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Eiff, Leonardo - El Estado (Introducción y Política)

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EL ESTADO

Eiff, Leonardo
El Estado : esquirlas de la máquina / Leonardo Eiff. - 1a ed. - Los Polvorines : Universidad Nacional
de General Sarmiento, 2020.
Libro digital, EPUB - (Filosofía de a pie / 2)
Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-630-514-3

1. Filosofía. 2. Estado. 3. Ensayo. I. Título.


CDD 199.82

©Universidad Nacional de General Sarmiento, 2020.


J. M. Gutiérrez 1150, Los Polvorines (B1613GSX).
Provincia de Buenos Aires, Argentina.
Tel.: (54 11) 4469-7507. ediciones@campus.ungs.edu.ar
ediciones.ungs.edu.ar
Colección Filosofía de a pie
Dirección: Gustavo Ruggiero, María Pia López y Gustavo Arroyo
Diseño gráfico de la colección: Daniel Vidable
Diseño de interior y tapas: Daniel Vidable
EPUB: Andrés Espinosa
Corrección: María Valle
Hecho el depósito que marca la ley 11.723.
Prohibida su reproducción total o parcial.
Derechos reservados.
Índice
Introducción

Política

Guerra

Nación

Económico-social

Arte

Conclusión

Para seguir recorriendo


COLECCIÓN FILOSOFÍA DE A PIE
Andar a pie: no subirse al caballo ni al auto que
prestigia. Andar a pie es andar en el espacio público, entre los transportes
colectivos, codo a codo en la multitud. Quedar a pata. Andar a pie es darse
un tiempo, caminar para percibir lo rugoso, lo complejo, lo inconcluso, lo
vacante. Hablar desde la llanura y no desde la montaña o la torre. Mirar
desde el raso y no desde el avión o el dron. A pie, una filosofía. O unos
escritos que piensan en el presente. Ensayos que se acercan, con osadía o
con pudor, a grandes temas. A pensarlos otra vez y presentarlos para
lectorxs que se presumen cercanxs, interesadxs, pedestres. Como quienes
escriben. Escrituras con experticia y sin autoridad, hospitalarias para quien
se acerca por primera vez a esos temas. Ensayos filosóficos para leer en el
bondi, en el tren, en las esperas, en los bares, en el pasto. A mano y al pie.
O sea, interpelaciones a nuestra sensibilidad lectora y a la curiosidad de lxs
no expertxs. Parte de una conversación pública y de una vocación –muchas
veces olvidada– de la filosofía de intervenir en esa conversación.
El autor
Estudioso profundo de la filosofía política y del Estado,
Leonardo Eiff es licenciado en Ciencias Políticas y doctor en Ciencias
Sociales por la Universidad de Buenos Aires.
Es investigador del Conicet y profesor de Teoría Política Moderna en la
Universidad Nacional de General Sarmiento. Es un ávido lector y buscador
de rincones recónditos de la literatura y la filosofía. Publicó Filosofía y
política existencial. Sartre, Merleau-Ponty y los debates argentinos,
Merleau-Ponty, filósofo de lo político y Fantasmas de la revolución, diez
ensayos sartreanos en Ediciones UNGS, además de varios artículos ligados
a la teoría política y al ensayo de crítica cultural.
Para mis primeros sobrinos:
Lucio, el más grande de les chiques
Valen, que llena el mundo de palabras
Divulgar no es lo mismo que socializar.
SILVIA SCHWARZBÖCK, LOS MONSTRUOS MÁS FRÍOS
Introducción

Nos proponemos abordar en las siguientes páginas el concepto de Estado.


