Historia Pays and Us Chul Kin Tomo 1
Historia Pays and Us Chul Kin Tomo 1
Historia Pays and Us Chul Kin Tomo 1
SCHULKIN
HISTORIA de PAYSANDU
DICCIONARIO BIOGRÁFICO
TOMO |
HISTORIA de PAYSANDU
DICCIONARIO BIOGRAFICO
TOMO |
ABERASTURY, EUGENIO
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Triunfante el riverismo fué radiado de filas el 4 de enero de
1839 “concediéndosele” la baja absoluta y separación del servicio.
Este típico documento de orden partidista lleva la signatura del gene-
ral Enrique Martínez y prueba al canto la pasión de quienes lo pro-
piciaron.
Apoyó en julio de 1839 la invasión aliada blanco-federal y aun-
que poco después estuvo en Montevideo urgido por la obtención de
algunos títulos, nadie osó poner su conducta en tela de juicio dada la
notoria honradez de sus procedimientos.
En plena dominación oribista permaneció en Paysandú al frente
del conocido café llamado de los Federales, punto que centró las
figuras más representativas de la villa. Al frente de este comercio lo
sorprendió en 1846 la campaña de Rivera contra el litoral de la Re-
pública, siendo de los primeros en sentar plaza contra el enemigo.
Por expreso mandato del comandante Felipe Argentó dispuso
las huestes a su cargo sobre los patios y azoteas del sector Oeste,
punto terminal de la defensa y lugar donde la sangre corrió a torren-
tes entre parapetos y gárgolas.
Sobre la misma puerta de su residencia (hoy calle 18 de Julio)
extremo de la avanzada sanducera, lo sorprendió la entrega del pue-
blo, cayendo asesinado en la tarde del 26 de diciembre bajo los
puñales de una turba mercenaria que no respetó ni el llanto de los
hijos ni los esfuerzos desesperados de la esposa que clamaba por
su vida.
Tenía entonces 50 años de edad y según testimonios coetáneos
fué vástago de José Aberastury y Jacinta Salas, vecina de la ciudad
bonaerense.
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nes para aquella época. Afianzan el aserto la notoria permanencia
en los “jurys” populares, cuya elección recaía invariablemente sobre
los más capacitados.
Comisario por decreto del 21 de marzo de 1862, con fecha del
24 de enero de 1863 se le designó Defensor de Menores, tareas que
no lo desligaron de sus actividades rurales y mercantiles.
Al producirse la Revolución de 1863, estaba al frente de un ne-
gocio de ramos generales situado
en la intersección de 8 de Octu-
bre y Montevideo (5. E.) vale de-
cir calle por medio de la Jefatura,
comercio que a la caida de la
plaza fué literalmente saqueado
(2 de enero de 1865).
Veterano recluta de la Guardia
Nacional, había recibido nume-
rosos ascensos acreditados por la
Comandancia local en notas de
franco justiprecio. Esta misma
confianza se tradujo en diversas
comisiones de prudente reserva
y gravitó sin duda al nombrárse-
le Comandante de la Guardia
Nacional en marzo de 1864 por
renuncia del titular Leopoldo de
Arteaga. sensible abandono en
momentos harto precarios para la
defensa lugareña.
Aberastury demostró ser digno
Federico Aberastury.
de tan elevado destino en el de-
curso de los acontecimientos, por
la tenacidad ejemplar puesta al servicio de las tropas acantonadas.
Previsto el factible asalto, sólo la conveniencia de un ideal, pudo
influir sobre el ánimo de aquellas tropas indigentes y faltas de toda
ayuda, en los pródromos de un crudo invierno.
Bien comprendido por Leandro Gómez, la situación imposterga-
ble del ejército local motivó la Misión Pinilla ante las autoridades
nacionales, obteniéndose al cabo el apoyo necesario que hizo posible
la homérica defensa.
Disciplinado sin ser férreo, remanente civil, la franca apostura
del hidalgo nato, el verbo seguro y convincente lograron el mejor
efecto donde las normas imperativas podrían chocar con el bisoño
o el veterano hecho en las tropas de línea y poco afecto a servir en
las guardias ciudadanas.
Incólume el prestigio de las fuerzas nacionales y sin comprome-
ter vanas promesas exhaustivas llevó a filas mientras esperaban la
ayuda gubernativa, el aporte de especies y dinero a costa de la
propia hacienda o de quienes fiaban en las larguezas del erario
patrio. j :
Traspuesto el Estigio de un crudo invierno, y ya bajo el influjo
benigno de la primavera mandó reconstruir con la tropa los muros
derruídos por las aguas fluviales,
habilitando nuevas azoteas y otros
fosos defensivos.
Equipado el ejército con los
avíios obtenidos por el coronel Pi-
nilla las fuerzas poblanas estu-
vieron en condiciones de afrontar
las duras contingencias en cier-
nes, organizándose las columnas
de Aberastury con el título de Ba-
tallón Guardia Nacional de Infan-
tería, unidad que hizo su primera
salida cuando el arribo del vapor
"Villa del Salto”. En el curso del
sitio iniciado el 2 de diciembre de
1864, Aberastury organizó la línea
defensiva del Sur, cuya jefatura
mantuvo hasta el fin de las hosti-
lidades.
Al definirse la caída de la
plaza, encabezó con los hermanos
Warnes y otros jefes distinguidos
la moción de entregar la plaza Federico Aberastury
previo exilio del ejército defensor
a territorio entrerriano, temperamento que rebatieron los que prefe-
rían luchor hasta el fin.
Producida la sorpresiva entrada del enemigo logró sortear las
tropas irruptoras hasta ponerse bajo salvaguardia de Eduardo Flores,
hijo del general y militar también, que lo mantuvo a su lado facilitán-
dole después los medios necesarios para evadirse del pueblo.
Interrogado durante el fugaz cautiverio, sobre el porqué de tan
heroica resistencia manifestó que sólo la vista de los pabellones
imperiales daba coraje para combatir contra propios y extraños...
No hubo por consiguiente estratagema alguna, ya que las heri-
das recibidas inhibían cualquier esfuerzo extraordinario, nada propi-
cio además en tamaña situación.
Desde la Isla de la Caridad, donde fué a reunirse con su esposa
S
la abnegada matrona Adelina Ribero de Aberastury —que le había
acompañado en todo el curso del sitio— embarcó para Concepción
del Uruguay con la oficialidad remanente en la ínsula, tocándole
redactar conforme a su jerarquía el último parte de la epopeya sam-
ducera. Nota de su puño y letra, trazo de bello perfil caligráfico, con-
figuró junto con la relación del bravo capitán Areta, documento
postrero de una epopeya. No existe este original 'harto valioso parar
la historia, documento magnánimo —si lo fué— porque allí se dijeron
incluídos dos prófugos de nota.
Sin perder de vista los sucesos que afectaban la Patria, en 1870
el coronel Aberastury se estableció en Concordia (Entre Ríos) insta-
lando el Hotel “La Provincia”, “que atendía personalmente y donde
se daba cita lo más representativo de la sociedad lugareña y los
orientales residentes en Concordia que eran numerosisimos y casi
todos complicados más o menos directamente en el movimiento con-
tra Urquiza”. (Antonio P. Castro, Crónicas Históricas, 1939).
Preciso es afirmar la profunda inquina de los exdefensores por
todo lo que se relacionase con el general Urquiza y su gobierno.
Amigo hasta las vísperas del sitio y factible colaborador por innúme-
ras muestras de aprecio, comisiones secretas y cabildeos en común,
dió espaldas al recinto sanducero en horas decisivas, contra el propio
sentir del enardecido pueblo entrerriano y la inmensa decepción de
quienes lo creyeron leal.
De esta suerte se explica la participación de todos los exilados
en los asuntos políticos de la vecina provincia y el eficiente empeño
monifiesto por la causa de Ricardo López Jordán, “restaurador de la
libertad” —conforme a los nuestros— “y enemigo del tirano que lleva-
ba cuarenta años en el poder”.
Bajo el imperio de tamañas pasiones debían soterrarse la hidal-
guía y las virtudes ancestrales del hogar patricio, ya que en la
terrible consigna involucraban con lo personal, la misma trayectoria
del partido.
Consumado el asesinato del coronel Waldino de Urquiza en la
noche del 11 de abril de 1870, los confabulados se prestaron también
a ultimar al entonces Jefe Político de Concordia, coronel Justo Car-
melo de Urquiza, hermano del anterior.
Este último, refiere Antonio P. Castro, “era hombre de tempera-
mento bondadoso y afable, hombre de costumbres sencillas y sin
complicaciones. Acostumbraba a reunirse casi noche a noche en el
Hotel “La Provincia”, situado en la calle Entre Rios al N* 526, propie-
dad del coronel uruguayo Aberastury, acompañado de un grupo de
amigos, entre los que estaban don Mariano Querencio, Herrera (An-
drés), Jeneiro y el mencionado Aberastury, a jugar una partida de
naipes y tomar mate.
“Esa noche se hallaba como siempre en el Hotel de Aberastury
entregado a la tranquila partida acostumbrada.
“Previamente había sido sorteado entre los complotados quién
debía herir al jefe iniciando el ataque, tocándole en suerte el trágico
designio al nombrado Herrera, su amigo y compañero.
“Urquiza estaba sentado al borde de una cama y tenía a su
lado a Herrera y a Jeneiro y frente a Querencio y Aberastury. La
partida seguía desarrollándose tranquilamente cuando llegan a la
puerta de la pieza varios personajes emponchados: era la señal de
que Waldino había sido ya asesinado. Al verlos Querencio se levanta
y desenfunda dos pistolas de dos caños y apuntándole le intima
rendición, comunicándole que había estallado un movimiento revolu-
cionario contra su padre, que acababa de morir así como su hermano
Waldino y otros miembros de la familia Urquiza. Instantáneamente
Herrera, el ejecutor trágico, le dió una terrible puñalada en el pecho,
derribándolo inerme.
“Rodéanlo los asesinos y cerciorándose de su muerte, lo meten
en una bolsa que atan a la cola de un caballo y en esa forma,
arrastrándolo por nuestras calles, lo llevan hasta un bañado que to-
davía existe, cerca del Yuquerí, frente al viejo Hipódromo, conocido
por Paso de la Barca, donde lo dejaron abandonado y cubierto de
ramas para encubrir el crimen. Algunos meses después un niño
de las inmediaciones apellidado Ruggero, de unos hornos cercanos,
encontró casualmente el mutilado cadáver, que se dijo pertenecía
al exjefe desaparecido”. (Castro, Crónicas Históricas, págs. 149-150,
cit.).
Pese a los dolorosos aprestos de marras, la actuación de Abe-
rastury en filas del jordanismo fué anulada por el movimiento revo-
lucionario oriental del año 70. Fiel al partido, lo abandonó todo para
incorporarse al Ejército de Timoteo Aparicio, tocándole actuar el 10
de febrero de 1871 en la toma de Fray Bentos junto al excompañero
de armas coronel Enrique Olivera, triunfo temporario que obligó
el embarco de los gubernistas, aislados luego en Paysandú. (Aroste-
gui, La Revolución Oriental, T. Il, pág. 12).
Después de la Paz de Abril (1872) no solicitó el reintegro a filas,
ocupándose durante algunos años en las faenas pecuarias que luego
debía abandonar, por una seria afección orgánica.
Reintegrado a la ciudad sobrevivió a sus necesidades merced a
un empleo en el Correo, dependencia fiscal que sólo abandonó el
día de su muerte, acaecida el 27 de marzo de 1884 al recrudecer los
viejos males cardiacos.
ABERASTURY. JUANA GONZALEZ de,
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superable heroísmo y cuando al fin las turbas sitiadoras pudieron
irrumpir a través de la calle Real, un grupo de mercenarios apuñaleó
al Comandante Aberastury en la misma puerta de su casa. Antonio
Díaz, que pudo recoger numerosas testificaciones de época, recuerda
este doloroso episodio y agrega que fué ultimado en presencia de
su esposa e hijos, siendo inútiles toda interposición para salvarlo
de los homicidas.
“El Defensor de la Independencia Americana”, periódico del
Cerrito, desdice la versión anterior al afirmar que El Teniente Coro-
nel de Guardias Nacionales, agregado al E. M. y Defensor de Meno-
Tes de esta Ciudad, D. Eugenio Aberastury, fué asesinado alevosa-
mente, después de rendido en la casa, de Da. Manuela Marote,
rodeado de toda la familia de la misma casa, la que interponía sus
ruegos, por salvar aquella desgraciada víctima; pero nada fué bas-
tante para aplacar la sed de sangre de los foragidos Vascos; fué
suspendido por cuatro bayonetas y después degollado”.
Sin embargo la tradición popular y entre otros testimonios feha-
cientes el de los contemporáneos, confirman el luctuoso suceso en
el propio baluarte de Aberastury. Además, el Censo levantado en
1849 infiere entre las pérdidas el establecimiento de café y billar
del extinto, daños que según cálculo llegaron a ochocientos pesos
de época.
Tamañas desazones, pudo vencerlas doña Juana González para
concretarse a la crianza de sus hijos en la austera escuela que
heredó de sus mayores nacidos en plena era colonial. El señorio de
los encantos personales aparejaba la íntima bondad, tanto que mu-
chos años atrás un coetáneo la llamaba “panacea de pobres y des-
validos” porque la escarcela generosa jamás privó a nadie de su
óbolo generoso. Concretado el sitio de 1864 permaneció en el recinto
hasta los últimos días del sitio prodigando su amorosa solicitud a
los enfermos y heridos de éste que era su pueblo de adopción.
Al claudicar la resistencia, en medio del caos y el pillaje la casa
de Akerastury logró salvarse esta vez por las guardias que dispuso
un antiguo protegido que había alcanzado jerarquía en las filas
revolucionarias. Existen indicios para señalar al famoso “indio”
Belén, doble mérito tratándose de un sujeto de esvinoso pretérito.
A mediados de 1868 la viuda de Aberastury se trasladó a la ca-
pital argentina donde falleció pocos años después.
AGUILAR. FAUSTO
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tropas de Juan Antonio Estomba y en 1832 revista en el ler. Escua-
drón de Caballería estacionado en Paysandú al mando del capitán
José Marote. Con este jefe hizo toda la campaña contra la primera
revolución de Lavalleja en un largo itinerario del que apenas se
conocen algunos detalles. En setiembre de 1832 revistó en el campo
militar sito en la costa del Cordobés y a mediados de febrero del
año siguiente figura en el Escuadrón de Milicias campado sobre
las márgenes de Araújo.
Desde marzo a julio siguiente permaneció en el Queguay con
las avanzadas gubernistas de Marote para observar al enemigo, y
el 15 de agosto revistaba en el campamento legal junto al Río Negro.
Ya con las presillas de cabo intervino contra el Segundo Alza-
miento lavallejista iniciado el 12 de marzo de 1834, esta vez bajo
órdenes del teniente coronel Angel Flores, jefe del primer Escuadrón
de Paysandú, que debió desplazarse hacia Tacuarembó en el curso
de la guerra.
Partidario del general Rivera perteneció al grupo sedicioso que
el 18 de julio de 1836 depuso al jefe político Nuvell y demás autorida-
des legales bajo la dirección del coronel José María Raña, militar
que luego defeccionó dando el golpe de gracia al movimiento rebelde.
Sargento a término de esta infructuosa campaña, debió emigrar
al Brasil con los primaces del fracasado movimiento. De regreso al
país actuó el 19 de setiembre de 1836 en la desfavorable batalla
de Carpintería reintegrándose nuevamente a la provincia fronteriza
donde según Antonio H. Conte “hizo toda la campaña de Farrapos
y Legales, en la que consiguió su primer galón de oficial.
“De allí volvía con el general Rivera en 1837, encontrándose
poco después en la batalla de Yucutujá el 22 de octubre de 1837.
Se halló en la batalla del Yi; después de ese hecho de armas pasó
a Paysandú a las órdenes del córonel Núñez, el que puso sitio a
esa plaza, distinguiéndose alli en varios sucesos de armas. En uno
de ellos, derrotó con ochenta hombres, la vanguardia de la división
que salió de Paysandú en número de setecientos, obligándolos a
replegarse al pueblo en completa dispersión”.
Aunque ningún documento conocido acredite tamaña acción de
guerra, cierto fué en cambio el célebre encuentro de Fausto y Lucas
Píriz, lucha de titanes digna de la prosa homérica.
En la referida pugna que siguió a un encuentro indeciso, Aguilar
recibió en pleno rostro la pólvora de una pistola de arzón, “conser-
vando hasta su muerte los granos azulados y Piriz un sablazo que
le bajó el hombro”. (Cuestas, Páginas Sueltas, T. 11, pág. 16).
Partícipe en la batalla del Palmar el 15 de junio de 1838, victoria
del riverismo sobre las armas legales, intervino en este encuentro
decisivo con el grado de capitán, recibiendo en el propio campo los
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galones de teniente coronel, título con el que revistó en el Regimiento
de Milicias N?* 9.
Después de Palmar estuvo con las fuerzas sitiadoras de Paysan-
dú, gloriosa plaza que no pudo ser rendida por la fuerza de las
armas, entregándose en noviembre de 1838, a raíz de haber caído
el Gobierno blanco.
Dado de alta el 26 de julio de 1839 con la referida investidura
militar, permaneció junto a las fuerzas de campaña en espera de la
invasión confederada prevista con gran anticipo.
A mediados de julio los enemigos comenzaron a vadear el Uru-
guay y no obstante su número, el general Angel Núñez, al servicio
de Rivera, decidió hacerles la más estricta guerra de recursos so
efectos de malograr el pasaje de Echagúe y su considerable ejército.
El teniente coronel Aguilar en aquellas difíciles circunstancias
fué dispuesto con un piquete de quince hombres en el Paso del Ombú
(Queguay), donde impidió el pasaje de una fuerte columna rosista
el 12 de agosto. Según el parte de Núñez los enemigos fueron recha-
zados en dos ocasiones “por 15 valientes que ocupaban d**, punto,
pero al fin tuvieron que ceder (en la madrugada del 13) por haberles
puesto en tierra 200 tiradores a un n? tan pequeño”, sucinto elogio
porque el heroico grupo se retiró del paso con la pérdida de sólo
dos hombres y tres heridos, entre ellos un oficial.
Pese a este momentáneo contraste, hasta el mediodía del 14
de agosto los invasores no pudieron cruzar el Queguay porque Agui-
lar al mando de una fuerte guerrilla les hizo numerosas bajas, merito-
rio esfuerzo que brindó el tiempo suficiente para el repliegue de todas
las partidas estacionadas a lo largo del citado río.
“En esta ocasión —dice Cuestas refiriéndose a los sucesos ulte-
riores—, demostró la habilidad con que lo había dotado la natura-
leza para mandar soldados, ya en la vanguardia, ya en la retirada.
“En el paso de Severino, en Santa Lucia, se hizo espectable
dificultando el paso del enemigo en guerrillas dobles que manejaba
como un abanico, según la feliz expresión del General Núñez”.
Actor en la decisiva batalla de Cagancha bajo órdenes de Ana-
cleto Medina y Angel Núñez, comandó en aquel memorable encuen-
tro el ala izquierda del 4? Escuadrón de Caballería, jornada gloriosa
que tuvo la virtud de aplazar el sitio de Montevideo (31 de diciembre
de 1839).
De regreso a su Departamento natal en 1840 permaneció apos-
tado en las barrancas de Vissillac, lugar estratégico donde debía
obstaculizar a toda costa a las tropas entrerrianas que vadeaban
hacia esta margen del Uruguay.
Allí contuvo y derrotó a los federales, y con posterioridad hizo
junto a Rivera la inforttunada expedición que debía concluir en los
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campos entrerrianos de Arroyo Grande el 6 de diciembre de 1842.
Todos los autores de época están contestes al afirmar que el Escua-
drón de Fausto —ala derecha de las huestes del coronel Luciano
Blanco— abandonó en perfecto orden el campo de batalla, perse-
guido de cerca por el comandante Neira hasta Yuqueri, lugar donde
abandonó la persecución.
Sin ser molestado Aguilar vadeó el Uruguay frente a la Villa
del Salto y aunque posteriormente dde
se incorporó al general Félix E. PS 00 0
Aguiar, estuvo siempre bajo órde- £. a
nes de Rivera. ó
Cuando el general D. Manuel /
Oribe invadió el país en diciembre
de 1842, Aguilar repitió las haza-
ñas del año 39 en un vano intento
de cortarle paso al brillante ejér-
cito que puso sitio a Montevideo
el 16 de febrero de 1843.
Vanguardia del ejército orien-
tal en India Muerta, al concretarse
la derrota el 27 de marzo de 1845
pudo eludir la persecución de los
efectivos de Urquiza para buscar
refugio en el Brasil con el aniqui-
lado ejército que salvó Rivera.
Poco duró este destierro por-
que sorteando toda suerte de con- Fausto Aguilar
trariedades logró pasar a Corrien-
tes, reintegrándose al país en circunstancias en que el coronel José
Mundell iniciaba la conocida guerra de recursos contra los oribistas
dueños del Salto. La posesión de esta villa no tardó en hacerse
insostenible para su jefe el coronel Manuel Lavalleja, máxime que
en aquella hora se acercaba por vía fluvial una flota equipada en
Montevideo, al mando de Garibaldi.
Incapaz de sostenerse en el lugar Lavalleja abandonó el Salto
llevándose consigo todos los avios militares y un crecido convoy
de familias, que a lo largo de su retirada fueron causa directa de su
derrota en Molles del Queguay.
Una vez que Garibaldi logró entrar en aquella población, los
militares Aguilar, Mundell y Caraballo dispusieron una sigilosa mar-
cha contra Lavalleja, siendo éste alcanzado el 11 de noviembre
de 1845 en la propia estancia del coronel Mundell, donde lo derrota-
ron por la superioridad numérica y la calidad de las armas.
Pocos meses después, el 8 de febrero de 1846 intervino en el
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discutido combate de San Antonio, y el 20 de mayo, junto con Manuel
Caraballo derrotaron a las fuerzas combinadas de Lamas y Bergara
en el Daymán.
Con el retiro de Garibaldi la plaza salteña quedó a cargo del
coronel Blanco y en estas circunstancias el general Servando Gómez
fué a sitiarlo con dos mil hombres repartidos en las armas de Caba-
llería, Infantería, y Caballería.
La bien sostenida defensa comenzó a declinar cuando una bala
de cañón arrancó la cabeza al valiente Blanco, sucediéndose encona-
dos combates de la Caballería hasta que Fausto, con las fuerzas
deshechas y sin protección de ninguna clase, se asiló en la choza
de un carbonero que le proporcionó un bote para asilarse en Entre
Ríos. Existe empero una versión que lo dice prisionero de Servando
Gómez, a la caída del Salto (9 de enero de 1847), jefe que lo remitió
a Entre Ríos, noticia no comprobada.
Preso por un destacamento de Urquiza estuvo recluido ocho me-
ses en la prisión militar de Calá, hasta que se avino a servir bajo
órdenes del Gobernador de la provincia.
Decidida la invasión de Corrientes a causa de la ruptura de
compromisos que apuró Urquiza, éste triunfó en Vences el 26 de
noviembre de 1847. El parte respectivo suscrito por el vencedor rinde
homenaje al “arrojado Fausto Aguilar” y a nuestros convecinos
Jcsé María Francia, que perdió una mejilla, usándola luego de plata,
Apolinario Almada y Mauricio López de Haro, bravos sostenes de
la División Victoria.
Al pronunciarse Urquiza contra la dictadura de Rosas en 1851,
Fausto, al mando de una parte de la División Gualeguay, lo acom-
pañó en la rápida campaña contra Oribe sellada el 8 de octubre
con el Pacto de la Unión.
Vuelto a Entre Ríos, junto al compatriota Manuel Caraballo
encabezó la vanguardia de la División Galarza en la marcha del
Ejército Aliado contra las huestes rosistas. El 31 de enero chocaron
en los campos de Alvarez con las divisiones de Angel Pacheco e
Hilario Lagos, haciendo verdaderos prodigios de valor y destreza
las columnas mandadas por los lanceros orientales. En determinado
momento, recuerda Cuestas por noticias que le proporcionó el mismo
Fausto, llamó la atención en filas enemigas “un hombre de elevada
estatura, de porte guerrero, en un caballo overo negro adornado
de plata, despreciando el peligro y empeñado en la carga.
"Lo vió el Coronel Aguilar y se lanzó sobre él a todo correr de
su caballo, zaino moro; el bravo jinete federal sostuvo el ataque con
igual brio; se cruzó la lanza de Fausto con el sable de su enemigo,
éste tambaleó y cayó: había sido herido mortalmente en un costado
a la altura del pecho.
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"Era el coronel Marcos Rubio, valiente oficial y decidido defensor
de la causa federal.
"Debía ser militar de alguna importancia, porque en el bolsillo
de la casaca se le encontró una comunicación de Rosas, etc.
“Esa comunicación había sido perforada en sus extremos o do-
bleces por la lanza de Fausto, y abriendo el pliego se le veía lleno
de cuadrados uniformes” (Cuestas, cit., T. II, pág. 28).
Con el propio Ejército Aliado se
distinguió en la batalla de Monte
Caseros el 3 de febrero de 1852,
memorable acción que concluyó
con el gobierno de Rosas.
Destaca Fernández Saldaña el
concepto de Sarmiento en los pró-
dromos de la batalla donde “a pro-
pósito de nuestro coronel (a quien
llama militar muy negado, terrible-
mente valiente), que el 1* de febre-
ro leyendo con Urquiza los manus-
critos del número en preparación
—se refiere al Boletin del Ejército
Grande Aliado— el General en Jefe,
al escuchar la frase “el renombre A
de Fausto” le interrumpió diciendo
maliciosamente: “Estos salvajes
unitarios se alcahueteon unos a
otros, se recomiendan y se elogian”. EA
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Caso excepcional en su tiempo, el famoso lancero mantuvo la
más cordial amistad con los enemigos políticos, rasgo tanto más sa-
liente porque define el amplio y generoso espiritu que le animó en
toda hora.
Incorporado al escalafón nacional con el grado de coronel, que
investia en la Argentina desde el 29 de setiembre de 1853, no actuó
en las filas orientales hasta producirse la Revolución Conservadora,
vencida en el Paso de Quinteros, en febrero de 1858.
Mal visto por los agentes de la situación optó por emigrar a Entre
Ríos con los elementos disueltos de un corto batallón que mantuvo es-
condido durante algún tiempo en los montes del Queguay.
Distanciado de Urquiza por la dubitativa actitud frente a los
asuntos políticos uruguayos, así que pudo eludirlo pasó a Buenos
Aires para ofrecer sus servicios al general Bartolomé Mitre, conducta
que siguieron además los orientales Venancio Flores y Ambrosio
Sandes.
Intervino en las batallas de Cepeda y Pavón, pero sin duda su
mayor destaque como estratega y conductor le cupo en el sangriento
combate de Cañada de Gómez, ocurrido en noviembre de 1861.
Infiere Cuestas, por noticias de algunos veteranos. que el “Coro-
nel Aguilar era —en ocasión— el jefe superior de las caballerías, y
mientras Caraballo descubría al enemigo y lo traía en su segui-
miento, dando vuelta cara en oportunidad, Sandes lo flanqueaba
tocando a degúello, y apoyando esos movimientos enérgicos, Faus-
to Aguilar al centro, la derrota se hacía general en toda la línea
del Ejército del interior.
“La Infantería, hábilmente colocada por el General Flores, nada
tuvo que hacer, porque la Caballería fué bastante para la victoria”.
Amigo del general Venancio Flores intervino en la Revolución
traída al país en 1863, secundándolo por el Norte del Uruguay. Se-
gún Antonio H. Conte, pocos días antes de producirse el desembarco
en Caracoles (19 de junio), Aguilar se embarcó rumbo a Corrientes
con el “nombramiento de segundo” jefe de la Cruzada partidaria.
Desde Esquina atravesó la provincia hasta las costas del Uru-
guay, vadeándolo finalmente a la altura de Santa Rosa. Tras breves
correrías el minúsculo núcleo —veintitrés hombres—, sumó noventa,
grupo fundamental del batallón que luego denominó Coquimbo en
recuerdo de la brillante victoria lograda el 12 de junio en los campos
de Soriano. .
Se le atribuye precisamente la famosa exhortación de “Sáquen-
se los ponchos, muchachos, que en el otro mundo no hace frío” como
el más bello exordio de nuestra historia, en momentos en que el céle-
bre Escuadrón de su mando, entumecido por el frío invernal, avanzó
ante la inesperada arenga, dispersando a un piquete gubernista en
los paternos lares de San Francisco.
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El 25 de julio prestó ayuda decisiva en la batalla de las Cañas
de Paso Vera, golpe definitivo contra las fuerzas del general Diego
Lamas. Este combate, que vino a neutralizar el Centro Norte del cam-
po gubernista, tuvo uno de sus principales jefes en la personalidad
de Fausto, a quien no sólo se adjudica el ataque de flanco que dió
la victoria, sino también la célebre lucha a botes de lanza con el co-
norel Clemente Paredes, su amigo en la paz, muerto en aquella justa
de épicos contornos.
Confirma Manuel Ferrando, soldado y luego oficial de la Cruzada
florista el inmediato pasaje de los revolucionarios hasta el Sur, cues-
tión que evidencia al hartazgo, el estado moral de los vencidos y las
posibilidades de cercar y apoderarse del Salto.
La prematura marcha rumbo a los aledaños de Montevideo con-
cluyó en la sorpresa de Las Piedras, trágico combate en el que los
etectivos del general Lucas Moreno, en número de dos mil hombres
escondidos entre zanjas y cercos de pita, diezmaron a los rebeldes,
hiriendo de gravedad al célebre “indio”.
A raíz del contraste los de Flores optaron por retirarse hacia Mi-
nas, pero como se reagravase el estado del general se convino que
una escolta de ciento cincuenta hombres debía de trasladarlo a Entre
Rios. El batallón de marras, bajo órdenes del sargente mayor Modesto
Castro y los oficiales de confianza Tomás Gomensoro, Bernardo Do-
rlas, Domingo Cristaldo, Leopoldo Albín, Feliciano Viera y José Tato
atravesaron la República hasta el pueblo de Belén, donde trasborda-
ron al Uruguay, asilándose el enfermo en la localidad entrerriana de
Concordia. En conocimiento de su estado, los blancos del Salto se em-
barcaron rumbo al ocasional refugio de Fausto, con miras de apre-
sarlo en la cubierta del buque que debía conducirlo a Buenos Aires,
pero el oportuno aviso de la correligionaria Justa Castro de Zambrana
malogró el golpe. (Véase biografía de Justa C. de Zambrana).
Asistido en la capital argentina por los mejores facultativos, tras
largo reposo pudo incorporarse a filas en diciembre de 1864, tocán-
dole ver en consecuencia el sitio y asalto de la plaza sanducera.
Comandante al Norte del Río Negro desde enero de 1865, puesto
que involucraba el mandato militar de Salto y Paysandú, el 11 de
mayo el Gobierno Provisorio lo nombró Brigadier General y con este
título interinó la jefatura lugareña en ausencia del coronel Enrique
Castro.
Pocos días sin embargo quedaban al temerario jefe, ya que una
antigua bacilosis recrudecía desde la infausta jornada de Las Pie-
dras, donde recibiera un impacto de fusil a la altura de la clavícula
izquierda.
Asistido por el doctor Mongrell, vanos fueron los esfuerzos de la
ciencia para mitigar la progresión de la enfermedad.
17
El 16 de julio, a instancia de sus íntimos testó en su casa de calle
Florida ante el escribano José Cortés. Dijo ser casado con doña Ful-
gencia Borges, de cuyo matrimonio hubo ocho hijos, sobreviviendo a
la fecha únicamente los menores Fausto, José y Julián.
Consta además en el testamento que sus bienes consistian en
una quinta sita en la Curtiembre, dos mil pesos moneda corriente en
poder del amigo Juan Pedro Goyeneche, de Montevideo; “siete mil
sesenta y un pesos moneda corriente y más sesenta y cinco centési-
mos de otro peso, colocado en el Banco Mauá y Comp*?. de esta
ciudad y los muebles de familia”.
Por el inciso quinto decía tener por acreedores a un italiano al
que adeudaba cuatro onzas de oro, “cuyo nombre existe en el docu-
mento” que le pasó, un débito de veinticinco onzas de oro a José Mun-
dell y cinco patacones moneda antigua a Joaquín de Souza, del Salto.
Instituyó tutor y curador de los menores a Pedro Alvarez, y único
albacea al mencionado Goyeneche. Atestiguaron las mandas Eusto-
quio Lassaga, Esteban Sardo y Cayetano Alvarez.
El benemérito guerrero dejó de existir en la noche del 19 de ju-
lio y según Cuestas, que fué testigo presencial, la agonía fué larga.
A toda hora el Dr. Mongrell “le dirigía la palabra con amistad
y le humedecía los labios hasta que expiró”.
En el acto del sepelio D. Cayetano Alvarez pronunció un sentido
panegirico y al cumplirse un año del óbito tuvo lugar un solemne fu-
neral, poco concurrido, lo que dió origen al inflamado artículo que
publicara en “El Comercial” un viejo compañero de armas, Canta-
licio García, increpando el sórdido vacío hecho por los enemigos del
extinto.
Finalmente el domingo 29 de julio de 1866 se cumplieron las úl-
timas exequias con motivo del traslado de los restos al Panteón Na-
cional.
Los despojos mortales exhumados el día anterior fueron velados
toda la noche en la Compañía Urbana, trasladándose luego la urna
de jacarandá al recinto inconcluso de la Iglesia Nueva, donde se con-
agregó el pueblo en homenaje al ilustre muerto.
En la mañana del lunes, a pesar de la llovizna y el frío, los restos
del general fueron llevados a la Aduana, encabezando el grupo un
piquete de Caballería. Seguía al féretro que contenía la urna, dis-
puesto en una cureña, dos piezas de Artillería con su dotación co-
rrespondiente.
El cuarto lugar era ocupado por la banda de música encargada
de las marchas fúnebres, siguiéndole en orden la Compañía Urbana
y los policías de a caballo.
Al ser embarcados en el “Tevere” los restos del brigadier general
Aguilar fueron saludados por las descargas de veintiún tiros de
cañón, último homenaje que le rendía la ciudad de su nacimiento.
18
En Montevideo, a su vez, se improvisó el velatorio en la Coman-
dancia de Marina, siendo luego conducida la urna con todos los ho-
nores militares al Panteón Nacional, ceremonia que compartieron
los restos del general León de Palleja, caído en la Guerra del Pa-
raguay.
Sin duda uno de los homenajes más categóricos al ilustre gue-
rrero lo insertó el poeta criollo Estanislao del Campo en el célebre
“Fausto”, versos que trasuntan la fama del glorioso conterráneo:
19
Pocos datos existen sobre la actuación particular en el heroico
asedio y éstos proceden del cronista Hermógenes Masanti, testigo
presencial de los sucesos. Recuerda, en efecto, que el 6 de enero de
1864 un obús imperial deshizo a pedazos la estatua de la Libertad,
único ornamento de la plaza, originando el hecho un episodio con-
movedor. :
"El general Gómez estaba con sus ayudantes en una esquina de
la Plaza. Al ver volar los fragmentos de la estatua, dice el capitán
don Hermenegildo Alarcón: —-“Mi
general, los brasileros han muerto
a la libertad”. El general contes-
tó: —“Levantaremos nuevamente
su estatua, sobre una pirámide he-
cha con las balas enemigas. Va-
ya usted y ordene a los coman-
dantes de cantones, que en cuan-
to pase el fuego, recojan todas las
balas brasileras que se encuen-
tren”. Consta asimismo que fué he-
rido al término de esta acción de
guerra, logrando escapar más tar-
de del enganche forzoso, leva que
impuso el vencedor con destino a
la División Oriental que debía em-
barcarse rumbo al Paraguay no
bien claudicasen los defensores
de Montevideo.
Con alguna razón se ha dicho
que fué el providencial guardador
del archivo gubernista, noticia di-
Hermenegildo Alarcón ficil de confirmarse, pero vigente
en familia, contando asimismo la
posterior incineración a fin de privar al enemigo de noticias añejas
pero harto reservadas.
Extraño al nuevo estado de cosas, fué respetado por los oposi-
tores, actitud sugestiva en una era de fonatismos inconciliables, que
proclama con el tiempo los méritos particulares de Alarcón.
El 21 de mayo de 1866 unió su destino a Doña Leonarda Ruiz Pa-
redes, hija de los vecinos José María Ruiz y Romana Paredes, acto
que atestiguaron Santiago Brian y la virtuosa Leonarda Paredes, am-
bos tíos de la contrayente.
Vinculada a nuestra mejor sociedad, permaneció los años que
siguieron en una propiedad rural, desde cuyo punto no obstante las
dolencias físicas, adhirió a la Revolución de Aparicio (1870). A órde-
20
nes del capitán Enrique Olivera concurrió en defensa de la zona ad-
yacente al Qequay, montes que le sirvieron de refugio y amparo
cuando el grueso revolucionario fué radiado hacia el Sur, jurisdic-
ción del actual departamento de Rio Negro.
Sus fuerzas en extremo débiles tuvieron que medirse a menudo
con los efectivos del comandante Genuario González, superiores en
el número y calidad de las armas, causa del contraste que sufrió a
principios de octubre de 1871.
Puesto sobre aviso a fin de evitar al enemigo que vigilaba la
factible escapatoria, buscó asilo entre las marañas de Capilla Vieja,
providencial refugio del Quequay sólo accesible a los conocedores
regnicolas.
Inhibido de tentar la fuga, es probable que algún conmilitón lo
delatase pues allí fué rodeado por los sicarios del situacionismo en
momentos que dormía, siendo alevosamente degollado por el luego
capitán Mariano Fuentes, alias “Marieta”, célebre “bebe sangre”, al
decir de la época, que oficiaba de verdugo voluntario así cuadrase
ocasión.
Muerto alevosamente el 3 de octubre, el cuerpo de Alarcón fué
inhumado en Paysandú, nueve días más tarde, por el presbítero Ig-
nacio Beraza. Afirma el óbito que el extinto tenía 45 años de edad.
Aunque el mártir poseyó el grado de sargento mayor, el gobierno
reconoció a la viuda la pensión correspondiente al título de capitán
previas deposiciones de los militares Emilio Mernies y Genuario Gon-
zález, jefe este último de los efectivos que dispersaron al piquete del
malogrado entrerriano.
Su viuda doña Leonarda Ruiz, le sobrevivió hasta el 19 de abril
de 1895, falleciendo a los sesenta y cinco años de edad. No dejó su-
cesión.
ALBO. CARLOS,
21
cuerpo docente local. El 2 de julio de 1891 abría sus puertas la nueva
casa de estudios contándose al efecto los mejores textos didácticos
y buenos aparatos de experimentación comprados en el extranjero.
El más simple cotejo del profesorado manifiesta la unánime valía
intelectual de sus componentes en razón que muchos pertenecen ya a
la historia de la cultura lugareña. Además, el señor Alvarez de Tole-
do, erudito en Humanidades y lengua inglesa, formaron el Instituto
Paysandú D. Celestino Villamil,
profesor de latín, Julio Caillot de
francés, Ricardo Pérez Barreira
maestro de dibujo y pintura, Car-
los Albo encargado de las caté-
dras de matemáticas, cosmogra-
fía y lengua italiana, y un señor
Barré, ecónomo, y además idóneo
en física e historia natural.
Contra todas las esperanzas
cifradas en el desarrollo del Ins-
tituto vino éste a malograrse por
la inconstancia de Alvarez de To-
ledo y la notoria falta de apoyo
en un ambiente pobre e inepto
para realizaciones de tamaña en-
vergadura.
Disuelto el colegio que había
funcionado desde su inicio en el
local del Ateneo, Carlos Albo pro-
siguió las tareas magisteriales en
la Escuela Italiana, entidad que
Carlos Albo
sostenía la Sociedad ltalioma
"Unione e Benevolenza” (Madre),
concurrida entonces por hijos de inmigrantes. La primera etapa de este
ciclo educativo, seguramente opaco por quedar alambicado entre
súbditos extranjeros, lo mantuvo en un plano de notorio desconoci-
miento, y si alguna vez apareció en público fué para recordar la caí-
du del Poder Temporal o cualquier otra gloria del pueblo italiano.
En 1896 resuelve independizarse para fundar el “Colegio Sandu-
cero”, que estableció en la calle Florida N* 864, utilizando al efecto el
salón de la esquina, aula espaciosa donde cabían cincuenta alumnos.
La capacitación de éstos no tardó en demostrarse desde los primeros
exámenes, motivo del bien ganado prestigio en un plazo tan exiguo
como efectivo. Sin embargo el insospechable incremento escolar nun-
ca aportaría mayores beneficios al ilustre educador porque apenas
el tercio abonaba una ínfima mensualidad y ésta a su vez se prodi-
22
aó en textos y útiles cuando no en ropas y algún socorro que el peda-
gogo intuía a través de los ojos tristes y las manos exangies.
Cuando el doctor Joaquín Silván Fernández abandonó su Insti-
tuto educacional para radicarse en Montevideo, Albo era el único
sucesor indicado capaz de reorganizar y coordinar un establecimiento
de estudios secundarios. El nuevo destino debía obligarle el relego
del famoso colegio que pasó a manos de la Logia Masónica Fe de
Colón, habilitándose al efecto un par de salas en el espacioso edificio
ubicado en las esquinas de Leandro Gómez y Misiones (S.O.).
Albo por su parte, fundó en la misma casa de la calle Florida el
“Instituto Sanducero”, verdadera obra de romanos, porque todo que-
daba al arbitrio y el talento de un solo hombre. Firme en sus desig-
nios, nada pudo arredrarlo pues conforme a renovadas expresiones
era "base de toda ilustración el contingente estudioso que nunca de-
clina en francos deseos de alcanzar la meta...” “Hay un apotegma
que es el propio coeficiente: voluntad y voluntad...”
Subsanada la falta de elementos didácticos vino el turno del plan-
tel de profesores y si no los hubieron él mismo llenó las vacantes
encargándose de los cursos que así lo reclamaban aunque las ma-
terias no contasen con toda su predilección. “Y en todas —se ha di-
cho— por la fuerza de su talento era una autoridad indiscutida”.
Generoso sin retaceos no escatimó jamás sus libros, la vieja ex-
periencia fruto de largas lecturas y aún la ayuda financiera aunque
los caudales fueron siempre menguados. Estos desvelos lo asimilan
con bastante propiedad al célebre profesor Amadeo Jacques, nota-
ble maestro de la juventud porteña, vigorosamente descrito por Mi-
guel Cané en los recuerdos de su magnifica autobiografía.
La Universidad de la República atenta al desinteresado y valioso
esfuerzo del señor Albo apoyó su gestión y tras un interesante debate
resolvió ayudarlo habilitando al efecto el “Instituto Sanducero”.
El crecido número de alumnos y sus categorias de pupilos y ex-
ternos exigían un edificio más apto y la sociedad masónica —entre
cuyos adeptos se contaba el esforzado educador— resolvió apoyarlo
entregándole las llaves de su hermosa sede. Desde 1905 hasta el año
1907 retuvo el local y sus dependencias anexas, base de un instituto
pedagógico que no desmerecía ante los mejores colegios establecidos
en el país.
Pero si a fuer de verdad inconcusa era maestro por vocación los
métodos puestos en juego evidencian con demasia el insobornable
didascálico en aquellos concursos de composición, ciencias exactas y
fisico-naturales que eran su fuerte. Seguro de sí mismo iniciaba el
análisis frente a la clase “con el más severo confronto y entre aquel
religioso silencio las palabras matizadas por el dejo itálico tenían la
bella madurez de la sapiencia esfumándose en el discurso la imper-
23
fecta fonación ante la certeza del razonamiento y la profundidad de
su dialéctica”.
Poseyó además la dificil sencillez de objetivar lo abstracto con el
más raro don de trasmitirlo, motivo de que sólo en el curso de años
pudieron desdibujarse los acabados ejemplos en torno al problema
algebraico o de orden físico-natural.
Falleció en Montevideo el 6 de febrero de 1908, según el acta
No 37, foja 19, del Registro de Defunciones de la capital, pertenecien-
te al mencionado año.
24
Había otorgado testamento el 18 de enero del mismo año y de
acuerdo con sus disposiciones la estancia del Queguay se vendió,
entregándose el valor correspondiente a los herederos, con excepción
de Miguel y Pedro Preste.
Afirma el referido instrumento público que todo lo edificado en
el terreno lo hizó José Aldao, poseyendo además la sucesión una
manzana cuadrada con un rancho entre las calles Juncal y Sarandi.
Esta propiedad sucesoria estaba afectada por una hipoteca a favor
de Luis Dufrechou. Con posterioridad (12 de agosto de 1848) débitos
contraídos en la casa de comercio del mencionado acreedor obliga-
ron a doña Victoria Preste un nuevo fraccionamiento del solar pater-
no, adjudicando diez varas y un tercio por cincuenta y una de fon-
do, del rico vecino.
Finalmente el 4 de julio de 1853 doña Victoria Preste, viuda de
Policarpo Francia, y su hermana Clemencia P. de Alvarez, con la
debida autorización marital como herederas de Bonifacia Flores y
por su hermano Bernardino, vendieron las últimas veinte varas que
poseían en la calle Real al señor Dufrechou. Se desprende de los
respectivos testimonios que la sucesión le adeudaba 800 pesos, can-
celándose el débito con el solar de marras, las ruinas de un rancho
viejo y otro nuevo.
De esta manera concluyó el dominio de los Preste sobre la tierra
que poseían desde muchos años atrás.
25
A camino traviesa y balde en mano, debían hacer unas doscien-
tas varas hasta el aljibe existente en el almacén de Ribero, trayecto
muy expuesto, desde que la plaza era barrida por las balas enemigas.
Aunque más de un recluta rindió su existencia por aquel sendero
de muerte, esto no fué razón para que los contendores amainaran
la pugna heroica bajo soles abrasadores y la misma pérdida del
balde arrancado por el obús.
Figuró con posterioridad entre
los guardias nacionales emigra-
dos en Concepción del Uruguay,
de acuerdo con el parte firmado
por Aberastury el 6 de enero de
1865.
Hecho en el adusto carácter
de familia, sello integérrimo de
los Paredes, radicó más tarde en
la hacienda de Buricayupí —+Es-
tancia de Santa Cecilia—, pro-
gresista establecimiento maguúer
el primario ruralismo en auge.
Afiliado al Partido Blanco, con-
tribuyó con fondos y fué persone-
ro en las diversas revoluciones,
sin amenguar jamás el generoso
fervor político.
Católico del más noble cuño,
amparó y protegió a los Salesia-
nos al producirse el arribo de és-
tos en 1881, conducta tanto más
, 2... valiente por cuanto un numeroso
Benjamín Almagro y Paredes
sector público, titulado liberal,
propugnaba la expulsión de los
sacerdotes.
Posesor desde 1872 de los bienes paternos, “ex-consensu” pese
al retiro de don Cayetano M. de Almagro, el documento alusivo único
en nuestro pasado, agregaría muy poco a los méritos particulares.
Hecho en las austeras costumbres de una casa patriarcal, nume-
rosas anécdotas conforman la sugestiva modalidad de sus costum-
bres chapadas a la antigua.
Constituyó su hogar con doña Cantalicia Paredes, prima suya, de
cuyo matrimonio nacieron D. Martiniano, casado con Honoria Orda-
buro; Leonarda Almagro y Paredes, dama muy vinculada a las ins-
tituciones religiosas, tomó estado con Clemente Menéndez; Benjamin
Almagro Paredes (h), esposo de Eufrasia Silveira; Tomás Almagro
26
Paredes, que falleció soltero; Enrique Almagro y Paredes fué segundo
cónyuge de Eufrasia Silveira; Clemente Almagro y Paredes casó con
doña Isolina Ahumada Seró; Juana Almagro Paredes, célibe, y Rosa
Almagro y Paredes, esposa de Fructuoso Chéchile.
La prematura muerte de algunos de sus hijos amargaron los últi-
mos días del provecto exdefensor, cuya muerte acaeció el 1? de julio
de 1915.
Entre la progenie merece especial cita su hijo Clemente, erudito conocedor del pasa-
do lugareño.
Sanducero y vástago de una estirpe tan antigua como la ciudad misma, nació el
27 de noviembre de 1869.
Dadas las arraigadas convicciones catónicas de la familia recibió instrucción —como
no podía ser de otra manera— en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario, pasando
más tarde a ocupar un puesto en el Juzgado local, razón por la que fué testigo ocular
de a:gunos juicios de repercusión (1886).
Epoca en que aún sobrevivía parte de nuestro procerato y el muy calificado grupo
matronil del antiguo Sandú, verdadero florón del siglo en las virtudes, la prestancta
inde:eblemente heroica, cúpole verlos y tratarlos de cerca ya en las afamadas tertulias
de misia Leonarda Paredes — tía abuela suya — o en su propia casa, mansión de
gente de pro y otrora gloriosa Comandancia de 1865, donde concurran muchas veces
aquellos pobres veteranos de nuestras guerras intestinas en demanda del óbo:o.
Con una memoria de excepción y un amor sin límites por las cosas nacionales
puede decirse que raros fueron los postulantes no abordados en procura de viejos re-
cuerdos, inquisiciones tanto más formales porque intuitivamente, con un raro criterio
analítico, supo diferenciar la ficción del conato partidista y los célebres aderezos a
favor del interés bastardo.
Pero entre tantas cualidades, una de las más admirables fué la portentosa memoria
visual, al punto de reconocer de inmediato la efigie de cuanto comarcano vió o trató
aliá en su lejana juventud. Eficiente auxiliar en la tarea de ubicación iconográfica
salvó sin tropiezo alguno la presunta incógnita puesta adrede, caso repetido al hartazgo.
Por de supuesto que era hombre de sobrados recursos, inteligencia manifiesta en
repetidas ocasiones.
En memorable oportunidad se le presentó un pequeño retrato con la fotografía
ecuestre del comandante Aberastury, verdadera pieza de excepción por ser único
ejemplar.
Arduo era el rápido esclarecimiento, tanto por razones de antigúedad (1868) como
por los diminutos caracteres del perfil, pero antes que nadie opinara se expidió descu-
briendo sin retaceos la verdadera filiación del incógnito caballero.
Requeridos los causales del sorprendente fallo, adujo la talla extraordinaria del
jinete, única en la ciudad, y el pelo del equino, un overo de buena alzada que había
conocido sesenta años atrás.
Hecho en las faginas de la estancia criolla, retuvo por el milagro a su memoria
ponderable los mil y un pelajes vistos a través de una existencia.
Demás está decir que la foto de marras procedente de la Colección de doña Ursula
de la Sotilla estaba identificada por sus antiguos poseedores.
Este afecto particular por las cosas de la tierra, signo de toda la vida, le otorgaron
una erudita versación en la materia, así más interesante en cuanto se refería al pasado
regional porque dominó de la misma manera la genealogía de poderosos y humildes,
la anécdota, el detalle menudo y los rasgos de estirpes extinguidas en un sentir perenne
de los valores solariegos.
Radizado desde 1905 en la Estancia Santa Cecilia de Buricayupí, heredad paterna
que venía del bisabuelo Tomás Paredes, en horas de solaz tuvo por insustituibles amigos
27
los últimos criollos de ley, sus libros, papeles y retratos antiguos tan importantes como
el caudaloso acopio de recuerdos persona;es corroborados en el tiempo por documentos
de posterior exhumación.
Treinta años de retiro rural no amenguaron su devoción por las cosas vernáculas,
y al constituirse definitivamente en Paysandú — vuelta ya una ciudad cosmopolita con
gentes sin arraigo ni amor por la gloria de los tiempos viejos, su casa fué la verdadera
peña del tradicionalismo sanducero, el remanso intelectual donde daba su prestancia
el bardo Juan Escayola, las figuras sociales de noble cuño « el envejecido compatriota
que venía de allende el Plata a visitar tras larga ausencia el pueblo irreconocible.
Resuelto a transcurrir la última etapa de la existencia en el que fuera solar de sus
antecesores, edificó sobre el predio de Florida y Montecaseros (N. O.) y ailí en el
tranquilo retiro rodeado de sus cuadros, libros y el afecto consecuente de todos, falleció
el 8 de junio de 1952 tras dilatada postración física impuesta por incurable dolencia
cardíaca.
28
que les asistía, menospreciaban toda suerte de privaciones en la pobre
barraca desmantelada, donde ni “siquiera tuvieron donde sentarse los
niños”. (Véase la biografía de Juan M. de Almagro).
Aunque luego se hizo justicia, mal pudo D. Cayetano sentir la
causa brasileña entronizada a poco, descartándose la signatura como
otras tantas al pie de la dudosa cuanto repudiable acta de amexión
imperial, declinación que sólo tuvo por objeto el resguardo de ambas
estancias nominadas Paso de Vera y Sacra Cruz del Uruguay (25 de
mayo de 1823). E
Residente temporario en el país,
nada puede afirmarse con relación Y
a los hechos inmediatos y la pro- |,
pia independencia, desde que toda |, '
la estirpe tenía destino fijo en Bue- *
nos Aires.
Recién al iniciarse la era consti-
tucional y su breve interregno de
paz, Cayetano Almagro ocupó con
carácter estable la histórica estan-
cia de Casas Blancas, a tres leguas
de Paysandú, punto hoy conocido
por la Estancia Vieja o Las Ruinas,
donde fué a centrar la administra-
ción de las haciendas de Celestino,
Sacra y Arroyo Negro.
Electo Alcalde Ordinario en 1835,
logró merced a buenos arbitrios y
rara equidad en tiempos de odios
forzados, la más completa aquies-
cencia pública. Ajeno tal vez a
nuestras rencillas políticas le tocó
permanecer en la Villa durante el
sitio de 1837 y en las elecciones
inmediatas, envuelto ya el Uruguay
en la más desastrosa guerra civil, fué electo Alcalde, puesto que de-
sempeñaria hasta la entrega del pueblo en diciembre de 1838, fecha
en que el general Fructuoso Rivera lo declaró cesante sustituyéndolo
por su parcial Benito Javier Chain.
Sin cargos oficiales hasta setiembre de 1839, al constituirse las
autoridudes oribistas, el sargento Manuel Ruedas lo nombró recau-
dador de impuestos, efímera comisión, tan breve como fué el mandato
de aquel sagaz militar.
Prestigioso y lleno de buenas cualidades en el mustio ambiente
de aldea, arruinada por la guerra, se abstuvo de tomar armas hasta
la vigorosa campaña riverista del 42, fecha en que ingresó a las
29
milicias urbanas en calidad de soldado distinguido, acordándosele
el ascenso a capitán de la 1? Compañía el 1? de febrero de 1843. Esto
significó el relego momentáneo de las faginas rurales, porque desde
la Revolución Constitucional (1836), las crías y procreos de los esta-
blecimientos habían sufrido la inevitable requisa por los bandos en
pugna y el cuatrerismo en auge.
Luego, las mermas y el robo no tardaron en plantearse abierta-
mente al punto que la sociedad en tercería concertada el año 1834
con Máximo Arteaga, sita en la horqueta del Arroyo Negro, rincón
de muy difícil acceso, fué saqueada como cualquier otra hacienda.
Muerto don Juan María de Almagro en 1843, los bienes quedaron
en parte indivisos, correspondiendo a su hijo mayor la administración
de las tierras comarcanas y la estancia ubicada en Mataojo de
Arerungúa. A fines del referido año este último formó una sociedad
comercial con su hermano Juan María, negocio de barraca y cabo-
taje harto oneroso por las altas cifras necesarias para la conveniente
desenvoltura.
Con este fin adquirieron el 1? de enero de 1844 los bergantines
"Liga Americana” avaluado en ochenta mil patacones, y el “Marco
Polo”, de bandera nacional, por el que se pagó cuarenta y tres mil
quinientos pesos moneda de época. Poco después, a fin de reforzar la
línea, se incorporó el “Independencia”, excelente embarcación muy
apropiada para el tráfico fluvial.
La sociedad pudo mantener un franco desarrollo de proseguirse
las faenas en los propios saladeros, iniciativa malograda en breve
por la notoria despoblación de los campos, origen inmediato del fra-
caso posterior. Al desecharse en consecuencia la exportación de tasa-
jo, corambre y grasa, los socios resolvieron explotar los montes isle-
ños desde que la crisis prevista se pudo subsanar con el rubro ma-
dera, leña y carbón, productos que se vendían a buen precio en el
puerto de Buenos Aires.
Al efecto se instalaron los obrajes en la isla del Mirón —mal
llamada Almirón— y en la inmediata que se conocía entonces por
isla Chica a cargo de treinta vascos y porción de negros libertos a
los que se dotó de toda clase de implementos para la ruda fagina.
Aunque estos artículos eran de fácil salida y en especial modo
el carbón hecho según la técnica brasileña, la mano de obra, estacio-
namiento y lógicas pérdidas de embarco malograron este comercio,
tanto que a mediados de 1844 comenzaron a liquidarlo subrayándose
el cese por el déficit que daban los buques “en la maldita carrera del
Uruguay”.
Coincidía el abandono de las carboneras con la angustiosa situa-
ción que atravesaba el cabotaje fluvial por la competencia traida por
un verdadero cardumen de barquichuelos, pugna que aparejó la
baja considerable de los fletes en los tributarios del Plata, haciéndose
30
necesario el transporte a largas distancias. Debido a esta causa el
“Liga Americana” inició el tráfico a Carmen de Patagones por cargas
de sal, itinerario alargado después al Paraguay, nueva empresa no
retribuída con los beneficios cifrados de antemano.
Electo Alcalde en 1845, Cayetano M. de Almagro ocupó el puesto
a pesar de las incompatibilidades que podía reportarle, urgido por
numeroso público, el que desestimó los títulos de comerciante expor-
tador frente a las garantías que implicaba la probidad del funciona-
rio. Haciéndose eco de este incómodo designio, su hermano y socio
le escribía: “no veo yo que se oponga el que tú seas Alcalde, pues
para hacerte justicia a ti cuando la necesites, no puede faltar otro”.
Aunque pudo eludir el llamado a filas en diciembre de 1846,
concurrió voluntariamente a la defensa del pueblo en la homérica
defensa del día 26, salvándose de la hecatombe final por verdadero
milagro.
Según Antonio Díaz, por informes del periodismo capitalense, se
pudo saber que los “señores Almagro, Rivarola y ambos hermanos
Belaustegui”, prisioneros después de la batalla, fueron puestos de
inmediato en libertad por orden del general Rivera, viejo conocido de
aquellos personajes.
De inmediato el vencedor se apersonó al ex funcionario para
encomendarle la Alcaldía, pero Almagro declinó el ofrecimiento ”“pre-
sentándose sin embargo a hacer dar sepultura a los muertos de am-
Los partidos y cuidar de los heridos y familias en desgracia”.
El 3 de enero de 1847, cuando el general Gregorio Aráoz de La-
madrid hizo renuncia al Comando de Paysandú, “el General Rivera
ofreció a Almagro hacer depositar en caja veinte mil patacones para
atender el cometido que le encargaba. Este depósito no llegó nunca
a efectuarse”. (A.Díaz, Historia Política y Militar del Río de la Plata,
T. VIL págs. 333-334).
Recuperada la Villa por Servando Gómez el 24 de enero, por dic-
tamen del Gobierno blanco le encomendó en forma simultánea la
Alcaldía y jefatura de lo que en vez de pueblo bien pudo titularse
informe montón de ruinas. a
Obvio sería destacar el acierto de esta elección en horas de tre-
menda incertidumbre, cuando la mayor parte de los pobladores de-
ambulaban por la campaña o las islas desoladas del Uruguay, y
el espectro del hambre tornábase cada vez más efectivo. Merced a
las providencias de Almagro pudo traerse de Entre Rios y Buenos
Aires numerosas tropas y mantención, que repartió diariamente en-
tre las familias y desamparados, malográndose de esta suerte la
fatídica perspectiva.
En febrero, bajo patrocinio del coronel Nicolás Granada, levantó
el Censo circunstanciado de los asesinatos, robos y saqueos que
31
'sufrió la Villa en diciembre, documento tanto más notable porque
constituye la mejor reseña de aquella catástrofe, que exigió tantos
años para que el pueblo se recobrara del aciago colapso. Junto con
el Inventario de 1849 forman el imprescindible repositorio para cono-
cer-raros detalles de la gloriosa defensa. Allí mismo figura el asalto
a la casa del agente naviero con pérdidas que se justipreciaron en
ochocientos pesos, elevada suma conforme el valor que tenía la mo-
neda vigente.
«Concluyó Almagro su doble función el 10 de marzo de 1847, con
el reiterádo agradecimiento del brigadier general Servando Gómez,
Sustituto hasta el arribo del titular, Ventura Coronel.
¡Antiguo contertulio del Gobernador de E. Ríos. Justo J. de Urquiza,
desechó 'repetidas veces los contratos que le ofrecía desde allende el
río'so efectos de abandonar el Uruguay y establecer de mancomún
acuerdo nuevos establecimientos rurales en la provincia limítrofe.
«Salvo: el contrato: celebrado con Hipólito Doynnel, propietario
«de una importante grasería en Casas Blancas, el resto del fundo per-
maneció en manos del administrador en todo el transcurso de la
Querra,.
Largo sería detallor las cuantiosas pérdidas sufridas por la su-
cesión, bastando al efecto la simple nómina de los bonos contra el
Estado Oriental, que dispuso D. Cayetano al hacer testamento, pa-
peles que totalizaban un valor de doce mil pesos plata.
Vocal de la Junta Económico-Administrativa electa el 9 de marzo
de: 1852, "presidió este Municipio desde el 23 de febrero siguiente,
corporación de éfímera vida por el tremendo atropello que le infligie-
ra el coronel Ambrosio Sandes, causa de la renuncia colectiva.
El hecho de que Almagro dimitiera “por razones de edad” ante
la insólita conducta del jefe cerril, implica tal vez, por no conocerse
otra de igual título, el hecho de haber obviado la afrentosa tunda de
que:«fueran objeto los munícipes en pleno debate.
"Reelecto vocal en 1855, numerosas mociones de interés general
fueroh proyectós suyos, no siempre llevados a la práctica por la con-
tinua inestabilidad del ambiente político del país. Esto y las eroga-
ciones sufridas en el curso de la Guerra Grande obligaron la liqui-
dación de la estancia de Arroyo Negro, vasta heredad compuesta de
"cinco leguas y 1.053 cuadras cuadradas” por un compromiso suscrito
en Buenos Aires el 1% de enero de 1857. Conforme el acuerdo los her-
¡manos Andrea de Almagro de Sacriste y José Maria de Almagro, en
representación de los herederos, vendieron al súbdito inglés Guiller-
mo' Haycroft el predio situado entre los arroyos Negro y Rabón. En
cuanto a las doce leguas de Casas Blancas y Sacra quedaron en
poder de los Almagro hasta que las adquirió el saladerista porteño
Carmelo Libaros:
32
Testigos de ambos sitios en 1864 a la caída de la plaza le tocó
hacer inventario de todas las existencias de la Junta Económica Ad-
ministrotiva, trabajo que existia en el libro respectivo, sustraído en
tiempos modernos.
En diciembre de 1865, próximo ya a retirarse del Uruguay, pa-
trocinó una función teatral a beneficio del Hospital Público, monto
que aún consta en el hoy casi destruido archivo de la Jefatura.
Vuelto a Buenos Aires le sorprendió la muerte el 14 de agosto de
1874, en una finca de la calle Uruguay N* 1779, donde no obstante los
males que lo llevaron a la tumba pudo testar sus pertenencias. De-
claraba en efecto poseer los referidos bonos contra el Estado Oriental,
negociables “cuando sea posible”, bienes indivisos en las provincias
de Corrientes y Buenos Aires, más tres leguas de campo también de la
sucesión paterna, ubicadas en el Departamento de Salto, conforme la
permuta que realizó con el Gobierno Y la mensura practicada por el
agrimensor José Lupi.
Había desposado en Paysandú el 22 de junio de 1853 con Domi-
tila González Alemán, y al enviudar diez años después (28 de Junio
de 1863) se contrajo al absoluto cuidado de sus hijos Eduardo y
Emilia.
El primogénito Eduardo casó con doña Fortunata Albnas y vino
a fallecer ahogado en el arroyo Gualeguay en 1886. Tenía entonces
37 años y era su residencia habitual la estancia “San Gregorio” que
poseyó a siete leguas de Concepción del Uruguay. ¡
Formaron su posteridad la noble educadora doña Polonia Alma-
aro y don Eduardo Almagro Alfonso, que falleció en San Fernando
(Buenos Aires) a los 67 años de edad el 20 de abril de 1950. Este
último tomó estado con doña María Esther Fernández, distinguida
señora oriunda de la mencionada localidad bonaerense.
Doña Emilia Almagro González fué esposa de Juan Pimás y dejó
descendencia en la ciudad natal.
33
notables detalles sobre la carrera administrativa del señor de Alma-
gro en la tierra natal:
RELACION
DE LOS MERITOS
Y SERVICIOS
34
leva, y persecucion de ladrones, vagos, y mal entretenidos, destinando, con arreglo
á ellas, á diferentes personas: Que al mismo tiempo desempeñó varias Asesorías que
se le encargaron por las Justicias inmediatas á la expresa Villa de Cañete; y que
es individuo de la Real Sociedad Económica de Cuenca.
Por una Información de doce testigos contestes examinados de oficio por el Ayun-
tamiento de dicha Villa de Cañete en veinte y seis de Septiembre de mil setecientos
ochenta y quatro con citación de los Procuradores Síndico General, Personero, y
Diputados del Comun de ella, é Informe y Certificación del Ayuntamiento, consta que
dicho D. Juan María Almagro en el tiempo que sirvió el referido empleo, además de
haber dado el mejor exemplo en su vida, costumbres y honestidad, se hizo acreedor
á la comun estimacion y respeto de aquel vecindario por su mucha prudencia, rec-
titud, y raro desinterés, y por el afán con que'siempre solicitó el bien púbico, como
lo acreditó el desvelo con que incesantemente atendió á mejorar y arreglar la educa-
ción de los jóvenes, proporcionando medios para dotar escuelas, y haciéndoles inspirar '
todas las ideas que pudiesen contribuir á que en lo succesivo fuesen buenos y útiles
vasallos, y á que entre todos aquellos naturales se conservase la paz y tranquilidad:
como asimismo en las muchas é importantes Obras públicas que emprendió y concluyJ3
en el tiempo de su empleo, y son las siguientes: En el año de mil setecientos ochenta
y uno hizo abrir el camino alto que va á la Huérguina, que es calle de la Villa de
Cañete, distante media legua, componiendo tambien un ponton de madera, haciendo
construir otro de nuevo sobre el río que circunda dicha calle, y reedificar su Corral de
Concejo, y su Horno; y en el camino real de Aragon se compusieron varios malos
pasos que había, y se fabricó de nuevo un puente grande de madera. En el año de
cchenta y dos hizo' componer varios malos pasos, principalmente uno que habia en
el camino real de Valencia á esta Corte, levantando mas de dos varas y media el
camino, haciendo una grande Orma por el sitio del despeñadero, cubriendo una gran
risca resvaladza, en que se habían experimentado frecuentes desgracias, y dexando
la cuesta notablemente disminuida; se fabricó un pilon de piedra en la fuente que
hay en dicho camino, y otro igual en la fuente de la puerta de las Heras, y se com-
puso la entrada y escalera de la Sala Consistorial; cuyas obras las costeó en mucha
parte dicho Alcalde Mayor; también hizo se reparase el puente grande del rio de la
Virgen, y que se plantasen en las orillas del rio mayor una gran porcion de álamos.
En el año de ochenta y tres hizo plantar en la puerta de S. Bartolome, y por toda la
acequia regadera una calle de olmos; é igualmente junto á la puerta de las Heras en
el sitio llamado del Voleo formó un hermoso paseo, donde se plantaron cinco calles
de olmos á cuerda, costeando mucha parte de estos plantios el mismo Alcalde Mayor,
el que también hizo renovar el puente grande de Santa Quiteria, y componer diferentes
malos pasos del camino real de Aragon. En el año de ochenta y quatro hizo se reem-
plazáran y aumentáran los plantíos de los años anteriores, emprendiendo al mismo
tiempo la composición de un mal paso, que por peligroso y costoso de componer,
tenía nombre, y se habia puesto intransitable con las lluvias, cuya obra, comenzada
en principio de Febrero de dicho año, continuó sin intermision hasta primeros de Junio
del mismo, en que se suspendió por atender á las faenas de Agricultura, quedando la
obra muy adelantada, pero faltándole para su perfeccion dar la última mano á la
superficie del camino, que se ha levantado cerca de quatro varas, y hacer un puente
de piedra en el rio de nuestra Señora; y en el paseo nuevo que se ha hecho al mismo
tiempo camino de S. Roque, donde también se ha plantado otra nueva calle de olmos,
concluir algunos de los canapés que se han puesto á distancias proporcionadas: Que
esta obra, cuyo coste se reguló en cuarenta mil reales vellon, la habia costeado entera:
mente de su caudal el referido Alcalde Mayor D. Juan María Almagro por mucho
menos de lo regulado, á causa de haberse aprovechado del tiempo en que los vecinos
no podian emplearse en sus labores por los malos temporales, teniéndolos por este
medio entretenidos, y socorridos los mas pobres con lo que les subministraba en
tecompensa de sus trabajos: También se fabricó un puente grande de madera en el
35
rio mayor, se enlosó el horno de Concejo de la Huérguina, se reparó el puente del
Rollo, y se estaban empedrando las calles del Pueblo. Asimismo, para experimentar
si en aquel pais prevalecerian las moreras, castaños y pinos reales, hizo traher y
plantar á su costa porcion de pies de moreras, y sembrar castaña y piñon; y á persua-
sion de dicho Alcalde Mayor se plantaron por cuenta de particulares mas de tres-
cientos nogales, y otros muchos árboles fructíferos; se pusieron azafranares, que han
producido un fruto muy superior; y se hicieron experiencias con otras diferentes se-
millas nuevas para aquel país, que todas produxeron medianamente, aumentando
considerablemente el regadío, y mejorando la dirección y curso de las acequias rega-
deras: habiendo esmerádose igualmente en que los puestos públicos estuviesen abas-
tecidos con abundancia, y géneros de buena calidad, y á precios cómodos.
Ultimamente consta que dicho D. Juan María Almagro de la Torre es actualmente
Alcaide Mayor de la Villa y Partido de Montalbo: Segun todo resulta de una Relación
lormada en la Secretaría de la Cámara de Gracia y Justicia, y Estado de Castilla, y
de otros documentos originales, que ha presentado, y se le han devuelto.
36
de consumo la venta sin especificar siquiera la suerte del vecindario
ribereño.
Aprobada la cesión del campo por el subdelegado y comandante
de armas José de Lariz y el superior Gobierno, curso que vino a re-
dimirse el 4 de febrero de 1808, el novel propietario se aplicó al des-
alojo del pueblo enmarcado en sus dominios. Las gestiones debieron
estar tan adelantadas, que en 1809, previéndose la factible expulsión,
el vecindario acordó tras solemne debate el envío del Pbro. Ignacio
Maestre cerca del Virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros, a fin de que
interpusiera sus influencias para malograr las órdenes judiciales.
Nada se conoce en torno a los buenos oficios del jerarca colo-
nial, pero todo induce a pensar que intervino en la difícil emergen-
“cia, porque el esperado dictamen no se cumplió.
En el ínter que esto pasaba, la suerte del establecimiento rural
de Almagro no ofrecía las perspectivas económicas que pudo redun-
dar a su avisado propietario.
No bien éste se hizo cargo de la estancia, comisionó al teniente
coronel de milicias Manuel de Almagro, hermano suyo, para que
administrara la nueva hacienda de Paso Vera.
A corta distancia de los acantilados marginales del río Uruguay,
sobre una altura dominante, fué erigida la sede matriz, una pequeña
casa de sólidos muros y tosca fachada, sin otras miras que servir
a las perentorias necesidades de los moradores. Subsisten todavía
las anchas paredes de la histórica finca y no son otras que las ruinas
de lo que aún se nomina Paysandú Viejo, errónea designación, ori-
ginaria de fábulas y leyendas antojadizas.
El primer administrador de Paso Vera no se condujo con la de-
bida honradez, llegando al colmo de pretender adueñarse de la es-
tancia y sus dependencias por medios incalificables,
Dada la consanguinidad de las partes y sus ineulaciones en
las principales esferas, se ideó el pretexto de una deuda impaga a
la Real Hacienda, so efectos de alejar al usurpador en la forma menos
ostensible. Con este fin se ordenó al coronel de los Reales ejércitos
y capitán del Regimiento Fijo de Infantería de Buenos Aires, D. Agus-
tin de la Rosa, el inmediato embargo del inmueble. salvándose de
esta suerte la reputación del encargado. Le sustituyó el patriota de la
Independencia D. Tomás Paredes, persona de reconocida probidad,
con el título de mayordomo depositario, según acta lubrada por el
interventor.
Llegada la hora de la Independencia, Almagro se mostró sincero
partidario de España, motivo de su retiro del foro y la ulterior perse-
cución de que fué objeto, promoviéndose inclusive el embargo total
de bienes y haciendas, que recién quedaron libres en 1819.
"Asistió —afirmando los fuertes sentimientos realistas— al con-
37
greso general del 22 de mayo de 1810 en las casas capitulares a
convocación del exmo. ayuntamiento y emitió su opinión en la si-
guiente fórmula: que no habiéndose recibido hasta esa fecha docu-
mento alguno nacional que asegura la total pérdida de España
era de parecer que aún no había llegado el caso de producir inmo-
vación en el gobierno y administración de estos países; pero en el
caso de que la pluralidad determinara lo contrario a fin de asegurar
la tranquilidad pública y alejar todo motivo de recelo y desconfianza,
pensaba que debían asociarse al gobierno todas aquellas personas
de mayor probidad que tuviese por conveniente el exmo. cabildo.
“Fundada la biblioteca pública de Buenos Aires en setiembre del
mismo año donó tres obras a su favor”. (Biedma, José Juan, y Pillado,
José Antonio: Diccionario Biográfico Argentino, tomo I, págs. 204-205,
año 1897).
Después del movimiento patriótico de 1810, este nato servidor de
la causa española se retiró a la vida privada abandonando la espec-
table posición en el foro bonaerense, para dedicarse de lleno al in-
cremento de sus negocios particulares.
Falto de visión comercial, invirtió el grueso de una respetable
fortuna en aumentar las instalaciones, muebles y semovientes de la
estancia uruguaya, desdeñando el sombrío horizonte político, por
creerse a salvo “en los confines del desierto”. Otra cosa sin embargo
dijeron los hechos.
Planteado un saladero, muy efímera debió ser la era de prospe-
ridad, puesto que en 1812 los patriotas ordenaron el embargo de to-
dos sus haberes suponiéndolo complicado en la famosa conspiración
de Alzaga. Confirma este aserto el propio testimonio de Almagro,
pero se ignora la fecha y las atribuciones que pudieran tener los
nacionales en el territorio oriental.
Para mayor infortunio, el secreto acuerdo luso-hispano abrió las
puertas al ejército portugués, invadiendo por el Norte el general Die-
go de Souza al frente de las tituladas “fuerzas pacificadoras” que
decían no obedecer otra consigna que poner coto a la insurrección
nacional cegando la influencia de Buenos Aires.
En el invierno de 1812 los batallones imperiales acamparon en
la estancia de Paso Vera, cometiendo toda clase de exacciones, al
punto que el damnificado se vió en la precisa necesidad de elevar
sus quejas a Juan VI de Portugal, residente en el Brasil desde la
invasión francesa.
Libre de sentencias judiciales en 1819, no fué posible el inme-
diato reintegro del inmueble sito en la Banda Oriental, por el respaldo
que los jefes y oficiales de la segunda invasión portuguesa dispen-
saron al comandante de Paysandú Joaquin Núñez Prates, antiguo
38
protegido de Almagro sindicado por éste como único responsable del
extravío y saqueo de sus vaquerlas.
Resuelto a garantizar los derechos particulares, recordaba en
emotiva carta remitida al poderoso comerciante D. Francisco Juanicó,
que luego del indebido apropio siguieron las extracciones de rodeos
con absoluto desprecio de la propiedad. Recordaba al efecto “que
la ley costumbre de toda la campaña ha sido y es que el propietario
de los terrenos lo es igualm'* de los ganados orejanos q+ pastan en
ellos, y q? en mis estancias p" el grande num” de sus ganados no era
posible ni aún en los tiempos más pacíficos marcar toda la cría, y
mucho menos en medio de una revolución”, etc.
Como última providencia llegó a solicitar al influyente Juanicó
que por lo menos obtuviera la devolución de la casa para tener donde
hospedarse con su familia cuando fuera posible el regreso.
En los primeros meses del año 1821 Juan de Almagro se embarcó
con destino a Río de Janeiro en busca del amparo y la protección real.
Esta misma idea, robustecida luego por el trato diario de algunos
cortesanos, no tuvo andamiento sin embargo, hasta que el conde de
Aloisiao le prestó efectiva ayuda.
Mientras permanecía en la ciudad carioca adquirió inclusive los
enseres para la despojada casa de Paso Vera, remitidos luego al
fuerte registrero Juanicó, acompañado el envió una carta que rati-
fica con exceso las penurias sufridas por la familia en sus propias
tierras.
“Dn. José Cardozo Cap” y dueño del Berg2 Jonie —decia— en-
tregará a U. esta con 6 sillas y una mesa que están destinadas a las
estancias de Vera p* que siquiera tuvieran en que sentarse los niños
pero no teniendo en casa en que ponerlas por estar havitando en una
miserable choza se servirá Ud. tenerlar p" allá hasta mejor tiempo”.
Poco después, merced a los buenos oficios de Aloisiao, obtuvo
ua recomendación para el general Lecor y éste por todos los visos
ordenó el reintegro del vasto establecimiento sanducero.
Con admirable constancia la familia ocupó sus reales en el terru-
fo, repoblándose la hacienda bajo los mejores auspicios en 1822. A
menos de un lustro los rebaños aumentaron de manera considerable,
no obstante los desfalcos sufridos durante las guerras de la Indepen-
dencia, y el año de 1830 se consideraba a la estancia de Almagro
entre los establecimientos más prósperos del Uruguay. Sin embargo
estos campos en “en el decurso y visicitudes de los tiempos y con las
ocurrencias políticas se vieron insensiblemente llenar de pobladores,
a quienes ni los oficios judiciales del legítimo dueño ni los principios
de justicia que animaban al gobierno, pudieron desalojarlos en razón
de su número e intereses”.
Favoreció a los intrusos la posición de los predios, por el fácil
39
acceso, la calidad de tierras y aguadas, sumándose el hecho capital
de orillar el camino de postas y todo el tráfico convergente a Pary-
sandú. En este sentido resultaban harto favorecidos los campos del
Sur con salida a Uleste, rumbo al Paso de Navarro, camino de Mon-
tevideo, verdadera arteria nutrícia de una extensa zona desierta.
La rápida intrusión comenzó en tiempos de Artigas por regalías
de éste o la simple remanencia particular, y como era inevitable las
eras portuguesa, brasileña e independiente aportaron nuevos con-
tingentes humanos, no descartándose inclusive las denuncias de
“tierras realengas”.
So efectos de una mejor administración la estancia del rico pro-
pietario había sido dividida de manera que los predios del Sur
centraron las actividades en la sede tradicional de Paso Vera y los
amplios confines del Noreste, estancia llamada “Sacra Cruz del
Uruguay” fincó el tráfico en un puesto sobre la barra del homónimo
arroyo, primitivo edificio que existía en la orilla meridional.
Durante la presidencia de Rivera el usufructo de terrenos sin
títulos valederos se agudizó de tal suerte que llegó a configurar un
problema de orden nacional, viéndose el gobierno en la perentoria
necesidad de resolver los casos más urgentes.
Por un convenio celebrado el 15 de octubre de 1832 entre la
"Soberana asamblea” y el señor de Almagro se resolvió una permuta
equitativa, de la que excluyeron la porción situada “entre los arroyos
Negro y Sacra, siguiendo la costa del primero hasta el Pantanoso, y
desde sus puntas a las del segundo; así como también el Rincón de.
Entre los Arroyos Rabón y Negro desde la confluencia de los dos
hasta la población de Quintana, tirando una línea recta hasta el
Rabón”, etc.
El área del trueque comprendía una superficie total de 46 leguas,
5.008 varas y media, que se valuaron en 60.901 pesos pagándose en
consecuencia a 1.300 pesos la legua cuadrada.
Habiendo invertido dinero el posesor en diversas mejoras el Go-
bierno juzgó oportuno el reintegro, por lo que la suma total de la
permuta en juego alcanzaba la respetable cifra de 62.241 pesos mo-
neda de época.
Previas mensuras y justificaciones del caso, la escritura de chan-
celación fué labrada en Montevideo el 23 de julio de 1836 por el
escribano de Gobierno y Hacienda Juan León de las Casas, bella
pieza documental que involucra todo un episodio histórico del preté-
rito sanducero. Comparecieron al efecto el presidente Oribe y su
Ministro de Relaciones Exteriores Dr. Francisco Llambí, en nombre
de la República, y de la otra parte José M. Almagro por su padre,
acordándose la mutua entrega de los respectivos títulos. En esta so-
40
lemne ocasión el Gobierno transfirió seis suertes de estancia, ubicadas
tres en jurisdicción del Salto y otras tantas en Paysandú, fracciones
de campo que el exoidor había de conservar en su mayor parte hasta
el fin de sus días. Transpasadas a la sucesión, ésta se deshizo del
rico patrimonio, liquidándolas en 1856.
Por cuanto se refiere a los bienes del jerarca español, en la
Argentina, éstos eran incuestionablemente mayores.
Sólo en la jurisdicción de Buenos Aires poseía ochenta manzanas
que formaron luego el barrio de Almagro, nombre que se perpetúa
en la capital argentina.
Dentro del recinto urbano le pertenecieron varias propiedades y
entre ellas el teatro Argentino, frente a la iglesia de la Merced, casa
de comedias que dió origen a un sonado pleito con su arrendatario
José Olaguer y Feliú.
Asimismo, sobre jurisdicción bonaerense, obtuvo posesión de
extensos predios en San Fernando, tierra indivisa hasta el presente
siglo. Además, en la provincia de Corrientes fué dueño de un campo
que abarcaba más de cincuenta leguas en la zona de Guayquiraró,
legado también a los herederos según consta en el testamento y la
abultada tramitación sucesoria.
Celoso cuidador de sus bienes y haciendas, pese a las dificulta-
des y molestias que entrañaba el viaje a través del río Uruguay, se
hizo presente en Paso Vera cuantas veces fué necesario, acompañado
del vástago Jaime de Almagro, joven prematuramente fallecido el 1*
de marzo de 1833.
Tamaño abrumo no logró separarlo de la eficiente labor admi-
nistrativa, prosiguiendo en el ínterin el litigio que sostuvo con Ola-
guer y Feliú por una diferencia en los alquileres, suma de 80.000
Pesos que pretendía apoyarla en una ley provincial del 9 de enero
de 1826, ordenanza que mandaba “pagar mitad plata y mitad papel
las obligaciones contraídas antes del 9 de enero de 1826”.
"El Teatro —según el eminente abogado Vélez Sársfield, defen-
sor de Olaguer— se trabajó el año 1804, y la compra de Almagro
fué en 1810, y ni aún se le otorgó escritura hasta 1827 porque no
había pagado el precio. Olaguer sucedió en los derechos de una
sociedad que había comprado al Gobierno todo lo edificado; el Dr.
Almagro pues, habiendo adquirido el dominio del terreno después de
muchos años de haber allí el edificio del Teatro”, no pudo llamar
forzada la ocupación sino en cuanto no se le dejó libertad para que
se apoderase de todo “por sólo ser dueño del suelo”.
Los magistrales conceptos del ilustre codificador argentino fue-
ron vertidos en el recinto de la Cámara Nacional destituyendo en
forma temporaria los veredictos del juez de 1* Instancia y lra. Alzada
de Provincia.
41
Figura inserto en un folleto del año 1836 bajo el título “Informe
en defensa de los derechos de D. José Olaguer Feliú en el Pleito que
mantuvo con D. Juan de Almagro, pronunciado en la Exma. Cámara
por el Dr. D. Dalmacio Vélez”.
Sin males aparentes, una rápida hemiplejia de diagnóstico re-
servado lo inmovilizó en el lecho, donde pudo testar el 18 de julio
de 1843 ante el escribano Adolfo Conce, firmando en su representa-
ción por no poder hacerlo D. Mariano Goyeneche y los testigos Ro-
mualdo Segurola y Francisco S. Burgos, todos vecinos de Buenos
Aires.
Sin olvidar las pasadas tragedias financieras en la Banda Orien-
tal —ya postrado de muerte— no dejó de recordar en las mandas
testamentarias la desaparición “de sus copiosos ganados como en sus
edificios y valiosos obrajes”.
“Murió en Buenos Aires el 24 de julio de 1843, y se le amortajó
con el hábito de la Tercera Orden de Santo Domingo, pues era hom-
bre de gran fe y muy caritativo con los pobres, a quienes ayudó en
vida y después de sus días, legándoles una suma importante. Por su
probidad e ilustración mereció la confianza de todos los Virreyes que
gobernaron el país en el espacio de treinta y cuatro años. En el
museo de Luján se exhibe su retrato al óleo que fué donado por uno
de sus descendientes. En él aparece en traje de etiqueta, con pelucón,
casaca bordada y calzón corto”. (Udaondo, Enrique. “Diccionario
Colonial Argentino”, Buenos Aires, MCMXLV, pág. 52).
Fueron hijos del jurisconsulto Almagro y su consorte; doña María
Andrea Almagro, dama fundadora de la Sociedad de Beneficencia
de Buenos Aires, que tomó estado en Paysandú el 10 de mayo
de 1830 con Pedro Aristo de Sacriste, natural de París, desposorio
que atestiguaron José María Almagro y Manuela Sáenz Valiente;
Cayetano Almagro, prócer sanducero; D. Julián de Almagro, casado
con Pastora Díaz de la Guerra; D. Pedro Almagro, desposó con lIsi-
dora de Reyna García y María Dolores Almagro, unida en matri-
monio con Jaime Darquier, (rama extinguida); José María Almagro
esposo de Elena Fernández Ponce de León; María Mercedes casó
con Nicolás Rivarola Haedo.
ALVAREZ. BENITO,
42
siendo hijo de una de las primeras familias instaladas en aquel
paraje, donde poseyeron campos y hornos de cal.
Patriota de la primera hora, se plegó a las fuerzas de Artigas,
destacándose por su denuedo en los diversos encuentros culminan-
tes con la victoria de Las Piedras.
No teniendo otros títulos que el de voluntario, apenas existen
recuerdos tradicionales en torno al desempeño bélico, pero consta
que además ofició en calidad de chasque y baqueano, retirándose
de filas al producirse el colapso del ejército nacional.
Sospechoso a los intrusos portugueses, al consolidarse el domi-
nio de éstos se vió precisado a buscar seguro refugio, motivo del
exilio a Río Grande del Sur.
No consta el tiempo exacto de su permanencia en el extranjero,
pero sí puede afirmarse que entre 1838 y 1839 contrajo enlace con
doña Raquel Ferreyra, vecina de Uruguayana, constando asimismo
que el excomandante patriota trocó su nombre por el de Benigno
Beracochea, para escapar de factibles persecuciones.
El novel matrimonio fué luego a radicarse en San Pablo, donde
vió luz la primogénita Adelaida, bautizada en Santa Catalina, lugar
del nacimiento de Manuel, tal vez último vástago porque ignotas
diferencias destruyeron el hogar con la inmediata separación de
los cónyuges.
Haciéndose cargo de los hijos, Benito Alvarez regresó a casa de
los suegros Ferreyra, afincados en Uruguayana, resolviendo un día
regresor a la patria, no sin antes apoderarse de los párvulos que
permanecían en poder de los abuelos. Tras esta odisea fué a dar
al Salto Oriental y según las Memorias inéditas del coronel José
Mundell, Alvarez oficiaba por entonces a lo largo del Uruguay en
el negocio de transporte, poseyendo al efecto una pequeña balandra.
A propósito de los encargos dispuestos casi al término del año
1846 recuerda que el 8 de noviembre “se despachó al mediodía el
barquito de D. Benito Alvarez, cargado con seis carradas de leña
p*. el Salto q?. el Comtt, ha mandado hacer pagando su corte en la
Isla a patacón la carrada p*. beneficio de la tropa y guarnición de
aquel Pueblo”.
Dada la penosa situación política porque atravesaba el Uru-
guay, el barquero Alvarez abandonó el Salto para fijar domicilio
en Concordia, lo que no fué óbice para mantener el tráfico fluvial
hasta los puertos de Paysandú, Fray Bentos y Gualeguaychú, medio
por el que pudo sobrevivir a las más perentorias necesidades.
Hacia el año 52 asuntos de familia obligaron su radicación en la
localidad entrerriana de Gualeguaychú y con motivo de erigirse el
pueblo de Independencia (1859), el exsoldado avecinó en esta loca-
lidad de jurisdicción sanducera, donde vino a fallecer octogenario
el 29 de abril de 1873.
43
La posteridad del anciano compatriota la constituyeron sus re-
feridas hijas Adelaida y Manuela, ambas con numerosa descen-
dencia.
Mientras residían en Gualeguaychú, doña Adelaida contrajo
nupcias con Evangelista Pérez, matrimonio del que nacieron seis
vástagos. Á su viudez rehizo el hogar con Feliciano Ríos, argentino,
unión autorizada en la parroquia de Fray Bentos.
La hija menor del olvidado guerrero Manuela Alvarez Ferreyra
tomó estado con Estanislao Bovert.
44
En 1872 la señora de Alvarez ingresó en la Sociedad Filantrópica,
resultando electa presidenta el 18 de julio de 1876, comisión que in-
tegraron doña Juana Giménez y Lozano, (vicepresidenta), María Ortiz
Laguna de Argentó (secretaria), Carmen Sánchez de Laserre, (tesorera)
y Dolores Gordon de Mongrell en calidad de secretaria privada. Sin
embargo, motivos de índole familiar apuraron la renuncia indeclina-
ble, sucediéndole Jacinta Payró
de Lanata en la encomiable ges-
tión (8 de agosto de 1876). Aleja-
da de la ciudad en el curso de su
larga viudez, este retiro no fué
óbice para continuar militando
en la benéfica asociación me-
diante el apoyo financiero.
Ya en edad provecta vino a
fallecer el 19 de junio de 1893 en
la finca inmediata al Teatro Pro-
greso, sobre la entonces calle del
Comercio N* 134 (antiguo), casa
que aún montiene el aspecto de
época. No obstante el peso de los
ochenta y dos años y las tribula-
ciones de no pocas desgracias
mantuvo hasta el fin su carácter
vivaz, el fino don de gentes y el
innato amor a las buenas obras. M. del Rosario López Osornio de Alvarez
Le sobrevivieron sus hijos
Joaquina, Silvestre, Carlota A. de Alvarez, Gregoria A. de Díaz —cón-
yuge del general Juan José Díaz—, Emilio y Carmen Alvarez.
45
sita en la calle de Patagones (hoy Leandro Gómez N* 1288) volvió a
resurgir después del año 53, aunque su real prosperidad afianzó luego
de la Toma de Paysandú (1865).
No obstante las exigencias que impone Mercurio, los argentinos
hicieron fama por sus créditos liberales y puede afirmarse con toda
suerte de razones que si el prestigio de los Alvarez rayó en lo envi-
diable, las finanzas nunca alcanzaron
los debidos niveles, por la generosidad
en todos los compromisos mercantiles.
Adepto al Partido Conservador
mantuvo por entonces una laudable
potestad sobre el comandante Sandes,
reprimiéndole de esta suerte las bár-
baras consignas de su genio proclive.
Poseedor de una elevada ética parti-
daria este nexo coadyuvó la amistad
del coronel Pinilla y más tarde la de
Leandro Gómez, militar que debía fa-
vorecerlo con todos los medios a su
alcance.
Residiendo en Paysandú, D. Pedro
Pedro Alvarez
Alvarez casó el 30 de mayo de 1861
con su prima Carlota Alvarez, hija de los respetables vecinos Luis
Alvarez y María del Rosario López Osornio, testigos del acto nupcial.
Ausente de la plaza al acontecer las hostilidades culminantes
con el Sitio y Toma de Paysandú, el 16 de marzo de 1865 en circuns-
tancias que el coronel Enrique Castro recibió la Comandancia Gene-
ral al Norte del Río Negro designó Oficial 1* de la Jefatura a Federico
Maciel y suplente inmediato a Pedro Alvarez, razón por la que éstos
le subrogaron hasta mediados de abril, sucediéndoles en el interinato
Mariano Pereda, y luego el brigadier general Fausto Aguilar por
breves días como sucesor de Castro en la referida comandancia.
Dedicado desde entonces al negocio urbano y sobre todo a las
transacciones rurales, pasó buena parte de sus días en la estancia de
Valdez, auténtico centro regional donde se daba cita la crecida fami-
lia y sus relaciones capitalinas.
Emprendedor no obstante el peso de los años, viajaba seguido
a las ciudades inmediatas por razones de negocios o los vínculos
sociales que nunca abandonó.
De buen porte y profusa barba, su aspecto señoril condecía con
el hombre de consejo noblemente dispuesto, virtudes que no amen-
guaron los prematuros achaques de la vejez ni la pertinacia de una
sordera crónica.
Falleció el 3 de julio de 1892 víctima de una gastritis aguda y su
46
muerte conforme los diarios de época, enlutó por razones de paren-
tesco al presidente de la República y al profuso linaje del extinto.
47
seis meses y nueve días, corto desempeño pero suficiente para con-
ceptuarla entre las más distinguidas educadoras del litoral uruguayo.
Formada por vocación en el apostolado de la enseñanza laica
donde también brillaba con facetas tan personales su ilustre hermana
Emma C. de Princivalle, decidió en 1888 abandonar el empleo público
para dedicarse exclusivamente a las tareas pedagógicas de indole
particular.
Fué así que en 1888 inauguró en la ciudad de Salto el Liceo
José Pedro Varela “fundamentado por completo en los sistemas del
homónimo reformador y las últimas experiencias de los educadores
americanos”. Esta casa de estudios donde alternaban educandas pa-
gas y alumnas que recibían instrucción gratuita, subsistió hasta el
año 95, fecha de su traslado a Paysandú.
Por las listas de matrícula que aún se conservan puede afirmarse
que el Liceo recibió el merecido apoyo de las familias más califica-
das del solar, iniciándose el propio año los cursos de su referida ín-
dole. Ello no fué motivo para excluir la admisión de algunos jóvenes,
ya por razones de amistad o el significativo hecho de formarlos en la
enseñanza liberal.
La proficua actividad del “Liceo José Pedro Varela” mantuvo su
vigencia hasta 1913, fecha de la clausura definitiva a raíz de la per-
tinaz enfermedad que afectaba a la señora de Alvarez. Sólo la inten-
sidad de los males físicos pudieron apartarla de una obra esencial-
mente suya y por ello tal vez mejor lograda.
Dama de fina sensibilidad, la madurez de su notable vocación
magisterial se vió afectada por los embates de una creciente arterio-
esclerosis, enfermedad que había de llevarla a un estado de semi-
ceguera. Tamaña desgracia no quebró la dulzura de un carácter
ponderable y el innato amor por la ilustración pública, al punto que
no obstante sus males prosiguió la enseñanza, prodigándose con todo
ardor entre los humildes analfabetos que llegaban a su casa.
Ya en las puertas de la vejez, el Consejo Nacional de Administra-
ción, por un acuerdo del 21 de junio de 1926, le concedió cédula
jubilatoria con título graciable, por estar comprendida en la ley que
amparaba a los maestros e inspectores que habían ejercido desde el
24 de agosto de 1877 al 24 de octubre de 1879.
Pocos años en realidad alcanzó a gozar el merecido beneficio,
puesto que la enfermedad que minaba aquel sufrido organismo hizo
crisis el 23 de diciembre de 1930, falleciendo el mismo día en la ca-
pital de la República.
Había desposado en Salto el 19 de enero de 1895 con el distin-
guido coterráneo Pedro Alvarez, hijo del estanciero Pedro Federico
Alvarez y doña Carlota Alvarez.
Dama de fino trato y noble distinción, hizo el numen de su vida
48
una obra exclusivamente laica en las bellas proporciones que otorga
el talento.
Fueron sus hijos Da. María Esther Alvarez, quimico-farmacéutica
muerta en plena juventud; el Dr. Julio César Alvarez Catalá y el con-
ceptuado jurisconsulto Dr. Carlos Alvarez Catalá.
49
Sin haber actuado en filas durante la estadia en la Villa, acom-
pañó al Ejército de Urquiza cuando invadió el año 51 y con posterio-
tidad según se desprende de algunos recibos fué médico del brigadier
general Servando Gómez y de las huestes a su cargo.
Distinguido profesional en su época, fué el más digno predecesor
de Mongrell por los incontables beneficios que brindó a la colectivi-
dad, gesta tan digna como desinteresada.
Amigo del boticario Legar, éste coudyuvó las intervenciones del
galeno de acuerdo con una tradición no rebatida a la fecha.
“En 1860 un ataque al corazón concluyó con la existencia del doc-
tor Lorenzo: rindió su alma al Creador en brazos de sus amigos; el
pueblo agradecido a sus sacrificios se agolpaba a la puerta de su
morada, deseando ver por última vez al hombre bueno, generoso y
sabio. Los hombres le apretaban la mano, las mujeres se la besaban
sollozando, y el pueblo en masa lo acompañó a su última morada,
después de cubrir de flores su ataúd.
“Hasta entonces el más impenetrable misterio había rodeado
su origen, no conociéndose su verdadero nombre; pero al descubrírse-
le el pecho se le encontró un medallón, pendiente al cuello por una
sencilla cadena de oro: era el retrato de una mujer joven, bella, her-
mosa, con el nombre grabado en el marco: Laura. Al reverso del
medallón se encontraba un finísimo pergamino, en el que se hallaban
impresas las armas de los condes de... y la constancia del estado
civil de Lorenzo María Bonifacio Amadeo, Conde de Monte Toscano”.
(Cuestas, cit., Páginas Sueltas, T. 1, pág. 226-27).
Inhumado fuera de las leyes eclesiásticas no consta por ello el
óbito en los libros parroquiales, omisión que privó tal vez a la pos-
teridad de referencias esclarecedoras en torno al enigmático galeno
europeo.
Sin preocuparse jamás de revalidar el título, desde que no consta
en los padrones oficiales del Consejo de Higiene, ejerció la profesión
bajo la salvaguardia de un diploma extranjero, único testimonio de
sus estudios europeos.
Serios cotejos parecerían sindicar al Dr. Amadeo en una partida
de defunción registrada en los libros parroquiales con el nombre de
Nicolás Amadeo, fallecido el 16 de enero de 1866. Era éste natural
de Oneglia, en el Reino de Italia, hijo legítimo de Antonio Amadeo y
la finada Carlota Lagnasco. Fué casado con Teresa Fasurino y murió
a consecuencias de una apoplejía fulminante.
50
AMARILLO, FRANCISCO JAVIER.
s1
Justifica el prestigio de estos jefes la exhortación suscrita por el
Barón de Yacuy el 6 de abril de 1850 invitándolos a defeccionar. La
réplica, obra de algún amanuense profesional, zahirió en vivo las
pretensiones del extranjero, pieza incisiva que aunque signada por
Amarillo no fué seguramente concepción suya, dado su notorio anal-
fabetismo.
“Con mucha vulgaridad se dice que a V. S. Exma. se le ha tras-
cordado el juicio””.— Refiere la nota de marras: “Me ha sido entre-
gada la carta que se ha servido dirigirme, pidiéndome que le ayude,
y me dice que ese es mi partido (yo no soy salteador); que lo han
forzado a ponerse en campoña para defender los intereses de su
país y la independencia del Estado Oriental (aquí hay otra cosa que
no es de la incumbencia de ningún brasilero): por esa independencia
fué preciso vencerlos en Sarandí, Ituzaingó, Juncal y otras partes”.
(Ob. cit., pág. 90).
Adictos por consiguiente a Diego Lamas mantuvo en aquella hora
incierta un activo correo entre los piquetes militares dispersos en la
zona norteña, corriendo a su riesgo las comunicaciones extradeparta-
mentales, según dan cuenta los recados dispuestos para los jefes
oribistas.
Concluída la Guerra Grande permaneció en la Legión Fidelidad
hasta el 23 de setiembre de 1852, fecha en que el general Servando
Gómez, por veladas influencias del coronel V. Flores decidió licenciar
las fuerzas, encontrándose éstas en las márgenes del Arroyo Negro.
Sin identificarse con el nuevo estado de cosas, indispuesto con
los desconformes autores de los deplorables sucesos acaecidos el
18 de julio de 1853, —Marcos Neira en el Salto y Amarillo en Pay-
sandú— levantaron la bandera de la legalidad en defensa de las
instituciones derrocadas.
Neira traía fama nada envidiable, justificada de todos modos
en el curso de su férrea .carrera, concepto que por cierto no merece
el “indio” Amarillo aunque las confusas tradiciones de época han
querido yuxtaponerlos.
Como siempre, Neira aprovechó la coyuntura para depredar a
sus anchas citándose el asalto a una pacífica casa rural, donde ma-
dre e hija quedaron atadas de las trenzas en un horcón del patio
mientras los sublevados procedían al riguroso saqueo.
Sometido el coronel Jacinto Barbat, jefe oribista de Tacuarembó,
se desplegaron las fuerzas del jefe político Ambrosio Sandes y las de
José Mundell en activa persecución de los sublevados.
En el ínterin Amarillo decidió apoderarse del Salto por un golpe
sorpresivo, pero fué rechazado el 21 de setiembre, debiendo retirarse
hasta el Daymán con los setenta loamzas, elementos semibárbaros
“donde predominaba el tipo mestizo o indio”, según refiere Fernán-
dez Saldaña.
52
Tras un pequeño contraste sufrido el 24, los revolucionarios se
desplazaron hacia el Sur, muriendo únicamente Neira y algunos re-
clutas en la tenaz refriega librada el 6 de octubre.
Amorillo, mientras tanto, vadeó el Rio Negro para incorporarse
a las fuerzas del comandante Francisco Laguna, huestes que sorpren-
dieron a Timoteo Domínguez, jefe ultimado en circunstancias de noto-
riedad histórica (noviembre de 1853).
En diciembre el célebre indio estaba de regreso en la zona del
Queguay, pero con las tropas por demás raleadas, lo que al parecer
le obligó a entablar condiciones de rendición ante Mundell, jefe hu-
manitario que respetó la vida de todos, pues tal era la cláusula ex-
presa de la entrega.
Nada justifica las presuntas tretas de sorprender al capitán So-
ria, perteneciente a las tropas del aprehensor, ya que el infeliz Ama-
rillo continuaba preso con otros siete compañeros de causa.
Sandes, que al parecer urdía un ejemplar escarmiento, ordenó
su remisión y echando al olvido las expresas condiciones del pacto
lo hizo fusilar junto al portón del Cementerio Viejo en la tarde del 20
de diciembre de 1853.
Condenado a morir sin proceso de especie alguna, mientras era
retenido en el cepo, Doña Manuela Marote y otras damas recorrieron
el pueblo solicitando firmas para salvarlo, pero en los precisos ins-
tantes que se acercaban en una sopanda el drástico jefe ordenó la
ejecución. l
El malogrado caudillo había unido sus días a los de Magdalena
Chapí, mestiza oriunda del solar.
Vivieron durante años “en la costa de Sacra, teniendo por lindero
al finado Payeyú, a quien hizo retirar del terreno el Gral. Artigas.
Después lo volvieron a poblar y en él tenía y estaba poblado con un
saladero del finado Daniel Page”. .
La chacra del extinto Amarillo, que por su extensión era una ver-
dadera estanzuela, permaneció intacta durante algún tiempo, hasta
que la viuda y su hijo Felipe Santiago donaron ochenta cuadras
cuadradas al vecino Pedro Cisneros. Este a su vez la retuvo hasta el
31 de octubre de 1861, fecha en que la vendió por doscientos veintidós
pesos plata al súbdito catalán José Roldán y Feliú.
53
Con bellas aptitudes demostradas desde la infancia, al cumplir
los quince años según una crónica social de época era sin duda una
de las jóvenes más talentosas de este solar. Dueña de una bella voz
de soprano lírica dejó recuerdos perdurables en las tertulias de Muró,
Catalá Moyano, Borges y en el propio recibo paterno, bella mansión
que aún subsiste en la calle 33 Orientales esq. Leandro Gómez (N. O.).
Se recuerdan de estos pródromos musicales, la fina interpreta-
ción de “El Cuchicheo”, canción en boga, y algunas arias de Bellini
e y Donizetti, autores predilectos en la
CUT tónica de nuestra cantante.
Formada en la corriente romám-
tica, toda su producción lírica, si
bien adolece de los ineludibles for-
malismos coetáneos, posee la prís-
tina belleza de cuanto es sincera-
mente vocacional. Toda esta produc-
ción editada figura dispersa en pe-
riódicos y revistas de ambos países
platinos, y alguna entidad debieron
alcanzar en el concepto crítico de
entonces cuando “El Indiscreto”, de
Montevideo, semanario de “Litera-
tura, Ciencias, Artes, Teatro y Mo-
das” insertó en el número corres-
pondiente al 15 de octubre de 1885
un retrato litográfico de gran forma-
to, suscribiéndole además una par-
y a ca monografía circunstancial.
Moria..k: Rodrigues He Ampliada Ya por entonces había tomado
estado pues contrajo nupcias en nuestra ciudad el 22 de noviembre
de 1883 con el Recaudador de Aduana Enrique Andrade, caballero
oriundo de Montevideo, hijo del vecino portugués José Andrade y de
Doña Rosa Castro, española.
Temperamento fino y culto, el nuevo giro de su vida hubo de
alejarla de las especulaciones intelectuales para concretarse al cui-
dado de sus hijos.
Residiendo en Montevideo falleció a los sesenta años de edad,
en 1915.
Fueron sus vástagos doña María Andrade de Rossi, fallecida sin
descendencia, y D. Enrique Andrade Rodríguez, primer veterinario
coterráneo, en cuyo poder obran los originales de la obra materna.
54
ARAMBURU. DOLORES GONZALEZ de,
99
alcanzaba los pedales del instrumento predilecto, juicio que luego
debió repetir “La Tribuna Oriental”, gran hoja sanducera de Clodo-
miro de Arteaga,
En 1870 ofreció su primer concierto en el Casino con variadas
selecciones de Chopin, tocando asimismo a cuatro manos con el
profesor Larrauri algunos estudios de no fácil ejecución.
Poco después la familia convino enviarla, a Montevideo, ciñéndo-
se allí a las notables lecciones de Carmelo Calvo, maestro y compo-
sitor español de singular nombradía. En el mismo Conservatorio le
tocó conocer a Dalmiro Costa, famoso pianista que también fuera
precoz intérprete y compañero de ejecución en las promociones
finales. Pero lo que hasta entonces era un portento reducido a la fama
lugareña y el círculo de amistades, por obra y gracia de un acaso
vino a consagrarse ante la crítica nacional.
Buenos Aires se debatía bajo el flagelo de la fiebre amarilla y
en movimiento solidario todo Montevideo se apuró a prestar su con-
curso al pueblo enlutado.
Fué entonces cuando el corazón de los uruguayos, siempre tan cordial, tan sen-
sible y tan abierto, se sintió aherrojado de angustia. Al instante su generosa reacción
se puso en evidencia. El dramático momento requería necesidad urgente de enviar
socorros a la ciudad desolada. En seguida proyectóse un gran concierto en el Teatro
Solís. Las señoras de García Lagos, Piatero, González, Estrázulas, Berro, del Campo,
Márquez, Acevedo, Lasala y otras más formaron una comisión que se encargó de
organizar dicho acto. En él tomaron parte conocidas figuras de la sociedad uruguaya
y destacados artistas.
Estos periódicos, El Siglo y Tribuna, dan la noticia del festival comentando el
éxito emocionante logrado, que llegó a superar el optimismo de todos. Concurrieron
más de 3.000 personas, número que sobrepasó el alcanzado la noche de la inauguración
de dicho teatro.
La sala presentaba un aspecto feérico. Lo más representativo del mundo oficial,
intelectual, social y artístico estaba presente. Profusión de banderas de ambos países.
En el proscenio, dos inmensos escudos, uruguayo y argentino, formados por banderas
de nuestro país. En él hizo su entrada la delegación llegada de Buenos Aires. Fué un
momento emocionante. La sala le tributó una interminable ovación. Don Florencio
Escardó, presidente de la misma, y los señores Shaw, Viñas, Raggio y Latorre eran
portadores de un álbum lleno de firmas que ratificaban la gratitud de este pueblo y
que sería depositado en el Museo Nacional de Montevideo. El señor Escardó pronunció
un discurso conmovedor. Después de haberse desarroliado gran parte del programa,
apareció en el proscenio, ante el asombro de todos, una niña, precoz pianista que ya
había llamado la atención de los grandes críticos uruguayos y extranjeros. Se llamaba
Lolita González y tenía 9 años de edad. Se dirigió al piano, sin denotar la menor tur-
bación ante un auditorio tan selecto y numeroso, interpretando una fantasía de La
Sonámbula con maestría, técnica y estilo imposibles de ser adquiridos a tan corta edad.
Las crónicas del día siguiente registradas en estos periódicos, que están a la vista,
dan cuenta del estupor que esta excepcional criatura produjo en el público. Cuando
ella terminó ante la estruendosa ovación de la sala, el doctor Julio Herrera y Obes,
que después fué Presidente de la Repúbiica del Uruguay, colocó en las sienes de la
niña una corona de laureles de oro con un enorme solitario en la frente.
Los críticos uruguayos, doctores Alfredo Castellanos, Mariano Pereyra Núñez y
Domingo Aramburú (este último fué con los años hermano político de la precoz ar-
56
tista) publicaron extensos artículos que no es posible reproducir, pero de los que se
extracta el siguiente párrafo: “Silenciosa admiración y callado estupor para Lolita Gon»
zález mientras ejecutó La Sonámbula, que fué interpretada con limpieza, virtuosismo y
sentimientos verdaderamente prodigiosos. Sus pequeñas manos, que no alcanzan media
octava, recorren el teclado de un lado a otro con pureza impecable, Por momentos lle-
gamos a pensar que hay alguien invisible que toca el piano”, (Dobranich, cit.).
ARCE. DOLORES,
97
nia Arce de Valdenegro, esposa del general y literato de este apellido.
Residentes en la ciudad federal durante la década que inició el
año 40, aquellas encubiertas unitarias serían testigos de los típicos
dramas de época, sobre los que siempre campeó la férvida religión,
al punto de no recordarse el suplicio de Camila O'Gorman y el cura
Gutiérrez sin mezquinarles a la zaga un “Dios los tenga para tizón
de los infiernos”.
El crecido anecdotario bonaerense no indemne a las banderías
fué en cierto grado legítima tradición familiar constante y repetida
hasta el término de la estirpe.
De regreso en 1852 debió soportar con los suyos el duro pleito
incoado al albacea por los bienes paternos, dado el verdadero condo-
minio ilegal que ejercía, litis que la justicia falló el año de 1856.
Madre de una párvula en 1858, fruto de su breve unión con el
comandante Francisco Caraballo, dedicó el resto de sus Jias al cui-
dado de enfermos, tarea abnegada que tuvo inicio entre el vecinda-
rio más pobre de extramuros.
Olvidada para siempre de sí misma y hecha de una fibra excep-
cional, debía prestar el más valioso concurso al iniciarse la epidemia
de fiebre amarilla, peste que frustró la notable energía del Oficial
Mayor de la Jefatura, José de Fuentes.
Ayudante meritísima del Hospicio cuando no existían Hermanas
de caridad, la firme ejecutoria en otra respetuosa escala recuerdan
a nuestra Florencia Nightingale con títulos que la posteridad no des-
miente. Así recibió los plácemes del Alto Comando local durante el
Sitio de 1863, y al iniciarse el bombardeo en diciembre puso a salvo
la anciana madre en la residencia de Paula Lassarga de Debarbieri,
asilo temporario porque al amainar el fuego volvieron sobre sus pa-
sos a fin de encargarse de los heridos en el sector de la plaza Consti-
tución. Dispuestas en el Hospital de Sangre emigraron a la Isla en la
última semana de las hostilidades por requerirlo la salud de la pe-
queña hija Juana Caraballo Arce (1858-1942) y los achaques físicos
de misia Juana Castillo.
El 2 de enero, en medio del caos que siguió a la Toma, Dolores
Arce supo herido de gravedad al coronel Emilio Raña, fraternal ami-
go desde que le asistía razón, vínculo de familia robustecido en el
tiempo con perfiles de clásica tesitura.
Sin arredrarse ante el peligro se hizo conducir a puerto y “sal-
tando muertos como sandías” —frase textualmente suya— pudo sor-
tear en toda forma los depredadores, las ruinas incendiadas y toda
clase de riesgos para llegar hasta el lecho de Raña ya doblegado por
el mortal impacto.
En un instante de postrera lucidez, el desfalleciente militar tuvo
cariñosos recuerdos para su esposa, los pequeños hijos y la vene- '
58
rada madre, doña Manuela Marote, depositaria de todos sus bienes.
El testamento oral. tan íntimo que sólo fué oido por Dolores, encomen-
daba asuntos de indole familiar y la educación de la progenie. Luego
le hizo entrega de una caja y la correspondiente llave de oro con en-
cargo de entregársela a misia Manuela.
Todo un año de pobreza franciscana, dechado de virtudes crio-
llas en el más alto vuelo de la fidelidad guardó pendiente del cuello
la llave del misterioso cofre legado a una madre con palabras entre-
cortadas por la muerte.
Recién a principios de 1866 pudo entrevistarse en Concepción del
Uruguay con la ilustre heredera y al verificar el arqueo contaron dos
mil patacones en monedas de oro, los gemelos y el reloj del extinto.
Indoblegable en la consigna y sin arredrarse cmte nada siguió la
cuesta de la existencia, hecha de amoroso desvelo ya en el pueblo
o el ámbito trepidante de la carreta rumbo a las afueras.
Cabe señalar inclusive la admirable cooperación durante la epi-
demia de cólera, donde una vez más, con absoluto menosprecio de la
vida, se mantuvo en el hospital improvisado para los enfermos (1868).
Tal su labor en el tiempo que la historia exhuma a la póstuma
consideración, labor de trazo imperecedero que abarca todas las cla-
ses sociales, desde que muchos próceres de la gloria lugareña ce-
rraron para siempre los ojos bajo los desvelos de ésta que fué tan be-
lla como infortunada matrona.
Enferma a los sesenta y seis años de una lesión orgánica del co-
razón, ese mismo corazón siempre vuelto al prójimo, dejó de latir el
31 de octubre de 1893.
59
lioso inmueble arruinado por la Guerra Grande, desde 1830 residieron
en la finca del Rincón de las Gallinas N* 17 (numeración antigua),
fondos de la Iglesia Vieja por el lado que mira al Sur.
Casa de azotea sobre las estribaciones de la cuchilla, dominaba
entonces un vasto horizonte, razón por la que sirvió de atalaya en los
sitios de 1837, 1846 y 1864,
Residente en el solar durante un período que abarca sesenta y
tres años, connaturalizada de hecho y de derecho con la heroica tra-
yectoria lugareña, Juana Castillo vino a transformarse en el decurso
del tiempo en una figura tradicional de la sociedad criolla, raices
auténticas de profundo arraigo nativo.
Por lo demás las relaciones de época, el testimonio del cotidiano
transcurrir tenían un crecido amecdotario en el léxico seseoso no
exento de ingenua picardía.
Viuda desde el año 1848 y bloqueados los derechos sucesorios
por un presunto condominio que pretendía el albacea Clemente Pra-
dines, la litis fué ganada en justo derecho tras un famoso pleito, no
obstante la peregrina afirmación de que “a los Arce no le quedaría
más techo que el de la vieja sopanda”.
Ya octogenaria a la caída de la plaza en 1865, no trepidó en
prestar buenos servicios en el Hospital de Sangre junto a los jóve-
nes defensores que vió nacer y que a justo título la llamaban con es-
tima filial.
Dejó de existir el 8 de diciembre de 1879, siendo las tres de la
tarde, y con noventa y cuatro años cumplidos.
60
Avecinado en Paysandú hacia el año de 1821, radicó junto con
su primera esposa María Gutiérrez, bonaerense, de la que hubo un
solo vástago, doña Adelaida Arce, luego esposa del farmacéutico
Abel Legar. Á su viudez, Marcos Árce casó con Juana Castillo, oriun-
da de Corrientes, quien “expresó haber sido velada en primer matri-
monio, que fué mujer del finado Juan de la Cruz Barú”.
El segundo connubio, realizado “in extremis”, tuvo lugar el 24 de
octubre de 1825, previa consulta con el doctor Ventura Salinas, según
lo confirma la partida respectiva. Nacieron de este matrimonio Dolo-
res y Rosaura Arce, damas de la añeja sociedad vernácula, de la
que fué postrera reliquia viviente doña Rosaura, fallecida en Monte-
video el año 1923,
Poseyó el señor Árce un vasto predio rural poblado con no pocos
sacrificios sobre la costa de Guayabos, cuya sede de nueve habita-
ciones sólidamente construidas eran clásico modelo de las estancias
antiguas.
En 1842, tropas que se titulaban oribistas saquearon e incendia-
ron el establecimiento, acción incalificable que el Comando local trató
de paliar con la entrega de trescientas reses, monto que apenas al-
canzó para reconstruir los techos.
Para colmo de males, sin haberse recuperado de estas cuantio-
sas pérdidas, sobrevino el asalto traído a la plaza el 26 de diciembre
de 1846, tremendo suceso de armas donde Arce perdió sus tres casas
de techo pajizo y numerosos efectos personales en el incendio provo-
cado por las cañoneras francesas.
Al despoblarse la Villa, como otros correligionarios, fué a sentar
plaza en los batallones defensores de Montevideo, puesto abandonar
do luego para reintegrarse al solar, en vista de las inmunidades ofre-
cidas por los enemigos políticos.
Enfermo de gravedad, no obstante los cuidados “del médico nor-
teamericano” y las medicinas del farmacéutico Carlos Legar, falleció
el 24 de noviembre de 1848, “de resultas de una complicación de en-
fermedades que dieron fin a sus días a la edad de 50 años”.
El 16 de noviembre había testado los bienes consistentes en el
campo de Guayabos, fincas y terrenos colindando uno de ellos “con
el capitán de la Pepita” (¡sic!).
Vocal de la Junta electa en el mes de enero de 1839, propició al-
gunas iniciativas de carácter urbano realizadas medio siglo después.
61
los servicios en calidad de recluta al comenzar la gesta artiguista,
permaneciendo en filas hasta producirse la Segunda invasión lusita-
na, época de su ingreso al corso nacional.
Prisionero de los imperiales en 1816, permaneció en el Brasil por
espacio de seis años “cargado de yerro” y “miserias”, lacónicas pa-
labras que inducen a pensar el confinamiento en un campo de labo-
res forzadas, porque él mismo reiteraba en dos ocasiones que estos
“trabajos”, “sufridos por amor a su Patria” no le acobardaron jamás.
Libre en 1822, estuvo cerca de Lavalleja al formalizar la inmortal
campaña libertadora del año 25, recordando al efecto en una relación
autógrafa que lo acompañó “cuando el pasaje de los 33”, hecho que
por sí solo bastaría para salvarlo del olvido.
Declarada la guerra contra el Brasil hizo la campaña con el Re-
gimiento de Naturales y a su regreso solicitó el retiro de filas al Go-
bernador provisorio, Juan Antonio Lavalleja, manifestándole que los
mejores títulos que le habilitaban al efecto eran el hecho de haber
“sufrido quince Batallas con los enemigos de la República en mar
y tierra”.
La solicitud data del año 1827, fecha en que el pacífico misione-
ro solicitó la baja del ejército en virtud de la insidiosa persecución
del capitán Juan P. Vázquez.
Se deduce del petitorio, que los inconvenientes de marras susci-
tados en el curso de las operaciones bélicas contra el Imperio, afecta-
ron de especial modo al sargento Arehuatí, causa de la solicitud que
vino a separarlo del escalafón.
Infiere el memorial autógrafo: Que habiendo salido en Comisión
para el territorio enemigo bajo el mando del teniente coronel Manuel
Olazábal y ya de regreso a las puntas del Cerro de Aceguá se vió
hostigado por los insultos del capitán Juan Pablo Vázquez “cuio odio
fué dimanado por una mujer que se halla en dho. Escuadrón, los
mismos Oficiales Sarg.s Cavos y soldados Son testigos de la mala vi-
da” que le dió el militar de referencias.
Esta al parecer fué la causa valedera que le instó a presentarse
en el Campamento del Chuy para solicitar la baja del Escuadrón de
Naturales donde revistaba con el grado de sargento 1%? de la 2? Com-
pañía de la Escolta, gracia por la que intercedió su jefe inmediato,
Agustín Comandiyú en mérito de los “buenos procedimientos y servi-
cios que há prestado a la Patria” (Archivo Lavalleja, Año 1827-1828,
págs. 250-253).
Según tradición, el indio Arehuatí vivió sus últimos dias en el ma-
yor desamparo, habiendo acaecido su muerte el 14 de julio de 1831.
(Libro II de Entierros, pág. 48, Parroquia de San Benito).
Atestigua el óbito suscrito por Solano García con una parquedad
harto sensible, la patria del muerto y el matrimonio en la tierra de
62
origen, dato este último que al parecer surgió de íntimos allegados,
porque aquí no le conocieron familia.
A cálamo currente el célebre religioso lo exaltó al rango de los
inmortales afirmándole “uno de los 33 q.. acompañaron al Gen., La-
balleja”.
63
revolucionario Federico Varas y otros implicados en el tráfico de ar-
mas para el ejército de Venancio Flores.
El parte respectivo suscrito por Lenguas infiere que la frecuente
estadía de Varas por Fray Bentos le “determinó a mandar una peque-
ña expedición a batirlo, a pesar de lo muy bajo del Río; esa comi-
sión fué encargada al Capitán don Adolfo Areta, el que se embarcó
con 20 hombres de su compañía en el vapor Villa del Salto el día 2
del corriente con orden de embarcar en Paysandú 30 hombres al
mando del capitán D. Rafael Formoso. Efectuado el embarque desde
aquel puerto empezó la estrategia del capitán Areta para tranqui-
lizar a Varas y retenerlo en Fray Bentos pues ya tenía crviso que del
3 al 4 debía estar allí, para recibir lo que tragese el vapor Salto de
Buenos Aires y remitir las comunicaciones de Flores y Caraballo.
“Los cálculos del capitán Areta tuvieron un resultado completo.
Desembarcado en Yaguareté a legua y media más arriba del pueblo,
a las 3 de la mañana, rodeó la casa donde Varas dormía tranquila-
mente e impidiendo al mismo tiempo que nadie tomase para el Río
porque el comandante del vapor, D. Juan Erausquin, desembarcaba a
la vez en el puerto con parte de la guarnición de su buque. Fué hecho
prisionero el dicho capitán Federico Varas y los soldados que tenía
en su casa; los demás hasta el número de 8, han escapado porque
estaban diseminados en los ranchos de los suburbios”.
Por su parte el capitán Ercusquin, estando en viaje rumbo al Sal-
to, comunicó el 5 de marzo al Ministro de Guerra coronel Pantaleón
Pérez interesantes detalles sobre la fructífera operación confirmatoria
del empeño manifiesto por Áreta a favor de la causa gubernativa.
Junto con los prisioneros de marras se logró ubicar un cargamento
de armas, vestuarios y municiones en la isla del Yacaré, conceptuán-
dose de gran valor la correspondencia particular tomada al capitán
Varas en su domicilio accidental.
En los pródromos del segundo cerco, al reconcentrarse las fuerzas
del Salto en Paysandú, Areta pasó a integrar los cuadros locales y
sus fuerzas a la par del ingénito valor llenan uno de los capítulos
más señalados de la epopeya lugareña.
Iniciadas las hostilidades el 2 de diciembre de 1864, se le enco-
mendó una compañía del Batallón 1? de Cazadores con tres oficiales
y cuarenta individuos de tropa, escasa fuerza que hizo verdaderos
prodigios de intrepidez sobre el tramo defensivo del Sur, línea de seis
cuadras y tres cantones con amplio dominio sobre los aledaños por
el declive natural del terreno inmediato.
Digno colaborador de Azambuya, jefe de la citada línea, ésta
se mantuvo intacta en el curso de todo el asedio, pese a los repetidos
intentos de flangueo y la misma posesión de algunas casas linderas
tomadas desde los fondos que miran a la calle Sarandí.
64
Precisamente el 7 de diciembre el Batallón Defensores a cargo
del comandante Belisario Estomba y la Compañía del capitán Areta
tomaron por asalto la casa de Ribero, sita al frente de la Jefatura,
valiosa conquista para el enemigo, ya que introducía una peligrosa
cuña en uno de los cantones más importantes del pueblo.
El grupo irruptor al mando del jefe político coronel Pedro Ribero,
previas descargas de cañón ya estipuladas de antemano, avanzó
por dos sectores hasta liberar las tres casas próximas a filo de ba-
yoneta.
Firme en el puesto de honor durante los días del sitio, le tomó la
rendición en su puesto, salvándose por la oportuna presencia del
fraternal amigo Eduardo Olave, que lo “sacó del brazo y no lo aban-
donó hasta dejarlo a salvo”, según palabras del cronista Orlando
Ribero.
Libre en Concepción del Uruguay. pasó de inmediato a Montevi-
deo, tocándole redactar el 8 de enero de 1865 por instancias del
Ministro de Guerra y Marina Jacinto Susviela, el parte circunstanciado
del Sitio, pieza muy resumida que junto a la similar de Aberastury
constituyen las versiones oficiales de la defensa sanducera.
Sargento mayor conforme al ascenso expedido el 17 de enero
inmediato, figuró luego entre los ciudadanos que se expatriaron a la
caída del Gobierno blanco, motivo de la baja del escalafón el 20 de
febrero de 1865.
Emigrado en la provincia de Corrientes, obtuvo en 1867 la capa-
tacia de un lejano fundo norteño, donde a causa de una seria infec-
ción contraída en un accidente de caza fué necesario amputarle una
pierna, motivo que sobrellevó con el más grande estoicismo, pues
no contaban con ninguna clase de amestésicos en aquellos incultos
parajes.
Razones de invalidez malograron su intervención en la Guerra
de Aparicio, pero a término de ésta, dada la amplia amnistía conce-
dida en la Paz de Abril (1872), Juan Manuel Areta en representación
de su hijo, solicitó el reintegro a filas, moción que tuvo lugar en
marzo de 1872.
Por cuanto traduce la foja respectiva el sargento mayor de invá-
lidos Areta radicó en el país con carácter estable hasta el 6 de junio
de 1880 fecha del pasaje a Buenos Aires por asuntos particulares.
Con buenas vinculaciones en la República Argentina tuvo el
mejor apoyo en los señores Crespo, poderosos vecinos de Santa Fe
que instaron su permanencia a toda costa en el vecino país, idea
llevadera por el exiguo sueldo militar y la evidente ojeriza política
que sufrían los correligionarios en la tierra natal.
Dos licencias renovadas el año 82 demarcarían nuevos plazos
fuera del Uruguay, concretándose la última estada a fines de 1884
65
con motivo de sus nupcias ccn nuestra compatriota Ángela Lasala,
hija del extinto coronel Francisco Lasala y María Inés Furriol, próce-
res de la sociabilidad uruguaya. Este enlace se realizó en la Catedral
de Montevideo, el 10 de diciembre, con la testificación de Juan M.
Areta y doña Carolina Lasala de Soria. Bendijo la unión matrimonial
el Obispo de Montevideo, Inocencio María de Yérequi.
Tres días después atestiguaron el enlace por vía civil Carlos ]J.
Arrúe y el general Carlos Lacalle.
Ausente de la patria desde esta fecha, el Superior Gobierno
dispuso el 12 de octubre de 1885 la baja absoluta del sargento mayor
Areta por no haber comparecido al llamado correspondiente. Por
entonces era síndico de algunas compañías radicadas en Rosario
de Santa Fe, ciudad donde ejerció el cargo de Recaudador de Rentas
hasta el día de su muerte, acaecida el 18 de agosto de 1897.
66
Deshechas las fortificaciones en la tarde del 26 de diciembre,
sin alejarse del zaguán hogareño, Doña Ignacia Ortiz, rodeada de
sus párvulos vió desfilar entre el caos del fuego y el pillaje la turba-
multa ávida de sangre y robo.
Yacíia mientras tanto en la calle un gorro de manga federal y
el pequeño Felipe no cejaba por alcanzarlo, retenido en la diestra
materna. Un prófugo —presuroso sujeto— detuvo el paso y de golpe
les entregó aquel simbolo con estas
frases: Yo también soy federal, pero
corriendo despisto al enemigo...
Al sobrevenir la paz, los jóvenes
Argentó aprendieron las primeras
letras en el colegio regenteado por
Don Ventura Val, distinguido pre-
ceptor español. Es de todos modos
factible la concurrencia a las clases
superiores dictadas luego por el ma-
lagueño Juan de Mula y Rojas.
Por otra parte la incierta situación
política del país obligó al estricto
cuidado de los bienes, a la vez que
D. Felipe Argentó había de renovar
compromisos con el general Urquiza,
razón por la que el primogénito se
hizo cargo de negocios familiares en
Felipe A. Argentó
plena adolescencia.
Administrador de la estancia y saladero San Francisco, abando-
nó este trabajo en 1862 para dedicarse al negocio de ramos generales;
proficua actividad que debió abandonar en los pródromos del Sitio
de Paysandú.
El 1? de enero del referido año había contraído nupcias con la
joven coterránea Juana Graupera y Mayol, de cuyo matrimonio na-
cieron dos hijos, progenie que no dejó sucesión.
Mayor de la Guardia Nacional en 1864 dió sobradas muestras
de bizarría en el curso del asedio, proezas que recuerdan con el más
cálido elogio los cronistas Masanti y Ribero. Este último infiere en
sus "Recuerdos de Paysandú”, que la pavorosa muerte de Argentó
fué tremendo drama del acaso, que tal vez pudo evitar el benemé-
rito mayor Belisario Estomba.
Este tenía un pequeño cañón, con el que, desde una ventana de la Sacristia,
hacía algún disparo, el cual era contestado con una descarga de granadas, metralla
y bala rasa.
La ventana aludida quedaba en un alto; calle por medio, abajo, estaba la trin-
chera que lamábamos de la “Artillería”, entre cuyos defensores formaba parte el
malogrado Felipe Argentó.
