Cien Preguntas Sobre La Revolucion Mexicana
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Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Iniciada el 20 de noviembre de 1910, la revolución
política culminó el 13 de agosto de 1914, cuando formal-
mente desaparecieron las instituciones políticas y de go-
bierno construidas por el régimen de Díaz. Inició enton-
ces una guerra civil entre aquellos que deseaban limitar la
revolución a la construcción de un nuevo orden político,
y quienes querían hacer de ella una revolución social, es
decir, quienes exigían transformaciones rápidas y funda-
mentales de la situación de una sociedad y de sus estruc-
turas económicas. Aunque en la violenta guerra civil re-
sultó vencedor el primer bando, no lo hizo sin incorporar
parte del programa social de los vencidos, al que tuvo que
darle un lugar muy importante en su proyecto, plasmado
en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexica-
nos, promulgada el 5 de febrero de 1917. La resistencia
armada de los vencidos se prolongó tres años más, hasta
que, finalmente, entre mayo y diciembre de 1920 se pudie-
ron alcanzar los acuerdos fundamentales para recuperar
la paz e iniciar la reconstrucción nacional.
Los historiadores aún discuten si la Revolución
Mexicana fue un momento de ruptura y recomienzo res-
pecto a la etapa anterior, o si transformó las estructuras
sociales o el funcionamiento del Estado; pero parece haber
un consenso sobre un tema: sin duda, cambió la relación
de los individuos con la sociedad y la manera de entender-
la y ubicarse en ella. Después de haber participado o sido
testigos de una revolución, los mexicanos se descubrieron
como tales, apreciaron a su país y consideraron que las
decisiones fundamentales de la vida nacional eran asuntos
que les concernían.
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la siderúrgica, se fundaron escuelas y fábricas; pero des-
de 1900 —o un par de años antes— comenzó a abrirse
paso la idea de que la libertad no puede ni debe sacrificarse
en aras del desarrollo económico, idea que cobró fuerza a
partir de 1908, cuando se abrió la sucesión presidencial
de 1910. Abonó este descontento el camino elegido por el
régimen para este desarrollo económico, consistente en el
fortalecimiento de la clase dominante, cuyo sector hege-
mónico era el de los terratenientes; y en la apertura del
país a la inversión extranjera. Los grandes hacendados y
los operadores de las empresas transnacionales, junto con
una clase política que compartía negocios e intereses con
aquellos, se convirtieron en el sustento de la dictadura, y
poco a poco los trabajadores fueron borrados como sujetos
políticos de un sistema cuyo fin, cada vez más explícito, era
la política del privilegio. El porfiriato fue, pues, un régimen
de privilegio cuyas injusticias y contradicciones se fueron
haciendo cada vez más palpables.
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La exportación de materias primas baratas y la im-
portación de bienes de producción y consumo caros; el
control por compañías extranjeras de los renglones funda-
mentales de la economía; los brutales abismos económicos
entre los pobres y los ricos; la concentración de la tierra y
la riqueza en pocas manos; un ingreso per capita muy infe-
rior al de las potencias desarrolladas y un evidente rezago
educativo con elevados porcentajes de analfabetismo, eran
rasgos comunes en todos los países de América Latina.
También era común a principios del siglo XX la centraliza-
ción del poder del Estado, sobre todo en aquellos países en
que hubo dictadores liberales, el más notable de los cuales,
pero no el único, fue Porfirio Díaz.
Aunque la falta de democracia y los problemas eco-
nómicos generaban un amplio malestar en toda América
Latina, la de Díaz fue la única dictadura de aquella época
que cayó víctima de una rebelión popular en gran escala.
Sería un error basar la explicación de este hecho en las con-
diciones de un subdesarrollo extremo. De hecho, México
era el país latinoamericano menos dependiente; tampoco
era Díaz el más odiado de los gobernantes: por el contrario,
en 1910 seguía teniendo una elevada tasa de popularidad
incluso al final de su gobierno, mayor que muchos otros
gobiernos.
¿Cómo puede explicarse entonces la singular expe-
riencia histórica de México?
Primero, porque en México se estaba dando, más
rápidamente que en América Latina, el desarrollo de la cla-
se media y de una pequeña y mediana burguesía vincula-
da a la naciente industrialización del país, y estos grupos
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Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
buscaban mayor poder político y económico. En Argentina
y Brasil la transición del poder de la vieja oligarquía terra-
teniente a estas clases emergentes se dio sin necesidad de
transformaciones violentas, sólo en México hizo falta una
revolución, lo que se debió tanto a la tradición nacional de
violencia política como a la eficacia y solidez del régimen,
que no abrió espacios graduales de participación a esos
sectores.
Pero la revuelta iniciada por las clases medias y la
nueva burguesía condujo a una gigantesca movilización de
masas, cuya explicación puede encontrarse en otros tres
procesos que ocurrieron durante el porfiriato: a) La expro-
piación de tierras comunales en el centro y sur de México;
b) la transformación de la frontera con los indios nómadas
en una frontera con los Estados Unidos y su consiguien-
te integración política y económica al resto del país y a la
esfera de influencia estadounidense; y c) el surgimiento de
México como principal escenario latinoamericano de la ri-
validad económica entre los Estados Unidos y las potencias
europeas. Los dos primeros de estos factores explican la
revolución agraria del sur y la revolución popular en el nor-
te, que al confluir temporalmente con la revolución política
de las clases medias y la nueva burguesía, le dieron a la
Revolución Mexicana su enorme potencia social.
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ideólogos del porfiriato y el propio general Díaz convencie-
ron a importantes sectores de la población de que el régi-
men era, a la vez, deseado por los hombres y dictado por
las leyes de la historia. Sin embargo, aunque se quiso des-
terrar la política de la escena pública, el régimen siempre
enfrentó conflictos y revueltas que tuvieron tintes políticos.
Los primeros rebeldes, como Trinidad García de la
Cadena, y opositores como Vicente Riva Palacio, provenían
de la tradición del liberalismo juarista, a la que pertene-
cieron, y veían en el inicio de la dictadura una traición a
los principios políticos de la Constitución de 1857. Luego
vinieron los conflictos sociales causados por las expropia-
ciones de tierras de las comunidades y la destrucción de
la autonomía de los pueblos del norte. Algunas de estas
revueltas alcanzaron resonancia nacional, como la de To-
móchic, Chihuahua, o la de Catarino Garza, en Coahuila,
sin convertirse en amenazas para la estabilidad del régi-
men. Finalmente, hay rebeliones endémicas que el porfiria-
to heredó de épocas anteriores y que enfrentó con singular
dureza, como la de los mayas en Yucatán, llamada “guerra
de castas”, y la de los yaquis de Sonora.
Sin embargo, es un nuevo tipo de oposición la que
nace en el porfiriato y es propia de este régimen: la que
inicia con el resurgimiento del liberalismo político, que cua-
ja en 1900 con la fundación en San Luis Potosí del Club
Liberal Ponciano Arriaga, del que surgió el Partido Liberal
Mexicano (PLM). La crítica política, la organización obrera
y el periodismo de combate serían las armas más signifi-
cativas de los militantes de ese partido y de otros liberales
enemigos del régimen.
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Flores Magón se instala en San Luis Missouri, bastión del
sindicalismo y movimientos anarquista y socialista de los
EEUU. En 1905 nace ahí la Junta Organizadora del PLM
y se publican las “Bases para la unificación del Partido
Liberal Mexicano”, firmadas por Ricardo y Enrique, Juan
Sarabia, Antonio I. Villarreal, Librado Rivera, Manuel Sa-
rabia y Rosalío Bustamante. Empezaba claramente la or-
ganización de la revolución.
En julio del año siguiente publicaron el Programa
del PLM, cuya novedad estriba en que no se limitaba a defi-
niciones políticas ni a hablar de la democracia en abstracto,
sino que se abordan los problemas específicos del pueblo y
la manera de resolverlos. El igualitarismo que se proclama
no es la igualdad ante la ley del liberalismo clásico, sino
la igualdad de oportunidades en el terreno económico, es
decir, la igualdad social de los individuos concretos en cir-
cunstancias concretas.
Desde ese momento, Regeneración habría de de-
nunciar sistemáticamente las iniquidades de la dictadura,
haciendo un permanente llamado a la rebelión. Las semi-
llas que el periódico sembró germinaron en la Revolución
Mexicana, aunque sus radicales e incorruptibles editores
no fueran tomados en cuenta por los jefes de la revolu-
ción de 1910. Los hombres de Regeneración encabezaban
la corriente más radical y de mayor claridad ideológica de
la revolución. El magonismo, como se llamó a esa corriente
en virtud del apellido materno de Ricardo y Enrique, sirvió
de elemento catalizador de la oposición a la dictadura, ins-
piró decenas de periódicos de oposición y de organizacio-
nes clandestinas en todo el país, organizó levantamientos
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armados en 1906, 1908, 1910 y 1912, y dirigió las épicas
luchas obreras de Cananea y Río Blanco.
A partir de 1910, los magonistas, a través de Rege-
neración, siguieron oponiéndose a los diversos gobiernos
revolucionarios o contrarrevolucionarios, y alentando las
acciones de los rebeldes campesinos y populares, como
Emiliano Zapata. La participación del magonismo, siempre
mediante su periódico, fue fundamental para la creación
de condiciones sociales y para la formación de una con-
ciencia revolucionaria sin la cual no hubiese sido posible la
gran movilización de masas que fue la revolución de 1910.
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Tras pasar por varias cárceles, Jesús se retiró de
la política, mientras Ricardo y Enrique se exiliaron en los
Estados Unidos, donde en 1905 se convirtieron en los prin-
cipales dirigentes del ala revolucionaria del PLM. A partir
de la publicación del Programa del PLM, en 1906, Ricar-
do y Enrique empezaron a transitar del liberalismo radical
al anarco-sindicalismo, proponiendo como solución de los
problemas de la humanidad la eliminación del gobierno
y de la propiedad privada de los medios de producción y,
como vías para alcanzar esos objetivos, la organización sin-
dical de los trabajadores y la revolución violenta.
Bajo estos principios, Ricardo, Enrique y sus com-
pañeros exigían los mínimos derechos laborales y socia-
les, la reforma agraria y otras medidas que resolvieran los
problemas concretos del pueblo mexicano. Enarbolando
ese programa, el mismo año de 1906 iniciaron una ola de
huelgas y revueltas políticas que prepararon el camino de
la revolución que pondría fin a la dictadura porfiriana; y
aunque los magonistas fueron derrotados, su pensamien-
to influyó en el resto de los grupos revolucionarios. Por su
parte, Jesús fue colaborador de Madero y de Carranza.
Enemigos de todos los gobiernos y de todo sistema
de opresión, contrarios a las fronteras entre las naciones,
Ricardo y Enrique, además de impulsar la revolución en
México, colaboraban estrechamente con la organización
obrera en los Estados Unidos, a donde la persecución por-
firista los había arrojado. Fueron encarcelados varias veces
en Estados Unidos por breves periodos, y en 1918 Ricardo
fue condenado a 21 años de cárcel junto con Librado Ri-
vera, por difundir las ideas anarquistas. Enrique se había
retirado temporalmente de la política el año anterior.
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Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Al cabo de cuatro años de cárcel, Ricardo estaba
casi ciego y sus amigos buscaron su libertad, pero él se
negó a pedir perdón. El gobierno mexicano intercedió por
él, aunque Ricardo no aceptaba tal intermediación y, por
fin, se ordenó su liberación, pero la víspera fue ahorcado
misteriosamente. Enrique acompañó los restos mortales
de su hermano a territorio nacional. El resto de su vida,
hasta su muerte en 1954, se mantuvo alejado de la políti-
ca, fiel a sus principios anarcosindicalistas y participando
en las organizaciones obreras independientes.
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per Company, que compró muchas de las viejas minas,
abrió otras nuevas, construyó una planta de concentración
y fundición de cobre y extendió el ferrocarril a los puertos
fronterizos de Naco y Nogales, vinculando a Cananea con la
pujante economía del suroeste estadounidense, atrayendo
a miles de trabajadores de otras regiones del país.
Buscando alternativas a esa situación, algunos mi-
neros y otros vecinos del mineral se afiliaron en 1905 al
PLM. Los dirigentes de la organización magonista clandes-
tina en Cananea eran Manuel M. Diéguez, Esteban Baca
Calderón y Lázaro Gutiérrez de Lara, quienes convencieron
a sus compañeros de la necesidad de organizarse para lu-
char por condiciones de trabajo dignas y para hacer valer
las leyes mexicanas en una población donde todo era dic-
tado por la compañía y donde eran palpables y lastimosos
los abusos de los funcionarios y capataces extranjeros.
En esa situación de efervescencia social, el 31 de
mayo de 1906 los trabajadores de una de las minas recibie-
ron el aviso de que se reduciría el personal aumentándose
la carga de trabajo, pero no los salarios, de los operarios
que no fueran despedidos. Esa misma noche, los mineros
decidieron suspender sus labores, y en la madrugada del
1º de junio empezó la huelga, que poco a poco fue exten-
diéndose a otras minas.
Esa misma tarde iniciaron los enfrentamientos en-
tre la policía y los capataces de las minas, y los huelguistas,
y un grupo de rangers de Arizona cruzó la frontera, luego
de combatir contra aduaneros mexicanos, para colaborar
en la represión de la huelga. El gobernador de Sonora, Ra-
fael Izábal, autorizó que los rangers fueran empleados por
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Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
la compañía para resguardar sus instalaciones. Posterior-
mente llegó un destacamento del ejército mexicano que
aprehendió a los dirigentes de la huelga, siendo enviados
Diéguez y Baca Calderón a San Juan de Ulúa, donde es-
tuvieron presos hasta 1911. Los demás huelguistas fueron
obligados a regresar al trabajo, y el 5 de junio terminó la
huelga. Pero la arbitrariedad de la compañía extranjera y
la soberbia de su actuación, fortalecieron el espíritu nacio-
nalista de muchos sonorenses, que llevarían ese impulso y
las preocupaciones a él inherentes a la revolución de 1910
y a la Carta Magna de 1917.
8. ¿Qué fue la masacre de Río Blanco?
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rias fábricas de Puebla, Tlaxcala y Orizaba, una huelga por
la cual exigían la reducción de las jornadas de trabajo (que
llegaban a las 16 horas diarias en algunas fábricas) y au-
mento de los jornales, así como reglamentación del trabajo
infantil. El presidente Díaz intervino como árbitro y reci-
bió comisiones de empresarios y trabajadores, pero falló a
favor de las empresas y exigió a los huelguistas volver al
trabajo, amenazándolos veladamente con el empleo de la
fuerza si no lo hacían.
En casi todas las fábricas los obreros acataron el fa-
llo, cediendo a la amenaza, pero en Río Blanco se negaron
a hacerlo en una asamblea realizada el 6 de enero. Al sonar
el silbato de la fábrica, en la madrugada del 7 de enero,
la mayoría de los obreros, entre los que había numerosas
mujeres, se presentaron frente a ella pero no entraron a
trabajar. Un dependiente de la tienda de raya de la fábri-
ca disparó contra un trabajador, desatando así la ira de la
multitud que se amotinó y saqueó la tienda, matando a
sus dependientes para luego liberar a los presos. El motín
se extendió a otras fábricas vecinas y los trabajadores se
encaminaron hacia la vecina ciudad de Nogales, donde los
esperaba un piquete del ejército que los recibió a balazos.
Nunca se contabilizó a los muertos y la inconformi-
dad obrera fue ahogada en sangre, pero tres años después
la región de Orizaba se convertiría en un importante foco
revolucionario, y la experiencia de los trabajadores de Río
Blanco fue recogida por los diputados del congreso consti-
tuyente durante la redacción del artículo 123, que llevaba
a nuestra Carta Magna los derechos elementales de los tra-
bajadores.
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mente sensacional de la entrevista (que Díaz rechazaba
una nueva reelección y, por lo tanto, estaba dispuesto a
abandonar el poder el 30 de noviembre de 1910), para
dedicarse —una vez más— a la construcción de la mer-
cancía ideológica que hacía del dictador el “hombre indis-
pensable” al que la nación entera quería.
Este acuerdo aparentemente unánime y sin friccio-
nes tenía una falla: se aseguraba la reelección de Díaz pero
no se hablaba del vicepresidente y, si en 1904 la elección
de Ramón Corral se había hecho con grandes dificultades,
estas arreciaban en 1910, pues parecía obvio que Díaz no
viviría hasta 1916 y que el vicepresidente sería el encarga-
do de garantizar la continuidad del régimen o su transición
pacífica hacia formas políticas más modernas. Y fue esta
falta de acuerdo la que provocó el conflicto político: como
seis años antes, pero con mayor decisión, se organizaron
los partidarios del gobernador de Nuevo León, general Ber-
nardo Reyes, que en enero de 1909 constituyeron el Par-
tido Democrático. Casi al mismo tiempo, empezaban los
trabajos de organización de los primeros clubes antirrelec-
cionistas.
Es decir, que con el desarrollo de una oposición
política combativa, en medio de una situación social cu-
yos elementos explosivos se habían venido acumulando,
y con una economía en crisis —la depresión mundial del
capitalismo de 1907 afectó seriamente a la economía mexi-
cana—, el agotamiento físico de la pieza clave del sistema
político —la vigorosa y hasta entonces respetada personali-
dad de Porfirio Díaz— abrió las puertas de una insurgencia
política que no tardaría en devenir en rebelión armada.
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Algunos reyistas pensaban que el tránsito genera-
cional debería implicar también un tránsito gradual hacia
formas políticas más modernas, quizá no estrictamente de-
mocráticas en el sentido de un hombre un voto, pero sí que
permitieran la discusión política y la incorporación de las
clases medias ilustradas y los modernos empresarios a la
vida pública. No pocos reyistas se daban cuenta que el mo-
delo de desarrollo fundado en los privilegios y concesiones
dadas a las compañías extranjeras no sólo ponía en ries-
go la soberanía nacional y vinculaba desventajosamente a
México con el mercado mundial, sino que se había conver-
tido en un freno para un desarrollo menos desigual, menos
contradictorio.
A partir del 2 de abril de 1909, cuando se formalizó
la fórmula oficial Porfirio Díaz-Ramón Corral para la pre-
sidencia y la vicepresidencia en las elecciones de 1910, los
reyistas entraron abiertamente en la senda de la oposición,
organizando clubes y actos políticos anticorralistas desde
abril y hasta julio, cuando el entusiasmo reyista y la perse-
cución gubernamental alcanzaron su máximo nivel. Don
Bernardo, que se debatía entre la creciente fuerza de sus
partidarios y su lealtad a Díaz, declaró, el 25 de julio, que
renunciaba a la lucha política, llamando a sus partidarios
a votar por Ramón Corral. Esta declaración no atenuó la
represión contra el reyismo hasta que el general fue obliga-
do a renunciar al gobierno de Nuevo León, el 23 de octubre
de 1909. Un mes después aceptó un destierro diplomático
en Europa. Lógicamente, sin Reyes, se esfumó el reyismo,
aunque muchos de sus simpatizantes buscaron nuevos
cauces para sus inquietudes políticas, encontrándoles en
el Partido Nacional Antirreleccionista.
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Partido Liberal Mexicano antes de que se hiciera evidente
la radicalización del grupo de Ricardo Flores Magón.
En 1908 decidió tomarle a Díaz la palabra dada
en la entrevista Creelman, a partir de la cual mantuvo
una nutrida correspondencia con personalidades de todo
el país y estudió con fruición, pero sin sistema, la ciencia
política y la realidad nacional; afanes que habrían de cua-
jar en La sucesión presidencial en 1910, donde Madero
adoptó el liberalismo de las clases medias, en particular
los intelectuales urbanos y los pequeños propietarios ru-
rales, entre los cuales se articuló un movimiento opositor
de dimensiones nacionales, que encontró en Madero su
vocero y líder. Madero enarboló como banderas la demo-
cratización del régimen, la defensa de la Constitución y
de la legalidad, y la reivindicación del principio de propie-
dad privada y, en particular, del pequeño propietario em-
prendedor, provisto de medios suficientes para ejercer su
espíritu de empresa. Estas demandas satisfacían plena-
mente las aspiraciones de los sectores medios, y Madero,
apasionado idealista político, los fascinó, lo mismo que a
amplios sectores de las masas populares, opuestos unos
y otros a un gobierno autoritario que había entrado en un
proceso de crisis irreversible.
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Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
cano al presidente ante la necesidad del relevo que imponía
su avanzada edad, no nace con La sucesión presidencial
en 1910 de Francisco I. Madero, pero sí fue ese libro y la
actividad que, tras publicarlo, acometió su autor, la que dio
el impulso definitivo para el nacimiento de dicho partido y
para las formas que éste asumió.
En el libro, Madero recogió la tradición liberal que
se cifraba en la Constitución de 1857, cuyos pilares funda-
mentales son: el Estado democrático, representativo y fede-
ral; la primacía de la ley sobre la arbitrariedad y el despotis-
mo; los derechos del hombre que consagran las libertades
públicas; y el sufragio libre y universal. Madero quería un
cambio político, convencido de que todas las transforma-
ciones que el país necesitaba vendrían como ineludible
consecuencia. No es cierto que haya sido ciego ante los
problemas sociales que empujaron a miles de mexicanos
a la lucha armada, sino que veía en la transformación po-
lítica, en la democracia y la legalidad, el más sólido punto
de apoyo para la solución de tales problemas. No era un
revolucionario, no buscaba nuevas relaciones sociales ni
una nueva forma de Estado, sino la aplicación del marco
legal vigente, dentro del cual podrían instrumentarse las
reformas necesarias.
Estas ideas están plasmadas en las dos primeras
partes del libro: la que podríamos llamar “histórica” y la
que define el “poder absoluto” y critica al gobierno de Díaz.
Para analistas posteriores esta crítica era demasiado “sua-
ve” y “prudente”, pero escribir de la represión de Tomóchic
y de las huelgas de Cananea y Río Blanco; de la guerra
contra los mayas de Yucatán y contra los yaquis de So-
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Pedro Salmerón
nora; señalar los vicios de la administración pública como
lo hizo Madero, exigía en 1908 una considerable dosis de
valor civil.
La tercera parte del libro surge de la pregunta fun-
damental: “¿Estamos aptos para la democracia?,” y aun-
que la respuesta se demora, es definitiva: “Como conclu-
sión de las razones que hemos expuesto, podemos afirmar
enfáticamente que sí estamos aptos para la democracia”.
Pero para que esta aptitud deviniera en posibilidad, hacía
falta “un vigoroso esfuerzo” de los mexicanos patriotas. Di-
cho esfuerzo debía iniciar por la organización de un partido
democrático entre todos aquellos dispuestos a exigir el fin
del poder absoluto, el respeto a la Constitución y la libertad
del sufragio. Ese partido debía tener un programa de go-
bierno lo más conciso posible a partir de la defensa de los
principios de la libertad de sufragio y la no reelección.
Y ese partido debía organizarse de inmediato y no,
como muchos opinaban, a la muerte de Díaz, porque su
sucesor impuesto, más joven y ambicioso, tendría mayores
razones para conservar en sus manos el poder absoluto
construido por Díaz. Organizado el partido para las elec-
ciones de 1910 tendría, además, la ventaja de estar forma-
do por “demócratas verdaderos, partidarios sinceros de la
no-reelección, elementos completamente sanos, hombres
de gran energía, de verdadero valor civil y de ideales bien
definidos”.
Finalmente, Madero explicaba la manera en que de-
bía organizarse un partido capaz de luchar frontalmente
en la arena política y difundir esas ideas, aunque en las
elecciones de 1910 fuese derrotado, aunque se creyera
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Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
segura esa derrota, pues sólo así podrían establecerse los
principios y la organización democrática que empezarían
a derruir el poder absoluto. Pero si el gobierno “recurre a
medidas demasiado violentas para obtener su triunfo”, en
el caso de que falte por completo la libertad para ejercer el
sufragio, “bien puede darse el caso de que la Nación indig-
nada por las violencias y por las persecuciones de que son
víctimas sus buenos hijos, tan sólo porque quieren hacer
uso de sus derechos, se levante en masa y presenciemos
otra revolución popular como la de Ayutla”. Y esta clara ad-
vertencia se convierte en la verdadera conclusión del libro.
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Pedro Salmerón
de las clases medias emergentes. El 15 de junio el Centro
anunció su existencia llamando a los mexicanos a resol-
ver un grave problema que se presentaba justo el año del
Centenario de la Independencia: el de acabar con la reelec-
ción indefinida y el poder absoluto. Para ello, se llamaba a
los ciudadanos “que quieran estar gobernados por la ley y
no por un hombre”, a formar clubes antirreleccionistas en
todo el país.
