Christie Agatha - La Telaraña
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Agatha Christie
1
Copplestone Court, la elegante casa de campo del siglo XVIII de Henry
y Clarissa Hailsham-Brown, erigida entre las suaves colinas de Kent,
era hermosa incluso en un atardecer lluvioso de marzo. En el salón de
la planta baja, con su mobiliario de buen gusto y sus cristaleras al
jardín, se encontraban dos hombres junto a una consola en la cual
había una bandeja con tres copas de oporto, cada una numerada con
una etiqueta adhesiva: una, dos, tres. Sobre la mesa se veía también
lápiz y papel.
Sir Rowland Delahaye, un hombre de aspecto distinguido de poco
más de cincuenta años, de modales encantadores y cultivados, se
sentó en el brazo de una cómoda butaca y dejó que su compañero le
vendara los ojos. Hugo Birch, un sesentón de modales algo bruscos,
le puso a continuación en la mano una de las copas de la mesa. Sir
Rowland bebió un sorbo, reflexionó un instante y dijo:
—Yo diría que... Sí, definitivamente es el Dow del cuarenta y dos.
Hugo dejó la copa en la mesa.
—Dow del cuarenta y dos —murmuró, tomando nota en el papel.
Sir Rowland probó la segunda copa. Aguardó un momento, tomó otro
sorbo y asintió con la cabeza.
—Ah, sí —afirmó convencido—. Es un oporto exquisito. No hay duda
alguna. —añadió después de un tercer trago—: Cockburn del
veintisiete.
Devolvió la copa a Hugo y prosiguió:
—Sólo a Clarissa se le ocurre malgastar una botella de Cockburn del
veintisiete en un experimento tan tonto como este. Es un auténtico
sacrilegio. Claro que las mujeres no entienden de oporto.
Hugo anotó su veredicto en el papel y le ofreció la tercera copa. Sir
Rowland reaccionó de inmediato tras el primer sorbo.
—¡Aj! —exclamó asqueado—. Vino Ruby de clase oporto. No me
explico cómo Clarissa tiene en casa una cosa así. Bueno, tu turno.
Hugo se quitó sus anteojos de montura de carey y dejó que sir
Rowland le vendara los ojos.
—Supongo que emplea el oporto barato para hacer estofado de liebre
o enriquecer las sopas —apuntó—. No concibo que Henry le permita
ofrecerlo a los invitados.
—Ya está —Sir Rowland terminó de atar la venda—. Quizá debería
darte tres vueltas, como en el juego de la gallina ciega —añadió
mientras guiaba a Hugo hasta la butaca.
—Eh, con cuidado —protestó su amigo.
—¿Listo?
—Sí.
—Entonces cambiaré el orden de las copas —anunció sir Rowland.
—No hace falta. ¿Crees que voy a dejarme influir por tus opiniones?
Soy tan buen catador de oporto como tú, amigo mío.
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2
La declaración de Clarissa produjo distintas reacciones. Jeremy estalló
en carcajadas y se acercó a darle un beso. Sir Rowland se la quedó
mirando atónito, mientras que Hugo no lograba decidir qué actitud
tomar.
—¡Clarissa! ¡Eres una farsante sin escrúpulos! —exclamó por fin sir
Rowland, aunque con tono cariñoso.
—Bueno, como esta tarde llovía y no habéis podido jugar a golf...
tenía que entreteneros. Y no me negarás que os habéis entretenido,
¿verdad?
—¡Santo cielo! Debería darte vergüenza poner en evidencia a tus
mayores. Resulta que el único que ha averiguado que era el mismo
vino ha sido el joven Warrender.
Hugo acompañó riendo a sir Rowland hasta la puerta.
—¿Quién decía que reconocería en cualquier parte el Cockburn del
veintisiete? —preguntó, pasándole el brazo por los hombros.
—Déjalo, Hugo —replicó sir Rowland con resignación—. Ya
seguiremos bebiendo más tarde, sea lo que sea.
Una vez se marcharon hacia el vestíbulo, Jeremy se volvió hacia
Clarissa.
—Y ahora dime, Clarissa —comenzó con tono acusador—, ¿qué
historia es ésa sobre el ministro herzoslovaco?
—¿Qué pasa con el ministro? —preguntó Clarissa inocentemente.
Jeremy la señaló con el dedo.
—¿Es verdad que fue corriendo tres veces a la verja del jardín, con un
impermeable puesto, en cuatro minutos y cincuenta y tres segundos?
—El ministro es un encanto —replicó ella con una dulce sonrisa—,
pero tiene más de sesenta años y dudo que vaya corriendo a ningún
sitio desde hace mucho tiempo.
—Así que te lo inventaste todo. Ya me lo advirtieron. Pero ¿por qué?
—Bueno, te has pasado el día quejándote de que no hacías suficiente
ejercicio, así que consideré que era un detalle echarte una mano. Si
te hubiera ordenado que echaras una carrerita por el bosque no me
habría servido de nada, pero sabía que responderías a un desafío, así
que me inventé uno.
Jeremy gruñó exasperado.
—Clarissa, ¿alguna vez dices la verdad?
—Pues claro que sí. A veces. Pero cuando la digo nadie me cree. Es
muy curioso —Se quedó pensativa un momento—. Supongo que
cuando una se inventa cosas se deja llevar un poco, y eso las hace
más convincentes —añadió.
—¡Podía haberme dado un infarto! —se quejó Jeremy—. Pero imagino
que eso te tiene sin cuidado.
Clarissa se echó a reír y abrió las cristaleras.
—Parece que ha despejado. Será un atardecer estupendo. Qué bien
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se divierta a mi alrededor.
Jeremy sonrió a su pesar.
—Pues yo ahora me divertiría mucho más si me tomaras en serio —
aseguró.
—Vamos, hombre. Por supuesto que te estás divirtiendo. Has venido
invitado un fin de semana junto con mi adorable padrino, Roly. Y esta
tarde ha venido el bueno de Hugo para tomar unas copas. Hugo y
Roly son muy graciosos cuando están juntos. No puedes decir que no
te diviertes.
—Pues claro que me divierto. Pero no me dejas decirte lo que en
realidad quiero decir.
—No seas tonto, querido. Tú sabes que puedes decirme lo que
quieras.
—¿De verdad? ¿Lo dices en serio?
—Por supuesto.
—Muy bien —Jeremy se levantó y se volvió hacia ella—. Te quiero.
—Me alegro mucho.
—Es la respuesta menos adecuada —se quejó él—. Deberías decir «lo
siento» con tono profundo y comprensivo.
—Pero es que no lo siento. Me encanta. Me gusta que la gente me
quiera.
Jeremy volvió a sentarse. Parecía molesto.
—¿Querrías hacerme un favor? —preguntó Clarissa.
—Sabes que sí. Lo que sea. Lo que quieras —declaró él ansioso.
—¿De verdad? Supongamos, por ejemplo, que asesino a alguien. ¿Tú
me ayudarías...? No, no debo seguir. —De pronto se levantó y se
alejó unos pasos.
—Sigue, por favor.
Clarissa aguardó un momento antes de proseguir.
—Antes me has preguntado si no me aburría aquí en el campo.
—Sí.
—Bueno, supongo que en cierto modo sí—admitió—. O más bien me
aburriría si no fuera por mi pasatiempo particular.
—¿Qué pasatiempo? —preguntó él, sorprendido.
Clarissa respiró hondo.
—Verás, siempre he llevado una vida tranquila y feliz. Nunca me pasa
nada emocionante, así que he ideado un juego particular. Yo lo llamo
«suponer».
—¿Cómo?
—Suponer —repitió Clarissa, que ahora se paseaba por la sala—. Me
digo, por ejemplo: supongamos que bajo una mañana y me
encuentro un cadáver en la biblioteca. ¿Qué haría? O supongamos
que un día aparece una mujer que me dice que Henry y ella se
casaron en secreto en Constantinopla y que mi matrimonio es
bígamo. ¿Qué le diría? O supongamos que hago caso a mis instintos y
me convierto en una actriz famosa. O supongamos que tuviera que
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elegir entre traicionar a mi país y que fusilaran a Henry ante mis ojos.
¿Ves a qué me refiero? —preguntó con una súbita sonrisa—. O incluso
supongamos que huyo con Jeremy, ¿qué pasaría?
Jeremy se arrodilló ante ella.
—Me siento halagado. Pero ¿de verdad te has imaginado alguna vez
esa situación?
—Desde luego que sí.
—¿Y qué pasaría? —Jeremy le cogió la mano, pero ella la apartó.
—Bueno, la última vez que jugué estábamos en la Riviera en Jean les
Pins y Henry apareció con un revólver.
—¡Dios mío! —exclamó él, sobresaltado—. ¿Me disparó?
Clarissa sonrió nostálgica.
—Creo recordar que dijo... —Se interrumpió un momento y luego
añadió con tono dramático—: «Clarissa, o vuelves conmigo o me
mato.»
—Vaya, una actitud muy decente por su parte —replicó Jeremy, poco
convencido—. No me imagino nada menos propio de Henry. Pero en
fin, ¿qué dijiste tú entonces?
—En realidad lo he jugado con dos finales —confesó—. En uno le
decía a Henry que lo sentía muchísimo, que no quería que se matara,
pero que estaba muy enamorada de Jeremy y que no podía evitarlo.
Henry se arrojaba sollozando a mis pies, pero yo me mantenía firme.
«Yo te aprecio mucho, Henry —le decía—, pero no puedo vivir sin
Jeremy. La separación es definitiva.» Y entonces salía corriendo de la
casa al jardín, donde tú me esperabas. Y mientras corríamos hacia la
verja oíamos un disparo, pero no nos deteníamos.
—¡Cielos! Desde luego no te mordiste la lengua. Pobre Henry —
Jeremy reflexionó un momento—. Pero decías que habías jugado con
dos finales. ¿Qué pasaba en el otro?
—Bueno, Henry sufría tanto y suplicaba con tanta pasión que no tuve
corazón para dejarle. Decidí renunciar a ti y dedicar mi vida a hacerle
feliz a él.
Jeremy parecía desolado.
—Vaya, querida, está claro que sabes divertirte. Pero por favor, ponte
seria un momento. Yo hablo muy en serio cuando digo que te quiero.
Te quiero desde hace mucho tiempo. Tú lo sabes. ¿Estás segura de
que no tengo esperanzas? ¿De verdad quieres pasar el resto de tu
vida con el aburrido de Henry?
Clarissa no tuvo que contestar, porque en ese momento entró una
niña alta y delgada de unos doce años. Llevaba un uniforme de
colegio y una cartera.
—Hola, Clarissa —saludó a su madrastra.
—Hola, Pippa. Llegas tarde.
—Tenía clase de música —explicó lacónica.
—Ah, sí. Hoy tocaba piano, ¿no? ¿Ha sido interesante?
—No. Horroroso. Horribles ejercicios que tenía que repetir y repetir.
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3
—Hummm, está buenísimo —declaró Pippa con la boca llena,
limpiándose los dedos en la falda.
—Hola —saludó Jeremy—. ¿Qué tal el colegio hoy?
—Horrible —replicó ella alegremente, dejando en la mesa lo que
quedaba del bollo—. Hoy tocaba clase de política —añadió, abriendo
la cartera—. A la señorita Wilkinson le encanta la política. Pero es
sosísima. No puede mantener el orden en la clase.
—¿Cuál es tu asignatura favorita?
—Biología —respondió Pippa con entusiasmo—. ¡Es estupenda! Ayer
diseccionamos un anca de rana —Sacó un libro y se lo puso ante la
cara—. Mira lo que he comprado hoy en el mercadillo. Estoy segura
de que es rarísimo. Tiene más de cien años.
—¿Y qué es exactamente?
—Una especie de libro de cocina. Es impresionante, emocionantísimo.
—Pero ¿de qué trata?