Comencemos con un ejemplo. Supongamos que naufraga un barco con
hombres, mujeres y familias a bordo. Algunos de ellos arriban a una isla
desierta. Obligados a vivir juntos, deben hallar la forma de convivir.
Supongamos, también, que son seres racionales (puesto que son seres
humanos dotados de razón) y ella les indica que, si desean vivir juntos,
tienen que encontrar un método, una manera, un punto de acuerdo, un
conjunto de reglas, que haga viable esa vida común. Deben encontrarlo,
además, porque saben (o porque se lo anuncia su razón o su experiencia,
puesto que el barco con sus tripulantes viene de algún lado) que, a menudo,
el vivir juntos genera controversias. Fricciones, peleas, disputas, esgrimas
verbales que pasan a mayores, deseos de lo mismo, intereses enfrentados y,
en el extremo, luchas fratricidas. Los seres humanos estamos naturalmente
obligados a convivir, pero no sabemos cómo. En otras palabras: vivimos,
pero no sabemos cómo vivir. El problema surge con la pregunta alrededor
de cómo resolver los conflictos que ese vivir en común, cotidianamente,
presenta. Es el comienzo de la política.
Entre las múltiples soluciones imaginadas, esbozadas, escritas en libros
clásicos y contemporáneos, podemos seleccionar, a modo de resumen, dos.
En primer lugar, esos hombres, mujeres y familias se reúnen una noche
alrededor de una fogata y deciden ponerse de acuerdo en torno a reglas que
juran respetar. Pero como sospechan que con el juramento no alcanza –
puesto que en ciertos momentos decidimos privilegiar nuestros intereses o
deseos por sobre las reglas comunes–, la asamblea selecciona a algunos de
ellos y les cede la fuerza (armas) para que con ellas garanticen el
cumplimiento de las obligaciones contraídas en caso de desobediencia. Con
el tiempo, las reglas o mandatos (por ejemplo: no matar, no robar, etcétera)
se convertirán en derecho; la fuerza, en policía, ejército, administración, es
decir: gobierno. Y de modo más abstracto: Estado. Esta primera versión
imagina el Estado a partir de un acuerdo entre particulares (individuos) que
crean un principio universal cuya misión es regular la vida en común.
En segundo lugar, podemos suponer que, como el barco zarpó de algún
lugar históricamente concreto, esos seres humanos, extraviados en una isla,
traen consigo saberes, habilidades, acaso riquezas, desigualmente
distribuidas. Poco a poco, dichas desigualdades se van imponiendo. Se
organizan grupos sociales con intereses y sensibilidades semejantes que
procuran imponerse, sobre todo, desean mandar, consideran que tienen
derecho a ello; ser amos. La consumación de dicho deseo requiere el
constante flujo reproductivo de esclavos, puesto no hay amos sin esclavos,
y, principalmente, hallar el modo de validar a lo largo del tiempo la relación
de dominación. Transformarla en costumbre. Así, los dominantes pergeñan
un acuerdo de beneficios mutuos: reglas comunes y fuerza para hacerlas
cumplibles. Un método de convivencia con una cláusula secreta: las reglas
y la fuerza (el gobierno y el Estado) deben garantizar y jamás poner en
discusión el dominio de un grupo social sobre otro. La segunda versión
imagina el Estado como resultado de la lucha entre grupos sociales. El
Estado cristaliza una determinada relación de fuerzas sociales.
Comenzamos con una suposición y dos posibles respuestas. El Estado
está al servicio de la resolución de las dificultades, los conflictos, de la vida
en común. Su horizonte es la paz. Pero para alcanzar la pacificación debe
obligar; tener la fuerza suficiente para asegurar una convivencia pacífica.
En este sentido, el sociólogo alemán Max Weber escribió una
imprescindible definición: “El Estado es aquella comunidad humana que,
dentro de un determinado territorio, reclama (con éxito) para sí el
monopolio de la violencia física legítima” (2000: 83). Si leemos con
atención, veremos que la definición condensa nuestro ejemplo: los
náufragos son la comunidad humana en la isla (territorio) que cede su
poder (la capacidad de hacer según creemos mejor) a un órgano monopólico
de producción de reglas dotado de fuerza (violencia física). La palabra
clave que no dijimos, aunque la supusimos, y ahora, con la definición
weberiana irrumpe, es legitimidad. El acuerdo nocturno alrededor de una
fogata es una escena de legitimación de un nuevo poder. Y, en el segundo
caso, el grupo social que logra dominar a otro obtiene su efecto no
solamente mediante la fuerza, sino, sobre todo, porque los dominados
consideran legítima la dominación. Legitimidad es consentimiento,
aceptación de la necesidad de un poder que nos regule, antes que
imposición. No hay Estado sin legitimidad. Weber hilvana las cuatro
nociones centrales para pensar el Estado: territorio, monopolio, violencia,
legitimidad. Será nuestra definición mínima y, a partir de ella, vamos a ir
profundizando en el concepto.
Teniendo en cuenta lo anterior y las dos soluciones provisorias que
ofrecimos para la convivencia en la isla desierta (el Estado como garante
universal de la paz tras un acuerdo voluntario o el Estado como garante de
la dominación de un grupo sobre otro u otros), vamos a dividir nuestro
escrito en cinco estaciones: política, guerra, nación, economía y arte. Se
trata de esbozar cinco puntos que contienen una relación estrecha con el
Estado a fin de reflexionar de la manera más concreta posible. En cada una
de ellas observaremos los pilares de la definición de Max Weber y las
materializaciones (teóricas y prácticas) de nuestras dos soluciones
imaginarias. Finalmente, en la conclusión, indagaremos la vigencia del
Estado, aquí y ahora; desde la Argentina y hacia América Latina.
Breve aclaración antes de comenzar. A la pregunta qué es el Estado
vamos a responderla menos a partir de una historia que desde las incertezas
del presente. La actualidad del Estado es la de su crisis, cuyo calado trilló
dos surcos en el campo de la vida en común. Por un lado, quienes
argumentan: debemos recuperar el Estado para restañar una convivencia
averiada por el incontestado triunfo del egoísmo y el individualismo; por el
otro lado, quienes argumentan: la crisis es de tal magnitud que socava
cualquier atisbo de recuperación. Habrá que explorar, dicen, otras formas de
vida comunitaria, capaz de prescindir de la regulación estatal. Crisis,
recuperación, superación. Desde allí procuramos reflexionar, a pie, sobre el
Estado.
Política

