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DISCURSO DE ACEPTACIÓN

Joan Manuel Serrat Teresa

Rector Magnífico de la Universidad de Zaragoza


Claustro de Profesores
Dignísimas autoridades académicas y civiles que amable-
mente nos acompañan
Profesores y alumnos
Amigas y amigos

Estoy seguro de que quienes tan generosamente han


considerado oportuno concederme este doctorado lo
han hecho con la intención de reconocer los méritos de
una persona, pero al hacerlo deben saber que también
están reconociendo a un colectivo de mujeres y hombres
que han construido su vida a partir del oficio de cantar
y de escribir canciones. Gentes que dignifican poética  y
musicalmente la canción, y para quienes el valor y la
fuerza de la palabra es fundamental en su quehacer. Con
todos ellos quiero compartir este reconocimiento, espe-
cialmente grato por haberme sido concedido a instancias
de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de
Zaragoza.
Me complace que valoréis esta parcela de la poesía que
es la canción popular, a la cual represento y a la que me
dedico. Mucho han cambiado las cosas en nuestra socie-
dad para que un cantante popular reciba un reconoci-
miento como el que hoy se me brinda aquí. Me alegro
por mí, por el colectivo que represento y, cómo no, tam-
bién por ustedes.

De otros aprendí el oficio de cantar y de hacer cancio-


nes. De otros, que antes lo aprendieron de otros, y me
hace feliz pensar que tal vez con mi trabajo haya podido
ayudar al aprendizaje de los que siguen.

Soy un hombre privilegiado que trabaja en lo que le


gusta y al que, además, le pagan por hacerlo. Me siento
una persona querida y respetada que canta por el gusto
de cantar. Cantar me da placer y, más que un mérito, para
mí constituye un privilegio.
Además, siempre te dan mesa en los restaurantes.

Con canciones me expreso y me comunico con los de-


más.
Escribo mirando a mi alrededor, pero también vol-
viendo la mirada a mis interiores. Escucho las voces de la
calle pero también los ecos.
Escribo dejando volar los pensamientos pero también
clavando los codos en la mesa.
No quisiera confundirles dando la imagen de un tipo
que se ha pasado la vida de paseo, chuleando a la inspira-
ción, un vividor al que le chorrean canciones, metáforas
y aforismos hijos de la generación espontánea. Pero, a
riesgo de provocar la desilusión de más de uno, confieso
que, incluso tratándose de modestas canciones, escribir
fue mucho más que el fruto de momentos inspirados: fue

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el resultado del esfuerzo y de la porfía por amasar pala-
bras, por tejer y deshacer mimbres; y si las musas, siempre
escurridizas y engañosas, acudieron a darme una mano,
lo agradecí en lo que vale, pero sin confiar absolutamente
en su voluble lealtad.

Dice el refrán que «quien canta, su mal espanta». Y es


verdad.
Cantando conjuras los demonios y conviertes sueños
en modestas realidades.
Cantando compartes lo que amas y te enfrentas a lo
que te incomoda.

Las canciones viven en la memoria de la gente, viajan


y nos transportan a tiempos y lugares donde un día tal vez
fuimos felices.
Algunas son personales e intransferibles. Otras agluti-
nan un sentimiento común y llegan a convertirse en him-
nos.
Todo momento tiene una banda sonora y todos tene-
mos nuestra canción, esa canción que se hilvana en la
entretela del alma y que uno acaba amando como se ama
a sí mismo.

Alguno estará pensando: «Por su culpa, Serrat, me


casé con el que hoy es mi esposo —o mi señora—… Es-
tábamos un atardecer de verano en la playa cuando em-
pezó a sonar su canción y…, etcétera». Por favor, a cada
quien lo suyo. Eso no es culpa de mis canciones, sino de
sus atardeceres de verano y de sus ímpetus juveniles.

Una de las muchas cosas que tengo que agradecer a la


vida es este oficio, que me ha llevado a caminar el mundo
sin que las penurias económicas o políticas me empujaran

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a hacerlo, y en ese ir y venir he podido conocer gentes de
todo tipo y condición en lugares distintos a los que crecí,
con otras costumbres y otras maneras de ver y mirar la
vida, que, lejos de llevarme a consolidar y concretar una
idea de patria sublimada y distante, se fue consolidando
en el descubrimiento.

Para unos la patria es el territorio, para otros el idioma


y para otros la niñez.
Algunos se llenan con ella la boca y otros la bolsa.
Yo he reconocido mi patria por los caminos.