Pippa estaba absorta en el libro.
—¿Qué? —murmuró mientras pasaba las páginas.
—Desde luego parece fascinante.
—¿Qué? —repitió Pipa—. ¡Caramba! —murmuró, volviendo otra
página.
—Evidentemente ha sido una buena compra —comentó Jeremy,
cogiendo un periódico.
—¿Cuál es la diferencia entre una vela de cera y una de sebo? —
preguntó Pippa, al parecer perpleja por lo que estaba leyendo.
Jeremy pensó un momento antes de responder.
—Supongo que una vela de sebo es de calidad bastante inferior. ¿Pero
eso se come? Un libro de cocina de lo más extraño.
—¿Se come? —declamó Pippa levantándose—. Parece el juego de las
veinte preguntas —Lanzó el libro sobre una butaca y cogió de la
estantería una baraja de cartas—. ¿Sabes jugar al «demonio de la
paciencia»?
Pero ahora Jeremy estaba absorto en su periódico.
—Humm —masculló por toda respuesta.
Pippa intentó de nuevo llamar su atención.
—Supongo que no te gusta jugar a «suplica a tu vecino».
—No —Jeremy dejó el periódico, se sentó a la mesa y escribió una
dirección en un sobre.
—No, ya me lo imaginaba —Pippa se arrodilló en el suelo en mitad de
la sala y comenzó a jugar un solitario—. Ojalá tengamos un buen día,
para variar —se quejó—. Es una pena estar en el campo cuando
llueve.
—¿Te gusta vivir en el campo, Pippa?
—Me encanta. Es mucho mejor que vivir en Londres. Y esta casa es
fantástica, con pista de tenis y todo. Hasta tenemos un pasadizo
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secreto.
—¿Un pasadizo secreto? —preguntó Jeremy sonriendo—. ¿En esta
casa?
—Sí.
—No te creo. No es de la época.
—Pues yo digo que es un pasadizo secreto —insistió ella—. Ven que
te lo enseño.
Pippa sacó un par de libros de un estante y tiró de una pequeña
palanca que había detrás. Una sección de la pared se abrió, revelando
ser una puerta oculta. Detrás había un amplio hueco, con otra puerta
en la pared del fondo.
—Ya lo ves, un pasadizo secreto que va a parar a la biblioteca.
—Vaya —Jeremy se acercó a investigar. Abrió la puerta del fondo,
echó un vistazo a la biblioteca y volvió a la sala—. Es verdad.
—Y está muy bien escondido. Nadie se imaginaría que ahí hay una
puerta —Pippa alzó la palanca para cerrar el panel—. Yo la uso todo el
rato —prosiguió—. Es un sitio ideal para esconder un cadáver, ¿no te
parece?
Jeremy sonrió.
—Desde luego.
Pippa volvió a sus cartas justo cuando entraba Clarissa.
—La amazona te estaba buscando —anunció Jeremy.
—¿La señorita Peake? Ay, qué pesada —exclamó Clarissa, dando un
bocado al bollo que Pippa había dejado en la mesa.
—¡Eh, que es mío! —exclamó la niña.
—Toma, glotona.
Pippa dejó el bollo en la mesa y volvió a arrodillarse en el suelo.
—Primero me saluda como si fuera un sargento y luego me regaña
por maltratar el escritorio.
—Es una mujer pesadísima —admitió Clarissa, inclinándose sobre el
sofá para ver las cartas de Pippa—. Pero esta casa es de alquiler, y
ella venía con la casa, así que... —se interrumpió—. El diez negro con
la jota roja —indicó a Pippa—. Así que tenemos que aceptarla —
prosiguió—. En cualquier caso, es una jardinera estupenda.
—Ya lo sé —Jeremy la rodeó con el brazo—. Esta mañana la he visto
desde mi ventana. Oí ruidos y jadeos y me asomé a ver qué era. Y allí
estaba la amazona en el jardín, cavando lo que parecía una tumba
enorme.
—Era una zanja —explicó Clarissa—. Creo que se hace para plantar
coles o algo así.
Jeremy se inclinó también para mirar las cartas.
—El tres rojo con el cuatro negro —aconsejó. Pippa alzó la vista
furiosa.
Hugo y sir Rowland, que salían en ese momento de la biblioteca, le
miraron con expresión elocuente. Jeremy dejó caer el brazo y se
apartó de Clarissa.
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La señorita Peake se había quitado las botas y estaba en calcetines.
Llevaba en la mano un brécol.
—Espero que no le importe que entre por aquí, señora Hailsham-
Brown —tronó, acercándose al sofá—. He dejado las botas fuera para
no manchar. Sólo quería que viera este brécol —añadió, poniéndole la
verdura bruscamente delante de las narices.
—Parece... parece estupendo —acertó a responder Clarissa.
La señorita Peake acercó el brécol a sir Rowland.
—Eche un vistazo —ordenó.
—No veo que tenga nada malo —declaró él, pero cogió el brécol para
inspeccionarlo más de cerca.
—Por supuesto que no tiene nada malo —bramó la señorita Peake—.
Ayer llevé uno igual a la cocina, y esa mujer... Que conste que no me
gusta decir nada en contra de sus criados, señora Hailsham-Brown,
aunque si yo quisiera... El caso es que la señora Elgin tuvo la
desfachatez de decirme que era un ejemplar de tan mala calidad que
no pensaba cocinarlo. «Si no sabe hacerlo mejor en el huerto», me
dijo, «más vale que se busque otro trabajo». ¡La habría matado!
Clarissa fue a decir algo, pero la señorita Peake prosiguió sin
prestarle atención:
—Usted sabe que no me gusta crear problemas, pero no pienso
permitir que me insulten en la cocina. —Hizo una pausa para tomar
aliento y anunció—: A partir de ahora dejaré las verduras en la puerta
trasera, y la señora Elgin puede dejarme allí una lista de...
Sir Rowland intentó devolverle el brécol, pero ella lo ignoró.
—Puede dejarme allí una lista con lo que hace falta —concluyó,
moviendo la cabeza con énfasis.
Ni Clarissa ni sir Rowland supieron qué contestar. Justo cuando la
jardinera abría la boca para seguir hablando, sonó el teléfono.
—Ya voy yo —bramó—. ¿Diga? Sí —gritó al auricular, mientras
limpiaba la mesa con su delantal—. Sí, es Copplestone Court. ¿Quiere
hablar con la señora Brown? Sí, está aquí.
Clarissa apagó el cigarrillo y cogió el auricular.
—Hola, aquí la señora Hailsham-Brown. ¿Diga? ¿Diga? ¡Qué raro! —
exclamó mirando a la señorita Peake—. Han colgado.
La jardinera corrió de pronto hacia la consola y la colocó contra la
pared.
—Perdone, pero al señor Sellon le gustaba tener la consola aquí.
Clarissa hizo una mueca mirando a sir Rowland, pero se apresuró a
ayudar a la jardinera.
—Gracias. Y tenga usted cuidado con las marcas que dejan las copas
en los muebles, señora Brown-Hailsham. —Clarissa miró ansiosa la
mesa—. Perdone, señora Hailsham-Brown —se corrigió la jardinera
con una carcajada—. Bueno, Brown-Hailsham, Hailsham-Brown. En
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de un sello muy bueno. El caso es que le dio cinco libras por él.
Sir Rowland y Hugo devolvieron a Pippa sus firmas.
—Cinco libras está bastante bien, ¿no? —preguntó ella. Hugo asintió
con un gruñido.
—¿Cuánto creéis que puede valer la firma de la reina Victoria?
—De cinco a diez chelines, diría yo —contestó sir Rowland, todavía
examinando el sobre.
—También tengo la de John Ruskin y la de Robert Browning.
—Me temo que tampoco valen mucho. Lo siento, cariño.
—Ojalá tuviera la firma de Neville Duke y la de Roger Bannister. Estos
autógrafos históricos huelen un poco a rancio —Pippa guardó los
papeles en la caja y echó a andar hacia la puerta—. ¿Puedo ir a ver si
quedan más galletas de chocolate, Clarissa?
—Si quieres...
—Nosotros nos vamos. —dijo Hugo. Se acercó a la escalera y gritó—:
¡Jeremy! ¡Eh, Jeremy!
—¡Ya voy! —Jeremy entró precipitadamente con un palo de golf.
—Henry estará a punto de llegar a casa —murmuró Clarissa.
—Es mejor que salgamos por aquí —sugirió Hugo, señalando la
cristalera—. Queda más cerca. Adiós, querida. Y gracias por
soportarnos. Probablemente iré derecho a casa desde el club, pero te
prometo devolverte a tus invitados sanos y salvos.
—Hasta luego, Clarissa —se despidió Jeremy.
—Hasta luego, querida —dijo sir Rowland, rodeándola con sus brazos
—. Warrender y yo no volveremos hasta la medianoche.
—Hace una tarde estupenda —observó ella—. Os acompaño hasta la
verja del campo de golf.
Echaron a andar por el jardín, sin hacer ningún esfuerzo por alcanzar
a Hugo y Jeremy.
—¿A qué hora volverá Henry? —preguntó sir Rowland.
—No lo sé muy bien. Supongo que pronto. Pasaremos una velada
tranquila y tomaremos una cena fría. Seguramente estaremos ya en
la cama cuando volváis.
—Sí, no vayas a esperarnos levantada.
—Muy bien, querido. Nos vemos más tarde, o si no mañana en el
desayuno —se despidió Clarissa al llegar a la cerca del jardín.
Sir Rowland la besó en la mejilla y apretó el paso para alcanzar a sus
amigos. Era, en efecto, una tarde muy agradable. Clarissa volvió
paseando, deteniéndose de vez en cuando para disfrutar de los
colores y los olores del jardín, y sonrió al acordarse de la señorita
Peake y su brécol. Pensó también en Jeremy y sus torpes intentos por
cortejarla, y se preguntó si de verdad hablaría en serio. Cuando ya
llegaba a la casa saboreó la agradable perspectiva de pasar una
tranquila velada en casa con su marido.
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Apenas se habían marchado Clarissa y sir Rowland, el mayordomo
entró en la sala con una bandeja de bebidas que dejó sobre la mesa.
En ese momento sonó el timbre de la puerta y Elgin fue a abrir. Se
encontró con un joven moreno, muy apuesto.
—Buenas tardes, señor —saludó el mayordomo.
—Buenas tardes. Venía a ver a la señora Brown —anunció con cierta
brusquedad el recién llegado.
—Muy bien. Pase usted. ¿A quién debo anunciar?
—Señor Costello.
—Por aquí, señor —Elgin se hizo a un lado para dejarle pasar al salón
—. ¿Tendrá la amabilidad de esperar un momento? La señora está en
casa. Voy a buscarla —Hizo ademán de marcharse, pero se volvió de
nuevo hacia él—. Señor Costello, ha dicho usted...
—Eso es. Oliver Costello.
—Muy bien, señor.
Una vez a solas, Oliver Costello miró en torno a la sala. Se acercó
primero a escuchar a la puerta de la biblioteca, luego a la del
vestíbulo, y por fin se dirigió al escritorio y miró de cerca los cajones.
Al oír un ruido se apartó rápidamente y estaba en el centro de la sala
cuando Clarissa entró por la cristalera.
—¡Tú!
—¡Clarissa! ¿Qué haces aquí?
—Es una pregunta bastante estúpida, ¿no crees ? Esta es mi casa.
—¿Tu casa?
—No te hagas el tonto, Oliver.
Costello se la quedó mirando. Luego decidió cambiar de actitud.
—Es una casa encantadora. Antes pertenecía al viejo anticuario, ¿no?
¿Cómo se llamaba? Recuerdo que una vez me trajo para enseñarme
una silla Luis XV. ¿Un cigarrillo? —ofreció, tendiendo su pitillera.