James Madison, uno de los padres fundadores de la república


estadounidense, afirmó lo siguiente: “Si los hombres fueran ángeles, no
harían falta gobiernos”. Sea por su origen pecaminoso, sus pasiones
desenfrenadas o su ímpetu concupiscente, los seres humanos no podemos
gobernarnos a nosotros mismos de acuerdo con criterios justos y
equilibrados. La imposibilidad de gobernarse a sí mismo (clásico tema de
las reflexiones morales) y el carácter social de los hombres –necesitamos,
solicitamos a los otros para poder vivir– pone en riesgo la convivencia
humana o la somete a una tensión a menudo incongruente con el despliegue
del proceso vital. Podríamos considerar que los seres humanos pueden
gobernarse sin excesos, o sea, conducirse racionalmente, identificando lo
justo, deseando lo bueno porque es bueno y no a la inversa: afirmando que
es bueno porque lo deseamos. Si así fuera, en efecto, no necesitaríamos
gobiernos –los anarquistas han extraído las consecuencias políticas más
exigentes: la suposición de la necesidad de un principio jerárquico pervierte
el conjunto de las relaciones sociales–, bastaría con el gobierno de cada uno
para que la vida en común no presentara mayores inconvenientes. En
cambio, si pensáramos que, habitualmente, los seres humanos con el afán
de ampliar nuestros márgenes de autonomía y goce invadimos la esfera del
otro, o simplemente tendemos a someter los criterios distintivos del bien y
el mal a nuestros afectos, y que, además, esos afectos y deseos a menudo se
contraponen, puesto que la naturaleza nos obliga a vivir juntos pero no nos
dice cómo, es altamente probable que se dificulte el gobierno de nosotros
mismos e, incluso, comencemos a considerar que, para garantizar nuestra
vida, es válido poner en riesgo o someter la de otro. Su retroalimentación
torna improbable la convivencia.
El antídoto para tal falencia ha sido, en sentido amplio, la autoridad de la
ley. Las leyes de Solón o Licurgo para los antiguos griegos, y Moisés
escalando la montaña para recibir de Yahveh las tablas con el decálogo
configuran los momentos fundacionales en los que los seres humanos se
dan la ley. Es decir, reconociendo la incapacidad de gobernarse a sí mismos
los seres humanos constituyen una instancia común que ordena, fija
criterios en torno a lo que podemos y no podemos hacer. La supremacía de
la ley implica la difícil tarea de renunciar a hacer lo que nos plazca. Por otra
parte, la ley supone la existencia de un tercero, algo/alguien que supera, está
más allá de, las relaciones interhumanas. Puede o no provenir de los propios
seres humanos, ser considerada natural o cultural, eterna o histórica, pero,
en cualquier caso, funciona si logra establecerse como un tercero entre dos,
es decir: si es reconocida como autoridad. Una instancia común que, por
definición, no está a merced de cada uno según su fuerza eventual.
Es factible comenzar al revés y sostener que primero fue la ley (o el
Verbo, como en el Evangelio de San Juan); luego, los hombres se
percibieron incapaces de gobernarse a sí mismos. Como sea, existe un juego
de correspondencia entre el reconocimiento de nuestra débil humanidad (no
somos ángeles), la dificultad para gobernarse y vivir en concordia, y la
necesidad de la ley. ¿De dónde proviene la ley? Su lugar de procedencia es
crucial para sopesar su pretensión de autoridad y su validez: que los
hombres la obedezcan. La tradición política que abreva en la Biblia la
remite a la divinidad: Dios ofrenda la ley a los hombres. El poder de Dios
se hace ley a través de sus representantes en la tierra: reyes, sacerdotes,
Estados e Iglesias. La tradición política griega (que luego, con matices, será
romana), en cambio, enraíza el comienzo de la ley (el nomos) en una
disposición humana hacia lo común. Es la politicidad inherente al ser
humano (la definición aristotélica: el hombre es un animal político, evoca
ese sentido) la que funda la polis. La ley es comunidad y supone la
naturaleza política del ser humano. Por eso, ciudadano es quien puede
gobernar y ser gobernado.
Se trata de las dos tradiciones que forjaron lo que entendemos por
política y qué significa actuar políticamente, en Occidente. La modernidad,
