo uno como la cosa más natural del
mundo antes del tratado sobre la Trinidad. Ahora bien, a causa de esto, la
teología trinitaria tiene que dar la impresión de que en ella sólo pueden
hacerse absolutamente afirmaciones formales —con ayuda del concepto
de las dos procesiones y de las relaciones— sobre las personas divinas, y
que aun estas afirmaciones se refieren sólo a una Trinidad absolutamente
cerrada en sí y no abierta ad extra en su realidad, de la cual nosotros, los
excluidos, sólo sabríamos algo en una extraña paradoja.
Cierto que en una teología agustiniana «psicológica» sobre la
Trinidad se intenta llenar de contenido los conceptos formales12 de la

Ihn este punto heñios de conceder que la teología griega en su cima máxima los capadocios ,
a pesar de su punto de partida económico-salvífico dirigido al mundo, en la doctrina trinitaria
causa una impresión casi todavía más formalista que la teología trinitaria de Agustín. ¿Cómo se
explica esto? ¿Tenían los griegos una impresión tan obviamente «económico-salvífica» de la
Trinidad que podían tener, con razón, toda su teología por doctrina sobre la Trinidad y así «su»
doctrina sobre la 'Trinidad no sería toda la doctrina sobre la Trinidad, sino sólo la exposición de
su parte abstracta formal, cuyo objeto no sería decir algo sobre cada una de las tres personas,
sino sólo resolver el problema para los griegos ulterior de la unidad de las tres personas a
las que se encuentra después, individuales y distintas, en la teología y economía? ¿No habría que
108 DOCTRINA DE DIOS

processia, communicatio essentiae divinae, relatio, subsistentia relativa.


Pero, si somos sinceros, hemos de confesar que de esa forma no se llega
muy lejos. Con ello no queremos decir que esta doctrina psicológica
sobre la Trinidad sea sólo una pura —y ni siquiera lograda— especula­
ción teológica. Podemos decir tranquilamente que, de acuerdo con los
puntos de partida, dados ya en la Escritura, ambas procesiones divinas,
que, garantizadas por la revelación, ciertamente existen, tienen induda­
blemente algo que ver con los dos modos radicales de realizarse el
espíritu que conocemos: conocimiento y amor.
Pero a este punto de partida, ciertamente válido, de la teología agus-
tiniana psicológica sobre la Trinidad habremos de añadir: esta conexión
interna está dada en la Escritura —si queremos evitar una exégesis artifi­
cial en la teología escrituraria, cosa que en la teología escolástica, cuando
se trata de esta cuestión, no sucede frecuentemente— sólo en tanto, en
una perspectiva de economía de la salvación, este conocimiento intradi-
vino es visto revelándose a sí mismo y este amor intradivino dándose en
comunicación personal. Siempre que teológicamente se desatiende esta
conexión basada en la Escritura, la especulación psicológica agustiniana
sobre la Trinidad cae inevitablemente en el conocido atolladero que hace
aparecer como vana toda la maravillosa profundidad de tal especulación.
Y es que se parte de un concepto filosófico intramundano del cono­
cimiento y el amor, se desarrolla a partir de él un concepto de la palabra y
de la «fuerza de tendencia» del amor y al final de la aplicación especulati­
va de estos conceptos a la Trinidad hay que reconocer que tal aplicación
falla, por haberse quedado en el concepto «esencial» de conocimiento y
amor; y es que no se puede y no se debe desarrollar, a partir de, la expe­
riencia humana, un concepto «personal» y «nocional» de la palabra y de
la «fuerza de tendencia» del amor, porque, de lo contrario, la Palabra cog­
noscente y el mismo Espíritu que ama tendrían que tener nuevamente una
palabra y un espíritu en tanto personas que de ellos proceden.

decir, entonces, que el Occidente toma en los griegos la parte forma] de la teología trinitaria por
(toda) la teología trinitaria —porque la propia doctrina de la salvación conserva sólo dogmáti­
camente el mínimo inevitable de teología sobre la Trinidad— y se ve por ello, obligado, a
diferencia de los griegos, a llenar de contenido esta teología trinitaria, casi matemáticamente for­
malizada, y a hacerla intuitiva mediante lo que ya Agustín desarrolló como teología
«psicológica» sobre la Trinidad?
TRATADO DOGMÁTICO DE 1'RINITA‘Í E 109

Con todo lo que antecede no queremos decir que siempre y en todo caso
tenga que ser un error que ambos tratados De Deo uno y De Deo trino sean
divididos y dispuestos uno detrás de otro en la forma al uso. Quizás se afirme,
sin razón, que tal división y disposición es la repetición del proceso de la his­
toria de la revelación, porque ésta pasó de la revelación de la esencia a la
revelación de las personas1 Pero esta división y disposición puede conside­
rarse tranquilamente más como una cuestión didáctica que como una
cuestión fundamental. Ya que, en último término, todo depende de lo que se
diga en ambos tratados y de qué líneas los unan, si es que se distinguen así,
según la manera usual. Lo único que, en definitiva, importaba aquí en nuestra
cuestión era sólo la observación de que en la división y disposición, tal y como
de hecho se llevan a cabo, la unidad y conexión recíproca de ambos tratados
no se pone suficientemente de relieve, cosa que aparecejustamente en la natu­
ralidad, totalmente carente de toda problematicidad, con la que se piensa que
tal división y disposición son simplemente necesarias y evidentes.
Un nuevo fenómeno se relaciona también con esta cerrazón de una doc­
trina trinitaria aislada en sí misma: la medrosidad con que se rechazan los
intentos de mostrar analogías, barruntos, preparativos de tal doctrina fuera
del cristianismo o en el Antiguo Testamento. Podría decirse —exagerando
un poco y simplificando la cosa— que la antigua apologética contra los paga­
nos yjudíos se preocupó, sobre todo, de encontrar la Trinidad, en la medida
de lo posible, antes del Nuevo Testamento y fuera del cristianismo, al menos
en vestigios y tratándose de espíritus privilegiados: los patriarcas del Antiguo
Testamento sabían en su fe ya algo, y Agustín concede a los grandes filósofos
un conocimiento sobre la Trinidad con una generosidad que hoy provocaría
escándalo.
La nueva apologética católica rechaza de ordinario y enérgicamente tales
intentos de descubrir un barrunto de este misterio fuera del Nuevo
Testamento. Y esto con consecuencia indiscutible: si, para esta teología, la
Trinidad no aparece como realidad en el mundo y en la historia de la salva­
ción, no es por lo menos probable que se encuentre ahí el más remoto
conocimiento de ella. Y así se supone tácitamente, ya más o menos antes de

Se puede decir, al menos, con la misma razón, que la historia de la revelación revela, en primer
lugar, a Dios en tanto persona sin origen en su relación con el mundo y que pasa después a la
manifestación de tal persona en tanto origen de los procesos vitales intradivinos, configuradores
de la persona.
110 DOCTRINA DK DIOS

la cuestión ulterior de hecho de si tales vestigios se encuentran efectivamen­


te o no —cosa que, naturalmente, tampoco puede ser afirmada a priori—que
esto no puede ser de ningún modo. Pero en todo caso será mínima la ten­
dencia a valorar positivamente ecos y analogías en la historia de las religiones
o en el Antiguo Testamento. Lo único que se hace es destacar en todas par­
tes la inconmensurabilidad de estas doctrinas dentro y fuera del cristianismo.

III

Habrá que decir que este aislamiento del tratado sobre la Trinidad se acre­
dita como falso simplemente atendiendo a su realidad efectiva: así no puede ser.
La Trinidad es un misterio de salvación —si no, no habría sido revelada—. Pero
entonces tiene que quedar claro en todos los tratados dogmáticos que las mis­
mas realidades de salvación que en ellos se tratan no pueden entenderse sin
acudir a este proto-misterio del cristianismo. Si esta pericoresis permanente
entre los tratados no aparece siempre con nueva claridad, ello no es más que
un signo de que en el tratado sobre la Trinidad o en los otros tratados no se han
puesto de relieve claramente conexiones que son las únicas que hacen inteligi­
ble que la Trinidad es un misterio de salvación para nosotros y que, por ello,
nos sale al encuentro siempre que se habla de nuestra salvación,justamente en
los otros tratados dogmáticos.
La tesis fundamental que estatuye esta unión entre los tratados y que des­
taca la Trinidad en tanto misterio de salvación para nosotros —en su realidad
y no primariamente como doctrina— podría formularse así: la Trinidad «eco­
nómica» es la inmanente, y recíprocamente. Nuestro quehacer consistirá ahora
en explicar este enunciado, en fundamentarlo, hasta el punto que sea posible,
y en esclarecerlo en su significado y aplicación a la cristologia. Las tareas que
tal planteamiento supone se compenetran y se condicionan recíprocamente, de
tal manera que no pueden ser tratadas una detrás de otra, sino todas a la vez.
La Trinidad «económica» es la Trinidad inmanente. Este es el enuncia­
do que nos ocupa. En un punto, en un caso, este enunciado es verdad de fe
definida ": Jesús no es simplemente el Dios en general, sino el Hijo; la1

1 Aunque, en realidad, sólo en un punto, en un caso, que por ello no hasta por sí solo para justifi­
car la tesis planteada en su totalidad y absolutamente como verdad de fe.
TRATADO DOGMATICO DE TRINI'IA'IE 111

segunda persona divina, el Logos de Dios, es hombre, él y sólo él. Hay, por
tanto, al menos una «misión», una presencia en el mundo, una realidad eco-
nómico-salvífica no meramente apropiada a una persona divina
determinada, sino peculiar suya. Aquí no, se habla sólo «sobre» esa perso­
na divina determinada en el mundo. Aquí acaece fuera de la vida
intradivina, en el mundo mismo, algo que no es simplemente acaecer del
Dios tripersonal en tanto uno, actuante en el mundo con causalidad efi­
ciente, sino que le pertenece únicamente al Logos, historia de una persona
divina en diferencia para con las otras. (No se cambia nada en ello con decir
que la causa de esta unión hipostática, que sólo al Logos pertenece, es obra
de toda la Trinidad).
Existe una predicación de carácter histórico-salvífico que sólo puede
hacerse de una persona divina. Allora bien, si esto acaece una vez, es en
todo caso falso el enunciado siguiente: no hay ninguna realidad
histórico-salvífica, ninguna realidad «económica» que no pueda ser dicha
de la misma forma del Dios trino en conjunto y de cada persona en parti­
cular y de por sí; falso es también, con ello, el enunciado de que en una
doctrina sobre la Trinidad —en tanto decir sobre las tres personas divinas
en general y en particular— sólo puede haber proposiciones que se refieran
a lo «intradivino». Ciertamente es acertado decir que la doctrina sobre la
Trinidad y la doctrina sobre la economía de la salvación no pueden ser
separadas adecuadamente1’.
Esta consideración se debilita u oscurece frecuentemente en la teo­
logía, en su significación a propósito de nuestros problemas, por tres
diversos razonamientos. En primer lugar, y antes de que entremos en la
significación del punto de partida dogmáticamente cierto para la tesis
más amplia, hemos de examinar esos razonamientos.1

1 No se puede eludir, naturalmente, este enunciado diciendo de una manera escolar, necia y astu­
ta a la vez, que la unión hipostática en el Logos mismo no constituye ninguna «relación real», es
decir, que no hay que decir nada «económico» sobre el Logos como tal que le ataña a él mismo.
Sin entrar a examinar el axioma de la metafísica escolástica, según el cual en Dios no hay «rela­
ciones reales» ad extra, en todo caso es verdad y tiene que valer como norma orientadora de
dicho axioma ¡y no lo contrario! que el Logos mismo es con toda verdad hombre, él mismo
y sólo él, no el Padre ni el Espíritu. Por eso es verdad eternamente que si hay que decir sobre el
Logos mismo todo lo que en él es verdaderamente y permanece, en una doctrina sobre las per­
sonas divinas, esta doctrina misma implica, entonces, un decir que cae dentro de la economía de
la salvación, un decir «económico».
112 DOCTRINA DE DIOS

La primera dificultad, la más conocida, amplia y radical, es la


siguiente: al apelar a la unión hipostática es verdad que se apela a una
realidad garantizada dogmáticamente, pero tal apelación no es acertada
porque no se trata, ni se puede tratar, en modo alguno, de un caso, un
ejemplo de una relación y un principio generales; la tesis de la unión
hipostática no permite, de antemano, ni siquiera que se tome en consi­
deración la posibilidad de que sea tenida como paradigma para otras
tesis similares que abren la Trinidad, por así decirlo, hacia afuera, de tal
manera que últimamente resultara la tesis de la identidad de Trinidad
económica e inmanente. La razón de tal negativa —concebir la encarna­
ción como «caso» de una relación más amplia— sería, sencilla y
categóricamente, que en Dios todo es en rigurosa identidad uno, siem­
pre que no se trate de la contraposición, formadora de personas, de las
relaciones de origen en Dios. Por esta razón —continúa la dificultad—
una persona divina individual sólo puede tener, a diferencia de las otras
personas divinas, una relación con el mundo propio suyo mediante una
unión hipostática como tal, porque sólo en dicha unión se actualiza
«hacia afuera» lo únicamente propio de ella, el ser-persona, la función
hipostática. Pero como sólo hay una unión hipostática del Logos y toda
relación propia de una persona sólo puede ser hipostática, no puede
deducirse de la verdad de la encarnación ningún principio más general,
aunque sólo fuera como tal, de posibilidades —sobre la posibilidad de
unión hipostática de otras personas divinas—.
No es nuestro quehacer aquí, ni nuestra intención, entrar propia­
mente en esta dificultad fundamental, tal y como la planteó, por ejemplo,
más que ningún otro, Paul Galtier Hi en los últimos decenios contra la
hipótesis de relaciones no apropiadas de las personas divinas con el
hombre por medio de la gracia. El tema ha sido estudiado con tanta
detención que en el marco de un artículo corto no puede añadirse a lo ya
dicho nada más ni mejor. Baste, por ello, hacer constar que la refutación
que H. Schauf17, por ejemplo, hizo de la objeción nos parece suficiente.

" P. Galtier, L ’habitation en nous des tríos personnes. Edition revue et augmenttée (Roma 1950).
' H. Schauf, Die Einwohnung des Heiligen Geistes (Freiburg de Br. 1941); cf. también: Pb. J.
Donnely, «The Inhabitation of the Holy Spirit. A Solution According to De la Taille»: ThSt 8
(1947) 445-470;J. Trätsch, AS’. Trinitatis inhabitatio apud theologos retentions (Trento 1949); S.
J. Docky, Fils de Dieu par grâce (Paris 1948); C. Sträter,«Hetbegrip“apropiative” bij S. Thomas»:
TRATADO DOGMÁTICO DE TRINI!ATE 113

Por lo menos, Galtier y otros teólogos que siguen su teoría no han pro­
bado ciertamente que una relación hipostática propia y una relación
hipostáticamente aunadora sean, necesaria y rigurosamente, lo mismo.
Más adelante nos encontraremos con argumentos positivos contra esta
identificaciónIK.
Afirmamos con ellos: fundamentalmente la encarnación puede con­
cebirse como un «caso» dogmáticamente cierto de una relación
económica para con el mundo —al menos no fundamentalmente imposi­
ble—, propia de una persona divina. Y con esta relación está dada la
posibilidad de una comunicación real de toda la Trinidad como tal al
mundo en el acaecer salvifico, es decir, una identidad de la Trinidad eco­
nómica e inmanente.
La segunda dificultad —en cierto sentido, opuesta— fue rozada ya
antes: si se supone que cada una de las personas divinas podría unirse
hipostáticamente con una realidad creada, el hecho de la encarnación del
Logos no «des-vela», en realidad, nada sobre él mismo, es decir, de su ser
propio intradivino; la encarnación significa, entonces, en el fondo y de
hecho para nosotros, sólo la experiencia de la personalidad de Dios en
general —tal y como nosotros la conocemos ya previamente a tal expe­
riencia—, no la de una personalidad propiamente diferenciada
trinitariamente; es verdad que sabemos —por una comunicación prepo­
sicional— que justamente la segunda persona divina, a vista de la realidad
humana experimentada en Jesús, ejerce una función hipostática. Pero lo
que se vive y experimenta ahí sería exactamente como es ahora si otra

«Bijdragen» 9 (1948) 1-41, 144-186; J. H. Nicolas, «Présence trinitaire et présence de la


Trinité»: RT 50 (1950) 185-191; Th. J. Fitzgerald, De inhabitation* Spiritus S au d i in dod.ri.na
S. Thomae Aquinatis (Mundelein 1950); P. de Lettur, «Sanctifying Grace and Our Union with
the Holy Trinity: A Reply»: TliSt 33 (1952) 190-204; F. Bourassa, «Adoptive Sonship. Our
Union with Divine Persons»: T hSt 13 (1952) 309-335; P. de Letter, «Current Theology.
Sanctifying Grace and the Divine Indwelling»: T hSt 14 (1953) 242-272; E. Bourassa,
«Présence de Dieu et union aux divines personnes»: ScEccl 6 (1954) 3-23.
Is Atiéndase al método de nuestras consideraciones. El argumento es, al principio, puramente
negativo', el argumento de Galtier, etc., no es claramente convincente. No se dice, por lo tanto,
positivamente que en el hecho de la encarnación como tal sólo pueda percibirse que puede haber
todavía otros casos de tal «economización» real de la Trinidad inmanente real. (Si no incurrirí­
amos en contradicción; pues en seguida habremos de decir que de la encarnación del Logos no
se puede deducir la posibilidad de que otra persona divina se encarne). Sólo mediante las razo­
nes teológicas para probar que hay otros casos en que la Trinidad económica y la inmanente
coinciden se verá también que la encarnación puede servir de «caso» de tal identidad.
114 DOCTRINA DK DIOS

persona divina fuera la subsistencia de esta realidad humana. Cierto que


la realidad económicamente perceptible es en sus palabras —por hablar
Jesús del Padre y de sí mismo justamente como «Hijo»— una mirada al
interior de la Trinidad, pero no en sí misma; y como lo que ahí acaece
económicamente hubiera podido acaecer exactamente igual a propósito
de cada una de las otras personas, el acaecer mismo —que es sólo porta­
dor neutral de una mera revelación verbal, pero no revelación trinitaria
del acaecer— no dice nada sobre la realidad trinitaria intradivina.
Ya indicamos antes cómo obra este supuesto, que se admite como
evidente, en la cristologia. Ahora bien, ¿es acertado el supuesto de que
cada persona divina pueda hacerse hombre? Nuestra respuesta es: tal
supuesto es infundado y falso.
Dicho supuesto es infundado. La tradición más antigua antes de
Agustín no pensó nunca en tal posibilidad y, en sus consideraciones teo­
lógicas, supuso siempre, en el fondo, lo contrario. Para dicha tradición el
Padre es per definitionem, en tanto sin-origen, el fundamentalmente invi­
sible que justamente se revela y aparece diciendo al mundo su Palabra
que per definitionem es, intradivina y económicamente, la revelación del
Padre, de tal modo que una revelación del Padre sin el Logos y su encar­
nación sería lo mismo que un hablar sin palabra.
Tal supuesto es falso. Ya que sólo por el hecho de que una deter­
minada persona divina se haya hecho hombre no se puede deducir la
misma «posibilidad» para otra. Pues tal deducción significaría que:
— «hipóstasis» es en Dios un concepto unívoco respecto de las
tres personas, y que
— la diversidad dada, en todo caso, del ser-persona de las tres per­
sonas —en realidad tan grande que sólo con una holgada analogía
permite un concepto de persona aplicado de igual forma a las «tres»
personas— no impide que una persona entre en una relación hipostá-
tica, justamente por el irrepetible ser persona propio de ella, con una
realidad creada lo mismo que la segunda persona divina.
Ahora bien, el primer supuesto es falso y el segundo está total­
mente sin prob arl!’. La tesis impugnada es falsa. En efecto, si la tesis

Quien niegue que el Padre o el Espíritu también pueden encarnarse negaría una «perfección» en
ellos si constara ya (pie tal posibilidad para el Padre o el Espíritu es una verdadera posibilidad
TRATADO DOGMATICO DE ‘IRIXEIA'IE 115

que aquí impugnamos fuese cierta y si fuera tomada en serio y no


sólo expuesta al margen del pensar teológico, resolvería en realidad
toda la teología. Entre «misión» y vida intratrinitaria no habría ya,
entonces, en realidad, ninguna verdadera conexión. Nuestra filiación
en la gracia no tendría, en verdad, absolutamente nada que ver con la
filiación del Hijo, ya que, en tanto absolutamente la misma y exacta­
mente igual, podría ser fundamentada por otra persona encarnada. En
lo que Dios es para nosotros no se podría experimentar, de ningún
modo, lo que él —trino— en sí mismo.
Sólo quien no coloca su teología bajo la norma de la Escritura y sola­
mente permite decir a ésta lo que él ya sabe por su teología escolar,
distinguiendo y prescindiendo de todo lo demás astutamente y con san­
gre fría, podrá negar que tales y muchas consecuencias semejantes que se
seguirían de esta tesis van contra el carácter total y contra el sentido ínti­
mo de la Sagrada Escritura.
Todo esto habría que mostrarlo —y se podría— en detalle. Aquí sólo
es posible plantear la tesis contraria. Pero como la tesis rechazada no
puede adoptar para sí aspiración alguna de obligar dogmática o teológi­
camente, tenemos derecho, en un pequeño artículo, a afirmar
sobriamente que la rechazamos. Y justamente así quedamos, mejor que
la posición opuesta, dentro del marco de lo verdaderamente revelado.
Así se hace una teología que ni explícita ni —lo que es mucho más peli­
groso— tácitamente cuenta con una presunta posibilidad sobre la que la
revelación no dice nada; que se queda en el ámbito de la verdad de que
el Logos es tal y como aparece en la revelación, como el revelador —no
uno de los posibles— del Dios trino. Y esto por razón de su ser personal,
sólo propio suyo, de Logos del Padre.

y, por tanto, una «perfección». Pero justamente esto no consta de ningún modo. Para el Hijo
en tanto Hijo es, por ejemplo, una perfección proceder del Padre. Pero deducir de ahí que
también el Padre como tal tendría que poseer dicha perfección es un absurdo manifiesto.
Pero como la función hipostática «hacia afuera» es la hipóstasis divina respectiva, de la fun­
ción de esta hipóstasis no se debe deducir nada para otra, aun cuando de nuestro concepto
universal abstracto de subsistencia no surja ninguna contradicción de que el Padre haga sub­
sistir una naturaleza humana.
" Ya aludimos al comienzo de este artículo al hecho de que, justamente por ser supuesta casi
tácitamente como evidente, tiene efectos muy considerables y que, por eso, es anónimamen­
te muy poderosa.
116 DOCTRINA DE DIOS

La tercera dificultad 21, en la que se completa el sentido total de la


segunda, es la siguiente: si la naturaleza humana del Logos solamente se
concibe como lo que descansa en sí mismo, en su ser clausurado, como
lo creado según un plan y una «idea», que en sí no tiene nada que ver con
el Logos —en todo, caso no más que todas las otras naturalezas y seres
posibles y creables—, esta naturaleza subsiste entonces, ciertamente, en
el Logos, del que pueden predicarse, ciertamente, dicha realidad natural
y sus actos como lo suyo; se puede decir, en un sentido formal —pero
eso, sólo en un sentido muy formal— que el Logos está «presente» y
«operante» en el mundo y su historia por esa realidad humana. Pero tal
realidad total no «descubre» efectivamente nada de él mismo como tal.
Él muestra en ello sólo lo general —o a lo sumo, y por esta realidad, lo
maravilloso y suprahumano por medio de las prerrogativas preternatura­
les que en él son observadas y que a otra naturaleza humana no le
pertenecen—, lo que también y fuera de él es «humano».
Pero lo humano en cuanto tal no mostraría al Logos en cuanto tal. El
mismo aparecería solamente en su carácter formal de sujeto. Y así resul­
taría que una realidad m¿radivina trinitaria habría salido de sí, de forma
verdaderamente económico-salvífica, sólo en una vacía formalidad. Lo ya
conocido, pero no-trinitario, sería, ciertamente, creado y así, en tanto ya
supuesto —lógica y realmente, aunque no temporalmente—, asumido.
Pero en ese supuesto no podría decirse, realmente, que el Logos hubiera
salido de su aislamiento intradivino y que se hubiera mostrado a sí
mismo mediante y en su humanidad. En realidad —y siempre en ese
supuesto—, no sería posible decir: quien me ve a mí me ve a mí. Del suje­
to del Logos mismo no se habría visto en realidad nada al experimentar
la humanidad de Cristo, en cuanto tal, más que a lo sumo su carácter abs­
tracto y formal de sujeto.

Esta dificultad sólo está presente en la teología las más de las veces de modo anónimo. Es difícil
formularla con claridad, aunque suponemos que está en el fondo de todas las diferencias cristo-
lógicas que aun hoy sigue habiendo en la cristologia católica, entre un calcedonismo puro, por
ejemplo, y un neocalcedonismo. Se trata de la cuestión siguiente: ¿es la humanidad del Logos
lo extraño meramente asumido o justamente lo que llega a ser cuando el Logos se dice («se
dice-fuera», o se expresa) al interior de lo no-divino? ¿Hay que explicar la encarnación en su
contenido —a propósito de lo que el Logos llega a ser— a partir de la naturaleza humana, en cuan­
to ya conocida y que con ello no deviene más revelada por la encarnación, o en último término la
naturaleza humana a partir de la automanifestación «se-alienante» del Logos?
TRATADO DOOM ÁTICO DE TRINITATE 117

La cuestión es, por tanto, la siguiente: ¿hay que concebir el


áouyxÚTcoc; de Calcedonia de modo que la naturaleza humana inconfu­
sa del Logos no tenga con él, en tanto Logos, ninguna otra relación más
que la de una criatura cualquiera con su creador, previa deducción de un
subsistir formal en él, de tal forma que tal naturaleza sea, ciertamente,
«dicha» de su sujeto, pero sin que ese sujeto se «diga» a s í mismo verda­
deramente en ella? Quizá ni siquiera hayamos logrado elevar la dificultad
misma a la luz de la conciencia refleja. Pero radica de forma oscura, y con
ello tanto más activa e inquietante, en el fondo, de toda cristologia.
Mucho menos nos es posible aquí fundamentar propiamente la respues­
ta, que a nosotros nos parece acertada, a la cuestión planteada.
Lo único que podemos decir aquí es que la relación fundamental
entre el Logos y la naturaleza humana asumida en Cristo no es tal como
la ve la dificultad citada. Hay entre ambos una relación interna más esen­
cial. La naturaleza humana es objeto posible del conocimiento creador y
del poder de Dios porque —y en tanto— el Logos, en virtud de su esen­
cia, es el decible —incluso al interior de lo no-divino—, precisamente el
Verbo del Padre en quien el Padre puede manifestarse y alienarse —libre­
mente— en lo no-divino, y porque al acaecer esto, llega a ser justamente
lo que nosotros designamos con el nombre de naturaleza humana. La
naturaleza humana, con otras palabras, no es la máscara tomada de fuera
(el iipóoMiiovj, la librea, escondido en la cual el Logos gesticula en el
mundo, sino, desde el origen, el símbolo real constitutivo112 del Logos
mismo. De tal modo que se puede y hay que decir en una originalidad
ontològica última: el hombre es posible porque es posible la alienación
ontològica del Logos.
Esta tesis no puede ser expuesta aquí con más detalle. Aquí hemos
de referirnos a trabajos publicados últimamente21 que, explícitamente o
por su tema, se ocupan de esta cuestión. Pero, si tal cuestión tiene que ser
contestada en el sentido aludido, podemos decir, sin atenuación y sin

" A propósito de este concepto consúltese mi artículo «Para una teología del símbolo», en este
tomo pp 261-294
Téngase en cuenta sobre todo: B. Welte, «Homoousios hemin»: Chalkedon heute III (Würzburg
1954) 51-80; K. Rahner, «Problemas actuales de cristologia»: Escritos de Teología I (Ediciones
Cristiandad, Madrid 2000) 157-205; «Para una teología del símbolo» (cf. nota anterior); «Para
la teología de la encarnación», en este tom o,131-148; F. Malmberg, Der Gottmensch
(Quaestiones disputatele 8) (Freiburg de Br. 1959).
118 DOCTRINA DR DIOS

retroceder ocultamente lo más mínimo: lo que Jesús en tanto hombre es


y hace es la existencia —que revela al Logos— del Logos como salvación
nuestra cabe nosotros. Ahora bien, entonces puede decirse verdadera­
mente y sin atenuación: aquí el Logos cabe Dios y el Logos cabe
nosotros, el Logos inmanente y el Logos económico, son rigurosamente
el mismo21.
La Trinidad económica es la Trinidad inmanente. Este es el enun­
ciado que tenemos que comentar.
Hasta aquí liemos hecho ver que hay, por lo menos, un caso de este
axioma que es dogmáticamente innegable. Pero que este caso es verda­
deramente eso, un caso, se sigue sólo tras reflexionar sobre la doctrina de
la gracia. Aquí se trata del caso de las relaciones no-apropiadas de las
personas divinas con el hombre justificado. El problema y las diferencias
de opinión entre los teólogos a propósito de esta cuestión son ya cono­
cidos y por eso no es necesario que los expongamos aquí nuevamente.
Pero en todo caso y por lo menos, esta tesis de las relaciones propias y
no-apropiadas es una opinión teológica libre y que no puede ser atacada
por razones dogmáticas. Nosotros la suponemos aquí2’. Vamos a des-

' Esta inismidad por tratarse en nuestro planteamiento de la cuestión justamente no del sujeto for­
mal del Logos en abstracto, sino del Logos concreto hecho hombre- - es la inismidad tal y como
Eleso y Calcedonia conjuntamente la formulan: incontusa e inseparadamente, es decir, no la mismi-
dad de una identidad muerta en la que nada puede ser distinguido porque todo es de antemano
igual y lo mismo, sino la inismidad en la que uno y el mismo Logos es él mismo en la realidad huma­
na. Porque no es que le haya sido añadida aditivamente sólo una realidad extraña (de la naturaleza
humana) —en cuyo caso esta «unión» no sería pensada como más real que ella misma, sino que serí­
an pensadas más bien sólo dos realidades, una al lado de la otra , sino que el Logos constituye lo
otro en tanto otro porque él se constituye así a sí mismo y se expresa. La diferencia, por tanto, tiene
que ser pensarla como modalidad interna de la unidad misma, y así, tanto intratrinitariamente como
«hacia afuera», una inismidad inmediata, y no mediatizada por lo verdaderamente otro, tiene que ser
concebida como negación, no como modo supremo de la verdadera inismidad.
Llamemos la atención únicamente sobre un punto. Aplicando la ontologia clásica de la teología
medieval sobre la visión beatífica a la visión innegable de las personas divinas corno tales no se
puede impugnar lógicamente esta tesis tratándose de la visio, y entonces tampoco cuando se trata
de la graciajustificante como substrato ontològico y comienzo formal de la visión inmediata de Dios.
Una visión inmediata de las personas divinas que no puede ser pensarla, por tanto, como mediati­
zada por una «species impressa» creada, sino sólo por la realirlad ontológico-real de lo visto en sí
mismo, que se comunica al vidente en una causalidad cuasi-fórmal ríe naturaleza ondea en tanto
condición ontològica de la posibilidad riel conocimiento formal, significa necesariamente una rela­
ción ontológico-real del vidente con cada una ríe las personas contemplarlas como tales en cada caso
en su ser caracterísdco real. La teología medieval no reflexionó quizá suficientemente sobre esto.
Pero está totalmente en las consecuencias ríe su planteamiento teológico rie la visto.
TRATADO DOGMATICO DE ‘I RINVI A l E 119

arrollar sólo esta doctrina conocida y corriente, aunque no indiscutida,


en la dirección de nuestro problema.
La tesis que aquí suponemos, por tanto, como justificada211no dice,
si se la entiende bien y se la toma en serio, una sutileza escolástica, sino
llana y simplemente lo siguiente: cada una de las tres divinas personas se
comunica, en cada caso en tanto ella misma, en su peculiaridad personal
y en su diversidad, al hombre en libre gracia, y esta comunicación trini­
taria —la «inhabitación» de Dios, la «gracia increada» no sólo como
comunicación de la «naturaleza» divina, sino, por acaecer en un acto
libre, espiritual, personal, es decir, de persona a persona, entendida tam­
bién e incluso primariamente como comunicación de las «personas»— es
la razón ontológico-real de la vida de la gracia en el hombre y —supues­
to lo que haya que suponer— de la visión inmediata de las personas
divinas en la consumación.
Desde luego que esta auto-comunicación de las personas divinas
acaece de acuerdo con su peculiaridad personal, es decir, también de
acuerdo y en virtud de sus relaciones entre sí. Y es que si una persona
divina se comunicara de otra forma que en y por su relación con las otras
personas para tener una relación propia con el justificado —y recíproca­
mente éste con aquélla—, con ello estaría dado y supuesto que cada
persona individual —también y justamente como tal en su diferencia
conceptual con respecto a la esencia una y misma— es algo absoluto y no
meramente relativo; se habría abandonado el fundamento verdadero de
la doctrina trinitaria.
Ahora bien, esto significa: las tres auto-comunicaciones dichas son la
auto-comunicación del Dios uno en la forma triple y relativa en que Dios
subsiste. El Padre se nos da, por tanto, también a nosotros en tanto
Padre, es decir, justamente declarándose —por ser él mismo (esencial­
mente) cabe sí— y comunicando así al Hijo como su propia y personal
autoapertura11 ; y afirmándose en amor el Padre y el Hijo —recibiendo
éste del Padre—, tendiendo hacia sí mismos y llegando a sí mismos, se

'' Más adelante la seguiremos apoyando, aunque sólo sea de manera alusiva, mediante una mirada
a la historia real de la revelación de la Trinidad.
No podemos detenernos aquí con más rigor a ver que, y cómo, en unión reciproca, la autoco-
munieaeión del Padre en el declarar {Aussage) del Verbo al mundo dice (besagt) encarnación y
corroboración (Zusage) según gracia de esta Palabra al hombre (creyente).
120 DOCTRINA DE DIOS

comunican así en tanto recibidos amando, es decir, en tanto Espíritu


Santo. Dios se comporta con nosotros trinitariamente y justamente este
comportamiento trinitario —libre e indebido— para con nosotros no es
sólo una imagen o una analogía con la Trinidad inmanente, sino ella
misma, bien que libre y comunicada por gracia. Y es que lo comunicado
es justamente el Dios trino y personal y del mismo modo la comunica­
ción —a la criatura, acaecida en libre gracia— si acaece libremente, sólo
puede acaecer en la manera intradivina de las dos comunicaciones del
ser divino del Padre al Hijo y al Espíritu. Porque otra comunicación no
podría comunicar, de ningún modo, lo que aquí se comunica: las perso­
nas divinas; ya que éstas no son absolutamente nada distinto de su
propio modo de comunicarse.
Desde aquí podemos contemplar ahora la conexión entre la Trinidad
inmanente y la económica en sentido contrario. El Dios uno se comuni­
ca en tanto declaración absoluta de sí mismo y en tanto don absoluto del
amor. Su comunicación —absoluto misterio revelado sólo en Cristo— es
verdaderamente ¿rato-comunicación. Es decir, Dios no da solamente a su
criatura participación «de sí» (mediatamente) creando y donando por su
omnipotente causalidad eficiente realidades creadas y finitas, sino que,
en una causalidad crnm-formal, se da verdaderamente y en el sentido
más riguroso de la palabra a sí mismo2S.
Ahora bien, esta ¿rato-comunicación de Dios a nosotros tiene, según

’s De allí se sigue, incluso en una axiomática formal: si la diferencia, dada en una realidad comu­
nicada en cuanto tal por Dios, sólo existe de parte de la criatura, no se trata, en modo alguno, de
una auto-comunicación de Dios en sentido riguroso. Pero si se trata de verdad de una autoco-
municación, en la que en lo comunicado en cuanto tal, es decir, «para nosotros», está dada una
verdadera diferencia, Dios, en tal caso, tiene que ser éste distinto «en sí mismo» y, a pesar de su
unidad —que entonces se caracteriza como la unidad de la «esencia» absoluta—, lo cual es desig­
nado, entonces, como un modo relativo del comportarse-consigo-mismo. Se puede decir, por
tanto, si la revelación
- da testimonio de una verdadera flw/c-comunicación, si
— declara que dicha autocomunicación contiene diferencias para nosotros,
— si la considera mediatizada, sin que tal mediatización sea meramente de tipo creado y
suprima así el carácter de una verdadera autocomunicación, eo ipso se afirman en Dios,
tal y como él es en sí, diferencia y mediatización.
[N. del T.: En todo este contexto el autor emplea, consecuente y rigurosamente, dos series
de términos que procuramos reproducir en nuestra traducción. Vermittlung (vermitteln, etc.) lo
traducimos por «mediatización» («mediatizar», etc.); Mitteilung (mitteilen, etc.) por «comuni­
cación» («comunicar», etc.)].
TRATADO DOGMATICO DE TRINKlATE 121

el testimonio de la revelación en la Escritura, un triple aspecto. Es la


auto-comunicación en la que lo comunicado continúa siendo lo sobera­
no, lo no-abarcable, lo que también en tanto recibido permanece, en
carencia, de origen no-disponible e inabarcable; es una auto-comunica­
ción en la que Dios que se abre «está ahí» ‘a en tanto verdad que se
declara a sí misma y poder de disposición, libre, que obra históricamen­
te; y una auto-comunicación en la que el Dios que se comunica causa la
aceptación de su comunicación y de tal forma que la aceptación no
degrada la comunicación al nivel meramente creado.
Pero tal aspecto triple de la auto-comunicación no puede ser conce­
bido en la dimensión comunicativa, de una parte, en tanto desarrollo
meramente verbal de una comunicación en sí misma diferente. Por el
contrario, en la dimensión de la economía de la salvación, tal diferencia
es, en primer lugar, verdaderamente «real». El origen de la auto-comuni­
cación de Dios, su «ser-ahí» que se abre radicalmente y se declara a sí
mismo, el ser-aceptado de la auto-comunicación, que él mismo causa, no
son sencillamente y sin distinción «lo mismo», designado sólo con pala­
bras diferentes. Dicho de otro modo: el Padre, el Verbo (Hijo) y el
Espíritu —a pesar de lo infinitamente insuficientes que estas palabras
son y tienen que ser— se refieren, según la intelección-de-por-sí que
posee la experiencia de la fe, tal y como es testimoniada en la Escritura,
a una diferencia verdadera, a un doble ser-mediatizado dentro de esta
auto-comunicación.
Pero, por otra parte, esta doble mediatización por el Verbo y el
Espíritu —tal y como la historia de la auto-comunicación que se revela
ha mostrado en forma cada vez más inequívoca e inevitable— no es una
mediatización de tipo creado, como si Dios no se comunicara ahí verda­
deramente en tanto él mismo. Si, según el testimonio de la Escritura, la
auto-comunicación económica de Dios es verdadera y realmente trina,
si, en primer lugar, un sabelianismo económico es falso y, por otro lado,

No debe olvidarse que el concepto de «Palabra» tiene que ser leído a partir de su plenitud de
contenido en el Antiguo Testamento; que es, por tanto, la Palabra poderosa de Dios creador,
dicha en realidad y decisión, en la que el Padre se expresa, en la que está-ahí y obra. No se trata,
por tanto, nunca de una autorreflexión meramente teórica. En este sentido, a partir de tal con­
cepto se entiende mucho más fácilmente la unidad de la «Palabra» de Dios en tanto hecho carne
y que dispone poderosamente, juzgando, en el corazón de los hombres.
122 DOCTRINA DK DIOS

estas formas mediatizadoras de existencia cabe nosotros no son seres


creados intermedios, potencias creadas del mundo, porque tal concep­
ción, en el fondo arriana, de la comunicación de Dios suprimiría una
verdadera auto-comunicación y rebajaría el escatològico acaecer salvifico
en Cristo al nivel de las mediatizaciones siempre provisionales y abiertas
—a la manera de los discípulos de profetas, de las potestades angélicas o
de las gnósticas emanaciones descendentes neoplatónicas—, entonces
este ser-mediatizado real de carácter divino en la dimensión de la econo­
mía tiene que ser también un ser-mediatizado en la propia vida interior
de Dios.
La «trinidad» del proceder de Dios para con nosotros en el orden de
la gracia de Cristo es ya la realidad de Dios tal y como es en si misma:
«tripersonalidad». Este enunciado sería sabelianismo o modalismo si no
dejase que la «modalidad» de la relación de Dios con la criatura sobre­
naturalmente elevada y con la criatura «agraciada» con la propia realidad
divina, ignorando entonces absolutamente el carácter radical de autoa­
pertura de tal «modalidad» en la gracia increada y en la unión
hipostática, fuera el modo como Dios es «en sí» y pensara a Dios mismo
tan intocado por tal proceder que dicha «diversidad» —como en la crea­
ción y en el proceder natural de Dios con el mundo— no introdujera
ninguna diferencia en Dios mismo, sino que ésta estuviera, más bien, de
parte de la criatura.
¿Qué significa para el tratado De Trinitate que se suponga —o se
defienda en él— la tesis de que la Trinidad económica es la inmanente y
viceversa?
En primer lugar, en este tratado podemos buscar, sin traba alguna, el
acceso a la doctrina trinitaria en la experiencia de historia de la salvación
y de la fe, de Jesús y su Espíritu en nosotros. Ahí está dada ya la Trinidad
inmanente misma. La Trinidad no es sólo una realidad declarable de
manera puramente doctrinaria. Ella misma aparece en nosotros mismos,
y como tal no está dada en nosotros por el solo hecho de que la revela­
ción comunique enunciados sobre ella. Lo que, por el contrario, sucede
es que tales enunciados nos son dichos porque la realidad a la que se
refieren nos ha sido adjudicada a nosotros mismos. No son dichos como
piedra de toque de la fe en algo con lo que no tenemos ninguna relación
real, sino porque nuestra propiedad de agraciados y nuestra excelencia
no pueden sernos por completo abiertas de otra manera que diciéndose
tal misterio, de modo que ambos misterios, el de nuestra gracia y el de
TRATADO DOOMATIOO DE 'IREVEIATE 123

Dios en sí mismo, son uno y el mismo misterio abisal. El tratado De


Trinitate no puede perder esto nunca de vista. Desde esta perspectiva,
desde este interés —el más existencial— de la salvación viva, recibe su
impulso y encuentra el acceso verdadero a la inteligibilidad.
Para quien impugne nuestra tesis fundamental es verdad que la
Trinidad sólo puede ser algo que —mientras no la contemplemos inme­
diatamente como tal en su «en-sí» no relacionado — puede
comunicarse en proposiciones puramente conceptuales, por pura «reve­
lación verbal», a diferencia de una revelación en la acción salvadora de
Dios en nosotros. El tratado recibe, entonces, ese carácter abstracto y de
lejanía de la vida perceptibles en tantas monografías sobre el tema. En tal
caso, la prueba de la Escritura recibirá, inevitablemente, el carácter de un
método que, con dialéctica bizantina, saca las consecuencias de algunos
enunciados particulares y forma con ellos un sistema a vista del cual uno
se pregunta si Dios nos ha dicho verdaderamente cosas tan remotas en
forma tan oscura y necesitada de interpretación tan complicada.
Pero si es verdad que para tener presente el contenido de la doctrina
trinitaria se puede acudir siempre a la experiencia histórica de la salva­
ción y la gracia —de Jesús y del Espíritu de Dios que actúa en
nosotros—, porque ahí se tiene ya la Trinidad misma en cuanto tal y
realmente, no debería haber ningún tratado sobre la Trinidad en el que
la doctrina de las «misiones» se añada, si acaso, al final como en un esco­
lio de dicho tratado, relativamente accesorio y ulterior. Tales tratados
tendrían de antemano que vivir de dicha doctrina, aunque didáctica­
mente fuese tratada como tema explícito de por sí sólo al final del tratado
sobre la Trinidad o incluso en otras partes de la dogmática. Se podría
decir abiertamente: cuantos menos reparos encuentre un tratado sobre la
Trinidad en ser económico-salvífico, tantas más probabilidades tiene de
decir lo verdaderamente propio sobre la Trinidad inmanente y acercar
además verdaderamente esta realidad peculiar a una intelección teórica y
existencial de la fe.
Entonces el tratado puede —si explícita o implícitamente, es una
cuestión puramente didáctica y secundaria que aquí puede quedar total-1

11 Supuesto que una visión así concebida no implique una contradicción interna, o, lo que es lo
mismo, que no sea vista.
124 DOCTRINA DE DIOS

mente abierta— ratificar a posteriori la historia de la revelación de este


misterio. En nuestro tiempo nos hemos acostumbrado en teología a
rechazar demasiado simple y apodícticamente y sin distinción la opinión
de los antiguos de que antes de Cristo, incluso, existió ya, de algún
modo, una fe en la Trinidad. Desde el punto de vista logrado podríamos
alcanzar un juicio más matizado de esta cuestión y darle vigencia en el
tratado sobre la Trinidad, posibilitando así una intelección mayor de la
concepción de la tradición antigua y de la historia de la revelación de
dicho misterio 11.
Por todo el Antiguo Testamento cruza el tema fundamental de que
Dios es el misterio absoluto que nadie puede ver sin morir y de que, sin
embargo, este mismo Dios, él mismo, ha tenido actuando históricamente
un trato con los padres. Pero este auto-ofrecimiento des-velador está
comunicado en el Antiguo Testamento, sobre todo —junto al ángel de
Jahvé, etc.— por la «Palabra» que, de una parte, hace que Dios mismo
esté presente de forma poderosa y que, sin embargo, le representa, y en
el «Espíritu» *'* que hace entender y anunciar la Palabra. Si ambos no
imperan, es que Jahvé se ha apartado de su pueblo; cuando regala al
«resto santo» su renovada misericordia, envía al profeta con su Palabra
en la plenitud del Espíritu. (La doctrina de la Tora y de la Sabiduría de
la literatura sapiencial es, junto a esto, sólo un giro algo más individua­
lista y menos histórico-dinámico de la misma concepción fundamental).
En la unidad de Palabra y Espíritu Dios está-ahí. En cierto modo y
fundamentalmente no hay que constituir magnitudes fijas entre estas
tres: su presencia por la Palabra en el Espíritu tiene que ser distinta de
él, proto-misterio permanente, y sin embargo no puede ponérsele delan­
te como realidad distinta que le encubra. Ahora bien, si ha de venir una
cercanía absoluta del Dios «venidero», una alianza en la que Dios se
comunique a su interlocutor y «consorte», verdadera y radicalmente,
según la dinámica de esta historia caben solamente dos concepciones

Sobre todo en la historia real de los conceptos que fueron creciendo lentamente y con derecho
en un proceso verdaderamente histórico hacia el interior de su significación trinitaria.
El lector culto no ignora que todos los substantivos alemanes se escriben con mayúscula. El tra­
ductor tiene que reflexionar, a veces, antes de decidirse por una grafía determinada. Aquí
preferimos escribir Palabra y Espíritu. No olvide el lector, sin embargo, a lo largo de estas pági­
nas, que su primera aparición está anunciada por sintomáticas comillas. (N. del T.)
TRATADO DOGMÁTICO DE TRINITATE 125

posibles. O la Palabra de Dios y el Espíritu desaparecen totalmente, en


tanto mediatizaciones (meramente) creadas, como los muchos profetas
con sus muchas palabras, ante la objetividad-por-sí de Dios, no supera­
ble y que excluye toda otra realidad, que se des-vela ahora en tanto
oculto fin del «consorcio» en todos los tiempos; o ambas «mediatizacio­
nes» permanecen, pero se des-velan, entonces, simultáneamente en tanto
verdaderamente divinas ellas mismas, es decir, en tanto Dios mismo en la
unidad y distinción con y del Dios que ha de revelarse, en la unidad y
distinción que son, por ello, de Dios en sí mismo.
A partir de ahí, por tanto, hay que entender plenamente una auténti­
ca prehistoria oculta de la revelación de la Trinidad en el Antiguo
Testamento, y esta prehistoria —que, en último término, nadie puede
impugnar totalmente— ya no da la impresión de que se hubieran emple­
ado de pronto conceptos que tienen, ciertamente, esa larga historia, para
una afirmación en el Nuevo Testamento —y mucho más en la doctrina
ulterior de la Iglesia— con la que, vistos desde ellos mismos, no tendrí­
an en realidad relación alguna.
Este hacer valer la unidad entre la doctrina inmanente y económica
sobre la Trinidad podría también desterrar un peligro —que a pesar de
todo lo que quizás se diga contra esta afirmación— sigue siendo el peli­
gro auténtico en la doctrina sobre la Trinidad, no tanto en la teología
abstracta de escuela como en la intelección corriente del cristiano nor­
mal: un vulgar triteismo 12 —no expresado, pero muy vigoroso
«subcutáneamente»— que, puesto a pensar la Trinidad, es un peligro
mucho mayor que un modalismo sabeliano.
No puede negarse: la frase de las tres personas en Dios provoca el
peligro casi inevitable, que las más de las veces se intenta zanjar excesi­
vamente tarde por medio de correcciones explícitas, de que en Dios hay

Siempre hay que evitar el mismo dilema: o en la conciencia religiosa comente aparece la ausencia
de la Trinidad, que lamentábamos al comienzo de este artículo, a favor de un mero monoteísmo
rígido y no mediatizado, o cuando se esfuerza por hacerse cargo de la verdad de la Trinidad surge
en la conciencia religiosa un triteismo que sólo se supera verbalmente por la confesión —natural­
mente no negada -de la unidad de Dios. Falta justamente la conciencia de un principio mediador
que permita pensar, no sólo en abstracción íbrmal estática o para «Dios en sí», la unidad interna de
unicidad y trinidad de Dios, sino también concretamente y para nosotros, es decir, en una realidad
que siempre puede realizarse vivamente en nosotros mismos o sea, en el misterio que por la
Palabra en el Espíritu y en tanto Palabra y Espíritu se nos da él mismo—.
126 DOCTRINA DK DIOS

tres conciencias distintas, tres vitalidades espirituales, tres centros de acti­


vidad, etc. Este peligro se agrava por el hecho, de que también en la marcha
usual de los tratados doctos sobre la Trinidad se desarrolla primero, al
comienzo del tratado, un concepto de «persona» proveniente de la expe­
riencia y de la filosofía e independiente de la doctrina trinitaria revelada
y de su historia, aplicando, luego, dicho concepto a Dios y probando, de
esa forma, que de tales personas hay tres en Dios. Después, en la marcha
ulterior del tratado usual, al reflexionar sobre la relación entre unidad y
tri-«personalidad» en Dios, se afirman, ciertamente, los enunciados
necesarios sobre la intelección exacta y más rigurosa de estas tres «per­
sonas» divinas y con ello —aunque de manera bastante inexplícita—
también quedan afirmadas, adicionalmente, las modificaciones y atenua­
ciones inevitables en el concepto de persona con el que se comenzó al
principio de esta odisea espiritual en el mar del misterio de Dios.
Pero sí somos sinceros, nos preguntamos, al final, un poco oprimi­
dos: ¿por qué se llama, en realidad, «persona» a lo que al final queda de
la tri-«personalidad» de Dios, siendo así que de estas tres personas hay
que mantener alejado justamente lo que al principio se pensaba al hablar
de persona? Y después —una vez olvidados los sutiles enunciados de la
teología— se observa que, presuntamente, se piensa, falsa y en el fondo
tristemente, al hablar de las tres personas, en tres personalidades distin­
tas con diversos centros de actividad. Y uno se pregunta: ¿por qué no se
empezó a trabajar de antemano con un concepto y una palabra —sea
«persona» o cualquier otra, si no— que puedan aplicarse más fácilmente
a la realidad de que se trata, que la expresen con menos malentendidos?
Con lo que precede no queremos decir, con Karl Barth, que la pala­
bra «persona» sea inadecuada para expresar la realidad a que nos
referimos y que deba ser substituida en la terminología eclesiástica por
otra menos expuesta a interpretaciones falsas. Pero hay que conceder
que la evolución ulterior de la palabra «persona» fuera de la doctrina tri­
nitaria y después de la formulación del dogma de la Trinidad en el siglo
IV —muy lejos del tono originalmente casi sabeliano basta el significado
existencial y hermesiano de un «yo» frente a cualquier otra persona en
libertad independiente, propia y distinta— lia multiplicado todavía más
el riesgo de que la palabra sea falsamente interpretada.
La palabra «persona» está, por lo pronto, ahí; ha sido sancionada por
el uso de más de mil quinientos años; no disponemos de una que sea
verdaderamente mejor, umversalmente inteligible y menos expuesta a
TRATADO DOGMÁTICO DE 'IRIATIA'l F. 127

equívocos. Así es que habremos de conservarla, aun a sabiendas de que


tiene una historia y de que, hablando en absoluto, no conviene en todos
los aspectos para expresar perfectamente la realidad a que se refiere, y de
que no sólo ofrece ventajas. Pero si se aprovechara de forma verdadera­
mente clara y sistemática el acceso económico al misterio trinitario, no
sería necesario empezar a trabajar con el concepto de «persona» ”, cosa
que en la historia de la revelación tampoco sucede.
Partiendo de la realidad misma de Dios (del Padre), mediatizada eco-
nórnico-salvíficamente por el Verbo en el Espíritu, podríamos mostrar
que esta diferenciación «de Dios para nosotros» es la «de Dios en sí» y
decir, entonces, sencillamente que esta Trinidad de Dios en sí se llama
tri-«personalidad» y que, por eso, con el concepto de «persona» en esta
cuestión sólo puede pensarse de antemano lo que —según el testimonio
de la Escritura— desde este punto de partida se siga para su contenido.
Es verdad que con ello no se habrían superado todavía todas las dificul­
tades —porque el concepto de persona tiene hoy, fuera de la teología,
otro significado—; pero tales dificultades podrían atenuarse y reducir el
peligro de un equívoco triteista.
Por último podría plantearse también de nuevo, desde este punto de
partida para la intelección de la Trinidad, la cuestión de la relación, cone­
xión y distinción de los tratados De Deo uno y De Deo trino. Ambos
tratados no pueden distinguirse tan simplemente como se supone desde
que y porque santo Tomás lo hizo. Y es que, si se toma en serio la pala­
bra De Deo uno, en este tratado no se trata sólo de la esencia de Dios y
de la unicidad de la esencia, sino de la unidad de las tres personas divi­
nas, de la unidad de Padre, Hijo y Espíritu y no sólo de la unicidad
no-mediatizada de la naturaleza divina que, pensada en tanto numérica­
mente una, no es por sí sola, ni mucho menos, el fundamento de la
trino-unidad de Dios. Pero si el tratado De Deo uno es el que precede y
no el De divinitate una, estamos, entonces, de antemano con el Padre,

El hecho de que el concepto de persona haya sido sancionado en esta cuestión por el magiste­
rio de la Iglesia no tiene que significar, necesariamente y en todo caso, que haya de ser el punto
de partida tie toda consideración teológica. Puede ser también su fin al que se llega en una rati­
ficación ulterior teológica e intelectual de la evolución de la revelación y de la doctrina de Ja
/g/c.v/V/, sin emanciparse en ningún momento de la reflexión teológica de la doctrina de la Iglesia
y del magisterio, justamente porque se ratifica ulteriormente precisamente esa evolución.
128 DOCTRINA DE DIOS

origen sin-origen del Hijo y del Espíritu. Y en tal caso es, en realidad,
imposible disponer los dos tratados uno detrás del otro tan sin relación
como aun hoy frecuentemente sucede.
CRISTOLOGÌA
I

PARA LA TEOLOGÌA DE LA ENCARNACIÓN

Vamos a intentar reflexionar un poco sobre el misterio que llama­


mos misterio de la encarnación del Verbo de Dios. Y es que aquí está
el centro de la realidad de la que los cristianos vivimos, de la realidad
que creemos. Pues el misterio de la Trinidad divina sólo aquí nos es
patente; sólo aquí nos ha sido dicho el misterio de nuestra participa­
ción en la naturaleza divina; y el misterio de la Iglesia no es más que
la prolongación del misterio de Cristo. Ahora bien, en estos misterios,
en conjunto, se encierra nuestra fe. Deberíamos, por lo tanto, refle­
xionar en la teología y en la vida cristiana sobre esa realidad central. Y
a veces hablar menos sobre tantísimas otras cosas. Pues tal misterio es
inagotable y, comparado con él, la mayoría de las otras cosas sobre las
que hablamos carecen de importancia. Es un signo sombrío de la teo­
logía y de la predicación eclesiástica el hecho de que sobre el misterio
abarcador casi sólo se repita —y un poco aburridamente— lo que
siempre se dijo. Sin embargo, la verdad de la fe sólo puede conservar­
se preocupándose, siempre de nuevo, de ella. Pues también aquí vale
aquello de que sólo posee el pasado quien conquista el propio pre­
sente. Y de este fallo de la teología sólo puede consolarnos el hecho
de que hay hombres que en la vida y en la muerte están unidos al
Señor en fe, esperanza y amor.
Preguntémonos con toda sencillez: ¿qué pensamos los cristianos
cuando afirmamos en la confesión de fe que el Verbo de Dios se ha hecho
hombre? Responder a esta cuestión, siempre en renovado esfuerzo, es el
quehacer total de la cristologia que nunca termina. Esta cuestión, com­
pletamente de principiantes, la planteamos conscientes de que, a pesar
de todo, nos propone un quehacer excesivo para una breve hora. Por eso
la planteamos reservándonos el derecho de exponer, un poco arbitraria­
mente, unas cuantas porciones de una respuesta total que, en tanto total,
no podemos dar. Al hacerlo, más que repetirla explícitamente, supone-
132 CRIS TOLOGIA

mos la respuesta del magisterio eclesiástico. ¡No es que las viejas fórmu­
las que responden a esta cuestión hayan sido derogadas por anticuadas
o, incluso, dejadas a un lado por falsas! ¡Dios nos libre!
Y es que la Iglesia y su fe son siempre las mismas en su historia pro­
pia. Si no, tendríamos acaeceres de una atomizada historia de la religión,
pero ninguna historia unitaria de la Iglesia una y de la fe siempre la
misma. Pero justamente porque esta Iglesia una y la misma tuvo una his­
toria y sigue teniéndola todavía, la fórmula antigua no es sólo el fin, sino
también el punto de partida. De tal manera que en el movimiento espiri­
tual de apartamiento de y regreso a ella radica la única garantía, o
digamos con más cautela, la esperanza de que hemos entendido la fór­
mula antigua tal y como todo entender acaece: no de forma que lo
entendido quede pasmado, sino que movido salga al misterio sin nom­
bre que sustenta todo entender.
Si esto es en general ya así, es decir, si el verdadero entender es
siempre el abrirse del cognoscente al interior del misterio que la mira­
da no alcanza, y si tal misterio no es el resto, sólo provisionalmente y
todavía no-dominado, de lo comprendido, sino la condición de la
posibilidad del comprender aprehensivo de cada individuo, y la
incomprensibilidad, que nos abarca, del todo original —llámese como
se quiera a ese todo—, no es extraño que esto tenga que acaecer sólo
cuando el destino aprehensible de la Palabra incomprensible debe ser
comprendido.
El Verbo de Dios se ha hecho hombre. Al enunciar en esta breve
hora dicha proposición, con el fin de entenderla, hemos de renunciar
a decir algo sobre su sujeto, sobre ese Verbo de Dios en sí a quien tal
proposición se refiere. Esto, aun siendo aquí inevitable, es muy peli­
groso. Pues podría suceder que se errara la intelección de la
encarnación pensando una realidad muy poco clara con ese «Verbo de
Dios» que se hace hombre.
Es verdad que, a partir de Agustín, la teología escolar se lia acos­
tumbrado a pensar que es obvio, que cada uno de esos tres
no-numéricos, a quienes nosotros llamamos las personas de la divini­
dad una, puede hacerse hombre, con tal de suponer solamente que lo
quiera. En este supuesto, Verbo de Dios, en nuestro enunciado, no
significa en orden a su intelección mucho más que un sujeto divino
cualquiera, una hipóstasis divina: «uno de la Trinidad se ha hecho
hombre». No se necesita, por tanto, en este supuesto, saber más clara-
PARA LA T E O L O G ÍA DK LA ENCARNACIÓN 133

mente algo que sólo le pertenezca al «Verbo» divino mismo, para


entender el enunciado.
Pero si se pone en duda, con una tradición más antigua anterior a
Agustín, dicho supuesto, no se puede, entonces, prescindir, tan fácil­
mente como sea posible, de entender el predicado a base de una
intelección más rigurosa del sujeto del enunciado. Y es que si en el
sentido y en la esencia precisamente del Verbo de Dios está contenido
que él y sólo únicamente él es justamente quien comienza y puede
comenzar una historia humana, en caso de que Dios se apropie de tal
manera el mundo que dicho mundo sea no sólo su obra distinta de él,
sino su realidad propia —en tanto su «naturaleza» apropiada o su
«mundo-entorno», dado necesariamente con ella—, puede ser, enton­
ces, que sólo se entienda qué es la encarnación sabiendo lo que es
justamente el Verbo de Dios, y que sólo se entienda suficientemente
qué es el Verbo de Dios sabiendo lo que es la encarnación.
Nosotros sin embargo, renunciamos —al menos por ahora— a partir
de este punto en nuestro esfuerzo por lograr una intelección. Empezamos
por el predicado de la proposición sobre la que reflexionamos.

El Verbo de Dios se ha hecho hombre. ¿Qué significa «hecho hombre»?


Por lo pronto no preguntarnos, ni mucho menos, qué significa decir que
dicho Verbo se ha «hecho» (ha «devenido») algo. Nos fijamos en lo que se
ha hecho. Hombre. ¿Lo entendemos? Podría decirse: «hombre» es, en
absoluto, la porción más inteligible de este enunciado. Hombre es lo que
nosotros somos; lo que diariamente vivimos; lo que fue pre-experimenta-
do e interpretado miles de millones de veces en la historia a la que
pertenecemos; lo que conocemos por dentro —cada uno en sí, en su
«mí»— y por fuera, a partir de nuestro mundo en torno. Podría añadirse,
incluso: en esta realidad así sabida se puede distinguir su consistencia
fundamental de contenido, por una parte, de las modificaciones causales
y, por otra, de un último ser-para-sí, y llamar, entonces, a tal consistencia
fundamental —su contenido, el «qué» en ella— «naturaleza».
En tal caso nuestro enunciado significa: el Verbo de Dios ha asumi­
do una «naturaleza» humana individual y así se ha hecho hombre. Pero
¿sabemos, por lo dicho, qué es el hombre y con ello la «naturaleza huma-
134 CR IS TOLOG ÌA

na»? Desde luego que sabernos muchas cosas sobre el hombre. Las cien­
cias más diversas proponen todos los días enunciados sobre él y todas las
artes, cada una a su manera, hablan sobre este tema inagotable. Pero ¿se
ha «definido» con ello al hombre?
Evidentemente, sólo se puede definir, dar —limitando— una fórmu­
la que enumere adecuadamente la suma de elementos constitutivos,
cuando se tiene un objeto «cósico», compuesto de últimas partes origi­
nalmente constitutivas, que sean ellas mismas realidades limitadas,
últimas y entendidas en sí, o sea delimitadas nuevamente —es decir,
ahora— por sí mismas.
Dejamos de lado la cuestión de si, en este sentido, es posible una
definición en términos rigurosos. Tratándose del hombre es, en todo
caso, imposible. El hombre es, esta podría ser la definición, la indefini-
bilidad llegada a sí misma. Muchas cosas de él son definibles, al menos
en algún sentido. Se le puede llamar también Ç coov À o y iK Ó v , animal
rationale. Pero antes de alegrarse por la sobria claridad de dicha «defi­
nición», habría que reflexionar sobre qué significa propiamente.
Y es que si se hace esto se va a parar —literalmente— a lo sin-orillas:
pues sólo puede decirse lo que el hombre es afirmando lo que hace y lo
que le incumbe. Ahora bien, esto es lo sin-orillas, lo sin nombre. De ahí
que el hombre sea, en su esencia, en su naturaleza, el misterio. No por­
que él sea la plenitud infinita e inagotable —la forma originaria de lo que
para nosotros es misterio— del misterio operante, sino porque él, en su
esencia peculiar, en su fundamento original, en su naturaleza, es la habi­
tud, pobre y que llega a sí misma, para con esa plenitud (la forma del
misterio que nosotros mismos somos).
Después de haber dicho todo lo que, en tanto al-alcance-de-la-
mirada y definible puede ser afirmado de nosotros, no hemos
afirmado todavía absolutamente nada. A no ser que en todo ello
hubiéramos dicho conjuntamente que nosotros somos los referidos al
Dios incomprensible. Ahora bien, dicha habitud, es decir, nuestra
naturaleza, sólo se entiende y se comprende si nos dejamos aprehen­
der libremente por el incomprensible, de acuerdo con el acto que,
inexpresablemente, es la condición de la posibilidad de todo decir
aprehensivo.
Nuestra existencia consiste en la aceptación o en la repulsa del mis­
terio que nosotros somos en tanto pobre estar-referidos al misterio de la
plenitud. El «a-donde» previamente dado de nuestra decisión que acep-
PARA I.A TKOI.OGÍA DK LA KNCARNACIÓN 135

ta o rehúsa, en tanto acción de la existencia, es el misterio que nosotros


somos. Y él es nuestra naturaleza. Porque la trascendencia que somos y
hacemos trae consigo la existencia nuestra y la de Dios, y ambas como
misterio. Teniendo en cuenta siempre que un misterio no es algo todavía
no desvelado que en tanto realidad segunda está junto a otra compren­
dida y penetrada. Entendido así el misterio se confundiría con lo no
sabido, todavía no descubierto.
El misterio es, más bien, aquello que justamente en tanto impenetra­
ble está ahí, está dado. El misterio es lo que no puede ser procurado. No
es una segunda realidad, sólo por ahora y todavía inexpugnada. El mis­
terio está dado en tanto indomable horizonte dominador de toda
comprensión que hace comprender la otra callándose, estando-ahí él
mismo en tanto incomprensible.
El misterio, por lo tanto, no es lo provisional que se supone o que en
sí podría existir también de otra manera, sino la peculiaridad que caracte­
riza a Dios —y a nosotros desde él— siempre y necesariamente. Y de tal
manera que la visión inmediata de Dios que nos ha sido prometida como
nuestra perfección es la inmediatez de la incomprensibilidad, es decir,jus­
tamente la desaparición de la apariencia de que todavía, y sólo por ahora,
no hemos llegado al fondo. Pues en tal visión veremos en Dios mismo, y
ya no sólo en la pobreza infinita de nuestra trascendencia, que él es
incomprensible. Ahora bien, la visión del misterio en sí mismo aceptado
en amor es la bienaventuranza de la criatura y convierte a lo conocido
como misterio en la zarza incombustible de la llama eterna amorosa.
Pero ¿a dónde hemos ido a parar? Nos hemos acercado a nuestro
tema. Y es que si la naturaleza humana es tal, entonces entendemos ya
más claramente —siempre, naturalmente, en el ámbito del misterio
fundamental que es Dios y que somos nosotros— lo que significa que
Dios asuma una naturaleza humana como suya. Esta naturaleza inde­
finible cuyo límite —la «definición»— es el ilimitado estar-referido al
misterio infinito de la plenitud, cuando es asumida por Dios en tanto
su realidad, ha llegado absolutamente al punto hacia el que en virtud
de su ser está siempre de camino. Su sentido —no una ocupación
casual, llevada a cabo accesoriamente, que también pudiera dejar— es
ser cedida, entregada, ser la que se perfecciona y llega a sí desapare­
ciendo para sí misma y constantemente en el interior de la
incomprensibilidad. Pero justamente esto acaece y se logra en una
medida no-superable, en el rigor más radical, cuando esa naturaleza
136 CR IS TOLOG IA

entregándose 1así al misterio de la plenitud está de tal manera aliena­


da que llega a ser naturaleza de Dios mismo.
La encarnación de Dios es, por ello, el caso irrepetiblemente supre­
mo de la realización esencial de la realidad humana. Y tal realización
consiste en que el hombre es en tanto se entrega. Quien entiende de ver­
dad lo que teológicamente significa la potentia oboedientialis para la
unión hipostática, la capacidad de ser asumida la naturaleza humana por
la persona del Verbo de Dios, sabe que esa potentia no puede ser una
capacidad más junto a otras posibilidades en la consistencia del ser del
hombre, sino que objetivamente es idéntica a la esencia humana. Pero
quien comprende esto no puede negar, en teología escolástica, que tiene
que ser posible y justificado describir dicha esencia de modo que apa­
rezca exactamente como tal potencia. Y justamente eso es lo que hemos
intentado indicar de la manera más sencilla posible.
Ahora bien, tal intento no significa que la posibilidad de la unión
hipostática como tal sea rigurosamente evidente a priori, es decir, inde­
pendientemente de la revelación de que existe de hecho. Y tampoco

Este «acto» de la entrega de sí mismo es naturalmente, en primer lugar, el «acto» que el Creador
opera al crear la naturaleza humana, no algo que un hombre, en tanto creado, pone casualmen­
te por propia iniciativa como su «actus secundus». Es verdad que en la relación entre la esencia
del hombre en tanto constituido por Dios y el propio hacer del hombre, surgido de tal esencia,
conocemos a éste a partir de aquel hacer, y la esencia se continúa en él, y de forma —a diferen­
cia de los entes infraespirituales— que el hacer del hombre está llamado a comparecer ante la
esencia, hacerla llegar a sí y realizarla. De tal manera que entre dicha esencia y su auto-realiza­
ción espiritual aparece una unidad —aunque no simplemente identificadora— que no se pone
suficientemente de relieve cuando se habla sólo de la «unidad» ontológico-formal entre sustan­
cia y accidente. Hay que tener en cuenta siempre —si lo dicho ha de entenderse de forma
acertada— que lo que Dios opera en tanto origen del propio obrar de la criatura espiritual —de
una «physis» humana, en sentido original aristotélico— no es precisamente una «cosa» con
meros «hábitos», que están «presentes» en inmovilidad pasiva, sino una realización substancial,
un «actus» que, por ser eso, se despliega en una actividad que es luego la suya propia y en la que
este acto fundamental creado por Dios se realiza a sí mismo. Por ello, para expresar tal estado de
cosas, no podemos decir sino que el ser espiritual «se entrega», primariamente, desde luego, en
el acto en cuanto que es el que Dios mismo crea. La perdición abisal de una criatura, que en su
acto propio se rehúsa a Dios, sólo puede verse verdaderamente en esta perspectiva. Y es que si
no se trataría de un cambio «accidental» «adherido a ella» que, en el fondo, dejaría intacta su
naturaleza, de modo que, en realidad, habría que admirarse de que ella misma y no el mal «adhe­
rido a ella» se pierda. La medida de la entrega «existencial» de sí, llevada a cabo en la naturaleza
humana espiritual de Cristo, responde al acto fundamental en tanto es en el que Dios crea, como
asumida, la naturaleza asumida por el Logos. Y esta «asunción» sustancial, considerada desde
ella, es justamente una entrega sustancial de sí.
PARA LA T E O L O G IA DE LA ENCARNACIÓN 137

significa que tal posibilidad tenga que ser realizada en cada hombre que
posea dicha esencia.
Lo primero no, porque con la trascendencia del hombre está dado
ya, de una parte, que una de-finición, una delimitación «finitizante» de
sus posibilidades sería falsa. Es, por lo tanto, justificada una prolonga­
ción hipotética, por lo menos, y una culminación de las posibilidades
iniciadas con su trascendencia. Pero es que, de otra parte, toda plenitud
sigue siendo hipotética mientras no se pruebe —lo que en nuestro caso
es, sin duda, imposible— que tal trascendencia perdería, en absoluto,
todo sentido si no encontrase, justamente así su plenitud. Pero como
dicha trascendencia es precisamente la apertura incondicionada frente al
misterio libre que impone al hombre el abandonado tener-que-dejar-dis-
poner-de-sí, a partir de ella no se puede derivar una exigencia de tal
plenitud. Pero, por ello, tampoco es posible un conocimiento riguroso
de su posibilidad, ni siquiera teniendo en cuenta lo que a nosotros pre­
cisamente quizá se nos oculte.
Y por eso resulta también, en segundo lugar, que no tiene que ser
realizada en todos los hombres. El hecho de nuestra simple creaturali-
dad y de nuestra pecaminosidad, de nuestro riesgo radical, muestra
bajo la iluminación de nuestra situación en el Verbo de Dios que tal
plenitud, de hecho, no está dada en nosotros como ya cumplida. Sin
embargo, podemos decir: Dios ha asumido una naturaleza humana
porque tal naturaleza es, en virtud de su esencia, abierta y asumible,
porque sólo ella —a diferencia de lo definido que carece de trascen­
dencia— puede existir en la plena entrega de sí misma y llega
justamente así a la perfección de su propio sentido incomprensible.
AI hombre, en último término, no le cabe elección: o termina
entendiéndose como vacío banal, tras el cual se llega para advertir con
la sonrisa cínica del condenado que detrás no hay nada, o —como él
mismo no es, ciertamente, la plenitud que pueda descansar tranquila­
mente en sí— es encontrado por la infinitud y deviene así lo que él es,
el que no llega al fondo, porque lo finito sólo puede ser trascendido al
interior de la plenitud inabarcable de Dios.
Ahora bien, si ésta es la esencia del hombre, él sólo alcanzará la ple­
nitud no-superable de la esencia, a cuya plenitud sin exigencias
—perfecto él a su manera— siempre está de camino, cuando crea reve­
rencialmente que en algún sitio una esencia tal posee de tal modo
ex-sistencia en el «dentro» de Dios que es el puro ser-entregado al mis-
138 CR IS TOLOG IA

terio de la pregunta-sobre-ese-misterio, la pregunta llegada a ser indis­


cutible, por haber sido asumida por el que la responde como su propia
respuesta. Y entonces —si podemos expresarnos así— no es tan extra­
ño que algo así sea, pues esta extraña realidad en el puro misterio de la
intelección primigenia del hombre vibra ya como el mismo todo per­
fecto. La cuestión más difícil es cómo y dónde y cuándo puede ser
nombrado con nombre terreno el que tal es.
Pero quien busca a aquél, al que se pueda presentar, como «pleni-
ficador», misterio eterno de la pura plenitud del propio ser, puede
advertir ingenuamente —si busca «fácilmente», es decir, con manse­
dumbre y con ojos de inocencia— que sólo en Jesús de Nazareth
puede uno atreverse a creer que aquí acaeció aquello y acaece eterna­
mente. Todos los demás estamos más lejos de Dios porque siempre
tenemos que pensar que nos entendemos a solas. El, sin embargo,
sabía que su misterio sólo lo conoce el Padre, y con ello conocía que
sólo él sabe al Padre.
En todo lo dicho hay que advertir todavía, para evitar equívocos,
que tal cristologia —a la que hemos aludido en nuestras precisiones—
no es una «cristologia conciencial», en oposición a una cristologia
ontològica de la unidad substancial del Logos con su naturaleza huma­
na. Por el contrario, la cristologia aludida, basándose en el
conocimiento metafisico de una auténtica ontologia de que el verdade­
ro ser es el espíritu en cuanto tal, intenta formular la parte ontològica
opuesta a los enunciados ondeos de la tradición —necesariamente sub­
ordinada a dichos enunciados— para que así se entienda mejor lo que
dicen y para que los enunciados tradicionales verdaderos no den la
impresión mitológica de que Dios, en el disfraz y librea de una natura­
leza humana que, al adherirle sólo extrínsecamente, le oculta, ha
mirado en su tierra si todo andaba en buen orden porque desde el cielo
ya no podía hacerlo.
Y todavía otra cosa: toda idea de que esta humanidad divina acae­
ce tantas veces cuantos hombres hay, de que no es el milagro
irrepetible, equivaldría, de una parte, a decir que tal historicidad y per­
sonalidad fue rebajada al grado de la naturaleza, del siempre y
en-todo-lugar, de suerte que dicha verdad sería así mitologizada. Tal
idea perdería de vista, por otra parte, que esa humanidad de Dios en la
que, como individuo, está ahí para cada hombre siempre individual
—pues para eso es hombre, y no para endiosar la naturaleza— no
PARA LA T EO L O G ÍA DK l.A ENCARNACIÓN 139

puede ser agraciada con una cercanía y un encuentro con Dios esen­
cialmente mayores y esencialmente distintos y no lo es en sí2más que
con la cercanía y encuentro con Dios asignados efectivamente a todo
hombre en gracia: con la visio beata.

II

El enunciado que queremos entender mejor es el siguiente: el Verbo


de Dios se ha hecho, ha devenido hombre. Vamos a reflexionar sobre el
«devenido». ¿Puede Dios «devenir» algo? En todo panteísmo o cual­
quier otra filosofía para la cual Dios es «históricamente» sin más, a tal
cuestión se contesta desde siempre afirmativamente. Pero el cristiano y la
filosofía verdaderamente teísta se encuentran, a este respecto, en una
situación más difícil. Confiesan que Dios es el «inmutable», el que es
absolutamente —actus purus—, el que en beatitud libre de toda amena­
za, en la carencia de toda menesterosidad propia de la realidad infinita,
posee, por eternidades, en plenitud absoluta, inmóvil y serena, desde
siempre, lo que es, sin devenir primero, sin tener que llegar a alcanzar
primero lo que él es.
Y justamente si nosotros recibimos para nosotros el peso, de la histo­
ria y del devenir como gracia y excelencia confesamos necesariamente a
tal Dios. Pues sólo por ser él la plenitud infinita puede el devenir del
espíritu y de la naturaleza ser más que el absurdo llegar-a-sí, concurren­
te en su propia vacío, de la absoluta oquedad. Es decir, por eso, es la
confesión del Dios inmutable y carente-de-devenir de la eterna plenitud
lograda no sólo un postulado de la filosofía, sino también un dogma de
fe. Pero sigue siendo verdad: el Verbo se ha hecho, ha devenido carne.
Y sólo cuando nos hayamos hecho cargo de lo que esto significa
seremos de verdad cristianos. No podrá negarse fácilmente que en este

' Adviértase el «en sí», lo d a teología católica sabe que de la unión hipostática de la humanidad
de Cristo con el Logos tiene que seguirse necesariamente una deificación interior de dicha
humanidad. La cual, aun siendo la consecuencia moral y ontologicamente necesaria de la unión
hipostática, «resulta» de ella, es distinta de ella, es la que santifica y deifica «en sí misma» la
humanidad de Cristo y aunque en una medida c intimidad no dadas fuera de ella - es justa­
mente eso que está destinado, a comunicarse a cada hombre en tanto gracia justificante.
140 C R IS T OLOG ÌA

punto la teología y la filosofia tradicionales de escuela comienzan a biz­


quear y tartamudear. El devenir y la mutación lo explican como acaecido
de parte de la realidad creada asumida, no de parte del Logos. Y así,
según ellas, todo resulta claro: el Logos, sin padecer mutación alguna,
asume lo que, en tanto realidad creada, posee un devenir, incluso al ser
asumido. De esta forma, todo devenir y toda historia y su tribulación
están aquende el abismo absoluto que separa, inconfúsamente, al Dios
necesario e inmutable del mundo condicionado y mudable.
Pero: sigue siendo verdad que el Logos ha devenido hombre; que la
historia evolutiva de dicha realidad humana llegó a ser su propia historia;
nuestro tiempo, el tiempo del Eterno; nuestra muerte, la muerte del Dios
inmortal. Es decir, que todo reparto de los predicados —aparentemente
contradictorios y una parte de los cuales parece no poder pertenecer a
Dios— obre dos realidades: el Verbo divino y la naturaleza humana cre­
ada, no puede hacer olvidar que justamente una de ellas, la realidad
creada, es la del Logos de Dios mismo. Lo cual significa, por tanto, que
una vez dada esta razón partitiva y que pretende resolver el problema por
medio de tal distribución, todo el complejo de la cuestión vuelve a plan­
tearse de nuevo. La cuestión de la intelección de que el enunciado de la
inmutabilidad de Dios no nos impide ver que lo que aquí, cabe nosotros
en Jesús, ha acaecido como devenir e historia es precisamente la historia
del Verbo de Dios mismo, su propio devenir.
Si contemplamos, sin prejuicios y con claro mirar, el hecho de la
encarnación de que da testimonio la fe en el dogma fundamental del cris­
tianismo, hemos de decir sobriamente: Dios puede devenir algo, el en sí
mismo inmutable puede ser, él mismo, mudable en lo otro 3. Con ello lle­
garemos a una ultimidad ontològica que una ontologia meramente

' Si se dice solamente: donde lo creado es la humanidad del Logos en sí mismo ha acaecido algo,
una mutación; si se ve el acaecer sólo aquende el límite que distingue a Dios de la criatura, es
verdad que se ha dicho y se ha visto, entonces, algo que existe, pero, sin embargo, con todo rigor
se ha pasado por alto y se ha callado aquello que, en definitiva, es lo que importa en el decir total:
que el acaecer del que se habla es acaecer de Dios mismo. Esto no se ha dicho todavía cuando
se predica algo sólo de la naturaleza humana «inconfusa». Lo de menos es que lo que falta por
decir, porque es una realidad —que Dios mismo se ha hecho carne por el hecho de que algo
acaeció en esa dimensión humana—, sea llamado «mutación» o que se evite tal expresión. Si
decimos mutación hemos de decir —al ser Dios inmutable en sí— que el Dios en sí mismo inmu­
table puede cambiar en lo otro —puede hacerse hombre—. Y este «cambiar en lo otro» no puede
PARA LA T E O L O G ÍA DE LA ENCARNACIÓN 141

racional quizá no sospecharía. Cerciorarse de ella y plantarla como fór­


mula primigenia en los comienzos más radicales y en los orígenes de su
decir podrá resultarle difícil. Su enunciado sería: lo absoluto, o mejor
dicho, el Absoluto posee, en la pura libertad de su infinita carencia de
relación, que siempre conserva, la posibilidad de devenir lo otro, finito;
la posibilidad de que Dios precisamente al y por alienarse a sí mismo,
por entregarse, constituya lo otro en tanto su propia realidad.
El fenómeno primigenio por el que hay que empezar no es el con­
cepto de una «asunción» que supone ya como cosa obvia lo por-asumir
y que lo destina después al que asume, sin que lo logre, en realidad,
nunca perfectamente, ya que es rechazado por su inmutabilidad, com­
prendida por sí sola de forma no-dialéctica, fosilizada y aislada, sin que
le sea lícito rozarle a él en tanto inmutable. El fenómeno primigenio,

ser considerado ni como contradicción de la inmutabilidad de Dios en sí, ni hacerlo caer sim­
plemente en el enunciado de una «mutación de lo otro». En este caso la ontologia tiene que
orientarse según el mensaje de la fe y no darle lecciones. Del mismo modo que la afirmación for­
mal de la unidad de Dios no es negada por la Trinidad, pero dicha unidad, tal y como puede ser
concebida por nosotros —y es también dogma— no es simplemente aquello a partir de lo cual
pueda ser determinado lo que la Trinidad debe y no debe ser, hemos de mantener aquí meto­
dológicamente la inmutabilidad de Dios y, sin embargo, equivaldría en el fondo a negar el
misterio de la encarnación si sólo a partir de ella se quisiera determinar lo que la encarnación
debe y no debe ser. Si se trasladara su misterio, para hacerse cargo de él, a la dimensión de lo
solamente finito, se suprimiría, en realidad, el misterio en su sentido más riguroso. Pues en lo
solamente finito como tal no puede haber misterios absolutos, porque para una realidad finita
siempre puede concebirse un entendimiento finito correspondiente a ella que sea capaz de son­
dearla. El misterio de la encarnación tiene que estar en Dios mismo: en quien, aunque inmutable
«en sí», puede devenir algo «en lo otro». El enunciado de la inmutabilidad de Dios es un enun­
ciado dialéctico, en el mismo sentido que el de la unidad. Es decir, ambos enunciados conservan
para nosotros —de hecho— su sentido verdaderamente exacto si añadimos inmediatamente a
ellos, al pensarlos, los otros dos enunciados —el de la Trinidad y el de la encarnación—, sin que
nosotros podamos ni nos sea lícito pensar uno de ellos como subordinado al otro. Del mismo
modo que en la doctrina de la Trinidad aprendemos que la unidad radical —tal y como, a par­
tir de nosotros, la pensaríamos inevitablemente si nuestro pensar-hasta-el-fin no estuviese ya
apresado en su primer punto de partida por la revelación divina— no es ningún ideal absoluto,
sino que incluso en el Altísimo, justamente por ser la perfección absoluta, hay además una
Trinidad, aprendemos por la doctrina de la encarnación que la inmutabilidad —sin que por ello
sea eliminada— no es sencillamente lo único que caracteriza a Dios, sino que //, en y a pesar de
su inmutabilidad, puede verdaderamente devenir algo. El mismo, él en el tiempo. Y esta posibi­
lidad no tiene que ser concebida como signo de su indigencia, sino como cúlmen de su
perfección que sería menor si él, además de su infinitud, no pudiera hacerse menos de lo que él
—permanentemente— es. Esto es posible, hay que decirlo, sin tener que ser por ello hegeliano.
Y sería mal asunto que un Hegel tuviera que enseñárnoslo a los cristianos.
142 CRIS TOLOGIA

dado en dimension de fe, es, con ello, más bien la alienación-de-si-


mismo, el devenir, la k év c o o iç y yévemç de Dios mismo que puede
devenir: llegando a ser, al constituir lo otro que surge, lo surgido mismo,
y sin tener que devenir en su realidad peculiar, en lo original. Al alinear­
se a sí mismo sin perder su plenitud infinita —porque quien es el Amor,
es decir, la voluntad plenificadora de lo vacío, tiene con qué realizar tal
plenitud— surge lo otro en tanto su propia realidad. El constituye la dife­
renciación de sí mismo conservándola como suya. Y recíprocamente:
porque quiere verdaderamente tener lo otro como suyo propio lo cons­
tituye en su auténtica realidad.
Dios sale de sí, él mismo, él en tanto la plenitud que se entrega. Dios
puede hacerlo. El poder-devenir-histórico es su libre posibilidad primi­
genia —¡no su primigenio «tener-que»!— a causa de la cual es definido
en la Escritura como el Amor cuya libertad dilapidadora es lo absoluta­
mente indefinible. Por eso su poder-ser-creador, la facultad de constituir
lo meramente otro en sí sin darse a sí mismo, de hacerlo surgir de su pro­
pia nada, es sólo la posibilidad derivada, limitada y secundaria que, en
definitiva, se basa en dicha posibilidad primigenia, aunque aquélla tam­
bién podría realizarse sin ésta. Y por eso —ahondando más de lo que
hemos hecho hasta ahora— en la criatura misma ha sido depositada, a
partir de su más hondo fundamento esencial, la posibilidad de
poder-ser-asumida, de ser material de una posible historia de Dios: Dios
proyecta creadoramente a la criatura siempre como la gramática de un
posible decir-de-sí mismo. Y aun cuando se callara no podría proyectar­
la de otro modo. Porque incluso este callarse-a-sí-mismo supone siempre
oídos que oigan la mudez de Dios.
Desde aquí podría conseguirse quizá —cosa que hemos de pasar por
alto— una intelección del hecho de que justamente el Logos de Dios ha deve­
nido hombre y de que sólo él puede devenirlo. El decirse inmanente de Dios
en su eterna plenitud es la condición del decirse saliendo de sí mismo y éste
es la continuación de aquél. Aunque la mera constitución de lo otro, distin­
to de Dios, es la obra de Dios en absoluto, sin distinción de personas, la
posibilidad de la creación puede tener su prius ontològico y su fundamento
en el hecho de que Dios, que carece de origen, se dice a sí mismo y para sí y
constituye de esta forma la distinción original, divina en Dios mismo. Y
cuando ese Dios se dice a sí mismo en tanto él mismo al vacío, ese decir es,
entonces, el decir-hacia-afuera de ese su Verbo inmanente y no de un decir
cualquiera que pudiera corresponderle también a otra persona divina.
I’ARA l.A T K Ol.OCÍA DK I.A KNCARNACIÓN 143

Sólo desde esta perspectiva entendemos mejor lo que significa: el


Logos de Dios «deviene» hombre. Hay hombres, desde luego, que no
son el Logos mismo. Podría haber también, naturalmente, hombres si el
Logos no se hubiera hecho hombre, del mismo modo que puede darse
lo menor sin lo mayor. Aunque lo menor se basa siempre en la posibili­
dad de lo mayor y no al revés, como la actitud plebeya, carente de
dignidad y cargada de resentimientos de muchos modos de pensar lo
querría con verdadera fruición, una actitud que todo lo deriva de la vacía
vulgaridad, desde abajo.
Ahora bien, cuando el Logos se hace hombre, esa su humanidad no
es lo previo, sino lo que deviene y se origina en la esencia y existencia
cuando y en tanto el Logos se aliena. Tal hombre es precisamente, en
tanto hombre, la automanifestación de Dios en su autoalienación.
Porque Dios se revela justamente cuando se aliena, se manifiesta a sí
mismo como Amor al ocultar la majestad de dicho Amor y al mostrarse
como la habitualidad del hombre. Si no, su humanidad sería la librea, el
disfraz de Dios, un signo que señala ciertamente la existencia de algo,
pero que no descubre nada de ese que está ahí.
A esto no se opone que haya otros hombres que no son esa automa­
nifestación, el ser-en-la-eternidad de Dios mismo. Pues el «qué» es, en
nosotros y en él, igual: lo que llamamos naturaleza humana: Ahora bien,
el abismo de la diversidad consiste en que dicho «qué» se dice en él en
tanto su decirse y en nosotros no. Y el hecho de que él diga, en tanto rea­
lidad suya, exactamente lo que nosotros somos, rescata también el
contenido de nuestra esencia y de nuestra historia, lo abre a la libertad de
Dios, dice lo que nosotros somos: la proposición en la que Dios mismo
puede salir de sí, decirse a aquel vacío nudo que se extiende necesaria­
mente en torno a él. Porque él es el Amor y por eso, necesariamente, el
milagro de la posibilidad del libre don, o mejor: por eso, en tanto Amor,
es lo incomprensible que se entiende de por sí.
Desde esta perspectiva —empujando al hombre a su más alto y más
oscuro misterio— se podría definir al hombre como lo que surge cuando
el decir-se de Dios, su Verbo, es dicho amando en el vacío de la nada
sin-dios; y es que Verbo abreviado de Dios se ha llamado al Logos hecho
hombre. La abreviatura, la cifra de Dios es el hombre, es decir, el Hijo del
hombre y los hombres que, en definitiva, son porque el Hijo del hombre
había de existir. Cuando Dios quiere ser no-dios surge el hombre. Ni mas
ni menos, y otra cosa no podríamos decir. Con ello el hombre no ha sido
144 CR IS TOLOG IA

interpretado, naturalmente, hacia lo superficial y cotidiano, sino introdu­


cido en el misterio siempre incomprensible. Pero él es tal misterio.
Y si Dios mismo es hombre y sigue siéndolo eternamente, y por
tanto toda teología es, eternamente, antropología, si al hombre le está
vedado rebajarse cuando se piensa a sí mismo, ya que, entonces, rebaja­
ría a Dios; si este Dios sigue siendo el misterio insuprimible, el hombre
es eternamente el misterio de Dios expresado en el afuera de Dios que,
por toda la eternidad, participa del misterio de su fundamento y que,
incluso cuando toda provisionalidad haya pasado, ha de ser aceptado
—como el misterio insondable— en el amor que en esta aceptación
amante lleva su propia bienaventuranza, ya que no nos es permitido
pensar que podamos penetrar la autoexpresión de Dios saliendo de sí,
que es el hombre, aburriéndonos así de ella y, por tanto, de nosotros mis­
mos. Dicho con otras palabras: ya que pensamos que no se puede llegar
al trasfondo del hombre de otra manera que penetrándole en la intimi­
dad misma de la bienaventurada tiniebla de Dios para comprender tan
sólo, entonces, que esta realidad finita es la finitud de la infinita Palabra
de Dios mismo.
La cristologia es fin y principio de la antropología. Y esta antropolo­
gía en su realización más radical —la cristologia— es, eternamente,
teología. La teología, por lo pronto, que Dios mismo ha dicho al decir su
Palabra como carne nuestra en el vacío de lo no-divino y pecador. Y, en
segundo lugar, la teología que nosotros mismos hacemos en la fe, cuan­
do no creemos que sea posible encontrar a Dios fuera del hombre Cristo,
y con ello del hombre en absoluto.
Del Creador se podría decir todavía, con la Escritura del Antiguo
Testamento, que él está en el cielo y nosotros en la tierra. Pero del Dios
a quien nuestra fe afirma en Cristo hay que decir que está exactamente
donde nosotros estamos y que únicamente ahí se le puede encontrar. Y
sí sigue siendo el Infinito, no está dicho con ello que él sea esto «tam­
bién» y en alguna otra parte, sino que lo finito mismo ha logrado una
profundidad infinita y no es ya lo opuesto a lo infinito, sino aquello para
lo cual el Infinito mismo ha devenido, para abrir a todo lo finito, dentro
de lo cual él mismo ha llegado a ser una parte, una salida a lo infinito. O
mejor dicho, para hacerse él mismo salida, puerta, desde cuya existencia
Dios mismo ha devenido realidad de lo que es nada.
En la encarnación el Logos crea asumiendo y asume por alienarse él
mismo. Por eso rige también aquí, y de la manera más radical, específica
PARA LA T EO L O G ÍA DE LA ENCARNACIÓN 145

e irrepetible, el axioma para toda relación entre Dios y la criatura: cerca­


nía y lejanía, disponibilidad y autonomía de la criatura no crecen en
proporción inversa, sino directa. Por eso Cristo es hombre del modo más
radical y su humanidad es la más autónoma y libre, no aunque, sino por­
que es la asumida, constituida en tanto automanifestación de Dios. La
humanidad de Cristo no es la «forma de manifestación» de Dios, como
si fuera la apariencia de vacío y niebla que no posee ninguna vigencia
propia ante el que se manifiesta y frente a él. Por el hecho de que Dios
mismo ex-siste, esta existencia suya alcanza de la forma más radical
vigencia propia, poder y realidad.
Desde esta perspectiva queda patente como herejía toda idea de
la encarnación en la que la humanidad de Jesús sólo fuera el disfraz
de Dios del que él se sirviera para hacer visible su presencia elo­
cuente. Y esta herejía, rechazada por la Iglesia contra el docetismo,
apolinarismo, monofisismo y monotelismo, y no la cristologia verda­
deramente ortodoxa, es la que en el fondo se tiene hoy por mitológica
y se rechaza como mitología. Hay que decir también, naturalmente,
que tal intelección mitológica de los enunciados cristológicos de fe
puede darse también implícitamente en muchos cristianos, a pesar de
toda la ortodoxia verbal, y provoca así necesariamente la protesta
contra la mitología.
Pues mitología es la idea de que Dios se transforma en un hombre o
gesticula —por ser él mismo invisible—, para hacerse sensible, con una
realidad humana que, por ser usada así no es ya, en realidad, un hombre
verdadero, dotado de autonomía y libertad, sino la marioneta mediante
la cual se manifiesta el verdadero actor escondido detrás de los bastido­
res. Y esto no es el dogma de la Iglesia, aun cuando aproximadamente
hubiera que describir así lo que muchos cristianos piensan, de acuerdo
con el catecismo que tienen en su cabeza y que, desde luego, no coinci­
de con el catecismo impreso. Y habría que preguntarse todavía si los que
piensan que tienen que desmitologizar el cristianismo no concebirán la
doctrina cristiana exactamente igual que los piadosos cristianos «mitoló­
gicos», a pesar de que ambos conocen las fórmulas ortodoxas. Es decir,
si los unos, no cristianos, no se apoyarán, en su desmitologización, en
una crípto-herejía de los otros, de los cristianos, pensando que ése sea el
dogma del cristianismo.
Ahora bien, recíprocamente —y ésta podría ser la reconciliación con
algunos saborcillos docetistas y monofisitas que se advierten cuando los
146 CR IS TOLOG ÌA

cristianos hablan de la encarnación de Dios— hay que decir también:


muchos de los que rechazan las fórmulas ortodoxas de la cristologia
—por entenderlas mal— puede ser que, sin embargo, corroboren
existencialmente, de manera auténtica y creyente, la fe en la encar­
nación del Verbo de Dios. Cuando un hombre a vista de Jesús, su cruz
y su muerte, cree verdaderamente que ahí el Dios vivo le ha dicho la últi­
ma palabra, definitiva, ya irrevocable y, por ello, abarcadora, y que ahí le
ha redimido de todo cautiverio y tiranía bajo los existenciales de su exis­
tencia, cerrada, culpable y entregada a la muerte, cree algo que sólo es
verdadero y real si Jesús es tal y como la fe del cristianismo le afirma, cree
—sépalo reflejamente o no— en la encarnación del Verbo de Dios.
Con ello no negamos el significado de la fórmula, objetivamente ver­
dadera y base eclesio-sociológica del pensamiento y de la fe común. Pero
sólo el hereje —no el católico—, que haga coincidir el círculo de los que
creen verdaderamente en el centro de su corazón la verdad redentora y
el círculo de los que confiesan las fórmulas ortodoxas de la Iglesia, puede
negar a priori que alguien pueda creer en Cristo aun rechazando la fór­
mula exacta de la cristologia.
En la realización de la existencia no se puede adoptar existencial­
mente toda posición conceptualmente pensable. Y por ello: quien deja
que Jesús le diga la última verdad de su vida y cree y confiesa que aquí,
en él y en su muerte, Dios le dice la última palabra hacia la que él vive y
muere, le acepta en ello como Hijo de Dios, tal y como la confesión de fe
de la Iglesia le afirma, sea cual sea la formulación teórica, malograda y
hasta falsa, de la realización creyente de su existencia orientada a él. Más
aún: hay quien se encontró con Cristo sin saber que aprehendía a aquél
en cuya vida y muerte se arrojaba como en su destino bienaventurado y
redimido; que se encontraba con aquél a quien los cristianos, con razón,
llaman Jesús de Nazareth.
La libertad creada es siempre el riesgo de lo no-contemplado-hasta-el-fondo
que —adviértase o no— se esconde íntimamente en lo que ha querido
ver. Lo absolutamente no-visto y lo otro sin más no son apropiados
por la libertad cuando se aferra a lo determinado y limitado. Pero lo
no-pronunciado y lo no-formulado no es por ello, necesariamente, lo
no-visto y no-querido sin más. Y Dios y la gracia de Cristo están en
todo, en tanto esencia oculta de toda realidad elegible, y así no es tan
fácil aferrarse a algo sin tener que habérselas —de una o de otra
forma— con Dios y Cristo.
l’Alt A LA T U O I,OCIA l)K LA ENCARNACIÓN 147

Por eso quien —aun lejos todavía de toda revelación explícita y ver­
balmente formulada— acepta su existencia, es decir, su humanidad —¡y
esto no es tan fácil!— en paciencia silenciosa, o mejor aún, en fe, espe­
ranza y amor, llámelos como los llame, como el misterio que se oculta en
el misterio del amor eterno y que en el seno de la muerte lleva la vida, ése
pronuncia un sí a algo que es inmenso, tan inmenso como la entrega del
hombre a ello, porque Dios lo ha llenado efectivamente con lo Inmenso,
es decir, consigo mismo, ya que el Verbo se hizo hombre: dice, aunque
no lo sepa, sí a Cristo. Pues quien se suelta y salta cae en la profundidad
que está ahí no sólo en la medida en que él la ha sondeado.
Quien acepta plenamente su ser-hombre, cosa indeciblemente difícil
y que no está claro que verdaderamente hagamos, ha aceptado al Hijo del
hombre porque en él Dios ha asumido al hombre. Si en la Escritura se
dice que quien ama al prójimo ha cumplido la ley, esta es la última verdad,
porque Dios se ha hecho este prójimo mismo y así en todo prójimo se
acepta y se ama quien simultáneamente es el más próximo y el más lejano.
El hombre es un misterio. O mejor dicho, el misterio. Pues él no lo
es sólo por ser la pobre apertura al misterio de la incomprensible pleni­
tud de Dios, sino porque Dios dijo este misterio como el suyo propio. Ya
que, suponiendo que Dios quiere decirse a sí mismo en el vacío de la
nada, suponiendo que él quiere ex-clamar su propia Palabra en el mudo
desierto de la nada, ¿cómo podría decir algo distinto sino creando la per­
cepción interna de tal palabra y diciendo verdaderamente a esa
percepción su Palabra, de tal modo que el decirse de la Palabra de Dios
y su perceptibilidad se hagan uno? Que esto sucede es un misterio. Un
misterio es lo totalmente imprevisto, lo incalculable, lo que produce un
asombro bienaventurado y mortal, y simultáneamente lo que se entiende
de por sí. (Únicamente inteligible-de-por-sí porque en la inteligencia
última el misterio hace inteligible lo comprensible, y no al revés).
En este sentido, la encarnación de Dios es el misterio absoluto y, sin
embargo, obvio, inteligible-de-por-sí. Casi se podría pensar que lo extra­
ño e históricamente contingente, lo duro en él, no es él en sí mismo, sino
el hecho de que el obvio misterio absoluto ha acaecido precisamente en
Jesús de Nazareth, ahí y ahora. Pero cuando la nostalgia de la absoluta
cercanía de Dios que, siendo incomprensible en sí, es la única que todo
lo hace soportable, se pone a contemplar dónde se personó esta cercanía,
no en los postulados del espíritu, sino en la carne y en las chozas de la
tierra, no se puede encontrar, entonces, otro lugar que no sea Jesús de
148 CR IS TOLOG ÌA

Nazareth, sobre quien la estrella de Dios se detiene, único cabe el cual se


tiene ánimo para doblar las rodillas y rezar llorando de gozo: y el Verbo
se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros.
II

CUESTIONES DOGMÁTICAS EN TORNO


A LA PIEDAD PASCUAL

El título de este pequeño artículo quiere ser tomado en serio. Plantea


cuestiones y da pocas respuestas. E incluso las respuestas mismas quisie­
ran ser entendidas, en realidad, como preguntas. Si no se han dispuesto
todas en la forma gramatical de interrogación, lo hemos hecho por evitar
la monotonía.
El dogmático tiene que plantearse hoy nuevas cuestiones sobre la
Pascua. Y es que si abre los manuales1dogmáticos actuales y examina lo
que él, como dogmático, dice de hecho en su disciplina, a propósito de
la resurrección de Cristo, habrá de contestar —prescindiendo de egre­
gias excepciones que, evidentemente, hay— con cierta tristeza que, hoy
por hoy y a propósito de este acontecimiento, el más fundamental en la
historia de la salvación, es relativamente poco lo que se dice. No es que
no haya nada que decir. No es posible que la dogmática no tenga nada
que decir a este respecto. Sólo puede ser una casualidad histórica y un
quedarse por detrás del propio quehacer el hecho de que toda dogmáti­
ca escolar actual dedique un grueso tratado al Viernes Santo y que
despache en unas cuantas líneas el día de Pascua. Ahora bien, si la dog-

Véanse, por ejemplo, los manuales recientemente publicados y, en general, verdaderamente rele­
vantes, de L. O tt y J. Solano. L. Ott, Grundriss der Dogmatik (Freiburg de Br. ' 1959), dedica
una página y media (232s.) a nuestro tema, que además se refiere casi exclusivamente al hecho
fundamental-teológico de la resurrección. La significación soteriológica se despacha en siete
líneas: la resurrección pertenece a la plenitud de la redención y es prototipo y garantía de nues­
tra propia resurrección corporal y espiritual. Las pocas líneas que tratan de la significación
soteriológica de la Ascensión (234s.) no modifican este estado de cosas. J. Solano, Summa
Sacrae Theologiae de los Patres S. J . Facultatum Theol. in Hispania Professores III (Madrid 1
1956) 312, dedica en su cristologia de trescientas veintinueve páginas un «escolio» de una pági­
na escasa a la resurrección de Cristo.
150 CRISTOLO GÌA

mática debe hablar más del acontecimiento pascual y contribuir así a la


edificación en los hombres de la fe, habrá de tener en cuenta, en primer
lugar, con más claridad y nuevamente de qué tiene que hablar en este
encogido tratado. Lo primero, que tiene que hacer, por lo tanto, es plan­
tearse a sí misma preguntas.
Unas cuantas preguntas de ese estilo son las que aquí vamos a expo­
ner. Naturalmente que no sólo no se plantean aquí por primera vez, sino
que se trata, incluso, de cuestiones que la fe y la teología de la Iglesia en
su totalidad, en todos los tiempos tomados en conjunto, ha contestado ya
siempre. Pero es quehacer del hombre, y del teólogo particularmente,
plantear siempre de nuevo las viejas cuestiones para lograr entender, de
manera verdaderamente nueva y viva, las viejas respuestas.
Las razones de por qué la teología de la resurrección haya experi­
mentado, en conjunto, un asombroso proceso de atrofia son, sin duda,
muy numerosas, y preguntarse por ellas sería ya un primer quehacer.
Porque, de ordinario, sólo se puede curar la enfermedad una vez conoci­
das sus causas. A tales causas pertenece, sin duda, la circunstancia de
que a fines del siglo XVIII la apologética y la teología fundamental, en
tanto fundamentación del cristianismo en conjunto y no sólo en tanto
defensa del cristianismo católico contra el no católico, se separaron, de la
dogmática como ciencia independiente. Con ello venía dado que la teo­
logía fundamental, con derecho, reclamara como tema suyo la
resurrección de Cristo, la prueba más importante de la misión divina del
legatus divinus para la fundación del cristianismo.
Con ello se explica, pero no se justifica, que el dogmático haya podi­
do tener la impresión de que lo más importante sobre la resurrección
había sido dicho ya por su colega en la teología fundamental y que él,
dada la crónica escasez de tiempo en las lecciones y la escasez de sitio en
los manuales, se podría dispensar de hablar una vez más y detenidamen­
te sobre el mismo tema. Olvidaba que el teólogo fundamental no puede
ver, en modo alguno, el contenido propio de la resurrección, ya que él
sólo ve la resurrección bajo el punto de vista formal y, por tanto nivela­
dor, de un milagro como confirmación de una misión divina.
Ciertamente que si el dogmático pensara que sobre la resurrección,
también dogmáticamente, no hay que decir mucho más que su factividad
y que quizá, en tanto transfiguración del Cuerpo de Cristo, es aquello
que éste —aunque comprensor ya desde el principio por la visión inme­
diata de Dios— puede reclamar como mérito para sí mismo, no
LA l ' I K D A D PASCUAL 151

necesitaría entonces añadir mucho más a lo dicho ya por el teólogo fun­


damental. A esto se añade que el dogmático puede ceder a la opinión de
que en la escatologia general, al hablar de la resurrección y transfigura­
ción corporal de todos los hombres, se expone ya lo que, en cuanto al
contenido, hay que decir sobre el Señor resucitado y transfigurado. Pero
basta hojear, por ejemplo, una obra de teología bíblica sobre la resurrec­
ción como la de DurrweT para ver que la Escritura no nos permite decir
tan poco sobre la resurrección como se dice, a causa de esa extraña dis­
tribución del trabajo, entre los teólogos fundamentales y los dogmáticos.
Pero las razones verdaderas del proceso dogmático de atrofia son
todavía más hondas y más antiguas. La moderna teología escolar, a dife­
rencia de Tomás y de Suárez —como ejemplo en la época posterior al
Concilio de Trento— se ha acostumbrado, sin preocuparse mucho de
ello, a retirar tácitamente del tratado de la cristologia los misterios singu­
lares de la vida de Cristo —prescindiendo de la encarnación y de la
muerte en Cruz—, abandonándolos exclusivamente a la exégesis y a la
consideración piadosa. No hay que extrañarse de que en tal caso el mis­
terio de la resurrección no corriera mejor suerte. Pero si nos
preguntamos por qué estos misterios de la vida de Cristo como la cir­
cuncisión, el bautismo, la tentación, la transfiguración, etc., no han
interesado más a los dogmáticos, nos acercamos ya a las razones profun­
das del desvanecimiento, del tratado sobre la resurrección.
La última raíz de este fenómeno general es quizá que la teología occi­
dental ha venido interpretando la redención y la significación salvifica de
Cristo —por encima de su función en tanto maestro y fundador de la reli­
gión y de la Iglesia— según una teoría de la satisfacción concebida de
manera puramente jurídica. Si Dios nos da la salvación sencilla y exclu­
sivamente porque él exigió una satisfactio condigna de la culpa de la
humanidad y se la preparó en la muerte en cruz de Cristo, todos los
demás sucesos de la vida de éste sólo pueden ser vistos, naturalmente,
como meros supuestos de este obrar salvifico de Dios que, formalmente,
sólo se encuentra en la Cruz. El único acontecimiento decisivo es el
Viernes Santo, puramente como tal. Y aunque es verdad que, basándose

- F. X. Durrwell, La Résurrection de Jésus, Mystère du Salut (Le Puy-Paris" 1955); cf. también J.
Schmitt, 'Jésus ressuscité dans la prédication apostolique (Paris 1949); más bibliografía, también
protestante, sobre el aspecto dogmático de la resurrección: LTliK' I 1055-1041.
152 CR IS TOLOG IA

en una tradición litúrgica más antigua, se puede celebrar la Pascua como


la fiesta principal de la cristiandad, la verdadera «fiesta» cristiana es el
Viernes Santo y el objeto de la piedad, del amor y de la meditación es el
Crucificado y el Varón de dolores.
Esta teoría jurídica de la satisfacción parte tácitamente del supuesto
de que Dios puede fijar como obra de la redención cualquier obra satis­
factoria del Hombre-Dios, sea cual sea, únicamente con tal de que quede
dignificada por la dignidad de la persona agente. Y que Dios escogió jus­
tamente, en un estatuto decretal, la muerte en cruz de Cristo con este fin.
Bajo este supuesto tácito se sigue después, de por sí, todo lo dicho. En
tal caso la Pascua es interesante sólo para el destino privado de Jesús.
Una significación propiamente salvifica no puede corresponderle. A lo
sumo puede apreciarse como confirmación de que nuestra interpreta­
ción del Viernes Santo es exacta.
Los cristianos protestantes hacen del Viernes Santo la suprema
fiesta litúrgica. R. Bultmann parece concentrar, desmitologizante, su
teología y la fe exclusivamente en la Cruz, apartándose de la Pascua.
Todo esto no son nada más que consecuencias, aunque quizá radica­
lizadas, de aquella teología jurídico-decretística de la redención que
podría perseguirse, sospechamos, desde Anselmo regresivamente y
pasando por Agustín hasta los comienzos de una teología específica­
mente occidental en Tertuliano y Cipriano. Es ésta una teología para
la que —aunque, naturalmente, sin endurecerlo, refleja y fundamen­
talmente como incuestionable, cosa que sería ya casi herejía— la
encarnación no es, en realidad, más que la constitución del sujeto que,
si quiere y si su acción es tenida en cuenta por Dios como acto de la
humanidad, puede ofrecer a Dios una reparación equivalente a la
ofensa contra Dios del pecado de la humanidad. Consecuentemente
es, entonces, también cosa natural que la teología occidental declare la
encarnación del Logos como estatuida por Dios con la única inten­
ción de expiar el pecado.
Por la misma razón se entiende que la teología occidental se des­
concierte un poco cuando le llega el momento de decir qué función
tiene, en realidad, todavía ahora el Señor resucitado y elevado. Su
bienaventuranza en el cielo, con su humanidad, parece que no signifi­
ca sino su felicidad personal, para él solo. La teoría tomista de una
función permanente y «físicamente» mediadora de la humanidad de
Cristo después de su resurrección y elevación fue siempre tan discu-
LA PIEDAD PASCUAL 153

tida y estuvo siempre tan poco clara 1que de ella no ha podido partir
ningún influjo verdaderamente conformador de la existencia cristiana
y su piedad. La bienaventuranza de los individuos singulares se vin­
culó tanto, en la especulación teológica, al concepto de la
contemplación inmediata de Dios (nulla mediante creatura in ratione
obiecti visi se habente: Dz 530), en la que parecía no haber ningún sitio
para la humanidad de Cristo, que a partir de ahí se dificultaba la tarea
de asignar al Señor transfigurado una función salvifica permanente. Y
así la intercesión permanente del Resucitado (cf. Jn 14,2s; 14,16;
16,7; Rom 8,34; Heb 7,25; 9,24; 1 Jn 2,1) junto con la bienaventu­
ranza del trato con él en su humanidad parecía, incluso, algo así como
un antropormofismo. No es extraño que la piedad occidental, al no
poder prescindir, naturalmente, de Cristo y viendo que la vida terrena
de Jesús no bastaba, se concentrara en la presencia sacramental de
Jesús. Aquí ya le tenía cerca.
J. A. Jungmann atribuye el decaimiento de la función mediadora y
redentora de Cristo, que naturalmente habría de oscurecer, sobre todo,
la significación de la Pascua, a la lucha del Occidente contra el asianis­
mo. Así, dice Jungmann, Cristo ha llegado a ser simplemente «Gott bei
uns» («Dios junto a nosotros») y una función mediadora de Cristo ante
el Padre ha tenido que pasar, por ello, necesariamente a segundo plano.
Con esta teoría estaría de acuerdo lo que arriba dijimos en cuanto que el
punto decisivo de la doctrina redentora occidental es simplemente la dig­
nidad de la persona divina y en ella la peculiar relación intratrinitaria del
Hijo con el Padre no desempeña ningún papel inalienable y necesario4. Lo

‘ Cf. T h. Tschipke, Die Menschheit Christi als Heilsorgan der Gottheit unter besonderer
Berücksichtigung der Lehre des hl. Thomas von Aquin (Freiburg de Br. 1940); D. van Meegeren,
De cansalitate instrumentali humanitatis Christi iuxta D. Thomae doctrinam (Venio 1939); L.
Seiller, L ’activité humaine du Christ selon Duns Scot (Paris 1944); J. Backes, «Die Lehre des hl.
Thomas von der Macht der Seele Christi»: T T Z 00 (1951) 153-166. Una eficacia meramente
moral de Cristo en su humanidad después de su resurrección sólo puede consistir, de hecho
—por no ser un nuevo acto de su libertad--, en la vigencia moral permanente de su acto reden­
tor en su vida terrena. No resuelve, por tanto, la cuestión planteada aquí. Por lo demás, consúltese,
a propósito de la cuestión aludida: K. Rahner, «Eterna significación de la humanidad de Jesús para
nuestra relación con Dios»: Escritos de Teologia III (Ediciones Cristiandad,Madrid 2002) 47-58;
J. Alfaro, «Cristo glorioso, revelador del Padre»: Gr 39 (1958) 222-270.
1 Como la teología occidental sostiene abiertamente que el sacrificio redentor ha sido ofrecido
también al Logos mismo, tiene que referirse a un doble «sujeto» moral en Cristo. Un concepto
154 CRIS TOLOGIA

cual está, a su vez, totalmente de acuerdo con la actitud fundamental de la


teologia Occidental que, a diferencia de la tradición teologica precedente,
tiene, desde Agustín, por cosa totalmente obvia que cada una de las per­
sonas divinas pueda aparecer en el mundo hipostáticamente. Es decir,
que la situación intratrinitaria de mediador que el Logos posee no se con­
tinúa propiamente al ser enviado el Hijo al mundo r'.
Desde ahí podríamos preguntarnos, además, si estos momentos de la
reducción de la posición mediadora de Cristo, desde Agustín, no estarán
relacionados también con el antiarrianismo agustiniano. Pero, por
mucha importancia que el arrianismo, ciertamente, haya tenido en todas
estas cuestiones, y por mucho que haya influido consecuentemente en la
atrofia de la teología y de la piedad pascuales, no es, ni mucho menos, la
explicación adecuada del fenómeno histórico que nos ocupa.
Un discípulo de J. A. Jungmann, H J. Schulz, se ha planteado la cues­
tión, en un trabajo notable", de por qué, según el testimonio de la liturgia,
en Oriente una intensiva piedad pascual de pathos cósmico se da la mano,
sin dificultad, con una patentización igualmente subrayada de la divini­
dad de Cristo en la misma liturgia, que, de esta forma, deja muy en
segundo plano la función propiamente mediadora del hombre Cristo para
con Dios. Schulz creyó que la respuesta a la cuestión planteada era el
fenómeno del neocalcedonismo. Con otras palabras, que la cristologia
cirilo-alejandrina, a pesar de mantener la plena ortodoxia calcedónica
—con su acentuación del carácter inconfuso de ambas naturalezas de
Cristo—, subraya más inequívocamente que un puro calcedonismo la
divinización de lo creado por la divinidad que lo asume. Y que, también
a partir de ahí, puede lograr una intelección más alta de que este proceso
cósmico de divinización de lo creado, inaugurado por la encarnación y
que tiende un puente sobre el abismo entre Dios y la criatura, se mani­
fiesta definitivamente en sí mismo por medio de la resurrección de Cristo.
La teoría de Schulz seduce. Responde a una cuestión que incluso
sólo puede formularse inequívocamente conociendo ya como respuesta

que permitiría además a cualquiera de las otras personas de la Trinidad - o a un Dios monote­
ísta que se hiciera hombre llevar a cabo tal satisfacción.
Cf., por ejemplo, M. Schmaus, Die psychologische ‘Irinitätslehre des hl. Augustinus
(München 1927).
11.J. Schulz, «Die “ Höllenfahrt” als “Anastasis”»: ZKTh 81 (1959) !-(>().
LA l’ IK D A I) l’ASCUAL 155

posible el neocalceclonismo. Sin embargo, habrá que preguntarse caute­


losamente si tal respuesta es verdaderamente acertada y, sobre todo, si es
adecuada. Frente a ella podría plantearse la escéptica pregunta respecti­
va: c;puede ser considerada una matización tan sutil en la cristologia, que
sólo hoy nos resulta plena e inequívocamente consciente, como funda­
mento de diferencias tan significativas y tangibles como son las que
existen entre la piedad pascual occidental y la oriental? Podríamos seguir
preguntándonos: ¿no ha habido también, de hecho, en el Occidente, y
justamente a causa de un acentuado antiarrianismo, siempre en la cristo­
logia algo así como un neocalcedonismo? ¿Y por qué no ha tenido la
misma repercusión que, según Schulz, tuvo en Oriente? ¿No habrá que
considerar el neocalcedonismo más como efecto —que como causa— de
una actitud fundamental religiosa y teológica que en Oriente es un hecho
y que en Occidente falta, que en Oriente se manifiesta en el vigor de la
piedad pascual, mientras que en Occidente tiene que faltar, aun cuando
un cierto neocalcedonismo de tipo teórico-conceptual pueda ser hallado
también en la cristologia occidental? No podrá negarse —suponemos—
que la teología de la redención en Oriente y Occidente era ya distinta
antes de estas diferencias en la cristologia. Con otras palabras, que aun
antes de los siglos V y VI la concepción occidental era ya jurídica y
moralista, mientras que en Oriente, aun entendiendo plenamente la sig­
nificación de la Cruz, se concebía la redención como un proceso
ontológico-real que empieza en la encarnación y concluye en la deifica­
ción del mundo —y no tanto en la remisión de la culpa—, apareciendo
victorioso por vez primera en la resurrección de Cristo —y no tanto en la
expiación de la culpa en la Cruz—.
Se ve bien a las claras que hay problemas de sobra, aun a propósito
solamente de la historia de la dogmática de la Pascua y de su influjo en
la piedad pascual. Aquí sólo hemos rozado algunos, los que se referían a
las razones de la atrofia occidental de tal dogmática y piedad pascuales.
Hasta ahora no hemos considerado absolutamente ninguno de los que se
refieren a la historia de los enunciados singulares existentes, o que debe­
rían existir, en tal teología de la Pascua.
A estas cuestiones de orientación histórica añadamos algunas objeti­
vas sobre el contenido del dogma pascual. Sospechamos que el punto de
partida acertado para una verdadera teología de la Pascua es la intelec­
ción exacta del Viernes y del Sábado Santo, es decir, la verdadera
teología de la muerte. En este sentido, la teología del Occidente no ten-
156 CR IS TOLOG IA

dría por qué renegar de su pasado para conquistar un porvenir más gran­
de de la teología de la Pascua. Lo único que tendría que hacer es
preguntarse, más honda y más intensamente, por lo que desde siempre
ha sido su ocupación temática: la muerte de Cristo.
Permítasenos indicar unas cuantas cuestiones que se mueven en esta
dirección. Por lo pronto habría que plantearse la cuestión de la esencia
de la muerte y no sólo la de los dolores que la preceden. Es natural que
preguntándose en la teología de la muerte de Cristo y su significación
soteriológica, casi involuntariamente por la pasión causadora de la muer­
te y concibiendo ésta sólo como la conclusión —casi dichosa— de la
pasión, que es lo único que se considera, se tiene un objeto de la teolo­
gía —a la que se llama teología de la muerte de Cristo— que
verdaderamente ya no puede ser distinguido esencialmente de cualquier
otra obra concebible de Cristo, realizada en su vida o posible y que,
entonces, a propósito de su significación salvifica, sólo podrá ser consi­
derada bajo categorías morales.
Pero, en tal caso, la mirada ha pasado de largo, aunque a distancia de
un cabello, ante la muerte misma. Tal circunstancia se justificará, proba­
blemente, con la explicación de que en una teología del significado
soteriológico de la muerte de Cristo hay que tener un objeto de signifi­
cación moral, pero que la muerte como tal no lo es, por ser sólo la
separación, pasivamente padecida, de cuerpo y alma. Tal objeto es la
«pasión amarga» que precede a la muerte, ya que sólo aquélla es la oca­
sión para el ejercicio de la obediencia y el amor de Cristo. Ahora bien,
antes de darse por satisfechos con lo dicho y de suprimir, de hecho, bien
que no de palabra, una teología de la muerte de Cristo como tal, debería
plantearse otra cuestión: ¿poseemos, en realidad, el concepto exacto de
la muerte que proporcione la base para una teología de la muerte de
Cristo y que pueda jalonar los horizontes?
Y es que quizá no podamos describir la muerte7adecuadamente sólo
como «separación de cuerpo y alma». La muerte como tal y rigurosa­
mente, pero en un concepto proporcionado por la realidad misma,
aunque siendo, la cumbre de la máxima impotencia del hombre y de su

Cf. a propósito de lo que sigue K. Rahner, Zur Theologie des Todes (Quaestiones disputatae 2)
(Freiburg de Br. 1958).
LA PIEDAD PASCUAL 157

caída no-disponible en el misterio sin-nombre de su existencia, es tam­


bién el acto supremo del hombre en el que toda su vida procedente,
recogida en la decisión última de la libertad, es dispuesta y en el que la
eternidad del hombre alcanza su maduración. Si esto es así, la muerte
humana de Cristo no es sólo un acto suyo moral cualquiera en lo que
precede a la muerte verdadera, sino que como tal muerte misma es el acto
total de la vida de Cristo, el acto definitivo de su libertad, la integración
plena de todo su tiempo en su eternidad humana.
Ahora bien, si esto —que aquí sólo hemos podido indicar en forma
de pregunta — es así, la resurrección de Cristo no es un acontecimiento
distinto después de su pasión y de su muerte, sino —a pesar de la exten­
sión temporal que es un momento intrínseco, incluso en el acto más
unitario e indisoluble de un hombre espacio-temporal8— la manifesta­
ción de lo acaecido en su muerte: la entrega, llevada a cabo y padecida,
de la realidad entera del hombre corporal y uno al misterio del Dios
misericordiosamente amante por medio de la libertad reunida de Cristo
que dispone de la vida entera y de toda la existencia.
En tal caso, Viernes Santo y Pascua pueden aparecer como dos
aspectos esencial y recíprocamente relacionados de un acontecimien­
to, rigurosamente unitario, la existencia de Cristo. Ya no podría surgir
la impresión de que el Viernes Santo pudiera tener, en realidad, tam­
bién su significación soteriológica —en tanto satisfacción ante la
majestad ofendida de Dios— aun cuando no le hubiera seguido la
Pascua. Pero si esta apariencia engañosa desaparece se verá claramen­
te la significación soteriológica de la Pascua, muy por encima, y
esencialmente, de su efecto apologético y del destino privado y bien­
aventurado de Jesús.

s A un filósofo escolástico que haya reflexionado sobre la esencia del continuo —espacial y tem­
p o ra l- habría de podérsele hacer comprender, en realidad, fácilmente que algo no es
independiente y totalmente otro —en tanto cosa o proceso— por venir después de otro algo tem­
poralmente precedente. Tales momentos pueden ser momentos temporales en un proceso
rigurosamente unitario que, aunque extendido en el tiempo, no puede ser anulado en su esen­
cia. Los momentos de un ser —o por lo menos de un proceso-—no necesitan, para constituir una
unidad, ser coexistentes simultáneamente a todo punto temporal elegido con arbitrariedad.
Recordemos a este propósito que la moderna física parece conocer, incluso para el tiempo físi­
co, últimos átomos temporales que no son divisibles realmente, a pesar de que «duran» y
consisten así, aparentemente, en partes de tiempo todavía más pequeñas.
158 CR ISTOLOGIA

La Pascua y la redención del mundo han acaecido por el hecho de


que una porción de éste en su realidad más real, pero poseída por el
poder puro e ilimitado de la libertad sin concupiscencia de Cristo, es
entregada absolutamente, en obediencia total y en amor, a la disposición
de Dios, en esa disposición total que en un hombre infralapsario sólo
puede acaecer por el acto de la muerte. Pues la resurrección de Cristo es,
en su propia esencia —y no sólo por una aceptación jurídica cualquiera
de Dios—, el acontecimiento en el que Dios no sólo asume irrevocable­
mente a la criatura, como su propia realidad, en su acto propio
divino-original —esto «ya» había acaecido cuando el Logos se hizo
carne—, sino el acontecimiento en que la transfigura divinizándola de tal
manera que esta transfiguración acaece y se logra como total recepción
por la misma criatura libre de este divino ser-asumido.
Para entender el enunciado que antecede hay que comprender dos
cosas: primero, que esta aceptación total, por parte de la criatura libre, del
divino ser-asumido es, necesariamente, en un orden infralapsario, la muerte
que es nacimiento de la vida liberada; y segundo, que la unidad física, espi­
ritual y moral, del mundo es tal que la decisión del hombre Cristo en tanto
elemento real del mundo físico, miembro de la humanidad biológica —naci­
do de mujer, como hijo de Adán—, miembro de la comunidad de salvación
y perdición de la historia una de la humanidad, es, ontològicamente y no
sólo, por una disposición jurídica de Dios, el comienzo, irrevocable y que
encierra, ya en sí el fin, de la transfiguración y divinización de la realidad
total. (Con lo cual no se niega, sino que se dice positivamente, que esta uni­
dad del mundo en todas sus dimensiones y la pertenencia ontológico-real de
Cristo a este mundo uno, como miembro suyo que es, son constituidas libre­
mente por Dios, no como algo jurídico-conceptual añadido al mundo, sino
como algo que constituye sus estructuras reales e íntimamente propias).
Lo que queremos decir puede esclarecerse también a partir de la
esencia del sacrificio. De la esencia del sacrificio es que sea aceptado por
Dios. Tal aceptación, por tanto, no es una consecuencia suya, más o
menos segura y radicada fuera de su esencia. De ahí que el sacrificio
requiera la autorización de parte de Dios, la ejecución del sacerdote.
Dios mismo crea la posibilidad de que el hombre ofrezca de modo que
sea aceptado. Sólo existe sacrificio verdadero cuando el don del hombre
ha salido verdaderamente de la esfera de lo profano entrando en la de lo
santo, en la «posesión» de Dios, pasando a su exclusiva disposición.
Sacrificio y sacrificio aceptado son la misma cosa.
l . A I’ l E D A I ) I’A S C ’. l J A l . 159

Y cuando el sacrificio se lleva a cabo no sólo en simbolismo cultual,


sino en el «espíritu y en la verdad», cuando se logra verdaderamente la
intención expresada en los signos cultuales de una entrega total de la rea­
lidad humana a la disposición absoluta del Dios santo, esta aceptación del
sacrificio que pertenece a su esencia tiene que ser no sólo una ficción jurí­
dica, sino una realidad: el don ofrecido, que es el hombre mismo, tiene
que haber entrado absolutamente en la pura disposición del Dios que
acepta en la gracia, con todas sus dimensiones, en su plena concreción.
Ahora bien, ser «aceptado» totalmente, con todo lo que se es, por el
Dios de la gracia, que se revela y se comunica a sí mismo, ser aceptado
definitivamente no es otra cosa que ser transfigurado con toda la realidad
corporal propia, es decir, resucitar a través de la muerte y elevarse defi­
nitivamente. Por lo tanto, el sacrificio del Viernes Santo se consuma
verdaderamente como lo que es cuando es el sacrificio aceptado en el
acontecimiento pascual. En estos tres días (Viernes Santo-Sábado
Santo-Pascua) se celebra en santa anamnesis el acontecimiento salvifico
total, uno y el mismo, que sigue siendo rigurosamente uno cuando dura
para ser él mismo9.
A partir de aquí habría que plantear regresivamente, de nuevo y con
mayor profundidad, la cuestión de la esencia de la encarnación para que
en esa perspectiva pudiera aparecer con mayor claridad el destino de
Jesús y su significación soteriológica y, con ello, la de la resurrección.
Habría que examinar teológicamente hacia adelante el hecho y la esencia
de la función mediadora, permanente y perfecta —y no: acabada—, del
Señor elevado para todos los hombres y para toda la eternidad.
La primera cuestión podría formularse así: ¿cómo puede ser pensada
la encarnación del Logos, la asunción de la realidad humana y la esencia
de tal realidad de forma que el acontecimiento de la encarnación, desde
su primer origen, ya no sea concebible meramente como la asunción de
una realidad cósica de tipo estático, sino como la asunción por el Logos
de un tiempo, de una historia, de una muerte vivificadora; es decir, que
por la esencia misma intrínseca de la encarnación, en cuanto aconteci­
miento ya de por sí formalmente soteriológico, es intentado y asumido
aquel único e indivisible acontecimiento de muerte y resurrección?