—No, gracias —respondió ella con cierta brusquedad—. Y creo que es
mejor que te vayas. Mi esposo está a punto de llegar y no creo que le
agrade mucho verte aquí.
—Pues el caso es que yo sí quiero verle a él —replicó Costello con
insolencia—. En realidad a eso he venido, para hablar de una solución
adecuada.
—¿Cómo?
—Una solución para la situación de Pippa. Miranda está de acuerdo en
que Pippa pase parte de las vacaciones de verano con Henry, y tal vez
una semana en Navidad, pero aparte de eso...
—¿Qué quieres decir? —le interrumpió Clarissa—. La casa de Pippa es
ésta.
Costello se acercó tranquilamente a la mesa de las bebidas.
—Pero, querida Clarissa —exclamó—, sin duda eres consciente de que
el tribunal concedió a Miranda la custodia de la niña. ¿Puedo? —
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6
En cuanto se marchó Oliver Costello, Pippa rompió a llorar.
—¡Me obligará a irme de aquí! —sollozaba abrazada a Clarissa.
—Desde luego que no.
—¡Le odio! Siempre le he odiado.
—¡Pippa! —exclamó Clarissa, temiendo que la niña estuviera al borde
de la histeria.
—¡No quiero volver con mi madre! ¡Prefiero morirme! —gritó—. Sí,
prefiero morirme. ¡Me mataré!
—Pippa... —la amonestó Clarissa.
—¡Me suicidaré! ¡Me voy a cortar las venas hasta desangrarme!
Clarissa la cogió por los hombros.
—Pippa, domínate. Te aseguro que no pasará nada. Yo estoy aquí.
—Pero yo no quiero volver con mi madre. ¡Y odio a Oliver! Es un
hombre malo, malo, malo.
—Ya lo sé, cariño, ya lo sé —murmuró Clarissa.
—No, no lo sabes —La niña parecía cada vez más desesperada—.
Cuando vine a vivir aquí no te lo conté todo. No podía soportar ni
pensarlo. Pero no era sólo Miranda la que estaba borracha todo el
tiempo. Una tarde ella se marchó no sé dónde y Oliver se quedó en
casa conmigo... Creo que había bebido mucho... no lo sé, pero... —La
niña parecía incapaz de proseguir. Por fin miró al suelo y murmuró—:
Intentó hacerme cosas.
—¡Pippa! —exclamó Clarissa horrorizada—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué
me estás diciendo?
Pippa miró desesperada alrededor, como buscando a alguien que
hablara por ella.
—Intentó... intentó besarme. Yo le di un empujón, pero él empezó a
arrancarme el vestido. Luego... —De pronto se interrumpió y estalló
en sollozos.
—¡Mi pobre niña! —murmuró Clarissa abrazándola—. No lo pienses
más. Ya se ha acabado todo y nunca volverá a pasarte nada. Yo haré
que castiguen a Oliver. Menuda bestia asquerosa. ¡Esto no quedará
así!
—A lo mejor le cae un rayo encima —comentó Pippa esperanzada.
—Sí, es muy posible —convino Clarissa con gesto de determinación—.
Ahora tienes que calmarte. Todo irá bien. Toma —le ofreció un
pañuelo—, límpiate la nariz.
Pippa obedeció y luego limpió sus lágrimas del vestido de Clarissa.
—Anda, sube a darte un baño. Y lávate bien. Tienes el cuello
sucísimo.
—Como siempre —replicó la niña, que parecía haber recuperado la
calma. Pero de pronto se volvió y corrió de nuevo hacia su madrastra
—. No dejarás que me lleven, ¿verdad?
—Tendrían que pasar por encima de mi cadáver —replicó ella con
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decisión—. No, más bien por encima de su cadáver. ¡Sí, eso es! ¿Más
tranquila?
La niña asintió y Clarissa le dio un beso en la frente.
—Anda, ve.
Pippa la abrazó de nuevo y se marchó. Clarissa se quedó un momento
pensativa, hasta que, al advertir que la habitación se había quedado
bastante oscura, encendió las luces, cerró la cristalera y se sentó en
el sofá, sumida en sus pensamientos.
Al cabo de un par de minutos oyó la puerta de la casa y un momento
después entró en la sala Henry Hailsham-Brown, su marido. Era un
hombre bastante atractivo, de unos cuarenta años y rostro
inexpresivo. Llevaba unas gafas de montura de carey y un maletín.
—Hola, cariño —saludó a su esposa mientras dejaba el maletín en
una butaca.
—Hola, Henry. ¡Menudo día! Ha sido espantoso.
—¿Ah, sí? —Él se acercó a darle un beso y luego cerró las cortinas.
—No sé por dónde empezar. Bebe algo primero.
—No, ahora no. ¿Quién hay en casa?
—Nadie —respondió ella, algo sorprendida—. Es la tarde libre de los
Elgin. Jueves negro, ya sabes. Cenaremos jamón frío y mousse de
chocolate. Y un café bueno de verdad, porque lo haré yo misma.
—¿Hum? —masculló Henry por toda respuesta.
—Henry, ¿te pasa algo?
—Bueno, sí, en cierto modo.
—¿De qué se trata? ¿Es Miranda?
—No, no; no pasa nada malo —la tranquilizó—. Es más bien al
contrario. Sí, justo lo contrario.
—Querido —dijo ella con afecto y con sólo una nota de ironía—,
¿acaso percibo cierta emoción humana bajo esa impenetrable fachada
que tenéis los del Foreign Office?
—Bueno —admitió él—, la verdad es que es bastante emocionante.
Resulta —añadió tras una pausa— que hay una ligera niebla sobre
Londres.
—¿Y eso es emocionante?
—No, no; la niebla no, naturalmente.
—¿Entonces?
Henry miró alrededor como para cerciorarse de que nadie los espiaba.
Luego se sentó junto a su mujer.
—No se lo puedes decir a nadie —dijo solemnemente.
—Muy bien —concedió ella, algo ansiosa.
—Es algo muy, muy confidencial. No puede saberlo nadie. Bueno, en
realidad tú tienes que saberlo.
—¡Venga, dilo de una vez!
—Es alto secreto. —insistió él. Se interrumpió un momento y por fin
anunció—: El primer ministro soviético, Kalendorff, se traslada
mañana a Londres para una importante conferencia con nuestro
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primer ministro.
—Sí, ya lo sé —replicó ella impasible.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Henry con un sobresalto.
—Lo leí en el periódico el domingo pasado.
—No comprendo por qué lees esos periódicos de baja estofa —le
reprochó él. Parecía muy ofendido—. De todas formas los periódicos
no podían saber que Kalendorff venía a Londres. Es alto secreto.
—¡Ay, pobrecito mío! ¿Alto secreto? —dijo ella con tono entre
compasivo e incrédulo—. ¡Dios mío! ¡Las cosas que os llegáis a creer!
Henry empezó a pasearse por la sala con aspecto de preocupación.
—Cielo santo, debe de haber habido una filtración.
—A estas alturas deberías saber que siempre hay una filtración. De
hecho, deberías estar preparado para ello.
Henry parecía ofendido.
—La noticia sólo se ha anunciado oficialmente esta tarde. El avión de
Kalendorff llega a Heathrow a las ocho cuarenta, pero en realidad...
—Miró dudoso a su esposa—. Escucha, Clarissa, ¿de verdad puedo
confiar en tu discreción?
—Yo soy mucho más discreta que cualquier periódico dominical —
protestó ella, incorporándose.
Su esposo se sentó en el brazo del sofá y se inclinó hacia ella.
—La conferencia se celebra en Whitehall mañana por la mañana —
informó—, pero sería muy conveniente que sir John y Kalendorff
pudieran mantener antes una conversación privada. Ahora bien, los
periodistas estarán esperando en Heathrow, por descontado, y desde
el momento en que aterrice el avión los movimientos de Kalendorff
serán más o menos del dominio público —Miró de nuevo en torno a
él, como si esperara encontrarse con los periodistas—. Por fortuna —
prosiguió, con tono cada vez más emocionado—, esta incipiente
niebla juega a nuestro favor.
—Sigue —le animó Clarissa—. Me tienes en ascuas.
—En el último momento será poco aconsejable que el avión aterrice
en Heathrow. Será desviado, como es habitual en estas situaciones...
—A Bindley Heath —concluyó ella—, que queda a veinte kilómetros de
aquí. Ya veo.
—Eres siempre tan rápida, querida —comentó Henry con
desaprobación—. Pero sí, iré yo mismo al aeródromo en el coche,
recibiré a Kalendorff y lo traeré aquí a casa. El primer ministro vendrá
directamente de Downing Street. Media hora bastará para lo que
tienen que discutir, y luego Kalendorff y sir John irán juntos a
Londres.
Henry se levantó y se alejó unos pasos antes de volverse hacia ella.
—¿Sabes, Clarissa? Esto puede ser muy importante para mi carrera.
Están depositando una gran confianza en mí al celebrar esta reunión
aquí en casa.
—Y hacen bien —replicó ella con firmeza. Se acercó a su marido y le
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7
En el club de golf, Hugo se quejaba de la broma de Clarissa con el
oporto.
—Realmente debería renunciar a esos juegos —comentaba mientras
se dirigían a la barra—. ¿Te acuerdas, Roly, de la vez que recibí un
telegrama de Whitehall diciendo que iban a ofrecerme el título de
caballero? Yo se lo mencioné confidencialmente a Henry una noche
que cenaba con ellos dos. Henry se quedó perplejo y Clarissa se echó
a reír. Entonces me enteré de que había sido ella quien había
mandado el maldito telegrama. ¡De verdad! Mira que llega a ser
infantil a veces.
Sir Rowland soltó una risita.
—Sí, estoy de acuerdo. Y le encanta actuar. Lo cierto es que era una
actriz bastante buena en el grupo de teatro de su colegio. En una
época pensé que se lo iba a tomar en serio y se dedicaría a ello
profesionalmente. Es tan convincente... incluso cuando está contando
las mentiras más espantosas. Porque eso es lo que son los actores,
sin duda: mentirosos convincentes —Sir Rowland se interrumpió un
momento, sumido en sus recuerdos—. La mejor amiga de Clarissa en
el colegio —prosiguió— era una tal Jeanette Collins, hija de un
futbolista famoso. Jeanette era también muy aficionada al fútbol. El
caso es que un día Clarissa la llamó, disimulando la voz, y dijo ser el
encargado de relaciones públicas de no sé qué equipo. Aseguró que
Jeanette había sido elegida nueva mascota del equipo, y que lo único
que tenía que hacer era disfrazarse de conejo e ir al estadio Chelsea
esa tarde mientras la gente hacía cola para entrar. Jeanette se las
arregló para alquilar el disfraz a tiempo y llegó al estadio vestida de
conejo, donde cientos de personas se rieron de ella y Clarissa, que la
estaba esperando, le hizo una foto. Jeanette se puso furiosa. No creo
que su amistad sobreviviera a aquel incidente.
—Ya —gruñó Hugo con resignación. Cogió el menú y dedicó su
atención al serio asunto de decidir la cena.
Mientras tanto, en el salón de los Hailsham-Brown, minutos después
de que Henry fuera a ducharse, Oliver Costello entraba en la sala a
hurtadillas por la cristalera. Dejó las cortinas abiertas para que
entrara la luz de la luna, barrió la habitación con una linterna y luego
encendió la lámpara que había sobre el escritorio. Después de
levantar el pasador del casillero apagó la lámpara rápidamente y se
quedó inmóvil, como si hubiera oído algo. Al cabo de un momento
volvió a encender la luz y abrió el cajón secreto.
Detrás de él, el panel junto a la estantería se abrió en silencio.
Costello cerró el cajón y apagó la lámpara. Pero antes de que tuviera
tiempo de moverse, recibió un fuerte golpe en la cabeza y cayó al
suelo detrás del sofá, después de lo cual el panel de la pared volvió a
cerrarse.
