Canibalizar La Modernidad
Canibalizar La Modernidad
Canibalizar La Modernidad
ISBN 978-987-3687-95-2
La cuestión colonial
135 Diego Conno
11
que no encajaba en el relato de la historia universal que ya sabíamos an-
tes de leer a Guaman Poma. Del otro lado de la frontera quedaban tanto
el significado de los numerosos pasajes en otras lenguas no europeas, la
historia de unos pueblos que ignorábamos como el sentido que tenían
conceptos como justicia, misericordia, plaza pública o utilidad enunciados
desde la posición de un intelectual andino del siglo XVI. Esta constatación
suscitó una serie de reflexiones que desembocaron en un cambio de rum-
bo para el seminario.
En efecto, la lectura de Guaman Poma nos confrontó con el hecho de
que cuando hacemos teoría política recurrimos a conceptos y categorías
que surgen de la cristalización del pensamiento y la historia de Europa.
Para las ciencias sociales en las que estamos formados este marco teóri-
co resulta indispensable e insuficiente.6 Sin universales como los de justicia
social, democracia, soberanía popular, ciudadanía, república, derechos huma-
nos, entre muchos otros, ¿podríamos hacer una crítica del presente? La
respuesta tentativa que nos dimos fue negativa, porque tales universales
integran el léxico compartido que nos permite comprender a qué nos re-
ferimos cuando describimos, por ejemplo, los dilemas de las democracias
contemporáneas. Con todo, ello no impide observar la necesidad de devol-
verles su contingencia y abrirlos a nuevas significaciones surgidas de otras
versiones de la modernidad.
Sin ese trabajo de apertura epistémica, ese mismo marco teórico es
insuficiente para describir concretamente la experiencia democrática en
América Latina. Por un lado, la reducción de ésta a su expresión liberal
secularizada nos impide observar, por ejemplo, cómo la reciprocidad
campesina (cuyos ritos y procederes encontrábamos en Guaman Poma)
también ocupa el lugar de fundamento en las democracias de amplios
sectores de América Latina.7 Más aún, nos dábamos cuenta de que no co-
nocíamos, comprendíamos ni empleábamos en esa crítica del presente
a categorías como yanantin, awqa, taypi, tinku, kuti y ch’axwa que regulan
las relaciones duales de esa vida comunitaria. Este no es, simplemente,
un problema de pluralidad epistémica. La voz de Guaman Poma nos hizo
ver cómo estábamos socializades y ejercemos la violencia de la academia
en nuestras prácticas de investigación, escritura, enseñanza y aprendizaje
cuando nos autoexiliamos de la realidad que queremos pensar. Como si
nuestra posición en el tiempo y en el mundo debiera quedar fuera de cual-
quier discurso que pretenda validez académica.
6
Chakrabarty, Dipesh. 2008. Al margen de Europa: pensamiento poscolonial y diferencia his-
tórica. Tusquets, p. 30.
7
Quijano, Aníbal. 1988. Modernidad, identidad y utopía en América Latina. Sociedad y
Política, p. 26.
12
La paradoja de la situación en la que nos descubrimos estriba en
que la creación del seminario “Democracia y resistencias en la temprana
modernidad americana” tenía por objetivo impulsar una teoría política
capaz de dar cuenta de los múltiples desafíos que dichas insuficiencias
presentan. Su objetivo general es investigar la configuración de la de-
mocracia y, con ella, de las relaciones de dominación colonial, de raza y
de género. Tal objetivo nos instala en el anacronismo dado que supone
investigar la yuxtaposición de diversos pasados que se expresan en esos
nudos problemáticos de la democracia actual.8 Como dijimos, si los de-
bates contemporáneos están atravesados por una serie de conceptos que
tienen una historia, conocer los conflictos que los originan, reconstruir
sus genealogías hasta el presente, identificar las/los agentes implicados,
explicitar sus efectos pasados que hoy repetimos al evocarlos, reconocer
los modos en los que se ha buscado resistirlos, todo ello junto, constituía
el objetivo del Seminario.
Sin embargo, nuestra perplejidad al enfrentarnos con la obra de
Guaman Poma también indicaba que dicho horizonte de indagación con-
llevaba reconocer, en primer lugar, la inadecuación de los universales que
empleamos y, en correlato, operar una apertura epistémica. No para des-
cartarlos como trastos viejos legados por el eurocentrismo académico en
el que nos formamos, sino para advertir la necesidad de situarlos histórica
y geográficamente. Para esto consideramos que era necesario recuperar
un marco teórico más amplio a partir del cual reconstruir el vínculo entre
las determinaciones sociales específicas de la consolidación de la moder-
nidad y los conceptos y categorías que empleamos en la teoría política.
La función de esa apertura era, en principio, evitar la naturalización de
las determinaciones históricas específicas del continente europeo como
si fuesen condiciones universales de la historia de la humanidad.
Asumido este posicionamiento, en el año 2020, justo antes del comien-
zo de la pandemia del COVID-19, se delineó un plan de lecturas colectivas
con el fin de abonar ese suelo epistémico desde el cual investigar la teoría
política de la modernidad temprana. En esta compilación de apuntes ofre-
cemos ese itinerario de búsqueda que reverbera en las indagaciones de
nombres tal vez impropios al campo de la teoría política. A partir de ellos,
cabe componer un camino (methodos) hacia esos horizontes poco explo-
rados por las narrativas cristalizadas sobre y en torno a la modernidad.
Su principal aporte estriba en sacudir los lugares comunes en los que nos
acomodamos cuando para estudiar, criticar o rebasar a la modernidad le
atribuimos una serie de características definidas y definitivas.
8
Rivera Cusicanqui, Silvia. 2018. Un mundo ch’ixi es posible: ensayos desde un presente en
crisis. Tinta Limón.
13
En otras palabras, en los textos de la compilación encontramos no
sólo reflexiones sobre las relaciones de dominación colonial, de raza y de
género que hunden sus raíces en la temprana modernidad, sino también
indicaciones metodológicas para no reproducirlas. El punto de partida
de nuestras prácticas académicas cambia radicalmente cuando conside-
ramos a esa modernidad una serie de transformaciones que acontecen
en distintos contextos históricos y geográficos, cuyo despliegue no se rige
ni por la lógica del progreso o de las fases de desarrollo ni por la lógica
centro-periferia. Al destotalizar a la modernidad de ese modo se libera a
los espacios extraeuropeos de repetir la trayectoria evolutiva del desplie-
gue europeo de la historia “universal”9 y se reconoce que las realizacio-
nes “modernas” son producto del cruce de múltiples racionalidades,10
proyectos,11 culturas,12 temporalidades.13 Posicionarse en estos cruces, en
vez de ocultarlos o negarlos, expande el acervo de la disciplina incor-
porando otras fuentes no validadas académicamente para la disciplina
y habilitando formas alternativas de comprender los textos ya clásicos.
Esto es, vuelve pertinente para la teoría política las obras de Guaman
Poma, Inca Garcilaso de la Vega, Bernardino de Sahagún o Domingo
Francisco Chimalpahin Quauhtlehuanitzin, visibiliza debates como el
que Margaret Cavendish sostuvo con Thomas Hobbes, pero también
desestabiliza las lecturas posibles de autores como John Locke, Nicolás
Maquiavelo, Baruch Spinoza, Immanuel Kant, entre otros.
En efecto, tomar como presupuesto teórico la multiplicidad de la mo-
dernidad para la práctica de la teoría política nos reenvía a un análisis
histórico y situado para ver in situ cómo se produce su despliegue. Para
nuestra disciplina esto implica evitar los atajos que las interpretaciones
canónicas ponen a nuestra disposición. Al ahorrarnos el “desvío” de las
lecturas directas de las fuentes, esos atajos cierran los sentidos posibles
y cristalizan los dispositivos mediante los cuales “lo que no existe es, de
9
Roig, Arturo A. 1981. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. Fondo de Cultura
Económica, capítulo 4; Mezzadra, Sandro. 2008. “Introducción”. En Estudios postcolonia-
les: ensayos fundamentales. Traficantes de Sueños, p. 18; Guha, Ranahit. 2003. La historia
en el término de la historia universal. Crítica Editorial, pp. 45 y ss.
10
Castro-Gómez, Santiago. 2019. El tonto y los canallas: notas para un republicanismo trans-
moderno. Pontificia Universidad Javeriana, p. 101; Quijano, Modernidad, identidad y utopía
en América Latina, op. cit., p. 26.
11
Echeverría, Bolívar. 2000. La modernidad de lo barroco. Era, pp. 33-35.
12
Dussel, Enrique. 2015. Filosofías del sur: descolonización y transmodernidad. Akal.
pp. 293-294.
13
Chakrabarty, Al margen de Europa, op. cit., pp. 33 y ss; Rivera Cusicanqui, Un mundo ch’ixi
es posible, op. cit., p. 75.
14
hecho, activamente producido como no-existente”.14 Es decir, al investi-
gar la modernidad con “lecturas prestadas” reiteramos mecánicamente
lo que “nos hemos habituado a no encontrar” en ellas y, en consecuen-
cia, reforzamos la inadecuación entre nuestros saberes y las prácticas
que buscamos pensar.15 Pero también nos privamos de incorporar a
nuestra imaginación política esa multiplicidad de versiones diferentes
de la modernidad, muchas de las cuales, aunque vencidas “no dejan de
estar activas en el presente”.16
En síntesis, esta compilación de apuntes sugiere un camino que re-
correr para guiar una lectura teórico-política de la modernidad cuya cla-
ve estriba en multiplicar sus significados posibles y, al mismo tiempo,
aventurarse en indagaciones directas de las fuentes a fin de encontrar allí
restos de las versiones de las modernidades reprimidas y subordinadas.
Al emplear esta clave de lectura, sus hermenéuticas ofrecen resultados
que sin ser inesperados sí resultan poco trabajados en la teoría política.
Al comienzo de esta presentación dijimos que el objetivo del semina-
rio nos insta tanto al anacronismo como a la apertura epistémica que estos
ejemplos ilustran. Esto vuelve explícitos y deconstruye los conflictos que
atraviesan las categorías analíticas que empleamos. Una vez advertidos
de estos dispositivos, debemos realizar los esfuerzos hermenéuticos
para interpretar la modernidad más allá de su ethos eurocentrado o de
lecturas esencialistas del pasado americano. En palabras de Silvia Rivera
Cusicanqui, descubrir cómo en las mismas categorías que empleamos se
percibe “el choque de los contrarios crea[ndo] una zona de incertidum-
bre, un espacio de fricción y malestar que no permite la pacificación ni la
unidad”,17 sino yuxtaposiciones que hay que descubrir sin lecturas uni-
direccionales. Estos apuntes buscan compartir esa conversación infinita,
con y desde los textos, que se detiene en estas primeras contribuciones.
La propuesta de bell hooks transita el mismo andarivel. Aunque no
haya en ella una metodología, dice Cecilia Abdo Ferez, su posición ético-
pedagógica supone una revisión de las prácticas de quienes habitamos
la academía. El combate de la desigualdad de género/clase/raza implica
enlazar biografía, generación y posición en el tiempo y el mundo. En rela-
ción con el objetivo de este libro y del seminario, tal proposición implica
14 De Sousa Santos, Boaventura. 2010. Refundación del estado en América Latina: perspectivas
desde una epistemología del Sur. Abya Yala, p. 37 y ss.
15 Rinesi, Eduardo. 2001. Introducción. En En el nombre de Dios. Razón natural y revolución
burguesa en la obra de John Locke. Gorla, p. 14.
16 Echeverría, La modernidad de lo barroco, op. cit., p. 35.
17 Ibíd., p. 44.
15
abandonar las lecturas de la temprana modernidad desenganchadas de
las luchas, creencias y biografías que componen el horizonte de nuestra
experiencia. Hacerlo implica moverse más allá de la seguridad de las for-
mas validadas y reconocidas en las prácticas académicas. No tanto por
una preocupación estilística por lograr una prosa llana y clara “al ras del
suelo”, sino para dejar de lado la distancia entre la teoría política y la
historia de las mantas de nuestras abuelas.
El perspectivismo amerindio o multinaturalismo de Viveiros de Castro
constituye un valioso aporte para indagar uno de los problemas iniciales
que atraviesa nuestro grupo de lectura e investigación: ¿cómo descoloni-
zar, descristalizar y devolverle la tensión que suscita conceptos como de-
mocracia, justicia, derechos humanos, ciudadanía, etc.? Además, subra-
ya Virginia E. Zuleta, redefine los supuestos propios de la teoría política
al aceptar la oportunidad y la importancia de considerar el pensamiento
de otro modo comprometiéndose con la vida de todo colectivo humano
y no-humano.
El trabajo de Sylvia Marcos halla su punto fuerte en la recuperación
de los pensamientos mesoamericanos para pensar los feminismos. Los
términos como género y cuerpo son pensados y resignificados a partir de
una lectura de fuentes –como la Historia de las cosas en la Nueva España
de Fray Bernardino Sahagún–. El sentido político de su lectura aparece
ligado, según Armando Villegas Contreras, a una necesidad de despejar
la concepción de cuerpo y género hegemónicas, para poder establecer un
sentido político que genere utilidad a una contemporaneidad estructura-
da por las relaciones de dominación coloniales. Un ejemplo de ello lo en-
contramos en las conceptualizaciones de “dualidad” y “fluidez”, donde
el efecto de descentramiento epistémico aparece de forma inmediata a
partir de establecer la compenetración entre el hombre y la mujer, entre
la vida y la muerte.
El interés por el trabajo de Silvia Federici se encuentra, señala Eugenia
Mattei Pawliw, en el arquetipo brujas como un recurso heurístico y episte-
mológico para nuestras investigaciones. La bruja es un arquetipo porque
logra articular experiencias y recuerdos que habitan en lo más profundo,
como parte de nuestro inconsciente colectivo. Las brujas son lo otro en
el cual se construye “lo bárbaro”, “lo salvaje”, “lo incivilizado”, “lo poco
ilustrado”, “lo esotérico” y también “lo demoníaco”. En definitiva, la bru-
ja encarna aquello que se busca dominar y domesticar, es lo diferente y
es, al mismo tiempo, la muestra de una relación singular con el cosmos,
los animales y las plantas. Indagar sobre esta figura en diferentes mo-
mentos y temporalidades permite dilucidar sus contenidos y observar
cómo juegan las reversibilidades en la relación América-Europa.
16
Aníbal Quijano se vuelve una referencia ineludible a partir de su con-
ceptualización de la colonialidad del poder. La perspectiva teórica elabo-
rada por Quijano permite pensar a América Latina de forma situada. El
acento puesto en el poder colonial y el Eurocentrismo, dice Diego Conno,
hace mella en la supuesta historia lineal y homogénea a las modernida-
des americanas. Es más, el interés aquí marcado se centra en un des-
centramiento de un efecto de la colonialidad del poder: la colonialidad
del saber. Es allí donde el prisma epistémico abierto por Quijano tiene
su potencia, abriendo la Modernidad en una pluralidad de experiencias
que, lejos de suponer un cierre en sí mismo, permite la apreciación de las
jerarquías, desigualdades y formas de dominación colonial.
Los conceptos de ethos barroco y codigofagia de Bolivar Echeverría
permiten analizar los mestizajes conceptuales de la temprana moder-
nidad en su carácter contínuo, recíproco y conflictivo. La metaboliza-
ción caníbal del patrón cultural de los conquistadores implica no sólo
su reformación, sino también la creación de formas nuevas inexistentes
hasta ese momento. El interés de observar con este prisma al siglo XVII
americano estriba, aduce Diego Fernández Peychaux, en que descubre
la incrustación barroca en esos mestizajes conceptuales de críticas tem-
pranas al proyecto moderno que expanden las herramientas críticas
del presente.
La noción de lo ch´ixi de la cual parte Silvia Rivera Cusicanqui aparece
como un elemento bifaz. Por un lado, remite a lo real, a lo ontológico de
las cosas: lo gris como composición. Por otro lado, aparece un contenido
político en su formulación: ver las cosas en su tensión permanente y no
decantar en una opción resolutoria. Ambas caras permiten, nos recuerda
Antonio D. Rozenberg, formular una epistemología que nutre los análisis
teóricos de la modernidad temprana para poder sostener una compleji-
dad inmanente y conflictiva presente en el pensamiento político de los
siglos XVI y XVII dentro de un horizonte colonial.
En “Teoría ideal” como ideología de Charles W. Mills, Macarena Marey
expone la necesidad de identificar los riesgos de optar por una teoría
ética “ideal”: la justificación y racionalización del status quo, sin contar la
perpetuación de las desigualdades sociales. Esto implica, al compás de
las lecturas críticas en torno a la raza y al lugar de la mujer en la teoría
política liberal, discernir entre una postura ideológica de la teoría ideal
dominante en la ética mainstream o genérica (pensemos en los eternos
defensores de la filosofía analítica o de las huestes rawlsianas o incluso
en los rancios conservadores, campeones de un republicanismo clásico
que justifica las desigualdades sociales); y una postura en que la reali-
zación del ideal se consiga a partir del reconocimiento de la innegable
17
necesidad de teorizar lo no ideal. Como lo señala Mills: la mejor manera
de realizar el ideal es reconocer lo no ideal, de lo contrario, al apropiar-
nos del ideal como ideología, sólo estaremos perpetuando las lógicas de
desigualdad, pues ignoraremos las relaciones de poder involucradas que
nos impiden cambiar el orden social.
En la búsqueda por definir vínculo entre modernidad y colonialidad
Santiago Castro-Gómez no limita al pensamiento decolonial a la defensa
de particularismos, sino que, advierte Julián A. Ramírez Beltrán, incita
a pensar en los criterios normativos de una teoría política decolonial
en clave universal. Razón por la cual señala la necesidad de construir
marcos teóricos más amplios. Esta demanda conceptual no estaría libre
de contradicciones ni dilemas. El capítulo aquí presentado da muestra
de ello, a partir de: una exposición del pensamiento del marxista pe-
ruano José Carlos Mariátegui, de la puesta en pugna de la reducción de
la modernidad al capitalismo y al colonialismo, y finalmente, de una re-
flexión en torno a la problemática de centralizar la acción política en las
luchas antirracistas.
Para concluir, queremos reconocer las distintas aportaciones que hi-
cieron posible esta compilación. En primer lugar, a las y los miembros del
seminario “Democracia y resistencias en la temprana modernidad ame-
ricana” (2018-2020) puesto que a partir del diálogo y las disputas genera-
das surgió tanto la concepción del libro como el elenco de textos inclui-
dos. En especial a Julián A. Ramírez Beltrán, Diego Fernández Peychaux,
Macarena Marey, Antonio D. Rozenberg, Armando Villegas Contreras
que trabajaron en la búsqueda de las autorizaciones editoriales necesa-
rias. En este mismo sentido, a la editorial Cambridge University Press por
subvencionar los permisos de traducción y edición del texto de Charles
W. Mills. La inclusión del texto de Bolívar Echeverría no habría sido po-
sible sin la inestimable colaboración de Ignacio Díaz de la Serna, Javier
Sigüenza y la Editorial ERA. En tercer lugar, a las editoriales Tinta Limón
y al Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales puesto que su política
editorial de emplear la licencia Creative Commons es un aporte impres-
cindible a la circulación de ideas. Finalmente, hay que mencionar que
esta compilación recibió fondos del PICT 3136-1575 “La noción de consen-
timiento en las teorías modernas del contrato social: cuestiones concep-
tuales y normativas” (ANPCYT), dirigido por Macarena Marey; PICT 2019-
02723 “República y republicanismos en la obra de Nicolás Maquiavelo.
Proyecciones en el debate teórico político contemporáneo” (ANPCYT),
dirigido por Eugenia Mattei; y el PRI “Teorías Políticas de la Democracia
entre América y Europa” (Fsoc-UBA), dirigido por Diego Conno.
18
De cultura a cultura: la etnografía y los estudios
culturales como intervenciones críticas1
bell hooks
1
Publicación castellana original en: bell hooks. 2021. De cultura a cultura: la etnografía
y los estudios culturales como intervenciones críticas. En Afán Raza, género y política
cultural (Traducción Ana Useros Martín, pp. 173-186). Traficantes de Sueños.
19
de pila, aunque las conociera de muchos años. En cualquier caso, estas
personas se sentaban en su salón y charlaban durante horas. Algunas de
esas conversaciones llevaban a forjar lazos que duraban toda una vida.
Aunque se trataba de un contacto que parecía íntimo, Baba nunca olvidó
la esclavitud, la supremacía blanca y la experiencia de Jim Crow. Nunca
hubo ningún lazo entre ella y una persona blanca lo suficientemente
fuerte como para contrarrestar ese recuerdo. Ella pensaba que para estar
segura había que “marcar una distancia”.
Recuerdo aquellas charlas hoy, al leer nuevas publicaciones de es-
tudios culturales y literarios que tratan sobre la raza, percibo cuántas
veces los académicos blancos que escriben sobre las personas negras
adoptan posturas de familiaridad, como si su obra no hubiera nacido en
un contexto cultural de supremacía blanca, como si no estuviera de nin-
gún modo conformada y determinada por ese contexto. Y, por lo tanto,
como si no tuvieran necesidad de articular abiertamente una respuesta a
esa realidad política como parte de su iniciativa crítica. Los investigado-
res blancos suelen escribir acerca de la cultura negra o de las personas
negras sin examinar de forma profunda si su obra emplea las tradiciones
intelectuales occidentales blancas a la hora de re-inscribir la suprema-
cía blanca, de perpetuar la dominación racista. Dentro de los ambientes
académicos e intelectuales que se esfuerzan por responder a la realidad
del pluralismo cultural, debería existir un espacio para los debates sobre
el racismo que fomente y aliente el cuestionamiento crítico. Debería ser
posible que los investigadores, especialmente quienes forman parte de
grupos que dominan, explotan y oprimen al resto, exploren sin miedo ni
culpa las implicaciones políticas de su obra.
Los estudios culturales se han convertido en ese lugar contemporá-
neo preferente donde la academia anima y alienta ese análisis. Parece
adecuado, porque buena parte de la nueva producción crítica de los
investigadores blancos y no blancos que se centra en los temas de la
“otredad” y la “diferencia” está determinada por el reciente énfasis en
la cultura, así como por la preocupación académica por la cuestión de
la raza y del discurso poscolonial. El movimiento feminista ha jugado un
papel importante a la hora de centrar la atención de la academia sobre
estas cuestiones. Significativamente, el énfasis feminista académico y/o
intelectual sobre la raza comenzó con la reacción crítica sobre el racismo,
aportando así al contexto académico un interés revitalizado sobre la raza
en tanto tema político, vinculan-do asertivamente las políticas radicales
antirracistas con la labor académica. Esto solo se dio dentro de los estu-
dios feministas, gracias a la potente intervención crítica de las mujeres
negras y de las mujeres de color. Debe recordarse que los programas de
20
estudios negros habían explorado los temas de la raza y la cultura desde
el principio. Para los investigadores negros que exploraban esos temas
en programas que no estaban amortajados por la moda del radical chic
contemporáneo, en programas que claramente no estaban gestionados
por hombres blancos, puede ser descorazonador contemplar cómo los
nuevos programas que se centran en temas semejantes reciben un pres-
tigio y unos elogios que se niegan a los estudios negros. Los programas
de estudios culturales están claramente en esta categoría. Casi siempre
los gestionan hombres blancos y están adquiriendo rápidamente una le-
gitimidad que se ha negado desde hace mucho tiempo a los estudios
afroamericanos y del Tercer Mundo. En algunos campus, los programas
de estudios culturales se consideran un sustituto potencial para los es-
tudios negros y los estudios sobre las mujeres. Cuando digo esto no pre-
tendo en absoluto denigrar los estudios culturales. Es emocionante tener
un escenario nuevo para la validación y la proliferación del trabajo inter-
disciplinario. Cuando se trabaja y escribe, como es mi caso, entre varias
disciplinas, con puntos de partida en la literatura, los estudios sobre las
mujeres y los estudios negros, para una obra que se centra en la cultura
contemporánea, me siento tan “en casa” en estudios culturales como
lo estoy en lugares más conocidos, donde los temas de la diferencia y la
“otredad” han sido desde hace mucho tiempo parte del discurso.
Los estudios culturales constituyen un complemento emocionante
y persuasivo, en tanto crean un espacio para el diálogo entre intelectua-
les y pensadores críticos, etc., que en el pasado podrían haberse queda-
do dentro de las estrechas inquietudes de sus respectivas disciplinas.
Señalan a la raza y a temas similares, y les conceden una renovada legi-
timidad académica. Se están convirtiendo en uno de los pocos lugares
dentro de la academia en los que existe la posibilidad de un debate inte-
rracial y transcultural. Suele ser habitual que las personas que investigan
en la academia se resistan a entablar un diálogo con los grupos diversos
en los que puede haber reacción crítica, cuestionamiento y confronta-
ción. Los estudios culturales pueden servir como una intervención, crear
un espacio para que surjan formas de discurso académico que no suelen
ser bien recibidas en la universidad. No podrán lograr este objetivo si se
quedan únicamente en un ámbito “chic” privilegiado, donde, como escri-
be Cornel West en su ensayo “Black Culture and Postmodernism” [Cultura
negra y posmodernismo], los investigadores se dedican a debatir “desta-
cando conceptos de diferencia, marginalidad y “otredad” de tal manera
que marginan aún más a las personas que sí experimentan la diferencia
y la “otredad”. Cuando esto ocurre, los estudios culturales reproducen
los esquemas de la dominación colonial, en los que el “otro” es siempre
21
convertido en objeto, apropiado, interpretado, conquistado por quienes
tienen el poder, por quienes dominan.
Quienes participan en los debates contemporáneos sobre la cultura
centrándose en la diferencia y la “otredad”, pero no se han preguntado
por sus propias perspectivas, por el lugar desde el que escriben dentro
de una cultura de dominación, fácilmente pueden convertir esta dis-
ciplina potencialmente radical en un nuevo terreno etnográfico, en un
campo de estudios en el que las antiguas prácticas a la vez se critican,
se reviven y se defienden. En su prólogo a la recopilación de ensayos
Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography [Escribir cultura. La
poética y la política de la etnografía], los editores James Clifford y George
Marcus presentan un contexto crítico a partir del cual podemos evaluar
la obra que rompe con el pasado, en cierto sentido una obra que redefine
la etnografía:
La etnografía se sitúa activamente entre potentes sistemas de senti-
do. Plantea sus cuestiones en los límites de las civilizaciones, las cul-
turas, las clases, las razas y los géneros. La etnografía descodifica y
rectifica, explícita los terrenos del orden colectivo y la diversidad, de
la inclusión y la exclusión. Describe procesos de innovación y estruc-
turación y es, en sí misma, parte de estos procesos. La etnografía es
un fenómeno emergente interdisciplinar. Su autoridad y retórica se
ha extendido a muchos campos en los que la “cultura” es un objeto
nuevo y problemático que hay que describir y criticar […].
Este libro incluye ensayos muy potentes que abren nuevos caminos en
el campo de la etnografía. Me emocionó especialmente el ensayo de
Michael M. J. Fischer, “Ethnicity and the Post-Modern Art of Memory” [La
etnicidad y el arte de la memoria posmoderna].
A pesar de las direcciones nuevas y diferentes que se cartografían en
esta antología, resultaba decepcionante que, a pesar de todo, las per-
sonas negras fueran aún algo de lo que “se habla” y que siguiéramos
siendo una presencia ausente y sin voz. Los editores afirman al final de su
prólogo que “el libro otorga relativamente poca atención a las nuevas po-
sibilidades etnográficas que han surgido de la experiencia no occidental
y de la teoría y la política feminista”. Tampoco prestan atención, no “jue-
gan” como diríamos en el habla vernácula negra, con los antropólogos/
etnógrafos de Estados Unidos que son negros, que han sido “etnógrafos
indígenas” o que se han adentrado en culturas en las que se parecen
a las personas a las que estudian y sobre las que escriben. ¿Podemos
creer que nadie haya tenido en cuenta y/o haya explorado la posibilidad
22
de que las experiencias de estos investigadores no blancos hayan sido
radicalmente diferentes de las que hayan tenido sus semejantes blancos
y que posiblemente hayan tenido experiencias que hayan deconstruido
buena parte de la práctica etnográfica de la vieja escuela, tal vez llegando
conclusiones semejantes a quienes fueron “descubiertos” por los aca-
démicos blancos que escribían sobre la nueva etnografía? Sus voces no
se pueden escuchar en esta antología. En ningún momento se desafía la
premisa de que la imagen/identidad del etnógrafo es blanca y masculina.
La brecha que se explica y por la que se pide perdón en este texto es la
falta de una contribución feminista.
La construcción de esta antología, su presentación, me llevó a pensar
acerca de la raza, el género y la etnografía. Una y otra vez me atraía la
portada de ese libro. Es la reproducción de una fotografía (del trabajo de
campo en la India de Stephen Tyler). En esa imagen se ve a un hombre
blanco sentado a cierta distancia de unas personas de piel oscura, que se
sitúan tras él; él está escribiendo. Fascinada inicialmente por la fotografía
en su conjunto empecé después a prestar atención a los detalles espe-
cíficos. Finalmente me fijé en el trozo de tela enganchado en las gafas
del escritor, supuestamente para protegerse del sol; también lo protege
de parte de su campo de visión. Este “punto ciego”, creado de manera
artificial, es una metáfora visual potentísima de la iniciativa etnográfica
tal y como era en el pasado y tal y como se está reescribiendo. En tanto
programa, esta portada no supone un desafío radical a las construccio-
nes del pasado. Llama la atención sonoramente hacia dos ideas que si-
guen muy presentes en la imaginación racista: la idea del hombre blanco
como escritor/autoridad, presentado en la fotografía como un productor
activo, y la idea del hombre negro/marrón pasivo que no hace nada, se
limita a mirar.
Después de terminar este artículo he leído otra crítica de esta foto-
grafía, que hace Deborah Gordon en su ensayo “Writing Culture, Writing
Feminism: The Poetics and Politics of Experimental Ethnography” [Escribir
cultura, escribir feminismo. La poética y la política de la etnografía expe-
rimental]. Gordon escribe que “la autoridad del hombre blanco está pre-
sente pero no deja de ser ambigua: ahora lo observan y observamos cómo
le observan”. A diferencia de Gordon, yo no veo nada de crítico o de activo
en la persona que observa; en todo caso es una actitud de curiosidad fas-
cinada, incluso admirativa. Ser simplemente un “observador” no implica
ni desplazamiento ni subversión de la “presencia del autor” blanca. La
mirada del varón moreno puede leerse como una mirada consensual, de
anhelo y vinculación homoerótica, especialmente cuando está separado
visualmente de la familia, de sus lazos de parentesco, de su comunidad,
23
y aparta su mirada de ellos. La foto implica, si bien de manera sutil, que
este hombre moreno puede, de hecho, desear la “potencia falocéntrica”
de autor del hombre blanco. Significativamente, no podemos debatir so-
bre la mirada de la mujer morena porque sus ojos están tapados por la
tipografía de la cubierta; una línea negra atraviesa su cara. ¿Por qué esta
portada aniquila por partida doble el valor de la mirada de la mujer more-
na, primero mediante la elección de una imagen en la que la mujer de piel
oscura está en la sombra y, en segundo lugar, mediante una línea de de-
marcación? En Writing Culture, el ensayo de Paul Rabinow “Representations
are Social Fact: Modernity and Postmodernity in Anthropology” [Las repre-
sentaciones son hechos sociales. Modernidad y posmodernidad en antro-
pología] apunta a que la política de la cultura, y aquí se basa en la obra de
Pierre Bourdieu, “nos ha enseñado a preguntar desde qué campo de po-
der, y desde qué posición dentro de ese campo, escribe cualquier autor”.
A esto se puede añadir la cuestión de qué política de la representación
se pone en escena en estas imágenes. ¿Es posible que una imagen, una
portada, pueda socavar la radicalidad de la escritura, pueda introducir
de nuevo la antropología/etnografía colonizadora que se critica con tan-
ta atención en Writing Culture? Describiendo esta imagen en su prólogo,
James Clifford dice: “El etnógrafo acecha en el borde del encuadre, sin
rostro, casi extraterrestre, una mano que escribe”. Como espectadora,
consciente de las políticas de la raza y del imperialismo, cuando miro esta
portada soy muy consciente de su blanquitud y de su masculinidad con-
creta. Para mi mirada es cualquier cosa menos extraterrestre.
Hay otro aspecto de esta portada que me provoca un elocuente co-
mentario. El rostro de la mujer negra/morena está cubierto por la tipogra-
fía que comunica a los lectores el título del libro y sus autores. Cualquiera
que mire esta portada percibe que el cuerpo y la cara más visibles, el que
no tiene que buscarse, es el del hombre blanco. Tal vez para el observador
formado en etnografía y antropología esta portada documente una histo-
ria y una visión muy diferente de la que yo percibo. Yo la miro y veo metá-
foras visuales del colonialismo, de la dominación, del racismo. Sin duda
es importante, cuando tratamos de pensar de nuevo la práctica cultural,
examinar de nuevo y reconstruir la etnografía, para crear maneras de mi-
rar y de hablar y de estudiar las culturas y los pueblos que no perpetúen la
explotación y la dominación. Al tomar una perspectiva tal, deberíamos te-
ner en cuenta la intencionalidad y el impacto visual cuando elegimos una
portada como la que acabo de analizar. Habría que considerar la posibi-
lidad de que las personas que nunca lleguen a leer este libro puedan ver
la portada y pensar que ilustra parte de la información que contiene. Sin
duda la portada, en tanto representación, tiene un valor y un significado
24
que no se subvierten cuando se lee el contenido. Dentro, las personas
negras/morenas siguen en la sombra. Cuando miro esta portada, me pre-
gunto por el público a quien va destinado el libro. Al vincular esta cuestión
con el desarrollo de los estudios culturales, también debemos pregun-
tarnos: quiénes son los sujetos a quienes se dirige este discurso y esta
práctica. Porque pensar que escribimos acerca de la “cultura”, solamente
para aquellas de nosotras que somos intelectuales, pensadoras críticas,
supone prolongar la idea jerárquica del conocimiento que falsifica y per-
petúa las estructuras de dominación. En el prólogo a Writing Culture, los
autores explican la exclusión de determinadas voces de esta manera, aquí
refiriéndose al feminismo:
El feminismo ha contribuido sin duda a la teoría antropológica. Y
varias etnógrafas feministas, como Annette Weimer (1976) están
reescribiendo de manera activa el canon masculinista. Pero la etno-
grafía feminista se ha centrado bien en dejar las cosas claras sobre
las mujeres o en revisar las categorías antropológicas (por ejemplo,
la oposición naturaleza /cultura). No ha producido formas no con-
vencionales de escritura, tampoco una reflexión desarrollada sobre
la textualidad etnográfica como tal.
Se han hecho afirmaciones semejantes sobre las investigaciones de per-
sonas negras de ambos géneros. Después de afirmar esto, los autores
de Writing Cultures destacan la relevancia de explorar “la exclusión e in-
clusión de diferentes experiencias en los archivos antropológicos, la re-
escritura de las tradiciones establecidas”, declarando: “Aquí es donde
la escritura feminista y no occidental ha producido su mayor impacto”.
Para muchas feministas, especialmente para las mujeres de color, la
tendencia académica actual de alentar el replanteamiento radical de la
idea de “diferencia” tiene sus raíces en los esfuerzos antirracistas de la
liberación negra y en las luchas de resistencia a escala global. Muchas
tendencias nuevas de los estudios culturales y la etnografía parecen estar
aprovechándose de esos esfuerzos.
Es especialmente desolador leer obras que están determinadas y
conformadas por la labor intelectual de mujeres de color, en especial de
mujeres negras, que borran o disminuyen la importancia de esa contribu-
ción. A menudo esa obra se devalúa sutilmente mediante la invocación
de criterios de juicio académicos y convencionales que consideran que
las obras que no están escritas de una forma concreta son menos im-
portantes. Clifford escribe en una nota a pie de página de la afirmación
citada en el párrafo anterior:
25
En general puede ser cierto que los grupos excluidos desde hace mu-
cho tiempo de los puestos de poder institucional, como las mujeres
o las personas de color, tienen una libertad menos concreta para re-
crearse en la experimentación textual. Para escribir de manera no
ortodoxa, apunta Paul Rabinow en este libro, primero hay que ser
titular. En contextos específicos, la preocupación por la reflexión so-
bre uno mismo y por el estilo puede ser marca de un esteticismo pri-
vilegiado. Pues si alguien no tiene que preocuparse por la exclusión
o por la representación correcta de la experiencia personal, es más
libre para minar las formas de narración, para centrarse en la forma
por encima del contenido. Pero me incomoda una idea general de
que el discurso privilegiado se recrea en sutilezas estéticas o epis-
temológicas mientras que el discurso marginal “dice las cosas como
son”. A menudo ocurre justo lo contrario.
Al igual que Clifford, yo sospecho siempre que se sugiere que los grupos
marginales carecen de la libertad y de la ocasión para dedicarse a la ex-
perimentación textual.
Puede que los grupos marginales carezcan de la inclinación a com-
prometerse con determinadas formas de pensamiento y escritura por-
que aprendemos enseguida que ese tipo de trabajo no va a ser recono-
cido o valorado. Muchas de nosotras experimentamos únicamente para
descubrir que nuestra obra no recibe ninguna atención. O nos dicen los
guardianes de las puertas, que suelen ser blancos, y suelen ser varones,
que nos iría mejor si escribiéramos y pensáramos de una manera más
convencional. Hay que hacer una distinción entre nuestra libertad para
escribir y pensar de múltiples maneras y la elección de escribir dentro
de las formas aceptadas porque necesitamos una recompensa concreta.
Mi lucha por la forma, el contenido, etc., ha venido determinada por el
deseo de trasladar el conocimiento de maneras que sean accesibles para
un amplio abanico de lectores. No es un reflejo de un anhelo de trabajar
de maneras que me permitan tener un poder o un apoyo institucional.
Esa no es la única forma de poder que las pensadoras y escritoras tene-
mos a nuestra disposición. Hay poder en tener un público para nuestra
obra que puede no ser especialmente académico, un poder que emana
de escribir de maneras que permitan a la gente pensar de manera crítica
sobre su vida cotidiana. Cuando escribo de una manera experimental,
abstracta, etc., encuentro mucha más reticencia hacia ese estilo por par-
te de personas blancas, que creen que es menos “auténtico”. Su nece-
sidad de controlar cómo escribo yo y otras personas negras me parece
26
ligada al miedo de que, si las personas negras escriben de maneras que
muestren una preocupación por la reflexividad y el estilo, esto constituya
una señal de que esa forma de poder ya no es exclusivamente suya. Por
supuesto hay obras producidas por personas negras y de color que seña-
lan una preocupación por la textualidad y el estilo. Aquí recuerdo la obra
del escritor y académico Nathaniel Mackey. Una obra así puede ser una
señal de esteticismo privilegiado y un reflejo de una necesidad concreta
de repensar y reescribir las formas convencionales de exploración de la
experiencia negra, así como del deseo de revisar la naturaleza de nuestra
lucha de resistencia. Bien puede ser que determinados esfuerzos en pro
de la liberación negra hayan fracasado porque eran estrategias que no
incluían un espacio para diferentes formas de crítica reflexiva.
Una dimensión emocionante de los estudios culturales es la crítica
de las nociones esencialistas de la diferencia. Pero esta crítica no debería
convertirse en un medio para rechazar las diferencias o una excusa para
ignorar la autoridad de la experiencia. A menudo se invoca de una for-
ma que apunta a que todas las maneras en las que las personas negras
nos pensamos como “diferentes” de las personas blancas sean en reali-
dad esencialistas y, por lo tanto, sin una base concreta. Esta manera de
pensar amenaza los cimientos mismos que hacen posible la resistencia
a la dominación. Es precisamente el poder de representar y de poner
a disposición general determinados conocimientos lo que se revela en
la antología Writing Culture. A pesar de todo lo que en esta obra hay de
novedoso y de intelectualmente fascinante, decepciona que los autores
no se esforzaran en tener una perspectiva más inclusiva o en hacer un
hueco para incluir otras voces (incluso aunque eso suponga una recon-
ceptualización de la obra). Sus parciales explicaciones para la exclusión
son inadecuadas. Los académicos progresistas dentro de los estudios
culturales desean hacer un trabajo que no se limite a apuntar nuevas
direcciones teóricas, sino que implemente el cambio. Sin duda quienes
detentan el poder están en una mejor posición para asumir determi-
nados riesgos. ¿Qué hubiera ocurrido si los editores y/o los autores de
Writing Culture, o aquellos de nosotros que nos vemos en una posición
semejante, adoptáramos los pasos necesarios para incluir perspectivas,
voces, etc., que nos señalen su ausencia, incluso que consideran que eso
es una carencia? Muchas de nosotras sospechamos de las explicaciones
que justifican las exclusiones, especialmente cuando este parece ser “el”
momento histórico en el que es posible modificar determinados para-
digmas. Si los investigadores blancos apoyan, animan e incluso inician
intervenciones teóricas sin abrir el espacio de interrogación para que
sea inclusivo, sus gestos de cambio parecerán únicamente maneras de
27
aferrarse a sus posiciones de poder y autoridad de una forma que conser-
va las estructuras de dominación basadas en la raza, el género y la clase.
El reciente énfasis académico en la “cultura”, cuyo epítome es la crea-
ción de los Estudios Culturales, ha llevado a muchos estudiantes blancos
a explorar temas en los que tienen que lidiar con la raza y la dominación.
Las asignaturas que imparto sobre escritoras negras y sobre literatura del
Tercer Mundo están desbordadas, con largas listas de espera. El entusias-
mo por estas asignaturas es continuo. Hasta cierto punto, el interés estu-
diantil por áreas de estudio que permitan un debate sobre la “otredad” y la
diferencia está transformando las inquietudes del profesorado. Docentes
a quienes nunca les atrajeron estos temas en el pasado los exploran ahora,
usando en sus aulas materiales que en otros tiempos se habrían consi-
derado inadecuados. Esos cambios de dirección transforman la academia
únicamente cuando están determinados por una perspectiva no racista,
únicamente si se abordan estos temas desde un punto de vista que se in-
terrogue sobre las cuestiones de la dominación y el poder. Una profesora
blanca que enseña en clase la novela de una escritora negra (Sula, de Toni
Morrison) y que nunca reconoce la “raza” de los personajes no está inclu-
yendo obras de autores “diferentes” de una manera que desafíe las formas
en las que tradicionalmente se nos ha enseñado a considerar la literatura
en las facultades de filología. La posición política de cualquier docente que
se implique en el desarrollo de los estudios culturales determinará si los
temas de la diferencia y de la “otredad” se debatirán de formas nuevas o
de formas que refuercen la dominación.
Aquellos programas de estudios culturales que subrayan el discurso
poscolonial aportan una perspectiva global que desgraciadamente está au-
sente en muchas disciplinas tradicionales. Dentro de la academia, la preo-
cupación por las perspectivas y los temas globales ha reforzado la crisis del
pensamiento occidental y de la civilización occidental. Es tan irónico como
trágico que la política conservadora académica haya conducido a la coop-
tación de estas inquietudes, enfrentando entre sí a los investigadores del
Tercer Mundo y a los investigadores afroamericanos. No solo competimos
por los puestos de trabajo, competimos por el reconocimiento. Cualquiera
que haya asistido a un congreso académico sobre estudios afroamericanos
en los últimos tiempos sabe que hay un número en aumento de ciuda-
danos de países del Tercer Mundo que, por razones diversas, se dedican
a investigar sobre la cultura afroamericana. Puede que no sean blancos,
pero no necesariamente comparten una política radical ni a todos les pre-
ocupa acabar con las jerarquías raciales. En lugar de ello pueden optar por
explotar el lugar privilegiado que ya se les ha concedido en la estructura
actual. En situaciones así se dan todos los elementos necesarios para que
28
se reproduzca un paradigma de dominación colonial donde las personas
no occidentales de piel negra o morena están situadas en lugares desde los
que actúan como intermediarias entre la estructura de poder blanca y las
personas indígenas de color, normalmente personas negras.
En estas dimensiones negativas se contrarrestan únicamente gracias a
las acciones políticas radicales de algunos docentes concretos y sus alia-
dos. Cuando las fuerzas conservadoras se combinan para privilegiar única-
mente determinados tipos de discurso y determinadas áreas de estudio, la
invitación expansiva a implicarse en múltiples discursos desde perspecti-
vas diversas, que es un concepto central de los estudios culturales, se ve
amenazada. Estos días, cuando entro en el aula para enseñar acerca de
personas de color y casi todo el alumnado es blanco, reconozco una situa-
ción peligrosa. Yo podría estar en una posición de colaboración con una
estructura racista que dificulta cada vez más que el alumnado de color, es-
pecialmente el alumnado negro, de origen pobre pero incluso en algunos
casos de origen privilegiado, participe en los estudios de grado o posgrado.
Su ausencia puede pasar fácilmente desapercibido cuando las asignaturas
se centran en personas no blancas, así como en el rol docente cuando el
profesorado blanco se dedica a los temas de la diferencia. En esas circuns-
tancias tengo que cuestionar mi papel de educadora. ¿Estoy enseñando al
alumnado blanco a convertirse en “intérprete” contemporáneo de la expe-
riencia negra? ¿Estoy educando a la clase opresora/colonizadora para que
pueda ejercer mejor su control? Como dice un colega mío de Asia Oriental,
Anu Needha, solamente podemos responder a esta circunstancia asu-
miendo un punto de vista radical y radicalizando a este alumnado para que
aprenda a pensar críticamente, de forma que no perpetúe la dominación,
que no apoye el colonialismo y el imperialismo, sino que entienda el senti-
do de la resistencia. Este desafío se le presenta a cualquiera que participe
en los estudios culturales y en otros programas interdisciplinares, como los
estudios sobre las mujeres, los estudios negros, la antropología, etc. Si no
nos cuestionamos continuamente nuestros motivos, la dirección de nues-
tro trabajo, nos arriesgamos a profundizar en un discurso de la diferencia y
de la “otredad” que no solamente margina a las personas de color sino que
activamente elimina la necesidad de nuestra presencia.
De manera semejante, a menos que los académicos progresistas que
propugnan la institucionalización de los estudios culturales sigan siendo
conscientes de la manera en la que los sistemas existentes de dominación
se apropian con facilidad de las prácticas discursivas y de la producción de
conocimiento, los estudios culturales no pueden servir, ni servirán, como
una intervención crítica que perturbe el statu quo académico. De manera
conjunta, en tanto pensadores críticos individuales, aquellas de nosotras
29
cuya obra esté marginada, así como quienes tengan una obra que camina
con éxito por la esquiva cuerda floja, con un pie en el lado radical y otro
firmemente arraigado en el aceptable terreno académico, debemos estar
siempre alertas, en guardia contra la tecnología social del control, que está
siempre preparada para captar cualquier visión o práctica transformadora.
Si el reciente congreso internacional Cultural Studies Now and in
the Future [Los estudios culturales ahora y en el futuro] se puede tomar
como una señal de la dirección que ha adoptado la disciplina, es evidente
que existen tensiones graves entre quienes querrían que los estudios cul-
turales fueran esa disciplina que cuestiona y transforma radicalmente la
academia y quienes la consideran (como lo expresó un preocupado varón
blanco) “la última moda racista”, en la que de las únicas culturas y de lo
único que se habla es “de color”, pero quienes hablan y escriben son blan-
cos, con unas pocas excepciones. Además, ese mismo participante blanco
señaló que “los debates más amplios sobre la cultura y la política afroame-
ricana proceden de personas que no viven en Estados Unidos”. Cuando
otros académicos negros hicieron críticas semejantes en público, sus pala-
bras fueron rechazadas y consideradas arrebatos de ira. Dado el contexto
de la supremacía blanca, debemos interrogarnos siempre sobre las estruc-
turas institucionales que dan voz a las personas de color de otros países,
a la vez que sistemáticamente suprimen o censuran el discurso racial de
las personas nativas de color. Si bien las personas negras norteamericanas
tienen todas las razones políticas para reconocer nuestro lugar en la diás-
pora africana, nuestra solidaridad y nuestras conexiones culturales con las
personas de ascendencia africana en todo el mundo y, aunque apreciamos
el intercambio intercultural, no debemos renunciar a la responsabilidad
intelectual de fomentar unos estudios culturales que aumenten nuestra
capacidad de hablar específicamente acerca de nuestra cultura y adquirir
un público para ello. En tanto intervención crítica radical, los estudios cul-
turales “ahora y en el futuro” pueden ser un lugar de protesta con sentido
y de confrontación constructiva. Para lograr este fin deben comprometerse
con una “política de la diferencia” que reconozca la importancia de crear
un espacio en el que los diálogos críticos puedan tener lugar entre indivi-
duos que la práctica intelectual politizada no ha puesto tradicionalmente
a hablar entre sí. Por supuesto, debemos entrar en este nuevo campo dis-
cursivo reconociendo desde el principio que nuestro discurso será “pro-
blemático” que no hay un “lenguaje común” prefabricado. Basándonos en
una nueva etnografía, nuestro reto está en celebrar la naturaleza polifónica
del discurso crítico o, como ocurre en la experiencia religiosa tradicional
afroamericana, escuchar la “lengua extraña” del otro, ser testigos y esperar
con paciencia la revelación.
30
La cuestión bell hooks
Leer a bell hooks conlleva una sorpresa: ¿cómo hizo una profesora uni-
versitaria para poder publicar sin atención a los formatos y jergas acadé-
micas y aún así, tener reconocimiento? ¿Es posible publicar textos que
puedan ser leídos por cualquiera e incluso discutir temas que atañen
a cualquiera, como si no hubiera que responder, citar y dejar constan-
cia que se está al tanto de lo que se ha publicado sobre lo mismo? ¿Es
posible saltar la valla académica y aún así, seguir siéndolo? ¿Es posible
escribir al ras del suelo e incluso pretender que se forme un corpus de
ideas que puedan ser transmitidas de forma oral, de boca en boca, que
pueda transmitirse en segmentos televisivos o timbreando casas? bell
hooks parece simple, lo hace simple. Cree que los feminismos deben ser
movimientos de masas, antirraciales y revolucionarios y por lo tanto, que
la jerga académica, con sus formas, sus instituciones y sus jerarquías,
despolitizan y alejan de ese objetivo. Propone de hecho, crear universi-
dades y escuelas feministas, que aclara que seguramente pagarán poco
y, por lo tanto, no serán muy atractivas. Parece recuperar muchas de las
estrategias de las religiones: convencer, persuadir, revelar(se), concienti-
zar, reformar(se) y socavar. La prosa, llana y clara, sin citas recurrentes,
sin notas al pie, sin APA ni ninguna otra sigla-fórceps, conserva el po-
der de las pedagogías de las décadas anteriores y es también un manual
de operaciones, un llamado a la acción, que recuerda al estilo de Paulo
Freire. Los problemas de los feminismos teóricos aparecen, pero traves-
tidos de otras preocupaciones, presentes en la conversación popular. bell
hooks parece preocupada por la acción, por los efectos concretos de la
revolución feminista en las biografías y en las sociedades, antes que ocu-
pada en responder y defender un lugar en la teoría. Su búsqueda es un
qué hacer, que solo da lugar a aquellos temas que pueden presentarse,
a la hora de determinar la acción. Su obra es un zurcido de generaciones
31
–como su nombre, tomado como homenaje a su bisabuela– y un intento
por amalgamar luchas –las de la izquierda, las de los derechos civiles en
los Estados Unidos, las de los feminismos en sus distintas olas y límites–.
Su pretensión, sostener un feminismo radical, un feminismo de conven-
cimientos éticos y comunitarios, que no se preocupe tanto por defender
lugares en la academia, sino por volver a ganar espacios en la discusión
pública, en los medios de masas, en las formas de llevar la vida: el amor,
la crianza, la defensa de la ecología, la feminización de la pobreza, el
trabajo, la sexualidad. Un feminismo que no se conforme con la igualdad
de salarios, porque no es el empleo lo que libera, en medio de una preca-
rización creciente de la vida. Un feminismo que no sea la bandera posible
de cualquier posición política, incluso de las que destruyen los estados
de bienestar o las políticas públicas, porque entonces ese feminismo no
tendrá ninguna radicalidad y será visto como el capricho de las burgue-
sas. Un feminismo que interseccione las desigualdades de raza y clase,
para que las mujeres vean cómo fueran socializadas en la dominación y
también la reproducen, frente a otras mujeres negras, marrones o pobres
y cómo fueron socializadas en la violencia y la ejercen, sobre todo con
les niñes que tienen a su cuidado. Un feminismo que pueda tener como
aliados a hombres feministas, que deconstruyan la típica subjetividad
masculina del patriarcado: la infantilidad, el narcicismo, la necesidad de
reconocimiento a la imagen a la que se adaptan, como patrón cultural
único y valioso. El de bell hooks es un feminismo popular y es inclusivo,
pero no de los lenguajes inclusivos, sino de la apertura a tomar como
aliado a todo y toda aquel/la que busque actuar para combatir la opre-
sión sexista, sabiendo que fue educado/a para perpetuarla.
El de bell hooks es un feminismo que pretende la masividad, que la
busca. Por eso hay un trabajo sobre las formas, con la ilusión voluntarista
de que una comunicación es posible, que es posible hacerse entender y
entender, que es posible la transformación y la justicia social. Es posible,
si se innova justamente en esas formas. Si se innova en los lenguajes y si
se ocupan lugares ya significados y reconocidos por la opinión pública
y se los transforma. Tomar a cargo, por ejemplo, una revista de tirada
masiva y ponerla a hablar en feminismo. No sólo a hablar de género, sino
en feminismo, porque cuanto más se habla de género, menos de femi-
nismo. Pretender espacios de televisión en horarios centrales. Escribir
literatura infantil, como ella misma lo hizo. Hacer un corpus de textos y
de audiolibros. Pelearle a los medios la emisión exclusiva y excluyente el
decir qué es el feminismo. Entrar e invadirlo todo, sin asco, sin prurito.
Porque no alcanza la crítica, para bell hooks, sino que hay que plantear
alternativas, también para aquello que las feministas dirían que mejor
32
no: cómo vestirse, qué leer y ver del capitalismo de masas, qué ideales
de belleza alternativos proponer. Proponer, antes que criticar y censurar.
Mostar alternativas. Recuperar agencia, antes que mostrar certezas. Es
difícil pensar que no hay ingenuidad en su planteo y sin embargo, cuánto
aire que trae, cuánta claridad en el objetivo, cuánta hospitalidad real en
el planteo.
No habría una metodología en bell hooks. No si se tratase de reco-
nocer un método para poder plantear teorías o testear hipótesis o trazar
trabajos de campo. bell hooks entiende que el trabajo en la academia
sirve para legitimar posiciones, pero que de lo que se trata es de forjar
una experiencia desde la cual poder comunicarse, hablar con otros y
otras, recuperar los legados en los que se está inscripta y tener imagina-
ción para innovar en las formas futuras. Se trata de poder hablar desde
un punto de vista, experiencial, y tener analítica y capacidad de persua-
sión, tanto para criticar cuando se hacen pasar jerarquías conocidas
bajo ropajes progresistas, como para plantear posiciones alternativas, si
se quiere éticas, en conjunto con otros. Se trata no de tomar distancia,
sino de hablar y escribir como si esa distancia entre el mundo académi-
co y el mundo de la vida no existiese, o pudiera dejarse de lado. Hay sin
dudas un trabajo allí, de encontrar la forma de hablar claro, de abordar
los temas como si no hubiesen sido ya saldados en libros, se trata de
hablar como si pudiese haber un emisor y un receptor intercambiables.
Pero no porque piense que el mundo no sea opaco, sino porque el privi-
legio está en el llamado a la acción. Se trata, de algún modo, de no que-
rer construir el yo académico, la posición de autoridad, el nombre pro-
pio con mayúsculas, el tema de especialización, la propiedad del aporte.
¿Cómo se transmite esa posición ético-pedagógica? ¿Cómo son las
relaciones entre esa forma de transmisión y la forma de transmisión de
la universidad? Sin dudas no son las mismas. En el texto que se recopila
en este libro, hooks se pregunta cómo transmitir lo que enseña cuan-
do la mayoría de sus estudiantes son jóvenes blancos acomodados de
los Estados Unidos, que incluso van a prescindir de su voz, cuando in-
corporen lo que les enseña. Es interesante ese planteo, porque parece
aludir a cierto carácter irreemplazable de algunas voces, que no podría
resolverse rápido con el mote de esencialismo. Sumar conocimientos
“pluralistas” no necesariamente marca la diferencia ni mucho menos
combate la desigualdad y la opresión: muchas veces, la refuerza. Ese
parece ser el tamiz desde el cual hablar, desde el cual aportar a la di-
ferencia de manera que sea otra cosa que sumar elementos nuevos,
para enriquecer un conjunto indefinido de posiciones posibles: se trata
de plantear una diferencia que muestre lo irreemplazable de algunas
33
voces, porque ellas son el condensado de experiencias de vida, de gene-
ración en generación.
Hacer un feminismo antirracista, anticlasista, que pueda distinguir
bien entre las conquistas de derechos en el patriarcado y en contra de
él, que pueda proponer estrategias y acciones concretas para combatir
la pobreza, la opresión y la desigualdad de género-clase-raza, sin buscar
sin embargo posiciones morales que impongan una nueva jerarquía entre
quiénes detentan estas opresiones en mayor número, es la apuesta de
hooks. Le llama un feminismo “realista”. De realista, tiene poco, porque
como ella bien dice, los feminismos son muchos y algunos se usan como
caminos para la movilidad social de mujeres dentro del mismo status quo.
Un feminismo anti-oportunista, que coquetee con posiciones anarquistas
y autogestivas, pero defienda a rajatabla las políticas públicas estatales
que permiten cierta igualación de oportunidades de vida. Ese feminismo
realista, que habla claro, que puede adoptar las formas de la industria
cultural, no podría verse como el complemento de los feminismos acadé-
micos. No podría ser la versión pedagógica y por lo tanto, accesible pero
rebajada de los temas que sí se tratan en serio en las universidades. Es sin
embargo difícil de pensar cómo comulgan. Es difícil pensar cómo la indus-
tria de las universidades esta vez, sus formas institucionalizadas de reco-
nocimiento, sus puntajes y méritos, podría alojar un pensamiento y una
practica así, más que como una muestra de su amplitud y mirando de re-
ojo que pudiera extenderse. Algo de esto trata hooks en su discusión con
Geertz: ¿pueden innovar en las formas de escritura aquellxs que están
adaptándose y mimetizándose para lograr trabajar y vivir de la academia,
y por eso aceptan aggiornarse a cualquier forma ya reconocida y validada?
hooks desmiente que quienes innovan sean lxs que ya están adentro y
sostiene que la innovación, el experimento en las formas, la imaginación,
está en los márgenes. Difícil de saldar.
La obra de hooks es hospitalaria. Invita a tomar una posición muy bá-
sica, una revisión de conciencia: ¿esto que escribo, hago, enseño sirve o
no a combatir la desigualdad de género/clase/raza? ¿Cómo se hace para
entender y hacerse entender? ¿Cómo se hace para proponer y no sólo
criticar la falta? ¿Cómo se enlaza biografía, generación y posición en el
tiempo y el mundo, de modo que nuestros antecesores vivan en las pro-
pias posiciones, con sus luchas, con sus creencias, con sus vidas más o
menos logradas e invisibles? Qué tipo de saber, en fin, sirve para plantear
un qué hacer que socave, antes que cimente lo que ya existe.
34
El perspectivismo retoma la antropofagia
oswaldiana en nuevos términos1
1
Publicación original en: De Castro, E. V. (2008). El perspectivismo retoma la antropofagia
oswaldiana en nuevos términos. En La mirada del jaguar. Introducción al perspectivismo
amerindio (pp. 79-94). Tinta Limón.
35
pensado. Nunca tomé como real la oposición –tan tomista, tan cristiana
(primo vivere, deinde philosophari)– entre vivir y pensar; y jamás creí que
para afirmar el pensamiento fuese necesario negar la vida, o experimen-
tarla negativamente, es decir, vivirla en el sufrimiento y como sufrimien-
to. Por el contrario, hago mías las palabras de la sutil escritora portugue-
sa Maria Gabriela Llansol: “Creo que donde hay placer, el conocimiento
está próximo”.
Vivir es pensar: y esto vale para todos los vivientes, sean amebas,
árboles, tigres o filósofos. ¿No es justamente esto lo que piensan (y viven)
los pueblos con los que vivimos y sobre los cuales pensamos? ¿No es eso,
finalmente, lo que afirma el perspectivismo amerindio, a saber, que todo
viviente es un pensante? Si Descartes nos enseñó, a nosotros modernos,
a decir “pienso, luego existo” –es decir, que la única vida o existencia
que consigo pensar como cierta es la mía–, el perspectivismo amerindio
comienza por la afirmación doblemente contraria: “el otro existe, luego
piensa”. Y si ese que existe es otro, entonces su pensamiento es necesa-
riamente otro que el mío. Quizás hasta tenga que concluir que si pienso
entonces también soy un otro. Pues sólo el otro piensa, sólo es intere-
sante el pensamiento en cuanto potencia de alteridad. Lo que sería una
buena definición de la antropología. Y también una buena definición de
la antropofagia, en el sentido que le fue dado a este término en cierto
momento alto del pensamiento brasileño, el que fuera representado por
la genial y enigmática figura de Oswald de Andrade: “Sólo me interesa lo
que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago”. Ley del antropólogo.
Mi historia de amor y odio, como me preguntaste, se resumiría enton-
ces, así: odio el precepto que enseña que es necesario negar al otro para
afirmar el yo, precepto que me parece (con o sin razón) emblemático
del Occidente moderno; y amo el pensamiento indígena, el pensamiento
de un otro que afirma la vida del otro como implicando un otro pen-
samiento, y que es capaz de pensar sin puritanismo intelectual (quiero
decir, sin hipocresía) la identidad profunda y radical entre antropología
y antropofagia.
LEB: En un artículo reciente, mostrás que, según las cosmologías amazó-
nicas, los animales, las plantas, los espíritus, los dioses, y también los objetos
tienen sus propias perspectivas. ¿Qué se necesita para tener una perspectiva?
¿Basta ser, basta actuar? ¿Basta ser fabricado, ser sentido, ser deseado, ser
imaginado por otros?
EVC: Para responder de una forma rápida, diría que basta existir para
poder ser pensado como (pensándose como) sujeto, y por lo tanto para
pensarse como sujeto, esto es, como sujeto de una perspectiva. Pero
36
atención para este “de”: es el sujeto quien pertenece a una perspectiva
y no al revés. La perspectiva es menos algo que se tiene, que se posee, y
mucho más algo que tiene al sujeto, que lo posee y lo porta (en el sentido
de tener del francés), esto es, que lo constituye como sujeto. “El punto de
vista crea el sujeto” –ésta es una proposición perspectivista por excelen-
cia, la que distingue el perspectivismo del relativismo o del construccio-
nismo occidentales, que afirman, por el contrario, que “el punto de vista
crea el objeto”.
Pero entonces, si la perspectiva es algo que constituye al sujeto, ésta
sólo puede aparecer como tal a los ojos de otro. Porque un punto de vista
es pura diferencia. Entonces, de hecho, es como sugeriste: es necesa-
rio ser pensado (deseado, imaginado, fabricado) por el otro para que la
perspectiva aparezca como tal, esto es, como una perspectiva. El sujeto
no es quien se piensa (como sujeto) en la ausencia del otro; es quien es
pensado (por otro, y frente a este) como sujeto.
Lo cual no quiere decir que en el pensamiento indígena “todo” en
el mundo sea necesariamente pensado como sujeto de una perspectiva.
O sea, es necesario, pero no es suficiente ser pensado por un otro para
pensar como un yo. Hay existentes que no son pensados como sujetos
de perspectiva, o, para decirlo de modo más próximo a lo que se lee en
las etnografías, que “no son personas”, o “no tienen alma”, “sólo son
[árbol, tortuga, jarra]”.
Pero la cuestión no es determinar las condiciones que deben ser al-
canzadas por un existente cualquiera para poder ser pensado como su-
jeto. El problema es otro, a saber, el de que no hay “todo”, o que “todo”,
en el pensamiento indígena tal como lo imagino, no designa una totali-
dad actual. No hay una colección finita, cerrada y enumerable de suje-
tos, junto a otra, igualmente finita y enumerable, de no sujetos, como
dos clases mutuamente excluyentes y exhaustivas, constitutivas de un
“todo” como horizonte ontológico. No estamos ante un Sistema de la
Naturaleza, de una taxonomía o de una clasificación fijas, consignadas
en listas oficiales. El perspectivismo amerindio no es un tipo de tipolo-
gía (y por lo tanto no puede ser objeto de meta tipologías, como aquella
propuesta por mi amigo Philippe Descola en su reciente Par-delà natu-
re et culture); no es una “forma de clasificación primitiva”. Todo en el
pensamiento indígena puede ser sujeto; pero es imposible saber si todo
(entiéndase todo y cualquier existente) es un sujeto. En verdad, no tiene
sentido preguntar si todo es un sujeto, o cuántos existentes son suje-
tos, etc. Porque se trata de una virtualidad más que de una actualidad.
Todo (no el mismo “tipo” de “todo” del que hablaba hasta ahora) es aquí
eminentemente contingente: qué sueños soñados por cuáles personas,
37
qué visiones experimentadas por cuáles chamanes, qué mitos contados
por cuáles ancianos son evocados por cuál comunidad indígena particu-
lar, en tal momento dado. Todo puede ser sujeto; pero sólo cuenta lo que
interesa e interesó históricamente (microhistóricamente) a un colectivo
indígena específico.
Los pueblos del alto Xingu afirman que hay ollas-espíritu que son
personas; que las ollas-espíritu se remontan a los tiempos míticos; que
los chamanes actuales pueden interactuar con estas ollas-personas en
ciertas condiciones; y que estas ollas pueden causar enfermedades en
los seres humanos. Los Araweté, con quienes conviví, y que viven lejos
del Alto Xingu, encontrarían esta idea ligeramente absurda. ¡¿Dónde se
ha visto que la olla es gente?! Pero, si un chamán araweté hubiese soñado
que hablaba con una jarra de cerveza de maíz, y que ésta le respondía...
estoy casi seguro de que las jarras pasarían, por un tiempo (de modo con-
tingente), más o menos largo, a ser evocados en las especulaciones sobre
cuáles espíritus están causando éste o aquél acontecimiento notable. El
contexto y la experiencia personal (singular o colectiva) son en esto de-
cisivas. No todo pensamiento es escolástico. El de los pueblos indígenas
raramente lo es.
LEB: La idea de una multiplicidad de mundos y puntos de vista también
forma parte del pensamiento europeo, siendo Leibniz uno de los grandes
maestros del tema. ¿Existe alguna relación entre tu abordaje perspectivista y
las teorías de Leibniz?
EVC: Existe, indudablemente, una relación entre mi interés por la di-
mensión perspectivista del pensamiento indígena y la filosofía leibnizia-
na, el primer y más grandioso sistema perspectivista occidental, sistema
sobre el cual tengo, además, una “perspectiva” (un conocimiento) infini-
tamente incompleta. Sufrí una mayor y muy variable influencia de pers-
pectivismos posteriores al de Leibniz, como los de Nietzsche, Whitehead,
Tarde, von Uexküll, Ortega y Gasset y Deleuze.
Diría que mi interpretación del perspectivismo indígena es, tal vez,
más nietzscheana que leibniziana. Primero, porque el perspectivismo in-
dígena no conoce un punto de vista absoluto (el punto de vista de Dios,
en Leibniz) que unifique y armonice los potencialmente infinitos puntos
de vista de los existentes. Segundo, porque las diferentes perspectivas
son diferentes interpretaciones, esto es, están esencialmente ligadas a
los intereses vitales de cada especie, son las “mentiras” favorables a la
sobrevivencia y afirmación vital de cada existente. Las perspectivas son
fuerzas en lucha, más que “visiones del mundo”, miradas o expresiones
parciales del mundo unificado bajo un punto de vista absoluto cual-
quiera: Dios, la Naturaleza... Digo fuerzas en lucha porque uno de los
38
grandes problemas prácticometafísicos indígenas consiste en evitar ser
capturado por una perspectiva ajena y así perder la propia humanidad,
en provecho de la humanidad de otros: de la humanidad tal como es
experimentada por una otra especie.
La tradición perspectivista en el pensamiento occidental (claramen-
te minoritaria) fue un pasaje indispensable para mí, en la tentativa de
encontrar un lenguaje con el cual traducir ciertas características singula-
res del pensamiento indígena. Un antropólogo occidental no tiene cómo
pensar otro pensamiento sino a través del suyo propio, de su propia tra-
dición intelectual. Estas son las únicas herramientas de que disponemos.
Pero es indispensable saber deformarlas, adaptarlas a las nuevas tareas.
En este sentido, el antropólogo, en su esfuerzo analógico infinito de tra-
ducción intercultural, es como el bricoleur lévi-straussiano. O sea, si acep-
tamos la definición de pensamiento salvaje propuesta por Lévi-Strauss,
el antropólogo es el que piensa como su objeto: bricolage sobre bricolage.
Resumiendo, y acá corto y pego (¡bricoleo!) lo que escribí en otro
lugar, la antropología que pretendo practicar involucra forzosamente una
lucha contra los automatismos intelectuales de nuestra tradición. Su ob-
jetivo es la reconstrucción de la imaginación conceptual indígena en los
términos de nuestra propia imaginación, en nuestros términos, puesto
que no tenemos otros. Pero esto tiene que ser hecho de un modo que
fuerce nuestra imaginación a emitir significaciones completamente otras
e inauditas. Hay que ser capaz de poner nuestros términos en relaciones
peligrosas: exponerlos, periclitarlos. La antropología, como se dice a ve-
ces, es una actividad de traducción; y la traducción, como se suele decir,
es traición. Pero todo el asunto está en elegir a quién se va a traicionar.
LEB: Leibniz es uno de los padres de la matemática de las probabilidades,
y su visión de una multiplicidad de mundos es inseparable de la estimativa de
la existencia del mejor de los mundos posibles. ¿Es esta cuestión relevante en
tu abordaje del perspectivismo amazónico?
EVC: Éste es un asunto interesante. No creo que se pueda hablar del
“mejor de los mundos posibles” en el pensamiento indígena, sea por-
que no hay allí un Intelecto Calculador que estime las posibilidades, sea
porque –basta oír lo que dicen los mitos indígenas– este mundo en que
vivimos definitivamente no es el mejor de los mundos posibles. (Aun
cuando en algunos mitos se encuentren trazos de esta idea: pienso en
las narrativas que explican cómo alguna condición negativa de la existen-
cia, la muerte, por ejemplo, fue introducida por los demiurgos de modo
de evitar un mal mayor, como la superpoblación y la miseria).
Una cuestión conexa y quizás más importante puede ser la de saber
si existe una “mejor perspectiva posible” o, previamente, si existe una
39
perspectiva “más verdadera” que las otras a los ojos de los indígenas.
No tengo duda de que sí, existe una perspectiva más verdadera a los ojos
indígenas, es decir, humanos: la perspectiva humana. Si empezamos a ver
sistemáticamente las cosas no como los humanos las vemos, sino como
las ven los peces o los jaguares, esto significa que estamos volviéndonos
peces o jaguares, es decir, que estamos enfermos o alucinando. La pers-
pectiva más verdadera a los ojos de los peces es la perspectiva de los
peces, y así para todo. La verdad no es trans-específica; pero por eso mis-
mo el perspectivismo no es, tampoco, la afirmación de una equivalencia
(una indiferencia) entre todos los puntos de vista; es la afirmación de su
incompatibilidad en tanto que “mejor perspectiva”. Para decirlo de otro
modo: los jaguares, así como los humanos, son personas, y son sujetos
de una perspectiva tan poderosa como (sino más poderosa que) la de los
humanos. Pero los jaguares y los humanos no pueden ser personas al mis-
mo tiempo, y no pueden por esta razón, estar de acuerdo sobre cuál es la
más verdadera de las perspectivas. El perspectivismo no es un relativismo
–o es el “verdadero relativismo”, el único relativismo verdadero, el que
afirma, como decía Deleuze, no la relatividad de lo verdadero, sino la ver-
dad de lo relativo. Fuerzas en lucha de vida o muerte, no oposiciones de
representación que se pueden tomar o dejar sin mayores consecuencias.
LEB: En su panfleto Cándido, Voltaire refuta con humor, casi con sarcas-
mo, la idea de que el mejor de los mundos posibles sea un mundo bueno, sin
sufrimiento. ¿El humor tiene algún lugar en tu abordaje sobre el perspectivis-
mo amazónico? ¿Hasta qué punto estarías de acuerdo con la idea de que las
perspectivas son diferentes puntos de vista a partir de los cuales jugamos con
la existencia?
EVC: Voy a responder por un camino ligeramente diferente del suge-
rido en la pregunta. El esquema perspectivista ofrece, efectivamente,
amplias posibilidades para efectos humorísticos, que son además muy
utilizados en los mitos, en las canciones y en la vida cotidiana. Lo inte-
resante de este esquema es que no se limita a indicar las confusiones
contingentes cometidas por los representantes de una especie, que son
capturados por la perspectiva de otra especie, y, por el camino de la ex-
plicitación de estas confusiones, definir cuál es la perspectiva correcta de
esta o aquella especie (existe un fuerte componente didáctico, al mismo
tiempo ético y etológico, en las narrativas perspectivistas). El esquema
permite también subrayar la inevitabilidad, la necesidad inexorable,
de estas confusiones, la incompatibilidad eterna, el paralelismo, en el
sentido geométrico, de perspectivas vitales que sólo se encuentran “en el
infinito”, esto es, en el mito. Lo cual es al mismo tiempo gracioso y trágico.
En síntesis, humorístico.
40
LEB:¿Y el sufrimiento? O mejor dicho: ¿y la evasión del sufrimiento, un
tema que resuena con la noción amazónica conocida, quizá mal traduci-
da, como la búsqueda de una tierra sin mal?
EVC: Nunca había pensado en una conexión entre estos dos temas,
la búsqueda de la Tierra sin Mal y la ontología perspectivista amerindia.
Habría que pensarlo...
LEB: Tu abordaje perspectivista puso en movimiento a la antropología
amazónica. Las cosas parecen ocurrir como si un grupo de amigos, o de ene-
migos, intetaran armar un rompecabezas juntos. En un comienzo, las piezas
son colocadas acá y allá, al azar. Pero llega un momento en que el proceso
se acelera y rápidamente, como en un pase de magia, se vislumbra la imagen
a la cual pertenecen las piezas. ¿Pensás que el perspectivismo puede ser una
teoría explicativa que nos permita un día vislumbrar el pensamiento amazó-
nico en su conjunto?
EVC: ¿Qué puedo decir sobre esto que no parezca ridículamente pre-
tensioso? El concepto de perspectivismo, inicialmente propuesto por
Tânia Stolze Lima y por mí para dar cuenta de materiales etnográficos
propios y ajenos, se encontraba en “estado práctico” en diversas mo-
nografías sobre las culturas amazónicas, o amerindias de modo general
p. 41 (las Mitológicas de Lévi-Strauss traen pocas pero inestimables su-
gerencias al respecto). Y algunos trabajos, como por ejemplo los de Kaj
Århem sobre la cosmología makuna, habían anticipado aspectos crucia-
les del concepto, algo que nos dimos cuenta recién cuando nuestra labor
analítica estaba a medio camino. De repente, empezamos a encontrar re-
ferencias interpretables en los términos del perspectivismo en práctica-
mente todas las monografías sobre el Amazonas: estaba en todas partes.
Vimos también que ya aparecía con mucha claridad en las etnografías
sobre los pueblos de la Columbia Británica y, más en general, del sep-
tentrional norteamericano (la espléndida monografía de Irving Goldman
sobre los Kwakiutl, y la más reciente de Robert Brightman sobre los Cree,
son dos ejemplos entre muchos). Poco a poco, nuestra constatación de
la importancia del perspectivismo en las cosmologías amazónicas fue
siendo progresivamente elaborada, criticada y sofisticada por diferentes
colegas, que acercaron valiosísimos aportes al concepto. Basta recordar
los nombres de amazonistas eminentes como Peter Gow, Oscar Calavia,
Aparecida Vilaça, Philippe Erikson, Luisa Elvira Belaunde, Eduardo Kohn,
Alexandre Surrallés, Montserrat Ventura y Oller, Els Lagrou, Manuela
Carneiro da Cunha, Michael Uzendoski, Elizabeth Ewart, Loretta Cormier.
No puedo dejar de nombrar también el trabajo del mesoamericanista
Pedro Pitarch, que se encontró en mitad del camino con el nuestro.
Más tarde el concepto se mostró de gran utilidad en otros contextos
41
etnográficos, como la Siberia y la Mongolia, donde antropólogos como
Morten Pedersen, Heonik Know, Rane Willerslev y Benedikte Christensen
tienen desarrollados trabajos que extienden y modulan el tema del pers-
pectivismo de modos muy pero muy interesantes.
Dudo, por otro lado, que el concepto de perspectivismo pueda venir
a explicar el pensamiento amazónico en su totalidad: suponiendo que
eso fuese posible, ¿por qué debería? Lo que es seguro, es que tocó en
una dimensión crucial de ese pensamiento; crucial porque involucra la
relación estratégica (práctica y teórica) del pensamiento indígena con
nuestro pensamiento. Puesto que el perspectivismo es la antropología
indígena, entiéndase la antropología hecha desde el punto de vista in-
dígena (es el punto de vista indígena sobre la noción de punto de vista).
Esta antropología parte de un concepto completamente diferente de lo
que es lo “humano”.