Ci’., por ejemplo, M. de la Taille, Mysterium fidei (Paris ! 1931); «Elucidado» XII-XV, 131-1 SO.
160 C R IS T OLOG ÌA

Cuando la historia del hombre, el acto de su libertad y la culmi­


nación absoluta de ese acto libre no son considerados como sucesos
basados en un fundamento, en sí intocado, de una naturaleza humana
concebida cósico-estáticamente, sino vistos como, autorrealización de
una esencia que, en tanto lo que ella es, alcanza solamente en ellos su
realidad propia; si la libertad, por tanto, no es vista tanto como una
«potencia» que se «tiene», sino como la libertad de disposición que se
es para llevar la propia esencia previamente dada, en tanto ella
misma, a su perfección, el acontecimiento de la encarnación está
entonces unido más estrecha y esencialmente a la perfección de la vida
humana asumida que cuando la encarnación es vista como constitu­
ción de un sujeto humano en cuya vida acaece después, sólo
ulteriormente, esto o lo otro.
Si miramos hacia adelante, partiendo de la interpretación exacta de
la muerte de Cristo, y no entendemos lo que viene «tras» la muerte como
un acontecimiento que en un tiempo que prosigue se añade al de la
muerte, sino como la definitividad ya lograda en su plena sazón de esta
vida temporal11 que alcanza realmente su plenitud por la muerte misma,
el Señor que permanece tiene que desempeñar una verdadera función
salvifica permanente. De lo contrario no puede adscribirse a la muerte
como tal una función de esa especie.
La muerte es el fin del tiempo en tanto su vigencia plena y, por tanto,
es eternidad. Por ello lo que sigue «tras» la muerte —y la resurrección en
tanto elemento esencial de esa muerte— es exactamente lo que en la muer­
te acaece como realidad definitiva. Y recíprocamente: lo que aquí acaece
es lo definitivo y así verdaderamente y para siempre real y actuante.

Esta palabra tiene que ser entendida, naturalmente, con las reservas que hay que hacer en tales
enunciados cuando se trata de la esencia finita a diferencia del Dios absoluto. Pero, por subra­
yar esta diferencia, tampoco puede perderse de vista que un «acto» de un ente infrapersonal
tiene una relación esencialmente más externa con la esencia de tal ente que el acto del ser que es
cabe sí y se realiza a sí mismo en libertad. La esencia está aquí confiada a sí misma. Y aunque la
libertad no puede «destruir», suprimir la esencia, ésta es afectada en su mismidad por el acto
libre; de tal forma que la esencia no sólo «sustenta» el acto, sino que, en cierto sentido, deviene
el mismo. El hombre, por ejemplo, no sólo tiene actos malos, él mismo llega a ser malo por ellos.
Y por eso puede decirse, recíprocamente: cuando una esencia espiritualmente libre es querida
y asumida, en ello es querida y asumida la autorrealización en su mismidad y no sólo «posibili­
tada» y —eventualmente— prevista.
11 Cf. K. Rahner, «La vida de los muertos» en este tomo pp. 401-408
I,A PIKDA1) PASCUAL 161

La vida del Señor elevado no es la remuneración privada por algo


que él hizo en su vida terrena y que sólo tendría «consecuencias» que
siguen permaneciendo de por sí después de desaparecida la causa, sino
la realidad, asumida y aceptada por Dios y liberada y eficaz en su efecti­
vidad, de la significación soteriológica de su vida temporal.
Es verdad que habría que ver con más rigor cómo hay que concebir, más
exactamente, esa realidad eficaz de tipo soteriológico. Habría que ver cómo
puede hacerse inteligible, por ejemplo, que la humanidad de Jesús tiene
todavía una significación allí donde, y ahora que, la realidad infinita del Dios
eterno se ofrece inmediatamente a la contemplación y al gozo de los bien­
aventurados. Habría que mostrar, con otras palabras, que en la encarnación
y en su cumplimiento, en la resurrección, la realidad humana transfigurada
del Logos puede ser, verdadera y permanentemente, la mediación para la
inmediatez de Dios. Habría que mostrar que la esencia del agraciamiento
sobrenatural de la criatura fundado en la unión hipostática, y esencialmente
ahí1' y en ninguna otra realidad, dice una inmediatez cuyo supuesto ontolò­
gico es manifestado por el concepto de una inmediatez mediada. Y es que
toda inmediatez es esencialmente inmediatez para algo o para alguien.

Tenemos, sin duda, derecho a presumir que la conexión entre la encarnación y el agraciamien­
to sobrenatural por y con Dios, en tanto gracia increada, no se da sólo de hecho, sino que es
esencial. Por parte de la unión hipostática este enunciado apenas podrá encontrar oposición
entre los teólogos; todos tendrán que conceder que la naturaleza humana de Cristo —si no se
quiere caer en un tácito nestorianismo y negar rotundamente la ultima intención de una cristo­
logia ciriliana— tiene que ser divinizada, también íntimamente, por lo que llamamos gracia
santificante. Pero si simultáneamente se advierte que esta naturaleza humana en tanto miembro
de la humanidad es esencialmente —cosa que podría mostrarse en una deducción trascendental
del carácter dialógico-«consorcial» del hombre y de su pertenencia necesaria a una comunidad
de genero miembro de tal humanidad y con ello, en su última determinación -¡en tanto natu­
raleza!—, no puede salirse del ámbito de sentido de esa humanidad una y total, se comprende,
entonces, que la divinización según la gracia de la naturaleza humana del Logos signifique tam­
bién, necesariamente, la vocación de todos los hombres a una comunidad sobrenatural con
Dios. Pero desde esta perspectiva ya no es excesivamente audaz presumir una necesidad de sen­
tido inverso: si la gracia debe darse como participación sobrenatural de los hombres en la vida
íntima de Dios, por una verdadera autocomunicación de Dios a los hombres, tiene que existir
también la encarnación. (Teniendo en cuenta que ambas realidades, en tanto lo uno y conexo,
siguen siendo, naturalmente, libres, y la necesidad es la consecuencia de una realidad en sí libre
y no necesaria). Pero para que esto se viera con más claridad habría que mostrar que la unión
hipostática es la mediación necesaria para la inmediatez dada en la visión inmediata de Dios
suprema actualidad de la gracia—. Ahora bien, mostrar esto supera las posibilidades de un
artículo tan corto.
162 CRI STOLOGI A

La exigencia de un determinado modo de ser, hábito, etc., en el ser al


que algo debe serle inmediato no es ninguna contradicción de tal inme­
diatez, sino un supuesto necesario. Y por eso, por ejemplo, acepta toda la
tradición teológica —hasta el Concilio de Vienne— el lumen gloriae como
supuesto de la visión inmediata de Dios y no tiene tal concepto como con­
tradictorio a la inmediatez de tal visión, aunque dicho lumen es
considerado como realidad creada. Es un medio, por tanto, para la
inmediatez de Dios, es pura apertura, es aquella creaturalidad rigurosa­
mente sobrenatural, que en contraposición a lo natural —y esto como
consecuencia de una causalidad propiamente formal de Dios, a diferencia
de una causalidad sólo eficiente— no sólo hace por sí misma referencia a
Dios como el fundamento infinito y lejano de sí, sino que da absoluta­
mente a Dios mismo por ser ella sólo mediante la automediación
absoluta de Dios.
Si es que verdaderamente puede hablarse de una función mediadora
permanente del Hombre-Dios y si tal función no está excluida de aque­
llo en que consiste la esencia de la salvación y de la bienaventuranza
sobrenatural de la visión inmediata, podría preguntarse, desde esta pers­
pectiva, qué relación existe entre dicho lumen gloriae, que actúa así de
medio para la inmediatez de Dios, y la humanidad transfigurada de
Cristo, para la que hemos vindicado también la función de una media­
ción permanente para la inmediatez de la visión de Dios.
Pero sólo si el Resucitado y Elevado es el acceso permanente y siem­
pre eficaz a Dios, que siempre se atraviesa de nuevo y nunca puede
quedarse atrás como pasado y ya andado, sino que siempre muestra al
Padre, se ha comprendido la Pascua como lo que es: la plenitud y per­
fección del mundo hacia el interior de Dios que verdaderamente deviene
todo en todos por el acontecimiento pascual que ya ha comenzado, pero
que todavía se va perfeccionando en nosotros.
Si estas consideraciones ofrecidas aquí sólo como preguntas encon­
traran sus respuestas precisas, habría de resultar también una intelección
más rigurosa de la relación entre la Pascua en tanto acontecimiento y el
ser-resucitado de Cristo (para indicar así de manera breve lo que quere­
mos decir). Un acontecimiento y su «efecto», el proceso y su resultado
no tienen siempre la misma relación entre sí. El acontecimiento en el que
surge una realidad escatològicamente definitiva está en una cercanía de
lo surgido totalmente distinta de un acontecimiento que produce algo, lo
cual sigue durando en el mismo tiempo en que ha surgido. Pues justa-
I.A IMKDAI) PASCUAL 163

mente en el primer caso ya no sigue hacia adelante, «más allá», sino que
es; definitivamente lo acaecido ahí. En tal caso, el acontecimiento ya no
puede retroceder al pasado, es decir, a un mero haber-sido, porque esto
sólo sucede por el hecho de que lo que dura se apropia un nuevo, un otro
futuro que ya no es lo constituido por el acontecimiento en cuestión.
Pero si estas consideraciones fueran llevadas a cabo con más rigor
habría de resultar que la fiesta de la Pascua se refiere, en una anamnesis
1verdaderamente festiva, al acontecimiento de la Pascua que, en una
forma ontològicamente irrepetible y no superable, sigue siendo presen­
te. Y esto es lo que determina nuevamente el carácter irrepetible de la
celebración misma. La anamnesis y lo hecho presente en la celebración
se condicionan recíprocamente. A partir de ahí podría hacerse ver que
toda celebración eucaristica es esencialmente celebración pascual, no
sólo en tanto relación regresiva a un acaecer «pasado», sino como pre­
sencia de lo llegado a ser en la Pascua para ser definitivamente en tanto
vigencia del acontecimiento mismo. Y en esa perspectiva la fiesta de la
Pascua sería solamente una mayor explicación de lo que en el sacrificio
eucaristico se celebra en verdadera anamnesis-, el acontecimiento único
de la muerte y resurrección de Cristo que en el mundo físico tuvo, natu­
ralmente, un carácter transitorio —cf. Rom 6,9; Dz 2297—, que
justamente tuvo que pasar verdaderamente para que lo definitivo pudie­
ra venir y quedar, pero que en su realidad auténtica y propia «queda» y
por eso puede ser «celebrado».

Cf. A. Darlapp, «Anamnese»: LThKJ I /1S.‘C48(j.


Ill

VIRGINITAS IN PARTU

En torno al problema de la tradición y de la evolución del dogma

La cuestión sobre el sentido y alcance de la doctrina mariológica cono­


cida tradicionalmente como doctrina de la «virginitas in partu» se planteó
últimamente, como se sabe, con motivo de la aparición del libro de A.
Mitterer1. Una tesis doctoral —no publicada—, defendida en la universidad
de Innsbruck, de W. Zauner [Untersuchungen zum Begriff der Virginitas in
partu (Innsbruck 1955)], da su asentimiento, de forma cautelosamente
expresada, a la teoría de Mitterer, bien que siguiendo un método totalmen­
te distinto, más histórico-dogmático y crítico-especulativo.

Dogma und Biologie der Heiligen Familie (Wien 1952). Entre las críticas del libro de Mitterer cf.:
H. Doms, «Ein Kapitel aus den gegenwärtigen Beziehungen zwischen Theologie und
Biologie»:TR 48 (1952) 201-212; «Virgo-Mater. Kirchenväter und moderne Biologie zur jung­
fräulichen Mutterschaft Mariens»: WiWei 20 (1957) 221-220. Entre la bibliografía que en los
últimos decenios se ocupa de nuestro problema cf. además de los manuales dogmáticos y de las
mariologías generales—: H. Koch, Virgo Eva-Virgo Maria. Neue Untersuchungen über die Lehre
von der Jungfrauschaft und Ehe Mariens in der ältesten Kirche (Berlin-Leipzig 19.87); J. C.
Plumpe, «Some Little-known Early Witnesses to Mary’s Virginitas in partu»: ThSt 9 (1948)
507-577; H. Rahner, «Die Marienkunde in der lateinischen Patristik»: Maria in der Offenbarung
(ed. por P. Sträter, Paderborn 1947) 137-182; J. Ortiz de Urbina, «Die Marienkunde in der
Patristik des Ostens»: ibid. 85-118; Ch.-G. Lejouassard: «Marie à travers la Patristique»; H. du
Manoir, Marie. Études sur la Sainte Vierge I (Paris 1949) 07-157; J. Aucr, «Maria und das chris­
tliche Jungfräulichkeitsideal. Eine biblisch-dogmatische Studie»: Gul 23 (1950) 411-425; G. Söll,
«Die Mariologie der Kappadokier im Lichte der Dogmengeschichte»: T Q 131 (1951) 288-319,
4 20-457; G. Miegge, La Vergine Maria. Saggi di storia del dogma (Torre Pellice 1950); J. Guitton,
La Virgen María (Madrid 1952); A. García, «integritas carnis e virginitas mentis in Alano da
Lilla»: Mar 10(1954) 125-149; G. M. Roschini,/,# Madonna secondo lafedee la 'teologia I (Roma
1953); M. Balagué, «La virginidad de María»: CB li (Segovia 1954) 281-292; Th. U. Mullaney,
«Mary Ever-Virgin»: AER 131 (1954) 159-107,250-207; Ch. Donnely, «The Perpetual Virginity
of the Mother of God»: E. Carol, Mariology (Milwaukee 1954) 228-290; G. Owens, «Our Lady’s
Virginity in the Birth of Jesus»: Marian Studies VII (1954) 43-08; A. M. Sancho, La virginidad
de Marta Madre de Dios. Estudio histórico teológico dei dogma (Madrid 1955); ). Rózycki, «De
Beatae Mariae Virginitate in Partu»: Coll. Theol. 27 (Varsovia 1950) 439-407.
166 CRISTOLOGIA

Mitterer no parte del contenido que la teoria tradicional concibe, de


hecho, bajo el título «virginitas in partu», sino que desarrolla a priori —
respecto a la teología y sus datos— el concepto de la maternidad y
virginidad en un análisis conceptual detenido que parte de las ciencias natu­
rales actuales. En el supuesto de que, según el testimonio de la fe, hay que
atribuir a María plena maternidad y plena virginidad, Mitterer, partiendo de
su análisis conceptual, llega a la conclusión de que la plena maternidad
incluye también los fenómenos que la teología le niega, en tanto excluidos
por la «virginitas in partu», según la interpretación tradicional: apertura de
las vías maternas, lesión del himen, dolores del parto. Según él, la plena vir­
ginidad —por tanto también «in partu»— no desaparece aun cuando se den
tales fenómenos \ porque éstos no tienen absolutamente nada que ver con
el concepto de la virginidad corporal.
Según esto, el milagro de la «virginitas in partu» consiste para Mitterer
—que no niega in thesi tal virginidad y su carácter milagroso— no en la
manera concreta y sus consecuencias ', sino en que al parto, justamente en
cuanto tal hecho que discurre naturalmente, le falte el supuesto que en el
orden natural de las cosas tiene que tener y cuyo signo inequívoco es nor­
malmente el parto mismo: la concepción del hijo por obra de varón. De ahí
que para Mitterer la «virginitas in partu» no sea un fenòmeno indepen­
diente de por si, sino la simple aplicación al parto de la doctrina de que
María es «siempre-virgen». Y esta formulación tiene plenitud de sentido
porque el parto es, normalmente, la señal definitiva contra la plena virgini­
dad. El contenido tradicional que se da al concepto «virginitas in partu»
denota, según Mitterer, una supraestimación, condicionada temporal y cul­
turalmente, del himen, pone en peligro la verdadera maternidad —ya que
consecuentemente tiene que negar un parto activo de parte de la madre—,
niega los dolores, aunque María no era impasible '.

Mitterer subraya, con razón, que no es ningún signo inequívoco de virginidad que éstos falten.
Por ejemplo, en el caso de un niño engendrado por fecundación artificial y dado a luz tras ope­
ración cesárea, la madre conserva los signos tradicionalmente aducidos de la «virginitas in
partu» y, sin embargo, no puede decirse que tal virginidad se dé efectivamente.
Según Mitterer, éstas son señales de la verdadera maternidad de una madre que ha dado a luz, y
por ello no hay derecho a valorarlas negativamente. Mitterer subraya también, y con razón, que,
según la Escritura (Le 2,ó) y la tradición, María es madre en sentido pleno, es decir, que dio a
luz a su hijo de manera verdaderamente activa en un verdadero parto humano.
Podría hacerse notar que la consideración piadosa ve justamente en el Niño recién nacido aquella
«VIRGINITAS IN PARTII 167

Que nosotros sepamos, son hasta ahora pocos —prescindiendo


de W. Zauner— quienes, como L. O t t ’, W. Dettloff, H. Doms, se
adhieren cautelosa, pero manifiestamente, a la tesis de Mitterer,
mientras que otros niegan ya expresamente esta teoría, como, por
ejemplo, J. de Aldama'1.
Aquí vamos a ofrecer unas cuantas advertencias al problema plan­
teado nuevamente. Se trata, expresamente, de meras notas marginales.
No defienden una tesis firme, no se deciden inequívocamente a favor
o en contra de otras concepciones. A lo único que apelan es al dere­
cho de que, en un corto artículo, les sea lícito ser más modestas de lo
que quizá le esté permitido al dogmático cuando en un manual de
dogmática o en un tratado completo de mariología tiene que exponer
una tesis, inequívoca y claramente definida en todas sus dimensiones,
que reproduzca la doctrina de la Iglesia de forma clara, exhaustiva y
distinta de los meros theologumena. Por tratarse sólo de notas margi­
nales, lo de menos es el orden en que vayan dispuestas.

A propósito de esta doctrina —y aun prescindiendo de Mitterer, Ott.


etc.— salta a la vista en la teología católica más moderna una cierta ten­
dencia a una mayor reserva en la calificación teológica y, sobre todo, en
la determinación del contenido doctrinal. J. B. Heinrich, Th. Specht, por
ejemplo, y —en tiempo todavía reciente— L. Lercher y F. Dander tienen
por definida la doctrina de una integridad corporal de la Santísima
Virgen en el parto7, entendiendo tal integridad a la manera tradicional.

capacidad y experiencia de dolor que la dogmática y la Escritura asignan a Cristo, en general, en


tanto verdad de fe antidocetista. Pero (;sc puede, entonces, sin incurrir en peligro de docetisnio,
negar al Niño el «dolor» del ser-dado-a-luz? Y si no, ¿se puede entonces, de acuerdo con esto,
negar biológica y teológicamente el «dolor» del dar a luz activo en María que, y en cuanto, per­
tenece al parto en nuestro orden biológico infralapsario?
L. Ott, Grundriss der katholischen Dogmatik (Freiburg de Br. '1957) 247s.
J. de Aldatna, Mafiologia: Sacrae Theologiae Summa 111 (Madrid 1956) (BAC 02) 392.
J. B. Heinrich, Dogmatische Theologie VII (Mainz 1890) 402; T h. Specht, Lehrbuch der
Dogmatik (Regensburg ! 1925) 380; L. Lercher, Inst. Theol Dogtnt. III (Barcelona 11945) 288;
F. Dander, Summarium Tract. Dogru. De Matre-Socia Salvatoris (Innsbruck 1952) 8.
168 CRISTOLOGÌA

Mientras que F. Egger, H. Hurter, M. Glossner, Ch. Pesch, J. Pohle / J.


Gummersbach, F. Diekamp / K. Jüssen, por ejemplo, califican tal
«integritas corporalis» sólo como «de fid e » s; J. de Aldama " la tiene
por «defide divina et catholica», declarando explícitamente que prescin­
de de toda explicación más precisa de Ia «integritas corporalis» afirmada.
L. Ott califica la tesis como «de fide», pero con el contenido ya citado,
mucho más reservado. B. Bartmann adopta también la calificación «de
fide», pero prescinde totalmente de una determinación del contenido de
la tesis en cuestión, previniendo contra el peligro de docetismo, y negan­
do los paralelismos que frecuentemente se encuentran en los Padres y en
los teólogos a propósito de la resurrección y el nacimiento (entrada y
salida por la «puerta sellada»).
En una dirección parecida se mueve M. Schmaus ". Según él, la
afirmación de que la integridad de María es de fe, en primer lugar se
dirige a la «integridad corporal», pero «no nos compete a nosotros
conocer la esencia de la integridad corporal atestiguada por la revela­
ción» Aquí surge la cuestión de qué afirmación tiene más peso: la de
que hay que mantener en la fe la «integridad corporal» —y que, según
ello, a este concepto se une un contenido determinado que hay que
saber para poder creer en él—, o que no conocemos la esencia de la
integridad corporal. Ahora bien, si a la primera afirmación le corres­
ponde claramente una mayor significación normativa —también,
ciertamente, en la opinión de Schmaus—, una cierta determinación de
contenido de lo que «integridad corporal» significa, no puede entonces
ser excluida tan radicalmente como Schmaus lo intenta. Por mucha
razón que tenga al afirmar que la delimitación precisa de dicho con­
cepto sólo puede lograrse en cierta medida.

s F. Egger, Enchiridion Theol. Dogmat. spec. (Bressanone” 1928) 511; H. Harter, Theol Dogm
Spec. II (Innsbruck7 1891) 512; M. Glossner, Lehrbuch der Dogmatik I (Regensburg 1874) 104;
Gh. Pesch, Compendium, Theol. Dogmat. Ill (Freiburg de Br. 1935) 101; J. Pohle-J.
Gummersbach, Lehrbuch der Dogmatik II (Paderborn 1950) 300; F. Diekamp* K. Jüssen,
Kathol. Dogmatik II (M ünchen10 1952) 382.
0 J. de Aldama, op. cit. 394.
10 B. Bartinan, Lehrbuch der Dogmatik I (Freiburg de Br.s 1932) 425.
" M. Schmaus, Kath. Dogmatik II/2 (München '1 1955) 171; 170.
11 «Das Wesen der leiblichen Unversehrtheit zu kennen, welches von der Offenbarung gemeint ist,
steht uns nicht zu».
«VIRGINITAS IN PARTU: 169

Siendo esto así surge, naturalmente, reiteradamente la cuestión de por


qué esta reserva —aunque sólo sea relativa— en la determinación del conte­
nido del concepto, no está sólo fundamentalmente justificada, sino que es
conveniente. A pesar de que, en conjunto, la tradición de los teólogos no
hace muy sensible tal reserval2. En realidad, a pesar de todo el respeto debi­
do a una tradición que obliga también teológicamente y que —junto a
elementos no obligativos y condicionados temporalmente— existe en esta
cuestión, se recomienda, tanto por lo que respecta a la calificación como al
contenido de la «virginitas in partu», una actitud prudente y reservada.
Lo que no puede hacerse seriamente es afirmar, como Scheeben, que
esta doctrina está expresada ya en el Apostolicum 1’. Si se pretende que
está simplemente afirmada en el «semper virgo» de la tradición y también
de muchas manifestaciones del magisterio eclesiástico1 hay que ver no
sólo, si el magisterio, al caracterizar a María con tal título, quiere definir
también el contenido del título mismo, sino advertir, sobre todo, que el
contenido exacto de la «virginitas in partu», dicha quizá conjuntamen­
te en él, está todavía totalmente sin determinarIr>.

'■ Léanse, por ejemplo, las consideraciones de F. Suárez a lo largo de varias páginas sobre la cues­
tión de la expulsión de la placenta después del nacimiento de Jesús: F. Suárez, De mysteriis vitae
Christi, disp. V sect. 2 (Op. oui. XIX 83ss); disp. XIII sect. 1 (Op. orn. XIX 2 12ss).
I! Ambrosio fue el primero que intentó argumentar en esta cuestión con el «natus ex Maria
Virgine»: Ep. 42,12: PL 16,1128. Cf. M. J. Scheeben, Handbuch der katholischen Dogmatik II
(Freiburg de Br.l933) 939. De modo parecido Agustín: cf. p. (182), n. 31.
11 C f, por ejemplo, Dz 13 201s., 214, 255s., 344, 429, 462, 735, 993; Juan II, Ep. 3 ad Senat.
Const.: Mansi V ili 803 Ess.
1' No basta con decir que el contenido de la palabra tiene que ser entendido tal y como se enten­
dió entonces en general en el uso lingüístico eclesiástico cuando fue empleado por el magisterio.
Esta regla hermenéutica es fundamentalmente exacta. Pero no puede aplicarse fácilmente al caso
que nos ocupa. Pues podrían a|>oriarse ejemplos tomados de la tradición en los que una «virginitas
in partu» que fue pensada conjuntamente, de hecho, sólo se entendió como tal ratime conceptionis.
Podríamos mostrar ejemplos en los que la virginidad perpetua se refiere sólo a la exclusión perma­
nente de todo comercio camal. Podríamos mostrar que, incluso, cuando un fenómeno milagroso es
tomado en consideración en el parto mismo, la consideración de lo que en sí encierra no es verdade­
ramente unitaria, ni mucho menos. Pero si la tradición y el magisterio eclesiástico emplean
normalmente un concepto —y esto es lo que sucedía con el ániiupOcvoc; (por ejemplo en el
Symbolum Epiphanii) ya en un tiempo en el que el contenido exacto de la «virginitas in partu»
no tenía una consistencia clara y admitida por todos, ni mucho menos , el que siga usándose
en los enunciados de la fé no puede probar, sin más, que deba y quiera sancionar todo lo que,
con mayor amplitud y rigor, la teología y la piedad más tarde han unido a él, de hecho, aunque
quizás también muy en genera).
170 CRISTOLOGIA

Es verdad que el sínodo de Milán, bajo Ambrosio, condena a


Joviniano también por negar el nacimiento virginal de Cristo que
Ambrosio mismo concibe, ciertamente, como una «no-violación del
claustro virginal en las partes genitales» Pero aquí se trata sólo de un
sínodo particular y difícilmente se puede probar que con la condenación
de Joviniano 17 tengamos también sancionado ya positivamente todo lo
que su adversario Ambrosio pensó en esta cuestión. El mismo Siricio en
su informe a Ambrosio no cita todavía esta cuestión entre los puntos de
la acusación contra Joviniano. De ahí que el sínodo romano de 390 con-
trajoviniano no pueda aducirse a favor de este asunto.
Cuando León Magno dice en el capítulo 2 de la Epistola dogmatica
ad Flavianum: «illum ita salva virginionte edidit, quemadmodum salva
virginitate concepit» esta frase no tiene, naturalmente y sin más, el
mismo peso dogmático que posee la carta en el punto real de la contro­
versia contra Eutiquio. Pero, además, aquí se enseña la virginidad en el
parto, sin que su contenido mismo sea determinado más concretamente.
No se dice más de lo que ya decía el «semper virgo».
En la carta del papa Horinisdasl!l la doctrina tradicional es claramente
perceptible. Sin embargo, no se trata aquí, naturalmente, de una definición,
sino de la transmisión y repetición de dicha doctrina tradicional.
Cuando el sínodo lateranense de 649, bajo Martín I —sobre el
monotelismo—, declara7" en el c. 3 (Dz 256), a propósito de la «semper
virgo» que «incorruptibiliter genuisse», del mismo modo que sin inter­
vención de varón había concebido y siguió siendo virgen después del
parto, hay que decir que en la ulterior conciencia de la fe de la Iglesia
dicho sínodo no posee el rango y la importancia de un concilio general.
Aunque se observaba una cierta tendencia a disponer este sínodo como

" Ambrosio, De instituí, virg. cap. VIII 52: (PL 16, ‘520): «Porta igitur M ana... genitalia virgi­
nitatis claustra non solvit». CI. Pii. Friedrich, «St. Ambrosius von Mailand über die
Jungfrauengeburt Marias (virginitas Mariae in partu)»: Festgabef ü r A. Knöpfler (Freiburg de Br.
1917) 89-109; J. Huhn, Das Geheimnis der Jungfrau-Mutter Maria nach dem Kirchenvater
Ambrosius (Würzburg 1954) 110-126.
'' W. 1laller, Jovinianus, die Fraginente seiner Schriften, die Quellen zu seiner Geschichte, sein
Leben und seine Lehre (Leipzig 1897) 127,151-158.
Is Mansi V 1370 A.
1' Kpist. 79: PL 6.5,514 C. «...matris vulvam natus non aperiens...»
A propósito de un resumen de toda la doctrina de fe: ce. l-.‘5.
«VIRGINITAS IN PARTI » 171

sexto concilio general, tras los cinco celebrados hasta entonces, tal rango lo
alcanza el concilio del año 680 21. Este canon fue promulgado, sobre todo,
porque los monofisitas y monotelitas habían apelado a la «virginitas in
partu» para exponer la plena soberanía del Verbo sobre su cuerpo, la cual,
según ellos, implica la doctrina de la naturaleza y de la enérgeia una".
Los ortodoxos, sin embargo, declaraban que Cristo fue dado a luz de
forma verdaderamente corporal, ya que si no no puede evitarse el doce-
tismo que se reprochaba a los monofisitas. La permanencia de la
«virginitatis integritas» es,justamente por eso, un milagro". La palabra
latina «incorruptibiliter» reproduce la griega íupOópoK;. Pero lo que no
se determina con más rigor es el contenido de tal «incorruptibilitas» y la
«virginitatis integritas» —ningún «solvere virginitatem»— que la expli­
ca en el discurso de Martín I en el Concilio.
El Papa concibe el contenido aquí, naturalmente, tal y como entonces
se venía haciendo, sobre todo, si se advierte que los paralelos con el
Resucitado saliendo del sepulcro y el caminar de Cristo sobre las aguas
vuelven a presentarse aquí una y otra vez. Pero, por otra parte, acentúa, con­
tra el monofisita Teodoro de Pharan que el Niño no nació «incorporaliter»
ni «absque corporeo tumore» (óóyKO)c,), y que Cristo no pasó por María
como por una fístula2', a la manera apolinarista. Apela, incluso, a Gregorio
Nacianceno, según el cual María estuvo bajo el vópoq ímqoMix;2’.
Difícil será decir cómo se acoplan, clara y armónicamente, en la idea
del Papa estos dos elementos diversos de su pensamiento. De ello podrá
deducirse que no era su propósito explicar y hacer constar dogmática­
mente tal contenido, exacto, y se podrá decir, por tanto: un sínodo
particular repite de forma accesoria, la doctrina de la perpetua virginidad
de María sobre el fondo de la interpretación más precisa de su conteni­
do que entonces era corriente, pero sin pretender atarse, en tanto
magisterio docente, a tal interpretación. Se advierte, incluso, claramente
la conciencia de que, en dicha cuestión, hay que evitar también el peligro

Ci. E. Gaspar, «Die Laterarisynode von 649»: ZKG 51 (1932) 75-137.


(3. Mansi X 961 C, 965 E (la concepción fiel monotelita Teodoro de Pilaran sobre el nacimiento
de Gristo).
Mansi X 9 6 3 .S S . (discurso de Martín 1 en el sínodo).
Mansi X 966 D.
Mansi X 968 A.
172 CRISTOLOGIA

de la concepción docetista y mantener, claramente, la verdad de una


auténtica maternidad corporal y parto de Maria.
El año 675 se habla, sorprendentemente, en el primer sínodo toledano
(Dz 282) de tal manera del «partus Virginis» que su carácter milagroso —a
pesar de la cita de Agustín, que, en su contexto propio, toma partido clarí-
simamente por la tesis tradicional— se fundamenta, en realidad, sólo con la
concepción virginal.
Sixto IV (1476) y, sobre todo, Paulo IV (1555) acentúan la perma­
nente «virginitatis integritas» —también «in partu», como Paulo IV
dice“—. Sin embargo, con ello no hacen sino repetir lo que hay que
mantener como núcleo dogmático cierto de la tradición: María es siem­
pre virgen. Y se evita determinar con mayor precisión el contenido de tal
enunciado. Algo parecido puede decirse de Pío XII —«Mystici
Corporis»— cuando afirma: «Christum mirando partu edidit» '17.
Tenemos, pues, que esta reserva más sensible de la teología más recien­
te, por lo que respecta a la calificación y a la determinación del contenido de
la doctrina, es, a partir del magisterio, perfectamente comprensible. Nunca
se habla de una definición expresa. Pero si se quiere calificar la doctrina —
justificadamente, sin duda— como «.de fide», basándose en los mil
quinientos años de su enseñanza y en el magisterio ordinario actual, habrá
que acentuar, al mismo tiempo, que, con ello, no ha sido resuelta aún la cues­
tión de la determinación rigurosa del contenido. Y es que en una historia
más precisa de la doctrina podría hacerse ver que esta determinación del
contenido no es tan unitaria e inequívoca y que nunca estuvo libre de ele­
mentos problemáticos como para poder decir sencillamente: la prudente, en
algún sentido indeterminada y global, referencia a la «virginitas in partu»
del magisterio ordinario, del magisterio extraordinario —las veces que hasta
el presente se ha manifestado a este propósito— y de la predicación ordina­
ria de la fe tiene presente siempre lo mismo que los Padres y los teólogos —y
algunos escritos piadosos— afirman concretamente y con más precisiónis.

-1’ Dz 734, 993.


Ji AAS 35 (1943) 247.
Js La doctrina de la creación de Adán del barro de la tierra muestra qué cautelas son necesarias en
argumentaciones de esta especie. También aquí ha expresado una tradición de dos mil años una
verdad permanente en su esquema de representación determinado y concreto que es distinto de
la realidad a que se refiere, y no imperecedero, pero, sin embargo, dicha tradición no lo distin­
guió reflejamente de la verdad a la que, en realidad, se refería.
«VIRGINITAS IN PARTU 173

La doctrina auténtica y su autoridad no existen siempre y en todo


tiempo de tal manera que se distingan, expresa y reflejamente, de un
modo determinado de representación bajo el cual se objetive la verdad a
que se refieren. La prueba exacta de que la tradición concreta no posee
en todos los aspectos tal pureza, claridad, carácter inequívoco y seguridad
sin reparos en su auto-fundamentación teológica que tenga que ser toma­
da sencillamente, sin matices de ninguna especie y plenamente, como
mera y pura traditio divino-apostolica, tendría que, y sólo podría, ser
aportada, con toda claridad, mediante una rigurosa historia crítica de tal
doctrina"’. Es claro que aquí no podemos intentar tal prueba.

II

Un profesor de dogmática que busque un modelo claro y fácil de


considerar de la historia y evolución del dogma, en el que pueda hacer
ver a sus discípulos el problema de tal evolución, tiene aquí el modelo
más ejemplar que pueda imaginarse. El ejemplo es notable en muchos
aspectos. En primer lugar, da la impresión de que tal doctrina puede per-

■" La tradición, históricamente considerada, es simplemente la totalidad concreta de los enuncia­


dos teológicos de la Iglesia y su entrega, en tanto la Iglesia jerárquica no se lia distanciado de
tales enunciados por medio del magisterio ordinario o extraordinario, declarándolos como no
aceptables en la Iglesia. En tal tradición existen, sin distinción jerárquica y expresa y refleja, la
traditio divino-apostolica y la traditio humana —de las opiniones y ensayos teológicos y de las
opiniones de tipo profano humano que se propagan conjuntamente. Es verdad que puede
decirse: todo lo que —-incluso sin intervención del magisterio extraordinario, durante largo
tiempo - fue enseñado explícita, clara y universalmente como objeto inequívoco de fe pertenece
efectivamente a la traditio divino-apostolica. Pero no puede decirse que sólo eso le pertenezca a
ella, ni tampoco que todo lo que durante largo tiempo fue enseñado de hecho universalmente y
sin discusión en (toda) la tradición y todo lo que se tuvo por verdadero posea ya, por eso, la
garantía de la traditio divino-apostolica. En la Iglesia puede haber también traditio mere humana
que sea universal y que universalmente se sostenga durante largo tiempo; y no es necesario que
siempre y en todo tiempo se separe y se distinga expresa y reflejamente de la traditio
divino-apostolica. El que el magisterio no haga constar explícitamente tal diferencia en un deter­
minado punto no equivale a una declaración de su inexistencia. Tales determinaciones reflejas
de los límites poseen una verdadera historia. La prueba de que anteriormente no existieran no
dice nada contra la determinación objetiva de tal distinción —Cf. H. Bacht, H. Fries, J. R.
(ieiselmann, M. Schmaus (cd.). Die mündliche Überlieferung. Beiträge zum Regriff der
'tradition (München 1957).
AI menos prescindiendo de un argumento indirecto sobre el que positivamente se reflexiona en II.
174 CRISTOLOGIA

seguirse explícitamente remontando su curso inmediatamente hasta la


predicación apostólica —ya Agustín lo concibió así y atribuyó la doc­
trina, incluso, a una manifestación explícita del Señor —, y después
resulta que históricamente no puede afirmarse tal cosa. De tal circuns­
tancia se sigue que se trata, indiscutiblemente, de un proceso teológico
de explicación en sentido propio, aunque la doctrina ulterior sea califi­
cada como «defide».
Si se examinara con rigor la historia de este proceso de explicación,
se vería que sus primeros orígenes están bastante oscuros y que en parte
están condicionados, de hecho, por impulsos que teológicamente no son
irrecusables, aunque el resultado final no puede ser puesto en duda. Se
veía que tales impulsos —entonces lo mismo que hoy— no parten siem­
pre primariamente del magisterio y de la docta teología. En este modelo
podría estudiarse —cosa que en el trabajo dogmático actual de hecho no
siempre se distingue claramente— que el argumento llamado de tradi­
ción y patristico puede tener un doble sentido, esencialmente distinto:
a) El sentido dogmático, es decir, la tarea de comprobar que algo es
enseñado, por la Iglesia en un tiempo determinado y creído en ella como
revelación divina y que, por eso, también hoy entraña para nosotros una
obligación. Lo de menos, fundamentalmente, es para qué período deter­
minado de tiempo se realiza tal comprobación, qué distancia media entre
él y el tiempo apostólico y si puede comprobarse o no, por medio de
datos y documentos históricos e inequívocamente perceptibles, que tal
convicción de fe de un tiempo determinado procede inmediata y explí­
citamente de los apóstoles.
b) El sentido histórico-dogmático, es decir, la tarea —que forma
parte de las tareas auténticamente dogmáticas— de comprobar que, y
cómo, la doctrina en cuestión procede de la predicación apostólica y
puede ser referida históricamente a ella; sea comprobando que tal doc­
trina misma fue predicada inmediata y explícitamente, aunque quizá en
una formulación algo distinta, en la doctrina apostólica, o comprobando

■' Agustín, Sermo 196 cap. I: PL 38, 999; Sermo 225: PL 38,1073; Enchiridion cap. 34; PL 40,
249. CI'. Pli. Friedrich, Die Mafiologie des hl. Augustinus (Köln 1907); F. Hofmann, «Mariens
Stellung in der Erlösungsordnung nach dem hl. Augustinus»: Festschrift K. Adam (Düsseldorf
1952)213-224.
" Agustín, ln Io. evang. tract. 91, n. 3: PL 35,1862
«VIRGINITAS IN PARTU 175

que ha evolucionado, en tanto implícitamente contenida en ella, lógica­


mente y de forma teológicamente legítima, a partir de tal doctrina
apostólica, como su desarrollo.
Estos dos puntos de vista no suelen ser distinguidos en los manuales
dogmáticos cuando se trata nuestra cuestión. Con ello causan la impre­
sión de que, por el hecho de que a partir del siglo III puedan aportarse
afirmaciones explícitas de las Padres a favor de tal doctrina, ya está com­
probado histórica —y no sólo dogmáticamente— su origen apostólico. A
la vista de tales dogmáticas se tiene frecuentemente la impresión de que
suponen que con poder aportar textos de los Padres de principios del
siglo ni a favor de tal doctrina ya se ha tendido históricamente un puen­
te entre la distancia temporal que nos separa del tiempo apostólico.
Rarísimas veces todavía se estudia —concedemos, evidentemente, que
hay excepciones— el trasfondo, el ambiente espiritual del texto en cues­
tión y su verdadero alcance” . Todas estas cosas podrían experimentarse
a propósito de este caso típico y modelo.
Y con tal motivo se podrá hacer también una observación ejemplar.
Llamar la atención sobre ella, precisamente en un homenaje a J. R.
Geiselmann, supone para el autor de este modesto ensayo una cierta
satisfacción. Como se sabe, J. R. Geiselmann ha planteado de nuevo y ha
aguzado la antigua cuestión y la antigua polémica sobre la relación entre
Escritura y tradición dentro del catolicismo ". Aquí no vamos a tomar
posición in thesi y propiamente. Pero no podemos reprimir unas peque­
ñas observaciones.
H. Lennerz” ha escrito sobre esta cuestión un artículo que rechaza
rotundamente la posición de Geiselmann. El pensamiento fundamental
de tal repulsa —formulada con extrema sobriedad— parece ser el

Qué poco se explica en una dogmática al uso que el texto de Clemente de Alejandría, que siem­
pre se cita en esta cuestión y que siempre figura como testigo principal, es más una objeción que
una prueba. Más adelante hablaremos de ello.
1J. R. Geiselinan, «Das Konzil von Trient über das Verhältnis der Heiligen Schrif’und der nicht
geschriebenen Traditionen. Sein Missverständnis in der nachtridentinischen Theologie und die
Überwindung dieses Missverständnisses»: II. Rächt, H. Fries, J. R. Geiselmann, M. Schmaus
(cd.). Die mündliche Überlieferung. Beiträge zum Begriff der Traditum (München 1957)
123-206.
H. Lennerz, «Scriptura sola?»: Gr 40 (1959) 38-53; «Sine scripto traditiones»: Gr 40 (1959)
024-035.
176 CRISTOLOGIA

siguiente: hay muchas verdades de fe reveladas y que, sin embargo, no


son enunciadas en la Escritura ni pueden deducirse de enunciados escri­
turarios. La tradición tiene que ser, por tanto, una fuente material del
tesoro de la revelación junto a la Escritura. Y el «partim-partim» de la
declaración tridentina ’", aunque fue suprimido y substituido por un
«et», es, sin embargo, el sentido obvio e inevitable de tal declaración.
Ya hemos dicho que no vamos a investigar aquí si, efectivamente,
existen ciertamente tales verdades reveladas no deducibles de la
Escritura y si, con ello, el supuesto y la afirmación capital de la posición
de Lennerz son legítimosi7. Pero atendiendo a nuestro modelo, podemos

" Dz 783: «Recipiuntur libri sacri et traditiones Apostolorum».


7 En otro contexto he intentado exponer que, y por qué, la fijación del canon de las Escrituras poi-
parte de la Iglesia no puede ser considerada como «caso» de una relación y ley más general: cf.
Über die Schriltinspiration (Freiburg de ßr. ■ 1959) 42-45, 80-84. Todos los otros ejemplos y
casos que Lennerz aduce están expuestos, por lo menos, a la duda justificada de si no podrán
ser deducidos verdaderamente, interpretados exactamente y en el contenido del enunciado pru­
dentemente y con rigor, de la Escritura, es decir, de la intelección total adecuadamente
interpretada y concebida vivamente del mensaje cristiano tal y como la Escritura lo contiene y
atestigua. ¿Por qué, por ejemplo, no ocurrirá esto a propósito del carácter sacramental y otras
doctrinas semejantes? ¿Por qué entonces, se lia preocupado la teología patrística, siempre y en
todos los casos, de tal deducción y considerado la tradición más bien como una prueba de la
exactitud de esta deducción que como fuente absolutamente autónoma de tal verdad? Con ello,
como ya queda dicho, rio damos nuestra opinión por lo que respecta al punto esencial de la
polémica entre Geiselmann y Lennerz. Permítasenos todavía una advertencia, aun cuando aquí
no podamos decidir propiamente nada sobre si la tradición es o no, junto a la Escritura, una
fuente propia, también materialmente significativa, de la verdad revelada. Por lo pronto: aun
cuando se aceptara la tesis de Lennerz a propósito de la exacta interpretación del Concilio de
Trento, siempre se podría decir que está cumplida ya concediendo que la determinación del
canon la realiza la tradición sola, aun cuando se negara que aquí se trata de un caso ampliable.
Y además podría sostenerse -cosa que ni siquiera un teólogo protestante actual tiene que negar
necesariamente— que la tradición también como tal, es decir, en tanto previa a la Escritura, evi­
dentemente, en cuanto kerigina oral de los apóstoles que siguió su camino después de que
fueron apareciendo los libros de la Escritura, no cesó, naturalmente, en su carácter fundamen­
talmente formal de seguir dando testimonio de tales contenidos apostólicos y que, en ese sentido,
dicha tradición sigue conservando también hoy su vigencia y que, por ello, tiene que ser acep­
tada pari reverentia. Y, sin embargo, se podría plantear la cuestión de si en esa tradición está
dado ciertamente un contenido que no está también verdaderamente en la Escritura y si la defi­
nición del tridentino obliga a afirmar tal cosa —lo cual no se dice, sino que a lo sumo puede
secundarse- -. Pero tal afirmación puede ser puesta en duda. Porque ¿qué significa, si no, por
ejemplo, que la Iglesia diga que también para la Asunción de María es la Escritura «el funda­
mento ultimo»? Una verdad menos perceptible, inmediata y explícitamente, en la Escritura, que
ésta apenas podrá concebirse. Difícilmente, por tanto, podrán encontrarse ejemplos en los que
la tradición tenga que desempeñar una función más importante que en este caso. Y, sin embargo
«VIRGINITAS IN PARTU 177

llamar la atención sobre los puntos siguientes: la posición de Lennerz


sería negativa, por simplificar el problema, si realmente —como Lennerz
supone con excesivo optimismo— las verdades cuya procedencia de la
Escritura pone en duda pudieran ser retrotraídas, fácilmente y con cer­
teza, en un proceso probativo histórico-dogmático, como doctrina
explícita hasta el tiempo apostólico. Ahora bien, esta es justamente lo
que podrá ponerse en duda y de ello es nuestra doctrina un aleccionador
caso-modelo.
Y es que ¿qué adelantamos con haber probado, a partir de la con­
ciencia sólida de la fe de una época cualquiera —en un «corte
transversal» dogmático—, que tal doctrina tiene que ser de origen apos­
tólico? Mucho, sin duda. Pero el dogmático tiene por delante, en tal
caso, todavía una tarea —en un «corte longitudinal» histórico-dogmáti­
co— que consiste en mostrar cómo y por qué, también desde el punto de
vista histórico, la doctrina en cuestión es de origen apostólico. Pero ahí
la apelación a la «tradición» sola —en el sentido dogmático de una argu­
mentación— no le sirve para nada. El dogmático tiene que hacer ver que
el tiempo apostólico mismo tuvo que haber expresado explícitamente tal
verdad o haberla percibido, implícitamente al menos, en su enunciado.
Ahora bien, la prueba primera no se ha aportado todavía mostrando,
por ejemplo —como en nuestro caso—, que dicha doctrina es percepti­
ble en el siglo III. Decir entonces, solamente, que nuestro conocimiento

también aquí es la Escritura el fundamento último. Ahora bien, fundamento de un enunciado


determinado sólo puede ser algo si tal verdad está implícitamente contenida en dicho «funda­
mento». Pues difícilmente podrá aducirse otra conexión de fundamento que seriamente pueda
recibir tal nombre. Ya que el que un enunciado o enunciados no contradiga a otro, sea com­
patible con él, etc., no equivale a decir que uno funde al otro. Ahora bien, ¿qué otras conexiones,
que no fueran estas dos posibilidades implicación o compatibilidad negativa - -, podrían con­
cebirse entre los enunciados de la Escritura y el dogma de la Asunción? Y si la conexión
segunda no puede llamarse «fundainentación» no cabe entonces, de hecho, más que la primera:
implicación. Pero si esto es así en este caso, ¿qué enunciados podrían aducirse —fuera de la fija­
ción del canon— de los que tuviera que afirmarse positivamente que ciertamente no están
contenidos en la Escritura? Brevemente: habría que preguntar a Lennerz si, según su opinión,
es una verdad ciertamente definida que hay algunos enunciados de fé prescindiendo del canon
de los que el teólogo tenga que decir positivamente que ciertamente no están contenidos en la
Escritura, ni implícitamente. Y habría que preguntarle, además, qué sentido, tiene esa proposi­
ción, si es que hay que contestarla afirmativamente, siendo así que todavía no hay en la Iglesia,
en ninguna parle, consenso a propósito de los enunciados concretos que pertenezcan a esa espe­
cie. Y si cree que alguna vez se conseguirá un consenso sobre tal punto.
178 CRISTOLOGIA

no percibe testimonios anteriores de la doctrina en cuestión en la tradi­


ción literaria con su aspecto ruinoso, pero que tienen que haber existido
tales testimonios equivale a substituir una tarea histórico-dogmática por
un postulado dogmático —que quizás sea en sí acertado"1—. Totalmente
falso será en el caso en que pueda exponerse con mayor o menor certeza
o probabilidad históricas —bien que sólo indirectamente—, como en
nuestro caso, que tales testimonios históricos presuntamente perdidos,
que habrían de formar la parte última del puente hasta los apóstoles, no
pueden haber existido, porque puede hacerse ver que la primera apari­
ción de dichos testimonios muestra en su forma concreta que no pueden
haber existido tales testimonios anteriores.
Pero si —entonces—, de acuerdo con el método citado en segun­
do lugar, se postula que en el kerigma apostólico hubo otras verdades en
las que la cuestión problemática tuvo que haber estado implícitamente con­
tenida, porque ya no se perciben más testimonios anteriores o porque no
han podido existir, ¿con qué posibilidades de éxito y con qué derecho
se puede postular que tal tradición apostólica contuvo verdaderamen­
te más de lo que es perceptible todavía para nosotros en la totalidad
de la Escritura, escuchando con cuidado suficiente y penetrante?
Conocemos demasiado bien los dos primeros siglos como para que
pueda resultar históricamente plausible la afirmación de que entonces
fueron expuestos como contenidos de fe, en la predicación jerárquica
de la Iglesia, algunos enunciados particulares de vigencia general que
para nosotros hoy —por mala suerte histórica— ya no son percepti­
bles. Si hubiéramos heredado más testimonios históricos de la
doctrina apostólica, tendríamos, ciertamente, un cuadro más plástico
y detallado de ella, pero, en realidad, no algo que, en tanto indeduci-
blemente nuevo, se añadiera a este conocimiento nuestro de ahora.

Acertado sólo será, naturalmente, cuando se pruebe con certeza que la doctrina en cuestión no
puede haber estado dada de forma meramente implícita y que, por tanto, tiene que haber sido
transmitida siempre explícitamente. Pero tal prueba apenas puede aportarse en un caso concre­
to y se basa siempre, presuntamente, en supuestos teóricos sobre la esencia y posibilidades de
la evolución del dogma que pueden ser puestas, a su vez, en duda. (Por ejemplo, que sólo una
deducción metafisicamente necesaria a partir de dos premisas reveladas puede ser tenida ella
misma por revelada; es decir, que, cuando no se pueda mostrar tal deducción, la verdad de que
se trate tiene que haber estado dada siempre explícitamente si posteriormente quiere apelar al
derecho de ser verdad revelada).
«VIRGINITAS IN PARTU 179

Hay otra cosa que no debe perderse de vista a este propósito:


dogmáticamente no serviría de nada que, por ejemplo, en nuestra
cuestión poseyéramos un enunciado de un Santo Padre de la mitad
del siglo II y no de comienzos del III. Si tal Padre no tuviera la gen­
tileza, más que improbable, de declarar expresa y solemnemente que
la doctrina expuesta es de origen apostólico y de autoridad absoluta
para la Iglesia total, de tal enunciado sólo puede conocerse que está
contenido en la tradición, pero no que pertenece, ciertamente, a la
traditio divino-apostolica. Pero eso es lo que definitivamente impor­
ta. Ahora bien, tal conocimiento sólo puede lograrse probando que
dicho enunciado está en conexión —suficientemente— necesaria con
las verdades de fe de las que ya se sabe con certeza que han sido pre­
dicadas autoritativa y explícitamente como tesoro de la revelación.
Ahora bien, todas esas verdades están en la Sagrada Escritura. (Que
con todo lo dicho no desvaloramos la función irremplazable de la tra­
dición en tanto aspecto objetivo y material del magisterio vivo es
obvio, no es necesario que lo expongamos y puede leerse en el mismo
Geiselmann).
La posición de Lennerz, por lo tanto, no tiene de hecho, ni mucho
menos, las ventajas dogmáticas que él la asigna frente a la tesis de
Geiselmann. Una prueba dogmática e histérico-dogmática tomada de
la tradición ofrece, cuando se hace honradamente y con cuidado, de
hecho, tantas dificultades como una prueba de Escritura, justamente
cuando se trata de verdades de fe que no están en la Escritura «tal»
como fueron formuladas más tarde. Esto puede aplicarse justamente a
propósito de nuestro caso-modelo. Y con ello volvemos inmediata­
mente a nuestro tema.
Examinemos nuestro problema bajo todos los puntos de vista y
a propósito de todas las cuestiones por las cuales hemos recomen­
dado al dogmático dicho problema como un caso modelo para el
estudio de la historia concreta y de la evolución del dogma.
Llamamos la atención sólo sobre un punto que en tal historia nos
parece definitivo: el primer comienzo, perceptible para nosotros,
de la doctrina explícita sobre la «virginitas in p artu». Si no se
supone simplemente lo que hay que probar y no se ve ya en el
«nacido de virgen» una «virginitas in partu» —porque la palabra
puede ser entendida completamente ratione conceptionis a propó­
sito de un haber nacido virginalm ente, y originalm ente fue
180 CRISTOLOGIA

entendida también a s íi!'— el primer testimonio, prescindiendo de los


apócrifos, es de Clemente de Alejandría Hacia fines del siglo u atestigua
que «algunos dicen» que María después del parto fue «hallada virgen»,
mientras que «aun ahora la mayoría» defiende un parto totalmente nor­
mal. Todo lo que este exactísimo documento contiene merece atención.
Clemente conocía, evidentemente, una historia de este pensamiento.
El, que defiende la «virginitas in partu», concede que antes —más o
menos— no se sabía (explícitamente) nada sobre el particular, ya que «aun
ahora la mayoría» lo niega y sólo «algunos» son de otra opinión. Podemos
decir, por tanto: hacia fines del siglo II no se habla de una doctrina gene­
ral, y mucho menos eclesiásticamente obligativa, sobre la «virginitas in
partu». Pero la doctrina es ya conocida, más bien en pleno avance, aunque
todavía como doctrina minoritaria. Si hubiera estado presente desde siem­
pre en una confesión de fe explícita a partir de la tradición apostólica no
sería posible la situación referida por Clemente. El apela a la opinión de
esos otros sólo en orden a la suya propia. En esta cuestión —expresado
modernamente— sólo conoce «sententiae liberae et disputatae».

Por eso Ignacio de Antioquía [Ep. adSrnyrn. 1,1: Die Apost. Väter, editado por J. A. Fischer
(Darmstadt 1950) 204], no es ningún testigo a favor de nuestra doctrina, sobre todo porque
lo que a Ignacio le interesa aquí es la verdad del parto contra el docetismo. Ignacio (P. ad
Eph. 19: íbid. 157) dice que al demonio le fue ocultado el misterio del parto. Por qué y en
qué sentido es cosa que no se precisa. Si para Ignacio la posición de KÚp ioc; de Jesús estu­
vo oculta en todos los momentos de su vida y para él --contra el docetismo— todas estas
estaciones de la existencia corporal del KÚpiot; son misterios, el sentido de este pasaje es
totalmente claro sin tener que recurrir a un milagro especial «in partu». Tampoco Justino
(Dial 84: Otto 303s.; cf. también Dial. 07: Otto 237) testifica la «virginitas in partu» más
allá de la «ratione conceptionis», como muestra claramente el contexto en la interpretación
de Is 7,14. Tampoco Ireneo —hacia el año 190— [Epideixis. 2,54: TU , ed. de A. v.
Harnack/C. Schmidt, III (Leipzig 1907) 59], a pesar de lo que afirman Bardenhewer,
Plumpe y otros, atestigua nuestra doctrina, ya que Ireneo ve la plenitud del texto de Is 00,7,
que él cita, en el acontecimiento «inesperado» del parto, como se sigue, por ejemplo, de
Ireneo, Adv. haer. IV 33,4 y III 19,3 (Harvey II 259 y II 90), y no en circunstancias espe­
ciales en cl parto. A proposito de Adv. haer. IV, 33,11 (Harvey II 200) hay que decir que
aquí todo está oscuro: a quién se refiere a la Iglesia, a María o a ambas —y lo que se d ic e -
la pura apertura del seno materno, de que se habla, va en todo caso más en contra que a favor
de un virginidad en el parto— Aquí podemos dar por supuesta la bibliografía sobre este
texto tan tratado [cf. N. Moholy, «St. Irenaeus. T he Father of Mariology»: Franciscan
Marian Congress (Burlington 1952) 129-187J.
Clemente de Alejandría, Strom. VII 10,93,7: Stählin III 00,20ss.;uAAA’\ <ík; í o i k í v, ï o k ,
iio AAok; kuinrypi vOv (Sokî Ï i] M a p iù p Ar\<o Olà irjv io0 nuiOíov yrvvqoiv oúk o u n a Ai \(o.
Kui y àp p n à io w ki Tv uiViqv p a io O n o a v , (paoí livre; nupOrvov rúprOfjvut.
«VIRGINITAS IN PARTU» 181

Su testimonio cuadra perfectamente con todo lo demás que sabemos:


a) Con el hecho de que Tertuliano " no ataque propiamente la «virginitas
in partu», sino que sin reparos ü suponga lo contrario como cosa evidente11
para defender en una exposición de acentuado realismo contra Marción el ver­
dadero nacimiento de Cristo como algo que pertenece a la esencia del
cristianismo. (También Orígenes " acepta al comienzo una apertura del
seno materno en el parto; no la ve, por tanto, en contradicción con la vir­
ginidad permanente, repetidas veces acentuada, de María).
b) Con el hecho de que podemos imaginarnos quiénes son esos
«algunos» de que habla Clemente: las historias apócrifas de la infancia|r',
que hemos de situar antes de Clemente —aproximadamente a mediados
del siglo II—, el proto-evangelio de Santiago la ascensión de Isaías 12*l7,
las odas de Salomón l!i y —quizás— el octavo oráculo sibilino l!l. No es
éste el lugar de analizar con más rigor estos escritos por lo que respecta
a su edad, tendencia y nivel teológico, o hacer una exégesis detenida, de
los testimonios a favor del parto virginal contenidos en ellos. Pero pode­
mos decir, sin duda, que en esta cuestión poseen todos, un influjo

11 Tertuliano, Adv. Man:. 3,11 ; 4,21 : CSEL 47,393; 47,488; De ram e Christi 4,23 : CSEL 69/70,
196; 69/70, 247.
12 A pesar de que conoce perfectamente el «nove nasci» a propósito de la concepción virginal: De
Carne Christi 17: CSEL 69/70,232.
11 Hay que tener en cuenta que nada prueba que Tertuliano tuviera conciencia de entrar en con­
tradicción con cristianos ortodoxos antignósticos y antidocetistas, de inaugurar una
controversia dentro del catolicismo. No hace más que amplificar dramáticamente contra
Marción la idea que él tiene del nacimiento verdadero y auténticamente humano de Cristo que
él, como cristiano antidocetista, sostiene absolutamente.
1 Orígenes, Hom. 14 in Lucam-. GCS 9,100.
12 Más exactamente: los círculos en los que tales escritos surgieron.
1,1 Übersetzung des Protoevangelimns Iacobi nach O. Culhnann, Kindheitsevangelien: E. Hennecke,
Neuteslamentliche Apokryphen 3 ‘ ed. totalmente revisada, edición de W. Schmeeinelcfier I
(Tübingen 1959) 277-290. Cf. L. M. Peretta, La Mariología del Protoevangelio di Giacomo
(Roma 1955). Es completamente posible que Plumpe (p. 572) tenga razón al pensar que el pro­
toevangelio no sólo tiene una tendencia edificante, sino que en las dos mujeres —la comadrona
y Salomé—que discuten sobre el parto virginal expone los dos bandos, de los que también
Clemente fiabla. En 20,4 (Hennecke 89s.) se concede quizás, incluso, que antes no se sabía nada
del parto virginal.
" J. Flemming-H. Duensing, Die Himmellahrt desjesaia: Neutestamentliche Apokryphen, editado
por E. Hennecke (Tübingen 21924) 303-314.
Is Übersetzung der Oden Salomos nach II. Cressmann: Hennecke 455s.
' J. Geflcken, Christiche Sibyllinen: Hennecke, 455ss.
182 CRISTOLOGIA

procedente del d o c e t i s m o el nacimiento corno tal, que Lucas refie­


re, se pasa por alto —el niño está simplemente ahí— o se sustituye más
o menos claramente por otro hecho —una nube de luz que se concen­
tra en un niño—. El niño toma el pecho de la madre sólo para no ser
conocido
c) Con la observación de que, según todo lo que prudentemente
podemos presumir, una tradición verdaderamente apostólica explícita
en esta doctrina es sumamente improbable. Pues, ¿es psicológicamen­
te probable que María misma hablase sobre los pormenores íntimos
del parto? Del hecho de que probablemente ella sola —no Jesús
mismo—, después de la muerte de Jesús, sea la fuente de la historia de
la infancia de éste52 como Lucas y Mateo la refieren, no se sigue, ni
mucho menos, que hablara también de los sucesos mucho más ínti­
mos y que —a diferencia de su concepción virginal—no se referían
directamente a Jesús. Y aun en el caso de que lo hubiera hecho no
sabríamos ya el contenido de tal relato que, por basarse en la expe­
riencia, habría partido, como es lógico, necesariamente de los
pormenores. Donde la cuestión del «cómo» del parto es perceptible
por vez primera, los datos son todo menos uniformes y no dan la
impresión de que tengan su origen en un relato experiencial concreto
de un testigo de vista. Aunque también los relatos de la infancia en
Mateo y Lucas, a pesar del interés biográfico incipiente que se mani­
fiesta en ellos —cosa que no sucede en el corpus de los evangelios— y
a pesar de las fuentes especiales que hay tras ellos, y que no son sen­
cillamente idénticas a las del kerigma soteriológico de los apóstoles
—que cuando habla de la vida de Jesús comienza con el bautismo:

En las odas de Salomón existe, por lo menos, la sospecha de tendencias gnósticas en general, de
modo que el texto, por otro lado nada grave (oda 19), pertenece con todo a un fragmento del
mismo género literario que los otros textos. En el octavo oráculo sibilino no está del todo claro
qué se entiende más exactamente por n a p O e v i K Ó c i o k l u k ;.
■' En estos primeros documentos también el contenido de la doctrina fluctúa en algunos pun­
tos: en el protoevangelio María tiene dolores de parto y por eso se busca a una comadrona; lo
más importante es la integridad de las vías maternas. De lo mismo se habla en la «Ascensión
de Isaías», pero ahora se añade por primera vez la ausencia de dolores de parto —por eso tam­
poco figura ninguna comadrona-- . Las odas de Salomón hablan sólo de la ausencia de
dolores en el parto.
J Cf. P. Gáchter, Maria im Erdenlehen (Innsbruck 1953) 75.
«VIRGINITAS IN PARTU» 183

Hch 1,2ls; 10,36ss; 13,24ss-~, son auténtica teología cristiana de la


revelación y mensaje de salvación, por estar unidos todavía al núcleo
del mensaje del evangelio, no debe pasarse por alto que tales relatos
están claramente al margen. Es, por tanto, muy improbable que ade­
más de eso se hubiera relatado más explícita y autoritativamente ’*
sobre los pormenores de la historia de la infancia.
Ahora bien, si tal suposición es acertada, se sigue, para el complejo
total de la cuestión de la «virginitas in partu», la siguiente posición ini­
cial: la doctrina de la «virginitas in partu» debe ser considerada
metódicamente por la teología como contenida en primer lugar en el
depositum fidei apostólico sólo implícitamente. Si, y en tanto, el conteni­
do de esta doctrina de la predicación de la fe explícita y posterior no
puede ser demostrado con certeza ’1 en un método dogmático, como
amplio, detallado o más precisamente limitable, por contenido dogmáti­
camente obligativo que tener aquello y sólo aquello que en un proceso
de «explicación» a partir de los testimonios de la tradición apostólica
pueda deducirse en un método cuidado que valore el complejo total del
depósito de la fe en la medida de lo posible. Así que lo que a partir del
criterio de la tradición apostólica no pueda probarse como implícita­
mente contenido en otros enunciados no podrá ser afirmado como
obligativo con obligación de fe. Siempre que en la tradición teológica de
hecho se encuentran determinaciones de contenido de esta doctrina en
los Padres y en los teólogos sobre este contenido así"precisado, tales con­
tenidos concretos tienen que ser considerados como theologumena libres
o como interpretaciones libres de la afirmación a la que, en realidad, se
refieren, mientras no se pruebe rigurosamente con un argumento dog-

Si no se supone esto, un testimonio explícito hipotéticamente en el tiempo de los apóstoles


fuera del de María sería quoad nos desconcertante: ¿cómo podría saberse que responde a la
verdad?
Si este caso, que tenemos por irreal, se diera de hecho, no se seguiría de ello que el principio
fundamental desarrollado tuviera que ser falso. Tenernos pleno derecho a pensar -como en las
otras doctrinas de la Iglesia «explicadas» sólo más tarde que el teólogo no ha logrado todavía,
sólo de hecho, actualizar suficientemente en un método teológico reflejo aquellas virtualidades
teológicas dadas en el depositum fidei de la Iglesia primitiva y «explicadas» ya, en una forma más
instintiva y global, por la conciencia de la fe de la Iglesia total. Cf. K. Rahner, «Sobre el proble­
ma de la evolución del dogma»: Escritos de Teología I (Ediciones Cristiandad, Madrid 2000)
51-88; «Dogmenentwicklung»: LThK IIIJ 457-4(>3; «Reflexiones en torno a la evolución del
dogma», en este tomo 17-52.
184 CRISTOLOGÌA

rnático que el contenido obligativo con obligación de fe contiene mas y


que sanciona así, verdaderamente, también esta o aquella idea, detallada
en cuanto a su contenido, de los Padres y teólogos.
Según queda dicho, no consideramos este caso como dado de
hecho. La fundamentación de esta afirmación no puede aportarse, en
realidad, aquí porque exigiría una historia precisa y que abarcara
todos los tiempos de la doctrina entera de la «virginitas in partu'».
Añadamos, sin embargo, algunas referencias: ya hemos hablado de la
reserva del magisterio y de la prudencia creciente de la teología actual.
Si el nacimiento (y parto) verdadero, entendido activa y pasivamente
de Jesús como hijo de María —dos humanos, por tanto, pasibles, pro­
piedad que es también una verdad de fe soteriológicamente
importante— se tiene presente, claramente y con rigor, y si se advier­
te metodológicamente que esa verdad de fe es, más bien, la norma
crítica de la doctrina de la «virginitas in partu» que lo contrario, se
sigue que no es tan fácil dotar a la segunda doctrina de un contenido
que haga justicia a la primera.
Muchos elementos de la tradición de hecho tienen que ser rechaza­
dos por ser teológicamente falsos: el paralelismo con el Resucitado, por
ejemplo. Muchos elementos tradicionales muestran que hay problemas
no resueltos, sino enterrados lenta y tácitamente: por ejemplo, apenas ha
hallado una respuesta inteligible el problema que Ratramnus de Corbie
roza (PL 121,82) de cómo puede ser concebida una virginidad en el
parto como «inmunidad» de las vías maternas, siendo, así que la verdad
del parto verdadero exige que el niño —no en cualquier sitio, como el
Resucitado, sino— saliendo por las vías maternas normales vea la luz del
mundo, una cuestión que ya aparece en Juan Damasceno, PG 94,1161.
Muchos Padres acentúan, explícitamente, que el «cómo» de este
parto es un misterio. En Oriente, por ejemplo: Atanasio Gregorio
Naciancenor", Anfiloquio de Iconio ” , Crisòstomo ™, Proclo ™, Cirilo de1

1 La palabra alemana Geburt posee el doble sentido de nacimiento y parto. (Nota del traductor).
' Expos. fidei 1: PG 25,201.
" Oral. 40,45: PG 36,424 B.
: Oral, in ore. Dom. 2: PG 39,48 B.
' In nut, Christ, diem: PG 56,388.
Senno de S. Clem.: PG 65, 845 A.
«VIRGINITAS IN PARTI 185

Alejandría'"; en Occidente,Jerónimo"1y Agustín"" entre otros. Se puede


preguntar cómo es esto así, puesto que Efrén"1, Epifanio de Salamina"' y
Zenán de Verona"" creen conocer este «cómo» hasta en sus detalles indis­
cretos, y tendrían que saberlo, en el supuesto de una tradición directa y
explícita a partir de María y Cristo. Por el hecho de que la «virginitas in
partu» sea declarada como milagro, ella misma —es decir, el «cómo»—
no es ya muy misteriosa.
¿Qué decir del parto verdadero mismo, si, por ejemplo, Nacianceno"",
Epifanio"7y Zenón"s —más tarde todavía y expresamente el teólogo
Paschasius Radbertus ""— rechazan la expulsión de la placenta
como cosa indigna? El contenido exacto no se precisa de forma
completamente unitaria. Atanasio 7", Juan C risòstom o71, P roclo72,
H esiquio” , C irilo71, H ilario7’, Zenón 7", Jerónimo 77, Ambrosio 7S,

in io . Ev. 1: PG 73,21 B.
''' Horn, in Io. 1, 1-14: G. Morin, Anecdota III, 2,390. 16.
Ep. 137,2,8: PL 33,519.
Assemani II, 266, A-C, D; II 422 F [cf. L. Hammersberger, Die Mariologie der ephremischen
Schriften (Innsbruck 1938) 47ss.J
1.1 Adv. haer, cap. 78, 79: PG 42, 700-756.
"" Tract. II 8,2s: PL 11, 414-417 A.
Orat. 40,45: PG 36,424 B.
Adv. haer. II 2 (Anaceph.): 42,879 X (Pero Epifanio parece admitir en Adv. haer. Ill 2,19 [PG
42, 730 C] una apertura del seno materno como no opuesta a la virginidad).
"" Trac. Il 8: PL 11,415.
"" De part, virg. 2: PL 120,1385.
7.1 Ep. ad Epici. 5: PG 26,1060.
71 In nat. Christ, diem.: PG 56,388.
77 Orat. I 10: PG 65, 691 A (aunque, en este pasaje, Proclo, lo mismo que Epifanio, con la inte­
gridad de los «claustra virginitatis» aventura la afirmación siguiente: «Naturae quidem, portas
aperuit ut homo» y relaciona expresamente la integridad virginal con Cristo «ut Deus»),
71 Horn. I V de S. Maria Deipara: PG 93, 1466.
71 Adv. Anthropomorphe. PG 76,1129 A.
'7 De Irinitate III 19: PL 10, 87 A (donde muchos, en la discutida afirmación «ipsa de suis non
imminuta», ven el primer testimonio occidental de la «Virginitas in partu», aunque en De
Trinitate II, 24-26 [PL 10,66A-68] parece hallarse más bien un testimonio de un parto natural:
«Dei igitur imago invisibilis pudorem humani exordii non recusavit, et per conceptionem,
partum ... omnes naturae nostrae contumelias transcurrit... Quia omnia continet, humain
partus lege profertur»).
' Tract. II 8,2: PL 11,415 A.
77 Comm, in Ez. 44,3: PL 25, 430 A; C f J. Niessen, Die Mariologie des hl. Hieronymus (Münster
1913) 141-144.
■- De inst. virg. 8,53: PL 16,320 A-B.
186 CRISTOLOGIA

Agustín 7", Rufino s", Gaudencio M, Máximo s2, Gregorio Magno s-‘
hablan explícitamente de la inmunidad del himen o de las vías mater­
nas. Pero sólo Efrénsl, Epifanio CiriloSli, ZenórC7, Máximo y Pedro
Crisólogo S!l se refieren a la ausencia de dolor en el parto y sólo
Gregorio Nacianceno, Epifanio y Zenón (cf. los lugares recién cita­
dos) a la carencia del momento posterior al parto normal, la expulsión
de la placenta, y Efrén, Anfiloco, Juan Crisòstomo, Proclo, Hesiquio,
Teodoto y Cirilo no hablan para nada de la cuestión; pero ninguno de
los Padres lo afirma explícitamente.
Es interesante que Efrén para salvar claramente el verdadero
parto —en «imagen de una concha»— piense, incluso, en una especie
de restitutio in integrum, después de que el parto discurrió normal­
mente. El hecho de que Jerónimo sea el primero en rechazar
expresamente una de las fuentes más antiguas de la doctrina del parto
virginal, los apócrifos —cf., por ejemplo, la fábula de la comadrona '1—,
es también notable. La primera «fuente» —en el sentido de una pri­
mera reflexión teológica—fueron precisamente los apócrifos. Como
en la Asunción.

7" Ep. 137,2,8: PL 33,519.


s" Comm. Sym.\ PL 21,349.
sl Sermo 9: PL 20,900.
s~ Sermo 53: PL 57,638.
s; In Svang. hont. II 26,1: PL 76, 1197.
Sl Assemani II 266 C.
s‘ Adv. haer. I, 2,20: PG 41,438
In Le.: PG 72, 489 C.
s' tra d . 11 8,2: PL 11,417.
s\H o m . 5: PL 57,235 0 .
Sermo 117: PL 52, 520.
mAssemani II 266 C; d ’. P. Krüger («Die somat. Virginità! der Gottesmutter im Schrifttume
Ephrams des Syrers»: Alma Socio Christi V 1: Ada Cougr. Ma riolog. -ma ria n. Romae 1950
IRoma 1951] 46-86) que no se detiene a examinar la afirmación en la imagen de la concha.
"l Contra Helv. 8: PL 23, 192; Comm in Mi 13,50: PL 26,84. Sobre el paralelismo entre el
«uterus clausus» y la «puerta sellada» en Ez: A. Kassing, «Das verseliolossene Tor, Ez
44,1-3»: WiWei 16 (1953) 171-190.
«VIRGINITAS IN PARTU» 187

III

Si en nuestra cuestión es acertado el principio metódico de que, con­


tra la primera apariencia, en la «virginitas in partu» se trata de una
verdad contenida en la predicación apostólica sólo de manera implícita,
surge entonces la cuestión de dónde deba haber estado implicada tal doc­
trina. También a propósito de esta cuestión en la que se decide,
naturalmente, la concepción desarrollada de la evolución dogmática de
esta verdad sólo podemos hacer aquí unas cuantas advertencias sin que
tengan la pretensión de ser una respuesta, en todos los sentidos, a la
cuestión planteada.
a) También en la predicación apostólica es María —a pesar de la
matización hecha antes— un tema verdaderamente teológico, no sólo un
pormenor inevitable en las noticias biográficas no pretendidas, pero
ineludibles, sobre Jesús. Esto aparece en la teología contenida en el evan­
gelio de Lucas y en el Apostolicum. Tal mariología apostólica posee una
concepción dogmática fundamental sobre la que cabe reflexionar, aun­
que ella misma no esté formulada quizás de una manera muy refleja. No
es éste el lugar de detenerse a ver cómo podría formularse más rigurosa­
mente tal concepción fundamental9'. Pero, en todo caso, María es la
persona que pertenece a la historia de la salvación como tal, de la que,
por tanto, co-dependemos en nuestra salvación, en cuya maternidad
libre, humano-total —no sólo biológica, y así infrahumana —en fuerza

‘ Para nuestro objetivo y el examen limitado que aquí proponemos basta con preguntar simple­
mente a la totalidad de la mariología restante sobre el origen de la «virginitas in partu». Al
hacerlo es, naturalmente, posible que con ello enunciados de la mariología se conviertan en pre­
misas de nuestra doctrina, las cuales, a su vez, en una perspectiva histórico-dogmátiea, tienen
que ser referidas a los datos originales de la mariología apostólica. En este sentido, es verdad que
lo único que se hace es diferir el problema. Pero se difiere —en una intelección auténtica ,
desde la naturaleza misma de la realidad, refiriéndole a doctrinas que aquí no pueden ser trata­
das temáticamente, aunque en una mariología de conjunto haya de hacerse.
(11., por ejemplo, }. Bover, «El principio mariológico de analogía»: Alma Socia Christi XI 1-15
(Acta Congr. Mariolog.-matian. Romae 1950) Roma 1951; K. Rahner, «Le principe fondamen­
tal de la théologie mariale»: RSR 42 (1954) 481-522 (7rad. Theological Digest 4 \ 1956) 71s);
P. Sánchez-Géspedes, El misterio de María. Mariología bíblica. I: El principio fundamental
(Santander 1955); P. Mahoney, «The Unitive Principe of Marian Theology»: RT 18 (1955)
445-479; C. Dillenschneider, Le principe premier d ’une thelogie mariale organique (Paris 1955);
A. O. Patfóort, «”Le” principe premier de la Mariologie?»: Ilev. PhJ 41 (1957) 445-454.
188 CRISTOLOGIA

del libre llegar, brotado de una iniciativa de gracia puramente divina, del
Logos como nuestra única salvación, fue aceptada libremente para María
y para todos nosotros esa salvación escatològica. María misma se convir­
tió así, en la encarnación de esa salvación definitiva nacida «de María»,
en el prototipo consumado de la redención y del comienzo nuevo y abso­
luto en carne y espíritu ".
Sea cual sea la formulación más precisa de dicha imagen fundamen­
tal, podemos afirmar, en todo caso, que el parto activo —el dar a luz— no
es simplemente un suceso biológico que pudiera ser igual en hombres
interiormente distintos, por ser sólo un suceso parcial en el ámbito de un
hombre. El parto es, por el contrario, y tiene que ser considerado, consi­
guientemente, como un acto humano-total que, por tanto, en la forma en
que es constituido, padecido y experimentado, afirma la totalidad de la
persona humana que lo realiza'’’.
Si se supone este concepto humano-total del parto a c t i v o h a y
que decir por lo pronto inequívocamente en un enunciado formal
antropológico-teológico: el parto activo en María responde a su ser. Y
como esta su realidad total es irrepetible, obra de la gracia y milagrosa,
hay que decir eo ipso lo mismo de su parto. Pero con ello hemos con­
seguido ya la justificación fundamental de una apreciación teológica de
su parto, y en cuanto a lo demás puede preguntarse si el concepto exac­
to de la «virginitas in partu» sólo se logra cuando, se posee un

En tanto redimida así de manera radical y perfecta es la «inmaculadamente concebida», en tanto


nuevo comienzo radical en espíritu y carne es la que concibe virginalmente. Y de tal manera que
—como perfectamente redimida— es absorbida por esa función suya en la historia de la salva­
ción totalmente y para toda la vida: función jerárquica y persona coinciden.
1,1 En determinadas circunstancias también la impotencia de la persona para aprehender los sucesos
apersonales y para ajustarlos en la totalidad del ser entendido libre y personalmente, en la «existen­
cia» propiamente tal, para «entenderlos» a partir del núcleo del ser, para «emprender» con ellos algo,
para expresarse en ellos, para imprimirles su sello. Cf. Rahner: «Sobre el concepto teológico de con­
cupiscencia»: Escritos de. ‘Teología I (Ediciones Cristiandad, Madrid 2000).
11 El fallo de Mitterer consiste, desde un punto de vista formal, en que sólo conoce un concepto
biológico, limitado regionalmente, del parto y por eso está, de antemano, ante la alternativa de
aducir y conceder determinadas peculiaridades materiales de tipo milagroso en el parto de
María o no poder aducir para el parto como tal ninguna peculiaridad característica - al menos
en el esquema formal - por la que se distinga de los otros partos. En tal caso se ve forzado a
construir tal diferencia —que, a causa de la tradición, no se atreve a negar totalmente pura­
mente «ab extrínseco», a saber: a partir de la concepción virginal, de la que, sin duda, el parto
como tal —y a éste se refiere la tradición tiene que ser distinguido.
«VIRGINITAS IN PARI’!)» 189

contenido material, biológico-concreto e inequívoco de tal concepto, o


si el contenido material e inmediatamente decible del concepto no
puede ser esperado fundamentalmente precisamente del punto de par­
tida histérico-dogmático de la doctrina —de su mero estar contenida
implícitamente en la revelación original— y del ser de Maríaí>7 que en
todo caso se expresa en la forma de su parto.
Si la respuesta a esta cuestión tiene que ser negada, a partir de la
esencia de la realidad, una determinación meramente formal de la doc­
trina que no pueda expresarse, sin más, en enunciados tangibles y
accesibles inequívocamente a la concepción, no es un argumento contra
esta teoría, sino a su favor. Y, en definitiva: tampoco hemos llegado toda­
vía al fin de la posible interpretación del esquema formal.
b) Se puede objetar, naturalmente, ya en este punto de nuestras pre­
cisiones, que en la perspectiva aludida se hace ver, quizás, que el parto de
María —en sentido activo— es justamente el de María como tal, que es
«mariano», pero no que sea virginal. A lo cual hay que contestar con otra
pregunta: ¿está claro qué significa «virginal» aplicado al parto? Presencia
o carencia de dolores no tiene, indudablemente, nada que ver con el con­
cepto de «virginidad». (Con lo cual podemos dejar abierta la cuestión de
si tales dolores se dieron o no). Pero la «integridad corporal», al menos a
partir del concepto, sólo puede tener en serio algo que ver con la «virgi­
nidad» en tanto ésta depende (también) del acto sexual, pero no en
cuanto tiene alguna relación con el parto!,s.
« Virginitas in partu» es, por tanto, en todo, caso y considerado en
pura analítica conceptual, un concepto problemático en sí. En todo caso,
lo que la doctrina tradicional supone como dato concreto de contenido

' Por «ser» entendemos siempre, naturalmente, la realidad total, concreta, irrepetible, natural y
sobrenatural, personal y en la economía de la salvación de María. Ahora bien, si dicho ser es
esencialmente misterio, y también a causa de la duplicidad dialéctica de lo <]iie siempre hay que
decir de María (del género de los pecadores —comienzo de la nueva creación redimida, consti­
tuida bajo la ley del dolor y de lo cotidiano , liberada de la concupiscencia de la carne, etc.),
no hay que esperar, entonces, de antemano, que los enunciados sobre su parto puedan poseer la
chata adialéctica inequivocidad y carencia de misterio que muchos «beatos» parecen tener, a
veces, por la teología más piadosa y ortodoxa.
En este aspecto Mitterer tiene completamente razón. Su posición empieza a hacerse problemáti­
ca cuando supone, más o menos tácitamente, que las características del parto de María afirmadas
por la tradición no pudieron darse, si no pueden deducirse del concepto de la virginidad.
190 CRISTOLOGIA

del parto de María no, puede deducirse de ese concepto —lògicamente


previo—, sino que éste puede ser tenido, a lo sumo, por un resumen ulte­
rior, no muy feliz, de lo que aliunde se sabe sobre el hecho. Surge, por
tanto, en todo caso la cuestión de cuál sea el fundamento objetivo unita­
rio a partir del que eventualmente puedan ser conocidos esos
pormenores.
Analizando la tradición más atentamente se ve también inmediata­
mente que no procede así en su razonamiento: María es virgen en el
parto. Ahora bien, al concepto de «virgen» le corresponde, evidente­
mente y sin duda, esto y lo otro. Luego, esto y lo otro es peculiaridad
de María en el parto. La argumentación de los Padres puede dar a
veces la impresión de que procede así. Pero eso no es más que su
apariencia pedagógico-dialéctica. Pues no hay más que preguntarse
de dónde se sabe que María —en este sentido— tiene que haber sido
«virgen» en el parto, si se puede afirmar en serio que el contenido de
esta doctrina —piénsese como se piense— se deduce del concepto
abstracto de la virginidad, revelado lógicamente antes, o si no hay que
echar mano, más bien, para probar el contenido de tal concepto, a
argumentos en decet deducidos de la dignidad de la Madre de Dios y
otros capítulos por el estilo, no del concepto formal de la virginidad.
Y entonces se ve fácilmente que esta objeción, aparentemente tan
clara, es infundada.
Esto supuesto, se puede contestar también a la objeción: «la Virgen»
en estos enunciados «supone por» María sencillamente en su realidad
plena. Decir que María es «la Virgen» en el parto significa, por tanto, jus­
tamente lo que decíamos: que el parto de la Virgen santa corresponde al
ser irrepetible, según gracia, inserto en la historia de la salvación con
carácter milagroso, de la Virgen santa en su totalidad.
Con esta determinación formal, lograda en lo dicho hasta ahora, de
la peculiaridad del parto no hemos de darnos por satisfechos todavía,
aunque ya podemos decir que hemos conseguido una intelección —bien
que formal— del enunciado tradicional y así un contenido «entendido»
de la doctrina, aunque no le logremos seguir llenando materialmente "1.

En este punto nos parece, por ello, que lia sitio dada ya una cierta respuesta aunque sólo íór-
nial a la cuestión que dejamos abierta al principio al exponer la teoría de M. Schmaus.
«VIRGINITAS IN PARTI! 191

La cuestión es, por tanto, la siguiente: ¿qué elementos singulares de


la intelección total de la Iglesia pueden hacerse valer en concreto, a par­
tir de los cuales pueda conseguirse una intelección de la doctrina, más
rica de contenido?
Uno de los momentos que, sin duda, tiene que ser nombrado aquí es
la integridad de María, es decir, que la Santísima Virgen estaba libre de
la concupiscencia. Aquí hemos de proceder cautelosamente. Por diver­
sas razones. Por lo pronto, la doctrina de la integridad de María no es
más explícita y perceptible, en la tradición apostólica en cuanto tal, que
la doctrina que nos ocupa. Consecuentemente, la advertencia metódica
hecha más arriba tiene que hacerse valer aquí.
Pero aunque esta dificultad metódica, y con ello objetiva, debe ser
claramente tenida en cuenta, se puede decir, sin embargo: aun cuando
en la explicación de la antigua Iglesia de una intelección global del ser
y de la posición de María en la historia de la salvación, acuñada en
determinados enunciados singulares, el tránsito de esta intelección
global a un enunciado singular preciso no hubiera o haya seguido el
camino por otro enunciado determinado que hoy suponga para nos­
otros el puente de intelección casi insoslayable no es éste ningún
argumento contra el hecho de que nosotros, de tal forma, interprete­
mos exactamente no sólo la intelección de fe de la Iglesia, sino
también la de la Iglesia antigua1111.

En la unidad espiritual de la conciencia con sus muchos contenidos de carácter más o menos
explícito, con sus conexiones, que pueden ser conscientes también más explícitamente o en
forma global, es éste, incluso en el ámbito profano, un fenómeno cotidiano. Con otras palabras:
en la lógica concreta de la vida el resultado puede alumbrar ya claramente, incluso en un autén­
tico hallazgo de la verdad, antes de que todas las razones objetivas estén dadas con el mismo
carácter reflejo, aunque subjetivamente eran también eficaces. Y este subjetivo devenir -eficaz
de tales razones objetivamente eficaces'- no es desmentido tampoco por la observación de que
el rápido y espontáneo hallazgo del resultado (exacto) que aparentemente salta por encima del
proceso conceptual objetivamente válido fue excitado y estuvo iluminado también por tales pre­
ferencias subjetivas, desviaciones de atención, por tal condición espiritual subjetiva del tiempo
respectivo, que no pueden exigir para sí el derecho de permanente vigencia. Todo ello puede
darse plenamente del lado humano de la evolución del dogma.
En una mariología amplia habría que mostrar que, y por qué en la intelección de la mariología
de la antigua Iglesia está contenida la doctrina de la integridad -concebida ésta exactamente, es
decir, no milagrosa y paradisíacamente, sino en tanto «infralapsaria»— y de forma que, incluso
en estado de una conciencia inarticulada y global pudo obrar la explicitación de la doctrina de
que aquí nos hacemos cuestión.
192 CRISTOLOGIA

Hay que ver todavía claramente, desde luego, una segunda dificultad
para que del concepto de integridad no se deduzca una falsa consecuen­
cia. El estar libre de la concupiscencia, lo mismo que en Jesús mismo,
tiene que ser concebido aquí como «infralapsario». Con ello no es María
inferior, sino superior, pero no debe ser considerada tácitamente desde
el Paraíso y desde Adán, sino que debe ser concebida a partir de Cristo.
En tal caso aparece como fuerza de la integración moral plena del ser
total —y en este caso del ser sujeto al dolor y a la muerte— en la decisión
de la persona
Lo que con esta advertencia quiere decirse se verá inmediatamente. El
punto de partida a que nos referimos puede formularse bíblicamente en los
siguientes términos: la forma concreta del parto aparece, según el testimo­
nio de la Escritura (Gn 3,15), como un hecho que, junto a su estructura y
su sentido humanos, positivos y queridos por Dios, comporta también en
sí —en realidad como todo lo demás del mundo1,l:i— el estigma del pecado
y de la muerte como poderes mundanos generales Pero si María es madre
del Verbo redentor de Dios, si su parto, en tanto parto de la sin-pecado,
corresponde al nuevo comienzo del mundo, no puede llevar en sí tal estig­
ma. Dicho parto tiene que ser «de otra forma». La Virgen, que al estar libre
de la concupiscencia integra plenamente, aunque de forma infralapsaria, los
sucesos pasivos que caen dentro del ámbito de su vida en la decisión radi­
cal de su persona, que es capaz de convertir lo experimentado pasivamente
en pura expresión de su decisión activa, no concibe el suceso pasivo del
parto (activo) del mismo modo que quienes experimentan siempre lo que
acaece en ellos por obra de los poderes vitales en el mundo como lo extra­
ño, limitante, lo que dispone de ellos mismos con perjuicio de su libertad.

IJCf. Rahner, «Sobre el concepto teológico de concupiscencia». De inmediata aparición y mucho


más radical: J. B. Metz: Der Begriff der Konkupiszenz bei Thomas von Aquin (München 1961).
;Pero en los actos más hondos y centrales —vistos en tanto humano-totales- esta ley del pecado
y de la muerte aparece en su máxima agudeza y contradicción. Y por eso justamente también
cuando acaece el hecho de la constitución libre de nueva vida propia y responsable y de la afir­
mación del hombre contra la ley de la muerte provocada por él mismo. Cf. Rahner, Zur
Theologie des Todes (Freiburg de Br. - 1959).
" El sentido teológico de esta palabra tiene que ser formulado así porque si, de fórma no mediata
y materialmente, se reflexionara sobre los «dolores de parto» podría provocarse la impresión de
vaciedad de sentido del enunciado del Génesis, ya que tales dolores de parto no se dan siempre
y está permitido moralmente combatirlos.
«VIRGINITAS IN PARTU» 193

No digamos demasiado pronto y a vista del texto del Génesis (3,15):


luego dicho parto estuvo libre de dolores. Incluso quien, con la impre­
sión de llevar a sus espaldas la tradición entera y poder alcanzar ahora
incluso, desde el punto de partida desarrollado aquí, esta posición, la
formule así, tendrá que dejar que le pregunten si sabe tan exactamente lo
que el dolor es, cuándo y en qué forma un dolor es verdaderamente
expresión del pecado y no precisamente de la naturaleza sana, de la exu­
berancia de vida, si sabe cómo se constituye estructuralmente un dolor a
base de componentes puramente fisiológicos y de una actitud espiritual
fundamental. De modo que puede preguntarse cómo haya que entender,
entonces, bajo esta mirada penetrante a la complejidad del concepto de
dolor, la tesis de la liberación de los dolores. (Es decir, ¿es ahora lo fisio­
lógico de otra manera o sólo su interpretación personal, que es un
momento intrínseco del dolor experimentado?)
¿Puede, por ejemplo, un dolor de parto, que presta un servicio a
la vida ser situado antropológica y teológicamente, sin ninguna
distinción en el mismo orden que un dolor causado por una inter­
vención adversa a la vida y por una acción éticamente errada "“P ¿Se
valora en este contexto el pasaje de Juan (9,1 ss)? ¿Se presta atención
suficiente al hecho de que la ausencia de dolores en el parto no tiene,
por qué ser ningún milagro, que la integridad de María es una inte­
gridad infralapsaria, es decir, que se realiza en y a través de la ley del
padecimiento y del dolor, cosa que no ignora la doctrina cristiana de
María, reina de los mártires, madre de los dolores y glorificada pasan­
do por la muerte?

1'No hay duda que como tal Tomás, por ejemplo, lo interpretó mal fisiológicamente y precisa­
mente a propósito de nuestra cuestión (Summa Theologica III q. 35 a. 6; III q. 28 a. 2; cf.
también Summa contra gentiles IV, c. 45). Él piensa que se origina por la apertura violenta de las
vías maternas y su lesión. Pero, en realidad, cuando tal dolor existe, es un fenómeno concomi­
tante normal de la actividad de la madre, de la expulsión del niño mediante la contracción del
seno materno. Está, por tanto, mucho más cerca de lo que antes se creía del parto activo, que no
se le puede negar a María. Antes se podía negar, sin pararse a distinguir más, con mayor des­
preocupación que hoy.
""'Me parece que Mitterer pasa por alto esta distinción esencial cuando piensa que, a partir del
concepto de la «Madre de los Dolores», se puede comprender ya los dolores de parto de María.
Los teólogos excluyen, por ejemplo, también las «enfermedades» de Jesús -en realidad, ¿cuán­
do se está «enfermo»? , siendo así que no quieren negar sus padecimientos internos, aunque
causados por intervenciones externas adversas a la vida y a la moral.
194 CRISTOLOGÌA

De todas estas preguntas no respondidas no se sigue simplemente


que, con Mitterer, haya que atribuir positivamente a María los dolores
del parto. Podemos decir, incluso, que de nuestro punto de partida fun­
damental algo se sigue con certeza: el aspecto subjetivo experimentable
del parto fue en María distinto al de los demás seres humanos. Si se dice
que este aspecto de un acto que sirve a la vida sólo puede ser sentido,
como «dolor» en sentido propio por un hombre concupiscente —porque
sólo éste puede experimentar lo que le acaece con plenitud de sentido
como contradictorio a su actitud fundamental, y así doloroso, y por eso
no-integrado y extraño—, en este supuesto y en este sistema de concep­
tos, se puede y hay que decir que María no tuvo «dolor» en el parto, sin
que esto suponga que se ha decidido nada sobre el aspecto puramente
fisiológico del acto. Pues imagínese como se imagine ese aspecto fisioló­
gico, lo decisivo es cómo se acopla ese elemento en el todo de una
persona y su conducta y cómo recibe de ahí su última determinación.
Como el todo de la persona de María era esencialmente distinto —por el
milagro, de la gracia—, el todo y, por ello, cada momento de su parto,
también como tal —naturalmente de tipo humano-total—, es otro que en
los hombres pecadores.
Pero justamente desde ese mismo punto de partida puede verse que,
por lo menos, hay que proceder muy cautelosamente si se quiere imagi­
nar más precisamente ese «ser-de-otra-manera». Entonces se llega a la
necesidad de tener que mantener simultáneamente posiciones dialécti­
camente opuestas: el verdadero comienzo nuevo en medio de la
verdadera, paciente recepción de lo viejo en espíritu y carne es el sello de
la economía de salvación de Cristo. Difícil o imposiblemente pueden
ajustarse, de forma unívoca, esos dos aspectos. Esto tiene valor también
aplicado a María en tanto ella da a luz al Señor.
En este contexto hemos de llamar la atención todavía sobre otra difi­
cultad. Parece que en la época patrística sólo Hesiquio de Jerusalén se
refiere explícitamente al pasaje del Gn 3,16 a propósito de nuestra cues­
tión ",7. Esta observación de W. Zauner será acertada. Pero se podrá decir
tranquilamente: siempre que los dolores del parto son tenidos como rea­
lidad que no-debiera-ser y, por ello, le son negados, como indignos de

" Hom. de S. Maria Deipara IV: PG 93,1454.


