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Christie Agatha - La Telaraña

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La telaraña

Agatha Christie

Traducción de Sonia Tapia


Digitalizado por kamparina para Biblioteca-irc en octubre de dos mil cuatro.
http://biblioteca.d2g.com

1
Copplestone Court, la elegante casa de campo del siglo XVIII de Henry
y Clarissa Hailsham-Brown, erigida entre las suaves colinas de Kent,
era hermosa incluso en un atardecer lluvioso de marzo. En el salón de
la planta baja, con su mobiliario de buen gusto y sus cristaleras al
jardín, se encontraban dos hombres junto a una consola en la cual
había una bandeja con tres copas de oporto, cada una numerada con
una etiqueta adhesiva: una, dos, tres. Sobre la mesa se veía también
lápiz y papel.
Sir Rowland Delahaye, un hombre de aspecto distinguido de poco
más de cincuenta años, de modales encantadores y cultivados, se
sentó en el brazo de una cómoda butaca y dejó que su compañero le
vendara los ojos. Hugo Birch, un sesentón de modales algo bruscos,
le puso a continuación en la mano una de las copas de la mesa. Sir
Rowland bebió un sorbo, reflexionó un instante y dijo:
—Yo diría que... Sí, definitivamente es el Dow del cuarenta y dos.
Hugo dejó la copa en la mesa.
—Dow del cuarenta y dos —murmuró, tomando nota en el papel.
Sir Rowland probó la segunda copa. Aguardó un momento, tomó otro
sorbo y asintió con la cabeza.
—Ah, sí —afirmó convencido—. Es un oporto exquisito. No hay duda
alguna. —añadió después de un tercer trago—: Cockburn del
veintisiete.
Devolvió la copa a Hugo y prosiguió:
—Sólo a Clarissa se le ocurre malgastar una botella de Cockburn del
veintisiete en un experimento tan tonto como este. Es un auténtico
sacrilegio. Claro que las mujeres no entienden de oporto.
Hugo anotó su veredicto en el papel y le ofreció la tercera copa. Sir
Rowland reaccionó de inmediato tras el primer sorbo.
—¡Aj! —exclamó asqueado—. Vino Ruby de clase oporto. No me
explico cómo Clarissa tiene en casa una cosa así. Bueno, tu turno.
Hugo se quitó sus anteojos de montura de carey y dejó que sir
Rowland le vendara los ojos.
—Supongo que emplea el oporto barato para hacer estofado de liebre
o enriquecer las sopas —apuntó—. No concibo que Henry le permita
ofrecerlo a los invitados.
—Ya está —Sir Rowland terminó de atar la venda—. Quizá debería
darte tres vueltas, como en el juego de la gallina ciega —añadió
mientras guiaba a Hugo hasta la butaca.
—Eh, con cuidado —protestó su amigo.
—¿Listo?
—Sí.
—Entonces cambiaré el orden de las copas —anunció sir Rowland.
—No hace falta. ¿Crees que voy a dejarme influir por tus opiniones?
Soy tan buen catador de oporto como tú, amigo mío.
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—No estés tan seguro. En cualquier caso, toda precaución es poca —


insistió sir Rowland.
Justo cuando estaba a punto de ofrecer una copa a Hugo, entró en la
sala desde el jardín el tercero de los invitados de los Hailsham-Brown.
Jeremy Warrender, un atractivo joven de unos veinticinco años, se
dirigió jadeando hacia el sofá.
—¿Qué demonios os traéis entre manos? —preguntó mientras se
quitaba el impermeable y la chaqueta—. ¿Jugáis a los triles con
copas?
—¿Qué ocurre? —quiso saber Hugo—. Parece que alguien haya
metido un perro en la habitación.
—Es sólo el joven Warrender —le tranquilizó sir Rowland—.
Compórtate.
—Ah, pues parecía un perro persiguiendo un conejo.
—He ido tres veces a la verja del refugio con el impermeable encima
—explicó Jeremy, dejándose caer en el sofá—. Por lo visto el ministro
herzoslovaco lo hizo en cuatro minutos cincuenta y tres segundos,
cargado con el peso de su impermeable. Yo sin embargo, por mucho
que he corrido, no he podido bajar de los seis minutos diez segundos.
Y tampoco me creo que él lo consiguiera. Sólo Chris Chataway sería
capaz de lograr ese tiempo, con o sin impermeable.
—¿Quién te ha dicho lo del ministro herzoslovaco?
—Clarissa.
—¡Clarissa! —exclamó sir Rowland con una risita.
—Clarissa... —resopló Hugo—. No deberías hacer ningún caso de lo
que te diga Clarissa.
—Me temo que no conoces muy bien a tu anfitriona, Warrender —
prosiguió sir Rowland—. Es una joven con una imaginación
desbordante.
Jeremy se levantó.
—¿Me estás diciendo que se lo ha inventado todo? —preguntó
indignado.
—Bueno, yo no lo descartaría —respondió sir Rowland mientras
ofrecía una copa a Hugo—. Y desde luego sería una broma muy
propia de ella.
—¿Es eso cierto? Ya le ajustaré yo las cuentas a esa joven —masculló
Jeremy—. Me va a oír. Dios mío, estoy agotado.
—Deja de resoplar como una morsa —se quejó Hugo—. Estoy
intentando concentrarme. Hay cinco libras en juego. Roly y yo
tenemos una apuesta.
—¿De qué se trata? —Jeremy había vuelto a sentarse en un brazo del
sofá.
—Se trata de decidir quién es mejor catador de oporto. Tenemos
Cockburn del veintisiete, Dow del cuarenta y dos y el especial de la
tienda local. Ahora silencio. Esto es importante. —Bebió un sorbo y
murmuró sin comprometerse—: Mmmm. Aah.
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—¿Y bien? —inquirió sir Rowland—. ¿Has decidido ya?


—No me apures, Roly. No tengo ninguna intención de precipitarme.
Dame la siguiente.
Después de probar la segunda copa anunció:
—Sí, de estos dos estoy muy seguro —Volvió a olfatear el vino—. El
primero es el Dow —decidió, tendiendo una de las copas—. El
segundo es el Cockburn.
—Copa número tres, el Dow. Copa número uno, el Cockburn —repitió
sir Rowland mientras tomaba nota.
—Es evidente que no hace falta catar la tercera, pero de todas formas
lo haré.
—Aquí tienes.
Después de un sorbo Hugo lanzó una exclamación de asco.
—¡Aah! Una porquería indescriptible —aseveró, limpiándose los labios
con un pañuelo—. Voy a tardar más de una hora en quitarme el
regusto de la boca —se quejó—. Sácame esto, Roly.
—Deja —se ofreció Jeremy, que se acercó a desanudar la venda
mientras sir Rowland bebía con gesto pensativo de la tercera copa.
—¿Eso es lo que crees, Hugo? Dices que la copa número dos es el
especial de la tienda. ¡Tonterías! Es el Dow del cuarenta y dos, sin
duda.
Hugo se guardó la venda en el bolsillo.
—Bah, has perdido el paladar, Roly.
—Dejadme probarlo. —Jeremy cató el vino de las tres copas. Se
detuvo un momento, volvió a beber y por fin admitió—: Bueno, a mí
me saben todos igual.
—¡Ah, los jóvenes! —se lamentó Hugo—. Es la condenada ginebra
que bebéis. Os arruina por completo el paladar. Las mujeres no son
las únicas que no aprecian el oporto. Hoy en día tampoco lo aprecia
ningún hombre de menos de cuarenta.
Antes de que Jeremy tuviera ocasión de contestar, se abrió la puerta
de la biblioteca y entró Clarissa Hailsham-Brown, una hermosa mujer
morena que rondaba la treintena.
—Hola, queridos —saludó—. ¿Ya habéis terminado?
—Sí, Clarissa —replicó sir Rowland—. Estamos listos.
—Estoy seguro de que tengo razón —dijo Hugo—. El número uno es
el Cockburn, el dos es el vino malo y el tres es el Dow. ¿No es así?
—Tonterías —exclamó sir Rowland antes de que Clarissa pudiera
contestar—. El número uno es el vino malo, el dos es el Dow, y el tres
el Cockburn. ¿Estoy en lo cierto?
—¡Queridos! —Clarissa besó primero a Hugo y luego a sir Rowland—.
Llevad la bandeja al comedor. Veréis la licorera en el aparador —Sin
dejar de sonreír cogió un bombón de una caja sobre una mesita
auxiliar.
Sir Rowland se detuvo con la bandeja en la mano.
—¿La licorera? —preguntó con recelo.
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Clarissa se sentó en el sofá.


—Sí, sólo una licorera —rió—. Las tres copas son del mismo oporto.
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2
La declaración de Clarissa produjo distintas reacciones. Jeremy estalló
en carcajadas y se acercó a darle un beso. Sir Rowland se la quedó
mirando atónito, mientras que Hugo no lograba decidir qué actitud
tomar.
—¡Clarissa! ¡Eres una farsante sin escrúpulos! —exclamó por fin sir
Rowland, aunque con tono cariñoso.
—Bueno, como esta tarde llovía y no habéis podido jugar a golf...
tenía que entreteneros. Y no me negarás que os habéis entretenido,
¿verdad?
—¡Santo cielo! Debería darte vergüenza poner en evidencia a tus
mayores. Resulta que el único que ha averiguado que era el mismo
vino ha sido el joven Warrender.
Hugo acompañó riendo a sir Rowland hasta la puerta.
—¿Quién decía que reconocería en cualquier parte el Cockburn del
veintisiete? —preguntó, pasándole el brazo por los hombros.
—Déjalo, Hugo —replicó sir Rowland con resignación—. Ya
seguiremos bebiendo más tarde, sea lo que sea.
Una vez se marcharon hacia el vestíbulo, Jeremy se volvió hacia
Clarissa.
—Y ahora dime, Clarissa —comenzó con tono acusador—, ¿qué
historia es ésa sobre el ministro herzoslovaco?
—¿Qué pasa con el ministro? —preguntó Clarissa inocentemente.
Jeremy la señaló con el dedo.
—¿Es verdad que fue corriendo tres veces a la verja del jardín, con un
impermeable puesto, en cuatro minutos y cincuenta y tres segundos?
—El ministro es un encanto —replicó ella con una dulce sonrisa—,
pero tiene más de sesenta años y dudo que vaya corriendo a ningún
sitio desde hace mucho tiempo.
—Así que te lo inventaste todo. Ya me lo advirtieron. Pero ¿por qué?
—Bueno, te has pasado el día quejándote de que no hacías suficiente
ejercicio, así que consideré que era un detalle echarte una mano. Si
te hubiera ordenado que echaras una carrerita por el bosque no me
habría servido de nada, pero sabía que responderías a un desafío, así
que me inventé uno.
Jeremy gruñó exasperado.
—Clarissa, ¿alguna vez dices la verdad?
—Pues claro que sí. A veces. Pero cuando la digo nadie me cree. Es
muy curioso —Se quedó pensativa un momento—. Supongo que
cuando una se inventa cosas se deja llevar un poco, y eso las hace
más convincentes —añadió.
—¡Podía haberme dado un infarto! —se quejó Jeremy—. Pero imagino
que eso te tiene sin cuidado.
Clarissa se echó a reír y abrió las cristaleras.
—Parece que ha despejado. Será un atardecer estupendo. Qué bien
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huele el jardín después de la lluvia —comentó—. A narcisos.


Jeremy se acercó a ella.
—¿De verdad te gusta vivir aquí en el campo?
—Me encanta.
—Pero debes de morirte de aburrimiento. Es tan poco apropiado para
ti... Echarás de menos el teatro. Me han dicho que te apasionaba
cuando eras más joven.
—Sí, es verdad. Pero aquí he logrado crear mi propio teatro —replicó
ella con una sonrisa.
—Deberías estar en Londres, donde tu vida estaría llena de
emociones.
—¿Te refieres a fiestas y clubes nocturnos?
—Fiestas, sí. Serías una anfitriona perfecta —aseguró Jeremy.
—Suena a novela eduardiana. De todas formas, las fiestas
diplomáticas son una pesadez de espanto.
—Sí, pero es una pena que estés aquí enclaustrada —insistió él,
intentando cogerle la mano.
—¿Una pena? —repitió ella, apartándose.
—Sí. Y además está Henry.
—¿Qué pasa con Henry? —preguntó Clarissa, ocupada en ahuecar el
cojín de una butaca.
—No entiendo cómo pudiste casarte con él —contestó Jeremy,
haciendo acopio de valor—. Es mucho mayor que tú y tiene una hija
que ya va al colegio —Se apoyó sobre un sillón sin dejar de mirarla—.
Es un hombre excelente, sin duda, ¡pero vamos! ¡Menudo estirado!
Va por la vida que parece un búho hervido —Jeremy se interrumpió
un momento, aguardando su reacción—. Es más aburrido que una
ostra.
Clarissa seguía sin decir nada.
—Y no tiene sentido del humor —murmuró él con cierta petulancia.
Clarissa sonrió en silencio.
—Pensarás que no debería decir estas cosas.
—No, si no me importa —aseguró ella, sentándose en un escabel—.
Puedes decir lo que quieras.
Jeremy se sentó a su lado.
—¿Así que admites que cometiste un error? —preguntó ansioso.
—No he cometido ningún error. ¿Me estás haciendo proposiciones
deshonestas, Jeremy? —añadió con tono burlón.
—Desde luego.
—Encantador —exclamó Clarissa, dándole un golpecito con el codo—.
Sigue, sigue.
—Deberías saber lo que siento por ti. Pero estás jugando conmigo,
¿verdad? Estás coqueteando. Es otro de tus jueguecitos. Querida, ¿no
podrías ponerte seria sólo por una vez?
—¿Seria? ¿De qué sirve ponerse seria? Ya hay bastante seriedad en el
mundo, Jeremy. Me gusta divertirme y me gusta que todo el mundo
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se divierta a mi alrededor.
Jeremy sonrió a su pesar.
—Pues yo ahora me divertiría mucho más si me tomaras en serio —
aseguró.
—Vamos, hombre. Por supuesto que te estás divirtiendo. Has venido
invitado un fin de semana junto con mi adorable padrino, Roly. Y esta
tarde ha venido el bueno de Hugo para tomar unas copas. Hugo y
Roly son muy graciosos cuando están juntos. No puedes decir que no
te diviertes.
—Pues claro que me divierto. Pero no me dejas decirte lo que en
realidad quiero decir.
—No seas tonto, querido. Tú sabes que puedes decirme lo que
quieras.
—¿De verdad? ¿Lo dices en serio?
—Por supuesto.
—Muy bien —Jeremy se levantó y se volvió hacia ella—. Te quiero.
—Me alegro mucho.
—Es la respuesta menos adecuada —se quejó él—. Deberías decir «lo
siento» con tono profundo y comprensivo.
—Pero es que no lo siento. Me encanta. Me gusta que la gente me
quiera.
Jeremy volvió a sentarse. Parecía molesto.
—¿Querrías hacerme un favor? —preguntó Clarissa.
—Sabes que sí. Lo que sea. Lo que quieras —declaró él ansioso.
—¿De verdad? Supongamos, por ejemplo, que asesino a alguien. ¿Tú
me ayudarías...? No, no debo seguir. —De pronto se levantó y se
alejó unos pasos.
—Sigue, por favor.
Clarissa aguardó un momento antes de proseguir.
—Antes me has preguntado si no me aburría aquí en el campo.
—Sí.
—Bueno, supongo que en cierto modo sí—admitió—. O más bien me
aburriría si no fuera por mi pasatiempo particular.
—¿Qué pasatiempo? —preguntó él, sorprendido.
Clarissa respiró hondo.
—Verás, siempre he llevado una vida tranquila y feliz. Nunca me pasa
nada emocionante, así que he ideado un juego particular. Yo lo llamo
«suponer».
—¿Cómo?
—Suponer —repitió Clarissa, que ahora se paseaba por la sala—. Me
digo, por ejemplo: supongamos que bajo una mañana y me
encuentro un cadáver en la biblioteca. ¿Qué haría? O supongamos
que un día aparece una mujer que me dice que Henry y ella se
casaron en secreto en Constantinopla y que mi matrimonio es
bígamo. ¿Qué le diría? O supongamos que hago caso a mis instintos y
me convierto en una actriz famosa. O supongamos que tuviera que
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elegir entre traicionar a mi país y que fusilaran a Henry ante mis ojos.
¿Ves a qué me refiero? —preguntó con una súbita sonrisa—. O incluso
supongamos que huyo con Jeremy, ¿qué pasaría?
Jeremy se arrodilló ante ella.
—Me siento halagado. Pero ¿de verdad te has imaginado alguna vez
esa situación?
—Desde luego que sí.
—¿Y qué pasaría? —Jeremy le cogió la mano, pero ella la apartó.
—Bueno, la última vez que jugué estábamos en la Riviera en Jean les
Pins y Henry apareció con un revólver.
—¡Dios mío! —exclamó él, sobresaltado—. ¿Me disparó?
Clarissa sonrió nostálgica.
—Creo recordar que dijo... —Se interrumpió un momento y luego
añadió con tono dramático—: «Clarissa, o vuelves conmigo o me
mato.»
—Vaya, una actitud muy decente por su parte —replicó Jeremy, poco
convencido—. No me imagino nada menos propio de Henry. Pero en
fin, ¿qué dijiste tú entonces?
—En realidad lo he jugado con dos finales —confesó—. En uno le
decía a Henry que lo sentía muchísimo, que no quería que se matara,
pero que estaba muy enamorada de Jeremy y que no podía evitarlo.
Henry se arrojaba sollozando a mis pies, pero yo me mantenía firme.
«Yo te aprecio mucho, Henry —le decía—, pero no puedo vivir sin
Jeremy. La separación es definitiva.» Y entonces salía corriendo de la
casa al jardín, donde tú me esperabas. Y mientras corríamos hacia la
verja oíamos un disparo, pero no nos deteníamos.
—¡Cielos! Desde luego no te mordiste la lengua. Pobre Henry —
Jeremy reflexionó un momento—. Pero decías que habías jugado con
dos finales. ¿Qué pasaba en el otro?
—Bueno, Henry sufría tanto y suplicaba con tanta pasión que no tuve
corazón para dejarle. Decidí renunciar a ti y dedicar mi vida a hacerle
feliz a él.
Jeremy parecía desolado.
—Vaya, querida, está claro que sabes divertirte. Pero por favor, ponte
seria un momento. Yo hablo muy en serio cuando digo que te quiero.
Te quiero desde hace mucho tiempo. Tú lo sabes. ¿Estás segura de
que no tengo esperanzas? ¿De verdad quieres pasar el resto de tu
vida con el aburrido de Henry?
Clarissa no tuvo que contestar, porque en ese momento entró una
niña alta y delgada de unos doce años. Llevaba un uniforme de
colegio y una cartera.
—Hola, Clarissa —saludó a su madrastra.
—Hola, Pippa. Llegas tarde.
—Tenía clase de música —explicó lacónica.
—Ah, sí. Hoy tocaba piano, ¿no? ¿Ha sido interesante?
—No. Horroroso. Horribles ejercicios que tenía que repetir y repetir.
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La señorita Farrow dice que es para mejorar mi técnica. Ni siquiera


me ha dejado tocar el solo tan bonito que había practicado. ¿Hay algo
de comer? Me muero de hambre.
Clarissa se levantó.
—¿No tenías los bollos que sueles comer en el autobús?
—Sí, pero eso fue hace media hora —replicó Pippa, mirándola con
expresión tan suplicante que resultaba casi cómica—. ¿No puedo
tomar un bizcocho o algo hasta la hora de la cena?
Clarissa se la llevó riendo de la mano.
—A ver qué encontramos.
—¿Queda algo de aquel bizcocho, el de cerezas?
—No. Te lo terminaste ayer.
Jeremy movió la cabeza sonriendo. En cuanto dejó de oír sus voces
se precipitó al escritorio y abrió un par de cajones.
—¡Hola! —Se oyó de pronto una voz femenina en el jardín.
Jeremy dio un respingo y cerró los cajones. Una mujer abría en ese
momento las cristaleras desde el jardín. Era corpulenta y de aspecto
jovial. Debía de tener unos cuarenta años, y vestía pantalones de
tweed y botas de agua. Al ver a Jeremy se detuvo.
—¿Está la señora Hailsham-Brown? —preguntó con brusquedad.
Jeremy se dirigió hacia el sofá.
—Sí, señorita Peake. Acaba de irse a la cocina a darle de comer a
Pippa. Ya conoce el insaciable apetito de Pippa.
—Los niños no deberían comer a deshora —replicó ella con tono casi
masculino.
—¿Entra usted, señorita Peake?
—No, no quiero entrar con las botas. Metería en la casa medio jardín
—explicó ella con una carcajada—. Sólo venía a preguntarle qué
verduras quiere para el almuerzo de mañana.
—Pues me temo que...
—No se preocupe —le interrumpió ella con su vozarrón—. Ya volveré
más tarde. Ah, y tenga usted cuidado con ese escritorio, señor
Warrender —añadió.
—Por supuesto.
—Es una antigüedad muy valiosa. No debería usted tirar de los
cajones de esa manera.
—Lo siento mucho —contestó Jeremy, algo desconcertado—. Estaba
buscando papel para tomar notas.
—En el casillero del centro —señaló la señorita Peake.
Jeremy sacó de él una hoja de papel.
—Muy bien —prosiguió la mujer—. Es curioso que no sepamos ver lo
que tenemos delante de las narices —afirmó con una carcajada.
Jeremy también se echó a reír, pero se detuvo bruscamente en
cuanto ella salió al jardín. Estaba a punto de acercarse de nuevo al
escritorio cuando Pippa volvió mordisqueando un bollo.
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3
—Hummm, está buenísimo —declaró Pippa con la boca llena,
limpiándose los dedos en la falda.
—Hola —saludó Jeremy—. ¿Qué tal el colegio hoy?
—Horrible —replicó ella alegremente, dejando en la mesa lo que
quedaba del bollo—. Hoy tocaba clase de política —añadió, abriendo
la cartera—. A la señorita Wilkinson le encanta la política. Pero es
sosísima. No puede mantener el orden en la clase.
—¿Cuál es tu asignatura favorita?
—Biología —respondió Pippa con entusiasmo—. ¡Es estupenda! Ayer
diseccionamos un anca de rana —Sacó un libro y se lo puso ante la
cara—. Mira lo que he comprado hoy en el mercadillo. Estoy segura
de que es rarísimo. Tiene más de cien años.
—¿Y qué es exactamente?
—Una especie de libro de cocina. Es impresionante, emocionantísimo.
—Pero ¿de qué trata?
Pippa estaba absorta en el libro.
—¿Qué? —murmuró mientras pasaba las páginas.
—Desde luego parece fascinante.
—¿Qué? —repitió Pipa—. ¡Caramba! —murmuró, volviendo otra
página.
—Evidentemente ha sido una buena compra —comentó Jeremy,
cogiendo un periódico.
—¿Cuál es la diferencia entre una vela de cera y una de sebo? —
preguntó Pippa, al parecer perpleja por lo que estaba leyendo.
Jeremy pensó un momento antes de responder.
—Supongo que una vela de sebo es de calidad bastante inferior. ¿Pero
eso se come? Un libro de cocina de lo más extraño.
—¿Se come? —declamó Pippa levantándose—. Parece el juego de las
veinte preguntas —Lanzó el libro sobre una butaca y cogió de la
estantería una baraja de cartas—. ¿Sabes jugar al «demonio de la
paciencia»?
Pero ahora Jeremy estaba absorto en su periódico.
—Humm —masculló por toda respuesta.
Pippa intentó de nuevo llamar su atención.
—Supongo que no te gusta jugar a «suplica a tu vecino».
—No —Jeremy dejó el periódico, se sentó a la mesa y escribió una
dirección en un sobre.
—No, ya me lo imaginaba —Pippa se arrodilló en el suelo en mitad de
la sala y comenzó a jugar un solitario—. Ojalá tengamos un buen día,
para variar —se quejó—. Es una pena estar en el campo cuando
llueve.
—¿Te gusta vivir en el campo, Pippa?
—Me encanta. Es mucho mejor que vivir en Londres. Y esta casa es
fantástica, con pista de tenis y todo. Hasta tenemos un pasadizo
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secreto.
—¿Un pasadizo secreto? —preguntó Jeremy sonriendo—. ¿En esta
casa?
—Sí.
—No te creo. No es de la época.
—Pues yo digo que es un pasadizo secreto —insistió ella—. Ven que
te lo enseño.
Pippa sacó un par de libros de un estante y tiró de una pequeña
palanca que había detrás. Una sección de la pared se abrió, revelando
ser una puerta oculta. Detrás había un amplio hueco, con otra puerta
en la pared del fondo.
—Ya lo ves, un pasadizo secreto que va a parar a la biblioteca.
—Vaya —Jeremy se acercó a investigar. Abrió la puerta del fondo,
echó un vistazo a la biblioteca y volvió a la sala—. Es verdad.
—Y está muy bien escondido. Nadie se imaginaría que ahí hay una
puerta —Pippa alzó la palanca para cerrar el panel—. Yo la uso todo el
rato —prosiguió—. Es un sitio ideal para esconder un cadáver, ¿no te
parece?
Jeremy sonrió.
—Desde luego.
Pippa volvió a sus cartas justo cuando entraba Clarissa.
—La amazona te estaba buscando —anunció Jeremy.
—¿La señorita Peake? Ay, qué pesada —exclamó Clarissa, dando un
bocado al bollo que Pippa había dejado en la mesa.
—¡Eh, que es mío! —exclamó la niña.
—Toma, glotona.
Pippa dejó el bollo en la mesa y volvió a arrodillarse en el suelo.
—Primero me saluda como si fuera un sargento y luego me regaña
por maltratar el escritorio.
—Es una mujer pesadísima —admitió Clarissa, inclinándose sobre el
sofá para ver las cartas de Pippa—. Pero esta casa es de alquiler, y
ella venía con la casa, así que... —se interrumpió—. El diez negro con
la jota roja —indicó a Pippa—. Así que tenemos que aceptarla —
prosiguió—. En cualquier caso, es una jardinera estupenda.
—Ya lo sé —Jeremy la rodeó con el brazo—. Esta mañana la he visto
desde mi ventana. Oí ruidos y jadeos y me asomé a ver qué era. Y allí
estaba la amazona en el jardín, cavando lo que parecía una tumba
enorme.
—Era una zanja —explicó Clarissa—. Creo que se hace para plantar
coles o algo así.
Jeremy se inclinó también para mirar las cartas.
—El tres rojo con el cuatro negro —aconsejó. Pippa alzó la vista
furiosa.
Hugo y sir Rowland, que salían en ese momento de la biblioteca, le
miraron con expresión elocuente. Jeremy dejó caer el brazo y se
apartó de Clarissa.
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—Parece que por fin ha despejado —anunció sir Rowland—. De todas