Decía mi madre que su patria estaba donde sus hijos


comían.
Probablemente, eso mismo deben pensar los miles de
madres que a lo largo y ancho del planeta caminan con
sus hijos a cuestas huyendo del dolor y de la guerra, de-
jando atrás la tierra que los vio nacer, buscando un lugar
en el que sus hijos coman, crezcan y aprendan a convivir
en paz en una nueva patria temporal o definitiva.
Viéndoles atascados en los barrizales, aguardando re-
emprender el camino, atorados en el descansillo de una
Europa mezquina y desalmada a la orilla de un Mediterrá-
neo que otrora fue cuna del pensamiento y puente de cul-
turas, me pregunto si alguien sabe decirme dónde queda
la patria de esta gente. ¿Quedó atrás o está delante…?
Mientras tanto, que los músicos no paren de hacer so-
nar sus instrumentos y los poetas no dejen de levantar la
voz. Que los gritos de la angustia no nos vuelvan sordos y
que lo cotidiano no se convierta en normalidad capaz de
volver de piedra nuestros corazones.

Soy como todos ustedes, fruto del tiempo y del mundo


que me han tocado vivir. Tiempo de confusión y angustia,

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de soledad y falta de referentes, donde se ha perdido la
confianza en el sistema, en sus representantes y en sus
instituciones, donde los jóvenes se sienten engañados
y los mayores traicionados y donde más que nunca nos
necesitamos los unos a los otros.
Todos somos importantes y todos tenemos que sentir-
nos importantes.

En los últimos años ha sido extraordinario el creci-


miento tecnológico y científico que hemos experimenta-
do, pero también ha sido muy grande la pérdida de los
valores morales de nuestra sociedad.
Se han producido terribles daños a la naturaleza, mu-
chos de ellos irreparables, y es vergonzosa la corrupción
que desde el poder se filtró a toda la sociedad.
Más que una crisis económica, estamos atravesando
una crisis de modelo de vida.

Y, sin embargo, sorprende el conformismo con el que


parte de la sociedad lo contempla, como si se tratara de
una pesadilla de la que tarde o temprano despertaremos.
Espectadores y víctimas parecemos esperar que nos
salven los que nos han llevado hasta aquí.

Es necesario recuperar los valores democráticos y mo-


rales que han sido sustituidos por la vileza y la avidez del
mercado, donde todo tiene un precio, donde todo se
compra y todo se vende.
Es un derecho y una obligación restaurar la memoria y
reclamar un futuro para una juventud que necesita reco-
nocerse y ser reconocida.
Tal vez no sepamos cuál es el camino más corto, pero
sí sabemos cuáles no debemos volver a tomar.

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Señoras y señores. Sea cual sea el camino, este pasa
necesariamente por el conocimiento. Solo con él progre-
samos individual y colectivamente.
Si algo nos sustenta y nos caracteriza positivamente
como especie es el conocimiento.

Defender las bondades del conocimiento parece algo


tan innecesario y tan obvio como argumentar sobre la
necesidad de alimentarse o de respirar, aunque, dadas
las circunstancias, estoy dispuesto a argumentar en su
defensa.
El conocimiento nos ayuda a reconocernos.
A entender más y mejor el entorno del que formamos
parte y del que dependemos.
A superar los obstáculos.
El conocimiento profundiza la vida democráti-
ca. Le aporta justicia e igualdad y le ayuda a cons-
truir un tejido social cohesionado. Agudiza, ade-
más, el grado de civismo de los ciudadanos y aclara
buena parte de las obligaciones y derechos de cada
quien en el reparto de responsabilidades y beneficios.
El conocimiento estimula nuestra curiosidad, nuestra
sensibilidad.
Es bueno para alcanzar una vida culturalmente más
plena, artísticamente más fértil, más lúdica y más feliz.

El esfuerzo en producir y gestionar conocimien-


to es el que tiene mayor rentabilidad para el de-
sarrollo de los pueblos y de la humanidad entera.
Es un buen negocio, del cual todos salimos beneficiados.
En fin, que el conocimiento es bueno para vivir en paz,
para aprender a ser libres y para crecer sin miedos.
La educación, la escuela y la universidad son instru-
mentos fundamentales para conseguirlo.

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Me enorgullece que una casa de estudios como esta
me haya premiado con un doctorado gracias al cual pue-
do dirigirme a ustedes, mujeres y hombres que sin duda
trabajan en este sentido. Les doy las gracias por su esfuer-
zo, un esfuerzo que colabora a que los sueños cada día se
acerquen un poco más a la realidad. Y nada más.
Espero que ustedes, gente instruida y tolerante, sabrán
juzgar mis palabras más por su intención que por la ma-
nera en que he sido capaz de expresarme. Gracias por su
generosidad.

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