«VIRGINITAS IN PARTU: 195

Maria o no convenientes —aunque no pierden de vista que María tuvo


que padecer otros dolores en su vida—, ese dolor es considerado, cierta­
mente, bajo la interpretación total de la existencia humana que valora
todos esos sucesos como índice de la condición pecadora de la existencia
humana. Pues ¿por qué otra razón podría negársele a María tal dolor?
¿Por «desagradable»? Entonces tendría que haber faltado en todas las
situaciones de la vida de María. ¿Por no estar de acuerdo con el parto
gozoso? Pero entonces, ¿por qué no acudieron los Padres a Jn 16,21?
Además, habrían tenido que negar al Niño el dolor del nacimiento, del
establo, etc., y sin embargo, al menos en general, no lo hicieron. Se puede
por tanto, aunque no se cite expresamente, aceptar como trasfondo de los
theologumena de los Padres la intelección del parto de Gn 3,16. Porque
en este parto no jugó ningún papel la carne del pecado (cf. también Jn
1,13), porque aquí se hace un nuevo comienzo, no pueden imaginarse los
Padres, y con razón, que aquí pueda ser todo como en los demás partos.
Y por eso niegan el «dolor». Aunque al hacerlo quizá no afinen los mati­
ces teológicos y no deduzcan sus consecuencias con todas las cautelas
precisas, el trasfondo de su razonamiento es el que hemos intentado expo­
ner aquí procediendo algo más reflejamente.
c) ¿Y qué decir ahora, desde esta perspectiva, de los otros pormeno­
res con los que la tradición intenta explicarse el carácter diverso del parto
de María? Ya dijimos antes que no todo lo que en la tradición se refiere
a este punto puede ser considerado, sin más, como dogmático y cierta­
mente obligativo. Pero aun prescindiendo de ello, hay que preguntarse
una vez más qué supone, en realidad, el concepto de la «integridad cor­
poral» y qué se sigue de él. Si se considera como concepto revelado
previamente a los datos singulares, de modo que sólo haya que sostener
lo que de él se puede deducir, es difícil decir lo que, en realidad, implica
y si lo que suele deducirse de él se sigue verdaderamente.
¿Es, por ejemplo, una dilatación normal de las vías maternas, en un
parto completamente normal, una lesión de la «integridad corporal»?
¿Quién se atreverá a afirmar esto apodícticamente? ¿Se puede aplicar a
los pasos de un parto normal el concepto de «lesión», de «quebranto»
(corruptio)? Y en caso afirmativo, ¿lesión y corruptio de qué? ¿De la
«virginidad» o de una intocada salvedad corporal?
Todo esto es en sí problemático y apenas proporcionará, de forma
verdaderamente evidente, los datos concretos buscados, pero creemos
que resultará suficientemente claro después de haber leído el conjunto
196 CRISTOLOGIA

de lo que Mitterer afirma y las precisiones expuestas aquí. Pero si un teó­


logo renuncia decididamente a todos esos ensayos y se coloca en la
posición de que los pormenores que la tradición suele aducir —libera­
ción de los dolores, permanencia del himen, el «sine sordibus», que en los
Padres se refiere, sobre todo, a la expulsión de la placenta— no pueden
deducirse seriamente de ningún otro sitio, y los tiene, sin embargo, por
datos que hay que afirmar en la fe, tiene entonces que ser consecuente y
decir: esos datos coma tales han sido explícitamente revelados y han sido
reunidos después en el concepto general y más amplio de «integridad»
—de la virginidad, del cuerpo, etc.—.
Pero ¿hay un teólogo que se atreva hoy a afirmar tal cosa? ¿Cómo
explicaría las fluctuaciones de la tradición al referirse a esos pormeno­
res? ¿Puede afirmarse esto, por ejemplo, también del tercer elemento
que suele enumerarse? Pero ¿por qué habría de tener él menos vigencia
que los otros? ¿No se va a parar así a una concepción docetista del parto?
¿Por qué han de ser otros hechos fisiológicos, que la tradición adscribe
a María sin reparos de ninguna especie, menos «inconvenientes»: los sín­
tomas del embarazo, la lactancia del Niño, etc.? Pero si se conceden esas
«sordes», ¿por qué tienen más peso los otros dos pormenores, a partir de
la realidad misma y de la tradición?
Ahora bien, si se consideran todas estas dificultades y cuestiones no
resueltas, no se podrá decir que estamos inequívocamente ante la nece­
sidad de poder deducir, y deducir de hecho, tales pormenores a partir de
nuestro principio y punto de partida, o que hemos de rechazar tal punto
de partida por insuficiente y por injusto con la tradición. Por eso no deci­
mos, como Mitterer: tales pormenores no existieron ciertamente. Lo
único que decimos es que la doctrina de la Iglesia afirma con el núcleo
real de la tradición: el parto (activo) de María —visto desde el Niño y su
Madre— lo mismo que su concepción, desde la realidad total, en tanto
acto humano total de esta «Virgen», corresponde también en sí mismo
—y no sólo a partir de la concepción, como pretende Mitterer— a tal
Madre y se da por ello irrepetible, milagroso, «virginal», sin que tal
enunciado, que en sí es inteligible, nos proporcione la posibilidad de
deducir de él ciertamente y con carácter obligativo para todos afirmacio­
nes sobre otros pormenores concretos de dicho acto.
DOCTRINA DE LA GRACIA
I

NATURALEZA Y GRACIA1

Del tema «naturaleza y gracia» se ocupan hoy en día en general sólo


«círculos muy especializados». Pero, al menos ahí, se habla de él repeti­
das veces y no sólo cuando en las tesis escolares no puede evitarse hablar
de él. Sobre tal tema se habla con pasión. Se advierte que no se está de
acuerdo en todo y que la controversia no es sólo una disputa escolar. Es
una buena señal. Pues desde el reflujo hasta la esterilización de la con­
troversia entre la teología católica y la protestante en el siglo XVIII, y
desde la recuperación —en la neoescolástica— de la teología escolástica
tradicional al superar la escuálida teología de la Ilustración en el siglo
XIX, se creyó durante largo tiempo que la discusión sobre el tema «natu­
raleza y gracia» se había concluido ya, que se estaba de acuerdo y que se
sabía también aproximadamente todo lo que sobre el particular era
digno de saberse.
Al intentar exponer esta intelección corriente de la naturaleza y la
gracia en la teología postridentina y neoescolástica hay que subrayar que
se trata, verdaderamente, de la intelección corriente. A la teología actual
le pertenece, desde luego, la riqueza total del ayer y de todos los tiempos
pasados. En la Iglesia nada se olvida por completo. Y en la teología la
verdad explícitamente dicha posee siempre un cúmulo inmenso de
implicaciones en sí que —aunque de forma no expresa— le pertenecen.
Por eso, se puede acusar fácilmente de injusticia y deformación del asun­
to a la exposición de una intelección corriente de una cuestión en la
teología escolar al uso. Y, sin embargo, tal intelección corriente existe. Y

Se entiende de por sí que las referencias bibliográficas sólo pueden ofrecer una selección muy
reducida e inevitablemente arbitraria de los escritos dogmáticos e histórico-dogináticos sobre la
doctrina de la gracia. En general sólo puede tratarse de una selección de lo aparecido en los últi­
mos dos decenios.
200 DOCTRINA DU LA GRACIA

para la vida en la Iglesia tiene, frecuentemente, más importancia que los


conocimientos más elevados que sólo algunos poseen.
¿Cómo entendió corrientemente la neoescolástica la relación entre la
gracia sobrenatural y la naturaleza? Para ver esta intelección en su peculia­
ridad —que, en realidad, no tenía conciencia clara de sí misma— hemos de
partir de una concepción en la doctrina de la gracia que, aparentemente,
sólo atañe a un problema teológico marginal. La gracia propiamente sobre­
natural, por la que el hombre es justificado y capaz de actos eficaces en
orden a su salvación, fue considerada como una realidad en sí totalmente a
extramuros de la conciencia. Pero esto no es más que una opinión escolar
que, incluso, nunca dejó de ser cuestionable. Pues la teología tomista
defendió siempre que un acto sobrenatural posee un objeto formal que
nunca puede ser logrado por un acto meramente natural; pero la opinión
escolar contraria era la que imperaba y la que determinó la mentalidad
corriente: la gracia sobrenatural óntica es una realidad sobre la cual algo se
sabe por la doctrina de la fe, pero ella misma es totalmente inaccesible, no
es capaz de hacerse perceptible en la vida consciente, personal del hombre.
El hombre, que sabe de su existencia por la fe, tiene que referirse, cierta­
mente, a ella, tiene que preocuparse —por medio de actos morales y
recepción de sacramentos— de poseerla, tiene que valorarla como la deifi­
cación de su ser y como prenda y supuesto de la vida eterna. Pero el ámbito
dentro del cual el hombre es cabe sí mismo, se experimenta a sí mismo y
vive, no está lleno —por lo que hace a los datos de su conciencia— por esta
gracia. Lo que de sus actos espirituales y morales él experimenta como su
propia realidad —a diferencia de los objetos, distintos de tales actos, a que
intencionalmente aspira— es exactamente igual a como sería y podría ser
si no existiera una «elevación» sobrenatural de dichos actos.
La gracia en sí misma, por tanto, en esta concepción, que es la más
difundida, es, por lo que respecta a la existencia consciente del hombre
moral y espiritual, un segundo piso añadido, a extramuros de la con­
ciencia, aunque, naturalmente, también es un objeto sabido de su fe y,
en tanto lo supremo y divino, es reconocida como lo único que en el
hombre posee virtud de salvación. Parece también que esta concepción
es, evidentemente, la verdadera: del propio estado de gracia no puede
saberse nada —o sólo se puede deducir algo con cierta probabilidad
indirectamente a base de algunos indicios—, de la gracia no se «nota»
nada, o a lo sumo sólo algo de las ayudas, en sí naturales, de la gracia
«sanante» al cumplir la ley natural.
NATURALEZA Y GRACIA 201

La experiencia más sencilla y la doctrina del Concilio de Trento2


(Dz. 802; 805; 825; 826) parecen dar inequívocamente la razón a esta
opinión que se presenta casi como evidente. Según ella, parece, natural­
mente, que el ámbito dentro del cual nos somos dados a nosotros
mismos obrando espiritual y moralmente es sencillamente idéntico a la
dimensión de la «naturaleza» en sentido teológico. Tal estado se con­
vierte abiertamente en definición de lo que se tiene a la vista al hablar de
la naturaleza; es lo que, sin la revelación verbal, experimentamos de nos­
otros, pues esto es naturaleza y sólo naturaleza.
Y viceversa: sólo la naturaleza y sus actos constituyen la vida que
nosotros experimentamos como nuestra. Sólo con los elementos de los
conceptos naturales, modos de comportarse, etcétera, disponemos tam­
bién los actos en los que intencionalmente nos referimos a las realidades
de los misterios revelados de Dios y que sabemos como «ónticamente»
—pero sólo así— sobrenaturalmente elevados. La «iluminación» sobre­
natural, el «impulso» moral y la «inspiración» para obrar bien, la «luz» de
la fe, los soplos del Espíritu de Dios, tales conceptos y otros parecidos de
la Escritura y de la tradición —unción, suspiros del Espíritu, etc. —, que­
dan reducidos a esta elevación meramente entitativa de nuestros actos
éticos naturales o a influjos en sí naturales de tipo psicológico, pero con­
cebidos en el ámbito de una providencia de Dios orientada a la salvación
sobrenatural.
Brevemente: la relación entre la naturaleza y la gracia se concibe de
forma que aparecen éstas como dos estratos cuidadosamente colocados
el uno encima del otro y que se compenetran lo menos posible.
Consecuentemente, la ordenación de la «naturaleza» a la gracia se conci­

ci'. a propósito de tal doctrina, por ejemplo: A. Stakemeier, Das Konzil von Trient über die
Heilsgewissheit (Heildelberg 1947); V. Heynck, «Das Votum des Generals der Konventualen
Bonaventura Costaeciaro vom 26. Nov. 1546 über die Gnadengewissbeit»: FT (1949) 274-304,
350-395; Fr. Buuck, «Zum Rechtfertigunsdekret. Die Unterscheidung zwischen fehlbarem und
unfehlbarem Glauben in den vorbereitenden Verhandlungen»; Fr. J. Schierse, «Das Trienter
Konzil und die Frage nach der christlichen Gewissheit» ambos artículos en: Georg »Schreiber,
Das Wellkonzilvon ‘Trient I (Freiburg de Br. 1951) 117-167; G. M. Lachance, «L’homme peut-il
savoir, qu’il a la grâce?»: RUnOtt 24 (1954) 65-92; M. Guérard des Lauriers, «Saint Augustin
et la question de la certitude de la grâce au Concile de Trente»: Augustinus Magister (Congrès
International Aug. 1954). Communications Tom. 2, 1057-1067; L. M. Poliseno, «I Carmelitani
e la certezza dello stato di grazia nel Concilio Tridentino»: «Carmelus» 1 (1954) 111-145.
202 DOCTRINA DE LA GRACIA

be con la máxima negatividad: es verdad que la gracia es, efectivamente,


un perfeccionamiento no-superable de la naturaleza; es verdad que Dios,
como Señor de esta naturaleza, puede exigir del hombre que se someta a
su voluntad, existente de hecho, de un fin y una vida sobrenatural para el
hombre, y que se abra a la gracia, pero, para ello, la naturaleza no tiene
nada más que una «potentia obioedientalis», concebida en un sentido lo
más negativo posible: la mera no-contradicción de tal elevación de la
naturaleza.
De por sí la naturaleza se perfeccionaría sin dificultad ninguna y
armònicamente en su propio ámbito y en un fin último meramente
natural sin un encuentro inmediato con Dios en la visio beata.
Cuando se encuentra consigo misma en una inmediata posesión de sí
—que pertenece a la esencia del espíritu: reditio completa in seipsum—
lo hace como si fuera una «naturaleza pura». De una mera naturaleza
se distingue, según el conocido axioma —sobre el que se puede opi­
nar como se quiera—, sólo «sicut expoliatus a nudo». Teniendo en
cuenta que la «expoliación» es concebida tácitamente como un
momento sólo extrínseco al estado de falta de la gracia santificante,
como un momento de la referencia de tal falta a un decreto de Dios,
que «exige» la posesión de la gracia, y a una causa histórica del pasa­
do —la culpa de Adán—, pero no como si la falta de la gracia en
ambos casos —mera naturaleza y naturaleza caída— fuera en sí misma
distinta.
Tal concepción corriente no podría ser declarada libre de un cierto
«extrinsecismo» —como ha sido denominada—, suponiendo que puede
hacerse ver que pueden conservarse todos los datos de la concepción del
magisterio sobre la relación entre la naturaleza y la gracia concibiendo
que tal relación es más estrecha de lo que aparece en la concepción al
uso. No habrá que negar —aunque aquí y allá no se oiga con gusto— que
tal concepción en la práctica no carece de peligros. Pues si es acertada,
la vida experimentable del hombre espiritual se desarrolla dentro de su
mera naturaleza, que posee dos sectores: lo «puramente natural», que
—prescindiendo de una «elevación» completamente a extramuros de la
conciencia— se desarrolla totalmente en la dimensión de la mera natura­
leza, y los conocimientos dispuestos subjetiva y exclusivamente con
medios naturales —siempre que se trata de lo espiritual como tal— y que
sólo en cuanto al objeto se refieren a lo sobrenatural (en la fe, en la buena
intención, etc.).
NATURALEZA Y GRACIA 203

Siendo esto así, no hay que extrañarse mucho, aunque no siempre está
justificado, de que el hombre se interese poco de ese misterioso piso añadi­
do a su existencia. Ya que tal gracia no está donde él está: en la realización
inmediata de su existencia espiritual. Puede surgir la impresión —no justi­
ficada objetivamente— de que lo que originalmente fue designado con el
nombre de gracia se concibió, a lo largo de la historia de los dogmas en la
Edad Media, como obra de la naturaleza a partir de sus propias posibilida­
des —por ejemplo, la posibilidad del amor a Dios sobre todas las cosas— y
que, para velar esto, se colocó sobre la naturaleza en el fondo lo mismo, pero
como «sobrenaturaleza», separando entonces, desde luego, esta realidad
misma como modalidad inconsciente de lo moral-espiritual de la naturale­
za y reduciéndolo a algo a extramuros de la conciencia, de forma que ya no
se podía decir muy claramente para qué pudiera ser útil tal cosa.
Piénsese, por ejemplo, en la distinción —ciertamente exacta en un
sentido determinado— entre un amor natural y sobrenatural a Dios
«sobre todas las cosas». ¿En qué se distinguen estos dos amores en tanto
amor, es decir, espiritualmente, si la sobrenaturalidad del amor sobrena­
tural sólo puede consistir en una «elevación» entitativa? ¿Es
completamente desacertado relacionar el naturalismo moderno también
con esta teoría, decir que sólo sobre la base de tal concepción de la gra­
cia —en algún punto, nominalista— ha podido desarrollarse la moderna
falta de interés por lo sobrenatural?
La controversia teológica se ha puesto otra vez en marcha a propósi­
to de la exactitud o carácter adecuado de esta concepción. A ello
cooperan diversas causas.
Filosóficamente juega aquí un papel importante la filosofía escolástica
que parte de la obra de J. Maréchal '. Maréchal, en su dinamismo intelectual
trascendental, concibe al hombre —en tanto espíritu, es decir, en su «natu­
raleza», en el núcleo auténtico de su esencia —como «desiderium naturale
visionis beatificae» (para formular la tesis de Maréchal en terminología de
Tomás). Esta tendencia o apetito sigue siendo, ciertamente, condicionada

En este breve ensayo teológico no vamos a dar una bibliografía de esta corriente filosófica de
gran importancia para el encuentro de la filosofía escolástica con la moderna. Buena parte de los
filósofos católicos actuales deben lo suyo, en mayor o menor medida, a las enseñanzas de
Maréchal. Piénsese en A. T. G. Hayen, A. Grégoire, G. Siewerth, Max Müller, J. B. Lotz y
muchos otros.
204 DOCTRINA DE LA GRACIA

en sí y por eso no suprime la libertad de la vocación efectiva a la visión


inmediata de Dios por la grada, pero es una exigencia; una exigencia del ser
absoluto, verdadera y dada como fundamento en todo acto espiritual —sin
que por ello esté dada explícita y conceptualmente—, una exigencia que es
la condición a priori de todo conocimiento afirmativo del objeto finito.
Y aquí la aprehensión regresiva, en Maréchal, sobre la doctrina del
deseo natural de una visión inmediata de Dios muestra que un pequeño
teorema accesorio de Tomás —así es como se presenta— se convirtió en
el concepto esencial central para la intelección de la naturaleza espiritual.
Es comprensible que la teología del decenio de 1930 se ocupara larga­
mente de cómo conciben Maréchal y su escuela ese desiderium naturale
y si tal concepción puede armonizarse con la doctrina eclesiástica del
carácter sobrenatural e indebido de la visión inmediata de Dios'1. Pero en
todo caso, se comprendió cada vez más que la ordenación del hombre,
en cuanto espíritu, a Dios, no es sólo algo dado también» en el hombre,
sino que una ordenación del hombre a Dios —aunque implícita y tras­
cendental a priori— convierte a aquél en tal como él se experimenta,
que, en definitiva, sólo culpablemente puede reprimirse porque, aun a
pesar de ello, es afirmado así en todos los actos de su existencia espiri­
tual, aunque como a priori trascendental implícito.
Histórico-teológicamente5despejaron el campo de los problemas las
investigaciones sobre la historia del conocimiento teológico reflejo de lo

1 Cf. por ejemplo: E. Brisboir, «Désir naturel et vision de Dieu»: NRT 54 (1927) 81-97; H.
Lennerz, «Kann die Vernunft die Möglichkeit der beseligenden Anschauung Gottes bewei­
sen?»: Schol 5 (1930) 102-108; «Ist die Anschauung Gottes ein Geheimnis?»: Schol 7 (1932)
208-232; M. Corvez, «Est-il possible de démontrer l’existence en Dieu d ’un ordre de mystères
strictement surnaturels?»: RT 37 (1932) 660-667; R. Garrigou-Lagrange, «La possibilité de la
vision béatifique peutelle se démontrer?»: RT 38 (1933) 669-688; cf. además el Bull Thom
1932 n. 745-769; 1935 n. 896-907; Bull Thom V (1937ss) n. 632-643; n. 728; P. Descoqs, Le
mystère de notre élévation surnaturelle (Paris 1938). Más bibliografia en Z. Alszeghy: Gr 31
(1950) 444-446. Con todo este complejo de problemas se relaciona también la cuestión de si tal
ordenación a Dios, como Maréchal la supone, puede mostrar, al menos, o no, la posibilidad de
la visio beata. Esta cuestión no puede ser estudiada aquí detenidamente.
Aquí sólo podemos citar una pequeña selección de la bibliografía de los últimos veinticinco
años. Prescindimos de la teología bíblica porque, en conjunto, ha influido poco, lamentable­
mente, en la teología dogmática de escuela en este tiempo. Reseñamos, en primer lugar, la obra
de H. Rondet que abarca la historia entera de la teología de la gracia, después algunos pocos tra­
bajos de teología patrística y, por último, la historia de los dogmas, medieval y moderna, sobre
la teología de la gracia: H. Rondet, Gratia Christi. Essai d'histoire du dogme et de théologie dog-
NATURALEZA Y GRACIA 205

sobrenatural y de su distinción de la naturaleza. Se vio que el concepto


teológico actual de lo sobrenatural —y con ello el concepto de naturale­
za como contra-concepto de lo sobrenatural— se fue desarrollando
lentamente y que la aplicación de tales conceptos a las distintas cuestio­
nes teológicas se realizó con gran lentitud. (Algunas de esas cuestiones
son: la necesidad de gracia propiamente sobrenatural e interna para todo
acto de salvación; posibilidad y límites de la distinción entre moralidad

viatique (París 1948); H. Rahner, «Die Gottesgeburt. Die Lehre der Kirchenväter von der
Gehurt Christi im Herzen der Gläubigen»: ZKTh 59 (1935) 333-418; E. Mersch, Le corps
mystique du Christ. I-II (Lovaina2 1936); A. Lieske, Die Theologie der Logosinystik hei Orígenes
(Münster 1938); J. Gross, La divinisation du chrétien d ’après les pères grecs (Paris 1938); A.
Lieske, «Zur Theologie der Christusinystik Gregors von Nyssa»: Schol 14 (1939) 408-514; J.
Loosen, Logos undPneuma im begnadeten Menschen bei Maximus Confessor (Münster 1941); A.
Mayer, Das Bild Gottes im Menschen nach Clemens von Alexandrien (Roma 1942); H. U. von
Balthasar, Présence et Pensée. Essai sur la philosophie religieuse de Grégoire deNysse (Paris 1942);
J. B. Schoemann, «Gregors von Nyssa theologische Anthropologie als Bildtheologie»: Schol 18
(1943) 31-53, 175-200; J. Daniéiou, Platonisme et théologie mystique. Essai sur la doctrine
spirituelle de S a in t Grégoire de Nysse (Paris 1944); H. du Manoir, Dogme et spiritualité chez
S. Cyrille d ’A lexandrie (Paris 1945); P. Galtier, Le Saint-Esprit en nous d ’après les pères grecs
(Roma 1946); A. Lieske, «Die Theologie der Christusmystik Gregors von Nyssa»: ZKTh 70
(1948) 49-93; 129-168; 315-340; J. Grabowski, «St. Augustine and the Presence of God»: T hSt
13 (1952) 336-348; E. Braem, «Augustinus’leer over de heiligmakende genade»: Augustiniana
I (1951) 7-20, 77-90; II (1952) 201-204; III (1953) 328-340; V (1954) 196-204; H. Merki,
Opoúooic; Orò). Von der platonischen Angleichung an Gott zur Gottähnlichkeit bei Gregor von
Nyssa (Freiburg 1952); H. Doms, Die Gnadenlehre des seligen Albertus Magnus (Breslau 1929);
J. Schupp, Die Gnadenlehre des Petrus Lombardus (Freiburg de Br. 1932); F. Stegmüller, Zur
Gnadenlehre des jungen Suárez (Freiburg de Br. 1933); F. Stegmüller, Francisco de Vitoria y la
doctrina de la gracia en la escuela salmantina (Barcelona 1934); F. Stegmüller, Geschichte des
Molinismus l: Neue Molinaschriften (Münster 1935); E. Köster, Die Heilslehre des Hugo von St.
Viktor (Emsdetten 1940); H. Bouillard, Conversion et grâce chez saint Thomas d ’A quin (Paris
1944); R. C. Dhont, Le problème de la préparation á la grâce. Débuts de l’écolefranciscaine (Paris
1946); M. Flick, L ’attimo della giustificazione secondo S. Tommaso (Roma 1947); Z. Alszchy, «La
teologia dell’ordine sopranaturale nella scolastica antica»: Gr 31 (1950) 414-450 (amplio pano­
rama sobre la bibliografía de los últimos decenios); S. González Rivas, «Suárez frente al misterio
de la inhabitación»: EE 24 (1950) 341-366; J. Auer, Entwicklung der Gnadenlehre in der
Hochscholastik m it besonderer Berücksichtigung des Kardinals Matteo d ’A quasparta I (Freiburg
de Br. 1942); II (Freiburg de Br. 1951); A. M. Landgraf, Dogmengeschichte der Frühscholastik 1J
parte, tomos I-II: Die Gnadenlehre (Regensburg 1951/52); H. Lais, Die Gnadenlehre des hl.
Thomas in der Summa contra Gentiles und der Kommentar des Fraziskus Sylvestris von Ferrara
(München 1951); J. Alfaro, Lo natural y lo sobrenatural. Estudio histórico desde Santo Tomás
hasta Cayetano (1274-1534) (Madrid 1952); O. Lottin, Psychologie et inorale aux X IIe et X IIIe
siècles I, II, III, 1-2, IV, 1-2 (Louvain 1942-1959); W. A. van Roo, Grace and Original Justice
according to St. Thomas (Roma 1955); Z. Alszeghy, Nova creatura. La nozione della grazia nei
commentari medievali di S. Paolo (Roma 1956).
206 DOCTRINA DE LA GRACIA

natural y sobrenatural; distinción entre gracia sobrenatural actual y gra­


cia habituai; exclusion de la preparación positiva a la justificación por
medio de actos morales no sustentados por la gracia de la salvación en
sentido propio; posibilidad de concebir un fin extraterreno puramente
natural del hombre, etc).
En conjunto podrá decirse que esta evolución se ha desarrollado
legítimamente y que es el desarrollo acertado de los puntos de partida
dados con los datos propios de la revelación. Podrá decirse, por tanto,
que tal evolución no ha sido falsa. Y se tendrá derecho a afirmar que en
Tomás estaba tan adelantada —lo cual no quiere decir que hubiera llega­
do ya al punto teológico que tuvo en Cayetano y en la época
postridentina— que lo que más claramente vendrá puede verse ya clara­
mente en él. Pero ahora se ve la evolución. Se ve más claramente que no
es lícito interpretar e introducir todas las concepciones y conceptos pos­
teriores en la teología anterior. Y por verlo, a partir de este conocimiento
histórico-dogmático, se está más bien en la situación de preguntarse
también si en este adelanto no se perdió este o el otro conocimiento
valioso de los tiempos pasados, si la ganancia no se adquirió también a
costa de pérdidas y si, por lo mismo, no habrá que conquistar nueva­
mente realidades que la teología poseyó ya una vez en tiempos pasados.
Puede ser que alguna que otra investigación histórico-dogmática
supervalore las diferencias entre la teología medieval —sobre todo la de
Tomás— sobre la gracia y la posterior al concilio de Trento. Puede ser
que en la teología de la gracia de los «agustinos» en los siglos XVII y
XVIII haya algún que otro elemento que no deba ser sostenido como
todavía defendible hoy por el hecho de que Benedicto XIV protegió a
esta teología contra el reproche de un oculto jansenismo. Pero cuando se
conoce la diferenciación de una historia espiritual, cuando se está de
acuerdo en que no puede dividírsela sencillamente en la historia de la
verdad inmutable, nunca discutida por los teólogos verdaderamente
ortodoxos y que siempre estuvo clara, y la historia de las teorías sólo
malas y heréticas, entonces de una mirada histórica retrospectiva no
resulta sólo la doctrina sobre el modo cómo hemos conseguido los resul­
tados definitivos e insuperables de la teología actual, sino un
redescubrimiento de motivos de pensamiento que antes fueron vistos,
pero que hoy se han olvidado en una teología escolar, siempre en peligro
de tener como criterio de verdad y de la tradición santificada lo manual
y simplificado de una doctrina.
NATURALEZA Y GRACIA 207

De esta forma —para citar sólo algunos ejemplos, no escogidos de pro­


pio intento, tomados de nuestro círculo de problemas— se descubre que el
concepto del desiderium naturale in visionem beatificam en Tomás no es
quizás sólo un atavismo, explicable «históricamente», de un tiempo teològi­
co que no tenía todavía una conciencia tan clara del carácter sobrenatural e
indebido de la visión inmediata de Dios, como en realidad sucede en
Tomás; que por debajo de la vacilación, cuando se trata de ver una gracia
propia y sobrenaturalmente actual -— junto a la habitual—, no hay sólo un
desconcierto conceptual que no puede superarse sino lentamente, un des­
concierto que no concibe que los actos saludables anteriores a la
justificación, y que sin la gracia no pueden acaecer, exigen necesariamente
gracia'1; que también hoy se puede aprender algo de Tomás a propósito de
la imbricación de sacramento y acto personal, cosa que en la teología poste­
rior a él más bien se olvidó o se simplificó; que la teología medieval pensó
más hondamente y mejor la «gracia increada» de lo que sucede en la teolo­
gía escolar postridentina, que deriva más o menos exclusivamente la
«inhabitación del Espíritu de Dios» de la «gracia creada», considerada en un
sentimiento antirreformador excesivamente como la gracia propiamente tal.
Una tercera incitación para el replanteamiento de la cuestión de la
relación entre la naturaleza y la gracia proviene del diálogo, nuevamente
entablado, con la teología protestante1. Por lo que hace al fondo, dicha
teología tiene que plantearse también tal cuestión, aunque bajo otros
puntos de vista. Y lo ha hecho nuevamente: a partir de la Biblia, a partir
de Lutero, a partir de un estudio del humanismo moderno y de una opti­
mista intelección del mundo anglosajona-americana. Y así tuvo que
preguntarse: ¿qué es el hombre, además, cuando es pecador? ¿En qué
medida sigue siendo pecador después de haber sido justificado?

Tomás, en lo esencial, tenía los actos propios de «preparación» a la justificación por actos de
«recepción», suya acaecidos ya con la gracia santificante; por ello no necesitaba ocuparse mucho
de esos actos preparatorios que preceden a la justificación también temporalmente; puede, por
tanto, decirnos algo nuevo y no sólo nosotros a él.
Citemos aquí, de entre los trabajos católicos, sólo los siguientes: H. U. von Balthasar, «Deux notes
sur Karl Barth»: RSR35 (1948) 92-111;J. Hamer, Karl Barth. Voccasionalisme théologiquedeK arl
Barth. Étude sur sa méthode dogmatique (Paris 1949); H. Volk, Emit Brunners Lehre von dem
Sünder (Münster 1950); H. U von Balthasar, Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner
'¡/teologie (Köln 1951 ); A. Eimeter, Der Mensch in der Theologie Karl Barths (Zürich 1952); H.
Küng, Rechtfertigung (Einsiedeln 1957).
208 DOCTRINA DE LA GRACIA

Se quiere conservar la doctrina protestante antigua de que en el


hombre sin gracia no hay absolutamente nada bueno (que sirva a la
salvación). Pero con esta explicación —que, bien entendida, es afirma­
da también por el católico— comienza el problema. Y aquí hay nuevas
posibilidades de diálogo con la teología católica. Y en parte han sido
aprovechadas también.
La teología católica, por otro lado, se ha visto impulsada, por ello, de
nuevo —aunque sólo en unos pocos teólogos— a preguntar qué hay de
verdad en lo que los protestantes buscan y cómo puede hacerse valer
más claramente entre nosotros: en una concepción cristocéntrica del
mundo entero tal y como es de hecho y del orden de salvación; proban­
do que el carácter sobrenatural de la gracia no significa que el hombre,
como es de hecho, pueda proyectar un sistema cerrado, terminado y que
se resuelva plenamente en sí, de su existencia «natural», respecto al cual
la gracia fuera colocada sólo como un mero piso añadido que deje inmu­
tado lo que está por debajo; reflexionando si no —y en qué sentido— se
podrá encontrar también una intelección católica del axioma «simul
iustus et peccator»; haciendo valer los elementos existencialistas, actúa-
listas y personalistas que también se encuentran implícitos en el
concepto católico tradicional de la gracia y que son indicados para evitar
el equívoco de que la gracia infusa «óntica» y «habitual» tenga que signi­
ficar una desfiguración injustificada del concepto bíblico de gracia.
Aquí no necesitamos pararnos largamente a decir que la mentali­
dad de nuestro tiempo tiene que actuar de forma estimulante sobre la
teología. Se busca una imagen unitaria del hombre, la síntesis de la
realidad diferenciada. Se piensa «existencialmente». Se procurará,
por tanto, experimentar «vivencialmente» la realidad de la gracia, en
la medida en que sea posible, allí donde se está en la existencia pro­
pia; se querrá ver la gracia sobrenatural —¡no sólo la medicinal!—
como la entelequia y fuerza de la existencia experimentada de mane­
ra vivencial y concreta. De acuerdo con otras tendencias en la
conciencia actual del tiempo no se querrá ver la gracia sólo como
supuesto y contenido de la salvación individual, se reflexionará de
nuevo, más explícitamente que hasta ahora, sobre los aspectos ecle-
siológicos de la doctrina de la gracia, sobre la gracia en la historia de
la salvación fuera del cristianismo organizado eclesiásticamente,
sobre la posibilidad de la gracia y sus desarrollos más sublimes en el
mundo de las religiones no-cristianas.
NATURALEZA Y GRACIA 209

Al exponer ahora en las páginas siguientes algunos «frutos» de estos


esfuerzos teológicos es natural que no se trate de resultados recibidos
ya oficialmente o que hayan pasado a ser ya sencillamente «sententia
communis». El desarrollo de la doctrina eclesiástica no marcha tan
deprisa. Sobre todo si se tiene en cuenta que hoy los problemas inme­
diatos del día —sobre todo en la moral— y la mariología exigen todavía
más atención que tales cuestiones, más profundas, de la teología que
inevitablemente necesitan largo tiempo de madurez. Aquí sólo vamos a
indicar, por tanto, de forma muy vaga —más no es posible aquí—, a par­
tir del asunto, más bien, cuáles son las líneas directrices esenciales de la
evolución de tales esfuerzos teológicos.
Podemos sospechar que la cuestión de la «gracia increada» puede
llevarse más adelante8. Pío XII, en la encíclica Mystici Corporis, ha hecho
caer en la cuenta de que aquí hay cuestiones todavía no resueltas y que
el magisterio eclesiástico deja abiertas de propio intento. Si la gracia y la
gloria son —como Pío XII acentúa— dos estadios de una y la misma dei­
ficación del hombre, si la teología clásica ha subrayado siempre que en la
gloria acaece una autocomunicación de Dios al espíritu creado agracia-

s A propósito de todo el complejo de la cuestión de la gracia increada y de la inhabitación apro­


piada o no apropiada de las personas divinas citemos, entre los trabajos más recientes, los
siguientes: H. Kuhaupt, Die Formalursache der Gotteskindschaft (Münster 1940); II. Scliauf,
Die Einwohnung des Heiligen Geistes. Die Lehre von der nichtappropiierten Einwohnung des
Heiligen Geistes als Beitrag, zur Theologiegeschichte des neunzehnten Jahrhunderts unter
besonderer Berücksichtung der beiden Theologen Carl Passaglia und Clemens Schräder (Freiburg
de Br. 19-11); Pli. J. Donnelly, «The Inhabitation of the Holy Spirit: A solution acording to de la
Taille»: ThSt 8 (1947) 445-470; J. Trütsch, SS. Trinitatis inhabitatio apud theologos recentiores
(Trento 1949); S. J. Dokx, Fils de Dieu par grâce (Paris 1948); C. Sträter, «Het begrip 4appro-
piative’ bij S. Thomas»: «Bijdragen» 9 (1948) 1-14,144-18(j;J.-H. Nicolas, «Présence trinitaire
et présence de la Trinité»; RT 50 (1950) 183-191; T h. J. Fitzgerald, De inhabitatione Spiritus
Sancti doctrina Sancti Thomae Aquinatis (Mundelein 1950); R. Morency, T u n ion de grâce selon
Saint Thomas d ’A quin (Montreal 1950); P. Galtier, L ’habitation en nous des trois personnes
(Roma 1950); H. P. C. Lyons, «The grace of’sonship»: ETL 27 (1951) 438-400; C. Kaliba, Die
Welt als Gleichnis des dreieinigen Gottes. E ntw urf zu einer trinitarischen Ontologie (Salzburg
1952); P. de Letter, «Sanctifying Grace and aur union with the Holy Trinity»: T hSt 13 (1952)
33-58; Ph. Donnelly, «Sanctifying Grace and our union with the Holy Trinity. A Reply»: ThSt
13 (1952) 190-204: F. Bourassa, «Adoptive Sonship. O ur union with the divine persons»: ThSt
13 (1952) 309-335; P. de Letter, «Current Theology. Sanctifying grave and the divine
Indwelling»: ThSt 14 (1953) 242-272; F. Bourassa, «Présence de Dieu et union aux divines per­
sonnes»: ScRccI 0 (1954) 3-23; K. Rahner, «Sobre el concepto escolástico de la gracia
increada»: Escritos de Teología I (Ediciones Cristiandad, Madrid 2000) 321-347.
210 DOCTRINA DK LA GRACIA

do y que tal autocomunicación no, es la creación causal-eficiente de una


cualidad o entidad creada distinta de Dios, sino la comunicación —cau-
sal-cuasiformal— de Dios mismo al hombre, este pensamiento puede
aplicarse también, entonces, a la gracia mucho más explícitamente de lo
que hasta ahora solía hacerse en la teología. En tal caso la «gracia increa­
da» ya no aparecerá como mera consecuencia de la creación de la gracia
«infusa», habitual, como de un «accidente físico», sino más bien como lo
propiamente central en la gracia, circunstancia que explica también
mucho mejor el carácter rigurosamente misterioso de la gracia, ya que
una entidad puramente creada, estrictamente como tal no puede ser
nunca un misterio absoluto. Dios mismo se comunica al hombre en su
propia realidad. Este es el misterio y la plenitud de la gracia. Desde ahí
puede encontrarse más fácilmente el puente para el misterio de la encar­
nación y de la Trinidad.
Parece que va ganando terreno la concepción —defendida ya por
Petavius, Scheeben y otros, cada uno a su manera— de que en la gracia
se funda una relación entre el hombre y cada una de las tres divinas per­
sonas, la cual no es una apropiación, sino un proprium de cada persona
divina. Si el punto de partida es que la visión inmediata de Dios sólo
puede basarse en una autocomunicación cuasi-formal del Dios contem­
plado y no —adecuadamente— en una cualidad creada en el espíritu del
hombre, y si se piensa —cosa evidente—que las tres personas divinas,
cada una en su peculiaridad personal, son objeto de la visión inmediata,
toda comunicación cuasi-formal óntica de Dios, que, en lugar de una
species impressa, es el fundamento ontològico de la posesión cognosciti­
va de éste por el hombre, tiene que incluir, entonces, también una
relación no-apropiada de cada una de las tres divinas personas con él.
A partir de ahí podría pensarse de nuevo la relación de la Trinidad
«inmanente» con la «económica» y así el misterio más alto de la fe cris­
tiana podría aparecer más claramente como una realidad con la que el
hombre tiene que ver no sólo mentalmente —y por la encarnación del
Logos—, sino también verdaderamente en la realización de su vida de
gracia. Se podría conocer que Dios no sólo es trino en sí, sino que
también se comunica trinitariamente —en la gracia que no sólo signi­
fica una causalidad eficiente de Dios ad extra en tanto creatio ex
nihilo—, aunque siempre siga siendo verdad que cuando Dios obra
con causalidad eficiente dicha obra es propia de toda la Trinidad
como una causa única.
NATURALEZA Y GRACIA 211

Quizás hubiera que ir, y se pudiera, más lejos. De ordinario se con­


sidera la conexión entre la encarnación y el orden de la gracia como
meramente de hecho“: Dios ha querido, de hecho, que el orden de la gra­
cia dependa del Verbum incarnatum. Tácitamente se supone que esto
podría ser también de otra forma. Ahora bien, ¿es este supuesto exacto y
ciertamente inequívoco? El orden de la gracia y la encarnación se basan
en una libre gracia de Dios. Pero ¿se sigue de ahí que estos dos objetos
de la libre gracia de Dios en la que él, en ambos casos, se comunica ad
extra tal y como es, aunque de modo distinto, sean dos actos diversos de
su libertad amorosa? ¿Quién prohíbe —según principios católicos—
concebir el acto original de Dios —con el que todo lo demás está ya efec­
tivamente constituido— escotístamente como la autoalienación del Dios
que es el amor que se entrega a sí mismo y que acaece en la encarna­
ción, de forma que con ello esté constituido, ya el orden de la gracia
que —probablemente— no sería imaginable, en modo alguno, sin tal
decisión de Dios a una alienación personal de sí mismo? ¿Y quién puede
argumentar inequívocamente contra quien admita que la posibilidad de
la creación se basa en la posibilidad de la encarnación, aunque la reali­
dad de la creación (como naturaleza) no incluye necesariamente la
realización efectiva de la auto-alienación encarnatoria de Dios?
Si se admite todo esto —la preclara sencillez de este esbozo es ya su
recomendación, prescindiendo de otros indicios más positivos: teología
del Logos de la teología anterior a Nicea y Agustín— la gracia recibe,
entonces, un carácter cristológico mucho más radical; el Logos hecho
realidad mundana no es sólo de hecho el mediador de la gracia por sus
méritos —que sólo son necesarios porque Adán perdió tal gracia—, sino
que él es quien crea en su libre «mundanización» el orden natural y
según gracia del mundo como su propio supuesto (naturaleza) y mundo
entorno (gracia de las demás criaturas espirituales).
Desde esta perspectiva, como ya queda dicho, se lograría una inte­
lección más honda de la Trinidad inmanente. El Logos no sería sólo una
de las posibles personas divinas que puede hacerse hombre, si quiere,

C f N. Sanders, «Een bovennatuurlijke orde rnogelijk zonder Christus?»: SCat 29 (1954)


152-158; K. Rahner, «Sobre la teología de la celebración de la Navidad» y «Eterna significación
de la humanidad de Jesús para nuestra relación con Dios»: Escritos de ‘ieología III (Ediciones
Cristiandad, Madrid 2002) 35-45; 47-58.
212 DOCTRINA DE LA GRACIA

sino la persona en la que Dios se comunica hipostáticamente al mundo:


la encarnación refleja la peculiaridad personal de la segunda persona
divina, del Logos en cuanto tal.
A partir de la Trinidad económica se logra una intelección de la
inmanente. Esto no puede ser imposible porque el axioma de que la cau­
salidad eficiente de Dios ad extra es una causalidad del Dios uno sin
diferencias de personas no puede aplicarse a esta causalidad cuasi-for-
mal. Aquí habría que repensar la especulación de la teología preniceana
y de la teología griega en general. Según nuestro parecer, Agustín, en este
punto, no comprendió suficientemente el pensamiento de la teología más
antigua de que justamente el Logos es quien aparece y tiene que apare­
cer cuando Dios mismo quiere mostrarse personalmente al mundo.
Concibiendo la «gracia increada» de una manera más rigurosa resul­
ta también un concepto más claro que permite a la teología católica de
la gracia superar plenamente y desde su punto de partida más propio
—para ella la gracia no es sólo el perdón al pobre pecador, sino la «par­
ticipación de la naturaleza divina»— la idea de un hábito meramente
óntico creado y con ello lo meramente «óntico» e inexistencial de un
«accidente físico»10. La gracia es Dios mismo, su comunicación, en la que
él, en tanto merced deificadora que es, se entrega al hombre. Aquí su
obra es verdaderamente El mismo, en tanto comunicado. Dicha gracia,
por tanto, ya desde su punto de partida, no puede concebirse como sepa­
rable del amor personal de Dios y de su respuesta en el hombre. Al
hablar de esta gracia no puede pensarse «cósmicamente», pues se trata
precisamente de algo que «está a disposición del hombre» tan sólo cuan­
do éste se entrega en aquel dejar-disponer-de-sí, otorgar lo cual es
justamente lo propio de la gracia más libre, del milagro del amor.
Si en este punto —también católicamente— se sigue pensando toda­
vía en categorías ondeas es porque, y en tanto, una filosofía católica tiene
que pensar, de hecho, lo real —y ¿qué puede haber más real y mas eficaz
que el amor de Dios?— como «real» y «dotado de entidad». Lo más
sublime tiene que ser expresado con las palabras más abstractas y, por
eso, la acción del amor divino en nosotros, que —justamente por ser
acción de Dios y no nuestra, aunque no nos libera sólo para lo pasivo,

J. Auer, «Um den Begriff der Gnade»: ZKTh 70 (1948) 341-868.


NATURALEZA Y GRACIA 213

sino para lo activo— precede a nuestra acción, tiene que ser concebida
necesariamente como anterior a nuestra toma de posición ética y creyen­
te y como su única posibilidad. Por eso no puede ser expresada de otra
forma que en categorías del ser: estado, accidente, hábito, infusión, etc.
Tales modos de expresarse no desconciertan a quien los entiende y
—bien entendidos— no desenfocan la mirada frente al hecho de que la
gracia sigue siendo siempre la acción libre del amor divino, sobre el que
el hombre sólo «dispone» en la medida —y nunca de otro modo— en
que él es el dispuesto por ese amor. Naturalmente, hay que considerar
siempre que Dios no se hace más pequeño porque nosotros nos agran­
demos. Y el cristianismo, en definitiva, no es la religión cuyo primer
afecto fundamental sea la angustia de que tiene que subírsenos necesa­
riamente a la cabeza —y no al corazón agradecido— el hecho de ensalzar
la grandeza a la que Dios ha elevado al hombre, para ensalzar con ella a
Dios. En la mariología es así. Y lo mismo en la doctrina de la gracia, de
la cual aquélla no es más que su parte más bella.
Esa gracia conforma también nuestra vida consciente, no sólo
nuestra esencia, sino también nuestra existencia. La doctrina tomista
" del objeto específico de los actos sobrenatural y ónticamente eleva­
dos, un objeto que —¡en tanto formal!— no puede ser alcanzado por
ningún acto natural, tiene que ser repensada y hay que hacer que se
imponga de nuevo. «Objeto», en tal proposición no significa «objeto
dado objetivamente separable de otros por medio de una reflexión y
visto junto a otros». Un objeto formal no es objeto del saber ni un
resumen meramente ulterior que abstrae lo común de muchos objetos
singulares, sino el horizonte a priori y consabido bajo el cual es cono­
cido todo lo aprehendido como objeto propio de la aprehensión del
objeto singular dado a posteriori.

No es preciso que a este propósito citemos los manuales que se ocupan de esta cuestión. Hagamos
caer en la cuenta, sólo de paso, que es de gran importancia también para el problema de la funda-
mentación de la fe. Cf., por ejemplo, A. Lang, Die Wege der Glaubensbegründung bei den Theologen
des 14. Jahrhutnderts (Münster 1930); F. Schlagenhaufen, «Die Glaubensgewissheit und ihre
Begründung in der Neuscholastik»: ZKTh 56 (1932) 313-374; 530-595; G. Englhardt, Die
E ntw icklung der dogmatischen Glaubenspsychologie in der mittelalterlichen Scholastik vom
Abälardstreit bis zu Philipp dem Kanzler (Münster 1933); R. Aubert, Le problème de Vacte defo i
(Louvain - 1950); Cf. también K. Rahner, «Sobre la experiencia de la gracia»: Escritos de Teologia
111 (Ediciones Cristiandad, Madrid 2002) 97-100.
214 DOCTRINA DE LA GRACIA

Si se entiende la vieja doctrina escolástica del objeto formal en cuan­


to la «luz» a priori bajo la cual son aprehendidos todos los objetos, no se
podrá impugnar el antiguo enunciado tomista del objeto formal sobre­
natural apelando a la «experiencia» que presuntuosamente no puede
advertir nada de tal objeto formal. Sólo hay que añadir que un objeto for­
mal a priori de un acto y un objeto formal distinguible inequívocamente,
en reflexión ulterior, de otro objeto formal no coinciden conceptualmen­
te. Para una metafísica del conocimiento no hay ninguna dificultad
especial en admitir que la trascendencia al ser como tal, la apertura natu­
ral al ser en su totalidad, y la trascendencia del espíritu, abierta y
sustentada por la gracia, en cada uno de sus actos elevados sobrenatu­
ralmente, al Dios de la vida eterna, a la experiencia inmediata del Ser
(trino) por antonomasia no son, para una reflexión ulterior, claramente
distinguibles. A pesar de que ambos modos de trascendencia (el objeto
formal del espíritu natural y el objeto formal del espíritu elevado sobre­
naturalmente) están dados conciencialmente.
A partir de estas consideraciones, sólo aludidas, de una metafísica
del espíritu puede defenderse totalmente el viejo enunciado tomista.
Pero él se recomienda como traducción —metafisico-teològica— del
convencimiento expresado en la Escritura. Pues tomando honradamen­
te y sin prejuicios la doctrina de la Escritura, tal y como se ofrece, y si no
se la corrige en un a priori tácito, equivalente a la afirmación de que no
dijo tal cosa por ser imposible, habrá que decir entonces: para la
Escritura la comunicación del Espíritu —del Pneuma divino— no es sólo
una «elevación» entitativa, a extramuros de la conciencia, de los actos
morales del hombre que «conciencialmente» siguen existencialmente
siendo igual y sólo transformados, desde fuera, por la fides ex auditu,
sino «vida», «unción», «consuelo», «luz», súplica conjunta, inefable del
Espíritu, pneuma, que es más que nous, atracción interna, prestación de
testimonio del Espíritu, etc.
No estaría mal interrogar rigurosamente a la doctrina de la Escritura
confrontándola con esta controversia escolástica. Pues habría que irse
liberando poco a poco de la opinión tácita de que en cuestión objetiva­
mente seria y religiosamente importante es cierto ya a priori que no se
puede obtener más claridad de la Escritura, si la cuestión es discutida en
la escuela, porque ya tendría que estar resuelta desde hace mucho tiem­
po. Si todas las opiniones escolares reconocen que las gracias
sobrenaturales actuales tienen que ser calificadas como «iluminaciones»
NATURALEZA Y (¡RAGIA 215

e «inspiraciones», tendría que ser tomada en serio esta doctrina de la tra­


dición. No debería ser interpretada en la doctrina antitomista de que
objetivamente no queda nada de ella. Pues un acto, elevado entitativa-
mente, que del lado de su referencia a la conciencia sigue siendo natural,
no puede ser designado —sin hacer violencia a las palabras— como ilu­
minación interna e inspiración. El hecho de que la tesis antitomista —la
molinista— mantenga en pie, sin embargo, esta denominación e intente
arreglárselas con ella, muestra hasta qué punto la tradición está conven­
cida de que el acto sustentado sobrenaturalmente por la gracia es
también espiritualmente, es decir, conciencial y existencialmente, y no
sólo en una modalidad entitativa, distinto de todo acto natural.
Aquí hay que tener en cuenta lo siguiente, y habría que verlo con
más claridad de lo que se hace ordinariamente: actos sustentados
sobrenaturalmente por la gracia no sólo se dan en el hombre justifica­
do. Hay estímulos de gracia previos a la aceptación de la justificación
en la fe libre y el amor. Hay también gracia fuera de la Iglesia y sus
sacramentos. Si no se imagina el ofrecimiento de la gracia por parte de
Dios al hombre, que para una posibilidad existencial de decisión entra
inmediatamente en su desarrollo espiritual, como gracia intermitente,
que sólo acaece en ocasiones totalmente determinadas y que en ese
sentido temporal es «actual» —para lo cual no hay ninguna razón teo­
lógica obligativa—; si, por el contrario, se hace que «actual» signifique
únicamente que la gracia está dada previamente a una decisión exis­
tencial como «oferta» y «posibilidad» del libre obrar «salvador»; si se
piensa, por tanto, que en este sentido la libertad humana moral que
dispone de sí existe12 constantemente en la posibilidad, dada previa­
mente por la gracia, de actos sobrenaturales, se podrá decir: aquella
trascendencia sobrenatural está dada siempre en cada hombre capaz,
por edad y desarrollo, del uso de la razón moral. No está, por tanto,
necesariamente justificado, puede ser pecador e incrédulo; pero siem­
pre que, y en cuanto, esté en la posibilidad concreta de obrar
moralmente bien está, de hecho, constantemente dentro del horizonte
abierto de la trascendencia al Dios de la vida sobrenatural, opere en su

IJ Bajo los supuestos necesarios de tipo externo, es decir, de la posibilidad extrínseca de la fe,
teniendo en cuenta, desde luego, que en la teoría de Straub todo adulto capaz del uso de la razón
moral puede poseer esa posibilidad, al menos como fides stricta, sed virtuales.
216 DOCTRINA DE LA GRACIA

acto libre de acuerdo o contra esa objetividad previa de su existencia


espiritual sobrenaturalmente elevada.
Si el hombre en cada acto moral toma posición positiva o negativamen­
te ante la totalidad de su existencia de hecho —supuesto cuya objetividad
no necesitamos investigar aquí— habrá que decir entonces: todo acto,
moralmente bueno, del hombre es en el orden real de salvación también de
hecho un acto sobrenatural de salvación. Habríamos llegado, entonces, a la
conocida sentencia de Ripalda. Pero esta consecuencia no habría de asus­
tamos. Pues, por lo pronto, esta tesis de Ripalda, aunque raras veces se
defiende, no está expuesta a ninguna censura teológica y, en segundo lugar,
se podría negar el supuesto que acabamos de hacer, necesario para llegar a
la tesis de Ripalda, y evitar así su teoría, sin que hubiera que abandonar por
ello la posición fundamental indicada aquí.
Sea como sea, por los razonamientos esbozados se ve que es total­
mente admisible decir que toda la vida espiritual del hombre está
constantemente conformada por la gracia. No es un acontecimiento que
suceda raras veces, sólo de vez en cuando, por ser gracia indebida. (Por
cuánto tiempo y cuántas veces se hizo mofa de la teología suponiendo
tácitamente que la gracia ya no sería gracia si fuera repartida con excesi­
va liberalidad por el amor de Dios). Toda nuestra vida espiritual se
desarrolla en el ámbito de la voluntad salvifica de Dios, de su gracia pre­
viamente dada, de su llamada que deviene eficaz. Todo lo cual es
también un momento y un dato anónimo —si no es interpretado desde
fuera por el mensaje de la fe— de nuestro ámbito existencial consciente.
El hombre vive consciente y constantemente ante el Dios trinitario de la
vida eterna, aunque no lo «sepa» y no lo crea, es decir, que aunque no pueda
convertirlo en objeto singular de su saber por una reflexión meramente
hacia dentro, Dios es el «hacia-donde», inexpresable pero dado, de la diná­
mica de toda vida espiritual y moral en el ámbito espiritual de su existencia
fundado de hecho por Dios, es decir, elevado sobrenaturalmente, un
«hacia-donde» dado «meramente a priori», pero siempre dado, con-sabido
sólo inobjetivamente pero por ello y sin embargo dado.
Aquí no necesitamos detenernos a explicar de manera especial que
tal a priori de carácter sobrenatural en la existencia espiritual, aunque
sólo puede interpretarse inequívocamente y ser traducido en saber obje­
tivo mediante la interpretación de porte de la revelación verbal que viene
de fuera, se hace perceptible, sin embargo, como entelequia oculta de la
vida espiritual individual y colectiva, en innumerables manifestaciones
NATURALKZA Y GRACIA 217

de tal vida que no existirán si estas ocultas entelequia y dinámica no


actuaran. De ahí se sigue que la historia de la religion, también fuera de
la historia oficial de la revelación, no es sólo el resultado de la razón y el
pecado, sino —y también en sus resultados perceptibles conciencial-
mente, en su espíritu objetivo— el resultado del espíritu natural, la gracia
y el pecado.
Por eso, la llamada que el mensaje de la fe de la Iglesia visible hace al
hombre no llega a un hombre que por ella —y, por tanto, por su conoci­
miento conceptual— entra en contacto espiritual, por primera vez, con la
realidad predicada. Es, más bien, una llamada que convierte en objetiva­
ción refleja —y naturalmente imprescindible para una toma de contacto
plenamente desarrollada— lo que ya estaba ahí en forma de realidad
inexplícita, pero verdaderamente dada: la gracia que abarca al hombre,
en tanto elemento de su existencia espiritual. La predicación despierta
explícitamente lo que ya está en la profundidad de la esencia humana, no
por naturaleza, sino por gracia. Pero como una gracia que rodea al hom­
bre —también al pecador o incrédulo— siempre como ámbito ineludible
de su existencia.
Sólo desde esta perspectiva se puede alcanzar propiamente el pro­
blema " «naturaleza y gracia» en sentido riguroso y sólo desde aquí1

11 Nuevamente sólo podemos ofrecer aquí una selección arbitraria, en algún sentido, de la
bibliografía sobre la controversia que parte, sobre todo, de los trabajos históricos y teológicos
de H. de Lubac. Citamos también algunos artículos que se refieren a la doctrina de la encícli­
ca H um ani Generis, ya que ésta, como es sabido, también ha tomado posición en este problema.
Otros trabajos sobre Ia H um ani Generis aparecen reseñados, por ejemplo, en Revista Española
de Teología II (1951) 173-176; 311-339. Citemos, por tanto: H. de Lubac, «Remarques sur his­
toire du mot surnaturel»: NRT 61 (1934) 225-249,350-370; J. Martínez Gómez, «Notas sobre
unas notas para la historia de la palabra sobrenatural»: ATG 1 (1938) 57-85; H. de Lubac,
Surna-turel Études historiques (Paris 1946); H. Rondet, «Nature et surnaturel dans la théologie
de St. Thomas d’Aquin»: RSR 33 (1946) 56-91; C. Boyer, «Nature pure et surnaturel dans le
“Surnaturel” du Père de Lubac»: Gr 28 (1947) 379-395; G. de Broglie, De fine ultimo humarme
vitae. Pars prior, positiva (Paris 1948); H. Rondet, «Le problème de la nature pure et la théolo­
gie du XVI' siècle»: RSR 35 (1948) 481-521; H. de Lubac, «Le mystère du surnaturel»: RSR
36 (1948) 80-121; Ph. J. Donnelly, «The gratuity of the beatific vision and the possibility of a
natural destiny»: T hSt II (1950) 374-404 (bibliografia); W. Brugger, «Das Ziel des Menschen
und das Verlangen nach der Gottessebau»: Schol 25 (1950) 535-548; M. J. de Guillou,
«Surnaturel»: RSPT 34 (1950) 226-243; R. Paniker, El concepto de naturaleza. Análisis histórico
y metafisico de un concepto (Madrid 1951); G. Weigel, «Historical background of the encyclical
Humani generis»: T hSt 12 (1951) 208-230; G. Weigel, «Gleanings from the Commentaries
on Hurnani generis»: T hStud 12 (1951) 520-549; J. Simon, «Transcendence et immanence
218 DOCTRINA DE LA GRACIA

puede plantearse ahora de manera objetiva. Es cosa clara que en la reali­


zación de su existencia espiritual el hombre alcanza también siempre su
«naturaleza», incluso en sentido teológico, en el que tal concepto es el
contraconcepto de gracia y sobrenatural. Pues él se experimenta en la
pregunta sobre sí mismo, en cada juicio en el que él se enfrenta con un
objeto y lo comprende ante el horizonte de una trascendencia ilimitada,
como algo que él es necesariamente, que es una unidad y una totalidad,
que no puede ser disuelta en realidades variables, que es dada como tota­
lidad o de ninguna forma: él comprende su esencia metafísica: espíritu
en trascendencia y libertad.
Y a partir de este punto de partida de un análisis trascendental de lo
implícitamente dicho sobre el hombre en toda acción humana sospecha­
mos que se pueden conseguir todavía muchas más cosas del hombre
como «esencialmente» suyas: su mundaneidad, su corporeidad, su per­
tenencia a una comunidad de seres semejantes a él. Dicho brevemente:
existe un conocimiento metafisico de la esencia del hombre, de su natu­
raleza, conseguido con la luz de su razón; es decir, primeramente:
independientemente de una revelación verbal; pero también: por el
medio —su razón— que es también un momento de la esencia así apre­
hendida. Pero, de los datos teológicos que aquí ya hemos expuesto, se
sigue también que la naturaleza efectiva del hombre que aquí se experi­
menta de hecho no necesita ni puede ser considerada sencillamente, con
todo lo que en determinadas circunstancias es experimentado —sobre
todo si esta experiencia del hombre es vista tal y como se interpreta a sí
misma en la historia entera de la humanidad y sólo así alcanza su plena
objetivación—, como el reflejo de aquella naturaleza «pura» tal y como la
teología la distingue de todo lo sobrenatural.

dans la doctrine de la grâce»: RUnOtt 21 (1951) 344-369; L. Renwart, «La “ nature pure” á
la lumiere de l’encyclique Humani generis»: NRT 74 (1952) 337-354; E. Gutwcngcr, «Natur
und Übernatur»: ZKTh 75 (1953) 82-97; H. U. von Balthasar-E. Gutwenger, «Der Begriff'
der Natur in der Theologie»: ZKTh 75 (1953) 425-464; J. Ternus, «Natur-Übcrnatur in der
vortrindentinischen Theologie seit Thomas von Aquin»: Schol 28 (1953) 399-404; M. R.
Gagnebet, «L’enseignement du magistère et le problème du surnaturel»: RT 53 (1953) 5-27;
L. Malevez, «La gratuité du surnaturel»: N RT 75 (1953) 561-586; K. Rahner, «Sobre la rela­
ción entre la naturaleza y la gracia»: Escritos de Teologia 1 (Ediciones Cristiandad, Madrid
2000) 299-319; R. Bruch, «Das Verhältnis von Natur und übernatur nach der Auflassung
der neueren Theologie»: TG1 46 (1956) 81-102.
NATURALEZA Y GRACIA 219

La naturaleza de hecho no es nunca una naturaleza «pura», sino


una naturaleza en un orden sobrenatural, del cual el hombre —incluso
como incrédulo y pecador— no puede salirse, y una naturaleza confor­
mada siempre —lo cual no quiere decir: justificada— por la gracia de la
salvación, la gracia sobrenatural que le es ofrecida. Y estos «existencia-
les» de su naturaleza concreta —de su naturaleza «histórica»— no son
hábitos ónticos totalmente a extramuros de la conciencia, sino que se
hacen valer en la experiencia del hombre. El no puede separarlos, sen­
cilla e inequívocamente, mediante una simple reflexión sobre sí mismo
—con la luz de la razón natural— de la espiritualidad natural que es su
naturaleza. Pero sabiendo por la revelación que existe tal orden de la
gracia, que le es indebida y que no pertenece a su esencia necesaria e
insuprimible, se hace más cauto: tiene que contar con que, quizás,
mucho de lo que él experimenta de sí concretamente y que casi invo­
luntariamente está tentado a atribuir a su «naturaleza» es ya
efectivamente una consecuencia en él de lo que, a partir de la teología,
tiene que conocer como gracia indebida.
No que no sepa ahora, de ningún modo, lo que en él es naturaleza.
La naturaleza de un ser espiritual y la elevación sobrenatural de tal natu­
raleza no se comportan como dos cosas una al lado de la otra, de forma
que no haya más remedio que separarlas o confundirlas. La elevación
sobrenatural del hombre es la plenitud absoluta —bien que indebida—
de un ser que, a causa de su espiritualidad y trascendencia al ser en abso­
luto, no puede ser «definido» como los seres infrahumanos, es decir,
«delimitado». Y es que éstos son «definidos» precisamente por el hecho
de que su ser peculiar consiste en estar limitados a un ámbito determi­
nado de la realidad. (Por eso es, por ejemplo, imposible que sean
«elevados» a una plenitud sobrenatural; tal elevación haría desaparecer
su ser en tanto límite esencial).
La «definición» del espíritu creado es su «apertura» al ser en absolu­
to: es criatura por ser apertura a la plenitud de la realidad; es espíritu por
estar abierto a la realidad como tal y en absoluto. Y así no es extraño que
la magnitud de la plenitud —en sí variable— de esta apertura, que en sí
no tiene que equivaler a una plenitud necesariamente absoluta e insupe­
rable —y que en tanto apertura absoluta tiene, sin embargo, un sentido
aunque carezca de tal plenitud—, no puede ser conocida sin más con
«debida» o «indebida» y sin embargo puede constar la esencia radical
del hombre, su «naturaleza» en tanto tal apertura (trascendencia).
220 DOCTRINA DK DA GRACIA

El comienzo ya dado de tal plenitud —la vivencia del anhelo infinito,


del optimismo radicai, del descontento incapaz de ser satisfecho, del tor­
mento que supone la insuficiencia de todo lo concreto y tangible, la
protesta radical contra la muerte, la experiencia de estar ante un amor
absoluto justamente cuando éste es incomprensible hasta la muerte y
parece ser de una cerrazón callada, la experiencia de una culpa radical y,
a pesar de ello, de una esperanza persistente, etc.— está sustentado, de
hecho, por aquella fuerza divina que mueve al espíritu creado, en virtud
de la gracia, a una plenitud absoluta. Por eso se experimenta ahí la gracia
y la esencia natural del hombre. Pues la esencia del hombre es tal que se
experimenta donde se experimenta la gracia, ya que ésta sólo es experi­
mentada donde, por naturaleza, es espíritu. Pero también viceversa:
cuando el espíritu es experimentado en el orden existente de hecho es un
espíritu elevado sobrenaturalmente.
Moviéndose sólo en estas consideraciones sobre la relación entre la
naturaleza y la gracia en las formalidades completamente generales, esta
cuestión no ofrece dificultades especiales, aunque naturaleza como espí­
ritu sólo existe en el orden sobrenatural y nunca puede aparecer el
espíritu como «naturaleza pura». Cabría preguntarse con más rigor: ¿qué
es ahora, más concretamente y dicho en singular, naturaleza en esta natu­
raleza y qué es en ella lo real, lo que puede esperarse tratándose de una
naturaleza elevada al orden sobrenatural? ¿Pertenece la resurrección del
cuerpo a toda perfección del hombre como persona espiritual o sólo
resulta de la gracia? ¿Cómo sería concretamente la perfección de una
naturaleza pura? Estas preguntas sólo podrían ser contestadas si pudié­
ramos experimentar con la naturaleza pura y si a partir de ella
pudiéramos esbozar una doctrina concreta del fin H.
Pero en realidad, en tales intentos no se sale de una doctrina del fin
esencialmente formal y de carácter «natural» que —como puede esperar­
se, naturalmente, de lo dicho— no es más que la doctrina sobrenatural
concreta del fin en forma abstractamente formalizada. A partir de tales
consideraciones, por tanto, se seguiría el convencimiento de que la gran
teología medieval hizo bien en no cavilar demasiado sobre una bien-1

1 Si es que pudiera haber tal cosa a la vista de la apertura infinita de tal naturaleza y si toda con­
creción de tal fin no es la libre limitación hecha por Dios a una determinada perfección finita,
pero no deducible a priori de la esencia o la plenitud absoluta.
NATURALEZA Y GRACIA 221

aventuranza natural. Y no sólo porque no existe, sino también porque tal


bienaventuranza es fundamentalmente la abstracción formalizadora de lo
que la doctrina teológica del fin conoce como fin sobrenatural de hecho
—que por ello no es muy útil—, y porque cuando quiere hacerse con­
creta o se hace involuntariamente, pide prestado a la teología lo que no
puede y no debe.
De hecho tampoco es necesaria esa filosofía «pura» de la esencia del
hombre natural. Cuando hay que hablar con el incrédulo hay que cuidar
sólo de no tomar ninguna premisa de la revelación «verbal» histórica, si
es que él no admite su existencia. Y cuando en tales diálogos se apela a
una experiencia del hombre a partir de él mismo habrá que observar cla­
ramente lo que el interlocutor incrédulo admite en tal experiencia. Si en
un punto determinado no la acepta puede ser: o que él no puede corro­
borar una experiencia legítimamente «natural» —sea porque se le
demuestra mal, sea porque, a pesar de la buena prueba, no lo aprehende
reflejamente, aunque él también la tiene—, o que se apeló, de hecho, a
una experiencia de gracia que en el otro no está dada con tal claridad que
entienda esa referencia argumentai a ella, aunque él también la tiene en
algún grado, según lo dicho más arriba. Puede haber casos de este tipo y
del otro, y el cristianismo mismo no puede separarlos fácilmente con cla­
ridad y con rigor. Una argumentación sobrenatural puede tener además
su sentido pleno y hasta su éxito, dirigida a un incrédulo —si una argu­
mentación desde la revelación «verbal» no es posible—. Por eso la
cuestión de si una argumentación metafísica es decir, previa a una teolo­
gía de la Palabra, tiene como punto de partida real la naturaleza «pura» o
la naturaleza histórica no es concretamente de gran importancia.
El concepto de la naturaleza pura es legítimo. Si alguien dice: «la
experiencia que yo tengo de mí es la de un ser ordenado incondicional­
mente a la posesión inmediata de Dios», no es necesario que haya dicho
nada falso. Dicha proposición resulta sólo falsa cuando afirma que esa
tendencia incondicionada es un elemento esencial de la naturaleza
«pura» o cuando se dice que tal naturaleza pura —que no existe— tam­
poco puede existir. Cuando el hombre sabe, por la revelación «verbal»,
que la visión beatífica es gracia y la experimenta como milagro del libre
amor divino, tiene que decir que le es indebida a él —en tanto naturale­
za— y justamente en tanto existente. (De tal forma que el carácter
indebido de la creación como acto de la libertad de Dios y la gracia como
libre don a la criatura en tanto ya existente no son el mismo don uno de
222 DOCTRINA DE LA GRACIA

la libertad de Dios). Pero con ello está dado ya implícitamente el concep­


to de «naturaleza pura». Y no sólo como concepto vacío, de ociosa
especulación teológica, sino como un concepto que —a la larga— es el
transfondo necesario para conocer la visión beatífica como gracia indebi­
da, no sólo al hombre en tanto pecador, sino al hombre ya como criatura.
El empeño de exponer con más claridad la ordenación de la natura­
leza humana a la gracia —en el sentido de una potentia oboedientialis—
tiene también, reconocido el carácter indebido de la gracia para la natu­
raleza humana como tal, su plenitud de sentido. No es necesario que la
«potentia oboedientialis» para la gracia sea concebida más o menos como
una mera carencia de contradicción, de forma que se siga el extrinsecis-
mo de que hablamos más arriba. No es lo mismo ordenación a la gracia
y orientación exigente a ella, de modo que esta ordenación total a la gra­
cia carezca de sentido sin su comunicación efectiva.
Si el espíritu —es decir: apertura a Dios, libertad y sapiente autopo-
sesión— no es esencialmente posible sin tal trascendencia cuya absoluta
plenitud es justamente la gracia, tal plenitud no es, sin embargo, debida.
Suponiendo que esta sapiente autoposesión en libertad ante Dios tiene
ya en sí su sentido pleno —y no sólo únicamente como puro medio y
mera etapa en el camino a la visio beata—. Y este supuesto puede hacer­
se desde luego. Pues consiste en el valor absoluto —no: infinito— y la
vigencia de cada acto personal en sí. Ahora bien, dado tal supuesto, sin
una trascendencia abierta a lo sobrenatural no hay espíritu; pero el espí­
ritu tiene ya su plenitud de sentido sin estar sobrenaturalmente
agraciado. Su plenitud de gracia, por tanto, no puede ser exigida a partir
de su esencia, aunque él está abierto a tal donación de gracia.
Y si esto queda claro, ya no hay nada que se oponga —por un pre­
sunto peligro de entender mal la esencia sobrenatural e indebida de la
gracia— a una exposición clara y con pleno relieve de esta trascen­
dencia del espíritu abierta a lo sobrenatural. En tal caso, el hombre es
plenamente conocido en su esencia «indefinible» siendo aprehendido
como potentia oboedientalis para la vida divina y si es que en esto con­
siste su naturaleza. Y es que su naturaleza es tal que tiene que esperar
su plenitud absoluta como gracia y, por ser así, tiene que contar, desde
sí misma, con la posibilidad plena de sentido de que no se cumpla una
plenitud absoluta.
Se puede intentar, incluso, ver la unión hipostática en la línea de esta
plenitud absoluta de lo que el término «hombre» propiamente encierra.
NATURAl.KZA Y GRACIA 223

Tales consideraciones encaminadas a acercar, en la medida de lo posible,


la antropología metafísica a la doctrina de la gracia, y a ver lo más alto
como la plenitud indebida de lo bajo15 no son juegos ociosos. Sin ellas
no será posible, a la larga, despertar en el hombre un interés existencial
por la vida misteriosa dada con la gracia sobrenatural. Tal desarrollo del
concepto de potentia oboedientalis en cuanto a su contenido no debe
fijarse sólo —como frecuentemente y de manera excesivamente parcial
sucede— en el conocimiento del hombre. Si Dios en la Escritura es el
Amor y no la noesis noeseos, una intelección del hombre y de la plenitud
absoluta de su ser —por la gracia— sólo logrará su fin si el hombre es
concebido como libertad y amor y si tal amor no es entendido sólo como
realización y afecto concomitante del conocimiento.
Al hacer este análisis del hombre como potentia oboedientalis no hay
ningún inconveniente, según lo dicho anteriormente, en que no sea una
exposición «químicamente pura» de la naturaleza pura, sino que se
encuentren mezclados elementos residuales de la naturaleza histórica; es
decir, de su dotación con gracia. ¿Quién puede decir que lo que se
encuentra en la filosofía terrena, incluso en la completamente extracris­
tiana y precristiana, es sólo la voz de la naturaleza pura —y quizás de su
culpa—, y no también el suspiro de la criatura que movida ya oculta­
mente por el Espíritu Santo de la gracia aspira al esplendor de los hijos
de Dios y se concibe ya como tal hijo de Dios sin saberlo?
Habría que decir muchas cosas todavía sobre nuestro tema: la doc­
trina de la gracia en la teología actual, como es y como debiera ser. Habría
que hablar, por ejemplo, de la gracia en su relación con la Iglesial(i, sobre
el significado y ordenación sociales de la gracia que en los tratados teo­
lógicos al uso se considera en una extraña estrechez individualista del
campo visual. Habría que aludir al diálogo, nuevamente comenzado,
sobre la relación entre la gracia y el hacer personal del hombre. Pero ya
no tenemos más espacio aquí.
Pequeños avances y retrasos en el campo de la teoría de una ciencia
cualquiera son frecuentemente de una importancia que al principio no se

' ’ Plenitud y carácter indebido, simultáneamente, son siempre en el mundo, jerárquicamente cons­
truido, de la auténtica diferenciación sin «saltos» —y así está construido el mundo en el que lo
diverso proviene de lo uno— la nota característica de la relación entre dos realidades.
1,1 H. de Lubac, Catholicisme. Les aspects sociaux du dogme (Paris 1938).
224 DOCTRINA DE EA GRACIA

puede valorar. Puede ser que, a primera vista, tales transformaciones


parezcan cosas para perder el tiempo, cosas de la agudeza ociosa de los
intelectuales. Pero si se piensa que tales conocimientos nuevos penetran
en la conciencia general y ahí se convierten en supuestos obvios de la
acción, quizás se sospeche, entonces, que de ellos depende mucho y a
veces todo. Esto sirve también para la teología.
Es extraño: los cristianos —con nuestra fe cristiana— parece que
somos los que menos estamos convencidos del poder del pensamiento,
los que menos creemos que la «teoría» puede llevar a sazón efectos muy
prácticos. Por eso preferimos reflexionar muchas veces sobre política
eclesiástica, cuestión social, métodos de propaganda y cosas por el esti­
lo. Por eso no suele apreciarse mucho, con frecuencia, la teología viva. A
muchas personas en la Iglesia causa la impresión de que no hace más,
que enturbiar superfluamente conocimientos que ya estaban claros
desde hacía mucho tiempo, crear inquietudes y distraer de lo más impor­
tante. Tales gentes no advierten que una teología viva, que plantee hoy
nuevos problemas y que busque, trabaja para que la predicación de
mañana llegue al espíritu y al corazón de los hombres. Tal trabajo de la
teología puede parecer a veces complicado e infructuoso. Sin embargo,
es también necesario. Incluso aunque el corazón y la gracia siguen sien­
do lo único insustituible.
II

PROBLEMAS DE LA TEOLOGÍA DE CONTROVERSIA SOBRE


LA JUSTIFICACIÓN1

El libro al que aquí vamos a hacer unas pequeñas advertencias justi­


fica plenamente, por su importancia, que sigamos ocupándonos de él.
Pero, por ser conocido en su totalidad, séanos permitido hacer aquí unas
cuantas observaciones sólo a algunas cuestiones que nos plantea.
Suponemos, por tanto, su contenido como conocido. Las observaciones
que vamos a hacer no deben causar la impresión, en el lector, de que tra­
tan las cuestiones más importantes del libro. De ninguna manera.
Justamente —como en seguida diremos— no creemos, por nuestra parte,
entender la doctrina de Barth mejor que Barth mismo. Y creemos que
Küng ha desarrollado en todos los puntos esenciales una doctrina de la
justificación conforme con la doctrina católica. Por eso no podemos
decir aquí muchas cosas verdaderamente importantes sobre el tema pro­
pio del libro. Nuestras exposiciones son, por tanto, conscientemente,
consideradas desde la intención y el contenido del libro, observaciones
marginales y quisieran ser entendidas como tales.

1. A s e n t i m i e n t o de Barth a l a d o c t r in a c a t ó l ic a d e l a j u s t if ic a c ió n

Küng expone la doctrina de Barth sobre la justificación (21-101; cf.


también 253ss). En la segunda parte añade la doctrina católica de la justifi­
cación (105-276). En esta segunda parte arranca, indudablemente, de la
intención de poner de relieve, en la medida de lo posible, los aspectos de la

Advertencias al libro de í íans Küng: Rechtfertigung. Die Lehre Karl Barths und eine katholische
Besinnung (Einsiedeln 1957).
226 OOC TRINA DE EA GRACIA

doctrina católica que tienen que ser los verdaderamente importantes en vis­
tas a una conciliación con Barth. Küng emplea también —no hay duda—
theologumena que no son evidentes sin más en toda teología escolar. Lo cual
no quiere decir que haya que negarlos. (Sobre el más importante de tales
theologumena hemos de hablar todavía). Pero al hacerlo, Küng obra con
pleno derecho. Aun contando con algunos pequeños deseos de claridad
todavía mayor y de una exposición más inequívoca —tales deseos pueden
tenerse también cuando se trata de la mejor obra teológica— no se podrá
dudar de la ortodoxia de la exposición de conjunto que Küng hace de la
doctrina católica de la justificación. Es lo que también le han testimoniado
Bouyer, de Broglie, EbneterJ, Stirnimann y muchos otros.
Küng dedica a las verdades que Barth echa de menos en la doctrina
católica más interés y espacio que a las que Barth ya conoce; esto es obvio
desde el punto de vista del objetivo de sus consideraciones. Y es que en
ellas debe mostrar justamente que las verdades que Barth echa de menos
entre nosotros, y que declara como necesarias por mor del Evangelio, se
encuentran en el campo católico. No podrá reprocharse a Küng que, en este
empeño, escamotee o trivialice en la doctrina católica las doctrinas que
oídos protestantes podrían percibir con desagrado o las que les suenen
equívocamente. El intenta interpretarlas y explicarlas. Y ésta es la tarea y la
obligación de la teología de controversia que no tiene derecho a suponer en
el adversario ni falta de inteligencia ni mala intención. Allora bien, si no
quiere suponer tal cosa, no le cabe otra salida que explicar mejor la propia
doctrina, con mayor amplitud, desde nuevos puntos de vista y en otros con­
textos, con otras palabras, de forma distinta a como se hizo hasta entonces,
con la esperanza de que quizás, en tal caso, el adversario inteligente y bien

Cf., por ejemplo, A. Elmeter, Orí 21 (1957): «Por lo pronto se podrá decir de forma global que
la exposición de Küng refleja la doctrina ortodoxa eclesiástica...». Otras confirmaciones por el
estilo (J. L. Aranguren, H. Fries, N. Greitemann, R. Grosche, J. P. Michael; W. Seibel, E.
Stakemeier, W. H. van de Pol) en H. Küng, «Rechtfertigung in katholischer Bessinnung»:
SchwKiZ 125 (1957) 619-621; 637-639. Incluso Stirnimann puede valer como testigo en cuan­
to que «subraya con toda claridad» (Freiburger Zeitschrift f ü r Philosophie und Theologie 4
[1957] 321s) que «las objeciones más importantes» que él hace «se refieren a cuestiones discu­
tidas intra muros». Por lo demás, me parece que Küng habría merecido más benevolencia,
penetración comprensiva e inteligente, y justa y equilibrada valoración de todos los elementos
de su exposición de lo que, según mi sentir, hace Stirnimann. Pero el mismo Küng ha manifes­
tado ya su opinión a este propósito de fórma suficiente.
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 227

dispuesto comprenda lo que propiamente se quiere decir y pueda conceder


así que es verdad. No hacer esto equivaldría a renunciar a la voluntad de diá­
logo, aun no queriendo admitirlo oficialmente.
Küng, por lo tanto, no sólo está en su derecho, cuando lo hace, sino que
es su obligación, como teólogo de controversia, exponer muchos aspectos
de la doctrina católica sobre la justificación bajo otros puntos de vista dis­
tintos de los acostumbrados desde siempre, decir expresamente cosas que
eu otros sitios se pasan por alto como «un problema de por sí». Supuesto
solamente que no diga nada que no deba decirse en la Iglesia católica y que
no calle, por falso irenismo, lo que tiene que ser dicho en ella.
Pero esta condición la lia cumplido Küng. Si en la exposición de su
asunto hace valer también motivos teológicos que no son sencillamente
doctrina del magisterio eclesiástico, está en su derecho. No sólo porque él
[Hiede opinar que están atestiguados en la Escritura y en la tradición y que
son útiles como partes de una imagen de la doctrina católica de la justifica­
ción que puede convencer al no-católico. Sino porque a este propósito
liemos de planteamos, incluso, la pregunta fundamental: ¿no podrá ser que
una verdad-definida, pongamos por caso sólo resulta inteligible y aceptable
para un no-católico si se le dice como complemento de ella otra verdad no
definida y que puede ser incluso, quizás, cuestionable? Quien parte de la
autoridad formal del magisterio de la Iglesia ya aceptada no puede ver aquí
ningún problema. Pero no es esto lo que sucede en la controversia con los
cristianos protestantes, sino más bien lo contrario: muchas veces les resulta
difícil aceptar la autoridad formal del magisterio porque tienen dificultades
con doctrinas que dicho magisterio enseña. Para superar esos reparos puede
ser, por tanto, completamente necesario existencialmente en la teología de
controversia recurrir a enunciados y theologumena no pertenecientes al
magisterio eclesiástico para hacer asimilables verdades definidas, hacer
mera teología para predicar el dogma ’.

No pasa nada, por tanto, si de vez en cuando se cita como testigo capital a un teólogo cuya auto­
ridad, por relativamente aislada, no convencerá demasiado a un lector que no acepte ya este
theologumenon como verdadero. Tampoco puede decirse, rigurosamente y en principio, que
siempre que se pueda citar a favor de una opinión a un teólogo católico no discutido por la jerar­
quía oficial se haya probado ya con ello que tal opinión es admisible al menos intra muros. Con
todo hay que decir que Küng cita casi siempre autoridades tan buenas y en tanta abundancia que
en la mayoría de los casos habrá logrado demostrar la carta de ciudadanía de los theologumena
no garantizados oficialmente en la teología católica.
228 DOCTRINA DK LA GRACIA

¿Cómo podría hacerse comprensible hoy la doctrina católica de fe, por


ejemplo, del pecado original sin acentuar y profundizar el theologumenon
del carácter análogo de tal pecado, en comparación con el pecado perso­
nal? Sólo de esta forma aprende también el teólogo católico en el diálogo
de controversia. Nuestra enseñanza es tan exigua porque, con frecuencia,
es muy poco lo que queremos aprender. Hemos de acentuar esto para
que se entienda bien lo que diremos a continuación.
Barth declara, de forma expresa y casi solemne, en la carta que
sirve de prólogo al libro que comentamos (pp. 11-12), que la exposi­
ción de su doctrina de la justificación hecha por Küng es exacta y que
él puede aceptar la exposición de la doctrina de la justificación que
Küng presenta como católica4. En este segundo punto Barth hace una
reserva: habría que decidir de parte católica si lo que Küng expone
como su propia doctrina de la justificación es también verdaderamen­
te católico. Ahora bien, esta reserva puede zanjarse. La exposición de
Küng es católica. No que todo lo que dice esté definido o sea doctri­
na general, sino que ninguna de sus afirmaciones está rechazada por la
doctrina del magisterio eclesiástico. Más no puede exigirse. Pues, si
no, un teólogo católico sólo podría, en definitiva, repetir literalmente
la doctrina del Concilio de Trento, lo cual no es evidentemente todo
lo que se le exige.
Y es que de la naturaleza misma del asunto y de la historia de la teo­
logía se sigue que tan pronto como un teólogo católico explica e
interpreta, por su cuenta y riesgo, lo que la Iglesia enseña va necesaria e
inevitablemente más allá de lo que tiene que interpretar y formula enun­
ciados que ya no encuentran el unánime consentimiento de todos.

Creo que Ebnetcr no valora suficientemente en su artículo lo segundo. Pues si se tiene esto en
cuenta no basta con poner en duda la exactitud de la exposición que Küng hace de la doctrina
de Barth apelando a la dogmática de éste —que habrá de ser interpretada, sin duda, ile forma
personal en cada caso . Habría que explicar, más bien —si se quiere impugnar lo conseguido
por Küng—, cómo puede ser que Barth pueda declararse de acuerdo con la exposición que
Küng hace de la doctrina católica - en tanto confórme con la suya , aunque Ebneter mismo
afirma que tal exposición es correcta. Si no quiere admitirse el consenso logrado por Kürig, no
cabe en esta cuestión más respuesta que decir: Barth ha leído esta exposición que Küng hace de
la doctrina católica con tal benevolencia y con gafas barthianas de tal espesor que ha leído sim­
plemente en ella su propia doctrina, es decir, no ha comprendido en absoluto las
consideraciones de Küng. Lo cual no es a priori imposible. Pero habría que probarlo muy
seriamente y con todo rigor. Y hasta tanto hay que presumir lo contrario.
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 229

Según mi opinión, por lo tanto, lo más que podría afirmarse contra


la exposición de la doctrina católica que Küng hace es que algunos pun­
tos pueden ser «mal interpretados», que es, por ello, «peligrosa», etc.
Ante lo cual lo único que puede hacerse, sin duda, es volver a preguntar
si tiene que ser necesariamente mal interpretada —y contestar simultáne­
amente con un no—, y si ese «riesgo» que se teme es mayor que el riesgo
espantoso de lo mera y ciertamente «ortodoxo» que consiste en no ser
aceptado por la otra parte. ¿O es que —¡válgame Dios!— la contradic­
ción de los que están al otro lado se ha convertido ya en el criterio
inequívoco para probar que hemos dicho la verdad y que la hemos
dicho, además, de la mejor manera posible?
Este doble asentimiento de Barth es asombroso. Y pienso que debe­
ría encontrar en nosotros mayor y más gozoso asombro del que, según
mis conocimientos, ha encontrado hasta ahora. Barth no es simplemen­
te la doctrina protestante de la justificación. Aquí (276) Küng exagera,
efectivamente, un poco hacia el final del libro. (Schlink, por ejemplo, al
que Küng [275] cita a propósito de la impugnación de una mera justicia
imputada, diría, a pesar de todo, que él no puede aceptar la doctrina tri-
dentina de la justificación). Pero ¿no es este asentimiento, sin embargo,
asombroso, una realidad capaz de mover el espíritu y el corazón?
En la teología protestante Bardi no es un cualquiera. Y él declara: tú
expones a lo largo de cien páginas mi teoría de lajustificación; la exposición
es absolutamente acertada y buena, y lo que tú me muestras como doctrina
católica lo puedo aceptar plenamente. ¿Es esto evidente sin más? ¿No apa­
rece aquí un desarrollo que fortalece la esperanza cristiana, a la que estamos
obligados por mandato de Dios, de que es posible avanzar en asuntos de
unidad de la fe cristiana? Ser en tales cuestiones «prudentes» y «realistas» y
«no alterarse» —¡porque en resumidas cuentas todo sigue como estaba!—
simplista y cómodo. Más cristiano sería esperar, dar gracias a Dios de que
no todo está inmóvil, estancado como en sus comienzos, y sacar la ense­
ñanza de este acontecimiento de que vale la pena trabajar en la teología de
controversia por una verdadera comprensión.
No se diga inmediatamente que tal consenso es sólo «verbal». Cierto
que, por lo pronto, sólo existe, en todo caso, en un punto, en la doctrina de
lajustificación. Y Barth está separado de nosotros en la fe por muchos otros
capítulos —pecado original, predestinación, sacramentos, Iglesia, papado,
mariología, etc. —; cosa que Küng no pasa por alto. Es verdad que la teolo­
gía de Barth posee una determinada «caída» —como Küng ve (270-272) y
230 DOCTRINA DE EA GRACIA

dice explícitamente—que no sólo en esos otros puntos puede llevar a un disen­


timiento, sino que también en la misma doctrina de la justificación puede
ofrecer combustible para posibles conflictos. Es verdad que muchos enuncia­
dos de Bardi tienen que ser interpretados benévolamente —pero ¿con qué
teólogo o Padre de la Iglesia no sucede lo propio?— y desde la totalidad de su
doctrina, para que puedan ser entendidos católicamente. Es verdad que puede
preguntarse si no habría que entender tal doctrina de lajustificación otra vez,
de otra forma, distinta de la de Küng y Barth, si se la pensase con rigurosa con­
secuencia desde otras posiciones precisas de Barth —su doctrina de la
predestinación, por ejemplo— y se la expusiera inequívocamente desde allí.
(Pero con el mismo derecho podría plantearse la cuestión en sentido inverso y
corregir desde la doctrina de lajustificación otras posiciones de Barth; en una
teología que proviene de muchos enunciados de la Escritura y que quiere
tomar en serio todas esas palabras no hay —por fortuna nuestra—un punto de
partida sistemático que pudiera hacer valer inequívocamente, como primero y
único, todo lo demás sólo como función derivada).
Todo esto es verdad. Pero no se debe hablar, por ello, de un consenso
meramente verbal. No es nuestro intento discutir aquí con conocedores de
la teología de Barth si la interpretación de Küng responde rigurosamente y
en todo sentido a los datos objetivos de la dogmática eclesial banthiana.
Sería un quehacer excesivamente difícil que sólo atañe a especialistas de su
teología. Al no-especialista le basta, y es también lo más importante objeti­
vamente, como en seguida diremos, saber que Barth mismo ve en Küng, en
ambas partes del libro, expuesta acertadamente su teoría. Y ante eso al pro­
fano no le cabe, en definitiva, otra cosa que decir: Barth tiene que ser quien
mejor sepa lo que él propiamente piensa. Los demás podemos creérselo y
tomar nota del hecho con alegría y gratitud. Aun sabiendo que, por ello,
Barth no es todavía católico, ni mucho menos.
Comparada con tal hecho es, en todo caso, una cuestión secundaria, si
no superflua’, alzar el dedo y decir: «¡Sí, pero en tal y tal sitio Barth ha dicho

Naturalmente que sigue siendo nuestra tarea, también allora, leer a Harth críticamente, advertir
posibles desequilibrios, etc. Pues por el hecho de que él declare que puede aceptar una exposi­
ción de la doctrina católica de la justificación no está dicho todavía, naturalmente, que cada uno
de stis enunciados escritos anteriormente sea ya, por ello, indiscutible. Pero nosotros tenemos el
derecho y hasta la obligación de interpretar cada uno de sus enunciados y razonamientos, en lo
posible, in bonam partem.
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 231

algo que no armoniza bien con eso!» ¿Por qué no puede haber entendido
Barth mejor, al leer a Küng, lo que él mismo propiamente quiere decir? ¿Por
qué no han de ofrecérsele, por medio de tal teología progresiva de contro­
versia, fórmulas en las que él vea claramente que su intención se mantiene y
que muestren que se ha evitado al católico el peligro que veíamos en las for­
mulaciones de Barth que hasta ahora conocíamos? ¿Un consenso logrado
así es meramente verbal?
Con esto no decimos, naturalmente, que los que creen entender a
Barth mejor que él mismo sólo vean fantasmas. Ven peligros que en Barth
existen. Pero en este punto hay que tener en cuenta lo siguiente —y la
importancia fundamental de tales consideraciones justifica que digamos
todavía unas palabras sobre el asunto—: no podemos hacer teología de
controversia sólo a lo largo de la ordenación objetiva de cosas y verda­
des, es decir, no podemos hablar sólo de la Iglesia, el magisterio y el
papado con los hermanos protestantes hasta conseguir un consenso
sobre esos temas, pensando que todo otro consenso, no pasa de ser pre­
cario y rodeado de reservas mientras no se logre una conciliación sobre
estos criterios formales de la ortodoxia. Pues, como ya se ha dicho, el
disentimiento que por lo pronto existe a propósito de esos criterios forma­
les vive psicológica e históricamente —parcialmente— del disentimiento en
aquellas otras cuestiones.
Ahora bien, si esto es así, en el diálogo con los protestantes esta­
mos en la situación en la que un tomista y un molinista estarían al
dialogar, si no se supieran de antemano obligados a la Iglesia una y
su magisterio. El molinista le diría siempre al tomista: «Sí, tú admi­
tes verbalmente la libertad del hombre bajo la gracia, es verdad; pero
si la tomaras verdaderamente en serio y si hubieras entendido de
verdad lo que eso quiere decir no podrías defender la praemotio
physica». Y el tomista le diría al molinista: «Sí, tú enseñas verbal­
mente la eficacia de la gracia, incluso frente a la libertad, y rechazas
verbalmente hasta el semipelagianismo, es verdad. Pero con tu scientia
media mantienes posiciones que objetivamente destruyen eso que
admites». Y ambos renunciarían a plantarse, a propósito de los dos
aspectos de su doctrina respectiva, ante el dilema de escoger entre
ambos aspectos, o declarar uno de ellos por más decisivo, o en caso
de un aut-aut tener uno por más válido que el otro. Y es que ningu­
no de los dos concibe que pueda abandonarse uno de los aspectos
de su posición.
232 DOCTRINA DK LA GRACIA

Dicho en términos generales: siempre que se llega a un acuerdo entre


dos hombres que se unen partiendo de posiciones diversas " y siempre
que tal acuerdo no se basa en una tercera autoridad obligativa formal,
aceptada por ambas partes antes de la disputa, el acuerdo es siempre
esencialmente precario, está amenazado y puede ser puesto en duda
siempre. E incluso no se puede hacer constar en sentido absoluto con
certeza última. Porque toda formula concordiae, que se requeriría para
determinar que había sido conseguida una unión en la realidad y no sólo
en las palabras, exigiría, a su vez, una nuevaformula concordiaeformulae
concordiae, y así indefinidamente.
Decir por eso que sólo se ha conseguido una unión verbal es absur­
do. La unidad en la verdad se desarrolla siempre en un ámbito
sociológico intermedio entre hombres y si se logra ahí es que se ha logra­
do. Pero ahí sólo se logra si se logra en palabras y enunciados —es decir,
si se quiere: verbalmente— manejados por el hombre que escucha aten­
tamente y habla con discreción inteligente. Ahora bien, de tales hombres
no se exige que intenten contemplar el centro del espíritu de los otros
hombres, donde sólo Dios mira y ve lo que «en realidad» allí se piensa.
Justamente en una teología de controversia podría darse también el
peligro de que un miedo excesivamente neurótico, de que quizás «en reali­
dad», «en lo más hondo» no se haya llegado a un acuerdo, destruya la
unidad que podría existir. Tal miedo provoca también ese empeño extraño
—que puede observarse en la teología de controversia— en probarse recí­
procamente, por medio de formulaciones y matizaciones cada vez más
sutiles, un disentimiento donde nuestros antepasados del siglo XVI, con
menos sutilezas de formulación, o hubieran hecho constar un disentimien­
to, que todos pudieran ver y expresar fácilmente..., o se habrían unido.
Hoy en algunos puntos de la teología de controversia se ha llegado a
tal extremo que sólo la retórica teológica más alta consigue mostrar a los
iniciados —no al hombre normal— en qué consiste propiamente tal dife-

Este venir de posiciones diversas que se percibe incluso en la unidad, en la forma en que existe
en cada uno de los que se unen, es por lo pronto el lastre y destino de la verdad creada del espí­
ritu finito que inevitablemente sigue viendo con diversa perspectiva aun donde se ve, la misma
verdad y realidad. Y porque esto siempre se percibe, a la unidad en la verdad, para que verda­
deramente sea vista y pueda seguir durando, tienen que acompañarla el amor, la humildad, el
soportarse recíprocamente y la paciencia.
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 233

renda. En tales casos —hay también, naturalmente, muchos en los cua­


les sucede lo contrario— lo mejor y más cristiano sería decir que se está
de acuerdo o que se puede conseguir plenamente una conciliación. Tal y
como Barth, animosa y sobriamente, lo ha hecho.
Para tener derecho a vivir en iglesias separadas habría que saber con
certeza —para expresarlo por lo pronto de forma vigorosa— que, inequí­
vocamente, no se está de acuerdo con la verdad y no sólo no saber con
toda seguridad si se está verdaderamente totalmente de acuerdo, o lo que
el otro quiere decir en realidad con todo rigor, o si se le ha entendido con
toda verdad. Este principio se sigue —en mi opinión—, de una parte, de
la obligación cristiana de unidad en la Iglesia una y de la imposibilidad
esencial de una certeza absoluta a propósito de una última igualdad
interna de convencimiento. Una certeza absoluta sobre la propia y más
íntima ortodoxia ante el juicio de Dios —que sería el supuesto de aque­
lla certeza absoluta— me parece tan imposible y no-católica como la
certeza absoluta sobre la propia justificación delante de Dios.
Y quizás las fórmulas de conciliación de los tiempos antiguos, cons­
truidas aparentemente de forma un tanto artificial y política, no eran en
modo alguno las peores. Y es que la artificialidad aparentemente verbal
de la conciliación es frecuentemente la única de que el hombre, ante el
misterio incomprensible, es capaz: encontrar una fórmula que deje a
cada uno lo que trajo consigo a la disputa, fórmula que no conciba que
la conciliación pudiera abandonarse y que obligue a ambos a ver y a afir­
mar lo que cada uno había pasado por alto en el buen conocimiento del
otro o lo que no había visto tan claramente que el otro pudiera percibir­
lo también en él.
Por eso no debe añadirse a toda fórmula de concordia: «sigue pre­
guntando y verás cómo salen a luz discrepancias ocultas sólo bajo
formulaciones tan generales». ¡Como si no pudiera sospecharse lo
mismo, a pesar de toda unidad, dentro del catolicismo! ¿O es que no se
podría decir hoy también que Galtier y Parente, por ejemplo, ocultan
bajo la misma fórmula calcedónica «discrepancias» muy considerables?
Tampoco entre nosotros católicos puede «seguirse preguntando aguda­
mente» de forma ilimitada, si no se quiere descubrir una buena cantidad
de diferencias en cosas en las que se quiere estar de acuerdo y hay que
estarlo y se está.
No es, naturalmente, nuestro quehacer aquí mostrar con más rigor
en una filosofía y teología del conocimiento humano por qué, a pesar de
234 DOCTRINA DE LA CRACIA

la disgregabilidad de la verdad común de y en los hombres finitos, se


puede estar verdaderamente de acuerdo. Del mismo modo que no está
caído todo el que podría caer —aunque se podría mostrar su auténtica
labilidad—, no se aferra a un error todo aquél de quien podría probarse
que, dada su mentalidad, sus premisas imprecisamente formuladas, los
puntos que especialmente acentúa, estaría en condiciones de caer en el
error. (Sobre todo si se le quiere obligar, por medio de una dialéctica
superlista, a superar positivamente hic et nunc el riesgo de sus supuestos,
cosa que él con frecuencia no puede ni tiene por qué poder llevar a cabo,
o a profesar el error crecido).
Pero quien piense que, al menos sin la autoridad formal de la que
hemos hablado, no se puede ir más lejos de una unidad verbal, pasa por
alto dos cosas: la autoridad formal como tal y la unificación en ella pueden,
ciertamente, estimular y garantizar una conciliación en la realidad misma,
pero en cosas esenciales no pueden substituirla; no se puede conseguir
una unidad sólo por el hecho de que se dé conjuntamente y de antemano
la razón a la misma autoridad formal de magisterio, pero también sólo en
su autoridad formal —en cierto sentido, sólo en una fides implicita—.
Ahora bien, nosotros tenemos también con Barth una autoridad
común: la Escritura. ¿Por qué no hemos de sentirnos de acuerdo cuando,
con la mirada puesta en el mismo, testimonio de la Escritura aceptado sin
reservas, podemos pensar que hemos logrado una unidad en su interpre­
tación? En la Iglesia existen, es verdad, manifestaciones doctrinales
jerárquicas que obligan a todos. Pero justamente de ellas se dan diversas
explicaciones que sólo el ingenuo, que no las ha entendido, puede separar,
limpiamente y sin resto, de la doctrina que en común a todos obliga, de
forma que sería evidente y no cabría duda alguna que «en el fondo» se está
de acuerdo. Ahora bien, si esto es verdad y se piensa además que esas
escuelas diversas proceden de direcciones muy diversas y tuvieron antepa­
sados que también fueron «pecadores originales», con el nombre de
herejes, ¿por qué ha de esperarse a tener la doctrina de Barth por absolu­
tamente segura cuando ya no se pueda advertir en ella de dónde procede?
Volvemos a insistir en que, según nuestro parecer, el libro de Küng
ha conseguido algo asombroso: el asentimiento de un gran teólogo pro­
testante a una exposición de una doctrina de la justificación que,
ciertamente, en este o aquel punto tiene que ser considerada como nece­
sitada de alguna corrección, y como capaz de ella, pero que no, puede ser
designada como no católica. Con esta doctrina de la justificación, por
CONTROVERSIA SOBRE EAJUSTIFICACIÓN 235

tanto, que Barth declara análoga a la suya, se puede ser católico. Barth no
puede decir, por tanto, que no puede ser católico a causa de la doctrina
de la justificación mientras la exposición de Küng no sea rechazada en
algún punto esencial como no católica por el magisterio católico o mien­
tras los teólogos católicos no digan que contradice claramente a la
doctrina católica.
La pregunta de Barth, por tanto, de si la exposición de Küng refleja
verdaderamente la doctrina católica, debe ser contestada diciendo: no es
de esperar que tal exposición sea aprobada oficialmente, pero tampoco
es necesario; se puede ser de la opinión de Küng y vivir plena y positi­
vamente de acuerdo con la Iglesia y su doctrina jerárquica. Pues no hay
que esperar de antemano que las fijaciones de límites por medio del
magisterio eclesiástico («definiciones»), por mucho que declaren desde
luego la realidad misma —bien que en una determinada posición defen­
siva—, sean, adecuadamente y en todas direcciones, su expresión, tal y
como aparece en la conciencia de fe de la Iglesia, o que quieran ahorrar
al cristiano el esfuerzo personal por su intelección y por tener, por tanto,
una opinión teológica propia.

2. P equeñas observaciones críticas

Ya lo hemos dicho. No dudamos que la exposición que Küng hace


de la doctrina católica de la justificación es ortodoxa. Lo cual no signifi­
ca que, a propósito de tal o cual punto, uno no pueda venir con sus
cuestiones y pequeñas objeciones. Quien viera en ello una semiretracta-
ción del juicio de conjunto procedería neciamente. También la teología
ortodoxa da ocasión a tales cuestiones y reservas, como las diferencias de
opinión de los teólogos muestran. Y no raras veces la incuestionable
ortodoxia de un manual —cuando no se conforma con repetir simple­
mente el Denzinger— consiste sencillamente en que, aunque podría, su
autor ha perdido la costumbre, por aburrimiento o por rutina, de plan­
tear tales cuestiones críticas. Cuando se empieza a hacer teología por
cuenta propia en diálogo con un adversario nuevo al que hay que tomar
en serio, lo viejo se rejuvenece, se escucha, se hacen preguntas y obje­
ciones. Algo de eso es lo que vamos a exponer aquí. No nos referimos a
la interpretación de Barth, sino a la de la doctrina católica.
236 DOCTRINA DE LA GRACIA

2.1. Justificación y santificación: fe y amor

Concedámoslo abiertamente: en la Escritura se distingue terminoló­


gicamente —y, por tanto, también en la perspectiva en la que es
considerada la salvación una, por la gracia, del pecador— entre la justifi­
cación y la santificación Küng muestra esto partiendo directamente de la
Escritura y puede apelar a exegetas católicos de peso. Concedamos tam­
bién a Küng que no es infundado —si y en tanto dicha diferencia existe—
adscribir la fe primariamente, en una diferencia con el amor, a la justifi­
cación. De tal manera que, en este sentido determinado de
«justificación», pueda decirse de la fe que somos justificados por ella,
cosa que no puede decirse del amor. Acentuemos también expresamen­
te, para no interpretar mal a Küng, que cuando él dijo que la fe justifica
al hombre —en este sentido pregnante de la justificación distinta formal,
y no materialmente, de la santificación— habla explícitamente de la fe
viva, de la fides formata (250s; 252), de la fe en la que el amor está ínti­
mamente presente, y que por eso su doctrina es irreprochable.
Sin embargo, a propósito de este capítulo de Küng, puede desearse más
y pensar que se puede entender a Barth y ser deferente con él, en la medida
de lo posible (hasta el consenso), cumpliendo también esos deseos.
Por lo pronto, tanto en Küng como en Barth hay algo que, en mi opi­
nión, no queda siempre completamente claro: ¿son la justificación y la
santificación dos aspectos del mismo proceso uno, o dos etapas que están
una detrás de la otra? A mí me parece que, según el tridentino y su inter­
pretación normal en la teología católica, y también según la Escritura, hay
que decir: dos aspectos del mismo proceso, no dos fases sucesivas, al
menos cuando por justificación se entiende no el proceso «objetivo» de la
«redención», sino la absolución real y eficaz de los pecados, que justifica
al hombre singular cuando «cree» (en sentido paulino) y es bautizado.
Tomando la justificación —tal y como Barth la entiende— por la
transformación objetiva y real de la situación existencial de cada uno
—y de «todos»—, dada ya por medio de la encarnación, muerte y resu­
rrección de Cristo —previamente a la actitud subjetiva personal (fe) y a
la administración sacramental (bautismo) en concreto—, se podría decir,
naturalmente, que la justificación, en tanto fase propia de la salvación,
precede al acontecimiento en el que el hombre ratifica y se apropia, cog­
noscitiva y realmente, esta situación existencial en Cristo, dada a él (sin
él) previamente sólo por Cristo. Otra cuestión sería cómo habría que lia-
CONTROVKRSIA SOBRK LA JUSTIFICACIÓN 237

mar, entonces, a esa segunda fase: mera «santificación» o justificación-san­


tificación «subjetiva». En todo caso Küng —y Barth— tiene plena razón al
decir que la redención enjesucristo no logra ante todo su importancia real
para el individuo concreto en la redención subjetiva (en una extraña mane­
ra nominalista, atada a un esquema espacial).
Como quiera que sean las categorías ontológicas y los conceptos que
podrían servir para la percepción clara del estado de la cuestión, de lo
que no se puede dudar es del hecho mismo, el hombre, previamente a su
actitud subjetiva es distinto del que seria en tanto mera criatura y mero
pecador, puesto que la redención ha acaecido en Cristo, porque Dios le
ama en Cristo mientras es peregrino. De tal forma que eternamente,
incluso en su condenación, está determinado por ese «es». Dicho «es»,
que siempre le determina, no lo crea él por la fe y el amor, sino que a tra­
vés de ellos toma «noticia» de él —afirmándolo y ratificándolo
existencialmente, desde luego—. Y de tal manera que por medio de tal
«percepción» acaece en él algo que significa su salvación porque exacta­
mente el mismo hecho, ese «es», si lo «percibiera» rechazándolo o con
indiferencia, significaría su condenación.
Llamemos a tal «es» un existencial sobrenatural. En tal caso pode­
mos decir: previamente a la apropiación subjetiva de la salvación el
hombre está determinado internamente por un existencial sobrenatural
consistente en que Cristo ha «justificado» en su muerte al hombre peca­
dor ante el Dios santo.
Quien no pueda seguir fácilmente esta terminología que piense sólo
en perfecta escolástica lo siguiente: si el hombre puede ser justificado
subjetivamente ante Dios —por la fe, donada por la gracia, y por el
amor— y si ese poder precede evidentemente al acto de la justificación
(subjetiva), ese «poder», esa potencia, es, entonces, de una parte, suya, es
decir, le es «intrínseca» —aunque depende permanentemente de la gra­
cia de Dios— y, por otra parte, no le pertenece con necesidad esencial,
por «naturaleza», sino sólo por la muerte de Cristo.
A ese poder intrínseco que precede necesariamente a la apropiación
subjetiva de la salvación, que la sustenta y es apropiado en ella, podemos
llamarle sin reparo alguno el existencial sobrenatural del (objetivo) estar-
redimido o del (objetivo) estar-justificado. Sólo tendrá dificultades de
verdad contra lo dicho quien piense que el hombre termina en la fronte­
ra que su piel forma y que, por ello, le es extrínseco todo lo que no pueda
localizarse de manera imaginable dentro de ese saco de piel, o quien
238 DOCTRINA DK LA ORACIA

piense que enunciamos con palabras complicadas algo evidente que todo
cristiano sabe y que se podría decir también de manera más sencilla.
Enunciarlo así tiene su sentido porque sólo de esa forma queda claro
en conceptos teológicos lo que el cristiano auténtico sabe, naturalmente,
desde siempre: que el acontecimiento de la justificación subjetiva del
individuo tiene que ver en verdad muy hondamente con Cristo y su
Cruz, y que no es sólo un volverse subjetivo hacia un Dios que, a causa
de una bondad metafísica, tiene que ser en todo caso compasivo, porque
a uno mismo le interesa que lo sea. Únicamente así queda claro que la
muerte en la Cruz no es sólo un asunto histórico, sino que sustenta ahora
esencialmente mi situación de salvación, ya que Dios antes de que yo
haga nada, ha hecho algo en el ámbito de mi ser en Cristo.
Todo esto es verdad y posee una importancia decisiva. Y se puede
decir que el existencial sobrenatural del estar-justificado (objetivamente)
por Cristo ante Dios precede a la apropiación subjetiva de la salvación
—que, naturalmente, también causa relaciones altamente «objetivas»—.
Pero —y así volvemos nuevamente a la cuestión que propiamente nos
ocupa—, cuando se habla de la justificación subjetiva del individuo por
la fe y el bautismo, la justificación y la santificación sólo pueden ser con­
sideradas como dos aspectos del mismo proceso. Lo cual no impide que
ambos conceptos posean un contenido formal distinto. Y así no es nece­
sario que se pueda afirmar formalmente lo mismo de la justificación y de
la santificación.
Tal distinción formal no tiene por qué ser una cuestión ociosa de
mera disgregación conceptual. Y tampoco lo es. Y es que sólo distin­
guiendo en la misma realidad una diversos aspectos para nuestro
conocimiento necesariamente plural, aunque objetivamente no puedan
ser distinguidos, se ve la plenitud de tal realidad y se está en condiciones
de responder a ella con una plenitud plural de modos de comporta­
miento que son distintos entre sí, que tienen que serlo y que sólo pueden
serlo si se ve la diversidad de los aspectos inseparables en la realidad una.
Así, por ejemplo, la justicia y la bondad son dos aspectos insepara­
bles de Dios. Pero yo tengo que distinguirlas para poder responder
objetivamente a la realidad una de Dios con la pluralidad de los actos que
responden a cada uno de los aspectos (por ejemplo: temor de Dios y
confianza, que no son lo mismo).
Ahora bien, si la justificación y la santificación son sólo aspectos dis­
tintos y no diversas fases sucesivas del mismo proceso —¡pero eso de
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 239

verdad!— puedo, entonces, adscribir específicamente un acto humano


determinado a la justificación —en tanto causada por Dios— y otro a la
santificación —en tanto acto también de Dios en mí—. Se puede decir,
por tanto, si se quiere: en tanto la justificación acaece en forma de per­
cepción apropiante, de la absolución eficaz del pecador, causada sólo
por Dios, en Cristo, puede ser calificada con razón como acaecida justa­
mente en la «fe», por ser ésta la terminología de la Escritura y porque así
se expresa claramente el carácter de mera recepción de la acción de Dios
en el hombre —aunque dicha recepción es una actividad causada por
Dios como acción del hombre— a diferencia de un logro del hombre en
que éste, de forma autónomo-pelagiana, o en la gracia cristianamente,
realiza algo que reclama ante Dios, sin razón o con ella, un valor.
Y no hay ningún inconveniente si a este propósito no se quiere decir
que la justificación —formalmente como tal, es decir, en tanto puede ser
distinguida de la santificación— acaece por medio del amor —formal­
mente como tal, en tanto puede ser distinguido, como aspecto en el acto
uno total del proceso justificante-santificante, de los otros aspectos, de la
fe y la esperanza—. Y es que, por lo pronto, si la justificación y la santifi­
cación son sólo dos aspectos del mismo proceso, el amor no puede estar
menos dado en él que la fe. Por eso nos parece que no son del todo
inequívocas las fórmulas que Küng emplea a veces, como si el amor sólo
estuviera dado, en la fe justificante, de forma germinal, sólo como punto
de partida, o fuera menos, en realidad, supuesto del proceso uno, del
cual uno de sus aspectos es precisamente la justificación7. Sino, por el
contrario, en la medida en que la fe justifica, es una fe conformada por el
amor, teniendo en cuenta que, para que tal proceso sea justificante, el
amor tiene que estar presente plenamente en él.
Por otra parte, no se debería encuadrar al amor entre las «obras» cau­
sadas por la gracia (246; 250), para fundamentar la ordenación recíproca
inmediata entre la justificación y la fe, a diferencia de la santificación y el
amor. Pues, desde el punto de vista teológico, no es tal amor. Como tam­
poco lo es la fe. Es verdad que no sólo se puede distinguir, con pleno

Y así puede formular Küng (256) que el hombre no tiene «otra cosa» que hacer en la justifica­
ción «más que poner su confianza en el Señor». O esto es muy poco, [jorque el hombre para ser
justificado tiene que amar o hay que añadir objetivamente a este enunciado que sólo quien ama
pone toda su confianza en el Señor.
240 DOCTRINA DK LA GRACIA

derecho, la fe de las obras —causadas de manera farisaica-autónoma— de


una «M¿0 -justificación (total o parcial, «sinergética») ante Dios; se puede
hacer más bien una distinción también justificada entre la fe y la obra
causada en virtud de la gracia como fruto del Espíritu ", la obra en la que
Dios nos otorga poder realizar frutos dignos, laudables y retribuibles, de
vida eterna, y decir también en este sentido, con Pablo y el Concilio de
Trento (Dz 801), que somos justificados por la fe y no por las obras, por­
que, según el Concilio, absolutamente nada —tampoco la fe— de lo que
precede a la justificación (y santificación) merece la justificación (y san­
tificación). Y la razón es que tales frutos y obras sólo pueden ser
realizados por quien ha pasado de la muerte a la vida, por quien ha sido
convertido de árbol malo en árbol bueno.
Pero, aun entonces, el amor cae, bajo tal aspecto —como forma
bajo la cual se llevan a cabo la justificación y la santificación—, del
lado de la fe y no de las obras. No sólo porque el amor está dado ya
en la justificación misma como tal, que no tiene obras por las que nos
sea dada, mientras que las obras sobrenaturalmente meritorias de la
justificación (y santificación) están por seguir. Sino porque el amor,
lo mismo y más que la fe, es un proceso en el que el hombre no se
mira a sí mismo, no puede tener en cuenta méritos de ninguna clase
—aun en el caso en que objetivamente haya sido depositado uno en
él—; se entrega totalmente y sin reservas a Dios por sí mismo —y no
por nosotros mismos— porque Dios mismo se nos otorga en la gra­
cia y sólo así —por la comunicación del Espíritu de su Amor— nos
posibilita salir de nosotros. Distintas de ese amor son las «obras».
Incluso las que no quieren significar en modo alguno autojustifica-
ción ante Dios, sino que son el don de Dios que otorga a su hijo
querido la posibilidad y la realidad de las obras válidas ante él y su
juicio.

s Küng, refiriéndose a Tomás (244s.) dice que no sólo las obras de la ley ceremonial están exclui­
das de la justificación en la fe, sino también las del decálogo. No habría estado mal precisar el
sentido de este enunciado en sí exacto. Pues las obras del decálogo son a su vez de carácter doble
y radicalmente diverso: el intento de un logro autónomo, sin la gracia, de tales obras del decálo­
go a base de las propias fuerzas y las obras del decálogo como fruto del Espíritu Santo. No se
puede decir sencillamente, y exactamente en el mismo sentido, de los dos tipos de obras del
decálogo que estén excluidas, aunque en el sentido del Dz 801 baya que decirlo de ambos tipos
a propósito del proceso de la justificación.
CONTROVERSIA SOHRE LA JUSTIFICACIÓN 241

Dicho de forma escolástica: en la obra (buena), en tanto puede y tiene


que ser distinguida del amor como tal, se busca el bien moral finito —al que
se aspira en el amor liberado por Dios mismo en el que el hombre puede y
debe amarse a sí mismo—; en el amor se busca a Dios mismo —igual que en
la fe—, tal y como él se ha otorgado al hombre por su obrar en Cristo, y sólo
así. Este amor es, por tanto,justamente la culminación más radical de lo que
acaece en la fe, no algo que viene tras ella como una obra: la radical —pero
eso... amante— y total capitulación del hombre ante Dios, que el hombre
angustiosa, pecadoramente cerrado «autónomamente» en sí sólo lleva a
cabo percibiendo y aceptando que Dios le ama y le ha recibido y acogido
en Cristo y que, por tanto, él es culpablemente necio si no se atreve a amar­
se a sí mismo hacia afuera de sí mismo.
Para la dogmática católica, sin distinción de escuelas, no hay amor a
Dios que no sea un acto de la fe —formal o eminente— porque una rea­
lización más alta y total —cosa que no puede decirse de toda «obra»
como tal— de la existencia cristiana una incluye la realización parcial (o
aspecto parcial) y la conserva también en su esencia formal.
De todo lo dicho se sigue —a nuestro parecer— que el subjetivo
ser-constituido-en-la-salvación es simultáneamente justificación, en
tanto perdón de los pecados, y santificación, en tanto vivificación inter­
na, con dos aspectos formales distinguibles, y que este proceso uno
—tratándose de adultos— acaece con la fe (en esperanza y arrepenti­
miento) y el amor, de tal forma que ambos aspectos de la apropiación
subjetiva tienen que ser adscritos a cada uno de los otros dos aspectos de
ser-constituido-en-la-salvación (en tanto acción de Dios). Pero el amor
desempeña en este proceso un papel tan decisivo como la fe —y tiene
que estar ahí no sólo «germinalmente»— y posee en sí incluso lo peculiar
e irrepetible —a diferencia de todos los otros modos de proceder— de
que alberga en sí el todo y no es sólo un momento parcial de él.
Al afirmar que el proceso santificador de la justificación abarca la fe
y el amor como aspectos de un proceso no se niega, naturalmente, que
dada la constitución pluralista, temporal y objetivamente, del hombre
sean posibles actos que no lleven consigo todavía ese acontecimiento de
la justificación como tal y plenamente y que, sin embargo, ya estén orien­
tados positivamente a él bajo el movimiento por medio de la gracia y que
bajo tales actos pueda ser encontrada, entonces, una «fe» que, por no
transformarse todavía en amor, no es aun justificante (en tanto fides
nondum caritate formata).
242 DOCTRINA DE LA CIUCIA

Podemos hacer caer en la cuenta de que la doctrina del tridentino de la


pluralidad histórico-temporal de la preparación a la justificación —bajo el
movimiento de gracia que ya deviene eficaz— no implica aun, ni mucho
menos, que se tenga que poder señalar existencialmente en el hombre con­
creto el momento temporal del comienzo de la justificación. Y que la
doctrina de que la fe puede seguir existiendo a pesar de la pérdida de la gra­
cia es, en el Concilio de Trento, por lo pronto, una distinción
fiindamentalmente esencial, que no decide todavía si en el hombre concre­
to, en muchísimos casos o en la mayoría, el pecado mortal no será también
un pecado contra la fe. Ya que la profesión externa de la fe y una cierta
voluntad psicológica de creer, con su posibilidad de ser influida por la pre­
dicación, no son todavía indicios inequívocos de que el hombre cree en lo
hondo de su ser con una fe causada por la gracia. Y porque, ciertamente,
para una «psicología» que penetre más hasta lo hondo, estos modos cristia­
nos de proceder, a pesar de su pluralidad, poseen entre sí una conexión más
íntima de lo que cree una experiencia burguesa del todos-los-días. Las más
de las veces se peca porque no se cree, y —recíprocamente— cada pecado
tiende a realizarse, por su esencia, en incredulidad.
Pero, sin embargo, según el tridentino, no se puede negar fundamental­
mente —cosa que Küng, naturalmente, tampoco hace— que puede haber fe
como efecto inicial de la gracia, fe que todavía no está justificada. Ahora
bien, de ahí se sigue clarísimamente, como consecuencia inevitable, que no
se puede echar totalmente a un lado el amor excluyéndolo del proceso uno
de la justificación-santificación, como Küng parece hacer a veces.