67
Después de cada descarga de la artillería enemiga, constestando el cañoncito
de Estomba, oíamos desde nuestra posición la voz de Argentó, que decía: —““Coman-
dante Estomba, déjese de hacernos despedazar con su cañoncito, que no les hace
daño alguno; en cambio nos crucifican a nosotros que estamos aquí abajo”.
El pobre Argentó predecía lo que iba a acontecerle, pues que estando sentado
con otro sobre un madero, una de las tantas balas de cañón que cruzaban vino a
llevarle ambas piernas, sucumbiendo pocos momentos después. Parecía que el pro-
yectil aquel fuera destinado solamente a su persona, pues que ninguno de los otros
compañeros que estaban sentados junto a él, fué tocado, aconteciendo que el proyectil
no los tomó de frente, sino al sesgo.
El Teniente de Marina Lizardo Sierra vino a traernos la infausta noticia, la que
nos causó la impresión consiguiente, pues hacia pocos momentos que le habíamos
oído pedir a Estomba que cesara de hacer fuego con su cañoncito. (Op. cit. pág. 78).
Con los sucesos del 31 de diciembre el capitán Hermógenes Masanti acota nuevos
detalies del infausto martirio: El cantón de la esquina de la Plaza, frente a la casa
de Paredes, es el Cuartel de Artillería, Su corralón, cercado por una pared de ladriilo
sentada en barro, pared atronerada y resguardada exteriormente por una zanja,
ésta guarnecida por un piquete de infantería de Guardias Nacionales. En él se encon-
traba don Felipe Argentó.
A eso de las nueve y cuarto de la mañana una bala de cañón derribó a Argentó,
llevándole las dos piernas. Este valiente joven Guardia Nacional, revolcándose en
el suelo, dió vivas a la Patria, al Gobierno y a la guarnición. Al punto le colocan
en un catre para conducirlo al hospital, mientras que él les dice: “Compañeros,
peleen hasta morir. Les recomiendo mi familia”.
De ailí es sacado por cuatro de sus camaradas, pero antes de pasar la cuadra
de la Plaza expiró sin lanzar un ¡ay! Muchos actos de valor se han visto entre los
bravos Guardias Nacionales de la heroica Paysandú; pero como el de Argentó muy
pocos. La República Oriental perdió en él a uno de sus más buenos hijos y de los
más intrépidos, porque desde el primer instante del sitio se le vió siempre distinguirse
en los puntos de mayor riesgo, estusiasmando con su palabra y con su ejemplo a
los Guardias Nacionales.
ARGENTO. FELIPE,
68
La vetusta casa natal mantiene intacta hasta la fecha su doble
planta, inmueble centenario que permanece en poder de la familia,
habiéndose salvado por verdadero milagro en el bombardeo falan-
gista de 1936.
En fecha imprecisa pero no anterior al año 1820 Argentó hizo
abandono del país, embarcándose en un velero que hacía el tráfico
regular entre la ciudad de sus mayores y el Río de la Plata.
Figura por primera vez en el solar
de Paysandú rubricando el 25 de
mayo de 1823 la dudosa adhesión
al imperio del Brasil, nota obligato-
ria sin ningún alcance, fraguada
desde las alturas y cumplida aquí
por servidores incondicionales.
Conforme al Censo de 1823 inte-
gró el gremio de propietarios “en
el ramo de pulpería”, actividad na-
da auspiciosa dada la situación
caótica que atravesó el país duran-
te la égida luso-brasileña.
Español ante todo, se mantuvo ex-
traño a la causa de la Independen-
cia, conducta depuesta luego frente
a los hechos consumados y su pau-
latina identificación con el terruño.
Bajo la era constitucional se plegó
de lleno al Partido Blanco para gra-
vitar en breve tiempo como uno de
los más influyentes colaboradores
del oribismo, sin que esto fuera óbi-
ce para abandonar sus negocios.
Pese a las recias alternativas po-
líticas, Argentó se impuso en todas
las actividades por la férrea organi- Felipe Argentó
zación, especialmente en el “alto
comercio” del litoral, acreditado por
el saladero de San Francisco, próspero establecimiento que debió
clausurar a raíz del cerco tendido al pueblo, en 1837.
Enrolado en la Guardia Nacional —lo que significaría el aban-
dono de las inmunidades como extranjero—, colaboró con eficaz
acierto junto a los militares que plantearon las fortificaciones sobre
los muros y azoteas de la Villa.
Diestro en el arma de Artillería, donde oficiaba como ayudante,
por méritos contraídos, el jefe de la plaza, general Eugenio Garzón
69
le otorgó el 2 de diciembre los despachos de subteniente, ascenso
hecho con estricta justicia, ya que el prestigio de Argentó no fué
indemne a las diatribas de enemigos personales.
Corridas las proclamas conciliares había desposado el 24 de
julio de 1836 con Ignacia Ortiz Laguna, hija del patriota Bartolomé
Ortiz y sobrina del general de la Independencia, Julián Laguna,
muerto el año anterior en Buenos Aires, datos que hacemos gracias
a la íntima vinculación de familia.
En tierras de Ortiz, linderas con las del P. Solano García,
Argentó se hizo cargo de todas las existencias planteando de inme-
diato el saladero de marras, accesible desde el arroyo San Fran-
cisco, tributario a escasas cuadras del Uruguay, razón por la que
todas las barcas de algún calado traficaban hasta el estableci-
miento.
Poco auspicioso, el año 1837 había de iniciarse con un juicio
harto sensible, ya que en su ausencia el encargado compró al teniente
indígena José Muniz (a) “Bacacuá”, cuarenta vacunos remarcados, que
" resultaron ser propiedad de la estanciera Mercedes Ugarte y de N.
Chirif.
Introducidos “sin guías ni tornaguías” en la barraca del portugués
Juan Manuel Rocha. la litis fué a dar al Juzgado de Crimen y por
veredicto de Francisco Araucho, el preso Felipe Argentó debió ingre-
sar en la cárcel el 22 de febrero, hasta que las cosas quedaron debi-
damente aclaradas.
Sin relegar las actividades industriales, los sucesos de la Guerra
Grande obligaron su permanencia en la Guardia Nacional, sin men- .
gua de ofrecer luego reiterados servicios a la causa partidaria. As-
cendido en repetidas ocasiones, foja con lagunas inevitables dada
la característica de su promoción, al llegar el mes de febrero de
1843 poseía los despachos de teniente coronel, por cuyo motivo de-
bió hacerse cargo de la Comandancia durante los retiros eventuales
del titular Ventura Coronel y su inmediato el general Servando Gómez.
En este desempeño le tocó afrontar la expedición riverista de
1846 señalada por toda clase de excesos a lo largo del litoral, según
las versiones nunca contradictas de Antonio Díaz, Eduardo G. Gordon
y otros autores de época.
El 26 de diciembre —rechazada la orden de rendición—, las fuer-
zas locales, sin la precisa ayuda del general Gómez, ofrecieron la
más heroica resistencia desde el cuadrilátero defensivo que, no obs-
tante lo precario e improvisado alcanzó para enfrentar a los invaso-
1es y las fuerzas coligadas francesas que bombardearon el pueblo
desde el río.
Vencidos por el número y la calidad de las armas esto no restó
brillo a la homérica lid, tanto que el general vencedor abrazó al
70
comandante en momentos de rendir la plaza, felicitándolo por la
bizarría mostrada en la lucha.
Pertenecen a la historia sus hidalgas palabras del acto memora-
ble: ¡La espada del Jefe de estos valientes se entrega como ellos han
entregado sus armas! Y acto seguido la hizo pedazos contra un poste,
entregándola después.
Cautivo luego en la cañonera francesa “L'Alsacienne”, su capi-
tán le brindó toda clase de facilidades, inclusive la visita de allegados
y familiares hasta que zarparon rumbo a Montevideo.
Según una nota del capitán de puerto general Enrique Martínez
el desembarco se verificó el 10 de marzo de 1847, quedando los pri-
sioneros a disposición del Teniente Coronel Jefe de las Armas, de
acuerdo con el respectivo documento (Caja 1389, M. de Guerra A. G.
de la Nación). Asimismo en la fecha de marras se permitió el acceso
de Carlos Rossi, portador de ropas y diversos efectos, facilitándole
la comunicación y trato con los recluidos.
Poco después dada la calidad de los presos, fueron enviados al
Cuartel de Artola, donde Argentó pudo ganar en forma paulatina la
confianza de sus custodios. :
Gran conocedor de la fibra humana, comunicativo y absorbente,
estrechó relación con los guardias, dúctiles sujetos que le facilitaron
la entrevista de amigos y conr.acionales. Uno de éstos, D. José Roura,
establecido con un fuerte registro importador, le insinuó el soborno,
idea factible por interpósitos oficios de su hijo Adolfo, entonces joven
de diez y seis años.
Concurrente a diario, éste fué portador de las viandas y el pan,
entre cuyos resquicios se introdujeron en la cárcel las onzas salva-
doras.
Materializada la fuga por el soborno, indumentos femeniles alla-
naron el camino durante la noche al franqueor las puertas tomado
del brazo cómplice, donde respondieron el consabido “Oficiales que
van al baile”, señal de inequivoca partida.
En la madrugada del 9 de junio de 1848 los prófugos se presen-
taron en el Cerrito, siendo recibidos con verdadero alborozo, conforme
a las noticias insertas en El Defensor de la Independencia Americana.
Esta versión de origen fomiliar procede de la virtuosa señora
Ventura de Mula Argentó de Torrá (1862-1940), nieta del prócer y las
coadyuvantes noticias del propio D. Adolfo Roura, fallecido octogena-
rio —datos que desvirtúan lo afirmado por Melchor Pacheco y Obes,
autor de un opúsculo escrito en Paris, que aseguró la libertad del
comandante por orden gubernativa.
Al concluirse la Guerra Grande en 1851 hizo abandono definitivo
de las armas y al año siguiente fué electo alcalde ordinario por gran
mayoría de votos, no defraudando las esperanzas cifradas por los
electores.
71
Reinstalado en el fundo de San Francisco y vuelto esta vez a las
faenas agropecuarias, preferencia que hubiera sido la de toda su
vida, dedicó las fuerzas de la madurez a mejorar la heredad de sus
cinco hijos, huérfanos de madre.
Pese a estos trabajos, sin relegar amistades y compañeros de
facción política mantuvo nutrida correspondencia con personajes de
notorio predicamento, transformándose en hombre de consulta. El
doctor Eduardo Acevedo entre otros, recabó datos estadísticos el 8
de diciembre de 1852, cifras que luego fueron datos oficiales. Com-
prendía las fechas de siembra y cosecha, más los resultados de las
últimas zafras.
En materia escolar preparó asimismo un cuadro sobre el estado
de los edificios, número de alumnos y “las dificultades que se oponian
al establecimiento de otros nuevos”.
Cuando el general D. Manuel Oribe partió rumbo a Europa con-
dujo una misiva para los señores Argentó, y presente ya en la casona
centenaria ocuparía el sitial de honor reservado a su rango.
De regreso con la réplica de ley, traía los recuerdos personales,
agradecidos por Argentó el 1% de noviembre de 1855.
Poco después, desde la villa de La Unión Oribe renovó su in-
variable calidad de amigo en mérito al favor en juego: “La atención
que he tenido con sus tres padres de V. en Barcelona se lo merecen,
además de que nunca he olvidado la amistad de Ud., lo que era un
doble motivo para distinguirlos”.
Vinculado al general Urquiza desde los años de la Guerra Gran-
de, fué ecónomo del histórico Colegio Nacional, empleo que abando-
nó luego a fin de plantear en medianería diversos establecimientos
rurales, únicas empresas con margen favorable, pues los negocios
orientales sufrieron la crítica gravitación de los sucesos bélicos.
Socios en repetidas ocasiones, la mutua confianza tuvo dignos
precedentes en el curso de la historia entrerriana, confiándose a Feli-
pe Argentó todos los bienes que dispuso el general sobre esta banda.
Estas actividades temporarias no privaron la capatacía de la es-
tancia norteña y los puestos públicos de alcalde y edil en las épocas
más heroicas de la Junta E. A., benemérita actuación acreditada por
las actas de época.
Con la “Cruzada Libertadora” comenzaron las desazones más
sensibles en la vida del excomandante. Sólo merced al coraje logró
defraudar a los asesinos llegados una: noche a San Francisco para
ultimarlo. Nada consta hasta la fecha si eran gente de cintillo o no, ya
que la convulsión política del país era medio propicio para cualquier
vejamen. Descubiertos a tiempo desde la escalera lateral oculta entre
los árboles, el cierre inmediato de puertas salvó la irrupción de los
sospechosos.
A medianoche cuando los merodeadores que se decian emisarios
72
del coronel Pinilla— quisieron acercarse, el templado dueño de casa
los detuvo a la voz de alto, y mientras los asediaba a preguntas desde
el mirador bajo perentoria amenaza de hacerles fuego, los hijos Felipe
y Vicente Argentó, Máximo Ribero y un negro fiel escaparon por los
desvanes del fondo siendo el último en trasponerlos el avisado an-
fitrión.
Traspuesto el centenar de metros hasta la costa, el vasco Nicolás
Aguirre, barquero y práctico de nuestro río los condujo a Paysandú.
Corolario de una venganza insatisfecha, fué después el alevoso
asesinato del hijo menor Ramón, vituperable hecho de sangre acae-
cido en la tarde del 6 de setiembre de 1864.
Vuelto a Paysandú, en breve plazo los ganados fueron interdictos
por los rebeldes, perdiéndose gran parte del saladero en un incendio
que se dijo involuntario —hechura de las fuerzas sitiadoras impe-
riales.
Ya en los pródromos del bombardeo, prontas las ropas y objetos
imprescindibles en el exilio —tomó las últimas providencias para
cercar los rosales predilectos con sendas duelas sin eximir de tal
cuidado a ninguna especie de interés.
Luego, con el paso firme de siempre, marchó para abrazar a los
dos hijos que permanecían en defensa del solar.
¡La muerte antes que la vergienzal fué la hidalga consigna del
padre anciano, y en la lid heroica Felipe y Francisco Argentó supie-
ron cumplir la conseja de sangre.
lleso el último, su hermano, con el más generoso derroche de
valor, desde el cantón de la Iglesia suscribió a fuerza de raro denuedo
un capitulo que honra la tradición solariega en la vida y muerte de
aquel héroe.
Al finalizar la guerra, sólo permanecía en pie la finca residencial
de San Francisco, no quedando del saladero más que un informe
montón de cenizas, pérdidas justipreciadas en doscientos mil pesos.
Las posteriores reclamaciones iniciadas contra el Imperio del
Brasil por D. Juan Paullier lograron el reconocimiento de los daños
sin librarse jamás el abono de honrada ley.
Con el malogro de estos bienes, Argentó sostuvo las últimas acti-
vidades en una atahona que poseía en Las Tunas, trabajo alternado
a su vez con la exportación de cueros salados, sebos y otros productos
del país.
Hidrópico desde tiempo atrás dejó de existir el lunes 10 de enero
de 1870 en las Casitas de Mundell, antiguas construcciones ubicadas
sobre las calles Monte Caseros y Rincón.
Asistido en los postreros momentos por Juan Bautista Bellando,
presbítero al que le unía estrecha amistad, su vida se extinguió con
aquellas palabras hechas ya tradición: “He aquí la muerte del justo...”
73
ARGENTO, FRANCISCO DEL CORAZON DE JESUS,
74
misiblemente con el derrumbe parcial de la Comandancia acaecido
en los últimos días del heroico facto de armas.
Emigrado en la República Argentina regresó al país al promul-
garse la amnistía por razones políticas, moción del propio general
Venancio Flores que comenzó a regir desde marzo de 1865.
La estadía del secretario de la Comandancia en tierra natal ape-
nas se prolongó un par de años, ya que los establecimientos paternos
habían sido arruinados por la Revolución del año 63, perdiéndose in-
clusive el saladero que fué incendiado por las tropas brasileñas en
los mismos días del asedio.
Residente en Montevideo donde contrajo nupcias el año 1871 con
doña Amelia Paullier y Mathon trabajó muchos años en el escritorio
jurídico de su padre político Federico Paullier, pasando a integrar
más tarde la plana especializada de la Sección Deudas y Descuentos
Judiciales, oficina que jerarquizó con una actuación intachable, tanto
que al crearse el Banco Nacional quedó como jefe de sección hasta
el cierre del mencionado instituto, origen inmediato del Banco de la
República (1895).
Perito en ciencias económicas, asesoró numerosas empresas y
sociedades anónimas, rara especialización en una época en que debía
consultarse a los escasos eruditos en la materia o pedir el concurso
de especialistas extranjeros.
Caballero de finos procederes y clásica distinción jamás se con-
sideró desligado del solar nativo en el que solía transcurrir las raras
vacaciones que imponía su enjundioso trabajo.
Falleció en Montevideo el 11 de enero de 1906, residiendo por
entonces en la vieja Quinta de Ibarra, finca sita sobre la calle Agra-
ciada. Constituyeron su descendencia D. Francisco Argentó Paullier,
casado con Rosa García Lagos, y Amelia Argentó Paullier, esposa de
su primo Máximo Ribero Argentó.
75
afincado por entonces en San Francisco. Fueron vástagos de esta
progenie Aniceto Felipe Bartholomé Argentó (1837-1865), héroe de la
Toma de Paysandú. Juana Ventura Estefania A. de de Mula (1838-
1895), distinguida matrona que presidió la Sociedad Filantrópica de
Señoras. Isabel A. de Ribero (1840-1901), también vinculada a entida-
des benéficas, célebre beldad ade-
más por el talento y el ingenio.
Francisco del Corazón de Jesús
(1842-1901), encargado de la provee-
duría durante el Sitio y perito en
ciencias económicas. Vicente Ar-
gentó, alto empleado de un impor-
tante Registro capitalino que despo-
só con doña Elisa Correa, del cono-
cido linaje de Maldonado. Ramón
(1845-1864) falleció muy joven vícti-
ma de un alevoso asesinato.
Doña Ignacia O. de Argentó
dejó de existir el 15 de mayo de
1851 a consecuencia de la fiebre
pauperal celebrándose en el in-
humatorio las más solemnes exe-
quias religiosas de época. Dice el
acta respectiva que “se le hizo en-
tierro cantado de primera clase,
acompañando el cadáver desde la
casa a la Iglesia con cruz alta y
Ignacia Ortiz de Argentó posas, y en la E Iglesia
A se colocó
(miniatura de época) en un elevado túmulo”.
76
forme versiones coetáneas un catrecito de campaña y según otros
el próximo barril de harina—, el capitán Argentó prosiguió dando
órdenes hasta que desangrado fué necesario llevarlo en última ins-
tancia al Hospital de Sangre.
Fueron sus últimas palabras: ¡Compañeros, defiendan la Patrial
¡No dejen casar la viudal
Con el amor que iba más allá de la vida y la muerte su fiel
cónyuge debía corresponderle con
acto de clásica forja a través de to- PA
dos los tiempos. : .
Hecha en el desvelo de la doble
progenie, su niña se fué del mundo
por el crup diftérico y desde enton-
«ces los cuidados se concretaron en
su único hijo.
Adalid de la beneficencia, figu-
ró coetáneamente entre las damas
lugareñas que prestaron servicios
voluntarios en el antiguo Hospital
de Caridad. Largas veladas de hu-
moanitaria y febril ocupación certifi-
caron sobrados títulos para ingresar
en la Sociedad Filantrópica de Se-
ñoras, noble instituto que mantuvo
el primer nosocomio sanducero a
expensas de una mínima cuota y el
trabajo personal de las socias.
En acto de auténtico reconoci- : E
miento, al votarse una nueva comi- — SS es
sión el 18 de julio de 1877 fueron
Juana Graupera de Argentó
electas en calidad de noveles miem-
bros las señoras Juana Etchebehére de Salaberry, Magdalena Boero
de Lassarga, Ventura Argentó de de Mula y Juana Graupera de
Argentó.
La abnegada ejecutoria de estas matronas diría a: través del
tiempo el acierto de la elección porque todas ellas unieron indisoluble-
mente sus nombres a la historia de la benéfica casa.
Concluidos los estudios secundarios de su vástago, doña Juana
G. de Argentó pasó con él a Montevideo so efectos de optar allí algún
título universitario. Sólo alcanzó el de idóneo de farmaciv.
Corta fué en verdad la existencia de Ignacio Argentó, pero toda
ella pareció desenvolverse bajo los mejores auspicios.
Bien relacionado, apuesto, cuando sólo tenía treinta años el amor
galante apagó su pecho con el mal de los románticos y sus fiebres
77
progresivas. Murió el 2 de octubre de 1892 en la ciudad capitalina,
que era suya de largo tiempo atrás con el mismo apuntar de la última
primavera.
Drama de orden definitivo en la existencia materna, éste volvió
el ánimo a la intangible potestad de las ideas, suma de veneración
hacia los muertos. Sin perder jamás la esperanza de encontrar algún
nieto, camino del diario vivir, fué anhelo tan inalcanzable como la
perdida felicidad.
Dueña del emolumento que erogaba una corta pensión militar
enfrentó la vida durante años con el estoicismo propio de una era,
fragua de espíritus magníficos.
Hasta que un día a la zaga de tanto infortunio debió reunirse
con su hermano Juan Graupera, exJuez de Paz, hombre de bellos
atributos, postrado a la sazón de incurable enfermedad nerviosa.
Interminables vigilias en medio de una pobreza franciscana no
fueron óbice para sobrellevar los paroxismos del enfermo. Verdad
es que tenía a su lado la inefable compañía de la hermana política
doña Carmen Aguirre, señora de un temple de excepción. Mancomu-
nadas en el amor y el sacrificio, de todas maneras ejemplar, una
benéfica sociedad salvando trabas sentimentales llegó a ofrendarles
la espontánea ayuda.
Después de 1897 el pensionado de la viuda de Argentó recibiría
a la pléyade de jóvenes sanduceras que proseguían estudios magis-
teriales en la capital. Veinte años de solícita labor no amenguaron ja-
más el trato maternal, la frase galana a flor de labios y el candente
recuerdo de los suyos, desaparecidos mucho tiempo atrás.
Ya octogenaria, un distinguido oftalmólogo le preguntaba el secre-
to de su poderosa visión y la dama con el arrobo y un dejo profunda-
mente doloroso acertó a replicarle:
“"—¿Mi secreto, Doctor?— Llorar, llorar toda una vida, como nadie
ha llorado en este mundo...”
Sólo el efecto banderizo mantuvo enhiesto el ánimo y así vestida
de blanco desde el balcón callejero saludó al coronel Diego Lamas
en 1897.
Luego a los correligionarios de Aparicio Saravia cuando desfi-
laron rumbo al campo de batalla en 1904. Y al fin, los tiempos nuevos
con un sentir hecho en el bronce de la historia.
Falleció en Montevideo el 10 de octubre de 1930.
78
Originaria de Montevideo, nació en el hogar colonial formado
por el patriota de la Independencia Bartolomé Ortiz y su esposa Juana
María Laguna. Este matrimonio afincó en Paysandú durante la égida
portuguesa vinculándose definitivamente al solar.
El 1? de agosto de 1852 contrajo nupcias en la Parroquia de San
Benito con el comandante Felipe Argentó previa dispensa eclesiástica
obtenida del Vicario Apostólico del Estado D. Lorenzo A. Fernández,
“por ser cuñados y compadres”.
Dama austera, veló la intermina- »—"""” PFP a
79
padrinos de los salones y la capilla, los esposos Argentó, colabora:
dores del meritorio instituto.
Después del sitio, el ámbito familiar transcurrió en una finca de
la calle Rincón, entre la devoción de los hijos muertos, dolores mora-
les que al cabo desolaron su existencia,
Circunscrita al cuidado de la anciana madre doña Juana María
Laguna —señora de ojos azules y tez alabastrina—, empequeñecida
por los años y falta de equilibrio, compartía las interminables labores
de aguja, siendo fruto de sus manos nonagenarias el primer mantel
que lució el Altar Mayor de la Iglesia Nueva.
Al fallecer el 3 de enero de 1874 con noventa y cinco años cum-
plidos, la existencia de su hija María Ortiz quedó reducida al afecto
de los sobrinos, aunque su misión terrenal estaba cumplida. Pletórica
de calma y el incambiado respeto de los contemporáneos pasó al
reino de las sombras el 15 de mayo de 1878. (Lib. 6, Fol. 154, Basílica
Menor del Rosario y San Benito).
80
importación y exportación de tropas, procreos en medianmería y arren-
damientos de tierras.
Cuando la hidra de nuestras guerras civiles pareció insinuarse
tras un lustro de relativa tranquilidad, desplazó a la Villa buena parte
de las especulaciones financieras para arriesgar en la campaña una
mínima parte de todas las utilidades, siempre en manos de seguros
capataces.
Intimo amigo del coronel Pinilla, por sus influencias políticas fué
nombrado Alcalde Ordinario y Defensor de Menores el 3 de enero de
1858, empleo que no había de obstar
renovados contratos y la introduc-
ción de mercaderías desde la capital
y provincias limitrofes.
Durante el mes de setiembre con
motivo de su partida a Montevideo,
Pinilla lo recomendaba al presidente
Gabriel A. Pereira, reiterándole que
en el curso de la Revolución Conser-
vadora acaecida en febrero puso a
disposición del gobierno su persona
e intereses, comprometiéndolos sin
ninguna reserva en defensa de las
instituciones.
"Ha estado —prosigue— desem-
peñando el Juzgado Ordinario con
altura, inteligencia y rectitud. Siem-
pre se le encuentra con entusiasmo
a toda mejora, siendo por estas cau-
sas muy acreedor al aprecio y consi-
deraciones de V. S.” (Corresponden-
cia Pereira, T. 18,29.
Electo presidente de la Junta Eco- An oda
nómico-Administrativa en 1860, fué bajo el ciclo constructivo del coro-
nel Pinilla uno de los principales colaboradores en la magna obra
edilicia, figurando entre los contribuyentes del hospicio, erección del
Monumento a la Libertad, Caja de Obras Públicas y otras iniciativas
de singular aliento.
Con la Revolución de 1863, al centrarse las fuerzas militares en
Paysandú bajo el comando de Leandro Gómez, la Guardia Nacional
fué confiada a su sobrino carnal Leopoldo de Arteaga, actitud que
relegó jerarquías de vieja data, designio un tanto arbitrario y sin
mayores consecuencias, en razón del sólido prestigio que asistía al
Joven finamcista.
81
Comandante de la Guardia Nacional lugareña, le tocó actuar
durante el primer asedio en el mes de enero de 1864, con una bizarría
digna de la causa, mereciendo renovados encomios su participación
en la verdadera batalla campal librada en la zona portuaria, al faci-
litar el acceso de los efectivos que venian del Salto al mando del
capitán Rafael Formoso.
Sin embargo la salvaguardia de los propios intereses y obliga-
ciones de fuste en ambas capitales del Plata gravitaron al punto de
obligarle a dimitir el comando, abandono que tuvo lugar en los prime-
ros días de marzo. Juzgado en forma muy diversa, este alejamiento
definitivo imprevisto para todos y en momento harto difíciles para el
gobierno blanco no tuvo atenuantes conforme al signo de la ortodoxia
partidista.
No obstante cuanto pueda afirmarse, el sucesor coronel Federico
Aberastury reunía a su vez condiciones insuperables bien monifies-
tas en el curso de los hechos, razón que anuló por completo la discu-
tible renuncia.
Bien mirado en las más altas esferas gubernativas, Arteaga prestó
luego señalados favores al comando local por medio del vapor “Uru-
guay”, embarcación de su propiedad librada al tráfico de armas y
pertrechos con destino a Paysandú.
Todavía en pleno asedio y virtualmente cortadas las comunica-
ciones con la plaza, el Ministro de Guerra Andrés Gómez remitió por
esta nave el último socorro consistente en diez barrilitos, “figurando
ser vino de Málaga, en que van diez mil tiros de fusil a bala”.
Mientras debían ingeniarse los medios necesarios para la intro-
ducción, quedaron a cargo del cura Domingo Ereño, párroco de Con-
cepción del Uruguay e insobornable adalid de la causa defendida
en Paysandú.
El 15 de setiembre de 1865 desde a bordo del “Uruguay”, Arteaga
otorgó poderes a su hermano Alfredo, residente por entonces en
Paysandú para que vendiese la estancia del Rabón en dos mil pataco-
nes y todas las casas y terrenos a fin de cancelar las actividades
en el departamento. Con el producido de éste y otros negocios orga-
nizó una flotilla mercante con itinerario desde las costas del Brasil
hasta el Alto Paraná, motivo que hubo de obligar la radicación tem-
poraria de Arteaga en Buenos Aires.
Alejado de la patria y sin desatender sus negocios en Montevideo,
logró estabilizar una crecida fortuna mejorada por la adquisición de
nuevas unidades, casi todas de bandera argentina.
No fué esto óbice para abandonar el credo político origen de un
entredicho con el español León de Palleja que no cristalizó en un
duelo por la eficaz intervención de los señores Olave y Pereda, los
que constituidos en Buenos Aires zanjaron los inconvenientes con el
mayor decoro (octubre de 1866).
82
En 1868 inició en Rosario de Santa Fe su última gran empresa,
la “Compañía del Gas”, obra en la que se invirtieron más de ciento
cincuenta mil pesos conforme a un folleto de época y la correspon-
dencia cambiada con los hermanos establecidos en Montevideo.
Próxima a la costa del Paraná, la fábrica sufrió innumerables
retrasos, contándose entre éstos las repetidas crecientes del río, lo
que no sería obstáculo para inaugurarla en 1869.
Nada propicio esta vez, el destino impidió consolidar la nueva
empresa fruto de ingentes gastos y mayores preocupaciones, ya que
según su propia expresión “la marcha de este negocio sólo podía
vislumbrarse en el plazo de varios años”.
Sorprendido por la fiebre amarilla en Buenos Aires, falleció el 21
de marzo de 1871, junto con su primogénito Manuel, también víctima
del implacable flagelo.
Los crecidos bienes en manos de eventuales administradores,
sufrieron a poco mermas popias de la inexperiencia financiera, mal-
baratándose en breve plazo, los fondos, propiedades y embarcacio-
nes, algunas de las cuales fundamentaron luego el plantel inicial de
Nicolás Mihanovich.
En nombre de los sucesores correspondió a la viuda la ejecución
del contrato de empedrado, el primero que tuvo Paysandú, obra
interrupta por la Guerra de Aparicio, y a término sin ningún saldo
favorable para los empresarios.
Doña Adela Raña de Arteaga distinguida matrona falleció en
la capital uruguaya en octubre de 1904 y entre su numerosa posteridad
merece honrosa cita el jurisconsulto Leopoldo de Arteaga, primer
Juez Letrado del Salto.
ARTIGAS. SANTIAGO,
83
Al entrar el país en la era constitucional volvió a sus lares del
Queguay, proveyendo la subsistencia familiar las escasas disponi-
bilidades de una hacienda criolla apacentada tierra adentro.
El 7 de abril de 1836, con veinte años cumplidos, desposó en
Paysandú con doña Ana Vallejo, vecina de esta feligresía, hija de
Roque Vallejo, natural de la Villa del Colla, y Gregoria Monzón,
oriunda de Montevideo, matrimonio este último radicado en Guaya-
bos, sitio donde poseyeron sus cortos bienes.
Los testigos Fermín y Martina Es-
calante, de acuerdo con las investi-
gaciones del periodista Luis A.
Thevenet, “eran hermanos nacidos
respectivamente en 1801 y 1812 en
Concepción del Uruguay, y tenían su
residencia en nuestro país desde el
año 1819”. (Libro 277, Archivo Gene-
ral de la Nación).
Resulta: tanto más interesante
la testificación de doña Martina E.
de Mieres porque confirma los estre-
chos vínculos de amistad con los
Artigas, nexo que había de perpe-
tuarse en la sangre con el matrimo-
nio de Francisca Artigas —sobri-
na de D. Santiago— con Fortunato
Mieres, hijo de la referida matrona.
Además, el cónyuge de ésta fué el
gran jefe, amigo y esforzado compa-
ñero a lo largo de las penosas vici-
Santiago Artigas
situdes de la Guerra Grande.
Activo gestor de la Revolución Constitucional proclamada en
Paysandú el 18 de julio de 1836, su posterior fracaso le obligó a volver
a las faginas habituales, suerte corrida inclusive por los numerosos
simpatizantes que tuvo el movimiento en la zona del Queyuay.
Participe en la batalla de Cagancha, verdadero bautismo de fuego
donde triunfaron las fuerzas riveristas sobre el ejército federal de
Echagie (31 de diciembre de 1839) quedó a poco bajo órdenes del
coronel Fortunato Mieres, con el rango de Ayudante Mayor.
En 1840 hizo la campaña sobre la frontera del Brasil, vasto movi-
miento defensivo centrado desde Salto al preverse un ataque desde
el Norte.
Desde 1840 en adelante actúa bajo las órdenes directas del mencionado coronel
Fortunato Mieres, quien está a su vez bajo las del coronel Bernardino Báez, Coman-
84
dante General de las fuerzas al Norte del Río Negro. El pueblo del Salto era presa
codiciada por los contendientes, cuya posesión se disputaban alternativamente. El
12 de junio de 1844 lo ocupa Báez, tomando prisionera a tcda su guarnición y apode-
rándose de todo el armamento que aquél entregó a Rivera para el ataque que éste debía
llevar a cabo sobre la villa de Melo. Unos meses después, el general Garzón, que se
hallaba acampado en Arroyo Grande (Entre Ríos) desprende una fuerza al mando
del comandante Moreno, con el objeto de recuperar el Salto, lo que logra sin ningún
obstáculo, para abandonarlo al día siguiente obedeciendo a nuevas órdenes del
Ministro de la Guerra general Díaz, y llevándose a Concordia numerosas familias que
quisieron acompañar a Moreno, acaso presintiendo que el Salto sería, como fué,
teatro de importantes y sangrientos acontecimientos.
Al retirarse Moreno entran al Salto, Fortunato Mieres y Santiago Artigas, pero
poco después estos jefes riveristas abandonan la plaza ante la proximidad de fuerzas
oribistas muy superiores.
El Salto era así un juguete de las alternativas de la guerra; llegó hasta a quedar
sin guarnición una vez que transitoriamente se habían alejado colorados y blancos,
para ser ocupado después por los primeros. El general Urquiza consideraba que
aquella plaza debía mantenerse en poder del ejército oribista, por tratarse de un
punto estratégico de alta conveniencia. Convenció de ello a Oribe mismo, resolviéndose
desde entonces la posesión definitiva a todo trance. A la sazón (segundo semestre
de 1844) la guarnición colorada era muy escasa, pero sus heroicos jefes acusaban
la seguridad de que cualquier pretensión del enemigo sería resistida enérgicamente.
Entre estos jefes se encontraba Santiago Artigas, que había alcanzado ciertos presti-
gios alternando con figuras de relieve militar como Fausto Aguilar y Manuel Caraballo.
El general Juan Antonio Reyes, en su autobiografía que publicó “La Razón” de
Montevideo el 1%? de mayo de 1890, hace una relación sintética de aquella situación
y alude a la participación que el hijo del general Artigas tuvo como soldado de
Rivera en la defensa de la plaza salteña. (Luis A. Thevenet, De la estirpe Arti-
quista, pág. 38).
85
Queguay, orden anulada por Artigas el 7 de setiembre, bajo la indi-
cación de que sólo debía obedecerse su mandato.
En cambio, las relaciones mantenidas con el sufrido comandante
del escuadrón Queguay.fueron siempre cordiales, por mediar entre
ambos una vieja amistad e innúmeros favores que recibiera el
comandante eventual, aún en las horas de su mayor apogeo castren-
se. Poco antes de asumir el comando, desde el campamento de
ltapebí, con data del 9 de julio, pedía a su amigo y protector “una
montura, que es para mi uzo, aunque sea de las de tropa, pues estoy
muy necesitado y sin recursos para proberme”. (Archivo Mundell,
Museo Histórico Nacional).
La ulterior dolencia del coronel Mieres lo obligó a retomar las
citadas funciones en los primeros días de octubre, encargo dispuesto
sin duda alguna por aquel jefe desde que abandonara su investidura.
Muerto éste en la madrugada del 6 de octubre, el alto comando
quedó en monos de Artigas, conviniendo Rivera en que prosiguiera
el desempeño hasta el arribo del coronel Luciano Blanco, nombrado
al efecto.
Encontrándose el titular en Uruguayana, recién se constituyó
sobre el punto el 5 de noviembre, pero no tomó las riendas del
gobierno por requerirlo las ocurrencias de la guerra junto al límite
departamental.
Vuelto a destino, el 13 de noviembre, Artigas por orden leída
ante la tropa lo hizo reconocer Comandante del Salto.
En setiembre de 1846, refiere el mencionado general Juan A.
Reyes en una memoria autobiográfica:
Rivera me nombró Jefe del Detall de los cuerpos que debían componer la guarni-
ción del Salto, cuyo jefe era el coronel Luciano Blanco. Cuando llegué a aquel punto
me hallé con un escuadrón cuyo personal no pasaba de cien hombres; todo estaba
desquiciado y sin embargo era necesario resistir; tomé enérgicas medidas y ellas
dieron por resultado la formación de dos cuerpos más de Caballería, uno a las órdenes
del coronel Fausto Aguilar, otro a las del coronel Manuel Caraballo y el tercero a
las órdenes del coronel Santiago Artigas, y más un piquete de setenta infantes a las
órdenes del sargento mayor Ercina. La Guardia Nacional recibió una mediana organi-
zación y en esta disposición esperamos el ataque del enemigo el dia 8 de enero
de 1847.
El ataque —lo confirma Thevenet— fué violentísimo. No obstante la enorme
escasez de gente y de municiones, la guarnición compuesta de unos cuatrocientos
hombres escasos sostuvo la pelea durante quince horas; el jefe, coronel Blanco, cayó
muerto en una de las calles a las ocho de la noche, y a las once, los atacantes
que eran tres mil, lograron opoderarse de la plaza. Con Caraballo y otros jefes y
oficiales y tropa, en número crecido, Santiago Artigas cruzó el río Uruguay, desembar-
cando cerca del puerto Palavecino y se refugió en Concordia, quedando allí prisionero
de las fuerzas de Urquiza. Los fugitivos, dice Firpo en la Historia del Salto Oriental,
se embarcaron en los tres buques de guerra que había en el puerto y fueron perseguidos
por los comandantes Píriz y Vergara, que con un cañón lograron echar a pique uno
de los buques en que iban muchos individuos. Casi todos perecieron ahogados o víctimas
de los disparos de sus perseguidores. (Thevenet, Obra cit., pág. 39).
86
Prisionero de Urquiza no es dable saber si compartió con Fausto
Aguilar y otras figuras preponderantes la reclusión temporaria en el
Campamento de Cala.
El decurso de los sucesos políticos favoreció la suerte de nuestros
compatriotas, ya que el omnímodo Gobernador de Entre Ríos se pro-
. puso ganarlos para su causa. Fausto, el insigne lancero oriental
recuperó la libertad tras ocho meses de forzado alejamiento en la
prisión militar, y Artigas se avino
al nuevo giro de los acontecimien-
tos, movido por incuestionables de-
cepciones.
“Urquiza favoreció además a Ar-
tigas —según documentación proba-
toria del general Urdinarrain— ha-
ciendo venir de Uruguayana a su
madre Melchora Cuenca, a su cuña-
da Juana Isabel Ayala y a los hijos
de ésta, quienes se instalaron en
Concordia en casa alquilada por sus
órdenes. De esta manera venían a
reunirse la mayor parte de los pa-
rientes del Protector en lugar mu-
chas veces frecuentado en sus an-
danzas, mientras él terminaba sus
días en la soledad del destierro. Sus
primeros nietos, venidos al mundo
en vida suya, fueron bautizados
también en algunas de las más vie-
jas capillas entrerrianas”. Ana Vallejo de Artigas
Amante de las faginas rurales, el
ex oficial riverista no tardó en establecer una estancia, con la ayuda
indefectible del poderoso protector, tarea que sólo abandonaría al
Tequerirse sus servicios en filas del ejército aliado. Por testimonio del
mayor Ignacio Tejada, militar oriental que estuvo a órdenes de Arti-
gas, puede afirmarse que vadearon el río Uruguay por el Paso del
Higo, formando en el ejército del coronel Virasoro.
Concertada la Paz del 51, y siempre en los cuadros del general
Urquiza, le “fué reconocido su grado de coronel y asistió a la batalla
de Caseros revistando en la quinta división de Caballería del Grande
Ejército Aliado Libertador; también lo hizo su sobrino Pascual”.
Al respecto, mencionaremos un episodio curioso: habiendo reclamado del Gobierno
Oriental la medalla de Caseros, por intermedio de don Antonio Bobé, le fué negada
por no poder justificar con qué licencia formó en el Ejército Grande. Igualmente, su
alta en el ejército, interpuesta al mismo tiempo, duró breve lapso, pues, obtenida en
87
15 de noviembre de 1853, quedó sin efecto el 27 de enero de 1855, por encontrarse
al servicio de la provincia de Entre Ríos, (Oscar Antúnez de Oliveira, De la estirpe
artiguista, Rev. Militar y Naval, Nos. 306-311, Montevideo, pág. 64 y 65)
Con motivo del movimiento revolucionario del 11 de septiembre de 1852 el general
Urquiza debió tomar diversas medidas de precaución, entre otras el aumento de fuerzas
y armas, para lo cual realizó gestiones en Montevideo su hijo Diógenes, confiando
una de ellas a Santiago Artigas. (Archivo del General Mitre, t. XIV, pág. 114 a 116.
Buenos Aires, 1912).
Tanto éste (Artigas) como sus sobrinos Pascual y Juan de Dios, participaron en
la gran revista militar verificada en Paraná el 26 de mayo de 1858; sus nombres
aparecen en la nota de agradecimiento de los jefes y oficiales por la vibrante proclama
que les dirigiera el Presidente de la Confederación Argentina días antes. (Beatriz
Bosch, Un hijo de Artigas en Entre Ríos, Instituto de Investigaciones Históricas, pá-
ginas 34 a 36. Montevideo, 1951).
88
Breve fué sin embargo la permanencia en el nuevo destino, puesto
que falleció el 21 de enero de 1861, siendo sepultado al día siguiente
en el cementerio público de la parroquia de San Antonio.
El Gobierno provincial, conforme una orden del 26 de enero,
acordó solemnes exequias fúnebres a los coroneles Santiago Artigas
y Doroteo Zalazar, fallecidos en aquel interregno, ceremonia cumplida
en la iglesia capitalina, con asistencia del más calificado concurso
civil y militar.
El testamento de Santiago Artigas, fué hecho en Concordia el 21 de enero de
1861, el mismo día de su muerte, y se encuentra agregado al expediente respectivo
del juicio sucesorio en los archivos de los Tribunales de Concepción del Uruguay,
donde se tramitó dicho juicio. Aparecen como testigos, el cura párroco D. Ramón
Navarro; el señor Luis Revuelta, que fué Jefe Político de Salto; el señor Benjamín F.
Gadea, que fué cónsul uruguayo en Concordia, y los señores José Alvarez, José M.
de Eguren, Antonio Bové y Nicanor Duarte. Cuando formuló sus últimas disposiciones,
contenidas en ese documento, se hallaba gravemete enfermo; “todo lo que oímos y
juramos ser tal cual lo expresó, con mucha dificultad al hablar el mismo señor coronel
Don Santiago Artigas, —Jdicen los testigos,— interrogado siempre a este respecto,
por uno de nosotros que firmamos esta declaración el 21 de enero de 1861”. En la
cláusula primera, manifiesta su condición de católico, apostólico, romano. En la segunda
dice que la casa en que se encontraba enfermo y que era su habitación, había hecho
donación a Da. Isabel Alderete, para ella, sus herederos y sucesores, estando escritu-
rada a ese efecto. En la tercera dice, que la casa que habitaba la madre, Da. Melchora
de Artigas, era de propiedad de ésta, como constaba por escritura, En la cuarta dice,
que el quinto de todos sus bienes, los dejaba a su señora madre, Da, Melchora, para
que ella lo disfrutara con su hija Da. María, hermana suya y ésta con sus hijos.
En la quinta dice que en el montón de ganado vacuno de su establecimiento, tiene
Da. Isabel Alderete, un ganado de su marca, que pertenece a dicha señora en legítima
propiedad, adquirido con sus expensas y trabajos. En la sexta dispone que sus bienes
sobrantes y que forman el montón demás, después de deducir los gastos genera:es,
sean partidos por mitad entre sus hijos que se hallaban en el Estado Oriental (Fidela
y Manuela), dejándoles esta parte como perteneciente a herencia legítima. La otra
mitad, la dejaba a sus hijitos Santiago y Adela y a más al que naciera de la misma
Da. Isabel, que lo llevaba en el vientre, cuya mitad declara, dejaba por donación
a dichas criaturas, etc. En la séptima cláusula, dice que sus bienes habían sido
adquiridos después de su emigración a la República Argentina, obtenidos en campos
de Da. Isabel Alderete, por lo que dejaba declarado como última voluntad, haber
donado una parte de ellos a las criaturas que deja nombradas en ¡a cláusula sexta,
No dejaba instituido albacea testamentario, en ese documento, pero aparece como
tal en el transcurso del juicio, el capitán general D. Justo José de Urquiza, tal vez
por alguna disposición expresa del causante, que no se encuentra en el expediente
pero que es posible haya existido, dado que se hicieron varios desgloses sin dejarse
constancia. También actuó como albacea, el señor Beni¡amín Gadea, según manifesta-
ción de éste en una declaración a que aludimos en otro lugar.
La avaluación de los bienes, estancias en Mandisoví y Mocoretá, casas en Ccn-
cordia, animales y “efectos”, ascendía a la suma de 21.908 pesos.
El inventario de los papeles, cartas, etc., comprende varios contratos comerciales,
títulos de propiedad, algunas carias particulares del General Urquiza, otras del
coronel uruguayo Bernardino Búez, del señor Luis Revue!lta, etc., un testamento del
señor Manuel Cabrera; un despacho de coronel etectivo de los ejércitos de línea de
la Nación, expedido a su favor; una memoria de sus servicios militares en su patria
y en la Argentina; dos libretas de “sup.ementos” a los guardias del Mocoretá; varios
89
vales por dinero; un paquete con quince borradores de cartas particulares; una bolsa
con cinco paquetes de correspondencia y un cajón con papeles viejos. Estos papeles
fueron enviados, según lo que pedía el abogado partidor, a los miembros de la familia
del coronel Artigas y el partidor dice que los entregó a la persona que los había
proporcionado.
Al practicarse el inventario y en un baúl grande de dos llaves, se encontraron
dos estandartes enterrianos con cordones de oro, un morrión, un kepí, un estandarte
argentino, un polie de paño con galón de oro, una espada con tiros y dragonas de
oro, una casaca bordada, charreteras de oro, una banda militar, varios pantalones
militares, un reloj, un poncho, varias alhajas, un pretal, un facón, una cabezada y
freno, riendas, chicotes, etc., todo de piata.
Se establece en los autos sucesorios, que el coronel Santiago Artigas, se habia
casado legítimamente con Da. Ana Vallejo, de cuyo matrimonio eran las hijas Fidela
y Manuela. Separado de su familia legítima, vivió en Entre Ríos, con Da. Isabel
Alderete, con quien tuvo dos hijos y uno a nacer. Además, reconocía como hijo suyo
a uno que tuvo con otra mujer.
La partición de bienes se hizo adjudicándose a su esposa legítima, Da. Ana
Vallejo, 8.786 pesos, a sus hijas Fidela y Manuela, pesos 9.729, a su madre Da.
Melchora Cuenca, su hermana María y sus sobrinos Aureliana y Juan de Dios, 1.985
pesos, y a sus hijos habidos con Da. Isabel Alderete, 2.000 pesos, después de los
gastos del juicio y cuentas de la sucesión. (Thevenet, Obra cit., págs. 43 a 46).
90
volvió a contraer matrimonio con el capitán Lucas Leguizamón, y murió el 29 de
mayo de 1913, en Laureles.
Nos refieren los descendientes de Da. Ana, que ésta conservó como una reliquia,
guardados en una caja, los pequeños restos de su primer hijo Manuel; habiendo pe-
dido al morir ella, fueran enterrados en su propio ataúd. Así se hizo. (Thevenet, cit.,
págs. 46, 47 y 48).
91
vertidos en el curso de medio siglo, no sólo por la disparidad temá-
tica, sino también por la falta de estilo que podía identificarlos. Pero
quedan en trueque los escritos de orden histórico, materia por la que
tuvo fuerte inclinación, prolongada a través de su existencia. Desor-
denados, pues casi siempre cuadraban con la efeméride este trabajo
de indole retrospectiva se concretó en la publicación de documentos
antiguos, reportajes.y noticias tradicionales de seguro origen. Prestó
en este sentido valiosos servicios al exhumar numerosa pape'ería,
hoy definitivamente perdida, entre la que merece cita especial la
correspondencia del coronel Basilio A. Pinilla remitida a Leandro
Gómez el año 63, con motivo de la misión que hizo posible cribas
defensas.
En cuanto a los reportajes, forma didáctica muy accesible dl gran
público y hechos conforme la modalidad del historiador y periodista
Rómulo Rossi, vieron luz en “El Nacional”, siendo digno de citarse el
número extraordinario correspondiente al 2 de enero de 1924, pequeño
compendio sobre la Toma de Paysandú, cuyo mayor interés estriba
en ocho versiones de antiguos coterráneos, inicio de otros, repartidos
en el mismo periódico.
- Sujetos a rigurosa confrontación estos reportajes esclarecen un
sinnúmero de puntos y agregan preciosos detalles, de otra manera
perdidos en el olvido. Trabajo hecho por amor a la verdad histórica,
la incontenible emoción y rebeldía de los viejos no era fácil de vencer
en el papel, cuando se trataba del glorioso facto local.
Por otra parte el anonimato de los artículos generales sobre fe-
rrocarriles, caminos, escuelas, cabotaje, forestación y motivos de sa-
lud pública eximen de comentarios sobre los vastos conocimientos
y el interés progresista, brega de toda una vida.
Célite, hizo su familia en las peñas literarias de época, en el
club partidario servido con integérrimo desinterés y la numerosa
juventud que formó en el oficio y alentó siempre en la prosecución
de altos ideales.
Decano del periodismo local junto con su hermano Hilario, y sin
abandonar jamás la pluma, fué el único panegirista de las tradiciones
criollas que se perdían, de la sociedad antigua y los venerables edi-
ficios públicos mutilados por la estulticia ciudadana confundida
siempre en un irreal progreso de ladrillos nuevos.
Diabético de tiempo atrás, vanos fueron los esfuerzos de la cien-
cia para mitigar la vertinacia del mal por cuyas complicaciones
falleció el 6 de enero de 1945.
92
Procedía de Las Conchos (Provincia de Buenos Aires), donde na-
ció a fines del siglo XVIII, siendo hijo de Juan Antonio de Astrada y
Teresa González, vecinos fundadores de aquella localidad.
Aventajado estudiante del Colegio Carolino, con posterioridad
atandonó las aulas, tomando las armas a favor de la Patria, razón
ve su pasaje a Entre Rios el año 16. Encontrándose en Concepción
del Uruguay, el 26 de junio del referido milenio, el presbítero So!uno
Gucía casó al entonces “soldado de la división” provincial José M.
Astrada, con doña María de la Paz Borches, joven nativa de la pa-
rroquia concepcionera, hija legítima de Francisco Borches e Isidora
Cano. La boda de marras la inscribió el cura párroco Dr. José Basilio
L5pez, con el testimonio de Asencio Duarte e Isidora Segovia, cons-
tando en el Libro 2%, página 10 de la misma lglesia entrerriana.
Partidario de Artigas, el recluta Astrada no tardó en plegarse a
las fuerzas provinciales y poco después fué agraciado por el Primer
Jefe de los Orientales con una suerte de estancia en la zona del
Queguay, predio que retuvo hasta promediar la Guerra Grande.
Adicto al Gobierno de Montevideo, sirvió en las filas de la De-
fensa junto con sus hijos Ruperto y Roque, volviendo a los destinos
sanduceros con motivo de la Paz del 51.
Empobrecido por las contiendas intestinas sobre!llevó su honrosa
pobreza como amanuense en la Jefatura y nuestra Junta E. Adminis-
trativa.
Falleció en la Villa el 4 de octubre de 1863 a consecuencias de
una larga enfermedad, afirmando el acta respectiva que era más
que sexagenario y “natural de las Puntas de San Luis” peregrina
noticia que desdicen serios comprobantes.
Su primitiva casa habitación existió hasta el segundo tercio del
siglo pasado en el predio que hoy comprende aproximadamente los
números 814 a 836 de la calle 18 de Julio.
Esposo de María de la Paz Borches ésta le sobrevivió hasta
el 17 de marzo de 1888, fecha en que vino a fallecer con 98 años
cumplidos.
ASTRADA. ROQUE,
93
1857, junto al oficial mayor José de Fuentes, adoptándose entonces
medidas que si bien parecieron extremas salvaron a la población del
temible flagelo.
Fusionista en materia política, consta que a término del mandato
de Gabriel A. Pereira militaba en las filas del Gobierno, aunque no
existen sin embargo pruebas de la ulterior determinación.
Imprescindible en la Casa de Policía, desde 1865 no se tomó
ninguna providencia sin previa
consulta al decano del instituto,
aunque justo sea afirmarlo era uno
de tantos empleados.
Comisario desde 1866, la corres-
pondencia de época y el periodis-
mo consignan numerosos asuntos
dirimidos con la intervención de
Astrada.
En momentos de insinuarse la
epidemia del cólera se encontraba
en el puesto de honor, pero no pu-
do tomar ninguna determinación
efectiva pues él mismo fué presa
del flagelo a pocas horas de cons-
tituirse la junta de emergencia
(1868).
El comisario de policia Roque
Astrada contrajo nupcias el 23 de
setiembre de 1867 con doña Cruz
Pardo, natural de Buenos Aires,
hija de Gregorio Pardo y María
Medina, de cuyo matrimonio na-
ció una niña, descendiente póstu-
Roque Astrada mo muerto a escasa edad.
ASTRADA. RUPERTO,
94
Cabo 1* de la 2? Compañía del 2% Escuadrón del Regimiento de Dra-
gones, cuerpo que dos años después salió a campaña, extinguién-
dose por orden gubernativa en 1847. Durante este año y el siguiente
actuó en Colonia con la graduación de sargento 1% hasta la toma
de la localidad, acaecida el 18 de agosto de 1848, fecha en que
revistó a órdenes del comandante militar Felipe Fraga.
Dispuesto luego en Montevideo prosiguió los servicios a bordo del
bergantín goleta de guerra “La
Fama”, donde por notorios servi-
cios fué ascendido a Guardiama-
rina el año 49.
Recuerdan unos apuntes auto-
biográficos que “el año 1850 mar-
chó a las órdenes del capitán Juan
Lamberti, (a) Capraya, a la Isla
de Martín García, en la ballenera
de guerra “Suárez”, hasta que és-
ta naufragó, pasando luego a in-
tegrar la guarnición de la isla con
el cargo de subteniente bajo órde-
nes del coronel Javier Gomensoro.
A raíz de una licencia solicitada
por este jefe para arreglar asuntos
personales en Soriano, le sustituyó
en carácter de comandante interi-
no el teniente coronel Timoteo Do-
minguez, gallardo militar que fué
la última autoridad nacional de
aquel territorio entregado al Go-
bierno de la Confederación Ar- Ruperto Astrada
gentina el 17 de marzo de 1852.
Nuestra guarnición en Martín García ascendió a un total de cua-
renta y ocho integrantes, contándose entre éstos los sanduceros alfé-
reces Ruperto Astrada y Ramón Borches, ambos primos carnales del
sargento de brigada Gregorio Borches, de la misma plana, y el cabo
19 Pedro Aguirre.
Timoteo Domínguez pasó casi de inmediato a Montevideo para
dar cuenta a los superiores de su actuación, siguiéndole en breve
plazo el último piquete y las respectivas familias transportadas a la
capital en la goleta de bandera uruguaya “Venecia” bajo comando
de Astrada. (Flavio García, Boletín Histórico N* 58, págs. 97-112).
Conforme a la descripción insertada en la respectiva foja de
servicios condujo hasta Montevideo un conjunto de veinte soldados,
con los que se incorporó a un Escuadrón de Caballería de Línea al
mando de Francisco Tajes.
95
A fines de 1858 regresó a Paysandú, ascendido a teniente 22 del
piquete urbano, y en 1855 fué nombrado teniente 1* de la 1* Com-
pañía del Escuadrón Queguay. Hombre de confianza del célebre
comandante Ambrosio Sandes, éste lo nombró capitán, título que re-
conocieron los sucesores de acuerdo con documentos coetáneos.
Reacio al fusionismo político, éste no sería motivo para alejarlo
de los rangos gubernistas, de suerte que en 1862 era Comisario de
la 1* sección. El propio año confirió un poder a Domingo Cosio para
cobrar los sueldos de ocho meses impagos, pendientes desde 1853.
Incluyó el mismo reclamo la paga de ocho celadores que sostuvo
con su peculio y algunas mensualidades que el Gobierno le debía
conforme las planillas de 1855 y 1856, por servicios prestados cuando
era Comisario de la 2? sección departamental.
Adscripto a la jefatura durante el año 1866, fué digno colaborador
del coronel Ventura Torrens, militar que le dispensó particular estima.
Comisario de la 2* Sección, retuvo este empleo hasta el año 70,
debiendo incorporarse a los efectivos locales que guarnecíian la ciu-
dad. Actuó con posterioridad bajo órdenes del general Francisco
Caraballo en la División Paysandú, incorporado al Ejército Nacional,
tocándole batirse en el encuentro de Corralito.
Dado de alta el 15 de febrero de 1872 figuró en el escalafón mi-
litar hasta el 1? de febrero de 1881, fecha de su muerte, acaecida en
la Villa Independencia (Fray Bentos), donde revistaba con el cargo
de Comisario.
Había desposado en Paysandú el 10 de octubre de 1867 con doña
Rudecinda Ayala Rivero, entonces joven de diez y seis años, natural
de la ciudad e hija de los vecinos Cipriano Angel Ayala de naciona-
lidad argentina y Mariana Rivero, brasileña.
Rudecinda A. de Astrada falleció en la ciudad de sus días el
24 de enero de 1901, después de haber sobrevivido al cónyuge por
espacio de casi veinte años. Fué madre de los distinguidos periodistas
Hilario E. Astrada (1872-1956), y Benito L. R. Astrada.
96
Con un profundo odio hacia los elementos proclives al Imperio,
el exfarrupila se incorporó al ejército de Manuel Oribe en setiembre
de 1843, pero consta que en fecha anterior había prestado servicios
voluntarios en la Guardia Nacional de Tacuarembó.
Luego de haber servido a órdenes del coronel Constancio Quin-
teros el citado año de 1843, permaneció en el Departamento norteño,
vinculóndose a los militares y estancieros Valdés, poderosos señores
de la zona que lo ampararon
siempre.
Subreceptor de Yaguarí en
1850, tras siete años de completa
temanencia en el escalafón mi-
litar fué promovido a capitán el
8 de marzo de 1851, y el 26 de
setiembre del mismo año le con-
firieron los despachos de sargento
mayor por los notorios servicios
prestados en el 3er. Escuadrón de
Caballería de la Guardia Nacio-
nal de Tacuarembó, documento
firmado por Oribe y Antonio
Díaz.
Oficial encargado de la vigi-
lancia de nuestras fronteras, en
1846 se le acusaba públicamente
de complicidad en el pasaje clan- Tristán de Azambuya
destino de tropas al vecino Impe-
rio del Brasil, “mediante el pago del derecho de un peso”.
Según lo confirman acuciosas investigaciones del historiador
Mateo Magariños de Mello, en 1849 Tristán Azambuya y Avelino
García, subordinados del jefe político Valdés debieron responder ante
*l gobierno del Cerrito por las múltiples sindicaciones de contra-
bando en el referido límite. Por este motivo los dos empleados se
constituyeron en Montevideo “para responder a las inculpaciones, un
tanto discutibles por que el mismo Azambuya nunca hizo buenas mi-
gas con sus paisanos y en modo especial con el barón de Yacuy”,
facineroso que el 22 de mayo de 1850 robó “1.100 reses del mismo
campo perteneciente al Teniente Tristán Azambuya”. (Magariños, cit.,
El Gobierno del Cerrito, págs. 533, 542 y 549).
Con la Paz del 51, al igual que otros estancieros enrolados hasta
la fecha en las guardias locales, había de reintegrarse a las tareas
pecuarias que le depararon un desahogada posición económica en
el plazo que precedió a la campaña revolucionaria de 1863.
Afecto sin embargo a la política y la carrera militar, el 10 de
97
julio de 1853 había pedido el reintegro al escalafón nacional, solici-
tud que no tuvo andamiento por los deplorables sucesos que gravi-
taron sobre el país en el curso de los dias siguientes.
Sin desvincularse de los asuntos locales, en 1856 vino a sumarse
al fuerte grupo conspirador que planeaba la expulsión del jefe políti-
co Pedro Chucarro, hombre sereno y astuto que logró desbaratarlos
en plena asonada. Cauto hasta lo proverbial, pudo seguir los móvi-
les de sus contrarios Félix Castellanos, el coronel Jacinto Barbat, Mo-
desto Polanco y aún la posible complicidad extralugareña de Lucas
Píriz y los hermanos Eduardo y Florentino Castellanos para comuni-
carlos al presidente Gabriel A. Pereira.
Ciñéndose a las estrictas órdenes del primer magistrado no su-
frieron molestias “los rebeldes conservadores” ni el capitán Azam-
buya, jefe urbano por expreso designio de los ediles, cómplices de
la Junta Económico-Administrativa, concretando “motu proprio” la
captura de los revoltosos asi arribara el general Manuel Freire para
“evitar la efusión de sangre”.
El 7 de mayo por amistosa solicitud del comandante Juan V.
Valdés, los cabecillas rebeldes se entregaron, ya que su misma pre-
sencia constituyó una garantía para los bandos en pugna. Llegó al
efecto “escoltado por la gente del señor Azambuya y Barbat, 50 tira-
dores de tercerola y sable y 15 lanceros”, procediendo de inmediato
al desarme de los revolucionarios y prisión de sus jefes.
Chucarro mientras tanto había conservado 150 hombres para su
resguardo, a los que después sumó las tropas de Freire, viéndose en
el caso de tomar ganado de la estancia de Azambuya, mientras éste
permanecía recluído con sus adláteres en el Cuartel de Dragones de
la capital.
Desde el encierro y en salvaguardia de sus derechos redactó
una violenta nota contra Chucarro, en la que se decía preso “por
defender junto con los demás vecinos extranjeros y nacionales de
violentos ataques cometidos por el Jefe Político”, sindicado como
único responsable del cisma que gravitaba en la conciencia de todos
los habitantes de Tacuarembó.
Un simple cotejo de las actuaciones legales permite afirmar que
el Gobierno se mostró expeditivo en demasía, inclinando tácitamen-
te el juicio a favor de Chucarro.
El decreto emanado del Ministerio de Gobierno el 7 de mayo de
1856 lo confirma sin retaceos, motivo por el que no tuvo andamiento
entre los desconformes resueltos a encarar las cosas con los medios
a su alcance.
La minuta de referencias, desde luego conminatoria en todos sus
términos, declaraba:
98
Contéstese manifestando el disgusto con que el Gobierno se ha impuesto de las
desagradables ocurrencias que la Junta E. Administrativa refiere, y previniéndole, que
en el acto haga cesar a D. Tristán Azambuya en la comisión que le ha conferido, y
procure que este individuo, así como los demás que han tomado armas contra el
Gefe Político del departamento las depongan reconociendo la autoridad del espresado
Gefe, que es un deber acatar, so pena de incurrir en el crimen de rebelión contra la
autoridad, que el Gobierno se verá obligado a castigar con rigor.
Estráñese a la Junta la que en vez de haberse puesto al lado de la autoridad,
representada por el delegado del Gobierno Constitucional de la República, haya pre-
tendido hacerle ir a su despacho, constituyéndose ella en eco de las reprobables
exigencias de los opositores, y contribuyendo con tan indebido proceder a que la
rebelión tomara cuerpo, y la voz de la autoridad fuese desoida: y dígasele igual-
mente, que aunque el Gobierno espera que bastará su reprobación para que los
miembros de la Junta se esfuerzen por su parte en restablecer el orden, no dejará por
eso de tomar las medidas que el caso requiere para evitar la repetición de semejantes
atentados. Rúbrica de S. E. (Requena J. Maeso, Colección de Leyes y Decretos, pág. 43).
99
Ajeno al favor político debe verse en estas rencillas de tierra
adentro. una verdadera pugna entre los caudillos locales, por lo que
no estaba errado el comandante Juan B. Santander cuando afirmó
en ausencia de los presos que todos los habitantes se contraen “a las
tareas sin que nadie piense abandonarlas, salvo el caso que vuelva
a él Barbat o Azambuya”, únicos que podían traer la anarquía rei-
nante hasta el año 52. (Correspondencia cit., T. IV, pág. 220).
En julio de 1859 Azambuya fué
nombrado jefe de la 2* Sección
departamental de Tacuarembó por
el general Diego Lamas, coman-
dante divisionario al Norte del Río
Negro, designio que impugnaron
Chucarro y Barbat por las rivalida-
des en juego. Esta medida, impar-
cial según los interesados, vino a
romper un difícil equilibrio entre
los militares, ya que el Jefe Politi-
co era comandante del ler. Regi-
miento de Guardias Nacionales,
Barbat del 2% y Nicolás Marfetán
retuvo la mayoría. Haciéndose eco
de estos clamores, Lamas dispuso
que su patrocinado quedara en el
Salto como sargento mayor del
Escuadrón “Laureles” de Guardias
Nacionales hasta marzo de 1860,
fecha en que el presidente Bernar-
do P. Berro le hizo extender los
Feisión de Aamabozs despachos de Teniente Coronel
Graduado, confiándole el mando
de las fuerzas urbanas de Tacuarembó.
El referido mandato satisfizo a Berro, por cuyo motivo fué desig-
nado Jete Político del Departamento el 11 de setiembre, acto de vastos
alcances porque vino a supeditar bajo sus órdenes a los rivales de
otros tiempos.
Por su parte, el coronel Jacinto Barbat no se avino al nuevo es-
tado de cosas y con el prestigio de exjefe político saliente pudo reu-
nir una fuerza con indisimuladas miras de tentar un golpe contra
Azambuya, pero el sagaz riograndense logró ganarle de momo apri-
sionándolo.
Esta sonada pugna había de repercutir en Montevideo al punto
de exigirse justas explicaciones ante los poderes públicos.
Con tal motivo el ministro Acevedo concurrió a dar explicaciones a la Comisión
Permanente en la sesión del 29 de diciembre de 1860. Según sus palabras, el coronel
100
Barbat, que había sido preso, era acusado por el jefe político de comprar armas y
reunir gente en son de amenaza, provocando la deserción de elementos policiales y
de la campaña urbana para reforzar su contingente; el gobierno había ordenado al
señor Azambuya que se limitase a desarmar los hombres que rodeaban al coronel men-
cionado, llegando ella posteriormente al envío del mismo al Salto a disposición de
la justicia; ésta se pronunciaría sobre la grave denuncia de la autoridad, previas
las forma.idades que correspondían. En resumen, se trataba de la animosidad incon-
tenible del caudillo caído contra su sustituto en la jefatura política; caudillo que por
su parte, no había dejado de buscar el calor oficial, aunque sin resultados, consultan-
do al doctor Acevedo sobre su lista propia
de candidatos a diputados, etc. (Aureliano
G. Berro, Bernardo P. Berro, T. I. pág. 253).
Bueno como soldado — infiere Fernández
Saldaña— pero sin pasta de funcionario,
reñido con el comandante Barbat, estas
peleas y su inhábil gestión en la jefatura,
adonde llevó como oficial 1* al después fa-
moso lsaac Tezanos, tuvieron resonancia en
la prensa y en el Parlamento, Su posición
antipática respecto a la colonia brasileña,
muy numerosa en Tacuarembó, influyó a
la vez para que el Gobierno Imperial, con
insistentes reclamaciones diplomáticas pro-
vocara la remoción de Azambuya. Berro tu-
vo que sustituirlo por Eduardo Castellanos,
el 12 de junio de 1862 a pretexto que debía
asumir el mando de la Guardia Nacional.
101
En abril de 1864, al vislumbrarse las posibilidades de un nuevo
sitio, Leandro Gómez dispuso centrar en Paysandú el grueso de las
huestes gubernistas y con este motivo la división Tacuarembó, con
asiento en el Salto, vino a unirse a los efectivos locales.
Durante el segundo asedio fué nombrado jefe del flanco Sur, en-
cargándose por lo tanto de los tres baluartes ubicados a lo largo de
la calle 8 de Octubre, sitos respectivamente sobre las azoteas del Hos-
pital, la Jefatura y “El Ancla Dorada”.
Admirable en aquellas horas inciertas, puso a disposición del
Comando local la férrea energía de los años mozos, presente en el
curso de cada jornada, tocándole actuar al fin en el cantón Oeste,
cuando Lucas Píriz cayó herido de muerte.
Fernández Saldaña hizo su cumplido elogio al recordar que: en los asaltos finales,
prodigándose en los lugares de mayor peligro, el comandante Azambuya dió repetidas
pruebas de su heroismo y de la exaltación de sus pasiones.
Alíredo Varela, el notable historiador riograndense, su paisano, dice al respecto
en el libro Dos grandes intrigas: Cuando el tronar de las carabinas y los cañones
estremecía el suelo y el espacio infinito, llenando los ecos de ensordecedores bramidos,
la poderosa voz de un hombre dominó la voz de los elementos desencadenados de
ia impía guerra, repercutiendo estentórea en las filas atacantes.
Entrevisto por sobre una azotea, en medio de los remolinos de humo y de las
olas de metralla ígnea, erguiase altanero Azambuya blandiendo su espada, para
lanzar a sus compatriotas, en las imprecaciones del supremo desespero, este anatema
tiemendo: “Esclavos del Brasil, vengan a conocer la libertad entre nosotros”.
Ildefonso Fernández García, su ayudante, refiere con precisos detalles las últimas
providencias del hérce caido el 1% de enero en cumplimiento de su palabra y honor
partidario.
El último día arreciaron de parte de los sitiadores, los fuegos, tanto de artillería
como de fusilería; —y tan de cerca peleábamos que la distancia en nuestro radio de
acción, ya que peleábamos de vereda a vereda, no sería mayor de ocho a diez
metros.
De manera, pues, que en ese día, era aquello una verdadera lluvia de balas.
Yo, joven y ágil, esperaba algunos segundos de tregua para hacer mis salidas o
entradas a todo escape y tratando de ofrecer el menor blanco posible a la visual
de mis enemigos,
Bajo este estado de cosas, el coronel Azambuya, que ya era hombre entrado en
años, y que no podía tener consiguientemente mi agilidad, se le ocurrió pasar el
“Ancla Dorada” con el fin —dijo—, de imponerse personalmente de cómo pasaban
las cosas allí.
—No pase, coronel, porque lo queman. Usted no puede escurrir tan fácilmente
el bulto como yo, le dije, Mire que ese claro es un verdadero diluvio de balas.
—Estos no son momentos de cuidarse, me contestó. Y uniendo la acción al pen-
samiento, trató de satisfacer sus deseos; —pero ni bien se desprendió de la pared
que nos resguardaba y ofreció así blanco a las balas cayó fulminado como por un rayo.
Entonces yo que lo seguía, guarecí mi cuerpo todo lo que pude detrás de la pared
y estirando los brazos cogí una pierna del cadáver, arrastrándolo así hasta la valla
protectora, con el fin de que su cuerpo no fuera masacrado por las balas.
Como tenía que llevar a la Comandancia esta noticia, tomé las precauciones que
había adoptado anteriormente, y pude minutos después, transmitir a Leandro Gómez
la triste nueva, como así también la de la muerte del comandante Ribero, que fué
quien trajo del Salto al “Villa del Salto”, y que había caído segundos antes.
102
El jefe de la defensa me pidió datos entences de cómo habian ocurridc los hechos
y respecto a dónde se encontraba el cadáver de Azambuya. Cuando hube satisfecho
su orden, me dijo:
—Muy bien; vamos para allá.
—Es imposible, señor general, que Ud. pueda llegar hasta el cantón.
—+¿Por qué, ayudante?
—Porque aquello es un infierno de balas. Lo matan general, con toda seguridad;
y Ud. se debe a la defensa de la plaza y a nosotros.
Leandro Gómez, recapacitó por breves instantes y me ordenó: Vaya Ud. entonces;
y tráigame los documentos y cosas de valor que pueda tener en su poder el coronel
Azambuya.
Y volví a pasar otra vez por aquella verdadera lluvia de balas que nos venían
de todas direcciones.
Cuando volví a la Comandancia con un reloj con cadena y algunos papeles
que habían correspondido a mi jefe y se los entregué a Leandro Gómez, éste se
encontraba en esos momentos redactando la contestación a la nueva intimidación de
rendición que le había hecho el general Flores y que la escribía Atanasio Ribero.
(R. F. Rossi, Episodios Históricos, págs. 66-69).
103
andando los años debió poner en claro como otros singulares hechos
de época.
En 1850 era dependiente del fuerte comercio propiedad de Ramón
Vilar. casa de ramos generales ubicada en la antigua finca de Loren-
zo Flores (18 de Julio esq. 19 de Abril N. E.). Con fecha 9 de octubre
del citado año le fueron conferidos poderes generales al señor de
Azcúe en representación de la firma y cuando Vilar retornó para
siempre a sus tierras de Barcelona vino a subrogarlo en los neo iaós
pendientes en esta parte de América.
Dueño de un floreciente establecimiento rural que clcnzé a girar
notables cifras, perdió todos los bienes en la Revolución florista de
1863-1865, lo que no fué óbice para mantenerse apolítico en el resto
de su existencia.
Fruto de propia iniciativa fué la Casa de Cambios que propició
la emisión de billetes bancarios en 1858, notable adelanto que vino
a paliar la carencia de títulos similares, centrando en plaza opera-
ciones que de otra manera debían verificarse en la capital.
Azcúe rubricó los billetes de marras con títulos de secretario,
encargo virtualmente concluso al inaugurarse el Banco Mauá, fuerte
institución que permitió transacciones directas con ambas capitales
del Plata y Río de Janeiro.
Descartadas las posibilidades de rehacer su fortuna sobrevivió
las contingencias de la vida dedicado a la procuración, la secretaria
del Municipio o el desempeño como escribiente en diversas socie-
dades de carácter comercial, trabajo constante en documentos de
notoria jerarquía.
Administrador del hospicio público durante cuarenta años, prestó
su mejor contribución a la sociedad, formando el Comité popular du-
rante la epidemia del cólera (1868), habilitándose un hospital en la
finca de calle 8 de Octubre y Montevideo (N. O.), que dirigió en
horas tan difíciles junto con el boticario milanés Federico de Capitoni,
muerto en nuestra ciudad el 21 de marzo de 1871.
Miembro de la Sociedad Española en 1872, benéfica asociación
que integró en diversas comisiones poniendo siempre de manifiesto
la más celosa actividad, razón por la que se dijo con entera justicia
que no podía historiarse el desarrollo de los socorros mutuos en
Paysandú, sin dedicar largo espacio a sus encomiables gestiones.
Trabajador incansable, militó hasta los días finales, no sólo en
la entidad hispánica. cara a su origen español, sino también en la
Sociedad Nacional, cuyos reglamentos redactó encargándose de fo-
mentarla desde un modesto puesto que realmente lo centraba todo.
Desposado con doña Estefanía Laroulette, el 15 de diciembre de
1865 señora de origen francés hija de Juan Laroulette y Dominga C.
de Laroulette, la sala de Azcúe fué durante muchos lustros único cen-
104
tro intelectual y recibo de los más espectables personajes llegados
al solar.
En 1874 llegó a la hospitalaria residencia de calle Real y Artes
el fecundo autor de “Martín Fierro”, prolongándose las veladas entre
la sociedad de tradición. Aunque el vate se alojó en el “Hotel de
Francia”, primer jalón de su destierro, continuado aquí por la solícita
amistad del señor Azcúe, quedaría a título de recuerdo una fotografía
con sentida dedicatoria.
Otros exilados, también de ilustre cuño, los doctores Eduardo
Acevedo, Pablo de María, Carlos María Ramírez y Domingo Aram-
burú, encontraron deferente acogida en tiempos de Latorre y en las
brillantes “tenidas” surgió la idea de materializar un Ateneo, proyecto
hecho realidad pocos años después.
Compenetrado de todos los problemas locales, este meritorio es-
pañol colaboró en publicaciones nacionales y extranjeras sobre di-
versos tópicos atinentes al progreso urbano y rural, escritos en su
mayoría anónimos, porque siempre rehuyó la figuración publicitaria.
Según el extinto poeta Juan Escayola, pocos hombres conocieron
la historia lugareña tan a fondo y día por día en el correr de la pasa-
da centuria.
Ya octogenario, rodeado de sus libros predilectos y sin abando-
nar la cinegética, fruición de toda la vida, no era raro verlo en los
dias más crudos de julio marchar en procura de volátiles, desdeñoso
del frío y la gota pertinaz.
Vuelto a puerto, se le veía reaparecer en “su hospital”, sin atem-
perar la rara actividad o renegando contra la témpora y los malos
vientos, así mordiese el reuma. Fugaz y movedizo, la escasa estatura
v las niveas barbas le daban cierto aspecto de patriarca inflexible
en la justicia y honradez. De esta suerte pudo malbaratar el saqueo
total de las arcas hospitalarias, salvando la institución cuando los
malos hados propiciaban la clausura.
Sensato hasta el fin de sus días y sin perder la sempiterna fibra
humorística. increpaba al doctor Antonio Barreiro los estériles mane-
jos científicos y la robusta tesis del buen vivir.
Falleció a edad provecta, el 14 de enero de 1908.
Constituyeron su descendencia los hijos Juan Julián, María Elisa,
Alfonso, Ernesto, Oscar y Alfredo de Azcúe.
B
BALDRIZ. AUGUSTO,
105
armas acaecidos en Salto y Paysandú. Destacado en la guarnición
del Salto, le tocó actuar el 25 de junio de 1863 bajo las órdenes del ge-
neral Diego Lamas en el desastre gubernista de las Cañas de Vera,
logrando salvar en buen orden la mayor parte de sus efectivos.
El 27 por la tarde cuando las fuerzas de Flores llevaron sus vanguardias hasta
el Salto, desprendiendo la división de Caraballo para tomar la ciudad, el coronel Len-
guas mandó a su encuentro al mayor Augusto Baldriz y capitán Adolfo Areta, con
50 hombres del 1% de Cazadores, y al ca-
pq(q[rAA
NARRA: 4 pitán Matías Tort con las dos piezas de
” artillería de su mando. Esta salida alcanzó
para disuadirles de cualquier intentona,
pero el 28 aparecieron 700 revolucionarios,
tomando los dos frentes más próximos de
la ciudad. A las 10 de la mañana Leandro
Gómez simuló una retirada para atraer al
enemigo a terreno conveniente; pero sólo
se produjo algún tiroteo, teniendo los lega-
lez 4 muertos y 2 heridos y los insurrectos
7 muertos y 12 heridos. Después de este
cuasi simulacro, Flores se mantuvo acam-
pado a tres leguas de la ciudad, dejando
su vanguardia a una legua. (Aureliano G.
Berro, De 1860 a 1864; págs. 204-205).
106
de un fuerte batallón en socorro de la plaza sanducera asediada por
el ejército revolucionario.
El 8 de enero “como a las 4 y Y de la tarde —según un anónimo
cronista— atacó Flores a Paysandú con toda la fuerza y con bastante
empeño de entrar, pero felizmente ha sido rechazado por todos los
puntos que cargó y se vió obligado a abandonar las posiciones bue-
nas que había elegido”.
Al iniciarse el ataque desembarcaron cuatro cuadras abajo del
puerto de Paysandú, 42 infantes del batallón Lenguas que había ve-
nido del Salto y sin esperar protección del pueblo, se lanzaron sobre
el cantón del Puerto y toda la infantería de Flores, haciendo un fuego
sostenido. Este batallón tuvo a su frente a los bravos sargentos ma-
yores Belisario Estomba y Augusto Baldriz, los que a su vez fueron
secundados desde el pueblo por las tropas de Gómez y Aberastury,
lográndose una victoria completa sobre los sitiadores ya que el mis-
mo día levantaron el cerco. ;
De regreso al Salto, Baldriz revistó en los cuadros militares de esta
ciudad sin que constara a la fecha su vuelta a Paysandú, presupo-
niéndose con alguna razón que permaneció en la plaza norteña hasta
la entrada de Flores.
Residiendo en Montevideo, falleció con el grado de sargento ma-
yor el 22 de setiembre de 1877.
Había casado el 14 de diciembre de 1860 con doña Felipa Ro-
driguez, hija de Nicolás Rodríguez y Carmen Fernández.
Dice el óbito respectivo que a la sazón tenía 49 años de edad,
era de tez blanca. y el deceso se produjo a raíz de una neumonía.
Pué atendido por el doctor Perera y el fallecimiento ocurrió en la finca
de calle Defensa N* 47, “Casa baja”, conforme al documento en
cuestión.
BALSAMO. INOCENCIO,
107
aguerrido, virtud pareja con su conducta de soldado valeroso hasta
la temeridad.
Hecho en los cuadros militares del general Nicasio Borges, ac-
tuó luego con los comandantes Abalos y González. destacándose en
las interminables marchas y contramarchas con los rebeldes, ver-
dadera prueba de fuego que medía el temple físico y moral de
cquellos hombres.
El sargento Bálsamo, ya más conocido por el mote de “Querido”,
hizo famas por sus salidas y los co-
rrectivos castrenses de neta índole
criolia, disposiciones que hicieron
época si es de ceñirse a las memo-
rias de los contemporáneos.
Figurando con el grado de capi-
tán, el 28 de agosto de 1876 fué dis-
puesto en la Plana Mayor Pasiva y
al año siguiente, con data del 1* de
febrero de 1877, ingresó en la policia
departamental de Paysandú, por
sugerencia directa del Gobernador
Latorre, interesado en concluir de
una vez por todas con la variada
laya de foragidos que medraban
esporádicamente en los confines de
la zona.
Epoca de cepos y lazos, los ma-
durados planes de Bálsamo debían
surtir efecto tanto por el rigor como
A AN el sonado e implícito ridiculo, mez-
cla de castigos y duras befas que
los paisanos obviaron con temor realmente cerval.
En un medio de semibarbarie, estos métodos calcados en el aún
vivo recuerdo de Ambrosio Sandes, autor de rudas hechuras que
debian señalar un código propio, vinieron a poner coto al desenfreno
del gauchaje discolo y soberbio.
Entre la variada laya de castigos impuso el baile a viva fuerza
por espacios de horas, rapaje de cejas y cabellos, simulación de
fusilamiento, cargas de piedra a través de las próximas serranías y
suministro de catárticos.
Era de plantones interminables, el cepo fué arma regeneradora
junto a la cava de tierras, labor tan onerosa para el hijo del país
como el humillante paseo a lomo de yegua —animal reservado para
las mujeres— cuyo pasaje saludaba la rechifla mordaz de la
soldadesca.
108
Bien pudo decirse desde entonces que donde “Querido” planteó
sus reales se concluyeron los elementos bravíios inadaptables a la inci-
piente sociedad campesina.
Incluído una vez más en la Plana Mayor Pasiva (1% de enero de
1879). al finalizar este mes, por orden del jefe político coronel José
Echeverry, el prestigioso comisario fué designado para ocupar la
casa policial de la 8* Sección, permaneciendo en el cargo por espacio
de casi tres años.
Su presencia en el nuevo destino comenzó con una serie de atro-
pellos y extralimitaciones de tan seria envergadura, que el 28 de
enero fué suspendido y encarcelado por las tropelias cometidas con-
tra el vecindario, quedando a disposición del Juez Letrado Departa-
mental.
Sea por los tiempos que corrían y la tácita anuencia de la dicta-
dura, lo cierto fué que poco después quedó libre y repuesto en el
cargo.
El 6 de febrero de 1882 pasó a la policía de Río Negro, acordándo-
sele el ascenso a Sargento Mayor el 18 de marzo siguiente, en mé-
rito a una labor “de excepción”.
Vuelto a los cuadros pasivos el 30 de marzo de 1883, poco des-
pués se le nombró subdelegado policial en la misma jurisdicción
rionegrense, pasando a cuartel el 28 de noviembre de 1891.
Por decreto del presidente Juan Idiarte Borda se le extendieron
los despachos de Teniente Coronel (22 de febrero de 1894), pero a
comienzos de marzo fué puesto en situación de reemplazo.
Revistando en cuartel, una orden superior del 1% de noviembre
de 1896 dispuso su pasaje a la División Tacuarembó, y luego de casi
un lustro de permanencia —tras irremediable situación de reempla-
z0—, el alto comando nacional concluyó por destacarlo en la Jefa-
tura Política y de Policía del mencionado Departamento.
Siempre en la misma localidad, intervino junto a las fuerzas
gubernativas contra los elementos revolucionarios de 1904, quedando
a cargo del Regimiento de Caballería de Guardias Nacionales de la
4* División de Tacuarembó.
Mientras permanecía en el Cuartel de la ciudad mediterránea,
un acuerdo del 20 de octubre de 1904 le acordó los galones de Co-
ronel, con antigúiedad del 14 de enero del mismo año.
Habiéndose radicado en la ciudad de sus días, vino a fallecer el
31 de marzo de 1909. víctima de una congestión cerebral, en su casa
de la calle Comercio y Oriente.
Era viudo a la sazón de María Moreno, brasileña, hija de Fer-
nando Moreno y Ána Chaves, con la que desposó “in artículo mor-
tis” el 26 de octubre de 1877.
Con cierta experiencia en las faginas de campo, Bálsamo arren-
109
dó durante largos años un vasto predio en Salsipuedes, lugar donde
falleció su cónyuge (1903).
La posteridad de este matrimonio está integrada por los hijos
Bonifacio, Florentino, Enero, Teófilo, Gabino, Neiva, Constancia,
Genoveva, Norberto y Rómulo Bálsamo.
110
en la manzana que hoy delimitan las calles 18 de Julio, Florida,
Piedras y Entre Ríos.
Además de los bienes en dinero efectivo, alhajas y débitos a
cobrar, declaró suya “una ballenera con su vela correspondiente”
y otros enseres aptos para la navegación.
Los sucesores tenían inclusive ciertos derechos a ochenta arrobas
de cerda remitidas por un revendedor, marinero que era persona
de confianza.
Salvo las joyas y ropas, el resto de la heredad se dividió en partes
iguales entre el cónyuge Barando y sus hijastros Francisca Copello
de Valentín, Ana Chifaló de Quintana y Diego Chifaló, bajo el alba-
ceazgo de Santiago Lassarga.
Luego de un arreglo judicial entre los herederos, concertado el
9 de abril de 1850 ante el alcalde Remigio Brian, el inmueble de
calle Piedras quedó en poder de Barando hasta el 20 de abril de 1858,
dia que lo permutó a favor del estanciero Nicolás Rivarola por dos
mil carradas de leña.
El nuevo propietario lo retuvo algunos años y con fecha 18 de
abril de 1863 hizo su traspaso a nombre de Marcelino Almada, reci-
biendo en pago 665 animales vacunos de cría.
BARU. FRANCISCO,
111
ascenso alguno, reintegrándose al Departamento una vez concluidas
las hostilidades.
Conceptuado entre las figuras menores de la Comandancia, fué
seguramente adepto incondicional de la dictadura de Varela y Latorre,
aunque no alcanzó las prebendas de aquellos gobiernos de facto.
Con el triunfo de los Motineros en 1875, Barú fué nombrado
Comisario de la 4* sección, lejano distrito con sede policial en Averías.
Desde el nuevo cargo el capitán Barú mostró cualidades de
excepción, al punto que en breve plazo la primitiva comisaría centró
todas las actividades provechosas
de la zona. Junto con la próxima
seccional ubicada en Las Flores
constituían las jurisdicciones más
extensas de nuestra campaña, pre-
dios despoblados en gran parte y
limítrofes en sus confines con las
márgenes boscosas del Río Negro.
Teatro de numerosos robos y crí-
menes desde los tiempos más remo-
tos, la impunidad de estos desmanes
tuvo el agravante no pocas veces
de contarse junto con la escasez de
medios para reprimirlos.
Mejorada en cuanto fué posible,
la comisaría de Averías marcó rum-
bos al mantenerse en activa comuni-
cación con otras seccionales por me-
dio de chasques, contando asimismo
con el solidario apoyo de estancie-
ros y comerciantes.
a A esta excelente organización de-
Francisco Barú bió sumar poco después el acierto
de sus procederes. culminando a
fines de 1876 con la captura del célebre negro brasileño Manuel Anto-
nio de la Concepción, asesino e incendiario radicado hasta poco
atrás en la misma zona. Este sujeto, presa de encendida pasión por
una joven lugareña no trepidó en asesinarla conjuntamente con su
madre, pegándole fuego al rancho so efectos de borrar las trazas del
crimen. Las características especiales de este hecho de sangre conci-
toron la atención de todo el país, al punto que el mismo Latorre
expidió órdenes sumarísimas para con el feroz victimario.
Cupo a Barú la tarea de perseguir al “Negro Largo”, apodo irónico
del pequeño cuanto alevoso sujeto, el que sin duda llevaba camino
del Río Negro. Vencido sin embargo por la dipsomania se embriagó
112
en un almacén del más extremo confín, guareciéndose al cabo en
una zanja, donde la policía lo encontró en el mejor de los sueños.
Preso en la cárcel de Paysandú, ciñéndose a las estrictas órdenes
de Latorre, el jefe político coronel José Echeverry lo hizo pasear por
las calles de la Heroica en una carreta, vehículo que lo condujo final-
mente hasta el mismo sitio del nefando crimen, donde fué ajusticiado
por un pelotón de fusileros.
El cadáver, suspendido por una monea de cuero crudo, quedó
expuesto al público en lo alto de un horcón, trágica muestra que sólo
pudo retirarse cuando su estado así lo vino a exigir.
Aunque con fecha del 27 de agosto de 1877 se le reconoció a
Barú el grado de capitán, pasando “incontinenti” a la Plana Mayor
=csiva, antes de cumplirse dos meses un nuevo decreto gubernamen-
tas lo reintegró a la policía (23 de octubre).
Comisario de Las Flores por algún tiempo, el 2 de octubre de 1880
figuró de nuevo en la Plana Mayor Pasiva. Sin embargo, con data
del 4 de julio de 1881 le extendieron los despachos de sargento
mayor y el 28 de diciembre del mismo año la Superioridad dispuso
que revistase en el escalafón nacional con antigúedad del 1% de
diciembre de 1875.
Ya bajo la égida santista el jefe del batallón de Cazadores N? 1
lo propuso en calidad de agregado. concediéndose el traspaso el 20
de junio de 1882.
Vuelto a los rangos pasivos el 1% de agosto de 1883, por decreto
del 1? de enero del siguiente año pasó a la policia de Paysandú.
Postergado en los ascensos durante varias promociones, un
sugestivo decreto firmado por el general Máximo Santos en los mis-
mos prolegómenos de la Revolución del Quebracho le acordó el
diploma de teniente coronel (17 de noviembre de 1886).
Coronel graduado desde el 7 de agosto de 1891 revistó con este
cargo hasta el 1? de agosto del año 98, día en que pasó al Estado
Mayor del Ejército en calidad de agregado.
Finalmente, el 1% de abril de 1899 fué puesto en calidad de
reemplazo.
Falleció en Paysandú el 10 de julio de 1902.
BARRERA. VENTURA.
113
por el pleito que vino a suscitarse en los últimos dias del coloniaje
entre Manuel del Cerro Sáenz y Barrera,
A efectos de dictaminar sobre mejor derecho en torno a los
campos objeto de la litis, la justicia solicitó el testimonio del expreboste
Jorge Pacheco, recordando éste en 1802 que las posturas de dinero por
las tierras fué “acalorada y viciada de nulidad”. Que el mismo litigio
se alargó considerab!emente “porque el Asesor Juan de Almagro quiso
quedar con los terrenos y fué recusado y sustituido por el benemérito
compatriota Dr. Mariano Moreno”.
En el transcurso de los años murió Barrera, y Miguel del Cerro,
“uno de los corifeos” “que atizó el fuego del patriotismo de los Orien-
tales”, a raíz de la invasión portuguesa debía abandonar la región
para asilarse en Buenos Aires.
El 14 de marzo de 1820 la viuda de Barrera, doña María Andrea
Gómez vendió en Buenos Aires parte del latifundo a Ciriaco Sáinz
de Baranda contando ambas partes con el apoyo incondicional de
los dominadores lusitanos y en particular de Tomás García de Zúñiga,
uno de los prohombres de la situación.
Renovado el pleito en 1826 por Miguel del Cerro en nombre de
su madre doña Juana de la Castilla y sus hermanos Cornelio, Felipa
y Gregoria del Cerro, el nuevo reclamo se complicó aun más al con-
ceptuarse la intrusión de los estancieros Bartolomé Ortiz, Rafael
Sáenz de las Callejas, Pedro Marote e hijo. Francisco Acosta Pereyra,
Pascual Laguna y Francisco Francia.
Andando los años, ya bajo el régimen constitucional, las autori-
«dades legales ampararon los títulos de Barrera, y en virtud de los
intereses creados por el vecindario residente en la zona, el Gobierno
dispuso la enajenación del vasto predio, otorgándolo en venta.
Por su parte D. Ventura, que había orientado sus miras hacia la
jurisdicción del Sur, poseyó desde 1801 la “Estancia del Mataojo”
entre los arroyos Grande y Don Esteban. Sin justificativos de amparo
local, recién en marzo de 1822 obtuvo los títulos por intermedio del
apoderado Joaquín Santa Ana Velazco, pagando dos onzas de oro
por cada legua cuadrada.
Con sobrados derechos pudo anteponerse a las pretensiones de
un sujeto Maldonado que intentaba desplazarlo con ofertas de no
despreciable monto.
Mientras vivía en la hacienda de su propiedad, Barrera cayó
víctima del puñal homicida el 7 de octubre de 1832. En el curso del
año siguiente sus restos fueron traídos al pueblo e inhumados por el
Pbro. Solano García en el primitivo cementerio local, fúnebre ceremo-
nia cumplida el 4 de diciembre de 1833.
Residió el extinto vecino en un rancho que poseía sobre la que
después fué calle Patagones, cuyo predio ha sido perfectamente
ubicado. A través de una solicitud de información es dable saber
114
que el propietario moraba allí durante la égida lusitana. Pedro R.
Brito lo conoció establecido en el paraje el año 1819, y Diego Antonio
Fernández al promediar 1821.
El solar de referencias, con 54 varas de frente a la calle Leandro
Gómez y 50 de fondo, tenía por limítrofes en 1854 hacia el S. a calle
traviesa Felipe Galán. Por el E. Agustina Lerena, O. el Pbro. Bernardo
de Nellns de Laviña y Ana Chifaló de Quintana. Encuadran estos
límites las viejas calles Monte Caseros y Artes.
Recientes investigaciones permiten afirmar que Ventura Barrera
residió a principios del siglo anterior en la zona de Pintado (hoy
Florida), junto con su primera cónyuge doña Isabel Araújo. En el
mismo paraje nació su hija Florencia Barrera, luego esposa de Miguel
Araújo. Habiendo enviudado, esta última contrajo segundas nupcias
con Simón Arrieta, nativo de Montevideo, boda que se realizó en la
parroquia sanducera el 9 de diciembre de 1832.
Su hermana doña Florencia B. de Videla vivió en el solar hasta
el fin de sus días y fué tronco de la posteridad de su estirpe.
BARRIOS. PEDRO.
Residente español avecinado en el distrito sanducero desde el
año 1812, fecha en que desertó del ejército lusitano para incorpo-
rarse al ejército de Artigas. Natural de la Mancha, provincia de Cas-
tilla la Nueva, vino al mundo en 1791, siendo vástago de Juan Ju-
lin Barrios y María Alcarria.
Refiere Pereda que lo conoció de niño, la múltiple estima de que
era acreedor “el portugués”, mote de luenga historia según aquel
historiógrafo. Asevera en efecto que siendo un adolescente, Barrios
"abandonó el reino de España para probar fortuna en la América
del Sur, habiendo fijado su residencia, durante los primeros años, en
Porto Alegre, jurisdicción de Río Grande del Sur, elevada a Capi-
tania General desde 1807.
“A su arribo a ese punto, que lo fué en 1809, acababa de tomar
posesión de las funciones de Gobernador y Capitán General de di-
cha Provincia, don Diego de Souza. más tarde Conde de Río Pardo,
pues a pesar de haber sido nombrado dos años antes, recién en-
tonces se hizo cargo de su empleo”.
Falto de trabajo el voluntarioso manchego, aprovechó sus co-
nocimientos filarmónicos para ingresar en una de las bandas mili-
tares de aquella provincia.
Maestro de clarinete, al concertarse la invasión del territorio
oriental, pasó a revistor en el ejército de Souza, adscrito en la banda
de música con la que hizo la campaña del Uruguay en 1812.
Partidario de la causa americana defeccionó del ejército impe-
rial en julio del referido año, mientras campaban en San Francisco,
115
incorporándose luego a las filas de Artigas con el empleo de su es-
pecialidad.
Avecinado en el Hervidero hasta el año 19, conoció de cerca
al Protector de los Pueblos Libres, motivo que había de permitirle
testimoniar en torno al carácter y algunos rasgos peculiares del
Héroe.
Con relación a los españoles confinados, .aseveraba que éstos
recibieron trato digno y humano, dedicándose cada uno a las tareas
predilectas, de suerte que mientras los alarifes edificaban, otro gru-
po se entretuvo en el laboreo de la tierra, la compostura de armas
o la confección de vestuarios, sin que les faltara lo imprescindible,
según las posibilidades del lejano campo de armas.
En cuanto se refiere al carácter. aseveró Barrios que “recibía
numerosas visitas”, dispensándoles “toda clase de consideraciones”.
Mas bien adusto, solía fluctuar su recia modalidad y “a veces ama-
necía alunado” por “contrariedades” que le deparó la guerra, rasgo
psíquico manifiesto por “un gorro blanco que usaba en esas cir
cunstancias”. .
Vuelto a Paysandú durante el ocaso artiguista, avecinó para
siempre en la entonces pobre aldea edificada de paja y terrón.
Sin medios de subsistencia, al principio salvó las estrecheces
económicas merced a su oficio, integrando la primaria orquesta del
indio Miguel Carhué, consumado violinista que afirmaba la existencia
del P. Sandú.
"Dueño ya de un pequeño capital, abrió una pulpería en su ca-
sa de la hoy calle Artes, próxima a la iglesia parroquial, y el 26 de
julio de 1827, teniendo entonces 36 años, pues nació en 1791, contrajo
nupcias con doña Faustino Rodríguez Yaques, brasileña de nacio-
nalidad+ oriunda de Cachoeira”, hija de Mariano Rodríguez Yaques
y Jerónima Acevedo, viuda de Salvador Pedroso.
Actuaron como padrinos, don Pedro Romero y doña María Jerónima Acebedo
de Romero, autorizando la ceremonia el cura vicario don Bernardo Nellns Laviña.
La partida matrimonial, se halla asentada en el libro 2, folio 29, perteneciente a la
Parroquia de San Benito. Según referencias hechas por él a su nieta Faustina Escu-
dero, actualmente en el Salto oriental (1931), cuando adquirió el inmueble en que
estableció su comercio, sólo había en Paysandú diez y siete casas, y lo que es al
presente la Plaza Constitución, formaba un espinillar.
Barrios falleció en la citada localidad, el 25 de agosto de 1886, a los 95 años
de edad, dejando como única descendiente a una hija llamada Ana. (S. E. Pereda,
Artigas, tomo V, págs. 547-49).
116
Adscrito a mediados de 1866 en la escuela pública que dirigía
Juan José Díaz, permaneció al frente de los cursos superiores hasta
el 28 de mayo de 1867, fecha en que debió renunciar por falta de
remunerativos.
Desde entonces el abnegado Bas inició su larga carrera magis-
terial como preceptor particular en la campaña. oficiando en estan-
cias y poblaciones suburbanas, tarea que si bien no le deparó nin-
guna holgura económica, había de granjearle el respetuoso recono-
cimiento de miles de alumnos dispersos a lo largo de nuestra ju-
1isdicción. .
Sin arredrarse por razones de edad, el viejo educador se man-
tuvo en el puesto de honor, firme y decidido, hasta el día de su
muerte, acaecida el 4 de febrero de 1882. Tenía entonces ochenta
años de edad y ejercía su oficio en casa del hacendado Antonio Mo-
rales, establecido en el Sauce de Buricayupí, 10* Sección judicial
de Paysandú.
Dice el acta inhumatoria que era a la sazón maestro en la re-
sidencia del declarante (Morales) y tenía por único deudo a D. lIsi-
dro Fuentes, cuñado de Bas, por entonces juez de la 8* Sección.
BASCANS. JUAN,
117
Aunque no existen noticias personales de los extranjeros re-
cluídos en los campos de Valdés, según las fidedignas noticias del
súbdito galo Carlos Montauboan, es de todos modos posible que
Bascans hubiere fugado con otros compañeros de infortunio en la
noche del 12 de enero de 1846.
Maestro de primeras letras y escribiente en los años que si-
guieron, no abundan noticias suyas, sabiéndose apenas que el 6 de
enero de 1852 desposó “in articulo
mortis” con doña Lorenza Pereira.
De acuerdo con el acta respectiva,
el contrayente dijo tener enton-
ces 53 años y su cónyuge 34. Era
ésta nativa de la parroquia, hija
de Francisco Pereira de la Rosa y
María Ignacia Acosta.
Rehecho de los pasados malo-
gros, merced a la integérrima con-
dición de trabajador infatigable,
en 1865 vino a sufrir las conse
cuencias del libre saqueo, per-
diendo la totalidad de sus bienes.
Muy estimado por las autorida-
des de la nueva era, los jefes po-
líticos del flamante ciclo guberna-
tivo le confiaron la provisión de
agua con destino a la Jefotura,
mercancía tasada en canecas se-
gún los testimonios de época. Esta
actividad no inhibió las tareas
educacionales, constando que su
Juan Bascans : colegio privado, reabierto en 1866,
funcionó durante años. Escuela
mixta de acuerdo con el censo respectivo, algunos alumnos recibie-
ron asimismo nociones elementales de teneduría y francés, lengua
madre del buen preceptor. El propio año de 1866 defendió al gremio
de carniceros, injustamente atacado “porque carneaban flaco”, pa-
irocinio inserto en una corta y efectiva exposición con destino al
público consumidor.
Existencia plena de trabajo y desazones, la prematura muerte
de su primogénito al recrudecer la epidemia del cólera, configuró el
mayor infortunio de toda su vida.
Caído en plena vía pública, el presunto cadáver del joven
Bascans fué conducido poco después al Cementerio Nuevo, reci-
biendo repultura en un nicho de la familia.
Trágicos presentimientos surgidos en horas del sueño movieron
118
al bondadoso maestro para hacerlo exhumar al día siguiente, com-
probando por sus propios ojos que había sido enterrado vivo.
Tanto la posición del cadáver como las uñas clavadas en la ca-
ra certificaron los postreros esfuerzos del malogrado coterráneo, do-
loroso fin que aún recuerda la tradición lugareña.
Don Juan Bascans lo sobrevivió varios años, ya que falleció oc-
togenario el 10 de febrero de 1877.
119
trecheces insalvables y este mal en cierto modo crónico afectaba
cualquier idea de prosperidad.
Frente a tamaña consigna y alentado más que nada por las
perspectivas comerciales optó por acogerse a la habilitación de un
poderoso condiscípulo para establecerse con una casa de ramos
generales en Don Esteban, hoy departamento de Río Negro, donde
si al fin no hizo riqueza, pudo estabilizar cierto capital que le permi-
tiría vivir con alguna holgura.
De aquellos años soledosos, verdadero destierro transcurrido
entre el recio ambiente campesino proceden las primeras composi-
ciones líricas de Bascans, obra meritoria que sólo años después vería
luz en la prensa local por iniciativa de Pereda.
Las dos composiciones iniciadas “A mi hermana Josefina” y “A
una calavera” fueron publicadas bajo el seudónimo de Claudelio en
“La Floresta Uruguaya”, interesante semanario de literatura difundi-
do en ambas márgenes del Plata (1878).
En 1881 redacta con Setembrino E. Pereda el diario El Pueblo”
y dos años después pasan a integrar la dirección de “El Paysandú”,
desempeño que ha de prolongarse en coparticipación hasta 1894,
fecha que asumen los respectivos cargos Fernando C. Pereda y Juan
José Megget, dando al periódico marcado tinte banderizo.
Aunque adepto al otro bando, Máximo Bascans continuó en el
puesto, ya que para su coleto el buen periodismo debía ser intangible
a los volitivos personales condicionándolo ante todo en pro de causas
comunes y no facciones partidistas, al fin material perecedero.
Si “El Paysandú” alcanzó el decanato de la prensa nacional
(1872-1931) fué obra casi exclusivamente suya, labor de cuatro lus-
tros, los últimos de su existencia, puestos al absoluto servicio de los
intereses nacionales por los que ofrendó largas veladas y cuanto
poseía buscando obras y medios para el logro de soluciones
equitativas. :
Profundo conocedor de nuestra campaña por haber convivido a
diario el ambiente semisalvaje del medio pastoril, imbuído de un
idealismo nato. muchas orientaciones dictadas por su pluma hecha
de rara parquedad habían de sobrevivirle y al fin vigentes en el
consenso popular alcanzarían la madurez ejecutiva bajo sello anó-
nimo, verdadera injusticia que la posteridad no puede ocultar.
Vigoroso temperamento casi autodidacta, falto del espaldarazo
universitario pudo suplirlo y con creces un intelecto robusto, estudioso
que siempre llevó el malogro de una modestia ejemplar conformada
a lo propio, grandeza de apóstol sin máculas ni claudicaciones.
Esa sinceridad exquisita, el olvido a la hidra de nuestras disen-
siones políticas —que consumieron todos los haberes paternos— y la
infinita tolerancia por la defectuosa contextura humana radicaron
el prestigio que subsiste.
120
Blanco por tradición doméstica no obstante las raices francesas,
adhirió al Partido Constitucional en 1890 como único medio de sote-
rror para siempre los odios facciosos, intento frustráneo por la vigo-
rosa raigambre de ambas colectividades partidarias.
Librepensador en materia filosófica, con aquel amable panteísmo
de nuestros prohombres finiseculares auspició las fundaciones de
este carácter, ya en la Logia Fe de Colón o la Comisión Departa-
mental de Enseñanza del Ateneo, con el Dr. Manuel Crovetto, Cnel.
Eduardo Vázquez y escribano Eloy J. Legar.
Perteneció asimismo en el referido año al dilecto grupo de ciu-
dadenos fundadores de la Sociedad Nacional de Socorros Mutuos,
formando el cuerpo consultivo junto a José Debali, Clemente Apho-
teloz, Jacinto Mendoza, José Horta, Juan J. Quintana, S. E. Pereda,
Antonio Lassarga, Bartolo Sacarello. Antonio Araújo y Bernabé Pra-
dines. La extensa obra orgánica de Bascans, dispersa en casi cinco
lustros de periodismo, yace hoy en el más oscuro olvido, pues, salvo
raras notas el bondadoso Claudelio prefirió siempre el fácil mimetis-
mo entre sesudos editoriales y artículos conexos a la utilidad pública.
Soldado de las buenas letras al fin, vino a fallecer en forma
inesperada el domingo 13 de agosto de 1905.
Pereda conservó los originales poéticos de Bascans hasta 1925
techa en que hubo de publicarlos con un prefacio del ilustre biblió-
arafo Dr. José Sienra Carranza, pero con la inopinada muerte de este
último se extraviaron para siempre.
BAYCE. PEDRO,
121
durante un año y medio, renunciando el 8 de abril de 1858, por las
crecientes necesidades familiares. Los justos reclamos de los sueldos
impagos que ascendian a la suma de “709 pesos, 2 reales y sesenta
reis”, moneda de época, no se abonaron por mucho tiempo, puesto
que los trámites aún corrían en 1863.
Es de todos modos posible que la escuela dirigida por Bayce fun-
cionara durante algún tiempo en su propia residencia, inmueble
ubicado en calle Plata, que vendió el 22 de agosto de 1861 a doña
Joaquina Castro de Romero, madre
de los caudillos Polonio y Benedic-
to Vélez.
El coronel Pinilla, que había
aquilatado los particulares méritos
del educador vasco -francés, lo
designó primer ecónomo del Hos-
pital de Caridad, empleo donde
era necesario todo un carácter pa-
ra el logro del normal funciona-
miento de la casa de salud.
Complicado con los elementos
subversivos que respondían al ge-
neral Flores, se destacó entre los
más fervorosos sostenedores del
partido revolucionario, causa de
su destierro a Entre Rios. El 28 de
diciembre de 1863, en los mismos
pródromos del primer asedio, el
Peto Bayo jete político le extendió el pasa-
. porte rubricado a su vez por Lean-
dro Gómez el 4 de enero, posible fecha de la salida si es de atenerse
al testimonio del capitán de puerto Francisco E. Peña.
De regreso al triunfar la revolución, dedicó su tiempo de consuno
tanto a la enseñanza. privada como a los menesteres de procurador,
asistiéndole en efecto los estudios de escribamo, carrera que había
iniciado en Francia.
Buen conocedor de los trámites legales ejerció durante años la
procuración, hasta que pudo ordenar y completar sus estudios nota-
riales, recibiendo la condigna matrícula en 1868.
Por espacio de cuatro lustros redactó los protocolos de su escri-
bonía, oficina de honrada ejecutoria, según lo conforma una labor
de excepción.
Si la probidad y el cumplimiento del deber fueron su meta como
funcionario público, en el ejercicio profesional alcanzó un prestigio
nada común en un medio erizado de intereses bastardos, al punto de
hacerse aforismo inobjetable la palabra del escribano Bayce.
122
Ya en el ocaso de la vida, la propia dignidad moral que sostuvo
al precio que fuere, había de originarle un hecho insólito no desvincu-
lado con los males que lo llevaron a la tumba.
Llamado a deshoras desde la Curtiembre para extender un
testamento, no bien traspuso umbrales logró intuir una celada del
militar V. R., presunto albacea de los Cabrera, familia criolla cuyo
despojo pretendia consumarse.
Con algún anticipo el hombre de entorchados, personaje de muy
deplorables antecedentes, pretendió insinuarle derechos que no exis-
tían, pero visto su fracaso quiso imponerlos revólver en mano.
Incapaz de huir por ética y razones de edad, hecho tanto más
grave por haberse arrimado trancas y pasadores. el anciano afrontó
la situación logrando desarmar al contrincante. Este en descargo
suyo, argúiría luego que la celada era sólo una venganza por haber
rechazado ante la Junta E. Administrativa, títulos que pretendía vali-
dar sobre terrenos de estancia.
Trágico saldo fué el intenso desequilibrio orgánico del irreductible
escribano, de cuyas consecuencias falleció el 20 de octubre de 1888.
Fué digna esposa suya doña María Teresa Zagarzazú, dama de
origen francés nacida en 1829 y muerta en Paysandú el 2 de diciem-
bre de 1893. Su progenie la formaron los hijos Sebastián, Javiera B.
de Comas, Pedro, Maria Catalina, escribano Delfino Baycé y doña
juana B. de Araújo.
BELMIRA
123
Años después, según noticias de Magdalena C. Valentin (1857-
1945) vivió en casa del súbdito brasileño Joaquin Moraes Bandeira,
donde talvez se produjo el deceso de esta abnegada hija del pueblo.
124
reiterada solicitud del vecindario y la prensa se le confirió el curato
local en marzo de 1868. al confirmarse la renuncia de su discutido
predecesor.
Si en calidad de teniente cura demostró condiciones de excep-
ción, su actividad en la parroquia
fué digna de todo elogio por el em-
peño manifiesto en el término de las
obras de nuestra Iglesia Nueva.
Corto fué sin embargo este desem-
peño, ya que a dos años del nom-
bramiento le sustituyó el P. Ignacio
Beraza, actuando de allí en adelan-
te con el puesto de coadjutor (abri
de 1870).
Miembro de la Junta Económico |
Administrativa en 1871, evidenció
desde este nuevo destino un espí-
ritu progresista y emprendedor.
Encontrándose enfermo y “en ca-
ma” testó sus pertenencias el 15 de
octubre de 1874. Dijo tener enton-
ces 68 años de edad, camtando
bienes por un valor de 23 ó 24.000 Juan Baúusta Bellando
pesos “empleados y colocados” se- .
gún documentos que existían en poder de Constante Fontan e Illas,
su hombre de confianza. Falleció el 9 de octubre de 1874 y durante
muchos años los restos de este clérigo reposaron en tierra bajo
una sencilla lápida de mármol, siendo exhumados para ubicarlos
en una urna que se custodia en el panteón de los Salesianos del
Cementerio Nuevo.
BERGARA. GREGORIO,
125
debía operar contra los unitarios del Norte argentino, la Legión fue
puesta bajo el mando del general Pascual Echagúe, iniciándose de
inmediato la campaña que debía concluir victoriosamente en los
campos de Pago Largo, donde los efectivos correntinos quedaron
deshechos y masacrados (31 de marzo de 1839).
Los partes federales y los historiadores de esta sangrienta bata-
lla citan repetidas veces el denuedo de los orientales significándose
en particular la intervención decisiva de Servando Gómez y sus
inmediatos Raña y Bergara.
En julio de 1839 siempre a órdenes de Echagie, vadearon el
Uruguay por el Paso del Higo como integrantes del ejército invasor
blanco-federal, cuerpo aguerrido que sufrió el más serio contraste
en Cagancha (31 de diciembre). victoria riverista de proporciones
harto imaginables, ya que salvó a Montevideo, fortaleciendo el
ánimo de unitarios y colorados.
Tras largas marchas forzadas el mayor Bergara pudo reagru-
parse en los cuadros de D. Servando, tocándole actuar con posterio-
tidad en Don Cristóbal (16 de julio de 1840), Sauce Grande (21 de
setiembre), el encuentro costero del Daymon, y finalmente en la
gloriosa victoria unitaria de Caá-Guazú, ganada por el general Jose
María Paz el 28 de octubre de 1841.
El mismo vencedor, en sus “Memorias”, da cumplidas noticias
de la Legión y sus jefes, contándose entre los prisioneros que toma-
ron los correntinos el entonces coronel Diego Lamas, comandante
del ler. Escuadrón oriental y su inmediato, el sargento mayor Gre-
gorio Bergara.
Los prisioneros fueron remitidos a Corrientes. Según expresa Paz en sus '“Memo-
rias” y en su Parte, ninguno fué ultimado. Debe creerse que asi fué, El General Paz
había llegado a Montevideo, fugitivo de Buenos Aires, donde tenía la ciudad por
cárcel y donde fué tratado por Rosas con todo género de distinciones. Reincorporado
luego al Ejército Argentino, Rosas le hacía pagar el sueldo correspondiente a su
clase. Nueve años estuvo prisionero de los federales, a los que consideraba sus
enemigos respetándoles la vida. Es admisible, pues, que todo ello pesaría en su
ánimo para decidir el trato de los prisioneros de Caaguazú, y es creíble por tanto,
que fueron respetados, como él dice.
Pero el diario “El Nacional” de Montevideo, redactado por Andrés Lamas y
en el que escribía la flor y nata de los emigrados unitarios, incitaban a que fueran
ejecutados. Otro tanto pedía la Cámara de Corrientes. Según las “Memorias” del
General Pedro Ferré, Gobernador de la Provincia, fué él quien se opuso a la eje-
cución de esos prisioneros. Paz o Ferré, o ambos, contuvieron a los presuntos victi-
marios. Los prisioneros recuperaron su libertad cuando Oribe, con su ejército ven-
cedor, se aproximaba a Corrientes en 1842, (G. Garcia Selgas, El Gral, Diego Lamas.
pág. 34-35, 1947).
126
Buen conocedor del Noroeste uruguayo, fué dispuesto sobre esta
zona en el curso de la Guerra Grande, conceptuándose invalora-
bles los esforzados servicios que prestó a la causa del Cerrito desde
los departamentos del Salto y Paysandú.
Dispuesto en las serranías del Norte, fué en rigor de verdades,
el guardián de nuestras fronteras transgredidas con harta frecuen-
cia por toda suerte de aventureros y caudillejos provenientes de
Rio Grande. Instauró al efecto una red de avizores, hasta conseguir
en octubre de 1845 que el general Eugenio Garzón “montara guar-
dia” desde el territorio de Uruguayana. para tener noticias seguras
de la vecina provincia brasileña.
No escapó al diligente Bergara la flotilla garibaldina enviada
el mismo año hasta el Salto, operación de acecho que pudo cumplir
con todo éxito merced a los oficios del capitán Melitón López de
Miranda, situado en las márgenes del Cuareim, mientras su jefe,
ante la eventualidad de cualquier invasión, se ponía en marcha
rumbo al Paso del Higo.
Siempre bajo órdenes de Servando Gómez, Manuel Lavalleja
o Diego Lamas tuvo uno de los mejores servidores en el mal afa-
mado sargento mayor Marcos Neira, sujeto cruel y de un valor a
toda prueba, que siempre estuvo dispuesto a incursionar contra el
enemigo, razón de algunos fracasos censurables.
El 8 de febrero de 1846 le tocó actuar jnnto a D. Servando en
el Rincón de San Antonio, consiguiéndose algunas ponderables ven-
tajas en las primeras horas de la mañana, ya que Bergara y Lucas
Píriz consiguieron desbandar la Caballería de Bernardino Báez has-
ta las puertas del Salto.
Si el resultado luego fué adverso, la victoria garibaldina tan
explotada por sus panegiristas, no cambió el curso de la guerra ni
pudo alterar las dilatorias guerrillas que se cumplían en el Depar-
tamento.
A fines del mismo febrero, al formalizar Diego Lamas el asedio
del Salto, le tocó a Bergara la tarea nada fácil de perseguir al co-
ronel Mundell en lo más abrupto de las tierras sanduceras, opera-
ción de la que dió amplia cuenta el periódico del Cerrito, sin reta-
cearle los merecidos encomios.
El muy bravo Teniente Coronel Gregorio Bergara —decía el parte de Lamas
inserto en “El Defensor de la Independencia Americana"—, ha perseguido al cabecilla
Mundell hasta hacerlo refugiar con 50 hombres que lo acompañaban, entre los bos-
ques de la Barra de Guaviyú, en cuyo rincón les quitó en la madrugada de ayer
130 caballos, que eran los únicos que tenían. En las distintas marchas que ha hecho
el Comandante Bergara ha muerto 6 enemigos y tomado 10 prisioneros, y dispersado
un grupo de 40 hombres que acaudillaba Basualdo, el que, con só:o 12 hombres,
en pelo, se incorporó a Magallanes el día que los acuchilló el Mayor Rodríguez.
127
guerrillas salteñas, que el 28 de marzo, con motivo del triunfo de
ltapeby. Lamas repetía: “El benemérito Teniente Coronel Gregorio
Bergara ha sufrido el honroso pesar de no tener en este suceso de
armas la parte activa que le toca siempre en cuantos se encuentra”.
Cuando en mayo de 1346 las ocurrencias de la guerra obliga-
ron el retiro de D. Servando, éste encargó al mayor Bergara la
prosecución del asedio del Salto. Los repetidos amagos contra el
pueblo recién culminarían el 8 de enero de 1847, fecha en que las
fuerzas combinadas del oribismo lograron vencer la ardua resisten-
cia del enemigo. Cupo a Bergara en esta actuación un rol desco-
llante, y en mérito a sus tan esforzados servicios pasó algunos me-
ses después a la Villa de Paysandú, donde el giro de los sucesos
requería un hombre de su fibra. Sin embargo, nada pudo concre-
tar, pues una breve enfermedad puso fin a sus días el 5 de enero
de 1848. Dice el óbito que se dió sepultura al teniente coronel Ber-
gara con ceremonia de primera clase, erigiéndosele en la lglesia
un alto túmulo para los funerales de los restos, los que fueron traí-
dos con todos los honores y cruz alta, de la casa del comandante
Ventura Coronel.
La prensa oficial del Cerrito, haciendo eco al duelo unánime
le dedicó una de sus más sentidas necrológicas, deplorando junto
con el general Oribe la desaparición de uno de los campeones de
mayor prestigio por su bizarría e intrepidez, concepto que también
hizo suyo el periodismo colorado-unitario de Montevideo.
Cuando murió el Comandante Bergara, cuya familia estaba en el Cerrito, apa-
recieron unos hijos naturales a los que, según parecia, les tenia mucho afecto.
Lamas, ignorando lo primero, se interesó por ellos con relación a los pocos bienes
de aquél, sin tener en cuenta la familia legítima. Oribe, sin vacilar, adopta una
actitud que revela sus sólidas convicciones, al par que su amplitud de espíritu.
"El Comandante Vergara, —le dice a Lamas—, era casado, y tiene aquí su familia.
—Comprendo y juzgo bien el interés que inspira esa mujer que lo acompañó por tanto
tiempo y sus. hijos; p%. los derechos de la esposa son incuestionables y delo que
no podemos prescindir. —Lo quesi está en mi posibilidad y quiero ejecutar, es dar
protección y amparo, en cuanto sea compatible con sus circunstancias y con las
nuestras a ella y a los niños. —En consecuencia por el Receptor de Tacuarembó le
haré procurar escuela, si para ellos están capaces, y la haré socorrer también. —El
finado Vergara tenía un Establecimto., en principios, según me dicen: decearía que
V. averiguara lo relativo á ello, y me avisase p*. resolver. —En alas ecsistencias
que dejó voy a pasar el inventario ala Señora Viuda y ella dispondrá, sobre lo cual
avisaré a V.”
De inmediato —además— le escribió a Lamas, rogándole que averiguara si
tenía una invernada de toros, según se decía, y que hiciera encargarse de ella
a persona capaz, “por que él tiene familia aquí, y su mujer y sus hijos recibirían
el beneficio que pudiéramos hacerle, como muy propio del interés que es justo nos
tomemos p". salvar algo que hubiera dejado el finado”, “Le recomiendo a V. mucho
este asunto, agrega, en que de su parte, estoy seguro, que no necesito estímulos p*.
proceder en obsequio a la memoria del Comandante Vergara y por el bien desu
huérfana familia”. (Mateo J. Magariños de Mello, El Gobierno del Cerrito, tomo l,
págs. 326 y 352, 1948).
128
BERROA. MIGUEL,
129
Establecido con el ramo de pulpería desde el año 1862, a su
frente le sorprendió la campaña revolucionaria del general Flores
y el posterior asedio de la ciudad.
Integrante de las Guardias Urbanas y actor esforzado en las
jornadas subsiguientes, formó con los bravos que permanecieron en
el puesto de honor hasta el fin.
Con la caída del Gobierno Blanco en 1865, hubo de alejarse de
Paysandú, dedicándose en lo sucesivo a las tareas rurales.
La muerte le sorprendió en el establecimiento de campo el 30
de abril de 1884 y años después su esposa, doña Maria Benítez,
hizo trasladar los restos al Cementerio Viejo, actual Menumento a
Perpetuidad.
Conforme a la fe de óbito, certificada por el doctor A. Walbeg,
residía el comercionte y criador Berroa en la Horqueta del Queguay,
habiéndose producido el deceso por un ameurisma al corazón.
La viuda, María Marcelina Benítez de Berroa, testó el 1?
de agosto de 1884, declarando por el mismo instrumento público
que era hija de Rafael Benítez y Juana Rosas. Sus bienes, consisten-
tes en varias suertes de campo, pasaron conforme las mandas tes-
tamentarias, a nombre de los nietos, hijos de Dolores Berroa de Co-
llares, única sobreviviente entre cinco vástagos.
Doña Martina o Maria Marcelina B. de Berroa —firmaba indis-
tintamente de una u otra moanera—, era natural de la República. y
su muerte acaeció en la misma fecha en que hizo extender el tes-
tamento. Tenía entonces 57 años de edad.
BICUDO. FRANCISCO,
130
Frustráneo conspirador de Casas Blancas, el 11 de febrero de
1811, fué de los escasos prófugos que lograron sortear la vigilancia
realista para incorporarse en Mercedes al reducido contingente pa-
triota que alli acampaba bajo órdenes del sargento mayor Estanis-
lao Soler y el oficial del Regimiento de Pardos y Morenos Martín
Galán. (Bauzá, Historia de la Dominación Española en el Uruguay,
t. IIL, pág. 52).
Sin darse tregua en la campaña contra los nacionales. el co-
mandante Juan Angel Michelena tentó reducir el pueblo de Merce-
des por la fuerza de las armas en los primeros días de abril, con-
tando al efecto con el bergantín “Cisne”, las huestes de la zumaca
“Aranzazú”, una balandra, un falucho, un lanchón armado y dos
botes.
Como se presumía, dice Bauzá, la escuadrilla entró al puerto al amanecer del
4 de abril, y apenas fondeada, desprendió un bote conduciendo la intimidación de
rendirse, Se le contestó negativamente, y enseguida empezó el combate. Desde las
diez menos cuarto hasta las doce y tres cuartos, dirigieron los buques españoles
sus fuegos sobre el pueblo y las partidas de la costa, causando grandes perjuicios
a la población y un herido grave a los artilleros patriotas. Convencidos de la inu-
tilidad de soportar aquel fuego sin contestarlo, Fernández y Benavides resolvieron
salirse fuera del pueblo, donde los acompañó Soler, situando a toda la gente en
un bajo. A las tres de la tarde, y después de haberse cambiado nuevos oficios entre
Soler y Michelena, cuya última réplica por parte de los de éste fué despedir al
parlamentario patriota con un cañonazo a metralla, desembarcaron las fuerzas ene-
migas en número de unos 200 hombres y 2 piezas de artillería volante, acometiendo
por tres puntos la población. Soler dejó entrar al pueblo las primeras columnas en
número de 50 a más hombres, y enseguida atacó toda la fuerza, cargándola por el
centro con 60 hombres al mando de Bicudo y Quinteros, por la derecha con 40 hom-
bres a órdenes del capitán D. Ignacio Barrios, y por la izquierda con 50 hombres
al mando del capitán D. Eusebio Silva.
El enemigo no pudo resistir, y volvió caras sin descargar sus piezas. A pesar
del fuego de la escuadriila, los soldados patriotas persiguieron a los de Michelena
hasta ponerse a tiro de fusil, causándole dos muertos y dos heridos. Entre tanto
la escuadrilla protegía el reembarco de los suyos, y habiéndolo conseguido, continuó
sus fuegos sobre el pueblo hasta las cinco de la tarde, aumentando con el poder
de sus cañones de grueso calibre los estragos ya causados. Cuando cesó el fuego,
reuniéronse las fuerzas patriotas, acampando a poco más de medio kilómetro del
puerto, en cuya actitud pasaron la noche. A las ocho y media de la mañana siguiente
se hicieron a la vela el falucho y la balandra, tomando la dirección de Mercedes,
cuya custodia estaba especialmente encomendada a Soler, aun cuando acababan
de llegar allí los 80 blandengues remitidos por Artigas desde la otra orilla. Esto
no obstante, marchó Soler en socorro del punto amenazado, con sus 25 hombres,
12 voluntarios y 1 pieza, dejando el resto de la fuerza a órdenes de D. Venancio
Benavides. (Op, cit., pág. 52).
Según el parte suscrito por Soler fueron héroes de estas jornadas Bartolomé
Quinteros y Francisco Bicudo, y aunque ningún documento lo acredite, Pereda lo
creyó incorporado después al grupo libertador que condujo Benavides hasta el asedio
y rendición de los pueblos del Colla y Colonia (27 de mayo de 1811). (Paysandú
Patriótico, T. 1, pág. 149, cit.).
131
primer Sitio de Montevideo, suposición que no cuenta además con
mayores asideros.
Notorios debieron ser, no obstante, los méritos de Bicudo, ya
que la Junta Provisoria de Guerra, con fecha 12 de junio de 1811,
le otorgó en Buenos Aires el ascenso a teniente coronel de Blanden-
gues, documento certificado por Cornelio de Saavedra, Domingo Ma-
teu, Juan de Alagón, Antonio Olmos, Manuel lgnacio Molina y el
secretario, Joaquin Campana. (Pereda, ob. cit., págs. 157-158).
Los complicados asuntos políticos de la Banda Oriental se agra-
varon a mediados de julio por la Invasión Portuguesa al mando del
mariscal de campo Manuel Marques de Souza. En los primeros días
del mes de agosto Bentos Manuel Ribeiro logró apoderarse de Pay-
sandú sin disparar un solo tiro, conquista llevada a cabo por órde-
nes del sargento mayor Manuel dos Santos, con la expresa finali-
dad de ocupar las eminencias de la Bella Vista, magnífico obser-
vatorio con amplio dominio sobre el rio y los accesos del Arroyo
de la China.
Ribeiro quedó a cargo del pueblo por lo menos hasta el 9 de
agosto, día en que fondeó un velero realista trayéndole noticias de
Montevideo y sendos pliegos que el Virrey Elío enviaba al general
Souza. Por este medio el portugués le anunció la captura del pue
blo, informándole que había quedado con su ayudante bajo órde-
nes de Benito Chain.
La efímera estadía de los europeos caducó ante la proximidad
ae algunas fuerzas patriotas comandadas por Francisco Bicudo, y
en previsión de un posible ataque, ya que no contaban con las hues:
tes necesarias para repelerlos, Chain y los suyos abandonaron la
plaza, huyendo rumbo a Belén.
El memorable ataque subsiguiente contra Paysandú, pobloción
que habían reconquistado los revolucionarios, se concertó en la Villa
de Belén:y fué obra exclusiva de Manuel dos Santos Pedroso, jefe
portugués que omitió el envio de milicianos y desertores reclamo-
dos por Das Chagas para formar el cuerpo expedicionario que debia
operar de inmediato contra el baluarte de Paysandú. Las tropas lu-
sitanas fueron divididas, al efecto, en dos grupos para evitar cual:
quier sorpresa, quedando el grueso a cargo de Ribeiro, que debia
otacar desde el Norte, mientras su ayudante Carvalho, tras el re-
conocimiento de las costas del río Negro, volvería sobre sus pasos,
iniciando de consuno las hostilidades contra los americanos. El
reducido batallón de Carvalho. pese a sus cuidadosas marchas,
fué alcanzado en el paso de Yapeyú por los efectivos de Baltasar
Ojeda, sufriendo un verdadero descalabro que no obstó empero
el retroceso y la prosecución de los planes trazados en Belén.