LEB: A pesar de la acelerada producción etnográfica reciente, son pocos
los estudios que se interesan en explorar el perspectivismo como referencia
a las relaciones de género. Tuve la suerte de hacer mi trabajo de campo en
la Napo-Putumayo con los Airo-Pai, que tienen un elaborado perspectivismo
de género, dado que, como me explicaron, los dioses ven a hombres y mu-
jeres como dos especies de pájaros diferentes (japus y papagayos), porque
cada género anida de una forma específica, semejante a la de los pájaros
vistos por los dioses. El eje del género atraviesa la cosmología y el chama-
nismo airo-pai. ¿Por qué será que, a pesar de esto, no es tema central en las
etnografías perspectivistas?
EVC: Ese es tu tema y te corresponde a vos desarrollarlo. Creo que la
focalización casi exclusiva, de parte de los trabajos anteriores sobre el
perspectivismo, en las relaciones entre las especies (animales y otras),
tendió a oscurecer la relación entre los géneros. Lo interesante de tu tra-
bajo con los Airo-Pai es, justamente, que la segunda, la relación entre
los géneros humanos, es conceptualizada en los términos de diferencias
entre especies animales. Especies del mismo “género”, digamos de paso,
ya que son especies de pájaros. Los Araweté, de modo muy interesante,
me decían que sus dioses, los Maï, veían a los humanos como quelonios
(¡de ambos géneros!), animales que son uno de los principales alimentos
de los Araweté.
LEB: Otro aspecto que no ha sido muy desarrollado, es el que refiere a las
semejanzas y diferencias entre niños y adultos, o entre fetos y nacidos. ¿Qué
pensás vos de la idea de que la comprensión de la condición fetal, en particu-
lar, puede contener una de las llaves maestras del pensamiento amazónico?
EVC: Ésta es una cuestión interesantísima sobre la que jamás pen-
sé. No recuerdo absolutamente nada en el registro etnográfico que me
42
permita articular tales semejanzas y diferencias en términos del perspec-
tivismo. Una vez más, corresponde a otros elaborar esta intuición.
LEB: Finalmente, ¿pensás que la popularización de este abordaje perspec-
tivista entre otras ciencias sociales y el arte podría facilitar la comunicación
entre miembros de las sociedades nacionales latinoamericanas y los pueblos
amazónicos? ¿Creés que el perspectivismo tiene un potencial político?
EVC: Sí, pienso (pero lo digo con cierta vacilación, porque el riesgo
de pontificar es inmenso) que el perspectivismo puede ser una vía de
reconexión muy interesante entre los diversos pueblos indígenas de las
Américas, justamente por constituir, como comenté más arriba, la antro-
pología indígena por excelencia. El potencial político de esta antropolo-
gía me parece evidente.
En cuanto a la posibilidad de utilizar el concepto de perspectivismo
amerindio para borrar o fractalizar las fronteras entre las ciencias socia-
les (y naturales, no nos olvidemos de la biología y la ecología, teorías de lo
viviente) y el arte, es algo que me interesa mucho y ante lo cual me siento
en el derecho de especular con menos pudor que en el caso de los posi-
bles usos políticos indígenas del perspectivismo. Empiezo por recordar
que la literatura brasileña (y latinoamericana, y mundial), alcanza uno de
sus puntos culminantes en el asombroso ejercicio perspectivista que es
“Mi tío, el yaguareté”, de Guimarães Rosa, la descripción minuciosa, clí-
nica, microscópica, del devenir animal de un indio. Devenir animal de un
indio, que es también, antes, el devenir indio de un mestizo, su transfigu-
ración étnica por una metamorfosis, una alteración que promueve al mis-
mo tiempo la desalienación metafísica y la abolición física del personaje
–si es que podemos clasificar al cazador de jaguares devenido jaguar, el
complejo enunciador del cuento, como “personaje”, en cualquiera de los
sentidos que pueda darse a esta palabra. Llamo a ese doble y sombrío
movimiento, esa alteración divergente, diferOnça2, haciendo así un home-
naje antropofágico al célebre concepto de Jacques Derrida. (Puede leerse
“Mi tío, el yaguareté”, dicho sea de paso, como una transformación se-
gún múltiples ejes y dimensiones del Manifiesto Antropófago).
Entre la producción estética/etnológica contemporánea destaco el
trabajo de Sérgio Medeiros, tanto su producción poética, parte de ella
inspirada en las fuentes narrativas indígenas, su actividad de traducción
(debe estar terminando su versión en portugués del Popol Vuh, la épica
cosmogónica de los mayas), como sus diversos estudios sobre las poé-
ticas amerindias, donde despunta el tema del perspectivismo. Recuerdo
también los textos visionarios de Antônio Risério, a quien debo una de
2
Nota: conjunción de diferencia y onça, jaguar en portugués. [N. de los t.]
43
las lecturas más inteligentes de mi trabajo, y a quien debemos todos una
tentativa excepcionalmente lograda de incorporar las poéticas afro-bra-
sileñas al paideuma literario brasileño. Por más que no esté directamente
en diálogo con el tema, me gustaría mencionar la reciente (y bienvenida)
propuesta de Alberto Mussa, de reconstruir literariamente el ciclo narra-
tivo cosmogónico de los Tupinambá, a partir de los diferentes fragmen-
tos diseminados por las fuentes del siglo XVI (especialmente Thevet).
Finalmente, y no por ser el último, sino por ser el más cercano, me gus-
taría mencionar el trabajo de Pedro Cesarino, poeta y etnólogo que está
escribiendo en este momento su tesis sobre la poética chamánico-pers-
pectivista de los Marubo, pueblo de lengua pano del Alto Javari, proceso
que acompaño de cerca, como orientador académico.
Para terminar con una nota personal, y al mismo tiempo para salir de
Brasil en dirección a América Latina, que infelizmente conozco tan mal,
agrego que me tocó muy en particular ver la reseña firmada por Reinaldo
Laddaga de un libro reciente de mi autoría, donde desarrollo los ensayos
sobre el perspectivismo. Esta reseña está publicada en el número inau-
gural de una promisoria revista argentina de arte, Las ranas.
En fin, veo el perspectivismo como un concepto de la misma familia
política y poética que la antropofagia de Oswald de Andrade, esto es,
como un arma de combate –indios y no indios mezclados– contra la suje-
ción cultural de América Latina a los paradigmas europeos y cristianos. El
perspectivismo retoma la antropofagia oswaldiana en nuevos términos.
44
¿Quién o qué piensa sobre quién o qué cosa?
Virginia E. Zuleta
“Meu tio o Iaureté” [“Mi tío el jaguareté”] es escrito por João Guimarães
Rosa hacia 1950.1 El texto es un monólogo dentro de una situación dialo-
gada, está marcado por las intervenciones del interlocutor pero su voz no
aparece. La escritura de Guimarães se teje entre una oralidad transcrita y
una escritura de alguien que transcribe una oralidad. Inventa una lengua
que tiene huellas del tupí guaraní, de onomatopeyas animales y del por-
tugués. La trama de esta historia es narrada por un cazador mestizo que
de modo inesperado recibe en su rancho a un viajero que viene del mun-
do civilizado, urbano y letrado. El cazador, mientras bebe agua ardiente,
le va revelando al visitante su historia y la especial relación que tiene con
los jaguares. Él es hijo de una india con un hombre blanco y, dado que
no sirve para nada más, como cuenta, es contratado para cazar jaguares,
en sus palabras: le pagan para “desjaguarizar al mundo entero” o “para
deshonrar a todo este mundo”.
Sin embargo, deja de desjaguarizar y deshonrar el mundo por dos mo-
tivos. Una jaguar-hembra le perdona la vida y a partir de ese momento
se subleva contra los hacendados que lo habían contratado y comienza a
1
Guimarães Rosa, João. 2001. Mi tío jaguaraté. En Campo general y otros relatos. Fondo de
Cultura Económica.
45
profesar un amor hacia ella. A su vez se inscribe en el linaje de jaguares,
confiesa que su tío es un jaguar. De aquí el nombre del relato: iauara
es jaguar, en tupí, y etê verdadero. Estos motivos aparecen en el relato
del cazador como eso que hace que se jaguarice: “yo jaguaricé”. Repite
obsesivamente que el jaguar es su pariente, que no hubiera querido
matarlos y se diferencia todo el tiempo de los hombres. A medida que
avanza el monólogo la alianza con los jaguares se volverá crecientemente
amenazante para su interlocutor y hacia el final del relato el hombre-
jaguarizado matará con su revólver al visitante.
“Mi tío el jaguaraté” nos sirve como disparador para formular algu-
nas preguntas de orden político o cosmopolítico ¿De qué manera o bajo
qué marco conceptual y cosmológico es posible leer en la figura del hom-
bre-jaguarizado una alianza interespecies?, ¿qué implicancias políticas
puede tener esta alianza?, ¿es posible que la relación entre los humanos
y los animales permitan producir transformaciones o subversiones en el
orden moderno?2 Tal vez encontremos algunas pistas para responder es-
tas preguntas en el perspectivismo amerindio.
El perspectivismo amerindio es elaborado por Eduardo Viveiros de
Castro3 y Tânia Stolze Lima4 para dar cuenta del presupuesto ontológico
que subyace en la América indígena. Este concepto como el de multina-
turalismo y la alteridad caníbal son las tres vertientes, que Viveiros de
Castro articula, a partir del trabajo etnográfico, en su propuesta de que
la antropología acepte una nueva misión: “la de ser la teoría-práctica de
la descolonización permanente del pensamiento”.5 El trabajo del antro-
pólogo con las comunidades amerindias trajo dentro de la disciplina un
giro que es denominado ontológico. Este giro dispondría que el objetivo
de la antropología ya no sería el estudio de las representaciones cultu-
rales o de las culturas sino los modos en que cada comunidad define los
existentes del mundo y a sus relaciones.
2
Estas preguntas son deudoras del trabajo de Gabriel Giorgi Formas comunes: animalidad,
cultura, biopolítica (Eterna Cadencia, 2014). El primer capítulo, “Los animales desapare-
cen: Ficción y biopolítica menor”, está dedicado a analizar en clave biopolítica “Mi tío
el jaguareté”. La lectura propuesta por Giorgi toma Metafísica caníbales de Viveiros de
Castro, entre otros trabajos, para leer en el relato de Guimarães la figura del animal bajo
un doble signo: el de la resistencia y el de una comunidad alternativa.
3
Viveiros De Castro, Eduardo. 2007. The cristal forest: notes on the ontology of Amazonian
spirits. Inner Asia, 9(2), pp.153-172; Viveiros De Castro, Eduardo. 2010. Metafísicas caníba-
les. Líneas de antropología postestructural. Katz.
4
Stolze Lima, Tânia. 1996. O dois e seu múltiplo: reflexões sobre o perspectivismo em uma
cosmología tupi, Mana, 2(2), pp. 21-47. Stolze Lima, Tânia. 2005. Um peixe olhou para mim.
O povo Yudjá a perspectiva. Editora UNESP.
5
Viveiros De Castro, Metafísicas caníbales, op. cit., p. 14.
46
A partir de este giro algunas de las preguntas que podemos abrir y
que intentaremos hacer bullir en este ensayo son: cómo este giro, propio
de la antropología, repercute en las discusiones de teoría política, en las
reflexiones en torno a lo político y en la ontología política.6 A su vez, es-
tos interrogantes están delimitados por un problema inicial que atraviesa
nuestro grupo de lectura e investigación: ¿cómo descolonizar, descrista-
lizar y devolverle la tensión que suscita conceptos como democracia, jus-
ticia, derechos humanos, ciudadanía, etc.? Iniciaremos el recorrido resti-
tuyendo qué es el perspectivismo amerindio desde el trabajo de Viveiros
de Castro. Señalaremos la diferencia que existe entre el perspectivismo,
el multiculturalismo y el construccionismo. Luego, repondremos cómo
repercute el perspectivismo en la clásica división naturaleza/cultura. Por
último, esbozaremos el alcance o las implicancias para la teoría política
que constituye el perspectivismo.
El perspectivismo amerindio considera que cada especie de exis-
tentes se ve a sí misma como humana. La humanidad es una condición
universal y, al mismo tiempo, una perspectiva estrictamente deíctica y
autorreferencial. Los animales y otros existentes cósmicos continúan
siendo humanos, aunque esa manera de ser no sea evidente para no-
sotres. Es decir, tal como señala Viveiros de Castro, el perspectivismo
no afirma que los animales son “en el fondo” parecidos a los humanos
lo que derivaría en animismo (semejanzas sustanciales o analógicas)
o en totemismo (semejanzas formales y homológicas entre diferencias
intrahumanas e interanimales), sino que los humanos, animales y espí-
ritus se relacionan y se ven así mismo como humano al mismo tiempo
que ven y perciben a otros existentes como no-humanos. Es decir, la
cosmología amerindia es un mundo poblado por existentes con agencia
y perspectiva.
El perspectivismo, en este sentido, puede ser definido como una
ontología en la que el mundo es aprehendido desde diferentes puntos
de vista por diversas clases de existentes. Es una ontología (dado que
en su entramado teórico configurado a partir del trabajo etnográfico)
porque reverberan preguntas como: ¿qué es lo que existe?, ¿qué es
lo que es? o ¿cómo clasificamos lo que existe? El encuentro con la co-
munidad amerindia agita estás viejas preguntas ontológicas porque la
humanidad es el fondo común compartido de los diferentes existentes.
Cada especie de existente se ve a sí misma como humana (anatómica
6
Para ver las implicancias del giro ontológico y su repercusión en la teoría política reco-
mendamos ver Biset, Emmanuel. 2020. ¿Qué es la ontología política? Revista Internacional
de Pensamiento Político. I Época, 15, pp. 323-346; y una presentación a cargo del mismo
autor titulada: “Giro Ontológico” (2021) disponible en https://youtu.be/OxaWoFKDj8o.
47
y culturalmente) porque lo que ve de sí es el alma: “una imagen inter-
na que es como la sombra o el eco del estado humanoide ancestral de
todos los existentes”.7 El alma es siempre antropomorfa, condición uni-
versal, y es una perspectiva estrictamente deíctica y autorreferencial, lo
que se percibe cuando interactúan o se miran seres de la misma espe-
cie. La forma corporal externa de una especie es cómo otras especies la
ven. Especies diferentes, al mismo tiempo, no pueden ocupar la misma
perspectiva deíctica y autorreferencial, “el punto de vista del ‘yo’ (…) [es]
toda confrontación aquí y ahora entre dos especies [y] es forzoso que
una termine por imponer su humanidad, es decir, que termine por hacer
‘olvidar’ a la otra su propia humanidad”.8
Es importante aclarar que el punto de vista que presenta el perspec-
tivismo amerindio también denominado multinaturalismo se diferencia
radicalmente del punto de vista del relativismo cultural. El relativismo
cultural, con su correlato el multiculturalismo, parte del presupuesto de
que existe una realidad o un mundo y que lo que hay son diferentes re-
presentaciones de esa realidad o mundo. Es decir, supone la diversidad
de representaciones subjetivas y parciales que inciden sobre la natu-
raleza, teniendo como efecto múltiples culturas. A su vez, todas ellas
privilegian el punto de vista del hombre, esto significa que son antro-
pocéntricas. El multiculturalismo supone, en palabras del antropólogo:
la unicidad de la naturaleza y la multiplicidad de las culturas –la pri-
mera garantizada por la universalidad objetiva de los cuerpos y la
sustancia, y la segunda generada por la particularidad subjetiva de
los espíritus y de los significados–.9
Asimismo, podríamos decir que el multiculturalismo despliega políticas
que tienden a estabilizar las diferencias culturales ya sea dentro de una
cultura o entre diferentes culturas. A partir de una lógica de la tolerancia,
los discursos multiculturales apelan a la armonía, la paz, la conciliación,
la integración, etc. El multiculturalismo es definido como un concepto
teórico que tiene la pretensión de intervenir políticamente e invoca la
necesidad de un Estado Nación democrático cuya pluralidad consiste en
promover diferencias culturales y étnicas.10 Pero suele advertirse que el
7
Danowski, Débora y Viveiros de Castro, Eduardo. 2019. ¿Hay un mundo por venir? Ensayo
sobre los miedos y los fines. Caja Negra. p. 132.
8
Ibíd., p. 133.
9
Viveiros De Castro, Metafísicas caníbales, op. cit., p. 34.
10
Cfr. Azurmendi, Mikel. 2003. Todos somos nosotros. Etnicidad y multiculturalismo. Taurus.
48
liberalismo que promueve el multiculturalismo conlleva una segregación
de la sociedad en distintos grupos que pueden ser violentos entre sí.11
Quizás una de las críticas más relevantes que ha recibido es que, pro-
pio de la ideología política neoliberal del capitalismo avanzado, el multi-
culturalismo tiende a esconder e invisibilizar las relaciones de dominación
y subalternidad que pueden darse al interior de una cultura o entre dife-
rentes culturas. Como señala Silvia Rivera Cusicanqui12 el multiculturalis-
mo es el mecanismo encubridor por excelencia de nuevas formas de colo-
nización. Apela a una inclusión condicionada, una ciudadanía recortada y
de segunda clase, que moldea imaginarios e identidades subalternizadas
al papel de ornamentos o masas anónimas que teatralizan su propia iden-
tidad. Si, como decíamos, el presupuesto es la univocidad de la naturaleza
y la multiplicidad de las culturas, la disputa se da en el ámbito de la repre-
sentación. Aun cuando toda representación es válida o verdadera, en últi-
ma instancia, cuando emergen conflictos o choques culturales pareciera
ser que hay culturas más válidas o verdaderas que otras.
El perspectivismo o multinaturalismo propone lo opuesto al multicul-
turalismo, una unidad representativa o fenomenológica puramente pro-
nominal, aplicada indiferentemente sobre una diversidad real. El punto
de vista es un conjunto de disposiciones perceptuales y afectivas que se
encuentran incorporadas en cada viviente. La perspectiva no es una re-
presentación porque: “las representaciones son propiedades del espíritu,
mientras que el punto de vista está en el cuerpo”.13 Aquí el cuerpo “es un
conjunto de maneras y modos de ser que constituyen un habitus, un ethos,
un ethograma”14. Los amerindios reconocen una uniformidad básica de
los cuerpos, la diferencia es los efectos que singulariza a cada cuerpo: lo
que come, cómo se mueve, cómo se comunica, entre otros. De ahí que el
término “humano no designa una sustancia sino una relación”15.
En el multinaturalismo ya no se trata de representaciones variables
de un único mundo sino de mundos variables. El mundo está compuesto
de un conjunto de elementos que se transforman de acuerdo con quién
los percibe. Todos los existentes perciben del mismo modo, pero lo que
cambia es el correlato objetivo de lo que estos diversos existentes ven.
11
Cfr. Villarreal, Pablo. 2013. La cosmopolítica amerindia y el pensamiento teórico-políti-
co latinoamericano, una alternativa a los Estudios Culturales y el multiculturalismo. X
Jornadas de Sociología. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
12
Rivera Cusicanqui, Silvia. 2010. Ch´ixinakax Utxiwa. Tinta Limón.
13
Viveiros De Castro, Metafísica caníbales, op. cit., p. 55.
14
Ibíd., p. 55
15 Ibíd., p. 38.
49
Puntos de vista plurales sobre mundos que también lo son. Resta aquí
otra aclaración, el multinaturalismo se distancia del construccionismo. Si
para este último, el punto de vista crea el objeto, siendo el punto de vista
el del sujeto, la diferencia radica en que para el multinaturalismo el punto
de vista crea el sujeto. En otras palabras, lo que antecede al sujeto es el
punto de vista, sin perspectiva no hay sujeto posible y todo existente que
puede acceder al punto de vista es sujeto. Por esto, también, el punto de
vista del perspectivismo no es antropocéntrico dado que quien ocupa el
punto de referencia es perteneciente a la humanidad. La relevancia de
este planteo no es taxonómica sino la potencialidad ontológica que tie-
nen animales, vegetales, espíritus, etc. “La ‘personidad’ y la ‘perspectiva’
–la capacidad de ocupar un punto de vista– son cuestiones de grado, de
contexto y de posición, antes que propiedades distintivas de tal o cual
especie”.16 El encuentro o el intercambio de perspectivas “es un proceso
peligroso, y un arte político, una diplomacia”17. Como veremos el papel del
chamán y el concepto de traducción jugarán un papel vital en él.
El chamán es un conductor de perspectiva que opera en una zona
interespecífica, es la prolongación de la guerra, pero por medios distin-
tos al del guerrero. El guerrero es también un conductor de perspectiva,
pero que opera en una zona intersocial. Aquí la guerra se vincula con la
comunicación (transversal) entre incomunicables. La función del chamán
es pasar de un punto de vista al otro y no realizar una correlación entre un
punto de vista y otro. Dado que,
traducir es presumir que hay, desde siempre y para siempre, un equí-
voco: es comunicar por la diferencia, en lugar de guardar al Otro en
silencio presumiendo una univocidad originaria y una redundancia
última –una semejanza esencial– entre lo que él era y lo que noso-
tros ‘estábamos diciendo’.18
El chamán se instala en un espacio equívoco, que es el que posibilita la
relación, para potenciarlo, abrirlo y ensancharlo, nunca para deshacerlo.
La práctica del chamanismo es transversal: “todo punto de vista es
‘total’, y ningún punto de vista conoce equivalente o similar”.19 El pun-
to de vista “total” implica “personificar” dado que tomar el punto de
vista de lo que es preciso conocer o más bien “quién” es preciso conocer,
16
Ibíd., p. 37.
17
Ibíd., p. 40.
18
Ibíd., p. 76.
19
Ibíd., p. 162.
50
como señala Viveiros de Castro, consiste en saber “el quién de las cosas”.20
Entonces conocer no es objetivar, ni distinguir en el objeto lo que le es in-
trínseco al que conoce, tampoco es una desubjetivación o la proyección
de quién conoce sobre lo qué conoce. Conocer, desde el perspectivismo
amerindio, es ubicarse en las antípodas de la epistemología objetivista
al implicar una relación intensiva y equívoca entre diferentes puntos de
vista. En este sentido, el chamanismo es lo que posibilita administrar
relaciones entre las especies dada la habilidad de algunos individuos
para atravesar fronteras y adoptar la perspectiva de diferentes vivientes.
Recordemos que a quién le toca la posición de humano está en disputa
porque dos especies diferentes no pueden ser simultáneamente huma-
na, cada una a los ojos de la otra. Las fronteras que traza nuestro pensa-
miento occidental entre el mundo de los humanos y no-humanos, entre
lo cultural y lo natural se vuelven tan porosas desde este perspectivismo
que invita a lanzar los dados, a trazar un plano de inmanencia que pone
en relieve un multinaturalismo como política cósmica.
El espacio equívoco y la traducción a su vez nos permiten señalar que
aunque existan términos homónimos entre el pensamiento amerindio y
el occidental (por ejemplo, el de cuerpo) no significa que los referentes
empíricos sean los mismos. En este sentido, parte del trabajo etnográfico
nos invita a preguntarnos ¿qué es para otro/a/e eso que nosotros/as/es
llamamos cuerpo? La respuesta implica una transformación de las cate-
gorías de análisis dado que ponen en evidencia sus límites, nos invita a
que nos preguntemos sobre cómo es posible que conceptualicemos a
partir de ellas y a que escuchemos qué nuevas nociones emergen. Este
ejercicio, con implicancias epistemológicas-metodológicas, de la misma
manera puede sernos fecundo para hacer teoría política dado que esta-
mos formados en marcos teóricos que resultan indispensables pero tam-
bién insuficientes porque el mundo conceptual al que recurrimos surge
de la cristalización del pensamiento y la historia de Europa.21
***
Bruno Latour22 señala que los modernos no habríamos podido pen-
sar en naturalezas-culturas no disociadas porque estaríamos regidos
por una “constitución” que distingue a humanos de no-humanos y, en
paralelo, constituye la ciencia como modo de representar lo no-humano
20
Ibíd., p. 41.
Chakrabarty, Dipesh. 2008. Al margen de Europa: pensamiento poscolonial y diferencia his-
21
tórica. Tusquets.
22
Latour, Bruno. 2007. Nunca fuimos modernos. Ensayos de antropología simétrica. Siglo XXI.
51
y la política como ámbito exclusivo de lo humano. Pero ¿qué pasaría si
los límites entre lo humano y lo no-humano o entre la naturaleza y la
cultura son franqueados? ¿Cómo se redefiniría lo político si, como he-
mos desarrollado desde el perspectivismo amerindio, el punto de vis-
ta es propio a todos los existentes? Quizás estas preguntas en nuestro
presente encontraron un punto álgido en la experiencia del Covid-19. En
el inicio de la pandemia emergió una epidemia de notas de diferentes
intelectuales que intentaban leer un acontecimiento tan próximo que
se escurría a sus marcos teóricos y conceptuales o que en el esfuerzo
de adaptar el acontecimiento a sus planteos se perdía el carácter de
acontecimental de lo que pasaba. Quizás la experiencia de la pande-
mia, como dice Pablo “Manolo” Rodriguez, nos invita a ir “aprendiendo
un poco más de aquello que no sabemos, en lugar de asumir que lo
sabemos todo desde mucho antes”.23 En este sentido las comunidades
amerindias nos enseñan que es posible comunicar porque hay algo di-
ferente: “hay un interés por tener una relación con otra cosa que no
seamos nosotros mismos”.24 Las crisis pueden ser una buena oportuni-
dad para aprender sobre eso que no sabemos para hacer alianzas con
otres que no seamos nosotres mismes, la posibilidad de imaginar futu-
ros que subviertan los imaginarios apocalípticos dominantes en sus dos
enunciaciones: “un nosotros sin mundo” o “un mundo sin nosotros” es
decir un “mundo radicalmente muerto”.25
El giro ontológico, propio de la antropología, constituye un valioso
aporte para la teoría política si tenemos en cuenta que enriquece el
pensamiento sobre los existentes y los mundos que los humanos com-
ponen, además redefine los supuestos propios de la teoría política al
aceptar la oportunidad y la importancia de considerar el pensamiento
de otro modo comprometiéndose con la vida de todo colectivo humano
y no-humano. Los conflictos ontológico-políticos versan fundamental-
mente sobre la definición de qué es lo vivible, lo legítimo y lo legible en el
mundo contemporáneo. Probablemente el aporte fundamental de este
giro radica en haber advertido que no es lo mismo pensar diferente sobre
las mismas cosas que tener distintas cosas sobre las cuales pensar.26 En este
23
Rodriguez, Pablo. 8 de abril de 2020. Los intelectuales y los lugares comunes ante el coro-
navirus. Página 12. Revisado 17 de abril 2022. Disponible online en: https://www.pagina12.
com.ar/258063-los-intelectuales-y-los-lugares-comunes-ante-el-coronavirus?fbclid=IwA
R0FcW1_1ehc0VtfE7Rzdx3MO0zmZa3BCpXbRa2Bj8koX01DWJYBhIzGO10
24
Viveiros De Castro, Eduardo. 2008. La mirada del jaguar. Introducción al perspectivismo
amerindio. Entrevistas. Tinta Limón, p. 55
25
Cfr. Danowski y Viveiros de Castro, op. cit.
26
Biset, op. cit.
52
sentido surgen así cuestiones sobre la posibilidad de comunicar, conec-
tar y crear ante una multiplicidad de existentes y mundos. Para esto es
fundamental desprendernos de las viejas dicotomías y dejar de traducir
formas de vidas a nuestra forma de vida, ser permeables. Escribir, pen-
sar y experimentar en busca de una justicia y diplomacia cosmopolita.
53
Cuerpo y género en Mesoamérica: para una
teoría feminista descolonial1
Sylvia Marcos
Resumen
Las culturas mesoamericanas, los pueblos nahuas, mayas y otros grupos
de la región compartían ciertas creencias y conceptos acerca del cosmos,
el tiempo, el espacio y el cuerpo. En este capítulo se explorarán prin-
cipalmente aquellos rasgos comunes al pensamiento mesoamericano
que conforman sus conceptos sobre la corporalidad, circunscritos por la
cosmovisión. No se podría abordar la cosmovisión sin hacer énfasis en
la importancia del género, Hemos encontrado que cuatro grandes cate-
gorías analíticas pueden ayudarnos a conceptualizar esta relación entre
género y cosmovisión. Son la dualidad, la fluidez, el equilibrio y la cor-
poralidad. Las preguntas que guían este trabajo son: ¿Cómo dar cuenta
de un sistema de pensamiento fundamentado en dualidades fluidas, no
jerarquizadas, y en moción permanente para lograr un imprescindible
equilibrio fluido? ¿Cómo descolonizar las teorías de género? Las narra-
tivas orales nos ayudarán a descubrir los conceptos ‘mesoamericanos’
sobre la corporalidad y a percibir los matices del género.
Contexto teórico
En tanto categoría para hacer teoría feminista, el género, como lo señalan
varias autoras2 es una maniobra analítica que permite establecer en las
ciencias sociales una diferencia entre el estrato biológico (anatómico) de la
1
Publicación original: Marcos, Sylvia. 2018. Cuerpo y género en Mesoamérica: para una
teoría feminista descolonial. En Barragán Solís, A., López Esquivel, Á. y Masferrer Kan, E.
(Comps.), Cuerpo, salud y religión (pp. 17-39). Libros de la Araucaria.
2
Ortner, Sherry y Whitehead, Harriet. 1989. Sexual Meanings. The Cultural Construction of
Gender and Sexuality. Cambridge University Press.
55
sexualidad y las características sociales que asumen las diferencias sexuales
anatómicas, masculinas y femeninas, en cada cultura dada.
Ahora bien, las relaciones de género están incrustadas o “imbricadas”
en un entramado cultural y son conformadas por los contextos locales, Esta
comprensión Impuso un cambio, y de ser un enfoque centrado solo en la
mujer, se pasó a la relación entre ambos géneros. Invitó también a trascen-
der el estudio de roles supuestamente inmutables por el análisis de las varia-
bilidades inter e intra culturales y motivó el tránsito de especulaciones sobre
las características supuestamente universales del género hacia la considera-
ción de las múltiples implicaciones que diferentes contextos socioculturales
tienen para la construcción de los “hechos naturales” o “datos biológicos”.
Las fuentes
Las fuentes principales de este trabajo son los libros ll y VI de la Historia
General de las Cosas de la Nueva España (Códice Florentino), por su va-
lor de puente para aproximarnos a la moral y al pensamiento de los an-
tiguos nahuas.3 También se ha consultado esa otra versión de la “magna
historia” que es el Códice Matritense del Real Palacio en las traducciones
del náhuatl por León Portilla.
Trato de interpretar las fuentes con la ayuda de conceptos derivados
de ellas mismas, es decir que, al estudiar los ritos de curación descri-
tos por Sahagún, pongo metodológicamente entre paréntesis las “certi-
dumbres” derivadas de las ciencias biológicas y de la medicina moderna.
Estas certidumbres no son universales sino construcciones históricas4.
En esta perspectiva, algunas de las “maniobras analíticas” anterior-
mente mencionadas parecen ser puentes conceptuales muy cuestiona-
bles en el acercamiento a ese universo. Entre ellas, cabe mencionar espe-
cíficamente la división entre lo biológico (sexo) y lo cultural (género). He
detectado tres líneas principales de ruptura con las concepciones usua-
les en la teoría de género: 1. La misma concepción mesoamericana de la
dualidad. 2. El concepto de equilibrio fluido. 3. La conceptualización de la
corporalidad (cuerpo entero o fisicalidad).
3
Portilla, Miguel León. 1983. La filósofa náhuatl. Universidad Nacional Autónoma México-
Universidad de La Habana; Klor de Alva, Jorge. 1988. Contar vidas: la autobiografía confe-
sional y la reconstrucción del ser Nahua. Arbor, 515, pp. 49-78; López Austin, Alfredo. 1984.
Cuerpo humano e Ideología, vol. 2. Universidad Nacional Autónoma México.
4
Petchesky, Rosalind. 1987. Fetal Images: The Power of Visual Culture in the Politics of
Reproduction. Feminist Studies, 13 (2), pp.263-292; Duden, Barbara. 1991. The Woman
Beneath the Skin. Harvard University Press; Brown, Peter. 1988. The Body and Society.
Columbia University Press; Laqueur, Thomas. 1990. Making Sex, Body and Gender from the
Greeks to Freud. Harvard University Press.
56
1. La Dualidad en el universo mesoamericano;
La dualidad original
Un rasgo recurrente del pensamiento mesoamericano es la fusión de lo
femenino y masculino en un único principio polar, La dualidad-unidad fe-
menino masculino era parte integral de la creación del cosmos, ju (re) ra-
ción, y manutención. Es este concepto a la vez único y dual que se expre-
sa en las representaciones de las divinidades en pares.5 Varias deidades
mesoamericanas eran pares constituidas por un dios y una diosa: empe-
zando por Ometeotl creador supremo cuyo nombre significa “Dios-Dos”
o Dios doble. Morador del lugar más allá de los trece cielos, Ometeotl era
concebido como un par femenino-masculino (Omecihuatl-Ometecuhtli).
Engendradas por el par supremo, las otras deidades duales encarnaban
a su vez los fenómenos naturales, La lectura del escueto manuscrito del
siglo XVI atribuido por Ángel Garibay a Fray Andrés de Olmos, explica
de forma magistral esta concepción de dualidad. Y es precisamente el
carácter sucinto de sus enumeraciones que señala a la obra de este pri-
mer recopilador cristiano como una de las Fuentes primarias con menos
retoques y por lo tanto alteraciones.6
La concepción de esta unicidad dual se encuentra en toda la región
mesoamericana, Así Thompson7 por ejemplo pudo hablar de ltzam Na y
de su cónyuge lx Chebel Yax en la región maya en estos mismos términos.
Las Casas8 mencionaba a la pareja constituida por lzona y su mujer, y De
Landa9 se refería a ltzam Na e Ixchel como dioses de la medicina. Para
los pobladores de Michoacán, la pareja creadora es la de Curicuauert y
Cuerauahperi. Sobre dicho aspecto López Austin asegura que ven al mun-
do ordenado y puesto en movimiento por las mismas leyes divinas, y que
adoran los mismos dioses con distintos nombres.10
5
Olmos, Andrés de. 1964. La historia de los mexicanos por sus pinturas. En A. M. Garibay
(Ed.), Teogonía e historia de los mexicanos. Tres opúsculos del siglo XVI (pp. 23-66). Editorial
Porrúa; González Torres, Yolotl. 1991. Diccionario de mitología y religión de Mesoamérica.
Editorial Larousse; Sahagún, Bernardino de (Fray). 1989. Historia general de las cosas de
la Nuevo España (Códice Florentino). Introducción de Pelee Glos y notas por Alfredo López
Austin y Josefina García Quintana. Consejo Nacional para la Cultura y la Artes. Cf. López
Austin, op. cit..
6
Olmos, op. cit., 23-66.
7
Thompson, Erie. 1975. Historia y religión de los Mayas. Fondo de Cultura Económica.
8
Las Casas, Bartolomé de (Fray). 1967. Apologética historia. Universidad Nacional Autónoma
México-Instituto de Investigaciones Históricas.
9
Landa, Diego de (Fray). 1960. Relación de las Cosas de Yucatán. Editorial Porrúa.
10
López Austin, op. cit..
57
Especificidad de la dualidad mesoamericana
De la misma manera que las deidades de los fenómenos naturales nacen
del par original Ometeotl-Omecihuatl, las múltiples dualidades que estruc-
turan la cosmovisión mesoamericana están engendradas por la dualidad
original constituida por el género. Tomemos por ejemplo la dualidad
entre vida y muerte, Como lo muestran con tanta expresividad aquellas
figurillas de Tlatilco representando cabezas humanas compuestas por la
yuxtaposición de media cara viva y de media calavera, la vida y la muerte
no son a su vez más que dos aspectos de una misma realidad dual.
Recordemos que en la cosmología, la alternancia del sol y de la luna
era otra expresión de la complementariedad dinámica de lo masculino
y de lo femenino11. En el baño ritual de los recién nacidos, aguas feme-
ninas y masculinas eran invocadas12. Esta dualidad cósmica se reflejaba
en la cotidianidad de la naturaleza: el maíz por ejemplo era por turnos
femenino (Xilonen-Chicomecoatl) y masculino (Cinteotl-Itztlaco-liuhqui).
Principio ordenador del cosmos, la dualidad se reflejaba en el ordena-
miento de la cronología. Existían dos calendarios. El primero, ritual de
260 días es decir 13 veces 20 ha sido vinculado por algunos investigado-
res con el ciclo de la gestación humana13. El otro calendario, (agrícola)
solar constaba de 360 días, o sea de 18 ciclos de 20 días. Cinco días adi-
cionales permitían adaptar este calendario al año astronómico.
Hasta el arte oratorio y la poesía reflejaban la constitución dual del
universo: los períodos oratorios sobresalientes se repetían dos veces, con
cambios mínimos pero significativos. “Difrasismo” llama León Portilla a
esta forma retórica14 y los poetas alternaban pares de versos cuyo orden
variaba, pero cuyos elementos no. podían separarse. Entre los investiga-
dores del mundo mesoamericano, Alfredo López Austin15 se destaca por
su percepción de un pensamiento. enteramente permeado por dualida-
des. ¿Qué tipo de dualidad era la mesoamericana? ¿En qué se diferencia
de los ordenamientos binarios que fundan la teoría feminista del género?
11
Báez-Jorge, Félix. 1988. Los oficios de las diosas. Universidad Veracruzana.
12
Fray Bernardino de Sahagún, op. cit..
13
Furst, Peter. 1986. Human Biology and the Origin of the 260-Day Sacred Almanac. En G.
H. Gossen (Eds.), Symbol and Meaning Beyond the Closed Community (pp. 69-76). Institute
for Mesoamerican Studies.
14
Portilla, La filósofa náhuatl, op. cit.; Garibay, Ángel María (Ed.). 1964. Teogonía e histo-
ria de los mexicanos. Tres opúsculos del siglo XVI. Editorial Porrúa; Sullivan, Thelma. 1983.
Compendio de la gramática náhuatl. Universidad Nacional Autónoma México-Instituto de
Investigaciones Históricas.
15
López Austin, op. cit..
58
Gossen16 insiste en decir que era una dualidad dinámica, otros auto-
res agregan que el ordenamiento polar de opuestos se estructuraba en la
complementariedad17 dotando de movimiento al concepto. Finalmente,
podríamos hablar de una cierta “reversibilidad” en los términos y aña-
dir que la masculinidad es definida sólo en referencia a la feminidad y
viceversa. Cada polo es el referente del otro y por lo tanto se crea una
multiplicidad de gradaciones y matices entre ambos ya que permanecen
en moción el uno hacia el otro. Esta fluidez en busca de equilibrio, o este
equilibrio fluido, es una característica relevante que distingue a la pola-
ridad o dualidad mesoamericana de las categorías fijas y mutuamente
excluyentes de la teoría de género.
59
entre lo divino y lo terrestre o la muerte y la vida, existían valoraciones
“jerárquicas” estratificadas en superior-inferior. Por ejemplo, de la muer-
te nacía la vida.
La vida y la muerte conjugadas en la Gran Madre Telúrica, formaban
un cielo de opuestos complementarios: la vida llevaba el germen de
la muerte; pero sin muerte era imposible el renacimiento. Porque la
preñez era la muerte de la que surgía la vida.18
Al respecto, López Austin señala que la corrupción del semen en el vien-
tre materno daba lugar a la nueva vida. Las fuerzas divinas habitaban los
inframundos (los cuatro infiernos) y la guerra florida, que era una for-
ma de destrucción, mantenía con vida no solo a sus divinidades sino al
universo entero.
Esta oscilación entre los opuestos, o los polos de la dualidad mesoa-
mericana ocurre con tal fluidez que nos lleva a elaborar un concepto de
ordenamiento por pares distinto del ordenamiento “jerárquico” estratifi-
cado de la teoría feminista de género. Esta cualidad de dinamismo, como
la llaman algunos autores, o de complementariedad, como la denominan
otros, determina y forja un ordenamiento dual específico del pensamien-
to mesoamericano, caracterizado por la ausencia de categorías cerradas
sobre sí mismas y mutuamente excluyentes.
No solo los dioses participaban de esta dualidad fluida entre el bien
y el mal, sino que todo tipo de seres cumplían el doble papel de agre-
sores y benefactores, ya que, de los cuatro rumbos y de los cuatro pila-
res del cosmos procedían las aguas celestiales y los vientos benéficos
y dañinos.19
Estrechamente vinculados con las lluvias, los montes proporcio-
naban el indispensable líquido, pero también causaban enfermedad y
muerte. Eran además, los autores de accidentes, de “meteoros acuosos”
dañinos a las cosechas.
En la cosmovisión mesoamericana, la dualidad no era ni fija ni es-
tática, sino en continuo cambio; ingrediente esencial del pensamiento
nahua, esta movilidad imprimía su impulso a todo. Las deidades, la gen-
te, los animales, así como el mismo espacio, los puntos cardinales y el
tiempo tenían identidad de género: eran femeninos o masculinos en pro-
porciones que se modificaban continuamente. El género que permeaba
cada aspecto de la vida estaba así mismo vinculado al movimiento que
engendra y transforma toda identidad. Al referirse al área maya, Gary
18
Ibid., p. 103.
Idem.
19
60
Gossen20 señala que la dualidad primordial era dinámica y añade que
este dinamismo de valencias masculinas y femeninas cambiantes, estaba
de manifiesto en la religión y en la vida cotidiana.
En el universo entero, atributos femeninos y masculinos se entre-
tejían en la generación de entidades fluidas, y el equilibrio cambian-
te de fuerzas “opuestas constitutivo del universo, de la sociedad, así
como del cuerpo, y reflejo e imagen de ellos, se debe entender como
manifestación de esta interpenetración de los géneros. Del cosmos
al cuerpo individual, el género revela ser la metáfora fundamental del
pensamiento mesoamericano.
20
Gossen, op. cit..
Parry, Milman. 1971. The Making of Homer Verse. Clarendon Press.
21
22
Lloyd, Geoffrey. 1987. Polaridad y analogía. Dos tipos de argumentación en los albores el
pensamiento griego. Taurus.
23
Soustelle, Jacques. 1955. La Pensee Cosmologique des Anciens Mexicains. Herman et Cie.
61
que no nos encontramos en presencia de largas cadenas de raciocinios
sino de una implicación recíproca y continua de los diversos aspectos
de un todo.
24
Parry, op. cit.
25
Idem.
26
Tedlock, Dennis. 1983. The Spoken Word and The Work e Interpretation. University of
Pennsylvania Press.
27
Sullivan, op. cit.; Portilla, La filósofa náhuatl, op. cit..
62
incesantemente, zambulléndose aquí tras una piedra, hundiéndose allá en
una barranca o fluyendo incontenida hacia el mar que la acoge. El pensa-
miento tras la narrativa oral se parece a esas aguas a veces caudalosas y a
veces sostenidas y quietas, impredecibles en sus cambios y sin embargo
semejantes a sí mismas.
Así pues, la narrativa oral y el texto escrito pertenecen a registros u ór-
denes diversos y son animados por lógicas que a veces se contradicen la
una a la otra. Pienso que estas contradicciones se reflejan en los escritos de
Sahagún (sobre todo en el Códice Florentino), es decir en aquellos textos que
él produjo a partir de las transcripciones de discursos orales recopilados
por sus asistentes. Podemos comprender mejor la especificidad del con-
cepto nahua de “equilibrio” a través de una comparación entre la narrativa
oral y el texto escrito,
Una buena parte de los materiales que constituyen la Historia General de
las Cosas de la Nueva España (Códice Florentino) fueron cantos épicos y “poé-
ticos”, crónicas e historias, himnos y discursos rituales, todos destinados a
la declamación pública. Eran jirones de conocimiento e historia oral que la
tradición calificaba de chalchihuitl (jades). Es decir que eran considerados
de valor incalculable y de permanencia pétrea. La metáfora con la cual se
designaban a los discursos de las viejas (ilamatlatolli) y viejos (huehuetlatolli)
sabios, expresan admirablemente este imperativo de recordar: se les llama-
ba “como desparramamiento de jades”.28
Ahora bien, a pesar de sus características eminentemente orales, los
textos estudiados aquí fueron transformados, recortados, sintetizados y
organizados por Sahagún para ceñirse a ciertos lineamientos de la época
sobre la escritura de libros29. Esta combinación de narrativa oral transcrita y
manipulación literaria refleja el enfrentamiento entre dos mundos. En este
sentido, varios estudiosos han señalado el valor inmenso que por su carac-
terística dialógica, es decir de “diálogos”, tienen estos textos. No solo evi-
dencian y confrontan dos lógicas sino también son expresiones del diálogo
o dominación colonial que se estableció entre el viejo y el nuevo mundo30.
“Al comparar la versión náhuatl de Códice Matritense, con la traducción
y adaptación que hiciera Sahagún ya en 1577, aparecen muchos elementos
Idem.
28
29
Portilla, La filósofa náhuatl, op. cit..
30
Burckhart, Louise. 1989. The Slippery Earth. Nahua-Christian Moral; Dialogue in Sixteenth-
Century Mexico. University of Arizona Press; Klor de Alva, Jorge. 1988. Sahagun and the
Birth of Modem Ethnography: Representing, Confessing, and Inscribing the Native
Other. En J. Klor de Alva, H.B. Nicholson, E. Quinones Keber (Eds), The Work of Bernardino
de Sahagun, Pioneer Ethnographer of Sixteenth-Century Aztec Mexico (pp. 31-52). State
University of Albany.
63
de este diálogo y confrontación entre dos lógicas. Más adelante analizare-
mos en detalle cómo el entretejido de ambos estilos “filtra” para nosotros
los pensamientos y conceptos nahuas de corporalidad. Nos detendremos
particularmente en algunas narrativas del libro III y VI del Códice Florentino.
El equilibrio fluido
La noción de dualidad estaba matizada por otra, igualmente omnipre-
sente en el pensamiento mesoamericano, lo que llamo así no es el re-
poso estático de dos masas o pesos iguales, más bien se trata de una
noción que modifica la relación entre pares duales u opuestos. En pri-
mera aproximación, sólo podemos definirla como distinta, ajena a nues-
tras tradiciones de pensamiento, como la dualidad misma, la cualidad
de equilibrio permea no solo a las relaciones entre mujeres y hombres,
sino a las que existen entre divinidades, las divinidades y los humanos,
y entre los elementos y las fuerzas de la naturaleza. Si añadimos que la
búsqueda de este equilibrio era imprescindible para la conservación de
todo orden, del cotidiano al cósmico, comprenderemos que se trata de
una noción tan fundamental como la dualidad.
31
Garibay (ed.), op. cit..
32
López Austin, op. cit..
33
Idem, p. 104.
64
En tanto al equilibrio, conocemos más los efectos de su acción que
su naturaleza propia: determinaba y modificaba al concepto de dualidad
y era condición para la conservación del cosmos.34
Las categorías de género en el pensamiento mesoamericano estaban
también en equilibrio fluido y el “punto crítico” de balance se debía bus-
car en su moción continua, redefiniéndose en cada instante, sujetas al
cambio y al fluir de todo el cosmos. También lo femenino y lo masculino
se constituían y redefinían permanentemente, oscilando entre sí.
En este desplazamiento permanente, y en este continuo reajuste de
los polos, ninguno podía ser preponderante o dominar sobre el otro ex-
cepto por un instante. La “carga” no perceptible que tenían todos los
seres:35 piedras, animales y gente, era femenina o masculina y frecuente-
mente, ambos a la vez, en diferentes gradaciones y en perpetuo devenir
y cambio.
34
López Austin, op. cit..; Burckhart, op. cit..
35
López Austin, op. cit..
36
Gingerich, Willard. 1988. Chipahuacanemilizti the Purified Life, in the Discourses of Book V,
Florentine Codex. En J.K. Josserand y K. Dakin (Eds), Smoke and Mis, Mesoamerican Studies
in Memory of Thelma D. Sullivan (pp. 517-544). BAR International Series.
37
Foucault, Michel. 1984. Le Souci de Soi, Histoire de la Sexuaite-3. Gallimard.
38
Gingerich, op. cit..
65
Al transgredir este “justo medio”, el infractor, en la filosofía clásica,
solo pierde en virtud personal y en comportamiento justo dentro de los
límites definidos por némesis. A diferencia de lo que ocurre en el hori-
zonte mesoamericano, esa pérdida del justo medio no significa un peligro
individual para la estructura y sobrevivencia de todo su cosmos. Por el
contrario, varios autores han señalado ya la característica radical de ur-
gencia que emerge de la responsabilidad colectiva nahua en el logro de
ese equilibrio móvil, fluido y vital. Los nahuas tenían un sentido de res-
ponsabilidad colectiva y creían que los actos humanos podían provocar
un cataclismo final39. El “camino medio” del nahua, aunque también ex-
presa virtudes personales, es ante todo cumplimiento de un imperativo
para la conservación cósmica y con ello participación imprescindible en el
sostén de su universo.
Para quedar en el ámbito de las transposiciones al universo concep-
tual clásico, se podría decir que más que una homeostasis el “equilibrio”
nahua es una homeorhesis (de rheo, fluyo) un “balance” de conjuntos en
flujo. Es decir que lo podíamos definir, en contraposición con los equi-
librios homeostáticos de la tradición occidental, como un “equilibrio”
homeorhéico. La mediación entre los polos opuestos implicaba, para
los nahuas, componer o “negociar” constantemente con la misma mo-
ción y plasticidad de opuestos que se transformaban permanentemen-
te en un fluir sin fin. La búsqueda del justo medio como colocación de
sí mismo en el punto central de un equilibrio inmóvil era algo ajeno al
pensamiento nahua.
Corregir la stasis clásica por nociones dialécticas tomadas de la tradi-
ción hegeliana sería, también, poco apropiado. El “equilibrio homeorhéico”
nahua no es un balance logrado por la “síntesis” entre una “tesis” y una
“antítesis” y tampoco un compromiso pragmático entre opuestos irreduc-
tibles. Es más bien un estado de tensión dinámica extrema, como cuando
dos fuerzas se encuentran sin reconciliarse y avanzan tambaleantes has-
ta el límite del caos. El “camino medio” nahua podría definirse como la
exigencia de mantener el orden en este límite. Ya desde su nacimiento el
ser nahua era definido en términos de equilibrio. En el Libro VI del Códice
Florentino, aparece una metáfora que revela el concepto nahua sobre el
estado del niño al nacer, “el «concepto nahua define al individuo como
producto de una alquimia particular de características buenas y malas”.40
Pero este equilibrio no era fijo, podía alterarse, si un niño nacía bajo
un signo nefasto, se podía esperar que, al “bautizarlo” en un día fasto, su
39
Burckhart, op. cit..
40
Gingerich, op. cit..
66
tonalli (entidad anímica principal) adquiriría inclinaciones y tendencias
positivas, Mantener el equilibrio es concertar los opuestos; eso implica
no negar lo “opuesto, sino avanzar hacia él, abarcarlo tratando de encon-
trar el punto de equilibrio fluctuante. El principio de exclusión, el terium
no datur de la lógica formal clásica, no existe en el universo nahua, En
este pensamiento se integran los opuestos: caliente y frío, noche y día,
sol y luna, sagrado y profano, femenino y masculino. La responsabilidad
colectiva, no solo para sostener el equilibrio, sino para influir en su logro,
producía un tipo muy particular de códigos morales:
No andes con apresuramiento ni demasiado despacio […| porque es
señal de pompa andar despacio y andar de prisa tiene resabios de
desasosiego y poco asiento. Andando llevarás un medio [...] No lle-
ves inclinada mucho la cabeza o encorvado el cuerpo, ni tampoco
vayas muy levantada la cabeza y muy erguida porque es señal de
mala crianza. 41
En los ilamatlatolli, podemos apreciar esta constante del pensamiento
nahua en cuanto se aplica al contexto de la vida cotidiana y de las rela-
ciones sociales entre los géneros. Recordemos aquí el carácter normativo
de estas recomendaciones, que no necesariamente permiten hacer infe-
rencias sobre prácticas cotidianas.
67
binario en categorías mutuamente excluyentes como las dicotomías
cultura versus naturaleza y público versus privado son en sí mismas
producto de un estilo de pensamiento, de una construcción epistemo-
lógica circunscrita por los entrenamientos filosóficos del pensamiento
racional patriarcal.
Si denominamos “categorías de género” a las concepciones de lo
masculino y femenino que aparecen en el pensamiento mesoamericano,
encontramos que estas forman pares de conceptos, por cierto opuestos,
pero fluidos, abiertos, sin estratificación jerárquica y en balance cam-
biante, constituyéndose y constituyéndose definiéndose y redefiniendo
permanentemente,
Con este análisis podemos ver cuán distantes están las categorías de
la teoría de género de aquellas que pueden emerger del análisis cuidado-
so de las fuentes. Ni el ordenamiento jerárquico entre polos duales, ni las
categorías mutuamente excluyentes parecen permitir un acercamiento a
la concepción del género en este pensamiento. Por lo tanto, sugiero un
concepto de género derivado de las fuentes. Sus características son: la
apertura mutua de las categorías, la fluidez y la no organización jerárqui-
ca entre los polos duales.
Resta ahora revisar un elemento del pensamiento feminista teórico,
nos referimos a la convencional división entre sexo y género: “el sistema
sexo-género” como lo llama Teresa de Lauretis.43 Por más que la manio-
bra lingüística de esta última transforme las dos palabras en una sola,
sigue existiendo un substrato de conceptualización doble que desune
al cuerpo de su contexto cultural y/o social. No podríamos hacer teoría
de género sin esta ineludible separación tajante entre lo que las teóricas
denominamos, hoy por hoy, sexo y lo que queremos significar por géne-
ro. Esta división está en la base de todas las teorizaciones feministas,
con toda la variabilidad que un enfoque teórico semiótico,44 dialógico,45 o
etnográfico46 puedan presentar
University Press; Nash, June y Leacock, Eleanor. 1981. Ideologies of Sex: Archetypes.
and Stereotype. En Nash, June y Leacock Eleanor (Eds), Myths of Male Dominance.
Academic Press.
43
De Lauretis, Teresa. 1991. La tecnología del género. En Carmen Ramos (Ed), El género en
perspectiva de la dominación universal a la representación múltiple (pp. 11-26). Universidad
Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.
44
Idem.
Flax, Jane. 1990. Thinking Fragments. Psychoanalysis, Feminism, and Postmodernism in the
45
Contemporary West. University of California Press; Gallop, Jane. 1988. Thinking Through the
Body. Columbia University Press.
46
Rosaldo, op. cit.; Collier y Yanagisako, op. cit..
68
Sin embargo, este eje de la teoría feminista que nos es tan necesario
para articular y ordenar nuestras especulaciones, poco o nada tiene que
ver con las estructuras cognoscitivas que se desprenden de la lectura
cuidadosa y el análisis de múltiples fuentes que revelan el pensamiento
mesoamericano. Lo “biológico” y lo “cultural” no se concebían como de
órdenes diversos. La inmersión del cuerpo en el cosmos, y del cosmos en
el cuerpo, impedía siquiera la posibilidad de esta separación. Como lo
veremos más adelante, en el análisis de los conceptos de corporalidad, el
ámbito simbólico (o cultural) era considerado tan perceptible cómo cual-
quier otro. López Austin47 señala que no logró encontrar en sus múltiples
búsquedas algo que permitiera creer que los nahuas hacían una sepa-
ración entre el ámbito espiritual y el material (comunicación personal) y
podría decirse que las diferencias genitales no se concebían como rea-
lidades de otro orden que las que provenían de las normas de conducta
apropiada. Lo tangible y lo intangible no estaban netamente separados o,
por lo menos, no de la forma en que lo distinguimos diferenciamos hoy.
El orden en este concepto de dualidad de opuestos provenía del
equilibrio logrado por la moción constante, ollin. Veremos cómo el cuer-
po nahua es la expresión de este movimiento vital.
69
El cuerpo, dice Douglas, es una forma simbólica poderosa, una
superficie en la cual se inscriben las reglas, jerarquías y aún más, los
compromisos metafísicos de una cultura, que se refuerzan a través del
lenguaje corporal.51
70
por los supra e inframundos, o las emanaciones mediante las cuales el
Ihiyotl podía afectar o dañar a los otros. Cuando hablamos de inclusiones
nos referimos a aquellas entidades externas (que nosotros podríamos
considerar algunas veces materiales) que se introducían en el cuerpo pro-
venientes de otros dominios de la naturaleza, del mundo de los espíritus
y, a veces, del ámbito de lo sagrado. El corazón, Teyolia, recibía la visita de
los dioses, como lo señala López Austin53. Frecuentemente se concebía a
la enfermedad como intrusión en el cuerpo de elementos nocivos que al
ser expulsados tenían la forma de animales y objetos materiales.54
La salud y el bienestar de este cuerpo mesoamericano estaban de-
finidos por el equilibrio entre estas fuerzas y realidades opuestas, de
cuya conjunción dependían las características del individuo, su ser mujer
u hombre.
71
mentales residentes en la cabeza, el teyolia era la entidad de la memoria,
del conocimiento, la inteligencia. Además, el teyolia era la entidad que al
abandonar el cuerpo producía la muerte. Es significativo que aquello que
llamamos personalidad, el nahua lo denomina “un rostro y un corazón”.58
El ihiyotl cuya morada es el hígado puede producir emanaciones que
dañan a la gente en su entorno; era fraccionable y podía salir del cuerpo
en forma voluntaria e involuntaria. Las personas con conocimientos y po-
deres sobrenaturales, estaban capacitadas para liberar voluntariamente
su ihiyotl. Este era el centro anímico de los sentimientos y las pasiones.
Reflejos de la multiplicidad cósmica, los flujos y las fuerzas vitales cuyos
vórtices formaban los centros anímicos principales no agotaban el total
de lo que componía un individuo. Existían múltiples fluidos que podían
incursionar de afuera hacía adentro, como las articulaciones que eran
concebidas como nudos de fuerte densidad vita, era a través de ellas que
llegaban los ataques de los seres sobrenaturales.59
59
López Austin, op. cit..
60
Fray Diego de Durán, Ritos y Fesas (1576-1578), México, Editorial Cosmos, 1980
72
el primer autor en registrar en su Historia General de las Cosas de la Nueva
España (Códice Florentino), libro VI, cap. XLIIL, un listado, o primer diccio-
nario, de metáforas con su equivalente en el lenguaje corriente (1547), (tra-
ducción al español por Sahagún, 1577).
Las metáforas del cuerpo que mencionaré aquí proceden principal-
mente de ciertos discursos ejemplares que se aprendían de memoria en los
Calmecac61. Algunas de estas metáforas se encuentran en los ilamatlatolli y
en los huehuetlatolli discursos de las ancianas y ancianos. Estos discursos
formaban la parte más importante del rito de introducción a la vida adulta
entre los nahuas.62 Eran, además amonestaciones retóricas y rituales que
jugaban un papel muy importante en toda la vida de los mesoamericanos
y ritualizaban muchos tipos de eventos sociales: una celebración religio-
sa, la ceremonia para un nuevo gobernante, el comienzo de la batalla, la
elección de esposo o esposa, la elección de la partera para la embarazada,
el inicio de la vida adulta, entre otros.63 Nuestro propósito ahora es hacer
una revisión somera de algunas metáforas del cuerpo femenino y mascu-
lino que se encuentran en los ilamatiatolli y huehuetlatolli del libro VI, de la
Historia de las Cosas de la Nueva España (Códice Florentino).
Ellas respondieron ante la pregunta del (príncipe) Netzahualcoyotl:
Señor nuestro “…vosotros los hombres cesáis de viejos de querer la delec-
tación carnal… pero nosotros las mujeres nunca nos hartamos ni nos en-
hadamos de esta obra; porque es nuestro cuerpo como una sima y como
una barranca honda, que nunca se hinche; recibe todo cuanto le echan y
desea más…”.64
Y en el capítulo XVIII, en las recomendaciones a las hijas: “Mira que
no escojas entre los hombres el que mejor te parece, como hacen los que
van a comprar las mantas al tianquez... y mira que no hagas como se hace
cuando se crían las mazorcas verdes, que son xilotes o elotes, que se bus-
can las mejores y más sabrosas”.65
Estas metáforas sobre los cuerpos de mujeres y hombres revelan as-
pectos de la cultura que, debido a sus valores morales contrastantes, fueron
61
Portilla, Miguel León. 1984. Literaturas de Mesoamérica. Secretaría de Educación
Pública, Cultura.
62
Sullivan, Thelma. 1986. A Scattering of Jades: The Words of the Aztec Elders. En G.H.
Goosen (Ed), Symbol and Meaning Beyond the Closed Community (pp. 9-18). State University
of Albany; Fray Bernardino de Sahagún, op. cit.; Soustelle, op. cit., libro IV; Andrés de
Olmos, op. cit.; Gingerich, op. cit.; González Torres, op. cit..
63
Sullivan, op. cit..
64
Fray Bernardino de Sahagún, op. cit.; Soustelle, op. cit., p. 382.
Ibíd., p. 369.
65
73
selectivamente eliminados por los primeros cronistas. Curiosamente, las
metáforas sobrevivieron en el lenguaje popular. Como recurso de la ima-
ginación y lenguaje poético, la metáfora parece inocente y pasa por un
simple adorno del lenguaje pulido. Diría Sahagún “muy delicadas y cum-
plidas (metáforas) y propísimos vocablos”. Así, fueron conservadas en los
textos por su aparente inocuidad y por lo tanto son una de las vías privi-
legiadas para tener acceso a aquello que los clérigos trataron de eliminar
del universo mesoamericano.
74
Como sintiéndose pobre
del pájaro –miembro viril– del Tohuenyo.
75
“Pues que vida es la tuya Tohuenyo?
ponte el maxtle, tápate”
A lo cual respondió el Tohuenyo:
“Pues nosotros así somos”
Dijo luego el Señor:
“Tú le has despertado el ansia a mi hija,
tú la curaras”
(...)
Y enseguida le cortaron el pelo,
lo bañaron y después de esto,
lo ungieron,
pusieron un maxtle, le ataron la manta.
76
Versiones y alteraciones: del tlalticpacayotl mesoamericano a
catolicismo desencamado
Corpovisiones, llama Landa, a las cosmovisiones mesoamericanas, copovi-
sión, ya que no existe la distinción entre ser humano y cuerpo humano. En
esta incrustación de la carme en todo el entorno y en la identificación de
cuerpo con el ser total, es en donde tenemos que descubrir el significado
profundo de tlalticpacayotl: aquello que pertenece a la superficie de la tierra,
el sexo.67 Pertenece porque conforma, identifica y forja a los seres que viven
en los pisos intermedios del cosmos, ni en el inframundo ni en el cielo.
Sin embargo, para el evangelizador, este apego “terráqueo” era una
obra del demonio. La lujuria, se quejaban, era fuerte entre los autóctonos
mesoamericanos. ¿Qué hacer con estos elementos del eros mesoamerica-
no que forzosamente tuvieron que encontrar en el mundo que describían
en sus crónicas y recuentos? Veamos algunas de estas respuestas de los
frailes cristianizadores.
77
Añade Sahagún: “Y después de lo haber visto, la dicha hija entrose al
palacio y antojosele el miembro de aquel Tohuenyo, de que luego comenzó
a estar muy mala por el amor de aquello que vio. Hinchósele todo el cuer-
po...” Y cuando Huemac pregunta qué pasa con su hija, Sahagún en su
narrativa señala “está mala de amores”. En la narrativa original, el deseo fí-
sico y válido se expresa como (el Tohuenyo) “le ha metido el fuego, le ha me-
tido el ansia, entró en grande calentura, sintiéndose pobre del pájaro... “.69
Así para Sahagún, la princesa se enfermó, se le hinchó todo el cuerpo.
Al parecer describe una verdadera enfermedad y no la expresión corpórea
de un intenso deseo sexual, como si se sintiera obligado a suavizar la ex-
presión de puro deseo como un síntoma de patología médica. Y cuando
finalmente expresa la causa la llama “esta mala de amores”,70 porque el
amor es más aceptable que la simple calentura.
Se sabe el papel paradójico que jugaban esos primeros cronistas de
Indias, por una parte, algunos de ellos como Sahagún, tenían interés de
presentar a los indios de América bajo su mejor apariencia para proteger-
los de la codicia colonizadora y que fuesen respetados. Por otra parte, los
escritos de los frailes eran frecuentemente utilizados para saber evangeli-
zar mejor a los indios. Además, los cronistas estaban constreñidos por las
usanzas de la época respecto a la forma como se debían escribir libros.
Finalmente, la institución inquisitorial obligaba a usar cánones de literatu-
ra que restringían aún más la autonomía de los autores. Así, sufrían todas
estas presiones, como lo constata López Austin.71
Comentarios finales
Es en este tenor que unos fragmentos de aquí y de allá, conjugados con
la revisión de metáforas y narrativas podrían revelarnos aspectos de esta
cultura (como la corporalidad y la carnalidad) que pasan desapercibidos
en la mayoría de las fuentes. El cuerpo, sede y eje de gozos y placeres, el
cuerpo. dual de mujeres y hombres, la corporalidad fluida y permeable,
el cuerpo ‘como principio del ser sobre la tierra, el cuerpo como fusión
con el entorno y también como origen del cosmos, este cuerpo femenino
y masculino se nos manifiesta en la poesía, los cánticos, las narrativas y
las metáforas. Encontrémoslo, aunque fuese solo como el primer punto
de apoyo para vislumbrar universos encamados que escapan a la “narra-
tiva maestra del espíritu sobre la carne.
69
Ibíd., p. 21
70
Idem.
López Austin, op. cit..
71
78
Desujetarse de la colonización del pensamiento
80
samiento de la finitud occidental. Así, él quiso equiparar el pensamiento
mesoamericano al pensamiento occidental, y ahí hay una diferencia im-
portante de la forma en cómo Sylvia Maros aborda el tema, que no quiere
decir “esta palabra náhuatl se parece a esta palabra occidental”. La au-
tora hace algo muy distinto porque no trata de legitimar el pensamiento
mesoamericano diciendo que se parece al pensamiento occidental, sino
que al releer las nociones de cuerpo en Mesoamérica desubjetiva la no-
ción de género y descoloniza la visión sobre los antiguos mexicanos.
La dualidad
Me parece importante que, a la par de no desatender las cuestiones de
género que son estratégicas para pensar, por ejemplo, las violencias ha-
cia la mujer, hay en Sylvia Marcos un intento por reformularlo a la luz de
los estudios que muestran al género en su diversidad y así, poder expli-
car el concepto de dualidad mesoamericana. La dualidad implica que
hay una compenetración, o una interpenetración, entre el hombre y la
mujer, entre la vida y la muerte. Todas esas dualidades, u oposiciones,
que en occidente implican una jerarquía, es decir un dominio, en el pen-
samiento mesoamericano aparecen bajo la fórmula de la coimplicación.
No quiere decir que no haya ninguna tensión en esta dualidad, sino que
son dualidades siempre en tensión pero que fluyen entre sí, y que se sig-
nifican una con la otra, no que se separan.
De la misma manera que las deidades de los fenómenos nacen del
par original Ometeotl-omecihuatl, las múltiples dualidades que es-
tructuran la visión mesoaméricana están engendradas por la dua-
lidad constituida por el género. Tomemos, por ejemplo, la dualidad
entre vida y muerte como lo muestran con tanta expresividad aque-
llas figurillas de Tlatilco representando cabezas humanas compues-
tas por la yuxtaposición de media cara viva y de media calavera.
La vida y la muerte no son a su vez más que dos aspectos de una
misma dualidad.2
La noción de dualidad funciona con otro concepto importante, el de
fluidez. La construcción del concepto de género pasa por esta deriva
que Marcos llama: “la apertura mutua de las categorías, la fluidez y la
no organización jerárquica entre los polos duales”.3 Como dijimos, los
2
Ver supra, p. 58.
Ver supra, p. 68.
3
81
esfuerzos de Marcos implican la diferencia, la fluidez estaría en el cen-
tro mismo del debate describiendo cómo la concepción del cuerpo en
Mesoamérica pasa por la circulación de propiedades de los polos, cons-
titutivamente inestables y liberando así la visión dualista estratificada y
jerarquizada de la filosofía occidental.
De todo este flujo de dualidades metafóricas, divinas y corpóreas,
solo queda un armazón de mutua interconexión e interrelación. Arriba y
abajo no significaban en el universo mesoamericano lo superior y lo in-
ferior. Fueron los catequistas quienes, en su afán de encontrar aproxima-
ciones familiares al universo “tan otro” que encontraron, llamaron “cie-
los” e “infiernos” a los pisos celestes y subterráneos del universo nahua.4
La importancia es tal que uno tiene que replantearse seriamente la
aproximación al concepto de diferencia. Si, en determinado momento la
filosofía pudo pensar la diferencia, lo habría hecho como exclusión de la
identidad, como articulación separada y dominante de uno de los polos.
En cambio, tanto el concepto de dualidad como el de fluidez, permiten
reelaborar el concepto de género a la luz del dinamismo de los opuestos
de sus préstamos de propiedades y sobre todo de concepciones que no
están cerradas sobre sí mismas.
Eso me parece sumamente importante, me parece que nos da una
nueva perspectiva, un nuevo aporte al feminismo en general, a la crítica
de género en particular y sobre todo a la práctica de las demandas de
comunidades indígenas (y otras, como la teoría queer que puede inspirar
la desnaturalización del género en estas interpretaciones) que no tienen
por qué reconocerse en la teoría del género dominante, sino que tien-
den buscar una noción de género que se define y se redefine, tanto la
academia como el feminismo como movimiento, tienen que buscar una
apertura a pensar y a repensar constantemente en estos términos.
Está también la crítica al equilibrio occidental. A la forma metafísi-
ca con la que conceptualmente, las dualidades se reinscriben una y otra
vez en los vocabularios de las humanidades y las ciencias sociales. No
porque se quiera criticar al pensamiento occidental, eso ya lo han hecho
muchos, sino más bien el gesto es recuperar el pensamiento mesoame-
ricano en aquellas modalidades en las que la diversidad de género y cul-
tural buscan cuestionar la modernidad europea como sistema único y si
añadimos el capitalismo, esa diversidad no solo buscaría cuestionar el
sistema de vida dominante como sistema, sino como viable en el futuro.
Pero en esta descolonización no se trata de que perdamos toda esa tra-
dición occidental. Ella en muchos aspectos es muy crítica y muy rica, pero
82
eso no debe ser un supuesto para ocultar o invisibilizar otros pensamien-
tos u otras epistemes. Pero lo que sí es obligación es desujetarse de la
colonización del pensamiento, de la colonización de la academia y de la
colonización de las prácticas de género, y luego podamos discutir todas
las demandas del feminismo en función de la insoportable subordina-
ción de las mujeres, en función del insoportable patriarcado, en función
de todo eso que hoy es insoportable, la aparición de la dominación que
sobredetermina la violencia de género, la cultura y la clase social.
83
Colonización y cristianización.
Calibán y las brujas en el Nuevo Mundo1
Silvia Federici
Américo Vespucio desembarcando en la costa de América del Sur en 1497. Frente a él, tendida
de modo seductor en una hamaca, está “América”. Detrás de ella hay algunos caníbales
asando restos humanos. Diseño de Jan van der Straet y grabado de Théodore Galle (1589).
1
Publicación original: Federici, Silvia. 2010. Colonización y cristianización, Calibán y las
brujas en el Nuevo Mundo. En Calibán y la bruja: Mujeres, cuerpo y acumulación originaria
(pp. 315-352). Tinta Limón.
85
[...] y entonces ellos dicen que hemos venido a esta tierra para
destruir el mundo. Dicen que los vientos echan por tierra las
casas y cortan los árboles, y el fuego los quema, pero que
nosotros devoramos todo, consumimos la tierra, cambiamos
el curso de los ríos, nunca estamos tranquilos, nunca descan-
samos, siempre corremos de aquí para allá, buscando oro y
plata, nunca satisfechos y luego especulamos con ellos, hace-
mos la guerra, nos matamos entre nosotros, robamos, insulta-
mos, nunca decimos la verdad y les hemos despojado de sus
medios de vida. Y, finalmente, maldicen el mar que ha puesto
sobre la tierra niños tan malvados y crueles.
Girolamo Benzoni,
Historia del Mondo Nuovo, 1565
Introducción
La historia del cuerpo y de la caza de brujas está basada en un supuesto que
puede resumirse en la referencia a “Calibán y la bruja”, los personajes de La
tempestad, símbolos de la resistencia de los indios americanos a la coloniza-
ción.2 El supuesto es precisamente la continuidad entre la dominación de las
2
En realidad, Sycorax –la bruja– no ha ingresado en la imaginación revolucionaria lati-
noamericana del mismo modo que Calibán; ésta permanece todavía invisible, tal y como
ha sucedido durante mucho tiempo con la lucha de la mujer contra la colonización. En
86
poblaciones del Nuevo Mundo y la de las poblaciones en Europa, en espe-
cial las mujeres, durante la transición al capitalismo. En ambos casos tiene
lugar la expulsión forzosa de poblaciones enteras de sus tierras, el empobre-
cimiento a gran escala, el lanzamiento de campañas de “cristianización” que
socavan la autonomía de la gente y las relaciones comunales. También hubo
una influencia recíproca por medio de la cual ciertas formas represivas que
habían sido desarrolladas en el Viejo Mundo fueron trasladadas al Nuevo,
para ser luego retomadas en Europa.
La fragmentación social que se produjo no debería ser subestimada.
En el siglo XVIII, la afluencia de oro, plata y otros recursos procedentes de
América hacia Europa dio lugar a una nueva división internacional del tra-
bajo que fragmentó al proletariado global por medio de segmentaciones
clasistas y sistemas disciplinarios, que marcaron el comienzo de unas tra-
yectorias, a menudo conflictivas, dentro de la clase trabajadora. Las simili-
tudes en el trato que recibieron, tanto las poblaciones de Europa como de
América, son suficientes como para demostrar la existencia de una misma
lógica que rige tanto el desarrollo del capitalismo como conforma el carácter
estructural de las atrocidades perpetradas en este proceso. La extensión de
la caza de brujas a las colonias americanas constituye un ejemplo notable.
En el pasado, la persecución de mujeres y hombres bajo el cargo de
brujería era un fenómeno que normalmente los historiadores consideraban
como algo limitado a Europa. La única excepción a esta regla eran los juicios
de las brujas de Salem, que constituyen todavía el principal tema de estu-
dio de los académicos que investigan la caza de brujas en el Nuevo Mundo.
Hoy en día, sin embargo, se admite que la acusación de adoración al Diablo
también jugó un papel clave en la colonización de la población aborigen
relación con Calibán, lo que éste ha venido a defender ha sido muy bien expresado en un
ensayo de enorme influencia del escritor cubano Roberto Fernández Retamar: “Nuestro
símbolo no es pues Ariel [...] sino Calibán. Esto es algo que vemos con particular nitidez
los mestizos que habitamos las mismas islas en las que vivió Calibán: Próspero inva-
dió las islas, mató a nuestros ancestros, esclavizó a Calibán y le enseñó su idioma para
entenderse con él: ¿qué otra cosa puede hacer Calibán sino utilizar ese mismo idioma
para maldecir, para hacer que caiga sobre él la ‘roja plaga’? [...] Desde Tupac Amaru [...]
Toussaint-Louverture, Simón Bolívar [...] José Martí [...] Fidel Castro [...] Che Guevara [...]
Franz Fanón [...] ¿Qué es nuestra historia?, ¿qué es nuestra cultura, sino la historia, sino
la cultura de Calibán?” (Fernández Retamar, Roberto. 1989. Caliban and Other Essays.
University of Minnesota Press, pp. 33-34 [ed. cast.: 1984. Calibán: apuntes sobre la cultura de
nuestra América. La Pléyade]). En relación con esta cuestión véase también Margaret Paul
Joseph quien, en Calibán in Exile, escribe: “De ese modo, Próspero y Calibán nos brindan
una poderosa metáfora del colonialismo. Un apéndice de esta interpretación aborda la
condición abstracta de Calibán, víctima de la historia, frustrado al saberse totalmente ca-
rente de poder constituyente. En América Latina, el nombre de Calibán ha sido adoptado
de un modo más positivo, dado que Calibán parece representar a las masas que luchan
por levantarse contra la opresión de la élite” (Joseph, Margaret Paul. Caliban in Exile: The
Outsider in Caribbean Fiction. Greenwood, p. 2).
87
americana. En relación con este tema, debemos mencionar particularmente
dos textos que constituyen la base de mi argumentación para este capítulo.
El primero es Moon, Sun and Witches [La luna, el sol y las brujas] de Irene
Silverblatt,3 un estudio acerca de la caza de brujas y la redefinición de las
relaciones de género en la sociedad incaica y el Perú colonial, que –según
mis conocimientos– es el primer estudio en inglés que reconstruye la histo-
ria de las mujeres andinas perseguidas por su condición de brujas. El otro
texto es Streghe e Potere [Brujas y poder] de Luciano Parinetto,4 una serie de
ensayos que documentan el impacto de la caza de brujas en América sobre
los juicios a las brujas en Europa. Éste constituye, en mi opinión, un estudio
deficiente por la insistencia del autor en señalar que la persecución de las
brujas era neutral en relación con el género.
Ambos trabajos demuestran que, también en el Nuevo Mundo, la caza
de brujas constituyó una estrategia deliberada, utilizada por las autoridades
con el objetivo de infundir terror, destruir la resistencia colectiva, silenciar a
comunidades enteras y enfrentar a sus miembros entre sí. También fue una
estrategia de cercamiento que, según el contexto, podía consistir en cerca-
mientos de tierra, de cuerpos o relaciones sociales. Al igual que en Europa,
la caza de brujas fue, sobre todo, un medio de deshumanización y, como tal,
la forma paradigmática de represión que servía para justificar la esclavitud
y el genocidio.