2.2. Fe en tanto acto sustentado por la gracia

Vamos a llamar aquí la atención sobre algo que se acopla bien a la cues­
tión que acabamos de tratar: a Küng (como a Barth) le interesa mucho
mostrar que la fe, que es un supuesto de la justificación (subjetiva), no es
verdaderamente ni «obra» ni «mérito» en orden a la justificación. Para acla­
rar esto —que es verdad— Küng echa mano —al menos así me parece— al
pensamiento (como en Barth) de que hay que distinguir" entre la fe propia

Naturalmente que se puede y hay que distinguir con el tridentino —al que Küng apela (255)
CONTROVERSIA SOBRE EAJUSTIKICACIÓN 243

del hombre, obrada por él, como condición previa de la justificación, y una
fe que Dios obra, la cual —si no me equivoco— Küng identifica, entonces,
con el hábito «infuso» de la fe (255). En esta distinción queda claro, natu­
ralmente, que aquel creer, que el hombre realiza muy humanamente y sólo
humanamente, no puede ser una «obra» que pueda exigir como su recom­
pensa la justificación; es verdaderamente sólo el dejar-acaecer-en-sí —bien
que activa y libremente— de la acción de Dios en el hombre.
Ahora bien, me parece que esta manera de hablar no es muy feliz y
tampoco una fundamentación muy buena de lo que debe ser explicado:
la inmeritoriedad absoluta de la gracia de la justificación. Me parece,
incluso, que la concepción católica normal en las escuelas teológicas
puede aplicarse todavía mejor a la intención de Barth que las formula­
ciones de Küng. Este (258) rechaza, con razón, un «sinergismo» en la
doctrina de la gracia según el cual Dios y el hombre tiran del mismo hilo
de forma que cada uno de ellos puede contabilizar en su haber la mitad
del resultado. Pero si se rechaza dicho sinergismo —¡y la doctrina católi­
ca de la gracia no es ningún sinergismo de esta especie, a pesar del

entre el acto de la fe que dispone para la justificación y la virtud infusa de la fe. Pero esta distin­
ción no consiste en que aquel acto sea meramente humano y esta virtud dada por Dios. También
aquel acto es tan radicalmente don de Dios por la gracia como la virtud infusa. (Ambos no se
distinguen por su sujeto agente, sino por su duración, tal y como el acto y el hábito se distinguen
recíprocamente). Ahora bien, si esto es claro, me parece que lo dicho en la página 2.55 como,
explicación de por qué el acto de la fe, igual que otros actos humanos, no puede causar la justi­
ficación— no lo es tanto: y es que no puede «causar» la justificación por ser él mismo una parte
de la justificación que Dios obra en el hombre. Pronto nos ocuparemos explícitamente del sen­
tido en que el tridentino (Dz 801) dice que la fe no causa la justificación. Desde luego, hay que
conceder explícitamente que Küng en otro contexto (por ejemplo 250) habla de una «aprehen­
sión y vivificación de estos actos por la gracia justificante de Dios», o de que los actos humanos
«tienen que ser aprehendidos e informados por la realidad de gracia otorgada (infusa) en Cristo»
(255). Pero cuando Küng formula otra vez aunque por lo pronto como exposición de Barth,
pero que evidentemente apmeba—: «el creyente (¡quien cree, por tanto!) depende totalmente de
la intervención de Dios que hace en él un nuevo ser se haga acontecimiento y le capacita así para
la fe auténtica (¡por lo tanto, a lo que parece, para otra distinta de la de antes!), tal y como se
requiere necesariamente para la justificación», se tiene de nuevo la impresión discordante de que
se intenta construir una fé meramente humana junto a otra divina- para poder decir después
más fácilmente que no justifica, que sólo tiene «carácter cognoscitivo». Pero en verdad hay que
decir, a partir de una doctrina católica de la gracia, que una «fé» humana, sin ser obra de Dios
en la gracia, no sería ni siquiera una «percepción» acertada de la redención objetiva —de la «jus­
tificación» objetiva, en la terminología de Barth , es decir, no sólo no poseería ningún carácter
«creador», sino tampoco «cognoscitivo».
244 DOCTRINA DE LA GRACIA

«cooperari» tridentino!— no se puede distinguir tampoco entre una fe


divina y una humana, como si fueran dos realidades distintas. La fe obje­
to del acto humano que el hombre lleva a cabo como su acto libre es,
exactísimamente, la fe que Dios nos otorga en su acción en nosotros. Y
es que él puede otorgar a la criatura no sólo sus determinaciones pasiva­
mente recibidas, sino la acción libre del «sí» al Dios de la gracia. No sólo
lo ofrecido es gracia, sino también la recepción de lo ofrecido, totalmen­
te y en todas sus dimensiones.
Y si esta recepción es libre, también la libertad de la recepción es, a su
vez, don de Dios. Y todo teólogo católico —Küng, naturalmente, tam­
bién— sabe y afirma en su fe —¡por cierto, también los molinistas!— que
es gracia de Dios la capacidad radical natural de la recepción en tanto
dicha capacidad ha sido creada benigna y libremente por Dios y —como
Küng añadiría con razón; cf. número 3 de nuestra exposición— sólo la
sigue poseyendo el hombre pecador porque ha sido creado en Cristo y
redimido por él; el don libre de Dios es la capacidad de la recepción en
tanto dicha capacidad sólo es constituida plenamente, es decir, como
capacidad de un acto que responde verdaderamente a la llamada del Dios
que se revela personalmente —de un acto sobrenatural de salvación, como
nosotros decimos—, por la gracia que le precede y que da al hombre la
verdadera facultad de creer como se debe creer para lograr la salvación.
Pero además de esto, la recepción de lajustificación es, según la doc­
trina general de los teólogos, también y de manera totalmente definitiva
—cosa que Küng no hace valer claramente contra Barth, aunque parece
que es decisivo— don de Dios. Pues don de Dios no es sólo la capacidad
de la recepción, en todos sus elementos, sino también la actuación libre
de dicha capacidad por el hombre en tanto tal actuación —es decir, en lo
que el verdadero obrar significa por encima del poder obrar—. Y así en
la teología católica se llama la necesaria gracia eficaz de Dios a diferencia
de la suficiente que da el pleno poder, pero no el verdadero obrar libre.
Todo teólogo católico afirma en su fe que el obrar salvifico, incluso en
el plus que lo diferencia del poder-obrar de la salvación, dado por Dios, es
nuevamente don libre, plenamente inmerecible, de la gracia de Dios. Y de
la misma forma es el creer del hombre pura gracia. Por preceder a la justifi­
cación no es sólo algo que podría merecer la gracia —por ser «humano»—,
sino regalo de la gracia de Dios. No puede, por tanto, surgir la cuestión de
si podría merecer gracia, pues tal creer es ya gracia de Dios.
Aquí puede verse claro una vez más lo que se puede conceder a
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 245

Kiing, con razón, en la cuestión precedente; este acto al que, con la


Escritura, llamamos «fe» consiste justamente en que él mismo se tiene
directamente por lo que es, gracia libre de Dios; casi podría decirse: el
acto sobrenaturalmente según gracia, en cuanto se entiende a sí mismo
directa y explícitamente como la acción de Dios que justifica al hombre,
se llama lides (caritate viva).
En sí no supone ninguna merma ni debilitamiento del carácter de gra­
cia de un acontecimiento o de un don recibido que sea concebido como
efecto —y con ello como «merecido»— de un acto previo que, à su vez, es
pura gracia de una iniciativa absolutamente benigna de Dios solo. Y así un
teólogo católico no puede concebir como merma del carácter de gracia de
la salvación total —sino sólo como descripción en conceptos jurídicos,
que también se encuentran en la Escritura, de lo que, también en la
Escritura, aparece como crecimiento, desarrollo y aportación defruto de
la vida dada por Dios— que un acto sustentado por la gracia, a propósito
de uno que se siga de él o a propósito de la «multiplicación» de la gracia,
sea visto como «mérito». (En cierto aspecto puede decirse que todo acto
que sigue y toda «multiplicación» de la gracia no se quedan sólo, en cier­
to sentido, colgados de la gracia absolutamente libre e inmerecida, sino
que todo acto de salvación y con ello la permanencia en la gracia —«mul­
tiplicada», «habitual»— depende inmediatamente y cada vez de nuevo de
la gracia eficaz respectiva y nueva, es decir, de una realidad «actual» abso­
luta, del acontecimiento siempre nuevo de la benignidad de Dios que,
como tal, no puede ser merecida en ningún sentido).
Y sin embargo la teología católica afirma con el tridentino: este creer
que conduce a la justificación tampoco «merece» dicha justificación, aun­
que es don de la gracia libre y divina. Así de meticulosamente está
mantenida lejos de este creer orientado a la justificación la idea de mérito.
Si, por tanto, se considera más claramente la causación divina de gra­
cia incluso de la fe «humana», esto significa sin duda una seguridad aún
más vigorosa —de la que, según mi opinión, está dada en la exposición
de Küng — contra la idea de que la fe para la justificación es otra espe­
cie de «obra» que pueda merecer la justificación misma.

Y entonces ya no se necesita insistir más, tan medrosamente como Küng parece hacerlo (259,
255), en que la fe sólo es condición previa y no causa de la justificación. La fe puede ser conce­
bida tranquilamente como aquello por lo que Dios en su obrar causa la justificación en nosotros.
246 DOCTRINA DK LA CRACIA

A partir de ahí resultaría también más claro por qué para la teología
católica no existe el peligro de una doctrina de la apokatastasis y una
desvalorización de la fe reduciéndola a una nueva percepción cognosci­
tiva, que, en último término, carecería de importancia en orden a la
decisión que sólo Dios ha tomado en Cristo. La fe misma es gracia y obra
de Dios en Cristo, no sólo la justificación «objetiva» (redención) realiza­
da por Dios y percibida cognoscitivamente en la fe.
El que esta fe misma, por tanto, posea verdadera importancia de
salvación no merma el «triunfo de la gracia» —como diría G. C.
Berkouwer—, pues la gracia triunfa del mismo modo en lo «objetivo»
que en lo «subjetivo», por sustentar la realidad salvifica total del hombre.
Y esta realidad, en tanto creada, está constituida polarmente por dos rea­
lidades no reducibles la una a la otra: de una parte la condición, el ámbito
y la posibilidad previamente dada de la libertad creada, y de otra el acto
de la libertad misma. Pero ambas son obra de la gracia, cada una a su
manera; en ambas logra la gracia su triunfo. Ahora bien, lo que al hom­
bre le está vedado es decir que la gracia perdería su pleno triunfo si no
fuera recibida. En tal caso sólo podría decir que él no gana la única vic­
toria de que es capaz: dejarse obsequiar por el amor de Dios. Pero ¿qué
criatura sería capaz de decir, mientras todavía peregrinamos lejos del
Señor, que, consideradas las cosas desde Dios y para él, su amor desai­
rado no ha vencido o si celebra su triunfo totalmente inconcebible?

2.3

Citemos todavía sólo unos cuantos temas entresacados de otros en


los que Küng incita a la reflexión y a seguir pensando, aportando gran
cantidad de material de todos los rincones de la teología y su historia —
por esta razón es, con frecuencia, útil su consulta—, sin que demos aquí
nuestra opinión sobre ellos. Son éstos: la terminología bíblica y su carác-

Justamente formulada así queda todavía igualmente claro que la fe no merece la justificación.
Küng mismo habla también en la interpretación de Barth (92s.) - sin ningún reparo de la
«fuerza creadora» de la fe que ésta posee por haberla recibido de Dios mismo. Pero justamente
la misma fe es mentada cuando se habla de la fe del hombre que debe ser justificado y la fe como
acto libre del hombre es exactamente la íé que Dios causa en nosotros.
CONTROVERSIA SOBRE EAJUSTIFICACIÓN 247

ter normativo, hecho y límites (116-118; 123; 180ss; 195s; 206); esen­
cia y significado de la tradición y de las definiciones eclesiásticas para la
teología" (116-124); sentido católico del «simul justus et peccator»
(231-242); concepto de la «remuneración por gracia» (263s)1’; la eterni­
dad del Logos hecho hombre (la preexistencia del Verbum incarnandum
et incarnatum) (127-138; 277-288); el intento de una superación de la
controversia tomista-escotista sobre el motivo de la encarnación
(127-150; 169-171); una interpretación más precisa de algunos cánones
del Concilio de Orange (176-178; 188); la cuestión sobre el sentido en
que puede decirse que los actos del pecador y del incrédulo pueden ser
llamados buenos (186-188) "; la terminología bíblica y eclesiástica de la
libertad, lieberum arbitruim, etc. (181-186); el pecado como acción

' 1 Consúltese también a este propósito lo que Kiing ha añadido como aclaración en su respuesta a
Stirnimann: SchwKiZ 125 (1957) 619-621.
'■ Permítasenos aquí la observación de que esta exposición —basada enj. Schmid y O. Didier no nos
parece pertenecer a lo más claro que Kiing lia escrito. A nosotros sigue pareciéndonos que si mante­
nemos lo que el tridentino enseña, si toda «obra» en tanto un aportar-fruto causado por Dios, está en
la misma dimensión que la vida bienaventurada tie los mismos hijos de Dios, no hay ninguna dificul­
tad objetiva en caracterizar dicha obra como comienzo y causa, y así, en un juicio objetivo, diríamos
desde «fuera», como mérito en relación con la «remuneración en el cielo». Esta relación objetiva se
sigue simplemente de la naturaleza de la realidad, como la que existe entre la siembra y la cosecha.
Una cuestión totalmente distinta es si esta relación objetiva entre el mérito y la remuneración puede
ser convertida por el cristianismo en primer y último motivo subjetivo. A esta cuestión hay que res­
ponder, naturalmente, como todo niño católico tendría que saber, con un no inequívoco. Pues todo
cristiano tiene que saber que sólo, se salva quien ama a Dios en primer y último lugar y esta actitud
es la que abarca su existencia, en la que todo lo demás tiene que integrarse. Pues si se ama a Dios, y
en tanto se le ama, en tal acto no se puede buscar el mérito propio y su remuneración. El acto que lo
hace no es un acto de amor. Con la primacía necesaria del amor que no busca la remuneración, que
existe, no negamos que junto al amor y en el ámbito abarcador que lo sustenta y lo deja libre hay y
debe haber en la auténtica pluralidad creada del hombre otros actos y actitudes suyas y que la acep­
tación precisamente de esa pluralidad puede ser un acto de la humildad del amor del hombre que no
es el Dios simple y con ello el Amor. (;I lay que decir, según esto, verdaderamente, para no ser fariseo,
en una meditación objetiva, es decir, no motivadora, que también el hombre salvado se quedó «siem­
pre detrás ilei quehacer planteado»? Su «quehacer» consistía, en realidad, sólo en dejarse exigir, por
encima de sus fuerzas, siempre gozosamente y en amor humilde, j>or el amor de Dios. Su «obliga­
ción» no era en definitiva otra que obrar no por obligación, sino por amor; su mérito dicho de
fónna objetivista—radica justamente en el acto del amor que no busca ninguna remuneración. Pero
tal «mérito», que la gracia de Dios le otorga, vale objetiva y verdaderamente el cielo.
1: La afirmación (188) de que «la mayor parte de los teólogos católicos» concede ya que, de hecho,
no hay «ningún obrar bueno desde el punto de vista puramente natural» es, sin duda, un poco exa­
gerada. La mayoría de los teólogos afirmará hoy todavía, contra Ripalda y Vázquez, lo contrarío.
Otra cuestión es si son éstos o los otros pocos (jx>r ejemplo Schmaus) los que tienen razón.
248 DOCTRINA DE LA GRACIA

contra Cristo en todo caso11( 172s): la intelección católica del «sola fide»
(243-256).

3. La creación y C risto

Llegamos ahora a otro punto que es, quizás, el más interesante en


Küng. Ya dijimos al comienzo que Küng posee fundamentalmente —para
conseguir un asentimiento de su interlocutor— el derecho pleno de recu­
rrir a theologumena que no son doctrina expresa del magisterio
eclesiástico, únicamente con tal de que no la contradigan. Küng lo hace
muy claramente en un punto. Dediquemos a éste algunas consideracio­
nes, no para impugnar tal theologumenon, sino para intentar algunas
otras aclaraciones
Se trata de la tesis de que el orden de hecho —hombre y mundo—
está fundado, también como natural en Cristo ( Verbum incarnandum et
incarnatum), que descansa en él y, con ello, que este mundo, también en
su consistencia natural, es de hecho, siempre y en todas partes, cristiano,
aunque en algún modo también se puede «abstraer» y concebir que tam­
bién es posible un mundo sin Cristo —que ya sería otro—. De ahí se
deduce, entonces, por ejemplo, que todo pecado va contra Cristo, que la
conservación de la consistencia natural —todavía capaz de salvación—
del hombre es ya gracia de Cristo en tanto el pecado de por sí habría
arrojado al hombre a una absoluta amisión del derecho a la salvación
—por la muerte hasta la «segunda» muerte o por aniquilación total— si
tal pecado no hubiera sido alcanzado por la misericordia de Dios, por
haber acaecido en el orden de Cristo y porque en él queda preso. Y así
también el ámbito natural y sustentado por Cristo, en tanto espacio de
ese pecado, recibe en sí de antemano sus consecuencias.
La «naturaleza» del hombre todavía presente y sanable no es, por
tanto, el «resto que queda todavía de por sí ileso en el pecado», sino el
comienzo de la salvación constituido nuevamente y desde siempre en
Cristo por la merced benigna de Dios contra el pecado y su tendencia de

" Pero para ello apenas se puede apelar (172) a la reprobación eclesiástica del peccatum
philosophicum (Dz 1290).
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 249

suyo destructiva frente a todo. (Dicho comienzo nuevo descansa en la


fidelidad de la Alianza que Dios no retracta, del Dios que ha dispuesto
de antemano todo lo creado en su absoluto «sí» a Cristo; este «sí» eterno
sustenta todo desde el comienzo y puede hacerlo, en cuanto eterno, si
tiene también como objetivo un acontecimiento determinado temporal:
la determinada espacio-temporalidad de su Logos eterno en la carne).
De ahí se sigue, entonces, por ejemplo, que el liberum arbitrium., en
tanto, según el tridentino, sigue existiendo a pesar del pecado, no es
simplemente sólo un bien neutral natural —que únicamente no tiene
todavía todo lo que debería tener, que no está todavía elevado sobrena­
turalmente—, sino que es él mismo una gracia de Cristo, es decir, sólo
permanece porque la fidelidad misericordiosa de la Alianza de Dios en
Cristo que sustenta todo, también la creación concreta, sigue conservan­
do también lo que, si no, habría caído por lo menos en la perdición del
absoluto no-poder-ya-de-otra-forma.
Espero que este resumen refleje objetivamente la opinión de Küng.
No necesitamos explicar largamente que tal opinión se ajusta bien a la
concepción barthiana de la preordenación de la Alianza a la creación y
de la cristologia a toda antropología. Y que incluso puede acentuar toda­
vía, respecto a los reformadores, la incapacidad del pecador para hacer
por sí sólo algo que conduzca a la salvación. Al calificar esta teoría de
theologumenon no queremos decir con ello que sea simplemente una
hipótesis arbitraria11y que no tenga ningún punto de apoyo o testigos en

’’ Stirnimann la rechaza como «pura especulación» (l.c.320) y dice que en cierto sentido le recuer­
da lag7ittS7i. Pero este juicio es completamente injusto. No vemos por qué haya de ser tan difícil
comprender que todo el orden «de hecho» —a diferencia de otro posible: Stirnimann tropieza
ya en esta palabra - no haya sido planeado y querido por el Deus uniis de la metafísica y de un
tratado De Deo uno... creatore concebido de forma meramente metafísica como su causa y su fin,
amo por el Verbo por el que todo ha sido hecho y porque este Logos mismo se quería comuni­
car a lo no-divino —en encarnación y en gracia— siendo así verdaderamente en este sentido el
fundamento del ser de toda realidad creada. (La otra palabra que irrita a Stirnimann). Más no
necesita Küng y en tesis tampoco dice más. Y esto basta para deducir en la doctrina del pecado
y en la soteriologia las consecuencias que excitan las protestas de Stirnimann. Yo creo que no es
acertada la idea de que del pecado «en sí» pueda seguirse también la aniquilación - en vez de
la condenación— del hombre, si la misericordia de Dios en Cristo no lo acogiera en sus efectos.
(Küng deja, por otra parte, la cuestión sin decidir). Pero ¿puede decirse con certeza que sea falsa
y dogmáticamente rechazable? (Incompatible con una inmortalidad natural del alma no es).
Pero si se deja por lo pronto abierta hipotéticamente no es tan grave para un buen tomista
250 DOCTRINA DK KA GRACIA

la tradición. (Küng aporta una cantidad muy considerable de material,


tomado de la Escritura y de la tradición, para probar lo contrario). Lo
único que debe decirse —cosa que no puede negarse fácilmente— es que
el que negara esta tesis no iría contra una doctrina enseñada tan clara,
explícita y generalmente, que tuviera que esperar inmediatamente la pro­
testa del magisterio. Al menos en cuanto que en esta cuestión se puede
ser también de otra opinión que Küng, sin tener que temer la contradic­
ción de la Iglesia jerárquica, su tesis es, por lo pronto, su opinión, es
decir, un theologumenon, y será aceptada por quien vea claramente razo­
nes en su favor.
A vista de la posibilidad de crecimiento en el conocimiento de la fe y
en la certeza del conocimiento de que algo pertenece a la revelación divi­
na, la calificación de un enunciado como theologumenon (quoad nos) no
incluye tampoco la afirmación de que el enunciado en cuestión no per­
tenezca objetivamente y en sí a la revelación divina. Por tanto, cuando
Küng intenta probar que la substancia de su tesis está expresada en la
Escritura, que está contenida, por tanto, en la revelación, el intento de tal
prueba es totalmente legítimo, pero no contradice a la calificación que
acabamos de dar.
Aquí no vamos a entrar en la posición fundamental misma —es decir,
en la fundamentación de hecho de la creación entera, no sólo de la gra­
cia sobrenatural, en Cristo—; no vamos a examinar el valor de los
argumentos probativos, etc. Los suponemos sin más. Vista globalmente
no está expuesta ciertamente a una protesta en nombre de verdades de fe
que hay que mantener con certeza. Nos parece incluso —si tal cosa
puede afirmarse sin aportar la prueba correspondiente— que en conjun­
to es acertada y que puede probarse teológicamente. Lo que aquí va a
ocuparnos es, más bien, la cuestión de si esta tesis fundamental resuelve
lo que Küng busca al emplearla. Para que se vea lo que preguntamos
hemos de partir de otro punto.

«llegar a la aniquilación del cosmos entero». Pues el mundo material sin espíritu no tendría nin­
gún sentido. Cf. también A. Grillmeier en: Fragen der Theologie heute, editado por J. Feiner, ).
Tritiseli, F. Böekle (Einsiedeln 1957) 270 (hay traducción española): «El conocimiento de que
el pasaje clásico para la praedestinatio Christi:, Col 1,15ss, se refiere efectivamente al Encarnado
de que en él, por tanto, no se deben separar los enunciados sobre el Logos anterior al tiempo
de los de Cristo como hombre— asegura a esta idea (al carácter cristocéntrico absoluto de nues­
tra historia y de la creación en general) un sólido fundamento bíblico».
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTIFICACIÓN 251

¿Es verdad que decir: D jo s hubiera podido crear un mundo sin


Cristo, si lo hubiera querido y hubiera podido crear seres espirituales sin
la gracia de la auto-comunicación y de la filiación divina, es sólo una afir­
mación sobre un mundo posible que de hecho no existe, que, por tanto,
para nosotros y nuestra afirmación sobre el mundo verdaderamente exis­
tente no tiene ninguna importancia? ¿O se afirma en esta forma de
enunciado, aparentemente tan abstracta e hipotética, algo teológicamen­
te importante y dotado de significación para la intelección religiosa de
nuestra propia situación real? Esto segundo es lo que ocurre. ¿Por qué?
Porque de esta forma debe afirmarse que nosotros, existentes y realiza­
dos —en nuestra «naturaleza»—, en tanto ya constituidos, hemos de
recibir la gracia... como gracia, como merced libre.
No todo es gracia —como la «nouvelle théologie» intentaba decir de
vez en cuando— porque lo que es y deviene haya sido dado libremente
por Dios (o porque sea dado al pecador). Aquello a lo que nosotros, en
la doctrina católica de la gracia, llamamos «gracia sobrenatural» nos es
indebido —en relación con nuestra consistencia óntica ya de hecho y
permanente («naturaleza»)— previamente al pecado. No es sólo indebi­
do en relación con nuestro «no-existir-necesariamente» y el decreto
libre, gratuito de Dios de crearnos.
Si, por tanto, también el punto de referencia (la «naturaleza») es
indebido como totalidad, en tanto la naturaleza no tiene ante Dios nin­
gún «derecho» a ser, en tanto Dios no le debe la existencia, existe
también dentro del hombre entero de hecho un declive de gratuidad, de
falta de derecho y exigencia entre este ser humano existente y su dota­
ción con la vida divina misma, con la auto-comunicación personal del
Dios trino. Tal criatura no sólo tiene que decir: «yo soy lo libremente dis­
puesto por Dios», sino también: «él dispone libremente de mí».
Esto es importante por dos razones. Primera, porque en la coheren­
cia interna de sentido de los momentos singulares de la esencia de un
ente, este declive existe no sólo entre todos y cada uno de los momentos
de tal esencia, sino que muchos momentos sólo pueden ser concebidos
en su existencia conjunta como una disposición de un Dios que obra
con plenitud de sentido. Pero —y ésta es la segunda razón— la auto-
comunicación personal de Dios, para que sea recibida de acuerdo con su
esencia, tiene que aparecer no como lo dispuesto ya irrecusablemente en
la constitución del hombre, sino como don indebido de merced incapaz
de ser esperada por ese hombre ya constituido como tal. La constitución
252 DOC TRINA DE LA GRACIA

del hombre es como una libre acción trascendental de Dios que el hom­
bre siempre tiene detrás de sí como un milagro anónimo. Pero en su vida
debe acaecer el milagro, en cierto modo catégorial, de la auto-comunica­
ción histórica de Dios. Si ésta fuera equiparada, aunque sólo en su
carácter formal de gracia como tal, al «carácter de gracia» de la creación
—o también del regalo a un pecador en tanto pecador—, dicha auto-
comunicación ya no sería aquel milagro de la merced insondable tal y
como es considerada en la Escritura. Sin que nos detengamos aquí a
mostrarlo con más detalle.
Esto tiene que tenerse en cuenta para enjuiciar exactamente e inter­
pretar el theologumenon de Küng expuesto, esperamos que
acertadamente. Por eso no tiene que ser necesariamente falso. Se puede
decir, sin más, aun suponiendo lo que hemos dicho: también la creación
de la «naturaleza» acaece en Cristo. No hay ninguna dificultad en pensar
que la primera voluntad de Dios, eterna, originalísima y abarcadora es su
propia autoexpresión en la que el Logos de Dios llega a ser ex-sistiendo
en el vacío de lo extradivino y que en esa voluntad Dios quiere la huma­
nidad de Cristo y con ella, como su mundo-entorno, la creación. No hay
ninguna dificultad fundamental en concebir que la creación de hecho
—en tanto creación de lo «natural»— acaece como el supuesto que Dios
crea para y porque él, el eterno, quiere tener una historia del amor que se
entrega a sí mismo (de una alianza) y porque, por ello, en este decreto
eterno quiere la creación natural tal y como es de hecho y de ningún
modo y en ningún caso la arrojará de esta voluntad de alianza divina, ya
que ella misma existe en virtud de esa voluntad del Dios que la sustenta
como el supuesto de esta alianza irrevocable.
Tampoco hay ninguna dificultad en decir: como el pecado, por lo
que depende de él y de su des-orden (y ser-negativo), cancela y destruye
la alianza con Dios, conduce, en cuanto él puede, a la aniquilación abso­
luta de la creación y del hombre. Pues el pecado se opone a lo que
sustenta incluso la creación natural en el orden de hecho. Y esta afirma­
ción no tiene por qué ser gravada con la cuestión de si la inmortalidad
del alma humana es algo «natural», es decir, que resulta de su esencia
(sin un nuevo declive de gracia), o no. Pues el desorden del pecado
puede -p ara el teólogo católico no es éste un pensamiento que no
pueda ratificar— en su ser-negativo radical y en su misterioso sin-senti-
do, dirigirse negadoramente contra algo natural, precipitar
destructivamente algo en su desorden y negación definitiva, consistente
CONTROVERSIA SOlîRE LA JUSTIFICACIÓN 253

justamente en la definitividad de su radical autonegación. (Mientras el


pecado sería trivializado y triunfaría incluso ante Dios si el hombre se
pudiera refugiar el limpio no-ser).
Pero al mismo tiempo hay que ver con la misma claridad que esta
voluntad divina —original, eterna, abarcadora y sustentadora de todo—
de la Alianza (de la auto-comunicación sobrenatural) tiene que crear esa
diferencia y ese declive dentro de la estructura de la criatura para lograr
lo que quiere Dios mismo sólo puede querer comunicarse y comuni­
carse de hecho creando justamente una criatura para la que, también en
tanto existente, esta comunicación sea pura gracia. Por amor de la pura
soberanía de su amor, no sólo con respecto a la criatura posible, sino
también a la existente como tal, Dios sólo puede crear el supuesto previo
de este acto de amor divino personalísimo, la criatura, de forma que ésta,
también en tanto constituida y creada, tenga que recibir como gracia
libre aquello por lo cual ha sido creada de hecho, y por eso hay que decir
que podría ser creada también sin tal comunicación.
Por tanto, si esta naturaleza existe sin gracia y justificación, si y en
tanto es pecadora, ese su seguir existiendo —supuesto lo que queda
dicho— todavía sanable, todavía no condenado, es gracia en tanto tal
existencia —también a propósito de la consistencia natural de lo que
queda del «ser-hombre»— descansa, en el orden de hecho, en el decreto
de Dios de comunicarse a él mismo, de la Alianza, de Cristo. Pero esta
«gracia», en tanto se dirige precisamente a esa naturaleza y su perma­
nencia a causa de Cristo, no es, sin embargo, sencillamente la misma
gracia de la auto-comunicación divina.
Antes y después del pecado sigue estando en vigor entre ambas «gra­
cias» el mismo declive que existe entre la creación natural y la
auto-comunicación de Dios a ella, entre la naturaleza y la gracia sobre-

Küng (147) habla también, es verdad, de una «doble gratuidad» (creación y creación en Cristo).
Pero me parece que no queda muy claro que la primera gratuidad no es sólo la de un orden posi­
ble, sino que ambas gratuidades se encuentran, en su diversidad, en el ámbito del mundo real.
Aunque la segunda abarca y sustenta la primera, pero sin suprimirla, por ello, en su diversidad
de la gratuidad de lo específicamente sobrenatural. En las páginas 178 y 179 se toca todavía este
tema al llamar a esta gracia de Cristo, dada con la creación conservada, «gracia en el sentido más
amplio», «gracia en sentido todo abarcador, no en el sentido de la gracia santificante». Pero no
sólo apenas se roza, sino que con la contraposición de gracia «santificante» - en vez de gracia
sobrenatural de la salvación no se formula muy felizmente.
254 DOCTRINA DK I.A GRACIA

natural, entre la creación y la Alianza. Esto aparece quizás con la máxima


claridad en el hecho de que la «gracia» del ser-conservado del natural
ser-hombre, en y a pesar del pecado, en sí y para nosotros es ambigua y
está abierta. Pues nunca podríamos decir —aunque pudiéramos com­
prender plenamente en sí misma esta consistencia ondea conservada
todavía— si la conservación y retención del pecador es para el juicio o
para una nueva salvación, si la usamos bien o si la tergiversamos en sí
misma culpablemente. (Lo cual nunca puede hacerse con la gracia pro­
piamente tal).
Si no existiera este declive dentro del ser humano uno y concreto,
si, por tanto, nuestra naturaleza no siguiera siendo bivalente también
«en Cristo» —cosa que la gracia propiamente tal no es—, no se vería
por qué la creación verdaderamente no puede creer y cómo podría ser
la incredulidad mas que una mera apariencia (o en última instancia ya
inequívoca y carente de peligro); un sujeto cuya esencia (naturaleza)
fuera gracia como la gracia es gracia, sería también como sujeto el
puro sí de Dios, no podría hacer otra cosa que corroborar el sí de Dios
en Cristo, tendría que creer necesariamente. Y como también lo sub­
jetivo es real —por tanto, altamente objetivo— sin tal declive de tipo
objetivo la diferencia entre redención objetiva y subjetiva, o la posibi­
lidad de una contradicción entre ambas dimensiones que fuera más
que aparente estaría excluida de antemano. No sólo el «ser en Cristo»
tiene grados17(148s). También el carácter de gracia mismo tiene esen­
ciales gradaciones. Una realidad —por ejemplo la permanencia del
arbitrium en el pecador— puede ser llamada «gracia» en Cristo en
tanto se basa, en su haber sido querida y ser conservada, en el decre­
to de Dios de comunicarse a sí mismo sobrenaturalmente en Cristo y
del perdón de los pecados ya predefinido en él. Pero ambos funda­
mentos son diversos de ese liberum arbitrium que en sí,
rigurosamente como tal, es también en el orden presente «gracia» de
la creación, pero no «en sí mismo» gracia de Cristo. La otra realidad
—por ejemplo, la comunicación del Espíritu Santo— es en sí misma
gracia en sentido riguroso.

En la página 272 se acentúa también que el misterio de la creación y el misterio de la encarna­


ción no pueden ser situados «en el mismo grado».
CONTROVKRSIA SOBRE EAJUSTIFICACIÓN 255

Cuando lo alto supone para sí mismo lo bajo como su propia condi­


ción de posibilidad no cesa esto, por ello, de ser más bajo que lo alto. La
gracia de lo sobrenatural propiamente tal crea para sí, como su propio
supuesto más bajo, la gracia de la creación y la sustenta, la hace valer en
la fuerza de una voluntad más vigorosa de Dios hacia una gracia más alta,
pero deja justamente así que siga siendo gracia más baja.
Desde esta perspectiva se entiende también por qué la manera ecle­
siástica de hablar —a pesar de y según el Arausicano— siempre que se
refiere a la justificación etc., no designa como gracialfi el ser-bombre que
queda en el pecado, y la libertad de albedrío, etc.
Todo tiene en Cristo su consistencia. Ese «todo» tiene sus grados.
Küng acentúa ambas cosas. Y con razón. Pero —y ahí me parece que
Küng es menos claro—, ese tener consistencia de los grados en Cristo es
a su vez distinto. Pues el «grado» bajo sólo tiene en Cristo su consisten­
cia, mientras que el «grado» superior consiste en su esencia justamente
en la auto-comunicación de Dios en Cristo. Lo cual significa fundamen­
tal y radicalmente una diferencia esencial con respecto al mero
«tener-consistencia». Aunque también hay que decir que la mera «con­
sistencia» en el orden de hecho existe porque Dios quiso la
auto-comunicación.
Una elaboración y exposición más clara de esta diferencial a la que
aquí sólo muy deficientemente se alude, debería partir no de un concep­
to previamente dado como fijo y obvio de «naturaleza» —como hace casi
siempre la teología católica escolar despertando, por eso, a pesar de
todas las afirmaciones en sentido contrario, en Barth y otros, la impre­
sión de que esa naturaleza es una realidad que permanece intocada por
el pecado y la pérdida de la gracia—, sino del hombre uno, total, queri­
do por Dios en Cristo y por Cristo, llamado a la alianza y a la
comunicación inmediata con Dios, y de por sí pecador. Y desde ahí debe­
ría mostrar que la distinción católica de naturaleza y gracia en ese hombre

ls Esto vale aún más para el uso de «natural» y «sobrenatural». El mero ser-hombre tiene en el
orden concreto una ordenación inseparable a la gracia rigurosamente sobrenatural tic Dios (un
existencial sobrenatural); pero designarlo en sí mismo, por ello, también como «sobrenatural» y
no como «natural» podría conducir a una confusión incurable e impedir el conocimiento de la
distinción objetiva entre naturaleza y gracia. En este sentido me parece que esto no es sólo una
«cuestión terminológica y por ello secundaria», como dice Küng (148).
256 DOCTRINA DE LA GRACIA

verdaderamente uno es exigida, desde este punto de partida, para ala­


banza de la gracia soberana de Dios —y no porque en todo caso lo
«natura1» esté intacto l!'—.
La idea de tal gracia gradual no es ajena a la teología escolástica.
Terminológicamente es, incluso, algo que se entiende de por sí. Ya hace
mucho que viene distinguiendo los conceptos de lo entitativa y modal­
mente sobrenatural. Y justamente en la cuestión de si el hombre en
estado caído puede cumplir la ley moral natural como tal, total o sólo
parcialmente, desarrolla y aplica el concepto de una gracia «sanante»,
«medicinal» que de una parte es en sí «entitativamente natural», pero
que, sin embargo, por estar dada, a pesar de la indignidad personal del
pecador, con miras al fin sobrenatural, por Dios y a causa de Cristo, es
modalmente sobrenatural quoad fontem etfinem.
Esta distinción parece al pronto un poco extrínseca y arbitraria en su
factura y más bien una concesión al modo de hablar religioso vulgar que
también llama «gracia» a las ayudas externas de la providencia de Dios
—buena disposición, superación de una tentación, etc. —. Sin embargo,
dicha distinción clásica puede recibir a partir del punto que Küng des­
arrolla una última y profunda fundamentación. Por haber sido creado
todo en Cristo y hacia él y porque la «naturaleza» está concebida por
Dios de antemano, siempre e irrevocablemente, como condición supues­
ta de la posibilidad de la gracia propiamente tal, no puede ser ella misma
entitativamente gracia sobrenatural y está necesariamente y siempre en su
consistencia, en su conservación —a pesar del pecado— y en todas las
ayudas concedidas, también a su nivel, por Dios para la conservación y
desarrollo de tal consistencia, finalizada sobrenaturalmente, esto es, que
modalmente es sobrenatural.
La unidad y la diferencia de la naturaleza y de la gracia (entitativa­
mente sobrenatural) justamente bajo el punto de vista del carácter de
gracia se siguen del mismo punto de partida. La naturaleza no dice, por
tanto, simplemente de forma no-dialéctica: no-gracia y así —¡en el orden
de hecho!— algo que «por sí» también sin gracia, basado en sí, se basta;
no el cimiento que también sin el «segundo piso» añadido podría existir,

11 Cí. sobre esto, por ejemplo, las alusiones en mi artículo «Anthropologie» (dogmáticamente) en
el LTliKJ 1,618-627.
CONTROVERSIA SOBRE LA JUSTI KIC ACIÓN 257

sino lo inferior que, aun siendo supuesto de lo superior, depende de ello


porque, en definitiva, todo depende del Altísimo y éste ha querido ser el
Amor que se otorga a sí mismo.
Al comienzo de este apartado hemos planteado la cuestión de si en
esta precisión, a la que intentábamos aludir, la tesis fundamental de Küng
resuelve la cuestión a la que se aplica en su libro: mostrar que la doctri­
na católica de la permanencia del ser-hombre y de su capacidad de
elección —el consistir-todavía de su «naturaleza» creada por Dios— no
incluye en su contenido, en modo alguno, una autonomía e indiferencia
de dicha naturaleza respecto a la gracia y la Alianza, como Barth opina­
ba. Ahora hemos de contestar a esta cuestión de manera resumida.
Cabe la posibilidad —e incluso con ayuda de la terminología tradi­
cional— de concebir como gracia en el orden concreto la consistencia,
conservación y realización de la naturaleza caída, pero todavía pasiva­
mente capaz de salvación, aun atendiendo con toda claridad y
reflejamente a la distinción entre naturaleza y gracia rigurosamente
sobrenatural en el hombre existente de hecho, porque y en tanto también
todo eso, tiene su origen, su consistencia y su único fin, que evita la con­
denación radical incluso de lo natural, en la voluntad una,
completamente indebida, absoluta e irrevocable de Dios, por la que ha
querido la encarnación del Logos como miembro de una humanidad,
aunque pecadora. Esta «gracia» es concebible como el modo deficiente
de la gracia que dicha «gracia» tiene que suponerse como su propia con­
dición para tener en absoluto al que pueda ser agraciado con ella.
DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS
I

PARA UNA TEOLOGÌA DEL SÌMBOLO

La teologia del culto al Corazón de Jesús dice, desde que comenzó


hasta hoy por boca del creyente sencillo, del teólogo en sus reflexiones
y de la Iglesia en las declaraciones del magisterio, que el Corazón del
Señor es un símbolo2del amor de Cristo. Cualquiera que sea Ia respues-

Es verdad que ha habido también cierta evolución: una tradición por lo menos tan antigua que
ahora va cediendo -- en la Haurietis aquas, por ejemplo, ya no se cita—, concibe el corazón tam­
bién como «sede» y «órgano» del amor o de la vida anímica en general. Y así, el traductor de
Orígenes, Jerónimo, habla, por ejemplo, de lo principale (ú> qyrpoviKÓv) cordis Jesu, porque,
según la doctrina estoica, que Orígenes comparte, lo iiycpoviKov tiene su sede en el corazón. Cf.
K. Rahner: RAM 14 (1934) 171-174. Sobre yupSíu como sede de energía vital física y de la vida
anímica en general en el Antiguo Testamento, en los griegos y en el Nuevo Testamento cf. Kittel,
T hW N T III 609-616 y Etudes Carmélitaines, Le Coeur (Paris 1950). Aunque habría que ver,
desde luego, hasta qué punto tal manera de hablar del corazón como sede y órgano de la vida aní­
mica interior está tomada ella misma en sentido «alegórico» —aunque provocada por sentimientos
orgánicos en el corazón a consecuencia de vivencias afectivas fuertes - y en ese sentido, por tanto,
se refiere en definitiva a lo mismo que nosotros expresamos al hablar del corazón como «símbolo».
Así —prescindiendo de la Edad Media—, por ejemplo, ya en la devoción al Corazón de Jesús:
en G. I. Languet (Hamon IV 83); en J. Croiset, edición de 1895, Montreuil-sur-Mer, p.5: «... il
a donc fallu trouver un symbole; et quel symbole plus propre et plus naturel de l’amour que le
coeur?». Pero antes se dice (p. 4) también que el corazón es «en quelque manière et la source et
le siège de l’amour»; la misma concepción de 1. Galliffet y P. Froment (Hamon III 389; IV 44) y
aproximadamente en el mismo tiempo, ocasión de la negativa de Benedicto XIV (De servatimi
Dei beatificatone IV § 2 c.31 y 25); en Pío VI (Epist. Ad Scip. Ricci Episc. del 29-6-1781); en
León XIII (encíclica Annum Sacrum del 25-5-1899: «inest Sacro Cordi symbolum atque expressa
imago infinitae f esu Christi caritatis»: AAS 31 [1898-99] 649); Pío XII (Haurietis aquas: AAS
48 [1956] 316, 317, 320, 327, 344: «.naturalis index seu symbolas caritatis; signum et index
divini amoris; naturalis symbolas» son los conceptos que aquí aparecen); en teólogos como
Franzelin [‘Tractatus de Verbo incarnato (Roma ' 1902) 469-473], Lercher [Institutiones
Theologiae dogmaticae III (Innsbruck 1 1942) 247-255] y en las demás obras clásicas sobre la
devoción al Corazón de Jesús que aquí no es necesario citar. Sobre tal uso de la palabra «sím­
bolo» en esta doctrina hay que advertir: a) el sentido general de la palabra «símbolo» en este
contexto apenas se explica. Cuando la Haurietis aquas, por ejemplo, habla de un «naturalis
symbolas» no habrá que entender por tal más (pie un símbolo que se impone al hombre espon-
262 DOCTRINA DK KOS SACRAMENTOS

ta que haya que dar a la cuestión del objeto propio de esta devoción y a
cómo se relaciona el corazón de carne del Señor —en tanto objeto de la
devoción y en tanto símbolo de su objeto— con el amor de Cristo, que
ciertamente pertenece a dicho objeto devocional, la palabra «símbolo»
no puede evitarse en la teología de dicho culto. Tal palabra remite a un
estado de cosas sin el cual el sentido y la esencia de la devoción al
Corazón de Jesús no pueden ser entendidos. Pero esto impone pregun­
tarse con más rigor qué sea un símbolo en general.
Y es que, a pesar de lo que se opina vulgarmente, la palabra «sím­
bolo» no tiene en general un sentido inequívocamente claro siempre y
para todos los que la emplean. Y por eso no es verdad que el sujeto del
enunciado: «el Corazón de Jesús es el símbolo del amor de Cristo», no
ofrezca dificultades de sentida general o al menos a partir de la pala­
bra «símbolo». La cuestión sobre el sentido general de la palabra
«símbolo» en sí mostrará justamente que tal concepto es mucho más
oscuro, difícil y dotado de múltiples significados de lo que de ordina­
rio se piensa. Y por eso, misión de estas precisiones será justamente
destruir esa falsa obviedad. Y así podrá aparecer nuevamente con más
claridad a qué se refiere propiamente o a qué puede referirse la expre­
sión «símbolo» en la teología de la devoción al Corazón de Jesús. Una
investigación de este tipo, al menos en relación con la devoción al
Corazón de Jesús, falta totalmente. Por eso el lector justo en su juicio
no deberá admirarse de que tal ensayo implique necesariamente
muchos elementos problemáticos y no resueltos.

táneamente y como de por sí. Es decir, de tal palabra rio se podrá seguir una determinación con­
ceptual más precisa en el sentido positivo en que aquí la expondremos. Aunque, naturalmente,
ambas determinaciones conceptuales no se contradicen, sino que se comportan recíprocamen­
te como cualquier otro concepto usual del lenguaje corriente respecto al ensayo de su
interpretación metafísica, b) del mismo modo, respecto a la manera como el Corazón es símbo­
lo del amor de Cristo y cómo se comportan recíprocamente ambas realidades a propósito del
objeto de la devoción al Corazón de Jesús, no están los teólogos de acuerdo. Tampoco vamos a
detenernos en ese punto. Al final de nuestras precisiones nos referiremos a la teoría de Solano y
otros que pretenden separar, de hecho, en la medida de lo posible, el concepto de «símbolo» de
la teología de la devoción al Corazón de Jesús.
PARA UNA TEOLOGÍA DKL SÍMBOLO 263

1. P a r a u n a o n t o l o g ì a d e la r e a l id a d s im b ò l ic a e n g e n e r a l ‘

Dada la escasez de espacio de que disponemos hemos de renunciar


a un intento de acceso a la cuestión propiamente tal desde la historia de
la filosofía y de la intelección humana de la existencia en general. Habrá
que considerar muchas cosas: aparición e historia de la palabra «símbo­
lo» y otras inmediatamente afines; su evolución semántica desde la raíz
más original de sus posibilidades significativas; sentido e historia de con­
ceptos que lingüística e intencionalmente apuntan en la misma
dirección: eïôoç, pop<pq, signo, figura, expresión, imagen, apariencia,
aspecto, etc. Estas y parecidas propedéuticas y puntos de partida histó­
ricos de la cuestión real no podemos permitírnoslos, por mucho que nos
expongamos con ello al peligro de pasar por alto muchas cuestiones rea­
les sobre las que la historia del problema nos hubiera resultado
aleccionadora. Entramos, por tanto, inmediatamente y sin más prepara­
tivos en la cuestión misma.

No puede ser nuestra intención ofrecer aquí una bibliografía exhaustiva, ni siquiera aproxima­
damente, de la filosofía y, en parte también, de la teología del símbolo. Enumeremos sólo, y muy
arbitrariamente, unas cuantas obras para que el lector no iniciado se haga una idea de lo abun­
dante que es la preocupación filosófica en torno al concepto de símbolo. J. Volkelt, Der
Symbolbegriff der neuesten Ästhetik (Jena 187b); Fr. Th. Vischert, Altes und Neues (Stuttgart
1889). (El artículo «Das Symbol» de esta obra ha sido incluido en Deutscher Geist, ein Lesebuch
aus zwei Jahrhunderten (Berlin 1940) II 726ss). R. Hamann, Das Symbol (tesis doctoral)
(Berlin 1902); M. Schlesinger, Grundlagen und Geschichte des Symbols (Berlin 1912); R.
Gätschenherger, Symbola. Anfangsgründe einer Erkenntnistheorie (Karlsruhe 1920); F. Eimer,
Das Wort und die geistigen Realitäten (Regensburg 1921); R. Otto, Das Heilige (Breslau *' 1921);
F. Cassirer, Philosophie der symbolischen Formen, 3 tomos (Berlin 1923-31- Freiburg de Br. ■
1954); H. Schreiner, Geist und Gestalt (Schwerin 1926); Romano Guardini, Von heiligen
Zeichen (Mainz 1927); O. Casel. «Kath. Kultprobleme»: JLW 7 (1927) 105-124; Das christliche
Kultmysterium (Regensburg' 1935) (hay traducción española). Blätter fü r die Philosophie 1
(1928): el cuaderno 4° dedicado plenamente al estudio del símbolo; E. Unger, Firklichkeit,
Mythos, Erkenntnis (München-Berlin 1930); «Das religiöse Symbol»: P. Tillich, Religiöse
Verwirklichung. Aufsätze (Berlin - 1930) 88s; R. Winkler, «Die Frage nach dem symbolischen
Charakter der religiösen Erkenntnis»: CHuW (1929) 252ss; W. Müri, Symbolon. Wort-und
sachgesch ich ¿fliehe Studie (Berna 1931); F. Weinhandl, Über das aufschliessende Symbol (Berlin
1931); comentario sobre la obra anterior: M. Radacovie, «Zur Wiedergeburt des symbolischen
Denkens»: «Hochland» 29 (1931-32) 495-505; K. Plachte, Symbol und Idol. Über die Bedeutung
der symbolischen Formen im Sinnvollzug der religiösen Erfahrung (Berlin 1931); C. C. Jung,
Über die Archetypen des kollektiven Unterbewusstseins (Zürich 1935); Psychologische Typen
(Zürich 1921' 1930); R. Scherer, «Das Symbolische. Eine philophische Analyse»: PhJ 48
(1935) 210-257; K. Böhler, Amdruckstheorie (Jena 1936); H. Noack, Symbol und Existenz
264 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

El primer enunciado que proponemos como principio fundamental


de una ontologia del símbolo es el siguiente: el ente es por sí mismo
necesariamente simbólico porque necesariamente se «expresa» para
hallar su propio ser.

der Wissenschaft. Untersuchungen zur Grundlegung einer philosophischen Wissenschaftslehre


(Halle 1936); G. Söhngen, Symbol und Wirklichkeit im KnUmysterinm (Bonn 19.37- 1940); Der
Wesensaufbau des Mysteriums (Bonn 1938); J. Maritain, «Sign and Symbol»: «Journal of the
Warburg Institute» 1 (19.37); «Religious Symbols and the Problem oí Religious Knowledge»: W.
M. Urban, Language und Reality (London 1939); «Symbolism as a Theological Principle»: JRel
19 (1939) n. 1; G. Thomas, «Myth and Symbol in Religion»: JBR 7 (1939) 163-171; 0.
Doering-M. Hartig, Christliche Symbole (Freiburg de Br.- 1940); E. Bevan, Symbolism and belief
(London 193S); M. I). Koster, «Symbol und Sakrament»: Die neue Ordnung 5 (1947) 385ss; T.
T. Segerstedt, Die Macht des Wortes. Eine Sprachsoziologie (Zürich 1947); K. Jaspers, Von der
Wahrheit (München 1947); Philosophie (Heidelberg 1948); St. V. Szymanski, Das Symbol (tesis
doctoral) (Innsbruck 1947); E. Gombrich, «Icones Symbolicae. T he Visual Image in
Neo-Platonic Thought»: «J. Warburg and Courtauld Institute» 11 (1948) 163ss; H. Friedmann,
Wissenschaff und Symbol (München 1949); Epilegomen a (München 1954) 130-155 («Die
symbolnahen Begriffe»); J. S. Bayne, Secret und Symbol (Edinburgh 1949); H. Schmalenbach,
Phénoménologie du signe: Signe et Symbole (op. coll.) (Neuchâtel 1949); H. Ording, «Symbol
und Wirklichkeit»: TLZ 3 (1948) 129ss; M. Heidegger, Holzwege (Frankfurt 1950); E. Biser,
Das Christusgeheimnis der Sakramente (Heidelberg 1950); «Das religiöse Symbol im Aufbau
des Geisteslebens»: MThZ 5 (1954) 114-140; J. Münzhuber, «Sinnbild und Symbol»: ZphF 5
(1950) 62-74; J. Daniélou, «The Problem of Symbolism»: Thought 25 (1950) 423-440; Th.
Bögler, «Zur Theologie der Kunst»: LuM 7 (1950) 46-63; A. Brunner, Glaube und Erkenntnis
(München 1951); Die Religion (Freiburg de Br. 1956); M. Eliade, Images et Symboles (Paris
1952); M. Thiel, «Die Symbolik als philosophisches Problem und philosophische Aufgabe»:
StudGen 6 (1953) 235-256; H. Loof, «Symbol und Transzendenz»: StudGen 6 (1953)
324-332; Der Symbolbegriff in der neuren Religionsphilosophie und Theologie (Kantstudien)
(Köln 1955); H. Meyer, «Symbolgebilde der Sprache»: StudGen 6 (1953) 195-206; J. Pieper,
Weistum, Dichtung, Sakrament (München 1954); F. Kaulbach, Philosophisch-Grundlegung zu
einer wissenschaftlichen Symbolik (Meisenheira 1954); R. Boyle, «The Natur of Metapher»:
«The Modern Schoolman» 31 (1954) 257-280; L. Fremgen, Offenbarung und Symbol
(Gütersloh 1954); G. Mensching, «Religiöise Ursymbole der Menschheit»: StudGen 8 (1955)
362-370; A. Rosenberg, Die christliche Bildmeditation (München 1955); E. Przywara, «Bild,
Gleichnis, Symbol, Mythos, Mysterium, Logos»: Archivio di Filosofia 2-3 (Roma 1956) 7-38;
K. Kerenyi «Simbolismus in der antiken Religion»: ibid. 119-129; A. Grillmeier, Der Logos am
Kreuz (München 1956); F. König, Religionswissenschaftliches Wörterbuch (Freiburg de Br.
1956) 849-851. G. vander Leeuw, Phänomenologie der Religion (Tübingen- 1956); K. Rahner,
Escritos de Teología III (Ediciones Cristiandad, Madrid 2002): «Sacerdote y poeta». K. Rahner,
«Der theologische Sinn der Verehrung des Herzens Jesu»: Festschrift zur Hundertiarhrfeier des
Theal. Konvikts Innsbruck Ì 858-1958 (Innsbruck 1958) 102-109; M. Vereno, Vom Mythos zum
Chfisto (Salzburg 1958); B. Liebrucks, «Sprache und Mythos»: Konkrete Vernunft. Festschrift E.
Rothacker (Bonn 1958) 253-280; C. Kittel, ThW NT: eidos: 11 371-373; eikon: II 378-396;
rnorphe: IV 750-60; Enciclopedia Filosofica V 625-627.
PARA UNA TEOLOGÍA DEL SÍMBOLO 265

Estaríamos ya en meros modos derivados del ser-simbólico si partié­


ramos del hecho de que dos realidades supuestas cada una de por sí en
su «quedad» como ya existentes e inteligibles cada una en sí «coinciden»
en algo dado en ellas y que tal «coincidencia» ofrece la posibilidad de
que cada una —y, naturalmente, sobre todo la más conocida y cercana a
nosotros— remita a la otra, pueda llamar la atención sobre ella, sea
empleada por nosotros justamente como... coincidencia, como símbolo
para la otra. Y así los símbolos sólo varían —y pueden ser de tal forma
distinguibles— por el grado y modo más preciso de esta coincidencia
ulterior de las dos realidades.
Este punto de partida para una intelección del símbolo —dado que,
en definitiva, toda realidad coincide en alguna forma con cada una de las
demás— no ofrecería ninguna posibilidad para distinguir símbolos ver­
daderamente auténticos («símbolo real») de «signos», «señales»,
«cifras», determinados de forma meramente arbitraria («símbolo vica­
rio»). Todo podría ser símbolo de todo. La dirección del símbolo a lo
simbolizado podría ir también en sentido contrario, o sería determinada
sólo por el punto de mira casual, y extrínseco al estado de cosas mismo,
de un observador humano al que lo uno le queda más cerca que lo otro.
Es verdad que también existen casos derivados, secundarios de lo
simbólico. Y por eso no es siempre tarea fácil decir cuándo un símbolo,
a causa de la preponderancia de la función meramente «signante» de
referencia sobre la auténtica «función expresiva», pierde su «plus de sig­
nificado» (Fr. Th. Vischer) y decae convirtiéndose en signo
simbólicamente pobre. Aquí las líneas de separación son poco precisas.
(Piénsese que nuestros números tuvieron antaño carácter
religioso-sacral).
Muchas veces incluso, en un uso lingüístico propio de la historia del
arte y de la estética, el «símbolo» se refiere a un caso muy derivado de lo
simbólico, de modo que en esta terminología el símbolo —un ancla, por
ejemplo, un pez, etc.— significa un grado de lo simbólico inferior a una
imagen cultural, por ejemplo.
Aquí no podemos entrar en todas estas cuestiones. Nos planteamos
sólo la tarea de buscar la forma más alta y originaria de representación de
una realidad por otra —en una consideración por lo pronto puramente
ontológico-formal— y llamamos también símbolo a esta representación,
la más alta y originaria, en la que una realidad hace presente a otra —pri­
mariamente «para sí» y sólo después para otras—, la hace «ser-ahí».
266 DOCTRINA DK. KOS SACRAMENTOS

Para lograr un concepto originario del símbolo hemos de partir del


hecho de que un ente (es decir, cada ente) es en sí plural1y en esta uni­
dad de lo plural, uno5 en tal pluralidad, es o puede ser ” esencialmente
expresión de otro en esa unidad plural.
La primera parte del enunciado es obvia para una ontologia de lo
finito. El estigma de lo finito como tal consiste ya en que no es abso­
lutamente «simple», sino intrínsecamente plural, en que cae dentro de
la permanente y abarcadora unidad de su realidad —en tanto esencia
y existencia— en que no es simple y monótonamente lo mismo en una
identidad muerta que se derrumbara en el interior de sí misma, sino
que a partir de sí mismo posee una verdadera pluralidad que no es
sólo una división que distinga conceptualmente y sea extrínseca a la
realidad misma, surgida, por tanto, sólo de la facultad cognoscitiva
limitada del espectador exterior y finito, que separara en varias partes
diversas, sólo para sí mismo, la plenitud absolutamente simple del
ente. (Si es que esto en tales supuestos fuera en absoluto todavía con­
cebible).
Pero con ello no está dicho que la intrínseca pluralidad y diferencia­
ción tenga que ser siempre sólo estigma de la finitud de un ente. Por el
contrario, sabemos por el misterio de la Trinidad —estamos haciendo
ontologia teológica, que puede usar también sin ningún reparo datos de
la revelación— que en la suma simplicidad de Dios existe una diferen­
ciación verdadera y real —aunque «sólo» relativa— de las «personas» y
con ello, al menos en este sentido, una pluralidad.

Al hacer tal afirmación volvemos a escoger un método que nos lleve al fm perseguido lo más
rápidamente posible y sencillamente, aunque simplifique el problema, porque suponemos onto­
logica y teológicamente puntos de partida que en una ontologia del símbolo trabajada
verdaderamente a fondo tendrían que ser probados, no supuestos. Pero para el lector al que aquí
nos dirigimos en primer término estos supuestos pueden hacerse sm ningún reparo.
Decimos, de forma totalmente vaga, «uno», aunque naturalmente esta «unidad» de un momen­
to en un ser sólo puede ser, a su vez, determinada analógicamente y en comparación con aquella
unidad y totalidad que le corresponde al ente totalmente uno y, sin embargo, plural en sí.
No queremos anticipar aquí la cuestión de si un momento en relación con otro dentro del ente
uno y plural tiene que tener formalmente, de modo necesario, una íunción de expresión —por
ejemplo, formulado trinitariamente: si tiene que proceder de otro momento «/’// similitudinem
naturae»— o si sólo es «expresión» de hecho y ofrece una «semejanza».También en esta segun­
da suposición se mantendría lo que en primer lugar interesa: lo semejante es constituido
originalmente como intrínseca auto-realización y, en tanto diverso, es un momento interno de la
unidad permanente misma.
PARA UNA TIPOLOGÍA OKU SÍMItOLO 267

Si pensamos además que —de acuerdo con una teología7de los «ves­
tigios» e «imágenes» de la pluralidad intratrinitaria se puede pensar
absolutamente que el pluralismo en lo finito creado no es sólo conse­
cuencia y síntoma de la finitud —en tanto calificación meramente
negativa—, sino también consecuencia de la pluralidad divina, aunque
no cognoscible naturalmente como tal, que no dice imperfección y debi­
lidad óntica, sino la plenitud más alta de la unidad y fuerza concentrada
de un ente, podemos formular entonces, sin reparos aunque con cautela,
el enunciado siguiente como enunciado general sin límites: el ente es en
sí plural. No necesitamos —teniendo en cuenta los supuestos hechos—,
en modo alguno, concebirlo sólo como un enunciado de la ontologia de
lo finito como tal. Podemos verlo, incluso cuando se pone a sí mismo de
manifiesto en una pluralidad finita, como un enunciado que entiende a
ésta como una referencia —bien que sólo desvelada en la revelación— a
una pluralidad que es más que una identidad y simplicidad indiferencia-
bles tal y como nosotros las concebiríamos a partir de nosotros mismos,
si nuestros ideales ontológicos, incluso los más sublimes, no tuvieran
que ajustarse a la auto-revelación del Dios que está infinitamente por
encima de esos ideales nuestros, el cual mediante esa superación de
nuestros ideales metafísicos, alcanzables sólo de manera asintotica, de
pronto y sorprendentemente —es decir, maravillosa y misteriosamente—,
se nos acerca, entonces, a nosotros y a nuestra finitud. Sigue siendo ver­
dad, por tanto, que un ente en sí —independientemente de toda
comparación con lo absolutamente otro— es en su unidad plural.
Pero estos momentos plurales en la unidad de un ente, que a causa
de tal unidad tienen que poseer una íntima coincidencia entre sí —aun­
que tal pluralidad de los momentos del ente tiene que estar constituida
precisamente por la diversidad de esos momentos entre sí—, no pueden
poseer tal coincidencia como momentos dispuestos en cierto modo sen­
cillamente uno al lado del otro y dotados del mismo grado de
originalidad. Pues esto llevaría a una negación de la unidad de tal ente.
La unidad sería un acoplamiento ulterior de lo separado que descansaría

Para citar un ensayo moderno en este sentido proveniente de la filosofía actual que, a pesar de
los reparos que pueden hacérsele en puntos concretos, aborda un tema abandonado hoy más de
lo debido, hagamos mención de (i. Kaliba, Die Welt als Gleichnis des dreieinigen Gottes.
Entwurf zu einer trinila rischen Ontologie (Salzburg 1952).
268 DOC TRINA DE LOS SACRAMENTOS

por lo pronto sólo en sí mismo. Sería una traición al hondo enunciado de


Tomás: non enim plura secundum se uniuntur.
Una pluralidad en una unidad originaria y como tal antepuesta a
aquélla, sólo puede ser concebida de forma que lo uno se desarrolle, es
decir, que lo plural venga de un «uno» radicalmente original en una rela­
ción de origen y sucesión; que la unidad más original, que constituye
también la unidad aunadora de lo plural, conteniéndose a sí misma, se
libre a una pluralidad y se disgregue en ella para llegar, precisamente de
esta forma, a sí misma. La consideración de la Trinidad muestra que este
«uno» así concebido de unidad y pluralidad es un dato ontològico último
que no puede ser reducido a una unidad y simplicidad abstractas, sólo
aparentemente «superiores», a una identidad vacía y muerta. Sería teoló­
gicamente una herejía y tiene que ser, por tanto, también ontològicamente
absurdo suponer que Dios sería en realidad más «simple» y por lo mismo
más perfecto si en él no existiera la distinción real de las personas.
Hay, según eso, una diversidad que es en sí misma una «perfectio
pura» y que en toda intelección teológica del ser tiene que ser pensada
conjuntamente desde el principio. No es algo, provisional, sino absolu­
tamente último, una ultiinidad de la unidad que como tal es
comunicativa de sí, por lo cual dicha unidad es constituida y no medio
suprimida, en cierto modo, contra su sentido. El ente como tal, y con ello
en tanto una tiende a la perfeccións de su ser y de su unidad en una plu­
ralidad, cuya forma más alta es la Trinidad. Lo constituido para
perfección de lo uno y de su unidad, distinto de ello mismo, adviene a su
esencia, es decir, según su procedencia lograda en lo otro, desde esta ori-
ginalísima unidad y tiene con ella, por tanto, una «coincidencia» más
original y fundamental que todo lo causal-efectivo, derivado, etc.
Pero con ello queda dicho: al ente en tanto uno le es propia una plu­
ralidad —que significa una perfección— constituida por la proveniencia
—de modo específico— de lo plural a partir de la unidad más original. De
tal modo que lo plural posee una coincidencia originaria con su proce­
dencia y es, por ello, «expresión» del origen en proveniente coincidencia.

s Este «tender a la perfección» puede y tiene que ser entendido en muchos casos -p o r ejemplo,
en la Trinidad—, naturalmente, como un «ser a causa de su plenitud perfecta». Lo común en
ambos casos es que lo otro constituido en una auto-realización..actus, resultatio, processio-
pertenece necesariamente a la perfección del que lo constituye.
PARA UNA TEOLOGÍA DEL SÍMBOLO 269

Como esto tiene vigencia para todo ente en cuanto tal, podemos
decir: cada ente forma —naturalmente, cada uno a su modo, es decir, más
perfecta o más imperfectamente, según el grado de su nivel de ser—
«para» su propia perfección lo distinto de él y, sin embargo, uno con él.
(Teniendo en cuenta que unidad y diversidad son realidades correlativas
que crecen en la misma medida, no que se rebajan recíprocamente hasta
excluirse de manera contradictoria). Y tal realidad distinta y, sin embar­
go, originalmente una es, en tanto proveniente, una realidad
«coincidente» y, en tanto provenientemente coincidente, expresión.
Tenemos que explicar más en detalle que lo provenientemente coin­
cidente y así uno con el origen y, sin embargo, diverso de él tiene que ser
concebido como «expresión» del origen y de la unidad más original. La
coincidencia de lo constituido dentro de la unidad como distinto de su
origen —a causa de su proveniencia— es ya, en cierto sentido, la consti­
tución de lo proveniente como una expresión. Pues hay una coincidencia
que se explica desde la proveniencia. Podemos prescindir, por tanto, de
la cuestión de si tal proveniencia tiene que ser pensada siempre formal­
mente como constitución de la coincidencia como tal —y así
formalmente— siempre como expresión. Podemos remitir tranquilamen­
te a una ontologia especial —de carácter regional— la cuestión de si,
cuándo y por qué, en determinados casos esto tiene que ser pensado así.
Más adelante, al considerar el asunto teológicamente —en la segunda
parte— volveremos a tropezamos con casos de esa especie. Pero ya ahora
podemos decir, prescindiendo de esta cuestión que a todo ente como tal
le pertenece una pluralidad como elemento intrínseco de su unidad plena
de significado; dicha pluralidad se constituye, por provenir de una unidad
original, en tanto perfección suya —o: a causa de su plenitud perfecta—,
de tal forma que lo constituido en tanto distinto posee una coincidencia y
con ello —al menos en un sentido especificativo, aunque no siempre redu­
plicativo— carácter de expresión o «símbolo» de su origen.
Y así hemos alcanzado ya en conjunto nuestro primer enunciado: el
ente es en sí mismo simbólico porque necesariamente se «expresa» a sí
mismo. Este enunciado tiene que ser explicado ahora todavía un poco
más a partir de lo que acabamos de decir y ser mostrado en su aplicación
a realidades y estados de cosas conocidos.
El ente se expresa porque tiene que realizarse mediante una plurali­
dad en la unidad; teniendo en cuenta que tal pluralidad es con frecuencia
y en muchos aspectos indicio de la finitud y debilidad ónticas, pero que
270 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

también puede ser completamente una positividad (y de ello queda tam­


bién, por lo menos, un «vestigio» en la pluralidad formalmente dada con la
finitud de un ente). Pero la auto-realización de un ente, constituyente de la
pluralidad, que conduce a su perfección o que —en determinadas circuns­
tancias— más bien es una realidad dada con la perfección de dicho ente, el
la condición de la posibilidad de la autoposesión sapiente y amante.
In tantum est ens cognoscens et cognitum, in quantum est ens actu.
Este enunciado puede proponerse también, naturalmente, de manera
recíproca: el grado de la «reditio completa in seipsum» es el indicio del
grado de entidad. El ser-cabe-sí-mismo es sólo otra palabra para expre­
sar la actualidad, es decir, la auto-realización intrínseca del ente. Pero de
ello se sigue que en la expresión, en la proveniente coincidencia de lo
constituido como otro y conservado en la unidad como perfección de
ésta, llega un ente a sí mismo. Ya que la realización en el «dentro» de la
pluralidad y el ser-cabe-sí-mismo no pueden ser realidades simplemente
dispares en un ente y puestas una junto a la otra, si —dicho de otra
forma— el ser cabe-sí sapiente y amante no es un contenido cualquiera,
sino el contenido de lo que designamos como ser, y con ello como su
auto-realización. Y en la medida en que se realiza en esta forma constitu­
yente de pluralidad llega a s í 1.
Ahora bien, esto significa: el ente es —en la medida en que posee ser
y lo realiza— «simbólico» por lo pronto para sí mismo. Se expresa y se
posee al expresarse. Se entrega a lo otro saliendo de sí, y en esa entrega
se encuentra a sí sabiendo y amando. Porque en la constitución de lo
«otro» intrínseco llega a —o de— su perfección propia, que es el supues­
to o el acto de la sapiente y amante entrega-de-sí-mismo.
El símbolo, por tanto, no sólo no consiste originalmente en una rela­
ción ulterior entre dos entes distintos, entre los que se funda una función
de referencia por medio de una tercera realidad o de un observador que
haga constar una cierta coincidencia; lo simbólico no es sólo una intrín-

No [ H i e d e objetarse a todas estas consideraciones que, si fueran verdad, deducirían racional­


mente la Trinidad mediante consideraciones puramente filosóficas. Y la razón es que tales
consideraciones partieron del enunciado teológico - no deducible por argumentos puramente
filosóficos de que incluso en el ente más alto y a pesar de su pura simplicidad existe una plu­
ralidad. Nuestras precisiones, por tanto, suponen la Trinidad, no la prueban, y aplican su
conocimiento, dado por la revelación, como punto de partida de consideraciones
mitológico-teológicas. Y éste es un método perfectamente legítimo.
HARA UNA TEOLOGÍA DEL SÍMBOLO 271

seca peculiaridad característica de un ente en sí en el sentido de que éste,


para llegar a la realización de su propio ser, constituya lo otro mantenido
en la unidad y que tal realidad otra posea una coincidencia con la unidad
original que lo hace surgir y sea así su expresión. El ente es, por el con­
trario, «simbólico» en sí mismo también en tanto la expresión
coincidente —a la que conservándola la constituye como lo otro— es la
forma en la que es mediación de sí mismo en conocimiento y amor. El
ente llega a sí mismo, en la medida en que de verdad llega, por medio de
la «expresión». La expresión, es decir, el «símbolo» —en el sentido logra­
do en las consideraciones que preceden— es la forma del conocimiento
de sí mismo, del autohallazgo.
Sólo a partir de ahí puede conseguirse de verdad una teoría general
del símbolo en tanto realidad en la que otro llega al conocimiento de un
ente. Y es que el conocimiento de un ente por otro no es —concebido de
forma rigurosamente escolástica— un acto en el cognoscente solo y que
no dependa con ello sino de su posibilidad y de su actualidad y que se
refiera a un «objeto» que permanece totalmente intacto en su propia rea­
lidad. La cognoscibilidad y el conocimiento actual de un ente —en tanto
objeto del conocimiento— depende, por el contrario, del grado de actua­
lidad del objeto mismo por conocer: ens estcognitum et cognoscibile, in
quantum ipsum est actu. Pero de ahí se sigue que si el ente es, a partir de
sí mismo, simbòlico en tanto se realiza a sí mismo en el dentro de su plu­
ral actualidad y se posee en esa proveniente coincidencia de lo otro con
su origen original, esto vale también, entonces, para el conocimiento de
ese ser por otro. Es cognoscible y conocido en tanto él mismo es óntica-
mente (en sí) simbólico, por serlo onto lógicamente (para sí).
El sentido original de símbolo y simbólico, según el cual todo ente es
simbólico en sí y para sí y porque —y en tanto— es simbólico para otro,
implica, por tanto, lo siguiente: un ente se manifiesta realizándose en su
propia alteridad intrínseca —constitutivo-esencial—, en su pluralidad,
intrínseca y —decida en la auto-realización— mantenida, como en su
expresión proveniente y así coincidente. Esta expresión, proveniente y
coincidente, que pertenece a la constitución del ente mismo, es el sím­
bolo que va del ente por conocer al ente cognoscente mismo —sólo
ulteriormente por acaecer más inicialmente en la profundidad de los fun­
damentos de ser que constituyen a ambos—, el símbolo en el que tal ente
es conocido y sin el cual no puede ser conocido en absoluto y sólo así
símbolo en el sentido original (trascendental) de la palabra.
272 DOCTRINA DE EOS SACRAMENTOS

Confrontemos ahora el concepto de símbolo que hemos logrado con


algunas realidades conocidas en la filosofía escolástica, para facilitar así
su intelección. Habría que dar un rodeo excesivamente largo por la his­
toria de la filosofía si quisiéramos aclarar lo dicho con una exposición de
la amplitud de los conceptos eidos y morphe (en la philosophia perennis
desde los griegos hasta la filosofía escolástica clásica). Si pudiéramos rea­
lizar aquí tal rodeo podríamos mostrar que los dos puntos extremos de
tal amplitud de tensión, a saber: la «figura», que se manifiesta y es per­
ceptible —tomando juntos eidos y morphe—, de una parte, y la «esencia»
conformadora de la figura, encierran auténticamente la plenitud de sen­
tida de un concepto justamente porque el fundamento esencial
conformador de la figura de un ente —primeramente material— saca
afuera verdaderamente de dentro de sí, para constituirse y realizarse a sí
mismo, la figura perceptible en tanto su símbolo, su patencia, que le hace
«ser-ahí», ex-sistir, y justamente así la conserva («cabe-sí-en-lo-otro»).
Este fundamento esencial es-ahí, para si mismo y para los otros, justa­
mente por su patencia —en la medida «análoga», naturalmente, en la que
un ente, según su medida de ser, está dado para sí y para otros—.
De un conocimiento profundo de la ontologia tomista se sigue que
Tomás conoce en las formas más diversas una «auto-realización» del
ente que no puede ser reducida al denominador de una causalidad efi-
ciente-transeunte. Así, por ejemplo, para no ir más lejos, el concepto de
causa formalis. La «forma» se comunica, se entrega a la causa material,
no obra sobre ella «desde fuera» y ulteriormente causando en ella una
realidad distinta de sí (ajena a su esencia), sino que el «efecto» es el
«agente» mismo en tanto, en devenir, es la realidad, el «acto» de la causa
material en tanto su propia «potencia». Pero en tanto la causa formal es
esto, no es simplemente lo mismo en cuanto debe ser pensada previa­
mente a su causalidad formal actual. Y es que, según Tomás, hay
«formas» que no se agotan en su causalidad formal por no estar total­
mente «derramadas» en su materia. Su originalidad, por tanto, está
todavía «reservada».
Según esto, no toda forma realiza su ser trasladándose y alienándose
totalmente como acto de lo otro que la destruye —de la «materia prima»—,

" Para lo tjue sigue oí. K. Rahner, Geist in Welt (München* 1957).
PARA UNA TEOUOCÍA DEL SÍMBOLO 273

de modo que la diferencia entre la forma y su causalidad formal actual no


puede ser mera y absolutamente conceptual. Y dicha diferencia tampoco
puede ser pensada como la que existe entre una substancia concebida
estáticamente —ya surgida de sus fundamentos «formales»— y su acto
«segundo» accidental. El dar-íorina del fundamento formal, la «formatio
actualis» de la potencia por la forma (substancial), «efectúa» lo formado,
la figura. (Temendo en cuenta que aquí no nos interesa todavía la media­
ción múltiple de este proceso en la distinción entre la dimensión de la
substancia misma y de lo espacio-temporal formal cuantitativo).
Esa figura en tanto potencia del fundamento substancial, de la
forma, es por un lado —según las teorías escolásticas fundamentales
que acabamos de aludir— distinta de la forma en cuanto tal, y sin
embargo muestra en tal diversidad ese fundamento formal. Es su sím­
bolo, formado por lo simbolizado como su propia realización esencial
y de tal modo que en este «símbolo» está presente lo simbolizado, la
forma misma —en el modo análogo del nivel de ser que constituye la
«diferencia simbólico-ontológica» entre el símbolo real y el símbolo
vicario—, ya que constituye lo figurado distinto de ella comunicándo­
le ella misma su propia realidad.
Pero al ámbito de una auto-realización manifestante y que constituye
así —en el sentido más amplio, pero original— el símbolo pertenecen,
además del concepto de causalidad formal, otros conceptos de la onto­
logia tomista. Y así hay que nombrar aquí el concepto de «resultancia».
Tomás conoce un ente finito no sólo como realidad simplemente acaba­
da, constituida por Dios en su esencia y en sus capacidades, que como
tal realidad pasivo-estática realiza, entonces, sus actos —transeúntes o
inmanentes— singulares, accidentales, sustentados por la substancia de
modo causal-eficiente y que, en ese sentido, la «determinan» a ella
misma, pero dejándola intacta en su naturaleza intrínseca. El sabe tam­
bién de una auto-realización intrínseca —naturalmente, bajo el poder
activo creador de Dios— de la esencia total previamente a sus activida­
des accidentales «segundas», una auto-realización que de hecho y
conceptualmente no puede ser simplemente reducida en Tomás a la cau­
salidad material-formal tal y como de ordinario la conocemos en la
filosofía escolar tradicional y que, ni mucho menos, puede ser subsumi­
da bajo la categoría de la usual «actividad» (segunda). Y así, Tomás
conoce, por ejemplo, una resultancia, un «fluir» de las facultades desde
el fondo substancial. Conoce, por tanto, una autoestructura de la esencia
274 DOCTRINA I)K KOS SACRAMKNTOS

total —a la que también pertenecen las facultades, a pesar de su ser acci­


dental—; el fondo substancial sale de sí a sus facultades y sólo así llega,
en realidad, a su propia posibilidad; se encuentra a sí mismo —pues él
mismo tiene que ser, por ejemplo, espiritual, etc. —, constituyendo fuera
de sí y desde su interior lo «otro» que es su facultad, distinta, según
Tomás, realmente del fondo substancial.
Con esta constitución de lo otro en resultancia dentro de la unidad
del mismo ente, sólo por la cual la esencia está plenamente dada, es ver­
dad que no está dado todavía sin más un símbolo intrínseco y connatural
como momento de su auto-realización perteneciente al ente; o, por lo
menos, no vamos a seguir el pensamiento en esta dirección, pero —y esto
basta aquí— la teoría de la procedencia y resultado de una facultad, de
una potencia, de un accidente, prueba que el punto de partida adoptado
en la teoría del símbolo que hemos expuesto es totalmente tomista. Y
esto es suficiente ahora.
Sólo en una dirección precisa vamos a proseguir lo que acabamos de
decir. La resultancia tiene que admitirse como dada, según Tomás, tam­
bién en la formación de la cantidad determinada como tal —de
dimensiones espacialmente limitadas— y como soporte de otros atribu­
tos cualitativos en un ente material. Al entregarse la «forma» substancial
—«siendo infundida»— a la materia prima en tanto fundamento ontolò­
gico, de por sí todavía sin dimensiones determinadas, de la
espacio-temporalidad, la cantidad determinada es causada también,
en esta comunicación, en tanto distinta de la substancia —ex forma
substantiali et materia prima— y, sin embargo, procedente de ella.
Ahora bien, dicha cantidad —hoy diríamos espacio-temporalidad limita­
da y concreta o figura espacio-temporal— con sus otras de terminaciones
cualitativas precisas, pero basadas en dicha espacio-temporalidad, tiene
que ser concebida inequívocamente, según Tomás, como la «species» ",
la «figureidad», el aspecto que el fondo substancial causa para realizarse
a sí mismo, para «expresarse» así y mostrarse.
La «species» de las cosas materiales es indudablemente el «símbolo»
causado a partir del fondo, esencial, retenido en la unidad distinta con el

El teólogo está familiarizado con esta palabra sobre todo en el tratado sobre la Eucaristía. Allí
ese uso de la palabra ha pasado también a la terminología eclesiástieo-jerártjuica. (Dz f)26-()98,
87b, 884 etc.)
PARA UNA TEOLOGÍA DEL SÍMBOLO 275

fondo activo, el «símbolo» que es la «mediación» necesaria de la auto-rea­


lización, en el cual el ente material se posee y mostrándose se ofrece en la
amplitud de variación de su esencia. En el caso de la species de las cosas
materiales tenemos en Tomás— a esta altura óntica determinada y los
supuestos dados con ella— verdaderamente todos los elementos que nos­
otros, en una ontologia general del ente plural, hemos desarrollado para
conseguir el concepto original de símbolo: la formación del símbolo
como una auto-realización de lo simbolizado mismo, la intrínseca perte­
nencia del símbolo a lo expresado mismo, la auto-realización mediante la
formación de esa expresión procedente de la esencia. En otro contexto
volveremos más detenidamente a tratar otra doctrina escolástica a la que
podemos referirnos para consolidar el concepto de símbolo conseguido:
la doctrina del alma como «forma» del cuerpo y del cuerpo como expre­
sión de la realidad espiritual fundamental del hombre.
Para esclarecer resumidamente una vez más el resultado conseguido
podemos dar la vuelta al primer, enunciado propuesto como principio fun­
damental de una ontologia del símbolo y decir, como segundo enunciado:
El símbolo en sentido propio (símbolo real) es la auto-realización,
que pertenece a la constitución esencial, de un ente en otro.
Siempre que tal auto-realización en otro —en tanto modo necesario
de la propia realización esencial— existe, tenemos un símbolo de tal ente.
¿Para quién expresa el ente esta realización en otro y haciéndole así pre­
sente? ¿Quién posee en tal símbolo al ente: ese ente mismo u otro? ¿En
qué grado —esencialmente divino— y en qué modo distinto son realiza­
dos esta auto-realización en el símbolo y este ser-dado: en el
encontrarse-a-sí-mismo propiamente tal cognoscente y amante o en un
modo deficiente comparado con dicho encontrarse-a-sí-mismo? Todas
estas cuestiones, comparadas con los dos principios primeros, se pre­
guntan por diferencias que, frente a esa ontologia general del símbolo,
son secundarias y surgen porque el concepto de ente es justamente «aná­
logo», es decir, un concepto que muestra la auto-realización distinta en
cada caso de cada ente, porque el ser en sí mismo y precisamente por eso
también el concepto y la realidad del símbolo admiten modos diversos.
Y al estar esto constituido ya necesariamente con el concepto general de
ente y ser —en tanto figura «no encubierta» de la «verdad» más original
del ser— el símbolo comunica también con su realidad simbolizada
dicha «analogia entis» al ser.
276 DOCTRINA DK. LOS SACRAMENTOS

2. Para una teología de la realidad simbólica

Si lo dicho hasta aquí es verdad, hay que esperar de antemano que


no pueda llevarse a cabo una teología sin que llegue a ser también una
teología del símbolo, de la manifestación y de la expresión, de la
auto-objetivación en lo constituido en tanto otro. Y efectivamente la teo­
logía entera no puede concebirse a sí misma sin ser esencialmente una
teología del símbolo, aunque en general se preste tan poca atención
expresa y sistemáticamente a ese carácter fundamental suyo. Y viceversa:
una simple ojeada a los enunciados dogmáticos en el ámbito total de la
teología muestra cuánto necesita ésta el concepto de símbolo y lo usa,
aunque concebido y formulado de las maneras más diversas. Por eso se
sigue también una confirmación de sentido inverso de nuestras conside­
raciones ontológicas generales.
Hemos de reducirnos, naturalmente, a unas cuantas indicaciones. Al
lector atento y con formación teológica no se le habrá ocultado que en el
transfondo, de las exposiciones teológicas estaba siempre la idea del mis­
terio de la Trinidad. Incluso hemos apelado, en nuestra libertad
metódica, explícitamente a dicho misterio usándolo como prueba de que
la pluralidad en un ente no puede ser considerada siempre y en todas
partes como índice de finitud e imperfección, que una ontologia general,
por tanto —que sólo quiera hablar del ente rigurosamente como tal—,
puede partir perfectamente del hecho de que todo ente comporta en sí,
a pesar de su unidad —eventualmente, incluso la máxima— y su perfec­
ción, una intrínseca pluralidad precisamente como perfección de su
unidad. Por eso, una ontologia más bien regional y lo mismo una teolo­
gía pueden preguntarse qué significa esto respecto al carácter simbólico
de los entes singulares.
Pero en el desarrollo de la ontologia del símbolo no nos hemos preo­
cupado especialmente de formular dicha ontologia de forma que sea
aplicable también, inmediatamente y en irreprochable ortodoxia, a la teo­
logía de la Trinidad. Tampoco vamos a exponer ahora explícitamente la
convergencia de tal ontologia y de la teología trinitaria, especialmente de
la teología del Logos. Para nuestras pretensiones basta con indicar con
toda sobriedad que la teología del Logos es, en realidad, una teología sim­
bólica, e incluso la más alta, si damos a la palabra «símbolo» el sentido
conseguido y no ponemos a su base significados completamente deriva­
dos, como los que emplea el lenguaje vulgar de todos los días.
PARA UNA TEOLOGÍA DEL SÍMUOLO 277

El Logos es la «Palabra» del Padre, su «imagen» perfecta, su «carácter»,


su destello, su autoexpresión. Sea cual sea la respuesta que haya que dar a
la cuestión sobre la obligatoriedad teológica de la teología psicológica de
Agustín sobre la Trinidad, sea que el Padre dice el Verbo eterno porque se
conoce a sí mismo o para conocerse, en todo caso habrá que sostener dos
datos: el Logos —en tanto realidad de la vida inmanente de Dios— es
«engendrado» por el Padre como imagen y expresión del Padre. Y este pro­
ceso está necesariamente dado con el divino auto-conocerse; sin él no
puede existir el acto absoluto de la autoposesión cognoscente de Dios.
Pero si se sostienen estos dos datos de la teología tradicional —para
no dar una calificación más alta—, se puede y hay que decir sin reparos:
el Padre es él mismo constituyendo ante sí la imagen de su misma esencia
en tanto el otro que él y poseyéndose de este modo a sí mismo. Ahora
bien, esto significa: el Logos es el «símbolo» del Padre. Justamente en el
sentido que hemos dado a la palabra: el símbolo intrínseco y, sin embar­
go, distinto del simbolizado, constituido por éste mismo, en quien el
simbolizado se expresa a sí mismo y, de esta forma, se posee.
Vamos a orillar la cuestión de lo que esto significa —previamente a
una teología de la encarnación— para la intelección del Padre y su rela­
ción con el mundo. Si con una tradición teológica vigente desde Agustín
se supone simplemente como cosa obvia que cada una de las personas
de por sí puede adoptar una relación hipostática propia para con una
realidad mundana determinada y «manifestarse» así, el Logos no tendría,
entonces, por su carácter de imagen del Padre en la intimidad de la rea­
lidad divina, ningún carácter especial de símbolo para el mundo, propio
de él solamente por su relación original con el Padre. El Padre podría
revelarse y «aparecer» también, por decirlo así, a espaldas del Hijo.
Pero si no se admite tal supuesto agustiniano, que ciertamente no
tiene ningún punto de apoyo en la tradición 12 anterior a Agustín —y
mucho menos en la Escritura—, se puede suponer tranquilamente que la
relación simbólica del Logos con el Padre —a pesar de la comunidad de
acción ad extra del Dios trinitario—, tiene también su importancia para
ese obrar ad extra de Dios. Dios puede decirse ad extra porque «tiene

En ella se defendió unánimemente la concepción contraria. Cf. por ejemplo M. Schmaus, Die
psychologische 'Iriniätslehre des kl. Augustin (Münster 1927).
278 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

que» «expresarse» en la intimidad divina. Este decir creado-fìnito ad


extra es continuación —libre, por ser finito su objeto— de la continua­
ción intradivina de la «imagen y semejanza» y acaece verdaderamente, en
un sentido que aquí no necesitamos determinar más en detalle, «por» el
Logos (Jn 1,3).
Pero aquí no vamos a tratar propiamente este difícil tema. Sólo había
que citarlo de paso porque no podíamos prescindir de esta conexión
entre una realidad simbólica dentro y fuera de Dios, ya que de alguna
manera es atisbada también en la tradición.
Si debiera escribirse una teología de la realidad simbólica, la
cristologia, como doctrina de la encarnación del Logos, tendría que
constituir, evidentemente, el capítulo central. Y dicho capítulo no ten­
dría que ser casi nada más que una exégesis de lo que refiere Juan en su
evangelio (14,9): «quien me ve a mí ve al Padre». Aquí no necesitamos
exponer detenidamente que el Logos es imagen, fiel trasunto, represen­
tación, presencia —y por cierto llena con toda la plenitud de la
divinidad—. Pero siendo esto así, se entiende también la proposición de
que el Logos hecho hombre es el símbolo absoluto de Dios en el mundo,
lleno desde luego en plenitud insuperable del simbolizado. Es decir: no
sólo la presencia y revelación en el mundo de lo que Dios es en sí, sino
también el ser-ahí, la existencia expresiva de lo que —o mejor: de
quien— Dios en libre gracia quiso ser para el mundo. Y de tal forma que
esta actitud de Dios, por haber sido expresada así, ya no puede ser reti­
rada, sino que es y permanece definitiva e insuperable.
Sin embargo, hay que añadir algo a la doctrina dogmática conocida
generalmente y que aquí tenemos derecho a suponer. Y algo que aunque
no posea el mismo grado de seguridad, nos parece necesario para con­
seguir una verdadera intelección de la doctrina de la encarnación en
tanto teología simbólica.
Si decimos simplemente: el Logos ha asumido una naturaleza huma­
na, y consideramos esta doctrina de fe definida como expresión
adecuada de lo que el dogma de la encarnación quiere decir —aunque
esa formulación de la unión hipostática no apela, de ningún modo, a tal
derecho— no se expresa entonces claramente el sentido pleno de la rea­
lidad simbólica que la humanidad del Logos es para éste. Pues si la
humanidad asumida es considerada sólo como la realidad que nosotros
ya conocemos a partir de nosotros mismos, y que sólo en un sentido muy
general es «imagen y semejanza» de Dios, si sólo dejamos que tal huma-
PARA UNA TEOLOGÍA DEL SÍMBOLO 279

iiidad subsista en un sentido estático-óntico, es decir: «sustentada» y «asu­


mida» por el Logos, dicha humanidad posee entonces, respecto al Logos,
la función de una señal, de una librea, pero no plena y verdaderamente la
función del símbolo cuyo sentido hemos desarrollado hasta ahora.
El Logos se manifestaría, se haría percibir, por una realidad en sí
ajena a él, asumida casualmente desde fuera, que en su íntima esencia no
tendría nada que ver con él. El grado de «unión» del se-manifestante y
del medio de manifestación, por muy radicalmente que se concibiera
—como una unión hipostática— no podría modificar ya que el signo y lo
significado fueran, en realidad, dispares y que, por ello, sólo pudiera tra­
tarse de un signo arbitrario.
O dicho con más rigor: la humanidad asumida sería el medio, subs­
tancialmente unido con el manifestante, de su manifestación, pero de
ningún modo esa manifestación misma; ella no haría más que decir algo
sobre sí misma. Sólo podría decir algo sobre el Logos en tanto éste la
usara para expresarse en palabras y actos que, configurados y conduci­
dos por él, manifestarían, por su sentido y lo milagroso de él, algo más
que meramente humano, es decir: algo sobre el Logos mismo.
No es extraño que una teología que supone tácita e irrefléjamente,
pero de forma efectiva, todo esto, convierta concretamente a Jesús en
revelación de Dios Padre y de su vida íntima sólo por su doctrina, pero
no por lo que él es en su naturaleza humana. En tal concepción podría
pensarse a lo sumo en una revelación por su obrar (virtuoso).
Llegados a este punto, para avanzar y para representarnos con más
claridad el contenido inagotable de la fórmula de fe sobre la encarnación
del Logos, podríamos referirnos a la doctrina tomista de que la humani­
dad de Cristo existe por el ser del Logos. Es verdad que al considerar
dicha tesis habría de quedar claro que ese ser del Logos no puede ser
concebido, a su vez, como la realidad que, en cierto sentido —sólo a
causa de su infinitud—, podría conferir la existencia a cualquier «esen­
cia» imaginable, ofrecer para toda esencia el suelo de la existencia en sí
indiferente a aquélla, al cual le tuviera totalmente sin cuidado lo que, de
tal forma, resultara existiendo.
Este ser del Logos —recibido, naturalmente, en tanto salido del
Padre— tiene que ser concebido como alienándose él mismo, de forma
que, a pesar de su inmutabilidad en sí, llegue a ser él mismo en verdad la
existencia de una realidad creada. Y esto hay que decirlo en toda verdad
y realidad de dicho ser del Logos porque es así. Pero entonces, de estos
280 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

puntos de partida tomistas, venimos a parar a consideraciones y concep­


ciones que esclarecen el hecho de que, y en qué sentido radical, la
humanidad de Cristo es verdaderamente la «manifestación» del Logos
mismo, su símbolo real en el sentido más eminente y no sólo lo en sí
ajeno a él y su realidad, asumido sólo desde fuera, como un instrumen­
to, para manifestarse, de forma que él no muestre en realidad nada del
que lo emplea.
Tales consideraciones fueron expuestas ya en un capítulo anterior a
propósito del misterio de la encarnación. Allí se mostró que la humani­
dad de Cristo no puede ser concebida como librea y disfraz de Dios, sólo
como señal de la que él se sirve, como si sólo lo manifestado por esa señal
dijera algo sobre el Logos. En ese capítulo dijimos que la humanidad de
Cristo es, por el contrario, la automanifestación del Logos mismo. De
forma que cuando Dios, expresándose, se aliena a sí mismo, aparece jus­
tamente eso que nosotros llamamos la humanidad del Logos. La
antropología, por tanto, no tiene su último lugar de origen en una mera
doctrina sobre las posibilidades de un creador infinito —pero que en rea­
lidad no se descubre a sí mismo al crear—, sino en la doctrina de Dios
mismo, en tanto en ella es dicho también lo que «aparece» cuando él en
su auto-alienación sale de si mismo al interior de lo otro que él. Pero en
estas consideraciones hemos de citar el capítulo indicado.
De lo dicho allí se sigue que el Logos, como Hijo del Padre, es en su
humanidad como tal, en toda verdad, el símbolo revelador —por ser el
símbolo que hace presente lo revelado, mismo— en el que el Padre se
dice al mundo en ese Hijo. Pero ése sería el comienzo, y no el fin de una
teología del símbolo a partir de la doctrina de la encarnación. Pues a par­
tir de ahí habría que tener en cuenta que la profundidad natural de la
realidad simbólica —en si intramundana o dotada de una trascendencia
meramente natural respecto de Dios— de todas las cosas ha recibido de
manera ontológico-real una dilatación infinita por el hecho de que dicha
realidad ha llegado a ser también determinación del Logos mismo o de
su mundo-en-torno.
Toda realidad surgida de Dios, cuando es auténtica y se conserva en
su integridad, cuando no ha sido degradada hasta convertirse en un
medio puramente humano y en un valor útil, dice mucho más que sólo a
sí misma, mienta y hace resonar siempre, a su manera propia en cada
caso, toda la realidad. Si la realidad singular al hacer que el todo esté pre­
sente habla además de Dios —en último término, por la referencia
PARA UNA TKOUOC.ÍA ])KU SÍMISOUO 281

trascendental a él como causa ejemplar, eficiente y final—, esta trascen­


dencia recibe una radicalidad —aunque sólo perceptible por la fe por
el hecho de que ahora, en Cristo, estas realidades ya no se refieren sólo a
Dios en tanto causa, sino al Dios al que tales realidades mismas pertene­
cen como su determinación substancial o su propio mundo-en-torno. El
Verbo hecho carne hace que todo subsista en él (Col 1,17) y por eso todo
tiene, incluso en su carácter simbólico, una hondura sin fondo que sólo
la fe es capaz de sondear.
Esto que aquí se expresa de forma tan totalmente abstracta habría
de ser esclarecido concretamente, aplicado a las realidades singulares
—agua, pan, mano, ojo, sueño, hambre y tantísimas otras cosas del hom­
bre y su mundo-en-torno que le soporta y que a él se refiere—, si se
quisiera saber qué teología de la realidad simbólica ha sido en realidad
fundada al decir que el Logos, como Verbo del Padre en la «abreviación»
de su ser humano, expresa al Padre y es su símbolo que le comunica al
mundo.
Cuando decimos que la Iglesia es el seguir-siendo-presente el
Verbo hecho hombre en el espacio y en el tiempo, con ello decimos
inmediatamente que continúa esta función simbólica del Logos en el
mundo. Para valorar acertadamente este enunciado hay que conside­
rar dos cosas. Primero: siempre que una realidad que debe ser
manifestada en el símbolo posee un lado totalmente humano, es decir,
también social y existencial —basado en la libertad—, esa peculiaridad
social del símbolo, y, por ello, determinada jurídicamente, no es nin­
gún argumento que pruebe que tal símbolo es sólo un arbitrario
símbolo de referencia y vicario, no un símbolo real. Cuando una deci­
sión libre debe ser manifestada en el símbolo y realizada en él mismo,
la disposición jurídica y la constitución libre es justamente lo que, a
partir de la esencia de un símbolo real, tiene que exigirse y esperarse
en tal caso.
Una realidad que no sea existencial no puede expresarse de esa
forma libre y dispuesta jurídicamente de tal modo que el símbolo sea
simultáneamente también símbolo real que contenga la realidad misma
de lo simbolizado porque ésta se ha realizado en el «dentro» de esa rea­
lidad del símbolo. Esto iría contra la esencia de esa determinada realidad
simbolizada,
Pero no es esto lo que sucede, sino todo lo contrario, cuando se trata
de una realidad constituida libremente por Dios mismo y dotada de una
282 DOCTRINA DE EOS SACRAMENTOS

estructura social. Cuando una realidad de ese tipo se hace presente en un


carácter simbólico constituido libremente y configurado de forma juridi­
co-social esto responde sólo a su esencia y no es ninguna instancia contra
una simbólica real Ahora bien, la Iglesia —también en su realidad «pneu­
mática» —está constituida libremente en el acto redentor de Cristo y es una
magnitud social. Por tanto, el que esté dispuesta en forma constituida jurí­
dicamente no se opone a que sea símbolo real de la presencia de Cristo, de
su acción salvifica definitiva en el mundo y así de la redención.
En cuanto a lo segundo: la Iglesia, según su propia doctrina —especial­
mente en León XIII y Pío XII—, no es sólo una realidad social y dispuesta
jurídicamente, sino que a su esencia pertenece la gracia de la salvación,
el Espíritu Santo mismo. Ahora bien, esto significa que tal símbolo de la
gracia de Dios contiene verdaderamente lo que significa, que es el proto­
sacramento " de la gracia de Dios, que no sólo significa, sino que posee
además lo que ha sido traído al mundo definitivamente por medio de
Cristo: la gracia escatològica de Dios, que no se vuelve atrás, triunfadora
victoriosamente sobre la culpa de los hombres. La Iglesia en tanto indes­
tructible, en tanto Iglesia de la verdad infalible e Iglesia de los
sacramentos, en tanto opus operatum y en tanto —para la totalidad de la
Iglesia— indestructiblemente santa también en la gracia subjetiva de los
hombres —y en este sentido incluso motivo y no sólo, objeto de fe— es
verdaderamente el símbolo pleno de que Cristo se ha quedado aquí
como misericordia vencedora.

11 Un ejemplo tomado de la esfera humana: cuando dos novios pronuncian ante la autoridad legí­
tima —eclesiástica o estatal— el «sí» que consuma su enlace, esa palabra externa pronunciada
libremente y que tiene que ser manifestada en una cierta formalidad es el símbolo real, no un
signo ulterior y externo que se refiera sólo desde fuera a la realidad en cuestión: la íntima volun­
tad de matrimonio. Pues bajo tal manifestación se consuma de tal fórma esa voluntad
matrimonial, que no causa el efecto que pretende —el vínculo matrimonial permanente— sin
dicha manifestación. La manifestación y lo manifestado se comportan aquí verdaderamente
como cuerpo y alma, forman una unidad intrínseca en la que ambas partes —aunque cada una a
su manera propia— dependen recíprocamente la una de la otra. Y, sin embargo, este símbolo
bajo el cual lo simbolizado se consuma y se hace presente es una realidad libre y dispuesta jurí­
dicamente. Por lo tanto el mero hecho de que un signo sea «arbitrario» no decide que tal signo
sea símbolo real o sólo símbolo vicario extrínseco. Tal arbitrariedad puede estar exigida, sin
detrimento de la simbólica real, precisamente a partir de la esencia de la realidad simbolizada.
11 Cf. O. Semmelroth, Die Kirche ais Ursakranient (Frankfurt 1953). «Proto»-sacramento es la
Iglesia, naturalmente, en relación no con Cristo, sino con cada uno de los sacramentos. Cf. K.
Rahner, Kirche Und Sakramente (Quaestiones disputatae 10) (Freiburg de Br. I960).
PARA UNA TEOLOGÍA DLL SÍMBOLO 283

La doctrina de los sacramentos es el lugar donde clásicamente se


expone en la teología católica una teología del símbolo en general. Los
sacramentos son la concreción y actualización de la realidad simbólica
de la Iglesia en tanto proto-sacramento para la vida de cada uno de los
hombres y constituyen por ello, de acuerdo con la esencia de esta Iglesia,
una realidad simbólica. Los sacramentos son caracterizados por ello en
la teología expresamente como «signos santos» de la gracia de Dios, es
decir, como «símbolos», expresión que a este propósito también se
emplea explícitamente '
Los axiomas fundamentales de la doctrina de los sacramentos son cono­
cidos: Sacramenta efficiunt quod significant et significant quod efficiunt.
Axiomas que, si se toman en serio, hacen referencia a la relación recíproca
que en nuestro concepto de símbolo vige entre éste y lo simbolizado. De
acuerdo con ello se multiplican últimamente los ensayos teológicos enca­
minados a esclarecer la causalidad simbólica de los sacramentos. Se intenta
mostrar que la función de la causa y la función del signo en los sacramentos
no están sólo vinculados recíprocamente de hecho por un decreto extrínse­
co de Dios, sino que poseen una conexión íntima procedente de la esencia
de la realidad —es decir: del símbolo entendido acertadamente—: la acción
de gracia de Dios en el ámbito del hombre al realizarse —encarándose a sí
misma— entra como sacramento en la historicidad espacio-temporal del
hombre. Y al hacerlo deviene eficaz en el hombre, se constituye a sí misma.
Y es que tan pronto como los sacramentos son considerados como
obra de Dios en el ámbito humano —aunque por medio de quien justa­
mente como «minister» obra en lo humano por encargo de Dios y da
cuerpo a la acción en lo humano y la hace así concretamente presente y
eficaz— desaparece la cuestión de cómo «opera»17en Dios el signo sacra-

Cf., por ejemplo, GIC: Decret. Gratiani III de consecratione II c. Sacrificium ‘32 (ed. Friedberg
I 1324). '
Cf*. especialmente: H. Sehillebeeckx, De sacramentale Heilseconoime (Antwerpen 1952);
«Sakramente als Organe der Gottbegegnung»: Fragen der Theologie heute (Einsiedeln 1957)
379-401. L Monden, «Symbooloorzakelijkheid als eigen Causaliteit van bet Sacrament»:
«Bijdragen» 13 (1952) 277-285.
Cuando —por razones en sí legítimas— se rechaza una «causalidad física» de tipo instrumental
se cae facilmente en un atolladero. Y es que en la idea usual ile la relación entre signo y gracia,
el signo se convierte casi inevitablemente en un «.titulus iuris» a la gracia ante Dios y así en una
especie de «causalidad» del obrar sacramental en dirección a Dios.
284 DOCTRINA I)K KOS SACRAMENTOS

mental y ya no es posible preguntarse si tal signo cansa la gracia «física»


o «moralmente». Pues el signo puede no ser considerado en sí, desde el
principio, como separado de lo significado, ya que es concebido a priori
como «símbolo real» que lo significado mismo se causa para estar pre­
sente realmente. Entonces puede quedar claro, más bien, que el
sacramento es «causa» de la gracia en tanto es su «signo» y que justa­
mente esa gracia —en tanto considerada como proveniente de Dios— es
causa del signo y que sólo al causarlo se hace presente a sí misma.
Así cobran los axiomas su sentido totalmente pregnante: sacramenta
gratiam efficiunt, quatenus eam significant, teniendo en cuenta que esta
significatio tiene que ser entendida siempre como símbolo real en sentido
riguroso. Y: sacramenta significant gratiam, quia eam efficiunt.
Brevemente: la gracia de Dios se hace presente eficazmente en los sacra­
mentos creando su expresión, es decir, su símbolo. Que a tal concepción de
los sacramentos como símbolos reales no se opone su estructura dispuesta
jurídicamente se dijo ya, en cuanto a su contenido, al rechazar la misma
objeción al tratar de la Iglesia como símbolo real de la gracia de Dios.
Otras referencias a la estructura normalmente admitida de la realidad
cristiana en tanto unidad de realidad y su símbolo real tienen que ser
pasadas por alto aquí porque sólo podrían ser expuestas con la amplitud
y el rigor suficientes concibiendo la realidad corporal del hombre y, con­
siguientemente, también sus actos en la dimensión de la
espacio-temporalidad, de la historia y de la sociedad, en tanto símbolo
real de la persona y de sus decisiones originales. Sólo a partir de ahí
podría concebirse en realidad la vida históricamente perceptible en la
Iglesia como corporeización simbólica del Espíritu de Dios y de la his­
toria íntima del diálogo entre el libre Amor de Dios y la libertad humana.
De ahí se seguiría, entonces, a su vez, que el tratado De gratia no puede
ser escrito de forma adecuada sin que suponga también una aportación
a la teología del símbolo en la historia cristiana de la salvación.
Llamemos la atención, sólo de paso, sobre la teología de la imagen
cultual ls cristiana. Una investigación histórico-dogmática más rigurosa
de esta teología tendría que hacer caer en la cuenta de un concepto doble

Para la bibliografía de la diferencia a la que en las precisiones siguientes no hace más que alu­
dirse, cf. A. Grillmeier, Der Logos am Kreuz (München 1956) y la bibliografía de LTliK II '
458-60; 461-67 y la nota ‘3 tie este capítulo.
PARA UNA TEOLOGIA DEI. SIMBOLO 285

de imagen que existe en la tradición: uno más aristotélico, según el cual


la imagen es el símbolo externo de una realidad separada de él a la que
sólo se refiere pedagógicamente para el hombre en tanto ser sensible, y
otro más platónico, según el cual la imagen participa de la realidad de lo
representado, establece, más o menos, la presencia real de lo representa­
do que en él habita.
La amplitud de variación de la interpretación teológica de la imagen
se basa, en definitiva, en lo que ya hemos probado: hay de hecho «sím­
bolos», imágenes de tal condición, que son adscritas a las imágenes
cultuales de una teología platonizante. Pero nos queda todavía la cues­
tión de si las imágenes cultuales en sentido propio —en forma de
esculturas y cuadros pictóricos— deben ser interpretadas sin más según
el concepto del símbolo original que hemos desarrollado o si tales imá­
genes corresponden a la categoría de los símbolos derivados y
secundarios que también existen, naturalmente, constituidos con relati­
va arbitrariedad y por convención.
La cuestión se complica todavía por el hecho de que tales imágenes,
cuando representan al Logos hecho hombre y a sus santos —a diferencia
de Dios Padre, del «Invisible» y, en algún sentido, de los ángeles—,
representan una corporeidad de la cual hemos de decir que es el símbo­
lo natural del hombre. No es extraño, por tanto, que la teología
eclesiástica antigua, bizantina de la imagen hiciera también, a propósito
de la justificación de las imágenes, esta distinción entre Dios Padre
(Trinidad) y el Logos hecho hombre, y que no tuviera todo por igual­
mente representable.
Pero aquí no podemos entrar en todos esos problemas. Sólo hemos
hecho mención de este complejo de cuestiones para hacer ver que una teo­
logía del símbolo podría encontrar en la teología griega de la imagen algunos
puntos de apoyo y confirmaciones de sus consideraciones generales.
Podría pensarse que la escatologia es la parte de la teología en la que
se trata de la superación definitiva del signo y con ello del símbolo a favor
de una desnuda inmediatez de Dios respecto a la criatura: «cara a cara».
Pero esto equivaldría a concebir una vez más —esta vez referido a la esca­
tologia— el símbolo como mediación extrínseca y casual, situada fuera
de la realidad mediatizada, de forma que absolutamente pudiera alcan­
zarse la realidad aun sin el símbolo. Pero, tal supuesto es falso. Y sigue
siendo falso cuando se refiere a la escatologia. Pues el símbolo verdade­
ro y real, en tanto momento intrínseco de la cosa misma, no se opone en
286 DOCTRINA Uli LOS SACRAMIÍNTOS

su función mediatizadora de formal real a la inmediatez de la realidad


respectiva, sino que es una mediación en orden a la inmediatez, si pode­
mos formular así el estado real de cosas.
Es verdad que en la plenitud desaparecerán muchos signos y símbo­
los: la Iglesia jerárquica, los sacramentos propiamente tales, toda la
mutación histórica de las manifestaciones sensibles, a través de las cuales
Dios se comunica al hombre mientras lejos de la inmediatez de su pre­
sencia se mueve en imágenes y semejanzas. Pero la humanidad de Cristo
tendrá un significado eterno para la inmediatez de la visio beata l!l. La
encamación del Logos puede ser considerada tranquilamente como el
supuesto absoluto de la gracia y de la gloria rigurosamente sobrenatura­
les de forma que existe, ciertamente, la libertad de gracia de Dios
respecto a estas dos realidades, pero siendo una libertad. Y no es una
relación moral —por habernos «merecido» el Logos encarnado esta glo­
ria en el tiempo—, sino ontológico-real y permanente el que la
auto-comunicación de Dios al espíritu creado en la gloria se base en la
encarnación. Ahora bien, si esto es verdad —cosa que no vamos a expo­
ner aquí con más detención—, lo que se dijo de la función simbólica del
Logos hecho hombre en tanto Logos y en tanto hombre es aplicable
también a la existencia perfecta del hombre, a sus ésjata. La escatologia
contiene también una doctrina del símbolo real que es el medio para la
inmediatez de Dios en la plenitud: el Verbo que se hizo carne.
Resumamos esta segunda parte de nuestras precisiones en algunas
tesis:
Tercer Enunciado-, el concepto de símbolo —en el significado defini­
do ya: enunciados I o y 2o— es, en todos los tratados teológicos, un
concepto claro y esencial, sin el cual no es posible una intelección acer­
tada de la temática de cada uno de los tratados en sí y en su relación con
los otros.
Cuarto enunciado: el obrar soteriológico de Dios en el hombre,
desde el principio de su constitución fundamental hasta su plenitud,

'' Cf. K. Rainier, «Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra relación con Dios»:
Escritos de Teología III (Ediciones Cristiandad, Madrid 2002); J. Aliaro, «Cristo glorioso reve­
lador del Padre»; Gr 39 (1058) 222-270.
11 Este enunciado no puede ser demostrado atjuí, naturalmente. Acéptelo el lector, al menos, como
un theologumenon posible.
PARA UNA TIPOLOGÌA DKL SÍMBOLO 287

acaece siempre de forma que Dios mismo es la realidad de salvación"1y


de tal manera que ésta está dada y es aprehendida22por el hombre en el
símbolo, el cual no representa aquella realidad en tanto ausente —y sólo
prometida—, sino que la hace ser presente exhibitivamente por el sím­
bolo mismo formado por ella.