y su mayor invento político: el Estado, nace esbozando una querella, se verá
cuán aparente, con ambos legados. Una disputa que supone el pasaje desde
el origen (divino) de la autoridad hacia una perspectiva (secularizada) de
autorización, que cambia la naturaleza del poder y, con ello, la relación
entre autoridad y poder. Las leyes divinas, si existieran, no alcanzan para
que los hombres legitimen sus leyes de gobierno y no existe ninguna
naturaleza política que procese, de modo inmanente, la vida común. El
doble rechazo ordena tres momentos concomitantes: se radicaliza el abismo
entre Dios y los hombres, se modifica la noción de naturaleza y cambia
sustancialmente cómo comprendemos la palabra y la práctica política.
Durante los siglos xvi y xvii, entre la reforma de Lutero (1520), la guerra
de los Treinta Años (1618-1648) y la paz de Westfalia (1648), Europa
ingresó en un período de confrontación a gran escala que afectó al conjunto
de los sectores sociales (desde los reyes y nobles hasta el campesinado), y
marcó el fin de la cristiandad en cuanto unidad política y moral de la
sociedad. Se imponía ensayar otras soluciones. La politización de la
conciencia religiosa fue señalada como la causa de la brutal guerra civil y,
sobre todo, la causa de la imposible pacificación. En este sentido, las
soluciones fueron las siguientes: 1) escindir la esfera religiosa y la esfera
política; 2) consagrar jurídicamente la separación entre lo privado y lo
público; 3) privilegiar la razón de Estado: el Estado atiende a lo que
conviene a su supervivencia antes que al modo de hacer triunfar la religión
que dice cultivar. La distinción entre religión y política permitía que
cualquiera pudiera cumplir con su conciencia piadosa y obedecer, al mismo
tiempo, las leyes de su Estado, sin necesidad de que coincidan los dos tipos
de fidelidad. En concreto: un sujeto que profesara la fe luterana o calvinista
podría vivir bajo un Estado cuyo rey fuese católico. El Estado reclama
obediencia a las leyes públicas sin entrometerse en los meandros de la
conciencia. Cabe insistir en lo siguiente: la existencia del Estado presupone
la distinción entre lo privado y lo público.
Acabo de repasar sintéticamente el camino hacia la modernidad,
afincado en la separación entre la religión y la política. Pero veamos una
posible vuelta de tuerca. El abismo entre Dios y los hombres, cuya brecha
es abierta por las guerras entre aquellos que sostienen su beligerancia en el
favor divino, no se sutura meramente privatizando la fe religiosa. Además,
el naciente Estado propone otro sistema de mediaciones (instituciones),
basado, como vimos, en la separación de lo privado y lo público y en la
superioridad de la ley respecto al carisma profético (el gobierno de las leyes
antes que el gobierno de los hombres). En suma, importa menos el paso de
las creencias religiosas al ámbito privado que la irrupción de una nueva
máquina política (el Estado) que actúa como un dique contra la penetración
de las pasiones cismáticas, la de aquellos que creen actuar en nombre de
una verdad trascendental y, por eso, consideran que todo es posible para que
tal verdad triunfe a través de otro orden de razones (públicas) cuyo lema es:
la autoridad, no la verdad, realiza la ley.
Nos referimos a la máquina política y a otro orden de razones. En
efecto, la nueva ciencia política que da lugar al nacimiento del Estado
supone una modificación radical en la concepción de la naturaleza. Las
revoluciones científicas que surcan el siglo xvii indagan otra mecánica de
los cuerpos: la naturaleza pierde sus rasgos cualitativos, su correspondencia
con el plan divino, y pasa a ser objeto. Es decir: objeto de medición,
cálculo, experimentación, disecación, etcétera. Se vuelve maleable y, de
algún modo, artificial. El novedoso orden de razones (que, huelga recordar,
se reconoce como el acta de fundación de la filosofía y la ciencia moderna;
Descartes y Galileo para resumir con nombres resonantes) impacta, desde
ya, en el modo de justificar la necesidad del Estado. En principio, de dos
maneras. La primera remite a la posibilidad de postular una ciencia de la
política alejada de la retórica (para los antiguos la retórica coagulaba el arte
de la política), de los giros del lenguaje, y cercana a una física de los