La caza de brujas no destruyó la resistencia de los colonizados. Debido,
fundamentalmente, a la lucha de las mujeres, el vínculo de los indios ame-
ricanos con la tierra, las religiones locales y la naturaleza sobrevivieron a la
persecución, proporcionando una fuente de resistencia anticolonial y anti-
capitalista durante más de 500 años. Esto es extremadamente importante
para nosotros en un momento de renovada conquista de los recursos y de
las formas de existencia de las poblaciones indígenas; debemos repensar
el modo en que los conquistadores batallaron para dominar a aquellos a
quienes colonizaban y qué fue lo que permitió a estos últimos subvertir este
plan contra la destrucción de su universo social y físico, creando una nueva
realidad histórica.
88
al demonio como un arma para atacar a enemigos políticos y vilipendiar a
poblaciones enteras (tales como los musulmanes y los judíos) ya era una
práctica común entre las élites. Más aún, como escribe Seymour Philips,
una “sociedad persecutoria” se había desarrollado dentro de la Europa
medieval, alimentada por el militarismo y la intolerancia cristiana, que
miraba al “Otro”, principalmente como un objeto de agresión.5 De este
modo, no resulta sorprendente que “caníbal”, “infiel”, “bárbaro”, “razas
monstruosas” y “adorador del Diablo” fueran “modelos etnográficos” con
los que los europeos “presentaron la nueva era de expansión”.6 Éstos les
proporcionaron el filtro a través del cual los misioneros y los conquista-
dores interpretaron culturas, religiones y costumbres sexuales de la po-
blación que encontraron.7 Otras marcas culturales contribuyeron también
a la invención de los “indios”. El “nudismo” y la “sodomía” eran mucho
más estigmatizadores y, probablemente, proyectaban las necesidades de
mano de obra de los españoles, que calificaban a los amerindios como se-
res que vivían en estado animal –listos para ser transformados en bestias
de carga– a pesar de que algunos informes también señalaban con énfasis
su propensión a compartir “y a entregar todo lo que tienen a cambio de
objetos de poco valor”, como un signo de su bestialidad.8
Al definir a las poblaciones aborígenes como caníbales, adoradores del
Diablo y sodomitas, los españoles respaldaron la ficción de que la conquis-
ta no fue una desenfrenada búsqueda de oro y plata sino una misión de
conversión, una reclamación que, en 1508, ayudó a la Corona española a
obtener la bendición papal y la autoridad absoluta de la Iglesia en América.
También eliminó a los ojos del mundo, y posiblemente de los propios co-
lonizadores, cualquier sanción contra las atrocidades que ellos pudieran
cometer contra los indios, funcionando, así como una licencia para matar
independientemente de lo que las supuestas víctimas pudiesen hacer. Y,
5
Phillips, Seymour. 1994. The Outer World of the European Middle Ages. En Stuart
B. Schwartz (Ed.), Implicit Understandings. Observing, Reporting, and Reflecting on the
Encounters Between Europeans and Other Peoples in the Early Modern Era. Cambridge
University Press.
6
Ibíd., p. 62.
7
Informando acerca de la isla de La Española, en su Historia General de las Indias (1551),
Francisco López de Gomara podía declarar con total certeza que “el dios más importante
que tienen en esta isla es el Diablo”, y que el Diablo vivía entre las mujeres (López de
Gomara, Francisco. 1954 [1556]. Historia General de Las Indias. Editorial Iberia. p. 49). De
modo similar, el Libro V de la Historia (1590) de Acosta, en el que se discute acerca de la
religión y las costumbres de los habitantes de México y Perú, está dedicado a sus diversas
formas de adoración al Diablo, que incluían los sacrificios humanos.
8
Hulme, Peter. 1994. Tales of Distinction: European Ethnography and the Caribbean. En
Stuart B. Schwartz (ed.), op. cit., pp. 157-200. p. 198.
89
efectivamente, “el azote, la horca, el cepo, la prisión, la tortura, la violación
y ocasionalmente la muerte se convirtieron en armas comunes para refor-
zar la disciplina laboral” en el Nuevo Mundo.9
En una primera fase, sin embargo, la imagen de los colonizados como
adoradores del Diablo pudo coexistir con una imagen más positiva, incluso
idílica, que describía a los “indios” como seres inocentes y generosos, que
llevaban una vida “libre de trabajo pesado y tiranía”, que se asemejaba a la
mítica “época dorada” o a un paraíso terrenal.10
Esta caracterización puede haber sido un estereotipo literario o
–como ha sugerido Roberto Fernández Retamar entre otros– la contraparte
retórica de la imagen del “salvaje”, expresando así la incapacidad de los
europeos para considerar a la gente con la que se encontraron como ver-
daderos seres humanos.11 Pero esta mirada optimista correspondía con un
periodo de la conquista (desde la década de 1520 hasta la de 1540) durante
la cual los españoles todavía creían que las poblaciones aborígenes serían
convertidas y sojuzgadas fácilmente.12 Éste fue el tiempo de los bautismos
masivos, en el que se desplegó el mayor fervor para convencer a los “indios”
de cambiar sus nombres y de abandonar a sus dioses y sus costumbres se-
xuales, especialmente la poligamia y la homosexualidad. Las mujeres, con
sus pechos desnudos, fueron obligadas a cubrirse; los hombres en taparra-
bos debieron usar pantalones.13 En esta época, la lucha contra el demonio
9
Cockroft, James D. 1990. México: Class Formation, Capital Accumulation, and the State.
Monthly Review Press, p. 19.
10
Brandon, William. 1986. New Worlds For Old: Reports from the New World and their Effect
on the Development of Social Thought in Europe, 1500-1800. Ohio University Press, pp. 6-8;
Sale, Kirkpatrick. 1991. The Conquest of Paradise: Christopher Columbus and the Columbian
Legacy. Penguin Books, pp. 100-101.
11
“Esta imagen de caribe/caníbal –escribe Retamar– contrasta con la otra imagen del hom-
bre americano que Colón ofrece en sus páginas: la del arauaco de las grandes Antillas
–taíno al principio– a quien presenta como pacífico, manso, incluso temeroso y cobarde.
Ambas visiones de los aborígenes americanos se difundieron rápidamente por Europa
[...] El taíno se transformará en el habitante paradisíaco de un mundo utópico [...] El ca-
ribe, por su parte, dará lugar al caníbal, al antropófago, al hombre bestial situado irre-
mediablemente al margen de la civilización, y a quién es menester combatir a sangre y
fuego. Ambas visiones están menos alejadas de lo que pudiera parecer a primera vista”.
Cada imagen corresponde con una intervención colonial –dando por sentado su derecho
a controlar las vidas de la población aborigen del Caribe–, que según Retamar continúa
hasta el presente. Retamar señala que el exterminio tanto de los amables taínos como
de los feroces caribes constituye una prueba del parentesco entre estas dos imágenes
(Fernández Retamar, op. cit., pp. 23-24).
12
Cervantes, Fernando. 1994. The Devil in the New World. The Impact of Diabolism in New
Spain. Yale University Press [ed. cast.: El diablo en el Nuevo Mundo. El impacto del diabolis-
mo a través de la colonización de Hispanoamérica. Herder, 1996].
13
Cockroft, op. cit., p. 21.
90
consistía principalmente en hogueras de “ídolos” locales, aunque cabe
mencionar que, entre los años 1536 (cuando se introdujo la Inquisición en
América) y 1543, muchos líderes políticos y religiosos del centro de México
fueron juzgados y quemados en la hoguera por el padre franciscano Juan
de Zumárraga.
A medida que la conquista avanzaba, dejó de haber espacio para cual-
quier tipo de acuerdo. No es posible imponer el poder sobre otras personas
sin denigrarlas, hasta el punto de que se impida la misma posibilidad de
identificación. Así, a pesar de las primeras homilías acerca de los amables
taínos, se puso en marcha una máquina ideológica que, de forma com-
plementaria a la máquina militar, retrataba a los colonizados como seres
“mugrientos” y demoniacos que practicaban todo tipo de abominaciones,
mientras que los mismos crímenes que antes habían sido atribuidos a la
falta de educación religiosa –sodomía, canibalismo, incesto, travestismo–
eran ahora considerados como pruebas de que los “indios” se encontraban
bajo el dominio del Diablo y que podían ser privados de sus tierras y de sus
vidas de forma justificada.14 En relación a este cambio de imagen, Fernando
Cervantes escribe lo siguiente en The Devil in the New World [El demonio en
el Nuevo Mundo]:
[...] antes de 1530 hubiese sido difícil predecir cuál de estos enfoques
se convertiría en el punto de vista dominante. Sin embargo, para
mediados del siglo XVI había triunfado una visión demoniaca muy
negativa de las culturas amerindias y se creía que su influencia des-
cendía como una densa niebla sobre cada afirmación, oficial y no
oficial, hecha sobre el tema.15
Sobre la base de las historias contemporáneas de las “Indias” –como las de
Gomara (1556) y la de Acosta (1590)– se podría conjeturar que este cambio de
perspectiva fue provocado por el encuentro de los europeos con Estados im-
perialistas como el azteca y el inca, cuya maquinaria represiva incluía la prácti-
ca de sacrificios humanos.16 En La Historia Natural y Moral de Las Indias, publica-
do en Sevilla en 1590 por el jesuita José de Acosta, encontramos descripciones
que nos brindan una vívida sensación de la repulsión que a los españoles
les generaban los sacrificios masivos de cientos de jóvenes (prisioneros de
14
Williams, Walter L. 1986. The Spirit and the Flesh: Sexual Diversity in American Indian Culture.
Boston, Beacon Press, pp. 136-137.
Cervantes, op. cit., p. 8.
15
16
Martínez, Bernardo García et al. 1976. Historia General De México. Tomo 1. El Colegio
de México.
91
guerra, niños comprados y esclavos), llevados a cabo por los aztecas.17 Sin em-
bargo, al leer el relato de Bartolomé de las Casas acerca de la destrucción de
las “Indias” o de cualquier otro informe sobre la conquista, nos preguntamos
por qué los españoles habrían de sentirse impresionados por estas prácticas
cuando ellos mismos no tuvieron escrúpulos en cometer impronunciables
atrocidades en nombre de Dios y del oro, como cuando en 1521, según Cortés,
masacraron a 100.000 personas sólo para conquistar Tenochtitlan.18
Del mismo modo, los rituales canibalísticos que los españoles descu-
brieron en América, y que ocupan un lugar destacado en las crónicas de la
Conquista, no deben haber sido muy diferentes de las prácticas médicas
populares en Europa durante aquella época. En los siglos XVI, XVII e inclu-
so XVIII, el consumo de sangre humana (especialmente la de aquellos que
habían muerto de forma violenta) y de agua de las momias, que se obtenía
remojando la carne humana en diversos brebajes, era una cura común para la
epilepsia y otras enfermedades en muchos países europeos. Es más, este tipo
de canibalismo “que incluía carne humana, sangre, corazón, cráneo, médula
ósea y otras partes del cuerpo no estaba limitado a grupos marginales sino
que era practicado en los círculos más respetables”.19 El nuevo horror que
los españoles sintieron por las poblaciones aborígenes a partir de la década
de 1550 no puede ser así fácilmente atribuido a un choque cultural, sino que
debe ser considerado como una respuesta inherente a la lógica de la colo-
nización que, inevitablemente, necesita deshumanizar y temer a aquellos a
quienes quiere esclavizar.
17
Los sacrificios humanos ocupan un lugar muy importante en el relato de Acosta acerca de
las costumbres religiosas de los incas y los aztecas. Acosta describe el modo en que, en
Perú, durante ciertas festividades, de 400 niños de entre 2 y 4 años, 300 eran sacrificados
–“duro e inhumano espectáculo” según sus palabras–. Entre otros sacrificios, describe
también el de 70 soldados españoles capturados durante una batalla en México y, al igual
que Gomara, señala con total certeza que dichas matanzas eran obra del Diablo. Acosta,
José de. 1962 [1590]. Historia natural y moral de las indias. Fondo de Cultura Económica,
pp. 250 y ss.
18
Cockroft, op. cit., p. 19.
19
Gordon-Grube, Karen. 1988. Anthropophagy in Post-Renaissance Europe: The Tradition
of Medical Cannibalism. American Anthropologist Research Reports, 90, pp. 405-408. En
Nueva Inglaterra, los médicos administraban remedios “hechos con cadáveres humanos”.
Entre los más populares, universalmente recomendados como una panacea para cual-
quier problema, se encontraba la “momia”, un remedio preparado con los restos de un
cadáver secado o embalsamado. En relación con el consumo de sangre humana, Gordon-
Grube señala que “vender la sangre de criminales decapitados constituía la prerrogativa
de los ejecutores. Era entregada aún tibia a epilépticos o a otros clientes que esperaban
entre la multitud “con la taza en la mano” en el lugar de ejecución” (Ibíd., p. 407).
92
Los diarios de viaje que mostraban horribles imágenes de caníbales atiborrándose de restos
humanos proliferaron en Europa en las postrimerías de la conquista. Un banquete caníbal en
Bahía (Brasil), según la descripción del alemán Herman J. G. Aldenburg.
Walter L. Williams escribe: “[L]os españoles nunca se dieron cuenta de cuál era el motivo
20
por el que los indios estaban siendo consumidos por las enfermedades, sino que lo toma-
ron como un indicio de que formaba parte de los planes de Dios para eliminar a los infie-
les. Oviedo concluyó: ‘No es sin motivo qué Dios permite que ellos sean destruidos. Y no
tengo dudas de que debido a sus pecados, Dios se deshará de ellos muy pronto’. Después,
en una carta al rey en la que condena a los mayas por aceptar la homosexualidad, señala
lo siguiente: ‘Deseo mencionarlo a fin de declarar aún más fehacientemente el motivo
por el cual Dios castiga a los indios y la razón por la cual no han sido merecedores de su
misericordia’” (op. cit., p. 138).
21 El fundamento teórico del argumento de Sepúlveda a favor de la esclavización de los
indios era la doctrina de Aristóteles acerca de la “esclavitud natural” (Hanke, Lewis. 1959.
Aristotle and the American Indians: A Study in Race Prejudice in the Modern World. Indiana
University Press, pp. 16 y ss [ed. cast.: 1974. El prejuicio racial en el Nuevo Mundo: Aristóteles
y los Indios americanos. Septentas, 1974]).
93
La divulgación de estas ilustraciones –banquetes canibalísticos con
multitudes de cuerpos desnudos ofreciendo cabezas y miembros huma-
nos como plato principal– que retrataban la vida en el Nuevo Mundo
con reminiscencias de los aquelarres de las brujas, que comenzaron a
circular por Europa después de la década de 1550, completaron el trabajo
de degradación. Le livre des Antipodes (1630) [El libro de las Antípodas],
compilado por Johann Ludwig Gottfried, constituye un ejemplo tardío de
este género literario que despliega una gran cantidad de imágenes horro-
rosas: mujeres y niños atiborrándose de vísceras humanas o la comuni-
dad caníbal reunida alrededor de una parrilla, deleitándose con piernas
y brazos mientras observan como se asan restos humanos. Las ilustracio-
nes que aparecen en Les singularités de la France Antarctique (París, 1557)
[Las singularidades de la Francia Antártica], realizadas por el franciscano
francés André Thevet –centrado en el descuartizamiento, la preparación y
la degustación de carne humana– y la obra de Hans Staden Wahrharftige
Historia (Marburg, 1557), en la que el autor describe su cautiverio entre
los indios caníbales de Brasil22 constituyen contribuciones anteriores a la
producción cultural de los amerindios como seres bestiales.
Caníbales de Bahía deleitándose con restos humanos. Las ilustraciones que mostraban
a la comunidad amerindia asando y alimentándose con restos humanos completaron la
degradación de las poblaciones aborígenes americanas, iniciada previamente por el trabajo
de los misioneros.
22
Parinetto, op. cit., p. 428.
94
Explotación, resistencia y demonización
La decisión de la Corona española de introducir un sistema mucho más
severo de explotación en las colonias americanas en la década de 1550
constituyó uno de los momentos cruciales de la propaganda antiindia y
la campaña antiidolatría que acompañaron al proceso de colonización.
La decisión fue motivada por la crisis de la “economía de rapiña” que ha-
bía sido introducida después de la conquista, por la cual la acumulación
de riqueza siguió dependiendo de la expropiación de los excedentes de
bienes de los “indios” más que de la explotación directa de su trabajo.23
Hasta la década de 1550, a pesar de las masacres y la explotación asocia-
das al sistema de la encomienda, los españoles no habían desbaratado
completamente las economías de subsistencia que habían encontrado
en las áreas colonizadas. Por el contrario, debido a la riqueza acumulada,
habían confiado en los sistemas de tributo puestos en práctica por los
aztecas e incas, con lo cual los jefes designados (caciques en México,
kurakas en Perú) les entregaban cuotas de bienes y trabajo, supuesta-
mente compatibles con la supervivencia de las economías locales. El tri-
buto fijado por los españoles era mucho mayor que el demandado por
incas y aztecas a aquellos a quienes conquistaban; pero aun así no era
suficiente para satisfacer sus necesidades. Hacia la década de 1550 co-
menzó a resultarles difícil obtener mano de obra suficiente, tanto para
los obrajes (talleres de manufactura donde se producían bienes para el
mercado mundial) como para la explotación de las minas de plata y mer-
curio recientemente descubiertas, como la legendaria mina de Potosí.24
La necesidad de extraer más trabajo de las poblaciones aborígenes
provenía principalmente de la situación interna de España, donde la
Corona estaba literalmente flotando sobre lingotes de oro y plata ame-
ricanos con los cuales compraba los bienes y los alimentos que ya no
se producían en España. Además, la riqueza producida por el saqueo
financió la expansión europea de la Corona. Esta situación dependía en
tal medida de la continua llegada de enormes cantidades de plata y oro
del Nuevo Mundo que para la década de 1550 la Corona estaba prepara-
da para socavar el poder de los encomenderos con el fin de apropiarse
de gran parte del trabajo de los indios para la extracción de plata, que
Spalding, Karen. 1984. Hurochirí: An Andean Society Under Inca and Spanish Rule. Stanford
23
University Press; Stern, Steven J. 1982. Peru’s Indian Peoples and the Challenge of Spanish
Conquest: Huamanga to 1640. University of Wisconsin Press.
24
La mina de Potosí fue descubierta en 1545, cinco años antes de que tuviera lugar el debate
entre Las Casas y Sepúlveda.
95
posteriormente sería enviada por barco a España.25 La resistencia a la
colonización estaba, sin embargo, aumentando.26 Fue en respuesta a este
desafío que, tanto en México como en Perú, se declaró una guerra contra
las culturas indígenas, allanando el camino para una intensificación dra-
coniana del dominio colonial.
En México este cambio se produjo en 1562, cuando por iniciativa del
provincial Diego de Landa se lanzó una campaña antiidolatrías en la pe-
nínsula de Yucatán, en el curso de la cual más de 4.500 personas fueron
capturadas y brutalmente torturadas bajo el cargo de practicar sacrificios
humanos. Luego fueron objeto de un castigo público bien orquestado
que terminó por destruir sus cuerpos y su moral.27 Las penas infligidas
fueron tan crueles (azotes tan severos que hicieron que la sangre fluyera,
años de esclavitud en las minas) que mucha gente murió o quedó im-
pedida para trabajar; otros huyeron de sus casas o se suicidaron, de tal
modo que el trabajo llegó a su fin y la economía regional fue destruida.
Sin embargo, la persecución montada por Landa se convirtió en el funda-
mento de una nueva economía colonial, que hizo entender a la población
local que los españoles habían llegado para quedarse y que el dominio
de los antiguos dioses había terminado.28
También en Perú el primer ataque a gran escala contra lo diabólico
tuvo lugar en 1560, coincidiendo con el surgimiento del movimiento Taki
Ongoy,29 un movimiento nativo milenarista que predicaba contra el co-
laboracionismo con los europeos y a favor de una alianza panandina de
25
En la década de 1550, la Corona española dependía en tal medida de los lingotes de oro
y plata para sobrevivir –que utilizaba para pagar a los mercenarios que peleaban en sus
guerras– que incautaba las cargas de lingotes de oro y plata que llegaban en barcos priva-
dos. Normalmente, estos barcos transportaban el dinero que era guardado por aquellos
que habían participado en la conquista y que ahora se estaban preparando para jubi-
larse en España. De este modo, durante años hubo un conflicto entre los expatriados y
la Corona, que culminó en la sanción de una nueva legislación que limitaba el poder de
acumulación de los primeros.
26
Spalding, op. cit., pp. 134-135; Stern, op. cit.). En la obra Tribute to the Household (1982), de
Enrique Mayer, puede hallarse una poderosa descripción de esta resistencia. En ella des-
cribe las famosas visitas que los encomenderos solían realizar a las aldeas con el fin de
fijar el tributo que cada comunidad les debía a ellos y a la Corona. En las aldeas de mon-
taña, ubicadas en los Andes, la procesión de hombres a caballo podía observarse horas
antes de su llegada, frente a lo cual muchos jóvenes huían, los niños eran reacomodados
en distintos hogares y los recursos escondidos.
27
Clendinnen, Inga. 1987. Ambivalent Conquest: Maya and Spaniards in Yucatán, 1517-1570.
Cambridge University Press, pp. 71-92.
28
Ibíd., p. 190.
29
El nombre Taki Ongoy describe el trance en el que, durante un baile, entraban los partici-
pantes en el movimiento.
96
los dioses locales (huacas) para poner fin a la colonización. Los takion-
qos atribuían la derrota sufrida y la creciente mortalidad al abandono de
los dioses locales, y alentaban a la gente a rechazar la religión cristiana
y los nombres, la comida y la ropa recibida de los españoles. También
exhortaban a la gente a rechazar el pago de tributos y el trabajo forza-
do impuesto por los españoles, y a “abandonar el uso de camisas, som-
breros, sandalias o cualquier otra vestimenta proveniente de España”.30
Prometían que si esto se concretaba los huacas revividos le darían la
vuelta al mundo y destruirían a los españoles enviándoles enfermedades
e inundaciones a sus ciudades, un océano que crece para borrar todo
rastro de su existencia.31
La amenaza formulada por los takionqos era verdaderamente se-
ria: al convocar una unificación panandina de los huacas, el movimien-
to marcaba el comienzo de un nuevo sentido de la identidad capaz de
sobrellevar las divisiones vinculadas a la organización tradicional de los
ayllus (unidades comunales). En palabras de Stern, ésta fue la primera
vez que la gente de los Andes comenzó a pensarse a sí misma como una
misma persona, como “indios”32 y, de hecho, el movimiento se expandió
ampliamente alcanzando “hacia el norte, la ciudad de Lima, Cuzco, hacia
el este y sobre la elevada puna del sur, a La Paz, en la actual Bolivia”.33 La
respuesta vino de mano del Consejo Eclesiástico, realizado en Lima en
1567, que estableció que los sacerdotes debían “extirpar las innumerables
supersticiones, ceremonias y ritos diabólicos de los indios. También de-
bían erradicar la embriaguez, arrestar a los médicos-brujos y, sobre todo,
descubrir y destruir los lugares sagrados y los talismanes” relacionados
con el culto a los dioses locales (huacas). Estas recomendaciones fueron
repetidas en un Sínodo celebrado en Quito en 1570, donde, nuevamente,
se denunció que “[h]ay médicos-brujos famosos que [...] custodian a los
huacas y conversan con el Diablo”.34
Los huacas eran montañas, fuentes de agua, piedras y animales que
encarnaban a los espíritus de los ancestros. Como tales se los cuidaba,
alimentaba y adoraba de forma colectiva, ya que todos consideraban que
eran los principales vínculos con la tierra y las prácticas agrícolas pri-
mordiales para la reproducción económica. Las mujeres les hablaban,
30
Stern, op. cit., p. 53.
31
Ibíd., pp. 52-64.
32
Ibíd., p. 59.
33
Spalding, op. cit., p. 246.
34
Hemming, John. 1970. The Conquest of the Incas. Harcourt Brace and Company, p. 397 [ed.
cast.: 2000. La conquista de los incas. Fondo de Cultura Económica].
97
como parece que aún lo hacen en algunas regiones de América del Sur,
para asegurarse una cosecha sana.35 Destruirlos o prohibir su culto era
una forma de atacar a la comunidad, sus raíces históricas, la relación de
la gente con la tierra y su relación intensamente espiritual con la natura-
leza. Esto fue comprendido por los españoles, que en la década de 1550
se embarcaron en una sistemática destrucción de todo aquello que se
asemejara a un objeto de culto. Claude Baudez y Sydney Picasso escriben
sobre la campaña antiidolatrías dirigida por los franciscanos contra los
mayas en Yucatán, que puede extrapolarse a lo ocurrido en el resto de
México y Perú.
Los ídolos fueron destruidos, los templos incendiados y aquellos
que celebraban ritos nativos y practicaban sacrificios fueron casti-
gados con la muerte; las festividades tales como los banquetes, las
canciones y las danzas así como las actividades artísticas e intelec-
tuales (pintura, escultura, observación de las estrellas, escritura
jeroglífica) –sospechosas de estar inspiradas por el Diablo– fueron
prohibidas y aquellos que participaban en ellas fueron perseguidos
sin misericordia.36
Este proceso vino de la mano de la reforma exigida por la Corona espa-
ñola, que incrementó la explotación del trabajo indígena con el fin de
asegurarse un mayor flujo de lingotes de oro y plata hacia sus arcas. Con
este propósito fueron introducidas dos medidas, ambas facilitadas por la
campaña antiidolatría. En primer lugar, la cuota de trabajo que los jefes
locales debían proveer para el trabajo en las minas y obrajes fue aumen-
tada notablemente, la ejecución de la nueva norma fue puesta en manos
de un representante local de la Corona (corregidor), que tenía el poder de
arrestar y administrar otras formas de castigo en caso de incumplimiento.
35
(Descola, 1994: 191-214). Philippe Descola señala que entre los achuar, una población de
la zona alta de la Amazonía, “la condición necesaria para un cultivo eficaz depende del
comercio directo, armonioso y constante con Nunkui, el espíritu protector de los hurtos”
(Ibíd., p. 192). Esto es lo que hace toda mujer cuando le canta canciones secretas “desde
el corazón” y ensalmos mágicos a las plantas y las hierbas de su jardín, incentivándolas
así a crecer (Ibíd., p. 198). La relación entre una mujer y el espíritu que protege su huerto es
tan íntima que cuando ella muere “su huerto sigue su ejemplo, dado que, a excepción de
su hija soltera, ninguna otra mujer se animaría a sostener una relación de ese tipo cuando
ella misma no la hubiera iniciado. En cuanto a los hombres, son por tanto completamente
incapaces de remplazar a sus esposas si esta necesidad apareciera [...] Cuando un hom-
bre ya no tiene una mujer (madre, esposa, hermana o hija) que cultive su huerto y prepare
su comida, ya no le queda otra alternativa que suicidarse” (Ibíd., p. 175).
36
Baudez, Claude y Picasso, Sydney. 1992 [1987]. Lost Cities of the Mayas. Harry N. Abrams,
Inc. Publishers, p. 21 [ed. cast.: 1999. Las ciudades perdidas de los mayas. Ediciones B, 1999].
98
Además, se introdujo un programa de rea-
sentamiento (reducciones) que condujo
a la mayor parte de la población rural a
aldeas designadas, a fin de poder ejercer
sobre ella un control más directo. La des-
trucción de las huacas, y la persecución
de la religión de los antepasados asociada
a ellas, jugó un papel decisivo en ambas,
dado que las reducciones adquirieron ma-
yor fuerza a partir de la demonización de
los sitios de culto locales.
Rápidamente, sin embargo, se hizo
evidente que bajo la cobertura de la cris-
tianización la gente continuó adorando a
sus dioses, del mismo modo en que retor- Una mujer andina es obligada a
naron a sus milpas (campos) después de trabajar en los obrajes, talleres de
haber sido sacados de sus casas. Por eso, manufacturas que producían para el
el ataque a los dioses locales, en lugar de mercado internacional. Escenas por
Felipe Guaman Poma de Ayala.
disminuir, se intensificó con el paso del
tiempo, alcanzando su punto más elevado entre los años 1619 y 1660,
cuando la destrucción de los ídolos fue acompañada por verdaderas ca-
zas de brujas, en esta ocasión convirtiendo a las mujeres en su objetivo
particular. Karen Spalding ha descrito una de estas cazas de brujas lleva-
da a cabo en el repartimiento de Huarochirí, en 1660, por el sacerdote-
inquisidor don Juan Sarmiento. Tal y como señala, la investigación fue di-
rigida según el mismo patrón de las cazas de brujas en Europa. Comenzó
con la lectura del edicto contra la idolatría y la prédica de un sermón
contra este pecado. Éste era seguido por denuncias secretas provistas
por informantes anónimos, después tenía lugar el interrogatorio de los
sospechosos, el uso de la tortura para extraer confesiones y, finalmente,
el dictamen de la sentencia y el castigo, que en este caso consistía en el
azote público, el exilio y otras formas diversas de humillación:
Las personas sentenciadas eran llevadas a la plaza pública [...] Eran
colocadas entre mulas y burros, con cruces de madera de aproxima-
damente seis pulgadas de largo, colgando alrededor de sus cuellos.
A partir de ese día deberían llevar esas marcas de humillación. Las
autoridades religiosas ponían una coroza medieval sobre sus cabe-
zas, una capucha en forma de cono hecha de cartón, que constituía
la marca europea y católica de la infamia y la desgracia. El pelo que
99
se encontraba debajo de estas capuchas era cortado (marca de hu-
millación andina). Aquellos que eran condenados a recibir latigazos
tenían sus espaldas desnudas. Se les ponían sogas alrededor de sus
cuellos. Eran paseados lentamente por las calles del pueblo, prece-
didos por un pregonero que leía sus crímenes [...] Después de este
espectáculo las personas eran retornadas, algunas con sus espaldas
sangrando debido a los 20, 40 o 100 azotes sacudidos por el verdugo
del pueblo con el azote de tiras de nueve nudos.37
Spalding concluye: “Las campañas de idolatría eran rituales ejemplares, di-
dácticas piezas teatrales dirigidas en igual medida a la audiencia y a los par-
ticipantes, similares a los ahorcamientos públicos de la Europa medieval38.
Su objetivo era intimidar a la población, con el fin de crear un “espacio
de muerte”39 donde los rebeldes potenciales se sintieran tan paralizados
por el miedo que aceptaran cualquier cosa con tal de no tener que enfren-
tarse a la terrible experiencia de aquellos que eran golpeados y humillados
públicamente. En este sentido, los españoles obtuvieron una victoria par-
cial. Frente a la tortura, las denuncias anónimas y las humillaciones pú-
blicas, muchas alianzas y amistades se rompieron; la fe de la gente en la
efectividad de sus dioses se debilitó y el culto se transformó en una prác-
tica individual y secreta más que colectiva, tal y como lo había sido en la
América previa a la conquista.
Según Spalding la profundidad con que el tejido social se vio afectado por
estas campañas de terror puede deducirse de los cambios que con el paso
del tiempo comenzaron a tener lugar en la naturaleza de las acusaciones.
Mientras que en la década de 1550 las personas podían reconocer abierta-
mente su apego y el de su comunidad a la religión tradicional, en la década de
Spalding, op. cit., 256.
37
38
Ibíd., p. 265.
39
Ésta es la expresión utilizada por Michael Taussig en Shamanism, Colonialism and the Wild
Man (1987. Chicago University Press, p. 5) con el fin de subrayar la función del terror en el
establecimiento de la hegemonía colonial en América: “Cualquiera sean las conclusiones
a las que lleguemos acerca de la rapidez con que se obtuvo la hegemonía, sería poco
sensato subestimar el papel del terror. Y con esto me refiero a que debemos pensar a tra-
vés del terror, lo cual no constituye sólo un estado fisiológico sino también social, cuyas
características particulares le permiten servir como un mediador por excelencia de la
hegemonía colonial; el espacio de la muerte, donde los indios, los africanos y los blancos
parían un Nuevo Mundo (las cursivas son propias)”. Taussig agrega, sin embargo, que el
espacio de la muerte constituye también un “espacio de transformación” dado que “a
través de la experiencia de encontrarse cerca de la muerte también puede experimen-
tarse un sentido más intenso de la vida; a través del miedo puede producirse no sólo un
crecimiento de la autoconciencia sino también una separación, y después una pérdida de
la adaptación a la autoridad” (Ibíd., p. 7).
100
1650 los crímenes de los que eran acusados giraban en torno a la “brujería”,
una práctica que ahora suponía una conducta reservada, que se asemejaba
cada vez más a las acusaciones realizadas contra las brujas en Europa. Por
ejemplo, en la campaña lanzada en 1660 en la zona de Huarochirí, “los críme-
nes descubiertos por las autoridades [...] estaban vinculados a la cura, el ha-
llazgo de objetos perdidos y otras modalidades de lo que en términos genera-
les podría denominarse ‘brujería’ aldeana”. Sin embargo, la propia campaña
revelaba que, a pesar de la persecución, a los ojos de las comunidades, “los
antepasados y huacas seguían siendo esenciales para su supervivencia”.40
101
se las consideraba complementarias a ellos en cuanto a su contribución a
la familia y la sociedad.
Además de ser agricultoras, amas de casa y tejedoras y productoras de
las coloridas prendas que eran utilizadas tanto en la vida cotidiana como
durante las ceremonias, también eran alfareras, herboristas, curanderas y
sacerdotisas al servicio de los dioses locales. En el sur de México, en la
región de Oaxaca, estaban vinculadas a la producción de pulque-maguey,
una sustancia sagrada que, según creían, había sido inventada por los dio-
ses y estaba relacionada con Mayahuel, “una diosa madre-tierra que era el
centro de la religión campesina”.44
Todo cambió con la llegada de los españoles; éstos trajeron consigo
su bagaje de creencias misóginas y reestructuraron la economía y el poder
político en favor de los hombres. Las mujeres sufrieron también por obra
de los jefes tradicionales que, a fin de mantener su poder, comenzaron a
asumir la propiedad de las tierras comunales y a expropiar a las integrantes
femeninas del uso de la tierra y de sus derechos sobre el agua. En la econo-
mía colonial, las mujeres fueron así reducidas a la condición de siervas que
trabajaban como sirvientas –para los encomenderos, sacerdotes y corregi-
dores– o como tejedoras en los obrajes. Las mujeres también fueron forza-
das a seguir a sus maridos cuando tenían que hacer el trabajo de mita en
las minas –un destino que la gente consideraba peor que la muerte– dado
que en 1528 las autoridades establecieron que los cónyuges no podían ser
alejados, con el fin de que, en adelante, las mujeres y los niños pudieran
ser obligados a trabajar en las minas, además de tener que preparar la
comida para los trabajadores varones.
Escenas de Felipe Guaman Poma de Ayala que representan la terri-
ble experiencia de mujeres andinas y de los seguidores de la religión de
los antepasados.45
and the Ideology of Male Dominance, pp. 356-358). De forma simultánea, las deidades
femeninas fueron desplazadas por dioses masculinos –especialmente por el sanguinario
Huitzilopochtli–, aunque siguieran siendo adoradas por la gente común. De todos mo-
dos, las “[m]ujeres de la sociedad azteca eran productoras independientes de artesanías
de cerámica y textiles, sacerdotisas, doctoras y comerciantes. La política de desarrollo
española [en cambio], tal y como fue llevada a cabo por los sacerdotes y administradores
de la Corona, desvió la producción doméstica hacia los negocios artesanos o los molinos
dirigidos por hombres” (Ibíd.).
44
Taylor, William B. 1979. Drinking, Homicide and Rebellion in Colonial Mexican Villages.
Standford Univerity Press, pp. 31-32. [ed. cast.: 1987. Embriaguez, homicidio y rebelión en las
poblaciones coloniales mexicanas. Fondo de Cultura Económica].
Stern, op. cit..
45
102
Escena 1: Humillación pública durante una campaña antiidolatría.
Escena 2: Las mujeres como “botines de la conquista”.
103
habían nacido de estas uniones eran clasificados de acuerdo con cinco
categorías distintas de ilegitimidad.47 Irónicamente, con la llegada de los
españoles, al mismo tiempo que las uniones polígamas eran disueltas,
ninguna mujer aborigen se encontraba a salvo de la violación o del rap-
to. De esta forma, muchos hombres, en lugar de casarse, comenzaron a
recurrir a la prostitución.48 En la fantasía europea, América misma era
una mujer desnuda reclinada que invitaba seductoramente al extranjero
blanco que se le acercaba. En ciertos momentos, eran los propios hom-
bres “indios” quienes entregaban a sus parientes mujeres a los sacerdo-
tes o encomenderos a cambio de alguna recompensa económica o un
cargo público.
Por todos estos motivos las mujeres se convirtieron en las principales
enemigas del dominio colonial, negándose a ir a misa, a bautizar a sus hi-
jos o a cualquier tipo de colaboración con las autoridades coloniales y los
sacerdotes. En los Andes, algunas se suicidaron y mataron a sus hijos va-
rones, muy probablemente para evitar que fueran a las minas y también
debido a la repugnancia provocada, posiblemente, por el maltrato que
les infligían sus parientes masculinos.49 Otras organizaron a sus comu-
nidades y, frente a la traición de muchos jefes locales cooptados por la
estructura colonial, se convirtieron en sacerdotisas, líderes y guardianas
de las huacas, asumiendo tareas que nunca antes habían ejercido. Esto
explica por qué las mujeres constituyeron la columna vertebral del movi-
miento Taki Ongoy. En Perú, también llevaban a cabo confesiones con el
fin de preparar a la gente para el momento en que se encontraran con los
sacerdotes católicos, aconsejándoles acerca de qué cosas contar y cuáles
no debían revelar. Si antes de la conquista las mujeres habían estado ex-
clusivamente a cargo de las ceremonias dedicadas a las deidades femeni-
nas, posteriormente se convirtieron en asistentes u oficiantes principales
en cultos dedicados a las huacas de los antepasados masculinos –algo
que tenían prohibido antes de la Conquista.50 También lucharon contra el
poder colonial escondiéndose en las zonas más elevadas (punas) donde
podían practicar la religión antigua. Tal y como señala Irene Silverblatt:
Mientras los hombres indígenas huían de la opresión de la mita y
del tributo abandonando sus comunidades y yendo a trabajar como
yaconas (cuasi-siervos) en las nuevas haciendas, las mujeres huían a
47
Nash, Aztec Women, op. cit., p. 143.
48
Hemming, op. cit..
49
Silverblatt, op. cit..
50
Stern, op. cit..
104
las punas, inaccesibles y muy distantes de las reservas de sus comu-
nidades nativas. Una vez en las punas, las mujeres rechazaban las
fuerzas y los símbolos de su opresión, desobedeciendo a los admi-
nistradores españoles, tanto al clero como a los dirigentes de su co-
munidad. También rechazaban enérgicamente la ideología colonial,
que reforzaba su opresión, negándose a ir a misa, a participar en
confesiones católicas o a aprender el dogma católico. Y lo que resulta
aún más importante, las mujeres no rechazaban sólo el catolicismo
sino que volvían a su religión nativa y, hasta donde les era posible, a
la calidad de las relaciones sociales que su religión expresaba.51
Al perseguir a las mujeres como brujas, los españoles señalaban tanto
a las practicantes de la antigua religión como a las instigadoras de la re-
vuelta anticolonial, al mismo tiempo que intentaban redefinir “las esfe-
ras de actividad en las que las mujeres indígenas podían participar”.52
Tal y como señala Silverblatt, el concepto de brujería era ajeno a la so-
ciedad andina. También en Perú, al igual que en todas las sociedades
preindustriales, muchas mujeres eran “especialistas en el conocimiento
médico”, estaban familiarizadas con las propiedades de hierbas y plan-
tas, y también eran adivinas. Pero la noción cristiana del demonio les
era desconocida. No obstante, hacia el siglo XVII, debido a la tortura, la
intensa persecución y la “aculturación forzada”, las mujeres andinas que
eran arrestadas, en su mayoría ancianas y pobres, reconocían los mismos
crímenes que eran imputados a las mujeres en los juicios por brujería en
Europa: pactos y copulación con el Diablo, prescripción de remedios a
base de hierbas, uso de ungüentos, volar por el aire y realizar amuletos
de cera.53 También confesaron adorar a las piedras, las montañas y los
manantiales, y alimentar a las huacas. Lo peor de todo, fue que confe-
saron haber hechizado a las autoridades o a otros hombres poderosos y
haberles causado la muerte.54
Al igual que en Europa, la tortura y el terror fueron utilizados para for-
zar a los acusados a proporcionar otros nombres a fin de que los círculos
de persecución se ampliaran cada vez más. Pero uno de los objetivos de
la caza de brujas, el aislamiento de las brujas del resto de la comunidad,
no fue logrado. Las brujas andinas no fueron transformadas en parias.
52
Ibíd., p. 160.
53
Ibíd., p. 174.
54
Ibíd., p. 187-188.
105
Por el contrario, “fueron muy solicitadas como comadres y su presencia
era requerida en reuniones aldeanas, en la misma medida en que la con-
ciencia de los colonizados, la brujería, la continuidad de las tradiciones
ancestrales y la resistencia política consciente comenzaron a estar cada
vez más entrelazadas”.55 En efecto, gracias en gran medida a la resistencia
de las mujeres, la antigua religión pudo ser preservada. Ciertos cambios
tuvieron lugar en el sentido de las prácticas a ella asociadas. El culto fue
llevado a la clandestinidad a expensas del carácter colectivo que tenía en
la época previa a la conquista. Pero los lazos con las montañas y los otros
lugares de las huacas no fueron destruidos.
En el centro y el sur de México encontramos una situación similar.
Las mujeres, sobre todo las sacerdotisas, jugaron un papel importante
en la defensa de sus comunidades y culturas. Según la obra de Antonio
García de León, Resistencia y utopía, a partir de la conquista de esta
región las mujeres “dirigieron o guiaron todas las grandes revueltas
anticoloniales”.56 En Oaxaca, la presencia de las mujeres en las rebelio-
nes populares continuó durante el siglo XVIII cuando, en uno de cada
cuatro casos, eran ellas quienes lideraban el ataque contra las autorida-
des “y eran visiblemente más agresivas, ofensivas y rebeldes”.57 También
en Chiapas, las mujeres fueron los actores clave en la preservación de la
religión antigua y en la lucha anticolonial. Así, cuando en 1524 los espa-
ñoles lanzaron una campaña de guerra para subyugar a los chiapanecos
rebeldes, fue una sacerdotisa quien lideró las tropas contra ellos. Las
mujeres también participaron de las redes clandestinas de adoradores
de ídolos y de rebeldes que eran periódicamente descubiertas por el cle-
ro. Por ejemplo, en el año 1584, durante una visita a Chiapas, el obispo
Pedro de Feria fue informado de que muchos de los jefes indios locales
aún practicaban los antiguos cultos y que éstos estaban siendo guiados
por mujeres, con las cuales mantenían prácticas indecentes, tales como
ceremonias (del estilo del aquelarre) durante las cuales yacían juntos y
se convertían en dioses y diosas, “estando a cargo de las mujeres enviar
lluvia y proveer riqueza a quienes lo solicitaban”.58
A partir de la visión de esta crónica, resulta irónico que sea Calibán
–y no su madre, la bruja Sycorax–, a quien los revolucionarios latinoa-
mericanos tomaron después como símbolo de la resistencia a la colo-
nización. Pues Calibán sólo pudo luchar contra su amo insultándolo en
55
Ídem.
56
De León, Antonio García. 1985. Resistencia y utopía, 2 vols. Ediciones Era., vol. 1, p. 31.
57
Taylor, op. cit., p. 116.
58
De León, op. cit., vol. I, p. 76.
106
el lenguaje que de él había aprendido, haciendo de este modo que su
rebelión dependiera de las “herramientas de su amo”. También pudo
ser engañado cuando le hicieron creer que su liberación podía llegar a
través de una violación y a través de la iniciativa de algunos proletarios
oportunistas blancos, trasladados al Nuevo Mundo, a quienes adora-
ba como si fueran dioses. En cambio, Sycorax, una bruja “tan poderosa
que dominaba la luna y causaba los flujos y reflujos”,59 podría haberle
enseñado a su hijo a apreciar los poderes locales –la tierra, las aguas,
los árboles, los “tesoros de la naturaleza”– y esos lazos comunales, que
durante siglos de sufrimiento han seguido nutriendo la lucha por la libe-
ración hasta el día de hoy, que ya habitaban, como una promesa, en la
imaginación de Calibán:
No temas; la isla está llena de sonidos
y músicas suaves que deleitan y no dañan.
Unas veces resuena en mi oído la vibración
de mil instrumentos, y otras son voces
que, si he despertado tras un largo sueño,
de nuevo me hacen dormir. Y, al soñar,
las nubes se me abren mostrando riquezas
a punto de lloverme, así que despierto
y lloro por seguir soñando.60
59
Shakespeare, William. 1964 [1612]. The Tempest. Bantam Books [ed. cast.: 2002. La tempes-
tad. Cátedra], acto V, escena 1.
60
Shakespeare, La tempestad, acto III.
107
Francesco Maria Guazzo, Compendium Maleficarum (Milán, 1608). Guazzo fue uno de los
demonólogos más influenciados por los informes provenientes de América. Este retrato
de brujas rodeando los restos
de cuerpos desenterrados o
tomados de la horca presenta
cierta similitud con el
banquete caníbal.
108
Preparación para el aquelarre [sabbat]. Grabado alemán del siglo XVI.
Parinetto, op. cit., 417-435. Parinetto señala que la conexión entre el exterminio de los
61
109
existió entre ambas persecuciones. Parinetto se centra en Jean Bodin,
pero también menciona a Francesco Maria Guazzo y cita –como un ejem-
plo del “efecto boomerang” producido por la implantación de la caza de
brujas en América– el caso del inquisidor Pierre Lancre quien, duran-
te una persecución de varios meses en la región de Labort (en el País
Vasco), denunció que toda la población estaba compuesta por brujas.
Como evidencia de su tesis, Parinetto cita una serie de temas que co-
menzaron a tener mucha importancia en el repertorio de la brujería en
Europa durante la segunda mitad del siglo XVI: el canibalismo, la ofrenda
de niños al Diablo, la referencia a ungüentos y drogas y la asociación
de la homosexualidad (sodomía) con lo diabólico –que, como sostiene
Parinetto, todos tenían su matriz en el Nuevo Mundo.
¿Cómo utilizar esta teoría y dónde trazar la línea entre lo explicable y
lo especulativo? Se trata de una pregunta que los futuros estudiosos debe-
rán responder. Me limito, en este sentido, a realizar algunas observaciones.
La tesis de Parinetto es importante en la medida en que nos ayuda a disi-
par el eurocentrismo que ha caracterizado el estudio de la caza de brujas;
potencialmente puede responder algunas de las preguntas que han sur-
gido en torno a la persecución de las brujas europeas. Su principal contri-
bución radica, sin embargo, en que amplía nuestra conciencia sobre el ca-
rácter global del desarrollo capitalista y ayuda a que nos demos cuenta de
que, en el siglo XVI, ya existía en Europa una clase dominante que estaba,
desde todo punto de vista –en términos prácticos, políticos e ideológicos–,
implicada en la formación de un mano de obra a nivel mundial y que, por
lo tanto, actuaba continuamente a partir del conocimiento que recogía a
nivel internacional para la elaboración de sus modelos de dominación.
En cuanto a sus alegaciones, la historia de Europa previa a la conquista
basta para probar que los europeos no necesitaban cruzar el océano para
descubrir su voluntad de exterminar a aquellos que se cruzaban en su ca-
mino. También es posible explicar la cronología de la caza de brujas en
Europa sin recurrir a la hipótesis del impacto del Nuevo Mundo, dado que
las décadas comprendidas entre 1560 y 1620 fueron testigos de un empo-
brecimiento generalizado y de una dislocación social a lo largo y ancho de
la mayor parte de Europa occidental.
A fin de intentar animar una nueva forma de pensar la caza de brujas
en Europa desde el punto de vista de lo que ocurrió en América, las corres-
pondencias temáticas e iconográficas entre ambas resultan muy sugeren-
tes. La cuestión del uso de ungüentos es uno de los más reveladores, en
la medida en que las descripciones del comportamiento de los sacerdotes
aztecas o incas con ocasión de los sacrificios humanos evocan los halla-
dos en algunas demonologías que describen los preparativos de las brujas
110
para el aquelarre. Véase el siguiente pasaje narrado por Acosta,62 en el que
considera la práctica americana como una perversión del hábito cristiano
de consagrar a los sacerdotes ungiéndolos:
Los sacerdotes ídolos en México se untaban a sí mismos de la si-
guiente manera. Se engrasaban desde los pies a la cabeza, incluido
el cabello [...] la sustancia con la cual se manchaban era té ordinario,
porque desde la antigüedad siempre constituyó una ofrenda a sus
dioses y por eso fue muy adorado [...] éste era su modo común de
engrasarse [...] excepto cuando acudían a un sacrificio [...] o cuan-
do iban a las cuevas donde guardaban a sus ídolos, que utilizaban
un ungüento diferente para darse coraje [...] Este ungüento estaba
hecho de sustancias venenosas [...] ranas, salamandras, víboras [...]
con este ungüento ellos podían convertirse en magos (brujos) y ha-
blar con el Diablo.
Supuestamente, las brujas europeas esparcían la misma infusión vene-
nosa sobre sus cuerpos (según sus acusadores) con el fin de obtener el
poder de volar hacia el aquelarre. Pero no puede decirse que este tema
se haya iniciado en el Nuevo Mundo, ya que en los juicios y en las de-
monologías del siglo XV se encuentran referencias a mujeres que pre-
paraban ungüentos con la sangre de los sapos o de los huesos de los
niños.63 Resulta posible, en cambio, que los informes desde América re-
vitalizasen estos cargos, añadiendo nuevos detalles y otorgándoles una
mayor autoridad.
La misma consideración puede servir para explicar la corresponden-
cia iconográfica entre las imágenes del aquelarre y las diversas represen-
taciones de la familia y del clan caníbal que comenzaron a aparecer en
Europa hacia finales del siglo XVI y que permiten comprender muchas
otras “coincidencias”, tales como el hecho de que tanto en Europa como
en América las brujas fueran acusadas de sacrificar niños al Diablo.
62
Acosta, op. cit., pp. 262-263.
63
Estoy haciendo especial referencia a los juicios que fueron llevados a cabo por la
Inquisición en el delfinado en la década de 1440, durante los cuales un buen número de
personas pobres (campesinos o pastores) fueron acusadas de cocinar niños para hacer
polvos mágicos con sus cuerpos (Russell, Jeffrey B. 1972. Witchcraft in the Middle Ages.
Cornell University Press. pp. 217-218); y al trabajo del suabo-dominico Joseph Naider,
Formicarius (1435), en el que se puede leer que las brujas “cocinaban a sus hijos, los her-
vían, comían su carne y tomaban la sopa que quedaba en la olla [...] Con la materia sólida
preparaban un bálsamo o ungüento mágico, cuya obtención constituye el tercer motivo
de asesinato de niños” (Ibíd., p. 240). Russell señala que “este bálsamo o ungüento es uno
de los elementos más importantes de la brujería a partir del siglo XV” (Ídem.).
111
La caza de brujas y la globalización
Durante la última mitad del siglo XVII la caza de brujas en América con-
tinuó desarrollándose en oleadas, hasta que la persistencia de la dismi-
nución demográfica y la creciente seguridad política y económica de la
estructura de poder colonial se combinaron para poner fin a la perse-
cución. De este modo, en la misma región que durante los siglos XVI y
XVII se desarrollaron las grandes campañas antiidolatría, durante el siglo
XVIII la Inquisición renunció a cualquier intento de influir en las creen-
cias religiosas y morales de la población, aparentemente porque consi-
deraba que ya no representaban un peligro para el dominio colonial. El
relevo de la persecución vino de la mano de una perspectiva paternalista
que consideraba la idolatría y las prácticas mágicas como debilidades
de la gente ignorante, a quienes no valía la pena que la “gente de razón”
tuviera en cuenta.64 De ahí en adelante, la preocupación por la adoración
al Diablo migraría hacia las recientes plantaciones de esclavos de Brasil,
el Caribe y América del Norte donde –comenzando con las guerras del
rey Felipe– los colonos ingleses justificaron las masacres de los indios
americanos nativos calificándolos de sirvientes del Diablo.65
Los juicios de Salem también fueron explicados por las autoridades
locales con el argumento de que los oriundos de Nueva Inglaterra, se ha-
bían establecido en la tierra del Diablo. Tal y como señaló Cotton Mather
unos años más tarde, al recordar los hechos de Salem:
Me he encontrado con algunas cosas extrañas [...] que me han hecho
pensar que esta guerra inexplicable (la guerra llevada a cabo por los
espíritus del mundo invisible contra la gente de Salem) podría haber
tenido sus orígenes entre los indios, cuyos principales jefes son fa-
mosos, incluso entre algunos de nuestros cautivos, por haber sido
horribles hechiceros y diabólicos magos que como tales conversa-
ban con los demonios.66
En este contexto, resulta significativo que los juicios de Salem hayan
sido provocados por las adivinaciones de una esclava india del Oeste
–Tituba–, que fue de las primeras en ser arrestadas, y que la última eje-
cución de una bruja en territorio de habla inglesa fuera la de una esclava
64
Behar, Ruth. 1987. Sex and Sin, Witchcraft and the Devil in Late-Colonial Mexico. American
Ethnologist, 14 (1), pp. 34-54.
Williams, Selma R. y Williams Adelman, Pamela. 1992. Riding the Nightmare: Women and
65
Witchcraft from the Old World to Colonial Salem. Harper Collins, p. 143.
66
Ibíd., p. 145.
112
negra, Sarah Basset, muerta en Bermudas en 1730.67 De hecho, en el si-
glo XVIII la bruja se estaba convirtiendo en una practicante africana de
obeah, un ritual que los colonos temían y demonizaban por considerarlo
una incitación a la rebelión.
Sin embargo, la abolición de la esclavitud no supuso la desapari-
ción de la caza de brujas del repertorio de la burguesía. Por el contra-
rio, la expansión global del capitalismo a través de la colonización y la
cristianización aseguraron que esta persecución fuera implantada en el
cuerpo de las sociedades colonizadas y, con el tiempo, puesta en prác-
tica por las comunidades sojuzgadas en su propio nombre y contra sus
propios miembros.
Por ejemplo, en la década de 1840 tuvo lugar una oleada de quema
de brujas en el oeste de la India. En este periodo fueron quemadas más
mujeres por ser consideradas brujas que en la práctica del sati.68 Estos
asesinatos se dieron en el contexto de la crisis social causada tanto por
el ataque de las autoridades coloniales contra las comunidades que vi-
vían en los bosques –en las cuales las mujeres tenían un mayor grado de
poder que en las sociedades de castas que moraban en las planicies–
como por la devaluación colonial del poder femenino, que tuvo como
resultado el ocaso del culto a las diosas.69
La caza de brujas también tuvo lugar en África, donde sobrevive
hasta día de hoy como un instrumento clave de división en muchos paí-
ses, especialmente en aquellos que en su momento estuvieron impli-
cados en el comercio de esclavos, como Nigeria y Sudáfrica. También
aquí la caza de brujas ha acompañado la pérdida de posición social de
las mujeres provocada por la expansión del capitalismo y la intensifica-
ción de la lucha por los recursos que, en los últimos años, se ha venido
agravando por la imposición de la agenda neoliberal. Como consecuen-
cia de la competencia a vida o muerte por unos recursos cada vez más
agotados, una gran cantidad de mujeres –en su mayoría ancianas y po-
bres– han sido perseguidas durante la década de 1990 en el norte de
Transvaal, donde 70 de ellas fueron quemadas en los primeros cuatro
meses de 1994 (Diario de México, 1994). También se han denunciado ca-
sos de cazas de brujas en Kenya, Nigeria y Camerún durante las décadas
de 1980 y 1990, coincidiendo con la imposición de la política de ajuste
estructural del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, lo
67
Daly, Mary. 1978. Gyn/Ecology: The MetaEthics of Radical Feminism. Beacon, p. 179.
68
Skaria, Ajay. 1997. Women, Witchcraft, and Gratuitous Violence in Colonial Western India.
Past and Present, 55, p. 110.
69
Ibíd., pp. 139-140.
113
que ha conducido a una nueva serie de cercamientos, causando un em-
pobrecimiento de la población sin precedentes.70
En la década de 1980, en Nigeria,
niñas inocentes confesaban haber
matado a docenas de personas,
mientras que en otros países afri-
canos se elevaron peticiones a los
gobernantes a fin de que las brujas
fueran perseguidas con mayor rigor.
Mientras tanto, en Sudáfrica y Brasil
mujeres ancianas fueron asesinadas
por vecinos y parientes bajo la acu-
sación de brujería. Al mismo tiempo,
una nueva clase de creencias bru-
jeriles está comenzando a desarro-
llarse. Dichas creencias presentan
semejanzas con las que fueron docu-
mentadas por Michael Taussing en
La africanización de la bruja puede verse
reflejada en esta caricatura de una pétroleuse.
Bolivia, a partir de las cuales la gente
Obsérvense sus inusuales aros, sombrero y pobre sospecha que los nouveau ri-
rasgos africanos, que sugieren un parentesco ches habrían adquirido su riqueza a
entre las comuneras y las mujeres africanas
“salvajes” que infundían a los esclavos el
través de medios ilícitos y sobrenatu-
coraje para rebelarse, atormentando la rales, acusándolos de querer trans-
imaginación de los burgueses franceses como formar a sus víctimas en zombies con
ejemplo de salvajismo político.
el fin de ponerlos a trabajar.71
Rara vez llegan a Europa y a
Estados Unidos los casos sobre las cacerías de brujas que se dan en África o
en América Latina, del mismo modo que las cacerías de brujas de los siglos
XVI y XVII fueron durante mucho tiempo de poco interés para los historiado-
res. Incluso en los casos conocidos, su importancia es normalmente pasada
por alto, debido a la extendida creencia de que estos fenómenos pertenecen
a una era lejana y que no tienen vinculación alguna con “nosotros”.
Si aplicamos, sin embargo, las lecciones del pasado al presente, nos
damos cuenta de que la reaparición de la caza de brujas en tantas partes
70
En relación con “la renovada atención que ha recibido la brujería [en África] concep-
tualizada explícitamente en relación con los cambios en marcha”, véase la edición de
diciembre de 1998 de la African Studies Review, que está dedicada a esta cuestión. En par-
ticular, Diane Ciekawy y Peter Geschiere, Containing Witchcraft: Conflicting Scenarios in
Postcolonial Africa (Ibíd., pp. 1-14).
Geschiere, Peter y Nyamnjoh, Francis. 1998. Witchcraft as an Issue in the “Politics of
71
Belonging”: Democratization and Urban Migrants’ Involvement with the Home Village.
African Studies Review, 41(3) pp. 73-74.
114
del mundo durante las décadas de 1980 y 1990 constituye un síntoma
claro de un nuevo proceso de “acumulación originaria”, lo que significa
que la privatización de la tierra y de otros recursos comunales, el masivo
empobrecimiento, el saqueo y el fomento de la divisiones de comuni-
dades que antes estaban cohesionadas han vuelto a formar parte de la
agenda mundial. “Si las cosas continúan de esta manera –le comentaban
las ancianas de una aldea senegalesa a un antropólogo norteamericano,
expresando sus temores en relación con el futuro– nuestros niños se co-
merán los unos a los otros.” Y, en efecto, esto es lo que se logra a través
de la caza de brujas, ya sea dirigida desde arriba, como una forma de
criminalización de la resistencia a la expropiación, o desde abajo, como
un medio para apropiarse de los recursos, cada vez más escasos, como
parece ser el caso de algunos lugares de África en la actualidad.
En algunos países, este proceso requiere todavía la movilización de
brujas, espíritus y diablos. Pero no deberíamos engañarnos pensando
que esto no nos concierne. Tal y como Arthur Miller observara en su in-
terpretación de los juicios de Salem, en cuanto despojamos a la persecu-
ción de las brujas de su parafernalia metafísica, comenzamos a recono-
cer en ella fenómenos que están muy próximos a nosotros.
115
Las brujas y los caníbales de Silvia Federici.
La reversibilidad y el arquetipo como recursos
teórico-políticos
Eugenia Mattei Pawliw
Tinta Limón.
117
alquimizar la relación íntima que existe entre el género y la clase para
entender cómo fue el desarrollo del capitalismo. En este sendero exis-
te un despliegue de usos, moralidades y valores volcados hacia el dis-
ciplinamiento de los cuerpos de las mujeres. Su pérdida de autonomía
se encuentra en relación con una reconfiguración del espacio público
(productivo) y privado (reproductivo) que ocurre en parte con el proceso
de privatización de las tierras comunales. En este sentido, las mujeres
provenientes de áreas rurales terminaron siendo las más perjudicadas.
No solo pierden el acceso a los medios de producción, sino también se
configura el espacio que era de encuentro y sociabilidad. La gran migra-
ción hacia las ciudades generó que comenzaran a ejercer múltiples ofi-
cios como fueron el de carniceras, panaderas, cirujanas y hasta herreras.
Sin embargo, a finales del siglo XIV, con la crisis demográfica que desató
la peste negra en Europa, el rol social de las mujeres empezó a gravitar en
el centro del ataque. Un ejemplo de ello fue el modo por el cual muchas
mujeres fueron calumniadas como brujas por sus conocimientos y prác-
ticas acerca de métodos anticonceptivos.
Por más que la autora delimita históricamente a la bruja, nosotras,
lectoras del siglo XXI, podemos encontrar una reversibilidad que habita
en su propio trabajo. Al respecto nos gustaría destacar dos usos posibles
de esta reversibilidad como recursos epistemológicos para nuestras in-
vestigaciones: el de las brujas (americanas y europeas) y el de los caníba-
les (americanos y europeos). Por reversibilidad entendemos el modo por
el cual se dan relaciones como las que experimentamos nosotras mismas
cuando sentimos nuestros propios cuerpos y somos, alternativamente,
visibles o videntes, hablantes u oyentes, tocantes o tocadas, deletéreas o
sufrientes. De un lado, las brujas europeas. Del otro lado de las cosas, en
el decir de la poetisa Diana Bellesi, las brujas americanas. De un lado, los
caníbales y la antropofagia en el “nuevo mundo”. Del otro lado, la violen-
cia ejercida en el “viejo mundo”. Brujas y caníbales como dos arquetipos
que circulan entre América y Europa. De esta manera, podemos atrever-
nos a decir más allá de Federici, pero gracias a ella, que los caníbales y
las brujas son arquetipos porque implican un exceso de una locación
geográfica y temporal específicas. Vayamos a algunos ejemplos para ob-
servar cómo opera el dúo arquetipo-reversibilidad.
En el mundo precolombino, las mujeres tenían sus modos de orga-
nización y autonomía. Eran agricultoras, tejedoras y producían “coloridas
prendas que eran utilizadas tanto en la vida cotidiana como durante las ce-
remonias, también eran alfareras, herboristas, curanderas y sacerdotisas
118
al servicio de los dioses locales”.2 Al igual que las nombradas brujas eu-
ropeas, las andinas tenían un vínculo especial con la naturaleza y con los
animales. Un vínculo que pone al ser humano en su justa perspectiva.
Por ejemplo, el movimiento de resistencia Taki Ongoy, liderado por muje-
res, encontró en la asociación panandina de las deidades locales el modo
de resistir a la colonización. No sólo habilitaba el rechazo de la religión
cristiana de los europeos, sino también la comida, la vestimenta y los
nombres impuestos por los conquistadores. Las mujeres encontraron el
no asistir a misa ni bautizar a sus hijos e hijas como una forma de re-
sistencia contra la conquista y el sistema colonial. Como recuerda Irene
Silverblatt,3 también muchas mujeres encontraron modos de resistencia
al esconderse en las punas que eran lugares inaccesibles y alejados.
En este sentido, la rebelión de las Huacas, es decir, la adoración de
objetos, lugares y animales, implicó un movimiento contra religioso que
resistía al Dios cristiano, protagonizado por las mujeres que eran jus-
tamente las que tenían una relación íntima con la tierra. Por ello, “los
sacerdotes debían extirpar las innumerables supersticiones, ceremonias
y ritos diabólicos de los indios. También debían erradicar la embriaguez,
arrestar a los médicos-brujos y, sobre todo descubrir y destruir los luga-
res sagrados y talismanes relacionados con el culto a los dioses locales”.4
La acción de los opresores sobre las huacas era el modo de destruir a la
comunidad misma.
Ahora bien, como recuerda Federici a través de Silverblatt, la acusa-
ción de adoración del Diablo tuvo un papel protagónico para la coloniza-
ción de la población americana. Es interesante remarcar que esta noción
sobre el demonio era propia del cristianismo y a estos habitantes del
“nuevo mundo” les resultaba extraña. De modo que resulta significativo
que más tarde, en el siglo XVII, las mujeres andinas fueran perseguidas
y torturadas por los españoles a causa de un supuesto vínculo con el
diablo, considerando que lo demoníaco es un concepto introducido por
los españoles y que nada tenía que ver con el modo en el que las mujeres
se relacionaban con su comunidad. De hecho, si indagamos un poco en
ese supuesto vínculo entre las brujas y el diablo en Europa, cabe recordar
el discurso “lírico” de Jules Michelet (1798-1874) sobre la bruja europea
y su relación con “satán” para dar cuenta de los hechos “en sí”: “Lo que
sucede es un grupo de fenómenos, elegidos y agrupados por un ser que
2
Ver supra p. 102.
3
Silverblatt, Irene. 1987. Moon, Sun and Witches: Gender Ideologies and Class in Inca and
Colonial. Centro de estudios Bartolomé de las Casas, p. 197.
4
Ver supra p. 97.
119
los interpreta [...] No hay un estado de hecho en sí, por el contrario, hay
que introducir un sentido incluso antes de que pueda haber un estado de
hecho”.5 Siguiendo la narración de Michelet, las brujas no parecen creer
en la figura satánica, sino que ellas se sirven de la figura del diablo como
la representación de sus ideas opuestas al cristianismo. El uso del diablo,
en definitiva, representa una creencia del conocimiento de la naturaleza
diferente a la concebida por el dogma cristiano: “el monstruo maravillo-
so de la vida universal había penetrado en ella; a partir de entonces, vida
y muerte, todo, estaba en sus entrañas; al fin, a costa de santos dolores,
había concebido la Naturaleza”.6 Para decirlo en otras palabras, la califi-
cación de las brujas como adoradoras del demonio era no solo una estra-
tegia que buscaba esconder la intención política de los conquistadores
para establecer otro orden tanto en Europa como América, sino también
una lucha sobre cómo concebir y habitar el mundo.
Volvamos a América. La casa de brujas que ocurrió en esta territoria-
lidad es la respuesta colonial a este modo de resistencia de las mujeres.
Una resistencia de las mujeres andinas que se ejercía principalmente a
través de la práctica de las religiones locales porque era la manera de
volver a un momento no opresor y encontrar, en el conocimiento de las
plantas, las hierbas y del cosmos, otro modo de vincularse con el mundo.
En algún punto, nos atrevemos a decir, gracias al trabajo de Federici, que
esta práctica implicó un modo gradual de resistencia al proceso de racio-
nalización y desencantamiento del mundo, en el sentido de Max Weber7.
De esta manera, se produce una sincronía entre la caza de brujas en
Europa y la de América: en el “viejo continente” mujeres caracterizadas
como brujas por el opresor; en “el nuevo mundo” una persecución al
culto a los dioses locales y la presencia de la resistencia de las mujeres
andinas frente a ese proceso de conquista. De cara al contexto de la cam-
paña antiidolatría desde el poder colonial, el culto a las deidades locales
deserta su carácter colectivo para devenir en una práctica oculta e indi-
vidual, recluida al mundo privado y así, las mujeres andinas comienzan
a tener un rol político potente como parte de la resistencia del orden
colonial. El ejercicio de la magia popular ya sea en su forma pública o
privada resultó ser, en algún punto, un modo de atacar la racionalidad
instrumental en la cual se buscaba organizar el mundo capitalista del
5
Barthes, Roland. 1994. El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura.
Paidós, p. 243.
6
Michelet, Jules. 2019. Las brujas. Un estudio sobre las supersticiones en la Edad Media.
Akal, p. 117.
7
Weber, Max. 2018. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Fondo de
Cultura Económica.
120
trabajo. Fueron acciones políticas que buscan reencantar el mundo, de
poner al individuo en su justa medida y perspectiva, junto con los anima-
les y la naturaleza. Brujas no existen pero que las hay, las hay.
Con esta reversibilidad que se observa entre las brujas americanas y
europeas, la figura de la bruja muestra su carácter arquetípico al exceder
a un momento histórico y geográfico particular. Viaja por diversas tem-
poralidades y geografías. La bruja es un arquetipo porque logra articular
experiencias y recuerdos que habitan en lo más profundo, como parte de
nuestro inconsciente colectivo. Las brujas son lo otro en el cual se cons-
truye “lo bárbaro”, “lo salvaje”, “lo incivilizado”, “lo poco ilustrado”,
“lo esotérico” y también “lo demoníaco”. En definitiva, la bruja encarna
aquello que se busca dominar y domesticar, es lo diferente y es, al mismo
tiempo, la muestra de una relación singular con el cosmos, los animales
y las plantas. Podríamos atrevernos a decir que es una forma de encantar
el mundo. Es decir, si el arquetipo bruja, en un primer movimiento, pa-
rece colaborar a desencantar, su apropiación política agrega contenidos
particulares y genera, a la vez, un encantamiento.
El arquetipo caníbal es otro modo de poner en juego la reversibilidad.
Los caníbales son una figura arquetípica porque encarnan lo salvaje y lo
embrutecido, lo no civilizado. En las crónicas de las indias, el lugar de los
caníbales es el sol donde gravita la fundamentación de la conquista. La
deshumanización de los indios se encuentra también íntimamente rela-
cionada con el despliegue de una campaña ideológica que representa a
los conquistados como animales y demonios. La necesidad de empren-
der una misión para convertir a los caníbales en adoradores del diablo
escondía la intención europea de conquistar tierras debido a la búsque-
da desenfrenada de oro y plata.8 Pero también llama la atención el gesto
de Federici cuando muestra que esa práctica también es un espejo de las
propias atrocidades de las ciudades civilizadas europeas y como, en los
siglos XVI, XVIII y hasta el XVIII, en la Europa civilizada también se con-
sumía sangre humana y el agua provenientes de las momias para la cura
de enfermedades como la epilepsia.
La imagen del caníbal que era tradicionalmente vista como un otro
salvaje es también introyectada por Federici al mundo europeo. Ya lo ha-
bía dicho Montaigne en su conocido ensayo sobre los caníbales a fines
del siglo XV en donde describe, con un particular detalle, la vida de los
habitantes de Brasil a través de los relatos de unos viajeros franceses,
André Theyet y Jean de Léry: “Van totalmente afeitados, mucho más
al ras que nosotros, sin otra afeitadora que no sea de madera o piedra.
121
Creen que las almas son eternas, y que aquellas que lo han merecido
de parte de los dioses se alojan en el lugar en que se levanta el sol (…)
Tienen no sé qué sacerdotes y profetas que rara vez se presenta ante el
pueblo, pues viven en las montañas”.9
Hay una reversibilidad en las prácticas que son observadas; es de-
cir, en ellas se proyectan aquello que también habita en el ethos euro-
peo: “cada uno llama barbarie a lo que no es su costumbre”.10 De hecho,
Montaigne agrega: “Incluso podemos llamarlos bárbaros con respecto a
las reglas de la razón, pero no con respecto a nosotros, que los supera-
mos en todo tipo de barbarie”.11 De esta manera, el autor francés en el
siglo XVI también muestra cómo “los europeos”, encumbrados desde
una civilización occidental, pueden ser también caníbales. Para decirlo
en otras palabras, la antropofagia fue otra costumbre más, que en su pro-
pia reversibilidad resultó ser espejo de atrocidades más propias, como
fue la matanza de San Bartolomé en 1572.
En este contexto, cabe preguntarse ¿por qué leer a Federic desde la
teoría política? Porque con su trabajo muestra que las interrogaciones
desde las Ciencias Sociales implican analizar las creencias, los cono-
cimientos y los saberes como un proceso empírico. No como algo que
debería ser, sino como algo que es. Y ello implica un interés por los co-
lectivos indígenas, campesinos, del mundo popular urbano, religiosos
o incluso políticos y científico-técnicos con sus prácticas específicas.
Desde esta perspectiva epistemológica hay una sutileza por encontrar
las sincronías de dos mundos que se posicionan como diferentes, pero
que en el fondo confluyen en muchos puntos similares. En este sentido,
el trabajo de Federici contribuye a reflexionar sobre la apertura episté-
mica porque a la vez que muestra la necesidad de situar geográfica e
históricamente los universales empleados. Su trabajo también resulta
ser un insumo para notar cómo se juega el uso de las reversibilidades
que existen en las afirmaciones que, como investigadoras/es realizamos
sobre Europa desde América. Para decirlo en otras palabras, el trabajo de
Federici nos sirve como insumo para pensar en las categorías de arqueti-
po y reversibilidad. El arquetipo como categoría analítica sirve para ver los
paralelismos que hay en diversas geografías y temporalidades. Es decir, el
arquetipo bruja permite dilucidar cómo se dio el disciplinamiento de los
cuerpos rebeldes de las mujeres en diferentes mundos. A su vez, este uso
de la reversibilidad y su vínculo con los arquetipos muestra un segundo
9
Montaigne, Michel. 2011. Ensayos (Trad. G. Isnardi). Losada, p. 194.
10
Ibíd., p. 91.
11
Ibíd., pp.195-196.
122
movimiento: hay una apropiación material y encarnadura del arquetipo
brujas que vislumbra la singularidad de cada mundo. Si bruja es el nom-
bre que le da el dominador y no existe una verdadera bruja y otras que
surgen como copias, el uso de la reversibilidad como práctica de lectura
pero también epistemológica no soluciona el conflicto, sino más bien,
muestra una tensión y abre nuevos interrogantes.
Por todo esto, consideramos que es necesario recuperar un marco
teórico más amplio y traer nuevos arquetipos, como son el de las brujas
y los caníbales, a partir de los cuales sea posible reconstruir el ligamento
que existe entre las determinaciones sociales de la consolidación de la
modernidad y las nociones y categorías que empleamos cada vez que
queremos hacer teoría política.
123
Colonialidad del poder, eurocentrismo y
América Latina1
Anibal Quijano
125
en el resto del mundo. En el marco de este trabajo lo que me propongo
es discutir algunas de sus cuestiones más directamente vinculadas a la
experiencia histórica de América Latina, pero que, obviamente, no se re-
fieren solamente a ella.
Capital y capitalismo
Primero que nada, la teoría de una secuencia histórica unilineal y univer-
salmente válida entre las formas conocidas de trabajo y de control del
trabajo, que fueran también conceptualizadas como relaciones o modos
de producción, especialmente entre capital y pre capital, precisa ser, en
todo caso respecto de América, abierta de nuevo como cuestión mayor
del debate científico social contemporáneo.
Desde el punto de vista eurocéntrico, reciprocidad, esclavitud, ser-
vidumbre y producción mercantil independiente son todas percibidas
como una secuencia histórica previa a la mercantilización de la fuerza
de trabajo. Son pre capital. Y son consideradas no sólo como diferentes
sino como radicalmente incompatibles con el capital. El hecho es, sin
embargo, que en América ellas no emergieron en una secuencia histórica
unilineal; ninguna de ellas fue una mera extensión de antiguas formas
precapitalistas, ni fueron tampoco incompatibles con el capital.
En América la esclavitud fue deliberadamente establecida y organiza-
da como mercancía para producir mercancías para el mercado mundial
y, de ese modo, para servir a los propósitos y necesidades del capitalis-
mo. Así mismo, la servidumbre fue impuesta sobre los indios, inclusi-
ve la redefinición de las instituciones de la reciprocidad, para servir los
mismos fines, por ejemplo, para producir mercancías para el mercado
mundial. Y en fin, la producción mercantil independiente fue establecida
y expandida para los mismos propósitos.
Eso significa que todas esas formas de trabajo y de control del tra-
bajo en América no sólo actuaban simultáneamente, sino que estuvie-
ron articuladas alrededor del eje del capital y del mercado mundial.
Consecuentemente, fueron parte de un nuevo patrón de organización
y de control del trabajo en todas sus formas históricamente conocidas,
juntas y alrededor del capital. Juntas configuraron un nuevo sistema:
el capitalismo.
El capital, como relación social basada en la mercantilización de la
fuerza de trabajo, nació probablemente en algún momento circa los si-
glos XI a XII, en algún lugar en la región meridional de las penínsulas ibé-
rica y/o itálica y por consecuencia, y por conocidas razones, en el mundo
islámico. Es pues bastante más antiguo que América. Pero antes de la
126
emergencia de América, no está en ningún lugar estructuralmente arti-
culado a todas las demás formas de organización y control de la fuerza de
trabajo y del trabajo, ni tampoco era aún predominante sobre ninguna de
ellas. Sólo con América pudo el capital consolidarse y obtener predomi-
nancia mundial, deviniendo precisamente en el eje alrededor del cual to-
das las demás formas fueron articuladas para los fines del mercado mun-
dial. Sólo de ese modo, el capital se convirtió en el modo de producción
dominante. Así, el capital existió mucho tiempo antes que América. Sin
embargo, el capitalismo como sistema de relaciones de producción, esto
es, el heterogéneo engranaje de todas las formas de control del trabajo y
de sus productos bajo el dominio del capital, en que de allí en adelante
consistió la economía mundial y su mercado, se constituyó en la historia
sólo con la emergencia de América. A partir de ese momento, el capital
siempre ha existido y continúa existiendo hoy en día sólo como el eje
central del capitalismo, no de manera separada, mucho menos aislada.