3. E l cuerpo como símbolo del hombre 2'

El panorama rápidamente esbozado y el bosquejo previo de una


posible teología del símbolo en general tiene que ser completado toda­
vía, de acuerdo con el tema total en que está ensamblado, con unas
cuantas consideraciones sobre el cuerpo como símbolo real del hombre.
No es tarea de todo este artículo detenerse a considerar el problema de
la relación del corazón con el amor del Dios-hombre. Esto pertenece
inmediatamente a la cuestión sobre el sentido de la palabra «corazón» en
la devoción al Corazón de Jesús y al problema dogmático sobre el obje­
to de esta devoción. Está, por tanto, fuera del ámbito de este estudio.

No necesitamos demostrar aquí en detalle que todos los misterios de salvación estrictamente
tales, y así la salvación misma, consisten siempre en una auto-comunicación de Dios en una
especie de causalidad cuasi-formal —a diferencia de la causación eficiente de una realidad diver­
sa de Dios ex nihilo sui et subiec.fi ■ : en la unión hipostática, en la gracia increada —en la que la
gracia santificante también incluye en su concepto una gracia «creada»—: cf. K. Rahner, «Sobre
el concepto escolástico de la gracia increada»: Escritos de Teología 1 (Ediciones Cristiandad,
Madrid 2000) ‘321-347, en la causalidad cuasi-formal que la esencia divina ejerce respecto al
espíritu del hombre —en tanto quasi-species impressa- en la visio beata.
11 También la aprehensión por parte del espíritu libre del hombre es un acto humano-/#/«?/, es
decir, también corpóreo y que por ello se realiza siempre en el símbolo. Tal acto es por esto tam­
bién histórico social y, por lo misino, también «eclesiástico».
Algunas referencias bibliográficas recientes sobre este tema: L. Klages, Grundlegung der
Wissenschaft vom Ausdruck (Leipzig ' 1936); Ph. Lersch, Gesicht und Seele (München 1932); A.
Gehlen, Der Mensch. Seine N atur und seine Stellung in der Welt (Bonn 1 1950); H. Plessner,
Lachen und Weinen. Eine Untersuchung nach den Grenzen menschlichen Verhaltens (Sammlung
Dalp 54) (B erir 1950); A. Wenzl, Das Leib-Seele-Problevi im Lichte der neueren Theorien der
physischen und seelischen Wirklichkeit (München 1933); M. Picard, Das Menschengesicht
(München 11929); Grenzen der menschlichen Physiognomie (Zürich-Leipzig 1937); V. Poucel,
Mystique de la terre, vol. 1. Plaidoyer pour le corps (Le Puy 1937); J. Bernhart/J. Schrôteler/H.
Muckermann/J. Ternus, Vom Wert des Leibes in Antike, Christentum, und Anthropologie
(Salzburg 1936); K. Rahner, Hörer des Wortes (München 1941) 175-189; Geist in Welt
(München" 1957); Escritos de 'Teología II (Madrid 2002); III (Madrid 2002); B. Welte, «Die
288 DOCTRINA DK LOS SACRAMKNTOS

Pero en una teología general del símbolo, concebida como prepara­


ción para una teología de la devoción al Corazón de Jesús, se puede decir,
sin duda, algo más explícito sobre la teología del cuerpo como símbolo
del hombre. De ello mismo se seguirá que tal consideración conduce
inmediatamente al confín de la teología de la devoción al Corazón de
Jesús en sentido propio. Es verdad que en esta tercera parte de nuestras
consideraciones excluimos un objeto que, en realidad, pertenece, como
objeto parcial en sí de relativa poca importancia, a la temática de las con­
sideraciones expuestas hasta aquí y que, por lo mismo, ya ha sido rozada
también, al menos implícitamente. Pero tal exclusión de esta cuestión
especial la aconseja, o al menos la justifica, el tema del libro entero (Cor
Iesu I, cf. prólogo de estos Escritos de Teología).
De la doctrina tomista de que el alma es la forma substancial de la
materia prima se sigue sin más que el cuerpo puede y tiene que ser con­
siderado como símbolo, es decir, como símbolo real del hombre. Y es
que si no suponemos una doctrina escolástica cualquiera de la relación
entre el alma y el cuerpo —cada una de ellas declara, con el Concilio de
Vienne, el alma como «forma»—, sino la auténticamente tomista, el enun­
ciado citado es perfectamente claro. Porque si se adscribiera a la realidad
corporal del hombre una consistencia óntica actual, un contenido posi­
tivo previo a la realidad del alma, no se vería por qué tal consistencia
óntica de la corporeidad pudiera ser considerada todavía como expre­
sión y por ello como símbolo del alma. Como tal expresión podría, a lo
sumo, valorarse lo que el alma por su «información» hace de esa consis­
tencia óntica ya dada y persistente en su realidad también dada
previamente. Es decir, en el mejor de los casos, algo del cuerpo podría ser
símbolo del alma, pero no el cuerpo como tal y total.

Leiblichkeit des Menschen als Hinweis auf das christliche Heil»: Benroner Hochschulwoche
1948 (Freiburg de Br. 1949) 77-109; M. Reding, «Person, Individuum und Leiblichkeit»: T Q
129 (1949) 195-205; W. Brugger, «Die Verlciblichung des Wollens»: Schol 25 (1950) 248-253;
G. Trapp, «Humanae animae competit uniri corpori (S.Th. I q. 51 a. Ic.). Überlegungen zu einer
Philosophie des menschlichen Ausdrucks»: Schol 27 (1952) 382-399; L. Binswanger,
Grundformen und Erkennt tris des menschlichen Daseins (Zürich* 1952); G. Siewerth, Der
Mensch und sein Leib (Einsiedeln 1953); W. Stählin, Vom Sinn des Leibes (Stuttgart ' 1953);
«Anima» 9 (1954) 97-142; Sonderheft über Leib; C. Tresinontant, Biblisches: Denken und
hellenische Oberlieferung (Düsseldorf 1956) 62-77; J. B. Metz, «Zur Metaphysik der menschli­
chen Leiblichkeit»: «Arzt und Christ» 4 (1958) 78-84.
HARA UNA TEOLOGÍA DEL SÍMBOLO 289

Pero si, en una concepción inequívocamente tomista, el hombre, rigu­


rosamente no está compuesto de alma y cuerpo, sino de alma y materia
prima, que tiene que ser concebida como, el substrato a partir de sí total­
mente potencial de la autorrealización substancial del «anima» —de su
«información» en sentido metafisico—, la cual proporciona su realidad a la
pasiva posibilidad de la materia prima, comunicándose así de modo que lo
que en esta potencialidad es acto —y realidad— es justamente el alma, con
ello se dice, entonces, sin más, que lo que llamamos cuerpo no es sino la
actualidad del alma misma en lo «otro» de la materia prima, la alteridad del
alma, causada por ella misma, es decir, su expresión y su símbolo, exacta­
mente en el sentido que hemos dado al término «símbolo real».
No es éste el lugar de defender esta concepción tomista, la única que
asegura la rigurosa unidad del hombre y la verdadera humanidad de su
cuerpo, contra las objeciones que, a partir de la experiencia empírica,
parecen probar una independencia más vigorosa y una realidad propia
independiente del alma a favor de la realidad material del cuerpo. Quien
entienda que la forma corporis es desde sí misma plurivalente con res­
pecto a las determinaciones accidentales del cuerpo que ella conforma, y
que por eso puede depender plenamente de las determinaciones previa­
mente dadas de la materia concreta cuáles de estas sus posibilidades
propias realiza el alma, justamente si las determinaciones del cuerpo
actual son constituidas por el alma, no podrá ver en las dificultades al
uso, contra la doctrina del «anima unica forma corporis» ninguna ins­
tancia insuperable. Podemos formular, por tanto, como nuestro:
Quinto enunciado de la teoría de lo simbólico: el cuerpo es el símbo­
lo del alma en tanto es formado como la auto-realización —bien que no
adecuada— del alma y en tanto el alma se hace presente y se «manifies­
ta» en el cuerpo diverso de ella.
Pero una filosofía natural auténticamente tomista tendría que com­
plementar esencialmente este enunciado, para ella obvio en sí, en una
dirección determinada, y este suplemento es importante justamente a pro­
pósito de nuestro problema. Podríamos formularlo como sexto enunciado
de nuestra temática: en esta unidad de símbolo y simbolizado formados
por el cuerpo y el alma, las partes del cuerpo, cada una de por sí, son más
cjue porciones del cuerpo entero sumadas de manera meramente cuanti­
tativa; son siempre partes en una forma tan peculiar que contienen en sí
el todo. Aunque esto, naturalmente, puede tener un valor distinto apli­
cado a cada una de las partes singulares.
290 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

Este enunciado suplementario tiene que ser explicado un poco. Para


preparar su intelección podemos referirnos a diversas cosas. Es sabido
que en toda expresión del hombre —mímica, fonética, etc.— se expresa
de alguna forma y está presente el hombre entero, aun cuando la expre­
sión haya partido sólo de una parte del cuerpo. Toda medicina integral
—aunque no quiera ser precisamente «psicosomàtica»— sabe que nunca
está enfermo sólo un órgano determinado, sino siempre todo el hombre.
Y así, en la enfermedad localizada orgánicamente, el estado del hombre
entero se manifiesta externamente y es determinado por ella. Y esto
puede llegar a tal extremo que en enfermedades psicógenas del cuerpo
las enfermedades más diversas de diversos órganos pueden aparecer de
manera vicaria la una por la otra. El axioma: «toda parte sólo resulta inte­
ligible en el todo y el todo está en cada parte» tiene especial vigencia
aplicado al cuerpo humano. De manera más o menos clara esto siempre
se supo. Hasta en la Sagrada Escritura: 1 Cor 12, 12-26.
Desde la perspectiva de esta experiencia inmediata, la doctrina esco­
lástica de que el alma está en cada parte del cuerpo cobra un sentido más
hondo y más pleno. No es sólo que un principio simple y sustancial de
una realidad cuantitativamente extensa tenga que estar inevitable y plena­
mente en todas partes de esa realidad. El enunciado dice además que esa
«presencia» substancial e informativa del alma significa que ella conforma
la parte como parte del todo. Y esto, a su vez, no puede significar sólo que
la parte, respecto a su función fisiológica, está orientada y sintonizada al
servicio del todo, sino también que en un ensamblamiento misterioso en
orden a la función simbólica del cuerpo cada parte lleva en sí la fuerza
simbólica y la función del todo aportando su parte al todo del símbolo.
Pero esta peculiaridad característica de cada parte del cuerpo tendría
que ser vista claramente desde donde procede ontològicamente: desde el
principio, dador de su origen, del cuerpo y sus partes en su unidad y
diferenciación en tanto miembros, desde el alma. Y esta «alma» no debe
ser considerada a su vez —cosa que estaría en total desacuerdo con la
escolástica— como una parte de tipo fragmentario del hombre entero,
sino su origen uno, que le hace surgir, que se manifiesta en lo que nos­
otros experimentamos en tanto «fuerzas», potencias y actos del alma
—considerada ahora de manera empírico-concreta—, y que se expresa
en lo que llamamos cuerpo —¡en tanto ya animado!— del hombre.
También en la parte del cuerpo aparece esta unidad ontològica previa del
hombre entero que se va formando, que despliega su propia imagen de
PARA UNA TEOLOGÍA DEI, SÍMBOLO 291

manifestación, su símbolo, en esa parte y en ella se posee, como unidad


total, aunque no totalmente.
Esta relación simbólica de las partes del cuerpo con el todo original
del que proceden puede poseer en las partes corporales concretas una
intensidad diversa. Pero no puede faltar en ningún sitio donde exista una
inf ormación substancial de la parte respectiva por el alma. Aunque, con­
siderada de manera puramente abstracta, la información y
no-información de una realidad material por el alma espiritual consista
«in indivisibili», se dan evidentemente diferencias a propósito de la fuer­
za expresiva, de la pertenencia al alma, de la apertura de las «partes»
singulares —órganos, etc.— del cuerpo respecto al alma. Se podrá decir,
por tanto, que en este aspecto tienen preferencia los órganos que, según
la sobria prueba de la experiencia empírica, poseen un significado irrem-
plazable para la permanencia y realización del todo.
Otro asunto que no vamos a tratar y que puede ponerse en duda es
si la necesidad fisiológico-biológica, de un lado, y la función simbólica,
de otro, en las partes singulares poseen siempre el mismo grado. Este
problema exigiría investigaciones y consideraciones históricas dificilísi­
mas sobre el origen y la evolución que aquí no podemos realizar. Pero si
es verdad lo que hemos dicho sobre la existencia del todo en la parte y,
por ello, sobre la función simbólica de ésta, resulta claro que una palabra
que signifique, en uso simbólico, una parte del cuerpo humano —cabe­
za, corazón, pecho, mano— no se refiere sólo a la parte como tal, es decir,
como porción materialmente cuantitativa del cuerpo humano, sino siem­
pre al todo unitario formado del origen constituyente del símbolo y de la
porción material de realidad que, como parte del cuerpo entero, uno y
simbólico, lleva en sí, la función simbólica de ese cuerpo entero en un
determinado aspecto21.
Las consideraciones sobre el objeto y sentido de la devoción al
Corazón de Jesús tendrían que llevarse a cabo ante el transfondo de una
teología de la realidad simbólica como tal. Dicha teología no ha sido
escrita aún; y en las consideraciones que preceden, tampoco. Estas sólo
pretendían mostrar —y quizás lo hayan conseguido, a pesar de toda su

Por eso hemos procurado acercamos a la realidad total que aquí nos ocupa mediante un análisis
de la esencia de las «protopalabras»: Gf. K. Rahner, Escritos de ‘teología III (Ediciones Cristiandad,
Madrid 2002) 308-328, 331-302; Sendung und Gnade (Innsbruck 1959, 3901) 541-552
292 DOCTRINA DU LOS SACRAMENTOS

imperfección y brevedad— que se debería, y que se podría también, escri­


bir tal teología de la realidad simbòlica cristiana. Porque la realidad corno
tal y la realidad cristiana, sobre todo, es esencialmente y a partir de su ori­
gen, una realidad a cuya autoconstitución pertenece necesariamente el
«símbolo». De ahí a la plena intelección de la devoción al Corazón de Jesús
puede que haya todavía un camino largo. Pero aun así sería este un cami­
no que podría conducir a una intelección más honda de esta devoción.
Hagamos referencia, para terminar, a un punto que puede mostrar lo
inmediata que es la unión entre las ideas expuestas aquí y una teología de la
devoción al Corazón de Jesús, aunque los caminos concretos de un aprove­
chamiento de la teología simbólica general pueden estar todavía lejos.
Un buen número de teólogos actuales determina el objeto de la devo­
ción al Corazón de Jesús suponiendo en general un «sentido amplio,
pero propio de corazón». Y de tal forma que esta palabra signifique el
«sujeto total de la vida interior» —refiriéndose en tal caso, naturalmente,
también y conjuntamente al corazón corporal—, el «cor ethicum», el
«principium fontale et subiectivum vitae interioris moralis» (Lempl,
Noldin, Donat, Lercher, Solano, etc.). Estos teólogos niegan por lo
mismo, frecuentemente, la concepción de que el corazón corporal de
Cristo es adorado en tanto «símbolo» de su amor (como, a diferencia de
aquel concepto de corazón, formulan Nilles, Franzelin, Billot, Pesch,
Galtier, Pohle-Gierens, Scheeben, etc.).
Según la concepción de Solano y los teólogos que opinan como él,
la sentencia más antigua —sea que se dé culto al corazón corporal por
ser símbolo del amor de Cristo o se adore el amor de Cristo «bajo» el
símbolo de su Corazón— divide el objeto uno de la devoción al
Corazón de Jesús tal y como de hecho está dado en la devoción y es
afirmado en las manifestaciones doctrinales de la Iglesia, y sólo salva
la unidad del objeto por medio de sutilísimas explicaciones. Y por ello
el grupo de teólogos nombrados en primer lugar rechaza, más o
menos claramente, la expresión del Corazón como símbolo del amor
de Cristo. Así, por ejemplo, Solano, en el que esto aparece con la
máxima claridad'’.

Cf. Paires S. J. ... in Hispania Professores, Sarrae 'Theologiae Smnrna III (Madrid 1 1956) '224s.
(n.542s);237(n.566).
PARA UNA TF.OLOGÍA DKI, SÍMHOl.O 293

Pero con ello surge una dificultad contra esta concepción: también la
reciente declaración del magisterio eclesiástico habla todavía abiertamente
del Corazón como «símbolo» (en la encíclica Haurietis aquas). Y así Solano
se ve obligado a decir: «Encydica “Haurietis aquas” terminologiam
“Simboli”quidem, conservat, nec tamen putamus hoc magisterii documentum
subtiliorem hanc quaestionem voluisse tangere, quae et solum modum
concipiendi spectat et a recentissimis auctoribus diversimode iudicatur».
Desde el punto de vista de los principios formales de la interpreta­
ción de un documento del magisterio no se podrán oponer grandes
objeciones contra la concepción de Solano y contra esta solución de la
dificultad —apoyada en razones de peso, en textos del culto eclesiástico
al Corazón y en autores recientes—. Sin embargo, es un asunto delicado
que a causa de esta teoría, buena al menos en apariencia, se crea necesa­
rio tener que entrar en una cierta contradicción terminológica con la
manera de hablar de la encíclica más reciente.
Pero en realidad tal apariencia se debe únicamente a que Lercher,
Solano, etc., sólo conocen un concepto de símbolo en el que el símbo­
lo y lo simbolizado están recíprocamente ordenados sólo
extrínsecamente. Ahora bien, supuesto el concepto de símbolo que
aquí hemos expuesto y aplicado al Corazón (corporal) de Cristo, se
sigue sin más que puede secundarse la teoría de Lercher, Solano, etc.,
y hablar, sin dificultad de ninguna especie, con la encíclica, del
Corazón como «símbolo». Y es que símbolo, en una verdadera teología
del símbolo, desde las últimas posiciones fundamentales del cristianis­
mo, no significa algo que, separado de lo simbolizado —o en tanto
distinto unido, real o conceptualmente, de forma meramente aditiva
con lo simbolizado— lo señale y esté así vacío de ello. Símbolo es, por
el contrario, la realidad que como elemento intrínseco de sí misma,
constituida por lo simbolizado, lo revela, lo manifiesta y, en tanto exis­
tencia concreta de lo simbolizado mismo, está llena de ello.
Supuesto este concepto de símbolo, el Corazón significa exactamen­
te lo que los autores citados entienden por este concepto amplio, pero
auténtico —centro íntimo de la persona que se realiza en la corporeidad
y en ella se expresa—; y, sin embargo, se puede designar al corazón cor­
poral —por ser un elemento intrínseco de ese todo— como símbolo del
todo y conservar así la terminología de la encíclica. Tal terminología,
entendida en un sentido, que la encíclica no impone, pero autoriza, es
totalmente adecuada a la realidad de que se trata.
294 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

Y si consideramos, de otro lado, que en la tradición medieval y en


santa Margarita María «Corazón», en un sentido completamente irrefle­
jo, pero pieno, no designa ni sólo el «corazón corporal» ni sólo
—metafòricamente— la «interioridad» de Cristo, sino, de antemano y en
el sentido de una «proto-palabra» del lenguaje religioso, la unidad de
ambos que no tiene que ser estatuida ulteriormente —como entre una
cosa y su signo extrínseco en tanto símbolo vicario— sino que es más ori­
ginal que la distinción, por ser el símbolo de un elemento distinto y, sin
embargo, intrínseco en la realidad misma que se manifiesta, también este
lenguaje originario está, entonces, justificado de raíz por las considera­
ciones ontológicas y teológicas expuestas. Y sólo así puede evitar la
devoción al Corazón de Jesús la cuestión mortal, si no se tiene esto en
cuenta, de por qué no se puede dar culto al amor de Cristo, al que tene­
mos un acceso inmediato, sin pensar expresamente y de forma «especial»
en el «corazón corporal»; y es que la realidad y su manifestación en la
carne son en el cristianismo, inconfusa e inseparablemente, para siempre
una sola cosa.
La realidad de la auto-comunicación divina se crea precisamente su
inmediatez divina por el hecho de hacerse presente en el símbolo que no
mediatiza separando, sino que une inmediatamente. Y la razón es que el
símbolo auténtico está unido realmente a lo simbolizado porque esto le
constituye a aquél como su propia auto-realización. Esta estructura fun­
damental del cristianismo en general, que una teología del símbolo
tendría que destacar, se encuentra a su vez en la devoción al Corazón de
Jesús. Y en dicha estructura posee ésta su última legitimación para todos
los tiempos.
II

PALABRA Y EUCARISTÌA

El tema de esta investigación se llama «Palabra y Eucaristía». Se


refiere, por tanto, a la cuestión que ordinariamente se subsume bajo el
tema más general de «palabra y sacramento». Y exige plantear esta cues­
tión general teniendo a la vista justamente el sacramento del altar. Pero
como la cuestión más amplia y su solución no pueden ser simplemente
supuestas como conocidas, por tratarse de problemas que sólo reciente­
mente han hallado un interés mayor en la teología católica y no han
logrado todavía una respuesta unánime, lo mejor será estudiar primero el
problema general y plantear después desde ahí la cuestión más precisa
sobre la relación entre la palabra de Dios y el sacramento central de la
Iglesia. Así quedan también denominadas las dos partes de este ensayo.

1. P a l a b r a y sa c r a m en to en g en er a l

Al preguntarnos por la relación entre estas dos realidades nos referi­


mos, naturalmente, a la palabra de Dios y precisamente en su forma
eclesiástica de predicación. La palabra de Dios se considera ya así inme­
diatamente como palabra humana, en boca de hombres que, como
comisionados de la Iglesia, dirigen dicha palabra a los hombres. En tanto
la Iglesia, aunque anunciadora por encargo de Dios, está siempre simul­
táneamente a la escucha —también en aquellos a quienes Ies ha sido
confiada la palabra para su predicación—, y es, de esta forma, creyente,
esta palabra de Dios es también siempre la palabra —en cuanto oída—
profesada, la palabra creída, la palabra anunciada y testimoniada en tanto
creída y así también y siempre alabanza de Dios, a Dios, que ha dado tal
palabra a la Iglesia para que simultáneamente la oiga y la anuncie.
Entendiendo la palabra así, como palabra de Dios en boca de la
Iglesia comisionada y creyente, predicadora y laudante, surge sin más la
296 DOCTRINA DK KOS SACRAMENTOS

cuestión de cómo se comporta con el sacramento en la Iglesia. Y esto por


razones internas y de situación.
Por razones internas: en primer lugar, tan pronto como uno se pre­
gunta con más rigor qué es esa palabra de Dios en boca de la Iglesia,
cómo actúa, cómo en ella habla Dios mismo, a quién se dirige, qué quie­
re obrar en él, qué «locuente» y qué «escucha» supone y constituye,
surgen —a partir de la doctrina de la Escritura y por razón de la natura­
leza de las cosas— enunciados sobre la palabra de Dios que, como más
adelante se verá, poseen un sorprendente paralelismo —por no decir
más— con los enunciados que solemos emplear para calificar los sacra­
mentos. Y este es el verdadero motivo de la cuestión sobre la relación
entre ambas magnitudes. La palabra y el sacramento son tan semejantes
que hay que preguntarse por la razón de dicho carácter común, como
por la posibilidad de distinción entre ambos, a pesar de, e incluso a
causa, ese carácter común y su razón, si es que ha de lograrse en absolu­
to una intelección verdaderamente teológica de ambas magnitudes.
A esto se añade lo siguiente; palabra y sacramento constituyen la
Iglesia. Dicho con mayor precisión: la potestad de la predicación de la
Palabra de Dios en la autoridad de Dios y de su Cristo y la potestad de
llevar a cabo los sacramentos en los hombres son las dos potestades fun­
damentales de la Iglesia constitutivas de su esencia.
Aquí no necesitamos entrar en la conocida controversia de si en la
Iglesia hemos de distinguir tres o dos «potestades» fundamentales: la
potestas ordinis y iurisdictionis o magisterio, episcopado, sacerdocio. Sea
como sea, la potestad del sacramento y la de la palabra caracterizan de
manera fundamental la esencia de la Iglesia. Pero ambos poderes no pueden
estar uno al lado del otro sencillamente y sin relación recíproca, si deben
constituir la Iglesia una en tanto presencia de la única salvación en el único
Cristo. Y así surge también a partir de la eclesiología misma la cuestión
sobre la relación entre palabra y sacramento. A esto se añade, finalmente,
que la doctrina misma de los sacramentos nos empuja a esta cuestión.
Tenemos la costumbre de ver la «palabra» como un momento cons­
titutivo, y más precisamente: como el momento formal —por tanto,
decisivo— del signo sacramental. Si no queremos ser superficiales no
podemos concebir esa «palabra» que está dentro mismo del acaecer
sacramental como una palabra cualquiera; tiene que ser para nosotros la
palabra dicha en la autoridad de Dios mismo, la palabra que en nosotros
y por nosotros Cristo mismo dice, que es activa, por ser suya, y causa lo
PALABRA Y EUCARISTÍA 297

que significa, haciendo que esté presente lo que proclama. Y a su vez, a


partir de ahí no puede evitarse la cuestión de cómo se comporta propia­
mente dicha palabra con la palabra autoritativa de Cristo que, fuera de
los sacramentos, se oye en la Iglesia.
Teniendo esto en cuenta es, en realidad, sorprendente que en la teo­
logía escolar al uso entre nosotros los católicos, en los manuales latinos,
etc., no esté previsto absolutamente ningún sitio, ningún lugar sistemáti­
co para una teología de la palabra. Es verdad que en la teología
fundamental hablamos del magisterio de la Iglesia, sobre las potestades
que la Iglesia, como maestra de la revelación, ha recibido de Cristo. Pero
en ese capítulo de la teología fundamental sólo se habla, en realidad, de
la Iglesia y únicamente in obliquo de la palabra de Dios mismo. Y aun en
tal caso la palabra está tácitamente, pero tanto más activamente, empe­
queñecida de antemano y se la entiende de forma doctrinal. Es la palabra
docente, la palabra verdadera y obligativa «sobre» algo, un hablar que
enuncia una proposición sobre algo, no la palabra en la que la realidad
misma anuncia su venida al tiempo que llega y en la cual se hace presen­
te. Y por eso no puede reconocerse este tratado De Magisterio Ecclesiae
como un tratado plenamente válido De Verbo divino. Y mucho menos se
trata temáticamente en la doctrina general sobre los sacramentos el tema
de la relación entre la palabra y el sacramento. Un tema, por lo tanto, que
parece absolutamente obvio ha sido ampliamente desatendido, a lo largo
de los últimos siglos, en la teología católica.
Pero, dada la situación actual de la teología católica, esto parece cam­
biar. Y por muchas razones. Aquí no podemos hacer más que
enunciarlas.
A causa de la penuria en que la predicación se encuentra, crece la
necesidad de una teología de la predicación y no sólo de consejos retóri­
cos y homiléticos de tipo psicológico y pedagógico-religioso. Pero una
teología de la predicación tiene que obligarnos necesariamente a una teo­
logía de la palabra divina anunciada.
La teología bíblica, cada vez más vigorosa, que ya no se entiende
como mera proveedora de los dicta probantia de las tesis que la teología
escolar expone, sino que oye a la Escritura misma, no puede pasar por
alto más tiempo que el Antiguo Testamento y, sobre todo, el Nuevo,
dicen más sobre la palabra creadora de Dios, viva, eficaz y poderosa, de
lo que de ella ha llegado a ser tema de estudio en la teología escolar al
uso. Es significativo, por ejemplo, que en el index systematicus del
298 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

Denzinger no pueda encontrarse ningún apartado sobre la «palabra de


Dios», ya que el De Revelatione, a causa de su orientación doctrinal, a
priori no puede tenerse como tal. Es el mismo fenómeno que observamos
en la teología fundamental. En la teología escolar la revelación se consi­
dera de antemano, a diferencia de lo que hace la actual teología bíblica
protestante y católica, como revelación puramente docente de enuncia­
dos, y no como revelación fáctica de acaeceres, en la que Dios obra en el
ámbito del hombre, creadoramente y dando su gracia, y al hacerlo y para
ello dice su palabra como momento íntimo de dicha acción sobre el hom­
bre o en la que —expresado más bíblicamente— ese obrar es palabra
porque la palabra de Dios causa esencialmente lo que dice.
La doctrina de la gracia, superando una concepción demasiado cósi­
ca de la misma, acentúa hoy el momento personal de ésta —considerada
primariamente como auto-comunicación increada de Dios—. Y desde
esa perspectiva logra un acceso a la palabra de Dios y una intelección
más amplia de dicha palabra en tanto el modo como una persona se abre
a otra y se comunica libremente.
Hoy, al devolver su vigencia a la teología de los Padres griegos, la
encarnación es vista como un momento de la redención y no sólo como
la constitución del que, si quiere y se pone a ello, en cierto modo en un
acto totalmente nuevo, puede ser Redentor. En tal caso la venida del
Logos —hecho carne— del Padre se considera casi irrecusablemente
como el caso más radical de una palabra creadora de Dios con eficacia de
salvación y clama por una teología de la palabra divina en tanto una rea­
lidad absolutamente soteriológica. Esto resultaría todavía más claro si la
encarnación no se considerase como encarnación de una cualquiera de
las tres divinas personas, de forma que cada una de las otras dos pudie­
ra, exactamente igual, hacerse hombre, sino como encarnación
precisamente del Logos y exactamente como tal. El cual, a causa de su
peculiaridad intratrinitaria, es justamente quien sólo puede hacerse y se
hace hombre.
Hoy se dialoga desde mucho más cerca que antes entre los teólogos
católicos y protestantes. Esta circunstancia nos fuerza a una reflexión
nueva sobre la teología de la palabra. Cierto que ni la teología católica ni
el magisterio han podido aceptar nunca la fórmula según la cual la comu­
nidad de los cristianos protestantes sería la Iglesia de la palabra y
nosotros, católicos, la Iglesia de los sacramentos. Pero, por desgracia, en
la práctica ha venido siendo así. Por ambas partes. Entre los protestantes
PAI,ABRA Y EUCARISTÍA 299

de los últimos siglos, desde la Ilustración —como efecto de un impulso


genuinamente protestante—, la predicación era casi todo y los sacramen­
tos casi sólo algo así como un residuo, explicable sólo de forma tradicional,
en la predicación de la pura doctrina. Y entre nosotros, prácticamente,
toda palabra se concebía sólo como inevitable preparación para los sacra­
mentos —y una vida cristiana—, completamente distintos, en sí, de la
palabra porque no son, ciertamente, «adoctrinamiento sobre algo».
Pero ahora comienza la teología protestante a tomar nuevamente más
en serio los sacramentos, a considerarlos en su importancia esencial e
irremplazable para la existencia cristiana. Y nosotros reflexionamos más
explícitamente y caemos en la cuenta de que somos la Iglesia de la pala­
bra de Dios y de que esto no significa sólo que la Iglesia es la escuela de
Dios en la que se nos dice cómo hemos de obrar cuando recibimos los
sacramentos o cuándo liemos de portamos decentemente.
Se trata, por lo tanto, en una teología de la palabra, de exponer su esen­
cia como palabra de Dios en la Iglesia. Al hacerlo importan aquí sólo los
distintivos de dicha palabra que poseen una importancia inmediata en
orden a una relación interna entre palabra y sacramento. Se entiende de
por sí que dicha teología de la palabra, aun en esa limitación, no puede ser
desarrollada aquí propiamente y probaba a base de las fuentes teológicas.
Sólo vamos a intentar decir, en una serie de tesis, al menos lo más impor­
tante e indicar —aunque sólo indicar— dónde puede estar aproximada y
presuntamente la fimdamentación teológica de las tesis enunciadas.
1. La palabra de Dios es dicha por la Iglesia y se conserva en ese decir
fundamental y plenamente en su pureza en tanto palabra de Dios. Este
enunciado no ofrecerá ninguna dificultad. Quien lo negara suprimiría la
esencia de la Iglesia en la cual y a través de la cual —y no sólo fuera de ella
y al lado— Cristo hace simultáneo a todos los tiempos su mensaje como
palabra de Dios por la que él nos es presente en su propia misión.
2. Esta palabra de Dios en la Iglesia es un momento interno del obrar
salvifico de Dios en el ámbito del hombre. Es verdad que la salvación es
obra de Dios, pero esta obra de Dios no es adecuadamente idéntica a su
palabra que acaece en la palabra humana y en tanto acaece en ella. Pues
la acción salvifica de Dios en el ámbito del hombre no es solamente una
imputación jurídica de la justicia de Cristo, y tampoco un mero anuncio
de una acción de Dios meramente futura, ni está sólo constituida por la
fe del hombre —como quiera que ésta se interpreta—, sino que es un
obrar verdadero, real y creador, de Dios, en la gracia, para la transforma-
300 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

ción interior del hombre en la participación de la naturaleza divina; todo


lo cual, en tanto condición de la posibilidad de un obrar salvifico del
hombre, precede, por lo menos lògicamente, a dicho obrar.
Pero, sin embargo, para este acto de la nueva creación divina del
hombre por el don previo de Dios, siempre que se trata del hombre en
posesión de su libertad actual y personal, no sólo se requiere una co-rea-
lización personal de esta creación nueva en fe, esperanza y amor, sino
que es ésta un momento interno de tal proceso total. Esto se sigue ya del
hecho de que no sólo la gracia de la deificación, sino también la recepción
de tal don tienen que ser caracterizadas como gracia según todas las
fuentes teológicas. Es decir, esta recepción del don divino de la justifica­
ción pertenece ella misma al don en cuanto tal gracia, como gracia eficaz,
causa el acto de recepción en su efectividad y, como gracia elevante, en
su cualidad.
De ello se sigue que la aceptación libre y personal tiene que ser cau­
sada ella misma como tal por Dios, es decir, como acto personal
espiritual, sapiente de sí en tanto acto de la recepción. Esta gracia de
Dios, previa, que otorga la acción del hombre como factum y en su cua­
lidad, tiene que ser calificada, según las fuentes teológicas, como
iluminación e inspiración. Es, por lo tanto, per definitionem «palabra», es
decir, auto-comunicación espiritual de Dios a la criatura, sobre todo en
tanto dicha gracia no es una realidad cósica cualquiera, sino la auto-
comunicación real de Dios en la gracia «increada» y en tanto —al menos,
según la doctrina tomista— toda gracia entitativamente sobrenatural crea
también conciencialmente en el hombre, mediante su objeto formal
sobrenatural, un estado de conciencia que no puede ser producido por
ningún acto puramente natural.
Pero esta comunicación interna de Dios, ya en sí dotada del carác­
ter de la palabra, no puede bastar ella sola para la realización normal
y plenamente desarrollada de su recepción. Sería por sí sola, en cier­
to modo, sólo un saber trascendental, inobjetivo e incapaz de la
reflexión sobre sí, acerca de esa acción de gracia de Dios en el hom­
bre. Y aunque en determinadas circunstancias baste esto para el acto
salvifico —también como acto de fe ante una «revelación»—, cosa que
aquí no vamos a tratar, por medio sólo de esta palabra interior de gra­
cia no es posible una auto-intelección desarrollada y objetivamente
refleja del hombre sobre sí mismo en tanto receptor creyente de la
auto-comunicación divina sola.
PALABRA Y EUCARISTÍA 301

Y es que si la auto-comunicación «verbal» de Dios estuviera ya per­


fectamente lograda en la palabra interna de gracia, en la «iluminación»
por la gracia sólo desde dentro, no cabrían, entonces, sino dos posibili­
dades. El hombre realizaría su salvación fundamentalmente y siempre
sólo en la trascendencia irrefleja e inobjetiva de su esencia; la dimensión
de lo catégorial mundano quedaría fuera del ámbito del obrar salvifico;
el hombre estaría afectado por la salvación de Dios sólo en su «scintilla»,
en su fondo oculto, no en toda la amplitud de su existencia en todas sus
dimensiones. O el hombre tendría ya una seguridad absoluta sobre su
estado de gracia y, en definitiva, sobre la visión beatífica, si pudiera des­
arrollar sólo desde lo hondo de su conciencia agraciada todo el
contenido de dicho agraciamiento, porque la capacidad adecuada de
reflexión de la deificación interna es per definitionem «visio beatifica».
A esto se añade que, de tal forma, tampoco quedaría afectada por el
acaecer salvifico la dimensión social del hombre. Pero si el hombre es
esencial y originariamente un ser comunitario, incluso en la dimensión
de la decisión salvifica más individual, el saber sobre su agraciamiento no
puede provenir adecuadamente sólo de su experiencia interna de la gra­
cia, sino que tiene que venir también —no exclusivamente— de fuera, del
mundo, de la comunidad, de la historia social de la salvación mediatiza­
da históricamente. Pero con ello queda dicho que la palabra de Dios
predicada, es decir, en tanto sustentada por la acción salvifica externa,
histórica, de Dios en tanto su momento interno y por la comunidad de
salvación, pertenece a los momentos internos necesarios del obrar salvi­
fico de Dios cabe el hombre.
3. Como momento intrínseco de esta acción salvifica de Dios la pala­
bra participa de la peculiaridad del obrar salvifico de Dios en Cristo —y
en la Iglesia—. Para entender este enunciado hay que remitir a la cone­
xión esencial entre la palabra interna de gracia y la palabra externa,
histórica, social («eclesiástica») de la revelación. Ambas poseen una rela­
ción mutua esencial, están orientadas la una a la otra incluso en el caso
en que —quizás— pudiera existir una separación de hecho entre ambas
en un destino vital singular. (Sobre lo cual aquí no podemos tratar). Y es
que la palabra externa e histórica interpreta la interna, la convierte en una
«objetividad-de-por-sí» refleja y catégorial para el hombre, obliga a éste,
de forma más inequívoca, a que tome posición ante la palabra interna,
traslada el agraciamiento interior del hombre a una dimensión comuni­
taria y hace de ahí presente, hace posible la obra de la gracia en los
302 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

ámbitos vitales externos e históricos del hombre. Y recíprocamente: la


gracia interna como luz de la fe e íntima connaturalidad con Dios es la
única que da al hombre la posibilidad de oír la palabra de Dios, que
viene históricamente de fuera, verdadera y rigurosamente como palabra
de Dios, sin someterla al a priori de su propia espiritualidad humana y
desvirtuarla por ello en su potencia.
Dicho brevemente: para la configuración plena y normal de la auto-
apertura personal de Dios al hombre personalmente actualizado
intervienen conjuntamente la palabra interna de gracia y la palabra his­
tórica externa de la revelación como momentos, que se condicionan
mutuamente, de la palabra una de Dios al hombre. Y con ello está dado
que esta palabra una es en sí misma una acción de gracia de Dios en el
hombre, un momento de su revelación de hechos. Y por eso participa
también ineludiblemente del carácter del obrar salvifico de Dios cabe el
hombre en Cristo. Los enunciados sobre el obrar salvifico de Dios en el
ámbito del hombre son eo ipso enunciados sobre la palabra de Dios,
entendida ésta en su unidad dual de palabra interna y externa. A partir
de ahí puede entenderse la próxima tesis como desarrollo de la que aca­
bamos de exponer.
4. Esta palabra de Dios —como momento interno de la acción salvi­
fica de Dios en el hombre y así con ella y a causa de ella— es la palabra
con virtud de salvación que aporta en sí lo que dice, es ella misma, por
tanto, acontecimiento de salvación que —en su momento externo, histó­
rico y social— muestra lo que en ella y bajo ella acaece y hace acaecer lo
que muestra. Es la puesta en presencia de la gracia de Dios.
Para que esta tesis no sea inmediatamente rechazada, diciendo que
es exactamente la definición del sacramento, hemos de remitir anticipa­
damente a la tesis siguiente. Y es que en ella se dirá que, de una parte,
este carácter eficaz de acontecimiento que posee la palabra de Dios tiene
una variabilidad esencial y se define así la esencia de la palabra de Dios
en la tesis que acabamos de proponer a partir de su más intensiva reali­
zación esencial —y puede definirse— sin que por eso se niegue o se
obnubile que dicha realización esencial también puede acaecer en una
forma muy desvirtuada, a partir de la cual consideramos de ordinario en
la teología católica la palabra de Dios en la Iglesia. Y que, de otra parte,
precisamente la plena y adecuada realización esencial de esta definición
de la palabra de Dios aparecerá como lo que en la teología católica
denominamos sacramentos.
PALABRA Y KUCARISTÍA 303

Acéptese, por lo tanto, en primer lugar un esclarecimiento, y alusión


a la justificación de esta definición de la palabra de Dios en la Iglesia
como presencia de la acción salvifica de Dios en el hombre en esa misma
Iglesia. Beneficiándonos ya de la prueba que hemos de aportar, de que
por la descripción esencial propuesta de la palabra de Dios no se lesiona
la esencia, peculiaridad y diferenciación de los sacramentos, la palabra
de Dios se entiende aquí como la palabra exhibitivamente eficaz, como la
presencia de la acción de Dios en el hombre.
Pero antes, una aclaración lógica. Dos cosas pueden estar una al lado
de otra como magnitudes totalmente dispares en su esencia respectiva. Y
siendo así, la esencia puede tener una fijeza en cierto modo estática y una
inmutabilidad de forma que sea justamente como es según su esencia y
como tiene que ser o si no tal esencia no está dada. Pero una esencia
puede tener también una íntima capacidad de modificación; la misma
esencia —por ejemplo, ser, vida, espíritu, dignidad, belleza, etc.— puede
realizarse de modos diversos; no sólo específicamente diversos, sino
incluso sólo análogamente coincidentes. En tal caso está totalmente jus­
tificado y es metódicamente irreprochable —aunque quizás no sea
recomendable absoluta y rigurosamente en todos los casos— descubrir
la esencia respectiva a partir de su supremo analogatum, de su realiza­
ción esencial más intensa —supuesto que ésta le sea accesible y conocida
a uno— y concebir y describir los otros analogata secundarios como
modos deficientes de la realización de la misma esencia. (Suponiendo,
naturalmente, que pueda decirse por qué y cómo se dan tales modos
deficientes de la realización esencial). Bajo este supuesto hay que enten­
der lo que vamos a decir.
De modos muy diversos podría aportarse la prueba de la tesis de que
la palabra de Dios en su plena esencia original no debe ser concebida
como adoctrinamiento proposicional «sobre algo», no sólo como una
referencia intencional a un estado de cosas que en su consistencia y obje­
tivación es totalmente independiente de esta referencia doctrinal, sino
como palabra exhibitiva, patentizante, en la que y bajo la cual la cosa
designada está presente antes que de ninguna otra forma en una relación
de condicionalidad recíproca, de modo que la palabra sea formada por
la cosa que así adviene y la cosa advenga manifestándose y porque se
manifiesta así.
La prueba primera y decisiva consistiría en que la Sagrada Escritura
del Antiguo y Nuevo Testamento entiende así el concepto de palabra. En
304 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

mi opinion, se puede decir que la teología bíblica actual enseña esta tesis
explícitamente, aunque también parece que no pregunta mucho cómo
puede coordinarse tal tesis con la doctrina oficial de la Iglesia sobre los
sacramentos. La palabra de Dios —también en boca de la Iglesia en su
predicación— no es en primer y último término Didaché, sino procla­
mación en la que lo proclamado mismo adviene, es el Dabar creador y
poderoso de Dios en los hombres, la forma en la que la realidad predi­
cada se des-vela y por ello y así resulta presente para nosotros, en la que
sale de su ocultamiento en Dios y así, antes que de ningún otro modo,
está donde nosotros estamos. Creo que se puede renunciar a documen­
tar con pruebas concretas que esta concepción es hoy la de la teología
bíblica católica, para no hablar de la protestante. Remitamos a trabajos
como los de Schelkle y Schlier, por ejemplo.
Pero aun cuando a un dogmático no le parezcan completamente con­
vincentes los resultados teológicos-bíblicos de los exegetas, puede llegar
a una intelección de esta tesis de la efectividad exhibitiva de la palabra de
Dios desde sus propios datos tal y como pueden percibirse incluso en la
teología escolar. Al menos partiendo del oír de la palabra de Dios en la
fe, todo dogmático conoce, en realidad, perfectamente, el estado de cosas
a que nos referimos, aunque con otra terminología. Todos decimos que
el mensaje de la fe, la predicación, por tanto, de la palabra de Dios está
orientada al oír en la fe y que sólo ahí logra su sentido pleno. Pero este
oír creyente acaece en la connaturalidad con la palabra de Dios sólo por
la gracia. Esta gracia del oír creyente-amoroso, del oír que acaece en res­
puesta plenamente humana, no es una ayuda cualquiera para un acto en
definitiva puramente humano, sino la recepción de la auto-comunica­
ción justificante de Dios, y acaece en la fuerza de lo, que aquí se da
como realidad al ser anunciado y recibido.
Por lo tanto, al menos el mensaje oído en la fe es para todo, dogmá­
tico no sólo el oír de un enunciado sobre algo, sino la recepción de la
realidad misma sobre la que un enunciado es oído y que causa que su
comunicación sea oída y creída amorosamente. La predicación del men­
saje de la fe que acaece por encargo y misión de Dios se dirige al hombre
exigiéndole y obligándole, le exige en nombre de Dios la fe que él sólo
puede llevar a cabo por la gracia divina. Por eso el mensaje es en sí la pro­
mesa inequívoca de Dios de que él quiere dar y ofrece infaliblemente la
posibilidad de creer y la realidad de lo creído. Pues si es verdad que Dios
no rehúsa en ningún caso la gracia para el acto salvifico cuando exige del
PALABRA Y KUCAR1STÍA 305

hombre tal acto como obligación moral, es también absolutamente cier­


to dogmáticamente que siempre y en la medida en que, por la predicación
de la palabra de Dios, surge tal obligación de fe le es ofrecida también al
hombre la gracia que es la realidad de lo enunciado. Y así la palabra de
Dios, anunciada como exigencia, es el hacerse-presente de lo anunciado
como posibilidad de la recepción de la realidad misma que se anuncia.
(Creemos que no es preciso acentuar demasiado que en esta predi­
cación nunca se trata únicamente y de por sí de meras verdades
singulares, sino que todas estas verdades singulares anunciadas son
dichas y mantenidas siempre como momentos de la predicación una en
la que Dios proclama su propia auto-comunicación al mundo y a cada
hombre concreto en Jesucristo. De ahí que no se pueda hacer, natural­
mente, la objeción, en último término estúpida, de que no todo lo que se
predica deviene realidad al oírlo en el oyente mismo por una palabra
exhibitiva: la realidad salvifica una que permanece actual, en tanto diri­
gida al hombre concreto y singular, se dice efectivamente y, ofrecida en
palabras, es aceptada en el presente y en el oír en fe y amor, y ahí es acep­
tado todo lo que de histórico y puramente objetivo es momento suyo en
esa salvación real; todo lo demás es actualizado sólo en tanto es su
supuesto y su condición histórica).
Hemos de terminar con las muy sumarias referencias a las posibili­
dades de prueba de esta tesis. La cosa es, en realidad, obvia. Lo que
sucede es que en la teología católica se la trata las más de las veces bajo
otros epígrafes y perspectivas y por eso quizás suene esta tesis a primera
vista extraña y no acostumbrada. Véase claramente el estado de cosas a
base de un ejemplo determinado. Alguien oye como pecador la palabra
autoritativa de la Iglesia que le invita a la metanoia. ¿Se puede decir que
si él oye y recibe esa palabra de Dios por medio de la Iglesia en fe y amor
acaece en él de modo infaliblemente cierto —aunque, naturalmente, no
exista ninguna certeza absoluta sobre el cumplimiento de hecho de tal
condición, lo mismo que no existe en los sacramentos a propósito de la
disposición necesaria— la oferta de gracia de Dios para el arrepenti­
miento; que entonces se da infaliblemente un arrepentimiento, el cual, a
causa de la voluntad salvifica universal de Dios, no es sólo mera conduc­
ta subjetiva de dicho hombre en un nivel humano, sino acción de Dios
sobre él, que consiste en que en la comunicación de la gracia justifican­
te, que en el fondo es Dios mismo, es recibido justamente ese Dios que
se da a sí mismo como salvación? No sólo se puede, sino que hay que
306 DOCTRINA DU LOS SACRAMKNTOS

decirlo. Y esto es, en el fondo, sencillamente una clara verdad de nuestra


fe. Pero entonces se afirma que en esa predicación, que deviene eficaz, de
la palabra de Dios, llega a ser acontecimiento lo que se anuncia, que no
sólo se habla sobre la gracia, sino que, al hacerlo, tal gracia se lleva a cabo
eficazmente.
La palabra sobre la gracia y la gracia misma tendrán que ser distin­
guidas como momentos de un proceso total, porque no coinciden
simplemente. Lo mismo que el signo eficaz sacramental tampoco es sim­
plemente idéntico a la gracia significada y causada. Pero esto no modifica
para nada el hecho de que la palabra y la realidad, de manera distinta a
lo que sucede en el hablar humano corriente, estén esencialmente referi­
das de manera recíproca y formen una unidad. La palabra de la
predicación es la proclamación eficaz de la gracia anunciada, la procla­
mación que establece la cosa misma, es verdaderamente palabra de vida,
palabra creadora de Dios.
5. Pero ahora, para evitar falsas interpretaciones, hay que añadir a
esta tesis la otra: la palabra exhibitiva y con carácter de acontecimiento
se presenta en la Iglesia con densidad e intensidad esencialmente diver­
sas. El concepto logrado de palabra de Dios en la Iglesia es un concepto
análogo, capaz de mutación interna y sometido a ella. Lo que queremos
decir es, en realidad, sabido de todos cuando consideramos dicha pala­
bra refiriéndonos a su cualidad exigente de fe. Y es que en este aspecto
nos es completamente familiar tal magnitud interna de la palabra.
Todos nosotros decimos que no toda realidad en la Iglesia posee la
misma fuerza obligativa, el mismo carácter absoluto. Hay palabras de la ver­
dad en la Iglesia que suponen una exigencia absoluta al hombre a propósito
de su asenso de fe y que por ello tienen también una conexión absoluta con
la realidad de la cosa de que dan testimonio. Y hay también palabras en la
Iglesia que quieren decir indudablemente algo, comunican verdad, quieren
poner ante el conocimiento del hombre realidades, y sin embargo no recla­
man y encierran sencillamente esa conexión última e indisoluble con la
realidad a la que se refieren. En determinadas circunstancias reclaman nues­
tra aprobación. Y al hacerlo no les falta razón, pues sin ella, en la realización
concreta del conocimiento de la verdad no serían asimilables ni siquiera las
verdades testimoniadas absolutamente. Pero son enunciados en los que la
Iglesia no actualiza y pone enjuego entera y plenamente su carácter de aper­
tura y presencia definitivamente escatológicas de la verdad, no empeña su
infalibilidad de magisterio, como solemos decir.
PALABRA Y KUCARISTÍA 307

Solemos referir normas de la distinción entre una y otra palabra de


la verdad justamente porque vemos ambas, con razón, en una perspecti­
va, ya que ambas no son testimonios de la verdad simplemente dispares,
sino formas modificadas de la única palabra de la verdad que en el pri­
mer caso alcanza su radical realización esencial, mientras que en el
segundo es dicha, en cierto sentido, de modo provisional, secundario,
subsidiario, deficiente, al servicio de la primera palabra, que la hace posi­
ble, la prepara y defiende.
A propósito de la palabra de Dios en la Iglesia como testimonio de la
verdad nos es, por lo tanto, completamente conocido y corriente el carác­
ter análogo —que modifica intrínsecamente la esencia de la palabra— de
este concepto. Pero lo mismo hay que decir a propósito de la palabra
como presencia exhibitiva de lo anunciado en ella. Esta puesta en pre­
sencia y ese estar-presente del Dios que se proclama a sí mismo en su
palabra en la Iglesia no es siempre simplemente lo mismo. Posee grados.
Esos grados los conocemos también cuando decimos, por ejemplo, que
uno tiene ya la gracia de la fe infusa y otro además la gracia del amor infu­
so y con ello la justificación misma. Al hablar así distinguimos —aunque
con otras palabras— diversos grados de la auto-comunicación de Dios al
hombre o de la recepción existencial que el hombre hace de esta auto-
comunicación. Y los mismos grados posee la palabra de Dios que hace
presente la realidad.
La realidad anunciada tiene siempre como objetivo, en definitiva, lo
uno y todo: la entrega total de Dios al hombre en la recepción total de ese
divino amor que se da a sí mismo por y en el amor justificante del hombre.
Pero este objetivo uno y absoluto de la gracia se consigue en el hombre fini­
to, que es histórico y que, por serlo, alcanza lo total y uno de su vida sólo
lenta, «procesivamente», por etapas —en un proceso histórico, el devenir de
la justificación, que la teología postridentina concibe, con razón, dotado de
fases; la doctrina medieval del proceso de la justificación lo había concebi­
do estáticamente; y nuestra teología está hoy nuevamente en grave peligro
de disolver la unidad de ese proceso total en actos singulares dispares, dis­
puestos por orden meramente temporal, y así de atomizarla—. La misma
historicidad y esa realización que acaece en fases vale también para la pala­
bra de Dios. Sólo puede realizar su esencia propia en un proceso histórico;
no es siempre y en cada momento de su acaecer ya siempre y totalmente ella
misma en su pleno ser; crece, deviene lo que es y debe ser, puede tener sus
fases y momentos deficientes, provisionales, preparatorios.
308 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

No nos es posible, ni es tampoco éste el lugar de mostrar las razones


y formas de estas modificaciones internas de la esencia de la palabra de
Dios en la Iglesia y en la realización de la existencia cristiana del indivi­
duo concreto y medir, en cierto sentido, la amplitud de variación de las
formas de la palabra divina. En la determinación del grado de densidad
e intensidad de la palabra de Dios en cada caso y, con elfo, de la puesta
en presencia de lo anunciado y de la certeza de esa presencia eficaz,
obran conjuntamente diversos momentos. Por tratarse esencialmente de
una palabra «dialógica» entre Cristo-Dios en la Iglesia, de un lado, y el
hombre oyente, de otro, en dichos momentos toman parte los dos aspec­
tos concurrentes.
Enumeremos algunos de esos momentos que habría que elaborar
—suponemos que aún habrá otros— para determinar la variabilidad
intrínseca de la esencia una de la palabra de Dios en la Iglesia: la diversi­
dad de contenido de lo que se dice; la diversidad creciente de su
importancia; la diversidad de engagement por parte de la Iglesia; la diver­
sidad esencial de la significación existencial de la situación, por parte del
que la oye y recibe, en la que esta palabra, como palabra de Dios y res­
puesta redentora a esa situación respectiva en cada caso, es dicha; la
diversidad de la significación eclesiológica de este diálogo entre la Iglesia
—como portadora de la palabra de Cristo y presente permanente de su
palabra de gracia en el mundo— y el hombre como miembro de la misma
Iglesia, diversidad que condiciona a su vez, conjuntamente, la diversidad
del engagement de la Iglesia en la proclamación de tal palabra; la diversi­
dad del destinatario concreto de esta palabra (es decir, por ejemplo, hasta
qué punto, de una parte, se dirige a la Iglesia en tanto total o al individuo
en su más íntimo e irrepetible problema de salvación o, de otra parte, ni a
la una ni al otro, sino a un medio todavía provisional entre ambos, con lo
cual la palabra se aproxima inevitablemente a la mera Didache).
A partir de ahí, quizá pudiera, entonces, elaborarse también una funda­
mental intelección esencial de las muchas y diferenciantes expresiones con
las cuales se designa la palabra de Dios en la Escritura y que siempre se refie­
ren a la esencia una de esa palabra, pero en su interna modificación: hablar
profèticamente, enseñar, exhortar, instruir, «edificar», consolar, conducir,
anunciar, transmitir, recordar, decir la palabra (sacramental) de la vida, juz­
gar, dar testimonio, etc. Pero tampoco podemos entrar en esos detalles.
Entramos inmediatamente en la realización esencial más alta y más intensa de
la palabra sacramental. Y así la tesis siguiente se anuncia como sigue:
PALABRA Y EUCARISTÌA 309

6. La suprema realización esencial de la palabra eficaz de Dios en


tanto puesta en presencia de su acción salvifica en el radical engagement
de la Iglesia —es decir, en tanto su propia y plena actualización— en situa­
ciones decisivas de salvación del individuo es el sacramento y sólo él.
Antes de explicar un poco esta tesis e intentar aludir en algún senti­
do a su fundamentación hemos de hacer algunas observaciones previas.
Por lo pronto una palabra autoritativa, eficaz, creadora de realidad —por
ejemplo, en el campo humano: la proclamación eficaz de una ley, la
declaración de una última voluntad, etc.— depende totalmente, por su
naturaleza, de que suceda en el modo y forma ordenados por quien en
definitiva recibe ese su carácter eficiente. Cuando sólo se debe comuni­
car de forma docente un estado de cosas independiente de la
comunicación, puede ser que la vigencia y validez de la comunicación
dependa sólo de la condición de que tal estado de cosas sea acertado y
que se le exponga al oyente de manera inteligible. Es evidente que cuan­
do se trata de una palabra «práctica», eficaz, que no sólo expresa
realidades, sino que las constituye, se exige más. Y este «más» puede
venir no sólo de la naturaleza de la realidad, sino también de la constitu­
ción positiva de aquel de quien se deriva la fuerza de puesta en presencia
de la palabra.
Además: cuando en los sacramentos solemos distinguir entre pala­
bra y elemento, o, dicho hylemorfísticamente, entre forma y materia, esta
distinción, en sí llena de sentido, no debe obnubilar el hecho de que
ambos elementos, o sea, la palabra y el gesto sacramental, participan del
carácter uno de signo que el sacramento posee y con ello de su carácter
verbal. También el gesto sacramental posee carácter verbal. Significa
algo, expresa algo, manifiesta algo que en sí estaba oculto. Con una pala­
bra: también él es una palabra. Y por eso no es extraño, ni mucho menos,
que en algunos sacramentos sólo pueda lograrse de manera muy artificial
esa distinción entre materia y forma, gesto y palabra.
En los sacramentos de la penitencia y del matrimonio sólo tenemos
palabras. El signo sacramental consiste solamente en tales palabras. Y
esto no se opone, de ningún modo, a la esencia del sacramento, porque
su esencia absoluta consiste en su carácter eficaz de signo, en la verbali-
dad que constituye y hace presente lo que se manifiesta. A partir de ahí,
por lo tanto, no hay absolutamente ninguna dificultad y está objetiva­
mente plenísimamente justificado subsumir todo el sacramento bajo el
concepto de la palabra eficaz. El hecho de que en algunos sacramentos
310 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

esa palabra eficaz tenga que ser dicha en una forma que incluya el ele­
mento, el gesto ritual, proviene de la disposición positiva de quien
constituye la palabra eficaz.
Se pueden buscar también, naturalmente, las razones internas por
las cuales en estos casos, según voluntad de Cristo, la palabra en su
carácter de signo deba poseer esa figura todavía más corporal; y es posi­
ble que estas razones internas sean muy importantes y muy indicadas,
que, en último término, procedan de la estructura encarnatoria de la sal­
vación cristiana. Pero todo esto no modifica para nada el hecho de que
un sacramento es, en el fondo, permanentemente una palabra eficaz.
Pues signo y palabra, considerados metafísica y teológicamente, son de
la misma esencia; sobre todo teniendo en cuenta que en todos los sacra­
mentos se trata de signos que, en tanto sacramentales, se basan siempre
en una fundación positiva de Cristo y, en ese sentido, no son simple­
mente la manifestación de la realidad manifestada desde ella misma. Es
decir, son signos constituidos libre y creadoramente en el sentido en que
las «palabras» lo son. Pues las palabras no son sólo signos de la realidad,
sino simultáneamente y siempre signos de la autoapertura libre y perso­
nal de una persona, a diferencia de las cosas que siempre están
necesariamente manifiestas y que no pueden cerrarse. Expresado de otra
forma: en tanto la gracia es la auto-comunicación libre y personal de Dios,
su manifestación es siempre libre y personal, y, por ello, esencialmente
palabra. De ahí que todo signo de la gracia, cualquiera que sea su cofor-
mación, tenga que participar del carácter verbal.
En la relación entre materia y forma en los sacramentos no puede
perderse de vista lo siguiente: el elemento material en el sacramento
—agua, ablución, etc.— no es ni puede ser lo decisivo. El fundamento
último, puede verse claramente. Podría formularse así en forma de tesis:
una realidad objetiva puramente natural, creada por causalidad eficiente
ad extra no puede poseer nunca tal «función de signo» para realidades
sobrenaturales en sentido riguroso —que, en definitiva, consisten en la
auto-comunicación personal, indebida y radical de Dios en su propia
soberanía trinitaria—, de forma que la realidad sobrenatural pudiera ser
alcanzada sólo por y desde la realidad natural. Siempre que una realidad
intramundana debe ser signo, referencia y presencia histórica de una rea­
lidad rigurosamente sobrenatural, sólo podrá acaecer siendo la apertura
y referencia espiritualmente trascendental («subjetiva») del hombre a
Dios un momento intrínseco constitutivo de dicho signo. Pero esto equi-
PALABRA Y EUCARISTÍA 311

vale a decir: la realidad sobrenatural sólo puede manifestarse por medio


de la palabra humana mientras no puede aparecer todavía en su propia
realidad, es decir, en el fondo, en la visión inmediata de Dios.
Para una fundamentación más detallada de esta tesis séame permiti­
do remitir a las precisiones que hago en mi libro Hörer des Wortes. Y, por
otra parte, todo esto se encuentra ya también, en definitiva, en el Concilio
Vaticano, sess. 3, c. 2, cuando se enseña que una revelación divina verbal,
a diferencia de la revelación natural por las cosas de la creación, es abso­
lutamente necesaria si el hombre está destinado a un fin sobrenatural.
Esta constitución del fin, por lo tanto, sólo puede ser comunicada al
hombre por la palabra, no por los hechos naturales. Por eso la palabra es
necesaria e irrecusablemente el elemento decisivo en la manifestación de
la gracia —los sacramentos— y sólo entra un elemento objetivo, cósico,
en dicha manifestación de lo sobrenatural en tanto es recibido en esa
expresión en la palabra.
Desde esa perspectiva no hay, por lo pronto al menos, nada fundamen­
tal que oponer contra el intento de determinar la peculiaridad de los
sacramentos a partir de la peculiaridad de su carácter verbal. La única cues­
tión es si así se puede lograr delimitar, «definir» su esencia a diferencia de
otras palabras en la Iglesia. Eso es lo que intentamos en la tesis enunciada.
Antes de intentar explicar dicha tesis en sí misma hemos de consi­
derar brevemente unos cuantos ensayos que tienen un cierto parecido
con el nuestro, porque también sus delimitaciones parten de la conside­
ración teológico-bíblica del carácter de acontecimiento y eficacia de la
palabra de Dios en la Iglesia y así se colocan ante el problema, visto, fuera
de esos casos, con menos claridad en la teología católica, de cómo pue­
den ser delimitados los sacramentos de las otras palabras de Dios, siendo
así que la palabra de Dios es en absoluto y en sí eficaz.
La dificultad que todos esos ensayos de solución —y el nuestro tam­
bién, naturalmente— tienen que afrontar es la doctrina del Concilio de
Trento. Este declara —prescindiendo de toda reflexión sobre la teología
protestante de la palabra, de una manera en cierto modo sorprendente—
que los sacramentos, y eventualmente su votum, son la fuente de la gra­
cia justificante, que, por tanto, son absolutamente necesarios
—necessitate medii—, teniendo en cuenta que esta doctrina —interpreta­
da rigurosamente— tiene que entenderse más sensu exclusivo que sólo
sensu positivo. (Cf., por ejemplo, Dz 843 a: por los sacramentos comien­
za toda verdadera justificación, crece y es repuesta).
312 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

En verdad que habrá que decir que, aun a partir del Concilio solo, e
independientemente de la cuestión de una eficacia con carácter de acon­
tecimiento salvifico de la palabra de Dios, en generai, hay que valorar cum
grano salís esa exclusividad sacramental del Concilio. Pues también éste
conoce explícitamente, por ejemplo, un crecimiento en la gracia por los méri­
tos fuera de los sacramentos y un crecimiento de la gracia de hijustificación.
El Concilio conoce explícitamente acaeceres de gracia previos a la justifi­
cación sacramental. Y cuando dice que el sacramento puede ser
reemplazado en determinadas circunstancias por su votum no quiere,
entonces, ciertamente —como sucede en Tomás— hablar de una efectivi­
dad previa del sacramento como tal, sino que adscribe a la fe subjetiva y
al amor del hombre este efecto justificante para el cual el votum es sólo
una condición por inclusión, como todos los teólogos después del tri-
dentino dicen sin ningún reparo —y casi con excesiva despreocupación,
siguiendo a Escoto—, sin entrar por ello en conflicto con el Concilio.
Ahora bien, para esta justificación «extrasacramental» —aun con un
votum sacramenti— la fe es raíz y fundamento —según el mismo
Concilio—, y ésta viene de oír la palabra de Dios. Por eso en el Concilio
y su doctrina se halla, por lo menos, el punto de partida para dicha teo­
logía de la palabra de Dios que es ella misma acontecimiento salvifico de
gracia y no sólo enseñanza docente sobre tal posibilidad de esa acción de
gracia de Dios cabe el hombre. Pero con todo sigue planteada la cues­
tión, y precisamente a partir del Concilio de Trento, de cómo puede
coordinarse una teología de la palabra de por sí eficaz con la doctrina de
los sacramentos en tanto signos y palabras de salvación.
Los intentos de solución aportados por la teología más reciente, a los
que aquí sólo podemos aludir, no deben ser llamados falsos en lo que
positivamente dicen. Pero me parece que no ven la cuestión de manera
totalmente adecuada.
Cuando Wilms, por ejemplo, distingue entre palabra y sacramento
como entre verdad infalible y obra de la gracia, abandona con ello de nuevo
el concepto bíblico de palabra eficaz. Otros distinguen diciendo que la pala­
bra fuera del sacramento obra ex opere operantis y la palabra en el sacramento
ex opere operato. Otros diciendo que aquella palabra causa sólo la gracia
actual y ésta la gracia justificante habitual, o que la primera despierta la dis­
posición y la segunda da la gracia misma al dispuesto, la primera anuncia la
venida, la segunda da efectivamente la gracia. Tales distinciones se encuen­
tran, por ejemplo, ya en Kuhn y hoy en Viktor Wamach, Hänsli, Betz y otros.
PALABRA Y KUCARISTÍA 313

Como ya hemos dicho, no es nuestro propósito criticar o rechazar


estas tesis en su contenido positivo. Hagamos sólo unas cuantas adver­
tencias cuya única misión es mostrar la problemática de tales
distinciones.
Por lo pronto, ya se dijo que la justificación puede llevarse a cabo
también en el acontecimiento salvifico extrasacramental como tal —bajo
y por la palabra de Dios necesaria para ello— para lo cual el votum
sacramenti según la concepción teológica corriente, es condición, pero
no causa. Por tanto, aun teniendo en cuenta sólo esta razón no se puede
adscribir sencillamente la gracia actual sólo a la palabra extrasacramental
de Dios excluyendo la gracia de la justificación. Si se añade a la interpre­
tación así criticada de la relación entre la palabra y el sacramento que la
justificación «extrasacramental» tiende, sin embargo, según su plena
esencia, a una perceptibilidad sacramental de la misma justificación y
que sólo en ello alcanza su propia perfección, se dice algo muy acertado
y decisivamente importante, pero ya no se conserva el punto fundamen­
tal de partida de la propia teoría.
Hay que precaver además contra la suposición, en tal ensayo de solu­
ción, de que la distinción entre el opus operatum y el opus operantis es
perfectamente evidente y clara. Si sólo se dice: el opus operatum es el acae­
cer que sin mérito del que lo efectúa, o sin mérito de aquel en quien se
realiza, causa la gracia por virtud de Cristo, hay que decir entonces: todo
acaecer de gracia se lleva a cabo por virtud de Cristo, hay un acaecer
extrasacramental en el que la gracia se da sin ningún mérito. Esto es lo que
sucede en toda gracia actual que adviene. Y a este propósito hay que tener
en cuenta que sería totalmente falso, a la vista de la gracia sacramental
específica, ver el efecto de un sacramento sólo en la gracia habitual, como
si los sacramentos como tales no pudieran causar también la gracia actual.
Hay que tener en cuenta, además, que según la doctrina usual de la
teología hay evidentemente un opus operatum que no es, por ello, sacra­
mento. De ahí que, sólo por esto, el concepto de opus operatum no sea
apropiado por sí sólo para delimitar un sacramento de todas las demás
realidades. En todo caso, al hacer tal delimitación, habría que añadir, por
lo menos, otra nota característica. Si se destaca en el concepto de opus
operatum la infalibilidad del efecto, hay que decir:
Primero, aun este efecto infalible, por mucho que advenga al sacra­
mento «visto desde sí», depende efectivamente in actu secundo, según la
doctrina del Concilio de Trento, de una condición: la disposición —dis-
314 DOCTRINA DK KOS SACRAM UNTOS

tinta en cada caso— del que recibe el sacramento. Teniendo en cuenta


que este evidente estado de cosas no recibe otro carácter por el hecho de
que tal condición no sea la causa, sino eso, una mera condición de la
acción correspondiente.
Y segundo, hay también otros estados ligados, por disposición libre
de Dios, a un efecto de gracia infalible y que, sin embargo, tienen el
carácter de mero supuesto y excluyen el mérito. A la oración de súplica,
por ejemplo, como tal, que pide algo perteneciente cierta e incondicio­
nalmente a la salvación pura y a la gloria de Dios, le está prometido
ciertamente su efecto, según las palabras expresas de Jesús, que no
hemos de atenuar. ¿Por qué no es tal oración un opus operatum, siendo
así que es, de una parte, una palabra a la que pertenece, según la prome­
sa de Cristo, un efecto infalible y a que, de otra, un signo sacramental
—por ejemplo, la oración de la unción de los enfermos— puede tener
totalmente la figura y el sentido formal de una petición a Dios?
Si se dice que hay que tomar juntos todos los momentos citados
—sobre todo: exclusión del mérito, infalibilidad del efecto, referencia a la
gracia justificante— para tener el concepto de «opus operatum», queda
siempre la cuestión de si estas características no se encuentran también
reunidas fuera de los sacramentos, y, sobre todo, la cuestión de cómo
puede ser concebida esta unión a base de un fundamento unitario, hacien­
do así inteligible la esencia característica de un opus operatum y con ello
—con los supuestos que haya que hacer además— la del sacramento.
Estas observaciones con carácter de advertencias críticas a los inten­
tos de solución aportados hoy a la cuestión de la delimitación de la
palabra eficaz de Dios en la Iglesia en general respecto de la palabra efi­
caz de Dios que se lleva a cabo justamente en el sacramento, tienen que
bastar aquí. Pasemos a la explicación y al esbozo de prueba de la tesis
propiamente tal.
Dicha tesis apenas necesita ser probada, en realidad, en su sentido
positivo. Pues es tan incuestionable que la palabra sacramental es la forma
suprema de la palabra eficaz de Dios, que en la teología católica existe más
bien la tendencia a considerarla como la única palabra eficaz. Esta palabra
en el sacramento —unida al gesto ritual como elemento de la palabra-
signo— es inequívocamente eficaz, causa lo que significa, es dicha en la
autoridad de Cristo, es la palabra que representa, sin duda, la potestad
suprema de la Iglesia, también, por tanto, su suprema actualización esen­
cial, la que causa lo decisivo que existe en la historia de la salvación del
PALABRA Y KUOARISTÍA 315

hombre singular, la primera y la segunda justificación. Esta palabra es, por


lo tanto, ciertamente el acontecimiento en el que Dios mismo en su propia
realidad y magnificencia se comunica al hombre como salvación eterna jus­
tificándole y amándole. No se puede pensar, por tanto, ciertamente una
forma más alta de la palabra eficaz de Dios. La única cuestión que cabe,
según esto, a propósito de la tesis enunciada es si delimita suficiente y cla­
ramente los sacramentos de las otras formas de la palabra eficaz de Dios y
si hace que la esencia del sacramento se esclarezca suficientemente desde
esta parte. A estas cuestiones hay que añadir todavía algo.
En primer lugar, podría decirse indirectamente: todo lo que puede
decirse de un signo puede decirse también bajo el epígrafe «palabra». Si,
por lo tanto, es corriente en la teología católica determinar el sacramen­
to en su esencia a partir del concepto de signo y delimitarlo de otras
realidades, esto tiene que ser posible también, exactamente igual, a par­
tir de la «palabra». La única cuestión es, por tanto, la siguiente: ¿qué
notas distintivas especificativas hay que añadir al concepto genérico de
«signo» o «palabra» para contraer este género a la especie «sacramento»
y determinar así la esencia de éste? Es claro y no supone ningún proble­
ma que una de estas notas distintivas es explícitamente o por inclusión la
misión de Cristo, el encargo dado por él, la constitución de la palabra y
del signo en su nombre.
En la definición clásica de los sacramentos se añaden al concepto
genérico de «signo» como notas distintivas especificativas las siguientes:
(signum) efficax gratiae - ex opere operato. Lo mismo podría hacerse con
el concepto de «palabra», de forma puramente lógico-formal, y definir así
el sacramento: la palabra de Cristo en boca de la Iglesia que causa la gra­
cia ex opere operato. Pero aun prescindiendo que esta definición
tradicional del sacramento tiene ya su problemática, independientemen­
te de nuestras consideraciones, justamente de esta reflexión nuestra
(tesis 4) lia surgido una nueva problemática que nos prohíbe hacernos
cargo con tanta facilidad de una definición del sacramento. No podemos
afirmar ya que sólo podemos adscribir a la palabra sacramental, en el
sentido más riguroso, una eficacia de gracia, puesto que tal eficacia
hemos de asignársela —bien que en medida variable— a cada palabra
que Dios dice, aunque lo baga por boca de la Iglesia. Y, en esa perspec­
tiva, no podemos tampoco tener al concepto de «opus operatum» por tan
claro de antemano y en sí que podamos incluirlo sin más como diferen­
cia específica en la definición que buscamos.
316 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

Con todo y con eso podemos decir que si logramos, desde este
punto de partida radical —el concepto de la palabra eficaz de Dios en la
Iglesia, que en su eficacia es intrínsecamente variable—, conseguir una
descripción, paráfrasis o definición del concepto de «opus operatum,» y
ensamblar tal, «definición», en lugar de la mera palabra opus operatum,
en la definición de sacramento que andamos buscando, tendremos,
entonces, ciertamente lo que buscamos. Y esta definición es, en tal caso,
tradicional porque no hace más que expresar más exactamente lo que
dice la definición consagrada, esclareciendo los conceptos de signo y
opus operatum. Y tal definición tiene que aparecer, entonces, como la
que distingue la palabra sacramental de otras formas de la palabra eficaz
al describir la forma especial de dicha eficacia, que sólo le corresponde a
la palabra sacramental, justamente de manera que coincidan tal descrip­
ción y la del opus operatum. Pero esto es exactamente lo mismo que
intenta la tesis enunciada. Veámoslo concretamente.
En la tesis nuestra, que presentamos para su discusión, hemos cita­
do dos notas distintivas en las que, conjuntamente, consiste, según
nuestro parecer, justamente el contenido real del concepto de opus
operatum en su unidad: la palabra como la más plena actualización de la
Iglesia en su absoluto engagement y la palabra para el interior de las
situaciones salvificas definitivas del hombre.
Para entender por qué con estas dos determinaciones en su unidad se
ha logrado alcanzar realmente el concepto del opus operatum y determinar­
lo incluso más exactamente de lo que se acostumbra, hemos de reflexionar
sobre la esencia de la Iglesia en tanto proto-sacramento. Lamentamos que
esto sólo pueda hacerse aquí con la brevedad más extremada.
La Iglesia es en su esencia concreta no sólo el signo permanente de
que Dios ofrece al mundo la gracia de la auto-comunicación, sino tam­
bién el signo de que él, en la eficacia victoriosa de su gracia eficaz en
predefinición formal —que atañe a toda la humanidad y a toda la
Iglesia—, causa también poderosamente la recepción de tal oferta. La
gracia no sólo está en el mundo, no sólo está ahí en tanto ofrecida. Desde
Cristo y por él está también victoriosamente: el mundo no sólo puede
salvarse si quiere, sino que lo está efectivamente —como totalidad— por­
que Dios causa en Cristo que lo quiera. El mundo está redimido, no es
sólo redimible. Su destino, como totalidad, ha sido decidido ya en y por
la gracia que triunfa escatològicamente. Es verdad que la historia de la
salvación está todavía abierta para el individuo concreto como tal y para
PALABRA Y EUCARISTÌA 317

el conocimiento de su futuro, pero la historia de la salvación en su totali­


dad está ya decidida positivamente.
Y desde esta situación escatològica de la historia de la salvación, en
tanto decidida ya en el fondo positivamente, la Iglesia —en tanto históri­
camente perceptible— es signo, palabra que puede ser oída
históricamente, que proclama esa victoria y en la que tal victoria misma
se hace presente en el mundo. Y la Iglesia es esto tanto en la indefectibi­
lidad de su verdad y en la indestructibilidad de sus poderes salvíficos
como en la insuperable santidad subjetiva de sus miembros en conjunto.
Ambas cosas están dadas no sólo por una disposición arbitraria de Dios,
aunque tal disposición, por ejemplo, en sus dos direcciones, no estuvo
dada en el Antiguo Testamento, sino que existe porque con y por Cristo
la basileia de Dios está verdaderamente presente de forma invencible en
el mundo, siendo la Iglesia la presencia permanente de ese mismo Cristo.
La basileia de Dios está dada en la realidad encarnatoria de la Iglesia en
tanto, ésta es el signo histórico y la palabra de esta victoria ya definitiva.
Por ser la Iglesia la presencia de Cristo en tanto la salvación escato­
lògicamente definitiva y presencia de la gracia definitivamente vencedora
de Dios en el mundo, su manifestación, su perceptibilidad histórica, su
carácter verbal, proclamadora de la salvación, es escatològicamente defi­
nitivo. Ahora bien, esto significa: tal carácter de signo le corresponde a
su realidad definitiva e indestructible, para siempre.
Las manifestaciones precristianas, las del Antiguo Testamento y en
general todas las manifestaciones extra-cristianas del trato, creador de la
salvación, de Dios con los hombres en la historia perceptible no sólo no
podían perder su eficacia por la incredulidad de los hombres, su no-que­
rer-oír —esto es también posible todavía hoy a propósito de cada una de
las palabras de Dios al hombre singular—, sino que podían variarse a
partir de sí mismas, perder su carácter de consuelo eficaz de la salvación
de Dios, ser anuladas, y estaban, por ello, siempre en la crisis de una his­
toria de la salvación todavía abierta, sólo provisional y llena de sombras,
y así sólo válidas en tanto que, superándose a sí mismas y señalando por
encima de ellas, hacían referencia previamente a lo futuro. Eran futuro,
no presente de la gracia de Dios.
La Iglesia es de por sí la palabra definitiva —ya no anulable, escatolò­
gicamente permanente— de la salvación al mundo. En ella Dios se ha
dicho desde sí mismo permanentemente al mundo como su última palabra
de gracia, ya no anulable, que ya no está en la apertura dialógica de la his-
318 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

toria que todavía discurre, y con ello ha declarado ésta y no la del juicio
condenatorio como su última y eficaz palabra. Y en este sentido es la
Iglesia el proto-sacramento, y el tratado De sacramentis in genere es el tra­
tado del genus, del origen y fundamento radical de los sacramentos que es
la Iglesia. (Desde ahí, advirtámoslo de paso, podría sacarse a un campo
más abierto el antiguo problema, históricamente tan difícil, de la constitu­
ción por Cristo mismo de todos los sacramentos. El ha constitudo los
sacramentos, sobre los que la Escritura no habla explícitamente, al fundar
la Iglesia, y ha fundado los sacramentos constituidos explícitamente en
cuanto tales como momentos de la fundación de la Iglesia, según puede
percibirse claramente en cada uno de los tres sacramentos de este tipo).
Ahora ya podemos concebir, desde esta perspectiva, el concepto de
opus operatum en su origen auténtico. Este concepto no puede ser simple­
mente circunscrito diciendo de forma meramente jurídico-formal en una
teología puramente de decretos que tal proceso es de por sí eficaz y sin
mérito de aquél en quien acaece. Hay, como ya se ha dicho, evidentemen­
te, otros procesos de los cuales no puede afirmarse eso. Pero si un opus
operatum es concebido como grado supremo de la actualidad de la Iglesia,
como acto de su auto-realización, perteneciente a su esencia en tanto socie­
dad mucho más que si fuera estáticamente una estructura sustancial menos
referida a una realización actual, está claro sin más que dicho acto partici­
pa su esencia tal y como ha quedado expuesta al decir que es el signo
definitivo, no vacuo, el signo definitivo de por sí de la promesa de sí mismo
absoluta y positiva de Dios al mundo en su gracia victoriosa. Exactamente
lo mismo puede decirse de tales realizaciones radicales de la Iglesia.
Cuando ésta se actualiza en un engagement último de su propia esencia
hacia un hombre singular y deviene para éste, en la concreción de su críti­
ca situación salvifica, esa palabra de la misericordia de Dios en la forma
dicha, es decir, la palabra definitiva, la palabra eficaz y de por sí no dialó-
gico-dialécticamente provisional y todavía condicionada, tenemos
entonces exactamente lo que hemos de denominar opus operatum.
EI opus operatum es la palabra escatològicamente incondicionada de
Dios al hombre, la palabra que ya no está como en el aire y en peligro de
ser suprimida por otra palabra intrahistórico-salvíficamente nueva. El
opus operatum es la palabra escatològicamente eficaz de Dios en tanto
auto-realización absoluta de la Iglesia según su esencia propia como pro­
tosacramento. Esta auto-realización de la Iglesia —que acaece en un
absoluto engagement— en su esencia propia proto-sacramental en tanto
PALABRA Y EUCARISTÍA 319

manifestación definitiva de la gracia de Dios en la historia depende, por


la esencia misma de la realidad, tanto de condiciones que están en la
esencia de la realidad misma como de otras que, como la Iglesia, se basan
en realidades constituidas libremente por Cristo. Tal auto-realización
depende de condiciones de tipo interno: esta absoluta auto-realización
de la Iglesia, a propósito de la verdad de la palabra que constituye tal
auto-realización, es sólo posible cuando se trata de una obligación de
toda la Iglesia ante esa verdad. Y cuando se trata de la eficacia de la pala­
bra que por su esencia se dirige las más de las veces o siempre al
individuo concreto, sólo puede tratarse de un engagement absoluto cuan­
do tal individuo es mentado en situaciones decisivas de su salvación, no
en casos que aun medidos según el todo de la realización de la existen­
cia cristiana singular sólo suponen acaeceres insignificantes. (Es algo
parecido a lo que sucede en la moral: la decisión subjetiva radical sólo es
posible referida a una «materia objetivamente grave»).
Todo esto no significa, naturalmente, que de tal forma tenga que ser
posible una derivación puramente a priori de los siete sacramentos. Es
verdad que puede hacerse ver perfectamente que este número no es sen­
cillamente arbitrario, que no podría pensarse exactamente igual que
hubiera muchos más o muchos menos sacramentos. A tal positivismo
absoluto en teología habría que oponerle sus reparos, en primer lugar,
porque consecuentemente llevaría a exigir que se probara para cada sacra­
mento una constitución propiamente tal, articulada en palabras y
explícita, por parte de Cristo. Lo cual no sólo es históricamente imposi­
ble, sino que tiene que ser realizado como históricamente improbable.
Lo cual no significa, a su vez, que tenga que ser posible una deriva­
ción puramente a priori de cada sacramento y de todos en su número
cerrado. Y tampoco nos referimos a eso cuando decimos que dada sacra­
mento es un acto de la auto-realización absoluta de la Iglesia en un
engagement absoluto. Pues lo mismo que la Iglesia en su esencia concre­
ta ha sido fundada libremente por Cristo —por lo que respecta al tiempo
y lugar en que se origina y, con ello, respecto a muchas otras cosas que
no pueden ser sencillamente derivadas de su esencia radical: ser la pre­
sencia de Cristo en tanto él es la salvación escatològica en el mundo—,
esta sentencia en su realización actualística in concreto no es deducible
inequívoca y totalmente de su concepto fundamental abstracto.
Podemos, por tanto, y tenemos que ver a posteriori qué realizaciones
fundamentales reconoce la Iglesia en concreto y exactamente como pro-
320 DOCTRINA DE EOS SACRAMENTOS

pias de su esencia fundamental y mantiene como tales en su autointelec-


ción. A nuestra definición del sacramento no podrá oponérsele, según
eso, la objeción de que pueden concebirse todavía otras actualizaciones
esenciales de tal orden o que algunos de los sacramentos no son inter­
pretables tan fácilmente como otros como tales actualizaciones
esenciales absolutas. Es de esperar de antemano que en la esencia de la
realidad haya una cierta línea de separación, que habrá que trazar libre­
mente, entre tales realizaciones esenciales absolutas y no absolutas. De
tal modo que se tenga que determinar a posteriori qué hay de este y del
otro lado de la frontera, cuando se trate de cuestiones singulares en esta
determinación de la misma.
Pero con todo esto está claro que la iniciación —en su duplicidad:
bautismo y confirmación—, y la nueva reconciliación del pecador con la
Iglesia santa y con Dios, son por lo pronto tales actos fundamentales
tanto para la Iglesia misma como para la historia de la salvación del hom­
bre singular como tal en y ante la Iglesia. Si en esos casos la Iglesia no
pudiera realizarse absolutamente como el signo primigenio de la gracia
escatològica perceptible históricamente en ella, no lo podría nunca, no
sería tampoco ella misma tal signo.
El hombre existe esencialmente en sociedad. Tal sociedad tiene, por
tanto, también una decisiva importancia en orden a la salvación, y en
tanto sociedad fructífera y conyugal es, incluso para la Iglesia, de impor­
tancia esencial. Si esto es así, el matrimonio es un elemento esencial en la
vida de la Iglesia, la Iglesia misma se manifiesta de modo esencial en el
matrimonio de miembros suyos, ella misma es representada decisiva­
mente por el matrimonio y aparece justamente en él tal y como ella
misma es en una manifestación históricamente perceptible que da testi­
monio de sí. Y por eso el matrimonio tiene que participar del carácter
absoluto de signo que posee la Iglesia, tiene que ser sacramento.
Es cosa en sí indiferente la cuestión de si esta reflexión es en sí sola
y sin más apodícticamente probativa o no. A lo largo de su historia la
Iglesia, basándose en datos bíblicos, ha venido conociendo el matrimo­
nio como sacramento. Lo ha conocido como tal sacramento porque el
matrimonio representa el amor que une a Cristo con la Iglesia y tal signo
no puede ser en la Nueva Alianza un signo vacío. Ha conocido, por
tanto, el matrimonio como sacramento porque el matrimonio posee una
relación simbólica con ella, porque la Iglesia, por tanto, se vuelve a
encontrar a sí misma en él. Y con ello el matrimonio viene a dar la razón,
PALABRA Y KIJCARISTÍA 321

de un lado, a nuestra reflexión fundamental, y se confirma, de otro lado,


que dicha reflexión es acertada, aun cuando fuera de la auto-intelección
de la Iglesia, en tanto consideración puramente privada de un teólogo, no
fuese sin más apodícticamente probativa.
La constitución de un miembro de la Iglesia en su función jerárqui­
ca puede y tiene que ser concebida como situación radical en la
realización cristiana de la existencia del individuo —en tanto él, en cier­
to modo, sale al encuentro de la Iglesia al lado de Cristo— y como
auto-realización radical de la Iglesia en cuanto que ella se da a sí misma
en su propia dirección. Ambas afirmaciones nos parecen evidentes. Y
siéndolo, lo es también, a partir de nuestro principio fundamental, el
carácter sacramental de dicho acaecer.
Puesto que de la eucaristía trataremos expresamente en la segunda
parte de nuestro trabajo, nos queda sólo la unción de los enfermos.
Quien crea que puede concebirla —de manera similar a la confirmación
en relación con el bautismo—, sin menoscabar por ello su verdadera
sacramentalidad, como una subdivisión del sacramento abarcador del
perdón de los pecados en la Iglesia y respecto a sus miembros pecado­
res, a favor de lo cual no son pocas las razones que pueden aportarse, no
tiene que tener ninguna dificultad especial en derivar dicho sacramento
de nuestro principio fundamental. Siempre que la Iglesia absuelve de su
pecado al miembro pecador, que ha pecado también contra la esencia de
la Iglesia en tanto comunidad santa —y así testimonio de la gracia santi­
ficante de Dios en el mundo—, ratifica su esencia de manera radical. Pues
la Iglesia es la presencia de la gracia indulgente de Dios.
Concibiendo, por lo tanto, también la unción de los enfermos, sobre
todo según el pasaje de Santiago 5, como sacramento del perdón de los
pecados —todavía en Orígenes puede advertirse lo cerca que eran vistos
ambos sacramentos uno del otro—, su sacramentalidad puede derivarse
de modo relativamente fácil a partir de nuestro punto de partida funda­
mental (en cuanto que esto, como queda dicha, puede postularse
fácilmente). Si, por el contrario, quieren verse los sacramentos de la peni­
tencia y de la unción de los enfermos separados más claramente y de
antemano uno del otro, habrá que subrayar que se da una situación deci­
siva para el hombre singular y para la Iglesia cuando la agonía de su
trance último provoca la crisis definitiva de la salvación de un miembro
de ésta. En todo caso es, por lo menos, obvio que ahí la palabra de gra­
cia tiene que tener en boca de la Iglesia una seriedad absoluta. Y esta
322 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

consideración bastaría, creemos, para entender también la unción de los


enfermos desde nuestro punto de partida fundamental.
Si desde este punto de partida radical, es decir, en la concepción de
los sacramentos como realizaciones fundamentales de la esencia de la
Iglesia hacia el individuo concreto en las situaciones decisivas de su vida,
puede entenderse tanto el carácter del opus operatum de dichos procesos
como su carácter sacramental —por ser la Iglesia el signo primigenio y
permanente constituido por Cristo de su gracia escatològicamente victo­
riosa en el mundo—, nuestra descripción de los sacramentos a partir de
la palabra eficaz de Dios está justificada, supuesto sólo que pueda expo­
nerse de modo suficiente que otros procesos en la Iglesia que no son
sacramentos no caben tampoco en esta definición dada sin que tal defi­
nición aparezca por tanto como falsa o insuficiente.
A propósito de esta última exigencia veíamos que todas las otras
auto-realizaciones en las cuales la Iglesia realiza su esencia como la per­
manencia de la palabra de gracia —en sí— eficaz de Dios en el mundo o
no tienen como objetivo al individuo concreto o no le encuentran en
una situación salvifica decisiva o por lo menos no específicamente
nueva —de forma que tales procesos sí tendrían que ser concebidos
como sacramentos propios y no sólo como modalidades concomitantes,
introductorias o suplementarias de un proceso sacramental—, o no son
procesos que se refieran justamente a la gracia como tal o que no pueden
ser considerados como engagement absoluto de la Iglesia, como su radi­
cal auto-realización en su esencia de proto-sacramento.
Como no puede exigírsenos probar que no puede haber absoluta­
mente otros procesos sacramentales, basta afirmar, para la prueba que
aun hemos de aportar, que nadie puede nombrar fuera de los siete
sacramentos un proceso en la Iglesia que cumpla de manera verdade­
ramente inequívoca y clara todas las condiciones del sacramento
citadas en nuestra definición. Recorriendo los procesos de hecho en
la Iglesia, cosa que aquí no necesitamos hacer, se advertirá que faltan
siempre varias o, por lo menos, una de las condiciones y característi­
cas citadas. Mientras no se pruebe lo contrario, nuestra definición
puede tenerse, según esto, por acertada.
Las precisiones que hemos hecho son, naturalmente, sólo indicacio­
nes insuficientes. Habría que hacer ver, desde luego, sobre todo con más
claridad y más ampliamente, que, desde nuestro punto de partida —la
esencia de la Iglesia como signo escatològico de salvación—, es posible
PALABRA Y EUCARISTÍA 323

una intelección original del opus operatum, mejor que la acostumbrada,


aun cuando también contiene —desde dicho punto de partida— todo lo
que se cita como característica propia del opus operatum. Pero todo esto
ya no puede llevarse a cabo, aquí.
Sin embargo, antes de concluir esta primera parte de nuestras preci­
siones, habría que realizar todavía más expresamente una tarea. Habría
que mostrar explícitamente cómo queda todavía verdaderamente en esta
intelección del sacramento lo que fue punto de partida de nuestras pre­
cisiones: el hecho de que en la Iglesia también hay una palabra eficaz de
Dios fuera de los sacramentos, de que tal palabra no sólo, deviene eficaz,
presencia de la gracia de Cristo en la Iglesia, cuando deviene sacramen­
tal en el sentido más riguroso. Por lo que respecta a dicha cuestión
hagamos todavía, por lo menos, algunas pequeñas observaciones.
La palabra de Dios que en boca de la Iglesia precede a la palabra sacra­
mental de la Iglesia, a la que acompaña y sigue, tiene que ser considerada
como ordenada siempre a esa palabra sacramental. Y es que Dios no le
dice al hombre muchas cosas inconexas y dispares, unas al lado de otras.
En definitiva dice sólo una cosa: se dice a sí mismo como salvación eterna
en el Espíritu del Logos de Dios encarnado. Y por eso todas las palabras
múltiples poseen una íntima conexión de sentido y reciben su fuerza y dig­
nidad de ese conjunto de sentido uno que culmina en la palabra
sacramental. Y por ello y en ello, es decir, dentro de esa totalidad una, a
cada palabra de Dios en la Iglesia, de acuerdo con el puesto que ocupa y
con el sentido que tiene en ese todo, puede corresponderle la peculiaridad
—gradual y análogamente— de la palabra de Dios una y total.
Como al principio quedó indicado, entre la palabra sacramental de
Dios y las otras palabras de la predicación en la Iglesia tenemos la misma
relación que existe entre el proceso sacramental de la justificación y el
extrasacramental. Aun cuando existe un proceso sacramental de justifi­
cación, necesario para la salvación, la Iglesia y la teología no han
afirmado nunca —el menos, no han vuelto a hacerlo desde la baja Edad
Media— que no pueda haber otro extrasacramental porque si no des­
aparecería la dignidad y necesidad de la justificación sacramental. Es
verdad que no podrá decirse que el problema de la relación entre estas
«dos» vías de la justificación haya encontrado ya histórico-dogmática y
sistemáticamente una solución satisfactoria para todos, pero las líneas
fundamentales de tal solución creemos que están claras y son también las
de nuestro problema propiamente tal sobre la relación entre la palabra
324 DOCTRINA Dii KOS SACRAMENTOS

sacramental y extrasacramental de poder eficaz en la Iglesia: no debemos


considerar de antemano ambas realidades como si estuvieran una al lado
de la otra, cada una en sí misma, dispares, sino como fases y momentos
del mismo proceso uno y total.
La palabra eficaz de Dios una y total tiene su historia y, por ello, sus
fases; cada fase participa de la esencia del todo, en cada fase está ya en
verdad presente y es eficaz la realidad, entera; pero ello no significa que
la fase siguiente resulte superflua y sin sentido. Esa es más bien su exi­
gencia de ser, porque el todo realmente mentado y su momento decisivo
sólo se «manifiestan» plenamente en la perceptibilidad histórica plena­
mente formada del todo, es decir, en el sacramento —una
«manifestación» que en una estructura salvifica encarnatoria pertenece
también a la esencia de la realidad—.
El proceso uno y total —por estar presente en todas las fases y exis­
tir, sin embargo, plenamente sólo en el todo—puede presentar, incluso,
una especie de retraso de las fases: en el sacramento que, indigna, pero
válidamente recibido, «revive», tenemos la perceptibilidad histórica del
acontecimiento salvifico antes de la gracia; en la justificación antes del
sacramenta tenemos la situación contraria: la realidad a que propiamen­
te se refiere existe ya antes de que su manifestación históricamente
sacramental esté completamente desarrollada y sea llamada, entonces,
sacramento. Este segundo caso, incluso, a pesar de la necesidad y del
carácter sensible del sacramento, es hasta tal punto el normal —empe­
zando por la Escritura en el caso de Cornelio hasta la teología de los
sacramentos de santo Tomás— que para Tomás era, incluso, obligatorio.
Y sin embargo Tomás no dudó un sólo momento del sentido y necesidad
del sacramento.
Ahora bien, dado que toda gracia posee una estructura encarnatoria,
con lo cual toda recepción de la gracia es recepción en la fe, un oír la
palabra de Dios dicha íntimamente o desde fuera, o de ambas formas,
todas las fases de tal proceso salvifico uno poseen fundamentalmente la
misma estructura, son, por tanto, fases del llegar-a-sí y de la auto-repre­
sentación histórica de una y la misma esencia de la palabra una eficaz de
Dios. Tal palabra es llamada sacramento cuando, y sólo entonces, ha
logrado su presencia inequívoca, histórica y eclesiológica, su ser-corpó­
reo y su incondicionalidad escatològica por parte de Dios y de Cristo.
Pero justamente porque la palabra sólo logra su grado más alto de actua­
lización en el sacramento, pero tendiendo siempre a tal grado, tiene
PALABRA Y KlICARISTIA 325

siempre ya incoativamente ese carácter de palabra eficaz. Puede poseer


un grado inferior de eficacia, por ser su contenido demasiado particular,
porque existencialmente sólo se dirige al hombre bajo un determinado
punto de vista, por ser concebida de antemano sólo como fenómeno
concomitante enmarcador de la palabra sacramental, etc.
Para que nuestra tesis sea interpretada rectamente bay que tener en
cuenta lo siguiente: si nuestra tesis es verdadera, es de antemano claro
que la palabra de la predicación en la Iglesia y la palabra sacramental se
encuentran y se distinguen en todos los momentos que caracterizan la
palabra de Dios. Por eso, con todo lo dicho hasta aquí no querernos afir­
mar, de ningún modo, que hayamos analizado en su singularidad,
destacado y distinguido todos los momentos de la palabra de Dios con­
cebibles y que teológicamente tienen importancia en orden a nuestra
cuestión especial, la palabra como contenido y acontecimiento, la pala­
bra como palabra dialógica, la palabra como palabra escatològica, la
palabra como participación en la encarnación y en la redención en la
Cruz, la palabra como palabra de anamnesis y prognosis, como enuncia­
do y promissio, como palabra y respuesta simultáneamente, como
palabra intrínseca y extrínseca, etc. En todos esos y en muchos otros
momentos existe una coincidencia y una distinción entre la palabra
sacramental y extrasacramental. Y como no hemos analizado todos esos
diversos momentos, la teoría expuesta es sólo un esquema formal de
solución, no la solución misma en su sentido real.
Para que la teoría expuesta pudiera ser considerada como ultimada
en algún modo sería preciso que se atendiera con más rigor a la coinci­
dencia y distinción de cada uno de estos momentos en la palabra
sacramental y extrasacramental. En este sentido nuestra teoría no se
opone —in sensu positivo— a lo que, por ejemplo, O. Semmelroth ha
puesto de relieve ocupándose de nuestro problema. Según él la palabra
propiamente sacramental posee una relación de mayor proximidad con
la palabra con que la humanidad responde en Cristo crucificado. (Ya que
los sacramentos tienen una relación especial con esa obra de la Cruz,
pero en la Cruz se llevó a cabo no sólo el acontecimiento de la palabra de
Dios a los hombres, sino también la respuesta dialógica de la humanidad
recapitulada en Cristo como recepción de la oferta encarnatoria que
Dios había hecho de sí mismo). Mientras que la palabra extrasacramen-
tal de la predicación en la Iglesia es una continuación de la venida al
mundo del Logos divino como ofrecimiento de Dios a la humanidad.
326 DOCTRINA DK KOS SACRAMENTOS

Esta distinción responde ciertamente a una observación acertada.


Sin embargo me parece que es sólo una de las muchas diferencias entre
ambas fases configurativas de la palabra una de Dios. Y me parece
también que en esta teoría la palabra extrasacramental, por mucho
que sea acentuada como palabra eficaz, está vista demasiado como
docente —aunque en ello también como palabra de acontecimiento—;
es decir, que se pasa por alto, en parte, el hecho de que —por ejemplo en
los sermones de cuaresma propiamente tales— existe en cuanto al conte­
nido y acontecimiento una palabra extrasacramental en la Iglesia que
refiere al hombre al acontecimiento de la Cruz y que, por tanto, no pro­
viene sólo de la encarnación.

2. Palabra y E ucaristìa

Vamos a intentar solamente aplicar estas consideraciones generales


al sacramento de la eucaristía.
En primer lugar es claro que todo lo dicho alcanza aquí su culmina­
ción insuperable. La eucaristía es palabra: porque en ella el Logos mismo
de Dios encarnado existe sustancialmente; porque en ella se lleva a cabo
la proclamación absoluta del misterio salvifico total, ya que es donde
acaece la anamnesis en la que el acontecer de la entrega de Dios al
mundo y de la recepción de esta entrega en la Cruz del Hijo recibe sacra­
mentalmente una presencia actual entre nosotros, en nuestro espacio y
tiempo, anticipándose también de forma sacramental la salvación defini­
tiva en el pignus futurae gloriae, es decir, porque la muerte de Cristo y
su venida son anunciadas exhibitivamente; porque aquí se da la más
alta auto-realización de la Iglesia. Pues la Iglesia se realiza así en un
engagement absoluto no sólo hacia el individuo concreto, sino que ella
misma en tanto comunidad de salvación logra su suprema actualización
en el sacrificio y en el banquete eucaristico.
No es necesario que sigamos desarrollando ahora todo esto. Pero si
de esta forma, incluso entre las auto-realizaciones absolutas de la Iglesia
—sacramentos—, la eucaristía no sólo es el caso supremo, sino el origen
propiamente tal de todos los demás sacramentos, los cuales a su vez son
de tal manera la actualización esencial de la Iglesia que todas sus otras
palabras y acciones tienen una función esencial de servicio frente a estas
realizaciones esenciales y sólo a partir de ahí se justifican verdaderamen-
PALABRA Y EUCARISTÍA 327

te y resultan inteligibles, puede decirse entonces que la eucaristía es, por


excelencia, la palabra de Dios en la Iglesia que fundamenta y constituye
todas las otras palabras en esa misma Iglesia, la que constituye el sentido
central de toda realidad eclesiástica.
La eucaristía es la palabra, por antonomasia, de la Iglesia. No sólo
hace presente —para usar la formulación del Concilio de Trento— la gra­
cia de Cristo, sino la fuente misma de la gracia. Es el caso primero y el más
intenso que el Concilio tiene a la vista cuando anatematiza a quienes ense­
ñan que todos los sacramentos poseen el mismo rango. Es la palabra que
da presencia actualísima al acto de la redención en tanto victorioso y reci­
bido, la única palabra que en tanto dicha y oída en fe es la plenitud de lo
que es la Iglesia: la presencia de Cristo y de su redención en el mundo.
Todas las demás palabras, extrasacramentales y sacramentales, vistas
desde ahí, sólo pueden ser consideradas como interpretaciones y aplica­
ciones, preparativos y resonancia de esta palabra que hace presente al
Crucificado y Resucitado y su obra total de salvación en la Iglesia. Toda
doctrina en la Iglesia es sólo referencia a este acontecimiento que en la
palabra de dicho sacramento existe y permanece. Todas las palabras de
los demás sacramentos no hacen sino repartir, llevar a situaciones con­
cretas lo que aquí, en cuanto todo, es realidad y presencia. Todas las
palabras de los mandamientos, amonestaciones y correcciones no pue­
den querer otra cosa sino que el hombre acepte de forma inconmovible,
con fe y con amor, lo que aquí es presencia en la celebración santa: el don
de Dios al hombre en Aquel que se ha entregado por nosotros.
Es verdad que cabe absolutamente la posibilidad —y quizás sucede con
excesiva frecuencia— de que la aceptación por el hombre del Logos encar­
nado y crucificado, en su última decisión creadora de salvación, acaezca
fuera de la celebración cultural. Pero aun entonces acaece en virtud y como
efecto del acontecer que aquí, en la eucaristía y en medio de la Iglesia, crea
una manifestación y presencia siempre nuevas y se comunica a todos de
forma no perceptible haciéndose sacramentalmente perceptible.
Ahora bien, podría suceder que alguien estuviera tentado de ver en
la eucaristía la negación más enérgica de toda la doctrina expuesta hasta
el presente. Podría decirse quizás que la piedad católica occidental ha
visto implícitamente desde fines del siglo X esta dificultad. Mientras que
para la piedad protestante la Iglesia es el lugar santo en el que la palabra
de Dios es eficazmente anunciada de manera eficaz, para la piedad cató­
lica, aproximadamente desde los tiempos de Berengario, es el lugar en el
328 DOCTRINA DK LOS SACRAVIKNTOS

que tácita y aparentemente sin palabras el sacramento está presente en


cuanto muda presencia del Señor. Y así, justamente a la vista de este
sacramento, se presenta otra vez el antiguo problema de si —según la
expresión de Tomás de Kempis— hay en la Iglesia dos mesas, sobre una
de las cuales está la Escritura y sobre la otra el Pan de Vida, y si queda
sin resolver el problema de cómo se relacionan en definitiva recíproca­
mente estas dos mesas que parecen estar de forma tan dispar una al lado
de la otra, o si verdaderamente habrá que elegir entre ser la Iglesia de la
palabra o la Iglesia del sacramento.
Pero justamente aquí resulta patente que en la base de dichas cues­
tiones existen reducciones e interpretaciones falsas de la doctrina
católica. La eucaristía es, con toda verdad, el sacramento de la palabra
por antonomasia, el caso absoluto de la palabra.
Para entender esto hay que tener presente, en primer lugar, lo
siguiente: según la doctrina de Trento, Cristo está presente a causa de
panis vinique benedictio (Dz 874), de la consecratio (Dz 876). Es verdad
que el Concilio de Trento no destaca muy explícitamente el significado
permanente de la palabra dicha sobre el pan y el vino en tanto elemento
constitutivo de la visibilidad o manifestación histórica bajo la que Cristo
está presente. Pero está dado en tanto —además de lo ya citado— se
acentúa expresamente que el cuerpo y sangre de Cristo están presentes
«vi verborum» (Dz 876, 1921). Y además por el hecho de que se reco­
noce sin ningún reparo como válida, también a propósito de la eucaristía,
la definición agustiniana de sacramento (Dz 876). Ahora bien, tal defini­
ción cita expresamente la palabra como elemento del símbolo
sacramental. Aparte de esto dice explícitamente el Concilio de Florencia
en el Decretum pro Armenis: forma huius sacramenti sunt verba
Salvatoris, quibus hoc confecit sacramentum. Hay que acentuar, precisa­
mente desde el punto de vista escolástico, que una «forma» no es en
primera línea una causa eficiente del sacramento, sino momento consti­
tutivo permanente del signo sacramental mismo. Las palabras de la
consagración no son, por lo tanto, aquello por lo cual «in fieri» llegó a
ser el sacramento, para persistir después sin tales palabras, sino que son
un momento de aquello por lo cual el sacramento es y permanece.
Según esto, sólo en la relación regresiva permanente a las palabras de
la consagración son las especies de pan y vino el signo que muestra y
contiene la presencia de Cristo. Si decimos que Cristo está presente bajo
las especies, podemos decir también que Cristo está presente sólo bajo
PALABRA Y EUCARISTÍA 329

la validez y vigencia permanente de la anamnesis, de las palabras de la


consagración sobre el pan y el vino. Las especies no serían verdadera­
mente especies sacramentales si no siguieran estando determinadas
permanentemente por las palabras de la consagración, las palabras inter­
pretativas pronunciadas sobre ellas.
En esta cuestión hemos de evitar caer en el fisicismo. El signo es, según
su esencia, una realidad humana propiamente tal; no puede estar, por lo
tanto, constituido sólo por magnitudes físicas —tampoco en el sacramen­
to—, sino también por realidades auténticamente humanas, como la
vigencia permanente de un enunciado. No son éstas consideraciones pre­
paradas ad hoc. Son buena, antigua tradición escolástica. Léase, por
ejemplo, Ch. Pesch (VI n. 785): num verba sint lorma constitutiva huius
sacramenti. Species eucharisticae per se non significant id quod continent,
i.e. Christum, nisi in quantum ad hanc significationem determinatae stmt
per verba. Neque enim intelligimus has species esse consecratas et significare
Christum, nisi in quantum scimus circa eas prolata esse verba. Unde relatio
signi est in speciebus, ut sunt determinatae verbis et hoc sufficit ut verba
dicantur in genere signi conistituere hoc sacramentum. Después se remite
a Suárez (disp. 42 sect. 7) y a Lugo (disp. 1 sect. 4 y 5).
Podemos decir, por lo tanto: también la eucaristía como sacramento
pertenece al género signo. En orden a tal signo las palabras interpretati­
vas de Cristo no son sólo causa eficiente, sino momento constitutivo
intrínseco. Si el sacramento del altar, de acuerdo con su carácter de man­
jar, es un sacramento permanente tiene que serlo también
permanentemente in genere signi con todos sus momentos constitutivos.
Si la palabra interpretativa es, por tanto, un elemento constitutivo tiene
que ser designada como permanente, aun cuando como acontecimiento
fonético haya pasado ya. No hay aquí ninguna dificultad: una palabra, en
su realidad humana no depende absolutamente ni coexiste sólo con su
existencia fonética en el mundo, físico. Una palabra de amor, una pro­
mesa, una amenaza existen también después de que su manifestación
acústica ha pasado. Y así, las palabras de la consagración permanecen
también como momento del signo sacramental medidas con módulo
temporal-físico, incluso «después» de la consagración, por la que devie­
nen pero no son.
De ahí que la eucaristía, también como sacramento «conservado»
permanente, esté constituida por la palabra interpretativa del Señor en
boca de la Iglesia. Y así la eucaristía es y sigue siendo la presencia del
330 DOCTRINA DK, LOS SACRAMKNTOS

Señor por y bajo la palabra eficaz dotada de dos constitutivos: el mera­


mente material, por determinar y en sí indeterminado, de las especies
físicas de pan y vino y el espiritual, formal, determinante, inequívoco y
esclarecedor de las palabras interpretativas del Señor. Y sólo los dos con­
juntamente —dotados de carácter de signo y verbal— constituyen el
signo uno de este sacramento por el cual el Significado está presente.
Podemos, incluso, dar un paso más hacia adelante. La palabra de
Dios en el último y definitivo eón de Cristo es la palabra victoriosa de
Dios, la palabra que, naturalmente, con toda libertad, es oída porque
Dios la ha dicho de tal forma en el poder de su gracia que se oye verda­
deramente. Pues la Iglesia es hasta el fin la comunidad de los creyentes y
en tanto total es santa también subjetivamente, es decir, verdaderamente
creyente. En esta ordenación respectiva de palabra eficaz de Dios y oír
pausado eficazmente por Dios mismo, ambas realidades están de tal
forma orientadas una a la otra que puede decirse tranquilamente: si la
una no existiera tampoco existiría la otra, no sería lo que es.
Expresado de otro modo: la palabra del sacramento del altar, que
significa la presencia del Señor, está sustentada por la fe de la Iglesia que
oye esta palabra y la concede así y sólo así su realidad propia de palabra
que se impone poderosamente. Y, naturalmente, y sobre todo, esta fe de
la Iglesia en el Señor presente está sustentada por su palabra bajo la cual
él está presente. No se trata, naturalmente, de la fe del individuo con­
creto en cuanto tal. La presencia del Señor es independiente de tal fe.
Pero lo que en la doctrina protestante, a propósito de su actualismo de
fe —único que constituye la presencia del Señor— y referido al individuo
concreto, era falso y herético, puede decirse católicamente sin ningún
reparo de la Iglesia como totalidad. Si no fuera efectivamente y siempre,
por la gracia victoriosa de Dios, Iglesia creyente, la palabra del Señor que
causa tal presencia no sería en realidad oída de ninguna manera, no sería,
entonces, la palabra que es, victoriosa y escatològicamente eficaz, y tam­
poco la presencia victoriosamente escatològica del Señor.
Hay que tener siempre en cuenta que la Iglesia no es sólo la suma
ulterior de los individuos falibles que pueden no tener fe, sino la comu­
nidad eficazmente predestinada de los abarcados por la gracia de Dios,
sin los cuales la Iglesia no sería lo que es, aunque no es sólo eso.
Podemos decir, por tanto, perfectamente: en la palabra absoluta, oída y
creída de la Iglesia que anuncia la muerte del Señor hasta que vuelva, él
está presente y en él su redención en tanto concedida absoluta y defini-
PALABRA Y Kl'CARISTÍA 331

tivamente a la humanidad, aun cuando cada uno como individuo tiene


que obrar todavía su salvación en temor y temblor.
La palabra eficaz de la Misa, por tanto, como anuncio de la muerte de
Cristo es el proto-kerigma. Y toda otra palabra eficaz en la Iglesia es eficaz
por participar de este proto-kerigma y de forma que toda su fuerza puede
estar contenida ya en la participación y precisamente por eso esta mera
participación tiende intrínsecamente, trascendida en el proto-kerigma
eucaristico, a encontrar su plena manifestación. Podría decirse que tam­
bién de parte de la palabra objetiva y del sacramento tenemos la misma
relación entre ambas realidades, que la teología católica ha conocido ya
desde siempre, entre la recepción real del sacramento —especialmente de
la eucaristía— y el votum sacramenti. En el votum sacramenti puede estar
dada ya toda la fuerza y realidad de la gracia —basta pensar, por ejemplo,
en la doctrina de Trento sobre la comunión espiritual que no es un «como
si» y un mero deseo de lo no-dado, sino la recepción de la gracia del sacra­
mento sin el signo sacramental—, y sin embargo el «votum» es justamente
«votum sacramenti», sustentado por la gracia que se crea en el sacramento
su presencia escatològica más inequívoca de tipo histórico-salvador y sólo,
así es perfecta en su mismidad, aun habiéndose creado su figura histórica
plena en la patentización de la Iglesia.
Si, por tanto, se determina con exactitud, a propósito de la eucaristía
y de todos los otros sacramentos, la relación con la palabra, no puede tra­
tarse de una división que distribuya dos efectos a estas dos realidades. La
gracia está siempre dada, la gracia es siempre «verbal», desde el principio
basta el fin, desde la primera palabra de la predicación hasta el sacramen­
to, éste incluido. Y esta palabra una de gracia y la gracia verbal una tienen
sus fases propias como palabras de Dios, como palabra recibida existen-
cialmente en la fe, como palabra de la Iglesia. Y cuando tal palabra alcanza
su cima absoluta como palabra encarnatoria y escatològica de Dios y
como auto-expresión absoluta de la Iglesia, en cuanto total y simultánea­
mente para el individuo concreto, acaece la palabra de la eucaristía.
Ill

LA PRESENCIA DE CRISTO EN EL SACRAMENTO DE LA


CENA DEL SEÑOR

El enunciado del tema que debe ser tratado es el siguiente: la pre­


sencia de Cristo en el sacramento de la Cena según la confesión católica
frente a la evangèlico-luterana '. A mí me parece que el tema es muy difí­
cil. No sólo porque yo no soy ningún especialista en esta cuestión. No
sólo porque el problema roza un misterio central en el cual una falta de
compromiso personal pondría en peligro o haría imposible la intelección
de lo enseñado y profesado, compromiso personal que dificulta a su vez
el que nos entendamos entre nosotros. La razón especial de por qué yo
tengo este tema por un quehacer muy difícil para mí es más bien otra, y
quisiera referirme a ella al principio, aun corriendo así el peligro de hacer
más difícil mi —nuestra— posición a los hermanos protestantes.
Consiste en que no es nada fácil decir lo que en esta cuestión enseñamos.
La afirmación precedente puede resultar extraña. Si se tiene en
cuenta el lenguaje claro, sobrio y realista del Concilio de Trento pare­
ce improbable de antemano. Nuestros padres y la mayor parte de los
teólogos católicos actuales no entenderían muy bien esta afirmación si
la oyeran, sobre todo en contraposición con otros puntos: que la doc­
trina de la presencia real de Cristo en el sacramento no causó muchos
quebraderos de cabeza a los padres del Concilio de Trento y que ellos
—en realidad con razón— no hicieron más que seguir diciendo lo que
la Iglesia antes que ellos había profesado ya en esta controversia
durante muchos siglos con el mismo carácter explícito y las mismas
formulaciones.