En la mañana del 30 de agosto de 1811 se presentó en las in-
mediaciones del pueblo la división unificada del comandante Ribei
132
ro, y una vez formados en pie de guerra, se envió un furriel pi-
diendo la entrega de las armas so pena de inicior un ataque in-
mediato.
Bicudo respondió que mientras durase su guarnición de doscien-
tos hombres les haría fuego, invitándolos a iniciar las hostilidades
cuando quisieran, absteniéndose de rendir las armas “sino después
de muertos”.
Atacada la plaza sobre dos puntos, no obstante triplicar el nú-
mero de defensores los bandos de Ribeiro y Carvalho lucharon
durante una hora, triunfando al fin más por la superioridad de los
implementos bélicos que por el denuedo, pues los crioilos rendian
con su vida cada palmo de tierra.
La propia relación del enemigo asentó perdurables constancias
del estoico valor derrochado por nuestros primeros héroes. Lo ad-
mirativo había de trocarse luego en callado éxtasis cuando entre el
recuento de muertos y heridos quedó en evidencia la abnegada
estratagema de Bicudo, pues apenas contaba con cincuenta reclu-
tas. no faltando inclusive alguna bravía hija del país.
Bicudo, según el porte lusitano, fué el que hizo más fuego y
aún estaba con vida cuando el soldado Padilha lo depenó.
No concuerda, sin embargo, esta noticia con la fe de óbito sus-
crita por el presbítero Silverio Antonio Martínez, en razón que éste
afirma, en cláusula expresa, que alcanzó confesión y se le hizo en-
tierro mayor cantado.
Del cotejo historiográfico consta que se conocen y en forma
incompleta, seis meses de la vida del Héroe, breve trayectoria en
los mismos pródromos de su pasaje a la inmortalidad.
En 1826 la viuda, doña Isabel Bicudo, pobló un terreno en las
actuales calles de Uruguay entre Montevideo y 33 Orientales. Calle
por medio al Sur se levantaba la finca del vecino Marcos Arce y
su esposa, Juana Castillo, hogar de tradición y gente longeva, al
punto que el historiador Pereda obtuvo noticias de los Bicudo por
menciones de Rosaura Arce, hija de aquel tronco fundador. Según
esta anciana informante, la familia del mártir tuvo firme relación
con el general Rivera, que solía hospedarse en la finca de la calle
Uruguay cada vez que los negocios públicos obligaban la estada
en el pueblo.
Las “Bicudito”, conforme la respetuosa nominación de época,
eran gentes de hábitos senciilos y su estirpe directa perduró en la
sociedad lugareña hasta el último tercio de la pasada centuria.
Doña Isabel crió la descendencia con innúmeros sacrificios y
de esta progenie sólo se conocen los hijos María de la Cruz, Javiera
y un varón amónimo que epiloga esta biografía.
Javiera contrajo nupcias con Joaquín Pintos, vecino de origen
portugués, y María de la Cruz desposó con D. Juan Ascencio Burgos
133
(1795-1870), porteño afincado en la Villa desde el año 1816. El censo
de 1826 informa que a la sazón tenía veintiocho años y eran sus
hijos Catalina, de siete años, y Juan Dionisio, de dos.
A su vez, en el Inventario de los daños y saqueos sufridos el
26 de diciembre de 1846 figura la casa de Juan Ascencio Burgos.
saqueada por un valor de doscientos pesos. Pagó también sangrien-
to tributo en la memorable lid con la pérdida de su hijo Rosendo
Burgos (1828-1846), tal vez el menor.
Hacia esta fecha, doña Isabel Bicudo, ya había pasado a mejor
vida, puesto que su repentino deceso ocurrió el 14 de noviembre de
1831, teniendo entonces sesenta años de edad, de acuerdo con la tes-
tificación del Pbro. Solano García (Basílica Menor de San Benito,
t. IL, fol. 53).
Era don Marcos Arce dilecto amigo de la familia, mutuo afecto
refrendado por innúmeros favores. Como todos los coetáneos man-
tuvo este fundador una verdadera devoción por la siesta aldeana,
interminable sopor venido de la molicie colonial.
Mientras el amo dormía, desde la azotea, su esposa doña Juana
Castillo, escrutaba el horizonte aguardando el arribo de los menes-
trales conchabados en la estancia.
Amén de la cándida bondad de esta señora, era deleite de todos
los contemporáneos el léxico naturalmente trabado con un fuerte
dejo correntino, signos originales muy propios, que andando el tiem-
po legarían a la posteridad numerosas anécdotas, persistentes a tra-
vés del fárrago de una centuria.
“Malco” —vociferaba desde las alturas al somnoliento mari-
do—, “me palece que bajan la cuesta Antonio, Daniel y Bicudo”.
Todo el gracejo antaño festejado residía en el patronímico que nos
ocupa. Según el historiógrafo nacional Flavio García, existe nume-
rosa documentación relacionada con este prócer, en el Archivo de
Simancas. :
Juan Ascencio Burgos, hijo político del prócer, testó el 16 de
agosto de 1870 ante el escribano José E. Cortés, produciéndose su
fallecimiento dos días más tarde. Su esposa, doña María de la Cruz
Bicudo, heredó la mitad de los bienes, correspondiendo la otra a
sus hijos José de la Cruz, Inocencia, Catalina y Laureano Burgos.
María de la Cruz Bicudo a su vez falleció el 29 de noviembre
de 1874, constituyendo la respectiva sucesión los vástagos Inocencia
Burgos, casada con Bautista Ayres, Manuela Gutiérrez, viuda de
José de la Cruz Burgos, su hija María y los hijos mayores Justiniano,
Juan y Ramona Burgos, además de los consanguíneos en primer
Grado.
134
BONTOUX. PEDRO ROMAN,
135
calde Antonio Quintana, el jefe de serenos Nicasio A. Martínez y el
cónsul italiano Francisco Sinistri, puso en evidencia los ocultos ma-
nejos de un súbdito alemán, Rieter, instigador del crimen.
La proficua labor de Bontoux, que apenas alcanzó a dos años y
cinco meses, es de todas formas admirable, tanto por el número co-
mo por la calidad de las piezas, motivo que presupone desde luego
un amplio éxito comercial. Sin embargo, la fortuna debía serle es-
quiva, malográndose su existencia en un accidente de característi-
cas nada comunes.
Acostumbraba Bontoux a transcurrir los asuetos dominicales en
casa del compatriota Julio Desbrons, finca que era propiedad de
Lucas Herrera y Obes, sita en las afueras de la ciudad.
En la noche del 15 de enero de 1869 se desató una intensa tor-
menta eléctrica. cayendo un rayo sobre los techos, razón por la que
se desplomó parte de los altos, ante el consiguiente pánico de los
moradores. Pasado el lógico estupor sólo faltaba el infortunado lo-
renés, mientras los demás ocupantes no sufrieron ni el más leve
rasguño.
Su viuda doña Luisa Peggels vendió el establecimiento fotográ-
fico al culto español Manuel Seron, que había de continuar la no-
ble tradición de Bontoux en una casa de la calle Real, heredad de
Carmen Sánchez de Lasserre.
Instalada en Buenos Aires la señora Pegels contrajo sus terce-
ras nupcias con el agrimensor Carlos Víctor Delort (1881), residente
a la sazón en Montevideo, ciudad a la que pasaron en breve plazo,
a raíz de un alto empleo que allí tenía el cónyuge.
Con un vigor de excepción la señora de Delort había de sobre-
vivirle muchos años sin otra compañía que la de su hija Berta
Bontoux, otrora celebrada beldad que mantuvo hasta el fin de sus
días dilectas amistades del solar. Falleció el 1% de abril de 1938 y la
anciana madre no pudo sobrellevar el peso de la desgracia, dejando
de existir una semana después.
BORCHES. ELIAS,
136
cbvias razones, ingresó en las filas defensoras el año 43, tocándole
revistar en el ler. Batallón de Guardias Nacionales de Extramuros,
perteneciendo a la Compañía de Granaderos que mandaba el ca-
pitón Hilario Abella, bajo inmediatas órdenes del coronel Francisco
Tajes, jefe de la mencionada unidad.
Revistó después en el mismo cuerpo con el entonces coronel
Tomás Baliños, superior al que luego encomendaron la certificación
de los servicios del intachable soldado (1843-1851).
Afirma un biógrafo anónimo, que tomó parte en todos los combates y escaramuzas
librados diariamente alrededor de la plaza durante el largo y terrible asedio de las
tropas rosistas, pues como se sabe, el cuerpo de que formaba parte prestaba ser-
vicios en la jurisdicción más expuesta de la plaza. Luego a las órdenes del mismo
Tajes pasó a engrosar las fuerzas orientales que iban a tomar parte en la campaña
contra Rosas, pero la inesperada muerte del general Garzón hizo que aquel jefe
no fuera, no pudiendo tampoco formar en las fuerzas libertadoras, etc. (El Día, de
Montevideo, 3 de agosto de 1898).
137
lio de 1863 en el Departamento del Salto, mereció las jinetas de ca-
pitán que le fueron concedidas por el propio general Flores en el
campo de la victoria.
Ayudante y secretario del general Caraballo, hizo toda la cam-
paña hasta el triunfo de la revolución, correspondiéndole el tercer
ascenso por decreto del 20 de febrero de 1865 que favorecía «a los
jefes y oficiales del ejército vencedor. En esta emergencia certifica-
ron los servicios del bravo militar los superiores Francisco Cara-
eS raballo, Nicasio Borges y Wences-
O
lao Regules.
Por entonces el mayor Borches
abandonó las filas del ejército na-
Re cional para dedicarse a los traba-
jos del campo que arrendaba en
González, antigua jurisdicción san-
ducera, hoy perteneciente a Río
Negro. Juez de paz en el mismo
distrito durante el año 1865, su ac-
tividad en beneficio colectivo me-
reció el beneplácito de todos los
comarcanos.
Con motivo de la revolución
encabezada por Timoteo Aparicio,
el 22 de marzo de 1870, comenzó
a revistar en el Escuadrón de Ca-
ballería, unidad sanducera en la
que estuvo hasta el 2 de agosto,
pasando luego a órdenes del ge-
neral Francisco Caraballo como
jete del Detall.
Elías Bcrches Notables debieron considerarse
los servicios del sargento mayor
Borches, cuando en plena revolución y obviando jefes de mayor je-
rarquía dispuso el presidente de la República, con fecha 2 de junio
de 1871. su nombramiento para el desempeño de la Jefatura poli-
tica departamental y el respectivo comando militar, puesto que ocu-
paba en carácter interino desde el mes de febrero.
Personaje de relieves civico-militares, había presidido la Junta
Económico-Administrativa en 1869, acompañándolo Pedro R. Brito
en carácter de vicepresidente. A raíz de los acontecimientos politi-
cos, la comisión municipal del citado año no quiso continuar en
ejercicio, caducando en 1871 por abandono del puesto. En estas cir
cunstancias el joven comandante militar invitó a las figuras más
1epresentativas de la ciudad, integrándose el nuevo municipio el 19
de junio de 1871. La Junta de marras, instaurada en la fecha, la in-
138
tegraron el presbitero Ignacio Beraza (Presidente), José Antonio de
Espalza (vicepresidente), y los señores vocales Salvador Rombys,
Diego Reilly, Dr. Federico Saint Romain, Alejandro Dufrechou, Elías
Borches y Miguel Ugarte (secretario).
Reconocido en el escalafón militar con el grado de sargento ma-
yor desde el 5 de diciembre de 1870, permaneció al frente de los
destinos locales hasta abril de 1872, cargo desempeñado con inter-
mitencias por la azarosa situación que atravesaba el país. Revistó
en los batallones locales durante algunos años y con fecha 15 de
enero de 1876 pasó a la Plana Mayor Pasiva. Sin destino fijo por
algún tiempo, mereció los despachos de teniente coronel el 8 de
junio de 1881 y nueve años después se le acordaron las insignias
de coronel graduado. (31 de octubre de 1890).
Coronel efectivo el 17 de febrero de 1894, en el curso de la re-
volución nacionalista de 1897, desempeñó funciones de comandante
militar del Río Negro. Partidario de Cuestas. sú amigo de la juventud,
éste ratificó la mutua confianza al nombrarlo jefe político de Pay-
sandú. El mancomún acuerdo no regiría sin embargo mucho tiempo,
ya que Borches no era hombre de cumplir extralimitaciones de na-
die. Surgidas las desinteligencias, al breve “impasse” siguió la re-
nuncia del jefe político, sensible alejamiento deplorado por la me-
jor prensa de época (11 de noviembre de 1898).
No obstante el peso de los años, durante la Revolución de 1904
prestó servicios en la comandancia lugareña entre los meses de ene-
ro y abril.
Falleció en la ciudad de sus días el 13 de noviembre de 1907,
residiendo por entonces en una finca de calle Comercio e Ituzaingó.
Había desposado en primeras nupcias con doña Hermenegilda
Picart, hija de Jorge Picart y Leandra Menes. Fallecida su cónyuge,
contrajo nupcias el 13 de febrero de 1872 con Eloisa Picart, joven de
28 años, hermana de la anterior.
139
dose según papeles de época, por la contracción y seriedad de
sus actos.
En 1851 revistaba en la guarnición de Martín García con la gra-
duación de sargento de brigada, bajo órdenes del coronel Javier Go-
mensoro, y al abandonar éste la Comandancia de la isla le subrogó
el bravo teniente coronel Timoteo Domínguez, último jefe oriental
de aquella dependencia insular.
NA
El corto piquete encargado del
bastión platino desde fines de la
Guerra Grande. contó además del
sargento Gregorio Borches, los co-
terráneos Ruperto Astrada y Ra-
món Borches — ambos con el gra-
do de alférez—, y el cabo Pedro
Aguirre, militores que integraron la
guarnición y el pequeño número
de familias desalojadas el 17 de
marzo de 1852 en virtud del injusti-
ficable reclamo del Gobierno ar-
gentino.
A término de un estudio alusi-
vo, Flavio A. García reafirma que
los integrantes del último piquete
fueron “trasladados en su mayoría
a Montevideo junto con sus fami-
liares en la goleta nacional “Ve-
necia”, comandada por el alférez
Ruperto Astrada, destinados al Es-
cuadrón de Caballería del Coronel
Gregorio Borches
Francisco Tajes”.
Poco después el sargento Borches abandonó los cuadros del
ejército para consagrarse al magisterio, tarea que ya habia iniciado
en el mismo cuartel dedicando las horas de solaz a la enseñanza
de los reclutas analfabetos. Fuerza es decir que toda su estirpe mos-
tró siempre devota inclinación por las letras, en el campo del pe-
riodismo, la docencia privada o el cultivo personal
Facultado para ocupar un escaño preceptorial, tras rendir las
pruebas necesarias, fué ayudante de un colegio capitalense hasta
el 21 de enero de 1862, día en que la Comisión Extraordinaria lo de-
signó maestro en propiedad, de la escuela pública del Paso del Mo-
lino. Director del establecimiento conforme los títulos de época, es-
tuvo al frente de la prestigiosa casa de estudios hasta mayo del 63,
fecha de su traslado a la célebre escuela de la Villa de la Unión,
regenteada hasta entonces por el insigne maestro Juan Manuel Bo-
nifaz. Eficaz sustituto del gran preceptor español, permaneció en el
140
referido colegio durante más de tres años, ganando fama por su es-
merada dedicación y la seriedad ejemplar.
El 2 de agosto de 1866, la Comisión de Instrucción Pública (así
lo recuerda Borches en una foja de servicios), junta presidida por
D. Blas Vidal, lo designó maestro en propiedad de la escuela N* 28
existente en la calle Piedras, “como una recompensa a los méritos
adquiridos”, constancia inserta en el mismo nombramiento.
Resuelto a volver para siempre al terruño de sus mayores en
diciembre de 1870 solicitó permiso de la Comisión de Instrucción Pú-
blica para trasladarse a Paysandú, significando en la nota respecti-
va que lo hacia únicamente movido por el deseo de educar a los
niños de su tierra natal. Atenta a esta patriótica solicitud, la Junta
E.-Administrativa lo nombró titular de la escuela pública sita en la
1* Sección, puesto del que se hizo cargo el día 30 del mismo mes.
Durante el año 1875, siendo miembro del municipio local, éste
lo nombró inspector de escuelas con carácter interino y honorario,
puesto del que se hizo cargo sin perjuicio de continuar dirigiendo el
mencionado colegio urbano.
Ya en plena reforma vareliona, por orden expresa de las auto-
ridades escolares, el 15 de setiembre de 1878 quedaron suprimidos
los establecimientos primarios de Borches y Larrey, sustituyéndoles
en el mismo local que funcionaba la Escuela de la 1? Sección. otra de
2% grado de acuerdo con los nuevos programas.
Cesante, fué propuesto para fundar la escuela rural en las Pun-
tas de González, pero faltos del necesario edificio, se malogró el
designio. Por idénticos motivos no tuvo andamiento la apertura de
otro colegio en el Saladero Quemado, quedando sin efecto la desig-
nación suscrita el 2 de abril de 1878 por el inspector López Lomba.
Recién el 30 de octubre del siguiente año fué posible ubicarlo
en la Escuela N?* 26, situada entonces en Molles Chicos. la que di-
rigió hasta finalizar el mes de marzo de 1883, fecha de su traslado
a la horqueta de Queguay Chico, asiento del instituto educacional
No 18, de donde pasó el 24 de marzo de 1890.
Maestro de la Escuela Rural N* 12, ubicada en los Corrales de
Abasto, en 1892, allí completó los últimos años de su ejercicio ma-
gisterial.
Fué su cónyuge doña Adelina Martínez, señora que le sobrevi-
vió muchos años, heredando la pensión correspondiente Adelina
Borches —hija suya—, que falleció soltera. La posteridad del ilustre
educador está representada hoy por los descendientes de doña Clo-
tilde Borches, que desposó en primeras nupcias con Jacinto Pintos
y luego con Rafael Pintos.
Respecto a las prendas de carácter del olvidado maestro, re-
141
cuerda Pereda, que: “Era un hombre raro, pero muy culto y afable;
vivia aislado casi en absoluto de la sociedad, contraído fervorosa-
mente a los deberes de su nobilísima misión, poco menos podía de-
cirse que como enclaustrado dentro de las cuatro paredes de este
edificio secular —la escuela de su cargo—; y a él acudí muchas
veces en demanda de datos ilustrativos, siendo siempre atendido
con toda gentileza”.
Firme en la cátedra durante veinticinco años, a principios de
1896 se retiró de la enseñanza para acogerse a los beneficios de su
merecida jubilación.
Enfermo de grave dolencia pasó a Montevideo donde vino a
fallecer tras crueles sufrimientos el 9 de mayo de 1901. El deceso se
produjo en el Hospital de Caridad a consecuencias de un epitelioma
faringo-laríngeo y mielitis transversal, según reza el acta 225, foja
113 de la segunda sección del Departamento capitalino correspon-
diente al año de marras.
BORGES. NICASIO,
142
ría, puesto que retiene hasta el 23 de marzo de 1844, fecha en que
recibió los despachos de Alférez.
Teniente 2% desde el siguientes mes de abril, fué nombrado capi-
tán el 20-de noviembre de 1845 y con este carácter prosiguió en la Li-
nea de Extramuros en un cuerpo que ejercía verdadera función policial.
Capitán agregado al ler. Regimiento de Guardias Nacionales
de Caballería el 5 de setiembre
de 1850 revistaba entonces a ór-
denes del coronel Francisco Ta-
jes y según Fernández Saldaña,
había “demostrado ya entonces
su valor, su audacia y su cau-
tela oportunas, su resistencia a
las penurias y la calidad de na-
dador sobresaliente entre sus
conmilitones. Por lo demás, era
hombre de carácter duro y con
una pasta de interesado y ne-
gociante similar a la del gene-
ral entrerriano Justo José de Ur-
quiza, su compadre y amigo”.
En marzo de 1852, mientras re-
vistaba en Canelones, fué desig-
nado Comisario de Pando. em-
pleo que retuvo hasta enero del
58, fecha del espontáneo retiro
para incorporarse a las huestes Nicasio Borges
de la Revolución Conservadora.
Con el título de sargento mayor graduado que le otorgó el Gobierno
el 25 de febrero del 56 hizo aquella infortunada campaña de trágica
memoria. El entonces comandante Borges fué rendido en Quinteros,
pero de acuerdo con la autobiografía de marras, dictada a un amóni-
mo compañero de armas, era uno de los jefes "que no quisieron asen-
tir a la Capitulación en Quinteros, por no tener confianza en la pa-
labra de sus enemigos, y se evadió del campo acompañado del Co-
mandante D. Gregorio Castro, algunos oficiales —entre ellos el es-
tanciero comarcano Francisco Sosa—, y las caballerías que le acom-
pañaban, en la noche del 28 de febrero, dirigiéndose a la estancia
del coronel Mundell, donde se proveyó de caballos y otros auxilios
y pasó a la provincia de Entre Ríos. Allí el general Urquiza, cono-
ciendo sus buenas disposiciones, lo utilizó, encargándolo de varios
establecimientos rurales”.
Planteadas las luchas de la Confederación, Borges acombañó
a su protector junto con otros emigrados orientales, alcanzando el
ascenso a Coronel por su bizarra conducta en la batalla de Cepeda.
143
Asimismo Urquiza había de rubricar los merecimientos del valiente
canario, al obsequiarle una espada de honor que había perteneci-
do al general Rivera, bella pieza de orfebrería inglesa.
Conservador neto por haber actuado en la Defensa de Monte-
video, fué reacio al grupo político del general Venancio Flores has-
ta la época del destierro en Entre
Ríos. provincia donde intimó con
este militar y los infaltables con-
tertulios Francisco y Manuel Ca-
raballo, Ambrosio Sandes, Fausto
Aguilar y otros primaces del Par-
tido Colorado.
Por esta causa resolvió colabo-
rar en la Revolución de 1863, y
con absoluta anuencia de Urquiza
pasó a Corrientes, donde pudo re-
unir más de cincuenta voluntarios,
los que vadearon el Uruguay a la
altura de Itacumbú el 4 de mayo,
para reunirse luego al creciente
ejército rebelde.
Dado de baja el 15 de febrero
de 1858 por razones políticas, con
el triunfo de Flores, a quien acom-
pañó en todo el curso de la “Cru-
zada Libertadora”, se le otorgaron
los despachos de coronel, el 19 de
Nicúso: Borges mayo de 1865, y antes del mes (15
de junio) fué ascendido a coronel
mayor, graduación correspondiente a la de general.
Participe en la Guerra del Paraguay hasta la toma de Urugua-
yana (18 de setiembre de 1865), debió regresar a Paysandú por ra-
zones de índole personal, continuando en servicio activo.
Año de continuas remociones en la Jefatura, el general Borges
también ocupó un corto interinato durante la ausencia del titular
Mundell, eficiente personaje que logró poner fin al verdadero mar
de fondo creado por los conmilitones adversarios del general Flores.
Ya por entonces el célebre canario se había vinculado con ca-
rácter definitivo al Departamento, desde que tomó posesión de una
estancia en Arroyo Negro, antigua propiedad de los Ferreira, co-
nocida familia criolla venida a menos, donde hizo edificar una am-
plia casa de campo que aún subsiste.
En los oscuros entretelones que culminaron con el asesinato del
general Flores, se mantuvo en la línea opositora junto a los Cara-
ballo, también estancieros de nuestros pagos, adhiriendo luego a la
144
candidatura de José Cándido Bustamante “con entusiasmo suficiente
para instigar una pueblada en la capital”.
Velado opositor al gobierno del general Lorenzo Batlle, por la
secreta y comprobada inteligencia con los promotores de la “Revo-
lución Cursista”, las autoridades legales le designaron Comandante
Militar de Paysandú el 7 de junio de 1869, pero descubierto el yerro
fué exonerado una semana después, sustituyéndole con carácter in-
terino el Jefe Político del Salto, coronel Gregorio Castro, con manda-
to esta vez sobre los efectivos dispuestos en los mencionados De-
partamentos y Tacuarembó.
Convencido de la inoportuna revuelta, lentamente deshecha
mientras se desplazaba hacia el sur, Nicasio Borges optó por emi-
grar a Entre Rios, permaneciendo allí hasta el año 1870 bajo la
eficaz protección de su íntimo el general Urquiza. Corta fué sin em-
bargo la estada en la vecina provincia, ya que anticipándose a la
poderosa invasión traída al país por Timoteo Aparicio, hizo llegar al
Gobierno de la República detallados informes del futuro movimiento,
a la vez que ofrecía sus servicios.
Encontrábase en Montevideo cuando las autoridades naciona-
les fueron informadas desde Entre Ríos, con carácter confidencial,
que el movimiento subversivo tomaba cuerpo sobre la costa del Uru-
guay, y que su pasaje sólo era cuestión de escasos días.
El 2 de marzo de 1870, con el cargo de Jefe Superior de las fuer-
zas movilizadas en Paysandú. marchó a este Departamento, donde
pudo reunir sin demora un contingente de 500 hombres.
Me disponía a pasar al Sud —acota en un Manifiesto de 1872—, cuando recibí
orden de no hacerlo y más tarde del Brigadier Castro, General en Jefe del Ejército,
de mandar los escuadrones a sus respectivas secciones, so pretexto de que no era
necesaria la reunión y movilización de tantas fuerzas.
Pero la reacción tomaba cuerpo y fué necesario continuar las reuniones, entre
tanto el General Caraballo era nombrado Comandante Militar de los Departamentos
al Norte del Río Negro y yo le entregaba primera la división Paysandú y luego la
división del Salto, que fuí a buscar personalmente. Una vez reunidas aquellas fuerzas
en número de 800 a 900 hombres el General Caraballo me ofreció el comando de la
división Paysandú que yo rehusé, indicando para mandarla a su propio hermano.
Quedando entonces sin puesto militar al Norte del Río Negro, vine a Montevideo
y como manifestase al General Batlle, entonces Presidente de la República, la con-
veniencia de que se pusiese al General Caraballo al frente del ejército, se abrigaron
algunas desconfianzas sobre mi persona, derivadas sobre el entredicho en que había
estado aquel General con el Gobierno, y sin carácter alguno oficial, me trasladé a
los departamentos de Minas y Maldonado — donde estimulé a mis amigos los Coro-
neles Llanes y Giménez a activar las reuniones, incorporándolas a las que a mi paso
dejé haciéndose en el departamento de Canelones.
El caso es que a los quince días estuve al frente de Montevideo con una columna
de 600 hombres que hice desfilar frente al Cabildo, y al mes se daba la batalla
de Severino con un ejército formado sobre la base de aquella división que yo reuní
y traje entregándosela al General Suárez, para cuyo nombramiento de General en
lefe contribuí eficazmente, yendo personalmente a buscarlo a su casa para llevarlo
145
a la Casa de Gobierno para tener una conferencia con el Presidente de la República,
de quien se mantenía aquel General completamente alejado.
146
Caraballo, están involucrados, y entre los primeros, en el amargo
reproche de un contemporáneo referido a los generales del Gobierno
“que comprometieron el éxito de una lucha de vida o muerte para
el país, a sus caprichos, a sus rencillas personales, a sus ambiciones
y a sus miserias”.
Concretada sin embargo la reunión el sufrido canario no fué el
más desavenido, pues al hablarse sobre la organización y mando
de las fuerzas, Francisco Caraballo se mostró inamovible, al extre-
mo de que sin dar mayores razones abandonó las huestes del
Norte reunidas a poco con las de Goyo Suárez.
Se dice que por entonces Caraballo llegó a tentar una reunión
amistosa con Aparicio, siendo de pública notoriedad las increpa-
ciones que hizo a los conductores de la guerra, de cuyos cuadros se
había radiado voluntariamente.
Unidos los efectivos de Suárez y Borges —dice este último—
“eran débiles para venir a buscar a Aparicio. que sitiaba a Monte-
video con 4500 a 5000 hombres, resolvimos una operación que
obligase al enemigo a levantar el sitio, y que nos permitiese al
mismo tiempo recibir refuerzos de Montevideo para librar una
batalla.
“Se decidió después de fluctuar mucho, entre tomar el Litoral
hasta la Colonia, o que nos dirigiéramos a la Sierra buscando el
contacto con Montevideo por los puentes del Departamento de Mal-
donado —y adherí a esta última opinión”.
El itinerario inmediato tuvo por fin el pueblo de Minas. pero una
imprudente demora de dos días en San Francisco contra la voluntad
de Borges, delató la situación de los gubernistas al punto que entre
Solís Chico y Mosquitos les salió al encuentro un ejército que osci-
laba entre cinco y seis mil plazas.
Ante la alternativa de presentarles batalla o salvar los tres mil
efectivos a su cargo, Suárez optó por concentrar el ejército entre dos
pequeños arroyos, sitio inadecuado del que debió salir por consejo
de Borges, militar que junto con los coroneles Reyes y Rodríguez
buscó la escarpa de una cuchilla, “posición verdaderamente inex-
pugnable”, donde permanecieron dos días.
Dada la inminencia del combate, el exsuperior del comando
sanducero tuvo una feliz idea que salvó al ejército del más seguro
contraste. En horas de la tarde hizo marchar al convoy en dirección
opuesta al camino que pensaban elegir, y ya entrada la noche
iniciaron el ataque del enemigo por dos flancos mientras el grueso,
aprovechándose del tumulto salió por la derecha a la vez que los
coroneles Ximenez y Coronado sostenian las cargas del enemigo y
luego de consuno arrollaban el centro revolucionario.
Con esta notable estratagema y las marchas forzadas durante
la noche se pusieron a cubierto de cualquier sorpresa “yendo a
147
pasar el Solís Grande por el paso de Curbelo, sin que el enemigo
se apercibiera de la operación”.
Desplazado el campo de batalla hacia el Sur, los de Aparicio
recién cayeron en cuentas de la maniobra, cuando los efectivos de
Suárez campaban en Mosquitos con intenciones de aproximarse a
la capital para obtener los refuerzos necesarios.
Conseguida en el Cerrito la incorporación de los batallones 1?
de Cazadores, 24 de Abril y Urbano se desplazaron rápidamente
hacia el Manga y luego a Toledo, reiterándose en ambos sitios la
observación del enemigo por orden expresa del Jefe del Estado
Mayor.
Suárez era partidario de llevar la batalla a campo abierto, idea
que no tuvo andamiento porque Borges sostuvo la necesidad de un
encuentro entre los próximos zanjones y tierras de laboreo inmedia-
tos al pueblo del Sauce, lugar más apto para su infantería y de
todos modos inconveniente para la numerosa caballería rebelde.
Dispuesta esta medida se encomendó a Coronado que los hostiliza-
se, de suerte de mantenerlos y obligarles a dar combate.
Por su parte el general Lucas Moreno, jefe de la vanguardia
revolucionaria cayó en el yerro de enfrentarlos en “campos arados
y de grandes sementeras”. factor decisivo que debía entorpecer
además el largo convoy de carretas.
El 25 de diciembre, tras cortas escaramuzas, chocaron los ejér-
citos en el Sauce, y esta vez correspondió mandar a Borges el ala
derecha de la vanguardia compuesta de los batallones montados,
General Pacheco y Coronel Sosa, cuerpos que se expusieron de
lleno al fuego enemigo, logrando no sólo desbaratarlo sino también
hacerles después una persecución de un par de leguas.
“Después de esta batalla —escribió el referido general— Suárez
me desprendió desde el Paso de los Toros con una columna próxi-
mamente de 1700 hombres en persecución del enemigo que había
pasado al Norte. —En la cuchilla de Peralta, supe que el enemigo
había reunido todas sus fuerzas en el mismo Departamento, en mu-
cho mayor número que la columna a mis órdenes. —Di cuenta al
General en Jefe” y éste marchó a protegerlos sin mayor éxito porque
los revolucionarios tomaron camino a Cerro Largo.
A principios de 1871 los escuadrones gubernativos lentamente
comenzaron su retorno hacia el Sur. Desde el paso de Polanco, por
superiores órdenes, Borges debió internarse hacia la cuchilla de
Peralta con unos setecientos soldados, a fin de reorganizar las de-
fensas del Salto y Paysandú.
Antes del mes, previo pasaje a través del Departamento de
Soriano, lugar donde dispersaron algunas tropas de Aparicio, las
rápidas marchas en el litoral habían acrecentado el número de re-
148
clutas, al punto que contaban dos mil hombres en momentos de
incorporarse a Suárez en el Rincón de Viñoles (Vignoli).
Los viejos resentimientos contra este jefe, menos capacitado de
lo que se cree en la conducción de la guerra, no tardaron en estallar
y aunque la trascendencia oficial fué muy desfigurada, todas las
pruebas coinciden al afirmar que Borges encabezó una tácita insu-
bordinación. pero sin retirarse de filas.
No era por otra parte el primer conato subversivo, ya que con
anterioridad, los comandantes Lorenzo Latorre, Eduardo Vázquez y
Romualdo Castillo, desestimando la inepcia de Suárez, minaron en
cierta forma su prestigio en el ejército.
Borges, que a la sazón se encontraba hostilizando al enemigo
en el Paso del Yi, previo recibo de orden "por intermedio del Co-
mandonte Solano” acudió a una reunión de jefes y allí supo de
boca del propio general que una brigada del ejército se habia
sublevado, encomendándosele de inmediato la prisión de los
disidentes. Existiendo formalidades oficiales, se opuso a cumplir ta-
maña orden, desde que los conmilitones permanecían en filas y el
cumplimiento de las superiores órdenes nadie trataba de evitar.
Suárez “no oyó a nadie, montó a caballo y salió del Ejército con
algunos jefes y oficiales”, mientras urgía al general Borges que
tomara el mando. En consecuencia, por breve plazo asumió la
jefatura. mientras el titular dando rienda suelta a tremendos resen-
timientos, campaba a legua y media.
Vanas fueron las ulteriores conversaciones para que obrara
conforme a los trámites de la ordenanza militar, y si más tarde se
avino a retomar el cargo, su posición en el seno del ejército no fué
nada airosa.
Las marchas subsiguientes comenzaron desde el Rincón de
Vignoles, siguiendo luego por Mansavillagra hasta las puntas de
Santa Lucia Chico, desde cuyo lugar el ejército se internó hacia el
Arrayán, lugar de un rápido encuentro con los blancos, poderoso
contingente que evitó la batalla para encaminarse después en la
ruta de Minas y Cerro Largo.
Ninguna remanente fué más gravosa para la causa del Gobier-
no que la propia inactividad del General en Jefe, perdiéndose de
esta suerte "una victoria completa”.
Desde abril de 1871 quedó al frente del ejército gubernista el
general Enrique Castro, por renuncia indeclinable de Suárez, a raíz
de las desavenencias suscitadas con Borges, Latorre y otros conmili-
tones de menor significación.
Descartado este encuentro, le tocó intervenir el 17 de julio en la
victoriosa batalla de Manantiales, que prácticamente anuló el movi-
miento revolucionario.
149
En este encuentro decisivo la vanguardia, compuesta de las
divisiones de Paysandú, Salto, Maldonado y Tacuarembó, más los
batallones Sosa, 1? de Cazadores y Santa Rosa intervino directar-
mente a las órdenes de Borges, jefe de actuación destacada en el
curso de las guerrillas preparatorias.
Después de Manantiales, asevera éste, se le ordenó que “debía
marchar al Norte del Río Negro, el Coronel Ordóñez a los Departa-
mentos de la Colonia, Mercedes y San José y el General Castro a
los demás Departamentos del Sud”.
Mientras el resto de las tropas nacionales cumplia lentamente
su cometido, el esforzado Borges realizó una brillante trayectoria a
través del país, malográndose la campaña por inercia de los segun-
dones que desbarataron al cabo un plan sin parangones.
Desde las Puntas de Blanquillos, marchando casi a pie por falta
de equinos, las 800 plazas cruzaron el Río Negro y sin hacer contacto
con partidas sueltas fueron a campar en el Paso del Sauce del
Queguay, contándose en el paraje entre mil quinientos y mil seis-
cientos hombres destinados a la persecución del mayor contingente
revolucionario.
Internándose hacia la zona de Tacuarembó, el primer encuentro
ocurrió en las Puntas de Tranqueras, sitio en el que el comandante
José G. Escobar puso en derrota un grupo rebelde.
“Esa propia tarde supieron que un batallón blanco campaba en
el arroyo del Sauce y sin perder tiempo “bajo un temporal espan-
toso”” desprendieron la vanguardia de Escobar, pero como el Tacua-
rembó no diese paso, los del Gobierno optaron por acercarse a San
Fructuoso y luego que el tiempo lo permitió, vadearon el río y cinco
arroyos, a nado. situándose en las Puntas de Corrales, “a legua y
media de la frontera del Brasil”.
Aunque volvió a ponerse en contacto con los soldados de Sal-
vañach, los efectivos de éste pudieron obviarle por lo que Borges
“repasó una vez más al Tacuarembó a nado, perdiendo gran número
de hombres y caballada”.
Falto de soldados y cabalgaduras, el jefe cayó en el yerro de
enviar a Hipólito Coronado hasta el Queguay, para reequiparse,
pero el comandante, lejos de obedecer, pasó a Santa Ána del Livra-
mento so efectos de entrevistar algunos amigos, retirándose luego a
la estancia del marqués de Osorio. Mientras descansaba en este
íundo desprendió las divisiones del Salto y Paysandú, mandadas
respectivamente por Felipe Fresnedoso y un mayor, las que fueron
a dar a San Eugenio y Santa Rosa, de suerte que al reencontrarlos
en este último pueblo apenas tenía cien hombres y unos cincuenta
Jinetes.
" Destruído parcialmente el ejército expedicionario, su jefe resol-
vió internarse hacia el litoral, encaminando las primeras operaciones
150
en el Salto, ciudad sitiada por los efectivos combinados de la sedi-
ción. La brusca presencia del contingente leal desbarató el cerco
y casi de inmediato tomaron camino al Daymán, mientras que Co-
ronado, obrando una vez más por cuenta suya, reunió fuerzas y en
vez de incorporarse “tomó un carruaje en el Salto y se fué para
Santa Rosa”.
Al abandonar el Salto, lo confirma Borges. los rebeldes mar-
charon “violentamente para Paysandú y aunque reducidas mis
fuerzas a poco más de 600 hombres y tan mal de caballos por la
desobediencia de Coronado, marché también sobre Paysandú. ha-
ciendo 25 leguas en dos días”.
No bien se sintieron perseguidos los exsitiadores del Salto le-
vantaron el campamento en el Paso de las Piedras (Queguay) y de
allí a campo traviesa habían de situarse en las Puntas de González,
y a los primeros tiros rápidamente la caballería rebelde marchó
hasta las Puntas de Averías Grandes, vadeando el Río Negro en el
Paso de Polanco.
El último aspecto de estas largas persecuciones ineficaces reali-
zadas por orden del presidente de la República comprendió una gira
desde Paysandú, corta campaña en la que debía actuar simultánea-
mente con el coronel Pablo Ordóñez.
En dos días se hicieron treinta leguas, recibiendo a poco en el
Departamento de Soriano el ejército de Ordóñez, formado por las
divisiones de Paysandú y una parte del batallón salteño. Integrado
así un regimiento de mil ochocientos hombres se determinó atacar
al enemigo, que al parecer tentaba un golpe sobre Mercedes, pero
noticias ulteriores decidieron el pasaje a Porongos y de allí a Puntas
de Maciel, marcha ineficaz porque los revolucionarios cruzaron el
Río Negro y a jornadas sin descanso los últimos compañeros de
Aparicio —según noticias fidedignas en número de tres mil hom-
bres— formarían el último baluarte insurgente.
Dispuesto a correr al enemigo de la seccional de Paso de los
Toros, Borges apenas pudo cumplirlo, tanto porque los blancos cru-
zaron el río por el Paso de Pereira, como el vergonzoso desbande
gubernista en Colonia y Mercedes.
Con este fracaso hizo formal renuncia al cargo, y desde Pay-
sandú pidió un consejo de guerra, encontrándose a bordo del
“Coquimbo”.
Con motivo del retiro redactó una notable Memoria, que si bien
es un verdadero compendio de los dilatados trabajos, nada dice en
realidad sobre las imputaciones con que le abrumaban desde la
prensa y la opinión pública.
Los primeros cargos de importancia militar comprendian la
tracasada expedición al Norte en noviembre de 1871, y la conse-
cuente escapatoria hacia el Brasil del más aguerrido cuerpo rebelde.
151
Tras el contraste de marras, debido en gran parte a la desobedien-
cia de Coronado y Escobar. la campaña inmediata al centro del
país no dió mejores frutos.
No fué cuestión desestimable en estos fracasos la leva de biso-
ños y la falta de caballada, cuando era notorio que las tropas de la
nueva requisa se mandaron a invernar por orden de Borges, que-
dando el ejército prácticamente a pie.
Sin desdecir además la tradición mercantil, estereotipada asi
en la marca, adminículo infaltable, y el bacín que llevaba, por una
vieja dolencia, su cabalgadura durante las campañas, el caso con-
citó notas de Abdón Arostegui, no eximiéndose ni los propios diarios
gubernistas.
Sin embargo, en aquel mar de fondo donde fluctuaban intereses
tan dispares, nadie estimó la ejecutoria de Borges, único jefe de la
plana mayor que hizo toda la guerra sin faltar un día a las obliga-
ciones contraídas.
Prueba al canto que el honrado gobierno de Tomás Gomensoro
le extendió los despachos de Brigadier General el 10 de setiembre
de 1872, vale decir a seis meses de su voluntario retiro.
En momentos de producirse el motín del 15 de enero, no obstan-
te figurar entre los colorados netos, aceptó el gobierno espúreo de
Pedro Varela, definición un tanto ambigua, porque bien se sabe que
tuvo tratos directos con los principistas, grupo revolucionario que
pensó atraerlo por su prestigio en el litoral, pero cuestiones no del
todo claras y en particular su desconcepto hicieron que le radiasen
de convenios ulteriores.
No hesitó pues en servir al Gobierno y cuando el primer grupo
Tricolor entró en Paysandú las vanguardias de Borges. al mando
del coronel Dionisio Irigoyen, les dieron alcance en Guayabos, con-
sumándose la terrible hecatombre del 7 de octubre de 1875, acto que
recae sobre este último, porque Borges jamás tuvo fama de cruel y
sanguinario. (Véase biografías de Olivio y Ramón Sandes).
El cobierno de Latorre, a su vez firme en la modalidad de
atraerse a los militares jóvenes, le obvió de todos modos y desde
esta fecha (1876) revistando en Paysandú, el veterano brigadier se
concretó a las faenas de su estancia en Villa Borges.
Dice Fernández Saldaña que tampoco Santos preocupóse mucho de él por más
que lo ascendió a teniente general el 22 de julio de 1884, y solamente a la hora
de su muerte, empeñado como estaba en explotar las divisas históricas titulándose
jefe del partido colorado, sólo entonces sirviendo a sus intereses propios, envió un
vapor de guerra para que se trajesen los restos del anciano soldado, cuya vida
habíase extinguido en la ciudad de Paysandú el 1* de octubre de 1884.
En momentos de fallecer tenía 65 años de edad, sobreviviéndole
su viuda, la honorable matrona Genoveva Córdoba de Borges y sus
ocho hijos. Su nómina la integraban el militar Pedro Nicasio, Mal-
vina, Dolores, Ulpiano, Victoria, Genoveva, Sebastián y Agripino.
152
BRAGA. ANTONIO JOSE REVELHO de,
153
los herederos cedieron los derechos a doña Belmira Braga de
Baptista y con su deceso, ocurrido el 9 de octubre de 1908, fueron
declarados herederos de la causante sus hermanos Casimiro, Inés
Martina y Antonio Braga, representado el último por sus hijos
Antonio Ricardo. José Santiago, Eduardo Demetrio, Gilberto Andrés,
Casimiro Eduardo, Benito Francisco, Dolores Braga de Soares, Maqg-
dalena B. de Serra y doña Agueda María del Carmen Biq, única
descendiente de Agueda B. de Bid.
Casimiro Braga vendió sus derechos a doña Inés Martina Bra-
ca el 22 de febrero de 1911, legítima posesora que el 25 de julio del
mismo año traspasó el inmueble a favor de Justo Benia Echegoyen.
En la fecha de marras el histórico predio dejó de pertenecer a la
familia, después de 80 años de ininterrupta residencia.
BRAGA. CASIMIRO.
154
paña revolucionaria de Aparicio, AS
y al concertarse la Paz en abril
de 1872, resolvió abandonar para
siempre la patria, herido por sus-
ceptibilidades partidistas y resuelto
a comenzar una vida nueva, pues
todas sus aspiraciones se velan
coartadas por el nuevo poamorama
nacional.
Vuelto al Paraguay en 1873, de-
dicó el resto de los días a las ta-
reas magisteriales, labor hecha de
abnegación y sacrificio, que le dió
cierto renombre en las actividades
de su especialidad. Tras muchos
años de renovado ejercicio alcanzó
merecida jubilación, radicándose,
entonces, en Quindy Valle Apuá,
bello paraje donde la muerte lo sor-
prendió en 1915.
Formó hogar en el país adopti-
vo y los años finales estuvo junto
a su hijo Carlos Braga, comerciante
de la referida localidad. Eduardo y Casimiro Braga
155
del Gobierno, siendo incorporados de inmediato al batallón que
luego se dispuso en la zona de la Iglesia Nueva. No obstante los
riesgos del lugar expuesto por completo al cañoneo enemigo, hizo
toda la campaña kélica hasta el 2 de enero, protegido por un raro
sino, ya que un alto porcentaje de su división sufrió las incuestio-
nables mermas previstas al ceñirse el fuego cruzado desde “Las Tu-
nas” y "La azotea de Don Servando”.
Ascendido a teniente de Guardias
Nacionales por instancia del coro-
nel Federico Aberastury, no pudo
evitar los grupos sitiadores al con-
cluirse la defensa, cayendo prisio-
nero junto con su hermano mayor
don Casimiro Braga. Vanas fueron
todas las influencias para librarlos
del enemigo, ya que precisamente,
integrabon el piquete sanducero
que debía marchar —contra su vo-
luntad— a la campaña dispuesta de
antemano contra el Paraguay.
Cinco años transcurrieron en la
tierra guaraní, sin que a la fecha
pueda restaurarse el largo itinera-
rio, a través de la asidua correspon-
dencia enviada a su madre, largas
epístolas de raro valor histórico que
se perdieron en la última década
del siglo pasado. Vuelto a la patria
en 1870 no tardó en incorporarse
Eduardo Braga con su hermano Casimiro a las tro-
pas revolucionarias de Timoteo Apa-
ricio, amplio movimiento reivindicatorio del Partido Blanco, al que
prestaron los más decididos servicios hasta la derrota de Manantiales.
Después de la Paz de Abril (1872), decepcionado por el giro
que tomakan los asuntos políticos nacionales, y las propias amar-
guras corridas a lo largo de casi diez años de vida castrense le
obligaron al abandono del país. Radicado en la provincia de Santa
Fe ocupó la cavatacía de la estancia de un tío materno, don Anto-
nio Feijóo, establecimiento de campo próximo al Fortín de Suncha-
les, vasta extensión que era en realidad consorcio de su pariente y
don Sebastián Alegre, correntino muy práctico en las faginas rurales.
Más tarde, al fallecer el consanguíneo (1880), Braga pobló por
su cuenta un campo en Cañada Seca, proximidades de Rosario de
Santa Fe, lugar donde había de permanecer hasta poco antes de
su prematuro deceso. Sintiendo los rigores de la tremenda dolencia
156
que apagó su voz, quiso volver a la ciudad natal, fugaz estadía por-
que apenas alcanzó a sobrevivir dos meses.
El 1% de agosto de 1883 falleció en la finca de la calle 8 de
Octubre número 277, bajo el solicito cuidado materno y el de las
provectas tías Francisca y Carlota Feijóo.
Hombre de afinada cultura, las guerras civiles depusieron la
segura carrera para trastrocar el destino en uno de tantos coloniza-
dores de la lejana región santafesina.
157
maligna dolencia cardiaca, el deceso se produjo mientras coman-
daba el regimiento Casa-Pará.
Hombre de noble fibra humana, la Parca vino a tomarlo en
circunstancias dignas de clásicos relatos.Habiéndose capturado va-
rios prisioneros, uno de éstos fué muerto en su ausencia, vitupera-
ble hecho de sangre que hirió de tal suerte el ánimo del lusitano
que apenas pudo sobrevivirlo un día. Rodeado en el lecho de muer-
te por tres fieles ordenanzas us
lloraban y desesperaban de verlo
morir. el desfalleciente coronel les
donó la condecoración del Cruzei-
ro para que se repartieran el va-
lor, dejando a la viuda la estre-
lla de brillantes, gracia especial
del Emperador del Brasil.
El futuro héroe de Paysandú
cursó estudios en el Colegio de
los Escolapios de Buenos Aires y
de regreso durante las vacacio-
nes, según tradición familiar, es-
tuvo a punto de perder el ojo iz-
quierdo al recibir una espina des-
prendida con violencia por el pa-
saje de cierta carreta.
Concluído el aprendizaje en
el instituto bonaerense obtuvo un
puesto en el fuerte comercio de
Casares y Correa, “Casa Regis-
tro”, de importación, donde parti-
Teresa Jara de Braga
culares condiciones le ganaron la
amistad y confianza de patrones
y dependientes. Allí permaneció hasta el año 1848, plegándose a la
causa del general Oribe en momentos que éste iniciaba el sitio de
Montevideo.
Dispuesto luego en la villa de Porongos, a fin de organizar la
Guardia Nacional y el respectivo cuadro de oficiales, esta labor no
sólo mereció la anuencia de Oribe sino que también se le nombró
para su comando.
Favorecido por su tío Enrique Jara, el saladerista Jaime Legris
y otros personajes del comercio montevideano que agregaron cré-
ditos y dinero sobre su capital, instaló más tarde, en Porongos, un
comercio de ramos generales, conceptuado a poco entre los esta-
hblecimientos más prósperos de la zona.
En la misma localidad contrajo matrimonio con doña Concepción
158
Velazco, hija del comandante Francisco de Velazco y doña Rosalia
San Vicente, ambos orientales de hidalga progenie y vecinos dis-
tinguidos del solar.
Las actividades mercantiles no relegaron la militancia partida-
ria, y cuantas veces fué necesario se mantuvo a órdenes del co-
mandante D. Pedro Ferrer, primo suyo. o del propio suegro, jefe
de un escuadrón de la Caballería local. Según era notorio no sólo
rrestó servicios personales sino que dispuso los haberes de familia
a favor del credo partidario.
Al concluirse la Guerra Grande sufrió persecuciones políticas,
origen del traslado a Mercedes, donde había de proseguir las aus-
piciosas actividades de Mercurio, esta vez en sociedad con el fra-
terno amigo Patricio Gómez. Ubicado el rubro en “Club Constancia”,
nominación de época, comprendía con los heterogéneos renglones
de la vieja pulpería criolla, el usufructo de hornos de cal y ladri-
llos, más la compra de ganados para las firmas principales de am-
bas márgenes del Plata. Cabe recordar entre otros consignatarios
a Jaime lla, Mariano Baudrix, Justo J. de Urquiza, Germán Da Costa
y Hnos., Luis Lerena Lenguas, Juan Dellazoppa, cuyo firme trato
atestiguaban la correspondencia, libros de cuenta y borradores en
perfecto estado que permanecieron en poder de los sucesores hasta
el año 1924, fecha de su reprobable incineración.
Braga poseía además dos establecimientos de campo, uno en
Marincho, sobre las costas del Arroyo Grande, hoy Departamento
de Flores. y el segundo próximo a Mercedes junto al Arroyo Bizco-
cho, totalizando sus existencias unos 1.500 vacunos y entre dos y
tres mil ovejas al acaecer la trágica muerte del propietario. Estos
bienes sufrieron luego una merma considerable, tanto por la inter-
dicción gubernativa como por la terrible sequía de los años 1857-68.
La substancial monografía inédita escrita por Ramón Braga,
hijo del malogrado servidor del Partido Blanco, informe retrospectivo
que fundamenta esta nota biográfica, aporta repetidos detalles en
torno a las exacciones. Afirma que “iban, por ejemplo, un oficial con
gente armada y pedían al dueño o encargado del establecimiento
que parasen rodeo o él mismo lo hacía por su orden y se conside-
raban de marcas desconocidas las haciendas que verbigracia se
encontraban en el campo del finado coronel D. Alejandro Mernies.
vecino lindero de Braga, o en el predio del Comandante D. Abel Co-
rrales desde que los alambrados eran pocos e indistintamente los
animales cruzaban el campo mezclándose”.
Era así que el simple hecho de no tener la marca del dueño
daba pábulo al saqueo, y si uno aducía que eran del lindero daban
por todo argumento: “Pero no son suyos”.
Convictos depredadores no dejaban las tropas a merced de ex-
159
traños y si alguien tentaba aproximarse para recobrarlas exigían
una paga similar al monto.
Difícil era además enfrentarse con estos maleantes que se decían
servidores del Gobierno, porque los propietarios militaban en la
oposición, quedando las haciendas en manos de menestrales du-
rante años. Por estos rerelidos scqueos, la sequia y las guerras
civiles, doña Concepción Velazco de Braga falleció en la pobreza
y sin otro recurso que la pensión militar correspondiente a su viu-
dedad.
La foja de servicios del infortunado hombre de armas comenzó
el 1? de octubre de 1852, siendo Ministro de Guerra el entonces co-
ronel Venancio Flores. Por méritos contraidos en la pasada guerra
éste lo nombró capitán de la primera compañia de guardias nacio-
nales de Infontería con asiento en Mercedes.
Defensor de Menores el 2 de enero de 1855, a mediados del mis-
mo año fué designado alcalde ordinario, destacándose por las ex-
celentes disposiciones que puso en juego a favor del vecindario.
En diciembre de 1858 ocupó la jefatura departamental de So-
riano en carácter interino y por ausencia del coronel Joaquín Teo-
doro de Egaña, jefe que integró con los efectivos locales un cuerpo
destinado a operar contra las huestes revolucionarias del general
César Díaz, vencidas luego en Quinteros.
Por renovados servicios le fueron conferidos los despachos de
comandante de Guardias Nacionales en el arma de infantería. el
31 de mayo de 1859, y en el ínterin presidió la Comisión Pro-Templo,
con notorio beneficio para las obras.
Cuando el gobierno de Berro lo designó jefe político de Soriano
(9 de octubre de 1862), el nombramiento fué recibido con general
aplauso, ya que pocos ciudadanos gozaban de tan saneado pres-
tigio, ampliándose sus poderes el 8 de abril de 1864 a causa de la
anómala situación que atravesaba el país. Por un decreto guber-
nativo suscrito en la referida fecha, se le entregó el comando mi-
litar y los despachos de teniente coronel de Infantería de Línea,
cargos con los que debía hacer frente a las amenazas cada vez
mayores de la revolución encabezada por el general Flores.
Sin desvincularse de las actividades civiles, en 1862 encabezó
la Comisión Auxiliar para el fomento y explotación de Mercados
abastecidos desde el Departamento, y en otro orden de cosas se
destacó como eficaz colaborador de la Sociedad Filantrópica de
Montevideo.
“El ascenso de Braga a la jefatura —según lo afirma el doctor
Edelmiro Chelle, autor de una historia inédita sobre Mercedes—,
se produjo entre un verdadero mar de fondo a causa de rencillas
íntimas, desbordes que trascendieron al periodismo y que en fecha
anterior concretaron la renuncia del “saladerista y respetable vecino
160
Juan Eduardo Fregeiro, padre del historiador Clemente Fregeiro”.
La designación de Braga, vecino de arraigo que gozaba de
general aprecio, eximiría la pugna entre los elementos civiles, pero
acallados tirios y troyanos, los viejos militares de línea se conside-
raron disminuidos bajo el mando del bisoño comandante, en una
actitud firme y resoluta con serias proyecciones en el futuro.
Pese a su envidiable situación político-social, el novel jerarca
momtuvo las condiciones excepcionales de un correcto trato para
con todo el mundo. Persona de fina escuela. en vano intentó ganar-
se la buena voluntad de aquellos subordinados que nunca se avi-
nieron a revistar bajo órdenes de un excomerciante. Pero al fin de-
bió convenir en la inutilidad de sus esfuerzos, cuestión que no fué
óbice para respetarlos y mantenerlos en sus respectivas investidu-
ras. Prueba al canto la conciliadora política de marras, el hecho
que si algunos oficiales le eran adversos, no faltaron contrarios po-
líticos que por gusto propio sentaron plaza en la Guardia Nacional,
figurando entre éstos los sargentos mayores Casales y Sánchez y
los oficiales Demetrio Pereira, T. Domínguez, Lacerda, Avila, Funes
y otros resueltos a defender el Gobierno legalmente constituido.
Al iniciarse el primer sitio de Mercedes por la vanguardia re-
volucionaria a órdenes de Máximo Pérez, su columna fuerte y ague-
rrida cercó la población durante varios dias y en el ínterin Braga
no les dió tregua, mostrándose sereno en los cantones más expues-
tos, instando a toda costa la defensa de las instituciones. En mo-
mentos de recrudecer el peligro se impuso por sí mismo el estado
de las líneas gubernistas a través del agreste paisaje mercedario,
pudiendo afirmarse que el pueblo no cayó en manos enemigas por
el celo del jefe político y sus bravos reclutas. Así se mantuvo en el
puesto de honor por espacio de tres días y sus respectivas noches,
librado exclusivamente a la custodia del perímetro defensivo so
efectos de malograr cualquier sorpresa.
Agotada la resistencia física, sólo consintió en retirarse a des-
canso por expresa solicitud del comandante Sánchez, fiel compadre
y amigo, y hombre de entera confienza además, dispuesto con su
batallón sobre las avanzadas enemigas.
Bien intencionado pero muy corto de entendimiento, Sánchez
violó estrictas órdenes, y faltando a la consigna del superior aban-
donó su estratégico puesto, seducido por un ardid que le hizo dis-
persar las mejores fuerzas exponiéndolas al fuego sitiador.
Por inepcia del subalterno el estoico batallón fué diezmado,
hecho que aprovecharon los escribas de allende el Plata, urdiendo
comentarios desfavorables al comandante Braga. Con verdadera
sorna los sueltistas porteños afirmakan poco más o menos, que el
“tuerto” de Mercedes dormía a pierna suelta mientras los efectivos
161
eran destrozados ante la impasibilidad de un jefe odiado y pre-
potente.
No era Braga persona de amilanarse por el fracaso y a poco
logró destruir con los hechos las falsas imputaciones de confesable
origen. Cuando llegó a su conocimiento el desastre, debido pura y
exclusivamente a la impericia de Sánchez, pudo reagrupar los es-
casos efectivos para caer luego sobre los sitiadores.
Con este inopinado desquite retomó posiciones al adversario,
obligando su retiro a más de tres leguas de la población, abandono
que tuvo la virtud de restablecer la calma en la línea de extramuros.
Más tarde el comandante Braga debió bajar a la Capital por
razones de servicio, oportunidad que aprovechó para renunciar a
la jefatura y el comando de las fuerzas departamentales, sustitu-
yéndolo el coronel Jeremías Olivera.
El nuevo jefe inició de inmediato el refuerzo de las trincheras,
fosos y empalizadas, reemplazando a éstas por otras de material,
reformas que a la postre resultaron ineficaces, puesto que, al apro-
ximarse los rebeldes y temerosos de arriesgarlo todo, resolvieron
abandonar la plaza el 28 de agosto de 1864, fecha en que el ejér-
cito revolucionario se apoderó de Mercedes sin ningún tropiezo.
Divididos los gubernistas por el condenable diferendo entre guar-
dias nacionales y militares de línea, los primeros, fieles a Braga,
se encaminaron a Paysandú, mientras el resto de la guarnición bus-
có refugio en la provincia de Entre Ríos al mando del exjefe poli-
tico reemplazado luego por el veterano comandante Tomás Pérez.
Frente al grave cisma el Gobierno debió recapacitar seriamente
porque los odios facciosos redundaron en exclusivo beneficio de
Flores, hasta facilitarle inclusive el pasaje de un extremo a otro
del país.
En ton extremas circunstancias, el Ministro de Guerra intentó
solucionar la custodia y defensa de Mercedes, poniéndola de nuevo
bajo órdenes de Braga, pero éste declinó personalmente el encargo
so pretexto de la inconducta gubernativa, los mutuos recelos en el
seno del ejército y el tácito apoyo dado a los militares de línea.
Nuevos pedidos se sucedieron en Montevideo y sólo aceptó, al
fin, por el empeño de los militares Laguna, Moreno, Juan José Soto
y otros jefes que apreciaban de cerca los incuestionables sacrificios
hechos en el curso de la pasada defensa. Vuelto a la ciudad de
su residencia sólo encontró la mitad de las fuerzas por la defección
de Olivera y sus parciales.
Engendro de odios indeclinables, la competencia por el mando
debilitó la defensa de la localidad chaná y al cabo el insuficiente
número de tropas debía engrosar las aguerridas huestes de Paysandú.
Refiere J. M. Fernández Saldaña que el coronel Dionisio Trillo,
entonces comandante del Litoral, invitó a Tomás Pérez que “permane-
162
cía en Gualeguay con el remanente de la división Soriano”, para in-
corporarse al ejército mercedario acantonado en nuestra plaza. “Pero
los oficiales emigrados declararon a Pérez del modo más formal, que
estaban dispuestos a mendigar en el extranjero antes que consentir
en ponerse de nuevo a las órdenes de Braga”. (Papeles del Ministerio
de Guerra, setiembre de 1864).
Esta afirmación exaltada, factible
plétora de sugestiones negativas, no
condice con los hechos. ya que pró-
fugos del ejército revolucionario y
exilados entrerrianos lo acompaña-
ron hasta sucumbir junto a los mu-
ros de la Heroica.
Con respecto a los bandos que
se disputaban el poder, el doctor
Chelle ha dejado perfectamente es-
clarecido el itinerario histórico de
los contendores. Junto con su cargo
de jefe politico, Braga fué coman-
dante militar del Departamento de
Soriano en varias ocasiones.
Actuó, en efecto, desde el primer
semestre de 1863 hasta julio del
mismo año, fecha en que sus hues-
tes pasaron a militar bajo órdenes
del coronel Quinteros, designado
comandante de Colonia y Soriano.
Repuesto por el presidente Berro
en el cargo de referencias el 10
de octubre de 1863, apenas ejerció Juan María Braga
funciones por espacio de diez días,
ya que el 20 de octubre el coronel Joaquín Teodoro de Egaña fué
encorgado de asumir el doble comando de marras.
En mayo de 1864 Braga era todavía jefe político, designándo-
sele en algunos oficios comandante militar (¿interino?). Sin embar-
go, desde el 2 de junio se daba por jefe político de Soriano al doc-
tor Venancio Acosta en reemplazo del combatido jerarca, que ha-
bía sido destinado a otros cargos en el ejército gubernista. El 12 de
junio éste permanecía en la campaña de Soriano, mientras que la
comandancia era ejercida por el coronel Cames, sustituto de Egaña
a raíz de la enfermedad del bizarro militar.
Cuando la segunda quincena de agosto (1864) se recibió en Mer-
cedes un chasque del Gobierno ordenando el abandono de la plaza
asediada y el repliegue a Paysandú; las tropas permanecian bajo
el mando del coronel Jeremías Olivera.
163
Faltos de municiones y víveres. la situación era cada vez más
tensa por los continuos amagos traídos contra el baluarte merceda-
rio. Primero fueron los efectivos revolucionarios de Máximo Pérez
y después el propio ejército del general Flores, campado a una le-
gua con un fuerte contingente.
Manifiesta la desidencia entre los defensores, el 1? de setiem-
bre un grupo fué a desembarcar en Paysandú y otro encabezado
por Olivera buscó refugio en Gualeguaychú.
Es de todas maneras seguro que Braga no hubiera integrado el
primer contingente, afirmándose con muchas razones su permanen-
cia en la Villa de Soriano o en los montes del Río Negro. Pruetka al
canto, que el 6 de setiembre la División de Flores abandonó Merce-
des, encomendándose previamente al doctor V. Acosta (del Partido
Blanco), que hiciese volver a los gubernistas prófugos.
La gente del gobierno de Atanasio Aguirre, a esta altura de los
sucesos, restableció en la población chaná las autoridades civiles
y militares, nombrando jefe político a Silvestre Sienra, y encurgado
de la guarnición a Braga.
Poco tiempo después los contingentes gubernistas eran de vuel-
ta copados por los insurgentes, y en esta ocasión, ya sin posibili-
dades de ningún desquite; Juan María Braga marchó a Paysondú.
El invalorable Diario del capitán Hermógenes Masanti afirma
que: “En los primeros días de noviembre se incorporó a la escasa
guarnición de Paysandú, el Jefe Político de Soriano, Comandante
don Juan M. Braga, con los oficiales: Teniente don Juan José Díaz,
Alférez don Teófilo Díaz y un piquetito de tropa. Al Comandante
Braga ze le confió el mando de la Batería Baluarte de la Ley”.
Herido en el ataque del 6 de diciembre, quedó “bastante estro-
peado por los cascotes del parapeto” —según el cronista Masanti,
subrogándo!e en forma temporaria “el bravo Teniente Díaz”.
“Al cesar las hostilidades el 2 de enero de 1865, Braga en su
calidad de comandante del Cantón Baluarte de la Ley y artillero
del mismo, permanecía atisbando al enemigo desde el torreón de su
jefatura, emplazado en el ángulo S.E. de la plaza nominada de la
Libertad. Ajeno a la infausta rendición, percibió a una fuerza ene-
miga que al desplazarse desde la Comandancia Militar intentaba
enfrentarle. Al ordenar el fuego contra la presunta irrupción, logró
percibir entre la comitiva a su jefe el coronel Leandro Gómez. los
militares Acuña, Fernández y otras personas conocidas que atentas
a las órdenes de Braga, trataban de disuadirle por señas que no
tirase.
Por invitación de Gómez descendió con sus compañeros de ar-
mas y al engrosar el reducido contingente, el militar brasileño que
los conducia preguntó por la identidad de aquel jefe moreno y sus
ayudantes.
164
El Jefe de la Guamición replicó que no eran negros, sino que
estaban “todos tiznados por la pólvora y el sol que sufrian” y que
el jefe de aquellos valientes era el comandante Braga.
A corto trecho del lugar, enfrentaron al teniente coronel Suárez,
quien exhortó a los prisioneros instándoles ee ampararan bajo el
pabellón oriental de su piquete, donde gozarían las mismas inmuni-
dades concedidas por el militar extranjero.
Don Leandro agredeció vivamente el trato cumplido y caralle-
resco de su aprehensor, optando por asilarse bajo la sombra de la
bandera nacional, ya que en identidad de condiciones se les pro-
metía el respeto de sus vidas y el decoroso trato personal.
Prisionero de sus combvatriotas y victimas de una celada pre-
establecida, fueron conducidos a la quinta de don Maximiano Ribe-
ro, donde se consumó el drama horrendo.
Camino del holocausto, un señor Juan Moreira, vecino de Soria-
no, amigo y compadre de Braga, intentó arrancarlo del grupo.
Estos títulos —dice el aludido manuscrito— lo autorizaron “para
venir con recomendación de Flores, tuecando a su compadre Braga
para sclvarle la vida, así es que cuendo lo alcanzó lo tomó del
brazo manifestóndole que traía especial recomendación y orden del
General Flores para salvarlo, ya que los llevaban para fusilarlos”.
Braga por toda respuesta contestó que si tal villania iba a co-
meter con ellos, él estaba dispuesto a seguir la suerte buena o mala
de sus compañeros desde que había dado su palabra de honor al
coronel Gómez para acompañarlo hasta el último momento.
Por la cabal dignidad de su hombría de bien, era menester
cfrontar la prueba tremenda al acercarse la hora decisiva.
Cuando penetraron en la quinta, recordando la mutua amistad
con Moreira, Braga le encomendó sus póstumos deseos con estas pa-
labras textuales: “Compadre, le recomiendo diga a Concepción (así
se llamaba la esposa del héroe), que vele por nuestros hijos, abráce-
los a todos en mi nombre y recuérdele que no omita sacrificio en dar
educación a Concepcioncita y a Leonidas”.
Todavía Moreira, momentos antes de ser fusilado Braga, insistió
en sus propósitos y sin retirarse del fatídico lugar —no obstante el
horror que le infundía la muerte de un amigo predilecto— esperó que
le llegara el turno.
En un supremo esfuerzo final sólo atinó a decirle:
—Compadre, Ud. no quiere a sus hijos, mire por ellos. A lo que
todavía el Comandante respondió: “No me desespere recordándome
mis hijos en este momento, déjeme morir tranquilo. Retirese”,
Salia Moreira a la calle, cuando llegaron el mayor don Eusta-
quio Ramos, su hermano Maximiano y los oficiales Sosa. Albornoz,
Juan Cataumbert y otros militares floristas pertenecientes a la Divi-
sión Mercedes con la idea de salvar a Braga.
165
Llegaron precisamente en momentos, que éste bravo se debatía
en los estertores de la muerte.
El oficial que había mandado la ejecución, Casimiro Garcia in-
lormó a los recién llegados que aunque hubieran intentado salvarlo,
todos los empeños serían inútiles, “que él estaba allí con orden ter-
minante de fusilar a todo el que trajeran, y que hasta ese momento
no había recibido contra órdenes y las que tenía habian sido cum-
plidas”.
Consumado el horrendo sacrificio Juan Cataumbert cortó al ex-
tinto un cadejo de sus largas patillas y el alférez Tomás Albornoz
respetuosamente le extrajo un escarpín —el menos manchado de
sangre— únicos recuerdos posibles en el momento, puesto que el
Héroe, robado después de muerto, permanecía a la expectación pú-
blica en ropas menores.
Leales en la amistosa consigna, Cataumbert y Albornoz, vecinos
de Mercedes, entregaron las reliquias a la viuda del infortunado mi-
litar.
Cuando algunos amigos que rodeaban el cadáver de Braga,
manifestaron al oficial García las virtudes del sacrificado, el ejecutor
les pormenorizó su bizarra conducta en los supremos momentos del
suplicio.
Al preguntarle por su nombre y clase, el encapillado se negó
a dárselos, y él (García) lo había hecho fusilar ignorando hasta ese
momento la identidad del valeroso oriental, muerto con admirable
entereza de ánimo.
En aquellos crueles instantes, notando todavía que despojaban
a Leandro Gómez, atinó a gritarle: ¡General!. no se deje sacar nada,
que lo roben después de muerto.
Cuando se le allegó un sargento con la idea de vendarle los ojos
para encubrir el inicuo despojo, Braga le cruzó la mano por la cara
y sólo al acercarse el entonces oficial D. Zenón de Tezanos, le hizo
entrega de su reloj y cadena de oro con estas frases lapidarias:
“conserve usted estas prendas que son buenas”.
El cronómetro lucía en la tapa interna el retrato de su hija Con-
cepción. Lo besó y cuando se disponía a sacarlo, los fusileros que
terminaban de ultimar a Gómez se abalanzaron sobre Braga apuña-
leándolo con tremenda saña, hasta privarle en la ejecución del honor
debido a su investidura.
Se ignora la odisea siguiente corrida por el cadáver, pero todo
induce a suponer que fué inhumado en sitio oculto para librarlo de
factibles profanaciones hasta su traslación a territorio extranjero.
Un suelto de “La Reforma”, periódico mercedario, anunciaba el
22 de enero de 1884 en su número 186 el reempatrio de los depojos
mortales del mártir, yacentes en el cementerio de Gualeguaychú,
pero no consta que la comisión en cierne diera cima al proyecto.
166
Doña Concepción Velazco de Braga, viuda del mártir, recibió la
pensión correspondiente a su viudedad hasta el 7 de diciembre de
1883, día en que dejó de existir.
Por una cédula del 7 de abril de 1884 el referido beneficio pasó
a la hija Concepción Magdalena Braga, nacida el 22 de julio de
1860, dama que lo retuvo hasta el fin de sus días por haber perma-
necido soltera.
Su hermano Ramón Cayetano Leonidas Braga fué recopilador
y cronista inédito de la ejecutoria paterna.
Nació en Trinidad el 30 de agosto de 1850, recibiendo bautismo católico de manos
del Dr, Ramón Rivero, presbítero residente en la Villa. A los catorce años de edad
sufrió en Mercedes la amputación de una pierna, doloroso infortunio que había de
valerle en el tiempo el mote de “Cojo Braga' con que fué conocido en el campo
de las guerras civiles y la vida social.
Cumpliendo estrictas recomendaciones del finado comandante, la viuda doña Con-
cepción Velazco lo envió a la capital de la República para que recibiera la mejor
ilustración, acorde a su nacimiento y la póstuma voluntad paterna.
Alumno aventajado del maestro Cayetano Rivas, tras obtener las mejores notas
del ciclo didáctico en boga, pudo ingresar a la Universidad, donde contó con la
amistosa protección de los doctores Plácido Ellauri y Pablo de María, entre otros
personajes de fuste, tanto en consideración a su invalidez como al despejo nada
común que vaticinaba un magistrado de eficientes méritos.
Pozo hecho sin embargo a las disciplinas del orden y llevado más que todo por
tremendos pujos banderizos abandonó las aulas al producirse la Revolución de Apa-
ricio (1870), siendo entonces de pública notoriedad que junto al amigo y condiscipulo
Benito Lamas fueron los primeros prófugos, intento nada fácil logrado en campaña
por los hermanos Braga.
Por camino de extramuros incorporaron alguna gente para ser acogidos más
tarde con toda deferencia en el campo revolucionario.
Tanto el “Cojo Braga” como sus hermanos enrolados en la División del general
Medina y bajo inmediatas órdenes de su tío el coronel Gerónimo Amilivia participaror
en la toma de Mercedes lograda por los rebeldes el 28 de agosto de 1870. En aquella
madrugada inolvidable los Braga se presentaron en la casa materna provistos de lan-
zas y anchas divisas blancas bordadas de hilo de oro con el lema “Morir por la patria
es gloria”, y algunos de ellos —Jdice una memoria coetánea— con las chuzas tintas
en sangre, recuerdo del combate librado cuerpo a cuerpo con la infantería mercedaria,
diezmada literalmente en el curso de la batalla.
La sorpresiva aparición de los hermanos fué en cierto modo un lenitivo a las
tremendas ansiedades de doña Concepción, dispuesta entonces a partir en búsqueda
de los hijos encargados de la estancia y proseguir luego el viaje hacia Montevideo
en procura de Leonidas, del que no tenía noticias.
Poco después la División del general Anacleto Medina abandonó Mercedes in-
corporándose al grueso revolucionario el mismo día que libraron victorioso combate
en el Paso de Severino (Setiembre 12 de 1870).
La conjunción de las fuerzas de Medina y Aparicio se produjo en los mismos
instantes que la vanguardia revolucionaria iniciaba un fuerte tiroteo contra el enemigo.
A su arribo el coronel Amilivia desmontó la gente para entregarles fusiles, memo-
table circunstancia en que los hermanos Juan Francisco y José Braga se anunciaron
a su tío y jefe, el coronel Amilivia, manifestándole que por imposiciones físicas Leo-
nidas no podía acompañarlos en calidad de infante, reclamando por justo derecho
un puesto en la línea de batalla junto al inválido.
El propio Amilivia, fiel intérprete de estos deseos, los condujo hasta las fuerzas
167 '
de Caballería del coronel Pedro Ferrer, jefe de la División Colonia, unido a los jóvenes
por idénticos lazos de parentesco que el oferen'e, dato tanto más sugestivo porque
ambos militares no se conocían, trabando allí casual amistad.
Ferrer ¿os agregó al cuadro de oficiales con el t'tulo de sargentos d'stinguidos,
cargo que retuvieren hasta la Paz de Abril (1872) fecha en que el “Cojo Braga”
revistaba con el grado de tenien'e 1% en el Escuadrón Escolta del comandante Pa-
tiicio Gómez, de la División Colonia, de la que era jefe el val'ente coronel Pintos Báez.
Refiere Braga en mala prosa que llegó a edad formal sin bienes de ninguna espe-
cie porque todo debia malcgrarlo la hidra de nuestras guerras intes'inas.
Poseía su padre según la autobiografía, dos establecimientos de campo, uno en
Marincho, sobre la costa del Arroyo Grande (hoy Departamento de Flcres) y otro en
la zona de Mercedes, con límites sobre el Arroyo Bizcocho, dejando al morir en las
des estancias unos mil quinientos vacunos y de dos a tres mil ovejas, riqueza que
se perdió entre los años de 1867 y 1868, debido “a la seca terrible” y las continuas
arrias que hacían caudillos y militares preva!eciéndose del estado de cosas. La forma
más od'osa de esta requisa era aquella llamada “para la Virgen”, refiriéndose tal vez
a la fata o carencia de dueños. Bajo este título reunían las tropas y haciendas
de los vecinos, así fuesen los linderos coronel Alejandro Mernies o comandante Abel
Corrales, prerrogativas que al caso no discriminaban por tratarse de enemigos pol ti-
cos, encargándose los propios arrieros en vender el productu del robo a saladeristas
y revendedores.
Prueba al canto el destajo de estas iniquidades que ante el lógico entrevero de
ganados por la seca “si algún vecino les decía: escs animales no son m'os pero
son del vezino lindero, ellos le contestaban: pero no son suyos y con esto concluía
la respuesta”. ,
A esto debía sumarse el miedo que inspiraban los depredadores, razón por la
que ”.os más de temor ni al campo salían y se dejaban robar”, condición harto
favorable en la estancia de Braga, dende todo esiaba en manos de los peones. Por
esta causa, las guerras y sequías, todo fué disminuyendo, llegando al extremo de
haber fallecido doña Concepción Velazco, sin más recursos ni más bienes que el
sueldo acordado por el Gobierno a su viudedad,
Fiel a la consigna partidaria de la estirpe, Leonidas Braga ded'có toda su vida
con tesón inextinguib.e, así fuera jugándose la vida en las guerras civiles, como
aconteció en 1897 o colaborando eficazmente desde el club político.
Inspirado por el doctor Andrés Lerena escribió a fines del siglo, la biografía
paterna en base al notable archivo de familia, valiosos papeles con los que debía
conformar según sus deseos un trabajo más compleio, idea trunca a raíz de su
falecim'ento, ccurrido el 7 de octubre de 1901.
Quedaron sin embargo para la posteridad los hoy valiosos apuntes, tanto más
notables por haberse incinerado los originales en 1930 y la divisa partidista de José
Pedro S:erra, mártir de Paysandú y ncvio eterno de Targelina Brian, intima amiga
de los Braga, a quienes legó el glorioso recuerdo.
Don Ramón Cayetano Leonidas Braga desposó con doña Dolores Caraza, dama
nonagenaría que faileció en Montevideo ei 18 de marzo de 1948, dejando numerosa
sucesión.
168
go colonial, emparentada con los Zavaleta, Hornos, Palacios y Se-
gurola, linajes de notoria espectabilidad social y militar.
Nació en Buenos Aires el año de 1817. hija de Antonio Feijóo,
comerciante portugués y su esposa Jacinta Hornos, tía del conocido
montonero unitario de este apellido.
El incremento de las actividades mercantiles del avisado lusitano
determinaron el traslado familiar a la Banda Oriental, centro propi-
cio a los designios de Mercurio en razón de las vinculaciones creadas
en la capital bonaerense.
Con desigual alternativa, dado el clima político del país, Feijóo
se impuso entre los contemporáneos tanto por su inteligencia como
la respetable fortuna integrada por bienes raices y una barraca
dedicada a la exportación de productos nacionales.
El solvente peculio y la sencillez patriarcal del hogar por todos
conceptos históricos, tuvo su fino exponente en las hijas Magdalena,
Dolores, Nieves, Ventura Carlota de Jesús y Francisca Feijóo, damas
afincadas durante la Patria Vieja en un típico caserón de calle Sa-
randi.
Al integrarse la comisión de la Sociedad Filantrópica en 1858,
doña Magdalena F. de Braga obtuvo un escaño por mayoría de votos,
confianza que no defraudó merced a su generoso óbolo y el trabajo
repartido en familia o junto a las damas fundadoras.
Adalid infatigable del noble instituto, junto a las señoras Manuela
Marote de Raña y Dolores Gordon de Mongre!l integró la comisión
encargada de colectar el público aporte en los barrios centrales del
pueblo, mientras otras compañeras de causa tuvieron a su cargo la
zona portuaria y los suburbios.
Propuso asimismo que a falta de dinero los contribuyentes en-
tregasen frutos del país, ejemplo iniciado en propia casa con la
donación de lana y cueros de su estancia sita en Bellaco, productos
que luego fueron vendidos en pública subasta.
Este nexo. perdurable más allá de la existencia, por entrega
de efectos personales luego de su muerte, confirma el devoto cariño
por la entidad que honró con su presencia y dirigió a partir del 18
de julio de 1882, sitial apenas retenido durante medio año, pues
achaques de salud obligaron el retiro físico.
En el mismo orden humanitario, no pueden evocarse los recuer-
dos del sitio de Paysandú sin destacar la ponderable actividad de
esta matrona en los dias más cruentos del asedio.
Benito L. Astrada eskozó un esquicio laudatorio en torno a los
rasgos tradicionales sclvados a través del tiempo, noticias recogidas
entre los contemporáneos de la benemérita porteña.
Madre de Eduardo, Antonio y Casimiro Braga, defensores de la plaza, llevó al
último grado su amor por la causa que abrazaron sus hijos.
Emigrada en la isla de la Caridad, todos los días, aún en aquellos en que la me-
169
trailla de las naves coaligadas llevaban a cabo con caracteres dolorosos su obra de
guerra, esta abnegada mujer abandonaba la isla, para visitar a sus hijos que lucha-
ban dentro de los muros de la ciudad heroica.
Ni la ultrajante vigilancia de los sitiadores, adueñados de la Aduana, ni la
lucha mortífera la detenían en su valeroso empeño. (El Nacional, 2 de enero de 1924,
Paysandú).
170
Durante la nueva era, fieles al ideal político, Magdalena F. de
Braga y sus hermanas burlaron la más rigida censura, difundiendo
recados o boletines subversivos, peligrosa misión cumplida en la
hora del Rosario.
Encubiertos los impresos entre los pliegos de la ampulosa crino-
lina, eran ajustados de tal suerte
que el simple movimiento bastaba
para dispersarlos en la rua pe-
numbrosa.
Asimismo durante la Revolución
de Aparicio (1870-1872), lucha fra-
tricida que ensangrentó al país, la
señora de Braga con sus amigas
Dolores G. de Mongrell y Jacinta
P. de Lanata atendieron el Hos-
pital de Caridad para recibir a
los heridos de «ambos bandos,
viéndose obligada en repetidas
oportunidades a viajar hasta los
más lejanos rincones so efectos de
conducir auxilios o hacerse cargo
de los enfermos abandonados en
el campo.
La encomiable tarea se cumplió
en carreta o por “La Rápida”,
acreditada diligencia de propie-
dad porticular.
Doña Magdalena Feijóo de Bra- Antonio Braga y su esposa. Magdalena
ga falleció en su casa de calle 8 Feijóo de Braga con sus hijos Casimiro
de octubre el 18 de agosto de 1889. y Eduardo
BRAU. FRANCISCO,
171
No es fácil seguir el derrotero de Brau a través del país ya que
sólo consta que al concluirse la Guerra Grande residía en Cerro
Largo, donde al parecer falleció su primera cónyuge, doña Carmen
Aramendo, de cuyo matrimonio quedó una hija.
A E ES a A
A fines de 1859 la Junta Econó-
mico - Administrativa, en vista de
la indeclinable renuncia de Caro-
lina F. de Horta y Carlos Aguirre,
respectivos preceptores del pue-
blo, encomendó al secretario D.
José R. Catalá la contratación de
maestros en Montevideo, acuerdo
que trajo a estas playas a la edu-
cadora Josefa Correa y al flaman-
te rematador Francisco Brau, atrai-
do por dúplice actividad conforme
la patente otorgada el mismo año.
Presupuestado desde mayo de
1860 habia de alternar las tareas
didácticas con lakores comercia-
les, centrando esta última en el
ramo de la pulperia el año 62.
Por entonces rehizo su vida al
contraer nupcias con doña Petro-
: A 4 na Graupera, nativa de Paysan-
A ug /3TO04+PI dú e hija de los respetables veci-
Francisco Brau nos catalanes Juan Graupera y
Petrona Mayol. Estos apadrinaron
la boda el 22 de noviembre de 1862, según lo suscribió el cura ge-
novés don Juan Bautista Bellando.
Miembro activo del Partido Blanco, su ventajosa posición de
hombre culto e ilustrado le deparó la confianza de la supremacia
militar hasta confiarle el manejo de ciertas comisiones que exigían
absoluta reserva.
En 1864, por expreso mandato de Leandro Gómez el preceptor
Brau instaló con Rafael Hernández la imprenta editora del periódico
“La Defensa”, vocero gubernista subvencionado por la Comandoan-
cia Militar, órgano publicitario de las hojas y proclamas con exclu-
sivo fin de mantener enhiesto el espíritu de las fuerzas locales.
La prédica entusiasta a favor del partido, el verbo inflamado
de proclamas y gacetillas acordes con las circunstancias fueron
concepciones de una altivez admirable, la tónica del momento por
cbra y gracia del periodista valenciano.
Lejos de una época tremenda, se descubre todavía en los articu-
172
los escritos con flamigera pasión o en las arengas circunstanciales,
un verdadero canto épico, hidalgo desafio no exento del mote con-
denatorio o los anatemas de ley.
Brau fué de esta suerte el más romántico y exaltado vo-
cero, el inflamado pregón que señaló el sacrificio, camino de la
inmortalidad.
Con el triunfo revolucionario, el fecundo gacetillero retornó a la
vida civil, ganando el diario sostén al frente de una escuela urbana,
la más concurrida de la nueva era, permaneciendo a su cargo hasta
el año 1867, fecha en que hizo abandono de la docencia radicán-
dose en Concepción del Uruguay (Entre Rios). En esta ciudad argen-
tina, por encargo del general Justo José de Urquiza ocupó la gerencia
del “Banco Entrerriano”, institución fundada en 1863 y que por
entonces se debatía en una seria crisis económica por carencia de
fondos.
Falto del apoyo público y en vías de liquidación, pudo subsistir
en julio de 1868 merced a los oficios del Directorio y del administra-
dor general J. Ballestrin, concuñado de Urquiza, que instó para que
éste respaldara los pagos “con cuatro pagarés por 25.000 patacones,
es decir 100.000 patacones, una fortuna”. (Antonio P. Castro, Nueva
Historia de Urquiza, 1944).
Posteriormente D. Francisco Brau ocupó distinguidos cargos en
la administración pública y el comercio de Concepción del Uruguay,
ciudcd entrerricna donde le sorprendió la muerte el 11 de abril de
1887, a los 74 años de edad.
Su esposa, doña Petrona Graupera de Brau, apenas le sobre-
vivió un mes ya que falleció a raíz de un brote epidémico el 16 de
mayo mientras residía en la misma ciudad concepcionera. Según la
fe de óbito había cumplido 37 años de edad.
BRIAN. REMIGIO,
173
años atrás, dato que por sí solo destruye la presunta radicación en
1830 y confirma el arraigo de la progenie en plena niñez.
En el curso de la magnifica Defensa de 1837, Remigio Brian,
acompañado de su hermano Santiago, figuró en las heroicas avan-
zadas contra el enemigo, a órdenes del intrépido sargento mayor
don Lucas Piriz. Eran ambos por entonces, dependientes del fuerte
comercio propiedad de Luis Dufrechou y así que las circunstancias
lo permitieron debían continuar en el referido empleo, provechoso
desempeño por los conocimientos adquiridos en el plazo de un
lustro.
Merced a una excelente habilitación en 1842 se instalaron por
su propia cuenta, pero el trabajo en el nuevo rubro no exoneró a
D. Remigio de prestar señalados favores a la causa del Cerrito.
Formó entre los defensores el 26 de diciembre de 1846, combatiendo
en los sitios más expuestos y con absoluto desprecio de su vida.
En los instantes de mayor riesgo se mantuvo junto al cantón de
Paredes, que luego voló al incendiarse la pólvora por un accidente
fortuito.
Encargado de la Comandancia local en el curso de los retiros
temporales de Ventura Coronel, y primer suplente de la alcaldia
en 1842, desempeñó los dos cargos durante largos plazos, doble
función en la que llegó a tornarse insustituible por la confianza que
inspiraba a los superiores.
El 19 de junio de 1851, al formalizarse el pasaje del Ejército
Aliado que encabezó el general Urquiza, le cupo en suerte la recep-
ción de las huestes libertadoras, conducta que nadie debía echar en
cara por el notorio abandono del comando y la fuga de los princi-
pales jefes.
Alcalde Ordinario en repetidos períodos durante la Guerra
Grande, fué un verdadero conciliador, amistoso designio con que
pudo superar una era de odios e intrigas propias de la asfixia
aldeana.
El mismo sistema de interdicciones ordenado desde las alturas,
si bien tuvo vigencia, nunca llegó a cumplirse con la clásica estrictez
que la describen los enemigos políticos, pues tácitamente estaba
condenada al fracaso por no contar con el apoyo legal.
Con sobradas aptitudes para escalar posiciones políticas, al
odvenir la paz hizo abandono de la cosa pública a fin de restable-
cerse con un importante comercio que giró desde 1853 bajo el rubro
de Brian Hermonos.
Con posteridad fundó una barraca, negocio de importador sa:
queado en el curso de las hostilidades traídas contra la plaza en
diciembre de 1864, verdadero quebranto económico del que pudo
resarcirse mediante improbo trabajo.
Durante la administración colorada ocupó puestos de res-
174
ponsabilidad como asesor de la Junta Económico-Administrativa,
alcanzando sus consejos las más calificadas entidades públicas y
privadas.
Vicecónsul de la Confederación Argentina, puesto en el que fué
reconocido por el Gobierno oriental el 17 de octubre de 1856, brindó
eficaz ayuda a los connacionales según consta en diversos testimo-
nios de época.
Miembro de la Junta Económico-Administrativa en 1876 ejerció
la vicepresidencia de la comuna hasta el año 1878, fecha de su
retiro. Desempeñó asimismo la presidencia de la Comisión de Ins-
trucción Pública al propiciarse la reforma escolar.
Residiendo en la 2% sección urbana de calle Ituzaingó vino a
fallecer el 12 de febrero de 1888 a los 69 años de edad, víctima de
una cruel dolencia.
Había desposado en primeras nupcias el 24 de mayo de 1858
con María Custodia Ríos, natural del país, hija de Venancio Rios y
Ascensión Lascano.
Muerta la cónyuge en plena juventud, Brian rehizo su vida el
12 de mayo de 1876 al contraer enlace con doña Magdalena Braga,
vástago de un conocido hegar. Dama vinculada a los anales filar-
mónicos de la ciudad, sobrevivió algunos años a su esposo, ya que
dejó de existir el 1% de marzo de 1896.
Tenia por entonces 46 años de edad, quedando los huérfanos
María, Adolfo Mario y Adolfo César.
BRIAN. SANTIAGO,
175
tearon tremendas disputas sobre los predios abandonados por los
primitivos posesores.
En materia comercial junto con su hermano Remigio fundó la
firma Brian Hermanos, importante casa de ramos generales, arrui-
nada por el sitio y saqueo de la plaza, acaecido el 26 de diciembre
HA A
de 1846.
Refundada en 1851, esta segun-
da época alcanzó su máximo auge
en los años que precedieron a la
Toma de Paysandú, suceso bélico
originario del tercer y último ciclo
concluido hacia 1875. Este impor-
tante comercio, sito en la calle
Real, figuró entre los más impor-
tantes de su época, malográndose
el trabajo de siete lustros, ímproba
labor a través de épocas muy du-
ras, por la vorágine de las gue-
rras civiles.
Persona de reconocida capaci-
dad, desempeñó puestos de jerar-
quía, prestando asimismo su valio-
sa colaboración a las instituciones
judiciales en plena Guerra Gran-
de. Defensor de pobres, menores y
esclavos en 1845, resultó electo
Alcalde Ordinario para el período
Santiago Brian del año 1860, acompañándole en
la importante gestión con carácter
de suplente D. Fulgencio Moreira. El 1? de mayo de 1843 había des-
posado con doña Josefa Ruiz —hija del estanciero José M. Ruiz y
Romana Paredes—, matrimonio que vino a vincularlo con una de
las familias más antiguas y prestigiosas de la Villa.
Al insinuarse el calamitoso asedio de 1846 resolvió permanecer
en el pueblo acompañado de su esposa y los pequeños hijos.
A la pérdida total de los bienes, ya que las fincas de los her-
manos Brian fueron incendiadas por las bombas de abordo incine-
rándose entre las llamas los muebles y ropas de uso, debió sumarse
el vandálico asesinato del párvulo mayor de D. Santiago.
Escondido entre las ropas de su madre mientras vascos y negros
se entregaban a las más desentrenadas orgías, fué descubierto el
niño por uno de aquellos bárbaros y muerto de inmediato a botes
de lanza. Luego el cuerpo de la infeliz criatura, como el de otros
mártires arrebatados de sus cunas siguieron el paseo de aqdauellas
176
turbas, atravesados por las lanzas como los mejores trofeos de una
guerra sin cuartel.
Episodio de tintas horrendas, constante en documentos de épo-
ca, ha traspasado el siglo sin perder el matiz de un episodio de
aquelarre...
Luego de tamañas desgracias la familia buscó refugió en Entre
Ríos, donde contaba numerosa parentela, permaneciendo en el des-
herro hasta el año 1851, fecha en que se hizo la paz.
Reinstalado en el país desde el aludido milenio, Santiago
Brian. sin abandonar las ocupaciones en que era idóneo, se dedicó
al cultivo intelectual de su progenie, loable empeño en el que debía
secundarle su tía política, doña Leonarda Paredes, rica gran dama
siempre dispuesta a ofrendar su ayuda por los sobrinos-nietos.
Habla del tesón y las miras hogareñas el significativo hecho
que algunos vástagos alcanzaron por méritos propios las más altas
posiciones en ambas repúblicas del Plata.
El primogénito Santiago Brian alcanzó el título de ingeniero
civil en Buenos Aires, el año de 1879.
Fué uno de los constructores del ferrocarril de la Plaza del
Once —hoy Miserere— de la capital argentina, ciudad donde vivió
el resto de sus días. Allí contrajo enlace con doña María Gómez
Obligado, de la que no hubo sucesión.
En el Uruguay el doctor Angel Brian —nacido en el año 1851
durante el exilio entrerriano—, fué personaje de primera linea du-
rante las presidencias de Santos y Julio Herrera y Obes, tanto que
este último hizo un verdadero aforismo al hablar de su imprescindi-
ble secretario: “Si no existiese había que fabricarlo”. Tal su medida
en la dimensión politica de aquel tiempo.
Mientras la descendencia desaparecía del solar natal en bús-
queda de nuevos horizontes, el señor Brian y su consorte permane-
cieron en el terruño junto a un hijo político que al cabo fué la ruina
finomciera de la familia.
Ya anciano y en la pobreza —no obstante haber maneiado
otrora cifras millonarias— por expreso empeño del ingeniero Brian
abandonó para siempre el solar, radicándose en Buenos Aires
en 1886.
Los últimos años de aquel verdadero prócer del comercio, las
finanzas y la sociedad lugoreña, no fueron nada felices, viéndose
conturbado por sucesivas desgracias que entristecieron sus días
finales.
A la muerte de su esposa doña Josefa Ruiz de Brian, acaecida
en 1894, concretó todos los desvelos en su nieto Angel Núñez Brian,
aventajado estudiante de medicina y compañero suyo en aquello
que llamó “el ostracismo porteño”.
Próximo ya a optar el título el joven coterráneo se vió afectado
177
por un mal entonces de pronóstico reservado, a cuyas consecuen-
cias dejó de existir el 3 de enero de 1899.
Pese a los años. el anciano abuelo tuvo para sí el triste deber
de acompañarlo hasta el Cementerio del Oeste, donde la mejor
juventud de la sociedad porteña se congregó para despedir al amigo
dilecto en un magnífico discurso de Achával Rodríguez.
Prueba demasiado dura fué ésta para la quebroantada salud
de Santiago Brian, pues de sus resultas feneció poco después en la
capital argentina.
Formaron su descendencia entre otros vástagos el coronel ar-
gentino José Brian que actuó en la campaña del Chaco; el renom-
brado médico Angel Brian de notoria actuación en los anales
políticos del Uruguay, galeno que desposó con Urbana de Arteaga;
el ingeniero Santiago Brian, esposo de María Gómez Obligado, hija de
un conocido hogar porteño; D. Santos Brian, D. Nereo Brian, Cecilia
Brian, esposa de Jcaquín Núñez; doña Olaya Brian, consorte de San-
tiago Libarona, y Rosaura Brian que sobrevivió a sus hermanos fa-
lleciendo célibe.
178
merciales de 1817, Legajo 30, del Archivo de la Nación de Buenos
Aires, documento ilustrativo de cuanto era capaz aquella recia
galaica.
Sin mengua de los padecimientos sufridos en Concepción del
Uruguay por los sucesos políticos que envolvían a las provincias
federales, la propia doña Mercedes Ortiz abandonó su casa y nego-
cio para embarcarse en la goleta “Constancia”, de Narciso Martínez
de Hoz, encargándose ella misma de entregar los fardos de cerda,
cueros y sacos de sebo vendidos a Miguel Galup.
Pleno de notas indiscretas corrió el pleito, interviniendo a favor
de la matrona europea el comandante Miguel Díaz Vélez, D. Fran-
cisco Hurtado y Juan Faviana, conspicuos vecinos que no tuvieron
empacos en declarar que todos los negocios concepcioneros y la
tienda estuvieran a su cargo, no obstante estar empeñada en la
educación de los tres hijos.
Firme en los propósitos de jerarquizar los derechos que le co-
rrespondian, prosiguió el tráfico comercial y el año 20, en salva-
guarda de algunos intereses se constituyó para siempre en tierra
oriental.
Todo el nexo familiar en la vecina República se redujo desde
entonces a la progenie de Lucas Márquez, cuñado suyo y un her-
mano Damacio Ortiz y Fresno, al que heredó en 1851.
Dentro del poderío que le daba una sólida posición económica,
doña Mercedes aunó en breve tiempo la prominencia social y poli-
tica con el matrimonio de su hija Joaquina, esposa del enmandante
español Ramón Santiago Rodríguez, jefe de la Villa bajo dominio
brasileño.
Por regalía fiscal los Brito poseyeron desde entonces un solar
encuadrado por las actuales calles Independencia y Charrúas, alzán-
dose la residencia familiar sobre la intersección de Queguay y 18
de Julio (N. O.).
La esforzada matrona poseyó asimismo varias propiedades
urbanas y numerosas suertes de campo indiviso que luego se per-
dieron en inútiles reclamatorias al intervenir gente de mayor
influencia en los estrados judiciales.
Doña Mercedes O. de Brito falleció el 19 de junio de 1863, a los
85 años de edad.
Los primeros recuerdos históricos de Brito arrancan en plena
dominación brasileña. según se desprende de unos apuntes de Car-
tera, corta memoria autobiográfica escrita por el protagonista en los
dias de la vejez.
El año 24, época en que apenas contaba 15 años, fuí empleado en las oficinas
del Gobierno Brasilero, que a la sazón dominaba la ciudad de Montevideo, El coronel
Don Ramón Rodríguez, español, al servicio del Brasil en esta parte de la Provincia,
era el Jefe superior inmediato de las fuerzas brasileras, destacadas en el Rincón de
179
las Gallinas. Siendo, como era, casado con mi hermana Joaquina Brito, me trataba
con el cariño de un padre. A la edad de 16 años me llevó a su lado. Rodríguez
vivía en Paysandú en casa de mi madre, ranchos que más tarde fueron la panadería
de Abril. Allí presencié cosas que en adelante comprendí ser la fermentación de los
espíritus en favor de la libertad, los pasos preliminares para la Independencia de esta
República.
Mi referido cuñado era un hombre no vulgar en su época; poseía regular ins-
trucción, y esto, unido a sus cualidades morales, le granjeaba las simpatías y con-
sideración de que gozara. Amigo íntimo del general Rivera, en casa los ví más de
una vez reunidos con importantes jefes Riograndenses, combinando los medios de
independizar esta Provincia con la del Río Grande y otras brasileras y argentinas, para
cons'ituir un Estado fuerte e independiente, algo así como el ideal de Artigas.
A pesar de cuanto se diga, Rivera era querido por los principales y más pres-
tigiosos caudillos brasileros de la vecina provincia.
Por lo que he juzgado después, cuando esas sigilosas entrevistas, el movimiento
estaba a punto de estallar. Indudablemente se habian hecho muchos trabajos, y el
ejército (imperial) se hallaba anarquizado.
Un día llegó un jefe de caballería, un tal Jardin.
Mandaba un destacamento en el Rincón de las Gallinas y venía con su gen!e
en completa discordia con el jefe de la infantería que quedaba en aquel paraje,
el cual, si mal no recuerdo, era un coronel Rodríguez.
Jardin, venía en queja ante mi cuñado. Este aconsejóle y por la noche despachó
varios chasques, marchando a su vez a campaña.
Una noche, no estando mi cuñado en el pueblo, una fuerza rodeó la casa. En-
traron varios de los que la componían, me ataron en la cama, y me llevaron a
presencia de su jefe. Reconozí al coronel Laguna, quien en el acto se apercibió del
error de sus subalternos, que lo que querían era únicamente prender a aquél. Fuí en
el acto puesto en liberiad; y Laguna me hizo entregar los parejeros de Rodríguez,
que la gente se había llevado. Ese movimiento fué concordante con el de los Treinta
y Tres según se vió más tarde.
Días después, un general brasilero y mi cuñado se «embarcaron en el puerto de
Callejas, quejándose del general don Frutos Rivera, porque creían que los había
traicionado, malográndose una empresa pacientemente preparada y de la mayor
importancia. Pasado esto, quedé en el hogar al lado de mi familia.
Cuando el Ejército Nacional marchó de San José del Uruguay, sobre la frontera
«a dar frente a la del Brasil, el general don Julián Laguna ordenó la reunión de todas
las mi.icias del Departamento de Paysandú, sin excepción de persona, no sólo para
cualquier emergencia con el Imperio, sino para sujetar la gran cantidad de desertores
y partidas de bandoleros que quedaban a retaguardia del ejército y amagaban a
los pueblos.
ARS El general nombró para comandante de las milicias de este Departamen'o a
D. Faustino Tejera, y como capitanes a Puertas, Eusebio Francia y Marcos Arce;
como subtenientes a Melchor Pacheco, Francisco Santa Cruz, Bartolo Paz y Pedro J.
Brito; como ayudante a Juan Santin; como sargentos a Francisco González (alias Co-
rrientes), Manuel González, Antonio Nuvell y Domingo Zambrana y brigada a Vidal.
Al marchar es'a milizia a recorrer la campaña, el general entrerriano saco ¿os
hombres más aptos para ella y quedó mandando el pueblo D. Felipe Rodez con los
oficiales, capitanes Vicente Nuvell, teniente Santiago Larrachao y Marcos Arce; aliére-
ces Bartolo Paz y Pedro J. Brito; sargentos Manuel Gonzdlez y Antonio Nuvell y brigada
Vidal.
Después de la batalla de Ituzaingó se nos disolvió.
180
forzoso revistió toda la dignidad del que debía combatir “contra sus
propias convicciones partidarias.
Adicto al general Rivera no tardó en ofrecerse a los vencedores
del Palmar cuando éstos se aproximaron a la Villa,
En 1839 a raíz de la sonada fuga del alcalde ordinario Felipe
Galán, repudiado por los más calificables personajes locales, vino
a sucederle en la judicatura lugareña desde el 26 de febrero hasta
promediar el año, fecha en que se produjo la Invasión del general
Echagúe.
No existiendo en la Villa autoridad alguna al retirarse el ejér-
cito invasor, el exalcalde fué nombrado Comandante Militar del
Norte con asiento en Paysandú, desde cuyo punto supo la derrota
de Echagúe en los campos de Cagancha y el accidentado pasaje
de Urquiza por Casas Blancas.
El dramático cruce efectivo por ayuda de Benito J. Chain, libró
al jerarca entrerriano de caer en manos de los perseguidores, va-
deando el Uruguay en una pelota tirada por el zaino Rabioso,
trasbordo dificil porque la débil embarcación hubo de naufragar,
salvúndose merced a la pericia del vaqueano Góngora.
Con la partida del general Angel Mariano Núñez, Brito había
quedado al frente de los destinos locales, constituyéndose en la
estancia de Chain no bien tuvo noticias de la derrota rosista, porque
de otra manera hubiera sido riesgoso permanecer en la Villa. Aquí
se le reunieron mós de 400 prófugos federales que posteriormente
engrosaron los escasos efectivos del coronel Federico Búez y el
capitán Lancebó.
Asimismo, al principiar enero de 1840 Brito tuvo el honor de
recibir al general José María Paz, “que venia huyendo de Buenos
Aires y deseaba incorporarse al general Rivera”, deseo que hizo
efectivo al contratar la embarcación de Esteban Pederán, práctico
que condujo al célebre guerrero hasta el campamento de San José.
El joven comandante concluyó su gestión en agosto, al concer-
tarse la entrevista celebrada entre los comisionados de los gobier-
nos de Corrientes, Entre Ríos y Montevideo. Desde entonces la
plaza quedó a cargo de comandantes eventuales y apenas se re-
pite el nombre del excelente funcionario al gestionarse la formación
de un Censo regional, tarea en la que debiesn coadyuvar los pro-
pietarios José Larrachao, Cayetano M. de Almagro, Pbro. José Oriol
de San Germán y Marcos Arce. Este encargo no tuvo efecto por la
calamitosa despoblación regional y el ambiente de guerra que aso-
laba al país. (24 de diciembre de 1841).
Los mencionados “Apuntes de Cartera” confirman los hechos
precedentes con numerosos detalles de notable interés retrospectivo.
El año 39, habiendo invadido el país el general Echagúe con un ejército argen-
181
tino y teniendo que marchar con su división al Ejército Nacional, el jefe del Norte,
coronel D. Angel M. Núñez, por orden del Presidente de la República general Rivera
me dejó encargado del Norte, a retaguardia del enemigo. Los invasores dejaron una
división al mando del coronel Ruedas.
Por mandato superior y con la protección de la escuadrilla del coronel Four-
mantin (alias Biguá) formé una división sin más recursos que mi escaso peculio
particular; cuya divisón la entregué al coronel don Fortunato Mieres y el comandante
don Pedro Alzamendi, los que en San Antonio y Tacuarembó derrotaron completamen-
te a las huestes adversas.
Mi parte lo recibió el Sr. Presidente General Rivera, uno o dos días antes de
la batalla de Cagancha.
La primera división vencedora después de esta célebre acción, que apareció
en el Departamento, fué la del coronel Luna y su segundo el comandante D. Felipe
Fraga, de los que recibí la no'a siguien'e:
“Escuadrón N* 2 de Tiradores del Ejército de la República. Sánchez, Enero 10 de
1840. El coronel que firma pone en conozimiento del señor Jefe Político de Paysandú, a
quien se dirige, que hallándose en este punto con el Escuadrón de su mando y ha-
biendo sabido en esta fecha que una partida enemiga como de cincuenta homkres
ocupa el Rincón del Bellazo y creyendo el infrascripto para persegu'rlcs que V.S.
disponga sean acosados por esa parte del Arroyo Negro, mientras por esta se ma-
niobra sobre ellos, sin embargo que hasta mañana a la noche no podré hacerlo,
se lo par!icipo para sus efectos. José María Luna. Al Jefe Político del Departamento
de Paysandú, D. Pedro Brito”. Impartí las órdenes del caso; pero no fué posible evitar
el pasaje a Entre Ríos del General Urquiza, que efectuóse frente a la isa Camacuá,
pues me faltaban elementos bélicos bastantes y ya habia cruzado el río Uruguay
a toda prisa, auxiliado por D. Benito Chain que vivía a inmed:aciones de ese paraje.
En cambio, más de 400 de sus soldados dispersos se me presentaron y los en-
tregué algunos días después al teniente coronel Federico Búez y al cap:tán Lancebó,
para levarlos al ejército legal. Cuando el Presidente de la República Sr, D. Frutos
Rivera acampó en la costa del Queguay renuncié al puesto que ocupaba y se reci-
bieron de él el Señor coronel Luna y el coronel López de Haro.
Con respecto a las rudas alternativas del momento bélico el general Ventura
Rodríguez —sobr:no de Brito— dejó una descripción fehaciente, tanto más valedera
por haber sido testigo ocular de los hechos:
“Como quedara la jefatura en acefa.iía —por retiro del comandante Mauricio López
de Haro— se encargó de ella interinamente el alcalde ordinario don Pedro J. Brito,
el que recurrió al vecindario para organizar una policía de seguridad, pues no se
había dejado ninguna fuerza militar.
En ese tiempo fondeó en el puerto nuestra escuadrilla al mando del coronel Four-
mantin, compuesta de un bergantín, una goleta, un patacho y algunas balleneras
armadas a guerra. Los principales comandantes de barcos cuyos nombres recuerdo,
eran Cardassy (a) El Griego, padre del abogado del mismo apelativo que residió mu-
chos años enire nosotros, y Juan Lamberti (a) Capraya.
Tenía orden del gobierno el coronel Fourmantin de auxiliar la población y guar-
dar su tranquilidad, cosa difícil debido a las circunstancias que se conciben. Con
frecuencia se producían choques parciales entre vecinos e invasores.
La mayor parte de las personas de alguna significación habían abandonado sus
casas, contándose entre ellas Raña y Paredes que se plegaron al ejército rosista; y
los colorados como Juan de la Cruz Monzón, sus hiios, don Gabino Visilac y oros
se incorporaron a las fuerzas orientales; para Montevideo se fueron don Benito Chain,
don Francisco Vázquez y otros. Algunos pocos como Rivarola y Almagro, que creían
en la legalidad del gobierno de Oribe se dejaron estar esperando el desarrollo de los
acontecimientos,
Viendo la falta de seguridad que había en la Villa, el coronel Fourmantin des-
182
embarcó algunos infantes y unos diez y seis soldados de caballería al mando del
alíérez Juan Andrés Urquiza. Esa partid:ta desde las ocho de la mañana hasta la
pues:a del sol hacia el servicio de descubierta, regresando por la noche al puerto.
El alca.de y jefe político interino don Pedro J. Brito también se iba a dorm.r allí
resguardado por los fuegos de la escuadrilla. Los vecinos quedaban, como se ve,
abandonados a sus propias fuerzas.
£l pique:e mandado por el alférez Urquiza estaba demasiado expuesto a un
ataque repentino, debido a la configuración del terreno y escasez de fuerzas.
Un día fué sorprendido. Veamos cómo ocurrió el hecho:
+. «La parte más compacta de la Villa se levantaba a inmediaciones de la hoy
plaza Cons'itución.
La iglesia y la escuela pública eran dos ranchos largos de techumbre pajiza.
Cuando más existirían diez o doce casas chatas de azotea y tejas acanaladas,
El campo que circundaba esa parie urbana estaba erizado de espinillos, talas
y tunales. Para ir al puerto se transitaba por sendas tortuosas abiertas en esas
espesuras, o por el cauce de los zanjones abiertos por el capricho de las aguas
pluv:a.es.'
Fácil le era, pues, al enemigo emboscarse. Y así lo hizo, permaneciendo oculto
en un cañadón hasta las 12 m. del día siguiente, hora en que le llevé el ataque,
Esa mañana, como de costumbre, el piquete hizo su recorrida y como no se
notara nada anormal, el alférez Urquiza dejó que sus soldados fueran a tomar mate
bajo el alero de los ranchos donde abundaban las buenas mozas de naturaleza
cerril, pero acces:bles al amor.
Cuando todos estaban entretenidos, el enemigo cargó sobre la población co-
riendo a sus guardianes. En una de las sendas del puerto recibió la muerte el
alférez Urquiza. Fué el único del piquete que le cupo tan triste suerte.
No sé por qué circuns:ancias el encargado de la Jefatura D, Pedro J. Brito no
subió ese día para el pueb.o, permaneciendo en el puerto.
Otra noche entró una partida de blancos. Después de cometer algunas violaciones
en los ranchos no defendidos se fueron a una pulpería que tenía D. Pedro J. Brito
donde es'la calle Montevideo, esquina Norte de la de 18 de Julio. El negocio estaba
en un rancho. Sacaron a su dependiente y al día siguiente fué encontrado degollado
en la c<a.le, etc. (EL Día, 16 de junio de 1894, Paysandú).
Después de la batalla de Arroyo Grande, —prosigue Brito en su autobiografía—,
por disposición del mismo general Rivera se organizó un convoy, y yo formé parte
de él, hasta que el general Aguiar dispuso fuera a la capital con una orden.
Enseguida vino el sitio (de Montevideo), durante el cual serví en la Artil.ería,
en la batería General Rivera, al mando del comandante Natal,
Más tarde, el Gobierno mandó al señor general don Anacleto Medina en expe-
dición al Uruguay, y a fin de organizarla, el Ministro de la Guerra, coronel Lorenzo
Batlle le pidió una lista de jefes conocidos y de entera confianza, tocándome ser
inclu¿do en ella.
Dicha expedición fracasó, sin embargo, y por lo tanto, quedamos estacionados
hasta la toma de la Colonia, para cuya guarnición, conducía yo los víveres y per-
ttechos de guerra.
Tomada la Colonia (1845) permanecimos en Montevideo hasta fines del sitio.
Cuando la revolución que terminó con la hecatombe de Quinteros, serví con el
coronel D. Fausto Aguilar y el comandante D. Ambrosio Sandes en la División que
estos bravos mili:ares tenian en los Queguays.
Terminada la revolución, me retiró a vivir en Buenos Aires, de donde regresé al
país en 1866.
Respecto al suceso de Quinteros, estoy bien interiorizado del secreto de una trai-
ción, que fué la que ocasionó la desastrosa capitulación, y luego la matanza.
Muchos han escrito sobre esa hecatombe, pero nadie conoció ni medianamente
la causa.
183
Cuando se preparaba la revolución, fuí con el coronel Aguilar a Montevideo y
allí hablamos con el factor principal de ese movimiento, que lo era el Dr, D. Juan
Carlos Gómez; —él disponía y él mandó a Aguilar que reuniera y recibiese órdenes
de un hombre funesto que había aqu' en Paysandú y al cual creía colorado de buena
fe.— Dije entonces al Dr. Gómez que ese hombre nos traicionaría.— Yo lo conocía
bien.— Se lo repetí varias veces; pero el ilustre escritor le tenía confianza, y eso
nos perdió; porque ese hombre no permitió que Fausto y Sandes con la división que
tenían salieran de los Queguays, so pretexto de órdenes reservadas que decía haber
recibido de la capital.
Yo mismo fuí más de una ocasión con Fausto a verle para poder operar, y
presencié la tenaz resistencia que hizo para que la gente del Departamento no se
moviera.
Por intermedio de Tomás Gauna, que estaba de este lado del Río Negro, sabía-
mos la terrible situación en que se encontraban nuestros compañeros de causa al
mando del valiente y pundonoroso César Díaz.
¿Cómo en una noche de jornada no los hubiéramos podido salvar, allegándoles
el concurso de nuestra división compuesta de gente escogida, tan'o más, cuanto que
también estaba Caraballo en el Departamento con otro buen contingente?
Sin embargo, las cacareadas órdenes reservadas echaron todo por tierra.
El nombre de ese hombre quedará en el mis'erio, porque para darlo a luz tendría
que hablar de las razones de interés pecuniario que lo indujeron a cometer tal in-
famia.— Mis hijos lo saben: ellos algún día hablarán, que la historia no se escribe
sobre los sucesos frescos. (Pedro J. Brito, Apuntes de Cartera. “El Paysandú”, noviem:
bre 6 de 1894),
185
lino Saffons, y tras los comicios reglamentarios, la nueva Junta fué
encabezada por Brito en calidad de presidente y Saffons como vice-
presidente.
Falleció octogenario el 25 de julio de 1894. Dijo “El Pueblo”
en la nota necrológica de este meritorio ciudadano, que había sido
amanuense de Lecor y secretario de Rivera. “Juró la Constitución
en Paysandú el año 1830 y fué Jefe Político, alcalde y edil”.
Hasta pocos dias antes de morir se le vió recorrer las calles con
su porte enhiesto aún y la nivea barba, que le daban un singular
aspecto patriarcal.
Pedro J. Brito contrajo enlace el 24 de marzo de 1833 con doña
Cándida Alegre, hija del extinto patriota Domingo Alegre y de Li-
bania Olivera.
Según el Censo del Exodo, este matrimonio engrosó la columna
artiguista con un carruaje, tres hijos menores y dos esclavas, acorm-
pañándoles los consanguíneos Manuel Olivera, su esposa María
Acosta y un párvulo.
186
“La Fraternelle” y como socia activa de la Asociación femenina
que sostuvo el Hospital de Caridad.
Intima amiga de la venerable Jacinta Payró de Lanata, no mez-
quinó jamás su tiempo a favor de caritativos fines. No hubo caso de
triste desamparo en que ambas señoras no intervinieran, demos-
trándolo un frondoso anecdotario, rayano en lo heroico.
En 1890, a raíz de la postración física del maestro Brunet, la
sociedad devolvió en minima parte los beneficios aportados por su
esposa, ayuda material que se tradujo hasta el fallecimiento del
notable educador.
Radicada en Buenos Aires por espacio de muchos lustros, allí
ocurrió su muerte el 21 de junio de 1929. Es fama que nunca dejó
transcurrir el aniversario del deceso materno sin depositar en la
plaza San Martín su modesto homenaje floral.
187
Genuino amigo de la colonia francesa rehizo su vida al desposar
con doña Escolástica Lahire Garicoche, natural de Montevideo e hija
de un legionario defensor, matrimonio que bendijo el doctor Federico
L. Aneiros en la parroquia de San Telmo, el 14 de agosto de 1866.
(Libro 6* de Casamientos, folio 336).
Nuevas obligaciones contraídas
en el flamante estado, más las pe-
nurias del exiguo remunerativo,
promovieron en 1867
el abando-
no de la cátedra porteña, máxime
porque desde Rosario de Santa Fe
no menudeabom significativas ofer-
tas que luego declinó a favor del
petitorio sanducero, hecho en base
a la entrega de una escuela y
otras mejoras que a la postre re-
sultaron ilusorias.
Preciso es comprender el franco
deseo de trabajo y el condigno
ofrecimiento desde estas latitudes,
razones que le movieron a rele-
gar los objetivos intelectuales de
una urbe y el trato de sus alum-
nos predilectos —el luego doctor
Francisco E. Quesada, los Ancho-
rena, Pividal, Varras, etc., para
justificarse el tramonto a tierra
Juan Claudio Brunet
desconocida, donde era necesario
rimmteorlo todo.
El 12 de diciembre de 1867, conforme noticia de la prensa local,
Monsieur Brunet inauguraba el “Colegio Franco-Inglés” en la exresi-
dencia de Manuela Marote, frente a la plaza Constitución, digno
cargo en el que había de transcurrir los últimos veinticuatro años
de su útil existencia.
Coincidió la apertura de la nueva casa de estudios con el cese
del “Colegio Fraternidad”, que según Pereda, “funcionaba con buen
éxito”, refundiéndose ambos establecimientos bajo la eficaz direc-
ción del educador europeo.
El nuevo instituto poseía excelentes instalaciones y por enton-
ces sólo pudo equiparársele el “Liceo del Plata”. de Fontan Illas,
contando, asimismo, “numeroso y selecto cuerpo de profesores” y
un “crecido número de alumnos externos, pupilos y medio pupilos”.
Además de las asignaturas comunes, la enseñanza de idiomas in-
cluyó el francés, inglés, alemán, latin y griego, conformando un
programa tan eficiente y completo que por convenio único suscrito
188
por Monsieur Cosson, director del Colegio Nacional de Buenos Aires,
los alumnos podían ingresar en esta conocida institución.
Pero donde Brunet se magnificaba hasta límites imponderables
era en la enseñanza de la literatura clásica francesa, ya que Raci-
ne, Corneille, Boileau, Voltaire, Rousseau, Moliére y Lafontaine
constituian sus autores predilectos.
Desaparecida la generación coetánea, a más de medio siglo.
los restos de la biblioteca y las fábulas cantadas por gente nona-
genaria, persuaden hondo la intensidad del trabajo magisterial y
el desvelo por las buenas letras.
Compartia en 1871 esta labor, la señora Adela Royol, también
eximia pianista y encargada de los cursos musicales donde, como
no pudo ser de otra manera, se dió preferencia a las manifestacio-
nes líricas de Francia.
La segunda sede del colegio, que no fué definitiva, radicó en
calle Rincón, amplia casa de aulas separadas a cargo de la refe-
rida matrona, directora de un curso especial para señoritas.
Tanto la rigidez del método y las facilidades vigentes en la
Argentina, ccrecentaron la calidad y el número de educandos, al
punto que pocos años después, el instituto centraba las preferencias
de padres y alumnos.
Los primeros futuros bachilleres matriculados en Buenos Aires
fueron Eduardo Fernández Vissillac y Eduardo de Fuentes Legar,
este último muerto casi al optar el diploma de médico.
En orden correlativo siguieron los hermanos Cipriano, Remigio,
Carlos y Santos Brian, mereciendo especial recuerdo el segundo,
alumno de esclarecidas dotes intelectuales, en quien propios y ex-
traños cifraban las más fundadas esperanzas.
Al segundo plantel sanducero perteneció Martín José Warnes,
entonces estudiante del tercer año (1874), fecha en que los compa-
triotas del grupo superior encabezados por Remigio Brian armaron
una revvelta contra el director Cosson, siendo expulsados del Co-
legio. Sin dar aviso a su padre y con escasos recursos, el cabecilla
tomó camino rumbo a Chile en momentos que trabajaban la línea
férrea de Mendoza. Necesitado, debió ganarse el sustento en con-
dición de jornalero hasta que pudo financiar el viaje al país trasan-
dino. Coincidió el arribo con el comienzo de las hostilidades bé'icas
contra el Perú y sin dilaciones sentó plaza en el ejército hasta al-
canzar grado al finalizar la contienda.
Vuelto a Santiago de Chile actuó en el periodismo y desde esta
fecha se extinguen las noticias del más brillante alumno del “Co-
legio Franco-Inglés”. Por imperio de causas adversas vinieron a
perderse las tandas de mayor significación intelectual, obrando de
consuno en el malogro, las guerras civiles y el éxodo de numero-
sas familias.
189
Radiados para siempre del solar nativo, muchos jóvenes orien-
tales en el curso del tiempo alcanzaron puestos espectables en la
judicatura, el foro, la clínica y el ejército extranjero, pérdida irre-
mediable y harto sensible si es de atenerse a su número y calidad.
En 1874, al clausurarse el “Liceo del Plata”. la enseñanza se-
cundaria local quedó librada a los arbitrios de Brunet, verdadero
apogeo del ilustre intelectual, tanto por el número de asistentes, la
bondad de los profesores y un número de comodidades hechas a
base de notorios sacrificios.
No por esto hubo de variar la lírica pobreza del pedagogo, ya
que los remunerativos siempre cortos no podían incrementarse al
admitir un alumnado al que muchas veces era necesario proveer
de lo más imprescindible. Por esta razón, las propias utilidades vol-
vian al Colegio en forma de materiales y provisiones, creciendo
únicamente la nutrida biblioteca, para la que agotó en cada viaje
el total de los ahorros.
Otro importante núcleo estudiantil abandonó nuestras playas en
1879, optando esta vez por un instituto de Montevideo. El contin-
gente fué integrado por los jóvenes Luis, Enrique y Arturo Monarell,
José María Otero, Antonio Feijóo, José, Mariano y Agustín Cortés,
Fulgencio Moreira (h.), Adolfo y Enrique Plottier, Isabelino López de
Haro, Luis Esteves. José y Eduardo Espalter, luego meritorios ciuda-
danos en las esferas de sus respectivas actividades.
Pupilos del P. Gamba, algunos fueron acaudillados por el ex
alumno José Batlle y Ordóñez, que se perfilaba entre todos los con-
tertulios por sus ideas revolucionarias y cuyo verbo sería oriente
definitivo en la vocación política de los compañeros.
Rico venero de una época heroica, el famoso “Colegio Franco-
Inglés” guarda la mejor fuente informativa en los propios libros
escolares, acopio de las no reprimidas ansiedades de época.
Con la generación del 80 egresaron entre otros coterráneos Da-
niel Dufrechou, Alejo Peyret, Vicente López, Manuel dos Samtos
López, Maximiliano Aberastury y Manuel Bergallo. Estos dos últimos
alcanzarían distinguida figuración en la capital argentina, donde
radicaron pora siempre Aberastury obtuvo el diploma de médico,
especializándose en dermatología. Contraído al estudio con una de-
dicación ejemplar fué luego maestro eminente de la Facultad por-
teña. Manuel Bergallo, a su vez, optó por la jurisprudencia. Abogado
de renombre en el foro argentino, tras largos años de ejercicio pro-
fesional pudo retirarse a merecido descanso.
Con todas las alternativas de una institución privada, la casa
de estudios de Mr. Brunet subsistió hasta principios del año 1889,
fecha en que los males físicos comenzaron a doblegar la achacosa
salud del educador galo.
Pobre en grado heroico y pese a la entidad de sus males, mien-
190
tras las fuerzas le permitieron continuó la brega escolar bajo el
aliento inguebrantable de su esposa Escolástica Lahire, antaño be-
néfica colaboradora de las sociedades caritativas.
Postrado al fin de sus días. toda la ciudad prestigió repetidas
colectas a favor del inolvidable maestro, estéril desvelo popular, ya
que nada pudo hacer la ciencia ante los embates de la enfermedad.
Falleció el 11 de febrero de 1894 y “El Paysandú”, en un sen-
tido ponegírico ajustado a la verdad de los hechos, había de pro-
clamarle: '“Eminente apóstol de la enseñanza”, e “infatigable obre-
ro”, titulos que le acuerda la justicia histórica.
BURONE. JUAN,
191
En 1835, inicio de estas actividades, la referida casa armadora
no sólo costeó el pasaje, sino que intervino directamente con sus
cuatro barcos para conducir herramientas, especies y hasta la pro-
pia mantención necesaria en el crucero.
Por su parte, el gobierno nacional otorgó toda clase de facilida-
des, anuladas después por el estado de guerra imperante en el de-
cenio 1840-1850. Mientras tanto las inversiones de la sociedad ge-
novesa obligaron al capitán Burone su pasaje a Montevideo, travesía
cumplida con todos los suyos.
Habiendo encontrado un medio
ANT apto para los negocios de su in-
> Í terés, luego del inevitable fraca-
so en Cosmópolis, Burone retuvo
la agencia maritima y los cuatro
barcos de la Sociedad, acreditán-
dose el mejor concepto entre los
marinos nacionales y extranjeros.
En el año 43 trabó amistad con
José Garibaldi, y este vinculo fra-
terno debía perpetuarse a través
del tiempo en los recuerdos fami-
liares de Barreda.
Acompañaban —por entonces— a Garl-
baldi su esposa Anita y un hijo de corta
edad. Habitaron una casa vecina, Ambas
familias estaban fresuen'emente jun'as.
La guerra ardía en el Plata y Garibaldi
tomaba en ela su conocida intervención.
Sentía por mi bisabuela un cariño casi
de hi'o, pues la llamaba “mama”.
A veces, mostrándole el poncho con agu-
jeros de bala, cuando volvía de algún
Juan Burone encuentro, ““Vedi mama!” le decía en los
años agitados que vinieron después.
Tratándose ya de Anita, la amistad entre ambas señoras era cordial, pero in-
completa. No podía ocurrir de otro modo entre una mujer que leía el Ariosto, y otra
que sólo era bravura y sencillez. Como brava, lo era la esposa de Garibaldi, y las
mentas no engañan,
Aconteció una vez que, trenzados en violenta gresca, metióse de rondón hasta
el patio una turba de hombres. Pero Anita, ni corta ni lerda, tomó una espada de
su marido, y de lomo y de plano, a cintarazo limpio, dejó en pocos segundos el patio
libre de gentuza. Volvió luego, trémula aún de coraje y, envainando el acero, lo co:gó
de nuevo a la cabecera del lesho conyugal. Hay otra anécdota de Anita, recordada
también por mi madre, como todo lo que estoy relatando. Y, como también recogido
de labios de sus abuelos. Ella dejó una frase en la familia que siempre venía a
colación cuando alguna “morocha” caía en la sopa. “Nao —se bromeaba, mudándose
el plato— es cebola queimada”.
En el año 1847, entre batalla y batalla vino al mundo Riciotti, hijo de Garibaldi,
nacido sin duda en Montevideo. La intimidad de las familias seguía tan estrecha y
192
afectuosa, que ris bisabuelos fueron sus padrinos de bautizo. Un año después partía
el soldado para su patria,
M'entras tanto por las contingencias de la guerra, Burone perdió gran parte de
sus haberes viéndose en el caso de vender en pública subasta sus dos mejores em-
barcaciones. La tercera, conforme el mencionado biógrafo ““naufragó en viaie a la
India”, y el cuarto, fletado al mando del proceloso “tío Pedro”, hijo del primer ma-
trimonio, fué vendido por él en el Callao para realizar sus amores con una bella
limeña, “Perrichole”, que lo envolvió en sus redes, y tras lo cual se lo tragó la tierra.
Cc
CALVENTOS. DOMINGO TOMAS NARCISO,
193
Epoca sin trabas aduaneras ni imposiciones coercitivas, la amistad
entre los pueblos marginales del epónimo río era proverbial, conti-
nuándose a la par del nexo sanguineo que venía desde el coloniaje.
Este indubitable conocimiento de Paysandú hizo que el Goberna-
dor de Entre Rios, general Justo J. de Urquiza lo delegase por inter-
medio de Pascual Calventos, su consanguineo y entonces secretario
de la Jefatura Política, para administrar la proveeduría fundada en
la isla de la Caridad durante el bombardeo de Paysandú, encomen-
dándole además, funciones poli-
ciales en resguardo de los orien-
tales refugiados en territorio ar-
gentino.
En las horas difíciles del exilio,
cuando la mayor parte de una ciu-
dad oriental buscaba amparo en
el extranjero, la comisaria insular,
sin darse tregua y con la decidi-
da cooperación de las cañoneras
española, francesa, argentina e in-
galesa repartizron el velamen de los
buques so efectos de improvisar
carpas, cuidando estrictamente la
alimentación de aquel numeroso
concurso formado en su mayor
parte de mujeres y niños.
El general Urquiza, que conta-
ba con sobrados medios para neu-
tralizar el bombardeo de Paysan-
dú o por lo menos de impedirlo,
concretó toda su ayuda con el dia-
rio envío de reses, artículos de pri-
Tomás Calventos mera necesidad, utilería de emer-
gencia, herramientas y carbón, a
fin de aliviar el doloroso exilio. La múltiple actividad de Calventos
cumplida en el mes de diciembre de 1864 rebasa todos los elogios,
pues no escatimó medios ni sacrificios en favor de los amigos orien-
tales que la desgracia arrojaba a las playas del extranjero.