formas es tarde para jugar a golf. Sólo quedan veinte minutos de luz
—Miró las cartas y señaló con el pie—. Mira, ésa va ahí —Se acercó a
las cristaleras sin advertir la expresión fiera de Pippa—. Bueno,
supongo que deberíamos irnos ya al club de golf, si queremos cenar
allí.
—Voy por mi abrigo —anunció Hugo. Al pasar junto a Pippa señaló
una carta. La niña, furiosa, se inclinó para tapar las cartas con su
cuerpo—. ¿Y tú, muchacho? —preguntó Hugo a Jeremy—. ¿Vienes?
—Sí, voy por mi chaqueta —Se marcharon los dos juntos, dejando la
puerta abierta.
—¿Seguro que no os importa cenar en el club esta noche? —preguntó
Clarissa.
—En absoluto —la tranquilizó sir Rowland—. Es una solución muy
sensata, puesto que los criados tienen la tarde libre.
En ese momento entró en la sala el mayordomo de los Hailsham-
Brown, un hombre de mediana edad.
—Su cena está lista en la sala de estudio, señorita Pippa. Tiene leche,
fruta y sus galletas favoritas.
—¡Estupendo! ¡Me muero de hambre!
Pippa salió disparada hacia el vestíbulo, pero Clarissa la detuvo.
—Primero recoge las cartas.
—¡Qué pesada! —La niña comenzó a amontonar las cartas contra un
extremo del sofá.
—Perdone, señora —murmuró el mayordomo con tono respetuoso.
—Sí, Elgin, ¿qué pasa?
—Ha pasado algo... desagradable con las verduras —respondió el
hombre. Parecía incómodo.
—Dios mío. ¿Se refiere a la señorita Peake?
—Así es, señora. Mi esposa encuentra a la señorita Peake muy difícil,
señora. Entra constantemente en la cocina para criticar y hacer
comentarios. Y a mi esposa no le agrada en absoluto. En todas las
casas donde hemos estado, la señora Elgin y yo hemos tenido
siempre muy buen trato con el jardinero.
—Lo lamento mucho —replicó Clarissa, disimulando una sonrisa—.
Ya... ya intentaré solucionarlo. Hablaré con la señorita Peake.
—Gracias, señora —El mayordomo hizo una reverencia y se marchó.
—Qué agotadores son los criados —observó Clarissa—. Y qué cosas
más curiosas dicen. ¿Cómo puede uno tener buen trato con el
jardinero? Parece en cierto modo indecoroso.
—Pues yo creo que has tenido suerte con los Elgin —terció sir
Rowland—. ¿De dónde los has sacado?
—De la oficina del registro local.
Sir Rowland arrugó el entrecejo.
—Espero que no sea esa que siempre te enviaba sinvergüenzas. Era
una agencia de nombre italiano o español. De Botello se llamaba, ¿no
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es así? No hacía más que mandarte candidatos que siempre


resultaban extranjeros ilegales. Andy Hulme contrató a una pareja
que le desvalijó prácticamente todo. Incluso utilizaron la calesa de
Andy para llevarse la mitad de la casa. Y todavía no los han atrapado.
—Sí —rió Clarissa—, sí que me acuerdo. Venga, Pippa, date prisa.
—¡Ya está! —exclamó la niña, enfurruñada—. Ojalá no tuviera que
estar siempre recogiéndolo todo —Cuando se dirigía hacia la puerta
Clarissa la detuvo.
—Toma, llévate el bollo.
Pippa se dispuso de nuevo a marcharse.
—Y la cartera.
La niña corrió a la butaca, cogió su cartera y se volvió hacia la puerta.
—¡El sombrero!
Pippa dejó el bollo en la mesa y recogió el sombrero.
—¡Toma! —Clarissa le metió el bollo en la boca, le encasquetó el
sombrero y la empujó hacia el vestíbulo—. ¡Y cierra la puerta!
Sir Rowland se echó a reír y Clarissa con él. La luz del día comenzaba
a desvanecerse y la sala se estaba quedando en penumbra.
—Es maravilloso —comentó sir Rowland—. Pippa ha cambiado tanto...
Has hecho un trabajo estupendo, Clarissa.
—Yo creo que ahora le caigo bien y confía en mí —respondió ella,
sentándose en el sofá y cogiendo un cigarrillo—. Y la verdad es que a
mí me gusta hacer de madrastra.
Sir Rowland fue a encenderle el cigarrillo con el mechero de la mesita
auxiliar.
—Bueno, desde luego parece otra vez una niña normal y contenta.
—Yo creo que la diferencia ha sido venirnos al campo. Además ahora
va a un colegio muy bueno y ha hecho muchos amigos. Sí, creo que
está contenta y que, como tú dices, es normal.
—Desde luego era horroroso verla en el estado en que se encontraba
—afirmó sir Rowland, ceñudo—. Era para estrangular a Miranda. Qué
madre más espantosa.
—Sí. Pippa tenía terror a su madre.
Él se sentó con ella en el sofá.
—Una cosa horrorosa —repitió.
Clarissa hizo un gesto de rabia con el puño.
—Cada vez que me acuerdo de Miranda me pongo furiosa. ¡Lo que
hizo sufrir a Henry! ¡Y lo que hizo pasar a esa niña! Todavía no puedo
entender cómo una mujer puede ser capaz de algo así.
—Las drogas son un asunto muy feo. Te cambian por completo el
carácter.
Después de un breve silencio, Clarissa preguntó:
—¿Por qué crees que comenzó a tomar drogas?
—Creo que fue su amigo Oliver Costello, ese canalla. Me parece que
está metido en el tinglado de las drogas.
—Es un hombre horroroso. Siempre he pensado que era malvado.
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—Miranda se casó con él, ¿no?


—Sí, hace un mes.
Sir Rowland movió la cabeza.
—Bueno, no cabe duda de que Henry hizo bien librándose de ella.
Henry es un buen hombre. Sí, un hombre estupendo.
Clarissa sonrió.
—¿Crees que hace falta que me lo digas?
—Ya sé que no es de muchas palabras —prosiguió él—. Es lo que
podríamos llamar poco expresivo. Pero es una persona sólida y
responsable.
—Guardó silencio un momento—. A propósito, ¿qué sabes del joven
Jeremy?
—¿De Jeremy? Que es muy divertido.
—¡Bah! Es lo único que le preocupa a la gente hoy en día —afirmó
mirando muy serio a Clarissa—. ¿No estarás pensando...? No irás a
hacer ninguna tontería, ¿verdad?
Clarissa se echó a reír.
—Lo que me estás diciendo es que no me enamore de Jeremy
Warrender, ¿no es eso?
—Sí —replicó él, todavía muy serio—, exacto. Es obvio que lo tienes
encandilado. De hecho parece incapaz de quitarte las manos de
encima. Pero tú estás felizmente casada con Henry, y no me gustaría
que pusieras tu matrimonio en peligro.
Ella le dedicó una sonrisa cariñosa.
—¿De verdad crees que haría una tontería semejante? —preguntó
juguetona.
—Sería una tontería, sin duda. Clarissa, querida, yo te he visto crecer.
Sabes que significas mucho para mí. Si alguna vez tienes problemas,
acudirías a tu viejo tutor, ¿no es verdad?
—Pues claro que sí, Roly, querido —se apresuró a contestar ella,
dándole un beso en la mejilla—. Y no tienes que preocuparte por
Jeremy. De verdad. Ya sé que es atractivo y encantador y todo eso.
Pero ya me conoces. Simplemente me divierto. No es nada serio.
Sir Rowland iba a decir algo cuando la señorita Peake apareció en la
cristalera.
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4
La señorita Peake se había quitado las botas y estaba en calcetines.
Llevaba en la mano un brécol.
—Espero que no le importe que entre por aquí, señora Hailsham-
Brown —tronó, acercándose al sofá—. He dejado las botas fuera para
no manchar. Sólo quería que viera este brécol —añadió, poniéndole la
verdura bruscamente delante de las narices.
—Parece... parece estupendo —acertó a responder Clarissa.
La señorita Peake acercó el brécol a sir Rowland.
—Eche un vistazo —ordenó.
—No veo que tenga nada malo —declaró él, pero cogió el brécol para
inspeccionarlo más de cerca.
—Por supuesto que no tiene nada malo —bramó la señorita Peake—.
Ayer llevé uno igual a la cocina, y esa mujer... Que conste que no me
gusta decir nada en contra de sus criados, señora Hailsham-Brown,
aunque si yo quisiera... El caso es que la señora Elgin tuvo la
desfachatez de decirme que era un ejemplar de tan mala calidad que
no pensaba cocinarlo. «Si no sabe hacerlo mejor en el huerto», me
dijo, «más vale que se busque otro trabajo». ¡La habría matado!
Clarissa fue a decir algo, pero la señorita Peake prosiguió sin
prestarle atención:
—Usted sabe que no me gusta crear problemas, pero no pienso
permitir que me insulten en la cocina. —Hizo una pausa para tomar
aliento y anunció—: A partir de ahora dejaré las verduras en la puerta
trasera, y la señora Elgin puede dejarme allí una lista de...
Sir Rowland intentó devolverle el brécol, pero ella lo ignoró.
—Puede dejarme allí una lista con lo que hace falta —concluyó,
moviendo la cabeza con énfasis.
Ni Clarissa ni sir Rowland supieron qué contestar. Justo cuando la
jardinera abría la boca para seguir hablando, sonó el teléfono.
—Ya voy yo —bramó—. ¿Diga? Sí —gritó al auricular, mientras
limpiaba la mesa con su delantal—. Sí, es Copplestone Court. ¿Quiere
hablar con la señora Brown? Sí, está aquí.
Clarissa apagó el cigarrillo y cogió el auricular.
—Hola, aquí la señora Hailsham-Brown. ¿Diga? ¿Diga? ¡Qué raro! —
exclamó mirando a la señorita Peake—. Han colgado.
La jardinera corrió de pronto hacia la consola y la colocó contra la
pared.
—Perdone, pero al señor Sellon le gustaba tener la consola aquí.
Clarissa hizo una mueca mirando a sir Rowland, pero se apresuró a
ayudar a la jardinera.
—Gracias. Y tenga usted cuidado con las marcas que dejan las copas
en los muebles, señora Brown-Hailsham. —Clarissa miró ansiosa la
mesa—. Perdone, señora Hailsham-Brown —se corrigió la jardinera
con una carcajada—. Bueno, Brown-Hailsham, Hailsham-Brown. En
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realidad es lo mismo, ¿no?


—No, no lo es, señorita Peake —declaró sir Rowland—. Al fin y al
cabo, no es lo mismo un hombre pobre que un pobre hombre.
La señorita Peake se echó a reír de buena gana en el momento que
Hugo entraba en la sala.
—Hola —le saludó la jardinera—. Me están echando una regañina,
como de costumbre. Están de lo más sarcásticos —añadió, dándole
una palmada en la espalda—. En fin, buenas tardes a todos. Déme
usted ese brécol. ¡Hombre pobre, pobre hombre! —repitió—. Genial.
A ver si no se me olvida —Y con otra carcajada salió por las
cristaleras.
Hugo se volvió hacia Clarissa y sir Rowland.
—¿Cómo demonios aguanta Henry a esa mujer?
—Lo cierto es que le resulta bastante difícil —admitió Clarissa. Colocó
en la estantería el libro que Pippa había dejado en la butaca y a
continuación se sentó.
—No me extraña —replicó Hugo—. ¡Menuda marimandona! ¡Y con
esos aires tan campechanos!
—Me temo que la pobre no ha recibido ninguna educación —añadió
sir Rowland.
Clarissa sonrió.
—Es verdad que resulta enervante, pero es muy buena jardinera y,
como repito siempre, venía con la casa, y puesto que la casa es tan
barata...
—¿Es barata? —terció Hugo—. Me sorprendes.
—Increíblemente barata. Vinimos a verla hace un par de meses y nos
la quedamos en el momento por medio año, amueblada y todo.
—¿A quién pertenece? —preguntó sir Rowland.
—Era de un tal señor Sellon, un anticuario de Maidstone. Murió no
hace mucho.
—¡Ah, sí! —exclamó Hugo—. Sellon y Brown. Una vez compré un
espejo Chippendale en su tienda de Maidstone. Sellon vivía aquí en el
campo e iba a Maidstone todos los días, pero creo que a veces traía
clientes a su casa.
—Bueno, la verdad es que la casa tiene algunos inconvenientes —
comentó Clarissa—. Justo ayer vino un hombre en un coche
deportivo, vestido con un espantoso traje de cuadros. Estaba
empeñado en comprar ese escritorio. Yo le dije que puesto que no era
nuestro no podíamos venderlo, pero él no quería creerme y no hacía
más que aumentar el precio. ¡Al final llegó a ofrecer quinientas libras!
—¡Quinientas libras! —exclamó sir Rowland acercándose al escritorio
—. ¡Santo cielo! No creo que ni en una feria de anticuarios llegara a
alcanzar un precio semejante. Es un mueble bastante bonito, pero no
veo que tenga ningún valor especial.
—Tengo hambre —Era Pippa, que había vuelto al salón.
—No puede ser —declaró Clarissa.
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—Es verdad. Sólo he tomado leche, galletas de chocolate y un


plátano. Eso no llena nada —añadió, dejándose caer en una butaca.
Sir Rowland y Hugo seguían contemplando el escritorio.
—Desde luego es un mueble precioso —opinó sir Rowland—.
Auténtico, supongo, aunque no es lo que yo llamaría una pieza de
colección. ¿No estás de acuerdo, Hugo?
—Sí, pero a lo mejor tiene un cajón secreto con un collar de
diamantes —replicó Hugo, burlón.
—Tiene un cajón secreto —terció Pippa.
—¿Qué? —exclamó Clarissa.
—El otro día encontré un libro en el mercadillo sobre cajones secretos
y muebles viejos —explicó la niña—. Así que me puse a mirar las
mesas y los muebles de toda la casa, y éste es el único que tiene un
cajón secreto. Mirad.
Se acercó al escritorio y abrió uno de los casilleros. Clarissa se inclinó
sobre el sofá.
—¿Veis? —dijo Pippa metiendo la mano en el casillero—. Aquí debajo
hay una especie de pasador.
—¡Bah! —gruñó Hugo—. No es precisamente muy secreto.
—Ah, pero eso no es todo. Si aprietas el pasador, sale un cajoncito.
¿Lo ves? Ahí está.
Un pequeño cajón había salido del escritorio. Hugo sacó un papel que
había dentro.
—¡Vaya! ¿Qué será esto? «Inocentes» —leyó en voz alta.
—¡Qué! —exclamó sir Rowland.
Pippa estalló en carcajadas. Los demás se echaron también a reír. Sir
Rowland sacudió en broma a la niña, que fingió darle un puñetazo
mientras se jactaba:
—¡He sido yo!
—Sinvergüenza —le espetó sir Rowland, revolviéndole el pelo—. Te
estás volviendo peor que Clarissa.
—En realidad en el cajón había un sobre con una firma de la reina
Victoria —anunció la niña—. Ya veréis. —Corrió a la estantería
mientras Clarissa ponía de nuevo los cajones en su sitio y cerraba el
casillero. Pippa abrió una caja en uno de los estantes y sacó un sobre
con tres hojas que mostró a la concurrencia.
—¿Coleccionas autógrafos, Pippa? —preguntó sir Rowland.
—En realidad no. Es sólo una afición sin importancia —Pippa tendió
un papel a Hugo, que a su vez lo pasó a sir Rowland.
—Una niña del colegio colecciona sellos, y su hermano tiene también
una colección increíble. El otoño pasado creyó haber conseguido uno
como el que salía en el periódico, un sello sueco o algo así, que valía
cientos de libras —Mientras hablaba pasó las otras dos firmas y el
sobre a Hugo—. El hermano de mi amiga estaba emocionadísimo —
prosiguió la niña—, y llevó el sello a un experto. Pero el experto le
dijo que no era lo que él pensaba, aunque de todas formas se trataba
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de un sello muy bueno. El caso es que le dio cinco libras por él.
Sir Rowland y Hugo devolvieron a Pippa sus firmas.
—Cinco libras está bastante bien, ¿no? —preguntó ella. Hugo asintió
con un gruñido.
—¿Cuánto creéis que puede valer la firma de la reina Victoria?
—De cinco a diez chelines, diría yo —contestó sir Rowland, todavía
examinando el sobre.
—También tengo la de John Ruskin y la de Robert Browning.
—Me temo que tampoco valen mucho. Lo siento, cariño.
—Ojalá tuviera la firma de Neville Duke y la de Roger Bannister. Estos
autógrafos históricos huelen un poco a rancio —Pippa guardó los
papeles en la caja y echó a andar hacia la puerta—. ¿Puedo ir a ver si
quedan más galletas de chocolate, Clarissa?
—Si quieres...
—Nosotros nos vamos. —dijo Hugo. Se acercó a la escalera y gritó—:
¡Jeremy! ¡Eh, Jeremy!
—¡Ya voy! —Jeremy entró precipitadamente con un palo de golf.
—Henry estará a punto de llegar a casa —murmuró Clarissa.
—Es mejor que salgamos por aquí —sugirió Hugo, señalando la
cristalera—. Queda más cerca. Adiós, querida. Y gracias por
soportarnos. Probablemente iré derecho a casa desde el club, pero te
prometo devolverte a tus invitados sanos y salvos.
—Hasta luego, Clarissa —se despidió Jeremy.
—Hasta luego, querida —dijo sir Rowland, rodeándola con sus brazos
—. Warrender y yo no volveremos hasta la medianoche.
—Hace una tarde estupenda —observó ella—. Os acompaño hasta la
verja del campo de golf.
Echaron a andar por el jardín, sin hacer ningún esfuerzo por alcanzar
a Hugo y Jeremy.
—¿A qué hora volverá Henry? —preguntó sir Rowland.
—No lo sé muy bien. Supongo que pronto. Pasaremos una velada
tranquila y tomaremos una cena fría. Seguramente estaremos ya en
la cama cuando volváis.
—Sí, no vayas a esperarnos levantada.
—Muy bien, querido. Nos vemos más tarde, o si no mañana en el
desayuno —se despidió Clarissa al llegar a la cerca del jardín.
Sir Rowland la besó en la mejilla y apretó el paso para alcanzar a sus
amigos. Era, en efecto, una tarde muy agradable. Clarissa volvió
paseando, deteniéndose de vez en cuando para disfrutar de los
colores y los olores del jardín, y sonrió al acordarse de la señorita
Peake y su brécol. Pensó también en Jeremy y sus torpes intentos por
cortejarla, y se preguntó si de verdad hablaría en serio. Cuando ya
llegaba a la casa saboreó la agradable perspectiva de pasar una
tranquila velada en casa con su marido.
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5
Apenas se habían marchado Clarissa y sir Rowland, el mayordomo
entró en la sala con una bandeja de bebidas que dejó sobre la mesa.
En ese momento sonó el timbre de la puerta y Elgin fue a abrir. Se
encontró con un joven moreno, muy apuesto.
—Buenas tardes, señor —saludó el mayordomo.
—Buenas tardes. Venía a ver a la señora Brown —anunció con cierta
brusquedad el recién llegado.
—Muy bien. Pase usted. ¿A quién debo anunciar?
—Señor Costello.
—Por aquí, señor —Elgin se hizo a un lado para dejarle pasar al salón
—. ¿Tendrá la amabilidad de esperar un momento? La señora está en
casa. Voy a buscarla —Hizo ademán de marcharse, pero se volvió de
nuevo hacia él—. Señor Costello, ha dicho usted...
—Eso es. Oliver Costello.
—Muy bien, señor.
Una vez a solas, Oliver Costello miró en torno a la sala. Se acercó
primero a escuchar a la puerta de la biblioteca, luego a la del
vestíbulo, y por fin se dirigió al escritorio y miró de cerca los cajones.
Al oír un ruido se apartó rápidamente y estaba en el centro de la sala
cuando Clarissa entró por la cristalera.
—¡Tú!
—¡Clarissa! ¿Qué haces aquí?
—Es una pregunta bastante estúpida, ¿no crees ? Esta es mi casa.
—¿Tu casa?
—No te hagas el tonto, Oliver.
Costello se la quedó mirando. Luego decidió cambiar de actitud.
—Es una casa encantadora. Antes pertenecía al viejo anticuario, ¿no?
¿Cómo se llamaba? Recuerdo que una vez me trajo para enseñarme
una silla Luis XV. ¿Un cigarrillo? —ofreció, tendiendo su pitillera.
—No, gracias —respondió ella con cierta brusquedad—. Y creo que es
mejor que te vayas. Mi esposo está a punto de llegar y no creo que le
agrade mucho verte aquí.
—Pues el caso es que yo sí quiero verle a él —replicó Costello con
insolencia—. En realidad a eso he venido, para hablar de una solución
adecuada.
—¿Cómo?
—Una solución para la situación de Pippa. Miranda está de acuerdo en
que Pippa pase parte de las vacaciones de verano con Henry, y tal vez
una semana en Navidad, pero aparte de eso...
—¿Qué quieres decir? —le interrumpió Clarissa—. La casa de Pippa es
ésta.
Costello se acercó tranquilamente a la mesa de las bebidas.
—Pero, querida Clarissa —exclamó—, sin duda eres consciente de que
el tribunal concedió a Miranda la custodia de la niña. ¿Puedo? —
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preguntó alzando una botella de whisky. Se sirvió una copa sin


esperar respuesta—. En el juicio no hubo ninguna oposición,
¿recuerdas?
Clarissa lo miró con gesto belicoso.
—Henry permitió que Miranda se divorciara de él sólo después de que
acordaran en privado que Pippa viviría con su padre. Si Miranda no
hubiera accedido a esto, habría sido Henry quien solicitara el divorcio.
Costello lanzó una carcajada despectiva.
—Tú no conoces muy bien a Miranda, ¿no? Cambia de opinión a
menudo.
—No me creo ni por un instante que Miranda quiera a la niña —replicó
ella con desdén—, o que le importe lo más mínimo.
—Pero tú no eres madre, querida Clarissa. No te molesta que te llame
Clarissa, ¿verdad? —preguntó con una desagradable sonrisa—. Al fin
y al cabo, ahora que estoy casado con Miranda, somos casi parientes
—Apuró el whisky de un trago y dejó el vaso—. Sí, te aseguro —
continuó— que ahora Miranda se siente de lo más maternal, y quiere
que Pippa viva con nosotros.
—¡No puedo creerlo!
—Como quieras —Costello se acomodó en la butaca—. Pero es inútil
que intentes resistirte. Al fin y al cabo, no hay ningún acuerdo por
escrito.
—No os quedaréis con Pippa —declaró Clarissa con firmeza—. La niña
tenía los nervios destrozados cuando llegó. Ahora está mucho mejor,
está contenta en el colegio, y así van a seguir las cosas.
—¿Y cómo lo vas a lograr, querida? La ley está de nuestra parte.
—¿Qué os traéis entre manos? A vosotros no os importa Pippa. ¿Qué
queréis? —De pronto se dio un golpe en la frente—. ¡Pues claro! ¡Qué
tonta he sido! ¡Es un chantaje!
Costello fue a responder, pero en ese momento entró Elgin.
—Ah, señora, la estaba buscando. ¿Le parece bien que la señora Elgin
y yo nos marchemos ya?
—Sí, muy bien, Elgin.
—Ha llegado nuestro taxi. La cena está lista en el comedor. ¿Quiere
usted que cierre aquí, señora? —añadió, sin dejar de mirar a Costello.
—No, ya me encargo yo. Disfruten ustedes de su tarde libre.
—Gracias, señora. Buenas tardes.
—Buenas tardes, Elgin.
Costello esperó a que el mayordomo cerrara la puerta.
—Chantaje es una palabra muy fea, Clarissa —señaló—. Deberías
tener más cuidado antes de hacer falsas acusaciones. ¿Acaso he
hablado yo de dinero?
—Todavía no. Pero es lo que buscas, ¿no es así?
Él alzó los hombros y tendió las manos.
—Es cierto que no nos va muy bien —admitió—. Miranda siempre ha
sido muy extravagante, como sin duda sabes muy bien. Creo que
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piensa que Henry debería restablecer su asignación. Al fin y al cabo


es un hombre adinerado.
Clarissa se acercó a él y le miró a la cara.
—Escucha, no sé qué pensará Henry, pero sé muy bien lo que pienso
yo. Si intentáis apartar a Pippa de nosotros, lucharé con uñas y
dientes. —Hizo una pausa y añadió—: Y estoy dispuesta a utilizar
cualquier arma.
Costello se echó a reír, impasible a su reacción.
—No sería muy difícil lograr un informe médico que demuestre que
Miranda es adicta a las drogas —prosiguió Clarissa—. Me atrevería
incluso a ir a Scotland Yard para hablar con la brigada de narcóticos.
De paso les sugeriría que te vigilaran también a ti.
Costello dio un respingo.
—No creo que al bueno de Henry, siempre tan recto, le gusten mucho
tus métodos —advirtió.
—Pues tendrá que aguantarse. Lo que importa es la niña. No pienso
permitir que la asustéis o la intimidéis.
En ese momento entró Pippa en la habitación y se frenó en seco al
ver a Costello.
—Hola, Pippa—saludó él—. Cómo has crecido.
La niña retrocedió con cara de miedo.
—He venido a hacer planes con respecto a ti —le informó él—. Tu
madre está deseando que vuelvas con ella. Ahora estamos casados
y...
—¡No pienso ir! —chilló histérica la niña, corriendo hacia Clarissa—.
No pienso ir. Clarissa, no pueden obligarme, ¿verdad? No...
—No te preocupes, cariño —Clarissa le pasó el brazo por los hombros
—. Tu sitio está aquí, con tu padre y conmigo.
—Te aseguro... —comenzó Costello, pero Clarissa no le dejó terminar.
—Fuera de aquí ahora mismo —ordenó.
Costello se llevó las manos a la cabeza y retrocedió fingiendo estar
asustado.
—¡Ahora mismo! —repitió ella—. No te quiero en mi casa,
¿entendido?
—Ah, señora Hailsham-Brown... —Era la señorita Peake, que acababa
de entrar desde el jardín con una enorme horca.
—Señorita Peake —la interrumpió Clarissa—, ¿quiere enseñarle al
señor Costello el camino al campo de golf?
Costello miró a la señorita Peake, que a su vez se volvió hacia él
alzando su horca.
—¿Señorita Peake?
—Encantada —replicó ella—. Soy la jardinera.
—Claro que sí. Tal vez se acuerde usted de que vine una vez a esta
casa para ver un mueble antiguo.
—Ah, sí. En tiempos del señor Sellon. Pero hoy no puede verle,
¿sabe? Está muerto.
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—No, no he venido a verle a él, sino a... la señora Brown.


