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ALFREDO CANSECO FERAUD

Número

222016
Lic. Gabino Cué Monteagudo
Gobernador Constitucional del Estado de Oaxaca

Lic. Alonso Alberto Aguilar Orihuela


Secretario de las Culturas y Artes de Oaxaca

Lic. Guillermo García Manzano


Director General de la Casa de la Cultura Oaxaqueña

Lic. María Concepción Villalobos López


Jefa del departamento de Promoción y Difusión

Lic. Rodrigo Bazán Acevedo


Jefe del departamento de Fomento Artístico

Ing. Cindy Korina Arnaud Jiménez


Jefa del departamento Administrativo

C.P. Rogelio Aguilar Aguilar


Investigación y Recopilación
Un personaje
indeleble

Profr. Alfredo Canseco Feraud

D
e capa negra, estilo español de principios de
siglo XX y chambergo oscuro calzado hasta
las cejas, nuestro personaje recorría las calles
de esta ciudad, abandonadas a la oscuridad noctur-
na. Sus pasos resonaban en las aceras fincadas en
verde cantera y lo llevaban por los tranquilos barrios
de El Peñasco, Xochimilco, Jalatlaco o La Merced.
En su mente revoloteaban ideas y palabras de su re-
ciente lectura: “Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo
cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror …
y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir
por la vida y la sombra y por lo que no conocemos y
apenas sospechamos, y la carne que tienta con sus
frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fú-
nebres ramos, ¡y no saber a dónde vamos, ni de dón-
de venimos!!” (Rubén Darío).

Pero, además de estas profundas reflexiones,


también venían a su mente vívidas imágenes vistas
2
y vividas durante su estancia en la ciudad de México,
de las cuales gustaba comentar con sus contertulios,
mientras saboreaba un “Minero”, un “Blanco de cor-
dón” o un “Añejo de Ejutla”. Un lugar que lo impactó
para toda la vida, fue el mercado de La Merced, que
por los años en que él lo visitaba (1909) era un hor-
miguero humano formado por compradores, vende-
dores y gentes que pululaban a su alrededor; era la
“panza” de la ciudad. El griterío era ensordecedor, a
las “marchantas” se les ofrecía el producto a gritos,
resaltando sus cualidades y su precio. Hormigueaban
los vendedores ambulantes, que ofrecían, también a
gritos, sus mercancías: dulces, merengues, paletas
heladas, chácharas, rebanadas de frutas, ropa, etc.
Los gritos parecían gorjeos de pájaros de muchas es-
pecies, era un duelo de voces, casi llegaban a cantos
por las diferentes modulaciones y tono que usaban
los vendedores para llamar la atención, al repetir el
estribillo, lo hacían con el mismo sonsonete.

La mirada de artista de Alfredo Canseco quedó


impresionada con estos tipos populares del merca-
do, de las calles, que muchas veces plasmó en sus di-
bujos: los cargadores de voz aguardentosa y amena-
zante, que con paso peculiar, al mismo tiempo rápido
y asentado, pasaban resoplando, sudando y sufrien-
do por la carga que soportaban en las espaldas. Los
merolicos con pseudomedicamentos para curar toda
clase de males y que llevaban un poco de esperanza
a la gente enferma, especialmente a los viejos acha-
cosos y a la mayoría de pobres que no tenían acceso
a otra clase de medicina.

Otro recuerdo que le gustaba traer a la conver-


sación cuando alternaba con jóvenes, era del cine
Goya, que se localizaba en la calle del Carmen, muy
cerca del antiguo barrio universitario de San Ildefon-
so. Cuando los estudiantes no querían asistir a clases
gritaban a coro: ¡Goya! ¡Goya!, indicando con esto
que preferían ir al cine. El “cachún” hacía referencia
al manoseo entre parejas al que se prestaba la os-
curidad del cine. Precisamente de esos gritos, con-
cluía el maestro Canseco, nació la porra universitaria:
¡Goya! ¡Goya! Cachun, cachún, ra, ra, cachún, cachún,
ra, ra, ¡Goya! Universidad.
3
Carta de
vida
A
lfredo Canseco Feraud pudo ser poeta. Su
temperamento lo llevó a la pintura. Enamora-
do de los tipos populares y de los paisajes de
nuestro suelo, con la pluma hecha pincel, con el co-
razón convertido en paleta, los canta y los exalta con
admirable acierto y amorosa delectación en las pági-
nas blancas de sus telas. Él y Samuel Mondragón, son
los más impenitentes enamorados de la provincia, y
a los dos por igual, la incomprensión de nuestra gen-
te los coronó de espinas.

Su biografía transcurre de 1889 hasta 1986 llena


de altibajos. Nunca logró el nivel de arte al que es-
taba destinado. Siempre buscó el apoyo oficial que
le permitiera desarrollar sus dotes de pintor, pero el
tiempo y la incomprensión lo fueron apagando hasta
que terminó en la burocracia de una oficina anónima
y llevando sus conocimientos a jóvenes que no apre-
ciaron, me incluyo entre ellos, la sabiduría escondida
en las palabras del viejo maestro.