Apenas publicado ese manifiesto, Madero inició una
serie de giras por buena parte del país, fomentando la fun-
dación de clubes antirreleccionistas en muchas poblacio-
nes. Nunca en el país se había hecho política de esa forma.
Madero, Félix Palavicini, Roque Estrada y los dirigentes an-
tirreleccionistas locales hablaron ante miles de personas,
expresando su oposición a la reelección del presidente, del
vicepresidente y de todos los cargos de elección popular, al
tiempo que convocaban a una lucha cívico-electoral. Ma-
dero estaba convencido que las giras eran el medio más
eficaz para la propaganda y la única manera en que un
partido independiente podía darse a conocer a nivel nacio-
nal. Su apasionada oratoria, la convicción absoluta de la
necesidad de acabar con el poder absoluto y su gran capa-
cidad de trabajo, lo convirtieron en un dirigente nacional.
El resultado fue que a mediados de 1910 el Centro Antirre-
leccionista de México tenía registrados más de cien clubes
en 65 ciudades de 22 estados y otros veinte en el Distrito
Federal, pero había más grupos, no contados por el centro
nacional. Estas actividades dieron pie a una organización
nacional independiente, principalmente urbana, decidida
a enfrentarse al poder.
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Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Los clubes antirreleccionistas de todo el país se erigieron
en partido político en la Convención Nacional celebrada en
la Ciudad de México los días 15 al 17 de abril de 1910, con
la presencia de 120 delegados. De la Convención surgieron
las candidaturas de Francisco I. Madero a la presidencia
de la República y Francisco Vázquez Gómez a la vicepre-
sidencia. Esta candidatura fue un puente tendido a los re-
yistas en dispersión que quisieran sumar sus esfuerzos al
antirreleccionismo. Y efectivamente, los restos del Partido
Nacionalista Democrático estuvieron presentes en la Con-
vención, unificando así a la oposición democrática.
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Pedro Salmerón
dieron a la Cámara de Diputados que declarara la nulidad
de los comicios, en un extenso memorial redactado por
Federico González Garza, en el que aportaron numerosas
pruebas de la manipulación de las elecciones en la jornada
del 21 de junio, así como de la persecución sufrida por los
antirreleccionistas antes de la jornada electoral. La Cáma-
ra rechazó el recurso respondiendo “no ha lugar a lo que
objetan”, y extendió sus constancias de mayoría a Porfirio
Díaz, Ramón Corral, y a los demás candidatos oficiales.
15. ¿Qué fue el Plan de San Luis?
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Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
fallos y se les exigirá a los que los adquirieron de un modo
tan inmoral, o a sus herederos, que los restituyan a sus
primitivos propietarios, a quienes pagarán también una in-
demnización por los perjuicios sufridos.”
El Plan terminaba con una nota que instruía a los
conjurados a no difundirlo fuera de los círculos más segu-
ros, sino hasta después del 15 de noviembre, pero la ver-
dad fue que circuló con mayor profusión de la prevista y las
redes antirreleccionistas fueron transformándose parcial-
mente en redes de la conspiración, que fueron preparando
la lucha armada.
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Pedro Salmerón
zaba noviembre, el optimismo crecía entre el círculo cer-
cano a Madero, en San Antonio, Texas, aunque pronto la
policía porfirista mostró su eficacia y detuvo a varios miem-
bros clave de las conspiraciones maderistas. Estos golpes
en general se dieron sin sangre, salvo en Puebla, donde
Aquiles Serdán y sus compañeros resistieron a la policía.
En esas condiciones, la noche del 19 de noviembre
sólo se reunieron con Madero medio centenar de los más
de quinientos hombres comprometidos, además de que la
guarnición de la ciudad había sido alertada y estaba lis-
ta para rechazar el ataque, que Madero decidió cancelar,
regresando a San Antonio, donde muchos de sus partida-
rios le propusieron que desistiera de sus proyectos revo-
lucionarios, pero aunque vacilante, el líder se mantuvo a
la expectativa.
Aunque fallaron las optimistas previsiones de Ma-
dero, el 20 de noviembre sí fue una campanada cuyo ta-
ñido de mayor significación, pero no único, se dio en Gó-
mez Palacio, Durango, donde los maderistas se apoderaron
por unas horas de la ciudad. Los conspiradores se habían
propuesto atacar Torreón, pero como la policía detuvo a
muchos de los jefes, los que quedaron prefirieron atacar la
ciudad industrial del lado duranguense del río, tras elegir
nuevos jefes: Jesús Agustín Castro y Orestes Pereyra.
En las cercanías de Matamoros, San Pedro de las
Colonias y Cuatro Ciénegas, Coahuila, sendos grupos se
pronunciaron contra el gobierno, lo mismo que en San Pa-
blo, Tlax.; Río Blanco —cuyo palacio municipal fue ataca-
do— y Paso del Macho, Ver.; San Pedro, S.L.P.; y Canelas,
Dgo. En esas acciones salieron a la luz nombres que se ha-
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Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
rían famosos, como los de Benjamín Argumedo, Cándido
Aguilar, Cesáreo Castro, Rafael Cepeda, Domingo Arrieta,
Pedro Antonio de los Santos y Gabriel Gavira. Pero, por lo
pronto, todos fueron batidos y dispersados por las fuerzas
del gobierno. Pero hubo una región del país en la que las
cosas fueron distintas.
En el occidente de Chihuahua, el 20 de noviembre
los maderistas se apoderaron de doce cabeceras munici-
pales y de una ciudad, atacaron otras dos ciudades y se
levantaron en armas tantos hombres como los que respon-
dieron al Plan de San Luis en el resto del país.
38
Pedro Salmerón
que entre febrero y mayo de 1911 rebasó la capacidad de
respuesta de las fuerzas del gobierno y precipitó su caída.
Aunque la victoria de la revuelta sólo puede atribuirse a la
multiplicación nacional de las guerrillas, fue un grupo en
particular el que mayor ruido hizo, el que obligó al gobier-
no a concentrar sus fuerzas en el norte desguarneciendo
otros territorios y alentando así el surgimiento de nuevos
rebeldes. Este grupo combatió principalmente en los dis-
tritos Guerrero y Galeana de Chihuahua y tuvo por jefe a
Pascual Orozco Vázquez.
En esas comarcas, el 20 de noviembre se pronun-
ciaron contra el gobierno apoderándose de esas poblacio-
nes, los maderistas de Santo Tomás, Bachíniva, Moris, Ca-
ríchic, Batopilas, San Isidro, Miñaca, Pedernales, Pachera,
Ranchos de Santiago, Namiquipa, Cruces, Guazapares, Té-
moris, Matáchic, Temósachic, Urúachic, Ciudad Guerrero
y otras poblaciones. Además, desde el 14 de noviembre To-
ribio Ortega estaba en armas en el desierto de Chihuahua;
los magonistas de Galeana se levantaron en aquella región;
los maderistas de Parral atacaron a la guarnición de esa
ciudad; y Pancho Villa reunió bajo su mando a los conjura-
dos de San Andrés, Santa Isabel, Satevó, Huejotitán y otros
pueblos del centro y sur del estado.
Los rancheros de Chihuahua, que estaban arma-
dos y tenían una añeja tradición de organización militar,
aprovecharon el llamado a las armas hecho por Madero
para cobrarle al régimen sus agravios, entre los que des-
tacaban el despojo de tierras y aguas hecho por los ha-
cendados (que eran también los gobernadores del estado) y
la supresión de sus libertades públicas y de la autonomía
39
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
municipal. Pronto mostraron su eficacia: el 28 de noviem-
bre derrotaron en combate a un batallón del Ejército Fede-
ral y el 5 de diciembre tomaron Ciudad Guerrero, cabecera
política y económica de la región.
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Pedro Salmerón
tes de mando, y su prestigio y la capacidad demostrada en
los primeros días, los que lo hicieron el jefe efectivo de los
rebeldes de toda la región desde el 28 de noviembre, cargo
que formalmente le otorgaron los demás jefes de partida el
10 de diciembre y que Madero reconoció a regañadientes.
Y es que Pascual Orozco encarnaba un liderazgo
distinto del imaginado por Madero, integrado por empre-
sarios y profesionales cultos y educados. Un tipo de lide-
razgo que desde noviembre empezó a desplazar a aquél
y que quedó claramente expresado luego de la victoria de
Orozco sobre los federales en el cañón de Malpaso, el 12 de
diciembre. Después del combate Orozco ordenó embalar
los uniformes recogidos a los enemigos muertos, heridos
y prisioneros, y se los envió a Porfirio Díaz con una nota
sangrienta: “Ahí te van las hojas, mándame más tamales”.
41
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
mandados por el general Juan J. Navarro, que había com-
batido ferozmente a los revolucionarios. Estos sumaban
unos 2000 hombres y estaban nominalmente a las órde-
nes de Madero, aunque, en realidad sólo obedecían a sus
jefes rancheros y, sobre todos los demás, a Orozco y Villa,
cuya autoridad sobre los otros jefes terminó de imponerse
durante las casi cuatro semanas que estuvieron acampan-
do frente a Ciudad Juárez. Sólo tres días combatieron los
rebeldes contra las fuerzas federales encerradas en Ciudad
Juárez cuando el 23 de abril Madero aceptó el armisticio
propuesto por los representantes del gobierno. Hasta el 8
de mayo los revolucionarios acamparon frente a Ciudad
Juárez sin combatir, mientras las negociaciones de paz se
empantanaban.
La larga inactividad frente a Ciudad Juárez hizo
aparecer en las filas revolucionarias una creciente impa-
ciencia. La inseguridad y las vacilaciones, las pequeñas
rencillas pueblerinas, las murmuraciones y las peleas que
empezaban a aflorar, fueron advertidas por Orozco y Villa,
quienes decidieron poner fin a esa situación. El 7 de mayo,
en una larga reunión que sostuvieron con sus capitanes,
diseñaron un plan para romper el armisticio y forzar la ba-
talla. De acuerdo con ese plan, en la tarde del día 8, dos sol-
dados vestidos con camisas de colores muy chillantes, se
acercaron a las líneas federales provocando el fuego de sus
defensores. Cuando éste se desató avanzaron otros quince
hombres, haciéndose las cosas de tal modo que al anoche-
cer había tiroteos en diversos puntos de la línea. Durante
todo ese tiempo, Orozco, Villa y algunos de sus capitanes
estaban tomándose un helado en El Paso, Texas, ante nu-
42
Pedro Salmerón
merosos testigos, y ahí los encontraron los enviados de Ma-
dero, quien los mandó llamar con urgencia.
Orozco y Villa se presentaron ante Madero hacia
las ocho de la noche, recibiendo la orden de parar el com-
bate. Ambos caudillos dijeron que así sería, pero hicieron
todo lo contrario, aunque de modo que siguiera pareciendo
cosa de los soldados. Dos veces más los llamó Madero, y
la última, los dos caudillos le dijeron que la retirada ya era
imposible y, ante el hecho consumado, Madero autorizó la
batalla. Orozco y Villa se abrazaron y volaron a sus cam-
pamentos a dictar las órdenes pertinentes. La batalla duró
dos días más, y pasado el mediodía del 10, el general Na-
varro se rindió con las últimas tropas que le quedaban. Los
federales combatieron con valor y los revolucionarios con
enorme entusiasmo, aprendiendo sobre la marcha el arte
de la lucha callejera.
La caída de Ciudad Juárez en manos de los revo-
lucionarios ha sido vista como la batalla decisiva de la re-
belión maderista. Esta versión es complementada con el
argumento de que la revuelta se concentró en el occidente
de Chihuahua y que el presidente Díaz renunció obligado
más por la opinión pública (y por su dolor de muelas) que
por la fuerza de las armas. Los rebeldes apenas presenta-
ron unas cuantas batallas, entre las cuales la decisiva fue
la toma de Ciudad Juárez. Sin embargo, estudios recientes
han mostrado que la rebelión tuvo una importancia militar
mucho mayor de lo que se ha creído, al grado de poder
hablar de una derrota armada del porfirismo: para mayo
de 1911 estaba a un paso de colapsarse el Ejército Federal,
ampliamente rebasado por las guerrillas rebeldes que des-
43
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
de febrero empezaron a multiplicarse en todo el país. Para
evitar ese colapso el gobierno ofreció la transacción política
plasmada en los Acuerdos de Ciudad Juárez.
44
Pedro Salmerón
a los caudillos plebeyos, con los que había tenido varias
y significativas fricciones en las semanas precedentes, y
garantizar el primer paso (el fin de la dictadura) del cam-
bio político que buscaba; pero muchos de quienes habían
participado en la lucha armada los reprobaron: dejar la
transición en manos del aparato porfirista y desarmar
al ejército revolucionario evitando la destrucción militar
del enemigo les parecía, como mínimo, un acto de inge-
nuidad, aunque para otros era claramente una torpeza
política y no faltaron quienes desde los primeros días lo
señalaron como una traición.
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Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
que con los otros grupos de poder del viejo régimen), era un
político conciliador y prudente, cualidades necesarias para
presidir un gobierno que debía estar formado por elemen-
tos revolucionarios y porfiristas. Este gobierno debía “paci-
ficar” al país y organizar cuanto antes el proceso electoral
federal: por eso debía ser un gobierno de transición.
El 25 de mayo el Congreso de la Unión aceptó las
renuncias de Díaz y Corral y le tomó la protesta como pre-
sidente interino a León de la Barra, quien dio a conocer
el gabinete que se había negociado: el presidente seguiría
encargándose personalmente de la cancillería, quedando
como encargado del despacho el licenciado Bartolomé Car-
bajal, hombre suyo. En Gobernación se nombró al licencia-
do Emilio Vázquez Gómez. En Guerra, el general Rascón
fue rápidamente sustituido por el general González Salas,
hombre plenamente identificado con su institución pero
emparentado con Pancho Madero. A cargo de la Secreta-
ría de Hacienda quedó don Ernesto Madero Farías, tío del
jefe de la Revolución y experimentado hombre de negocios
cercano a Limantour, secretario de Hacienda del porfiriato
y jefe visible de los científicos. Don Rafael L. Hernández Ma-
dero, primo de Pancho y antirreeleccionista desde el princi-
pio, aunque de ideas económicas igualmente cercanas a las
de los científicos, fue designado secretario de Fomento. En
Comunicaciones quedó el ingeniero Manuel Bonilla, quien
había sido el jefe visible del antirreleccionismo en Sinaloa y
era un conocido revolucionario moderado. Otro científico,
el licenciado Manuel Calero, quedó en la Secretaría de Jus-
ticia. Finalmente, la cartera de Educación quedó en manos
del doctor Francisco Vázquez Gómez.
46
Pedro Salmerón
Parecía, pues, que los científicos habían ganado la
Revolución, pues pertenecían al grupo el presidente De
la Barra, el subsecretario de Relaciones y el secretario de
Justicia; y eran claramente cercanos a Limantour los se-
cretarios Madero y Hernández. Por su parte, Bonilla y los
hermanos Vázquez debían representar a los antirreleccio-
nistas urbanos y moderados. Pero los Vázquez, que en mu-
chas ocasiones habían sido más moderados que Madero,
se habían radicalizado durante la lucha armada y en las
negociaciones de Ciudad Juárez, Francisco Vázquez había
sido el portavoz de quienes se oponían a la firma de una
paz antes de ganar la guerra.
En los estados de la federación se dieron transicio-
nes pactadas de similar alcance: en los gobiernos locales
quedaron representantes de las clases medias y la nueva
burguesía, muchas veces miembros de las élites políticas
regionales o, por lo menos, directamente vinculados a es-
tas, y sólo en Sonora, Chihuahua, Coahuila, San Luis Po-
tosí, Sinaloa, Yucatán y el Distrito Federal fueron designa-
dos gobernadores hombres que si bien pertenecían a esos
sectores, eran también connotados maderistas: respectiva-
mente José María Maytorena, Abraham González, Venus-
tiano Carranza, Rafael Cepeda, José María Pino Suárez y
Federico González Garza.
Al mismo tiempo, los dirigentes nacionales de la Re-
volución, de acuerdo con el gobierno provisional, buscaron
los mecanismos que permitieran desarmar a los rebeldes
al menor costo posible, político y económico. Pero si los
revolucionarios populares estaban cada vez más disgus-
tados con el cariz de los Acuerdos y de los gobiernos de
47
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
transición, se opusieron frontalmente a ser desarmados y
sólo pudieron ser desmovilizados la mayoría de los rebeldes
tras largas y tensas negociaciones, que dejaron sobre las
armas importantes núcleos bajo la figura de rurales de la
federación, irregulares o gendarmes estatales. Eran firmes
partidarios de la creación de estos cuerpos irregulares el
secretario de Gobernación, Emilio Vázquez y los goberna-
dores Maytorena, González, Carranza y Cepeda.
Pero además, el 24 de mayo, Ricardo Flores Magón
y los jefes del PLM publicaron un manifiesto llamando a
los soldados revolucionarios a volver sus armas contra los
jefes que los habían traicionado, y algunos grupos rebeldes
de los distritos serranos y fronterizos de Chihuahua aten-
dieron su llamado. En los meses por seguir, antes de que
Madero llegara a la Presidencia, nuevas revueltas agrarias y
numerosas huelgas llamarían la atención sobre la realidad
sacada a la superficie por la exitosa rebelión maderista: la
Revolución no podía limitarse a la transición democrática a
la que Madero aspiraba.
48
Pedro Salmerón
Aunque la mayoría de los rebeldes fueron enviados
a sus casas, ya no fue posible contener la reivindicación
agraria. Los soldados desmovilizados empezaron a recu-
perar por la fuerza las tierras que antes usurparon las
haciendas, tal como denunciaron las autoridades de di-
versos lugares de Chihuahua y Durango. Los problemas
causados por la desmovilización de los soldados revolu-
cionarios causaron un enfrentamiento armado en Puebla,
donde el jefe Abraham Martínez arrestó a varios oficia-
les y diputados porfiristas a principios de julio de 1911.
Desalojado de la ciudad por federales, se refugió en las
montañas hasta diciembre, cuando reanudó la lucha, se-
cundando el Plan de Ayala, promulgado por los rebeldes
campesinos de Morelos.
En ese estado, cuando se firmaron los acuerdos de
Ciudad Juárez, el jefe revolucionario de mayor prestigio en
el Estado sureño era Emiliano Zapata, que empezó la revo-
lución en marzo de 1911 como un oficial subalterno, pero
pronto fue reconocido como jefe por la mayoría de los rebel-
des de la zona, al frente de los cuales tomó Cuautla, el 19
de mayo. Zapata se negó a desarmar a su gente y consiguió
una entrevista con Madero, a quien le expuso la urgencia de
resolver el problema agrario en Morelos, so pena de la desapari-
ción de las comunidades. Los argumentos de Zapata fueron
claros y convincentes y Madero aceptó estudiar el problema
sobre el terreno. En las semanas siguientes Madero y Za-
pata hicieron esfuerzos de buena voluntad, pero los hacen-
dados de Morelos, junto con los federales, fueron logrando
reducir el poder de Zapata, hasta que el jefe se refugió en
las montañas entre Morelos y Puebla, para esperar ahí la
49
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
toma de posesión de Madero, en noviembre de ese 1911,
luego de la cual promulgaron el Plan de Ayala.
Pero mientras los campesinos rebeldes de Morelos
y Puebla todavía estaban dispuestos a esperar a Madero,
otros ya no lo estaban: en julio, Andrés Molina Enríquez,
el autor de Los grandes problemas nacionales, una obra
fundamental publicada en 1909 en que señalaba como el
más grave problema de México el de la concentración de la
tierra en pocas manos, promulgó el Plan de Texcoco, que
llamaba a continuar la Revolución, nombrando jefe de la
misma a Emilio Vázquez Gómez. Un decreto anexo declara-
ba de utilidad pública “la expropiación parcial de todas las
fincas rurales cuya extensión superficial exceda de 2,000
hectáreas”. A fines de octubre, el veterano periodista opo-
sitor Paulino Martínez, que no tardaría en unirse a Zapata,
publicó el Plan de Tacubaya, también vazquista, que ponía
énfasis particular en el problema de la tierra: “El problema
agrario en sus diversas modalidades es, en el fondo, la cau-
sa fundamental de la que derivan todos los males del país y
de sus habitantes”, por lo cual se debía iniciar su solución
“en el momento mismo en que el triunfo se verifique, sin
esperar más ni dilatar por motivo alguno la ejecución de
las soluciones del problema agrario”. Este documento fue
prohijado rápidamente por varios de los rebeldes norteños.
Pero no habían pasado tres semanas de su promulgación,
cuando empezó a conocerse el documento más importante
de esta serie: el Plan de Ayala, promulgado por los seguido-
res de Zapata.
De ese modo, cuando Pancho Madero tomó pose-
sión de la Presidencia de la República, el 6 de noviembre de
50
Pedro Salmerón
1911, ya estaba claro que había gente que exigía continuar
la Revolución. Sólo faltaban un jefe y un plan.
51
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Madero, sus fuerzas fueron atacadas por las tropas federa-
les, obligando a los campesinos rebeldes a refugiarse en las
montañas, donde el 29 de noviembre de 1911 Zapata pro-
clamó el Plan de Ayala, en el que exigía la devolución de las
tierras de los pueblos y la dotación de ejidos a las poblacio-
nes que carecieran de tierras. Este programa se convirtió
desde entonces en la bandera del agrarismo mexicano y en
una de las demandas más importantes de la Revolución.
Como dice el corrido, luego de luchar contra la dic-
tadura de Díaz, “combatió al señor Madero, contra Huerta
y a Carranza/porque no querían cumplir su plan que era
el Plan de Ayala”. Al frente de los campesinos despojados
resistió durante ocho años contra ejércitos superiores, sin
claudicar nunca. En la segunda mitad de 1914 y a lo largo
de 1915 Morelos vivió en relativa paz, mientras los aliados
de Zapata, los ejércitos villistas, combatían furiosamente
contra los carrancistas. Durante esos meses de paz instru-
mentó su utopía agraria en Morelos, repartiendo la tierra e
imponiendo un régimen de justicia elemental que durante
décadas los campesinos siguieron extrañando.
Tras la derrota de los villistas, nuevos ejércitos in-
vadieron el campo de Morelos, arrasándolo a sangre y fue-
go, sin lograr doblegar la resistencia guerrillera de Zapata
y sus leales. Sólo mediante la traición lograron vencerlo,
asesinándolo el 10 de abril de 1919 en la hacienda de
Chinameca.
52
Pedro Salmerón
del Plan de San Luis Potosí con las reformas que ha creído
conveniente aumentar en beneficio de la patria mexicana”,
fue redactado por Emiliano Zapata y Otilio Montaño en las
montañas del sur de Puebla, aunque fue fechado el 28 de
noviembre en Villa de Ayala. Lo firmaron casi un centenar
de jefes y oficiales ahí presentes, empezando por Zapata.
El Plan de Ayala, que declara a Madero traidor al
Plan de San Luis y llama a continuar la Revolución, cons-
tituye la continuación de la historia de los campesinos de
Morelos a la vez que es fruto de una inspiración exclusi-
vamente popular y rural, y representa la reacción de los
pueblos que veían amenazada su existencia. Los artículos
6º y 7º del Plan contienen la esencia de la nueva revuelta.
El 6º señalaba que los pueblos o ciudadanos que tuvie-
ran los títulos correspondientes a “los terrenos, bosques y
aguas que hayan usurpado los hacendados, científicos o
caciques a la sombra de la tiranía y justicia venal”, entra-
rían en posesión inmediata de dichos bienes, manteniendo
la posesión “a todo trance, con las armas en la mano”. El 7º
decía que siendo una realidad que “la inmensa mayoría” de
los pueblos y ciudadanos carecían de medios de vida y su-
frían “los horrores de la miseria, por estar monopolizadas
en unas cuantas manos las tierras, montes y aguas, por
esta causa se expropiarán, previa indemnización de la ter-
cera parte de esos monopolios, a los poderosos propietarios
de ellas, a fin de que los pueblos y ciudadanos de México,
obtengan ejidos, colonias, fundos legales para pueblos o
campos de sembradura o de labor”. Es decir: restitución de
las tierras usurpadas, como decía el Plan de San Luis, pero
también, expropiación de las no usurpadas para dotación
de “pueblos y ciudadanos”.
53
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
De esa manera, los zapatistas empezaban su propia
revolución, cuyas resonancias siguen escuchándose con
enorme fuerza.
54
Pedro Salmerón
diputado Luis Cabrera, que planteaba restituir las tierras
de los pueblos usurpadas por los hacendados, y preveía la
posibilidad de expropiar tierras de las haciendas.