—¿Ah, sí? Bueno, pues ya la ha visto —La jardinera parecía darse
cuenta de que el visitante no era bienvenido.
—Adiós, Clarissa —se despidió Costello—. Tendrás noticias mías —
añadió con tono amenazador.
—Por aquí —indicó la señorita Peake—. ¿Va usted a coger el autobús
o tiene coche?
—He dejado el coche junto a los establos —informó Costello mientras
atravesaban el jardín.
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6
En cuanto se marchó Oliver Costello, Pippa rompió a llorar.
—¡Me obligará a irme de aquí! —sollozaba abrazada a Clarissa.
—Desde luego que no.
—¡Le odio! Siempre le he odiado.
—¡Pippa! —exclamó Clarissa, temiendo que la niña estuviera al borde
de la histeria.
—¡No quiero volver con mi madre! ¡Prefiero morirme! —gritó—. Sí,
prefiero morirme. ¡Me mataré!
—Pippa... —la amonestó Clarissa.
—¡Me suicidaré! ¡Me voy a cortar las venas hasta desangrarme!
Clarissa la cogió por los hombros.
—Pippa, domínate. Te aseguro que no pasará nada. Yo estoy aquí.
—Pero yo no quiero volver con mi madre. ¡Y odio a Oliver! Es un
hombre malo, malo, malo.
—Ya lo sé, cariño, ya lo sé —murmuró Clarissa.
—No, no lo sabes —La niña parecía cada vez más desesperada—.
Cuando vine a vivir aquí no te lo conté todo. No podía soportar ni
pensarlo. Pero no era sólo Miranda la que estaba borracha todo el
tiempo. Una tarde ella se marchó no sé dónde y Oliver se quedó en
casa conmigo... Creo que había bebido mucho... no lo sé, pero... —La
niña parecía incapaz de proseguir. Por fin miró al suelo y murmuró—:
Intentó hacerme cosas.
—¡Pippa! —exclamó Clarissa horrorizada—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué
me estás diciendo?
Pippa miró desesperada alrededor, como buscando a alguien que
hablara por ella.
—Intentó... intentó besarme. Yo le di un empujón, pero él empezó a
arrancarme el vestido. Luego... —De pronto se interrumpió y estalló
en sollozos.
—¡Mi pobre niña! —murmuró Clarissa abrazándola—. No lo pienses
más. Ya se ha acabado todo y nunca volverá a pasarte nada. Yo haré
que castiguen a Oliver. Menuda bestia asquerosa. ¡Esto no quedará
así!
—A lo mejor le cae un rayo encima —comentó Pippa esperanzada.
—Sí, es muy posible —convino Clarissa con gesto de determinación—.
Ahora tienes que calmarte. Todo irá bien. Toma —le ofreció un
pañuelo—, límpiate la nariz.
Pippa obedeció y luego limpió sus lágrimas del vestido de Clarissa.
—Anda, sube a darte un baño. Y lávate bien. Tienes el cuello
sucísimo.
—Como siempre —replicó la niña, que parecía haber recuperado la
calma. Pero de pronto se volvió y corrió de nuevo hacia su madrastra
—. No dejarás que me lleven, ¿verdad?
—Tendrían que pasar por encima de mi cadáver —replicó ella con
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decisión—. No, más bien por encima de su cadáver. ¡Sí, eso es! ¿Más
tranquila?
La niña asintió y Clarissa le dio un beso en la frente.
—Anda, ve.
Pippa la abrazó de nuevo y se marchó. Clarissa se quedó un momento
pensativa, hasta que, al advertir que la habitación se había quedado
bastante oscura, encendió las luces, cerró la cristalera y se sentó en
el sofá, sumida en sus pensamientos.
Al cabo de un par de minutos oyó la puerta de la casa y un momento
después entró en la sala Henry Hailsham-Brown, su marido. Era un
hombre bastante atractivo, de unos cuarenta años y rostro
inexpresivo. Llevaba unas gafas de montura de carey y un maletín.
—Hola, cariño —saludó a su esposa mientras dejaba el maletín en
una butaca.
—Hola, Henry. ¡Menudo día! Ha sido espantoso.
—¿Ah, sí? —Él se acercó a darle un beso y luego cerró las cortinas.
—No sé por dónde empezar. Bebe algo primero.
—No, ahora no. ¿Quién hay en casa?
—Nadie —respondió ella, algo sorprendida—. Es la tarde libre de los
Elgin. Jueves negro, ya sabes. Cenaremos jamón frío y mousse de
chocolate. Y un café bueno de verdad, porque lo haré yo misma.
—¿Hum? —masculló Henry por toda respuesta.
—Henry, ¿te pasa algo?
—Bueno, sí, en cierto modo.
—¿De qué se trata? ¿Es Miranda?
—No, no; no pasa nada malo —la tranquilizó—. Es más bien al
contrario. Sí, justo lo contrario.
—Querido —dijo ella con afecto y con sólo una nota de ironía—,
¿acaso percibo cierta emoción humana bajo esa impenetrable fachada
que tenéis los del Foreign Office?
—Bueno —admitió él—, la verdad es que es bastante emocionante.
Resulta —añadió tras una pausa— que hay una ligera niebla sobre
Londres.
—¿Y eso es emocionante?
—No, no; la niebla no, naturalmente.
—¿Entonces?
Henry miró alrededor como para cerciorarse de que nadie los espiaba.
Luego se sentó junto a su mujer.
—No se lo puedes decir a nadie —dijo solemnemente.
—Muy bien —concedió ella, algo ansiosa.
—Es algo muy, muy confidencial. No puede saberlo nadie. Bueno, en
realidad tú tienes que saberlo.
—¡Venga, dilo de una vez!
—Es alto secreto. —insistió él. Se interrumpió un momento y por fin
anunció—: El primer ministro soviético, Kalendorff, se traslada
mañana a Londres para una importante conferencia con nuestro
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primer ministro.
—Sí, ya lo sé —replicó ella impasible.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Henry con un sobresalto.
—Lo leí en el periódico el domingo pasado.
—No comprendo por qué lees esos periódicos de baja estofa —le
reprochó él. Parecía muy ofendido—. De todas formas los periódicos
no podían saber que Kalendorff venía a Londres. Es alto secreto.
—¡Ay, pobrecito mío! ¿Alto secreto? —dijo ella con tono entre
compasivo e incrédulo—. ¡Dios mío! ¡Las cosas que os llegáis a creer!
Henry empezó a pasearse por la sala con aspecto de preocupación.
—Cielo santo, debe de haber habido una filtración.
—A estas alturas deberías saber que siempre hay una filtración. De
hecho, deberías estar preparado para ello.
Henry parecía ofendido.
—La noticia sólo se ha anunciado oficialmente esta tarde. El avión de
Kalendorff llega a Heathrow a las ocho cuarenta, pero en realidad...
—Miró dudoso a su esposa—. Escucha, Clarissa, ¿de verdad puedo
confiar en tu discreción?
—Yo soy mucho más discreta que cualquier periódico dominical —
protestó ella, incorporándose.
Su esposo se sentó en el brazo del sofá y se inclinó hacia ella.
—La conferencia se celebra en Whitehall mañana por la mañana —
informó—, pero sería muy conveniente que sir John y Kalendorff
pudieran mantener antes una conversación privada. Ahora bien, los
periodistas estarán esperando en Heathrow, por descontado, y desde
el momento en que aterrice el avión los movimientos de Kalendorff
serán más o menos del dominio público —Miró de nuevo en torno a
él, como si esperara encontrarse con los periodistas—. Por fortuna —
prosiguió, con tono cada vez más emocionado—, esta incipiente
niebla juega a nuestro favor.
—Sigue —le animó Clarissa—. Me tienes en ascuas.
—En el último momento será poco aconsejable que el avión aterrice
en Heathrow. Será desviado, como es habitual en estas situaciones...
—A Bindley Heath —concluyó ella—, que queda a veinte kilómetros de
aquí. Ya veo.
—Eres siempre tan rápida, querida —comentó Henry con
desaprobación—. Pero sí, iré yo mismo al aeródromo en el coche,
recibiré a Kalendorff y lo traeré aquí a casa. El primer ministro vendrá
directamente de Downing Street. Media hora bastará para lo que
tienen que discutir, y luego Kalendorff y sir John irán juntos a
Londres.
Henry se levantó y se alejó unos pasos antes de volverse hacia ella.
—¿Sabes, Clarissa? Esto puede ser muy importante para mi carrera.
Están depositando una gran confianza en mí al celebrar esta reunión
aquí en casa.
—Y hacen bien —replicó ella con firmeza. Se acercó a su marido y le
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rodeó el cuello—. Henry, querido. ¡Es maravilloso!


—A propósito, a Kalendorff hay que llamarle «señor Jones» en todo
momento.
—¿Señor Jones? —repitió Clarissa intentando, aunque sin lograrlo del
todo, suprimir una nota de burla en su voz.
—Exacto. Toda precaución es poca.
—Sí, pero ¿«señor Jones»? ¿No se les ha ocurrido nada mejor? A
propósito, ¿yo qué tengo que hacer? ¿Me retiro de inmediato o traigo
las bebidas, los saludo a los dos y desaparezco discretamente?
—Debes tomarte esto en serio, querida —la amonestó Henry.
—Pero, cariño, ¿no me lo puedo tomar en serio y al mismo tiempo
divertirme un poquito?
Él pareció pensarlo un momento antes de responder con solemnidad:
—Tal vez sería mejor que no hicieras acto de presencia.
—Muy bien —convino ella—. Pero ¿y la comida? Querrán comer algo,
¿no?
—No, no, nada de organizar una cena.
—Unos canapés —sugirió ella—. Sí, unos canapés de jamón. Los
taparé con una servilleta, para que no se sequen. Y café caliente en
un termo. Sí, perfecto. La mousse de chocolate me la llevaré a mi
habitación para consolarme por haber sido excluida.
—¡Clarissa! —la amonestó él. Pero ella volvió a abrazarle.
—Querido, te prometo que me lo tomaré en serio. No permitiré que
nada salga mal —prometió, dándole un beso.
Él se apartó con suavidad.
—¿Y Roly? —preguntó.
—Se ha ido a cenar al club con Jeremy y Hugo. Luego van a jugar al
bridge, así que no volverán hasta medianoche.
—¿Y los Elgin han salido?
—Ya sabes que siempre van al cine los jueves. No volverán hasta bien
pasadas las once.
—¡Bien! La situación es del todo satisfactoria. Sir John y el señor...
—Jones —apuntó Clarissa.
—Muy bien, querida. El señor Jones y el primer ministro se
marcharán mucho antes —Henry consultó el reloj—. Más vale que me
dé una ducha rápida antes de salir hacia Bindley Heath.
—Sí, y yo voy a preparar los canapés —dijo ella, saliendo a toda prisa
de la sala.
—¡Acuérdate de las luces, Clarissa! Aquí nos procuramos nuestra
propia electricidad, y vale dinero. No es como en Londres, ¿sabes? —
añadió, apagando todas las lámparas.
Después de echar un último vistazo a la sala, ahora a oscuras excepto
por el débil resplandor que entraba del vestíbulo, Henry asintió con la
cabeza y se marchó.
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7
En el club de golf, Hugo se quejaba de la broma de Clarissa con el
oporto.
—Realmente debería renunciar a esos juegos —comentaba mientras
se dirigían a la barra—. ¿Te acuerdas, Roly, de la vez que recibí un
telegrama de Whitehall diciendo que iban a ofrecerme el título de
caballero? Yo se lo mencioné confidencialmente a Henry una noche
que cenaba con ellos dos. Henry se quedó perplejo y Clarissa se echó
a reír. Entonces me enteré de que había sido ella quien había
mandado el maldito telegrama. ¡De verdad! Mira que llega a ser
infantil a veces.
Sir Rowland soltó una risita.
—Sí, estoy de acuerdo. Y le encanta actuar. Lo cierto es que era una
actriz bastante buena en el grupo de teatro de su colegio. En una
época pensé que se lo iba a tomar en serio y se dedicaría a ello
profesionalmente. Es tan convincente... incluso cuando está contando
las mentiras más espantosas. Porque eso es lo que son los actores,
sin duda: mentirosos convincentes —Sir Rowland se interrumpió un
momento, sumido en sus recuerdos—. La mejor amiga de Clarissa en
el colegio —prosiguió— era una tal Jeanette Collins, hija de un
futbolista famoso. Jeanette era también muy aficionada al fútbol. El
caso es que un día Clarissa la llamó, disimulando la voz, y dijo ser el
encargado de relaciones públicas de no sé qué equipo. Aseguró que
Jeanette había sido elegida nueva mascota del equipo, y que lo único
que tenía que hacer era disfrazarse de conejo e ir al estadio Chelsea
esa tarde mientras la gente hacía cola para entrar. Jeanette se las
arregló para alquilar el disfraz a tiempo y llegó al estadio vestida de
conejo, donde cientos de personas se rieron de ella y Clarissa, que la
estaba esperando, le hizo una foto. Jeanette se puso furiosa. No creo
que su amistad sobreviviera a aquel incidente.
—Ya —gruñó Hugo con resignación. Cogió el menú y dedicó su
atención al serio asunto de decidir la cena.
Mientras tanto, en el salón de los Hailsham-Brown, minutos después
de que Henry fuera a ducharse, Oliver Costello entraba en la sala a
hurtadillas por la cristalera. Dejó las cortinas abiertas para que
entrara la luz de la luna, barrió la habitación con una linterna y luego
encendió la lámpara que había sobre el escritorio. Después de
levantar el pasador del casillero apagó la lámpara rápidamente y se
quedó inmóvil, como si hubiera oído algo. Al cabo de un momento
volvió a encender la luz y abrió el cajón secreto.
Detrás de él, el panel junto a la estantería se abrió en silencio.
Costello cerró el cajón y apagó la lámpara. Pero antes de que tuviera
tiempo de moverse, recibió un fuerte golpe en la cabeza y cayó al
suelo detrás del sofá, después de lo cual el panel de la pared volvió a
cerrarse.
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La habitación quedó a oscuras hasta que entró Henry y encendió la


luz.
—¡Clarissa! —llamó. Se puso los anteojos y llenó su pitillera con los
cigarrillos de una caja que había sobre la mesa.
—Aquí estoy, querido. ¿Te apetece un canapé antes de irte?
—No, más vale que salga ya —contestó él, palmeándose nervioso la
chaqueta.
—Pero vas a tener que esperar allí varias horas. No tardarás ni veinte
minutos en llegar.
Henry negó con la cabeza.
—Nunca se sabe. Podría tener un pinchazo o una avería en el coche.
—Tranquilízate un poco, cariño —le reprendió ella mientras le
enderezaba la corbata—. Todo va a ir bien.
—¿Y Pippa? —preguntó él, ansioso—. ¿No se le ocurrirá bajar o
irrumpir en la sala mientras sir John y Kalen... quiero decir, el señor
Jones, hablan en privado?
—Descuida. Subiré a su habitación y nos daremos un festín.
Calentaremos las salchichas del desayuno de mañana y nos
terminaremos la mousse de chocolate.
Él sonrió con cariño.
—Eres muy buena con Pippa. Es una de las cosas que más te
agradezco —Se interrumpió un momento, algo avergonzado—. No se
me da muy bien expresarme. Yo... no sé... tanto sufrimiento... Y
ahora todo es tan distinto... —Abrazó a Clarissa y le dio un beso.
Se quedaron un momento abrazados, hasta que ella se apartó con
suavidad, pero sin soltarle las manos.
—Me has hecho muy feliz, Henry. Y a Pippa le va a ir muy bien. Es
una niña encantadora. Anda, ahora ve a buscar a tu señor Jones.
¡Señor Jones! Me sigue pareciendo un nombre ridículo.
Henry estaba a punto de marcharse cuando Clarissa lo detuvo.
—¿Vais a entrar por la puerta principal? ¿Quieres que la deje abierta?
Él lo pensó un momento.
—No. Creo que entraremos por la cristalera.
—Más vale que te pongas el abrigo, Henry. Hace fresco —aconsejó
ella, empujándole hacia el vestíbulo—. Y tal vez también la bufanda. Y
conduce con cuidado, ¿quieres?
—Sí, sí. Ya sabes que siempre voy con cuidado.
Cuando Henry se marchó, Clarissa volvió a la cocina. No podía dejar
de pensar en su reciente encuentro con Oliver Costello. Terminó de
preparar los canapés, los colocó en una bandeja cubiertos con una
servilleta húmeda y los dejó sobre la mesita del salón. Temerosa de
pronto de incurrir en las iras de la señorita Peake por haber
manchado la mesa, alzó de nuevo la bandeja y frotó la marca que
había dejado. Al ver que no podía borrarla decidió taparla con un
jarrón de flores.
A continuación dejó la bandeja en el escabel y ahuecó los cojines del
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sofá. Luego, tarareando una canción, fue a colocar en su sitio el libro


que Pippa se había dejado.
De pronto tropezó y lanzó un grito. No tardó en reconocer el cuerpo
de Costello.
—¡Oliver! —exclamó y se quedó mirándolo horrorizada.
Luego, convencida de que estaba muerto, se precipitó hacia la puerta
para llamar a Henry. Pero su esposo se había marchado ya. Corrió
entonces hacia el teléfono y comenzó a marcar, pero al cabo de un
momento decidió colgar. Reflexionó. Miró el panel de la pared... y
tomó una decisión. Un instante después arrastraba el cuerpo hacia la
cámara secreta.
En ese momento se abrió el panel y salió Pippa, en bata y pijama.
—¡Clarissa! —gimió, corriendo hacia ella.
Clarissa intentó interponerse entre la niña y el cuerpo de Costello.
—Pippa, no mires. ¡No mires!
—¡Yo no quería! —lloró la niña con voz ahogada—. ¡De verdad que no
quería hacerlo!
Clarissa la agarró por los brazos, horrorizada.
—¡Pippa! ¿Has sido... has sido tú?
—Está muerto, ¿verdad? ¿Está muerto del todo? —La niña sollozaba
histéricamente—. Yo no quería... no quería matarle. No quería...
—Calma, calma. No pasa nada. Ven, siéntate —Clarissa la sentó en la
butaca y se arrodilló junto a ella.
—Yo no quería. No quería matarle...
—Claro que no. Escucha... —Pero la niña seguía llorando—. ¡Pippa,
escucha! Todo saldrá bien. Tienes que olvidarte de esto. Olvídalo
todo, ¿me oyes?
—Sí—sollozó Pippa—, pero, pero...
—¡Escucha! Tienes que confiar en mí. Todo va a salir bien. Pero tienes
que ser valiente y hacer exactamente lo que yo te diga.
La niña, todavía sollozando, intentó apartarse de ella.
—¡Pippa! ¿Harás lo que yo te diga? —preguntó, obligándola a mirarla
de frente.
—Sí, sí —cedió por fin, apoyando la cabeza en el regazo de Clarissa.
—Muy bien. Ahora quiero que subas a tu cama.
—Ven conmigo, por favor.
—Sí, subiré enseguida, en cuanto pueda, y te daré una pastillita
blanca. Luego te vas a dormir y por la mañana todo parecerá distinto.
—Miró el cadáver y añadió—: Tal vez no tengamos que preocuparnos.
—Pero está muerto, ¿verdad?
—No, quizá no esté muerto —respondió Clarissa evasiva—. Ya
veremos. Anda, haz lo que te he dicho.
En cuanto la niña se marchó, Clarissa se volvió hacia el cadáver.
—Supongamos que me encuentro un cadáver en el salón, ¿qué haría?
—murmuró. Y tras pensarlo un momento exclamó—: ¡Dios mío! ¿Qué
voy a hacer?
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8
Quince minutos más tarde Clarissa seguía en el salón. Las luces
estaban encendidas, el panel de la pared cerrado y las cortinas
echadas. El cuerpo de Oliver Costello se encontraba todavía detrás
del sofá, pero Clarissa había estado moviendo los muebles y ahora se
veía en el centro de la sala una mesa de bridge plegable, con las
barajas y los marcadores listos.
Ella tomaba notas en uno de los marcadores:
—Tres picas, cuatro corazones, cuatro sin triunfo, pase —murmuró,
señalando cada mano—. Cinco diamantes, pase, seis picas (doble) y
creo que bajan —Miró la mesa un instante—. A ver, vulnerable, dos
tricks, quinientos. ¿O dejo que lo consigan? No.
La interrumpió la llegada de sir Rowland, Hugo y Jeremy, que
entraron por la cristalera. Ella dejó el lápiz y corrió hacia ellos.
—¡Gracias a Dios que habéis venido! —exclamó angustiada.
—¿Qué pasa, querida? —preguntó sir Rowland.
—¡Tenéis que ayudarme!
Jeremy advirtió entonces la mesa con las cartas dispersas.
—Parece que hay partida de bridge —observó.
—Te estás poniendo muy melodramática, Clarissa —terció Hugo—.
¿Qué te traes ahora entre manos?
Ella se aferró a sir Rowland.
—Es algo serio. Algo muy serio. Me ayudaréis, ¿verdad?
—Pues claro que te ayudaremos —aseguró sir Rowland—. ¿Pero de
qué se trata?
—Sí, ¿qué es esta vez? —dijo Hugo receloso.
Jeremy tampoco parecía muy convencido.
—Tú te traes algo entre manos, Clarissa. ¿Qué es? ¿Has encontrado
un cadáver o algo parecido?
—Justamente. He encontrado un cadáver.
—¿Un cadáver? ¿Qué quieres decir? —preguntó Hugo. Parecía
sorprendido, pero no muy interesado.
—Exactamente lo que ha dicho Jeremy. He encontrado un cadáver
aquí en el salón.
Hugo echó un somero vistazo en torno a la sala.
—No sé de qué estás hablando. ¿Qué cadáver? ¿Y dónde?
—Esta vez no estoy bromeando. ¡Esto es muy serio! —exclamó ella,
enfadada—. Está ahí, detrás del sofá. Ve a verlo tú mismo.
Hugo y Jeremy se inclinaron sobre el respaldo del sofá.
—¡Dios mío, es verdad! —murmuró Jeremy.
Sir Rowland se acercó también.
—¡Vaya, si es Oliver Costello! —exclamó.
—¡Cielo santo! —Jeremy se apresuró a cerrar las cortinas.
—Sí —terció Clarissa—. Es Oliver Costello.
—¿Qué hacía aquí?
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—Vino esta tarde para hablar de Pippa. Justo después de que os


marcharais al club.
—¿Pero qué podía querer? —insistió sir Rowland, perplejo.
—Miranda y él amenazaban con llevársela —informó Clarissa—. Pero
eso ahora no importa. Ya te lo contaré más tarde. Tenemos que
darnos prisa. No queda mucho tiempo.
—¡Un momento! —exclamó sir Rowland alzando la mano—. Primero
tenemos que aclarar los hechos. ¿Qué pasó cuando llegó Costello?
Clarissa meneó la cabeza con impaciencia.
—Le dije que no pensaba permitir que se llevaran a Pippa, y entonces
se marchó.
—¿Pero volvió?
—Evidentemente.
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—No lo sé. El caso es que cuando entré en el salón me lo encontré
así, ya os lo he dicho.
—Ya veo —Sir Rowland se inclinó de nuevo sobre el cuerpo—. Sí, está
muerto. Le han dado un golpe en la cabeza con algo contundente y
afilado. Me temo que esto no va a ser muy agradable —añadió,
mirando a los demás—, pero sólo podemos hacer una cosa: llamar a
la policía y...
—¡No! —exclamó Clarissa.
Sir Rowland ya había descolgado el auricular.
—Es lo que deberías haber hecho enseguida, Clarissa. Pero en fin,
supongo que es comprensible...
—No, Roly —insistió ella. Le arrebató el auricular de la mano y lo
colgó.
—Mi querida niña...
Pero Clarissa no le dejó proseguir.
—Yo misma podría haber llamado a la policía si hubiera querido —
admitió—. Sabía perfectamente que eso era lo que había que hacer.
Incluso empecé a marcar el número. Pero luego decidí llamaros al
club para que volvierais de inmediato —Se volvió hacia Hugo y
Jeremy—. Todavía no me habéis preguntado por qué.
—Mira, nosotros nos encargaremos de esto —aseguró sir Rowland—.
Tú...
—¡Es que no lo entiendes! —exclamó ella con vehemencia—. Quiero
que me ayudes. Tú dijiste que me ayudarías si alguna vez tenía
problemas. Queridos —añadió, incluyendo a Hugo y Jeremy—, tenéis
que ayudarme.
Jeremy se interpuso delante del cadáver para que ella no lo viera.
—¿Qué quieres que hagamos, Clarissa?
—¡Tenemos que deshacernos del cadáver!
—No digas tonterías —exclamó sir Rowland—. Esto es un asesinato.
—¡Precisamente! No pueden encontrar el cadáver en esta casa.
Hugo resopló impaciente.
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—No sabes de qué estás hablando, mi querida niña. Has leído


demasiadas novelas de misterio. En la vida real no se puede andar
uno con tonterías, moviendo muertos de un lado a otro.
—Pero es que yo ya lo he movido —explicó ella—. Le di la vuelta para
ver si estaba muerto y luego intenté arrastrarlo hacia el pasadizo.
Pero necesitaba ayuda y os llamé al club. Mientras veníais se me ha
ocurrido un plan.
—Que incluye la mesa de bridge, supongo —terció Jeremy.
—Sí. Será nuestra coartada.
—¿Qué demonios...? —exclamó Hugo, pero Clarissa no le dejó
proseguir.
—Dos rubbers y medio —anunció—. Me he imaginado todas las
manos y he anotado aquí las puntuaciones. Vosotros tres debéis
rellenar los otros marcadores con vuestra propia letra, claro.
Sir Rowland la miró atónito.
—Estás loca, Clarissa. Loca de remate.
—Lo tengo todo muy bien pensado —prosiguió ella sin hacerle caso—.
Hay que llevarse el cadáver de aquí —afirmó mirando a Jeremy—.
Tendréis que encargaros dos de vosotros. No es fácil mover un
cadáver, eso ya lo he comprobado.
—¿Y dónde demonios esperas que lo llevemos? —preguntó Hugo,
exasperado.
—Creo que el mejor sitio es Marsden Wood. Está sólo a tres
kilómetros de aquí. Hay que torcer por allí, justo después de pasar
por la cancela principal. Es una carretera muy estrecha donde apenas
hay tráfico —Clarissa se volvió hacia sir Rowland—. Al llegar al
bosque dejad el coche a un lado de la carretera y volved andando.
—¿Quieres que dejemos el cadáver en el bosque? —preguntó Jeremy,
perplejo.
—No, dejadlo en el coche de Oliver. Lo tenía aparcado detrás de los
establos —Los tres la miraron desconcertados—. Es facilísimo —
aseguró ella—. Si os ve alguien cuando volváis andando, como está
bastante oscuro no os reconocerá. Y tenéis una coartada: los cuatro
hemos estado jugando aquí al bridge. —Dejó el marcador en la mesa,
casi encantada consigo misma. Los hombres seguían mirándola de
hito en hito.
—Pero... pero... —balbuceaba Hugo, caminando por la sala y
manoteando.
—Llevaréis guantes, por supuesto —prosiguió Clarissa—, para no
dejar ninguna huella. Ya los tengo aquí preparados —Se acercó al
sofá y sacó tres pares de guantes de debajo de los cojines.
—Tu talento natural para el crimen me deja sin habla —aseveró sir
Rowland.
Jeremy la miró con admiración.
—Ha pensado en todo, ¿verdad?
—Sí —admitió Hugo—, pero sigue siendo una locura.
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—Debéis daros prisa —dijo Clarissa—. A las nueve llegará Henry con
el señor Jones.
—¿El señor Jones? ¿Quién demonios es el señor Jones? —quiso saber
sir Rowland.
Clarissa se llevó la mano a la cabeza.
—Dios mío —exclamó—, no me había dado cuenta de la cantidad de
cosas que hay que explicar en un asesinato. Pensé que sencillamente
os pediría ayuda y eso sería todo. ¡Ay, queridos! Tenéis que ayudarme
—Se acercó a Hugo y le acarició el pelo—. Querido, querido Hugo...
—Toda esta puesta en escena está muy bien —dijo él, molesto—, pero
un cadáver es un asunto muy feo, y andar trasteando con él de un
lado a otro nos crearía problemas. No se puede andar moviendo
cadáveres por ahí en plena noche.
Clarissa cogió del brazo a Jeremy.
—Jeremy, cariño, tú sin duda me ayudarás, ¿verdad? —suplicó.
Él la miró con adoración.
—Muy bien. Yo me apunto —respondió alegremente—. ¿Qué significa
un cadáver o dos entre amigos?
—Alto ahí, jovencito —ordenó sir Rowland—. No pienso permitirlo.
Clarissa, tienes que seguir mis consejos. Insisto. Al fin y al cabo
también debemos pensar en Henry.
Ella le miró exasperada.
—¡Precisamente en Henry estoy pensando!
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9
Los tres hombres recibieron en silencio la afirmación de Clarissa. Sir
Rowland movió la cabeza con gesto serio, Hugo siguió mirándola
perplejo y Jeremy se limitó a alzar los hombros, como renunciando a
toda esperanza de comprender la situación.
—Esta tarde va a pasar algo muy importante —prosiguió Clarissa—.
Henry ha ido a encontrarse con... con una persona a la que va a traer
aquí. Es algo importantísimo y confidencial. Un secreto político. No
tiene que saberse, no puede haber ninguna publicidad.
—¿Henry ha ido a encontrarse con el señor Jones? —preguntó sir
Rowland, dudoso.
—Es un nombre estúpido, estoy de acuerdo, pero así es como le
llaman. No puedo revelar su nombre auténtico ni decir nada más. Le
prometí a Henry que guardaría el secreto. Pero tengo que
demostraros que... —se volvió hacia Hugo— que no estoy haciendo el
tonto ni actuando, como Hugo dice —Luego miró a sir Rowland—.
¿Qué consecuencias sufriría la carrera de Henry si entra aquí con esa
persona distinguida (además de que otra persona muy distinguida
viene desde Londres a esta reunión) y se encuentra con que la policía
está investigando un asesinato, y que la víctima es precisamente el
hombre que se ha casado con la ex esposa de Henry?
—¡Cielo santo! —exclamó sir Rowland—. No te estarás inventando
todo esto, ¿verdad? —preguntó suspicaz, mirándola a los ojos—. ¿No
se tratará de otro de tus jueguecitos para dejarnos a todos en
ridículo?
Clarissa meneó la cabeza con gesto apesadumbrado.
—Nadie me cree cuando digo la verdad —se quejó.
—Lo siento, querida. Sí, ya veo que se trata de un problema más
complejo de lo que pensaba.
—¿Lo ves? —le apremió ella—. Es de vital importancia que saquemos
de aquí el cadáver.
—¿Dónde decías que estaba su coche? —quiso saber Jeremy.
—Detrás de los establos.
—Y los criados han salido, supongo.
—Sí.
Jeremy cogió un par de guantes del sofá.
—¡Muy bien! ¿Me llevo el cadáver al coche o traigo el coche al
cadáver?
—¡Un momento! —terció sir Rowland—. No debemos apresurarnos.
Jeremy dejó los guantes.
—¡Pero hay que darse prisa! —exclamó Clarissa, desesperada.
—No estoy seguro de que tu plan sea muy bueno. Vamos a ver, si
pudiéramos retrasar hasta mañana el hallazgo del cuerpo
obtendríamos el mismo resultado, creo, y sería mucho más sencillo.
¿Qué tal si nos limitamos a trasladar el cadáver a otra habitación, por
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ejemplo? Eso no sería tan grave.