Nunca ha sido predominante de otro modo, a escala mundial y global, y
con toda probabilidad no habría podido desarrollarse de otro modo.
Evolucionismo y dualismo
Como en el caso de las relaciones entre capital y pre capital, una línea
similar de ideas fue elaborada acerca de las relaciones entre Europa y
no-Europa. Como ya fue señalado, el mito fundacional de la versión eu-
rocéntrica de la modernidad es la idea del estado de naturaleza como
punto de partida del curso civilizatorio cuya culminación es la civilización
europea u occidental. De ese mito se origina la específicamente euro-
céntrica perspectiva evolucionista, de movimiento y de cambio unilineal
y unidireccional de la historia humana. Dicho mito fue asociado con la
clasificación racial de la población del mundo. Esa asociación produjo
una visión en la cual se amalgaman, paradójicamente, evolucionismo y
dualismo. Esa visión sólo adquiere sentido como expresión del exacer-
bado etnocentrismo de la recién constituida Europa, por su lugar central
y dominante en el capitalismo mundial colonial / moderno, de la vigencia
nueva de las ideas mitificadas de humanidad y de progreso, entrañables
productos de la Ilustración, y en la vigencia de la idea de raza como cri-
terio básico de clasificación social universal de la población del mundo.
La historia es, sin embargo, muy distinta. Por un lado, en el momento
en que los ibéricos conquistaron, nombraron y colonizaron América (cuya
región norte o Norte América, colonizarán los británicos un siglo más tar-
de), hallaron un gran número de diferentes pueblos, cada uno con su pro-
pia historia, lenguaje, descubrimientos y productos culturales, memoria
127
e identidad. Son conocidos los nombres de los más desarrollados y so-
fisticados de ellos: aztecas, mayas, chimús, aymaras, incas, chibchas, etc.
Trescientos años más tarde todos ellos quedaban reunidos en una sola
identidad: indios. Esta nueva identidad era racial, colonial y negativa.
Así también sucedió con las gentes traídas forzadamente desde la futura
África como esclavas: ashantis, yorubas, zulús, congos, bacongos, etc. En
el lapso de 300 años, todos ellos no eran ya sino negros.
Ese resultado de la historia del poder colonial tuvo dos implicaciones
decisivas. La primera es obvia: todos aquellos pueblos fueron despojados
de sus propias y singulares identidades históricas. La segunda es, qui-
zás, menos obvia, pero no es menos decisiva: su nueva identidad racial,
colonial y negativa, implicaba el despojo de su lugar en la historia de la
producción cultural de la humanidad. En adelante no eran sino razas infe-
riores, capaces sólo de producir culturas inferiores. Implicaba también su
reubicación en el nuevo tiempo histórico, constituido con América prime-
ro y con Europa después: en adelante eran el pasado. En otros términos,
el patrón de poder fundado en la colonialidad implicaba también un pa-
trón cognitivo, una nueva perspectiva de conocimiento dentro de la cual
lo no-europeo era el pasado y de ese modo inferior, siempre primitivo.
Por otro lado, la primera identidad geocultural moderna y mundial fue
América. Europa fue la segunda y fue constituida como consecuencia de
América, no a la inversa. La constitución de Europa como nueva entidad /
identidad histórica se hizo posible, en primer lugar, con el trabajo gratuito
de los indios, negros y mestizos de América, con su avanzada tecnología
en la minería y en la agricultura, y con sus respectivos productos, el oro,
la plata, la papa, el tomate, el tabaco, etcétera, etcétera3. Porque fue sobre
esa base que se configuró una región como sede del control de las rutas
atlánticas, a su vez convertidas precisamente sobre esa misma base, en
las decisivas del mercado mundial. Esa región no tardó en emerger como
Europa. América y Europa se produjeron históricamente, así, mutuamen-
te, como las dos primeras nuevas identidades geoculturales del mundo
moderno. Sin embargo, los europeos se persuadieron a sí mismos, desde
mediados del siglo XVII, pero sobre todo durante el siglo XVIII, no sólo de
que de algún modo se habían autoproducido a sí mismos como civiliza-
ción, al margen de la historia iniciada con América, culminando una lí-
nea independiente que empezaba con Grecia como única fuente original.
También concluyeron que eran naturalmente (por ejemplo, racialmente)
superiores a todos los demás, puesto que habían conquistado a todos y
les habían impuesto su dominio.
3
Véase sobre este punto: Viola, H y Margolis, C. 1991. Seeds of Change. A Quincentennial
Commemoration. Smithsonian Institute Press.
128
La confrontación entre la experiencia histórica y la perspectiva eu-
rocéntrica de conocimiento permite señalar algunos de los elementos
más importantes del eurocentrismo: a) una articulación peculiar entre
un dualismo (pre capital-capital, no europeo-europeo, primitivo-civiliza-
do, tradicional-moderno, etc.) y un evolucionismo lineal, unidireccional,
desde algún estado de naturaleza a la sociedad moderna europea; b) la
naturalización de las diferencias culturales entre grupos humanos por
medio de su codificación con la idea de raza; y c) la distorsionada reubi-
cación temporal de todas esas diferencias, de modo que todo lo no-eu-
ropeo es percibido como pasado. Todas estas operaciones intelectuales
son claramente interdependientes. Y no habrían podido ser cultivadas y
desarrolladas sin la colonialidad del poder.
Homogeneidad / continuidad y
heterogeneidad / discontinuidad
Como es observable ahora, la perspectiva eurocéntrica de conocimiento,
debido a su radical crisis, es hoy un campo pletórico de cuestiones. Aquí
es pertinente aún dejar planteadas dos de ellas. Primero, una idea del
cambio histórico como un proceso o un momento en el cual una entidad
o unidad se transforma de manera continua, homogénea y completa en
otra cosa y abandona de manera absoluta la escena histórica. Esto le per-
mite a otra entidad equivalente ocupar el lugar, y todo esto continúa en
una cadena secuencial. De otro modo no tendría sentido, ni lugar, la idea
de la historia como una evolución unidireccional y unilineal. Segundo, de
allí se desprende que cada unidad diferenciada, por ejemplo una “eco-
nomía / sociedad” o un “modo de producción” en el caso del control
del trabajo (capital o esclavitud) o una “raza / civilización” en el caso de
grupos humanos, es una entidad / identidad homogénea. Más aún, que
son, cada una, estructuras de elementos homogéneos relacionados de
manera continua y sistémica (lo que es distinto de sistemática).
La experiencia histórica demuestra sin embargo que el capitalis-
mo mundial está lejos de ser una totalidad homogénea y continua. Al
contrario, como lo demuestra América, el patrón de poder mundial que
se conoce como capitalismo es, en lo fundamental, una estructura de
elementos heterogéneos, tanto en términos de las formas de control
del trabajo-recursos-productos (o relaciones de producción) o en térmi-
nos de los pueblos e historias articulados en él. En consecuencia, tales
elementos se relacionan entre sí y con el conjunto de manera también
heterogénea y discontinua, incluso conflictiva. Y son ellos mismos, cada
uno, configurados del mismo modo.
129
Así, cada una de esas relaciones de producción es en sí misma una es-
tructura heterogénea. Especialmente el capital, desde que todos los esta-
dios y formas históricas de producción de valor y de apropiación de plus-
valor (por ejemplo: acumulación primitiva, plusvalía absoluta y relativa,
extensiva o intensiva; o en otra nomenclatura: manufactura, capital com-
petitivo, capital monopólico, capital transnacional o global, o pre fordista,
fordista, de mano de obra intensiva, de capital intensivo, de información
intensiva, etc., etc.) están simultáneamente en actividad y trabajan juntos
en una compleja malla de transferencia de valor y de plusvalor. Esto es
igualmente cierto respecto de las razas, ya que tantos pueblos diversos y
heterogéneos, con heterogéneas historias y tendencias históricas de mo-
vimiento y de cambio fueron reunidos bajo un solo membrete racial, por
ejemplo indio o negro.
Esta heterogeneidad no es simplemente estructural, basada en las
relaciones entre elementos coetáneos. Ya que historias diversas y hetero-
géneas de este tipo fueron articuladas en una sola estructura de poder, es
pertinente admitir el carácter histórico-estructural de esa heterogeneidad.
Consecuentemente, el proceso de cambio de dicha totalidad capi-
talista no puede, de ningún modo, ser una transformación homogénea
y continua del sistema entero, ni tampoco de cada uno de sus compo-
nentes mayores. Tampoco podría dicha totalidad desvanecerse comple-
ta y homogéneamente de la escena histórica y ser reemplazada por otra
equivalente. El cambio histórico no puede ser unilineal, unidireccional,
secuencial o total. El sistema, o el específico patrón de articulación estruc-
tural, podría ser desmantelado. Pero aún así cada uno o algunos de sus
elementos puede y habrá de rearticularse en algún otro patrón estructu-
ral, como ocurrió, obviamente, con los componentes del patrón de poder
pre colonial en, digamos, el Tawantinsuyu4.
El nuevo dualismo
Finalmente, por el momento y para nuestros propósitos aquí, es perti-
nente abrir la cuestión de las relaciones entre el cuerpo y el no-cuerpo en
la perspectiva eurocéntrica, tanto por su gravitación en el modo eurocén-
trico de producir conocimiento, como debido a que en nuestra experien-
cia tiene una estrecha relación con las de raza y género.
4
Sobre el origen de la categoría de heterogeneidad histórico-estructural véase: Quijano,
Anibal. 1966. Notas sobre el concepto de marginalidad social. CEPAL.; incorporado después
al volumen Quijano, Anibal. 1977. Imperialismo y marginalidad en América Latina. Mosca
Azul. Puede verse, también Quijano, Anibal. 1988. La nueva heterogeneidad estructural
de América Latina. En Sonntag, Heinz (Ed.) Nuevos temas, nuevos contenidos. UNESCO/
Nueva Sociedad.
130
La idea de la diferenciación entre el “cuerpo” y el “no-cuerpo” en
la experiencia humana es virtualmente universal a la historia de la hu-
manidad, común a todas las “culturas” o “civilizaciones” histórica-
mente conocidas. Pero es también común a todas –hasta la aparición
del eurocentrismo– la permanente copresencia de los dos elementos
como dos dimensiones no separables del ser humano, en cualquier as-
pecto, instancia o comportamiento.
El proceso de separación de estos elementos del ser humano es par-
te de una larga historia del mundo cristiano sobre la base de la idea de la
primacía del “alma” sobre el “cuerpo”. Pero esta historia muestra tam-
bién una larga e irresuelta ambivalencia de la teología cristiana sobre
este punto en particular. Ciertamente, es el “alma” el objeto privilegiado
de salvación. Pero al final, es el “cuerpo” el resurrecto, como culminación
de la salvación.
Ciertamente, también, fue durante la cultura represiva del cristianis-
mo, como resultado de los conflictos con musulmanes y judíos, sobre
todo entre los siglos XV y XVI en plena Inquisición, que la primacía del
“alma” fue enfatizada, quizás exasperada. Y porque el “cuerpo” fue el
objeto básico de la represión, el “alma” pudo aparecer casi separada de
las relaciones intersubjetivas al interior del mundo cristiano. Pero esto
no fue teorizado, es decir, sistemáticamente discutido y elaborado, has-
ta Descartes, culminando el proceso de la secularización burguesa del
pensamiento cristiano.5
Con Descartes6 lo que sucede es la mutación del antiguo abordaje
dualista sobre el “cuerpo” y el “no-cuerpo”. Lo que era una copresen-
cia permanente de ambos elementos en cada etapa del ser humano, en
Descartes se convierte en una radical separación entre “razón / sujeto”
y “cuerpo”. La razón no es solamente una secularización de la idea de
“alma” en el sentido teológico, sino que es una mutación en una nueva
identidad, la “razón / sujeto”, la única entidad capaz de conocimiento
“racional”, respecto del cual el “cuerpo” es y no puede ser otra cosa que
“objeto” de conocimiento. Desde ese punto de vista el ser humano es, por
5
Siempre me he preguntado por el origen de una de las más caras propuestas del
Liberalismo: las ideas deben ser respetadas. El cuerpo, en cambio, puede ser tortura-
do, triturado y muerto. Los latinoamericanos solemos citar con admiración la desafiante
frase de un mártir de las luchas anticoloniales, en el momento mismo de ser degollado:
“¡Bárbaros, las ideas no se degüellan!”. Sugiero ahora que su origen debe buscarse en ese
nuevo dualismo cartesiano, que convirtió al “cuerpo” en mera “naturaleza”.
6
Cf. Descartes, René. 1637. Discours de la méthode. Alquie. También Descartes, René. 1967.
“Méditations” y “Description du corps humain”. En Oeuvres philosophiques. Alquie.
Bousquié, Paul. 1994. Le corps cet inconnu acierta en este punto: el cartesianismo es un
nuevo dualismo radical.
131
excelencia, un ser dotado de “razón”, y ese don se concibe como locali-
zado exclusivamente en el alma. Así el “cuerpo”, por definición incapaz
de razonar, no tiene nada que ver con la “razón / sujeto”. Producida esa
separación radical entre “razón / sujeto” y “cuerpo”, las relaciones en-
tre ambos deben ser vistas únicamente como relaciones entre la “razón
/ sujeto” humana y el “cuerpo / naturaleza” humana, o entre “espíritu”
y “naturaleza”. De este modo, en la racionalidad eurocéntrica el “cuer-
po” fue fijado como “objeto” de conocimiento, fuera del entorno del
“sujeto / razón”.
Sin esa “objetivización” del “cuerpo” como “naturaleza”, de su expul-
sión del ámbito del “espíritu”, difícilmente hubiera sido posible intentar
la teorización “científica” del problema de la raza, como fue el caso del
Conde de Gobineau durante el siglo XIX.7 Desde esa perspectiva euro-
céntrica, ciertas razas son condenadas como “inferiores” por no ser suje-
tos “racionales”. Son objetos de estudio, “cuerpo” en consecuencia, más
próximos a la “naturaleza”. En un sentido, esto los convierte en domina-
bles y explotables. De acuerdo al mito del estado de naturaleza y de la
cadena del proceso civilizatorio que culmina en la civilización europea,
algunas razas –negros (o africanos), indios, oliváceos, amarillos (o asiá-
ticos) y en esa secuencia– están más próximas a la “naturaleza” que los
blancos8. Sólo desde esa peculiar perspectiva fue posible que los pueblos
no-europeos fueran considerados, virtualmente hasta la Segunda Guerra
Mundial, ante todo como objeto de conocimiento y de dominación / ex-
plotación por los europeos.
Ese nuevo y radical dualismo no afectó solamente a las relaciones
raciales de dominación, sino también a las más antiguas, las relaciones
sexuales de dominación. En adelante, el lugar de las mujeres, muy en es-
pecial el de las mujeres de las razas inferiores, quedó estereotipado junto
con el resto de los cuerpos, y tanto más inferiores fueran sus razas, tanto
más cerca de la naturaleza o directamente, como en el caso de las esclavas
negras, dentro de la naturaleza. Es probable, aunque la cuestión queda
por indagar, que la idea de género se haya elaborado después del nuevo
y radical dualismo como parte de la perspectiva cognitiva eurocentrista.
Durante el siglo XVIII, ese nuevo dualismo radical fue amalgamado
con las ideas mitificadas de “progreso” y de un estado de naturaleza en la
trayectoria humana, los mitos fundacionales de la versión eurocentrista
7
Gobineau, Arthur de.1857. Essais sur l’inégalité des races humaines. s/d.
8
Acerca de esos procesos en la subjetividad eurocentrada, dice mucho el que la única
categoría alterna a Occidente era, y aún lo es, Oriente, mientras que los negros (África)
o los indios (América antes de los Estados Unidos) no tenían el honor de ser el Otro de
Europa u Occidente.
132
de la modernidad. Esto dio pie a la peculiar perspectiva histórica dualis-
ta / evolucionista. Así todos los no-europeos pudieron ser considerados,
de un lado, como pre europeos y al mismo tiempo dispuestos en cierta
cadena histórica y continua desde lo primitivo a lo civilizado, de lo irra-
cional a lo racional, de lo tradicional a lo moderno, de lo mágico-mítico a
lo científico. En otras palabras, desde lo no-europeo / pre europeo a algo
que en el tiempo se europeizará o “modernizará”.
Sin considerar la experiencia entera del colonialismo y de la colonia-
lidad esa marca intelectual seria difícilmente explicable, así como la du-
radera hegemonía mundial del eurocentrismo. Las solas necesidades del
capital como tal, no agotan, no podrían agotar, la explicación del carácter
y de la trayectoria de esa perspectiva de conocimiento.
133
La cuestión colonial
Diego Conno
1
La historia de las civilizaciones es una historia de guerras, masacres, ve-
jaciones, saqueos, exterminios, violencias, muertes. Es también una his-
toria de resistencias y de luchas de liberación. El colonialismo pertenece
a la historia. Las revoluciones también.
El problema del colonialismo –y del imperialismo (quisiéramos insistir
también aquí en el uso de esta palabra, abandonada quizá demasiado
rápidamente por nuestros lenguajes histórico-políticos)– no pareciera
haber cesado. Formas de colonialismo han existido en el mundo antiguo:
135
de Persia a China, de Egipto a Grecia, de Roma a los “pueblos bárbaros”.
Las “metrópolis” de hoy ya no necesitan como antaño de las viejas admi-
nistraciones coloniales; ahora tienen nuevos agentes: burguesías nacio-
nales, corporaciones judiciales y comunicacionales, poderes financieros.
Lo que antes era “oro y plata” o “mano de obra” esclava hoy toma la
forma de una nueva economía extractivista en los países del “tercer mun-
do” que no se reduce a los mal llamados “recursos naturales” sino que
involucra conocimientos, saberes, afectos, información, datos. Habrá que
analizar incluso el dispositivo de la deuda que atraviesa naciones y pue-
blos enteros sustrayendo vidas como una nueva forma de colonialismo.
¿Qué es el colonialismo? Es la negación de la humanidad del otro. Es
considerar al otro como un no-humano: “hombre-cosa, hombre-animal,
hombre mercancía” según la terminología de Achille Mbembe. Esta re-
lación entre colonialismo y deshumanización fue tratada en el importan-
te libro de Frantz Fanon sobre Los condenados de la tierra, considerado
una especie de “manifiesto tercermundista” contra el colonialismo en
los años 60’. Podría decirse que todas estas discusiones son de otro
tiempo. No lo creemos. El colonialismo sigue siendo un problema po-
lítico, cultural, económico, social, estético, moral y filosófico de primer
orden. Trascurridos más de 500 años desde la conquista y la colonización
de América, y poco más de 200 de las luchas por las independencias
nuestroamericanas, quienes habitamos el continente que hoy conoce-
mos bajo el nombre de “América Latina” aún sufrimos las más diversas
formas de colonialismo: nuestros Estados se encuentran, en muchos
casos, debilitados por poderes económicos; nuestras tierras arrasadas
por prácticas extractivistas de capitales trasnacionales; nuestras econo-
mías bajo el influjo de organismos financieros; nuestras subjetividades
neoliberalizadas. Son todas estas nuevas formas de colonialismo. Y de
imperialismo. Aunque hace rato que Europa ha dejado de ser el centro
de gravedad del mundo el colonialismo no ha dejado de ocurrir. Viejas
formas aún persisten y se combinan con otras nuevas. Sin dudas, todo
esto requiere de una renovada crítica del colonialismo y de sus efectos
en el mundo contemporáneo.
En varias ocasiones ha sido observado que la modernidad es inescin-
dible del colonialismo. Es así que la crítica al colonialismo y al eurocen-
trismo, los intentos de trazar otras cronologías e historiografías críticas
de las modernidades políticas no eurocéntricas, ha encontrado en las
últimas décadas considerables esfuerzos teóricos provenientes de socie-
dades que han atravesado procesos de colonización y descolonización. En
este contexto, dos fuertes constelaciones teóricas se han ido desarrollan-
do en los últimos tiempos, con un potencial núcleo crítico emancipador:
136
por un lado, la teoría o la crítica poscolonial; por otro, el pensamiento o los
estudios decoloniales.
En el horizonte abierto, principalmente, por el posestructuralismo
francés y los estudios culturales ingleses, la teoría poscolonial ha surgido
con la pretensión de restituir el lugar del Otro, cuya subjetividad ha sido,
sino sustraída producida en términos de subalternidad. En este sentido
la obra de Edward Said, Orientalismo,1 constituye un momento central,
acaso inaugural. A partir de la categoría de “discurso” de Michel Foucault
y de la “teoría de la hegemonía” de Antonio Gramsci, Said ha analizado el
modo en que Europa fue construyendo una imagen ilusoria sobre Oriente.
Las representaciones de las poblaciones colonizadas y dominadas –en
novelas, historias, documentos administrativos y otros textos– no solo
ha legitimado la jerarquía colonial en las mentes de los colonizadores,
sino que también ha moldeado la conciencia de los colonizados. Junto a
Said otros autores como Homi Bhabha y Gayatri Spivak han contribuido
a dar forma a la crítica poscolonial tratando problemáticas que van desde
el problema de la nación y el nacionalismo hasta fenómenos como el
racismo o la xenofobia, desde la cuestión de la subalternidad y la pro-
ducción de subjetividades minorizadas hasta los procesos migratorios
o las dinámicas de territorialización y re-territorialización. En el caso de
Bhabha sus trabajos sobre la “hibridez cultural”,2 su teoría de la “traduc-
ción” o su concepto de “cosmopolitismo vernáculo”3 son centrales para
pensar las identidades en espacios liminales o intersticiales dados por la
diferencia cultural. Por su parte, Spivak4 ha realizado una poderosa críti-
ca de las estructuras de producción de la “razón poscolonial” mostrando
el modo en que las disciplinas que han conformado la modernidad –la
filosofía, la literatura, la historia, la cultura– se han ido constituyendo en
medio de la “experiencia colonial”, hallándose atravesadas por el racis-
mo y el colonialismo. Spivak también ha dedicado distintos ensayos al
examen de la condición subalterna que para ella está representado por
las mujeres del tercer mundo. A partir de una crítica a los “intelectuales
europeos” que hablan por otros, Spivak sostiene que el subalterno no
puede hablar. Es la misma condición de subalternidad la que le impide
hacerlo: si lo hiciera dejaría de serlo. Spivak halla a su vez en la práctica
1
Said, Edward. 2015. Orientalismo. Penguin Random House.
2
Bhabha, Homi, 2002. El lugar de la cultura. Ediciones Manantial.
3
Bhabha, Homi. 2013. Nuevas minorías, nuevos derechos: Notas sobre cosmopolitismo
vernáculos. Siglo XXI Editores.
4
Spivak, Gayatri. 2010. Crítica de la razón poscolonial. Hacia una historia del presente
evanescente. Akal.
137
del sati (un ritual donde mujeres viudas encuentran la muerte arrojándo-
se a la pira de sus maridos muertos) un ejemplo del funcionamiento del
colonialismo británico en su articulación con la ideología patriarcal tra-
dicional, donde las mujeres ocupan una posición abyecta que es doble-
mente silenciada: por un lado, por el discurso de “hombres blancos que
salvan mujeres morenas de hombres morenos”, por otro, por el discurso
tradicional que dice que “las mujeres quieren morir”. Estos análisis dan
cuenta de los modos en que la cuestión colonial va más allá del acto de
violencia originario –aunque este sea irreductible y siempre retorna– y
despliega su poder sobre la conciencia, el conocimiento y la subjetividad
de los sujetos subalternos.
2
Por otro lado, en paralelo al desarrollo de los estudios poscoloniales, a
partir de los años 90 ha ido emergiendo en América Latina lo que hoy
conocemos con el nombre de pensamiento decolonial. Aunque con ciertas
afinidades con la teoría poscolonial –comenzando por identificar el vínculo
inextricable entre colonialismo y modernidad– el pensamiento decolonial
se diferencia del primero en tres aspectos importantes. En primer lugar,
en relación a la distinción entre colonialismo y colonialidad. Mientras el
pensamiento decolonial se articula al interior del conjunto de problemas
abiertos por la perspectiva de la colonialidad, la teoría postcolonial lo hace
por aquellos producidos por el colonialismo. En segundo lugar, hay una
diferencia fundamental en relación a las experiencias históricas que cons-
tituyen ambos discursos: el pensamiento decolonial se encuentra atrave-
sado por lo que Walter Mignolo ha llamado la “diferencia colonial”5 y que
tiene su origen en la colonización de América Latina y el Caribe entre los
siglos XVI y XIX por las primeras potencias europeas –España y Portugal–
durante la “primera modernidad”; en cambio los estudios postcoloniales
se refieren a los procesos de colonización de Asia y África entre los si-
glos XVIII y XX, por las potencias del norte europeo (fundamentalmen-
te Francia, Inglaterra, Holanda y Alemania) en el marco de la segunda
modernidad. En tercer lugar, mientras la teoría poscolonial se nutre, en
buena medida, del posestructuralismo francés, como se deja ver en la
influencia de Foucault sobre la obra de Said, de Derrida sobre Spivak, y
de Barthes y Lacan y hasta del propio Althusser en el caso de Bhabha;
los estudios decoloniales se enraízan en la larga historia de pensamiento
5
Mignolo, Walter. 2000. La colonialidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio occidental en
el horizonte colonial de la modernidad. En Edgardo Lander (Ed.), La Colonialidad del saber:
Eurocentrismo y Ciencias Sociales. Perspectivas Latinoamericanas (pp. 55-85). CLACSO.
138
crítico latinoamericano: desde la teoría de la dependencia hasta la teoría
de la marginalidad, desde la pedagogía del oprimido hasta la teología de
la liberación. Podrían nombrarse aquí un conjunto de autores y de autoras
que, aunque no todxs compartan necesariamente las mismas orientacio-
nes teóricas (y políticas), ni se ubiquen entera o parcialmente al interior de
la perspectiva de la colonialidad, hay en todxs un persistente intento de
pensar América Latina –su cultura, su economía, su política– por fuera, o
mejor, con y contra, las tramas del colonialismo y la colonialidad. Me refiero
naturalmente a: Enrique Dussel, Walter Mignolo, Catherine Walsh, Arturo
Escobar, Santiago Castro Gomez, Rita Segato, María Lugones, Silvia Rivera
Cusicanqui, Eduardo Grüner, Anibal Quijano, entre otrxs.
La colonialidad del poder no es “solo” una teoría sino toda una perspec-
tiva teórica, política y epistemológica para pensar América Latina desde
América Latina. Elaborada por el sociólogo peruano Anibal Quijano6 –y
siguiendo en esto los trabajos de Immanuel Wallerstein, y antes de él de
Braudel y de la “escuela de los Annales”–, la colonialidad viene a concep-
tualizar un nuevo patrón de poder global relacionado con la emergencia
y expansión del capitalismo a nivel mundial a partir de la constitución
de América como una nueva identidad geocultural. Con América, dice
Quijano, “el capitalismo se hace mundial, eurocentrado y la colonialidad
y la modernidad se instalan asociadas como ejes constitutivos de su es-
pecífico patrón de poder hasta hoy”. De esta manera Quijano ha comple-
mentado la teoría wallerstiana del “sistema-mundo” con la categoría de
“sistema-mundo-moderno-colonial-capitalista”.
Para ello ha sido fundamental la imposición de una clasificación ra-
cial/étnica de la población del mundo. Esta clasificación opera en lo que
para Quijano constituyen los distintos ámbitos de la existencia y va a dar
lugar, a su vez, a nuevas identidades. Categorías como “indios”, “negros”,
“aceitunados”, “amarillos”, “blancos”, “mestizos” no tenían existencia
antes de América. Éstas son las nuevas identidades de la colonialidad. Del
mismo modo palabras como “Asia”, “África”, “Lejano Oriente”, “Cercano
Oriente” y lo que conocemos con el nombre de “Europa” surgen también
a partir del siglo XV junto con América. Éstas son las nuevas geoculturas.
De ahí que la modernidad sea redefinida por Quijano como un “nuevo
universo de relaciones intersubjetivas” de dominación bajo la hegemonía
eurocentrada del planeta.
Hay tres aspectos que son claves para entender lo que está en jue-
go en la perspectiva de la colonialidad. En primer lugar, la elaboración de
Quijano, Aníbal. 2000. Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina.
6
139
Quijano pone en cuestión las teorías eurocéntricas sobre el poder, tanto
en su vertiente liberal como las que provienen del materialismo históri-
co. El problema con estas teorías es, por un lado, su carácter ahistórico y
determinista, y, por otro, que se centran solo en uno de los ámbitos de la
existencia: el trabajo. En Quijano el poder es un espacio y una malla de re-
laciones sociales de explotación/dominación/conflicto articuladas en fun-
ción y en torno a la disputa por el control de cinco ámbitos de la existencia
social: 1) el trabajo y sus productos; 2) la naturaleza y sus productos; 3) el
sexo, la reproducción y sus productos; 4) la subjetividad, el conocimiento
y sus productos; 5) la autoridad, las formas de coerción y sus productos. A
su vez, cada uno de estos ámbitos tiene una “autonomía relativa”, aunque
existe un eje articulador del conjunto. En el caso del modo de producción
capitalista ese eje se articula en torno a la relación entre trabajo y la au-
toridad. En segundo lugar, la importancia de la idea de raza y el racismo
moderno que encuentran ambos su origen con la constitución de América.
Con la emergencia del nuevo patrón de poder se fue desplegando todo un
sistema de clasificación social-étnica de la población que implicó al mismo
tiempo una “división racial” del trabajo. Las diferencias fenotípicas fueron
la fuente de legitimidad para establecer una diferencia entre dominadores
y dominados, conquistadores y conquistados. En tercer lugar, la teoría de la
clasificación social que permite ir más allá de la teoría de las clases sociales
y pensar el funcionamiento del poder en las sociedades latinoamericanas.
Todo esto lleva a Quijano a sostener que no toda forma de identificación
sea una forma de subjetivación. Hay subjetivación política cuando se pone
en cuestión el eje de articulación del conjunto. Acaso aquí se encuentre el
mayor desafío para una crítica de la colonialidad del poder: revincular las
formas del pensamiento crítico con las luchas sociales contemporáneas.
Podría decirse que uno de los efectos más importantes de la colonialidad
del poder es la colonialidad del saber. Esto ha implicado una geopolítica del
conocimiento que ha tenido como centro a Europa, pero que a partir de la
segunda guerra mundial se ha desplazado hacia Estados Unidos, y desde
allí ha hegemonizado las formas de producción, circulación, distribución y
acceso a los conocimientos.
Un poderoso ejemplo de la colonialidad del saber es el “caso” de la revo-
lución de Haití de 1804, y las lecturas que se han hecho de ella concibiéndola
como un mero efecto de la “revolución francesa”. A su vez esto involucra un
momento importante de la historia de la filosofía ya que está vinculado con
el nombre de Hegel y su Fenomenología del espíritu7. O mejor: las lecturas que
se han hecho de la Fenomenología dando por sentado que es la revolución
7
George W. F., Hegel, 2017. Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica.
140
francesa el acontecimiento que está detrás de las reflexiones de Hegel, en
lugar de la mucho más reciente, para el momento de la escritura del libro,
revolución haitiana que, como se sabe, Hegel seguía muy de cerca.
Hace algunos años Susan Buck-Mors publicó un interesante artículo ti-
tulado “Hegel y Haití”8 en el que intentó mostrar que la filosofía de Hegel
sobre la “dialéctica del amo y el esclavo” le debe menos –como se ha creído
por mucho tiempo– a la historia de la filosofía o a la revolución francesa que
a las lecturas que el filósofo de Jena realizaba cada mañana de un perió-
dico local, que entre los años 1804 y 1805 (La fenomenología del espíritu es
publicada en 1807) publicó una serie continua de documentos originales,
resúmenes de noticias y testimonios de testigos directos de la lucha por la
independencia que se estaba dando en esa colonia francesa, bajo la consigna
¡Libertad o muerte!
En nuestro contexto, argentino y latinoamericano, este es el tema de
un extraordinario libro compuesto como si fuera una verdadera “pieza de
jazz”. Me refiero a La oscuridad y las luces. Cultura, capitalismo y revolución9
de Eduardo Grüner. La revolución haitiana no solo es un acontecimiento
político de gran magnitud, sino que es, al mismo tiempo, un acontecimien-
to filosófico, en tanto produce una violencia filosófica, es decir, un verda-
dero acontecimiento. La revolución y la independencia de Haití no solo es la
primera independencia de América Latina sino también la más radical, ya
que fue llevada adelante por la clase, el color y la etnia excluida por exce-
lencia: los negros africanos en una colonia francesa.
Grüner se detiene de manera singular en el “artículo 14” de la nueva
constitución que surge de la revolución, posteriormente derogado, que dice
que “todos los ciudadanos nacidos en Haití, no importa su color de piel,
serán llamados negros”. Lo que hace este artículo al poner en el centro la
categoría de negritud es invertir la operación europeizante y universalista
de la “Declaración francesa de los derechos del hombre” (el subrayado es
nuestro) que hace de una particularidad, una singularidad, los blancos, o
mejor: el hombre blanco, europeo, burgués; decíamos, hace de este hombre
un universal. Dicho de otra manera: la negritud es lo excluido, re-negado para
decirlo en términos freudianos (negado a través de la historia una y otra vez)
que retorna poniendo en cuestión lo universal. Ahora es esta particularidad
–la negritud– que asume el lugar de lo universal. De esta manera, sostie-
ne Grüner, ya no es la revolución francesa la que influye en América, sino
América, en este caso Haití, la que incide en la revolución francesa, y por lo
tanto, en la historia de la modernidad. Luego de los acontecimientos de Haití
8
Buck Morss, Susan. 2013. Hegel, Haití y la historia universal. Fondo de Cultura Económica.
9
Grüner, Eduardo. 2010. La oscuridad y las luces. Cultura, capitalismo y revolución. Edhasa.
141
los franceses se vieron obligados a reconocer como ciudadanos franceses a
todos los nacidos en las colonias. Lo que tenemos aquí es una crítica radical
de la modernidad, de sus aspectos eurocéntricos, colonialistas, imperialis-
tas. Por supuesto, conocemos la historia posterior de Haití, hoy convertido
en uno de los países más pobres del mundo debido al permanente saqueo
de Francia primero, y de Estados Unidos después.
3
Lo que nombramos “Europa” o “modernidad europea” no es una entidad
homogénea, idéntica y cerrada sobre sí misma. Si bien ha habido un “discur-
so colonial dominante” no han faltado profundas críticas surgidas desde
su mismo interior. En efecto, podrían nombrarse un conjunto de auto-
res “europeos” que han sido críticos del eurocentrismo y del colonialismo.
Desde Bartolomé de las Casas hasta Montaigne, pasando por algunos fi-
lósofos de la ilustración como Diderot o Condorcet. El caso de Montaigne
es paradigmático, un siglo antes de Descartes fue uno de los primeros
críticos de la colonización de América, y, por lo tanto, del racismo moderno.
En su ensayo sobre los “Caníbales” Montaigne sitúa justamente el
canibalismo en el corazón mismo de la llamada “civilización”: quienes
practican el “verdadero canibalismo” no son los indígenas del “nue-
vo mundo” sino los europeos que llaman bárbaros a todo lo que no se
asemeja a su propia cultura. Son ellos quienes devoran y destruyen las
culturas salvajes.
En el ámbito de las humanidades y las ciencias sociales y políticas
(latino)americanas solemos utilizar conceptos que nos vienen legados de
Europa. Muchos de ellos tienen más de 2000 años de historia como la
misma palabra “política”, o “respública”, o “democracia”. Otros, en cam-
bio, se fueron formando –para decirlo de alguna manera–, en medio de la
relación colonial entre Europa y las colonias, donde América ha ocupado
un lugar de no poca relevancia. Ya sea que pensemos en la asimilación
hobbesiana de América (“aquellas viejas comarcas de América”10) al es-
tado de naturaleza, o la mención a la improductividad de las tierras en
el célebre capítulo V “Sobre la propiedad” del Segundo Tratado sobre el
gobierno civil11 de John Locke como justificación de la conquista y la apro-
piación, o en la concepción rousseauniana clásica del “buen salvaje” en
el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, por no citar
las alusiones de un Hegel a los “pueblos sin historia”, o el concepto de
10
Hobbes, Thomas. 1980. Leviatán, o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y
civil. Fondo de Cultura.
11
Locke, John. 2006. Ensayo sobre el gobierno civil. Universidad Nacional de Quilmes.
142
“acumulación primitiva” en el capítulo XXIV del Capital12, América es una
entidad siempre presente. Este lugar que ocupa América para Europa, o
mejor, América en Europa, no es en absoluto marginal sino central. Europa
no existiría sin América. Como tampoco existiría sin África o sin Asia.
Quienes nos dedicamos a la teoría política –aunque indudablemente
esto pueda extenderse a todas las ciencias humanas y sociales– no esta-
mos exentos de quedar atrapados en la colonialidad del saber. Muchos de
los conceptos y de las categorías que utilizamos para nombrar el mundo
que habitamos han sido forjados en otras latitudes. Sin dudas no se pue-
de pensar la modernidad política sin palabras como “Estado”, “sociedad
civil” o “individuo”; ni excluyendo fenómenos como la ilustración o la re-
volución francesa. Para el caso argentino no hace falta recordar a Mariano
Moreno leyendo el Contrato Social13 de Rousseau o a Sarmiento La demo-
cracia en América14 de Alexis de Tocqueville para reconocer estas marcas o
huellas de la modernidad europea en nosotros. Palabras y fenómenos como
estos no solo constituyen, sin dudas, la “modernidad política”, sino que
también han dado forma a nuestras instituciones, a nuestra lengua y a
nuestra propia subjetividad. Pero tampoco creemos que se pueda pensar
la modernidad sin procesos como la conquista de América, la trata de es-
clavos africanos o lo que a partir del trabajo de Edward Said, que citamos
más arriba, conocemos con el nombre de orientalismo. Buena parte del
pensamiento europeo ha obliterado todos estos fenómenos, en el mejor
de los casos los ha pensado como temas marginales o al interior del “dis-
curso filosófico de la modernidad”.
El problema del colonialismo y su vínculo con la modernidad nos
pone en un lugar de difícil solución. La modernidad es principalmente
una relación de poder, dominación y jerarquía; pero también de resisten-
cias y luchas por contraponer otros proyectos de modernidad. La historia
de la “modernidad-colonial-capitalista” es la historia de los discursos y
prácticas eurocentradas, pero también la de los discursos y prácticas anti-
coloniales, poscoloniales o decoloniales. Esto es: discursos y prácticas que
pretenden ir más allá del proyecto hegemónico de modernidad. Por eso,
la historia de la modernidad es también la historia de la antimodernidad,
de la contra-modernidad, o de modernidades alternativas.
En todo caso, no creemos que se trate de negar la modernidad in
toto, aun cuando sigamos cargando a nuestras espaldas sus efectos más
12
Marx, Karl. 2004. El Capital. Tomo I/Vol. 3. Siglo XXI.
13
Rousseau, Jean Jacques. 1984. Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres.
Ediciones Orbis S.A.
14
Tocqueville, Alexis de. 2020. La democracia en América. Fondo de Cultura Económica.
143
devastadores. Tampoco pareciera posible, por decirlo así, “cortar en dos”
la modernidad, y desechar la “parte maldita” y quedarnos con la “parte
buena” de la historia, con sus aspectos más liberadores. La modernidad
es Una y muchas a la vez. La crítica de la colonialidad muestra la existen-
cia de un patrón de poder global. Pero también, como hemos dicho, la
coexistencia de múltiples modernidades que han operado en paralelo, en
muchos casos, subvirtiendo justamente, la modernidad hegemónica. En
todo caso se trata, como sugiere Grüner en el texto que mencionamos
anteriormente, de mantenerse, de mantenernos en y de habitar la tensión,
el conflicto, la crítica. Se trata de pensar la modernidad junto y contra la
colonialidad: la modernidad como campo de batalla.
Por eso creemos que es posible, y necesario, una lectura crítica de la
modernidad que requiere una crítica de la colonialidad del poder/saber.
Llamaremos crítica de la colonialidad al conjunto de textos –y de voces, de
prácticas y de luchas– que han puesto, y siguen poniendo en cuestión la
“modernidad-colonial-capitalista-patriarcal-moderna”. Porque si bien es
cierto que existen distintas historias y diversas geografías (distintas expe-
riencias coloniales), es necesario al mismo tiempo constituir un diálogo
profundo entre esas distintas historias y esas distintas geografías, hacia
la conformación de una memoria internacional de los pueblos en sus lu-
chas contra las diversas formas de colonialismo. Una memoria anticolo-
nial que por eso mismo debe ser también necesariamente anti-capitalista
y anti-patriarcal y de raigambre fuertemente democrática.
Esta crítica de la colonialidad del saber/poder debe asumir tres
tareas fundamentales:
1. La crítica de la colonialidad del poder/saber supone un desplaza-
miento de la mirada, un cambio de perspectiva, que conlleva una crítica
de las visiones eurocéntricas de la modernidad como Una y homogénea,
y por lo tanto concebir la existencia, o mejor, la coexistencia de múltiples
modernidades en el mundo, cada una de ellas con sus respectivas histo-
rias y especificidades.
2. En segundo lugar, la crítica de la colonialidad del poder/saber implica
la recuperación de conocimientos ancestrales, de “saberes sometidos”
y de luchas contra las diversas formas del colonialismo y la colonialidad
que han sido silenciados como efecto mismo de la colonialidad.
3. Finalmente, la crítica de la colonialidad del poder/saber requiere un
pensamiento y una acción, una nueva filosofía de la praxis que conduzca a
una descolonización de los Estados, la economía, la sociedad y la cultura:
recobrar la autonomía o el autogobierno del pueblo como nueva forma
de la vida en común.
144
Meditaciones sobre el barroquismo
Bolívar Echeverría
145
que comienza a levantarse sobre las ruinas enterradas de una edad anterior,
edad de la afirmación humana como hazaña desprotegida ante la muerte.
Se resiste al surgimiento de esa España cuya santa patrona sería –según
Unamuno– su propia sobrina, Antonia Quijano, dechado de cordura y rea-
lismo, manipuladora de curas, barberos y bachilleres, enemiga de la poesía,
la misma que, ya en el siglo XX, espantada ante la amenaza comunista, co-
bijará el pedido de auxilio al generalísimo Franco. Don Quijote, esto es, la
locura de Alonso Quijano es para Unamuno el resultado de la resistencia de
este hidalgo al enterramiento de la España heroica inspirada por el “senti-
miento trágico de la vida”, la España abierta al mundo y a la aventura.
La “locura” de Alonso Quijano consiste en la construcción de una rea-
lidad imaginaria, diseñada según el mundo descrito y codificado por la lite-
ratura caballeresca; de lo que se trata, para él, es de poner allí en escena o
de teatralizar el mundo real de su sobrina, del cura, del bachiller Carrasco,
el mundo de la realidad que le rodea y abruma, y cuya esencia consiste,
según Unamuno, en la anulación de la realidad profunda de España, que
sería una realidad heroica y trágica. Si Alonso Quijano se embarca en esta
teatralización es porque la realidad de ese mundo realista le duele y le es
insoportable, y porque sólo así, transfigurada en la representación, des-
realizada y trascendida, puesta en escena como una realidad diferente, le
resulta rescatable y vivible.
No es para huir o escapar de la realidad, sino al contrario para “liberar-
la del encantamiento” que la vuelve irreconocible y detestable, que Alonso
Quijano se convierte en Don Quijote; no es para anularla sino para re-hacer-
la y revivirla, para “desfacer el entuerto” que se le hace a toda hora cuando
se la reduce a la realidad mortecina del entorno de Antonia Quijano.
La intención de esta ponencia es la de mostrar una singular homolo-
gía que puede establecerse entre el comportamiento ideado por Cervantes
para su personaje Don Quijote, por un lado, y un comportamiento social
todo menos que ficticio que se inicia en un cierto sector de la vida práctica
en la América de comienzos del siglo XVII, por otro.
La clave que permite reconocer esta homología y todo el conjunto de su-
gerencias y asociaciones que viene con ella es la de “lo barroco”, entendido
como ese “espíritu de época histórica” y de “orbe geográfico” propios del
mundo mediterráneo del siglo XVII, que ha sido tan intensa y profusamente
estudiado, al menos en su manifestación particular como realidad artística
y literaria.
Prácticamente todos los intentos de describir la obra de arte barro-
ca subrayan en ella, en calidad de rasgo característico y distintivo, su
“ornamentalismo”, pero un “ornamentalismo” que expresa en ella una
profunda “teatralidad”.
146
Cuando se plantea la pregunta acerca de lo específico en el carácter
decorativo-teatral de las obras de arte barrocas –puesto que existen tam-
bién, por supuesto, otras decoraciones que no son barrocas (la del arte
mudéjar, por ejemplo)– pienso que es conveniente recordar una afirma-
ción que aparece en los Paralipomena de la teoría estética de Theodor
Adorno. La afirmación es la siguiente: “Decir que lo barroco es decora-
tivo no es decir todo. Lo barroco es decorazione absoluta; como si ésta
se hubiese emancipado de todo fin y hubiese desarrollado su propia ley
formal. Ya no decora algo, sino que es decoración y nada más”.
Adorno apunta hacia la paradoja encerrada en la decoración barroca.
Es una decoración que se emancipa de lo central en la obra de arte, de
su núcleo esencial, a cuyo servicio debe estar; pero que, sin embargo, al
mismo tiempo, no deja de ser una decoración, una serva, una ancilla de
aquel centro. Sin llegar a convertirse en una obra diferente o indepen-
diente en medio de la obra básica, permanece atada a ésta, como una
sutil pero radical transformación de la misma, como una propuesta com-
pletamente diferente de la que está realizada en lo que ella es a primera
vista. Sólo se distingue de una decoración simple, es decir, no absoluta o
no barroca, en la manera de su servicio, en el modo de su desempeño: un
modo exagerado de servir, re-conformador de aquello que recibe el ser-
vicio. El modo absoluto en que está decorado lo esencial cuando se trata
de una obra de arte barroca es un modo que no tiende a aniquilarlo, sino
solamente a superarlo; que no lo anula o destruye, sino que únicamente
lo trasciende. Aquello que afirma y desarrolla su ley formal propia, autó-
noma, en el interior mismo de la ley central de la obra de arte no consiste
en otra cosa que en este modo peculiar del decorar, del preparar lo esen-
cial para que aparezca de mejor manera a la contemplación.
El juego de los pliegues que esculpe Bernini como decoración de
apariencia inocente en el hábito de su famosa Santa Teresa (un juego que
es incluso más elaborado en el de su Beata Ludovica), introduce en la
representación de la experiencia mística que se encuentra en estas obras
una subcodificación que permite descubrir, por debajo de la estrechez
ascética, la substancia sensorial, corpórea o mundana de dicha experien-
cia. De esta manera, sin abandonar el motivo cristiano, la capilla Cornaro
(en el templo de Santa Maria della Vittoria), donde puede contemplarse
el grupo escultórico de la Santa Teresa, se transfigura subrepticiamente
en un lugar de estetización pagana e incluso anti-cristiana de la vida.
Sin embargo, como dije anteriormente, lo ornamental de la obra de
arte barroca sólo es el aspecto más evidente de un rasgo suyo que la ca-
racteriza de manera más determinante. La afirmación de Adorno acerca
de la decorazione assoluta del barroco debería según ésto re-escribirse
147
o parafrasearse a fin de que mencione no sólo una decoración absoluta
sino una teatralidad absoluta de la obra de arte barroca. La afirmación
sería entonces está: “decir que lo barroco es decorativo no es decir todo.
Lo barroco es messinscena assoluta; como si ésta se hubiese emancipado
de todo servicio a una finalidad teatral (la imitación del mundo) y hubie-
se creado un mundo autónomo. Ya no pone en escena algo (esa imita-
ción), sino que es escenificación y nada más”.
La teatralidad inherente a la obra de arte barroca sería entonces una
teatralidad específicamente diferente, precisamente una teatralidad ab-
soluta, porque, en ella, la función de servicio respecto de la vida real, que
le corresponde al acontecer escénico en cuanto tal, ha experimentado
una transformación decisiva. En efecto, sobre el espacio circunscrito por
el escenario, ha aparecido un acontecer que se desenvuelve con autono-
mía respecto del acontecer central y que lo hace sin embargo, parasitaria-
mente, dentro de él, junto con él; un acontecer diferente que es toda una
versión alternativa del mismo acontecer.
En el arte barroco, incluso las obras arquitectónicas, que están con-
formadas con materiales de larga duración, tienen la consistencia formal
del arte efímero. Las obras del arte barroco son obras cuyo efecto sobre el
receptor debe imponerse a través de una conmoción inmediata y fugaz, a
través de un shock psíquico. Esta experiencia introductoria es la experien-
cia de lo paradójico, es decir, la experiencia de una crisis de la percepción.
El carácter absoluto de lo ornamental-teatral –que distingue a la obra de
arte barroca, según Adorno– se vuelve manifiesta en esta perturbación
inicial –profunda pero pasajera– del equilibrio psíquico en el receptor.
Así, por ejemplo, ¿cuál de los dos mundos, percibidos con igual verosimi-
litud por Segismundo en La vida es sueño, de Calderón de la Barca, es el
efectivamente real y cuál el solamente soñado? ¿El del encierro en la torre
o el de la corte del rey? La convicción perturbadora de la ambivalencia de
ambos mundos, dice Gracián, haciendo explícita la idea de Calderón de la
Barca, es el primer paso de la peculiar sabiduría barroca. En todo tipo de
representaciones, incluso en aquellas que no necesitan directamente de
un escenario, como la estetización poética, por ejemplo, al arte barroco
le importa enfatizar lo teatral, lo escenográfico; y ello, porque la esceni-
ficación absoluta que él pretende alcanzar parte del presupuesto de que
todo artista tiene de por sí la función de un hombre de teatro, de un actor.
En esencia, el pintor, el poeta serían hombres de teatro, sólo que su obra,
el resultado de su acto de representación, se habría separado espacial y
temporalmente de la realización del mismo y lo habría “sobrevivido”.
¿Qué es entonces lo que hace, cuando se trata del arte barroco,
que esta teatralidad que domina en todas las obras artísticas, sea una
148
teatralidad propiamente absoluta, una messinscena assoluta? La respues-
ta se encuentra tal vez en la “estrategia melancólica de trascender la
vida”, propia de Don Quijote. Para él, la consistencia imaginaria del mun-
do transfigurado poéticamente –del mundo escenificado con la ayuda
de las novelas de caballería– se ha vuelto, como mundo de la vida, mil
veces más necesaria y fundamentada que la del mundo real del imperio
de Felipe II, mundo necesario en virtud del oro y basado en la fuerza de
las armas.
La messinscena assoluta es aquella en la que el servicio de represen-
tar –de convertir al mundo real en un mundo representado– se cumple
de manera tal, que desarrolla él mismo una necesidad propia, una “ley
formal” autónoma, que es capaz de alterar la representación del mundo
mitificado en la vida cotidiana hasta el punto en que lo convierte en una
versión diferente de sí misma.
Al descubrir una legalidad propia, una necesidad o una “naturalidad”
en algo tan falto de fundamento, tan contingente e incluso improvisado
como es un mundo puesto en escena, la teatralidad absoluta invita a
invertir el estado de cosas y a plantear, al mismo tiempo, la legalidad del
mundo real como una legalidad cuestionable; descubre que ese mundo
es también, en el fondo, esencialmente teatral o escenificado, algo que
en última instancia es también, él mismo, contingente, arbitrario.
Más que a través de la realización de una “copia creativa” del arte
europeo, más que en una importación enriquecedora de lo importado,
lo barroco se gestó y desarrolló inicialmente, en América, en la construc-
ción de un ethos social propio de las clases bajas y marginales de las ciu-
dades mestizas del siglo XVII y XVIII. Lo barroco se desarrolló en América
en medio de una vida cotidiana cuya legalidad efectiva implicaba una
transgresión de la legalidad consagrada por las coronas ibéricas, una cu-
riosa transgresión que, siendo radical, no pretendía una impugnación de
la misma; lo hizo sobre la base de un mundo económico informal cuya
informalidad aprovechaba la vigencia de la economía formal con sus lí-
mites estrechos. Y lo barroco apareció en América primero como una
estrategia de supervivencia, como un método de vida inventado espon-
táneamente por aquella décima parte de la población indígena que pudo
sobrevivir al exterminio del siglo XVI y que no había sido expulsada hacia
las regiones inhóspitas.
Una vez que las grandes civilizaciones indígenas de América habían
sido borradas de la historia, y ante la probabilidad que dejó el siglo XVI
de que la empresa de la Conquista, desatendida ya casi por completo
por la corona española, terminara desbarrancándose en una época de
barbarie, de ausencia de civilización, esta población de indios integrados
149
como siervos o como marginales en la vida citadina virreinal llevó a cabo
una proeza civilizatoria de primer orden.
Para finales del siglo XVI, el primer poeta castellano nacido en México,
Francisco de Terrazas, recrimina así a la Nueva España:
Madrastra nos has sido rigurosa,
y dulce madre pía a los extraños;
con ellos de tus bienes generosa,
con nosotros repartes de tus daños.
Ingrata patria, adiós, vive dichosa
con hijos adoptivos largos años,
que con tu disfavor, fiero, importuno,
consumiendo nos vamos uno a uno.
Y es que a finales del siglo de la Conquista, los españoles nacidos en
América, los criollos, se sentían repudiados por España. La carrera de
Indias, los convoyes navales con escolta militar, habían comenzado a
disminuir en volumen y en frecuencia; el interés de Europa por la plata
americana había comenzado a descender; el cordón umbilical que unía
a la Europa europea con la Europa americana se adelgazaba, privando
a ésta última de los nutrientes civilizatorios que le eran indispensables,
amenazando con dejarla a la deriva.
Rescatar a la vida social de la esta amenaza de barbarie que venía jun-
to con ese repudio y abandono, y que se cernía no sólo sobre los criollos
sino sobre toda la población del llamado “nuevo mundo”, se había vuelto
un asunto de sobrevivencia. Y fue precisamente la parte indígena de esa
población, descendiente de los vencidos y sometidos en la Conquista,
la que emprendió en la práctica, espontáneamente, sin pregonar planes
ni proyectos, la reconstrucción de una vida civilizada en América, la que
impidió que se marchitara la nueva civilización impuesta por los conquis-
tadores. Para hacerlo, y ante la imposibilidad manifiesta de reconstruir
sus mundos antiguos –tan ricos y complejos como fueron, pero a la vez
tan frágiles–, reactualizó el recurso mayor de la historia de la civilización
humana, que es la actividad del mestizaje cultural, instaurando así el que
habría de ser el primer compromiso identificador de quienes más tarde
se reconocerán como latinoamericanos. Llevó a cabo, no un traslado o
prolongación de la civilización europea –ibérica– en América, sino toda
una repetición o re-creación de la misma.
Los indios citadinos, desarraigados de sus comunidades de ori-
gen, que habían llegado para trabajar en la construcción de templos,
150
conventos, calles y mansiones y que se habían asentado en las ciudades
como empleados, artesanos, criados y trabajadores no especializados,
dejaron que los restos de su antiguo código civilizatorio que habían que-
dado después del cataclismo de la conquista, fuesen devorados por el
código civilizatorio vencedor de los europeos. En otras palabras, los in-
dios indispensables en la existencia de las nuevas ciudades permitieron
que fuera el modo europeo de subcodificar y particularizar aquella sim-
bolización elemental con la que lo humano se autoconstruye al construir
un cosmos dentro del caos, el que prevaleciera sobre el modo antiguo de
sus ancestros, que se volvía cada vez más desdibujado y lejano. Es decir,
dejaron que, sobre sus lenguas originarias se estableciera la lengua de
los europeos, la manera propia de éstos de volver decible lo indecible, de
dar nombre y sentido a los elementos del cosmos.
Pero lo más importante y sorprendente de todo esto es que fueron
los mismos indios quienes asumieron la agencia o sujetidad de este pro-
ceso, su ejecución; hecho que llevó a que éste se realizara de una manera
tal, que lo que esa re-construcción iba reconstruyendo resultaba ser algo
completamente diferente del modelo que pretendía reconstruír. De ella
resultaba una civilización occidental europea retrabajada en el núcleo
mismo de su código precisamente por los restos sobrevivientes de ese
código civilizatorio indígena que esa civilización tenía que asimilar para
poder ser revivida. Jugando a ser europeos, no copiando las cosas o los
usos europeos, sino imitando el ser europeo, simulando ser ellos mis-
mos europeos, es decir, repitiendo o “poniendo en escena” lo europeo,
los indios asimilados montaron una muy peculiar representación de lo
europeo. Era una representación o imitación que en un momento dado,
asombrosamente, había dejado de ser tal y pasado a ser una realidad o
un original: en el momento mismo en que, ya transformados, los indios
se percataron de que se trataba de una representación que ellos ya no
podían suspender o detener y de la que, por lo tanto, ellos mismos ya no
podían salir; una “puesta en escena absoluta”, que había transformado
el teatro en donde tenía lugar, permutando la realidad de la platea con
la del escenario.
Al llevar a cabo esta “puesta en escena absoluta”, esta representa-
ción barroca, los indios que mestizan a los europeos mientras se mesti-
zan a sí mismos vienen a sumarse a todos aquellos seres humanos que
pretendían en esa época construir para sí mismos una identidad propia-
mente moderna, sobre la base de la particularización capitalista de la
modernidad. Y viene a sumarse, específicamente a uno de esos intentos
de construcción de una identidad moderna, al que aparece ya a finales
del siglo XV en Italia y en la península ibérica y que conocemos como el
151
“ethos barroco”. En efecto, la aceptación indígena de una forma civili-
zatoria ajena, como una aceptación que no sólo la transforma sino que
la re-conforma, sigue la misma peculiar estrategia barroca que adoptan
ciertas sociedades de esa época en la interiorización de la modernidad
capitalista, que impone el sacrificio de la forma natural de la vida –y de
los valores de uso del mundo en que ella vive– en bien de la acumulación
de la riqueza capitalista. Así como esta variedad barroca de la humani-
dad moderna acepta ese sacrificio convirtiéndolo en una reivindicación
de segundo grado de la vida concreta y de sus bienes, así también, su-
mándose a ella, los mestizos americanos han aceptado el sacrificio de
su antigua forma civilizatoria, pero haciendo de él, al construir la nueva
civilización, un modo de reivindicarla.
A diferencia de la puesta en escena de sí mismo como Don Quijote,
que hace Alonso Quijano cuando transfigura imaginariamente la mise-
ria histórica de su mundo para sobrevivir en él, la estancia de los indios
citadinos de América en ese otro mundo soñado, tan extraño para ellos,
el de los europeos, que los salva también de su miseria, es una estan-
cia que no termina. No despiertan de su sueño, no regresan al “buen
sentido” no se “despeñan en el abismo de la sensatez” o “mueren a la
cordura de la vida”, como dice Unamuno que hace Alonso Quijano al re-
negar del Quijote el día de su muerte; no vuelven de ese otro mundo re-
producido, representado, sino que permanecen en él y se hunden en él,
convirtiéndolo poco a poco en su mundo real. Se trata, por lo demás, de
una representación dentro de la cual nacieron los “españoles criollos”,
con los “esplendores y las miserias” del mundo virreinal, manifiestos de
manera tan rica, aguda y exquisita en su arte y su literatura, y dentro de
la cual nosotros, los latinoamericanos de hoy, después de tantos siglos,
nos encontramos todavía.
Como la de Don Quijote en su “locura”, la puesta en escena de esos
indios fue y sigue siendo, de acuerdo a la definición que Adorno sugiere
de lo barroco, una “puesta en escena absoluta”.
Sostenido en el aire, es decir, contingente, sin fundamento en ningu-
na identidad “natural”, ancestral, el mundo latinoamericano, improvisa-
do desde comienzos del siglo XVII por los indios vencidos y sometidos en
las ciudades de Mesoamérica y de los Andes, es un mundo plenamente
moderno: nació con la modernidad capitalista y se desarrolló dentro de
una de sus modalidades. La identidad que se afirma en el mundo latino-
americano es una identidad que reivindica el mestizaje como el modo
de ser de la humanidad universalista y concreta: recoge y multiplica toda
posible identidad, siempre y cuando ésta, en su defensa de un compro-
miso de autoafirmación, no ponga como condición de su propia cultura
152
la cerrazón ante otros compromisos ajenos, el rechazo –sea éste hostil o
sólo desconocedor– de otras identidades diferentes.
3
Publicado original: Ponencia presentada en el Symposium Moving Worlds of the Baroque
en la University of Toronto, Canadá, realizado del 11 al 13 de octubre de 2007. Publicado
por primera vez en esta web bajo una licencia Creative Commons 2.5: http://bolivare.
unam.mx/ensayos/el_guadalupanismo_y_el_ethos_barroco
153
su “guadalupano” de este catolicismo no parece traer consigo solamente
una alteración superficial, idiosincrática y por tanto inofensiva del catoli-
cismo dominante; no parece consistir solamente en un uso peculiar del
código católico ortodoxo que pese a ciertas divergencias lo dejaría intac-
to, sino, por el contrario, en un uso del mismo que implica la introduc-
ción en él de fuertes rasgos de una “idolatría”, que no por vergonzante
es menos substancial o radical, pues trae consigo la configuración de un
catolicismo alternativo “que no se atreve a decir su nombre” (o al que no
le conviene decirlo).
El catolicismo guadalupano es un catolicismo exageradamente ma-
riano que lleva en cuanto tal una peculiar idolatría en su seno. La práctica
del culto mariano implica en efecto una negación de la síntesis monoteís-
ta que está en el dogma de la Santísima Trinidad, del Dios uno y trino,
síntesis que es asumida sólo de una manera formal o no interiorizada.
Lo que se asume realmente en su lugar es el orden de un panteón multi-
polar: María es una diosa, como lo es Cristo Jesús y lo es Dios Padre y el
Espíritu Santo y como lo son tantos otros santos mayores y menores; una
constelación “politeísta” de configuración cambiante según los lugares
de culto y las épocas.
En la cúspide o en lo hondo de lo sobrenatural abstracto o incorpó-
reo, tan alto o tan lejano que es prácticamente inalcanzable –y que por
ello sólo “cuenta” terrenalmente en última instancia, en situaciones cata-
clísmicas– está Dios Padre, acompañado del Espíritu Santo. En un plano
central, de densidad concreta intermedia, se encuentra el dios Salvador,
Cristo Jesús. En el plano inferior o más cercano a los mortales, que en la
jerarquía formal sería el menos sobrenatural –aunque informalmente o
en la realidad sea el más decisivo por estar en el trato efectivo con los hu-
manos, está María, la “madre de Dios” y “Madre nuestra”. En medio de
los humanos, en contacto directo con ellos, se despliega toda la conste-
lación de santos mayores y menores, de beatos y almas ejemplares, dota-
dos de una sobrenaturalidad concreta, que, con su poder limitado, cum-
plen la función de ángeles, pues escuchan las necesidades apremiantes
de ayuda milagrosa y tramitan de ellas las más graves hacia instancias
superiores, más sutiles e impenetrables.
El cielo o panteón cristiano ha sufrido en el catolicismo mariano un
re-centramiento substancial. La figura determinante, es decir dominante,
así no lo sea en términos absolutos como Dios Padre, sino sólo en térmi-
nos “de excepción”, ha pasado a ser la figura de la Virgen María. Diosa
central mientras dura una “coyuntura” indefinida que, de tanto serlo, re-
sulta a fin de cuentas un estado permanente, María es la “Emperatriz del
cielo, hija del Eterno Padre”.
154
El propósito de mi intervención en este Coloquio es argumentar en
torno a la afirmación de que la identidad barroca que ha asumido una
buena parte de la población latinoamericana a lo largo de considerables
períodos de sus historia –identidad que se ha hecho manifiesta no sólo en
las magníficas obras de su arte y su literatura sino ante todo en sus usos
lingüísticos y en las formas de su vida cotidiana y su política– tiene su
origen ya en el siglo XVI, en una forma de comportamiento inventada es-
pontáneamente por los indios que sobrevivieron en las nuevas ciudades,
después de que sus padres fueron vencidos en la conquista de América
por la Europa ibérica; forma de comportamiento que originándose sobre
todo en México y en el Perú, se afianzará y generalizará por toda América
en los siglos XVII y XVIII. Precisando esa afirmación quisiera insistir en la
idea de que esta forma barroca de comportamiento –que habría tenido
a Malintzin, la “lengua” de Cortés, como precursora– se manifiesta de
manera inicial pero ya claramente distinguible justo en esa peculiar exa-
geración del culto católico mariano que se encuentra específicamente en
el “guadalupanismo” de los indios mestizos y de los criollos mexicanos
ya a partir del siglo XVI.
Como es comprensible, la discusión en torno a la religiosidad guada-
lupana ha dado lugar no sólo en México a una inmensa producción de
libros y artículos, a toda una copiosa bibliografía que llena y sigue llenan-
do más y más anaqueles, bibliotecas enteras. Quisiera tocar aquí sola-
mente dos de estos textos, el primero y el hasta ahora último de los más
importantes en esta ya inabarcable literatura. Me refiero, por supuesto,
al Nican mopohua del indio del siglo XVI Antonio Valeriano y a Destierro de
sombras, del criollo del siglo XX Edmundo O’Gorman.
La primera pieza de la literatura guadalupana es el breve y delicado
texto de la relación del aparecimiento de la Virgen Maria al indio ma-
cehual Juan Diego; relación conocida como el Nican mopohua (Aquí se
relata) y redactada en 1556 como es ya reconocido por todos, por Antonio
Valeriano, un indio cultivado –sin ser pilli o noble de nacimiento– en el
famoso Colegio de Tlaltelolco, discípulo aventajado de Fray Bernardino
de Sahagún, el autor de la gran Historia general de las cosas de la Nueva
España. (El Nican mopohua fue publicado sólo en 1649 por Luis Lasso de
la Vega. Su manuscrito se conserva actualmente en la Biblioteca Pública
de Nueva York).
Siguiendo a Miguel León Portilla,4 se puede decir que el Nican mopo-
hua presenta algo así como cuatro capítulos. El capítulo inicial relata el
primer aparecimiento de la Virgen María al indio Juan Diego y reproduce
4
León-Portilla, Miguel. 2000. Tonantzin Guadalupe Pensamiento Náhuatl y Mensaje Cristiano
en el “Nican Mopohua”. Fondo de Cultura Económica, p. 83.
155
los primeros diálogos entre los dos, en los que ella hace de él su mensa-
jero para que transmita a las autoridades religiosas su deseo de tener un
santuario en el cerro del Tepeyac; cuenta además el fracaso de su prime-
ra gestión con Zumárraga, el “gobernante de los sacerdotes”. El capítulo
siguiente refiere el segundo encuentro de Juan Diego con la Virgen donde
le comunica su fracaso, que él atribuye a la humildad de su persona, y
le pide que envíe en lugar suyo a gente de valía y distinción, sólo para
recibir de ella la orden de volver e insistir ante el prelado, puesto que su
voluntad es que su embajador sea precisamente él, el indio humilde, y no
otros de rango elevado. El tercer capítulo cuenta el segundo encuentro
de Juan Diego con el obispo Zumárraga y la exigencia que éste pone de
una prueba del aparecimiento y la voluntad de la Virgen; reproduce el
tercer intercambio de la Virgen con Juan Diego, al que, después de recon-
fortar con la curación de su tío gravemente enfermo, envía nuevamente
a San Francisco portando la milagrosa prueba de unas flores imposibles.
El último capítulo relata el cumplimiento de esta orden “y cuanto ocurre
entonces en el palacio del prelado: los diálogos finales y el que se descri-
be como desenlace, el portento de la imagen de la Virgen, dejada por las
flores en la tilma de Juan Diego”.
Muchos son los aspectos y detalles admirables e interesantes de esta
bella relación escrita por Valeriano, pero de todos ellos sólo quisiera lla-
mar la atención sobre los cinco siguientes:
Primero, el deseo aparentemente “caprichoso” de la Virgen María
de aparecerse precisamente allí donde había estado el lugar de culto
de Tonantzin y de insistir en que sea allí, “en la cumbre del cerrito del
Tepeyac”, donde se le construya su santuario, su “casita divina”, como
ella lo llama. Segundo, la decisión enfáticamente significativa de apare-
cerse a un indio macehual, Juan Diego, un pobre y sencillo fiel recién con-
vertido al cristianismo, y de hacer de él su mensajero, y no de un miembro
“conocido, reverenciado, honrado” de la nobleza indígena, cristianizada
por conveniencia. “No falta gente de rango entre los servidores míos, en-
tre mis mensajeros, a los que pueda encargar que lleven mi aliento, mi
palabra. Pero es muy necesario (de todo punto preciso) que vayas tú, que
con tu mediación se cumpla (que gracias a ti se realice) mi querer, mi
voluntad”. Tercero, su autodefinición como “madrecita compasiva” de
naturales y españoles, “de todos los hombres que vivís juntos en esta tie-
rra”, como consoladora de los afligidos (consolatrix afflictorum), bienhe-
chora y enderezadora de entuertos (virgo potens). Cuarto, su decisión de
plasmarse milagrosamente a sí misma como imagen en la tosca tilma de
Juan Diego, teniendo como testigo al nuevo obispo franciscano, Juan de
Zumárraga. “Y extendió luego su blanca tilma en cuyo hueco estaban las
156
flores. Y al caer al suelo las variadas flores como las de Castilla, allí en su
tilma quedó la señal, apareció la preciosa imagen de la en todo doncella
Santa María, su madrecita de Dios, tal como ahora se halla, allí ahora se
guarda, en su preciosa casita, en su templecito, en Tepeyácac, donde se
dice Guadalupe”.
De entre todos los detalles del relato cabe subrayar la carga meta-
fórica que se insinúa claramente en la mención de la cumbre del cerrito
del Tepeyácac –el lugar de la aparición de la Virgen– como una tierra
muy especial, en donde, siendoles ajena, son capaces de florecer incluso
a destiempo “flores como las de Castilla”: en donde lo europeo –así lo
sugeriría la metáfora–, pese a toda inconveniencia, puede renacer entero.
Veinte años después de la caída de Tenochtitlán, los indios ha-
bían renovado “en todo su esplendor idolátrico –escribe O’Gorman–5
la antiquísima costumbre de su periódico peregrinaje desde lejanas
tierras al cerro del Tepeyac”. Pero era un peregrinaje que no lo hacían
ya, como antes, para venerar a Tonantzin sino para adorar a la Virgen
María. ¿Qué había sucedido? Los indios habían sido convertidos o se
habían convertido al cristianismo. A un cristianismo que ellos preten-
den practicar de manera ortodoxa pero que no puede ocultar distintas
supervivencias “idolátricas”.
El cristianismo puro, castizo u ortodoxo resultaba incompatible con la
vida real de los indios, lo mismo en la ciudad que en el campo. Adoptarlo
implicaba, paradójicamente, ser rechazados inmediatamente por él, con-
denados al sufrimiento eterno como castigo por su incapacidad de prac-
ticarlo adecuadamente. Y es que, en efecto, esa vida real resultaba para
ellos invivible sin el recurso a algún elemento técnico propio, sin un cul-
tivo aunque sea de baja intensidad de los usos y costumbres ancestrales,
sin la insistencia en un mínimo de identidad propia; insistencia que, a su
vez, equivalía a una fidelidad recalcitrante a la “idolatría” y que llevaba
así a un estado de pecado mortal. Por otro lado, cerrando la pinza de un
dilema dramático, deshacerse de ese mínimo identitario, convertirse en
cristianos puros, implicaba para ellos algo así como una “sustitución del
alma”, un hecho que sólo puede darse mediante el paso por un estado
transitorio de “vacío de alma”, por una especie de muerte; implicaba un
dejar de ser humano, un incapacitarse incluso para aceptar y adoptar
libremente el cristianismo.
Para volverse cristiano (que es para él una condición de su supervi-
vencia física), es decir, no para desaparecer o morir como americano y ser
5
O’Gorman, Edmundo. 1986. Destierro de sombras. Luz en el origen de la imagen y culto
de nuestra señora de Guadalupe del Tepeyac. Universidad Nacional Autónoma de México,
p. 139.
157
sustituido por la copia de un europeo, sino para pasar a ser europeo sin
dejar de ser americano, el indio que se auto-españoliza tiene que ejercer
un trabajo de transformación estructural de ese cristianismo que las cir-
cunstancias lo compelen a interiorizar: debe re-crearlo haciendo de él un
cristianismo capaz de aceptarlo como un ser humano que, aun vencido y
subyugado, se identifica concretamente por sí mismo en la asunción de
su derrota; re-hacerlo como un cristianismo que integre positivamente
su obligada auto-negación religiosa.
Por esta razón, puede decirse que el cristianismo de los indios ma-
cehuales recién convertidos estaba llamado a actualizarse como un
cristianismo enfáticamente mariano. Debía dejar intacto, en el plano
más profundo y distante del cielo, al Dios uno y trino del esquema or-
todoxo del mito católico –cuya vigencia lo expulsaría sin más trámite a
los infiernos–; ser un cristianismo cuya religiosidad permanezca en un
plano celestial anterior, absorbiendo toda su fe y su observancia ritual.
Este plano más asequible de lo celestial presupone al primero y esotéri-
co, pero lo relativiza a fin de que ciertos pecados mortales puedan ser
disimulados o “puestos entre paréntesis” en el balance del juicio final,
pecados como, ante todo, el que está implicado en la fidelidad a un mí-
nimo de identidad no-occidental. Se trata de ese plano o círculo celestial
más cercano y menos exigente en donde reina la Virgen María. Es difícil
encontrar un ejemplo más claro del comportamiento barroco que se ex-
tenderá en las sociedades latinoamericanas desde el siglo XVII que el de
esta alteración de la religiosidad cristiana llevada a cabo por los indios
guadalupanos de México en el siglo XVI.
En efecto, podemos localizar –siguiendo una pista de Theodor
Adorno– la esencia de lo barroco en la “teatralidad absoluta” de una
representación, en el carácter de aquellas representaciones del mundo
que lo teatralizan con tal fuerza que su “realidad” virtual o vigencia ima-
ginaria llega a volverse equiparable a la realidad “real” o vigencia objeti-
va del mismo. Y lo podemos hacer teniendo en cuenta no sólo las obras
de arte reconocidas como barrocas, en las que la “teatralidad absoluta”
resulta evidente, sino también el comportamiento barroco que se extien-
de sobre Europa viniendo del sur, en la segunda mitad -la mitad llamada
“contrarreformista”- del siglo XV. La vida terrenal del ser humano, defi-
nida por el orden establecido –por el cristianismo– como un ascenso a
la salvación, como una vida dotada de un sentido positivo, es vivida por
muchos de los cristianos escépticos de la época moderna de una manera
barroca. Obligados por las circunstancias, viven la vida como si ella fuera
en efecto lo que dice su definición; viven una representación de esa vida
sobre el theatrum mundi, sólo que, al hacerlo, se interiorizan tanto en ella,
158
que la convierten en una “representación absoluta” dentro de la cual
aparece un sentido diferente y autónomo para la vida.
Los indios americanos integrados en la vida citadina de sus vencedo-
res y conquistadores ibéricos, antes ya de tomar sobre sí en la práctica,
en el siglo XVII, la tarea de reconstruir a su manera la civilización europea
–empresa espontánea e informal en la que comprometieron a los espa-
ñoles americanos–, ya en el siglo XVI, refuncionalizaron lo europeo me-
diante un comportamiento barroco: reinventaron el cristianismo católico
al trasladarlo a una representación o “teatralización absoluta”, la del ca-
tolicismo guadalupano, en la que ellos se perdían a sí mismos al tiempo
que clausuraban también todo retorno al catolicismo “de la realidad”,
ortodoxo y castizo.
En el siglo XVII, los teólogos jesuitas reunidos por Brading en su edi-
ción de Siete sermones guadalupanos6 tomarán por su cuenta y llevarán
a extremos delirantes esta conmoción teológica iniciada en la práctica
por los macehuales cuando (aceptando y al mismo tiempo rebasando la
evangelización de Fray Juan de Zumárraga en 1531) sustituyeron el culto
a sus dioses antiguos con el culto a unos peculiares dioses cristianos
reconstruidos por ellos.
No es necesario encomiar o encarecer la magnitud e importancia del
hecho histórico que está en juego en el mestizaje de identidades huma-
nas favorecido por el ethos barroco que se gestó en la vida práctica de las
clases bajas y marginales de las ciudades americanas de la época virrei-
nal, mestizaje del cual el guadalupanismo es una muestra temprana y
clara. La modernidad de la vida civilizada es y seguirá siendo impensable
sin la emancipación de esa interpenetración identitaria comenzada en-
tonces por los indios americanos.
El gran acierto de Edmundo O’Gorman, el más original y agudo his-
toriador de los orígenes del guadalupanismo, está en haber reconocido
el acontecimiento de este novum histórico en la América posterior a la
conquista ibérica: un acontecimiento que, como él reconoce, “vino a en-
riquecer el escenario de la historia universal” con la introducción de una
“nueva modalidad” de ser humano, de una humanidad moderna con su
propio sujeto histórico.7
Si hay algún error en su relato histórico, éste se presenta en la ubica-
ción e identificación que su autor hace del portador de esa nueva sujeti-
dad histórica. Según O’Gorman, éste se encuentra en la figura del “criollo
6
Brading, David (Comp.).1994. Siete sermones guadalupanos (1709-1765), Centro de Estudios
de Historia de México. Condumex.