Madero intentaba canalizar las protestas y deman-
das sociales por las vías legales, mientras combatía a los
rebeldes campesinos, sobre todo a los zapatistas, con la
mayor tolerancia posible, lo mismo que a los golpistas de
derecha, a los que no fusiló aunque las leyes así lo dicta-
ban. Creía que su gobierno debía ser una escuela en la
que los mexicanos aprendieran a ejercitar sus libertades.
Pero asediado por todos lados, en febrero de 1913 terminó
de manera sangrienta su intento conciliador. El presidente
que intentaba iniciar una era democrática en México y que
había hecho desesperados esfuerzos por contener a la vez
la revolución popular y la restauración de la dictadura, fue
derribado y asesinado por militares porfiristas.
55
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
lucionarios, primero de los vecinos estados de Puebla, Tlax-
cala y Guerrero, y en el occidente de Morelos, pero tam-
bién en regiones tan distantes como la sierra de Sinaloa, la
Comarca Lagunera y el altiplano potosino-tamaulipeco. En
aquellas regiones, jefes como Juan Banderas, Benjamín
Argumedo, Magdaleno Cedillo y Alberto Carrera Torres le
dieron dimensión nacional a la rebelión zapatista.
La rebelión zapatista fue tomando fuerza a lo largo
de 1912 hasta convertirse en la rebelión campesina de ma-
yor peso político, pero antes de eso, el régimen de Madero
tuvo que enfrentar un desafío mucho más peligroso cuan-
do Pascual Orozco decidió aceptar las recurrentes invita-
ciones que, para tomar el mando de la revuelta, le hacían
los jefes magonistas, zapatistas y vazquistas. La rebelión de
Orozco empezó el 2 de marzo de 1912. Los rebeldes contro-
laron rápidamente el estado de Chihuahua y derrotaron en
Estación Rellano a una columna federal. Entonces definie-
ron las razones de su lucha mediante el “Manifiesto del 25
de Marzo”, en el que luego de llenar de improperios a Ma-
dero, se entra en las demandas agrarias de los norteños,
basadas en la vieja aspiración utilitaria de la República de
pequeños propietarios libres e independientes, correspon-
diente a la experiencia agraria de Chihuahua donde, salvo
entre los tarahumaras, la tierra de cultivo no solía poseerse
colectivamente. El gobierno concentró fuertes contingentes
militares para destruir la rebelión, lo que se logró tras una
breve y sangrienta campaña conducida por el general Vic-
toriano Huerta.
Pero además de toda esta inconformidad popular,
Madero tuvo que enfrentar dos intentos golpistas contra-
56
Pedro Salmerón
rrevolucionarios, uno encabezado por Félix Díaz, militar
mediocre y enriquecido que no tenía más mérito que ser
sobrino de don Porfirio, lo que le permitió sublevar a la
guarnición de Veracruz sólo para rendirse poco después;
y el otro por Bernardo Reyes, que creía que su nombre se-
guía teniendo la popularidad de 1908 y entró al país en son
de guerra, en una asonada ridícula. Cuando las fuerzas
del gobierno los aprehendieron, Madero les perdonó la vida
generosamente, encerrándolos en prisión. Un tercer cuar-
telazo, encabezado por los generales Manuel Mondragón y
Gregorio Ruiz, empezó en la madrugada del 9 de febrero de
1913.
57
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
militares golpistas encerrados en la Ciudadela, cuyo jefe
era Félix Díaz, mientras, en realidad, negociaba con ellos.
Durante esos días, la Ciudad de México vivió bajo el fuego
de la artillería rebelde, muchos maderistas leales fueron
enviados a la muerte por Huerta, y numerosos amigos del
presidente —sobre todo su hermano Gustavo Adolfo, políti-
co agudo y sagaz— le avisaron de la traición que se estaba
fraguando, sin que Madero les hiciera caso. Finalmente,
Victoriano Huerta y Félix Díaz llegaron a un acuerdo, y el
18 de febrero el presidente Madero y el vicepresidente José
María Pino Suárez fueron aprehendidos por el general Au-
reliano Blanquet. Ese mismo día, Huerta expidió tres docu-
mentos: un manifiesto a la nación firmado por él y por Fé-
lix Díaz en que anunciaban que el Ejército había asumido
la autoridad y se encargaba de garantizar la salvación de
la patria; un telegrama a los gobernadores de los estados,
los jefes políticos de los territorios federales y los jefes de
las zonas militares en que les decía que autorizado por el
Senado (lo que era falso, pues las Cámaras no se habían
reunido) “he asumido el Poder Ejecutivo, estando presos el
presidente Madero y todo su gabinete”; y una nota oficial al
residente de la Cámara de Diputados, en que le informaba
lo mismo que a los gobernadores, pidiéndole además que
se sirviera convocar al Congreso de la Unión para que ana-
lizara “tan interesante estado de cosas”. En este documen-
to estaba claro de qué se había tratado: un segundo cuar-
telazo, encabezado por Huerta, había derribado al gobierno
constituido.
El 19 de febrero, Madero y Pino Suárez, bajo ame-
naza de muerte, renunciaron a sus cargos. El 20 de febrero
58
Pedro Salmerón
las Cámaras aceptaron la renuncia de Madero, tomando
posesión, por ministerio de ley, el secretario de Relaciones,
Lic. Pedro Lascuráin, quien duró en el cargo el tiempo mí-
nimo necesario (¡45 minutos!) para protestar como presi-
dente, designar a Victoriano Huerta secretario de Goberna-
ción y renunciar a su vez para que Huerta fuera nombrado
presidente. La Cámara de Diputados, luego de un acre de-
bate, sancionó esa misma tarde los hechos consumados.
Hasta ahí todo parecía ir sobre ruedas para Huerta.
El 19 de febrero la mayor parte de los gobernadores y de los
jefes militares le enviaron telegramas aceptando el nuevo go-
bierno federal, pero hubo tres silencios harto significativos:
el de los mandatarios de Sonora, Chihuahua y Coahuila,
José María Maytorena, Abraham González y Venustiano
Carranza, que tenían a sus órdenes fuertes núcleos arma-
dos. No sólo eran silencios: pronto supo Huerta que en el
norte se acumulaban nubes de tormenta. Finalmente, en
vez de enviar a Madero y Pino Suárez al exilio, ordenó su
muerte para evitar que el jefe indiscutible de la Revolución
volviera a encabezarla. El 22 de febrero, Madero y Pino Suá-
rez fueron asesinados, terminándose así el terrible episodio.
A Huerta le falló el cálculo, pues en lugar de descabezar a la
nueva rebelión, le dio una enorme fuerza moral.
59
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
tro de una verdadera conjura en contra del gobierno y su
política”. No se podía denunciar más claramente la incon-
cebible actitud de ese diplomático devenido en jefe de cons-
piración, pues es ése el papel del embajador Henry Lane
Wilson, el gestor de lo que don Manuel llama “la conjura de
la embajada”, que inicia con la abierta injerencia que exige
la renuncia del presidente legítimo y que desemboca en la
complicidad con los militares levantados en armas contra
el gobierno al que debían sostener.
Fue el embajador Wilson quien puso en contacto
a los senadores enemigos de Madero, a los antiguos reyis-
tas encabezados por Rodolfo Reyes, hijo mayor del general
muerto trágicamente el 9 de febrero y a los jefes insurrectos
sitiados en la Ciudadela, con el general Victoriano Huerta y
sus lugartenientes, Aureliano Blanquet y Juvencio Robles.
Finalmente, en la noche del 18 de febrero se reunieron en
la embajada Félix Díaz, Victoriano Huerta, y otros perso-
najes de la conspiración. Tras una breve deliberación en
la que tomó parte el embajador Wilson, se leyó al resto de
los embajadores, reunidos ahí a convocatoria de Wilson, lo
acordado por Huerta, Díaz y el propio Wilson: el ascenso de
Huerta a la Presidencia, el famoso “Pacto de la Embajada”.
Márquez Sterling, testigo presencial de los hechos
que en los días siguientes trató por todos los medios de sal-
var la vida de Madero, cuenta cómo los miembros del cuer-
po diplomático fueron citados por su decano, Wilson, en
la Embajada de los Estados Unidos, quien les informó los
hechos de ese día y terminó diciendo: “Ésta es la salvación
de México. En adelante habrá paz, progreso y riqueza. La
prisión de Madero la sabía yo desde hace tres días. Debió
60
Pedro Salmerón
ocurrir hoy de madrugada.” Como señaló don Manuel, “no
cabía de gozo y se le escapaban las confidencias”.
61
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
presidente negociando a sus espaldas con los jefes rebeldes
y llegando con ellos a un acuerdo que lo llevó, mediante un
cuartelazo, a la presidencia de la república. Días después,
ordenó el asesinato de Madero y Pino Suárez.
La reacción contra los actos perpetrados por Huer-
ta no se hizo esperar y pronto debió hacer frente a una
formidable insurrección popular que hizo palidecer a la
rebelión maderista. Huerta la enfrentó con una sangrien-
ta represión en las ciudades y con el aumento de los efec-
tivos del Ejército, debido a lo cual la lucha contra sus ene-
migos se prolongó durante casi un año y medio de terrible
guerra civil.
En agosto de 1914 la situación del gobierno militar
presidido por Huerta se hizo insostenible, pues los revolu-
cionarios controlaban casi todo el país y avanzaban incon-
tenibles sobre la Ciudad de México, luego de haber derro-
tado al Ejército Federal en sangrientas batallas. Por ello,
Huerta renunció a la Presidencia y huyó del país.
Exiliado, Huerta encabezó diversas conspiracio-
nes contrarrevolucionarias por las que pasó varios me-
ses de prisión en los Estados Unidos, hasta que murió
en enero de 1916 de una afección hepática, debida muy
probablemente a su acendrado alcoholismo. Pasó a la
historia como el prototipo del militar desleal, inescrupu-
loso y sanguinario.
62
Pedro Salmerón
recibió el telegrama que el general de división Victoriano
Huerta había girado desde la Ciudad de México a todos los
gobernadores y comandantes militares: “Autorizado por el
senado, he asumido el Poder Ejecutivo, estando presos el
presidente y su gabinete. V. Huerta”.
Carranza había previsto una situación parecida, que
era uno de los desenlaces posibles de los eventos iniciados
diez días atrás en la capital de la República, y reaccionó de
inmediato convocando a su casa a varios de los miembros
del Congreso Local y a algunos de sus más cercanos co-
laboradores, con los que llegó al acuerdo de que era una
obligación ineludible del gobierno coahuilense desconocer
y reprobar inmediatamente semejantes actos.
La decisión ahí tomada fue irrevocable. El 19 de fe-
brero el Congreso Local desconoció al gobierno de Huerta y
concedió “facultades extraordinarias” al gobernador. Tam-
bién llamó al resto de los gobernadores y a los jefes milita-
res “federales, rurales y auxiliares” a secundar la actitud
del Gobierno de Coahuila. Los días siguientes fueron de
aparentes vacilaciones, pero no se trataba de otra cosa que
de ganar tiempo y esperar la respuesta de otros gobernado-
res, mientras conseguía recursos en metálico y concentra-
ba en la región de Monclova a los contingentes irregulares
formados por antiguos rebeldes maderistas.
El 3 de marzo Carranza abandonó Saltillo, ya en pie
de guerra contra Huerta. Los primeros combates se libra-
ron en San Pedro de las Colonias y Anhelo, los días 5 y 6
de marzo, a los que sucedió un pequeño periodo de calma,
empleado por los rebeldes de Coahuila en preparar el Plan
de Guadalupe, que daría consistencia y nombre a la nueva
revolución: Constitucionalista.
63
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
64
Pedro Salmerón
postulación coincidió con la ofensiva del régimen contra el
reyismo, y en una campaña plagada de malas artes e irre-
gularidades, perdió las elecciones frente al corralista Jesús
de Valle.
No es posible comprender a Carranza sin sus ante-
cedentes reyistas y sin el significado de la campaña electo-
ral de 1909. Vinculado por más de quince años al ilustrado
y autoritario procónsul porfirista del noreste, estaba como
él convencido de la urgencia de modernizar económica-
mente al país y de la necesidad de la dictadura que, ga-
rantizando la paz y el orden, permitiera esa modernización.
Pero también, desde 1908 advertía la imperiosa necesidad
de una transición generacional y de la flexibilización del
sistema político.
Destruido el reyismo, don Venustiano se pasó al an-
tirreleccionismo en 1910, fue cercano colaborador de Ma-
dero durante su exilio en San Antonio y llegó finalmente al
gobierno de su estado natal, primero como interino y luego
como gobernador constitucional, cargo desde el cual des-
conoció el régimen militar de Victoriano Huerta.
Convertido en el Primer Jefe de la Revolución, Ca-
rranza inventó un nuevo estilo de liderazgo y de gobierno,
que le permitieron destruir al antiguo régimen, derrotar a
los revolucionarios populares y sentar las bases jurídicas e
institucionales del nuevo Estado. Sin embargo, este hom-
bre, que legó a la nación la constitución vigente y la idea
de que la ley es la herramienta fundamental de la organi-
zación social, murió asesinado en la madrugada del 21 de
mayo de 1920.
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Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
66
Pedro Salmerón
rabía era confusa en el pequeño ambiente de aquel cuarto
histórico; las ideas se perdían en el espacio por el desorden
con que eran emitidas, y entonces se propuso orden, mé-
todo, serenidad y el nombramiento de una directiva que
encauzara la discusión (...) La asamblea organizada tuvo
un movimiento tumultuoso de acomodación dentro del es-
trecho recinto y empezó serena, reflexiva y patriota a dictar
los principios y los fundamentos filosóficos que habían de
explicar a la opinión de aquel entonces y a las generaciones
futuras el fundamento de la lucha y las aspiraciones de los
iniciadores”.
Pero Breceda, que conocía los pensamientos e in-
tenciones de Carranza, salió del cuarto a avisar al goberna-
dor, que se expresó de esta manera:
“¿Quieren ustedes que la guerra dure dos años, o
cinco años? La guerra será más breve mientras menos re-
sistencias haya que vencer. Los terratenientes, el clero y
los industriales son más fuertes y vigorosos que el gobierno
usurpador; hay que acabar primero con éste y atacar des-
pués los problemas que con justicia entusiasman a todos
ustedes, pero a cuya juventud no le es permitido escoger
los medios de eliminar fuerzas que se opondrían tenaz-
mente al triunfo de la causa.”
Tras nuevas discusiones, prevaleció la opinión del
hombre al que ese plan declaraba Primer Jefe del Ejército
Constitucionalista y encargado del Poder Ejecutivo, y con
la promesa de formular el programa social al triunfo de la
lucha, se aceptó aquel documento, que firmaron todos los
presentes, oficiales de las fuerzas irregulares, entre los que
destacaban Lucio Blanco, Cesáreo Castro, Jacinto B. Tre-
67
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
viño, Andrés Saucedo, Agustín Millán, Francisco J. Múgica
y otros que habrían de alcanzar poder y prestigio, o que
morirían en los campos de batalla durante los meses si-
guientes.
69
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Como hombres de la frontera, quien más, quien
menos, todos tenían un arma larga —preferentemente un
winchester 30-30 de repetición— y tenían a orgullo montar
a caballo y también, heredaron casi todos apretadas redes
de parentescos, compadrazgos y clientelismos forjadas du-
rante el largo periodo de las guerras contra los indios nó-
madas: de alguna u otra manera, casi todos los jefes oriun-
dos de Coahuila y Nuevo León estaban vinculados entre
sí por esos lazos. Están plenamente identificados aquellos
unidos directamente a Carranza: sería timbre de orgullo
demostrar que uno era primo, consuegro, sobrino segun-
do, compadre, amigo de la hermana o cuate del sobrino de
un señor al que los diccionarios e historias coahuilenses
definen como uno de los hombres clave de la vida nacio-
nal; pero las redes son mucho más extendidas. Así, uno
encuentra que el coronel José V. Elizondo era pariente cer-
cano del general Teodoro Elizondo que, a su vez, era amigo
y compadre de don Venustiano; que el general Antonio I.
Villarreal era primo hermano del general Pablo González
que, a su vez, era primo tercero de don Venustiano; o que
el coronel Emilio Salinas era tío del coronel Alberto Salinas
Carranza que, a su vez, era sobrino de don Venustiano.
70
Pedro Salmerón
la región y tenía una amplia y extendida parentela entre
las clases medias y las élites regionales. Huérfano a los tres
años (padre y madre murieron en el lapso de pocos meses),
Pablo quedó al cuidado de sus hermanos mayores, que
costearon sus estudios elementales.
A los catorce años, Pablo se mudó con sus herma-
nos a la villa de Nadadores, Coahuila, donde empezó a tra-
bajar en el molino del Puerto del Carmen, a diez kilómetros
rumbo a Cuatro Ciénegas, propiedad del alemán Federico
Miller. Luego de cuatro años de trabajar para don Federico,
Pablo emigró a los Estados Unidos, donde trabajó como téc-
nico y, a través de su primo hermano Antonio I. Villarreal,
empezó a hacer propaganda magonista entre los braceros
mexicanos y a apoyar económicamente al grupo de Flo-
res Magón al menos hasta 1907, cuando regresó a México
para casarse con la hija de su antiguo patrón y volverse el
administrador, virtualmente dueño, del floreciente Molino
del Carmen (de medio centenar de obreros), convirtiéndose
en un hombre conocido en la región, cuando en 1909 dos
parientes suyos, don Jesús Carranza Garza y don Cesáreo
Castro Villarreal, vecinos de Cuatro Ciénegas, acomodados
y de mediana edad, lo atrajeron a la campaña electoral de
Venustiano Carranza, de la que, junto con ellos, transitó
al antirreleccionismo. En 1911 se lanzó a la lucha armada
en el Molino del Carmen con 60 hombres, muchos de los
cuales, como Carlos Osuna, eran empleados suyos.
Debido a muchas de sus más señaladas acciones
públicas, sobre todo el asesinato de Emiliano Zapata, del
que fue autor intelectual, don Pablo siempre ha tenido
mala prensa. Cobarde, torpe, banal, incompetente, men-
71
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
tiroso, oportunista, desleal y otros adjetivos similares son
comunes en las descripciones de don Pablo en los libros
de historia. Sin embargo, la verdad es que sin tener la ca-
pacidad de convocatoria popular y organización o el arrojo
de Francisco Villa, ni la intuición táctica y estratégica de
Álvaro Obregón, Pablo González obtuvo muchos y muy im-
portantes triunfos para el constitucionalismo. Sus derrotas
en Coahuila en 1913 se debieron a situaciones que impe-
dían casi cualquier posibilidad de triunfo ante las cuales,
sin embargo, cumplió sobradamente con las instrucciones
de Carranza, atrayendo al centro de Coahuila gruesos con-
tingentes militares, permitiendo así el crecimiento de la Re-
volución en otras regiones. Lo que está fuera de toda duda
es que cuando Carranza puso a sus órdenes miles de hom-
bres para acabar con la rebelión zapatista, en Morelos era
casi unánimemente aborrecido.
72
Pedro Salmerón
seguía funcionando legítimamente, sentaba un precedente
esencial para las aspiraciones del Primer Jefe. Carranza,
quizá el único que entendió todos los alcances políticos de
ambas medidas, decidió abandonar Coahuila, donde cada
vez tenía menos espacio y recursos, asediado como estaba
por poderosos contingentes huertistas, y pasar a Sonora.
Al decidir la marcha a Sonora, don Venustiano pudo
haber cruzado de incógnito la frontera en Piedras Negras,
para viajar en ferrocarril hasta Nogales, Arizona y, cru-
zando nuevamente la frontera, presentarse en Hermosillo
uno o dos días después. Pero negándose terminantemen-
te a salir del país, declarando que el jefe de la Revolución
no podía ni debía abandonar el territorio nacional, decidió
emprender el viaje por tierra. Para ello, decidió aceptar la
invitación que le hicieron algunos enviados de los rebeldes
de La Laguna para que los mandara personalmente en el
asalto a la plaza de Torreón. A mediados de julio de 1913
don Venustiano abandonó su región natal, dando a don
Pablo González su nombramiento como jefe de la Revolu-
ción en Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas (olvidando en
sus prisas que ya había extendido un despacho semejante,
como jefe de la Revolución en Nuevo León y Tamaulipas,
a favor de Lucio Blanco); le ordenó que resistiera el mayor
tiempo posible sobre la vía de Monclova a Piedras Negras,
para seguir atrayendo al centro de Coahuila al mayor nú-
mero posible de federales; y él, con una pequeña escolta,
salió hacia Torreón.
Al frente de los rebeldes laguneros y los guerrilleros
de Durango, Don Venustiano atacó Torreón los días 22 al
30 de julio cuando hubo que suspender el ataque, porque
73
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
habían fallado todas las instrucciones de Carranza y el
enemigo seguía en sus fuertes posiciones. Los jefes duran-
guenses, de origen eminentemente popular, muy distintos
de los hombres a los que Carranza estaba acostumbrado
a mandar, con trayectorias y aspiraciones que los hacían
aceptar muy a regañadientes el remoto liderazgo nacional
de Carranza, a quien consideraban que no le debían nada,
no estaban satisfechos con el tipo de disciplina que el Pri-
mer. Jefe quiso imponerles de un día para otro, ni con sus
disposiciones, que consideraron desacertadas. De hecho,
según un testigo altamente confiable, para el ataque gene-
ral, pensado como definitivo, del 30 de julio, Carranza tuvo
que regresar el mando efectivo del ataque al general Tomás
Urbina. Finalmente, el 31 de julio las fuerzas atacantes se
retiraron: Contreras y Pereyra a Pedriceña, sobre el ferro-
carril a Durango; Urbina a Mapimí y los laguneros a San
Pedro de las Colonias y Matamoros, Coahuila. El Primer
Jefe se embarcó en ferrocarril a Durango.
Durango era la primera capital estatal conquistada
por los revolucionarios (los jefes campesinos o populares
Tomás Urbina, Calixto Contreras, Orestes Pereyra y Do-
mingo Arrieta), pues Hermosillo siempre estuvo en manos
de los enemigos de Huerta (de hecho, de momento eran las
dos únicas capitales en manos de la Revolución). El 4 de
agosto, don Venustiano llegó a Durango, donde lo recibió
el gobernador Pastor Rouaix, impuesto por los rebeldes po-
pulares, y lo reconoció formalmente como Primer Jefe. De
ahí partió a Canatlán, donde el 10 de agosto dictó un par
de disposiciones por las que se reprendía indirectamente
a Urbina y los otros jefes populares por el saqueo de Du-
74
Pedro Salmerón
rango, en junio anterior. Camino a Parral, pasó por Nieves,
Durango, donde pidió ayuda a Urbina para su viaje y éste,
que tenía más de 2,000 hombres bien armados y monta-
dos, le dio una mala yegua y sesenta pesos. En Parral lo
recibieron los generales Maclovio Herrera y Manuel Chao,
que dominaban la zona desde varios meses atrás, quienes
le dieron elementos para la travesía por la sierra Tarahu-
mara. Con una escolta de 120 hombres, Carranza partió
de Parral, pasando por Santiago Papasquiaro, Durango, y
Guadalupe y Calvo, Chihuahua, para llegar (“en harapos
y hambrientos”, dice un testigo) a Chinibampo, Sinaloa,
el 12 de septiembre, dos meses después de su partida de
Cuatro Ciénegas.
Ahí lo recibió el general Álvaro Obregón con quien,
de camino a Hermosillo, tejió una alianza política que ha-
bría de resultar fundamental.
75
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
pacio en Guerrero. Pancho Villa, en fin, no era entonces
otra cosa que un afortunado jefe de banda, con menos de
mil hombres a sus órdenes.
En cambio, Lucio Blanco tenía varios miles de hom-
bres a sus órdenes, una aureola de prestigio y carisma in-
comparables, y una zona liberada sobre la que ejercía un
control casi absoluto, con poca o ninguna injerencia de don
Venustiano Carranza o cualquier otro jefe civil de la Revo-
lución. Algunas de sus acciones en la zona bajo su mando
lo harían famoso en todo el país, pero todo el poder y el
prestigio que acumuló se desvanecieron como por encanto
y tuvo que reiniciar su carrera militar a mil kilómetros de
distancia, donde nadie lo conocía.
Lucio tomó Matamoros en julio de 1913, luego
de una larga marcha que lo llevó ahí desde Guadalupe,
Coahuila, donde fue uno de los formantes del Plan de ese
nombre. Y luego, dueño del floreciente puerto, Blanco se
encerró en él sin combatir durante largos meses, dormido
en el prestigio de sus laureles y gozando de una vida rega-
lada. Celebró su ascenso a general con una orgía que dio
inicio a una serie de borracheras y fiestas casi intermina-
bles en las que se gastaban recursos que otros jefes exigían
para continuar la lucha. Además desobedeció órdenes ex-
presas de Venustiano Carranza para colaborar en la cam-
paña con Pablo González y Jesús Carranza.
