La Desaparición Del Guión - Jean-Claude Carière
La Desaparición Del Guión - Jean-Claude Carière
La Desaparición Del Guión - Jean-Claude Carière
POR
Jean-Claude Carrière
(Fragmento de su libro La Película que no se ve)
A veces se oye a un actor decir: «Voy a hacer esta película. E1 guión no vale
mucho, pero mi papel es muy bueno». Nunca he entendido—yo, que escribo
guiones—lo que significan frases como ésta. Ni siquiera cuando un amigo me dice,
creyendo halagarme: «Me ha gustado mucho tu guión, y los diálogos me han parecido
maravillosos, pero la película no era gran cosa». En estos casos, mi reacción es la
perplejidad.
Un buen guión es, en realidad, aquel que da lugar a un buen filme. Cuando el filme
nace a la vida, el guión ya no existe. En la película ya terminada es, sin duda, aquello
que se ve menos, esa primera forma aparentemente completa que, sin embargo, está
destinada a transformarse, a desaparecer, a confundirse con otra forma, que será la
definitiva.
Cuando yo tenía veinticinco años y acababa de publicar mi primera novela, mi
editor, Robert Laffont, me propuso—sabiendo lo mucho que me atraía el
cine—participar en un extraño concurso. Acababa de filmar un contrato con Jacques
Tati para publicar dos libros inspirados en dos de sus películas. Las vacaciones del
señor Hulot (Les vacances de Monsieur Hulot, 1951 ) y Mi tío (Mon oncle, 1958).
Entonces en pleno rodaje, Tati propuso a Laffont que dijera a algunos de sus más
jóvenes autores que escribieran un capítulo de Las vacaciones del señor Hulot.
Después, él escogería al novelista definitivo.
Acepté y gané, lo cual, sin que yo lo supiera entonces, decidió mi vida. Jacques
Tati escogió mi capítulo. Un capítulo que yo había escrito en primera persona
cediendo la palabra a uno de los personajes del filme: un viejecito muy pulido que se
pasea siempre con su mujer, con las manos a la espalda, aburriéndose cada año
durante tres o cuatro semanas, y al que el señor Hulot, claro está, estropea las
vacaciones.
Tati me citó en su oficina, cerca de los Campos Elíseos, y yo me presenté allí con
el corazón latiéndome apresuradamente. Por primera vez en mi vida iba a entrar en
una productora. Aquel hombre, al que yo admiraba tanto, me recibió enseguida.
Hablaba poco, y miraba a la gente de una manera extraña pero minuciosa. Primero
me preguntó qué sabía yo del mundo del cine. Yo le respondí que era lo que más me
gustaba en el mundo, que iba a la Cinémathèque tres veces a la semana, que...
—No es eso. Lo que quiero saber es qué sabe usted exactamente del mundo del
cine, de la manera en que se hace una película.
—No, señor.
En tres o cuatro minutos, con instinto infalible, Tati acababa de darme mi primera
gran lección: para instalarse en el mundo del cine, del modo que sea—aunque sólo
se trate de escribir un libro a partir de una película—hay que saber primero cómo se
hace, hay que ponerse en contacto con la técnica. De nada sirve pretender ignorar,
con el desdén típico de algunos hombres de letras, todas esas máquinas y ese
quehacer artesanal.
Muy al contrario, hay que acercarse mucho, tocarlo, vivir con ello.
Ese día, Suzanne Baron me llevó a una sala de montaje, situada en el mismo
inmueble. Me hizo entrar en aquella pequeña y sombría habitación y me instaló ante
una misteriosa máquina que respondía al nombre de Moritone. Cogió la primera
bobina de Las vacaciones del señor Hulot y la puso en la máquina. Luego, en alguna
parte, se encendió una bombilla. Las imágenes empezaron a aparecer en la pequeña
pantalla y Suzanne me mostró cómo podía hacer avanzar y retroceder el filme, cómo
podía congelar la imagen, acelerar el movimiento, ralentizarlo, volver al punto de
partida, todo ello mediante una pequeña palanca metálica. Una palanca mágica que
me permitió jugar por primera vez con el tiempo.
Por eso, en contra de lo que se suele pensar, el guión no es la última fase de una
aventura literaria, sino la primera fase de una película. Jacques Tati y Suzanne Baron
me lo demostraron en muy pocos minutos, hace treinta y cinco años, y cada día que
pasa la experiencia me lo confirma. El guionista es más cineasta que novelista.
Evidentemente, nunca le perjudicará saber escribir (incluso puede resultarle muy útil,
y no sólo en el mundo del cine), pero eso que denominamos “escritura
cinematográfica” odos los objetos relacionados con la literatura, el guión es aquel que
cuenta con menos lectores: como mucho un centenar. Y todos buscan en él
únicamente su interés particular y profesional. A menudo los actores sólo se fijan en
su papel (lo que se llaografía imaginará su luz, etcétera. Todo un abanico de lecturas
individuales. Una herramienta que se lee, se anota, se disecciona... y se abandona. Sé
que ciertos coleccionistas los conservan y que a veces incluso se publican, aunque
sólo si el filme funciona: entonces sobreviven a sí mismos.