Su sensibilidad artística comenzó a crecer en el


Colegio Católico del Espíritu Santo, inaugurado el 5
de enero de 1895 por el padre Carlos Gracida como
un imperecedero monumento de cultura, centro de
saber fecundo y luminoso, academia de clarísimos
prestigios, hogar intelectual de una miríada de estu-
diantes que honran y enaltecen a nuestro Estado en
las más variadas actividades sociales. A ese colegio
consagró, el Padre Carlos, las horas floridas de su ju-
ventud y los años magníficos de su madurez y la in-
tegridad de su tiempo y sus caudales, lo más selecto
de sus energías y lo más radioso de su pensamiento.
No economizó desvelos ni fatigas. Prendió flámulas
de entusiasmo y encendió alboradas de esperanza
sobre la cotidiana labor y, secundado por un grupo
4
de excelentes y magnánimos profesores que con él
comulgaban en los mismos ideales, realizó una pro-
funda y vasta labor educativa, de incalculables reso-
nancias, que fue muy bien aprovechada por Alfredo
Canseco.

En el colegio se estudiaba con seriedad absolu-


ta. La puntualidad se exigía en forma inapelable. Por
requisitos legales tenían que sustentarse dos exáme-
nes: uno en el colegio y otro en el Instituto de Cien-
cias y Artes del Estado, constelado de tradicionales
y bien reconocidas glorias. Y las dos pruebas eran
extremadamente rigoristas. El final de cursos era ce-
lebrado con una velada literario musical, en la que
se distribuían medallas y diplomas a los estudiantes
más aventajados. El discurso oficial se encomendaba
a uno de los profesores de mayor relieve. Desempe-
ñaban los otros números alumnos de la primaria y
la preparatoria. Se ponía alguna comedia regocija-
da y moralizante. Se declamaban bellos poemas. La
música provinciana, llena de melancolías y saudades,
pasaba rozando con sus alas impalpables, las frentes
pensativas y las almas en flor.

Venían en seguida las vacaciones. La muchachería


se dispersaba bulliciosamente. Quienes regresaban a
sus pueblos, a saturarse de aromas campestres, de
grandiosidad de montañas, de frescor de ríos. Quie-
nes permanecían en la capital, como Alfredo Can-
seco, divagaban por las calles silenciosas, o por las
largas avenidas de El Llano y la Calzada, bordeados
de altos fresnos y copudos laureles. Y el enorme edi-
ficio del colegio se despoblaba de risas y murmullos.
Un sosiego inviolable se acendraba en frías clarida-
des de invierno. Los anchos patios se empolvaban de
nostalgia. Sombras de ausencia se extendían por los
salones. Sólo algunos internos que no habían podido
ir a visitar a sus familias, pasaban por aquellas sole-
dades haciéndolas más tristes y opacas.

Pero llegaba el año nuevo y con él una parvada de


jóvenes y niños que invadía bulliciosamente el ama-
do plantel. Muchos de los que se habían ido ya no
regresaban nunca. Otros ocuparían sus lugares, para
sentir los mismos desasosiegos y sus mismos en-
sueños. Aunque alejados irrevocablemente, siempre
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guardarían en el fondo de su ser el recuerdo del cole-
gio y la imagen ascética del Padre Carlos, aureolada
de dulzura y bondad. Y en lo íntimo de su corazón
lamentarán no ser ya estudiantes ni poder escuchar
las palabras difuntas del padre Luis López, de Don
Serafín Acevedo, de don Rafael Aguilar y otros dis-
tinguidos maestros.

De este colegio venerable, Alfredo pasó al Semi-


nario Conciliar, donde permaneció dos años antes de
darse cuenta que su vocación no le llevaba por los
caminos de la iglesia católica, apostólica y romana.
Como muchos otros ex seminaristas, se inscribió o
sus padres lo inscribieron en el ya glorioso Instituto
de Ciencias y Artes del Estado de Oaxaca, en el nivel
de educación secundaria. Comenzó a destacar por
sus ocurrentes caricaturas, donde fustigaba a sus
maestros y compañeros con singular visión crítica.
También comenzó a dibujar paisajes y edificios de la
señorial ciudad de Oaxaca. Con escasos quince años,
fue becado por el gobierno del Estado para ingresar
a la Academia de San Carlos, donde podía desarro-
llar el potencial innato hacia el dibujo y la pintura.

La educación del artista es una de las ramas más


caóticas de la educación formal. En el mundo del
medievo, donde los artistas no eran más que los me-
jores artesanos, el aprendizaje y adiestramiento eran
cosas establecidas. Pero a medida que el artista se
fue aislando de la sociedad, y los gustos de sus pa-
trocinadores y el pueblo cambiaron, el arte se volvió
esotérico, menos artesano, limitado cada vez más a
fórmulas arbitrarias, en tanto que la educación artís-
tica se convirtió en monopolio de las escuelas.

Dentro de las limitaciones de la Academia, Can-


seco Feraud tuvo suerte. El viejo convento de San
Carlos que albergaba la Escuela de Bellas Artes, te-
nía en esos días a varios maestros excepcionales. Es-
taba, por ejemplo, Félix Parra, incurable académico,
aunque redimido por lo que sus colegas calificaban
de una aberración inofensiva y que consistía en un
entusiasmo, rayando en el fanatismo, por la escultura
azteca precortesiana, que transmitió al joven estu-
diante. Estaba también José M. Velasco, excelente
paisajista y un verdadero maestro de perspectiva.
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Otro profesor era el viejo Rebull, pintor mexicano de
origen catalán, discípulo de Ingres, quien reconoció
el talento del joven oaxaqueño y le proporcionó el
estímulo necesario para su desarrollo, pues lo invitó
a que lo visitara en su estudio, al cual nadie había
sido convocado en muchos años.