Este capítulo es el texto de una conferencia ante teólogos católicos y protestantes. He renuncia­
do a borrar estilísticamente las huellas de tal origen.
334 DOCTRINA DK KOS SACRAMENTOS

Y sin embargo hoy me parece que es difícil decir qué afirma, en rea­
lidad, nuestra fe y qué no afirma. Más adelante se verá con claridad por
qué es esto así o, al menos, por qué a mí me lo parece. Pero el hecho
—si es que existe— de que es así, es para el teólogo católico una carga
más pesada que para el protestante. Pues la confesión anterior a él es para
aquél una realidad normativa de su fe —y de su teología— en un sentido
mucho más absoluto que para el teólogo protestante. Mientras pueda
distinguir, de forma claramente perceptible, la afirmación de la fe y de la
confesión de su Iglesia de otras teorías teológicas y opiniones escolares,
cualesquiera que sean, sobre el dogma de la Iglesia, la cosa es sencilla.
Pero si no le resulta tan fácil la expresión del dogma en su contenido
eclesiásticamente obligativo a diferencia de teoremas teológicos, todo
será objetiva y polémicamente más difícil. No porque dude en lo más
mínimo de la obligatividad de la doctrina misma, sino porque le resulta
difícil repetirla con toda exactitud.
De que esto es posible sólo puede dudar el que piense a priori que
las decisiones del magisterio eclesiástico, por obligativas, tienen que
poseer también el grado supremo de inteligibilidad y siempre el mismo,
cosa siempre distinta de la comprehensibilidad racional y evidencia
intrínseca. Pero no es así. Pues un tiempo nuevo, una situación histórica
distinta por el solo hecho de colocar un enunciado doctrinal en otra
situación de conocimiento puede hacer el enunciado más claro o más
oscuro quoad nos, aun cuando se crea saber perfectamente cómo se
entendió antes y aun cuando se le acepte plenamente como válido para
uno mismo, aun cuando se corrobore, sin dificultad, en la realización de
la vida cristiana.
Y esto es —a mi parecer— lo que sucede con el tema propuesto. No
me queda, por tanto, otra solución que poner en claro esta «carga», aun
cuando sea, en primer lugar, un problema católico interno y haga más
difícil nuestra posición a los teólogos protestantes.
Todo esto se ha dicho oscuramente, pero se aclarará más adelante.
Tenía especial interés en decir al comienzo que yo —expresado de otra
forma— no considero como quehacer y obligación de un teólogo católi­
co obrar como si todo estuviera claro entre nosotros, como si la firmeza
de nuestro asentimiento a la doctrina de nuestra Iglesia sólo existiera
cuando se tiene una respuesta para cada problema.
Lo que hemos de decir será expuesto en tres partes:
1. Observaciones previas.
PRESENCIA DK CRISTO 33 5

2. La doctrina del Concilio de Trento sobre la presencia real de


Cristo en la eucaristia.
3. ¿Qué queda oscuro y sin resolver?

1. O bservaciones previas

1. Tengo que renunciar a exponer un panorama histórico-dogmático


sobre el desarrollo de la doctrina de la presencia real. Tal intento condu­
ciría aquí a simplificaciones demasiado baratas. Y aunque, aparte de
esto, sea importante que el teólogo católico conozca el camino seguido
hasta la formulación refleja de la fe que la Iglesia —su Iglesia— conoce,
su asentimiento a esa fe no tiene simplemente su fundamento último en
el hecho de que pruebe, por medio de una investigación histórica, la legi­
timidad de la historia este camino. Un método puramente doxográfico
no puede, por tanto, ser considerado a priori como injustificado para un
fin determinado. Y más teniendo en cuenta que el teólogo católico no
puede reconocer en modo alguno que una certeza y una univocidad pos­
teriores del dogma eclesiástico son ilegítimas o están sometidas a una
posible revisión sólo por no haber existido siempre.
Y tampoco vamos a estudiar más en detalle temas ciertamente cone­
xos con nuestra cuestión, pero no idénticos a ella: la cuestión de la
adoración y custodia de la eucaristía, las cuestiones relacionadas con la
duplicidad de las especies, la recepción sub utraque specie, la cuestión
más precisa de la presencia de Cristo en el sacramento, que se sigue de
la divisibilidad de las especies (fracción del pan, beber del mismo cáliz).
De antemano se ha acordado que aquí no se considera la controversia del
sacrificio de la Misa, y con ello también la cuestión de la presencia del
sacrificio de la Cruz en la eucaristía.
2. Hagamos otra observación. Se refiere ya a una posición funda­
mental ante el tema que se sigue de determinados aprioris teológicos.
a) El católico no puede suponer en la doctrina eucaristica como a
priori tácito que un enunciado dogmático sólo puede referirse a un esta­
do de cosas que como tal está más allá de los objetos de la experiencia
humana. Con otras palabras, un enunciado no puede ser rechazado
como enunciado dogmático, como enunciado de fe, porque su ámbito
no es realmente distinto de la experiencia humana. El sepulcro vacío, por
ejemplo, es objeto de un enunciado de fe y no mitología, aunque el
336 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

sepulcro vacío cae fundamentalmente dentro de los objetos de los enun­


ciados profanos. Fundamentalmente, al menos, los enunciados de fe no
pueden ser tan limitados de antemano en su ámbito objetivo que esté
excluida a priori la posibilidad de un cruce con el conocimiento profa­
no o de que no pueda derivarse de ellas a priori nada para el ámbito de
éste. Yo no puedo decir nunca, por ejemplo, que para el Cristo de la fe la
existencia histórica de Jesús carece fundamentalmente de importancia.
Si, por ejemplo, el dogma católico de la eucaristía contiene implica­
ciones metafísicas, el dogmático católico no tendrá esto nunca como
prueba a priori de que ha rebasado las fronteras de un enunciado de fe.
Por haberse referido Dios en su acción y revelación salvificas exacta­
mente también —no, sólo— a la realidad en la que nosotros estamos, por
obrar en ella y transformarla, no es admisible un escepticismo radical
histórico o metafisico, una discontinuidad absoluta, postulada a priori,
entre los enunciados de la fe y otros enunciados. Este principio general
tiene que ser acentuado previamente justamente en nuestra cuestión,
porque, si no, puede tenerse fácilmente la impresión irrefleja, pero tanto
más eficaz, de que la afirmación del dogma católico sobre la presencia
real sobrepasa en su «realismo», con el que habla de una realidad per­
ceptible, los límites de un enunciado dogmáticamente posible, de que
postula un «milagro». Este es un aspecto.
b) Por otra parte hay que decir lo siguiente: a vista del sentido salvi­
fico de una palabra de fe y del hecho de que se dirige a todos, de que su
verdadero contenido tiene que poder ser entendido en todos los tiem­
pos, no es probable a priori —más no podrá decirse— que un dogma
sólo pueda ser formulado y entendido desde un sistema filosófico per­
fectamente determinado y en dependencia para él. Naturalmente, en tal
enunciado es cosa oscura determinar qué es un sistema filosófico, dónde
empieza y dónde acaba. No puede decirse que todo concepto que no
puede ser comprobado según la experiencia más elemental es ya de pro­
veniencia filosófica en tal grado que no debe ser tenido en cuenta con
respecto a un enunciado de fe o que no puede ser garantizado implícita­
mente como exacto en tal enunciado. La teología católica —lo hago
constar sólo como un hecho, sin intención polémica— no se facilitará
nunca su tarea apelando inmediatamente a lo paradójico y no compro­
bable lógicamente. Pero si no se hace esto, si se resiste al misterio y se
hace que tenga su vigencia verdaderamente desde la realidad en sí, no
puede evitarse entonces sencillamente toda consecuencia racional del
PRESENCIA DE CRISTO 337

enunciado inmediato de la fe o echarla a un lado, como si careciera de


importancia para el mantenimiento de tal enunciado.
Pero siempre se ve, sin embargo, a posteriori —y la mayoría de las
controversias dentro de la teología católica provienen de ahí— que los
enunciados de fe no implican inequívocamente un determinado sistema
filosófico, que el magisterio eclesiástico imponga como obligatorio a
causa de tal implicación. Por tanto, aunque los teólogos católicos no
podemos a priori hacer una dogmática libre de metafísica, no hemos de
esperar tampoco a priori que tal dogmática nos provea de un determi­
nado sistema (en nuestro caso, por ejemplo, un hylemorfismo
aristotélico).
Con lo dicho —casi diría: lamentablemente— no hemos dado nin­
gún principio inequívoco y fácilmente manejable para mantenerse
limpiamente en el medio entre una teología carente de toda ontologia y
una teología metafisizada, pero, al menos, hemos llamado la atención
sobre ambos extremos.

2. L a doctrina del C oncilio de T rento sobre la presencia real de


C risto en la eucaristía

Renunciamos, como queda dicho, a exponer la historia de la doctri­


na católica sobre la presencia de Cristo en la eucaristía y presentamos
sencillamente dicha doctrina según su exposición más explícita en el
Concilio de Trento. Advirtamos también que la historia de lo discutido
sobre este punto en las sesiones del Concilio no es especialmente nota­
ble, ni permite deducir conclusiones útiles. Por eso tampoco la tratamos
expresamente.

— El Concilio hace profesión de fe en la presencia real de Cristo en


el sacramento.

a) Por lo que respecta a la presencia como tal, la formulación es múl­


tiple. Se habla de un «contineri» (Dz 874), de un «sacramentaliter
praesens sua substantia, nobis adesse» ( 1.c.), de un «suum corpus praebere»
(Dz 874; 876; 877), de un «in Eucharistia esse» (Dz 876), de un «sub
speciebus existere» o «contineri» (Dz 876; 885), de un «esse in sacramento»
(Dz 886), «in hostiis remanere» (Dz 886).
338 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

Dicho contineri sub especie illarum rerum sensibilium es caracteriza­


do como un avere, realiter ac substantialiter contineri» (Dz 874; 883) y
se opone a un «tantunmodo esse in sacramento ut in signo velfigura aut
virtute» (Dz 8 8 3 ) Tal «realis praesentia» (Dz 874, título) es designa­
da como una presencia que nosotros «verbis vix exprimere possumus»,
pero que ha de ser mantenida en la fe; se la distingue, en tanto modo sacra­
mentai de existencia, del «modus existendi naturalis» que le corresponde al
Señor glorificado en el cielo (Dz 874). El hecho de tal presencia real se ense­
ña apelando a las palabras de Cristo en los sinópticos y en Pablo. Según el
Concilio, tales palabras muestran claramente que Jesús hablaba en sentido
propio, no metafóricamente. Que, por tanto, dió realmente a sus apóstoles
su cuerpo verdadero y su sangre. Que ésta ha sido siempre la doctrina de
los Padres y la interpretación unánime de la Iglesia. —No se exponen refle­
xiones generales más precisas sobre la esencia de tal presencia.
b) Cristo entero está presente —y entero en cada especie—: su cuer­
po y sangre vi verborum, de la consagración, pero Cristo entero con
cuerpo y alma, humanidad y divinidad por estar glorificado, en su carác­
ter de hombre sustraído a la muerte, no sometido ya a la separación
mortal de cuerpo y alma, y porque a causa de la unión hipostática es
imposible separar la divinidad de la humanidad (Dz 876).
Consecuentemente se afirma la presencia real, sin distinción, de
«Jesucristo, verdadero Dios y hombre» (Dz 874), de su cuerpo y sangre
(l.c. Dz 876), de totus et integer Christus (Dz 876), del cuerpo y sangre
junto con el alma y la divinidad, de «Cristo entero» (Dz 883; 885).
c) Cristo está presente en virtud de la panis vinique benedictio (Dz
874) de la consecratio (Dz 876). Es verdad que el Concilio no destaca
muy explícitamente el significado permanente de la palabra dicha sobre
el pan y el vino en tanto elemento constitutivo del carácter sensible bajo
el cual Cristo está presente. Pero está dado en tanto —además de lo que
acabamos de decir— se acentúa expresamente que «vi verborum» están
presentes el cuerpo y la sangre de Cristo (Dz 876; 1921), pero Cristo
entero concomitanter (l.c.). Y además por el hecho de que se reconoce

‘ En la encíclica H u m a n i g e n eris (Dz 2318) se condena el error de aquellos según los cuales «realis
C h n .sti p r a e s e n tia ... a d q u e m d a m s y m b o lis m u m r e d u c a tu r , q u a te n u s co n se c ra ta e species n o n n is i
s ig n a e ffic a c ia s i n t s p ir it u a lis p r a e s e n tia e C h r is ti eru sq u e in tim a e c o n iu n c tio n is c u m fid e lib u s
m e m b r is in corpore M ystico » .
PRESENCIA »E CRISTO 339

sin ningún reparo como válida, también a propósito de la eucaristía, la


definición agustiniana de sacramento (Dz 876). Ahora bien, tal defini­
ción conoce expresamente la palabra como elemento del simbolismo
sacramental. Y el Decretum, pro Armenis del Concilio de Florencia (Dz
698, cf. Dz 715) dice explícitamente: forma huius sacramenti sunt verba
Salvatoris, quibus hoc confecit sacramentum, a cuyo propósito hay que
acentuar, precisamente desde el punto de vista escolástico, que la
«forma» no es en primera línea causa eficiente, sino elemento constituti­
vo permanente del signo sacramental. Por tanto, sólo en la relación
regresiva permanente a las palabras de la consagración son las especies
del pan y del vino el signo —symbolum en sentido agustiniano— que
muestra y contiene la presencia de Cristo '.
El signo de la presencia de Cristo, la manifestación de esta presencia
real es, según esto, el signo uno de la patencia empírica del pan y del vino
y de la palabra pronunciada sobre ellos, en obediencia al mandato de
anamnesis de Jesús, por el representante ordenado de la Iglesia con
intención de corroborar el hacer encomendado a ésta (cf. por lo que res­
pecta a la «intención»: Dz 424; 672; 695; 854; 860; 1318; respecto al
sacerdote: Dz 424; 430; 574a; 715).
Para la constitución del signo únicamente bajo el cual Cristo está
presente se requiere también la relación del pan y del vino con la recep­
ción, su carácter de manjar. Aunque el Concilio rechaza
inequívocamente la doctrina de que Cristo sólo esté presente «in usu
dum sumitur» (Dz 886; 876), concede abiertamente que este sacramen­
to ha sido constituido por Cristo ut sumatur (Dz 878). El pan y el vino
son realidades y conceptos antropológicos y, como tales, poseen una
relación para ellos esencial con la recepción, con el usus. Y son signos de
la presencia real sólo en cuanto poseen tal relación. Pero Cristo está pre­
sente antes del usus mismo. Y la razón es que el carácter de manjar
precede a la recepción rigurosamente como tal —no es constituido por

Cf. Pesch VI n. 785: « n u m v e r b a s i n t f o r m a c o n s titu tiv a , h u iu s s a c r a m e n ti; species e u c h a r is tic a e


p e r se n o n s ig n ific a n t id q u a d c o n tin e n t, i. e. C h r is tu m , n is i i n q u a n t u m a d h a n c s ig n ific a tio n e m
d e te r m in a ta e s u n t p e r v erb a . N e q u e e n im in te lle g im u s h a s species esse co n se c ra ta s e t s ig n ific a r e
C h r is tu m , n is i in q u a n ta m s c im u s circa eas p r o la ta esse v erb a . U n d e r e la tio s ig n i est in sp ecieb a s,
u t s u n t d e te r m in a ta e v e r b is et h o c s u f f i c i t u t v e r b a d i c a n t u r i n g e n e r e s i g n i c o n s titu e r e h o c
sa c ra m e n tu m (cf. Suarez, disp. 42 sect. 7; de Lugo, disp. 1 sect. 4.5).
340 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

ésta, sino que la hace posible— y que Cristo aseguró a los apóstoles que
aquello que les entregaba era su cuerpo (Dz 876), antes de que lo reci­
bieran. Ahora bien, esto no impide, sino expresa justamente que el signo
de la presencia de Cristo es el manjar bendito como tal. Por tanto, cuan­
to más clara sea la relación regresiva de la adoración de Cristo en el
sacramento con la recepción de su cuerpo, tanto más responde la piedad
eucaristica a la plena verdad y realidad del sacramento.
d) Pero bajo los supuestos dichos la presencia real está dada inde­
pendientemente de la fe del sacerdote concreto o de quien recibe el
sacramento. Por tanto, también el pecador o el incrédulo reciben el cuer­
po del Señor, aunque el acaecer objetivamente real de esa recepción les
sirva de juicio (Dz 881; 880). De acuerdo con esto, la recepción del
Cuerpo —aun cuando, naturalmente, en el ámbito de la experiencia
como tal no existe un recíproco influjo físico entre el cuerpo de Cristo y
el que lo recibe (cf. Dz 56 4 )1— es caracterizado como «sacramental y
real» ’, y no sólo como «espiritual», en su doble sentido natural y sobre­
natural (spiritualiter, Dz 890), aun cuando el Concilio mismo llama al
sacramento un spiritualis animarum cibus (Dz 875) y en los debates
conciliares fue reconocido que la expresión manducatio espiritualis
puede tener un sentido ortodoxo (DThC V 1327).
e) Prescindiendo de la cuestión del «in usu-ante usum», me parece que,
a propósito de la presencia real en el sacramento mismo —cosa distinta
sucede con la transustanciación—, no existe ninguna diferencia esencial
entre la confesión católica y la evangèlico-luterana. Pues también ésta ense­
ña una presencia real por la cual Cristo, «verdadera, esencialmente, vivo»
está presente en el sacramento. La confesión luterana conoce el «vere et
substantialiter» para caracterizar tal presencia, rechaza, lo mismo que el tri-
dentino, el «in figura» (figurate) o sólo «in virtute».
Además de esto, me parece de decisiva importancia el hecho de que
la confesión luterana, lo mismo que el Concilio de Trento, se fije en que

Por ello el «hoc est s u b s ta n tiv e e t ess e n tia lite r, n o n a u te m q u a n tita ti v e v el q u a lita ti v e v el lo c a lite r »
de la formula de unión propuesta en Marburg por los luteranos podría formularla también un teó­
logo católico (Cf. D ie B e k e n n tn is s c h r ifte n d e r e v a n g e lis h -lu te r is c h e n K irch e, h era u sg eg eb en v o m
D e u tsc h e n E v a n g e lis c h e n K irc h e n a u ss c h u ss [Göttingen * 1952] p. 65 n. 1).
La expresión correspondiente en Lutero es el «ore e d i et b ib i » ( S o lid a D e c la r a tio VII 32: D ie
B e k e n n ir n s s c h r ifte n ..., p. 982), el «n a tu r a le c o rp u s » (l.c. 33).
PRESENCIA DE CRISTO 341

tal afirmación de fe se basa en el sentido inequívoco de la Escritura y en


la fe tal y como la Iglesia entera la recibe". Rechaza también explícita­
mente que lafides cause la presencia real (Solida Declaratio VII 10,121),
enseña una verdadera recepción del Cuerpo incluso, para los indignos a
causa de su incredulidad (l.c. 12, 123).
No los luteranos, sino los sacraméntanos, enseñan que entre la
palabra sobre Cristo en el cielo y el sacramento del Cristo presente
aquí entre nosotros no existe ninguna diferencia esencial (Solida
Declaratio VII, introducción); «edere corpus Christi» y «credere in
Christum» no es lo mismo. Existe, por tanto, una verdadera presencia
real de tipo objetivo que precede a la recepción creyente, a la apropiación
creyente del acontecimiento sacramental. Podría formularse también
diciendo que el cuerpo verdadero de Cristo no sólo es recibido «vere el
substantialiter», sino que está ahí, es administrado y así recibido. Sentiunt
et docent cum pane et vino vere et substantialiter adesse, exhiberi et sumi
corpus et sanguinem, Christi (Solida Declaratio VII, 14) (cf. también el vere
porrigi etiam indignis a diferencia del vere sumere, 1.c. 16)7.
Por eso no me parece acertado que quiera atenuarse este consenso
—bien que sólo parcial— entre católicos y luteranos apelando a un pre­
sunto disentimiento de trasfondo, por ejemplo en la concepción general
de los sacramentos, en el significado de la fe, etc. Pues tal consenso va
unido, por ambas partes, a algo que, en buena teología, precede a todos
los trasfondos y aprioris teológicos: la palabra de la Escritura y el con­
senso de la Iglesia y su tradición.
Por eso me parece erróneo que se interprete la doctrina luterana
de la presencia real8diciendo que el cuerpo de Cristo está presente a
causa de la actualidad permanente del sacrificio de la Cruz y (o) de la
ubicuidad del cuerpo de Cristo siempre y en todo lugar, que, por
tanto, tiene sólo que advenir a lo sumo el «reparto del don omnipre­
sente». No. También según los escritos confesionales luteranos

" A p o lo g ia C o n fe ssio n is A u g u s ta n a e 10 (D ie B e k e n n tn is s c h r ifte n ..., p. 247-48).


7 También hay que tener en cuenta aquí lo que « u su s» realmente significa, desde el punto de vista
luterano: todo el acto litúrgico, no la so la m a n d u c a tio q u a e ore f i t (S o lid a D e c la r a tio VII 85s).
Para los luteranos es también obvio que in u s u Cristo tiene que ser adorado en la eucaristía
(S o lid a D e c la r a tio VII 15,126). EI concepto de u s u s en Dz 876 es, según parece, más reducido.
s Con el último artículo de Regin Premer: «Das Augsburgische Bekenntnis und die römische
Messopferlehre»: KuD 1 (1955) 41-58, sobre todo 55.
342 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

acaece un hacerse-presente el cuerpo de Cristo, no siempre presente,


por la palabra de la anamnesis de la Cena. En este carácter están de
acuerdo. Si no, no tendría absolutamente ningún sentido la limita­
ción luterana de esta presencia al usus. Ni la unión de tal presencia
con el pan y el vino. Ni la comida del cuerpo por el incrédulo, el
«comer y beber con la boca». Lutero enseña, por ejemplo, en el Gran
Catecismo, expresamente que la palabra tiene que acaecer y que, de
lo contrario, el elemento se queda en mero elemento, pero que sólo
con la palabra que tiene que ser dicha es el sacramento cuerpo y san­
gre de Cristo1'.
Llámese a la doctrina católica de la transustanciación, si se quiere, la
doctrina del «milagro de la transustanciación» (Prenter) —sobre esto
hemos de hablar todavía—, lo que no me parece cierto es que de la pre­
sencia real del cuerpo de Cristo —calvinista, a lo sumo, no
luteranamente— pueda hacerse una «omnipresencia» de su «amor no
limitado por ninguna espacialidad» (Prenter). Para ello no sería necesa­
rio apelar a la omnipotencia de Dios y al carácter milagroso de este
acontecimiento, como hace Lutero (Gran Catecismo).
El intento de Lutero de acudir a la doctrina de la divina ubicuidad
para explicar la presencia real del cuerpo de Cristo es un theologumenon
ulterior que no debe convertirse en punto de partida fijo de la explica­
ción y limitación de lo que Lutero quería saber que se sostenía, porque
la explicación tiene que ordenarse a lo que debe ser explicado, y no al
revés. Por eso la presencia «multivoli» de Chemnitz («ubicumque velit»:
Solida Declaratio 29, 78, 92) es sin duda una interpretación más acerta­
da —aunque también la limita— de la doctrina de Lutero que la
omnipresencia absoluta de la naturaleza humana de Cristo en Brenz y en
la Formula Concordiae (803, 1, 11 y 18) y en las citas de Lutero en la
Solida Declaratio 81 ss.

— El Concilio hace profesión de que la presencia real de Cristo se


lleva a cabo por la transustanciación.

’ Aún más clara es la S o lid a D e c la r a tio VII 10, 121 (D ie R e k e n n tn is s c h r iffe w..., p. 1014); y la
K o n k o r d ie n fo m te l VII N e g a tiv a XI (D ie B e k e n n t n i s s c h r i f t e n p. 802): el cuerpo de Cristo está
presente u b i coen a D o m i n i c e leb ra tu r.
PRESENCIA DE CRISTO 343

a) El contenido de tal profesión se expresa (Dz 887) en los siguien­


tes términos: conversio totius substantiae panis in substantiam corporis
Christi... et totius substantiae vini in substantiam sanginis eius, quae
conversio convenienter et proprie a sancta catholica Ecctesia transubstantiatio
est appellata"'. En el canon correspondiente (Dz 884) esta conversio es lla­
mada mirabilis et singularis y —evitando la expresión filosófica
escolástica: accidentes— se explica diciendo que se realiza «manentibus
dumtaxat speciebus panis et vini» No es ésta la primera vez que la
expresión transubstantiatio aparece en documentos del magisterio ecle­
siástico. En la profesión de fe de Berengario en el Concilio Romano de
1079 se habla ya de un «substantialiter converti» (Dz 355); en Inocencio
III (1202) se encuentra el término transubstantiari para expresar la rea­
lidad a que nos referimos (Dz 416); la transubstantiatio se afirma
(itransubstantiatis pane in corpus et vino in sanguinem) en la profesión de
fé del IV Concilio Lateranense (1215) (Dz 430) y en el II Concilio de Lyon
(1274) (Dz 465: quod in ipso sacramento panis vere transubstantiatur in
corpus et vinum in sanguinem, Domini nostri Jesu Christi) u. La defini­
ción dada en el Concilio de Trento está tomada, casi literalmente, de
Tomás III q. 75 a. 4 1
En la enciclica Humani generis se dice y se censura el que muchos teó­
logos católicos hayan afirmado que la «transubstantiationis doctrinam,
utpote antiqua notione philosophica substantiae innixam», tendría que ser
corregida (Dz 3018), diciendo que sólo se trata de una presencia espiritual

10 La misma definición en la profesión de fe del tridentino (Dz 997) y Dz 1469 (profesión de fe de


Benedicto XIV para los orientales) y Dz 1529 (contra el sínodo de Pistoia).
" También en otros casos se emplea siempre la palabra « sp ecies» : s u b sp e c ie i l l a r u m r e r u m
s e n s i b i l i u m (Dz 874), s u b p a n is et v i n i specie (876 ) , s u b a lte r u tr a sp ec ie ... (Dz 876), s u b sp ecie
p a n is (877), s u b u n a q u a q u e sp e c ie (885). Pero la expresión v i n i a c c id e n tia se encuentra ya en
Inocencio III en una carta (Dz 416) y posteriormente en la condenación de Wiclcf por el
Concilio de Constanza (Dz 582). Sin embargo, species p a n is et v i n i en el IV Concilio
Lateranense (Dz 450); en cl D e c r e tu m p r o A m i e n i s (Dz 698).
'■ Otros textos Dz 544: tr a n s u b s ta n tia tio ; Dz 581 contra la proposición de Wiclef en Constanza
1415; s u b s ta n tia p a n is ... et s u b s ta n tia v in i... r e m a n e n t in sa c r a m e n to a lta r is ; lo mismo Dz 666;
D e c r e tu m p r o A r m e n is 1459 Dz 698: s u b s ta n tia p a n is in corp u s C h ris ti... c o n v e r tu n tu r ; D e cre tu m
pro Ja co b itis 1442 Dz 715: tr a n s u b s ta n tia r i ; Dz 1529: contra el sínodo de Pistoia de 1794.
11 No por ello es menos falsa la atribución que Lutero hace a Tomás de haber creado el concepto
de tr a n s u b s ta n tia tio (M. Luther, W erke. K r itis c h e G e sa m ta u s g a b e VI 456 ‘"J. La expresión pro­
viene ile la teología del siglo XII (maestro Roland hacia 1150; Esteban de Tournai hacia 1160;
Petrus Comestor 1160-11 70).
344 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

de Cristo. Y es que, como el dogma de la transustanciación lo venía profe­


sando la Iglesia en su formulación explícita desde hacía varios siglos, la
Iglesia habría tenido que negar su propia esencia, tal y como la entendía, si
hubiera abandonado dicha doctrina. Mientras el Concilio de Trento, por
ejemplo, a propósito de varios puntos tales como la justificación inheren­
te, la certeza de la salvación, etcétera, tuvo que esforzarse a fuerza de
controversias para lograr el enunciado exacto de su intelección de fe, en
este punto no sucedió lo mismo. En el Concilio no tuvo lugar ningún deba­
te propiamente tal sobre la transustanciación. Consideró esta doctrina
como ya definitivamente dada, detrás de la cual ya no era posible volver.
b) El Concilio ve el fundamento de dicha doctrina en el hecho de que
Cristo dice que exactamente eso que él ofrece —a los apóstoles— bajo la
forma manifestativa de pan es su cuerpo. Esto significa: si las palabras de la
consagración han de ser tomadas en sentido propio y literal, y si causan el
acontecimiento de la presencia del cuerpo de Cristo, entonces, lo que
Cristo ofrece a sus apóstoles no es pan, sino su cuerpo. Esta proposición
tiene que aceptarla en realidad todo aquel que no admita un sentido figu­
rado y vago de la palabra de Cristo. Por eso, también en los escritos de la
confesión (Bekenntnisschriften) luterana se dice frecuentemente panem
esse corpus Christi (y no exclusivamente porrecto pane simul adesse et vere
exhiberi corpus Christi1 o algo por el estilo). Ahora bien, exactamente eso

" Cf. J. A. de Aldania, D e E u c h a r is ta (Madrid-’ 1953) p. 294 n. 105: a r g u m e n ta ti o n e m to ta m


(sobre la transustanciación) f i e r i ex v e r ita te v e r b o r u m ... sc. n is i a d m i t t a t u r tr a n s u b s ta n tia tio ,
v e n t a s v e r b o r u m C h r is ti s a lv a r i n o n po test. Según Aldama, este argumento es cierto, por lo
menos, con la declaración de la Iglesia. Según parece ( u t v id e tu r ) también independiente de ella.
Después del Concilio, la sentencia contraria de Escoto (?), Durando y los nominalistas (DTiiC
V 1350s): que la transustanciación no puede probarse con las palabras de Cristo, no puede
seguirse deténdiendo.
1' Concordia de Wittenberg de 1530 n. 2 (D ie B e k e n n tn is s c h r ifte n ..., p. 65); Gran Catecismo, D e
s a c r a m e n to a lta r e s: «q u o m o d o p a n is e t V in u m C h r is ti c o rp u s et s a n g u is esse p o s su n t» es, cierta­
mente, la formula más originaria que (ib id e m ): «c o rp u s el s a n g u in e m ... in e t s u b p a n e ...» Esto se
reconoce también en la S o lid a D e c la r a tio VII 34-35 (D ie B e k e n n tn is s c h r ifte n ..., p. 983): el « su b
p a n e , a m i p a n e , in p a n e » debe explicar el «p a n e m in coena esse c o rp u s C h ris ti» . S c h m a lk a ld is c h e
A r tik e l III 6 (D ie B e k e n n tn is s c h r ifte n ..., p. 450): de s a c r a m e n to a lta r is s t a tu im u s p a n e m et
v i n u m in coen a esse v e r u m c o rp u s et s a n g u in e m C h r is ti... (En el texto alemán: « Vom S a k r a m e n t
des A lta r s h a lte n w i r da ss / u n te r / B r o t u n d W ein im A b e n d m a h l s e i d e r w a h r h a ftig e L e ib u n d
El «u n t e r » («bajo») es, por lo tanto, una glosa o una corrección en el manuscri­
B l u t C h r i s t i ...»
to del copista: D ie B e k e n n tn is s c h r ifte n ..., p. XXIV; bay, por lo tanto, simultaneidad, pero el pan
y el vino son secundarios).
PRESENCIA DE CRISTO 345

que Cristo da a sus apóstoles es su cuerpo y, sin embargo, hay que supo­
ner, sin reparos de ninguna especie, como verdadero y real que lo que
nuestra experiencia percibe fuera de la fe en la palabra de Cristo sigue sien­
do lo mismo que antes. Siendo esto así, ese doble estado de cosas, sin
esquivarlo ni de un lado ni de otro, puede ser expresado en los siguientes
términos: lo dado es, según su realidad verdadera y propia, el cueqjo de
Cristo bajo la realidad experiencial —¡y sólo así!— de pan.
Usando una expresión prestada, sólo con fines terminológicos de
inteligibilidad y sin entrar en la determinación objetiva, llamemos «sus­
tancia» a la realidad propia, definitiva y verdadera de una cosa
concreta, y «especie» (manifestación, apariencia, considerada como rea­
lidad objetiva, pero parcial y particularmente de primer plano) a lo que
de ella se manifiesta bajo un punto de vista todavía no depurado en su
relatividad y desvelado por el criterio verdadero y absoluto —en nuestro
caso, la palabra de Dios—. Esto supuesto, podemos decir también: lo
ofrecido no es la sustancia del pan, sino la sustancia del cuerpo de Cristo
bajo especie de pan. Añadamos que lo ofrecido tiene carácter de aconte-

Cf. F. Selvaggi, «Il Concetto di sostanza nel Dogma Eucaristie«) in relazione alla fisica moderna»:
Gr 30 (1940) 7-45. En la p. 13 se dice: E o v vio che n ella d e fin iz io n e c o n cilia re il te r m in e so sta n za
d eve essere preso in p r im o luogo in questo sig n ific a to volgare, vagì) a n c o ra ed in cle term in a to , secondo
i l q u a le la s o sta n z a d e l p a n e è se m p lic e m e n te i l p a n e , ciò p e r c u i il p a n e è r e a lm e n te p o n e, ciò che
s i r ic h ie d e p e r la v e r ità d e lla p ro p o sizio n e : qu esto è p a n e ... C he la s o sta n z a s ia eu s in se et p e r se
s u b sis te n s, co m e r ile v e r e m o m e g lio in s e g u ito , è u n a d e t e r m i n a z i o n e f i l o s o f i c a a g g i u n t a a l
s i g n i f i c a t o p u r a m e n t e volgare, e n o n r ic h ie s ta d a l senso d e lla d e fin iz io n e ...
En la p. 17 dice que de la definición no puede deducirse apodíeticamente que la species sea
una r e a ltà o g g e ttiv a y que ésta sea —realmente - distinta de la sustancia. Que todo esto no es
más que la in te r p r e ta z io n e p i ù n a tu r a le d elle f o r m u l e del I n d e n t i n o , pero no una parte del
dogma, sino sólo de la doctrina general usual de los teólogos. Mucho menos pueden ser conta­
das como pertenecientes al contenido del dogma las otras cosas que Aristóteles y Tomás
entienden por sustancia y accidente (en s in se s u b sis te n s, en s in a lio ) , etc.
Según Selvaggi, la ciencia moderna no permite que se siga hablando, como hacía Tomás, de
una fórma sustancial del pan que informa su masa y le proporciona una unidad sustancial (42).
Si en el uso lingüístico de los físicos modernos se entiende por mutación física una mutación
que permite una d e fin iz io n e o p e r a tiv a , es decir, que puede conocerse por una serie de experi­
mentos físicos, al menos imaginable, la transustanciación no es, entonces, evidentemente una
mutación física (44)... En este sentido, el dogma eucaristico está totalmente fuera del ámbito de
la física y de una crítica científica. La Iglesia no ha tenido nunca la intención de definir en sus
concilios la tesis escolástica de la sustancia y los accidentes. Pero ha manifestado suficientemen­
te que sigue por completo esa teoría, la cual, sin temeridad, no puede ser negada (44-45). Hasta
aquí la exposición del pensamiento de Selvaggi.
346 DOCTRINA DK KOS SACRAMKNTOS

cimiento, que incluye o supone un acontecimiento, o dicho de otro


modo: que no siempre fue el cuerpo de Cristo. En tal caso el estado de
cosas a que nos referimos puede y tiene que ser expresado en los siguien­
tes términos: por un acontecimiento mutante, transustanciador, lo
ofrecido, que era sustancia de pan, se ha convertido en el cuerpo de
Cristo bajo la especie de pan.
Llámese a esto, si se quiere, un «milagro de transustanciación». Lo
cierto es que la transustanciación no es más que la expresión precisa del
enunciado que debe ser fundamentado —lógicamente— y en el que el
Concilio ve la fundamentación de la doctrina tradicional de la transus­
tanciación, a saber: lo que Cristo da a sus apóstoles es su cuerpo, éste y
no otra cosa. Si alguien dijera: lo que Cristo ofrece a sus apóstoles es pan
y su cuerpo, entendiendo por pan, en un cierto empirismo positivista, la
realidad perceptible rigurosamente como tal y nada más, no habría dicho
nada que estuviese en contradicción con el dogma católico. Lo que suce­
dería, a lo sumo, es que no le habría llegado a alcanzar. Sólo si dijera: con
la sustancia del cuerpo de Cristo existe también conjuntamente la «sus­
tancia» del pan, entraría entonces ciertamente en contradicción formal
con el dogma católico y habría dicho además algo no proporcionado por
su experiencia y que tampoco le enseña la palabra de Cristo. Pues lo que
ésta afirma es, justamente, lo contrario.
Y es que si lo ofrecido fuera también absolutamente —es decir, en
todo aspecto— pan, o sea la sustancia de pan —sustancia en el sentido
que acabamos de precisar y que aún hemos de precisar más aún, no en
sentido metafisico de un determinada sistema filosófico—, no sería,
entonces, el cuerpo de Cristo, sino pan, y éste sólo podría ser llamado
cuerpo por una metonimia de contenido por continente que la tradición
desconoce por completo y que en realidad no existe. Aceptando tal
metonimia no se puede evitar ya una intelección meramente figurada y
simbólica. Es verdad que, en el sentido empírico, precisado antes, el que
enunciara tal proposición no habría dicho nada falso, pero sí menos que
el dogma tridentino.
Tampoco puede decirse que al enunciar esta fórmula que acopla sin
más externamente la palabra de Cristo con el testimonio, de nuestra
modesta experiencia empírica positivista, podamos contentarnos con
razón. Pues lo ofrecido tiene que ser el cuerpo de Cristo bajo el «pan» en
sentido meramente empírico. Ahora bien, a propósito de éste no hay más
remedio que preguntar si tal intelección empírico-positivista del pan
PRKSKNCIA I)K CRISTO 347

puede afirmarse con el mismo carácter absoluto con que nosotros en el


lenguaje cotidiano normal hablamos del pan y nos referimos a él, que
también objetivamente y en sí no es otra cosa que esto y ello plenamen­
te. Si esta cuestión fuera contestada afirmativamente, el enunciado
aparentemente satisfecho de sí mismo, proviniendo de la fe y la expe­
riencia empírica positivista, equivaldría a la afirmación —que acabamos
de rechazar— de dos sustancias y se habría suprimido toda conexión
entre la patencia del pan y el cuerpo de Cristo. Ahora bien, tal conexión
tiene que existir si lo ofrecido, en su aspecto de pan, tiene que ser en ver­
dad el cuerpo de Cristo. Si no se dice —al menos tácitamente— que la
sustancia del pan ha cesado de ser, se afirma la existencia del pan —en
sentido empírico— en cuanto que no tiene absolutamente nada que ver
con la presencia del cuerpo de Cristo. Pero de tal «pan» ya no puede
decirse que sea el cuerpo de Cristo.
c) Con las consideraciones precedentes queríamos explicar sola­
mente las razones con que el Concilio fundamenta la transustanciación.
En este empeño hemos entrado ya bastante a fondo en la explicación del
sentido de este dogma católico y de sus límites de significación. Hemos
llegado, incluso, inevitablemente a una interpretación determinada de
ese sentido y sus límites de la que nosotros mismos hemos de salir res­
ponsables y a propósito de la cual no es seguro que todos los teólogos
católicos estén de acuerdo conmigo. Sobre el sentido y límites del enun­
ciado, cuando se habla de la transustanciación, vamos a decir todavía
algo, aun cuando esto hayamos de hacerlo por cuenta y riesgo propios y
entrando, incluso, parcialmente en la temática de la 3a parte de nuestro
estudio. Para hacerlo he de remontarme un poco a algunos supuestos
remotos. Ruego me sea perdonada esta regresión. De otra forma no
podría exponer con claridad lo que quiero decir.
Por lo pronto quisiera proponer de manera preliminar una distin­
ción conceptual de carácter fundamental que más tarde emplearé. Voy a
distinguir entre explicación lógica y óntica de un estado de cosas.
Intentaré explicar tal distinción.
Llamaré explicación lógica de un enunciado sobre un determinado
estado de cosas que aclara el que hay que explicar, es decir, aumenta su
carácter inequívoco esclareciéndolo desde sí mismo, o sea, sin recurrir
a realidades distintas del enunciado por explicar. La explicación lógica
—dicho un poco a bulto— explica precisando, pero para explicar un
estado de cosas no expresa otro. Por eso el instrumental de conceptos
348 DOCTRINA DE EOS SACRAMENTOS

empleado puede tomarse del mismo estado de cosas que hay que expli­
car y ser explicado por él. Tendríamos incluso una explicación lógica
en el caso de que la terminología verbal empleada en la explicación
fuera tomada en sí de otro sitio, suponiendo sólo que se esté de acuer­
do —explícita o tácitamente— en que la terminología así empleada sólo
se toma en la amplitud, significado y alcance que se derivan de lo que hay
que explicar.
Según creo, en la teología existen muchas explicaciones lógicas de
este tipo de enunciados dogmáticos originales. Un indicio de que en un
caso concreto existe tal explicación puede ser —con frecuencia, no siem­
pre— que la explicación e interpretación más precisas de tal explicación
difieren mucho entre los teólogos, hasta el punto que cabe preguntarse:
¿qué es real y objetivamente lo que se afirma conjuntamente del dogma
que se profesa en común cuando las explicaciones subsiguientes distan
tanto unas de otras? Tengo que renunciar a citar ejemplos. Sólo diré, de
paso, que los intentos de los teólogos católicos encaminados a explicar
ónticamente el dogma de la transustanciación difieren entre sí muy hon­
damente, lo cual me parece justamente un indicio de que el dogma
mismo de la transustanciación es una explicación lógica de las palabras
de Cristo y no óntica, como quieren serlo las diversas interpretaciones
libres de la transustanciación en la teología católica.
Llamo explicación óntica de un enunciado sobre un estado de cosas
determinado a la explicación que expresa un estado de cosas distinto del
que hay que explicar, apto para hacerlo inteligible y que lo protege de
este modo —es decir, aduciendo su causa, la manera determinada y con­
creta como surge, etc.— de falsas interpretaciones. He explicado
ónticamente la oscuridad que mis ojos perciben si refiero el enunciado
«ante mis ojos oscurece» a la acción de apagar la luz o a una atrofia fisio­
lógica de mi nem o óptico.
De lo dicho se sigue sin más, claramente, que para la intelección pro­
pia de una explicación lógica se requiere siempre necesariamente la
relación regresiva al enunciado que hay que explicar. Y es que se trata del
mismo estado de cosas, y éste en los casos que estudia la teología no es
accesible independientemente de las formulaciones originales que hay
que explicar. Y así el dogma de la Iglesia antigua, por ejemplo, de la
unión hispostática de las dos naturalezas en la persona una del Logos me
parece que es una explicación lógica de las afirmaciones de la Escritura
sobre Jesucristo. Efectivamente, se ve que si se quiere esclarecer el senti-
PRKSENGIA DE CRISTO 349

do de naturaleza e hispóstasis, en tanto distintas realmente entre sí —y


sólo así son útiles ambos conceptos a la doctrina de la unión hipostáti-
ca—, hay que acudir siempre a afirmaciones como las que en la
Escritura se hacen a propósito de Cristo. La explicación óntica, por el
contrario —como el pequeño ejemplo citado muestra—, no se apoya en
lo que hay que explicar, sino que consiste en sí misma, porque, como se
ha dicho, enuncia otro estado de cosas.
Aquí no vamos a exponer ya expresamente por qué, a pesar de esa
relación regresiva permanente de la explicación lógica al enunciado por
explicar, de la que vive y sin la cual muere en un verbalismo vacío y en
un racionalismo conceptual ajeno a la realidad, tal explicación lógica es,
sin embargo, de gran importancia. En el fondo todos lo saben y la mane­
jan. Pues quien hace, por ejemplo, teología bíblica quiere decir
exactamente lo que la Escritura dice y, sin embargo, no puede repetir
simplemente las palabras de la Biblia.
A este propósito la diferencia entre la teología protestante y la católica
me parece sólo ésta —realmente esencial—: para el teólogo católico la
explicación lógica de las palabras de la Escritura llevada a cabo por la
Iglesia puede ser inequívocamente dogma de fe, mientras que para el teó­
logo protestante es siempre fundamentalmente teología, en sí capaz de ser
revisada en el conocimiento opuesto. Pero —advirtámoslo de paso— aun­
que la explicación lógica puede llegar a ser, para nosotros, dogma
inmutable, nuestra explicación muestra que aun en ese caso existe una
diferencia cualitativa en relación con la Escritura —o la tradición original—
no sólo en orden a su validez que obliga a creer, sino también en orden a
su sentido e intelección; y, por otro lado, esta palabra de la Escritura sólo
conserva su vitalidad y carácter orientadores estando presente permanen­
temente, en cada una de las situaciones históricas siempre distintas, por
medio de la explicación —de tipo lógico— obligativa dogmáticamente.
Supuesta esta distinción, yo enunciaría la siguiente tesis: el dogma
de la transustanciación —en la medida en que es verdadera y rigurosa­
mente dogma— es una explicación lógica y no óntica de las palabras de
Cristo tomadas literalmente. Entiéndase bien, nuestra tesis no dice, natu­
ralmente, que el enunciado de la transustanciación no afirme, en cuanto
a su contenido, una realidad objetiva. Naturalmente que lo hace. Ya que
quiere decir lo que Cristo dice: lo que él da es su cuerpo y ya no pan. Y
aunque antes había pan, esto sucede porque esa explicación suya, trans­
formando eficazmente la realidad, causa lo que dice: la realidad del
350 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

cuerpo de Cristo en lugar de la sustancia del pan. Llamo lógica a la doc­


trina de la transustanciación respecto a su relación con las palabras de
Cristo que tiene que explicar y proteger contra falsas interpretaciones
atenuantes o negativas. Lo que con ello quiero decir es lo siguiente: la
doctrina de la transustanciación no me dice —en cuanto a su conteni­
do— más de lo que me dicen las palabras de Cristo si las tomo en serio.
La función de tal doctrina no es explicar la presencia real indicando
el cómo de su devenir, de forma que entendido, en sí este modo, conce­
bido como otro acto, aclare cómo se lleva a cabo la presencia real. La
transustanciación —en cuanto dogma— dice más que una presencia real
cualquiera, pero no dice más que la presencia real consistente en que lo
ofrecido es concebido como el cuerpo presente de Cristo. La transus­
tanciación es la expresión formalizada de tal realidad; una expresión con
derecho y significado de claridad y defensa, pero no una explicación que
refiera lo que hay que explicar a otro estado de cosas que fuera percibi­
do en su contenido diverso y propio.
Con esta tesis no digo que el dogma así entendido y limitado en su
sentido definido no implique otros estados de cosas que, en determina­
das circunstancias, puedan ser también expuestos explícitamente en la
reflexión teológica. La interpretación teológica de la doctrina dogmática
de la transustanciación continúa, en efecto, llevada a cabo por los teólo­
gos y las escuelas diversas, más allá del contenido ciertamente definido
del dogma e intenta hacer una explicación ondea de la explicación lógi­
ca de las palabras de Cristo.
Puede ser que algunos de estos intentos —al menos parcialmente—
sean doctrina común escolar. Puede ser que una parte de uno de esos
intentos se imponga de tal forma, a causa de su necesidad lógica y de la
aceptación general de los teólogos, que no se pueda dudar de él sin teme­
ridad —como nosotros solemos decir—. Puede ser que la Iglesia rechace
un intento determinado de una nueva explicación óntica de la transus­
tanciación y de las palabras de Cristo que ésta precisa lógicamente, por
considerarla como supresión o riesgo de su propio dogma. Pero todos
estos intentos de la escolástica en sus diversas variedades (reproducción,
aducción, conversión sólo positiva, etc.) siempre supuesta la metafísica
escolástica usual de la sustancia y del accidente —que, por lo demás, a mí
me parece totalmente acertada—, u otros intentos de tal especie, basados
más bien en una concepción cartesiana o dinamista del ser material, no
deben ser identificados nunca con el dogma.
PRESENCIA DE CRISTO 351

El dogma, por el contrario, se atiene únicamente a las palabras de


Cristo e implica sólo la posibilidad de aquellos estados de cosas implí­
citos en dichas palabras, pero no otros que sólo pueden ser sabidos
supuesto un determinado sistema filosófico. No siempre es posible
distinguir fácil e inequívocamente estos estados de cosas de aquéllos.
Por eso puede haber entre los teólogos católicos diferencias de opi­
nión sobre lo que en rigor está implicado, de un lado,
inequívocamente en el dogma de la transustanciación —por estarlo en
las palabras de Cristo— y que, por ello, pertenece al dogma, y lo que,
de otro lado, sólo pertenece a la explicación teológica de tal dogma en
función de una concepción filosófica determinada. Pero los teólogos
católicos están de acuerdo en que ambas cosas tienen que ser radical­
mente separadas.
Y así el dogma tiene también de común con todos los enunciados
humanos, incluso de la Escritura, una cierta borrosidad en sus límites
por lo que respecta a su sentido quoad nos. Yo puedo entender perfecta­
mente una proposición de la Escritura y aceptarla sin condiciones y
puedo, sin embargo, no saber si su sentido implica esto o aquello y si, así,
lo afirma conjuntamente o no.
La prueba de que la transustanciación no quiere ser mas que una
explicación lógica —en el sentido expuesto— de las palabras de Cristo
me parece que consiste en que, de una parte, el Concilio declara que
tal doctrina ha sido tomada de dichas palabras l7, pudiéndose decir,
por tanto, que no se puede afirmar nada más que lo que tales palabras
dan de sí. Claro es que con esto no hemos probado todavía inequívo­
camente la tesis propuesta. Pues es en sí posible a priori que de un
enunciado pueda deducirse otro que en su contenido no afirma lo
mismo que el primero. Pero si, de otra parte, se observa que, por enci­
ma del sentido así postulado y limitado del dogma, en la explicación
teológica subsiguiente reina una unanimidad sólo verbal o una verda­
dera disconformidad, declarando explícitamente —como tesis
fundamental— que hay que distinguir entre el contenido del dogma
como tal y su interpretación teológica con ayuda de determinados

Aldama afirma que hoy ya no se puede decir con los teólogos nominalistas de las postrimerías
de la Edad Media que la doctrina de la transustanciación pueda derivarse de una fuente distin­
ta de las palabras de Cristo.
352 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

supuestos metafísicos, nuestra tesis puede considerarse entonces, con


razón, como resultado de esta situación.
Por lo que concierne al sentido del dogma de la transustanciación,
supuesta esta tesis, lo único que puede hacerse es repetir lo que se dijo.
Del mismo enunciado que hay que explicar se tomará lo que aquí signi­
fica sustancia en la intelección dogmática de la definición rigurosa del
Concilio y lo que aquí quiere decir especie (figura, imagen patente).
Sustancia es aquello que en un decir adecuado, abarcadoramente válido,
de la realidad —o sea, un decir en el que Dios habla o al hombre, por sí
sólo, le cabe el derecho de hablar—, hace objetivamente que algo deter­
minado, manifestable y ofrecido, sea verdaderamente pan y sólo eso, o
no pan, sino el cuerpo de Cristo. Especie es la empírica imagen patente
de una cosa tal y como dicha imagen se presenta a nuestro conocimien­
to experiencial no depurado por la crítica del punto de vista superior,
más abarcador y «más verdadero». En este sentido de los términos se
dice que lo que era sustancia de pan se convierte, en el acontecimiento
de las palabras eficaces de Cristo, en la sustancia de su Cuerpo, perma­
neciendo del pan sólo la especie.
El magisterio católico ha rechazado recientemente —en la
H um ani generis— diversos intentos de algunos teólogos católicos que
venían a parar en una interpretación caprichosa, es decir, en una
interpretación racionalista y atenuante que cambiaba el sentido de los
conceptos de sustancia y especie, en los cuales se distinguía con un
carácter excesivamente «inteligible» la realidad realista y la interpreta­
ción religiosa. Aquélla se hizo equivaler al accidente, ésta a la
«sustancia». Y con ello se convirtió la transustanciación en algo muy
inteligible, excesivamente inteligible. Tal interpretación es falsa por­
que para la intelección católica de la fe ni la sustancia del pan, ni la del
cuerpo de Cristo pueden ser diluidas idealistamente en cualesquiera
realidades significativas y de sentido, cuando Cristo habla en la
dimensión en la que concretísimamente entrega a sus apóstoles un
manjar que es su cuerpo. Pero aun con esta condenación reciente de
imprudentes intentos de interpretación de la doctrina de la transus­
tanciación, el dogma propiamente definido de la presencia real de
Cristo y de la transustanciación no ha sido ampliado. Sigue teniendo
aun hoy el sentido sobrio que le asignamos.
d) Algo que para mí no está claro es por qué la confesión luterana, a
pesar de la presencia real, rechaza la transustanciación. En los
PRESENCIA DE CRISTO 353

Schmalkaldische Artikel se la rechaza tachándola de «aguda sofistería» l\


En la Konkordienformel es rechazada por «papista», sin otra fimdamenta-
ción. En la Solida D ecla ra tio de la Konkordienformel es rechazada sólo
de paso. Aquí (983) puede verse quizás una fundamentación del punto de
vista de tal recusación en cuanto que la teoría protestante sobre la unión
del pan y el cuerpo de Cristo ve en ella una analogía de la doctrina de las
dos naturalezas. (Pero aquí hay que destacar que la Solida Declaratio
misma tiene que poner en su lugar la diferencia entre una unión hipostá-
tica y la unión sacramental, cosa que también hace honradamente). En el
tercer pasaje en que la Solida Declaratio habla sobre este tema2" tampoco
se aduce ninguna otra fundamentación. En la misma Confesión de
Augsburg y en la Apología se elude, como es sabido, esta cuestión. Y aun
la confutación de la Confessio Augustana alude más bien con timidez al
hecho de que a la doctrina de la presencia de la Confessio Augustana hay
que añadir la doctrina de la transustanciación.
En esta recusación habrán influido, sin duda, diversos elementos. Es
posible que buena parte de la especulación escolástica sobre la transus­
tanciación se identificara con el dogma definido y se tuviera así el dogma
mismo —sobre todo considerado desde una intelección protestante de la
fe y de la teología— por «aguda sofistería», pasando de ahí a la negación
del dogma. Podría preguntarse si en la afirmación de la permanencia del
pan, tal y como antes era, de la sustancia de pan, por tanto, no actúa ya
un concepto de realidad positivista y moderno. La recusación a adorar a
Cristo en el sacramento fuera del usus y la recusación del culto medieval
de la eucaristía pueden haber influido también, aun cuando no existe una
conexión lógica concluyente entre ambos extremos.
La apelación a la Escritura (1 Cor 10,16; 11,28), donde Pablo llama
«pan» a la eucaristía, me parece más bien un argumento escriturístico
buscado posteriormente, ya que no se ve por qué Pablo no pudo haber
nombrado el pan ofrecido desde el punto de vista de las especies o del
carácter de manjar «celestial», exista o no una transustanciación. Quizá
el reproche de Prenter hace muy poco tiempo —tal reproche no es
nuevo—, de que en la doctrina católica se trata de un «milagro de tran-

'' D ie lie b e n u h t isseh r i f i n ì .... p. 452.


ib id . 77, 983.
ib id . 1010.
354 DOCTRINA DK KOS SACRAMENTOS

sustanciación», señale la verdadera dirección de la que, en último térmi­


no, proviene toda la contradicción.
Expresaré, sin preocupación polémica, mi opinión y espero no herir
a nadie: se quiere dejar la acción de Dios en la esfera meramente divina,
sin que exista y actúe transformadoramente donde están las cosas del
mundo: el pan, la moral, el sepulcro, etcétera. De algún modo se queda
más allá, no sólo de la experiencia del no-creyente —cosa que en todo
caso es cierta— sino de la realidad mundana misma. Dios se queda en el
cielo. Donde está el pan no sucede nada. Supuesto esto, claro es que me
parecería más consecuente decir que Cristo sólo está en la fe y que sólo
está presente por la fe. Y entonces ya no sería casual el hecho de que a
grandes rasgos haya triunfado ampliamente la doctrina de Zuinglio o de
Calvino sobre la Cena. Lo cual no excluye que nos alegremos del con­
senso parcial que sigue existiendo entre la doctrina luterana y la católica.

3. ¿Q ué queda oscuro y sin resolver?

Esta cuestión se refiere a nosotros los católicos. En la exposición


tengo que proceder con brevedad.
1. Las disputas de escuela entre los diversos intentos católicos para
un enunciado más preciso y una explicación —óntica— del dogma están
por ahora abiertos y siguen siendo oscuros. Es absolutamente imposible
citarlos, aun cuando sólo sea brevemente. Pero en sí tienen su importan­
cia en diversos aspectos. Pues el hecho de que la Iglesia los permita, es
decir, el hecho de que el magisterio no vea en ellos, a pesar de su carác­
ter opuesto, ninguna amenaza del dogma, muestra que en esta cuestión
hay que distinguir verdaderamente entre teología y explicación metafísi­
ca óntica, de una parte, y dogma y explicación —lógica—, de otra. Es
decir, a lo sumo queda abierta la cuestión de dónde está más exactamente
la línea de separación.
Claro es que a estas disputas de escuela habría que quitarles el polvo
escolar. (Y ahí hay todavía mucho camino que andar). Se trata de realida­
des —si se las entendiera auténticamente y fueran corroboradas
vitalmente— que podrían ser de gran importancia para la intelección del
dogma. La teoría de la aducción, de Belarmino, y la concepción que De la
Taille, por ejemplo, partiendo de Tomás, defiende, implican como funda­
mento o resultado una diversidad bastante honda de la esencia intrínseca
PRESENCIA DE CRISTO 355

de la «presencia» en la presencia real. La «espacialidad» de dicha presen­


cia se concibe de forma considerablemente diversa. Tales cosas pueden
tener su importancia en orden a una discusión teològica de controversia
entre las confesiones. Pero antes la teología católica tendría que aprender a
ver con ojos nuevos esas controversias en su significado teológico.
2. En nuestra cuestión debería llevarse a cabo todavía con más clari­
dad la delimitación entre dogma y theologumena. Es verdad que esta
distinción se subraya fundamentalmente. Pero en la realización concreta
la explicación del dogma se convierte bastante de improviso en teología
de escuela. No creo que en toda dogmática escolar se advierta, con
Selvaggi, que en esta cuestión y a propósito ya del concepto de sustan­
cia, el «ens per se et in se subsistens» dice más que el concepto vulgar
como tal en la definición de Trento. El intento de delimitación que
hemos hecho no puede afirmar ni que cuente con la aprobación general,
ni —mucho menos— que no pueda ser mejor y más claro, aun estando
convencidos de que, dada la estructura del conocimiento humano, no es
posible una delimitación de fronteras inequívoca, absoluta y refleja.
3. Una delimitación más precisa de fronteras sería sobre todo desea­
ble también a propósito del concepto «substantia panis». En él no sólo
no está totalmente claro a qué se refiere el significado, no ligado propia­
mente a ningún sistema filosófico, de sustancia, sino tampoco qué
significa «substantia panis». Aquí surgen las dificultades, justamente
cuando con la teología escolar no se emplea sólo el concepto vulgar de
sustancia descrito antes, sino que, procediendo de forma en sí justifica­
da y quizá con rigor lógico concluyente, se piensa con la mayoría de los
teólogos católicos —si no todos— en el «ens in se et per se» de la filosofía
escolástica. Pues en tal caso habrá que decir: la sustancia de pan, tal y
como Tomás y también los padres del Concilio la pensaron —pensaron
decimos, no definieron— no existe. Y es que aun aquel que esté conven­
cido de la vigencia y validez eternas del concepto metafisico de sustancia,
aun quien sostenga que este concepto puede ser corroborado en un
método trascendental a priori ante toda experiencia empírica como con­
dición de la posibilidad de cada enunciado verdadero, no puede, sin
embargo, seguir afirmando hoy que un pan es una sustancia, tal y como
Tomás y, sin duda, los padres del Concilio la concebían. Un trozo de pan
habrá de ser considerado únicamente como un conglomerado de sus­
tancias. Teniendo en cuenta que sigue no estando claro en qué partículas
elementales baya que ver realizado exactamente el concepto de sustancia
356 DOCTRINA DE EOS SACRAMENTOS

y en qué forma rigurosa pueda concebirse tal concepto como realizado


en el ser material, a causa de la limitabilidad imprecisa del ser singular
concreto y su entorno, su «campo», etc.
Puede decirse, naturalmente, que ninguna de estas cuestiones influ­
yó en el dogma ni en su usual interpretación metafísica escolar. Puede
decirse: si no hay más que sustancia —y esto sigue en pie aun hoy,
supuesta incluso la física más moderna, con tal de que ésta no sea a-físi-
ca, mero positivismo real y no sólo metódico—, y aunque en el pan haya
un aglomerado de sustancias, cosa obvia también, puede haber, enton­
ces, en sentido metafisico —más allá, por tanto, del sentido necesario del
dogma—, una transustanciación de la sustancia del pan, es decir, del
aglomerado de sustancias que denominamos pan, y así en la teología, a
pesar de todos los cambios de la ciencia moderna, todo queda, con
razón, como al principio. No vamos a discutir aquí esta respuesta. Pero
se puede dudar, quizás, que sea adecuada.
En primer lugar, sería interesante que los teólogos que contestan así
nos dijeran más concretamente bajo qué principios de hermenéutica de
enunciados de un concilio pasan de la «substantia panis» del Concilio al
agglomeratum substantiarum de su interpretación. ¿Por qué no puede
decirse: los padres del Concilio pensaron en una sustancia de pan, la han
definido, por tanto; luego existe también? ¿No se procede de manera
semejante en otros casos de la interpretación de un concilio? ¿Dónde
están, por tanto, los principios hermenéuticos más precisos, cuya elabo­
ración tendría que estar determinada necesariamente por tales
observaciones de la interpretación de hecho de enunciados conciliares?
Y después la pregunta directa: ¿es ese conglomerado, en tanto conglo­
merado justamente de sustancias, de tal carácter que pueda decirse: el
pan deja de existir cuando dichas sustancias dejan de ser? Dicho de otra
manera: ¿no es el pan para nuestra intelección actual de su esencia —tal
y como se manifiesta en la doctrina del aglomerado de sustancias—, una
disposición accidental de partículas elementales, de forma que justa­
mente esta disposición accidental bajo un aspecto típicamente
antropológico constituye como tal dicha esencia? ¿Desaparece verdade­
ramente esa esencia y resulta inteligible ese dejar de ser cuando cesa la
sustancialidad de las partes elementales? Se comprende fácilmente que
un hombre deje de ser hombre cuando cesa su sustancialidad una; pero
que aquello, cuya esencia es precisamente la constelación accidental de
sustancias elementales, deje de existir es menos claro.
PRESENCIA DE CRISTO 357

Digámoslo nuevamente en otros términos: el ser-pan como tal nos


parece, según nuestra concepción actual, que está justamente en la
dimensión —expresado escolásticamente— de la species de la manifesta­
ción antropomórfico-empírica. El ser-pan, por lo tanto, no parece
afectado como tal cuando se lleva a cabo una mutación en una dimensión
metaempírica de la sustancialidad de las partículas elementales.
Creo que la explicación del dogma en su sentido lógico, tal y como
la hemos expuesto, no es afectada por estas cuestiones. Pero la teoría
escolástica general de la transustanciación, a causa de la respuesta usual
—anticipada más arriba— a las dificultades contra el concepto escolásti­
co de sustancia, parece no haber superado todavía todos los problemas
y dificultades.
4. Otra cuestión es la siguiente: las dogmáticas escolásticas al uso
comienzan el tratado sobre la eucaristía con la presencia real, después
siguen los capítulos sobre el sacrificio y el sacramento, o viceversa. En
todo caso el capítulo sobre la presencia real precede al tratado entero
De Eucharistia como parte primera y fundamental. Esto puede hacer­
se por razones formales y poléinico-apologéticas. Pero no se ocultará
que dicho método tiene también sus inconvenientes. La presencia real
es vista así, involuntariamente, en una perspectiva en la que la presen­
cia local de Cristo —por decirlo así— es lo propiamente mentado y
todo lo demás se deduce de ella. Pero yo creo que los teólogos católi­
cos podríamos aprender algo de la doctrina in usu de los cristianos
protestantes sin negar la doctrina del tridentino. Institutum est... ut
sumatur (Dz 878). Dicho de otra forma, el primer enunciado de la
doctrina de la eucaristía es: «esto es mi cuerpo», y no: «bajo esto estoy
presente». La segunda proposición está contenida en la primera, pero
no agota su contenido y sentido más alto.
Tanto a partir de la Biblia como a partir de la doctrina de la tran­
sustanciación debería tenerse un cierto reparo en concebir «la
presencia» como el concepto primero y fundamental de este tratado.
No ofrecemos a Cristo como nuestro sacrificio y le recibimos porque
está presente, sino al revés. Desde esa perspectiva podría plantearse la
cuestión de si no podrían formularse e interpretarse las afirmaciones
fundamentales sobre la eucaristía de forma que en ella pudiera cono­
cerse, ciertamente, con claridad la presencia real, pero antes y de
manera abarcadora el carácter de acontecimiento que tal acto posee.
Esto no es sólo una caprichosa sutileza.
358 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

Con malicia se ha definido la intelección vulgar de la misa dicien­


do que —en las cabezas de la gente— no es más que la consagración
matutina de la hostia para la bendición eucaristica de la tarde. En esta
exageración, sin embargo, se encierra una observación acertada e
importante. ¿No podría encontrarse un punto de partida teológica­
mente más original de la presencia real que expresara la característica
propia de esa «presencia» a partir de sí misma, como presencia del
sacrificio y del manjar? ¿Empuja quizás una teología bíblica de más
alcance y más libre de prejuicios en esa dirección? ¿No sería posible de
esa forma una unión regresiva más clara de la presencia real y de la ado­
ración del Señor en la eucaristía con la recepción, con el «usus», y no
podría lograrse así una delimitación más exacta entre un culto eucaris­
tico y justificado fuera de la misa y ciertas evoluciones desacertadas?
No puede negarse que algunas formas concretas del culto eucaristico
de fines de la Edad Media y de la época barroca vuelven a aparecer de
facto 2I, bajo el impulso discretamente oficial de la Iglesia. ¿Dónde hay
principios teológicos que regulen tal práctica?
5. La historia del dogma que nos ocupa está relativamente bien estu­
diada. Se dispone del material patristico y medieval. ¿No se podría
acoger éste de nuevo para ver si de tal relato en algún sentido muerto
sobre cómo todo ha llegado a ser y que desemboca donde la teología que
hoy se ha impuesto está, no podrá hacerse un problema vivo y real? No
para que vuelva a oscurecerse lo que ya se lia aclarado, lo que desde
entonces ha sido «definido». Pero ¿es que resucitando, bien entendido,
el antagonismo —no digo: contradicción— entre un metabolismo
ambrosiano y un simbolismo agustiniano —muy pleno de realidad— no
podrá conseguirse una intelección más honda del misterio de la eucaris­
tía que la que poseemos explícitamente? ¿Posee, por ejemplo, nuestra
piedad popular corriente una conciencia viva y clara de que, sin negar la
presencia real, la recepción del cuerpo de Cristo es sólo res et sacramentum
ordenado a la unión, más alta —en aspectos esenciales— y abarcadora,
con Cristo que acaece en la gracia, en la fe y el amor; y que con respecto
a esta unidad, decisiva, la recepción real del cuerpo real de Cristo en el

Piénsese, por ejemplo, en la cantidad de «exposiciones» durante y fuera de la misa. Por otra parte,
es cierto cjue la misma celebración de la misa amenaza con absorber otras formas de culto divino.
PRESENCIA DE CRISTO 359

sacramento es sólo signo y medio, es decir: signo sacramental? El que


este hecho que para el teólogo es en sí evidente no se valore suficiente­
mente en la piedad corriente ¿se debe sólo a que es accesorio, pongamos
por caso, y a que la piedad simplifica siempre la teología, o más bien a
que la teología, a causa del modo como anuncia esta cuestión, arrincona
en algún sentido al margen de la conciencia teológica y más allá de la pie­
dad esta importantísima verdad subrayada por Agustín, de forma que la
comunión con el Christus passus y el anuncio de su muerte se convierte
en una amistosa audiencia con dispensación misericordiosa de favores,
que no tiene nada que ver ni con la historia de la muerte y de la resu­
rrección, ni con el futuro escatològico del banquete del reino definitivo
de Dios?
IV

SOBRE LA DURACIÓN DE LA PRESENCIA DE CRISTO


DESPUÉS DE LA RECEPCIÓN DE LA COMUNIÓN

Un pequeño artículo mío sobre la acción de gracias después de la


santa misa1frie recibido, en general, muy benévolamente y con gratitud.
No pocos de sus lectores tuvieron la impresión de que en él se intentaba
responder a una cuestión frecuentemente planteada y que no siempre se
resuelve bien. Sólo a propósito de un punto de ese artículo hubo quienes
mostraron su disconformidad. Se referían al pasaje en el que se dice:
«hay que cuidarse de fundamentar la acción de gracias, al estilo de la
catcquesis antigua de preparación a la primera comunión, diciendo que
Jesucristo sigue estando todavía realmente presente después de la comu­
nión en quien ha recibido la eucaristía...» «...todas estas afirmaciones
son falsas o, al menos, no fundamentadas teológicamente de manera sufi­
ciente y con certeza». Permítasenos, por lo tanto, exponer algunas
consideraciones que expliquen y justifiquen dicho pasaje.
En primer lugar, se entiende que en un artículo sobre un problema de
la vida espiritual no pudiera evitarse este espinoso problema teológico. La
acción de gracias se fundamenta, con frecuencia, en la bibliografía teoló­
gica y en la catcquesis, basándose en esa presencia real de Cristo que se
prolonga después de la recepción del sacramento. El autor mismo recuer­
da aún vivamente una historieta que le contaron en su infancia según la
cual un santo envió dos monaguillos con velas encendidas para que acom­
pañaran a cierta persona que inmediatamente después de la comunión
salió de la iglesia. Y quienes creyeron que tenían que oponerse al pasaje
en cuestión apelaban al hecho de que «todos» los teólogos defienden la
opinión que yo rechazaba por considerarla no probada o falsa.

Cf. Sendung und Gnade (Innsbruck 1959, 1961201-218.


362 DOCTRINA DK LOS SACRAMENTOS

Por tanto, puesto que se trataba de fundamentar la acción de gracias,


no se podía evitar referirse a este problema dogmático, aun cuando en un
artículo ascético resultara un poco extraño. Y es que la cuestión es justa­
mente la siguiente: ¿cómo puede exponerse teológicamente la
justificación y el sentido de la acción de gracias de forma que la funda-
mentación tenga también consistencia dogmática y no sea mera
palabrería con apariencia piadosa?
Y en definitiva, este ejemplo, que en sí no es muy importante, mues­
tra hasta qué punto los problemas de la vida espiritual pueden plantear
en determinadas circunstancias problemas dogmáticos difíciles y que,
por mucho que se quiera, no es siempre posible en ascética y mística ate­
nerse sólo a las tesis de la dogmática definidas por el magisterio
eclesiástico o sobre las que no cabe absolutamente ninguna duda.
Al leer las cartas recibidas me extrañó que los contradictores no se
hubieran tomado la molestia de examinar detenidamente los argumentos
que —según el autor creía— intentaban, de manera suficientemente
extensa, fundamentar la tesis en cuestión. No es lícito en teología recha­
zar sencillamente, sin examinarlo y justificarlo, lo insólito a favor de lo
acostumbrado y de aquello a lo que se ha cobrado cariño.
No es verdad que apelar a la afirmación de que prácticamente todos
los teólogos —cosa que podemos suponer de buen grado2— han defen­
dido una concepción contraria prueba por eso mismo que su tesis es
teológicamente cierta y cualquier otra una temeridad. Una sentencia
general de los teólogos —aun en el mejor de los casos, para los contra­
dictores, no se puede afirmar más— sólo obliga al teólogo concreto
cuando es enseñada como obligativa para todos los teólogos o cuando es
expuesta unida a doctrinas de fe tan seguras que negarlas supusiera tam­
bién un peligro para la doctrina de fe en que se basan.
Pero en nuestro caso no puede decirse que suceda tal cosa. Y es que
los teólogos parten de un principio que nosotros no negamos o ponemos
en duda. Por el contrario, en dicho principio estamos totalmente de
acuerdo con ellos y es el único al que en esta cuestión apelan y pueden

Si verdaderamente son todos es cosa que habría que ver. F. Hürth- P. M. Abellán \De
sacramentis (Roma 1947)] parece que no están entre ellos. Pues dichos autores distinguen
un cesar la presencia por consumptio (—per modum cibi vel potus simii) y por corruptio; según la
concepción generai sólo podría haber una razón, la «corruptio» en sentido físico-químico.
DURACION DE EA PRESENCIA DE CRISTO 363

apelar: el principio de la presencia real del cuerpo de Cristo dura mien­


tras existe la especie eucaristica". De este principio es de donde parten.
Sus conclusiones son acertadas cuando y en tanto pueden deducirse ver­
daderamente de tal principio. Pero si a causa de una interpretación no
suficientemente cautelosa y exacta de dicho principio los teólogos dedu­
cen conclusiones que procediendo con rigor no pueden deducirse, y si
puede mostrarse por qué, por razones explicables, pero sin razón, esta
interpretación inexacta del principio fundamental se impuso y condujo
a conclusiones torcidas, se verá con claridad que una simple «conse­
cuencia», aun cuando la defiendan durante largo tiempo muchos o todos
los teólogos, no puede exigir que sea aceptada por razones dogmáticas.
La interpretación no suficientemente exacta del principio común
que condujo a conclusiones, no prohadas o falsas, de los teólogos se
refiere al concepto y a la realidad de las especies eucarísticas. Y la razón
que explica esa interpretación inexacta es la concepción medieval de la
naturaleza. Veámoslo. Aun el Concilio de Trento habla sin ningún repa­
ro de la sustancia del pan y del vino. Hoy todo teólogo, justamente
cuando contra intentos modernos de interpretación de la transustancia-
ción la explique en sentido tradicional ', concederá que el «pan», en la
especie singular, no se trata de una sola sustancia, como en las partículas
físicas propiamente elementales o en otras realidades naturales —hom­
bre, animal—, sino de un conglomerado de muchas sustancias.
Reflexionando sobre esta diversidad en las distintas concepciones
—que ciertamente deja intocado el dogma como tal— se ve inmediata­
mente que la concepción antigua no tenía ninguna posibilidad, ni
motivo, para distinguir rigurosamente entre el pan como realidad
antropológica y el pan como cuerpo fis ico-qu ím ico. El pan —aun habien­
do sido elaborado por el hombre— era para ella, sin distinción refleja,
también un cuerpo natural tal y como éstos se ofrecen y eran interpretados
en tanto una sustancia única. Hoy se ve que el pan es una realidad típica-

Aquí podemos advertir de paso que aun este principio es calificado de forma cautelosa por los
teólogos, ya que el Concilio de Trento sólo ha definido la presencia real antes de la recepción:
Dz 886, 876; este principio lo califica.). A. de Aldama, por ejemplo, de «sententia teologomm
communis et certa».
Cf. mi artículo «La presencia de Cristo en el sacramento de la cena del Señor», de este tomo.
364 DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

mente antropològica. Desde el punto de vista físico-químico no es una


verdadera unidad sustancial, sino un conglomerado casual de muchas
formaciones atomales y moleculares, que una reunión completamente
extrínseca, casual y casi sólo local, agrupa físicamente. Sin embargo,
humana y, por tanto, sacramentalmente, esta estructura constituye una
unidad, una unidad de sentido fundada por el hombre, que éste sólo
posee en relación con él, dentro de su ámbito vital y de su actuación. Es
claro, por lo tanto, que la presencia real de Cristo sólo existe mientras
dure esa unidad humana de sentido, el «pan». Esto no puede negarlo
fundamentalmente ningún teólogo. Piénsese, para que resulte claro, por
ejemplo, en los siguientes casos o posibilidades:
En todo vino hay también carbono radioactivo. Mientras pertenezca
al «vino» consagrado hay que afirmar la transustanciación de cada uno
de los carbonos con su realidad entera en tanto parte de la «sustancia»
transustanciada del vino. Ahora bien, ese átomo irradia constantemente
partículas ß que de algún modo participan también de la sustancialidad
de la realidad entera. Pero tan pronto como abandonan el ámbito del
«vino» ya no pertenecen a éste; ya no pertenecen, por tanto, eo ipso a la
realidad «bajo» la cual Cristo está presente.
O si antes de la consagración se radioactivara una molécula de una
sustancia cualquiera, de modo que pudiera ser percibida fundamen­
talmente, y si se uniese dicha molécula al vino que debe ser
consagrado, consagrándola después conjuntamente, supuesto que no
fuera totalmente «ajena» al vino —sino una molécula cualquiera de
alcohol, por ejemplo—, siendo por ello transustanciada. Si a conti­
nuación se apartara dicha molécula del vino, ya que todavía se la
podría reconocer —aquí prescindimos de que esto fuera técnicamen­
te posible o no—, Cristo no estaría presente bajo ella, aun cuando
química y físicamente no ha tenido lugar nada más que una mutación
local de tal molécula.
Esto es tan evidente que hoy, incluso, es técnicamente del todo posi­
ble y fácil separar, mediante una división puramente cuantitativa, una
cantidad tan pequeña de «vino» que ya no pueda hablarse de vino en el
sentido del uso lingüístico humano normal, cesando así también la pre­
sencia real de Cristo bajo esa cantidad, aun cuando químicamente siga
siendo todavía exactamente de la misma naturaleza que la cantidad
mayor de la que fue extraída. Basta que esta cantidad sea tan pequeña,
por ejemplo, que ya no pueda ser vista.
DURACION DE LA PRESENCIA DE CRISTO 365

También Tomás (III q.77 a.4) ve, con pleno acierto, que una dismi­
nución puramente cuantitativa de las especies de vino puede causar que tal
partícula ya no pueda ser denominada vino —aun cuando químicamente
sigue siendo durante largo tiempo «lo mismo» que antes— y que por ello
cese la presencia de Cristo. Y por eso niega Tomás, con razón (III q.77
a.8 c), que una cantidad pequeña de vino consagrado muestre todavía la
presencia de Cristo cuando se mezcla con una cantidad mayor de vino
no consagrado. «Ese» vino concreto consagrado ya no existe como for­
mación humanamente separada y distinguible, aunque «física» y
«químicamente» siga existiendo exactamente igual que antes. A su vez
pan ázimo y pan con levadura, desde un punto de vista puramente quí­
mico, son muy considerablemente distintos y, sin embargo, según
criterio humano normal —el único que aquí importa—, ambos son pan
y, por tanto, materia consecrabitis.
Todos estos casos y posibilidades muestran que el «pan» no es una rea­
lidad físico-química, sino una realidad sensible que está esencialmente en el
ámbito humano y que, por ello, posee propiedades esenciales que no pue­
den ser aprehendidas por medio de conceptos químicos y que, por ello,
pueden desaparecer —con lo cual algo deja de ser pan—, aun cuando en el
ámbito físico y químico como tal no se haya modificado nada «esencial».
Por eso Tomás tiene plena razón —este ejemplo fue citado ya en el
artículo primero— cuando dice que moliendo el pan cesa la presencia de
Cristo: y es que el polvo ya no es, humanamente, pan. Para Tomás tal
pulverización era algo así como una mutación tanto física como sustan­
cial para los efectos de su valorización. No lo es. Y, sin embargo, Tomás
lo vió bien: el polvo no es pan, aun cuando física y químicamente sea
totalmente igual que pan. Y también por eso cesa la presencia de Cristo.
(Esto debían advertirlo, digámoslo de paso, esos hiperangustiados escru­
pulosos que nunca pueden purificar con suficiente perfección la patena).
Queda, en pie, por lo tanto, el principio: sólo cuando la especie del
pan está presente, y todavía presente, puede tratarse de la presencia real
de Cristo. Pero este principio común a todos tiene que ser precisado: la
especie de pan en cuanto formación humana sensible puede cesar tam­
bién, aun sin ninguna mutación físico-química esencial; es decir, cuando
el pan deja de ser «pan» bajo aspectos no físicos, sino humanos. Hoy
podría conseguirse, sin duda, que un químico de la industria alimenticia ela­
borara cuerpos que química y fisiológicamente fueran «igual» que pan y
que, sin embargo, no se los pudiera denominar como materia consecrabitis.
366 DOCTRINA DK KOS SACRAMENTOS

Una cantidad mayor de agua o una reducción de la misma, aun cuando


en sentido químico no existe «mutación esencial», pueden causar, sin ir
más lejos, que algo no sea pan, sino, por ejemplo, un puré de harina. De
ahí se sigue que algo es constituido como pan no sólo por propiedades,
notas características y circunstancias radicadas dentro de las categorías
de la física y la química actuales, sino también por otras que caen fuera
de dicho ámbito. Pero de ahí se sigue, a su vez, que también por haber
desaparecido tales propiedades algo deje de ser pan.
Y así no resta sino la cuestión siguiente: según el criterio humano,
¿puede ser considerado el pan comido, todavía como especie, es decir,
como pan, o no? Esta cuestión no puede ser contestada —cosa que ahora
ya tiene que estar clara— exigiendo que el pan, en sentido químico y
según las posibilidades de enunciado y determinaciones de la química
orgánica, se haya transformado ya en algo distinto de lo que antes era. El
que esto suceda es, naturalmente, un signo de que ya no hay pan. Pero,
lo contrario no es ninguna prueba de que, en sentido humano, sigue
habiendo pan. La mutación química es un criterio positivo, pero no
exclusivo. No se puede concluir, por lo tanto, al menos: el pan comido es
en el estómago durante algún tiempo «lo mismo» —químicamente— que
antes, o sea, todavía pan; luego Cristo sigue estando presente.
Si antes era posible sacar esa conclusión apresurada es porque no
podía distinguirse con claridad suficiente entre el pan como realidad físi­
co-química y el pan como pan. Nosotros, por el contrario, afirmamos:
pan comido no es ninguna realidad humana cuyo sentido sea el de un
manjar, sentido de ser-comido. Y de ahí deducimos que la presencia de
Cristo ya no dura.
Al juzgar esta opinión hay que tener en cuenta que no todo lo que
puede ser introducido en el estómago y que en él posee un efecto ali­
menticio, en sentido general, humano, es ya por ello «manjar» en el
sentido en que aquí tiene que ser entendido. Pues, de lo contrario, tam­
bién el polvo de pan sería todavía pan. Y de una especie, introducida en
el estómago por medio de una sonda, habría que decir también que es
una recepción de la eucaristía, cosa que al menos no puede ser probada
y que difícilmente armoniza con la prohibición del Santo Oficio del
27-1-1886 a propósito de tal práctica.
Pan, manjar, es sólo lo que un hombre normal, en condiciones nor­
males, en una comida normal, está dispuesto a ingerir. También aquí lo
que importa no es la química, sino el uso humano normal, de la misma
DURACION DE EA PRESENCIA DE CRISTO 367

forma que tratando la cuestión de qué es trigo, como materia consecrabitis,


lo que importa no son los misterios de la botánica sistemática y de la teo­
ría de la descendencia, sino la manera humana corriente de hablar. Y por
eso puede decirse sin ningún reparo: el pan comido no es ya manjar, y
por no ser pan ya no es signo tampoco de la presencia de Cristo. En los
defectus circa missam occurrentes del Missale Romanun (X 14) se prevé
expresamente que una especie vomitada no tiene que ser ingerida de
nuevo si esto causa náuseas. Pero ¿puede considerarse como «manjar»,
como «pan», algo que, al menos en determinadas circunstancias, no
puede aconsejarse que sea comido? En la práctica y en determinadas cir­
cunstancias, en un «tutiorismus» laudable se procede como si la
presencia de Cristo durase aún. Pero esto no es ninguna instancia que
aclare la cuestión fundamental.
La opinión contraria lleva a consecuencias inseguras. Por ellas se ve
que esta teoría tiene débiles fundamentos. Por lo pronto habría que recu­
rrir al juicio de los químicos y de los fisiólogos. Estos habrían de
determinar, entonces, cuánto dura la presencia de Cristo. Pero esto no
puede aceptarse. Si se dice: no, el examen humano normal de una per­
sona no docta es completamente competente para juzgar si sigue
habiendo pan o no, habría que contestar: ¿según qué criterios juzga el
«hombre de la calle» si algo es pan o no? Si dice: «químicamente hay ahí
lo mismo que había antes», se somete, lo sepa y quiera o no, a la compe­
tencia del químico y del fisiólogo; si dice: «eso es exactamente lo que yo
acostumbro a tomar como pan; yo como una cosa así; esa es mi comida
normal y natural», dice implícitamente que el pan comido ya no es pan.
Pues eso no se come, por haberse comido ya y porque, por lo tanto, no
es apto como manjar.
Dicha opinión lleva además, al menos con necesidad psicológica, a la
sentencia —que grandes teólogos también defendieron— de que el efec­
to sacramental del sacramento ex opere operato puede crecer mientras la
especie ingerida está en el estómago. Esta sentencia —como ya se advir­
tió en el artículo precedente— no, puede demostrarse y no es exacta
porque el signo sacramental es la recepción como manjar, no la existen­
cia de la especie dentro del hombre. Pero con todo y con eso, si se
sostiene que el manjar ingerido sigue siendo pan, que por lo tanto Cristo
sigue estando presente durante algún tiempo dentro del hombre, hay
que señalar para tal afirmación un sentido salvifico. Pues si no, esta afir­
mación de la presencia real durante algún tiempo en el estómago del
368 DOCTRINA DK KOS SACRAMENTOS

cristiano no tendría ya ningún sentido, pues sin tal efecto no sería más
que una presencia local, corporal, como el incrédulo, y no bautizado
puede tenerla —estando, por ejemplo, cerca del sagrario o comulgando
corporalmente—.
Ahora bien, si a dicha presencia local se le asigna tal efecto de gracia,
es completamente lógico desear que la especie sea tal que permanezca el
más tiempo posible; pero entonces surge la cuestión que, en último tér­
mino, sólo el fisiólogo puede contestar, de cuánto tiempo dura
propiamente esa presencia aumentadora de gracia; entonces habría que
medir el tiempo de la acción de gracias por la resistencia de la especie,
diversa según su naturaleza.
Una vez colocados en el nivel dado con esta hipótesis teológica se va
a parar a las conclusiones más extrañas que sólo pueden ser superadas
por el sentido común. Pero mejor habría sido que tal sentido común
hubiera aparecido al comienzo con el pensamiento sobrio de que pan
comido,justamente por haber sido consumido, deja de ser pan. Es decir,
que por ésta como por otras circunstancias, que hacen que el pan des­
aparezca como configuración humana sensible, cesa la presencia de
Cristo. Sólo en esa perspectiva se explica también plenamente que la
recepción del cuerpo del Señor y no el haberío-recibido, el gesto de la
comida y no el acto de la digestión, sea el signo sacramental de la gracia.
Pero esto es también a su vez plenamente claro: el acto humano en cuan­
to «actus humanus» y no el proceso fisiológico en cuanto «actus
hominis» es el aprovechable como signo sacramental, pues sólo él puede
ser también acto de la recepción de la gracia ofrecida en dicho acto y
confesión de fe y anuncio personal de la muerte del Señor.
La oposición contra estos enunciados —que en realidad son obvios—
por parte de una piedad que no distinga claramente, proviene en último
término de que no se distingue suficientemente entre la presencia «pneu­
mática» de Cristo por medio de su Espíritu en lo hondo de la esencia del
hombre —en su «corazón»— y la presencia corporal del cuerpo de Cristo
en el signo sacramental y por eso también en la recepción. Esta última pre­
sencia no es lo más alto y sublime, la meta y recompensa del cristiano, sino
el signo y medio de la presencia «pneumática» permanente de Cristo sig­
nificada y aumentada por ese signo sacramental.
Por este sacramento Cristo viene a nosotros y se queda con nosotros.
Pero tal presencia permanente, a la que conduce la recepción del cuerpo de
Cristo bajo las especies de pan, no está dada en la presencia prolongada de
DURACION DE LA PRESENCIA DE CRISTO 369

su Cuerpo durante algunos minutos en el cuerpo del cristiano, sino en la


presencia permanente, que ahonda cada vez más, del Señor en el Espíritu y
en la Verdad, sin la cual su carne tampoco aprovecharía nada, como el
mismo Señor dice. La comunicación culmina en esta comunicación «pneu­
mática» de tipo personal. Y este suceso no resulta más espléndido y mayor
afirmado, sin probarlo verdaderamente, que su signo —el cual posee pura
función de medio— sigue durando después de haberse llevado a cabo y una
vez concluida la recepción de las especies consagradas.
Una piedad no completamente consciente de sí misma se encuentra
aquí en una extraña oscuridad. Considera el momento de la comunión
como el instante en el que el Señor comienza «a estar ahí», diríamos: a
conceder «audiencia», de modo que se pueda empezar a hablar con él en
una forma que incluso el que vivía en su gracia, por su calidad de justifi­
cado, no podía realizar antes, justamente porque el Señor no «estaba ahí»
un tiempo determinado. No reflexiona sobre ello. El hombre piadoso
concluye la audiencia después de un rato, en cierto modo por cuenta pro­
pia, sin pensar reflejamente si con ello se deja solo al Señor que está ahí o
si la audiencia ha terminado porque el Señor se aleja de nuevo. La teoría
teológica de que esta permanencia concluye al cabo de algún tiempo,
cuando cesan las especies en el estómago, es teoría docta que de hecho no
se presenta en la piedad normal. Pues de lo contrario habría que reflexio­
nar mucho más exactamente sobre cuándo acaece este cesar de su
presencia, sobre lo cual es cierto que el cristiano normal no cavila mucho.
Expresado en otros términos: en la concepción usual la venida de
Jesús y su ida tendrían que ser sucesos igualmente notables a los cuales
habría de orientarse el acto piadoso de la comunión. Pero no es así. Y
esto muestra que aquí hay algo sobre lo que no se ha reflexionado sufi­
cientemente. La cosa es en sí sencilla y clara —si no se supone esta
opinión usual—: por medio del signo sacramental de la recepción del
verdadero cuerpo del Señor se lleva a cabo una venida y una ida cre­
ciente del Señor en su Espíritu, en su gracia; y éste es el fruto permanente
del sacramento que no desaparece cuando Cristo se marcha. Pero justa­
mente esto muestra que una «permanencia» corporal, que después de
algún tiempo desaparece, no aporta absolutamente nada al sentido del
sacramento. Sencillamente porque nuevamente se anularía en absoluto.
Cierto que si se entiende la comunión como la posibilidad de una
«audiencia» que si no no es posible, y si se explica la acción de gracias a base
de esta idea, habrá que dar la importancia decisiva a esa presencia de dura-
370 DOCTRINA DK KOS SACRAMENTOS

ción prolongada después de la comunión. Pero entonces nos alejamos del


concepto dogmáticamente verificable de dicho sacramento cuyo sentido es
la unión con Cristo por medio de su gracia —creciente— del Espíritu.
Si la presencia corporal de Cristo fuera el efecto primario de la
comunión —con el fin de una audiencia, y no sólo el signo sacramental
eficaz del efecto propiamente tal—, el piadoso tendría que dar inevita­
blemente la máxima importancia a una presencia corporal de Cristo lo
más prolongada posible. Sin embargo, notablemente, no hace esto. Tarea
del artículo anterior fue, justamente, hacer ver que, sin embargo, no sólo
la adoración del Señor en el sacramento es justificada y necesaria, sino
también una «acción de gracias» después de la recepción. Pero esto es
totalmente posible sin suponer una presencia real más prolongada del
cuerpo de Cristo después de la comunión.
ESCATOLOGÌA
I

PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE LA HERMENÉUTICA


DE LAS DECLARACIONES ESCATOLÓGICAS '

Tener que hablar en una breve lección sobre principios dogmáticos de


la hermenéutica de las afirmaciones escatológicas bíblicas y eclesiásticas
es, ciertamente, una tarea un poco audaz y excesiva para tiempo tan corto.
Tómese de antemano lo que diré teniendo en cuenta esta circunstancia.
La cuestión planteada es de múltiple interés para la teología. Por lo
pronto se puede decir, creo, que en la teología católica apenas se ha tra­
tado expresamente. Esta cuestión no pudo quedar nunca, naturalmente,
completamente fuera de consideración. Pues en la predicación cristiana
de la fe y en la teología se hacen siempre afirmaciones escatológicas; éstas
se toman de la Escritura o se refieren a ella. Pero si al hacerlo no son —al
menos en su carácter formal— simplemente idénticas a las afirmaciones
escatológicas de la Escritura o de la tradición original apostólica misma,
si interpretan, por tanto, las afirmaciones de tales fuentes, si traducen sus
palabras a otro lenguaje conceptual, trasladándolas a otra visión del
mundo, acoplándolas a ésta, la única razón de que esto suceda es que
todo ese trabajo, dado siempre y en todos los tiempos en la teología cató­
lica y en la predicación, tiene por base cierta conciencia de determinados
principios hermenéuticos empleados en dicho trabajo. Además hubo
siempre, naturalmente, en alguna medida, una hermenéutica general.
Pero ni tales principios especiales, aunque aplicados irreflejamente,

El texto de este pequeño artículo reproduce una lección dada por el autor en la Facultad de teo­
logía católica de la Universidad de Bonn el 13 de enero de 1900. Como no era posible
modificarlo, sin tratar de nuevo todo el tema —cosa que tampoco era posible -, he intentado,
por medio de notas, evitar ciertas interpretaciones falsas y aclarar un poco algunas oscuridades
del texto inevitablemente corto. Scarne permitido citar aquí, a propósito de todo el problema,
mi artículo «Eschatologie»; LThK III" 1094-1098.
374 ESCATOLOGÌA

ni los principios de la hermenéutica general pueden bastar a la larga y


hacer superfluo lo que aquí se busca: principios teológicos refleja y
explícitamente aprehendidos y formulados para la hermenéutica de afir­
maciones propiamente escatológicas.
Una persona que no haya estudiado lógica refleja puede pensar en la
vida, ciertamente, con más lógica que un lógico científico. Pero esto no
hace que tal lógica sea superflua. Y lo mismo sucede con una hermenéu­
tica explícita de afirmaciones escatológicas en relación con una
hermenéutica meramente implícita. Pero la opinión de que a tal herme­
néutica le basta con la hermenéutica general se basa en la opinión falsa e
insuficiente de que los ésjata son un ámbito de realidad como cualquier
otro y que, por tanto, su conocimiento, determinado en su peculiaridad
siempre a partir del objeto mismo, no presenta problemas especiales dis­
tintos de los del conocimiento de realidades teológicas.
Pero no podrá decirse que exista ya una hermenéutica explícita, en
cierto modo regional, de las afirmaciones escatológicas en el ámbito nor­
mal de problemas de la teología católica. Los tratados dogmáticos de
escatologia pasan por alto, de ordinario, esta cuestión y, a propósito de su
objeto, están todos —si podemos decirlo así— en el estadio de la filosofía
de tiempos en que ésta, todavía como metafísica puramente objetiva del
objeto, sin teoría y metafísica del conocimiento —es decir, antes del rumbo
subjetivo al comienzo de la Edad Moderna—, se dedicaba a su labor.
Aquí no necesitamos argumentar mucho para hacer ver que esta
situación no puede quedar así. La evolución en la imagen del mundo de
la antigüedad hacia la de la Edad Moderna significa, indiscutiblemente,
un hondo problema para las afirmaciones escatológicas. Pero ante el
quehacer así planteado no basta únicamente, si hemos de hacer justicia
a la realidad, con empezar a reflexionar concretamente en la escatologia
—como tratado objetivo sobre los ésjata, incluso en todos los casos en
que propone enunciados singulares sobre determinadas realidades esca­
tológicas— y a preguntarse cómo se comporta tal enunciado con la visión
y con las opiniones del hombre actual a propósito del mundo y su futu­
ro. Se requiere una consideración gnoseològica fundamental sobre la
esencia y alcance de dichos enunciados tanto en el campo de la teología
como del conocimiento profano.
La controversia caracterizada con la palabra «Entmythologisierung»
(«desmitologización») muestra que tal problema existe verdaderamente:
el problema sobre el sentido que las afirmaciones escatológicas tienen, a
PRINCIPIOS TEOLOGICOS DE LA HERMENEUTICA 375

qué se refieren propiamente, hasta qué punto pertenecen a una proposi­


ción de fe, a partir de dónde y cómo hay que interpretar tales
afirmaciones en la Escritura. La teología protestante ha expuesto aquí,
sin duda, un problema al que la teología católica no se había dedicado
todavía de manera ni siquiera medianamente suficiente.
El método exacto que en sí sería necesario en esta tarea tendría que
ser, al menos al principio, teológico-bíblico. Es decir, habría que estudiar
el problema de qué principios hermenéuticos nos plantea la misma
Escritura cuando hace afirmaciones escatológicas. Atendiendo exacta­
mente a tales afirmaciones; comparándolas con los esquemas de
representación —inconmensurables en un determinado estrato de la
afirmación— con ayuda de los cuales se enuncian; preguntando exacta­
mente por lo propiamente original, la «radicación en la vida», o con más
rigor: por la experiencia absolutamente originaria de la revelación con
respecto a la cual todas las otras afirmaciones escatológicas son deriva­
dos e interpretaciones ¿ mentados también en cuanto tales en la
consideración comparativa de las escatologías singulares que aparecen
en la Escritura; en la aplicación del principio de la analogia fidei a la
escatologia bíblica; en una investigación histórica del origen de las ideas,
imágenes, motivos escatológicos, etc., sería en absoluto posible, siguien­
do, el hilo de las afirmaciones objetivas escatológicas bíblicas, derivar
ciertos principios según los cuales la misma Escritura quiere ser inter­
pretada en tales afirmaciones.
Sin embargo, es evidente que en una hora escasa no podemos andar
este camino, si es que queremos alcanzar un objetivo. De ahí que tenga­
mos que elegir el método, en sí más problemático, de las consideraciones

Esto no quiere decir, naturalmente - tratándose de la Escritura—: derivados e interpretaciones


no obligativos. Lo único que afirmamos es que también en la Escritura se hace teología, es decir,
se sacan conclusiones de los datos primeros, originalísimos y no referibles a otros, de la revela­
ción; entre tales datos se conciben nuevas conexiones, etc. Dichas conclusiones —por serlo de
la Escritura y del auténtico portador de la revelación son para nosotros totalmente obligativas
y merecen, por tanto, el predicado de reveladas. Para saber exactamente lo que tales afirmacio­
nes derivadas aunque también obligativas quieren decir exactamente, qué alcance tienen,
qué enunciados, en determinadas circunstancias, no son mentados, qué cuestiones quedan
abiertas en ellos, puede ser totalmente útil y basta necesario ver de dónde han sido derivadas
ellas mismas, de qué son articulación e interpretación y de qué quieren serlo únicamente. Su
procedencia lógica puede explicar y delimitar más precisamente su contenido mentado.
376 KSCATOLOGIA

dogmáticas fundamentales '. Hemos de suponer simplemente al hacerlo


que los resultados de tal método se confirman en una hermenéutica que
se tomara inmediatamente de los datos bíblicos, o que al menos no esta­
rían en contradicción con tal hermenéutica conseguida a posteriori.
Pero basta ya de observaciones previas, aun cuando el método que
vamos a emplear no haya sido descrito rigurosamente en ellas, ni justifi­
cado a priori. Entramos, por tanto, inmediatamente en el problema que
nos ocupa.

— Primera tesis

En la intelección cristiana de la fe y en su enunciación tiene que exis­


tir una escatologia que se refiera verdaderamente a lo futuro, a lo
temporalmente todavía no realizado, en un sentido totalmente usual y
empírico. Teológicamente no puede admitirse una interpretación de las
afirmaciones escatológicas de la Escritura que «desmitologizándolas» en
absoluto las des-escatologizara de tal forma que todas ellas mentasen sólo
un suceso acaecido, una decisión tomada en el ahora de la existencia del
hombre concreto.
Esta primera tesis no necesita ser probada largamente. No puede
dudarse que la predicación doctrinal de la Iglesia quiere hacer afirma­
ciones sobre acontecimientos temporalmente futuros, aun no realizados,
que también ella «profetiza» en dicho sentido. Al teólogo católico tam­
poco puede caberle ninguna duda sobre el hecho de que tales
afirmaciones en este sentido no sólo son interpretadas así por la con­
ciencia actual de fe de la Iglesia, sino que tal interpretación actual tiene
que ser sostenida inequívoca y absolutamente como la de la fe perma­
nente, invariable, que, por tanto, según el concepto católico de fe y
doctrina, queda excluida fundamentalmente toda interpretación
«des-escatologizadora». Tratando aquí de los principios dogmáticos de
la hermenéutica puede bastar con que bagamos constar esto. Sin embar­
go, añadamos, al menos, que la Escritura misma en su auto-intelección,

Este camino no es, naturalmente, «problemático» por ser, y en cuanto es, dogmático, es decir
aquí : sistemático. Sino porque en esta cuestión in concreto no es fácil decir si, y en qué
medida, tales consideraciones pueden conducir a un resultado.
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE LA HERMENEUTICA 377

interpretada todavía de manera tan existencial, excluye también indiscu­


tiblemente dicha desescatologización y cjue, por tanto, ésta no sólo va
contra la profesión de fe de la Iglesia, sino también contra la Escritura.

—Segunda tesis

La intelección cristiana de la esencia, de la vida y del carácter perso­


nal de Dios no considerará su «omnisapiencia» sólo como un axioma
metafisico, sino como un enunciado de fe propiamente tal y lo referirá
también al conocimiento divino de los sucesos futuros. En tanto dicho
conocimiento se refiere a la realidad del mundo y del hombre, no puede
ni debe ser metafísica y teológicamente negada ni puesta en duda una
posibilidad fundamental, «abstracta», de la comunicación de tales suce­
sos futuros sabidos por Dios y que, por ser humanos, no superan en si
fundamentalmente la amplitud intelectiva1del hombre. Por tanto, todo lo
que aún ha de decirse se basa fundamentalmente en la apertura del
tener-que-contar con que, según el Vaticano (Dz 1748; cf. Humani generis:
Dz 2317), el hombre, en tanto interlocutor del Dios vivo que puede reve­
larse, no puede reducir a priori la amplitud de la posible palabra de Dios

Esta consideración debe ser tenida en cuenta, porque es también importante para nuestras con­
sideraciones. No basta hacer referencia a la omnisapiencia de Dios en sí para hacer ver que Dios
puede comunicar al hombre sucesos futuros. Hay que añadir que tal comunicación es también
posible vista desde el hombre, es decir, que no trasciende su «amplitud intelectiva». No todo es
de antemano comunicable a todos. Un acto de este tipo puede fallar en sí no sólo por el saber
- o no-saber— del que comunica, sino también por la capacidad receptiva del que oye. A partir
de ahí es evidente de antemano que, por lo menos, no todo modo y forma, todo grado de clari­
dad e intensidad de un saber sobre sucesos futuros puede serle accesible al hombre en su
situación presente —sin que dicha situación desaparezca con tal comunicación—. Aquello de
quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur vale también aquí. La situación del oyente es
una ley a priori de la posibilidad de su poder-oír; la intelección, a pesar de su «objetividad» y
verdad, lleva también en sí la estructura del oyente que es finita y condicionada. Por tanto, no
todo puede ser oído por todos. Pero aun siendo esto verdad y estando basadas las considera­
ciones siguientes en ello (tesis ,‘3ass.) lo que, por lo pronto, nos interesa decir en esta segunda
tesis es que para Dios no puede haber ningún límite absoluto en orden a cualquier especie de
comunicación de sucesos futuros que se refieran al hombre. Y la razón es que tales sucesos jus­
tamente en cuanto humanos no pueden estar absolutamente más allá de su frontera intelectiva.
Aun cuando con ello tampoco anticipamos ninguna decisión previa sobre el modo preciso de
tal intelección y de sus límites.
378 ESCATOLOGIA

mediante un límite, determinado por él en aprioridad humana, más allá


del cual Dios no pudiera —de iure o defa d o — revelar algo futuro’. Todo
lo que aún hemos de decir no debe ser concebido como una ley en la que
el hombre dispone de lo que Dios puede revelarle sobre el futuro.
Una doctrina católica de hermenéutica escatològica tiene que consi­
derar también que la profecía, o sea, la predicción del futuro, siempre ha
sido vista en la tradición católica —bajo supuestos que no vamos a expo­
ner aquí "— como una prerrogativa de Dios, y por eso, cuando acaece,
tiene para la teología fundamental el valor de una prueba del obrar de
Dios —cf., por ejemplo, Dz 1790 (Vaticano); 2145 (juramento antimo­
dernista) —.
Al limitar, por tanto, con una cierta amplitud, en las páginas siguien­
tes el sentido, dirección de procedencia y alcance de las afirmaciones
escatológicas, nos referimos, en último término, a una limitación históri-
co-salvifica de hecho y quoad nos, no a una reducción del saber o de la
posibilidad reveladora de Dios a partir de él con carácter metafisico abso­
luto. La apertura absoluta y sin condiciones para toda palabra de Dios,
por muy inesperada que quizás sea e incapaz de ser calculada, de una
parte, y los principios materiales intelectivos, orientados al contenido,

Con esto no se ha decidido ya, naturalmente, si y en que medida tal comunicación implica, como
supuesto suyo, y se crea ella misma, una modificación real y existente de la situación humana y
su condición de ser. Una revelación propiamente sobrenatural — ¡sobrenatural con respecto a
su objeto! — supone, por ejemplo, para una metafìsica del conocimiento verdaderamente tomis­
ta—y no maleada por el nominalismo—, que el acto de oír tal revelación sobrenatural es
sobrenatural incluso también subjetivamente, es decir, sustentado por la gracia (increada). Pero
el hombre no puede a priori y de por sí disponer qué puede él oír de Dios y qué no. Y la razón
es justamente que el hombre respecto a Dios no puede disponer en qué medida es realmente
creado de nuevo por él y convertido en una nueva criatura —lo cual es posible, a pesar de su
naturaleza humana permanente, porque dicha naturaleza, sin perder su humanidad, es ya siem­
pre capax infiniti (al menos in potentia oboedientialï)—. Por tanto, lo que se dice en las tesis
siguientes no es sencillamente una ley a priori de lo que en sí y absolutamente es posible, sino
una norma que se orienta ya según lo dispuesto por Dios, de hecho, en el orden concreto de su
obrar salvifico.
Puede existir una auténtica visión clara de sucesos futuros que no signifique una revelación mila­
grosa de Dios y una verdadera profecía, pero tal visión puede ser conocida también en su
peculiaridad como fenómeno natural. Cf., por ejemplo, Karl Rahner, Visionen und
Prophezeiungen (Quaestiones disputate 4) (Freiburg de Br.J 1958) 92-97. Hay que tener en
cuenta que lo que causa la impresión del «reportaje» —aunque en verdad fragmentario, arbitra­
riamente elegido y limitado - es justamente esa historia del futuro que hay que interpretar
parapsicològicamente así como una profecía no propiamente milagrosa.
PRINCIPIOS TKOl.ÓCICOS DK, LA HKRMKNKÚTIOA 379

para una determinada región enunciativa del hablar divino, de otra parte,
tomados de la palabra de Dios acaecida de hecho, no se contradicen.
Si sólo se hablara de uno de los principios: que no se puede poner
límites y condiciones a Dios, tampoco con relación a lo que él nos dice
sobre nuestro futuro, podría suceder que se interpretara la libertad sobe­
rana de Dios en su revelación escatològica —de forma inexplícita, pero
tanto más peligrosa y pródiga en consecuencias— bajo determinados
supuestos tácitos que limitasen esa libertad explícitamente proclamada
del decir de Dios y la apertura absoluta de nuestro oír más aún que si se
enunciase expresa, pero justamente a partir de la palabra de Dios dicha
efectivamente, algunos principios explícitos, que por ser enunciados
reflejamente, pueden ser confrontados siempre de nuevo con la palabra
de Dios y, así, criticados.
En este caso también, como en otros teológicos, sucede que quien
rechaza en teología consideraciones y principios metafísicos, por consi­
derarlos incompatibles con la palabra de Dios y su soberanía, no se libera
para el dominio puro de la palabra de Dios, sino que se somete al domi­
nio de prejuicios metafísicos inexplícitos y, por ello, más peligrosos.
Quien lee, por ejemplo, las afirmaciones escatológicas de la Escritura
como quien intenta reconstruir lo más plásticamente posible y con exac­
titud un acaecer pasado con una colección de noticias singulares
fragmentarias, combinándolas como un mosaico —y aproximadamente
así siguen procediendo todavía nuestras escatologías, sobre todo las de
tipo más bien popular—, supone, por ejemplo, sin advertirlo, una imagen
del hombre y de su situación existencial que no sólo es falsa, sino que
pierde además, ciertamente, el sentido propio de las afirmaciones esca­
tológicas de la Escritura.
Y es que el hombre mismo, justamente debido a esta concepción de
las afirmaciones escatológicas como un reportaje anticipado de sucesos
futuros, pierde su carácter escatològico, es «ri« -escatol ogizad o»: es decir,
se convierte en un ser que en su presente como tal no está afectado por lo
futuro, porque, en tal concepción, lo futuro es sólo lo remotamente por
realizar y no lo que se «presencia» como tal. Y así el mensaje escatològi­
co se convierte en un decir que ya no nos afecta en cada uno de nuestros
aboras, por referirse inequívocamente a un tiempo posterior por realizar
y remoto, y sólo a él.
La falta de todo horizonte a priori de carácter explícito no permite a
la Escritura decir lo que ella quiere decir, sin que nosotros la hayamos
380 ESCATOLOGIA

influido previamente, sino que hace a su decir, ya de antemano, inexis-


tencial. Hay que buscar, por lo tanto —a pesar de reconocer que Dios
sabe todo, también lo futuro, y que puede decir todo, si así le place—, un
ámbito a priori de las afirmaciones escatológicas, un horizonte intelecti­
vo propiamente tal.