¿,Por qué lo que parece adecuado y verosímil cuando se lee, e incluso cuando se
lee en voz alta, se convierte en falso y forzado cuando se ve en una pantalla? ¿Es por
el paso de nuestra subjetividad de lectores, cuyas normas imaginadas quedan siempre
indefinidas, a la implacable objetividad de la cámara, cuyo ojo y cuyo corazón son
tan distintos de los nuestros? ¿Se trata de un problema irresoluble?
Todos los directores se han enfrentado a esta resistencia, a este rechazo. Puede
decirse entonces que la escena, o un determinado momento de la escena, resopla
como una mula tozuda. A pesar de todos nuestros intentos, este maldito momento no
formará parte del filme.
Es algo que los actores, por instinto, reconocen a menudo: «Tengo un problema
con esto», suelen decir. No pueden definirlo muy bien pero, cada vez que intentan
abordar la escena, fracasan. No se sienten cómodos, sino como si estuvieran
falseándolo todo.
Para el director atento, se trata de una señal de alarma. Cuidado: hay algo que no
funciona. Y entonces se le plantea el problema de siempre: ¿debe obligar al actor a
vencer esa resistencia—y a encontrar, quizá, más allá de sus vínculos, una segunda
verdad—o es preciso cambiar, incluso eliminar cuanto antes esa escena?
Cuando llega el día del rodaje, que es el primer momento de la verdad (el otro será
el estreno), nos contentamos con lo que hay. Empiezan las concesiones, aunque
podría decirse que ya han empezado durante la preparación: Fulano no está libre, no
hay dinero suficiente para rodar la escena del barco, no podemos trasladar a un
equipo a tal o cual país tras los últimos acontecimientos y, como siempre, el tiempo
apremia. Durante el rodaje de Les enfants du Paradis en los estudios de la Victorine,
en Niza, se cuenta que Marcel Carné gritaba de cólera contra los aviones de guerra
norteamericanos que estaban apoyando el desembarco aliado en la Provenza: «¡No
podéis hacer esto! ¿No véis que estamos haciendo una película?».
Sin duda, y en cierto sentido, tenía razón. Es mejor hacer una película que hacer
la guerra. De acuerdo, pero entonces se trataba de liberar a Europa de un monstruo.
Por no hablar de los imprevistos, como en este caso, las concesiones se agolpan
ante nuestras puertas desde el inicio mismo de la preparación. A menudo me digo que
uno de los grandes talentos del director de cine es el de saber escoger: lo que puede
consentir, lo que debe discutir y lo que tiene que rechazar.
A veces la metamorfosis puede llegar hasta el absurdo. Recuerdo que, en los años
60, un amigo decidió hacer una película sobre la vida de un eremita del desierto, uno
de esos santos de los primeros siglos de la cristiandad cuyas leyendas están llenas de
prodigios. Este director convenció a un productor, que a su vez contrató a un
guionista. Y se pusieron a trabajar.
En efecto, hoy en día ya no hay santos que hagan milagros, por lo menos en
Europa. ¿Y si situáramos la historia en la India, África o América del Sur? Entonces
intervino el productor, con los argumentos de siempre. Ni hablar de rodar en África
o la India. Al público no le interesan los personajes exóticos. No, hay que rodar en
Europa o, de lo contrario, no habrá película (es así: nunca se puede escoger entre esta
película y otra que podría ser mejor, sino sólo entre ésta o ninguna).
Bien. ¿,Dónde encontrar un santo en la Europa de los años 60? Las discusiones se
prolongaron durante mucho tiempo, casi un año. Y la conclusión fue ésta: el
equivalente más adecuado de un santo en nuestra época es el detective privado, sin
ninguna duda. El productor, el guionista y el director estuvieron de acuerdo. Así pues,
a esa idea original que muchos consideraban extravagante (¡un santo!, ¿a quién se le
ocurre hacer una película sobre un santo?), se añadía ahora el recurso, blando y
tranquilizador, al más manido de todos los tópicos cinematográficos.
Y el filme se rodó. Una película policíaca que transcurría en Madrid, con Eddie
Constantine en el papel protagonista. Debo decir que aquel director que, un año antes,
había tenido la extravagante idea del santo, se desmarcó del proyecto en el último
minuto. Otro realizador se encargó de la película. Una película mediocre, que no tuvo
ningún éxito.
Grabar el sonido durante un rodaje, deslizar el micrófono en medio de las luces sin
que provoque sombras, privilegiar este o aquel sonido, esta o aquella voz—aunque
sean tenues—sobre cualquier otro: todo forma parte de la obra general. Nada resulta
inútil para la escritura. Aún hoy en día, tan a menudo como puedo, paso horas enteras
en los talleres de investigación, estudiando las imágenes de síntesis, los hologramas
y todas esas nuevas articulaciones del lenguaje cinematográfico.