Pero no se dedicaba sólo a holgar: junto con el ma-
yor Francisco J. Múgica planeaba un acto político especta-
cular: el reparto parcial de la hacienda La Sauteña, que con
sus anexos, abarcaba el 10% del territorio de Tamaulipas
de cuyos dueños se decía que eran prestanombres de Por-
76
Pedro Salmerón
firio Díaz y de su sobrino Félix, propietario de un anexo de
la hacienda llamado Los Borregos, que fue la porción que
finalmente se repartió.
Al repartir esas tierras, Lucio causó un profundo
disgusto a Carranza, ya resentido por la inmovilidad de los
contingentes concentrados en Matamoros. Don Venustia-
no consideró que con ese acto, Lucio violaba los términos
del Plan de Guadalupe y, lo que era más grave, pasaba
por encima de su autoridad. Pero, por otro lado, se ganó el
respeto y la simpatía de muchos revolucionarios jóvenes,
tanto los reunidos en Matamoros como, sobre todo, los que
separados por grandes distancias de ese puerto, vieron agi-
gantarse por el rumor y sus propios deseos el acto efectivo
que, en sí, consistió en el reparto de 151 hectáreas a doce
campesinos. Sin embargo, la importancia estribó no en lo
repartido, sino en el precedente sentado y en las moda-
lidades del reparto que creaba una especie de propiedad
protegida por la figura de “patrimonio familiar”.
También fue importante por el sentido político que
se le dio al acto, pues en la ceremonia de entrega de los títu-
los de propiedad, el 30 de agosto, Lucio leyó un manifiesto
en el que decía que, por fin, luego de tres años de lucha, “la
Revolución comienza a orientarse en la manera de resolver
uno de los grandes problemas. La repartición equitativa de
la tierra”. Expuso que la tierra había sido acumulada por
unos cuantos terratenientes porque la dictadura de Díaz
así lo había permitido, “otorgando concesiones monstruo-
sas a favoritos y especuladores”, mermando la riqueza de
la patria y “matando el impulso de los humildes”.
“Arrancada la tierra por la fuerza de las armas a los
despojadores de ella, a los que, bajo un gobierno tiránico
77
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
como el del general Porfirio Díaz, usurparon derechos y vio-
laron prerrogativas sagradas, va a volver de nuevo a nues-
tro pueblo: a los humildes, a los desheredados, para que
bajo la influencia de una legislación apropiada y liberal,
que dictará el gobierno emanado de la Revolución, puedan
transformar, con el empeño noble de su trabajo constante,
los campos incultos del país, en centros de activa produc-
ción y de riqueza.”
78
Pedro Salmerón
biernos estatales, con excepción del de Coahuila, fueran
reconociendo el nuevo orden de cosas.
Finalmente, el 4 de marzo el gobernador Pesqueira
sometió al Congreso Local una iniciativa de ley para des-
conocer al gobierno de Huerta. Según ese documento, la
necesidad de tan peligroso paso, “además de responder a
un sentimiento honrado y patriótico, se apoya legalmente
en los textos de la carta fundamental de la República”, es
decir, en la Constitución de 1857. Los diputados sonoren-
ses aprobaron esta iniciativa, dándole fuerza de ley, el día
siguiente, 5 de marzo.
Inmediatamente, las fuerzas revolucionarias de So-
nora empezaron su campaña contra las tropas federales
que resguardaban las ciudades de la frontera con los Es-
tados Unidos, empezando así una victoriosa campaña que
haría famosos los nombres de los jefes de las fuerzas sono-
renses, como Salvador Alvarado, Manuel M. Diéguez, Ben-
jamín Hill, y muchos otros, siendo el primero de todos, el
futuro presidente de la República, Álvaro Obregón Salido.
79
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Francisco Serrano, Francisco R. Manzo, Arnulfo Gómez,
Juan de Dios Bojórquez, Roberto Pesqueira, Roberto Cruz,
Abelardo L. Rodríguez y otros, así como otros que no na-
cieron ni se formaron en el noroeste del país, como Aarón
Sáenz, Alberto J. Pani, Joaquín Amaro o Amado Aguirre.
Durante la Revolución, estos hombres se distin-
guieron por sus dotes militares pero también por su prag-
matismo político y su capacidad de adaptación. Ciertas
tradiciones de Sonora y la forma en que libraron la guerra
contra Huerta parecen dar las claves de su victoria: a fin de
cuentas, los sonorenses fueron los verdaderos vencedores
de la Revolución Mexicana y cuatro de ellos llegarían a la
Presidencia de la República.
39. ¿Quién fue Álvaro Obregón?
80
Pedro Salmerón
huahua, en la que fue distinguido por sus jefes y llamó la
atención por sus innatas cualidades militares. Gracias a
eso, cuando en 1913 los poderes de Sonora se negaron a
reconocer al gobierno de Victoriano Huerta, Obregón fue
puesto al frente de la Sección de Guerra de Sonora.
De marzo de 1913 a agosto de 1914 las fuerzas de
Sonora mandadas por Obregón, que unidas a las de otros
estados se convirtieron en el Cuerpo de Ejército del Noroes-
te, avanzaron victoriosamente desde la frontera norte hasta
la Ciudad de México, contribuyendo notablemente a la caí-
da del régimen de Huerta.
Tras la escisión revolucionaria, Obregón siguió sien-
do leal al constitucionalismo, cuyo Primer Jefe, don Venus-
tiano Carranza, le dio el mando militar supremo. Al frente
del Ejército de Operaciones, Álvaro Obregón avanzó desde
el puerto de Veracruz hasta el Bajío, donde derrotó a la
poderosa División del Norte en las dos batallas de Celaya,
la de Trinidad y la de Aguascalientes. En el transcurso de
la tercera de esas batallas perdió su brazo derecho, no en
Celaya, como comúnmente se cree, sino en Santa Ana del
Conde.
Luego de la derrota del villismo, Obregón fue por un
tiempo secretario de Guerra, y apoyó a los jóvenes revo-
lucionarios que en el Congreso Constituyente impulsaron
los artículos de mayor contenido social de nuestra Carta
Magna. En 1919 lanzó su candidatura a la Presidencia y
recorrió el país en una exhaustiva campaña electoral, en
medio de la cual numerosos jefes militares se levantaron
en armas contra el gobierno de Venustiano Carranza, rebe-
lión que terminó con el asesinato del presidente y el ascen-
81
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
so al poder de Adolfo de la Huerta, partidario de Obregón y
jefe de la rebelión.
En 1920 Obregón tomó posesión de la Presidencia,
y su mandato se señaló por el inicio de la reconstrucción
nacional y la puesta en vigor de algunas importantes re-
formas sociales emanadas de la Revolución, así como la
capacidad de sus colaboradores, pero este ímpetu se fre-
nó en diciembre de 1923, cuando una parte importante
del Ejército se levantó en armas para frenar la candidatu-
ra presidencial de Plutarco Elías Calles, a quien Obregón
apoyaba.
Vencida la revuelta luego de una campaña militar
en que brilló otra vez su genio militar, Obregón aparentó re-
tirarse de la política, pero sus partidarios impulsaron una
reforma constitucional que le permitió contender una vez
más por la suprema magistratura y ganar las elecciones de
1928, aunque no volver a la Presidencia, pues fue asesina-
do el 17 de julio de aquel año.
82
Pedro Salmerón
tuvieron a los federales en la estación Santa Rosa, y once
días después, en Santa María, la columna federal fue des-
pedazada. En estas dos batallas, sobre todo la segunda,
apareció el genio militar de Obregón, que antes de entablar
batalla había reducido fríamente las posibilidades comba-
tivas del enemigo, realizando una serie de maniobras igno-
radas o imprevisibles para el mando federal. Con esas ba-
tallas, los revolucionarios aseguraron el control del estado
de Sonora, salvo el puerto de Guaymas, que quedó sitiado
por las fuerzas yaquis del general Salvador Alvarado, hasta
la caída del régimen de Huerta.
Al frente de las columnas principales, Obregón se
internó en el estado de Sinaloa y unido con los revolucio-
narios de ese estado, puso sitio a Culiacán. Siguiendo su
costumbre, Obregón estudió cuidadosamente el terreno y
las posiciones enemigas antes de ordenar que empezaran
los combates, el 9 de noviembre. Cinco días después, el día
14, la capital sinaloense había caído en sus manos. Como
en todas sus batallas, las bajas habían sido mínimas y esta
vez la victoria fue muy bien explotada, pues el enemigo fue
perseguido y diezmado por los hombres de los generales
Manuel M. Diéguez y Lucio Blanco, jefe coahuilense recién
incorporado a las fuerzas del Noroeste.
Tras sitiar Mazatlán que, igual que Guaymas, no
sería tomada a viva fuerza debido a la protección de la arti-
llería pesada de las cañoneras de la armada, las fuerzas de
Diéguez y Blanco, junto con las del sinaloense Rafael Buel-
na, limpiaron de federales el sur de Sinaloa y el territorio
nayarita. Finalmente, ya en 1914, los revolucionarios del
noroeste cruzarían la Sierra Madre para presentarse fren-
83
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
te a Guadalajara, en cuyas cercanías Obregón cosecharía
una de las mayores victorias de su carrera: la batalla de
Orendáin y El Castillo, librada los días 6 al 8 de julio.
84
Pedro Salmerón
cia que carecían de una fuerte guarnición federal cayeron
en manos de los variopintos grupos rebeldes. Estos repitie-
ron el patrón de levantamiento popular de 1910, pero con
mayor efectividad y rapidez, pues además de que ya cono-
cían el camino y no pocos de ellos estaban encuadrados
en regimientos irregulares, ahora tenían más experiencia y
confiaban en sus dirigentes regionales. Pronto estaban al
frente de activas y peligrosas partidas Pancho Villa, Tori-
bio Ortega, Tomás Urbina, Maclovio Herrera, Manuel Chao
y Rosalío Hernández, a quienes seguían una cauda nada
despreciable de jefes de menor importancia. Cada una de
estas partidas se levantó en armas por su cuenta, y por su
cuenta hizo la guerra durante los primeros meses, sin que
se reconociera más liderazgo que el nacional de Venustiano
Carranza. Es importante señalar que, a diferencia de los de
Sonora y Coahuila, casi todos estos jefes eran de extracción
rural y popular.
85
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
el mando de los revolucionarios de la Comarca Lagunera:
Eugenio Aguirre Benavides, Juan E. García, José Isabel
Robles, Sixto Ugalde Guillén, Raúl Madero González y Ben-
jamín Yuriar.
Los principales jefes se reunieron en la casa grande
de la hacienda, y Pancho Villa, quien los había convocado
en ese lugar para planear el ataque a la cercana ciudad
de Torreón, tomó la palabra diciendo que las necesidades
de la campaña exigían la unificación de todas esas fuerzas
bajo un mando común, por lo que proponía que de inme-
diato se eligiera, de entre los presentes, a un jefe que asu-
miera dicha responsabilidad, para lo cual Pancho Villa se
proponía a sí mismo, o a Tomás Urbina y Calixto Contreras
como opciones alternativas.
Siguieron en el uso de la palabra varios de los pre-
sentes sin hacer otra cosa que darle vueltas al asunto, has-
ta que el coronel Juan N. Medina explicó claramente la si-
tuación, mostrando que cuanto podía alcanzarse mediante
la lucha guerrillera se había alcanzado ya, y que era llegado
el momento de pasar a la guerra regular o estancarse y ce-
der la iniciativa al enemigo, y la guerra regular, dijo, reque-
ría una organización superior y una indiscutible unidad de
mando.
A la exposición de Medina siguió un instante de si-
lencio que interrumpió el general Calixto Contreras, quien
se puso de pie y tras rechazar su candidatura por no con-
siderarse capacitado para asumir la enorme responsabi-
lidad que el nuevo mando implicaba, resaltó, como contó
después un testigo presencial, “el prestigio del general Villa,
como hombre de armas y experiencia, indiscutible valor y
86
Pedro Salmerón
capacidad organizadora y pide a todos que reconozcan a
Francisco Villa como jefe de la División del Norte”. Enton-
ces terminaron las vacilaciones y todos a una voz y sin ma-
yores discusiones, aclamaron a Pancho Villa como jefe.
Así nació la División del Norte y, con ella, apareció
en escena el villismo como movimiento revolucionario au-
tónomo y con características propias.
87
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
En Chihuahua realizó actividades legales, tanto
la muy humilde de peón de albañil, como la audaz y res-
petada de conductor de metales preciosos desde la sierra
hasta las estaciones del ferrocarril, combinándola con el
robo de ganado vacuno, que para muchos rancheros de
Chihuahua implicaba una elemental retribución de la acu-
mulación de tierras perpetrada por los hacendados. Tam-
bién era gallero y criador de caballos, lo que le daba gran
prestigio y le permitió tejer una tupida red de amistades y
compadrazgos entre los rancheros de Chihuahua.
En 1910, cuando don Abraham González lo invitó a
participar en la Revolución como capitán, Pancho Villa te-
nía 32 años. Era un jinete infatigable y diestrísimo, infalible
tirador de pistola y magnífico conocedor de las sierras, pa-
rajes y caminos del sur y occidente de Chihuahua. Había
dirigido a pequeños grupos de hombres armados, lo mismo
abigeos que arrieros de las minas. Era de buena presencia y
de fácil trato, salvo en sus momentos de cólera, que podían
ser terribles. Odiaba con encono (de hecho, su odio por los
hacendados de Durango parece ser una de las principales
causas que lo llevó a la lucha armada) y apreciaba el valor
y la lealtad como virtudes cardinales. Era decidido y poseía
una inagotable energía. No fumaba ni bebía, pero era extre-
madamente mujeriego. Tenía una inteligencia natural poco
común, muy aguda, pero muy escasamente cultivada: aún
se discute si para 1910 sabía leer y escribir o aprendió esas
artes en la cárcel, en 1912. Todo esto indica que varias de
sus características como jefe militar podían presuponerse
en su experiencia anterior, pero sus verdaderas cualidades
carismáticas como conductor de hombres, como caudillo
revolucionario, sólo aparecerían en la lucha.
88
Pedro Salmerón
89
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
catapulta sobre el enemigo para coronar el éxito de una
victoria. Era algo así como una pequeña guardia imperial,
semejante a la que usaba le petit caporal para remachar
con broche de oro alguna de sus brillantes batallas”.
Los hombres que integraban la escolta eran expe-
rimentados y valientes, y de ellos surgieron generales afa-
mados. Transmitían órdenes verbales a los jefes de las cor-
poraciones, que se tomaban como si vinieran del propio ge-
neral en jefe; cooperaban para hacer entrar en combate en
orden a las fuerzas de la División; en los avances de la Divi-
sión se distribuían por grupos en las brigadas para formar
un cuerpo permanente de enlace con el Cuartel General; y
al mismo tiempo tenían como misión más delicada escoltar
y darle seguridad a Villa. Eran tan eficaces y afamados que
muchas veces bastaba su sola presencia para intensificar
las acciones de guerra en un punto dado: eran la élite de
la oficialidad villista, una verdadera punta de lanza y un
cuerpo que adquirió estatura legendaria.
90
Pedro Salmerón
brar gobernador de un estado que llevaba tres años de una
guerra que había destruido buena parte de sus bases eco-
nómicas. Faltaban trabajo, alimento y dinero circulante.
Pancho Villa había palpado los sentimientos de
desilusión y amargura que numerosos revolucionarios ex-
perimentaron tras los Acuerdos de Ciudad Juárez y por lo
poco que obtuvieron durante el gobierno maderista, y sabía
que tenía que ofrecer resultados concretos a las demandas
populares, sin enajenarse la simpatías de los sectores ma-
deristas de la clase media. Para enfrentar los retos que su-
ponía la administración de un estado enorme y complejo,
Villa formó su gobierno con intelectuales maderistas que
resolvían los problemas prácticos, sin quitarle nunca el po-
der de decisión.
Una vez organizado el gobierno y resueltas las nece-
sidades más apremiantes, el 12 de diciembre Pancho Villa
publicó un documento espectacular y de hondas repercu-
siones, algunas de ellas inmediatas: el “Decreto de confis-
cación de bienes de los enemigos de la Revolución”, que
entregaba al gobierno revolucionario las inmensas riquezas
de la oligarquía agrupada en torno a los gobernadores por-
firistas Luis Terrazas y Enrique Creel (yerno del anterior,
que también fue secretario de Relaciones Exteriores).
Al triunfo de la causa, decía el decreto, una ley re-
glamentaria determinaría lo relativo a la distribución de
esos bienes que, en tanto, serían administrados por el Ban-
co del Estado, creado por otro decreto del mismo día, con
esos bienes como garantía de capital. Esos recursos, ad-
ministrados por revolucionarios de confianza, permitieron
financiar el aparato militar villista así como su política so-
91
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
cial, durante los dos años que la División del Norte dominó
Chihuahua.
Pancho Villa expulsó a los españoles, persiguió la
especulación y el bandolerismo, encabezó un multitudi-
nario acto de reivindicación de Abraham González, cuyos
restos fueron exhumados para enterrarlos en un mausoleo
en el panteón de Chihuahua. En fin: gobernaba “a la ran-
chera”, convencido de que las artes y prácticas del gobierno
eran “extraordinariamente innecesarias y enredosas”. Sus
colaboradores, sobre todo Silvestre Terrazas, Sebastián
Vargas y Manuel Chao, se encargaban de darle forma a
sus decisiones. De esa manera trazó la política revolucio-
naria de Chihuahua, que sería la base del proyecto villista.
Al mismo tiempo Chihuahua estaba recuperando la paz
perdida, en parte como resultado de la popularidad de las
acciones antes reseñadas y en parte también por la cre-
ciente potencia de fuego y la movilidad de las columnas vi-
llistas enviadas a perseguir a los orozquistas, magonistas y
meros bandidos, que en la segunda quincena de diciembre
fueron rindiéndose en masa.
El 7 de enero de 1914, poco más de cuatro semanas
después de convertirse en gobernador de Chihuahua, Pan-
cho Villa renunció en respuesta a una “sugerencia” del Pri-
mer Jefe, quien le pidió que resignara esa responsabilidad
en Manuel Chao. Villa entregó el gobierno y salió a Ojinaga
a acabar con el último bastión huertista del estado, para
dedicarse, al regresar, a la organización del Ejército. Ahora
bien, con la renuncia al gobierno del estado no cedía Villa el
poder real, asegurado por su mando militar y porque había
promulgado un decreto según el cual, el poder residía en
última instancia en el mando militar.
92
Pedro Salmerón
93
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
de armas. En esos cruentos combates, los villistas derrota-
ron en el campo de batalla a los mejores comandantes del
Ejército Federal y destruyeron dos poderosas divisiones
que sumaban más de 22,000 soldados: la mayor concen-
tración de hombres y poder de fuego hecha por el gobierno
de Huerta para resistir a la Revolución.
Conquistada La Laguna, los villistas se preparaban
a marchar rumbo al sur, pero Carranza les pidió que to-
maran Saltillo. Los jefes populares de la División del Norte
discutieron esa orden, pues veían en ella la mala fe que
don Venustiano empezaba a cultivar contra ellos, pero Villa
cortó de tajo la discusión diciendo:
“—Bueno, vamos a darle gusto al Jefe. El Jefe quie-
re que le tomemos Saltillo, pues vamos a tomársela en el
acto...”
Había en la región de Saltillo 15,000 huertistas
mandados por Joaquín Mass, de los que 5,000 estaban
destacados en la estratégica estación de Paredón. Para el
general Felipe Ángeles, ameritado y pundonoroso militar
de carrera incorporado al villismo, la presencia de esos
5,000 hombres en Paredón carecía por completo de senti-
do, y recomendó una sigilosa marcha que permitiera a par-
te de los villistas caer sorpresivamente sobre las posiciones
federales, mientras fuerzas de caballería ligera cortaban la
retirada de los mismos.
Los movimientos previos permitieron que, el 17 de
mayo de 1914, ocho mil jinetes realizaran la carga de caba-
llería más espectacular de la Revolución, despedazando a
los federales en menos de media hora. Las restantes fuer-
zas huertistas evacuaron Saltillo más que aprisa y el 20
94
Pedro Salmerón
de mayo el general villista José Isabel Robles entró en la
capital de Coahuila sin disparar un tiro.
95
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
giendo sus mayores esfuerzos contra los cerros de la Bufa
y el Grillo, que eran los pilares de la estrategia defensiva. A
la una de la tarde las alturas del Grillo cayeron en manos
de los revolucionarios y los cañones que la defendían fue-
ron volteados contra las propias posiciones federales. Poco
después fue tomado el Grillo, y los defensores de las demás
fortificaciones huyeron rumbo a la ciudad.
Zacatecas era indefendible y los federales intenta-
ron huir por el camino de Guadalupe, pero las reservas
villistas los coparon, obligándolos a regresar. Sólo un pu-
ñado de gobiernistas pudo escapar. Para las cinco de la tar-
de se había consumado la destrucción completa del último
ejército huertista puesto en el camino de la hasta entonces
invencible División del Norte.
Con la victoria del ejército villista se selló el destino
del gobierno emanado del Cuartelazo de la Ciudadela, aun-
que éste tardó dos meses en caer porque las rencillas entre
los revolucionarios detuvieron en Zacatecas a la División
del Norte.
48. ¿Cómo contribuyeron los zapatistas a la
destrucción del antiguo régimen?
96
Pedro Salmerón
liano Zapata Jefe Supremo de la Revolución, sin importarle
a los surianos lo que ocurría en Coahuila, donde Carranza
había llamado a un movimiento nacional contra Huerta.
Para entonces Emiliano no sólo era el jefe de los
campesinos de Morelos que se habían rebelado contra el
gobierno de Madero: numerosos grupos agraristas habían
prohijado el Plan de Ayala y aceptaban su liderazgo en los
estados vecinos de Guerrero, Puebla y México, pero tam-
bién en Oaxaca, Michoacán, Hidalgo, Sinaloa, Tlaxcala,
Chihuahua y otros lugares. El régimen de Huerta respon-
dió con una feroz ofensiva contra los guerrilleros y los pue-
blos de Morelos, que Zapata eludió enviando la mayor parte
de sus efectivos y sus apoyos a Puebla y a Guerrero, estado
cuya difícil geografía aprovechó Zapata correctamente para
hacerse de una nueva y sólida base de apoyo.
Una hábil campaña guerrillera, en la que empleó al
máximo el escaso material de guerra de que podía dispo-
ner, le permitió a Emiliano mantener ocupados a los fede-
rales en Morelos y el sur de Puebla mientras él iba cercan-
do las ciudades de Guerrero. El 24 de marzo de 1914 tomó
Chilpancingo y el 8 de abril Iguala, dejando a los huertistas
únicamente el puerto de Acapulco. Inmediatamente des-
pués, cambió el centro de operaciones a Morelos y el sur
del estado de México, donde pronto tuvo bajo su control
todo el campo y las poblaciones pequeñas. A fines de mayo,
Emiliano sitió Cuernavaca y arreció la ofensiva en el sur de
los estados de México y Puebla y en las poblaciones rurales
del sur y el poniente del Distrito Federal.
A la vez que dirigía esta ofensiva final, que coincidía
temporalmente con la que en el norte lanzaban los consti-
97
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
tucionalistas, Zapata buscó definir cuidadosamente su po-
sición política frente a los revolucionarios norteños, mucho
más poderosos en términos militares, con los que pronto
tendría que tratar. De ese modo, el 19 de julio Zapata y los
principales jefes del sur redactaron un “Acta de Ratifica-
ción del Plan de Ayala”, en la que enfatizaban que el obje-
tivo de la Revolución era la mejoría económica del pueblo
mexicano y no un simple cambio del personal de gobierno.
También, se comprometían a no cejar en la lucha hasta
que los postulados agraristas del Plan de Ayala se convir-
tieran en preceptos constitucionales.
De ese modo, cuando el 13 de agosto de 1914 los
restos del gobierno de Huerta y del Ejército Federal se rindie-
ron ante los generales Álvaro Obregón y Lucio Blanco, jefes
constitucionalistas que estaban al frente de su ejército a las
puertas de la capital de la República, los zapatistas domina-
ban los estados de Morelos y Guerrero (salvo Acapulco), el
sur de los estados de México y Puebla; formaban un arco de
fuego en las poblaciones del sur y el oeste del Distrito Fede-
ral, desde Milpa Alta hasta Tacubaya, amenazando la capi-
tal de la República; tenían numerosos simpatizantes entre
los revolucionarios de otros estados; y habían ratificado su
independencia política y su firme voluntad agrarista. Emilia-
no no era más el charro de Anenecuilco, ahora, al frente de
cerca de 30,000 hombres, era el Caudillo del Sur.