—Es a ti a quien tengo que convencer, ¿verdad? Jeremy está
dispuesto, y Hugo gruñirá y protestará pero al final colaborará. Tú,
sin embargo...
Clarissa abrió la puerta de la biblioteca.
—¿Nos perdonáis un momento? —preguntó a Jeremy y Hugo—.
Quiero hablar con Roly a solas.
—No dejes que te convenza para hacer ninguna payasada, Roly —
advirtió Hugo, mientras salía de la habitación.
Jeremy miró sonriendo a Clarissa.
—¡Buena suerte!
Sir Rowland se sentó a la mesa muy serio.
—¡Muy bien! —exclamó ella.
—Querida, sabes que siempre te querré con todo mi corazón, pero
antes de que empieces he de decirte que la respuesta en este caso es
sencillamente «no».
—El cadáver no puede ser encontrado aquí bajo ningún concepto —
comenzó ella—. Si lo encuentran en Marsden Wood, puedo decir que
Costello estuvo en casa hoy unos instantes, y también puedo contar a
la policía exactamente a qué hora se marchó. Lo cierto es que la
señorita Peake salió a despedirlo, lo cual es una suerte. Nadie sabrá
nunca que Costello volvió a esta casa —Respiró hondo—. Pero si
encuentran aquí su cadáver, nos interrogarán a todos. —Hizo una
pausa y añadió—: Y Pippa no lo soportará.
—¿Pippa? —preguntó sir Rowland perplejo.
—Sí, Pippa. Se desmoronará y confesará que lo mató ella.
—¿Pippa? —repitió sir Rowland.
—Así es.
—¡Dios mío!
—Estaba aterrorizada cuando vio a Costello aquí. Yo le dije que no
permitiría que se la llevara, pero ella seguramente no me creyó. Ya
sabes lo que ha sufrido esa niña, y la crisis de nervios que ha pasado.
Bueno, no creo que hubiera sobrevivido de haber tenido que volver
con Oliver y Miranda. Pippa estaba aquí cuando encontré el cadáver
de Oliver. Me dijo que no había querido hacerlo, y estoy segura de
que no mentía. Estaba muerta de miedo. Por lo visto agarró el bastón
y golpeó sin mirar.
—¿Qué bastón?
—El que hay en el vestíbulo. Ahora está en la cámara secreta. Yo no
lo he tocado.
—¿Dónde está Pippa?
—En la cama. Le he dado una pastilla para dormir y no se despertará
en toda la noche. Por la mañana me la llevaré a Londres. Mi vieja
niñera cuidará de ella unos días.
Sir Rowland se acercó a mirar el cadáver de Costello detrás del sofá.
Al cabo de un momento volvió junto a Clarissa.
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—Tu ganas, querida —dijo, dándole un beso—. Te pido disculpas. La


niña no debe cargar con las consecuencias. Llama a los otros.
Ella abrió la puerta de la biblioteca.
—Hugo, Jeremy, ¿queréis venir, por favor?
—Tu mayordomo se ha descuidado con las ventanas —dijo Hugo —.
La de la biblioteca estaba abierta, pero ya la he cerrado —Se volvió
hacia sir Rowland—. ¿Y bien? —preguntó bruscamente.
—Me ha convencido.
—Bien hecho —comentó Jeremy.
—No hay tiempo que perder —prosiguió sir Rowland—. A ver, los
guantes.
En cuanto se los pusieron, sir Rowland se acercó al panel.
—¿Cómo se abre esto?
—Así —respondió Jeremy, mientras movía la palanca—. Pippa me lo
enseñó.
Sir Rowland se asomó a la cámara y sacó el bastón.
—Sí, pesa bastante —comentó—. Jamás hubiera pensado...
—¿Qué? —quiso saber Hugo.
Sir Rowland meneó la cabeza.
—Yo habría dicho que se trataba de algo más afilado, algo de metal.
—¿Quieres decir un hacha? —aventuró Hugo.
—No sé —terció Jeremy—. A mí ese bastón me parece bastante letal.
Con él es fácil romperle la crisma a cualquiera.
—Evidentemente —replicó sir Rowland cortante—. Hugo, ve a quemar
esto en el fogón —pidió, tendiendo el bastón—. Warrender, tú y yo
llevaremos el cuerpo al coche.
Pero justo cuando se inclinaban para levantar el cadáver, sonó el
timbre.
—¿Qué es eso? —preguntó sir Rowland sobresaltado.
—El timbre —contestó Clarissa y se quedaron todos petrificados—.
¿Quién puede ser? Es demasiado temprano para Henry y el señor...
Jones. Debe de ser sir John.
—¿Sir John? —preguntó sir Rowland, más sobresaltado que antes—.
¿Me estás diciendo que esperabas al primer ministro?
—Sí.
—Humm. Bueno, tenemos que hacer algo —Un nuevo timbrazo le
hizo moverse—. Clarissa, ve a abrir la puerta. Utiliza cualquier técnica
que se te ocurra para entretenerlo. Mientras tanto nosotros
despejaremos esto.
En cuanto Clarissa se marchó, sir Rowland se volvió hacia Hugo y
Jeremy.
—Vamos a hacer lo siguiente: meteremos el cuerpo en la cámara
secreta y más tarde, cuando estén todos aquí celebrando su
conferencia, lo sacaremos por la biblioteca.
—Buena idea —convino Jeremy.
—¿Os echo una mano para levantarlo?
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—No hace falta.


Entre Jeremy y sir Rowland llevaron el cadáver a la cámara, mientras
Hugo cogía una linterna. Poco después sir Rowland salía seguido de
Jeremy y cerraba el panel, sin advertir que Hugo había entrado
rápidamente en la cámara con la linterna y el bastón.
Sir Rowland, después de examinarse la chaqueta por si había rastros
de sangre, murmuró:
—Los guantes —Jeremy y él escondieron los guantes debajo de un
cojín del sofá—. Bridge.
Se sentaron a la mesa y cogieron sus cartas.
—Vamos, Hugo —apremió sir Rowland—, date prisa.
La respuesta fueron unos golpes dentro de la cámara. Al darse cuenta
de pronto de que Hugo no estaba en la habitación, sir Rowland y
Jeremy se miraron alarmados. Jeremy se apresuró a abrir el panel.
—Vamos, Hugo —repitió sir Rowland.
—Date prisa —murmuró impaciente Jeremy, cerrando de nuevo el
panel.
Sir Rowland escondió los guantes de Hugo debajo del cojín y los tres
se sentaron rápidamente a la mesa y cogieron sus cartas justo
cuando Clarissa entraba en la sala, seguida de dos hombres de
uniforme, y anunciaba con voz inocente:
—Es la policía, tío Roly.
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10
El mayor de los policías, un hombre corpulento de pelo cano, entró en
la habitación con Clarissa, mientras el otro aguardaba junto a la
puerta.
—El inspector Lord —informó ella—, y... —Se volvió hacia el otro
oficial, un joven moreno de unos veinticinco años y complexión de
atleta—. Lo siento, ¿cómo ha dicho usted que se llama?
—Es el agente Jones —contestó el inspector—. Siento interrumpirles,
caballeros, pero hemos recibido información de que en esta casa se
ha cometido un asesinato.
Al oír esto, todos hablaron a la vez.
—¿Qué? —gritó Hugo.
—¡Un asesinato! —exclamó Jeremy.
—¡Cielo santo! —apostrofó sir Rowland.
—¿No es extraordinario? —dijo Clarissa.
Todos parecían perplejos.
—Hemos recibido una llamada en comisaría —explicó Lord. Luego se
volvió hacia Hugo y saludó con la cabeza—. Buenas tardes, señor
Birch.
—Buenas tardes, inspector —gruñó Hugo.
—Parece que alguien les ha gastado una broma —comentó sir
Rowland.
—Sí. Nosotros hemos estado aquí toda la tarde jugando al bridge.
¿Quién dicen que ha sido asesinado?
—No mencionaron ningún nombre. La persona que llamó dijo que un
hombre había sido asesinado en Copplestone Court y que viniéramos
de inmediato, y colgó sin más.
—Debe de tratarse de un bromista —aseguró Clarissa—. ¡Qué poca
seriedad! —añadió con tono virtuoso.
Hugo chasqueó la lengua.
—Le sorprendería saber las locuras que comete la gente, señora —
replicó el inspector. Se interrumpió y miró a los demás, antes de
volverse de nuevo hacia ella—. Según usted aquí no ha sucedido
nada extraño esta tarde. Tal vez debería hablar también con el señor
Hailsham-Brown —añadió.
—No está —informó Clarissa—. No llegará hasta tarde.
—Ya veo. ¿Quién se aloja en la casa en este momento?
—Sir Rowland Delahaye y el señor Warrender. El señor Birch, a quien
usted ya conoce, ha venido a pasar la velada con nosotros. Ah, sí —
añadió Clarissa, como si acabara de acordarse—, también está la
niña, mi hijastra. Ahora mismo está durmiendo.
—¿Y los criados?
—Tenemos dos, un matrimonio. Pero hoy es su tarde libre y han ido al
cine, en Maidstone.
—Ya veo.
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Justo en ese momento entró Elgin en la sala, tropezando casi con el


agente que todavía hacía guardia en la puerta. Después de mirar
inquisitivo al inspector, el mayordomo se dirigió a Clarissa.
—¿Desea alguna cosa, señora?
—Creía que estabas en el cine, Elgin —respondió ella sobresaltada.
Lord la miró suspicaz.
—Volvimos casi enseguida, señora. Mi esposa no se encontraba bien.
Sufre... problemas gástricos —explicó un poco turbado—. La comida
le habrá sentado mal —Miró entonces al inspector y al agente—. ¿Ha
sucedido algo?
—¿Cómo se llama usted?—quiso saber el inspector.
—Elgin, señor. Espero que no...
—Alguien ha telefoneado a la comisaría para denunciar que en esta
casa se había cometido un asesinato.
—¿Un asesinato?
—¿Qué sabe usted del asunto?
—Nada, nada en absoluto, señor.
—¿Entonces no fue usted quien llamó?
—Desde luego que no.
—Cuando volvió a la casa entró por la puerta trasera, supongo.
—Sí, señor —Los nervios le hacían mostrarse más deferente que de
costumbre.
—¿Advirtió algo inusual?
El mayordomo reflexionó.
—Ahora que lo pienso, había un coche extraño cerca de los establos.
—¿Un coche extraño? ¿A qué se refiere?
—Bueno, recuerdo que me pregunté de quién sería. Es un lugar algo
raro para dejar un coche.
—¿Había alguien en él?
—Yo no vi a nadie.
—Vaya a echar un vistazo, Jones —ordenó el inspector.
—¡Jones! —exclamó Clarissa sobresaltada.
—¿Cómo dice?
Clarissa se recobró de inmediato y murmuró sonriendo:
—No, nada. Es que... no sé, es un nombre tan galés...
Lord despidió con un gesto al agente y al mayordomo. Después de un
momento Jeremy se sentó en el sofá y se puso a comer un canapé. El
inspector dejó los guantes y el sombrero en la butaca, respiró hondo
y se dirigió a los presentes.
—Parece que esta tarde ha venido aquí alguien de quien no hemos
hablado —dijo mirando a Clarissa—. ¿Seguro que no esperaban a
nadie?
—No, no. No queríamos que viniera nadie más. Éramos justo cuatro
para el bridge.
—¿De verdad? Lo cierto es que yo también soy aficionado al bridge.
—¿Ah, sí? ¿Juega usted al Blackwood?
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—Sólo me gustan los juegos sensatos. Dígame, señora Hailsham-


Brown, no lleva usted mucho tiempo viviendo aquí, ¿no es así?
—Unas seis semanas.
—¿Y no ha sucedido nada raro en ese tiempo?
—¿A qué se refiere exactamente? —terció sir Rowland.
El inspector se volvió hacia él.
—Bueno, es una historia bastante curiosa. Esta casa pertenecía al
señor Sellon, el anticuario. Murió hace seis meses.
—Sí —recordó Clarissa—. Sufrió una especie de accidente, ¿no?
—Exacto. Se cayó por las escaleras y se dio un golpe en la cabeza.
Determinaron que fue una muerte accidental —añadió mirando a
Jeremy y a Hugo—. Y tal vez lo fuera, o tal vez no.
—¿Qué quiere decir, que quizá alguien lo empujó?
—Eso, o que alguien le dio un golpe en la cabeza.
La tensión en la sala era palpable.
—Luego pudieron colocar el cadáver de Sellon al pie de las escaleras
para que pareciera un accidente.
—¿Las escaleras de esta casa? —preguntó Clarissa.
—No. Sucedió en su tienda. No hubo pruebas concluyentes, por
supuesto, pero el señor Sellon era un hombre misterioso.
—¿En qué sentido, inspector? —quiso saber sir Rowland.
—Bueno, digamos que tuvo que explicarnos algunas cosas en un par
de ocasiones. Y una vez la brigada de narcóticos se desplazó desde
Londres para tener unas palabras con él. Pero no se llegó más allá de
las sospechas.
—Oficialmente, claro —apuntó sir Rowland.
—Así es, señor. Oficialmente.
—Mientras que extraoficialmente...
—Me temo que no puedo darles más información. Sin embargo existía
una circunstancia más que curiosa. En el escritorio del señor Sellon
había una carta inconclusa en la que se mencionaba que había
entrado en posesión de una rareza sin par. Él mismo garantizaba... —
Hizo una pausa, como recordando las palabras precisas—.
Garantizaba que no era una falsificación. Pedía por ella catorce mil
libras.
—Catorce mil libras —murmuró sir Rowland—. Eso es mucho dinero.
¿De qué podría tratarse? Alguna joya, supongo. Pero la palabra
falsificación sugiere... No sé, ¿un cuadro, tal vez?
Jeremy seguía comiendo canapés.
—Sí, tal vez —contestó Lord—. En la tienda no había nada de tanto
valor. El inventario del seguro lo dejaba claro. El señor Sellon tenía
una socia, una mujer con un negocio propio en Londres. Nos escribió
diciendo que no podía ofrecernos ninguna ayuda ni información.
—De modo que pudo haber sido asesinado —repitió sir Rowland—. Y
el objeto, lo que quiera que fuera, fue robado.
—Es muy posible, en efecto. Pero por otra parte, el supuesto ladrón
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tal vez no lo encontrara.


—¿Qué le hace pensar así?
—El hecho de que desde entonces han entrado dos veces a robar en
la tienda.
—¿Por qué nos cuenta todo esto, inspector? —preguntó Clarissa.
—Porque se me ha ocurrido pensar que el objeto en cuestión pudiera
encontrarse en esta casa, y no en la tienda de Maidstone. Por eso le
he preguntado si había notado usted algo de particular.
Clarissa alzó las manos, como si de pronto hubiera recordado algo.
—¡Es cierto! —exclamó muy excitada—. Hoy mismo llamó alguien por
teléfono pidiendo hablar conmigo, pero en cuanto respondí, colgaron.
Es muy raro, en cierto modo, ¿no? —Entonces se volvió hacia Jeremy
—. ¡Claro! ¿Recuerdas al hombre que vino el otro día? Un individuo
de aspecto caballuno, con un traje de cuadros. Quería comprar ese
escritorio.
El inspector cruzó la sala para ver de cerca el mueble.
—¿Éste de aquí?
—Sí. Yo le dije que no era nuestro y por tanto no podíamos venderlo.
Pero él no pareció creerme. Me ofreció una cantidad exorbitante,
mucho más de lo que vale.
—Muy interesante —comentó Lord—. Estos escritorios tienen a
menudo un cajón secreto, ¿sabe usted?
—Sí. Este lo tiene. Pero no había nada de valor dentro. Sólo unas
viejas firmas.
—Los autógrafos antiguos pueden ser de inmenso valor, tengo
entendido. ¿De quiénes eran?
—Le aseguro, inspector —terció sir Rowland—, que estos no valían
más que una o dos libras.
En ese momento entró en la sala el agente de policía con una libreta
y un par de guantes.
—¿Sí, Jones?
—He examinado el coche, señor. Sólo había un par de guantes en el
asiento del conductor. También he encontrado los papeles del vehículo
—Jones le tendió el libro.
Clarissa y Jeremy se miraron sonriendo al oír el acento galés del
agente.
—Oliver Costello, 27 Morgan Mansions, Londres. —leyó el inspector. A
continuación se volvió hacia Clarissa y preguntó cortante—: ¿Ha
estado hoy aquí un hombre llamado Costello?
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11
Los cuatro amigos se miraron con expresión culpable. Sir Rowland fue
a decir algo, pero Clarissa se le adelantó.
—Sí—admitió—. Estuvo aquí a eso de... a ver... sí, a eso de las seis y
media.
—¿Es amigo suyo?
—No, yo no lo llamaría un amigo. Le he visto sólo una o dos veces. —
Y añadió vacilante—: La verdad es que resulta un poco embarazoso...
—Clarissa miró suplicante a sir Rowland, como pasándole la pelota.
El caballero se apresuró a responder a su silenciosa demanda.
—Tal vez sería mejor que le explicara yo la situación, inspector.
—Hable, por favor —replicó el policía.
—Bueno, esto concierne a la primera señora Hailsham-Brown. El
señor Hailsham-Brown y ella se divorciaron hace poco más de un año.
Recientemente ella se casó con el señor Oliver Costello.
—Ya veo. Y el señor Costello vino aquí hoy. ¿Por qué? —preguntó a
Clarissa—. ¿Tenía una cita?
—No, no. De hecho cuando Miranda, es decir, la anterior señora
Hailsham-Brown, dejó esta casa, se llevó un par de cosas que no le
pertenecían. Oliver Costello pasaba hoy por aquí y entró para
devolverlas.
—¿Qué cosas? —se apresuró a preguntar el inspector.
Clarissa ya tenía preparada la respuesta.
—Nada de importancia. Esto, por ejemplo —dijo con una sonrisa,
tendiéndole la pequeña pitillera de plata que había en la mesita—.
Pertenecía a la madre de mi marido y para él tiene un gran valor
sentimental.
El inspector miró a Clarissa pensativo.
—Así que el señor Costello vino a las seis y media. ¿Cuánto tiempo
estuvo aquí?
—Fue una visita muy breve, de unos diez minutos, no más. Dijo que
tenía mucha prisa.
—¿Y su conversación fue amistosa?
—Desde luego. Pensé que había sido muy amable al venir a devolver
las cosas.
—¿Mencionó adonde iba después?
—No. Salió por esa cristalera. Mi jardinera, la señorita Peake, se
ofreció a acompañarle.
—¿Su jardinera vive aquí en la casa?
—Sí, pero no en la casa. Vive en la casita de fuera.
—Habrá que hablar con ella —decidió Lord—. Jones, vaya a buscarla.
—¿Quiere que la llame, inspector? —terció Clarissa—. Tenemos
conexión telefónica con ella.
—Si es usted tan amable, señora...
—Claro que sí. Supongo que todavía no se habrá acostado —Clarissa
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pulsó una tecla del teléfono y dedicó una sonrisa al inspector, que
reaccionó con expresión tímida. Jeremy sonrió para sus adentros y
cogió otro canapé.
—Señorita Peake —dijo Clarissa al auricular—. ¿Le importaría venir a
la casa? Ha sucedido algo de importancia... Sí, sí, por supuesto.
Gracias —Nada más colgar se volvió hacia el inspector—. La señorita
Peake acaba de lavarse el pelo, pero se va a vestir y vendrá
enseguida.
—Muchas gracias. Tal vez Costello le comentara adonde iba.
—Sí, es muy posible.
—Lo que me preocupa —prosiguió el inspector, dirigiéndose a todos
en general— es por qué sigue aquí el coche del señor Costello. ¿Y
dónde está él?
Clarissa miró sin querer las estanterías y el panel. Luego se dirigió
hacia los ventanales para ver llegar a la señorita Peake. Jeremy se
arrellanó en el sillón con expresión inocente.
—Al parecer la señorita Peake fue la última persona que lo vio. Dice
usted que salió por esa cristalera. ¿La cerró a continuación?
—No —contestó Clarissa, de espaldas al inspector.
—Ah.
Algo en su tono hizo que Clarissa se volviera hacia él.
—Bueno, creo que no —dijo vacilante.
—Así que el señor Costello pudo haber vuelto a entrar por ahí. —El
inspector respiró hondo y anunció—: Creo que, con su permiso,
señora Hailsham-Brown, me gustaría registrar la casa.
—Claro, claro —replicó ella con una sonrisa amistosa—. Bueno, ya ha
visto usted esta habitación. Aquí no puede haber nadie escondido —
Apartó un momento las cortinas, como para ver si venía la señorita
Peake—. Mire, ahí está la biblioteca —Se acercó a abrir la puerta—.
¿Quiere entrar?
—Gracias. ¡Jones! Mire a ver dónde da eso —ordenó, señalando otra
puerta dentro de la biblioteca.
—Muy bien, señor.
En cuanto los policías desaparecieron, sir Rowland se acercó a
Clarissa.
—¿Qué hay al otro lado? —preguntó indicando el panel.
—Estanterías.
Sir Rowland asintió con la cabeza. En ese momento los dos policías
volvían a la sala.
—Es otra puerta que da al recibidor, señor.
—Bien —El inspector miró a sir Rowland, advirtiendo al parecer que
se había movido—. Ahora buscaremos en el resto de la casa —
anunció.
—Voy con ustedes, si no le importa —terció Clarissa—, por si mi
hijastra despierta y se asusta. Claro que no lo creo. Es extraordinario
cómo duerme esa niña. Hay que sacudirla para despertarla. ¿Tiene
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usted hijos, inspector?