Durante varias visitas, el maestro Rebull le mostró


al joven Alfredo, cuadros muy estimados por él y le
habló de las leyes de la proporción y la armonía, que
afirmó regían la estructura de las obras maestras de
todas las épocas. Le enseñó que el movimiento y la
vida de las cosas es lo más importante en la obra
pictórica. El cuadro debe contener la posibilidad del
movimiento perpetuo. Debe ser una especie de sis-
tema solar delimitado por un marco. El joven agrade-
ció estas sabias palabras del maestro, ya que eran la
primera verdadera enseñanza que recibía durante su
estancia en la capital de la república.

Después de esa experiencia, Alfredo Canseco vol-


vió a examinar los cuadros que le gustaban, conside-
rándolos con renovado interés y comprensión, iden-
tificando sus proporciones y equilibrio con un senti-
miento de admiración. Le parecía que una cortina de
bruma se había descorrido ante sus ojos y por prime-
ra vez tuvo un atisbo de la asombrosa organización y
orden de la naturaleza y del trabajo del hombre.

Pero el más grande de los profesores de Alfredo


no figuraba en la Escuela de Bellas Artes. Su verda-
dero maestro, según él mismo informaría más tarde,
fue el popular grabador de ilustraciones para corri-
dos, José Guadalupe Posada. Su pequeño taller se
hallaba en las cercanías de la academia, en el número
5 de la calle de Santa Inés, ahora calle de la Moneda,
en la entrada de carruajes contigua a dicho templo.
Casi todas las tardes, el joven Alfredo se detenía en
el sitio, y con la nariz pegada contra el sucio cris-
tal, contemplaba los grabados ingenuos y dinámicos
que colgaban del escaparate.

Alguna fibra hacían vibrar en su espíritu, porque


Posada era el artista por excelencia del pueblo, uno
de los más grandes artistas populares de todo el
mundo. Posada hacía sus grabados en placas de me-
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tal adheridas a trozos de madera y colocadas, junto a
tipos desgastados de imprenta, en el pequeño marco
de una vieja y renqueante prensa. De 1887, año en
que llegó a la ciudad de México, hasta su muerte en
1913, Posada haría más de quince mil grabados para
ilustrar las canciones, los chascarrillos, las oraciones
del pueblo mexicano. Toscamente impresas en pa-
pel rojo, amarillo, azul, verde o púrpura, estos dibujos
con textos primitivos compuestos por bardos anóni-
mos, viajaban con juglares trashumantes por todo el
territorio mexicano.

El artista que despertaba y el oaxaqueño imagina-


tivo se reforzaban en Alfredo Canseco al atisbar por
el pequeño establecimiento para ver cual era el últi-
mo dibujo, junto con un grabado del “Juicio Final” de
Miguel Ángel a los cuales, la mirada del muchacho no
encontraba discordancia. En una ocasión pudo char-
lar con Posada y lo dejó admirado al comentar que
le gustaban igual los grabados del mexicano que el
de Miguel Ángel y más al explicarle que ese gusto se
basaba en el movimiento que ambos trabajos tenían.

Tanto gustó este comentario a Posada, que invitó


al joven oaxaqueño a que lo visitara en su taller para
que viera cómo era el procedimiento de grabar en
madera o en metal así como recibir los comentarios
sobre la modesta sabiduría estética o las críticas al
General Díaz y su gobierno, aunque aquí, Alfredo no
estaba tan de acuerdo, pues como buen oaxaqueño,
estimaba sobre manera a Don Porfirio, a pesar de las
grandes fallas que su régimen había alcanzado.

Por otra parte, no toda la enseñanza de Alfredo


Canseco fue tan estimulante como la de los maestros
citados. La mayoría de sus profesores fueron medio-
cres, pedantes, dictatoriales. Le molestaba a Alfredo,
copiar modelos de escayola que eran réplicas graba-
das de tales vaciados. Sin embargo, a juzgar por las
muestras de sus trabajos de sus días de estudiante,
ejecutó con capacidad los odiados ejercicios.

Para 1909, Porfirio Díaz terminaba su tercer dece-


nio como Presidente de la República; sus cercanos
colaboradores se hacían viejos a la par que él. La ju-
ventud estudiosa, privada de la posibilidad de una
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carrera política debido al círculo cerrado de ancia-
nos, se inquietaba. La oleada de la rebelión no había
llegado todavía a los pies del dictador, pero sus su-
bordinados empezaban a recibir los primeros gote-
rones de la tormenta que se avecinaba. Los alumnos
de la universidad y los de la escuela de San Carlos,
incluido Canseco Feraud, participaron en una mani-
festación pública encaminada a protestar contra un
sacerdote acusado de delitos sexuales y, al mismo
tiempo, contra la complacencia del dictador hacia la
violación de las cláusulas anticlericales que Juárez
había incorporado a la Constitución.

Pero también, el destacado trabajo de Alfredo en


los diversos talleres y su disciplina en las horas de
trabajo que eran la mayor parte del día, hicieron que
triunfara en un concurso convocado por los propios
alumnos de la Academia y alcanzara una beca para
continuar sus estudios en la ciudad de París. Desafor-
tunadamente, esto aconteció a finales de 1911, fechas
por las cuales la incipiente revolución encabezada
por Don Francisco I. Madero, llevó al General Porfirio
Díaz a alejarse de México en el Ipiranga. Desde luego
que estos acontecimientos se reflejaron en el orden
administrativo de los diferentes niveles de gobierno.
La Academia de San Carlos permaneció sin actividad
poco más de un año, hasta que las aguas revolucio-
narias se calmaron y se nombró personal administra-
tivo que la pusiera nuevamente en actividad.