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8
Quince minutos más tarde Clarissa seguía en el salón. Las luces
estaban encendidas, el panel de la pared cerrado y las cortinas
echadas. El cuerpo de Oliver Costello se encontraba todavía detrás
del sofá, pero Clarissa había estado moviendo los muebles y ahora se
veía en el centro de la sala una mesa de bridge plegable, con las
barajas y los marcadores listos.
Ella tomaba notas en uno de los marcadores:
—Tres picas, cuatro corazones, cuatro sin triunfo, pase —murmuró,
señalando cada mano—. Cinco diamantes, pase, seis picas (doble) y
creo que bajan —Miró la mesa un instante—. A ver, vulnerable, dos
tricks, quinientos. ¿O dejo que lo consigan? No.
La interrumpió la llegada de sir Rowland, Hugo y Jeremy, que
entraron por la cristalera. Ella dejó el lápiz y corrió hacia ellos.
—¡Gracias a Dios que habéis venido! —exclamó angustiada.
—¿Qué pasa, querida? —preguntó sir Rowland.
—¡Tenéis que ayudarme!
Jeremy advirtió entonces la mesa con las cartas dispersas.
—Parece que hay partida de bridge —observó.
—Te estás poniendo muy melodramática, Clarissa —terció Hugo—.
¿Qué te traes ahora entre manos?
Ella se aferró a sir Rowland.
—Es algo serio. Algo muy serio. Me ayudaréis, ¿verdad?
—Pues claro que te ayudaremos —aseguró sir Rowland—. ¿Pero de
qué se trata?
—Sí, ¿qué es esta vez? —dijo Hugo receloso.
Jeremy tampoco parecía muy convencido.
—Tú te traes algo entre manos, Clarissa. ¿Qué es? ¿Has encontrado
un cadáver o algo parecido?
—Justamente. He encontrado un cadáver.
—¿Un cadáver? ¿Qué quieres decir? —preguntó Hugo. Parecía
sorprendido, pero no muy interesado.
—Exactamente lo que ha dicho Jeremy. He encontrado un cadáver
aquí en el salón.
Hugo echó un somero vistazo en torno a la sala.
—No sé de qué estás hablando. ¿Qué cadáver? ¿Y dónde?
—Esta vez no estoy bromeando. ¡Esto es muy serio! —exclamó ella,
enfadada—. Está ahí, detrás del sofá. Ve a verlo tú mismo.
Hugo y Jeremy se inclinaron sobre el respaldo del sofá.
—¡Dios mío, es verdad! —murmuró Jeremy.
Sir Rowland se acercó también.
—¡Vaya, si es Oliver Costello! —exclamó.
—¡Cielo santo! —Jeremy se apresuró a cerrar las cortinas.
—Sí —terció Clarissa—. Es Oliver Costello.
—¿Qué hacía aquí?
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—Debéis daros prisa —dijo Clarissa—. A las nueve llegará Henry con
el señor Jones.
—¿El señor Jones? ¿Quién demonios es el señor Jones? —quiso saber
sir Rowland.
Clarissa se llevó la mano a la cabeza.
—Dios mío —exclamó—, no me había dado cuenta de la cantidad de
cosas que hay que explicar en un asesinato. Pensé que sencillamente
os pediría ayuda y eso sería todo. ¡Ay, queridos! Tenéis que ayudarme
—Se acercó a Hugo y le acarició el pelo—. Querido, querido Hugo...
—Toda esta puesta en escena está muy bien —dijo él, molesto—, pero
un cadáver es un asunto muy feo, y andar trasteando con él de un
lado a otro nos crearía problemas. No se puede andar moviendo
cadáveres por ahí en plena noche.
Clarissa cogió del brazo a Jeremy.
—Jeremy, cariño, tú sin duda me ayudarás, ¿verdad? —suplicó.
Él la miró con adoración.
—Muy bien. Yo me apunto —respondió alegremente—. ¿Qué significa
un cadáver o dos entre amigos?
—Alto ahí, jovencito —ordenó sir Rowland—. No pienso permitirlo.
Clarissa, tienes que seguir mis consejos. Insisto. Al fin y al cabo
también debemos pensar en Henry.
Ella le miró exasperada.
—¡Precisamente en Henry estoy pensando!
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9
Los tres hombres recibieron en silencio la afirmación de Clarissa. Sir
Rowland movió la cabeza con gesto serio, Hugo siguió mirándola
perplejo y Jeremy se limitó a alzar los hombros, como renunciando a
toda esperanza de comprender la situación.
—Esta tarde va a pasar algo muy importante —prosiguió Clarissa—.
Henry ha ido a encontrarse con... con una persona a la que va a traer
aquí. Es algo importantísimo y confidencial. Un secreto político. No
tiene que saberse, no puede haber ninguna publicidad.
—¿Henry ha ido a encontrarse con el señor Jones? —preguntó sir
Rowland, dudoso.
—Es un nombre estúpido, estoy de acuerdo, pero así es como le
llaman. No puedo revelar su nombre auténtico ni decir nada más. Le
prometí a Henry que guardaría el secreto. Pero tengo que
demostraros que... —se volvió hacia Hugo— que no estoy haciendo el
tonto ni actuando, como Hugo dice —Luego miró a sir Rowland—.
¿Qué consecuencias sufriría la carrera de Henry si entra aquí con esa
persona distinguida (además de que otra persona muy distinguida
viene desde Londres a esta reunión) y se encuentra con que la policía
está investigando un asesinato, y que la víctima es precisamente el
hombre que se ha casado con la ex esposa de Henry?
—¡Cielo santo! —exclamó sir Rowland—. No te estarás inventando
todo esto, ¿verdad? —preguntó suspicaz, mirándola a los ojos—. ¿No
se tratará de otro de tus jueguecitos para dejarnos a todos en
ridículo?
Clarissa meneó la cabeza con gesto apesadumbrado.
—Nadie me cree cuando digo la verdad —se quejó.
—Lo siento, querida. Sí, ya veo que se trata de un problema más
complejo de lo que pensaba.
—¿Lo ves? —le apremió ella—. Es de vital importancia que saquemos
de aquí el cadáver.
—¿Dónde decías que estaba su coche? —quiso saber Jeremy.
—Detrás de los establos.
—Y los criados han salido, supongo.
—Sí.
Jeremy cogió un par de guantes del sofá.
—¡Muy bien! ¿Me llevo el cadáver al coche o traigo el coche al
cadáver?
—¡Un momento! —terció sir Rowland—. No debemos apresurarnos.
Jeremy dejó los guantes.
—¡Pero hay que darse prisa! —exclamó Clarissa, desesperada.
—No estoy seguro de que tu plan sea muy bueno. Vamos a ver, si
pudiéramos retrasar hasta mañana el hallazgo del cuerpo
obtendríamos el mismo resultado, creo, y sería mucho más sencillo.
¿Qué tal si nos limitamos a trasladar el cadáver a otra habitación, por
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10
El mayor de los policías, un hombre corpulento de pelo cano, entró en
la habitación con Clarissa, mientras el otro aguardaba junto a la
puerta.
—El inspector Lord —informó ella—, y... —Se volvió hacia el otro
oficial, un joven moreno de unos veinticinco años y complexión de
atleta—. Lo siento, ¿cómo ha dicho usted que se llama?
—Es el agente Jones —contestó el inspector—. Siento interrumpirles,
caballeros, pero hemos recibido información de que en esta casa se
ha cometido un asesinato.
Al oír esto, todos hablaron a la vez.
—¿Qué? —gritó Hugo.
—¡Un asesinato! —exclamó Jeremy.
—¡Cielo santo! —apostrofó sir Rowland.
—¿No es extraordinario? —dijo Clarissa.
Todos parecían perplejos.
—Hemos recibido una llamada en comisaría —explicó Lord. Luego se
volvió hacia Hugo y saludó con la cabeza—. Buenas tardes, señor
Birch.
—Buenas tardes, inspector —gruñó Hugo.
—Parece que alguien les ha gastado una broma —comentó sir
Rowland.
—Sí. Nosotros hemos estado aquí toda la tarde jugando al bridge.
¿Quién dicen que ha sido asesinado?
—No mencionaron ningún nombre. La persona que llamó dijo que un
hombre había sido asesinado en Copplestone Court y que viniéramos
de inmediato, y colgó sin más.
—Debe de tratarse de un bromista —aseguró Clarissa—. ¡Qué poca
seriedad! —añadió con tono virtuoso.
Hugo chasqueó la lengua.
—Le sorprendería saber las locuras que comete la gente, señora —
replicó el inspector. Se interrumpió y miró a los demás, antes de
volverse de nuevo hacia ella—. Según usted aquí no ha sucedido
nada extraño esta tarde. Tal vez debería hablar también con el señor
Hailsham-Brown —añadió.
—No está —informó Clarissa—. No llegará hasta tarde.
—Ya veo. ¿Quién se aloja en la casa en este momento?
—Sir Rowland Delahaye y el señor Warrender. El señor Birch, a quien
usted ya conoce, ha venido a pasar la velada con nosotros. Ah, sí —
añadió Clarissa, como si acabara de acordarse—, también está la
niña, mi hijastra. Ahora mismo está durmiendo.
—¿Y los criados?
—Tenemos dos, un matrimonio. Pero hoy es su tarde libre y han ido al
cine, en Maidstone.
—Ya veo.
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11
Los cuatro amigos se miraron con expresión culpable. Sir Rowland fue
a decir algo, pero Clarissa se le adelantó.
—Sí—admitió—. Estuvo aquí a eso de... a ver... sí, a eso de las seis y
media.
—¿Es amigo suyo?
—No, yo no lo llamaría un amigo. Le he visto sólo una o dos veces. —
Y añadió vacilante—: La verdad es que resulta un poco embarazoso...
—Clarissa miró suplicante a sir Rowland, como pasándole la pelota.
El caballero se apresuró a responder a su silenciosa demanda.
—Tal vez sería mejor que le explicara yo la situación, inspector.
—Hable, por favor —replicó el policía.
—Bueno, esto concierne a la primera señora Hailsham-Brown. El
señor Hailsham-Brown y ella se divorciaron hace poco más de un año.
Recientemente ella se casó con el señor Oliver Costello.
—Ya veo. Y el señor Costello vino aquí hoy. ¿Por qué? —preguntó a
Clarissa—. ¿Tenía una cita?
—No, no. De hecho cuando Miranda, es decir, la anterior señora
Hailsham-Brown, dejó esta casa, se llevó un par de cosas que no le
pertenecían. Oliver Costello pasaba hoy por aquí y entró para
devolverlas.
—¿Qué cosas? —se apresuró a preguntar el inspector.
Clarissa ya tenía preparada la respuesta.
—Nada de importancia. Esto, por ejemplo —dijo con una sonrisa,
tendiéndole la pequeña pitillera de plata que había en la mesita—.
Pertenecía a la madre de mi marido y para él tiene un gran valor
sentimental.
El inspector miró a Clarissa pensativo.
—Así que el señor Costello vino a las seis y media. ¿Cuánto tiempo
estuvo aquí?
—Fue una visita muy breve, de unos diez minutos, no más. Dijo que
tenía mucha prisa.
—¿Y su conversación fue amistosa?
—Desde luego. Pensé que había sido muy amable al venir a devolver
las cosas.
—¿Mencionó adonde iba después?
—No. Salió por esa cristalera. Mi jardinera, la señorita Peake, se
ofreció a acompañarle.
—¿Su jardinera vive aquí en la casa?
—Sí, pero no en la casa. Vive en la casita de fuera.
—Habrá que hablar con ella —decidió Lord—. Jones, vaya a buscarla.
—¿Quiere que la llame, inspector? —terció Clarissa—. Tenemos
conexión telefónica con ella.
—Si es usted tan amable, señora...