Por el contrario, cuanto más envejezco más admiro a los artistas que saben
disimular todas sus habilidades—Renoir, Buñuel, Ozu—, que evitan cuidadosamente
los golpes de efecto, que huyen de los subrayados. No hay ninguna duda de que son
capaces de cualquier virtuosismo. Pero me gusta que sus investigaciones vayan por
otro lado: el misterio, la concentración, la intensidad vital, cualidades menos
espectaculares pero a la vez menos frecuentes.
No me siento atraído por los pintores exhibicionistas, esos que me muestran sus
habilidades a cada paso que dan y luego sólo saben repetirse, aun cuando alcancen
obscenos récords en las subastas públicas.
Me gusta mucho aquello que decía Delacroix: «Si viviera ciento veinte años,
seguro que al final me quedaría con Tiziano. No es un pintor para la juventud. Es el
menos amanerado y, por consiguiente, el más variado de los pintores. El talento
menos amanerado es siempre el más variado: a cada instante obedece a una emoción
real y distinta una emoción a la que debe rendirse. No le preocupa el boato, ni
tampoco demostrar su facilidad ni su seguridad en el trazo. Al contrario, desprecia
todo aquello que no le conduzca a la más viva expresión de su pensamiento».
Tampoco en el caso de un guión hay que fiarse por completo de la técnica, que casi
siempre acaba convirtiéndose en facilidad. Hay que ir siempre más allá, hacia la
«emoción verdadera». En compañía de Tati y de Etaix, muy pronto pude darme
cuenta de que una gran parte de este trabajo al que se denomina «escritura» consiste
precisamente en no escribir nada. El propio acto de escribir es peligroso, pues sobre
él pesa una especie de antiguo prestigio que muchas veces le sirve de justificación.
Si está escrito, debe de ser verdad, así que no voy a tocar nada. Muchos realizadores
llaman «biblias» a los guiones terminados. como si contuvieran una verdad eterna
procedente de un lejano Sinaí.
Tati, a la salida de los estudios, me hizo sentar en la terraza de un café, y desde allí
empezamos a observar a los paseantes. La mayoría de ellos no atraían nuestra
atención, pero, de vez en cuando, siempre había alguno que nos parecía interesante,
ya fuera por su apariencia general, alguna particularidad de su manera de vestir o
incluso su físico. Retorno a las fuentes. Había que observar. ver, y luego imaginar,
evitar las actitudes pasivas, identificar a cada uno con una historia, aunque fuera
apresurada, con un gag, con un contratiempo, con un accidente que pareciera
apropiado para él. Toda la calle, la ciudad y, por qué no, el mundo entero, todos los
habitantes del planeta, nos parecían estar allí ( sólo para servir de pretexto a un
inmenso filme cómico que nosotros debíamos descubrir.
Durante mucho tiempo continué realizando este «trabajo» en sus más diversas
formas, ya fuera con Pierre Etaix, con Luis Buñuel, con Milos Forman o con Peter
Brook Cada uno, claro está, sólo veía aquello que correspondía a sus gustos o
inclinaciones personales. Un hombre que cojea puede parecer divertido o patético,
según la mirada que se pose sobre él. Recuerdo a Milos Forman observando, desde
la terraza de un café, las idas y venidas de los paseantes y las prostitutas, en una calle
de Pigalle, y murmurando desanimado: «Sólo Dios podría dirigir esto». Lo más
esencial es no perder nunca el contacto con la vida en beneficio de las construcciones
mentales, descubrir y explorar todo lo que nos rodea, domesticarlo antes de
transformarlo, antes de aplicar a lo real las perversiones y desviaciones que sean
necesarias.
En 1968, Forman decidió hacer una película en Nueva York. Como personaje
principal escogió a una joven fugitiva, una dropping-out. Por aquel entonces había
un gran número de estos run-away kids, que un buen día abandonaban a su respetable
familia para unirse, en las calles del East Village, a los abigarrados, trashumantes
grupos de hippies, intentando cambiar de vida. Los Beatles acababan de escribir una
bella canción sobre el tema: «She's Leaving Home».
El viaje real, sin embargo, supone algunas diferencias. Y Nueva York, en 1968,
resultaba sorprendente. Poco iniciados en las nuevas modas, éramos como dos
extranjeros en tierra extraña. Para superar esto, en lugar de encerrarnos en la
habitación de un hotel y escribir aquella película que acabaría titulándose: Juventud
sin esperanza (Taking Off, 1971), nos fuimos a vivir al Village, entre nuestros
personajes, y nos dedicamos a recorrerlo todo, llamando a las puertas y diciendo, con
nuestros inconfundibles acentos: «Somos cineastas europeos y queremos hacer una
película sobre la juventud norteamericana. ¿Tiene usted hijos?». Nadie nos cerró la
puerta en las narices. Hubo incluso una familia que prácticamente nos obligó a
compartir su comida. Y la puerta de nuestro pequeño apartamento, situado en Leroy
Street, estaba siempre abierta para todos aquellos que quisieran entrar.