Ningún coetáneo olvidó la solícita conducta de aquel distin-
guido vecino concepcionero que hizo viable la estadía de casi tres
mil almas en un rincón hasta entonces desolado y expuesto por
completo a las inclemencias de la naturaleza.
Bien se ha dicho que al levantarse el monolito que recuerde a
las generaciones venideras la indeleble gratitud al territorio amigo,
no debe faltar en primer término el respetuoso homenaje al comi-
sario Calventos.
194
Jordonista de nota, los azares políticos lo trajeron a nuestra ciu-
dad, donde siempre gozó de merecida consideración por los huma-
nitarios favores que pudo dispensar a la nutrida caravana oriental
en la hora del mayor infortunio.
Falleció el 22 de junio de 1885 en la calle Plata número 75, sin
dejar hijos. Había testado ante el escribano Pedro Bayce y fué he-
redado por su consorte doña Clementina Bernard, francesa, de trein-
ta y ocho años. conforme los datos del óbito.
Siendo viudo había casado con esta señora el 16 de julio de
1876, acreditando el acta respectiva que era hija de los súbditos
franceses Luis Bernard y María Gaguieres.
De acuerdo con el testamento que otorgó el 17 de junio de 1885
ante el escribano Pedro Bayce, vino a instituir por herederas de al-
aunos bienes suyos a sus hermanas Marcelina Marcela y María
Calventos.
Por los mismos incisos testamentarios el grueso de los haberes
pasó a manos de la viuda, consistiendo éstos en la casa de calle
Sarandi, cuatro suertes de chacra en San Francisco y diversas ac-
ciones. En cuanto a la finca donde transcurrió los últimos días, casa
existente en las calles 8 de Octubre y Artes, por su expreso designio
la heredaron las referidas consanguineas.
195
del Archivo General de la Nación, que corresponde al año 1829.
Con notorio respaldo en materia legista ejerció con brillo hasta
el fin de su vida la ardua tarea de procurador, sin desapartarse de
las múltiples actividades requeridas por la estancia, el horno de
cal y ladrillos, y su barraca dedicada a la exportación de frutos
del país.
Dejó de existir el 30 de setiembre de 1839 a los 58 años de edad
y no obstante su inesperado deceso, la fe del óbito afirma que “ya
tenía hechas disposiciones testamentarias.”
Fn efecto, con data del 9 de febrero de 1838 en pleno juicio y
uso de rczón hizo extender su póstuma voluntad por el escribano
Manuel Cortés y Campana. Según el mismo instrumento público de-
claró ser dueño de “una Calera en la Costa del Queguay en campos
propios, una Estancia con Ranchos, Corrales, como tres mil cabezas
de ganado vacuno, quinientas yeguas, como tres mil ovejas, algu-
nas herramientas de herrería, carpintería y de horno.
“Una casa de material en la plaza de la libertad (Constitución),
un Sitio en la calle de Ituzaingó (18 de Julio), con frente a la calle
Convención. Un galpón sobre la costa del Uruguay hacia el Norte
de la Villa”, playa que aún mantiene el nombre mutilado del primi-
tivo posesor.
Legó al sobrino Juan Martínez de Rosas y Terrero "en prueba del
mucho afecto” que le profesaba y “en reconocimiento de los servicios
prestados” mientras coaudyuvó en las tareas rurales, el número de
800 cabezas de ganado de la estancia del Queguay. Además por
ctra manda testamentaria le hizo donación de los bienes que le co-
rrespondian como herencia de sus padres, existentes en el valle de
Soba. De su ilegítima unión con doña Petrona Pérez quedó un hijo,
Rafael Martín Callejas, entonces menor de edad y heredero univer-
sa de los bienes declarados en el país. Fué albacea y tutor del
huérfano su pariente Pedro Zorrilla, “vecino y del comercio de Mon-
tevideo”.
Una siniestra tragedia de dantescas proyecciones, consumada
en el seno de la misma familia, concluyó con la existencia de doña
Petrona Pérez y su vástago natural.
Dice un antiguo manuscrito refrendado por la tradición que doña
Petrona fué muerta años después por su hermana Celedonia, su-
friendo igual suerte el joven Rafael M. de las Callejas. Afirma un
raro documento de 1892 que el infortunado huérfano fué muerto por
su media hermana Francisca Viana de Cacho.
Nada consta sin embargo en los papeles oficiales, pero la ro-
busta tradición sigue en pie, no obstante el sigio corrido.
La fortuna del excabildante se repartió entre las dos medias
hermanas de su malogrado hijo, no heredándole los deudos del mis-
196
mo apellido. Cake citar entre éstos a Saturnino Callejas, luego feroz-
mente asesinado por el “indio” Dolores Zapata, alevoso sujeto cuyo
brazo armó un vecino y connacional, ansioso de robarle las hacien-
das.
197
campo sedicioso, y ya calmas las conjeturas, Díaz terminó por admi-
tirlo en la tropa. (Enero de 18538).
Partícipe en el encuentro de Cagancha, batalla indecisa libra-
da el 15 de enero en el Departamento de San José, el grueso re-
volucionario, presa ya de enorme desconcierto al no materializarse
la ayuda de los compañeros decausa, prosiguió las marchas for-
zadas hasta el Paso de Quinteros, trágico rincón donde tuvieron que
rendirse a las fuerzas gubernativas superiores en número y armas.
o e
Prisionero en Montevideo, fué
destinado con otros compañeros
de infortunio al batallón de artille-
ría del Fuerte San José, mantenién-
dose en la ciudad capitalina hasta
el año 1862, época en que recibió
los despachos de sargento de Ca-
ballería y la condigna orden de
incorporarse al escuadrón del bi-
zarro capitán José María Romero,
con asiento en Paysandú.
Junto a este esforzado militar
aprendió nociones elementales de
táctica en horas de solaz, útil dis-
ciplina tanto más imprescindible
desde que en breve plazo debieron
enfrentar las montoneras revolu-
cionarias de 1863.
Desde la invasión del general
Venancio Flores sirvió en las avan-
zadas gubernativas y a principios
de 1864, en mérito al temerario
Masval Cancela valor demostrado en el primer cer-
co, se le nombró alférez ayudante
del coronel Leandro Gómez y más tarde, en diciembre, sitiada ya la
plaza, fué ascendido a teniente por el propio Jefe de la Comandancia
en el Cantón de Argentó.
Conducido a Sacra después de la rendición, entre un grupo de
reclutas posteriormente quintados, lo salvó el comandante Isidro
Cardozo, comprometiéndolo sobre el mismo campo a participar en
la guerra contra el Paraguay, previa marcha hasta San José, donde
residía el salvador ocasional.
En junio de 1865 recibió los despachos de capitán, a la vez que
era nombrado Comandante del 2% Escuadrón del 4% Regimiento de
Caballería de línea a las órdenes del sargento mayor Ramón Taba-
rez, marchando al Paraguay en la División del general Enrique
Castro.
198
Actuó en los primeros combates para destacarse luego en la
batalla de Yatay (17 de agosto de 1865), prolongándose la estadía
en tierra guaraní hasta fines de julio de 1866, época en que partieron
de regreso los diezmados efectivos, previa licencia del general
Flores.
El escuadrón donde figuraba el capitán Cameselle debió cons-
tituirse en el Cuartel Urbano de San José, donde fueron licenciados
el 8 de agosto del mismo año por el Jefe Político coronel D. José
Mora.
En 1867 fué nombrado Jefe de la Compañía Urbana del mismo
Departamento, puesto que abandonó el año siguiente para entregar
el mando al mayor Bonafox.
Adicto al general Timoteo Aparicio, hizo toda la campaña revo-
lucionaria entre 1870-1872, encontrándose sucesivamente en las ba-
tallas campales de Severino, Corralito, Sauce y Manantiales. Nom-
brado Comandante a término de esta cruenta guerra civil recibió la
promoción militar en las costas del Chileno (Durazno), siendo uno de
los pocos que se mantuvieron en el campamento revolucionario du-
rante toda la conflagración, vale decir el interregno de dos años, un
mes y un día,
Principista en el orden político, intervino en la Revolución Trico-
lor (1875) bajo órdenes del coronel Pampillón, encontrándose en la
famosa retirada del Cebollatí, memorable contramarcha que debió
cubrir con sus efectivos, perseguido por las fuerzas gubernistas del
coronel Lorenzo Latorre, al frente estonces del batallón 1* de Caza-
dores.
Refiere Cameselle en un sucinto relato autobiográfico, que “desde
mediados del año 1872 hasta 1882 permaneció en carácter de co-
misario con asiento en la Fábrica de Buschental, primero por orden
del general Timoteo Aparicio y luego conforme a la decisión de los
poderes legales”.
Con igual investidura lo trasladaron a la subdelegación de Tri-
nidad “y otras secciones hasta 1882, fecha en que fué nombrade Ins-
pector de Policía de San José”.
Siendo sargento mayor, con fecha 13 de abril de 1885, pasó a
situación de reemplazo. Vuelto a filas fué beneficiado el 30 de se-
tiembre de 1907 por la ley expedida el 6 de mayo del mismo año.
Falleció en Paysandú el 24 de junio de 1911 y en el solemne
acto de su inhumación el batallón 5% de Infantería rindió los honores
correspondientes a su investidura militar.
La Comisión Departamental Nacionalista, por interpósito discur-
so del secretario, Alfredo C. Pignat. testimonió en las mismas circuns-
tancias el pesar general por la muerte del anciano guerrero.
Este veterano de nuestras guerras civiles desposó con doña Bal-
199
domera Fernández, distinguida matrona oriunda de San José falle
cida en la Heroica el 11 de setiembre de 1916.
200
la línea del Sur y los tres bastiones destinados a contener el ene-
migo. Cantera ya tenía por entonces el grado de capitán de
Guardias Nacionales y en todo el curso de la titánica lucha perma-
neció en el sitio de honor. Puesto a salvo en Concepción del Uru-
guay (Entre Rios), por razones inexplicables no figura en la lista
suscrita por Aberastury, pero afir-
ma el destierro como la mejor prue-
ba una fotografía tomada el mes
de enero del año 1865, grupo clá-
sico de defensores conocido desde
principios de este siglo.
Teniente coronel de Guardias
Nacionales en la Revolución de
Aparicio (1870-1872), hizo toda la
campaña hasta la desastrosa ba-
talla de Manantiales, perdida el
17 de junio de 1871 en los campos
de San Juan (Colonia), sangriento
contraste tras el que pudo salvarse
de la persecución gubernista para
asilarse con otros compañeros en
la fragata “Blanca”, de donde
luego fueron trasbordados al va-
por “América” que los condujo a
Buenos Aires.
Hecha la paz el 6 de abril de
1872, renunció a la homologación
de la jerarquía militar en los cua- Cornelio Cantera (h.)
dros oficiales que era acreedor por
derecho especialmente consignados en las cláusulas del pacto conci-
liatorio. Fiel a toda idea generosa intervino el año 75 en la Revolución
Tricolor. constando su nombre entre los héroes de Perseverano.
“En 1888, el coronel Julio Arrúe le instó para que aceptara”
—el grado de teniente coronel— “más la contestación fué terminan-
”.
te”. Manifestábale el señor Cantera que “jamás había prestado sus
servicios por interés de recompensa alguna, y sí sólo por una causa
que él consideraba justa”.
Otro rasgo nos dará nueva prueba del desinterés de este inte-
gérrimo ciudadano. En marzo de 1875, fué convocado para ocupar
un escaño del Cuerpo Legislativo, en su calidad de suplente de
representonte por el Departamento de Canelones.
Don Cornelio Cantera rehusó este honor. Su renuncia está con-
cebida en términos tan elevados como edificantes. Dos comisiones,
la una formada por los señores Cándido Bustamante y Federico
Paullier; y la otra por los señores Estanislao Camino y coronel Her-
201
menegildo Fuentes, fueron a solicitar al señor Cantera su aceptación,
sin resultado alguno, no obstante habérsele ofrecido, para el caso
de que retirara la renuncia, hasta tres reelecciones sucesivas y fuer-
tes cantidades de dinero, que rechazó indignado.
“Constante en el servicio de la patria, a ella consagró sus me-
jores energías, lleno de voluntad, abnegación y firmeza”. (La Albo-
rada, 25 de Noviembre de 1900, N* 141).
El deceso de este prócer acaeció en Montevideo el 17 de no-
viembre de 1900.
CARABALLO. FRANCISCO,
202
dadero milagro en la tremenda derrota sufrida en India Muerta el
27 de marzo de 1845.
Llevado por los acontecimientos bélicos estuvo a órdenes de Ga-
ribaldi y junto a este jefe se batió en el encuentro de Dayman (Salto)
en mayo de 1846 según lo hace constar el héroe italiano en sus co-
nocidas “Memorias autobiográficas”.
Al promediar el mismo año se incorporó a la defensa de Monte-
video, integrando la lista del cuer-
po de oficiales, según lo atestigua
su firma en nota del 25 de junio.
En octubre de 1848 era capitán
de la 1? compañía del 2* batallón
de infantería de Guardias Nacio-
nales capitalinos, y encargado del
baluarte sito a la derecha sobre
extramuros, puesto que siguió des-
empeñando por lo menos hasta
enero de 1849.
Capitán del puerto de Montevi-
deo al principiar el año 51, aban-
donó este destino para incorporar-
se al ejército de Urquiza con un
distinguido grupo de militares
orientales cuando el jerarca entre-
rriano se pronunció contra la dic-
tadura de Rosas. Hecho jefe de la
escolta al mando de 70 lanceros
que integraban el batallón del
coronel Basavilbaso vadeó el Uru-
guay a la altura de Paysandú el Francisco Caraballo
19 de julio de 1851.
Sargento mayor del ler. regimiento de la citada escolta del
general en jefe, concurrió a la batalla de Monte Caseros el 3 de
febrero de 1852, recibiendo posteriormente la medalla asignada a
los oficiales.
Desmovilizado después de Caseros, el gobierno provisorio del
general Venancio Flores deseoso de ganarlo para su causa tan
hostilizada el año 55, le otorgó el grado de coronel de Caballería
de guardias nacionales por decreto del 10 de setiembre, tocándole
actuar en calidad de teniente coronel.
Jefe político y de policia de Paysandú por nombramiento del
4 de enero de 1856, la gestión administrativa estuvo a cargo del
oficial 1? José de Fuentes, hombre de letras, puesto que el titular
203
prefería entregarse a las faginas rurales en su estanzuela ubicada
en las costas de Celestino.
Protector de una variada laya de validos e incondicionales, dis-
pensó los mejores favores al grupo que le servia en la estancia
cimarrona, las carreras o los bailes, diversiones a las que era var-
ticularmente afecto. Juez en asuntos de poca monta y buen custodio
de las comisarías de campaña, su dispendioso manejo de los fondos
públicos hechos de innata generosidad originó un sensible deficit
que no pudo justificar al retirarse del puesto. (Agosto de 1857).
Proclive a inculpar al oficial 19 y un hermano de éste, el asunto
se ventiló por la prensa de Montevideo y en honor de verdades no
salió bien parado en una polémica apta para toda clase de sindi-
caciones.
Considerado imprescindible por los elementos adictos a la De-
fensa, por sus instancias fué ascendido a sargento mayor de Caba-
llería de línea el 29 de febrero de 1856, con antigiedad del 10 de
setiembre del año anterior, extendiéndose en la misma fecha los
despachos de coronel de Caballería. Con este grado fué dado de
alta por ley del 28 de febrero de 1857, y un año después el gobierno
de Pereira dispuso su baja por estar comprendido en los manejos
revolucionarios culminantes en la capitulación de Quinteros. Es
de notoriedad que anticipándose a estos sucesos cooperó en el mo-
vimiento subversivo de Brígido Silveira a fines del 57, razón de la
citada baja y su posterior exilio al territorio de Entre Ríos.
Resuelto a beneficiarse con el indulto gubernativo abandonó
Concepción del Uruguay, presentándose el 20 de junio de 1858 en
la jefatura de Paysandú.
Dijo en ocasión de esta visita al coronel Pinilla, que obraba por
consejos de Urquiza y que era su mejor deseo vender cuanto poseía
a fin de trasladarse a Buenos Aires para ingresar en las filas del
ejército porteño.
El desconfiado edil lo agasajó a su modo, ordenándole pru-
dencial retiro hasta recabar las directivas del caso. Mientras esto
sucedía, Caraballo pensó ganar algún dinero acuciado por una
aesesperada situación económica y al efecto marchó a una estan-
cia suya distante a nueve leguas de la Villa con el fin de “llevar
unos caballos y armar una carrera”.
Grande fué la molestia de Pinilia al enterarse de la inoperante
conducta, razón por la que ordenó el inmediato regreso y destierro
a Entre Ríos.
Al justificar esta decisión el jefe político escribía a Pereira:
“Creo Señor Presidente que hombres como Caraballo y Sandes
que han ocupado destinos importantes a que no pueden hoy aspi-
rar sin ofensa del buen sentido y a que han de aspirar siempre,
no se les deve permitir su regreso al País, p? mucho menos a este
204
Dep* pr q? en quala* otro no hecharian de menos, como aquí las
comodid, que devida o indevidamente han tenido.” (Correspondencia
de Pereira, T. XVII. Biblioteca Nacional).
Por imperio de las circunstancias, al igual que otros compatrio-
tas, militó en las filas de Urquiza, pero conocido el juego político de
que eran objeto no tardaron en abandonarlo, consumándose el reti-
ro de los orientales en breve plazo.
De acuerdo con noticias del comandante Vicente Alvarez, ser-
vidor del gobierno de Pereira y por ende enemigo de los desterrados
compatriotas, encabezaba el grupo Venancio Flores, jefe que puso
en ejecución una ingeniosa treta.
Según la foja existente en el Archivo del Estado Mayor del
Uruguay, a órdenes de Flores y burlando la vigilancia de las auto-
ridades de Entre Ríos fugaron Caraballo, Sandes, Máximo Pérez,
un hermano de éste Gregorio, Mauricio Grané y Ceferino Plaza.
Asevera el referido comandante Alvarez en una carta remitida al
primer magistrado de la República, que al efecto se embarcaron
en el vapor “Rivera”, surto en el Ibicuy, acompañándolos el célebre
Fausto Aguilar.
Resuelto a sentar plaza en el ejército bonaerense, Caraballo
desembarcó en Zárate el 22 de junio, para luego incorporarse con
el grado de coronel en filas porteñas por expresa ley dispuesta al
efecto.
Partícive en la campaña contra las fuerzas de Urquiza, mandó
un cuervo de Caballería a órdenes de Flores en la batalla de Ceve-
da. (28 de setiembre de 1859).
Con el mismo jefe hizo la cambvaña de Pavón, batiéndose “ga-
lNardamente”, conforme lo refiere la ejecutoria personal. El 8 de
setiembre de 1861, al mando de 80 hombres, efectuó el pasate del
Arroyo del Medio a fin de batir “una fuerza enemiga de 250, pro-
vocando un reñido entrevero del que resultó vencedor sin pérdidas”.
Actuó en Pavón el 17 de setiembre y al mando de una división de
Caballería, vanguardia compuesta de 500 hombres, fué destacado
el 10 de octubre vara desvelar el frente hasta Saladas y operar
contra el general Cayetano Laprida.
Poco tiemvbo después, el 5 de diciembre, conduciendo 800 hom-
bres de Caballería “fué destacado desde Guadaluve con la misión
de alcanzar y batir las fuerzas enemigas en retirada”. (Archivo cit.).
“Fn marzo de 1862 se le encuentra prestando servicios en el
Tandil, a las órdenes del coronel Benito Machado, el cual el 18 de
julio de aquel año dispuso que el coronel Caraballo se hiciese cargo
de la comandoncia del Departamento del Sud, en el Azul; pero ha-
biéndose negado el jefe de esta última, teniente coronel Domingo
Sánchez Boado, a hacer entrega de oquella comandancia sin orden
del gobierno, éste dispuso que Caraballo volviera al Tandil. Final-
205
mente, el 23 de setiembre, se lo designó para reemplazar al coronel
Nicolás Ocampo en el comando del Regimiento 16 de G. N. de
Campaña, a quien se le había concedido un mes para pasar a
Corrientes.” (Jacinto R. Yaben, Biografías argentinas y sudamerica-
nas, T..Il, pág. 762).
Intimo del general Venancio Flores, fué su consejero predilecto
en los trabajos revolucionarios que culminaron el 19 de abril de 1863
con el desembarco en Caracoles, afluente del río Negro, entonces
jurisdicción de Paysandú, inicio de la “Cruzada Libertadora”, nom:
bre de origen faccioso.
Unico jefe bajo la tácita autoridad de Flores, acompañados de los
asistentes Silvestre Farías y Clemente Cáceres dieron allí comienzo
a una ardua empresa que debía triunfar de manera definitiva el 20
de febrero de 1865, con la posesión de Montevideo.
Basándose en los recuerdos personales de Caraballo, Cuestas
trazó una magnífica descripción de este episodio, relato que ha sido
durante muchos años repositorio de veladas copias. Asimismo Fer-
nández Saldaña estudió el célebre desembarco con un acopio ori:
ginal de referencias inéditas, pero en ningún trabajo figura el santo
y seña adoptado para el reconocimiento de los jefes invasores.
Sobre los puntos de arribo. en efecto el coronel debía preguntar
“¿no te perderás Venancio?”, dando éste por réplica: “¡Vamos bien,
mi coronell”"
Puesta en ejecución la campaña revolucionaria, le tocó enfren-
tarse con Aguilar a la desesperada persecución que les hizo el
comandante Azambuya en tierra salteña sin efecto alguno.
Factor decisivo en la batalla de Coquimbo (2 de junio de 1863),
sus tres famosas cargas completaron la victoria al destruir la caba-
llería del coronel gubernista Bernardino Olid.
Resuelto a sitiar el baluarte de Paysandú propició diversos
amagos sin lograr un palmo de tierra ante las bizarras salidas de
los defensores.
Gestor principal del cerco traído el 8 de enero de 1864, la rápida
posesión de las casas del puerto convenientemente fortificadas y el
sistema de trincheras excavadas al efecto, de poco le sirvieron,
puesto que el batallón Lenguas logró trasponerlas desde el río con
el apoyo del grueso urbano.
Caraballo escapó por verdadero milagro, perdiendo algunos
hombres en la refriega, y su propio equino muerto por la metralla.
Prolongado el sitio desde aquel punto, por consejo de Flores
debieron abandonarlo el 20 de enero ante la amenaza de tener que
afrontar una batalla con las espaldas frente al Uruguay.
Intervino en la toma del Salto y Paysandú y a la caida de Monte-
video retuvo la suma del poder público en el breve plazo de un dia
al recibirlo el 19 de febrero de 1865 del presidente Villalba y traspa-
206
sarlo después a Venancio Flores, victorioso jefe de la revolución.
Comandante militar de la capital por decreto del 21 de febrero,
fué inclusive jeíe de todas las fuerzas dispuestas en campaña y el
19 de mayo recibió los despachos de coronel mayor. Promovido
al empleo de brigadier general el 4 de junio, Flores le entregó el co-
mando de Armas capitalino y su Departamento, por acuerdo del
22 de julio.
En este transcurso su cónyuge doña Nicolasa Taborda no se
avino a dejar la finca de Paysandú, casa de la calle 8 de Octubre
e Independencia (S. O.), donde vivía rodeada de varias chinas cria-
das suyas. El Gobierno además, atento a la jerarquía del guerrero.
dispuso que “el soldado del ejército Libertador Pedro Alvarez, mu-
lato inválido, actuara en calidad de asistente de la Señora del
General Caraballo”.
El mencionado asistente, impuesto sin duda por galantería del
jefe político, revistaba en el escalafón y percibía los sueldos de su
rango.
Todos los contemporáneos estaban contestes en afirmar la in-
trínseca bondad del veterano militar y su esposa, verdad manifiesta
a la caida de la plaza por los humanitarios servicios que prestaron
al vecindario, salvando a no pocos jóvenes del forzado enrolamiento.
Mientras el general, por razones de servicio, permanecía en
Montevideo, el ulterior retiro de Benito J. Chain, apoderado suyo,
residente hasta entonces en Paysandú, obligó que la esposa del
militar quedara en la Heroica para el resguardo de los bienes.
Inesperadamente la fiel compañera falleció el 29 de octubre de 1866
cuando sólo contaba 34 años de edad.
Según crónica de “El Comercio” y menciones de los coetáneos,
el fulmíneo deceso de la buena entrerriana se produjo “cuando una
criada fué a servirle mate”...
Disuelta la comandancia general de Armas el 1? de marzo de
1867, Caraballo fué nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército
el 11 de setembre. Comandante de la 1? Sección Territorial el 20
de febrero de 1868 a raíz del asesinato del general Venancio Flores,
al día siguiente derrotó “una gavilla en la cuchilla de Turudy”, (?)
y en horas de la noche. siendo el 24 de febrero logró frustrar una
tentativa criminal cuyos orígenes recién ahora pueden filiarse.
'Toda la dictadura de Flores —asevera Fernández Saldaña—
permaneció adicto y fiel a su antiguo jefe, cuando otros como el
general José Gregorio Suárez, entendia razonablemente que los
principios de la revolución estaban desnaturalizados por la negativa
del Gokernador Provisorio a restaurar lo más pronto posible el im-
perio de la constitución, en cuyo nombre la cruzada habia triunfado.
“La muerte violenta de Flores el 19 de febrero de 1868, despertó
en Caraballo, lo mismo que en todos los antiguos jefes caracteriza-
207
dos de la revolución del 63-65, el deseo de sucederlo en el gobierno;
y cada cual, creyéndose con títulos suficientes, aspiró de ese modo
a merecer los votos de la Asamblea General incumbida de nombrar
presidente el 1? de marzo.
“A Caraballo no le faltaba cierta base de diputados y sena-
dores, pero estaba distante del quórum legal, y al fin como fruto de
transacción entre los candidatos de mayor capital de votos, resultó
electo el presidente Lorenzo Batlle.
“En el período gubernamental de este ciudadano, Caraballo
jugó un papel poco lucido, dejándose guiar por intrigantes amigos
políticos que explotaban las debilidades del general —hombre sin
mayores luces desde luego— muy propenso a los tejesmanejes po-
litigueros” (Fernández Saldaña, Diccionario Uruguayo de Biografías,
págs. 283-284).
Proclive a las influencias de Pedro Varela y otros políticos des-
conformes y sin otra meta que sus propias ambiciones, encabezó en
mayo de 1869 la Revolución Cursista o del Curso Forzoso, movi-
miento sin precedentes en la historia de la República y que tenía
por fin validar el papel moneda inconvertible por la crisis financiera
del país.
Seguido por numerosos adictos. entre los que se contaba su
propio hermano Mamuel, la incierta campaña subversiva centrada
en Paysandú duró prácticamente hasta el mes de julio del año 69,
diluyéndose luego por falta de apoyo. Con la capitulación y entre-
ga de las armas en Mazangano, concluyó esta condenable aventura
que sólo debía reportar malestares y sinsabores en una era ya
crítica por otros males heredados de gobiernos anteriores.
Dado de baja por los referidos sucesos el 26 de junio, se le
Teincorporó el 17 de agosto con el empleo de brigadier general.
Jefe superior de las fuerzas movilizadas al Norte del río Negro
el 16 de abril de 1870 a raíz del poderoso alzamiento revolucionario
del general Timoteo Aparicio, el 29 de setiembre fué batido en Co-
rralito, siendo deshecha prácticamente la caballería gubernista. Dos
días más tarde tentó un desquite en el Rincón de la Higuera, sobre
el vado del río Negro, donde causó 150 bajas al enemigo, contando
por su parte 69 muertos.
El proceso bélico que media entre los dos hechos de armas se
conoce en forma exhaustiva merced a la obra ponderable de Abdon
Arostegui.
Mientras las fuerzas de Irigoyen rehuían toda responsabilidad
alejándose del seguro teatro de la batalla, el desastre de Corralito
puso al ejército leal en manos de Timoteo Aparicio, militar que pre-
firió convenir la capitulación entrevistándose “con el general Cara-
ballo, su hermano, Saldaña, Simón Martínez, Juan P. Castro y otros
jefes”.
208
En horas de la noche el vencido general comunicó que “se po-
nía en marcha”, pero al día siguiente pudo constatarse la precipi-
tada fuga, al punto que hasta los heridos fueron abandonados.
Concertada la persecución. el coronel Ferrer les dió alcance en
la tarde del día siguiente, en los montes de Soriano, asilándose los
de Caraballo en la isla de Lobos. El 1%? de setiembre, tras un vivo
fuego de ambas partes, el territorio insular fué abordado por el
Rincón de la Higuera, y ante la imposibilidad de poder defenderlo
los vencidos de Corralito se embarcaron con los restos deshechos
de su otrora brillante ejército.
Pese al explicable contraste, las armas del Gobierno se sostu-
vieron con honor en la barra del río Negro, destacándose en la
vanguardia el coronel Manuel Caraballo, comandante Eduardo
Vázquez y mayor Hipólito Coronado, los que en última instancia
incendiaron los pajonales de la isla para impedir el acceso del
enemigo.
Mientras tanto la suerte del ejército gubernamental declinaba
por la competencia sobre el mando entre los militares dispuestos en
campaña. A las desconfianzas y mutuos recelos debía agregarse
los odios no extinguidos, producto de los últimos comicios desfavo-
rables a Suárez y Caraballo. El avisado Aparicio, conocedor de
estos entretelones en el mismo campo de Corralito pretendió ganar-
se la voluntad del vencido jerarca, arduo negocio suspenso después
a causa de la rotunda negativa de algunos militares fieles a la
causa legal. Ello no obstó un paulatino acercamiento, razón por la
que el brigadier general Caraballo fué separado del mando.
Prueba al cabo su profundo resentimiento, el hecho que en 1871
planeó con el Dr. Andrés Lamas y Pedro Varela un conato subver-
sivo contra el presidente Batlle, acto revolucionario malogrado en
plena gestación.
Hecha la Paz de Abril (1872), recién por acuerdo de 6 de octubre
fué nombrado jefe de la 2* Sección Militar territorial, cargo que vino
a suprimirse pocos meses después.
Suspendido en el ejército nacional el 6 de octubre de 1873 por
tomar servicio en la revolución encabezada por Ricardo López Jor-
dán, caudillo de la vecina provincia de Entre Ríos, un posterior
acuerdo del Senado concedió su destitución y baja el 28 de no-
viembre.
Figuró con los efectivos jordanistas en:los adversos encuentros
de Don Gonzalo (5 de diciembre) y el combate de Nogoyá, donde el
jefe oriental no pudo evitar el sensible descalabro de sus gauchos
(20 de diciembre).
Deshecha la caballería rebelde bajo el fuego de los cuerpos de
línea bonaerenses, junto con López Jordán y otros partidarios debió
vadear el río Uruguay, constituyéndose en Paysandú.
209
Con respecto a su actividad en territorio argentino recuerda
Yaben que López Jordán lo designó el 23 de agosto de 1873 coman-
dante general de los Departamentos de Gualeguaychú, Uruguay y
Colón, y comandante en jefe de las fuerzas que operaban en esos
Departamentos.
El general Caraballo se encontraba con 600 rebeldes en el arro-
yo Nogoyá, el 21 de diciembre de 1873, donde fué batido por las
fuerzas del comandante Villar; éstas, así que vieron a los jordanis-
tas cargaron a Caraballo, que huyó con sus satélites y fué perse-
guido hasta las 9 de la noche. Murieron dos jefes, un oficial y 20
a 25 de tropa de Caraballo, cayendo diez prisioneros en poder de
los gubernistas. El general Gainza había despachado ese día de
los campos de Saraluci, una vanguardia al mando del coronel Plá-
cido Laconcha, compuesta del 1% de Caballería de Línea, del Regi-
miento Nogoyá, al mando del comandante Romero y del Batallón 2*
del Paraná a las órdenes del mayor Dónovan. Pocas horas después
se puso en marcha el propio Gainza con las fuerzas restantes y a
poco de andar, le hizo saber el comandante Laconcha, que cien re-
beldes habían entrado en Nogoyá y que desprendía la brigada que
mandaba su ayudante, el teniente coronel Villar, sobre el enemigo.
Este, como queda dicho. dió alcance a Caraballo, derrotándo!lo com-
pletamente”. (Yaben, Biografías Argentinas y Sudamericanas, tomo
TI, págs. 763-764).
Mientras estaba fuera de rangos la muerte le sorprendió en
Montevideo el 25 de julio de 1874, falleciendo víctima de la rup-
tura de un aneurisma.
Tomó estado con doña Adela Herrera, natural del país, hija de
Francisco Herrera y Petrona Coresti.
De sus primeras nupcias quedó su único descendiente don Emi-
liano Caraballo, persona muy conocida en Paysandú, donde poseía
algunos inmuebles vendidos luego en medianería con su madrastra,
conforme los designios legales.
CARABALLO, MANUEL,
210
con certeza que por línea paterna era hijo de criollo, siendo su pro-
genitora de origen portugués.
Inició la foja al servicio de las armas nacionales en 1830, figu-
rando en el Regimiento de Dragones Orientales, “milicia activa de
caballería”. Siempre a órdenes del Gobierno, estuvo en el ejército
que logró paralizar las revoluciones de 1832 y 1834 encabezadas
por el general Juan A. Lavalleja y que mantuvieron en permanente
zozobra la campaña supra el río
Negro.
Alférez de la Guardia Nacional
en 1836, al pronunciar las disiden-
cias de los efectivos adeptos al
general Rivera no trepidó en acom-
pañarlo, tocándole actuar sucesi-
vamente en las batallas de Car-
pintería, Yucutuyá, acción del Yi
y Palmar, victoria definitiva del
movimiento revolucionario.
Durante el año 36 recibió los des-
pachos de teniente 2? y teniente 1%,
batiéndose con este grado en la
victoriosa batalla de Cagancha,
ganada el 31 de diciembre de 1839
al ejército invasor del general Pas-
cual Echagúe.
Desplazada la guerra contra el
tirano Rosas a la provincia de En-
tre Ríos, condujo el parte de la
victoria de Gualeguay hasta Mon- 5 $
tevideo, por cuya razón fué promo- ” A
vido a sargento mayor el 21 de Manuel Caraballo
noviembre de 1842, “en virtud de
haber sido conductor del pliego
aonde se comunica el triunfo sobre los enemigos”.
Un prolijo examen de las listas de revista persuade que antes
de la citada fecha ya tenía el título de mayor, confirmándose posi-
blemente el año 42 la promoción de marras. Acompañó al general
Rivera en la desastrosa batalla de Arroyo Grande, perdida el 6 de
diciembre de 1842, sensible derrota que abrió las puertas del pais
al Ejército Unido de la Vanguardia de la Confederación Argentina
bajo órdenes del general Manuel Oribe. Defensor de Montevideo al
plantearse la campaña de 1845, formó en la División del coronel
José Maria Luna, encomendándole éste el mando del 2% escuadrón
perteneciente al Regimiento Sosa, cuerpo literalmente diezmado el 27
de marzo en los campos de India Muerta. Puesto a salvo, emigró al
211
Brasil con sus compañeros de infortunio, trasladándose luego a Co-
rrientes para incorporarse al ejército del general José María Paz.
Según el honroso testimonio del insigne estratego argentino, Ca-
raballo revistó siete meses en las filas unitarias, haciéndose acreedor
a las más altas consideraciones de los superiores y subordinados.
De regreso al país el 29 de noviembre de 1845, y constituido en el
Salto desde esta fecha, revistó con el coronel Búez y el comandante
José A. Reyes, autor de unas memorias autobiográficas sobre estos
hechos. Le tocó actuar a poco con la expedición naval encabezada
por Garibaldi en las acciones costeras del Hervidero y el 8 de febrero
de 1846 fué uno de los vencedores en San Antonio. Sufrió heridas
en el curso del combate citándose su nombre en las relaciones mi-
litares que aluden al sonado encuentro.
Tal vez por recomendaciones de su jefe Garibaldi, el gobierno
de Montevideo, según una orden general inserta en “El Comercio del
Plata”, le entregó un piquete y avios necesarios a fin de proseguir
la guerra en el litoral. Colaboró de esta suerte en la guardia pues-
ta a la villa salteña y más tarde dispuso que sus efectivos engro-
saron el célebre Escuadrón Queguay a órdenes del coronel Mun-
dell. En el nuevo destino vino a sumarse al abnegado esfuerzo que
aquel cuerpo realizó en el curso del año, viviendo a campo raso o
entre la maraña de los montes.
Asistió el 6 de enero de 1847 a la heroica defensa del Salto, y
muerto el jefe de la plaza, coronel Luciano Blanco, ante el recio
combate de los efectivos oribistas del general Servando Gómez,
formó entre el grupo de jefes, oficiales y reclutas que abandonaron
el pueblo en las pequeñas unidades de la escuadrilla nacional.
Varada su embarcación en la Vuelta de la Caballada, a causa
de la intensa bajante estival, fué allí hundida por las baterías rosis-
tas que el general Urdinarrain emplazó en lo alto de las barrancas.
Los náufragos que se salvaron a nado pudieron asilarse en la
costa, pero dos días más tarde una fuerza provincial los aprisionó,
remitiéndolos al campo militar de Calá. Entre los reclusos figuraban
los tenientes coroneles Manuel Caraballo y Fausto Aguilar, los co-
mandantes José A. Reyes. Luis Larrobla, Aldama, el coronel Santia-
go Artigas, los oficiales Obando, Alemán, Romero y “unos 84 indi-
viduos de tropa, de los cuales 24 heridos”. (Fernández Saldaña y
Miranda, Historia General de la ciudad y el Departamento del Salto
pág. 56, 1920).
Preso durante catorce meses, no pudo sustraerse como otros
tantos compañeros de infortunio a las poderosas influencias de Ur-
quiza, Gobernador entrerriano que ya premeditaba su futura cam-
paña contra la dictadura de Rosas.
Incapaz de evitar los hábiles manejos del omnímodo gene-
ral terminó por acompañarlo en la expedición contra los subleva-
212
dos correntinos formando en el escuadrón escolta. Luego del san-
griento triunfo en los Potreros de Vences, el comandante Caraballo
prosiguió revistando a órdenes de Urquiza, y al formarse el Ejército
Grande fué incorporado al cuerpo divisionario del general Garzón.
En visperas de Caseros, esta vez junto al veterano general Mi-
guel Gerónimo Galarza, comandó la caballería el 31 de enero de
1852 en el favorable encuentro librado en los Campos de Alvarez.
Refiere el historiador Sarokbe que el militar rosista Lagos se an-
ticipó a la batalla, pero la diestra caballería de Caraballo y Fausto
Aguilar le cortaron el paso, haciéndole más de cien muertos. Acto
seguido el escuadrón de boleadores entrerrianos persiguió a los fu-
gitivos, logrando capturar 11 oficiales y más de 200 soldados pri-
sioneros.
Ponderable vencedor en la batalla de Monte Caseros, que de-
rribó la tiranía de Rosas el 3 de febrero de 1852, al cabo de las hos-
tilidades se mantuvo en filas del gobierno de Entre Ríos.
El 11 de setiembre. al estallar la revolución contra Urquiza, las
fuerzas de Galán se encontraban en Palermo, y considerándose in-
capaces de enfrentar a los efectivos sublevados resolvieron retirar-
se hasta Santos Lugares, de cuyo punto continuó la marcha sobre
Luján, buscando siempre la incorporación de otras fuerzas provin-
ciales. Dice Cuestas que en el curso de estos movimientos Galán
“había reforzado su retaguardia al mando de Fausto Aguilar y de
Manuel Caraballo”. “La actitud de estos jefes fué digna como siem-
pre, pues perseguidas las fuerzas entrerrianas por las divisiones de
caballería de Buenos Aires, bajo el mando superior del Ministro de
la Guerra general Pirán, hicieron respetar su retirada”. (Cuestas, cit.
Páginas sueltas, t. 11, pág. 37).
De esta suerte siguió la persecución hasta Arrecifes, logrando
embarcarse sin notorias pérdidas, en San Nicolás.
Coronel del 2% regimiento escolta de Urquiza, por decreto fe-
chado el 1? de noviembre de 1852, al sobrevenir la paz, el poderoso
amigo lo favoreció como a otros militares uruguayos asociándolos
en la administración de sus estancias.
Al cabo de algunos años logró formar un buen capital, emolu-
mento dispuesto en el planteo de una hacienda en Nogoyá, explo-
tada con el compatriota Justino Suárez, conocido hombre de armas
de la época militar.
En los pródromos de la revolución conservadora de 1857, en
virtud de un convenio entre Urquiza —presidente de la Confedera-
ción Argentina— y Gabriel A. Pereira. primer magistrado del Uru-
guay, el coronel Caraballo vadeó el Uruguay al frente del ejército
provincial, a fin de impedir de cualquier modo el pasaje de los re-
beldes a la banda Norte del río Negro. Campado en el Rabón mien-
tras Diego Lamas permanecía en Coladeras, su venida al país re-
213
sultó un mero paseo, porque el movimiento de los insurrectos con-
cluyó en Quinteros.
Renovadas las luchas de la Confederación, al frente del regi-
miento escolta Caraballo sirvió a órdenes de Urquiza, desempeñan-
do un rol preponderante en la victoria de Cepeda. Anticipándose al
movimiento de la vanguardia bonaerense, tras repetidas cargas de
su famosa caballería, los desorganizó, obligándolos a replegarse
sobre el grueso del ejército mitrista.
El ulterior apoyo del general entrerriano con la infantería lista
para emprender el combate y al solo amago de las fuerzas monta-
das, consiguió dispersarlos, consumándose el triunfo de las armas
provinciales.
Intervino, asimismo, el 17 de setiembre de 1861 en la jornada
de Pavón junto a Flores y otros aguerridos orientales, retornando al
pago de Nogoyá al concluirse la guerra civil.
Razones de índole particular lo mantuvieron alejado de la pa-
tria durante la revolución colorada de 1863-1865, coincidiendo el
retorno con el apogeo de su hermano, el general Francisco Cara-
ballo. Después de permanecer veinte años fuera del escalafón na-
cional fué reincoroorado el 10 de mayo de 1868 como coronel de
Caballería, titulo que ya tenía en el ejército argentino, pasando a
revistar desde entonces en la plana mayor pasiva.
Pocos meses más tarde. con fecha del 22 de agosto, el gobierno
del general Lorenzo Batlle lo designó jefe político de Paysandú, alta
prerrogativa que emanaba del prestigio fraterno y no de los méri-
tos que pudieran asistirle para un cometido de esta especie.
Cuando en mayo ds 1869 se sublevaron contra los poderes le-
gales y por instigación de su hermano, la vieja plana encabezada
por militares rutinarios y prepotentes, el jefe político no hesitó en
acompañarlos. So pretexto de imponer el curso forzoso .del papel
moneda desvalorizado por la tremenda crisis que afectó al país, los
revolucionarios cursistas centraron sus actividades en el litoral, pero
el intrínseco desprestigio de tamaña intentona debía hacerlo claudi-
car en breve plazo.
Respecto a la gestión administrativa del veterano compatriota,
refiere un periódico contemporáneo de los hechos que no bien tomó
posesión del cargo “hizo sufrir a este pueblo ilustrado su voluntad
de mandatario ignorante, expulsó de la jefatura a los empleados que
no le eran adictos”, cometió una serie de tropelias y encarcelamien-
tos, y al fin, incapaz de sofrenarse, empasteló el diario “El Pueblo”.
Al plegarse a la revolución por decreto gubernativo del 3 de
junio fué exonerado del cargo, sucediéndole el general Nicasio Bor-
ges, pero éste, que era uno entre tantos cómplices, abandonó la
ciudad y tras penosas contramarchas el 21 de junio pasó a Concep-
ción del Uruguay por la barra de Arroyo Negro. Lo acompañaron
214
en el destierro Avelino Safons, Clodomiro de Arteaga, Julio Muró y
Victor Barbat.
En el ínterin, turbas exaltadas recorrieronel pueblo “a puñala-
das y rekencazos”, salvándose por verdadero milagro las fincas de
los situacionistas del incendio y saqueo. Los opositores que no lo-
graron huir fueron reducidos a prisión, contándose entre éstos Pedro
J. Brito, Servando Gómez y otras personas de singular predicamento
político y social. El desprestigiado
movimiento por mano de sus jefes,
debió concluirse por la capitula-
ción de Mazangano, pero una no-
che antes del pacto, Manuel Cara-
ballo y algunos compañeros de
causa abandonaron el campo re-
volucionario para asilarse en Entre
Ríos. Digno es de llamar la aten-
ción —escribió “El Pueblo” por
aquellos díias— que en momentos
de claudicar la fútil revuelta, doña
Vicenta Piedrabuena, esposa del
exfuncionario “recorrió casas para
ofrecer dinero, escribió a otros en
el mismo sentido”, y al recibir
chasque y boletines de su esposo
no titubeó en repartirlos personal-
mente a través de las calles del
pueblo. Vencidos los sediciosos, la
prensa local solicitó el arresto de
la osada matrona, pero todo no Vicenta Piedrabuena de Caraballo
debía pasar de un suelto escrito
por imperio del momentáneo furor. No obstante su permonecia en el
extranjero continuó figurando sin sueldo en la Plana Mayor Pasiva
hasta el mes de mayo de 1870, fecha de la incorporación al ejército
gubernista que debía operar contra los revolucionarios de Timoteo
Aparicio sobre el Norte del país.
En febrero del 71 pasó a la Plana Mayor Pasiva, tal vez por
haber abandonado el ejército desconforme como su hermano del
giro que tomaba la guerra y la pretendida ineficacia del Gobierno
en la soluciónde los problemas militares.
Dado por muerto en febrero de 1876, según falsas noticias in-
sertas en la prensa que afirmaban su asesinato en Gualeguay —la
noticia incierta originó su baja—, pero a poco continuó revistando
hasta el 20 de abril de 1880, época de su exoneración de rangos en
virtud de estar en armas contra el Gobierno.
215
A propósito de este alzamiento, recuerda Fernández Saldaña que
a la caida de Latorre, el nuevo mandatario doctor Vidal y su ga-
binete, supieron por conducto fidedigno “que el coronel Manuel Ca-
raballo era sindicado como jefe de la revolución preparada por un
Comité de Buenos Aires. El 22 de febrero se embarcó en Monte
Caseros (Corrientes) en el vapor brasileño “Uruguay”, con sus hijos
Francisco y Juan, dos mozos, y tres individuos más, entre ellos un
italiano, Carlos Muanfredini, presunto jefe de infantería, para des-
embarcar en tierra del Brasil, en el puerto de la Leña, un poco más
arriba del Cuareim Chico. Se internó por allí esperando un contin-
gente mayor que iba a venir, pero no vino.
“En abril, Caraballo dió un manifiesto al país explicando las
causas de su actitud, en un documento difuso en que se habla de
un movimiento armado de carácter nacional y no con divisa colo-
rada, y legó hasta realizar una pequeña incursión por nuestro te-
rritorio. Reclamó el gobierno a la corte imperial por intermedio del
ministro Vázquez Sagastume, consiguiendo que las autoridades de
Río Grande intervinieran”.
“Una comisión especial destacada de la policía de Uruguayana
lo fué a sorprender en el Potrero de Prado, cerca del Paso del León.
desarmando sus cuarenta hombres y trayéndolo a dicha ciudad.
Vidal, mientras tanto, lo eliminó del ejército el 20 de abril de 1880.
Algún tiempo más tarde, el 6 de octubre de 1881, el coronel Cara-
ballo entró incluído en una ley de amnistía y fué vuelto a su grado”.
Desde entonces residió con su familia en la estancia de Entre
Ríos, de donde vino a Montevideo al promediar el mes de enero
del año 1886 con el fin de responder ante el general Santos, «a raiz
de las acusaciones de que era objeto vinculándolo a los trabajos
revolucionarios de los emigrados orientales. Si en una difundida
carta testimonió la adhesión personal con los términos gratos al Dic-
tador, llamándolo inclusive “jefe del partido colorado”, la coacta
visita como la de otros jefes y oficiales fué particularmente justi-
preciada, puesto que el 8 de febrero recibió los despachos de ge-
neral. Acerca de esta entrevista, el edecán coronel Esteban Martínez
solía referir que el anciano jefe se presentó —a falta de otro— con
el kepis de general perteneciente a su extinto hermano el general
Francisco Caraballo, de quien había sido heredero.
Creyéndolo equivocado, con todo respeto Martínez le impuso
el presunto yerro, a lo que maliciosamente contestó: “— Siendo mío,
¿quién me priva de usar las prendas de Pancho?”
La anécdota se festejó en la rueda del Capitán General y pocas
semanas más tarde se expidieron las palmas del generalato para
el veterano servidor.
Poseedor de una salud envidiable, se hizo presente en Tacua-
216
rembó el 19 de abril de 1893, día en que la población mediterránea
ofreció grandes festejos en honor de su hermana Joaquina Caraba-
llo de Ortiz, viuda de Ramón Ortiz, uno de los Treinta y Tres Orien-
tales. Su pasaje a través de Paysandú en horas del retorno trajo
al recuerdo evocaciones y anécdotas, de las que se hizo eco el
decano de nuestros periódicos.
Olvidado por los gobiernos de Tajes y Herrera y Obes, razones
de salud lo trajeron a Montevideo, donde tras largo reposo condigno
de la edad, falleció el 2 de marzo de 1898.
CARHUE. MIGUEL,
217
de la orquesta que acompañaba la misa mayor los domingos o en los días de fiesta
solemne.
Más tarde fué también director de una murga o charanga que sostenía el Mecenas
propicio de artistas y literatos, General D. Servando Gómez, antiguo vecino de esta
locali/ad, (“El Paysandú”, 4 de mayo de 1883).
218
prestó a los turbios manejos de la Cancillería imperial, llegando a
interponer una bandera auriverde al paso de Leandro Gómez y su
tropa, actitud provocativa que frustró el bizarro Comandante.
Poco después los arduos devaneos del atribulado conspirador,
recibirían en la propia casa el ejemplo aleccionante, al constatar
vna mañana que su hija Manuela, joven de dieciséis años, concluía
dos banderas orientales. una de seda y oro, y otra de tela burda con
puntos gruesos, insignia esta últi- A
ma que luego tremoló sobre la
E
iglesia Nueva.
Con tono de afrenta, Carnei-
ro preguntó la significación de
aquellos pabellones, fehaciente
muestra del sentir filial.
Recuerda la tradición que do-
ña Manuela, rompiendo las nor-
mas de época, se irguió presta y
soberana para replicarle: “¡No
me niegue, padre, el derecho sa-
grado de querer a mi patria!”
En estas circunstancias de
proyecciones no comunes, el
ecuánime gesto materno, sin pau-
sa ni mengua, terció para impo-
ner su respetuosa potestad.
A poco, el sucesivo triunfo de
las armas revolucionarias impuso
el segundo sitio de Paysandú, ra-
zón por la que toda la familia
buscó asilo en la escuela subur- Cándida Crespo de Carneiro
bana de Zacarías Frutos, hospita-
laria amiga que había de amparar su casa con la bandera italiana,
pertenencia de un quintero ligur de aquellas inmediaciones.
Al arreciar la batalla en el recinto del pueblo, una insignia
oriental de tosca factura —tácito homenaje de Manuela Carneiro—
flameó allá en las alturas de la iglesia. Acribillada a tiros entre
nubes de humo y jadeantes vitores el pabellón glorioso infundió
nuevos bríos a los temerarios defensores dignos de Esparta que lu-
chaban hasta morir bajo su sombra augusta.
Arruinados por la guerra, los Carneiro sobrevivieron las duras
contingencias del exilio en la localidad entrerriana de Gualeguay-
chú, donde falleció el progenitor en 1866.
De regreso a la ciudad, ocuparon la casa tradicional de calle
Florida, mientras el primogénito Antonio Eugenio afrontó la vida en
219
Montevideo como padre de la infortunada familia. Al cabo de tan-
tas desazones, una de las hijas, doña, Juana Carneiro, se constituyó
en Montevideo entre consanguíneos, y allí fué presa del cólera. fa-
lleciendo a los diecinueve años de edad el 24 de enero de 1868.
Mientras tanto en la cadencia del vivir aldeano, todos los afec-
tos y cuidados de misia Cándida se prodigaron en la hija mayor
Carlota, consumida por las fiebres que no menguaban ni el sueño
ni las preces de la sociedad por un restablecimiento que nunca llegó.
Toda la medicina popular y los infaltables membrillos en cuanto
aderezo era posibe, así fueran asados o almibarados, se prodigaron
a destajo por mano de las negras libertas, ofrenda inútil, ya que la
bella compatriota dejó de existir el 7 de abril de 1872. Bien dijo la
tradición venida de los contemporáneos, que al cumplirse la requi-
sitoria implacable del sepulcro, daba grima abandonar tan pura
vestal al espacio inconmensurable de los siglos.
En el curso de la misma década la familia dejó para siempre
la tierra solariega para radicarse en Montevideo. Afincados en el
Cordón terminaron por identificarse con este barrio capitalino, po-
puloso distrito donde la estirpe se extinguió en el primer tercio de
nuestra centuria.
Conformada al retiro urbano, doña Cándida C. de Carneiro,
vivió los últimos días junto a su hija Manuela, la misma que
antaño tejiera trofeos de epopeya, recordándose en particular que
una de sus banderas fué origen de un reclamo diplomático contra
e! Imperio del Brasil. Por verdadero sarcasmo del destino sobrelle-
vó imperiosas necesidades con la enseñanza de finas labores cuan-
do aun estaban en auge los entorchados, el gusanillo de oro y los
encajes de factura europea.
Rodeada del afecto que siempre mantuvo encendido en la más
austera escuela, la señora de Carneiro dejó de existir el 4 de julio
de 1892, a los 85 años de edad. Residía en la calle Lavalleja nú-
mero 92 (bajos), y fué atendida en los trances finales por el doctor
Florentino Felippone.
Fueron sus vástagos doña Carlota Carneiro (1842-1872), dama
fallecida en plena juventud; Antonio Eugenio, nacido el 17 de enero
de 1845 y bautizado al siguiente mes en la parroquia sanducera.
Juana María Carneiro vió luz el 21 de agosto de 1848, asentada
en los libros bautismales el 3 de octubre siguiente; vivió apenas
diecinueve años, puesto que falleció en Montevideo el 24 de enero
de 1868, víctima del cólera, según el óbito inserto en los libros de
la Catedral Metropolitana.
220
Manuela Carneiro, nacida posiblemente en 1849, confeccionó a
los dieciséis años la bandera que flameó sobre la plaza sitiada en
el año 1864.
De toda la progenie sólo tomó estado el escribano Antonio E.
Carneiro, esposo de Dolores Mouliá (1849-1896).
Los Carneiro-Mouliá fueron: doña Dolores, verdadera beldad,
que falleció muy joven; Antonia, y Orfila, ambas educadoras. La
última casó con X. Zerbino, sin dejar descendencia. Teresa Carneiro
Mouliá desposó con Goyena, hijo del conocido militar de este ape-
llido, hoy residente en Buenos Aires.
Arturo Carneiro Mouliá, oficial 1%? de la Biblioteca Nacional, y
Carlota, fallecidos sin posteridad.
221
Arroyo antes del indicado que no los ecsamine”. “Si encontrare
en la costa —dice el 22—, Carreta o Carretas cargadas con efectos
ó frutos del paiz las tomará de buena presa lo mismo si encontrase
dhos efectos y fructos solos y sin custodia conduciendolos en uno
y otro caso dhos efectós e individuós, carretas y á esta Sub Recep-
toria.” — Art, 3%: “En caso de encontrar alguna embarcacion car-
cando o descargando, ó bien sea que, habiendo salido de la costa
con cargo la vea la perseguirá hasta capturarla y si en la fuga
tratase de defenderse haciendo úso de las armas, hará el mismo
úso de las suyas hasta conseguir su captura”. Finalmente, el 4:
“Si el Buque perseguido llegase aganar la. costa occidental, cesará
persecución y para que tal no suceda, tendra cuidádo de ponerse
siempre de modo que le estorbe efectuarla. Paysandú. Mzo. 15 de
1848". (Archivo G. de la Nación, Montevideo; fondo Gobierno del
Cerrito; Caja 1670; Mateo J. Magariños de Mello. El Gobierno del
Cerrito, tomo 1?, pág. 427).
Celoso custodio de los fueros legales, sustituyó en carácter in-
terino al subreceptor Juan Manuel Mandiá, en setiembre de 1847,
empleo que lo expuso de inmediato a la contingente solicitud de
fondos ordenada por el brigadier general Servando Gómez.
Carneiro desechó el pedido del veterano militar, pero dos años
después el mismo postulante interpuso nuevas solicitudes, entre ellas
una para el pago de lanzas construidas en la localidad, negándose
el funcionario por razones que luego aprobó el Gobierno.
Pese a las violentas protestas de aquel Jefe, el excelente emplea-
do se mantuvo en su justa posición, refrendada por el propio dere-
cho administrativo, según fué dable ver en la nota que desautorizó
a Servando Gómez. (Magoariños, cit., págs. 580 - 584).
El correcto subreceptor llegó a tener doce empleados bajo sus
órdenes, “reducidos luego a seis cuando los sucesos del año 51 exi-
gieron la adopción de todas las medidas posibles de defensa, y to-
davía esos seis debían estar alertas para el caso de ser convoca-
dos. Claro que, como lo hace notar Manuel Carneiro al Receptor
General al darle cuenta de estos hechos, “impocible hacido á la crea-
ción de esos Empleados que su nombram'* no recayese en indi-
viduos de la Guardia Nacional en virtud de que todo Ciudadano se
halla alistado en ella”... Eran males inevitables del estado de
guerra. (Magariños, cit., pág. 426).
El desempeño de este empleo no fué óbice para relegar las acti-
vidades mercantiles, ya que simultáneamente Cameiro poseía una
tienda, negocio saqueado por completo en la tarde del 26 de diciem-
bre de 1846.
222
Soldado de la plaza en la tremenda emergencia, a duras penas
logró salvar la vida, según lo confirma una misiva suya remitida
el 1* de febrero de 1847 a su compadre y amigo Quintín Correa, ve-
cino de Rocha.
“Si en otras épocas mis cartas han sido a Ud satisfactorias, hoi
p." el contrario, no servirá esta sino p.* aumentar sus penas, por lo
ocurrido en este punto el 26 de Diciembre, todo, todo es p.* U. fatal.
“Yo y D.” Elías Morales emos sido prisioneros del pardejón en
ese día fatal como igualm.** el restante de la guarnición, fuimos suel-
tos el 6 de Enero y al día sig.tt marchó D. Elías p.* Mercedes a ver
a su fam.* hasta hoi no sé lo que le haya sucedido con la toma de
aquel punto p." nuestras fuerzas; nuestro buen amigo Morales (Euge-
nio J.) hacido barbaram.** asesinado p." los vascos después de rendi-
do, D. Carlos y Modesto (Correa) quedaron mui mal heridos y Fede-
rico (Correa) muerto en el Cantón de Picardo, D.* Carlos ya queda
bueno, pero Modesto sigue aun nada bueno. Gorgonio (Correa) se fué
con el pardejón. siguió a Matisto y José María (que también han
benido aquí) Aberasturi y Sotilla también han sido asesinados p.”
los vascos, en fin, la mortandad, o pérdida p." nuestra parte han
cido después de rendidos solo en casa de Marote han asecinado 38,
entre ellos á Aberasturi algún día podrá U. saber todo con nuestra
vista (visita) pues p." medio de la pluma, es nunca acabar.
“Yo he salvado en mangas de camisa y descalzo y lo mismo
mi fam.* no nos ha quedado nada de la tienda ni las tablas se han
escapado sanas hasta hoi estamos viviendo materialm.tt de limos-
na— Sin esperanza de que mejore nuestra suerte, hasta la casa me
da Fernández gratis (se refiere al alcalde) todo, todo ha llegado al
último grado y para colmo de nuestra desgracia, su comadre está
esperando su parto.
“Havía pensado ser bastante lacónico en esta pero insensi-
blem.t* mi pluma se ha deslisado demasiado y concluyo esta pi-
diéndole nos dé noticias de nuestra Com.e y amiga (Carlota Bar-
bat) y demás fam.* lo que deseamos sea UU. más felices que su
desgraciado Comp.e y buen amigo”.
Corrobora además su decidida filiación partidaria el hecho su-
gestivo de integrar en octubre de 1849 por orden de Oribe la co-
misión de vecinos —formada por Francisco G. Fernández, Domingo
Olmedo, Juan Cuadros, Nicolás Vizcarra, más los testigos Clemente
Pradines y Joaquín Pereira— para investigar y censar con los res-
pectivos alcaldes los robos y saqueos cometidos en la plaza el 26
de diciembre de 1846.
223
Miembro electo de la Junta Económico-Administrativa al con-
cluirse la Guerra Grande, permaneció en la honorable corporoción
municipal hasta el vandálico atropello del comandante Sandes que
obligó la renuncia de todos los ediles.
Personaje de las mejores esferas lugareñas fué distinguido por
el Gobierno de su patria para desempeñar el cargo de Cónsul según
la credencial otorgada el 12 de noviembre de 1855 por Luis Henri-
que Ferreira d'Aguiar, Oficial de la Orden Imperial de Cristo y Cón-
sul General del Imperio del Brasil en la República del Uruguay,
despacho que refrendó José María da Silva Paranhos en la aludida
fecha. De acuerdo con una carta suscrita en Montevideo el 27 de
diciembre siguiente, desde el Consulado imperial por José Pedro
d'Azevedo Pegoana, Carneiro debía informarle con la rutina de los
oficios todos los hechos de interés para “la industria o comercio, y
a la navegación del Imperio, como en transmitirle por escrito. con
la máxima brevedad posible, las comunicaciones de cualquier ocu-
rrencia extraordinaria, que tenga lugar en el Departamento de su
residencia”, etc.
Miembro informante conforme se desprende de las referidas
órdenes, la concesión de algunas prebendas parece indicar que las
sigilosas comisiones venían cumpliéndose de tiempo atrás. De esta
suerte mereció los despachos de teniente coronel con fecha del 7
de febrero de 1855. Fué Cónsul desde el 12 de noviembre del citado
año y Caballero de la Orden de la Rosa por el diploma expedido
en Río de Janeiro el 26 de junio de 1861. Imposibilitado de concu-
rrir a la recepción del cortesano homenaje, lo representó su amigo
Vicente Antonio da Costa por un poder suscrito en Paysandú el 6
de febrero de 1861.
Sin desligarse de las instituciones nacionales, en 1853 fué miem-
bro suplente de la Junta E. A., acordándosele cuatro años después
un permiso para actuar en calidad de traductor público.
Bien visto por el coronel Pinilla, integró la Comisión Pro-Emi-
gración nombrada el 8 de noviembre de 1858, entre cuya nómina
fácil es distinguir la presencia de los representantes más conspicuos
de las colectividades extranjeras.
Elemento progresista por otra parte, dadas sus vinculaciones
comerciales prestó notorios servicios al gremio, presidiendo la So-
ciedad de Cambios en 1862, meritorio instituto formado por la alta
banca sanducera.
En lo foráneo, desde el viceconsulado no trepidó en prestarse
a las aviesas intrigas de forja extraterritorial, cumpliendo la ingrata
224
tarea de provocar conflictos diplomáticos. Este penoso intento, como
otros tantos comenzaron a tomar cuerpo en junio de 1864. Al prin-
cipiar este mes, en momentos que Leandro Gómez descendía por
calle Forida encabezando un batallón, manos anónimas extendieron
de exprofeso un gran pabellón imperial frente a la casa del vince-
cónsul. Presto el jefe ordenó el paro de las tropas y descendiendo
del corcel con fina hidalguía envolvió la insignia en la espada, depo-
sitándola respetuosamente sobre la acera.
Malquisto con los gubernistas —antaño sus aliados— Carneiro
presenció ambos sitios, y al formalizarse el segundo fué a buscar
asilo con los suyos en la finca suburbana de la educadora Zacarías
Frutos, donde permanecieron hasta la caida de la plaza.
Arruinado por el bombardeo con pérdida de casi todos los bie-
nes —<querra que en cierto modo propició— fué a refugiarse en tie-
ra argentina bajo el peso inenarrable de la propia ingratitud de
sus compatriotas.
Residiendo en Gualeguaychú (Entre Ríos), falleció en la pobre-
za el 5 de abril de 1866, a los 62 años de edad.
Era hombre de agradable apariencia, de tez blanca y estatura
regular. Siempre usó “chuletas”, ya canas en la hora de la muerte.
No ha sido posible ubicar la primitiva casa perteneciente a Ma-
nuel Carneiro, pero se conoce el ulterior traslado al medio solar de
calle Sarandí y General Brown (Uruguay y 19 de Abril), donde pose-
yó una modesta finca. Este inmueble fué adquirido el 1? de mayo
de 1845, siendo hasta entonces propiedad de Marcos AÁrces y eran
sus linderos por el Norte, Doroteo Rodríguez, al Sur, calle por me-
dio, Damasia Montaña, viuda de Bernardo Aranda. Hacia el Este,
Jorge Cremer, y por el Oeste, José Puche (Puig?). El más somero
análisis permite afirmar que el terreno de 25 varas de frente por 50
de fondo ocupaba la esquina N.O. en la referida intersección.
La conocida por finca tradicional de los Carneiro, recién vino a
poder del residente brasileño el 22 de enero de 1850. Según la des-
cripción de las escrituras, era “un rancho con paredes de material
y techo de paja”, emplazado sobre el cruce de Juncal y General
Alvear (Florida y Queguay). Sito en la esquina S.O., fueron sus lin-
deros coetáneos, por el Norte, calle de por medio, Juana Laguna
de Ortiz. Rumbo al Sur, Pedro Avril. Hacia el Este, a calle travie-
sa, Pedro Pérez y al Oeste, Mercedes T. de Leal.
Los papeles de la venta respectiva fueron autenticados por el
escribano Manuel Cortés, constando que la propiedad perteneció
hasta el año 50 a Francisco Rivarola y que la respectiva transac-
ción se hizo por 400 pesos plata moneda antigua. Rivarola, por su
parte, lo hubo el 6 de junio de 1831, habiendo permanecido el ran-
cho en su poder durante diecinueve años.
225
CARRANZA. JOSE AMBROSIO,
226
Los particulares méritos contraídos por el bravo cordobés le
hicieron acreedor a los despachos de capitán, nombramiento recaí-
do el 8 de mayo de 1808, fijándose de inmediato su destino a la 4*
Compañía de Infantería, acantonada en Montevideo.
Respecto al citado título, según lo confirman papeles de época
tácitamente ya lo tenía por gracia especial del Virrey Sobremon-
te, quien años atrás gustaba nombrarlo en público con el título de
marras.
Libre Montevideo por la capitulación celebrada en Buenos Aires
el 9 de setiembre de 1808, vió a poco reintegrarse a sus lares los
diversos cuerpos que la guarnecían y entre éstos a los Voluntarios
Urbanos, unidad del capitán Carranza.
Un año después, con la misma graduación, pasó a la 5* Com-
pañía de Infantería del Río de la Plata, vacante en la que fué con-
firmado por el Virrey Cisneros (28 de octubre de 1809).
Al estallar la Revolución de Mayo, abandonó las fuerzas realis-
tas, acto que tuvo lugar después de la victoria patriota de San José.
El 21 de abril de 1810, tras vencer no pocos obstáculos, se hizo
presente en Mercedes para ofrecer su espada a la causa de la In-
dependencia, mientras allí permanecía el general Manuel Belgrano,
conducta que mereció el unánime justiprecio.
Dado de alta en el Ejército de la Patria con los despachos de
Sargento mayor, poco después el entonces coronel Rondeau lo des-
tacó sobre los accesos del Uruguay (en Arroyo de la China), coman-
dancia de corta duración porque ulteriores necesidades del ejército
urgieron el pasaje a Buenos Aires y su traslado al Sitio de Mon-
tevideo. :
Desde el 1? de junio de 1811, junto con Artigas y otros jefes pa-
triotas ciñeron el cerco de la plaza capitalina por mutuo acuerdo,
careciendo de todo fundamento la enemistad que algunos voceros
coetóneos pretendieron justificar. A raíz de tamaña insidia, los mi-
litares de graduación, reunidos en Arroyo Seco el 18 de setiembre
fundamentaron una declaratoria que vió luz en La Gaceta bonae-
rense correspondiente al número 67.
Ya a la altura de estos sucesos era uno de los militares más
conceptuados por la Junta Gubernativa de Buenos Aires, aprecio
constante en las diversas recomendaciones suscritas a Rondeau por
Cornelio Saavedra, Domingo Matheu, Atanasio Gutiérrez, Juan de
Alagón y José Antonio Olmos. Luego del martirio de Bicudo y sus
bravos compañeros (30 de agosto de 1811), se dispuso la. reconquis-
ta de Paysandú, villorrio caído en poder de las huestes lusitanas.
227
Rondeau enconmedó las operaciones militares a Carranza, pundo-
noroso jefe que pudo llevar a feliz término el desalojo de los in-
trusos. (8 de setiembre).
Engrosado el cuerpo expedicionario por las fuerzas de Miguel
del Cerro en el pueblo de Mercedes, bastaron dos encuentros en
el Rincón de las Gallinas para concluir con los efectivos portugueses
interpuestos en el camino a Paysandú, Villa que abandonaron.
En la primera jornada fué herido y aprisionado el famoso Ben-
tos Manuel y en la siguiente, dispersó su piquete.
Precavidos a tiempo, los realistas de Paysandú y treinta por-
tugueses custodios del pueblo embarcaron, previo saqueo del ve-
cindario.
A la toma del pueblo, ocurrida el 9 de octubre, siguió la marcha
punitiva contra el coronel hispano Benito Chain, apostado en el
Rincón de San José. Cuando se hacía inminente el encuentro de
los contendores, Chain se hizo presente con una copia del armis-
ticio celebrado entre Elío y la Junta porteña, convenio que obligó
el inmediato retiro de las huestes patriotas. Esta actitud, causal de
profundo disgusto para los soldados orientales, originó de regreso
un verdadero motín, siendo herido Carranza en una mano por los
rebeldes, ansiosos de reparar por la violencia una victoria frustrada.
Durante el penoso retorno, buena parte del cuerpo se declaró
partidario de Artigas, conducta que no participaron los jefes Ca-
rranza y del Cerro.
Vueltos a Paysandú, ambos conmilitones, acompañados de 15
adictos, vadearon sigilosamente el río, campando en la margen oc-
cidental del Uruguay.
En momentos que se disponían a pernoctar les sorprendió el
arribo de unas tropas, resultando ser la compañía de Francisco Ze-
lada, jefe concepcionero sublevado a favor de Artigas. Cuando el
pleito entre los grupos disidentes iba a resolverse por las armas, se
llegó a un acuerdo, conviniéndose que los jóvenes y las armas
quedasen junto a Carranza, pasando los casados a la ribera orien-
tal, tarea cumplida merced a los auxilios que les prestó el mismo
capitán. Este, que respondía a las miras porteñas. optó por asilarse
en el Arroyo de la China, desde cuyo lugar pasó a las afueras de
Montevideo, donde residió en compañía de su esposa hasta el año
1812. Bien visto, según se dijo, por el Gobierno patrio, el 23 de di-
ciembre de 1811 éste le acordó el empleo de capitán del Regimiento
de Dragones, cargo que debía ejercer en el 2% Escuadrón de la 6*
Compañía hasta su embarco a Buenos Aires, realizado en abril de
1812. El propio día del arribo sentó plaza en el ejército de Sarratea,
cuerpo antiartiguista encargado de expedicionar al litoral del Uru-
228
guay, teniendo como base de operaciones el Arroyo de la China.
Revistó por consiguiente en el Regimiento de Dragones, compuesto
de 684 reclutas a órdenes del jefe interino Nicolás de Vedia, susti-
tuto eventual de Rondeau por no encontrarse este último. (Pereda,
Paysandú Patriótico, t. 1, pág. 181). :
Aunque no existe otra fuente informativa, son de todo punto
verosímiles los consejos y prevenciones de orden militar con que
el mismo Carranza afirma haber contribuido en favor de aquella
desdorosa campaña antifederal.
Fué también idea suya “poner una cadena al Paraná”, so efec-
tos de impedir el cruce de buques enemigos, proyecto realizado en
colaboración con el ingeniero Monasterio desde las islas de Corra-
les y Punta Gorda.
Siempre bajo órdenes de Sarratea, pasó al Ayuí y después al
Salto Chico. donde fué dispuesto para realizar algunas comisiones
de importancia, entre ellas la compra de equinos, bueyes y mulas,
encargo que logró llevar a feliz término en agosto de 1812,
Bastará dar somera idea del trabajo entre manos la sola enu-
meración de los destinos cumplidos en procura de animales, largo
derrotero con meta final en Curuzú Cuatiá (Corrientes) cumplido
sin más compañía que un cabo y cuatro soldados.
Vuelto a la zona en setiembre, la correspondencia de su pluma
constituye una precisa fuente de noticias sobre los asuntos regiona-
les y en particular en torno a las últimas depredaciones y cona-
tos de los charrúas.
Al reiniciarse las hostilidades contra los realistas de Montevideo
se incorporó nuevamente al Regimiento de Dragones de la Patria
bajo mandato de Rondeau, actuando con singular denuedo en la
batalla del Cerrito (31 de diciembre de 1812).
Según los biógratos de Carranza el 13 de noviembre había an-
ticipado la victoria con una empeñosa persecución del enemigo,
rápida marcha que realizó hasta el Cristo en los propios aledaños
de la ciudad, lográndose de esta suerte el encierro de los 200 in-
cursores que merodeaban por las afueras en procura de ganado.
La hazaña de marras fué cumplida merced al arrollador empuje de
noventa patriotas.
Adicto por completo al gobierno porteño, le tocó actuar en con-
secuencia según las miras de los directores centralistas, a cuyo ser-
vicio revistó en ambos sitios de Montevideo, mereciendo especial
consideración por el arrojo demostrado junto a los muros de la ciu-
dad. En efecto, el 10 de febrero de 1813 junto al coronel Pico fué
uno de los vencedores en la Aguada, rápido combate que deshizo
los efectivos realistas del subteniente Antonio Quintana, obligándo-
les a refugiarse entre las zanjas más cercanas, con pérdida de un
229
miliciano y dos soldados heridos. Fiel al Gobierno de su patria, el
8 de abril de 1813, con las tropas directoriales juró fidelidad a la
Asamblea General Constituyente, cuerpo gubernativo instalado en
Buenos Aires.
Rendida la plaza de Montevideo el 20 de junio de 1814. figuró
entre los oficiales que presenciaron la solemne entrega de las llaves.
En mérito a su conducta el 14 de noviembre del mismo año recibió
los diplomas de sargento mayor, justiciero ascenso firmado por el
Director de las Provincias Unidas del Río de la Plata, don Gervasio
A. de Posadas.
Siguiendo expresas órdenes de Ignacio Alvarez, el 22 de diciem-
bre debió salir a campaña con un piquete de cincuenta hombres,
tanto para evitar que los artiguistas hostilizaran la plaza, como tam-
bién en resguardo de los comarcanos adeptos al centralismo argen-
tino. Entre las medidas de vigilancia era de su exclusivo resorte la
persecución de desertores, observación de movimientos bélicos, au-
xilio de alcaldes y cuanta medida juzgase efectiva en son de “ahu-
yentar las personas sospechosas que bajo el carácter de paisanos
podrían introducirse a observar el movimiento de los militares”.
Merced a su reconocida cautela logró enfrentar y destruir una
fuerza oriental que le triplicaba en número, sobre las orillas del
Tala (Canelones), acción impuesta al Gobernador Alvarez con fecha
1* de enero de 1815.
A causa de este triunfo de simple orden eventual las autorida-
des argentinas llegaron a considerarlo imprescindible en aquellas
horas, razón de una larga permanencia en los accesos de Montevi-
deo so efectos de evitar cualquier sorpresa. Impuesto el general Es-
tanislao Soler de tamaña conducta optó por desautorizarla en razón
que el mayor Carranza sólo disponía de 53 hombres, encontrándose
al albur de un rápido avance artiguista, motivo tanto más grave por-
que lo triplicaban las huestes orientales. Resuelto, por ende, a evitar-
le cualquier grave contingencia, lo hizo mudar de campo, pasando
sucesivamente de San José a Florida y desde este punto a la costa
del Río Negro, operación retardada por interpósitos contratiempos.
Si bien Carranza obedecía las órdenes de Soler, todos los partes,
según era costumbre, prosiguió remitiéndolos al coronel Alvarez.
conducta que trajo lógicos rozamientos entre los dos jefes.
Razones de autoridad y la derrota de un corto piquete indujeron
a Soler la reducción del área defensiva y en consecuencia desde
la costa del Río Negro las fuerzas argentinas debieron retrotraerse
hasta las márgenes de Santa Lucía para observar los movimientos
de José Llupes, Zapata, y José Amigo, estacionados hasta entonces
entre Casupá y las costas del Yí.
Sin embargo, la creciente hostilidad de los orientales obligó al
Director Supremo el refuerzo de las tropas y el envio de Soler hasta
230
la jurisdicción de Florida, a la vez que el mayor Carranza pasaba
a tierras de Guadalupe con 150 soldados, una pieza volante y su
dotación de artilleros, cuerpo que debía obrar de acuerdo con el co-
ronel Hortiguera a fin de impedir cualquier pasaje desde la otra
banda del Rio Negro.
Con posterioridad el general Soler pasó a Mercedes, recayendo
todas las responsabilidades en el subordinado inmediato, razón por
la que el ejército de Canelones llegó a contar 200 plazas y la obli-
gación de remitir sus partes al coronel lgnacio Alvarez. Todos estos
aprestos quedaron amulados con la brillante victoria de Fructuoso
Rivera en la Horqueta de Guayabo (Salto), donde las fuerzas direc-
toriales al mando del coronel Dorrego fueron derrotadas el 10 de
enero de 1815 no quedando a los argentinos otra alternativa que
abandonor la plaza capitalina (26 de febrero).
Carranza, que permaneció a lo largo de estos sucesos en Santa
Lucía terminó por reincorporarse al grueso del ejército desalojado
pasando temporariamente a Buenos Aires.
Adicto a la persona de Rondeau, cuando éste fué reemplazado
por Alvear se contó entre los más activos promotores del alzamien-
to de Fontezuelas, interviniendo al frente del Escuadrón de Drago-
nes (15 de abril de 1815).
A solicitud de Alvarez Thomas, que lo sabía en muy aventura-
da posición se vió obligado a retirarse, situándose por una segunda
orden sobre las inmediaciones de la plaza, donde se pudo sostener
no obstante los riesgos del sitio.
Poco después un imprevisto accidente le obligó a pedir licencia,
la que fué concedida de inmediato por los méritos contraídos en la
campaña.
Teniente coronel de Dragones de la Patria desde el 18 de mayo
de 1815, al año siguiente pasó a Córdoba en carácter de enviado
confidencial y político de Pueyrredón.
Influido por las ideas federales no tardó en abandonar las directivas centralistas,
cbteniendo la baja, aunque con sobrados motivos; afirma el historiador Yaben que el
retiro se debió a la desobediencia “de una orden de arresto impartida por el Director
Supremo”. En estas circunstancias fugó para el interior, por lo que el Gobierno, por
circular del 16 de marzo de 1816, dispuso se le persiguiera como desertor, fuese
aprehendido y “remitido asegurado a esta Capital en la torma más eficaz posible”. Fué
suspendido del empleo por pertenecer al escuadrón que marchó al Alto Perú y hecho
bajar a Buenos Aires por este motivo, lo que Carranza desobedeció; creyendo el Go-
bierno hubiese marchado a Córdoba, pues un oficial con pliegos del general Viamonte
lo encontró en la posta de Arauco. Habiéndose presentado Carranza en la Villa de
Luján, pero en vez de cumplir esta orden, se desertó. Había sido suspendido de su
empleo a causa de la escandalosa deserción de la tropa de su mando al marchar
para el Alto Perú como queda dicho. Carranza cuando tugó intentó insurreccionarse
contra la autoridad; al mando de una partida armada, el 21 de setiembre de 1816
cmenazó de muerte al maestro de postas de Cañada de Gómez, Manuel Silvestre Ace-
231
vedo, con el objeto de buscar armas en su casa. (J. R. Yaben, “Biografías Argentinas y
Sudamericanas”, Tomo III, pág. 28).
Restituído al hogar por lo que llamaba goce de una licencia,
esto no fué causa para sustraerlo del servicio de las armas a raíz
de su “inextinguible espíritu militar”. Comandante del pueblo de
San Nicolás en 1820, colaboró de una manera efectiva contra las
huestes anárquicas de Alvear y Carrera que lo atacaron en el refe-
rido destino, donde fueron destruidas merced a la rápida interven-
ción del coronel Dorrego. Ayudó el posterior embarco de las tropas
y a órdenes de este jefe actuó el 12 de agosto siguiente en la bata-
lla de arroyo Pavón, sitio donde derrotaron al ejército santafesino
de Estanislao López.
Partícipe en toda esta campaña, revistó con Rosas en calidad
de jefe del Regimiento “Colorados”.
Según una memoria autógrafa que existe con la foja de servi-
cios en el Archivo del Ministerio de Guerra argentino, comandó el
primer escuadrón del 5% Regimiento de Campaña “sin título alguno”,
en las sucesivas expediciones contra los indios. “Oficiosamente”” —
dice— sirvió de Cuartelmaestre —jefe del Detall— encargándose de
proveer y racionar el ganado “para que hubiera orden y economía”.
Resuelto a evitar el “furor anárquico” permaneció extraño a los
posteriores conflictos y recién en 1826, al plantearse la guerra con-
tra el Imperio del Brasil ofreció su generoso concurso, malogrado
por la rápida enfermedad que lo llevó a la tumba.
Mientras algunos comprobantes de época lo dicen fallecido en
Buenos Aires el 9 de abril de 1826 ó el 12 de mayo del mismo año,
no faltan testimonios que afirman que su muerte acaeció en Monte-
video en la primera de las fechas citadas.
El teniente coronel Carranza desposó en la iglesia matriz de
Montevideo el 25 de diciembre de 1810 con doña María Alvarez,
hija del ayudante veterano Joaquín Alvarez Cienfuegos de Navia y
María Pérez de Velazco. Muerto el cónyuge, la esposa del bizarro
militar solicitó sin éxito durante años la asignación correspondiente
a su viudedad, sin lograrla.
Doña María Navia de Carranza, “que falleció —según Pereda
— el 25 de julio de 1859, a los sesenta y seis años de edad, vivió
hasta su vejez, sin otro apoyo que el de los suyos”. Fué madre de
numerosa descendencia, siendo digno de mención entre éstos el
mayor Narciso Carranza, que inició los servicios militares en los
ejércitos de la patria durante la guerra contra el Brasil. Dos años
más tarde vino a Montevideo “en calidad de ayudante de José Ron-
deau, cuando éste asumió el gobierno provisorio de la República”.
Radicado para siempre en el país. fué digno hijo suyo el cé-
lebre y pundonoroso caudillo nacionalista don Ambrosio Carranza.
(1846-1903).
232
Recién en 1914 supo hacerse honor a la memoria del comandante Carranza, otor-
gándosele una pensión a su hija Joaquina, domiciliada entonces en Montevideo, en
cuya capital sobrevivió hasta el 9 de julio de 1920.
Era viuda de don Eduardo Piccardi, milanés y amigo íntimo del general don José
Garibaldi durante la permanencia del Héroe de Ambos Mundos en la metrópoli
uruguaya. :
Casi centenaria —pues nació en Buenos Aires, el 12 de octubre de 1823—, con-
servó una admirable lucidez intelectual hasta pocas horas antes de fallecer. (Pereda,
Paysandú Patriótico, Tomo II, pág. 323).
233
ras y Uriarte casó en Montevideo con Josefa Joaquina de Chopitea,
hija de Joaquín de Chopitea y de Rosa Agustina Barruren, ambos
orientales.
La primera juventud de Ernesto de las Carreras transcurrió en
el campo sitiador del Cerrito y al concertarse la Paz del 51, por
asuntos de indole mercantil vino a constituirse en la ciudad de sus
dias. Empleado de confianza en el registro de Laffont hizo un rá-
pido y eficaz aprendizaje mer-
ced a la experiencia diaria, pon-
derables conocimientos que lo
vincularon en breve plazo con la
banca capitalina. Este nexo sería
tanto más notorio por el hecho
de dominar varios idiomas, disci-
plina que facilitaba los trámites
con las agencias de origen ex-
tranjero.
Al establecerse en 1859 la fi-
lial sanducera del Banco Mauá y
Cía., de las Carreras fué desig-
nado gerente, cumpliendo esta
misión con la más brillante efica-
cia, pese a su notoria juventud.
Tenía por entonces sólo veintitrés
años, pero la vasta experiencia
financiera, el don de gentes y la
más fina comprensión de un pú-
blico no hecho a esta clase de
transacciones le depararon la
Ernesto de las Carreras franca voluntad de todas las es-
feras sociales.
Juan Lindolfo Cuestas, amigo y compañero de oficina, suscribió
una constancia memorable en torno a las facultades extraordinarias
que le asistían para estimular el comercio y la incipiente industria
de época.
“Los pulperos enriquecidos de Paysandú —refiere el menciona-
do cronista—, se admiraban de que el crédito hubiera alcanzado la
latitud que le dió el Gerente del Banco Mauá.
“La palabra atrayente y delicadas maneras de Carreras con-
quistó (l) más de uno de aquellos sujetos aislados en su propio
negocio al por menor”.
“Había un señor Vidal, que hacía veinte años no dejaba su
tienda en su casa primitiva de piedra, ni siquiera para concurrir a la
plaza a la fiesta anual de la Virgen, lo que era de orden, ni a nin-
234
auna otra. Con la instalación del Banco quebrantó su propósito
de permanecer aislado. y vistiéndose un traje dominguero de tiem-
pos del virrey Liniers, fué a rendir su visita a Carreras llevándole
algunos cientos de peluconas, onzas de oro, que había tenido ente-
rradas y con las que solicitaba abrir cuenta corriente.
“Era un hombre singular aquel pulpero rico, un porteño lengua-
raz del barrio de la Concepción, que habia estudiado en Córdoba y
hablaba a sus parroquianos, de-
jándolos alelados, del Concilio
Trentino y de la Ley de las Doce
Tablas”. (Cuestas, cit. Páginas
Sueltas, t. Il, págs. 228-229).
Recuerda el mismo autor los
buenos oficios de Carreras y Emi-
lio Raña para salvar de la prisión
a don Carmelo Libarós, acaudala-
do propietario del saladero Casas
Blancas, unitario fervoroso que
ayudaba al general revolucionario
Venancio Flores, adquiriendo ar-
mas en Buenos Aires para depo-
sitarlas luego en su establecimien-
to, verdadero arsenal de los re-
beldes.
Fuerza es afirmarlo que si las
cosas no pasaron a mayores fué
por el influjo poderoso del joven Ernesto de las Carreras
Carreras, personaje que además
de su intimidad con el Jefe de la Plaza, poseia todos los secretos
del comando local como benévolo prestatario del Banco Mauá. Por .
lo que atañe a estos favores eran de estricto orden particular, de-
biéndose a su buena voluntad los anticipos suministrados entre
los años 1863-1864.
Defensor de Paysandú en ambos sitios, actuó desde el 4 de
diciembre de 1864 en calidad de ayudante del coronel Emilio Raña,
figurando pocos dias más tarde en el heroico asalto y reconquista
de la finca propiedad de Manuel del Cerro. momentáneo baluarte
del enemigo. Merced al denuedo del valiente coronel Laudelino Cor-
tés y cincuenta reclutas de la Guardia Nacional, los brasileños irrup-
tores fueron muertos o desalojados tras breve combate. (6 de di-
ciembre).
Bizarro sostenedor de las armas gubernistas, en la tremenda
hora final le tocó redactar la réplica del coronel Gómez a la nota
235
intimidatoria de Flores y Tamandaré, trabajo interrupto por las fuer-
zas imperiales que rodearon la Comandancia, obligando la rendi-
ción de los militares allí congregados.
Camino del suplicio logró eludir la trágica caravana, pudiendo
sortear a los enemigos por interpósitos oficios del almirante José
Murature, generoso protector que lo condujo a bordo del buque **25
de Mayo”, navío de guerra que luego zarpó rumbo a Buenos Aires.
De regreso a la ciudad en marzo a abril de 1865, la proficua es-
tadía de Carreras se prolongó hasta el año 69, fecha en que se clau-
suró definitivamente la sucursal del Banco Mauá. Ajeno por com-
pleto a las directivas políticas de la nueva era, concretó sus influen-
cias en el ramo financiero y las actividades sociales.
Fundador en 1868 del “Casino Uruguay”, primer club social que
daba “dos bailes y tertulias al año” para los asociados, incluyendo
a las esposas e hijos; pese a la corta vida del novel instituto fué des-
pués base del Casino que aún subsiste con el nombre lamentable-
mente trastrocado.
Con el cese de la filial bancaria pasó a Buenos Aires con otro
alto cargo especialmente recomendado por la gerencia del rubro
Mauá.
Miembro del “Comité Revolucionario” que propició la subleva-
ción de 1870, merced a su esfuerzo personal pudieron coordinarse
las donaciones particulares, sosteniéndose el movimiento rebelde
hasta el año 1872.
En la ciudad bonaerense estrechó relaciones con Julio A. Roca,
Carlos Tejedor, Aristóbulo del Valle, Ignacio Iturraspe, Carlos Guido
y Spano, Lorenzo Torres, en suma la pléyade de la política y la in-
telectualidad argentina, nexo que no fué óbice para mantener un
encendido culto por el país de origen.
Se contó en 1884 entre los fundadores del “Club Oriental”, cul-
tivando ininterrupta amistad con los compatriotas Eusebio Giménez,
Guillermo Melián Lafinur, Joaquín Requena, Carlos Becú, Juan An-
gel Golfarini, Ramón García, Jacobo Z. Berra, Eustaquio Tomé, Agus-
tín de Vedia, y Orlando Ribero —cuyo hijo fué ministro de la pro-
vincia de Buenos Aires durante la. intervención 1930-1931—. En la
crecida nómina merece especial recuerdo Julio Arrúe, “coronel héroe
de Perseverano”, cuyos restos, por su expreso pedido, descansan
junto a los del señor de las Carreras, amigo fraternal de todos los
tiempos. !
Radicado para siempre en el vecino país, este distinguido con-
nacional unió su nombre a empresas de alta envergadura. En
1873 integró con Ricardo Lavalle, Francisco Uriburu, Angel de Elía
Rivarola y los ingenieros Newman y Médici una sociedad encar-
gada de construir todas las obras sanitarias y desagues de la ciu-
dad de Buenos Aires. Cumplida esta tarea, al liquidarse la firma
236
Newman, Médici y Cía., el ex bancario adquirió la fábrica de la-
drillos de San Isidro, ubicada en la localidad del mismo nombre, lu-
crativa industria que produjo altos dividendos, mermados por los
continuos aportes a la causa partidaria. Se recuerda entre otros,
el apoyo incondicional prestado a los revolucionarios uruguayos, en
su carácter de presidente del comité bonaerense del ejército invasor
vencido en el Quebracho (1886).
En otro orden de cosas presidió la Sociedad Politeama Argen-
tino que trajo al país artistas de fama universal bajo la dirección de
César Ciacchi.
Cuando los doctores Vicente Mongrell y Jacobo Z. Berra, “por
inspiración de algunos distinguidos correligionarios de Salto y Pay-
sandú” resolvieron unificar la colectividad nacionalista en una
asamblea representativa, la moción tuvo eco inmediato entre los co-
rreligionarios residentes en Buenos Aires, constituyéndose el Directo-
rio Provisorio, base de la futura Convención reunida en Montevideo
el 20 de julio de 1890.
La entidad primaria estuvo constituida por “Ernesto de las Ca-
rreras, Darío Brito del Pino, Teodoro Berro, Eustaquio Tomé, Aure-
lio Palacios, Joaquín Requena y García, Julio Arrúe, Ramón Arta-
gaveytia. Vicente Ponce de León, Agustín de Vedia, Juan Angel
Golfarini, Vicente Mongrell, Eduardo Acevedo Díaz, Jacobo Z. Be-
rra y Guillermo Melián Latfinur.
“Esta corporación, integrada con tanto acierto, pronto recibió
adhesiones multiplicadas de todos los extremos del país, Fué su
presidente el abnegado patricio señor Ernesto de las Carreras, quien
siempre puso su bolsillo y su nombre de tinte heroico al servicio del
bien público”. (L. A. de Herrera, Por la Patria, t. 1*, pág. 48).
En el seno de tan distinguido concurso siempre «demostró con
la altivez del carácter, su cultura exquisita, brillante estilo y la in-
superable nobleza de sentimientos que rigieron todos los actos de
su vida.
Cuando aún podían cifrarse promisorias esperanzas en torno
a la múltiple actividad de este hombre ejemplar, la muerte lo arre-
bató el 17 de marzo de 1894. Tenía por entonces 57 años y presidía
la comisión partidaria con sede en la Capital Federal.
Hicieron el justiciero panegírico en el acto inhumatorio el poeta
Carlos Guido y Spano, Federico Meyrelles, Juan Coustau, Guiller-
mo Melión Lafinur, Jacobo Z. Berra, Isabelino Conaveris y Agustin
de Vedia.
Por su parte el presidente oriental, Juan Lindolfo Cuestas. adhi-
rió al duelo con un sentido opúsculo, resumen biográfico inserto en
Páginas Sueltas. A todo ello debe agregarse que el ataúd fué con-
237
ducido a la Recoleta envuelto en lo que él consideraba más
próximo a su espíritu: la bandera gloriosa de la epopeya de Pay-
sandú.
Fué asimismo autor de un Diario sobre este hecho de armas uti-
lizado en la obra histórica de Antonio Díaz.
Este prócer del Partido Blanco, que contó tan amplias vincula-
ciones en ambos países del Plata, había desposado en Montevideo
con Doña Emilia Giró, hija del presidente Juan Francisco Giró y
Dolores Maturana. Matrona exornada de bellos atributos personales,
sobrevivió muchos años a su ilustre cónyuge, puesto que falleció
en Buenos Aires el 20 de julio de 1945, a los 88 años de edad.
Fué descendiente del bravo defensor de Paysandú doña María
de las Mercedes de las Carreras que desposó con Ernesto Spraggon
Hernández, nieto de Rafael Hernández, benemérito soldado de la
Heroica en 1864. La señora de Spraggon falleció a los 20 años sin
dejar posteridad. Su hermano Ernesto de las Carreras prosiguió la
brillante ejecutoria paterna en los mejores círculos de la República
Argentina. 3
Nacido en Buenos Aires el 22 de enero de 1884, desde muy jo-
ven se vinculó a la localidad de San Isidro, donde su progenitor
poseía tierras y una próspera industria fabril.
Militante del Partido Conservador con la pujanza que da la con-
vicción de nobles principios, mereció particulares distinciones de
Marcelino Ugarte, gobernador de la provincia y desde 1914 su co-
lectividad política lo puso al frente de los destinos partidarios en
San Isidro, cargo que retuvo por espacio de 33 años, vale decir has-
ta el día de su muerte.
Presidente de la mencionada seccional, bregó en filas de la opbo-
sición y recién en 1926 fué electo senador por la provincia, cargo
que desempeñó con singular eficiencia.
En 1928 optó por el cargo de Intendente de San Isidro, abam-
donando la senaduria por un puesto honorario en la zona argentina
más cora a sus afectos. La actividad del señor de las Carreras en
aquel destino bonaerense resume el más brillante capítulo en el
orden social y constructivo, debiéndose a su iniciativa la erección
de escuelas. parque, colonias de vacaciones, barrios obreros y el
mismo proyecto de levantar un monumento a los Treinta y Tres
Orientales, acto de confraternidad vigente al colocarse la piedra
fundamental.
Revolucionario en 1930, fué comisionado municipal e Intendente
en San Isidro y en el bienio comprendido entre 1932-1934 resultó
electo diputado nacional por la Provincia de Buenos Aires. Favo-
recido por comicios posteriores ocupó la diputación provincial en
los periodos 1934-1938, 1938-1942 y el de 1942-1946, interrupto este úl-
timo por sucesos de notoriedad política. En el inter volvió nuevamen-
238
te a ser electo Intendente de San Isidro, periodo que incluyó los años
1936-1940. Durante esta nueva gestión administrativa dió cima a nu-
merosos proyectos de interés general, mereciendo condigna cita la
instalación de colonias de vacaciones, apertura del nuevo edificio
de la Asistencia Pública, colegios suburbanos, etc., etc.
Con sobradas razones la posteridad lo reconoce como el más
insigne edil de la pintoresca localidad ribereña, tan ligada a la
historia de la nación oriental.
Don Emesto de las Carreras falleció en Buenos Aires el 27 de
junio de 1950. Había contraído nupcias con doña Julia Valentina
Costa, hija de Pedro Costa, que fué senador nacional, y doña Julia
Mañay. Constituyen su posteridad Ernesto de las Carreras Costa,
diputado en los períodos 1934-1937, 1937-1940 y 1942-1946, que des-
posó con Marta Fernández Walker; doña Julia de las Carreras Cos-
ta desposó con Carlos Galmarini; Delia y Maria Mercedes de las
Carreras Costa, célibes.
239
que luego habia de perpetuarse en su hija de crianza, doña Matilde
Mundell de Stirling, noble adalid de la filantropía lugareña.
Sin recursos médicos en su vasta jurisdicción y las tierras cir-
cundantes, los comarcanos recibieron la mayor ayuda factible en
“Rincón Angosto”, proporcionándoles no pocas veces el propio cupé
a fin de conducirlos hasta la misma ciudad.
Bondadosa en los cánones de la educación inglesa, gozó de múl-
tiple afecto entre los pobladores
—
nacionales y extranjeros, recuer-
do que exorna su memoria.
Falleció en la estancia predilec-
ta, siendo las 7 de la mañana del
4 de abril de 1886, en circunstan-
cias que departía con sus amti-
guas servidoras. sobre los fondos
de la casa habitación. Yace aún
en aquella tierra tan caro a sus
sentimientos, bajo la sombra de
un vetusto árbol plantado después
por expreso designio manifiesto
en vida, póstumo emblema no ca-
rente de belleza.
De su tálamo nacieron AÁminta
Cash, luego esposa de Roberto
Bridgger; Juana, que tomó estado
con Alejandro Fulton; Flora, cón-
yuge de Carlos R. Young; Daniel
Cash que casó con doña Catalina
cali A a a al EAN Stirling Mac-Dougall; Carlos, uni-
do en matrimonio con su prima
Aminta Stirling de Cash
Josefina Stirling Mundell; Roberto
David, esposo de Matilde Young Michaelson; Alice, contrajo nupcias
con Roberto Stirling Mundell, Alejandro cónyuge de Lila Mac-Ea-
chen y Ernesto que falleció soltero.
CASH. CARLOS,
240
del fundo llamado “Rincón Angosto”, estancia que aún subsiste en
poder de consanguíneos.
Pero en realidad el fecundo trabajo de Carlos Cash quedó en la
estancia de San José. ubicada sobre la costa del Queguay, entre los
arroyos Molles Grande y Molles Chico correspondientes a la 5* Sec-
ción departamental de época.
Verdadero emporio de riqueza, no obstante las primitivas ins-
talaciones en auge, el establecimiento, conforme un inventario le
Pereda del año 1895, contó 5.000
reses de cría, entre ellos dos ro-
deos de Hereford, y 25.000 ovejas.
Durante muchos años las maja-
das de “San José” se conceptua-
ron entre las mejores del país, se-
gún lo infieren los precios obte-
nidos en el mercado, y las frecuen-
tes citas periodísticas al tratar ne-
gocios del ramo.
Los procreos de lanares mesti-
zos, Rambouillet y Lincoln des-
pués de 1895 fueron base de otros
establecimientos menores, ya que
la marca de Cash era toda una
garantía, por la excelencia de sus
productos.
Dedicado asimismo al negocio
de caballares, adquirió el padrillo
puro de trote “Pretendiente” y
“Murat” —célebre caballo de ca-
rrera— contándose a pocos años
cerca de un centenar de animales
Carlos Cash
mestizos.
Con fecha del 26 de agosto de 1896, el nuevo rubro de martille-
ros “Stirling y Larrauri”, integrado por los señores José Stirling Mun-
dell y Américo Larrauri efectuaron el segundo remate de la firma en
base a los excedentes pecuarios del conocido establecimiento nor-
teño.
La pública subasta de carneros seleccionados y potrillos de ca-
rrera constituyó todo un éxito por el monto de las adquisiciones y la
calidad de los compradores, recordándose en particular a los ex-
pertos estancieros Diego Young, Exequiel Menditegui, Juan José Meg-
ger, Luis Martínez, Suc. Manuel Stirling, Félix Horta, Justo Leal,
etcétera.
Si bien en el siguiente año se anularon las posibilidades de rea-
lizar buenas transacciones ganaderas por la revolución que afligía
241
al país, el 23 de diicembre de 1898 el esfuerzo de todos los produc-
tores cristalizó en una muestra de orden memorable.
Primer torneo en su jerarquía, estuvieron representadas las me-
jores cabañas de la zona y no pocos establecimientos de primer or-
den radicados en otros departamentos.
En calidad de miembro organizador cupo a D. Carlos Cash no
sólo la tarea de gestionar la presencia de amigos y parientes en
el magno certamen, sino también la erección de bretes. corrales y
demás comodidades, obteniéndose inclusive de la Empresa del Fe-
rrocarril el desembarco de los animales frente al improvisado local.
Entre los expositores se destacaron por los conjuntos y la ca-
lidad de sus ejemplares el doctor Gilbert French, dueño de la “Ca-
Faña Lorraine”, con productos Devon y Merinos.
La estancia “La Paz” o “Adelina Farm”, de la Sucesión Hughes,
al establecimiento del ingeniero Carlos Arocena y “El Cardo”, de
José Elorza, y la “Cabaña Lucio Rodríguez”, propiedad esta última
de Luis Mongrell, merecieron el aplauso unánime de los jurados
allí presentes.
Completan la nómina Calixto Martinez Buela, propietario de
“Las Islas”, Francisco Sneath y Cía., dueños de la estancia “La
Fe”, que expuso el primer toro de pedigree —"Billy”—, nacido en el
Departamento de Rio Negro, semental inscrito en los registros na-
cionales.
Enrique Young, dueño de la cabaña “Los Ideales”, próxima a
San Ramón (Camelones), trajo los primeros ejemplares ovinos de
Romney Marsh y D. Pedro Nazábal, destacado ruralista de “Los Mo-
lles” (Durazno). presentó ejemplares sobresalientes de Merinos y
Rambouillet.
El éxito de la muestra ganadera de 1898, demostró que era fac-
tible realizar torneos de aquella índole con alguna regularidad, mo-
tivo por el que sus propiciadores resolvieron fundar una sociedad
que orientora y a la vez defendiese al gremio rural. Cursada una
invitación a los más conspicuos representantes de la industria pe-
cuaria, tuvo lugar la reunión constitutiva el 4 de abril de 1899. Por
acuerdo unánime quedó fundada la Sociedad Rural Exposición Fe-
ria de Paysandú, integrándola desde ese momento los socios accio-
nistas Carlos Cash, Juan José Megget, Eugenio J. Plottier, Carlos A.
Arocena, Alejandro Victorica, Sidney W. Roberts, Juan Chaplin, Ar-
turo Griffin, Adelina Hughes, José Petit, Pedro Nazábal, Gilbert ].
French, C. Albrecht, Roberto Mendoza, Cleto B. López, Félix Horta,
José P. Mari, Guillermo Stirling, Sucesión Hughes, Juan Azeves, Pe-
dro Etchemendy, Eugenio Sacarello, Felipe Beraldo, Alberto Santa
María, Eliseo Antúnez, José Fontans, Vicente Merello, Luis Mouriño,
José Piñera y Américo Larrauri.
242
Suscrito un capital inicial de diez mil pesos dividido en accio-
nes de cien, al cabo de pocos meses fué menester elevarlo a quince
mil pesos por la constante demanda de nuevos suscritores.
Asimismo, el calificado grupo de fundadores allí reunidos eli-
gieron el primer Directorio de la institución, siendo electo presidente
D. Carlos Cash, por los múltiples y efectivos trabajos a favor de
la novel sociedad. Lo acompañaron en la directiva Juan José Meg-
get (Vicepresidente); Eugenio J. Plottier (Secretario); Sidney W. Ro-
berts (Tesorero); y el ingeniero Carlos A. Arocena en carácter de
vocal.
Reelecto Cash en el segundo periodo social. por este motivo fué
titular de la entidad en sus primeros cuatro años de existencia, evi-
denciando a lo largo de una ponderable actuación condiciones de
notable organizador. Impuso asimismo junto con sus eficaces cola-
boradores el sello de correcta seriedad que aún blasonan al digno
y progresista rubro.
Sin desligarse del referido instituto, tan caro a. sus sentimientos
de hombre de trabajo, actuó en filas del Partido Colorado rive-
rista, destacándose por sus inicativas de orden conciliador.
Conoció las incertidumbres de la adversidad en los negocios pri-
vados, causales que pudo superar merced a un encomiable esfuerzo.
Anticipándose a la subsecuente catástrofe que siguió a la pri-
mera guerra mundial, liquidó todos sus haberes en un memorable
remate dispuesto en las inmediaciones de la Estación Piñera.
Este consecuente adalid del progreso rural dejó de existir en
Montevideo el 29 de mayo de 1920, a los 61 años de edad. Habia
acudido a una reunión de su especialidad en la localidad de Meli-
lla y mientras se encontraba departiendo en una agradable sobre-
mesa lo fulminó un ataque al corazón.
Sociable en extremo, su casa de Paysandú fué digno marco de
memorables reuniones sociales, mereciendo cita especial el recibo
dado en honor del presidente Batlle y el séquito que lo acompa-
fñaba durante la visita que efectuaron a la ciudad.
Fué digna consorte suya su prima doña Josefina Stirling Mun-
dell, matrimonio del que nacieron Da. Estela C. de Giménez, Blan-
ca Cash, esposa de Adolfo Paysée; Aminta Cash, que tomó estado
con Camilo Paysée; Juan Carlos Cash, cónyuge de Josefina Silván;
Julia Cash, señora de René Sienra Lessa, Angelina Cash, esposa del
doble primo carnal Roberto Stirling; Matilde Cash, casada con Rafael
Mussio Fournier; Clara Cash, que desposó con Adolfo Caravia.
243
CASH. DANIEL,
244
Desde el nuevo destino transformado a poco en el verdadero
centro lugareño donde se conjugaban las fuerzas vivas de la zona,
así fueran asuntos de judicatura, cobro de impuestos, asiento de
posta y aún sitio de refugio cuando irrumpian por aquellos pagos la
mala estofa de saqueadores amparados por caudillejos de variada
laya.
Tuvo allí entre los más fieles servidores al súbdito angloargen-
tino don Saturnino Dungey. enloquecido poco después a raíz de los
tormentos que le infligieran algunos matreros ocasionales.
Presa de un absoluto estado abúlico, tuvo en su infortunio la
solícita ayuda del humanitario inglés, ya con la donación de una
majada similar a la que llevaron los salteadores y una entrega men-
sual de cinco pesos que recibió Mariana Figueroa, compañera del
enfermo.
En orden cronológico, la pensión otorgada al trabajador rural
Saturnino Dungey por razones de incapacidad mental y física cons-
tituye el primer ejemplo conocido en el país, hecho por demás hon-
Toso que no ha escapado al juicio póstumo.
Digno antecedente con una prioridad casi centenaria al Insti-
tuto oficial de la referida indole, mantuvo su efectividad durante
toda la existencia del beneficiario.
Concluida la Guerra Grande, en los predios de la estancia se
dedicaron vastas extensiones a la plantación de trigo, cosechas de
magnitud no equiparable por aquellos tiempos. Debe agregarse que
fué menester adaptar al elemento nacional a las nuevas tareas tan-
to más progresivas por la importación de maquinaria americana.
Con posterioridad diversos malogros de orden agrícola concita-
ron la vuelta a las faginas pecuarias, trabajo más remunerativo y
que ofrecía mayor defensa a los capitales invertidos en los plan-
teles vacunos, ovinos o caballares. Dedicado con ulterioridad a la
exportación de ganados en pie, si bien la fortuna le fué propicia, su
natural bondad amenguaría los beneficios en múltiples ayudas que
sólo le proporcionaron satisfacciones.
Falleció alrededor del año 1876.
CASTELLANOS. CLEMENTE,
245
tomó las armas a favor del credo patriota, interviniendo en diver-
sos encuentros bajo órdenes del primer Jefe de los Orientales.
En 1816 al procederse, de acuerdo con la superioridad, al re-
parto de tierras entre los capitanes y pobladores más adictos a la
causa de los libres, Artigas donó al joven recluta una chacra ubi-
cada en San Francisco, junto a los terrenos de Bartolomé Ortiz, tío
político del bisoño militar.
Según el preceptor José Catalá y Codina, los referidos campos
pertenecian al extinto Baranda, quien los hubo a censo reservatorio
en fecha muy anterior del Cabildo de Yapeyú.
Tierras de pan llevar, en 1834 el municipio local mocionó el
proyecto de subdividirla para el mejor aprovechamiento, enajena-
ción que de acuerdo con el mismo informante aparejaría el desalo-
jo de Castellanos y Ortiz “por ser intrusos”.
Aunque la estancia de Baranda fué expropiada luego en for-
ma muy particular, los derechos de Ortiz se respetaron con toda
amplitud, conducta no extensiva a otros vecinos.
Si bien se ignora la suerte que le cupo a Castellanos en esta
ocasión, todo induce a suponer que triunfó la tesis del maestro es-
pañol, al cambiarle la chacra “por otros terrenos que están más
arriba”.
Estanciero ubicado entre la zona de Queguay Chico y Laureles,
los derechos respectivos parecen radicar en el trueque de marras,
aunque los titulos no los poseía en 1857, fecha en que comisionó al
comandante Mauricio López de Haro para su obtención ante las
autoridades nacionales.
Reintegrado al servicio de la Patria, en 1825 Castellanos co-
menzó a revistar en calidad de alférez bajo órdenes del general Ju-
lián Laguna, su jefe en la rápida campaña que debia concluir el
20 de agosto con la victoria de San Francisco.
Servidor del primer Gobierno constitucional, al estallar la re-
volución encabezada por Lavalleja en 1832, poseía el grado de te-
niente, y con este título figuró en las huestes represivas, actuando
con las milicias locales en el curso del segundo alzamiento del
referido militar. (1834).
Concertadas las operaciones el 15 de mayo allende el Arapey,
chocaron en los Potreros del Yarao las fuerzas del mayor Benítez y
el escuadrón de Castellanos con el grueso rebelde, logrando dis-
persarlo.
Rehecho el adversario en otro punto, cupo al coronel Velazco
la tarea de completar victoriosamente la batalla, combate defini-
tivo porque concluyó con la segunda rebelión de la era constitu-
cional.
Dice Catalá —en cierto modo cronista de estos sucesos—, que
246
“el ordenanza del expresado Castellanos, a término del encuentro,
se echó al agua en el Cuareim cuchillo en boca, y mató a puña-
ladas a un oficial anarga. que alcanzó en medio de la corriente, di-
cen que el difunto era el Capn. Verdun”.
Partidorio de Rivera en los sucesos revolucionarios de 1836, dos
años más tarde se incorporó a los efectivos del teniente Pedro Del-
gado Melilla, permaneciendo junto a este militar hasta la caída del
gobierno blanco.
En plena Guerra Grande actuó en el famoso Regimiento Que-
guay, sufrido cuerpo que bajo el comando del coronel Mundell per-
maneció durante el año 46 en la zona Norte, custodiando los cami-
nos que convergían al Salto. Jefe de un cuerpo de oficiales, le tocó
desempeñar funciones de rutina, según el diario llevado en campaña,
ignorándose si pudo enrolarse con las huestes que defendieron aque-
lla plaza en 1847.
Luego de la Paz de Octubre (1851), volvió a constituirse en la es-
tancia de Queguay Chico, lo que no fué óbice para tener casa en la
Villa. Esta primitiva finca, rancho a dos aguas, existió en la, intersec-
ción de las calles Juncal y 25 de Mayo (Florida y Montevideo), sobre
el ángulo S. O. Despoblado luego por abandono vendió el solar al
comerciante Nicolás Vizcarra, conforme lo acredita una escritura del
16 de marzo de 1855. Tenía 25 varas de frente al S. y 50 al E. Sus
límites eran al N. la finca del guerrero de la Independencia Ignacio
Tejada, y por el O. el comprador.
Castellanos hubo a su vez el inmueble de Lázaro Felippone el
12 de febrero de 1841.
Asimismo poseyó un sitio en la calle Alvear, adquirido el 26
de febrero de 1854 a Luciano Noble, predio de cincuenta varas de
lado que tres años después vendió al súbdito ligur Andrés Migone.
Encontrándose enfermo testó el 20 de febrero de 1865 ante el es-
cribano José E. Cortés. Dijo entonces poseer entre otros bienes su
casa morada” y otro rancho en la esquina de abajo”, contenidos
ambos en media manzana de terreno.
Dos cuadras de tierra al E. de la ciudad, lindando con Santos
Martínez, predio que fuera de Domingo Cosio.
Una suerte de estancia en la. Horqueta del Queguay, que a la sa-
zón se hallaba en trato por cinco mil pesos con Mateo Brasil, cuya
escritura debía pasarle éste cuando obtuviese los titulos de Justo Die-
go Gonzalez.
Los semovientes comprendian una majada de mil ovejas y se-
senta y ocho yeguarizos en sociedad con Luciano Marcio.
Cien animales vacunos permaneciaon en poder de su hermano
Tosé María Castellonos, existiendo en la estancia dos carretas, una de
media carga, un carro de dos ruedas, doce bueyes y los muebles
de la casa.
247
Muerto Castellanos el 3 de octubre de 1865, su apoderado Luis
Perichon y Obes, en nombre de la viuda, presentó los justificativos co-
rrespondientes, so efectos de conseguir la pensión (marzo 3 de 1866).
El extinto, que poseía las presillas de teniente coronel en la hora
de su deceso, había. desposado con doña Flora Piriz, natural de Sam
Carlos, segundo vástago de Carlos Píriz y Ána Cuadra —tíos del he-
roico defensor del mismo apellido.
Poco alentadora debía ser la situación económica de la señora
viuda de Castellomos, porque en el mismo mes (16 de marzo de 1866),
al testar su pariente político, D. González, la favoreció conjuntamen-
te con sus hijos menores, donándole uno suerte de estancia en el
Chuy, campos que “fueron de los Ortices”.
CASTELLANOS. FELIX.
248
más calamitosa derrota en Cañas de Paso Vera. sonada victoria que
afianzó el poder del ejército rebelde. (25 de julio).
Teniente coronel efectivo de Guardias Nacionales en 1864, revis-
tó en el Salto hasta el mes de abril, pasando luego con la división
de su departamento a la ciudad de Paysandú, sitio donde el coronel
Leandro Gómez preparaba la defensa del litoral.
Al ceñirse en diciembre el riguroso sitio de las fuerzas combina-
das del general Flores y el Impe-
rio del Brasil, el comandante Cas-
telloanos formó en la compañía de
Azambuya, dispuesta en el flanco
Sur del cuadrilátero defensivo. El
veraz cronista Masanti lo cita en
momentos de rememorar los tre-
mendos asaltos traídos el día 31
junto a los bizarros compañeros
de causa comandante Ignacio
Benétez, mayor Rojas, Senosiain,
Sosa y Orrego.
Puesto a salvo al claudicar la
delensa, figura en la lista de je-
fes y oficiales exilados en Con-
cepción del Uruguay el 6 de ene-
ro de 1865, lista que atestiguó
Federico Aberastury.
Ascendido a coronel efectivo el
19 de enero por el Gobierno de Félix Castellanos
la República “en atención a los
servicios prestados en la Defensa de Paysandú”, no le fueron entre-
gados de inmediato los despachos correspondientes “porque salió en
comisión del país”, y a su regreso ya estaban los revolucionarios
en el poder.
Intervino en la “Guerra de Aparicio” (1870-1872), y con posterio-
ridad fué asimilado a las tropas de línea en clase de Teniente 2*.
Estanciero afincado durante toda su vida en el Departamento
mediterráneo, falleció en la 1* Sección de San Fructuoso el 14 de
julio de 1892.
Según una solicitud planteada en el Estado Mayor para justificar
los servicios correspondientes, la familia interpuso el testimonio del
entonces coronel Gervasio Burgueño, del Dr. Atanasio Aguirre y Ja-
cinto Susviela.
249
CASTILLO. ROMUALDO,
250
a fin de que se constituyesen en Montevideo para “responder ante
un consejo de guerra de los cargos que se les hacian”.
Cuando el ataque a La Unión, entonces villa extra urbana en po-
der de los revolucionarios, el citado mayor comandó el centro guber-
nista, contándose después con los efectivos vencedores en el Sauce.
Teniente coronel el 9 de febrero de 1872, obtuvo la jefatura del
batallón urbano de Montevideo según orden impartida el 7 de octu-
bre de 1873. Un año después el presidente Ellauri le entregó el man-
do del 2* de Cazadores (26 de octubre de 1874), cuerpo de línea con
asiento en Paysandú.
De acuerdo con Fernández Saldaña, autor seguido en esta mo-
nografía, el citado batallón resentiase “por falta de organización, y
Castillo, como militar de orden que era, trató en seguida de resta-
blecer la disciplina, máxime cuando ya se hablaba de un plan sub-
versivo contra la situación”.
El teniente coronel Castillo era un militar personalmente amigo del presidente
Ellauri, adicto al gobierno constitucicnal y sobre todo muy enérgico. Los conspiradores
vieron en tales condiciones un obstáculo gravísimo para sus planes y un elemento
capacitado para ser núcleo de reacción en campaña, mismo que sus siniestros proyec-
tos alcanzaran a tener éxito en la capital. De ahí la resolución de eliminarlo aunque
fuera por medio de un crimen.
Un día, el 2 de diciembre del 74, que era el señalado para el golpe, la noticia
de la muerte del comandante Castillo corrió de noche por las calles y los teatros,
descontándose la certeza de lo que debía haberse realizado a cien leguas de distancia.
Si el rumor no tuvo confirmación, porque circunstancias de momento debiercn
obstar el ciimen, ese mismo rumor es la prueba acabada de que el asesinato estaba
dispuesto y se esperaba.
Por fin se dió el golpe el 11 de diciembre a las 9 y 30 de la noche.
El teniente coronel Castillo, abandonando su cuartel sin ninguna arma —ni si-
quiera espada— se encaminó hacia su casa particular, distante una cuadra. A una
señal dada a lo que parece por una mujer, tres o cuatro sicarios elegidos y previamente
apostados, saliéronle al encuentro. Castillo se defendió a brazo partido, pero recibió
nueve heridas de arma blanca, entre las cuales dos terribles por la espalda —de
daga— y dos igualmente mortales en el costado izquierdo. Sólo pudo andar unos
cuantos pasos y lLegar a la puerta de su domicilio, para expirar entre los brazos de
su joven esposa, doña Laura Viera, que en ese momento salía a la calle atraída
por los gritos,
Aprehendidos como sospechosos dos o tres clases o soldados del batallón, se
tuvieron por no ajenos al suceso a elementos de más entidad del propio cuerpo, aunque
las pesquisas quedaron pronto interrumpidas. Algunos presos fueron conducidos a la
capital, pero consumado el 15 de enero el golpe final, apenas corrido un mes del
asesinato, era excusado hablar de justicia ni solicitársela a los autores del crimen.
Los restos del comandante Castillo, trasladados más tarde a Montevideo, recibie-
ron sepultura en la Iglesia del Reducto, donde todavía reposan señalados por una
sencilla lápida de mármol blanco.
251
CAT. JOSEFA LLADO de.
252
argentino de este apellido, y su deceso acaeció en la Heroica, con-
tando 27 años; Josefa Cuadros, radiosa beldad de época, vino a
fallecer del vómito negro mientras residía en la estancia paterna de
Sánchez. Un fiel amigo de la familia, D. Ramón Faig, condujo el
cadáver bajo un verdadero diluvio desde el lejano rincón departa-
mental hasta Paysandú, insumiendo el viaje toda una noche.
Fueron hijos del segundo matrimonio Rosa y Juana Cat, ambas
solteras; Dolores Cat tomó estado con el escribano Eloy O. Legar;
Miguel Cat fallecido célibe; Magdalena Cat desposó con Luis Lambert
(sin posteridad); Juan Cat, eficiente director de la empresa tranviaria
“La Comercial”, de Montevideo, formó hogar con doña Angela Al-
varez. siendo troncos de una conocida familia capitalina.
253
argentinos desterrados el año 1816 por su violenta campaña perio-
dística contra el director Pueyrredón.
Contertulio de Manuel Dorrego. coronel Domingo French, y los
doctores Manuel Moreno y Vicente Agrelo, éstos, interesados por el
novel sistema educativo instaron a Catalá para difundirlo en el Río
de la Plata.
La reforma, llamada también sistema del Monitor, la introdujo
en Inglaterra el pastor Bell, anti-
guo residente de Madrás, donde
lo ideó conforme a viejas prácti-
cas de los colegios hindúes.
De regreso en 1797, Bell pudo
demostrar ante los maestros euro-
peos la eficiencia de la monito-
ría, preconizada por Erasmo des-
de siglos atrás, encontrando la
mejor colaboración en los serios
trabajos de José Lancaster, maes-
tro de South-Wark.
Combatido por el clero y la
nobleza, el Método de Lancaster
y Bell pudo sobrepasar las ma-
yores criticas, difundiéndose en
los países europeos para alcan-
zor luego los confines más re-
motos.
José Catalá y Codina Por cuanto traducen las esca-
sas pruebas de época, Dorrego
no mezquinó medios, tanto para interesar al desterrado español
como a los jerarcas de la enseñanza rioplatense, razones que mo-
vieron a Catalá para instalarse en Buenos Aires. Así, tras penoso
viaje, desembarcaba el 6 de abril de 1820, precediendo en escasos
días al adinerado inglés James Thompson, fervoroso lancasteriano
que venía de consuno a propender las bondades de la enseñanza
mutua.
Orgonizadas las sesiones preparatorias en el Convento de San
Francisco, el agente británico contó en breve plazo con la benevo-
lencia de los religiosos, entre ellos el provincial fray Hipólito Soler,
secretario Bartolomé Muñoz y el propio apoyo del Padre Guardián.
A la crecida lista de amigos debió agregarse luego el deán
Diego de Zavaleta, persona de estimable cultura, y un sobrino de
éste, que le instaron “a no desistir de la obra i luchar contra los
obstáculos que se ofrezían.”
Los primeros ensayos estuvieron a cargo de un sacerdote, pero
254
su notoria insuficiencia hizo desistir al señor Thompson, ya que
carecía de la práctica necesaria, confiándose todas las responsabi-
lidades al idóneo Catalá.
No obstante estos trabajos, el Método Lancasteriano recién
alcanzaría su merecida difusión bajo la égida de Bernardino Riva-
davia, modelo de gobernantes argentinos. Este tesonero inicio tenía
además honrosos precedentes en el mismo país, ya que práctica-
mente fué introducido desde Chile por el cura Solano García, quien
en 1818 fundó la primera escuela de enseñanza mutua en el Arroyo
de la China bajo el patrocinio de Artigas.
El franco apoyo de Rivadavia mereció coetáneamente el más
digno justiprecio de Thompson al declarar sin reticencias que: “Este
caballero, dando a sus conciudadamos lecciones y ejemplos de ver-
dadera sabiduría política y patrocinando con el mayor celo la
difusión de los conocimientos útiles y de la educación popular, es
uno de los que más han contribuido a elevar su patria al primer
lugar (que sin duda ocupa) entre los nuevos estados americanos.
Su nombre quedará asociado para siempre con la época más glo-
riosa de la revolución argentina, y largo tiempo se le mirará como
el mayor de sus bienhechores”.
A poco de retirarse el munífico sajón existian en la Argentina
unos cinco mil educandos distribuidos en un centenar de escuelas.
Funcionaba además otra de niñas con una concurrencia total de
doscientas cincuenta alumnas. “Las organizó don José Catalá, natu-
ral de España y activo promotor de la educación. El fué el primero
que extendió nuestro sistema en Buenos Aires, y habiéndosele nom-
brado maestro de la escuela central, continuó en este encargo hasta
pocas semanas antes de dejar yo aquella ciudad”.
“Este mismo Catalá —infiere Thompson— había organizado en
Buenos Aires, según el plan lancasteriano, una escuela al cuidado
de Mrs. Hine, con esta particularidad, que la enseñanza era un día
en inglés i otro en español.”
En camino para el Brasil el distinguido británico visitó Monte-
video, siendo cordialmente acogido por el vicario Dámaso Antonio
Larrañaga, “eclesiástico de entendimiento liberal e ilustrado, i gran-
de amigo de la educación. Este respetable individuo presentó a los
magistrados los proyectos de establezimientos de escuelas según
el método británico, i en consecuencia se me autorizó para que le
enviase un maestro ofreziéndole 1200 pesos de salario al año por
todo el tiempo que estuviese ocupado en organizarlas y dirigirlas”.
Por iniciativa del Sr. Thompson, Catalá fué considerado el más
apto para cumplir el arduo desempeño, debiendo trasladarse de
inmediato a Montevideo.
Pese al extenso informe de Thompson, la estadia de Catalá en
255
tierra bonaerense no alcanzó a los quince meses, breve plazo que
bastaría para imponerlo como pedagogo y organizador magisterial.
Bien recomendado al partir hacia Montevideo, trajo entre otras
cortas de presentación, la del agente naviero inglés William Stewart,
para el fuerte comerciante mallorquín Francisco Juamicó, persona
de notorias influencias, misiva suscrita en Buenos Aires el 3 de
julio de 1821.
Nuestro cabildo a su vez debia auspiciarlo con las autoridades
civiles y militares de la ciudad, suscribiendo el 13 de octubre una
larga invitación cursada a las figuras más representativas de la
Provincia Cisplatina para que concurriesen “a la Sala Capitular el
día tres de Noviembre a las diez de la mañana” so efectos de “hacer
la instalación de la Sociedad”, nombrando enseguida por voto uná-
nime la Comisión Permanente, bajo cuyas directivas quedaría una
escuela mixta.
La histórica reunión contó entre los suscritores al Gobernador
de la provincia, Carlos Federico Lecor, Barón de la Laguna, inten-
dente Juan José Durán, los señores capitulares Juan Méndez Cal-
deyra, Luis de la Rosa Brito, Zenón García de Zúñiga, Agustín de
Estrada, Gerónimo Pío Bianqui — Síndico Procurador General de la
Ciudad, y el propio Catalá, director de la enseñanza mutua.
El concurso, integrado por lo más prominente de Montevideo,
procedió luego a la votación por cédulas, formándose una junta
propiciadora, encabezada por el Barón de la Laguna en calidad de
presidente, como inmediato vicepresidente Juan J. Durán. siguién-
doles en la lista lo más granado de entre las autoridades cisplatinas.
Con la eficaz ayuda del P. Lázaro Gadea, se habilitó la escuela
en una sala del Fuerte, y a juzgar por la nómina de alumnos, el
mejor vecindario debía auspiciar al incipiente colegio. Figuraron
en éste algunos jóvenes que, andando el tiempo, alcanzarían dis-
tinguida posición en los anales de la República.
Cabe recordar entre otros al doctor Cándido Juanicó, Luis La-
rrobla, el mártir de Paysandú Carlos A. de la Sotilla, Mariano Pereda
e Isidoro de María, fecundo historiador nacional y cronista de la
Escuela Lancasteriana en el Tomo IV del “Montevideo Antiguo”.
Los conocimientos preferenciales se referían a la lectura, escri-
tura, aritmética, gramática y doctrina cristiona, y si bien este acopio
de materias no agregaba nada a la enseñanza de época según
Arturo Carbonell y Migall, la nueva metodología marcaba rumbos
en el decantado ambiente, ceñido a las formalidades del memorismo
gregoriano, forma anacrónica desterrada a fines del siglo XIX.
Cada educando del novel sistema pagaba seis reales por mes,
cinco pesos al año los suscriptores, y la admisión era gratuita para
256
los alumnos pobres. El director a su vez percibia mil pesos anuales
y el ayudante cuarenta pesos por mes.
Isidoro de María consigna en la referida obra, página 135, el
aspecto de la flamante aula, y el historiador Pereda a su vez recuer-
da que en 1821 Catalá y Cocina publicó en Buenos Aires, impresa
en la Imprenta de los Expósitos, una gramática castellana, “que fué
considerada, como lo dice Antonio N. Pereira, como un buen estudio
y conocimiento de la lengua española”.
“Creemos —agrega el mismo autor— que la Academia de Ma-
drid la declaró como uno de los buenos textos filológicos, concedién-
dole a su autor una mención honorifica”.
En 1822 escribió un interesante estudio sobre la misma materia,
intitulado “Explicaciones sobre el Compendio de Gramática de don
José Catalá, compuesta por el mismo siendo Institutor y Director
General de las Escuelas Lancasterianas, en Montevideo.”
Esta obra fué reimpresa en la capital el año de 1840, por “Unos
jóvenes orientales amantes al progreso de las luces en esta Repú-
blica”, subrogándose de esta suerte las copias manuscritas que
circulaban “de mano en mano desde el año mil ochocientos veinti-
dós”. (S. E. Pereda, La Independencia de la Banda Oriental, t. 1, págs.
209-210).
Coetáneamente redactó con Antuña el periódico “Los Amigos del
Pueblo”, y escribió la primera Geografía de la República para uso
escolar, inserta en “El Constitucional” de Montevideo —números 564
y 565—, obra “que causaba también una verdadera revolución con el
nuevo procedimiento de enseñar a leer por medio de una serie de
carteles, que de orden y cuenta del gobierno fueron impresos en la
tipografía de la Caridad”, etc. (O Araújo, Historia de la Escuela Uru-
guaya, n? 6, pág. 210, citado por Pereda).
Mientras permanecía al frente de la Escuela Lancasteriana, Ca-
talá no desdeñó las tareas del periodismo, causa que le valió la
ojeriza y luego el encarcelamiento por orden de las autoridades
brasileñas.
Sospechosos a los esbirros del Imperio, Gadea y Catalá recibie-
ron diversas amonestaciones, culminantes el 24 de abril de 1824 con
la prisión del Director, ya que el Pbro. Gadea logró escapar a la cam-
paña. (Libro 85, Archivo General de la Nación).
Condenado a destierro, como nadie pudiese subrogar al maestro
valenciano, ya que el eminente caligrafto Besnes e Irigoyen se negara
a sustituirlo, D. Francisco Juanicó propuso que permaneciera en el
cargo hasta poder instruir de monera eficaz al “profesor que se
eligiese”.