—Un niño y una niña —contestó él mientras comenzaba a subir por
las escaleras.
—¡La parejita! —observó Clarissa—. Señor Jones —dijo al agente,
haciéndole un gesto para que pasara delante.
En cuanto se marcharon, los tres hombres que quedaban en la sala
se miraron. Hugo se secó las manos y Jeremy se enjugó la frente.
—¿Y ahora qué? —preguntó, cogiendo otro canapé.
Sir Rowland movió la cabeza.
—Esto no me gusta. La cosa se está poniendo fea.
—En mi opinión, sólo podemos hacer una cosa, confesarlo todo —
aconsejó Hugo—. Hablemos antes de que sea demasiado tarde.
—¡Ni en sueños! —exclamó Jeremy—. Seríamos muy injustos con
Clarissa.
—Pero si seguimos así, todavía será peor para ella —insistió Hugo—.
¿Cómo nos vamos a llevar el cadáver? La policía incautará su coche.
—Podríamos usar el mío —ofreció Jeremy.
—Esto no me gusta. No me gusta nada. Maldita sea, yo soy juez de
paz. Tengo una reputación con la policía. ¿Tú qué dices, Roly? Tú eres
una persona sensata.
—Tengo que admitir que a mí tampoco me gusta esto, pero
personalmente estoy comprometido con ello.
—No te entiendo —replicó Hugo, perplejo.
—Confía en mi palabra. —Miró seriamente a sus amigos, y prosiguió
—: Estamos metidos en un buen lío, pero si seguimos unidos y
tenemos algo de suerte, podremos salir airosos.
Jeremy fue a decir algo, pero sir Rowland alzó la mano para
interrumpirle.
—Una vez la policía compruebe que Costello no está en la casa, se irá
a buscarlo a otra parte. Al fin y al cabo existen muchas razones por
las que podría haber dejado aquí el coche para marcharse a pie.
Todos somos personas respetables. Hugo es un juez de paz, como
acaba de recordarnos; Henry Hailsham-Brown tiene un cargo
importante en el Foreign Office...
—Sí, sí, y tú cuentas con una carrera distinguida e intachable, ya lo
sabemos —terció Hugo—. Muy bien, si tú lo dices, seguiremos
negando lo evidente.
Jeremy se levantó y señaló con la cabeza la cámara secreta.
—¿No podemos hacer algo ahora mismo?
—No hay tiempo —declaró sir Rowland—. Volverán en cualquier
momento. Es más seguro dejarlo donde está.
—Está bien —admitió Jeremy de mala gana—. Hay que reconocer que
Clarissa es maravillosa. Ni se ha inmutado. Tiene cautivado al
inspector.
En ese momento sonó el timbre de la puerta.
—Debe de ser la señorita Peake —dijo sir Rowland—. Warrender,
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¿quieres ir a abrir?
En cuanto Jeremy salió de la habitación, Hugo hizo una seña a sir
Rowland.
—¿Qué pasa, Roly? ¿Qué te dijo Clarissa cuando estabais a solas?
—Ahora no —replicó sir Rowland al oír las voces de Jeremy y la
señorita Peake en la puerta.
—Pase usted —decía Jeremy.
Un instante más tarde la jardinera entraba en la sala. Tenía aspecto
de haberse vestido a toda prisa y llevaba el pelo envuelto en una
toalla.
—¿De qué se trata? —preguntó—. La señora Hailsham-Brown estaba
muy misteriosa. ¿Ha sucedido algo?
—Siento mucho que haya tenido usted que salir así —se disculpó sir
Rowland con la máxima cortesía—. Siéntese, por favor.
Hugo apartó una silla. Él mismo se sentó en una butaca.
—El caso es que tenemos aquí a la policía —comenzó sir Rowland.
—¿La policía? —exclamó sobresaltada la señorita Peake—. ¿Ha habido
algún robo?
—No, un robo no. Más bien... —Pero sir Rowland se interrumpió
cuando Clarissa y los dos policías entraron en la sala. Jeremy se sentó
en el sofá y sir Rowland se quedó de pie.
—Inspector, esta es la señorita Peake —los presentó Clarissa.
—Buenas tardes, señorita Peake —saludó él.
—Buenas tardes, inspector. Justamente le estaba preguntando a sir
Rowland si había habido algún robo o...
Lord la miró inquisitivo y respondió al cabo de una pausa:
—Hemos recibido una llamada telefónica muy peculiar que nos ha
traído hasta aquí —informó—. Y pensamos que tal vez pueda usted
aclararnos el asunto.
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12
El anuncio del inspector fue recibido con una carcajada por parte de
la jardinera.
—Vaya, pues sí que es misterioso todo esto. ¡Qué divertido! —
exclamó.
El inspector arrugó el ceño.
—Se trata del señor Costello —explicó—. Oliver Costello, 27 Morgan
Mansions, Londres. Creo que la dirección es de la zona de Chelsea.
—Jamás he oído hablar de él.
—Estuvo aquí esta tarde. Vino a ver a la señora Hailsham-Brown y
tengo entendido que usted le acompañó por el jardín cuando se
marchaba.
La señorita Peake se dio una palmada en el muslo.
—Ah, eso. Sí, la señora Hailsham-Brown mencionó su nombre.
Dígame, ¿qué quiere usted saber?
—Me gustaría saber exactamente qué sucedió y cuándo lo vio usted
por última vez.
La señorita Peake se quedó un momento pensativa.
—A ver... Salimos por la cristalera y yo le dije que si quería coger el
autobús había un atajo, pero él contestó que había venido en su
coche y que lo tenía junto a los establos —concluyó, mirando radiante
al inspector, como si esperase una felicitación por su breve resumen
de lo sucedido.
—¿No le parece un lugar extraño para dejar el coche?
—Justo lo que pensé —replicó ella, dándole una palmada en el brazo.
El inspector pareció sorprenderse—. Lo normal sería que hubiera
dejado el coche en la puerta principal, ¿no le parece? Pero la gente es
muy rara. Nunca se sabe lo que se le puede ocurrir a alguien —
terminó con una carcajada.
—¿Y entonces qué pasó?
La jardinera se encogió de hombros.
—Bueno, se metió en el coche y supongo que se marchó.
—¿Usted no lo vio?
—No, yo estaba guardando mis herramientas.
—¿Y esa fue la última vez que vio al señor Costello?
—Sí, ¿porqué?
—Porque su coche sigue aquí. A las siete cuarenta y nueve recibimos
una llamada en la comisaría, según la cual un hombre había sido
asesinado en Copplestone Court.
—¡Un asesinato! —exclamó horrorizada la jardinera—. ¿Aquí? ¡Eso es
ridículo!
—Es lo que todos parecen pensar —observó cortante el inspector,
mirando a sir Rowland.
—Por supuesto —prosiguió ella—. Ya sé que hay por ahí un montón
de maníacos que atacan a las mujeres. Pero usted ha dicho que era
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un hombre...
—¿No oyó usted ningún otro coche esta tarde?
—Sólo el del señor Hailsham-Brown.
—¿El señor Hailsham-Brown? Pensaba que no llegaría a casa hasta
más tarde.
—Mi esposo vino a casa —se apresuró a explicar Clarissa—, pero tuvo
que salir otra vez casi de inmediato.
El inspector compuso una expresión de paciencia.
—¿Ah, sí? —comentó con estudiada cortesía—. ¿Y exactamente a qué
hora llegó a casa?
—Veamos... debían de ser...
—Un cuarto de hora antes de que yo terminara la jornada —terció la
señorita Peake—. Trabajo muchas horas extra, ¿sabe, inspector?
Nunca me ajusto al horario oficial. Hay que trabajar con aplicación, es
lo que digo yo siempre. Sí —prosiguió, golpeteando la mesa mientras
hablaba—. Sí, debían de ser las siete y cuarto cuando llegó el señor
Hailsham-Brown.
—O sea, poco después de que se marchara el señor Costello —El
inspector se colocó en el centro de la sala—. Probablemente los dos
se cruzaron.
—¿Quiere decir que tal vez el señor Costello volvió para ver al señor
Hailsham-Brown? —preguntó pensativa la señorita Peake.
—Oliver Costello no volvió a esta casa —aseveró Clarissa.
—Pero usted no puede saberlo con seguridad —la corrigió la jardinera
—. Tal vez entró por la ventana sin que usted se diera cuenta. ¡Dios
mío! —exclamó de pronto—. ¿No creerá usted que mató al señor
Hailsham-Brown? ¡ Ay, cuánto lo siento!
—Pues claro que no mató a Henry —replicó Clarissa irritada.
—¿Adonde se dirigió su esposo cuando salió de la casa? —quiso saber
el inspector.
—No tengo ni idea.
—¿No suele decirle adonde va?
—Yo nunca hago preguntas. Creo que para un hombre debe de ser
aburridísimo que su esposa le esté preguntando cosas
constantemente.
De pronto la señorita Peake lanzó un chillido.
—¡Pero qué tonta! ¡Claro! Si el coche de ese hombre sigue ahí, el
muerto debe de ser él —exclamó con una carcajada.
Sir Rowland se levantó.
—No tenemos razones para creer que alguien haya sido asesinado,
señorita Peake —le recordó con dignidad—. De hecho, el inspector
cree que se trata de una broma de mal gusto.
La jardinera, sin embargo, no compartía esa opinión.
—Pero ¿y el coche? —insistió—. A mí me parece muy sospechoso que
siga ahí. ¿Ha buscado usted el cadáver, inspector? —preguntó,
ansiosa.
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—El inspector ya ha mirado en la casa —explicó sir Rowland antes de


que el policía contestase.
—Estoy segura de que los Elgin tienen algo que ver —opinó la
señorita Peake, dándole al inspector unos golpecitos en el hombro—.
El mayordomo y su esposa, que se hace pasar por cocinera. Yo hace
tiempo que sospecho de ellos. Ahora mismo, cuando venía, he visto
una luz en su ventana, lo cual es muy sospechoso. Es su tarde libre, y
por lo general no vuelven hasta pasadas las once. ¿Ha registrado
usted sus habitaciones? —preguntó ansiosa, cogiendo del brazo al
inspector.
El hombre fue a responder, pero ella le interrumpió con otra palmada
en el hombro.
—Escuche —comenzó—, supongamos que ese tal Costello reconoció
al señor Elgin, que tal vez tuviera antecedentes criminales. Puede que
Costello volviera para advertir a la señora Hailsham-Brown, y Elgin le
atacó —Inmensamente satisfecha consigo misma, miró en torno a la
sala—. Luego, por supuesto, Elgin escondería el cadáver, para
deshacerse de él más tarde. Vamos a ver... ¿Dónde podría
esconderlo? —Se volvió hacia la ventana—. Detrás de las cortinas o...
—Señorita Peake —la interrumpió enfadada Clarissa—. No hay nadie
escondido detrás de las cortinas, y estoy segura de que Elgin jamás
asesinaría a nadie. Es ridículo.
—Es usted demasiado confiada, señora. Cuando llegue a mi edad se
dará cuenta de que por lo general la gente no es lo que parece.
El inspector abrió de nuevo la boca para decir algo, pero la jardinera
se le adelantó.
—Vamos a ver, ¿dónde escondería el cadáver un hombre como Elgin?
Tenemos esa especie de armario que hay entre esta habitación y la
biblioteca. ¿Ha mirado allí, inspector?
—Señorita Peake, el inspector ha mirado aquí y en la biblioteca —
terció sir Rowland.
El inspector, sin embargo, tras mirar un instante a sir Rowland se
volvió hacia la jardinera.
—¿A qué se refiere usted con «esa especie de armario», señorita
Peake?
En ese punto todos parecieron quedarse de piedra.
—Es un lugar estupendo para jugar al escondite. Jamás se imaginaría
usted dónde está. Mire, se lo voy a enseñar.
Jeremy se levantó en el mismo instante en que Clarissa exclamaba:
—¡No!
El inspector y la señorita Peake se volvieron hacia ella.
—Ahí no hay nada —informó la dueña de la casa—. Lo sé porque
ahora mismo he pasado por ahí para ir a la biblioteca.
—Ah, bueno, en ese caso... —murmuró la jardinera con decepción.
—De todas formas, enséñemelo usted, señorita Peake —insistió el
inspector—. Me gustaría verlo.
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La señorita Peake se acercó a las estanterías.


—Originalmente era una puerta —explicó—. Mires se tira de esta
palanca, y se abre, ¿ve? ¡Aaaaah!
En cuanto se abrió el panel, el cadáver de Oliver Costello cayó al
suelo.
—Vaya, estaba usted equivocada, señora Hailsham-Brown —observó
el inspector, mirando muy serio a Clarissa—. Se ve que esta tarde se
ha cometido un crimen.
La señorita Peake no dejaba de gritar.
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13
Diez minutos más tarde la situación se había calmado un poco, sobre
todo porque la señorita Peake ya no estaba en la sala. Jeremy y Hugo
también se habían marchado. El cadáver de Oliver Costello, sin
embargo, seguía caído en la cámara abierta. Clarissa estaba tumbada
en el sofá. Sir Rowland se había sentado junto a ella e intentaba
hacerle beber una copa de brandy. El inspector hablaba por teléfono y
el agente seguía montando guardia.
—Sí, sí —decía Lord—. ¿Cómo dice? ¿Que se ha dado a la fuga?...
¿Dónde?... Ah, ya veo. Sí, bueno, envíelos en cuanto pueda. Sí,
queremos las fotografías. Sí, el equipo completo.
Colgó el auricular y se volvió hacia el agente.
—Todo pasa de golpe —se quejó—. Durante meses no sucede nada, y
ahora el forense ha salido por un grave accidente en la carretera de
Londres, lo cual significa que tendremos un retraso considerable.
Bueno, mientras llega seguiremos adelante. Más vale que no lo
movamos hasta que hayan tomado las fotografías —comentó
señalando el cadáver—. Claro que tampoco averiguaremos nada. No
fue asesinado aquí. Lo metieron en la cámara cuando ya estaba
muerto.
—¿Cómo está tan seguro, señor?
El inspector miró la alfombra.
—Se nota dónde arrastraron los pies —señaló, agachándose detrás
del sofá.
Sir Rowland se asomó por el respaldo del sofá y luego se volvió hacia
Clarissa.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor, gracias Roly.
—Creo que más vale cerrar ese panel —ordenó el inspector a su
subordinado—. No queremos más ataques de histeria.
—Muy bien, señor.
Sir Rowland se levantó para dirigirse al inspector.
—Creo que la señora debería ir a su habitación.
—Desde luego, pero tendrá que aguardar unos momentos —contestó
el policía con cierta reserva—. Primero me gustaría hacerle unas
preguntas.
—En este instante no se encuentra en condiciones de responder
preguntas —insistió sir Rowland.
—Estoy bien, Roly —terció ella con voz débil—. De verdad.
—Eres muy valiente, querida —repuso sir Rowland—, pero sería
mucho mejor que fueras a descansar un rato.
—Querido tío Roly —dijo ella sonriendo—. A veces le llamo tío Roly —
explicó al inspector—, aunque es mi tutor, no mi tío. Pero es siempre
tan dulce conmigo...
—Sí, ya lo he notado.
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—Pregúnteme lo que quiera, inspector. Aunque en realidad no creo


que pueda serle de mucha ayuda, porque no sé nada de todo esto.
Sir Rowland suspiró.
—No la molestaremos mucho tiempo, señora —El inspector abrió la
puerta de la biblioteca—. ¿Querría usted reunirse con los demás
caballeros? —pidió a sir Rowland.
—Creo que más vale que me quede aquí, por si...
Pero el inspector replicó con firmeza:
—Ya le llamaré si su presencia es necesaria. A la biblioteca, por favor.
Después de un duelo de miradas, sir Rowland se dio por vencido y se
retiró. Lord cerró la puerta e indicó en silencio a su agente que se
sentara para tomar notas. Clarissa se incorporó en el sofá.
—Muy bien, señora Hailsham-Brown, si está usted lista
comenzaremos.
—Mi querido tío Roly, siempre intentando protegerme... —comentó
Clarissa con una sonrisa encantadora. De pronto pareció ansiosa, al
ver que el inspector abría la pitillera de la mesa y se quedaba
mirando los cigarrillos—. Esto no será un tercer grado o algo así, ¿no?
—preguntó, intentando aparentar un tono jovial.
—Nada parecido, se lo aseguro, señora. Serán sólo unas sencillas
preguntas. ¿Preparado, Jones? —El inspector cogió una silla y se
sentó de cara a Clarissa.
—Preparado, señor.
—Bien. Veamos, señora Hailsham-Brown, dice usted que no tenía ni
idea de que había un cadáver oculto en esa cámara.
—Por supuesto que no —respondió ella con expresión inocente—. Es
horrible —añadió con un estremecimiento—. Horroroso.
—Cuando estábamos registrando esta habitación, ¿por qué no nos
indicó la existencia de esa cámara?
—El caso es que, como nunca la utilizamos, ni se me pasó por la
cabeza.
—Pero usted ha dicho hace un momento que acababa de pasar por
ahí para ir a la biblioteca.
—No, no, debe de haberlo entendido mal. Lo que quería decir es que
habíamos pasado por esa puerta para entrar en la biblioteca.
—Sí, debí de entenderla mal —observó el inspector con tono serio—.
Vamos a ver si lo dejamos claro. Usted dice que no tiene ni idea de
cuándo volvió el señor Costello a esta casa, ni de cuál era su
propósito.
—No, no me lo puedo imaginar.
—Pero el hecho es que volvió.
—Sí, desde luego. Eso ahora lo sabemos.
—Pues debía de tener alguna razón —señaló el inspector.
—Supongo, pero no tengo ni idea de cuál sería.
Lord se quedó pensativo un momento.
—¿Cree que tal vez quisiera ver a su marido?
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—No, no. Estoy segura de que no. Henry y él nunca se cayeron bien.
—¡Ah! O sea que no se gustaban. No lo sabía. ¿Acaso hubo alguna
pelea entre ellos?
Clarissa se apresuró a responder para evitar aquella peligrosa línea
de interrogatorio.
—De ninguna manera. No, no se habían peleado. La situación era un
poco tensa entre ellos, pero nada más —explicó sonriendo—. Ya sabe
usted cómo son los hombres.
La expresión del inspector indicaba que lo ignoraba por completo.
—¿Está totalmente segura de que Costello no volvió para verla a
usted?
—¿A mí? —preguntó ella con tono inocente—. No, seguro que no.
¿Qué razón podía tener para ello?
—¿Hay alguien más en la casa a quien hubiera querido ver? Piense
bien antes de contestar.
—No se me ocurre —insistió ella—. ¿A quién querría ver?
El inspector se levantó y colocó de nuevo la silla en la mesa de
bridge.
—El señor Costello viene a esta casa —comenzó, paseándose por la
sala— y devuelve los artículos que la primera señora Hailsham-Brown
se había llevado por error. Luego se despide, pero vuelve al cabo de
un rato. Es de suponer que entró por estas cristaleras. Alguien le
asesina y esconde su cadáver en esa cámara. Y todo ello en un
período de diez a veinte minutos. ¿Y dice usted que nadie oyó nada?
Me resulta muy difícil de creer.
—Ya lo sé —convino ella—. A mí también me cuesta creerlo. Es
realmente extraordinario, ¿no le parece?
—Desde luego que sí —asintió él con ironía—. Señora Hailsham-
Brown, ¿está completamente segura de que no oyó nada?
—No oí nada en absoluto. Es increíble.
—Demasiado increíble. —El inspector se acercó a la puerta del
vestíbulo—. Bien, eso es todo por ahora.
Clarissa se apresuró hacia la biblioteca, pero el inspector la detuvo.
—Por ahí no, por favor.
—Pero es que querría reunirme con mis amigos...
—Más tarde, si no le importa.
Ella cedió de mala gana y salió al vestíbulo.
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14
El inspector cerró la puerta del vestíbulo y se acercó al agente, que
todavía estaba tomando notas.
—¿Dónde está la otra mujer, la jardinera?
—La he dejado en la cama de la habitación de invitados. Bueno, eso
cuando se le pasó el ataque de histeria. Menudo rato me ha hecho
pasar. Lloraba y reía a la vez. Algo espantoso.
—La señora Hailsham-Brown puede ir a verla si lo desea. Pero que no
hable con esos tres hombres. No quiero que comparen sus
declaraciones. Supongo que habrá cerrado la puerta de la biblioteca
al vestíbulo.
—Sí, señor. Aquí tengo la llave.
—La verdad es que no sé qué pensar. Todas son personas muy
respetables. El señor Hailsham-Brown es un diplomático, Hugo Birch
es un juez de paz a quien conocemos bien, y los otros dos invitados
parecen gente decente, de clase alta... En fin, ya sabe a qué me
refiero. Pero aquí hay gato encerrado. Ninguno de ellos dice la
verdad, incluyendo a la señora Hailsham-Brown. Ocultan algo, y yo
estoy decidido a descubrir qué es, tanto si tiene que ver con este
asesinato como si no —Estiró los brazos, como buscando inspiración
en las alturas—. Bueno, más vale que sigamos trabajando. —y agregó
—: Vamos a interrogarlos por separado.
El agente se levantó, pero su superior cambió de opinión.
—No, un momento. Primero quiero hablar con el mayordomo —
decidió.
—¿Elgin?
—Sí, Elgin. Llámele. Me da en la nariz que sabe algo.
—Muy bien, señor.
El agente encontró a Elgin merodeando cerca de la puerta del salón.
El mayordomo fingió dirigirse hacia las escaleras, pero se detuvo
cuando el agente le llamó. Entró en el salón bastante nervioso. El
inspector le indicó una silla cerca de la mesa de bridge.
—Decía usted que esta tarde iba al cine —comenzó—, pero volvió a la
casa. ¿Cuál fue el motivo?
—Ya se lo he dicho, señor. Mi esposa no se encontraba bien.
—Fue usted quien recibió al señor Costello cuando vino esta tarde,
¿no es así?
—Sí.
El inspector se alejó unos pasos y de pronto se giró hacia el
mayordomo.
—¿Por qué no nos dijo entonces que el coche de fuera era del señor
Costello?
—Yo no sabía de quién era el coche, señor. El señor Costello no
condujo hasta la puerta principal. Ni siquiera sabía que había venido
en coche.
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—¿No le parece bastante curioso que dejara el coche junto a los


establos?
—Pues sí, supongo que sí. Imagino que tendría sus razones.
—¿Qué quiere decir? —preguntó rápidamente el inspector.
—Nada, señor —contestó Elgin casi con petulancia—. Nada en
absoluto.
—¿Conocía usted al señor Costello?
—No lo había visto nunca.
—¿Y no fue precisamente el señor Costello el motivo de que usted
volviera a la casa esta tarde?
—Ya le he dicho que mi esposa...
—No quiero volver a oír nada sobre su esposa. ¿Cuánto tiempo lleva
usted con la señora Hailsham-Brown?
—Seis semanas, señor.
—¿Y antes?
—Antes.... antes había estado descansando —contestó Elgin nervioso.
—¿Descansando? —repitió suspicaz el inspector—. ¿Se da cuenta de
que en un caso como este habrá que estudiar muy de cerca sus
referencias?
Elgin fue a levantarse.
—Si eso es todo... —Pero de pronto se interrumpió y volvió a sentarse
—. Yo... no quisiera engañarle, señor. No he hecho nada malo. Lo que
quiero decir es que... puesto que las referencias oficiales se habían
perdido... y yo no recordaba lo que decían al pie de la letra...
—Vamos, que escribió usted sus propias referencias —concluyó el
inspector—. Es eso, ¿verdad?
—Yo no quería hacer nada malo. Tengo que ganarme la vida y...
—De momento no me interesan sus referencias falsas. Quiero saber
qué ha pasado aquí esta tarde, y qué sabe usted del señor Costello.
—Jamás le había visto antes —insistió Elgin—. Pero tengo alguna idea
de por qué vino esta tarde.
—¿Ah, sí? Dígame.
—Chantaje. Tenía algo contra ella.
—Supongo que se refiere a la señora Hailsham-Brown.
—Sí —confirmó el mayordomo, ansioso—. Yo vine al salón a
preguntar si la señora deseaba algo más, y les oí hablar.
—¿Qué oyó exactamente?
—Oí que la señora decía: «Pero eso es chantaje. No pienso ceder a
él» —citó Elgin con voz aguda.
—¡Hmm! ¿Algo más?
—No. Se callaron en cuanto yo entré. Luego siguieron hablando en
voz baja.
—Ya veo —El inspector lo miró fijamente, esperando que prosiguiera.
—No sea duro conmigo —suplicó el mayordomo—. Ya he tenido
bastantes problemas.
Lord guardó silencio un momento.
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—¡Está bien! —exclamó por fin—. Puede marcharse.


—Sí, señor. Gracias, señor.
Una vez a solas, el inspector se volvió hacia el agente.
—¿Chantaje, eh? —murmuró.
—La señora Hailsham-Brown parece una dama tan simpática—
observó el agente con tono algo remilgado.
—Sí, bueno, nunca se sabe. En fin, hablaré primero con el señor
Birch.
El agente fue a la puerta de la biblioteca.
—Señor Birch, por favor.
Hugo salió con aspecto desafiante. El inspector le recibió con cortesía.
—Pase usted, señor Birch. Siéntese aquí, por favor.
El agente también se sentó a la mesa.
—Este es un asunto muy desagradable, me temo, señor —comenzó el
inspector—. ¿Qué puede decirnos al respecto?
Hugo dejó la funda de sus anteojos en la mesa.
—Absolutamente nada.
—¿Nada?
—¿Qué quiere que le diga? Esa condenada mujer abre el condenado
armario y se nos cae encima un condenado cadáver —Resopló
impaciente—. Me he llevado un susto de muerte y todavía no me he
recuperado. No le servirá de nada hacerme preguntas —aseveró con
firmeza—, porque yo no sé nada de nada.
—Así que ésa es su declaración, que usted no sabe nada.
—Se lo estoy diciendo. Yo no maté a ese tipo. Ni siquiera le conocía.
—No le conocía —repitió el inspector—. Muy bien. No estoy sugiriendo
que usted le conociera, ni muchísimo menos que lo asesinara. Pero no
puedo creer que no sepa nada, como usted dice. Vamos a ver si entre
los dos averiguamos lo que sabe. Para empezar, usted había oído
hablar de él, ¿no es así?
—Sí, y tengo entendido que era un indeseable.
—¿En qué sentido?
—¡Yo qué sé! Era uno de esos tipos que gustan a las mujeres y
disgustan a los hombres, no sé si me entiende.
—¿Tiene idea de por qué volvió a esta casa por segunda vez esta
tarde?
—No.
El inspector dio unos pasos por la sala y se volvió bruscamente hacia
Hugo.
—¿Cree que había algo entre ese individuo y la señora Hailsham-
Brown?
—¿Clarissa? —preguntó Hugo, perplejo—. ¡Por todos los santos, no!
Clarissa es una mujer muy sensata. Jamás se fijaría en un tipo como
ése.
El inspector guardó silencio un momento.
—Así que no puede ayudarnos —dijo por fin.
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—Lo siento, pero así es —replicó Hugo, en un intento por parecer


despreocupado.
—¿De verdad no tenía ni idea de que el cadáver estaba en la cámara?
—insistió el inspector, desesperado por arrancarle alguna información.
—Por supuesto que no —Hugo parecía ofendido.
—Gracias, señor.
—¿Qué?
—Eso es todo, muchas gracias.
El inspector cogió un libro rojo que había sobre la mesa. Hugo se
dirigió hacia la biblioteca, pero el agente le bloqueó el paso.
—Por aquí, señor Birch —indicó, abriendo la puerta del vestíbulo.
Una vez Hugo se marchó, Lord se sentó a la mesa de bridge y
consultó el enorme libro rojo.
—El señor Birch es una mina de información —comentó sarcástico el
agente—. Claro que para un juez de paz no es muy agradable estar
involucrado en un asesinato.
—«Delahaye, sir Rowland Edward Mark, caballero del Imperio
británico, miembro de la Real Orden Victoriana» —leyó el inspector.
—¿Qué es eso? Ah, el Quién es quién.
—«Educado en Eton, Trinity College... ¡Hum! Agregado del Foreign
Office, segundo secretario... Madrid. Plenipotenciario.»
—¡Vaya! —exclamó el agente al oír el último título.
El inspector le miró exasperado.
—«Constantinopla, Ministerio de Asuntos Exteriores, comisión
especial... Clubes: Boodles, Whites...»
—¿Quiere hablar con él, señor?
—No. Es el más interesante del grupo, así que lo reservaremos para
el final. Vaya usted por el joven Warrender.
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15
—Señor Warrender, por favor —llamó el agente.
Jeremy intentó en vano parecer tranquilo. El inspector apartó una
silla para él.
—Siéntese —ordenó con cierta brusquedad—. ¿Su nombre?
—Jeremy Warrender.
—¿Dirección?
—Broad Street 314 y Grosvenor Square 34. —Jeremy miró un
momento al agente, que tomaba notas, y añadió—: Mi dirección en el
campo es Hepplestone, Wiltshire.
—Parece usted un caballero con bastantes recursos —comentó el
inspector.
—Me temo que no. Soy secretario particular de sir Kenneth Thomson,
el presidente de la compañía petrolera Saxon-Arabian. Ésas son sus
direcciones.
—Ya. ¿Cuánto tiempo lleva usted con él?
—Un año más o menos. Antes fui ayudante personal del señor Scott
Agius durante cuatro años.
—Ah, sí. Es un adinerado hombre de negocios, ¿no? ¿Conocía usted a
Oliver Costello?
—No, hasta esta tarde nunca había oído hablar de él.
—¿Y no le vio cuando vino a la casa esta tarde?
—No. Estaba en el club de golf con los demás. Habíamos ido allí a
cenar, ¿sabe? Era la tarde libre de los criados, y el señor Birch nos
pidió que cenáramos con él en el club.
El inspector asintió.
—¿La señora Hailsham-Brown también estaba invitada?
—No.
El inspector enarcó las cejas.
—Bueno, podía haber venido de haberlo deseado —se apresuró a
explicar Jeremy.
—¿Quiere decir entonces que se lo pidieron y ella se negó?
—No, no —Jeremy se estaba poniendo nervioso—. Lo que quiero decir
es... Bueno, el señor Hailsham-Brown suele llegar a casa muy
cansado, y Clarissa dijo que cenarían algo ligero aquí en casa, como
es habitual.
—A ver si lo entiendo bien, ¿la señora Hailsham-Brown esperaba que
su marido viniera a casa a cenar? ¿No esperaba que se marchara de
nuevo al poco tiempo de llegar?
—Yo... bueno... en realidad no lo sé. No, ahora que usted lo dice, creo
que ella comentó que su esposo estaría fuera esta tarde.
El inspector se levantó y se alejó unos pasos.
—Parece entonces muy extraño que la señora Hailsham-Brown no
fuera al club con ustedes tres, en lugar de quedarse aquí para cenar
sola.
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Jeremy se volvió para mirarle.