Todos esos cambios afectaron gravemente al jo-


ven Alfredo, quien viendo perdida la oportunidad de
continuar sus estudios en Europa y suspendidos los
talleres en la Academia, optó por regresar a la tierra
natal, en donde los vientos revolucionarios también
se hacían presentes. Desafortunadamente, en la pro-
vincia no encontró el ambiente necesario y suficiente
para desarrollar su potencial artístico. Comenzó a im-
partir sus conocimientos en el Instituto de Ciencias y
Artes y, esporádicamente, en la Escuela Normal para
profesores. Su vena creativa se fue apagando o dis-
minuyendo, tal vez por la falta de recursos y espacios
para continuar su obra pictórica.

También la situación política influyó en el estado


de ánimo del joven Alfredo Canseco, pues la revolu-
9
ción trajo a Oaxaca un periodo de inestabilidad, en
el que se sucedieron los gobernantes del Estado con
una frecuencia no vista antes, pues sólo en el año
de 1911, hubo tres mandatarios. Un periodo de diez
años fue necesario para que la provincia recobrara su
estabilidad, aunque la naturaleza también hizo estra-
gos en la vida diaria, con una serie de temblores de
tierra que comenzaron en el año de 1926 y se agudi-
zaron en el de 1928.

Hasta aquí la remembranza del maestro Canseco


Feraud. Después de ese acontecimiento para él tan
significativo pues así lo comunicaba en cada ocasión
que salía a relucir el tema de la Guelaguetza o al-
gún otro evento relacionado con el homenaje racial.
Continuó trabajando en la Secretaría de Salubridad y
Asistencia que le entregó un diploma de honor por
más de treinta años de servicio. El Honorable Ayun-
tamiento de la ciudad de Oaxaca le otorgó la meda-
lla Donají y lo nombró ciudadano distinguido.

Permanecen en la actualidad, el escudo del Es-


tado de Oaxaca que realizó por encargo del Gober-
nador Eduardo Vasconcelos, así como el escudo de
la  Universidad “Benito Juárez que realizó en 1955.
También diseñó los escudos de las Facultades de
Comercio y Administración y de Ciencias Químicas.
En 1973, la Universidad Benito Juárez le publicó un
folleto titulado “Vamos a  Oaxaca” en donde vuelve
a realizar la reminiscencia del homenaje racial y hace
apología de las regiones oaxaqueñas.

Desafortunadamente de su obra pictórica no se


conocen productos. En alguna oficina de gobierno
luce un paisaje  con vista panorámica de la ciudad
desde el cerro de El Fortín. Lo que sí permanece
son sus artículos periodísticos publicados en el dia-
rio Oaxaca Gráfico, entre los que recordamos: Gue-
laguetza, relato histórico, (parcialmente aparece en
estas páginas); José María Velasco, insigne paisajis-
ta mexicano y de América; Salvemos de la censura
turística nuestro hermoso Santo Domingo; El museo
Tamayo y su trascendencia histórica; Es inaplazable
la urbanización de El Tule por decoro nacional y La
10
Casa de la Cultura Oaxaqueña, su significación y su
futuro social.

Realmente la mayor parte de su vida, desde que


llegó a la ciudad de Oaxaca, transcurrió tranquila-
mente entre la burocracia y la docencia, por lo que
no contaba con tiempo para realizar una  obra signi-
ficativa en el campo de la pintura además que nun-
ca contó con apoyo oficial o particular para dedicar
tiempo a las telas y los pinceles. Falleció casi olvida-
do, el 19 de enero de 1986. Sus restos fueron velados
en la agencia funeraria Nuñez Banuet y en el templo
de San Felipe Neri se cantaron responsos en su me-
moria. Fue sepultado en el panteón de San Miguel
con el acompañamiento de muy pocos amigos y la
nula presencia del sector oficial al que sirvió por tan-
tos años. Queda en nuestra memoria como el último
de los bohemios oaxaqueños.

ANECDOTARIO

Alfredo Canseco Feraud vivió casi un siglo, fue un


pintor prolífico, maestro de muchas generaciones.

Dn. Alfredo ¿Cómo inicia su vida de pintor?

De niño estudié en el colegio del Padre Carlos,


también conocido como ”El Espíritu Santo” después
pasé al seminario y luego seguí en el Instituto de
Ciencias y Artes del Estado. Me gustó mucho la cla-
se de dibujo que la dirigía Francisco Salazar, quien
se dio cuenta que me gustaba la pintura. Una vez
la compañía de Estados Unidos, Edison, mandó un
grabado de dos viejitos oyendo un disco y reproduje
el cuadro. Estaba en el Instituto que entonces se en-
contraba frente al Carmen Bajo, y allí también pinté
un cuadro de un fraile carmelita. Estando al frente
del Instituto el Dr. Pardo, un día me vio salir y me
llamó: “quiero que me hagas un favor de llevar esta
tarjetilla al secretario particular del Gobernador”. Al
poco tiempo de estar sentado, me dijo don Emilio Pi-
mentel, quien era el Gobernador: “Siéntese jovencito,
sé que a usted le gusta la pintura, ¿conoce usted ese
cuadrito? Vi el cuadro y le dije: “yo pinté uno así, no
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tenía marco tan bonito”. “pues es el suyo. ¿Sabe que
se va a estudiar a México?