Por todos los visos esta moción no tuvo mayor efecto y a pesar de
adeudársele tres meses se fijaron carteles en la plaza, presentándose
Antonio Ventura Orta “para reemplazar a Gadea”, fijándosele a éste
257
un sueldo de mil pesos al año, con la circunstancia de que deberia
instruirse a la mayor brevedad posible en los diferentes ramos que
comprendía la enseñanza mutua. El Barón de la Laguna había ac-
cedido al pedido de la Sociedad Lomcasteriana, y Catalá no tuvo
que salir desterrado, pero en cambio fué hecho prisionero en 29 de
abril de 1825, permaneciendo detenido hasta el 15 de agosto”. (Al-
berto Palomeque. El ambiente educacional y el doctor Estrázulas,
citado por Pereda).
Bajo severa custodia el distinguido preceptor con otros quince
patriotas fué encerrado en un pontón sito en la bahía, donde perma-
necieron ciento cinco días hasta que los reclusos, tras ingeniosa
estratagema, lograron vencer a las guardias, fugando del buque
(15 de agosto).
Reunida en San José la Junta de Representantes de la Provincia
Oriental, con fecha 9 de febrero de 1826 junto al proyecto de consa-
grar “los días de las acciones de Haedo y Sarandí”, consideró la
solicitud de José Catalá para establecer nuevas escuelas, y no obs-
tante encontrarse todavía el país “bajo el estrépito de las armas”, la
minuta de decreto fué acogida en términos favorables por “la acredi-
tada suficiencia y filantrópica contracción del solicitante”, ya que
nadie podía ignorar “la adhesión de este hombre al sistema de la
Libertad desde que pisó nuestras playas”.
Por el primer artículo se creaban nuevos colegios bajo su direc-
ción, acordándosele en el siguiente el “mismo sueldo de cien pesos
mensuales que obtenía en Montevideo por esta ocupación; y en
consideración a sus padecimientos por el sistema de América, abó-
nensele por la Caja de la Provincia, los sueldos respectivos al tiempo
que ha estado preso de los enemigos, quedando su derecho a salvo
para repetir con oportunidad y ante las autoridades competentes los
demás meses vencidos y no pagados.”
Al referirse a la Permanencia de la Legislatura Provincial en San
José, Vicente T. Caputi hizo un cumplido estudio del edificante decreto
.del 9 de febrero de 1826, destinado a compensar los sacrificios del
noble preceptor.
Siendo español “necesitó carta de ciudadomía, acudiendo al
efecto al Presidente de la República Argentina, porque en esa época
no existía la nacionalidad oriental y nuestra Provincia formaba parte
integrante de dicha Nación.”
Despachada la carta de ciudadanía por el Presidente Rivadavia.
el Escribano de Gobierno don José Ramón de Basavilbaso la remitió
el 30 de junio de 1826 al Juez de San José, para que recibiese el
juramento a Catalá y le entregase aquella carta, lo que cumplió dicho
funcionario”. (Caputi, cit., Estudio de los acontecimientos de 1825 a
258
1828 y labor de la Asamblea General Constituyente de 1828 a 1830,
págs. 28-29. Montevideo, 1928).
El 2 de octubre del mismo año “el gobierno de la provincia
comisionó a José Catalá para que en compañía del oficial José de la
Puente procediesen a formalizar el inventario de las existencias per-
tenecientes a la Imprenta de la Provincia, instalada en Canelones.
Figuraban en las listas respectivas de las impresiones mensuales
“junto a los papeles oficiales, desde las proclamas y las décimas
patrióticas, las invitaciones para entierros y las tablas aritméticas en
que estudiaban los niños de la escuela de don José Catalá”. (J. E.
Pivel Devoto y G. Furlong Cardiff, Historia y bibliografía de la Im-
prenta de la Provincia, Revista del Instituto Histórico y Geográfico del
Uruguay. Año 1830).
Ya desde el mes de agosto, tanto el Gobierno provisorio como el
director general se abocaron a la formación y presupuesto de escue-
las, moción que vino a completar un comunicado suscrito en Guada-
lupe el 27 de setiembre por el infatigable Catalá.
Luego de fijarse con los planos respectivos los tres tipos de
colegios según el alumnado concurrente, entregó la nómina completa
de útiles y el respectivo aforo.
Proyectadas en principio las escuelas de Maldonado y Canelo-
nes, logró formar en Guadalupe una sociedad patriótica también
Lancasteriona, similar a la de Montevideo, a fin de que el vecindario
arbitrase recursos para su normal desenvoltura.
Bien recibido por el público canario, no tardó en iniciar los cursos
con numerosa asistencia de educandos lugareños.
Aunque el decreto del 16 de mayo de 1827 propugnó la erección
de institutos similares en San Carlos, Santa Lucía, Soriano y Rocha,
la falta de educandos capacitados en el método de Lancaster malo-
graron en breve plazo el proyecto gubernativo.
A los méritos de eminente educador, el maestro español intro-
dujo sensibles reformas en la enseñanza lancasteriana, tanto que no
sólo suavizó la disciplina inglesa, sino que debía superarla, “hacien-
do que la escuela fuese un recinto simpático a los alumnos y no un
lugar de afrenta y de ridículo”. Fué y ya se ha dicho con toda razón,
el primer reformador de la escuela uruguaya, y un esforzado pionero
de nuestra cultura. (Véase Anales de Instrucción Primaria, AñoVIII,
Tomo IX, Vol. ID.
Firme en la benéfica consigna propició las primeras becas cono-
cidas en el país y ya a mediados del año 1826 elevó al Gobierno un
petitorio a fin de que se acordasen los medios necesarios para los
alumnos Pedro A. Lombardini, Francisco Morán y Justo Corta, que
debían marchar a Buenos Aires, cuestión que mereció particulares
recomendaciones de Larrañaga.
259
A
Refiere el preceptor que a partir de 1826 siguió “trabajando hasta
fines del año 28; y en principios del 29, fuí destinado al Departamento
de Pay Sandú de Receptor de Rentas, cuyo cargo he servido hasta el
año 34.” (Petitorio de Jubilación. Año 1834. Caja 394, Archivo Gral.
de la Nación).
Habiendo renunciado Juan Ventura Alvarez, Receptor de Bella
Unión con asiento en el Salto, se ordenó el traslado de la oficina a
Paysandú por decreto del 22 de marzo de 1830, nombrándose en su
reemplazo a Catalá con la asignación de ochocientos pesos mensua-
les, orden que refrendaron José Rondeau y Gabriel A. Pereira.
La flamonte receptoría tuvo su mejor organizador en el ex maes-
tro. tarea por demás abrumadora, ya que en breve tiempo el puerto
lugareño fué el segundo por su importancia en la República.
Al finalizar el año 30, el Receptor pormenorizó al ministro Pereira,
los múltiples trabajos y exigencias requeridas por la aduana, al punto
que personalmente ya no podía dar cumplimiento a las obligaciones
anejas, motivo por el que reclamaba un empleado de confianza y
un menestral. A raíz de esta solicitud, Juan Miguel de Carlos fué
destinado al Salto, prometiéndose reinstalar el Resguardo de Bella
Unión en descargo del trabajo acumulado en Paysandú.
Asimismo durante la gestión administrativa de Catalá la primi-
tiva Aduana debió trasladarse a un lugar más alto, porque el rancho
destinado al efecto era exigiio e inadecuado, máxime que nuevas
construcciones le interceptaban la vista y el acceso hasta el río.
Desde esta época el receptor se transformó en una de las colum-
nas fuertes del progreso local.
Minuciosas y bien logradas, sus largas misivas a Pereira son
documentos clásicos para la historia regional, desde que enfocan
todos los problemas inherentes a la zona.
Pródigo en una atención que dispensa en todos los órdenes,
aunque vivió abrumado por el trabajo, ya que era a la vez “Receptor,
vista, tesorero, contador, interventor, escribiente, tenedor de libros,
mozo de confianza, cobrador, alguacil, guarda, etc.”, aún debía en-
contrar el tiempo necesario para dejar a la posteridad un epistolario
que resume durante varios años la historia total de la Villa.
Lo complejo del temario incluido en las cartas obliga a clasifi-
carlas según el respectivo tenor, aunque bueno sea afirmarlo, cual-
quier estudio metódico llevaría la. extensión de un pequeño volumen.
La correspondencia que puede llamarse de orden diplomático se
refiere a las diversas gestiones cumplidas cerca del Gobierno y los
caudillos entrerrianos. Son los diversos tratos conciliatorios con Espi-
no y Carriegos y las tardías proposiciones que trajo desde Montevi-
deo el joven militar Melchor Pacheco y Obes a fin de concertar un
arreglo aduanero con las autoridades de la vecina provincia. (Enero
de 1837).
260
El plan consistía en que el Gobierno diera "una cantidad igual
o mayor a la que produce la Aduana del Arroyo de la China, de-
biendo en recompensa dejar a nuestro cargo el aforar y cobrar los
derechos en las Higueritas a todos los efectos y frutos que salgan
o entren del Entre Ríos por el Uruguay”, en cuyo caso José Catalá
sería nombrado receptor general.
Como no pudo ser de otra manera el proyecto debió abandonarse
desde que afectaba los derechos de ambas repúblicas.
Pocas son las misivas que traducen al estadista, aunque ellas
mismas sugieren la pérdida de otras hojas complementarias, cues-
tión confirmada por el historiador S. E. Pereda.
Con motivo del presunto arribo del presidente y ministros en
setiembre de 1831, traía al tapete la cuestión capital centrándola en
Paysandú conforme a los rumores circulantes.
"Si es con el objeto de establecerse en este punto, ello sólo podría
ser conveniente cuando Entre Ríos, Misiones y el Continente formen
una parte integrante del nuevo estado.”
Las cartas políticas insumen largas hojas y son de todos mo-
dos el mejor trasluz en lo que va de la centuria, de hechos perdidos
en la memoria popular.
Sin tener amistad personal con Rivera apoyó su candidatura en
la Villa, hizo notoria propaganda y gastó hasta el último patacón del
menguado peculio, a favor suyo.
No obstante ello, en junio de 1831 —los originales están mal
fechados— Don Frutos, por causas desconocidas, estuvo a punto de
exonerarlo, pero bastó la primera entrevista en la referida fecha para
que entrecharon la más formal amistad.
"Desde aquel momento —refiere— me tomó por su bueno, y me
ha metido de estas resultas en tantos atolladeros, que si escapo de
unos es casi imposible que no me amegue en otros. El me ha hecho
encargo de recibir el empréstito voluntario —para los vecinos de
Bella Unión— (por más que digan en contrario que es forzando algu-
nos vecinos); me ha ordenado que cobre los derechos de Aduana;
me ha hecho marchar de aquí para allá y de allá para acá antes de
regresar a ésa; ha dispuesto que haga un vestuario para la compañía
que he formado aquí y pague con el producto de las patentes; que
pague a dicha compañía a buena cuenta; que compre o de plata
para comprar trescientos cincuenta caballos a cuatro pesos plata, y
todo, todo se ha hecho sin incomodar a nadie. Por el contrario, llevo
ya amortizado más de seiscientos pesos de los mil setecientos que le
prestaron los vecinos.”
Aquella simpatia por el caudillo no tarda en transformarse en la
más completa adhesión, y como los primitivos bandos políticos no
parecen avenirse en la Villa, mientras pactan en Montevideo, el
261
receptor se expide en forma terminante: “Aquí tenemos los mismos
frailes con las mismas alforjas. La pandilla de los cuatro está siem-
pre minando la opinión del Gobierno.
“Nunca la palabra Presidente se oye en su boca. Rivera iba:
Rivera abajo, y esto cuando están más moderados.
“El otro día tuvo uno valor para decir que en el momento que el
Presidente preste atención a los unitarios será ahorcado.”
En cuanto a la labor administrativa, heroica hasta el sacrificio,
no puede admitir parangones en ninguna época. Ejemplo notable se
desprende de una carta escrita el 2 de diciembre de 1831. Mientras
incluye una letra de doscientos patacones contra Rivera, éste da
“orden de entregarlos aquí a una pobre señora y girar contra él.”
Luego la endosa a la orden de Pereira y espera noticias de su
cobro “pues para cubrir dicha letra, por respecto al señor Rivera”,
fué el “sueldo integro de octubre, y el resto pedido prestado de algu-
nos amigos.”
Asegura luego: “No quise, para el pago de dicha cantidad, tocar
los fondos del Estado, porque luego tenía que expresor a la oficina
esto en el estado mensual, y la oposición, que lo sabría al instante,
porque allí tiene sus amigos, nos habría batido el cobre.”
Si el sistema de recaudación jurisdiccional fracasó luego, fué
culpa absoluta del Estado, puesto que de Carlos debía abandonar la
Receptoría de Salto por no cobrarse los sueldos que le adeudaban,
no obstante los empeños del superior ante las autoridades capitalinas.
Asimismo el 8 de febrero de 1831, en carácter de comisionado, y
por el 7? Artículo del decreto respectivo, cupo al señor Catalá la tarea
de sacar de la circulación la moneda de cobre que tantos males
causara al incipiente comercio nacional.
Pero sin duda una de las facetas más salientes del progresista
valenciano consistió en el fomento agrario, tanto en la instalación
de colonias con pobladores regnícolas, así como el cultivo de espe-
cies aptas para el comercio y la industria.
En 1831 iniciaba el cultivo de la vid con sarmientos que prove
nían de la antigua heredad de Ballesteros —suegro de Catalá— hato
existente en.las afueras de Montevideo.
Tenía además por entonces. “diez moreras bien frondosas”, de
cuyas podas y semillas alcanzó a tener en pocos años un notable
monte, con el que deseaba ayudar “a don Dámaso Larrañaga en su
plan de introducir la cosecha de seda en este país". Con destino a
la referida quinta obtuvo en 1831 un amplio predio, “El moreral —
dice Pereda— se extendió desde la calle Libertad hasta el río Uru-
guay, teniendo por el Norte un arroyuelo que dividía con los terrenos
de Callejas, y al Sur, otro, o sea el que llamaban de los aguadores,
más tarde calle Charrúas. El criadero del gusano de seda lo esta-
bleció en los altos de su casa, que se hallaba situada en las calles
262
hoy 8 de Octubre y Asamblea (S.E.), convenientemente arreglados
para dicho objeto”.
Propendió aunque sin éxito al cultivo del añil, especie tintórea
muy en boga, extendiendo su afición botánica a la floricultura de
origen europeo, sin desdeñar las especies americanas que envió al
célebre jardín de Pereira, incipiente jardin botánico establecido por
aquel muníifico señor en su cortijo de los arrabales capitalinos.
El laudable empeño de Catalá sufrió la ineludible gravitación
del sitio impuesto a la Villa en 1837, siendo arrasadas las plantacio-
nes por las fuerzas del ejército combinado del general Félix E. Aguiar
y los coroneles Ángel María Núñez y Fortunato Mieres. Al iniciar las
actividades forestales interesó asimismo al Ministro Pereira por la ad-
quisición de tierras en San Francisco, a fin de establecer la explota-
ción de ovinos, y una calera, proyectos que no se llevaron a cabo
en la medida que deseaba el Receptor.
En último término la correspondencia íntima no sólo constituye
un bello trasunto costumbrista, sino también colaciona la vida de
relación y el ambiente social en los años de la Patria Vieja.
Dos cartas de época eximen cualquier comentario.
... «Sandú, setiembre 13 de 1831. Querido Gabriel. He recibido su estimada del 20 agos-
to hacen cuatro días por la Go:eta Luisa; y ccn ella otra adjunta para Merino (se refe-
ría al d:ctor Lópe de Me.ino Valenzuela), para que él y su Señora represente a U. y a
mi Señora Doña Dolorcitas (esposa de Pereira) en el bautismo de mi hija; el que se
practicará en un día acordado; y ya que Merino nos ha nombrado a Gregoria y a mí
para padrinos de su hija, se harán los dos bau'ismos juntos, y de este modo de una
pedrada, mataremos dos pájaros. Cuando se certifique daré a Uds. parte de todo.
Hemos recibido por el mismo conducto de la carta un cajón de dulces y un
abanico con que mi Señora Doña Dolorcitas se ha dignado cbsequiar a Gregoria; ésta
a la par que yo recibe el den con aquel agradecimiento que emana del puro recono-
cimiento y de la corcial amistad que, ya había de ante mano, aumenta el vínculo del
pudrirazgo”.
El 22 de setiembre fué bautizada su ahijada: se le puso por nombre Dolores Ade-
laida Bernabela; pues Gregoria quiso y quise yo también que le pusieran el nombre
d2 su madrina. Hicieron sus veces don Lcpe Merino y su esposa. Hubo, por consiguiente,
lo que no ha habido en ninguno de mis hijos: repique de campanas, i.uminación de
la Iglesia, cohetes y música de los muchachos que nos volvieron tarumba. La niña
se cría que parece una bola y ya entiende por Dolores. (Carta del 3 de diciembre de
1831).
A principios de 1834 —informa una corta relación autobiográfica— con motivo de
haberme ordenado mis jefes bajar desde el Salto a Paysandú, a levantar una infor-
mación sobre un contrabando di una rodada tan fatal, que creí perder la vida por la
ruucha sangre que he echado por la boca; y considerándome por la gravedad del
mal incapaz de poder continuar con el trabajo del gabinete me propuse renunciar al
cargo siempre que se me diese la competente jubilación.
263
palabra del Ministro” abandonó el cuargo, duro interregno por los sa-
crificios que debía pasar la familia hasta concretarse la jubilación.
Ya con “la independencia de un particular”, por interpósito ofi-
cio de San Vicente logró adquirir un negro en ciento sesenta pesos.
concretándose a la industria que tenía planteada junto al cañadón
de los Charrúas, donde todos los proyectos se esftumaron por las tro-
pelías de la guerra civil. .
En otro orden de la administración pública, al elegirse la pri-
mera Junta Económico-Administrativa el 24 de octubre de 1830, fué
elegido suplente.
La segunda corporación municipal electa el 23 de diciembre de
1834 lo consagró Presidente, cargo que retuvo hasta 1838. Miembro
asimismo de la Junta siguiente, debía permanecer en su puesto no
obstante la situación bélica del país, constando su firma en el acta
del 13 de mayo de 1841, que cerró la primera época de la progresista
corporación.
Además, en ausencia del jefe político Vicente Nuvell, ocupó la
Jefatura con título de interino (1? de abril de 1836).
Pocos días después de clausurarse la Junta los más conspicuos
vecinos unitarios acaudillados por el alcalde Francisco Vázquez, Luis
Echeverría, José Catalá y Luis Alvarez, promovieron la reunión del
vecindario en la plaza principal, so efectos de ratificar la conducta
del Gobierno y las Cámaras contra la tiranía de Rosas.
El monifiesto firmado el 26 de mayo de 1842 era el más viril
desafío “al monstruo Degollador Juan Manuel Rosas y sus viles ase-
sinos”, e implícitamente abogaba la condena a muerte de quienes
lo suscribieron, en caso de irrumpir cualquier partida federal.
Inserto además en la prensa de Montevideo, la proclama alcan-
zó notoriedad pública y los resultados no tardaron en hacerse sentir.
Durante los meses que siguieron la plaza comenzó a sufrir cons-
tantes amenazas de invasión y anticipándose a cualquier tragedia,
José Catalá y Codina abandonó como otros vecinos todas las per-
tenencias para buscar asilo en Montevideo con su numerosa familia.
Sufrió allí las penurias impuestas por la ciudad «en guerra, con-
tando siempre con la oportuna ayuda del jefe de policía Andrés La-
mas, su cordial amigo.
De acuerdo con “El Nacional”, “El sábado a las seis y media
de la mañana” del 28 de setiembre de 1844 falleció el distinguido
patriota “bajo el peso de una antigua enfermedad”.
Don Antonio N. Pereira, hijo del ministro y primer mandatario
de este apellido, en su libro "“Novísimas y últimas cosas de antaño”,
recuerda con frases encomiables los méritos intelectuales del viejo
maestro, y da un acabado retrato de las virtudes que le exornaban.
“Era éste don José Catalá uno de esos bellos sujetos que andan
por estos mundos de Dios para hacernos ver que hay personas que
264
reúnen muchas y excelentes condiciones para hacerse lugar en todas
partes y conquistarse el aprecio y el cariño de todos los que lo tratan.
“Catalá era uno de ellos; aunque muy niño lo conocí, recuerdo que
en nuestra casa se le recibía como si fuese un miembro de nuestra
familia, y es que era tan querido por sus condiciones morales que
hacían de su persona un verdadero personaje, pues todos lo querían
y con todos simpatizaba, y así se habia popularizado, que no había,
como dicen, perro ni gato que no lo conociese en este buen pueblo
de San Felipe y Santiago de Montevideo.
“Catalá era un hombre afable, simpático, que a primera vista
ya catequizaba. Tenía facilidad de expresión y hablaba con claridad
siempre. Con mi padre, tenía tan estrecha amistad y le demostraba
tanto cariño, que era como si fuese más que un pariente, verdad es
que era su compadre. Era español, pero tan patriota como si fuese
un hijo del país, pues había servido a la causa de la libertad y de
la independencia, ya como soldado. ya como escritor, pues maneja-
ba la pluma y escribía de politica en grande”.
Había desposado en la Iglesia Matriz de Montevideo, el 6 de
julio de 1823 con doña Gregoria Martinez de Ballesteros, ceremonia
que bendijo el Pbro. Dámaso Antonio Larrañaga y atestiguaron Juan
Benito Blanco y Carlota Vila.
Según el acta respectiva, Gregoria M. de Catalá era natural de
Montevideo y consta por tradición de familia que sus padres Lorenzo
Martínez de Ballesteros y María Pérez, procedían de antiguo linaje
asturiano.
Fueron hijos de aquel matrimonio prócer, don Carlos Catalá, pe-
dagogo y fundador de la ciudad de Artigas; Ladislao Catalá, militar
y escribano de reconocidos méritos, y entre las hijas merece cita
especial doña Josefa C. de Rivero, esposa del coronel Pedro Rivero,
héroe de Villa del Salto, caído en la defensa de Paysandú.
265
Sin embargo, nada induce a pensor que hubiere salido de la
Villa, dedicándose por lo contrario al coudyuvo de tareas en la es-
tanzuela paterna lindera con la actual planta urbana.
Con motivo de la Invasión Confederada de 1839 la familia buscó
asilo entre los muros capitalinos —pues recaícn sobre José Catalá
las más severas amenazas, en mérito a la intensa propaganda anti-
rrosista. Sin embargo, este retiro no debía ser absoluto, porque en
forma esporádica apareció luego,
encabezando en 1842 la conocida
proclama contra el Dictador argen-
tino.
En plena guerra Grande, confor-
me los recuerdos familiares, debió
interrumpir el bachillerato para en-
rolarse en las filas defensivas, con-
tando por entonces con el apoyo y
la amistad del general Rivera, An-
drés Lamas, Gabriel A. Pereira y
el coronel Carlos de San Vicente.
Pereda afirma en base a noticias
recogidas durante el pasado siglo,
que en 1844, con motivo de la muer-
te de su esforzado padre, Carlos
Catalá, provisto del correspondien-
te título magisterial, pasó al Salto
para dedicarse a la enseñanza pú-
blica, labor interrumpida por las tre-
Carlos Catalá mendas vicisitudes porque atrave-
saba la población. Al posesionarse
de esta plaza el coronel Garibaldi, el preceptor se puso a sus órde-
nes, actuando el 8 de febrero de 1846 en la batalla de San Antonio,
encuentro campal de resonancia partidaria, pero sin influencias en
el giro de la contienda.
Amigo personal del veterano militar Eugenio Garzón, vínculo de
antigua data, éste al parecer se renovó en tierra argentina cuando
ya era un hecho la alianza rioplatense contra Rosas.
Convencido de los distinguidos méritos intelectuales de Catalá,
el general Garzón resolvió hacerlo su ayudante y secretario, en cuyo
carácter le acompañó hasta la Paz de Octubre.
La inesperada muerte del protector, en momentos decisivos para
la suerte de la República, debió gravitar en el propio destino del be-
nemérito amanuense.
Vuelto al Salto, como edil de la junta lugareña, le tocó presidir
la comisión encargada de fundar el “Pueblo del Cuareim”, conforme
a la ley suscrita el 11 de julio de 1852.
266
Desaparecido el pueblo de Bella Unión, este nuevo centro urba-
no señalaria el dominio de la justicia y la ley sobre el extenso pre-
dio norteño, afianzando el poder nacional por aquellos dilatados con-
fines. Previo estudio de las tierras más aptas, aguadas, bosques y
“pajales'” se convino en situar la villa sobre el Paso de Bautista,
tramo de fácil acceso entre el Salto y el vecino municipio brasileño
de Alegrete. ,
Corridas todas estas diligencias —refiere el acta de fundación
y en “vista de estas especialidades quedó fijado entre los arroyos
Ceibal y Sauzal el ejido del pueblo, y por su área o planta el mismo
Paso de Bautista, sobre el primer albardón, en donde quedó verifi-
cada en esta misma fecha la delineación de la plaza y las ocho
manzanas que la forman, del modo que se manifiesta en el plano
topográfico que duplicado levantó don Carlos Catala.
“Las manzanas tienen cien varas en cuadra y las calles veinte,
a excepción de una que a juicio de la comisión, por ser céntrica y
dirigirse al camino real, se le dió 25 varas de ancho. Se destinaron
dos solares en la plaza para edificios públicos y otro mirando al río
para su Receptoría: una manzana fué, por su preferente colocación,
dividida en seis solares, que es la marcada en el plano con el nú-
mero 2, y las de los frentes de la plaza, con cinco solares, teniéndose
para esta subdivisión diversas consideraciones de conveniencia”.
La comisión, presidida por Catalá y los membros respectivos
Ventura Torrens, Santiago Montes y los tenientes alcaldes Pablo
Martínez y Domingo Mellado —ambos sustitutos del Juez de la 4?
Sección— iniciaron sus funciones el 12 de setiembre, con la aper-
tura del acta, documento público que acreditaba a la vez los tra-
bajos cumplidos in situ.
A renglón seguido, previa entrega del libro de actas y una cuerda
de doce y media varas, quedó constituida la Comisión de Solares
bajo las directivas del presbítero Luis de Grosi, Cura de Belén, en-
cargado también de promover frecuentes reuniones so efectos de po-
blor la villa y sus contornos.
Aceptado de facto el plano suscrito por Catalá, los presents
convinieron, a propuesta de éste, que el flamante villorrio se deno-
minase “Pueblo de San Eugenio del Cuareim”, homenaje póstumo
al fenecido protector y amigo, general Eugenio Garzón, nomenclatura
de índole particular, puesto que la ley sólo puntualizó el de “Cua-
reim”. Dice con sobrados motivos el doctor Carlos A. Alvarez Catalá,
nieto y primer biógrafo del prócer, que el fundador “demostró clara
visión del futuro: treinta y dos años después, en 1884, se creó el De-
partamento de Artigas y se designó a San Eugenio por su capital.
“En 1853 el capitán Catalá fué comisionado por el Gobierno para
organizar e imponer el orden en la zona del Alto Cuareim. Arruinada
la campaña por la guerra civil de 1843-1852 y en ausencia de toda
267
administración regular, había retrocedido a los tiempos anteriores de
la Independencia, reinando la anarquía, la violencia y el matreraje,
sobre todo en la zona fronteriza con el Brasil.
En los pueblos que no eran cabeza de Departamento, no existía
otra autoridad que la del Teniente Alcalde, quien resumía de hecho,
aunque muy sumariamente, las funciones administrativas, judiciales
y de policía, pero sin medios ni recursos para ejercerlas.
El edicto que se transcribe, dictado por Catalá, revela al autor
y a la época:
"Aviso a los Vecinos del Alto Cuareim. — De orden del Jefe Po-
lítico del Departamento:
1% Todos los vecinos concurrirán al Teniente Alcalde, a recibir
órdenes. — 29) El vecino que desobedezca al Teniente Alcalde, será
llevado preso como delincuente, justificado que sea el hecho y su-
frirá la pena de ley, por más tiempo que transcurra. —La Jefatura
del Departamento sabedora del desacato y altanería de muchos ve-
cinos, ha resuelto hacer sentir duramente la fuerza de su autoridad.
— 39% Todo individuo que no sea propietario o vecino y que no justi-
tifique con una papeleta del Teniente Alcalde, que es peón por
mes, será preso y destinado a trabajos públicos a las tropas de línea,
como vago si es nacional. — 4%) Los vecinos tienen el riguroso deber
de abandonarlo todo para acudir al llamado del Teniente Alcalde o
al auxilio de cualquier vecino que pida socorro por cualquier trope-
lía. — Los vecinos son responsables de los hombres sueltos que ten-
gan en sus casas, como de cualquier agregado que les pertenezca.
No habrá excusa que los exima sin pruebas. — 5% Los negocios vo-
lantes como las tropas sin guía serán aprehendidos y llevados a San
Eugenio. El individuo a quien se le pruebe llevó animales sin guías,
o hurtó ganados, será preso en todo tiempo. —Los tenientes alcaldes
pasarán el parte al Comisario de Policía inmediatamente. — 6% Los
derechos de guía. pasaporte y papeletas de peones, se pagarán a la
vista, y sin este requisito, no se les dará el despacho solicitado. Los
derechos del Estado no son negocios de pulpería. — 7%) Obediencia,
orden y respeto a la ley, es lo que recomiendo en nombre de la Je-
fatura a todos. — La justicia de la República puede ser lenta, pero
es segura. Pronto llegarán los destacamentos que deben cubrir esta
línea, como el aumento de policía. — Puntas del Arapey, agosto 13
de 1853. El Capitán en Comisión Extraordinaria, por la Jefatura de la
Nación: Carlos Catalá. (Revista Nacional, t. 53, Set. 1952, año 15, nú-
mero 198).
De regreso a Paysondú en 1853, por instancias de su madre doña
Gregoria Martínez de Ballesteros, repartió el tiempo entre la procu-
ración, la enseñanza pública, y el cargo de edil, brillante cometido
este último, de proficuo recuerdo.
Si notable habia sido la ejecutoria en el municipio norteño, lo
268
actuado en Paysandú no queda a la zaga. Munícipe desde 1854, fué
designado el 3 de marzo para rebatir los conceptos vertidos por José
Palomeque, autor de una Memoria en su carácter de inspector de
Instrucción Pública, folleto depresivo contra la modalidad escolar de
varios Departamentos —inclusive el nuestro— conceptos que venian
a recaer sobre la Junta local.
Comisionado por ésta presentó el 16 de marzo a los colegas san-
duceros, un brillante alegato, tanto más notable porque desdecía
punto por punto los injustos calificativos encauzando contra el Go-
bierno la heroica miseria de “los profesores impagos, los alumnos sin
texto, los establecimientos sin útiles”, “a punto de hacer ilusoria la
enseñanza”.
“Sólo Catalá —dice el doctor Alvarez, se aplicó a buscarle so-
lución y presentó un proyecto arbitrando recursos para asegurar el
sueldo de los maestros con el objeto de obtener el concurso de per-
sonas capaces de llenar el programa de primeras letras y de enseñar
algún idioma y teneduría de libros La Junta lo aprobó el 28 de marzo
de 1855, facultando a Catalá para colectar los fondos entre el comer-
cio y el pueblo, y aplicarlos en la forma por él aconsejada
“Pero Catalá no se conformó con esa solución local de recursos
permanentes mediante la creación de impuestos sobre la producción
de la ganadería, de la agricultura y de las industrias extractivas,
recaudados y administrados por las Juntas para ser aplicados a las
necesidades de la instrucción pública en todo el país. El plan fué
aprobado por las Juntas de Paysandú, Salto, Mercedes, Tacuarembó
y Colonia, y sometido al Parlamento.
“Catalá fué designado para defender su proyecto en el Cuerpo
Legislativo, y lo hizo con brillo y eficiencia. Su proyecto se convirtió
en la Ley número 307, de 21 de julio de 1856”.
Contra todo lo previsto esta sanción no tuvo la debida vigencia
más por los altibajos de la administración pública que la propia
letra del inciso correspondiente.
Autor de la segunda nomenclatura urbana aprobada el 29 de
marzo de 1855, constituye a través del tiempo una provechosa lec-
ción de neutralidad política y de un neto matiz americano, pues llegó
a glorificar el Mate “en honor a la costumbre nacional”, junto con
otros atributos democráticos muy en boga, desinencias que prevale-
cen en gran parte hasta la fecha y que forman sin duda marcado
contraste, junto a los trueques atentatorios de nuestro tiempo.
Refiere además Pereda, que “no existiendo en el archivo de la
Junta constancia de la área y límites del egido de esta ciudad, se
costeó a Montevideo, y de la Escribanía de Gobierno trajo testimonio
de la escritura celebrada con los Almagro, y decreto señalando esos
limites”. (Paysandú y sus progresos, pág. 93, año 1895).
Ferviente partidario de los conservadores, sus manejos políticos
269
le depararon el. peor enemigo en la persona del coronel Basilio: A.
Pinilla, hasta exigirse la condigna prisión al presidente Pereira y
ministros de Estado.
Firmes corrieron de una y otra parte mutuas acusaciones sin
conmover la prudente reserva del mandatario.
En el ínterin Catalá había iniciado el primer Anuario Estadístico
departamental, obra que insumió el trabajo de dos años contando
sin retaceos con la deferente ayuda de su enemigo político, indoble-
gable gestor del progreso lugareño.
: Aunque una copia fué remitida por el coronel Pinilla al Minis-
tro de Gobierno el 13 de marzo de 1859, el compilador prosiguió su
tarea hasta el año 1862, fecha en que obtuvo el permiso gubernativo
pora litografiar los diversos cuadros del censo. -
Sin embargo, serios inconvenientes gravitaron en torno a la obra,
ya que no alcanzó los honores de la impresión, extraviándose los ori-
ginales en la conocida imprenta del periodista capitalino Adolfo Vai-
llant. Por la referida copia del año 59, suscrita al Ministro de Gobier-
no Antonio Díaz. es posible tener alguna idea sobre la forma del
censo y los datos relativos al comercio, la industria y demás acti-
vidades departamentales.
Dividido en cinco secciones, tiene 21 cuadros diversos y deta-
llados de la Villa y campaña, cuadros especiales y columnas de
observaciones; con 574 datos, guarismos estadísticos y conocimien-
tos diversos. La vista sinóptica las reduce a cuadros y a 90 datos”.
Como no podía ser de otra manera, el autor propuso editarla
por su cuenta, y para reportirla en forma gratuita a las dependencias
fiscales, pero conforme lo dicho, se extravió años después. Al mérito
de pieza única en su género como trabajo lugareño tenía: “una nue-
va forma” de plantear los cuadros, esbozos que según Pereda sirvie-
ron luego de base a la Oficina Estadística Nacional.
Firme en las convicciones partidarias, dada su preminencia in-
telectual, Catalá vino a encabezar en cierto modo el grupo desafecto
a la política gubernativa, formado por los militares Sandes, Caraba-
lio, López de Haro y los civiles Iglesias, Alvarez, Gauna y otros de
no menor significación.
En 1863, con el tácito refuerzo de los poderes militares bajo man-
dato de Leandro Gómez, eficiente campeón del legalismo gubernati-
vo, mal hubieron de mirarse los elementos desafectos a la situación.
que se agudizó tras el primer sitio.
El estado de cosas, ya muy delicado, vino a empeorar por la
probada connivencia de no pocos ciudadanos con el campo enemigo,
radióndose de la plaza a los elementos más exaltados, conducta ex-
tensiva luego a todos los sospechosos.
Bajo este formal destierro suscrito habitualmente, Leandro Gómez
firmó los pasaportes de los ciudadanos Anacleto Tirigall, Eduardo
270
G. Gordon y Carlos Catalá, dándoles un plazo perentorio de veinti-
cuatro horas para que abandonasen la ciudad.
El 1? de enero de 1864 una lancha los trasbordó a la vecina ori-
lla, y en momentos que disponían de varios equinos para marchar
a Concepción del Uruguay, Catalá cedió el suyo al inexperto Gor-
don, trueque fatal, pues el suyo, ejemplar brioso, fué a rodar cerca,
hiriéndolo de gravedad en una pierna.
Reembarcado por el carácter de la herida, el Jefe Político, coro-
nel Pinilla, le negó entrada al pueblo, pero tras un día de infructuo-
sas gestiones y forzosa permanencia al sol, el capitán de Puerto, Isi-
doro Otondo lo condujo por su riesgo hasta la propia casa habita-
ción, generoso esfuerzo que no pudo contener la rápida gangrena,
de cuyas resultas falleció en la tarde del 2 de enero.
El 15 de febrero de 1866 la viuda doña María Moreira de Catalá
iniciaba los trámites, so efectos de obtener la pensión militar corres-
pondiente a su calidad de viuda, pedido que justificaron los corone-
les Ventura Torrens, José Mendoza y el general Francisco Caraballo.
La referida matrona estuvo en goce de aquel beneficio hasta la
fecha de su muerte, ocurrida en Paysandú a las siete de la tarde ael
12 de abril de 1881. Tenía al fallecer 47 años y los tres hijos, muy
ióvenes entonces, hicieron luego honor a la calidad intelectual del
linaje. Emma Catalá de Princivalle (1861-1924) fué eminente educacio-
nista y autora de valiosas obras didácticas. Antonio Catalá (1862-
1917), militó con brillo en el periodismo, siendo uno de los miembros
co-fundadores de “Tribuna Salteña”, y la hermana menor, Sara C.
de Alvarez (1864-1930), dedicó todos sus afanes al magisterio na-
cional.
271
galización comunal de los títulos de chacras y solares concedidos
al vecindario. labor que inició en 1858.
Establecido con posterioridad en Queguay, sus labores mercan-
tiles sufrieron las irremediables consecuencias de la revolución en-
cabezada por el general Flores en 1863, viéndose en el caso de can-
celar los negocios de barraca y ramos generales. Particularmente ver-
sado en materia legal inició a poco labores de procuración, haciendo
rápida fama por la honradez
de los procederes, según lo
acreditan numerosos expedien-
tes a su cargo. Este desempe-
ño no lo desligó de la activi-
dad política, manteniéndose en
las filas conservadoras del
Partido Colorado, con un idea-
rio firme y definido que no
claudicó ni aún en las mejo-
res horas del fusionismo. De-
dicado al comercio inclusive,
con su hermano Ladislao, in-
tegró la firma Catalá Hnos. y
Cía., disuelta el año 70.
En 1869 pertenecía al grupo
político de Pedro R. Brito, con-
ceptuado caudillo que preten-
dió oponerse a las miras in-
calificables del coronel Ma-
José R. Catalá nuel Caraballo, jefe local de
la Revolución Cursista. Movi-
miento inconexo desde que
sólo moncomunó a ciertos cabecillas ambiciosos de pago, no tuvo
ni el apoyo de la guarnición urbana, al punto que no bien fué po-
sible abandonar la plaza, fugaron numerosos jóvenes malquistos con
el régimen cerril imperante en la misma. Mientras Brito caía preso,
para sufrir luego la afrenta del cepo, los hermanos José Rufino y La-
dislao Catalá debieron esconderse para evitar la furia de los revol-
tosos, temiéndose entonces que sus propias casas fueran incendiadas.
Recién el 8 de junio fué posible la evasión hasta el monte de
Sacra, consiguiendo pasar de inmediato a la isla de la Caridad, don-
de “unos montaraces carboneros” les facilitaron el pasaje hasta
Concepción del Uruguay. Desde esta ciudad en que permanecian
desterrados los Kempsley, Montauban, Aphoteloz y otras personali-
dades lugareñas, José R. Catalá mantuvo estrecha correspondencia
con el comandante Ventura Torrens, pundonoroso jefe al que tocó
272
disolver los focos de la torpe sedición. Al estallar el movimiento revo-
lucionario de 1870, los referidos hermanos actuaron en las filas del
comando lugareño, pasando más tarde don José Rufino a los cua-
dros militares de Elias Borches, Ventura Rodriguez y Wenceslao Re-
gules. Resuelto a optar por el título de escribano, al que ya le acre-
ditaban buenos conocimientos y una excelente práctica como primer
suplente del Alcalde Ordinario (1865), recibió el diploma en 1872. El
propio año inició el protocolo de su nombre, sinónimo de prestigio
y confianza, según lo atestiguan las numerosas escrituras labradas
en el terruño.
Durante la presidencia de Cuestas, este su viejo amigo de la
infancia lo designó Escribono de Gobierno y Hacienda, pasando lue-
go a ocupar la Escribonía de Aduana, motivo por el que le tocó pro-
tocolizar asuntos de singular jerarquía nacional.
Jubilado luego de una dilatada actividad, vino a fallecer octo-
genario, el 25 de noviembre de 1916.
Desposó con doña Francisca Moyano el 12 de noviembre de
1859. Era ésta hija del comandante Miguel Moyano, prócer de la
Independencia argentina, y de María Josefa Palacios.
CATALA. LADISLAO,
273
tos legistas y dueño de una regular fortuna, con el mejor tino con-
cluyó no pocos litigios de vieja data sobre terrenos indivisos. adju-
dicándose por compra los derechos de doña Inés Giménez —madre
política de Lucas Píriz —y heredera de Ramón Casas, dueño de una
estancia en el Rabón. (14 de agosto de 1859).
En lo político, mantuvo una encendida prédica en la fe partida-
ria, concitando las sospechas de Pinilla y Leandro Gómez, jerarcas
de la situación. No obstante ello, pudo sortearlos con toda clase de
dificultades, incorporándose en 1863 a las filas revolucionarias del
general Flores.
Concluida la campaña el 20 de febrero de 1865, por decreto
conjunto de esta fecha obtuvo los galones de capitóm, título que
posela cinco años después al ingresar en el cuerpo defensor de
Paysandú contra el ejército rebelde de Timoteo Aparicio.
Capitán del batallón de Guardias Nacionales de Paysandú des-
de marzo del año 1870, actuó bajos órdenes de Domingo Cosio y
Elías Borches en la planificación de fosos y parapetos, mantenién-
dose en las fuerzas de extramuros hasta el 4 de diciembre de 1871,
fecha en que se le confió el mandó de un batallón urbano.
Buen conocedor de las tareas amejas a la procuración, verda-
dero oficio familiar que practicó junto al bufete paterno, había de
ejercerlo durante años, para optar en 1874 el título de escribano,
luego de las pruebas correspondientes.
De una honradez intachable, su estudio, situado en la inter-
sección de las calles Florida e Independencia (esquina S. O.), figu-
ró entre los más prestigiosos. En la misma casa, que se mantiene sin
ninguna reforma. falleció el 4 de julio de 1888, tras rápida dolencia.
Persona ocurrente y plena de bonhomía, distrajo el eterno celi-
bato en trabajos de su especialidad, la cordial rueda de amigos y
los grandes palomares en los fondos de la casa, cuidados por la
celosa vigilancia de una antigua ama de llaves.
CENTURION. HILARIO,
274
al coronel Mundell, cometido que éste frustró en San Francisco mer-
ced a la sangre fría con que pudo enfrentarlos, cuando lo acometie-
ron en un lugar desierto y propicio al tremendo designio.
Absuelto de culpa y pena, después de un corto retiro por Entre
Ríos, sirvió con raro valor en la primera defensa de Paysandú, ha-
ciéndose acreedor a la consideración de los superiores.
Alférez de la guarnición y ayudante de Leandro Gómez, éste
le tuvo particular estima en mérito a las difíciles comisiones reali-
zadas en el curso del año 1864,
Los recuerdos tradicionales persuaden además, que reunía con
un valor temerario los dones de la fidelidad, motivo del particular
aprecio de que gozó en las filas castrenses.
Al comenzar el segundo asedio revistó en el sector de la Co-
moandancia, siendo muerto por una bala de fusil en circunstancias
que cruzaba la plaza. Según Pignat, sus restos fueron sepultados
provisoriamente en un terreno de la calle 8 de Octubre entre Mon-
tevideo y Treinta y Tres Orientales.
Casi en vísperas de cumplirse el año del heroico deceso, la Je-
fatura ordenó su exhumación, recibiendo cristiano entierro el 4 de
diciembre de 1865, en el predio del actual Monumento a Perpe-
tuidad. Ñ
Había casado con Alejandrina Palacios, de la que hubo su-
cesión.
CENTURION. JUAN,
275
rador que fué de los Treinta y Tres Orientales, luego conocido con
distinto patronímico, usado para borrar una dolorosa tragedia.
Vuelto después al cuartel en plena zona del Queguay. Centu-
rión se propuso defeccionar del escuadrón dedicado por entonces
a la captura de equinos, su doma, y vigilancia de los campos com-
prendidos entre el Salto y Paysandú.
Encontró la mejor ocasión el 26 de noviembre en circunstancias
que campaban sobre ltapeby con las huestes del capitán Francisco
Basualdo. El informe respectivo, suscrito por éste, anotaba “la falta
del Cabo Salustiano Sallana, y los soldados Cruz Bilches, Juan Cen-
turión, Manuel Espíndola, Agustín Aguiche y Juan Guancho”, pró-
fugos, “sin tener el más pequeño motivo”, quienes desertaron “des-
pués de media noche”, llevándose todos los caballos del teniente
“indio” Javier Amarilla y varios de la tropa.
Dispuestos en procura de los fugitivos, el jefe semiaborigen y
un capitán Pereyra, no pudieron darles alcance durante la noche, en
virtud de la considerable ventaja ganada en los pródromos.
Pasado al otro bando político, largo debió ser el retiro de filas,
porque en 1863 revistaba en la Guardia Nacional con el título de
teniente, grado que poseía al tomar las armas en el primer sitio
ocurrido a comienzos de enero de 1864.
Desde uno de los cantones avanzados hacia el puerto, el pi-
quete de Centurión detuvo al enemigo merced al fuego graneado
de fusilería, avanzando en la hora del ataque contra las posicio-
nes tomadas por los revolucionarios. Aunque no obran los despa-
chos militares de su interrupta carrera, consta que en el referido año
pasó al cuerpo de Caballería, tocándole actuar a órdenes del coro-
nel Emilio Raña en la campaña contra los expedicionarios situados
en Arroyo Grande.
El 24 de mayo, mientras buscaban los efectivos del mal afa-
mado Belén, encontraron al capitán Genuario González dispuesto a
incorporarse al grueso rebelde. En el acto el teniente Centurión con
su compañía avanzó contra los revolucionarios, mientras Raña pro-
tegía los flancos.
Refiere el parte oficial la hábil maniobra ejecutada al subir la
cuchilla, y el arrollador ataque que “los hizo pedazos, derrotándo-
los completamente y haciéndoles siete muertos, cuatro prisioneros”
y numerosos heridos. Se les tomó muchas armas, y los honores de
la victoria fueron compartidos por Centurión y el alférez Lamela,
quien en lo más fragoroso del combate lanceó al teniente rebelde
Miguel López.
Dificil sería descubrir el itinerario seguido por Centurión duran-
276
te el año 64 en su carácter de correo militar, jefe de grupos avizores
o encargado en comisiones de suma reserva.
Al sobrevenir el segundo cerco ya poseia los galones de ca-
pitán, tocándole prestar servicios en el cantón de la lglesia Nueva.
De acuerdo con las referencias verbales del soldado defensor Ben-
jamín Almagro y Paredes, fueron incontables los actos de arrojo y
bravura realizados por el temerario criollo.
Es de pública notoriedad que junto con Formoso y Teodosio Gon-
zález mereció el honor de ser abrazado por Leandro Gómez en me-
dio de la batalla, premio de tintas épicas porque a diario se suce-
díian episodios dignos de Esparta.
Figuró el 2 de enero de 1865 entre los capitanes emigrados en
Concepción del Uruguay, exilio que duró varios años, reintegrándo-
se a la Patria durante el gobierno del general Lorenzo Batlle.
Caudillo del Partido Blanco, en julio de 1870 se incorporó a las
fuerzas revolucionarias del general Timoteo Aparicio, haciendo
abandono de sus tareas en la estancia “La Paz”, propiedad de Ri-
cardo Hughes, acaudalado residente inglés que le habia confiado la
capatacia del referido establecimiento.
El 10 de febrero de 1871 participó en la toma Fray Bentos con
los batallones de Federico Aberastury y Enrique Olivera, acto de
rara osadía que obligó el embarco de la guarnición gubernista rumbo
a Paysandú.
Pocos días más tarde las fuerzas revolucionarias tirotearon y
persiguieron al batallón del sargento mayor Elías Borches, obligán-
dolo a encerrarse entre los muros de Paysandú, ciudad que no pu-
dieron sitiar por la inferioridad de los efectivos bélicos.
Sin embargo, aprovechando el momentáneo dominio de la cam-
paña, el comando blanco dispuso que Centurión abandonara el
grueso del ejército para requisar caballos y cobrar la contribución
inmobiliaria del año, en nombre de las fuerzas revolucionarias.
Los últimos posos del improvisado recaudador son bien conoci-
dos. Desde la zona de Sánchez, al frente de su escolta, pasó a las
tierras del correligionario Martiniano Silva, comerciante establecido
por aquellas inmediaciones. Tanto éste como su esposa doña Juana
Nores, agasajaron a los revolucionarios facilitándoles después los
comestibles necesarios y un par de botas a cada uno.
Después de obtener el contributo en la jurisdicción del alcaide
Quiroga, cruzaron la estancia “Santa Juana” para llegar a “Rincón
Angosto”, establecimiento del súbdito inglés David Cash, donde cam-
biaron la caballada, recibiendo Centurión un magnífico oscuro.
Marchaba con los revolucionarios un moreno Feliciano Martínez,
prisionero que al cabo vino a ser la desgracia de todos. Según el
277
negro de marras, fallecido a edad casi nonagenaria en Fray Bentos;
le ciñeron una divisa blanca mientras cruzaban campo, ya que Cen-
turión tenía pensado aproximarse a las estancias de Román.
Aprovechando un alto en la noche, el preso logró escapar en el
bruto obsequiado a Centurión, rápida y diestra marcha con la que
pudo eludir los tiros de sus aprehensores. Vaqueano del distrito y
las inmediaciones, fué a dar a la estancia de “Cerro Mulero”, en Co-
laderas, residencia de Fortunato Stokes, donde se incorporó a los
efectivos gubernistas del coronel Gervasio Galarza, padre del ho-
mónimo general.
Avisado de las requisas en juego, llegó a la estancia de Manuel
Stirling, fuerte propietario y adalid del Gobierno, que le facilitó todos
los medios para perseguirlos, molesto por el embargo de algunos
caballos.
Desde “Rincón de Lencina' comenzó una obstinada persecución
de marchas y contramarchas, a causa de que los rebeldes buscaban
las huestes del coronel Enrique Olivera. Sin embargo, en las proxi-
midades de Don Esteban, quedaron a merced de los persecutores,
iniciándose un nutrido tiroteo completamente desfavorable para los
revolucionarios, dada su inferioridad numérica, la falta de proyecti-
les y el cansancio de los equinos.
Olivera, que estaba cerca, haciendo caso omiso a sus compa-
ñeros. se internó hacia el arroyo González, mientras los de Centurión
eran exterminados a tiros.
Con escasa fortuna el temerario jefe logró escapar, pero en las
cercanias de una cañada próxima al arroyo Lencina le dieron alcan-
ce, ultimándolo a lanzasos. Cuando el negro Feliciano llegó al lugar
del sacrificio, el cuerpo exánime del caudillo yacía expuesto a la
curiosidad de los transeúntes. |
Testigos presenciales de aquellos tiempos estaban contestes en
firmar que la partida era mandada por el teniente León Sosa, ha-
biendo actuado de ocasional verdugo un italiano Pesce.
El comandante Gaspar Colmán, que no pudo llegar en socorro
del mártir, dispuso el traslado del cadáver a un rancho de las cer-
canías, pero el exprisionero Martínez, en acto de póstuma humorada,
lo abandonó a considerable distancia. Allí fué a buscarlo en una
carretilla de pértigo el piadoso vecino irlandés Patricio Stevenson,
que le dió por tumba un agreste rincón de su campo.
Dice el respectivo parte de Galarza, ampliatorio en sus detalles,
que el último día de febrero del año 71 consiguió “derrotar comple-
tamente al titulado Comandante Juan Centurión, habiendo muerto
este y como 25 ó 30 más entre oficiales y tropa, ésta era la gente
que andaba con Enrique Olivera, quien se separó la noche antes con
sólo 12 hombres”.
278
Según el mismo informe los perseguidos se vieron obligados “a
tirarse a Don Esteban, que estaba muy crecido, dejando muchos ca-
ballos ensillados que los hemos tomado, y armas. A los pocos que
quedaron les hice una persecución de 6 leguas, y le garanto (sic!)
no han salido 6 hombres juntos”. (Abdón Arostegui, La Revolución
Oriental de 1870, tomo 11, pág. 12. Edición de 1889).
Según los cómputos militares, el extinto Centurión contaba al
fallecer veintinueve años y dos meses de servicios, de acuerdo con
la clasificación hecha en 1853. Sin embargo, este número basado en
un acopio de datos cuando la reforma militar, no condice con la rea-
lidad, por el tiempo que estuvo fuera de rangos.
Los antecedentes recomendables del “indio” Centurión, su pro-
verbial guapeza, acreditada desde los días de la Guerra Grande
por su íntimo amigo el coronel Faustino Mieres, y la heroica ejecu-
toria junto a los muros de Paysandú, bastan por sí solos para sal-
varlo del olvido.
Poco afortunado, vino a concluir en una aventura de rutina, de-
jando en la orfandad varios hijos, que alcanzaron provectos, nuestro
tiempo.
Este bravo coterráneo regularizó su estado matrimonial el 4 de
febrero de 1868, al contraer nupcias con doña Feliciana Martínez, de
38 años, hija del entonces finado Carmelo Martínez y de Dolores
Rios. Atestiguaron los vecinos Juan Ramirez y doña Bartola Escalada
de Rodríguez, afirmando el mismo documento que reconocieron por
vástago a Julián, Juan José, José Siceo, Juana Mamerta, Santiago,
Carmelo, Saturnino y Dolores Centurión.
279
Debe hacerse notar que estas noticias las hacia presentes en
1860 cuando la posteridad estaba aún lejos de reivindicar la memo-
na del héroe epónimo.
En los años del ocaso artiguista, la confiaron a los esposos Lo-
renzo Centurión y Francisca Basualdo; honrados paisanos que la
prohijaron con afecto paterno, dándole incluso el apellido, nexo inde-
leble del perenne amor filial que mantuvo siempre por sus padres
de crianza.
Pese a la forzada separación
que impusieron los últimos comba-
tes del ciclo artiguista, el Jefe de
los Orientales veló por la suerte de
aquella hija, verdad ratificada an-
tes de marchar a Paraguay. En los
aprestos del retiro. vencido ya por
Ramírez, comisionó a varios oficia-
les adictos encargándoles la con-
ducción de la pequeña María y
sus tutores hasta Córdoba.
Dispuesto el encargo, Artigas hi-
zo entrega a los presuntos subordi-
nados, de la caballada necesaria
para el largo viaje, y un pequeño
saco lleno de oro, propiedad de la
párvula.
Sorteando mil penurias a campo
traviesa, poco antes del arribo a
Minsa Eocoládics: Choitiba la Bajada del Paraná, el coronel
Ramón de Cázeres, integrante del
séquito, se apoderó de algunos valores, no sin antes ultimar a los
que pretendieron dificultar la traición.
Abandonados a su suerte, los viajeros resolvieron eximirse del
largo itinerario, para buscar asilo en el puerto de Esquina, y luego
en la población ribereña de Goya.
Con motivo de los sucesos revolucionarios que convulsionaron
la providencia, los esposos Centurión pasaron a la aldea de Mandi-
soví, pueblo cercano a Concordia, donde en 1824 expiró la madre
adoptiva. no sin antes expresarle que los esclavos y cuanto poselan
era caudal suyo.
Por todos los visos, Centurión anduvo mezclado en manejos re-
volucionarios, al punto que fué preso y cargado de grillos en la
nefasta aldea, para luego ser remitido a Concepción del Uruguay,
en cuya prisión su endeble físico no pudo sobrellevar el calamitoso
encierro. Próximo a la muerte, testó sus haberes a favor de un pa-
280
riente, Lucas Gómez, encomendándole asimismo la “hija” y cuantos
documentos filiatorios le pertenecían.
Acicateado por la miseria, más tarde Gómez sentó plaza en el
ejército de Oribe, y previo retiro del Salto, villa de su residencia,
entregó los referidos papeles a un señor (Antonio Thedy?), documen-
tos que se perdieron en el saqueo de 1847.
Muerto Gómez en el curso de la Guerra Grande, no dejó testi-
monio alguno en derredor a la hija de Artigas, probanza reconstruí-
da después a fuerza de largas inquisiciones en base a recuerdos tra-
dicionales y los escasos testimonios suscritos durante la época.
Próxima a cumplir los trece años, María Centurión contrajo nup-
cias en Mandisoví con Eustaquio Piña, natural de Concepción del
Uruguay, hijo del extinto Ramón Piña y de Isabel Pequeño, todos
vecinos de la mencionada localidad ribereña.
Este enlace se verificó el 6 de febrero de 1826, unión matrimo-
nial que bendijo el cura Mariano J. del Castillo, oficiando en calidad
de testigos Mariano Barrios y Damasia Correas.
De acuerdo con los datos insertos en el único libro de la des-
aparecida paroquia de la Concepción del Mandisoví. hoy existente
en Concordia, la boda del epigrafe consta en los folios 26 y 27, figu-
rando la hija del Prócer como vástago “natural de Lorenzo Centurión
y de la finada Francisca Basualdo”.
Tras corta convivencia, Eustaquio Piña formó en las huestes en-
trerrianas que integraron el Ejército Republicano, cuerpo expedicio-
nario que vadeó el Uruguay en abril de 1826 para situarse en nuestro
territorio.
Entre el nutrido cortejo de familias que trasbordaron a la zaga
de las tropas vino la joven esposa de Piña, continuando el viaje
hasta la zona de San José, donde perdió de vista al “ejército grande
y muy lujoso” de la Patria.
Dado por muerto el cónyuge en la batalla de Ituzaingó, la pre-
sunta viuda rehizo el hogar con Pedro Marote, también hombre de
armas y compañero de toda su vida.
Prisionero de los imperiales, regresó el mayor Piña en 1830, re-
sidiendo alternativamente en Salto y Concepción del Uruguay, don-
de al cabo terminó por olvidar el propio drama.
Del nuevo tálamo, la recia compatriota alumbró diez hijos, for-
mados en la dura escuela de los tiempos viejos.
Hecha en el primitivo trajín de la estancia cimarrona y apta para
la vida castrense, acompañó al comandante Marote a través del
largo derrotero impuesto por la Guerra Grande. Muerto este servidor
de la causa oribista en un campo militar cercano a Paysandú el año
45, no por ello su templada mujer debía relegarse a la sedentaria
existencia del pueblo vecino. En riesgosas comisiones secretas pres-
tó notorios servicios al comando urbano, trasponiendo largas distan-
281
cias en un hermoso overo, puesto que nunca cabalgó yeguas por
no ser de buen tono entre la gente gaucha.
Saldo material de la guerra fué su pobreza, ya que las luchas
intestinas y el abandono del campo consumieron las escasas perte-
nencias familiares.
En la relación de pérdidas ocasionadas al pueblo por el ataque
franco-riverista del 26 de diciembre de 1846, figura la propiedad que-
mada y saqueada de “doña María Centurión, vulgo Marote”, pérdida
que se avaluó en 600 pesos moneda antigua.
Más ilustrativo, otro censo de época refiere que: “La casa de la
viuda Doña María Centurión fué incendiada por una granada de
las que arrojaba la cañonera francesa “Alsacienne” habiendo podi-
do con dificultad salvarse la familia de entre las llamas la que fué
acometida en el momento de salir a la calle por los foragidos vascos,
dándoles culatazos con los fusiles sin respetar ni aún a las criaturas”.
(El Defensor de la Independencia Americana, N* 199).
En 1852, dado su lamentable desamparo, gestionó, tal vez en
vano, la pensión militar que le correspondía por el deceso del sar-
gento mayor Eustaquio Piña, fallecido en Salto a principios de 1843.
Asevera la testificación suscrita por el general Servando Gómez,
que Piña estuvo a sus órdenes desde 1836 en la famosa Legión Fide-
lidad, obteniendo diversos ascensos conferidos por Manuel Oribe,
premio de recomendables servicios prestados a la causa del Partido
Blanco.
Apollon de Mirbeck, primer médico radicado en la villa salteña,
asistió al comandante Piña en su lecho de muerte, atestiguando que
el fallecimiento se produjo en el mes de enero de 1843, noticia con-
firmada por Gregorio Blanes, en cuya casa residía. El vecino Leandro
Vázquez, a su turno afirmó haber asistido a los funerales del vete-
rano militar, deposiciones que vino a legalizar el alcalde ordinario
Pedro Real, en un documento del 25 de setiembre de 1852. (Archivo
de la Contaduría General de la Nación).
Resuelta a sentar reales en Montevideo, con fecha 25 de junio de
1853 otorgó un poder a su hijo Siceo para que vendiera en quinientos
pesos plata su rancho de calle Ituzaingó, instrumento suscrito por el
escribano Francisco Castro, residente en la capital.
Sin embargo, la referida suma debió considerarse excesiva, por-
que el 27 de julio del mismo año el apoderado dispuso la venta a
favor de José Zabala y Socio, por doscientos pesos. Según los títulos,
el rancho se levantaba en un predio de cincuenta varas de frente
por otras tantas de fondo, limitando al S. calle por medio con los
sucesores de Antonio Brito. Hacia el N., finca de Anastasia Páez;
O., terreno de Juan Charruti, y por el E., a calle traviesa, Tomás
Villalba.
Nuevos episodios jalonaron su existencia hecha de inquietudes
282
viriles, según pudo demostrarlo en la revolución que encabezó el ge-
neral Flores en 1863.
Puesto el cerco a Paysandú, informó “El Nacional”, prestigioso
diario capitalino dirigido por Eduardo Acevedo Díaz, encumbrados
jefes del ejército le encomendaron la introducción de papeles reser-
vados con destino al Comando defensor, pero no obstante las pre-
cauciones en juego, fué detenida en el puerto y reembarcada para
la isla de la Caridad. Al frustrarse el intento le subrogó doña Madg-
dalena Pons, correligionaria que logró burlar la vigilancia. introdu-
ciendo las cartas ocultas en el ruedo de la crinolina. (12 de diciembre
de 1864).
En esta campaña de históricas proyecciones la metralla trans-
formó la otrora floreciente ciudad en un informe montón de ruinas,
contándose entre los héroes solariegos los hermanos Abelardo y Be-
lisario Marote, muertos en el transcurso de la guerra civil.
Abelardo, el mayor, fué sacrificado en el hospital de sangre el
2 de enero de 1865, mientras convalecía de las heridas que le infirió
una bala de cañón al llevarle el brazo derecho. Tras larga búsqueda,
Maria Escolástica Centurión pudo ubicarlo, dándole sepultura con
sus propias manos al día siguiente.
Muchos contemporáneos, y entre ellos el presidente Gabriel A.
Pereira, la nuera del Precursor doña Josefa de María de Artigas, el
pintor Juan Manuel Blanes y la familia del Dr. Moamuel Herrera y
Obes, guardaron la identificación de esta mujer de traza bíblica, pero
los más, abrigaban la creencia de que había muerto en la Argentina.
Se contaba entre éstos el general de la Independencia Antonio Díaz,
amciano guerrero que pudo rebatir el yerro en ocasión de su visita
al pueblo en 1859, fecha en que tuvo la oportunidad de reconocerla,
quedando fuertemente impresionado por la similitud física con los
rasgos del héroe.
Más tarde, cuando la señora Centurión mencionó sus antece-
dentes. se disiparon las últimas dudas, puesto que la confidencia
reveló porción de intimidades de notoriedad familiar. El ilustrado
hombre de armas treanscribió los recuerdos personales, esbozando
luego un retrato que su hija Orfila Díaz de Gordon conservó con los
originales de la Historia Política y Militar del Río de la Plata.
En la misma época comenzaba a popularizarse la efigie de
_Artigas, dibujo esbozado por Demersay en el retiro paraguayo, y
con motivo de este hecho el entonces ministro de guerra Díaz tuvo
oportunidad de referir el casual hallazgo al presidente Pereira. Re-
suelto a ratificarlo por sus propios medios, el primer magistrado es-
critió al jefe político Pinilla, solicitándole un retrato de la misma,
no sin antes recomendarle un trato discreto, por estar avisado “que
la señora tenía mal genio”.
283
Esta residia por entonces en su chacra de San Francisco, donde
fué a entrevistarla el ilustre prócer.
Según versiones de época, había concluido su labor diaria y
tranquilamente fumaba un charuto bajo la fresca enramada.
No dejó de sorprenderla la inesperada visita, y así que se apeó
el jinete le dijo: —”“¡Qué milagro, Ud. visitando a gente pobre!”
Algo molesto por el alcance de aquellas palabras, el recién lle-
gado sólo atinó a replicarle: —““No vengo de visitas, sino a pedirle
que mañoma sin falta vaya a la Jefatura”.
"Preséntese de negro”, fué su recomendación, y sin más trámite
regresó por donde vino.
Al día siguiente, en el estudio fotográfico de Lázaro Felippone
(h.), la cámara inmortalizó el recio perfil.
Atraída por la ciudad, donde contaba con muchas relaciones
de vieja data, residió durante años en una media agua de la calle
Misiones y Florida (S. O.), terreno perteneciente a su hijo Siceo Ma-
rote, calificado administrador de la estancia “Nuevo Román”, perte-
neciente al barón de Mauá. Allí solía transcurrir largas temporadas,
sopesando sin mengua del tiempo y los años la fagina doméstica,
algunas tareas pastoriles, y la inevitable rutina del vivir criollo.
Sin claudicar ante nadie, mantuvo a viva voz la autoridad pa-
triarcal, y al ser desoída por obvias razones, se internaba en los
montes o rasgaba los mejores ponchos, vituperando a las nuevas
generaciones.
Muerto D. Siceo Marote en 1884, la autora de sus días pasó a
Montevideo requerida por Josefa M. de Jurado, hija suya y noble
compañera en los últimos lustros.
Apretujando recuerdos lejos del terruño, vivió el culto y la ve-
neración de los muertos en medio de una pobreza franciscana sin
más distracciones que la rueda familiar y algún periódico de su
misma tendencia política.
Intima de los Pons, Blanes, Vera y Rodo, “amistades del centro”
mientras ella residía en Colón, largas visitas refrendaban el mutuo
aprecio trascendente a medio siglo, conforme lo acotaban los esca-
sos contemporáneos.
Ya provecta, perdoró a Cáceres la añeja malhechura y aunque
el viejo soldado artiguista expuso los deseos de publicar la verdad
de los herhos, la interesada no estuvo de acuerdo.
En 1893 aún tenía fuerzas para desalojar a bastonazos al pre-
sunto ladrón que pretendia forzarle unas ventanas. Sin embargo,
otro accidente inesperado le dió pública notoriedad. Casi octoge-
naria e inhibida por una incurable sordera. estuvo a punto de morir
scbre los rieles del ferrocarril, salvándose por la destreza del con-
ductor.
No obstante los golpes, cuando el socorro llegó aún tuvo pala-
284
bras enérgicas para rechazarlo, pero a corto trecho la recogieron
desvanecida. Hecho nada común, logró condigna repercusión entre
la mejor prensa de Montevideo, absorta ante la magnitud del epi-
sodio y la patricia raigambre de la protagonista.
Una afiebrada búsqueda de antecedentes en todas las esferas
nacionales aportó pruebas de orden irrefutable, pero la anciana se
opuso al recibo de cualquier pensión, arguyendo que había criado
hijos y era correspondida en el mutuo esfuerzo.
Su viejo amigo Clodomiro de Arteaga, que ya no la creía en
este mundo, fué a visitarla y como era natural, la conversación giró
sobre política, reafirmando la anciana que su credo era artiguista. ..
Dispuesta en su lecho rechazó todavía el ofrecimiento de en-
viarle un cupé, ya que el presidente Idiarte Borda deseaba verla,
manifestándole que ésta gozaba de buena salud y había la misma
distancia del Paso Molino al centro.
A visita tan ilustre siguió la de personajes del mejor cuño social
y político. Los Ramirez, Kubly Arteaga, Batlle y Ordóñez, Berro,
Ponce de León, tentaron de una u otra manera la necesaria ayuda
estatal, concretada hasta entonces en un socorro mantenido en sigilo
por la progenie.
Hasta el cáustico Vinagrillo (Pedro W. Bermúdez), desde las
columnas de “El Pobrecito Hablador”, trajo al vilo la ayuda librada
por la Tesorería de la Nación, insertando unas cuartetas no despro-
vistas de amarga ironía. (8 de julio de 1894).
Doña María Escolástica Centurión falleció el 6 de enero de 1897
en una modesta casa del Paso Molino, y sus restos fueron inhumados
en el sepulcro de la familia Rodó-Piñeyro, nicho 613 del Cementerio
Central, donde reposan junto a los padres de nuestro máximo pen-
sador.
285
a su condición de extranjero, ya que era argentino, tomó las armas a
favor del Gobierno con sus hijos Manuel y Luis, ambos orientales.
Refiere Orlando Ribero que en los primeros días del sitio. en
diciembre de 1864, la casa de doña Ana Escalada de del Cerro,
sita sobre la calle Real a dos cuadras al Este de la plaza, cayó en
manos de un batallón brasileño compuesto de unos cincuenta
hombres.
Interiorizado del hecho, el co-
ronel Emilio Raña con un piquete
que encabezaban el capitán Lau-
Jdelino Cortés, Ernesto de las
Carreras y Ramón García, “ocul-
tándose entre paredes y cercos”
lograron irrumpir hasta la casa y
en rápido combate desarmaron
y corrieron a los enemigos.
Este prudencial arribo vino en
" salvaguardia de numerosas seño-
ras de las vecindades que alli
buscaron asilo en momentos que
los imperiales irrumpian desde las
quintas y baldíos con frente a la
calle Florida.
Dice el mismo autor que los
irruptores de la ciudad, “hicieron
una atroz carnicería —de intrusos—
y se llevaron a las señoras, quie-
: / nes, amedrentadas por las fuerzas
> A enemigas, se habían refugiado lle-
a ia nas de pavor en una de las últi-
mas habitaciones.
“Vi pasar por la plaza a estas pobres señoras, agrega Ribero,
cuando las llevaban a lugar más seguro dentro de trincheras. Iban
todas desgreñadas, dando gritos despavoridos a cada estallido de
las granadas que reventaban en la plaza. Cada una de ellas era
llevada de la cintura por uno de sus libertadores, porque debido al
pavor que las había acometido, se conocía que sus piernas flaquea-
ban y no podian sostener el peso de sus cuerpos.”
En tamaña emergencia sólo doña Ana E. de del Cerro y su hija
doña Ventura mantuvieron el indoblegable espíritu, alentando in-
fructuosamente a las damas que mantuvieron asiladas. y a dos
niñas de poca edad.
La riesgosa salida de referencia tenía raices más profundas que
las del esforzado asalto de orden militar.
El ínclito coronel Emilio Raña se crió en brazos de misia Ana
286
Escalada, y no bien supo el peligro que podia acarrearle la pre-
sencia de los imperiales, no titubeó en rescatar las damas escondidas
en casa del señor del Cerro.
No fué en este orden la única manifestación filial, porque Raña
veló siempre y en los tiempos de triste desamparo por la suerte de
la bondadosa madrina.
Esta distinguida matrona dejó de existir en Paysandú el 24 de
agosto de 1897, a los setenta y ocho años de edad.
Fueron sus hijos, doña Ventura del Cerro de Vázquez Saugas-
tume, vinculada a la Sociedad Filantrópica de Señoras, y los her-
manos Manuel y Luis del Cerro, fallecidos en la República Argentina.
287
estos reclamos, tan postergados que aún en 1811 estaban pendientes
de acuerdo con una solicitud interpuesta por el exadministrador.
Al abandonar las Misiones, del Cerro volvió a constituirse en
estos lares, prolongándose su permanencia ilegal en tierras realen-
gas hasta el año 1797, fecha en que Miguel Bezares, como apoderado
suyo, denunció los “terrenos realengos situados en la costa del
Uruguay”, título no del todo explicito, ya que la letra del mismo
petitorio informaba que el deponente deseaba establer una estancia
para procreos de ganados en la Banda Oriental del río Uruguay.
El informe respectivo a su vez estipula que el área de la soli-
citud comprendía el terreno realengo sito “entre los dos Arroyos
Queguay y Sn. Fran“ g* quadran dho” tres o cuatro leguas al frente
del río Uruguay y otras tantas de fondo.
Sin embargo esta concesión, pagadera por remate público con-
forme a la nota del 3 de julio de 1797, no prosperó por la interpósita
influencia del administrador de Paysandú, Francisco de Paula Tour-
nier, quien en nombre de los indios comarcanos solicitó los oficios
del teniente gobernador Francisco Rodrigo para que impidiese a
toda costa la venta de la estancia de San Francisco, considerada
por los aborigenes como legítima propiedad del Cabildo de Yapeyú.
Otra denuncia de tierras a su vez, interpuesta el 1? de julio ante
Benito de la Mata Linares. regente de la Real Audiencia, no surtió
efecto, cuestión tanto más deplorable porque aquel campo dió lugar
después a un sonado pleito.
Se desprende de las actuaciones ulteriores que cuando del Cerro
se estableció en el rincón de San Francisco ya poblaban el campo
Fernando de Castro, Francisco de Acosta, Francisco Ruiz, “quatro
Yndios de Yapeyú con sus ganados y familia”, y Ventura Barrera,
que se decía vecino del lugar desde siete a ocho años, habiéndose
quedado en el paraje para no perder “la habilitación de tres mil
y más” pesos que habia hecho a Domingo Urquijo, fundador de la
célebre calera.
Si es de compulsarse los derechos, Urquijo fué el primero en
tener formal posesión, pues se la acordó el mismo pueblo de Yapeyú
bajo formal contrato y su introducción “no fué en terreno bacío y
despoblado sino ocupado ya de antemano”. (30 de mayo de 1795).
En su carácter de poblador del Cerro mantuvo trato cordial con
los primitivos vecinos, apoyando a algunos, como Manuel Acosta,
habilitado a su vez por Francisco Acosta.
Por su parte Urquijo ofreció muchas veces el horno de cal y las
dependencias anejas al señor del Cerro, sin que éste quisiera adqui-
rirlas, venta que finalmente aceptó Barrera, iniciando la explotación
de aquella industria.
Recuerda el general José Rondeau los prósperos trabajos del
amtiguo hacendado en una descripción que no admite símiles en la
288
campaña regional, al afirmar que sirviendo el año de 1800 “en clase
de subalterno a las órdenes del capitán don Jorge Pacheco, comi-
sionado por el Gobierno en la Campaña Oriental, tuve ocasión de
conocer la estancia de don Manuel del Cerro. situada entre los
arroyos Queguay y San Francisco; ella se componía de habitaciones
bastante cómodas y decentes; corrales de buenas maderas, galpo-
nes y una estacada que ponia en seguridad este establecimiento;
sus crías de ganados de toda especie eran numerosas, las que desde
aquella fecha hasta el año 1810, tiempo en que volví por aquellos
lugares, debieron haberse aumentado considerablemente, como
efectivamente había sucedido, pues así lo oí decir en los -pueblos
de Paysandú y Concepción del Uruguay. Este buen vecino auxilió
finalmente las tropas que se hallaron acantonadas en su terreno, y
al mando del comandante Jorge Pacheco, con Vélez, para su man-
tenimiento, lo mismo que con caballos y bueyes para las expedi-
ciones que se hicieron contra los Infieles y para el establecimiento
y fundación de la Villa de Belén, todo lo cual me consta por haberlo
presenciado”, etc.
Después del año 1804 el pleito sobre las tierras ubicadas entre
San Francisco y el Queguay vino a complicarse por intervención
del jurisconsulto Juan de Almagro, quien se creía con derecho a
ellas en virtud de la compra que efectuó al Cabildo de Yapeyú. La
litis de marras fué larga, salvándose los derechos del vecindario
rural porque Almagro debió ser “recusado y sustituido por el bene-
mérito compatriota Dr. Mariano Moreno.”
Desde 1808 no existen noticias sobre Manuel del Cerro Saenz,
presumiéndose con toda razón que su muerte se produjo en Buenos
Aires. A raíz de este insuceso quedó al frente del establecimiento
familiar el patriota Miguel del Cerro, benemérito contribuyente de
la causa americana.
Constituyeron su posteridad, el prócer Miguel W. del Cerro casado con doña
Ventura Roo, de cuya unión fueron vástagos María del Carmen, María de la Candela-
ria, Manuel Martín, Gregorio Vicente y Luis Joaquín del Cerro Saenz y Roo.
Doña Gregoria del Cerro Saenz única hija que desposó, tomó estado con Manuel
Pérez del Cerro. Fueron sus descendientes Manuel Eugenio, Nicolás, Concepción y
Barbarita Pérez del Cerro y Cerro Saenz.
Esta última casó con Inocencio Pico dejando a su muerte los hijos Alberto, Alfredo,
Emilia, Rafaela, Adela y Deia Pico Pérez del Cerro.
289
Luego de recibir la mejor instrucción factible en la ciudad natal,
coadyuvó con éxito en los negocios paternos, para dedicarse luego
a las faginas rurales.
Poseían sus mayores una bien planteada estancia entre San
Francisco y el Queguay, establecimiento colonial donde el joven
patriota se especializó en los trabajos de la incipiente industria
campesina.
Todo induce a pensar que en breve plazo contrajo numerosos
vinculos de amistad en ambas márgenes del Uruguay, razón indi-
cada para que se le confiara la vasta labor subversiva en la Banda
Oriental y la vecina provincia de Entre Ríos.
Adicto a la causa americana, en octubre de 1810 solicitó per-
miso para constituirse en sus estancias de Paysandú, motivo que
aprovecharon las autoridaes bonaerenses, confiándole la difusión
del credo revolucionario. ,
Embarcado con destino al pueblo de Santo Domingo de Soriano,
hasta el propio capitán del buque, D. Angel Villegas era portador
de numerosos pliegos que se remitieron al comandante de la primi-
tiva Villa oriental.
Aunque en horas del arribo un lanchón realista dispuso el
registro del buque, no dieron con las colecciones de gacetas desti-
nadas al fomento del ideario patriota.
Sospechoso al comandante José M. Moreno, éste le dió un plazo
perentorio de veinticuatro horas para trasladarse a la Colonia del
Sacramento, disposición que pudo eludir por interpósitos amigos
y el certificado de un facultativo.
Libre del incómodo jerarca, propició reuniones nocturnas en casa
de Celedonio Escalada, súbdito español que lo alojaba bajo su pro-
pio techo so efectos de auspiciar las tertulias subversivas, propagan-
da de tal orden y magnitud que se le adjudica particular influencia
en los hechos locales del año 1811.
Con ulterioridad, la presencia de la flotilla española a órdenes
del capitán de navío Michelena inhibió la prosecusión del serio
cometido, trasladándose al rincón de Vera —lugar menos expues-
to— a fin de proseguir sus ocultas funciones.
Bajo el patrocinio de Jorge Pacheco, recientemente excarcelado
a raiz de la feliz intervención de poderosos amigos. y muy vigilado
todavía por los españoles, obtuvo la caballada necesaria para tras-
ladarse a Paysandú.
Sometido en esta Villa a un molesto interrogatorio por el alcalde,
pudo sortearlo con toda habilidad, y ya en plena libertad de acción
se reunió en casa del párroco Silverio A. Martínez con el Pbro.
lgnacio Maestre y el expreboste Pacheco, acordándose los medios
290
de introducir las hojas bonaerenses hasta el propio recinto de Mon-
tevideo.
Arreglados algunos asuntos particulares en la estancia familiar,
pasó a Concepción del Uruguay, villa subyugada entonces por la
férula realista de Michelena, a fin de iniciar comunicaciones con
los amigos de la Bajada (Paraná).
El título de administrador de Correos de Paysandú pudo fran-
quearle camino, trabando allí ocasional amistad con el entonces
capitán José Rondeau, militar que le expuso los riesgos de su
tarea, imponiéndole asimismo los deseos de plegarse a la causa
nacional. Por lo extemporáneo y los hechos que sucedian, le
recomendó el mayor sigilo aún frente al coronel Rafaei Hortiguera,
buen partidario pero incapaz de comprender el alcance de estas
cuestiones.
Infiere Pacheco que la mencionada estación en el Arroyo de
la China fué beneficiosa, porque desde Santa Fe el Dr. José Diaz
Vélez impuso al agente del Cerro de la victoria de Suipacha y la
entrada de los americanos en Potosí, cundiendo la noticia entre los
oficiales y tropa del marino español.
Debiendo retirarse a fin de proseguir la patriótica tarea en So-
riano hizo defeccionar a un sargento Sejas y diez y seis soldados
que mantuvo oculto en su estancia hasta concertarse el primer sitio
de Montevideo.
A raiz de los mencionados triunfos, Michelena se vió en la
necesidad de embarcarse a fin de evitar una rápida deserción.
Vuelto a Paysandú, cooperó en la fuga del capitán Rondeau,
facilitada merced a la oportuna ayuda que Pacheco dispuso pres-
tarle al recibir los oficios que del Cerro le remitiera por su capataz.
Pablo Montaña.
Contaba entonces con la incorporación de numerosos gauchos
dispuestos a seguirlo, y por todo armamento 40 fusiles ocultos en la
hacienda, pero no tardó en desestimar el alzamiento en Paysandú
porque los vecinos españoles de Concepción del Uruguay tenían
buques y artillería.
De regreso a Entre Ríos debió eludir al comandante Urquiza que '
vino a prenderlo en la estancia del Dr. Díaz Vélez. Enterado a tiem-
po, fué posible evitar la partida aprehensora cortando campo hasta
Gualeguay, imponiéndose en el nuevo destino sobre la marcha de
la revolución.
El presbítero Maestre afirma por su parte, que fué portador de
correspondencia destinada al general Belgrano y generoso contri-
buyente, ya que entregó “auxilios de caballos, ganados y armas”.
Sospechoso a los españoles por haberlo delatado José Antonio
Suárez, orientó todas sus actividades en territorio uruguayo, facili-
291
tando voluntarios y útiles de guerra al coronel Rondeau en momentos
que formaba su ejército en la Capilla de Mercedes.
Colector de caballadas para los futuros regimientos de la Patria,
encabezó la nómina con tropas de su propiedad, demanda que pudo
llevar a feliz término en tierras de Colonia.
La última estadía en Entre Ríos dió óptimos frutos y en momentos
que la revolución tomaba cuerpo en la Banda Oriental, los caudillos
Francisco Doblas y el benemérito Zapata, anticipadamente confa-
bulados con del Cerro ocuparon Gualeguaychú y Concepción del
Uruguay sin disparar un tiro.
A instancias suyas, Pacheco envió al comandante Francisco
Redruello hasta la Villa de Belén, quedando en armas todo el centro
del país, campaña que luego debian concluir las gloriosas huestes
de Artigas al vencer en San José y Las Piedras.
Confirma la propia exposición circunstanciada, escrita por del
Cerro. que gracias a la buena voluntad y el mancomún esfuerzo,
todo “se hallaba consumado”, cuando se hicieron presentes Belgrano,
Rondeau y Artigas en la ciudad de Buenos Aires.
Asevera en el referido testimonio que, al plantearse la “guerra, “el primero que
se presentó en el establecimiento de Paysandú fué Don José Artigas, a quien entregué
cuarenta fusiles comprados por el finado mi padre para la defensa de nuestras estan-
cias; asimismo le doné cincuenta caballos para él y sus oficiales, conduciéndole
armas, personalmente, doscientas cincuenta cabeza de ganado para el sustento de
las compañías de patricios que le acompañaban, todo lo que recibió el europeo
Don Bartolo Ortiz, comisionado de Artigas. En seguida arribó el general Belgrano con
la división del Paraguay, quien me despachó con pliegos a esta ciudad sobre las
conferencias tenidas con Antonio Pintos de la For.oza, enviado del general portugués
Don Diego de Sousa; desempeñé esta comisión recibiendo otra del superior Gobierno
para conducir vestuarios y útiles de guerra al ejército que se empezaba a formar
en aquella banda; me embarqué, y corriendo el inminente riesgo de caer en manos
de los marinos que bloqueaban esa plaza, atravesando por medio de la escuadrilla,
con la noche, arribé felizmente a la Capilla de Mercedes, hice mi entrega al señor
Rondeau. Este mismo general confió a mi desempeño la reunión de caballadas pre-
cisas a nuestras vastas operaciones, entregándome las órdenes para que me auxilia-
ran los comandantes y jueces de los pueblos; hice mi viaje, entregué los oficios,
pasando yo mismo a mi estancia en caballos que presenté en Paysandú al comandante
Don Nicolás Delgado, para que le constase que como hacendado concurría con el
auxilio que debía caberme, aunque de esto me podía reducir mi comisión. Delgado
dejó a mi arbitrio la distribución de este auxilio a los estancieros, dándome una
partida de una compañía para la recogida, la cual aumenté con los peones de mi
estancia, Reunidos ya los caballos de la jurisdicción de Paysandú, como lo dirán los
recikos firmados de mi mano que algún día presentarán los propietarios, llegué hasta
la Capilla de Mercedes, donde recibí lcs de aquel partido que me entregó su coman-
dante, Don Mariano Vega, de todo lo que di cuenta al general, que ya se hallaba en
el sitio para que me ordenara de su destino, quien me señaló el de la Colonia con
la orden de que se incorporase a mi custodia, con su compañía de milicias, el
capitán Don Basilio Cabral.
Ya me encuentro estacionado con las caballadas en la Colonia, cuando por
casualidad vengo a saber que el citado Don Mariano Vega había oficiado al coman-
dante Don José Alagón, pidiéndole refuerzos de gente, armas y municiones para
292
sostener su puesto, que amenazaban españoles y portugueses. Yo, que advertí mucha
confusión y poca resolución para dar disposiciones en Alagón, me resolví destinar
al capitán Cabral con cuarenta hombres, y seis artilleros, una pieza de a cuatro y
abundantes municiones, dando cuenta de esta medida al general, quien me la aprobó,
conservando el puesto a que se destinó por su pronta ejecución. Yo he dicho mi
estación en la Colonia, donde arribó el coronel mayor Don Francisco Fernández de
la Cruz, conduciendo caudales, artículos de querra, tropas y oficiales; le presié los
auxilios para su traslación al ejército, recibiendo órdenes en seguida para examinar
con las caballadas a Santa Lucía, donde las debía entregar, devolviendo las gentes
que las habían custodiado, a su destino. Ejecutado cuanto se me había prevenido,
no quise retirarme sin llegar hasta el sitio para satisfacer mi curiosidad y ofrecer
de nuevo mis servicios al general de la patria, mas como el señor Cruz en la Colonia
me había provocado para que entrase al servicio de las tropas de línea y como
mis deseos de sacrificarme por la libertad del país me urgían continuamente, luego
que me lo volvió a proponer en su campamento, me resolví: pero no a entrar como
un oficial a quien se le coloca en su compañía, y sí a ir a reclutar gente y levantarla,
por mí mismo, así lo ofrecí al señor general; ofrecimiento que se admitió, y baju
este concepto abandoné el sitio. Llegado que fuí a la Capilla de Mercedes me en-
contré con el capitán Don Ambrosio Carranza, que con alguna fuerza se destinaba
a atacar las que tenían diseminadas los portugueses en la parte oriental del Río
Negro hasta Paysandú. En mi gira a Mercedes había empezado el reclutamiento en
esa campaña que pensaba levantar; y con mis reclutas me incorporé a Carranza para
hacer los primeros ensayos en la guerra. A las pocas leguas de nuestra marcha
atacamos al famoso Bentos Manuel, hoy general, y entonces furriel; lo atacamos
como digo en la misma estancia del portugués Daniel, y lo rendimos herido con
los pocos que de su partido quedaron vivos; lo mismo hicimos con otro piquete que
comandaba un tal Padilla, también en el Rincón de las Gallinas, resultando de
estas dos acciones la recuperación del pueblo de Paysandú, que dejaron portugueses
y españoles, reembarcados con tal precipitación que hicimos algunos prisioneros y
leg maltratamos bastante los buques con nuestra artillería, fugando siempre por la
costa oriental del Uruguay”.
293
Mercedes por orden de Rondeau, encontró “al capitán don Basilio
Cabral, con su compañía. una pieza de artillería con las municiones
competentes de una y otra clase, el cual auxilio dirigió Cerro desde
la Colonia a pedimento de don Mariano Vera, comandante de Mer-
cedes, y como éste no tomase providencias y las circunstancias lo
exigían, resolvió Cerro disponer de la fuerza que tenía bajo sus
órdenes para la custodia de las caballadas que debían servir al
transporte de las tropas que pasasen de ésta al sitio, la cual comi-
sión se le había confiado. También es cierto que el señor del Cerro
se incorporó a mi división con reclutas, y con facultades del general
para levantar su compañía, que con este señor fueron derrotadas
las fuerzas de los portugueses y españoles al mando de los furrieles
Bentos Manuel y Padilla, que en el acto le mandé tomar posesión
de Paysandú, lo que verificó”, etc.
La pérdida de esta población no amilanó a los realistas, por
cuanto tentaron de inmediato el ataque de Concepción del Uruguay,
intento que pudo frustrar el capitán Quevedo, jefe del regimiento
N* 2. Encontrándose en desventajosa situación, pidió auxilios a Ca-
rranza, y éste despachó a del Cerro con la expresa condición de que
tomara el mando en caso que el mencionado capitán no quisiera
hacerlo.
Cuando la flotilla española, compuesta de seis buques de gue-
rra, pretendió abordar la: costa. un rápido y bien concertado ataque
los hizo desistir de su empeño, abandonando en la precipitada fuga,
“un bote con tres fusiles, dos uniformes y bastantes cartuchos de
bala.”
Liberado el punto de enemigos en forma temporaria, el Héroe
de la jornada volvió a Paysandú para enrolarse de inmediato en el
ejército local, dispuesto a marchar contra el jefe realista Benito
Chain, prestigioso comandante que por entonces permanecía en el
campo de San José del Uruguay con 300 reclutas.
Resuelto a batirlo, Carranza reunió 750 hombres, y luego de
ser auxiliado en la estancia de Cerro con 200 caballos y la carne
destinada a la tropa, aporte tanto más valioso porque hasta les
repartió “tabaco, papel y yerba”, en momentos que no se disponía
de ninguna clase de rubros, el ejército de la patria se hizo presente
en el lejano destino que ocupaban las huestes hispano-portuguesas.
Asegura el mismo contribuyente, que la estadía de marras costó
a su peculio "más de cuatro mil pesos; porque el ganado se con-
sumió, las pieles no se aprovecharon, y la caballada jamás se ha
recuperado, y así es que exigíi de Carranza los recibos de todo lo
entregado”.
El seguro triunfo de San José vino a malograrse por el armis-
ticio celebrado por los porteños y Elío, en octubre de 1811, poderoso
motivo que interpuso Chain, regresando los patriotas al pueblo de
294
Sandú. Contornos trágicos pudo revestir la vuelta, puesto que los
criollos, exasperados ante la frustrada victoria, se amotinaron, que-
riendo trabar combate. El propio Carranza, al pretender disuadirlos
de su empeño, fué tildado de traidor, y herido de sable, poniéndose
a salvo merced a la interposición de escasos partidarios suyos.
Tácitamente ya estaba planteada la escisión de Artigas y el
Gobierno porteño, y este hecho repercutió en el alzamiento, puesto
que Carranza y del Cerro, ambos fieles a Buenos Aires, habian de-
sechado incorporarse al prócer oriental con las dos divisiones que
podían formarse en la zona.
Al cabo de tantas desazones regresó a Paysandú con cuarenta
hombres y la artillería, y así que pudo vadeó el río, ubicándose en
la margen occidental del Uruguay. En horas de la noche, el ines-
perado arribo de una compañía al mando de Francisco Zelada, vino
a plantear un serio problema, desde que este hombre de armas obe-
deció directivas artiguistas al sublevarse en Concepción del Uru-
guay. Encontrándose “a punto de rompimiento”. finalmente pacta-
ron, de suerte que los reclutas solteros permanecieron con el jefe
porteño, mientras que los casados, a órdenes de Zelada en terri-
torio oriental.
En Concepción del Uruguay, del Cerro entregó la artillería y
municiones al brigadier Estanislao Soler, reservando las armas como
trofeo para entregarlas en Buenos Aires. Camino de la Bajada le
acompañaron numerosas familias que no se avinieron a permane-
cer en el litoral por temor a la factible venganza de los europeos.
La misma travesía por campo entrerriano fué provechosa, puesto
que se arrearon más de quinientos caballos reyunos, entregados
posteriormente al juez de Carcarañá, contra recibo, testimonio que
Feliciano Chiclana hizo depositar en el Ministerio de Guerra.
Llegado que fué a Buenos Aires, entregó la compañía formada
y armada con entero sacrificio personal, confiriéndosele con data del
5 de febrero de 1812 los despachos de teniente 1% del Regimiento
Fernando VII. Esta magra distinción no concedía con la empeñosa
ejecutoria cumplida a través de un largo derrotero que insumió
dieciocho meses. Investía por entonces, con el tácito apoyo de los
superiores, el titulo de capitán prometido con largo anticipo, pero
la inconducta del Gobierno porteño le privó del justo premio, sen-
sible postergación que redundó en desfavor suyo ante los mismos
reclutas. El hecho fué que los subordinados, fieles compañeros de
una larga cuanto heroica travesía, consideraron una verdadera afren-
ta el título de marras “y apenas pusieron el pie en la Banda Orien-
tal, desertaron los más al ejército de Artigas”.
Aunque defraudado en lo íntimo, el novel teniente 1% revistó
durante el año 1812 en la 7* Compañía del Regimiento de Grana-
deros. En julio y agosto figuró con los efectivos argentinos del Ejér-
295
cito de Operaciones en la Banda Oriental. dispuestos sobre el Salto
Chico, y desde setiembre a diciembre en Concepción del Uruguay.
Siempre en el arma y compañía de referencias, al llegar el año
13 ingresó en el Ejército de Operaciones del Norte, cuyas listas de
revista lo testimonian hasta el mes de marzo, constando luego su
pasaje a la 4* Compañía de Infantería. (31 de diciembre).
Llegado el año 1814 estuvo los primeros cuatro meses en el
Ejército de Operaciones, y según el almirante Guillermo Brown, “fué
uno de los oficiales que destinó el Gobierno a la escuadra” formada
bajo su mando y con la intervención de los granaderos de Infantería.
Agrega el célebre marino que después de la memorable victo-
ria obtenida el 17 de mayo en el Buceo sobre la flota realista de
Miguel Sierra, parte de los prisioneros se encomendaron a la custo-
dia del teniente del Cerro.
En lo que atañe al concepto personal, afirmaba Brown en 1825,
haberlo distinguido en la campaña naval “por su conducta y honor
y ciertamente fué una empresa que no sólo dió uno de los días de
esplendor y gloria a la causa de la libertad, e independencia de
Sud América, sino que hizo rendir la Plaza de Montevideo y con-
cluir con los tiranos que ostentaban su poder”, etc.
Muchos años después, los sucesores del valiente granadero re-
cibieron 1.543 pesos fuertes y 52 centavos, como saldo de la parte
de presa que le correspondicn al extinto en la rendición de los bu-
ques de la escuadrilla española frente a Montevideo el año 1814,
por haberse encontrado en esa oportunidad al servicio de la marina
patriota. El abono del mismo remanente estuvo a cargo de una Co-
misión liqguidadora de deudas que pendían desde las guerras de la
Independencia y la campaña del Brasil.
Junto a su regimiento, del Cerro asistió al sitio de Montevideo, y
con fecha del 20 de junio de 1814, día de la entrega del último ba-
luarte español en el Río de la Plata, se le acordaron los despachos
de capitán graduado. Prosiguió en la unidad de sus afecciones has-
ta el 1? de abril de 1815, fecha en que le fué concedido el retiro
“con agregación a la plaza”. En octubre del mismo año obtuvo li-
cencia para trasladarse a Montevideo, constando luego su estadía
en la metrópoli oriental. (1816).
Alejado de toda actividad a raíz de una grave dolencia con-
traída al servicio de la Patria, enfermedad a la que atribuía su cre-
ciente debilidad visual, permaneció agregado al Estado Mayor has-
ta el año 1821, fecha en que pasó a revistar en el Cuerpo de Invá-
lidos. En un informe suscrito en Buenos Aires el 13 de octubre de
1825, verdadera memoria autobiográfica de este prócer, trabajo que
documenta la presente monografía, recordaba las recias penurias de
su existencia, concluida poco tiempo después.
296
“Yo obtuve mi retiro —escribió— con aquella pensión que me
correspondía, y con aquella distinción que gané, no en las guarni-
ciones, pero sí en las campañas; mas yo cedí al doce meses que
había vencido de esta pensión en el tiempo que me llamaban mis
atenciones en la plaza de Montevideo; y esto lo hice cuando mi casa
había perdido su fortuna con la desolación de la estancia que tenía
poblada en la Banda Oriental con toda clase de ganados; también
había perdido treinta y cinco mil pesos en frutos, que tenía acopia-
dos en ella, los cuales fueron presa del ejército portugués en el año
1812, empleando los corambres en las barracas para todo el ejér-
cito, y las grosuras se vendieron en la plaza de Montevideo.
“Jamás fuí indemnizado, ni premiados mis servicios; jamás mi
casa y familia mereció consideración alguna por su pérdida.
“Yo prodigué todas mis facultades, yo trabajé hasta concluir
con mi salud, quedando valetudinario para el resto de mis días; y
como nada espero en remuneración, sólo deseo autenticar a mis
hijos el ejemplo de su padre para que lo imiten, y a este fin solicito
la formación de un expediente que compondrán los certificados de
los señores jefes que hoy viven, y las exposiciones de las personas
que cito en el cuerpo de mi escrito”.
Siendo capitán graduado del Regimiento de Granaderos de In-
fantería, Miguel del Cerro contrajo nupcias con doña Ventura Róo,
natural de Montevideo, hija del patriota José María Róo, creador de
la insignia artiguista, y de Ramona López García, dejándose espe-
cial constancia del parentesco en tercer grado de los contrayentes.
La boda tuvo lugar el 23 de agosto de 1814, previa licencia con-
cedida por el deán Diego Estanislao de Zavaleta al doctor José Ma-
nuel de Róo, canónigo de la Merced, distinguida parroquia bonae-
rense. Atestiguaron las nupcias los padres del contrayente, según
el acta respectiva signada por el doctor Julián Segundo de Agiero.
Fueron descendencia de Miguel del Cerro y Ventura Róo, don Manuel del Cerro,
Receptor de Aduana en tiempos del Sitio y defensor de la plaza sanducera. Des-
posó con Ana M. Escalada, dama de nuestro procerato y madre del entonces Guardia
Nacional Manuel del Cerro Escalada, soldado de la Heroica en 1864. Radicado éste
para siempre en la República Argentina, al.í desposó con su prima carnal, doña
María da Silva del Cerro el 26 de marzo de 1880, sorprend:éndole la muerte en
Buenos Aires el 20 de abril de 1902. Fueron hermanos suyos Emilio del Cerro y
Ventura del Cerro de Vásquez Sagastume.
Luis del Cerro y Róo nació en 1816 y contrajo nupcias el 27 de diciembre de
1844 en ¡a Parroquia de la Concepción (Buenos Aires) con doña Catalina Rey, por-
teña, hija de Manuel Rey y Antonina Díaz. Falleció el 15 de abril de 1871, víctima
de la epidemia de fiebre amarilla,
Completan la descendencia del prócer, Miguel del Cerro y su esposa, el citado
Luis Joaquín Bernardo, María de la Cande.aria Consiancia y María del Carmen
del Cerro, nativos todos de Buenos Aires y bautizados en la Iglesia de la Merced,
karrio donde residían sus mayores.
Luis Joaquín Bernardo del Cerro nació el 19 de agosto de 1815, atestiguándolo
297
el acta signada en la Merced por el Dr. Julián Segundo de Agiiero. (Libro 23, folio 313).
Tomó estado con Antonina Rey, siendo su posteridad Ventura Toribia Petrona Castora
Benita, que nació el 7 de abril de 1847; Do.ores, nacida en 1848, dama que contrajo
enlace el 18 de octubre de 1866 con el ingeniero José María Griffits, natural de
Inglaterra. (Libro de Casamientos de San Nicolás de Bari, 1866, fol. 102, Buenos Aires).
Integran la restante progenie de Luis del Cerro y Antonina Rey, Petrona Adela
(nacida el 19 de mayo de 1850), fallecida en ce.ibato; Adelaida, casada el 5 de enero
de 1874 con Jorge Coquet, nieto político del prócer, fallecido en la Capital Federal
el 28 de mayo de 1901.
Doña Candelaria del Cerro Rey contrajo nupcias el 16 de junio de 1874 con Rafael
Torge Corva.án, descendiente del guerrero de la Independencia Vicente Corvalán. Su
hija, doña Ventura Corvalán del Cerro, casó con Nicolás Jurado, fallecido en Buenos
Aires el 2 de diciembre de 1905. Su hija doña Zaida Jurado desposó con el eminente
naturalista y antropólogo Dr. José María Torres, que fué director del Museo de Ciencias
Naturales de La Plata.
Hilaria Dorotea, que vió luz el 6 de febrero de 1854, fué al parecer el último
vástago del matrimonio del Cerro-Rey.
La nómina de las hijas de Miguel del Cerro, según lo expresado, la formaban
María de la Candelaria Constancia, nacida el 3 de febrero de 1820. (Libro 25, folio 115
de la Basílica de la Merced); falleció posiblemente soltera.
En cambio doña María del Carmen Felipa, que vino al mundo el 16 de julio
de 1824 (Libro 26, folio 140 de la mencionada Basílica) desposó en Montevideo con
loaqu'n Bautista Silva, brasileño, y su hija María Silva del Cerro (nacida en 1853)
contrajo enlace con su pariente Manuel del Cerro, que murió en la capital argentina
el 20 de abril de 1902.
Gregorio del Cerro Sáenz y Róo casó con Celia Solano dejando por hijos a Cán-
dido Luis, Honorio Gregorio, Tomás Alberto y Celia del Cerro Sáenz y Solano. Esta
última .casó con Francisco Gibbs matrimonio del que nacieron Enrique, Francisco y
Guillermo Gibbs del Cerro.
Luis del Cerro había casado en primeras nupcias con Mercedes Luzuriaga de
la que no tuvo sucesión. En segundo estado conforme lo expuesto con Antonina Rey
madre de Ventura, Petrona, Adela, Elena Dorotea, Eusebio Miguel, Eduardo Eusebio,
Enrique Ireneo, Ramón Ernesto, Lucio Luis y Dolores del Cerro Sáenz y Róo,
El prócer Miguel W. del Cerro fué casado en segundas nupcias con doña Andrea
García y tuvieron por vástagcs a Federico Cruz e Isabel del Cerro Sáenz y García
que fallecieron sin sucesión.
298
En plena Guerra Grande don Tadeo fué muerto alevosamente,
quedando la viuda y su progenie a merced de una partida oribista
comandada por un mayor santiagueño, duro sujeto que se hizo car-
go de numerosas familias campesinas. llevándolas al campo sitia-
dor del Cerrito, donde permanecieron en verdadero cautiverio entre
la servidumbre del provinciano.
Por entonces la situación del pequeño Gaspar no pudo ser más
dolorosa. Reducido a una absoluta indigencia, teniendo doce años,
era pito junto a Ceferino Ezpeleta en la banda del regimiento de
Infantería que mandaba el coronel Granada, bajo las banderas de
Rosas. Teodoro Colmán, uno de los hijos mayores, recluta en las
filas de Montevideo, enterado de la triste suerte de los suyos apro-
vechó para desertar en una de tontas salidas a extramuros, logran-
do extraerles con rara vaquía. Quedó entonces en descubierto la
última odisea, ya que finalmente habian quedado bajo el amparo
del batallón de Granada y su inmediato inferior, un militar Pascual.
A los dieciséis años Gaspar formó entre los guayaquies de Ri-
vera, maniobrando en riesgosas aventuras bajo órdenes de Fortu-
nato Silva, maestro aventajado en la guerra, de recursos tam nota-
bles como los conterráneos Fausto Aguilar y Casimiro Pérez. En
esta recia compaña fué su mejor compañero de armas el argentino
Basilio Benitez, antiguo vecino de Porvenir.
Recluta del Escuadrón de Guardias Nacionales de Paysandú
en enero de 1858 pasó con la División del Norte a cargo del general
Diego Lamas hasta las costas del Rio Negro en el inútil atisbo libra-
do contra la posible irrupción del ejército revolucionario, vencido
luego en Quinteros.
Residente en Paysandú al iniciarse la Cruzada del general Flo-
res abandonó las tareas agropecuarias para figurar en la vanguar-
dia revolucionaria, donde prestó notables servicios en las avanzadas,
salvando al ejército en repetidas ocasiones, conforme a los testimo-
nias verbales de los coroneles Enrique Patiño y el tristemente céle-
bre Francisco Belén.
Actor en los sitios de Salto y Paysandú, sobrepuso en este úl-
timo al cintillo partidario, su íntima fibra humana. permitiendo a un
vasco Bercetche el acarreo nocturno de reses destinadas al consumo
de los valientes defensorez, sus amigos en la paz.
Comisario de la 7* Sección desde marzo hasta fines de junio de
1865, se incorporó con el grado de capitán durante el mes de julio
en la Tercera División del Regimiento Paysandú, destinado a operar
en la campaña del Paraguay.
Bajo órdenes de Flores actuó en la batalla de Yatay (el 17 de
agosto), corriendo el riesgo de caer en manos del enemigo —ca-
torce paraguayos que tentaron rodearlo en una avazada— sal-
vándolo la oportuna intervención del soldado Gregorio González,
299
fiel recluta que ya por raro sino, le había librado de muerte segu-
ra en el Pintado, durante la pasada revolución. Dado de alta por or-
den del Superior Gobierno el 25 de agosto de 1868, intervino en la
“Guerra de Aparicio” durante los años 1870-72, revistando primero
en la “División Paysandú” y luego con la caballería del general
José G. Suárez, siendo uno de los vencedores en la sangrienta ba-
talla del Sauce.
Frustrada al principio la vic-
toria por inercia de algunos con-
militones, reorganizó Colmán las
huestes dispersas, mientras los
momentáneos vencedores sa-
queaban el parque, oportunidad
que aprovecharon los gubernis-
tas para dispersarlos y rendirlos.
Sobre el campo de batalla,
Suárez lo abrazó nombrándolo
comandante, ascenso conferido a
instancias de aquel militar el 27
de febrero de 1872.
Comisario en las Puntas de Gu-
tiérrez e Independencia durante
la dictadura de Latorre, cum-
plió estrictamente las órdenes
superiores hasta limpiar aque-
lla zona —famosa desde anti-
Gaspar Colmán guo— de toda clase de vagabun-
dos y malhechores, sin mancillar
jamás la reputación en actos de sangre o violencia. Notorio anti-
santista fué perseguido implacablemente, viéndose obligado a emi-
grar al vecino territorio entrerriano.
Dispuesta una compañía del 32 de Cazadores mandada por
Julio Muró para su inmediata aprehensión en momentos que residía
en La Estanzuela (hoy suburbio Oeste de Young), tuvo oportuno avi-
so del sargento Mariano de la Visitación Acosta y Colmán —sobri-
no suyo— e integrante del séquito militar.
Obviando la incómoda visita se asiló en la estancia “El Cam-
bará”, propiedad del acaudalado súbdito brasileño Juan José Núñez
que le retuvo en un altillo hasta que fué posible librarle camino
al exilio.
Sin ascenso durante años fué promovido a teniente coronel de
Caballería el 17 de noviembre de 1886 en circunstancias completa-
mente fortuitas. Trasladado a Montevideo so efectos de obtener la
pensión que debía acordarse a su hermana doña Andrea Colmán.
viuda del capitán José María Salinas, tuvo ocasión de encontrarse
300
en el Estado Mayor con el militar Simón Martínez y ser presentado
a Julio Herrera y Obes. Se recordaron entonces los particulares ser-
vicios de Colmán como baqueano de la Cruzada, el esfuerzo meri-
torio en tiempos de Latorre y las persecuciones sufridas por los in-
condicionales de Santos.
Al despedirlo Herrera —antiguo secretario de Flores— le tituló
teniente coronel, y pocos días después recibía con gran sorpresa
los despachos correspondientes.
Falleció el 21 de julio de 1892 en su casa-quinta de calle Con-
vención y Bolívar. De acuerdo con el óbito, la puerta correspondía
al número 196 de esta última calle, finca que aún existe sin mayo-
Tes reformas.
El teniente coronel Gaspar Colmán tomó estado el 10 de agos-
to de 1883 con doña Emilia Dungey, hija de Saturnino Dungey y
Mariana Figueroa, pobladores de Sánchez, actual jurisdicción de
Rio Negro. La boda de marras se realizó en Villa Independencia,
según consta en los libros parroquiales de Fray Bentos, habiéndola
autorizado el Pbro. Arturo Echeverria.
Integran la nómina de sus descendientes Gaspar Colmán, ex-
comisario y caudillo de Sánchez (Río Negro), nacido el 17 de mayo
de 1884; el coronel Saturnino Colmán, oriundo también de Paysan-
dú, donde nació el 23 de setiembre de 1886, y don Tadeo Esteban
Colmán, que vió luz el 26 de diciembre de 1888.
COLMAN. TADEO,
Patriota de la Independencia.
Nativo del Paraguay, vino muy joven a la Banda Oriental con
su numerosa familia, estirpe de pequeños estancieros que radicaron
en la jurisdicción supra el Río Negro.
A esta fecha no ha sido posible coordinar el difuso árbol ge-
nealógico, pero por referencias fidedignas puede afirmarse que to-
dos los Colmán arraigados en Paysandú procedían del mismo tron-
co fundador.
Producidas las gestas de la Independencia adhirieron a la cau-
sa americana. repitiéndose el patronímico en los ejércitos de la pa-
tria y el Censo artiguista de 1812.
De acuerdo con noticias tradicionales, siendo casi un niño Tadeo
Colmán formó con sus mayores en el Exodo del pueblo oriental, y
de regreso los suyos vinieron a constituirse en los campos de Que-
guay, tierras realengas, donde la fortuna les fué propicia. En tiem-
pos de la Independencia, asimismo, debían prestar su más deci-
dido concurso conforme surge del aporte en especies y el propio
servicio en defensa de los ideales patriotas.
301
El soldado Carmelo Colmán —hermano de Tadeo— fué uno de
los 33 Orientales, y su foja en el ejército nacional se prolongó hasta
la misma constitución de la República.
Dueño de una respetable fortuna, poseyó su establecimiento
principal en el Queguay, pero más tarde, atraído por la bondad
de los campos del Sur, arrendó tierras de Francisco Martínez de
Haedo, sobre la jurisdicción hoy perteneciente al Departamento de
Rio Negro (1837).
Merced a sus numerosos esclavos puso en ejecución un vastc
plan de labor en las estancias, pero los sucesos políticos malogra-
ron en gran parte estos proyectos con miras al futuro. Hombre de
carácter difícil, da pauta la tradicional dureza con sus esclavos, fué
muerto el 13 de enero de 1841 por un hijo político, sujeto de triste
fama. Refiere el óbito que tenía entonces más de cuarenta años y
falleció “de puñaladas”.
CORDOBA. JUSTO,
302
de Rivera el 6 de junio de 1936: “Caminaba yo un buen día en Pay-
sandú por la calle 18 de Julio y muy adelante iban dos caballeros
muy gruesos, en uno de los cuales distinguí al padre de nuestro
compañero Mario Cortés, flaco como nosotros, pero hijo de un es-
cribano muy grueso, don José Cortés, y de “investigaciones” resultó
que el otro era nada menos que el poeta Hernández, autor de Mar-
tín Fierro, que publicó el editor ca-
tamarqueño don Justo Córdoba y
cuyas pruebas me tocó corregir a
mi, que entonces desempeñaba el
puesto de redactor de un diario del
citado Córdoba.
Por entonces había desplazado
sus actividades al campo de la pren-
sa periódica, ya que a instancias
del doctor Mariano Pereira Núñez,
entró en calidad de administrador
de "La Constitución”, pasando luego
a dirigir el diario “El Pueblo”. Ver-
dadero paladín de esta hoja adepta
al Partido Blanco, un largo derrotero
señaló ininterrupto trabajo a favor
del progreso local y la causa par-
tidaria.
Casi dieciocho años de cotidia-
na labor rubricaron la constructiva
tarea del insigne maestro del perio-
dismo local. Eterno militante en las ca
filas de la oposición, salvó las peo- Justo Córdoba
res épocas del país predicando con
una altura de miras superior a los tiempos que corrian. La más simple
lectura de los editoriales revela una madurez conceptual y política
de indudable vigencia permanente.
Demócrata con el sentido romántico del buen procerato civil,
fustigó los desbordes de Latorre y Santos, en base a los hechos ob-
jetables, visión concreta que le confierieron innegable autoridad
entre amigos y opositores.
Pero nunca sus escritos fueron más valederos y de levantada
prédica como en los días de Quebracho y el período agónico del
gobierno sontista.
Con este magisterio de los más bellos ideales debe agregarse
el ponderable mérito de haber amparado todas las inquietudes in-
telectuales, gesto que vino a identificarlo con una época de empe-
ñosa renovación.
303
Por la Tipografía y Encuadernación de “El Pueblo” se impri-
mieron la casi totalidad de los folletos escritos en el solar, auténti-
cos jalones espirituales de una época que gestaron los emigrados
jordanistas y el elemento civil que arrojó a estas playas la dicta-
dura de Latorre.
Constituyen principales títulos de una larga serie editada por
Córdoba los: “Informes de los exámenes de las Escuelas Públicas
de Paysandú en 1878”, “Fiesta Literario-Musical” (1879), “Flores Mar-
chitas”, pequeño volumen de poesías editado por Dorila Castell de
Orozco (1879), “Ensayos Poéticos”, de R. B. de Peñafort (1880), “Acen-
tos del Corazón”, poesías por Clara López (1882), “Lucila” y “Fan-
tasía Literaria de S. E. Pereda”.
En otro orden de publicaciones se editaron por la misma im-
prenta “El Nuevo Reglamento de la Sociedad Española de Socorros
Mutuos” (1879), “Fiesta celebrada en Paysandú en honor a la inau-
guración del Monumento a la Independencia en la Florida” (1879),
y los “Estatutos de la Sociedad Argentina de Socorros Mutuos” en
los años 1883, 1886 y 1887.
Justo Córdoba falleció el 26 de febrero de 1891 y su esposa doña
María Alegre apenas le sobrevivió un mes, puesto que su deceso
se produjo el 30 de marzo del mismo año.
Entre sus vástagos merece condigna cita. el distinguido perio-
dista Felipe Santiago Córdoba, nacido en 1863 y muerto en la ciu-
dad de Paysandú el 21 de abril de 1912. Su dilatada foja comenzó
en “El Pueblo”, trabajando luego “La Tribuna Popular”, de Monte-
video, y “La Nación” de Buenos Aires. Perteneció a la fracción local
antirrevolucionaria en 1869, y planteadas las reivindicaciones ciu-
dadoanas bajo la dictadura de Santos junto con su hermano Justo
luchó en Quebracho y Palmares de Soto, figurando en la nómina
de prisioneros. Desposó con doña Livia Boero, de cuya unión matri-
monial nacieron nueve vástagos.
CORDONES. FRANCISCO,
304
gro, allí tuvo rudimentarias instalaciones, contándose entre éstas su
rancho, que era casa habitación, con un corral próximo de ochenta
varas cuadradas, todo cercado de piedra. Poseyó inclusive la ne-
cesaria carreta techada de cuero, vehiculo de transporte que desti-
nó al acarreo entre la estancia y la Villa.
Pequeño hacendado según se desprende de los censos de épo-
ca y el propio testamento, las guerras civiles malograron induda-
blemente los escasos bienes, contraste qque no fué óbice para vol-
xer a la brega diaria.
Asimismo. el 26 de diciembre de 1846, su casa, ubicada en la
22 Sección urbana, sufrió el asalto de las turbas, valuándose las
pérdidas en quinientos pesos moneda de época. Durante los años
que siguieron enfrentó la adversidad con un denuedo realmente
ejemplar, mereciendo el franco apoyo de algunos coterráneos, entre
ellos Marcos Arce, su compadre y amigo de todas las horas.
Vocal de la Junta Económico-Administrativa el año 39, organis-
mo municipal que debía caducar por la Guerra Grande, fué inclu-
sive clcalde en 1848, “funciones en las que puso de manifiesto sus
cualidades de hombre inteligente y beneficioso para la comunidad”.
Enfermo de grave dolencia, el juez de paz Cordnnes alcanzó a testar
sus bienes, falleciendo el 20 de octubre de 1851.
El extinto edil fué casado en primeras nupcias con doña Jacinta
Díaz, hija de José Diaz y doña Antonia Martínez, de la que hubo
tres hijos avecinadas en la Capital.
Viudo, desposó en segundas nupcias con doña Isabel Beláus-
tegui, matrimonio del que sobrevivieron los vástagos Dalmiro, Emi-
rena, Francisco, Manuel, Carlos, Agustín, Reynaldo. Fátima y Cons-
tancia Cordones.
Corta fué en realidad la herencia paterna, ya que además de
la referida estanzuela de Arroyo Negro, quedaron 800 reses y unos
50 caballos.
En la Villa legó un sitio que le fuera donado por Marcos Arce,
predio de la calle Patagones que la viuda debia vender el 8 de
junio de 1853 a Rafael Fernández.
Aunque se omitió en los papeles sucesorios la casa de los abue-
los Cordones, consta en un poder interpuesto el 5 de julio del mismo
año que su arriendo se repartía de tiempo atrás con una hermana
del extinto coheredera del inmueble, radicada en la ciudad de los
mayores.
Las referidas noticias genealógicas poseen interés de orden re-
trospectivo por la notoriedad que alcanzaron algunos de sus miem-
bros en la política y la sociedad nacional. Además, por cuanto se
refiere al terruño, los Cordones debian mantenerse en el solar por
espacio de cincuenta años, medio siglo de fatigosos trabajos en la-
bores de muy diversa índole.
305
Retirados para siempre a la ciudad de su origen, un hecho de
profundas repercusiones politicas colocó a dos miembros en el mar-
tirologio del Partido Blanco. El 11 de octubre de 1891, mientras Adhe-
mar Cordones —hijo de don Manuel— permanecía con otros co-
rreligionarios en la Sociedad Mutualista del Partido Nacional, ubi-
cada en la Unión, fueron heridos y ultimados por las tropas de línea
del Gobierno. Al enterarse de la masacre, el padre acudió en pro-
cura del cadáver de su hijo, pero entre dos bárbaros sicarios del
oficialismo le seccionaron “la garganta de un tajo, en la calle Co-
mercio casi Asilo”.
La anciana madre guardó por el resto de su vida la camisa
del infortunado Manuel, prenda llena de tajos, que era mudo testi-
monio del inaudito sacrificio.
A pesar de tamaños sinsabores, doña Isabel Beláustegui de Cor-
dones sobrevivió más de un lustro, porque falleció en Montevideo
el 16 de setiembre de 1897. Tenía a la sazón ochenta y seis años
de edad.
CORONEL. VENTURA,
Jefe divisionario oribista y Comandante de la plaza sanducera
entre los años 1843-1851.
Era hijo de Blas Coronel, paraguayo, y de Manuela Muniz, ca-
rolina perteneciente a una familia de arraigo en la campaña de
Maldonado. Conforme a la tradición familiar, don Blas vino al país
en 1797 y después de haber servido en el Cuerpo de Blandengues
con el grado de capitán, abandonó el ejército para dedicarse a las
faenas rurales en una estancia de su propiedad sita en Tacuarí,
hoy 2* Sección departamental de Cerro Largo.
Desposó con doña Manuela Muniz el año 1801, y de este ma-
trimonio nacieron entre otros hijos Francisco, que pasó luego a Es-
paña; Fernando, afincado en Santa Fe; Ventura, Pío y Dionisio, estos
tres últimos militares de conocida actuación.
Nada sabemos de su primera juventud, pero todo supone que
recibió una instrucción aceptable, al igual que sus hermanos, con-
discípulos del luego presidente Bernardo P. Berro, cuyo padre tuteló
a los jóvenes mientras éstos permanecieron en Montevideo. Por otra
parte abona el aserto la limpia y concisa grafía de Ventura, mues-
tra exacta del carácter y la cultura recibida de sus mayores.
Dedicados luego a las tareas rurales, los hermanos Coronel per-
momecieron al frente de la hacienda paterna hasta el año 1832, fe-
cha en que habían de plegarse a la revolución encabezada por
Juan Antonio Lavalleja, logrando formar el joven Dionisio una par-
tida de 80 hombres reclutados en la propia jurisdicción residencial,
piquete que no pudo actuar con mayor eficacia en virtud de la con-
siderable distancia del foco sedicioso.
306
Adeptos incondicionales del Partido Blanco prestaron decidida
colaboración a las huestes gubernistas en 1838 contra las fuerzas
revolucionarias del general Rivera.
Desde el mes de marzo Ventura Coronel acompañó a Manuel
Oribe con el grado de Capitán y Ayudante del Presidente en Cam-
paña, reteniendo este cargo mientras los ejércitos legales operaron
en el norceste del país.
Cuando Oribe debió resignar el mando (24 de octubre) Ventura,
al frente de un grupo de emigrados fué a situarse en la localidad
brasileña de Piray, donde promovió el reclutamiento de un ejército
que debía invadir la República según un plano elaborado por el par-
tido en desgracia. Las directrices de este movimiento, primer antici-
po de la Invasión blanco-federal, estuvieron en manos de Juan An-
tonio Lavalleja, recluido por entonces en los montes de Queguay, lu-
gar seguro y a cubierto de sorpresas, desde cuyo punto mantuvo
activa correspondencia con el militar cerrolarguense.
El primer paso del ex Jefe de los 33 consistió en tentar un en-
tendimiento con los principales militares de Río Grande del Sur, y
con este fin comisionó a Ventura Coronel, por la vieja amistad que
mantenía con numerosas personalidades de la vecina provincia bra-
sileña, sublevada a la sazón contra el poder centralista de los ca-
riocas. Á fines de noviembre el mediador cruzó la frontera, entre-
vistándose con el general Bentos Goncalves da Silva en la localidad
de Piratiní, donde le impuso sobre los últimos sucesos de la Confe-
deración Argentina, la caída del Gobierno Blanco y los respetuosas
sentimientos que abrigaban por los riograndenses libres. (3 de di-
ciembre). Bentos Goncalves, presidente a la sazón de la flamante
república segregada del Imperio, estuvo de acuerdo con las proposi-
ciones de Lavalleja, su “compadre y amigo”, para tomar medidas
conjuntas para hacer la guerra al general Rivera que concluía de
apoderarse del Gobierno Oriental.
De regreso, encontrándose en Bagé el 2 de enero, Coronel sus-
cribió tres cartas con idénticas noticias destinadas a Juan A. Lava-
lleja, Florencio Olivera y Justo J. de Urquiza, exponiéndoles el cor-
dial recibo del gobernante y los francos deseos de anexar la. Re-
pública a la Confederación no bien ésta reconociera su indepen-
dencia, Ratificada la alianza —decía el comisionado— podrían ob-
tenerse los socorros oficiales para emprender la ofensiva y recon-
quistar el poder.
Bajo estas promesas alentadoras, don Ventura y Lavalleja cen-
traron en cierto modo la resistencia contra el partido vencedor.
Prueba al canto las gestiones políticas del primero y sus misivas
que llegaron hasta las manos del infortunado Genaro Berón de As-
trada, prestigioso caudillo de Corrientes. (Véase: “Historia de la
Confederación Argentina”, por Adolfo Saldías, t. MI, págs. 415-16
y 418-421).
307
Mientras tanto el Coronel trató de comprometer a los partida-
rios más distinguidos de Cerro Largo, contándose entre éstos el co-
mandante Agustín Muñoz y su hermano Dionisio, a fin de que pres-
taran el debido concurso al invadirse el país a principios de agos-
to. (1839). Sin embargo, debieron postergar los mencionados pro-
yectos para. obrar simultáneamente con el Ejército Unido Restau-
rador.
Las futuras operaciones debían alcanzar el Departamento de
Tacuarembó, evitándose a toda costa el choque con las fuerzas del
militar riverista Fortunato Silva, diestro conocedor de las serranías
locales.
Además de la simpatia riograndense, los blancos contaban con
el apoyo de algunos pudientes estancieros fronterizos. '“amimados
de los mejores deseos” no bien interviniesen Lavalleja y el presi-
dente Bentos Goncalves. (Correspondencia Lavalleja, 1838-39, págs.
257-58).
Poco duró sin embargo la inacción, pues días más tarde (9 de
agosto) se les unía en el exilio, el coronel Manuel Lavalleja, jefe
de mayor investidura, por cuyo motivo vino a quedar al frente de
todos los emigrados.
Este pasaje al extranjero fué tanto por las persecuciones de que
era objeto, como el deplorable estado de la caballada, al punto de
no encontrarse “una sola mata de pasto entre Yaguarón y Fraile
Muerto” debido a la pavorosa sequía.
A este problema, irresoluble por el momento, debió unirse la
enconada persecución de Rivera con una fuerza de 300 hombres en
las proximidades de Laguna del Negro, donde hubo un nutrido ti-
roteo con las avanzadas revolucionarias, perdiendo Lavalleja tres
hombres y cuatro prisioneros.
La posterior inacción del vencedor se conformó al deseo de per-
manecer en zona de relativas pasturas, salvando de esta suerte a la
caballería, arma esencial en la guerra de recursos.
Ventura Coronel quedó por ende supeditado a las órdenes de
Lavalleja, hasta entonces Jefe de la División Sud, con el cometido
de hostilizar la retaguardia enemiga entre los Olimares y el Rincón
de Ramírez. contando al efecto treinta y tantos hombres y el alfé-
rez Arellano con once reclutas. (Obra cit., pág. 270).
Por cuestiones de estrategia no tardaron en chocar Tavallala y
Coronel, pues este último, gran conocedor de la topografía regio-
nal, juzgaba ineficaz las montoneras contra un enemigo superior en
el número y las armas, malográndose las caballadas en acciones
inútiles.
El propio Jefe de Vanguardia, general Juan A. Lavalleja, no tar-
dó en complicar el estado de cosas al ordenar desde el Queguay el
pasaje de su hermano al Durazno, encargando al capitán Coronel la
308
campaña Tacuarembó, “aún cuando hubiese sido con dos hombres”,
por haberse ausentado el coronel enemigo Santander. (11 de agosto).
Muy desavenidos debieron andar los jefes de marras cuando al recontar tropas
el 23 de agosto, escribía Manuel Lavalleja: “con Ventura Coron!, no cuento p*. nada
ni me acuerdo de él p”. qf. es nulo en la estencion de la palabra y el tiempo le es
poco p%. aserle gracias ala muger; Dionisio es muy buen oticial pues lo ha demos-
trado en todo”. (Obra cit., págs. 286-287).
309
se presentaron al general Manuel Oribe para engrosar las filas del
Ejército Aliado. cuyos batallones alcanzaron el Cerrito de la Victo-
ria el 16 de febrero de 1843.
Sin haberse iniciado el cerco de Montevideo, Oribe, dueño vir-
tual de casi toda la República, designó los comandantes departamen-
tales, recayendo la jefatura sanducera en manos de Ventura Coronel.
Era hacia aquella época, según Cuestas, “un hombre como de
treinta años, alto, rubio, de buena figura y de apostura militar; vestía
de punzó, camiseta y pantalón, y sombrero de paja blanca (de las
provincias), de alas anchas, con una divisa blanca de letras negras
que decia: "Oribe ó muerte”. (Páginas Sueltas, T. l, pág. 384). Este
mismo autor relaciona el genio arrebatado del comandante sin exi-
mirle las crueldades propias de los tiempos que corrían y la disci-
plina militar, imposición forzada del mismo régimen.
Jefe local desde el 26 de febrero de 1843, el dilatado mandato
se prolongó hasta junio del año 51, correspondiendo los interinatos
al comandante Felipe Argentó, general Antonio Díaz. comandante
de marina José C. Elordi, general Servando Gómez, Cayetano Álma-
gro, coronel Nicolás Granada y Remigio Brian, este último en carác-
ter de alcalde y encargado de la policia.
Bajo férreos modos, el gobierno militar de Coronel fué de orden
y respeto, sin las máculas que luego razones de partido o venganza
quisieron adjudicarle en una época propicia a toda clase de des-
manes.
Honrado en extremo, pese haber dispuesto de vidas y haciendas
durante más de ocho años, apenas poseyó su casa habitación, no con-
tando el legado personal chacrilla alguna o suerte de campo, regalía
en auge con motivo de frecuentes interdicciones de origen político.
Ausente en largos plazos, el acaso vino a librarlo del tremendo
asedio acaecido al finalizar el año 46, exonerándose por completo
de los condenables errores que se inculpan a Servando Gómez.
Leal sostén del oribismo, en honor de sus propias convicciones
abandonó la Villa el 19 de junio de 1851 cuando el general Justo J.
de Urquiza vadeó el Uruguay frente a Paysandú encabezando el
Ejército Libertador.
Falto de efectivos para la defensa del pueblo, mientras Constan-
cio Quinteros y Servando Gómez se unian al enemigo, “Ventura
Coronel, que buscaba la incorporación de Oribe, fué abandonado
por la gente y después fué hecho prisionero”. (Coronel Juan P. Go-
yeneche a Pedro Estévez. El General Diego Lamas, por Gilberto Gar-
cia Selgas. pág. 126).
Fuera del ejército por exigencias del momento, se le dió de baja
con el rango de teniente coronel el 10 de noviembre de 1853, docu-
mento significativo por su origen político, ya que lleva la firma del
general Enrique Martínez.
310
Puesta la jefatura bajo mandato de Ambrosio Sandes, antiguo
recluta suyo, Coronel sufrió continuas persecuciones hasta ser des-
terrado de la República el 22 de noviembre de 1854, “sin que para
tal procedimiento haya tenido motivo alguno”, conforme a la defen-
sa suscrita desde Entre Rios.
Alegato sin levante, por la manifiesta arbitrariedad de los he-
chos, su improcedencia no tenia asidero alguno ni la “única acusa-
ción de que jamás” pudo fundamentar, móviles exclusivos del “'ile-
gal e injustificable proceder”. (Caja 1045. M. L.).
