Capitulo 1 Dyango y Chapi
Capitulo 1 Dyango y Chapi
Capitulo 1 Dyango y Chapi
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DYANGO Y CHAPI
Relatos y anécdotas de
juventud
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En la vida tenemos mil cosas que son grandes,
sublimes o hermosas,
que ennoblecen y alegran el alma
alentándonos el corazón,
pero hay una sutil y suprema,
que nos llega tranquila y serena,
es hombría y lealtad, sentimiento y bondad,
es sublime, se llama AMISTAD.
Hugo Gutiérrez
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Algunas de las anécdotas de este libro ya las había relatado en la obra titulada Dyango,
habladurías… de un corazón mágico, de la escritora argentina, Silvia Potenza, publicado
en el año 2014.
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Capítulo 1: ANÉCDOTAS DE LA INFANCIA
Cursábamos estudios en el mismo colegio, Escuelas Pías de San Antonio Abad, ubicado
en nuestro querido barrio barcelonés de Sant Antoni con su majestuoso mercado de
alimentos que se alza orgulloso como símbolo del barrio. Oficialmente y en catalán:
Mercat de Sant Antoni.
El edificio, inaugurado en 1882, fue diseñado por el arquitecto Antoni Rovira i Trias.
Los recuerdos de nuestra infancia van todos ligados a nuestro barrio y al Mercat de Sant
Antoni. Sus patios y marquesinas fueron el centro de nuestros juegos y perrerías de niño
Nuestro primer encuentro fue casual, al salir del colegio y de camino a nuestros
domicilios que estaban a tan solo cinco minutos de la escuela.
José Gómez Romero (Dyango) vivía en la calle Tamarit n.º 165, 3º-2ª, y Luis Rovira Solano
(Chapi), en la calle Urgel n.º 12, 2º-2ª, que hacía esquina con la calle Tamarit. Ambos
domicilios estaban separados por apenas ciento cincuenta metros.
José contaba entonces 9 años de edad y yo tenía 7 años. Empatizamos con la inocencia
de los niños, sin imaginar que el destino o la providencia nos uniría para recorrer juntos
las diferentes etapas de nuestras vidas: la niñez, la adolescencia, la madurez y,
finalmente, la vejez.
El ser humano no escoge la familia, "la familia nos viene dada por la sangre, pero los
amigos los elige el corazón".
Siempre nos hemos querido como hermanos, a pesar de enfados, cabreos y discusiones,
pero invariablemente ha prevalecido el cariño mutuo.
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Yo era el más pequeño de la pandilla del barrio, una pandilla que formábamos Gómez
(Dyango), Pitus, Brotons, Pons, Manolito y Magín.
El patio del mercado que lindaba con la calle Tamarit es el que adoptamos la pandilla
del barrio para nuestros juegos. Allí se organizaban partidos de fútbol con pelotas
hechas de trapos viejos y papeles de periódicos.
Aquella fue la única ocasión que tuvimos de jugar -aunque por poco tiempo- con un
balón de reglamento. Poco duró mi alegría por el regalo que me había hecho mi padre.
En las noches de verano teníamos permiso en casa para bajar a la calle a jugar un rato.
Nos encontrábamos en el patio de la plaza del mercado, del lado de la calle Tamarit,
donde siempre había restos de alimentos, principalmente verduras. Cuando ya había
oscurecido, unas enormes ratas salían de las cloacas del patio para alimentarse con los
desperdicios. Nosotros nos poníamos a cada lado de la chala (cloaca) y esperábamos
pacientemente a que salieran. Cuando lo hacían, les dábamos patadas y más patadas,
chillaban con un sonido agudo.
Desde niño, Gómez (Dyango) siempre ha sido muy competitivo. Recuerdo con especial
cariño un día que vino a buscarme para enseñarme un patinete, lo había construido con
dos tablas de madera y unos cojinetes (rodamientos). Ese patinete corría como una bala,
estaba orgulloso con su juguete que había hecho con sus manos. De pronto, me miró y
dijo:
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- Acompáñame. Vamos a pedir que nos regalen los rodamientos en algún taller y te
construiré uno para ti.
Es difícil expresar la alegría que sentí cuando mi amigo me regaló el patinete que había
hecho para mí. Ya podíamos hacer carreras por las marquesinas del mercado, pero
nunca conseguí ganarle una carrera.
Como casi todos los niños de la posguerra, teníamos que tirar mucho de imaginación
para nuestros juegos.
Desde niño, Gómez tenía un talento especial para el dibujo: en una cuartilla dibujaba
excelentes aviones, tanques, barcos, soldados... Jugábamos a inventar grandes batallas.
Algunas veces, los dibujos que hacía y las historias que nos inventábamos eran de
guerras entre moros y cristianos. Su héroe favorito era el Guerrero del Antifaz, el
personaje de un cómic de la época creado por Manuel Gago García.
Una de las muchas perrerías de nuestra infancia tenía de protagonistas a las niñas de un
colegio de señoritas. Este colegio estaba situado en la calle Tamarit, cerca del domicilio
de Gómez.
Nos escondíamos tras las paradas (puestos de venta de ropas y tejidos que se instalaban
los días martes, jueves y sábados en las calles Tamarit y Urgel), provistos de unos tubitos
de vidrio a modo de cerbatanas cortas. Soplabas con fuerza y presión y disparabas una
especie de pequeñas lentejas a las piernas de las chicas. Las pobres niñas gritaban de
dolor al recibir el impacto, mientras nosotros permanecíamos bien escondidos,
conteniendo la risa para no ser descubiertos.
Un día, paseando por la avenida del Paralelo de Barcelona, Gómez leyó el rótulo del
nombre de un bar: El Chapirón. Le hizo gracia el nombre y desde ese día empezó a
llamarme Chapirón; con el paso del tiempo, recortó el nombre, que quedó finalmente
en Chapi.
Ya todos los de la pandilla me llamaban así, incluso los padres y hermanos de Gómez.
Me acostumbré y adopté el sobrenombre. Gómez me había vuelto a bautizar.