Cuando llegué a la casa mi papá me dijo ¿porqué


te dilataste? Pensé que como era medio enérgico,
me iba a “solfear”; a los pocos días recibimos un ofi-
cio donde el Gobernador ordenaba a mi papá a que
me presentara en la secretaría del Despacho a tratar
un asunto. Me preguntó mi padre: ¿qué falta come-
tiste en el Instituto? Le contesté que ninguna, que no
sabía de que se trataba.

Fui con él, entonces el secretario era Joaquín San-


doval. Siéntese, nos dijo. Esperamos un momento
mientras despachaba sus papeles y se dirigió a mi
padre diciéndole: “el señor Gobernador dispuso que
Alfredo Canseco vaya a estudiar pintura a la escuela
de San Carlos en la capital del país. Para entonces
tenía como 12 años, hoy tengo 98.

¿En la escuela cómo le fue?

Nuestras clases empezaban a las 7 de la mañana,


terminaban a las 9 de la noche. Una vez al salir de
clase, me encontré a Ernesto García Cabral, (también
alumno de la escuela de pintura) al pasar por la calle
de Moneda, vi en la obscuridad a un hombre cubier-
to con capa, en cuclillas alargando el brazo, pidien-
do “una limosna por el amor de Dios” cuando pasé
frente a él se tiró la carcajada; era el terrible Cabral:
“¡mira cuánto recogí!”.

¿Que me platica de Oaxaca?

A finales de 1913 fui al Istmo de Tehuantepec, te-


nía muchos deseos de conocerlo; llegué a Miahuatlán
y de allí derivé a la Costa; por la pura playa comencé
a caminar y llegué a Huatulco, Santa Cruz, pues que-
ría conocer la playa de La Entrega. En Huatulco com-
pré una jicarita de perlas preciosas, me costó ¡cinco
pesos!

Llegué a Tehuantepec y alcancé a platicar con la


famosa Juana Cata, hablamos de cómo salvó a Díaz:
estaba en su tienda cuando llegaron los franceses
que se habían apoderado de Tehuantepec. Una es-
12
colta trataba de aprehender a Díaz y ella, parada
tras el mostrador, de su tienda, veía lo que pasaba
cuando llegó corriendo Díaz y lo escondió bajo su
enorme falda. De ahí, Díaz salió para Miahuatlán a la
famosa batalla del 3 de octubre, no sin antes decirle
a aquella mujer hermosa con su modo de andar tan
especial: “Qué quieres para tu pueblo?” “quiero que
el tren pase por mi comercio” y se lo cumplió Don
Porfirio.

¿Qué experiencia de trabajo recuerda?

En 1909 formé parte de dos comisiones, una que


dirigía un ingeniero italiano y otra Manuel Torres To-
rrija, para construir un catafalco en el patio del pa-
lacio nacional, dedicado a los Niños Héroes, era una
obra monumental.

Tuve una experiencia muy emotiva que no pue-


do olvidar. Estaba preparando mi cátedra por el lago
de Chapultepec, mi clase la daba a las 3 de la tarde.
Me gustaba el lugar porque a esa hora quedaba so-
litario. Ese día vi a un anciano con unos compañe-
ros, recuerdo a Isaac Velasco, Rubén Morales y Ri-
cardo Delgado; me dijeron ¡párate!. Me acuerdo que
el anciano era el General Díaz quien ya había sido
derrocado, que se fue a despedir del Colegio Militar
y me dijo: ¿usted es de Oaxaca? Si señor Presiden-
te, soy de la familia Canseco; familia muy honorable
de Oaxaca –contestó–, Agustín Canseco fue uno de
mis gobernadores que mucho estimo, deme Usted
un abrazo y un saludo de despedida. Esta escena no
puedo olvidarla. Don Porfirio no perdía su arrogan-
cia, pero ya estaba cansado.

¿En qué obras participó?

El edificio de Aguilera lo diseñaron dos arqui-


tectos extranjeros, uno italiano, Juan Chini y el otro
catalán, ambos llamados por el Gobernador. Sus co-
lumnas están huecas y las modelaron frente a la ha-
cienda, allí se tendieron. Actualmente es la Escuela
de Medicina de la UABJO, su frontispicio es de corte
griego clásico, sus componentes a campo raso en
una especie de tapanco, con uno como molde don-
de fueron vaciando el material y modelando a fuerza
13
de rotación, me parece que se hizo una mezcla de
granito, mármol, yeso o como cemento. Yo proyec-
té los capiteles; el friso lo proyectaron ellos, primero
era una escena griega y no les gustó como se veía,
al final, pusieron las cabezas de caballo que todavía
lleva.

A mí me tocó descubrir Monte Albán en 1914. Aca-


baba de tomar posesión como inspector de monu-
mentos artísticos. Recibí una orden presidencial de
atender una comisión de extranjeros que venían a
Oaxaca a estudiar sobre antigüedades. “mañana nos
vamos a Monte Albán, me hace favor de estar a las
diez de la noche” me dijeron. A esa hora nos fuimos a
pié. Los señores espiritistas empezaron a realizar una
extraña ceremonia invocando en diversos idiomas a
los muertos y no se pudo obtener nada. Los muertos
no contestaron. Al ver esto, los señores empezaron
a recoger sus cosas, en ese momento pareció oírse
una voz cavernosa pero en una lengua que nadie en-
tendió. Y empezaron a contestar entre ellos, alcancé
a oír que decían que Monte Albán es de la época de
la Atlántida.