—Bueno... es que... Fue por la niña, ¿sabe? —explicó, cobrando
confianza—. Pippa. Clarissa no quería dejarla sola en la casa.
—O tal vez... tal vez tenía pensado recibir una visita a solas.
Jeremy se levantó.
—Eso que está sugiriendo es del todo inaceptable —dijo con
vehemencia—. Y además no es cierto. Estoy seguro de que Clarissa
no tenía planeado nada parecido.
—Pero Oliver Costello vino a ver a alguien. Los dos criados tenían la
tarde libre y la señorita Peake estaba en su propia casa. Costello sólo
pudo venir a ver a la señora Hailsham-Brown.
—Lo único que puedo decir es... —Jeremy se interrumpió y dio la
espalda al inspector—. Bueno, más vale que se lo pregunte a ella.
—Ya lo he hecho.
—¿Y qué ha dicho?
—Lo que usted acaba de decir.
Jeremy volvió a sentarse.
—Ya lo ve.
El inspector se paseó por la sala mirando al suelo, como sumido en
sus pensamientos.
—Dígame, ¿cómo es que estaban ustedes tres aquí, en lugar de en el
club? ¿No era ésa su idea en principio?
—Sí. Quiero decir, no.
—¿En qué quedamos?
Jeremy respiró hondo.
—Bueno, el caso es que fuimos al club. Sir Rowland y Hugo fueron
directamente al comedor y yo me uní a ellos un poco más tarde. Era
un buffet frío, ¿sabe usted? El caso es que yo había estado
practicando hasta que se hizo oscuro. De pronto alguien propuso una
partida de bridge. Yo sugerí entonces volver a casa de la señora
Hailsham-Brown, que es más acogedora que el club. Y eso hicimos.
—Ya veo. Así que fue idea suya.
Jeremy se encogió de hombros.
—En realidad no recuerdo quién lo sugirió en primer lugar. Tal vez
fuera Hugo Birch.
—¿Y a qué hora llegaron a la casa?
Jeremy lo pensó un momento.
—No lo sé con exactitud —murmuró—. Probablemente nos
marchamos del club poco antes de las ocho.
—¿Y cuánto se tarda? ¿Unos cinco minutos?
—Sí, más o menos. El campo de golf linda con el jardín.
El inspector se acercó a la mesa y se quedó mirando la superficie.
—¿Y luego jugaron al bridge?
—Sí.
Lord asintió con la cabeza.
—Eso debió de ser unos veinte minutos antes de mi llegada —calculó,
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caminando despacio en torno a la mesa—. A buen seguro no tendrían


tiempo de completar dos rubbers y comenzar... —alzó las notas de
Clarissa para que Jeremy las viera— un tercero.
—¿Qué? —Jeremy pareció confuso un momento—. No, no —se
apresuró a decir—. El primer rubber debe de ser la puntuación de
ayer.
—Sólo una persona parece haber anotado —observó el inspector,
señalando los otros marcadores.
—Sí. Me temo que somos un poco vagos para anotar los puntos.
Clarissa se encarga de ello.
—¿Conocía usted el pasadizo entre esta habitación y la biblioteca?
—¿El lugar donde estaba el cadáver?
—Eso es.
—No, no tenía ni idea. Un escondrijo magnífico, ¿no le parece? Nadie
sospecharía su existencia.
El inspector se sentó en un brazo del sofá y al apartar un cojín
advirtió los guantes que había debajo.
—Así pues, señor Warrender, usted no podía saber que había un
cadáver en el pasadizo, ¿no es así?
—Me quedé totalmente de piedra, como suele decirse. Era una
situación de melodrama. No podía creer lo que estaba viendo.
El inspector examinó los guantes. Alzó un par de ellos, como si fuera
un prestidigitador.
—A propósito, ¿son suyos estos guantes, señor Warrender?
Jeremy se volvió hacia él.
—No. O sea, sí.
—¿En qué quedamos?
—Sí, son míos, creo.
—¿Los llevaba puestos cuando volvió del club de golf?
—Sí, ahora me acuerdo. Sí, los llevaba. Esta tarde hacía un poco de
fresco.
El inspector se acercó a él.
—Creo que se equivoca usted. Dentro de estos guantes están las
iniciales del señor Hailsham-Brown.
—Vaya, qué curioso. Yo tengo unos idénticos.
El inspector volvió al sofá y sacó otro par de guantes.
—¿Tal vez son estos?
Jeremy se echó a reír.
—Vaya, no me va a sorprender por segunda vez. Al fin y al cabo,
todos los guantes parecen iguales.
El inspector sacó un tercer par.
—Tres pares de guantes —murmuró—. Todos ellos con las iniciales de
Hailsham-Brown. Muy curioso.
—Bueno, esta es su casa —señaló Jeremy—. ¿Por qué no iba a tener
tres pares de guantes en cualquier sitio?
—Lo más interesante es que usted pensaba que uno de los pares era
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suyo. Y yo creo que sus guantes le asoman ahora mismo del bolsillo.
Jeremy se llevó la mano al bolsillo derecho.
—No, el otro —indicó el inspector.
—¡Pues sí! ¡Aquí están!
—No se parecen mucho a estos, ¿no cree?
—En realidad son mis guantes de golf —explicó Jeremy con una
sonrisa.
—Muchas gracias, señor Warrender —dijo de pronto el inspector,
volviendo a poner el cojín en el sofá—. Eso es todo por ahora.
—Oiga —exclamó Jeremy preocupado—, ¿no pensará usted...?
—¿No pensaré qué?
—Nada —Jeremy parecía inseguro. Al ver que el agente le impedía el
paso a la biblioteca, salió por la puerta del vestíbulo.
El inspector dejó los guantes en el sofá y se acercó a la mesa para
consultar de nuevo el Quién es quién.
—Aquí está —murmuró—. «Thomson, sir Kenneth. Presidente de la
compañía petrolera Saxon-Arabian, Gulf Petroleum.» Hmmm.
Impresionante. «Pasatiempos: filatelia, golf, pesca. Dirección, Broad
Street 314 y Grosvenor Square 34...»
Mientras tanto el agente sacaba punta a su lápiz. Al inclinarse para
recoger algunas virutas, vio un naipe en el suelo y se lo tendió a su
superior.
—¿Qué es eso?
—Una carta, señor. Estaba debajo del sofá.
—El as de picas. Una carta muy interesante. Vamos a ver —Dio la
vuelta a la carta para ver el reverso—. Rojo. Es de la misma baraja.
Los dos policías ordenaron las cartas sobre la mesa.
—Vaya, vaya, no estaba el as de picas —exclamó el inspector—. Muy
curioso, ¿no le parece, Jones? —dijo, metiéndose la carta en el
bolsillo—. Han echado una partida de bridge sin darse cuenta de que
faltaba el as de picas.
—Un hecho notable, señor —convino el agente.
El inspector colocó los tres pares de guantes sobre la mesa.
—Bueno, es hora de hablar con sir Rowland Delahaye.
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16
—Sir Rowland Delahaye —llamó el agente.
—Pase usted, señor, y siéntese aquí, por favor —dijo el inspector.
Sir Rowland se detuvo un momento junto a la mesa al ver los
guantes, y a continuación se sentó.
—¿Es usted sir Rowland Delahaye? —Él asintió—. ¿Cuál es su
dirección?
—Long Paddock, Littlewich Green, Lincolnshire. —Dando unos
golpecitos con el dedo en el Quién es quién, agregó—: ¿No ha podido
encontrarla usted, inspector?
El policía decidió no responder a esa pregunta.
—Le agradecería que me relatara los sucesos de esta tarde, después
de que usted se marchara de aquí antes de las siete.
—Había estado lloviendo todo el día —comenzó sir Rowland. Era
evidente que había estado pensando en ello—, hasta que de pronto
despejó. Ya teníamos pensado ir a cenar al club de golf, puesto que
era la tarde libre de los criados. De modo que eso hicimos —Miró al
agente, como para asegurarse de que le seguía el hilo—. Cuando
estábamos terminando de cenar, la señora Hailsham-Brown nos llamó
por teléfono para decirnos que, puesto que su esposo había tenido
que salir de nuevo inesperadamente, podíamos volver a la casa para
echar una partida de bridge. Y eso hicimos. Unos veinte minutos
después de que empezáramos a jugar llegó usted, inspector. El resto
ya lo sabe.
Lord se quedó pensativo.
—Eso no concuerda del todo con la declaración del señor Warrender.
—¿Ah, no? ¿Y cuál ha sido su declaración?
—El señor Warrender indicó que fue uno de ustedes quien propuso
volver a la casa a jugar a las cartas, probablemente el señor Birch.
—Ah —replicó sir Rowland tranquilamente—, pero es porque
Warrender vino al comedor del club bastante tarde. No sabía que la
señora Hailsham-Brown había llamado.
Sir Rowland y el inspector se miraron.
—Usted debe de saber mejor que yo, inspector, que muy rara vez dos
personas coinciden en el relato de los mismos acontecimientos. De
hecho, si los tres coincidiéramos con exactitud resultaría sospechoso.
Sí, de lo más sospechoso.
El inspector prefirió no hacer comentarios. Acercó una silla a sir
Rowland y se sentó.
—Me gustaría discutir el caso con usted, si no le importa.
—Es muy amable de su parte.
Después de mirar pensativo la mesa, Lord comenzó:
—El finado, el señor Oliver Costello, vino a esta casa con un objetivo
concreto. ¿Está de acuerdo con esto?
—Yo tengo entendido que vino a devolver ciertos objetos que la
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anterior señora Hailsham-Brown se había llevado por equivocación.


—Esa pudo ser su excusa, señor, aunque no estoy muy seguro. Tengo
la certeza de que esa no fue la auténtica razón que lo trajo a esta
casa.
Sir Rowland se encogió de hombros.
—Puede que tenga razón. Yo no lo sé.
—El señor Costello vino tal vez para ver a alguien en particular. Pudo
haber sido usted, el señor Warrender o el señor Birch.
—Si hubiera querido ver al señor Birch, que vive en la zona, habría
ido a su casa —señaló sir Rowland.
—Es muy probable —concedió el inspector—. Así pues, sólo nos
quedan cuatro personas: usted, el señor Warrender, el señor
Hailsham-Brown y la señora Hailsham-Brown. Dígame, ¿conocía bien
a Oliver Costello?
—No, apenas le conocía. Le había visto una o dos veces, eso es todo.
—¿Dónde?
Sir Rowland hizo memoria.
—Le vi dos veces en la residencia de los Hailsham-Brown en Londres,
hace más de un año, y creo que una vez nos encontramos en un
restaurante.
—¿No tenía usted ninguna razón para desear matarle?
—¿Es una acusación, inspector? —repuso sir Rowland con una
sonrisa.
—No. Yo más bien lo llamaría una eliminación. No creo que tuviera
usted ningún motivo para acabar con Oliver Costello. De modo que
sólo nos quedan tres personas.
—Esto empieza a sonar como una variante de Diez negritos.
El inspector le devolvió la sonrisa.
—Vamos a considerar al señor Warrender —propuso—. ¿Le conoce
bien?
—Lo vi aquí por primera vez hace dos días. Parece un joven muy
agradable, de buena cuna y bien educado. Es amigo de Clarissa. No
sé nada de él, pero me inclino a pensar que es poco probable que sea
un asesino.
—Eso elimina al señor Warrender. Lo cual me lleva a mi siguiente
pregunta.
—¿Conozco bien a los señores Hailsham-Brown? Eso es lo que quiere
saber, ¿verdad? Pues el hecho es que conozco muy bien a Henry
Hailsham-Brown. Es un viejo amigo. En cuanto a Clarissa, sé todo lo
que hay que saber sobre ella. Es mi pupila, y una persona muy
querida para mí.
—Muy bien. Creo que esa respuesta aclara ciertas cosas.
—¿Sí?
El inspector se alejó unos pasos.
—¿Por qué cambiaron ustedes tres sus planes esta tarde? ¿Por qué
volvieron a la casa y fingieron jugar al bridge?
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—¿Fingimos? —exclamó sir Rowland.


El inspector se sacó la carta del bolsillo.
—Este naipe fue encontrado al otro lado de la sala, debajo del sofá.
Me cuesta mucho creer que jugaran ustedes dos rubbers de bridge y
comenzaran un tercero con una baraja de cincuenta y un naipes, y
faltando el as de picas.
Sir Rowland cogió la carta y miró el reverso.
—Sí —admitió—, tal vez es difícil de creer.
El inspector miró desesperado al techo.
—Por otra parte me parece que estos tres pares de guantes del señor
Hailsham-Brown merecen cierta explicación.
Sir Rowland guardó silencio un momento.
—Me temo —replicó por fin— que de mí no obtendrá ninguna.
—Ya —convino el inspector—. Entiendo que usted hará todo lo que
pueda por cierta señora. Pero no le hará ningún bien. La verdad
terminará saliendo a la luz.
—Me pregunto si será así en efecto.
—La señora Hailsham-Brown sabía que el cadáver de Costello estaba
en la cámara. No sé si lo arrastró ella misma o usted la ayudó. Pero
estoy convencido de que ella lo sabía —Se acercó a sir Rowland—. Yo
creo que Oliver Costello vino a ver a la señora Hailsham-Brown para
obtener dinero mediante amenazas.
—¿Amenazas? ¿Qué clase de amenazas?
—Eso se aclarará a su debido tiempo, sin duda. La señora Hailsham-
Brown es joven y atractiva. Tengo entendido que el señor Costello
tenía bastante éxito con las mujeres. Por otra parte, la señora
Hailsham-Brown se ha casado recientemente y...
—¡Basta! Debo dejarle claras algunas cuestiones. No le resultará
difícil confirmar mis palabras. El primer matrimonio de Henry
Hailsham-Brown fue de lo más desafortunado. Su esposa, Miranda, es
una mujer hermosa, pero desequilibrada y neurótica. Su salud y su
actitud degeneraron de forma tan alarmante que su hija pequeña
tuvo que ser internada en una residencia —Hizo una pausa—. Sí, una
situación verdaderamente espantosa. Al parecer Miranda se había
hecho adicta a las drogas. No se ha descubierto cómo las obtenía,
pero no es descabellado suponer que se las suministraba nuestro
hombre, Oliver Costello. Miranda se sentía atraída por él, y finalmente
huyó en su compañía.
Tras otra pausa y una mirada al agente para ver si perdía el hilo
mientras tomaba notas, sir Rowland prosiguió:
—Henry Hailsham-Brown, un hombre de ideas anticuadas, permitió
que Miranda se divorciara de él. Henry ha encontrado ahora paz y
felicidad en su matrimonio con Clarissa, y yo le aseguro, inspector,
que en la vida de Clarissa no existen culpas ocultas. Puedo jurar que
no hay nada con lo que Costello pudiera haberla amenazado.
Sir Rowland se levantó, metió la silla bajo la mesa y se acercó al sofá.
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—¿No le parece, inspector, que está sobre una pista falsa? —preguntó
—. ¿Por qué está tan seguro de que Costello vino a esta casa para ver
a una persona? Tal vez vino para ver otra cosa.
El inspector parecía desconcertado.
—¿A qué se refiere?
—Cuando nos hablaba usted del difunto señor Sellon, mencionó que
la brigada de narcóticos se había interesado por él. ¿No le parece que
tenemos aquí una relación de eventos? Drogas, Sellon, la casa de
Sellon...
Al ver que el inspector no contestaba, sir Rowland prosiguió:
—Tengo entendido que Costello había estado antes en esta casa, en
principio para ver las antigüedades de Sellon. Supongamos que Oliver
Costello deseaba algo que hay en esta casa. En ese escritorio, tal vez.
Ya sabemos que ocurrió un curioso incidente: un hombre vino a la
casa y ofreció un precio exorbitante por el mueble. Supongamos que
era el escritorio lo que Oliver Costello quería examinar, o más bien
registrar. Supongamos que alguien le siguió hasta aquí, y que ese
alguien le mató de un golpe ahí, junto al escritorio.
Lord no parecía muy convencido.
—Eso es mucho suponer —comenzó.
Pero sir Rowland le interrumpió:
—Es una hipótesis muy razonable.
—¿Y la hipótesis establece que ese alguien metió el cadáver en la
cámara?
—Exacto.
—Entonces tendría que ser alguien que conociera la existencia de esa
cámara.
—Podría ser alguien que conociera la casa cuando Sellon vivía aquí—
señaló sir Rowland.
—Sí, todo eso está muy bien —replicó el inspector, impaciente—, pero
queda una cosa por explicar.
—¿Cuál?
—La señora Hailsham-Brown sabía que el cadáver estaba en la
cámara e intentó impedirnos que la abriéramos.
Sir Rowland fue a decir algo, pero el inspector alzó la mano.
—No le servirá de nada intentar convencerme de lo contrario. Ella lo
sabía.
Se produjo un tenso silencio.
—Inspector, ¿me permite hablar con mi pupila?
—Sólo en mi presencia.
—Muy bien.
—¡Jones!
El agente fue a llamar a Clarissa.
—Estamos en sus manos, inspector —dijo sir Rowland—. Le suplico
que sea usted indulgente.
—Mi único propósito es averiguar la verdad, señor, y descubrir quién
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mató a Oliver Costello.


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17
—Pase usted, por favor, señora Hailsham-Brown —indicó el inspector.
Sir Rowland se acercó a ella.
—Clarissa, querida —dijo con solemnidad—, ¿querrás hacer lo que te
pido? Me gustaría que contaras la verdad al inspector.
—¿La verdad? —repitió ella con tono dubitativo.
—La verdad. Es lo único que podemos hacer. Lo digo muy en serio.
Después de mirarla con expresión grave, sir Rowland se marchó de la
sala. El agente se dispuso de nuevo a tomar notas.
—Siéntese, señora Hailsham-Brown —la invitó el inspector, señalando
el sofá.
Clarissa sonrió, pero él la miró con seriedad.
—Lo siento —comenzó ella—. Siento mucho haberle contado tantas
mentiras. No era mi intención —añadió con tono contrito—, pero son
cosas que pasan, ¿sabe lo que quiero decir?
—No, no creo saberlo —replicó el inspector con expresión gélida—.
Ahora, por favor, cuénteme los hechos.
—Bueno, es muy sencillo. En primer lugar, Oliver Costello se marchó
—comenzó Clarissa, contando con los dedos—. Luego llegó Henry. En
tercer lugar, Henry se marchó de nuevo con el coche. Entonces, entré
en esta sala con los canapés...
—¿Canapés?
—Sí. Verá, mi esposo va a traer a casa a un dignatario extranjero
muy importante.
El inspector pareció interesado.
—Ah, ¿y quién es ese dignatario?
—Un tal señor Jones.
—¿Cómo dice? —saltó el inspector, mirando un instante a su agente.
—El señor Jones. No es su nombre auténtico, pero es el que tenemos
que usar. Es todo muy confidencial. Preparé los canapés para que los
tomaran mientras conferenciaban. Yo pensaba tomarme una mousse
en el estudio.
Lord parecía cada vez más desconcertado.
—¿Mousse en el...? Sí, ya veo —murmuró, con tono de no ver nada
en absoluto.
—Dejé los canapés aquí—prosiguió ella, señalando el escabel—.
Luego me puse a ordenar un poco. Me acerqué a la estantería para
colocar un libro y... bueno, casi me caigo encima de él.
—¿Tropezó con el cadáver?
—Sí. Ahí estaba, detrás del sofá. Me agaché para ver si... si estaba
muerto. Y lo estaba. Era Oliver Costello. No supe qué hacer. Al final
llamé al club de golf y pedí a sir Rowland, el señor Birch y Jeremy
Warrender que volvieran enseguida.
—¿No se le ocurrió llamar a la policía? —preguntó el inspector con
frialdad.
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—Bueno, sí que lo pensé. Pero entonces... —Sonrió de nuevo—. En


fin, que al final no lo hice.
—No lo hizo. —El inspector hizo una mueca—. ¿Por qué no llamó a la
policía?
Clarissa tenía la respuesta preparada:
—Bueno, pensé que no sería muy agradable para mi esposo. No sé si
conoce usted a mucha gente del Foreign Office, inspector, pero son
personas terriblemente introvertidas y discretas. No les gusta que
nada se salga de la normalidad. Y admitirá usted que un asesinato no
es precisamente algo normal.
—No; es cierto —acertó a replicar el inspector.
—¡Me alegro mucho de que lo entienda! —exclamó Clarissa, casi con
demasiada efusión—. Quiero decir... Costello estaba bastante muerto,
porque le tomé el pulso —explicó. Clarissa intuía que no hacía
progresos, y cada vez sonaba menos convincente—. De modo que no
podíamos hacer nada por él.
El inspector caminaba de un lado a otro en silencio. Ella le seguía con
la mirada.
—Lo que quiero decir es que estaría tan muerto en Marsden Wood
como en nuestro salón.
El inspector se volvió bruscamente.
—¿Marsden Wood? ¿Qué tiene que ver Marsden Wood con todo esto?
—Era donde pensaba llevarlo.
El inspector se puso una mano en la nuca y miró el suelo. Sacudió la
cabeza.
—Señora Hailsham-Brown, ¿no sabe usted que no hay que mover un
cadáver, sobre todo si se sospecha que se trata de un asesinato?
—Pues claro que lo sé. Lo dicen todas las novelas de detectives. Pero
es que esto es la vida real.
El inspector alzó las manos con desesperación.
—Quiero decir que la vida real es una cuestión muy distinta —aclaró
Clarissa.
El policía la miró incrédulo.
—¿Se da cuenta de la gravedad de lo que me dice? —preguntó por
fin.
—Pues claro que sí. Y le estoy contando la verdad. En fin, el caso es
que acabé llamando al club y mis amigos volvieron a casa.
—Y usted los convenció de que escondieran el cadáver en la cámara.
—No, eso fue después. Mi plan, como ya le he dicho, era meterlo en
su coche y dejar el coche en Marsden Wood.
—¿Y ellos estuvieron de acuerdo? —preguntó Lord, cada vez más
incrédulo.
—Sí —contestó ella sonriendo.
—Francamente, señora Hailsham-Brown, no me creo ni una palabra.
No es posible que tres hombres responsables estuvieran de acuerdo
en obstruir el curso de la justicia por una causa tan nimia.
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Clarissa se levantó.
—Sabía que no me creería si le decía la verdad —murmuró, más para
sí que para la policía—. ¿Qué cree usted, entonces?
—Yo sólo veo una razón por la que estos tres hombres accedieran a
mentir.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es? ¿Qué otra razón podían tener?
—Creo que habrían estado dispuestos a mentir si creyeran, o mejor
aún, si supieran, que usted lo había matado.
Clarissa se quedó mirándolo.
—¡Pero yo no tenía ninguna razón para matarlo! —protestó—.
Ninguna en absoluto. ¡Ah! Sabía que reaccionaría usted así. Por eso...
—¿Por eso qué?
Ella reflexionó y de pronto cambió de actitud.
—Muy bien, pues —anunció, esta vez más convincente—. Le diré por
qué.
—Sí, creo que haría usted bien.
—De acuerdo. Supongo que será mejor decir la verdad —insistió con
énfasis.
El inspector sonrió.
—Le aseguro que contar a la policía un montón de mentiras no es
buena idea, señora Hailsham-Brown. Más vale que me cuente la
historia tal como ocurrió. Y desde el principio.
Clarissa se sentó a la mesa de bridge.
—¡Ay, Dios! —suspiró—. Y yo que me creía tan lista...
—Es mejor no intentar hacerse el listo —apuntó el inspector,
sentándose junto a ella—. Dígame, ¿qué sucedió realmente esta
tarde?
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18
Clarissa guardó silencio unos momentos.
—Todo comenzó como ya le he contado. Me despedí de Oliver
Costello, que se marchó con la señorita Peake. No tenía ni idea de
que había vuelto por segunda vez, y todavía no entiendo por qué lo
hizo —Se interrumpió, como recordando qué había pasado a
continuación—. ¡Ah, sí! Entonces llegó mi marido y me explicó que
tenía que volver a salir de inmediato. Se marchó en el coche. Yo cerré
la puerta con llave, y de pronto empecé a ponerme nerviosa.
—¿Nerviosa? ¿Por qué?
—Bueno, por lo general soy una persona tranquila, pero se me
ocurrió pensar que nunca me había quedado sola en la casa por la
noche.
—Prosiga —la animó el inspector.
—No seas tonta, me dije, tienes el teléfono, ¿no? Siempre puedes
llamar pidiendo ayuda. Además, los ladrones no vienen a esta hora
de la tarde. Siempre salen en plena noche. De todas formas, no
dejaba de oír ruidos. Me parecía oír una puerta en algún sitio, o pasos
en mi habitación. Así que decidí hacer algo.
Clarissa se interrumpió de nuevo.
—¿Sí?
—Fui a la cocina y preparé los canapés para Henry y el señor Jones.
Los coloqué en una fuente, tapados con una servilleta para que no se
secaran, y justo cuando venía por el recibidor para dejarlos aquí... Oí
algo de verdad.
—¿Dónde?
—En esta habitación. Y sabía que esta vez no eran imaginaciones
mías. Oí que abrían y cerraban cajones, y de pronto recordé que no
había cerrado la cristalera. Nunca la cerramos. Alguien había entrado
por ahí.
—Prosiga, señora Hailsham-Brown.
—No sabía qué hacer. Estaba petrificada. Pero al cabo de un momento
pensé: No seas tonta. ¿Y si Henry ha vuelto por algo, o incluso sir
Rowland o los demás? Menudo ridículo harías si subes a llamar a la
policía desde el otro teléfono. Entonces se me ocurrió un plan.
—¿Sí? —la apremió el inspector con impaciencia.
—Fui al vestíbulo y cogí el bastón más pesado que encontré. Luego
entré en la biblioteca, sin encender la luz, y fui a tientas hasta la
cámara secreta. La abrí con mucho cuidado y me metí en ella.
Pensaba entreabrir la puerta que da a esta sala y ver quién era —
Señaló el panel—. A menos que uno conozca la existencia de la
cámara, jamás se le ocurriría pensar que ahí hay una puerta.
—Sí, eso es cierto.
Clarissa parecía estar disfrutando de su narración.
—Así que quise abrir poco a poco, pero se me escurrieron los dedos y
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la puerta se abrió de golpe y dio contra una silla. El hombre que


estaba junto al escritorio se enderezó. Yo vi que llevaba en la mano
algo brillante y pensé que era un revólver. Estaba aterrorizada. Creí
que iba a dispararme, así que le di un golpe con el bastón, con todas
mis fuerzas —Se inclinó sobre la mesa con la cara entre las manos—.
¿Podría... podría tomar un poco de brandy, por favor?
—Sí, por supuesto. ¡Jones!
El agente sirvió una copa y se la tendió al inspector. Clarissa había
alzado la cabeza, pero volvió a cubrirse la cara y extendió una mano
para coger el brandy. Bebió un sorbo, tosió y devolvió la copa. El
agente volvió a tomar notas en su cuaderno.
—¿Se siente capaz de continuar, señora Hailsham-Brown? —preguntó
el inspector.
—Sí. Es usted muy amable —replicó ella, respirando hondo—. El
nombre se quedó allí tumbado. No se movía. Entonces encendí la luz
y vi que era Oliver Costello. Estaba muerto. Era terrible. Yo... no lo
comprendía —Señaló el escritorio—. No entendía qué estaba haciendo
aquí, trasteando en el escritorio. Era como una horrible pesadilla.
Estaba tan asustada que llamé al club de golf. Quería estar con mi
tutor. Cuando llegaron, les supliqué que me ayudaran, que se llevaran
el cuerpo...
—Pero ¿por qué?
Ella apartó el rostro.
—Porque soy una cobarde, una miserable cobarde. Me daba miedo la
publicidad, tener que ir a una comisaría... Además, sería muy
negativo para la carrera de mi esposo. Si se hubiera tratado de un
ladrón cualquiera, tal vez habría llamado a la policía, pero al tratarse
de alguien que conocíamos, que estaba casado con la primera esposa
de Henry... No, no pude.
—¿Tal vez porque el difunto había intentado hacerle chantaje poco
antes?
—¿Chantaje? ¡Qué tontería! —replicó ella—. No hay nada con lo que
pudiera hacerme ningún chantaje.
—Elgin, su mayordomo, oyó que ustedes mencionaban la palabra
chantaje.
—No me creo que oyera nada parecido. Es imposible. Si quiere saber
mi opinión, creo que se lo ha inventado todo.
—Vamos, señora Hailsham-Brown —insistió el inspector—. ¿Me está
diciendo que no mencionaron ustedes la palabra chantaje? ¿Por qué
se iba a inventar una cosa así el mayordomo?
—¡Le juro que nadie habló de chantaje! —exclamó Clarissa dando un
golpe en la mesa con la mano—. Le aseguro... —De pronto se detuvo
y se echó a reír—. ¡Pues claro! ¡Qué tonta! Eso es.
—¿Lo ha recordado?
—No, si no fue nada. Es que Oliver estaba comentando que el alquiler
de las casas amuebladas es altísimo. Yo dije que nosotros teníamos
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mucha suerte y que sólo pagábamos por esta cuatro guineas a la