Por nuestra parte, nos dedicamos a escuchar atentamente sus relatos, que al principio
casi no entendíamos a causa del lenguaje utilizado, un argot tribal que sólo pueden
comprender los miembros del grupo (hasta el punto de que en Inglaterra tuvieron que
subtitular varias escenas).
E1 guión empezó a tomar forma más tarde, después de haber estado en contacto
con la realidad durante mucho tiempo. La mayor parte de las escenas eran ficticias,
como aquella que presenta una Asociación de Padres de Jóvenes Desaparecidos, tan
verosímil, sin embargo, que los productores recibieron montones de cartas
preguntando por la dirección de este organismo. Era una ficción emanada de la
realidad. No hubiera existido sin la atmósfera excepcional que nos rodeaba, que
invadía nuestros corazones y nuestras almas, y tampoco sin nuestras persistentes
investigaciones, más bien propias de unos antropólogos.
La escritura siempre debe entrar en escena al final del proceso, cuando ya nos
hemos enfrentado a lo esencial. Lo más tarde posible.
Todos somos vulnerables a la imaginación, pues sin ella nuestra existencia sería
demasiado real. Cuando la excitación de nuestra vida diaria empieza a remitir, aunque
sólo sea durante unos pocos minutos, nos encontramos con este compañero secreto:
nuestra imaginación toma el mando, se desliza en nuestro interior con seguridad y
suavidad, y se aprovecha de esos momentos de inacción, de regreso a nosotros
mismos, para levantar un telón invisible. Entonces nos transporta al escenario, vemos
a un actor que somos nosotros mismos y todo acaba confundiéndose. A partir de
elementos de la realidad, de aquello con lo que nos enfrentamos día a día, de nuestros
amigos y de las mujeres a las que deseamos, entramos en otro mundo.
Como quien no quiere la cosa, algunos de nosotros vamos un poco más lejos e
intentamos compartir con los demás nuestras imágenes, nuestros sonidos y nuestras
historias. Nos llamamos a nosotros mismos narradores profesionales y, recurriendo
voluntariamente a la imaginación, la parte más soñadora y errática de nosotros
mismos, la obligamos a trabajar sin ningún escrúpulo, a horas fijas, manipulándola
y torturándola. Un tratamiento que ella detesta y adora a la vez.
A medida que se suceden las experiencias, vamos conociendo más y mejor a ese
misterioso inquilino. Con inusual rapidez —primera razón de nuestra sorpresa—,
empezamos a creer que sus posibilidades de exploración son ilimitadas. Su territorio
es prodigiosamente amplio y cada día se ensancha más y más. Las situaciones que es
capaz de concebir en su incontinencia pueden llegar hasta el infinito. Detalles,
miradas, gestos, palabras: no hay límites. Durante el siglo XIX, había gente que creía
que las situaciones dramáticas eran limitadas. A lo sumo unas cuantas decenas. Nada
más falso que esta visión estrechamente aritmética de nuestro mundo imaginario.
Todo puede ser dramaturgia, todo puede ser acción, relato, historia, a condición de
que el interés se mantenga, que aquellos que nos escuchan permanezcan sentados,
con los ojos bien abiertos, completamente inmóviles.
En este sentido, las semillas se vienen plantando desde hace ya mucho tiempo. Los
narradores africanos, indios o persas son realmente inagotables. Pero, de vez en
cuando, sobre todo entre nosotros, aparecen ciertos tiranos reductores que afirman,
con el hacha levantada: hay que escribir así. De esta manera y no de otra. En Francia,
durante el siglo XVII, muchos poetas fueron enviados a la hoguera: el orden clásico,
al mismo ritmo que la monarquía absoluta, se estaba abatiendo sin piedad sobre la
deliciosa, preciosa, mística y obscena exuberancia barroca del primer tercio de siglo.
Esos poetas se llamaban Chausson o Le Petit.
Acabemos, decían los tiranos, con todo ese calamitoso desorden. Ahora hay que
respetar las reglas y expresarse con claridad. Sólo cuenta el decoro. De nuevo se
imponía una prohibición poniendo como excusa el buen gusto. El resultado fue que,
durante todo el siglo siguiente, el XVIII, no se escribió en Franela un solo poema.
Muchos versos, sí, pero ningún poema.
Naturalmente, a veces tiene miedo, pues las amenazas son constantes. Se desconfía
de ella porque es capaz de imaginarlo todo, de poner el mundo patas arriba, de sentar
al mendigo en el trono y lanzar al rey a la fosa común, de soñar incluso el
Apocalipsis, el fin de todo, la nada soberana. Se la maltrata y se la encarcela. Siempre
rechazada, a menudo se retracta de todo. En el caso de ciertas personas —basta con
mirar a nuestro alrededor— parece incluso haber desaparecido, asesinada por la
rutina y la estupidez. Y entonces esos individuos se encierran para siempre en una
vida rígida, en un pensamiento clausurado.