Conocí a don Manuel Gamio en 1918 y le dije ¿qué


le parece si establecemos una consejería en Monte
Albán? Así fue nombrando a una persona de Xoxo-
cotlán, Marcos Pacheco. Con cuatro empleados más
empezaron a limpiar en ese año, ayudaron varios ve-
cinos más que se llevaron la leña de los arbustos que
había entre las ruinas. Antes, el Sr. León y el Dr. So-
loguren y Bartres ya habían hecho una exploración
superficial. Cuando quedó aquello limpio, descubrí
Monte Albán, era una enorme plaza, hermosa. Des-
pués, los campesinos en la plaza empezaron a meter
su yunta y se cubrió de milpa, recogieron bastantes
cosechas.

Anselmo Arellanes Meixuiero,


Víctor Raúl Martínez Vázquez,
Francisco Ruiz Cervantes
Oaxaca en el siglo XX
Págs. 110 – 117 (Fragmentos)

14
Una muestra
de su talento
VAMOS A OAXACA

Vamos a Oaxaca, si, vamos a Oaxaca… vamos a ese


acogedor rinconcito del sureste de México, donde su
cielo luminoso, profundamente azul, nos invita cariñoso
y hospitalario, a vivir bajo su comba el ambiente miste-
rioso y encantador de sus leyendas, de su historia, de
su poesía, del esplendente esmeralda de sus praderas,
de la música ideal de sus cascadas y arroyuelos; de los
atronadores tumbos de su mar embravecido y a exta-
siarnos con los dulces trinos de sus jilgueros y ruise-
ñores, para arrullarnos con el canto de la alondra a la
hora del crepúsculo, entre sus brazos cariñosos, para
acariciar y velar nuestro descanso físico y espiritual y
reconfortar nuestros anhelos de amar más a la vida…
más intensamente… soñadoramente.

Vamos a Oaxaca, a extasiarnos con las profundas


perspectivas de sus valles; a meditar detenidamente so-
bre su historia, donde alternan dos grandiosas culturas
y evolucionan dos civilizaciones. Si monumental es el
arte prehispánico en Mitla y Monte Albán, maravilloso es
el arte barroco de su Santo Domingo, de sus graciosos
herrajes y fachadas, porque barroca es también la ciu-
dad donde anidan y se conjugan estéticas disímbolas.

Vamos a Oaxaca… donde dos gigantescos brazos


hercúleos abiertos de par en par, nos brindan su cari-
ñoso saludo, su acogedora amistad; vayamos anhelan-
tes, como fueron las dieciocho razas autóctonas que
errantes pisaron su suelo bendito para no abandonarlo
jamás, porque bebieron el embrujo de sus manantiales
cristalinos, porque aspiraron el perfume embriagador
de las bellas flores de sus selvas; porque se deleitaron
con los amorosos trinos de sus calandrias y zinzontes;
porque estupefactos, quedaron para siempre aprisiona-
15
dos entre las redes de encanto, de ensueño y de mis-
terio de esta tierra providente, cariñosa y privilegiada.

Vamos a Oaxaca, donde las razas ancestrales ente-


rraron a sus dioses tutelares; donde nació el Flechador
del Sol, que una tarde le venciera hasta dejarlo mori-
bundo envuelto en el manto escarlata de su propia san-
gre, donde el teponaxtli y el caracol escondieran para
siempre su vibrante grito de guerra, dejando paso libre
a la arrolladora paz, a la cordialidad y a la fraternidad
perennes; donde de las entrañas de sus sierras umbro-
sas, surgiera como por encanto un indio Benemérito de
las Américas, y un valiente y aguerrido soldado, defen-
sor de la Patria Mexicana; donde naciera la inspiración
de la poesía bucólica y romántica para hacer el elogio
más sentido de la belleza de sus paisajes y de sus lindas
mujeres en flor, donde se verifica el milagro de la im-
provisación, de lo lírico y de lo épico de la raza y donde
las golondrinas en coro, entonan el “Dios nunca muere”
de Macedonio Alcalá, para hacer vibrar de emoción y
de entusiasmo, el vigoroso corazón de los oaxaqueños,
hasta hacerlos llorar sus penas, sus amores y sus recuer-
dos.

Vamos a Oaxaca, para convivir con los oaxaqueños


la modestia de sus gentes y el encanto profundo de su
folklor; vivamos con ellos los emotivos momentos de
su bellísima “Guelaguetza”, como realidad palpitante
e inmarcesible de las razas autóctonas pobladoras del
Estado, donde se inflama esa vivencia por su peculiari-
dad social y por la multicolora plástica de sus danzas y
bailables, que constituyen un torbellino colorido e ini-
gualable.

Contemplemos la gran variedad de indumentarias


indígenas donde los nativos lucen la riqueza particular
de su flora y de su fauna en magníficas estilizaciones,
forjadas en las mentes graciosamente ingenuas de sus
mujeres que, por su originalidad, compiten con las me-
jores de Oriente; donde el folklor indígena, es una pre-
misa única en el mundo por sus características emocio-
nales genuinamente propias, que no admiten emulación
de ninguna naturaleza; donde todo hecho de esta índo-
le, presupone una delicadeza espiritual, porque es subs-
tancial en cada grupo étnico que despedaza en partes
su propia alma para brindarla sin reticencias a sus ad-
miradores, a los admiradores de su raza, de su espíritu,
y porque es herencia inalienable que vibra y palpita vi-
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gorosamente en su corazón, en su sangre como esencia
de su tradición y de su historia. Vigoroso abrazo que
Oaxaca brinda al turismo, a los hombres de estudio y a
los investigadores de todo el mundo, por su grandiosi-
dad, por su originalidad y por su pureza.