Encontrándose en Gualeguaychú vino a sorprenderlo la muer-
te el 23 de abril de 1855, y al referirse a este óbito decia Agustín
Iturriaga, en una carta de pésame al hijo del extinto y a Dionisio
Coronel: “el deceso ocurrió por una afección al pecho; que había
venido hacia unos días del campo y murió en enfermedad de diez
dias, a pesar de los cuidados del Dr. Acosta, que le recetó leche de
burra, aire de campo y alimentación fuerte. Que cuando se sintió
mal se hizo llevar al cuarto del capitán Alvarez, con quien había
estado en Paysandú.
Que él (Iturriaga) se encargó del funeral.
Cuatro orientales en un coche, y el muerto en otro coche enlu-
tado por no haber carro fúnebre en el pueblo. Cree que D. Ventura
padeció mucho desde su expulsión de Paysandú. (Archivo Oribe-
Iturriaga. 4* Bibliorato. Archivo de Ariosto González).
La partida inhumatoria fué suscrita por el presbítero doctor Do-
mingo Cobos el 24 de abril, dejando expresa constancia que el ex-
tinto era viudo y frisaba alrededor de los cincuenta años.
Su cónyuge doña Ana Muniz, brasileña. de cuarenta y cuatro
años de edad, había fallecido en Paysandú el 7 de mayo de 1854, de
cuyo matrimonio quedaron dos hijos: Ventura, también militar, vi-
vió en la ciudad de Melo' hasta el 4 de octubre de 1877 y al produ-
cirse el deceso tenia cuarenta y seis años, estando agregado al Es-
todo Mayor Pasivo por su condición de ciego. Diolinda, segundo
vástago, fué heredera de la pensión militar. Unico legado del coman-
dante fué "una casa quinta con pozo de balde, una Reate, ocho plan-
tas de naranjo agrio, frutales a tasados en cuatro patacones, dos li-
moneros a diez y dos parras a dos patacas”.
El 28 de octubre de 1857 remataron la finca en Paysandú, “y
siendo la hora de ponerse el sol, y no habiendo más interesados fué
declarado mejor postor” el comerciante mendocino D. Nicolás Viz-
carra. El inmueble estaba ubicado en la esquina de 18 de Julio y
33 Orientales (N. O.).
CORTA. JUSTO,
311
villas del Salto y Paysandú fueron elevadas al rango de ciudades.
Era hijo de José María Corta, vasco, y de Josefa Bermúdez, an-
daluza, matrimonio afincado por entonces en Montevideo. sobre la
actual calle Sarandí, lugar de su nacimiento, el 19 de julio de 1824.
Recibió excelente educación, y aunque conoció la célebre Es-
cuela Lancasteriana que regenteaba José Catalá y el presbítero Lá-
zaro Gadea, por razones de edad sólo fueron condiscípulos de lsi-
doro de María, luego cronista del famoso instituto, sus hermanos
mayores.
Inició las primeras actividades en
las estancias de Juan Ramón Gómez,
alcanzando más tarde los puestos de
mayordomo y administrador del sala-
dero ubicado en el Cerro.
Dueño de un respetable capital
formado a base de inteligente estuer-
zo, adquirió en junio de 1857 el vasto
predio del Monzón, comprendido en-
tre las puntas del Yí y la cuchilla
Grande, con un total de catorce suer-
tes de estancia y 664 cuadras propie-
dad de Gabriel Antonio Pereira.
Esta fuerte transacción concer-
tada con el primer magistrado de la
República alcanzó la respetable su-
ma de 45.954 pesos moneda antigua
y 764 centésimos y fué hecha en so-
ciedad con su hermano Joaquín Corta
(1817-1892), planteándose un florecien-
te establecimiento pecuario, destruido
Justo Corta
por la revolución de 1863. (Corres-
pondencia Pereira, Tomo V, pág. 223).
Electo diputado por Paysandú, en 1860 renovó entre otros proyectos
la moción elevada el 14 de mayo de 1838 por la cámara oribista, a
fin de elevar a la categoría de ciudades las villas del Salto y Pay-
sandú, por la heroica defensa de ambos pueblos durante la revo-
lución constitucional. A veintiséis años del laudable petitorio, Corta
logró ambiente propicio en las Cámaras, promulgándose su moción
con carácter de ley el 19 de junio de 1863, decreto rubricado por el
presidente Bernardo P. Berro y el ministro de gobierno Silvestre
Sienra. :
Aunque el honorífico acuerdo vino a llenar una justa aspiración,
el sombrio horizonte político impuesto por los sucesos revolucionarios
que afectaban al país, postergaron sus beneficios inmediatos.
Justo Corta falleció en la ciudad natal el 18 de julio de 1904.
312
CORTES. JOSE E.,
313.
sanducera en casa de Cortés, prolongándose en la sala veladas de
inolvidable memoria. (1878).
Señor en la extensión del vocablo, su prestigio profesional abar-
có un verdadero plazo constructivo en los anales de la ciudad, con-
cretándose por mano suya numerosas autenticaciones de orden me-
morable, como asimismo ventas y traspasos que a estas horas cons-
tituyen tramos del progreso ciudadano.
Merecen condigna cita entre otras escrituras las de la Colonia
Porvenir, Saladero Román, autos sucesorios de Solano García, etc.,
etc., documentos públicos en los que muchas veces sumó el consejo
y la experiencia del noble escribano.
Intervino en repetidas ocasiones, a solicitud de las partes disi-
dentes, en los diferendos que originó la fábrica de la Iglesia Nueva,
y por su amistosa intersección muchos escollos pudieron subsanar-
se merced al desinterés y los buenos oficios puestos en juego.
Partidario de una enseñanza escolar de estricto sentido ameri-
cano, mantuvo ruidosas polémicas con cierto educador español, dis-
cusiones acres que no mezquinaron desde luego ni la hoja periodis-
tica ni el suelto firmado y conminatorio. Sería esto al cabo, fruto de
un viejo sinsabor colectivo, puesto a buen recaudo hasta su lógica
culminación.
Enfermo de incurable dclencia cardiaca desde 1876, sólo una
vida metódica en extremo pudo alargar sus días, concluidos el 20
de julio de 1880. a los cuarenta y seis años de edad.
Alto, okeso y cargado de hombros, así calmaban los calores y
frios de la estación, se le veía recorrer tranquilamente la calle Real
llevando en sus útimos tiempos el infaltable poncho de vicuña, pia-
doso cobertor de los edemas hidrópicos.
Había desposado en Montevideo el año de 1854 con Severa Vi-
llegas Funes, viuda de Juan Kempsley, comerciante inglés residente
en la capital desde los primeros años de la República.
Fueron sus vástagos Mariano J. (1855-1919), Agustín (1857) y Jo-
sé S. Cortés (1860), figuras inolvidables de una época social.
Sólo dejó posteridad D. Mariano J. Cortés y Villegas —autor de
algunos socorridos reglamentos aduaneros— por su enlace con do-
ña Lucia Arteaga Raña, hija de este solar y de antigua estirpe, ma-
dre que fué entre otros vástagos del capitán de ingenieros Mariano
Cortés Arteaga, distinguido publicista e historiador.
CORTES. LAUDELINO,
314
Nacido en 1824, era hijo de Francisco Cortés y Romana Ruiz Díaz,
dama esta última ligada por estrechos lazos de parentesco con los
militares y hacendados del mismo apellido arraigados en el solar
desde 1817.
A corta edad Laudelino Cortés mostró tanta disposición por las
faginas rurales como para el manejo de las armas, incorporándose
a las fuerzas locales en los pródromos de la Guerra Grande.
Recluta del Ejército Divisionario
oribista, investia en 1844 las pre-
sillas de cabo en las Guardias
Nacionales, mereciendo el ascenso
a la clase de alférez el 14 de octu-
bre de 1845.
Consecuente adalid del Partido
Blanco mientras sus cuatro herma-
nos militaban en filas opuestas,
Laudelino alcanzó distinguida je-
rarquía antre propios y extraños
así por el valor y los íntegros sen-
timientos humanitarios en el decur-
so de una guerra sin cuartel.
Ya en la era de la paz. el coro-
nel Basilio A. Pinilla se complacia
en recomendarlo al presidente Pe-
reira bajo los titulos más justicie-
ros: “Tengo, escribía, los capitanes
Frondoy y Cortés, valientes, segu-
ros y de prestigio, al mando de la
Guardia Nacional de las Seccio-
nes 2? y 4? para auxiliar con sus Laudelino Cortés
fuerzas a los comisarios. (13 de mayo de 1859).
Distinguido partícipe en ambos sitios, Orlando Ribero le recuerda
entre los esforzados militares que reconquistaron el 6 de diciembre
de 1864 “la casa particular del señor Manuel del Cerro, Receptor de
Aduana, donde se encontraba su señora, una hija y otras dos ni-
ñas”. El señor Cerro y sus dos hijos, Manuel y Luis, formaban parte
de las fuerzas de la defensa y estaban en la Comandancia Militar.
Unos cincuenta hombres, pertenecientes al Batallón brasilero
diseminado, se posesionaron de aquella casa. En cuanto el coronel
Raña tuvo conocimiento del hecho, resolvió asaltarla y liberar a la
familia del poder del enemigo.
Los defensores de la plaza, que salieron para efectuar el asal-
to, iban mandados por el capitán don Laudelino Cortés, y acompa-
ñábanlos don Ernesto de las Carreras, ayudante del coronel Raña,
315
y Ramón García. Eran en su mayor parte Guardias Nacionales de
Caballería. armadus de lanzas y unos y otros de tercerolas.
Ocultándose entre paredes y cercos, llegaron sin ser vistos a la
puerta de calle, por la que, violentamente forzada, penetraron audaz
y valientemente, llevando el asalto.
Los brasileños, sorprendidos, no esperando tal acto de arrojo,
hicieron una débil resistencia y no atinaron sino a huir.
Los asaltantes hicieron una atroz carnicería y se llevaron a las
señoras, quienes, amedrentadas por las fuerzas enemigas se ha-
bian refugiado llenas de pavor en una de las últimas habitaciones.
"Vi pasar por la plaza a estas pobres señoras cuando las llevaban
a lugar más seguro dentro de trincheras. Iban todas desgreñadas,
dando gritos despavoridos a cada estallido de las granadas que
reventaban en la plaza. Cada una de ellas era llevada de la cintu-
ra por uno de sus libertadores, porque debido al pavor que las ha-
bia acometido, se conocía que sus piernas flaqueaban y no podían
sostener el peso de sus cuerpos”. (Recuerdos de Paysandú, cit., pá-
ginas 42-43). .
Días más tarde y siempre bajo el comando de Raña, mientras
practicaba el reconocimiento de la zona inmediata al Cementerio
Viejo, capturó varios prisioneros, entre éstos la famosa China Cata-
lina, mujer que bajo indumento masculino servía al enemigo. habién-
dose hecho célebre por los denuestos procaces y sus “toreos”” noc-
turnos contra los soldados del pueblo.
Puesto a salvo en Concepción del Uruguay al claudicar la De-
fensa, pudo reintegrarse a las tareas particulares el año 1866, fecha
en que inició la explotación de una estancia sita en el Queguay.
Desafecto al hogar paterno por las reyertas partidistas, prefe-
ría en tiempos de solaz la casa hospitalaria de la añosa tía doña
Antonina Ruíz Díaz de Vargas, finca sita en la calle Independencia y
Patagones (N.O.) con rejas pequeñas y puerta colonial.
Asi arribase de campaña la vetusta parienta, viajaba siempre
“picaneando” los bueyes desde la estancia, el sobrino, ya prestigio-
so caudillo, tenia allí su cuarto y recibo para los infaltables correligio-
norios.
Bajo la patria potestad de misia Antonina, pese a que frisaba
los cuarenta años, recibía trato de niño, los dulces en plato 'sopera”*
conforme a la innata glotonería y la cofidencia maternal en horas
de persecuciones políticas, por mediar idéntica filiación partidaria.
Al iniciarse en Entre Ríos los trabajos preparatorios del movi-
miento revolucionario de 1870, Cortés emigró a la vecina orilla para
incorporarse de inmediato al general Anacleto Medina, anciano jefe
al que secundaban el general Lesmes Bastarrica, los coroneles Ju-
lio Arrué, Federico Aberastury, Pintos Baes, Máximo Layera. Ale-
jandro Mernies, Rafael Rodríguez, José Mayada, los comandantes
316
Juan Safons, Gervasio y Tomás Burgueño, Juan Acosta Garcia y N.
Barrera.
El cruce del Uruguay pudo verificarse el 10 de agosto, no sin
eludir la vigilancia del buque gubernista “Coquimbo”, efectuándose
el desembarco en el Arenal Grande (Soriano), desde cuyo punto se
buscó la incorporación del grueso rebelde a órdenes de Timoteo Apa-
ricio.
Once meses duró esta recia campaña que tuvo por teatro toda
la extensión del país, sin mezquinarse en ambos bandos los sacrifi-
cios más inauditos. Coriés fué actor de las principales batallas, en-
contrándose en las primeras filas al producirse la derrota de Ma-
nontiales (17 de julio de 1871), combate con el que prácticamente
concluyó la revolución.
Hecha la Paz de Abril (1872) y reconocido en su grado de Co-
mandante volvió a las tareas agropecuarias con las que obtuvo una
sólida posición financiera puesta siempre al servicio de causas
nobles.
Personaje de singulares relieves, hecho en la fatiga de los cam-
pos y el fragor del combate, esta doble faceta poco común le otorgó
una rara jerorquía, muy sugerente en la perspectiva histórica.
Enemigo de los gobiernos de fuerza, apoyó la vindicta pública
contra el gobierno de Santos para intervenir luego entre los conspi-
cuos ciudadanos que sacrificaron el sosiego e interés personal a fa-
vor de la campaña subversiva culminante en la Revolución del
Quebracho.
Desde Entre Ríos encabezó la 2* División que debía trasbordar
en el “Júpiter” las huestes rebeldes desembarcadas el 28 de marzo
de 1886 en las playas del Saladero de Guaviyú, tocándole el servi-
cio de guardias durante la noche.
“En la madrugada —escribió el recluta Cayetano Alvarez (h.)—
el Coronel Cortés y el Comandante Mena lograron reunir más de
ciento cincuenta caballos” con lo que pudo formarse parte de la ca-
ballería. mientras se esperaban otros equinos provenientes de En-
tre Ríos.
Siempre junto a Mena, rechazaron en la tarde del 29 una parti-
da gubernista del comandante Fortunato de los Santos en momento
en que se dirigían a la estancia “Dolores”.
“A las 6 a. m. del día 30 siguió marcha la columna tomando la
cuchilla que da caídas al Guaviyú y al Quebracho. De 9 a 10 a. m.
al costado derecho, sobre el Quebracho, el Comandante Mena con
los sesenta hombres que tenía a su cargo se tiroteaba fuertemente
por esa parte, con la vanguardia de las fuerzas del coronel Arribio,
comandada por el teniente coronel Fortunato de los Santos en nú-
mero de doscientos y tantos hombres.
“Querían vadear el Quebracho para que se incorporase Arribio
317
con 800 hombres al ejército del General Tajes. Mena hizo echar pie
a tierra en el paso y los contuvo, manteniendo un fuerte tiroteo con
guerrilas dobles tendidas por el enemigo. En este estado mandó a
su ayudante, Martín Seoane con el parte al General Castro, pidién-
dole lo hiciera proteger; se mandó a los coroneles Puentes, Salva-
ñach y Cortés con sus respectivos planteles de división en número
de trescientos hombres”. [Cartera de un Recluta (C. Alvarez), Buenos
Aires, 1886, pág. 126].
Mientras se cumplía esta misión cargaron al enemigo ponién-
dolo en ominosa derrota en los precisos momentos que llegaban los
refuerzos del general Enrique Castro.
Menos felices, el 31 de marzo, mientras se encontraban a siete
leguas de Quebracho, debieron enfrentar en los Palmares de Soto to-
.do el grueso de las fuerzas gubernistas, siendo vencidos por el nú-
mero y la calidad del armamento.
Camino del Brasil el general Arredondo se incorporó “al grupo
encabezado por el coronel Laudelino Cortés al pasar por la estancia
del señor Zuasnabár” y junto con otros compañeros de infortunio
atravesaron la ciudad de Rivera para asilarse en Santa Ana, locali-
dad fronteriza del Brasil.
Acogido luego al indulto se reintegró a las tareas habituales só-
lo interruptas por la pertinacia de los dolores reumáticos.
Semipostrado en los últimos años trasponía a duras penas la
"distancia quelo separaba del Café Polo Bamba, refugio de militares
veteranos y jubilados, amable rueda “sui géneris” que había de pro-
longarse en las veladas invernales frente a la mesa redonda.
Entumecido. por olvidarse tal vez de los dolores inexorables, era
recluído en un altillo, reanimándole a fuerza de coñac y café.
Cuando nadie predecía el fin del viejo guerrero, no obstante los
achaques, un ataque' cardíaco concluyó su existencia el 16 de oc-
tubre de 1891.
Despidieron sus restos MulES en el Cementerio Nuevo, Apoli-
nario G. Vélez y José María Fernández, presidente y secretario res-
pectivamente del Partido Nacionalista.
Tres días antes de fallecer dictó su testamento al escribano Ma-
nuel N. Fernández, encontrándose enfermo en su casa de la calle
€ de octubre e Independencia (N.O.).
+ Dispuso en efectode su campo del Quebracho, 600 vacunos y la
referida finca, se repartiesen entre cinco descendientes.
Verdadero caballero en el campo de batalla, traía fama de va-
* liente desde la Guerra Grande y los inciertos combates de las mon-
«toneras en 1863, lides ei siempre inició de guantes blancos y lan-
- za en tistre.
-318
CORTES Y CAMPANA. Manuel E.
319
conocidas, pora dedicarse a tareas amejas al notariado, en las que
alcanzó singular versación junto al bufete de sus consanguíneos.
Asimismo en el vecino pais contrajo segundas nupcias al unir
su destino con doña Damiana Cortés, parienta en tercer grado, de
la que hubo numerosa y distinguida sucesión. De regreso al terruño
natal, y sin haber optado aún por el título de escribano, inició tareas
en Paysandú el año de 1827, siendo en consecuencia el primero que
tuvo la Villa, según lo acreditan los protocolos de época, ya que
cinco años después regularizó su situación ante los poderes legales.
En efecto, el 24 de enero de 1832, don Manuel Cortés y Campana,
ciudadano natural de la República, según está encabezado el peti-
torio, solicitó y obtuvo en Montevideo el título de Escribano, previo
examen ante el Tribunal Superior de Justicia, conforme al certificado
expedido por el Escribano Relator.
Hombre de consejo y poseedor de una honradez a toda prueba,
logró ganarse la confianza de nacionales y extranjeros, al punto que
su palabra fué cosa decisiva y verdadero factor inapelable, por
cuanto un juicio de Cortés “valía moneda acuñada de pura ley”, de
acuerdo con una feliz expresión de época. Prueba al canto su libera-
ción por manos de los más conspicuos vecinos cuando el alcalde
Felipe Galán, en un acto personal y arbitrario lo hizo encarcelar, so
pretexto de que no quería entregarle el archivo de la Diputación de
Comercio, acto que el recluso sólo creía viable con la anuencia de
la Cámara de la República. (14 de febrero de 1839).
Este incidente, que todo el pueblo miró como resabio de senti-
mientos facciosos originó una nota de condena suscrita por un dis-
tinguido grupo de personas, cuyo contexto de neto repudio a los
procederes de la federación pasó a manos del Jefe Político interino,
general Angel Mariano Núñez.
Sofrenado por la opinión pública, el expeditivo Galán optó por
fugarse a Entre Ríos, penoso epílogo que vino a librarle de un se-
guro enjuiciamiento ante las autoridades legales del país.
Residente en la Villa hasta los meses inmediatos a mediados de
1839 buscó asilo en Montevideo con otros distinguidos ciudadanos
antirosistas, salvándose de esta suerte de las factibles venganzas
del Ejército Restaurador a órdenes del general Pascual Echague.
En 1842, bajo un clima bélico que parecía favorecer la causa de
la Defensa, el escribano Cortés y Campana retornó al pueblo, esta-
da no exenta de sinsabores, ya que sólo debia permanecer hasta el
mes de octubre en razón de tenerse vehementes sospechas de un
ataque federal desde Entre Ríos.
Soldado defensor de Montevideo desde el año 1843, esto no fué
óbice para el desempeño de su especialidad en una época tan cri-
tica para el Gobierno que el 9 de agosto del referido año decía que
320
los emolumentos del sueldo personal no alcanzaban a la fecha ni
al décimo del monto correspondiente.
Escribano de Gobierno y Hacienda durante seis años (1843-1849)
le tocó protocolizar en aquella hora aciaga los respectivos contratos
por los que la Asamblea, bajo la presidencia de Joaquín Suárez, ven-
día a particulares las plazas y predios fiscales para cubrir los pri-
meros gastos impuestos por el asedio.
Para dar aclarada idea del trabajo de marras, bastará saber
aque las setenta y dos escrituras fueron entonces labor casi exclusiva
del Escribano de Hacienda y Gobierno, tocándole desempeñar asi-
mismo entre los años 1843-1851 la Escribanía de Aduana.
En los momentos más graves para la suerte de la plaza tomó
las armas en las contiendas de extramuros proveniendo de esta épo-
ca el hallazgo de una pequeña virgen que existió en la sala de fa-
milia hasta la extención del hogar. Según recuerdos coetáneos, mien-
tras revistaba en el Cordón descubrió un presunto escondrijo tapiado
en el muro de una finca en completo abandono entreviéndose en-
tre la mezcla de calicante los restos de tela. Sirviéndose de la ba-
yoneta puso al descubrierto una improvisada hornacina, en cuyo in-
terior los dueños prófugos dejaron la bella imagen de factura euro-
pea.
Nuestro primer notario permaneció en la capital hasta el año
1852, y viudo ya por entonces contrajo terceras nupcias con Martina
de los Reyes, de cuyo matrimonio nacieron doña Justina Cortés y
Tulia Cortés (1850-1942), última descendiente fallecida en Montevideo
a provecta edad.
En el ínterin, la residencia que había dejado en Paysandú fué
interdicta por una orden suscrita por el comandante militar de la
Villa, D. Ventura Coronel, documento extensivo a los bienes de
aquellos prófugos que empuñaron las armas a favor del Gobierno
capitalino.
De acuerdo con el testimonio suscrito por el Juez de Paz Euge-
nio J. Morales, el 17 de octubre de 1846 pasó a la referida finca con
los vecinos Juan Montero y Joaquín Pereira, y en virtud del acuerdo
dictado desde el Cerrito el 27 de setiembre “la casa conocida del
Salvaje Manuel Cortés” (Sic!) compuesta de dos piezas de azotea
con una cocina y demás como también de lo edificado en la esquina
del mismo solar por expresarlo así la nota del Señor Comandante de
fecha trece del corriente, y con la presencia de un vecino lindero
se adjudicó al comandante Manuel Pereyra, labrándose al efecto
el acta respectiva.
Hecha la Paz. regresó a Paysandú, reiniciando su labor profe-
sional en 1852. Unico dueño del pueblo en el aspecto legista man-
tuvo siempre el criterio más ecuánime y la honradez, ya fundamento
de una tradición no desmentida.
321
Verdadero árbitro de soluciones no pocas veces harto delica-
das por las dificultades que implicaban, su dictamen fué decisivo
cuando la ignorancia de jueces y alcaldes trabucaron el sentido de
la ley expresa. Sin haber ocupado nunca los estrados de nuestra
magistratura, la opinión de Cortés prevaleció siempre y tuvo a su
favor el veredicto de los tribunales más serios.
Unico en el ramo de su profesión durante años, coincidió con la
autoridad noblemente austera, una
decorosa pobreza, lo que no fué
óbice para que solventara durante
lustros los propios gastos estatales,
según se deduce de algunos recla-
mos de época.
Así en 1860 declaraba al presi-
dente Gabriel A. Pereira, que des-
de los años 1856 a 1858 inclusive
había sufragado de su peculio “los
gastos de ordenanza, alquiler de
casa, y demás del Juzgado Ordi-
nario de esta Villa sin en todo este
tiempo haber recibido del Erario
Nacional para reembolsarme de
tantos sacrificios” los sueldos que
se le pagaron de Marzo a Julio del
56. Decia luego que en “otras cir-
cunstancias sería un mayor placer
recordor este sacrificio a mi Pa-
tria; desde mi infancia la he ser-
vido ya como soldada de la
Independencia, ya en diferentes
Martina de los Reyes de Cortés
empleos, sin jamás exigir remune-
raciones de ningún gobierno: más hoy Exmo. Señor, en una edad
achacosa, con mucha familia, y con una regulor carga de deudas
que nos legó la guerra pasada, sin más recurso que mi oficio de
Escribano”, recurría a su interpósita influencia para el logro del
adeudo. (Correspondencia Pereira. T. 21, Doc. 7079).
Ya en edad sexagenaria, más envejecido por desazones de su
proficua existencia que por el peso de los años, prosiguió los traba-
jos notariales coadyuvándole su homónimo vástago, más tarde
Defensor de Pobres y Menores.
Al finalizar el año 1862 el exsoldado de la Independencia
americana dejó la escribanía en manos de su hijo José E. Cortés,
eficiente sucesor que mantuvo la esclarecida trayectoria paterna
hasta su muerte, acaecida en 1880.
En momentos de iniciarse el Sitio de Paysandú ya estaba aque-
322
jado del cáncer que debía llevarlo a la tumba y al sobrevenir la
orden de abandonar la ciudad ante la inminencia del bombardeo
imperial, hecho acaecido el 10 de diciembre de 1864, el anciano
prócer, incapaz de servirse de sus propias fuerzas debió marchar al
puerto en un carrito del vasco Juan Aldax.
Seguido a pie por su esposa doña Martina de los Reyes y las
hijas menores Justina y Julia —jóvenes que sin intenciones de nin-
guna especie llevaban buenas ropas y sendos moños celestes—
debieron soportar en el embarcadero las insólitas miradas de la
soldadesca allí acantonada. Comprendiendo la señora de Cortés
que la no encubierta inqguina de los imperiales radicaba en los mo-
ños, optó por arrancarlos, embarcándose con su marido rumbo a la
isla de la Caridad, donde atravesaron penurias sin cuento durante
casi un mes.
Reinstalados en la ciudad a término de las hostilidades, don
Manuel Cortés y Campana vino a fallecer el 21 de marzo de 1865,
luego de indecibles sufrimientos.
Los poderes nacionales, dispuestos a honrar la memoria del
ilustre ciudadano, solicitaron su retrato, señera efigie destinada a
presidir el estrado de la Escribanía de Gobierno y Hacienda, pero
como no existiese daguerrotipo o foto coetánea, se dispuso la colo-
cación de la imagen de su hermano Don Santiago Cortés (1805-1887).
pues según el vulgo eran parecidos en cuerpo y alma.
323
En el año 1831 emigró con sus padres a Montevideo, relacionán-
dose desde la primera juventud con la mejor sociedad oriental. Siete
años después desposó con el comerciante inglés Juan Kempsley,
muniífico colaborador de la defensa de Montevideo.
Siendo madre de tres vástagos y con motivo de su primer viaje
a Europa, el ilustre vate Francisco Acuña de Figueroa le dedicó
unos versos, bella expresión del gusto clásico en la manera
coetánea (1842):
324
Surcando las olas luego, Que poniendo en tu alba frente
Tornarás a ver dichosa, Cada día una guirnalda
De Albion la ciudad grandiosa Le adormecerá en tu falda
Donde brillaste otra vez. Con arrullo angelical.
Allí, lucero apacible
Entre fúlgidas estrellas Sobre tu existencia amable
Tendrán tus virtudes bellas Vele alli el celeste numen,
Digno lauro y alta prez. Y gratas flores perfumen
Las auras en torno a ti.
Al par del caro consorte, Y, en fin cuando tierna envies
Aumentada y bendecida Tu recuerdo a esta esfera,
Verás tu prole querida, ¡Feliz yo, amable Severa,
Formando un triple casal si uno de ellos es para mil
325
Pródiga en la fina mesa, no olvidaron los personajes de la
guardia vieja la inimitable repostería o los gustos refinados de im-
portación europea.
En el decadente medio finisecular, contraída al retiro hogareño
falleció el 16 de abril de 1894.
Fueron sus hijos Juan Kempsley Villegas, que desposó con
doña Carolina Perichon y Obes, hija de Luis Perichon de Vandeuil y
Carolina Obes, esta última de la
progenie del prócer doctor Lucas
José Obes; Roberto Kempsley Vi-
llegas, residente en Paysandú
hasta el año 1876, fué distin-
guido periodista, profesor de eti-
queta, y en los últimos años de
su existencia obtuvo el título
de agrimensor, carrera que es-
tudió junto a su alumno el señor
Rodríguez Pividal. Falleció célibe
en Buenos Aires.
Carlos Kempsley Villegas, na-
cido en Montevideo el año 1842,
se dedicó al comercio, ocupó
empleos de singular importancia
y murió sin posteridad el 23 de
octubre de 1895.
Severa Kempsley Villegas, ta-
lentosa matrona, casó con José
Gereda. Dejó de existir en Pay-
Severa Villegas de Cortés
sandú el año 1930.
Guillermo Kempsley Villegas,
eficiente empleado de la Aduana sanducera.
María Kempsley Villegas, esposa de James Pollock, última
sobreviviente, falleció en Buenos Aires.
326
carolino, naciendo toda la progenie en el paterno solar de Mal-
donado.
En 1838 las posibilidades adquisitivas de mejores campos, obli-
garon a los Correa el abandono de la tierra natal, causa que instó
a D. Carlos la compra de un predio en jurisdicción sanducera. Los
planes concertados en medianería fracasaron de una monera cala-
mitosa, viéndose en la dura necesidad de arrendar una estancia
en Bellaco.
Dando ejemplo de rara pujanza,
su consorte decidió afrontar la
Guerra Grande en la estancia,
verdadero sacrificio junto a un
camino traficado por la más va-
riada laya humona.
Sin más ayuda que unos pocos
esclavos, allí habian de perma-
necer hasta encontrarse en la
dura alternativa de afrontar la
situación o buscar albergue en los
próximos montes, escondrijo de
bienes y ganados.
Rubricó tamaña incertidumbre la
desaparición del hijo mayor Gor-
gonio, apresado por el célebre
Regimiento Guayaquíies de Rivera,
cuerpo militar que se formó en
base a los adeptos misioneros del
general, en cuyas filas estuvo
ocho años. Ubicado por la feliz
interposición de un consanguíneo,
Ana Morales de Correa
también hombre de armas, pudo
obtener la baja tras no pocas dificultades.
Al renovarse el peligro en 1846. la familia Correa se constituyó
en Paysandú, pero conforme un buen dicho de época, fué huir del
humo para afrontar llamas ya que la plaza corría el peligro de un
asedio, pródromo del sitio riverista concretado el 26 de diciembre
del mismo año.
Al ceñirse el cerco de la Villa con la altiva réplica del coman-
dante Felipe Argentó, los Correa permanecieron en el recinto, y fué
asi que rientras los hombres tomaban las armas a favor de los
ideales políticos, las señoras cuidaron los heridos y moribundos
de la horrenda jornada.
Doña Ana Morales, Manuela Marote y Juana González de
Aberastury, con una entereza ejemplar, se prodigaron en el digni-
ficante cometido durante las horas más recias del combate, sin
327
cuidarse de la metralla y el incendio, que reducian a cenizas las
fincas más expuestas del pueblo.
La noble dama carolina recogió del campo de batalla el cadá-
ver de su hijo Federico, de 17 años, perdiendo asimismo un hermano,
D. Eugenio Morales, alcalde y estanciero de Guaviyú.
Según el Censo de 1849 el justiprecio total de las pérdidas ocu-
rridas en la casa de Correa, ubicada en la 3? Sección urbana, alcan-
zó el respetable monto de 800 pesos, cifra considerable según el
valor monetario coetáneo.
En 1851, hecha ya la paz en la República. su visita al terruño
natal traería a la memoria los antiguos fastos de la estirpe en rueda
de provectos familiares. Ultimo viaje a la tierra de los mayores, de
regreso a Paysandú alternó la vida de la estancia y la ciudad, ins-
talándose finalmente en su casa de la calle Real. (18 de Julio Nos.
876-878).
Allí congregó la mejor sociedad de época, tertulias de cuño
antiguo anticipadas desde luego por las infaltables tarjetas impre-
sas en Montevideo. Primeras en su género, entre ribetes y letras
doradas sobre papel celeste —partido de las afecciones hogareñas—
convidó a tal o cual sarao, aniversario de la Patria o de los anfitrio-
nes, ponderable ejercicio social alternado por seis días de labor.
Sin olvidar el precepto de lecturas morales, no podían faltar
sobre la mesa de arrimo los gruesos novelones españoles y los figu-
rines de ultramar.
En las plácidas siestas veraniegas, compartía el baño recubierto
de azulejos con la entrañable amiga Francisca Conforte de Valentín,
afecto de clásica traza sólo extinguido con la muerte. Colmado de
agua por sus libertos en los días caniculares, y cada una, en el
extremo del notable refrigerio, misia Anita con el agua al cuello
y los brazos en alto, leía tonante “La Reforma Pacífica”, su insepa-
rable correligionario. Concluído el artículo o cualquier suelto, ambas
escrutarion los manejos en pro y contra de la causa gubernativa
para fulminar de seguro a los “salvajes”* de la oposición.
Otras veces, interrupto el examen político, amenizaban la acuá-
tica tertulia con sabrosos duraznos, buenas sandías o cualquier fruta
de estación, no faltando las cuajadas tan gratas al paladar de
nuestros abuelos.
Apasionada de “La Reforma”, prestigioso correligionario, guar-
dó sus ejemplares sirviéndole de hemeroteca un gran barril, de los
que logró seis al cabo de cuatro años (1860-1864), pesados archivos
que esclarecian dudas en cualquier ocasión.
Fué custodia de tamaños mamotretos, la morena Teodora, hon-
ra y prez entre gentes de su rango, y así surgiesen dudas o con-
flictos en torno a cualquier suceso, por orden superior registraba
los fardos en búsqueda del número necesario. Prueba al canto de
328
una adhesión sin retaceos, fué la corresponsalia puesta en manos
de aquella dama cada vez que Rafael Hernández partía hacia
extramuros.
Por justos títulos de reiterada fidelidad, la citada africana ganó
desde el patronazgo de las llaves, el arreglo del nicho familiar y el
alumbrado del quinqué, artefacto de bronce, primero en su género
conforme la tradición popular. Ojo avizor entre el numeroso famu-
licio tuvo la preeminencia hogareña de cebar mates a la adusta
señora, solemne requisitoria captada por la cámara fotográfica y
expuesta luego en la sala, junto al procerato familiar, osada con-
ducta republicana que la pausa coetánea prefirió desdibujar como
un simple antojo matronil.
El 18 de julio de 1858 intervino en la junta fundadora de la
Sociedad Filantrópica de Señoras, actuando con singular eficacia
durante el primer período social.
En 1864. cuando turbaron el sosiego hogareño los aprestos para
la defensa de la ciudad, esta estorzada señora, al igual que otras
damas de no menor relieve partidista, desechó altivamente la orden
de abandonar el recinto defendido por los hijos Gorgonio y Elías.
Pero, el ulterior decreto conminando el abandono de la plaza debió
cumplirse en forma inexorable, intimación que las familias se vie-
ron obligadas a cumplir el 10 de diciembre.
Dolores C. de Felippone (1850-1929), única hija y compañera
de exilio de aquella noble compatriota solía manifestar que el ca-
mino al destierro se tornó inaplazable, por los desmanes que se
previeron con largo anticipo.
AÁcogidos a la precaria hospitalidad que pudo ofrecerles la pró-
xima isla del Uruguay, vivieron los primeros días a la intemperie
hasta que los barcos extranjeros surtos en el puerto “les proveyeron
de lonas viejas que servían para el velamen”, material con el que
fué posible improvisar algunas carpas.
Simultáneamente el Gobernador entrerriano, Justo J. de Urqui-
za, instaló en la isla, desde entonces llamada de la Caridad, una
proveeduría a cargo de Tomás Calventos, oportuna ayuda momen-
tánea, pero luego ineficaz por el número de familias refugiadas.
Aunque el destierro se prolongó desde el 9 de diciembre al 2
de enero de 1865, en horas de tregua, acallados los fuegos de caño-
nes y fusilería, dos ilustres matronas, Ana M. de Correa y Magda-
lena F. de Braga. acudian al pueblo en procura de los suyos, para
alentarlos en la homérica brega, fervoroso entusiasmo compartido
con los hijos y amigos de la inolvidable Guardia Nacional.
Camino del pueblo, raras veces sufrieron molestias, pero, así
329
cuadrase algún registro, la templada señora frustró cualquier inten-
tona espetándoles a boca de jarro: “¡Mira que si fueras señor, nadie
te pondria la mano encimal”... Bien podrás suponer que nadie trae
recados o papeles comprometedores. Y lo que buscas, ¡aquí lo traigo
labios adentrol ¡Pero tú ni tus amos me lo sacarán!”
Luego, sin darle un ápice, candente aún la sorna, internábase
por el camino Real dispuesta a prestar socorros en el hospital de
sangre.
Mientras tanto, fieles a la consigna, ambos hijos lucharon hasta
el fin junto al hermano político Lázaro Felippone (h), salvándose
merced a una ingeniosa estratagema urdida de antemano, compli-
cidad en la que tal vez no fué ajena la añosa dama.
Rendida la plaza el 2 de enero de 1865, contra la opinión de
todos, las señoras de Correa y Valentín regresaron al solar para
imponerse personalmente de la suerte corrida por los suyos, entre
el caos del saqueo libre, las ruinas y el fuego. Sin anonadarse bajo
el peso de la tragedia. los muros requemados y el aire envuelto en
deletéreas emanaciones de los cadáveres insepultos, con un estoicis-
mo digno del tiempo vivido, resolvieron permanecer en la ciudad.
De esta suerte, mientras las fincas eran violadas y entregadas al
pillaje, las temerarias vecinas dieron en revisar la casa de Correa
y sus crecidas malezas, tocándoles a ellas mismas la ingrata tarea
de retirar un muerto.
Decerrojadas las puertas, doblegados muros y techos por el
fuego o la metralla, daban pábulo a la muda contemplación, hasta
que vino la noche. Pronto los rigores de la caniícula les hizo aban-
donar el aposento y así que pernoctaban bajo el emparrado —a
fuer de buenas criollas —la presencia de cierto ladrón vino a tur-
barles el sueño. Desde que estuvo a mano lo recibieron con una
verdadera andanada de insultos y cascotes, prolongándose la per-
secución hasta los fondos.
No sería éste por cierto, el único episodio en aquellos días
luctuosos. :
Más repugnancia que los cadáveres insepultos, les causó en-
contrar en los desvanes de la finca un crecido depósito de cuanto
robaron por los derredores el heterogéneo grupo de mercenarios y
clase baja del ejército vencedor. Un oficial Honoré, expeón de los
estancieron Morales, hermanos de la cuitada, era guardián de aquel
fruto de rapiña cuando le sorprendieron en pleno acomodo de los
trastos acopiados bajo llave. A poco le rodearon algunos vecinos
y la dueña de casa, indignada por la sorna del avieso sujeto, le
insinuó con indignación: “¡Cuantas casas te llevasl...
“Bien podrías darle algo a este mozo” —y señaló a un jovencito
de la vecindad— hijo de la inseparable amiga.
330
Medio amoscado el truhán, meneó la cabeza, rebuscó entre el
numeroso acopio, para entregar luego al mozalbete, un lindo corsé
de ballenas, hilarante donación que atemperó la grima de todos.
Horas después se obtuvo el retiro del informe depósito por
mandato de Pedro Solano, joven militar y buen amigo de la casa
en lo que fué de su estadia sanducera.
Bajo el tórrido enero le tocó controlar el desalojo de marras,
viéndose precisado a solicitarles un jarro de agua a los doloridos
anfitriones.
Presa todavía el ánimo bajo el horror de la catástrofe “Misia
Anita'” ordenó lo sirviese una criada con palabras hechas luego
tradición: —“Sirve agua al señor Comandante si es que tienes en
qué, pues no veo que estos señores nos hayan dejado alguna cosa”.
Herido en su amor propio Solano desatinó en replicar: —“Se-
ñora. ¡Quién llora trapos y ladrillos!”
—"¡Que ha de llorar Ud.!” fué la condigna respuesta, “¡si tal
vez ni la camisa le pertenecel”...
Y allí ardió Troya ante la sensible realidad. El luto de las ma-
dres, los huérfanos de la guerra y la ciudad desolada...
Cumplido caballero, Solano obvió tamaña retahila para trans-
formarse en devoto amigo, como otros tantos oficiales de alta gra-
duación. :
A la zaga de tantos infortunios, su única hija debió sufrir los
rigores del exilio junto al cónyuge, dolorosa alternativa en la que se
renovó la pródiga ayuda, sin mezquinarse los productos de la in-
austria casera.
Ya bajo los tiempos de la adversidad política, volvió a la es-
tancia, retiro predilecto, y casi en las puertas de la vejez adoptó al
párvulo Alfonso Bruno, hijo de la inclusa, por el que abonó cien
pesos a la Sociedad de Beneficencia capitalina, cifra que también
incluía a la huérfana de color Juliana González, luego heredera
por manda testamentoria.
Nada inhibió mientras tanto la vetusta pleitesía social rendida
cada domingo por la infaltable visita de sobrinos y allegados, pro-
tocolo en cierto modo inapelable según la anciana, dueña de las
voluntades familiares. Pero esta pauta declinó cuando impuso a
Rafael Correa —vestido de riguroso jaquet— el deshollinado de una
chimenea, quebrándose así la rutina de una férula patricia.
El último decenio de su ya achacosa existencia se tradujo en
recias desesperanzas. Basilio y Teófilo, los hijos menores, prosi-
guieron estudios secundarios en Buenos Aires hasta que el primero
fué acometido por el cólera, falleciendo en brazos del hermano.
Poco dice la escueta información suscrita ante el imprevisto desen-
lace: "El 26 del pasado (abril de 1867) a las 5 de la mañana nues-
tro desgraciado Basilio (Q. E. P. D.) tuvo un ataque del Cólera, se
331
le calmó algo con los sudores y demás cosas que le dieron, pero
el 27 por la mañana cuando empezó a cambiar la fiebre, conclu-
yeron los padecimientos en este mundo. ¡Paciencial”
Circunscrito el afecto de los ausentes en Teófilo, no había de
ponerse a la altura de los sacrificios que erogaba una carrera. Mal
estudiante, corre el albur de la aventura tras dilapidar 1.140 pata-
cones, monto de la paterna heredad. Rehuyó luego las cartas, do-
lido de saberse indigno, privazón tanto más dolorosa al declinar
frente a un etilismo incontrastable. Así desaparece en 1868 de los
medios que frecuentaba, haciéndose infructuosa su posible locali-
zación. En vano la anciana viuda se dirige a las amistades bonae-
renses en procura de noticias del hijo pródigo, amarga obsesión
que ha de acompañarla hasta la tumba.
Queda de aquella época infausta una breve misiva que exime
de mayores comentarios:
Paysandú, 28 de setiembre de 1868
Mi siempre querido T.
¡Pronto hará un año q?. nada savemos de tí esto me tiene tan disgustada «f.
sólo yo se como bivo y mucho temo o dudo qf. esta vaya a dar a otras manos sin
embargo aprovecho la oportunidad y buena voluntad de Baldomero Correa qf. cree
podra llevarte una carta p'. algunas noticias q*. de ti leandado, y ruego a dios así
suceda y af. recibiendo esta sepas q?. acá todos anciamos saber de ti y yo en par-
ticular, y quiero ya qf. no deseas venir, me des noticias tuyas amenudo pues esto es
muy natural, yo creo un deber en un hiio qf% como tu eras toda mi esperanza y
que hoy al borde de la sepultura, se puede decir sólo me faltaba ver todas mis
esperanzas defraudadas puesto que asta tu cariño he perdido. No sé repito si esta
irá a tus manos así es qf. no quiero ser mas larga solo deseo af. te halles bueno
y me escribas aunqaf?. sean cuatro letras si es qf. estas vivo y cuenta con nuestro
aiecto que siempre será el de una buena madre que son los mejores deseos, los
más sanos sentimientos respecto a sus hijos ha tenido y tiene tan fuerte disgusto!
Adios hijo querido tu pobre madre.
Ana M. de Correa.
En el testamento dictado el 30 de diciembre de 1876 recuerda
una vez más al vástago ausente, ignorándose en aquella fecha si
aún existía, ya “que desapareció en la ciudad de Buenos Aires,
donde se encontraba estudiando”.
Firme todavía, aunque el fin de su existencia se acercaba. ago-
tó los medios para ubicarlo, inocua tarea, porque vino a expirar el
23 de mayo de 1877, víctima de antiguos males cardiacos.
Cumpliendo sus póstumos deseos, la progenie, bajo patrocinio
del virtuoso ciudadano Ramón García, ex defensor de Paysandú, y
residente en Buenos Aires, tuvo noticias de que aún existia, por ha-
berlo visto circunstancialmente “con un trate descuidado”.
Sin embargo, un aviso inserto en “La Pampa” dió mejores re-
sultados y haciéndose eco del hallazgo escribía Jacinto E. Correa
el 16 de octubre de 1877: “Si tú deseas —se refiere a Gorgonio Co-
rrea— puedes proporcionarle algún dinero para hacerse ropa. Su
332
ocupación actual es pintar casas y con este oficio ha sido sobre-
llevada su miseria a duras penas”.
Cinco años después, en 1883, Teófilo había de cobrar una corta
suma de la testamentariía materna y luego desapareció para siem-
pre. Fueron vástagos del matrimonio que formaron Carlos Correa
y doña Ana Morales, Bernabé María Gorgonio, desposado con Jus-
tiniana Vissillac, Elías, Basilio, Federico, Dolores, esposa de Lá-
zaro Felippone (h.), Teófilo y Angel Correa.
333
CORREA. CARLOS,
334
mejores antecedentes de aquella célebre morada. sabiéndose con
toda precisión que el primer poseedor del terreno fué el malogrado
ciudadano don Carlos Augusto de la Sotilla, al que sucedió el ex
juez Juan Manuel Mandiá, bajo cuya orden un anónimo constructor
edificó la casa de azotea en 1856.
Respecto a la planta de la primitiva casa, el inventario de los
bienes quedados a la muerte de doña Dolores Buena de Mandiá,
testimonio suscrito el 1? de mayo de 1850, da completa idea de lo
que era el bien en momentos de su venta. “Una Casa (Rancho) con
ciento veinte varas de pared de ladrillo con reboques a dos pesos
vara cuadrada, etc. Treinta y nueve v.s cuadradas de piso á cuatro
reales, etc. El techo completo incluso madera y paja veintiocho pe-
sos dos reales cuarenta centésimos”.
Surge de la lectura, que el rancho tenía dos puertas lisas de
occeso y salida, respectivamente, “con dos varas de luz” cada una
y además de la única ventana sobre calle Ituzaingó “con rejas y
herrajes completos”. Hacia el interior protegía al inmueble un co-
riedor teniendo asimismo la referida puerta y una “ventanita de una
y media v.s de luz en tres pat.s”.
Al finalizar el año 57 una nueva planta, cubrió el espacio de
la antigua construcción, morada de traza inconfundible a través de
casi una centuria.
Muerto Correa el 4 de febrero de 1858 y tras rápida dolencia,
este infortunio le privó de atestiguar el rico venero tradicional, que
fué, andando el tiempo, la célebre “azotea'” de misia Ana Morales,
su digna consorte.
Habiéndose concertado de antemano la compra del campo de
Bellaco, por el que su ocupante abonó 2.821 pesos al propietario
Benito J. Chain, éste, con fecha del 22 de junio de 1858 hizo redactar
las escrituras respectivas a favor de los herederos de Correa.
De acuerdo con el título y las mensuras practicadas por Von
Comring, el predio tenía una legua y cuarto y siendo limítrofes,
al N. costa de Bellaco y tierras de Nicanor de Elia. Por el E., campo
de Maximiano Ribero, y al poniente, Juan Barceló.
Fué don Carlos Correa hombre culto según lo confirman algunos
escritos suyos firmados en 1849, mientras era juez de la 2* Sección.
335
vida plena de sacrificios el borroso connubio, quedo problema an-
tañón, aunque el óbito la dice casada con Manuel Correa, fugaz
matrimonio del que hubo una hija, compañera inseparable en la
tarea escolar.
Ya ejercía el año 59 funciones de preceptora en San Carlos
(Maldonado), constando que el 5 de mayo pidió al Ministerio co-
rrespondiente —“uno o más suel-
dos a cuenta de los muchos que
ha devengado en aquel empleo
incluyendo los que han corrido
en el presente año”.
Coincidente con esta apremio-
sa situación, la Junta Económico-
Administrativa dispuso que su
secretario pasara a la Capital en
búsqueda de los maestros que
debían suceder a Pedro Bayce y
Carolina Florv de Horta, dada la
Tenuncia indeclinable de ambos,
conviniéndose el abandono de
los puestos no bien se constitu-
yeron los sustitutos.
Por cuanto atañe a la nueva
preceptora, ésta inició su trabajo
el 31 de mayo de 1860, en pleno
Joseía Correa de Correa mandato del coronel Pinilla, con-
tando con el tácito avoyo de la
numerosa y calificada parentela residente en la Villa. Peinaba ca-
nas doña Josefa al instalarse en el vetusto caserón de los Tejera,
sito en calle 8 de Octubre, verdadera Torre de marfil e íntimo retiro.
En la misma residencia, asistida por Manuela, inseparable y so-
lícita hija, su ayudante desde 1866 por designio oficial, fundamentó
una época en los anales del magisterio lugareño.
Sociable en alto grado, Misia Pepa Correa, conforme la acep-
ción familiar de los contemporáneos, ganó la voluntad general por
el bondadoso talante, al que unía un sello de grave y austero se-
ñorio. De carácter sobrio, compenetrada seguramente de su destino,
vivió de lleno la práctica escolar en el renuevo de métodos, tempe-
ramento reñido con la misma edad. Así había de arrimar a los clá-
sicos textos de carcoma y polilla, el “Silabario Enciclopédico”. las
“Lecturas Manuscritas”, “El Castellano Leccionado” y una larga se-
rie de ejercicios mentales y ortográficos —éstos en letra cursiva
inglesa —más la imprescindible contilena de versos y fábulas apren-
didos de memoria. Anticipándose medio siglo al belga Decroly im-
puso a la enseñanza de niñas la ambientación familiar, sin obviar-
336
se el preparado de comidas y tisanas, arreglo del lecho, etc., no pa-
rando las manifestaciones domésticas hasta el peinado y arreglo de
sus venerables cabellos. :
Caña en mano desde el estrado preceptoril, era su lema formar
buenas amas de casa antes que “letradas y come plumas”, aunan-
do con la diaria labor, el aprendizaje de fina costurería, encajes y
gusanillo de oro llegados a nuestra época en cintillos, divisas y
banderolas. Fagina paciente, no perdía de vista al concurso escolar,
aunque siempre tuviese en contra suyo los zuecos ruidosos y dela-
tores. Hacia el año 1870 el Colegio de niñas ocupó una casa de la
sucesión Warnes, pasando más tarde a la hoy demolida propiedad
de Maximicmo Ribero en la 1% Sección urbana, ampliándose los cur-
sos con la cátedra del francés dictada por Royol y el recibo de niños
de color, generosa conducta base de insidias reaccionarias vencidas
con un verbo de cabal justeza. Aquellas sórdidas reprimendas ter-
minaron con un “muerto el perro se acabó la rabia”, conseja ma-
tronil de inobjetables alcances.
Proyectada hacia el futuro la tesonera misión fructificó en la
obra ponderable de sus alumnas Luisa Pérez de Megget, Emma Ca-
talá de Princivale. Matilde Romero y Adela Castells de López Rocha.
Queda además la legión inolvidable de maestros postvarelia-
nos encargados de la magna reforma donde militaron Josefa Boero
de Debali, Sara Catalá de Alvarez, Florisbela Saraví, Clara Sagas-
tume de del Castillo, Angela Piazza de Vergara, Jacinta Reboratti
de Gavazzo, Isabel Sardo, María y Elisa Peruzzo, etc.
Con exiguo sueldo hasta el fin de sus días, el comprensivo audi-
torio se cotizó mensualmente para dignificar la pobreza heroica por
jamás pregonada. ,
Al fallecer el 26 de agosto de 1884 las ex discípulas integraron
una comisión encargada de recaudar fondos destinados a la compra
de un nicho, digno concurso que trabajó bajo el patrocinio de las
titulares Eusebia Sardo de Nattero, Josefa Guido de Quartino, Dio-
linda Martins, Ana Bandeira de Lorenzo e Isabel Sardo.
En el curso de pocos días la colecta alcanzó para adquirir el
nicho número 100 del Cementerio Nuevo —primitiva numeración—
habiendo desaparecido a esta fecha los restos de la vieja educado-
ra y la placa sepulcral.
CORREA. MANUELA.
337
pero a escasa edad fué llevada a San Carlos (Maldonado) por su
progenitora, doña Josefa Correa, matrona que ejercía funciones do-
centes en una escuela pública.
Postergada en el cobro de los haberes durante largo plazo. en
1860 la señora de Correa optó por la preceptoria sanducera, tocán-
dole en suerte el colegio de la 1* Sección urbana, casa de estudios
que sería la de toda su vida, porque en la misma residencia falle-
ció, tras veinticuatro años de in-
interrupta labor (1884).
Hecha en las faginas de la car-
tilla y el silabario, Manuela Co-
rrea demostró raras aptitudes
magisteriales tanto que en ple-
na infancia y sin haber cumplido
los doce años ejercía labores de
monitora, subrogando a su pro-
pia madre en clase elemental
cuando así lo requirieron cuestio-
nes del momento.
Bien vistas y muy estimadas
por toda la sociedad, en 1865 la
entonces joven Manuela, dispues-
ta a seguir la encomiable carre-
ra materna, hizo los cursos peda-
gógicos de rigor, obteniendo las
mejores calificaciones en el exa-
men rendido ante las autorida-
des respectivas de Montevideo.
Dueña ya del diploma oficial, vi-
no a ocupar su escaño el 11 de se-
Matilde Felippone y Manuela Correa tiembre de 1866, ayudantía tanto
más notable por la mutua com-
presión que siempre reinó entre madre e hija.
Superiores a la decantada modalidad social de época y libres
de inconducentes prejuicios, la escuela de las Correa vino a so-
breponerse al mismo tiempo que corría, al admitir alumnos de color
y párvulos de origen servil, cuestión que junto con la enseñanza de
algunas asignaturas nuevas aparejó agriedumbres y molestas desa-
zones. La reforma vareliana —tantas veces anticipada en la mo-
desta escuela departamental —las encontró en plena devoción por
los noveles principios, tocando su inicio a Manuela Correa y Dorila
Castell de Orozco y Zambrana, por el hecho de ser las más jóvenes
del magisterio lugareño.
Por la efectiva marcha del nuevo sistema quedó impuesta la
enseñanza elemental de las ciencias naturales y en particular modo
338
nociones primarias de anatomia y fisiologia humana, a la par que
el sucinto estudio de todos los animales domésticos. La cuestión, de
inocente apariencia, debió provocar una sonada repulsa por obra
y gracia de los elementos más reaccionarios.
“En los exámenes de la escuela de niñas número 1, que dirigía
la señorita Manuela Correa, el doctor Ramón López Lomba, Inspector
departamental, al concertarse nuevos rumbos pedagógicos, hizo una
pregunta inocente que, no obstante, dió margen a rudos ataques a
la reforma escolar”.
López Lomba —son frases de S. E. Pereda— “preguntó por dón-
de, es decir, en qué paraje, ponía el huevo la gallina; y un oyente,
que interpretó de distinta manera esa pregunta, enseñó a una alum-
na contestase que la gallina ponía el huevo por la cresta” (Pereda,
cit. “Paysandú y sus Progresos”, págs. 106-107).
Distorsionado el hecho, más por ignorancia que por malévola
intención. la inútil magnitud del inocente cuestionario llegó a estos
tiempos como resabio de una época sin ambigiledades.
Á poco de haber cumplido veinte años de proficua labor, la
eficiente educadora perdió a su madre, desgracia irreparable que
ro pudo sobrellevar, al punto que torció el curso de sus días.
Presa de una depresión anímica cada vez mayor, en 1885 liqui-
dó las escasas pertenencias y con su monto fué a radicarse en la
Capital bajo promesa de otorgársele el correspondiente traslado.
Enferma y sin apoyo de nadie, envejecida a destiempo, la pér-
dida de sus cabales la precipitó a la más atroz de las miserias, hasta
que la caridad pública la hizo internar en el Hospital Vilardebó.
Sin noción del tiempo, esftumado para siempre el raciocinio,
todavía alcanzó el aporte generoso de algunos consanguíneos, en-
terados por casualidad del tremendo drama. Recluída en aquel
hospicio, falleció el 1? de noviembre de 1891, a los cuarenta y tres
años de edad.
339
2
y don Migl. Correa del Quebracho; a Morales de Guaviyú”, etc.
Pese a tamaño contraste económico en el que se perdió el trabajo
de varios años, Antonio Correa, atento a los méritos particulares de
sus hijos, resolvió asociarse el año de 1840 con su hermano Quintín
Correa, estableciendo al efecto una estancia en Bellaco, contrato
rescindido dos años después por la caótica situación del país. De
regreso a la tierra natal, contrajo nupcias el 17 de setiembre de
1842 con doña Petronila Barbat,
dama natural de Rocha, pertene-
ciente a una estirpe que alcanzó
celebridad por los notables servi-
cios prestados a la causa del Par-
tido Blanco.
Aunque poco después volvieron
a renovar las poblaciones de Be-
llaco la estada fué muy corta des-
de que los continuos azares de la
Guerra Grande habían de obligar-
les al exilio al Brasil.
Desposeido de casi todos los ha-
beres, Miguel S. Correa —tras elu-
dir los rigores de la leva— tomó
camino hacia el destierro, lleván-
dose su familia en una carreta,
duro trajín que se prolongó a tra-
vés de Bagé, Santa María y Santa
Teresa. localidades riograndenses
E donde pudo sobrevivir las estre-
e A a checes económicas merced a va-
Miguel Correa riadas industrias caseras y la pro-
pia fabricación de jabón. Tamaña
odisea no alcanzó a mermar un temple de excepción, tanto que des-
pués de 1852 intervino en los movimientos favorables al cintillo de
sus afecciones. Trabajador incansable, rehizo parte de los cuantio-
sos haberes y en 1869 terminó de restaurar su finca, ubicada en las
calles 8 de Octubre y Misiones (S.O.), casa que por largos años
sería la residencia de los Correa.
Sobre el amplio corredor ornado con típicas enredaderas del
país, se veneró una imagen de bulto conocida en toda la ciudad
por la “Virgen de los 33”, clásica talla española cuyo origen nadie
puso en duda porque obraban entonces noticias fehacientes en torno
al largo derrotero que la llevó a Paysandú.
Al fallecer doña Petronila B. de Correa, la estatua, privada de
las reliquias por manos de un restaurador de Montevideo, pasó como
heredad a la señora Ana Correa Barbat de Márquez, dama que al
340
retirarse temporariamente a Entre Rios la depositó en la Capilla de
San José, de donde ha desaparecido en forma inexplicable.
Morada hospitalaria y centro de ocultas reuniones en época
de persecuciones politicas, congregó en 1886 a la mejor juventud
que marchó al extranjero para engrosar las fuerzas revolucionarias
batidas en los campos del Quebracho.
Ya entrado en años, falleció don Miguel S. Correa el 1% de mayo
de 1893, rodeado de la consideración de todos los sectores políticos,
aserto que consignan las necrológicas del periodismo local.
Su estirpe, además, quedó ligada a los fastos militares del so-
lar. Los hijos mayores Lucas y Miguel Correa se encontraron en
ambos sitios y Bernabé —vecino por largos años de Quebracho—,
figuró en las bélicas jornadas que libró la revolución en los Palma-
1es de Soto (1886).
El 18 de junio de 1856 don Miguel S. Correa compró a Rafaela
S. de Solari, previa autorización del Ministerio de Menores, un ran-
cho y su terreno, considerable predio que abarcaba la esquina de
las calles 8 de Octubre y Misiones (N.O.). Limitado al N. por un
rancho y solar del general Servando Gómez y por el E. con la finca
de Serafín Sifredi, que aún subsiste, edificó en 1869 la residencia
tradicional de Correa, que permaneció en poder de la familia por
un espacio mayor de setenta años.
Dicen los títulos respectivos que el baldío salió de dominio
fiscal por donación hecha a doña María Ruiz Díaz, vecina que lo
vendió a José Solari el 26 de febrero de 1833.
COSIO. AURELIO,
341
y por mucha fortuna desterrado a Entre Rios”. (Enero de 1858). Me-
nos feliz, el jefe político, general Manuel Freire abandonó el puesto
para incorporarse a las fuerzas revolucionarias de César Díaz que
se rindieron en Quinteros, siendo fusilado el 2 de febrero.
Cosio. volvió a la Guardia Nacional de Paysandú en 1865 con
el título de teniente 1% del batallón de Infantería, actividad suspensa
durante largos interregnos, constando a esta fecha que actuó con
=. los jefes politicos José Mundell,
o Ventura Torrens y Manuel Pacheco
y Obes.
Alcalde Ordinario en 1867, el in-
dubitable empeño en la consigna
judicial lo llevó a extralimitarse en
sus funciones, intentando perpetuar-
se en el cargo, razón de que fuese
suspendido y enviado a Montevideo
bajo custodia, de donde no tardó en
regresar tras una corta suspensión.
Le sucedió por breve tiempo Aveli-
no Saffons, hasta el momento del
reintegro.
Adepto al gobierno legal en 1869,
no tardó en incorporarse al ejército
expedicionario, fuerte contingente
gubernista encargado de frustrar la
revolución encabezada por el gene-
ral Manuel Caraballo, conato rebel-
de diluido en campaña por falta de
Aurelio Cosio apoyo. Teniente 1? en la Revolución
del 70, fué promovido a comienzos
de las hostilidades al grado de capitán en el Batallón 3% de Guar-
dias Nacionales, tocándole actuar bajo mandato de Eduardo Mac-
Eachen y el comandante Clodomiro de Arteaga, en el débil cerco
tendido a la plaza por los revolucionarios de Aparicio.
Encargado interino de la Compañía de Línea por espacio de
ocho meses debió afrontar en este plazo la gravitación de todas las
responsabilidades desde el comando sito en extramuros.
En abril de 1871 el comandante Pedro de Zas propuso su incor-
poración al ejército de línea con el grado de capitán, orden dis-
puesta el 29 de febrero de 1872, fecha en que pasó a la Plana Ma-
yor Pasiva.
Hecha la Paz de Abril pasó a prestar servicios en la policía de
Paysandú, figurando durante años en la Jefatura local. Sargento
Mayor desde el 17 de noviembre de 1886 por méritos ganados junto
a los revolucionarios vencidos en Quebracho, obtuvo su última pro-
342
moción el 16 de julio de 1886, día en que recibió los despachos de
teniente coronel.
Ya en edad de retiro prestó todavia su cooperación en el Co-
mando lugareño desde enero a noviembre de 1904 con motivo del
alzamiento nacionalista, pasando luego a situación de reemplazo.
En estado de absoluta senilidad y con la pensión correspon-
diente a su clase fué recluido en un hospicio de Montevideo, fa-
lleciendo a consecuencias del reblandecimiento cerebral el 21 de
marzo de 1910.
El teniente coronel don Aurelio Cosio fué un ilustrado militar,
constando entre los contemporáneos, que su biblioteca guardaba el
más selecto conjunto de obras nacionales editadas en el siglo pa-
sado. Desde antes del año 67 residió en una finca de calle 25 de
Mayo, propiedad que luego debía pasar a la progenie nacida de la
unión matrimonial con doña Nicanora Fernández, dama que falle-
ció en Paysandú el 21 de octubre de 1897. Fueron hijos del men-
cionado tálamo don Manuel Cosio y doña Tomasa C. de Cairo.
COSIO. DOMINGO,
343
dario desafecto o sospechoso al rosismo abandonó el hogar para
refugiarse en Montevideo, en previsión de factibles venganzas.
En agosto de 1839, según re'iere Cosio en unos apuntes autobiográficos, me
presenté al servicio de las armas al Capitán Donato Ruiz Díaz que comandaba
la 12, Compaña del Regimiento de G.G.N.N. de Caba.lería del Depto. de Paysandú,
de cuya fuerza era jefe superior el Coronel José María Luna, e hice toda la campaña
que terminó3 con el triunfo de Cagancha, retirándome después a mi casa. En junio
de 1842 me enrolé como soldado distinguido en la 3%, Compañía del Regimiento N“ 1
de Dragones que comandaba el Tte, Corl. Felipe Fraga, siendo mi Capitán Julián
Correa —era Teniente de la misma Bernabé P.á, qf. hasta hace poco tiempo (escribia
en 1902) vivía en Melo— hice la campaña de Entre Rios que terminó en la infausta
jornada de Arroyo Grande,
344
que tuvieron lugar entonces hasta la toma de Paysandú, siendo entonces Tte, 20
Ayudante del jefe de artillería don José María Pirán”, Por un raro sino, Vicente Cosio
su anciano padre, tomó las armas en defensa del pueblo siendo muerto al claudicar
la homériza brega. Tocá al hijo el doloroso reconocimiento, acto nimbado desde ant:guo
por una rara leyenda.
“Continué el año 47 y 48 —refiere luego— en la guarnición de Colonia como
Oficial instructor del Batallón de Guardias Nacionales de aquel punto, siendo propuesto
en abril de, 47 para Tente, 1% por el Comandante Militar Don Felipe Fraga.
En tal clase el año 48 —cuando el coronel Lucas Moreno atacó y tomó aquel
punto en la madrugada del 18 de agosto al frente de una División de más de 700
Fombres de las tres armas, me sostuve con mi compañía —80 G.G.N.N. en el Cantón
“Echeverry”, nuestro Cuartel— desde la mañana hasta las dos de la tarde, capitu-
lando honorífizamente como es de pública notoriedad — quedando en la condición
de prisioneros, con nueve oficiales que tenía ese día a mis órdenes, pero gozando
de completa libertad según las condiciones estipuladas, que se cumplieron, y que
nos respe'ó y estimó como si tales enemigos no hubiéramos sido.
El año 51, así que pasó el general Garzón me presenté a él (afirmación que
destruye la factible presencia de Cosio en la batalla de Monte Caseros) y me tomó
para su ayudante —lo acompañé hasta el día de su fallecimiento.
345
nuestro amigo Beltrán, hasta que pueda organizarse otra compañía de que le daré
el mando”.
Soldados de aquella compañía fueron, el hoy Coronel Latorre, general Vázquez,
Muró, Tezanos, etc,
Acompañando al general Caraballo en la tarde del 29 de abril de aquel año
—64— a descubrir una partida enemiga, recibí una herida grave, de bala, en el
pecho, y sin embargo, continué la campaña y asistí al ataque y toma de Paysandú.
346
y José Amuedo, retiro que no obstó el despacho de Sargento Mayor
Graduado, con el que figura desde el 6 de abril de 1869.
Vuelto a filas para reorganizar las milicias urbanas como pri-
¡ner jefe hasta el año 1870, abandonó el ejército al concluirse la Re-
volución de Aparicio, prolongado retiro que abarcó el interregno Je
treinta años, “habiendo sido opositor a todos los Gobiernos” que
erun engendro de la fuerza y el fraude político.
Reincorporado al Estado Mayor General el 7 de enero de 1902
con el cargo de ayudante por designio absoluto del presidente
Cuestas, su viejo amigo, declinó el puesto alegando razones de
edad, lo que no fué óbice para incluirlo entre los ayudantes del
primer magistrado mientras permanecía en el retiro del hogar. Esta
gracia especial le fué acordada en mérito a los distinguidos servi-
cios prestados durante su accidentada foja.
Sargento Mayor desde el 25 de agosto de 1902 por influencias
de Cuestas recibió el último ascenso el 28 de febrero de 1907 al
otorgársele los despachos de Teniente Coronel Graduado. El 6 de
mayo del mismo año obtuvo el Pase, beneficio acordado a los de-
fensores de Montevideo.
Falleció en la capital de la República el 24 de noviembre
de 1910.
Había casado en Paysandú el 20 de agosto de 1855 con doña
Angela Masdeu, hija de Manuel Masdeu y Mercedes Borches, dama
que dejó de existir en Montevideo el 1? de enero de 1894,
Fueron vástagos del tronco de referencias, Angel, María Luisa,
Trinidad, Vicente, Pedro, Juan y Luis Cosio.
Al fallecer el culto progenitor la pensión correspondiente fué
acordada a su hija Trinidad Benedicta, nacida en Paysandú el
año de 1860.
COSIO. VICENTE,
347
Intereses de familia acercaron el matrimonio a nuestras playas,
teniéndose por cierta la fecha de 1828, época'en que D. Vicente
Cosio inició su colaboración en la estancia de Fraga.
Bien considerado en la Villa a raiz del excelente desempeño
como Alcalde Ordinario Interino durante el año 29, fué electo su-
plente de la primera Junta Económico-Administrativa en 1830, puesto
que nunca ocupó por haber optado la judicatura de la 1% Sección,
cargo desempeñado con algunas interrupciones.
Suplente también por designio del segundo comicio municipal
(1834), fué miembro titular de la Junta E. A. que siguió, vocalía ini-
ciada el 26 de enero de 1839, interrupta luego por los graves sucesos
que se anticiparon a la Guerra Grande.
Al quedar circunvalada la plaza el 26 de diciembre de 1846
por las tropas del general Rivera y los barcos franceses, Vicente
Cosio, no obstante el peso de los años, debió empuñar las armas
a raíz de las estrictas órdenes impartidas por Felipe Argentó.
Dispuesto en la línea defensiva del Sur aquel anciono de 62
años hizo verdaderos prodigios de valor, salvándose de las balas
y el fuego por verdadero milagro.
Menos feliz, al rendirse el pueblo, una turba de vascos merce-
narios lo rodearon en el mismo cantón, ultimándolo con la saña típica
de aquel día tremendo. Vanos fueron en consecuencia los esfuerzos
de su hijo Domingo, que venía entre los sitiadores, para ubicarlo en
los trágicos momentos de la rendición.
El diario oribista del Cerrito se hizo eco de éste, entre otros
tantos hechos calamitosos. versión única que si bien nunca fué
desmentida, no parece guardar absoluta fidelidad con los factos
en juego.
“El vecino Don Vicente Cosio de edad de 70 años (?) fué asesinado
alevosamente después de rendido, rodeado de toda su familia, la
que se empeñaba, como también un hijo del mismo Cosio titulado
capitán del incendiario Rivera, por salvarlo; nada consiguieron y
tué devorado por aquellas fieras.”
Pedro Cosio, distinguido estadista nacional, nieto del prócer, al
pronunciar una emotiva conferencia el año 1920 en la tierra de sus
mayores, recordó el doloroso episodio, versión condigna con los
hechos:
“Mi padre (Domingo Cosio), con la angustia y el presentimiento
sombrío en una escena posible, se lanzó a las calles, buscando
identificar una casa entre los escombros sembrados por la metralla
implacable. Llega al fin sin aliento, y encuentra a su madre y her-
manas implorando la clemencia divina, con aspecto de resignación,
con serenidad varonil, —porque en aquellos tiempos epopéyicos no
conocian el miedo, ni las mujeres, ni los hombres— y se informa
que su padre ocupaba un cantón. no sabían dónde. Se arroja de
348
nuevo por la calle y busca y pregunta azorado, hasta que al fin,
alguien le dice: Si allá está, ¡pobre! ¡ya no existe!... No habrá
ejemplo más elocuente de los horrores del pasado.” (J. G. Quinteros
Delgado, Vida de Pedro Cosio, 1935).
Refiriéndose a este hecho de luctuosa memoria escribió el mi-
litar Domingo Cosio, hijo del prócer muerto en circunstancias tan
deplorables: “En cuanto a mí, ya que no pude llegar a tiempo de
salvar a mi infortunado padre, anciano de 62 años, pues Argentó
había mezclado a los hombres viejos con los jóvenes en los can-
tones; por eso murieron porción de vecinos antiguos de Paysandú,
pues nuestra tropa, con un sol de fuego — con el fuego de nueve
horas de pelea, y mucho fuego de alcohol (cuando se escribe histo-
ria se dice verdad), no respetaban a nadie, y me expuse bastante
por hacer el bien, salvando a muchos, entre otros a una media
docena de catalanes que no se separaban de mí, Francisco Quinta-
na, Sebastián Sastre, Joaquín Torrá, N. Dardayo y dos más cuyos
nombres no recuerdo, — ellos me acompañaron a sepultar a mi
padre al día siguiente, y también mis amigos el teniente Nicasio
Aldao, Baras, Esteban Zaballa, Saturnino Bonafoz — el inglés Ro-
berto, y el negro luca que tiraba el carrito de un caballo en que iba
el cajón de pino sin forrar, y hecho a prisa por mí con ayuda de
Roberto — mi padre fué degollado por nuestros soldados que entra-
ron por el costado Norte, después de rendida la plaza.
“Quedando pues por ese hecho a cargo de mi numerosa fami-
lia, cuando se dió orden de marchar, el general (Rivera) me dejó
como ayudante del coronel don Manuel Hornos, que quedaba
accidentalmente de jefe de aquel punto.” [(Cosio Domingo, Cuatro
fechas en Diciembre, “La Nación”, 27 de diciembre de 1893. (Mon-
tevideo)].
La primitiva residencia de Cosio estaba ubicada en el cruce de
Monte Caseros y Florida, sobre la esquina Noreste, y era de acuerdo
con las fotografías que tomó Lahore una media agua de techo pajizo
y sólidas paredes de ladrillo revocado, subsistente hasta 1864.
Con relación al posterior destino del inmueble, edificio céntrico
sito calle por medio de la Iglesia y destruido en el curso de las
hostilidades traídas contra la plaza en diciembre de 1864, escribió
doña Luisa Fraga de Cosio, viuda del mártir, una reseña bastante
completa, al plantear su reclamo ante el Gobierno de la República.
(1875).
Asevera en la misma que, al fallecer el cónyuge, le “quedó
como únicos bienes una casa quinta situada frente a la plaza” de
la ciudad, “la que conservé” —dice el justificativo de marras—
“habitándola hasta 1862, en que por falta de recursos para sostener-
me con cuatro hijas que me rodeaban, la alquilé a particulares al
precio de dos onzas mensuales.”
349
A principios de 1864 el general Gómez ordenó el desalojo de
los inquilinos que la ocupaban —el fondero italiano Hércules Cuatro
y doña Gabriela Cuestas, madre del presidente de este apellido—
concretando por intermedio de Cayetano Alvarez un alquiler men-
sual de treinta pesos a depositarse en la escribanía de José Cortés.
Previsto el segundo asedio y dada la estratégica posición de la
casa distante a menos de veinte metros del Comando Militar, sobre
la misma calle Monte Caseros, las fuerzas defensoras hicieron fosos
y baterías en la quinta, plantándose inclusive banderas de guerra,
visibles a larga distancia.
Sitio expuesto de lleno al fuego enemigo, al concluirse la batalla
no quedaba un solo árbol en el predio, ya que fueron arrancados
por el bombardeo, quedando la casa en ruinas.
Poco tiempo después, sólo quedaban vestigios de los cimientos
y el retoño de un viejo peral nacido entre las ruinas.
Largos testimonios abonaron la veracidad de estos hechos. pero
el reclamo por daños y perjuicios recién pudo concretarse el 10 de
setiembre de 1881, fecha en que el Gobierno dispuso la entrega de
cinco mil pesos a la viuda de Cosio, en carácter de indemnización.
CRAIG. TOMAS,
350
Teniente desde el 22 de octubre de 1813, mientras revistaba en
las milicias cordobesas, no tardó en abandonarlas a fin de enro-
larse en el servicio de la marina. Participe en la campaña naval
de 1814 emprendida por el almirante Brown, pasó luego a la flota
de Cockrane, efectuando la campaña del Pacífico.
En servicio activo hasta 1820, cuestiones de carácter personal
lo alejaron de la marina, viniendo a radicarse a la localidad uru-
guaya de Paysandú.
Hacia el año 1823 pobló en un baldío correspondiente a la in-
tersección de las actuales calles 18 de Julio y Queguay (S.E.), donde
hizo edificar varios ranchos, sede de la estafeta local. Consta asi-
mismo que ofició de maestro de postas, manteniéndose además con
su trabajo de fondista.
Brito del Pino, entre otros viajeros, lo recuerda, cita que repiten
otros informantes de época, alterando casi siempre el apellido del
meritorio irlandés.
Algunos autores aseveran que fué juez de paz y comisario de
policia en nuestro medio, pero estas noticias no han podido docu-
mentarse de manera eficiente. En cambio es tradición conocida que
el arribo de galeras y sopandas era anunciado desde la Posta de
Craig a repique de campana, congregóndose el pueblo en procura
de noticias y correspondencia.
Enrolado en la escuedra de Brown durante la campaña naval
contra el Imperio del Brasil, al término de las hostilidades se rein-
tegró al pueblo de su residencia, prosiguiendo las actividades habi-
tuales en la finca de calle Real.
El 23 de diciembre de 1834 fué electo miembro suplente de la
segunda Junta Económico-Administrativa y el mismo año propició
con su óbolo la erección de nuestra primera escuela de niñas. Existe
en la difusa nota de gastos una cuenta abonada a D. Tomás Craig
por la mantención de los menestrales que trabajaron en la fábrica
del colegio.
A raíz de las serias contingencias que atravesó la Villa en 1837,
es de todos modos factible que haya empuñado las armas a favor
del Gobierno legal.
Resuelto a dejar para siempre estas playas, el 19 de octubre de
1840 vendió la propiedad al comerciante de Montevideo Samuel
Fisher Lafone. La escritura respectiva fué suscrita por el escribano
Salvador Tort, y constituye sin duda alguna el fin de las actividades
de Craig en este país.
Propietario en el barrio del Socorro (Buenos Aires), el 4 de
agosto de 1841 se le exoneró el pago de la contribución directa en
virtud de un decreto del 25 de marzo, que acreditaba esta gracia a
351
todos los ciudadanos enrolados en el ejército y que habían concu-
rrido “en defensa de la sagrada causa de la Federación.”
El indomable irlandés, más conocido por el mote de “Rompe
Esquinas”, había vuelto a las faginas del mar tras muchos lustros
de voluntario exilio en tierras del Uruguay.
Dice el historiador Yaben, que a principios de 1841, en momen-
tos que el almirante Brown organizó la escuadra rosista para com-
batir a los enemigos desde el mar, “Craig fué dado de alta el 9 de
febrero de aquel año como teniente 1% y nombrado comandante
de la goleta “Libertad” (ex “Aguiar”), que montaba 5 cañones. Dos
meses después fué nombrado comandante provisional de la corbeta
"25 de Mayo” (ex “Krelin”), barco recién adquirido y cuya prepara-
ción se confió a la pericia de Craig.
“Este, en el mes de julio, después de entregar el comando de
aquella corbeta al coronel Joaquín Hidalgo, pasó a ejercer igual
cargo en la goleta “9 de Julio”, armada con 5 piezas. En noviembre
del mismo año, solicitó dejar el servicio naval, lo que fué concedido
a pedido del almirante Brown. Más tarde se reincorporó a la marina.
“En clase de capitán desempeñaba las funciones de segundo
del bergantín “Republicano” (ex “San Giorgio”), con 6 cañones;
buque mandado por Thorne, a quien reemplazó Craig en el coman-
do a mediados de julio de 1842, por haber pasado aquél a desempe-
fñar igual cargo en el “Belgrano”. Al mando del “Republicano”
asistió al famoso combate de Costa Brava contra Garibaldi, el 15
y 16 de agosto de aquel año.
“Posteriormente actuó en las operaciones que tuvieron lugar en
el Río de la Plata y afluentes, contra la escuadra anglo-francesa;
asistiendo al combate de la Vuelta de Obligado, el 20 de noviembre
de 1845, y sobre su actuación en este hecho de armas, el valiente
coronel Ramón Rodríguez en un informe evacuado el 25 de octubre
de 1852 para constatar los servicios de Craig, dice:
“Se halló en el combate de Obligado al mando del bergantin-
goleta “Republicano”, el que después de concluidas las municiones,
habiéndolo hecho volar según las órdenes que había recibido del
general, atravesó el Paraná en los botes (porque la posición que ocu-
paba el “Republicano” era en el lado opuesto) y vino a las baterías,
en las que siguió el combate a las órdenes del coronel Francisco
Crespo, a cuyo lado permaneció hasta la terminación de aquél.
Todo lo que me consta por haberlo presenciado.”
(La posición del buque de Craig figura en la forma indicada por
el coronel Rodríguez en el croquis del combate publicado en la “His-
toria Militar y política de las Repúblicas del Plata”, por Antonio
Díaz).
“En el mismo expediente de certificación de servicios mencio-
352
nado, figura un informe del coronel Antonio Toll, fechado el 26 de
octubre de 1852, en el que expresa que Craig actuó a sus órdenes
en 1841, “habiéndole confiado comisiones delicadas, las que desem-
peñó con el mayor celo y actividad, no habiéndose arredrado jamás
frente al enemigo, habiéndose desempeñado siempre con el mayor
valor y serenidad.”
Refiriéndose al combate de Obligado, recuerda Saldías que al
promediar el 20 de noviembre de 1845 el general Lucio Mansilla
“comunicó a Rozas que los enemigos no han podido acercarse a la
línea de atajo”; (se trata de la cadena tirada a flor de agua por los
criollos entre la costa y la isla), “pero que a el le faltan las muni-
c:ones para impedirlo. Pocos momentos después el capitán Tomás
Craig, comandante del bergantín “Republicano”, que sostenía la línea
de atajo, pide municiones, porque ha quemado el último cartucho.
A la respuesta que no hay municiones, hace volar su bugue para
que no caiga en poder del enemigo, y va con sus soldados a tomar
el puesto de honor en las baterías de la derecha, que a la sazón
tiene tres cañones desmontados, y catorce artilleros y dos oficiales
muertos.” (Historia de la Confederación Argentina, T. IV, edición
1892, pág. 233).
“Al organizarse la nueva escuadra rosista, en agosto de 1850,
Craig mandó la goleta “Santa Clara” (ex Adolfo”), con 8 cañones.
Caído el Dictador, el 5 de julio de 1852, fué designado comandante
del bergantín goleta “Maipú”. Con el “Maipú” fué capturado el 19
de enero de 1853 por el vapor “Correo”, de la Confederación, man-
dado por Luis Cabassa, en las proximidades de la Isla de Martín
García.
"El 9 de noviembre de 1852, el gobernador Valentín Alsina le
ctorgó despachos de sargento mayor de la escuadra de Buenos Aires,
siendo antes “capitán del ejército al servicio de la marina.”
“Por su avanzada edad y su achacoso estado solicitó el 29 de
septiembre de 1857 su pase al Cuerpo de Inválidos, lo que se le
concedió el 1% de diciembre de dicho año.
"El sargento mayor Tomás Craig falleció en Buenos Aires el 26
de abril de 1863, a la edad de 83 años. Fué hijo de D. Tomás Craig
y de doña Antonia Sern; ambos irlandeses. Se casó en primeras
nupcias con doña Encarnación Luján, y habiendo enviudado, volvió
a contraer enlace con doña Juana Donovan (natural de Irlanda, hija
de D. Daniel Donovan y doña María Crowley), en la Merced de esta
capital, (Buenos Aires) el 8 de agosto de 1849. Hijo de este matri-
monio fué el teniente coronel D. Guillermo Craig, Expedicionario al
Desierto, nacido el 28 de mayo de 1852 y fallecido el 11 de marzo
de 1936."
353
CUENCA. MELCHORA,
354
hijo natural del Héroe — formalidad de todas maneras lógica, poi
los tiempos que corrían.
En razón de esta misma potestad, reiterábale el 20 de agosto
de 1819: “No te encargo más, q* me cuides a Santiago, y lo mires
como q.e es tu hermano. No permitas q.e el pase necesidad. Soco-
rrelo, q.e al fin poco puede Ser. Si Melchora se aburriese de estar
ay, y quisiese ir a otra parte no me permitas en monera alguna, se
lleve al Niño. Tu sabes q.e por eso la mantengo, y mientras quiera
subsistir áy te encargo se lleven bien, y no la incomodes, ni se le
prive nada de lo q.e ella tiene. Para ella se le dió, y q.e disponga
como le paresca, menos de Santiago”.
Nada existe de enigmático en esta prosa fácil y por demás su-
gerente, carta publicada en 1925 por el hombre de letras salteño
Luis A. Thevenet, autor del folleto De la Estirpe Artiguista, notable
trabajo que respalda esta biografía.
En otra carta firmada el 1% de octubre, Artigas volvía a las re-
comendaciones vistas, reiterándole una vez más al oficioso Ma-
nuel que proveyese de lo necesario a la familia, “tus esclavos, tu
hermano y la madre de éste”.
Marca el último nexo con el Jefe de los Orientales la corta es-
tadía familiar en Mandisoví tras la que, en la imposibilidad de sos-
tenerse por la decadencia que atravesaba el villorrio resolvieron
volver a Queguay. (1820).
Afirma Thevenet que “los Artigas eran rebeldes por tempera-
mento” y la necesaria solidaridad tantas veces reiterada por el ge-
nitor no tardaría en contravenirla el propio Manuel y su esposa,
los que abandonaron para siempre el Queguay para radicarse en la
entonces Villa de Concepción del Uruguay, asiento de algunos fa-
miliares de la cónyuge.
Desamparada en aquellas lejanas latitudes no desmayó Mel-
chora Cuenca en el cuidado de los vástagos y los cortos bienes por-
que no se desecha la teoría de que “Manuel hubiera 'malbarata-
do' lo que dejó su padre, —como éste temía”, para el sostén de am-
bas familias, veleidosa conducta repetida en 1824 ó 1825, época
en que hizo abandono definitivo de su propio hogar.
Sin mayores recursos, doña Melchora y sus pequeños hijos no
tardaron en probar los rigores de una extrema pobreza, soliviantada
a poco por la misma industria doméstica en los típicos recursos de
la mujer hacendosa. “Lavaba, cosía, planchaba, confeccionaba pon-
chos forrados de '“bayeta' para los soldados y prendas de carga-
zón que le encargaban las pulperias”. (Thevenet, cit., 81).
Ya anciana, “recordaba siempre los sacrificios que tuvo que
realizar y la intranquilidad constante en que vivía, sin más consi-
deración que las compasiones del vecindario...”, etc.
Bernardina Fragoso de Rivera —esposa del general— enterada
355
de las penurias por que atravesaban a raíz de un viaje de amiaos
comunes, interpuso sus buenos oficios, ofreciéndole amparo, digna
conducta que la excompañera del prócer desechó por razones no
del todo explicables. Más accesible respecto al vástago, éste pasó
bajo la solícita tutela del ilustre matrimonio. en 1825. Viviendo en
una zona sin amparo, al sobrevenir las guerras de la Independen-
cia, los pocos vecinos del lejano rincón queguayceño, en previsión
de los ultrajes y desmanes que caracterizaron a las fuerzas impe-
riales, sufrieron el constante ajetreo del momento, viéndose no po-
cas veces en la necesidad de ampararse bajo montes o en las abrup-
tas serranías aledañas.
Conforme el mencionado biógrafo, madre e hija —ésta apenas
tenía seis años— buscaban a menudo “el seguro refugio en la es-
pesura de los bosques cercanos con el mismo instinto de conserva-
ción que conduce hasta a las fieras a aprovechar tan propicio escon-
dite. Los continuos sobresaltos habían ido vigorizando ese instinto
en el alma varonil de la desgraciada paraguaya, arraigando en ella
ese sentido doble del peligro y la previsión que cultivara en su dra-
mática travesia por los campos entrerrianos seis años antes, cuando
retornó de Mandisoví amgustiada por el fracaso de su empresa de
amor a su marido y a sus hijos”. (Thevenet, cit., pág. 83).
Poco después el cúmulo de serias desazones parecen haberse
conjurado a raíz del matrimonio contraído por doña Melchora en
plena madurez. Dicen en etecto, algunos datos corrokorantes inser-
tos en el Libro 2 de Casamientos, página 45 de la antigua Parroquia
de San Benito, que el 17 de junio de 1829 el cura vicario Bernardo
Nellns de Laviña, “corridas las tres conciliores proclamas en los
tres inmediatos días festivos” pasó a desposarla con José Cázeres,
natural de Corrientes, hijo legítimo de Francisco Antonio Cázeres
v Serafina Marques.
Salvo el preciso asiento parroquial, ningún otro dato filiatorio
sobre Cázeres consta a esta fecha, pero las mismas formalidades
del contrato demuestran la solvencia del contrayente, por las no-
torias divisiones sociales con que separaba a nuestros comarcanos
la férula aristocrática de su Paternidad, en los textos de la propia
lalesia. A término del explayado papel, afirma que previo desposo-
rio canónico escuchó los respectivos consentimientos “clara y distin-
tam.te y examinados en la doctrina Christina, confesados y sacra-
mentados, les apliqué la Misa pro sponso et sponsa. En la que co-
mulgaron siendo testigos de todo Matheo Mandacarú y Laureana
Fernández”.
Al tiempo de acaecer la citada unión matrimonial la familia
trabó fuertes vínculos con el vecindario de Paysandú, según se des-
prende de algunos justificativos coetáneos, aunque siguieron ocu-
pando el predio del Queguay.
356
Gente de puro cuño criollo no escapan a la primitiva ley de los
hijos naturales, y es así que Maria Artigas, hija menor del Prócer,
joven que en aquel entonces cuenta quince años, de anónimo gestor
alumbró en 1834 su primer vástago sanducero: doña Aurelia o Aure-
liana, fallecida célibe en el Salto, el año 1906.
Unión consentida por Santiago Artigas desde que el mismo apa-
drinó algún sobrino, en 1836 nació Juan Alberto, siguiéndole crono-
lógicamente Alejandra (1838) y Juan de Dios (1840), más tarde es-
poso de Bernardina Ocampo, muerta en el Salto el 26 de agosto
de 1885.
La incómoda permanencia en los campos del Queguay debía
prolongarse hasta el año 1846, vale decir, por un interregno tempo-
rario que pasó los cinco lustros de estada interrupta a raiz de las
bárbaras imposiciones de la Guerra Grande. Bajo un insoportable
clima bélico, librada la campaña a toda suerte de criminales y de-
predadores, la Toma del Salto en setiembre de 1847, configuró el
abandono definitivo de nuestro solar, aunque ya por entonces toda
la familia vivía en la referida localidad norteña bajo el amparo del
comandante Santiago Artigas. Prófugo éste, doña Melchora, “ponien-
do sus pies sobre las huellas indelebles” de la vieja odisea cumplida
muchos años atrás y sin otro resguardo que su hija María y los tres
nietos, tomó camino del exilio rumbo al Brasil, en búsqueda de su
vástago y protector.
Doloroso camino no exento de desgracias, su misma magnitud
dejó recuerdos inextinguibles, por los sufrimientos y pesares a tra-
vés de ignorados derroteros.
“A la edad de ocho o nueve años murió Alejandra Artigas en
el Brasil, cerca de Uruguayona, durante la penosa travesía que la
madre y sus hermanos, junto con doña Melchora Cuenca, realiza-
ban con el objeto de llegar a Concordia en procura de Santiago,
que había emigrado a raíz de la toma del Salto por las fuerzas de
Servando Gómez.
“Los peregrinos buscaban a Santiago desde hacía varios meses
y en esa empresa llegaron hasta Uruguayana para atravesar por alli
el Uruguay al tener noticias de que aquél se encontraba en Entre
Ríos. En ese viaje. tan accidentado como es de imaginar, Alejandra
había recibido una herida producida por una espina: sobrevínole
una infección y murió a los pocos días, más que por otra cosa por
la falta de elementos para curarla”. (Thevenet, cit., 88).
Desde Paso de los Libres, desandando camino esta vez, tras
largo peregrinaje ya en carreta o a pie, lograron llegar hasta Con-
cordia, donde se reunieron para siempre madre e hijo. Poco des-
pués la familia incrementó con la presencia de Juana Isabel Ayala
—"separada de su marido Manuel Artigas”, hijo mayor del Héroe,
357
otrora encargado de cuanto poseían— y los hijos de éste, Pedro Pas-
cual, Juan Agustín y Juana Francisca. Por otra parte, doña María
Artigas, de su amistosa unión con el bravo militar Santos Correa,
alumbró en 1851 a Francisca Z. Artigas, que en 1885 contrajo nupcias
en Concordia con Fortunato Aquino Mieres. Por cuanto se refiere al
lallecimiento de Melchora Cuenca, su deceso se produjo alrededor
del año 1870, en la provincia de Entre Ríos. Según tradición familiar,
atestiguada por una foto de época, murió a consecuencias de emana-
ciones carbónicas, en el curso de un crudo invierno.
CH
CHAIN. BENITO,
358
retaguardia la artillería para empeñar cuerpo a cuerpo el encuen-
tro final.
Sobre este particular afirman unos apuntes biográficos que
“cuando el general Carr Beresford volvía de ser rechazado de su
intentada recuperación del fuerte del Retiro, Chain pidió atacarlo
con su cuerpo, y concedida su petición lanzóse contra las fuerzas
británicas que desde el fuerte le hicieron un nutrido fuego. Protegido
por los valientes corsarios franceses llegó hasta los mismos fondos,
donde una bala quebró la espada que esgrimía invitando a sus
compañeros al asalto. Y hubiéralo llevado a cabo si no se trueca
tan pronto la bandera de la gran Bretaña por la rojo y blanca espa-
ñola. Vencidas las tropas inglesas y llegado el momento de los pre-
mios a los patriotas que más se distinguieron en aquella gloriosa
jornada, el Cabildo nombró a Chain teniente coronel de milicianos
y le regaló una espada con empuñadura de oro en recompensa de
la que había perdido en defensa del territorio americano”. (Diccio-
nario Biográfico Contemporáneo Sud-Americano, t. 1, 1898).
A esta regalía de orden militar, la Corona agregó el único título
nobiliario concedido en estas latitudes, acordándole al efecto el
Marquesado de las Islas del Río Uruguay, gracia real que en el
tiempo fué mínimo recuerdo.
Tamaña prebenda radicó en la posesión del extenso predio ri-
bereño de San Javier, comprado el 4 de enero de 1805 a los cónyu-
ges Antonio Martínez de la Torre y Ana Martínez de Haedo, por in-
termedio del escribano Juan José de Rocha.
Tierra con extensos bosques y numerosas aguadas, accesible
únicamente en la época estival sobre la zona inmediata al río, cons-
tituyó al principio la clásica estancia cimarrona, mejorándose luego
las poblaciones que constituyeron la planta central que hoy se ubi-
ca en el paraje.
Salvo el interregno de la Guerra Grande, el célebre español hizo
el centro de todas sus actividades en el conocido establecimiento
del Sur, propiedad que fué suya durante cincuenta y siete años, pro-
cediendo a su venta el 15 de mayo de 1862. Con esta fecha y ante
el escribano Pedro P. Díaz, vendió el campo al financista José de
Buschental, permaneciendo con este título hasta el 7 de julio de 1871,
data en que la viuda doña María Benedicta Pereira hizo traspaso
del citado bien al residente español José Espalter.
Indiviso durante años, parte de la estancia la adquirió poste-
riormente el señor Peixoto y las últimas fracciones pasaron al Banco
Hipotecario el 12 de noviembre de 1925, en cuyos terrenos se alza
el pueblo de San Javier desde 1912.
Bien vinculado en Buenos Aires, cuando la Primera Junta inició
sus primeros trabajos no tuvo reparos en delegar a Chain la plani-
ficación del villorrio de San Benito de Paysandú, encargo nada fácil
359
porque de inmediato tropezó con los intereses de los pobladores
resueltos a toda costa de tener la vecindad del templo. No obstante
la “imparcialidad y pureza” con que se condujo en el renovado in-
tento de cumplir las órdenes superiores, no pudo dar cima al deli-
neamiento por la obcecación de algunos discolos, conforme lo tenía
escrito el 22 de junio de 1810, retirándose con carácter definitivo
cuendo la Junta porteña insinuó las primeras determinaciones con-
tra el dominio español.
Quedó en cambio de esta frustánea encomienda la histórica
descripción del pueblo, “conjunto de ranchos de paja (excepto tres
casitas de poco costo), mal formados y dirigidos al antojo de cada
individuo, en la forma que a ellos les acomodó, y fuera de todo
orden”, preciso cuadro suscrito de puño y letra de Chain.
Adverso a la causa revolucionaria, se mantuvo sin tomar de-
terminación alguna durante algunos .meses, ofreciéndose luego al
Virrey Elío. Fué asimismo autor en esta ocasión, de un vasto plan
contrarrevolucionario no admitido por sus proporciones insostenibles.
Por documentos existentes en el Archivo de Simancas es posi-
ble afirmar que al retirarse Vigodet de la Colonia del Sacramento,
Chain quedó en Paysandú privado de toda clase de comunicacio-
nes. Con posterioridad las fuerzas patriotas de Bicudo lo apresaron,
conduciéndolo a Mercedes.
Libre por generoso designio de los nacionales, el 30 de marzo
de 1811 vino a caer en manos de Artigas, jefe que no tardó en des-
entenderse del incómodo realista, franqueándole un pase para el
campo enemigo.
Ausente del escenario local hasta principiar agosto de 1811,
quedó encargado de la Villa y las armas reales, efímera estadía a
raíz del prudencial retiro del ejército portugués ante el avance de
las fuerzas patriotas del coronel Francisco Bicudo.
El capitán Chain y los portugueses, tras rápidas marchas, fue-
ron a situarse en la Villa de Belén, desde cuyo punto concertaron
un doble ataque simultáneo a fin de reconquistar la plaza sandu-
cera. Recién el 30 de agosto, después de haber fracasado la prime-
ra partida lusitana sobre la costa del Río Negro por el victorioso
ataque de Baltasar Ojeda, el segundo grupo, más numeroso, a cargo
del furriel de milicias Bentos Manuel Ribeiro, con la cooperación del
ayudante Carvalho, vencido recientemente en el Paso de Yapeyú
—y previo rechazo de un parlamento imperial— iniciaron un ata-
que que duró una hora, posesionándose del pueblo.
Con el martirio de Bicudo y treinta y tantos compañeros muer-
tos al servicio de la patria, portugueses y españoles compartieron
los destinos del lugar, pero esta aparente concordia no tardó en es-
cindirse por razones de mando. Las primeras desavenencias habían
surgido con el propio Chain que permanecía en su estancia, a causa
360
de que éste se adjudicase la paternidad de los proyectos en juego
desde el retiro de Belén y el triunfo consiguiente sobre los naciona-
les. El general Diego de Souza no hesitó en desvirtuar al Virrey
Elío los pretendidos méritos del coronel español para afirmarle que
su exposición no era “tan ingenua como debiera esperarse” y que
el triunfo le pertenecía por entero a sus subordinados.
Sin embargo, fieles a la graduación jerárquica, los vencedores
Ribeiro y Carvalho, al día siguiente de consumarse la captura del
pueblo dieron cuenta de los hechos encomendándole a Chain su in-
mediata presencia para mantener el orden y los derechos de Fer-
nando VII. Consecuente con esta solicitud se hizo cargo del coman-
do local el 7 de setiembre, y una de las primeras determinaciones
fué clasificar los prisioneros desde que los portugueses a nadie co-
nocían. Los “comprendidos en crímenes” —léase patriotas— se man-
tuvieron presos, mandándose soltar los que titulaban inocentes.
Nunca fué promisoria la estadía de los realistas y el comandan-
te. buen conocedor de la situación, no mezquinó reiterados oficios
al sargento mayor Santos Pedroso, urgiéndole la estricta vigilancia
de las costas y en especial modo el acceso desde el Río Negro. El
Virrey Elío, a su vez, quiso coadyuvar la flamante victoria y al
efecto hizo fletar un barco de guerra, remitiéndole doscientas armas
y cuatro mil cartuchos. Además, por explicito consejo del general
Souza se enviaron a Montevideo los prisioneros más sospechosos,
mientras este militar prometía el envío de un destacamento.
Retaceadas las tropas realistas cuando el avance del ejército
patriota del capitán Ambrosio Carranza, aquellas huestes no ofre-
cieron la más mínima resistencia, al punto que antes de llegar los
independientes, los hispanos, “con el auxilio de 30 portugueses que
le quedaban, se reembarcaron precipitadamente”, llevándose por
la fuerza numerosas familias y enemigos políticos, previo saqueo de
"tiendas, pulperías y casas particulares”. (8 de octubre de 1811).
En previsión de cualquier sorpresa, a pesar de tener a sus Ór-
denes una flota de diecisiete buques, el coronel Chain, acompañado
por una fuerza de trescientos hombres fué a situarse en San José del
Uruguay, lejano rincón de la costa desde cuyo punto mantuvo con-
tinuo trato con los barcos que bajaban a Montevideo,
Cuando el patriota Miguel del Cerro acudió a Paysandú. encon-
trándose ya este punto en manos de Carranza, unificaron los efec-
tivos y con un ejército de setecientos cincuenta hombres, número
que según Pereda alcanzó luego a mil quinientos reclutas, se resol-
vió de consuno presentar batalla a los enemigos campados en San
José. Previo auxilio de doscientos caballos, avíos y mantención pro-
vistos por del Cerro, el contingente americano se presentó en el
campo realista y cuando ya los tenían cercados, Chain respondió
a la intimación con una copia del Armisticio celebrado entre los go-
361
biernos de Buenos Aires y Montevideo con las órdenes inmediatas
de suspender el fuego y retirarse a las posiciones acordadas al efeo-
to. Por el Tratado de Pacificación, mutuo acuerdo del 24 de octubre,
la aldea de Paysandú debió pasar a manos de los realistas, pero
Chain no pudo cumplir este designio hasta después del Exodo del
pueblo oriental.
Obvio sería recalcar el crecido beneficio prestado desde la pla-
za a los comandos realistas dispersos en una y otra margen del
Uruguay, lo que Chain logró merced a la flotilla española y unos
doscientos hombres, fuerza insuficiente para aplastar la rebelión
patriota en el Arroyo de la China, según fueron sus deseos.
Encontrándose en apurada situación el comandante español
de la mencionada localidad, solicitó refuerzos al colega de Paysan-
dú el 4 de diciembre, en base a los muchos daños que le infligíam
los nacionales, enviándoles aquél un piquete de cuarenta portugue-
ses, partida que el propio Vigodet consideró insuficiente para refre-
nar a los sediciosos de allende el río. Esta conducta, por otra parte,
no podía merecer recriminación alguna, pues en Paysandú se ha-
bía creado tal incertidumbre que el propio jefe velase constreñido
a pernoctar en los buques de guerra, so pretexto de cualquier ata-
que inmediato. a
A principios de 1812 todo permanecía incambiado, al punto que
la guarnición española buscaba durante la noche el amparo de las
islas, pero tamaño sacrificio cesaría en breve plazo porque la Villa
perdió su importancia estratégica momentánea y el comandante
en jefe hubo de marcharse a Montevideo so efectos de servir en la
guarnición a solicitud del mariscal Vigodet.
Militar distinguido en la defensa capitalina permaneció en la
ciudad desde el comienzo del Sitio (octubre de 1812) hasta la entre-
ga de la plaza por la capitulación aceptada el 20 de junio de 1814
por el general Carlos M. de Alvear.
Con el fin de enrolarse en las fuerzas hispanas, el ex encarga-
. do del comando sanducero abandonó la estancia, trayendo a la ca-
pital a los suyos y los negros esclavos del establecimiento, los que
engrosaron el batallón de Pardos y Morenos.
El ilustre vate Francisco Acuña de Figueroa lo cita más de se-
tenta veces en el “Diario Histórico” del Sitio de Montevideo, aco-
tando además con las proezas libradas sobre extramuros, numero-
sos detalles del fervoroso denuedo puesto a favor de la causa rea-
lista. Durante largos meses “el bravo Chain” comparte los honores
del frente con Mariano Fernández, conmilitón herido de gravedad
en un encuentro que tuvo lugar el 28 de diciembre de 1812. Tres
días después acaeció la batalla del Cerrito, brillante victoria ame-
ricana pese a los empujes arrolladores de la fogueada caballería
de Chain.
362
Según Acuña de Figueroa, el mariscal Vigodet encabezó la
columna realista llevando por inmediato al brigadier Muesas. El
grueso español pudo llegar sin mayores tropiezos a las Tres Cruces,
seguidos por ocho cañones y la célebre caballería, que sorprendió
y dispersó a las guerrillas criollas interpuestas en el camino.
Ya sobre el campo de batalla los españoles atacaron el sala-
dero de Silva, punto defendido por Baltavargas, intrépido adver-
sario” que allí hizo una defensa heroica, cayendo el baluarte por
obra exclusiva del escuadrón del teniente coronel Chain. Junto con
Vargas tomó prisionero a dos oficiales y treinta y seis soldados,
quedando otros tantos muertos sobre el lugar del combate. Consistió
el momentáneo botín en “un pequeño cañón y sus aperos” y vein-
tiocho caballos perdidos horas más tarde al pronunciarse la victoria
a favor de los criollos.
lleso al terminar el combate, pudo reintegrarse a la ciudad sin
mayores obstáculos, prosiguiendo desde allí la notable ejecutoria
de una foja poco común.
Numerosos episodios librados a diario poseen en los versos de
Acuña de Figueroa la belleza clásica digna de Homero. Así el jue-
ves 11 de febrero, al cargar por Aguada y Cordón, cae un soldado
prisionero y mientras desde el río lanchones realistas le auxilian
con metralla y granada, su ordenanza se ve en grande apuro. No
hesita el jefe, “se le aproxima”, lo salva y persigue al contrario,
derribándole de un tiro.
Pese a las fiestas de Carnaval no hubo tregua de ambas partes
y el martes 2 de marzo hubo de ultimarse al ínclito militar, pero:
363
unión, afirmando sobre el particular la viril actitud de aquellos je-
fes: “Los coroneles Galiano y Chain, y el comandante Gallo sostu-
vieron enérgicamente, en la Junta, que primero debería preferirse
la muerte en un combate decisivo, a la ignominia de entrar en una
transacción cualquiera que trajese consigo la entrega de la plaza.
La discusión fué acalorada y tumultuosa, pero la pluralidad estaba
desanimada, y después de perdida la escuadra, ya se observaban
las tropas generalmente sin bríos, exceptuando los cuerpos urba-
nos que, como tenian más que perder y más afecciones personales
que sostener, pedian con energía probar la suerte de las armas.
Decidióse, pues, el proponer a Alvear la entrega de la plaza, siem-
Fre que consintiese en unas condiciones las más ventajosas y exor-
kitantes”.
Prisionero de los porteños a la caída de la plaza, Chain no
tardó en recuperar la libertad, retirándose por completo de toda ac-
tividad pública acorde con sus convicciones realistas.
Vuelto a su estancia de San Javier no se mantuvo extraño al
momento político y en tiempos de Lecor integró la nómina de con-
fabulados españoles desterrados en Santa Catalina. (1819).
Decepcionado por la suerte corrida aquí en América a todas las
confobulaciones realistas, volvió a España, donde debía residir lar-
gos años.
Mientras tanto la vasta propiedad de San Javier quedó a cargo
del primogénito José María Chain que residía en la estancia con
su esposa doña Mercedes Hornos.
A raíz de la muerte del joven encargado —sólo tenía veinti-
cinco años— al ocurrir su deceso el 10 de marzo de 1829, parte de
los consanguíneos regresaron al solar, manteniéndose en quieta y
pacifica posesión del predio hasta el año 1841.
Cuando la zona vino a quedar bajo la absoluta fiscalización
del comando oribista de Paysandú, la referida estancia fué incauta-
da por la famosa ley de Interdicciones y entregada de inmediato
al ex jefe político Nuvell, que la retuvo en su poder hasta el año
de 1851. Con fecha 3 de noviembre de este año, Chain interpuso
sus legitimos derechos sobre los campos y propiedades de San Ja-
vier, de los que fuera despojado, logrando recuperarlos por orden
del Gobierno a principios de 1852.
Electo vocal de la Junta Económico-Administrativa en los comi-
cios del 9 de marzo, renunció con otros personajes conspicuos el 10
de marzo del año siguiente, a raíz del gravoso atropello que sufrie-
ra la corporación en pleno por la inicua conducta del comandante
Ambrosio Sandes. Presidente del citado municipio en 1855 retuvo el
cargo hasta el mes de octubre de 1858. ejerciéendolo con general
beneplácito por su administración ordenada y progresista, según se
desprende del contexto de los libros respectivos.
364
Lo provecto de su edad no fué óbice para que se le eligiera
Alcalde Ordinario en 1859, siguiéndole en carácter de primer su-
plente el boticario Abel Legar.
Ni el peso de los años ni los intereses encontrados de facción
hicieron mella en la notable labor judicial que a su hora contó con
el apoyo del Jefe Político coronel Pinilla y el vecindario más respe-
table de la localidad.
Testigo ocular del Sitio de Paysandú en 1865, se retiró poco
después a la Capital, radicándose allí por el resto de sus días, ya
que la muerte le sorprendió en Montevideo el 5 de diciembre de
1869. Enfermo durante un largo tiempo y solícitamente atendido por
el doctor Gualberto Méndez, jamás perdió la vena del buen humor,
pese a los achaques propios de su edad, ratificando el desvelo de
todos con aquel su dicho muy galaico: “El burro en el suelo y cua-
tro tirando...”
365
tamento de Paysandú, ocupando la senaturía respectiva el pres-
bítero Solano Garcia.
Partidario del general Rivera, en 1836 se abstuvo, sin embargo,
de intervenir en la fracasada Revolución Constitucional, transfor-
mándose al cabo según los papeles oribistas, en uno de los agentes
más activos del bando rebelde. Fué asi que mientras el comandan-
te Luna quedaba dueño de la
campaña sanducera merced al rá-
pido movimiento de su caballería,
los establecimientos rurales de An-
drés Pérez y Benito J. Chain, entre
otros, sirvieron de cuartel y escon-
dite a las fuerzas riveristas.
Descubierta la treta se dictó un
auto de prisión contra los confabu-
lados, constituyéndose en Paysan-
dú una junta de personajes oficia-
listas con expreso encargo de esti-
diar los hechos, pero ya sea por la
revuelta que agitaba al país y la in-
certidumbre momentánea, Chain y
su íntimo Andrés de Rivas, logra-
ron fugar con rumbo desconocido.
(Abril de 1837).
La ya maltrecha justicia lugare-
ña trató de explicar los hechos a
su modo. paliando la remisa acti-
tud en los juicios incoados por igual
causa a los estancieros Andrés Pé-
Benito J. M, Chain rez, Francisco Leleu y Juan Vaca.
Al triunfar la revolución, el caudillo
vencedor dispuso que Chain ocupara la alcaldía lugareña con ca-
rácter interino, documento refrendado por los ministros Enrique Mar-
tinez y Santiago Vázquez. (1? de diciembre de 1839).
Breve fué, sin embargo, este desempeño, ya que electo diputado
a la 4% Legislatura debió abandonar el terruño para radicarse en
Montevideo.
Con la referida investidura además, formó luego en la comisión
de legisladores encargada de recibir en Durazno el juramento de
Rivera cuando ocupó por segunda vez la presidencia de la Repú-
blica. (24 de abril de 1839).
Sin desligarse de sus tareas habituales, las funciones públicas
no relegaron las faginas de la estancia en manos de un adepto
capataz y el progresivo trabajo en el establecimiento de Camacuá,
366
este último negocio de grasería en sociedad con Juan M. de Alma-
gro, dueño del vasto predio circundante.
Ubicada la fábrica de marras sobre la costa del Uruguay en
la antigua casa de los Almagro, entonces residencia de Chain, a
ella acudió Urquiza con el maltrecho séquito, luego de la tremenda
derrota sufrida en los campos de Cagancha. (31 de diciembre de
1839). Viejo amigo y condiscipulo de Chain, éste le prestó toda cla-
se de recursos, y hasta le puso a cubierto de un oficial Reinoso, des-
tacado desde Paysandú por el comandante Pedro J. Brito con el fin
de apresarlo.
A falta de mejor embarcación y dada la premura del caso, el
general entrerriano debió utilizar una rústica pelota, improvisado
medio de transporte inapto para el cruce por la excesiva carga que
importaron el recado y las armas del prófugo. Dispuesto el pasaje.
inclusive por los solícitos oficios de Almagro, la pelota naufragó en
la canal, salvándose Urquiza merced a la presteza del conductor
Góngora, diestro criollo que pudo sacaro a tiro hasta el veril de la
costa argentina, montando en el zaino “Rabioso”, propiedad del mili-
tar. Concluídos los comicios ordenados por el gobierno de la Defen-
sa en febrero de 1841, Chain resultó electo suplente de senador por
su Departamento, fórmula que encabezó Santiago Vázquez, siguiér-
doles en la lista respectiva, Manuel Dura, Joaquín Campana y Gre-
gorio Conde.
Poco después las imposiciones de una guerra sin cuartel, y el
tráfago subsecuente, lo obligaron a buscar seguro refugio en Mon-
tevideo, conducta que favoreció la interdicción de todos sus bienes
raíces por expreso mandato del gobierno instaurado en el Cerrito.
Persona de múltiples aptitudes, en medio de los azares que gra-
vitaban sobre la urbe sitiada, prestó notables servicios a la causa
partidaria.
Comisionado por el gobierno capitalino en la plaza de Maldo-
nado el año 43, poco después se hizo cargo de la Comisión de Emi-
gración, organismo que reorganizó en su carácter de jefe.
Senador en la 5* Legislatura, retuvo el cargo hasta el año 1846,
fecha en que el Gobierno sustituyó las Cámaras por la Asamblea
de Notables. a causa de que sólo tres senadores mantenían los fue-
ros legales.
Conspicuo miembro del nuevo organismo estatal, inició sus fun-
ciones el 14 de febrero, para figurar, dados los nexos familiares en
el bando contrario al general Rivera.
Pero de todos los cometidos realizados a lo largo de su exis-
tencia, ninguno tendría mayores proyecciones que la interpósita
misión de 1846, sigilosa visita de orden confidencial que efectuó a
Entre Ríos so efectos de interesar al general Urquiza en los términos
de una alianza destinada a concluir la Guerra Grande. Tras las
367
riesgosas gestiones personales del comerciante catalán Antonio Cu-
yás y Sampere, el organismo gubernativo de Montevideo inició a
su vez los primeros tratos, encomendándole a Chain la difícil tarea,
por ser de pública notoriedad los antiguos vínculos que le unian al
gobernador de Entre Ríos.
Dentro de las indudables reservas que impuso la gestión diplo-
mática, pudo trasladarse a Concepción del Uruguay en octubre del
referido año, siendo portador de un memorándum básico para los
terminos de la futura alianza. .
“Los intereses de Entre Ríos —afirmaban las instrucciones— no
son los de Buenos Aires; y él debe persuadirse que mientras don
Juan Manuel de Rosas mande en ese país, y sobre todo mande como
manda hoy, no debe esperar para su provincia, ni quietud, ni con-
cesión de ninguna especie que le favorezca considerablemente. El
gobernador de Buenos Aires, antes de hacerla al pueblo de Entre
Rios, verá primero si conviene a los intereses de su supremacía ex-
clusiva, que tanto quiere dar al rueblo de Buenos Aires; y sólo ac-
cederá a ella, cuándo y cómo convenga a esos intereses.
“De modo que si entonces es fuerte por el triunfo que haya ob-
tenido sobre los enemigos que hoy lo combaten, ese poder lo em-
pleará todo para imponer su voluntad y oprimir a todos tiquellos que
se le opongan; en cuyo caso a Entre Rios no le quedará más dis-
yuntiva que entrar en una lucha extremadamente desigual y sin
esperanza de suceso, o someterse ciegamente a lo que quiera el go-
bernador de Buenos Aires, perdiendo así la más preciosa oportuni-
dad que se le ha podido presentar de hacer a su provincia y a todas
las demás de la Confederación Argentina, el más grande bien que
pueden apetecer.
“Que el gobernador Urquiza comprenda bien esta verdad y se-
pa apreciarla a tiempo. El no tiene hoy nada que temer. Su causa es
la de todas las provincias. Con sólo lanzarse él, ellas le seguirán, y
Rozas es perdido. Tal es el estado de las cosas. Hoy todo es hecho;
después, será tarde. Téngase presente que triunfante el gobernador
Rozas, su poder material y moral lo hará tan fuerte, que sólo una
coalición muy bien sistemada podrá combatirlo, y esto se sabe por
experiencia que no es la obra de un día, cuando hay que hatkérselas
con un poder fuerte y que ha sido feliz. Hoy es, pues, el momento de
entablar la lucha, hoy que la cuestión está en su punto crítico, y en
que el más pequeño accidente puede decidirla”.
Dice Pereda que “sin duda por las reticencias con que procedió
Urquiza” al escribirle el ministro Herrera y Obes se le recomen-
daban medidas que en otras ocasiones parecerían obvias.
“En este negocio procederá usted con la mayor franqueza para
con el señor gobernador Urquiza. El gobierno de la república no co-
noce otra política que la que se busca en la buena fe, en la lealtad,
368
en el honor y en la justicia. Nada, por consiguiente, tiene que ocultar,
y si en esta negociación quiere guardar la más grande reserva, es
más en consideración y respeto a la posición del señor gobernador
y al éxito del resultado que pueda traer, que por ninguna otra mira
de egoismo”. (Pereda, cit. Los extranjeros en la Guerra Grande, pá-
ginas 137-139).
Por de pronto la feroz campaña contra el litoral y el inicuo ata-
que contra Paysandú, llevado a cabo el 26 de diciembre de 1846 por
las fuerzas capitalinas disgustaron a Urquiza, al plantearle nuevos
compromisos con Rosas. El relego momentáneo de las conversacio-
nes entabladas con el mediador oriental fué cuestión inevitable,
alargándose luego el paréntesis de espera por el fracaso del con-
venio de Alcaraz y la intransigencia del omnimodo entrerriano ha-
cia el gobierno correntino, diferendo concluido en la sangrienta ba-
talla de Vences. (27 de noviembre de 1847).
A su victorioso retorno, el general se constituyó en la ciudad de
Concepción del Uruguay. y es dable saber por referencias de Pe-
reda que desde enero de 1848 comenzaron a reanudarse las trata-
tivas. En el interregno de estos sucesos Chain había permanecido en
la urbe ribereña y aunque nada existe de concreto sobre el parti-
cular, ciertos indicios persuaden que en forma hábil se atrajo la
aquiescencia de muchos allegados a la supremacía provincial.
Poco después —sin enceguecerse por el último triunfo— el go-
bernador “no sólo permitió el arribo al puerto de Concepción del
Uruguay de buques procedentes —de Montevideo— y su retorno,
sino que se le oyó muchas veces emitir los más favorables juicios
acerca de la administración del gobierno de don Joaquín Suárez”.
Aunque las instrucciones primarias extendidas a nuestro me-
diador comprendian inclusive trato secreto con los gobiernos de Co-
rrientes y el Paraguay, la ocupación de aquella provincia por las
fuerzas represivas de Entre Rios malograron el intento, relegándose
la nación guaraní por obvias razones de seguridad.
Recién el 21 de mayo de 1851 Urquiza se avino a celebrar la
alianza en Montevideo, esta vez de completo acuerdo con el Me-
morándum redactado por Chain, acuerdo tripartito que incluyó al
Imperio del Brasil.
Feliz epílogo de tan loable esfuerzo constituyó la victoria aliada
de Monte Caseros, que depuso para siempre la tirania de Rosas,
trayendo como consecuencia inmediata la reorganización nacional
de ambas naciones platenses.
El 31.de octubre de 1851, a escasos dias de haberse concertado
la paz entre el gobierno del Cerrito y los representantes del “Ejérci-
to Grande”, Joaquin Suárez designó jefe politico de Paysandú a D.
Benito Chain, pero éste no se higo cargo del nuevo empleo hasta el
21 de diicembre. Sucesor de Remigio Brian en los destinos locales,
369
corto fué sin embargo su desempeño, porque el 6 de agosto de 1852
un decreto del presidente Giró vino a reemplazarlo por Francisco
Rivarola, conceptuado residente bonaerense que por razones expli-
citas no ocupó el puesto.
Excelente colaborador del jefe político coronel Felipe Fraga, lo
subrogó en calidad de interino el año 53 y al constituirse la comi-
sión local de estadística junto con el comerciante catalán José Vilar
formaron la reducida junta encargada de estructurar los cuadros
Tegionales, conforme el decreto respectivo (23 de diciembre de 1853),
bajo la, presidencia de aquel bizarro hombre de armas.
Adepto al Partido Conservador, con el triunfo de esta fracción
política merced al golpe revolucionario de 1855, el gobierno presi-
dido por el ciudadano D. Luis Lamas lo nombró Capitán del Puerto
de Montevideo. vacante por retiro voluntario del coronel Gabriel
Velazco. Posición de orden vocacional, de acuerdo con el historiador
Fernández Saldaña, una vez que el país entró en la normalidad, “ha-
ciéndose cargo del Poder Ejecutivo Manuel Basilio Bustamante, Ve-
lazco retornó al destino cesando por consiguiente Chain”.
De regreso a la tierra de sus días en 1858, centró los esfuerzos
personales en la restauración de los bienes, fortuna prácticamente
abandonada desde el año 52 fecha en que pudo resarcirse al patri-
monio familiar la estancia y saladero de San Javier.
El reintegro de todos modos legal lo obtuvo por interpósito poder
ctorgado a Roberto Negro, lográndose no sólo las tierras sino también
algunas tropas de animales vacunos y caballares. A raíz de los in-
cuestionables gastos que erogaron las gestiones de referencias su
anciano padre le cedió un campo con fondos a la costa de Bellaco.
Por exigencias de aquellos difíciles tiempos, el 22 de junio de
1858 vendió legua y cuarto sobre el referido límite, previa mensura
hecha por el agrimensor prusiano Adolfo von Comring. Un año des-
pués (14 de setiembre de 1859), según escritura autorizada en la Vi-
lla de Paysandú, Chain adjudicó las 225 cuadras sobrantes en Be-
llaco al poderoso terrateniente Mateo García de Zúñiga, represen-
tado en la transacción por D. Francisco Rivarola.
Dueño además de un extenso predio en Sacra, el 7 de noviembre
de 1862 vendió la fracción mayor a Benito Aubry por un poder es-
pecial concedido a Benito Jorge Chain, vástago del ilustre coterrá-
neo. Este a su vez tuvo residencia en la ciudad hasta el año 66, fecha
del retiro definitivo a la capital de la República.
Viwió los últimos tiempos sanduceros en una finca a dos aguas
ubicada en la intersección de las calles Patagones y del Mate (Lean-
dro Gómez y Libertad), (S. O.), casa del homónimo hijo y su ruidosa
progenie. La residencia de marras, no obstante encontrarse fuera del
cuadrilátero defensor en 1864 sufrió un serio impacto de cañón en
370
el mojinete. golpe eventual origen del derrumbe, siniestro que toda
la familia pudo obviar a tiempo.
Antiguo amigo del general Lorenzo Batlle, al ascender éste a la
presidencia lo nombró Capitán del Puerto (6 de mayo de 1868), de-
signación conforme a los viejos méritos contraidos en el desempeño
anterior. Poco más de un año retuvo este cargo, ya que tras corta
enfermedad falleció el 11 de agosto de 1869.
CHAPLIN. ENRIQUE,
371
Puesto en íntimo contacto de las masas humildes con toda su
áspera realidad, estudió a “motu proprio” los problemas sociales
más inmediatos, poniendo en evidencia las fallas no resueltas del
mecanismo social.
De esta manera centró sus empeños en derredor al misero des-
tino de la juventud desvalida, empeño tanto más valioso por no
existir medios de reeducación. El trágico destino de los recluidos
concluía en la cárcel hasta la ma-
yoría de edad en cumplimiento de
una pena más o menos severa,
pero en nada amenguaban la pe-
ligrosidad del condenado, ya que
la misma promiscuidad carcelaria
definia mayores posibilidades en
el vicio y el crimen.
Dispuesto a salvar un contin-
gente humano para remodelarlo
en beneficio de la sociedad, hizo
“vocación cardinal de su vida” el
rescate de los presos jóvenes, asi-
lándolos en la estanzuela de San
Francisco.
A principios de 1900 tomó a su
cargo el primer menor rescatado
de la Cárcel, iniciando de esta
suerte una obra que mantuvo por
espacio de casi un medio siglo.
Enrique Chaplin Anticipándose a la vigencia de
leyes protectoras de orden psico-
pedagógicas, el filántropo sanducero estableció la primera colonia
de reeducación de menores del país, labor tanto más eficiente porque
ninguno de sus asilados volvió a delinquir.
Bajo una sensata disciplina humanitaria, los jóvenes recibían
albergue, mantención y vestido, obligándose por su parte a con-
tribuir con su trabajo a las faginas de la casa.
Según la predisposición de cada uno, buscó medios para darles
el oficio o la tarea predilecta, encarrilándolos por la buena senda.
Hecho en esta consigna, don Enrique obtuvo el apoyo perma-
nente de todas las autoridades departamentales. recibiendo a la
mayoría de los jóvenes presos en la Cárcel Central.
Recuerda un cronista contemporáneo, que todos “fueron tratados
con el mismo cariño, con el mismo desvelo. Sobre la eficacia de su
docencia sencilla de hombre bueno, habla con elocuencia el hecho
de que, de los más de 450 jóvenes que pasaron bajo su tutela en su
372
Cabaña “Los Mochos”, situada en San Francisco, ninguno debió
ser devuelto por incorregible a la Cárcel.”
En 1947, ya sexagenario, adquirió 13 hectáreas que totalizaron
un valor de 27.000 pesos. constituyendo en los suburbios de la ciudad
el barrio de su nombre. Luego de construir la casa albergue de
ancianos, subdividió el terreno en parcelas de 500 metros, dotándolo
de la correspondiente finca para la familia que debía ocuparla.
Contrario a la dádiva, como forma deprimente, cada casa fué
adjudicada a una familia bajo la única obligación de pagar la co-
rrespondiente mensualidad, ínfima paga que los hacia propietarios
al cabo de treinta y tres meses.
No es tarea fácil compilar su vasta labor humanitaria, tan múl-
tiple y continuada, que le hizo el más digno sucesor de aquella
pléyade benefactora que fué honra y prez de nuestro solar.
Constructor como decimos del Barrio Chaplin, destinado a los
ancianos y pobres de solemnidad, este rasgo de nobles alcances
bastaría por sí solo para salvarlo del olvido. Solidario con el dolor
ajeno, su muníifico altruismo se perpetua en las repetidas donaciones
al hospicio público. bibliotecas, escuelas rurales, casas-cunas, cen-
tros deportivos y la no menos plausible beneficencia diaria hecha
en el anonimato.
Sin males aparentes, una rápida dolencia dió fin a sus días el
24 de Julio de 1955, constituyendo el sepelio una verdadera apoteo-
sis, donde se conjugaron todas las clases sociales.
CHIRIF. ALMANZOR,
373
Aunque Chirif fué testigo ocular de aquel sensible colapso de
la táctica riverista, la parquedad de los detalles omitió porción
de inéditas referencias que a buen seguro hubieron jerarquizado las
men citadas Memorias.
A
Posteriormente desde febrero del
año 1843 estuvo bajo órdenes
de Ramón Tabarez y el mayor
Bernabé Valdenegro, subordinados
de Bernardino Báez, revistando
Chirif como clarín en las acciones
que culminaron con la Toma del
Salto, victoria de Itapeby, persecu-
ción y derrota del coronel Manuel
Lavalleja en la célebre captura
del convoy.
Bajo órdenes de Garibaldi estu-
vo en San Antonio para actuar lue-
go en la defensa del Salto contra
los enconados ataques de Servan-
do Gómez, siendo muerto el jefe
de la plaza, Luciano Blanco, uno
de los militares predilectos del ge-
neral Rivera.
Emigrado a Entre Ríos luego de
este contraste, regresó en 1848, fi-
Almanzor Chirif jando residencia en Valentín, don-
de trabajó como estanciero hasta
el año 1853. Desconforme con la situación política del país volvió
a Entre Ríos, pasando luego al pueblo de Curuzú-Cuatiá (provincia
de Corrientes), lugar de una perentoria estadía que concluyó en 1855.
De regreso al litoral ingresó en la Compañía de Agustin Fres-
nedoso, batallón salteño que había de abandonar al pronunciarse
la Revolución Conservadora masacrada luego en Quinteros. Chirif
logró alcanzarlos con otros compañeros de causa cuando ya se
encontraban en marcha hacia el trágico rincón, siendo rechazados
por el propio César Díaz en vista de que ya se consideraban perdi-
dos ante las férreas persecuciones del general Medina.
Restablecido con un comercio en el Departamento del Salto,
liquidó sus haberes en 1861 para dedicarse a las faginas agrope-
cuarias en la zona de Ñacurutú y Guayabos, negocio que retuvo
hasta los inicios de la Revolución de 1863. En abril. vale decir con
el propio comienzo de la campaña sediciosa, obtuvo el grado de
alférez al entregar todo el personal y tropa a favor de la causa
partidaria.
374
Actor en los sitios del Salto y Paysandú, recibió los despachos
de capitán el 14 de mayo de 1865, es decir pocos meses después del
triunfo de Venancio Flores.
Al decretarse las hostilidades contra el Paraguay, revistaba en
el Batallón 24 de abril que formó parte del Ejército Aliado, tocándole
actuar en la Escolta del general Enrique Castro — su jefe desde no-
viembre de 1865 a diciembre de 1869.
Se encontró en los combates de Paso de la Patria, Toma de
Itapirú, Estero Bellaco, Tuyuti, acciones del 16, 17 y 18 de julio de .
1867 en Boquerón, reconocimiento de Arroyo Grande y batalla de
Paré-Cué (1868); ataque y ocupación de Humaitá, Lomas Valentinas
y rendición de Angostura (1869). Además de la marcha expedicio-
naria al Ibicuy bajo órdenes del comandante Coronado, integró la
columna que entró en Asunción.
Sargento Mayor graduado desde el 8 de enero de 1870, figura
en el Batallón 1% de Caballería del Salto. Con la investidura de
referencias colaboró en el ejército legal contra la Revolución de Apa-
ricio (1870-1872), asistiendo a los encuentros campales de Tacua-
rembó, Monsavillagra, Espuelitas, Severino, Corralito, Potreros de
Soriano y ataque a la Unión como ayudante del coronel Ernesto
Courtin que mandaba la Escolta de Gobierno, encontrándose poste-
riormente en la batalla decisiva de Manantiales.