El gran peligro, sin duda, tanto en nuestro terreno como en los demás, es creer que
basta con lo que ya sabemos, cuando en realidad hay que provocar, irritar, y abordar
cada película como si fuera la primera. Sin olvidar nunca que nuestro trabajo, en el
curso de esta alquimia, está condenado a desaparecer.
Buñuel leía el periódico cada día. Sin duda para enterarse de las noticias del
mundo, por las que sentía un gran interés, pero también por motivos profesionales.
La lectura y el comentario de la prensa formaban parte, para él, de la elaboración del
guión. No sin irritación, y a veces incluso pánico. Un día leímos que había explotado
una bomba en la basílica del Sacré-Coeur, en París, información que nos inquietó,
pues en esa época —la de Ese oscuro objeto del deseo— habíamos imaginado a un
grupo terrorista que actuaba en nombre del Niño Jesús.
A la mañana siguiente, llenos de ansiedad, abrimos el periódico para ver cómo iba
la investigación. Ni una palabra. Otras informaciones sustituían a la del Sacré-Coeur.
Cuando es la prensa la que nos acerca a la realidad, el resultado es siempre
decepcionante. La mayor parte de aquellas noticias no tenía ningún interés para
nosotros y, en cambio, la única que nos fascinaba desaparecía de repente y para
siempre.
Recuerdo otra mañana en la que vi llegar a Buñuel muy pálido, con aspecto
inquieto. Le pregunté qué ocurría y me dijo: «El mundo está fatal. No vale la pena
continuar trabajando. El fin del mundo está muy cerca: puede ser mañana mismo».
Le pedí que me dijera las razones de ese súbito terror y me respondió:
—¿Es que no has leído la prensa? ¡Dos banqueros suizos se han suicidado el
mismo día!
Físicamente alejados, así, nos obligábamos a inventar una historia, en media hora,
que podía ser corta o larga, en presente o en pasado,
A veces, en una fase anterior, cuando nos encontrábamos atascados en una escena
que parecía irresoluble, me decía:
—Quizá esta noche, con la ayuda de la ginebra.
No a todo el mundo que esté buscando una idea se le puede decir: vete a un bar
confortable y tranquilo —sobre todo sin música—, bébete lentamente un dry martini
y espera. En el caso de algunos, esto no funcionará nunca. Pero para Buñuel se
trataba. sin duda alguna, de un terreno propicio. Mientras los lentos vapores del
alcohol le subían a la cabeza, según decía, empezaba a ver cómo se movía el aire, a
percibir imágenes fugitivas, incluso a ver personajes que se deslizaban
silenciosamente de un sitio a otro.
De la terraza del caté en la que se sentaba Jacques Tati al oscuro bar en el que me
esperaba Buñuel, hay mil lugares, mil atmósferas favorables. He escrito escenas de
Mahabharata en un embotellamiento en Madrás, incluso en un aeropuerto de
provincias en la India, mientras esperaba, al lado de Peter Brook, un avión
confusamente anunciado. Ciertas imaginaciones son, por el contrario, caprichosas e
incluso obsesivas, y exigen, por ejemplo, el color rojo, o una música de flauta, o un
calor excesivo, o el sonido cercano del mar. Al leer los desiderata de los escritores,
y entre ellos los de los guionistas, a veces es como si estuviéramos hojeando un
catálogo de perversiones. Conocí a uno que no podía soportar el canto de los pájaros,
hasta el punto que, de oírlo, caía súbitamente en una repentina crisis. ¿Fetichismo?
¿Pereza disfrazada? ¿Pánico ante el inicio de la labor? ¿Un recuerdo lejano, como
sucede con algunos traumas?
Pues no se trabaja jamás solo, ni siquiera en los momentos en que no hay nadie
ante nosotros. Siempre somos una personalidad múltiple. Puede que haya un cerdo
en nuestro interior, más o menos enmascarado, pero también habrá un asceta y una
paloma blanca, prestos a la acción y a la reacción. Es inevitable: nunca dejuran que
el cerdo escriba solo el guión.
Peter Brook cuenta que un actor de teatro inglés, bastante popular, solía levantar
y agitar el brazo para prevenir al público de que iba a soltar una de sus réplicas:
atención, ahora veréis, ésta es buena. Muchos cineastas hacen lo mismo, a su manera.
Y la mayor parte del tiempo sin darse cuenta. Lo que yo llamo «la carne del filme»
se sitúa más allá de las palabras y de las imágenes, en el terreno indefinible del
sentimiento, de las relaciones entre los seres, de ese alimento secreto y maravilloso
cuya ausencia siempre nos deja hambrientos.