7
O’Gorman, Edmundo. 1970. Meditaciones sobre el criollismo, día 29 de junio de 1970.
159
novohispano”. En mi opinión, equivoca al hacerlo la identidad de la figu-
ra histórica en la que esa nueva sujetidad se hizo presente: toma por tal
figura a la que sólo es un reflejo de ella, y no a ésta misma, al original. La
reconoce en la identidad histórica del español americano y no en la que
lo fue en realidad, la identidad del americano auto-españolizado: la de
los indios que sobrevivieron a la catástrofe de la conquista y, poniendo
en práctica un mestizaje identitario, supieron re-hacerse en medio de la
ciudad española. Es la nueva identidad “histórica” de estos indios mesti-
zados la que, mimetizándose en la identidad histórica” de los españoles
americanos, dio lugar a la figura del “criollo”, ese “nuevo Adán” que el
maestro O’Gorman prefiere poner en lugar de ellos.
O’Gorman centra su atención en la manipulación que, ya en un senti-
do ya en otro, los españoles hacen de la reciente fe cristiana de los indios;
se desentiende, sin embargo, de esta fe en cuanto tal. No ve en ella, en
este “incipiente guadalupanismo indígena” –como él mismo lo llama8–,
un ejercicio de sujetidad por parte de los indios, un acto realizado por
ellos mismos. Sólo la considera en tanto que material de una manipula-
ción, de la que, por supuesto, el sujeto sólo podían haber sido los espa-
ñoles en su naciente versión criolla. La fe de los indios sirve de material,
primero, a las distintas órdenes evangelizadoras interesadas en una cris-
tianización masiva y apresurada, ejemplificada por Fray Zumárraga (1531);
sirve después, veinte y cinco años más tarde, de material para los pre-
lados españoles acriollados, ejemplificados por el arzobispo Montúfar
(1556), en su conspiración para unificar la iglesia mexicana y quedarse de
paso con los diezmos.
Ya a comienzos del siglo XVII, como bien lo observa Serge Gruzinski,9
la “idolatría” no era un objeto de preocupación central para las autorida-
des de la corona. No necesitaba serlo, porque la población urbana de in-
dios, que es con la que ellas estaban en contacto y la que les interesaba, no
presentaba ya ninguna resistencia que se contrapusiera directamente a la
religiosidad católica. El grado de “idolatría” que presentaba su catolicismo
no rebasaba el nivel que era usual en las comunidades católicas mediterrá-
neas como resultado, en ellas, de la resistencia pagana a la cristianización.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la resistencia que los in-
dios habían ofrecido en el siglo XVI a la cristianización no fue sólo directa
o abierta –como en el caso de los “ídolos de linaje” o tlapialli o del to-
nalli (bautismo introductor) o de los ticitl o chamanes–, no fue sólo una
resistencia de contra-conquista o de mestizaje por absorción de lo otro,
8
O’Gorman, Edmundo. 1970. Destierro de sombras, op. cit., p. 60.
9
Gruzinski, Serge. 1988. La colonisation de l’imaginaire. Gallimard, p. 201.
160
lo europeo, sino que fue también una resistencia indirecta o escondida,
de “trans-conquista” o de mestizaje por infiltración en eso otro europeo.
Esta resistencia que resguarda la propia identidad quintaesenciándola
e inyectándola en la identidad aceptada como válida es la que se observa
en la creación indígena del guadalupanismo. Una resistencia, una “sorda
rebeldía”, como la llama O’Gorman, que él mismo disminuye sin embar-
go al interpretarla solamente como el resultado del “poderoso incentivo”
que era el “sentimiento de menoscabo” de los indios “al verse excluidos
de las prácticas y las pompas religiosas de los españoles, en las que ellos
deseaban participar”.10
En 1556, fray Francisco de Bustamante pronuncia un sermón, que cau-
sa gran escándalo en el auditorio y en la ciudad, en contra de la creciente
devoción, según él idolátrica, a la imagen de Guadalupe en el Tepeyácac,
“adorada allí como si fuera Dios” lo mismo por los naturales que por los
españoles, como el famoso “ganadero” español curado milagrosamente
por ella. Escándalo que el Arzobispo Montúfar aprovecha para promover
la “Información de 1556”, cuyo procurador, Juan de Salazar, deberá concluir
con la consideración de que es prudente censurar a Bustamante, y esto no
sólo porque la devoción, que reúne ya a todos, ha crecido desmesurada e
indeteniblemente, sino porque la devoción guadalupana resulta útil contra
la idolatría abierta, precristiana, a la que Salazar llama eufemísticamente
“excesos que la gente hacía antes de que se venerara a la Madre de Dios
en el Tepeyac”.
Bustamante comparte con Sahagún la justificada sospecha de que
hay una conspiración de los indios. De acuerdo al autor de la Relación, a
María no se le debe llamar “tonantzin” (“madre nuestra”), –la diosa que
junto a Totahtzin, “nuestro padre”, integra el ser del doble dios supremo
Ometeotl–, sino Teotl Inantzin (“madre de Dios”), dice Sahagún. Más mali-
cioso que Zumárraga (en 1531), para él (en 1576), el culto a la Guadalupana
intenta en verdad “paliar la idolatría debajo de la equivocación de este
nombre de Tonantzin”. Para el obispo Montúfar, en cambio, lo único que
hace la devoción por la Guadalupana es encauzar la religiosidad de los
indios por el buen camino (de la ortodoxia), cristianizarlos. Aunque es po-
sible también que percibiera que este efecto de la devoción guadalupa-
na iba acompañado por otro: “indianizaba” al cristianismo y lo invitaba
a “acriollarse”.
En verdad, como escribe Gabriel Zaid, puede decirse que si en todo
esto “hubo conspiración, ésta fue de los indios”.11 Fueron éstos quienes
10
O’Gorman, Edmundo. 1970. Destierro de sombras, op. cit., p. 148.
11
Zaid, Gabriel. 2002. Milagros certificados. Reforma, 27 de octubre de 2002.
161
propagaron los “prodigios obrados por una desconocida imagen usur-
padora del título de la antigua y venerada Guadalupe española”, como
dice O’Gorman.12 Pero la suya fue una curiosa “conspiración”; una cons-
piración practicada, no confabulada, y no urdida para hacerse de una
imagen sino para ceder una diosa a fin de crear otra. Robaron y se apro-
piaron del nombre y la fama de la Virgen española, pero enajenando a
cambio, al mismo tiempo, los de su propia diosa, la Tonantzin. No pre-
tendían hacer de la Guadalupana española la máscara de una Tonantzin
mexicana siempre viva; pretendían re-hacer a la Guadalupana con la
muerte de la Tonantzin, lograr que una diosa se recree o re-vitalice al
devorar a otra y absorber su energía sobrenatural.
Es en ese mismo año de 1556, y seguramente en conexión con la
estrategia concebida por el Arzobispo Fray Alonso Montúfar para
“acriollar” –en contra del interés de los evangelizadores franciscanos–
la nueva veneración indio-mestiza a la Guadalupana mexicana, que el
autor indio Antonio Valeriano escribe, en tecpilahtolli o lenguaje elevado,
el Nican mopohua.
Valeriano no piensa, como su maestro, que se trate de un simple
retorno a la idolatría; el culto guadalupano lo ve él como un recurso
que puede estar al servicio de una nueva y muy especial “ortodoxia”
católica. Al redactar la narración del aparecimiento mariano pretende
formalizar y “adecentar” un procedimiento de mestizaje de formas reli-
giosas que ya los indios macehuales habían empleado desde 1531, cuan-
do reconocieron un origen milagroso a la imagen que ellos, junto con el
evangelizador Fray Juan de Zumárraga, vieron plasmada sobre la tilma
de Juan Diego, imagen que exageraba alucinadamente el dibujo y los
colores que se distinguían en ella y que sólo eran las huellas dejadas
casualmente por las flores que había contenido, envolviéndolas y apre-
tándolas. Imagen, valga decir, que no es la que conocemos ahora, ya
que –como lo demuestra O’Gorman– ésta es también de 1556, cuando
la tilma fue sacada de su resguardo y expuesta en la ermita, y proviene
del intento que hizo el indio Marcos tal vez de re-pintar la original sobre
la vieja tela o de copiarla sobre otro lienzo sustituto, corrigiéndola y au-
mentándola, ateniéndose para ello a las descripciones españolas de la
imagen de Guadalupana.
Sólo la resistencia de su maestro en 1567, y el peligro que podía traer-
le el “doblar la rama demasiado” en defensa del nuevo culto llevarán
a Valeriano a retirar su proyecto, dejando para más tarde y para otros
la realización del mismo. (Al bachiller Miguel Sánchez en 1648, con su
12
O’Gorman, Edmundo. 1970. Destierro de sombras, op. cit., p. 104.
162
obra Imagen de la Virgen María Madre de Dios Guadalupe, y al capellán
del Santuario, Luis Lasso de la Vega, editor del Nican mopohua en 1649.)
En la redacción del Nican Mopohua coinciden dos proyectos de en-
frentar de manera igualmente barroca una situación de crisis ontológica
de identidad: el proyecto básico de los indios huérfanos de su mundo
aniquilado y el proyecto reflejo de los españoles expulsados del suyo.
Por ello, bien puede decirse que, paradójicamente, “el primer criollo” fue
precisamente un indio, Antonio Valeriano; “extraña contradicción” que
el propio O’Gorman reconoce explícitamente,13 pero que, en su unilate-
ralidad criolla, no atina a explicar.
13
Ibíd., p. 61.
163
Ethos barroco y codigofagia
165
revolución, sino un proceso civilizatorio que busca reconstituir el mun-
do con las herramientas de esa revolución (i.e. un tránsito discontinuo
entre la luz de la revelación al camino de la razón). Esto implica que lo
disponible en cada momento histórico o territorio, la “modernidad real-
mente existente” –ironiza Echeverría–, es el modo dominante de transi-
tar ese horizonte de emancipación, pero que, a su vez, está en constante
reformación por la resistencia de las sociedades tradicionales y de otras
alternativas reales.
En el estudio de la modernidad temprana debemos distinguir, en-
tonces, a la modernidad de la sociedad tradicional y, a su vez, a la mo-
dernidad capitalista de otras modernidades. Echeverría sugiere que la
diferencia de la constitución moderna del mundo de la vida con respecto
a la tradicional estriba en que a partir de la revolución neotécnica “la in-
teracción del ser humano y lo otro no está dirigida a la eliminación de
uno de los dos sino a la colaboración entre ambos para inventar o crear
precisamente dentro de lo Otro formas hasta entonces inexistentes en
él”.1 El combate con la naturaleza o la resistencia a los embates de la
fortuna, cambian súbitamente. El hombre puede descubrir en ella una
aliada y fraguar potencias hasta ese momento inexistentes para resolver
la escasez en la que habita.
La diferencia de la modernidad capitalista con otros proyectos gravita
en la contradicción irreconciliable que ésta plantea entre la dinámica de
la “forma social-natural” de la vida y la dinámica de la reproducción de la
riqueza como “valorización del valor”. O, como dice en La modernidad de
lo barroco, la contradicción entre el “proceso de trabajo y de disfrute refe-
rido a valores de uso” y “la reproducción de su riqueza, en tanto que es un
proceso de valorización del valor abstracto o acumulación de capital”.2
En este conflicto, el disfrute de las cosas debe sacrificarse una y otra vez
en la dinámica de acumulación de capital.
Este proceso moderno tiene, para Echeverría, un carácter esencial-
mente ambiguo. Esto es así porque “algo de lo viejo, alguna dimensión,
algún sentido de lo ancestral y tradicional queda siempre como insupe-
rable, como preferible en comparación con lo moderno”.3 Ahora, al re-
vés de como podría suponerse desde el cándido sentido común en el
que habitamos, para Echeverría lo moderno “realmente existente” no
sería la promesa de emancipación y lo tradicional un lastre que la hace
1
Echeverría, Bolívar. 2005. Un concepto de modernidad. Bolívar Echeverría: discurso crítico
y filosofía de la cultura. http://bolivare.unam.mx/ensayos/un_concepto_de_modernidad
2
Echeverría, Bolívar. 2000. La modernidad de lo barroco. Era. p. 168.
3
Echeverría, Un concepto de modernidad. op. cit.
166
imposible. La modernidad capitalista es esa ambigüedad y ambivalencia
en la que lo nuevo (la emancipación) no termina de aceptarse y se sigue
recurriendo a formas tradicionales para “obstaculizar la tendencia de
aquello que la despertó”.4
En sus escritos analiza, por ejemplo, el carácter sacrificial de la cultu-
ra capitalista. Si la revolución neotécnica abre la posibilidad de resolver
la escasez con la que la naturaleza amenaza a lo humano, la modernidad
capitalista no renuncia a la forma del sacrificio porque sus relaciones de
producción crean una nueva forma de escasez. Para hacer vivible esta
nueva condición recurre a la forma tradicional anterior del “sacrificio por
la comunidad”. La forma sigue siendo la misma, aunque el contenido
es radicalmente diferente. Como recoge Echeverría de la crítica marxia-
na, en la sociedad burguesa se han disuelto los lazos comunitarios y la
explotación de clase ya no tiene nada que ver con el reconocimiento y la
organización de las fuerzas propias como fuerzas sociales.5 El “sacrificio
por la comunidad” de los miembros de una clase para la acumulación del
capital sólo reproduce una relación de dominación: la capitalista.
En consecuencia, “realmente existente” también significa que dicho
horizonte de emancipación de lo humano ha quedado obturado por la
hegemonía de la respuesta capitalista a la revolución neotécnica. Desde
su perspectiva, la modernidad capitalista es más capitalista que moder-
na, en la medida en que cancela de un modo siempre renovado la eman-
cipación de lo humano.
A pesar de esa ambigüedad hay alternativas posibles: “de esta in-
consistencia de la modernidad realmente existente saldría precisamente
la capacidad de supervivencia que tienen las formas sociales arcaicas o
tradicionales”,6 pero también, la posibilidad de ensayar, explorar y actua-
lizar otros sentidos del horizonte de posibilidades abierto por esa revolu-
ción. En suma, la modernidad leída de este modo no es una configuración
histórica con un principio y un punto de arribo claros. Es decir, un proce-
so acabado que se reinicia constantemente en su despliegue centrífugo
hacia nuevas localizaciones. Como vimos, bajo el análisis de Echeverría
la modernidad aparece como el despliegue de las distintas reformacio-
nes de sí misma causadas por la resistencia de las culturas tradicionales,
pero también de los proyectos alternativos a la modernidad capitalista.
No obstante, de la ambigüedad de la modernidad tampoco se infiere
4
Idem.
5
Marx, Karl. 1982 [1844]. Sobre la cuestión judía. En Escritos de juventud (pp. 463-490).
Fondo de Cultura Económica, pp. 484
6
Echeverría, Un concepto de modernidad. op. cit.
167
que esta sea un proyecto inacabado cuyas falencias justifiquen una ma-
yor profundización. Al contrario, como es un conjunto de posibilidades y
no una totalidad (ni acabada ni por acabar), lo que resta por analizar es
cómo y por qué esas posibilidades han sido “exploradas y actualizadas
sólo desde una perspectiva y en un solo sentido”.7 La modernidad queda
siempre abierta, entonces, a otras escenificaciones en las que se actúen
diversas alternativas.
168
misma y su pasado, tienen que iluminar esas complejidades internas en
vez de ocultarlas.
Desde la perspectiva de Echeverría el desafío metodológico que lan-
za Marx adquiere un carácter particular. Al igual que en Marx, las catego-
rías de la sociedad burguesa han de servir para explicar las ruinas de un
pasado, pero el pasado que le interesa a Echeverría no es exclusivamen-
te el de esas sociedades o, al menos, el de la historia eurocéntrica que
dichas sociedades se cuentan de sí mismas. Cuando lo que queremos
hacer es pasar la mano a contrapelo tanto en el lomo de la continuidad
histórica como de la continuidad geográfica resulta fundamental tener
en cuenta las variaciones del proyecto de la modernidad capitalista en
sus planos sincrónico y diacrónico. En efecto, Echeverría subraya que la
historia de las sociedades modernas no tiene una validez universal. No
solo por una falta de linealidad temporal, sino también territorial. De allí
que, por ejemplo, analice la diferencia entre una modernidad noratlánti-
ca y otra mediterránea.
Repasemos, sucintamente, las claves de la lectura de la moderni-
dad capitalista que lleva a cabo Echeverría. En Modernidad y capitalismo
(15 tesis) sistematiza cinco fenómenos característicos (el humanismo, el
progresismo, el urbanicismo, el individualismo y el economicismo) pero
también (y más importante para nuestra investigación) calibra las varia-
ciones que se dan en el plano sincrónico y diacrónico.11
(i) El humanismo es, según Echeverría, la pretensión de la vida huma-
na de constituirse en el fundamento de la Naturaleza. Así, lo humano es
la medida de un orden en el que el arbitrio divino queda abolido por el
triunfo de la razón instrumentalista que vence al azar o la casualidad. No
obstante, agrega, aquel humanismo en nombre del cual se combate a
la barbarie se reduce progresivamente al racionalismo, a la instrumen-
talización técnica del mundo. De este modo, la naturaleza se convierte
en un “material pasivo e inerte, dócil y vacío, al que la actividad y la in-
ventiva humanas, moldeándolo a su voluntad, dotan de realidad y llenan
de significación”.12
(ii) El progresismo moderno reduce la historicidad de la vida humana
al continuo reemplazo de lo viejo por lo nuevo. Todos los ámbitos de la
vida humana se inclinan ante la novedad innovadora en la que el perfec-
cionamiento de la civilización es recto, lineal y ascendente.
(iii) El urbanicismo materializa el triunfo del orden sobre el caos y de la
civilización futura sobre la barbarie del presente-pasado en un territorio
11
Echeverría, Modernidad y capitalismo, op. cit., 149-156.
12
Echeverría, La modernidad de lo barroco, op. cit., p. 29.
169
específico: la gran ciudad. Los espacios rurales carecen de una vitalidad
propia para la creación de lo nuevo.
(iv) El individualismo moderno constituye a la persona desplazando
a las fuentes de socialización capaces de generar identidades comuni-
tarias. Por un lado, la integración comunitaria es puramente exterior.
El individuo se incluye en una masa de personas a las que se reconoce
en tanto propietarias de sí mismas. Por el otro, la substancia social que
aportaba el comunitarismo tradicional se afirma mediante sustitutos ar-
tificiales y operativos: la Nación, el pueblo, etc.
(v) El economicismo moderno privilegia la vida social en su dimensión
civil: los intercambios entre propietarios privados. En esa vida civil se
afirma la búsqueda de la igualdad en la que se suspenden las jerarquías
sociales tradicionales. La dimensión política en la que los individuos se
personifican como miembros de la república se supedita a las necesida-
des y racionalidades de la política económica.
Si estos cinco fenómenos delinean una suerte de presencia permanen-
te de la modernidad capitalista “en la que su necesidad de estar presente
se da de manera pura”. Pero frente a esta presencia permanente abs-
tracta, resulta factible identificar una presencia actual o concreta “que
resulta de la adaptación de su necesidad de estar presente a las condicio-
nes más o menos ‘coyunturales’”.13 Esas variaciones pueden calibrarse,
según Echeverría, en un plano sincrónico y otro diacrónico.14
(a) Las fuentes de diversificación sincrónicas son la amplitud, la den-
sidad y la diferencialidad. Es decir, ¿Cuán amplia es la reproducción del
capital respecto a otros modos de reproducción de la riqueza social?
¿Cuán denso es el impacto de la reproducción del capital en la economía
de la sociedad? ¿Impacta sólo en la circulación o también en la esfera de
producción/consumo? ¿Cómo se inserta diferencialmente una economía
en la división internacional del trabajo?
(b) La diversificación en el plano diacrónico está dada por la gravi-
tación “que ejercen a lo largo del tiempo los dos polos principales de
distorsión monopólica de la esfera de la circulación mercantil: la pro-
piedad de los recursos naturales (tierra) y la propiedad del secreto
tecnológico”.15 Ambas propiedades monopólicas son productos de la
fuerza y no del trabajo, sostiene Echeverría haciendo alusión al mito de
la acumulación originaria.
13
Echeverría, Modernidad y capitalismo, op. cit., p. 137.
14
Ibíd., pp. 161-163.
15
Ibíd., pp. 162.
170
A partir de estas claves resulta evidente que la modernidad que
podemos analizar poco tiene que ver con un derrotero homogéneo. Al
igual que en la crítica que Marx hace a la economía clásica burguesa, lo
que se refuta de tales teleologías es su imaginación carente de fantasía.
Para Echeverría esto ocurre incluso en Marx cuando se naturaliza una
determinada versión de la modernidad: la capitalista-eurocéntrica. Un
escrutinio no atento nos lleva a considerar inevitable esa versión de la
modernidad y, correlativamente, nos ciega para advertir las alternativas.
Como sostiene Stefan Gandler, el problema de dichas cegueras estriba
en que afecta incluso a los críticos de la modernidad.16
171
sino configuraciones contingentes resultados del mestizaje antagónico
con otras configuraciones.
En sus distintas obras distingue un cuádruple ethos de la modernidad
(realista, romántico, clásico y barroco). Una primera forma de naturalizar
el mundo capitalista es la realista que acepta “la eficacia y la bondad
insuperables del mundo establecido o ‘realmente existente’” y “la impo-
sibilidad de un mundo alternativo”.19 El ethos romántico también niega la
contradicción, pero a diferencia del realista, la observa como un momen-
to necesario de la historia de la realización de la forma natural y no de la
riqueza abstracta.20 Su romanticismo proviene de que trata a las formas
de la sociedad como una materia maleable por “la iniciativa de los gran-
des actos de voluntad, individuales o colectivos”.21 El ethos clásico, en
cambio, reconoce la contradicción entre la reproducción de la vida y del
valor como un hecho innegable, aunque eficaz. Por ello, la vive como algo
dado e inmodificable, volviendo fútil cualquier acción militante a favor o
en contra.22 Finalmente, el ethos barroco, al igual que el romántico, tam-
bién afirma la forma natural y la reconoce sacrificada, pero que:
“obedeciendo sin cumplir” las consecuencias de su sacrificio, con-
virtiendo en “bueno” al “lado malo” por el que “avanza la historia”
pretende reconstruir lo concreto de ella a partir de los restos dejados
por la abstracción devastadora, reinventar sus cualidades planteán-
dolas como “de segundo grado”, insuflar de manera subrepticia un
aliento indirecto a la resistencia que el trabajo y el disfrute de los
“valores de uso” ofrecen al dominio del proceso de valorización.23
Es decir, el ethos barroco no borra, como lo hace el realista, la contradic-
ción propia del mundo de la vida en la modernidad capitalista. Tampoco
la niega, como lo hace el romántico. La reconoce como inevitable, a la
manera del clásico, pero, a diferencia de este, se resiste a aceptarla.
En el contexto de la conquista de América, esa resistencia a acep-
tar el patrón cultural ajeno del conquistador no puede expresarse ta-
xativamente y debe recurrir a una estrategia barroca. Si veíamos en el
apartado anterior que el despliegue de los fenómenos modernos inclu-
ye la resistencia de las culturas arcaicas, pero también de los proyectos
19
Echeverría, Modernidad y capitalismo, op. cit., p. 164.
20
Ibíd., p. 164-165.
Echeverría, La modernidad de lo barroco, op. cit., p. 40.
21
22
Ibíd., p. 39.
23
Echeverría, Modernidad y capitalismo, op. cit., p. 165.
172
alternativos de modernidad capitalista, el ethos barroco busca encubrir
lo que Echeverría describe como una codigofagia. Las configuraciones
culturales singulares, dice,
no parecen tener otra manera de coexistir entre sí que no sea la del
devorarse las unas a las otras; la del golpear destructivamente en
el centro de simbolización constitutivo de la que tienen enfrente y
apropiarse e integrar en sí (sometiéndose a sí mismas a una altera-
ción esencial) los restos aún vivos que quedan de ella después.24
En efecto, una indicación clave de su propuesta metodológica es abando-
nar las representaciones conciliadoras y tranquilizadoras del mestizaje
cultural.25 Este tipo de análisis, al tratar a los patrones culturales como
sustancias o cosas ya constituidas, dejan fuera de consideración el hecho
mismo de su constitución o conformación. Las metáforas naturalistas
(que comparan el mestizaje cultural con una mezcla de emulsiones, con
un injerto entre partes o un cruce genético) les sirven para delinear una
imaginaria frontera étnica que imposibilitara la mezcla de sangre, e igual-
mente, para recluir el trauma del “encuentro” en el pasado y subrayar el
carácter acabado del proceso. Como si el organismo producto del injerto
ya no registrase cicatrices ni rastros de las partes que lo componen y,
más importante, ya hubiera adquirido su forma definitiva. Esta unidirec-
cionalidad e irrevocabilidad del proceso borra la vitalidad de los agentes
que intervienen.
La metáfora de la codigofagia supone, en cambio, que las configu-
raciones culturales son transitorias y evanescentes porque al mismo
tiempo que determinan comportamientos están siendo transformadas
por los sujetos que los llevan a cabo. En comparación con las metáforas
tranquilizadoras, su ventaja analítica es que nos descubre un proceso no
sólo constante, sino también recíproco. Esto adquiere particular relevan-
cia en el contexto americano. Las actuaciones que transforman constan-
temente una determinada configuración cultural son las que resultan de
la “convivencia” entre conquistados y conquistadores. i.e. de lidiar con las
amenazas y las promesas que la presencia del Otro les suscita.
La modernidad barroca del siglo XVII americano es, por lo tanto, el
resultado del intento de “aquella décima parte de la población indíge-
na que pudo sobrevivir al exterminio del siglo XVI”26 para metabolizar
24
Echeverría, La modernidad de lo barroco, op. cit., p. 51-52.
25
Ibíd., p. 30.
26
Ver supra p. 149.
173
el patrón cultural castellano junto con los restos avasallados del propio.
Este no es un matiz menor, sino que cambia por completo el resultado
del proceso porque quita a los subalternos de dos lugares insidiosos: el
de la pasividad y el del localismo.
al alimentar el código europeo con las ruinas del código prehispáni-
co (y con los restos de los códigos africanos de los esclavos traídos a
la fuerza), son ellos quienes pronto se verán construyendo algo dife-
rente de lo que se habían propuesto; se descubrirán poniendo en pie
una Europa que nunca existió antes de ellos.27
En otras palabras, frente al hecho ineludible del capitalismo que la con-
quista de América hace posible, estas poblaciones mestizas ensayaron
formas de trascendencia de la destrucción del valor de uso. La asime-
tría entre dominadores y dominados implicaba que cualquier negación
o transformación del patrón cultural impuesto debía “hacerse mediante
un juego sutil con una trama de ‘síes’ tan complicada, que sea capaz de
sobredeterminar la significación afirmativa hasta el extremo de invertir el
sentido, de convertirla en una negación”.28 Para ello activaron un proceso
barroco de codigofagia en el que transforman el código de los domina-
dores al metabolizarlo junto con las ruinas en las que pervive el código
destruido de las culturas americanas.29
En los textos que aquí editamos se despliega el análisis de esa
metabolización y transformación recíproca en México. Ahora, su lec-
tura puede y ha incitado otras investigaciones. Por ejemplo, en la que
reconstruimos el modo en el que Felipe Guamán Poma de Ayala em-
plea en su Primer nueva corónica y buen gobierno (1615)30 el concepto de
utilidad pública que recoge del republicanismo ibérico presente en los
Andes. Recurre a esa tradición política, lo cual suponía negar las formas
políticas andinas (e.g. cambiar en su buen gobierno a los kurakas por
alcaldes) para denunciar la tiranía de la conquista. En su crónica aprie-
ta una trama de “siés” dirigidos al patrón cultural conquistador que, no
obstante, invierten su sentido. Guaman Poma devuelve la contingencia
a los significados posibles del republicanismo y asocia la emancipación
política moderna a la reintroducción del comunitarismo andino. Es decir,
28
Ibíd., p. 56.
29
Ibíd., p. 55.
30
Guaman Poma de Ayala, Felipe. 1993 [1615]. Primer nueva corónica y buen gobierno. 3 vols.
Fondo de Cultura Económica.
174
la utilidad pública y la misericordia cristiana canibalizadas por este indio
ladino terminan exigiendo la desprivatización de lo comunitario que pro-
ducía el régimen colonial.
En suma, la distancia que Echeverría marca con las lecturas teleoló-
gicas de la modernidad es central para comprender este empleo del con-
cepto de ethos barroco. Su interés por la modernidad barroca estriba en
cómo incrusta críticas tempranas al proyecto moderno en los mestizajes
conceptuales. Al constatar estas resistencias se hace posible “imaginar
como realizable una modernidad cuya estructura no esté armada en tor-
no al dispositivo capitalista de la producción, la circulación y el consumo
de la riqueza social”.31 Dicho de otro modo, la alternativa barroca del si-
glo XVII hace posible concebir la posibilidad misma de otra modernidad
porque expande las herramientas críticas del presente.
31
Echeverría, La modernidad de lo barroco, op. cit., p.36.
175
Un mundo ch’ixi es posible. Memoria, mercado
y colonialismo1
177
historia de los intercambios, para tratar de descubrir qué otra historia podría
figurarse en ellos.
La crisis pone en cuestión las palabras, los supuestos del senti-
do común –la ilusión de la transparencia de la que hablaban Bourdieu y
sus colaboradores–;4 es decir, pone en cuestión el hecho de que creemos
entendernos porque damos por supuesto qué significan palabras como
mercado, ciudadanía, desarrollo, descolonización, entre otras. Son palabras
que tranquilizan, pero de un modo engañoso. Las he llamado “palabras
mágicas”, porque tienen la magia de acallar nuestras inquietudes y pasar
por alto nuestras preguntas. Lo que hace la crisis es quebrar esas segurida-
des, movernos el piso y obligarnos a pensar qué queremos decir con ellas.
Aquí viene a cuento el caso del profesor de la revolución francesa
Joseph Jacotot, que salió de París tras la segunda restauración monárquica
y llegó a la región flamenca de Bélgica a enseñar el francés.5 Él se ha debido
preguntar ¿qué es la libertad?, ¿qué es la igualdad?, ¿qué es la fraternidad?,
y llegaría a la conclusión de que todos los seres humanos somos igualmente
inteligentes por el sólo hecho de haber aprendido a hablar. Cuando el niño y
la niña comienzan a balbucear las primeras palabras de su idioma materno,
empiezan a estructurar un sistema cada vez más complejo de relaciones
de todo con todo. Si lxs niñxs son capaces, por ejemplo en castellano, de
conjugar verbos y decir correctamente “tú haces”, “yo hago” o “conmigo”,
“contigo”, nos damos cuenta que nadie les ha explicado qué es el dativo,
la persona gramatical o cosas por el estilo. Han aprendido por si solxs a
hablar correctamente su idioma materno, en una práctica cotidiana de mí-
mesis y experimentación. Las condiciones para que esto se realice en la es-
cuela –siguiendo la pedagogía de Jacotot– partían de reconocer la igualdad
de inteligencias e impulsar la capacidad autónoma de aprender que tiene
cada persona. Esto es lo que permite potenciar sus habilidades cognitivas,
para que la persona que aprende preste atención sostenida y consciente a
la relación de las palabras con las cosas, de la mirada y de la mano con el
cerebro; para que ponga en obra la “atención creativa” que demanda toda
labor. Contrario a lo que se piensa, la mirada divagante, en tanto mirada
periférica consciente del entorno, puede también llegar a ser comprensiva
y surgir de ella una capacidad de relacionarse con unx mismx y con todo lo
demás, rebasando incluso el marco antropocéntrico de lo social.6 En todo
4
Ver al respecto Bourdieu, Pierre, Passeron, Jean -Claude y Chamboredon, Jean-Claude.
2008 [1973]. El oficio del sociólogo: presupuestos epistemológicos (Fernando Hugo Azcurra y
José Sazbón, Trads.). Siglo XXI.
5 Ranciére, Jacques. 2006. El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelec-
tual. Tierra del Sur
6 Rivera Cusicanqui, Silvia. 2015. Sociología de la imagen. Miradas ch’ixi desde la historia an-
178
caso, Jacotot dejó a sus estudiantes con la herramienta dé un libro bilingúe
en francés y flamenco y, aplicando su método de potenciar la inteligencia
propia de cada quien y su capacidad de “relacionar todo con todo”, sus
estudiantes lograron dominar el idioma extranjero más rápido y mejor que
con las explicaciones profesorales en boga. Es ésta la actitud que se necesi-
ta en momentos de crisis para pensar de nuevo las palabras y desandar las
huellas del olvido.
Necesitamos cuestionarnos ¿qué es el mercado?, ¿por qué existe?, ¿des-
de cuándo?, ¿cómo existe?, ¿hay varias formas del mercado?, ¿podemos
pensar hoy en una sociedad sin mercado?, en fin, una serie de interrogantes.
Por mi parte, he llegado a la conclusión de que estamos viviendo en socie-
dades cuya lógica histórica tiene indudablemente una fuerza interna y for-
mas propias y que, a pesar de haber sido brutalmente invadidas por lógicas
adversas, éstas no se han implantado en el vacío; no ha habido pasividad
y no ha sido un territorio tranquilo. No me refiero solamente a resistencias
armadas o a discursos de resistencia. Es necesario repensar la dinámica
cotidiana de las interacciones humanas y volver por los fueros de la historia
larga, como lo hizo Karl Polanyi cuando estableció los grandes modelos so-
ciales del intercambio, y sugirió que uno no era necesariamente la supera-
ción del otro. Incluso llega a considerar al mercado liberal como una forma
regresiva, que destruye formas más humanas y dignas de organización eco-
nómica.7 E igualmente, es necesario repensar el hecho –un dato histórico
conocido– de que existieron mercados desde los albores de la sociedad hu-
mana y de que no todos ellos desembocaron en la acumulación capitalista.
Debemos advertir que las conocidas fórmulas de la mercancía M-M,
M-D-M’, D-M-D, D-M-D’ no son una exposición del proceso histórico, ni
mucho menos una historia única y modélica de la “mercancía a nivel mun-
dial”. Estas fórmulas son la columna vertebral del Tomo 1 de El Capital, e
Isaac Illich Rubin las mira con el lente del fetichismo de la mercancía, clave
semiótica para descubrir una veta crítica más radical que Marx sólo intuyó.8
Estas fórmulas fueron pensadas con una racionalidad analítica muy propia
de la filosofía alemana y sirven para desentrañar las capas de la mercan-
cía del presente, como se lo hace con una cebolla, para extraer de ella sus
formas elementales y la lógica estructural de su funcionamiento; por ello
179
mismo, no están contando la historia. Los marxismos de manual han reta-
ceado la cebolla, pero no han hecho una buena salsa; por el contrario, han
hecho una salsa indigesta, porque han convertido los esquemas de Marx en
una sucesión lineal de etapas. En la fórmula, el primer intercambio era M-M
y éste se daría en la llamada “comunidad primitiva”, una idea retomada por
Engels y Marx del evolucionismo de Morgan, pero planteada como una so-
ciedad imaginaria, ideal.9 El marxismo vulgar convierte en hecho histórico
a esta idea, y rotula a todas sus “supervivencias” contemporáneas como
“economía natural”. No hay oxímoron más evidente; lo mismo acontecería
si habláramos de “sociedad natural”. El intercambio es uno de los modos
básicos de relacionamiento con el mundo que nos rodea, un mundo habi-
tado por otras personas y por otras sociedades, e incluso por otras especies
y entidades. No es posible pensar que la capacidad de intercambio sea pro-
ducto de la naturaleza; el intercambio –que para la concepción andina, se
realiza a partir del sarnaqawi, la caminata– es epítome de lo social.
Por otra parte, la guerra y el mercado son lenguajes y, recordando las
ideas de Bolívar Echeverría, es necesario hacer una lectura semiótica de
estos fenómenos sociales.10 No cabe duda que estamos ante lenguajes
complejos que articulan diferentes sociedades y crean linguas francas que
permiten el relacionamiento de localidades diversas y hasta antagónicas,
como células que van constituyendo organismos cada vez más complejos.11
Estos son los fenómenos de totalización que dieron lugar a la modernidad
europea temprana, una modernidad que todavía no había desembocado
en la quema de brujas ni en las expropiaciones masivas, como aconteció en
el caso de los saberes femeninos o campesinos brutalmente erradicados
por el despotismo ilustrado y el capitalismo colonial de los siglos XVI-XVII.12
Al ser trasplantadas a nuestras tierras, estas formas regresivas de la moder-
nidad han tropezado con un ethos barroco, ch’ixi, que les opuso y les opo-
ne resistencia. Desde las profundidades del tiempo histórico, el dilema del
mestizaje, el asedio de la diversidad y la coetaneidad de tiempos heterogé-
neos han producido un choque, una crisis, una emergencia, pero también
9
Con esto no quiero negar el evolucionismo de Marx. Sin embargo, si se lee su obra entre-
sacando los textos pertinentes al presente (método ghipnayra) podría descubrirse otras
vetas. Hemos visto un ejemplo de este gesto teórico en la lectura anarquista que reali-
za de El Capital Isaak Illich Rubin –no en vano un judío liquidado por Stalin– focalizada
en la noción de fetichismo de la mercancía como clave de comprensión de toda la obra
(Rubin, op. cit.).
10
Echeverría, Bolívar. 2000. La modernidad de lo barroco. Era.
11
Sereni, Emilio. 1977. Capitalismo y mercado nacional. Crítica.
12
Federici, Silvia. 2010. Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpos y acumulación originaria.
Tinta Limón.
180
un magma inteligente del que pudieran brotar energías liberadoras. Esto
último es sólo una hipótesis a futuro, pero de lo primero, como ya vimos,
han hecho conciencia diversas voces anteriores a mi generación.
13
El propio verbo irnaqaña tiene una acepción restringida: manejar una cosa redonda con la
palma de una mano. Layme Pairumani, Feliz. 2004. Diccionario bilingüe aymara castellano.
Consejo Educativo Aymara.
181
la gente viviera aislada, en comunidades “primitivas” sometidas a perma-
nentes escaramuzas y guerras intestinas. En el espacio nuclear andino el
intercambio tipo trueque –un objeto por otro, un servicio por un objeto, un
servicio por otro servicio– se transformó en los siglos anteriores a la conso-
lidación del estado Inka en una forma cada vez más amplia de reciprocidad
y redistribución, es decir, en la seducción culturalmente pautada de otras
gentes y sociedades, formando así la base material para el surgimiento de
las primeras formas estatales de la era Tawatinsuyana.14
La reciprocidad y la redistribución no funcionaban por la vía del en-
cuentro e intercambio impersonal mediado por entidades abstractas;
tampoco a través de guerras de conquista. Antes bien, la hostilidad y los
intercambios ceremoniales tejieron una trama social duradera: redes de
parentesco y vecindad, comunidades rituales y laborales, desperdigadas
en espacios verticales que les daban acceso a pisos ecológicos de diferente
altura. Las islas de este “archipiélago” se convirtieron en zonas produc-
tivas articuladas por un complejo sistema de mitas o prestaciones labo-
rales. Todo ello permitió a este conjunto de sociedades –incorporadas al
Tawantinsuyu por los últimos Inkas– habitar extensos territorios multiétni-
cos, donde convivieron comunidades, lenguas y dialectos en la medida en
que fueron (re)ordenando sus territorios. La autonomía y autosuficiencia
se funda así en la elaboración de cosmogonías comunes que articulan di-
versas deidades ancestrales locales a escala cada vez más amplia. Y todo
este proceso da lugar y a la vez es resultado de un sistema de intercambios
múltiples, polivalentes, a la vez materiales y simbólicos. ¿Cuál era la medi-
da de valor en una sociedad de esta naturaleza?
Parece ser que justamente en el periodo pre-inka que mejor conocemos
–el de los señoríos aymaras del intermedio tardío– se empieza a gestar un
proceso cultural que transforma anteriores modos de intercambio en siste-
mas de reciprocidad y redistribución sustentados en el despliegue de dones
14
Parece ser que los primeros Inkas dieron continuidad a prácticas de conocimiento de
larga data en los Andes, y gracias a ello pudieron crear una suerte de Polis Cuidadora del
Cosmos, a la que dedicaron sus trabajos de ciencia, arte y pensamiento. El proceso habría
dado un giro con las conquistas del Inka Yupanki, que instaló relaciones de poder más
verticales y contenciosas y pactos de sumisión más hostiles, como fue el caso de los seño-
res Charka-Qaraqara, que le entregaron sus minas de Purqu (gesto que habrán de repetir
con los ibéricos), lo que revela la implantación de una forma política más opresiva. Este
giro etnocéntrico y guerrero habría fracturado también él sistema de intercambios ma-
teriales y simbólicos con el Antisuyu y sus pobladores, como lo atestiguan las guerras de
conquista y las fortalezas defensivas en la ceja de selva erigidas por los últimos Inkas (ver
Guaman Poma de Ayala [Waman Puma], Felipe. 2006[1615]. El Primer Nueva Corónica
y Buen Gobierno. Edición crítica de John V. Murra y Rolena Adorno. México: Siglo XXI;
Platt, Tristan, Bouysse-Cassagne, Thérese y Harris, Olivia (Eds.). 2006. Qaraqara-Charka.
Mallku, inka y rey en la provincia de Charcas (siglos xvi-xvii). Historia antropológica de
una confederación aymara. IFEA; Rivera Cusicanqui, Sociología de la imagen, op. cit.
182
hacia afuera. En el proceso de su expansión territorial, los grandes carga-
mentos de productos de diversos pisos ecológicos que los señoríos étnicos
acopiaban en las pirwas y qullqas (depósitos administrados por autoridades
de varios niveles), eran redistribuidos a través de gestos de generosidad y
seducción que permitieron una incorporación pactada de grupos étnicos
distintos e incluso una relación estable con pueblos no conquistados de la
región del Antisuyu en las cuencas atlánticas de la cordillera, que se extien-
den hacia las selvas y llanuras de la Amazonía y el Chaco. Pero, además, ni si-
quiera en los estados andinos nucleares la sustitución del intercambio mer-
cantil por un “control vertical de múltiples pisos ecológicos”15 ocurrió de un
modo homogéneo y generalizado. Una investigación de Ximena Medinaceli
ha revelado que muchas sociedades periféricas del Tawantinsuyu, como
los ayllus de pastores del sur andino o de agricultores-pastores del actual
Ecuador, practicaban formas mercantiles de manera paralela –aunque resi-
dual respecto a la modalidad dominante–, seguramente contaminada por el
rito y la reciprocidad. Prueba de ello es la existencia de numerosas palabras
en aymara y qhichwa para designar el mercado y los actos de compra-venta.16
Paralelamente a esas formas de intercambio vinculadas al abasteci-
miento y a la reproducción material de las comunidades y pueblos, existía
toda una economía y una contabilidad de los bienes ofrendados a entidades
sagradas. Algunos de esos bienes eran resultado de una enorme y minu-
ciosa labor humana, como por ejemplo los textiles; prendas lujosas eran
ofrendadas al fuego en las wak’as, sitios sagrados que suelen considerarse
voraces y hambrientos. Las “devoraciones” de bienes se producían en de-
terminados momentos del ciclo anual, y podían conjurar catástrofes o bien
atraer la lluvia y la abundancia. Entre los bienes ofrendados se encontraba
el producto textil plumario. El arte plumario muestra cuán vitales eran las
tierras bajas de la Amazonía para la gente de las alturas y costas del Pacífico:
de esas selvas se sacaba plumas de guacamayos, loros y diferentes aves,
además de la coca y muchos otros recursos, no sólo materiales sino también
simbólicos.17 El Antisuyu era la región que los primeros Inkas sedujeron a
través de múltiples intercambios, pero nunca fue un espacio “conquistado”
ni incorporado plenamente al Tawantinsuyu.18 Las muestras de tejido con
15 Murra, John. 1975. El control vertical de un máximo de pisos ecológicos en la economía de
las sociedades andinas. En Formaciones económicas y políticas del mundo andino. Instituto
de Estudios Peruanos.
16 Medinaceli, Ximena. 2010. Sariri. Los llaneros y la construcción de la sociedad colonial. ASDI,
IFEA, Plural e IEB.
17
Rivera Cusicanqui, Sociología de la imagen, op. cit..
18
En contraste con las tierras altas, más dispuestas a la incorporación negociada, el
Antisuyo fue una frontera rebelde, reacia al pacto con los Inkas.
183
plumas que actualmente perviven revelan el alto grado de elaboración de
estas obras, que eran de las más apreciadas por la travesía y riesgo de su
consecución. Precisamente las wak’as más hambrientas y las más podero-
sas eran las que recibían estos tejidos valiosos. Otros materiales ofrendados
eran el oro y la plata que eran convertidos en hilos para la labor textil; tam-
bién se les encontraba bajo la forma de objetos fundidos que se echaban al
fuego o a los lagos de altura. Y todo ello se registraba en los kipus.
Lo interesante es que en ningún momento estos artículos altamente va-
liosos se hubieron de convertir en moneda o en equivalente de otros obje-
tos; eran una especie de equivalente general sagrado, una chakana o puente
entre la sociedad y el cosmos. Podría vérselas como una condensación del
valor, pero desde el punto de vista del poderío de la wak’a; en otras palabras,
el sacrificio humano ancestral como fuente primordial del valor. Por ejem-
plo, según el mito de origen de los Inkas que figura en la Suma y narración de
los Incas, de Juan de Betanzos, Ayar Cachi, uno de los hermanos fundadores
del Tawantinsuyu fue sacrificado en Wanaqawri, y el lugar del sacrificio se
convirtió en una poderosa wak’a protectora de varios pueblos. Estos ances-
tros muertos o sacrificados fueron los más voraces consumidores de valores
y obviamente la reciprocidad era inconmensurable, pues lo que devolvían
eran lluvias, nubes, rayos, truenos, vientos benéficos –se conocen varias cla-
ses de vientos; buenos y malos vientos–. Eran valores que precisamente por
ser tan grandes tenían que reclamar cosas altamente apreciadas; de ahí las
valoraciones simbólicas y las homologías materiales de los objetos ofrenda-
dos con los poderes de las wak’as: ¿cómo se mide el valor de los rayos, los
truenos o la lluvia?
Las sociedades andinas fueron de las pocas que observaron constela-
ciones negras; los espacios celestes donde no hay estrellas, pero forman
diversas figuras. Una de ellas es la “llama negra celestial”, en cuyo proceso
de parto anual se sueltan sobre la tierra las aguas fértiles de su placenta.19
Es un momento del año en que, entre una constelación y otra, se forman
coloraciones y señales que permiten saber si habrá abundancia o escasez
de aguas, lluvias tempranas o tardías.
La importancia de la astronomía puede ilustrarse con esta imagen de
Waman Puma,20 que reitero a menudo en mis escritos: el indio astrólogo
y poeta que sabe del ruedo del sol y de la luna, y que practica sus artes
“para sembrar la comida, desde antiguo”. ¿Qué nos dice esta imagen? Nos
muestra la materialidad de los conocimientos cósmicos, nos revela que la
Cf. Arnold, Denise y Yapita, Juan de Dios. 1998. Río de vellón, Río de canto Cantar a los
19
184
actividad productiva es un hecho sagrado y no solamente terrenal; involu-
cra intercambios con las deidades y no sólo intercambios entre humanos.
Porque son los nudos sagrados de la tierra (Pachamama, Achachilas, Uywiris)
quienes propician la posibilidad de articular vastos espacios productivos
por medio de la celebración ritual de la abundancia y la felicidad colectiva,
o la conjura ritual de la escasez y la crisis. Esos nudos se materializan en el
kipus que el poeta lleva en la mano.
La selectividad de la economía sacrificial es también un diálogo con
el animal sacrificado y con todo un entorno de relaciones que va más allá
de las necesidades y subjetividades humanas. Si bien el hecho colonial re-
ordenó drásticamente estas relaciones, no obliteró del todo su trasfondo
alter-nativo; no deshizo las lógicas propias ni las sintaxis enraizadas que
crearon a lo largo de siglos las poblaciones ahora sometidas. Tampoco
desmanteló su aguda capacidad de subvertir/recodificar el episteme
que las invadía (habilidad que ya habían aprendido con los Inkas). Por
ejemplo, hacia mediados del siglo XVII, se descubrió una “idolatría” en
un pueblo de indios cercano a Arequipa: una cueva donde se hacían ri-
tuales a los ancestros.21 Las ofrendas descubiertas por los extirpadores
funcionaban como propiciadoras de una actividad riesgosa: la arriería y
el comercio a larga distancia. Varias comunidades de mercaderes habían
logrado construir lazos de parentesco ritual con esta línea de ancestros
“adoptivos”, reforzando sus alianzas y negociando sus dimensiones para
intervenir con éxito en las accidentadas rutas comerciales entre la costa
del Pacífico y el gran Potosí. Las dimensiones mercantiles y monetarias de
este culto saltan a la vista, y articulan de modo yuxtapuesto los cultos a las
wak’as ancestrales con formas empresariales comunitarias de enfrentar
las exigencias y riesgos que trajeron consigo las nuevas lógicas de inter-
cambio instituidas por el estado colonial.
Del mismo modo, Olivia Harris observa que en el ayllu Laymi, la mo-
neda de plata se nombra ritualmente como phaxsimama, y se la invoca
para proteger a quienes la utilizan de los riesgos que les acechan desde
el mundo urbano y la modernidad capitalista.22 En el culto contemporá-
neo de las “ñatitas”, que se realiza cada 8 de noviembre en el cementerio
general de La Paz,23 a las calaveras humanas que poseemos sus devotxs
Salomon, Frank. 1987. Ancestor cults and resistance to the state in Arequipa; 1748-1754. En
21
Stern, Steve (Ed.), Resistance, Rebellion and Consciousness in the Andean Peasant World, 18th
to 20th Centuries (pp. 148-165). University of Wisconsin Press.
22
Harris, Olivia. 1987. Phaxsima y qullqi. Los poderes y significados del dinero en el norte
de Potosí. En O. Harris, B. Larson y E. Tandeter (Comps.), La participación indígena en los
mercados surandinos: estrategias y reproducción social, siglos XVI a XX. CERES.
23
Me refiero aquí al culto a calaveras cráneos humanos como protectoras de las casas y ne-
185
les ponemos monedas en los ojos. Así también, en la lectura de coca que
realizan lxs yatiris, se llama nayracha (sustantivo objetivante de “ojo”) a la
moneda que se coloca en una esquina del tejido ritual donde se realiza
la quqa uñjaña (lectura o consulta a la hoja de coca). La coca es el ojo que
(se) mira en la moneda; la moneda es el ojo que mira al pasado desde las
cuencas de una calavera. Éstos son modos de manejar al dinero como
valor de uso y de reintegrarlo a su origen: las vetas de mineral que yacen
en las montañas, cuyas energías tienen el poder de prodigar suerte o mala
suerte en los intercambios. Así entonces, las momias de Arequipa tenían
la doble función de atraer la fertilidad de los productos y la del propio
dinero, convirtiendo las relaciones y alianzas comerciales en pactos sagra-
dos de lealtad y reciprocidad.
A estas conductas la economía política modernizante las calificaría
de arcaicas, irracionales y primitivas. Me pregunto ¿qué es más racional?
¿Gastarse miles de dólares en un gran presterío en el Altiplano invitando
comida y bebida para miles de personas; contratando músicos y bailando
una semana completa? ¿Será eso tan irracional como las especulaciones
en la bolsa de unos jovenzuelos yuppies que, entre jale y jale de cocaína,
hacen riesgosas transacciones con valores virtuales del mundo entero y
que de la noche a la mañana pueden provocar el hundimiento de una
empresa, y hasta de un país? ¿Qué entendemos por racionalidad econó-
mica? ¿Hasta dónde vamos a conceder a la ideología del progreso todas
las mentiras empaquetadas con las que nos ha envuelto durante tantos
años? La crisis nos ayuda a encontrar y develar esas mentiras; a descu-
brir la profunda irracionalidad de la bolsa de valores; a percatarnos de la
alienación humana que se ha instalado en el centro de la economía mun-
dial; y a encontrar en esas formas comunitarias de economía sagrada una
lógica alterna en la cual podamos inspiramos para reactualizar maneras
más orgánicas, saludables y humanas de hacer cosas en y con el mercado,
pero también resistiendo sus lógicas totalizadoras. Si esto fuera posible,
tendría que anclarse en una contra esfera pública formada por diversidad
de comunidades de vida, en cuyas redes y articulaciones podríamos (re)
construir tejidos de significación y ecologías interculturales, a partir de los
sistemas de intercambio material y simbólico realmente existentes y des-
de el interior del propio mercado. Es obvio que el eje de semejante pro-
puesta no podría ser otro que una ética del bien común, no sólo en aras
de la sobrevivencia humana y la reproducción de lo social, sino también
en pos de la sanación del planeta y de la reconexión de nuestras pequeñas
angustias con los latidos y los sufrimientos de la pacha.
gocios de la población paceña, comúnmente conocidas como ñatitas. Su fiesta principal
se realiza en la octava de Todos Santos en el cementerio general de La Paz.
186
Fragmentos de yapa en torno a la noción de lo ch’ixi.
El intento de sintetizar las reflexiones sobre la heterogeneidad multitem-
poral de la sociedad boliviana me llevó a idear un diagrama en el que se
plasman las ideas básicas vertidas en varios de mis trabajos.24 El dibujo
como tal sólo lo expuse hasta ahora en mis clases de Fuentes y Sociología
de la Imagen, para llamar la atención a mis estudiantes sobre el carácter
abigarrado del presente que observaban en sus investigaciones de tesis.
187
violentas (recolonización territorial, expansión del latifundio, liquidación
de los mercados indígenas de larga distancia, etc.). Finalmente estaría el
horizonte populista abierto con la revolución de 1952, que consiste en una
ciudadanización forzada a través de la pedagogía racista de la escuela, el
servicio militar y el servicio doméstico: dispositivos de la domesticación
de la alteridad indígena y de subyugación de sus múltiples diásporas a
los mandatos de la jerarquía pigmentocrática colonial.
En la parte inferior de la pirámide tenemos 20.000 años de la historia
autónoma y desconocida, con un pedacito de la trayectoria Inka recons-
truida sesgadamente por los cronistas coloniales, que narra una historia
imperial de algo que no era propiamente un imperio; éste es el problema
de las fuentes. Han interpretado bajo la línea del ethos europeo y de los
habitus europeos una sociedad cuya alteridad era inconocible para ellos.
Pero el hecho es que todos esos horizontes –prehispánico, colonial, libe-
ral y populista– confluyen en la “superficie sintagmática del presente”,27
en el aquí-ahora del continuum vivido, como yuxtaposición aparentemen-
te caótica de huellas o restos de diversos pasados, que se plasman en
habitus y gestos cotidianos, sin que tengamos plena conciencia de los
aspectos negados y críticos de estas constataciones multitemporales.
Cuando me como un taco de huitlacoche, estoy comiendo algo que tiene
miles de años de historia; y si me sirvo un chairo de ch’uñu, estoy sabo-
reando algo que se inventó-descubrió hace miles de años, y se recreó
varias veces desde tiempo coloniales con aditamentos foráneos como las
habas o el chicharrón crocante que las cocineras le ponen encima. A tra-
vés de la “comida de indios” estamos saboreando el tiempo de la prime-
ra humanidad agrícola y podemos acompañarla a lo largo de su trayecto
espacio/temporal por nuestras tierras y por las purakas de nuestra gen-
te. Imaginemos, a lo largo de esos 20.000 años de pasado desconocido,
una sociedad que domesticó la papa, convirtió la helada de maldición
en bendición inventando el ch’uñu y construyó un territorio inmenso de
convivencia pactada, y podremos vislumbrar sus rastros y configuracio-
nes espaciales en el tiempo presente. Tenemos así sintagmas: unidades
mínimas de sentido que provienen de esos varios horizontes, con el aña-
dido de que la historia precolonial profunda sólo podemos descubrirla a
través de sus huellas materiales en la producción y el espacio, sus cone-
xiones con los ciclos solares y lunares, su plasmación cotidiana en actos
188
creativos, actos de deseo e imaginación, enraizados en el paisaje, en los
cuerpos y en la memoria viva de la gente.
La constelación qhipnayra que así se forma nos ayuda también a
comprender la resiliencia de esa multitemporalidad hecha habitus.28 Por
ejemplo, en el momento en que alguien desprecia a un trabajador ma-
nual, está (re)produciendo un sintagma colonial.29 Cuando alguien pien-
sa: “¿si los indios fueran educables y pudieran devenir ciudadanos?, se
le está colando por ahí un sintagma liberal dubitativo. Y si dice: “Dales
nada más trago, hermanito; van a estar votando por ti” estamos en pleno
sintagma populista. Tenemos entonces una lógica de recombinación de
horizontes diferenciados que se yuxtaponen como capas de diversos pa-
sados en cada momento de nuestra vida y todo eso lo encubrimos bajo la
noción totalizadora de modernidad.
Lo ch’ixi apareció en mi horizonte cognitivo cuando todavía no sabía
nombrar aquello que había descubierto a través de mis esfuerzos de re-
flexión y de práctica, cuando decía “esa mezcla rara que somos”. En al-
gún momento lo dije en un trabajo que realicé sobre la pérdida del alma
colectiva, y cuando hablé de la identidad de un mestizo a la cual no podía
nombrar todavía. Y ahora que he reescrito esos trabajos ya he podido po-
nerle nombre.30 Al texto sobre La voz del campesino, manifiesto anarquis-
ta de Luis Cusicanqui, lo he titulado “La identidad ch’ixi de un mestizo”,
porque la palabra del autor ocurre en el espacio intermedio donde el
choque de contrarios crea una zona de incertidumbre, un espacio de fric-
ción y malestar, que no permite la pacificación ni la unidad. Esta franja in-
termedia no es, por lo tanto, una simbiosis o fusión de contrarios; tampo-
co es una hibridación. Y ni siquiera es una identidad. Sólo la angustia del
deculturado, de aquel que tiene miedo a su propix indix interior, puede
llevarlo a la búsqueda de identificación con lo homogéneo, a gozar de la
hibridez. Podría ser “ni chicha ni limoná” ese espacio sin personalidad;
podría ser otra versión del mestizaje, el mestizaje colonizado. El mestizo
o la mestiza que creen que hay una salida, una síntesis y una “tercera
república”, sustentadas en el olvido de las contradicciones que habitan
29
La chusma de descastados que invadió nuestra tierra llegó con las manos vacías y de
pronto se hizo dueña de vida y haciendas, relegando a la población india todas las tareas
manuales que despreciaba y que tuvo que soportar en España. De ahí que se les llamara
q’aras, gente desnuda.
30
Rivera Cusicanqui, Silvia. 2011. Laidentidad ch’ixi de un mestizo. En torno a un ma-
nifiesto anarquista de 11929. En VV.AA., Memoria y presente de las luchas libertarias en
Bolivia. Piedra Rota; Rivera Cusicanqui, Silvia. 2012. La pérdida del alma colectiva. En El
Colectivo 2, Nro. 5.
189
sus múltiples pasados, lo único que han creado es una zona de malestar,
doblez e indeterminación que conduce a la penumbra cognitiva y al dete-
rioro ético. Pero también la crisis es un “momento de peligro” que quizás
nos haga ver la urgencia de hacer alguna cosa para revertir esa perspec-
tiva de autodestrucción, así sea porque simplemente “no podemos no
hacer nada” y quedarnos de brazos cruzados.31
El culto del olvido ha sido parte de ciertas versiones historicistas e
incluso psicoanalíticas del mestizaje, que han proliferado en el área andi-
na. Entre pensadores de Perú y Bolivia es frecuente escuchar que no po-
demos seguir marcados por el dolor de una violación, porque supuesta-
mente, el mestizaje sólo puede ser producto de una mujer india violada
por un español. Hay hermanos aymaras, como Félix Patzi, que sostienen
que lxs mestizxs tenemos la sangre manchada por ese pecado, equiva-
lente al malinchismo mexicano. Hay una lectura medio judeocristiana
escondida detrás de un lenguaje de radicalismo étnico que he resistido, y
lo he resistido con una broma. Mi apellido materno es Cusicanqui, y una
larga línea de antecesores, caciques de la provincia Pacajes, se ha mesti-
zado a través del matrimonio con mujeres españolas y criollas. Salvo que
se diga que estos hombres han sido violados, yo diría que han de haber
estado nomás contentos de esta conquista al revés, porque reivindica
otros modos de relación y rompe con las normas endogámicas de casta
que son tan propias de una sociedad colonial. Porque de lo que se trata
para blancxs, q’aras y mestizos, es de reencontrar los hilos perdidos de
esos orígenes diversos y contradictorios para hacer gestos epistemológi-
cos de reversión del proceso colonial y de sus marcas de subjetivación.
Pero además, hay que recordar el significado de la palabra ch’ixi: sim-
plemente designa en aymara a un tipo de tonalidad gris. Se trata de un
color que por efecto de la distancia se ve gris, pero al acercarnos nos per-
catamos de que está hecho de puntos de color puro y agónico: manchas
blancas y negras entreveradas. Un gris jaspeado que, como tejido o mar-
ca corporal, distingue a ciertas figuras –el k’usillu- o a ciertas entidades
–la serpiente– en las cuales se manifiesta la potencia de atravesar fronte-
ras y encarnar polos opuestos de manera reverberante. También ciertas
piedras son ch’ixi: la andesita, el granito, que tienen texturas de colores
entreverados en manchas diminutas.
Aprendí la palabra ch’ixi de boca del escultor aymara Víctor Zapana,
que me explicaba qué animales salen de esas piedras y por qué ellos
son animales poderosos. Me dijo entonces: “ch’ixinakax utxiwa”, es decir,
existen, enfáticamente, las entidades ch’ixis, que son poderosas porque
31
Frase que propuso Marco Arnéz en una reunión de la Colectivx Ch’ixi y que adoptamos
como lema junto a “la mano sabe”.
190
son indeterminadas, porque no son blancas ni negras, son las dos cosas
a la vez. La serpiente es de arriba y a la vez de abajo; es masculina y
femenina; no pertenece ni en el cielo ni en la tierra, pero habita ambos
espacios, como lluvia o como río subterráneo, como rayo o como veta de
la mina. Don Víctor mencionó también que ésos son los animales que
nos sirven “para defendernos de la maldad de nuestros enemigos”. Y con
tejido ch’ixi se hace la q’urawa –la honda andina que se sigue usando en
los bloqueos de carreteras en el altiplano–, porque la q’urawa es además
ch’iqa ch’ankha, está confeccionada con hilos torcidos al revés; muchos
objetos rituales se elaboran con lana torcida al revés.
Estas alegorías me inspiran a preguntar: ¿por qué tenemos que ha-
cer de toda contradicción una disyuntiva paralizante? ¿Por qué tenemos
que enfrentarla como una oposición irreductible? O esto o lo otro. En
los hechos estamos caminando por un terreno donde ambas cosas se
entreveran y no es necesario optar a rajatabla por lo uno o lo otro. Eso
puede verse como una cosa moralmente ambivalente, como el caso de la
indecisión o pä chuyma en aymara. Pero pä chuyma puede ser un corazón
o entraña dividida que reconozca su propia fisura, y en ese caso se trans-
forma en una condición ch’ixi. Esa constatación no puede mentirnos, ha-
cernos creer que sólo somos de un lado y no del otro. El otro lado existe,
pero en ciertas coyunturas emerge tan sólo como “furia acumulada”. La
disyunción comprendida y vivida nos ha permitido abrirnos a muchas
formas de (re)conocer situaciones, complejas y orientarnos en ellas, no
siempre de un modo conciliador. No es una búsqueda de pactos o com-
ponendas, porque hay cosas que no se pueden conciliar. Hay una brújula
ética de la que ya he hablado, y que tienen que ver con la planetariedad,
la solidaridad, el reconocimiento de las diferencias, el respeto y una se-
rie elementos relacionados con lo que Marx llamara el “prejuicio de la
igualdad” y Jacotot la “igualdad de inteligencias”. Tenemos que asumir
la equivalencia de capacidades cognitivas como una premisa básica, que
no se da en nuestras sociedades, pues hay una cadena de desprecios
coloniales que presupone la “ignorancia del indio” y se filtra por los po-
ros de lo cotidiano para erigir los muros del sentido común. Sobre las
premisas de la brújula ética y la igualdad de inteligencias y poderes cog-
nitivos –ciertamente expresables en una diversidad de lenguas y episte-
mes– podrá tejerse quizás una epistemología ch’ixi de carácter planetario
que nos habilitará en nuestras tareas comunes como especie humana,
pero a la vez nos enraizará aún más en nuestras comunidades y territo-
rios locales, para construir redes de sentido y “ecologías de saberes” que
191
también sean “ecologías de sabores”,32 con la “compartencia” (a decir
de Jaime Luna)33 como gesto vital y la mezcla lingüística como táctica de
traducción. Es decir, para crear un territorio habitable y lo que Gamaliel
Churata llamara una “lengua con patria”.34
El escultor Víctor Zapana me transmitió otra noción clave, wut walan-
ti, que es lo irreparable, aquello que se rompe, la piedra rota. Hoy día, la
editorial de la Colectiva Ch’ixi se llama “Piedra Rota” como un recono-
cimiento de esa fisura colonial que habita en todxs y cada uno de noso-
trxs. Es una forma de decir que no tiene caso ponerse poncho, salir a las
calles diciendo “soy un indio puro” y hacerlo en castellano, con prácticas
elitistas y con viejos hábitos patriarcales y de poder. El gesto ch’ixi surge
a partir del reconocimiento de la fisura colonial, de la rotura interna que
significó el double bind colonial. El Wut Walanti que nos regaló Don Víctor
nos enseñó que hay cosas irreparables en la historia, pero que no hay que
llorar por la leche derramada; que no es posible simular ni ansiar una
unidad cultural perdida. Una de las cosas que se escuchaba decir a los
kataristas e indianistas en torno a la conmemoración de 1992, es que ya
nos hemos lamentado 500 años, ahora son otros 500 años y comienza un
pachakuti. Comienza un tiempo en el cual tenemos que afirmarnos y qui-
zás incluso tenemos que revertir el lamento y transformarlo en gesto de
celebración de lo que somos, de lo que hemos llegado a ser y de los sabe-
res que nos han ayudado a sobrevivir. Celebración que no es narcisista,
sino un agradecimiento humilde a la pacha que también sobrevive junto
con nosotrxs. Y ese nosotrxs se está ensanchando e interconectando de
múltiples maneras para alimentar su(nuestra) vida.
El idioma ch’ixi que utilizamos a diario nos sigue inspirando en la tarea
de pensar la descolonización. El aymara tiene cuatro personas gramaticales,
no sólo tres; yo, tu, el/ ella. La cuarta persona es jiwasa, que no es considera-
do un yo plural, sino una persona singular y a la vez colectiva. El yo plural es
el nanaka, pero el jiwasa es un nosotros como persona, como sujeto de enun-
ciación, en tanto que nanaka es el nosotros excluyente y exclusivo, Cuando
a mi interlocutor le digo nanaka, le estoy diciendo: “yo y los míos, pero sin
ti”. Nanaka se suele emplear en la interlocución con el poder. Lxs subalter-
nxs se autodefinen ante el poderoso como nanaka: nosotros los diferentes,
los opuestos a ti. En cambio, en el jiwasa hay un nosotros incluyente, pues
32
Me refiero aquí a la multiplicidad de iniciativas en torno a la soberanía alimentaria como
ser ferias y festivales de comida de antaño, agroecología y medicina natural, que han
proliferado en los últimos años y son parte vital de la escena antiglobalización.
Martínez Luna, Jaime. 2013. Textos sobre el camino andado. Tomo I. Colegio Superior para
33
192
involucra al interlocutor, formando una singularidad. Y también existe el
jiwasanaka, que incluye a todo el mundo, incluso a quienes no están presen-
tes. Jiwasanaka, el plural de la cuarta persona gramatical, sería cercano a un
nosotros-humano. La ductilidad y polisemia del aymara nos regala modos
de pensar la realidad colonial, colonizada, mestiza, mezclada, pero también
nos concede para revertir y subvertir sus huellas. Huella de dolor, huella de
resentimiento, pero también huella de creatividad cultural que justamente
tiene que ver con la celebración de haber sobrevivido, y dar por termina-
da una fase en la que el miserabilismo era la mirada dominante sobre lo
indígena-cholo-popular. Con el pachakuti nos renace el orgullo y la dignidad
de ese trasfondo indio, y empezamos a pensar en que aquello guarda una
riqueza, unas vetas, unas joyas de pensamiento.
El pensar con ayuda y en diálogo con los idiomas propios nos abrió tam-
bién un horizonte epistemológico nuevo, que nos ha permitido ejercitar un
diálogo cotidiano entre diferentes. Por lo demás, el castellano popular an-
dino que se habla en La Paz tiene ya mucho de la sintaxis y el léxico ayma-
ra. Esto se ve por ejemplo, en la canción “Metafísica Popular”, de Manuel
Monroy Chazarreta, que recoge innumerables dichos escuchados en las ca-
lles paceñas, e ironiza sobre la astucia ch’ixi que nos permite sentirnos có-
modos en y con la contradicción. Algunos ejemplos: “Tu equipo es puntero
de la cola”; “Mañana hay paro movilizado”, “Tu wawa chiquita bien grande
está”; “Estoy caliente con tanto frío”; “Mal que mal, estamos bien”; “¡Bien
grave tu agudo, che!”; “Anda a clausurar la inauguración”; “Qué bien ha
salido la entrada” y tantos otros. Son modos de decir y también de no decir
que habitan el habla cotidiana de las multitudes urbandinas; una especie
de guiño a nuestra condición manchada y contradictoria, que nos salva de
caer en el double bind esquizofrénico, en la paralizante aporía del conflicto.
En torno a esto, en Principio Potosí Reverso publicamos un diálogo que
sostuve con el curador de arte argentino-peruano, Gustavo Buntinx,35 en la
que habla del barroco achorado, o lo que llama el barroco mestizo, que sería
el equivalente a nuestro barroco ch’ixi. Es un modo de no buscar la síntesis,
de trabajar con y en la contradicción, de desarrollarla, en la medida en que
la síntesis es el anhelo del retorno a lo Uno. Y ése es el lastre de la mal lla-
mada cultura occidental, que nos pone frente a la necesidad de unificar las
oposiciones, de aquietar ese magma de energías desatadas por la contra-
dicción vivida, habitada.36 La idea es entonces no buscar la tranquilidad de
Egresado de la Universidad de Harvard. Su obra versa sobre las relaciones entre arte y
política, arte y violencia, arte y religión.
36
Ver al respecto 2010. Musealidades ch’ixi. En Rivera Cusicanqui, Silvia y El Colectivo.
Principio Potosí Reverso. Museo Reina Sofía.
193
lo Uno, porque es justamente una angustia maniquea; es necesario trabajar
dentro de la contradicción, haciendo de su polaridad el espacio de creación
de un tejido intermedio (taypi), una trama que no es ni lo uno ni lo otro, sino
todo lo contrario; es ambos a la vez.
Concibo al espacio intermedio o taypi-ch’ixi, no solo como una zona de
contacto, sino como zona de fricción. Sin embargo, para que la fricción se
efectivice se haría necesario limar asperezas, suavizar las aristas que en-
torpecieron el efecto electrizante de la fricción. Crear, en otras palabras, un
área de distensión y de diálogo o complementariedad de opuestos, como
la llama Filemón Escóbar.37 La idea de Pachakuti de nuestro recordado
Filippo, es todavía tributaria del binarismo de los opuestos, y su propues-
ta de diálogo, aparentemente ingenua y utópica –entre la indianidad y el
progreso, entre occidente y oriente no es más que un llamado al roce pro-
ductivo, a una confrontación capaz de crear otra politicidad y otro espacio
público–. Esto es, una zona de fricción. Añadiremos que el diseño utópico
de Patria que esboza Filippo fracasa por localizarse en la escala de Estado-
Nación. Nosotras proponemos una inversión de esta idea, hacia una esca-
la micropolítica de la Matria, o Política de la Tierra, como la llamó Waskar
Ari.38 La versión micropolítica del Pachakuti se plasmaría entonces en un
habitar ch’ixi de la matria-pacha a partir de comunalidades –rurales y urba-
nas, masculinas, femeninas o mixtas, juveniles, culturales, agroecológicas,
etc.– articuladas por un ethos fundado en el reconocimiento de sujetxs
no humanxs, en el diálogo de lxs ancestrxs con las especies y entidades
del entorno. En otras palabras, esa zona de fricción donde se enfrentan
los contrarios, sin paz, sin calma, en permanente estado de roce y elec-
trificación, es la que crea el magma que posibilita las transformaciones
históricas, para bien o para mal. Pero también hace posible que broten
situaciones cognitivas que desde la lógica euro-estadounidense serían im-
pensables, como la idea de que el pasado pueda ser mirado como futuro.
Existen dos dimensiones importantes en esta noción, una es la idea
del futuro-pasado que simultáneamente son habitados desde el presen-
te. El presente es el único “tiempo real”, pero en su palimpsesto salen a
la luz hebras de la más remota antigüedad, que irrumpen como una cons-
telación o “imagen dialéctica”,39 y, se entreveran con otros horizontes y
memorias. En aymara, el pasado se llama nayrapacha y nayra también
Escobar, Filemón. 2008. De la Revolución al Pachakuti. El aprendizaje del respeto recíproco
37
194
son los ojos, es decir, el pasado está por delante, es lo único que conoce-
mos porque lo podemos mirar, sentir y recordar. El futuro es en cambio
una especie de q’ipi, una carga de preocupaciones, que más vale tener en
la espalda (qhipha), porque si se las pone por delante no dejan vivir, no
dejan caminar. Caminar: ghipnayr uñtasis sarnaqapxañani es un aforismo
aymara que nos señala la necesidad de caminar siempre por el presente,
pero mirando futuro-pasado, de este modo: un futuro en la espalda y un
pasado ante la vista. Y ése es el andar como metáfora de la vida, porque
no solamente se mira futuro-pasado; se vive futuro-pasado, se piensa
en el futuro-pasado. Es lo que dice otra variante del aforismo: qhipnayr
uñtam, luram, sarnaqtam, ch’amachtam, lup’im, amuyt’am, qamam: pasa-
do-futuro miramos, hacemos, andamos, nos esforzamos, pensamos con
la cabeza, pensamos con el/la chuyma… en suma, vivimos. Ese pensar
viene del esfuerzo, pero también del amuyt’aña, que es el pensar me-
morioso o el juego de la memoria como algo activo en la vida presente.
También es un modo de pensar en aforismos, entretejiendo metáforas,
que se despliegan en las ceremonias comunitarias de la iwxaña; sesión
pública de consejos rituales que la gente joven recibe de sus mayores, las
autoridades entrantes reciben de las salientes, lxs hijxs de sus mayores.
La segunda dimensión puede expresarse en el aforismo jaqxam
parlaña, “hablar como la gente” “hablar como gente”, pronunciarnos en
tanto personas humanas.40 En tanto somos gente, tenemos que practi-
car el aruskipasipxañanakasakipunirakispawa, comunicarnos entre todxs y
cada unx en forma recíproca y (re)distributiva, y hacer del hablar un in-
tercambio de escuchas. Estas lógicas, que alimentan así sea tenuemente
la vida política comunitaria –tal como la conocimos en las décadas an-
teriores al “proceso de cambio”–, iluminan la posibilidad de repensar la
noción de pachakuti, que es tan importante en la cultura andina, y que
ha sido despojada de esos otros matices para convertirse en un término
fetiche. Pachakuti o pacha thijra es un vuelco en el tiempo/espacio, el fin
de un ciclo y el inicio de otro, cuando un “mundo al revés” puede vol-
ver sobre sus pies. Pero este significado crítico se convierte en parodia
y simulacro en los discursos estatales; un despliegue verbal insincero
e inconsistente con los actos decisivos de política económica y social.41
40
El aforismo completo es: sumax qamaña, jaqjam parlaña, jaqjam sarnaqaña; “Vivir bien
[es] hablar como gente y caminar como gente”, y fue el hermano Godofredo Calle Vallejo,
de la comunidad Aypa Yawruta de Pacajes, quien nos lo transmitió en una reunión con el
Taller de Historia Oral Andina (2010).
41
Es notable la descripción de hacen Murillo, Bautista y Montellano de la ceremonia de
advenimiento del Pachakuti, auspiciada por el Estado Plurinacional y los batallones
navales de Tiquina en una plata de la Isla del SOl, el 12 de octubre 2012 (Ver Murillo,
Mario, Bautista, Ruth y Montellano, Violeta. 2014. Paisaje, memoria y nación encarnada.
195
Para evitar la fetichización de los conceptos, que es tan propia de
los debates decoloniales o postcoloniales, pero también del discurso
político del “proceso de cambio” nos resistimos a toda modalidad del
pensamiento fundada en la separación, en el binarismo y en el divorcio
entre el pensar y el hacer. En el ámbito más concreto, se trata también de
repudiar la separación entre el pensar académico y la reflexividad diaria
de la gente de a pie, ese pensar que surge de las interacciones y conver-
saciones en la calle, de los sucesos colectivos vividos con el cuerpo y los
sentidos. La falta de correspondencia entre el pensar teórico y el pensar
cotidiano de la calle no sería tan problemática, si no fuera porque institu-
ye una jerarquía, a mi juicio indebida e ilegítima, amparada tan sólo por
su soporte en el poder. Porque, de hecho, muchas de las cosas que les he
compartido, las he aprendido de gente de a pie: agricultorxs, pensadorxs,
yatiris, constructorxs, artífices y tejedoras. Es ésa la maestría de pensa-
miento que permanentemente busco y es ahí donde he comprendido el
nexo tiempo/espacio que supone la noción de qhipnayra y la idea misma
de la pacha en su doble dimensión de cosmos bifronte y entreverado.