Vamos a Oaxaca… a contemplar la imponente gran-


deza de sus monumentos donde entre sus escombros,
propios y extraños se preguntan ¿cómo sería Oaxaca
antes de la Conquista? ¿Antes de esa invasión insensata
de muerte, desolación y despojo? Pero a pesar de tan-
ta osadía y tanta crueldad, de tanta ambición de saciar
su sed de sangre y de oro, no consiguieron extinguir
las razas puras de nuestro suelo que como Ave Fénix
surgieran con más vigor, con más pujanza para lanzar a
la cara de sus deturpadores el estigma candente de su
infamia y de sus criminales propósitos. Vamos a Oaxaca
y lleguemos a los más escondidos rincones de su suelo,
donde los indios como legítimos dueños de la Patria,
guardan la poética historia de sus antepasados; donde
aun palpita la grandiosidad del espíritu de sus “Vinigu-
lazaa” venerables.

Vamos a Oaxaca… ¡oh Oaxaca inmarcesible y heroi-


ca; y si tú eres uno de sus hijos ausentes y en fatigoso
peregrinar llegas a sus puertas, no olvides que siempre
generosa y cordial te espera con el corazón pleno de ter-
nura y de cariño, para quienes por razón de su destino
han tenido que abandonarla, que tu espíritu acoja reve-
rente el ósculo que deposita en tu frente, y llévalo como
lucero encendido para alumbrar el tortuoso camino de
tu destierro; y cuando lejos, muy lejos, abras el arcón de
oro de tus recuerdos, encontrarás el puño de tierra que
has llevado contigo de tu suelo bendito. Humedécela con
una gota del sudor de tu frente y con una lágrima de tus
ojos ya cansados, y aspirarás el aroma de nuestro suelo
oaxaqueño, el perfume de la primera flor que besaste en
tu juventud y el recuerdo inmarcesible de tus mayores; y
si de tu corazón se escapa un suspiro, un suspiro hondo
y sentido, entrecierra tus ojos y devotamente musita una
oración emotiva y poética, implorando un porvenir mejor
para la tierra que te vio nacer: Oaxaca

LA MIXTECA
Apoala: allá donde se despeña el agua y el pomposo
romperse de sus cristales, deja escuchar las maravillo-
sas armonías de su música hecha cascada; esa músi-
ca hecha dolor y dulzura que doliente canta. Esa raza
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ancestral que naciera de un árbol majestuoso, donde
formó su nido la Historia y nos habla de sus siete seño-
ríos repartidos en el suelo oaxaqueño, almácigo de en-
soñaciones y que se dividen en Mixteca Alta, el Chucón
Mixteca, la Mixteca oaxaqueña, la cálida Mixteca baja,
la Mixteca Nebulosa, la Mixteca Plana y por último, la
Mixteca del Cielo.

Y allá, en Nuñuma, la del collar de veneros límpidos


y algarabientos; Nuñuma, el “Ombligo del Mundo” allá
donde se esconde el legendario Chalcatongo y donde
aun se practica idolátrica pleitesía a un dios verde es-
condido en las escabrosidades de sus montañas; allá en
las cañadas de Achiutla, donde aflora la Arqueología y
canta alegre el guajolote montés; donde se esquivan los
espantos y se descubre dinero enterrado; allá donde
se enseñorean los “Chicahuaxtla” y las mujeres triquis
a la luz de piedras luminosas, muelen en la madruga-
da el nixtamal para las “gordas” del arriero; allá donde
hay hombres que con la fuerza de su mirada rompen en
añicos los objetos de frágil vidrio; allá donde la mujer
tacuate usa como patrón la frondosa hoja del tarabundí
para confeccionar los cuellos de sus prendas de vestir y
tiñe sus hilos rojos, verdes, azules y magentas con cora-
les marinos y plantas tintóreas, que tanto carácter dan
a las indumentarias masculinas y femeninas, decoradas
con motivos de su flora y de su fauna que, cual ramille-
tes, son ceñidos por fajas ricamente ornamentadas.

Allá donde el núcleo racial de los Copaltecas baña


en el río a su “Tata Chú”, patrón del pueblo, para que en
la fiesta titular el Cristo esté limpio de las impurezas del
beso ritual de los pecadores, depositados en la imagen
durante el año; y si el Copalteca muere, allá lo entierran
parado en una fosa cilíndrica y si enferma de alguna
epidemia (tifo o viruela), las autoridades pueblerinas lo
exilian del pueblo se lo llevan al monte en un jacal cons-
truido ex profeso, donde es atendido en su alimentación
por un indígena que el pueblo designa; éste, provisto de
largo carrizo, le pasa diariamente un jarro de atole; pero
si su fuerza física no le da resistencia para soportar los
efectos del mal y muere, entonces, sin más preámbulos,
queman el jacal con todo y muerto.

Tlaxiaco, donde el símbolo etimológico es un pa-


sajuego, y las banquetas están decoradas con fósiles
marinos; bello lugar donde anidan tantas ambiciones,
tantos anhelos de progreso y donde han nacido tantos
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hombres útiles a la Patria; donde aun se adivina el rechi-
nar de las matracas del reloj de madera que desde las
torres de la parroquia ha visto desfilar a tantas genera-
ciones y a tantos humildes “embozados” en sus gruesos
sarapes, o con sus bocamangas de alegre colorido, fa-
bricados con la mejor lana regional.