— lercera tesis

El ámbito de las afirmaciones escatológicas, y con ello también su


hermenéutica, está constituido y delimitado por dos enunciados en su
unidad dialéctica. (El segundo está muy cerca de la primera tesis y se
roza con ella, pero, sin embargo, tiene que ser separado nuevamente
aquí).
a) Según la Escritura, hay que sostener que Dios no1ha revelado al
hombre el día de la plenitud. Esto no sólo significa que nosotros no
podemos fijar el fin y la plenitud de forma exactamente puntiforme en un
espacio físico de tiempo dilatado hasta lo futuro. No sólo no sabemos
exactamente cuándo será el fin. No sólo «no ha sido revelado todavía con
toda exactitud», por lo que respecta al tiempo de su realización. A la ple­
nitud le corresponde un carácter esencial de ocultación para nosotros a
propósito de todas sus peculiaridades y propio de ella como tal. Dicho
carácter está dado ya esencialmente con los existenciales cristianos de la
fe y la esperanza. Sin ese carácter de ocultamiento de la plenitud no rea­
lizada la fe y la esperanza no serían en modo alguno lo que son y tienen
que ser cristianamente. Y recíprocamente: lo oculto al ser anunciado
pierde, ciertamente, su modo de lo meramente no-sabido, de lo ausente
y pasado-por-alto, pero justamente así entra en el modo de presencia en
tanto oculto, inabarcable, de lo que dominando no puede ser dominado
y es amenaza. Deja de ser lo que no me afecta porque no lo sé, y al mismo
tiempo no se convierte exactamente en algo con lo que se puede contar
como una realidad fija que dejaría de ser peligrosa porque ahora ya se

Textos como Me 1.3, 32 pertenecen, ciertamente, aun considerados de manera puramente his­
tórica, a la roca primitiva de la doctrina de Jesús. Cí. también Heb 1,7. Naturalmente, no es éste
el lugar de tratar la cuestión tie cómo es compatible ese no saber el «día» con la «espera cerca­
na» y con los signos aducidos por los cuales puede conocerse la llegada del fin del mundo.
PRINCIPIOS TKOLÖOICOS DK LA HKRMKNKÚTICA 381

sabe «a qué atenerse». Lo escatològico existe en su revelación justamen­


te como el misterio.
Aquí no podemos entrar detenidamente en la cuestión de qué condi­
ciones a priori se pueden conjeturar en el espíritu y libertad, para que lo
oculto, justamente en cuanto tal, no cese y resulte inexistente para el hom­
bre, sino que pueda estar presente como lo inabarcablemente amenazante,
como lo inesperado, como lo obvio, que es el milagro no dominado.
Tampoco podemos reflexionar sobre la causa de que así, por la palabra, de
la revelación de Dios, lo oculto pueda estar presente como lo futuro y lo
futuro como lo oculto. Aquí hemos de conformarnos con postular, aten­
diendo a la realidad y hermenéuticamente, que sólo puede ser verdad que
no sabemos el día del Señor si, por la revelación de Dios, lo futuro adquie­
re para nosotros carácter de inminencia y de promesa en tanto lo
inabarcable e inconcebible, misterio de Dios que permanece y se acerca.
La revelación, aquí más que en ningún sitio, no es la traslación de lo
hasta entonces no sabido al estadio de lo sabido y disponible por com-
prehendido, sino el primer abrirse y acercarse del misterio como tal. El
carácter de ocultación de lo escatològico en su haber-sido-revelado es
absolutamente esencial para él. Y, como queda dicho, según la Escritura
misma. Ya desde tal perspectiva podría distinguirse el decir auténtica­
mente escatològico y el enunciado apocalíptico, por lo que respecta al
contenido, quizás no siempre por lo que respecta a la forma, mediante un
criterio muy esencial. Desde este punto puede decirse ya: siempre que
un decir sobre el futuro es para el contenido a que se refiere el reportaje
anticipado del espectador en el suceso futuro y dicho reportaje, al serlo
de un suceso perteneciente a la historia humana, que en sí no puede
tener un carácter absoluto de misterio, arrebatara su carácter de oculta­
ción al suceso escatològico, se trataría de una falsa interpretación
apocalíptica, o es que una verdadera afirmación escatològica, a causa de
la manera apocalíptica como se anuncia, ha sido entendida falsamente
como apocalíptica en su contenido. Hay que preguntarse, por tanto,
cómo es posible que una afirmación pueda hacer presente una realidad
futura de tal forma que ésta, en tanto es en nuestra existencia presencia
amenazante o redentora, le corresponda un carácter totalmente específi­
co de ocultación.
b) El segundo elemento que constituye y limita el ámbito de las afir­
maciones escatológicas y con ello el de su hermenéutica, es la
historicidad esencial del hombre. El hombre es un ser histórico, lo cual
382 ESCATOLOGIA

implica más que una temporalidad meramente externa y lineal como la


que es propia de lo físico. Siendo esto así, resulta, entonces, que a su
auto-intelección, justamente en cada uno de los momentos de su actuali­
dad y presencia, le corresponde la mirada regresiva a un pasado
auténticamente temporal, una «anamnesis», y la mirada anticipadora a
un futuro auténticamente temporal, es decir, el estar-referido al comien­
zo y fin de su historicidad temporal, tanto en la vida del hombre concreto
come, en la de la humanidad \ Anamnesis y prognosis pertenecen a los
existenciales ineludibles del hombre.
Es verdad que pueden estar dadas en forma de olvido indiferente. Pero
no pueden faltar. El hombre se tiene a sí mismo, dispone de sí mismo, se
entiende, conservando en la anamnesis su pasado y haciendo que en la
prognosis esté ya presente su futuro aun no realizado. Este futuro se presen­
cia en la memoria escatologica de la salvación. En dicha memoria, por ser la
salvación la plenitud del hombre entero y no sólo de una dimensión singu­
lar suya, no puede faltar la plenitud de determinados estratos humanos, o
mejor dicho: la plenitud del hombre uno bajo todos los aspectos de su rea­
lidad una total y sin embargo plural. La prognosis tiene que referirse al
hombre entero según todas las necesidades de expresión dadas con su ser
plural y que no pueden ser reducidas unas a otras.
Si faltara la referencia a un futuro real aun por realizar, bajo todos los
aspectos esenciales del hombre, si se eliminara en una presunta «desmito-
logización» a favor de un actualismo existencial o se pasara por alto que al
hombre, también en la cuestión de su salvación, le pertenece su existencia
física, espacio-temporal y corporal y que siempre hay que afirmar también
desde ahíla constitución del hombre y, por tanto, también la de su plenitud
una y total, se le mitologizaría en verdad y se mitologizaría su auto-intelec­
ción porque faltaría su auténtica temporalidad lineal hacia lo
temporalmente aun no realizado, es decir, una dimensión de su historicidad
en la que él coopera también con su Dios a su salvación. En tal caso, su sal­
vación ya no sucedería donde nosotros verdaderamente estamos.
Pero si el presente de la existencia del hombre es su referencia al
futuro, si el futuro, permaneciendo como tal, no es algo pre-dicho, sino

Cf., por ejemplo, A. Darlapp, «Anfang»: LTliK I (Freiburg de Br. - 1957) 525-529;
«Gescliichtliclikcit»: LThK LV ( 1900 ) 780-785 (y la bibliografía aducida); «Anamnese»: LTliK
I- 483-480.
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE LA HERMENEUTICA 383

un elemento suyo y de su presente actual en su ser, el conocimiento del


futuro —en la medida en que está todavía por realizar— es un elemento
interno de la auto-intelección del hombre en su presente— desde dentro
de él. Sobre esto hemos de hablar en seguida más detenidamente.

— Cuarta tesis

Si lo dicho en los apartados 3.a. y 3.b. es verdad, es decir, si tal


futuro real es sabido y está presente en forma de ocultación, es de espe­
rar —siempre teniendo en cuenta lo dicho en la tesis primera— que el
contenido del saber sobre el futuro auténtico, véngale al hombre de
donde le venga y que es uno de los elementos constitutivos de su pre­
sente, es necesario en lo futuro todavía por realizar para la intelección de
la existencia actual. El saber sobre lo futuro será el saber sobre la futuri-
ción del presente, el saber escatològico es el saber sobre el presente
escatològico. La afirmación escatològica no es una afirmación ulterior y
aditiva añadida a la afirmación sobre el presente y el pasado del hombre,
sino un elemento intrínseco de dicha auto-intelección del hombre. El
hombre tiene que saber sobre su futuro porque es en devenir hacia lo
futuro. Pero justamente de forma que ese saber sobre el futuro pueda ser
un elemento del saber sobre su presente. Y sólo así.
El contenido de este saber escatològico recibe ya con ello un carác­
ter de ocultación. Si tal contenido fuera el reportaje de lo futuro,
experimentado vivencialmente con anterioridad y en ese sentido
«pre»-visto, tal y como es en él mismo, lo futuro, entonces, en tanto lo
humano en estado de perfección, no podría tener un verdadero carácter
de ocultación y misterio. Podría ser extraño, inesperado, sorprendente;
como si alguien me pre-dijera que un día seré emperador de la China.
Pero no podría ser misterioso y oculto si fuera descrito en su fenomena-
lidad propia, siendo ésta creada, aunque en estado de perfección1’. Pero

Si se dijera que lo futuro está en todo caso oculto, {jorque difícilmente puede imaginarse el esta­
do de plenitud, prescindiendo de cómo y a partir de qué es conocido, hay que contestar: una
plenitud futura como estado de nuestra plenitud sólo puede ser concebida si posee una relación
intrínseca con nuestro ser tal y como ahora lo experimentamos. Si no, tal plenitud nos resulta­
ría extraña y no la entenderíamos. Pero si se supone esto y se concibe tal plenitud como descrita
384 ESCATOLOGIA

si tal saber es un elemento de la auto-intelección del presente del hombre


—la cual es un elemento constitutivo del ser del hombre en tanto espíritu
personal— y si tal auto-intelección es esencialmente la auto-intelección de
un ser libre, arriscante, que se entrega a lo indisponible lo futuro sabido
participa necesariamente del carácter de esa existencia a lo imprevisto.
Para desarrollar un poco lo que acabamos de decir podremos afir­
mar, a propósito del contenido de tales afirmaciones escatológicas, que
el futuro tiene que existir:
a) Como no-comprendido e indisponible, porque sólo así queda
abierto al ámbito de la auténtica libertad creada, es decir, de la libertad
que a un tiempo cree, espera, se arriesga y confía, que sale de sí misma y
se entrega confiadamente a lo indisponible.
b) Tal futuro tiene que ser ahí verdaderamente, es decir, hay que
mirar previamente a él, hay que decir algo de él en tanto lo aún no reali­
zado, el Dasein tiene que ser existente verdaderamente hacia él en su
ocultamiento y futurición. El futuro tiene que ser un verdadero elemen­
to de la intelección existencial actual del hombre. Este no puede
entenderse sólo a partir de su puro y presente «hallarse» en tanto actual­
mente poseído, ni a partir de su propio anteproyecto, calculado de
antemano y que debe ser realizado autónomamente, sino que todo esto
tiene que ser mantenido constantemente en la aceptación del ser-dis­
puesto por lo indisponible e incalculable del futuro, que es de Dios y
sólo de él. De este futuro, por tanto, sólo puede decirse, en realidad, que
puede y debe ser la consumación del hombre entero por el Dios incom­
prensible en la salvación que, oculta en Cristo, ya nos está dada.
El concepto formal de la plenitud finalizadora del hombre entero
—si no se habla de un verdadero ésjaton— lo llena la revelación cris­
tiana de los ésjata sólo en tanto dice— y por eso permanece oculto—
que para el hombre singular y para la humanidad, en la cual y sólo

en su propia fenomenalidad a partir del futuro, ya no puede tener, entonces, un carácter de ocul­
tación. En tal caso, lo que de ella se dice tendría que ser entendido plenamente y
comprehendido o no ser entendido de ningún modo o, al menos, sernos a nosotros ahora exis-
tencialinente, es decir —aquí—: según la fe, falto de todo interés.
A esta indisponibilidad e inabarcabilidad le corresponde también, naturalmente, sobre todo la
disposición incalculable del Dios libre en su obrar soberano, no sólo la inabarcabilidad del obrar
libre del hombre para él mismo mientras tal obrar no ha sido todavía realizado y dicha libertad
no ha aceptado el carácter incalculable de su material en el mundo.
PRINCIPIOS TEOLOGICOS DE LA HERMKNEÚTICA 385

perteneciendo a la cual puede hablarse de salvación, se trata de la ple­


nitud de la salvación prometida y asignada ya, en la fe, al hombre y a
la humanidad por Dios en Cristo Jesús

— Quinta tesis

Si la tesis tercera, con sus dos apartados a y b, es verdadera, se sigue,


entonces, a propósito de la fuente, del de-dónde de tales enunciados
escatológicos, que, al menos, hay que presumir que el hombre de ese
futuro verdaderamente por realizar sólo sabe —incluso por revelación—
lo que de él puede experimentarse prospectivamente en su presente desde
y en su experiencia histórico-salvífica. De ello se sigue también que el
progreso de la revelación escatològica en la historia de la revelación ante­
rior al cristianismo y en la cristiana hasta su culminación en Cristo es
idéntica al progreso de la revelación de la historia actual de salvación, es
decir, de lo que Dios hizo en el hombre antes y ahora. Es decir, la revela­
ción escatològica alcanza necesariamente y no sólo defacto su cumbre en
el hecho de que Dios ha revelado al hombre su autoapertura y comuni­
cación trinitaria que acaece en la gracia de Cristo el crucificado y
resucitado, y que ahora ya ha sucedido —aunque todavía en la fe—.
La escatologia, por tanto, no es el reportaje anticipador de sucesos
que más tarde acaecerán —tesis fundamental de las concepciones apoca­
lípticas falsas, a diferencia de la auténtica profecía—, desde el interior de
los sucesos futuros y a partir de ellos (ya que Dios, según una teoría
metafísica del conocimiento del ser y del saber de Dios, «ya ahora» es

Aquí no podemos intentar, naturalmente —aun cuando más abajo se hacen algunas indicaciones
a este propósito—, probar que de hecho todos los enunciados escatológicos que la fe cristiana
enseña y sostiene pueden ser leídos como desarrollos de este único enunciado. Pero si se entien­
de que el fin con el que todo acaba para el hombre concreto, la humanidad y el mundo en general,
es justamente la plenitud del comienzo constituido con Cristo —el Resucitado— y sólo esto, que,
por tanto, dicha plenitud total como fin de toda historia no surge de otro comienzo que quizá
hubiera que constituir, es decir, que el comienzo, Cristo, es la ley única y adecuada del fin y que
tal plenitud lleva por ello todos los rasgos de tal comienzo, puede entenderse sin más la proposi­
ción enunciada arriba. Solamente hay que llevar a cabo la prueba contraria y preguntarse si
existen afirmaciones con obligación de fe cuyo contenido sea inequívoco y que en tal inequivoci-
dad no puedan ser referidas a dicha proposición fundamental. Si tal cuestión se niega, con razón,
se ha probado ya con ello suficientemente la exactitud de esa proposición fundamental.
386 ESCATOLOGÌA

simultáneo a ellos y por eso puede darlos a conocer ya ahora). La escato­


logia, por el contrario, es la mirada anticipadora, para el hombre necesaria
en su decisión espiritual de libertad y fe, desde dentro de su situación his-
tórico-salvífica —en tanto fundamento etiológico del conocimiento—
determinada por el acaecer de Cristo, hacia la plenitud definitiva de esta
su propia situación existencial, ya escatològica para posibilitar su propia
decisión, iluminada y con todo arriesgada en la fe, hacia el interior de lo
oscuramente abierto, a fin de que el cristiano acepte ahí su presente
como momento de la realización de la posibilidad fundada en el
comienzo —que, en definitiva, es Cristo— y como futuro ya presente
ahora ocultamente y definitivo. Y dicho futuro se presenta después como
salvación cuando es aceptado como obra —no calculable en cuanto a su
tiempo y modo— de Dios, que es el único que dispone, y cuando así el
escándalo de la contradicción todavía dada respecto a la salvación ya dada
en Cristo —mundo en pecado, división de los pueblos, discrepancia entre
la naturaleza y el hombre, concupiscencia, muerte, dominio de los pode­
res y potestades— es soportado en esperanzada paciencia como
participación en la Cruz victoriosa y redentora de Cristo.
Aquí en esta tesis no importa el contenido de la afirmación escatolò­
gica que acabamos de esbozar, ni tampoco su interpretación. Lo decisivo
es el enunciado de que la afirmación sobre la situación actual de la exis­
tencia cristiana o su revelación no es completada adicionalmente por
medio de una comunicación absolutamente distinta sobre lo futuro, sino
que es ya eso, tal comunicación. El cristiano que acepta la revelación
sabe, para conocer a Cristo y porque le conoce, que la plenitud es justa­
mente de Cristo y fuera de esto no sabe propiamente nada de ella.
Expresado en otros términos: el hombre en tanto cristiano sabe su futu­
ro porque sabe de sí mismo y de su redención en Cristo por la revelación
de Dios. Su saber de los ésjata no es una comunicación adicional a la
antropología dogmática y a la cristologia, sino exactamente su transposi­
ción al modo de la plenitud.
Tal proyecto prospectivo de la propia existencia cristiana hacia su
futura perfección es, sin embargo, rigurosa revelación porque tal inter­
pretación desveladora de la existencia humana es revelación que acaece
en la palabra de Dios. Pero la revelación del futuro acaece justamente en
lo que el hombre oye sobre sí mismo de parte de Dios en tanto la aper­
tura de la verdad de su existencia, y viceversa. Ambas cosas en el mismo
grado y medida en que esta interpretación del hombre hecha por Dios
PRINCIPIOS TEOLOGICOS DE LA HERMENEUTICA 387

avanza en la historia humana: y por eso y de manera no superable en


Jesucristo, en quien Dios se ha dicho como salvación al hombre, defini­
tivamente y de forma que ya no podrá ser rebasada.
La antropología y la escatologia cristianas son, en definitiva, cristo­
logia en la unidad de las fases diversas y, sin embargo, solo posibles y
perceptibles simultáneamente, del comienzo, del presente y del fin
pleno. Si la manera de la revelación, la fuente de la revelación de lo futu­
ro —de los ésjata—, no fuera la del proyecto prospectivo de la existencia
a la plenitud del fin de los tiempos, lo comunicado en la revelación sería,
entonces, lo futuro visto o acordado en sí mismo inmediatamente por
Dios, dicho por el relato que, en cierto modo, camina hacia atrás desde
el futuro al interior de nuestro presente. Pero entonces no habría que
explicar dónde pueda radicar el misterio esencial, encerrado sólo en
Dios, del futuro para nosotros inabarcable y abierto; ni tampoco por qué
y cómo tal relato pueda exponer, de hecho y fundamentalmente, el futu­
ro en tanto abierto —por tanto, no presentizado ya precisamente
mediante una «adivinación» visionaria— sin destruir el carácter esencial
de dicho enunciado; ni por qué se expresa evidentemente tal relato con
una plasticidad que no está tomada de la fenomenalidad de lo futuro en
sí mismo y que tampoco quiere ser tal cosa. Que ésta no es la intención
de la Escritura se sigue del hecho de que estas ilustraciones plásticasia

Los contenidos expresados, las afirmaciones según el sentido al que se refieren y que enuncian,
pueden acoplarse, naturalmente, unos con otros en las diversas escatologías de la Escritura. Pero
no los esquemas de representación como tal, por medio de los cuales se describe el contenido.
En muchas escatologías vulgares de tiempos cristianos posteriores (que tácitamente parten del
supuesto de que las imágenes escatológicas -venir sobre las «nubes del cielo», sonido de la
trompeta, apertura de los sepulcros, reunión en el valle de Josaíát, ser arrebatados en el aire
saliendo al encuentro de Cristo, caída de las estrellas a la tierra, «incendio» de los mundos, etc.—
son datos sobre los ésjata en su futura fenomenalidad misma, es decir, el reportaje de un espec­
tador de los sucesos futuros) se acoplan dichos datos en el nivel de lo fenomenal excluyendo
tácitamente una parte de ellos o disponiendo esos sucesos, de manera arbitraria, unos detrás de
otros. La dificultad de tales armonizaciones a nivel falso, de un lado, y la naturalidad con que la
Escritura misma, sin hacer mucho caso de los enunciados singulares, emplea uno tras otro los
más variados esquemas de representación de la más diversa procedencia, muestran, de otro
lado, que la Escritura no tiene ninguna intención de querer describir la fenomenalidad de los
ésjata mismos. (Con ello no se dice también necesariamente que la Escritura misma tenga que
ser consciente muy explícita y reflejamente de la diversidad de su modo de expresarse de tal
manera descriptiva). Pero si la escatologia bíblica fuera el reportaje desde el futuro - y no la
mirada anticipadora al futuro desde el presente y su interioridad— no se vería por qué no des-
388 ESCATOLOGIA

escriturarias no pueden acoplarse entre sí; no quieren ser, por tanto, par­
tes de la fenomenalidad de la realidad futura.
La «radicación en la vida» del saber escatològico, la fuente propiamen­
te originaria de las afirmaciones escatológicas, es, por tanto, la experiencia
del obrar salvifico de Dios en nosotros mismos. Si puede decirse, en general,
que el suceso revelador es el obrar de Dios cabe nosotros en la historia, la
experiencia de su acción cabe nosotros en la gracia de Cristo y no sólo o
primariamente comunicación de enunciados verdaderos —aun cuando
también esta experiencia del obrar de Dios en nosotros lleva en sí la
palabra como momento interno—, puede decirse también de la revelación
de los ésjatas que no viene a nosotros ,en un puro hablar sobre lo futuro en
tanto no realizado, sino en el obrar en el que Dios ha hecho ya en verdad su
comienzo cabe nosotros, de modo que nosotros sólo podemos hablar de tal
comienzo hablando de él como principio que quiere realizarse plenamente
y lleva consigo, por lo mismo, el conocimiento de dicha plenitud, aunque
como oculta.
Si se sostiene dicho punto de partida fundamental de que en el saber
sobre el presente salvifico en Cristo está dado el saber sobre los ésjata y sólo
así, y si dicho punto de partida fundamental fuera desarrollado de manera
consecuente, tendría que ser posible rechazar tanto una falsa intelección
apocalíptica de las afirmaciones escatológicas —que también encuentra un
eco múltiple en la escatologia de la teología católica y no sólo en sectas de
apocalíptica espera— como una existencialización absoluta, «desmitologi-
zadora» de tales afirmaciones que olvida que el hombre existe en auténtica
temporalidad orientada a un futuro verdaderamente no realizado aún y que
vive en un mundo, que no es sólo existencia abstracta, sino que tiene que
alcanzar la salvación con todas sus dimensiones —es decir, también en la no
existencial, también en la temporalidad profano-temporal—.
Si no se piensa en una existencia abstracta, sino concreta, si se com­
prende que el hombre es en su presente existencial en tanto existencia
concreta —que abarca, por tanto, todas las dimensiones de su Dasein, es

cribe la realidad tal y como es «en sí» en su manifestación vivencial. Quien dijera que esto no es
posible por faltarnos ahora todavía las posibilidades de representación y conceptos, concede
lo advierta o no— lo que decirnos. Pues lo que, bajo el supuesto hecho, pueda decirse todavía y
se diga efectivamente sobre los ésjata es, entonces, justamente lo que desde el presente del
ésjaton ya acaecido, Cristo, puede decirse de ello.
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE I,A HERMENEUTICA 389

decir, también su entrega a lo mundano profanamente inexistencial—, si se


comprende que la salvación no puede ser nunca una determinación de sólo
una dimensión especial cualquiera del hombre, porque esto sería una mitolo-
gización verdaderamente falsa, se puede decir, entonces, bajo tales supuestos,
también en una dogmática católica, que no puede haber afirmaciones escato-
lógicas que no puedan ser referidas regresivamente a la de dicha existencia
cristiana tal y como es ahora. Pero esto no significa una des-escatologización,
sino —si podemos arriesgar tal palabra— una des-apocaliptización. Hoy, en
no pocos casos de una intelección vulgar de las afirmaciones escatológicas de
la Escritura y del magisterio eclesiástico, es necesario, ciertamente, llevarla a
cabo fundamentalmente y por razón de un testimonio fidedigno del mensaje
cristiano, pero quizás no se haya hecho todavía en todas partes y con sufi­
ciente carácter explícito en la teología católica.
Resumiendo de nuevo brevemente lo dicho hasta aquí, puede decirse:
la teología bíblica tiene que ser leída siempre como afirmación, desde el pre­
sente en tanto revelado, hacia el futuro auténtico, pero no como afirmación
desde un futuro anticipado al interior del presente. Una afirmación desde el
presente al interior del futuro es escatologia, una afirmación desde dentro
del futuro al interior del presente es apocalíptica. La afirmación escatològi­
ca pertenece a la esencia del hombre y, cuando se trata del presente
desvelado por la palabra de Dios, es escatologia cristiana. La afirmación
apocalíptica no es ni fantasía ni gnosticismo, porque inconscientemente
parte del hecho de que el futuro existe no sólo en el misterio inaccesible de
Dios como tal y en su permanencia en la luz inaccesible —cosa que el cris­
tiano también tiene que decir—, sino que además realiza en sí mismo ya
desde siempre un Dasein supratemporal, del cual la historia no es más que
la proyección sobre la amplia pantalla del tiempo aniquilador, del que en
realidad no crece la vigencia eterna del hombre, sino que, en este contacto
gnóstico con la realidad propia —apocalipsis—, es en realidad suprimido y
desenmascarado en su nadería1‘.

' ' No es ésta la ocasión de detenernos ampliamente y con rigor en la objeción, con la que hay que
contar, de que la escatologia cristiana es anunciada sobre todo, por Jesús, y que él, a causa de su
visio beata y su saber infuso, conoce los ésjata de tal forma que puede hablar sobre ellos desde
dentro y no sólo desde la situación salvifica presente -aunque ella misma sea también escato­
lògica - hacia ellos. Digamos únicamente que aun concediendo el supuesto, sin matizar
aunque el saber presupuesto de Jesús, que no puede negarse, tiene que ser concebido en
su peculiaridad de forma que incluso la posibilidad adecuada y universal de traducirlo quoad
390 ESCATOLOGIA

— Sexta tesis

Desde este punto de partida fundamental de una hermenéutica de las


afirmaciones escatológicas se siguen nuevos resultados. Expongamos
aquí algunos para esclarecer así de esta forma todavía mejor el sentido y
alcance de tal punto de partida. En el orden de estas indicaciones no
procedernos con rigor sistemático.
a) La escatologia procede, en su contenido y certeza, de la afirmación
sobre el obrar salvifico de Dios en su gracia cabe el hombre presente y en
dicha afirmación tiene su norma. De ahí se sigue que la escatologia de la
salvación y de la reprobación no están al mismo nivel. Por lo pronto,
desde este punto de partida, resulta claro que cuando se habla de un
doble origen de la historia con respecto al hombre individual y a la huma­
nidad entera se hace una afirmación que para nosotros ahora no es
superable. Esto quiere decir que un hablar escatològico verdadero tiene
que excluir tanto el pretendido saber sobre una apokatastasis universal y
sobre la salvación cierta de un hombre singular antes de su muerte "

nos en una afirmación inteligible por nosotros no tiene que ser aceptada sin más tan evidente­
mente como de ordinario sucede -, puede discutirse todavía sencillamente que Jesús haya
hecho efectivamente lo que podía hacer. (La necesidad fundamental de dicha distinción no
puede ser negada, aun concediendo precisamente tal saber de Jesús, por ningún teólogo, si se
considera Me 13, 32. Pues aquí afirma Jesús expresamente que dice ?nenos de lo que sabe y
puede decir). Dicho de otra forma: la predicación escatològica de hecho, también la de Jesús,
puede entenderse completamente como afirmación prospectiva sobre la plenitud de lo que Jesús
anuncia de sí y de su misión como presente. Pues en realidad el contenido de lo que Jesús dice
como escatologia se sale de la escatologia de su tiempo sólo en un único punto, que ciertamen­
te es decisivo y todo lo transforma: él mismo en persona es la salvación y el juicio, ya ahora e
insuperablemente, y precisamente por eso también el fin, que, por lo demás, es enunciado con
los esquemas de representación de la escatologia de su tiempo.
La predicción de Jesús sobre el fin de Jemsalén es, a su vez, una cuestión que, por referirse a
un saber de sucesos /'w/mhistóricos e m/ramundanos, tiene que ser distinguida también cuali­
tativamente de la cuestión de un saber sobre el fin absoluto de todo. Además, podríamos
preguntarnos en absoluto si la destrucción del «estado eclesiástico» de Jerusalén no tuvo que ser
para Jesús una simple consecuencia lógica de la recusación de su misión mesiánica a tal institu­
ción politico-sacral y si dicha destrucción fue predicha, por ello, como tal consecuencia. Sobre
todo si se tiene en cuenta que quizá haya que contar con que algunas formulaciones de dicha
predicción auténtica están ya en la tradición de los sinópticos bajo el influjo del cumpli­
miento experimentado vivencialmente.
11 Con ello surge, naturalmente, un problema a propósito de la experiencia mística de una «firme­
za en la gracia» tal y como se describe en la hagiografía. Este problema no puede ser tratado aquí,
naturalmente, de forma detenida. Advirtamos sólo que, en primer lugar, habría que ver si dicha
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE LA HERMENEUTICA 391

como el saber cierto de una condenación inequívoca ' Y la razón es que


dicha escatologia debe describir nuestra situación en sus posibilidades
de tipo prospectivo que le pertenecen ahora y sólo eso; y porque al hom­
bre, en tanto peregrino y ser que se decide libremente a lo abierto y
esencialmente inabarcable y que sólo así puede decidirse verdaderamen­
te, tienen que estarle abiertas verdadera y existencialmente ambas
posibilidades, y porque en rigurosa verdad le están abiertas.

certeza mística sobre la salvación dice serlo verdaderamente, una certeza que consiste en
absoluta et infallibili certitudine (Dz 82fi), cui non potest subesse falsum (Dz 802), o si en su
esencia teologica se trata de una «seguridad» —aunque místicamente transfigurada— como la
que siempre es propia de la esperanza cristiana. Habría que seguir preguntando si la «muerte»,
en tanto cesura decisiva en la historia de la salvación —y con ello en el conocimiento de la sal­
vación propia, futura o presente- , tiene que coincidir siempre necesariamente en cuanto a su
momento temporal con el fallecer biológico. La consideración del sumergido en plena tiniebla
espiritual y que sin embargo biológicamente sigue viviendo hace ya que uno dude de la identi­
ficación al uso. Si se niega tal identificación puede referirse, entonces, la proposición enunciada
arriba a la imposibilidad de un saber sobre la salvación futura. Tal imposibilidad es anterior a la
muerte en tanto cesura \\\slóv\co-salvífica y, en este sentido, el místico en cuestión puede ser
considerado ya, de algún modo, como muerto histórico-salvíficamente, podemos adscribirle,
por tanto, en determinadas circunstancias tal saber absoluto sin que por ello neguemos la pro­
posición de que tratamos. Quien opine que esta última posibilidad es demasiado audaz o
forzada puede conformarse con la primera de las aludidas respuestas. La mística de una certeza
de la salvación no puede negar tampoco en su vigencia y valor la proposición enunciada arriba.
Las posibles objeciones contra dicha proposición son, naturalmente, conocidas. Con todo,
puede defenderse que ni la doctrina de la Iglesia en la tradición y en el magisterio extraordina­
rio, ni la doctrina de la Escritura obligan de manera ciertamente obligativa a la afirmación
determinada de que al menos algunos hombres están verdaderamente condenados, ni refirién­
dose a hombres conocidos por el nombre, ni a los que quedan anónimos; por el contrario, todas
las afirmaciones escatológicas de la Escritura y de la Iglesia sin anticipar un juicio futuro de
ésta— pueden leerse como afirmaciones sobre el hecho de que la condenación es, para el pere­
grino, una posibilidad auténtica e incapaz de ser remontada. En el mismo sentido escribe J.
Loosen, LThK I- 711 s: «Hay que contar inequívocamente con que hay hombres que pueden
perderse. Pero la revelación no nos dice claramente si son algunos, pocos o muchos los que
efectivamente se condenan». Quien piense que él sabe más y que con ese saber superior reafir­
ma la seriedad de la decisión vital aquende la muerte hace en realidad y existencialmente menos
seria la cuestión. La aplaza a lo general. Pero en realidad dicha cuestión alcanza su máxima serie­
dad y urgencia quemadora cuando cada uno de por sí se la plantea a sí mismo, cuando cada uno,
irremplazablemente, dice: yo puedo perderme, y yo espero salvarme. Y sí ésta es la verdad más
íntima —en la duplicidad una inseparable e insupriinible—, para cada uno siempre de por si,
¿por qué habría de saber más sobre otros para los que hemos de esperar tanto como ¡jara nos­
otros y cuyo destino no nos puede ser en verdad más indiferente que el nuestro propio? Sería
falso hacer valer aquí el destino de los demonios. Pues, entonces, habría que probar que su situa­
ción salvifica y la nuestra es la misma y que la diversidad del ser carece tie importancia para
nuestra cuestión, cosa que, evidentemente, es imposible. Con ello no ha sido realizada, natural-
392 ESCATOLOGÌA

Ahora bien, la escatologia es alcanzada por la gracia dada ahora y


dicha gracia tiene que ser afirmada en la fe no sólo como oferta de la mera
posibilidad del obrar salvifico, sino como vencedora —por recibir su efi­
cacia del mismo Dios—. Por eso la Iglesia puede y tiene que afirmar con
certeza, a pesar de la inseguridad en punto a la salvación de los todavía
peregrinos, que los mártires y algunos otros hombres muertos en Cristo
han alcanzado la salvación, y no puede permitirse una palabra paralela
sobre la condenación cierta de otros hombres.
La escatologia cristiana, por tanto, no es la prolongación simétrica de
una doctrina-de-dos-caminos —más propia del Antiguo Testamento que
cristiana— hasta el interior de sus dos puntos finales, sino que central­
mente es sólo la afirmación sobre la gracia de Cristo vencedora y
perfeccionadora del mundo, aunque ciertamente de forma que el miste­
rio de Dios a propósito del hombre singular en tanto todavía peregrino
sigue estando oculto sin que se sepa si éste es incluido o «excluido» en
esta victoria cierta de la gracia.
En una escatologia cristiana se hablará, por tanto, sólo de una pre­
destinación. Y en ella sólo hay un tema dado por sí mismo: la victoria de
la gracia en la redención consumada. De la posible condenación sólo
puede hablarse, y hay que hablar también, en tanto así y sólo así le está
prohibido al hombre asentar el triunfo cierto de la gracia en el mundo
como concepto para él mismo ya fijo y anticipado en la cuenta de su exis­
tencia libre y que aun tiene que ser arriesgada. La dogmática católica ha
condenado siempre como herejía la doctrina de la predestinación simi­
lar, doble y precedente, a la bienaventuranza y a la condenación. Esta
misma dogmática tendría que reflexionar sobre el hecho de que esto tam­
bién tiene consecuencias para la concepción acertada de una escatologia
que quizás en el libro, pero no en la realidad misma, tiene dos capítulos
igualmente justificados y similares sobre el cielo y el infierno.

mente, la tarea de la exéresis singular que, a base de los textos concretos de la Escritura y del
magisterio, tiene que mostrar que la concepción aludida es compatible con esos textos singula­
res. Este trabajo, se comprende, no puede ser realizado aquí. Pero lo dicho más arriba intenta
justamente indicar la idea conductora de esta exégesis concreta: las afirmaciones escatológicas,
a pesar de su concreción plástica, si se atiende a su conjunto y a la analogia fidei, son mentadas
como perspectivas intuitivas a un futuro posible —no regresivamente desde él— con el cual el
peregrino tiene que contar inequívocamente en la situación de su decisión y de manera no
remontable para este eón.
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE EA II ERMENEUTICA 393

b) Por referirse todas las afirmaciones escatológicas al hombre uno


en su totalidad, ya que ésta no puede ser separada adecuadamente en
dos partes —cuerpo y alma1(1— y en tanto las afirmaciones escatológicas
son sólo la repetición de las afirmaciones de la antropología dogmática
sobre el hombre uno a quien se refieren transportadas al modo de la ple­
nitud, la escatologia tiene que tener en sí necesariamente el mismo
dualismo doble que en las afirmaciones antropológicas sobre el hombre
uno no es posible remontar: tiene que ser escatologia general e indivi­
dual, porque el hombre es siempre individuo y ser social, sin que lo uno
pueda desaparecer absolutamente en lo otro y sin que en una sola afir­
mación pueda ser dicho todo lo que hay que decir sobre el hombre. La
escatologia tiene que hablar del hombre como espíritu personal y como
ser corporal y enunciar, por tanto, su plenitud como persona espiritual y
ser corporal, sin que estas dos afirmaciones puedan ser reducidas ade­
cuadamente a una y puedan desaparecer en ella y sin que se refiera cada
una a un objeto adecuadamente distinto del otro.
La escatologia en tanto plenitud del individuo como persona espiri­
tual individual en la muerte como fin de la historia individual y la
escatologia de la plenitud de la humanidad en la resurrección de la carne
como fin de la historia corporal del hombre, se refieren, cada una a su
modo, al hombre entem, no pueden, por tanto, ser vistas sencillamente
como dos series de afirmaciones desde dos caras distintas, cada una ade­
cuada por sí sola, ya que no se refieren sencillamente a lo mismo, de
forma que una de estas dos series pudiera ser excluida a favor de la otra,

" Es verdad que el hombre consta de «cuerpo y alma». Pero aun prescindiendo de que en una
metafísica tomista, perfectamente legítima, habría que decir que el hombre consta de materia
prima y anima como unica forma y actualitas de dicha materia prima, de modo que el «cuer­
po» implique ya la actualidad informante del «alma», que no es, por tanto, otra parte del hombre
junto al alma; prescindiendo de que el cuerpo y el alma, si se entiende de verdad y se toma en
serio la doctrina del animaforma corporis, son los principios metaftsicos de un ente uno, no dos
entes que puedan ser experimentados cada uno de por sí, hay que decir en todo caso que toda
afirmación sobre el cuerpo —en tanto realidad del hombre— implica una afirmación sobre el
alma y viceversa. Al menos la de la referencia trascendental de cada «parte» a la otra, que a su
vez no puede ser entendida sin una intelección conjunta del término de tal referencia. Cuando
en las afirmaciones antropológicas no se tienen constantemente en cuenta estas realidades
obvias, se conciben el «alma» y el «cuerpo» como dos entes que sólo ulteriormente constituyen
una unidad la cual, entonces, ya no puede ser verdaderamente sustancial, y se olvida a su vez la
doctrina filosófica y dogmática aun cuando se la afirme verbalmente en la fe del alma como
forma del cuerpo, desde su esencia más intima y justamente para ser espíritu.
394 •ESCATOLOGIA

como excesivamente mitológica, por ejemplo, o excesivamente filosó­


fica. Ese irreductible dualismo de las afirmaciones escatológicas,
fundado en la esencia del hombre, puede percibirse ya en la Escritura
y podría explicar también la posibilidad, sentido y límites de una doc­
trina sobre un estado intermedio y así también de lo mentado con el
«purgatorio», cosa que aquí no podemos exponer más en detalle. Por
ello, podría mostrarse también desde ahí que las realidades a las que
los conceptos del estado intermedio y del purgatorio se refieren y la
evolución dogmática relativa a ellas tienen que ser consideradas bíbli­
camente como absolutamente legítimas.
c) Desde nuestro punto de partida carece de sentido construir una
oposición fundamental absoluta y un antagonismo entre espera cercana
y lejana. Si la fuente propia y original de las afirmaciones escatológicas
fuera un reportaje anticipador de lo futuro aún no realizado a partir de
ello mismo, habría que admirarse entonces de que no se diga más clara­
mente cómo es la distancia físico-temporal entre «ahora» y «después», ya
que el que hace tal reportaje anticipador tiene que saber cuánto falta para
ese futuro todavía distante y no realizado. Pero si la escatologia es la afir­
mación sobre la tendencia del propio presente salvifico a un futuro de
plenitud, que esencialmente está oculto y tiene que estarlo, tiene que ser,
entonces, simultánea y esencialmente, «actualista» y encerrar así la espe­
ra cercana y ese estar-afectado de la realidad por la salvación futura en la
indisponibilidad de lo no realizado, ser, por lo tanto, espera remota. Y
todas las afirmaciones escatológicas tienen que ser leídas a partir de esta
intelección hermenéutica fundamental.
Cuando dichas afirmaciones no son «actualizadas» también y exis-
tencializadas, convirtiéndose así en una espera cercana bien
entendida, se las considera —sépase o no— como un indiscreto ente­
rarse del secreto de algo que a uno en realidad no le atañe, por no
tener nada que ver con ello, ya que sin afectar la realidad viene solo
mucho después. Y cuando tales afirmaciones se «actualizan» tan exis-
tencialistamente que el futuro acaece ahora plenamente como
presente, cuando la actualización necesaria obstruye la mirada previa
a lo futuro auténticamente temporal, que como tal es una dimensión
del hombre, se mitologiza a éste porque en él se niega el tiempo
sobriamente bueno que también pertenece a su salvación, y entonces
se cae en el gnosticismo porque por medio de ese saber se ha descu­
bierto ya todo y se posee ya logrado lo propio, lo definitivo.
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DK l,A HERMENEUTICA 395

cl) La tesis fundamental que aquí se defiende consiste en que el futu­


ro auténtico (aun no realizado) en su proyecto prospectivo para la
verdadera intelección de nuestro propio presente desde el futuro es
conocido desde dentro de la experiencia presente de salvación. Dicha
experiencia salvifica, en tanto fuente adecuada de las afirmaciones esca-
tológicas, es la fe en la encarnación del Logos, en la muerte y
resurrección de Cristo, como sucesos históricos que son permanentes,
definitivos y no-remontables, porque en ellos Dios mismo se ha comuni­
cado plenamente y, por ello, de forma no superable, al mundo. Si esto es
verdad, puede decirse también que Cristo mismo es el principio herme-
néutico de todas las afirmaciones escatológicas. Lo que no puede ser
entendido y leído como afirmación cristológica tampoco es una auténti­
ca afirmación escatològica, sino adivinación y apocalipticismo o una
manera de hablar no entendida que no ve lo cristológicamente mentado
por ser dicho en forma plástica o lingüística que —por haber sido toma­
da de otro sitio— tiene que ser leída desde el terminus a quo de su
procedencia en lugar del terminus ad quem, es decir, desde Cristo, sien­
do indiferente que dichos textos mal entendidos sean aceptados como
verdad cristiana o rechazados como error y que al hacerlo se pierda tam­
bién el sentido verdadero a que se refieren.
e) Desde la experiencia de Cristo y haciendo uso de ciertos princi­
pios formales de la teología de la historia l.° sobre la orientación de la
historia a un fin definitivo, 2.° sobre su carácter antagonista, 3.° sobre
la permanente ambigüedad de lo histórico intratemporal, 4.° sobre la
creciente radicalización de sus poderes, 5.° sobre la representación de los
poderes y épocas de la historia de la salvación y de la historia de la per­
dición por medio de personas concretas, 6.° sobre el abarcamiento del
pecado por la gracia de Dios, etc.I7, se puede experimentar efectivamen­
te todo lo que nosotros podemos decir objetivamente y también lo que

Al enumerar estos ejemplos de dichos principios íbrmales de la teología de la historia no afir­


mamos que tal enumeración sea completa o que ofrezca la distinción obligativa y mejor de esos
principios. Con todo y con eso, si tales principios se aplicaran, las tesis de una escatologia cató­
lica podrían entenderse mucho mejor y podrían deducirse del principio material de tal
escatologia-. Cristo. 1lay que tener en cuenta, sin embargo, que estos principios fórmales no sólo
se entienden como fórmalizaciones de las afirmaciones singulares de la escatologia, sino que
pueden experimentarse plenamente en la historia de la salvación ya realizada y en su orienta­
ción, clara en ella misma, hacia un fin.
396 ESCATOLOGÌA

únicamente decimos en la escatologia de una dogmática católica: que el


tiempo tendrá un fin, que el antagonismo entre Cristo y el mundo se agu­
diza hacia el finIK, que la historia en su totalidad concluye con la victoria
definitiva de Dios en su gracia, que esta conclusión del mundo, en tanto
obra incalculable del Dios libre, se llama juicio de Dios, en tanto pleni­
tud de la realidad salvifica hecha ya definitivamente vencedora con
Cristo, nueva venida y juicio de Cristo en tanto, plenitud del hombre
singular, que no termina en su función de ser elemento del mundo, jui­
cio particular, y en tanto el mundo no es simplemente la mera suma de
los individuos particulares, juicio universal, en tanto la conclusión del
mundo es la plenitud de la resurrección de Cristo, se llama resurrección
de la carne y glorificación del mundo.

— Séptima tesis

Con nuestro punto de partida fundamental está dado un criterio decisi­


vo para distinguir en las afirmaciones escatológicas de la Escritura y de la
tradición entre el modo de expresión y el contenido. No en el sentido de que
tal distinción pudiera distinguir en absoluto adecuada e inequívocamente
entre «cosa» e «imagen». Esto no es posible, entre otras razones, porque no
es posible absolutamente decir algo sobre la cosa sin ninguna imagen. En
este sentido un «m ito»puede ser siempre sustituido por otro, pero nunca

ls Cf., por ejemplo, el artículo de R. Schnackenburg, K. Rahner, H. Tüchlc, «Antichrist»:


LThK I 2 634-638.
''' El «mito» está tomado aquí, naturalmente, en un sentido muy amplio —y sin embargo objetiva­
mente preciso—: afirmación sobre una realidad —que también puede ser un suceso del pasado
o del futuro— empleando esquemas de representación y elementos plásticos no experimentados
sencillamente a partir de la realidad misma y que, sin embargo, son necesarios para la conversio
ad phantasma, sin la cual, según Tomás, aun el concepto más abstracto resulta imposible. Si
alguien quiere objetar contra esta definición del «mito» que en ella propiamente todo decir
sobre una realidad no representable ya en su propia fenomenalidad es también un «mito»
—aunque quizá reducido y al que uno ya se ha acostumbrado y que por eso ya no se advierte
reflejamente—, al menos cuando para esta representación no se emplearan sólo elementos figu­
rativos estáticos, sino también «movidos», «con carácter de suceso» —lo cual no implicaría una
diferencia esencial—, habría que preguntar a quien así objetara si habría una razón fundamental
que impidiera conceder dicha «objeción», sin reparo y sin miedo, como justificada, y cómo ten­
dría que trazar, entonces, el objetante mismo una línea divisoria más inequívoca entre el hablar
«mitológico» y el que no debe serlo, si con Tomás —y Kant— sigue sosteniendo que no hay nin-
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE LA HERMENEÚT1CA 397

por un decir carente en absoluto de toda imagen; advirtiendo que no puede


concebirse, naturalmente, este estado de cosas de forma tan ingenua como si
se hubiera pensado primero la cosa sin imagen y se revistiera después adi­
cionalmente ad usum delphini con imágenes ese eximio pensamiento.
El pensamiento es siempre también imagen porque no hay ningún
concepto sin representación. Tampoco en Tomás de Aquino, para quien
no hay ningún concepto sin una conversio ad phantasma, es decir, nin­
gún concepto sin un ser-alienado y corporalizado en la representación y
en la imagen, por lo tanto también en el decir figurativo.
Nunca puede tratarse, por lo tanto, de que en alguna parte, y así en
las afirmaciones escatológicas, se abandona la manera figurativa en que la
Escritura se expresa yendo a dar a un campo en el que puede mirarse la
cosa inmediatamente en su pura objetividad en sí y por sí sola, habiendo
dejado de esa forma tras de sí todo lo figurativo, lo que refiere indirecta­
mente, todo lo que desde muchas partes sólo apunta de forma
concentrada. Pero si varias afirmaciones —siempre también figurativas—
son puestas en relación unas con otras —cosa que desde nuestro punto
de partida fundamental puede y debe hacerse entre la antropología dog­
mática y la cristologia, de una parte, y la escatologia, de otra— la relación
entre contenido y forma de expresión resulta fluida, en cierto modo, en
la afirmación una, lo «análogo» de tal afirmación se percibe como una
diferencia, que, aunque no separable adecuadamente, va resultando así
consciente, entre el contenido y la forma de expresión; el contenido
mentado es así representable —aunque formulado de nuevo en otra ima­
gen— en una forma de expresión distinta de la de antes.
Es verdad que, entonces, no se puede decir con seguridad que la otra
afirmación —en algún sentido más abstracta, por ejemplo, más inmedia­
tamente cristológica o más formalmente antropológica— reproduzca
ciertamente y de manera adecuada el contenido mentado de la afirma­
ción de la cual es traducción e interpretación. Y por eso sigue referida
siempre a la afirmación antigua, y toda escatologia, por muy moderna
que sea, es siempre una interpretación de la antigua a la que hace refe­
rencia y no una afirmación mejor que la anule.

gún concepto sin intuición y que por ello, inevitablemente, los conceptos más ricos de conteni­
do no son posibles sin una intuición bien llena.
398 ESCATOLOGIA

Sin embargo, de esta forma puede señalarse una línea aproximada de


separación entre contenido y modo de expresión, al menos a propòsito
de la cuestión de si algo tiene que ser caracterizado de tal forma como
perteneciente con certeza e inequívocamente al contenido de una afirma­
ción, que la negación de ésta pueda y tenga que ser considerada como
dirigida contra el convencimiento colectivo, eclesiástico, de fe basado en
la Escritura y con ello tal negación pueda ser rechazada por herética.
Siempre que en una afirmación escatològica de la Escritura o de la tradi­
ción no pueda trazarse claramente una línea divisoria entre contenido y
modo de expresión, se podrá discutir una interpretación más bien res­
trictiva de tal afirmación sólo cuando pueda ser probado que dicha
restricción significa también objetivamente una falsa restricción en las
afirmaciones en las que la afirmación escatològica tiene su origen, en la
cristologia y en la antropología dogmática.
Todo lo que aquí ha podido decirse es sólo una tesis. Habría que
aportar todavía su prueba en sentido estricto. Dicha prueba consistiría
necesariamente en que el dogmático tendría que preguntarse, en un exa­
men crítico y riguroso a base de sus fuentes y métodos, qué afirmaciones
obligativas de tipo escatològico puede hacer. Después tendría que inves­
tigar si, y cómo, puede reducirlas a unas pocas afirmaciones
fundamentales con cuyos desarrollos y consecuencias aparece todo
aquello en que consiste su escatologia. Entonces podría preguntar si
tales afirmaciones fundamentales pueden aparecer como afirmaciones de
su cristologia y antropología dogmáticas, transportadas sólo al modo de
plenitud de lo que afirman. Si esta cuestión puede ser contestada afir­
mativamente podría decirse también —teniendo en cuenta el hecho de
que el dogmático, basado en sus principios, ha empleado ya e incluido
en su escatologia dogmática las afirmaciones de la Escritura— que las
afirmaciones escatológicas, incluso las de la Escritura, no son, ni quieren
ser más —por lo pronto al menos en lo que, según los principios de la
dogmática, consta en ellas como ciertamente dicho— que tales afirma­
ciones de la cristologia y de la antropología hacia el modo de la plenitud.
Pero entonces podría ser convertida dicha afirmación a su vez en un
principio hermenéutico fundamental que permita leer en el mismo senti­
do afirmaciones de la escatologia bíblica y dogmática también donde
hasta entonces, partiendo de la intelección inmediata de las proposicio­
nes correspondientes por sí solas, no era inequívocamente claro hacerlo.
Como aquí ya no podemos aportar esa prueba propiamente tal, séanos
PRINCIPIOS TEOLÓGICOS DE LA HERMENEUTICA 399

permitido concluir con una pregunta a quienes tienden a negar la tesis


expuesta: ¿qué afirmaciones dogmáticas que consten como ciertas no
pueden leerse en dicho sentido? Yo no conozco ninguna.
II

LA VIDA DE LOS MUERTOS

La doctrina de fe de la Iglesia católica y su teología, cuando se ocu­


pan de la consistencia del hombre, que la muerte no destruye, sino que
en ella alcanza su carácter definitivo, parten de una perspectiva doble e
imbricada recíprocamente, filosófica y basada en la revelación. Por eso
no es fácil exponer brevemente dicha doctrina de fe y la doctrina teoló­
gica que la interpreta, aunque no con la misma obligatividad. A esta
dificultad se añade hoy en día la necesidad de evitar claramente y ya en
el primer punto de partida la impresión de que en esta doctrina de la rea­
lidad del hombre, no suprimida en la muerte, sino transformada en otra
forma de existencia, se trata de la continuación lineal de su temporalidad
empírica más allá de la muerte. Esta concepción responde a un esquema
de representación en sí inocuo, útil y casi inevitable para explicar lo que
en realidad se piensa. Pero al hombre actual le causa muchas veces más
dificultades que ayuda y le induce así a la tentación de rechazar con el
esquema de representación también aquello a lo que en realidad se refie­
re como incapaz de ser corroborado y no fidedigno.
Por tanto, puestos a hablar de los muertos que viven, hemos de decir,
en primer lugar, a qué nos referimos o, mejor, a qué no nos referimos. No
queremos decir que tras la muerte «la cosa sigue», como si —según la
expresión de Feuerbach— sólo se hubieran cambiado los caballos y se
siguiera caminando, como si siguiera durando, por tanto, esa peculiar
dispersión y apertura que siempre tiene que ser determinada de nuevo y,
por ello, es en el fondo vacía, de la existencia temporal. No, la muerte
constituye, en este sentido, un fin para el hombre entero. Quien hace que
más allá de la muerte del hombre el tiempo y, en este tiempo, el alma
sigan durando simplemente de modo que resulte un tiempo nuevo en
lugar de que el tiempo haya desaparecido convirtiéndose en realidad
definitiva, entra en una dificultad insuperable del pensamiento y de la
ratificación existencial de lo mentado cristianamente. Pero quien piense
402 ESCATOLOGIA

que «con la muerte todo acaba», porque el tiempo del hombre no conti­
núa verdaderamente, porque dicho tiempo que empezó una vez tiene
que acabar también, porque, en definitiva, un tiempo destejiéndose in
infinitum en su vacía andadura hacia lo siempre otro, que constante­
mente anula lo viejo, es en realidad irrealizable y más terrible que un
infierno, está bajo el esquema representativo de nuestra temporalidad
empírica tanto como quien hace que el alma «siga durando».
En realidad en el tiempo como su propio fruto maduro llega a ser la
«eternidad». La eternidad no continúa propiamente, «tras» el tiempo
experimentado vivencialmente, dicho tiempo, sino que justamente le
suprime siendo ella misma parida por el tiempo que fue de forma interi­
na para que libremente pudiera ser hecho lo definitivo. La eternidad no
es un modo —de longitud inabarcable en su duración— del tiempo puro,
sino un modo de la espiritualidad y libertad consumadas en el tiempo, y
por eso sólo puede ser concebida entendiéndola bien. Un tiempo que no
perdure como arranque, por así decirlo, del espíritu y la libertad —como
en el animal, por ejemplo—, no pare ninguna eternidad. Ahora bien, nos­
otros hemos de tomar del tiempo el carácter definitivo, trascendente al
tiempo, de la existencia del hombre hecha en espíritu y libertad, y nos
imaginamos el tiempo casi involuntariamente como una duración indefi­
nida. Por eso nos quedamos perplejos. De manera parecida a lo que
sucede en la física moderna, hemos de aprender a pensar de forma no
intuitiva y «desmitologizante», en ese sentido, y decir: por la muerte —y
no: tras ella— es —y no: empieza a pasar— la realidad definitiva hecha de
la existencia del hombre libremente madurada; es lo que llegó a ser, en
tanto vigencia y validez prometida y liberada de lo que una vez fue reali­
dad temporal, que devino espíritu y libertad para ser.
Pero ¿de dónde sabemos que esto acaece desde dentro de la caduci­
dad del tiempo que somos y que amargamente experimentamos? Aquí,
a propósito de esta cuestión, aparece en la doctrina católica del dogma y
de la teología la unidad dual de revelación y conocimiento humano pro­
pio a la que al principio aludíamos. La revelación en la palabra de Dios,
para tener un hombre abierto al mensaje del Evangelio, para poder «lle­
gar» con la realidad auténtica de la promesa cristiana, apela en el hombre
a esa auto-intelección para una realización más clara y decidida que en la
historia de la humanidad puede encontrarse casi por todas partes cuan­
do el hombre piensa que los muertos siguen viviendo de alguna forma.
Pero ¿podemos ratificar todavía hoy, a partir de nosotros, esa convicción
LA VIDA DE LOS MUERTOS 403

de la permanencia de la existencia personal, a pesar de la muerte bioló­


gica, teniendo en cuenta que momentáneamente puede ser indiferente
cómo queramos denominar tal convicción: conocimiento metafisico,
convicción religiosa, postulado ético o lo que sea? Estoy convencido de
que podemos, si poseemos un espíritu despierto, y un corazón humilde­
mente sabio y nos acostumbrarnos a ver lo que el superficial o el
impaciente e irritado no pueden ver, sin que tal ceguera sea una prueba
de que no existe lo que éstos no ven.
En primer lugar: ¿por qué todos los grandes que aman son humildes
y piadosos, como revestidos del resplandor de una realidad inagotable e
indestructible que contemplan hasta el fondo en los grandes momentos
de su amor? ¿Por qué le es imposible al hombre todo cinismo ético radi­
cal cuando ha encontrado plenamente su autenticidad? Ante tal
autenticidad ¿no tendría que ser el cinismo la verdad y la honradez de lo
incorruptible, si tal autenticidad cayera simplemente en el vacío de la
nada? Puede ser que alguien diga: quien piensa en ella cuando realiza lo
auténtico, lo grande e incondicionado, el amor y el deber radical, no ha
entendido, sino falseado la autenticidad. A ese habría que responderle
que en tal momento no se puede pensar la nulidad temporal de lo autén­
tico porque lo auténtico no es temporal. Pero ¿por qué no debería
poderse experimentar vivencial y verdaderamente lo auténtico tal y
como es en realidad? ¿Por qué la última lealtad no capitula ante la muer­
te? ¿Por qué no teme la verdadera bondad humana la infructuosidad,
aparentemente tan desesperante, de todo esfuerzo? ¿Por qué distingue
claramente la experiencia moral entre bienes, que sólo son bellos porque
y en tanto pasan, y el bien absoluto, a propósito del cual sería una impie­
dad temer el hastío y desear, por ello, que fuera pasajero? ¿No es ésta la
gran sabiduría que anhelamos y reverenciamos: el resplandor callado de
la paz sin angustia que sólo puede residir en quien ya no tiene que
temer? ¿No indica justamente quien verdaderamente mira con serenidad
su fin que es éste más que tiempo —el cual tendría que tener su fin si sólo
fuera tiempo— porque la vacía nada no puede ser nunca la vacía meta del
obrar? ¿Y no es, por el contrario, en la muerte lo propiamente doloroso
y mortal que ella en su ambigüedad indisponible y oscura parece quitar­
nos lo que en nosotros ya ha madurado y se ha convertido en
inmortalidad experimentada? El morir y la apariencia de destrucción
que en él amenaza y que nosotros nunca podemos ver hasta el fondo es
para nosotros tan mortal porque en nuestra vida hemos devenido ya
404 ESCATOLOGIA

inmortales. El animal muere menos mortalmente que nosotros. Tales


experiencias y otras por el estilo serían imposibles si la realidad que aquí
se realiza fuera en su propio ser y sentido lo que a partir de sí quería
perecer, no ser más.
En todas las cuestiones de este orden la actitud y la decisión perso­
nal y la intelección metafísica de tipo objetivo están estrechamente
juntas. No es extraño. Porque la verdad más honda, la más válida, la ver­
dad «objetiva» tiene que ser la más libre. En tales cuestiones lo mejor es,
por lo tanto, apelar inmediatamente a las experiencias espirituales en las
que ambas cosas son realizadas de una vez: la intelección metafísica que
no se enseña teórica y neutralmente, sino que es ratificada por el hombre
en la autenticidad de su existencia siempre irrepetible.
Eso es lo que acaece en la decisión moral. ¿Qué es lo que acontece
en tal caso? El sujeto se constituye a sí mismo como definitivo. En tal
decisión el sujeto está dado inmediatamente en su esencia y realización
como inconmensurable con el tiempo fluyente. Es verdad que tal deci­
sión tiene que haber sido realizada pura y vigorosamente para poder
percibir además en la reflexión siguiente, con su carácter de expresión y,
por tanto, teóricamente proposicional, lo que en ella se lleva a cabo: lo
válido y vigente que está sobre el tiempo como sobre la caída en lo que
ya no es. Quizás hay hombres que todavía no han hecho esto, o que no
lo han hecho con la suficiente atención de espíritu y que, por tanto, no
pueden hablar aquí. Pero cuando tal acto libre de una decisión solitaria
se hace en obediencia absoluta ante la ley superior o en un sí radical al
amor de otra persona, se lleva a cabo algo eterno y el hombre posee
inmediatamente su valor propio de quien acaece desde el tiempo más
allá de su mero seguir fluyendo.
No tiene ningún sentido verdaderamente ratificable dudar de esta
objetivación original e inmediata de lo eterno en la dignidad absoluta de
la decisión moral diciendo que el hombre cree solamente que es eso lo
que le sucede. Lo mismo que no tiene ningún sentido ratificable dudar
del valor absoluto de la ley de contradicción, como si fuera una opinión
sólo subjetiva, o pensar que sólo tiene vigencia precisamente en este
momento temporal en que se la piensa, ya que en la duda vuelve a afir­
marse esta vigencia absoluta como fundamento de la posibilidad incluso
de la duda. Lo mismo sucede en la decisión moral. Si en la decisión
moralmente libre el sujeto niega dubitativamente el carácter absoluto de
la ley moral o de la dignidad de la persona, en lo absoluto de esta deci-
LA VIDA DE LOS MUERTOS 405

sión negativa vuelve a afirmarse de nuevo aquello de que se duda. Y es


que la libertad es siempre absoluta, la afirmación que sabe de sí y que lo
arriesga todo y quiere tener vigencia para siempre. El «válido ahora y
para siempre» que tal afirmación pronuncia es una realidad espiritual, no
sólo un pensamiento problemático sobre una realidad imaginada que se
acepta, es la realidad según la cual tiene que ser medido todo lo demás,
pero ella misma no puede ser medida en la corriente del tiempo físico.
Dicho más concretamente y ya en el ámbito de los pensamientos de
la Escritura: si uno que tiene que realizar su existencia moral ante Dios
con su exigencia absoluta pudiera refugiarse en el vacío radical de lo
meramente pasado y sumergirse en esa nada, en el fondo podría esca­
parse de ese Dios y de la exigencia absoluta de su voluntad, es decir, de
lo que en la decisión moral está presente justamente como incondicio­
nado e inevitable. La nada de lo sólo pasado sería la fortaleza de la
arbitrariedad absoluta contra Dios. Pero en la decisión moral se afirma
justamente que esa arbitrariedad radical y nula no existe, como tampoco
puede negarse la diferencia radical entre el bien y el mal en el acto de la
decisión, una diferencia que desaparecería en su carácter absoluto si se
pensara como existente sólo precisamente ahora y después ya no. Tal
diferencia es querida en el acto de una absoluta obediencia libre y de un
amor radical como opuesta al momento que sólo acaece ahora, y esa ver­
dad suya que trasciende al tiempo puede ser puesta en duda desde fuera,
estando fuera de él, pero no en el acto mismo. Pero si verdaderamente no
fuera más que tiempo que pasa, tal hecho no sería inteligible ni siquiera
como apariencia e imaginación, ya que también esa apariencia imagina­
da necesita su fundamento en el que se basa, pero el tiempo no podría
dar la impresión de eternidad si ésta no existiera en absoluto, si el tiem­
po no viviera de eternidad.
No, cuando el hombre está recogido cabe sí y, poseyéndose a sí
mismo, se arriesga libremente, no realiza un momento de nulidades
ordenadas en fila, sino que reúne tiempo en vigencia que, en último tér­
mino, es inconmensurable con la experiencia del tiempo meramente
externa y que no es aprehendida de forma verdaderamente auténtica y
original ni con la idea de un seguir durando, ni mucho menos es absor­
bida porque lo meramente temporal termine en nosotros.
Pero a este hombre inmortal, que contra un tiempo meramente flu­
yente saca del tiempo lo válido de su existencia personal, la revelación
de la palabra de Dios es la primera que claramente le dice lo mentado
406 ESCATOLOGÌA

concretamente con esta su esencia. La revelación le hace experimentar


únicamente su eternidad posible revelándole la colmadamente verda­
dera. Este mensaje plenificante del Evangelio implica varias cosas: la
eternidad corno fruto del tiempo es un llegar ante Dios, sea en la deci­
sión absoluta de amor, positivamente, en una inmediatez y cercanía
cara a cara, o en el carácter definitivo de la cerrazón de sí mismo, nega­
tivamente, en la tiniebla quemadora del a-teísmo eterno. La
revelación, basándose en la gracia de Dios y en su poder, supone que
todo hombre, prescindiendo de cómo fuera el aspecto terreno de su
vida corriente, realiza en su vida tanta eternidad espiritual-personal
que la posibilidad, radicada en la sustancialidad espiritual, también se
realiza efectivamente como vida eterna.
La Escritura no conoce ninguna vida que no merezca llegar a ser
definitiva, no conoce excesos. Dios llama a cada hombre por su nombre,
todo hombre en el tiempo está ante el Dios que es juicio y salvación. Por
eso todo hombre es un hombre de eternidad y no sólo los eximios espí­
ritus de la historia. En la teología de Juan resulta además claro que se ve
la existencia de la eternidad en el tiempo; por eso la eternidad resulta del
tiempo y no es sólo una recompensa después del tiempo y añadida a él.
La Escritura describe en innumerables imágenes el contenido de la
vida bienaventurada de los muertos: como calma y paz, como ban­
quete y magnificencia, como un hogareño estar en la casa del padre,
como reino del dominio eterno de Dios, como comunidad de todos
los bienaventuradamente perfectos, como herencia de la magnificen­
cia de Dios, como día sin ocaso, como saciedad sin hastío. Y a través
de todas esas palabras de la Escritura sospechamos siempre lo mismo:
Dios es el misterio absoluto. Y por eso la plenitud, la cercanía absolu­
ta de Dios es también misterio indecible hacia el que caminamos y que
los muertos que murieron en el Señor ya han encontrado. No se puede
decir mucho. Pero es el misterio de la bienaventuranza indecible. No
hay que extrañarse, por eso, de que este puro silencio de la bienaven­
turanza no sea percibido por nuestros oídos. Y por último: según la
revelación esta eternidad lleva la temporalidad del hombre uno y ente­
ro a su realidad definitiva, de forma que también puede ser llamada
resurrección de la carne. Pero dicha doctrina de la Escritura no se dice
sólo en palabra, sino que como realidad —que ya apunta— en la fe es
experimentada de forma perceptible en la resurrección del
Crucificado.
LA VIDA DK LOS MUERTOS 407

Por eso, tanto la doctrina eclesiástico-cristiana de la «inmortalidad


del alma» como la de la «resurrección de la carne» se refieren siempre en
el fondo al hombre entero y uno. No que con esta afirmación deba negar­
se o ponerse en duda que, a propósito del carácter definitivo del hombre,
exista una diferenciación intrínseca correspondiente a la justificada dis­
tinción en su consistencia entre «cuerpo» y «alma». Pero si la
«resurrección de la carne» se refiere indudablemente en la profesión de
fe de la Iglesia a la salvación definitiva del hombre en tanto total, la doc­
trina de la inmortalidad del alma se refiere, en el fondo, entonces
también, como afirmación de la fe y no de una mera filosofía, a la vida del
«alma» que, por ejemplo, Jesús al morir pone en manos de su Padre. Por
tanto, también en esta afirmación se hace referencia a la consistencia total
de realidad y de significación del hombre tal y como depende de la vita­
lidad y fuerza, creadora de realidad, de Dios y ahí a lo que el mero
filósofo quiera llamar alma, a diferencia del cuerpo, y cuya marcha de
destino quiere seguir más allá de la muerte. Aunque naturalmente, en tal
caso, puede preguntársele al filósofo con qué razón se fija en un elemen­
to aislado del todo y por qué no pregunta, más bien, por el destino
transfigurador del hombre entero y uno. Aunque quizás él solo no se
atrevería a llamar a esa vigencia y permanencia, transformada, ya no ima­
ginable, pero que debe ser esperada, «resurrección de la carne», tal vez
se inclinara a llamar «alma» a lo que del todo sensiblemente permanece
y llega a plenitud, por tanto, también en cierto modo al extracto de la
existencia humana hecho definitivo en la muerte.
La afirmación católica de fe sobre los muertos se diferencia, entre otras
cosas, de la de los cristianos protestantes en que en la doctrina del, llama­
do purgatorio, de un lado, sostiene plenamente y con rigor que la actitud
fundamental del hombre, libremente llegada a sazón, la cual, por buena, era
a su vez pura gracia de Dios, resulta definitiva con la muerte, pero, de otro
lado, a causa de la pluriestratificación del hombre y de la desigualdad de
fases, dada con ella, del devenir de su plenitud en todos los sentidos, ense­
ña una maduración total del hombre entero «tras» la muerte llevando, esta
decisión fundamental a todos los ámbitos de su realidad.
Dicha desigualdad de fases debida a la estructura plural del hombre
aparece también entre la plenitud individual del individuo en la muerte y
la plenitud total del mundo, entre la realidad definitiva del hombre dada
con la muerte y el esclarecimiento aun no realizado e imposición de esta
plenitud suya en la glorificación de su cuerpo. Si, por tanto, no puede
408 ESCATOLOGÌA

negarse un «estado intermedio» en el destino del hombre entre la muerte


y la plenitud corporal sin que el hombre salvado no sea ya el mismo que
tenía que ser salvado, tampoco puede decirse nada definitivo contra la con­
cepción de un madurar personal en ese «estado intermedio».
El cristiano católico no admite el trato singular con los muertos a la
manera de los espiritistas. No porque no existan, no porque estén en rea­
lidad separados de nosotros o porque su lealtad y amor, ante Dios
definitivos, no estén por encima de nosotros, no porque su existencia no
esté radicada verdaderamente, por la muerte, en el fondo silenciosamen­
te oculto de nuestra existencia. Pero nosotros somos los todavía
temporales. Y por eso siempre que Dios no obre el milagro de una espe­
cial revelación —como, en el caso del Señor resucitado— la realidad de
los muertos que viven, si quisieran traducirse en tanto singulares en
nuestra realidad concreta, aparecería sólo como nosotros somos, no
como ellos son. En las sesiones espiritistas se manifiesta, en efecto, el
espíritu de lo terreno con sus torcidas concepciones y pasiones morbo­
sas, no el silencio de la eternidad llena de Dios. Y siempre hay que contar
con que —quizás sea la primera vez que se dice— en tal búsqueda de
contacto, siempre que no se objetivan sólo los propios sueños, despla­
zando extrañamente lo simultáneo, no nos encontramos a los muertos tal
y como son ahora ante Dios y en el núcleo definitivo de su ser, sino su
pasado todavía no redimido y limitado, confuso y oscuro —quizás aun
no concluido del todo— traducido nuevamente a las categorías de nues­
tro propio, mundo. No, a los muertos que viven nos los encontramos,
aun cuando sean los amados por nosotros, en fe, esperanza y amor, es
decir, abriendo nuestro corazón al silencio callado —en el que viven— de
Dios mismo; no llamándoles a donde nosotros estamos, sino bajando a
la eternidad silenciosa de nuestro propio corazón y haciendo que, por la
fe en el Resucitado, llegue a ser en el tiempo la eternidad que ellos ya han
testimoniado para siempre.
VIDA CRISTIANA
I

LA PALABRA POÉTICA Y EL CRISTIANO

Es verdad que, sólo un poeta podría decir algo significativo sobre el


tema propuesto. Pues creemos que el poeta es ciertamente el llamado en
primer lugar a interpretar la poesía, cuando llegue el caso. Pero si uno se
atreve a hablar sobre este tema, no siendo poeta, cabe un pensamiento
que consuela y anima. El poeta habla a los otros, a los no-poetas; éstos,
por tanto, entran por sí mismos en relación con la poesía y el poeta; luego
tienen que saber lo que la poesía es. Una verdad puede servir de con­
suelo y de ánimo: el creyente, guiado por el Espíritu de Dios, puede
juzgarlo todo, como dice el apóstol. Según esto, a priori tampoco puede
serle ajeno a la teología, en cuanto reflexión de los creyentes, nada de lo
que llena las horas cimeras del hombre. Y esto debe ser devuelto a Dios
precisamente así, en cuanto plenitud. Pues en todos los campos del
mundo, por muy diversos que sean, debe madurar la siembra única del
único Dios.
Pero para que también a lo largo de nuestras precisiones persista en
nosotros la conciencia del punto de partida, que es teológico, y de los
límites propios del no-poeta, partamos, no del comienzo obvio: la poesía
misma, sino de una reflexión teológica sobre el hombre. ¿Cómo debería
ser éste, si quiere ser cristiano? Nuestra cuestión, por lo tanto, es sim­
plemente si este hombre —lo sepa o no— dirige su mirada hacia algo que
después resulta ser poesía; si tiene que preparar en sí mismo algo, para
ser cristiano o llegar a serlo, que luego resulta ser una capacidad de
recepción para la palabra poética.
Antes de comenzar hemos de advertir que no hablamos sobre el arte
en general, sino sólo de la poesía en la palabra. Y esto por dos razones.
Primera, porque este planteamiento preciso entraña ya suficiente oscuri­
dad. Segunda, porque el cristianismo, en tanto religión de la palabra
revelada, de la fe audiente y de una sagrada Escritura, posee indudable­
mente una relación interna de orden especial precisamente con la
412 VIDA CRISTIANA

palabra: de ahí que no pueda prescindir de tal relación especial con la


palabra poetica.
¿Qué exige del hombre el cristianismo para llegar a ser en él reali­
dad? Puestos a dar una respuesta a esta cuestión no es que pensemos que
la función del cristianismo, es decir de la gracia de Dios, consista siem­
pre y necesariamente en esperar solamente, sólo en observar si el hombre
posee esos supuestos o no. Ciertamente no. La gracia de Dios se crea ella
misma tales supuestos, es causa incluso de que sea aceptada. Es el don,
Dios, y el don de aceptar el don que se da a sí mismo. Ahora bien, esta
gracia de Dios no obra únicamente, ni en primer lugar, cuando la palabra
evangélica oficialmente revelada llega al hombre. La gracia se anticipa a
la palabra, prepara los corazones para dicha palabra. Los medios son
todo lo que en la vida del hombre puede aparecer en calidad de expe­
riencia existencial. La gracia, aunque de manera diversa, se oculta y actúa
poderosamente en lo que llamamos lo humano. Porque lo humano
mismo, donde existe todavía y de nuevo, donde se conserva limpiamen­
te y aparece en su esplendor, no existiría, si la gracia oculta de Dios no se
anticipase a su manifestación propia en la palabra evangélica. Y por eso:
cuando buscamos los supuestos humanos del cristianismo y de su pro­
clamación, tal búsqueda implica una alabanza de la gracia de Cristo y no
merma en nada su poder y fuerza preservadora.
El primer supuesto para que un hombre pueda oír la palabra evangé­
lica sin malentenderla consiste en que el hombre tiene oídos abiertos para
la palabra mediante la cual el misterio silente es presencia. En la palabra
del Evangelio debe, sin duda, afirmarse más de lo que nosotros aprehen­
demos, aun sin palabras, de lo que sin palabras somos capaces de
apoderarnos. En esta palabra, indudablemente, debe ser presencia lo
inaprehensible, lo sin-nombre, lo que, no dispuesto, silenciosamente dis­
pone, lo no perceptible, el abismo en que nos fundamos, la clarísima
tiniebla que abarca toda claridad de nuestro ser cotidiano, en una palabra:
el misterio permanente, Dios, el comienzo que sigue siendo cuando nos­
otros ya hemos acabado. Así toda palabra que verdaderamente lo es, y
estrictamente sólo la palabra, tiene el poder de nombrar lo innombrable.
Es verdad que la palabra afirma, nombra y distingue, limita, define,
acerca, determina y ordena. Pero, al hacer todo esto, resulta además, para
el que tiene oídos para ello, para el que sabe ver —todos los sentidos del
espíritu se reducen aquí a uno—, algo completamente distinto: la mística
silente de la presencia de lo sin-nombre. Es que lo nombrado es evoca-
LA PALABRA POÈTICA Y EL CRISTIANO 413

do a primer plano por la palabra. Y así surge del fondo abarcador, mudo
y callado, del que procede y en el que permanece oculto. La realidad
parafraseada y distinta en la palabra, en el nombre con función distin-
guidora, al ser distinguida de otra, entra con ella simultáneamente en la
unidad de lo comparable y pariente, refiere así tácitamente al origen
único, capaz de conferir simultáneamente, antes que toda otra realidad,
por estar por encima de ambas, la unidad y la diferencia.
La palabra ordena siempre lo individual y, al hacerlo, hace referencia
siempre al orden mismo, inordenable, siempre previo, que permanece a
priori en el fondo y en el trasfondo. Puede suceder que se oigan palabras
sin percibir todo esto. Se puede ser sordo, incapaz de advertir que el
sonido espiritual sólo puede ser oído en su realidad inequívoca habi­
tuándose a escuchar previamente, sobre todo sonido determinado y
aisladamente tomado, la entraña misma del silencio en el que todo soni­
do posible está todavía recogido y es uno con todo lo otro. Puede
carecerse de atención para la propia escucha abarcadora, dejándose caer,
al oír, en lo individual oído. Se puede olvidar que el ámbito pequeño y
limitado de las palabras determinantes está situado en el desierto infini­
to y callado de la divinidad.
Pero es justamente a esta realidad sin nombre a quien las palabras
quieren nombrar también, cuando dicen lo que tiene nombre. Quieren
evocar el misterio, dando lo inteligible; quieren invocar a la infinidad,
parafraseando y circunscribiendo lo finito; quieren, aprehendiendo y
percibiendo, forzar al hombre a que sea aprehendido.
Lo que sucede es que el hombre puede ser sordo a este sentido eter­
no de las palabras temporales y aun enorgullecerse de su dureza de
corazón, insensible, yerma y necia. Y por eso hay que decirle palabras de
alta entidad. Para que advierta que son dichas por quienes él tiene que
tomar en serio. Y que en tales palabras sólo le cabe una alternativa: o
tenerlas por absurdas, o escucharlas a todo trance, con verdad y con amor
esforzados, hasta comprender que su sentido pleno consiste en decir lo
inefable, en hacer que el misterio sin nombre roce levemente el corazón,
en fundar todo lo fundado en primeros planos en el abismo sin fondo.
El cristianismo necesita tales palabras y tal entrenamiento en el
saber-oírlas. Y la razón es que todas sus palabras serían indudablemente
entendidas falsamente, si no fueran oídas en tanto palabras del misterio
y comienzo de la bienaventurada y «capiente» incomprensibilidad de lo
santo. Pues tales palabras hablan de Dios. Y no habremos entendido ni
414 VIDA CRISTIANA

una palabra del cristianismo, o las habremos entendido todas falsamen­


te, mientras no nos aprehenda en una la incomprensibilidad de Dios y
nos fascine, arrebatándonos a su clarísima tiniebla, y nos arranque de la
pequeña morada íntima y familiar de lo sensato, llamándonos a la noche
inquietante, que es el único y verdadero hogar patrio. Pues todas las
palabras del cristianismo hablan del Dios desconocido que, al revelarse,
se entrega, justamente en calidad de misterio permanente, y torna a sí, a
su interioridad, todo lo que fuera de él existe y posee claridad. Dios es la
incomprensibilidad del amor que enmudece de bienaventuranza. Y no
cabe duda que quien quiera saber oír el mensaje del cristianismo tendrá
que tener oídos para la palabra en la que el silente misterio, en tanto fun­
damento de la existencia, es presencia inequívoca.
El segundo supuesto para oír bien el mensaje del cristianismo es la
capacidad de oír palabras que tocan certeramente el centro del hombre,
su corazón. Dios quiere ser la salvación del hombre entero. Por eso cuan­
do Dios —el misterio— quiere decirse en la palabra de la revelación
cristiana, esa palabra busca al hombre entero; le busca, pues, en su uni­
dad original de la que asciende la pluralidad de su existencia y en la que
tal pluralidad permanece resumida: busca el corazón del hombre. Y por
eso las palabras del mensaje evangélico son necesariamente palabras del
corazón. No palabras sentimentales, que, no serían palabras de corazón
a corazón; ni meras palabras racionales, del mero intelecto, entendiendo
por tal únicamente la facultad de apoderarse y concebir lo abarcable y no
la potencia radical de ser dominado y aprehendido por el misterio
incomprensible, en cuyo caso se dice «corazón», teniendo en cuenta que
tal palabra se refiere a esa potencia radical del espíritu personal en su más
honda interioridad.
Para poder ser cristiano, por lo tanto, hay que ser capaz de oír y
entender proto-palabras del corazón. Tales palabras no sólo alcanzan la
racionalidad técnica del hombre y su desinteresada pseudo-objetividad,
no son únicamente signos de la afirmación biológica de la existencia y de
la conducción de los instintos gregarios, son palabras, en cierto sentido,
sacrales y hasta sacramentales; es decir, llevan consigo lo que significan y
se hunden creadoramente en el centro original del hombre. Según esto,
hay que ejercitar esa prontitud y esa capacidad para que las protopala-
bras no resbalen en la superficialidad del hombre asendereado, para que
no queden ahogadas en la indiferencia y en el nihilismo cínico, para que
no se pierdan en la charlatanería, sino para que encuentren certeras la
I. A PALAlili A POÉTICA Y EL CRISTIANO 415

profundidad más íntima del hombre, matando y vivificando, transfor­


mando, juzgando, dando gracia; como una lanza que hiere certeramente
al crucificado y, al darle muerte, abre las fuentes del espíritu.
Hay que aprender a oír tales palabras. En la dura disciplina del espí­
ritu y con veneración del corazón que exige la palabra «certera», la
palabra que le acierta verdaderamente y le atraviesa, para que herido de
muerte y absorto de bienaventuranza vuelque, como de un cáliz, en el
abismo del misterio eterno de Dios, el secreto callado que encierra, y
—liberado— alcance así la bienaventuranza.
El tercer supuesto para oír bien el mensaje del Evangelio es la capa­
cidad de oír la palabra que une. Este supuesto procede de varios otros.
Las palabras dividen. Pero las palabras últimas, evocadoras del misterio
que está por encima de toda realidad y que aciertan el corazón, son palabras
que unen. Y es que tales palabras evocan el origen único y recogen todo en
el centro aunador del corazón. Por eso reconcilian, liberan lo individual de
su aislada soledad, hacen que en cada ser esté presente el todo. Nombran
una muerte y en ella se siente el sabor de la muerte de todos, manifiestan un
gozo y en él el gozo penetra en el corazón, hablan de un hombre y hacen
familiar al hombre. Y aunque nombren la cruel soledad de un hombre cual­
quiera, su exclusivo e irrepetible aislamiento, introducen precisamente así
en el interior de la soledad aisladora del oyente y, con ello, en el dolor y el
quehacer, comunes y únicos, que a todos atañen, de tener que buscar la ver­
dadera unidad de los innumerables individuos.
Las palabras auténticas, por tanto, unen. Pero hay que saber oírlas así,
si no tampoco puede entenderse el mensaje del cristianismo. Pues tal men­
saje se mueve exclusivamente en torno a una realidad: el misterio del amor.
No un sentimiento cualquiera, sino el amor: la verdadera sustancia de la
realidad que quiere manifestarse en todo, el misterio que quiere descender
al corazón del hombre como juicio y salvación. Por eso sólo tiene oídos
que perciben verdaderamente el mensaje del cristianismo quien puede oír
en las palabras que dividen el timbre oculto del amor aunador. De lo con­
trario sólo se oye, incluso ahí, un ruido de palabras que dispersan, mil
cosas que cansan y enajenan el espíritu, forzado a retener un exceso de
incongruencias. Y el corazón muere porque, en el fondo, sólo puede amar
y oír una cosa, lo aunador, a Dios mismo que une sin unificar.
El cuarto supuesto, el último que vamos a nombrar, para oír el men­
saje del Evangelio es la capacidad de descubrir del misterio inefable en
medio de cada palabra su determinación corporal, no mezclada, pero
416 VIDA CRISTIANA

inseparable de él. Es la capacidad de percibir la incomprensibilidad


encarnatoria y encarnada, de oír la Palabra hecha carne.
En efecto, si queremos ser cristianos y no sólo metafisicos del oscu­
ro principio, hemos de confesar que la Palabra eterna se ha hecho carne
y ha habitado entre nosotros. El Verbo en el que —«hacia dentro»— el
primer principio en la divinidad —para nosotros oscuro, pero personal y
carente de origen, a quien aludimos con la palabra «Padre»— se dice
íntima y totalmente en su propia eternidad y en el que él es cabe sí. La
Palabra, justamente la Palabra en la que el misterio sin origen viene a sí
mismo, el Verbo eterno que no tiene otro junto a sí, porque él sólo dice
en sí todo lo que puede ser dicho, esa Palabra se ha hecho carne; se ha
hecho esta realidad determinada, sin dejar de ser todo; se dice «aquí» y
«ahora», sin dejar de ser siempre y en todo lugar.
Y por eso, y desde tal acaecer y en esta Palabra hecha carne, la pala­
bra humana se ha llenado de gracia y de verdad. No indica solamente,
como dedo que señala mudamente por encima de lo que circunscribe,
iluminándolo, hacia una lejanía infinita en la que mora inaccesible la
muda incomprensibilidad. Esta ha entrado —gracia compasiva— en la
misma palabra humana. En el ámbito que la palabra humana circunscri­
be ha plantado su tienda la Infinitud. Ella misma está en lo finito. La
palabra nombra, contiene en verdad lo que aparentemente sólo dice con­
juntamente mediante una alusión muda. Aporta lo que proclama, es la
palabra que alcanzará su última plenitud esencial en, la palabra sacra­
mental. Y esa plenitud le lue concedida por gracia de Dios, ya que Dios
dice su misma Palabra eterna en la carne del Señor.
Pero por esta razón el cristiano tiene que estar abierto para este agra-
ciamiento de la palabra en el Logos que se ha hecho hombre. Tiene que
hacerse al misterio de la palabra que, mediante la Palabra hecha carne, es
cuerpo del misterio infinito y ya no mero indicador —desviándose de sí
mismo— hacia él. En el pozo terrenamente angosto de la palabra humana,
dentro y por debajo, allá en lo hondo, salta la fuente misma que fluye eter­
namente; en la zarza de la palabra humana arde la llama del amor eterno.
Es verdad que este carácter de la palabra en su esencia verdadera y
plena es ya agraciamiento de la palabra. Y saber oír tal palabra es ya
estrictamente gracia de la fe. Pero desde que existe la palabra humana
como cuerpo de la Palabra permanentemente infinita de Dios y desde
que esa Palabra es oída en medio de su permanente corporeidad, hay un
nimbo de esplendor y una promesa oculta sobre toda palabra. En cada
LA PALABRA POETICA Y EL CRISTIANO 417

una puede acaecer la encarnación del agraciamiento con la Palabra


misma, permanente de Dios y, en ella, con Dios mismo. Oír bien la pala­
bra supone siempre escuchar atentamente hacia lo hondo, hacia la más
íntima profundidad de cada palabra, en la espera de que quizás precisa­
mente ahí, al afirmar al hombre y su mundo, llegue a ser de pronto la
palabra del amor infinito. Y por eso, para ser cristiano, cada vez con más
profundidad, hay que ejercitar siempre de nuevo ese saber escuchar la
posibilidad encarnatoria de la palabra humana, la prontitud y la capaci­
dad de encontrar el todo permaneciendo en lo individual, de tener valor
justamente para lo claro y determinado, a fin de percibir lo inefable, de
aceptar pacientemente y amar la lealtad de lo cercano para alcanzar la
lejanía que no es ciertamente vacía ausencia de todo compromiso.
Según esto, el cristiano, para saber oír la palabra cristiana del mensa­
je de Dios, tiene que estar capacitado, ejercitado y agraciado para oír una
palabra. ¿Qué palabra? Tiene que saber oír la palabra mediante la cual el
misterio silente «se presencia». Tiene que saber percibir la palabra que
toca certeramente el corazón en su entraña más honda. Tiene que estar
iniciado en la gracia humana de oír la palabra que une recogiendo, y la
palabra que es, en medio de su propia y clara finitud, la corporeidad del
misterio infinito. Ahora bien, ¿cómo se llama tal palabra? Esa palabra es
la palabra poética. Ese saber-oír es el haber-oído de la palabra poética, a
la que el hombre se entregó con humilde prontitud hasta que se le abrie­
ron a ella los oídos del espíritu y le entró en el corazón.
Es posible que se requieran más supuestos que los que hemos enu­
merado como característica propia de la palabra buscada por nosotros,
para que la palabra poética sea ella misma. Porque quizás —y ésta sería
ya una razón de tal hecho— tengamos que atribuir las cuatro notas carac­
terísticas, aunque en una diferenciación precisa de matiz y sombra, a
cada palabra de la Escritura. Y, sin embargo, no puede decirse que toda
palabra de la Escritura sea en rigor palabra poética. Sea como sea, lo que
nadie podrá negar es que, en cualquier caso, estas cuatro notas caracte­
rísticas tienen que ser atribuidas también a la palabra y son característica
esencial de la palabra que pretenda poseer dignidad y rango poético.
Poder decir esto es suficiente aquí. Y así es verdad que la aptitud y el
adiestramiento para percibir la palabra poética es un supuesto para oír la
palabra de Dios.
Es verdad que la gracia se crea ella misma dicho supuesto, y también
lo es que hay muchos hombres a quienes la poesía fundamental de la
418 VIDA CRISTIANA

existencia eterna sólo les llega al oído y al corazón en el mensaje cristia­


no mismo. Pero esto no modifica en nada el conocimiento radical
conseguido, según el cual el decir y oír poéticos pertenecen tan íntima­
mente a la esencia del hombre que, si esta capacidad esencial del corazón
hubiera desaparecido verdaderamente por completo, el hombre ya no
podría percibir la palabra de Dios en la palabra humana. Lo poético es,
en su esencia última, supuesto del cristianismo.
No se arguya que hay muchos cristianos de verdad sin sensibilidad
poética. En el cristianismo cabe un estar más o menos dotado para la
poesía. No todo cristiano capaz de encontrar en grado eminente en la
palabra cristiana las cuatro características citadas tiene que ser, por eso
mismo, un gran poeta. Ni siquiera necesita entender mucho de poesía.
Pues muy bien puede carecer de otras facultades que se requieren para
ser poeta o para estar abierto a la poesía.
Pero si la palabra poética evoca y hace presente tras las realidades
decibles y en sus abismos más hondos el misterio eterno, si dice lo indi­
vidual de tal manera que en ello esté todo poéticamente reunido, si es
una palabra que o llega al corazón o no es palabra poética, si en su decir
conjura lo inefable, si fascina y libera, si no habla sobre algo, sino que al
decir funda lo que evoca, ¿podrá un hombre ser radicalmente insensible,
muerto a tal palabra y ser, sin embargo, cristiano? Puede ser que la oiga
casi exclusivamente donde ya es más que mera poesía humana, en la que
el hombre dice desde sí mismo quién es y en la que al decirlo pone su
oído sobre la concha del mundo y escucha. Quizás sólo pueda oír esta
poesía de la existencia en la palabra en la que por de Dios mismo acaece
en su propia palabra. Pero aun así el hombre oye y dice palabras en las
que la esencia más íntima de la palabra poética vive todavía y actúa o ha
sido superada ya.
En todo caso, ocuparse de poesía es una parcela del adiestramiento
en el saber-oír la palabra de vida. Y recíprocamente: un hombre que
aprende a oír las palabras del Evangelio realmente como palabra de Dios
que Dios mismo entrega, un hombre que aprenda a oírlas en el centro del
corazón, empieza a convertirse en un hombre que ya no puede ser com­
pletamente insensible a toda palabra poética.
¿Qué se sigue de lo dicho para nosotros hoy?:
a) La poesía es necesaria. Lo que puede decirse del humanismo en
general vale de la poesía en cuanto obra realizada y recibida en trance
creador. En una época en que lo humano y lo poético parece que mue-
LA PALABRA POETICA Y EL CRISTIANO 419

ren, sepultados bajo los logros del ingenio técnico y ahogados por la
palabrería de las masas, el cristianismo tiene que defender lo humano y
lo poético. Ambos viven y mueren conjuntamente. Sencillamente porque
lo humano —que es también lo poético— y lo cristiano, aunque no sean
lo mismo, tampoco pueden ser separados. Ya que también lo humano
vive de la gracia de Cristo, y lo cristiano incluye en su esencia propia lo
humano como un elemento esencial, aunque no sea todo.
Si es verdad que el mensaje del Evangelio persiste hasta el fin de los
tiempos, también lo es, conjuntamente, nuestra creencia en que siempre
habrá hombres a quienes la palabra del misterio inefable —el amor hecho
carne en la palabra humana, el amor que todo lo aúna y reúne— les entre
en lo más íntimo del corazón. Si a tal palabra le han sido prometidos la
lucha permanente y el peligro constante y violento, pero también la per­
manente victoria en el victorioso permanecer hasta el fin, también le ha
sido prometida entonces a la palabra poética una victoria siempre reno­
vada en la lucha siempre nueva. Y es que de aquella palabra se abre en
flor siempre ésta, porque la palabra divina lleva ya en sí el ser más íntimo
de la palabra poética.
Los cristianos tenemos que amar y luchar por la palabra poética,
porque tenemos que defender lo humano, ya que Dios mismo lo ha asu­
mido a su realidad eterna. De esta característica esencial del cristianismo
no se deduce ninguna receta de cómo habrá de ser esa realidad poética a
la que nunca podemos renunciar. El hombre es historia y, por tanto, tam­
bién su poesía. No hay que asustarse ante la historia. Y menos que nadie
el cristiano. El es quien tiene que tomarla más en serio, porque la eterni­
dad del cristiano nace del seno mismo de la historia. Y por eso el
cristiano, al declararse y afirmar el humanismo, eterno y, con ello, la eter­
na poesía, no afirma nunca la poesía de ayer y anteayer solamente.
Querrá que el poeta diga abierta y lealmente lo que hay en nosotros y que
anticipe profèticamente lo que ya se cierne en forma de futuro; querrá
que sea el poeta del tiempo propio, del tiempo nuevo, de su tormento, de
su bienaventuranza, de su quehacer, de su muerte y de la vida eterna.
También aquí sólo podemos ser conservadores teniendo, como cristia­
nos, en la misa del altar como en la misa de la vida, la memoria solemne
de nuestro origen y de nuestro pasado por una de las fuerzas esenciales
de nuestra existencia. Y de tal manera que justamente en esa conciencia
salgamos al encuentro del futuro que, irrepetible siempre, nos llama, y de
modo que el futuro de Dios sea nuestro origen.
420 VIDA CRISTIANA

b) Naturalmente puede darse el caso de un buen hombre, un buen


cristiano, en sentido burgués, que sea, sin embargo, un poeta lamen­
table. Pero cristianismo y poesía de entidad verdaderamente grande
poseen un íntimo parentesco. Cierto que no son la misma cosa. Pues
la pregunta del hombre y la respuesta de Dios no son lo mismo. Pero
gran poesía sólo existe cuando el hombre se enfrenta radicalmente con
lo que él mismo es. Al hacerlo puede estar envuelto en culpa, perver­
sión, odio de sí mismo y soberbia satánica, puede tenerse a sí mismo
por pecador e identificarse con su pecado. Cierto. Pero incluso ahí
está más en el bendito riesgo de tropezar con Dios que el burgués
chato y entero que medrosamente evita de antemano los abismos exis-
tenciales, yendo a dar en la superficialidad donde no se tropieza con
la duda, pero tampoco con Dios. Y por eso la cuestión de la lectura
pedagógicamente apta para los todavía no formados puede ser una
cuestión seria en sí misma. Pero el cristiano formado saldrá abierta­
mente y con lealtad, con respeto —quizás con dolor y
compasivamente—, al encuentro de la poesía verdaderamente grande,
amorosamente, porque tal poesía habla del hombre, redimido o nece­
sitado y capaz de redención. Y por eso lleva en todo caso más allá del
lugar donde tantas veces y tanto tiempo permanecemos en nuestros
todos-los-días, cabe el ser bípedo que ha llegado a ser un poco más
listo, y, a cambio, más inseguro que los animales.
Cuanto más hondamente lleva al hombre la gran poesía a los abismos
fundadores de su existencia, tanto más le obliga a humanas realizaciones
de si mismo, oscuras y misteriosas, ocultas en la ambigüedad en la que él
fundamentalmente no puede decir con seguridad si la gracia le ha salva­
do o si está perdido.
No es ninguna casualidad, sino una realidad fundada en la naturale­
za de las cosas: toda gran poesía humana es oscura y, las más de las veces,
deja sin contestar la cuestión de si en ella ha acaecido y ha sido expues­
to el misterio de la gracia o de la perdición. Tampoco podría suceder de
otro modo. La poesía tiene que hablar de lo concreto y no hacer que los
principios abstractos bailen como marionetas. Ahora bien, lo individual y
concreto es un misterio que sólo es desvelado por el juicio. Y tal juicio es
únicamente Dios. Pero el poeta lo deja ser presencia enforma de misterio.
Su poesía, pues, no puede tener —no es lícito que tenga— bajo ningún
concepto el ingenuo y claro carácter edificante que muchos malos peda­
gogos desean tanto para los educandos a su cuidado.
LA PALABRA POÉTICA Y EL CRISTIANO 421

Si no somos maniqueos sabemos, en tanto cristianos, que la culpa


verdaderamente grande es, ciertamente, terrible —por grande y por ser
culpa—, pero que sólo puede ser grande porque mucha grandeza huma­
na se realiza y se manifiesta en ella. Porque el mal en cuanto tal no es
nada. Sabemos que Dios permite en este mundo el pecado y le deja que
sea grande y poderoso. Por eso no es ciertamente tan fácil experimentar
ejemplarmente la grandeza humana sólo en los santos. Si este, es así, no
sólo no puede estamos prohibido, sino que es un mandato para nosotros
los cristianos atender crítica y discriminadoramente, pero con seriedad,
y ocuparnos de ia poesía que, siéndolo de verdad, no responde a los cri­
terios morales del cristianismo. (Nos referimos a la verdadera poesía, no
a la que bajo pretexto «poético» nos ofrece exclusivamente vacío ateísmo
e inmoralidad). No nos es lícito censurar, al hacerlo, a los de fuera. Y es
que, según el apóstol, los cristianos no debemos salimos del mundo,
sino practicar también una cierta forma de comunidad —aunque no la
misma que con los hermanos en la fe—con los incrédulos o fornicarios
(1 Cor 5, 9-13).
Existe un cristianismo anónimo. Hay hombres que creen no ser cris­
tianos, pero que, sin embargo, lo son en la gracia de Dios. Y así hay un
humanismo sostenido anónimamente por la gracia que cree ser pura
humanidad. Los cristianos podemos entenderlo mejor que él se entien­
de a sí mismo. En la doctrina de la fe decimos que también lo moral
humano necesita en sus dimensiones intramundanas la gracia de Dios
para poder mantenerse en su integridad durante largo tiempo. Luego
entonces, para nosotros cristianos, también tal humanismo, aparezca
donde aparezca y aunque exista fuera del cristianismo expreso, es don de
la gracia divina y gloria de la redención. Aunque aquél todavía no lo
sepa. ¿Cómo no amarlo también? Menospreciaríamos la gracia de Dios
si pasáramos de largo e indiferentes ante él.
c) La letra impresa era, en tiempos pasados, negocio arduo, molesto
—por el tiempo que exigía— y caro. De ahí que sólo se escribiera y se
diera a la imprenta lo que poseía cierta prestancia. Hoy imprimir un libro
es un asunto relativamente barato, si se compara con otros gastos vitales.
Por eso, no sólo poseemos una amplia bibliografía —cosa de que el siglo
XVIII carecía aún— al servicio de la técnica, de las ciencias y de la socie­
dad, sino que se imprime también toda la estúpida y hueca palabrería
que llena - que inevitablemente llena— el todos-los-días. Y así existe
una literatura que no es más que distracción en el mercado de lo cotidia-
422 VIDA CRISTIANA

no, mero cotilleo impreso y, la mayoría de las veces, también ilustrado. A


ella se aplicará el criterio y la actitud de un cristiano auténtico ante la
palabra y la palabrería cotidianas. El cristiano distinguirá esta palabra del
todos-los-días de la alta y santa palabra de la poesía, observará atenta­
mente, con sensibilidad y rigor, las diferencias esenciales de rango y se
educará y educará a los otros en esta distinción de espíritus; mantendrá
lo cotidiano dentro de sus límites. Porque el cristiano sabe que hay —de
fado y de ture— un todos-los-días. Y también incluirá, con pleno dere­
cho, en el ámbito de la poesía auténtica lo sereno y celeste, lo espontáneo
y gozosamente ingenuo, sin pensar que la grandeza poética exija como
primer supuesto que la culpa y el desamparo, lo trágico y el tormento
infernal caigan sobre el hombre. Pues el cristiano es capaz del equilibrio
y del saber de que cabe una última seriedad, encerrada en Dios, sobria,
espontánea, atractiva y serena en la seriedad serena de los hijos de Dios.
El cristiano sabe que la libertad bienaventurada del cielo es, en realidad,
lo único serio, más que el infierno.
El cristiano y la poesía. Qué poco es lo que hemos dicho sobre tema
tan alto. Pero si lo dicho ha conseguido sólo una cosa: despertar o con­
solidar la sensibilidad para una responsabilidad del cristiano, y
especialmente del educador cristiano, ante la poesía y su inteligencia, ya
es suficiente. Hasta qué punto la gracia de Dios se ha apoderado de nos­
otros es cosa que no podemos medir en ella, pues no nos es posible una
percepción o una intuición de la gracia en sí misma. A este propósito,
casi lo único que podemos hacer —además de la fe confiada— es pre­
guntarnos hasta qué punto somos ya hombres. Y esto también —no
sólo— puede conocerse viendo si nuestro oído está abierto para oír amo­
rosamente la palabra de la poesía. Y así, preguntarnos por nuestra
actitud ante la poesía es cosa muy seria y efectivamente cristiana, una
cuestión que desemboca en la salvación del hombre.
II

ADVERTENCIAS TEOLÓGICAS EN TORNO AL PROBLEMA


DEL TIEMPO LIBRE

Lo único que el teólogo, según mi opinión, puede hacer, con res­


pecto al problema aquí tratado de la semana de cinco días, son
preguntas. Preguntas que él dirige a los representantes de las otras facul­
tades —sobre todo a la de filosofía, a la de las ciencias sociales y a la de
medicina—, preguntas que tendrían que serle contestadas antes de que
él, como teólogo, pudiera reflexionar sobre el tema.
Y es que no está claro, o no suficientemente claro, de qué se trata
aquí precisamente. Vista superficialmente la cosa es bien sencilla: cinco
días de trabajo y dos de descanso, pues podemos permitírnoslo porque
aun así producimos suficientemente, y tenemos que permitírnoslo por­
que en los cinco días nos fatigamos de tal forma que, como
compensación, necesitamos dos días de descanso. El estado de la cues­
tión y su fimdamentación podrían ser descritos así y pensar que con ello
ya está dicho lo esencial.
Pero la cuestión es, en realidad, mucho más oscura. Y el teólogo lo
único que puede hacer es rogar que se la aclaren, porque él, como tal, no
es el llamado a esclarecerla. El puede, sin embargo, decir, al menos, lo
que a él le parece que en esta cuestión no está especialmente claro, lo que
él quisiera saber como supuesto de su posibilidad de reflexión sobre este
asunta como teólogo y desde la palabra de Dios. Sólo en este sentido qui­
siera yo, por tanto, intentar decir algo sobre el tema. Es decir, sobre la
oscuridad de la cuestión.
Por lo pronto: ¿se ha intentado ya suficientemente esclarecer los con­
ceptos que se emplean en esta cuestión? Vistas las cosas a la ligera, en
nuestro problema se trata de la acertada dosificación de trabajo y des­
canso en nuestro tiempo y de acuerdo con su realidad dada. Pero ¿qué
se entiende por trabajo en esta formulación? Y si fuera preciso aclarar
este concepto, habría que decir lo mismo del descanso. Pues aquí, en
424 VIDA CRISTIANA

nuestro contexto, se entiende evidentemente como concepto opuesto al de


trabajo. Ahora bien, yo creo que el trabajo puede ser entendido de modos
muy diversos, de tal forma que el problema de la distribución acertada de
«trabajo» y «descanso» no es inequívoco. Con otras palabras: no está claro
cómo se explica propiamente el hecho de que hoy por cinco días de una
determinada ocupación se reciba tanto dinero como hasta el presente por
seis de la misma, que, por tanto, no es verdaderamente evidente que este
hecho, ciertamente existente y descrito de forma totalmente neutral, pueda
ser descrito como una nueva dosificación de trabajo y descanso. Lo que
queremos decir se entenderá mejor si nos preguntamos qué deba signifi­
car el «trabajo» en el contexto a que nos referimos.

En las condiciones del hombre primitivo trabajo y descanso eran dos


conceptos relativamente fáciles de entender. La pura conservación biológi­
ca exigía determinadas actividades humanas en una medida
temporalmente muy amplia. Y a dicha actividad se la llamaba trabajo. Por
su amplitud temporal y porque consumía muchas fuerzas en el sentido
inmediatamente fisiológico de la palabra, dicho «trabajo» se alternaba con
un tiempo en que no podía hacerse, por ser de noche y porque el consu­
mo fisiológico de fuerzas obligaba a una supresión —relativamente
inequívoca— de toda actividad, al sueño y otras clases de descanso. En la
medida en que dicho tiempo no se necesitaba para el sueño se llenaba, de
forma natural, con actividades y asuntos que, de forma totalmente clara e
intuitiva, contrastaban con el trabajo. Si se podía vivir sin hacer uso de la
propia actividad, con ello estaba dado sin más, en cierto sentido con nece­
sidad conceptual, que no había que trabajar y no se trabajaba.
Estos conceptos primitivos —aquí, naturalmente, algo esquematiza­
dos— ya no son los nuestros. Nosotros llamamos trabajo, en muchísimos
casos, también a lo que —por lo menos no inmediatamente— no fomen­
ta, en forma alguna, la conservación biológica vital. Un profesor de
cálculo integral «trabaja», según nuestros conceptos actuales, y se le paga
por su trabajo. Por el contrario, nuestro «descanso» es frecuentemente
una ocupación muy fatigosa. Pues en el tiempo libre en el que no «traba­
jamos» hacemos, por ejemplo, «alpinismo», deporte mucho más fatigoso
que el andar del cartero que trabaja, y sin embargo a esas escaladas las
KL PROBLEMA DEL TIEMPO LIBRE 425

llamamos reposo y no trabajo. En el concepto de trabajo hemos de hacer,


evidentemente, distinciones que el lenguaje vulgar confunde. Se siguen,
pues, los siguientes sentidos de trabajo1:
1. Sentido económico-político del trabajo. De manera rudimentaria
podría definirse diciendo que trabajo, en este primer sentido, es todo
aquello con lo que de hecho, en el orden actual social y económico, se
gana dinero. En este sentido hoy trabaja también el artista y el científico
puro dotado de un cargo público. Y exactamente la misma actividad
puede ser denominada trabajo o descanso, según se reciba dinero por
ella o no. El profesor de historia tirolesa, por ejemplo, es pagado por ese
trabajo, mientras que un cobrador de tranvía puede hacerlo como hobby
y lo tiene por descanso para el que desea más tiempo libre. Una reorien­
tación de la relación entre trabajo y descanso —haciendo que «descanso»
signifique toda ocupación del hombre por la que no es pagado y que, por
carecer de utilidad económica para él, implicará, en general, otros valo­
res de tipo positivo, ya que si no la abandonaría— puede plantear un
problema doble a propósito de este concepto:
a) Si el hombre ex supposito sigue activo también en el tiempo en que
no es pagado por tal actividad, ¿por qué no es pagado también por ese
trabajo? Si a esta «necia» pregunta quisiera responderse diciendo que no
se le paga porque no hace nada económicamente útil no se habría resuel­
to verdaderamente la cuestión. Pues hay muchas actividades
económicamente inútiles —es decir, que ni directa ni indirectamente
producen bienes de consumo biológicamente necesarios— y que, sin
embargo, son pagadas. El investigador de historia sumeria es pagado
incluso en Rusia, y sin embargo no produce ningún valor económico. Si
se quiere apreciar por fuerza la propia actividad bajo este punto de vista
y decir que es útil biológica y materialmente que el hombre se ocupe,

Prescindimos de un concepto puramente formalista del trabajo en el que sólo se destaque el


carácter transitivo del, o mejor, de algunos trabajos. Es cierto que el trabajo designa frecuente­
mente toda actividad del hombre que, y en cuanto, se lleva a cabo en un objeto externo y posee
un resultado objetivo. Pero este concepto no es aquí práctico, ya que muchas actividades con las
que se llena el tiempo libre son también transitivas y, además, hay muchas ocupaciones del hom­
bre que, por fatigosas e intentadas con un objetivo, apelan con absoluta razón al derecho de ser
designadas con la palabra «trabajo», aunque ellas mismas no puedan, o sólo con gran violencia,
ser concebidas como transitivas. Piénsese, de una parte, en el constructor aficionado que reali­
za sus montajes en ratos libres y en el «trabajador del espíritu».
426 VIDA CRISTIANA

para descansar fisiológicamente, jugando y sin ningún objetivo, se


reconoce, entonces, la justificación de la pregunta de por qué no todos
tienen la posibilidad, por medio de una remuneración financiera, de
adquirir bienes económicamente mensurables, por toda la actividad
que de hecho desarrollan, sino sólo por un sector determinado y,
según parece, elegido de manera muy arbitraria. Además, en la
sociedad moderna hay una remuneración por no «trabajar»; el para­
do a quien el Estado paga y el jubilado que todavía es capaz de
trabajar —si se considera atentamente— son pagados por el Estado
para que renuncien a participar en los trabajos que fomentan la pro­
ducción inmediata de bienes, porque la cantidad suficiente de tales
bienes puede ser producida también sin su intervención; la organiza­
ción de dicha producción, por tanto, no haría más que complicarse si
se quisiera intervenir también en ella. Esas personas, según eso, reci­
ben una parte de tales bienes bajo la condición de que no intervengan
en su producción.
Por ello, si partimos de un concepto puramente económico del traba­
jo —en tanto actividad pagada— no está claro cómo pueda emprenderse
desde ahí una distribución con sentido de trabajo y descanso. Pues se
puede pagar todo y se pagan muchas cosas que en otros casos, como des­
canso, no son pagadas. En esta perspectiva podría concebirse, incluso, la
semana de cinco días como una mezcla de remuneración del trabajo y la
renuncia a trabajar basada en la convicción de que, aun a pesar de que
algunos no producen, se producen suficientes bienes, de forma que dadas
las exigencias de hecho todos reciben lo que necesitan. A partir de ahí
podría pensarse, incluso, que en realidad en nuestro orden social y econó­
mico todo hombre es pagado, en el fondo, por toda su ocupación —que
consta del llamado trabajo y del llamado descanso—, y que sólo por razo­
nes de una manipulación técnica de dicho pago se emplea únicamente una
parte determinada, elegida bastante arbitrariamente, de dicha actividad
total como módulo para determinar la cantidad de tal pago. En Alemania
y en Rusia, por ejemplo, el Estado financia, efectivamente, más o menos, el
estudio de un estudiante. Ahora bien, lo que tal estudiante hace ¿qué es:
trabajo o descanso? Y si su actividad difícilmente puede ser subsumida
bajo uno de esos dos conceptos, ¿qué hace, en realidad, el estudiante y
cómo hay que definir el trabajo y el descanso, si no pueden ser distribui­
das completamente entre ambos, así de pronto, la vida entera y la toda la
actividad del hombre?
Kl, PROBLEMA I)KI, TIEMPO LIBRE 427

b) El segundo problema que un concepto puramente económico


del trabajo plantearía —si se pusiera en una como pureza química a la
base de todas esas consideraciones sobre la semana de cinco días— es
el siguiente: ¿por qué debe acortarse, en realidad, el tiempo de la acti­
vidad remunerada o de la que se emplea como módulo de la
determinada participación, por donación de dinero, en los bienes eco­
nómicos de una sociedad? Las respuestas que se ofrecen obviamente
a esta cuestión son evidentemente dos. (Prescindimos de la respuesta
que por razones de política de coyuntura, especialmente por posibles
depresiones económicas, exige la reducción del trabajo por una justa
distribución del volumen posible total de trabajo a todos en la medi­
da de lo factible. Prescindimos de esta respuesta porque la reducción
del trabajo no es un medio muy adecuado de la política de coyuntura,
sobre- todo porque, en definitiva, los problemas económicos como
tales nunca pueden resolverse verdaderamente trabajando menos.
Igualmente prescindimos de la consideración que ve la reducción del
tiempo de trabajo como medio para una nueva distribución de la renta
nacional, ya que tal cuestión sólo puede ser consecuencia secundaria,
no sentido y fin de la reducción del tiempo de trabajo, pues este efec­
to puede y debe lograrse —si es necesario— de otra forma). Las dos
respuestas verdaderamente posibles encierran en sí mucha problema-
ticidad y oscuridad.
Puede decirse: el tiempo tiene que acortarse porque hoy el traba­
jo es excesivamente fatigoso, porque realizado con mayor amplitud
—que en una semana de cinco días—, visto en conjunto, perjudica al
hombre, desde un punto de vista médico. Puede ser que en esta res­
puesta baya mucho de justificado. Pero ¿está probado lo que se
afirma? ¿Y cómo habría de ser el descanso, si se supone —siempre
globalmente— que el trabajo actual es tan fatigoso que realizado
durante más de cuarenta y cinco horas a la semana es nocivo para la
salud? En tal caso, el descanso tendría que llevarse a cabo, en forma
de la máxima supresión de toda actividad, es decir, en su sentido más
original. Sin embargo, no es en esto en lo que de hecho se piensa
cuando se exige la semana de cinco días. Pues así lo que se quiere es
tiempo para una actividad muy intensiva, no en primer lugar y pro­
piamente para un tiempo de descanse, en sentido fisiológico. Frente
a la función «regenerativa» del tiempo libre que todavía Marx consi­
deraba en atención al carácter alienador del trabajo, hoy se impone
428 VIDA CRISTIANA

cada vez más su función «revocatoria» y «compensadora», como se la


ha llamado2.
Puede ser que quiera evitarse esta objeción diciendo que el trabajo
actual resulta, por lo pronto, de hecho psicológicamente pesado y eno­
joso, que actúa, por tanto, /mco-somáticamente de manera no propicia y
que, por ello, tiene que ser relevado por un tiempo que, a pesar de la acti­
vidad que en él se realiza, resulte más agradable. Pero, en tal caso, hay
que preguntarse: ¿tiene que resultar el trabajo actual tan desagradable?
¿No puede evitarse este juicio del trabajo como carga desagradable y
costosa —del «servicio»— de otra forma que reduciendo el tiempo de la
actividad así sentida? Sin tal cambio de la actitud ante la actividad remu­
nerada ¿no seguirá resultando excesivamente largo incluso un tiempo
reducido de trabajo?
Podría plantearse además la cuestión de si lo que se afirma es de
verdad un hecho: que el trabajo actual es más fatigoso y pesado que
antes, que pone más en peligro la salud que hasta ahora. Aunque esto
quizás pueda decirse en algún sentido, sobre todo a causa de la mono­
tonía de la intensa especialización del trabajo en serie y a causa del tempo
—factores que ciertamente causan la pesadez del trabajo actual—, a ello
podría oponerse que, sobre todo el trabajo manual resulta hoy, por el
empleo de la maquinaria, menos duro en muchos aspectos, y así no es
tan fácil decir si la suma total de la pesadez en el trabajo es hoy mayor
que la del trabajo de antes.