99
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
una eficaz campaña en la que brillaron jefes como Agustín
Millán, Antonio Portas, Miguel Alemán, Guadalupe Sán-
chez, Gabriel Gavira, Heriberto Jara y Adalberto Tejeda. En
Michoacán destacaron los generales Gertrudis Sánchez y
Joaquín Amaro, junto con los guerrerenses de la familia
Figueroa, expulsados de ese estado por los zapatistas; en
el sureste Carlos Greene y Domingo Ramírez Garrido; en
Puebla Gilberto Camacho; en Hidalgo Nicolás Flores... en
fin, tantos hombres que dieron a la Revolución una autén-
tica dimensión nacional.
100
Pedro Salmerón
deaba, por segunda vez en la historia, sobre el puerto de
Veracruz.
La reacción fue inmediata: en todo México hubo
grandes manifestaciones antinorteamericanas, y miles de
mexicanos se ofrecieron como voluntarios para combatir
al ejército invasor. El jefe de la Revolución contra el gobier-
no de Huerta, don Venustiano Carranza, exigió la retirada
de los marines y aunque los ejércitos revolucionarios no
entraron en conflicto con las fuerzas estadounidenses, la
resistencia popular en Veracruz, la reacción del pueblo de
México y del Jefe de la Revolución, obligaron a Wilson a
detener ahí la agresión: sus soldados ocuparían por unos
meses el puerto de Veracruz, pero en contra de sus planes
originales, no avanzaron más.
Con ello fracasaba la política del presidente esta-
dounidense Woodrow Wilson, quien había intentado por
distintos medios y a través de los diversos grupos políticos
mexicanos, dirigir de trasmano la política de nuestro país,
sin encontrar en ninguna de las facciones mexicanas el re-
sultado que apetecía.
Wilson estaba sumamente disgustado con la políti-
ca del presidente Victoriano Huerta, como lo había estado
su predecesor, William H. Taft, con Porfirio Díaz primero y
con Francisco I. Madero después; y de la misma manera
que Taft había contribuido a la caída de Díaz en 1911 y a
la de Madero en 1913 (a través de su siniestro embajador,
Henry Lane Wilson), Woodrow Wilson quiso acelerar el fin
del gobierno de Huerta en 1914, pero no esperaba la enér-
gica y patriótica respuesta de Venustiano Carranza.
Contrariamente a las expectativas de Wilson, la de-
rrota de Huerta y la victoria de los revolucionarios aumen-
101
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
taron los problemas a los que Estados Unidos se enfren-
taba en México, y la única manera que tuvo Wilson para
distender las relaciones con las facciones revolucionarias
fue la retirada incondicional de los marines que ocupaban
el puerto de Veracruz, quedando claro que a pesar de su
poderío superlativamente mayor, la gran potencia del con-
tinente no podía obtener siempre lo que deseaba, ni aun
usando la fuerza.
102
Pedro Salmerón
Mass, obedeciendo las órdenes de Huerta, retiraba a sus
soldados a Tejería.
En la madrugada del 22 de abril siguieron desem-
barcando los marines, hasta sumar más de 3,000 hom-
bres. A pesar de su poder de fuego, los vecinos del puerto
siguieron disparándoles desde sus casas al paso del par-
que Juárez, en la avenida Emparán y desde la Escuela Na-
val, cañoneada por media docena de navíos enemigos que,
finalmente, demolieron el edificio.
Destruida la Escuela Naval, terminó la resistencia
de los alumnos y los vecinos abandonados por los soldados,
que desde tejería escuchaban el cañoneo. Habían muerto
19 marines y 47 fueron heridos. En México se aclamarían
los nombres de los oficiales y cadetes muertos, elevándolos
casi a la altura mítica de los niños héroes de Chapultepec.
103
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
ocupó Colima y dejó a Juan Cabral sitiando Manzanillo. En
los últimos días de julio la vanguardia del Ejército tomó La
Piedad e Irapuato y libró en la hacienda de Temascalco un
fuerte combate que terminó con los federales del estado de
Guanajuato. El 1º de agosto se encontraron en Querétaro
los generales Álvaro Obregón y Pablo González, jefes de los
ejércitos del Noroeste y del Noreste. Fuerzas de don Pablo
salieron rumbo a Pachuca y Toluca, que ocuparon casi sin
combatir, mientras Obregón avanzaba directamente a la
Ciudad de México, llegando el 10 de agosto a Teoloyucan.
Ahí empezó a concentrar a sus 18,000 hombres, más los
del Ejército del Noreste, preparando lo que pensaba que
sería la batalla definitiva, pero el Ejército Federal ya no te-
nía fuerzas ni ganas que oponer a la revolución victoriosa.
También hay que decir que los zapatistas habían tomado
Cuernavaca y casi todas las poblaciones del sur y el po-
niente del Distrito Federal, desde Tacubaya hasta Tlalpan,
rodeando la capital de la República con un semicírculo de
fuego.
104
Pedro Salmerón
Con este acto simbólico culminó el colapso del Esta-
do penosamente construido durante el régimen de Porfirio
Díaz. La Revolución, finalmente, había subvertido todo el
orden político de la nación. Habían desaparecido los tres
poderes de la Unión; el personal ejecutivo de los cuatro ni-
veles de gobierno había sido cambiado por completo, o iba
a terminar de serlo al aplicarse los Acuerdos; los partidos
políticos, los periódicos nacionales, las organizaciones que
respaldaron a la dictadura, el Ejército Federal, la marina,
los rurales de la federación, en fin, todas las instituciones
del Estado, fueron barridas por el huracán revolucionario y
algunas estaban siendo sustituidas por otras nuevas.
Los llamados Acuerdos son, en realidad, dos actas:
una que acuerda la entrega de la capital de la República
al ejército encabezado por el general Obregón, firmada por
el licenciado Eduardo Iturbide, gobernador del Distrito Fe-
deral y máxima autoridad política del extinto régimen de
Huerta, pues se habían fugado sucesivamente el general
Victoriano Huerta y su intrascendente sucesor, el licencia-
do Francisco Carbajal, presidente interino de la República.
El segundo documento es el acta de rendición y desarme
del Ejército Federal y de la Armada de México, firmado por
Obregón y Blanco en representación del Ejército Constitu-
cionalista, el general Gustavo Salas en representación del
Ejército Federal y de su comandante en jefe, general José
Refugio Velasco, y por el almirante Othón P. Blanco por la
Armada nacional.
En este segundo documento, se especificaba que el
principal contingente del Ejército Federal evacuaría la Ciu-
dad de México y sería desarmado a lo largo del ferrocarril
105
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
México-Puebla por comisionados del señor Carranza; la en-
trega y disolución de las guarniciones federales en el puerto
de Manzanillo, Córdoba y Xalapa, así como las jefaturas de
armas de Chiapas, Tabasco, Campeche y Yucatán; la sus-
titución de las guarniciones federales de las poblaciones del
sur del Distrito Federal, que mantenían una línea defensiva
contra el Ejército Libertador del Sur, del general Emiliano
Zapata; y la concentración de los barcos de la Armada en
los puertos de Manzanillo y Puerto México (Coatzacoalcos)
para su entrega a los comisionados constitucionalistas.
Si el objetivo de una revolución política es la des-
trucción de las estructuras e instituciones del Estado, en
ese momento había coronado sus objetivos. Faltaba, sin
embargo, decidir cómo iban a ser sustituidas esas insti-
tuciones y, sobre todo, resolver lo relativo a la revolución
social.
106
Pedro Salmerón
nencia del Ejército Constitucionalista en la Revolución, ni
el liderazgo de su Primer Jefe, y ahora, destruido el antiguo
régimen, los surianos veían frente a sus posiciones milita-
res un nuevo enemigo.
Pero también en las filas del victorioso Ejército Cons-
titucionalista había diferencias evidentes, que se agrava-
rían rápidamente, al grado de que fracciones de ese ejército
empezaron a combatir entre sí, sobre todo en el estado de
Sonora, antes de que pasara una semana de la firma de los
Acuerdos de Teoloyucan y la entrada triunfal de los jefes
constitucionalistas a la Ciudad de México.
Formalmente, el Ejército Constitucionalista había
llevado casi todo el peso de la lucha contra el gobierno
de Victoriano Huerta. Formalmente, salvo las fuerzas del
Ejército Libertador del Sur, los revolucionarios de todo el
país estaban incorporados de una u otra forma al Ejército
Constitucionalista. Formalmente, era indiscutible el carác-
ter de Venustiano Carranza como Primer Jefe del Ejército
Constitucionalista y encargado del Poder Ejecutivo, que se
había otorgado o le habían otorgado los revolucionarios de
Coahuila mediante el Plan de Guadalupe. Sin embargo, en
agosto de 1914 estaba más que claro que numerosos gru-
pos habían aceptado la jefatura de Carranza únicamen-
te mientras durara la lucha contra Huerta, y que vencido
ese gobierno su jefatura, y la misma existencia del Ejérci-
to Constitucionalista, ya no tenían razón de ser. Entre las
personalidades y grupos que tenían esa convicción desta-
caban, por su fuerza y su prestigio, los jefes de la División
del Norte, que aparecía como la más poderosa de las gran-
des unidades militares de la Revolución.
107
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Para los vencedores era obvio que una vez desaparecido de
la escena el Ejército Federal, no tardaría en producirse la
escisión del constitucionalismo, latente desde diciembre de
1913, al menos, y bien visible desde mediados de junio de
1914. Así ocurrió en efecto, pero no de manera automática
ni sencilla: los tres meses que siguieron a los Acuerdos de
Teoloyucan son de los más complicados de nuestra histo-
ria y, al cabo de ellos, la guerra civil, apenas interrumpida,
reinició con más fuerza enfrentando ahora a los revolucio-
narios victoriosos divididos en Constitucionalistas y Con-
vencionistas.
108
Pedro Salmerón
cuando ordenó a Villa que tomara Saltillo, y mientras lo
hacía, el Primer Jefe viajó a Durango para conspirar activa-
mente contra el avance villista.
En Durango, Carranza ordenó que fuerzas no vi-
llistas de ese estado, sumadas a los zacatecanos de Pánfi-
lo Natera, asaltaran la capital de ese estado, última plaza
fuerte federal que había entre los dominios villistas y el cen-
tro del país. Pronto quedó claro para todo mundo que se
trataba de una maniobra de Carranza para cerrar el paso
a la División del Norte, pero cuando la flamante división de
Natera fue incapaz de tomar Zacatecas, Carranza ordenó a
Villa fragmentar la División del Norte para reforzar a aquél.
El resultado fue un áspero intercambio telegráfico, los días
10 a 14 de junio de 1914, que terminó cuando los genera-
les villistas decidieron desconocer la autoridad del Primer
Jefe, desobedecer sus órdenes y agruparse retadoramente
en torno al Centauro del Norte, arrojando el guante a Ca-
rranza, en cuyas órdenes no veían ya otra cosa que autori-
tarismo, malevolencia y doble juego. La escisión revolucio-
naria, que tantas vidas cobraría, estaba en marcha.
La División del Norte desobedeció a Carranza y tomó
Zacatecas, pero no pudo continuar su marcha porque el
Ejército del Noreste amenazó su flanco. Como aún vivía el
régimen huertista, representantes de ambos ejércitos con-
ferenciaron en Torreón y llegaron a un acuerdo el 8 de julio
que pospuso la ruptura y permitió a los nordestinos parti-
cipar en la ofensiva final contra el huertismo, mientras los
villistas aguardaban en sus posiciones. Sin embargo, tan
pronto cayó Huerta, quedó claro que las diferencias entre
unos y otros trascendían con mucho las meras rencillas
109
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
personales, y tras el fracaso de varios intentos de negocia-
ción, el 22 de septiembre los jefes de la División del Norte
rompieron abiertamente con Carranza, a quien señalaron
como un traidor a la Revolución que estaba construyendo
un nuevo despotismo centrado en su persona.
110
Pedro Salmerón
inicio a una nueva guerra civil, que fue postergada por las
acciones conciliatorias emprendidas por un grupo de ge-
nerales que llegaron al acuerdo de citar en Aguascalientes
a una convención de los jefes revolucionarios de todas las
tendencias.
Cuatro grupos estuvieron representados en la con-
vención: los carrancistas, los villistas, los zapatistas y los
independientes, que debatieron acaloradamente durante
largos días, sin llegar a ningún acuerdo de fondo. Como
asamblea pacificadora la Convención fue un rotundo fra-
caso, pero como escaparate de las grandezas y miserias,
las ambiciones, el idealismo y la ingenuidad de los revolu-
cionarios mexicanos, fue magnífica. Pronto se hizo eviden-
te que no existía conciliación posible entre los carrancistas
y los villistas, aliados con los zapatistas, y cuando el 1º de
noviembre los convencionistas designaron al general Eula-
lio Gutiérrez como presidente provisional de la República,
se consumó la ruptura, pues Carranza no reconoció la au-
toridad emanada de la asamblea.
La Convención se mudó entonces a la ciudad de
México, convertida en órgano deliberativo y legislativo de la
facción villista y zapatista y, como tal, tuvo su propia histo-
ria. Sea como fuere, la Convención de Aguascalientes fue el
primer gran foro en el que los revolucionarios discutieron
los grandes problemas nacionales.
111
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Aguascalientes, nació en el rancho de Santo Domingo, mu-
nicipio de Ramos Arizpe, Coahuila, en 1881. Estudió la pri-
maria en Ramos Arizpe y preparatoria trunca en la ciudad
de Saltillo, alternando los estudios con el cuidado de los
rebaños familiares.
Muy joven aún, se trasladó a Concepción del Oro,
Zacatecas, donde trabajaba una pequeña mina de su pro-
piedad, en una región que se caracterizaba por la minería
marginal basada en pequeñas empresas. Casi recién llega-
do, en 1899, tomó parte en uno de esos motines, comunes
en el norte del país, contra la imposición de nuevas autori-
dades municipales por el gobernador del estado. Siete años
después, siendo ya distribuidor de Regeneración, participó
en un motín magonista que terminó con el incendio del Pa-
lacio Municipal y del mercado público. Cuando el motín fue
sofocado por la autoridad, se exilió unos meses en los Es-
tados Unidos, donde trabajó directamente con la junta del
Partido Liberal Mexicano, lo que no impidió que transitara
al maderismo en 1909. En noviembre de 1910 se levantó
en armas al frente de un pequeño grupo de rancheros y
mineros de la región, cayendo preso de los federales el 11
de abril de 1911.
Liberado tras los Acuerdos de Ciudad Juárez, fue
electo presidente municipal de Concepción del Oro y orga-
nizó un grupo de hombres armados con los que combatió
al orozquismo y a los que condujo a partir del 19 de febrero
de 1913 en la lucha contra Huerta. Eulalio fue el primer
presidente municipal que desconoció formalmente al go-
bierno de Huerta, sin esperar a ver quién más lo hacía.
Durante la Revolución Constitucionalista dirigió
una intransigente campaña guerrillera en los límites de los
112
Pedro Salmerón
estados de Zacatecas, Coahuila y San Luis Potosí y cuando
el Ejército del Nordeste tomó la capital de este último esta-
do, fue designado gobernador del mismo, carácter con el
que asistió a la Convención de Aguascalientes.
Fue electo presidente por los delegados de la Con-
vención porque muchos revolucionarios lo veían como el
prototipo del ciudadano armado honesto y sin ambiciones,
pero sobre todo, por la virtud negativa de no representar a
nadie ni estar comprometido a fondo con nadie: cuando se
eliminaron mutuamente las propuestas naturales de los
generales Felipe Ángeles, candidato de los villistas, y Anto-
nio I. Villarreal, candidato de los carrancistas y muchos in-
dependientes, el general Obregón pidió que se suspendiera
la sesión, y negociando suavemente con todos los grupos,
logró convencer a la mayoría de votar por Eulalio Gutiérrez,
quien derrotó al sonorense Juan Cabral, por quien votaron
en bloque los villistas.
Eulalio Gutiérrez llegó a la Presidencia con los ve-
leidosos votos de la frágil mayoría “independiente” y sin el
apoyo real de los grupos y delegados que más pesaban, con
la única excepción del general Obregón, cuya posición era
bastante precaria y que no tardó en abandonar el barco
convencionista.
113
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
para negociar con él y convencerlo de aceptar su cese. La
Comisión estuvo integrada por los generales Álvaro Obre-
gón, Antonio I. Villarreal, Eugenio Aguirre Benavides y
Eduardo Hay, que de inmediato partieron rumbo a Pue-
bla, donde suponían que estaba don Venustiano. Luego de
varios desaires, fueron recibidos por Carranza en Córdo-
ba, Veracruz, cuando la guerra civil era un hecho, y los
miembros de la delegación, con excepción del villista Agui-
rre Benavides, se subordinaron al señor Carranza y ya no
regresaron a Aguascalientes.
En la única entrevista que don Venustiano sostuvo
con la Comisión, antes de que ésta se disolviera, expuso
con toda claridad su posición: Carranza se negaba a re-
nunciar a su jefatura porque tenía la certeza de representar
el único poder legítimo de la República y la única fuerza ca-
paz de hacer que el país retomara la senda del orden cons-
titucional, y estaba igualmente convencido de que entregar
el poder a Villa y Zapata o a un gobierno que no tuviera la
fuerza suficiente para contrarrestar la de esos caudillos,
sería poner al país en manos del más desbordado y atrabi-
liario militarismo.
114
Pedro Salmerón
para romper sus compromisos con la asamblea, pues el
acuerdo que exigía el cese de Carranza obligaba también al
de Pancho Villa.
El 15 de noviembre de 1914 la División del Norte
atacó las posiciones avanzadas que el general Teodoro Eli-
zondo, de las fuerzas de Pablo González, tenía en los lí-
mites de Guanajuato con Aguascalientes. En un avance
arrollador, los villistas destruyeron o pusieron en fuga a los
20,000 hombres del Ejército del Noreste que Pablo Gon-
zález había situado en los estados de Guanajuato, Queré-
taro e Hidalgo, mientras las fuerzas de Obregón y el señor
Carranza se refugiaban en el puerto de Veracruz. El 7 de
diciembre, las fuerzas villistas y zapatistas desfilaron triun-
falmente por las calles de la ciudad de México en lo que
parecía el epílogo de una breve campaña que, en realidad,
apenas iniciaba.
60. ¿Cómo ocurrió el encuentro entre Villa y Zapata?
115
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
presentantes y consejeros, de modo que cuando sus hom-
bres ocuparon la capital de la República, luego de obligar
a los carrancistas a retroceder hacia Puebla y Veracruz,
el primer propósito de ambos caudillos fue encontrarse y
consolidar la alianza.
En muestra de cortesía, ese 4 de diciembre fue Pan-
cho Villa quien se dirigió al territorio controlado por Zapata,
dejando a sus hombres en Tacuba. Al llegar a Xochimilco
fue recibido con gran entusiasmo tanto por la población
como por los soldados zapatistas. Los caudillos se dieron
un abrazo, y tras intercambiar algunas palabras y brindar
por el triunfo del pueblo en armas, se retiraron a un salón
privado donde decidieron los límites territoriales de su po-
der y la estrategia militar para enfrentar al carrancismo.
116
Pedro Salmerón
únicos lujos eran las altas mitazas de cuero y el águila de
divisionario en la gorra reglamentaria, respondía sonrien-
te a los vítores de la multitud. Del otro lado del Centauro,
soberbio y magnífico, cabalgaba el general Rodolfo Fierro.
Los seguían dieciocho mil hombres de las tropas del Sur, y
cerraban el desfile quince mil soldados villistas de las tres
armas encabezados por el afable y desgarbado general Fe-
lipe Ángeles.
Terminada la parada, Villa, Zapata y sus estados
mayores se dirigieron a Palacio Nacional, desde cuyo bal-
cón central el presidente Eulalio Gutiérrez y sus ministros
habían presenciado el desfile. Ministros y generales comie-
ron opíparamente y por fin, alguien les mostró el Palacio
a Zapata, Villa y sus acompañantes. Al ver una silla que a
Villa le pareció la Presidencial, se sentó en ella y algún fo-
tógrafo ambulante que luego vendió sus placas a Casasola,
inmortalizó el momento.
Ese fue, simbólicamente, el momento culminante
de la revolución campesina.
117
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Hacia el 15 de noviembre, cuando empezó la guerra don
Pablo González y los jefes del Nordeste y otros asimilados
a ellos tenían casi 70,000 hombres distribuidos de la si-
guiente manera: Pablo González, Teodoro Elizondo y Ja-
cinto B. Treviño tenían 20,000 hombres en los estados de
Guanajuato, Querétaro e Hidalgo; Cesáreo Castro, Pancho
Coss y Cándido Aguilar, 14,000 en los de Puebla, Tlaxcala
y Veracruz; Antonio I. Villarreal, Luis Caballero y Eulalio y
Luis Gutiérrez, cerca de 15,000 más en San Luis Potosí,
Coahuila, Nuevo león y Tamaulipas; Francisco Murguía,
7,500 en el Estado de México; Jesús Carranza, Jesús
Agustín Castro, Carlos Greene, Joaquín Mucel y Toribio de
los Santos, 7,000 más en el istmo de Tehuantepec, Tabas-
co, Chiapas y la Península de Yucatán.
Los caudillos del Noroeste leales a Carranza tenían
10,000 jinetes a las órdenes de Lucio Blanco, y 4,000 in-
fantes de Benjamín Hill, en la Ciudad de México; Manuel
M. Diéguez, con 6,000 en Jalisco; Ramón F. Iturbe con
5,000 en Sinaloa; Plutarco Elías Calles con 2,000 en la
frontera de Sonora; además de Álvaro Obregón y Salvador
Alvarado, que pronto recibirían importantes comandos.
Otros contingentes que optaron por el carrancismo fueron
los michoacanos de Gertrudis Sánchez y Joaquín Amaro.
Por su parte, los convencionistas tenían algunos
soldados más y mayor territorio bajo su control (práctica-
mente el resto del país, salvo Oaxaca y Baja California, do-
minados por grupos independientes), y la gran ventaja de
que todos sus territorios estaban comunicados, de manera
que podían movilizar sus soldados —como lo hicieron— de
un frente a otro con relativa rapidez. Esto les daba ventajas
118
Pedro Salmerón
en el corto plazo, siempre que actuaran con decisión; pero
estas ventajas se desvanecían y revertían en el mediano
plazo por varias razones más económicas y políticas que
militares: en primer lugar, no había unidad de mando en
el bando convencionista; en segundo lugar, no es que care-
cieran del todo de un proyecto alterno al constitucionalista,
sino que éste, en embrión, se iría construyendo a lo largo
de 1915; y en tercer lugar, los carrancistas eran dueños de
las regiones que generaban más recursos vía el comercio
internacional y la exportación de materias primas, sobre
todo el puerto de Veracruz; Mérida, Progreso y la región
henequenera; y la zona petrolera y su llave, Tampico, que
además de ser una fuente segura y constante de divisas,
era una gran herramienta de presión internacional en esos
momentos en que la Primera Guerra Mundial y el desarrollo
de los motores de explosión interna en las flotas guerreras
y mercantes, en los transportes militares y en la aviación
de guerra, hacían del petróleo un recurso estratégico. Esto
último es fundamental, porque a mediano plazo —cuestión
de semanas—, revertiría la precaria ventaja inicial de los
convencionistas.
119
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
pero casi todos sus hombres seguirían a lugartenientes
como Enrique Estrada y Gonzalo Novoa, que se mantuvie-
ron leales a Carranza).
En los siguientes días fue recorriendo su capital de
Puebla a Orizaba, de ahí a Córdoba y finalmente al puerto
de Veracruz, donde la instaló durante más de un año, al
abrigo de 10,000 hombres que ahí reunió Álvaro Obregón
(las divisiones de Benjamín Hill y Cándido Aguilar) y 10,000
más que tenía Salvador Alvarado en Puebla (los hombres
de Cesáreo Castro y Pancho Coss).
Desde la caída de Huerta, Carranza venía exigiendo
terminantemente al gobierno de los Estados Unidos que
los marines evacuaran el puerto de Veracruz, lo que ocu-
rrió el 23 de noviembre. Inmediatamente ocuparon el puer-
to los soldados de Cándido Aguilar, recibidos con delirante
entusiasmo por los patriotas jarochos.
Ante el empuje aparentemente incontenible de la
División del Norte, que redujo a humo los 20,000 hombres
de Pablo González, el puerto de Veracruz era un refugio
seguro que, además permitía a Carranza emular a Beni-
to Juárez. En virtud de que los buques de la Armada y el
ferrocarril transístmico estaban en manos de fuerzas ca-
rrancistas, Veracruz no era el último rincón del país sino la
entrada a la retaguardia estratégica carrancista, formada
por el Istmo y el sureste, inalcanzables para los ejércitos
villistas y zapatistas.