cuerpos. Ciencia, no arte. La segunda dispara hacia una de las ficciones
medulares de la filosofía política: el estado de naturaleza. Este condensa
los dos momentos antes nombrados: modificación de la naturaleza en
consonancia con un renovado criterio para asir la pregunta: ¿qué es la
política?
El estado de naturaleza significa –situación espacial antes que temporal–
la ausencia de gobierno. La carencia de una instancia común de resolución
de conflictos, que va a comenzar a conocerse con el nombre de Estado. Su
conceptualización emerge de la siguiente interrogación: ¿cómo vivirían los
seres humanos si no existiese el gobierno? (propongo mantener la
ambivalencia terminológica entre Estado y gobierno puesto que es propia
del nacimiento del concepto y porque ambos determinan la existencia de un
poder común por encima y, eventualmente, contra el poder de cada uno).
Cada vez que protestemos, no contra tal o cual política de gobierno, sino
contra la existencia misma del Estado debemos realizar inmediatamente la
pregunta: ¿qué pasaría si no existiera el Estado? Pues bien, el ser humano,
despojado de su condición civil, queda reducido a su naturaleza, a la
desnudez de su vida. Los autores que pertenecen a la tradición
contractualista (clásicamente: Hobbes, Locke, Rousseau; pero no solo ellos)
comienzan con un estudio de los rasgos sobresalientes de la naturaleza
humana. Las conclusiones de los autores ofrecen perspectivas divergentes;
sin embargo, podemos afirmar que los reúne la hipótesis de una especie de
desarreglo entre las capacidades humanas y las obligaciones de la vida en
común. La vida bajo el estado de naturaleza habilita una serie de pasiones
(deseos, sentimientos, intereses) que impiden la convivencia; mejor dicho:
impiden la paz, la seguridad y la certeza, puesto que las pasiones desatadas,
sin freno alguno, hacen de la guerra de todos contra todos, una posibilidad
siempre latente. Por otra parte, para el contractualismo la capacidad
racional de los seres humanos (puesto que somos seres racionales) es
insuficiente, debido a que la recurrente disputa entre razones y pasiones no
siempre arroja los mejores resultados para la vida en común. Es la propia
razón la que descubre su poquedad, y concluye: los seres humanos
necesitan constituir gobiernos para, primero, conservar su vida y, segundo,
desplegar las potencialidades que anidan en su común humanidad.
Ahora bien, en el estado de naturaleza no hay lugar para la política. Lo
político no es una condición inherente a la existencia humana (como habían
creído los antiguos griegos), sino una solución que permite resolver el
infierno de la insociable sociabilidad de los seres humanos. Sociables,
puesto que gregarios, deseamos la presencia de los otros, e insociables,
puesto que los deseos son plurales y, a menudo, contrapuestos, y convierten
al otro en un enemigo a batir. La política, entonces, es un artificio, una
técnica, que proviene de un raro momento de invención: los hombres
atribulados por el miedo descubren que pueden pactar unos con otros una
cesión de sus derechos (es decir: de su capacidad de actuar según
consideren más conveniente) hacia un tercero que ahora reúne la fuerza de
cada uno en una fuerza común, cuyo fin es mantener a raya las pasiones a
través de la obediencia a un conjunto de leyes iguales para todos. Lo
político condensa el momento de fundación del Estado.
La remisión a la figura del pacto o el contrato implica tres cuestiones. En
primer lugar, que el poder de fundar ya no reside ni proviene de Dios. En
segundo lugar, que la política no es inmanente a la naturaleza humana, antes
bien, el pacto erige una frontera, fuera del tiempo y el espacio, que
vehiculiza la fundación de la política a partir de la constitución de una
segunda naturaleza, llamada precisamente civil (se trata de una versión
acotada a lo político del magno pasaje de la naturaleza a la cultura), que
instituye un modo de vida común radicalmente divergente respecto al
natural. En tercer lugar, la centralidad del pacto o contrato vincula
estrechamente el poder político y la autoridad del derecho. Así, la política y
la judicatura contraen un matrimonio que, sea festejando su alianza o