Puede suceder también que un filme envejezca y se vea acorralado por la muerte.
Una muerte natural, pues simplemente ha dejado de interesar, nuestra memoria lo
rechaza, ya no quiere verlo, por lo que decimos, y con toda la razón, que se ha
convertido en invisible. Ocurre incluso que algunas películas nacen muertas, son
invisibles desde su nacimiento y para siempre.
Pero entonces llega el momento, cuando se decide el inicio del rodaje, en el que
debe ceder el poder. El proyecto se le escapa. Para existir, debe pasar a otras manos.
Una transición azarosa. Para evitar la ruptura, el cambio de tono radical y herético,
es mejor que el director permanezca cerca del guionista desde el principio, trabaje
con él hasta que el filme sea suyo, sea también suyo, como así constará, de todas
maneras, en los créditos y en las historias del cine. Así la transición será más natural,
sin golpes ni tropiezos. Nos habremos acostumbrado juntos a ese niño que va a nacer.
Juntos, sin darnos cuenta, habremos inventado imágenes, habremos oído frases y
sonidos. Y esa primera apariencia del filme nos pertenecerá a ambos.
Cuando trabajaba con Buñuel, éste me pedía a menudo que le dibujara las escenas
del filme, y yo solía hacerlo por las noches, en la soledad de mi habitación. A la
mañana siguiente, antes de mostrarle mis dibujos, procedíamos a una rápida
verificación. Yo le preguntaba, por ejemplo:
Y él me respondía:
—A la izquierda.
Las formas parecían estar fijadas para siempre, tanto en el cine francés como en
los demás.
Ese enemigo seductor (que nos dice: «Respetad las reglas del arte y seréis
artistas») se llama «formalismo». Consiste en situar la forma por encima de todo y
contemplarlo todo desde su punto de vista. Eisenstein lo denunció vivamente... y
algunas veces sucumbió a él.
Este nuevo punto de vista, claro está, mandaba a los guionistas a las mazmorras.
Ya no eran necesarios. El realizador, como demiurgo único, como único «autor»,
estaba invadiendo el territorio sin intención de compartirlo. Y el guionista se estaba
convirtiendo —lo recuerdo con claridad, aunque, por mi parte, no lo padeciera— en
un personaje sospechoso, un ser probablemente nocivo, una especie de subescritor,
de novelista fracasado, que no hacía otra cosa que aplicar incansablemente sus
recetas, obligatoriamente mediocres.
Por supuesto, atraído por la cada vez más poderosa televisión, el público huyó por
piernas de estas peliculitas, que terminaron amontonándose unas junto a otras en las
estanterías, y a finales de los años 70 el guión empezó a recuperar su buen nombre.
Rápido, rápido, que alguien nos cuente historias, se pedía con urgencia. Y entonces
reapareció el peligro —más que evidente hoy en día, tanto en el cine francés como
en la mayor parte de las películas norteamericanas—de un cine de guionistas, bien
«construido», y engrasado, pero sin sorpresas, sin atrevimientos, sin estilo.
Todos los equilibrios son difíciles, pues sólo se producen una vez. Cada nuevo día
vuelve a cuestionarlo todo. El viaje que emprenden juntos el guionista y el director
se parece mucho a una historia de amor. Hay que obrar un poco a ciegas, buscar un
territorio común, descubrir lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Cuando Buñuel
y yo nos conocimos, en el curso de una comida, la primera pregunta que me planteó,
mirándome fijamente a los ojos —y entonces supe que se trataba de una pregunta
importante, profunda, que podía decidir nuestros futuros— fue:
Cuando conozco a un director con el que voy a tener que pasar varios meses de mi
vida, siempre me pregunto: ¿qué película quiere hacer? ¿Quiere hacerla realmente?
Y más vale adivinarlo con rapidez, puesto que de todas maneras la hará. A veces ni
siquiera él lo sabe, y sólo ve formas vagas, que en ese caso deberemos concretar
juntos.
Se va formando así una pareja, con sus primeras dudas, los descubrimientos, las
falsas confidencias, los momentos de placer y los accesos de cólera, con celos y
malentendidos, un poco de aburrimiento y mucho pesimismo. Lo que hay que evitar
—creo yo: como en toda pareja que se precie— es saber quién va a dominar a quién.
Eso no tiene ninguna importancia. No se trata de un combate, y además al público no
le importa en absoluto.
Buñuel decía a menudo que las películas deberían ser como las catedrales: habría
que borrar todos los nombres de los créditos. Sólo quedarían unas bobinas anónimas,
puras, sin ninguna marca de autor. Y entonces se contemplarían como se entra en una
catedral, ignorando los nombres de quienes la construyeron, incluido el del maestro
de obras.
El trabajo de guionista tiene que enfrentarse a esto. Tiene que aceptar que la
opinión pública otorga al director ciertas ideas e intenciones que a menudo son
nuestras. En el fondo lo sabemos bien: es algo que tiene más que ver con la
vanagloria que con la gloria propiamente dicha, ese concepto de origen romántico ya
olvidado, incluso un poco sospechoso para los tiempos que corren.