El pensar qhipnayra es pensar con la conciencia de estar situados en el
espacio del aquí ahora (aka pacha), como un taypi que conjuga contradic-
ciones y se desdobla en nuevas oposiciones. A su vez, éstas se mezclan y
entretejen, como en una wak’a atada a la cintura, zona sagrada del cuer-
po. Metáfora que leemos como la textura de un proceso autoconsciente
de descolonización que, sin (re)negar o evadirse de la fisura colonial, sea
capaz de articular pasados y presentes indios, femeninos y comunitarios
en un tejido ch’ixi, un mestizaje explosivo y reverberante, energizado de
fricción, que nos impulse a sacudir y subvertir los mandatos coloniales
de la parodia, la sumisión y el silencio.
Aquí sería pertinente la lectura de los heterónimos pareados, como
los llamo para el idioma aymara. Hay muchas formas de decir cosas en
aymara que al hacer un leve giro de pronunciación o fonética llegan a de-
cir otra cosa. Y uno de ellos es la diferencia entre el chhixi aspirado y el
ch’ixi explosivo. Chhixi está asociado a lo aguanoso, a lo inconsistente, se
dice que la leña que se quema muy rápido, que parece fuerte pero que no
dura; hay algo de insustancial en la forma chhixi. Parece una buena metá-
fora para comprender el ala masculina de la estructura social: el mestizo
oficial de la “tercera república”;42 un personaje pä chuyma, sin memoria ni
Interacciones ch’ixis en la Isla del Sol. PIEB). Todo un simulacro cuya intención salta a la
vista: espectacularizar el proyecto del gobierno de Evo Morales ante audiencias externas,
generando en el trayecto una secuela de malos tratos y desprecios a la gente de las comu-
nidades locales, que ni siquiera fue consultada sobre la localización y formato del evento.
42
La idea de mestizaje como “tercera república” pertenece a Rossana Barragán, y se sus-
196
compromisos con el pasado. Marx decía que hay que enterrar a los muer-
tos para poder revolucionar la historia. Pero esa falta de compromiso del
mestizo arribista suele disparar una tendencia a girar según sople el vien-
to: si llega el viento neoliberal, se vuelve neoliberal; si llega el viento co-
munista, se vuelve comunista; si llega el viento indianista, no tiene ningún
problema en ponerse poncho y sacar a relucir los aprendizajes obtenidos
en la espalda de la trabajadora del hogar que lo cargó de niño. Ése es el
populismo barato que campea hoy en Bolivia, un gesto identitario gran-
dilocuente, oportunista, ambiguo, que se aferra a la única entidad que le
da seguridad, que es la del papá estado.43 El patriarca estatal es el estado
como sustituto de aquella figura masculina de la que tal o cual personaje
público se vio privado por los avatares de la ilegitimidad, la pobreza, la
inseguridad personal o la desidentificación. Esa versión es la que ha dado
origen al populismo latinoamericano y en particular al populismo andino-
boliviano, que tiene mucho de gesto paternalista y miserabilista hacia lo
indígena; que desprecia profundamente a ese indio al cual interpela y
cree conocer. Es un gesto que tiende a tapar la culpa con la dádiva y el pa-
tronazgo: formas degradadas de la política que hacen de la prebenda un
modus operandi para compartir la corrupción, democratizar el dolo y crear
una “sociedad de cómplices”.44 Este “modo de poder”45 incorpora al otro
en tanto que lo degrada y degrada al otro en tanto y en la medida que lo
incorpora, porque lo seduce por medio de regalitos que consuelan y com-
pensan la subordinación y el despojo. Lo grave es que se trata de un inter-
cambio altamente desigual, pues se exige a cambio reverencias y sumisio-
nes simbólicas incompatibles con cualquier sentido de dignidad humana.
El estado colonial se nutre y se renueva fagocitando estas personalidades
sociales construidas colectivamente, pero vividas como individualidades,
o como comparsas y grupos de presión fragmentados y proteicos.
tenta en un detallado análisis de los cambios de vestimenta que realizaron las mujeres
de los estratos pudientes del cholaje urbano, en su proceso de amestizamiento desde
fines del periodo colonial (Cf. Barragán, Rossana. 1992. Entre polleras, lliqllas y ñañacas.
Los mestizos y la emergencia de la tercera república. En Arce, Silvia et al (Eds.), Etnicidad,
economía y simbolismo en los andes. II Congreso Internacional de Etnohistoria. Coroico,
La Paz). Aquí me refiero a la cara opuesta de este mestizaje encarnada en el mundo mas-
culino y letrado (Rivera Cusicanqui, manuscrito inédito).
43
Esto lo señaló Pablo Mamani en su penetrante análisis de la patología de las elites criollas
bolivianas. Mamani Ramírez, Pablo. 2008. Elites enfermas en Bolivia. La miseria de los
poderosos. En Racismo y elites criollas en Bolivia. Revista Willka 2(2), p. 39.
44
Portocarrero, Gonzalo. 2004. Rostros criollos del mal Cultura y transgresión en la sociedad
peruana. Red para el desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú.
Chatterjee, Partha. 1983. More on modes of power and the peasantry. En Ranajit Guha
45
197
El chhixi o pä chuyma, el híbrido, el que fusiona identidades, cree que
ya no tiene problemas culturales, porque se siente “boliviano”.46 Pero
cuando se emborracha de poder, le sale el patrón, o si se emborracha de
alcohol le sale el indio y entonces le nacen violencias atávicas y gestos
de autoritarismo o misoginia. Es lo que Ernst Bloch llamó la “furia acu-
mulada” de un pasado no digerido.47 Esta densidad psicosocial de la que
no se habla –porque entra en la vida privada–, es de la cual las cholas y
birlochas deslenguadas como yo hablamos, porque no podemos permi-
tirnos hacer de lo privado una esfera privativa al pensamiento. Tenemos
que hacer de todo aquello que miramos, que vivimos, una materia para el
pensamiento. El pensamiento que no se nutre de la vida, termina esterili-
zándose y esterilizando la palabra de la cual es portador. Para tener cierta
potencia, la palabra tiene que partir de un gesto de develamiento; salir
de sí misma como código encubridor y atreverse a nombrar los aspectos
dolorosos de la realidad, lo que por cierto no es fácil, porque se trata de
una tarea colectiva, no individual, y porque implica develar ante lxs de-
más, botar las máscaras que nos ayudan a parecer modernxs.
Por otro lado, si uno tiene que bajarle la caña al mestizx soberbix
que se ha encumbrado sobre el patriarca estatal hasta convertirse en su
zombie, tiene necesariamente que desarrollar el otro lado: levantarle la
cabeza a la india agachada que cada quien lleva adentro. Ya sea como
memoria de la nana que me cargó de niña,48 o como huella en la sangre,
o como identificación con un paisaje ancestral, esta impronta del mundo
colonizado está aquí, está en mí. Ese indio o esa india habita en nuestra
memoria, y su presencia nos ha dado la marca primigenia de la alteridad:
la ha inscrito en nuestro cuerpo y en nuestra subjetividad. La posibilidad
de una “imagen dialéctica” que conjugue este trasfondo ancestral con la
agresiva modernidad de nuestros días está abierta una nueva constela-
ción, porque la historia no es lineal.49
Pero, además, pensamos desde otro lado; pensamos desde el sur.
Para nosotrxs, en occidente está China, porque estamos situados geo-
gráficamente en un espacio que no es sucursal de Europa. Si se cierran
los ojos para imaginar el planeta, al viajar mentalmente hacia el poniente
46
Al respecto es emblemático el libro de distribución gratuita publicado el 2014 por el
Vicepresidente Álvaro García Linera, Identidad boliviana. Nación, mestizaje y plurinacionali-
dad. Para una crítica a sus principales argumentos ver Rivera Cusicanqui, Silvia. 2015. Mito
y desarrollo en Bolivia. El giro colonial del gobierno del MAS. Plural y Piedra Rota.
47
Bloch, Ernst. 1971. Efectos políticos del desarrollo desigual. En Kurt Lenk (Comp.), El con-
cepto de ideología. Amorrortu.
48
Ver al respecto el conmovedor documental de Luciana Decker, Nana, 2016.
49
Ver las “Tesis de filosofía de la historia”, en Benjamin, Walter. 1969. Illuminations. Schocken.
198
y cruzar el Pacífico, nos encontramos no con Europa sino con el “lejano
oriente”. Y si se deja a la mente transcurrir por el lado oriental hacia el
Atlántico, ahí sí nos encontramos con Europa al norte, y con África al
sur. Para mí, desde que hablamos de occidente, nos sometemos a la co-
lonización mental de Europa y de esto tenemos que liberarnos situando
nuestro pensamiento en otro espacio, en otras coordenadas geográfi-
cas. El pensar geográfico es un pensar situado, y es vital como gesto
epistemológico. Tendríamos que desmontar la artificialidad histórica
del mapa, y resituar el locus del pensamiento en una ubicación parti-
cular y material del planeta. Sin duda alguna, la línea del Ecuador tiene
materialidad, allí se puede sentir un centro energético del planeta. Pero
¿qué es el meridiano de Greenwich? Es una rayita trazada en un lugar
marginal, en una isla perdida en el Atlántico norte, que por azares de la
historia se erigió como centro del universo y a partir de ahí definió dón-
de estaba el oriente y dónde el occidente. Las longitudes son arbitrarias,
las latitudes no lo son: tienen materialidad. Se puede pensar en la dife-
rencia norte-sur, pero sin olvidar que las corporaciones transnacionales
y los capitalismos salvajes se han asentado hoy en países emergentes
(los BRICS) y desde allí avasallan territorios, poblaciones y recursos de
otros lares, y no por ello dejan de ser del sur.
Por ello es necesario retomar el paradigma epistemológico indíge-
na, una epistemología en la que los seres animados o inanimados son
sujetos, tan sujetos como los humanos, aunque sujetos de muy otra na-
turaleza. Hay algo que distingue a lo indio de lo que no lo es, algo que
distingue a la epistemología de los mundos alternos al capitalismo y al
antropocentrismo del mundo noratlántico. Tenemos que pensar en una
episteme que reconozca la condición del sujeto a lo que comúnmente
se llama objetos; ya sea plantas, animales o entidades materiales in-
conmensurables, como las estrellas. Es evidente que son otras las es-
trellas que nos miran en el sur, que las que miran a la gente que vive
en el norte. Y mirar la luz nocturna del sur es una experiencia única, un
aprendizaje que ya en las ciudades es difícil de poner en práctica por la
luminosidad urbana.
Aquí un paréntesis: yo creo que cuando estornuda la Tierra, por
ejemplo, con el tsunami que se presentó en el 2004 en Japón, o el de abril
de 2016 en Ecuador, o el más reciente que asoló la ciudad de México, nos
damos cuenta de la tremenda artificialidad de este mundo construido
que nos ha privado de ver las estrellas; el mundo de los artificios tec-
nológicos modernos. La tierra se sacude y nos damos cuenta de todo lo
que damos por sentado: agua, luz, conexiones de gas, todo puede res-
quebrajarse si el planeta se rasca la nariz y estornuda. Esa dinámica de
199
reconocimiento está siendo puesta en obra, puesta en el tapete de la
discusión por los efectos del cambio climático que estamos viviendo con
trágica evidencia, y que han hecho del paradigma indígena un paradigma
efectivamente alterno. Aunque también éste pueda ser capturado bajo
modelos consumistas del verde trasnacional, lo que nos remitiría nueva-
mente a la situación de “cambiar para que nada cambie”.
Quisiera concluir destacando el nivel de la temporalidad que se con-
cibe como simultaneidad. Vivir en tiempo presente, tanto el pasado ins-
crito en el futuro (“principio esperanza”), y como el futuro inscrito en el
pasado (qhipnayra), supone un cambio en la percepción de la temporali-
dad, es decir la eclosión de tiempos mixtos en la conciencia y en la praxis.
Pensando en Ernst Bloch,50 podríamos hablar de una conciencia antici-
patoria que no es sólo conciencia del deseo, sino también anticipación
del peligro. En momentos de crisis e intensificación temporal, ocurren
simultáneamente la promesa de la renovación y el riesgo de la catástrofe.
El pachakuti no es siempre mundo renovado y el advenimiento de una so-
ciedad del buen vivir, sino también puede ser su contrario; hay el peligro
permanente de la derrota y la degradación. Esta temporalidad qhipnayra,
y por otro lado el espacio taypi del mundo ch’ixi contencioso, donde los
contrarios se energizan mutuamente, supone una radicalización de los
elementos heterogéneos, para que puedan entretejerse con más fuer-
za y nitidez en el tiempo vivido del presente. Los sintagmas de la anti-
güedad, como la wak’a o faja tejida que inscribe lo sagrado en nuestros
cuerpos, nos brindan un conjunto abigarrado y armonioso de colores e
ideas para entreverar el pasado con el presente en forma activa, a través
de nuestras luchas por la memoria y nuestras prácticas micropolíticas
de descolonización.
200
En torno a lo ch´ixi. Anotaciones para una
lectura orientada a la teoría política
1
Guaman Poma de Ayala, Felipe. 1993 [1614]. Primer nueva corónica y buen gobierno. 3 vols.
Fondo de Cultura Económica.
201
Según Silvia Rivera Cusicanqui,2 dicha coincidencia no es azarosa:
al mostrar la decapitación Guaman Poma busca subrayar que lo que allí
ocurre no es tanto la eliminación de la vida de un cuerpo sino la desorga-
nización y el desequilibrio político para la sociedad indígena. Sus dibujos
son la expresión de un ethos, una forma de resistencia y deben ser toma-
dos en cuenta como elementos intencionalmente políticos.3
Ahora bien, cuando se observan los dibujos de Guaman Poma de
ese modo la teoría política también busca traerlos al presente, al “lugar”
desde dónde se escribe: el lugar de enunciación. Es desde ese presente
que se leen textos, autores e ideas sean de la temporalidad que sean. Es
decir, es en nuestro presente que las preguntas sobre teoría política nos
interpelan y nos dirigen al pasado, a un tipo de relación histórica o, en
sentido inverso, es el mismo pasado el que a veces se nos hace presente
y nos interpela.
En el abordaje inicial de la crónica de Guaman Poma en el seminario
“Democracia y resistencias en la temprana modernidad americana” en el
año 2019 había algo que aún no podíamos nombrar pero que evidencia-
ba la distancia que teníamos con el texto y hacía infructuoso el cómo pre-
tendíamos leerlo. Esa insuficiencia iba a ser aún más acuciante en la me-
dida en la que nos adentrábamos en el plan de lecturas complementarias
de nuestro proyecto. Desde aquel momento, en el seminario circularon
interrogaciones para escudriñar un sentido que se escapaba. ¿Cómo leer
estos textos? ¿Desde donde partimos para poder interpretarlos? ¿Desde
un lenguaje común? ¿Desde los límites de nuestro lenguaje? ¿Desde la
pertinencia de una pregunta “teorico-politica”? ¿o simplemente desde la
conciencia de la imposibilidad de abordar una “modernidad” tal y cual
nos es enseñada desde nuestra formación de grado?
Es allí donde la lectura de Un mundo ch´ixi es posible. Ensayos desde un
presente en crisis4 de Rivera Cusicanqui se vinculó a una reflexión sobre
las prácticas de interpretación y elaboración teórica. Su libro apareció,
precisamente, después de haber leído a Guaman Poma, autor cuyo tra-
tamiento se hacía cuanto menos oscuro. De alguna forma, lo que atrajo
a los miembros del seminario de la escritura de Rivera Cusicanqui era su
polémica con las formas habituales de interrogar a textos e intelectuales,
un sentimiento común de politicidad. Es decir, la lectura de este libro
2
Rivera Cusicanqui, Silvia. 2010. Ch’ixinakax utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos
descolonizadores. Tinta limón.
3
Rivera Cusicanqui, Silvia. 2015. Sociología de la imagen. Miradas ch’ixi desde la historia andi-
na. Tinta limón.
4
Rivera Cusicanqui, Silvia. 2018. Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos desde un presente en
crisis. Tinta Limón.
202
supuso reconocerse en una zona de fricción en la medida en que critica
el corazón mismo de los supuestos desde el que se hace, se enseña y se
estudia la teoría política en nuestras instituciones académicas.
En efecto, el uso de que describen e interpretan “las complejas me-
diaciones y la heterogénea constitución de nuestras sociedades”,5 la ra-
dicalidad de la postura política posicionada principalmente en lo que
habitualmente se denomina “micropolítica” y la escritura ensayística,
oral y desestructurada de Rivera Cusicanqui supuso abrir un campo
de interrogantes.
Primero, es interesante mencionar el carácter heurístico de los
conceptos-metáfora. Su poder explicativo reside en la materialidad y tem-
poralidad que presentan la introducción de estos. Para dar un ejemplo:
los kipus que usualmente son entendidos como unas herramientas de
contabilidad o de resguardo de información son, para la autora, lo ch´ixi
hecho práctica: “la producción de bienes, la fertilidad de la tierra, la can-
tidad de ofrendas, la reciprocidad rigurosamente calculada”.6 El ida y
vuelta de la metáfora, el ir más allá de la acepción histórica en el registro
de la práctica, se convierte en una fuente de potencia interpretativa ante
el cierre hermético de cualquier puesta teórica. Es la posibilidad de pre-
sentación de ciertos elementos que son imposibles de hacer inteligibles
de otra forma.
Segundo, cabe hacer mención del uso que hace de dicha idea de “mi-
cropolítica”. Efectivamente se dirige al concepto acuñado principalmen-
te por Guattari, pero también a su encuentro conceptual con Rolnik.7 A
partir de allí la autora forja una premisa política que guía la reflexión: la
no indiferencia entre el hacer y el pensar. La base epistémica-política de
lo ch ́ixi va a estar ligada necesariamente a un encuentro incómodo con
la relación colonial en la que se separa el pensar con la práctica en la
vida cotidiana.
Ahora bien ¿Qué herramientas metodológicas brinda su pensamien-
to para la teoría política? ¿Qué relaciones establece con autoras/es que
ya transitados en ese sentido? ¿Qué hay de nuevo en su análisis de lo (de)
colonial? Al no remitir a ninguna de las escuelas o metodologías a las que
se acostumbra a mencionar en la práctica teórico-política (e.g. historia
conceptual, historia intelectual, hermenéutica, etc.) Rivera Cusicanqui
opera un descentramiento de los apoyos metódicos. Con ello se quiere
decir que, ante la pregunta por la historia, la política y la colonialidad,
5
Rivera Cusicanqui, Silvia. 2018. Un mundo ch’ixi es posible, op. cit., p. 17.
6
Rivera Cusicanqui, Silvia. 2018. Un mundo ch’ixi es posible, op. cit., p. 61.
7
Rolnik, Suely y Guattari, Felix. 2006. Micropolítica: cartografías del deseo. Tinta Limón.
203
su análisis de las imágenes, las metáforas y las temporalidades se vuel-
ve cuanto menos extraño. ¿Por qué recurrir a un texto que no pertene-
ce a la tradición académica o se desarrolla principalmente en contra de
ella? ¿Qué aporta un texto cuya oralidad-escritura se sustenta de un
ejercicio retórico y político que no se autolimita al análisis detallado del
desenvolvimiento histórico?
No todas las preguntas aquí mencionadas poseen una respuesta
clara. Por el contrario, hablar de la experiencia de lectura en conjunto
supone cierto desplazamiento de la justificación. No hay mucho que de-
cir sobre el trabajo exploratorio. Por el contrario, parece más productivo
hablar de la experiencia de lectura colectiva, las marcas de la experiencia
textual, nuestro propio “espacio de goce”.8 En ese sentido y en lo que res-
pecta a la intuición y trabajo teórico que implicó leer a Rivera Cusicanqui,
se parece más un efecto que una causa. Quizá porque la superstición es
universal como sostiene Baruch Spinoza. Por lo cual solo queda incur-
sionar en una actividad apropiativa del sentido, en una ética de lectura.
En todo caso, trabajar y enunciarse desde dicha posición a veces supone
centrarse más en la acción y en la producción, que en la propia reflexión
de un sentido originario. Es allí que nos encontramos en el seminario
pensando en conjunto los aportes epistémico-políticos que son el tras-
fondo de lo viene Rivera Cusicanqui a proponer.
8
Barthes, Roland. 2007. El placer del texto y lección inaugural. Siglo XXI, p. 12.
204
que presenta Rivera Cusicanqui a partir del esquema de “suelo episté-
mico” supone una transformación constante a través de la interacción
entre varios actores y racionalidades, incluyendo al Estado, la gente y
los ciudadanos. Dicho análisis imposibilita la parálisis temporal que la
autora adjudica al historicismo, a saber, a la categorización de épocas,
periodos e intervalos anclados a un tiempo y espacio determinado. En
otras palabras, si la modernidad y la colonialidad son un problema del
presente, lo son porque su duración no se corresponde con el pasado y
con la unilinealidad de su experiencia histórica.
La autora va a sostener una dimensión temporal denominada
“futuro-pasado”. El futuro-pasado es la existencia misma de la historia.
En otras palabras, la multitemporalidad existente en acto. No existe una
historia lineal en lo correspondiente a las modernidades, siempre es una
historia de fuerzas, de choques y de tensiones. El presente, va a afirmar
Rivera Cusicanqui, es el único tiempo real. Es en el presente que se ex-
presan los tiempos múltiples, los horizontes coloniales, populistas y libe-
rales, los alimentos y sus formas de cocción, las relaciones de poder, el
arte, en otras palabras, los sintagmas de diferentes épocas.
Ese mismo presente es el que interpela cualquier análisis de textos
teórico-políticos. El problema de la democracia, de la representación, de
la unidad y de la multitud, de las instituciones, de la resistencia, de la
individualidad y la colectividad, no son problemas situados temporal-
mente como si estuvieran congelados. Muy por el contrario, si es que se
encuentran en nuestro presente como un interrogante teórico político,
lo son de forma tal que fueron constituidos históricamente e irrumpen,
siguiendo a Rivera Cusicanqui, como “imagen dialéctica”.9 La dimensión
de futuro-pasado es, en paralelo a la noción de ch´ixi, una base epistemo-
lógica para poder hacer teoría política de manera no colonial.
En segundo lugar, la modernidad colonial y europea, para la autora,
operan como codificador de relaciones de dependencia y de sumisión
presentándose como un todo lineal, ordenado, evolutivo y universal. Sin
embargo, lo que muestra Rivera Cusicanqui mediante la mención de
ejemplos de la vida cotidiana, de metáforas, palabras y frases, es la ac-
tualidad de un proceso histórico de larga duración que se resiste a dicha
totalización. Por lo tanto, pensar en la modernidad es volver sobre un
proceso de resistencias continuo. Una imposibilidad brindada por la he-
terogeneidad magmática del presente en América Latina.
Ahora bien ¿es posible afirmar esto? ¿Es la modernidad
–principalmente europea– un proceso de codificación total que se
9
Benjamin, Walter. 1999. The arcades project (Howard Eliand y Kevin McLaughlin, Trads.).
Harvard University Press.
205
interrumpe en su contacto con su Otro? ¿No es la realidad (tanto euro-
pea como americana) aquello que puede ser señalado como una hetero-
geneidad abigarrada? En suma, lo que interesa señalar es que tampoco
Europa puede ser excluida de la premisa de heterogeneidad. Es decir,
no hay totalidad u homogeneidad cuya presentación no escape de una
crítica inmanente: toda metáfora o figura de lo uniforme funciona como
un almacenamiento de las diferencias, pero no las elimina. Leer en los
mismos términos a la propia Rivera Cusicanqui, más allá de ella, supo-
ne reafirmar la heterogeneidad en una relación compleja de interaccio-
nes desiguales. De algún modo, como sostiene Bolívar Echeverría10, con
quien ella dialoga, el acto de destotalizar incumbe no sólo a la metáfora
de Europa que aquí empleamos, sino también a los acontecimientos del
otro lado del Atlántico.
Al respecto, cabe agregar tintes spinozistas a dicha crítica. Evitar (re)
caer en que Europa es un centro homogéneo, un bloque liso sin contra-
dicciones, supone un encuentro con las causas y los vínculos complejos
sobre los cuales se sustenta dicha imagen. En todo caso, salir del fata-
lismo que supone dicho prejuicio mediante la acepción de una premisa
de heterogeneidad y del suelo epistémico (en este caso ch´ixi) genera
una red de sentidos diferentes, debates intercontinentales, concepcio-
nes solapadas, angónicas pero complementarias de elementos (cuerpo,
alma, vida, Estado, etc).
Dicho de otro modo, el nudo de la modernidad-colonialidad se cierra
de diversos modos en cada territorialidad. De allí que las resistencias
se hayan librado de múltiples modos en territorialidades diversas. La
lectura de Rivera Cusicanqui incita a leerlas en tanto palimpsestos en
los que se abigarran unidades de sentidos. Incluso, agregamos en las
discusiones del seminario, cuando esto ocurre en la metáfora “Europa”.
Al proceder de este modo aparecen afirmadas o negadas herejías,
desacuerdos y posiciones políticas polémicas con toda autorepresen-
tación homogénea. Esto ocurre, por ejemplo, en el ya clásico ejemplo
de Spinoza y su salvaje y anómala concepción sobre los cuerpos, los
afectos y las pasiones y, sobre todo, el derecho natural en debate con
sus contemporáneos.11 Pero también, en las obras de pensadores como
Thomas Hobbes y John Locke si uno/una se anima a leerles más allá de
la mecanización del sentido que imponen las cristalizaciones canónicas.
El método “futuro-pasado” de Rivera Cusicanqui supone partir de la
premisa que los textos de estos autores, en tanto expresiones de una
10
Echeverría, Bolívar. 2000. La modernidad de lo barroco. Era.
11
Chauí, Marilena. 2003. Política en Spinoza. Gorla.
206
zona determinada de conflicto, nunca están cerrados sobre sí mismos y,
en consecuencia, siguen siendo un espacio abierto.
Al mismo tiempo, es menester resaltar, da cuenta de la relación de
poder que sustenta el status de Europa sin recaer necesariamente en
la premisa colonial del binarismo12 y en el ethos europeo.13 En efecto,
lo dicho no contradice la desigualdad que opera en todo momento.
Evidentemente la colonialidad impone jerarquías y inteligibiliza la hete-
rogeneidad real de la constitución del mundo a partir de establecer pa-
trones de sumisión, esclavitud e injusticias epistémicas. Silenciamientos
e invisibilidades, demandas y mandatos, posibilidades limitadas y ca-
tegorías excluyentes son claramente los dispositivos por los cuales se
ejerce el poder colonial. Incluso, dando un paso más, lo que entende-
mos como el canon de las lecturas que habitualmente hacemos o a las
cuales le son atribuidas cierta legitimidad, por no decir veracidad, son
efecto de dicha relación jerárquica. Solo basta observar atentamente
el programa de cualquier materia de teoría política moderna, donde la
aceptación de lecturas es más rápida y sencilla que el arduo trabajo de
desprendimiento de ciertas preguntas o premisas epistémicas. Para ser
más claros, leer a John Locke antes que Bartolomé de las Casas parece
ser más interesante para el ethos académico en el que nos situamos.
Al mismo tiempo parece ser más interesante seguir la lectura del in-
dividualismo posesivo14 del supuesto autor privilegiado, antes que la
pregunta sobre la inscripción de su pensamiento en un horizonte más
complejo y menos pacífico.
Por lo tanto, decolonizar implica para nuestra lectura de Rivera
Cusicanqui, volver a los textos y fuentes para reinterpretar la compleji-
dad de su textualidad de manera situada. Esto es, desacomodarse de las
lecturas disponibles y autorizadas para volver sobre los textos resituán-
dolos en nuestro horizonte latinoamericano desde el cual se desarrolla
la propia reflexión política. Esto transforma la pregunta política y sitúa el
pensamiento de autores como los mentados (Spinoza, Locke o Hobbes)
en debates que disputan el sentido de su propio pensamiento.15
12
Rivera Cusicanqui, Silvia. Un mundo ch’ixi es posible, op. cit., p. 30; Quijano, Anibal. 2011.
Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. En E. Lander (Comp.), La colo-
nialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales (pp. 105-129). Ciccus-CLACSO.
13
Ver supra p. 186.
14
Macpherson, Crawford Brough. 1970. La teoría política del individualismo posesivo. De
Hobbes a Locke. Laia.
15
Para un ejemplo de lo que implica pensar políticamente a un autor de la modernidad
temprana desde un pensamiento situado ver Abdo Ferez, Maria Cecilia. 2014. Pensar
políticamente a Spinoza, para América Latina. Utopía y Praxis Latinoamericana; 19(66),
207
En suma, la propuesta de Rivera Cusicanqui es hacer evidente la
presencia de elementos de varias constelaciones históricas. Es decir, dar
cuenta de la confluencia de lógicas y epistemes de diferentes tiempos y
lugares que se presentan abigarrados en la actualidad. Allí se encuentra
la potencia de dicha propuesta, lo que introduce efectivamente ese mo-
mento de actualidad es la persistencia de una relación abierta. En ese
sentido este señalamiento se vuelve necesario porque sin ocultar dicho
ethos colonial irrumpe la noción de modernidad como un término en dis-
puta. La actualidad radical del problema de lo moderno, entonces, per-
mite salirse de cierto historicismo evolutivo y coherente que penetra el
nervio del sentido común. Y más claramente, evita caer en las “palabras
mágicas” que eliminan el rastro de su historia para poder dar una noción
pacífica de lo que se habla. Por ejemplo, si bien la Historia Conceptual
sitúa históricamente los conceptos que emplea, Rivera Cusicanqui pres-
cinde de la diferencia entre un momento moderno y otro premoderno.16
B) Ahora bien, aquí aparece un segundo elemento propio de la termi-
nología que emplea la autora: la noción de lo ch’ixi. Lo ch´ixi –uno de los
conceptos metáfora que remite a una composicion de puntos negros y
blancos que genera una tonalidad gris jaspeada– es una forma de nom-
brar lo múltiple. Lo ch´ixi funciona como un elemento que pertenece a lo
fáctico pero posee cierto carácter propositivo. Hay entidades, animales,
personas, actitudes, relaciones ch´ixis, caracterizadas por ser indetermi-
nadas, porque no son blancas ni negras, son las dos cosas a la vez. "Tal es
el caso de la serpiente que," siguiendo a Rivera Cusicanqui "es de arriba
y a la vez de abajo; es masculina y femenina; no pertenece ni al cielo ni a
la tierra pero habita ambos espacios, como lluvia o como río subterráneo,
como rayo o como veta de la mina".17
Lo ch’ixi también suscribe a una apuesta ética o propositiva sinteriza-
da en una oposición, a saber: la realidad de lo múltiple se opone a la indi-
gestión de lo Uno –lo pä chuyma–. Pä chuyma –entraña dividida, metáfora
de la inmovilización efecto de las contradicciones– va a ser una forma de
nombrar una relación esquizofrénica. El diálogo con Gregory Bateson18 le
pp. 185-192; Fernández Peychaux. Diego. 2015. La resistencia, formas de la libertad en John
Locke. Prometeo.
16
Cabe señalar, igualmente, ciertas similitudes en ambas propuestas. Para una lectura más
detallada de la Historia Conceptual ver Aguirre, Germán y Morán, Sabrina. 2020. Historia
Conceptual. En Nosetto, Luciano y Wieczorek, Tomás (Comps.), Métodos de teoría política
(pp. 61-84). Instituto de Investigaciones Gino Germani.
17
Ver supra p. 189.
18
Bateson, Gregory. 1998. Pasos hacia una ecología de la mente. Lohlé-Lumen.
208
permite pensar a Rivera Cusicanqui que hay contradicciones que crean
un espacio inhabitable, esquizofrénico; la imposibilidad creada por el
intento de cumplir dos mandatos contradictorios al mismo tiempo. Ese
espacio de ahogamiento, de inacción, se encuentra identificado por la
autora en el ethos colonial. Ella afirma que la única salida es un combate
mediante “gestos epistemológicos de reversión del proceso colonial y de
sus marcas de subjetivación”19. ¿Qué son esas marcas de subjetivación?
Una respuesta rápida y concisa: la disposición cómoda de disponer de
dos escenarios, blanco y negro, homogeneidad y heterogeneidad, lo Uno
y lo múltiple.
El problema de la colonialidad aquí identificado es, en definitiva, la
imposición de jerarquías que impide cierto movimiento de lo real, i.e.
que no totaliza la heterogeneidad pero sí la posibilidad de su vislumbra-
miento. Es en el mismo problema de lo colonial que la noción de ch´ixi
actúa como forma de nombrar una complejidad abrumadora sin recaer
en una totalización paralizante. Es decir, su carácter positivo radica en su
capacidad de sostener una tensión irremediable entre lo heterogéneo y
su inteligibilidad.
Ahora bien, si lo ch´ixi es parte de lo real y al mismo tiempo una pro-
puesta ética, la resolución de la colonialidad (si es que la hay) no debe
ser entendida como una negatividad. Las opciones habituales ante el
problema colonial parten de un proceso de reversión, de alteridad, de
negación y reivindicación de un origen puro, en otras palabras, una res-
puesta negativa. Politizar la noción de ch ́ixi –su conjugación epistémica–
permite nombrar aquello que se busca hacer inteligible introduciendo
el elemento alternativo. Cabría la pregunta ¿cómo? y, más aún, ¿qué ele-
mento alternativo? La respuesta no es sencilla, pero tampoco imposible:
pensar lo ch´ixi como un tipo de mestizaje barroco, una realidad abierta.
En otras palabras: ante la realidad colonial y esquizofrénica que inmovili-
za el pensar y el hacer (como si hubiera una distinción clara entre ambas
cosas), el gesto epistemológico viene a proponer un espacio intermedio
(taypi ch´ixi).
C) Es en ese sentido la idea de lo ch´ixi se presenta como una herramien-
ta heurística. Su nombramiento de lo múltiple supone una vía alterna-
tiva muy interesante para el análisis de la modernidad. Siguiendo el ya
mencionado diálogo con Bateson, Rivera Cusicanqui convierte a lo ch´ixi
en una noción epistémica. La describe principalmente como “la no elec-
ción”. Esta posición ética sintetizada en la conocida frase “ni chicha ni
limoná” remite necesariamente a dejar en suspenso algunas cuestiones,
19
Ver supra p. 188.
209
a no buscar la pacificación de las opciones ofertadas. Pero tampoco a
no tomar ninguna decisión. Ambas opciones serán entendidas como pä
chuyma, lo cual generaría una inmovilización del cuerpo y del pensamien-
to. Muy por el contrario, “no elegir” supone hacer propia una marca, un
límite cognitivo, una cicatriz colonial y dar espacio a las contradicciones
efectivas sin recaer en la simplicidad de lo Uno impuesto (ie. coloniali-
dad) o supuesto (ie. sustancialización del pasado).
¿Qué es esto sino una advertencia epistemológica o un señalamiento
de precaución? Cuando lo colonial se impone como un mandato a ser
cumplido (lo moderno en términos eurocéntricos: la negación de una re-
lación en términos de su complejidad), la contraposición no debe ser otra
cosa que la producción de cierta ambigüedad. La vivencia de la diferen-
cia es la perversión de lo colonial, no su contrapartida, su negación. Es, al
fin y al cabo, la existencia positiva e incómoda de una constante pregunta
por el estatuto de las cosas y de los sujetos, pero que no se resuelve sino
a través de cierta igualdad jerárquica que no supone una resolución.
Para ser más claro, esta creación de un “espacio intermedio”, de un
lugar donde las contradicciones no son tales o, si lo son, no crean el es-
tatuto de lo imposible, implica que lo ch´ixi es un mestizaje que no recae
en una operación resolutoria. El trabajo que le sigue a este presupuesto
es un camino de exploración en los términos en los cuales las cosas se
expresan. Si las contradicciones no son tales, las deidades son sujetos,
las piedras contienen un contenido simbólico-cosmológico tanto como
lo tienen los dispositivos creados por el ser humano y la humanidad es
una condición siempre en disputa,20 no se puede sino preguntar por el
estatuto atribuido al mismo contenido textual que se trabaja.
Habitar dicho “espacio”, nos dice Rivera Cusicanqui, es un juego de
dobles sentidos. Recurriendo a Guaman Poma de Ayala y sus dibujos,
politiza una lectura que contrae una significación para el presente. Por
ejemplo, el término “desarrollo” –entendido como metáfora– implica o
contiene un significado punitivo. Esto se debe a que el rollo es también
un pilar de piedra donde se ataba a los herejes, se los torturaba y humi-
llaba. Desarrollo, entonces, indica o retrotrae una significación histórica
de principios de los siglos XVI y XVII, pero suspende dicha temporalidad
mediante el uso del anacronismo que da cuenta de una contradicción
que convive en un mismo espacio.
Esa multiplicación de sentidos, ese lenguaje impregnado de un
“hablar como la gente”, no solo afirma cierta ambigüedad de la pala-
bra escrita. Sino que afirma una postura ética. Es decir, lo que la autora
20
Quisiera aquí poner en diálogo los apuntes de Virginia E. Zuleta presente en este libro
sobre el pensamiento de Viveiros de Castro.
210
entiende –siguiendo a Jacotot– como igualdad de inteligencias. Hay que
asumir “la equivalencia de capacidades cognitivas como una premisa
básica”,21 hay que, en fin, asumir que la existencia de testimonios, dife-
rentes epistemes, diferentes lenguas y los diferentes tipos de soportes
por los cuales el conocimiento se expresa, se encuentran en un mismo
nivel. Hablar como la gente es asumir la igualdad de inteligencias, es dar
un reconocimiento real hacia un/a otro/a, un/a distinto/a, a la diferencia.
Solo mediante dicho presupuesto es que la modernidad se pluraliza y los
valores que en principio fueron atropellados por la relación colonial se
hacen inteligibles. Yendo un poco más lejos, asumir dicha igualdad po-
sibilita nuevos sentidos y lecturas que desde el presente se encuentran
obliteradas por el propio canon académico y colonial.
Reenvío
Y… ¿entonces? En el seminario no buscamos recuperar una metodología
de trabajo o formas complejas para la investigación e indagación en au-
tores o problemas de la modernidad temprana. Por el contrario, la cons-
trucción de un horizonte de sentido alberga la falta de “una manera de
hacer”. Allí se inscribe de alguna forma este texto de Rivera Cusicanqui.
Sin hacer de él un conjunto de reglas, su utilidad motivada por nuestras
intenciones de lecturas –a veces por azar y otras bien focalizadas– per-
miten la problematización y apertura de un campo novedoso, sobre todo
para la teoría política.
En todo caso, la pregunta por las posibilidades de abrir a la “moder-
nidad” en un proceso metodológico o de una posible “lectura ch´ixi de las
modernidades” requiere una respuesta integral. Lo ch´ixi no es solo un
diagnóstico o una hipótesis, es una caja de herramientas para pensar más
allá de los límites de su propia nominación como concepto social. Por lo
tanto, no hay que separar el mismo lugar de enunciación donde lo ch´ixi se
hace presente, a saber, una inseparable relación con su propia práctica.
Abrir la modernidad, entonces, encuentra una arista en la epistemo-
logía ch´ixi. Aquella intenta dar una noción más compleja de las relacio-
nes coloniales en la misma práctica académica y política. Sin dejar de ser
una entre tantas otras opciones, lo que la caracteriza es dar cuenta de
una imposibilidad constitutiva que acarrea el quehacer teórico político
y hacer de ella una condición de posibilidad. Una teoría política menos
colonial parte de dicha premisa. Lo que sigue, entonces, es hacer carne
una premisa de diferencia que brote de la misma.
211
“Teoría ideal” como ideología1
Charles W. Mills
1
Publicación original: Charles W. Mills. 2005. “Ideal Theory” as Ideology. Hypatia 20:3,
165-184. https://www.jstor.org/stable/3811121.
2
Gilligan, Carol. 1982. In a Different Voice. Harvard University Press; Noddings, Nel. 1984.
Caring: A Feminine Approach to Ethics and Moral Education. University of California Press.
3
Brennan, Samantha. 1999. Recent Work in Feminist Ethics. Ethics, 109, pp. 858-893.
4
Friedman, Marilyn. 2000. Feminism in Ethics: Conceptions of Autonomy. En Fricker,
Miranda y Hornsby, Jennifer (Eds.), The Cambridge Companion to Feminism in Philosophy.
Cambridge University Press, p. 211.
5
Jaggar, Alison. 2000. Ethics Naturalized: Feminism’s Contribution to Moral Epistemology.
Metaphilosophy 31, pp. 452-68.
213
esa opresión.6 Obviamente, esta definición minimalista permite un es-
pectro muy amplio de perspectivas. En este respecto, la ética feminista
ha terminado por convergir con la filosofía política feminista, que al me-
nos desde la “segunda ola” también abarcaba una amplia variedad de
acercamientos cuyo denominador común era el objetivo de terminar con
la subordinación de la mujer.7
En este artículo, quiero concentrarme en una estrategia ética que fue
desarrollada de manera óptima y con conciencia dentro de la teoría fe-
minista en los escritos de Onora O’Neill,8 pero que puede rastrearse, al
menos en una forma implícita y esquemática, en el marxismo y la teoría
clásica de izquierda y que ciertamente sería amigable para muchas per-
sonas que están trabajando sobre raza. (La encontré muy útil en mi pro-
pio trabajo9). Me refiero a la distinción entre acercamientos idealizantes
y no idealizantes en teoría ética y la adopción del último. Argumentaré
que esta estrategia normativa tiene la virtud de ser potencialmente uni-
versalista en su aplicación, capaz de abordar muchas, si no todas, las
preocupaciones no solo de las mujeres sino también de aquellas perso-
nas, hombres y mujeres, que se encuentran subordinadas por la clase, la
raza y el subdesarrollo del “Sur” y también la de reflejar la experiencia
distintiva de las personas oprimidas evitando el particularismo y el rela-
tivismo. Además, en algunos puntos se involucra con la ética mainstream
en sus propios términos, con lo cual (por lo menos en teoría) hace que
sea más difícil ignorar y marginalizar. En este sentido, argumentaré que
la así llamada teoría ideal dominante en la ética mainstream es invisibi-
lizante en aspectos cruciales y que por eso puede ser pensada en parte
como ideológica, en el sentido peyorativo de un conjunto de ideas gru-
pales que reflejan y contribuyen a perpetuar un privilegio grupal ilícito.
Como sostiene O’Neill (y estoy de acuerdo), el mejor modo de realizar
el ideal es por medio del reconocimiento de la importancia de teorizar
lo no ideal.
6
Brennan, Recent, op. cit., p. 860.
7
Jaggar, Alison. 1983. Feminist Politics and Human Nature. Rowman & Allanheld; Tong,
Rosemarie Putnam. 1998. Feminist Thought: A More Comprehensive Introduction.
Westview Press.
8
O’Neill, Onora. 1987. Abstraction, Idealization and Ideology in Ethics. J. D. G. Evans
(Ed.), Moral Philosophy and Contemporary Problems. Cambridge University Press; O’Neill,
Onora. 1993. Justice, Gender, and International Boundaries. En Nussbaum, Martha y Sen,
Amartya (Eds.), The Quality of Life. Clarendon Press.
9
Mills, Charles W. 1997. The Racial Contract. Cornell University Press; Mills, Charles W.
1998. Blackness Visible: Essays on Philosophy and Race. Cornell University Press.
214
Los vicios de la teoría ideal
Comencemos por diferenciar entre diferentes sentidos de ideal, dado que
las ambigüedades y múltiples interpretaciones del término contribuyen
parcialmente, en mi opinión, a alguna plausibilidad superficial que la
“teoría ideal” pueda tener como acercamiento. En primer lugar, en un
sentido trivial teoría “ideal” se aplica a la teoría moral como un todo
(al menos a la ética normativa en contraposición a la metaética). Dado
que la ética trata por definición con asuntos normativos / prescriptivos /
evaluativos, por contraposición a factuales / descriptivos, y por lo tanto
implica la apelación a valores e ideales, es teoría ideal en ese sentido ge-
nérico, sin considerar las divergencias en los acercamientos. Llamemos a
este sentido normativo de fondo Y no controversial de ideal, que aquí no
trataremos, ideal-como-normativo.
Nos concentraremos en un sentido diferente de ideal: ideal como
modelo. Llamemos a este sentido ideal-como-modelo. Este sentido no es
exclusivo de la ética sino que puede encontrarse en otras ramas de la filo-
sofía y, de hecho, es compartido de manera más general (si no usualmen-
te de la misma manera) por la ciencias naturales y sociales. Imaginemos
un fenómeno del mundo social o natural, P. Un ideal en este sentido de
modelo es una representación de P. Un tipo de representación pretende
ser descriptiva de los aspectos cruciales de P (su naturaleza esencial)
y de cómo funciona realmente (su dinámica básica). Llamemos a este
sentido descriptivo modélico ideal-como-modelo-descriptivo. Dado que
evidentemente un modelo no es coincidente con lo que está modelando,
un ideal-como-modelo-descriptivo necesariamente tiene que abstraer
algunos rasgos de P. Así, uno hará algunas suposiciones simplificadoras
basándose en lo que uno toma como los rasgos más importantes de P
e incluirá algunos aspectos mientras que omitirá otros. Esto producirá
una imagen esquematizada del funcionamiento y naturaleza reales de
P. Ahora bien, para ciertos P (no todos), será posible también producir
un modelo idealizado, un ejemplar, de lo que debería ser un P ideal.
Llamemos a este modelo idealizado ideal-como-modelo-idealizado.
Salvo que el P en cuestión sea él mismo un P ideal, entonces obviamente
existirá un salto entre él y el ideal y correspondientemente entre el ideal-
como-modelo-descriptivo (un ideal en el sentido de modelo adecuado
de cómo funciona P) y el ideal-como-modelo-idealizado (un ideal en el
sentido de un modelo ejemplar de cómo debería funcionar P). Y obvia-
mente el “debería” aquí no es necesariamente un “debería” moral, sino
que puede implicar normas de tipo funcionalista técnico (una aspiradora
ideal, un campo de concentración ideal, un sistema digestivo ideal, y así),
215
o solo supuestos limitantes convenientes para los propósitos de mate-
matización y cálculo (un gas ideal, un vacío perfecto, un avión sin fricción,
un conductor sin resistencia).
Ahora, al tratar de entender el funcionamiento de un P real, ¿cuán útil
puede ser empezar desde un ideal-como-modelo-idealizado de P? Esta
cuestión no puede ser respondida a priori: dependerá de cuánto se acerca
el P real en cuestión al comportamiento de un P ideal. Un avión de super-
ficie lisa y cubierta de teflón suspendido en el vacío puede acercarse tanto
al ideal que se puede considerar que su comportamiento alcanza el de un
avión ideal sin fricción: aquí, el ideal-como-modelo-descriptivo se aproxi-
mará, aunque no llegue del todo, al ideal-como-modelo-idealizado. Así,
uno podría pensar en el ideal-como-modelo-idealizado como una extra-
polación, en el límite, del comportamiento de P (aquí, el avión), o desde la
otra dirección, ver el ideal-como-modelo-descriptivo como desviado mí-
nimamente de este ideal. Pero si el avión está cubierto no con teflón sino
con velcro, o si está picado, agrietado y corroído, entonces obviamente
esto sería absurdo. El ideal-como-modelo-descriptivo, el modelo del fun-
cionamiento real del avión, será bastante diferente del ideal-como-mode-
lo-idealizado y se necesitará comenzar con una investigación real sobre
las propiedades del avión. No se puede simplemente conceptualizarlas
en términos de una desviación menor del ideal, del ideal-como-modelo-
idealizado. Y si uno quiere cambiar el P real para que se adecue más en
su comportamiento al P ideal, necesitará trabajar y teorizar no solo con
el ideal ideal-como-modelo-idealizado sino con el no-ideal ideal-como-
modelo-descriptivo, de modo de identificar y comprender los rasgos pe-
culiares que explican la dinámica de P e impiden que alcance la idealidad.
Ahora pasemos (sin dudas para el alivio de los lectores) de estas com-
paraciones mecánicas a lo que realmente nos interesa: la aplicación de
estas distinciones a la interacción humana y la teoría moral. Como trata-
mos con agentes morales y no con gases, aviones o aspiradoras, junto con
la dimensión factual el ideal en el sentido de ideal-como-modelo-idealiza-
do tiene aquí una dimensión moral crucial. Factualmente, la idealización
involucra atribuirles a los agentes (tal y como se los concibe en la teoría)
capacidades humanas que se desvían de la norma; por ejemplo, su grado
de racionalidad, autoconocimiento, habilidad para hacer comparaciones
interpersonales de utilidad cardinal, etc.10 Moralmente, la idealización im-
plica la modelización de cómo deberían ser las personas (carácter), cómo
deberían tratarse mutuamente (acciones correctas y buenas) y cómo de-
bería estar estructurada la sociedad en sus instituciones básicas (justicia).
10
O’Neill, Abstraction, op. cit., p. 56.
216
Diferentes autores divergirán respecto de qué son esos ideales y corres-
pondientemente serán divergentes sus visiones de en qué consisten un
carácter ideal, la relación entre lo correcto y lo bueno y la naturaleza de
una sociedad justa. Pero tendrán en común un ideal de algún tipo.
Ahora bien, lo que distingue la teoría ideal no es meramente el uso
de ideales, dado que la teoría no ideal puede usarlos y los usa (cierta-
mente apela a ideales morales, aunque sea más dubitativa respecto del
valor de invocar capacidades humanas idealizadas). Lo que distingue a la
teoría ideal es el grado en el que confía en la idealización, lo que la lleva
al punto de la exclusión o al menos la marginalización de lo real. Como
enfatiza O’Neill, esto no es necesariamente un corolario de la operación
de abstracción, dado que puede haber abstracciones del tipo ideal-como-
modelo-descriptivo que abstraen sin idealizar. Pero la teoría ideal o bien
representa tácitamente lo real como una simple desviación de lo ideal
que no vale la pena teorizar, o afirma que comenzar por el ideal es el me-
jor modo de realizarlo. La teoría ideal como acercamiento utiliza algunos
de (o todos) los siguientes conceptos y presupuestos (hay necesariamente
un solapamiento en la lista, todos hacen intersecciones entre sí) como su
aparato básico:
• Una ontología social idealizada. La teoría moral trata con lo nor-
mativo, pero no puede evitar algunas caracterizaciones de los seres
humanos que componen la sociedad y cuyas interacciones mutuas
son su tema. Así, tiene que presuponerse alguna ontología social ex-
presa o tácita. Una ontología social idealizada de tipo moderno (por
contraposición a por ejemplo de tipo platónico o aristotélico) presu-
pone típicamente los individuos atómicos iguales abstractos e indi-
ferenciados del liberalismo clásico. Con esto, abstrae las relaciones
de dominación estructural, explotación, coerción y opresión, que en
realidad informan profundamente la ontología de esos mismos indivi-
duos, ubicándolos en posiciones superiores e inferiores de jerarquías
sociales de diversos tipos.
• Capacidades idealizadas. A los agentes humanos tal como son
visualizados en la teoría se les atribuyen frecuentemente capacidades
completamente irrealistas, irrealistas incluso para la minoría privile-
giada, ya ni hablar para aquellas personas subordinadas de diferentes
maneras, quienes no habrán tenido oportunidad de que sus capaci-
dades naturales se desarrollen y que serían típicamente discapacita-
das en aspectos cruciales.
• Silencio sobre la opresión. Casi por definición, se sigue del
foco sobre la teoría ideal que se dice poco o nada sobre la opresión
histórica y su legado en el presente o sobre la opresión que ocurre
217
actualmente, aunque se les haga un guiño vago o promisorio, como
algo a tratar después. De manera correspondiente, los modos en los
que es probable que la opresión sistemática dé forma a las institucio-
nes sociales básicas (y a los seres humanos en esas instituciones) no
es parte de la preocupación de la teoría y eso se manifiesta en la au-
sencia de conceptos ideales-como-modelo-descriptivo que provean
el mapeo macro y micro de esa opresión y que son requisitos para
comprender su dinámica reproductiva.
• Instituciones sociales ideales. Instituciones sociales fundamen-
tales como la familia, la estructura económica o el sistema legal se
conceptualizan en términos de ideal-como-modelo-idealizado, con
poco o ningún sentido de cómo su funcionamiento real puede perju-
dicar a las mujeres, las personas pobres y las minorías raciales.
• Una esfera cognitiva idealizada. Aparte de y sumada a la idea-
lización de las capacidades humanas, también se presupone lo que
podemos llamar una esfera cognitiva idealizada. En otras palabras,
como corolario de la ignorancia general de la opresión, las consecuen-
cias de la opresión para la cognición social de esos agentes, tanto los
aventajados como los desaventajados, no serán reconocidas y mucho
menos teorizadas. Se presupone una transparencia social general con
obstáculos cognitivos minimizados, limitados a sesgos de autointerés
o las dificultades intrínsecas de comprender el mundo. Se presta poca
o ninguna atención al rol distintivo de las ideologías hegemónicas y
las experiencias grupales específicas en la distorsión de nuestras per-
cepciones y concepciones del orden social.
• Cumplimiento estricto. Finalmente, algunos teóricos, como fa-
mosamente John Rawls en Una teoría de la justicia, sostienen la “teoría
ideal” en el sentido de “teoría de cumplimiento estricto como con-
trapuesto a teoría de cumplimiento parcial”: la examinación de “los
principios de justicia que regularían una sociedad bien ordenada. Se
presupone que todos actúan de manera justa y hacen su parte para
sostener las instituciones justas”. Rawls concede que “los problemas
de la teoría de cumplimiento parcial son cuestiones apremiantes y
urgentes, son las cosas con las que nos enfrentamos en la vida coti-
diana”. Pero, sostiene, “la razón para comenzar con la teoría ideal es
que provee, creo, la única base para comprender sistemáticamente
esos problemas más urgentes”.11 Dado que se reconoce ampliamente
que el texto de Rawls revivió la teoría política normativa angloame-
ricana de posguerra y que es el libro más importante del siglo XX en
11
Rawls, John. 1999. A Theory of Justice. Harvard University Press, p. 8.
218
esa tradición, se puede argumentar plausiblemente que esa decisión
metodológica ha sido un factor importante que influyó en la dirección
posterior del campo, aunque también diría que su decisión y en gene-
ral su defensa de la teoría ideal también reflejan un sesgo estructural
en la profesión.
Ahora miremos la lista e intentemos verla con los ojos de alguien que
recién llega a la teoría ética y a la filosofía política académicas formales.
Olviden, en otras palabras, todos los artículos y trabajos monográficos y
textos introductorios que han leído a lo largo de los años, lo que quizás
los haya socializado para tener la idea de que así es como debe hacer-
se la teoría normativa. Hagan la operación brechtiana de desfamiliari-
zación y extrañamiento sobre su cognición. ¿No sería esta su reacción
espontánea?: “¿cómo, en el nombre de Dios, alguien podría pensar que
esta es la manera adecuada de hacer ética?”.
Sugiero que esta reacción espontánea, lejos de ser filosóficamente
naif o inmadura, es de hecho correcta. Si empezamos por la premisa pre-
sumiblemente no controversial de que el principal punto de la ética es
guiar nuestras acciones y volvernos mejores personas, entonces el marco
anterior no solo será inútil, también en algunos aspectos será profun-
damente antitético con el fin propio de la ética teórica como empresa.
Al modelar humanos, capacidades, interacción, instituciones y sociedad
humanas con ideales-como-modelos-idealizados, al jamás explorar cuán
profundamente diferente es esto de los ideales-como-modelos-descripti-
vos, estamos abstrayendo realidades cruciales para nuestra comprensión
del funcionamiento real de la injusticia en las interacciones humanas y
las instituciones sociales. Con esto, estamos garantizando que el ideal-
como-modelo-idealizado nunca será alcanzado.
No es casual que los grupos históricamente subordinados siempre
han sido profundamente escépticos de la teoría ideal; generalmente ven
esos ideales relucientes como remotos e inútiles y se sienten atraídos por
la teoría no ideal o por la teoría “naturalizada” que se solapa de manera
significativa con ella. En el mismo ensayo citado más arriba, Jaggar iden-
tifica una “unidad de la ética feminista en al menos una dimensión”, un
naturalismo “característico, aunque no definitivo, de ella”.12 El marxismo
ya no atrae tanto como antes como teoría de la opresión, pero es famoso
por haber enfatizado, como por ejemplo, en La ideología alemana, la im-
portancia de descender de las abstracciones idealizantes de los jóvenes
hegelianos y poner el foco en “las personas reales, activas”, no en “las
12
Jaggar, Ethics, op. cit., p. 453.
219
personas como son narradas, pensadas, imaginadas, concebidas”, sino
“como son realmente”13 en relaciones de dominación (de clase). Y cier-
tamente los americanos negros y otras personas racialmente oprimidas
han operado siempre con el presupuesto de que el punto de partida más
natural e iluminador son las condiciones reales de los no blancos y la
discrepancia entre estas y los alardeados ideales americanos.
Así, el famoso discurso de Frederick Douglass en 1852, “¿Qué le im-
porta al esclavo el 4 de julio?”, señala lo obvio: que los inspiradores prin-
cipios de libertad e independencia asociados con la celebración no son
igualmente extensivos a los esclavos negros: “¡No estoy incluido en el
vallado de este glorioso aniversario! Su alta independencia solo revela
la distancia inmensurable entre nosotros… La rica herencia de justicia,
libertad, prosperidad e independencia legada por sus padres es compar-
tida por ustedes, no por mí… Este cuatro de julio es de ustedes, no mío.
Ustedes pueden regocijarse, yo tengo que hacer duelo”.14 Dada esta con-
vergencia de las teorías de género, clase y raza sobre la necesidad de ha-
cer que la existencia y funcionamiento de las estructuras no ideales que
obstruyen la realización del ideal sean centrales teoréticamente, ¿qué
argumentos defendibles podría haber para abstraer estas realidades?
Primero, como consideración preliminar, necesitamos despejar rápi-
damente algunas de las ambigüedades y confusiones verbales que pue-
den llevar equivocadamente a defender la teoría ideal. Toda teoría moral
es ideal en el sentido de ideal-como-normativo, pero por supuesto no
es este el sentido en cuestión aquí, por lo que no puede ser la razón por
la que necesitaríamos teoría ideal. Tampoco la teoría ideal es un simple
modelo (algo que toda teoría requiere), dado que ya hemos distinguido
los modelos entre ideal-como-modelo-descriptivo e ideal-como-modelo-
idealizado. Tampoco se puede afirmar que, cualesquiera que sean sus
faltas, la teoría ideal es la única manera de hacer ética o la única manera
de hacer ética de una manera basada en teoría / generalista, por contra-
posición a alternativas insatisfactoriamente particularistas, dado que hay
una alternativa que también es generalista en la forma de teoría no ideal.
Tampoco la simple apelación a un ideal (por caso, la imagen de una so-
ciedad idealmente justa) hace necesariamente que una teoría sea ideal,
dado que la teoría no ideal puede apelar a un ideal y de hecho lo hace.
Marx, Karl y Engels, Frederick. 1976. The German Ideology, collected works, vol. 5.
13
220
Estos son malos argumentos o simples confusiones. ¿Cuáles son las
defensas reales de la teoría ideal? Un posible primer argumento podría
ser simplemente negar que la teoría moral tenga que preocuparse por
tener presupuestos realistas sobre los seres humanos, sus capacidades
y su comportamiento. La ética trata del ideal, de modo que no tiene que
preocuparse por lo real. Pero esto no funcionaría ni siquiera para la ética
mainstream porque se supone que deber implica poder: el ideal tiene
que ser asequible para seres humanos. Tampoco podría afirmarse seria-
mente que la teoría moral se preocupa solo por mapear bellos ideales,
no por su implementación real. Si cualquier eticista dijera esto, sería una
sorprendente abdicación del objetivo clásico de la ética y de su conexión
con la razón práctica. Lo normativo se separaría aquí de lo prescripti-
vo: esto es lo bueno y lo correcto pero no nos importa su realización
concreta. Este no es el caso ni para Platón, un ejemplo clásico en al me-
nos un sentido de teórico ideal: la forma del bien tenía que motivarnos
y ayudar a los filósofos a transformar la sociedad. Tampoco nadie podría
seriamente decir que la teoría ideal es un buen modo de acercarse a la
ética porque es una cuestión de hecho (no una necesidad conceptual
que se siga de qué significa “modelo” o “ideal”) que lo normativo aquí se
ha acercado a converger con lo descriptivo. El ideal-como-modelo-des-
criptivo se ha acercado al ideal-como-modelo-idealizado. El angustiante
y aterrador curso de la historia humana no ha sido ni remotamente un
registro de comportamiento cercano al ideal, sino más bien el registro
de un comportamiento que ha sido usualmente el polo opuesto al ideal,
con la opresión y el tratamiento desigual de la mayoría de la humanidad
por razones de género, nacionalidad, clase, religión, raza como su nor-
ma. Así, el argumento no puede ser que se necesita teoría ideal por una
cuestión de verdad definicional, irrelevancia o convergencia fácticas. El
argumento tiene que ser, como en la cita de Rawls más arriba, que es
la mejor forma de hacer teoría normativa, mejor que todas las otras op-
ciones. ¿Pero por qué alguien pensaría esto? ¿Por qué alguien pensaría
que abstenerse de teorizar sobre la opresión y sus consecuencias es la
mejor manera de terminar con la opresión? ¿No es ya a primera vista
completamente implausible?
Sugiero que como no hay buenas razones para aceptar esto y sí mu-
chas razones en contra tenemos que buscar en otro lado para entender el
predominio de la teoría ideal en la filosofía. La teoría ideal es en realidad,
sostengo, una ideología, un complejo distorsivo de ideas, valores, normas
y creencias que refleja los intereses y experiencias no representativos de
una minoría pequeña de la población nacional –varones blancos de clase
media a alta– que está enormemente sobrerrepresentada en la población
221
filosófica profesional. Una vez que se entiende esto, se vuelve transpa-
rente por qué este acercamiento a lo correcto e incorrecto, a la justicia
y la injusticia tan flagrantemente deficiente, claramente contrafáctico y
contraproducente ha sido tan dominante. Como subrayan los teóricos de
la ideología, esto no debería ser pensado en términos de manipulación
conspirativa consciente sino antes bien en términos de privilegio social
y de la experiencia diferencial consecuente, en términos de un mundo
de la vida fenomenológico no representativo tomado erróneamente por
el mundo, reforzado en este caso por normas profesionales de lo que
cuenta como filosofía respetable y de prestigio y (si bien no ha de ser in-
flada como la única variable, ciertamente nunca debe ser ignorada en la
sociología de la creencia) por la ausencia de un grupo de interés que con-
trarreste y motive la insatisfacción con los paradigmas dominantes y pro-
duzca una búsqueda de mejores alternativas. ¿Cómo puede servir a los
intereses de las mujeres ignorar la subordinación femenina, representar
la familia como ideal y pretender que las mujeres han sido tratadas como
personas iguales? Obviamente no lo hace. ¿Cómo puede servir a los in-
tereses de las personas de color ignorar los siglos de supremacía blanca
y pretender que un discurso originalmente estructurado alrededor de la
normatividad blanca las incluya ahora sustantivamente, no solo termino-
lógicamente? Obviamente no lo hace. ¿Cómo puede servir a los intereses
de las personas pobres y de la clase trabajadora ignorar los modos en los
que una sociedad clasista crecientemente inequitativa que les impone
restricciones económicas que limitan su libertad nominal y socavan su
igualdad formal ante la ley? Obviamente no lo hace.15 Si hacemos la pre-
gunta simple y clásica de cui bono, entones es obvio que la teoría ideal
puede servir únicamente a los intereses de las personas privilegiadas,16
15
Puede sí servir a los intereses de individuos particulares de esos grupos, quienes pueden
ser ungidos por el grupo de poder como la mujer disidente o negro lo suficientemente
“valiente” como para alzar la voz contra la “mentalidad de víctima” de sus pares (con los
consecuentes premios y reconocimientos por esa valentía), pero no los intereses del gru-
po como un todo. Agradezco a Margaret Urban Walker por recordarme mencionar este
punto importante.
16
Aquí se podría hacer la siguiente objeción: ¿no es Una teoría de la justicia una obra de
teoría ideal que, especialmente con el giro a la derecha en los Estados Unidos en las
tres décadas desde que apareció, articula una visión política radical ahora bien lejos del
mainstream? Mi respuesta sería: 1. En la medida en que la inclinación radical igualitaria
del libro de Rawls se justifica por advertir las maneras en las que las personas son des-
aventajadas por su origen de clase, está recurriendo precisamente a (una subsección de)
hechos no ideales que la teoría no ideal ve como cruciales, de modo que en esto se aleja
de la teoría ideal pura. Pero incluso aquí, el liberalismo de izquierda de Rawls lo deja
expuesto a críticas de aquellos de la izquierda marxista con una imagen menos cándi-
da y más realista de las desigualdades de clase (que su teoría deja intactas). Ver para
esta crítica Peffer, R.G. 1990. Marxism, Morality, and Social Justice. Princeton University
222
quienes, además tienen una experiencia que se acerca a ese ideal (pre-
cisamente por causa de ese privilegio como varones burgueses blancos),
y entonces experimentan una disonancia cognitiva menor entre el ideal
y la realidad, entre el ideal-como-modelo-idealizado y el ideal-como-
modelo-descriptivo. Así, como es generalmente enfatizado en el análisis
de las ideologías hegemónicas, no es meramente la orientación por los
intereses de este grupo lo que sirve para apuntalar la teoría ideal, sino su
experiencia doblemente peculiar de la realidad.
Press; 2. Como discutiré más adelante con mayor detalle, esta idealización de la familia y
marginalización de la historia de la esclavitud y de la Jim Crow Law en los Estados Unidos
marca tan fuerte el libro que este no aborda la opresión de género y racial ni qué medidas
serían necesarias para desmantelarlas y alcanzar la justicia de género y racial. Así, su ra-
dicalismo, tan meritorio como sea, está básicamente restringido a asuntos del eje blanco
y masculino de clase.
17
Ver, por ejemplo, Hooker, Brad y, Little, Margaret Olivia (Eds.). 2000. Moral Particularism.
Clarendon Press.
223
claramente inadecuados para abordar la situación de los subordinados.
Y como la teoría ideal clásicamente tiene pretensiones de objetividad,
se puede sentir que este rechazo requiere abandonar esas pretensiones
(también vistas como falsas).
Pero aunque el particularismo (en esta forma grupal) responde a
un problema real, su solución resulta de un diagnóstico falso. Las abs-
tracciones dominantes pueden ser ciertamente remotas, los principios
dominantes pueden ser ciertamente inútiles, las categorías dominantes
pueden ser ciertamente alienantes, pero esta falta de adecuación entre
la generalidad y la experiencia propia (la masculinidad y la blancura de la
visión del no lugar supuestamente general, sin género y sin color) proba-
blemente surja no de la abstracción y la generalidad per se, sino de una
abstracción y generalidad que abstraen el género y la raza. El problema
es que son abstracciones deficientes del tipo del ideal-como-modelo-
idealizado no que son abstracciones tout court. Lo que queremos son
abstracciones del tipo del ideal-como-modelo-descriptivo que capturen
la esencia de la situación de mujeres y personas no blancas, no que las
abstraigan. Conceptos globales como patriarcado y supremacía blanca
cumplen con ese rol como lo hicieron los conceptos marxistas de socie-
dad de clases y capitalismo para generaciones anteriores, aunque sean
inadecuados para opresiones que no son de clase. Estos términos son
abstracciones que sí reflejan la especificidad de la experiencia grupal,
generando potencialmente con ello categorías y principios que iluminan
antes que ofuscan la realidad de diferentes tipos de subordinación.
Por otro lado, el particularismo tiene muchos riesgos, sea individual
o grupal. La teoría necesariamente requiere abstracción y entregarle ese
reino al adversario es una rara manera de desafiarlo. Rechazar la abstrac-
ción y el generalismo nos priva del aparato necesario para hacer afirma-
ciones teóricas generales propias y criticar esas mismas abstracciones
hegemónicas confundentes. Implica guetizarse a sí mismo en un espacio
intelectual autocircunscripto en vez de desafiar el mapeo más amplio de
ese espacio. También implica el riesgo de los peligros del relativismo que
hace difícil afirmar que las mujeres y personas de color son objetivamen-
te oprimidas, no meramente que creen que lo son. A esto se suma que el
aparato mainstream (por ejemplo, la justicia y los derechos) se convierte
necesariamente en una herramienta ajena en el arsenal del opresor antes
que un arma para usar contra él. Ya no se puede demandar justicia de
género o racial. Finalmente, otro problema obvio con el particularismo
es que dado que hay más de un grupo oprimido, a veces será necesario
juzgar entre afirmaciones éticas rivales entre aquellos subordinados por
diferentes sistemas, por ejemplo raza y género o género y dominación
224
Norte/Sur. El ejemplo obvio de esta situación es el de las mujeres del
Sur y la afirmación de que su subordinación no es en realidad subordi-
nación sino una tradición cultural cuya condena por el Norte es imperia-
lista y racista. Por ejemplo, ver el intercambio entre Susan Moller Okin
y Jane Flax.18 En ausencia de una medida universalista, intertraducible y
no inconmensurable de derechos o bienestar, ¿cómo pueden resolverse
estos choques?
Okin, Susan Moller. 1994. Gender Inequality and Cultural Difference. Political Theory, 22,
18
pp. 5-24; Flax, Jane. 1995. Race/Gender and the Ethics of Difference. Political Theory 23, pp.
500-510; Okin, Susan Moller. 1995. A Response to Jane Flax. Political Theory, 23, pp. 511-16.
225
burguesía, los varones o los blancos. De modo que un simple empirismo
no funcionará como estrategia cognitiva, hay que ser autoconsciente so-
bre los conceptos que se nos ocurren “espontáneamente”, pues muchos
de estos conceptos no surgen de manera natural sino que son resultado
de estructuras sociales y patrones ideacionales hegemónicos. En parti-
cular, será muchas veces el caso de que los conceptos dominantes os-
curecerán ciertas realidades cruciales bloqueándolas de nuestra vista o
naturalizándolas, mientras que por otro lado estarán ausentes conceptos
necesarios para mapear esas realidades de manera correcta. Sea en tér-
minos de conceptos sobre el yo o sobre los seres humanos en general
o en la cartografía de lo social, será necesario analizar las herramientas
conceptuales dominantes y el modo en el que se trazan los límites.
Esta es la carga de la teoría del punto de vista: que ciertas realidades
tienden a ser más visibles desde la perspectiva de las personas subordi-
nadas que desde la de las privilegiadas.19 La tesis puede ser formulada
en una manera fuerte e implausible, pero versiones más débiles tienen
considerable plausibilidad, como lo ilustra el simple hecho de que en ge-
neral la innovación conceptual crucial necesaria para mapear realidades
no ha venido del grupo dominante. Al ignorar la opresión, la teoría ideal
también ignora las consecuencias de la opresión. Si las sociedades no
son opresivas, o si al modelarlas podemos abstraer la opresión y asumir
conocedores morales de igual habilidad, entonces el agente moral pa-
radigmático puede carecer de atributos. No se necesita ninguna teoría
sobre los obstáculos particulares de un grupo que pueden bloquear la
visión de un grupo en particular. Por contraste, la teoría no ideal reco-
noce que las personas sí estarán típicamente afectadas por su ubicación
social, de manera que tanto en el nivel macro como en el nivel más local
los conceptos descriptivos a los que se llegue pueden ser engañosos.
Piensen en el desafío original que los modelos marxistas de capita-
lismo le plantearon a la ontología social del liberalismo: la tesis de que
concentrarse en las relaciones de intercambio aparentemente igualitario,
libre y justo, entre individuos iguales era ilusorio porque en el nivel de
las relaciones de producción, la ontología real de trabajador y capitalista
manifestaba una estructura profunda de restricciones que limitaban la
libertad proletaria. También la innovación de usar el concepto de patriar-
cado para forzar a las personas a reconocer y condenar la dominación
de las mujeres por los varones como política y opresiva antes que como
natural, apolítica y no problemática. O piensen en la reciente resurrec-
ción del concepto de supremacía blanca para mapear la realidad de una
19
Harding, Sandra (Ed.). 2003. The Feminist Standpoint Theory Reader: Intellectual and Political
Controversies. Routledge.
226
dominación blanca que ha continuado de maneras más sutiles más acá
del fin de la segregación de jure. Todos estos son conceptos globales de
nivel alto, innegables abstracciones. Pero mapean adecuadamente (o al
menos se puede defender que lo hacen) realidades cruciales que diferen-
cian los estatus de seres humanos dentro de los sistemas que describen,
de modo que mientras abstraen no idealizan.
O consideremos la innovación conceptual en el nivel más local: un
desafío a la manera tradicional en la que se trazaba la distinción entre
público y privado, el concepto de acoso sexual. En el primer caso, una
vez que fue vista desde la perspectiva de la subordinación de género, una
distinción conceptual aparentemente neutral e inocua resultó contribuir
a la reproducción del sistema de género con su relegación de los “asun-
tos de las mujeres” a un espacio aparentemente apolítico y naturalizado.
En el caso del acoso sexual, una realidad familiar (un infaltable por años
en las tiras cómicas en las revistas para hombres: jefes que persiguen
secretarias alrededor del escritorio y así) es reconceptualizada como
negativa (algo que no es divertido sino moralmente incorrecto) y como
contribuyente a hacer que el lugar de trabajo sea hostil para las muje-
res. Estas tomas de consciencia, estos reconocimientos, no cristalizaron
espontáneamente de la nada; requirieron un trabajo conceptual, un ma-
peo diferente de la realidad, una valorización de la experiencia distintiva
de las mujeres. Como resultado de tener estos conceptos como ayudas
visuales, ahora podemos ver mejor: nuestras percepciones ya no están
cegadas a realidades frente a las cuales antes éramos obtusos. En algún
sentido, un observador ideal tendría que haber sido capaz de verlas, pero
no lo hizo, como se ve por la ausencia de estas realidades en la literatura
filosófica dominada por los varones.
Conceptos normativos
La teoría ideal podría parecer no problemática por lo menos en el ámbito
mismo de los ideales: los conceptos normativos. Si no sirve en ningún
otro lugar, se puede pensar que aquí la idealización es completamente le-
gítima. Pero incluso aquí la adecuación de la teoría ideal puede ser desa-
fiada en al menos tres dimensiones: la legitimidad del concepto normati-
vo en primer lugar, el modo particular en el que el concepto normativo es
aplicado u operacionalizado y la ausencia de otros conceptos normativos.
Consideremos a la pureza como un ideal. En abstracción, suena ino-
cente: seguramente la pureza es buena, por contraposición a la impure-
za. ¿Quién podría estar en desacuerdo? Pero consideremos su uso histó-
rico en conexión con la raza. Por muchas décadas en los Estados Unidos
227
y en otros lugares la pureza racial fue un ideal y parte del punto de la ley
de anti-mestizaje era preservar la “pureza” de la raza blanca. Dado que
la negrura era definida por la regla de “una gota” (cualquier antepasado
negro te hacía negro),20 la idea de pureza negra habría sido una contra-
dicción en los términos. De modo que había una asimetría fundamental
en la manera como se aplicaba “pureza” y en la práctica tanto las le-
yes como las costumbres sociales estaban alertas contra el “mestizaje”
hombre negro / mujer blanca, no contra hombre blanco / mujer negra, al
que se hacían guiños de aprobación. Además de lo que hoy, en una era
más ilustrada, veríamos como su incoherencia fundamental (que como
las razas no tienen existencia biológica no son la clase de entidades que
pueden ser puras / impuras), el ideal de pureza servía para reforzar la
supremacía blanca. Así, un concepto normativo alguna vez aceptado por
millones era en realidad totalmente ilegítimo.21 (De manera similar, pen-
semos en el rol histórico de la “pureza” como un estándar odioso para
evaluar la sexualidad femenina y el correspondiente afianzamiento del
doble estándar).
O consideremos un ideal hoy más respetable, el de la autonomía.
Esta noción ha sido central para la teoría ética por cientos de años y es
famosamente desarrollada en los escritos de Kant. Pero trabajos recien-
tes en la teoría feminista cuestionan si es un ideal atractivo para todo el
mundo o solo un reflejo del privilegio masculino. Las personas huma-
nas son dependientes unas de otras por un largo tiempo antes de ser
adultas y si viven hasta una edad avanzada probablemente se vuelvan
dependientes de otras personas por muchos de sus últimos años. Pero
tradicionalmente este trabajo ha sido hecho por mujeres y ha sido por lo
tanto invisibilizado o dado por sentado, no teorizado. Algunas eticistas
feministas han propuesto abandonar el ideal de la autonomía como valor
atractivo, pero otras han sugerido que puede ser redimido una vez que
haya sido reconceptualizado para tener en cuenta este aspecto necesa-
riamente interrelacional.22 El punto es que la idealización aquí oculta la
realidad de las tareas de cuidado que hacen que cualquier logro de auto-
nomía sea posible en primer lugar y solo por medio de la teoría no ideal
estamos más sensibilizados a la necesidad de balancear este valor con
otros valores y repensarlo. De manera similar, pensemos en la tradicional
20
Davis, F. James. 1991. Who is black! One Nation’s Definition. The Pennsylvania State
University Press.
Alcoff, Linda. 1995. Mestizo Identity. En Naomi Zack (Ed.), American Mixed Race: The
21
228
crítica de la izquierda al concepto de libertad que se concentra en la au-
sencia de barreras jurídicas e ignora los muchos modos en los que las
restricciones económicas pueden hacer que las libertades de la clase tra-
bajadora sean solo nominales en lugar de sustantivas.