—Claro que sí. Supongo que todavía no se habrá acostado —Clarissa
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pulsó una tecla del teléfono y dedicó una sonrisa al inspector, que
reaccionó con expresión tímida. Jeremy sonrió para sus adentros y
cogió otro canapé.
—Señorita Peake —dijo Clarissa al auricular—. ¿Le importaría venir a
la casa? Ha sucedido algo de importancia... Sí, sí, por supuesto.
Gracias —Nada más colgar se volvió hacia el inspector—. La señorita
Peake acaba de lavarse el pelo, pero se va a vestir y vendrá
enseguida.
—Muchas gracias. Tal vez Costello le comentara adonde iba.
—Sí, es muy posible.
—Lo que me preocupa —prosiguió el inspector, dirigiéndose a todos
en general— es por qué sigue aquí el coche del señor Costello. ¿Y
dónde está él?
Clarissa miró sin querer las estanterías y el panel. Luego se dirigió
hacia los ventanales para ver llegar a la señorita Peake. Jeremy se
arrellanó en el sillón con expresión inocente.
—Al parecer la señorita Peake fue la última persona que lo vio. Dice
usted que salió por esa cristalera. ¿La cerró a continuación?
—No —contestó Clarissa, de espaldas al inspector.
—Ah.
Algo en su tono hizo que Clarissa se volviera hacia él.
—Bueno, creo que no —dijo vacilante.
—Así que el señor Costello pudo haber vuelto a entrar por ahí. —El
inspector respiró hondo y anunció—: Creo que, con su permiso,
señora Hailsham-Brown, me gustaría registrar la casa.
—Claro, claro —replicó ella con una sonrisa amistosa—. Bueno, ya ha
visto usted esta habitación. Aquí no puede haber nadie escondido —
Apartó un momento las cortinas, como para ver si venía la señorita
Peake—. Mire, ahí está la biblioteca —Se acercó a abrir la puerta—.
¿Quiere entrar?
—Gracias. ¡Jones! Mire a ver dónde da eso —ordenó, señalando otra
puerta dentro de la biblioteca.
—Muy bien, señor.
En cuanto los policías desaparecieron, sir Rowland se acercó a
Clarissa.
—¿Qué hay al otro lado? —preguntó indicando el panel.
—Estanterías.
Sir Rowland asintió con la cabeza. En ese momento los dos policías
volvían a la sala.
—Es otra puerta que da al recibidor, señor.
—Bien —El inspector miró a sir Rowland, advirtiendo al parecer que
se había movido—. Ahora buscaremos en el resto de la casa —
anunció.
—Voy con ustedes, si no le importa —terció Clarissa—, por si mi
hijastra despierta y se asusta. Claro que no lo creo. Es extraordinario
cómo duerme esa niña. Hay que sacudirla para despertarla. ¿Tiene
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¿quieres ir a abrir?
En cuanto Jeremy salió de la habitación, Hugo hizo una seña a sir
Rowland.
—¿Qué pasa, Roly? ¿Qué te dijo Clarissa cuando estabais a solas?
—Ahora no —replicó sir Rowland al oír las voces de Jeremy y la
señorita Peake en la puerta.
—Pase usted —decía Jeremy.
Un instante más tarde la jardinera entraba en la sala. Tenía aspecto
de haberse vestido a toda prisa y llevaba el pelo envuelto en una
toalla.
—¿De qué se trata? —preguntó—. La señora Hailsham-Brown estaba
muy misteriosa. ¿Ha sucedido algo?
—Siento mucho que haya tenido usted que salir así —se disculpó sir
Rowland con la máxima cortesía—. Siéntese, por favor.
Hugo apartó una silla. Él mismo se sentó en una butaca.
—El caso es que tenemos aquí a la policía —comenzó sir Rowland.
—¿La policía? —exclamó sobresaltada la señorita Peake—. ¿Ha habido
algún robo?
—No, un robo no. Más bien... —Pero sir Rowland se interrumpió
cuando Clarissa y los dos policías entraron en la sala. Jeremy se sentó
en el sofá y sir Rowland se quedó de pie.
—Inspector, esta es la señorita Peake —los presentó Clarissa.
—Buenas tardes, señorita Peake —saludó él.
—Buenas tardes, inspector. Justamente le estaba preguntando a sir
Rowland si había habido algún robo o...
Lord la miró inquisitivo y respondió al cabo de una pausa:
—Hemos recibido una llamada telefónica muy peculiar que nos ha
traído hasta aquí —informó—. Y pensamos que tal vez pueda usted
aclararnos el asunto.
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12
El anuncio del inspector fue recibido con una carcajada por parte de
la jardinera.
—Vaya, pues sí que es misterioso todo esto. ¡Qué divertido! —
exclamó.
El inspector arrugó el ceño.
—Se trata del señor Costello —explicó—. Oliver Costello, 27 Morgan
Mansions, Londres. Creo que la dirección es de la zona de Chelsea.
—Jamás he oído hablar de él.
—Estuvo aquí esta tarde. Vino a ver a la señora Hailsham-Brown y
tengo entendido que usted le acompañó por el jardín cuando se
marchaba.
La señorita Peake se dio una palmada en el muslo.
—Ah, eso. Sí, la señora Hailsham-Brown mencionó su nombre.
Dígame, ¿qué quiere usted saber?
—Me gustaría saber exactamente qué sucedió y cuándo lo vio usted
por última vez.
La señorita Peake se quedó un momento pensativa.
—A ver... Salimos por la cristalera y yo le dije que si quería coger el
autobús había un atajo, pero él contestó que había venido en su
coche y que lo tenía junto a los establos —concluyó, mirando radiante
al inspector, como si esperase una felicitación por su breve resumen
de lo sucedido.
—¿No le parece un lugar extraño para dejar el coche?
—Justo lo que pensé —replicó ella, dándole una palmada en el brazo.
El inspector pareció sorprenderse—. Lo normal sería que hubiera
dejado el coche en la puerta principal, ¿no le parece? Pero la gente es
muy rara. Nunca se sabe lo que se le puede ocurrir a alguien —
terminó con una carcajada.
—¿Y entonces qué pasó?
La jardinera se encogió de hombros.
—Bueno, se metió en el coche y supongo que se marchó.
—¿Usted no lo vio?
—No, yo estaba guardando mis herramientas.
—¿Y esa fue la última vez que vio al señor Costello?
—Sí, ¿porqué?
—Porque su coche sigue aquí. A las siete cuarenta y nueve recibimos
una llamada en la comisaría, según la cual un hombre había sido
asesinado en Copplestone Court.
—¡Un asesinato! —exclamó horrorizada la jardinera—. ¿Aquí? ¡Eso es
ridículo!
—Es lo que todos parecen pensar —observó cortante el inspector,
mirando a sir Rowland.
—Por supuesto —prosiguió ella—. Ya sé que hay por ahí un montón
de maníacos que atacan a las mujeres. Pero usted ha dicho que era
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un hombre...
—¿No oyó usted ningún otro coche esta tarde?
—Sólo el del señor Hailsham-Brown.
—¿El señor Hailsham-Brown? Pensaba que no llegaría a casa hasta
más tarde.
—Mi esposo vino a casa —se apresuró a explicar Clarissa—, pero tuvo
que salir otra vez casi de inmediato.
El inspector compuso una expresión de paciencia.
—¿Ah, sí? —comentó con estudiada cortesía—. ¿Y exactamente a qué
hora llegó a casa?
—Veamos... debían de ser...
—Un cuarto de hora antes de que yo terminara la jornada —terció la
señorita Peake—. Trabajo muchas horas extra, ¿sabe, inspector?
Nunca me ajusto al horario oficial. Hay que trabajar con aplicación, es
lo que digo yo siempre. Sí —prosiguió, golpeteando la mesa mientras
hablaba—. Sí, debían de ser las siete y cuarto cuando llegó el señor
Hailsham-Brown.
—O sea, poco después de que se marchara el señor Costello —El
inspector se colocó en el centro de la sala—. Probablemente los dos
se cruzaron.
—¿Quiere decir que tal vez el señor Costello volvió para ver al señor
Hailsham-Brown? —preguntó pensativa la señorita Peake.
—Oliver Costello no volvió a esta casa —aseveró Clarissa.
—Pero usted no puede saberlo con seguridad —la corrigió la jardinera
—. Tal vez entró por la ventana sin que usted se diera cuenta. ¡Dios
mío! —exclamó de pronto—. ¿No creerá usted que mató al señor
Hailsham-Brown? ¡ Ay, cuánto lo siento!
—Pues claro que no mató a Henry —replicó Clarissa irritada.
—¿Adonde se dirigió su esposo cuando salió de la casa? —quiso saber
el inspector.
—No tengo ni idea.
—¿No suele decirle adonde va?
—Yo nunca hago preguntas. Creo que para un hombre debe de ser
aburridísimo que su esposa le esté preguntando cosas
constantemente.
De pronto la señorita Peake lanzó un chillido.
—¡Pero qué tonta! ¡Claro! Si el coche de ese hombre sigue ahí, el
muerto debe de ser él —exclamó con una carcajada.
Sir Rowland se levantó.
—No tenemos razones para creer que alguien haya sido asesinado,
señorita Peake —le recordó con dignidad—. De hecho, el inspector
cree que se trata de una broma de mal gusto.
La jardinera, sin embargo, no compartía esa opinión.
—Pero ¿y el coche? —insistió—. A mí me parece muy sospechoso que
siga ahí. ¿Ha buscado usted el cadáver, inspector? —preguntó,
ansiosa.
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13
Diez minutos más tarde la situación se había calmado un poco, sobre
todo porque la señorita Peake ya no estaba en la sala. Jeremy y Hugo
también se habían marchado. El cadáver de Oliver Costello, sin
embargo, seguía caído en la cámara abierta. Clarissa estaba tumbada
en el sofá. Sir Rowland se había sentado junto a ella e intentaba
hacerle beber una copa de brandy. El inspector hablaba por teléfono y
el agente seguía montando guardia.
—Sí, sí —decía Lord—. ¿Cómo dice? ¿Que se ha dado a la fuga?...
¿Dónde?... Ah, ya veo. Sí, bueno, envíelos en cuanto pueda. Sí,
queremos las fotografías. Sí, el equipo completo.
Colgó el auricular y se volvió hacia el agente.
—Todo pasa de golpe —se quejó—. Durante meses no sucede nada, y
ahora el forense ha salido por un grave accidente en la carretera de
Londres, lo cual significa que tendremos un retraso considerable.
Bueno, mientras llega seguiremos adelante. Más vale que no lo
movamos hasta que hayan tomado las fotografías —comentó
señalando el cadáver—. Claro que tampoco averiguaremos nada. No
fue asesinado aquí. Lo metieron en la cámara cuando ya estaba
muerto.
—¿Cómo está tan seguro, señor?
El inspector miró la alfombra.
—Se nota dónde arrastraron los pies —señaló, agachándose detrás
del sofá.
Sir Rowland se asomó por el respaldo del sofá y luego se volvió hacia
Clarissa.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor, gracias Roly.
—Creo que más vale cerrar ese panel —ordenó el inspector a su
subordinado—. No queremos más ataques de histeria.
—Muy bien, señor.
Sir Rowland se levantó para dirigirse al inspector.
—Creo que la señora debería ir a su habitación.
—Desde luego, pero tendrá que aguardar unos momentos —contestó
el policía con cierta reserva—. Primero me gustaría hacerle unas
preguntas.
—En este instante no se encuentra en condiciones de responder
preguntas —insistió sir Rowland.
—Estoy bien, Roly —terció ella con voz débil—. De verdad.
—Eres muy valiente, querida —repuso sir Rowland—, pero sería
mucho mejor que fueras a descansar un rato.
—Querido tío Roly —dijo ella sonriendo—. A veces le llamo tío Roly —
explicó al inspector—, aunque es mi tutor, no mi tío. Pero es siempre
tan dulce conmigo...