¿Qué ocurre entre dos personas —o más— que trabajan juntas? No hay nadie que
pueda decirlo con seguridad. Ni siquiera sabemos lo que sucede en nosotros mismos
mientras estamos trabajando. Advertimos la presencia de un pequeño teatro interior
en el que somos a la vez actores y espectadores, y por el que sentimos una especie de
indulgencia natural. Tendemos a probar todo lo que nos propone, y a menudo nos
seduce de antemano, a menos que, por el contrario, nuestro espíritu crítico sea tan
feroz que nos obligue a denostar todo aquello que sale de nuestra imaginación.
Ciertos autores parecen siempre contentos con los productos de su invención,
mientras que otros están siempre insatisfechos. Actitudes ambas tan paralizadoras
como nocivas.
Durante los ensayos de una de sus obras, una actriz neurótica se dirigió a
Pirandello y le dijo:
Me permitiré incluir aquí unas cuantas frases de Martin Buber: «Hay que perder
el sentido de uno mismo. Hay que escuchar únicamente al Verbo, que vierte sus
palabras en el interior de todos nosotros. Y cuando empiece a oírse su voz, hay que
callarse».
No obstante, durante los primeros ensayos, algunas cosas tienen que estar ya
claras. Si el actor no quiere confiarse únicamente al azar, es necesario un mínimo de
comprensión. «De nada sirve gritar antes de comprender». acostumbra a decir Peter
Brook a los actores amenazados por la histeria. Una aproximación tranquila, una
lectura lúcida y reflexiva siempre son convenientes, aunque sólo sea para dejar en
evidencia las indefiniciones, las contradicciones, todo aquello que puede plantear
dificultades.
Pero la ilusión más grave y perniciosa —y aquí se encuentran el camino del actor
y el del autor, tanto en el cine como en el teatro— consiste en convencernos a
nosotros mismos de que esta aproximación intelectual es suficiente, de que en ambos
casos basta con el análisis, de que un autor debe saber lo que quiere decir, trazar un
plan preciso y definir sus estructuras, y que el resto le vendrá como por añadidura,
de la misma manera en que la interpretación del actor sólo consistiría en poner gestos
y veces a una idea previamente moldeada por la inteligencia.
Desde el momento en que hoy en día creemos saber —los neurólogos, en cualquier
caso, así lo afirman— que nuestro cerebro, prodigioso organismo, es también una
cosa enorme y perezosa que gusta de las simplificaciones y las reducciones, una
maravilla adormilada dispuesta a creerse a pies juntillas cualquier palabra
mínimamente hábil —o chillona, según los casos— que se le ponga delante, son
múltiples las trampas que pueden presentarse a lo largo de nuestra aventura, tanto en
el caso del autor como en el del actor. Nuestro cerebro gusta de fascinarse a sí mismo,
de jugar consigo mismo, como un ilusionista que se sorprendiera de su propio arte y
se creyera sinceramente un hacedor de milagros, aplaudiéndose incluso con
entusiasmo al final de su número.
La comprensión se detiene, debe detenerse en una cierta fase. Por debajo de ella
(o por encima, o alrededor: estas nociones espaciales, evidentemente, no tienen
ningún sentido), hay que dejar vivir, hay que preservar la fertilidad de la niebla, pues
la verdadera vida, la vida completa está ahí, en ese continuo ir y venir entre la luz y
la oscuridad, en esa jungla desconocida e ilimitada que sólo se puede explorar
mediante la acción y mediante el juego.
Todos los buenos actores lo saben: llega un momento en el que hay que lanzarse,
como las mariposas atraídas por la llama, en lo que bien puede ser un viaje sin
retorno. El conocimiento del personaje, el verdadero conocimiento, sólo se da al
precio, de este riesgo. Ese mismo riesgo que puede proporcionar al autor, al guionista
por ejemplo, un momento de verdadera vida situado en un conjunto coherente.
Ir y venir entre la exploración y la reflexión, entre la luz y la sombra, entre el erial
y el cultivo.
Después de esto —como a menudo sucede con el actor— viene otra fase, que
opera en sentido inverso. Es la retirada, el retorno a lo razonable, a lo esencial, a la
famosa pregunta: ¿por qué estamos escribiendo esta historia y no otra? O dicho de
una manera más sencilla: ¿qué nos interesa de ella?
Pocos son los autores que pueden permitirse por sí mismos ese ir y venir
equilibrado e imparcial. Un guión que se lanzara totalmente a la aventura es
inimaginable. Al menos hay que tener en cuenta la duración del filme y el
presupuesto disponible. Igualmente, en todo momento debemos saber dónde estamos:
los personajes, por ejemplo, van por delante o por detrás de los espectadores? No vale
la pena preparar meticulosamente una sorpresa si el público ya lo sabe todo. Y hay
que tener en cuenta que su capacidad de adivinación es ilimitada. ¿Dónde se
encuentra, en ese momento de nuestra historia, ese público inasible e hipotético?