Partidario del Motín que derrocó al presidente Ellauri el 15 de
enero de 1875, retuvo el mando de la caballería salteña durante la
Revolución Tricolor para formar luego en el ejército gubernista que
al mando del coronel Simón Martínez, jefe de la guarnición, salió
de la plaza a fin de incorporar las huestes del coronel Hipólito Co-
ronado.
Detenidos los trenes que conducion las tropas del gobierno en
Estación Palomas por el contingente tricolor de Atanasildo Saldaña,
luego de un nutrido tiroteo las huestes oficiales debieron regresar al
Salto, atribuyéndose ambas partes la indefinida victoria. (13 de oc-
tubre de 1875).
Adscrito a la policía de la ciudad norteña, recibió el 7 de enero
de 1876 los galones de Teniente Coronel Graduado. manteniéndose
en servicio activo hasta el 27 de julio de 1878, en que fué dado de
baja.
Reincorporado el 16 de julio de 1880 recibió el último ascenso
correspondiente al de Teniente Coronel, el 5 de octubre de 1889, man-
teniéndose en servicio activo durante casi treinta años, pese a lo
provecto de su edad.
Al retirarse de filas tenía escritas las referidas “Memorias”, obra
incompleta según se dijo, porque omitió datos de notorio interés ge-
neral, sacrificados en aras de cortos detalles sin mayor trascendencia.
375
Este manuscrito existió en poder del historiador Pereda, ignorándose
si fué publicado alguna vez en forma total o fragmentaria.
El teniente coronel D. Almanzor Chirif dejó de existir en Monte-
video el 13 de febrero de 1919, a los noventa y cuatro años de edad.
D
DEBALI. JOSE,
376
días más tarde fué hecho prisionero en el puerto al reconcentrarse en
este punto algunos efectivos de la plaza, siendo llevado con poste-
rioridod a presencia del coronel Wenceslao Regules, cultor militar
que for entonces convalecia de heridas que recibiera en el curso de
la Cruzada revolucionaria. En la imposibilidad de resolver su situación
personal fué traspasado al campamento del teniente coronel José
G. Suárez, militar que dispuso presentarlo al general Venancio Flores,
jefe del Ejército sitiador.
Dadas las precarias condiciones
del hospital volante, Flores lo en-
vió el mismo día a Concepción del
Uruguay, con la expresa condi-
ción que de recuperarse vendría
a reunirse al grupo de sus prefe-
rencias políticas.
Larga fué sin embargo la postra-
ción física y aunque regresó a
Paysandú el 3 de febrero de 1865,
no se revuso totalmente hasta
marzo de 1866.
En el interregno temporario de
referencias, compuso “El bombar-
deo de Paysandú” obra para piano
impresa el año 66 en la Litografía
Bajac, acreditado establecimiento
caritrlino de la calle Cerrito 88.
Tácito homenaje al glorioso he-
cho de armas, esta bella fantasía
militar constituye la primera com-
posición escrita en recuerdo del José Debali
Sitio.
Reincorporado al cargo no bien estuvo repuesto, lo desempeñó
por espacio de tres años con general beneplácito, sirviendo en efecto
bajo la jefatura de los militares José Mundell, Ventura Torrens, Ma-
nuel Caraballo, Wenceslao Regules, Manuel Pacheco y Obes. y el
progresista ciudadano Eduardo Mac-Eachen.
Notorio colakorador de la eficiente obra constructiva realizada
por este digno funcionario, figuró en diversas comisiones, destacán-
dose como miembro elemplar en la fundación de escuelas y la aper-
tura de la primera Biblioteca Pública.
Ecónomo del Hospital de Caridad desde julio de 1870, por nom-
bramiento del Comando local, retuvo el puesto por espacio de cuatro
años, y en las funciones de marras debió atender a todas los heridos
internados en el nosocomio después de la batalla de Corralito (17 de
377
octubre de 1870), reclusos que colmaron las comodidades del hospicio
porque su número sobrepasó el ciento.
Electo Juez de Paz de la 1* Sección departamental en 1875, al
siguiente año integró la Junta Económico-Administrativa, actuando en
la institución hasta 1880, primero en calidad de Vicepresidente y
después como Presidente, desempeño que no le inhibió permanecer
al frente de la Comisión de Instrucción Pública.
Votado Juez de Paz de la 1* Sección en 1879, este segundo
desempeño fué tanto más ejemplar por la absoluta independencia
de carácter puesta en juego a lo largo de las acciones judiciales,
según lo demuestran los legajos de época. Coetáneamente además,
era una de las pocas autoridades locales reacias al gobierno de
Latorre, llegando en reconocido acto de valor, a negarse a suscribir
la ominosa prórroga de la dictadura, pese a su condición de emplea-
do público.
Vuelto por tercera vez a la judicatura de la misma seccional en
1882, resultó electo a poco, miembro del Colegio Electoral constituido
para nombrar senador por el departamento de Paysandú.
La reiterada actividad en disciplinas tan diversas no relegaron
nunca la firme vocación filarmónica, presente en variados aspectos.
Fué de esta manera profesor de música mientras subsistió la célebre
Sociedad Orquestal “Amistad” (1871-1885), centro de esporádica
existencia donde se daba cita la más groanada juventud lugareña.
Fundador de la Sociedad Lírica Giribaldi y del Ateneo, junto con
Bruno Goyeneche compartió durante lustros las cátedras de la más
alta docencia musical, hechas de noble abnegación y desinterés.
Con una competencia de excepción en materia jurídica volvió
a ocupar el Juzgado de la 1? Sección en 1885, siendo reelecto en los
años de 1888 y 1891. Durante el interregno por las integérrimas cua-
lidades de hombre probo y austero se le renovaron credenciales como
miembro del Colegio Electoral para designar Senador por el Depar-
tamento (1888) y en 1890 volvió a ocupar la presidencia de la Comi-
sión de Instrucción Pública.
Vicepresidente de la Junta E. A. en 1885 y 1888, por renuncia del
titular ocupó la presidencia hasta setiembre de 1890. Conceptuado
figura del municipio, los dos últimos periodos fueron particularmente
destacables por las obras llevadas a feliz término.
Gestor eficaz del edificio para la Junta y sus anexos en un am-
plio terreno de calle Plata, inició la bella planta municipal de estilo
neoclásico concluida después. Hacia la misma época se terminaron
las oficinas de la Tablada y la refacción de los Corrales de Abasto.
Asimismo, siendo miembro de la Comisión de Obras Públicas
378
culminaron los trabajos de los edificios policiales correspondientes
a las tres secciones urbanas y las comisarías de Colonia Porvenir y
Nuevo Paysandú.
Presidente de la Comisión de Defensa Agrícola en 1890 tuvo a su
cargo los planteles encargados de exterminar el acridio en la ciudad
y ejido, tarea singularmente dificil por las proporciones de las man-
gas invasoras.
Además, con solidario orden humano intervino en la junta diri-
gente de la Sociedad Nacional de Socorros Mutuos y la desaparecida
Sociedad Cosmopolita, institución que contó en su tiempo con los
mejores reglamentos.
Renovado en las funciones judiciales, siempre en la 1? Seccional
urbana, al abandonar el desempeño en 1909 la Alta Corte de Justicia
envió un mensaje a las Cámaras solicitando una pensión graciable
que le fué concedida.
Compositor de mérito, en 1925 escribió las partituras “Artigas”
v “25 de Agosto”, composiciones musicales ejecutadas por primera
vez al inaugurarse el Monumento de Artigas.
Don José Debali falleció en Paysandú el 13 de junio de 1933,
próximo ya a cumplir noventa y dos años de edad.
Un justiciero decreto de la Intendencia dispuso que la Banda Mu-
nicipal llevara su nombre. existiendo en proyecto el mismo homenaje
no bien se habilite la diagonal traviesa a los fondos del Cementerio
Nuevo.
Este conceptuado prócer de nuestra historia filarmónica contrajo
nupcias el 14 de octubre de 1861 con doña Teresa Vizcarra, hija de
Nicolás Vizcarra y María Orrospil. Constituyeron su posteridad Juan
José Debali cónyuge de Julia Pereira; Juana Debali, esposa de Arturo
Carbonell y Vives; María Luisa Debali, cónyuge de Alejandro Stirling
Osores; Pablo Dekbali, que casó con María Antonia Marchales; Julio
Debali, esposo de Amalia Cánepa; Dr. Jacinto Debali, que tomó estado
con Magdalena Puchulu, y Luis J. Debali, desposado con María Rosa
Maresma.
379
Sus progenitores, los antiguos vecinos genoveses Santiago Las-
sarga y Magdalena Canale, se esmeraron por dar a sus hijos la
mejor instrucción factible en estas latitudes, enseñanza de orden par-
ticular conceptuada entonces como la más eficiente. Fué su maestro
don Pedro Bayce, pedagogo francés que aunaba con las dotes inte-
lectuales una vasta erudición de neto modelo extranjero.
Alto y bien plantado, según refería su dilecta alumna, cubrió
la robusta complexión física el in-
faltable paletó de astrakán, sin
perder jamás el garbo airoso, los
modos solemnes y el saludo hecho
a modo de reverencia con la so-
berbia galera de felpa.
Residente por entonces a calle
traviesa del Cuartel llamado des-
pués del Solferino. doña Paula se-
ría, andando el tiempo, vívida
historia de los graves aconteci-
mientos que primaron sobre la in-
fortunada ciudad, recuerdos de
época insertos luego en una escue-
ta memoria con valioso acopio de
fechas y datos.
Contrajo nupcias el 1% de abril
de 1860 con el caballero francés
Tomás Antonio Debarbieri, verda-
dero trotamundos que tenia reco-
rridos casi todos los mares de la
tierra.
Paula Lassarga de Debarbieri Con arraigo ininterrumpido has-
ta el Sitio de Paysandú, en mo-
mentos de formalizarse las hostilidades el matrimonio Debarbieri
buscó asilo en Concepción del Uruguay, triste destierro si es de te-
nerse en cuenta el abandono de todos los bienes y el nacimiento
del segundo párvulo fallecido a poco.
De vuelta a Paysandú, casi un año después nació Elvira, dama
antaño muy conocida en nuestra sociedad y último descendiente
sanducero, porque los azares de la vida llevaron la familia a radi-
carse en Fray Bentos.
Allí, en la pequeña ciudad ribereña conmovida por la guerra
civil, todos los afectos se volcaron en la menuda progenie, habién-
dose acrecentado la estirpe con los hijos fraybentinos Tomás A.
(1870) y Lucrecia (1872), luego eminente educadora del ciclo
postvareliano.
380
En aquel verdadero destierro peninsular compartirian los mejores
días con la familia del señor Bernardino Rivadavia, hijo del prócer
argentino que afrontó el duro exilio oficiando en calidad de sereno.
Inolvidables fueron las veladas que presidia entonces doña Ni-
colasa Benitez de Rivadavia, amistad entrañable que sólo concluyó
con la muerte.
Cuando los emigrados argentinos regresaron a Buenos Aires
una ininterrumpida correspondencia mantuvo el nexo de siempre
tanto que al sentirse enferma de muerte la señora de Rivadavia
urgió la presencia de la amiga sanducera.
Tras el fallecimiento acaecido el 22 de marzo de 1879, misia
Paula y sus hijas permanecieron en la urbe porteña, quedando de
aquella época una descripción de la ciudad que tiene toda la be-
lleza de un cuadro litográfico y el encanto de su grafía coetánea.
Nada más ilustrativo que el trozo coincidente con la Semana
Santa y las imprescindibles visitas de las iglesias capitalinas; “el
Domingo de Ramos estuve en la capilla de Santa Felicitas, a la tar-
de estuve en Santo Domingo y San Francisco; el viernes Santo en
la Catedral, en San Ignacio o el Colegio. En San Telmo predijo Fray
Marcolino Benavente el 27, Domingo de abril de 1879. Estuve en la
Casa de Expósitos; la inscripción de la puerta del torno: “Mi padre
y mi madre me arrojan de sí y la piedad Divina me recoge aqui”
A la noche estuve con Lola y Lucrecia en la plaza de la Concep-
ción, y el 28 salí a pasear en frente de San Telmo”.
Afincada en Paysandú desde 1880 residió durante lustros en
la vieja casa paterna de calle Colón número 171 (cifra antigua),
cuya sala, típico ambiente adornado con muebles de palisandro y
caoba acogió la sociedad de los tiempos heroicos, verdadero pro-
cerato civil inserta en los apuntes diarios que al cabo conformarian
su biografía.
Ausente de la ciudad por largos interregnos, falleció en Paysan-
dú el 16 de agosto de 1921, a los setenta y seis años de edad.
Agrimensor y topógrafo.
Nació en Francia el año 1827 y falleció en Montevideo el 27 de
noviembre de 1901.
Procedía de familia acomodada y de tendencia republicana,
causa por la que tomó partido el entonces joven Delort, valiéndole
notorias persecuciones de la policía adicta a Napoleón III. Por este
motivo debió emigrar al Río de la Plata, instalándose en Montevi-
deo a mediados de 1853.
Desprovisto al parecer de sus títulos originales de agrimensor
381
debió rendir el correspondiente examen ante la Comisión Topográ-
fica, confiriéndosele el diploma con fecha 6 de octubre, documento
emanado del Gobierno Provisorio, que signaron Juan Antonio La-
valleja, José Antonio Zubillaga y Juan Carlos Gómez. La vasta labor
de Mr. Delort se halla repartida en ambas Repúblicas del Plata,
rezón de su permanencia en Buenos Aires y Montevideo, donde
coadyuvó en numerosas empresas de la especialidad.
Según lo confirman algunos
planos de su firma, las primeras
mensuras de importancia pudo
realizarlas en el Departamento de
Colonia merced al tácito apoyo de
las autoridades locales.
Vinculado a Paysandú desde
el año 1856, algunos trabajos su-
yos fueron ejecutados por el ayu-
dante Helsengreen. Data de esta
época el notable plano de la ciu-
dad, interesante cuadro topográ-
fico que existe en el Municipio
sanducero. trasunto visionario del
geodesta francés, utilizado aún,
desde que fué relevado con miras
al porvenir. Asimismo fué pro-
yecto suyo un plan de desagúe
general de la ciudad, idea que
Carlos Víctor Delort no tuvo andamiento por falta de
empresas y lo extenso del tra-
bajo, feliz anticipo del progreso urbano.
La historia topográfica urbana reserva un largo capítulo a la
obra efectiva de este profesional europeo, labor que abarca un es-
pacio de cinco lustros.
Radicado en Montevideo, donde ejerció su carrera, fué además
digno funcionario de la comuna, habiéndole sorprendido la muerte
mientras retenía este último empleo.
Fué casado con doña Luisa Peggels, distinguida matrona que
le sobrevivió hasta el 8 de abril de 1938.
382
por algunas razones que era de Concordia, noticia tradicional sin
comprobante alguno que pretende desdecir el origen concepcionero.
Nacido en 1843, hijo de Juan de los Santos y Gertrudis Cañete,
poco se conoce de sus mocedades, pero consta que muy joven ingresó
en el ejército entrerriano, destacándose por cualidades de orden cas-
trense, así como por las aficiones filarmónicas.
Pistón del célebre Regimiento Estrella guardia personal del Gober-
nador de la provincia, Justo J. de
Urquiza, el rígido trato de filas le
hizo concebir la deserción, idea
cumplida hacia 1867 con otros com-
pañeros de armas. El abandono de
marras lo realizó en compañía de
otro recluta y el oriental Cayetano
Santana (a) “Pelón”, sujeto ducho
para cualquier clase de aventuras.
Deke consignarse que las repetidas
evasiones desde Entre Ríos hacia
esta Banda originaron continuas
notas del vecino gobierno y la ex-
tradición no siempre fué cumplida
desde el Uruguay a causa de las
rígidas penas impuestas a los deser-
tores. En tiempos del coronel Mun-
dell, las autoridades policiales reci-
bieron varias listas de prófugos en
cuya nómina figuraban los citados
reclutas, disponiéndose al efecto su
captura por intermedio del comisa-
rio Gaspar Colmóm, encargado de Fortunato de los Santos
la seccional donde permanecían.
Dos versiones existen en torno al frustráneo arresto malogrado
por el fiel “Pelón” y una criolla amiga, doña Froilana Barrientos,
esposa de Juan Colmán.
No hesitó en anticiparse el comisario por interpósita comunica-
ción al gaucho Santena, a fin de avisarles y dar visos legales al
presunto cometido policial.
Llegado que hubo el comisario, Froilana salió al paso de su
cuñado, llenándolo de supuestos improperios y mientras Colmán
simulaba aplacarla, el requerido que había entrado al rancho en
procura de ropas, pudo escurirse por una ventana escapando en un
buen zaino puesto allí de exprofeso.
La otra noticia desautorizada por Santana infiere que De los San-
tos fué atado a la barriga del caballo, liberándolo “Pelón” y la se-
383
ñora de marras, mientras los aprehensores se entregaban al bebe-
raje en una pulpería de las vecindades.
Hombre de orden, sin embargo, en 1869 don Fortunato de los
Santos comenzaba a revistar en la policia rural con el grado de
sargento, ingreso favorecido en virtud de la. bizarra defensa de una
familia.
Encontrándose de visita por acaso, le tocó repeler en altas ho-
ras de la noche a cierto bandolero de triste fama, sujeto al que pudo
ultimar tras duro combate en duelo criollo.
Durante la Revolución de Aparicio (1870-1872) sirvió en las filas
gubernistas de la División Paysandú bajo órdenes del coronel Dio-
nisio Irigoyen, ardua campaña militar cumplida junto al futuro ge-
neral Mauricio Rodríguez, luego testificante de todos los azares su-
fridos en común. Por referencias de éste consta que ambos revista-
ron con el grado de oficial en el Batallón de Lanceros que actuó
sucesivamente en las batallas de Corralito, Sauce y Manantiales.
Capitán en 1872, se reintegró al servicio de la policía hasta la
Revolución Tricolor, habiendo sido destinado en febrero de 1875 a
la vigilancia “de la barra de Sacra para abajo”, lugar por donde
era factible la invasión desde Entre Ríos.
Siendo Comisario de la 3* Sección Rural debió engrosar la van-
guardia de Nicasio Borges al mando del coronel Dionisio Irigoyen,
avanzada dictatorial que dió alcance a los 400 efectivos revolucio-
narios en Guayabos, donde tras débil tiroteo se impusieron los del
gobierno por un golpe sorpresivo y el número de tropas veteranas.
Trágico saldo de la hecatombe fueron más de cuarenta degollados,
entre los que se contaban numerosos jóvenes de la mejor sociedad
capitalina y sanducera (7 de octubre de 1875).
Se ha dicho que el comisario De los Santos pudo salvar la tre-
menda suerte de algunos prisioneros y el inmediato despojo de to-
dos los cadáveres, atribución exagerada por la simple condición de
recluta.
Con fecha del 2 de enero de 1876, el comandante departamen-
tal Elías Borches lo nombró Comisario de la 9* Sección, vasta zona
comprendida entre el “Uruguay y Araújo de Oeste a Este, y Que-
guay y Daimán de Sur a Norte”. Para este largo perímetro tenía
sólo dos comisarios vigilantes y ocho guardias civiles.
Epoca heroica en que el valor suplia las inmensas contingen-
cias del desierto. por ser el título apenas una prerrogativa más en-
tre esforzados colaboradores, poco después debía medir sus fuerzas
con “El Clinudo”, célebre bandolero requerido por la justicia, al que
dió muerte en difícil pugna. El valiente capitán a su vez recibió
varias heridas, siendo una de ellas de bastante gravedad, según el
diagnóstico del doctor Mongrell.
Sin visible mejoría hasta fines de abril del año 76, debió ocu-
384
rrir después a la ciencia capitalina para reponerse, luego de penoso
tratamiento.
Las circunstancias anómalas del hecho y su condigna difusión
por las hojas coetáneas dió notoriedad a la hazaña, de tal suerte
que el mismo dictador Latorre se interesó por el abnegado servidor
de tierra adentro.
De acuerdo con las menciones personales del capitán León Vi-
sozo, su compañero de armas, en ocasión de la visita hecha de in-
cógnito por Latorre a la comisaria seccional, éste hizo reunir al más
conspicuo vecindario para escuchar de cada uno la digna y honro-
sa comportación del subordinado.
De inmediato y frente al adusto séquito que encabezaba el ayu-
dante, coronel Américo Fernández, nuestro temible dictador felicitó
al comisario De los Santos, dándole “carta blanca” para deshacer-
se de toda clase de malhechores, prerrogativa que usó siempre con
discreta parsimonia.
Sin ascenso hasta el 1? de octubre de 1879, el tardio recono-
cimiento a notorios méritos se concretó en un diploma que lo in-
corporaba al Ejército de Línea con el grado de teniente 1? y capitán
graduado en el arma de caballería.
Dado de baja el 14 de febrero de 1880 “por no justificar su exis-
tencia”, el retiro en cuestión constituye a la fecha un enigma ines-
crutable, porque continuaba en el desempeño policial conforme a
varias misivas de época. La rara trama además. de tamaño decreto
quedó en nada, pues el 16 de abril del mismo año fué “reincorpo-
rado al ejército, con pase a la policia de Paysandú”.
El traslado en cuestión, sin embargo, no debió exceder un plazo
de orden prudencial a raíz de los inestimables servicios y del gran
prestigic de que gozaba en la campaña.
Caudillo de algún renombre, respondía por entonces al comité
político que encabezaba el general Nicasio Borges, fuerte nexo en
el orden de las influencias departamentales al que resistieron cali-
ficados grupos de la misma orientación partidaria.
Ascendido a capitán el 21 de junio de 1882, prosiguió siempre
en el mismo desempeño y el 15 de marzo del año siguiente, al crear-
se las subdelegaciones policiales en sustitución de las viejas comi-
sarias de cada distrito, el titular Amaro Carve lo designó jefe de la
3* Rural, cambio que a decir verdad no alteraba el estado de cosas.
En 1882 colaboró junto al Gobierno en la campaña represiva
contra el coronel Máximo Pérez, alzado en armas en el Departa-
mento de Soriano, y a su término volvió a la zona donde se le juz-
gaba insustituible.
Intervino asimismo con los efectivos policiales de Paysandú en
la persecución de los maltrechos grupos revolucionarios del sargen-
385
to mayor Layera, movimiento sedicioso que concluyó el 21 de mar-
zo de 1885.
Sargento mayor desde el 27 de mayo de 1885 le tocó actuar
con este grado al frente de las tropas de su mando en las guerri-
las iniciales que precedieron a la batalla campal de Quebracho,
correspondiéndole en efecto los primeros asaltos gubernistas contra
las fuerzas de la revolución.
Avisado dezde el 14 de enero de 1886 que se urdía el pasaje
de los rebeldes ya dispuestos en la costa entreriana, el jefe político
de Paysandú, Salvador Tajes, le ordenó “la mayor vigilancia de la
zona y la ejecución de cuantas medidas fuesen necesarias “por acre-
centorse cada vez más los rumores “de una próxima revolución”
sin perjuicio de “guardar la mayor reserva” dado los intereses en
juego. El día 20 encareció al subdelegado policial de Guaviyú dis-
posiciones similares, y ocho días después la orden de aprehender
y conducir hasta Paysandú al sargento mayor Guillermo García,
caudillo blanco con factibles implicancias en la subversión.
Mientras tanto los ojos avizores del Gobierno no se daban tre-
gua. al punto que el 2 de marzo ya Máximo Santos le significaba
en carta confidencial el próximo abordaje de la costa, sobre las
playas de Guaviyú .
“Así que recibas ésta —le decía— procura una ocasión para
hablar con el Mayor Franco, y saber de él qué órdenes tiene res-
pecto a los revolucionarios Orientales que están en esa Provincia
(Entre Ríos). Si es que tienes que hacer la vista gorda para no aper-
cibirse de nada, o si le han dado órdenes para que trate de impedir
el pasaje. Al mismo tiempo trata de sarer qué gente tienen y cómo
están armados. Todo esto, bien entendido, lo haces como cosa tuya
y me escribes así que lo sepas; lo antes posible”.
En el ínterin las fuerzas policiales de Guaviyú fueron reforza-
das con todo sigilo, disponiéndose asimismo la entrega de armas y
dinero para alentar a los efectivos gubernistas. Esta última remisión
se hizo conforme a las órdenes recibidas el 16 de marzo por el Re-
ceptor de Paysandú, Julio Muró, constando que aquella entrega de
“doscientos pesos” era “para algunos gastitos que se le originen”.
Tuvo a su cargo este envío extraordinario, el contador Salva-
tella, entrega que fué posible mediante una de las cañoneras na-
cionales dispuesta en la zona neurálgica de los futuros sucesos.
Conforme lo previsto, el desemkarco tuvo lugar el día 28, centrán-
dose las operaciones al Norte del Saladero Guaviyú, establecimien-
to próximo a la barra del arroyo del mismo nombre.
Al parecer, De los Santos debía esperarlos en el mismo salade-
ro, pero la escasez de medios para repeler al invasor hizo que op-
tase momentáneamente por el ataque de guerrillas, tanto más pre-
ferible por sus conocimientos topográficos del lugar. Además la mis-
386
ma correspondencia de Tajes suscrita con pleno conocimiento de
la invasión ordenaba que se mantuviese sobre ella, “observe todos
los movimientos que hagan”, pasándose chasques así conviniera.
De versa obligado debía retirarse despacio hacia Paysandú, “a fin
de saber cierto los movimientos de ellos”,
En la misma noche. sin embargo, los revolucionarios pudieron
tomar “cuatro prisioneros a las fuerzas del Comandante de los San-
tos, que, creyendo que éste estuviera acampado en el Saladero,
venían a incorporársele”.
Mientras tanto el referido militar gubernista, pudo reunirse a
las huestes del coronel Jacinto Suárez, quien por razones del mo-
mento no alcanzó a evitar la aproximación del bravo Mena, quien
“batió y rechazó una portida del Comandante de los Santos, qui-
tándole más de cien caballos”.
“A las 6 a. m. del día 30” —escribió Cayetano Alvarez Cortés,
soldado revolucionario autor del diario intitulado Cartera de un Re-
cluta— “siguió marcha la columna, tomando la cuchilla que da
caidas al Guaviyú y al Quebracho”. De 9 a 10 a. m. al costado de-
recho, sobre el Quebracho, el Comandante Mena con los sesenta
hombres que tenía a su cargo se tiroteaba fuertemente por esa parte
con la vanguardia de las fuerzas del Coronel Arribio, comandada
por el teniente coronel Fortunato de los Santos en número de dos-
cientos y tantos hombres”.
Ni era este último jefe de la vanguardia, ni tenía el grado de
marras, for que al constituirse Arribio en la zona del combate, el
coronel Suárez tomó la iniciativa de enfrentar a los revolucionarios.
Según Alvarez Cortés, los defensores del Gobierno querían “vadear
el Quebracho para que se incorporase Arribio con ochocientos hom-
bres al ejército del general Tajes. Mena hizo echar pie a tierra en
el paso y los contuvo manteniendo un fuerte tiroteo con guerrillas
dobles tendidas por el enemigo. En este estado mandó a su ayu-
dante Martín Soane con el parte al general Castro, pidiéndole lo hi-
ciera proteger; se mandó a los coroneles Puentes, Salvañach y Cor-
tés con sus respectivos planteles de división en número de trescien-
tos hombres. Mientras llegaba la protección al paraje en que se
encontraba Mena, distante legua y media próximamente de la co-
lumna. éste cargó al enemigo haciéndole replegar sus guerrillas
avanzadas, y como Fortunato de los Santos conocía la intrepidez de
su adversario, protegió sus guerrillas con el resto de su gente y lo
cargó. Mena, con sus cincuenta y cinco hombres, echó pie a tierra,
imponiéndose al enemigo, que se contuvo.
Volvió aquél a retirarse; ataca por segunda vez de los Santos
y vuelve Mena a echar pie a tierra; sus valientes soldados se ba-
tian vivando a la revolución. El enemigo estrechó los fuegos y de
387
los Santos le gritaba al Comandante Mena: “Estás muy cogotudo
hoy, pero mañana te voy a lancear por la espalda”. En esta situa-
ción se avistaron las caballerías de Cortés, Puentes y Salvañacn.
De los Santos se retiró, siendo perseguido por Mena hasta caídas
al Queguay”. (Cartera de un Recluta, cit.; El General Arredondo y
la Revolución Oriental, Buenos Aires, 1886).
La verdad era otra sin embargo. En medio del ataque el coro-
nel Justino Suárez cayó fulminado por una apoplejía, y su inme-
diato, tras repeler a los atacantes, prefirió retirarse con las fuerzas
intactas para poner a salvo el cadáver del amigo y antiguo jefe.
Refuerza este aserto una carta de Santos Arribio escrita el 31
de marzo al general de división Máximo Tajes, en la que nada in-
forma sobre aquellos detalles, signo de la independencia con que
obraban las vanguardias de Suárez y De los Santos.
,
“Aller, la mayor parte del día estuve tiroteando á una fuerza enemiga como de
trescientos y tantos hombres, compuesta de unos cien infantes y el resto de caballeria,
y mandada por los blancos Enrique Olivera y Laudelino Cortés.
“En una de las cargas que les dió el Comandante López con una fuerte guerrilla
le mató dos hiriendo a otros, de estos últimos quedó uno en una pulpería que está
del otro lado del Quebracho, su estado es muy malo.
"En esa disparada, dejaron en el campo las reses que tenían muertas, un par
de boleadoras de marfil, unas maletas con ropa, un poncho de goma, un reloj y una
cadena é infinidad de otros objetos —hasta un saco con municiones de remington.
“También fueron recogidas allí mismo las cartas que adjunto a V.E,
“En este momento me dán cuenta de que el mayor Abadí está a dos leguas
del Quebracho.
"Aprovechando esta oportunidad hago saber a V.E, por si ya no se lo han
comunicado, de que el Coronel Tajes y Casalla deben encontrarse en Guaviyú pues
áú ese puerto se dirigieron en los vapores Apolo y Saturno.
"Según carta del Coronel Tajes esta fuerza debía incorporárseme, Espero órdenes
de V.E. a quien saludo”, etc.
388
Un hijo del subdelegado, el luego coronel Antonio De los San-
tos, entonces joven de trece años, no quiso abandonar la casa, que-
dándose en su mismo recinto. Allí le tocó recibir a don Nicanor Áma-
ro y al coronel Vázquez, quien tras consultarlo le hizo entrega de
una misiva, instándole si era posible hacerla llegar al autor de sus
dias. Sin inmutarse, a lomo de un zaino de gran estimación, el niño
cruzó las guerrillas para entregar el recado en manos del proge-
nitor. Enterado de lo que se trataba, el comisario rompió la carta
dando por toda réplica: “No he nacido para traidor”.
Siempre al servicio del Gobierno, se le confirió el grado de co-
ronel el 17 de octubre de 1894, y con esta investidura intervino des-
de Guaviyú frente a los efectivos leales durante la Revolución Na-
cionalista de 1897.
Según crónicas de allegados, la conducta del subdelegado fué
brillante contra la expedición Acevedo Díaz-Mongrell, tanto que el
primero logró escapar a duras penas, cayendo en poder de los per-
secutores su caballo, apero bagajes, el sello personal y unos ochen-
ta reclutas distribuidos luego entre los cuerpos militares.
Veinte revolucionarios se incorporaron a la Artillería de la pla-
za, y de acuerdo con noticias del luego coronel Antonio de los San-
tos, los presos no mezquinaban palabras de elogio por la persona
del veterano aprehensor.
“La Prensa” bonaerense, mal informada por conductos extra-
oficiales publicó en marzo de 1897 el presunto saqueo de las estan-
cias de Piegas y Almeida, en el Departamento del Salto, hechuras
que pretendió endosar a las fuerzas salidas de Guaviyú, pero ta-
maña imputación, sin pruebas de ninguna clase, no tuvo andamien-
to en ninguna esfera.
Apolinario Vélez, brillante campeón revolucionario en carta del
26 de marzo al cónsul oriental Gregorio Seró, desdice las presuntas
victorias gubernistas y en efecto, refiere que en la tarde del 16,
cuando levantaban el campamento del Quebracho, se presentó el
enemigo por retaguardia “y tendió sus guerrillas para recibir a los
nuestros que se dirigian ordenadamente a tomar distancia y dar
comienzo al tiroteo. Pero los sostenedores del gobierno, dirigidos por
el coronel Fortunato de los Santos y por el Capitán 1* don Isabelino
Rodríguez, abrieron el fuego a 1.300 metros. Naturalmente que ellos,
armados de máuser, nos abrazaban con sus balas, pero sin tino”.
Tras un rápido fogueo sólo consiguieron herir a un revolucionario y
con el desbande posterior de algunos caballos briosos. facilitó que
los del gobierno se apoderaran de “dos o tres maletas y tres bom-
bas” colocadas estas últimas entre arpilleras.
Rechazado el enemigo, que combatiía con máuser y rémington,
recién el día 17, mientras los nacionalistas vadeaban el Paso de
Perico Moreno (Dayman) volvieron los gubernistas sobre sus pascs,
389
malográndose el empeño que tenían en dar una batalla, por el
fuego violento de Varela Gómez y sus bravos tiradores.
Finalmente, el 22 repelían el último ataque traido al parecer
desde el Departamento de Paysandú.
Hecha la Paz de 1897, comandó el desfile militar realizado en
nuestra ciudad, donde poco después fijó residencia definitiva.
Puesto en situación de cuartel desde el 1* de abril de 1895, su
Gesempeño en las filas urbanas fué siempre motivo de general be-
neplácito por las dotes morales que le adornaban y el hondo sen-
tido humano de todas sus acciones, plenamente demostradas mien-
tras comandó el batallón “General Flores”, custodio del pueblo en
el curso de la revuelta.
Honrado a carta cabal —se dice que poco después rechazó por
cuestiones de salud el comando sanducero, meta de otros colegas
dispuestos a ganarla al precio que fuere. Así en 1904 quedó bajo
órdenes del comandante militar de Paysandú, su viejo compañero
de armas Mauricio Rodríguez, y poco después fué puesto bajo man-
dato del coronel Teodoro B. Mesa, inferior en antigúedad y prestigio.
Víctima de intrigas inconfesables, por consejo del coronel Car-
los Gaudencio se le separó del mando de fuerzas y puesto en situa-
ción de reemplazo (25 de marzo de 1904), un retiro de carácter de-
finitivo selló la foja del bondadoso militar. Tamaña postergación
minó profundamente la salud del coronel De los Santos, al punto
que no fué ajena a su muerte, acaecida el 13 de marzo de 1906.
Leal servidor del Partido. formó en diversas comisiones de ca-
rácter político y a través de las dilatada ejecutoria de Guaviyú
pudo demostrar notables dotes progresistas, siendo digno de parti-
cular mención el apoyo a la escuela pública.
390
temente resistido por los veteranos servidores de la tropa oriental.
(Octubre de 1864).
En los primeros días de noviembre se incorporaron a las fuerzas
de Paysandú, contándose en dichocontingente el teniente Juan José
Díaz y su hermano Teófilo.
Vista la notable aptitud demostrada por los artilleros de Merce-
des en las moniobras defensivas de aquella plaza, el coronel Gó-
mez entregó al comandante Braga
el mando del Baluarte de la Ley
—verdadero fuerte sito en el án-
gulo S.O. del cuadrilátero defen-
sivo del pueblo, próximo a la in-
tersección de las calles Real y
Monte Caseros.
Desde el comienzo de las hosti-
lidades el teniente artillero Diaz
dejó bien plantado su nombre,
siendo dignas de particular men-
ción, su diligente actitud y las pro-
videncias que pudo tomar con mo-
tivo del terrible bombardeo del 6
de diciembre, en que resultó he-
rido el comandante Braga.
El denuedo y sereno valor de
Díaz constan en las escasas me-
morias de época que le han hecho
cumplida justicia. Masanti lo con-
signa en el célebre Diario, y Or-
lando Rivero, no obstante tratarse
de un discutible adversario politi- Juan José Díaz
co, lo evoca con todo respeto.
Ya en años posteriores, cuando los azares de los acontecimien-
tos finiseculares lo llevaron a un primer plano con su investidura
de general, Pedro W. Bermúdez y Eduurdo Acevedo Díaz le hicieron
el blanco de tremendas críticas, dejando siempre empero a salvo su
honrosa actuación en la ciudad litoral. Luego de la tregua del 10 de
diciembre, el teniente Díaz es quien inicia el fuego contra las huestes
imperiales situadas en Las Tunas, y puede afirmarse sin ambigúe-
dades que el Baluarte de la Ley fué su apostadero hasta la misma
caída del pueblo en poder del enemigo.
Al vislumbrarse el cese de la resistencia en los albores del 31
de diciembre, cupo al digno rosarino la tarea de abrir fuego bajo
órdenes del sargento mayor Carlos Larravide, reemplazante de Bra-
ga, “desde que éste quedó fuera de combate”.
391
Dice Masanti que en aquellos supremos momentos los artilleros
ya estaban en sus puestos, “y las mechas encendidas en los porta-
mechas que yacen clavados en el piso de la bateria”.
—"Teniente Díaz, dice el Jefe del Detall, tome usted con sus pie-
zas la puntería de Bella-Vista, porque en cuanto aclare vamos a
romper el fuego sobre ese punto, donde los enemigos han colocado
una batería. *
“La pieza de a 8 ha pasado a mandarla el teniente don Rafael
A. Pons, por haber sido herido el Alférez Espilma en los días ante-
riores; la de a 6 la comanda el Sargento Distinguido don Juan Irra-
zábal, cuyas dos piezas volantes se hallan a las órdenes del capitán
don Federico Fernández.
“Uno de estos cañones está colocado en la esquina de la Plaza,
cantón de la casa de Argentó, y el otro en la esquina siguiente,
cantón de la casa de Paredes, y ambos con dirección a Bella-Vista.
“Ya quiere aclarar. Los sitiadores hechan diana. En ese mo-
mento el Jefe del Detall, le dice al Teniente Díaz:
“_—Ahora, teniente, junto con esa diana rompa fuego.
“Hace Díaz el primer disparo y se le contesta con el fuego de
treinta y tantos cañones de todo calibre, unos situados en Bella-
Vista y los otros en la cuchilla frente a la Plaza. Nuestras piezas de
bronce también hacen fuego. Las del enemigo son dirigidas única-
mente al Baluarte de la Ley y a la Iglesia; asi es que en la Plaza
cae un verdadero diluvio de balas.
“A pesar de la desproporción de elementos entre ambas partes,
los cañones de la guarnición siguen respondiendo al fuego nutrido
y graneado de los sitiadores; pero por cada una de estas balas,
el enemigo nos envía cincuenta y de mayor calibre.
"Nuestros artilleros hacen prodigios de valor, tratando de apa-
gar los fuegos contrarios. Una nube de humo y de polvo envuelve
el recinto de la Plaza. Los cascotes saltan como lluvia incesante
del parapeto del Baluarte, de la Iglesia y de los edificios de la Pla-
za. El Baluarte está acribillado a balazos, y en medio de aquel fuego
infernal se empiezan a poner bolsas de lana para tapar las averías
de dicha batería.
“De vez en cuando se oye vivar a la Nación, al Gobierno, a la
Independencia de la Patria y a algún Jefe u Oficial de la guarni-
ción, mezclado con los ayes y lamentos de los heridos. Solamente
pelean los artilleros, porque el resto de la guarnición no tiene a
quien disparar un tiro, pues los sitiadores están fuera del alcance
de nuestros fusiles.
“Son las ocho de la mañana y el fuego continúa del mismo
modo que al amanecer. Una de las piezas del Baluarte ha sido
inutilizada por una bala, que le ha partido en pedazos el mástil,
otra bala ha destrozado las ruedas del cañón de a 6; más de la
392
mitad de los artilleros están tendidos al lado de sus piezas y nues-
tros fuegos poco menos que apagados, pues no nos quedan más que
dos cañones”.
Herido por una esquirla de granada en la pierna izquierda, la
toma de la plaza encontró al artillero Díaz en el Baluarte de la Ley,
donde fueron a buscarlo distinguidos correligionarios a fin de pres-
tarle toda clase de auxilios.
A pesar de su invalidez eventual, el general Flores le invitó a
enrolarse en las filas revolucionarias, acordándole por decreto del
11 de enero de 1865 el despacho de capitán. No consta, sin embar-
go, que hubiese tomado la determinación de marras, tanto por el
estado físico y su larga convalescencia, asi como por algunos asun-
tos particulares que le retenian en la Heroica.
Director de la escuela pública de varones desde 1865, le habi-
litaron para el ejercicio magisterial una serie de aptitudes de jus-
tificable notoriedad. Inteligente y conciliador en una era de tremen-
dos odios banderizos, el colegio del ex artillero tanto fué usufructua-
do por gentes de uno y otro cintillo, desde que el bando en desgra-
cia se abstenía de mandar a sus hijos a las escuelas nacionales por
considerarlas una proyección del gobierno enemigo.
El creciente número de escolares originó el nombramiento del
preceptor Bas y Pla para los cursos inferiores, y la enseñanza de
tipo exhaustivo, como no pudo ser de otro modo, debia de concluir
en una serie de exámenes cuya brillantez acreditan con hartura los
periódicos de época.
Sin embargo, el verdadero desamparo en que se debatian los
maestros fiscales apresuró el retiro de Juan J. Díaz, pues éste, contra
toda su mejor voluntad había de presentar la renuncia indeclinable
el 9 de junio de 1867.
Dueño de una pequeña imprenta en la que se editó “El Comer-
cio” el año 1866 bajo la exclusiva dirección de los hermanos Kemps-
ley, al fenecer el contrato publicó por su cuenta “El Comercial”, im-
portante periódico cuyo primer ejemplar corresponde al 4 de mayo
de 1867. Años después, en abril de 1871. al recapitular sus activi-
dades periodísticas recordaba que la referida imprenta la obtuvo
"con dinero y por cuenta” de Pedro Alvarez, para trabajar y pro-
gresar si el trabajo era remunerador. “Poco después —continúa—
se estableció otra imprenta, la de “El Pueblo”, y se hizo más pre-
caria mi situación por la concurrencia de dos imprentas donde ape-
nas había trabajo y conveniencias para una”.
En marzo de 1868 dejaba la redacción de “El Comercial” a sus
parientes Pedro y Cayetano Alvarez, verdaderos caudillos del lega-
lismo gubernativo, personajes que sin duda gravitaron en los sen-
timientos políticos del ex defensor de Paysandú,
Receptor del Salto desde noviembre de 1869 a setiembre del año
393
siguiente, no trepidó en abandonar este empleo administrativo para
enrolarse en filas de la Nación cuando las fuerzas rebeldes de Ti-
moteo Aparicio amenazaron el litoral del país. Ascendido a sar-
gento mayor graduado por su brillante actuación en la batalla de
Corralito (octubre 17 de 1870), infiere además la foja respectiva que
actuó en el arma de artillería del ejército de Enrique Castro en el
encuentro decisivo de Manantia-
les. (17 de julio de 1871).
Bien visto por sus notables ser-
vicios revistó en el Escuadrón de
Artillería de Campaña hasta el tér-
mino de las hostilidades en abril
de 1872, mereciendo durante el in-
terregno el ascenso a sargento mo-
yor con grado de teniente coronel.
(15 de enero de 1872).
Hecha la Paz en abril, se le de-
signó Oficial 1? del Ministerio de
Guerra y Marina con fecha 14 de
junio, puesto de verdadera distin-
ción autorizado por el presidente
Tomás Gomensoro.
“Poco después —así lo afirma
Fernández Saldaña—, cambiando
la orientación de sus actividades,
aceptó el consulado de la Repúbli-
ca en Marsella, que le confería el
decreto de 22 de setiembre de
Juan José Díaz
1872, y en ese puesto se mantuvo
hasta el 26 de mayo de 1876, fe-
cha en que se le nombró Cónsul General en Francia, para llegar a
Encargado de Negocios en mayo del año siguiente. Presidió en tal
carácter la Comisión Uruguaya de la Exposición Universal del 78.
y adelantando en el escalafón militar fué hecho coronel graduado
en junio de 1881.
“Ampliada su jurisdicción el año 1882, le tocó representar al
país en España, siempre en categoría de Encargado de Negocios.
“El 2 de mayo de 1883 fué elevado a Ministro Plenipotenciario
y se le confirió en febrero del propio año la efectividad de coronel
de Artillería.
“Sus gestiones oficiales ante el gobierno español versaron sobre
un asunto ingrato, correspondiéndole rebatir, desautorizar y poner
394
en su plano verdadero y justo los informes antojadizos de Llorente
y Vázquez, Ministro de España en nuestro pais. Se trataba de la re-
clamación sobre el caso de Sánchez Cakallero y sólo después de
una prolija controversia la cuestión se arregló en forma satisfac-
toria, etc.
“En 1887 el coronel Diaz pasó como embajador extraordinario
a Inglaterra, con motivo del jubileo de la reina Victoria.
“Al fin del gobierro de Tajes, en setiembre de 1889, fué a re-
emplazarlo en la legación de Francia el doctor Lindoro Forteza, nom-
brado por el mismo decreto en que Díaz era transferido a la lega-
ción en España”.
Extendida la actividad diplomática por espacio de diecinueve
años, su archivo particular da sobradas muestras de las numero-
sas gestiones hechas por este celoso defensor de los intereses na-
cionales.
Si en lo diplomático sentó bases del inalienable derecho propio
de la democracia respetando la personalidad humana, en el aspecto
cultural marcó normas entre los colegas americanos propiciando de
todas maneras el conocimiento del Uruguay.
Dilecto amigo del presidente Sadi Carnot, largas epistolas pos-
teriores dicen del interés que suscitaba en los mejores circulos fran-
ceses aquel fino militar trigueño, adaptado por completo a la idio-
sincracia gala.
Las exposiciones universales europeas tuvieron además el me-
jor colaborador en el ministro oriental, progresista ciudadano que
no mezquinó influencias en el país de origen instando la concurren-
cia de las fuerzas vivas en certámenes de trascendente notoriedad.
Vuelto al Uruguay en 1891, ocupó la jefatura politica de So-
riano desde el 1* de febrero de 1893 y al cumplir el año de su ges-
tión —luego de suceder en carácter interino a Saturnino A. Camps—
se le designó 2* Jefe del Estado Mayor (28 de febrero de 1894). Sin
embargo, apenas pudo tomar posesión de este importante destino,
va que el 17 de marzo se puso al frente de la Academia General
Militar, flamante nominación del Colegio Militar, que luego no tuvo
andamiento.
General de brigada por decreto del presidente Julio Herrera y
Obes signado el 17 de fekrero de 1894, al ascender Juan Idiarte
Borda a la primera magistratura nacional, los buenos hados le fue-
ron aún más propicios por los antiguos vínculos de amistad que le
unian al novel mandatario.
Designado Ministro de Guerra y Marina por decreto del 6 de
abril de 1894 vino a sufrir la tremenda oposición concertada por
ambos bandcs politicos, encono sin duda injustificable porque toda
la campaña adversaria tenía por enemigo común al magistrado de
referencia.
395
Nada agrega a la oposición sistematizada los ataques de “El
Nacional” y las frases de tono lapidario que Eduardo Acevedo Díaz
usó contra el Ministro, fomentando de toda suerte el movimiento
revolucionario contra los poderes legalmente constituidos.
Cuando en marzo de 1897, el coronel Diego Lamas, distinguido
jefe revolucionario desembarcó en el Sauce con un cuerpo expe-
dicionario formado en la República Argentina, las fuerzas del ge-
neral Díaz no pudieron impedirlo, iniciándose la campaña sediciosa
en el Departamento de Colonia.
La presencia del Ministro al frente de las fuerzas gubernistas na-
da pudo significar además, porque la desconformidad contra Idiar-
te Borda se manifestaba en las esferas públicas y privadas.
La breve campaña del general Díaz, pudo demostrar en corto
plazo, que no en vano pesaban los años y la ya resentida salud se
doblegaba bajo la fuerza de las penurias castrenses.
Enfermo y desilusionado de un gobierno que creyó redimible,
renunció su cartera el 8 de abril de 1897, sustituyéndolo el teniente
general Eduardo Pérez. Desde entonces figuró entre los efectivos del
Cuartel urbano, no obstante las dolencias manifiestas de tiempo
atrás.
Enfermo del corazón un derrame cerebral dió fin a sus días el
2 de marzo de 1902. La prensa de época, sobreponiéndose a los vie-
jos odios de facción, tuvo en general palabras encomiables para
el enemigo de ayer.
Personaje de orden y de temperamento organizador, como Mi-
nistro de Guerra propugnó interesantes innovaciones, debiéndose a
sus proyectos la fundación de una Escuela de cabos y sargentos.
Pese a las gloriosas jornadas de Paysandú, donde el general
Juan J. Díaz mostró un temple a toda prueba, los historiadores nacio-
nales coinciden al afirmar que su más notable labor reside en su
larga representación diplomática.
396
cibió de sus mayores educación acrisolada y devota de las buenas
tradiciones. Atraido en plena adolescencia por la carrera militar,
debió abandonarla a raíz de contrariedades familiares, optando
luego por doctorarse en medicina, estudios que realizó en la ciudad
natal.
Con motivo de los cruentos sucesos que arruinaron la econo-
mía entrerriana entre los años
1819-1829, el doctor José Diaz Vé- ATEN
lez pobló una estancia sobre es- AR
ta margen sanducera del Uru-
guay, establecimiento que al pa-
recer no pudo llevar a feliz tér-
mino, pues la muerte lo sorpren-
dió en Paysandú el 21 de mar-
zo de 1832. Se presume con so-
bradas razones que a causa de
este suceso arribó al pueblo el
entonces practicante Justiniano
Díaz Vélez, fecha en que la poli-
cía le encomendó la inoculación
de vacunas remitidas desde Mon-
tevideo.
En la misma Villa contrajo
nupcias el 26 de agosto de 1832
con doña María Narcisa Laurea-
Justiniano Díaz Vélez
na Paredes, boda que bendijo el
P. Solano García y testificaron
losé María Ruiz y Cecilia Borges, esta última, madre de la con-
trayente.
Narcisa Paredes de Díaz Vélez era hija del patriota de la In-
dependencia Tomás Paredes y tenía entonces veintidós años, puesto
que había nacido aquí el 4 de julio de 1810. Fué bautizada el 12
de agosto siguiente, actuando en calidad de padrinos el capitán
Blandengues Jorge Pacheco y su esposa Dionisia Obes, hecho que
posteriormente los realistas trajeron a colación cuando Paredes fué
juzgado por sus ideas revolucionarias. Por el referido matrimonio
Díaz Vélez quedó vinculado a una de las familias más conocidas
del lugar. nexo que lo retuvo en la Banda Oriental durante algunos
años, hechos de entera dedicación a su humanitario oficio.
Al concretarse la defensa de la plaza en marzo de 1837 los pri-
meros auxilios estuvieron a cargo del médico de policia, puesto que
desempeñaba entonces el galeno francés Pedro Juan Lasserre, pero
397
en breve plazo las verdaderas batallas libradas en campaña y ex-
tramuros obligaron al coronel Eugenio Garzón a requerir la colabo-
ración del doctor Diaz Vélez. Confirmado en el cargo el 14 de julio,
la documentación coetánea y el diploma militar lo acreditan con el
título de médico cirujano del 3er. Cuerpo del Ejército Nacional, pues-
to que ejerció hasta el 18 de diciembre, fecha de la renuncia por su
inmediato retiro a Buenos Aires.
Le sustituyó el cirujano Patricio Ramos, también argentino, dis-
tinguida personalidad que prosiguió la abnegada ejecutoria de su
predecesor.
Aunque en la patria inspiró sospechas a los federales por sus
ideas y el hecho sugestivo de ser hermano político del general Gre-
gorio Aráoz de Lamadrid, no consta que haya sufrido persecuciones
durante la tirania de Rosas.
No obran noticias suyas por espacio de casi treinta años, pero
en 1866 se le encuentra establecido en la ciudad de Rosario de
Santa Fe, donde vivió hasta el fin de sus días.
Pueden seguirse los últimos pasos del provecto galeno a través
de la prieta correspondencia remitida a su hija doña Ana Díaz Vélez,
residente en Buenos Aires, verdadera glosa de las costumbres pa-
triarcales.
Desde la ciudad santafesina, el 3 de diciembre. de 1867 otorgaba
el consentimiento para que su hija desposara, en una carta llena
de acertadas reflexiones. Tanto la sintaxis como los giros emplea-
dos persuaden una ilustración colonial, al punto que de no existir
fechas podía sostenerse que las misivas fueron escritas en el
siglo XVIII.
Muchas veces se descubren (eses del añejo acervo familiar,
de tal suerte que al expedirse sobre un futuro viaje a Buenos Aires
para conocer los nietos, trae 'a colación las palabras de una prede-
cesora. vecina de Entre Ríos, en los últimos lustros de la pasada
centuria.
; —"Como decía mi abuela Da. Isidora M. de Insiarte; si Dios
no me quita el poder, como no me ha quitado la gana, he de morir
en mi Pays”, etc. (22-X11-1872).
Al increpar la inconducta filial ensimismada en engorrosos plei-
tos por tierras, repite: “la educación tan acrisolada, y sin mancha
a* Caracterizó siempre á tu Padre, y tan pura y sin mansilla recibí
de mis hacendientes, y tan cuidadosamente también siempre te hen-
señe”, etc.
Por hijuela materna vino a la familia un campo de dos leguas
y 63 cuadras, origen de tremendas desazones, puesto que la exalta-
da hija, proclive a los pleitos, da infructiferos pasos que sólo deman-
dan honorarios y molestias.
Con una grandeza de clásicos tiempos aconsejaba el anciano
398
médico: “Si muy flaca estás, y como se dice no harás huesos viejos,
sino mudas de modo de ser haplicada á tus intereses, como Padre,
y buen amigo tuyo debo decirte que pareces muy codisiosa por el
dinero ¿No tehe dado ya una idea muy esacia de lo q* á perdido
de ingente Carital nuestra Casa Diaz Velez-Insiarte: No hemos re-
cibido por transacción lo' q* tu familia nos ha dado por nuestra
legitima: De tus disgustos Con tu familia, ó con Brian (D. Santiago)
a? has sacado, ó piensas sacar, nada. y nada Hija, sino Calentarte
la Cabeza, Enfermarte, y Como dicen a?, al fin te lleben en esos
disgustos, p" otro, ó el otro, en esta vida se necesita mucha Calma,
discreción y filosofia.”
El mismo epistolario traduce las visicitudes históricas sufridas
por la ciudad de Rosario de Santa Fe desde 1868, y la propia acti-
vidad del anciano galeno.
Al término de la epidemia del cólera escribía a su hijo político
D. Avelino P. Martínez: “Ciertamente la terrible peste q* en toda
esta República hemos sufrido á sido una suficiente causa general
para toda laya de trastornos.”
En el transcurso de la misma calamidad las mismas obligacio-
nes contraidas en su desempeño lo obligaron a guardar cama, tota-
lizando como “diez y ocho de peste”. Sin embargo —él mismo
decia— la cifra de defunciones de Rosario y su campaña fué “mul-
tiplicadamente mayor” de la que se anotó en Buenos Aires. (8-I1I-
1868).
Transcurren pocos años y el 11 de abril de 1871, en los mismos
días pavorosos que la fiebre amarilla devastaba la capital argen-
tina, el envejecido médico solicitó noticias de sus amigos los Nava-
rro. Según la misiva suscripta al hijo político habían partido “de
esa al Pergamino” dos meses atrás sin tener noticia alguna, puesto
que de Rosario no parten diligencias con aquel destino.
Frente a la trágica pandemia acota su fe religiosa y el espantoso
terror de la diaria mortandad. Por los periódicos —agrega— “sabe-
mos la gran despoblación y soledad, de las Calles. Si es por haora
el partido, o mejor medio q* se conoce, salir al Campo”. etc.
Desde años atrás lo acompaña misia Deidamia, abnegada se-
gunda cónyuge con la que comparte las ansiedades cotidianas, la
vida de relación se traduce en visitas de orden social y el trajín
impuesto por la Sociedad de Beneficencia.
Pocos días más tarde, en medio de la mayor desazón, su buena
hermana Dolores le comunicaba desde Buenos Aires el fallecimiento
de Luisa Díaz Vélez de Lamadrid, esposa del ínclito general Gre-
gorio Aráoz de Lamadrid, y su hija Berenice, muertas en el curso
de la asoladora pandemia.
La doble y sentida desgracia, que involucró a una hermana
predilecta y la sobrina de su afecto, debía repercutir hondamente
399
en el íntimo sentir, ya que durante largo tiempo deploró en su co-
rrespondencia el aciago fin.
Sólo fué un lenitivo en aquellos días inciertos la compañía de
su segunda esposa, fina y abnegada señora, participe de las ansie-
dades cotidianas,
La vida de relación se traduce en visitas de orden social y el
trajín impuesto por la Sociedad de Beneficencia, donde actúa la pon-
derable dama primero en calidad de socia y luego como secretaria.
Todas las notas y órdenes pasaban por ende por sus manos,
y entre otros menesteres, el 26 de julio de 1872. acompañó a sus
compañeros del benéfico instituto “pidiendo la Limosma p*. el res-
cate de los Cautitos q? en su ultima Invasion llevaron los Indios
de esta Provincia.”
Amigo de la venerable benefactora Laureana Correa de Bene-
gas, dejó una magnífica semblanza manuscrita, no obstante la de-
fectuosa sintaxis y algunas lagunas propias de su vejez.
Con una consecuencia ejemplar, trasunto de clásicos tiempos,
mantuvo cordial amistad con Eloy Palacios, Dr. Rafael Ruiz de los
Llanos, Francisco Fernández Blanco (gerente del Banco Mamá), José
Caminos, doña Josefa X. de Llobet, Angela X. de Castellanos, y D.
Francisco N. Navarro, hacendado de Carcarañá, donde poseia la
“Estancia del Señor”.
Asi lo permitíon los rigores de la canícula, Díaz Vélez y su
conforte transcurrieron en el lejano fundo buenas temporadas, según
lo confirman en repetidas menciones.
El exmédico de la heroica defensa de 1837, vivió los últimos
tiempos en la ciudad rosarina, donde se produjo su deceso el 22 de
abril de 1878.
Según noticias del eminente hombre público santafesino, Dr.
Calixto Lassaga (1857-1954), nuestro prócer era hombre de pequeña
estatura y residía. cuando lo conoció en sus mocedades, en la citada
morada, casa de traza colonial existente entre las calles Rioja y
San Martín.
Según era de pública notoriedad, en la hora de la muerte hacía
dos años que el distinguido facultativo había abandonado la pro-
fesión por razones de edad, solventando sus gastos personales la
venta del campo que poseyó en Paysandú.
De acrisolada honradez y filántropicos sentimientos, jamás cobró
a los pobres, viviendo siempre en una decorosa austeridad. Al
fallecer nada poseía y la viuda se vió en la perentoria alternativa de
vender las escasas pertenencias para solventar en parte los nume-
rosos gastos erogados por la enfermedad.
El óbito respectivo consta en el Libro 8, folio 7, bajo el número
359 de la Municipalidad de Rosario, testimonio que aporta escasas
referencias de interés.
400
De acuerdo con noticias ya insertas, el doctor Justiniano Díaz
Vélez tomó estado el 26 de agosto de 1832 con doña Narcisa Paderes.
De este matrimonio nació en Paysandú José Miguel Díaz Vélez el
18 de mayo de 1833 y fué bautizado por el Pbro. Solano García el 2
de junio siguiente, apadrinándolo sus abuelos maternos.
Fué el primer sanducero que optó por el titulo de farmacéutico.
Falleció muy joven en Buenos Aires, sin dejar sucesores.
Ana María del Tránsito Rosaura Diaz Vélez vió luz el 30 de
julio de 1836, atestiguando el nacimiento respectivo el general Gre-
gorio Aráoz de Lamadrid y doña Leonarda Paredes. Casó en 1868
con el coronel Avelino Martínez, y su muerte se produjo en Pay-
sandú. Integraron la correspondiente posteridad doña Rosario Mar-
tinez Diaz Vélez de Silveira Gil, sin descendencia.
Ana Martínez Díaz Vélez, casada con Juan González, hiio del
benemérito coronel Genuario González, matrimonio con numerosa
sucesión.
Avelino Martínez Díaz Velez desposó con Amelia Leal, perpe-
trándose la descendencia en el Departamento de Artigas.
DOBAL. HILARIO,
401
pleo de teniente 2% despacho que signaron el Presidente, Gabriel
Antonio Pereira y el Ministro de Guerra, Andrés A. Gómez. siendo
destinado luego al piquete de la guarnición sanducera hasta el 19
de diciembre de 1859, fecha en que el teniente 1? Dobal pasó con la
misma clase a la Compañía de Cazadores de Montevideo, a propues-
ta del teniente coronel Juan E. Lenguas.
Capitán graduado en 1862, tras breve pasaje a Entre Rios, concu-
PP. rrió con este titulo al primer Sitio
de Paysandú entre los 40 hombres
del Batallón Defensores enviados
desde el Salto, al mando de Ra-
fael Formoso.
El 8 de enero de 1863, estas
huestes venidas por orden del co-
ronel Lenguas irrumpieron a tra-
vés de las fuerzas sitiadoras due-
ñas del puerto, y con la efectiva
ayuda de 110 infantes de línea
dispuestos en su apoyo desde la
plaza, lograron cortar el cerco ene-
migo, heroico esfuerzo que anuló
la moral de los rebeldes, levantán-
dose el asedio poco después.
Actuó con notable denuedo en
el segundo Sitio y al insinuarse la
caída de la plaza, el capitán Dobal
apoyó la tesis de Carlos Larravi-
de en la memorable reunión de
jefes y oficiales realizada en la
Hilario Dobal
noche del 1? de enero de 1865, a
solicitud de Leandro Gómez.
Sin fiarse en la posible magnanimidad de los sitiadores, los par-
tidarios del mayor Larravide propusieron atravesar el campo rebelde
desde el punto más débil y alcanzada la costa, tentarían el embarco
en las naves neutrales.
De no lograr el objetivo, los defensores dejados a su arbitrio,
quedaban libres para dispersarse y escapar entre los montes
ribereños.
Al imponerse la opinión de Lucas Píriz, quien propugnaba desde
el lecho de muerte la resistencia hasta el fin, Dobal y otros com-
pañeros de causa resolvieron abandonar la ciudad durante la
noche. pues era inminente el cese de las hostilidades.
En las primeros horas de la madrugada los prófugos burlaron
la vigilancia de extramuros para buscar seguro refugio en la caño-
nera “25 de Mayo”, donde su jefe, el almirante Murature, los destinó
402
como ayudantes de la carbonera para evitar posteriores reclama-
ciones.
Trasbordado luego en una embarcación que hacía el crucero
rumbo a Montevideo, Dobal fué tal vez el primer exdefensor que
se presentó a las autoridades nacionales para imponerles “in voce”
el tremendo drama acaecido en Paysandú.
£l 23 de enero de 1865 el presidente Atanasio Aguirre y su
ministro Francisco Susviela le
confirieron el empleo de sargento
mayor, graduación de corto usu-
fructo a raíz de su exilio con mo- $ Pe
tivo de la entrada del general PP y
Flores en la capital uruguaya. y z =>
Fuera de los cuadros militares
desde el 20 de febrero de 1865
emigró a Buenos Aires para ra-
dicarse luego en Rosario de San-
ta Fe, ciudad donde se asilaron
numerosos militares del Partido
en desgracia. Allí permaneció
hasta el año 1871, conforme a los
papeles que acreditan el naci-
miento de los hijos Teresa y Se-
vero, apadrinado, respectivamen-
te, por el coronel Enrigue Britos;
Nicasia Doldán de Jufré y los
distinguidos argentinos Severo Hilario Dobal
O'Conell y Nicanora R. de Gúe-
mes. Aunque logró ingresar en la campaña revolucionaria de Ti-
moteo Aparicio, ésta se produjo casi en las horas decisivas de aquel
movimiento tan poderoso como mal dirigido. Reinscrito en el ejército
con motivo de la Paz de Abril fué agregado al Estado Mayor el 11
de junio de 1872, cumpliendo después misiones de escasa entidad.
Falleció con el grado de sargento mayor el 14 de junio de 1886,
contando a la fecha de su muerte una foja de 41 años y ocho dias
al servicio del ejército.
De acuerdo con el acta respectiva el deceso se produjo en la
finca de calle Isla de Flores N* 222, residencia capitalina que aún
subsiste con leves reformas.
Sin males aparentes, el óbito ocurrió en horas de la mañana y al
hacer abandono del lecho, en cuyas circunstancias cayó fulminado
por una apoplejía.
Viudo por segunda vez desde el 17 de diciembre de 1873 rehizo
su vida con Doña Lucía de San Vicente de Herrera (1852-1824), hija
del coronel Carlos de San Vicente.
403
Integraron su descendencia Teresa, Severo, Ventura, Hilario y
Dionisio Dobal. Sobrevivió a todos los hermanos D. Rogelio de San
Vicente. nacido de la unión del prócer Hilario Dobal y doña Luisa
de San Vicente.
DUFRECHODU. LUIS,
404
nato Barando, hombre de negocios y viejo lobo marino, ducho por
ende en el tráfico por estas latitudes.
La primera compra se redujo a la goleta “Bella Carolina”, adqui-
rida en cuatrocientos pesos —plata de época—, propiedad del rico
comerciante Tomás Basañez, radicado en la capital, venta hecha por
Damián Bado, conforme la respectiva autorización.
Sin embargo, los mejores proyectos debieron abandonarse en
razón del sombrío horizonte político y la falta de seguridades que
impuso al tráfico fluvial la guerra desatada entre ambos paises del
Plata.
Extraño a nuestras disensiones partidarias —por lo menos a
principio de la Guerra Grande—, durante la segunda presidencia del
general Rivera fué preso y enviado a Montevideo bajo la inculpación
de cohechar a la Compañía Urbana para sublevarla contra el Go-
bierno. (Agosto de 1839).
Según deposiciones del alférez Luis Drouat, su paisano Dufrechou
ie ofreció unas trescientas onzas de oro a fin de ponerlos bajo órdenes
de elementos oribistas. La denuncia en cuestión, convenía, además,
a “las repetidas demostraciones del acusado hacia los federales” y
sus cómplices, presos también en la capital de la República.
Detenido en Montevideo cerca de un año, fué puesto en libertad
bajo fianza del acaudalado comerciante don Pablo Duplessis, amigo
del recluso.
Su última defensa, interpuesta el 2 de junio de 1840, rechazada
todas las imputaciones de Drouat, por falsas y antojadizas, manifes-
tando que jamás había hecho ofrecimientos de ninguna clase.
El mismo pedido de libertad puso en evidencia las cuantiosas
pérdidas de su fortuna a raíz del encierro, malbarato lógico de
explicar.
El análisis imparcial de las actuaciones judiciales sólo inducen
la semi prueta, razón por la que Dufrechou y otros vecinos encau-
sados por orden del general Félix E. Aguiar, Comandante de Pay-
sandú, recobraron a poco su libertad.
Aunque no constan las condiciones de la excarcelación, ésta
suponía el tácito destierro, porque el exagente naviero de Paysandú
debió marchar a Buenos Aires, donde por lo menos se mantuvo hasta
agosto de 1843.
Se hace gracia de esta noticia porque el 28 del referido mes
otorgó un poder en la ciudad bonaerense a favor del coterráneo Alejo
Etchebehére, ante el escribano Moriano Cabal, por demanda y cobro
de pesos a los herederos del matrimonio Aldao-Flores.
En el ínterin, mientras se agitaban las inculpaciones ante las
autoridades competentes, la avisada esposa de Dufrechou, a la sazón
en Montevideo, concertó una sociedad mercantil con los señores Re-
405
migio y Santiago Brian, lográndose salvar de esta suerte numerosos
bienes de fortuna en nuestra plaza.
Con el retorno al solar recrudecieron los malos hados, ya que
a la interdicción y pérdidas de mercaderías ocasionadas por la
Guerra Grande. siguió la caducidad de contratos con estancieros y
acopiadores, por la anómala situación del país.
Para colmo de infortunios, el 24 de setiembre de 1845 fueron
detenidos, por orden del general Manuel Oribe, todos los pobladores
franceses de la Villa, e internados en Valdés bajo custodia de un
piquete local a órdenes del capitán Hernández, cuya tropa luego re-
forzó el batallón argentino de un mayor Montaño.
Presos a la intemperie en los campos de Juan el Inglés, mote
común del coronel Juan Mundell, transcurrieron así varios días, hasta
que, con la mutua ayuda de los compañeros en desgracia, lograron
fabricar precarias chozas para guarecerse de las inclemencias na-
turales.
No consta el destino inmediato de Dufrechou, pero es de notorie-
dad histórica que la mayoría de los reclusos burlaron la vigilancia,
para escapar de la penosa reclusión urdida por Rosas.
En el interregno temporario siguiente Dufrechou pasó a residir
al pueblo brasileño de Uruguayana, adquiriendo allí una casa frente
a la plaza del Comercio, calle de por medio con el negocio de la
firma “Baltar y Hermanos”.
Prueba al canto su ausencia, el hecho de no constar entre la
nómina de franceses que signaron la nota reclamatoria de los tre-
mendos daños sufridos al ceñirse el Sitio del 26 de diciembre de
1846, verdadera catástrofe que sumió en la miseria a nacionales y
extranjeros.
El patético reclamo interpuesto el 5 de enero de 1847 por la
colectividad francesa ante el Ministro de Luis Felipe, lleva las con-
dignas firmas de doña Francisca Avril —esposa del prófugo— y la
de sus hermanos Pedro y Juan Avril, doble circunstancia para afir-
mar el exilio de marras.
Durante aquel penoso trajín. la citada matrona, señora de re-
conocido temple, se hizo cargo de todos los negocios familiares,
bdudiendo afirmarse sin retaceos que la protesta en cuestión la dic-
taron tal vez en su mayor parte los Avril, pues conforma un autén-
tico resumen de las atrocidades vistas y sufridas en la semana que
siguió a: la toma de la plaza. A la tragedia de salvar apenas “una
parte” de lo puesto, se aunó luego “la enorme contribución de vein-
ticinco por ciento sobre los frutos del país que habian escapado al
fuego y al pillaje, contribución injusta y arbitraria en una circuns-
tancia tan deplorable”.
Resuelto a centrar todas las actividades comerciales en Mon-
tevideo, después de 1847 se estableció en la ciudad capital atraído
406
por lo que al cabo debía ser un auge ficticio en las transacciones
de su ramo. Sabido es que a término de la Guerra Grande una
crisis no del todo bien previsible afectó al comercio importador, con-
tándose el propio Dufrechou entre tantos negociantes en mora.
Con una actividad rara para quien venia sufriendo tantos con-
tratiempos desde una déceda atrás, provocó un convenio de acree-
dores el 27 de mayo de 1852, por el que pudo salvar su fortuna y
crédito a la vez que ajustaka el pago de intereses. Sin embargo,
no todos fueron guarismos positivos en el decurso del mismo año,
puesto que un hecho en apariencia baladí fué origen de un farra-
goso pleito, concluido recién en 1855.
Un brasileño. Francisco Alves, alias “Veintitrés” —mote de toda
su ralea— era deudor por suministros a los comerciantes Jaime de
la María y Dufrechou, y en salvaguardia de los respectivos inte-
reses, hipotecó las haciendas que en la Estancia de Arroyo Grande
poseía en sociedad con su paisano Simón Silveira de Andrade.
En agosto de 1852, Dufrechou proporcionó a los Alves —paare
e hijo— una gruesa suma destinada al apartador de ganados Am-
brosio Sandes, dinero que vino a gastarse en el curso de las tareas.
Presuponiéndose un reintegro por este crédito. el estanciero bra-
sileñó vendió una crecida tropa, entregándole la totalidad de los
fondos, cuestión que originó la protesta judicial del señor de la Ma-
ría, negándose Dufrechou a presentarse en el juzgado, pese a los
tres llamados de orden.
Declarado en rebeldía, a las once de la mañana del día domin-
go 31 de octubre, vor orden del alcalde Felipe Argentó se constitu-
yeron en su casa el juez de paz don Juan Manuel Mandiá, el tenien-
te alcalde Berroa y el comisario de policia, reduciéndole a prisión.
Recluido por espacio de treinta horas, finalmente recobró la liber-
tad, lo que no sería óbice para suscribir una formal protesta ante
los vecinos y testigos Juan Cat, doctor Sebastián Berlingeri y don
Juan José de las Carreras.
Por su parte, Dufrechou no olvidó la presunta malquerencia
del alcalde y desde que las circunstoncias lo permitieron le inició
juicio por un saldo adeudado, litis seguida durante largo tiempo.
Simultáneamente debía proseguir la causa anterior, apoyándose en
el recurso de que el mencionado depósito pertenecía a la firma,
tesis recusada, ya que el pleito concluyó el 15 de junio de 1855 fa-
voreciendo el dictamen final a Jaime de la María.
Tamaños contratiempos no coartaron la marcha progresiva en
las diversas transacciones del rubro, prolongadas en un anexo de
Itapeby (Salto) y otro en Tacuarembó, a cargo del sobrino Pedro
Gaye. Mientras tanto había subsistido la casa matriz de Paysandú
a órdenes de Miguel Horta, pariente político cuyas singulares apti-
407
tudes financieras gravitaron en el progreso del viejo comercio de
calle Ituzaingó y General Brown ($. O.).
Acorde con estos méritos. Dufrechou lo asoció el 29 de mayo
de 1852, pero este contrato de sociedad recién tuvo formas legales
el 12 de junio de 1855, cuando ambos comparecientes lo firmaron
en la escribanía de Manuel Cortés.
Por el citado convenio el residente francés aportó a la compa-
ñia la suma de 87.976 pesos, 708 reis, capital activo donde se in-
cluian 1.202 pesos, 2 reales, 78 reis, que introdujo Miguel Horta.
La firma, que giró bajo el rubro Dufrechou y Cía., acordaba los
dos tercios de los beneficios para el dueño de mayor capital y el
resto correspondía al asociado.
Corta fué, sin embargo, la vigencia del rubro, ya que de mutua
acuerdo los socios convinieron por escritura del 3 de octubre de
1855 la disolución de la entidod en el término de un año, conforme
las cláusulas del contrato original.
En 1857 fué uno de los primeros accionistas de la Sociedad de
Cambios, benéfica asociación mercantil destinada a mejorar las
transacciones con los países limitrofes.
Poseedor de un buen capital, invirtió excedentes en la compra
y reventa de propiedades, negocio no del todo pingie, por la crisis
del año 58 y las resultancias anejas.
Asimismo, en 1859 iniciaba un largo pleito contra el dicha
de Buenos Aires por indebido apropio de mercaderías de su perte-
nencia. De acuerdo con el protesto levantado en Paysandú, el 6 de
agosto. en circunstancias que su hijo Alejandro regresaba de Mon-
tevideo a bordo de la goleta “Zaira”, trayendo diversas mercade-
rías, la embarcación fué detenida por el bergantín de guerra “Río
Bamka””, “al pasar la canal que existe al Oeste de Martín García”.
Según afirma la nota reclamatoria, este hecho, acaecido el día
27 con absoluta prescindencia del respeto debido a nuestro pabe-
llón, ocurrió cuando un oficial Folgveras, tras intimidarle el fondeo,
hizo un minucioso registro de la kodega, retirándose a hora avan-
zada de la ncche, mientras quedaban sobre cubierta numerosos pa-
quetes expuestos a la intemperie.
El 28 se repitió la visita y al día siguiente, “como a las tres de
la tarde y bajo una lluvia copiosa volvió a la “Zaira” el oficial Fol-
gueras con dos o tres oficiales más y un guardiamarina”*”, proce-
diéndose a nuevo registro.
Esta vez los irruptores embargaron numerosos efectos, previa
entrega de recito por Alejandro Dufrechou, mercaderías que luego
fueron depositadas kajo resguardo del comandante de Martin Gar-
cia. Por concepto de requisa y averías el monto total alcanzó a
2.772 pesos, cifra considerable en moneda de época, cuyo reclamo
408
se encargó el 26 de octubre de 1859 al distinguido comerciante sa-
boyano Antonio Dunoyer, residente en Buenos Aires.
Simultáneamente, el avisado hombre de empresa que había
en el súbdito vasco-francés realizó negocios rurales sin eximir
de arrendar tierras, constando el último centrato en escritura del 31
de octubre de 1863. fecha desde la que dispuso media suerte de es-
tancia ubicada en San Francisco, propiedad de Remigio Acosta.
Contrario al sistema político vigente, propició los trabajos ini-
ciales de la Revolución colorada de 1863 con la entrega de 30.000
pesos, reintegrables a término del conflicto. Sea por lo dubitable
de algunas cláusulas o la mala fe de los contratantes, cierto es que
luego de la toma de Paysandú, su hijo de crianza Francisco Mag-
non fué nombrado jefe político, cerrándose con este efímero honor
el camino para el cobro del respetable monto.
Por las inmunidades que le acordaba su ingerencia en la re-
volución fueron respetadas las propiedades urbanas y el fuerte re-
gistro de calle 18 de Julio, hospitalaria casa donde encontraron se-
guro refugio numerosos defensores del baluarte sanducero.
Miembro del último Directorio del Banco Comercial firmó en
mayo de 1866 el contrato que debía incorporarlo defintivamente al
primitivo Banco Italiano del Uruguay.
Poco después, doblegado más por los azares de la vida que el
peso de los años delegó todas las actividades en manos de su hijo
Alejandro, de acuerdo con un documento social suscrito el 10 de
setiembre. Por el mismo instrumento público, el rubro de ramos ge-
nerales y barraca que giró bajo el nombre paterno introdujo en la
sociedad un capital de 81.751 pesos en mercaderias, dinero y cré-
ditos. Quedaban inclusive como fondo común 3.119 pesos que ex-
trajo don Luis Dufrechou para aumentar los edificios, todas las ac-
ciones de la Compañía Salteña de Navegación a Vapor, los títulos
de ambos en el Banco Comercial de Paysandú, tres cuartas partes
de la goleta nacional “Aguila del Uruguay” y el reclamo por daños
y perjuicios sufridos por el inmueble en la toma de esta plaza.
Se excluyeron de la sociedad los cupones de la deuda Anglo-
Francesa, exclusiva pertenencia de familia, “bonos cuyo depósito
serviria para fortificar los créditos de la casa”.
Desde la aludida fecha el nuevo administrador entró como in-
teresado de la tercera parte de las utilidades si éstas las hubieran
al finalizar y liquidarse la sociedad”. Iniciada ésta por el término
de cuatro años desde el 28 de mayo de 1866, giró bajo la razón
“Luis Dufrechou e hijo”, constituyendo en orden cronológico el fin de
las especulaciones mercantiles sostenidas con todo empeño duran-
te ocho lustros, ya que el tesonero vecino falleció el 6 de abril de
1870. Interregno nada propicio para el fomento de labores en la re-
ferida índole, el cuadrienio fué harto gravoso por la tremenda crisis
409
que afectó al país desde el año 67. Ingentes pérdidas se anotaron
en los libros por incumplimiento de los deudores, sumándose los
protestos de las firmas proveedoras radicadas en Buenos Aires y
Montevideo. Bajo este abrumo vivió los últimos días, y ya sintién-
dose enfermo de muerte dictó su disposición testamentaria. De
acuerdo con el respectivo documento suscrito el 15 de noviem-
bre de 1869 dijo haber contraído estado en 1843 con doña Fran-
cisca Avril, viuda a la sazón de
Juan Pedro Magnan, señora que
trajo al matrimonio 50.000 pesos
moneda antigua de ocho reales
como dote, obligándose el mismo
Dufrechou el aporte de igual su-
ma, conforme un contrato del 25
de agosto del mismo año, auto-
rizado en Buenos Aires por el es-
cribano Mariano Cabral. Poste-
riormente, con data del 3 de di-
ciembre de 1845, el Juez de Paz
de Paysandú vino a otorgarle la
validez en este Estado.
Infiere en la manda testamen-
taria que se criaron a su lado
Frnutaca ¡Avill de Dalrechon los hijastros Francisco y Josefina
Mognan, habiendo desposado
ésta con Miguel Horta, matrimonio del que quedó una hija, doña
Josefina Horta Magnoan.
Respecto a la caza de comercio, confirma que por entonces es-
taba en moratoria, pero el último balance arrojaba a su favor la
suma de 49.282 pesos (15 de julio de 1868). Confiada la defensa de
sus intereses al doctor Joaquín Requena y García, un poder del 26
de agosto siguiente puso el rubro en liquidación a cargo de Pedro
Miramond.
Favoreció a su nieto Luis Dufrechou, hijo natural de Alejandro
Dufrechou y María Irigoyen. nacido en su casa el 10 de enero de
1858, con la suma de 4.000 pesos, y a las sobrinas Irma y Emma
Dufrechou 3.000 pesos a cada una. Fueron alkaceas según el orden
respectivo Pedro Miramond, Alejandro Dufrechou y Clemente Buf-
fet. El extinto pionero del comercio y las finanzas locales fué hom-
bre culto y autor de ponderables iniciativas. En carácter de accio-
nista presidió el 4 de marzo de 1861 la Comisión del Teatro Pro-
410
reso, obra que no vió concluida por el considerable retraso de la
fábrica en los años que siguieron a la Toma de Paysandú.
Su cónyuge, doña Francisca Avril de Dufrechou, falleció el 4
de agosto de 1868.
E
ECHEVERRY. JOSE,
411
veteranos del Paraguay, por obvios motivos creyó que la salvación
de la República estaba en las fuerzas militares, causa por la que de-
bía desvincularse del gobierno legal. Desde luego creyó con toda
honradez en los puntos de vista políticos que animaban a los faccio-
sos amparados bajo la sombra del cuartel, convicción tanto más fir-
me por su conocimiento de la campaña, donde aún se vivía un
clima incierto por la férula de los caudillos cerriles. Los sucesos del
año 75 lo encontraron, como
AÑ
no podía ser de otra manera,
junto a Latorre, formando en la
plana impuesta por el giro de
los hechos, “grupo fuerte” al
decir coetáneo, que pensaba
concluir con los “gobiernos
débiles incapaces de sofrenar
la decadencia de los poderes
públicos”. El 10 de marzo de
1876 firmó la solicitud que re-
clamaba la permanencia de
Latorre y erigido éste Dictador,
lo designó Jefe Político de Pay-
sandú, puesto del que se hizo
cargo el 29 del mismo mes,
acompañándole en carácter de
Oficial 1% don Pablo Maneras.
Amparado por un gobierno
José Echeverry de facto, el novel funcionario
propendió a pacificar el De-
partamento con todos los medios que hubo a su alcance, centrando
la acción policial donde la justicia lo requería. Pero el mayor peso de
las fuerzas legales gravitaron en la campaña, estimulándose sin re-
paros la sumisión del gaucho malo y el destierro de los elementos
nocivos para la sociedad.
Firme en la consigna, el solo nombre del Taller de Adoquines,
cárcel y trabajo forzado en Montevideo, resonó en el ámbito cam-
pesino con la potestad del más terrible castigo, por no avenirse a la
idiosincracia libre del gaucho. Epoca de severas restricciones para
las garantías civiles, la única presencia del Jefe Político constituyó
una salvaguardia personal que aceptaron tácitamente ciudadanos
tan ilustres como Eduardo Acevedo, Pablo de María y Carlos M.
Ramírez. Este último, caído ya el poder dictatorial, tejió pondera-
bles elogios a favor del indisimulado protector, recordando el apoyo
que siempre tuvieron en el único reducto de la libertad. No exento
de facetas originales. concluyó “pro domo sua”, uno de los pleitos
412
más largos y engorrosos, litis que involucraba las tierras del Rabón,
pertenecientes a la testamentaria Saucedo (1852).
Cesionarios de mala fe y la dispersión de titulos, propiciaron
casi dos metros de pesados expedientes, trámite que tenia sobre
ascuas a todo el personal de la judicatura desde tiempo atrás.
Avisado de las inútiles erogaciones y las continuas molestias,
Echeverry reunió en el cuartel a los legítimos herederos, expidién-
dole a cada uno la suma de doscientos pesos, bajo cabal promesa
de enviarlos al Taller de Adoquines así se presentasen en el Juz-
gado local.
El mismo no tuvo a mucho el predio, liquidado después por ín-
fimo precio.
Entre los prófugos de triste celebridad le tocó perseguir al fa-
cineroso Dungey por la muerte del vicecónsul alemán von Graeé-
venitz, ultimado cuando interpuso su mediación para conseguir jus-
ticia por el alevoso asesinato de un humilde puestero.
Aunque el comandante revolucionario Enrique Olivera se anti-
cipó al decreto legal haciéndolo fusilar en las costas de Sánchez,
el gobierno prusiano, tal vez mal informado, condecoró al jefe polí-
tico con una cruz de oro. Echeverry, que siempre tuvo a menos ga-
las y pompas de cualquier especie, no pudo rehuir tamaña distin-
ción por razones diplomáticas, guardándola como una simple cu-
riosidad...
En cierta ocasión los propios servidores de la justicia protagoni-
zaron episodios no exentos de tintes heroicos. Por causas fortuitas el
comisario Fortunato de los Santos se hospedaba en casa de humil-
de gente campesina, habiéndose quedado allí por expresa solicitud
del dueño, a fin de resguardar mujeres y niños durante su ausencia.
La misma noche el célebre bandolero, conocido en toda la cam-
paña por el mote de “El Clinudo”. pretendió derribar la puerta de
acceso valiéndose de un pesado yugo que esgrimia a modo de ariete
con un compañero de andanzas.
Así que voltearon una hoja, el valiente comisario los enfrentó
puñal en mano, logrando ultimar al cabecilla no obstante las heri-
das que le infligieron durante la refriega.
A fines del año 76 otro hecho de relieves nada comunes dieron
notoriedad a las esforzadas autoridades policiales del terruño. Un
negro brasileño, Manuel Antonio de la Concepción, ultimó en cir-
cunstancias por demás alevosas a dos infelices mujeres vecinas de
Averías, pegándole fuego al rancho donde yacian. Correspondió la
persecución del moreno al comisario de la 3% Sección, don Francis-
co Barú, quien pudo capturarlo dormido en una zanja a inmedia-
ciones de la costa del Rio Negro.
Recluído en la Cárcel urbana, previo paseo a través de las ca-
lles, el reo fué ajusticiado por un piquete militar en el mismo teatro
413
del crimen, a solicitud del gobierno dictatorial y algunos conspicuos
vecinos de la localidad.
Para espectación y escarnio de maleantes, el cadáver quedó
suspendido en una horca, facto que los opositores aprovecharon
después con toda suerte de larguezas.
Puede afirmarse que desde esta época la campaña entró en
una era de paz y sosiego, merced a las drásticas medidas en juego.
Tuvieron su parte eficaz en la tarea regeneradora Pablo Maneras y
Dionisio Irigoyen, militares que subrogaron al titular en el curso de
largos interinatos.
En 1881 Amaro Carve sustituyó en la jefatura al coronel Eche-
verry, volviendo éste por breve plazo a mediados de 1884.
A los méritos de infatigable custodio de la tranquilidad pública,
aunó su decidido apoyo a todos los medios que propendian la cul-
tura, al punto de constituirse personalmente en los exámenes esco-
lares, conferencias, veladas teatrales. conciertos y los célebres abo-
nos de ópera italiana.
Como caudillo político fué sin duda alguna uno de los más
prestigiosos en el territorio departamental desde que abandonó la
jefatura.
Como no podía ser de otra manera, encabezó las viejas frac-
ciones proclives al militarismo, formadas por los elementos reaccio-
narios del ejército y cierto vecindario de campaña. Ello no fué óbice
para triunfar bajo el respaldo oficial, siendo electo diputado por el
Departamento de Paysandú, gestión desprovista de envergadura, ya
que no era precisamente la representación acorde con sus posibili-
dades. Promovido al rango de general, falleció en Montevideo el 3
de marzo de 1894.
Hizo su elogio fúnebre el doctor Domingo Mendilaharsu, absol-
viéndolo de las viejas malquerencias políticas, a la vez que en cier-
to modo disculpó la actividad como motinero del 75, en contrapo-
sición con los muchos servicios rendidos a la Patria.
El general Echeverry había desposado con Estamislada Villuu-
reta, dama oriunda de Durazno, emparentada con los militares del
mismo apellido. Dejó sucesión.
414
y Juana Josefa García de Zúñiga por poderes conferidos al presbí-
tero José Basilio López, natural de Buenos Aires y doña María Jo-
sefa Marcos de Mendoza, originaria de Santa Fe.
A fin de proseguir en Europa los estudios secundarios se em-
karcó a mediados de 1819 en la fragata “Cosmopolita”, bajo tutoría
del capitán Benjamín Chatelin, hasta el desembarco en Saint Vale-
ry-Sur-Somme, donde pusieron pie el 18 de enero de 1820.
Alumno del Liceo Enrique IV, de
” yRTTTES s _ > AT
Paris, cursó estudios superiores has-
ta los veintiún años, regresando al
Plata con un nutrido bagaje inte-
lectual, pero sin optar ningún títu-
lo, ya que en un plazo perentorio
debía hacerse cargo de las estan-
cias paternas situadas en la pro-
vincia de Entre Ríos.
Sin mayor actuación política en
el terruño, pese a la influencia de-
cisiva de sus parientes, los herma-
nos Cipriano y Justo José de Ur-
quiza, el señor de Elía prefirió la
soledad del trabajo y el enclaustro
con sus libros franceses en aque-
llos años de terrible incertidumbre.
Sospechoso al rosismo, sufrió per- : >
secuciones injustas hasta ser preso a
y recluido en el año 1851, arbitra-
riedad que dejó profundas huellas Nicanor Fabio de Elía
en su espíritu.
Con antiguos vínculos en el Uruguay, patria de su primogénito
Angel Maria Máximo, nacido en Mercedes a raíz del exilio familiar
y en circunstancias que viajaban en una carreta, este nexo se
reanudó en 1855 al concertarse una sociedad agropecuaria con Vi-
cente Giménez para explotar la estancia “El Rincón”, próxima al
Arroyo Negro, cerca de cuya embocadura fundaron el saladero
“Santa Isabel”. uno de los más importantes de aquella época, así
nominado en honor de Isabel de Elía, hija del distinguido entrerria-
no y luego esposa de Carlos Saavedra, nieto del presidente de la
Primera Junta bonaerense.
Verdadero emporio de la riqueza y el progreso lugareño, el refe-
rido saladero, con muelle de embarco y fácil acceso desde tierra,
hizo vida próspera hasta el año 1864, fecha en que debieron cesar
todas sus actividades, por los trastornos de la guerra civil.
Un año después y de común acuerdo, los asociados liquidaron
415
todas las existencias, venta que abarcó las propiedades del benemé-
rito argentino en la ciudad de Paysandú. Poco después, don Nicanor
F. de Elia fué a radicarse en Buenos Aires, donde falleció el 6 de
diciembre de 1866. Su esposa, doña Trinidad Rivarola, integró la
histórica comisión de la Sociedad Filantrópica de Señoras, a poco
de haberse fundado, en cuyas filas permaneció hasta el 29 de mayo
de 1862, renunciando entonces a causa del traslado familiar al cam-
po de Arroyo Negro. Pinilla, viejo
y fraternal amigo, les dispensó toda
clase de consideraciones, contándo-
se el señor de Elía entre los más
adeptos contertulios del insigne edil.
El mutuo aprecio no ha escapado a
la, posteridad, existiendo frecuentes
alusiones personales en la corres-
pondencia de época y noticias co-
rrelativas al saladero, luego propie-
dad del famoso malonés Pablo M.
Lammorvonais.
Las cenizas de la estirpe reposan
en el Cementerio de la Recoleta,
que por tan justos títulos enorgu-
llecía a los porteños.
Don Nicanor F. de Elia Alzaga
casó en Soriano el 18 de tebrero
de 1840 con doña Trinidad Rivaro-
la, hija del abogado Francisco Bru-
Trinidad Rivarola de de Elía no de Rivarola Villa, jurisconsulto
de la Real Hacienda de Buenos
Aires, y de Josefa Martínez de Haedo Bayo, vástago del conocido
terrateniente Francisco Jawier Martínez de Haedo.
ENCINA. JULIAN.
416
cuyo mando efectuó una de las más felices incursiones al campo
erzemigo, salida de orden subrepticia en la que veinte Guardias Na-
cionales dispersaron entre “40 a 50 brasileros” pertenecientes al
Batallón de Marina, sujetos que se encontraban “en el mayor descui-
do” junto a las estribaciones de “Las Tunas”.
En los días finales del glorioso cerco le tocó reimplantar la insig-
nia patria sobre la cúpula del templo en construcción. “El teniente
Encina cruzó toda la bóveda de la
nave principal” —“subió por la es-
calera de la media naranja que
quedaba en descubierto, y colocó
de nuevo la bandera. Durante todo
el tiempo que duró esta operación,
le dirigían toda clase de proyecti-
les, los que no interrumpieron en
lo más mínimo su intento. Cuando
bajó, al cruzar de regreso la bóve-
da de la nave, una bala de cañón
horadó a ésta a sus pies; la con-
moción sufrida en el piso que cru-
zaba, lo hizo tambalear, pero él
siguió con paso tranquilo hasta
la extremidad por donde debía ba-
jar”. (O. Ribero, Recuerdos de Pay-
sandú, pág. 79).
Libre al rendirse la plaza, Julián
Encina logró pasar a Concepción
del Uruguay, figurando en la lista
de jefes y oficiales salvados en la
dura emergencia. foso Ciblla y julia Euelna
Afiliado al Partido Blanco. partici-
pó el 17 de marzo de 1870 en la frustránea invasión traída al país
bajo el mando del sargento mayor Francisco Garcia Cortina, jefe de
un grupo de 47 hombres que fueron a reunirse en la boca del Paraná-
Guazú con los efectivos del coronel Pedro Ferrer.
Encontrándose los invasores en las islas Manchega y Naranjito,
frente a Carmelo, intervino el gobierno de la República Argentina
enviando fuerzas armadas a bordo del “Venecia”, bajo comando
del entonces coronel José Ignacio Garmendia, encargado de evitar
a cualquier precio el pasaje de los revolucionarios orientales con
el “Coquimbo”, vapor gubernista uruguayo.
Tras un breve tiroteo los sediciosos debieron rendirse, siendo
reembarcados con toda clase de consideraciones, y en calidad de
417
presos políticos los alojaron tres dias en el cuartel del Retiro, pa-
sando después a la cárcel de Deudores. Aquí estuvieron 48 días
presos, perfectamente bien tratados, siendo puestos en libertad al
expirar este término por orden del Juez. a quien habian sido some-
tidos, separándose todos para invadir cada cual como pudiera” (A.
'Arostegui, La Revolución Oriental de 1870, t. 1, págs. 46-51).
Aunque se desconoce el paraje exacto del trasbordo ulterior,
diversos indicios parecen demostrar que figuró con el bizarro con-
tingente que invadió el país en la mañana del 10 de agosto, des-
embarcando en las playas de Soriano.
Durante los meses que siguieron pasó a formar en los batallo-
nes del titulado general Inocencio Benítez, y por este motivo puede
afirmarse su participación en el combate de Severino (12 de setierm-
bre) y la marcha inmediata al Norte de la República, medida poco
auspiciosa, ya que por razones de mando en breve plazo se enta-
bló la condenable disidencia entre Benítez y el coronel Juan P. Sal-
vañach, jefe este último que se abstuvo de continuar trato con su
rival, negándose inclusive a informarle de la presencia del general
enemigo Nicasio Borges en las inmediaciones del arroyo Cardozo
(Departamento de Tacuarembó), donde fueron alcanzados y masa-
crados el 10 de enero de 1871.
Según el parte firmado por Borges al día siguiente, los rebeldes,
al mando de Benítez —inferiores en número y retrasados en forma
considerable porque el incauto jefe criollo viajaba en un coche to-
mado al enemigo— sufrieron el más duro contraste, “habiéndosele
muerto 80 hombres entre jefes, oficiales y tropa, inclusive el jefe de
la infantería, Teniente Corcnel Segovia, los capitanes Vélez. Encina,
Dañoveitia, Lasala y Méndez, y un inglés Gassen (Gasser), encar-
gado de la fundición de cañones de la Unión”. (Arostegui, op. cit.,
t. IL pág. 6). La versión de Ribero inserta en sus “Recuerdos de
Paysandú” difiere en absoluto de la anterior: “Cruzando con una
partida el río Tacuarembó Grande —afirma en una llamada de la
página 79— unos matreros ocultos en los montes les hicieron una
descarga de fusilería. Una bala le fracturó una pierna, y a conse-
cuencias de la herida murió a los pocos días en la Jefatura de Po-
licia de Tacuarembó”.
Nada corrobora tamaña información, poco verosímil por otra
parte, ya que el infortunado Encina no recibió sepultura eclesiás-
tica ni su óbito figura en los libros de la parroquia norteña.
El estricto parte del general Borges confirma en cambio el os-
curo drama causado por la impericia de Benítez y los tremendos
odios de Salvañach. Allí no más, junto al rocoso altozano barrido
por los vientos quedó el anónimo entierro...
418
ENGELBRECHT. ANDRES,
419
cuenta varas sobre esta rúa y otras tantas sobre la actual calle
Independencia. Este predic limitaba al N. con la azotea de Fran-
cisco Vázquez, amplia residencia que subsiste, y al E. tenía por
lindero a Benito Martínez.
Calle por medio al S. estaba la casa del portugués Antonio Ro-
dríguez Madera, y al O., sobre la otra acera, los ranchos de Cave-
tano Abad.
Al finalizar la Guerra Grande el avezado comerciante dina-
marqués comenzó la erección del edificio actual, sede de la casa
importadora de fugaz prosperidad —la primera en nuestro medio
que inició transacciones mercantiles en países de habla sajona.
Honrado padre de familia, allí vivió los últimos días concluidos
al principiar el mes de enero del año 1868. Víctima del cólera, sus
restos se perdieron entre el caos de las inhumaciones libradas al ar-
bitrio de los camposanteros.
Doña Barbarita Schilt, cónyuge del señor Engelbrecht, le sobre-
vivió hasta el 4 de diciembre de 1896.
420
La ponderable influencia italiana selló la dilatada ejecutoria
constructiva vigente aún en las residencias que honraron toda una
época, condenadas en lo que va de este siglo a la desaparición, tan-
to por razones de espacio como la propia ubicación en pleno centro.
Se recuerdan como obras maestras en su género las fincas de
Eduardo de Fuentes, general Eusebio Francia, Nicolasa Argois de
Stirling, Ateneo de Paysandú, Sociedad Española de Socorros Mu-
tuos, Asilo Maternal, etcétera. 7 7 E > Es 8
Por lo que se refiere a la adju-
dicación del antiguo edificio de la
Escuela Pública de Niños y el
Banco Italiano, el diseño neoclási-
co parece ser indudablemente obra
de los Poncini, aunque consta que
al retiro de los hermanos ticineces.
Engelbrecht quedó encargado de
esta última construcción, capatacia
de amargo recuerdo, pues allí un
accidente fortuito pudo costarle la
existencia.
En un soledoso feriado inspec-
cionaba los trabajos, de rigurosa
levita, cuando sin causas aparen-
tes un balde caido de las alturas
dió sobre su cabeza, dejándolo sin
conocimiento.
Una criolla, casual transeúnte,
dió con él sobre la acera, y apli-
cándole ipso facto cierta medicina
popular, le hizo conducir luego a Francisco N. Engelbrecht
su casa, donde no tardó en repo-
nerse.
De todas maneras la dilatada labor de este maestro de obras,
tácita y efectiva, posee el doble mérito de haberse realizado en for-
ma interrupta a través de la más recia decantación financiera “y so-
bre la misma crisis que Axl sobre los negocios particulares a fi-
nes del pasado siglo.
Se conceptúa entre lo más interesante de su labor, el armónico
macizo de propiedades sito en calle Florida entre los números 951
y 977, grupo residencial que apenas ha sufrido la injuria de reto-
ques innecesarios.
Espíritu generoso, el señor Engelbrecht apoyó numerosos con-
nacionales en el destierro, y al fundarse la Sociedad Argentina en
1883, fué uno de sus conspicuos sostenedores. Fué asimismo preri-
421
«ente del “Club Comercial” (1882). y por voto unánime de sus ccn-
patriotas, presidió la “Sociedad Argentina de Socorros Mutuos” en
1891.
Ya entrado en años abandonó la ciudad pora radicarse en Mcn-
tevideo, donde falleció el 31 de julio de 1921.
Luego de haber afincado en casa de sus mayores, fincx1 sita
en el cruce de 18 de Julio e Independencia (N.E.), el progresista maes-
tro de obras residió en la entonces casa señorial de calle Florida
Nv* 975 involucrada en el bello macizo de referencias, cuyo solar
adauirió el 3 de abril de 1867.
Fué primitivo poblador de estos terrenos el potentado argentino
Dionisio Aldao, conforme los títulos reconocidos por la Junta Económi-
co-Administrativa con fecha del 21 de noviembre de 1863.
Posteriormente hizo traspaso de sus derechos a Engelbrecht y
éste inició la construcción de los edificios que subsisten al promediar
el año 76.
En plena juventud había desposado con Celia María Caissiols,
perteneciente a una distinguida familia de origen francés, dama que
falleció el 7 de julio de 1888. Fueron sus vástagos Celia María En-
gelbrecht Caissiols, esposa de Manuel Pérez Spikerman; Andrés Mi-
guel, Francisco Leopoldo, José Antonio, María Luisa (fallecida el 11
de marzo de 1896); Lola Marcelina, conocida por Dolores, precoz ar-
tista de excepcionales méritos, conforme lo acreditan sus cuadros.
Dejó de existir el 3 de agosto de 1900 en la más radiosa juventud.
Completan la nómina sus hermanas Feliciana y Camila Engelbrecht
Caissiols.
422
desposada con el militar Eusebio Salvatella, oriundo de Salto, hijo de
Adrián Salvatella y Dominga Almada, vecinos de larga tradición.
Hechos en las faginas de la estancia paterna, José A. Epalza, al
igual que su padre. careció de la férrea energía que distinguía a los
hombres de empresa, motivo de la remanencia de una gruesa fortu-
na disminuida por las guerras civiles.
Gente bondadosa y en extremo fiel a los lazos de amistad, el
genitoz donó todas los haberes de
la medianería que le pertenecie-
ron en la sociedad que mantuvo
con Marcos Arce, a favor de la
viuda e hijas del extinto amigo
(1827).
Más tarde (12 de mayo de 1841)
declinó todos los derechos suceso-
rios en Vizcaya, transfiriéndolos a
nombre de sus hermanos Juan Pa-
tricio, Juan Esteban y María de
Epalza, vecinos de Durango.
Por lo que se refiere a José A.
Epalza (h.), actuó en diversas co-
misiones municipales y partida-
rias, ganando siempre el asenti-
miento de los parciales y el respe-
to de sus contrarios políticos. En
1893 fué miembro de la Junta E.
Administrativa, siendo autor de al-
gunas mociones de interés regio-
nal.
Amigo consecuente de José Bat- José Antonio Epalza
lle y Ordóñez, cuando este insigne
estadista se hizo cargo de la presidencia nacional en 1903 lo designó
jefe politico de Paysandú, siendo cronológicamente el primer nom-
bramiento de su investidura.
En octubre del mismo año le tocó agasajar al séquito que en-
cabezaba el referido mandatario, memorable estadía de orden so-
cial y político.
Con la misma devoción partidaria de sus mocedades fué un
digno custodio de las instituciones gubernistas al estallar el movi-
miento revolucionario del 1* de enero de 1904.
No obstante el peso de los años, desde la Jefatura mantuvo un
efectivo sistema de comunicaciones bajo su propia dirección, correo
que abarcó gran parte del litoral uruguayo. Persuade su adhesión
a la causa partidaria el hecho de pernoctar en la misma casa de
423
policia, sirviéndole al efecto un amplio sofá del propio despacho.
A edad sexagenaria falleció en Paysandú el 12 de diciembre de
1905, gozando hasta su muerte del más digno prestigio, ganado por
justos méritos.
De su matrimonio con Silvana Salvatella fueron vástagos el
ingeniero Elbio Epalza, doña Elvira Epalza, casada con Miguel
Irigoyen; Herminia, soltera; Josefa E. de Lassús; María, Dominga,
Delia, Silvana y Orfilia, célibes; Celia Epalza, cónyuge de Rodolfo
Viera y Rogelio Epalza, que tomó estado con Josefa Dussor, sin
descendencia.
En 1880 D. José Antonio Epalza inició la compra de los derechos
pertenecientes a la sucesión de Ramón Casas, adquiriendo por suce-
sivas transacciones parte de la gran estancia que poseyera la fami-
lia del mismo apellido en las zonas de Rabón y Cangué.
El 24 de noviembre de 1900 a su vez, Epalza vendió a José
Eyheravide Mendisco una fracción de 3000 hectáreas en la citada
jurisdicción.
ESCAYOLA. JUAN
424
rudo accidente sensorial debía primar en aquellos dias sobre la
pauta del noble hogar.
El 21 de febrero de 1889, tras rápida dolencia y en la plenitud
de las fuerzas físicas, fallecia doña Benjamina Méndez de Escayola
—madre del futuro vate— sumiendo en tristeza inenarrable a la es-
tirpe joven y plena de esperanzas.
La sombra benéfica de la autora de sus dias no debió abando-
narle jamás. Por encima del
tiempo y las desilusiones que
dejan el peso de los años, una — 2. a
veneración hecha culto pudo en- +; dd
treverse en el diario discurrir con
la proyección de las cosas inal-
cansables.
Vuelto entonces a las faenas
de sus mayores, no dejó de alter-
narlas con la política, activa mili-
tancia tanto más notable por las
libertades que tuvo el Partido
Blanco desde la égida del sam-
tismo.
El bautizo en esta actividad
ciudadana constituyó su presencia
junto a las fuerzas colectivas que
el 8 de enero de 1888 desfilaron
por la calle 18 de Julio, manifesta-
ción hecha en honor al jefe polí-
tico Ricardo Tajes.
Ya de regreso, al enfrentar el Juan Escayola
negocio de Clemente Aphoteloz,
algunos manifestantes, y en particular los enemigos del Club Gene-
ral Borges —suma de colorados y constitucionales— agredieron a un
núcleo de tranquilos espectadores apostados en las puertas del
almacén, siendo herido allí de arma blanca el capitán Valentín
Quintana.
"Felizmente, informó “El País” del 9 de enero, el noble proceder
de los señores don Eloy Legar, D. Juan Escayola (padre) y otros que
se atravesaron entre la turba y los perseguidos, evitó escenas repug-
nantes y sangrientas.”
Adepto insobornable a los fueros de partido en aquella estada
sanducera intimó con los sobrevivientes de 1865, y aunque alguna
vez tuvo entre manos numerosos papeles históricos que pensaba
publicar, las exigencias del trabajo postergaron la primigenia idea
de editarlos.
425
Mientras tanto la seria crisis que afectaba a la industria agro-
pecuaria le hicieron buscar nuevos horizontes y fué así que en 1895
se asoció con el coterráneo Cirilo Guldenzop, para explotar una
empresa telefónica en la ciudad de Minas.
Allí les sorprendió la Revolución de 1897, y haciendo caso omiso
a los riesgos que importaba una campaña militar, llevados por los
fervores de cintillo dejaron la empresa en manos de un empleado,
dirigiéndose con toda clase de precauciones a Montevideo, y desde
este punto a Buenos Aires.
Incorporado con otro grupo de orientales a un fuerte contingente
nacionalista, pasaron al campo de Gená (Entre Ríos), propiedad de
Nemesio Sáenz, fervoroso partidario de la revolución que los man-
tuvo y les dió toda clase de comodidades por espacio de un mes,
vale decir hasta el pasaje a Concepción del Uruguay. Reunidos
con el batallón “Leandro Gómez”, formado por el bravo comandante
Apolinario Vélez, merced a su prestigio entre los blancos del litoral,
trasbordaron el Uruguay bajo órdenes del coronel Enrique Olivera
en los vapores “Don Pepe” y “Fortuna”, los que según las '““Memo-
rias” de Escayola fueron tomados en la vecina localidad de Colón
por un piquete de veinte hombres que .obedecion al capitán Luna.
Recuerda el mismo informante que poco antes del embarco de
los 187 revolucionarios, les hizo llegar el doctor Jacobo J. Berra,
desde Buenos Aires, la bandera de la defensa de Paysandú, noble
guión que señaló el paso de la vanguardia rebelde.
En honor de verdades debía ser una de tantas insignias exis-
tentes en la plaza el año de 1865 y nunca el pabellón oficial que
estaba a la sazón en poder de Andrés Lamas.
El desembarco se llevó a cabo en la costa de “Las Delicias”,
playa nombrada “del Vapor” y acto seguido el coronel en jefe
revistó los reclutas de Vélez, Mario Pou y las fuerzas de caballeria
del coronel Julio Varela Gómez.
Luis Mongrell figuró como representante civil del Comité Revo-
lucionario de Buenos Aires, revistando en simple calidad de soldados
Carlos Roxlo, Eduardo Acevedo Díaz y Abel de Fuentes.
Puesta a salvo de cualquier encuentro inopinado, la columna
se internó en el país, tocándole actuar a lo largo de toda la revolu-
ción. En las horas más decisivas Escayola tuvo por jefe al coman-
cante Vélez, rubricando aquella expedición plena de sacrificios, los
encuentros campales de Cerros Blancos y Guaviyú entre otros —
hasta el acuerdo de la Cruz.
Persona de entera confianza en el seno del alto comando re-
belde, obtuvo honrosas promociones hasta alcanzar el grado de
Mayor, distinción por méritos de guerra que jamás tentó revalidar
en los cuadros regulares del ejército nacional.
426
Teniente 1* del primer Escuadrón de la División Paysandú desde
el año 1901, el 1* de noviembre del referido milenio obtuvo las pre-
sillas de capitán, mientras residia en Rivera, por decreto del insur-
gente coronel Carmelo L. Cabrera. Mientras éste retuvo la jefatura
de la ciudad limitrofe, Escayola figuró en el plantel urbano con el
cargo de Oficial 2”. (1903).
En los pródroimos de la Revolución de 1904, por mandato de
Cabrera, movilizó los efectivos revolucionarios de Paysandú, trasla-
dándose posteriormente a Entre Rios al cumplir tan dificil misión.
Planteado su pasaje al Brasil se incorporó al Ejército del Norte
bajo orden temporal del exjefe político de Rivera, en cuyo plazo fué
su capitán ayudante.
Con la fusión de las diferentes huestes urbanas aquel militar
debió ceder el mando al veterano coronel Jose Vissillac, encargado
por lo tanto del 14 de infanteria, División de honrosa memoria en los
encuentros que siguieron.
Revistando siempre en esta unidad, el 28 de abril de 1904 fué
ascendido a 2* Jefe del Batallón 1* de Cazadores “Tres Arboles”,
fuerzas que estaban a cargo del sargento mayor Hilario Benítez.
De acuerdo con noticias del escritor y notivista Eudaldo G.
Montes. “Brillante actuación tuvo en Tupambaé, donde recibiera
órdenes de avanzar las líneas, cayendo el primer día su Jefe Benitez,
mortalmente herido, al que sustituyó el capitán Escayola.”
El mismo autor recuerda que la propia noche, el bizarro coman-
dante Tomás Márquez, el de igual clase Ramírez y un capitán Uran,
al frente de pocos hombres, irrumpieron en las avanzadas gubernis-
tas, librando una verdadera batalla campal a filo de arma blanca.
Testimonio elocuente de la feroz carnicería lo constituyó la pro-
pia lanza quebrada del caudillo Márquez.
El 27 de junio, en los mismos pródromos de la batalla, mientras
el ejército campaba en el Cerro de las Cuentas se le promovió a
Sargento Mayor permaneciendo al frente del Batallón “Tres Arboles”
a órdenes del coronel Ramón Martirena, quien lo dispuso en la
vanguardia.
Siempre en calidad de 2* Jefe, el 3 de setiembre pasó al Regi-
miento “Defensa de Paysandú” bajo comando del bravo entrerriano
Arturo Ahumada, de la División N* 13.
Culminó la carrera de las armas en marzo de 1910, fecha en que
a solicitud de Cabrera y en mérito a los trabajos subversivos se le
acordaron los despachos de teniente coronel.
Tanto el “Diario” de las guerras civiles, auténtico recuerdo de
Escayola como la correspondencia privada de los caudillos locales
poseen una copiosa información exhaustiva en torno a lo actuado
durante el plazo de tres lustros.
427
En cuanto a la vena lírica, sus producciones más antiguas no
parecen anteriores a 1897, según lo consigna el mismo autor.
Fué en las soledosas tardes minuanas, lejos de la tierra natal
y por íntima vocación, el despertar del estro pristino hecho de im-
ponderable amor hacia la vida campesina.
Sin un gusto definido por la materialidad histórica del gaucho.
intuitivamente poseyó la vivencia de los hombres y las cosas nati-
vas, desiderátum que debia volcar en un justo lenguaje no exento
de reminiscencias de corte hispano, trasunto de buenas lecturas.
Releyendo la dispersa elaboración poética, ceñida casi siempre
a temas ocasionales, surge de inmediato la insignificancia del hom-
bre y sus cuitas frente al panorama grandioso del campo.
Es el “¡Gaucho amigo!”, “Errabundo y solitario”, “Del pasado
fiel testigo”, de acuerdo con sus versos, que se esfuma en la nimie-
dad de lo humano junto al desierto y la inexorable soledad de los
campos vírgenes.
Aunque nacido en hogar de pro, la intrinseca modestia suya
aflora sin ambiguedades bajo la forma del simple menestral, del
paisano enamorado, del criollo ladino o del encubierto aeda cantor
de íntimos afectos.
Bajo este signo el 12 de abril de 1900 fundó la sociedad nativista
“Los Gauchos”, primera en su género según lo confirman los anales
sanduceros. Fué su primer presidente y tuvo corta existencia, tanto
que apenas testimonian su precaria vida un par de viejas fotografías.
A fuer de justa realidad, la asociación era un reflejo de las
encomiables inquietudes promovidas en Montevideo por D. Alcides
de María, venerable patriarca de las letras gauchas.
Con el despertar del siglo la revista “El Fogón”, de aquel gran
publicista, acaparó las producciones de Escayola bajo el mote de
“Juan Torora”, simpático nombre de carácter definitivo.
Residiendo en la Heroica contrajo nupcias el 19 de abril de 1907
con doña Elcira Nelcis. digna compañera de sus días y buena amiga
de las Musas que cultivó siempre en la intimidad hogareña.
Verdaderos sacrificios en las tareas de estanciero jalonaron sus
lustros inmediatos, años de penosa labor e inestables rendimientos
por el fracaso de numerosos negocios.
Constituyente por el partido de sus afectos en la reforma de
1917, concluida la honrosa comisión volvió a las tareas predilectas,
ya baio el signo nefasto de la baja de post-guerra.
Nuevas faginas en el Departamento de Durazno señalaron el
término de la vida rural, ya que a poco fijó residencia en Paysandú.
Empleado de la Intendencia durante años, alcanzó merecida
jubilación después de proficua actividad en el municipio local, reti-
rándose luego a Montevideo, donde la muerte le sorprendió el 18
de agosto de 1944,
428
En 1931 dió por los talleres de Vilanova una compilación de sus
poesias, intitulada ““Cansera del Tiempo”, las que en su casi tota-
lidad —decía el autor— fueron publicadas “como colaboraciones,
en diversas revistas y periódicos, figurando en primer término “El
Fogón” de nuestro inolvidable maestro Don Alcides de María.”
Ciñéndose estrictamente al orden correlativo de las fechas en
que fueron escritas evitó cualquier clasificación, teniendo por meta
principal “reivindicar la propiedad de muchas de esas composicio-
nes que —buenas o malas— andan por ahí, anónimas unas, desfi-
guradas otras y hasta alguna de ellas como pertenencia de extraños
autores.”
Quedó en calidad de promesa la publicación de otros versos
bajo el título de “Trova Cimarrona”, libro que por razones inexpli-
cables hubo de relegarlo al olvido.
ESTOMBA. BELISARIO,
429
Real, acercándose peligrosamente al cantón, Leandro Gómez dispuso
el inmediato avance a retaguardia de la caballería allí dispuesta al
efecto, siguiéndoles en apoyo inmediato la infantería a las órdenes
del mayor Estomba y el teniente Justo Benítez, fuerzas coordinadas
que debian despejar a cualquier precio el acceso a la ciudad. facili-
tando de esta suerte la entrada de los refuerzos enviados desde el
Salto por el Coronel Juan E. Lenguas al mando del capitán Rafael
Formoso.
Esta salida heroica, audaz empresa
cometida con 110 hombres, se realizó
en un doble ataque. Mientras Benítez
atacaba al sesgo el baluarte enemigo
dispuesto en una casa del puerto, ver-
dadera fortaleza, llegando los defenso-
res hasta un centenar de pasos,
Estomba atacó el flanco derecho ““sal-
vando el difícil obstáculo de un zan-
jeado” a la vez que dispersaba al
grueso para facilitar el arribo de For-
moso y su batallón. Durante el segun-
do sitio establecido por el general
Flores el 2 de diciembre de 1864 el te-
niente coronel de infantería Belisario
Estomba fué designado jefe del Bata-
llón Defensores con asiento en la Igle-
Belisario Estomba
sia Nueva, encargúndose de la defen-
sa de aquel sector y de colaborar con
los artilleros acantonados en el “Baluarte de La Ley”.
Múltiples fueron los actos de heroísmo cumplidos por Estomba
en el decurso de la epopeya. El día 7, junto con el capitán Adolfo
Areta y al frente del citado batallón reconquistaron con el jefe Poli-
tico la casa de Rivero, calle por medio de la Jefatura.
Ocho días después, según el cronista Masanti, los militares Gó-
mez, Raña, Píriz, Areta y Estomba, al frente de una compañia del
Batallón Defensores irrumpieron en el campamento enemigo del
Noreste. poniéndolos en completa derrota. Se recogieron como
preciado botín armas, municiones y porción de enseres, siendo vanos
los tiros de la cañonera, ya que los obuses pasaban por elevación
sobre las barrancas costeras.
Firme en el puesto, el 1? de enero de 1865 le encontró junto al
cantón de la lolesia disponiendo de un pequeño cañón con el que
esporádicamente se disparaba al enemigo desde la sacristía, lucha
430
ya inútil por que la réplica “de granadas, metralla y bala rasa
hacian más daño cuanto pudiese ofenderles el debilitado bombar-
deo local”.
El trágico 2 de enero permanecía junto a Leandro Gómez en
momentos de la rendición acompañándolo hasta la esquina de 8 de
Octubre y Comercio, luaar donde fué sustraido con otros prisioneros
por algunos amigos de filiación politica contraria.
Según Masanti el comandante Estomba “se refugió en la cosa del señor Sardá”,
consiguiendo permanecer en ella oculto hasta el día siguiente, en que mandó aviso
ul jefe de la referida cañonera (Vad-Ras), quien envió a buscar:o con el cirujano de
la misma y algunos marineros, los cuales llevaban una caja de instrumentos a pre-
texto de operar a un enfermo. Asi mismo traían oculto un uniforme de marinero, con
el que revistió el comandante Estomba, llegando sano y salvo a la cañonera”.
431
y Negro, á fin de adquirir noticias del General Aparicio y proporcionar embarcacio-
res para vadear el río; comisión que desempeñó en el acto el Coronel Estomba, dán-
dole cuenta a su jefe del resultado obtenido pero que éste no utilizó porque en ese
tiempo había tenido que marchar para el centro de la provincia.
“Ignorante el Coronel Estomba de esta marcha, esperó en vano la incorporación
de su superior hasta que, habiendose retirado el ejército jordanista para ir á tomar
la Concepcion del Uruguay, se vió cortado completamente; decidiéndose en vista de
esto á invadir el solo para reunirse á sus compatriotas y correligionarios que ya, con
caballerías solamente, habian triunfado en Melo, Rincon de Ramirez y Espuelitas con-
tra tropas veteranas.
“Se hallaba en la estancia de la “Aroma”, barra del Mellado, frente por frente á
la boca del Arroyo Chapicuy, puerto oriental, cuando se determinó á invadir á su
patria,
“Días antes del pasaje, que se efectuó el 15 del mes de Julio, mandó el Coronel
Estomba de bombero al Capitán Salvatierra quien trajo las noticias del Estado Orien-
tal de que el General Aparicio merodeaba por la Laguna Negra (frontera brasilera),
que el General Caraballo había levantado su campamento de la Mesa de Artigas
con dirección al Cerro Chato, en la observación de los revolucionarios, y que las poli-
cias seguían vigilando por el arroyo y pueb.o de Guaviyú. También para esplorar el
paraje en que hicieron su desembarque, pasaron á la orilla oriental los Comandantes
Juas Antonio Estomba, hermano del Coronel, Joaquín Warnes y José Britos y un sol-
dado, quedándose los dos primeros en un puesto de la estancia del Sr. Rivas, á
cargo de un tal Seijo, y los dos ú.timos repasaron el río para prevenir á su jefe
que podía invadir, pues no había enemigos en la costa; lo que efectuaron esa misma
noche los ya nombrados Coronel Estomba, Comandante Britos y Capitán Salvatierra,
y los soldados, Pedro el Correntinito, Ricardo Estevez y Timoteo Aparicio, morenos es-
tos dos últimos, llegando al otro lado antes dei amanecer, donde lograron favorecidos
por una espléndida luna, atracar á un puerto de pasar hacienda y desembarcar con
toda felicidad, como también hacer el lance de sus caballos con seguro éxito, sin te-
mor de que pudieran volverse como sucede cuando reciben el sol en la cara.
Una vez verificada la invasión, fué preciso permanecer algunos días en el
bosque, en cuyo tiempo aprovechaban las noches para salir campo afuera y llegar
a los establecimientos de amigos, como el de la señora de Jackson, por eiemplo á
cargo del Capitán Bautista Olazagaste, el que se condujo tan bien que les reunió
unos cuantos hombres, les proporcionó caballos y dióles rumbo y noticias del General
Aparicio. :
Mientras esto sucedía en una parte de los espedicionarios la otra, compuesta de
dos o tres hombres, estaba permanentemente vigilando apostados en el puesto de
Seijo, manteniendo de día una larga caña recostada en el mojinete del rancho en
señal de que no había novedad y luz encendida durante la noche.
En una de estas noches sucedió un caso muy curioso, y hasta cierto punto
risible. Estaba el Capitán Salvatierra con cuatro soldados de servicio en el puesto.
Llovía torrencialmente. El pobre centinela que estaba de guardia, recluta y acosado
por la tormenta, colóse de rondon á la cocina sin pedir permiso siquiera, donde es-
taban los compañeros alrededor de una buena lumbre.
Compadecido del bisoño soldado, el capitán le permitió que abandonase su
puesto y allí quedó junto al bien encendido fuego, esperando que pasase aquella
tormenta y cesara la lluvia copiosa que caía.
Pero de improviso, interrumpiendo cuando menos se pensaba el reposo y la
tanquilidad en que los revo.ucionarios disfrutaban de un buen mate y del calor
del fogón en aquella tempestuosa noche, se oye un gran tropel de gente que ú la
población llegaba, y clavando las lanzas adentro del patio, echaba pié a tierra con
la mayor confianza.
El oficial que comandaba la partida, se dirigía en alta voz al dueño de casa,
432
diciéndole para que no abrigase temor que era la policía que venia á alkbergarse
un momento bajo el techo de la cocina mientras calmaba la lluvia y dirigiéndole
bromas porque habían llegado sin que los sintieran los perros del puestero.
Solicitó de éste el permiso que excusado es decir le fué concedido, para apro-
vecharse del fuego y churrasquear, a lo cual se dispusieron los soldados encaminán-
dose en seguida hacía la pieza en que los invasores se encontraban.
Los revolucionarios, entre tanto, en un silencio proíundo, a.go sorprendidos de
la visita tan intempestiva de los señores policianos, y penetrados del peligro inminente
en que se encontraban, comprendieron que había que tomar una resolución cualquiera
y obrar rápidamente y así lo hicieron, ocurriéndoseles el medio chistoso á la vez
que ingeniosísimo que vamos da relatar.
El capitán Salvatierra observa minuciosamente la habitación y descubre con
alegría inmensa, que debajo la solera del rancho estaba socabada la pared hasta
el punto de poder dar paso á un hombre arrastrándose por el suelo, Les hace notar
esto á sus compañeros y viendo en ese momento un cencerro, tan general en las
estancias, colgado de un clavo en la pared, se le ocurre la idea de ponérselo al
cuello y, ceomo vulgarmente se dice en cuatro piés, salir todos por el sócabo, y
protegidos por la obscuridad de la noche y balando á imitación de las ovejas cuando
les llueve encima, ¡llegar hasta cierta distancia de los ranchos.
Puesto en práctica el pensamiento consiguen evadirse cen toda felicidad, llegan-
do hasta donde estaba el coronel Estomba, que á toda prisa mandó ensillar y se
preparaba para darles la revancha á los que con tanta confianza estaban gozando,
en fogón enemigo, de las delicias de un buen fuego en una noche cruda de invierno;
Fero después desistió de su propósito, concretándose unicamente a mandar de cam-
po pues reflexionó que no les convenía hacerse sentir, porque les harían una perse-
cusión tenaz, y por otra parte hubiese sido comprometer á Seijo, que con tan buena
voluntad se prestaba á darles asilo seguro en sus montes; y á la noche siguiente
saiieron de aquel recodo que hace allí el Uruguay y tomaron rumbo directo al paso
del cerro del Quequay.
Ese día se les incorporó el capitán Gil López y tomaron en el monte al alferez
Mamerto (conocido por el toro de Paysandú), matrero de profesión y conocido de todos,
pues había servido en las filas del partido Nacional con el coronel D. Emilio Raña
y fué uno de los bomberos que tuvieron los defensores de Paysandú.
El Toro les vino de perilla, pues sumamente práctico de aquellos parajes, fué el
baqueano de confianza que llevaron.
Las costas del Uruguay en este lugar, estaba vigilada por el escuadrón del
Comandante Albano, perteneciente a la gente del general Caraballo, y fuerzas de
este mismo jefe vigi.aban los pasos y picadas que tenían que recorrer los espedicio-
rarios; pero como éstos habían tenido la precaución de ponerse divisa colorada,
Gue las sacaron de un pañuelo de seda que rompieron al efecto, nadie los incomodó
creyéndolos amigos, dándoles datos por el contrario; diciéndoles donde se encontra-
ban las fuerzas gubernistas y donde suponían habían de hallarse los revolucionarios.
Asi cruzaron la sierra de; Pedernal con dirección al Arroyo Malo sin tener noticias
ciertas del General Aparicio, habiéndo tomado por los Cerros de Gauna por consejos
«que les dieron en la casa de negocio de don Diego Esteves en la Quebrada, reco-
mendándolos un hermano político de este señor, amigo y correligionario, al señor
Gauna, de donde fueron cruzando las sierras hasta Llegar una noche á la estancia
del Sr. Quirino, acaudalado estanciero brasileño, situado en el paso de los Novillos
de Tacuarembó Grande y á donde invocaron el nombre del General Suárez, asi
como en otras partes habían invocado los nombres de Caraballo y otras jefes del
partido gubernista. Este señor Quirino había sido condiscipulo del mencionado Suárez
y era su más íntimo amigo y partidario decidido de la causa que aquel sostenía
y tuvo la candidez de creer en la recomendación que los revolucionarios le dijeron
ies había hecho su amigo para que les diese datos del enemigo, á quien espusieron,
433
tenemos orden del General de verlo y llevarle un parte según de las fuerzas que
poseen. Pues ayer precisamente, les dice Quirino, pasaron esos foragidos por aqui
iban como 700 hombres, continuó diciéndoles; pero no corren, vuelan; pues no pare-
cen caballos, sinó aguilas en los que van montados; según dicen, es gente que no sabe
cuando duerme ni cuando come, todo lo hacen á caballo, y tan pronto están en un
departamento como en otro, carinando de día y de noche, dando batidas por cam:
Fos, montes y sierras.
Sin embargo, les voy á dar un baqueano para que los conduzca hasta la picada
del Borracho, cortando campo por unos bañados, de donde ustedes pueden bombearlos
si por casualidad andan todavía por el otro lado del arroyo; además, el puestero
que allí tengo puede darles a.gunos informes.
Inmediatamente se puso en marzha la comitiva y antes de venir el día habían
vadeado la picada, llegando á pasar el arroyo Caraguatá, que queda allí cerca,
artes de amanecer, encontrándose en este punto con el mayor Acosta y Lara de la
gente de Aparicio, que se había quedado rancheando a retaguardia de la co.umna,
el que no dejó de recibir a.guna sorpresa al encontrarse derepente rodeado de lcs
que creyó enemigos en el primer momento, De aqui siguieron al Paso de Aguiar en
ei Río Negro, donde se encontraron en su estancia con el Comandante D. Nicolás
Aguíar, prorietario de aquel campo, incorporándose ese mismo día al General Apa-
ricio, después de quince de correrías. El General estaba pescando muy tranquilamen-
te con un aparejo en el Paso de Mazangano, del mismo Rio Negro, mientras hacia
pasar sus fuerzas para el departamento de Cerro-Largo, y después de haberos salu-
dado é informarse del itinerario que habían seguido les dijo: Han hecho Vds. una
buena cruzada, teniendo la suerte de no encontrarse con Caraballo: ¿donde lo escu-
saron?— En el Cerro Chato, le contestó el coronel Estomba.— Si, dijo Aparicio como
respondiéndose a una idea suya; no me persigue a mí por esperar al General Medi-
ra, pero se vá á llevar chasco, pues á los de Entre Rios voy á llamarlos al Sud.
Por ahora, coronel, continuó camkiundo de tono, forme Vd. á la izquierda de la
columna; cuando se reuna la infantería de vanguardia, Vd. la mandará.
Pero antes de terminar esta narración vamos á relatar un hecho de los tantos
en que fueron actores el Coronel Estomba y sus compañeros en la travesia que
ccababan de hacer, y que merece la pena conocerse.
Como ya hemos dicho, los espadicionarios venian con divisas coloradas, cuya
circunstancia dió lugar á quid pro quos muy curiosos.
A los dos días de haberse separado de la costa, hallándose tomando caballos
en una estancia, se les presentó un sargento llamado Ramirez, de la gente del Go-
bierno, armado de sable y tercerola y con una tremenda divisa colorada con este
mote: “Ejército del Norte; división de Paysandú”. El Coronel Estomba le pidió que
los acompañase, creyéndo que sería una garantía para ellos, diciéndole además que
tenía orden del General Caraballo para no dejar soldados sueltos por aquellas
irmed'aciones.
El individuo se prestó de muy buena gana á seguirnos: pero después de pasa-
dos uno Ó dos dias, comprendieron que los perjudizaba semeiante compañia. Enton-
ces como medida extrema determinaron algunos abandonarlo en el campo ó en un
último caso librarse de él de cualquier modo. Pero el Coronel Estomba que descollaba
For sus sentimientos humanitarios, rechazó el pensamiento, prefiriendo antes arrostrar
las consecuencias.