—Sí, ya lo he notado.
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—No, no. Estoy segura de que no. Henry y él nunca se cayeron bien.
—¡Ah! O sea que no se gustaban. No lo sabía. ¿Acaso hubo alguna
pelea entre ellos?
Clarissa se apresuró a responder para evitar aquella peligrosa línea
de interrogatorio.
—De ninguna manera. No, no se habían peleado. La situación era un
poco tensa entre ellos, pero nada más —explicó sonriendo—. Ya sabe
usted cómo son los hombres.
La expresión del inspector indicaba que lo ignoraba por completo.
—¿Está totalmente segura de que Costello no volvió para verla a
usted?
—¿A mí? —preguntó ella con tono inocente—. No, seguro que no.
¿Qué razón podía tener para ello?
—¿Hay alguien más en la casa a quien hubiera querido ver? Piense
bien antes de contestar.
—No se me ocurre —insistió ella—. ¿A quién querría ver?
El inspector se levantó y colocó de nuevo la silla en la mesa de
bridge.
—El señor Costello viene a esta casa —comenzó, paseándose por la
sala— y devuelve los artículos que la primera señora Hailsham-Brown
se había llevado por error. Luego se despide, pero vuelve al cabo de
un rato. Es de suponer que entró por estas cristaleras. Alguien le
asesina y esconde su cadáver en esa cámara. Y todo ello en un
período de diez a veinte minutos. ¿Y dice usted que nadie oyó nada?
Me resulta muy difícil de creer.
—Ya lo sé —convino ella—. A mí también me cuesta creerlo. Es
realmente extraordinario, ¿no le parece?
—Desde luego que sí —asintió él con ironía—. Señora Hailsham-
Brown, ¿está completamente segura de que no oyó nada?
—No oí nada en absoluto. Es increíble.
—Demasiado increíble. —El inspector se acercó a la puerta del
vestíbulo—. Bien, eso es todo por ahora.
Clarissa se apresuró hacia la biblioteca, pero el inspector la detuvo.
—Por ahí no, por favor.
—Pero es que querría reunirme con mis amigos...
—Más tarde, si no le importa.
Ella cedió de mala gana y salió al vestíbulo.
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14
El inspector cerró la puerta del vestíbulo y se acercó al agente, que
todavía estaba tomando notas.
—¿Dónde está la otra mujer, la jardinera?
—La he dejado en la cama de la habitación de invitados. Bueno, eso
cuando se le pasó el ataque de histeria. Menudo rato me ha hecho
pasar. Lloraba y reía a la vez. Algo espantoso.
—La señora Hailsham-Brown puede ir a verla si lo desea. Pero que no
hable con esos tres hombres. No quiero que comparen sus
declaraciones. Supongo que habrá cerrado la puerta de la biblioteca
al vestíbulo.
—Sí, señor. Aquí tengo la llave.
—La verdad es que no sé qué pensar. Todas son personas muy
respetables. El señor Hailsham-Brown es un diplomático, Hugo Birch
es un juez de paz a quien conocemos bien, y los otros dos invitados
parecen gente decente, de clase alta... En fin, ya sabe a qué me
refiero. Pero aquí hay gato encerrado. Ninguno de ellos dice la
verdad, incluyendo a la señora Hailsham-Brown. Ocultan algo, y yo
estoy decidido a descubrir qué es, tanto si tiene que ver con este
asesinato como si no —Estiró los brazos, como buscando inspiración
en las alturas—. Bueno, más vale que sigamos trabajando. —y agregó
—: Vamos a interrogarlos por separado.
El agente se levantó, pero su superior cambió de opinión.
—No, un momento. Primero quiero hablar con el mayordomo —
decidió.
—¿Elgin?
—Sí, Elgin. Llámele. Me da en la nariz que sabe algo.
—Muy bien, señor.
El agente encontró a Elgin merodeando cerca de la puerta del salón.
El mayordomo fingió dirigirse hacia las escaleras, pero se detuvo
cuando el agente le llamó. Entró en el salón bastante nervioso. El
inspector le indicó una silla cerca de la mesa de bridge.
—Decía usted que esta tarde iba al cine —comenzó—, pero volvió a la
casa. ¿Cuál fue el motivo?
—Ya se lo he dicho, señor. Mi esposa no se encontraba bien.
—Fue usted quien recibió al señor Costello cuando vino esta tarde,
¿no es así?
—Sí.
El inspector se alejó unos pasos y de pronto se giró hacia el
mayordomo.
—¿Por qué no nos dijo entonces que el coche de fuera era del señor
Costello?
—Yo no sabía de quién era el coche, señor. El señor Costello no
condujo hasta la puerta principal. Ni siquiera sabía que había venido
en coche.
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15
—Señor Warrender, por favor —llamó el agente.
Jeremy intentó en vano parecer tranquilo. El inspector apartó una
silla para él.
—Siéntese —ordenó con cierta brusquedad—. ¿Su nombre?
—Jeremy Warrender.
—¿Dirección?
—Broad Street 314 y Grosvenor Square 34. —Jeremy miró un
momento al agente, que tomaba notas, y añadió—: Mi dirección en el
campo es Hepplestone, Wiltshire.
—Parece usted un caballero con bastantes recursos —comentó el
inspector.
—Me temo que no. Soy secretario particular de sir Kenneth Thomson,
el presidente de la compañía petrolera Saxon-Arabian. Ésas son sus
direcciones.
—Ya. ¿Cuánto tiempo lleva usted con él?
—Un año más o menos. Antes fui ayudante personal del señor Scott
Agius durante cuatro años.
—Ah, sí. Es un adinerado hombre de negocios, ¿no? ¿Conocía usted a
Oliver Costello?
—No, hasta esta tarde nunca había oído hablar de él.
—¿Y no le vio cuando vino a la casa esta tarde?
—No. Estaba en el club de golf con los demás. Habíamos ido allí a
cenar, ¿sabe? Era la tarde libre de los criados, y el señor Birch nos
pidió que cenáramos con él en el club.
El inspector asintió.
—¿La señora Hailsham-Brown también estaba invitada?
—No.
El inspector enarcó las cejas.
—Bueno, podía haber venido de haberlo deseado —se apresuró a
explicar Jeremy.
—¿Quiere decir entonces que se lo pidieron y ella se negó?
—No, no —Jeremy se estaba poniendo nervioso—. Lo que quiero decir
es... Bueno, el señor Hailsham-Brown suele llegar a casa muy
cansado, y Clarissa dijo que cenarían algo ligero aquí en casa, como
es habitual.
—A ver si lo entiendo bien, ¿la señora Hailsham-Brown esperaba que
su marido viniera a casa a cenar? ¿No esperaba que se marchara de
nuevo al poco tiempo de llegar?
—Yo... bueno... en realidad no lo sé. No, ahora que usted lo dice, creo
que ella comentó que su esposo estaría fuera esta tarde.
El inspector se levantó y se alejó unos pasos.
—Parece entonces muy extraño que la señora Hailsham-Brown no
fuera al club con ustedes tres, en lugar de quedarse aquí para cenar
sola.
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suyo. Y yo creo que sus guantes le asoman ahora mismo del bolsillo.
Jeremy se llevó la mano al bolsillo derecho.
—No, el otro —indicó el inspector.
—¡Pues sí! ¡Aquí están!
—No se parecen mucho a estos, ¿no cree?
—En realidad son mis guantes de golf —explicó Jeremy con una
sonrisa.
—Muchas gracias, señor Warrender —dijo de pronto el inspector,
volviendo a poner el cojín en el sofá—. Eso es todo por ahora.
—Oiga —exclamó Jeremy preocupado—, ¿no pensará usted...?
—¿No pensaré qué?
—Nada —Jeremy parecía inseguro. Al ver que el agente le impedía el
paso a la biblioteca, salió por la puerta del vestíbulo.
El inspector dejó los guantes en el sofá y se acercó a la mesa para
consultar de nuevo el Quién es quién.
—Aquí está —murmuró—. «Thomson, sir Kenneth. Presidente de la
compañía petrolera Saxon-Arabian, Gulf Petroleum.» Hmmm.
Impresionante. «Pasatiempos: filatelia, golf, pesca. Dirección, Broad
Street 314 y Grosvenor Square 34...»
Mientras tanto el agente sacaba punta a su lápiz. Al inclinarse para
recoger algunas virutas, vio un naipe en el suelo y se lo tendió a su
superior.
—¿Qué es eso?
—Una carta, señor. Estaba debajo del sofá.
—El as de picas. Una carta muy interesante. Vamos a ver —Dio la
vuelta a la carta para ver el reverso—. Rojo. Es de la misma baraja.
Los dos policías ordenaron las cartas sobre la mesa.
—Vaya, vaya, no estaba el as de picas —exclamó el inspector—. Muy
curioso, ¿no le parece, Jones? —dijo, metiéndose la carta en el
bolsillo—. Han echado una partida de bridge sin darse cuenta de que
faltaba el as de picas.
—Un hecho notable, señor —convino el agente.
El inspector colocó los tres pares de guantes sobre la mesa.
—Bueno, es hora de hablar con sir Rowland Delahaye.
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16
—Sir Rowland Delahaye —llamó el agente.
—Pase usted, señor, y siéntese aquí, por favor —dijo el inspector.
Sir Rowland se detuvo un momento junto a la mesa al ver los
guantes, y a continuación se sentó.
—¿Es usted sir Rowland Delahaye? —Él asintió—. ¿Cuál es su
dirección?
—Long Paddock, Littlewich Green, Lincolnshire. —Dando unos
golpecitos con el dedo en el Quién es quién, agregó—: ¿No ha podido
encontrarla usted, inspector?
El policía decidió no responder a esa pregunta.
—Le agradecería que me relatara los sucesos de esta tarde, después
de que usted se marchara de aquí antes de las siete.
—Había estado lloviendo todo el día —comenzó sir Rowland. Era
evidente que había estado pensando en ello—, hasta que de pronto
despejó. Ya teníamos pensado ir a cenar al club de golf, puesto que
era la tarde libre de los criados. De modo que eso hicimos —Miró al
agente, como para asegurarse de que le seguía el hilo—. Cuando
estábamos terminando de cenar, la señora Hailsham-Brown nos llamó
por teléfono para decirnos que, puesto que su esposo había tenido
que salir de nuevo inesperadamente, podíamos volver a la casa para
echar una partida de bridge. Y eso hicimos. Unos veinte minutos
después de que empezáramos a jugar llegó usted, inspector. El resto
ya lo sabe.
Lord se quedó pensativo.
—Eso no concuerda del todo con la declaración del señor Warrender.
—¿Ah, no? ¿Y cuál ha sido su declaración?
—El señor Warrender indicó que fue uno de ustedes quien propuso
volver a la casa a jugar a las cartas, probablemente el señor Birch.
—Ah —replicó sir Rowland tranquilamente—, pero es porque
Warrender vino al comedor del club bastante tarde. No sabía que la
señora Hailsham-Brown había llamado.
Sir Rowland y el inspector se miraron.
—Usted debe de saber mejor que yo, inspector, que muy rara vez dos
personas coinciden en el relato de los mismos acontecimientos. De
hecho, si los tres coincidiéramos con exactitud resultaría sospechoso.
Sí, de lo más sospechoso.
El inspector prefirió no hacer comentarios. Acercó una silla a sir
Rowland y se sentó.
—Me gustaría discutir el caso con usted, si no le importa.
—Es muy amable de su parte.
Después de mirar pensativo la mesa, Lord comenzó:
—El finado, el señor Oliver Costello, vino a esta casa con un objetivo
concreto. ¿Está de acuerdo con esto?
—Yo tengo entendido que vino a devolver ciertos objetos que la
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—¿No le parece, inspector, que está sobre una pista falsa? —preguntó
—. ¿Por qué está tan seguro de que Costello vino a esta casa para ver
a una persona? Tal vez vino para ver otra cosa.