Más de un año permaneció el gobierno en Veracruz,
y durante esa temporada, mientras los ejércitos constitu-
cionalistas derrotaban a Pancho Villa y su División del Nor-
te en los campos de batalla, Venustiano Carranza y sus
120
Pedro Salmerón
colaboradores dieron forma a un gobierno revolucionario
que empezó a recoger muchas demandas populares, lo que
desembocaría en la convocatoria a un Congreso encargado
de elaborar una nueva Constitución. La primera de las de-
mandas recogidas por el gobierno de Carranza, que abrió
una nueva etapa política en la Revolución, fue la ley Agra-
ria redactada por Luis Cabrera y promulgada por decreto
el 6 de enero de 1915.
121
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
El primero de esos grupos operaría sobre Saltillo y
Monterrey, a las órdenes de Ángeles; el segundo, a las ór-
denes directas de Villa con Rodolfo Fierro como segundo,
sobre Guadalajara; el tercero, mandado por Tomás Urbina
y Manuel Chao, sobre Tampico; y el cuarto y menos impor-
tante, mandado por José E. Rodríguez, sobre Matamoros,
Tamaulipas.
Ángeles insistió de manera muy gráfica en su plan,
que los historiadores han considerado como el necesaria-
mente acertado: el plan de Villa, al dispersar las fuerzas de
la División contra enemigos secundarios, convertía en des-
ventajas todas las ventajas de su posición central y daba
al debilitado centro Constitucionalista el tiempo que nece-
sitaba para reorganizarse política y militarmente. Según
los historiadores, Ángeles, que veía la guerra y el país con
criterio nacional, tenía la razón desde cualquier punto de
vista y la decisión de Pancho Villa resultaría en el desastre
militar de la División del Norte.
Las explicaciones que de esta decisión dan los his-
toriadores suelen coincidir en un elemento fundamental:
Pancho Villa, un dirigente campesino regional, pensaba
más en su prestigio como caudillo, en la defensa de las
tierras que consideraba suyas, de donde procedían sus se-
guidores, a las que le debía su éxito y su popularidad, que
en una estrategia ofensiva de alcance nacional. Es decir,
Villa era un dirigente campesino regional, sin un proyec-
to de nación, y como tal actuó, cediendo sus ventajas al
enemigo, Obregón, que sí tenía una visión nacional y una
estrategia global.
Así pues, Pancho Villa estaba obligado a tomar la
decisión que tomó o, dicho de otro modo, no había decisión
122
Pedro Salmerón
que tomar, no había disyuntiva ni posibilidad de elegir.
Yéndonos al extremo, las leyes de la historia, las fuerzas
que mueven el discurrir humano, lo obligaban fatalmente
a tomar esa decisión y perder la guerra.
Pero, ¿qué tal que no es así, qué tal que ante Pancho Villa
se abrió, efectivamente, una disyuntiva, y de dos opciones
que tenía eligió una? Cuando en diciembre de 1914 Pancho
Villa tuvo que tomar esa decisión, había aprendido sobre el
terreno los principios fundamentales del arte de la guerra,
tenía una visión global del territorio, que había puesto en
práctica en decisiones estratégicas de la campaña de 1913-
1914. Conocía también los principales factores políticos,
económicos, sociales y geográficos que se le presentaron,
pues no sólo escuchó cuidadosamente las opiniones con-
trapuestas de Felipe Ángeles y Emiliano Zapata sino que
prestó atención a varios de sus principales consejeros y sus
más capaces generales.
Su negativa a desproteger Chihuahua y La Lagu-
na para avanzar sobre Veracruz no se debía solamente a
la querencia regional y al temor de perder el apoyo de su
base social, sino también a que el elevado costo de mante-
nimiento de la División del Norte se pagaba con recursos
salidos de esas regiones. Tenía mucho más claro que Ánge-
les, militar profesional enfocado a los temas puramente mi-
litares, que la Ciudad de México no podía funcionar como
retaguardia estratégica.
Finalmente, aunque es posible que eso no lo supie-
ran ni Villa ni Ángeles, aunque por poco que conocieran
123
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
la plástica y flexible mente estratégica de Obregón podían
suponerlo, el caudillo sonorense había previsto un vigoro-
so ataque sobre Veracruz y había explorado la posibilidad
de retirar sus contingentes y el centro Constitucionalista al
Istmo de Tehuantepec en lo militar y a Yucatán en lo polí-
tico, de modo que, contra lo que Ángeles opinaba, la caída
de Veracruz no equivaldría al fin del constitucionalismo,
máxime si consideramos que éste no extraía sus principa-
les recursos del puerto jarocho sino de la región petrolera y
el noreste en general, hacia donde Villa lanzó los principa-
les esfuerzos de la campaña, y del inalcanzable Yucatán.
Villa, pues, decidió dividir a su ejército para asegu-
rarse el apoyo social y los recursos de las zonas que ya es-
taban organizadas como economías de guerra al servicio de
la División del Norte y para asegurarse también el control
de la cuenca carbonífera de Coahuila, para no volver a que-
darse con los trenes parados, como le había sucedido en
junio de 1914. Como segundo objetivo estaba la conquista
de Tampico, Guadalajara y Monterrey, fuentes de recursos
para los constitucionalistas, y con ello, la destrucción de
tres grandes contingentes enemigos. El plan fracasó, pero
no era un plan absurdo ni descabellado, no era un plan
condenado a la derrota, no era lo que necesaria, fatalmen-
te tenía que hacer un ignorante campesino convertido en
caudillo.
Las concentraciones de tropas constitucionalistas
en Jalisco y el Noreste (incluidos El Ébano y Tampico) eran
bastante más importantes de lo que solemos creer, y las
acciones en esos frentes también fueron fundamentales: a
la postre, es posible que la defensa de El Ébano haya sido
124
Pedro Salmerón
tan importante como las batallas de Celaya para la deci-
sión final, lo mismo que el hecho de que Pancho Villa no
hubiese podido destruir los contingentes que Manuel M.
Diéguez y Francisco Murguía tenían en Jalisco.
Fracasada esta estrategia, a veces por márgenes
muy estrechos, Villa tuvo que pasar a la defensiva y adap-
tarse a las iniciativas de Obregón, pero ésa es otra historia:
a partir de abril de 1915, quien proponía los teatros de ope-
raciones y los ritmos de la guerra ya no era, ya no podía ser
Pancho Villa.
125
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
ta Buelna en los límites de Nayarit y Sinaloa; el gobernador
Maytorena atacaba al general Calles en las ciudades fron-
terizas de Sonora; Salvador Alvarado penetraba a territorio
yucateco para llevar la revolución a la Península; zapatistas
guerrerenses sitiaban el puerto de Acapulco. Se combatía
en Chiapas y en Oaxaca, donde fue asesinado Jesús Ca-
rranza; en Tamaulipas y Nuevo León; en La Paz y en Mexi-
cali... el país entero ardía en las llamas de la guerra civil.
Mientras tanto, Álvaro Obregón recibió el mando del
Ejército de Operaciones, que se integró con diversas fuer-
zas del Noroeste y del Noreste y otras recién reclutadas, e
inició una ofensiva sobre el centro del país. El 5 de enero,
después de seis días de combates, arrebató Puebla a los za-
patistas y el 28 ocupó la capital de la República, evacuada
sin combatir por los zapatistas. Una serie de circunstan-
cias extra militares sacaron a los principales contingentes
zapatistas de la lucha, que durante el resto de la campaña
se limitarían a ser meros espectadores, efectuando sólo de
vez en vez algún ataque aislado sobre las líneas de comuni-
cación de Obregón con Veracruz. De ahí para adelante, en
esa campaña Obregón no tendría más enemigo que Villa.
El caudillo sonorense estuvo en la capital de la Re-
pública el menor tiempo posible, apenas para tratar de po-
ner en orden la caótica ciudad que le dejaron los zapatistas,
para mal traer a algunos curas y ricos del antiguo régimen,
para firmar un importante pacto con la Casa del Obrero
Mundial, y para recibir refuerzos en hombres y recursos
de Veracruz. El 11 de marzo las tropas salieron rumbo al
norte, en busca del ejército villista. La hora de la verdad se
acercaba.
126
Pedro Salmerón
Como otras veces, Obregón se veía obligado a avan-
zar dejando a su espalda importantes contingentes enemi-
gos (esta vez, los zapatistas) que podían cortar sus líneas
de comunicación, pero también como otras veces, trató de
reducir estos riesgos al mínimo, avanzando con lentitud y
dejando bien asegurados los puntos cruciales del camino.
Así, casi sin combatir, ocupó Celaya el 4 de abril, envian-
do sus avanzadas hasta Estación Guaje (hoy Villagrán), a
la vista de la vanguardia villista mandada por el general
Agustín Estrada: estaba a punto de ocurrir el encuentro
frontal entre los dos soldados más formidables de la revo-
lución.
127
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
violento manifiesto en el que denunciaba los abusos de Vi-
lla y Zapata y los removía de su mando.
Gutiérrez creía que podía confiar en sus soldados,
de guarnición en San Luis Potosí, en las divisiones de su
hermano Luis y de Antonio Villarreal, en el Noreste, y en
la poderosa división de caballería, de Lucio Blanco, y creía
también que si se ubicaba en la capital potosina al frente
de 20,000 hombres, Obregón lo secundaría: en realidad,
Eulalio no representaba ya a nada ni a nadie y, salvo un
puñado de leales, se quedó solo.
Mientras tanto, en la Ciudad de México, el general
Roque González Garza, cercano colaborador de Pancho Vi-
lla y su representante personal en la Convención, logró reu-
nir de emergencia a la comisión permanente de esa asam-
blea y tomaba el control militar de la capital. Controlada
la situación, se reunió el pleno de la Convención que esa
misma tarde, por 83 votos contra uno, destituyó a Eulalio
Gutiérrez como presidente de la República, designando en
su lugar a Roque González Garza.
128
Pedro Salmerón
des de opinión y asociación de que disfrutaba el país bajo
el presidente Madero. La nueva organización obrera reunía
a diversas agrupaciones sindicales y mutualistas de la ca-
pital de la República, y recogía la rica experiencia que los
trabajadores mexicanos habían acumulado en la defensa
de sus derechos.
En su primera etapa, la Casa del Obrero fue plural,
admitiendo en su seno lo mismo a los trabajadores anar-
quistas que propugnaban por la supresión de la propiedad
privada y del Estado, que a los sindicalistas católicos y a
los mutualistas que luchaban por una conciliación entre
trabajo y capital; pero cuando el régimen de Madero fue
derribado por un cuartelazo, y el presidente fue asesinado,
fueron imponiéndose en la Casa del Obrero los elementos
más radicales que repudiaban al nuevo gobierno militar,
que persiguió a la organización y a sus dirigentes y termi-
nó cerrándola. Cuando en agosto de 1914 Álvaro Obregón
desfiló triunfalmente en la Ciudad de México, uno de sus
primeros actos públicos fue permitir la reapertura de la
Casa del Obrero.
Mientras la organización obrera reiniciaba sus ac-
tividades, los revolucionarios triunfantes se dividieron en
dos facciones irreconciliables, y en diciembre de 1914 em-
pezó la nueva lucha, esta vez de constitucionalistas contra
convencionistas. En el seno de la Casa del Obrero se dieron
intensos debates entre quienes rechazaban la participa-
ción de la misma en la lucha, y los que apoyaban a una u
otra de las facciones rivales. En ese contexto, las fuerzas de
Obregón recuperaron la Ciudad de México por unos días y
el propio caudillo se presentó en la Casa. Sus argumentos
129
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
y los del pintor Gerardo Murillo (“Dr. Atl”), convencieron
a la mayoría de los dirigentes de la Casa de aliarse con la
Revolución Constitucionalista.
De esa manera, el 17 de febrero de 1915 se firmó la
alianza entre la Casa del Obrero y Mundial y la Revolución
Constitucionalista, que comprometía a la primera a apor-
tar voluntarios a las filas constitucionalistas (los batallones
rojos que se hicieron famosos en las batallas del Bajío), y a
la segunda a convertir en leyes las demandas de los obre-
ros organizados.
130
Pedro Salmerón
su contra y que los recusrsos económicos se le agotaban,
por lo que con una pequeña columna trató de forzar la si-
tuación en Celaya.
En la primera batalla, el Ejército de Operaciones,
fortificado en Celaya, era fuerte en 12,000 hombres, y el
ejército atacante en algunos menos. La lucha fue durísima
a lo largo de todo el frente, y las primeras líneas de defensa,
comandadas por el general Francisco R. Manzo, tuvieron
que replegarse con orden y sólo una situación fortuita de-
cidió la batalla. Los villistas se retiraron tras sufrir nume-
rosas bajas, pero con sus columnas ordenadas y toda su
artillería, y en Salamanca se concentraron, para preparar
nueva ofensiva. Villa recibió refuerzos que aumentaron sus
efectivos hasta los 15 o 18,000 soldados.
Entre tanto, en el campo obregonista se recibieron
importantes refuerzos, entre los que destacaban los mi-
chocanos de Joaquín Amaro y los veracruzanos de Gabriel
Gavira, que hicieron subir los efectivos de la columna a
18,000 soldados. Obregón dispuso de tiempo para distri-
buir la infantería en un círculo atrincherado dividido en
tres sectores, dejando la caballería a retaguardia, fuera de
Celaya. El plan era muy sencillo: consistía en hacer que los
villistas se agotaran en sucesivos ataques contra los tres
sectores de la defensa, para luego pasar a la ofensiva me-
diante un contraataque de la infantería y un movimiento
envolvente de la caballería, que no participaría en la batalla
sino hasta ese momento.
El combate empezó en la tarde del 13 de abril, con
ataques villistas contra todos los sectores de la defensa, y
la batalla siguió esa pauta durante más de 38 horas, aun-
131
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
que lo más señalado del día 14 fue un prolongado duelo
de artillería. Agotado el brío del enemigo, siguiendo el plan
original, las caballerías del general Fortunato Maycotte car-
garon sobre el flanco izquierdo villista, mientras las infan-
terías sonorenses contraatacaban. Los villistas resistieron
los primeros embates, pero al atardecer del día 15 sus lí-
neas fueron penetradas por los carrancistas, y la derrota
se convirtió en desastre: abandonando toda la artillería y
numerosos prisioneros, los villistas huían en desbandada,
y sólo la serenidad del general Villa, que reunió con sus
“Dorados” algunos contingentes de caballería que enfren-
taron a Maycotte poniendo fin a la persecución, evitó la
total destrucción de la columna.
Más que el parte oficial del general Obregón, que
exagera hiperbólicamente tanto sus méritos como los efec-
tivos enemigos, lo que muestra la rudeza del combate y la
dificultad con la que alcanzó la victoria son los angustiosos
telegramas que el general en jefe envió al señor Carranza
durante el transcurso de la batalla.
132
Pedro Salmerón
tes, como resultado de las batallas de Celaya, los frentes
villistas se hundían, pero el infatigable Centauro reunía
un formidable ejército para intentar detener el avance de
Obregón.
Por su parte, el caudillo sonorense agregó a sus tro-
pas victoriosas, los contingentes de Manuel M. Diéguez,
Francisco Murguía, Enrique Estrada y otros generales de
menor importancia, haciendo subir el número de sus efec-
tivos a cerca de 30,000 hombres, con lo que la siguiente
batalla volvería a darse entre fuerzas más o menos equili-
bradas en número. Obregón estableció un cuadro defen-
sivo de 20 kilómetros de largo, con la Estación Trinidad
(entre Silao y León) como centro, y esperó ahí los ataques
villistas.
Entre el 27 de abril y el 31 de mayo hubo una serie
de combates parciales en los que ambos ejércitos se mo-
vían con extremada cautela buscando que el enemigo se
debilitara y mostrara un punto débil sobre el cual golpear
con decisión. Finalmente, el 1º de junio empezó a romper-
se el equilibrio, cuando Pancho Villa concibió una audaz
maniobra envolvente tratando de forzar el fin de la batalla.
El 2 de junio el ejército de Obregón quedó rodeado por el
enemigo y aunque algunos generales, Murguía sobre todo,
insistían en tomar la contraofensiva desde luego, Obregón
se negó a escucharlos, esperando para hacerlo a que el
enemigo agotara su empuje y debilitara sus líneas.
El día 3, Obregón, acompañado de su Estado Ma-
yor y de los generales Diéguez y Cesáreo Castro, visitó la
posición de Murguía, fortificado frente al enemigo en la ha-
cienda de Santa Ana del Conde. En el campanario de la
133
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
hacienda el general Obregón explicó al bravo e impaciente
Murguía el plan del contraataque que empezaría al día si-
guiente y consistía en una ofensiva emprendida por rum-
bos opuestos y combinada con un ataque a la retaguardia
villista efectuado por las tropas que Maycotte y Amaro te-
nían en Irapuato. Habiendo ajustado el plan para la decisi-
va acción del día siguiente, Obregón, con los oficiales de su
Estado Mayor, avanzó hacia la línea del frente, donde una
granada villista le arrancó de cuajo el brazo derecho.
Benjamín Hill tomó el mando de las operaciones y el
día 5 de junio dio la orden de pasar a la ofensiva de acuer-
do con el plan trazado por Obregón, luego de una junta
de jefes en la que Serrano, Sáenz y Garza lo explicaron en
detalle a los cuatro comandantes del ejército, los generales
Hill, Murguía, Diéguez y Castro. La operación se hizo con
tal pulcritud, aprovechando la debilidad de las líneas ene-
migas prevista por Obregón, que antes de que terminara el
día León estaba en manos de Murguía y los villistas huían
en desorden hacia Aguascalientes.
134
Pedro Salmerón
10 de julio de 1915, la División del Norte fuera batida otra
vez.
La batalla de Aguascalientes fue el último esfuerzo
en gran escala realizado por el villismo para detener la mar-
cha triunfal del Ejército de Operaciones a lo largo de sep-
tiembre tres columnas mandadas por Obregón, Francisco
Murguía y Jacinto B. Treviño recuperaron las ciudades del
noreste y la propia plaza de Torreón, tan cara al villismo.
Parecía que la campaña contra Villa había terminado, que
sólo faltaba avanzar hasta Chihuahua derrotando a los
últimos núcleos enemigos donde estos quisieran resistir,
pero Pancho Villa, que nunca aceptó la realidad amarga de
la derrota, concibió un plan audaz e inteligente, que revivió
por unas semanas las esperanzas de sus partidarios: la
campaña de Sonora.
Una serie de movimientos realizados a mediados de
octubre llevaron a las últimas columnas operativas del vi-
llismo a las llanuras de Sonora, donde los esperaba su alia-
do, José María Maytorena; pero los carrancistas movieron
con la misma rapidez dos columnas: una a las órdenes de
Francisco Serrano, que se trasladó por ferrocarril de Ea-
gle Pass, Texas, a Douglas, Arizona, y llegó a Agua Prieta
justo a tiempo de impedir que Plutarco Elías Calles fuera
despedazado por Villa; y otra que llegó por mar de Man-
zanillo a Guaymas, a las órdenes de Manuel M. Diéguez,
que batió al Centauro en una sangrienta batalla librada los
días 18 al 20 de noviembre. Pancho Villa tuvo que regresar
a Chihuahua por el difícil camino de la Sierra, que causó
muchas muertes de hambre y de frío a la última columna
de la División del Norte.
135
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
El 15 de diciembre Pancho Villa estaba de regreso
en Chihuahua al frente de sus mermadas huestes. Toda-
vía quiso resistir, pero ya era imposible: Francisco Murguía
había ocupado las principales plazas del estado de Duran-
go, donde los últimos villistas leales se habían remontado
a la sierra como guerrilleros; y el general villista Cruz Do-
mínguez venía retrocediendo desde Ciudad Jiménez, sin
pensar siquiera en poder resistir a la poderosa división que
avanzaba desde Torreón a las órdenes de Jacinto B. Trevi-
ño. El Centauro, amargado por las derrotas y las desercio-
nes, desocupó Chihuahua y el 25 de diciembre, en la ha-
cienda de Bustillos, disolvió la División del Norte (termina-
ba la epopeya, empezaba la leyenda), retirándose a la sierra
con sus “Dorados”: la campaña de 1915, la más cruenta y
reñida de la historia militar de México, había terminado.
136
Pedro Salmerón
En enero de 1915 llegaron a Morelos las Comisio-
nes Agrarias formadas por unos cuarenta estudiantes de
la Escuela Nacional de Agricultura y representantes de los
pueblos, que se encargaron de hacer los deslindes de los
terrenos que serían devueltos a los pueblos o repartidos
conforme al Plan de Ayala, cuyos artículos 6º, 7º y 8º tenían
ahora fuerza de ley para los convencionistas. Los jóvenes
agrónomos tuvieron que revisar los viejos títulos de propie-
dad, mediar en las disputas entre pueblos vecinos y final-
mente, atender las voces de los ancianos y los hombres con
autoridad, e incluso las del propio Zapata, para adjudicar
a cada uno de los pueblos las tierras que les correspon-
dían. En el mes de marzo, Emiliano escribió al presidente
de la Convención, Roque González Garza: “Lo relativo a la
cuestión agraria está resuelto de manera definitiva, pues
los diferentes pueblos del estado, de acuerdo con los títulos
que amparan sus propiedades, han entrado en posesión
de dichos terrenos”.
En 1915, los zapatistas fueron más radicales en la
práctica del agrarismo de lo que propusieron en el Plan de
Ayala, en 1911. Muestra de su nuevo radicalismo, resul-
tado de la práctica revolucionaria, fueron acciones como
la distribución de muchas tierras de las haciendas en fun-
ción no sólo de los viejos títulos sino de las necesidades
de los pueblos, la expropiación sin indemnización de inge-
nios y destilerías de los “enemigos de la Revolución” y su
administración militar. Los recursos obtenidos de estos
ingenios se destinaban a los gastos militares del Ejército
Libertador del Sur y a la atención de viudas y huérfanos
de revolucionarios.
137
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Cuando llegó la época, por primera vez en años to-
dos los campos de Morelos fueron sembrados, pero no con
la caña o el arroz de los hacendados, sino con el maíz y
el frijol de los pueblos. Emiliano trataba de convencerlos
de que también sembraran caña para los ingenios pero lo
logró en muy pequeña escala. Sin embargo, el nivel de vida
y las relaciones sociales mejoraron notablemente, gracias a
la abundancia de comida, a la ausencia de conflictos entre
los pueblos y a la inexistencia de los hacendados, que ha-
bían huido en masa del estado.
Durante varios meses, el ambiente de Morelos fue el
de una utopía aldeana, donde todos hacían alarde de po-
breza sin serlo del todo, donde las fiestas campiranas con-
vocaban a la gente y donde Emiliano dirigía la vida pública
y dirimía los escasos conflictos desde el pequeño pueblo
de Tlaltizapán. Parecía tan buena la vida que cuando apa-
recieron en el norte del país los anuncios de la ruina de la
revolución campesina, nadie en Morelos quiso entenderlos,
hasta que fue demasiado tarde. Pancho Villa fue derrotado
en el Bajío entre abril y junio; la poderosa División del Norte
fue echada de Jalisco, de la Huasteca y del noreste, y los
carrancistas ocuparon definitivamente la Ciudad de Méxi-
co. Sólo entonces, Zapata consideró la necesidad de volver
a la acción, pero sería demasiado tarde.
138
Pedro Salmerón
tán las líneas principales del proyecto agrario del villismo,
que habría de ser complementado por otros documentos
promulgados en abril y mayo de 1914 por los gobernado-
res que sucedieron a Pancho Villa, el general Manuel Chao
y el general Fidel Ávila, y que pasando por la Ley General
Agraria de julio de 1915, habría de alcanzar su expresión
más acabada, luego de la confluencia del villismo con el
zapatismo, en el Programa de reformas políticas-sociales
de la Convención. En el decreto del 12 de diciembre no sólo
se expropiaban los latifundios, también se prometía resti-
tuir “a sus legítimos dueños, las propiedades que valiéndo-
se del poder les fueron arrebatadas por dichos individuos,
haciéndose así plena justicia a tanta víctima de la usur-
pación”. Pronto se entendió que esta promesa rezaba con
las tierras de los pueblos despojados durante los últimos
años del porfiriato, como puede verse en el decreto relativo
al deslinde y adjudicación de los terrenos expropiados a
los soldados en servicio activo, sus deudos y “los pobres”,
publicado por el gobernador Chao el 5 de marzo de 1914.