¿Aún está interesado por lo que le contamos, o ya ha abandonado la sala, o quizá está
practicando el zapping? ¿Queda esta escena lo bastante clara sin perder su ligereza?
¿Conoce todo el mundo el significado de esta palabra? ¿Reconoceremos luego ese
decorado que sólo hemos visto una vez, de noche? ¿Conseguiremos el permiso para
rodar en la Torre Eiffel? ¿No es esta réplica demasiado larga, o demasiado
enigmática? Chejov escribió una observación inolvidable: «Lo mejor es evitar las
descripciones de estados de ¿mimo. Hay que intentar explicarlas a través de las
acciones de los personajes». ¿Somos siempre estrictamente fieles a este ideal?
Por otro lado, un guión que se contentara con responder a estas cuestiones estaría
más cerca de la burocracia que de otra cosa. Las brechas practicadas por la
imaginación —por la improvisación, en el caso del actor— llegan siempre a tiempo
para subvertir el estado de cosas: para incendiar, para exaltar, para inventar.
Una búsqueda que no tiene fin. Por momentos, tanto el actor como el autor tienen
la impresión de que las dos fases se han convertido en una. Se ha producido una
aparición. Se ha realizado una unión.
A menudo este encuentro, tan fulgurante como pasajero, produce al actor una
especie de estupefacción a la hora de salir a escena.
Y cada una de estas sensaciones puede tener mayor o menor importancia según los
individuos, los humores y los momentos.
Los ejercicios practicados por el guionista son muy difíciles. Y los obstáculos, a
veces, nos parecen insuperables. Veinte, treinta veces volvemos a la misma escena
para encontrarnos con el mismo bloqueo. Entonces estamos convencidos de que no
vamos a pasar de ahí, de que no finalizaremos nuestra búsqueda, y muy a menudo así
es. La película se detiene ahí. Nadie la verá jamás. Objeto inacabado y aún informe,
va a parar al cementerio de los armazones vacíos.
En estos casos, cuando nuestra historia se atasca, cuando nuestros personajes nos
parecen inútiles y falsos, cuando monumentales dificultades de producción vienen a
añadirse al desastre, es como si a nuestro alrededor dos murallas empezaran a juntarse
hasta convertirse en una. Y, sin embargo, a veces repentinamente, casi como una
sonrisa, aparece una grieta en la sólida piedra, y a través de ella una luz, por la que
nos deslizamos y salimos al otro lado. Exactamente como el actor, otro
experimentado fugitivo de las murallas.
En efecto, se puede estudiar a Shakespeare durante toda una vida y el hombre que
hay detrás de las obras seguirá escurriéndose entre nuestros dedos. Su obra nos lo
dice todo y, sin embargo, no sabemos nada de él. ¿Era de derechas o de izquierdas?
¿Hablaba mucho o era más bien callado? ¿Le gustaba más el campo o la ciudad? ¿Las
mujeres o los hombres? No hay respuestas.
El incomparable autor se ocultó detrás de sus personajes, a los cuales dio lo mejor
de sí mismo y que, a su vez, se convirtieron en expresión de todos los sentimientos
humanos. He aquí la verdadera, la más gloriosa «boca de la sombra». El triunfo de
lo invisible. La cumbre de la gloria —¡oh, sorpresa!—es el anonimato. Y la más
personal de las voces es la voz de cada cual.
Como si las palabras obra personal poseyeran una especie de fuerza superior, un
nivel de existencia más elevado; como si fuera más importante ser personal que ser
útil: como si, una vez más, por no se sabe muy bien qué extraña perversión, sólo
contara el autor, y no la obra.
Nuestra única misión consiste en transmitir ciertas emociones. Siguiendo una vieja
tradición, somos los narradores de hoy en día, con los medios de hoy en día. El
berebere que habla y canta en la plaza de Marrakech tiene el mismo oficio que yo. Y
los relatos que encadena uno tras otro son algo necesario para quienes le escuchan.
«Hay que escuchar historias», se dice en el Mahabharata, «pues resulta agradable, y
a veces nos hace sentir mejor.» Como esos gusanos que fertilizan la tierra de los
jardines, las historias van de una persona a otra e incluso a veces de un pueblo a otro.
El camino que siguen es imprevisible, pero su bagaje es siempre precioso. Y lo que
dicen sólo les pertenece a ellas.
Una antigua alegoría árabe representa al narrador como a un hombre de pie sobre
una roca y mirando el océano. Entre historia e historia, apenas se toma el tiempo
necesario para beber un vaso de agua. El mar le escucha, fascinado. Y las historias
se siguen unas a otras interminablemente.
La alegoría añade:
—Si un día el narrador callara, o se le hiciera callar, quién sabe lo que haría el
océano.