El inspector parecía desconcertado.
—¿A qué se refiere?
—Cuando nos hablaba usted del difunto señor Sellon, mencionó que
la brigada de narcóticos se había interesado por él. ¿No le parece que
tenemos aquí una relación de eventos? Drogas, Sellon, la casa de
Sellon...
Al ver que el inspector no contestaba, sir Rowland prosiguió:
—Tengo entendido que Costello había estado antes en esta casa, en
principio para ver las antigüedades de Sellon. Supongamos que Oliver
Costello deseaba algo que hay en esta casa. En ese escritorio, tal vez.
Ya sabemos que ocurrió un curioso incidente: un hombre vino a la
casa y ofreció un precio exorbitante por el mueble. Supongamos que
era el escritorio lo que Oliver Costello quería examinar, o más bien
registrar. Supongamos que alguien le siguió hasta aquí, y que ese
alguien le mató de un golpe ahí, junto al escritorio.
Lord no parecía muy convencido.
—Eso es mucho suponer —comenzó.
Pero sir Rowland le interrumpió:
—Es una hipótesis muy razonable.
—¿Y la hipótesis establece que ese alguien metió el cadáver en la
cámara?
—Exacto.
—Entonces tendría que ser alguien que conociera la existencia de esa
cámara.
—Podría ser alguien que conociera la casa cuando Sellon vivía aquí—
señaló sir Rowland.
—Sí, todo eso está muy bien —replicó el inspector, impaciente—, pero
queda una cosa por explicar.
—¿Cuál?
—La señora Hailsham-Brown sabía que el cadáver estaba en la
cámara e intentó impedirnos que la abriéramos.
Sir Rowland fue a decir algo, pero el inspector alzó la mano.
—No le servirá de nada intentar convencerme de lo contrario. Ella lo
sabía.
Se produjo un tenso silencio.
—Inspector, ¿me permite hablar con mi pupila?
—Sólo en mi presencia.
—Muy bien.
—¡Jones!
El agente fue a llamar a Clarissa.
—Estamos en sus manos, inspector —dijo sir Rowland—. Le suplico
que sea usted indulgente.
—Mi único propósito es averiguar la verdad, señor, y descubrir quién
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17
—Pase usted, por favor, señora Hailsham-Brown —indicó el inspector.
Sir Rowland se acercó a ella.
—Clarissa, querida —dijo con solemnidad—, ¿querrás hacer lo que te
pido? Me gustaría que contaras la verdad al inspector.
—¿La verdad? —repitió ella con tono dubitativo.
—La verdad. Es lo único que podemos hacer. Lo digo muy en serio.
Después de mirarla con expresión grave, sir Rowland se marchó de la
sala. El agente se dispuso de nuevo a tomar notas.
—Siéntese, señora Hailsham-Brown —la invitó el inspector, señalando
el sofá.
Clarissa sonrió, pero él la miró con seriedad.
—Lo siento —comenzó ella—. Siento mucho haberle contado tantas
mentiras. No era mi intención —añadió con tono contrito—, pero son
cosas que pasan, ¿sabe lo que quiero decir?
—No, no creo saberlo —replicó el inspector con expresión gélida—.
Ahora, por favor, cuénteme los hechos.
—Bueno, es muy sencillo. En primer lugar, Oliver Costello se marchó
—comenzó Clarissa, contando con los dedos—. Luego llegó Henry. En
tercer lugar, Henry se marchó de nuevo con el coche. Entonces, entré
en esta sala con los canapés...
—¿Canapés?
—Sí. Verá, mi esposo va a traer a casa a un dignatario extranjero
muy importante.
El inspector pareció interesado.
—Ah, ¿y quién es ese dignatario?
—Un tal señor Jones.
—¿Cómo dice? —saltó el inspector, mirando un instante a su agente.
—El señor Jones. No es su nombre auténtico, pero es el que tenemos
que usar. Es todo muy confidencial. Preparé los canapés para que los
tomaran mientras conferenciaban. Yo pensaba tomarme una mousse
en el estudio.
Lord parecía cada vez más desconcertado.
—¿Mousse en el...? Sí, ya veo —murmuró, con tono de no ver nada
en absoluto.
—Dejé los canapés aquí—prosiguió ella, señalando el escabel—.
Luego me puse a ordenar un poco. Me acerqué a la estantería para
colocar un libro y... bueno, casi me caigo encima de él.
—¿Tropezó con el cadáver?
—Sí. Ahí estaba, detrás del sofá. Me agaché para ver si... si estaba
muerto. Y lo estaba. Era Oliver Costello. No supe qué hacer. Al final
llamé al club de golf y pedí a sir Rowland, el señor Birch y Jeremy
Warrender que volvieran enseguida.
—¿No se le ocurrió llamar a la policía? —preguntó el inspector con
frialdad.
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Clarissa se levantó.
—Sabía que no me creería si le decía la verdad —murmuró, más para
sí que para la policía—. ¿Qué cree usted, entonces?
—Yo sólo veo una razón por la que estos tres hombres accedieran a
mentir.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es? ¿Qué otra razón podían tener?
—Creo que habrían estado dispuestos a mentir si creyeran, o mejor
aún, si supieran, que usted lo había matado.
Clarissa se quedó mirándolo.
—¡Pero yo no tenía ninguna razón para matarlo! —protestó—.
Ninguna en absoluto. ¡Ah! Sabía que reaccionaría usted así. Por eso...
—¿Por eso qué?
Ella reflexionó y de pronto cambió de actitud.
—Muy bien, pues —anunció, esta vez más convincente—. Le diré por
qué.
—Sí, creo que haría usted bien.
—De acuerdo. Supongo que será mejor decir la verdad —insistió con
énfasis.
El inspector sonrió.
—Le aseguro que contar a la policía un montón de mentiras no es
buena idea, señora Hailsham-Brown. Más vale que me cuente la
historia tal como ocurrió. Y desde el principio.
Clarissa se sentó a la mesa de bridge.
—¡Ay, Dios! —suspiró—. Y yo que me creía tan lista...
—Es mejor no intentar hacerse el listo —apuntó el inspector,
sentándose junto a ella—. Dígame, ¿qué sucedió realmente esta
tarde?
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18
Clarissa guardó silencio unos momentos.
—Todo comenzó como ya le he contado. Me despedí de Oliver
Costello, que se marchó con la señorita Peake. No tenía ni idea de
que había vuelto por segunda vez, y todavía no entiendo por qué lo
hizo —Se interrumpió, como recordando qué había pasado a
continuación—. ¡Ah, sí! Entonces llegó mi marido y me explicó que
tenía que volver a salir de inmediato. Se marchó en el coche. Yo cerré
la puerta con llave, y de pronto empecé a ponerme nerviosa.
—¿Nerviosa? ¿Por qué?
—Bueno, por lo general soy una persona tranquila, pero se me
ocurrió pensar que nunca me había quedado sola en la casa por la
noche.
—Prosiga —la animó el inspector.
—No seas tonta, me dije, tienes el teléfono, ¿no? Siempre puedes
llamar pidiendo ayuda. Además, los ladrones no vienen a esta hora
de la tarde. Siempre salen en plena noche. De todas formas, no
dejaba de oír ruidos. Me parecía oír una puerta en algún sitio, o pasos
en mi habitación. Así que decidí hacer algo.
Clarissa se interrumpió de nuevo.
—¿Sí?
—Fui a la cocina y preparé los canapés para Henry y el señor Jones.
Los coloqué en una fuente, tapados con una servilleta para que no se
secaran, y justo cuando venía por el recibidor para dejarlos aquí... Oí
algo de verdad.
—¿Dónde?
—En esta habitación. Y sabía que esta vez no eran imaginaciones
mías. Oí que abrían y cerraban cajones, y de pronto recordé que no
había cerrado la cristalera. Nunca la cerramos. Alguien había entrado
por ahí.
—Prosiga, señora Hailsham-Brown.
—No sabía qué hacer. Estaba petrificada. Pero al cabo de un momento
pensé: No seas tonta. ¿Y si Henry ha vuelto por algo, o incluso sir
Rowland o los demás? Menudo ridículo harías si subes a llamar a la
policía desde el otro teléfono. Entonces se me ocurrió un plan.
—¿Sí? —la apremió el inspector con impaciencia.
—Fui al vestíbulo y cogí el bastón más pesado que encontré. Luego
entré en la biblioteca, sin encender la luz, y fui a tientas hasta la
cámara secreta. La abrí con mucho cuidado y me metí en ella.
Pensaba entreabrir la puerta que da a esta sala y ver quién era —
Señaló el panel—. A menos que uno conozca la existencia de la
cámara, jamás se le ocurriría pensar que ahí hay una puerta.
—Sí, eso es cierto.
Clarissa parecía estar disfrutando de su narración.
—Así que quise abrir poco a poco, pero se me escurrieron los dedos y
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informó el inspector.
—Eso parece —replicó sir Rowland, haciendo un esfuerzo por
dominarse.
—Es lo mejor —terció Clarissa—. De hecho, era lo único que podía
hacer. El inspector me ha ayudado a comprenderlo. Siento muchísimo
haber dicho todas esas mentiras.
—Al final la verdad le causará menos problemas. Ahora, señora
Hailsham-Brown, no le voy a pedir que entre en la cámara mientras el
cadáver siga allí, pero me gustaría que me mostrara exactamente
dónde estaba el hombre cuando entró usted en esta sala.
—Ah, sí. Estaba... —Se acercó al escritorio—. No, ya me acuerdo.
Estaba aquí, así —indicó inclinándose sobre el mueble.
—Esté preparado para abrir el panel cuando yo le indique, Jones —
dijo el inspector. Luego se volvió hacia Clarissa—. O sea que Costello
estaba aquí. Entonces se abrió la puerta y salió usted. Muy bien, no
quiero que vea el cadáver, de modo que quédese delante del panel
cuando se abra. Ahora, Jones.
El agente activó la palanca. La cámara estaba vacía, excepto por un
papel en el suelo quejones se agachó a recoger mientras el inspector
miraba con gesto acusador a Clarissa y sir Rowland.
—«¡Inocentes!» —leyó Jones.
Clarissa y sir Rowland se miraron atónitos, y en ese momento sonó
con insistencia el timbre de la puerta.
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19
Elgin entró en el salón para anunciar la llegada del forense. Los
policías le siguieron hasta la puerta principal, donde el inspector se
enfrentó a la desagradable tarea de reconocer que por el momento no
había ningún cadáver que examinar.
—¡Desde luego, inspector Lord! —exclamó irritado el forense—. ¿Se
da cuenta de lo exasperante que resulta haber venido hasta aquí para
nada?
—Pero le aseguro, doctor, que teníamos un cadáver —intentó
explicarse el inspector.
—Es cierto —corroboró Jones—. Teníamos uno. Pero se da el caso de
que ha desaparecido.
Sus voces atrajeron a Hugo y Jeremy.
—No me explico cómo la policía consigue hacer algo a derechas —
comentó Hugo—. Ahora se dedican a extraviar cadáveres.
—No entiendo cómo no se les ocurrió vigilar el cuerpo —apuntó
Jeremy.
—Bueno, no sé lo que habrá pasado, pero el caso es que no hay
ningún cadáver para examinar, de modo que no pienso perder más
tiempo —saltó el forense—. Pero le aseguro, inspector, que esto no se
quedará así.
—Sí, doctor, lo sé. Buenas tardes.
El forense se marchó con un portazo y el inspector se volvió hacia
Elgin.
—Yo no sé nada —se defendió el mayordomo—, se lo aseguro, señor.
Nada de nada.
Mientras tanto en el salón, Clarissa y sir Rowland disfrutaban oyendo
los apuros de la policía.