Aparecen así los pueblos como sujetos activos, y
esos pueblos son los pueblos del norte, base de la concep-
ción democrático-militar del “sueño de Pancho Villa”: la
república de pequeños propietarios independientes, arma-
dos, agrupados en pueblos o “colonias militares” autárqui-
cos y autosuficientes. La legislación villista posterior trató
de dar forma no tanto a esta utopía, pero sí al ideal de la
pequeña propiedad agraria, productiva e independiente,
como base de la riqueza del país, un ideal, dicho sea de
paso, constante en los clásicos del liberalismo mexicano.
Las disposiciones villistas estaban encaminadas a impul-
139
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
sar por todos los medios la pequeña propiedad: tras la ex-
propiación de los latifundios vinieron otros decretos sobre
compra de terrenos, fraccionamiento de tierras municipa-
les y baldías y expropiación “por causa de utilidad pública”:
todas las figuras legales posibles para, sin violentar el dere-
cho a la propiedad, poder repartir tierras entre los campe-
sinos o “los pobres”.
Pero no se proyectaba repartir las tierras y dejar a
los nuevos propietarios a su suerte, pues entre las respon-
sabilidades y funciones del Banco del Estado estaban las
de otorgar créditos de avío a estos agricultores e impulsar
las obras de irrigación y otras mejoras. Por su parte el go-
bierno se comprometía a construir escuelas en los núcleos
rurales y dar vida a escuelas agrícolas y a laboratorios de
experimentación con semillas e insumos. Según las leyes
agrarias, las adjudicaciones de tierras no serían gratuitas,
sino en cómodos y módicos pagos, y la venta o enajenación
de las tierras adjudicadas encontraba innumerables obstá-
culos o prohibiciones.
Este programa agrario era uno de los dos pilares
principales del proyecto villista. El otro, el de la democracia
política, herencia directa del maderismo insertado en las
filas villistas. La democracia universal y directa, la restau-
ración del orden constitucional, la división de poderes, el
federalismo y la autonomía municipal, que conjuntaban
tanto los ideales de Madero (muchos de cuyos colaborado-
res y parientes militaban en las filas villistas) como la vo-
cación de autonomía pueblerina y democracia plebeya de
los jefes populares del villismo, fueron los grandes temas
articuladores de este ideal democrático, que por hoy sólo
dejaremos así enunciado.
140
Pedro Salmerón
En torno a esos dos principios, la reivindicación
agraria y el ideal democrático, se fue construyendo el pro-
yecto de nación del villismo en el verano y el otoño de 1914,
en el que además de desarrollarse y decantarse lo relativo
a la redistribución de la propiedad raíz y la restauración
del orden constitucional, se añadieron proyectos sobre la
conducción económica del Estado, el federalismo y el mu-
nicipio libre; sobre las condiciones de vida de los obreros y
el carácter del Estado como árbitro entre las clases.
141
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
voto universal, directo y secreto; supresión del senado, la
vicepresidencia y las jefaturas políticas; y adopción del ré-
gimen parlamentario como forma de gobierno.
Tras publicar el Programa, la Convención se disolvió.
142
Pedro Salmerón
en una serie de terribles batallas libradas contra el Ejército
Constitucionalista, que mandaba el general Álvaro Obre-
gón. Antes de que terminaran esas batallas, pero cuando
la balanza se inclinaba claramente a favor de los Consti-
tucionalistas, los Estados Unidos reconocieron al gobierno
constitucionalista encabezado por Venustiano Carranza, lo
que sumado a una serie de hechos posteriores convenció
a Pancho Villa del que Carranza había firmado un pacto
con el gobierno de los Estados Unidos que terminaría re-
duciendo a México de nación soberana a mero protectora-
do estadounidense, y decidió impedir semejante iniquidad
mediante un acto de provocación que causara una guerra
que salvara a la patria.
En realidad, no había tal pacto, aunque Villa tenía
sobrados motivos para creer en su existencia, y si la reac-
ción del gobierno estadounidense sólo redundo en su des-
prestigio y su alejamiento del gobierno de Carranza, Pan-
cho Villa quedó ante los ojos de muchos mexicanos como
el simbólico vengador de la intervención estadounidense de
1847.
Otros efectos importantes del ataque a Columbus
fueron la debilidad crónica del gobierno de Carranza, que
nunca pudo extender su control efectivo a todo el territorio
nacional, lo que a la postre facilitó su caída, y el fortale-
cimiento de los sentimientos nacionalistas en el pueblo y
gobierno de México.
143
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
torio mexicano, para castigar a Pancho Villa por el ataque
a Columbus, una acción enormemente simbólica que bus-
caba debilitar al gobierno de Venustiano Carranza y echar
por tierra una supuesta entrega del territorio nacional que
Villa creía —erróneamente— que Carranza había pactado.
Las instrucciones que dio a Pershing el presiden-
te de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, consistían en
aprehender a Pancho Villa o, por lo menos, destruir sus
fuerzas, pero Pershing no logró ni lo uno ni lo otro, aunque
llegó a tener más de 10,000 hombres en territorio mexi-
cano: el Centauro del Norte no fue capturado por los nor-
teamericanos, y sus fuerzas no sólo no fueron derrotadas
ni dispersadas, sino que aumentaron en forma fenomenal
durante la permanencia de los estadounidenses; si al ata-
car Columbus Pancho Villa sólo contaba con 500 hombres,
los restos de la gran División del Norte derrotada por las
fuerzas constitucionalistas en sangrientas y memorables
batallas, a fines de 1916 mandaba otra vez un ejército de
cerca de 10,000 soldados, que lo consideraban un símbolo
de la resistencia nacional contra la intervención extranjera.
Además de pensar que los hombres de Pershing de-
rrotarían fácil y rápidamente a Pancho Villa, el presiden-
te Wilson suponía que Venustiano Carranza aprobaría la
ayuda que se le brindaba para acabar con su infatigable
enemigo, pero ahí también fallaron lamentablemente los
cálculos de los gobernantes estadounidenses, porque Ca-
rranza no estaba dispuesto a permitir la intervención ni,
mucho menos, a aplaudirla. Y aunque lo que menos quería
Carranza era una guerra formal con los Estados Unidos,
exigió de manera terminante la salida de las fuerzas expe-
dicionarias.
144
Pedro Salmerón
El 20 de junio estuvo a punto de provocarse la gue-
rra entre ambas naciones, cuando fuerzas carrancistas del
coronel Félix U. Gómez, enfrentaron a un destacamento
estadounidense en El Carrizal, Chihuahua, y aunque en el
combate murió el jefe Gómez, los invasores fueron derrota-
dos. Las negociaciones subsiguientes entre ambos gobier-
nos no condujeron a ningún lado, y por fin, ante las dificul-
tades crecientes de los Estados Unidos con Alemania, que
presagiaban su entrada en la Primera Guerra Mundial, el
28 de enero de 1917 Wilson ordenó a la expedición puniti-
va salir de territorio mexicano, operación que terminó con
la salida de las últimas tropas el 6 de febrero.
El señor Carranza no había cedido a ninguna de
las desmesuradas exigencias de los norteamericanos, con-
siguiendo que las tropas intervencionistas se retiraran in-
condicionalmente, cerrando una de las páginas más difÍci-
les de las siempre complejas relaciones entre nuestro país
y el poderoso vecino del norte.
145
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
trumentada en 1912 por los federales, con la diferencia de
que no mandaba al ejército de un régimen en declive, sino a
los soldados de un Estado emergente y vigoroso. Sus hom-
bres se portaban como conquistadores y los fusilamientos,
deportaciones, incendios y saqueos, volvieron a despoblar
los campos de Morelos, cuyos habitantes, aterrorizados, se
refugiaron en las montañas de Guerrero o en las ciudades
bajo control carrancista.
Cuando las fuerzas de Pablo González tomaron el
risueño pueblecito de Tlatizapán, la capital zapatista, en
junio de 1916, todo parecía indicar que la revolución agra-
ria del sur había fracasado completamente y que lo que los
campesinos habían hecho para cambiar su país y su rea-
lidad había sido un sangriento error. Creyéndose dueño de
Morelos, don Pablo inició el saqueo sistemático del estado y
reprimió con saña a los pueblos.
146
Pedro Salmerón
queado, abandonaron el estado y Emiliano pudo reorgani-
zar la vida de los pueblos como en 1915.
Otra vez hubo paz en Morelos, pero la lucha seguía
en Puebla y Guerrero y el gobierno preparaba cuidadosa-
mente una nueva ofensiva, iniciada en noviembre de 1917.
Treinta mil soldados carrancistas rodearon Morelos y des-
montaron las defensas construidas por Emiliano. Don Pa-
blo había aprendido de sus errores y avanzó mucho más
lentamente, ocupando Cuautla y el oriente del estado, bus-
cando no la destrucción de las guerrillas zapatistas, sino la
reducción sistemática de sus bases de apoyo. La pobreza
de los pueblos se convertía en miseria y en 1918 no hubo
semilla para sembrar los campos. Los carrancistas pensa-
ban ahora acabar por hambre al zapatismo.
Desesperado, Emiliano intentó alianzas nacionales
que aflojaran la presión que asfixiaba a Morelos. Buscó a
su viejo aliado Pancho Villa, negoció con anticarrancistas
de varios estados, intentó comprar a oficiales pablistas,
tendió puentes de entendimiento con los políticos y milita-
res cercanos a Álvaro Obregón, el vencedor de Pancho Villa
que cada vez tomaban mayor distancia de Carranza, cuya
política agraria parecía reducirse al restablecimiento de la
situación anterior a 1910. En vano. Pasó 1918 y don Pablo
no avanzó, pero sí lo hicieron la asfixia y el hambre, que
aumentaban junto con la angustia de Zapata.
En 1919 el hambre trajo una epidemia de influenza
que devastó al estado con más eficacia que los soldados
enemigos. Los cadáveres se acumulaban en los pueblos.
Cuernavaca y Cuautla parecían ciudades fantasmas. Pa-
trullas pablistas descubrían pueblos enteros completa-
147
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
mente abandonados. Y don Pablo aprovechó esas circuns-
tancias para avanzar. Con once mil hombres recuperó
Cuernavaca, Yautepec, Jojutla, Tetecala y Tlaltizapán, po-
niendo fuertes guarniciones por todos lados. Pero la resis-
tencia zapatista continuó en todo el sur.
79. ¿Cómo se convirtió Villa en un
guerrillero implacable?
148
Pedro Salmerón
peleando en circunstancias muy adversas, los peores ras-
gos de su personalidad salieron a la luz, llegando a cometer
en esta etapa actos de crueldad y violencia que dan sentido
a la leyenda negra.
En 1919 Emiliano Zapata, su antiguo aliado al que
seguía admirando, fue asesinado. Unos meses después
murió en combate su mejor lugarteniente en la etapa gue-
rrillera, Martín López, y fue fusilado el valiente y leal gene-
ral Felipe Ángeles, que luego de tres años de exilio volvió a
México para intentar hacer de Pancho el eje de una alian-
za nacional anticarrancista. Esas tres muertes agudizaron
sus rasgos de crueldad, y creía vengarlas en cada prisione-
ro carrancista, cada antiguo compañero al que agarraba.
Así que cuando en 1920 Carranza fue asesinado y ocupó
provisionalmente la presidencia don Adolfo de la Huerta,
representante de un grupo político mucho más sensible a
los problemas sociales de la Revolución, un Pancho Villa
vencido y cansado, feroz y acosado, de 42 años, jefe de una
guerrilla sin esperanza, decidió rendirse.
149
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Se levantó en armas en 1910 al frente de un grupo
de indios yaquis, y durante el periodo maderista fue uno
de los políticos más influyentes de Sonora y de los que con
mayor ahínco exigía el cumplimiento de las promesas agra-
rias del Plan de San Luis. En 1913 y 1914, su rivalidad con
el general Álvaro Obregón frenó su carrera militar, aunque
cosechó algunas victorias importantes.
En 1915 llegó al punto más alto de su trayectoria,
cuando Venustiano Carranza lo designó gobernador de
Yucatán, ocupado por fuerzas contrarrevolucionarias. Al
frente de un pequeño ejército conquistó Yucatán y estable-
ció un laboratorio de la Revolución, poniendo en práctica
medidas que después serían instrumentadas a nivel na-
cional, como la intervención del estado en la economía, la
regulación de la producción henequenera, la construcción
de organizaciones políticas y el diseño de un ambicioso
programa educativo que pasaba por la construcción de un
millar de escuelas, el combate al analfabetismo y la intro-
ducción de ideas tan novedosas como la educación sexual
y la liberación femenina.
También logró acabar con el peonaje por deudas y
la adscripción a las haciendas, que convertían a los peones
en verdaderos esclavos, y lo hizo sin golpear la producción
henequenera, de la que obtuvo recursos que contribuyeron
a la victoria militar del carrancismo.
Aunque esta labor lo hizo muy popular en otras re-
giones del país, su actuación era lo bastante polémica para
que fuerzas poderosas se opusieran a su posible candida-
tura presidencial en 1920, y Alvarado terminó apoyando
a su paisano y rival, Álvaro Obregón. Durante el gobierno
150
Pedro Salmerón
de este último, Alvarado fue un vigoroso periodista que vi-
gilaba celosamente los actos de la administración pública,
a la vez que difundió sus ideas sociales y su actuación en
Yucatán, como modelo a seguir por los gobiernos revolu-
cionarios.
A fines de 1923, como muchos otros revoluciona-
rios, se levantó en armas contra el gobierno de Obregón,
oponiéndose a la candidatura oficial del general Plutarco
Elías Calles. Derrotado en Jalisco por las fuerzas de Obre-
gón, Alvarado continuó la lucha en el sureste y trató de re-
gresar a Yucatán, pero el 10 de junio de 1924 fue aprehen-
dido y asesinado en las cercanías de Palenque. Seis meses
antes había sido asesinado en Yucatán (paradójicamente
por rebeldes delahuertistas) el continuador de su obra, el
gobernador Felipe Carrillo Puerto, ex coronel zapatista al
que Alvarado encomendó en 1916 la dirección de las comi-
siones agrarias, encargadas de estudiar el reparto de tie-
rras en Yucatán.
151
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
fluían en un principio los miembros de la antigua élite por-
firista local, muchos de los cuales fueron partidarios de Fé-
lix Díaz desde 1912, con los pueblos de la sierra, llegados a
la revuelta con sus estructuras tradicionales. Cierto que a
partir de 1916 la élite de los valles empezó a desligarse del
soberanismo, y que el carácter comunitario de la revuelta
le permitió resistir —como a la zapatista— hasta 1920.
Aunque Oaxaca no se había beneficiado mucho con
la modernización porfirista, los miembros de la élite habían
sido beneficiados por nombramientos como oficiales y fun-
cionarios en otros lados. Díaz, caudillo de la sierra mixteca,
elevó a muchos de sus antiguos compañeros. Así pues, y
dado que en general las estructuras agrarias de la sierra y
los valles no habían cambiado mucho, no es raro que en
1914-20 se haya repetido el esquema militar de 1858-67:
los pueblos en lucha, mandados por sus caudillos tradicio-
nales. No es rara, tampoco, la vinculación con el felicismo.
Meixuiero y los caudillos soberanistas resistieron
hasta 1920 enarbolando la bandera del “soberanismo”,
según la cual, Oaxaca reasumía su soberanía mientras
la nación no recuperara el rumbo. En los años siguientes
se aliaron a veces con grupos contrarrevolucionarios de
otras entidades, pero sin perder nunca sus características
locales.
152
Pedro Salmerón
y Ángel María Pérez, se opusieron exitosamente a las fuer-
zas enviadas a Chiapas por los revolucionarios norteños,
manteniendo la resistencia hasta 1920, cuando a cambio
de someterse y reconocer al nuevo Estado, obtuvieron de
los sonorenses la promesa de que respetarían en lo funda-
mental las estructuras sociales y agrarias del estado. Los
seguidores de Fernández Ruiz, llamados “mapaches” logra-
ron contener los ímpetus del general Jesús Agustín Castro,
que intentó repetir en Chiapas lo que Salvador Alvarado
estaba haciendo en Yucatán, pero nunca tuvo la capacidad
militar ni política para someter a los “mapaches” ni a los
zapatistas locales que encabezaba el general Rafael Cal y
Mayor.
153
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
subsecretario de Relaciones del Reich para Asuntos La-
tinoamericanos, de ese apellido, al embajador alemán en
México. El telegrama instruía al embajador a proponer una
alianza al gobierno mexicano contra los Estados Unidos
y, al ser interceptado por los servicios secretos británicos,
provocó la entrada de los Estados Unidos en la guerra, en
contra de Alemania. Copiamos el telegrama:
“Nos proponemos comenzar el primero de febrero
la guerra submarina, sin restricción. No obstante, nos es-
forzaremos para mantener la neutralidad de los Estados
Unidos de América.
“En caso de no tener éxito, proponemos a México
una alianza sobre las siguientes bases: hacer juntos la gue-
rra, declarar juntos la paz; aportaremos abundante ayu-
da financiera; y el entendimiento por nuestra parte de que
México ha de reconquistar el territorio perdido en Nuevo
México, Texas y Arizona. Los detalles del acuerdo quedan a
su discreción.
“Queda usted encargado de informar al presidente
de todo lo antedicho, de la forma más secreta posible, tan
pronto como el estallido de la guerra con los Estados Uni-
dos de América sea un hecho seguro. Debe además suge-
rirle que tome la iniciativa de invitar a Japón a adherirse de
forma inmediata a este plan, ofreciéndose al mismo tiempo
como mediador entre Japón y nosotros.
“Haga notar al presidente que el uso despiadado de
nuestros submarinos ya hace previsible que Inglaterra se
vea obligada a pedir la paz en los próximos meses”.
La guerra submarina total a la que aludía Zimmer-
mann, combinada con una poderosa ofensiva alemana, es-
154
Pedro Salmerón
taba pensada para destruir la capacidad de resistencia de
británicos y franceses que para librar la costosa guerra de
materiales que se libraba en el frente occidental dependían,
sobre todo los primeros, de los enormes recursos de sus co-
lonias y los de su socio comercial, los Estados Unidos, que
aún no intervenía directamente en la guerra. Al proponerse
hundir todos los cargueros que se dirigieran a puertos bri-
tánicos, sin discriminar banderas neutrales, los alemanes
sabían que terminarían por empujar a los estadounidenses
en contra suya, pero confiaban en ganar la guerra antes de
que los estadounidenses pudieran llevar efectivos impor-
tantes a suelo europeo.
En ese contexto, la propuesta de Zimmermann era
una apuesta que nada costaba a los alemanes: si el presi-
dente Carranza caía en el garlito y entraba en guerra con
los estadounidenses, estos probablemente no pudieran in-
tervenir en el teatro europeo en que se estaba decidiendo
el destino del mundo. Nada garantizaba, y la lógica elemental
dictaba lo contrario, que los alemanes, desgastados y desan-
grados tras vencer a los franceses y los ingleses, tuvieran
ánimos para trasladar del otro lado del Atlántico los millo-
nes de soldados que harían falta para vencer a los Estados
Unidos. Carranza, que estudió el asunto, lo entendió con
claridad y rechazó la descabellada propuesta teutona.
Pero, entre tanto, los servicios secretos británicos
lo entregaron al gobierno estadounidense, que lo usó para
convencer a una opinión pública reacia, de la necesidad y
justicia de declararle la guerra al imperio alemán.
155
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
156
Pedro Salmerón
157
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
el proyecto de Constitución enviado por el Primer Jefe y no
podría elaborar un proyecto alternativo; y su única misión
sería precisamente ésa: la de discutir, artículo por artículo
y no en lo general, el proyecto de Constitución, tarea que
debería terminar forzosamente en un plazo de dos meses,
quedando disuelto al término de dicho plazo. Para darle
fuerza a las reglas, los diputados constituyentes tendrían
que protestar cumplir con la normatividad de excepción
establecida en el Plan de Guadalupe, en sus adiciones y
reformas, lo que quería decir que no estaba a discusión el
camino trazado por el Primer Jefe para el regreso al orden
constitucional.
A pesar de las rígidas condiciones impuestas en la
convocatoria al Constituyente, éste distaba de ser mono-
lítico y en su seno afloraron los conflictos internos de los
revolucionarios. Por un lado estaban los diputados más
cercanos a Carranza, dirigidos por Félix F. Palavicini, Luis
Manuel Rojas, José N. Macías y Alfonso Cravioto, liberales
clásicos llamados “renovadores”. Aunque estos diputados
fueron derrotados en la mayoría de las votaciones polé-
micas, lograron que se aprobaran dos tesis centrales: la
fuerza del Estado y el vigor, dentro de él, de la institución
presidencial, en detrimento del Poder Legislativo.
Por el otro, un grupo de jóvenes revolucionarios
denominados “jacobinos” o “radicales”, que hicieron de la
nueva Carta Magna la más avanzada de la época en ma-
teria social, imponiendo la forma que adquirieron artículos
que por sí mismos se convirtieron en símbolos del nuevo
Estado y banderas de la Revolución, como el 3º, el 27 y el
123. Los principales “jacobinos” fueron Francisco J. Múgi-
158
Pedro Salmerón
ca, Esteban Baca Calderón, Amado Aguirre, Juan de Dios
Bojórquez, Pastor Rouaix, Heriberto Jara, Luis G. Monzón
y Enrique Colunga. El ala radical quiso ir más allá de la
propuesta enviada por Carranza, reconociendo la huella de
las demandas sociales. Fue el ala reformadora y verdadera-
mente creadora. Impulsado por los jacobinos, el Congreso
fue mucho más allá de la propuesta de Carranza en ma-
teria de libertad de educación y relaciones Iglesia-Estado
(artículos 3º y 130) y fue novedoso y original en materias
agraria y obrera (artículos 27 y 123).
159
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
obtuvieron el respaldo de los radicales y quedaron consa-
grados en el artículo 80, que depositaba el “Supremo Poder
Ejecutivo de la Unión en un solo individuo”, el presidente; y
sobre todo, en el artículo 89, que daba al presidente 19 fa-
cultades y obligaciones específicas, entre las que destacan
las de nombramientos y remoción, libre o condicionada de
los miembros del gabinete, los diplomáticos y los oficiales
superiores del Ejército y la Armada; la de “Disponer de la
totalidad de la fuerza armada permanente [...] para la se-
guridad interior y defensa exterior de la Federación”; y la de
“Dirigir las negociaciones diplomáticas y celebrar tratados
con las potencias extranjeras, sometiéndolos a la ratifica-
ción del Congreso federal”.
El artículo 115, que consagraba los alcances del fe-
deralismo y del municipio libre, era en realidad un golpe a
lo que muchos críticos consideraban el excesivo federalis-
mo de la Carta de 1857. Los artículos 117 y 118 limitan las
facultades de los estados. El 120 los obliga a cumplir las
leyes federales.
160
Pedro Salmerón
tículo que sí atendiera las demandas revolucionarias. Los
“renovadores” intentaron oponerse con purismos jurídicos,
argumentando que las constituciones sólo deben contener
lineamentos generales, pero fueron derrotados por argu-
mentos políticos contundentes.
Finalmente, la libertad de trabajo, como una de las
garantías individuales, quedó tal como la propuso Carran-
za en el artículo 5º, pero se añadió un largo y detallado
artículo 123 que por sí solo formaba un título de la Consti-
tución : “Del trabajo y la previsión social:”
Pastor Rouaix y José N. Macías encabezaron la co-
misión encargada de redactar el nuevo artículo, que elevó
a rango constitucional los derechos de los trabajadores, es-
tableciendo y regulando el derecho de huelga, la jornada
de ocho horas, la fijación de un salario mínimo, reparto de
utilidades, medidas de seguridad, despido sólo por causas
justificadas, protección a las madres, abolición del peonaje
por deudas, mecanismos de arbitraje para dirimir los con-
flictos entre trabajo y capital y otras estipulaciones que hi-
cieron del artículo 123 constitucional el más avanzado de
la época.
161
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
que tuvo efectos prácticos. Rovaix y Múgica impugnaron el
texto del proyecto de Carranza y, con la experiencia del ar-
tículo 123 discutido previamente, lograron que se integrara
una comisión, asesorada por los licenciados Andrés Molina
Enríquez y José Inocente Lugo.
El proyecto redactado por la comisión establecía que
la propiedad de las tierras y aguas correspondía originaria-
mente a la Nación, la cual tenía el derecho de transmitir
su dominio a los particulares, constituyendo la propiedad
privada, que podía ser expropiada por causa de utilidad
pública y mediante indemnización. La Nación tenía el de-
recho de imponer a la propiedad privada las modalidades
que dictara el interés público, por lo que se fraccionarían
los latifundios para desarrollar la pequeña propiedad, y se
dotaría de tierras y aguas a los pueblos que carecieran de
ellas.