J Cf. J. Habermas, «Arbeit und Freizeit»: Konkrete Vermiß, Festchriflit fiir E. Rothacker (Bonn
1958) 224: «Pero ni el tiempo de trabajo es hoy por lo general tan excesivo, ni las consecuencias
del trabajo, prescindiendo de algunas ramas de oficios, consisten tanto en un agotamiento pri­
mariamente corporal que el tiempo libre tenga que emplearse principalmente para la
reproducción física de las fuerzas para trabajar. De allí que en lugar de la función regenerativa
aparezcan hoy dos funciones complementarias distintas del tiempo libre: las llamamos revoca­
toria y compensadora. En el primer caso, durante el tiempo libre se cultiva una actitud laboral
que revoca el carácter de imposición ajena, abstracción y desproporción que el trabajo profe­
sional implica; el cuasi-trabajo intenta devolver la libertad, carácter intuitivo y equilibrio de la
exigencia de rendimiento que aquél no concede. No quieren aceptarse tales recusaciones, no se
quiere compensarlas sólo, sino revocarlas en sentido estricto: el tiempo libre promete una autén­
tica plenitud que en sí no tiene nada de contentamiento supletorio. En el segundo caso, durante
el tiempo libre se mantiene una actitud ajena al trabajo que compensa las consecuencias de una
actividad que ante todo agota psíquicamente y que obra contra el sistema nervioso. Se trata de
llenar el vacío y hacer desaparecer la tensión que ya no tiene nada que ver con el cansancio agra­
dable después del trabajo bien hecho».
EL PROBLEMA DEL TIEMPO LIBRE 429

Sólo con esta primera respuesta, por tanto, no se resolverá totalmen­


te la cuestión planteada, sino que habrá que recurrir a una segunda, mejor
o complementaria. Pues se dirá que también el hombre de épocas pasadas
ha tenido por pesada y dura la actividad que en general se remunera eco­
nómicamente y la ha rehusado cuando y en la medida en que sin ella
podía adquirir la cantidad de bienes externos a que él aspiraba o los
adquiribles hic et nunc. Ahora bien, como nosotros podemos producir,
gracias a la técnica, el volumen de bienes materiales a que realmente aspi­
ramos con una actividad-trabajo-menos fatigosa, es evidente que no se
«trabaje» más de lo necesario y que se procure que, organizando justa­
mente el tiempo de trabajo, todos perciban la participación justa en ese
volumen de bienes suficiente para todos. Brevemente: aunque hoy se tra­
baja menos tiempo, la torta que ha de alimentar a todos es suficientemente
grande; sería, por tanto, absurdo ejercitar esa actividad, que al hombre
siempre le resulta fatigosa, más allá de lo necesario para lograr tal fin. Pero
también esta respuesta encierra elementos problemáticos.
¿Es verdad que el volumen de bienes a que se aspira basta para
todos, aun reduciendo el tiempo de trabajo, si se levanta la vista de una
economía política singular, limitada bastante arbitrariamente, y se piensa
en las tres cuartas partes de la humanidad insuficientemente alimenta­
das? ¿Podemos dejar de plantear esta cuestión en el mundo libre y en la
Europa cristiana cuando la ideología comunista evidentemente no tiene
la intención de hacerlo? ¿Puede decirse —formulando de manera plásti­
ca individualista—: yo he plantado suficientes patatas si bastan para mí,
aunque mi prójimo, sin culpa suya, no tiene ninguna y podría plantar
más si quisiera trabajar más, cosa que podría hacer? ¿No podríamos
tener una obligación humana y cristiana, obligación también de un inte­
rés propio bien entendido, de desarrollar las regiones infradesarrolladas
del mundo, lo cual sólo es posible si trabajamos más de lo que es nece­
sario para la producción de la cantidad de bienes que nosotros mismos
volvemos a consumir? ¿O se puede contestar afirmativamente y con con­
vicción dicha pregunta, si, se defiende para todos la semana de cinco
días, porque aun en ese caso no gastamos nosotros mismos, ni inmedia­
tamente para nosotros, todo lo que producimos?
A esto se añade una segunda cuestión: ¿se contentarán todos los
hombres de la economía aquí supuesta, que introduce la semana de
cinco días, con este volumen reducido de la producción social? ¿Se con­
tentará el hombre singular con la porción de ese volumen total,
430 VIDA CRISTIANA

correspondiente a su tiempo de trabajo, que se le asigne? ¿O aspirará


cada uno de por sí y, por tanto, la colectividad a elevar la cantidad de
bienes fuera de ese tiempo oficial de trabajo, porque de hecho sólo se
contentan con una cantidad mayor de bienes económicos o con la que se
pueda adquirir en un tiempo de trabajo absolutamente posible? Con
otras palabras: ¿se seguirá trabajando, de hecho, ilegalmente en el llama­
do tiempo libre? ¿No reducirá a la larga este efectivo tiempo laboral el
valor del tiempo oficial de trabajo? ¿No descenderá a la larga el tiempo
oficial de trabajo en su valor financiero por debajo de la frontera del
mínimo de existencia? ¿Puede esperarse realmente que los hombres tra­
bajarán menos, con un efecto utilitario expresable en dinero, pudiendo
físicamente trabajar más y teniendo en cuenta que su más-trabajo, física­
mente posible, se remunerará económicamente? Puede dudarse de ello;
al menos de que suceda en gran medida. Pues para que esto suceda en
gran medida tienen que cumplirse dos condiciones: los hombres, en su
tiempo oficial de trabajo, tienen que poder adquirir tal cantidad de bien­
es materiales, que se logre llevar a cabo un acercamiento al límite
superior de un consumo físicamente posible y del lujo material.
Es verdad que hay casos en que los hombres renuncian también a un
trabajo físicamente posible para ellos, porque incluso sin él logran efec­
tivamente aquello a lo que de hecho aspiran '. Tales personas no existen
sólo en Nápoles con su dolcefa r niente, sino también en América, donde
hay quien prefiere un puesto subalterno peor remunerado a uno de res­
ponsabilidad, porque éste, aun estando mejor retribuido, exige más
trabajo y es muy fatigoso. Pero podrá dudarse que dichos casos sean ya
muy numerosos o que pronto lo serán. Pues según el sentir de la mayo-

No debe olvidarse que la semana de cinco días existió ya prácticamente en la Edad Media. Ya en
las Decretales de Gregorio IX, en 1234, se cuentan unos ochenta y cinco días libres (domingos
incluidos). Del siglo XIII al XVI, en algunas diócesis —además de las fiestas locales— había más
de cien días libres. Parece que en aquel tiempo no se tenía ningún deseo de elevar la cantidad de
bienes económicos trabajando más tiempo, porque, por idealismo, se estaba contento con lo que
se producía, o porque en el estado de la técnica tic entonces, etc., no se tenía la posibilidad real
de elevar considerablemente el volumen de bienes por encima del efectivamente logrado, y se
llegó así a la semana de cinco días, o ambos factores influyeron conjuntamente. En todo caso,
este ejemplo, digámoslo de paso, muestra que hay que proceder cautamente cuando se afirma
que, en general, los hombres no sabrían qué hacer con tanto tiempo libre. Incluso en tiempos en
que era más difícil emprender otra actividad junto al trabajo, parece que una semana de cinco
días era totalmente deseable.
KL PROBLEMA DEL TIEMPO LIBRE 431

ría de los hombres existe una diferencia muy considerable entre la canti­
dad material de bienes que desearían tener y la que de hecho alcanzan.
Por tanto, vistas las cosas en conjunto, el deseo de más trabajo, siempre
que exista la posibilidad de tal trabajo extraordinario rentable, seguirá
existiendo todavía mucho tiempo.
Pero ¿cómo y por qué debería impedir la sociedad tal posibilidad, si
se redujera simultáneamente el tiempo oficial de trabajo a la semana de
cinco días? Ahora bien, si no lo hace o no puede hacerlo, la semana de
cinco días termina convirtiéndose más bien en el módulo del salario
mínimo rara garantizar las condiciones mínimas físicas de la vida. Y el
hobby del tiempo libre, que hasta entonces se disfrutaba, se convertirá, en
el nuevo, más amplio tiempo libre, en innumerables formas de un traba­
jo suplementario y económicamente útil. O —la segunda condición— los
hombres, por consideraciones idealistas, tendrían que hacer en ese tiem­
po libre cosas que económicamente no son útiles; en una ascética
consistente en abstenerse del trabajo económicamente remunerador ten­
drían que dedicarse en el tiempo libre a los valores que por no fomentar
de ninguna manera la conservación biológica de la existencia tampoco
serían retribuidos con dinero. Pero ¿habrá pronto muchos hombres que
se dediquen a tales valores, serán muchos pronto capaces de ello, en
grandes proporciones que efectivamente puedan llenar en gran medida
su mayor tiempo libre? Y si fuera así o si en el futuro se lograra ¿podrí­
an dejarse sin retribuir con dinero todas las ocupaciones de los hombres
que no fomenten inmediatamente la conservación biológica de la exis­
tencia, aun en los casos en que hasta entonces habían sido remuneradas
—por ejemplo, en la poesía, en el arte, en la ciencia—? ¿Podría obligarse
a esas personas a un trabajo económicamente lucrativo, porque éste no
duraría ya tanto que no tuvieran ningún tiempo para dedicarse a tales
valores más altos en el tiempo libre ya que otros harían lo mismo en su
tiempo libre sin recibir por ello ninguna remuneración? ¿No se iría a
parar así, consecuentemente, a un ideal comunista, según el cual todos
deberían realizar un trabajo manual, es decir, un trabajo económicamen­
te útil, porque para lo otro y en todos los casos a todos les queda tiempo
y no se ve por qué han de ser pagados por hacer aquello por lo que otros
no reciben ninguna remuneración?
El problema de la reducción del tiempo de trabajo no se resuelve,
por tanto, ni siquiera económicamente, diciendo que la deficiencia se
supera mediante una mayor intensidad y racionalización del trabajo e
432 VIDA CRISTIANA

intensificando el capital, haciendo así que la eficiencia del trabajo huma­


no sea mayor. Pues sigue sin resolver la cuestión de si el hombre, en
conjunto, estará también contento con el volumen de producción así
logrado, aun en el caso en que trabajando más, en la medida de lo posi­
ble, pudiera elevarlo, y si la intensificación del trabajo no convierte,
biológica y humanamente, su reducción temporal, por lo menos parcial­
mente, en un éxito sólo aparente. Pues quien niegue esto último, quien,
por tanto, sostenga que un trabajo intensivo desde el punto de vista del
capital es fácil, biológica y humanamente, tiene que contestar por qué
debe acortarse también ese trabajo que tan fácil resulta.
Desde el punto de vista del concepto económico del trabajo como
actividad remunerada le quedan, por tanto, al teólogo muchas cosas
oscuras sobre la semana de cinco días que él tendría que saber para
poder medir dicha pretensión según la esencia eterna del hombre y
según lo mandado por Dios.
2. Habría que distinguir, en segundo lugar, un concepto médico del
trabajo. Trabajo, en ese sentido, es toda actividad que reduce la capaci­
dad fisiológica de rendimiento de un hombre. Descanso, por el
contrario, es toda actividad o supresión que aumenta dicha capacidad.
Según este concepto de trabajo es indiferente que el trabajo sea econó­
micamente útil o no, que suela ser remunerado o no. La cuestión aquí es,
por tanto, si la semana de cinco días pretende una reducción de dicho
trabajo así entendido, por qué y si logra tal pretensión.
En realidad lo que hay que decir sobre la problematicidad de estas
cuestiones ha sido dicho ya. ¿Es verdad, preguntábamos, que tal reduc­
ción del tiempo de trabajo sea necesaria en sentido médico porque
puede probarse que el trabajo actual es, en general, demasiado fatigoso
como para que pueda ser realizado como hasta ahora sin perjuicio del
estado del hombre? ¿Es verdad que las exigencias excesivas que hoy el
trabajo plantea al hombre —si las suponemos— se reducen precisamen­
te con la semana de cinco días? ¿No se cumpliría mejor ese fin por otros
medios: con otro estilo de trabajo, por ejemplo, o con más vacaciones
seguidas? Esas presuntas exigencias excesivas que el trabajo actual plan­
tea al hombre ¿se refieren a todos los trabajos que deben ser acortados
por la semana de cinco días o sólo a algunos trabajos determinados? Si
lo segundo, ¿por qué exigen todos los demás trabajos la misma reduc­
ción del tiempo de trabajo? ¿Existe la fatiga excesiva del hombre actual
de la que se habla, pero procede ésta propiamente de su trabajo profe-
Kl, PROBLEMA DEL TIEMPO LIBRE 433

sional, o más bien de otras características de la vida moderna: de la pre­


cipitación, de la acumulación de ofertas en punto a distracciones, del
comportamiento desacertado de su vida, del ruido que hay por todas
partes, de la longitud excesiva del camino hasta el sitio de trabajo, por la
mala colocación del tiempo de trabajo en el ritmo del tiempo biológico
—trabajo nocturno—, por la inseguridad y riesgo, sentidos más violenta­
mente que antes, de su vida, por la pérdida de un sentido absoluto de su
existencia? ¿Seguiría siendo considerado el trabajo como excesivamente
fatigoso desde el punto de vista médico si desaparecieran esos otros fac­
tores que sobrecargan la vida actual? ¿No habría que suprimir primero
éstos? ¿Pueden ser compensados esos otros factores perniciosos —si y
porque no pueden ser suprimidos— mediante una disminución del tiem­
po de trabajo, cosa que no puede declararse sin más como imposible, ya
que en lo biológico pueden existir perfectamente tales compensaciones
recíprocas entre factores de fomento y factores nocivos? ¿O se expone el
hombre efectivamente, acortando el tiempo de trabajo, al influjo de esos
elementos nocivos de la civilización actual, porque el tiempo de trabajo
es quizás todavía el tiempo durante el cual el hombre actual vive biológi­
camente del modo más racional? ¿Existe un grado óptimo en la relación
entre tiempo e intensidad de trabajo y con ello de rendimiento del traba­
jo por unidad de tiempo, un grado óptimo que por ser, naturalmente,
distinto en los diversos trabajos tendría que ser expresamente determi­
nado en cada clase de trabajo? ¿De dónde viene la presunta mayor
dificultad del trabajo actual comparado con el de antes? ¿Quizás del
hecho de que el trabajo actual, más que el de antes, es un trabajo de los
nervios y de los órganos sensitivos y ya no tanto mero trabajo muscular?
¿No habrá que explicar las exigencias excesivas que el trabajo actual
plantea al hombre al nivel de lo biológico en el fondo psicosomàtica­
mente? Es decir: ¿es el efecto de dicho trabajo ciertamente fisiológico,
pero la causa psíquica, o sea, que hay que buscarla en la manera perso­
nal cómo el hombre y la sociedad actual conciben el trabajo, sobre todo
el trabajo manual? Y si hubiera que contestar afirmativamente, al menos
en parte, ¿se impediría este daño psicògeno de lo biológico en el hom­
bre, causado por el trabajo actual, mediante una mera reducción de
dicho trabajo? ¿No habría que recurrir, para conseguir ese fin, a otras
causas totalmente distintas de efecto psicògeno: otra concepción del tra­
bajo, otras posibilidades de éxito del trabajo, otras posibilidades de
ascenso, otro empleo del tiempo libre y no sólo su prolongación única-
434 VIDA CRISTIANA

mente externa, otra valoración social de algunos trabajos, otro entorno del
trabajo? Si el tiempo de trabajo resulta tan fatigoso, ¿por qué son, enton­
ces, los menos los que están dispuestos a una disminución del tiempo de
trabajo a cambio de una reducción del jornal, aun cuando la mayoría evita
oficios nocivos a la salud, aunque estén mejor remunerados?
También el concepto médico de trabajo plantea problemas que ten­
drían que serle aclarados al teólogo desde otro lugar antes de que él,
fuera de unos cuantos principios generales, pudiera decir algo útil desde
su punto de vista a propósito del problema de la semana de cinco días.
3. El concepto humano del trabajo. Lo que queremos decir aquí es
más difícil de expresar que lo mentado con los dos primeros conceptos.
Y es que hay todavía otra esencia de trabajo que, en realidad, no se refie­
re ni a la utilidad económica expresable en dinero de lo producido con
ella, ni a la reducción de la capacidad fisiológica de rendimiento, y con
ello tampoco a los dos conceptos recíprocos implícitos en ellos de la acti­
vidad, no retribuida y del descanso físico. Para ir viendo poco a poco lo
que queremos decir planteemos la pregunta siguiente: prescindiendo del
ritmo de la actividad fisiológicamente fatigosa para conservar y defender
la existencia biológica y de la interrupción necesaria, por tanto, de tal
actividad para recobrar las fuerzas fisiológicas ¿hay algo así como un
ritmo, dos fases en la vida del hombre en la forma más original y exis-
tencial, a cuyos dos elementos podemos adscribir las palabras trabajo y
descanso, de modo que éstas sólo de ahí reciban su sentido propio y ori­
ginalmente dado con la esencia del hombre? Para entender esta cuestión
piénsese en conceptos como «musa» (Muse), ocio (Musse) 'Juego, litur­
gia, creación figurativa, meditación y poesía y conceptos afines. Tales
realidades no pueden encuadrarse verdaderamente sin más en los con­
ceptos dobles empleados hasta ahora de trabajo-tiempo libre y
trabajo-descanso. La «musa» puede ser fisiológicamente muy fatigosa, la
realización «lúdica» o litúrgica del ser humano puede ser agotadora,
ambas pueden ser incluso remuneradas, al menos en determinadas

' Desde la realidad misma se plantea aquí un problema ortográfico: en alemán existe Muse y
Musse. En realidad, Musse (ocio) aquí, en nuestro texto, sólo puede significar el puro «tiempo
libre de descanso». Siempre que el tiempo mentado posee ese contenido pleno que se llama lo
estetico bay que escribir Muse (sensibilidad estética o «musa»), incluso cuando se trata de un
espacio propio de tiempo detrás del «trabajo» y sentido como descanso.
Kl, PROBLEMA DEL TIEMPO LUIRE 435

estructuras sociales y económicas, de modo que incluso a estas reali­


dades se aplique la palabra de la Biblia de que el que trabaja merece ser
remunerado, aunque nadie llama trabajo a estas realizaciones existen-
ciales humanas o, en todo caso, no se piensa que estén caracterizadas
en su ser auténtico por su referencia a lo económico o fisiológico, aun
cuando, bajo esos puntos de vista, se las quisiera calificar de trabajo.
Pero por el hecho de que no se las quiera designar como trabajo no se
las puede definir en su esencia como tiempo libre no remunerado o
como descanso fisiológico.
Lo decisivo a nuestro propósito es aquí lo siguiente: lo que nosotros
designamos como Muse creadora y Iòdica —en nuestro sentido de lo
«músico»—, y que sin duda tiene que existir en la vida humana, es sólo
una parte de la realización humana de la existencia, complementaria y
recíproca de la otra que hemos de designar como trabajo en un sentido
original humano. Teniendo en cuenta, igualmente, que este sentido de
trabajo no coincide con los significados que la palabra ha tenido hasta
ahora, sino que alude a la dimensión esencial humana en la que el hom­
bre se entrega a sí mismo, se abandona a la autodisposición.
Lo «músico» es lo no-atado, lo no-planeado y no-factible, el ser-dis­
puesto y el entregarse a las fuerzas indomables de la existencia, la espera
de que ocurra lo incalculable y regalado, la recepción de la gracia, lo
pleno-de-sentido sin un fin determinado. En la existencia del hombre
tiene que haber todo eso. Pero, sin duda, no sólo. Tiene que existir tam­
bién lo planeado y calculado, lo hecho y logrado, lo conquistado y
acaecido, la lucha por el proyecto previo. Tiene que haber ambas cosas:
la Muse y —¿de qué otra manera podríamos expresarlo breve y claramen­
te?— el trabajo. Pero ambas realidades no significan en primer lugar y
originalmente dos períodos temporales en la vida del hombre, sino en
primer lugar simplemente momentos en una realización existencial huma­
na que consisten sólo en su ordenación recíproca unos a otros y que ellos
mismos, antes que toda otra cosa, componen nuestra existencia.
Toda actividad humana, cuando de alguna manera y en algún grado
pone enjuego al hombre entero es simultáneamente trabajo y «musa».
Pues es libertad que concibe, disposición dispuesta, responsabilidad
que se entrega confiadamente, acción que padece, expresión de la impre­
sión, acción en tanto reacción y viceversa. Pero por ser el hombre
también en verdad una existencia temporal que lleva a sazón su ser, los
elementos dialécticos de su ser plural-uno se separan también temporal-
436 VIDA CRISTIANA

mente, aparecen en su propia —en cada caso diversamente posible—


alienación y manifestación. En esa perspectiva y análogamente a su ori­
gen de la libertad incipiente del hombre llamamos «musa» —su vaciedad
de sentido es el aburrimiento en todas sus formas— al tiempo en el que
predomina lo estético de la existencia. Y análogamente también a su ori­
gen de la libertad que se determina a sí misma, llamamos trabajo al
tiempo en el que predomina lo laboral de su constitución esencial y exis-
tencial. Ambos son en primer lugar conceptos formales que tienen que
darse su contenido análogo, porque lo «músico» y lo laboral pueden
objetivarse, de manera característica en cada caso, en todos los niveles de
la vida humana y de la realización de la existencia, sólo con tal de que el
hombre entero pueda realizarse y constituirse a tal nivel, en tal región.
Si se toma en serio la ordenación recíproca supratemporal-transcen-
dental de estos dos elementos esenciales de lo «músico» y de lo laboral,
no es extraño que musa y trabajo puedan y tengan que mezclarse en los
más diversos modos y combinaciones en la misma actividad humana­
mente una. El deporte, por ejemplo, será una mezcla muy especial de lo
«músico» y lo laboral en la actividad del hombre entero al nivel de lo cor­
poral ’. En el baile y en otros juegos corporales semejantes lo estético
estará dado predominantemente al mismo nivel. También la ciencia pura
e inútil puede ser predominantemente trabajo o musa, según domino el
espíritu planeador y calculador o la entrega incipiente.
Estas dos maneras originales del hacer humano —aunque no pueden
ofrecerse en pureza química— pueden calificar, como ya se ha dicho, a
causa de la temporalidad del hombre, predominantemente unas veces
uno y otras otro tiempo de la actividad humana como tiempo de la musa
creadora y no planeada o como tiempo del trabajo proyectivo. Esta dis­
tinción no se refiere sólo a lo espiritual o únicamente a lo religioso, no es
sólo una distinción que tenga su plenitud de sentido en los héroes de la
humanidad. Mutatis mutandis puede aplicarse a todas las realizaciones
existenciales del hombre, a la experiencia del hombre entero, desde su
realidad corporal hasta la realidad existencial de lo religioso, aunque en
definitiva esta distinción sólo es posible —aun cuando también en el ani-

Cí. H. Plessner, «Die Funktion des Sport in der industriellen Gesellschaft»: WiWei 3 (1959)
2S2-274.
Kl, PROBI,EMA DKL TIEMPO LIBRE 437

mal existe una analogía con el juego humano en el mero ejercicio del ape­
tito funcional— porque el hombre es espíritu, pero tal que también lo
corporal puede realizarlo y tiene que realizarlo espiritualmente ”.
Las posibilidades de hacer lo laboral y lo «músico» de la realización
humana de la existencia en una única actividad o en actividades tempo­
ralmente separadas están en evolución histórica, de forma que el
hombre, según la situación condicionada históricamente, tiene musa y
trabaja más en una realización o en ocupaciones separadas. Y estas dis­
tinciones temporales pueden, a su vez, ser muy diversas. Siempre ha
habido algún ritmo temporal entre trabajo y musa7. Siempre ha habido
juego, fiesta, culto, etc., como realidades «músicas». Pero quizás el traba­
jo del hombre desde su esencia concreta encerraba en sí gran cantidad
de elementos músicos, lúdicos, y así la necesidad de realizar lo músico en
actos separados temporalmente no existía en la medida en que sucede
con un trabajo muy a-músico. La recolección de los frutos para el labra­
dor, la caza, la guerra primitiva incluso, y una agricultura primitiva
podían contener en sí tal cantidad de elementos músicos o recibirlos, sin
el estorbo del «trabajo», que la necesidad de intercalar realizaciones
músicas, separadas temporalmente, tenía que ser menor. El trabajo
mismo contenía lo no planeado e inesperado, estaba abierto a las nuevas
ocurrencias, no imponía al hombre, desde sí mismo, un tempo inequívo­
co; podía acoplarse fácilmente a su talante, se podía cantar durante el
trabajo, charlar, podía aligerarse mediante cortas pausas o un ritual civil
o religioso, etc. Hoy, debido a la técnica, el trabajo ha llegado a ser
mucho menos «músico» en su esencia. No porque en realidad sea más

K. Ralmer, Geist in Weit (M ünchen' 1957).


Cf. J. Huizinga, Homo ludens. Versuch einer Bestimmung des Spielelementes der Kultur
(Amsterdam 1939); G. Bally, Vom Ursprung und den Grenzen der Freiheit. Eine Deutung des
Spiels bei Mensch und Tier (Basel 1945); H. Rahner, Der spielende Mensch (Einsiedeln 1952);
D. Riesmann, «Beobachtungen zum Wandel der Mussegestaltung»: «Perspektiven» 5 (1953); F.
Klatt, Die schöpferische Pause (Wien 1952); J. Pieper, Muss und Kult (München 1955); L.
Rosenmayr, «Die Freizeit in der modernen Gesellschaft»: WiWci 8 (1955); M. Scheler, «Arbeits
und Bevölkerungs problerne»: Schriften zur Soziologie und Weltanschauungslehre II (Leipzig
1924); F. Giesse, Philosophie der Arbeit (Halle 1932); Georges Friedmann, Der Mensch in der
mechanisierten Produktion (Köln 1952); Die Zukunft der Arbeit (Köln 1953); V. Blücher,
Freizeit in der industrialisierten Gesellschaft (Stuttgart 1956); J. Pieper, «Arbeit, Freizeit,
Musse»: Weistum, Dichtung, Sakrament (München 1954); H. Schelsky, Die sozialen Folgen der
Automatisierung (Düsseldorf 1957).
438 VIDA CRISTIANA

fatigoso. Esto no sucede en la mayoría de los casos, al menos si por fati­


goso se entiende una realidad del metabolismo inmediatamente
mensurable fisiológicamente. Y sin embargo, en gran parte ha venido a
parar en mero «trabajo», en el sentido propiamente humano de trabajo.
Su ritmo lo determina y la dirige la física de la máquina, no la psicología
del hombre. Es en gran medida un trabajo absolutamente planeado que
no puede causar ninguna sorpresa, que discurre rigurosamente según las
instrucciones, que basado en una amplia distribución laboral, sólo afec­
ta al hombre en dimensiones totalmente limitadas de su existencia y que,
en todo caso, hace que el sentido humano total de su trabajo —que hoy
evidentemente sigue teniendo— sólo pueda experimentarlo él inmedia­
tamente de forma muy limitada. (Antes la madre le hacía las medias a su
hija; hoy la obrera fabril hace la media en América para la señora desco­
nocida en Noruega).
La necesidad de más tiempo para lo «músico» surge de su desapari­
ción lenta en el trabajo actual técnico y automático, prescindiendo de
que el trabajo actual sea fisiológicamente muy fatigoso o la actividad
música muy descansada o no. Aun cuando médicamente el trabajo fuera
muy ligero y el tiempo dedicado a la musa de hecho muy fatigoso, segui­
ría existiendo esa necesidad de más tiempo libre. Por tanto, si la razón
más original de la tendencia a una semana de trabajo más corta se ve en
ese desplazamiento, condicionado por la técnica, en la dosificación de lo
laboral y lo «músico» en el trabajo económicamente útil, no se niega con
ello que el mismo, desplazamiento actúe de hecho como elemento médi­
camente perturbador y que, por tanto, también por esa razón pueda
exigirse la reducción del tiempo de trabajo. La perturbación de una rela­
ción humanamente equilibrada entre trabajo y musa en el trabajo técnico
puede aparecer también perfectamente como perturbación psíquica en
la medicina somática.
Este análisis no es una acusación de la técnica. La técnica ha hecho
sólo necesaria otra organización del equilibrio entre lo laboral y lo
«músico»s. Pues desde siempre existían como diversos estos dos ele­
mentos del obrar humano y siempre ha sido necesario buscar una

Ci. J. Bodamcr, Gesundheit und technische Welt, (Stuttgart 1955); F. Dessaucr, Streit um die
‘Technik (Frankfurt 1956); F. Pollock, Automation (Frankfurt 1956).
EL PROBLEMA DEL TIEMPO LIBRE 439

dosificación racional de ambos dentro de una actividad y en un ritmo


temporal y volver a restaurarla siempre de nuevo.
De lo dicho se sigue también claramente que ni siquiera tiene que ser
falso e impugnable en todos los sentidos y en todas las circunstancias el
que los hombres en el sábado libre de una semana de cinco días se bus­
quen otro trabajo. Con tal de que dicho «trabajo», incluso cuando se
lleva a cabo con un resultado económico y con utilidad monetaria para el
trabajador, conserve en alguna forma el carácter de lo libre, del hobby
hecho con gusto, de lo improvisado, de ayuda a la vecindad, de lo que en
todo tiempo puede interrumpirse, etc., puede conservar perfectamente
para el hombre sencillo la función de lo «músico» en su vida, aun en el
caso de que en lo puramente fisiológico sea algo fatigoso. Pues a pesar de
ello puede ser un tiempo en el que el hombre se encuentra «músicamen­
te» a sí mismo, se recoge en su libertad original y en una entrega
plenamente confiada a lo no planeado.

II

Quizás hayamos logrado también con las precisiones precedentes un


punto de partida para la cuestión de cómo hay que ordenar el problema
de la semana de cinco días en el todo de la historia humana, dónde tiene
su sitio en la historia de la humanidad, que a su vez tiene un ritmo inte­
ligible. Puede decirse, naturalmente, que dicho problema es
simplemente un momento en la historia de la humanidad en cuanto que
ésta ha entrado en la era técnica de la primera y segunda revolución téc­
nica, un problema que sobreviene necesariamente si la humanidad,
debido a la técnica clásica, a la aplicación de las fuerzas microfísicas, a la
automatización y cibernética, está en condiciones de producir los bienes
económicos necesarios en mucho menos tiempo que antes. Si la posibi­
lidad de una producción rápida de tales bienes crece mas rápidamente
que la necesidad de ellos, incluso creciendo la humanidad y elevándose
las exigencias vitales, el tiempo de actividad para lograr dichos bienes
tiene que ser reducido necesariamente, de forma que el tiempo de traba­
jo sea también menor. Pero con ello no se ha dicho todavía todo lo que
hay que decir. Pues ni se ha considerado la esencia de la técnica, tomada
en esta respuesta como principio explicativo, ni está claro qué significa
para el hombre mismo esta reducción del tiempo económico de trabajo
440 VIDA CRISTIANA

explicada sólo en su realidad de hecho. Esta última cuestión sólo puede


ser considerada como respondida conjuntamente por medio de la res­
puesta dada, pensando que en el fondo el trabajo no es más que lo que
hay que evitar en la medida de lo posible, de forma que toda reducción
del tiempo de trabajo tenga ya en sí misma su sentido. Hemos de seguir
preguntando, por tanto.
El hombre es un ser extraño, paradójico: es un sujeto espiritual que
llega a sí mismo en conocimiento y libertad, no es sólo función de una
realidad total mayor, lugar de paso de un acaecer más amplio, sino que
obra verdaderamente, de forma irrepetible e indeducible, y se determina
a sí mismo, es actor y no sólo realidad hecha. Y el mismo hombre, en una
unidad reflejamente nunca suprimible del todo, está referido con esa su
subjetividad a un contexto más amplio de lo material y de lo biológico, y
en ese sentido es también producto de su ambiente, función de un todo
cósmico más amplio. El es, por tanto, cabe sí y desde siempre cabe otro,
libre. Y sin embargo, esto sólo dentro de un ámbito limitado de posibili­
dades previamente dadas, de modo que en el resultado de su libertad
nunca se debe decir unívocamente y separar lo que es manifestación de
la libertad como tal y lo que es consecuencia de las determinaciones limi­
tantes del campo de la misma.
El hombre piensa y obra catégorial y trascendentemente a la vez en
una síntesis realizada ya desde siempre y nunca puramente analizable, a
priori, de esos dos elementos. Su realidad corporal está de siempre
determinada también conjuntamente por el espíritu, y en él no puede
encontrarse una espiritualidad que no esté determinada también somáti­
camente. Por ser espíritu personal y libre, no es nunca mera función de
una sociedad; y en él, como ser corporal, no hay nunca una individuali­
dad que ya no esté de ningún modo referida a la sociedad. El está ya de
siempre recogido cabe sí mismo y sólo puede considerarse en las objeti­
vaciones de su espíritu: en la palabra corporal, en el espíritu objetivado,
de su ciencia y de su filosofía, en su obra de arte. El hombre es en cada
momento irrepetible e irremplazable y sólo se encuentra cuando se olvi­
da, amando por encima del otro a quien se dirige.
Siempre que se pretende destruir este pluralismo irreductible en la
esencia del hombre uno, con perjuicio de la unidad en la separación y
contradicción, o se quieren referir monistamente los dos elementos de la
esencia humana, como si sólo fueran modos de manifestación de la
misma realidad una, a lo mismo sólo material o sólo espiritual, surgen las
EL PROBLEMA DEL TIEMPO LIBRE 441

grandes herejías de la antropología, el hombre es desconocido en su


esencia, con el peligro inmediato de la autodestrucción.
Pero aunque este pluralismo insuprimible en la esencia del hombre
uno pertenece siempre a esa esencia una, estaba dado ya siempre que
verdaderamente un hombre y no un animal realizaba su existencia; sin
embargo, esa característica esencial permanente tiene su historia y tiene
que tenerla. Pues el hombre es justamente el ser que no obra sólo desde
dentro de su esencia como la invariante permanente de su hacer, sino que
él, en conocimiento y amor, tiene que habérselas consigo mismo, con su
esencia. Al hombre, por tanto, la propia esencia misma le es tarea. Es ver­
dad que él no puede propiamente crear o aniquilar, ya que es sujeto finito
y, por tanto, libertad finita, criatura que en el acto de su autosupresión se
vuelve a constituir a sí misma en esa su esencia. Pero por eso tiene que
habérselas consigo mismo, por eso el objeto de su subjetividad personal
libre es ese mismo sujeto. Y por eso los elementos irreductibles de su
esencia en su relación recíproca tienen su historia. Pero como el hombre
en su historia es espíritu y éste viene a sí mismo, la historia de la relación
de estos dos momentos es, en parte al menos, una historia sabida y juz­
gada, hecha libremente y sobre la que se reflexiona.
Esa historia del espíritu finito es, por ello, una historia de la subjetivi­
dad del hombre, la cual llega a sí cada vez más claramente en la
experiencia ascendente del indisoluble ser-dispuesto. Ambas cosas, no
sólo el crecer de la subjetividad que se libera a sí misma, sino también el
de la experiencia del ser-dispuesto creado del hombre, ya que en la medi­
da en que crece su liberación creada —en el pensamiento y físicamente—
puede y debe crecer la experiencia de su religación trascendental a lo
absoluto de Dios, y también el creciente regreso a sí mismo devienen la
experiencia de la realidad inquietante, sin fondo e incomprensible, del
sujeto que no se atiene, ni con mucho, a su disposición adecuada, porque
siempre domina más sobre lo que no es él emancipándose de ello. Pero
este aspecto de la historia a que nos referimos no podemos seguirlo aquí.
En este contexto el que importa es el otro.
El hombre deviene, cada vez más, sujeto, deviene cada vez más lo
que siempre era: el ser que dispone de sí y de su mundo. El cumple cada
vez más la palabra al comienzo de la Escritura de someter a sí la tierra, es
decir, todo, lo previamente dado a su subjetividad libre, de convertir
cada vez más en material de su propia y activa determinación eso que le
insta y le determina. Y así el hombre a lo largo de la historia ha converti-
442 VIDA CRISTIANA

do cada vez más su propia realidad corporal y el mundo en torno, de una


mera objetivación previa, que se empleaba, tal y como es, sencillamente
para prolongar su existencia, en material que él configura para utilizarlo
según su decisión, de modo que los medios de la prolongación de su
existencia consisten en la obra de su subjetividad. Es verdad que así
sigue estando referido a lo absoluto de Dios, no sólo por su subjetividad
constituida, sino que depende también intramundana y categorialmente
de lo previamente dado. Pero él mediatiza esta dependencia haciendo
que lo que en su mundo entorno se refiere inmediatamente a él mismo
sea, en medida creciente, lo transformado ya por él, lo «artificial» (enten­
diendo esta palabra en un sentido positivo, sobre todo, porque también
la naturaleza dejada «naturalmente» en su estado es cada vez más la natu­
raleza dejada así intencionadamente, por tanto, en lo esencial tan artificial
como la artística, es decir, la transformada por la subjetividad espiritual
del hombre mismo).
Ahora bien, la tendencia de esta transformación del mundo en torno
al servicio de la afirmación biológica de la existencia no tiende siempre a
que el sujeto se afirme en ella, sino también siempre y con éxito crecien­
te a que el sujeto sea exonerado, es decir, que cada vez tenga que emplear
menos su actividad subjetiva en servicio de la defensa biológica existen-
cial. El sujeto quiere llegar a ser sujeto, es decir, libre. La liberación del
ser empleado en la mera conservación biológica de la existencia es un
elemento intrínseco de su encuentro-de-sí-mismo. La reducción del
tiempo de trabajo, concibiendo el trabajo como mera actividad para la
afirmación corporal de la existencia —¡y al principio sólo así!— que es
mucho menos variable que otras cosas del hombre, aunque tampoco ella
es completamente una invariante, condiciona y fuerza medios totalmen­
te determinados de su conservación y así actividades totalmente
determinadas. Estas, por tanto, son un elemento de la no-libertad del
hombre, de la cual su subjetividad quiere irse librando poco a poco.
Pero si la reducción del tiempo de trabajo está acoplada en la histo­
ria del autohallazgo de la esencia del hombre, en la historia de la relación,
que se desplaza lenta y constantemente a favor de la subjetividad, entre
subjetividad e inclusión objetiva en un todo ajeno al sujeto, con ello la
verdadera cuestión sobre el sentido de la reducción del tiempo de traba­
jo no está todavía resuelta. Pues la libertad sólo se explica diciendo hacia
dónde se constituye libre, qué posibilidades de contenido y valor se
abren para la libertad del hombre si se desliga de la necesidad de una
KL PROHLKMA DKL TIKMPO LII5RIÍ 44.3

conducta determinada. El ámbito de la libertad nuevamente creado no


puede ser llenado con lo absolutamente arbitrario, pues lo arbitrario es
lo sin-sentido. Si el hombre fuera liberado para lo no-obligatorio, huiría
en seguida de dicha libertad a la necesidad inteligible.
En efecto, vemos también que el hombre constituido libre sólo en lo
vacío no sabe qué hacer con su libertad y se refugia así de nuevo en el
trabajo como único analgésico contra el vacío aburrimiento. Y el utopis­
mo económico del comunismo con su materialismo quedaría
desenmascarado en su error doctrinal en el momento en que la libertad
anhelada estuviera dada y no se supiera más para qué debe ser empleada
en realidad, lo cual no puede saberlo quien declara que lo material y la
economía es lo único propiamente verdadero y real y así, en realidad, no
puede desear seriamente que lo material, biológico y económico cedan
ante su libertad siempre mayor, ya que en tal caso lo real cedería ante lo
no real. En el sistema comunista esto no está todavía claro, porque toda­
vía hay tanto que hacer en el ámbito económico, porque para el
desarrollo total del comunismo y de las partes infradesarrolladas de la
humanidad puede ser empleado todavía todo el trabajo en esa dirección
y así no se ha presentado todavía el vacío de la libertad. Pero, entonces,
¿qué sentido tiene esa libertad?
Dicho sentido, por derivarse de la esencia del acto mismo de la liber­
tad, puede ser visto en dos direcciones. La posibilidad de trabajar menos
para la afirmación de la existencia biológica, con igual necesidad cre­
ciente de bienes económicos, procede del espíritu. Sólo él es capaz de
inventar, de crear una técnica, de experimentarse en la relación con el
animal, como ser biológicamente «deficiente» frente a un mundo que él
tiene que dominar propiamente como espíritu. Pero si él crea la técnica
y se exonera así de la necesidad de tener que trabajar mucho tiempo para
producir los bienes económicos, lo hace necesariamente por sí mismo.
Quiere liberarse a sí mismo para llegar a sí, para realizar su ser auténtico.
Esto no debe ser concebido como un ideal del espíritu abstracto. Como
espíritu humano es él, también en su esencia más radicalmente propia,
espíritu corporal que, por ello, se realiza subjetivamente creando bienes
culturales objetivos, manifiestos espacio-temporalmente. Pero él quiere
realizarse a sí mismo. Y esto no lo hace todavía él como tal en la afirma­
ción biológica de la existencia como tal. Es verdad que esto lo hace
también con espíritu, pues al hacerlo no es sólo un ser instintivo que
pudiera permitirse, mantenerse biológicamente sin espíritu. Y ese mismo
444 VIDA CRISTIANA

conservarse biológico está en el hombre también al servicio del espíritu


personal que, por biológicamente vivo, sólo puede realizarse con ayuda
de lo biológico. Por ser esto así puede ser realizado también en el traba­
jo económicamente útil lo espiritual-personal del hombre. El hombre,
como espíritu personal no empieza cuando el trabajo, como actividad
penosa, planeada y económicamente útil, cesa, cosa que el cristiano
siempre ha sabido y ha acentuado contra la desvalorización del trabajo
manual en la antigüedad y en el liberalismo.
Pero el espíritu rebasa en su hondura y altura características lo
meramente biológico, logrando su auto-realización explícita y que ya no
sirve sólo como mero medio para la conservación de lo biológico, cuan­
do el hombre realiza una actividad que ya no tiene ninguna utilidad
inmediatamente material. Siempre que el hombre intentara negar la jus­
tificación de todas esas realizaciones y excluirlas en la medida de sus
fuerzas a favor de una espiritualidad —«inteligencia técnica»— que sólo
se realizara como un elemento de lo técnico y económico, no haciendo y
no queriendo hacer ya nada «útil», se negaría como espíritu, concebiría
su espíritu como transformación del instinto animal de conservación
biológica de la existencia.
La reducción del tiempo de trabajo económicamente útil es, por lo
tanto, el autohallazgo del espíritu para su propia realización existencial
en lo ya no útil económicamente, un elemento de la constitución libre del
espíritu que, y en tanto, se realiza a sí mismo por encima de lo material y
económico. Este contenido de la auto-realización espiritual es todavía
anterior a la distinción posible y acertada entre trabajo (espiritual) y
«musa», tal y como arriba se expuso. Pues lo espiritual como tal y por
encima del efecto económico útil puede realizarse con arreglo a un plan,
con un fin, «no-músicamente», si se quiere. Quien realizando un trabajo
fatigoso y organizado según un plan exacta y metódicamente orientado,
excava los restos de la cultura hitita, se mueve más allá de las tendencias
económicas y biológicas, llena, por tanto, el ámbito de la libertad busca­
da al reducir el tiempo de trabajo con aquello por lo cual esa liberación
tiene su sentido, y, sin embargo, «trabaja» en cuanto el trabajo es tenido
por una realización junto a la de lo «músico».
Si, según esto, entendemos por «trabajo espiritual» el trabajo espiri­
tual no realizado con un fin económico, podemos decir: el sentido
propio de la reducción del trabajo es el trabajo espiritual y la musa espi­
ritual del hombre, no propia y originalmente el «reposo» en tanto
EL PROBLEMA DEL TIEMPO LIBRE 445

recobrar de las fuerzas biológicas y psíquicas, ni tampoco el «placer»,


aunque por tal se entendiera sólo el bienestar en el ámbito de lo biológi­
co, el valor vital del contento, aunque en formas complicadas y
tecnificadas. Esta actividad «música» y laboral del hombre en tanto espí­
ritu puede tener, naturalmente, las formas más diversas. No está dicho, ni
mucho menos, que lo que nosotros hoy llamamos ciencia sea la forma
más esencial de esta auto-realización espiritual. Tal auto-realización
puede estar exactamente igual fuera de lo «teórico» en el sentido actual.
La comunidad personal, el amor, el gozo, el baile, el canto, el arte en
general y otras actividades más son esas posibilidades para las cuales el
hombre debe ser liberado por el tiempo libre de trabajo.
Dicha actividad laboral espiritual y «música» puede tener, natural­
mente, en concreto formas muy diversas según el nivel de inteligencia y
formación cultural, entendiendo aquí por formación la formación del
hombre, no la erudición de su inteligencia. (De ahí parte el verdadero
problema de la formación del pueblo que no se resuelve fomentando las
«universidades populares» en el sentido de una participación al pueblo
del saber académico). No es tarea de estas precisiones desarrollar y expo­
ner más exactamente el contenido de ese trabajo espiritual y «musa»
—que pueden compenetrarse y acoplarse temporalmente—. Para termi­
nar llamemos la atención sobre un punto.
El espíritu es esencialmente espíritu trascendente, trascendencia
hacia el misterio del ser absoluto. Por el hecho de ser trascendencia es en
absoluto espíritu. Si se libera por la posibilitación de tiempo libre, tiene
que liberarse también precisamente para el desarrollo explícito de lo
«trascendental» como tal, de lo contrario no ha entendido, en definitiva,
por qué y para qué se libera. Ahora bien, la explicitación y temática de lo
concretamente trascendental en el conocimiento y en la decisión libre se
llama religión. Y por eso, por muy extraño, «piadoso» y pasado de moda
que suene, hay que decir que la liberación del hombre para su existencia
expresamente espiritual como tal es también liberación para una realiza­
ción más intensiva de la existencia religiosa '.

’’ Sobre teología del trabajo cf.: S. Weber, Evangelium und Arbeit (Freiburg de Br. 1921); P.
Doncoeur, IJ Evangile du travail (Paris 1940); M. D. Chenue, Pour une 'Dteologie du ‘Ira vail\
H. Rondet, Die Theologie der Arbeit (Würzburg 1956).
446 VIDA CRISTIANA

También a ese propósito hay que decir que quien no entiende esto
no ha entendido por qué y para qué se libera el espíritu de su servicio a
la autoconservación biológica y producción de bienes económicos, tam­
bién temporalmente y no sólo en la última determinación del fin de su
obrar. No se puede ni se debe profetizar sobre el futuro, porque la mayo­
ría de las veces tales profecías no se cumplen. Pero como no se trata de
una predicción de lo que los hombres harán de hecho, sino de un decir
sobre lo que, por la esencia de las cosas, deberían hacer, puede decirse
perfectamente: si en tiempos anteriores se tenía por cosa evidente que
hombres consagrados a la contemplación religiosa participaran también
—por medio de limosnas, fundaciones, etc.— de lo producido por la
vida económica, aunque no hubieran participado en dicha producción o
sólo muy poco, si en tiempos anteriores —y no sólo en el cristianismo—
la edad o ciertos estamentos se retiraban, justificadamente y de acuerdo
con lo esperado, de la vida económica para consagrar su vida a la «musa»
religiosa, tendría y podría haber de nuevo en el futuro algo así, en mayor
medida y en otra nueva forma, bajo el nuevo régimen de un tiempo de
trabajo reducido: hombres a quienes la sociedad les hiciera posible una
vida religiosa contemplativa, aun cuando económicamente no fueran
muy productivos.
¿Por qué había de ser concebible algo así sólo a propósito de un tra­
bajo y «musa» científicos, cosa que hoy también acaece estatalmente, sin
que nadie se extrañe de ello? En el fondo no se ve por qué un profesor que
intenta descubrir las últimas variedades de las hormigas es subvencionado
estatalmente antes que la carmelita que convierte en contenido, de su vida
las aventuras de la contemplación mística y del amor a Dios. (Digámoslo
de paso: éste es también el punto de partida para entender que los artistas
pueden ser subvencionados por la sociedad, en determinadas circunstan­
cias, aun cuando el producto de sus creaciones, vendidas en el mercado
del arte, no pueda alimentar a sus creadores. En ambos casos —el de los
religiosos contemplativos y el de los artistas— es, naturalmente, una cues­
tión particular, que aquí no puede ser tratada, si la subvención de vida
adecuada debe darla el Estado por medio de dinero proveniente de
impuestos, o si no habría otras formas más razonables de hacerlo).
Tras esta advertencia marginal resumamos una vez más lo verdadera­
mente importante: el hombre, como espíritu personal, aspira
esencialmente a una liberación del dominio de lo meramente económico,
impuesto por la constante del bios y de la defensa meramente biológica de
KL PROBLEMA DKL TIEMPO LIBRE 447

la existencia. El tiempo que él así libera es un tiempo de trabajo (espiri­


tual) y de musa, tanto en la compenetración recíproca de ambos y en su
unidad como en un ritmo temporalmente acoplado de ambas posibilida­
des de actividad humana espiritual, y liberada ya de la defensa de la
existencia. Esta actividad —de tipo laboral y «músico»— puede ser tanto
de tipo intramundano catégorial (creación y trato con bienes culturales
objetivos y la propia realización intramundana de la existencia en el
encuentro con el humano mundo entorno) como trascendental (religión
con todo lo que a la religión hay que añadir: metafísica, arte, en cuanto se
orienta al misterio último de la existencia, etc.).
Podría suceder que la humanidad lograra tal liberación, en no
pequeña medida, más rápidamente y antes de haber conseguido para la
mayoría de sus miembros la facultad de dar a ese tiempo libre su verda­
dero contenido. Si se pensara en los hombres y países infradesarrollados
e insuficientemente alimentados, no habría que temer eso en realidad.
Pero la humanidad no evoluciona en sus partes concretas con la misma
rapidez y podría suceder que una parte reuniera experiencias para otra y
que tuviera que pagar caro el aprendizaje. Quizás la humanidad se rear­
ma en parte porque todavía no ha aprendido a emplear ese tiempo libre
según su sentido. Si se piensa que ha habido ya rearmes que, aunque en
sí totalmente improductivos, tenían por objeto encubrir el paro obrero y
pagar el subsidio de paro de forma ópticamente agradable, la conjetura
hecha ya no resultará tan absurda como al principio suena.
Por las consideraciones precedentes se ve que una especie de pro­
blema fundamental consiste en dar al hombre de tal forma un sentido de
la existencia que sepa lo que debe hacer cuando la victoria creciente
sobre las necesidades de la existencia le otorga cada vez más la posibili­
dad de llegar a sí mismo. Si en este hallazgo de sí encuentra sólo el vacío
absurdo buscará, entonces, un refugio: o en el trabajo económicamente
útil por sí mismo (la fuga del comunismo), o en la distracción hueca y en
la actividad asendereada (el sucedáneo del que Occidente se vale).
¿Cuántas víctimas costará aún, cuántos caminos torcidos tendrán que
ser andados hasta que el hombre haya aprendido verdaderamente a
«hacer» algo con el tiempo libre por el que empieza a luchar y del cual la
semana de cinco días es sólo un símbolo?
Ill

t e o l o g ìa d e l p o d e r

«Teología del poder» como título de una meditación sólo, puede sig­
nificar, indudablemente, la tarea de reflexionar sobre el sentido que el
concepto del poder recibe puesto ante la realidad de Dios, tal y como la
doctrina cristiana y católica lo conoce. Dicha confrontación tiene que ser
posible, entre otras razones, porque ya en las primeras afirmaciones del
primer «credo» cristiano empleamos el concepto de poder al llamar a
Dios el «Todopoderoso».
Con eso queda dicha ya una realidad doble en unidad que nos mete
de lleno en el centro de la problematicidad del poder del hombre: el
poder es evidentemente algo que viene de Dios y que da testimonio de él
en el mundo, puesto que tal realidad que nos sale al encuentro dentro del
mundo y a la que llamamos poder es afirmada de Dios mismo para desig­
narle, aunque en forma tan sublime. Y el poder entra con ello en el
ámbito de los poderes misteriosos, peligrosos, en algún modo sólo reser­
vados a Dios, sólo inteligibles desde él, nunca usurpables por propia
fuerza y autocràticamente cuando llamamos a Dios el absolutamente
poderoso, realmente el solo-poderoso, el topoderoso, y al decirlo tene­
mos en cuenta que el poder propiamente deja de ser poder cuando sabe
y se confiesa a sí mismo fundamentalmente ya como sólo parcialmente
poderoso, medio impotente, no sólo poderoso.
Pero antes de seguir adelante hemos de reflexionar sobre la plurali­
dad de significados, experimentables desde un punto de vista
intramundano, de la palabra poder. El mundo y el hombre son en sí mis­
mos realidades plurales y pluriestratificadas. Ya por esa razón no es el
poder un concepto unívoco. Pues entendiendo por poder, por lo pronto
de forma general y vaga, la autoafirmación propia de un ente determina­
do, la resistencia y, de ahí, la posibilidad activa que necesariamente le es
propia, de intervenir desde sí y sin la aprobación previa del otro en el
estado real de ese otro modificándolo, está claro de antemano que todo
450 VIDA CRISTIANA

ente, por el simple hecho de ser —en sí y frente a los otros— tiene tam­
bién, en cierto sentido y grado, poder. El poder, por tanto, varía
esencialmente en su propio ser según la peculiaridad del ente respectivo,
según la región y dimensión respecto de las cuales se da tal posibilidad
de mutación, según los medios con los que se lleva a cabo tal mutación
en el ámbito del otro.
Desde esta perspectiva está totalmente justificado y tiene pleno sen­
tido hablar de un poder y del saber y de la teoría, de la confesión, del
amor, de la valentía, de la oración, etc. Pues todos estos actos del hom­
bre, previamente a una aprobación dada por el otro, pueden modificar su
situación, al menos en cierto aspecto, en ciertas dimensiones, ejercer
poder, por tanto. Y en tanto que tal dimensión, accesible a dicho acto
determinado modificador y determinante y quizás en absoluto sólo a ése,
es, por ejemplo, más alta en su calidad de ser y de mayor dignidad que
otra, puede tal acto ser «poder» en un sentido mucho más sublime y en
un significado mucho más real —dentro de la gradación análoga del nivel
de ser en general— que otra posibilidad por el estilo que sólo pueda efec­
tuarse inmediatamente en una dimensión de ser y de valor más baja del
otro hombre o ente. En este sentido, el poder de la oración, por ejemplo,
de la humildad, en tanto decisión valiente para lo moral puro, pero apa­
rentemente impotente, etc., es desde el punto de vista del ser más alto, de
rango ontològico y moral más elevado que el poder, pongamos por caso,
que proporciona la posesión de una bomba atómica. Concédalo o no
uno de esos llamados realistas que sólo son miopes insensatos.
Con esto no se ha resuelto nada, naturalmente, sobre la cuestión de
si alguien, sólo por eso, puede renunciar al poder inferior, o si debe, por­
que posee el superior o lo profesa.
Ahora bien, al hablar en las precisiones que siguen del poder, en
cuanto se trata del tema propio, nos referimos sólo a un poder total­
mente determinado, en cierto sentido limitado regionalmente, que
puede denominarse también/wera, es decir, al poder que con medios
físicos, o sea, con medios que no se dirigen a la inteligencia y a la liber­
tad del otro, influye en la esfera del otro determinando y modificando
previamente a su aprobación. De tal poder hablamos en las precisio­
nes que siguen. Es el problema del poder que hoy nos preocupa y nos
oprime: la fuerza física que limita la libertad, que contra su decisión
crea en la existencia de los otros hombres hechos, y que, por ello, se
llama fuerza bruta. Vamos a considerar cómo tiene que ser juzgado
TEOLOGÍA DEL PODER 451

por la conciencia y en presencia de Dios ese poder, qué es, en reali­


dad, y para qué existe, si debe ser, si tiene que ser, qué límites tiene,
qué peligros provoca, qué ambigüedad le adhiere.
Subrayémoslo una vez más. El poder del que ahora hablamos no es
el único poder, ni el más digno y más poderoso. La verdad y el amor,
conocidos, dichos y ofrecidos, son verdaderamente poderes más reales y
dignos; tienen también absolutamente el carácter de poder en sí mismos,
y no sólo, por ejemplo, porque pueden ser empleados, y mal empleados,
con fines del ejercicio físico del poder. Podría hacerse ver, incluso, que
quien no comprende esta realidad y eficacia del conocimiento y del
amor, la, oferta de verdad y amor a la libertad como auténtica potencia,
quien crea que tal realidad «ideológica» —como se la llamará— es lo
impotente frente a lo físico y lo fisiológico, se traiciona a sí mismo como
admirador de la fuerza bruta y como hombre en el fondo no realista y sin
remedio. Pero tenemos que renunciar a tratar ahora detenidamente eso y
nos ocupamos inmediatamente de la forma más baja del poder, del poder
físico que ya hemos definido.
La primera tesis teológica que hemos de enunciar acerca de ese
poder es la siguiente: ese poder, en realidad, no tendría que haber sido,
procede en el orden salvifico, real, tal y como es y como originalmente
fue planeado por Dios, del pecado, es una forma manifestativa de la
culpa. Aquí sólo podemos aludir a la justificación de esta tesis, también
incluso dentro de una concepción teológica católica, y no sólo reforma­
da, del hombre. El hombre debería ser en sí íntegro, libre de
concupiscencia. Esto quiere decir: la condición del hombre que nos­
otros experimentamos, en la que éste es incapaz de integrar la realidad
entera de su existencia, según todas sus dimensiones, total y claramente
en la decisión de su libertad, en la que él experimenta el dualismo entre
lo que quiere ser y lo que efectivamente es, en la que nunca llega a alcan­
zarse plenamente a sí mismo por medio de su decisión libre, sino que,
por el contrario, está determinado constantemente, incluso por poderes
y fuerzas de fuera que le determinan así contra su decisión libre y le
hacen «sufrir» por ello, esa experiencia de la concupiscencia y de la
sumisión al dolor es una forma de manifestación del pecado (teniendo en
cuenta que «manifestación del pecado» no debe confundirse con el con­
cepto de «pecado mismo»). También después del Concilio de Trento,
aun cuando éste condena una interpretación de los reformadores a pro­
pósito de tal concupiscencia, en cuanto que este estado mismo en sí solo
452 VIDA CRISTIANA

fue interpretado no sólo como consecuencia y manifestación del pecado,


sino él mismo como culpa.
Ahora bien, sólo en tal estado de la existencia humana, sólo en la
dimensión de la concupiscencia y del estar-expuesto al dolor puede con­
cebirse y tener sentido pleno la fuerza física. No es más que un elemento
del estado que el cristianismo considera como consecuencia del pecado.
Pues en un mundo de la integridad por la cual la libertad haya conquis­
tado la esencia total del hombre, en la que no hubiera nada que no fuera
manifestación de dicha libertad o lo totalmente disponible y obediente
en plena plasticidad como material de tal libertad, y en un mundo en el
que tal decisión libre sea buena, una modificación del otro que pasara
por alto y no apelara a su conocimiento y libertad, sería una violación de
dicha libertad como tal, y por ello inmoral, sin sentido, o sea imposible,
y haría sufrir también al exento de sufrimiento.
En un orden paradisíaco habría también, naturalmente, poder como
facultad de eficiencia física, habría realidad social y con ello subordina­
ción y superioridad, dirección y ley. Pero todo eso tendría que dirigirse
a la decisión libre en una apelación a la inteligencia y al amor y podría
dirigirse a ellos —porque éstos no fallarían—. No sería, por tanto, poder
físico en el sentido definido de la posibilidad de intervenir en la esfera
del otro sin su aprobación y el derecho de tal intervención.
Esta reflexión aludida no es sólo una mera desvalorización utópica
del poder por comparación con un estado paradisíaco irreal que ya no
existe y que muchos estarán tentados de tener sólo por un sueño nostál­
gico de los hombres proyectado en el pasado. Esta doctrina de la
concupiscencia como consecuencia del primer pecado y la valoración e
interpretación, deducidas de ahí, del poder, tienen un sentido muy sig­
nificativo. Y es que de ella se sigue que, para una intelección cristiana,
dicho poder, aunque nunca podrá desaparecer del todo en este mundo
—porque en él siempre habrá concupiscencia y pecado—, tiene que ser
superado, deberá ser suprimido y remontado o debería serlo (si prescin­
dimos por un momento de que en la historia universal pública, según
una teología cristiana de la historia, el pecado, en lugar de decrecer,
adquiere, por el contrario, en su decurso, formas más radicales). Pues la
concupiscencia, considerada cristianamente, no es simplemente lo que
siempre sigue igual, no es sencillamente una constante que obre y domi­
ne invariablemente como existencial en la existencia humana, sino que,
originada en un suceso de la protohistoria, es ella misma una realidad
TEOLOGIA DEL PODER 453

que varía históricamente: debe ser superada lentamente, tiene que ser
combatida por el espíritu, el amor y la gracia.
El hombre debe integrar cada vez más —por muy infinito que, tal
quehacer sea, por mucho que fracase una y otra vez en tal empeño, hasta
que le sea otorgada la victoria, como gracia, en el suceso de la muerte y
de la resurrección— su ser entero, también en su materialidad, en la deci­
sión orientada a Dios de su libertad agraciada. Esto tiene vigencia
aplicado al hombre singular en la historia privada de su vida y a la histo­
ria del hombre en su constitución social, en la historia en absoluto. Todo
esfuerzo logrado, aunque sólo sea parcialmente, en esa dirección —lla­
mémoslo como lo llamemos: inteligencia, moral, ethos público, cultura,
humanización— es un esfuerzo que por su esencia tiende a reprimir el
poder físico, a reducir el ámbito dentro del cual tiene carta de ciudada­
nía. Quien considerase el poder como lo más cierto y lo más claro, quien
pensara que es lo más real y en el fondo lo único acreditado, quien no tra­
bajara para superarlo y suprimirlo, sería ocultamente un hereje y un
apóstata del verdadero cristianismo, porque no afirmaría que tal poder
proviene del pecado y que por ello tiene que ser, como él, superado.
Ya desde esa perspectiva adquiere el concepto de poder un carácter
peligroso y equívoco. El poder es posible e incluso justificadamente en
un mundo de ceguedad, de instintos, de lo no-libre y todavía no atrave­
sado por la verdad divina, pero lo es siendo también forma de
manifestación y consecuencia de ese pecado al que responde. Se sigue,
ya desde ahí, que si en absoluto debe ser empleado —sobre esto hemos
de hablar aún— y administrado, sólo puede serlo justamente por quien
sea consciente de su riesgo y ambigüedad, por quien sepa que aquí se
debe exorcizar en algún sentido verdaderamente al demonio y a Belcebú,
que aquí el dique contra el pecado del otro, por el origen de este género
de poder, se transforma muy fácilmente y como de por sí en la concre­
ción de la propia pecaminosidad.
En todo caso: aunque en las páginas siguientes hemos de decir que
también este poder físico es una realidad del orden de la creación de
Dios, querida por él y no sólo confiada al hombre, sino impuesta tam­
bién como obligación en la representación de Dios, no debemos olvidar
que este don divino en el orden concreto de creación y salvación, según
el testimonio de la Escritura y de la Iglesia, está mediatizado en su forma
concreta por el pecado. Por eso es su forma de manifestación —¡no nece­
sariamente por ello siempre pecado!— y tentación de pecado, lo mismo
452 VIDA CRISTIANA

fue interpretado no sólo como consecuencia y manifestación del pecado,


sino él mismo como culpa.
Ahora bien, sólo en tal estado de la existencia humana, sólo en la
dimensión de la concupiscencia y del estar-expuesto al dolor puede con­
cebirse y tener sentido pleno la fuerza física. No es más que un elemento
del estado que el cristianismo considera como consecuencia del pecado.
Pues en un mundo de la integridad por la cual la libertad haya conquis­
tado la esencia total del hombre, en la que no hubiera nada que no fuera
manifestación de dicha libertad o lo totalmente disponible y obediente
en plena plasticidad como material de tal libertad, y en un mundo en el
que tal decisión libre sea buena, una modificación del otro que pasara
por alto y no apelara a su conocimiento y libertad, sería una violación de
dicha libertad como tal, y por ello inmoral, sin sentido, o sea imposible,
y haría sufrir también al exento de sufrimiento.
En un orden paradisíaco habría también, naturalmente, poder como
facultad de eficiencia física, habría realidad social y con ello subordina­
ción y superioridad, dirección y ley. Pero todo eso tendría que dirigirse
a la decisión libre en una apelación a la inteligencia y al amor y podría
dirigirse a ellos —porque éstos no fallarían—. No sería, por tanto, poder
físico en el sentido definido de la posibilidad de intervenir en la esfera
del otro sin su aprobación y el derecho de tal intervención.
Esta reflexión aludida no es sólo una mera desvalorización utópica
del poder por comparación con un estado paradisíaco irreal que ya no
existe y que muchos estarán tentados de tener sólo por un sueño nostál­
gico de los hombres proyectado en el pasado. Esta doctrina de la
concupiscencia como consecuencia del primer pecado y la valoración e
interpretación, deducidas de ahí, del poder, tienen un sentido muy sig­
nificativo. Y es que de ella se sigue que, para una intelección cristiana,
dicho poder, aunque nunca podrá desaparecer del todo en este mundo
—porque en él siempre habrá concupiscencia y pecado—, tiene que ser
superado, deberá ser suprimido y remontado o debería serlo (si prescin­
dimos por un momento de que en la historia universal pública, según
una teología cristiana de la historia, el pecado, en lugar de decrecer,
adquiere, por el contrario, en su decurso, formas más radicales). Pues la
concupiscencia, considerada cristianamente, no es simplemente lo que
siempre sigue igual, no es sencillamente una constante que obre y domi­
ne invariablemente como existencial en la existencia humana, sino que,
originada en un suceso de la protohistoria, es ella misma una realidad
TEOLOGIA DEL PODER 453

que varía históricamente: debe ser superada lentamente, tiene que ser
combatida por el espíritu, el amor y la gracia.
El hombre debe integrar cada vez más —por muy infinito que, tal
quehacer sea, por mucho que fracase una y otra vez en tal empeño, hasta
que le sea otorgada la victoria, como gracia, en el suceso de la muerte y
de la resurrección— su ser entero, también en su materialidad, en la deci­
sión orientada a Dios de su libertad agraciada. Esto tiene vigencia
aplicado al hombre singular en la historia privada de su vida y a la histo­
ria del hombre en su constitución social, en la historia en absoluto. Todo
esfuerzo logrado, aunque sólo sea parcialmente, en esa dirección —lla­
mémoslo como lo llamemos: inteligencia, moral, ethos público, cultura,
humanización— es un esfuerzo que por su esencia tiende a reprimir el
poder físico, a reducir el ámbito dentro del cual tiene carta de ciudada­
nía. Quien considerase el poder como lo más cierto y lo más claro, quien
pensara que es lo más real y en el fondo lo único acreditado, quien no tra­
bajara para superarlo y suprimirlo, sería ocultamente un hereje y un
apóstata del verdadero cristianismo, porque no afirmaría que tal poder
proviene del pecado y que por ello tiene que ser, como él, superado.
Ya desde esa perspectiva adquiere el concepto de poder un carácter
peligroso y equívoco. El poder es posible e incluso justificadamente en
un mundo de ceguedad, de instintos, de lo no-libre y todavía no atrave­
sado por la verdad divina, pero lo es siendo también forma de
manifestación y consecuencia de ese pecado al que responde. Se sigue,
ya desde ahí, que si en absoluto debe ser empleado —sobre esto hemos
de hablar aún— y administrado, sólo puede serlo justamente por quien
sea consciente de su riesgo y ambigüedad, por quien sepa que aquí se
debe exorcizar en algún sentido verdaderamente al demonio y a Belcebú,
que aquí el dique contra el pecado del otro, por el origen de este género
de poder, se transforma muy fácilmente y como de por sí en la concre­
ción de la propia pecaminosidad.
En todo caso: aunque en las páginas siguientes hemos de decir que
también este poder físico es una realidad del orden de la creación de
Dios, querida por él y no sólo confiada al hombre, sino impuesta tam­
bién como obligación en la representación de Dios, no debemos olvidar
que este don divino en el orden concreto de creación y salvación, según
el testimonio de la Escritura y de la Iglesia, está mediatizado en su forma
concreta por el pecado. Por eso es su forma de manifestación —¡no nece­
sariamente por ello siempre pecado!— y tentación de pecado, lo mismo
454 VIDA CRISTIANA

que la enfermedad, la sensualidad no integrada, la muerte, el error perso­


nal no culpable: existenciales en el Dasein humano que, aunque según la
doctrina cristiana son «naturales», no deberían darse y que, a pesar de su
naturalidad y de la apariencia de lo evidente y del puro carácter sensible,
son poderes que el cristiano debe superar y cuya invalidación verdadera­
mente total es regalo de la gracia escatològica de Dios. Por tanto, siempre
que el cristiano tuviera una relación sencillamente despreocupada e inque­
brantable con el poder, sería o neciamente ingenuo o se revelaría como
culpable partidario de este mundo caído en pecado. Pero sobre esto sólo
puede hablarse cuando se exponga la segunda tesis sobre el pecado, sin la
cual la expresión católica, es decir, la total, no estaría dada.
La segunda tesis teológica es la siguiente: el poder, incluso el poder
físico, no es él mismo pecado —aunque procede del pecado, le manifies­
ta y es tentación suya—, sino un don de Dios, expresión de su propio
poder, una parte de la representación de Dios en el mundo. Adviértase
que aquí hablamos también justamente del poder físico, de la fuerza de
los brazos —si quiere expresarse así—, de la fuerza que de por sí, sin ser
preguntada, hasta contra la contradicción, transformando y, en determi­
nadas circunstancias —porque en el fondo es lo mismo—, restringiendo,
interviene en la esfera del otro sin haber pasado como por un filtro por
la aprobación de su libertad. De ese poder afirmamos —y hemos de con­
siderar, naturalmente, también la compatibilidad de esta tesis con la
primera— que en si no es pecado, sino don y tarea impuesta por Dios.
Dicho poder puede ser, naturalmente, mal empleado, puede causar
una desgracia, tal incluso que a ella Dios sólo pueda contestar con la con­
denación eterna, por haber sido empleado en pecado y como pecado.
Pero eso lo tiene de común con todo lo que es criatura y no Dios: todo
eso es ambivalente, pervertible, profanable y por ello, naturalmente, tam­
bién el poder. Pero de la misma forma que lo creado como tal no es ya
pecado, del mismo modo que lo que no, es Dios no es pecado por el solo
hecho de no ser Dios, no puede afirmarse tal cosa del poder. El poder es
bueno en sí, bueno con la bondad, aunque ambivalente, según la cual
algo es bueno sin ser ya fe y amor por gracia de Dios y que por ello en sí
mismo ya no es pervertible. Ahora bien, ¿por qué hay que atribuir tam­
bién al poder la procedencia divina y la bondad propia de las realidades
creadas buenas que pueden ser don, tarea y posibilidad del servicio de
Dios y hasta obligación? Por lo pronto: dicho poder pertenece a los exis­
tenciales de la existencia humana que en la condición del hombre
TEOLOGÍA DEL PODER 455

aquende no pueden ser eliminados. Pues el ámbito que, en tanto suma


de las posibilidades previamente dadas de la auto-realización libre del
hombre, es, como ámbito de la libertad, condición de la posibilidad de la
libertad es un ámbito común a muchos. Y por eso la realización de la
misma libertad —como libertad creada que tiene supuestos en tanto
libertad de un ser interpersonal, intercomunicativo y material— es ya por
su esencia misma e inevitablemente restricción del ámbito de libertad de
otro. Nadie puede obrar libremente sin modificar por ello, previamente
a la aprobación del otro, el ámbito de su libertad, sin hacer «violencia» al
otro en este sentido metafisico, sí, pero muy real, sin ejecutar un poder
físico. La libertad de uno, al ser ejecutada en el mismo, y uno ámbito exis-
tencial y de libertad de todos, que es también el del otro, es
necesariamente fuerza para el otro. No es necesario que siempre se sien­
ta así, no se siente así siempre, porque ya se está acostumbrado. Pero esto
no modifica en nada la realidad misma.
El hombre ejecuta siempre la decisión de su libertad también en su
ser corporal y en el mundo entorno que la sustenta, es decir, físicamen­
te. Pero con ella transforma el ámbito del otro previamente a su
aprobación. Y la razón es que este ámbito físico es, en el sentido más
riguroso, común a todos y los límites en él son ya ellos mismos constitu­
ción de la libertad y del convenio recíproco. Pero ésta es la esencia del
poder físico. Su ejecución, por tanto, es inevitable; el hombre sólo podría
renunciar fundamental y plenamente a ella saliendo, por la muerte, de
ese ámbito común de la auto-realización libre y el mismo acto de morir
sería, a su vez, para el otro una modificación de ese ámbito común de
existencia y libertad.
Aquí no podemos hacer más que plantear la cuestión, que por la
escasez de tiempo no podemos contestar propiamente, de cómo, a vista
de esta necesidad trascendental de la fuerza para la ejecución de la liber­
tad, para la libertad propia a costa del ámbito de libertad del otro, puede
concebirse absolutamente una condición existencial del hombre en la
que no haya una cosa así. Es decir, cómo puede concebirse absoluta­
mente el orden existencial sin poder y fuerza del que partimos en nuestra
primera tesis y que es el supuesto de que el poder físico sea consecuen­
cia, forma de manifestación y tentación de pecado.
Sea cual sea la respuesta exacta a esta cuestión —en lo sustancial vol­
veremos todavía sobre ella— hay que decir además que esta necesidad
trascendental de la fuerza como condición de posibilidad de la libertad
456 VIDA CRISTIANA

creada tiene que ser caracterizada, por ello, teológicamente de natural,


querida por Dios y no como ya internamente pecaminosa. Con otras
palabras —en segundo lugar—, aquí, para la teología católica, sucede lo
mismo que en el caso del dolor y de la muerte, donde se expresa más
explícitamente: algo de lo que se dice que no existiría en la condición de
la existencia querida originalmente por Dios y sin pecado, se declara
simultáneamente como en sí natural, creado por Dios. Evidentemente,
«natural» no significa aquí sencillamente lo mismo que obvio, incuestio­
nable; esta realidad natural de la que aquí se trata puede ser
perfectamente al mismo tiempo lo problemático, lo peligroso, lo oscuro
que provoca incluso la contradicción y la protesta del hombre que, en
realidad, estaba destinado a una forma de existencia más alta y que sigue
estándolo, el cual, como hijo de Dios, llamado a la libertad de los hijos
de Dios, determinado por el existencial sobrenatural de un orden exis-
tencial de gracia, siempre tiene que aspirar a una condición de existencia
en la que pueda determinarse sólo en libertad y sólo desde dentro.
Pero «natural» significa aquí, por lo pronto, algo que en sí mismo no es
ya pecado y contradicción de la voluntad creadora de Dios, que sólo medi­
do según una realidad más alta y una condición de existencia sublimada
aparece como algo que en realidad no-debía-ser, que, al no ser ya en sí
mismo pecado, puede tener la ambivalencia que lo hace capaz de ser apre­
hendido y abarcado por un poder superior, el de la gracia y de la fe, para
ser manifestación de esa misma gracia y de la fe, y con ello de la salvación.
Lo que importa aquí, sobre todo, es entender bien esta segunda tesis.
Cuando decimos que el poder es un don bueno en sí, un regalo, y con
ello una tarea que Dios nos impone, que lo es aun siendo una realidad
sólo «natural», distinta cualitativamente de la gracia, de la justificación y
de la salvación en la fe y en el amor, tal realidad no se declara simple­
mente como lo inteligible-de-por-sí que, por ser accesible en su esencia
y justificación a la razón natural, acoplado también en la totalidad de
nuestro orden existencial sobrenatural uno, únicamente válido y abarca­
dor, no ofrezca ningún transfondo y aporia. A pesar de una posibilidad
fundamental de intelección «en sí», el cristiano y el hombre que verda­
deramente se cierran a la luz de la le y de la gracia tampoco lograrán una
intelección de hecho sobre esta realidad «natural». Pues una realidad,
aunque se declare que en sí sigue igual, se transforma si entra en un
orden total distinto. Y sobre ese abarcador sistema de referencias, sólo
dentro del cual puede ser conocida adecuadamente la esencia concreta
TEOLOGIA DEL PODER 457

del poder, el creyente y el incrédulo —que verdaderamente lo es y no


sólo presuntamente, también a propósito del poder— no están de acuer­
do. El creyente considerará este poder como creado por Dios, por tanto,
como no inmoral en sí; lo aceptará y empleará casi como una carga, como
lo que el cristiano usa como si no lo usara, ya que desaparece con el
mundo (cf. 1 Cor 7,3 ls). El creyente conocerá el poder al mismo tiempo
como algo creado por Dios como un elemento en el camino y como posi­
bilidad de la auto-comunicación sobrenatural divina en la gracia que es
la única meta total de la criatura espiritual y sin cuya aspiración a la larga
tampoco todo lo sobrenatural puede seguir fiel a su esencia. Sobre esto
hablaremos en seguida.
Aquí hay que decir, por tanto, únicamente que lo que nosotros
conocemos naturalmente como necesidad inevitable en la realización
de la existencia humana es también caracterizado por la teología cris­
tiano-católica como en sí no pecaminoso, sino como creado por Dios
y con ello es declarado como algo que puede acaecer también como
permitido y hasta como mandado en la existencia del hombre justifi­
cado. Y esta tesis no queda anulada por la primera. Pues para la
teología católica algo puede ser natural y creado por Dios, aun cuan­
do en el orden superior de la protohistoria, aun libre de culpa, del
hombre, retenido en sus efectos y empleo y remontado por la gracia
superior de la integridad humana, hubiera sido inactual, y por eso
cuando aparece en nuestra situación existencial caída es también
simultáneamente manifestación de esa situación, general y hereditaria,
de culpa del hombre.
Después de haber hecho constar esto teológicamente, podemos pro­
seguir en un enjuiciamiento experiencial de ese poder a la luz de la razón
natural, sin que tal consideración pueda hacer sospechar que quizás sea
una autointerpretación arrogante del hombre y de sus posibilidades exis-
tenciales que, en determinadas circunstancias, no podría resistir el juicio
de Dios en la revelación y en la fe, sino que tendría que ser rechazada en
un sentido absoluto y salvifico como autojustificación y declaración de la
bondad del hombre. El poder es. Y existe con derecho por ser la condi­
ción de la posibilidad de la libertad. El poder y la libertad son realidades
dependientes dialéctica y recíprocamente una de la otra. La libertad es
en sí superior por ser la caracterización del espíritu; el poder físico es en
sí inferior porque, aunque inevitable, es en sí material y reduce así el
ámbito de la libertad.
458 VIDA CRISTIANA

El derecho de la libertad, que como tal exige en su esencia formai la


ausencia de fuerza, y el derecho del poder consisten simultáneamente. Es
verdad que no tienen el mismo rango. Por eso en caso de conflicto tienen
que ser juzgados y empleados según su rango, pero en su pluralidad no
pueden ser referidos a un principio único superior dentro de la existencia
humana, como el dualismo óntico en el hombre, del que proceden, el dua­
lismo de espíritu y materialidad, de libertad y sujeción a las realidades
previas a ella en lo necesario, de individualidad y carácter social fundado
en lo material del hombre. De la misma forma que este pluralismo óntico
permanece en su realidad incalculable, sucede lo mismo con el pluralismo
de ambos principios: poseen un orden de rango, pero ninguno puede ser
propiamente deducido del otro —aun cuando su unidad trascendental
está basada en la esencia del hombre—, ninguno puede ser «reducido» en
su contenido a un principio superior cuya manifestación fuera.
El principio de la falta absoluta del poder físico no sería, por tanto,
ningún principio cristiano, sino una herejía que desconocería la esencia
del hombre, su interpersonalidad en el ámbito uno de lo material y su
pecaminosidad. Un orden liberal sería, por ello, falsamente interpretado
si se le tuviera por un orden en el que el poder físico fuera considerado
fundamentalmente como censurable. La renuncia fundamental y univer­
sal a todo poder de tipo físico no sólo no es realizable, sino también
inmoral, porque sería renunciar a la realización de la libertad humana
que se lleva a cabo en lo material, es decir, la autodestrucción del sujeto
mismo responsable ante Dios.
No es posible querer mantenerse fundamentalmente limpio de culpa
evitando el poder y la fuerza como si por sí mismo mancharan y conduje­
ran irremisiblemente y siempre a la culpa. La auténtica cuestión a
propósito de una teología moral del poder es más bien de qué manera y en
qué «dosificación» pueden unirse concretamente en el hombre singular y
siempre de nuevo el derecho del poder legítimo a modificar y limitar el
ámbito de libertad del individuo —y de su comunidad libre— y el derecho
superior de la libertad y el derecho a un ámbito de libertad verdadero, con­
creto y permanente del individuo. Como el ámbito de libertad del hombre
singular es él mismo una realidad variable, como, también las tareas de los
portadores legítimos del poder, a causa de las cuales poseen tal poder,
están sometidas ellas mismas a una evolución histórica, esta compatibili­
dad de ambos derechos no es una realidad fija y firme de una vez para
siempre, sino que tiene que ser hallada siempre de nuevo.
TEOLOGIA DEI, PODER 459

Y aquí radica también, al menos en el ámbito profano, el carácter


inevitable de una lucha por el poder: si en el orden en que vivimos exis­
te una auténtica pluralidad, materialmente no remontable, de portadores
y derechos —aquí del portador del derecho a la libertad y del portador
de la fuerza—, si tales portadores no sólo tienen el derecho, sino también
en determinadas circunstancias la obligación moral de salir responsables
de su derecho respectivo, pero si debido a la limitación de esos derechos
no es de esperar que haya por ambas partes, siempre y en todos los
casos, un acuerdo teórico, a causa de la facultad de error que poseen los
hombres, incluso cuando no existe ninguna culpa subjetiva, no podrá
evitarse siempre y de antemano la situación de lucha entre esos dos por­
tadores de derechos. No habrá normas objetivas materiales y formales, ni
tampoco un portador jurídico superior, con carácter de sujeto, del poder
superior de decisión... y del derecho de decisión, que puedan evitar y
excluir de antemano esos casos de conflicto dados al menos subjetiva­
mente y concretamente no suprimibles sobre una base teórica.
En una moral cristiana que conoce la posibilidad insuperable de
error del hombre sometido al pecado original no puede evitarse siempre
y fundamentalmente el conflicto en el que sencillamente el poder decide
también con un derecho moral —al menos formal— ser empleado por el
portador respectivo del poder, al menos bona fide, para un fin moral­
mente justificado, si esta justificación moral del fin no es aceptada por
otro. Hay, por tanto, verdaderamente casos en los que el derecho con­
creto está subjetiva y prácticamente en el poder superior, en los que
—inversamente— subjetiva y prácticamente el poder más fuerte es el que
tiene la razón. No que siempre acierte objetivamente y de hecho al
actuar, no que esté atado al fin moral objetivamente bueno de su actua­
ción, en cuanto que sólo quien tiene el poder puede aprehender
subjetivamente el acierto o desacierto objetivo de su fin y cumplir la obli­
gación de la información objetiva de su subjetiva determinación del fin.
Pero el poder puede tener la razón en determinadas circunstancias
en cuanto que un hombre dotado de poder puede tener el derecho de
hacer prevalecer, mediante su poder, un fin tenido por objetivamente
acertado, con toda la ciencia y conciencia de que sea capaz, aun cuando
el sujeto paciente de tal fuerza niegue el acierto objetivo de tal fin y tenga
así por inmoral dicho empleo del poder. Un poder que siempre y en todo
caso estuviera atado a la aprobación de los afectados por él dejaría de
serlo. Un orden social que quisiera exigir fundamentalmente eso sería la
460 VIDA CRISTIANA

utópica caricatura de una democracia, una anarquía que, en definitiva,


desde el punto de vista del poder, sería todavía más brutal y que en rea­
lidad nunca ha existido.
Aunque, naturalmente, al decir que en la existencia concreta de
los hombres el conflicto y la lucha no son siempre evitables, no hemos
decidido con ello todavía qué formas de esa lucha son todavía mora­
les en una situación histórica concreta y cuáles deben ser
consideradas como ya no morales —por no ser ya proporcionales a la
consecución del fin justificado—, a pesar de la legitimidad del empleo
por la fuerza del poder mayor para hacer prevalecer un fin tenido, al
menos subjetivamente, por justificado y conveniente, pero negado por
la otra parte. La lucha por el poder debe y puede ser reprimida, redu­
cida y humanizada lo más que se pueda en este mundo sometido al
pecado original y culpable. Pero la lucha, que una parte tendrá siem­
pre por injusta y brutal, persistirá siempre, por estar basada en la
esencia de la actual disposición existencial del hombre en tanto falible
y libre sólo con el poder.
El conocimiento de este estado de cosas no desencadena la brutalidad
y la irresponsabilidad del poder y de quienes lo poseen. Al contrario, si
esta situación es vista con el inexorable realismo cristiano —al que teme y
del que huye todo utopismo— es mayor la esperanza de que el poder que
proceda de forma verdaderamente inmoral pueda encubrirse menos fácil­
mente con unajustificación pseudo-politica. Y es que aquí, como en otros
casos, la mentira, que existe ciertamente, nunca tiene más posibilidades
de atracción que cuando se obra como si no existiera.
Los pacifistas absolutos amenazan más la paz que si se cuenta con
que existe el poder y que es inevitable y que precisamente por eso, por
existente y no anulable, siempre moralizable de forma sólo asintotica,
está bajo normas morales y provoca el peligro de la culpa infernal.
Digo: moralizable de forma sólo asintotica; pues mientras el hombre
sea capaz de equivocarse, con su mejor ciencia y conciencia, mientras
no haya —y no la habrá— en este mundo una instancia abarcadora que
en todos los casos garantice el acierto objetivo de los fines a que se
aspira por la fuerza, habrá también empleo de fuerza —aun prescin­
diendo del caso de un empleo de poder para fines conocidos también
subjetivamente como inmorales— bona fide para fines objetivamente
inmorales, empleo ejecutado, por tanto, de forma objetivamente inmo­
ral también por el hombre bonae fidei.
TEOLOGÍA DEL PODER 461

Si se tiene en cuenta además que cuanto más complicada resulta la


existencia humana en el curso de su historia, cuanto más múltiples e
inconciliables, y al mismo tiempo de consecuencias más graves, resulten
todas las relaciones humanas individuales, tanto mayores se hacen simul­
táneamente la posibilidad de error y la necesidad de un ejercicio amplio
del poder, puede imaginarse, entonces, que este acercarse asintotica­
mente del empleo del poder —incluso del subjetivamente bueno— al
empleo también objetivamente acertado en el curso de la historia de la
humanidad probablemente no se hará mayor, sino más bien e inevitable­
mente menor, aun cuando la «evolución» histórica sea siempre también
la formación de objetivaciones de ideales éticos al nivel de lo social, que
antes, muy a pesar de los hombres, no había.
Todo lo dicho está encérrado, en realidad, en el enunciado sobrio de
que el poder es una verdadera, propia y natural criatura de Dios. Por ser
una criatura de Dios no es sencillamente y siempre opuesta a Dios; por ser
una criatura propia de Dios no debe hacerse desaparecer de este mundo,
no tolera ser anulado, sino a lo sumo ser transformado en sus formas en
un largo proceso —el cual, a su vez, es tal que en él el poder hace historia
imponiendo ese proceso de su evolución de formas—. Por ser una criatu­
ra natural puede emplearse para el bien y ser convertida en culpa.
Desde esta perspectiva puede lograrse ahora una tercera tesis teológi­
ca sobre el poder. En el orden concreto su ejercicio —al menos visto en
conjunto— no es salvificamente irrelevante, sino un acaecer de salvación
o condenación. Y en un sentido muy radical. Antes de que esta tesis pueda
ser explicada en su sentido hemos de hacer algunas advertencias previas.
También en esta tesis suponemos como absolutamente incuestiona­
ble que el poder, por pertenecer al ámbito natural de la creación, es
regido en sí por las normas del derecho natural. Este derecho natural
puede ser conocido en sí por la razón natural del hombre sin acudir a la
revelación propiamente tal, articulada en palabras, del cristianismo. De
tal forma que sobre estas reglas es en sí posible entenderse también con
quienes no están sobre el suelo de la revelación cristiana, a pesar de la res­
tricción, que ya hemos hecho, a propósito de las dificultades
gnoseológicas prácticas del hombre pecador en orden a los criterios más
precisos de la moralidad natural sin la ayuda de la revelación.
Aquí no vamos a tomar partido sobre la cuestión, discutida en la teo­
logía católica, de si en el orden salvifico hay efectivamente actos del
hombre que sólo sean conformes a la ley moral natural, sin ser, por tanto,
462 VIDA CRISTIANA

nuevos pecados y sin significar ya propiamente actos salvíficos, sobrena­


turales, por gracia y fe. Supongamos aquí —aun cuando no favorezca a
nuestras consideraciones siguientes— sin preocupación, que fundamen­
talmente existen también en concreto tales actos del hombre sólo
naturalmente buenos, pero que no proceden de la fe y la gracia y que, por
tanto, no tienen fuerza salvifica, actos del hombre quien debido a su sen­
tido natural ético cumple en su libertad humana la ley natural de su ser.
También bajo tales supuestos hay que decir: según la teología católi­
ca y considerada la totalidad de la existencia humana, la revelación divina
y también la gracia de Cristo son moralmente necesarias para conocer
incluso la ley moral natural de forma clara, precisa y acertada, y también
a propósito de las normas concretas y no sólo de los principios morales
más generales. Según la doctrina católica, a la larga y considerada la tota­
lidad concreta de la ley moral natural, no es posible su cumplimiento sin
ayuda de la gracia divina. Podemos llamar tranquilamente gracia de
Cristo a esta ayuda divina especial sin la cual, a la larga, no se cumple lo
substancial de la ley moral natural, de forma que su aceptación —sin que
esto pueda ser fundamentado aquí más por extenso— signifique amor, y
el acto del cumplimiento de la ley natural, llevado a efecto con tal ayuda
divina, tenga que ser considerado también, por lo tanto, como acto pro­
piamente salvifico, y represente un acaecer en el orden salvifico
propiamente cristiano.
Pero en esta tesis —para que no sea interpretada falsamente— pode­
mos dejar totalmente sin resolver si esta gracia de Dios en Cristo, que
sustenta también prácticamente toda la moralidad natural, debe y puede
ser conocida reflejamente por el hombre que la recibe como tal gracia. La
tesis propuesta sigue siendo verdadera si suponemos que la gracia de
Dios en Cristo actúa también con frecuencia humanizadoramente y con
poder salvifico en la finalidad sobrenatural del obrar humano cuando el
hombre no es consciente de ello en una forma reflejamente objetiva y for­
mulada proposicionalmente, cuando el cristianismo efectivamente
realizado sigue siendo, en cierto sentido, anónimo. Pero teniendo esto en
cuenta puede afirmarse tranquilamente el siguiente enunciado teológico:
la totalidad de la realización humana de la libertad es en su sustancia, en
sus decisiones verdaderas y radicales y a la larga, también cuando al
parecer se trata sólo de moralidad natural, acto salvifico de fe o pecado.
Supongamos dicho enunciado y apliquémoslo al uso del poder.
El poder no es sencillamente un suceso cualquiera en la vida huma-
TEOLOGIA DEE PODER 463

na. El poder, aunque tomado en un sentido más amplio de lo que aquí


hacemos, pero también de forma que nuestro concepto estricto esté con­
tenido ahí, es quizás, junto a la sexualidad, e incluso antes que ésta, uno
de los primeros poderíos fundamentales en nuestra existencia; el poder
no es sólo una realidad de tipo regionalmente limitado en la vida huma­
na, sino que la domina toda entera. Por eso también no es únicamente
algo que sólo acaece de vez en cuando. Y por las dos razones pertenece
también, por lo tanto, con apremio totalmente especial, a las realizacio­
nes existenciales que el hombre, en el orden presente de pecado y de
Cristo, no puede efectuar bien sin la gracia santa y elevante de éste, sin la
fe y el amor; pertenece también a las realizaciones existenciales en las que
definitivamente tienen efecto la salvación o la condenación.
Puede ser que esto parezca al principio un poco abstracto y deriva­
do formalmente. Pero basta con que examinemos un poco más de cerca
la realidad a que nos referimos para que se vea claramente el contenido
de estos enunciados teológicos abstractos.
¿Qué sucede cuando se ejercita el poder? Se da realidad a algo con­
creto e individual sin previa aprobación del otro en el ámbito de su
existencia. Pero esto es esencialmente algo enorme. Pues lo concreto, aun
cuando diariamente nos ocupemos de ello, es siempre, cuando es causa­
do por nosotros mismos, un milagro y algo terrible al mismo tiempo. Lo
concreto no era, no puede referirse adecuadamente, en su realidad con­
creta e individualidad indisoluble, a lo necesario, a principios, a lo
comprehensible en su necesidad. No es necesario, no tendría que ser.
Pero una vez que existe no puede ser anulado, ya que la pista de las dis­
posiciones históricas irrepetibles no tiene más que una dirección. Es el
ente que es, aunque no encuentra en sí mismo la razón de su existencia;
dicha razón la tiene sólo en la disposición poderosa de lo libre. Y esta
realidad que tan oscuramente se afirma, que ha creado el poder libre, se
alza ahora en la existencia del otro, se extiende ahí, modifica el ámbito
entero de su existencia, le impone leyes no preguntadas de obra y deci­
sión que él no puede entender, porque no pueden ser entendidas en
ninguna otra perspectiva —en su ultimidad radical, en su concreto ser-
así y ser-más-bien que no-ser— que no sea en esa voluntad del otro que
es el extraño.
El que obra poderosa y libremente se extiende más allá de sí mismo,
por así decirlo; su extensión, por acaecer en el medio totalmente general,
común e ilimitado del fondo material, no tiene nunca un límite absoluto.
464 VIDA CRISTIANA

Pues todo lo que así sucede sigue teniendo en su séquito una intermina­
ble reacción en cadena, aun cuando poco después ya no puedan ser
distinguidos en la unidad de la historia común los efectos provenientes de
determinados individuos de aquellos que partieron de otros. ¿Es lícito
hacer eso? ¿Es suficiente legitimación y consuelo para la decisión con­
creta del hombre decir que no puede obrar de forma que no sea ésa; que
sigue cooperando en el destino de los otros aun cuando se abstiene de
obrar para no resultar conjuntamente responsable y quizás culpable?
¿No se ejecuta aquí algo que en realidad es propio de Dios: la determi­
nación del campo de la libertad previamente a su decisión?
Si los cristianos pensamos además que toda libertad tiene una vigen­
cia eterna y un futuro eterno, si consideramos que, a pesar de su
originalidad y según la doctrina cristiana —completamente en contra­
dicción con muchas concepciones tal y como se expresan, por ejemplo,
en el Jedermann de Hofmannstahl y en otras representaciones—, está
codeterminada en este su resultado eterno, también en cuanto tal, por la
materia y la región previamente dadas de esta libertad, si éstas, por tanto,
no desaparecen al fin como el material indiferente en el que esta libertad
se hubiera ocupado sólo casualmente y de nuevo desfavorablemente,
está claro que el poder co-opera en la libertad eterna y en el resultado
eterno de la libertad del otro. ¿Puede hacerse eso? Qué enormidad le es
impuesta al hombre simplemente por el hecho de que él tiene poder
frente a otra libertad. Qué tentación tiene que ser esto. No puede decir­
se que lo cristiano, como se expone usualmente en un idealismo
abstracto, sea sólo que el hombre puede ser libre también estando enca­
denado. En cierto sentido puede ser verdad. Pero estando encadenado
no se puede llevar a cabo lo definitivamente libre que, de lo contrario, se
habría ejecutado. Tras un lavado de cerebro y bajo el influjo inmenso de
la propaganda, del espíritu apremiante del tiempo y de otros poderes,
aun cuando se siga siendo libre, no se puede hacer lo que se habría hecho
si el campo de la libertad hubiera sido más amplio y de otra forma.
Y lo que en tales supuestos del acto libre se hace no cae simplemen­
te del sujeto agente porque él siguió siendo libre o porque no pudo obrar
de otra manera en esta libertad. Precisamente si obró como quien es
libre, si no fue hecho sencillamente irresponsable, se apropia esos
supuestos de su acto libre que otro determinó y sólo así entra la determi­
nación extraña por la fuerza en los rasgos de la faz eterna de la persona
libre. Y es que en el hombre no se puede distinguir absolutamente de
TEOLOGÍA DEL PODER 465

forma inequívoca entre lo que él es por su libertad y lo que es por deter­


minación externa a causa del poder.
Bajo tales supuestos, se entiende de por sí, tendría que ganarse el que
emplea el poder al que está expuesto a él, tendría que esforzarse por
hacer decrecer cada vez más de por sí la determinación por su poder en
el otro, substituirla cada vez más por la ley interior por la que el otro se
ha decidido. Tendría que considerar su poder como una exigencia a sí
mismo de superarlo por el poder superior del amor, del conocimiento,
de la manifestación de lo bueno y razonable en él mismo. Sólo bajo tal
condición puede atreverse propiamente a que el otro acepte lo concreto
contingente y casual como su destino eterno —o un elemento de él—, lo
que él mismo en su libertad poderosa ha determinado que exista y que
como incuestionablemente válido introduce en el ámbito de la existencia
ajena. Sólo sintiendo el poder como lo provisional, como lo impuesto al
poderoso misterio personal del individuum ineffabile que es el otro se
emplearía su poder acertadamente.
Pero ¿quién puede decir que él es así? ¿Quién puede negar que él
sea un pecador? ¿Quién puede afirmar que el que es más poderoso es
siempre también práctica y simultáneamente más sabio y más amante?
¿Quién puede afirmar que simplemente por el hecho de tener una buena
intención —¿quién lo sabe, en realidad, tan exactamente?— lo bien
intencionado es también bueno? Por tanto, el ejercicio del poder se con­
vertiría con excesiva frecuencia en pecado objetivo y subjetivo. Se
empleará para dominar, no por deseo de servir, como el arma de su pro­
pia autoafirmación, no como la espada de Dios a él encomendada; habrá
quien se engañe a sí mismo y crea que tiene razón por tener el poder; que
se tienen mejores argumentos porque el otro tiene que callarse; se inten­
tará buscarse el derecho por la fuerza, incluso donde se podría encontrar
por el poder del derecho, si se fuera más justo; es mucho más sencillo y
cómodo. Se caerá en la tentación de considerar la posesión del poder de
hecho ya como la legitimación divina de tal poder y su uso, como si fuera
verdad que Dios marcha siempre con los batallones más fuertes. Se cae
en la tentación de tener al más poderoso por el lugarteniente de la ver­
dad, de la auténtica realidad y su futuro y, en definitiva, de Dios; de tener
la carencia de poder por la expulsión del único telar de la historia, en
lugar de tenerla por el permiso y la misión de probar que se cree en el
poder superior de la verdad y del amor, incluso cuando vencidos quizás
por el poder parece que se hunden.
466 VIDA CRISTIANA

Mientras el poder debería ser lo que la verdad y el amor tienen que


ir renovando y consumiendo lentamente, lo mismo que la concupiscen­
cia y todo lo que de ella se sigue, mientras debería ser empleado en orden
a su superación, aunque sólo escatològicamente posible en toda su pure­
za, mientras debería ser el motor de su propia revocación —lo cual es en
sí posible por, ser una criatura de Dios y no ya en sí mismo pecado que
sólo en sí no puede tener ninguna fuerza para su autosuperación—, el
poderoso resulta ser el que quiere seguir siendo lo que es, sin reconocer
que él sólo en su autosuperación permanente puede legitimar lo que él
ahora todavía es y le será lícito ser «todavía» si se supera a sí mismo per­
manentemente en el futuro de la libertad bienaventurada y pura de
todos. El poder se convierte en pecado. Y en él más que en ninguna otra
cosa puede aparecer lo que es esencia del pecado en absoluto: el querer
ser como Dios, el no al servicio, la absolutización de lo finito y de lo que­
rido por uno mismo, el poder por el poder que es pecado.
Pero el mismo poder que puede ser manifestación y tentación de
pecado, y que ineludiblemente lo es, si no es redimido por la verdadera
fe y el verdadero amor, puede ser también manifestación y figura concre­
ta de la salvación verdadera, ser no sólo indiferente, sino también
verdaderamente cristiano y salvificamente bueno. No sólo en el sentido
de que algo hecho con buena intención y en buena actitud puede ser lla­
mado bueno si se ve desde dicha actitud. El ejercicio del poder puede
tener una relación más estrecha con la realización cristiana de la existen­
cia. Y es que el poder puede ser ejercitado —si podemos decirlo así— no
porque «yo» lo tengo, sino a pesar de que yo lo tengo. Puede ser ejecuta­
do por el que dispone como lo que dispone de él. Puede ser lo que de
antemano humilla y exige. Y es que cuando se emplea es siempre lo que
no puede verse hasta el fondo en sus consecuencias. Para realizarse
emplea siempre poderes y fuerzas, instrumentos y ayudas que, para
aprovechar, tienen su propia estructura y su propia esencia; y cuanto más
son empleados, cuanto más radicalmente son puestos en práctica, tanto
más actúan estas sus leyes propias y atraviesan los planes del poderoso
que los emplea. Cuanto más interviene éste, saliendo de sí, en el mundo
del otro tanto más tiene que aceptar realidades que le presentan, aunque
sólo como material; su propia esencia, en definitiva, insuprimible, tiene
que aceptar relaciones cuyo alcance él, en definitiva, no ve. Hasta ahora
nunca ha surgido del poder del poderoso, de forma verdaderamente
inequívoca y sólo, lo que él había planeado. El conductor o caudillo ha
TEOLOGIA DEL PODER 467

sido siempre también el conducido, y el acto más poderoso y planeado


fue siempre también lo imprevisto y lo que recaía sobre el mismo actor
como destino insospechado.
El poder necio y soberbio quizás no advierta esta finitud intrínseca
del poder, quizás no advierta, o lo advierta demasiado tarde, cómo el
poder se consume intrínsecamente a sí mismo; es la maldición que el
poder culpable se prepara. Pero el poderoso sabio conoce esa intrínseca
debilidad del poder, lo acepta donde le es dado, no lo arrebata con vio­
lencia, porque sabe que a la larga sólo se es engañado por el poder si se
arrebata violentamente. Pues entonces ciega porque ebrio de él ya no
puede verse cómo es realmente la realidad. Y la realidad no conocida en
su ser se venga terriblemente, porque nunca se deja absorber por el poder,
sencillamente porque el poder mismo, para poder ser, necesita servidores
que él mismo, no puede sustituir: hombre, verdad, lealtad, bondad, la
humildad callada de las leyes de la realidad infrahumana, etc. Estos sier­
vos del poder pueden ser mal dirigidos y mal empleados por él, pero
verdaderamente sólo en el estrecho ámbito fronterizo en el que ellos mis­
mos conservan su propia esencia cuando obran en contra de él. Este
ámbito fronterizo es, de hecho y temporalmente, muy reducido, aun
cuando en él caben las atrocidades de la historia entera de la humanidad.
El sabio amante lo sabe. Por eso no huye del poder cuando se le da a
mano, puede incluso echar mano de él cuando ve que otros lo emplean
mal y siente que en él se mueve verdaderamente la fuerza creadora. Pero
él conoce la tragedia del poder, sus fronteras y su miopía; él sabe que el
poder no puede permanecer mucho tiempo en él mismo, porque hasta el
ejercicio del poder por sí mismo tiene, que marcarse un objetivo o enmas­
cararse, al menos, con un objetivo que tenga su dignidad propia y por el
que la mentira es tomada en serio poco o mucho tiempo; el objetivo logra
su vigencia propia y el poderoso pierde su poder o se transforma.
Y además, el sabio amante, que es poderoso, está siempre afecta­
do hondamente y humillado por la dignidad libre del otro frente al
cual él usa su poder. Es para el otro como un cirujano frente al pacien­
te aparentemente puesto en sus manos y que tiene más poder sobre el
médico que éste sobre el enfermo, aun cuando, sin que nadie le pre­
gunte y con la dureza del verdadero amor, mueve su bisturí. El ejecuta
su poder consciente de que lo que hace sigue sometido a la dialéctica
de la historia, nunca se logra del todo, está siempre lleno de contra­
riedades, siempre pertenece también intrínsecamente a la vida que en
468 VIDA CRISTIANA

sí misma lleva la muerte y quiere parirla como fruto de la vida, sin el


cual toda vida se queda estéril.
Sólo quien ejecuta así el poder lo redime y lo santifica. Sólo, quien lo
desvirtúa en su potencia admitiendo también la impotencia de la Cruz,
de la infructuosidad y de la muerte como la salvación, sólo quien de
buena voluntad está dispuesto a fracasar, incluso cuando lucha animosa­
mente, firme y encarnizadamente, lucha incluso por el poder, pero no
peca si usa el poder. Pues quien lo emplea mal es quien lo usa sin fe. Este
uso desacertado no será lícito afirmarlo ni se podrá probar para cada uno
de los momentos de dicho uso. Pero el poder es sólo cuando una vida y
un tiempo son abarcados y toman forma. Y ahí la tesis es acertada.
Ahora bien, fe significa —aplicada a nuestra cuestión— aceptación
incluso de la muerte y de la infructuosidad como, gracia, promesa y vida
eterna. Pero vale también lo contrario: el ejercicio del poder puede resul­
tar también realización de esa fe. No sólo, ni siquiera en primera línea
porque el mundo, le pertenece a Dios todopoderoso, porque también el
poder ha sido creado por él y puede servirle. Tal teología del poder sólo
desde el orden de la creación y de la ley natural sería ciega al pecado y no
habría atravesado el misterio de la muerte de Cristo. No sería una theologia
crucis y, por tanto, tampoco verdaderamente cristiana. Dicho ejercicio del
poder, transformado por la fe en la salvación de la infructuosidad, no es
por ello vacilante, insuficiente o cobarde. Al contrario: es libre también
frente a la muerte, y, por tanto, puede atreverse a todo aquello de lo que
puede salir responsable ante Dios, puede desafiar, incluso, a otro poder
superior por aceptar también la destrucción como victoria.
La intelección cristiana del poder es muy diferenciada. No puede
rechazarlo, pues el poder es una criatura de Dios. No puede afirmarlo
sencillamente y en absoluto, pues tal y como es sólo existe en el mundo
caído del pecado y la tiniebla como al principio no era y como al fin no
será. De forma que este poder mismo tiene la permanencia, caducidad,
desintegración y transitoriedad que el cristianismo reconoce a este eón
en el que vivimos, de tal modo que él en realidad ya está anulado por el
eón verdadero y eterno de Cristo. El cristiano no puede aceptar el poder
sencilla e ingenuamente como un mero existencial evidente de la exis­
tencia humana, porque el poder siempre es ejecutado o como cuerpo del
pecado, del egoísmo, de la rebeldía contra Dios y de una impaciencia
inmanente e impaciente que no quiere recibir la gloria prometida en
tanto regalo escatològico de la virtud de Dios sólo, sino forzarla por el
TEOLOGIA DEI, PODER 469

propio poder y después, inevitablemente, por la brutalidad cruel, a


entrar en este eón mismo y bajo sus leyes, o como el esfuerzo de la fe que
obedientemente acepta el poder, que siempre fracasa y que no vale la
pena, como tarea, a pesar de todo, de Dios mientras él lo quiera.
ÌNDICE GENERAL

Contenido...................................................................................................7
Abreviaturas............................................................................................... 9
Pròlogo..................................................................................................... 13

T eologia fundamental

I. Reflexiones en torno a la evolución del dogma..................................17


1. Evolución del dogma en la Escritura........................................... 20
2. Leyes básicas aprióricas de la evolución del dogma...................22
3. Los elementos constitutivos de la dinámica
de la evolución del dogma............................................................ 26
3.1. El espíritu y la gracia ........................................................... 26
3.2. El magisterio de la Iglesia ................................................... 30
3.3. Concepto y palabra............................................................... 33
3.4. La tradición............................................................................39
3.5. La objetivación refleja del dogma en tanto dogma,
en tanto revelado por Dios..................................................... 43

II. Sobre el concepto de misterio en la teología católica....................... 53


1. Primera lección............................................................................. 53
2. Segunda lección............................................................................ 67
3. Tercera lección.............................................................................. 81

D octrina de D ios

I. Advertencias sobre el tratado dogmático De Trinitate................... 99

C ristologìa

I. Para la teología de la encarnación 131


472 ÍNDICE GENERAL

II. Cuestiones dogmáticas en torno a la piedad pascual..................... 149


III. «Virginitas in partu». En torno al problema de la tradición
y de la evolución del dogma.......................................................... 165

D octrina de la gracia

I. Naturaleza y g ra d a ............................................................................ 199

II. Problemas de la teología de controversia sobre la justificación........225


1. Asentimiento de Barth a la doctrina católica de lajustificación......225
2. Pequeñas observaciones críticas................................................235
2.1. Justificación y santificación: fe y am or...............................236
2.2. Fe en tanto acto sustentado por la gracia............................242
2.3................................................................................................ 246
3. La creación y Cristo.................................................................... 248

D octrina de los sacramentos

I. Para una teología del símbolo........................................................... 261


1. Para una ontologia de la realidad simbólica en general........... 263
2. Para una teología de la realidad simbólica................................ 276
3. El cuerpo como símbolo del hombre........................................287

II. Palabra y eucaristía..........................................................................295


1. Palabra y sacramento en general................................................295
2. Palabra y Eucaristía.................................................................... 326

III. La presencia de Cristo en el Sacramento de la Cena del Señor......333


1. Observaciones previas................................................................ 335
2. La doctrina del Concilio de Trento sobre la presencia real
de Cristo en la eucaristía.............................................................337
3. ¿Qué queda oscuro y sin resolver?............................................ 354

IV. Sobre la duración de la presencia de Cristo después


de la recepción de la Comunión.................................................... 361
INDICE GENERAL 473

E scatologia

I. Principios teológicos de la hermenéutica


de las declaraciones escatológicas.................................................... 373

II. La vida de los muertos..................................................................... 401

V ida cristiana

I. La palabra poética y el cristiano........................................................411

II. Advertencias teológicas en torno al problema del tiempo libre.........423

III. Teología del poder..........................................................................449

índice general........................................................................................ 471


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