Finalmente, podría ser que la perspectiva no ideal de las personas
socialmente subordinadas sea necesaria para generar conceptos críticos
evaluativos, dado que la experiencia de la realidad social de los privi-
legiados no provee una base fenomenológica para ellos: los conceptos
marxistas de alienación de clase y explotación laboral, conceptos femi-
nistas como alienación sexual y explotación afectiva, conceptos de la teo-
ría crítica de la raza de la blanquitud como opresiva y la “ceguera al color”
como blanquitud disfrazada. En la medida en la que los conceptos no
son a priori sino que se cristalizan en parte desde la experiencia y en
la medida en que capturar la perspectiva de la subordinación requiere
advertir su realidad, una teoría ideal que ignora estas realidades necesa-
riamente será incapaz desde el inicio.
229
un modo de modus ponens y otra regla lógica simple, entonces ¿por qué
fue tan difícil hacerlo? Si era obvio que las mujeres era personas morales
iguales, destinadas a ser plenamente incluidas en la variable “hombre”,
¿entonces por qué esto no fue obvio para casi ninguno de los filósofos
políticos y eticistas hasta hace unas décadas? ¿Por qué le fue tan fácil al
liberalismo, supuestamente comprometido con la igualdad normativa y
una oposición fundacional contra la jerarquía adscriptiva, excluir a las
mujeres y no blancos de su promesa igualitaria? El funcionamiento real
de los procesos cognitivos humanos que se manifiestan en el sexismo
y a veces en el racismo de figuras principales del canon como Platón,
Aristóteles, Tomás de Aquino, Hobbes, Hume, Locke, Rousseau, Kant,
Hegel y el resto en sí mismo constituye la lustración más simple de lo
incorrecto de tal análisis.
Además, otra crítica familiar desde el feminismo es que la inclusión
de las mujeres no puede ser una neutralidad de género meramente ter-
minológica, solo agregar y mezclar, sino que requiere repensar qué re-
querirán los derechos y libertades iguales en el contexto de la subordi-
nación femenina. Susan Moller Okin sostuvo hace años que una vez que
una examina la familia de la vida real, se vuelve obvio que las opciones
de salida del matrimonio para las mujeres son mucho más restringidas
que para los hombres por las desventajas de sacrificar la carrera para
criar.23 De modo que un compromiso con la equidad, los derechos iguales
y la justicia en la familia requiere medidas especiales para compensar
por esas cargas y reformar las estructuras sociales de manera correspon-
diente. Pero estas medidas no pueden ser elaboradas a priori desde el
concepto de igualdad como tal y ciertamente no pueden ser generadas
con base en asumir la familia ideal, como hizo Rawls en Una teoría de
la justicia. Antes bien, requieren aportes empíricos y consciencia de cómo
la familia de la vida real, la familia no ideal, funciona realmente. En la
medida en que este aporte es crucial y guía la teoría (y esta es la razón
por la que es incorrecto verla como ética “aplicada”), la teoría deja de ser
ideal. Así, o la teoría ideal incluye lo previamente excluido de manera me-
ramente nominal, algo que sería una inclusión puramente formal antes
que sustantiva, o, en la medida en que ponga la dinámica de la opresión
como centro y guía de la teoría, está haciendo teoría no ideal sin llamarla
así. (Comparemos con la apelación conservadora a la superficialmente
justa “ceguera al color” en el tratamiento de las personas de color, cuyo
efecto práctico es garantizar una ceguera a las medidas especiales que
se necesitan para rectificar y superar el legado de la supremacía blanca).
Okin, Susan Moller. 1989. Justice, Gender, and the Family. Basic Books.
23
230
De manera similar, no se puede afirmar que la posibilidad de exten-
der la teoría ideal a poblaciones previamente excluidas demuestra que
la teoría ideal no es realmente excluyente. Al menos en una sociedad en
la que estas poblaciones están subordinadas y los conceptos y patrones
argumentativos hegemónicos están ajustados a su subordinación, la ex-
tensión es precisamente lo que se necesita trabajar y lo que marca la
transición hacia afuera del ámbito del ideal. Si Kant dice que todas las
personas deben ser tratadas con respeto pero define sus términos de
modo que ser masculino es un prerrequisito para la personalidad plena,24
lo que hay que hacer para remover la restricción no es un cambio menor.
Una comunidad política kantiana donde las mujeres solo pueden ser ciu-
dadanas pasivas y una comunidad política en la que esta estipulación no
está no son la misma: la última no está “contenida” en la primera como
potencialmente esperando ser realizada. Cunado Okin usa la posición
original, un constructo rawlsiano, para sacar la familia no ideal de detrás
del velo, el resultado no es una suerte de visión “real” de Rawls, cierta-
mente no del Rawls que ni siquiera menciona el sexo como algo que no
se sabe detrás del velo. Lo que hace el trabajo son los reales “hechos
generales sobre la sociedad humana”, hechos no ideales sobre la subor-
dinación de género que Rawls aparentemente no conocía.
Como tuve la ocasión de observar en otro lugar, tampoco Rawls ni sus
seguidores parecían saber de hechos no ideales sobre el imperialismo, la
esclavitud, Jim Crow, la segregación y ese tipo de cosas que han moldea-
do los Estados Unidos y el mundo tan profundamente y que constituyen
una injusticia permanente y central que los rawlsianos todavía tienen por
encarar. ¿Cómo es posible esto? ¿No han notado que están viviendo en
una de las sociedades más conscientes de la raza en el mundo, con una
historia de cientos de años de supremacía blanca? Nuevamente, ¿cómo
puede uno resistir la conclusión obvia de que es la evasión del hecho y
de la realidad por parte de la teoría ideal lo que garantiza esa ignorancia?
Como cité, en Una teoría de la justicia Rawls argumenta en favor de la teo-
ría ideal con base en la razón de que mientras que las injusticias del cum-
plimiento imparcial son “cuestiones apremiantes y asuntos urgentes”,
necesitamos comenzar con la teoría ideal pues es “la única base para
comprender sistemáticamente esos problemas más urgentes”.25 Pero en-
tonces ¿por qué en los más de treinta años hasta su muerte se quedó
todavía en el comienzo? ¿Por qué este desplazamiento de la atención
24
Schroder, Hannelore. 1997. Kant’s Patriarchal Order. En Robin May Schott (Ed.), Rita
Gircour (Trans). Feminist Interpretations of Immanuel Kant. The Pennsylvania State
University Press.
Rawls, The Theory, op. cit., p. 8.
25
231
teórica se aplazó eternamente, no solo en sus propios escritos sino en los
de la mayoría de sus seguidores? Mi colega Tony Laden me ha dado los
dos siguientes notables datos: (1) En una compilación de cinco volúme-
nes de ochenta y ocho ensayos de tres décadas de escritos sobre Rawls,26
solo uno de los ensayos incluidos trata de la raza, un artículo del afroa-
mericano Laurence Thomas; (2) en el volumen recientemente compilado
Cambridge Companion to Rawls27 ni uno de los catorce capítulos tiene a la
raza como tema o subtema. ¿Qué dice esto de las evasiones de la teoría
ideal? ¿O será que en los Estados Unidos ya se ha alcanzado la justicia
racial hace mucho, de modo que no hay necesidad de teorizarla?
Consideremos otro ejemplo. En este, el abrir la discusión sobre la
raza es explícitamente parte del texto y no perennemente pospuesto
para un mañana que no llega nunca. En otro libro clásico sobre la justicia
de hace tres décadas, Anarquía, Estado y Utopía, Robert Nozick defendió
la posición libertaria de que la justicia consiste simplemente en respetar
los derechos de propiedad y aquellos derechos que pueden ser deriva-
dos de ellos: justicia en la adquisición originaria, justicia en la transfe-
rencia y justicia rectificativa.28 Algunos años más tarde Nozick repudiaría
este libro, aunque no con detalle. Pero Anarquía, Estado y utopía sigue
siendo el texto libertario teóricamente más sofisticado, una Biblia para
la extrema derecha. Los filósofos de color son fieles a sus orígenes socia-
les y son generalmente entre liberales y radicales, de socialdemócratas a
marxistas, y piensan que esas visiones son anatema. Sin embargo, como
ya se ha señalado incluso en esa época, las implicaciones potenciales de
la visión de Nozick en algunos aspectos no eran para nada conservadoras
sino de hecho muy radicales, incluso revolucionarias. Difícilmente haya
una violación mayor y más clara de los derechos de propiedad en la histo-
ria de los Estados Unidos que la expropiación de los americanos nativos
y la esclavitud africana. Y Nozick dice explícitamente (aunque dice eva-
sivamente que no conoce un tratamiento sofisticado de la cuestión) que
las poblaciones contra las que se cometieron injusticias tienen derecho a
la justicia rectificativa que “hará uso de su mejor estimación de la infor-
mación subjuntiva sobre qué habría ocurrido… si la injusticia no hubie-
ra tenido lugar”.29 Aquí el principio de rectificación está explícitamente
26
Richardson, Henry y Paul Weithman, (Eds.). 1999. The Philosophy of Rawls: A Collection of
Essays, 5 vols. Garland.
27
Freeman, Samuel (Ed.). 2003. The Cambridge Companion to Rawls. Cambridge
University Press.
28
Nozick, Robert. 1974. Anarchy, State, and Utopia. Basic Books, pp. 150-153.
29
Ibíd., pp. 152-153.
232
demarcado como uno de los tres principios básicos de justicia. Pero en la
vasta literatura sobre Nozick (que no es tan vasta como la literatura sobre
Rawls pero es igualmente importante) el asunto de las reparaciones para
los americanos nativos y negros casi ni se ha discutido. ¿De dónde vie-
ne este silencio, considerando que no es necesario siquiera el esfuerzo
mental de hacer el trabajo rawlsiano de poner la raza detrás del velo de
la ignorancia? La discusión sobre este tema ¿no se sigue “lógicamente”
de las premisas de Nozick? Y la respuesta es que la lógica socava radical-
mente lo que se piensa, investiga y escribe en las revistas y libros de filo-
sofía. Los filósofos blancos no son la población afectada por estos temas,
de modo que en general los filósofos blancos no se han preocupado por
ello. “Idealmente” se esperaría que las páginas de las revistas libertarias
y también de las revistas mainstream estuvieran llenas de debates sobre
este asunto. Pero, por supuesto, no lo están. Solo recientemente, como
resultado del activismo negro, el tema de las reparaciones se convierte
en algo no completamente marginal a nivel nacional.30 Y además del des-
interés racial blanco como factor (o, mejor dicho, el interés racial blanco
activo de no hacer estas preguntas), otro factor contribuyente, segura-
mente, deben ser los absolutamente fantasiosos primeros capítulos que
usan el concepto de una “explicación potencial proceso-defectiva” (una
explicación que descansa sobre un proceso que uno sabe que no explicó
el fenómeno en cuestión [¡!]) para dar cuenta de cómo surgió el Estado.
Tal explicación supuestamente aúna “impacto explicativo e iluminación,
incluso si es incorrecta. Aprendemos mucho al ver cómo el Estado podría
haber surgido, incluso si no lo hizo de esa manera”.31 ¡La teoría ideal al
cuadrado! De modo que una teoría de los derechos de “justicia en las
propiedades” que se enorgullece de ser “histórica”, por contraste con los
“principios recortados en el momento presente” del utilitarismo, iguali-
tarismo, rawlsismo y otros, se calla convenientemente cuando se trata de
la cuestión crucial de los orígenes y la historia reales del gobierno de los
Estados Unidos. Cuán diferente habría sido el libro si esta teoría flagran-
temente no ideal de la injusticia racial hubiera sido confrontada en lugar
de marginalizada a una nota al final,32
Las abstracciones en teoría ideal no son inocentes. Tampoco han
descendido, como se pretende a veces, de un ámbito conceptual celestial
platónico. Además de su conexión general con las evasiones históricas
30
Ver, por ejemplo, Boxill, Bernard R. 2003. A Lockean Argument for Black Reparations. The
Journal of Ethics. 7, pp. 63-91.
Nozick, op. cit., pp. 8-9.
31
32
Nozick, op. cit., p. 344, nota 2.
233
del liberalismo, pueden ser vistas en el contexto de los Estados Unidos
en particular como versiones filosóficas exacerbadas de conceptos
apologistas hegemónicos de la autoimagen de la nación. En una impor-
tante obra reciente de ciencia política americana, Ideales cívicos, Roger
Smith sostiene que la tradición dominante en los estudios de la cultura
política americana ha sido por mucho tiempo la de representarla como
una democracia liberal igualitaria libre de las estructuras sociales je-
rárquicas y excluyentes de Europa.33 Tomando los escritos de Alexis de
Tocqueville, Gunnar Myrdal y Louis Hartz como ejemplares, Smith mues-
tra que los tres escritores, incluso si admiten la existencia de prácticas
nacionales, políticas públicas, reglas legales e ideologías centrales racis-
tas y sexistas, siguen recayendo en una conceptualización de una “demo-
cracia liberal” esencialmente inclusiva. Así, el racismo y el sexismo son
entendidos como “anomalías” en una cultura política entendida como
básicamente igualitaria a pesar de todo. A pesar de la larga historia de
subordinación racial de los no blancos (la expropiación nativa america-
na, la esclavitud negra y Jim Crow, la anexión mexicana, la exclusión chi-
na, el confinamiento japonés), a pesar de la larga historia de restriccio-
nes legales y civiles sobre las mujeres, la comunidad política es todavía
pensada como esencialmente liberal-democrática. El resultado es que la
teoría política mainstream no ha pensado ni se ha tomado en serio sino
hasta hace muy poco qué sería necesario para alcanzar una verdadera
igualdad racial y de género. Sugiero que este es el complemento perfecto
en el ámbito más empírico de la ciencia política de las abstracciones en
el ámbito más refinado de la ética y la filosofía política. En ambos casos,
un modelo idealizado se representa como capturando la realidad y en
ambos casos esta mala representación ha sido desastrosa para una com-
prensión adecuada de las estructuras reales de opresión y exclusión que
caracterizan el orden político y social. Optar por teoría “ideal” ha servido
para racionalizar el status quo.
Finalmente, sugeriría que un acercamiento no ideal es también su-
perior a un acercamiento ideal en que es mejor para realizar los ideales
en virtud de que reconoce realistamente los obstáculos a su aceptación
e implementación. En este sentido, el debate entre teoría ideal y teoría
no ideal puede ser visto como parte de una disputa filosófica más anti-
gua entre idealismo y materialismo. Uso aquí “materialismo” como un
término específico, no en el sentido en el que se lo usa a veces como
repudio a la ética en nombre de la amoralidad y la Realpolitik, sino para
mentar el compromiso con ubicar la teoría moral en la sociedad y en las
Smith, Rogers M. 1997. Civic Ideals: Conflicting Visions of Citizenship in U.S. History. Yale
33
University Press.
234
interacciones de seres humanos realmente moldeados por estructuras
sociales, por privilegios y desventajas sociales “materiales”. Reconocer
cómo la ubicación social de las personas puede cegarlas a realidades im-
portantes y darles un interés investido en mantener las cosas como están
es un primer paso fundamental para cambiar el orden social. La teoría
ideal, por contraste, muy frecuentemente desestima estos problemas di-
rectamente o, al ignorar las relaciones de poder involucradas, asume que
es solo un asunto de encontrar mejores argumentos. Para resumir, uno
podría decir epigramáticamente que la mejor manera de realizar el ideal
es reconocer lo no ideal y que al asumir el ideal o el casi-ideal uno solo
garantiza la perpetuación de lo no ideal.
235
La metodología blanca en filosofía política
y la blancotopía: notas para leer a Charles
Wade Mills
Macarena Marey
237
El filósofo jamaiquino Charles Wade Mills (1951-2021) hizo aportes signi-
ficativos a la teoría crítica de la raza, mayormente en clave crítica contra
la corriente progresista mainstream en la academia y en la vida política de
los Estados Unidos de América del Norte (y, por extensión imperialista,
en varias otras academias), i. e., el liberalismo, la tradición dominante en
la filosofía política desde el inicio de la modernidad. Si bien ha criticado
especialmente el liberalismo de cuño rawlsiano en la medida en que este
es hegemónico en la academia estadounidense,1 también desarrolló críti-
cas al marxismo blanco, para el que propone una reformulación profunda
por medio del uso metodológico del concepto de dominación racial.2 En
efecto, para Mills, “la opresión racial es un sistema en sí mismo” que no
puede ser simplemente “sintetizado teoréticamente con las opresiones
de clase”.3 Una constante en la obra de Mills es la tesis de que la supre-
macía blanca es un sistema político de dominación que hace a la raza el
centro (o uno de los centros) del orden social del presente,4 esto es, no un
simple epifenómeno de las dominaciones de clase y género.
El racismo tampoco es un simple defecto personal de algunas perso-
nas que tienen actitudes expresamente discriminadoras ni una desviación
lamentable en una sociedad por lo general justa y equitativa, insiste Mills
a lo largo de toda su obra, sino que es la materia de la estructura misma
de lo político y ético reales que hunde sus raíces ideológicas y materiales
hasta en las teorizaciones filosófico-políticas. Así, sus críticas sustantivas
a las tradiciones más importantes en la filosofía política tienen una fuerte
impronta metodológica. Mills buscaba las causas de los sesgos racistas
de los sistemas teóricos en la manera en la que quienes hacen teorías se
acercan a los objetos que estudian. De este modo elaboró una crítica a
los acercamientos idealizantes a los problemas de la filosofía política, la
llamada “teoría ideal”, que en el texto aquí editado y traducido es estu-
diada como ideología supremacista.5 Mills sigue en este punto a la filósofa
1
Para más sobre las críticas específicas a Rawls, ver Mills, Charles W. 2009. Rawls on
Race/Race in Rawls. En Bill E. Lawson (Ed.), Race, Racism, and Liberalism in the Twenty-First
Century, Supplement, The Southern Journal of Philosophy, 47, pp. 161–84; Mills, Charles W.
2015. Decolonizing Western Political Philosophy. New Political Science, 37(1), pp. 1-24.
2
Véase Mills, Charles W. 2003. From Class to Race: Essays in White Marxism and Black
Radicalism, Lanham, Rowman & Littlefield. La formación teórica de Mills comenzó siendo
marxista y de hecho en su juventud como estudiante en Jamaica militó en una agrupación
estudiantil marxista.
3
Mills, Ibíd., p. XVII.
4
Idem.
5
Para el análisis que hace Mills de la ideología en la tradición marxista, véase el capítulo 1
del libro recién mencionado, “Ideology in Marx and Engels: Revisited and Revised”.
238
kantiana inglesa Onora O’Neill, cuyos trabajos sobre la idealización en la
ética han tenido una influencia notable en los estudios críticos.6 También
en línea con O’Neill, no propone abandonar la abstracción en teoría y fi-
losofía política, sino evitar los problemas de la idealización adoptando un
acercamiento no-ideal7 que consiga colocar la opresión, la dominación y la
injusticia en el centro de la reflexión teórica abstracta, especialmente en
la filosofía política analítica. En esta línea crítica se encuentra también el
clásico libro de la autora feminista Ann E. Cudd, Analyzing Oppression, que
parte de la tesis de que la opresión, del tipo que sea, es un hecho central
de todas las sociedades históricas y que por lo tanto tiene que cobrar pro-
tagonismo conceptual y analítico en la filosofía.
Con todo, las críticas de Mills al liberalismo no lo han llevado a re-
pudiarlo en términos absolutos, así como no lo han llevado a repudiar el
marxismo: de hecho, es conocido también por su propuesta de tomar el
liberalismo para proyectos emancipadores.8 En este último sentido, su
libro más famoso, The racial contract (El contrato racial)9 significó una gran
contribución a la filosofía política por el refinamiento conceptual con el
que aplica la categoría de contrato para explicar el origen y el funciona-
miento político, moral y epistémico de la dominación racial. Como bell
hooks, Mills fue un maestro de la reconfiguración conceptual.
En el magistral capítulo sexto de Teoría feminista. De los márgenes al
centro, bell hooks10 reconceptualizó una noción nodal para cualquier pen-
samiento y acción sobre el mundo injusto en el que vivimos, la de poder,
con tan solo operar una reorientación de la mirada hacia el espacio de
las mujeres pobres, de color y trabajadoras. El modo en el que ellas ejer-
cen poder, sostiene hooks, permite comprenderlo de un modo diferente
6
Véase especialmente O’Neill, Onora. 1987. Abstraction, Idealization and Ideology in
Ethics. Royal Institute of Philosophy Lecture Series, 22, pp. 55-69.
7
Para más información sobre el acercamiento no ideal en filosofía política, ver: Anderson,
Elizabeth. 2009. Toward a Non-Ideal, Relational Methodology for Political Philosophy:
Comments on Schwartzman’s Challenging Liberalism. Hypatia, 24(4), pp. 130-145;
Anderson, Elizabeth. 2010. The imperative of integration. Princeton University Press; Radi,
Blas. 2021. Pugna de derechos, injusticia y legalismo: una aproximación no ideal al derecho a
la identidad de género en Argentina. Tesis de Licenciatura en Filosofía, Departamento de
Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.
8
Véase Mills, Charles W. 2012. Occupy Liberalism! Or, Ten Reasons Why Liberalism Cannot
Be Retrieved for Radicalism (And Why They’re All Wrong). Radical Philosophy Review, 15(2),
pp. 305-323.
9
Mills, Charles W. 1997. The Racial Contract. Cornell University Press. El libro se reedita
este año con un nuevo prefacio del autor y un prólogo de Tommy Shelbie, por Cornell
University Press.
10
bell hooks. 1984. Feminist Theory. From Margin to Centre. South End Press.
239
al que se ejerce en el patriarcado y que las feministas blancas suelen
reproducir al entenderlo como el único modo de ejercer poder, es decir,
dominando y oprimiendo. “Empoderarse” es una tarea muy diferente
que tiene efectos muy diferentes, entonces, dependiendo de cómo con-
ceptualicemos “poder”: si lo pensamos como dominación, al modo del
patriarcado y del feminismo hegemónico, entonces nuestro poder será
aplastante, reforzará el carácter estructural de las injusticias y no ten-
drá efectos transformadores radicales; si lo pensamos como el ejercicio
organizado de acciones cotidianas con la capacidad de transformar la
estructuras de opresión y de hacerlo sin dominio sobre otras personas,
entonces “poder” nos servirá para visualizar estrategias de lucha que
tendrán efectos emancipadores que no significarán (al menos no necesa-
riamente) nuevas opresiones. hooks afirma que ese ejercicio no opresivo
del poder ya existe en las relaciones y prácticas de las mujeres pobres, de
color y trabajadoras, pero que como no es el modo en el que se modela el
concepto mismo de poder en nuestras culturas, esas prácticas no suelen
ser concebidas como poderosas y por lo tanto quedan despotenciadas.
Reconceptualizar es un componente necesario de la crítica porque
permite desarmar las estructuras epistémicas que nos achican el pano-
rama de los mundos posibles. Mills comparte con hooks la convicción
de que la reconfiguración conceptual es parte fundamental de cualquier
proyecto crítico, es decir, que la crítica no está completa y no puede servir
para la transformación social si no sale del momento puramente negati-
vo. De ahí también la necesidad de hacer contrateorías en lugar de aban-
donar el campo teórico de la filosofía política por completo a las visiones
dominantes. La apuesta es por la descolonización de la filosofía política.
En “Decolonizing Western Political Philosophy”,11 Mills sostiene que
[l]o que tenemos que hacer [para descolonizar la filosofía política
occidental] es expandir el vocabulario actual de la filosofía política
occidental para admitir la dominación colonial e imperial como sis-
temas políticos en sí mismos, no meramente nacionales sino globa-
les, y constituidos centralmente por la raza. Para la filosofía política,
la unidad política central del período moderno es el Estado-nación,
que, en el campo angloamericano de los últimos 40 años ha sido
conceptualizado principalmente, siguiendo a Rawls, como el Estado-
nación contractual. Así, ya sea que estemos en las comunidades po-
líticas que fueron colonizadoras o en los Estados de asentamiento
11
Mills, Charles W. 2015. Decolonizing Western Political Philosophy, New Political Science,
37(1), pp. 1-24.
240
europeo creados por el expansionismo europeo, se supone que
este concepto debe constituir el marco político común dentro del
cual tendrían que ocurrir los debates sobre filosofía política. Pero
este concepto no puede capturar la diferencia crucial entre aque-
llas comunidades que mandaban y aquellas que eran dominadas,
ni las historias diferentes y distintivas de colonizadores y coloniza-
dos, colonos e indígenas, libres y esclavizados, en el mundo colonial.
Ignorar esta historia y este conjunto de divisiones políticas centrales
en el nombre de una abstracción presumiblemente inocente solo sir-
ve para garantizar que la experiencia del sujeto político blanco, sean
europeos en casa o europeos en el exterior, será siempre el criterio
de la modernidad política misma. Es borrar una historia de domi-
nación que necesita ser formalmente reconocida como ella misma
política y como productora de un legado político que solo puede ser
adecuadamente abordado si se lo reconoce en el nivel conceptual
abstracto en el que opera la filosofía.12
La obra de Mills puede ser pensada como un sistema crítico que horada
los fundamentos racistas y supremacistas de las construcciones concep-
tuales de la filosofía práctica mainstream en sus propios términos, para
luego reconceptualizar mapas y nociones y recuperarlas para proyectos
políticos (teóricos y prácticos) emancipadores. La denuncia tiene en su
obra una dimensión de constatación explícita de aquello que los mar-
cos conceptuales hegemónicos en la filosofía política dejan sin temati-
zar. Tematizar es en gran medida abrir campos a la problematización y
frente a la supremacía blanca como sistema político omniabarcador, su
importancia radica sobre todo en la capacidad para dar cuerpo a aquello
que la dominación racial intenta invisibilizar, empezando por ella misma.
La crítica funciona en Mills, así, de manera propositiva y transformativa
porque de lo que se trata para él es de construir universales no ideales
que superen los déficits epistémicos de la supremacía blanca y que, a
partir de esa superación, expliquen de manera más adecuada el carácter
estructural de las injusticias que viven la mayor parte de las personas,
especialmente las personas racializadas como no-blancas.
En The racial contract, Mills explica cómo la mirada sobre los con-
ceptos políticos está atada a la producción de sentido racial y racista.
Esta mirada racial produce espejismos de conocimiento que implican
severas deficiencias epistémicas, esas mismas deficiencias de las que
12
Mills, Decolonizing, Ibíd., pp.8-9.
241
habla hooks respecto de los modos blancos de conceptualizar “poder”.
La primera línea de El contrato racial es al mismo tiempo una tesis y una
constatación: “La supremacía blanca es el sistema político innombrado
que ha hecho al mundo moderno lo que es hoy”.13 Analicemos las tres
partes de esta oración con algo de detalle:
“La supremacía blanca es el sistema político (1) innombrado (2) que
ha hecho al mundo moderno lo que es hoy (3)”.
242
Dos puntos quedan claros con el análisis de Davis sobre mujeres,
raza y clase. El primero es que ninguna opresión grupal puede ser ade-
cuadamente analizada sin atender a las diferencias en el interior de ese
grupo que se pretende homogeneizar; por ejemplo, “mujer”. La homo-
geneización de esa categoría privilegia a las mujeres blancas burguesas
en detrimento de las opresiones raciales y de clase que experimentan
las mujeres racializadas, trabajadoras y pobres. Unos años después de
la publicación de Mujeres, raza y clase, para dar cuenta de este fenóme-
no por el que se cruzan las opresiones estructurales, Kimberlé Crenshaw
acuñaría la noción de interseccionalidad, tan banalizada hoy, pero cuya
radicalidad original no debe ser olvidada.16 El segundo punto puede ser
condensado en la famosa frase de Audre Lorde “no hay jerarquía de
opresiones”.17 Esto significa que los sistemas de opresión interactúan en-
tre sí y que no hay uno de ellos que explique y cobije totalmente y por sí
solo al resto.
La interseccionalidad de las opresiones no contradice la tesis de Mills
de que la supremacía blanca, esto es, la dominación racial, es un sistema
político; por el contrario, la reafirma. Como sistema político, el racismo
no es un desvío que se encuentre esporádicamente en sociedades nor-
malmente justas, sino que organiza el modo en el que se distribuyen de-
beres, derechos, responsabilidades, libertades, oportunidades, destinos,
salarios y expectativas de vida en nuestras sociedades. Para superar la
dominación racial no alcanza, entonces, con buenas intenciones indivi-
duales ni con un par de medidas legales que dejan intocado el sistema
de opresión racial, así como no alcanzó ni con la emancipación ni con el
fin de la Jim Crow Law para darle un fin al racismo en los Estados Unidos.
Para superar el racismo es necesaria una transformación radical, de raíz,
de las instituciones, los Estados, las relaciones sociales y las éticas de la
modernidad. Esto mismo vale para la opresión de género y de clase y el
243
modo en el que interactúan con la opresión racial: no puede superarse
un sistema de opresión sin que se superen los demás conjuntamente.
244
La contracara de la moneda de esta epistemología deficiente es la restric-
ción del conocimiento solamente a los conocedores europeos:
lo que implica que en ciertos espacios el conocimiento real (el co-
nocimiento de la ciencia, los universales) no es posible. Se niegan
con esto los logros culturales significativos, el progreso intelectual, a
esos espacios, condenados (si no hay intervención europea) a estar
permanentemente encerrados en un estado cognitivo de supersti-
ción e ignorancia.19
A la vez que la producción teórica invisibiliza la dominación racial, con-
denándose así a no comprender la realidad concreta, se despliegan me-
canismos de desautorización epistémica sobre las personas racializadas,
a quienes se piensa como incapaces de producir conocimiento. La obnu-
bilación es así doble y profundiza la supremacía racial.
19
Mills, Ibíd., p. 44.
20
Mills reconoce en este uso del contrato para “explicar una sociedad manifiestamente
no ideal” (p, 5) dos antecedentes: el Discurso sobre la desigualdad de Rousseau de 1755
(Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes. Œuvres com-
plètes, vol. III; y, Du contrat social. Écrits politiques, Gallimard, 1964); y, el Contrato sexual, de
Pateman, Carole. 1988. The Sexual Contract, Standford University Press. Véase también el
libro conjunto que hicieron Mills con Pateman: Pateman, Carole y Mills, Charles W. 2007.
Contract and Domination. Polity.
245
interna real del sistema sociopolítico. Así, nos hace un trabajo nor-
mativo no por medio de sus propios valores, que son detestables,
sino al permitirnos entender la historia real de la comunidad política
y cómo esos valores y conceptos han funcionado para racionalizar la
opresión, de modo de poder cambiarlos.21
En línea con la tradición decolonial de Dipesh Chakrabarty y Walter
Mignolo22 y con la crítica de Domenico Losurdo en Controstoria del
liberalismo,23 Mills sostiene que la racialización que organiza la política,
la ética, la moral y la espacialidad de nuestros sistemas sociales tiene
su origen en hechos históricos concretos, en un proceso cuyo inicio
puede fecharse en 1492. El contrato racial es, así, un “hecho histórico”24
que abarca “contratos subsidiarios” específicos: los contratos de expro-
piación, de esclavitud y colonial.25 En estos términos, el contrato racial
es un contrato de explotación que produce la “dominación económica
europea a nivel global y el privilegio racial blanco a nivel nacional”26 al
mismo tiempo.
La materialidad de la raza (que por supuesto no es biológica jamás)
se corresponde con una metafísica de la raza y se constata en los modos
en los que se inferioriza económica, material, cultural, moral y episté-
micamente a las personas no-blancas en las instituciones y relaciones
sociales.27 Esta materialidad radica, en otras palabras, en la vigencia con-
tinua de la supremacía blanca. Aquí se deja entrever una resonancia fa-
noniana, sobre todo de las tesis de Pieles negras / máscaras blancas.28 La
materialidad de la raza es, además, no una condición previa al contrato,
no una esencia preexistente, sino que es producto del contrato racial
en la medida en el que este informa normativamente el espacio y los
cuerpos dentro de él, trazando fronteras de espacios de saber y de no
saber, espacializando la dominación por medio de la segregación. Esta
21
Mills, The Racial, op. cit., pp. 5-6.
22
Chakrabarty, Dipesh. 2000. Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical
Difference. Princeton University Press; Mignolo, Walter D. 2011. The Darker Side of
European Modernity: Global Futures, Decolonial Options. Duke University Press.
23
Domenico Losurdo. 2006. Controstoria del liberalismo. Laterza.
24
Mills, The Racial, op. cit., p. 20.
Mills, Ibíd., p. 24.
25
26
Mills, Ibíd., p. 31.
27
Véase también para este punto la conferencia “Liberalism and Racial Justice”, Provost
Lecture 2021, en https://www.youtube.com/watch?v=Kf YrXSPr_Zc&t=1s
28
Fanon, Frantz. 1952. Peau noire, masques blancs. Éditions du Seuil.
246
espacialización concreta de la dominación blanca por medio del contrato
se opera en las dos dimensiones de la normación epistemológica y mo-
ral.29 Con esto, el contrato racial produce también personas (las personas
blancas, signatarias) y subpersonas (las personas no-blancas, objetos pa-
sivos del contrato entre personas blancas).
Un contrato racial es en definitiva el conjunto de hechos por medio
de los cuales se legitimó de diferentes maneras la inferiorización racial,
requisito a su vez de la dominación económica del capitalismo europeo.
El contrato tiene así la misma función legitimadora que le dio toda la tra-
dición del contrato social. Esta explicación contractual de la supremacía
blanca permite entonces desesencializar la blanquitud misma: el con-
trato no crea solamente la dominación, sino que además crea “a la raza
misma como identidad grupal”: “el contrato racial ‘construye’ la raza. […]
Las personas blancas no preexisten sino que son traídas a la existencia
como ‘blancas’ por el contrato racial. […] La raza blanca es inventada y
uno se convierte en ‘blanco por la ley’”.30
Una de las virtudes de la obra de Mills es que habla el lenguaje de la
filosofía política mainstream de manera muy fluida a la vez que accesible
y legible. Esta es una buena forma de llevar al liberalismo racial a través
del espejo. Él mismo cuenta que su motivación para abordar la suprema-
cía blanca en los términos de la tradición del contrato social es tender
un “puente conceptual” entre las éticas y filosofías políticas dominan-
tes, abocadas a pensar la justicia en términos ideales, y las filosofías del
“pensamiento político nativo americano, africano americano y de los
tercer y cuarto mundos, históricamente concentrados en cuestiones de
conquista, imperialismo, colonialismo, asentamiento blanco, derechos
a la tierra, raza y racismo, esclavitud, jim crow, reparaciones, apartheid,
autenticidad cultural, identidad nacional indigenismo, afrocentrismo,
etc.”,31 temas que son relegados en la academia dominante. La ausencia
de estos problemas y luchas de la mayoría de la humanidad en “lo que
es considerado filosofía seria es un reflejo no de su falta de seriedad sino
del color [blanco] de la vasta mayoría de los filósofos académicos occi-
dentales (y quizás de su falta de seriedad)”.32
Quisiera cerrar este comentario, cuya intención principal es invitar a
la lectura de la obra de Mills, con la pregunta (que dejaré abierta) acer-
ca de si el proyecto descolonizador de la filosofía política en el que se
29
Mills, The Racial, op. cit., p. 44.
30
Mills, Ibíd., p. 63. Resaltado en el original.
Mills, Ibíd., p. 4.
31
32
Idem.
247
embarcó Mills consigue destruir la casa del amo, para plantearlo en los
términos de Audre Lorde. Me pregunto especialmente si acaso la pro-
puesta de “descolonizar la filosofía política occidental” no cae en un uso
metafórico de “descolonizar”. Eve Tuck y K. Wayne Yang han propuesto
que el uso metafórico de “descolonización” en un mundo como este, es-
tructurado por la colonialidad, sistema que funciona del mismo modo en
que lo hace el contrato racial, con dimensiones materiales de violencia
muy concretas al nivel global, al nivel estatal-nacional, así como epistémi-
cas, morales y políticas, que legitiman la inferiorización y la dominación,
tiene efectos banalizadores que desactivan las luchas descolonizantes
concretas que dan muchos colectivos en muchos territorios concretos.33
Recientemente, Moira Pérez se ha preguntado si se puede descolonizar
la academia más allá de la metáfora.34 Su respuesta es en parte pesimista
(realista) y en parte alentadora:
No creo que la academia pueda continuar existiendo y a la vez des-
colonizarse de maneras significativas más allá del nivel metafórico.
Esta afirmación, sin embargo, no debería ser el fin de nuestra praxis,
sino antes bien su comienzo. […] Nuestra tarea como trabajadores en
la academia no es la descolonización misma sino una contribución
humilde a una trama que tiene sentido en un arco argumental más
amplio de transformación radical, que es colectivo, transnacional,
estructural y a largo plazo. Esto implica poner nuestro conocimiento,
habilidades y recursos al servicio de procesos colectivos de descolo-
nización que apunten a lo estructural y que son tanto internos como
externos a la academia (Pérez, 2022, pp. 36-37).
Comparto con Moira Pérez el pesimismo (el realismo) respecto de la po-
sibilidad de que la academia se descolonice plenamente y también el lla-
mado a contribuir con prácticas decolonizantes concretas desde nuestras
tareas como trabajadores de la academia. Pienso que Mills habría estado
muy de acuerdo con esto, si bien sospecho que con más optimismo y que
esta tarea es la que él mismo se propuso con su quehacer intelectual.
248
Cuestiones abiertas en teoría decolonial1
Santiago Castro-Gómez
1
Publicación original en: Castro-Gómez, Santiago. 2019. IV. Cuestiones abiertas en Teoría
decolonial. En: El tonto y los canallas. Notas para un republicanismo transmoderno. (pp. 98-
128). Editorial Pontificia Universidad Javeriana.
2
Quijano, Aníbal. 1995. Raza, etnia y nación en Mariátegui: cuestiones abiertas. Estudios
Latinoamericanos 3, Nueva Época, pp. 3-19.
249
Macrosociología histórica y genealogía
Cinco años después de la muerte de Mariátegui, en 1928, el Partido
Comunista del Perú publicó un documento en el que condenaba
duramente la obra del Amauta. Según el Partido, el “mariateguismo”
es una peligrosa ideología que va en contra de los postulados del mar-
xismo-leninismo y obstaculiza la “bolchevización orgánica” del proleta-
riado peruano.3 ¿A qué se debía esta molestia de los comunistas frente
a la obra de Mariátegui? En primer lugar, al hecho de que Mariátegui
se desviaba de la visión eurocéntrica que la Internacional Socialista te-
nía sobre América Latina. Al mostrar que la historia del Perú tiene una
especificidad que no puede ser reducida a ningún modelo universalista
(el “materialismo histórico” o el “materialismo dialéctico”), Mariátegui
combate la tesis según la cual, todos los países latinoamericanos son
“periferias” neocoloniales subproducto del “imperialismo”. Bajo este
supuesto meta-sociológico, no existen las especificidades nacionales. No
hay una “realidad peruana” que sea diferente a la colombiana, a la mexi-
cana o a la argentina. Todos estos países son igualmente “dependientes”
del capital imperial, por lo cual la estrategia del Partido Comunista debía
ser exactamente la misma en cada uno de ellos: favorecer la emergencia
de una revolución democrático-burguesa que pudiera crear las condi-
ciones para el socialismo, Había que avanzar, por tanto, a una situación
de “tránsito” conforme al modelo evolucionista elaborado por Marx y
Engels. No es extraño entonces que la obra de Mariátegui (el “mariate-
guismo”), enfocada en un análisis que da importancia a la especificidad
de los fenómenos locales y su historia, le pareciera al Partido Comunista
demasiado libre y no ajustada a los cánones ideológicos del marxismo.
En efecto, la obra de Mariátegui se aparta de toda consideración cien-
tificista del marxismo. Para el amauta, el marxismo no es una “ciencia
rigurosa”, tal como lo afirmaba Engels (en el Anti-Dühring), pero también
Pléjanov y Bujarin. Estos autores, yendo más allá de Marx, tenían la con-
vicción de que el materialismo histórico había descubierto las leyes que
rigen necesariamente el devenir de todas las sociedades humanas y que
no existe una diferencia epistemológica ni metodológica entre el cono-
cimiento del mundo material y del mundo social. No obstante, en el ca-
pítulo cuatro de En defensa del marxismo, el Amauta tiene una idea com-
pletamente diferente: “El materialismo histórico no es, precisamente,
el materialismo metafísico o filosófico, mi es una filosofía de la historia,
3
Para un análisis de esta polémica del Partido Comunista con la obra de Mariátegui, Véase
Flórez Galindo, Alberto. 1994. La agonía de Mariátegui. Obras Completas II (pp. 365-602).
6a edición. SUR.
250
dejada atrás por el progreso científico. Marx no tenía por qué crear más
que un modelo de interpretación histórica de la sociedad actual”.4 Pero
si Marx no creó un “materialismo metafísico” ni una “filosofía de la his-
toria”; más aún, si no es el autor de una “ciencia económica” de carácter
universal, ¿qué fue entonces lo que creó? Mariátegui responde: un mo-
delo de interpretación histórica”.
En efecto, frente a los revisionistas que querían atacar al marxismo
por ser una ciencia anacrónica, ya superada por los avances científicos
más recientes, Mariátegui dice que no tendríamos por qué juzgar a Marx
bajo esos parámetros, ya que su única pretensión fue la de crear un “mo-
delo de interpretación histórica” y no una “ciencia de la historia”. Lo que
ofrece Marx no es entonces una ciencia de la sociedad, sino –tal como lo
dijera Gramsci– una filosofía de la praxis. Dicho de otro modo, no es la
teoría de Marx lo que hace que su nombre siga “vivo en la lucha por la
realización del socialismo”,5 sino es la praxis que ha inspirado esa teoría.
No hay leyes de la historia que sobre determinan “en última instancia”
la voluntad de los hombres. Al contrario, según Mariátegui, el “modelo
de interpretación” creado por Marx y explicitado por Sorel da prioridad a
la formación política y moral de los sujetos del cambio, de modo que la
lucha de clases demanda la creación de una voluntad colectiva que no es
derivable sin más de premisas económicas. “La premisa política, intelec-
tual, no es menos indispensable que la premisa económica”.6 Es decir,
que el socialismo no llegará automáticamente como consecuencia de la
bancarrota del capitalismo, tal como enseña la ortodoxia comunista. Se
necesita la lucha política, la organización inteligente de las fuerzas del
cambio y su preparación moral e intelectual, teniendo en cuenta su con-
texto histórico y cultural específico. No hay leyes de la historia que valgan
para todo el mundo.
Queda claro entonces que Mariátegui desconfía de toda lectura cien-
tificista del marxismo, ya que esto conduce a una visión teleológica de la
historia. La tesis del Partido Comunista era que los países de América
Latina, de carácter predominantemente feudal, debían avanzar primero
hacia el capitalismo para, luego sí, una vez creadas las condiciones ob-
jetivas y subjetivas de la revolución, avanzar finalmente hacia el comu-
nismo. Pero Mariátegui se da cuenta de que este modelo etapista no es
transferible a países como el Perú, que han tenido experiencias históricas
4
Mariátegui, José Carlos. 2010. El alma matinal. Obras Completas. Tomo III (pp. 35-38).
Fundación editorial El Perro y la Rana.
5
Ibíd., p. 47.
6
Ibíd., p. 83.
251
muy diferentes. No obstante, lo que le molesta no es solo el problema
de la teleología histórica, sino, más aún, el uso de categorías omnicom-
prensivas de carácter económico o sociológico para leer la historia. Y
aquí podemos encontrar la primera “cuestión abierta” que me gustaría
discutir en este trabajo. ¿Qué tan pertinente es, desde el punto de vista
metodológico, recurrir a una visión macrosociológica, como el análisis
del sistema-mundo, para comprender el fenómeno de la colonialidad?
Como es sabido, tanto Quijano como otros teóricos se apoyan en las tesis
del sociólogo norteamericano Immanuel Wallerstein para comprender
las dinámicas mundiales del capitalismo y el colonialismo a partir del
siglo XVI. Este tipo de análisis privilegia nociones como “centro”, “peri-
feria”, “semiperiferia”, “imperialismo” y “movimientos antisistémicos”
que son útiles para comprender las geopolíticas del conocimiento, las lu-
chas entre diferentes potencias hegemónicas por el control de zonas de
influencia, las relaciones de dependencia económica entre las metrópo-
lis y las periferias, los flujos migratorios globales, etc. Sin embargo, tales
nociones resultan problemáticas a la hora de comprender la peculiaridad
de las herencias coloniales en regiones específicas del mundo. No es lo
mismo la colonialidad del poder en el mundo árabe que en Francia, en el
Caribe colombiano que en Andalucía, e incluso en Argentina o Uruguay
que en la región andina. No se trata, en ninguno de estos casos, de varia-
ciones regionales con respecto a una sola “matriz” o “patrón” mundial
de poder que abarca el sistema-mundo en su totalidad. Este es precisa-
mente el problema de un modelo macrosociológico como el análisis del
sistema-mundo, utilizado por varios teóricos decoloniales. Al ver el mun-
do con una mirada telescópica, es insensible a las diferencias específicas.
Puede ver el bosque, pero incapaz de diferenciar los árboles.
En mis propios trabajos sobre la colonialidad del poder he preferido
seguir el llamado de atención metodológico que nos hace Mariátegui,
y en lugar de privilegiar el análisis macrosociológico he preferido echar
mano de la genealogía. Las ventajas heurísticas de aplicar este método
son varias. En primer lugar, la genealogía es un “modelo de interpreta-
ción”, no una “ciencia social”, que estudia el modo en que las relaciones
de poder operan históricamente en contextos específicos. La genealogía
no recurre a la tesis de que estas relaciones dependen “en última instan-
cia” de una formación mundial de poder (la división racial del trabajo que
nace como fruto de la expansión colonial europea), sino que estudia el
poder como relacionalidad múltiple desde un punto de vista inductivo.
Esto quiere decir que las relaciones coloniales no se generan primero en
los regímenes globales de poder, sino en los más locales que le sirven de
252
soporte.7 Lo cual no excluye que las lógicas globales de poder, una vez
consolidadas, puedan tener un “efecto de retorno” sobre las más locales.
No obstante, el punto aquí es dilucidar cómo esas relaciones microfísicas
de poder se anclan con el sentido común de una sociedad. Para entender
esto, no es suficiente una concepción “jerárquica” del poder, como la que
maneja el análisis del sistema-mundo, sino que debemos avanzar hacia
una visión en donde el poder no es visto solo como una fuerza inconteni-
ble que se impone desde arriba por los dominadores a través de la fuerza
y la violencia, sino como una relación de fuerzas consentida por los domi-
nados. La colonialidad del poder no es un simple ejercicio de violencia,
sino un conjunto de tecnologías capaces de generar determinados tipos
de subjetividad.
En efecto, la genealogía estudia el poder desde el punto de vista de
sus tecnologías. Esto quiere decir que en un mismo espacio-tiempo pueden
operar simultáneamente diferentes tipos de poder, conforme sea la racio-
nalidad específica desplegada por cada uno de ellos. No hay por tanto un
solo poder que acapare todo el espacio social en un momento dado de la
historia. Como lo he mostrado en otro lugar,8 la formación de las jerarquías
históricas de poder (de clase, raza, género y sexualidad) no deben entender-
se desde una teoría jerárquica, sino heterárquica del poder. Lo cual significa
que la colonialidad no es una “totalidad” que sobredetermina todas las
jerarquías sociales, como sugiere Quijano, sino un tipo específico de poder
que se articula estratégicamente con otros poderes.9 En mis investigacio-
nes he tratado de mostrar que para el caso específico del Virreinato de la
Nueva Granada, la colonialidad del poder tiene que ver directamente con
unas técnicas de filiación y alianza implementadas por la élite criollo-blanca,
cuyo objetivo era distanciarse claramente de la población negra, indígena y
mestiza mediante la ostentación de su “limpieza de sangre”. Técnicas que
aunque se articularon históricamente con otras, como por ejemplo con el
7
Aquí me atengo estrictamente a lo ya dicho por Gramsci: “Las relaciones internacionales,
¿preceden o siguen (lógicamente) a las relaciones sociales fundamentales? Es indudable
que las siguen” (Gramsci, Antonio. 2009. El príncipe moderno. La política y el Estado mo-
derno (pp. 77-200). PC - Biblioteca Pensamiento Crítico. p. 128.
8
[Nota del comentarista: Frente al cuestionamiento hacia la influencia metodológica que
ha tenido la representación jerárquica del poder en las teorías del poder colonial Castro-
Gómez postula una teoría heterárquica del poder a partir de la obra de Michel Foucault.
Ver, Castro-Gómez, Santiago. 2007. Michel Foucault y la colonialidad del poder. Tabula
Rasa, núm. 6, pp. 153-172].
9
Castro-Gómez, Santiago. 2010. Michel Foucault: colonialismo y geopolítica. En Rodríguez,
Ileana y Martínez, Josebe (Eds), Estudios transatlánticos poscoloniales. Narrativas coman-
do / sistemas mundos: colonialidad /modernidad (pp. 271-292). Anthropos / Universidad
Autónoma Metropolitana.
253
poder soberano de la Corona española o con el poder pastoral de la Iglesia
católica, no eran de ningún modo identificables con ellas. ¡No todo era colo-
nialidad del poder! No lo era en un espacio-tiempo específico como el de
la Nueva Granada de los siglos XVII-XVIII, mucho menos en el nivel global
del sistema-mundo. No estoy diciendo que no haya existido colonialidad
del poder en todos los lugares a donde llegó la expansión europea de los
siglos XVI-XVII. Lo que digo es que cada una de estas “situaciones colonia-
les” tendría que ser analizada en su especificidad técnica y política, en vez
de subsumirla en una especie de “totalidad” indiferenciada. La sospecha
de Mariátegui frente a los modelos totalizantes de análisis puede aplicarse
con rigor a un cierto tipo de pensamiento decolonial.
254
¿Qué puede significar esta frase? Algunos teóricos decoloniales han
dicho que “Occidente”, vale decir, el conjunto de valores que aparecen en
el mundo griego antiguo y se articulan con la cultura cristiana de la Edad
Media europea para dar origen a la modernidad en los siglos XVI-XIX, es
un “proyecto civilizatorio” que arrastra consigo la destrucción de otras
culturas, la dominación irrestricta sobre la naturaleza, el triunfo del ca-
pitalismo económico y del imperialismo político. Desde el punto de vista
de una genealogía conceptual, esta perspectiva es una herencia directa
de la filosofía argentina de la liberación de los años setenta. De la mano
de la entonces muy en boga teoría de la dependencia y de la teología
de la liberación, estos filósofos decían que América Latina se encontra-
ba en una situación estructural de “dependencia” frente al mundo de la
modernidad, lo cual hacía que todos sus realizaciones culturales (y en
particular la filosofía) fuesen simples imitaciones inauténticas de lo pro-
ducido en Europa. Según estos filósofos, el rasgo definitorio de la moder-
nidad, y en general de la “cultura occidental”, no es otro que la “voluntad
de dominio”. Proyecto filosóficamente formulado por Descartes con el
endiosamiento de un sujeto egoísta y encerrado en sí mismo, incapaz de
abrirse a la interpelación del otro. El ego cogito funcionaría en realidad
como un ego conquiro que se impone violentamente sobre todas las de-
más culturas. Tal voluntad de poderío, en palabras de Oswaldo Ardiles,
“signa todos los productos culturales [de la modernidad), desde la cien-
cia hasta la filosofía, concibiendo a los entes como cosas manipulables
a su antojo y, mediata o inmediatamente, destinadas al mercado”.13
Atrapada indefectiblemente en esta voluntad de dominio, la “totalidad
europea” ha cosificado el mundo del latinoamericano, del africano y del
asiático, siendo incapaz de apreciar su “alteridad”. Así las cosas, la “libe-
ración” de los pueblos Latinoamericanos pasaría necesariamente por un
“desprendimiento” de esa cultura opresora de la modernidad.
Curiosamente, este pathos antioccidentalista de la filosofía de la
liberación se alimenta en buena parte de filósofos vinculados a la de-
recha política europea como Martin Heidegger, pero resuena también
con autores conservadores muy leídos en la época de Mariátegui como
Oswald Spengler. Fue precisamente el libro de Spengler La decadencia
de Occidente el que inspiró las tesis “antimodernas” de Valcárcel. De
modo que cuando el Amauta dice que “no hay salvación para Indo-
América sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales” está
13
Ardiles, Osvaldo. 1975. Bases para una destrucción de la historia de la filosofía en la
América Indo-Ibérica. Prolegómenos para una filosofía de la liberación. En AA. VV, Hacia
una filosofía de la liberación latinoamericana (pp. 7-26). Editorial Bonum, p. 14; Mariátegui,
op. cit., p. 14.
255
desmarcándose, por un lado, del antioccidentalismo de Valcárcel por
considerarlo una visión conservadora, bucólica y reaccionaria, pero del
otro lado está reconociendo que la modernidad, junto con elementos
patológicos, también arrastra consigo elementos emancipatorios. Como
buen pensador dialéctico, Mariátegui rechazaría de inmediato la tesis
de algunos pensadores decoloniales según la cual, la modernidad en su
conjunto es una maquinaria colonialista y totalizante, responsable del
epistemicidio, el genocidio y la destrucción del planeta, de modo que la
única esperanza de “liberación” es recurrir a las epistemes no occiden-
tales que fueron negadas por la modernidad, pero que aún sobreviven.
Pues al igual que Valcárcel, estos pensadores dicen que ni el socialis-
mo, el marxismo, ni el republicanismo, ni ninguna otra tradición crítica
de origen europeo pueden contribuir a la descolonización que necesita
Latinoamérica. Todas ellas estarían ya “contaminadas” por el proyecto
civilizatorio de Occidente que ha negado siempre la experiencia de otras
culturas diferentes a la propia.
En efecto, el libro de Valcárcel bebe directamente de las tesis defen-
didas por Spengler en La decadencia de Occidente (1918). Este pensador
alemán de derechas había dicho que la civilización occidental ha perdido
sus “energías vitales” y entrado en un proceso inevitable de decadencia.
Es una cultura decrépita, que ya no es capaz de imponer al mundo sus
valores racionales, porque sus instituciones económicas, científicas y po-
líticas se han corrompido para siempre. Empieza un nuevo ciclo de la his-
toria de la humanidad, en el que el “alma fáustica” del Occidente moder-
no será sustituida por una nueva civilización amiga de la vida. Es en este
punto donde Valcárcel retoma el testimonio de Spengler. En su opinión,
en lo alto de las cumbres andinas se está gestando la nueva civilización
que reemplazará a Occidente. No es el socialismo moderno encarnado
en la revolución rusa, como dicen los marxistas, sino el comunitarismo
indígena que baja de la sierra quien encarnará el nuevo ciclo de la historia
y salvará por fin de su decadencia a la nación peruana. Pero Mariátegui,
que conoce muy bien el libro de Spengler,14 corrige la lectura sesgada de
Valcárcel. No es la “civilización moderna” la que ha entrado en crisis con
la Primera Guerra Mundial, sino tan solo un elemento específico de ella:
el capitalismo. Lo que el Amauta sugiere aquí es que no debemos con-
fundir el capitalismo con la modernidad. El proyecto emancipatorio para
el Perú tendrá que prescindir ciertamente del capitalismo, pero no de la
modernidad, como ingenuamente creía Valcárcel. En un artículo de 1925
titulado “¿Existe un pensamiento hispanoamericano?”, el Amauta dice
Alberto Flórez Galindo dice incluso que lo leyó en alemán (Cfr. Galindo, op. cit., p. 426).
14
256
lo siguiente: “La civilización occidental se encuentra en crisis, pero nin-
gún indicio existe aún de que resulte próxima a caer en definitivo colap-
so. Europa no está, como abundantemente se dice, agotada y paralítica
J. Lo que acaba, lo que declina, es el ciclo de la civilización capitalista”.15
Aníbal Quijano comprende muy bien esta diferencia conceptual en-
tre el capitalismo y la modernidad cuando afirma que no es posible redu-
cir la modernidad a una sola forma de racionalidad, sino que es necesario
distinguir al menos dos tipos que se relacionan entre sí de manera dialéc-
tica. De un lado tenemos la racionalidad instrumental, desplegada por el
capitalismo (fenómeno estudiado primero por Marx y luego por Weber)
y proyectada hacia afuera como explotación imperial de las colonias y
sus poblaciones. Pero de otro lado tenemos la racionalidad histórica, que
según Quijano tiene que ver con la utopía materialista de una sociedad
libre de necesidades materiales. No se trata, por tanto, de tirar la cesta
entera de frutas en lugar de sacar la manzana podrida:
No tenemos necesidad de confundir el rechazo al eurocentrismo en
la cultura y en la lógica instrumental del capital con algún oscuran-
tista reclamo de rechazar o de abandonar las primigenias promesas
liberadoras de la modernidad: ante todo, la desacralización de la au-
toridad en el pensamiento y en la sociedad; de las jerarquías socia-
les; del prejuicio y del mito fundado en aquel; la libertad de pensar y
de conocer; de dudar y de preguntar; de expresar y de comunicar; la
libertad individual liberada de individualismo; la idea de la igualdad
y de la fraternidad de todos los humanos y de la dignidad de todas
las personas. No todo ello se originó en Europa. Pero fue con ella que
todo eso viajó hacia América latina.16
También el filósofo ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría deja muy
claro en sus escritos que en nombre de la crítica al capitalismo no pode-
mos prescindir de los criterios normativos desplegados por la moderni-
dad, pues entonces nos quedaríamos con las manos vacías para levan-
tar una crítica de sus patologías. En sus Quince tesis sobre modernidad
y capitalismo, argumentando de la mano de Marx, Echeverría dice que
la modernidad supone el despliegue de nuevas fuerzas productivas que
15
Mariátegui, José Carlos. 1991. ¿Existe un pensamiento hispanoamericano?. Textos bási-
cos (Selección, prólogo y notas introductorias de Aníbal Quijano). Fondo de Cultura
Económica, pp. 365-366.
16
Quijano, Aníbal. 1988. Modernidad, identidad y utopía en América Latina. Sociedad y Política
Ediciones, p. 33.
257
abren la posibilidad, por primera vez en la historia, de superar la escasez
de bienes y satisfacer las necesidades materiales ya no solo de las clases
privilegiadas, sino de toda la sociedad. La tesis dos específica que las
fuerzas productivas modernas generan “una mutación en la estructura
misma del proceso de reproducción social que venía a minar el terreno
sobre el cual todas las sociedades históricas tradicionales, sin excepción,
establecían la concreción de su código de vida originario”.17 ¿Y cuál era
ese “código social originario”? Que la reproducción de la vida material
estaba marcada por la “escasez natural”, es decir, por la no existencia de
los medios de subsistencia material para todos. Por ello, ante el hecho
inapelable de la escasez, todas las sociedades tradicionales fundaban su
vida social en la hostilidad mutua. Como no hay suficiente comida para
todos, había que “eliminar al otro” que competía por los recursos, o en
su defecto, emigrar hacia nuevas zonas geográficas. El “otro” aparece
como amenaza mortal, ya que pone en peligro la propia supervivencia
material de la comunidad. Lo que dice nuestro filósofo es que la revolu-
ción tecnológica de la modernidad generó las condiciones para superar
finalmente la escasez natural. Tal era, precisamente, la primera promesa
emancipatoria de la modernidad: “que la escasez no constituye la mal-
dición sine qua non de la realidad humana” y que “el mundo bélico que
ha inspirado todo el proyecto de existencia del hombre no es el único
posible; que es imaginable un modelo diferente”.18
Como puede verse, Bolívar Echeverría nos habla de una “racionalidad
instrumental” moderna –para retomar el término utilizado por Quijano–
que inicialmente se hallaba vinculada con un proyecto ético-político de
carácter normativo: la construcción de una sociedad donde el modelo de
la guerra pudiera ser reemplazado por un modelo de convivencia igua-
litaria entre diferentes comunidades humanas. Pero en algún momento
de la historia moderna, la racionalidad instrumental se “separó” del pro-
yecto ético-político que la sustentaba y adquirió vida propia. ¿Cuándo
ocurrió este divorcio?
Con la emergencia del capitalismo entre los siglos XVII y XVIII.
Echeverría dice que si bien la modernidad trae consigo una promesa
emancipatoria de carácter material, el capitalismo supone un intento
fallido de cumplirla. ¿Por qué razón? La tesis cinco responde con clari-
dad a esta pregunta: “Paradójicamente, el intento más radical que re-
gistra la historia de interiorizar el fundamento de la modernidad sólo
17
Echeverría, Bolívar. 2001. Modernidad y capitalismo (quince tesis). Las ilusiones de la mo-
dernidad. Tramasocial Editorial, p. 50.
18
Ibíd., p. 150.
258
pudo llevarse a cabo mediante una organización de la vida económica
que parte de la negación de ese fundamento”.19 Es decir que, lejos de
contribuir a eliminar la escasez y promover la igualdad, el capitalismo
crea una nueva escasez artificial y genera formas inéditas de hostilidad
y desigualdad. El capitalismo es una formación histórica parasitaria de
la racionalidad instrumental moderna que, al desligarse de su promesa
emancipatoria, reinstala la escasez en el mundo y desencadena, con ma-
yor virulencia, el drama que azotó a las humanidades premodernas: la
esclavitud y la violencia.
No sobra decir que los tres autores recién mencionados (Mariátegui,
Quijano, Echeverría) provienen del marxismo, que fue precisamente la
corriente de pensamiento que entendió la modernidad como una espe-
cie de epifenómeno del capitalismo. Pero los tres se desmarcan de este
reduccionismo porque saben muy bien que la modernidad no puede ser
confundida con el capitalismo. Afirmar, por ejemplo, que el capitalismo
representó el triunfo final de los ideales políticos de la burguesía y que
este triunfo se consolidó con la revolución francesa, no es más que un
disparate ideológico. Pues en realidad todo sucedió al revés. Si la burgue-
sía capitalista triunfó, lo hizo en contra de los ideales emancipatorios de la
revolución francesa.20 Pues si esta pretendía colocar la sociedad en “esta-
do de derecho” y evitar la tiranía de cualquier instancia particular (inclu-
yendo aquí la tiranía del mercado), lo que ocurrió fue justo lo contrario. El
capitalismo se convirtió en una dictadura, desvirtuando los ideales de la
revolución. Lo que quiero decir es que si todo es capitalismo, como dicen
algunos pensadores decoloniales,21 si la modernidad puede ser reducida
sin más al triunfo de la burguesía capitalista y colonial, entonces luchar
19
Ibíd., p. 166.
20
Vale la pena señalar que la tesis dominante (popularizada por Marx) según la cual, la
revolución francesa fue llevada a cabo por la burguesía, ha sido corregida por la historio-
grafía contemporánea. Florence Gauthier ha escrito muchos libros dedicados a mostrar
el carácter popular y plebeyo de la revolución francesa, sobre todo durante su “momento
robespierriano” (Gauthier, Florence. 1990. Revolución francesa: movimiento popular y
derechos populares. Boletín de Historia Social Europea, 2, pp. 105-110; Gauthier, Florence.
2009. Républicanismes et droit natural: Des humanites aux révolutions des droits de l´homme
et du citoyen. L ´ esprit des Lumiéres et de la Révolution. Editions Kime; Gauthier, Florence.
2014. Triomphe et mort de la révolution des droits de l´homme et du citoyen (1789-1795-1802).
Éditions Syllepse). La declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793 y la
Constitución que nació de ella fueron resultado de una economía política impulsada por
las clases populares y trabajadoras, que estaban en contra de los intereses de la naciente
burguesía francesa representada por el partido girondino. No olvidemos que Robespierre
rechazaba la autonomía de la economía respecto del orden político y defendía su supedi-
tación democrática al mandato popular (de ahí su nombre “economía política”).
Tesis en realidad absurda, pues si todo es capitalismo, entonces nada lo es.
21
259
contra el capitalismo equivaldría a la paradoja de tener que luchar contra
unas promesas emancipatorias que en realidad fueron derrotadas por el
capitalismo y la colonialidad. No hay que sorprenderse entonces si los
críticos radicales de la modernidad, los defensores del neoliberalismo
y sus sucesores neofascistas terminan combatiendo del mismo lado de
la trinchera. ¿Acaso no luchan todos ellos contra el mismo enemigo que
es el Estado de derecho moderno y sus promesas emancipatorias? No
se rasguen entonces las vestiduras los críticos decoloniales de la mo-
dernidad cuando decimos que es solo a través de una reactualización
esas promesas emancipatorias en un escenario transmoderno, que po-
dremos combatir el capitalismo y su “otra cara” colonial. Pues si el capi-
talismo triunfó, no lo hizo en nombre de esas promesas, sino como fruto
de su derrota.
Aunque no es este el lugar adecuado para discutir en detalle la dia-
léctica entre las promesas ilustradas de la modernidad y su “negación”
colonial/capitalista, quisiera sin embargo defender el siguiente argumen-
to: la modernidad debe ser vista como producto de la tensión dialéctica
entre una serie de promesas emancipatorias y su tendencia a dispen-
sar estas promesas a través de dispositivos de control que impidieron su
cumplimiento. ¿Cuáles son estas promesas? La primera es una promesa
de orden material el control de los medios de producción por parte de
las comunidades humanas. Esto significa que la racionalidad moderna
promete el despliegue de fuerzas productivas que abren la puerta a la
construcción de una sociedad en la que todos pueden satisfacer sus ne-
cesidades materiales. La segunda promesa es de orden humanístico: el
hombre ya no vivirá sometido al dominio tiránico de fuerzas que lo des-
bordan, sino que podrá decidir autónomamente su propio destino. Y la
tercera, derivada de esta, es una promesa de orden democrático: la des-
naturalización de todas las jerarquías sociales. No hay unos que “nacen”
para dominar y otros para ser dominados. Nadie tendrá que someter su
propia voluntad a la voluntad arbitraria de otro. Si quisiéramos resumir
estas tres promesas en una sola frase, diría entonces que la modernidad
promete la eliminación de la servidumbre: servidumbre con respecto al
control ajeno de los medios de producción, servidumbre con respecto a
las fuerzas de la naturaleza y el destino, servidumbre con respecto a la
voluntad arbitraria de otros hombres.
Ahora bien, el problema es que estas pretensiones emancipatorias
quedaron sometidas a una serie de dispositivos de gobierno que neu-
tralizaron históricamente su cumplimiento.22 Dispositivos que en buena
22
Aquí sigo de cerca el trabajo de Michel Foucault, para quien la gubernamentalidad mo-
derna requiere la implementación de una serie de “dispositivos de seguridad” entre los
260
parte fueron desplegados por la expansión colonial capitalista de Europa.
La primera promesa queda incumplida en el momento en que el colonia-
lismo y el capitalismo despojan a las comunidades humanas de sus me-
dios de producción y los convierten en mercancía; la segunda promesa
queda incumplida cuando se proclama al hombre como dueño y señor
de la naturaleza, es decir, cuando el humanismo es entendido como an-
tropocentrismo; la tercera promesa es incumplida cuando la moderni-
dad histórica genera cinco nuevas jerarquías sociales y las globaliza: je-
rarquías de clase, raza, género, sexualidad y religión.23 Es decir, que si por
un lado la modernidad promete la eliminación de la servidumbre, por
otro lado genera nuevas formas de servidumbre, todavía más insidiosas
que las anteriores. Debemos entender la modernidad de forma dialéc-
tica, en lugar de verla de forma monolítica. La modernidad es producto
de la tensión dialéctica entre sus promesas emancipatorias de carácter
universal y el despliegue de una serie de dispositivos gubernamentales
de carácter particular que obstaculizan su cumplimiento. Lo cual nos
prevendría de reducir la modernidad a su proyecto histórico capitalista y
colonial. Esto, como veremos luego, es importante a la hora de pensar en
una política decolonial.
Desde luego, las promesas emancipatorias de la modernidad no de-
ben ser entendidas como producto de cualidades intrínsecas del mundo
europeo, y en este sentido comparto enteramente las críticas al “euro-
centrismo” realizadas desde el pensamiento decolonial. Pero en todo
caso debemos cuidarnos de confundir la modernidad con el capitalis-
mo o reducirla a ser una simple expresión del eurocentrismo y el colo-
nialismo, pues tal error podría llevarnos a formular estrategias políticas
equivocadas. Si retomamos la pregunta de Mariátegui acerca de qué es
lo que entró en crisis con la Primera Guerra Mundial, diríamos que no
fue la promesa emancipatoria de la eliminación de la servidumbre hu-
mana, sino el proyecto histórico de expansión capitalista y colonialista
que pretendió realizar esta promesa. A diferencia, pues, de aquella vi-
sión totalizante según la cual, todas las esferas modernas de acción están
que se cuenta la economía política. Cfr. Castro-Gómez, Santiago. 2015. Historia de la gu-
bernamentalidad I. Razón de Estado, liberalismo y neoliberalismo en Michel Foucault. Siglo
del Hombre Editores.
Utilizo aquí la categoría “religión”, a pesar de las críticas levantadas por Abdenur Prado
23
261
atravesadas por una “voluntad de poderío” (marcada por el colonialis-
mo, la destrucción del entorno ecológico y la intolerancia frente a lo dife-
rente), nosotros postulamos, junto con Mariátegui, Echeverría y Quijano,
que la modernidad arrastra también un conjunto de promesas emanci-
patorias que aunque fueron parcialmente derrotadas, pueden y deben
ser aún retomadas en un escenario transmoderno. Es cierto que el des-
pliegue histórico de las racionalidades modernas ha generado una serie
de patologías sociales, que amenazan la vida de millones de personas y
comunidades en todo el planeta. Pero también es cierto que si prescin-
dimos de esas mismas racionalidades, nuestra capacidad para lidiar con
sus patologías se verá seriamente reducida, Renunciar a ellas en nombre
de la pureza de “verdades” no occidentales o de identidades culturales
que deben ser salvaguardadas, me parece un gravísimo error. Así lo ex-
presa el Amauta en un conocido pasaje de los 7 ensayos:
Hoy un orden nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos
morales de la sociedad moderna. El socialismo contemporáneo es
la antítesis del liberalismo; pero nace de su entraña y se nutre de su
experiencia. No desdeña ninguna de sus conquistas intelectuales.
No escarnece y vilipendia sino sus limitaciones. Precia y comprende
todo lo que en la línea liberal hay de positivo: condena y ataca solo lo
que en esta idea hay de negativo y temporal.24
Cerremos, pues, esta sección diciendo dos cosas. Primera, que Mariátegui
no es un pensador “eurocéntrico” porque eche mano de la modernidad
para combatir las patologías engendradas por el colonialismo en el Perú,
tal como suponía Valcárcel. Su diagnóstico de la “realidad peruana”, del
que nos ocuparemos enseguida, muestra que no es posible recurrir a
una “exterioridad” (epistémica, política o cultural) que haya permaneci-
do intocada por la herencia europea en el Perú, y a la que podamos re-
currir como a un repositorio donde se conserva latente una verdad radi-
calmente distinta a la moderna que nos permitirá superarla. El proyecto
crítico de Mariátegui no pasa entonces por el rechazo de la modernidad
en nombre de una “descolonización” que busque recuperar los saberes
ancestrales del mundo indígena que lograron resistir y sobrevivir a la con-
quista. Se trata, más bien, de asumir dialécticamente la herencia europea
para construir otro camino a partir de ella, y en esto radica, precisamente,
su posición no eurocéntrica. Mariátegui asume los criterios normativos
de la modernidad europea, pero para ir más allá de la modernidad, porque
262
entiende que la historia del Perú no es un simple reflejo de la historia
europea. Solo nos podremos “desprender” de la modernidad si primero
asimilamos su núcleo emancipador y lo realizamos en nuestros propios
términos políticos y a partir de nuestra propia historia.
La segunda cosa, consecuencia de la anterior, es que Mariátegui no
cometió el mismo error de la escolástica marxista europea de su tiem-
po, que fue despreciar las conquistas políticas de la revolución francesa.
Asuntos como el sufragio universal, la libertad de pensamiento, religión y
prensa, el derecho de todo ciudadano a elegir y ser elegido, la separación
entre la Iglesia y el Estado, la independencia de la justicia frente al poder
ejecutivo, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, más un largo etcé-
tera, son conquistas políticas que por lo general fueron miradas por los
marxistas con un gesto de indiferencia: “después de todo, se trata solo
de ideales burgueses”. Para el Amauta, por el contrario, el objetivo de la
revolución proletaria que esperaba para el Perú era la plena realización
de los ideales proclamados en 1789:
La revolución proletaria es una consecuencia de la revolución fran-
cesa. La burguesía ha creado, en más de una centuria de vertiginosa
acumulación capitalista, las condiciones espirituales y materiales de
un orden nuevo. Dentro de la revolución francesa se anidaron las pri-
meras ideas socialistas [...]. El destino de la burguesía quiso que ésta
abasteciera de ideas y de hombres a la revolución dirigida contra
su poder.25
Esto significa que los ideales de la revolución francesa no son tan solo la
materialización política del triunfo del capitalismo, sino que ya en ellos
se encuentra ese impulso anticapitalista y anticolonialista propio del so-
cialismo que debe ser retomado por la revolución proletaria. Ligar estos
ideales emancipatorios con el triunfo de la burguesía es en realidad algo
absurdo, pues como dije más arriba, estos ideales fueron derrotados por
la burguesía. Es decir, que fue la burguesía la que triunfó contra los idea-
les emancipatorios de la revolución francesa. Debemos por ello tener
cuidado con un tipo de análisis que, en nombre de la descolonización,
reduce la modernidad a ser una expresión del capitalismo y se queda sin
criterios normativos para combatirlo. Pues en realidad no son los idea-
les políticos de la modernidad el problema, sino el modo en que estos
han sido desvirtuados por el capitalismo y el colonialismo. Mariátegui no
negó jamás los triunfos políticos de la revolución francesa pero entendió
Mariátegui, José Carlos. 2010. En defensa del marxismo. Obras completas. Tomo IV.
25
263
que, frente a ellos, el capitalismo había ganado la partida. Los análisis de
cierto pensamiento decolonial, por el contrario, confunden las victorias
de unos con las derrotas de otros como si fueran “la misma cosa” y ter-
mina quedándose con las manos vacías.
Desde un punto de vista filosófico debemos decir entonces que el
gran error de los críticos radicales de la modernidad es su ahistoricis-
mo particularista, vale decir, su creencia de que no hay nada de razón
objetiva en el mundo moderno y que la única alternativa es “desprender-
nos” de él. La modernidad es declarada como pura y simple irracionali-
dad colonial. Estos críticos dicen asumir la perspectiva de las víctimas, de
aquellos grupos para los cuales la modernidad tan solo ha representado
el saqueo de sus territorios y la destrucción de sus culturas.26 Empoderar
las luchas de esos pueblos por su “liberación” es entonces el propósito
de una política decolonial. Pero viene la pregunta: ¿a qué criterios nor-
mativos apelan los teóricos decoloniales para legitimar el reconocimiento
moral y político de esas luchas? Pues no basta con recurrir a certezas
morales propias de cada grupo en particular, ya que esto imposibilitaría
que sujetos no pertenecientes a esas comunidades (¡como son los pro-
pios intelectuales decoloniales!) reconocieran esas luchas como válidas.
Mariátegui se da cuenta que la crítica del capitalismo y el colonialismo
no puede fundarse recurriendo al particularismo de las culturas some-
tidas, sino que es necesario recurrir a criterios formales que puedan ser
compartidos por todos, tanto por los opresores como por los oprimidos.
¿Cuáles son esos criterios? Los ideales de igualdad y libertad proclama-
dos por la revolución francesa. ¿Es acaso “eurocéntrico” Mariátegui por
creer esto? No. Pues entendía que no se trata de rechazar la modernidad
en su conjunto (como si fueran “lo mismo” el capitalismo que la moder-
nidad), sino de apropiarse de la universalidad abstracta de los ideales
políticos modernos y hacerla concreta mediante la lucha de los pueblos
y grupos sometidos. De esto se trataba el socialismo indo-americano de
Mariátegui, y de esto se trata hoy el republicanismo decolonial transmo-
derno. Pero esto supone reconocer que hay una razón moral objetivada
en las instituciones modernas que permite combatir legítimamente al ca-
pitalismo y el colonialismo.
Esta idea de las “víctimas”, tan propia de la teología y la filosofía de la liberación, presu-
26
pone la pasividad e indefensión permanente de los pueblos originarios afectados por los
procesos de modernización. Presupone que sus luchas han fracasado siempre. Que ningu-
no de sus reclamos se ha “objetivado” jamás en normas o leyes que les favorezcan. Y que
siempre necesitarán por ello de intelectuales occidentales que les “defiendan” y hablen
por ellos. ¿No es esto –me pregunto– una representación colonial?
264
Raza, servidumbre y política decolonial
Mostrar que la historia del Perú no es un mero reflejo de la historia de Europa,
pero tampoco una exterioridad radical frente a esta es justo uno de los propó-
sitos de los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Para reflexionar
sobre este problema, quizás podamos comenzar respondiendo a la pregun-
ta: ¿fue Mariátegui un “indigenista”? Durante los años veinte, en varios países
de América Latina se hablaba de la necesidad de tener en cuenta las aspira-
ciones y reivindicaciones de los pueblos indígenas a la hora de escribir la his-
toria de la “nación”. Todo esto nace con la Revolución mexicana de 1910, pero
empieza a tomar fuerza en los años treinta y cuarenta gracias a su inscripción
en la literatura y el arte. Eran, sobre todo, intelectuales blancos y mestizos
quienes producían este tipo de discursos, a diferencia de lo que ocurrió a
finales del siglo XX, cuando fueron los propios indios quienes tomaron la voz.