El mismo artículo establecía que corresponde a la
Nación el dominio directo del subsuelo; que sólo los mexi-
canos tienen derecho a adquirir el dominio directo de tie-
rras y aguas, pero el Estado puede concederlo a extranjeros
cuando renuncien a la protección de sus gobiernos. Tam-
bién declaraba nulas todas las operaciones de deslinde y
concesión de tierras, hechas a partir de 1856, que hubie-
ran privado de sus bosques, tierras y aguas a los pueblos,
comunidades y demás colectividades de población. Las re-
glas y mecanismos para la explotación de las riquezas del
subsuelo permitieron regular y poner límites a las todopo-
derosas compañías extranjeras que las explotaban.
De ese modo, los campesinos derrotados en los
campos de batalla triunfaron en el artículo 27 constitucio-
162
Pedro Salmerón
nal que, además concilió los intereses de los norteños, in-
clinados a la pequeña propiedad individual, y los del centro
y sur, partidarios del ejido, como la Constitución llamó a
la totalidad de las tierras de los pueblos o comunidades,
de propiedad común o colectiva, abandonando el anterior
sentido del término, que refería únicamente a ciertas tie-
rras de uso común para los ganados.
Pero una cosa era haber elevado a rango constitu-
cional la principal demanda agraria y otra muy distinta,
convertirla en realidad, sobre todo si consideramos que el
artículo 27 fue obra de los diputados radicales o jacobinos
del Congreso Constituyente, cuyas aspiraciones y proyec-
tos diferían de los del señor Carranza, que en mayo de ese
1917 dejó de ser Primer Jefe para convertirse en presidente
constitucional de la República.
163
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
volución popular hubiese sido un mal sueño. Donde pudo,
devolvió las tierras a los hacendados y entró en pacto con
ellos, o entregó las haciendas y fábricas a los militares lea-
les, para mantenerlos así y formar una nueva burguesía.
Su política frente al zapatismo fue de exterminio y, frente a
los obreros, anuló en la práctica los derechos de asociación
y huelga consagrados en el flamante artículo 123. Esto lo
fue aislando y volviendo cada vez más impopular, mientras
crecía la figura de Obregón, aparentemente retirado de la
vida política en sus negocios de Sonora.
Buena parte de esta política se debía a que la mayor
parte de los recursos del erario se gastaban en la princi-
pal tarea política del régimen que era el sometimiento de
los rebeldes que sustraían comarcas enteras del dominio
del Estado: revolucionarios populares como Zapata y Villa;
contrarrevolucionarios como los seguidores de Félix Díaz,
los “mapaches” chiapanecos o los “soberanistas” oaxaque-
ños; y hasta meros bandidos sin otra bandera que el robo y
la violación, como el michoacano José Inés Chávez García.
Por supuesto, la institución encargada de someter a
los rebeldes era el Ejército Constitucionalista convertido en
Ejército Nacional, cuyos jefes, de origen revolucionario, no
contribuyeron, precisamente, a centralizar el poder. Si los
generales más importantes ya eran, de por sí, caudillos re-
volucionarios con importantes bases locales y autónomas
de poder, la fuerza que por necesidad hubo que darles les
permitió echar anclas en determinadas regiones y conver-
tirse en poderosos caciques. No está de más mencionar a
Salvador Alvarado, quien extendió su poder de Yucatán a
todo el sureste; Jesús Agustín Castro, que paseó su escasa
164
Pedro Salmerón
capacidad militar por Chiapas y Oaxaca; Francisco J. Mú-
gica, que sentó las bases del posterior cacicazgo garridista
en Tabasco; Esteban Cantú, amo y señor del territorio de
Baja California; Manuel M. Diéguez, que ausente o pre-
sente, dominaba Jalisco; Francisco Murguía, que se hizo
de un enorme poder durante su estancia como jefe de las
operaciones contra el villismo; y así por el estilo Enrique
Estrada en Zacatecas, Pablo González y Jacinto B. Treviño
en todo el centro, Cándido Aguilar en Veracruz, Benjamín
Hill y Plutarco Elías Calles en Sonora, y otros de menor
envergadura.
Para 1919, casi todo mundo estaba harto del Pri-
mer Jefe y lo único que deseaban era la finalización de su
gobierno.
165
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
mexicano. Desde entonces se fue convirtiendo en el hom-
bre que necesitaban las compañías petroleras de capital
británico y estadounidense para mantener la paz en la re-
gión.
A sueldo de las compañías petroleras, Peláez se de-
claró villista en octubre de 1914, para oponerse al general
carrancista Cándido Aguilar, conocido por su nacionalis-
mo, que controlaba casi todo el estado de Veracruz. Des-
de entonces y hasta 1920, gracias a los recursos de las
compañías, Peláez controló militarmente la Huasteca, re-
chazando los tibios intentos de control carrancistas. Fue
una época dorada para las compañías petroleras cuya ley
imperaba en toda la región.
Uno de los subordinados de Peláez, que reciente-
mente se había rendido al caudillo carrancista huasteco
Francisco de P. Mariel, el general Rodolfo Herrero, se encar-
gó a sí mismo asesinar al presidente Venustiano Carranza.
En el nuevo orden de cosas, Peláez negoció rápidamente
con los sonorenses, pero el presidente Obregón lo mandó a
Estados Unidos en una comisión militar sin importancia,
en octubre de 1921 y, en su ausencia, desarmó y disol-
vió sus tropas: terminaba la época de la impunidad de las
compañías.
166
Pedro Salmerón
Emiliano y éste no pensaba entrar en negociaciones con un
gobierno que rechazaba los principios del Plan de Ayala y
cuyo agente en Morelos, Pablo González, estaba regresan-
do a los hacendados sus tierras y sus ingenios. Pero no era
una lucha del todo desesperada: se acercaban las eleccio-
nes presidenciales de 1920 y muchos revolucionarios que
criticaban abiertamente la ausencia de política social del
carrancismo, se agrupaban en torno a la candidatura de
Álvaro Obregón, cuyos operadores políticos negociaban en
secreto con los zapatistas. Ante la incapacidad de erradicar
la lucha campesina y la cercanía de tan compleja coyuntu-
ra, don Pablo decidió acabar con Zapata a traición.
Un oficial pablista, Jesus Guajardo, fue arrestado
por un acto de indisciplina. En su desesperada búsqueda
de aliados, Emiliano le envió una carta invitándolo a unirse
a su causa. Don Pablo interceptó la carta y concretó su
decisión: ordenaría a Guajardo que le siguiese el juego a
Zapata hasta conseguir atraparlo muerto o vivo. Carranza
autorizó el plan y Guajardo lo puso en práctica declarándo-
se en rebelión contra el gobierno y fusilando a algunos za-
patistas traidores cuya ejecución pidió Emiliano en prueba
de buena fe.
Y entonces, Emiliano aceptó la invitación de su
nuevo aliado. Se reunieron el 9 de abril cerca de Tepalcingo
y acordaron encontrarse al día siguiente en la hacienda de
Chinameca, para ultimar los detalles de un plan de opera-
ciones militares contra Jojutla y Tlaltizapán. Al amanecer
del día siguiente Zapata, con 150 hombres, salió de su es-
condite en las montañas y cabalgó hacia aquella hacienda.
Se reunió con Guajardo afuera de la hacienda y durante
167
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
varias horas le dio instrucciones precisas. A la hora de co-
mer, Guajardo invitó a Zapata a pasar a la hacienda. A la
entrada había un grupo de soldados que presentaron ar-
mas cuando el clarín tocó tres veces llamada de honor. Al
apagarse la última nota, los soldados dispararon a quema-
rropa, matando instantáneamente al jefe Zapata y a tres de
sus acompañantes.
168
Pedro Salmerón
Por lo pronto, estos herederos continuaron la lucha.
Sólo cinco días después de la emboscada de Chinameca se
hizo público un manifiesto a la nación en el que se llamaba
a consumar la obra de Zapata, “vengar la sangre del mártir
y seguir el ejemplo del héroe”, y firmaban treinta y cuatro
generales zapatistas, entre los que destacaban Gildardo
Magaña, Genovevo de la O, Francisco Mendoza, Jesús Ca-
pistrán, Fortino Ayaquica y otros, irreductibles compañe-
ros de Zapata desde 1911.
Un año más siguió la lucha de los desesperados,
hasta que los revolucionarios de Sonora se levantaron en
armas contra Carranza, secundando la candidatura de
Obregón. Los zapatistas se aliaron a este movimiento y
en mayo de 1920 estaban otra vez, como en 1914, del
lado de los vencedores, pero esta eran unos vencedores
definitivos. Por fin volvió la paz a Morelos. Los soldados
y oficiales zapatistas que así lo quisieron fueron asimila-
dos al Ejército Nacional. Genovevo de la O fue nombrado
comandante militar de Morelos y era, de hecho, la máxi-
ma autoridad del estado. Varios secretarios y consejeros
de Emiliano, encabezados por Antonio Díaz Soto y Gama,
fundaron el Partido Nacional Agrario, uno de los bastio-
nes políticos del obregonismo e instrumento permanente
de presión agrarista. Y, sobre todo, el gobierno de Álva-
ro Obregón legalizó buena parte de los repartos agrarios
hechos por las Comisiones Agrarias en 1915. Siete años
después, sólo cinco haciendas funcionaban en Morelos y
más de 120 pueblos cultivaban las tierras de sus ejidos:
parecía que Emiliano había triunfado después de muerto
y que miraba la nueva realidad de su terruño desde el frío
pedestal de las estatuas.
169
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Pero el triunfo había sido a medias: faltaban las ins-
tituciones educativas y financieras para hacer próspera la
tierra repartida; faltaban la democracia política y la justi-
cia social; la corrupción y la desidia oficial convirtieron a
los campesinos en sirvientes amarrados a deudas impaga-
bles con los bancos estatales; y pronto los campesinos de
Morelos y del resto del país retomaron la lucha por otras
vías, bajando a Emiliano de las estatuas y convirtiéndolo
en bandera de lucha y mito popular. El “¡Zapata vive!” no
expresaba solamente el sueño de que Miliano, en carne y
hueso, siguiera vivo, sino, sobre todo, la nueva voluntad
de resistencia que acompañó la lucha del “agrarismo rojo”
de los años veinte; el apoyo a la reforma agraria cardenis-
ta en los treinta; el movimiento de Rubén Jaramillo en los
cuarenta y los cincuenta; las guerrillas de Genaro Vázquez
y Lucio Cabañas en los sesenta y setenta; el nuevo agraris-
mo de organizaciones que se llamaban Coordinadora Na-
cional Plan de Ayala, Unión de Comuneros Emiliano Zapa-
ta, Unión Popular Revolucionaria Emiliano Zapata y tantas
otras, en los setenta y ochenta; y el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional en los noventa.
170
Pedro Salmerón
Nacido en Zacualtipán, Hidalgo, en 1869, Ángeles ingresó
a los 14 años al Colegio Militar, donde sobresalió en ma-
temáticas y ciencias físicas. Estudió técnicas militares en
Europa y en vísperas de la Revolución se le consideraba
uno de los oficiales más preparados del Ejército. En 1911
el presidente Madero lo nombró director del Colegio Militar
y un año después comandó la campaña contra los rebeldes
zapatistas, en la que evitó los excesos y crueldades que ca-
racterizaron a sus antecesores y sucesores.
Cuando importantes jefes del Ejército Federal trai-
cionaron a Madero, Ángeles se mantuvo leal hasta el fin y
fue encarcelado con el presidente. Luego del asesinato de
Madero, Ángeles pasó por la cárcel y el destierro antes de
lograr incorporarse a la Revolución, primero como subse-
cretario de Guerra en el gabinete de Carranza y, posterior-
mente, como jefe de la artillería de la División del Norte.
Al lado de Pancho Villa, Ángeles alcanzó enorme fama y
prestigio, al mismo tiempo que se convertía en un ideólogo
revolucionario, transmitiendo los principios democráticos
del maderismo al movimiento villista.
Ángeles acompañó al villismo en el triunfo y en la
derrota, como jefe de artillería, como lugarteniente del ge-
neral en jefe y como jefe de una columna autónoma que
operó en el noreste, al frente de la cual obtuvo resonantes
victorias. Cuando la columna principal de la División del
Norte fue derrotada en los campos del Bajío, Ángeles par-
ticipó en el lento repliegue villista, en medio de crecientes
deserciones y traiciones. Él hubiera querido quedarse, pero
Villa lo envió a Estados Unidos a tratar de evitar que el go-
bierno de ese país reconociera a Carranza.
171
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
En esa labor, Ángeles se reveló como un diplomáti-
co de primera fuerza, pero sus afanes fracasaron y el reco-
nocimiento formal del gobierno de Carranza permitió a los
constitucionalistas dar el golpe final a la División del Nor-
te. Ángeles no pudo regresar a México antes de ese hecho,
pero cuando resurgieron las guerrillas villistas, se convir-
tió en su vocero en el exterior, y trabajó afanosamente por
conseguirles recursos y aliados.
En 1918 unificó a numerosos opositores al gobier-
no de Carranza, por lo que regresó a territorio nacional con
la intención de hacer de las guerrillas villistas el foco cata-
lizador de una gran insurrección popular, pero en los tres
años que duró su exilio Pancho Villa se había convertido
en un guerrillero terrible y sanguinario y las aspiraciones
democráticas y humanistas de Ángeles no cuadraban con
las nuevas acciones del Centauro. Aunque colaboraron
durante unos meses durante los cuales se mantuvo el pro-
fundo respeto y la añeja amistad que se tenían entre sí,
Ángeles finalmente decidió abandonar a Villa y, con una
pequeña escolta, buscó la frontera.
Capturado en el camino, fue conducido a Chi-
huahua, juzgado sumariamente y fusilado, terminando así
la vida de uno de los caudillos más honestos y humanistas
de la gesta de 1910.
172
Pedro Salmerón
acciones guerrilleras, a numerosos atentados y al ejército
de los Estados Unidos. El atentado contó con el apoyo del
gobierno de la República, a través del secretario de Gober-
nación, Plutarco Elías Calles, y del gobernador de Duran-
go, general Jesús Agustín Castro, así como varios vecinos
acomodados de Parral y Chihuahua, que veían con temor
que el general Villa, física y moralmente derrotado en 1920,
empezaba a levantar la cabeza e interesarse en la vida re-
gional y nacional.
La reacción del pueblo de Parral mostró que no
estaban equivocados los hombres del poder y del dinero
al temer el regreso de Villa: un multitudinario desfile en-
cabezado por los cincuenta “Dorados” que vivieron con el
Centauro en su exilio interior, en la hacienda de Canutillo,
acompañaron el cortejo, y en la oración fúnebre se dijo bien
claro que había sido un crimen político.
Durante muchos años la historia oficial mostró a
Villa como un bandolero inescrupuloso y un asesino des-
piadado. Su tumba fue profanada, sus seguidores acorra-
lados políticamente. Se intentó borrar su memoria. Pero
siempre hubo quienes rescataron al Villa defensor de los
pobres y nacieron y crecieron infinidad de mitos y leyendas
sobre el personaje, sus tesoros enterrados, sus pistolas,
sus hazañas guerreras y sexuales, hasta que adquirió una
estatura mítica que rebaso ampliamente el silencio oficial.
173
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
Carranza y el general Álvaro Obregón, quien desde 1915
empezó a convertirse en el jefe natural de los jóvenes re-
volucionarios que pugnaban por la aplicación de las re-
formas sociales exigidas por la Revolución, que Carranza
intentaba frenar, de tal modo que mientras el de Huata-
bampo se batía contra los villistas, a su sombra y cobijo
hombres como Gerardo Murillo (“Dr. Atl”), Rafael Zubarán
Capmany, Salvador Alvarado, Francisco J. Múgica, Jesús
Urueta, Juan de Dios Bojórquez y otros, publicaban perió-
dicos revolucionarios, creaban lazos entre los caudillos y
las organizaciones obreras y campesinas (principalmente
con la Casa del Obrero Mundial), presionaban al gobierno
de Carranza para que promulgara avanzadas leyes socia-
les y comenzaban a instrumentarlas en las regiones que
controlaban. Por esa razón y aunque así no fuera, durante
las sesiones del Congreso Constituyente se vio a Obregón,
entonces secretario de Guerra y Marina, como el verdadero
jefe, desde fuera, del ala jacobina del Congreso.
Aprobada la Constitución y electo Carranza presi-
dente constitucional de la República para el periodo 1917-
1920, Obregón renunció a su cargo y se retiró a la vida
privada, mientras su pariente Benjamín Hill mantenía con
vida un partido político que sólo esperaba que llegaran las
elecciones de 1920 para suplantar al carrancismo. Aunque
la agitación electoral era muy clara desde los últimos me-
ses de 1918, fue hasta el 1º de junio de 1919 que la lucha
arrancó formalmente. Ese día, el general Obregón, desde
Nogales, Sonora, lanzó un Manifiesto a la Nación, en el que
hacía claras y explícitas las distancias que tenía respecto
al gobierno de Carranza, se declaraba candidato a la Presi-
174
Pedro Salmerón
dencia sin compromisos con ningún grupo, y esbozaba los
problemas de orden político y moral que el nuevo presiden-
te debía enfrentar.
La candidatura de Obregón suscito diversas reac-
ciones, la más importante de las cuales fue la de Pablo
González, único caudillo militar que podía pretender opo-
nerse al sonorense. Don Pablo rompió el silencio el 23 de
junio, y su candidatura, de la que se hablaba desde tiempo
atrás, empezó a cobrar fuerza, principalmente en las regio-
nes dominadas por sus tropas.
Por un tiempo, hubo quienes veían en don Pablo el
candidato de Carranza, pero éste no sólo buscaba un su-
cesor susceptible de ser controlado, también impulsaba la
idea de que era necesario que quien llegara a la Presidencia
fuera civil y no militar. En el fondo, bregaba afanosamen-
te buscando un continuador de su política. Todo eso hizo
que se descartara al más capaz y prestigiado de los civiles
de su gobierno, el licenciado Luis Cabrera, secretario de
Hacienda, hombre que, si bien civil, tenía demasiada inde-
pendencia de criterio y suficiente fuerza propia como para
desligarse del de Cuatro Ciénegas una vez en el poder, y
finalmente, la candidatura oficial recayó en el ingeniero Ig-
nacio Bonillas, embajador de México en Washington, que
no tenía más relevancia política que la que don Venustiano
quisiera prestarle.
A fines de octubre, arrancando desde Sonora, el
general Obregón, que pudo haberle apostado a un cuar-
telazo, empezó su larga y agotadora gira electoral que lo
llevaría por medio país hasta el próximo mes de abril, en
que la situación tomó otro cariz. Para el caudillo no sólo se
175
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
trataba de darse a conocer y provocar el entusiasmo popu-
lar. También era cosa de ir tejiendo alianzas vitales con los
jefes militares, los grupos regionales de poder, las organi-
zaciones obreras y campesinas; e incluso, con los antiguos
revolucionarios desterrados o levantados en armas contra
el gobierno, contándose entre los primeros hombres como
Antonio I. Villarreal, Eulalio Gutiérrez y José Vasconcelos
y, entre los segundos, fundamentalmente a los zapatistas.
De ese modo, para abril de 1920 estaba claro que
no había manera pacífica de impedir que Obregón llegara al
poder, y en un arranque de ceguera política don Venustiano
trató de impedirlo por la fuerza, arrestando al caudillo y ori-
llando a los que garantizaban su base fundamental de poder
regional —el gobernador y el jefe de Operaciones Militares de
Sonora, Adolfo de la Huerta y Plutarco Elías Calles— a de-
clararle la guerra al gobierno. Pero Obregón eludió la trampa
y los otros no entraron solos a la vía armada.
176
Pedro Salmerón
Sonora”; ruptura latente desde 1916, y que ambos grupos
habían logrado posponer hasta 1920, cuando dos candida-
turas presidenciales rivales polarizaron a la clase política y
a la opinión pública.
Los dos candidatos, que estaban en campaña desde
el año anterior, eran Ignacio Bonillas, hombre del presiden-
te Carranza; y Álvaro Obregón, el más exitoso caudillo de
la Revolución, el invencible militar que luego de adquirir
enorme fama en la lucha contra Huerta había destruido a
la poderosa División del Norte, y que era la cabeza de un
grupo de revolucionarios que exigía la aplicación de las re-
formas sociales demandadas por la Revolución.
Pudiendo dar cuartelazo, como el prestigiado cau-
dillo que era, Obregón prefirió imitar a Francisco I. Made-
ro, lanzando públicamente su candidatura a las elecciones
de 1920, organizando un partido político y recorriendo el
país en una agotadora campaña electoral, a sabiendas de
que todos esos actos eran desaprobados por el ejecutivo
federal.
Carranza intentó frenar la creciente popularidad de
Obregón involucrando al caudillo en un enredado juicio
militar que lo obligó a presentarse en la Ciudad de México.
Pero Obregón burló la celada que le tendían los partidarios
de Carranza y escapó al estado de Guerrero, donde el jefe
de operaciones militares, el general sonorense Fortunato
Maycotte, se puso a las órdenes de Obregón, iniciándose
así, de hecho, la rebelión.
Esa situación se mezcló con una serie de conflictos
entre el gobierno federal y los hombres que gobernaban So-
nora, que simpatizaban abiertamente con la candidatura
177
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
de su paisano Obregón. Esos conflictos empujaron al go-
bernador De la Huerta y al jefe de armas Plutarco Elías Ca-
lles, a levantarse en armas contra Carranza, promulgando
el Plan de Agua Prieta tan pronto se enteraron de la fuga de
Obregón a Guerrero.
Lo que siguió ha sido llamado “la huelga de gene-
rales”, porque la mayor parte de los jefes con mando de
tropas, en lugar de combatir a los rebeldes o de perseguir
a Obregón, se fueron pasando a las filas de la rebelión. Ca-
rranza se negó a entregar el poder a enemigos superiores,
y se defendió con terquedad y desesperación en compañía
de sus últimos leales, pero en vano: murió asesinado el 21
de mayo, menos de un mes después de la proclamación del
Plan de Agua Prieta.
Adolfo de la Huerta ocupó la Presidencia provisional
de la República, y durante los seis meses que gobernó logró
pacificar al país luego de diez años de guerra ininterrumpi-
da, por la que su breve mandato marcó el final de la etapa
armada de la Revolución. El 1º de diciembre de ese año de
1920, De la Huerta entregó el poder al general Obregón,
quien iniciaría la reconstrucción del país y el lento y difícil
tránsito a una vida política institucional.
179
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
bres que acribillaran la humilde choza donde el hombre
que seguía siendo presidente de la República descansaba,
luego de largas y agotadoras jornadas, en la madrugada del
21 de mayo de 1920.
180
Pedro Salmerón
181
Cien preguntas sobre la Revolución Mexicana
todas las familias del campo y de inmediato se vieron sus
frutos en el aumento palpable, espectacular incluso, de la
producción agrícola.
Aunque gobiernos posteriores detuvieron el reparto
de tierras y abandonaron al ejido a su suerte, el reparto
cardenista alteró profundamente las relaciones sociales en
el campo y tuvo un impacto directo en el crecimiento expo-
nencial de la producción agrícola y del consumo popular,
reduciéndose de manera drástica y significativa los índices
de miseria y desnutrición en el campo mexicano. El creci-
miento de la producción agrícola y de la población permitió
a su vez la transferencia creciente de recursos y mano de
obra del campo a la ciudad, lo que a su vez permitió la ace-
lerada industrialización y modernización de México e índi-
ces de crecimiento sostenido de la economía que llegaron
a rebasar el 6% anual. Treinta años después del reparto
agrario cardenista, México era un país moderno, industrial
y urbano; desigual y atado al furgón norteamericano; con
un sistema político de eficacia y disciplina porfirianos; y no
más el país rural, despoblado, desnutrido y analfabeto de
la Revolución. Nuevos problemas y nuevos desafíos llama-
ban a la puerta de ese país, de sus balcones luminosos y
sus sótanos oscuros.
182
Pedro Salmerón
campos de batalla. Celebremos también esa utopía, porque
la quisieron y lucharon por ella.
Celebremos la lección de los mexicanos de 1910: la
convicción de que somos actores, sujetos de la historia y de
nuestro destino; no adjetivos ni accidentes.
Celebremos cómo nos enseñaron los mexicanos de
hace cien años la manera en que enfrentaron y resolvieron
los problemas que les tocaban; para que aprendiendo de
ellos, enfrentemos los problemas que nos tocan.
Celebremos, en fin, la capacidad de indignación, es
decir la dignidad, del pueblo de México.
183
Pedro Salmerón Sanginés.