semana. Y él exclamó: «No me lo puedo creer, Clarissa. ¿Cómo lo
consigues? Debe de ser un chantaje.» Y yo contesté entre risas: «Sí,
eso es. Chantaje.» —Se echó a reír—. Eso fue, sólo una broma. Vaya,
ni siquiera me acordaba.
—Lo siento, señora Hailsham-Brown, pero no puedo creerlo.
Clarissa pareció sorprenderse.
—¿Qué no se puede creer?
—Que sólo pague cuatro guineas a la semana por esta casa.
—Desde luego es usted el hombre más incrédulo que he conocido —
Se levantó y se acercó al escritorio—. Parece que no se cree nada de
lo que le he dicho esta tarde. Bueno, la mayoría de las cosas no
puedo demostrarlas, pero esta sí. Ya verá —afirmó, rebuscando en un
cajón del escritorio—. ¡Aquí está! Ah, no, no es esto. ¡Ah! ¡Aquí! —
Sacó un documento que mostró al inspector—. Aquí está el contrato
de alquiler de esta casa, con muebles. Lo redactó una firma de
abogados y, mire, cuatro guineas a la semana.
—¡Caramba! Extraordinario, sin duda. Yo habría dicho que esta casa
valía muchísimo más.
Clarissa le dedicó una de sus sonrisas más encantadoras.
—¿No le parece, inspector, que debería disculparse?
—Le pido disculpas, señora Hailsham-Brown. Pero esto es muy
peculiar.
—¿Por qué? ¿A qué se refiere?
—Pues verá usted, hace algún tiempo un caballero y una dama
vinieron a ver esta casa, y la dama perdió un broche muy valioso.
Cuando llamó a la comisaría para darnos los detalles, mencionó la
casa. Dijo que los dueños pedían un precio absurdo, dieciocho
guineas a la semana. Ella pensaba que por una casa en el campo,
perdida en mitad de la nada, era una cantidad ridícula. A mí también
me lo pareció.
—Sí, es muy peculiar —convino Clarissa sonriendo con expresión
afable—. Entiendo que se mostrara usted escéptico. Pero tal vez
ahora creerá todo lo demás que le he dicho.
—No dudo de su última historia, señora Hailsham-Brown —la
tranquilizó Lord—. Generalmente sabemos reconocer la verdad.
También sabía que debía de haber una razón de peso para que estos
tres caballeros urdieran esta descabellada trama de mentiras.
—No debe usted culparlos, inspector. Fue culpa mía. Tuve que insistir
e insistir.
—No me cabe duda —replicó él, consciente de los encantos de
Clarissa—. Pero lo que todavía no entiendo es quién llamó a comisaría
para informar del asesinato.
—¡Es verdad! —exclamó ella—. ¡Se me había olvidado!
—Es obvio que no fue usted. Y tampoco ninguno de los caballeros...
—¿Podría haber sido Elgin? O tal vez la señorita Peake...
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—No creo que fuera la señorita Peake —replicó el inspector—. Era


evidente que ella no sabía que el cadáver estaba aquí.
—Yo no sé si estoy tan segura...
—Al fin y al cabo, cuando se descubrió el cadáver la señorita Peake
sufrió un ataque de histeria.
—Bah, eso no es nada. Cualquiera puede ponerse histérica —señaló
Clarissa con imprudencia.
El inspector la miró suspicaz y ella le dedicó su sonrisa más inocente.
—En cualquier caso la señorita Peake no se aloja aquí—observó él—.
Tiene su propia vivienda.
—Pero podría haber estado en la casa —insistió Clarissa—. Tiene las
llaves de todas las puertas.
—No. Yo creo que más bien debió de ser Elgin.
Clarissa se acercó a él.
—No irá a mandarme a prisión, ¿verdad? El tío Roly estaba seguro de
que no lo haría.
Él la miró con severidad.
—El hecho de que al final decidiera decirnos la verdad cuenta a su
favor. Pero, si me permite, creo que debería ponerse en contacto con
su abogado lo antes posible, para ponerle al corriente de los hechos
relevantes. Mientras tanto, haré que mecanografíen su declaración, y
tal vez tenga usted la amabilidad de firmarla.
Ella fue a responder, pero en ese momento se abrió la puerta y entró
sir Rowland en la habitación.
—No podía esperar más. ¿Está todo claro, inspector? ¿Comprende
ahora nuestro dilema?
Clarissa se acercó a su tutor antes de que pudiera decir más.
—Roly, cariño, he hecho una declaración y la policía... Bueno, más
bien el agente Jones, la va a mecanografiar. Luego tengo que
firmarla. Les he contado todo. Les he dicho que creía que se trataba
de un ladrón y le pegué en la cabeza...
Sir Rowland la miró alarmado, pero ella le tapó la boca con la mano
para que no dijera nada.
—Les he contado que luego descubrí que se trataba de Oliver
Costello, que me puse nerviosísima y os llamé —prosiguió
apresuradamente—. Y que os supliqué una y otra vez hasta que al
final accedisteis a ayudarme. Ahora veo hasta qué punto me
equivoqué...
El inspector se volvió hacia ellos y Clarissa apartó la mano de la cara
de sir Rowland justo a tiempo.
—Pero en ese momento estaba muerta de miedo, y pensé que sería
mejor para todos, para Henry, para mí y para Miranda, que el cadáver
de Oliver se encontrara en Marsden Wood.
—¡Clarissa! —exclamó sir Rowland horrorizado—. ¿Qué demonios
estás diciendo?
—La señora Hailsham-Brown ha hecho una declaración completa —
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informó el inspector.
—Eso parece —replicó sir Rowland, haciendo un esfuerzo por
dominarse.
—Es lo mejor —terció Clarissa—. De hecho, era lo único que podía
hacer. El inspector me ha ayudado a comprenderlo. Siento muchísimo
haber dicho todas esas mentiras.
—Al final la verdad le causará menos problemas. Ahora, señora
Hailsham-Brown, no le voy a pedir que entre en la cámara mientras el
cadáver siga allí, pero me gustaría que me mostrara exactamente
dónde estaba el hombre cuando entró usted en esta sala.
—Ah, sí. Estaba... —Se acercó al escritorio—. No, ya me acuerdo.
Estaba aquí, así —indicó inclinándose sobre el mueble.
—Esté preparado para abrir el panel cuando yo le indique, Jones —
dijo el inspector. Luego se volvió hacia Clarissa—. O sea que Costello
estaba aquí. Entonces se abrió la puerta y salió usted. Muy bien, no
quiero que vea el cadáver, de modo que quédese delante del panel
cuando se abra. Ahora, Jones.
El agente activó la palanca. La cámara estaba vacía, excepto por un
papel en el suelo quejones se agachó a recoger mientras el inspector
miraba con gesto acusador a Clarissa y sir Rowland.
—«¡Inocentes!» —leyó Jones.
Clarissa y sir Rowland se miraron atónitos, y en ese momento sonó
con insistencia el timbre de la puerta.
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19
Elgin entró en el salón para anunciar la llegada del forense. Los
policías le siguieron hasta la puerta principal, donde el inspector se
enfrentó a la desagradable tarea de reconocer que por el momento no
había ningún cadáver que examinar.
—¡Desde luego, inspector Lord! —exclamó irritado el forense—. ¿Se
da cuenta de lo exasperante que resulta haber venido hasta aquí para
nada?
—Pero le aseguro, doctor, que teníamos un cadáver —intentó
explicarse el inspector.
—Es cierto —corroboró Jones—. Teníamos uno. Pero se da el caso de
que ha desaparecido.
Sus voces atrajeron a Hugo y Jeremy.
—No me explico cómo la policía consigue hacer algo a derechas —
comentó Hugo—. Ahora se dedican a extraviar cadáveres.
—No entiendo cómo no se les ocurrió vigilar el cuerpo —apuntó
Jeremy.
—Bueno, no sé lo que habrá pasado, pero el caso es que no hay
ningún cadáver para examinar, de modo que no pienso perder más
tiempo —saltó el forense—. Pero le aseguro, inspector, que esto no se
quedará así.
—Sí, doctor, lo sé. Buenas tardes.
El forense se marchó con un portazo y el inspector se volvió hacia
Elgin.
—Yo no sé nada —se defendió el mayordomo—, se lo aseguro, señor.
Nada de nada.
Mientras tanto en el salón, Clarissa y sir Rowland disfrutaban oyendo
los apuros de la policía.
—Muy mal momento para que llegaran refuerzos —rió él—. El forense
parecía muy molesto.
Clarissa se echó a reír también.
—Pero ¿quién se puede haber llevado el cadáver? ¿Crees que Jeremy
se las arreglaría para hacerlo desaparecer de alguna manera?
—No me explico cómo. No han permitido que nadie entrara en la
biblioteca, y la puerta que da de la biblioteca al recibidor estaba
cerrada con llave. El «Inocentes» de Pippa ha sido la puntilla final —
Rió de nuevo.
—En fin, con esto hemos averiguado una cosa: Costello se las había
arreglado para abrir el cajón secreto. Clarissa —dijo sir Rowland con
tono más serio—, ¿por qué demonios no le has dicho la verdad al
inspector?
—Lo hice, excepto en lo referente a Pippa. De todas formas él no me
creyó.
—Pero, por Dios, ¿por qué tenías que contarle ese montón de
tonterías?
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—Bueno, me pareció que sería más probable que me creyera de ese


modo. ¡De hecho ahora me cree! —concluyó triunfal.
—Y el resultado es que estás metida en un buen lío. Te acusarán de
asesinato.
—Alegaré defensa propia.
Antes de que sir Rowland tuviera ocasión de responder, Hugo y
Jeremy entraron en la sala.
—Malditos policías —masculló Hugo—. Nos andan empujando de un
lado para otro, y ahora resulta que han perdido el cadáver.
Jeremy cerró la puerta y cogió un canapé.
—Muy peculiar —opinó.
—Es fantástico —dijo Clarissa—. Todo esto es fantástico. El cuerpo ha
desaparecido y todavía no sabemos quién llamó a la policía para
denunciar un asesinato.
—Bueno, seguramente fue Elgin —dijo Jeremy, que se había sentado
en el brazo del sofá para comerse el canapé.
—No —terció Hugo—. Yo diría que fue la señorita Peake.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué harían una cosa así sin decirnos nada? No
tiene sentido.
En ese momento la jardinera se asomó a la puerta.
—¿No está aquí la policía? —preguntó, con expresión de complicidad
—. Están metidos por todas partes.
—Ahora mismo están ocupados en registrar la casa y los alrededores
—informó sir Rowland.
—¿Qué buscan?
—El cadáver. Ha desaparecido.
La señorita Peake lanzó una de sus habituales risotadas.
—¡Menuda guasa! Conque el fiambre ha desaparecido, ¿eh?
Hugo se sentó a la mesa.
—Es una pesadilla. Todo esto es una maldita pesadilla.
—Como en las películas, ¿eh, señora Hailsham-Brown?
Sir Rowland sonrió.
—Espero que se encuentre ya mejor, señorita Peake.
—Estoy estupendamente. Soy una mujer dura, ¿sabe usted? La
verdad es que me quedé pasmada cuando se abrió esa puerta y
apareció el cadáver. Confieso que me trastornó un poco.
—Yo me preguntaba si tal vez sabía usted que estaba ahí —dijo
Clarissa.
La jardinera la miró.
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí, usted.
—Esto no tiene sentido —dijo Hugo a nadie en particular—. ¿Por qué
se llevarían el cadáver? Ya conocíamos su identidad y todo. No tiene
sentido. ¿Por qué no dejarlo donde estaba?
—Vaya, yo no diría que no tiene sentido, señor Birch —le corrigió la
señorita Peake—. El cadáver hace falta, ¿sabe usted? Habeas corpus
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y todo eso. Para hacer una acusación de asesinato se necesita un


cadáver —Se volvió hacia Clarissa—. Así que no se preocupe, señora
Hailsham-Brown. Todo va a salir bien.
—¿Qué quiere decir?
—Esta tarde he tenido las antenas bien atentas. No he perdido el
tiempo tumbada en la cama —aseguró, mirando a todos—. A mí
nunca me han gustado ni Elgin ni su mujer. ¡Desde luego! Mira que
andar escuchando detrás de las puertas, o ir a la policía con cuentos
sobre chantaje...
—¿Así que oyó usted eso? —dijo Clarissa.
—Yo siempre digo que una tiene que estar de parte de su propio sexo,
señora —Se volvió hacia Hugo—. ¡Hombres! —resopló—. No puedo
estar de acuerdo con ellos. Si no encuentran el cadáver —prosiguió
mientras se sentaba en el sofá junto a Clarissa—, no podrán acusarla
de nada. Y lo que yo digo es que si ese bruto le hacía chantaje, hizo
usted bien en partirle la crisma y sanseacabó.
—Pero yo no...
—Oí su conversación con el inspector —se obstinó—. Y si no fuera por
ese metomentodo de Elgin, su historia resultaría perfectamente
creíble.
—¿A qué historia se refiere?
—A eso que dijo usted de que lo confundió con un ladrón. Pero lo del
chantaje da un cariz diferente al asunto. Así que pensé que sólo se
podía hacer una cosa: librarnos del cadáver y que la policía se vuelva
loca buscándolo.
Sir Rowland retrocedió con gesto de pura incredulidad, mientras la
señorita Peake miraba a todos encantada.
—Un trabajito de primera, aunque esté mal que yo lo diga.
Jeremy se levantó, fascinado.
—Así que fue usted quien se llevó el cuerpo.
Todos la miraban de hito en hito.
—Bueno, somos amigos, ¿no? ¿Por qué no iba yo a colaborar? Sí, fui
yo quien me llevé el cadáver —reconoció—. Y cerré la puerta con
llave —añadió, dándose unos golpecitos en el bolsillo—. Tengo todas
las llaves de esta casa, así que no hubo ningún problema.
Clarissa se había quedado boquiabierta.
—¿Pero cómo? ¿Dónde ha puesto el cadáver?
La señorita Peake se inclinó hacia ella con expresión de complicidad.
—En la cama de la habitación de invitados, en la del dosel. Debajo.
Luego hice la cama y me tumbé encima de él.
Sir Rowland, totalmente estupefacto, se sentó a la mesa.
—¿Pero cómo llevó el cuerpo hasta la habitación? —preguntó Clarissa
—. ¡No pudo hacerlo usted sola!
—Ay, se sorprendería usted —declaró la jardinera alegremente—. Lo
llevé al hombro, como un saco de patatas —explicó, demostrándolo
con un ademán.
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—¿Pero y si se hubiera encontrado a alguien por las escaleras? —


terció sir Rowland.
—Bueno, no me encontré a nadie. La policía estaba aquí, con la
señora, y ustedes tres estaban encerrados en el comedor. Así que
aproveché la oportunidad, saqué el cuerpo al vestíbulo, cerré de
nuevo la biblioteca y luego fui a la habitación de invitados.
—¡Cielos! —exclamó sir Rowland.
—Pero no podemos dejarlo para siempre debajo de la cama—señaló
Clarissa, levantándose.
—No, para siempre no, por supuesto. Pero ahí estará bien durante
veinticuatro horas. Para entonces la policía se habrá ido a buscar a
otra parte.
—La señorita Peake miró a su cautivada audiencia—. He estado
pensando cómo librarnos de él. Resulta que esta mañana he cavado
una buena zanja en el jardín, para los guisantes. Pues bien,
enterraremos ahí el cadáver y plantaremos un par de hileras de
guisantes.
Clarissa se dejó caer en el sofá. Se había quedado sin habla.
—Esto de cavar tumbas no es un asunto muy correcto —dijo sir
Rowland.
La jardinera se echó a reír.
—¡Bah, hombres! —exclamó blandiendo el dedo—. Siempre
obsesionados con las normas. Las mujeres tenemos más sentido
común —Se inclinó hacia Clarissa—. Nosotras sabemos enfrentarnos a
todo, incluso a un asesinato, ¿eh, señora?
Hugo se levantó de un brinco.
—¡Esto es absurdo! —gritó—. Clarissa no le mató. No me creo ni una
palabra.
—Bueno, si no lo mató ella, ¿quién fue? —repuso la señorita Peake.
Justo en ese momento Pippa entró en la sala. Llevaba puesta una
bata y caminaba soñolienta y bostezando, con un plato de mousse de
chocolate y una cuchara. Todos se volvieron hacia ella.
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20
—¡Pippa! —exclamó Clarissa, levantándose de un salto—. ¿Qué haces
fuera de la cama?
—Me he despertado. Tengo muchísima hambre —se quejó la niña
entre bostezos. Se sentó en el sofá y miró a Clarissa con expresión de
reproche—. Dijiste que me ibas a traer esto.
Clarissa le cogió el plato de mousse, lo dejó en el escabel y se sentó
junto a ella.
—Creí que estabas dormida, Pippa —explicó.
—Y lo estaba. Pero entonces me pareció que un policía entraba en la
habitación. Era una pesadilla espantosa, y medio me desperté. Como
tenía hambre vine abajo —Se estremeció—. Además, pensé que igual
era cierto.
Sir Rowland se sentó al otro lado de Pippa.
—¿El qué era cierto?
—El sueño tan espantoso que he tenido sobre Oliver —contestó la
niña, estremeciéndose al recordarlo.
—¿Cómo era el sueño? Cuéntamelo.
Pippa sacó del bolsillo de la bata una figurilla de cera. Parecía
nerviosa.
—Esto lo hice esta tarde. Derretí una vela de cera, luego calenté un
alfiler al rojo vivo y la atravesé —explicó, tendiendo la figurilla a sir
Rowland.
—¡Cielo santo! —exclamó Jeremy, levantándose de un brinco, y se
puso a buscar por la sala el libro que Pippa había intentado enseñarle
con anterioridad.
—Pronuncié las palabras adecuadas y todo —prosiguió Pippa—, pero
no pude hacerlo exactamente como decía el libro.
—¿Qué libro? —quiso saber Clarissa.
Jeremy lo había encontrado en las estanterías.
—Aquí está —exclamó, tendiéndoselo a Clarissa—. Pippa lo encontró
hoy en el mercadillo. Decía que era un libro de recetas.
La niña se echó a reír.
—Y tú me preguntaste si se podía comer.
Clarissa examinó el libro. Se titulaba Cien hechizos de probada
calidad. Abrió el libro y leyó:
—«Cómo curar verrugas. Cómo lograr su más hondo deseo. Cómo
destruir a su enemigo.» ¡Ay, Pippa! ¿Es eso lo que hiciste?
—Sí —contestó la niña con solemnidad. Luego miró la figurilla de cera
que aún sostenía sir Rowland—. No se parece mucho a Oliver —
admitió—, y no pude cortarle un mechón de pelo. Pero lo hice todo lo
mejor que pude y entonces... entonces... soñé... pensé... —Se apartó
el pelo de la cara—. Pensé que bajaba al salón y él estaba ahí —dijo
señalando detrás del sofá—. Y todo era cierto.
Sir Rowland dejó la figurilla en el escabel.
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—Estaba ahí, muerto —prosiguió Pippa. Se había echado a temblar—.


Yo le había matado. ¿Es cierto? —preguntó mirándolos a todos—. ¿Lo
maté yo?
—No, cariño, no —contestó Clarissa llorosa, rodeándola con el brazo.
—Pero estaba ahí —insistió la niña.
—Ya lo sé, Pippa —terció sir Rowland—. Pero tú no lo mataste.
Cuando atravesaste la figurilla con un alfiler, lo que mataste fue tu
odio y tu miedo hacia él. ¿A que ya no le tienes miedo ni le odias?
—No, es verdad. Pero yo lo vi. Vine al salón y lo vi ahí tirado, muerto
—Apoyó la cabeza en el pecho de sir Rowland—. Yo lo vi, tío Roly.
—Sí, cariño, lo viste, pero tú no lo mataste —La niña le miró ansiosa
—. Escúchame, Pippa. Alguien le golpeó en la cabeza con un palo. Tú
no fuiste, ¿verdad?
—¡No, no! —negó la niña con vehemencia, moviendo la cabeza—. Con
un palo no —Se volvió hacia Clarissa—. ¿Un palo de golf como el que
tenía Jeremy?
Jeremy se echó a reír.
—No, un palo de golf no —explicó—. Más bien algo parecido al bastón
que hay en el perchero del vestíbulo.
—¿El que era del señor Sellon y que la señorita Peake dice que es un
garrote?
—Sí.
—No, no —repitió Pippa—. Yo no podría hacer una cosa así. ¡Ay, tío
Roly, yo no quería matarlo!
—Pues claro que no —dijo Clarissa con tono sereno y sensato—.
Venga, cariño, termínate la mousse de chocolate y olvídalo todo —
añadió tendiéndole el plato. Pero Pippa negó con la cabeza.
Entre Clarissa y sir Rowland la ayudaron a tumbarse en el sofá.
Aquella le cogió la mano y éste le acarició el pelo.
—No entiendo ni una palabra —anunció la señorita Peake—. ¿Qué
libro es ese? —preguntó a Jeremy, que en ese momento lo estaba
hojeando.
—«Cómo provocar la peste en el ganado del vecino.» ¿Le atrae la
perspectiva, señorita Peake? Yo diría que con algún que otro pequeño
ajuste podría usted provocar una plaga en las rosas del vecino.
—No sé de qué está hablando —replicó la jardinera bruscamente.
—Magia negra.
—Yo no soy supersticiosa, gracias a Dios.
Hugo, que se había esforzado por seguir el hilo de los
acontecimientos, dijo:
—No entiendo nada de nada.
—Ni yo —aseguró la jardinera, dándole una palmada en el hombro—.
Voy a echar un vistazo, a ver cómo les va a los agentes —Y con otra
de sus sonoras carcajadas salió al vestíbulo.
Sir Rowland miró en torno a la sala.
—¿Y ahora qué hacemos ? —preguntó.
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Clarissa todavía se estaba recuperando de las últimas revelaciones.


—¡Pero qué tonta he sido! —exclamó de pronto—. Debería haber
sabido que Pippa no era capaz de... Yo no sabía nada del libro. Pippa
me dijo que lo había matado y yo... pensé que era verdad.
Hugo se levantó.
—O sea que tú pensabas que...
—Sí, querido —le interrumpió Clarissa con vehemencia, temerosa de
que la niña le oyera. Pero Pippa, por fortuna, dormía profundamente
en el sofá.
—¡Ya veo! Eso lo explica todo. ¡Cielo santo!
—Bueno, más vale que vayamos a la policía ahora mismo a contar por
fin la verdad —propuso Jeremy.
Sir Rowland negó con la cabeza.
—No sé —murmuró—. Clarissa ya les ha contado tres historias
diferentes.
—¡No, un momento! —terció ella—. Se me acaba de ocurrir una idea.
Hugo, ¿cómo se llamaba la tienda del señor Sellon?
—Era una tienda de antigüedades —respondió Hugo con vaguedad.
—Sí, eso lo sé. ¿Pero cómo se llamaba?
—¿Qué quieres decir?
—Ay, querido, no te hagas el tonto. Lo dijiste antes, y quiero que lo
repitas. Pero no quiero decírtelo yo, ni decirlo por ti.
Hugo, Jeremy y sir Rowland se miraron unos a otros.
—¿Tú sabes de qué demonios está hablando esta joven, Roly? —
preguntó Hugo con tono lastimero.
—No tengo ni idea. Inténtalo otra vez, Clarissa.
—Pero si es sencillísimo —exclamó ella exasperada—. ¿Cuál era el
nombre de la tienda de Maidstone?
—No tenía nombre —contestó Hugo—. Quiero decir que una tienda de
antigüedades no se llama «Miramar» ni nada parecido.
—Señor, dame paciencia—masculló Clarissa—. ¿Qué... había escrito
encima de la puerta? —preguntó, pronunciando claro y despacio.
—¿Escrito? Nada. ¿Qué podía haber escrito? Sólo los nombres de los
propietarios, «Sellon y Brown», por supuesto.
—¡Por fin! —exclamó ella encantada—. Sabía que lo habías dicho
antes, pero no estaba segura. Sellon y Brown. Mi nombre es
Hailsham-Brown —Miró a los tres hombres, pero ellos parecían no
entender nada—. Conseguimos esta casa baratísima —siguió
explicando—. A las demás personas que vinieron a verla les pidieron
un alquiler tan exorbitante que todas se marcharon escandalizadas.
¿Todavía no lo entendéis?
Hugo la miraba perplejo.
—Pues no.
Jeremy negó con la cabeza.
—Todavía no, querida.
—Vagamente —replicó sir Rowland, pensativo.
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Ella parecía cada vez más excitada.


—El socio del señor Sellon, que vive en Londres, es una mujer —
informó—. Hoy alguien llamó por teléfono y preguntó por la señora
Brown. No por la señora Hailsham-Brown, sino por la señora Brown.
—Creo que empiezo a verlo —comentó sir Rowland.
—Pues yo no —aseguró Hugo.
Clarissa se volvió hacia él.
—Un hombre pobre o un pobre hombre. Son cosas muy diferentes —
observó.
—No estarás delirando, ¿verdad, Clarissa? —preguntó Hugo, nervioso.
—Alguien mató a Oliver —le recordó ella—. No fuisteis ninguno de
vosotros. Tampoco fuimos Henry ni yo. —Se interrumpió un momento
—. Y no fue Pippa, gracias a Dios. Así pues, ¿quién fue?
—Seguramente, como le dije al inspector, fue alguien de fuera de la
casa —opinó sir Rowland—. Alguien siguió a Oliver hasta aquí.
—Sí, pero ¿por qué? —Al ver que nadie contestaba, ella prosiguió con
sus especulaciones—: Esta tarde, después de salir a despediros, entré
en casa por la cristalera y me encontré a Oliver. Pareció sorprendido
de verme. Hasta me preguntó qué estaba haciendo aquí. Yo entonces
pensé que sólo quería enfadarme. Pero ahora creo que no estaba
fingiendo.
Los hombres la escuchaban con atención.
—Supongamos pues que, en efecto, se sorprendió al verme. Pensaba
que la casa era de otra persona. Pensaba que la persona que
encontraría aquí sería la señora Brown, la socia del señor Sellon.
Sir Rowland meneó la cabeza.
—¿Cómo no iba Oliver a saber que Henry y tú vivís en esta casa? ¿No
crees que Miranda lo sabría?
—Cuando Miranda tiene que decir algo, siempre lo hace a través de
los abogados. Ni ella ni Oliver tenían por qué saber que estamos
viviendo aquí —explicó Clarissa—. Estoy segura de que Oliver Costello
no tenía ni idea de que se iba a encontrar conmigo. Es cierto que se
recuperó muy deprisa y utilizó la excusa de que venía a hablar de
Pippa. Luego fingió irse, pero volvió porque...
Clarissa se interrumpió al ver que la señorita Peake entraba desde el
vestíbulo.
—Todavía están buscando —anunció la jardinera con una carcajada—.
Ahora están fuera, en los jardines.
—Señorita Peake —dijo Clarissa—, ¿recuerda usted lo que dijo el
señor Costello justo antes de marcharse?
—No tengo la más remota idea.
—¿No dijo: «He venido a ver a la señora Brown»? ¿No dijo eso?
La señorita Peake se quedó pensando un momento.
—Sí, creo que sí. ¿Por qué?
—Porque no venía a verme a mí.
—Pues si no era a usted, no sé a quién querría ver —replicó la
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señorita Peake con otra de sus joviales risotadas.