El “indigenismo” funcionaba como una ideología nacionalista que buscaba
“desmarcar” a Latinoamérica de su tradicional vínculo con una Europa blan-
ca, católica y occidental, mostrando que aquí hay una especificidad histórica
y cultural que es necesario tener en cuenta. Pintores como Diego Rivera y
los otros muralistas mexicanos, novelistas como Jorge Icaza, Ciro Alegría y
Clorinda Matto, músicos como Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, contribu-
yeron a hacer del indigenismo una de las más importantes corrientes ideo-
lógicas de América Latina durante la primera mitad del siglo XX. En el Perú
destaca la figura ya mencionada del escritor Luis Valcárcel, pero también del
sociólogo Hildebrando Castro Pozo (muy citado por Mariátegui) y del pintor
José Sabogal, quien diseñó las carátulas de la revista Amauta.
Mariátegui fue sin duda influenciado por esta corriente ideológica, pero,
como vimos, se distanció de la propuesta antioccidentalista defendida por
algunos indigenistas. Con todo, tiene claro que “el problema del indio” es
clave para comprender la historia del Perú y para buscar alternativas políticas
al imperialismo económico que sufre el país. No obstante, descarta que este
problema deba ser planteado en términos raciales, con lo cual tenemos otra
importante “cuestión abierta”. Quijano mismo, en el texto citado al comien-
zo de este trabajo, reconoce que a Mariátegui no le gustaba mucho hablar de
“raza”. Pues para el Amauta, cualquier tipo de enfoque basado en destacar
problemas relativos a la “identidad” del mundo indígena, a su “diferencia
cultural” y sus “epistemologías”, impide comprender que el problema del
indio debe ser abordado en términos socioeconómicos. Esto no significa que
el racismo sea un problema “superestructural” derivado de las leyes de la
economía, como dicen muchos marxistas, o que se reduzca a ser una mera
cuestión de “prejuicios subjetivos” que pueden ser superados a través de la
educación, como piensan los liberales. Si Mariátegui prefiere no tematizar el
265
problema del indio en términos de “raza” es porque comprende que ese pro-
blema debe ser planteado en el marco de un análisis estructural de la historia
del Perú. Es decir, que el racismo no puede ser pensado como una cuestión
particular, que vale solo para los indios y su cultura, sino que se trata de un
problema que vale para todos los peruanos, sean estos blancos, negros, in-
dígenas o mestizos.27
En este sentido, diría que el pensamiento de Mariátegui es contrario
a todo tipo de subalternismo político. Denomino “subalternismo” a la po-
sición según la cual, la exclusión particular que una persona o un grupo
de personas experimenta en una o varias de las cinco jerarquías globales
de poder (clase, raza, género, sexualidad y religión) se constituye en el
punto de llegada para todas las luchas políticas, Es el caso, por ejemplo,
de aquellos que convierten la lucha antirracista en la única o en la más
importante de todas las luchas emancipatorias, solo porque han experi-
mentado en carne propia la exclusión racista. Igual ocurre en el caso de
la lucha feminista, la lucha de clases, las reivindicaciones LGTBI o las de
libertad religiosa. Son demandas particulares que exigen la inclusión en
el “reparto” específico del cual han sido excluidos los demandantes. En
lugar de impulsar la articulación hegemónica de los excluidos en todas y
cada una de las cinco cadenas para exigir un “nuevo reparto” que no vale
sólo para él (o ella) sino para todos, el subalternista prefiere elegir entre
dos alternativas: o bien ser incluido segmentariamente y conseguir ma-
yores privilegios en el reparto ya existente, o bien afirmar la subalternidad
perpetua y permanecer atrincherado en una posición “antisistema” que
le garantiza mantener la pureza de sus principios. En lugar de arriesgarse
a perderlos en una lucha hegemónica (en la ¿que tendría que aliarse con
otras fuerzas políticas y perder quizás protagonismo), el subalternista
prefiere dejar las cosas “tal como están” y replegarse en el abrigo seguro
de las certezas comunitarias.28
Es por eso por lo que Mariátegui comprende que el problema del in-
dio no se resuelve únicamente atacando la exclusión racista, sino cavan-
do más hondo para atacar un problema que no es solo del indio en parti-
cular, sino de todos los peruanos. Se trata del problema de la servidumbre
derivada de la tenencia de la tierra. Es verdad que el indio necesita de la
tierra, pues toda su cultura gira alrededor de su vínculo orgánico con ella.
Despojarlo de su tierra equivale a acabar con su vida y su cultura. Pero
27 Desde luego que no vale igual para todos estos grupos, pero su diferencialidad radica en
el lugar que ocuparon tanto las poblaciones racializadas como las élites criollo-blancas
en la estructura económico-social del Perú.
28
Castro-Gómez, Santiago. 2016. Historia de la gubernamentalidad II. Filosofía, cristianismo y
sexualidad en Michel Foucault. Siglo del Hombre Editores, pp. 407-408.
266
este acto originario de despojo es justo lo que ha ocasionado no solo la
violencia particular sobre el mundo indígena, sino la violencia estructural
que enferma al Perú. El interés de Mariátegui no es buscar en el mundo
indígena los orígenes de una racionalidad no occidental que habría de
emancipar el Perú, ni tampoco las bases para una nueva ontología que
postule una relación orgánica del hombre con la naturaleza. Es un inte-
lectual marxista y su mirada no es la del pensador romántico que funda
la “liberación” del Perú en la alteridad del mundo indígena. Por eso no
plantea el problema del indio en términos de una exterioridad cultural
frente al mundo moderno, sino teniendo en cuenta la especificidad co-
lonial de la historia peruana en el marco de ese mundo moderno. ¿Y en
qué radica tal especificidad? En que en el Perú, como en otros países
de América Latina, el capitalismo no pudo nunca (hasta ese momento)
hegemonizar la producción económica de bienes y servicios en un nivel
local, así como tampoco las relaciones sociales de trabajo entre patronos
y empleados, pero sin embargo logró integrar esta producción a su lógi-
ca global. Esto significa básicamente dos cosas: (1) que el modo de pro-
ducción capitalista no “totalizó” las relaciones sociales en el Perú, sino
que coexistió con otras formas de economía, de organización social y de
autoridad política;29 y (2) que en todo caso la tenencia de la tierra se en-
contraba articulada con la lógica expansionista del capitalismo mundial.
Hubo “enclaves” capitalistas en varias zonas del Perú (sobre todo en la
Costa) en los que la producción local, en manos de empresas extranjeras,
se encontraba destinada a la exportación.
Todo esto quiere decir que si bien las relaciones capitalistas de pro-
ducción fueron solo una pequeña isla en medio de un universo económi-
co centrado en el latifundio y dominado por relaciones de servidumbre,
esta ya no puede ser interpretada –a diferencia de lo que dice Mariátegui–
como “feudal”, puesto que se trata de una servidumbre que no es euro-
pea, sino mundial.30 Con todo, lo que ha predominado social y política-
mente en el Perú no ha sido la racionalidad económica del capitalismo,
29
Tal como lo muestra el politólogo boliviano Luis Tapia, quien apropiándose de la noción
de “sociedades abigarradas” de Zavaleta Mercado muestra que Bolivia es propiamente
una sociedad “multisocietal” en la que se sobreponen abigarradamente diferentes ex-
periencias del tiempo, modos de producción, lenguajes y formas de gobierno, todo ello
como consecuencia de la colonización. Véase, Tapia, Luis. 2002. La condición multisocietal.
Multiculturalidad, pluralismo, modernidad. Muela del Diablo Editores.
30
Es por esto, porque la tenencia de la tierra en las colonias españolas se encontraba arti-
culada ya con el capitalismo moderno, que no era una institución “feudal”, como todavía
pensaba Mariátegui desde una posición marxista y eurocéntrica. Véanse las reflexiones
del sociólogo andaluz Javier García Fernández sobre este tema. Cfr. García Fernández,
Javier. 2018. Descolonizando a Marx: cuatro tesis para pensar históricamente Andalucía.
Tabula Rasa (28), pp. 197-228.
267
que exige la universalidad de un marco jurídico moderno basado en la
posibilidad de que los individuos vendan “libremente” su fuerza de tra-
bajo en el mercado. Comprender este punto supone analizar el tipo de
herencias dejadas por el colonialismo a través del cual nuestros países
fueron incorporados al mundo moderno.
En los 7 ensayos Mariátegui propone una reconstrucción de la triple he-
rencia colonial que ha marcado la historia del Perú: “La herencia colonial
que queremos liquidar”, nos dice, “es la del régimen económico feudal,
cuyas expresiones son el gamonalismo, el latifundio y la servidumbre”.31
Ya hemos dicho que si bien no se trata en realidad de un régimen econó-
mico “feudal”, como pensaban los marxistas, sí podemos hablar de una
gubernamentalidad moderno-colonial implementada por el Imperio espa-
ñol en América desde el siglo XVI. Aquí, como en otros países de la región,
la tenencia de la tierra es la otra cara (colonial) del capitalismo mundial
en expansión. Lo cual significa que se encontraba articulada con disposi-
tivos de gobierno que operaban fuera de las colonias y que funcionaban
con otras lógicas.32 La pregunta, desde luego, es ¿cómo se manifiesta esta
gubernamentalidad moderno-colonial en la historia del Perú? Mariátegui
dice que se trata de un dispositivo compuesto de tres elementos, el pri-
mero de los cuales es el gamonalismo. El pensador liberal colombiano del
siglo XIX José María Samper definía al “gamonal” de la siguiente forma:
“Hombre rico de un lugar pequeño, dueño o poseedor de las tierras más
valiosas, especie de señor feudal de la parroquia republicana, que influye
y domina soberanamente el distrito, maneja sus arrendatarios como a
borregos, ata y desata los negocios del terruño como a un San Pedro de
caricatura y manda sin rival como un gallo entre sus gallinas”.33 Pintoresca
descripción que se refiere a los dueños del poder local (en Colombia se
les llama también “caciques”), los “mandamases” que controlan en su
beneficio la política lugareña mediante la repartición de favores perso-
nales. No obstante, Mariátegui no habla de “los gamonales” en singular,
sino del gamonalismo como fenómeno estructural. Con ello se refiere a
un sistema de relaciones locales de poder que funciona de forma paralela
al Estado y que opera en la práctica como un “Estado dentro del Estado”.
“Contra su autoridad”, nos dice, “sufragada por el ambiente y el hábito,
32
Este es el fenómeno complejo que Mariátegui logra entrever y que más adelante Quijano,
a su manera, denominaría la “heterogeneidad histórico-estructural”.
33
Véase la reseña del historiador Jorge Orlando Melo publicada en la Revista Credencial
Historia, N° 103, 1995. http://www.jorgeorlandomelo.com/caciquesyg.htm
268
es impotente la ley escrita”.34 El gamonalismo es un ethos, un modo de
vida, un sentido común compartido por dominadores y dominados que
corresponde a un tipo de economía basada en la tenencia de la tierra.
Es un sistema de prebendas y componendas que aseguran que el poder
local sea controlado por los terratenientes, sin interferencia alguna del
Estado. Un sistema, dice Mariátegui, que corrompe “al juez, al subpre-
fecto, al comisario, al recaudador”, es decir, a todos aquellos que están
“enfeudados en la gran propiedad”.35 El gamonalismo funciona entonces
como un parapoder, como un “estado de excepción” donde no vale la ley
de la República, donde son suspendidos todos los derechos civiles y tan
solo vale la ley particular del gamonal.
Para Mariátegui resulta claro que, bajo estas circunstancias específi-
cas, las revoluciones de independencia no condujeron al establecimiento
de un régimen democrático-burgués en el Perú, sino a la perpetuación
de la tenencia de la tierra como forma hegemónica de producción eco-
nómica. Aquí está el segundo elemento del dispositivo moderno-colonial.
Si el gamonalismo es, ante todo, una forma de hacer política (con “p”
minúscula) que nada tiene que ver con las reglas del juego democrático,
el latifundio es la base económica de esa particular forma de política. No
existió en el Perú del siglo XIX una “burguesía”, similar a la europea,
que hiciera suyos los ideales republicanos de la revolución francesa, sino
que la clase dominante postindependentista se formó con los restos de
la élite aristocrática colonial. Una élite rentista que por lo general no se
interesó en la democracia, sino en defender sus privilegios heredados de
sangre, así como sus latifundios parroquiales. Desde luego, como hemos
visto, la clase dominante se hallaba conectada en todo caso con el capi-
talismo industrial que requería materias primas de las periferias, razón
por la que el latifundio en las colonias resultaba enteramente funcional
a la expansión capitalista industrial en la propia Europa. Mariátegui sabe
muy bien todo esto. Conoce de primera mano los textos de Lenin y Rosa
Luxemburg sobre el imperialismo como “fase superior” del capitalismo.
Entiende que la Primera Guerra Mundial fue desencadenada por la com-
petencia de los imperios europeos por el monopolio de la producción
colonial fuera de Europa. En las periferias estaba la mano de obra barata
y las materias primas que necesitaban los centros industrializados para
desarrollarse. La hegemonía geopolítica de las principales potencias de-
pendía del mantenimiento de relaciones de servidumbre en áreas no ca-
pitalistas de la economía, ya que la producción allí resultaba más barata
34
Mariátegui, 7 ensayos, op. cit., p. 21.
35
Mariátegui, 7 ensayos, op. cit., p. XXX.
269
de la que podía obtenerse en las metrópolis para las mismas ramas de
la producción.
Mariátegui es consciente, por tanto, de que existe un vínculo entre
el latifundismo de las periferias y el capitalismo de los centros metro-
politanos, pero su interés radica en el análisis específico de la “realidad
peruana”. Y este análisis muestra que el dispositivo moderno-colonial
en el Perú tiene un tercer elemento: la servidumbre del hombre por el
hombre. Con ello se refiere a la situación en la que la voluntad de unos
peruanos depende de la voluntad arbitraria de otros peruanos. El siervo
es aquel que no puede gobernarse autónomamente a sí mismo porque
hay otra voluntad más fuerte que se lo impide, la voluntad del señor. Pero
al mismo tiempo, el señor tampoco puede ser autónomo, pues depende
necesariamente del trabajo del siervo. Casi entonces a la manera de la
dialéctica del amo y el esclavo, Mariátegui dice que la servidumbre es
una condición en la que todos los peruanos se ven privados de la libertad.
De un lado, el latifundio necesita de la mano de obra esclava del indio y
el campesino, lo cual impide que el gamonal se beneficie del desarrollo
agrario que puede traer la economía capitalista. Es por eso por lo que la
clase burguesa no ha conseguido surgir en el Perú. Pero de otro lado, el
indio y el campesino se ven obligados a sacrificar sus valores culturales
para trabajar como “peones” en una tierra que no es suya, la hacienda
del gamonal. Nótese, por tanto, que la categoría de “servidumbre” no es
aplicada por Mariátegui al indio en particular, sino a la condición estruc-
tural de la sociedad peruana en su articulación con el capitalismo mun-
dial. Lo cual significa que la superación de la condición de servidumbre
–que es, como vimos, la promesa emancipatoria de la modernidad– no
implica el retorno a los valores comunitarios del mundo indígena prehis-
pánico, como equivocadamente afirmaba Valcárcel.
Aunque Mariátegui reconoce que el mundo indígena precolombino
se caracterizaba por el predominio de una racionalidad comunitaria, en-
tiende perfectamente que tal racionalidad fue modificada con el adveni-
miento de la conquista española y que tan solo sobreviven algunos ras-
tros en el actual mundo campesino.36 Pero es precisamente sobre la base
de esos rastros, de ese comunitarismo aún vivo en el sentido común del
campesinado peruano, que Mariátegui abre la posibilidad del socialismo.
Y aunque entiende que este proyecto pueda tomar como base el mundo
campesino, tal como ocurrió con la revolución rusa, lo que busca no es
solo la liberación de los campesinos, sino de todos los peruanos. No se
36
Esto a contrapelo de lo afirmado por algunos abyayalistas, en el sentido de que las cosmo-
visiones del mundo indígena, así como sus formas tradicionales de sociabilidad, habrían
permanecido intocadas por los procesos de modernización en Latinoamérica.
270
trata de que los campesinos realicen un “éxodo” milagroso de las condi-
ciones de servidumbre que afectan a toda la sociedad peruana, mientras
la oligarquía sigue disfrutando de sus privilegios. Una cosa no puede dar-
se sin la otra. Ninguno será libre si no existen las condiciones para “negar”
la servidumbre que afecta tanto a unos como a otros y que deshumaniza
el cuerpo social en su conjunto. Pero esta negación dialéctica no recae
exclusivamente sobre aquellos grupos que han sufrido históricamente
la exclusión racista en particular, sino que exige la construcción de un
sujeto político que vaya más allá de las demandas particulares. Con otras
palabras, no se impugna la exclusión racista en particular, sino las re-
glas que organizan desigualitariamente a la sociedad en su conjunto y
que legitiman las formas racistas de servidumbre. Es por eso por lo que
Mariátegui se negó a ver el racismo como algo que le acontece solamente
al indio y en su lugar entendió que la superación del racismo conlleva la
descolonización de las relaciones sociales en su conjunto. En esto radica
la universalidad de una política decolonial.
Queda claro entonces por qué razón una política decolonial no puede
centrarse únicamente en la cuestión del racismo ejercido por unos gru-
pos sobre otros, como pretenden algunos teóricos decoloniales. Se suele
hablar de cosas tales como “racismo epistemológico”, como si este fuera
un problema desligado de la estructura socioeconómica y abordándolo
más bien como un problema particular. Quizás el aporte más importante
de Mariátegui a esta discusión radique en haber entendido que los proce-
sos históricos de racialización no pueden entenderse como desligados de
los procesos de enclasamiento. En otro lugar he mostrado que las clases
económicamente privilegiadas en estos países se han visto siempre a sí
mismas como “limpi sangre”, es decir, como dotadas del capital simbó-
lico de la blancura que les distancia socialmente de los negros, indios y
mestizos.37 Hipostasiar, por tanto, la exclusión racial y asumirla como si
fuera el “punto cero” para la consolidación de una política decolonial, no
nos llevará demasiado lejos. Habrá que entender que la lucha antirracista
no puede asumirse desde posiciones particularistas, sino que es preciso
avanzar hacia la construcción política de una voluntad común. Pues no se
trata solo de impugnar la servidumbre que vale para algunos, sino de com-
batir la condición estructural de servidumbre que vale para todos.
Con todo, el argumento de que la superación del “racismo epistemo-
lógico” conlleva la adopción de una visión “no eurocéntrica” de la produc-
ción de conocimientos me parece válido, siempre y cuando dejemos claro
de entrada qué es lo que estamos entendiendo por “eurocentrismo”. En
37
Cfr. Castro-Gómez, Santiago. 2010. La hybris del punto cero. Ciencia, raza e ilustración en la
Nueva Granada (1750-1810). Editorial Universidad Javeriana.
271
el capítulo anterior38 he mostrado que el “eurocentrismo” es aquel discur-
so que sustrae a “Europa” de la red de relaciones históricas de poder que
la constituye y la fetichiza, es decir, la presenta como una cultura dotada
de cualidades intrínsecas superiores a las de otras culturas.39 En este sen-
tido, el eurocentrismo es una forma de esencialismo cultural que se halla
en la base de todo universalismo.40 Lo que es resultado histórico del an-
tagonismo, es presentado como algo ahistórico previo al antagonismo.
Creo que la mayoría de los decoloniales coincidirán en esto conmigo. El
problema comienza en el momento en que algunos de ellos utilizan el ar-
gumento del “eurocentrismo” como carta ganadora. ¿Qué significa esto?
Que la acusación de “eurocentrismo” es utilizada por lo general como
argumento retórico para descalificar al adversario. Cualquier objeción a
la posición anti-eurocéntrica puede ser calificada a su vez de eurocéntri-
ca, con lo cual se genera una inmunización frente a la crítica. Esto ocurre
cuando se utilizan argumentos ad hominem, como por ejemplo: “dices lo
que dices porque eres blanco y como blanco solo puedes pensar eurocén-
tricamente”; o “utilizas filósofos europeos para argumentar tu posición,
por tanto tu posición es eurocéntrica”; o peor aún: “si criticas mi defensa
[Nota del comentarista: el capítulo en mención es III. ¿Qué hacer con los universalismos
38
occidentales? el cual hace parte de la obra, El tonto y los canallas: notas para un republica-
nismo transmoderno, Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2019. En la misma medida
hemos señalado algunas ideas esenciales en el comentario al presente texto. Ver infra
pp. 291-294].
39
Véase Castro-Gómez, La hybris del punto cero, op. cit., pp. 47-53; Castro-Gómez, Santiago.
2015. Revoluciones sin sujeto. Slavoj Zizek y la crítica del historicismo posmoderno. Akal.
pp. 283-288.
40
Nosotros hemos dicho, sin embargo, que no debemos confundir universalismo con uni-
versalidad (Castro-Gómez, Revoluciones sin sujeto, op. cit., pp. 270-272). Los “universa-
lismos occidentales” no son sino la otra cara de un eurocentrismo que legitima la supe-
rioridad de Europa sobre los pueblos sometidos a su dominio colonial. El universalismo
corresponde a una encarnación cultural concreta (Europa), a un conjunto de valores que
preexisten al antagonismo y que son presentados como cualidades que le pertenecen a
Europa “de suyo” y que le habrían permitido desarrollar (mejor que ninguna otra cultu-
ra) la racionalidad científica, la crítica racional, la democracia, el capitalismo, etc. Ahora
bien, el rechazo legítimo a este universalismo no debería llevarnos a rechazar también la
universalidad como gesto político. Algunos activistas afirman que la universalidad política
debe ser abandonada por completo, ya que ella esconde una visión monolítica y colonial
de la política. De un rechazo (correcto) al universalismo, pasan sin más a un rechazo
(incorrecto) a la universalidad ¿Por qué razón? Porque en este último caso no estamos ha-
blando de epistemología sino de política. A diferencia del universalismo, la universalidad
sí es producto del antagonismo y no preexiste a las prácticas articulatorias que la hacen
posible. Es por eso completamente incorrecto llamar a esta operación política “pluriver-
salidad” en lugar de “universalidad”, porque –como acabo de decirlo– aquí no se trata de
crear muchas voluntades comunes, sino una sola que sea capaz de disputar la hegemonía
a las clases dominantes y combatir la servidumbre que vale para todos. Este es el gesto
fundamental de la política, como traté de mostrar en mi libro Revoluciones sin sujeto.
272
de las epistemes no occidentales es porque eres un racista epistémico”.
Por desgracia, argumentos retóricos de este tipo se han hecho comunes
en el seno de la familia decolonial. A veces queda la sensación de que no
discutes con hablantes que juegan limpiamente con las cartas abiertas,
sino con gente que trae los “dados cargados”.
De otro lado, tengo la impresión de que algunos pensadores
decoloniales incurren por lo general en aquello que los filósofos
llamamos “autocontradicción performativa”. Esto quiere decir que el ar-
gumentante niega performativamente aquello que afirma el contenido de
su argumento. Esto ocurre, por ejemplo, cuando alguien critica a la mo-
dernidad en su totalidad por ser un proyecto colonialista y eurocéntrico,
pero para argumentar su posición utiliza recursos puestos a disposición
por la modernidad misma. No me refiero solo al uso de temas y figuras de
argumentación desarrolladas por corrientes modernas de pensamiento
como el marxismo, sino también a la utilización de recursos modernos
como la escritura académica de libros, o el aprovechamiento del capital
simbólico que conlleva el haber sido entrenado por prestigiosas universi-
dades europeas en disciplinas como la filosofía, la sociología, la historia,
etc.41 Pienso ahora mismo en la acusación que hace Dussel a la filoso-
fía política moderna de ser “eurocéntrica” porque no tiene en cuenta la
historia del Imperio chino, el islam, el Al-Andalus, los mayas, los incas,
etc.42 Curiosamente, el “giro descolonizador” que propone para debilitar
el eurocentrismo de la filosofía política es crear una filosofía de la histo-
ria, un gran metarrelato histórico que visibilice a todas estas culturas.43
41
Esta contradicción ha sido señalada muchas veces por Silvia Rivera Cusicanqui, para
quien el pensamiento decolonial es una “moda posmoderna” exportada a Latinoamérica
desde universidades norteamericanas. En este sentido, varios teóricos han insistido en
que el pensamiento decolonial operaría, paradójicamente, como una nueva forma de co-
lonialismo intelectual. Véase Castro-Gómez, Santiago. 2005. La poscolonialidad explicada
a los niños. Universidad del Cauca / Instituto Pensar, p. 37.
42
Dussel, Enrique. 2007. Política de la liberación. Vol. I. Historia mundial y crítica. Trotta,
pp. 552-556.
43
Uno se pregunta cuál es en realidad el “estatuto” de este gran relato histórico creado
por Dussel en el primer volumen de su Política de la liberación. Pareciera ser que trata de
combatir la filosofía eurocéntrica de la historia (tipo Hegel y Marx) con otra filosofía de la
historia mucho más abarcadora. Solo que mientras que en el primer caso Europa está en
el “centro” del relato, en el segundo caso Europa está “provincializada”. Con todo, Dussel
podría argumentar que su “Gran Relato” no es una filosofía de la historia, como aquí
suponemos. Pero si no lo es, ¿De qué se trata entonces? Sin duda no es Historia porque
la narración no hace uso de archivo primario, sino que recurre a información de segunda
mano (algunas veces ni siquiera cita la fuente, otras veces remite a historiadores moder-
nos). Ningún historiador profesional diría que lo que hace Dussel en este libro tiene algo
que ver con la Historia. Y con toda seguridad a ninguno se le ocurriría escribir en solitario
una “Historia mundial” como la que propone nuestro filósofo.
273
La pregunta es: ¿por qué utilizar un género narrativo tan moderno y tan
europeo como la “filosofía de la historia” para criticar a la modernidad y
al eurocentrismo?
Mariátegui es un ejemplo de que no existe contradicción alguna en-
tre ser crítico del eurocentrismo y, al mismo tiempo, utilizar para ello las
herramientas ofrecidas por el pensamiento de la modernidad. Pero es
necesario enseñar de entrada las cartas y reconocer el lugar moderno
de enunciación desde el que se habla, en vez de mantenerlo escondido
bajo la mesa, o pretender que se habla desde otro lugar (el de las “víc-
timas”) para dar la impresión de ser un “crítico radical”. Aquí radica la
gran debilidad de las críticas de Dussel al eurocentrismo. Hay una suerte
de criptonormativismo moderno en los críticos del eurocentrismo que es
necesario revisar.
274
dos cosas. Mariátegui está familiarizado con las críticas de Marx a la reli-
gión vertidas ya desde sus obras de juventud. Conoce bien la Introducción
a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, texto en el que Marx formuló
su célebre frase: “La religión es el opio del pueblo” y dijo también que
“el hombre hace a la religión, la religión no hace al hombre”, inspirado
en las fuertes críticas lanzadas por Feuerbach al cristianismo. La reli-
gión, decía Marx, engaña al hombre en la medida en que le arrebata sus
fuerzas propias, proyectándolas en un ser imaginario. Mariátegui acepta
en principio estas críticas, pero su lectura del marxismo está mediada
en buena parte por la obra de George Sorel. En su libro Reflexiones sobre
la violencia Sorel había dicho que si bien Marx desenmascaró la religión
como fármaco, ello no significa que haya desterrado junto con ella la
necesidad que tiene el hombre de una mitología. Pues el mito no es lo
mismo que la religión, sino que es una “visión de mundo” que mueve a
los hombres a forjar el futuro en lugar de conformarse con el presente.
Mientras que el cristianismo incita a los hombres a vivir resignados y a
fetichizar el estado presente de cosas, el mito se define en cambio por
su capacidad transformadora del presente. Por eso, nos dice Sorel, el
mito no debe ser juzgado por su grado de correspondencia con la reali-
dad actual de las cosas, sino que opera contrafácticamente a partir de la
praxis transformadora.
Ahora bien, aquí se hace necesario distinguir categorialmente entre
el mito y la utopía. De nuevo siguiendo a Sorel, Mariátegui rechaza la
utopía por colocar el énfasis en un mundo que no existe aún, lo cual
conlleva un desconocimiento de las fuerzas del cambio que luchan por
construirlo. La utopía sería entonces una huida hacia al futuro que con-
tribuye a la despolitización de las luchas presentes. El mito, en cambio,
critica la realidad que “es”, pero no en nombre de otra realidad futura,
sino de aquella que ya está empezando a ser. El énfasis no se coloca en el
futuro, sino en el presente; en la creencia de que el presente lleva escon-
didas en su seno las semillas que darán origen a un mundo en el que ya
no existirán más las injusticias actuales.46 El mito, por tanto, expresa una
voluntad existente que inspira al hombre a luchar por una causa superior y
a morir por ella si fuese necesario. Mariátegui se apropia entonces de las
Con otras palabras, esto supone reconocer que hay un momento de “objetividad” de
46
las instituciones políticas, vale decir, reconocer que ellas encarnan criterios normativos
(la libertad y la igualdad conquistadas por luchas pasadas) que no podemos echar por
la borda, con el argumento iconoclasta (muy propio de ciertas izquierdas) y poco dia-
léctico de que hay que rechazar en su totalidad el orden establecido. Creo que algunos
pensadores decoloniales han cedido a la tentación de la “negatividad radical” y piensan
que la emancipación está escondida en el futuro, no en el presente. El presente hay que
destruirlo. Aquí radica el problema de la utopía que detecta Mariátegui.
275
tesis de Sorel y las usa como ariete para precisar su diagnóstico sobre la
decadencia del racionalismo moderno. Mientras que este quiso a acabar
con todos los mitos, sumiendo al hombre en un presentismo nihilista
y despolitizado, Mariátegui invoca una mitología que movilice los afec-
tos políticos del pueblo e inspire la lucha de los revolucionarios en todo
el mundo:
La fe de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su
pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mítica y espiritual. Es
la fuerza del mito. La emoción revolucionaria es una emoción religio-
sa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No
son divinos; son humanos, son sociales. 47
No estamos hablando entonces de una religión que inspira la fe ultrate-
rrena, sino de un mito terrenal, de un mito inmanente para transformar este
mundo a partir de lo que ya existe. Aquí Mariátegui se muestra de nuevo
fiel al pensamiento dialéctico. Pues la “negación” de la que hablan Marx y
Hegel sólo puede darse una vez que hemos asimilado aquello que nos de-
para la historia. No es posible saltar por encima o por detrás de la historia,
ignorando sus contradicciones, pues esto equivaldría a asumir una actitud
despolitizadora. Ni la “huida hacia el pasado” que añoran los abyayalis-
tas, pero tampoco la “huida hacia el futuro” que añoran los marxistas. Si
queremos hacer política decolonial, tendremos que apropiarmos de la his-
toria que nos tocó vivir, por injusta que haya sido, pues solo de este modo
podremos “negarla”. Aunque resulte doloroso, habrá que asimilar esa
negación primera que generó la occidentalización colonial y “cancelarla”
(Aufheben) mediante una segunda negación que incorpore tanto elemen-
tos de aquello que fue negado inicialmente, como elementos de aquello
que operó la negación. Es por eso por lo que el mito del que nos habla
Mariátegui no es una simple inversión del estado de cosas presente. No
se trata, como afirman algunos activistas, de dar vuelta al mapa y colocar
el sur donde hoy está el norte, y el norte donde hoy está el sur. De eso
no se tratan las “epistemologías del sur”, sino de negar dialécticamente la
jerarquía norte-sur a partir de una asimilación creativa de la “condición-
sur”. El mito de Mariátegui visualiza un mundo en el que tanto los señores
como los esclavos de hoy dejarán mañana de serlo. Un mundo en el que ya
no existirá la servidumbre generada por la expansión capitalista y colonial
de Europa que traicionó las promesas emancipatorias de la modernidad.
En la época de Mariátegui, ese mito no podía ser otro sino la revolución
socialista. Para la década de 1920, Mariátegui pensaba que la revolución
47
Ibíd., p. 51.
276
vendría de Europa para iluminar a los pueblos sometidos por el colonia-
lismo. Pero visto lo visto en el siglo XX, teniendo en cuenta nuestra actual
situación a casi cien años de la muerte del Amauta, parece claro que la
antorcha de la revolución ya no ilumina desde Europa. Son los pueblos del
Sur quienes encarnan ahora la rebelión del hombre contra la servidum-
bre. Es verdad que las promesas emancipatorias de la modernidad de-
ben ser todavía realizadas en el mundo. No son ellas las que han quedado
obsoletas, sino el proyecto histórico de modernización social, económica
y política en el que estos ideales quedaron emplazados con la irrupción
del capitalismo, y en el que creyeron firmemente nuestros intelectuales y
nuestras élites dirigentes durante todo el siglo XIX y buena parte del XX.
Este modelo se ha revelado incapaz de construir naciones libres, sobera-
nas y democráticas en América Latina y en todas las zonas periféricas del
sistema-mundo capitalista. Si algún mito emancipatorio podemos invocar
todavía hoy para la humanidad, este ya no será cantado siguiendo riguro-
samente la partitura de la Marsellesa o de la Internacional Socialista. De
la mano de Mariátegui, me gustaría sugerir que la construcción de una
civilización transmoderna es la gran mitología política que debieran invocar
las luchas decoloniales en el siglo XX.
En su diagnóstico de la modernidad en América Latina, Aníbal Quijano
entiende que las racionalidades no modernas que fueron excluidas por el
capitalismo y el colonialismo ya no pueden ser “recuperadas” y que el pro-
yecto emancipatorio que busca la erradicación de la servidumbre humana
deberá echar mano, necesariamente, de la razón moderna. Pero esto no
significa que ese proyecto deba excluir el aporte de las racionalidades co-
munitarias andinas, que –como bien lo veía Mariátegui– todavía sobrevi-
ven en el mundo campesino actual:
Debe quedar claro que no propongo en modo alguno el regreso a
un comunitarismo agrario como el de la historia andina precolonial
o inclusive actual. La sociedad actual y sus necesidades y posibi-
lidades son, sin duda, demasiado complejas como para ser cobi-
jadas y resueltas dentro de una institución como aquella, sin que
ello implique, tampoco, que ella no pueda ser después una de las
bases de la constitución de otra racionalidad. Después de todo,
¿no fue bajo su impacto sobre el imaginario europeo que comenzó
la historia de la modernidad europea y la poderosa utopía de una
sociedad racional?48
277
Aquí se encuentra expresada, si bien aún de manera rudimentaria, la idea
básica de la transmodernidad. Quijano lo plantea en términos de una
“nueva racionalidad” que vaya más allá de los mundos existentes antes
del advenimiento de la modernidad, pero también de la racionalidad del
capitalismo moderno-colonial. Esa nueva racionalidad se revela como una
necesidad que surge tanto de la “crisis” del modelo civilizatorio arrastrado
por el capitalismo, como de la imposibilidad estructural de adoptar un
modelo comunitarista que tome como premisa el rechazo absoluto de la
modernidad.49 Lo que se necesita, por tanto, es avanzar hacia un “terce-
ro excluido”, vale decir, hacia un tipo de racionalidad poscapitalista que
integre y asimile tanto la herencia comunitarista de las humanidades pre-
modernas, como la herencia democrática e igualitaria de la modernidad.
No se trata, sin embargo, de un proyecto civilizatorio moderno pero no
capitalista, como dice Bolívar Echeverría,50 sino de un proyecto que no es
ni capitalista ni moderno, sino transmoderno, porque va más allá de la mo-
dernidad desde la propia modernidad.
Ha sido el filósofo argentino Enrique Dussel quien mejor ha visuali-
zado este problema, y acaso sea esta la contribución más importante de
su ya muy extensa obra. De entrada digamos que la noción de “transmo-
dernidad” que maneja Dussel se mueve en dirección contraria a lo que
muchos grupos de intelectuales y activistas entienden hoy día por “des-
colonización”. Operando con la idea sesgada de que la modernidad en su
conjunto tiene una “lógica profunda” que es el colonialismo, es decir, que
todo despliegue moderno es de suyo colonialista y no puede serlo de otro
modo, tales activistas se precipitan en una actitud radicalmente antimo-
derna y políticamente conservadora, tal como lo he venido argumentando.
Descolonizarse, según ellos, significa escapar de la modernidad para reple-
garse en las “epistemologías” sobrevivientes propias de aquellos pueblos
que no fueron cooptados enteramente por la modernidad (comunidades
indígenas y negras para el caso de las Américas), pues allí se encuentran
las semillas de “otro mundo” muy distinto al occidental.51 Vincularse orgá-
nicamente con esas “epistemes-otras” es tenido por tales intelectuales y
activistas como el acto político emancipador por excelencia. No obstante,
la visión transmoderna de Dussel tiene poco que ver con este relato fan-
tástico. El filósofo argentino parte de la tesis de que la modernidad es un
49
Ibíd., p. 29.
50
Echeverría, Bolívar. 1998. La modernidad de lo barroco. Biblioteca Era.
51
Hay que decir, sin embargo, que la obra temprana de Dussel (en los años setenta) pre-
sentaba la modernidad como una “totalidad opresora” en su conjunto. Actitud que por
fortuna será posteriormente moderada por el propio Dussel en la medida en que se deja
interpelar por los textos de Marx.
278
fenómeno histórico que tiene un momento “intrauterino” (por así decirlo)
con la emergencia de nuevas fuerzas productivas hacia finales de la edad
media europea, pero que adquiere su perfil histórico definitivo gracias a
la conquista de América y la creación del mercado mundial con la expan-
sión colonial de las potencias europeas. Este sistema mundial coloca por
primera vez juntas, pero en relación asimétrica, a una gran cantidad de
“culturas” que antes habían vivido separadas unas de otras, estableciendo
sobre ellas la hegemonía de una concepción primero cristiana y señorial (si-
glos XVI-XVII), luego racionalista y capitalismo (siglos XVIII-XX) de enten-
der la vida, el conocimiento, la naturaleza y las relaciones sociales. Dussel
se refiere específicamente a culturas milenarias como las provenientes de
India, China, el mundo árabe y el mundo indígena precolombino.52 Nótese
bien que la colonización en Dussel no se reduce al genocidio o la occiden-
talización completa de pueblos y culturas (que ocurrió en muchos casos),
sino que es, ante todo, el establecimiento de una hegemonía cultural. Esto
quiere decir que las culturas de esos pueblos no fueron destruidas por
completo (su propio peso histórico milenario lo impedía), sino que am-
plios pliegues de su “mundo de la vida” (Lebenswelt), fueron transformados
con la introducción del cristianismo, la ciencia moderna, la modernización
político-cultural y, sobre todo, el capitalismo. Pero esto significa también
que tales pliegues de sentido han permanecido en una “exterioridad re-
lativa” con respecto al significado que todos estos procesos adquirieron
en Europa. Aquí se muestra el alcance del concepto gramsciano de “he-
gemonía” utilizado por Dussel. La colonización conlleva el establecimien-
to de un “consenso” tácito entre los valores occidentales traídos con la
colonización europea y los valores propios de las culturas colonizadas,
provenientes de su mundo tradicional no moderno. Dussel tiene claro, sin
embargo, que esos valores tradicionales no han permanecido inalterados
con el advenimiento de la modernidad (a la que fueron incorporados por
el colonialismo), sino que se han transformado junto con ella. No hay nin-
gún tipo de esencialismo cultural en el pensamiento de Dussel. La exterio-
ridad de las culturas colonizadas es solamente relativa y no absoluta frente
a los procesos de modernización. El filósofo argentino tiene claro que la
modernidad es un fenómeno irreversible del cual ninguna cultura del pla-
neta puede ni podrá sustraerse por entero, tal como lo entrevió Marx. La
modernidad no es un fenómeno histórico que le aconteció a Europa, sino
un fenómeno que le aconteció a la humanidad con su conjunto.
¿Qué significa entonces la “transmodernidad”? Esta noción apunta
hacia el modo en que ese proceso mundial de modernización económica,
52
Dussel, Enrique. 2015. Filosofías del sur. Descolonización y transmodernidad, Akal, p. 257.
279
política y cultural puede y debe ser “asimilado” dialécticamente desde
posiciones subalternizadas por la expansión colonial europea. Significa
atravesar la modernidad desde “lugares de enunciación” que fueron ex-
cluidos (vale decir, dejados “sin parte”) por la modernización hegemónica
euronorteamericana. Para ponerlo en términos conocidos por Mariátegui:
la transmodernidad sería la “negación de la negación”, es decir, la asimi-
lación creativa y emancipadora de la modernidad realizada desde sus his-
torias periféricas. Se trata de una modernidad vivida desde la exterioridad
relativa que niega su forma occidentalista y eurocentrada. Aquí Dussel se po-
siciona frente a las tesis de Bolívar Echeverría, pues si el filósofo ecuatoria-
no habla de la necesidad de avanzar hacia una modernidad no capitalista,
el argentino sabe perfectamente que esto es imposible, ya que el proyecto
histórico concreto de la modernidad vino aparejado con el capitalismo y el
colonialismo. El horizonte emancipatorio ya no sería el de la modernidad,
pero tampoco el de la antimodernidad, sino el de la transmodernidad. La
descolonización viene de la mano con un proyecto de negación dialéctica
frente a las instituciones sociales, económicas, políticas y científicas desa-
rrolladas por la modernidad. Un proyecto que, según Dussel, será impul-
sado por “intelectuales orgánicos” situados en medio de su propia cultura
subalternizada y la modernidad eurocentrada (Borderthinking). Son estos
intelectuales que viven “entre dos mundos”, quienes podrán establecer
las mediaciones necesarias entre la modernidad occidental y los valores
de las culturas marginalizadas por esta durante la expansión colonial, pro-
piciando de este modo la “negación de la negación”:
Denominamos proyecto trans-moderno [...] la afirmación, como au-
tovaloración, de los momentos culturales propios negados o sim-
plemente despreciados que se encuentran en la exterioridad de la
modernidad [..]. En segundo lugar, esos valores tradicionales igno-
rados por la modernidad deben ser el punto de arranque de una
crítica interna, desde las posibilidades hermenéuticas propias de
la misma cultura. En tercer lugar, los críticos, para serlo, son aque-
llos que viviendo la biculturalidad de las “fronteras”, pueden crear
un pensamiento crítico |... El diálogo, entonces, entre los creadores
críticos de sus propias culturas no es ya moderno, ni posmoderno,
sino estrictamente transmoderno, porque, como hemos indicado,
la localización del esfuerzo creador o parte del interior de la moder-
nidad, sino de su exterioridad, o aún mejor, de su ser fronterizo.53
53
Ibíd., pp. 293-294.
280
Nótese entonces: la transmodernidad no es una operación para “recupe-
rar” los valores de las culturas nativas existentes antes de la colonización,
sino una problematización crítica de la modernidad que tiene dos facetas
complementarias: de un lado, la modernidad eurocentrada es reinterpre-
tada desde las historias locales negadas por la colonización; pero del otro
lado, y al mismo tiempo, la propia cultura subalterna local, modificada por
la modernidad, deberá ser también reinterpretada.54 De nuevo la opera-
ción dialéctica: una cosa no puede darse sin la otra. La transmodernidad
apunta, por tanto, hacia la generación de códigos interculturales que sirvan
como criterio normativo para la instauración de una civilización postcapi-
talista. No se trata sólo de negar los códigos universales provenientes de
la modernidad europea, sino de producir una nueva universalidad política
que pueda ser reconocida como propia por culturas diferentes.
Aquí debemos añadir que esta operación transmoderna conlleva
necesariamente “pasar por la modernidad”, atravesarla, canibalizarla y
apropiarse de sus criterios normativos. Desde un punto de vista políti-
co diríamos que tal operación ha sido ya puesta en marcha en múltiples
ocasiones. Al menos desde la revolución haitiana se han producido y se
siguen produciendo en la periferia colonial muchas “situaciones trans-
modernas”. Estas consisten básicamente en que los grupos que fueron
dejados “sin parte” por la expansión colonial- capitalista de Europa se
apropian dialécticamente de los criterios políticos desarrollados por la
modernidad política (los ideales de igualdad y libertad), pero llevándolos
hacia un escenario diferente (transmoderno), en el que esos mismos gru-
pos se postulan como sujetos universales. La operación política que aquí
se pone en marcha es el paso de la “universalidad abstracta” a la “uni-
versalidad concreta”, en la que los “sin parte” se apropian de esa misma
universalidad y la devuelven contra sus opresores.55 No obstante, Dussel
no habla tanto de las “situaciones transmodernas” del pasado y el presen-
te, sino que prefiere hablar de la “civilización transmoderna” del futuro.
Quizás por eso descuida reflexionar sobre el tipo de universalidad política
que se juega en las primeras, para centrarse mejor en la universalidad reli-
giosa propia de la segunda.
En efecto, Dussel entiende que esa universalidad es algo que se
funda en valores religiosos que comparten todas las culturas humanas.
Concretamente, piensa que las grandes religiones universales (el hinduis-
mo, el budismo, el islam, el cristianismo) deberán jugar un papel clave en
la generación de estos códigos interculturales, porque son precisamente
54
Ibíd., p. 291.
Castro-Gómez, Revoluciones sin sujeto, op. cit., pp. 270-288.
55
281
ellas las que expresan con mayor fuerza los “valores últimos” que subya-
cen a toda cultura. Con lo cual despolitiza el proceso de creación de códi-
gos interculturales transmodernos y los coloca en las manos expertas de
una élite de teólogos, filósofos y juristas. Es aquí, me parece, donde se
revela el límite de la noción de transmodernidad defendida por Dussel.
Al igual que Mariátegui, no niego que los valores religiosos puedan ser
capaces de inspirar la emergencia de una mitología política, pero tal mito-
logía no debería pensarse como una extensión de la moral religiosa, que en
muchos casos reproduce las desigualdades modernas de género, clase,
raza, nación y sexualidad que, precisamente, busca dejar atrás el proyecto
transmoderno. Si el objetivo de esta mitología política es, como hemos su-
gerido, la descolonización de las relaciones sociales en su conjunto, es de-
cir, la abolición de la servidumbre humana, sus fundamentos no pueden ser
religiosos sino políticos. No serán los “intelectuales críticos”, como afirma
Dussel, sino los pueblos mismos quienes tendrán en sus manos la creación
de los criterios normativos que regirán la futura civilización transmoderna.
Con Mariátegui diremos, sin embargo, que el mito no es lo mismo que
la religión y que tampoco se reduce a la utopía, puesto que esa intercultu-
ralidad de la que hablamos no es tan solo música del futuro, sino algo que
ha ocurrido al menos desde la revolución haitiana y que sigue ocurriendo
en muchos lugares del planeta. Ya existen en el mundo “situaciones trans-
modernas”, si bien en el interior de la civilización capitalista. La tarea que
viene por delante, la más difícil de todas, es la universalización política de
esos códigos interculturales, si es que deseamos ir más allá de un proyecto
que se limite a “(re)existir” en el interior del capitalismo y la modernidad.
Pero para ello necesitaremos inicialmente de las instituciones políticas
modernas, hegemonizadas, eso sí, por un proyecto intercultural de ca-
rácter popular y republicano. El mito de la transmodernidad demanda la
creación de una civilización posoccidental y poscapitalista y no solo la funda-
ción de aldeas moleculares de resistencia. En analogía, pues, con lo dicho
por Marx en su Crítica del Programa de Gotha, la descolonización de las
relaciones sociales necesita pasar de una “fase inferior” en la que ahora
nos encontramos (“situaciones transmodernas” en medio del capitalismo
globalizado) a una “fase superior” (“civilización transmoderna” más allá
del capitalismo y el colonialismo). Sin embargo, este horizonte no debe
llevarnos a confundir una fase con otra. Hoy día necesitamos de un republi-
canismo intercultural, plurinacional y plebeyo que, de la mano de los criterios
normativos desplegados por la modernidad, nos vaya llevando más allá de
ella, pues me parece que la posición antimoderna que defienden muchos
autores decoloniales no nos llevará demasiado lejos en el empeño.
282
La propuesta de una política decolonial de
Santiago Castro-Gómez: Manual de filosofía
política para perversos
1
Como señala Sabrina Morán (2019) un aspecto clave al momento de abordar el concepto
de republicanismo –y por extensión, todo concepto o tradición del pensamiento político–
radica en la necesidad de analizar la pluralidad y diversidad de sentidos evocados por
este, o sea, resaltar el carácter geográfico y culturalmente situado en el que se inscriben
tales revitalizaciones republicanas. Cfr. Morán, Sabrina. 2019. Para un análisis situado
283
interferencia con el conocimiento establecido no era menor. En algún
momento nos preguntamos: ¿Las tradiciones republicanas inglesas o
florentinas descritas por Pocock y Skinner –por citar tan sólo dos autores
muy bien conocidos– serían los únicos caminos históricos y conceptua-
les posibles para pensar el republicanismo de América Latina? En esta
instancia, las discusiones nos hacían patente que la pregunta por una
matriz de pensamiento propia nos instalaba en una posición que no de-
jaba de suscitar desasosiego: ¿quiénes somos y cómo nos relacionamos con
la modernidad? Por otro lado, nuestras lecturas y visiones de mundo per-
sistían en tratar de identificar el espacio de disputa epistemológico, ante
lo cual nos orientábamos con obstinación por una consigna: abandonar
lo cierto por lo dudoso y profundizar en el vínculo entre modernidad-co-
lonialidad, resaltando el carácter conflictivo de una identidad (tanto in-
dividual, como colectiva) que no logra armonía en ninguna instancia. En
consecuencia, lográbamos encontrar hilos de pensamiento y encuentros,
enfrentamientos y distancias, a partir de las similares preocupaciones
que surgen entre Bolívar Echevarría, Eduardo Viveiros de Castro, Silvia
Rivera Cusicanqui y Santiago Castro-Gómez. Una pléyade de autores y
autoras que permiten la concreción de nuevos horizontes de sentido, e
igualmente, poner en consideración las posibles herramientas que los
estudios decoloniales ofrecen a la teoría política.
En lo que sigue, se constatará que el filósofo colombiano Santiago
Castro-Gómez se ocupa no sólo de proponer algunas advertencias me-
todológicas al momento de pensar en una política decolonial, sino, que,
de la misma forma, brinda un comentario crítico sobre el llamado giro
decolonial y sus repercusiones en la acción política (i.e. las posibles con-
secuencias de un constructo teórico en los movimientos sociales y en las
prácticas políticas cotidianas o, en otros términos, el vínculo entre teoría
política y una práctica social que busca reconsiderar la relevancia de la
institucionalidad estatal desde las acciones colectivas). Dicho de otra ma-
nera, en relación con el escenario democrático que enfrentan los países
latinoamericanos, Castro-Gómez demanda reflexionar sobre la manera
en que las prácticas teórico-conceptuales descolonizadoras repercuten
en la acción política (ya sea, en la construcción de un transmodernidad
de posible cuño republicano; ya sea, en el funesto abandono de las
instituciones modernas).
de los conceptos de república y republicanismo: preliminares metodológicos desde la
Historia Conceptual. Revista Argentina de Ciencia Política, 22, pp. 15-35. De allí que sea per-
tinente señalar dos compilaciones que señalan las pugnas y nuevos horizontes de lectura
al interior del republicanismo. Véase en especial: Rodríguez Rial, Gabriela (Ed.). 2016.
República y Republicanismos. Conceptos, tradiciones y prácticas en pugna. Miño y Dávila;
Marey, Macarena. 2021. Teorías de la república y prácticas republicanas. Herder.
284
A continuación, deseo resaltar que Castro-Gómez ofrece, en primer
lugar, herramientas de análisis y elementos metodológicos para la con-
formación de una teoría política decolonial. Y, en segundo lugar, que el
autor permite refrendar un diagnóstico presente en otras y otros pensa-
dores de Nuestra América: la necesidad de resaltar el carácter incomple-
to del sujeto colonial moderno no tiene que llevarnos al diagnóstico fatí-
dico de tener que renunciar al carácter emancipatorio de la modernidad.
Puesto que, si la interpretación de una matriz de pensamiento Andina/
popular o Negra/republicana no puede desprenderse de la modernidad
europea (pues esta misma –con sus violencias y borramientos– la cons-
tituye) esto no se debe, con exclusividad, a una elisión de la identidad
originaria, sino a la problemática cuestión de la heterogeneidad y la hi-
bridación, del mestizaje y la codigofagia. O sea, la presencia de diversas
prácticas sociales que se sobreponen y fagocitan, unas a otras, sin que
alguna conserve su carácter unívoco. Una reversibilidad que caracteriza y
constituye las identidades políticas.2
2
Véase el comentario de Eugenia Mattei Pawliw en la presente compilación.
285
Frente a estas indagaciones me permito señalar el caso del pueblo
negro de San Basilio de Palenque.3 Un ejemplo clave para reflexionar so-
bre la necesidad de pensar en torno a la transmodernidad y para soste-
ner una visión crítica sobre las manifestaciones republicanas en Nuestra
América. Puesto que tales comunidades afrodescendientes que, entre el
siglo XVI y XVII y al interior de la Nueva Granada (Fig. 1), construyeron
espacios comunitarios para todxs aquellxs, negros y negras, que lograban
escaparse de la esclavitud española estableciendo así los primeros terri-
torios libres bajo el imperio español. Hombres y mujeres rebeldes que se
llamarían cimarrones, bozales, palenqueros, son entonces parte de un
cúmulo de ideas políticas bastante conocidas por la antropología desde
la década del 70 pero poco estudiadas en la teoría política. ¿Su importan-
cia? No es otra que la de un movimiento que establece una lucha por la
libertad a partir de un modelo bélico que busca instituir la defensa de un
territorio común para la totalidad de sus miembros. Quizás sea esto, el
ejercicio colectivo de libertad junto a la práctica bélica, la parte esencial
de la estrategia que permite a esta comunidad sobrevivir, con sus respec-
tivas mutaciones, desde el siglo XVII hasta la actualidad.
3
Una mirada desde los estudios antropológicos es fundamental para entender la centrali-
dad del fenómeno cimarrón. Cfr. Friedemann, Nina de. 2002. El Palenque de San Basilio:
hito histórico-cultural en América. Palenque, Cartagena, and the Afro-Caribbean(s): history
and language, pp. 1-10.
4
Tomado de McKnight, Kathryn Joy. 2015. Elder, Slave, and Soldier: Maroon Voices from
the Palenque del Limón, 1634. McKnight, K. J., & Garofalo, L. J. (Eds.). Afro-Latino Voices:
286
Estas comunidades palenqueras, llamadas así por una delimitación he-
cha con muros de juncos (i.e. palenques) en la época colonial, son cons-
cientes del riesgo de no conformar una fuerza colectiva. Razón por la cual,
los cimarrones se esfuerzan por cimentar un espacio fortificado –ocultos
en los Montes de María, cerca de la ciudad amurallada de Cartagena,
que por entonces era el reducto por el que las mercancías eran enviadas
a España– que permita luchar contra la esclavitud española, conservar
su identidad y su bienestar. Tal espacio de libertad, forjado y erigido por
las fuerzas cimarronas, logra mantenerse a pesar de los intentos de des-
pojo por parte de la corona española –tal y como exponen fuentes pri-
marias tales como: las crónicas de Fray Pedro Simón (1882) en Noticias
historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales [1626]
y las transcripciones adelantadas por Kathryn McKnight de los juicios de
Limón a cimarrones capturados [1634]–.
En un principio, los cimarrones fueron liderados por Benkos Biohó,
quien enfrentó en diversas ocasiones a las huestes del entonces gober-
nador de Cartagena en 1605. Como indica María Cristina Navarrete, ya
desde 1599 se tiene memoria de la gesta de Biohó y una treintena de
negros insurgentes, quienes “se instalaron en el arcabuco de la ciénaga
de la Matuna, no lejos de la villa –hoy llamada Toluviejo– a unos ciento
diez kilómetros de Cartagena, y allí Biohó ejerció su liderazgo haciéndose
reconocer como Rey de la Matuna o del Arcabuco”.5 Aunque posterior-
mente es condenado a muerte, el líder cimarrón es muestra de que la
lucha por la identidad no implica una homogenización o pureza de las
formas, sino por el contrario, la hibridación y la codigofagia en la identi-
dad del colonizado:
Y el Bioho andaba con tanta arrogancia que demás de andar bien
vestido a la española con espada y daga dorada, trataba su persona
como un gran caballero. Hasta que el año de mil y seiscientos y diez
y nueve, habiéndolo hallado en no sé qué malos tratos atraidorados,
lo hizo ahorcar el gobernador Don García Girón.6
Lo sorprendente de esta experiencia histórica silenciada, radica en que
la corona española, al constatar la imposibilidad de reducir y vencer en
Narratives from the Early Modern Ibero-Atlantic World, 1550-1812. Hackett Publishing.
5 Navarrete, María Cristina. 2011. Los cimarrones de la provincia de Cartagena de Indias en
el siglo XVII: Relaciones, diferencias y políticas de las autoridades. Revue interdisciplinaire
des travaux sur les Amériques n°5: diciembre.
6 Simón, Pedro. 1981 Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias
Occidentales. Tomo VI Biblioteca. Banco Popular, p. 325.
287
batalla a la fuerza cimarrona (con lo cual tan sólo lograba incitar más
a quienes aún estaban cautivos), se ve obligada a reconocer la libertad
de los grupos insurgentes. Como lo señala Richard Price,7 a cambio de
promesas de cese de la violencia contra los españoles, los gobiernos co-
loniales negociaron tratados con cimarrones, gracias a los cuales se esta-
blecen pueblos negros libres al interior de los territorios de ultramar de
la monarquía española. Uno de ellos, conservado hasta la actualidad cer-
ca de esta ciudad amurallada, es precisamente San Basilio de Palenque.
Allí, las comunidades cimarronas instituirán la libertad, no por vías de la
manumisión (i.e. libertad individual otorgada por un amo), sino por me-
dio de las acciones colectivas de resistencia y por el ejercicio de la guerra.
Posteriormente, luego de la instancia bélica, se ocuparán del reconoci-
miento institucional de sus reclamos. Ya sea bajo el imperio español o
bajo la constitución del 1991 existe la necesidad de una instancia jurídica
que avale los logros alcanzados.
Ahora bien, aunque en 1605 se reconoce el derecho a la tierra a
los cimarrones, bajo la condición de no incitar más negros y negras de
Cartagena para la búsqueda de libertad. Entre 1619 y 1621 –y debido a un
cambio de gobernador– la corona ya no se encuentra tan segura de su
decisión. La voz de alarma se debía a que el nuevo gobernador español
se percata de que las fuerzas de Benkos Biohó habían logrado tres ele-
mentos no esperados, o por lo menos, no deseados: el territorio entrega-
do estaba amurallado, se había prohibido la entrada a cualquier español
y un ejército propio estaba conformado. Debido a esto, al momento de
expoliar las gracias concedidas a los negros, los españoles se encontra-
ron con una gran resistencia.
Ahora bien, el reconocimiento jurídico del territorio palenquero es
una condición necesaria para el ejercicio de la libertad del cimarrón. E
igualmente, brinda a la comunidad la posibilidad de una estabilidad po-
lítica al interior de los territorios controlados por la corona española ge-
nerando elementos políticos propios: la propiedad comunitaria de la tie-
rra, la conservación de prácticas ancestrales (quienes establecieron los
palenques venían de diferentes lugares de África y buscaron conservar
su identidad cultural) y el reconocimiento de líderes por parte del coloni-
zador.8 Es necesario insistir en este vínculo fundamental: la lucha por el
territorio en el contexto colonial permite reconocer que la libertad no se
7
Price, Richard. 1973. Introduction: Maroons and Their Communities. Maroon Societies
Rebel Slave Communities in the Americas. Anchor Books.
8
Beatty-Medina, Charles. 2015. Maroon Chief Alonso de Illescas’ Letter to the Crown, 1586.
En Joy McKnight y Garofalo (Eds.), Afro-Latin Voices: Narratives from the Early Modern Ibero-
Atlantic World, 1550-1812. Hackett Publishing, pp. 30-37.
288
constituye como un asunto estrictamente individual (i.e. manumisión),
sino como el reconocimiento de un grupo social y de un territorio gana-
do por medio de las prácticas bélicas (i.e. el establecimiento jurídico del
acto de rebeldía del cimarrón). No obstante, en este vínculo entre territo-
rio y práctica de la libertad surge sin cesar la relación con un otro. Uno ra-
dicalmente distinto, aquel quien buscaba dominar, el colono, el español.
La irrenunciable cuestión del vínculo con el colonizador (ora para el
reconocimiento de un territorio, ora para el reconocimiento de una iden-
tidad propia) no se limita, empero, a reconocer el acto de resistencia y
la rebeldía del negro –representado por Benkos Biohó, quien rechaza
la dominación, pero adopta, como vimos, ciertas maneras de ser–, sino,
también en reflexionar el vínculo con el colono, con la mimetización de
las formas españolas en el cuerpo del colonizado. Quizás el problema
político e identitario heredado radica en la necesidad de pensar el vínculo
del pensamiento europeo con aquel que ha sido colonizado/a. Pensemos
en otro ejemplo claro del mestizaje y la codigofagia: la lengua palenquera.
La lengua palenquera es una lengua con lexemas españoles, pero, con una
relación sintáctica basada en las lenguas bantúes.
Una política decolonial debería entonces reflexionar a partir de una
instancia clave: ¿Acudir a un pensamiento o práctica política de una co-
munidad originaria o una comunidad afrodescendiente implica dejar atrás
o renunciar a todas las herramientas que puede brindarnos la moderni-
dad debido a su carácter eurocéntrico? La respuesta de Castro-Gómez en
Revoluciones sin sujeto (2015) y en El tonto y los canallas: Notas para un re-
publicanismo transmoderno (2019) es una rotunda negativa. Respuesta que
consideramos fundamental por su profundidad conceptual y por su aná-
lisis sobre la necesidad de mantener una visión crítica; tanto del modelo
eurocéntrico de la modernidad, como de las prácticas decoloniales que
pretenden permanecer incólumes e impolutas frente a ideas emancipato-
rias (i.e. la necesidad de construcción colectiva de derechos reconocidos
por un Estado). Como indica Santiago Castro-Gómez, no debemos tomar
la modernidad europea en un sentido totalizado, uniforme y unívoco. Por
otro lado, si bien es cierto que el eurocentrismo se sustenta en un se sus-
tenta en un movimiento de universalismo, no toda universalidad tendría
que ser excluyente, también podrían darse la conformación de una uni-
versalidad situada.9 Y, finalmente, renunciar a las instituciones modernas
es equivalente a perder herramientas de emancipación.
Una pauta clara para exponer esto último es el reconocimiento del
9
Sobre un universalismo situado en clave de un republicanismo negro véase: Figueroa, José
Antonio. 2022. Republicanos negros. Guerras por la igualdad, racismo y relativismo cultural.
Editorial Planeta, pp. 50-90.
289
derecho a la propiedad colectiva de la comunidad negra de San Basilio
de Palenque, garantizada a las luchas contemporáneas de hombres y
mujeres que defienden su territorio y su libertad. Puesto que, gracias a
las luchas de Benkos Biohó y gracias a las luchas cimarronas en 1714 la
provincia de Cartagena (territorio de la corona) se estableció el primer
pueblo negro libre de San Basilio, pero este ejemplo histórico no se re-
duce a esto. Ya que, si a lo largo del siglo XVII la resistencia de las negri-
tudes y la defensa del territorio es lograda por el ejercicio bélico (i.e. la
violencia antiespañola), en el siglo XX la libertad es lograda por medio
de la instancia constitucional. Mediante una institución moderna se lo-
gra la defensa de un proyecto emancipador. Es por ello que el derecho a
la propiedad colectiva de las tierras palenqueras se logra por medio de
la lucha, e igualmente, por medio de una instancia jurídica lograda por
aquellos que acuden a la constitución colombiana del 1991 para lograr
garantías jurídicas para un derecho a la igualdad sustentado en la liber-
tad y en el acceso a la tierra (i.e. condiciones materiales de existencia).
En consecuencia, un abandono de las herramientas modernas hu-
biera implicado la pérdida de un territorio ancestral palenquero, y la in-
terpretación del mismo –por las lógicas neoliberales– como tierra baldía,
disponible tan sólo para la reproducción de capital. Así pues, y teniendo
presente este caso histórico situado,10 podemos identificar dos herra-
mientas conceptuales de Castro-Gómez y su insistencia a no abandonar
las instituciones modernas.
10
Para profundizar la lectura de una Republicanismo negro podrían mencionarse las inves-
tigaciones de Sanders, James. 2004. Contentious Republicans. Popular Politics, Race, and
Calss in Nineteenth-Century Colombia, Duke University Press; e, igualmente, el trabajo de
Figueroa, op. cit..
290
como institución moderna con orígenes en un régimen del ejercicio de
poder como lo fue la monarquía absolutista, no deja de despertar suspi-
cacias entre quienes emprenden la acción política decolonial.
Como nos indica Castro-Gómez en el texto aquí presentado, no so-
mos el reflejo del pensamiento eurocéntrico (y aunque lo fuéramos, el
problema de la representación inversa del espejo no nos haría ipso facto
herederos sin mácula de alguna tradición), pero, tampoco constituiría-
mos una exterioridad radical frente a este: un Benkos Biohó incapaz de
manejar un arcabuz y de obligar al reconocimiento de la libertad cima-
rrona, por parte de la corona, no es más que otro esclavo. Yace entonces
en el pensamiento en torno a la modernidad una dualidad irreductible:
la promesa de una emancipación junto a la acción violenta y excluyente.
La primera no tiene que ser anulada por la segunda, aunque ocurra las
más de las veces. Este rasgo característico, esta doble faz de la moderni-
dad, puede ser atestiguado con facilidad a partir del siguiente caso:
Víctor Hughes se hizo entregar por los tipógrafos varios centenares
de carteles impresos durante la travesía, en espesos caracteres en-
tintados, donde se ostentaba el texto del Decreto del 16 pluvioso, que
proclamaba la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos otor-
gados a todos los habitantes de la isla, sin distinción de raza ni estado.
Luego cruzó el combés con paso firme, y, acercándose a la guillotina,
hizo volar la funda alquitranada que la cubría, haciéndola aparecer,
por vez primera, desnuda y bien filosa la cuchilla, a la luz del sol.
Luciendo todos los distintivos de su autoridad inmóvil, pétreo, con
la mano derecha apoyada en los montantes de la Máquina, Víctor
Hughes se había transformado, repentinamente, en una Alegoría. Con la
Libertad, llegaba la primera guillotina al Nuevo Mundo.11
Como tal, el adalid negro de Robespierre en las Antillas menores de
Guadalupe y Martinica, mediante los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, lleva la abolición de la esclavitud en las islas. Aunque, de
forma simultánea, lleva un régimen de terror y sometimiento para los
negros, que, si bien son reconocidos como sujetos libres –como lo evi-
dencia Alejo Carpentier en su novela histórica El siglo de las luces– son
obligados a trabajar so pena de ser ejecutados. La Alegoría, que con toda
fuerza poética y conceptual prefigura Carpentier, radica en esta doble faz
de la modernidad: la llegada de la primera guillotina al Nuevo Mundo
es también la llegada de ideas que permiten la defensa de la vida y de
11 Carpentier, Alejo. 1965. El siglo de las luces. Seix Barral, p. 134. Énfasis propio.
291
los territorios. Una a la sombra de la otra. No podemos escapar de la
modernidad y dejar la contienda por los valores democráticos. Debido
a esto, aquellos negros que Victor Hughes busca someter y dominar
posteriormente aprenden los ideales republicanos defendiéndose de
un soberano convertido en déspota. La lucha y el enfrentamiento entre
colonizado-colonizador se fundamenta, por un lado, en la construcción
colectiva de espacios y bienes públicos, y por otro, en la fundamentación
de instituciones democráticas, cuyo origen puede ser o no europeo. No
hacerlo, nos advierte Castro-Gómez sería bajar los brazos frente a fuer-
zas aniquiladoras del capital y del fascismo.
Esta, sería entonces, la existencia de la doble faz de la modernidad:
una dimensión violenta sustentada en la exclusión sistemática de la alte-
ridad radical, y, de forma simultánea, una dimensión emancipatoria que
buscaría, a partir de la construcción colectiva, el fortalecimiento de las
instituciones democráticas (e.g. la construcción de un proyecto republi-
cano transmoderno). Del reconocimiento metodológico de esta dicotomía
surge una distinción fundamental: la doble faz del pensamiento moder-
no europeo no debería llevarnos a pensar, o mejor, a vincular de forma
indisoluble al capitalismo o al modelo neoliberal con la modernidad.
De acuerdo al diagnóstico del filósofo colombiano (diagnóstico que
también podría entenderse como una crítica constructiva hacia algunos
sectores de la izquierda latinoamericana), quien impida, con una inespe-
rada terquedad y obstinación, que se emprendan transformaciones so-
ciales e institucionales no sería únicamente aquel que defiende un mo-
delo neoliberal o un modelo que busca la anulación del Estado a favor de
las lógicas de mercado, sino también aquel que representa una postura
sesgada de izquierdas. En palabras del autor:
[E]l ‘tonto’ de izquierdas, que aferrándose a dogmas políticos del
pasado (la necesidad de la revolución, la centralidad de la lucha an-
ticapitalista, la abolición de la propiedad privada), o bien levantando
la bandera del abyayalismo ‘New Age’ posmoderno, busca combatir
esta operación –las desigualdades propiciadas por los modelos an-
tes mencionados– recurriendo a estrategias que igualmente niegan
el potencial emancipatorio de las instituciones modernas.12
Perder de vista la Alegoría que se teje en torno a la modernidad euro-
pea no sólo ilustra la pérdida de horizonte y la carencia de una brújula
política que indique la posición tomada. Esta privación de horizonte
12
Castro-Gómez, Santiago. 2019. El tonto y los canallas: notas para un republicanismo trans-
moderno. Editorial Pontificia Universidad Javeriana, p. 13.
292
podría representarse, por un lado, por cierta izquierda cegada por dog-
matismos políticos que se niega a ver en el Estado una opción de trans-
formación, y, por otro lado, por lo que Castro-Gómez llama un abyaya-
lismo “new age” posmoderno que exhorta al abandono las instituciones
políticas entregando las luchas democráticas a las fuerzas neofascistas
y al modelo neoliberal. Tal Alegoría, como herramienta metodológica y
hermenéutica, ilustra el riesgo de pretender ver una dimensión única
de las instituciones políticas. Esto conlleva un alto riesgo para la praxis
política: creer que la única posibilidad de la acción política es la equi-
paración de fuerzas contra el Estado y la defensa de una violencia que
avale proyectos autonomistas.
293
al momento de enfrentar las innumerables violencias que perpetúa el
modelo neoliberal sería abandonar las luchas sociales y las transforma-
ciones institucionales a cambio de lánguidas e infructuosas transforma-
ciones individuales que busquen recuperar una identidad primigenia y
pura que no se relacione con la modernidad europea (e.g. la búsqueda
de una identidad indígena, afrodescendiente, sea cual fuese, originaria).
Ejemplo de ello son las discusiones decimonónicas… (pregunta insis-
tente) ¿Quiénes somos? ¿Hispanoamérica o Latinoamérica, encarnamos
una Iberoamérica o somos resultado de un acto antropofágico de la Abya
Yala? La nominalización es ya la expresión de un conflicto.13 Idea expresa-
da en Revoluciones sin sujeto (2015) donde Castro-Gómez discute y debate
en contra de una tendencia política que confunde pensar desde América
Latina con pensar por fuera de los parámetros de universalidad. Tendencia
propuesta por ciertos sectores de la izquierda latinoamericana, quie-
nes serían incapaces de ver un riesgo inminente, renunciar a construir
un universalismo.
Para el filósofo colombiano “no es posible ningún tipo de política
emancipatoria sin referencia a lo universal. Negar la universalidad no es
entonces el camino adecuado para superar el eurocentrismo”,14 puesto
que una posición política de tal envergadura pasaría por alto una dis-
posición teórica y práctica fundamental: la Universalidad no es exclusi-
va del eurocentrismo. Con lo cual se quiere decir que: “lo universal no
es una forma común a todos los humanos encarnada en un actor par-
ticular (Europa), sino un vacío que debe ser ‘llenado’ a través de la
lucha política”.15
En consecuencia, toda teoría política decolonial y toda praxis política
que busque reconocer su lugar de enunciación debería intervenir en los lexe-
mas de lucha de los territorios de Nuestra América sin renunciar a la sintaxis
emancipatoria de las instituciones de la modernidad. Una clave de esta ope-
ración metodológica (que, así mismo, posibilita llevar a cabo una opera-
ción política) surge al momento de identificar que, de acuerdo a cómo se
aborde el vínculo modernidad-colonialidad, se podrá o no resaltar una
distinción fundamental entre: 1. la pretensión de universalidad del euro-
centrismo, frente a 2. la construcción de una universalidad situada.
Desde los procesos de colonización en la temprana modernidad
13
La propuesta de Castro-Gómez no ha pasado desapercibida, ni mucho menos, libre de
críticas. Véase: Duque, Carlos Andrés. 2021. El giro conservador en la obra del filósofo
Colombiano Santiago Castro Gómez. Revista Boletín Redipe 10.10, pp. 50-64.
14
Castro-Gómez, Santiago. 2015. Revoluciones sin sujeto. Slavoj Žižek y la crítica del historicis-
mo posmoderno. Akal, p. 355.
15
Ibíd., p. 355.
294
Europa se toma a sí misma como la encarnación universal del ser humano
(por supuesto con la intervención del pensamiento judeo-cristiano y de
una búsqueda de homogeneización cultural). No obstante, las críticas a
este universalismo europeo se han lanzado desde el pensamiento poscolo-
nial, así como desde la teoría feminista, a la Declaración de los Derechos
del Hombre y al Ciudadano. De forma similar, Castro-Gómez señala que
desde el momento en que “el eurocentrismo va de la mano con la tesis
ilustrada de que existe un agente privilegiado de la historia cuyo cuer-
po es expresión racional de una universalidad que lo trasciende”16 surge
el problema de relación un universal abstracto y su expresión de con-
tenido particular. En consecuencia, la pretensión de universalidad del
eurocentrismo radica en que “lo universal no es resultado de la acción
contingente de fuerzas antagónicas. sino la expresión trascendental de
privilegios encamados en actores específicos”.17 Su rasgo característico
es un movimiento epistemológico en el que a priori se parte de un agente
privilegiado capaz de representar el movimiento de lo político.
Ahora bien, aunque exista una operación teórica en la que una uni-
versalidad abstracta encarna un principio excluyente de determinadas
particularidades, esto no implica que todo intento de construcción uni-
versal sea excluyente. De manera radicalmente diferente: “Eso que hoy
llamamos ‘eurocentrismo’ no es más que una forma específica de plan-
tear la relación entre universalidad y particularismos que procede de la
ilustración (Aufklärung)”.18 De allí la posibilidad de pensar en torno a 2. La
construcción de una Universalidad situada (Cfr. Figueroa, 2022).
Las luchas que emprenden los movimientos sociales, sumado a la
construcción de un nuevo sujeto político que se constituya a partir de
fuerzas antagónicas o de fuerzas en pugna, posibilitaría esta operación
operación epistemológica, a saber, deslindar al eurocentrismo de la necesi-
dad de construir de maneras otras la relación entre diversos particularis-
mos con una universalidad situada. En palabras del filósofo colombiano,
la tesis central de una política decolonial es que esta:
no puede hacerse en nombre del particularismo de las identidades
culturales o de las demandas políticas, sino que debe recurrir al
gesto de la universalización de intereses, Esta operación política no
debe confundirse con aquella operación epistemológica del univer-
salismo eurocéntrico, en la que un particular (Europa) es sustraído
16
Ibíd., p. 354.
17
Ibíd., p. 354.
18
Castro-Gómez, El tonto..., op. cit., p. 73.
295
de la cadena de relaciones de poder que lo hace posible y dotado de
ciertas cualidades que postulan como universal a priori.19
La posibilidad de una operación política se establece en la comprensión
del nudo que yace entre la construcción de una universalidad y las diver-
sas particularidades, lo cual no debe llevarnos a confundir la premisa 1.
con la premisa 2., toda teoría política decolonial debería entonces preo-
cuparse por la afirmación de cierto tipo de universalidad, aunque “no se
trata de una universalidad abstracta que niega la particularidad (es decir,
del universalismo [eurocéntrico]), sino de una universalidad concreta que
se construye a través de la particularidad”.20
En consecuencia, pensar la universalidad de una política decolonial
emancipatoria implica una dialéctica que emerge entre la multiplicidad
de particularidades en la consolidación de un universal. La cuestión
central, sin embargo, estaría en la conformación o relación entre estos,
sin caer en la postulación de una universalidad eurocéntrica que opta
por una trascendentalización de un determinado valor o agente. Es in-
evitable preguntar, en términos de nuestra imaginación política, cómo
se llevaría a cabo la operación política de un pensamiento descoloniza-
do. ¿En qué instancia y de qué manera podría ejecutarse esta operación
política de construir un universalismo situado frente a las críticas hacia
el pensamiento eurocéntrico posibilitadas a partir de una operación
epistemológica basada en la identificación de un particularismo?, ¿Acaso
toda construcción de universalidad no es caer en la trampa de creer en
una modernidad, que simultáneamente, se consolida a partir de la ex-
clusión y la violencia ejercida contra las visiones de mundo particulares?
Ibíd., p. 15.
19
20
Ibíd., p. 76.
296
Autoras/es
297
cas, Argentina. Codirector de la Revista Internacional de Filosofía Política
“Las Torres de Lucca”. Correo electrónico: dfpeychaux@uba.ar
299
Estos ejemplares de Canibalizar la modernidad,
apuntes para la teoría política se terminaron de
imprimir en septiembre de 2022 en imprenta
Dorrego, Buenos Aires, Argentina