denunciando la subordinación de uno a otro, va a signar el derrotero de la
modernidad. Las tres cuestiones responden las preguntas en torno a cómo
surge el poder y cuáles son sus límites. Interrogaciones cruciales que
reenvían a la noción de legitimidad. La ficción del pacto pretende dotar de
legitimidad al nuevo poder bautizado con el nombre Estado. Así, el Estado
es siempre Estado de derecho. Puesto que el Estado funda el derecho y el
derecho funda el Estado. Tal el momento bisagra del pacto y su rasgo
bicéfalo.
Pero existe un problema que ha atribulado a las mentes políticas más
agudas: ¿el Estado encuentra límites en el derecho cuya autoridad proviene
de la exigencia de cumplimiento de reglas y procedimientos que, aunque
surgen y se sostienen en lo político-estatal, no deben por eso colapsar ante
los vaivenes de la política en el Estado? Esos límites favorecen casi siempre
los derechos fundamentales de los ciudadanos, pero ¿cómo proceder con
ellos si la existencia misma del Estado está en juego? En este punto
debemos introducir un concepto nodal: soberanía. El concepto connota
autonomía –o sea: darse a sí mismo la ley–, que ni el Papa o algún otro
poder pueda estar por sobre el Estado. Entonces, gobierno sobre un
territorio (recordar la definición de Weber), autonomía en las decisiones, en
la elaboración de los derechos y obligaciones. Soberanía quiere decir que la
existencia del Estado sostiene la vigencia del derecho. Pero ¿qué ocurre si
el Estado vulnera los derechos para cuya garantía fue establecido el pacto?
Locke, por ejemplo, considerará legítimo rebelarse en nombre del derecho;
para Hobbes, en cambio, se trata de una contradicción en los términos,
puesto que si el derecho presupone al Estado, no es posible invocarlo contra
la estatalidad. Con todo, el matrimonio entre política y derecho oculta un
haz de conflictos cuyo punto más álgido es el de la soberanía, ya que ella no
parece caber plenamente en el reino de la constitución y el derecho.
En fin, el Estado es la invención política medular del mundo moderno.
El mecanismo de su deducción es, como vimos, el siguiente. La
constitución de un verosímil que nos haga imaginar una sociedad sin
gobierno, y su descripción afincada en la imposibilidad de la vida en
común. El retrato de seres humanos cuya naturaleza impide la concordia y,
por eso mismo, reclama la institución de un tercero que regule los conflictos
entre partes. El momento de la institución, que ya no puede provenir de
Dios (porque la misma divinidad se había transformado en un foco de
conflictividad), sino de un pacto entre iguales que acuerdan ceder el
ineficaz gobierno de sí mismos a un artificio creado para suplir tal carencia.
Es el momento político por excelencia. Luego, las posturas van a variar
conforme la imagen que tracemos de las capacidades humanas: a menor
capacidad para gobernarse mayor poder para el Estado, y viceversa. El
Estado es una persona artificial –completamente escindido de la naturaleza,
puesto que su emergencia implica un corte con el estado de naturaleza–
cuya existencia requiere de la aceptación, de la obediencia de los pactantes.
Así, según Hobbes, en la letra del contrato radica lo siguiente: el Estado
garantiza la protección (de la vida, bienes y libertades) a cambio de
obediencia (a las leyes y, en última instancia, a la soberanía estatal), y los
pactantes (súbditos o ciudadanos) se comprometen a obedecer a cambio de
que el Estado garantice su intervención para restañar derechos vulnerados.
La artificialidad del Estado se confunde con su mortalidad. El estado de
naturaleza es la muerte del Estado. De esta forma, el estado de naturaleza
no es una ficción superada sino, más bien, una advertencia razonada,
siempre acechante. Cuando pretendemos que nuestros juicios o deseos estén
por encima de la ley, o que la ley deba amoldarse a ellos, o el Estado se ve
impedido de cumplir su deber de protección porque yace maniatado por
poderes que lo usurpan en beneficio propio o su soberanía se encuentra
menoscabada por motivos económicos, culturales, finalmente políticos,
estamos en una situación de estado de naturaleza, al menos en ciernes. Con
las consecuencias antes descriptas.

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