Y verdaderamete hubiera sido una injusticia, pues el día que se le dijo á Rami-
tez la idea que hab'an tenido, que fué momentos antes de incorporarse a sus amigos,
contestó.es esto: Pues habia sido una equivocación bien lamentable, y después de
ejecutada nadie les habría hecho saber que yo, como ustedes, me había puesto la
divisa enemiga para poder hacer la cruzada hasta incorporarme con el General
Aparicio.
ETCHEBARNE. MARTIN.
436
en la industria de marras, idoneidad que luego le permitió estable-
cer un próspero saladero en la vecina provincia argentina.
Sin embargo, los particulares méritos del poderoso financista
quedarícn relegados a la órbita personal por la misma indole de'
sus alcances. Fué recién a término de siglo que el avisado hombre
de negocios ligó para siempre su
nombre con la renovación del
alumbrado público urbano, al
fundar la “Usina de Luz Eléctri-
ca de Paysandú”.
Hasta entonces la ciudad sólo
contaba con faroles a querosén.
colocados en su mayoría el año
1860 bajo la memorable admi-
nistración del coronel Pinilla, lu-
mincrias que por entonces cons-
tituyeron todo un adelanto, al su-
primirse los fanales alimentados
con grasa de potro.
Hacia el año 97, se llamó a li-
citación para instalar una cen-
tral eléctrica, pero ninguna de
las dos ofertas presentadas ofre-
cian garantias suficientes, resin- Martín Etchebarne
tiéndose por defectos de indole
técnica y económica. Un segundo llamado, que estructuró el inge-
niero industrial Juan V. Calcagno, con precisas condiciones, tuvo
mayor éxito. Según los incisos respectivos el alumbrado regiría
desde media hora después de la puesta de sol hasta media hora
antes de amanecer, disminuyéndose la intensidad en un cuarto a
partir de media noche. Los abonados particulares podían usufruc-
tuar los beneficios del alumbrado eléctrico hasta esta última hora.
El 28 de octubre de 1899, conforme lo anunciado, se procedió a
la apertura de las propuestas en una solemne sesión de la Junta
Económico-Administrativa, compulsándose las ofertas del consorcio
“Compte y Nin” y otra de Martín Etchebarne. Al día siguiente el or-
ganismo local, por mayoría de votos, aceptó la segunda, no sólo
por ser más completa, sino también por lo económico de sus tarifas.
Por ulterior convenio, la Junta le entregó en carácter de propie-
dad, un terreno con frente al río, ubicado entre las calles Colonia
y Uruguay. obligándose el cesionario a construir dos piezas para
el nuevo resguardo y un foco giratorio con el fin de alumbrar la
costa, términos cumplidos en breve plazo. La instalación de la usina
estuvo a cargo de la “Sociedad Gramme”, de Paris realizándose los
437
trabajos bajo la asesoría del ingeniero Sebastián Dermit, inteligente
profesional que estudió la ubicación de la planta generadora, op-
tando finalmente por el referido predio municipal.
Siendo las 8 de la noche del 8 de setiembre de 1901 se inaugu-
ró el alumbrado eléctrico, entre una gran manifestación, donde se
conjugaron todas las clases sociales. Sobre el mismo estrado, pun-
to céntrico de la ceremonia, se inició la colecta para adquirir los
arcos voltaicos con destino a las calles principales, recaudándose
mil quinientos treinta y siete pesos, elevada suma conforme los dia-
rios de época.
Según noticias insertas en los rotativos locales, la primitiva
planta electromotriz consistía en una caldera a vapor Niclausse, que
accionaba un motor Piguet horizontal y monocilíndrico, de 200 HP.,
alimentando el mismo dos dínamos Gramme que provean, respecti-
vamente, 100 y 200 volts. (Corriente continua).
El creciente consumo obligó a instalar en 1909 otro motor Piguet
de 200 HP., con un por de dínamos similares a los descritos.
En 1910 se anexó otra máquina, con 500 HP.. de triple expansión
vertical, movida por una caldera Niclausse, acoplándose dos dina-
mos. La potencia de la usina se estimó a la sazón en 600 kw., ener-
gía suficiente para las necesidades locales de entonces.
Etchebarne retuvo la concesión hasta el 5 de febrero de 1919,
día en que traspasó todos sus derechos a favor de las Usinas Eléc-
tricas del Estado, por la suma de 115.000 pesos. En orden cronoló-
gico ésta, fué la más provechosa transacción celebrada por el esfor-
zado “pioner” del adelanto local, puesto que el establecimiento de
Casas Blancas languidecía frente a la competencia inalcanzable de
los frigorificos modernos.
Largas permonencias en Europa, además, y la excesiva con-
fianza en despiertos cuanto hábiles depositarios, malograron al cabo
de pocos lustros la crecida fortuna de quien fué sin duda un señor
en la más bella acepción de vocablo.
Falleció en Casas Blancas el 23 de setiembre de 1934.
Había contraído nupcias con doña Marcelina Reculusa, de ori-
gen francés, de cuya unión matrimonial nacieron dos vástagos, que
sobrevivieron a sus mayores. La sucesión de referencia la integra-
ron las Sras. Margarita E. de Ugartamendia y Magdalena E. de Lyon.
ETCHEBEHERE. PEDRO,
Ciudadano progresista en múltiples aspectos y caudillo politico.
Nacido en Buenos Aires el año 1837, fueron sus padres los súbditos
vasco-franceses Juan Etchekehére y María Beguerí, afincados en
Paysandú durante la segunda presidencia constitucional. Desde en-
tonces residieron en una media agua de calle Ituzaingó (18 de Ju-
438
lio), propiedad arrendada el 29 de noviembre de 1837 a Miguel Abad,
causa de la mudanza al rancho que poseian en el cruce de Rincón
de las Gallinas y 25 de Mayo (Charrúas y Montevideo), sobre la es-
quina Sudeste; inmueble que fué de José María Villalpando. Adqui-
E Ñ rido el propio milenio por 150 pe-
E sos plata moneda de época, el
respectivo solar tenía 50 varas de
frente por otras tantas de fondo.
Alli debian permanecer duran-
te algunos años. ya que el 5 de
enero de 1842 se hizo el traspaso
== a favor de Celedonia Pérez, her-
y mana de los conceptuados estan-
: cieros Lino y Andrés Pérez.
Ñ "e ra Los sucesos bélicos de 1846 de-
he ¿ bieron ser particularmente graves
> para la fortuna y seguridad fami-
liar, perdiéndose a la caída de la
plaza las existencias de un nego-
cio de karraca y ramos genera-
les. El propio Etchebehére además,
en momentos en que intentó apa-
gar el fuego que devoraba una
A parte de la finca, cayó en manos
de : de una turba, recibiendo terribles
and castigos físicos que hicieron peli-
Pedro Etchebehere grar su vida. Á causa de tamaños
insucesos pasó al Salto, adquiriendo un inmueble céntrico, donde
había de permanecer hasta el cese de la Guerra Grande.
En 1858 aún estaba en poder de la sucesión, habiéndose sus-
crito en el referido año un documento con el célebre armador Sa-
turnino Ribes —paisano y amigo— para el logro del arriendo.
De regreso a Paysandú, el tenaz comerciante, ya en el ocaso
de la vida, interpuso un reclamo contra el Gobierno por los daños
y perjuicios sufridos en su persona e intereses durante la pasada
guerra, testimonio dispuesto a favor de Graciano Salaberry el 1* de
abril de 1854. Este justo reclamo no tuvo condigno eco en las esfe-
ras gubernativas, prosiguiéndolo a la muerte del cónyuge la viuda,
doña Maria Beguerí, por interpósito poder otorgado a Pedro Etche-
behére. Asimismo todos los negocios paternos quedaron en manos
del entonces joven vástago, buen conocedor de las prácticas mer-
cantiles a través de una excelente preparación y continuos viajes
a Buenos Aires y Montevideo. Pese al insalvable malogro financie-
ro impuesto por la revolución que abarcó los años 63-65, pudo re-
tener algunos bienes de fortuna, prefiriendo, a raiz de la inseguridad
439
general, prestar servicios en instituciones privadas que lo requerian
por sus notorios conocimientos.
En 1863 integró el corto plantel de empleados que inauguraron
la sucursal del Banco Maúa y Cía., pasando después al Banco Ita-
liano, donde tuvo por compañero de tareas al luego presidente Juan
L. Cuestas.
Electo vocal de la Junta Económico-Administrotiva en 1865, con
posterioridad figuró entre los elementos adictos al gobierno de Lo-
renzo Batlle, recíproca confianza que se tradujo en el nombramiento
de oficial 1? puesto desempeñado en ausencia del jefe político
Eduardo Mac-Eachen. El ejercicio de marras lo puso al frente de los
asuntos jefaturiles, cumpliendo una ponderable gestión en horas di-
fíciles. (Agosto de 1869).
Edil en varios períodos, durante el año 1883 presentó algunas
mociones de resonancia nacional en el ramo agropecuario, proyec-
tos que tuvieron andamiento muchos años después.
Secretario del “Club Colorado” en 1880, figuraba en la plana
mayor del Partido junto a Nicas'o Borges, Julio Muró y Luis J. Pic-
cardo, políticos de la égida militarista que prepararon los discuti-
bles comicios del 81. Fiel a su antigua condición de colorado neto,
aún en 1887 acompañó a los primaces del “Club General Borges”,
suma de los viejos elementos cuarteleros, adictos que fueron a La-
terre y Santos y el grupo más cerril de campaña, según puede con-
frontarse en las hojas de época. Validada la elección por impu-
dencia gubernativa fué miembro de la Junta Electoral, cargo ínfimo
en relación a sus reconocidos alcances.
Tardío adherente a la evolución política, apoyó la candidatura
presidencial de su íntimo el doctor Julio Herrero y Obes, magistrado
que una vez electo le ofreció la Jefatura. encargo que debía aceptar
por contingencias momentáneas y el necesario apoyo al Gobierno.
El 19 de marzo de 1890 ocupó la Casa de Policía por imperio de la
zarandeada “línea directriz”, pues fuerza es decirlo, lo retenía de
tiempo atrás el fomento agropecuario en tierras popias, disciplina
hecha en las últimas normas europeas.
Cuando pudo renunciar en noviembre de 1893, su austera per-
sonalidad tuvo la plena convicción de haber sido útil a los intereses
locales, al gobierno que lo promovió y en grado justificable a la
colectividad politica que sostuvo por sobre todas las cosas.
El propio 15 de noviembre, día en que abandonó el cargo en
manos del sucesor coronel Ricardo Estebam, fué a constituirse en
sus chacras de San Francisco, más resuelto que nunca a seguir las
prácticas sistematizadas, conforme era su gusto en materia rural.
Buen turfÍman, no pudo sustraerse a la magna asamblea que el
21 de enero de 1894 auspició el planteo de la “Comisión Pro Hipó-
440
dromo”, que le tocó presidir, acompañándolo en calidad de secre-
tario Juan J. Megget, por voto unánime.
Miembro titular de la Junta E. Administrativa en 1894, fué vocal
de la “Comisión Pro Teléfonos” por el mismo cargo que investia
en el municipio, presidiendo el citado rubro Federico Díaz, en su
calidad de Jefe político.
Frente a su justificable presencia en los más altos destinos lo-
cales prevalecian los títulos de financista y hábil administrador,
razón por la que al fundarse la sucursal del Banco de la República,
fué nombrado gerente (1895). El nuevo cargo no estaba exento de
serias dificultades, que pudo sobrellevar de una manera tan efecti-
va como promisoria.
Alejado luego de las funciones públicas, sólo abandonó el retiro
por cuestiones de índole partidaria, ya que era personaje insustituible
en las famosas asambleas de época, hechas siempre de pasión y
noble fidelidad personal.
De agraciada figura y distinguidos modales, daba realce a su
fisonomía una pera de corte caballeresco, signo de una época, como
las impecables levitas francesas y las galeras de tipo inglés. Sin
males aparentes, su fuerte textura física vino a claudicor el 23 de
diciembre de 1912, por un cáncer en la zona ilíaca.
Célibe, legó todos los haberes —producto de largos años de
trabajo— a dos hijos de crianza que le acompañoron hasta la hora
del supremo tránsito.
Caballero de hondo arraigo en la sociedad coetánea, era her-
mano de la benemérita matrona doña Juanma E. de Salaberry, vin-
culada a la beneficencia solariega.
EZEIZA. GABINO,
441
don Antotnio Feijóo (1858-1955) rememoraba una estadía en Paysan-
dú a fines de la pasada centuria, comienzos del viaje concluido en
el Paraguay. Otro notable cantor, Arturo de Navas, no trepidó en
reunirseles, y de esta suerte marcharon Paraná arriba para con-
quistar en todas partes el aplauso de los amantes de nuestra mú-
sica vernácula.
Imposible sería reconstruir el largo derrotero seguido por Ezei-
za, bien nominado por la alta cri-
tica como uno de los más comple-
tos cultores de su género. Y es que
“el negro mayúsculo”, según la
terminología coetánea, aunó con el
hombre de color el virtuoso del
acorde musical y la palabra, vuel-
to siempre hacia la buena prédi-
ca. Apóstol del sano ejemplo, nu-
merosas anécdotas exornan la me-
moria del talentoso bardo.
Encontrándose cierta vez en
Concordia con su hijo mayor, al
que gustaba llamar “mi sargen-
to”, se les interceptó un niño de po-
bre condición vestido casi de ha-
rapos, párvulo que al parecer no
perdía de vista la flamante ropa
del primogénito Ezeiza. El bardo
fué el primero en captar la trági-
ca mirada de aquel mandadero, y
Gabino Ezeiza
antes que nadie opinara trocó la
buena indumenta filial por los gui-
ñapos del infeliz. “Contento por la obra —refiere el propio vástago,
me palmeó un hombro y sonrió satisfecho”.
La misma reacción noble y mesurada campeó en sus procede-
res toda vez que debió enfrentar en la palestra al adversario tro-
vador. Afirma el escritor Angel María Luna que las réplicas de
Gabino “eran serenas, suaves, como correspondía a su carácter de
lírico, constructivo convencido de la verdad”.
En cierta oportunidad se midió en el Teatro Artigas de Montevideo, con el
célebre payador Arturo de Navas. En un momento dado, y como la payada seguía
y los recursos se iban agotando para Navas, éste, por no quedar “en blanco” frente
al numeroso público, comenzó a recitar versos del “Fausto”, de- Estanislao del Campo.
El público quería seguir gozando de la batalla del ingenio y por más interesantes
que fueran los versos del famoso “Fausto”, empezó a silbar al recitador, Gabino
acalló la silbatina, tomó3 la guitarra y en medio del más profundo silencio, dijo can-
tando:
442
“Estos versos que han silbado
creyéndolos desatino,
son unos versos preciosos
de un payador argentino.
Cuando yo vuelva a mi patria,
no van a tomar a mal
si me oyen cantar los versos,
de un payador oriental”.
443
“Hermosa Paysandú, yo te saludo;
la Troya americana porqué no,
Saludo a este pueblo de valientes.
Cuna de los bravos Treinta y Tres”.
F
FASAWER. GERMAN,
444
Primó sin duda en todas las determinaciones su carácter inde-
pendiente desde que la corriente innovatoria debió chocar con las
prácticas añejas y un público reacio.
Secretario de la Comisión de Escuelas Populares en 1875 sus
eficientes trabajos merecieron los más cálidos plácemes del jefe po-
lítico Clodomiro de Arteaga, labor encomiada luego por el Director
e Inspector General de Escuelas José Pedro Varela.
Poco después se le encomendó
la reforma en el Departamento del
Salto, donde había de permanecer
durante algunos años hasta mate-
rializar el honroso cometido. Todos y
estos desvelos tuvieron el mejor
exponente en el informe suscrito al
finalizar el curso lectivo de 1878,
notable resumen de los resultados
obtenidos desde la implantación
del sistema racional, prueba que
prácticamente inició en 1877.
Secretario de la Junta Económi-
co-Administrativa durante años, a
fines de 1889 se retiró a la vecina
localidad entrerriana de Concep-
ción del Uruguay, donde la muerte
vino a sorprenderle el 11 de octubre
de 1891. Afirma el acta respectiva,
que lleva el número 297, que el
deceso se produjo a las 3 de la
mañona a consecuencias de una
"apoplejía cerebral”, según el cer-
titicado del doctor Chilotegui. Tes- Germán Fasawer
tificó la partida de defunción Luis
Pérez Colman, afirmando la misma que el extinto tenía 57 años de
edad.
Residiendo en nuestra ciudad contrajo nupcias el 16 de abril
de 1868 con doña Saturnina Socías, hija del súbdito catalán Pablo
Socíias y de doña Catalina Cremer. .
FEIJOO. ANTONIO,
Poblador y hombre de negocios propiciador de numerosas em-
presas de indole progresista.
Establecido en Buenos Aires en los primeros lustros del siglo
pasado, poseyó una casa de ramos generales dedicada principal-
mente a la importación de cueros, sebo, grasa y carbón que abas-
445
.
446
vor de las armas gubernistas en el curso de la Revolución de Apari-
cio (1870-1872).
Retirado para siempre a la localidad argentina de Santa Fe
fundó en dicha provincia un importante establecimiento rural, donde
vino a fallecer en 1880.
Había casado en primeras nupcias con doña María Aquino, y
después de una larga viudez rehizo su vida en la vecina república.
447
Si no actuaron directamente en la Sociedad Filantrópica de Se-
ñoras, sobrados méritos debían acreditar, colaborando con la herma-
na mayor Magdalena F. de Braga, dama fundadora del meritorio
instituto.
Al principiar el año 1864 permonecíion en la estancia sita en
Bellaco, cuando inopinadamente llegaron desconocidos al mando de
un oscuro revolucionario, Cantalicio García, y D. Antonio Feijóo, en-
terado en breve de la catadura mo-
ral de aquella dente, huyó la mis-
ma noche a Paysandú con todos sus
hermanos, total abandono que pudo
facilitar el saqueo y pillaje del esta-
blecimiento.
El 2 de enero de 1865 la casa de
Feijóo, como todas las fincas inme-
diatas vino a sufrir el asalto y sa-
gueo de las tropas sitiadoras, tre-
menda saña desplegada sobre los
muebles, cuadros y el piano de cao-
ba, bello instrumento hamburgués
relleno de arena y tierra romana...
Empobrecidas desde entonces, el
corto rédito de las cuatro hermanas
en la parguedad estoica de la vida
antigua, alcanzó para transcurrir
con la hidalguía y el buen talante
de los tiempos ubérrimos.
Por otra parte, las ansiedades de
A
toda la estirpe se concretaron en la
Carlota Feijóo y su sobrino crianza de un sobrino huérfano, An-
Aplenlo.ESUOS tonio Feijóo, las relaciones de viejo
cuño, los menesteres religiosos y la política, ya bajo vientos adversos.
No eran óbice ni las persecuciones ni la férula castrense, desde
que estas consecuentes federales aprovechaban el toque de oración o
las visitas entre dos luces para dejar sembrado el camino de volan-
tes subversivos dispuestos de antemano bajo los pliegues del largo
indumento.
Acompañaba a las provectas damas el pequeño Antonio, infan-
te vivaz al que formaron en la austeridad de las costumbres y la
noble honradez, distingo familiar tan esmerado como el partidismo
extraño al párvulo, que seguía por vocación los ideales de su padre,
soldado de la Defensa de Montevideo y actor en San Antonio.
Este oriente se consolidó el año 1875 al iniciar los estudios se-
cundarios en Montevideo junto a la más brillante juventud lugareña
448
allí constituida para seguir los cursos lectivos de un colegio religioso
Girigido entonces por el P. Gamba. A esta casa de estudios solía
acudir en calidad de externo el futuro estadista José Batlle y Ordóñez,
verdadero jefe de sus condiscipulos por la fuerza de las convicciones
y el innato espíritu de conductor, visible en el diario trajín. Amigo
de Feijóo desde la primera hora maguer los años, el nexo afectivo
tuvo incógnitos precedentes en familia desde que vino recomendado al
general Lorenzo Batlle, dándose la
coincidencia de que al visitarlo co-
mo simple condiscipulo del hijo, el
veterano militar ya tenía entre ma-
nos una misiva del viejo compa-
ñero de armas Antonio Feijóo, padre
del educando, residente en Santa Fe.
Vuelto al solar en las vacaciones
Je primavera, bullía la campaña en
plena Revolución Tricolor y entera-
Jo a poco que su padrino el general
Nicasio Borges campaba en Sacra
>1 joven no tuvo reparos en saludar
al jefe gubernista, ciñéndose al efec-
to la divisa punzó, inequívoco se-
ñuelo ideológico.
Cruzándose entre el gauchaje, ob-
tuvo la consabida bendición de D.
Nicasio, y asi que llegó la hora del
carneo hizo entregar el joven un ro-
busto costillar, obsequio «amistoso
para “las viejas”, damas con las que
mantenía trato cordial, pese a los Jacinta Feijóo de Hornos
liferendos banderizos.
Allí nomás lo cargó Antonio sobre los hombros y sin reparar en el
notorio lazo colorado dispuesto en el sombrero pajizo, cruzando campo
fué en derechura de la casa señoril.
Ya sobre umbrales, con el señuelo campeante, depositó la
ofrenda en manos de Carlota, pero sin terminar el discurso recibió
tiemendo espaldarazo con el mismo presente, cayendo al pie del
auditorio la cinta encarnada. Y entonces ocurrió lo insólito. La pro-
pia dama, con místico arrebato, de rodillas, recogió la orla, besándo-
la y apretujándola al corazón.
Mientras tanto el desconcertado jovenzuelo no salía del creciente
estupor, y al inquirirle el por qué de tan dubitable escena recibió
por toda réplica: Es que soy federal, federal como esta divisa de la
tierra de ms mayores, dijo con palabra entrecortada, para apretarla
una vez más al corazón.
449
Por raro misterio del fanatismo, el propio matiz era objeto de
repudio y veneración. Estos pujos rosistas tradicionales en familia,
tenian viejo precedente, tanto más notable desde que merced al Ba-
tallón de Marina, cuerpo porteño con asiento en Paysandú el año 46,
lograron salvar la casa paterna y todos los efectos de algún valor.
Producido el asalto informe de la turbamulta, antes de claudicor
en la segura lucha, todos los argentinos se despidieron con algún
recuerdo, quedando de esta época. un par de gorros de manga punzó
y ribete dorado, que misia Carlota tuvo en sumo aprecio como bélico
trofeo de una hora incierta y llena de pujanza viril.
Con impertérrita latencia sensitiva, así las Feijóo, como las
Giménez, Paredes González Alemán y Aberastury sostuvieron al
unisono el común devocionario federal y el culto heroico del cintillo
blanco pleno de ejemplos vívidos en la estirpe, sin mengua del lo-
zamo candor hecho en la tónica del siglo:
Sobre los rigores del tiempo habían de sobrevivir el propio linaje
las hermanas Carlota y Francisca Feijóo, verdaderas reliquias ciu-
dadanas sorprendidas por la vejez entre la pobreza y el afecto de
toda la población.
Doña Carlota falleció el 8 de setiembre de 1900, y su condolida
compañera, no dispuesta jamás a la cruenta realidad, ocaso tras
ocaso, según costumbre vernacular, aderezó el lecho de la muerta
hasta su último día, concluido el 25 de marzo de 1901.
450
viuda y sus hijos se albergasen en el Palacio de San José mientras
persistiera la emergente situación política.
Fué a instancias del omnimodo entrerriano que se decidió el
ingreso de Florentino Felippone en el Colegio Nacional, primer ins-
tituto argentino de su indole, donde habia de compartir el escaño con
los Roca, Villanueva y otros jóvenes que alcanzaron notoriedad his-
tórica en el vecino pais.
Pasó más tarde al “Seminario Anglo-Argentino” o colegio del
Caballito (Buenos Aires), propiedad de míster Negrotto, señor inglés
dedicado a la enseñanza secundaria, cuyo establecimiento recibió
a la mejor juventud de ambas orillas del Plata. Particularmente vin-
culado con los medios culturales argentinos, debe buscarse el origen
de sus futuras especulaciones científicas en el diario trato de sus
maestros que lo alentaron para que algún día iniciara el estudio de
nuestra flora y fauna rioplatense.
Postergados estos justos desecs, pudo realizarlos muchos años
después.
451
mer director de la Facultad de Medicina; Médico de Sanidad Maritima; Médico Fo-
Tense, cargo que desempeñó durante treinta años; Profesor de química de la Uni-
versidad y del Ateneo de Montevideo y Subdirector del Museo de Historia Natural.
En el año 1885, fué a completar sus estudios a París, especialmente sus estudios
de química, ciencia a la que le consagrara su atención preferente, junto con la Historia
Natural. Fué discípulo de Berthelot, el gran químico francés, fundador de la síntesis
orgánica. Estudió especialmente Química Agronómica y estableció relaciones valiosas
que después cultivó intensamente cuando se dedicó a las investigaciones en Botánica
y Zoología.
Cuando rearesó de Europa le fué ofrecido el cargo de Químico de la Compañía
Cde Aguas Corrientes de Montevideo, el que fué ejercido hasta tanto se lo permitieron
sus fuerzas, durante treinta años de constante y asidua labor de análisis bromatoló-
gico. Me parece aún verlo, en marcha .para su laboratorio, caminando por la Ave-
nida 18 de Julio, realizando su cotidiano trayecto desde su casa, que realizara
siempre a pie, con paso ligero, saludando con sonrisa bondadosa a tantos amigos
como tenía, lo que hacía su camino mucho más largo por las obligadas paradas y
saludos sucesivos,
Fué además Médico Perito de los Tribunales y Médico de la Cárcel Penitenciaria.
Su espíritu inquieto y su gran talento necesitaba también una mayor expan-
sión y Felippone dedicaba sus horas libres a los estudios científicos. Fué un gran
cultor del libro, un apasionado por el estudio, dejando una magnífica biblioteca,
en gren parte denada, a su muerte, con todas las piezas relacionadas con la Medi-
cina Forense y Criminal, a la Jefatura de Policía de Montevideo, con el fin de
Ícrmar y enriquecer el Museo Policial.
La correspondencia científica de Felippone, es inmensa en cantidad y en cali-
dad. Mantenía relaciones con los principales centros científicos del mundo. Esta fué
la razón por la cual el Dr. Felippone, es el único hombre de América al que se le
ho dedicado cincuenta y siete especies de algas, caracoles, hongos, líquenes, peces,
etc., por sabioa de la talla de Bhotrerous, Theriot, Marshall, Dall, H. von lhering,
lindan, Zahlbruckner, Mattirolo, Saccardo, Lloyd, Rathrun, Horve, Sandwith, Beau-
verd, Fikens, Bresadola, etc., especialistas de los Museos de Francia, Italia, Rusia,
Austria, Alemania, Inglaterra, Suiza, Norte América, Brasil y Argentina.
Fué Felippone el aque descubrió en el Uruguay. la filoxera, enfermedad de la
vid, con las ventajas consiguientes para la industria enoiógica.
El sabio Profesor del Museo Paulista, H. von Ihering, le dedicó la primera
especie: “Lotorium Fe:ipponei”. Y en adelante se le dedicaron sucesivamente cin-
cuenta y seis más, lo que constituye un raro exponente de la capacidad, talento y
Cedicación del sabio uruguayo.
En micología, fué Felippone el primero en América, en estudiar a los musgos (!) y
sus trabajos han tenido repercusión en todo el mundo científico. El célebre botánico
k:asileño Barboza Rodríguez mantiene al respecto una nutrida correspondencia con
Felippone y lo estimula a proseguir esos estudios.
Particularmente mantiene Felippone, relaciones muy estrechas con el sabio francés,
principe Rolando de Bonaparte del que recibió como obsequio valioso la obra de Lamark
sobre malzcclegía, ciencia de su predilección. Escribió varias obras sobre su espe-
452
cialidad y una serie de trabajos publicados en revistas nacionales y extranjeras. Sus
libros donde resume sus laboriosas investigaciones en Histeria Natural, son los si-
guientes: “Flora Bryológica del Uruguay”, publicada en francés; “Contribución a la
Flora Liquenológica del Uruguay”. “Contribution a la Flore Mycologique de l'Uruguay”';
*Piantas Nuevas del Uruguay”. En la publicación “Archiv fur Molluskenkundem.
Hert 5. año 1826, colabora con el sabio palecntólcgo y malacólogo Dr, H. von lhering,
en estudios de Malacología Fósil del Uruguay, en un trabajo denominado: “Trans-
gression des Meres wahrend des Ablagering der Pampas”.
La vida del Dr. Felippone ha sido extraordinariamente fecunda. La extensión de
sus trabajos, de sus investigaciones, y de sus aportes a la sociedad son admirables.
Ni la ciencia lo obliga a descuidar su apostolado médico, ni la medicina lo
absorbe de tal manera que le impida continuar en sus sabias investigaciones. Es
cue Felippone, es grande por su talento y grande por su espíritu selecto, y lo que
en otras mentalidades sería causa y motivo de exclusiones y mutilaciones, en nues-
tro sabio profesor es un ccmplemento necesario que satisface la amplitud de su alma
grande.
Por eso lo vemos actuar simultáneamente en química como profesor y jefe de
laboratorio bromatológico; en botánica y zoología, como investigador eminente; en
medicina, como forense, integro e intachable, como médico familiar, como médico so-
cial integrando la Liga Uruguaya Contra la Tuberculosis o Médico del Servicio de
Higiene Social de Montevideo. Y todo esto sin perjuicio de estar en relaciones con
todos los centros científicos del mundo entero, muchos de los cuales lo designaron
“Miembro Correspondiente”, como la Sociedad de Histoiia Natural de Buenos Aires
(Argentina); la Sociedad de Ornitología de La Plata (Argentina); la Sociedad de
Ciencias Naturales de Chile; la Malacological Society (Londres); La Societé Botanique
de Géneve (Suiza): la Sociedad Científica de Chile; la Sociedad Entomológica de Es-
paña; el Museo Paulista de San Pablo (Brasil); etc,
Hemos hecho una relación panorámica de la obra y de la vida del sabio Profe-
sc1 Dr. Florentino Felippone. Basta su conocimiento para evidenciar la vastedad e
importancia de esa labor realizada en un medio desprovisto de todo estímulo, falto
de todo recurso, y carente de los elementos más necesarios para iniciar una acción
provechosa. Este aspecto de la vida de nuestro sabio es sencillamente admirable.
Mucho fuego interior debiera tener Felippone para lograr los éxitos que han coronado
su existencia. Porque solamente las grandes fuerzas espirituales pueden vencer tantos
obstáculos y mantener con firmeza los idealismos que han sustentado. Su obra no ha
sido sobrepasada en el Uruguay, por la extensión y por la riqueza de matices.
Los que tuvimos la suerte de conocerlo y de cultivar su amistad, guardamos in-
tacto a pesar del tiempo transcurrido desde su fallecimiento, a los 87 años de edad,
el recuerdo de su figura bendadosa, expresión de una grandeza de alma excepcio-
nal, que se manifestaba en la atención cuidadosa y casi paternal que ponía en la solu-
ción de los precblemas que se le presentaban. Siempre pronto a consolar, dispuesto
a enseñar lo que sabía sin restricciones egoístas, El Uruguay le debe aún al sabio
Tr. Felippone, el homenaje imperecedero que se reserva para los hijos dilectos. No es
ura deuda de gratitud hacia el hombre de excepción, solamente, sino un reconoci-
miento tácito a su inmensa e inteligente labor”. Luis A. Barbagelata Birabén. (Publicado
por el Instituto de Estudios Superiores, Montevideo, 1948).
453
Perteneció conforme lo dicho a la plana de médicos egresados
el año 1883, si es de atenerse al condigno título y la tesis para optar
al grado de doctor en medicina y cirugía. Por ende fueron sus com-
pañeros los doctores Pedro Hormaeche, Santos Errandonea, Elias
Regules, Ernesto Fernández Espiro, Angel Brian y Jacinto de León,
con el que alcanzó el decanato a cincuenta años del egreso. El no-
vel galeno se graduó con la tesis intitulada “Una cuestión de Higie-
ne Pública”, siendo padrino de la
misma el Dr. Luis A. Fleury, y pa-
drino de grado el colega Juan L.
Héguy. Abordaba en el mismo tra-
bajo la importancia de “La crema-
ción y los cementerios bajo el punto
de vista de la Higiene Pública”.
Dados los tiempos que corrían, el
temario de neto orden científico era
un verdadero desafío a las normas
retrógradas y una voz de aliento
para las generaciones venideras, de
acuerdo con las normas que preco-
nizaban los principales higienistas
europeos.
Con el título de referencias la tesis
del doctor Felippone fué editada en
Montevideo el año 1889 en la “Im-
prenta a vapor de “La Nación”, Ca-
lle Zabala 146”.
El diploma otorgado por la Facul-
tad de Medicina lleva fecha 2 de
julio de 1883, día de su expedición.
Florentino Felippone
Vuelto a Montevideo, en 1882,
obtuvo el título de médico, siendo conforme lo dijimos el primer san-
ducero que alcanzó el estrado de Hipócrates y Esculapio.
La nutrida monografía del profesor Luis A. Barbagelata Birabén
y el aporte bibliográfico consignado, inhiben repetir la dilatada la-
kor hecha de paciencia y vocación, única en su género y en su
tiempo.
Es preferible hablar por consiguiente del lírico ilimitado, del
sabio que vivió para la ciencia misma, dándole lo mejor del tiempo
y la energía ya en años que el cuerpo envejecido pedía el merecido
descanso.
Sin embargo el médico apóstol, reacio a los remunerativos pro-
fesionales, el hombre aplicado a los grados inferiores zoológicos y
botánicos, por irónico sino era universalista, amoroso de las masas
454
huérfanas de apoyo social, de los humildes y aherrojados por la des-
ventura humana.
Espiritu hecho a las amplitudes siderales, consejero eficaz, aquel
anciano enérgico y desenvuelto provisto del tacto más exquisito, te-
nia un concepto optimista de la vida.
Frente a los recios problemas a veces de traza insoluble, los
amigos encontraban con él una justa solución, un renovado horizon-
te y el sosiego de una paz, largamente esperada.
En las actividades predilectas de este trabajador incansable no
pasaron jamás ni el tiempo ni las obligaciones secundarias que a
veces impone la gran ciudad.
Cualquier asueto fué bueno para incursionar el campo, la costa
o cualquier laguna en búsqueda del molusco, criptógamas o el hongo
no clasificado.
Así lo vieron en nuestro Departamento recorriendo los albardones
de Sacra o las espesuras de La Bolsa —ahora raleada por la talo—
en procura de materiales que engrosaron colecciones de fama uni-
versal, y origen además de múltiple correspondencia cambiada con
otros estudiosos interesados en conocer el Uruguay a través de tan
rara disciplina.
Hikens, H. von lIhering, Zahlbruckner, Saccardo, Rolando de Bo-
napoarte y el Principe de Mónaco fundador del célebre Museo Ocea-
rográfico — todos colaboradores del Dr. Felippone y éste a su vez
solicito contribuyente de lo nuestro, aquilataron en la extensa e in-
superada obra, el cabal valimento del especialista. Sólo caben al azar
algunos nombres de resonancia universal, efigies barbadas unas, pe-
culiares otras que presidian la sala de estudio en la calle Tristán Nar-
vaja, última residencia del sabio.
Rodeado de sus libros predilectos, algunos óleos de Blanes —re-
cuerdos del artista amigo— y las colecciones que merecen especial
mención, la vida del ilustre coterráneo se hizo más llevadera con el
peso de los años.
Médico forense durante seis lustros, colectó en un desván, todos
los elementos criminales a su alcance, objetos cuidadosamente cla-
sificados, luego póstuma donación originaria del Museo Policial. En-
tre tanta pieza macabra, existian las balas trágicas que sellaron el
destino de Enrique Job Reyes y Delmira Agustini. .
Nuestro Liceo recibió a su vez el acervo zoológico resultancia de
incontable labor, dispuesto sobre campo donde casi nadie practica
disciplina erizada de inconvenientes técnicos.
Inmovilizado en los últimos tiempos por una hemiplejia, el dolor
fisico no impedía traslucir la infinita bondad, la cariñosa solicitud
para quienes se allegaban en el trance final.
Cerca, dos hijas abnegadas —Sara y María Esther— con la
455
unción filial de los relatos heroicos velaron el sueño paterno hasta
la hora decisiva de aquella vida ejemplar apagada a los 87 años.
En su centenario, la ciudad entera honró la memoria de uno de
sus hijos más preclaros con el fervor inmutable que merecen los gran-
des maestros de la cultura universal.
Este sabio conterráneo desposó con doña Bibiana Medina, oriun-
da de Montevideo hija del súbdito vasco Juan Medina y doña Bibia-
na Luna. Fueron sus vástagos: Sara, Elena, Florentino, Jaime, Alber-
to, María Esther, Oscar y Alicia Felippone. Casi todos fallecieron en
plena juventud, quedando sucesión únicamente de Alberto Felippone
y doña Esperanza Rebollo, padres de Alicia Felivpone Rebollo.
FELIPPONE. LAZARO,
456
En “El Defensor de la Independencia Americana” periódico ori-
bista, existen permisos otorgados a su nombre facilitándole el pasaje
a Montevideo donde poseia notorios vínculos comerciales.
Restaurada la finca de la calle Real en 1850, pudo reiniciar las
actividades predilectas con una casa importadora que proveyó al
comercio local de yerba paraguaya, fariña, galleta, vino carlón,
tierra romana y avios navieros, estos últimos fiel trasunto de una
época en que el tráfico fluvial del pro-
greso coterráneo.
A despecho de revoluciones e in-
cierto clima político, sucesores de la
Guerra Grande, Felippone logró recu-
perarse de los pasados quebrantos
hasta ocupar un sitial destacado en el
“alto comercio” lugareño, giro antiguo
que aún regía para las casas mercan-
tiles de alguna significación.
Primaron a carta cabal los favores
del general Urquiza — su contertulio
en 1837— amistad que propugnó la
rehabilitación financiera del meritorio
negociante, para refrendarla luego con
otras transacciones en común.
A su deceso, ocurrido el año de 1863 Lázaro Felippone
la progenie quedó en pie de fortuna y
dueña de una intachable reputación ganada a fuerza de inteligen-
cia y tesonero empeño.
Su daguerrotipo, efigie señera, hecha de adustez y energía, im-
pone un dejo melancólico, posible traza de los dolores que lo lleva-
ron al sepulcro...
Formó el linaje con la honorable matrona Cruz Bentos, originaria
de Corrientes, hija de Manuel Bentos y María Carmen Sánchez, dama
en extremo parecida a doña Manuela Marote de Raña, al punto
de no ser fácil la diferencia fisonómica de ambas patricas.
De su enlace, concertado en Paysandú el 17 de junio de 1840,
vieron luz nueve hijos: Lázaro, defensor de la plaza de 1865, desposó
con doña Dolores Correa; Dalmiro también soldado de nuestra Epo-
peya, esposo de doña Jesús Fariña, con descendencia en la Heroica;
Nicolasa, casada con un español, Calvo, hermano del célebre orga-
nista y compositor don Carmelo cuya posterioridad se perpetúa en
Montevideo. Clementina, esposa del filántropo Luis Galán y Rocha;
Florentino S. Felippone, sabio coterráneo; Ernesto, abogado de actua-
ción meritoria; Héctor, esposo de Catalina Echegaray; Albertina y
Horacio, que fallecieron solteros.
457
FELIPPONE. LAZARO, (h)
458
aiisencia que imponía la carrera universitaria de sus hermanos Flo-
rentino y Emesto Felippone.
Corto fué en realidad el intento, desde que un mal ignorado, de
rápido proceso, concluyó con sus dias el 24 de junio de 1870. Tenía
entonces sólo 32 años, y era casado con Dolores Correa Morales,
fallecida octogenaria en 1929.
FERNANDEZ. FEDERICO,
459
Firme en el “Baluarte de la Ley”, torreón artillado dispuesto
sobre el ángulo Suroeste de la plaza Constitución, dirigió los fuegos
de sus piezas durante todo el asedio, multiplicándose el homérico
empeño al preverse el fin.
El 31 de diciembre, asevera Masanti, por haber quedado fuera
de combate el comandante Braga, el fortín del centro quedó bajo
custodia del teniente Juan José Díaz, mientras Fernández proseguía
al mando de la artilleria volante,
compuesta de dos piezas.
Al claudicar la defensa el 2 de
enero de 1865 cayó prisionero junto
con Braga, reuniéndose a poco des-
pués al grupo encabezado por Lean-
dro Gómez. Conducidos hasta la
quinta de Rivero, lugar donde de-
bian sufrir la última pena, afrontó
el fatal designio con toda tranquili-
dad, disputando al comandante
Braga el derecho de ser fusilado
primero.
Orlando Ribero afirma que, lle-
gada la hora del sacrificio, se quitó
un poncho de verano y una blusa,
“y alargando estas prendas a los
soldados que los custodiaban, les
dijo: —“Tomen esto, que a mi ya
no me servirá, y así se evita de que
queden estas ropas agujereadas y
: manchadas de sangre” ”
a e, Promovido al grado inmediato su-
perior por decreto del 11 de enero
Federico Fernández
Ce 1865 que incluía a los jefes y
oficiales de la defensa de Paysandú, beneficio póstumo que luego
alcanzó a la familia.
Era viudo por entonces de doña Margarita Calderón y los con-
sanguíneos residian en Montevideo. La pensión militar correspon-
diente fué acordada a su hija Alcira.
460
por María Elvira, doña Marcelina Alcoba de Tejera y Manuel Al-
gorta, éste en representación del coronel Faustino Tejera, prócer de
la Independencia y secretario que fué del general Artigas.
Transcurrieron los primeros años de su existencia en la paterna
finca de la calle Real, pasando después con los mayores a la ha-
cienda que poseían en Guaviyú, próxima a los acantilados que aún
recuerdan el apellido paterno.
Vueltas al seno del pueblo fué digno
marco social de las hermanas Vissillac,
el salón materno adornado de toda la
bella paquetería isabelina, con sus mue-
bles de jacarandá y tapices de brocato
europeo. Allí se conjugaron, en días de
solemne recordación, las figuras más
notables del solar, el ramillete de jóve-
nes en pleno auge de la crinolina y
el peinado en “bandó”.
Un gran piano, destruido en los días
del sitio de Paysandú, amenizó las ter-
tulias sahumadas con el encanto de las
beldades de época, los recitados en
boga y el cancionero venido de ultra-
mar. Testigos del brillante ciclo políti- A
462
cabida los versos del inspirado Castillejo (el tradicionalista español
del siglo XV) y los del propio boticario. Francisco F. Fernández, el
autor de las piezas dramáticas “25 de Mayo de 1810” y “El Borra-
cho”, que dirigía el periódico amtes citado, debe considerarse como
autor del florilegio, denominación que cuadra a maravilla con el
contenido de la obra”. (J. M. Fernández Saldaña y César Miranda,
Historia General de la Ciudad y el Departamento del Salto, 1920,
págs. 221 - 222).
Según referencias proporcionadas
por Setembrino E. Pereda al escri-
tor Arturo Scarone, el ilustre deste-
rrado fijó residencia en Paysandú
el año de 1876, “siendo uno de sus
más apreciables elementos de cul-
tura, pues además de fundar el dia-
rio “El Proscripto”, cuyas columnas
ilustró con magnificas producciones
en prosa y verso, creó la cátedra
de filosofía, contando como alum-
nos a distinguidos jóvenes de am-
bos sexos, algunos de los cuales
han descollado en el mundo de las
letras y la política”. (Scarone, Dic-
cionario de Seudónimos, Artículo
“Harmodio”).
De acuerdo con el juicio de su
discípulo Setembrino E. Pereda, na-
die olvidó jamás la personalidad
del maestro y a muchos años toda-
vía se ponderaboan los editoriales Francisco Fernández
de "El Proscripto”. Aseguraba el
mismo autor en 1922 que eran “mo-
tivo de viva recordación las ruidosas ovaciones de que fué objeto en
el "Teatro Progreso” al ser representado su drama ”El Borracho” por
el eximio artista Juan Roig, quien lo paseó también triunfante por
varios de los principales coliseos de Madrid.
"He escuchado centenares de discursos, de todo género, muchos
de ellos elocuentes y de impecable estilo, pero ninguno tuvo la virtud
de impresionarme tan intensamente como el pronunciado por él al
inhumarse los restos de Luis Dufrechou —uno de sus discipulos—,
que pereció ahogado en el río Uruguay. Entremezclados con los con-
ceptos filosóficos más profundos y sentidos, propios del sitio que
nos congregaba, brotaron las más hermosas imágenes concebibles
en la mente humana, nacidas espontáneamente, al correr de la plu-
463
ma como encuadra a todo pensador y literato de alto vuelo.
“Después —como he tenido ocasión de decirlo en privado—,
sólo han conseguido dejar huellas imborrables en mi espíritu, dos
grandes inteligencias nacionales: Carlos María Ramírez, con su ma-
gistral oración patriótica dicha en la plaza “Constitución” de Pay-
sandú el 18 de mayo de 1879, en celebración del monumento erigido
en la Florida a la Independencia Oriental, y Julio Herrera y Reissig,
en el primer aniversario de la muerte de Alcides de María”. (El Te-
légrafo, enero 2 de 1923).
Pero sin duda numerosas colaboraciones suyas figuran en “La
Floresta Uruguaya”, periódico literato dirigido por Peñatfort, y del
que era cronista Martín José Warnes, joven que con anterioridad
cesempeñó las mismas funciones en la imprenta de “El Proscripto”.
Las cátedras dictadas por Fernández hicieron época, por las
innovaciones didácticas y el flamante aporte de la mejor bibliogra-
fia europea, uniendo a la vez con su talento de educador el don de
hacer fáciles las exposiciones menos objetivas.
Partidario de las nuevas corrientes filosóficas tuvo siempre el
poderoso respaldo de Buckner, Stuart Mill, Spencer y por sobre
todo Augusto Compte, leído y comentado en clase con la fruición
de auténticos devotos.
Al mérito indudable de haber fomentado una escuela ideoló-
gica, aunó el maestro la publicación de artículos alusivos, confe-
rencias y en particular las “ruedas de salón”, donde cada uno agre-
gaba su idea personal.
Vuelto a su patria en 1880, ocupó después distinguidas posicio-
nes en el magisterio argentino, desempeñando finalmente la Direc-
ción de Enseñanza de la Provincia de Buenos Aires.
Además de los citados dramas “25 de Mayo de 1810” y “El
Borracho”, escribió “El genio de América”, “Monteagudo”, “Clorin-
da” y la novela “Zaida”. Dió, asimismo, a la imprenta algunos dis-
cursos, conceptuándose los más importantes los que intitulara “El
reaccionarismo y la revolución” (1879) y “El Colegio del Uruguay
en el proceso de la educación nacional”. (1896).
Cabe agregar entre las publicaciones de su estada local nume-
rosos artículos y folletos, siendo dignos de mención los cinco peque-
ños tomos de las “Alegorías escolares”, en prosa y verso.
De regreso en su patria, en 1880, compiló toda su producción
teatral bajo el título “Obras dramáticas”, que editó en la capital
argentina el año 81. :
Jubilado tras muchos lustros de efectivo trabajo, falleció en Bue-
nos Aires a edad provecta, el 22 de diciembre de 1922.
En 1923 el doctor Ricardo Rojas le dedicó un capítulo, incluido
464
en el tomo primero de la revista del Instituto de la Literatura Ar-
gentina. Este prócer de la ilustración rioplatense casó con doña
Luisa A. de Fernández, constituyendo su familia sus vástagos Armin-
da, Luisa, Paula, Felipe A., Federico y Frenmcisco Fernández.
Fueron hijos políticos suyos Pedro Akerastury, Manuela F. de
Fernández, Carlos Storni y María Sofía L. de Fernández.
465
ridad y de un carácter tremendo, origen de algunas anécdotas muy
celebradas por los contemporáneos, que miden todas el arrojo iras-
cible del honrado galaico.
Estanciero en la costa de Santana, campos de Alonso Peláez
de Villademoros, llegó a formar un respetable capital, sirviéndole
en carácter de capataz su hijo Martín Fernández, interesado también
en los procreos y corambres.
Sin causas justificables, el 4 de
agosto de 1859 por sí y su vásta-
go liquidó las poblaciones, gana-
dos y derechos, y las marcas por
una suma total de 5.611 pesos y
293 octavos, moneda de época, al
vecino de Montevideo Pedro L.
Lenguas, reintegrándose luego a
Paysandú.
Poco afortunado en los nego-
cios, quebró en 1863, debiendo in-
terponer la respectiva fianza el
pudiente amigo Francisco Vázquez.
De igual manera que los suce-
sos de 1846, particularmente gra-
vosos para la fortuna del bravo
español, los acontecimientos béli-
cos de 1864 terminaron con todos
sus haberes.
No consta si pudo resarcir estos
últimos, pero los daños y perjui-
cios sufridos en 1846, pendientes
en un largo reclamo patrocinado
Francisco Fernández y su esposa
por Tomás Casares, del comercio
de Montevideo, pudieron cobrarse poco después de caer el Gobier-
no Blanco. ]
El expediente respectivo no ha podido localizarse, pero de acuer-
do con noticias de época insertas en “El Defensor de la Independen-
cia Americana” la “casa de don Francisco Fernández, después de
haber recibido cinco balas de abordo, fué asaltada por una gavilla
de los asesinos vascos, saqueada y su esposa herida de un balazo
en la cara atravesándole los dos carrillos”. (¡Sic!).
Hombre culto, en los años de su residencia campesina fué juez
de paz, cargo que desempeñó después en la Villa, adquiriendo no-
torios conocimientos que le acreditaron buena reputación como pro-
curador y persona de consejo.
Viudo desde 1862, sobrevivió muchos años a su consorte, falle-
ciendo en su casa de calle Plata el 10 de agosto de 1884.
466
De su matrimonio con doña Maria de la Paz Aguirre Lastra
(1814-1862), nacieron Cristina, Sofía, Aurelia, Carmen, María, Emilia-
no, Teodoro, Juan, Francisco y Heraclio Fernández Aguirre.
Doña Cristina Fernández Aguirre contrajo nupcias con Alejan-
caro Dufrechou Avril. Fueron padres de los generales Julio y Carlos
Dufrechou, del coronel Luis Dufrechou, del P. salesiano y fino poeta
Eduardo Dufrechou (1873-1955) y de la eminente educadora Cristina
Dufrechou (1871-1951).
Doña Sofía Fernández Aguirre casó con el pedagogo español
Constente Fontan Illas, siendo pacares de los Fontan Fernández.
467
raro denuedo en la derrota de Las Cañas, triunfo revolucionario de
sensibles repercusiones. (23 de julio de 1863).
Los particulares méritos contraídos por la división Tacuarembó
en esta batalla vino a depararle a su comandante el ascenso al
grado inmediato, constituyéndose por orden superior en la ciudad
del Salto, donde tuvo por amanuense al exalcalde Cornelio Can-
tera, y como ayudante a don Ildefonso Fernández Garcia.
Planteada la grave situación de
la plaza sanducera, en octubre de
1864 el cuerpo divisionario de Ta-
cuarembó con sus 250 reclutas,
por mandato de Leandro Gómez,
se unió a los defensores de Pay-
sandú, dividiéndose entre los cua-
dros locales el aguerrido ejército,
tantas veces ponderable por su
heroico desempeño en el desastre
de Las Cañas.
El 1? de diciembre de 1864, al
concertarse la distribución de los
efectivos que disponía el coman-
do defensor, Azambuya fué nom-
brado jefe de la línea Sur dispues-
ta a lo largo de la calle 8 de Oc-
tubre, importante vía de acceso
que tuvo su baluarte principal en
la Jefatura. Tramo de considera-
ble interés por su vulnerabilidad,
sobre la misma rúa apenas dispu-
EN
sieron en la esquina de calle 33
Idelíonso Fernández García la histórica azotea de “El Ancla
de Oro”, ángulo terminal sobre el
flanco Oeste, punto de apoyo desde donde colaboraban de manco-
mún acuerdo los bravos soldados del coronel Pedro Rivero.
En el curso de las hostilidades soldados de una y otra línea,
al arreciar los ataques del enemigo apoyaron sus respectivas ope-
raciones por intramuros, ya derribando cercos y paredes de la pro-
pia manzana so efectos de facilitar el mutuo acceso.
Al recrudecer la batalla esta colaboración se hizo cada vez más
aificil porque los sitiadores llegaron a posesionarse de varias «azo-
teas sobre la otra acera, y sus fusileros, parapetados desde lo alto,
ralearon considerablemente las huestes de la defensa. No obstante
el peligro que entrañaba el cruce de los próximos baldíos del Sur,
lidefonso Fernández Garcia los atravesó cuantas veces fué nece-
468
sario, manteniendo casi ininterruptas las comunicaciones con la
llamada línea del Portón, costado Este de la defensa, a cargo del
coronel Rivero, sucesor de Azambuya cuando éste cayó bajo el plo-
mo enemigo.
Muy breve fué el desempeño del nuevo encargado, ya que al
intentar la peligrosa travesía por los fondos de “El Ancla de Oro”
fué muerto desde las próximas azoteas.
Fernández se impuso la difícil tarea de comunicar aquellas dos
sensibles bajas a Leandro Gómez y en la imposibilidad de que éste
se constituyera en el edificio de la Jefatura, por librarse allí una
verdadera batalla, el exayudante de Azambuya recogió el reloj
del extinto jefe y algunos papeles de importemcia, entregándolos
al comando local. En los precisos momentos del arribo, Atanasio
Ribero escribía la nota de rendición, supremo instante de perdura-
ble recuerdo.
Poco después, entre el caos que siguió a la entrada del ene-
migo, pudo ver por última vez al coronel Gómez y sus comvbañeros
camino del suplicio, bajo custodia del tristemente célebre Belén y
un sobrino de éste, sujeto poco recomendable, de apellido Rodriguez.
Agregado a poco en el grupo de prisioneros, el propio gene-
ral Flores ,tras una arenga de tono conciliador, les franqueó la li-
bertad en la “Azotea del general Gómez”, conducta magnánima
discorde con la subsiguiente invitación de Tamandaré, marino que
los incitó a engrosar los batallones expedicionaros del Paraguay.
Flores desde luego se abstuvo de apoyarlo, quedando en la
nada las frases del marino brasileño...
De regreso a la ciudad, un anónimo comandante de la divi-
sión Durazno, pese a la deplorable figura de Garcia, lo tonió bajo
su protección, acto generoso tanto más loable porque le hizo ceñir
la propia divisa para evitarle cualquier contratiempo.
Sin haberse quitado el polvo del combate, con la traza imagi-
nable, el paternal benefactor, gaucho noble en la extensión del vo-
cablo, llegó a brindarle caballo y montura para facilitarle la búsque-
da del cadáver de su hermano Rafael. Cumplida esta labor, y tras
darle sepultura, regresó al compamento porque de ninguna manera
auiso defraudar al bondadoso amigo.
Aquella misma tarde, mientras compartía el baño en la costa
del Uruguay con el capitán Benjamín Olivera y Lamas, planearon
la fuga, idea llevada a cabo al oscurecer del 3 de enero.
Reunidos en un montecito cercano prosiguieron la marcha hasta
el Saladero “La Blanqueada”, donde fué posible trasbordar a la
ribera argentina.
Desterrado en la vecina provincia de Entre Ríos pasó con pos-
terioridad a Montevideo, abandonando sus labores en 1870 para en-
469
grosar las filas de la revolución encabezada por Timoteo Aparicio.
Capitán de infanteria en el curso de la guerra civil hizo toda la
campaña del ejército blanco hasta el cese de las hostilidades, to-
cándole actuar asimismo en la sangrienta derrota de Manantiales.
Hecha la Paz de Abril (1872), fué de los elementos nacionalistas
disconformes con las cláusulas del pacto, causa de su retiro al Pa-
raguay, nación donde residió por espacio de varios lustros. Allí des-
posó con doña Petrona Menchaca, constituyéndose en la patria en
el año 1892.
Persona de suma distinción, fué durante muchos años figura
infaltable del “Club Uruguay”, entidad capitalina de primer rango.
Cargado de recuerdos falleció en Montevideo el 3 de octubre
de 1924.
470
Siempre en Paysandú aquí contrajo enlace el 14 de abril de
1858 con doña Enriqueta Vissillac y Almandos, hija del conceptua-
do residente mallorquín don Mateo Vissillac, y de Lucia Almandos.
Recluta en la Guardia Nacional, hizo toda la campaña del
Primer Sitio, culminando la bizarra actuación en el combate del
Puerto, batalla que salvó a la ciudad el 8 de enero de 1864.
Al recrudecer las hostilidades en diciembre le tocó defender el
peligroso cantón situado en el ángulo N. O. de la plaza, lugar tanto
más expuesto porque era barrido simultáneamente por los obuses
de abordo y la metralla de las fuerzas ofensivas con base en “Las
Tunas”.
lleso a término del asedio, en la mañana del 2 de enero de
1865, mientras descendia con otros compañeros de causa por la
calle Real, fué muerto alevosamente por un grupo de emponchados;
al negarse a quitar la divisa partidaria que aún tenía en el som- '
brero. Según versiones fidedignas, el heroico soldado Rafael Fer-
rández Garcia, junto con un corto número de compañeros, se en-
contraban en aquellas circunstancias en la calle 18 de Julio, junto
a la Botica de Legar (hoy correspondiente al número 1183); cuando
de golpe irrumpió una partida encabezada por el oficial Ventura
Rodríguez. Aquel grupo de exaltados detuvo la marcha al notarle
la divisa puesta en el kepí, conminándole a voz en cuello: “¡Abajo
la divisa!”
Presto, ante lo que era segura condena a morir arrancó el sim-
bolo para levantarlo bien alto, profiriendo —según Astrada— “pa-
labras, que la tradición no ha podido recoger, pero que, como es
dable suponer, serían pletóricas del santo entusiasmo patriótico que
los animaba.
“Una descarga, fué la contestación a este magnífico arresto va-
ronil, cayendo Fernández atravesado por las balas, con tan mala
suerte, que la cartuchera que llevaba, llena de proyectiles, se in-
cendió, muriendo de esta manera horriblemente quemado”.
Luego de este sacrificio alevoso, el cadáver fué arrojado a un
baldio inmediato, de donde lo extrajo en horas de la tarde su her-
mano lldefonso —también defensor— que lo puso a cubierto de
cualquier profanación.
Los restos del malogrado Guardia Nacional recibieron sepul-
tira católica el 4 de enero de 1865, según lo acredita el óbito co-
rrespondiente.
Su joven viuda, desterrada a la sazón en Buenos Aires, pocos
días más tarde alumbró la hija póstuma, dama que luego fué doña
Rafaela Fernández de Millot, meritoria adalid de la beneficencia
local.
471
FLORES. LORENZO,
472
Acompañó a los generales Núñez y Rivera en el largo asedio de
Paysandú iniciado en marzo de 1837, para colaborar después en las
interminables marchas a través del pais.
El 22 de junio de 1838 se hizo acreedor a los despachos de co-
ronel de linea, distinción ccn que le agració Fructuoso Rivera en
atención al denuedo y la lealtad de sus beneméritos servicios.
Es de todo punto factible que actuara en la sangrienta batalla
del Palmar, contándose además en la honrosa lista de militares que
triunfaron sobre las tropas federales en los campos de Cagancha
(31 de diciembre de 1839).
Poco después le expidieron el diploma de coronel, documento
aque obró en manos de su cónyuge e hijos, radicados por entonces en
Montevideo, según lo acreditan diversos cobros de indole castrense.
Con la referida graduación actuó en la camraña de Entre Ríos
el año 1842 bajo órdenes del general Félix Eduardo Aguiar, y tras
la derrota de Arroyo Grande ocurrida el 6 de diciembre, pudo esca-
par de la tremenda carnicería para constituirse luego en Monte-
video.
Actor en la defensa capitalina, pasó luego a revistar en el ejér-
cito dispuesto por Rivera en la zona del Este, infortunada expedición
concluida en los campos de India Muerta el 27 de marzo de 1845.
Refiere el doctor José M. Fernández Saldaña en su “Diccionario
Uruguayo de Biografías”, pág. 485, que el “general Justo José de
Urquiza en su parte fechado en el mismo día de la batalla en el
“Campo de la Victoria" y dirigido a Oribe, dice asi: 'Entre los prisio-
neros hay un gran número de titulados jefes y oficiales, contándose
entre éstos Eufemio lzaurraga y Flores (el Chileno”. La confesión del
general vencedor, de que lo tenía entre los prisioneros, unida a la
circunstancia de que Flores resultó uno de los muertos, prueba de
modo cabal que se le ultimó cobardemente después de rendido...”, etc.
"Fué el coronel Flores padre del capitán mercante Pedro L. Flo-
Tes, cuyo nombre está unido a los progresos de la navegación fluvial
en el Río de la Plata”.
Confirmada la muerte del ex cabildante, el Gobierno de la Re-
pública concedió a la viuda una pensión, cédula exredida el 29 de
mayo de 1848 que doña Petrona Rodríguez de Flores había de disfru-
tar hasta la fecha de su muerte, acaecida en junio de 1886.
Debe atribuirse el tremendo suplicio sufrido por el coronel Flo-
res, al respetable número de enemigos que le deparó el cargo de re-
caudador forzoso durante las interdicciones ordenadas en 1837 por
Rivera, mientras este militar y el general Núñez asediaban nuestra
Villa.
Las requisas de marras afectaron en particular las estancias del
Norte, involucrando el despojo toda clase de elementos útiles para la
473
guerra, tropas de cabullares y vacunos, incluyéndose asimismo la
totalidad de esclavos y peones. El rígido procedimiento en cuestión
trajo como consecuencia inmediata el abandono de los grandes esta-
blecimientos del Hervidero, Guaviyú, Bella Vista y Queguay, trans-
formándose aquel rico florón del trabajo departamental en un vasto
desierto, presa fácil de toda suerte de saqueadores y criminales, en-
tre los que merece citarse el capitanejo Juan Guardia.
Al cabo la misma guerra en que tomara parte tan activa vino a
dejarlo en la pobreza conforme lo afirman las insidiosas protestas
recaidas sobre los únicos bienes posesorios a término de la Guerra
Grande.
Mientras doña Gregoria Cacho de Rodríguez interpuso seguidos
reclamos como viuda del extinto socio José María Rodríguez sin po-
der resarcirse el viejo adeudo, la antigua vecina Clemencia Villa-
nueva de Colmán demandó a la sucesión por la suma de 1.021 pe-
sos, cinco reales, más los réditos vencidos desde el año 1831, pro
ducto de una hipoteca sobre la finca ubicada en la esquina N. E. de
las calles Ituzaingó y General Brown (18 de Julio y 19 de Abril).
Habiéndose ausentado doña Petrona Rodríguez de Flores, he-
redera principal, se le declaró en rebeldía y de acuerdo con los au-
tos judiciales, luego de librarse el embargo los tasadores avaluaron
el inmueble en 4.962 pesos, tres reales y noventa y nueve reis.
Puesto pregón por la ley y fijados los edictos de estilo, el acau-
dalado vecino Francisco Vázquez ofreció por la casa 4.950 pesos y
siendo la oferta más alta de la pública subasta se le adjudicó el in-
mueble, cuyas escrituras extendió el escribano Cortés con fecha del
23 de junio de 1854.
Según documentos de época la finca del infortunado coronel
era casa de material y azotea con veinticuatro y medias varas de
frente al 5. y cincuenta y seis de fondo al O. Confirman los mismos
papeles que por el límite del N. el terreno sólo tenía veintidós varas
con el lindero José Bondet. Hacia el E. residía el vecino Juan B. Sa-
laberry y al S. calle por medio tenía su residencia doña Gregoria
Martínez de Ballesteros, viuda de José Catalá y Codina.
Bajando la rúa hacia el O., por la misma acera, se encontraba
la propiedad de Pedro Berinduague, límite occidental de acuerdo con
los testimonios coetáneos.
La vieja residencia que nos ocupa llegó a nuestro siglo, habien-
do sido demolida en 1939, suplantándole a poco el edificio de un mo-
derno hotel, tan pobre en lineas estéticas como la morada que le
precediera, digna en cambio de mención tanto por sus orígenes como
el hecho de haber sido extremo occidental del plano defensor de la
Villa al producirse las hostilidades de 1846.
474
FLORY. ANGELA PAITRE DE,
475
ayudantia en la cátedra de matemáticas regenteada por D. Modesto
Dominguez, versado maestro y nuevo director de la casa de es-
tudios.
Afecto por otra parte a los estudios musicales tuvo por maestro
a fray Telmo Rodríguez, bondadoso clérigo que valoró las aptitudes
de Fontán, incorporándolo como tenor en el coro parroquial utilizado
en las funciones de mayor solemnidad religiosa.
-” o Dispuesto a doctorarse en leyes,
inició en el bufete de los abogados
José Ramón Bugallal —su padrino
de bautismo —y D. Antonio Domin-
guez Román, adquiriendo buen
nombre por su celosa actividad en
los estrados pudiciales.
A los diecinueve años, contra
la voluntad paterna abandonó los
estudios, trasladándose a Vigo
para ingresar en el Colegio de las
Piedras, regenteado por don Cán-
dido Nicolás Oya, y en acto si-
multáneo fué adscrito en la es-
cuela de niñas de la señorita Te-
lésfora Midón, empleo este último
que le ayudó a solventar las ne-
cesidades financieras, oficiando
asimismo como amanuense del
escribano José Graña, persona de
su amistad.
E - A fines de 1853, por instancias
Constante Fontan ]llas de Pedro Midón, hermano de la
referida educadora, Fontán deci-
dió abandonar la patria alentado sin duda por las aparentes condi-
ciones de prosperidad que ofrecía el Uruguay, país donde aquel súb-
dito gallego residía de tiempo atrás.
Por carencia de documentos la familia Midón se le anticipó en el
viaje, pero catorce días más tarde, el 28 de diciembre, obtuvo los
papeles, embarcándose en el bergantín español “Ramoncito”, surto
en la ría de Vigo, nave que ancló en Montevideo el 17 de febrero
de 1854.
Alojado en casa del comerciante Andrés Carbajal, una sema-
na después obtuvo pasaje rumbo al Salto por vía fluvial, ciudad ri-
bereña donde desembarcó el 9 de marzo, hospedándose en la resi-
dencia del capitalista Bartolomé Velázquez, en cuya finca no tardo
en conocer las personalidades más espectables del lugar, entre ellos
476
el jefe politico Tomás Gomensoro, el cura párroco Cosme de Olas-
coaga y los señores Martinez, Viana, Cabral y otros.
Atento a la palabra empeñada en España no aceptó la precep-
toria del Colegio Municipal, incorporándose finalmente a las activi-
dades comerciales del señor Midón, establecido en Arerunguá, ver-
dadero expatrio campesino inapto para sus inclinaciones. Recobrán-
dose del engaño de que fuera objeto, tres meses despues pasó al
Salto para inaugurar de inmediato el “Colegio de Humanidades”
bajo la rectoría del Pbro. Manuel Erausquin y Pedro Andreu, profe-
sores que lo incorporaron por interpósita recomendación de los co-
merciantes Velázquez y Martínez, quedando a cargo del curso ele-
mental y las clases de Aritmética Superior, Teneduría de libros, Geo-
grafía y Solfeo. Al mismo tiempo prosigue los estudios de filosofia
con Erausquin, aprende francés junto al señor Andreu y toma leccio-
nes de pintura y dibujo con Juan Manuel Blanes, el insigne maes-
tro oriental.
Con buenos conocimientos musicales, ya que dominaba tanto la
guitarra y el corneto-pistón, concluyeron estas aficiones filarmóni-
cas en una pequeña orquesta y coro formada por los vecinos Joaquín
Viana, Ramón Alberdi, Celestino Canto, los Moreira y otros conspi-
cuos salteños, conjunto encargado de amenizar las mejores fiestas,
leuniones de precepto o simples veladas conforme al gusto de
época.
El 1? de mayo de 1856 contrajo enlace con doña Salustiana Del-
gado, hija del coronel argentino Manuel Delgado y de su cónyuge
Dominga Espinosa, y hermana de doña Mercedes Delgado, esposa
del brigadier general Diego Lamas, a la sazón jefe político del Salto,
vecino inmediato por la misma calle.
Solicitado poco después por la Comisión de Instrucción Pública
de la vecina localidad entrerriana de Concordia, aceptó el cargo de
rector del Colegio Nacional, pero en breve tuvo que renunciar por el
notorio incumplimiento de aquel organismo en las proposiciones con-
certadas de antemano.
Vuelto al campo estableció en el Cuareim una casa de ramos ge-
nerales, pero a escasos meses de la instalación su esposa fué vícti-
ma de un accidente, de cuyas consecuencias falleció, dejando una
párvula que apenas había de sobrevivirle veinticuatro horas. Ente-
rado del infausto suceso, el general Lamas —a la sazón Comandan-
te de las fuerzas al Norte del Rio Negro— con asiento interino en
Paysandú, comisionó a D. Pedro Mattos y otra persona de intimidad
para reintegrarlo al seno de la familia durante algún tiempo.
La réplica fué liquidar de inmediato las existencias del comercio
con un cuarto por ciento sobre facturas y dirigirse a Paysandú donde
su cuñado lo nombró secretario de la Comondancia Militar, des-
477
empeño efectivo hasta los acontecimientos del Paso de Quinteros
(1858). En mérito a los servicios prestados se le acordaron los despa-
chos de capitán, que rechazó por no creerlos acordes con su vo-
cación.
Por entonces el presidente de la, Junta Económico-Administrati-
va del Salto, coronel Dionisio Trillo y otros amigos pretendieron su
retorno para encargarle la dirección de la Escuela pública, pero las
numerosas relaciones de Paysandú y algunos proyectos en juego
obviaron el regreso. Contaba desde luego establecer un colegio pro-
pio según los reglamentos españoles y el tácito apoyo de la cojo-
nia hispana.
Adquirió en esta fecha un predio con frente a la calle Plata entre
8 de Octubre y Rincón y ampliando la vieja finca de la vía 8 de Oc-
iubre hasta la del Rincón reservó a los fondos una superficie, casi el
tuple del total, destinado al parque y jardín.
En un ambiente adverso y falto de protección, inauguró el 1* de
junio de 1858 la “Escuela Amistad y Progreso” con escaso alumnado
pero firme en los propósitos y confiando en su “Método de enseñar
a leer en ocho días”.
Tres meses después, en abierto desafío a las normas rutinarias
los educandos rindieron brillante examen ante crecido público que
sobreestimó la pedagogía y método del joven profesor, condiciones
que, fuerza es decirlo, le acarrearon obstinada competencia entre
los colegas.
Afecto a la música e íntimo amigo del cura párroco José Oriol
de San Germán, desempeño funciones de organista y cantor, tocán-
dole organizar asimismo, por instancias del coronel Pinilla, la banda
de músicos que amenizó los festejos del 18 de julio de 1859, verda-
aero esfuerzo, porque todo fué librado a sus dotes de organizador, no
contando al efecto más que con un reducido número de aficiona-
dos y escasos instrumentos.
El 1? de mayo de 1860 rehizo su estado al contraer segundas
nupcias con doña Olaya Brian, hija del prestigioso señor D. Santia-
go Brian, entonces alcalde ordinario, y de Josefa Ruiz Paredes, efi-
mera unión, ya que la consorte dejó de existir el 15 de diciembre
del mismo año por resultas de una pulmonía contraída en breve
plazo.
Amigo del ¡efe político Basilio A. Pinilla, éste le confió el come-
tido de formular el acta al colocarse la piedra fundamental de la
Iglesia, y su lectura como secretario ad-hoc, solemne acto que se
lievó a cabo el 25 de agosto de 1860.
Contra todas las adversidades, el incremento y confort del co-
legio despertaron celos y rivalidades al extremo de recurrirse a la
intriga para que tanto el Jefe Político como la Junta E. A. obligara
478
la clausura. A esta guerra de mezquinos intereses, respondio el 27
de enero de 1863 con un amplio programa liceal, aprobado por el
Consejo universitario, transformándose la escuela en “Liceo del Pla-
ta”. Obtuvo además, la habilitación del curso secundario hasta el
grado de Bachiller, estudios con validez legal previo examen ante
las autoridades de la Universidad.
Calle de por medio residian el súbdito español Francisco G. Fer-
nández y su esposa doña Paz Aguirre Lastra, amigos incondiciona-
les de Fontán y padres de Sofía Fernández, tercera esposa del bene-
mérito maestro, pues contrajeron nupcias el 1* de agosto de 1883.
Tuvo en su cónyuge la admirable compañera de toda su existencia y
y en particular durante el éxodo impuesto por el sitio y bombardeo
de la ciudad, fecha del traslado a la Isla de la Caridad. Realizada
la Toma de Paysandú el 2 de enero de 1865 la población recibió la
orden de regresar a sus hogares, lo que se efectuó el día 3.
El 4 de enero de 1865 nació la primera hija, doña Paz Fontán,
luego vinculada a las instituciones sociales y benéficas.
Concluida la guerra en febrero de 1864 se constituyó en Pay-
sandú una Comisión Internacional compuesta de españoles, france-
ses, alemanes, suizos y portugueses, presidida por sus respectivos
Cónsules autorizados a la vez por sus ministros acreditados ante
nuestro Gobierno, a fin de tramitar los reclamos por efectos del bom-
bardeo, toma y saqueo de Paysandú.
Nombrado secretario general tocó al señor Fontán el manejo de
todos los trabajos, la confección del reglamento, avalúos y solicitu-
des conforme a las órdenes impartidas por las referidas Legaciones,
reclamatoria cumplida con entero éxito frente a los poderes cons-
tituidos.
El 17 de junio del mismo año era nombrado Auxiliar del Inspec-
tor de Escuelas por la Comisión Extraordinaria Económico-Adminis-
trativa del Departamento, motivo que vino a facilitarle el conoci-
miento exacto de los métodos y el estudio vigentes en la zona.
Sin descuidar sus deberes como residente español el 8 de abril
de 1868, previa consulta, era nombrado Vice-Cónsul interino por el
Ministro de S. M. con encargo de censar y asociar, si fuere posible,
a los súbditos de esta jurisdicción.
Sin descuidar el trabajo didáctico, el aumento de las actividades
escolares obligaron la ampliación del edificio, iniciándose la planta
alta a mediados de 1869, tarea que había de prolongarse hasta fi-
nes del año 71. Dió término a la obra la apertura de un oratorio par-
ticular autorizado el 13 de agosto de 1872 por el Obispo de Monte-
video Jacinto Vera, con validez de precepto para los alumnos cató-
licos y creyentes que a él concurrieran.
A los ponderables méritos del colegio debió sumarse la impor-
479
tación de textos europeos, cuadros sinópticos para facilitar el es-
tudio de las asignaturas y finalmente el “Sistema Métrico”, texto
nacional presentado al Gobierno el 13 de diciembre de 1869 y apro-
bado dos días más tarde. Impreso el año 1871 alcanzó su cuarta edi-
ción en 1895 por lo que se deduce que este opúsculo estuvo en vi-
gencia durante un cuarto de siglo.
Estudioso de los problemas que afectaban nuestra campaña, el
17 de setiembre de 1873 fué nombrado socio fundador de la Asocia-
ción Rural del Uruguay, destacándose por sus colaboraciones en la
Revista quincenal, crecido aporte en orden progresista dirigido a la
creación de escuelas agronómicas, forestación, apertura de caminos,
desarrollo escolar, reforma de impuestos, e imposición de códigos.
Estos factores primaron para que poco después se le nombrase Dele-
gado por el Departamento en la Asamblea General del referido ins-
tituto, donde presentó muchas iniciativas de interés.
Próximo ya a los once años de trabajo, decidió clausurar el
“Liceo del Plata” el 1? de setiembre de 1874, cansado de luchar con-
tra las injusticias y atropellos de que era objeto su Escuela y propie-
dades rurales dedicadas a la producción intensiva en gran escala.
Primoron asimismo en aquella resolución definitiva algunos “juries”
de imprenta por discutibles imputaciones, juicios en los que logró
vencer a sus enemigos personales dando luego a publicidad un viril
manifiesto declarando e: cese en el arduo campo del magisterio, sen-
sible clausura, ya que junto con el cómodo edificio, contaba ocho
profesores, privilegios especiales y toda clase de texto y útiles para
la instrucción.
Al mismo tiempo hizo renuncia a varios poderes generales con-
feridos por el comercio del país —entre ellos el de la Fábrica de Sa-
lazón y Extracto de carne “Liebig y Cía.”, de Fray Bentos, decidien-
do por último arrendar sus propiedades y dedicarse a estudios esta-
disticos del Uruguay.
Tal determinación llegó a conocimiento de su hermano, el Dr.
Luciano Fontán Illas, Canónigo entonces de la Diócesis de Tuy (y
luego Arcipreste de la misma, fallecido cuando se preparaba su ele-
vación a Obispo), y del señor Agapito Fontán Illas, rico propietario
en Puentearéas, su pueblo natal. Por un consejo de familia don Lu-
ciono solicitó licencia por tres meses para inducir al ex profesor su
regreso a España con toda la familia. Al efecto permaneció cuatro
años en Paysandú, pero tuvo que decidir el regreso tras la prolongada
estadía, convencido de su fracaso (8 de enero de 1878).
Sin embargo el acaudalado consanguíneo de Puentearéas, junto
con otros amigos insistieron en el retorno al ofrecerle la Diputación
Provincial, que excusó por serle imposible la venta de las propie-
dades. Fué entonces que desde Madrid el doctor Gabriel Bugallal,
480
Ministro a la sazón de las Cortes españolas - -e hijo de su padrino—
le ofreció todos los recursos a efectos de repatriarlo bajo el aliento
sin duda del ingente esfuerzo intelectual del señor Fontan y los reno-
vados trabajos en pro de las relaciones comerciales entre España y
el Uruguay, pero nada aceptó, resignado a la suerte de su segunda
patria.
En los últimos días del año 1874, el entonces presidente de la
República Dr. José Ellauri y otros miembros del séquito de paso por
la ciucad, en un almuerzo dado en casa de Andrés Rivas le insta-
1on que tomase carta de ciudadania, requisito imprescindible para
ser nombrado Jefe Político o Alcalde Ordinario, solicitud desechada
de plano al manifestar que trabajando por el bien del pais nada te-
nía de incompatible con el título de extranjero o el desempeño de
cargos oficiales. Condicionó asimismo la recepción de la referida
ciudadanía en caso que se le brindara espontáneamente, circunstan-
cia no prevista por la ley.
Vicecónsul de España interino por nueva ausencia del titular
desde el 3 de mayo de 1876 desempeñó el cargo hasta el 29 de ene-
ro del año siguiente. Los servicios prestados fueron tan eficientes que
el 13 de mayo de 1878 el Rey don Alfonso XII lo nombró Caballero
de la Real Orden de Isabel la Católica acompañándole el Ministro
de Estado los despachos correspondientes.
El 9 de setiembre del mismo año la “Asociación Liga Industrial”
de Montevideo le designó socio corresponsal, planteando casi de
inmediato, cuestiones de interés anejo, artículos de sumo valor para
el gremio, publicados en la prensa capitalina. Atento a la produc-
ción silvícola fué el primero que estudió y clasificó las maderas na-
cicnales comparadas con las extranjeras.
Entre otros trabajos merece citarse un estudio topográfico de
la ciudad de Paysandú y su Departamento, suscrito el 9 de agosto
de 1881, versión llena de importantes detalles poco justipreciados
hasta la época.
A principios de octubre se iniciaban en Montevideo los traba-
jos necesarios para concurrir a la Exposición Continental de Buenos
Aires, y al efecto la Liga Industrial cursó el 19 de noviembre la
respectiva invitación al Jefe Político de Paysandú, don Amaro Carve
y al señor Fontán lllas, a fin de que ambos propiciaran una entidad
colaboradora.
Carve, por su parte. delegó el cometido en manos del exeduca-
dor y al integrarse la comisión éste fué nombrado presidente, ini-
ciándose de inmediato los trabajos preparatorios a fin de presentar
¿a muestra oriental en el magno certamen bonaerense.
Con la suma de las atribuciones concedidas en memorable se-
sión extraordinaria paso de inmediato a la Capital para confrontar
481
las disposiciones tomadas por el Consejo de la Liga y dirigirse
luego al Presidente de la República a fin de obtener el apoyo gu-
bernativo.
De regreso, atenas bastó el lapso de un mes para consolidar
los organismos de propaganda en todos los ámbitos del pais y
ganarse al mismo tiempo la confianza de industriales y producto-
res, esfuerzo tanto más ponderable desde que la filial sanducera
quedó al frente de las comisiones dispuestas en el Uruguay.
Haciendo verdadera justicia, el diario “La Liga Industrial”, de
Montevideo, en su número correspondiente al 16 de diciembre tri-
kutó el más caluroso homenaje al llamado fiel “intérprete del es-
píritu movilizador del siglo”, verdadero pionner de “todo aquello
que representa un paso hacia la civilización”.
Delegado por el Departamento de Paysandú en la Exposición
de Buenos Aires, fué en rigor de verdades gestor principal del triun-
fo obtenido por la República, realidad que desvirtuó la mala pro-
poganda de algunos libelistas interesados en malograr la concu-
rrencia de los expositores nacionales.
Por su parte, la Comisión de la Exposición Continental le acor-
dó el 19 de agosto de 1882 un diploma de honor por los relevantes
servicios y el empeño manifiesto en todo orden por la causa in-
dustrial.
El gobierno del general Máximo Santos estimó los méritos del
residente español e informado del trabajo estadistico que venía rea-
lizando de años atrás, comisionó al señor Carve a fin de que se
trosladase a Montevideo y exhibiera la obra para compulsar sus
valores desde el punto de vista nacional.
En setiembre de 1882 fué analizada por los delegados del Go-
bierno, mereciendo la inmediata adopción, previo aumento del es-
tudio hasta el año anterior, motivo que puso a disposición del autor
todas las oficinas del Estado con el fin de completar las cifras. Tal
fué el origen de la obra intitulada “Propiedad y tesoro de la Repú-
blica del Uruguay”, texto del que nuestro Gobierno publicó doce
mil cien ejemplares, tiraje repartido dentro y fuera del territorio
oriental, libro de consulta durante muchos años.
La “Asociación Ligo Industrial”, por su parte, deseando rendir
justiciero homenaje a uno de los más fieles sostenedores, le acordó,
el 22 de diciembre, el doble nombramiento de miembro y Presiden-
te Honorario, en una memorable asamblea representada por los
industriales y comerciantes de Montevideo.
Poco después, a mediados de enero, por encargo fiscal debió
colaborar en la Exposición de la Escuela de Artes y Oficios, y al
termino de la muestra resultó electo Secretario con facultades ex-
clusivas para la rifa y venta de todos los objetos presentados por
482
los alumnos del célebre instituto. Si faltukta aún el reconocimiento
del pueblo sanducero por las distinciones de que fueron objeto los
expositores locales en el certamen porteño, el 25 de mayo de 1883,
por intermedio del Jefe Politico le remitieron una conceptuosa nota
ccompañada por una medalla de oro con las inscripciones siguien-
tes: En el anverso, los atributos de la industria y agricultura y esta
leyenda: “Los expositores de Paysandú a Constante G. Fontán.
1883”. En el reverso lucia el escudo nacional con el lema: “Premio
al mérito, a la constancia”.
Al establecerse en la Capital la “Sociedad de Economía Polí-
tica y de Estadística del Uruguay”, se requirieron sus oficios y el
18 de febrero de 1884 lo designaron socio corresponsal de Paysan-
Gú. En el mismo año publicó el folleto '"La mano negra en un Colme-
nar”, dedicado a fustigar severamente los nuevos estatutos de la
“Asociación Liga Industrial”, entidad que le debia notorios servicios.
En el curso de los frecuentes viajes a la urbe capitalina el señor
Fontán las desempeñó numerosas comisiones en pro de la “Socie-
dad Filantrópica de Señoras”, tocándole por solicitud del 4 de mayo
de 1884 la gestión de lograr el envío de Hermanas de Caridad para
la asistencia del Hospital Pinilla y la fundación del Colegio-Asilo
Maternal, levantado con el concurso de la beneficencia popular,
encargo que logró completo éxito. El 25 de agosto inmediato, en
presencia de las autoridades locales y numeroso público se inauguró
el Asilo, representando por delegación al padrino del instituto, mon-
señor Jacinto Vera, Obispo de Montevideo y a las autoridades na-
cionales.
Al publicarse el primer Código de Minería realizó una interesan-
te compulsa sobre la obra, artículo inserto en las principales hojas
del país, replicado el 15 de octubre con una elogiosa carta del doc-
tor Joaquín Requena, Presidente de la Comisión Codificadora.
Fiel al programa trazado publicó el 4 de mayo de 1886 en las
columnas de ”El Siglo”, prestigioso diario capitalino, un detenido
estudio y un plan de economías estatales, enjundioso trabajo hecho
en base a la dramática situación financiera que incidia sobre los
capitales y las provechosas conclusiones que pudo aparejar la crisis
inmediata.
Miembro conspicuo de la colectividad española y firme conoce-
dor de todos los problemas que afectaban a la colonia, finiquitó el
26 de junio un memorándum estadistico sobre la población hispana
residente en el Uruguay y la influencia ejercida por ésta en la vida
del pais, estudio remitido al ministro de España, don Julio de Are-
llano. No menudean por entonces las publicaciones en “El Siglo”
sobre materias de la especialidad y mociones en torno a la higiene
pública al insinuarse la epidemia del cólera, fecha en que resultó
electo Vicepresidente de la Comisión de Salubridad establecida en
483
Paysandú, cuyo reglamento debió redactar, siendo aprobado de
inmediato por la Junta Local. (Noviembre de 1886).
Durante el mes de enero impugnó por la prensa sanducera y
capitalina el Censo general de Montevideo, al que atribuía sensi-
bles deficiencias y a principios de marzo, continuando el estudio de
las colectividades extranjeras publicó en el periódico “A Patria” un
informe completo sobre la población brasileña radicada en el Uru-
guay, articulos que habían de prolongarse luego en las columnas
de “El Bien”, propugnando la celebración de tratados de comercio
entre ambos países.
En el referido año de 1887, agotados todos los recursos de ley
sin obtener resolución equitativa del Gobierno por el pago de la
obra “Propiedad y Tesoro de la República”, recurrió a los Tribuna-
les de Justicia el 3 de agosto y previos trámites de orden con in-
lervención del Fiscal de Hacienda era condenado el Fisco por las
tres instancias legales al abono 'conforme a la tasa impuesta por
sentencia del Juzgado L. de Hacienda. El Tribunal de Apelaciones
fijó el precio de cada ejemplar vendido en setenta centésimas, obli-
gando al Estado la entrega de 1.116 ejemplares depositados en la
Escuela de Artes y Oficios, lo que fué comunicado al Poder Eje-
cutivo el 30 de noviembre de 1889 para su debido cumplimiento.
Aunque el aforo de marras era inferior al precio real y los dic-
támenes judiciales favorecian por entero a una de las partes, pesaba
sobre el Gobierno de Santos el facto inaudito de haber comprado los
derechos de la obra y el remate posterior sin restar luego justificati-
vos de ninguna especie sobre el fin de aquellos caudales.
Para mayor escarnio el propio Estado difundió el libro con lar-
gueza nunca vista en las dependencias nacionales y extranjeras,
repartiéndose además a los Gobiernos acreditados ante el nuestro
una doble serie con las más ricas encuadernaciones conocidas has-
ta la fecha.
Desoido en sus reclamaciones consiguió la intervención diplo-
mática de la Legación Española, pero tanto el ministro del Palacio
como los colegas de la Rica y Calvo fracasaron, no obstante el tacto
y los discretos oficios puestos en favor del cobro.
Haciéndose eco del largo proceso el eminente periodista Wásh-
ington P. Bermúdez escribió con la fibra joco-lírica de “El Pobrecito
Hablador” irónicos versos que no eran más que el trasunto público
del calamitoso pleito, al concluir el año 94.
Agotadas las influencias del mejor foro, algunas publicaciones
alusivas contra los Poderes Nacionales y el desgobierno, relegaron
todas las posibilidades, aplazándose el fin de la litis. Muerto el se-
ñor Fontán la viuda, en virtud de la Ley del 21 de noviembre de
1902 que creó la Deuda Amortizable, 2? Serie, se vió obligada a cau-
484
cionar primero para liquidar después el débito que tenia ya una
antigúedad de veinte años.
Si en el campo de las especulaciones teóricas había demostra-
do ser hábil financista, los hechos confirmaron las sobresalientes do-
tes de organizador y administrador en la formación de varias com-
pañías bancarias. Asi aceptó el 10 de setiembre de 1887 el nom-
bramiento de Consejero en la Sociedad General de Credito, funda-
da por Luis A. de Neyra, rubro de efimera existencia, ya que el 5
de noviembre la mayoría del Directorio resolvió la liquidación por
retraimiento de los accionistas al pago de la primera cuota. En vir-
tud de este grave inconveniente el novel Consejero debió asumir
la responsabilidad de prestigiar la Institución contra el Directorio a
la vez que de Neyra le confería poderes generales para abrir nego-
ciaciones con un Sindicato de capitalistas argentinos representados
por don Julio Muñoz y Lara.
Después de arduas tratativas pudo suscribirse un capital de siete
millones y medio de pesos oro, debiendo vencer de inmediato serias
trabas impuestas por accionistas desconformes, así como demandas
ante Tribunales. Merced a su tesonero esfuerzo, el Gobierno declaró
el 9 de mayo de 1888 en estado de funcionar públicamente a la So-
ciedad General de Crédito bajo la dirección de Muñoz, quedando
en calidad de Consejeros los mismos nombrados por el fundador.
Poco después, al repetirse las desinteligencias entre el Directo-
rio y el Sindicato —agravadas por la crisis general— dieron por
resultado su liquidación definitiva, entregándose el valor de todas
las acciones.
En mayo de 1888 publicó asimismo el folleto La República del
Uruguay y España, y al finalizar el mismo año ya tenia concluidos
los tomos ll y 1II del libro Propiedad y Tesoro de la República, que
no dió a la imprenta en espera del monto correspondiente al primer
volumen, beneficio que recién alcanzaría la sucesión.
Radicado en Montevideo desde 1889, por exigirlo así el porve-
nir de los hijos, presintió en breve la decadencia rentistica contfir-
mada un año después por la bancarrota nacional y la clausura de
los principales Bancos, adversidad que vino a primar sensiblemen-
te sobre sus intereses, malográndose el trabajo y los sacrificios de
treinta y cinco años de ininterrupta brega.
Sin desestimar el viejo pleito mantenido con el Gobierno vuelve
a las tareas del periodismo y como recurso extraordinario aceptó
poderes para defender causas judiciales bajo la asesoría de los
prestigiosos abogados Angel Floro Costa y Luis Melián Lafinur.
En el curso del año 92 imprimió un pequeño volumen titulado
485
Proezas históricas o Cabeza de un proceso de responsabilidades
contra el Gobierno y demás Poderes de la República Oriental del
Uruguay, opúsculo de combate como el folleto Vía crucis adminis-
trativo ante los poderes públicos, verdadera sinopsis política, econó-
mica y financiera del país, “causas que la han producido y medio
de mejorarla”, trabajo de enjundia que en aquel mar de fondo sólo
le atrajeron la malquerencia de los más encumbrados personajes
del momento, cayendo la prédica en el vacio, conforme al vaticinio
ce Bermúdez (1894).
Entre los años 1892-93 fundó “El Agente”, semanario de interés
ceneral que llegó a los veinticuatro números, revista de un pro-
grama aparentemente apolítico, pero que analizaba la situación de la
República con espíritu de marcada oposición. Al cancelar este órga-
no publicitario formó una sociedad en comeandita a fin de imprimir
“La Patria Española”, diario de filiación análoga a su predecesor,
due no alcanzó a publicarse.
Asimismo, en 1893 dió a la imprenta el libro intitulado El Coro-
nel Carámbula. —El cuerpo de un Gran Invento, libro de extem-
poránea defensa a favor del luego general Benigno P. Carámbula
para rebatir a su vez la "Historia de una serie de atentados”, obra
que en 1881 publicó el entonces Juez Letrado de Colonia, doctor
Alberto Palomeque, imbpugnando al Jefe Político del mismo Depar-
tamento.
Requerido por la Dirección General de Instrucción Pública dió
en el mismo año la tercera edición del Sistema Métrico, mejorada
aún en el cuarto y último tiraje, que tuvo lugar en 1894, previo dic-
tamen de las autoridades correspondientes.
En los años subsiguientes sólo escribió algunos articulos sobre
finanzas, ya que estaba consagrado por entero a la tramitación de
asuntos judiciales, ardua tarea que no pudo impedir su agotamien-
to físico, moral y económico.
Encontrándose en Paysandú por razones de interés particular,
falleció el 13 de diciembre de 1901 en la finca de sus hermanas
políticas Carmen y María Fernández Aguirre.
Murió frente a la sede del viejo “Liceo del Plata”, casa que
para él era un arsenal de recuerdos, tristes algunos y dolorosos los
más. El destino quiso que contra la costumbre de viajar solo, lle-
vase a su consorte, y por veleidades del mismo acaso, falleciera
en la misma sala donde contrajera nupcias tantos años atrás.
Propulsor del adelanto urbano, adquirió entre los años 1868 y
1872 varias manzanas de terreno de propiedad fiscal, más dos ane-
jas, pertenecientes: una al señor Emilio Sangenís y otra de la su-
cesión Valetti, lamada de “Las Copas”, nominación popular de su
única y ruinosa finca originada por ocho o diez macetones de barro
486
cocido existentes sobre el pretil —vasto predio llamado aespues
Barrio Fontán.
La anómala situación que debia gravitar luego sobre el pais,
malograron los proyectos de restablecer la vieja plenta en la zona
portuaria, restando a la fecha dieciocho manzanas sobre el plano
original limitado por las actuales calles Libertad, Paz, Rio Negro,
Soriano y los aledaños de Colón y Progreso.
487
denta de la institución, cargo que volvió a ocupar en los años 1906
y 1907. Por cuanto se refiere a la actividad personal de su mencio-
nada consanguínea Palmira S. de Parada, ésta fué vicepresidenta
del Hospicio desde 1900 a 1903, tesorera en 1904 y secretaria de la
última comisión electa el 1? de julio de 1910.
Doña Natividad Sosa, que había desposado con el conocido
hombre de negocios José Fontans, de origen español, luego de una
dilatada residencia en Paysandú afin-
có definitivamente en la capital de la
República.
Concretada a su numerosa familia
ello no fué óbice para transcurrir una
larga temporada en el Viejo Mundo,
reinstalándose en la ciudad de Mon-
tevideo, donde falleció el día 24 de
julio de 1928, siendo inhumados sus
restos al día siguiente en la capilla
familiar del Cementerio Nuevo (Pay-
sandú). Este monumento funerario de
notorios perfiles góticos fué erigido por
el constructor ticinés Francisco Poncini
y constituye a esta fecha una de las
obras más antiguas de la necrópolis
sanducera. Sus planos figuran entre los
papeles del célebre alarife, existiendo
otros cenotafios de traza similar en el
Natividad Sosa de Fontans Monumento a Perpetuidad.
FORMOSO. RAFAEL,
488
durante la revolución del general Flores, tocándole prestar su va-
licso concurso en la comandancia del Salto.
Al concretarse el primer sitio de Paysandú formó en las tropas
irruptoras, cuerpo expedicionario que tras hábil estratagema pudo
forzar el cerco en el mismo embarcadero de la ciudad, operación
notable porque interpuestos entre el enemigo y la plaza, no obs-
tante las bajas se abrieron paso hasta el recinto fortificado. Este
acto de supremo valor, empresa
de arriesgados contornos, fué pre- "E
miado por Leandro Gómez con una e ,
brillante arenga al frente de las
tropas, mereciendo Formoso un es-
trecho abrazo del campeón de
Paysandú. El Gobierno de la Re-
pública, a su vez, por decreto del
15 de marzo de 1864, lo ascendió
al cargo de sargento mayor, titulo
que tenia en momentos de produ-
cirse el segundo sitio. Relevantes
debieron ser los méritos contrai-
dos en el curso de las hostilida-
des, ya que al mes de rendirse el
heroico bastión del litoral se le
acordaron los despachos de te-
niente coronel graduado (3 de fe-
brero de 1865). En la exposición
militar de los hechos precedentes,
también se conceptuaron los ser-
vicios prestados en la compañía
Urbana de Cerro Largo el año 64, Rafael Formoso
meritorio pródromo de su pasaje
al Salto. Emigrado del país a la caída del gobierno blanco, se re-
incorporó al ejército el 25 de agosto de 1868, puesto del que hizo
abandono en 1870 para revistar en el campo revolucionario de Ti-
moteo Aparicio.
Actor en numerosos encuentros, concurrió a la sangrienta ba-
talle del Sauce, tocándole iniciar el combate sin más efectivos que
29 reclutas, dificil misión cumplida por su designio y con absoluto
desprecio de la propia existencia. Este intrépido acto de arrojo, pos-
teriormente narrado por Eduardo Acevedo Díaz, implicaba un reto en
condiciones harto desfavorables, por no contar más que con unas
pocas lanzas.
Ánte el rápido desbande del pelotón enemigo, Formoso cargó
sobre ellos y sólo la feliz aparición de un piquete rebelde pudo sal-
489
varlos de una muerte segura. Al cabo de la hazaña, término real-
mente inexplicable, sólo hubo de lamentarse la pérdida de un palo,
armazón de carpa.
Reinscrito en los cuadros nacionales después de la Paz de Abril
(1872), figuró en la Plana Mayor Pasiva desde el 26 de junio hasta
marzo de 1876, fecha en que le fué confiada la capitania del puerto
de Maldonado, en cuyo destino estuvo por espacio de varios años
(Julio de 1880).
Teniente coronel desde el 14 de setiembre de 1880, permaneció
sin otro destino durante largo tiempo, adjudicándose la remanencia
a razones de orden político.
El 10 de junio de 1890 fué nombrado jefe de la Cárcel Correccio-
nal de Montevideo, instituto que dirigió con todo acierto. Toda la
prensa capitalense estuvo de acuerdo con esta designación y poco
después “El Día” encomiaba en un suelto, la notable labor que
tenía por marco el local de la calle Y.
Era sin duda el hombre necesario para acometer la difícil em-
presa rehabilitadora de los inadaptados sociales, tarea en la que
demostró una capacidad excepcional. Figuró en este empleo hasta
fines de octubre del año 97, pasando a revistar luego, pero sin em-
pleo, en el Estado Mayor.
Coronel graduado por ascenso según despacho del 18 de julio
de 1895, prestó servicios a la República durante cuarenta y dos años
y cuatro meses, conforme el cómputo total existente en su respecti-
va foja.
Falleció en Montevideo el 19 de febrero de 1902 en la finca de
la calle Soriano número 336 (bajos), siendo las nueve de la mañana.
Dice el óbito respectivo que tenía setenta y tres años y era casado
con doña Lastenia de la Fuente, matrona que le sobrevivió muchos
lustros, ya que dejó de existir a edad octogenaria el 16 de setiem-
bre de 1920. Le sucedió en el goce de la pensión militar su hija cé-
libe Isolina Formoso.
490
urbanas comprendidas entre las calles que despues se nominaron
Patagones (L. Gómez), de las Artes (Mauá) y Real (18 de Julio). A
éstas debe agregarse el solar lindero al O. con frente a Rincón, Gó-
mez y Mauá, que permaneció en poder de doña Agustina Lerena
hasta el 23 de mayo ae 1863, época de su traspaso a Tomás Culs-
haw. Refieren las escrituras correspondientes que la tierra en cues-
tión la hubo Ventura de Mello el año 23 por gracia especial de sus
paisanos, intrusos dominadores del pais.
Años más tarde, al enviudar, doña Agustina rehizo su destino
con Domingo Fosatti, comerciante y barquero italiano que prosiguió
las actividades del extinto de Mello, acrecentando los bienes de
familia.
Esta unión matrimonial tuvo lugar el 13 de marzo de 1834, y
según testimonio prestado ante el Curo Párroco Laviña, el contra-
yente era natural de San Pedro de la Arena —arrabales de Géeno-
va— hijo de Felipe Fosatti y Gerónima Cunara. Para mayor realce
de la ceremonia fueron testigos Juan Manuel Rocha y doña Justa
González, personajes de honda tradición lugareña.
Trece años duró el matrimonio de marras, concluyéndose por
el deceso de Fosatti, acaecido el 10 de julio de 1847.
Juntos habían sido testigos del Sitio de 1837-38, sufriendo toda
clase de rigores, los que debieron renovarse el 26 de diciembre de
1846. De acuerdo con el censo levantado por Cayetano M. de Al-
magro, la finca de Domingo Fosatti, “de nación Genovés, fué incen-
diada por los proyectiles de la cañonera francesa “Alsacienne”,
consumiéndose entre las llamas un crecido capital en efectos y fru-
tos del país, y su esposa, huyendo de las llamas, se refugió en la
casa del Teniente Cura don Bernardo Laviña, donde fué herida con
(¡sic!) un balazo en la frente y un chico que tenía en los brazos por
la misma bala fué muerto”.
Sin descendencia al cabo de ambos matrimonios, todos los afec-
tos los prodigó entre los de su sangre y los criados que adoptara
como hijos.
Sociable y piadosa, impuso la nota soberana doquier plantase
sus reales, asi en la calle, el templo o en sus afamadas tertulias,
descritas con rara justeza por Juan Lindolío Cuestas en una prosa
rigida y de irreductible veracidad.
Entre múltiples sujetos locales la persona anónima de Narciso
Meloso se agita a mediados del siglo pasado en su cabal encuadro
de solterón, desocupadce vocero de cuanta novedad ocurría en la
Villa. Todas las conclusiones afirman que aquel buen sibarita en-
levitado de color pasa, gozaba de la ostensible vanidad de frecuentar
el trato de tan respetable señora, magnifico subterfugio para abor-
dar cualquier peregrino a fin de sonsacarle noticias con la hipoté-
491
tica promesa de presentarlo en el próximo baile ofrecido por doña
Agustina. No era, pues, mero honor ser contertulio en la “Casa de
Piedra” —nomenclatura de origen moderno— que se refiere a la
fábrica centenaria del edificio, similar a otro de calicanto dos cua-
dras al Oeste, propiedad del antiguo vecino Marcos Arce, demolida
en el curso del presente siglo.
Vivió siempre doña Agustina en el ambiente patriarcal de su
residencia sita en la esquina de Rincón y Artes (S. E.), cuyo huerto
llegaba hasta la calle Patagones. Sobre esta importante vía de ac-
ceso existieron unos pobres cuartujos destinados exclusivamente a
los esclavos, construccicnes que legó al fallecer, por el séptimo in-
ciso testamentario, a la china Rosalía Rondeau de Pellegrini, como
premio a sus fieles servicios.
Pero sin duda la faceta eminente estribó en las famosas tertu-
lias sociales que presidía con los protocolos de rigor, rodeada por
el celo siempre ponderable de la cobriza Rosalía, fiestas memora-
bles de romántica memoria, según los recuerdos coetáneos.
En otro orden, magúer su analfabetismo acrecentó la fortuna
personal no obstante las guerras y las pérdidas inherentes. Así por
interpósitos amanuenses mantuvo larga correspondencia mercantil,
social y política, según lo trasuntan algunos inventarios de época.
Sugerentes y con paradero ignorado, se conocen a pesar del
tiempo algunas transcripciones epistolares al caudillo y pariente
Rafael Zipitria, e informes dirigidos a su hermano el doctor Avelino
Lerena, personaje de notoria actuación. Se conceptúan perdidos
para siempre un apretado fajo confidencial cambiado con doña
Justa Lerena —hermana suya— y luego heredera de la histórica
residencia. ;
Aqguejada por una enfermedad de rápida evolución, hizo testa-
mento el 23 de julio de 1863, declarando únicos albaceas al coronel
Pinilla y a su vecino el súbdito inglés Tomás Culshaw, “sastre y
pulpero” a la vez, y según Cuestas, famoso cultor de Terpsicore en
los bailes de doña Agustina.
Pese a los solícitos cuidados de los doctores Mongrell y Baum-
gartner la enferma falleció el 6 de agosto y los solemnes funerales
dispuestos por los albaceas, alcanzaron un brillo nunca visto, con-
digno de los méritos y la fama de la difunta,
El ceremonial de marras tuvo lugar el 26 de agosto bajo el ám-
bito enlutado de la lglesia Vieja y con la presencia de maceros,
monaguillos, Hermanos de la Cofradía, de San Benito y el numeroso
concurso de infaltables penitentes y promesantes.
Fuerza es decir que por primera vez en nuestra historia se re-
partieron cien esquelas para los funerales, impresas por Justo P.
Córdoba, en la única casa del ramo existente en la ciudad.
492
Entre los póstumos deseos, dispuso la prosecución de las obras
hospitalarias interruptas por falta de rubros, otorgando al efecto
mil pesos fuertes y el resto de la testamentaría a favor del nuevo
templo.
Poseedora de una fina sobriedad, su adustez no permite escru-
tar a través de la centuria corrida otros lujos que algunas alhajas
y un impertinente.
Además benefició a las dos hijas de la fámula predilecta, Luisa
y Dominga, con la suma de mil pesos repartidos entre ambas ahi-
jadas. Es evidente que aún después de sus dias, quiso amparar a
las tres encomiables mujeres, fieles y solícitas hasta la hora de la
muerte. “Su Rosalía”, charrúa baja de estatura, carirredonda y peli-
lacia, junto con la doble progenie mestiza trasuntan bien cuanto fue-
ron los libertos en el ámbito de una casa patricia.
Intactos los cuartillos de calle Patagones hasta la década fini-
secular, sirvieron a promedios de la centuria para albergue del
negro Martín, anciano esclavo sumido en postración física por ra-
zones de senectud, estando bajo cuidado de un moreno joven en-
cargado de asistirle bajo la eficaz vigilancia de los amos.
Inhibida para actuar en las entidades benéficas por lo precario
de su salud, la señora de Lerena prestó eficaz colaboración a la
campaña constructiva del coronel Pinilla.
493
gada en venta al hijo mayor, el militar de la Independencia, Juan
Felipe Fraga.
Según el orden cronológico fueron descendientes del recio fun-
dador gallego, los vástagos Francisco Javier, Pedro, doña Eustaquia
—esposa que fué de Joaquín Silva, padres del capitán Agustín Silva,
mártir del Partido Colorado.
Completan el linaje, Juana, Carlos, Estanislao, Rufino, capitán
José Agustín, guerrero del Rincón e Ituzaingó; Manuela, Carmelo,
Juan Felipe, Luciano, us: casada con el prócer Vicente Cosio, y
Feliciana.
Al otorgar testamento el anciano colonizador con fecha 6 de oc-
tubre de 1841, ya habían fallecido cinco hijos, quedando en calidad
de herederos los vástagos de José Agustín, Eustaquia y Manuela
Fraga. Según la misma testificación poseía entonces setecientas ca-
bezas de ganado vacuno, siete manadas de yeguas, doscientas ove-
Jas, seis redomones, cuatro caballos, una carreta en mal estado,
ocho bueyes y otra manada de yeguas, extraviada por el distrito
de Lencina.
De los viejos esclavos, servidores que constan en el Censo de
1823, los africanos Antonio, Francisca, Gregoria, Juana y Catalina,
sólo existía a la fecha esta última y tres libertos con derecho a pa-
tronato nombrados María de Jesús, Clotilde y Ruperto.
Doña María Borges de Fraga, tronco de esta familia tradicional
falleció el 12 de marzo de 1844 a los setenta y cinco años de edad
y su cónyuge había de sobrevivirle hasta el 25 de mayo de 1845.
Dice el óbito que tenia ochenta y cinco años y murió por achaques
de vejez.
FRAGA. FELIPE,
494
mando en la División de su pueblo, hizo la campaña contra el Brasil,
destacándose por el denuedo y heroismo a lo largo de las operacio-
nes bélicas.
A principios de 1827 —según noticias del general Angel Pache-
co— le fué encomendada una dificil operación en territorio enemigo
ol frente de algunos escuadrones incrementados por dos Compañias
de Milicias de Paysandú. En esta oportunidad el alférez coterráneo,
con 25 hombres, ocupó la vanguardia comportándose con pleno
acierto en las operaciones de observación sobre terreno abrupto y
de modesto tránsito.
Intervino en la memorable victoria de Ituzaingó el 20 de febrero
de 1827, por cuyo motivo recibió el escudo de plata y los cordones
acordados a los vencedores.
Alférez 1* en el citado Regimiento de Milicias, al comenzar el
año 28 pasó con su jefe al campo de Yaguarón, estada plena de di-
ficultades, tras la que abandonó las filas dándosele de baja el 21
de setiembre a raíz de un violento entredicho. Después de la Con-
vención Preliminar de Paz, pudo reincorporarse a filas, siendo des-
tinado al ler. Escuadrón del Regimiento de Húsares Orientales (14 de
iebrero de 1829), figurando en el cuartel sanducero hasta el mes de
mayo. Bien visto por sus cualidades de excepción, poco después el
Comandante de la Villa coronel Manuel Lavalleja, lo nombró alfé-
rez ayudante en la Plana Mayor departamental.
Incorpordo el 2 de agosto de 1830 a la Plana Mayor Pasiva por
supresión de la Comandancia Militar en que servia desde el 14 de
febrero de 1829, en la misma fecha se le entregaron los despachos
de teniente 2%.
Ausente en las listas del Estado Mayor al comenzar el año 1831,
luego de haber desempeñado el puesto de Ayudante en comisión le
fué reconocida la efectividad en el nuevo empleo por documento sus-
crito el 28 de julio inmediato.
A sueldo íntegro desde el 1? de junio de 1832, con nota de au-
sente en agosto, pasó a la 2? Compañía del Escuadrón N* 3 de Ca-
ballería de Linea con el cargo de teniente 1% empleo reconocido el
30 de setiembre de 1833. Consigna el epistolario de época que tomó
parte activa con las fuerzas locales en la campaña represiva contra
los elementos lavallejistas alzados en armas desde 1832.
En el curso del mes de marzo de 1834 pasó en comisión a cam-
paña y por una orden general suscrita el 10 de abril se declaró que
habia cumplido con sus deberes militares de manera eficiente y a
entera comuencia de las autoridades nacionales. Por esta razón el
general en jefe del Ejército dispuso se le recomendara en la mencio-
nada orden. Esto debió influir para su promoción al rango de Ayu-
495
dante Mayor del Escuadrón N* 3 de la Caballería de Línea (7 de
diciembre de 1834).
Obtuvo el 22 de julio de 1835 los despachos de Capitán y cargo
de Ayudante, otorgándosele el comando de la 2* Compañia del 3er.
Escuadrón de Caballería de Línea, pero nueve días después renunció
para acogerse a la reforma por Ley del 3 de junio de 1835.
Dado de baja en las fuerzas legales el 9 de noviembre de 1836
por abandono de su regimiento, consta que a poco figuró con las
huestes revolucionarias del general Rivera sublevadas contra el go-
bierno de Oribe.
Hizo la campaña del Ejército Constitucional, para batirse luego
como un bravo en la batalla del Palmar (15 de junio de 1838), figu-
rando al frente de los efectivos vencedores que entraron en Mon-
tevideo.
Desde noviembre permaneció a órdenes de Anacleto Medina y
en febrero de 1839 era capitán de la 1% Compañía del Escuadrón
N* 3 de Caballería, fecha en que por méritos contraidos se le acordó
una antiguedad en su cargo con data del 1%? de enero de 1836, con-
forme al acuerdo celebrado el 7 de marzo de 1839.
Retuvo el mandato accidental del Escuadrón N* 2 de Caballería
en ausencia del jefe el 23 de noviembre de 1839 y al frente del mis-
mo cuerpo a órdenes del coronel José María Luna combatió en las
filas orientales contra el ejército invasor de Pascual Echagúe ven-
cido en los campos de Cagancha (31 de diciembre de 1839). Le cupo
parte decisiva en las famosas cargas “hechas con tal precisión y
bravura” que decidieron el curso de la batalla, prolongándose las
marchas contra los federales hasta las márgenes del Uruguay.
Un testigo y actor de este combate decisivo, el coronel Domingo
Cosio, en versos simples recordó el año 1885 los célebres embates
ae la caballería oriental, cargas heroicas que salvaron a Monte-
video:
496
Por decreto del 6 de febrero de 1840 le acordaron las presillas de
Sargento Mayor del referido Escuadrón, esta vez bajo la jefatura
del general Anacleto Medina, veterano militar que propició su nom-
bramiento como encargado del Detall divisionario (10 de marzo).
Su particular empeño al frente de los asuntos castrenses le de-
pararon una antiguedad en el comando desde el 17 de junio de 1840,
Encabezó asimismo diversas comisiones de importancia y el 4 de no-
viembre, por ausencia del Jefe titular, le fué confiado el mando del
Escuadrón en carácter accidental (4 de noviembre).
Dentro de la misma unidad, el 9 de diciembre de 1840 se le ex-
pidieron los diplomas de teniente coronel y el 18 de agosto del año
siguiente, por renuncia de su jefe, vino a sustituirlo, confiándosele
esta vez el mando del 1? de Caballería de Línea (17 de setiembre).
Esta nueva unidad constituida en base al 1* y 2? Escuadrón disueltos
en fecha anterior fué dirigida con singular aptitud, motivo por el que
se le dió efectividad de teniente coronel por decreto del 16 de oc-
tubre de 1841.
El 21 de julio de 1842 recikte un testimonio por orden general
y al día siguiente se incorporó al ejército de Rivera encargado de
Operar sobre el litoral entrerriano. Actuó en la sangrienta batalla de
Arroyo Grande el 6 de diciembre de 1842 y su cuerpo, tras homérica
resistencia, pudo cargar al enemigo venciéndolo con sus cargas,
esfuerzo malogrado por el grueso del ejército oriental.
En una corta autobiografía recuerda Fraga que a pesar de
haberse perdido excelentes colaboradores, avanzó de inmediato ha-
cia el centro de nuestros cuadros deshechos y con la misma oportu-
nidad de su irrupción sobre cuanto “había por delante”, salvó al
General en Jefe Don Fructuoso Rivera de una muerte segura.
“Todo se perdió aquel día por la superioridad numérica del ene-
migo”, constando de manera eficiente que el Regimiento de Fraga
“salió del campo de batalla con su cuerpo hecho”.
De regreso al país sirvió en las fuerzas de campaña, cesando en
este empleo el 18 de julio de 1847, día que se le confió la jefatura
de la Comandancia Militar de Colonia, puesto que retuvo hasta julio
del siguiente año, pasando luego a la defensa de Montevideo.
Epoca de manejos subalternos, las intrigas de sus enemigos lle-
garon a ofenderie de tal manera que gestionó el abandono de filas,
pero la oportuna intervención del doctor Manuel Herrera y Obes,
apoyándolo en todos los órdenes, le hizo desistir en su expreso de-
signio.
El 19 de octubre de 1852 fué dado de baja a raiz de una solici-
497
tud en que pedía la absoluta separación del servicio, pero el nuevo
gobierno, atento a las cualidades de hombre activo y organizador, lo
designó Jefe Político de Paysandú al día siguiente.
Pocos días después se constituyó en el pueblo natal, contrayén-
dose a la reparcción de los tremendos males causados por la Gue-
rra Grande. Si tien corio fué su primer desempeño al frente de los
destinos locales, numerosas iniciativas —algunas de orden trascen-
dental— se deben a la inquietud del coronel Fraga.
En el curso de los interinatos lo sustituyó Benito J. Chain, reem-
plazándolo finalmente el coronel José Augusto Pozzolo en carácter
interino.
Reelecto Jefe Político por designación recaída en su persona el
2 de marzo de 1854, poco duró en este destino, ya que el 19 de junio
debía sucederle el comandante Ambrosio Sandes, caudillo cerril en-
tronizado en las mejores esferas locales desde el año 53. Más apto
además para condescender con las miras absorbentes del general
Flores, su exaltación al primer cargo departamental obedecía a oscu-
ros manejos políticos y a la necesidad de tener un elemento dócil en
cualquier emergencia futura.
Aunque la nota del cese, firmada el 4 de mayo, decía obedecer
a la necesidad de utilizar los servicios del veterano hombre de ar-
mas en el Ministerio de Guerra, el decreto del 8 de noviembre de
1854 desdijo lo anterior al confiarle el gobierno el cargo de Adminis-
trador General de sellos y patentes por el año 55, con la asignación
correspondiente a su grado de teniente coronel.
Figuró en el Estado Mayor desde setiembre de 1855 con pase a
comisión, reteniendo el puesto de Administrador hasta el 9 de fe-
brero de 1858, día en que fué ascendido a coronel de caballería de
línea.
Extraño por completo al movimiento revolucionario de 1858, se
explica esto porque fué militar antes que político. Inmunizado frente
a los bandos tradicionales, por una cordura superior a cualquier
tendencia banderiza, el martirio y la ruina de consanguíneos en una
y otra fracción desdijeron de plano las presuntas reivindicaciones del
caudillismo ambicioso.
Fusionista por la convicción que daban los hechos, no tuvo re-
paros que lo incluyeran en la 1? Compañía de la Guardia de Honor
de la Constitución y las Leyes, figurando en el Estado Mayor Ge-
neral durante la presidencia de Pereira, magistrado que lo nombró
su edecán (enero de 1859).
498
Jefe de la Fortaleza del Cerro (9 de agosto de 1861), prolongó
su desempeño hasta el 18 de marzo de 1865 y ya en plena gestión
de sus correligionarios fué vocal de la Comisión Militar Calificadora,
entidad creada por decreto del 10 de marzo del mismo año.
Formaron la Junta de referencia el coronel mayor Pedro Delgado
en carácter de presidente y como vocales los coroneles Ramón de
Cázeres, José Guerra, Juan Arenas y José A. Freire, el coronel gra-
duado Felipe Fraga y teniente co-
ronel Wenceslao Regules.
Con fecha del 18 de febrero de
1867 intervino asimismo en la Comi-
sión Revisora de Pensiones, cargo
que le fué discernido por sus grades
conocimientos en la materia.
Sin trastornos ni críticas antoja-
dizas, pasó de una era gubernativa
a otra entre el respeto general, apro-
bándose sus despachos de coronel
de Caballería de Línea con antigie-
dad del 19 de febrero de 1860.
Vocal del Consejo de Guerra
especial el 20 de febrero de 1869,
fué jefe propuesto al mando del sim-
bólico “Cuerpo Sagrado” que for-
marían militares de la Plana Mayor
Pasiva, proyecto sin andamiento.
Edecán del Presidente general Batlle
(29 de mayo de 1869), fué luego Je-
fe del E. M. (8 de noviembre) y pre-
Felipe Fraga
sidió la Comisión Verificadora (23
de diciembre). Retuvo ambos cargos durante los años 1870-71 y el
29 de abril de 1872 en el interinato de Gomensoro éste lo hizo Coro-
nel Mayor (General) con retroactividad al 25 de marzo anterior.
Enfermo desde tiempo atrás, renunció el 30 de junio de 1872,
pero el coronel Rebollo encargado de la jefatura del E. M. le hizo
desistir manifestándole que tenía autorización para concurrir cuando
aminoraran sus males. A raíz de éstos demitió el 23 de febrero de
1873. Desde la Plana Mayor Pasiva apoyó a los colorados netos en
sus exordios politicos, pero después del Motín de Enero lo relegaron
al olvido.
Formó el 21 de mayo de 1880 en la Comisión Receptora de los restos
del general San Martín y el mismo año le cupo el tercer puesto en
la Junta E. A. por 1.847 votos, acompañándole según orden los muni-
cipes Ezequiel Pérez, Juan J. de Arteaga, Agustín de Castro, Pedro
499
C. Bauzá, Fernando Torres, Félix Buxareo, Alfredo L'Elgeré y José M.
Velazco, como titulares, y Cornelio B. Cantera, secretario.
El peso de los años no gravitó sobre la fecunda actividad del
veterano compatriota, siendo nombrado por voto general presidente
de la Junta cooveradora para la entrega de fondos que se destina-
ron a la construcción de la Escuela de Artes y Oficios.
En plena era sontista, con fecha del 11 de diciembre de 1881,
fué electo primer titular de la Junta capitalina por 4.384 votos, si-
guiéndole respectivamente, Alfredo L'Elgéré, coronel Manuel Pagola,
José María de Nava, Dr. Jullo Rodríguez, Eduardo Constatt, Apoli-
nario Gayoso, coronel Miguel A. Navajas y Donaldo Mac-Eachen.
Simultáneamente figuró en la Comisión de Sanidad, quedando
incorporado el 9 de febrero a la lista de jefes y oficiales de la In-
dependencia.
Predispuesto el general Máximo Santos a enaltecer los cuadros
nacionales con las figuras más representativas del ejército y el Par-
tido Colorado, grupo político que pretendia encabezar, el 25 de oc-
tubre de 1883 otorgó a Fraga los entorchados de brigadier general,
acordándole el titulo inmediato de teniente general con arreglo a
las ordenanzas del Código Militar por decreto del 22 de julio de 1884.
Trabajador incansable, pese a razones de edad, todavía formó
el 27 de junio de 1884 en la Comisión Escrutadora de Votos para la
elección de jueces de paz con asiento en las nuevas seccionales
(Pocitos, Tres Cruces, etc.), habiendo concurrido en nombre de la
Comisión Departamental de Montevideo, a la solemne fiesta que
inauguró el Monumento de la Florida.
El teniente general D. Felipe Fraga dejó de existir en Montevi-
deo el 18 de diciembre de 1885, mientras residía en la antigua quinta
de Lapido, ubicada en la calle que actualmente honra la memoria del
esclarecido compatriota.
Propenso el santismo al rumbo y las grandes exteriorizaciones
públicas, costeó los servicios fúnebres del anciano jerarca y entre
los honores póstumos que se le rindieron, formó por primera vez la
Escuela Militar.
Su cadáver fué sepultado en la Rotonda del Cementerio Central
junto a los servidores de la Patria, ubicándose luego los restos en
él panteón del capitán general Máximo Santos. Con posterioridad
fueron trasladados al sepulcro de la familia Alberdi, que lleva el
N* 335, donde reposan hasta la fecha.
Desposó el general Fraga en primeras nupcias con doña Josefa
Alberdi Fernández, perteneciente a una familia del viejo comercio
de Montevideo.
Viudo y sin descendencia contrajo matrimonio con Paula Al-
berdi Fernández, hermana de su extinta cónyuge, matrimonio del
500
que nacieron dos hijas: Orfilia, fallecida soltera el 3 de setiembre de
1918, y Estela, también célibe, muerta el 27 de junio de 1948,
501
Más tarde el general Enrique Martínez, desde el mismo puesto
le dispensó toda clase de consideraciones, iniciando su foja militar
en 1847.
Cuando su tío, el luego teniente general Felipe Fraga se hizo
cargo de la Comandancia Militar de Colonia (18 de julio de 1847),
el bisoño recluta lo acompañó en el nuevo destino, tocándole parti-
cipar en la defensa de la plaza el 18 de agosto de 1848. Atacada la
ciudad por las fuerzas del coronel Lucas Moreno, los efectivos com-
binados de Anacleto Medina y el comandante Fraga se mostraron
incapaces de contrarrestar una de las operaciones bélicas mejor
concertadas en la historia de nuestra táctica militar. Tras un vigoro-
so asalto Colonia fué tomada a las tres de la tarde, comportándose
el bizarro vencedor con toda hidalguia.
De esta manera se acogió al indulto ofrecido por Moreno, el te-
niente Domingo Cosio con 70 compañeros, cuadro donde revistaba
el joven recluta.
Entre los muertos en acción de guerra figuró el mayor Juan Bau-
tista Santin, vecino de Paysandú, casado con doña Feliciana Fraga,
tia carnal de los voluntarios Cosio y Fraga.
Luego de este contraste, donde se contaron más de 200 bajas,
los vencidos se constituyeron en Montevideo para continuar la lucha.
Refiere el doctor José María Muñoz en un testimonio de orden
personal que en los últimos días del asedio el ex secretario de Esti-
vao volvió a la Capitania de Puerto con el título de alférez, concre-
tándose a los trabajos de rutina.
Encargado interino de la Capitanía por ausencia del titular co-
ronel César Díaz, engrosó la Legión Oriental bajo órdenes de éste
su jefe en la batalla redentora de Monte Caseros (3 de febrero
de 1852).
De regreso a la patria, una larga convalecencia dictaminó su
alejamiento de filas por consejo del doctor Fermin Ferreira, justifi-
cativo suscrito en el Hospital de Montevideo el 17 de febrero de 1853.
Constituido en la tierra de sus días por última vez, no sólo pudo
reponerse de los males que le afectaban, sino también arregló “asun-
tos de familia”, suponiéndose con toda razón que obtuvo la hijuela
paterna según se desprende de algunos reclamos suscritos por los
suyos con posterioridad.
Respecto a la foja militar de Manuel Fraga en el vecino país, dice el historiador
Jacinto R. Yaben en sus Biografías Argentinas y Sudamericanas: “Posteriormente se
traslodó a Buenos Aires, y el 20 de mayo de 1858 fué dado de alta por O. S. en
clase de ayudante mayor graduado de capitán en la División de Artillería, para
mandar el piquete del arma destacado en la Frontera Norte a las órdenes del coro-
nel Emilio Mitre, el cual, el 12 de agosto de 1858 se dirigia al Inspector General
de Armas, coronel Julián Martínez, pidiendo el reemplazante del ayudante mayor
Fraga, por haber sido éste destinado al 3% de Infanteria de Linea, destacado en el
Azul.
502
El 19 de enero de 1859 revista aún como capitán graduado, y el 1? de octubre del
mismo año como capitán efectivo de la 2? compañ:a del 3% de Infanteria, en aqueila
fecha situado en Tapaiqué; y en Rojas, el 1% de abril del año siguiente, después de
haber asistido a la campaña de Cepeda.
El 29 de mayo de 1860 fué destinado a la compañía de granaderos del Batalion
4% de Línea, de guarnición en Bragado, compañia que paso a denominarse la 1?
de dicho cuerpo el 1” de agosto de 1860. En este batallón Fraga fue premovido a
sargento mayor el 10 de abril de 1861. Asis:ió a la batalla de Pavon, el 17 de setiem-
bre del mismo año y el 1% de enero de 1862 se halla con su cuerpo en Sunta Fe,
de donde retrogradó para el Bragado, punto en el cua! se encontraba el 19 de febrero
de ese año, y en Rojas el 1% de marzo donde quedó de guarnición.
Asistió a algunas operacicnes contra los indios en la Frontera Norte de la Pro-
vincia de Buenos Aires. El 19 de mayo de 1864, por fal:esimiento del teniente corcnel
del 4% de Línea don José Abelle, el sargento mayor Fraga quedó a cargo del cuerpo.
El 26 de septiembre de igual año ascendió a teniente coronel graduado, pasando
con su batallón en aquella époza destacado en Junin.
Con motivo del estallido de la guerra del Paraguay. el 21 de abril de 1865 se
Fonía en marcha desde aquel punto con su cuerpo en dirección a San Nicolás de
los Arroyos, a donde llegó el dia 27, tomando all: el mando de todas las fuerzas
el coronel Bruno de la Quintana.
Se halló en la toma de Corrientes el 25 de mayo de 1865, formando parte del
cuerpo de ejército del general Paunero. Asistió a la batalla del Yatay, ei 17 de
agosto del mismo año, y a la toma de Uruguayana el 18 de setiembre; acción de
guerra esia última por la cual el Gobierno Imperial del Brasil le otorgó “post mor-
ten”, por resolución del 16 de agosto de 1869, la medalla a:ordada por Decreto
N? 2515, del 20 de setiembre de 1865.
Permaneció con el cuerpo de su mando en el campamento de las Ensenaditas
desde enero a abril de 1866. Se batió con valor probado en el Paso de la Patria, el
día 16 de akril del mismo año; así como también en la acción del Estero Bellaco
del sud el 2 de mayo; en el pasaje del mencionado Estero el día 20 de »ste mismo
mes; y en la sangrienta batalla de Tuyutí el 24 del mismo mes de mayo. En este último
hecho de armas, el teniente coronel Fraga debió ser muerto por un lancero paraguayo,
que ya lo acosaba con su arma, cuando terció su segundo, el comandante Florencio
Romero, que tendió al agresor de un balazo en la frente. En esta acción, Fraga mando
la 3% Brigada de la 1% División, compuesta por los batallones 4% y 6% de Línea.
Se encontró en el combate de Ya!aytí-Corá, el 10 y ei 11 de julio de 1866, y
por su valeroso comportamiento en el curso de la campaña, el 21 de agosto del mis-
mo año recibió la efectividad de teniente coronel con grado de coronel.
El coronel Manuel Fraga cargó en el asalto de Curupaytí, el 22 de septiembre
de 1866, al frente de los batallones que formaban la brigada a sus órdenes. En todas
partes este heroico soldado afrontó la muerte con su singular arrojo: en los primeros
momentos del ataque una bala le mató el caballo; este hecho, que pudo sorprender
a Fraga, como a sus compañeros que lo creyeron herido, fué temado por el héroe por
el contrario, como el suceso más natural, y al ¡evantarse con la sangre fria de un
Bayardo dió a sus soldados el grito de “a la carga” sin detenerse.
Poco tiempo después de este suceso caminaba de a pie, exhortando a sus solda-
dos a la pelea, cuando fué herido mortalmente de varios balazos en el bajo vientre.
Su muerte fué digna de su gloriosa vida, no hizo la más minima manifestación de
color, ni de temor, y comprendiendo que tocaba e fin de su existencia y que ya no
podía luchar en defensa de su bandera, no olvidó los seres que dejaba en el mundo,
recomendándoles a sus camaradas a su esposa y su hilo, pues ignoraba la muerte
de este último. y
Sus restos fueron extraídos de la bóveda de Lobato, en el Cementerio de la
Recoleta, donde habían sido depositados cuando fueron reparados, y conjun:amen.e
503
con los de Florencio Romero, el 16 de diciembre de 1311 fueron conducidos al Panteón
de los Guerreros del Paraguay, donde reposan su último sueño.
El coronel Manuel Fraga contrajo matrimonio en la parroquia de San Francisco
de Rojas, el 29 de enero de 1863, con Margarita Halgrave, porteña, de 18 años, hija
de Eduardo Halgrave y de Saturnina Rivas, ambos naturales de Buenos Aires. Testi-
gos: Manuel Rojas, porteño de 42 años, y Juana Moyano de Roca, de 22 años, natural
de Rojas y domiciliada allí, mientras que Manuel Rojas residía en Buenos Aires
(partida N? 3 del libro de matrimonios de la parroquia de Rojas).
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INDICE
A B
Páx.