—Muy mal momento para que llegaran refuerzos —rió él—. El forense
parecía muy molesto.
Clarissa se echó a reír también.
—Pero ¿quién se puede haber llevado el cadáver? ¿Crees que Jeremy
se las arreglaría para hacerlo desaparecer de alguna manera?
—No me explico cómo. No han permitido que nadie entrara en la
biblioteca, y la puerta que da de la biblioteca al recibidor estaba
cerrada con llave. El «Inocentes» de Pippa ha sido la puntilla final —
Rió de nuevo.
—En fin, con esto hemos averiguado una cosa: Costello se las había
arreglado para abrir el cajón secreto. Clarissa —dijo sir Rowland con
tono más serio—, ¿por qué demonios no le has dicho la verdad al
inspector?
—Lo hice, excepto en lo referente a Pippa. De todas formas él no me
creyó.
—Pero, por Dios, ¿por qué tenías que contarle ese montón de
tonterías?
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20
—¡Pippa! —exclamó Clarissa, levantándose de un salto—. ¿Qué haces
fuera de la cama?
—Me he despertado. Tengo muchísima hambre —se quejó la niña
entre bostezos. Se sentó en el sofá y miró a Clarissa con expresión de
reproche—. Dijiste que me ibas a traer esto.
Clarissa le cogió el plato de mousse, lo dejó en el escabel y se sentó
junto a ella.
—Creí que estabas dormida, Pippa —explicó.
—Y lo estaba. Pero entonces me pareció que un policía entraba en la
habitación. Era una pesadilla espantosa, y medio me desperté. Como
tenía hambre vine abajo —Se estremeció—. Además, pensé que igual
era cierto.
Sir Rowland se sentó al otro lado de Pippa.
—¿El qué era cierto?
—El sueño tan espantoso que he tenido sobre Oliver —contestó la
niña, estremeciéndose al recordarlo.
—¿Cómo era el sueño? Cuéntamelo.
Pippa sacó del bolsillo de la bata una figurilla de cera. Parecía
nerviosa.
—Esto lo hice esta tarde. Derretí una vela de cera, luego calenté un
alfiler al rojo vivo y la atravesé —explicó, tendiendo la figurilla a sir
Rowland.
—¡Cielo santo! —exclamó Jeremy, levantándose de un brinco, y se
puso a buscar por la sala el libro que Pippa había intentado enseñarle
con anterioridad.
—Pronuncié las palabras adecuadas y todo —prosiguió Pippa—, pero
no pude hacerlo exactamente como decía el libro.
—¿Qué libro? —quiso saber Clarissa.
Jeremy lo había encontrado en las estanterías.
—Aquí está —exclamó, tendiéndoselo a Clarissa—. Pippa lo encontró
hoy en el mercadillo. Decía que era un libro de recetas.
La niña se echó a reír.
—Y tú me preguntaste si se podía comer.
Clarissa examinó el libro. Se titulaba Cien hechizos de probada
calidad. Abrió el libro y leyó:
—«Cómo curar verrugas. Cómo lograr su más hondo deseo. Cómo
destruir a su enemigo.» ¡Ay, Pippa! ¿Es eso lo que hiciste?
—Sí —contestó la niña con solemnidad. Luego miró la figurilla de cera
que aún sostenía sir Rowland—. No se parece mucho a Oliver —
admitió—, y no pude cortarle un mechón de pelo. Pero lo hice todo lo
mejor que pude y entonces... entonces... soñé... pensé... —Se apartó
el pelo de la cara—. Pensé que bajaba al salón y él estaba ahí —dijo
señalando detrás del sofá—. Y todo era cierto.
Sir Rowland dejó la figurilla en el escabel.
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21
La señorita Peake la miró sobresaltada, sin saber cómo reaccionar.
Pero por fin cambió de actitud.
—Muy inteligente —comentó, abandonando su habitual tono jocoso
para hablar con seriedad—. Sí, soy la señora Brown.
—Usted es la socia del señor Sellon —prosiguió Clarissa—, y la dueña
de esta casa. Usted la heredó de Sellon, junto con el negocio. Por
alguna razón, tenía el propósito de encontrar un inquilino de nombre
Brown. De hecho estaba usted decidida a tener a una señora Brown
viviendo aquí. Pensaba que no le resultaría difícil, puesto que es un
nombre muy común. Pero al final tuvo que aceptar Hailsham-Brown.
No sé exactamente por qué. No alcanzo a entender todos los
pormenores del asunto...
La señora Brown, alias señorita Peake, la interrumpió.
—Charles Sellon fue asesinado —aseguró—. De eso no hay duda.
Había encontrado algo muy valioso, no sé cómo, ni siquiera sé qué
era. Sellon fue siempre muy... reservado.
—Eso hemos oído —dijo sir Rowland.
—Fuera lo que fuera, lo asesinaron por ello. Y su asesino no encontró
el objeto, probablemente porque no estaba en la tienda, sino aquí.
Estaba convencida de que el asesino vendría a buscarlo a esta casa
antes o después, y yo quería ser testigo de lo que pasara. Por lo tanto
necesitaba a una señora Brown que hiciera de hombre de paja. Una
sustituta.
Sir Rowland lanzó una exclamación.
—¿Y no se le ocurrió pensar —preguntó— que la señora Hailsham-
Brown, una mujer totalmente inocente que no le había hecho ningún
daño, estaría en peligro?
—No le he quitado el ojo de encima, ¿no es verdad? Hasta tal punto
que a veces he llegado a molestarla. El otro día, cuando vino aquel
hombre a ofrecer un precio ridículo por ese escritorio, estaba segura
de que iba por buen camino. Pero yo juraría que en ese escritorio no
hay nada de valor.
—¿Ha examinado usted el cajón secreto? —preguntó sir Rowland.
—¿Un cajón secreto? —preguntó ella, sorprendida, acercándose al
mueble.
Pero Clarissa la detuvo.
—Ya no hay nada dentro —aseguró—. Pippa encontró el cajón, pero
sólo contenía unas firmas viejas.
—Clarissa, me gustaría ver otra vez esas firmas —pidió sir Rowland.
Clarissa se acercó al sofá.
—Pippa —llamó—. Pippa, ¿dónde has puesto...? Vaya, está dormida.
La señora Brown se acercó al sofá.
—Dormidísima. Claro, tantas emociones. Mire, me la llevaré a la cama
ahora mismo.
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boca?
—¡Clarissa! —exclamó él, indignado—. ¡Eso es ridículo!
—Yo estaba segura de que ninguno de nosotros había matado a Oliver
Costello. Pero lo cierto es que fuiste tú. Tú estabas solo en el campo
de golf. Volviste a la casa, entraste por la ventana de la biblioteca,
que habías dejado abierta, y todavía llevabas el palo de golf. Por
supuesto. Eso es lo que dijo Pippa. «Un palo de golf como el que
tenía Jeremy.» Pippa te vio.
—Eso no tiene ningún sentido, Clarissa —protestó Jeremy, haciendo
un patético esfuerzo por reírse.
—Sí que lo tiene —insistió ella—. Luego, después de matar a Oliver,
volviste al club y llamaste a la policía para que vinieran, encontraran
el cadáver y pensaran que habíamos sido Henry o yo.
Jeremy se levantó de un brinco.
—¡Eso es una tontería!
—No es ninguna tontería. Es la verdad. Yo sé que es la verdad. ¿Pero
por qué? Eso es lo que no entiendo. ¿Por qué?
Se quedaron mirándose a los ojos hasta que Jeremy, con un hondo
suspiro, se sacó del bolsillo el sobre que había contenido las firmas.
Se lo tendió a Clarissa, pero no le permitió tocarlo.
—Ese es el sobre donde estaban los papeles.
—Lleva pegado un sello —explicó Jeremy—. Es lo que se conoce como
un error filatélico. Fue impreso en un color equivocado. El año pasado
se vendió uno en Suecia por catorce mil trescientas libras.
—¡Así que era eso! —exclamó Clarissa, retrocediendo.
—El sello cayó en manos de Sellon. Sellon escribió a mi jefe, sir
Kenneth, acerca de él. Pero fui yo quien abrió la carta. Fui a ver a
Sellon...
—... y le mataste —concluyó Clarissa.
Él asintió sin decir nada.
—Pero no encontraste el sello —prosiguió ella, todavía retrocediendo.
—Así es. El sello no estaba en la tienda, así que estaba seguro de que
se encontraba aquí, en esta casa —explicó Jeremy, acercándose a ella
—. Esta tarde pensé que Costello me había tomado la delantera.
—Así que también le mataste a él.
Jeremy asintió de nuevo.
—¡Y ahora estabas dispuesto a matar a Pippa!
—¿Por qué no?
—¡No me lo puedo creer!
—Mi querida Clarissa, catorce mil libras es mucho dinero —observó él
con una sonrisa a la vez contrita y siniestra.
—Pero ¿por qué me cuentas todo esto? —preguntó ella, sorprendida y
nerviosa—. ¿Acaso crees que no diré nada a la policía?
—Les has contado tantas mentiras que nunca te creerán —replicó él
con brusquedad.
—Desde luego que me creerán.
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22
El grito de Clarissa obtuvo inmediata respuesta: sir Rowland entró
rápidamente, encendiendo las luces, mientras el agente Jones se
precipitaba en la sala por la cristalera y el inspector desde la
biblioteca.
—Muy bien, Warrender. Lo hemos oído todo. Muchas gracias —
anunció, sujetando a Jeremy—. Y ésa es la prueba que necesitamos.
Déme usted el sobre.
Clarissa retrocedió detrás del sofá, con la mano en el cuello.
—Así que era una trampa —observó Jeremy con frialdad—. Muy
inteligente.
—Jeremy Warrender —dijo el inspector—, queda usted detenido por el
asesinato de Oliver Costello. Le advierto que todo lo que diga podrá
ser utilizado en su contra.
—No se moleste, inspector —replicó Jeremy—. No pienso decir nada.
Era una buena jugada, pero no dio resultado.
—Lléveselo —ordenó el inspector al agente Jones, que cogió a Jeremy
por el brazo y se lo torció a la espalda.
—¿Qué pasa, señor Jones? —dijo éste con sarcasmo mientras salían
por las cristaleras—. ¿Se le han olvidado las esposas?
Sir Rowland se volvió hacia Clarissa.
—¿Estás bien, querida? —preguntó ansioso.
—Sí, sí, estoy bien.
—Yo no quería exponerte a todo esto —se disculpó él.
—Tú sabías que había sido Jeremy, ¿no es así?
—¿Pero qué le hizo pensar en el sello, señor? —terció el inspector.
Sir Rowland se acercó a él y cogió el sobre.
—Bueno, inspector, algo se me ocurrió cuando Pippa me dio el sobre
esta tarde. Luego mis sospechas crecieron al ver en el Quién es quién
que Kenneth Thomson, el jefe de Warrender, era un coleccionista de
sellos. Y hace un momento, cuando tuvo la desfachatez de meterse el
sobre en el bolsillo delante de mis narices, estuve seguro. Tenga
usted cuidado con esto, inspector —añadió, tendiéndole el sobre—.
Descubrirá que es de un valor extraordinario, además de ser una
prueba.
—En efecto, una prueba definitiva. Gracias a ella recibirá su merecido
un malvado criminal. Sin embargo, todavía tenemos que localizar el
cadáver.
—Ah, eso es muy fácil, inspector —terció Clarissa—. Miren en la cama
de la habitación de invitados.
El policía la miró con gesto de desaprobación.
—Señora Hailsham-Brown... —comenzó.
—¡Pero por qué nadie me cree! —exclamó Clarissa—. Está bajo la
cama de invitados. Vaya usted a mirar, inspector. La señorita Peake lo
puso ahí porque quería ayudar.
Digitalizado por kamparina para Biblioteca-irc en octubre de dos mil cuatro.
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