—A usted —aseguró Clarissa—. Usted es la señora Brown, ¿no es así?
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21
La señorita Peake la miró sobresaltada, sin saber cómo reaccionar.
Pero por fin cambió de actitud.
—Muy inteligente —comentó, abandonando su habitual tono jocoso
para hablar con seriedad—. Sí, soy la señora Brown.
—Usted es la socia del señor Sellon —prosiguió Clarissa—, y la dueña
de esta casa. Usted la heredó de Sellon, junto con el negocio. Por
alguna razón, tenía el propósito de encontrar un inquilino de nombre
Brown. De hecho estaba usted decidida a tener a una señora Brown
viviendo aquí. Pensaba que no le resultaría difícil, puesto que es un
nombre muy común. Pero al final tuvo que aceptar Hailsham-Brown.
No sé exactamente por qué. No alcanzo a entender todos los
pormenores del asunto...
La señora Brown, alias señorita Peake, la interrumpió.
—Charles Sellon fue asesinado —aseguró—. De eso no hay duda.
Había encontrado algo muy valioso, no sé cómo, ni siquiera sé qué
era. Sellon fue siempre muy... reservado.
—Eso hemos oído —dijo sir Rowland.
—Fuera lo que fuera, lo asesinaron por ello. Y su asesino no encontró
el objeto, probablemente porque no estaba en la tienda, sino aquí.
Estaba convencida de que el asesino vendría a buscarlo a esta casa
antes o después, y yo quería ser testigo de lo que pasara. Por lo tanto
necesitaba a una señora Brown que hiciera de hombre de paja. Una
sustituta.
Sir Rowland lanzó una exclamación.
—¿Y no se le ocurrió pensar —preguntó— que la señora Hailsham-
Brown, una mujer totalmente inocente que no le había hecho ningún
daño, estaría en peligro?
—No le he quitado el ojo de encima, ¿no es verdad? Hasta tal punto
que a veces he llegado a molestarla. El otro día, cuando vino aquel
hombre a ofrecer un precio ridículo por ese escritorio, estaba segura
de que iba por buen camino. Pero yo juraría que en ese escritorio no
hay nada de valor.
—¿Ha examinado usted el cajón secreto? —preguntó sir Rowland.
—¿Un cajón secreto? —preguntó ella, sorprendida, acercándose al
mueble.
Pero Clarissa la detuvo.
—Ya no hay nada dentro —aseguró—. Pippa encontró el cajón, pero
sólo contenía unas firmas viejas.
—Clarissa, me gustaría ver otra vez esas firmas —pidió sir Rowland.
Clarissa se acercó al sofá.
—Pippa —llamó—. Pippa, ¿dónde has puesto...? Vaya, está dormida.
La señora Brown se acercó al sofá.
—Dormidísima. Claro, tantas emociones. Mire, me la llevaré a la cama
ahora mismo.
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—No —objetó sir Rowland. Todos se volvieron hacia él.


—Pero si no pesa nada —aseguró la jardinera—. Ni la mitad de lo que
pesaba Costello.
—Da igual. Yo creo que aquí estará más segura.
La señora Brown retrocedió un paso y miró en torno.
—¿Más segura? —exclamó indignada.
—Justamente —insistió sir Rowland—. La niña ha dicho algo muy
importante hace un momento. —Se sentó a la mesa.
Al cabo de un breve silencio, Hugo se sentó frente a él.
—¿Qué ha dicho, Roly?
—Si pensáis un poco tal vez os deis cuenta.
Los presentes se miraron. Mientras tanto, sir Rowland consultaba el
Quién es quién.
—No lo entiendo —admitió Hugo por fin.
—Sí, ¿qué dijo Pippa? —preguntó Jeremy.
—No me explico qué pudo ser —dijo Clarissa—. ¿Algo sobre la policía?
¿Sobre el sueño? ¿Algo que dijo cuando bajó medio dormida?
—Venga, Roly —le apremió Hugo—, no seas tan misterioso, maldita
sea. ¿De qué se trata?
Sir Rowland alzó la vista.
—¿Qué? —murmuró distraído—. Ah, sí. Las firmas. ¿Dónde están?
Hugo chasqueó los dedos.
—Creo que Pippa las puso en esa caja de ahí.
Jeremy se acercó a las estanterías.
—¿Aquí arriba? Sí, tienes razón, aquí están —Jeremy sacó los papeles
para dárselos a sir Rowland, y se guardó el sobre en el bolsillo.
—Victoria Regina, Dios la bendiga —comentó sir Rowland,
examinando las firmas con su monóculo—. La reina Victoria, en tinta
marrón desvaída. ¿Y esta otra? John Ruskin. Sí, yo diría que es
auténtica. ¿Y la última? Robert Browning... Hmm... El papel no es tan
viejo como debería ser.
—¡Roly! ¿Qué quieres decir? —preguntó Clarissa, excitada.
—Durante la guerra obtuve cierta experiencia con tintas invisibles y
ese tipo de cosas —explicó él—. Si alguien quiere pasar una nota
secreta, lo mejor es escribirla con tinta invisible en un papel y luego
falsificar una firma. Se pone la firma con otras firmas auténticas, y
nadie se dará cuenta de nada. Como nos pasó a nosotros.
La señora Brown parecía perpleja.
—Pero ¿qué pudo haber escrito Charles Sellon que valiese catorce mil
libras? —quiso saber.
—Nada en absoluto, señora. Pero se me ha ocurrido, sabe usted, que
tal vez fuera una cuestión de seguridad.
—¿Cómo dice?
—Oliver Costello era sospechoso de ser traficante de drogas —
prosiguió sir Rowland—. Sellon, según nos dijo el inspector, fue
interrogado una o dos veces por la brigada de narcóticos. Aquí
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tenemos una relación de acontecimientos, ¿no les parece? —La


señora Brown le miró sin comprender—. Claro, podría no ser más que
una idea sin fundamento —Sir Rowland observó, de nuevo, las firmas
—. Tratándose de Sellon, no creo que fuera nada muy elaborado. Tal
vez zumo de limón, o una solución de cloruro de bario. Sólo nos hará
falta un poco de calor. Si no, siempre podemos intentarlo con vapor
de yodo. Sí, vamos a probar primero con calor —decidió, poniéndose
en pie—. ¿Qué, comenzamos con el experimento?
—En la biblioteca hay una estufa eléctrica —dijo Clarissa—. Jeremy,
¿quieres traerla? Podemos enchufarla aquí —añadió, señalando un
enchufe en la pared.
—Todo esto es ridículo —protestó la señora Brown—. Rocambolesco.
Clarissa no estaba de acuerdo.
—Yo pienso que es una idea magnífica —declaró, mientras Jeremy
volvía de la biblioteca con un pequeño calentador.
—¿Dónde está el enchufe?
—Ahí abajo —indicó Clarissa.
Sir Rowland se acercó con el papel y todos se arracimaron en torno a
él para observar el resultado.
—No debemos esperar gran cosa —advirtió sir Rowland—. Al fin y al
cabo, es sólo una idea. Pero Sellon debía de tener una buena razón
para guardar estos papeles en un sitio tan secreto.
—Esto me lleva de vuelta a la infancia —comentó Hugo—. Cuando era
pequeño también escribía mensajes secretos con zumo de limón.
—¿Con cuál empezamos? —preguntó Jeremy con entusiasmo.
—Con la reina Victoria —sugirió Clarissa.
—No, yo apuesto que es el de Ruskin —opinó Jeremy.
—Pues yo me inclino por el de Robert Browning —declaró sir Rowland,
acercando el papel a la estufa.
—¿Ruskin? Un individuo de lo más oscuro. Jamás entendí ni una
palabra de su poesía —reconoció Hugo.
—Exacto —convino sir Rowland—. Está llena de significados ocultos.
—Como no pase nada no podré soportarlo —exclamó Clarissa.
—Yo creo... Sí, aquí hay algo —murmuró sir Rowland.
—Sí, hay algo —repitió Jeremy.
—¿Sí? ¡A ver! —pidió Clarissa.
Hugo se abrió paso entre ella y Jeremy.
—Aparta, Warrender.
—Tranquilos —terció sir Rowland—. No me empujéis. Sí... hay algo
escrito —De pronto se incorporó—. ¡Ya lo tenemos!
—¿Qué tenemos? —quiso saber la señora Brown.
—Una lista de seis nombres y direcciones —informó sir Rowland—. Yo
diría que son traficantes de drogas. Y uno de los nombres es el de
Oliver Costello.
Todos estallaron en exclamaciones.
—¡Oliver! —dijo Clarissa—. Así que por eso vino. Alguien debió de
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seguirle y... ¡Tío Roly, tenemos que decírselo a la policía! Ven tú


también, Hugo.
Mientras Jeremy volvía con la estufa a la biblioteca, Clarissa se
precipitó al vestíbulo, seguida de Hugo.
—Es lo más extraordinario que he oído jamás —iba murmurando este.
Sir Rowland se detuvo en el umbral.
—¿Viene usted, señorita Peake?
—No me necesitan, ¿verdad?
—Yo creo que sí. Usted era la socia de Sellon.
—Yo nunca tuve nada que ver con esto de las drogas. Yo sólo llevaba
la parte de antigüedades. Me encargaba de las compras y las ventas
en Londres.
—Ya veo —replicó sir Rowland, todavía esperando con la puerta
abierta.
Nada más volver de la biblioteca, Jeremy se acercó a la puerta del
vestíbulo a escuchar un momento. Echó un vistazo a Pippa, cogió un
cojín de la mecedora y se acercó al sofá donde dormía la niña.
Pippa se agitó en su sueño y Jeremy se detuvo bruscamente. Pero
cuando se aseguró de que la niña seguía dormida, avanzó hacia el
sofá. Luego empezó a bajar el cojín poco a poco sobre su cabeza.
En ese momento Clarissa entró de nuevo en la sala. Al oír la puerta,
Jeremy colocó el cojín a los pies de Pippa.
—Me he acordado de lo que dijo sir Rowland —explicó—, así que
pensé que no deberíamos dejar sola a Pippa. Como tenía los pies un
poco fríos se los iba a tapar.
Clarissa se acercó al escabel.
—Con tantas emociones me ha entrado un hambre espantosa —
declaró, volviéndose hacia el plato de canapés—. ¡Jeremy, te los has
comido todos!
—Lo siento, pero es que estaba desfallecido.
—Pues no lo entiendo —comentó ella con tono de reproche—. Tú
habías cenado y yo no.
Jeremy se apoyó sobre el respaldo del sofá.
—No, yo tampoco había cenado. Estuve un buen rato practicando
golpes de golf, y cuando llegué al comedor del club tú acababas de
llamar.
—Ah —Clarissa se inclinó para ahuecar el cojín, y de pronto compuso
una expresión de sorpresa—. ¡Ahora lo entiendo! Tú... ¡fuiste tú!
—¿Qué quieres decir?
—¡Tú! —repitió Clarissa, casi para sí misma.
—¿Qué quieres decir?.
Clarissa le miró a los ojos.
—¿Qué hacías con ese cojín cuando entré en la habitación?
Jeremy se echó a reír.
—Ya te lo he dicho. Iba a taparle los pies a Pippa. Los tenía fríos.
—¿Ah, sí? ¿Eso ibas a hacer? ¿O más bien ibas a ponerle el cojín en la
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boca?
—¡Clarissa! —exclamó él, indignado—. ¡Eso es ridículo!
—Yo estaba segura de que ninguno de nosotros había matado a Oliver
Costello. Pero lo cierto es que fuiste tú. Tú estabas solo en el campo
de golf. Volviste a la casa, entraste por la ventana de la biblioteca,
que habías dejado abierta, y todavía llevabas el palo de golf. Por
supuesto. Eso es lo que dijo Pippa. «Un palo de golf como el que
tenía Jeremy.» Pippa te vio.
—Eso no tiene ningún sentido, Clarissa —protestó Jeremy, haciendo
un patético esfuerzo por reírse.
—Sí que lo tiene —insistió ella—. Luego, después de matar a Oliver,
volviste al club y llamaste a la policía para que vinieran, encontraran
el cadáver y pensaran que habíamos sido Henry o yo.
Jeremy se levantó de un brinco.
—¡Eso es una tontería!
—No es ninguna tontería. Es la verdad. Yo sé que es la verdad. ¿Pero
por qué? Eso es lo que no entiendo. ¿Por qué?
Se quedaron mirándose a los ojos hasta que Jeremy, con un hondo
suspiro, se sacó del bolsillo el sobre que había contenido las firmas.
Se lo tendió a Clarissa, pero no le permitió tocarlo.
—Ese es el sobre donde estaban los papeles.
—Lleva pegado un sello —explicó Jeremy—. Es lo que se conoce como
un error filatélico. Fue impreso en un color equivocado. El año pasado
se vendió uno en Suecia por catorce mil trescientas libras.
—¡Así que era eso! —exclamó Clarissa, retrocediendo.
—El sello cayó en manos de Sellon. Sellon escribió a mi jefe, sir
Kenneth, acerca de él. Pero fui yo quien abrió la carta. Fui a ver a
Sellon...
—... y le mataste —concluyó Clarissa.
Él asintió sin decir nada.
—Pero no encontraste el sello —prosiguió ella, todavía retrocediendo.
—Así es. El sello no estaba en la tienda, así que estaba seguro de que
se encontraba aquí, en esta casa —explicó Jeremy, acercándose a ella
—. Esta tarde pensé que Costello me había tomado la delantera.
—Así que también le mataste a él.
Jeremy asintió de nuevo.
—¡Y ahora estabas dispuesto a matar a Pippa!
—¿Por qué no?
—¡No me lo puedo creer!
—Mi querida Clarissa, catorce mil libras es mucho dinero —observó él
con una sonrisa a la vez contrita y siniestra.
—Pero ¿por qué me cuentas todo esto? —preguntó ella, sorprendida y
nerviosa—. ¿Acaso crees que no diré nada a la policía?
—Les has contado tantas mentiras que nunca te creerán —replicó él
con brusquedad.
—Desde luego que me creerán.
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—Además —prosiguió Jeremy, siempre avanzando hacia ella—, no vas


a tener ocasión. Ya he matado a dos personas. ¿Crees que me
preocupa una tercera?
En ese momento la agarró del cuello y Clarissa lanzó un grito.
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22
El grito de Clarissa obtuvo inmediata respuesta: sir Rowland entró
rápidamente, encendiendo las luces, mientras el agente Jones se
precipitaba en la sala por la cristalera y el inspector desde la
biblioteca.
—Muy bien, Warrender. Lo hemos oído todo. Muchas gracias —
anunció, sujetando a Jeremy—. Y ésa es la prueba que necesitamos.
Déme usted el sobre.
Clarissa retrocedió detrás del sofá, con la mano en el cuello.
—Así que era una trampa —observó Jeremy con frialdad—. Muy
inteligente.
—Jeremy Warrender —dijo el inspector—, queda usted detenido por el
asesinato de Oliver Costello. Le advierto que todo lo que diga podrá
ser utilizado en su contra.
—No se moleste, inspector —replicó Jeremy—. No pienso decir nada.
Era una buena jugada, pero no dio resultado.
—Lléveselo —ordenó el inspector al agente Jones, que cogió a Jeremy
por el brazo y se lo torció a la espalda.
—¿Qué pasa, señor Jones? —dijo éste con sarcasmo mientras salían
por las cristaleras—. ¿Se le han olvidado las esposas?
Sir Rowland se volvió hacia Clarissa.
—¿Estás bien, querida? —preguntó ansioso.
—Sí, sí, estoy bien.
—Yo no quería exponerte a todo esto —se disculpó él.
—Tú sabías que había sido Jeremy, ¿no es así?
—¿Pero qué le hizo pensar en el sello, señor? —terció el inspector.
Sir Rowland se acercó a él y cogió el sobre.
—Bueno, inspector, algo se me ocurrió cuando Pippa me dio el sobre
esta tarde. Luego mis sospechas crecieron al ver en el Quién es quién
que Kenneth Thomson, el jefe de Warrender, era un coleccionista de
sellos. Y hace un momento, cuando tuvo la desfachatez de meterse el
sobre en el bolsillo delante de mis narices, estuve seguro. Tenga
usted cuidado con esto, inspector —añadió, tendiéndole el sobre—.
Descubrirá que es de un valor extraordinario, además de ser una
prueba.
—En efecto, una prueba definitiva. Gracias a ella recibirá su merecido
un malvado criminal. Sin embargo, todavía tenemos que localizar el
cadáver.
—Ah, eso es muy fácil, inspector —terció Clarissa—. Miren en la cama
de la habitación de invitados.
El policía la miró con gesto de desaprobación.
—Señora Hailsham-Brown... —comenzó.
—¡Pero por qué nadie me cree! —exclamó Clarissa—. Está bajo la
cama de invitados. Vaya usted a mirar, inspector. La señorita Peake lo
puso ahí porque quería ayudar.
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—Quería ayudar... —El inspector, confundido, se acercó a la puerta.


Allí se volvió de nuevo—. ¿Sabe usted, señora Hailsham-Brown? No
nos ha puesto las cosas muy fáciles esta tarde, con todas las historias
que nos ha contado. Supongo que pensó que había sido su esposo, y
mentía para protegerle. Pero no debería hacer esas cosas, señora. No
debería, no —Y, meneando una vez más la cabeza, se marchó de la
sala.
—¡Pues vaya! —exclamó Clarissa indignada—. ¡Ay, Pippa! —recordó
de pronto.
—Más vale que la llevemos a la cama —aconsejó sir Rowland—. Ahora
estará segura.
—Vamos, Pippa —la llamó Clarissa, sacudiéndola con suavidad—.
Arriba. Es hora de irse a la cama.
Pippa se incorporó medio dormida.
—Tengo hambre—murmuró.
—Sí, sí, estoy segura. Anda, vamos a ver qué encontramos.
—Buenas noches, Pippa —se despidió sir Rowland.
—Buenas noches.
Sir Rowland se sentó a la mesa, y había comenzado a guardar las
cartas cuando Hugo entró desde el vestíbulo.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó—. Jamás lo hubiera imaginado. El
joven Warrender, precisamente. Parecía un individuo decente. Asistió
a un buen colegio, tenía contactos...
—Pero estaba dispuesto a cometer un asesinato por catorce mil libras
—observó sir Rowland—. Sucede de vez en cuando, Hugo, en
cualquier sociedad. Una personalidad atractiva sin ningún sentido de
la moral.
La señora Brown asomó la cabeza por la puerta.
—Sir Rowland, venía a decirle —comenzó con su habitual vozarrón—
que tengo que ir a la comisaría. Quieren que haga una declaración.
No les ha hecho mucha gracia la bromita del cadáver —afirmó entre
risotadas—. Creo que me van a echar un buen rapapolvo —Y cerró de
un portazo.
—¿Sabes, Roly? Todavía no lo entiendo —admitió Hugo—. ¿Era la
señorita Peake la señora Sellon? ¿O era el señor Sellon el señor
Brown? ¿O al revés?
Sir Rowland no tuvo que contestar, porque el inspector entró en ese
momento para recoger su sombrero y sus guantes.
—Ahora estamos retirando el cadáver, caballeros. Sir Rowland,
debería usted advertir a la señora Hailsham-Brown que si sigue
contando mentiras a la policía un día de estos se va a encontrar en un
auténtico problema.
—Lo cierto es que ella le dijo la verdad una vez, inspector. Pero en
esa ocasión usted no la creyó.
—Sí, bueno... —repuso el inspector con apuro. De pronto pareció
recobrar el aplomo—. Francamente, señor, tendrá que admitir que era
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muy difícil darle crédito.


—Sí, desde luego.
—En fin, buenas noches, señores.
—Buenas noches, inspector —replicó sir Rowland.
—Buenas noches, y bien hecho, inspector —dijo Hugo, acercándose
para estrecharle la mano.
—Gracias.
Una vez a solas con sir Rowland, Hugo bostezó.
—Bueno, creo que me voy a casa a dormir —anunció—. Menudo día,
¿eh?
—Sí, menudo día. Buenas noches.
Sir Rowland dejó las cartas apiladas sobre la mesa y cuando colocaba
el Quién es quién en la estantería, Clarissa entró en el salón y se
acercó a él.
—Querido Roly, ¿qué habríamos hecho sin ti? Eres tan listo.
—Y tú eres una mujer muy afortunada. Menos mal que no entregaste
tu corazón al canalla de Warrender.
Clarissa se estremeció.
—De eso no había ningún peligro. Si entrego a alguien mi corazón —
añadió con una tierna sonrisa—, será a ti.
—Vamos, vamos, a mí no me vengas con tus trucos —replicó él
riendo—. Si...
Pero en ese momento Henry Hailsham-Brown entraba en el salón por
la cristalera.
—¡Henry! —exclamó Clarissa sobresaltada.
—Hola, Roly. Pensaba que esta tarde ibas al club.
—Bueno... esto... al final decidí volver pronto —fue todo lo que sir
Rowland atinó a responder—. Ha sido una velada agotadora.
Henry miró la mesa.
—¿Cómo? ¿El bridge ha sido agotador? —bromeó.
Sir Rowland sonrió.
—El bridge y... otras cosas. En fin, buenas noches a todos.
Clarissa le sopló un beso.
—¿Dónde está Kalendorff? —preguntó a su esposo—. Quiero decir,
¿dónde está el señor Jones?
Henry dejó su maletín en el sofá.
—Es de lo más exasperante —mascullo indignado—. No vino.
—¿Qué?
—En el avión no había más que un maldito ayuda de campo —informó
Henry mientras se desabrochaba el impermeable—. Lo primero que
hizo fue dar media vuelta y volver por donde había venido.
—¿Pero para qué?
—¿Cómo puedo saberlo? Parecía sospechar algo. ¿Pero qué iba a
sospechar? ¡Bah, quién sabe!
—¿Y sir John? —preguntó Clarissa, mientras le quitaba el sombrero.
—Eso es lo peor —gruñó Henry—. No pude avisarle a tiempo, y
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llegará en cualquier momento, supongo —Consultó el reloj—. Por


supuesto llamé a Downing Street inmediatamente después de ir al
aeródromo, pero ya había salido. ¡Todo este asunto ha sido un
espantoso fiasco! —exclamó, dejándose caer con un suspiro en el
sofá.
En ese instante sonó el teléfono.
—Ya lo cojo yo —dijo Clarissa—. Podría ser la policía.
—¿La policía?
—Sí. ¿Diga? Aquí Copplestone Court. Sí... sí, aquí está —dijo,
mirando a Henry—. Es para ti, cariño. Del aeródromo de Bindley
Heath.
Henry se precipitó hacia el teléfono, pero a medio camino se detuvo y
adoptó un paso digno.
—¿Sí?
Clarissa se llevó el sombrero y el impermeable de su marido al
vestíbulo y volvió al salón de inmediato.
—Sí, yo mismo —decía Henry—. ¿Qué? ¿Diez minutos de retraso?
¿Debo...? Sí... Sí, sí... No... No, no. ¿Sí? Ya veo. Sí. Muy bien. —
Henry colgó—. ¡Clarissa! —gritó—. ¡Ah! —exclamó al descubrir que
estaba justo detrás de él—. Aquí estás. Parece que el avión de
Kalendorff llegó diez minutos después del primero.
—El señor Jones, quieres decir.
—Es verdad, querida. Toda precaución es poca. Sí, parece que el
primer avión era una medida de seguridad. La verdad es que es
imposible averiguar cómo funciona la mente de esta gente. En fin, el
caso es que han enviado a... al señor Jones hacia aquí con una
escolta. Llegará en quince minutos. Vamos a ver, ¿está todo bien?
¿Todo en orden? —Miró la mesa de bridge—. Guarda esas cartas,
¿quieres?
Ella se apresuró a retirar la baraja mientras Henry cogía la bandeja
de canapés y el plato de mousse con expresión de sorpresa.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó.
Clarissa le arrebató los cacharros de la mano.
—Pippa estaba comiendo —explicó—. Trae, que me lo llevo todo. Iré a
preparar más canapés.
—Espera un momento. Esas sillas están fuera de su sitio —dijo su
marido, con tono de reproche—. Pensaba que ibas a tenerlo todo
listo. ¿Qué has estado haciendo toda la tarde? —preguntó mientras se
llevaba la mesa de bridge a la biblioteca.
—Ay, Henry —replicó ella, colocando las sillas—, ha sido una tarde de
lo más emocionante. Verás, poco después de que te marcharas vine
al salón con los canapés, y lo primero que hago es tropezar con un
cadáver. Estaba ahí —señaló—, detrás del sofá.
—Sí, sí, cariño —murmuró Henry, distraído, ayudándola a llevar una
silla a su sitio—. Tus historias son siempre encantadoras, pero ahora
no tenemos tiempo.
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—¡Pero es verdad, Henry! Y eso es sólo el principio. Luego vino la


policía y fue una cosa detrás de otra. Había una red de narcotráfico, y
la señorita Peake no es la señorita Peake sino la señora Brown, y
Jeremy resultó ser el asesino y pretendía robar un sello que vale
catorce mil libras.
—¡Hmmm! Debe de ser otro sueco amarillo —comentó Henry con
tono indulgente, sin prestar atención.
—¡Sí, eso creo que era! —exclamó ella.
—Mira que tienes imaginación, Clarissa —Henry colocó la mesita
entre dos butacas, y sacudió las migas con su pañuelo.
—No me lo he inventado, cariño. ¿Cómo iba a inventarme una cosa
así?
Henry comenzó a ahuecar los cojines del sofá mientras Clarissa
seguía intentando llamar su atención.
—Es increíble —comentó—. En toda mi vida nunca me ha pasado
nada, y esta tarde lo he vivido todo de golpe. Asesinato, policía,
drogadictos, tinta invisible, escritura secreta, casi me detienen por
asesinato y casi me matan —Hizo una pausa mirando a Henry—.
¿Sabes, querido? Es casi demasiado para una sola tarde.
—Anda, ve a preparar café —replicó él—. Ya me contarás mañana
todo este lío tan encantador.
—¿Pero no te das cuenta, Henry? ¡Esta tarde han estado a punto de
matarme!
Henry consultó el reloj.
—Tanto sir John como el señor Jones pueden llegar en cualquier
momento —observó nervioso.
—¡Lo que he pasado esta tarde! —insistió ella—. Me recuerda a sir
Walter Scott.
—¿El qué? —preguntó él con vaguedad, mirando en torno a la sala
para asegurarse de que todo estaba ya en su sitio.
—Mi tía me obligaba a aprendérmelo de memoria. «Ah, la
enmarañada telaraña que tejemos al comenzar a practicar la
mentira.»
Henry la rodeó con los brazos.
—¡Mi encantadora araña!
—¿Tú sabes lo que hacen las arañas? Se comen a sus maridos —dijo
ella rascándole el cuello.
—Hay más posibilidades de que te coma yo a ti —replicó él con
pasión.
De pronto sonó el timbre.
—¡Sir John! —resollaron los dos a la vez.
—Ve tú a abrir —dijo ella—. Yo dejaré el café y los canapés en el
vestíbulo, para que los toméis cuando os apetezca. Ha llegado el
momento de las conversaciones de altura —Le sopló un beso con la
mano—. Buena suerte, cariño.
—Buena suerte —replicó él—. Quiero decir, gracias. A ver quién de los
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dos ha llegado antes —Se abrochó apresuradamente la chaqueta, se


alisó la corbata y se precipitó hacia la puerta.
Clarissa recogió los platos al tiempo que oía la voz de Henry en la
puerta:
—Buenas noches, sir John.
Vaciló un instante, pero enseguida se acercó a las estanterías y activó
la palanca del panel. En cuanto se abrió la cámara secreta, se metió
en ella.
—Clarissa desaparece misteriosamente —declamó en un teatral
susurro un instante antes de que Henry hiciera pasar al primer
ministro al salón.

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