Hablar de la Mixteca, es hablar del relicario arqueo-


lógico e histórico de Oaxaca; es abrir el arcón donde se
guardan los pergaminos, los incunables y los códices
más bellos de la ancestral Mixteca; de esa Mixteca de
cultura indiscutible, de historial fecundo y emotivo que
como joyel lleva sobre el pecho su carbón de piedra, sus
variados y riquísimos mármoles, sus lingotes de basal-
to, sus lagunas encantadas, sus catedrales, sus capillas
abiertas, las mansiones de los caciques, su conventos,
la cerámica artística de sus ancestros, sus pinturas colo-
niales, sus tallas y esculturas, sus aguas sulfurosas, sus
bellezas naturales.

Y pensar que es ahí, ahí en esas Mixtecas otrora li-


najudas y gloriosas, donde actualmente esa gran raza
heroica debate su miseria amasada con lágrimas de un
profundo anhelo de esperanza y que, ansiosos, hurgan
el infinito profundo de su cielo preguntando la bue-
naventura, mientras su porvenir incierto gira y vuelve
a girar dentro de sus encallecidas manos, tejiendo las
palmas de su suelo en espera de un mañana mejor. Y es
ahí, donde a pesar del hambre y del dolor del pueblo, se
disipa con resignación la tristeza del vivir con el huma-
no, con el risueño Jarabe Mixteco que enjuga lágrimas
y que aviva corazones, cuando arrebata de labio a labio
un rojo clavel hecho amor, que se adormece al arrullo de
la doliente, de la emotiva y dulce música de la “Canción
Mixteca” de López Alavez.

Esa Mixteca donde el núcleo arqueológico de


Chazumba extiende sus dominios sobre los Chochos y
Popolocas; donde del cuerpo de una mujer en Tepos-
colula, brota de la mágica piedra que afecta esa forma
humana, veneros de agua sulfurosa que los enfermos de
reumatismo buscan para aliviar sus dolencias. En Apoa-
la, en Nochixtlán, donde naciera un árbol majestuoso de
cuyas ramas se desprendiera las razas mixtecas de la
leyenda y donde se despeña caudalosa cascada desde
gran altura. Ahí los mixtecos primitivos grabaron en sus
grutas pinturas rupestres relativas a su tradición y a su
origen enigmático.
19
EL ISTMO
Un cohetón que atruena el espacio rompiendo el
velo de la noche lóbrega y profunda, derrama su lluvia
de oro y sus luminosas y brillantes luces de colores; los
duendecillos de la gruta de “Mazahui”, donde nace el
agua caliente, despiertan algarabientos y alegres y se
aprestan a acicalarse para asistir a la “Vela Sandunga”
que se festeja allá en el Istmo. Abandonan sigilosamen-
te su escondite y con precaución, se acercan al pobla-
do y se refugian tras los “Guieheuhubba” que tienen los
pies alfombrados de sus perfumados jazmineros en flor.

Una alegre pareja se sarandea al “Son del Aguador”


y los traviesos duendes, están tentados de hacer per-
der el equilibrio al danzarín, para que el cántaro hecho
añicos ruede por el suelo y con su estrépito enardezca
la alegría, los gritos de júbilo y el deseo inmenso de vi-
vir. Los exordios de Navidad han terminado y las “Velas
del Destino” se encienden para seleccionar las mejores
“Flores Matrimoniales” del año; en los patios, festejan
alegre y bulliciosamente el “amarre” y el paso de “Ca-
ballo de trapo”; la jicarilla del “medio” tiende a reventar
de abundancia y la “Guelaguetza” se acrecenta porque
la novia amaneció con la cabeza amarrada con mascada
púrpura, la jarana se despedaza en locas armonías que
llenan y estremecen el corazón de los “chigoolas” y de
las “guzaana” que alegres y satisfechos, descansan de
sus delicadas comisiones.

Las “Viniguendas” echan a vuelo las campanas arre-


batadas entre los mareños brujos; el coyol perfuma el
ambiente y los almendros y los flamboyanes se estre-
mecen al compás de las brisas del mar; las atarrayas se
desperezan y alegres sacuden sus flecos de plomo; el
espíritu suspira profundamente, la fiesta va a empezar;
¡oh fiestas del Istmo! Fiestas de maravilla, de luz y color.
Fiestas paganas que hacen rememorar las hermosísi-
mas procesiones de las panateas del siglo de Pericles,
plasmadas en los entablamentos del Partenón.

El pintoresco y alegre desfile lo inicia una cabalga-


ta de hombres jóvenes que lucen su habilidad cinegé-
tica sobre sus más briosos y bellos corceles; seguidos
de una procesión interminable de carretas enfloradas,
donde a las yuntas se les han dorado los cuernos y se
les cuelgan a los recios morrillos, vistosos rosarios de
flores y banderas; alegres bandas de música anuncian
la presencia de la “Capitana”, portadora de la bandera
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con la imagen que patrocina la fiesta; seguida de una
gran escolta de “madrinas” y “mayordomos” del barrio,
de los “vinigulaza” y de la juventud representada por las
muchachas más hermosas, más rozagantes que cual vír-
genes están encuadradas dentro de su bellísima y única
indumentaria tan llena de color, de carácter y de alhajas
de oro que sintetizan, a la vista de todos, la laboriosidad
y delicadeza de la mujer istmeña que en el fino borda-
do de su huipil vacía parte de su vida y de su intuición
artística.

Sobre sus cabezas, las “madrinas” traen multicolo-


res “xicalpestles” cuajados de frutas, flores y banderi-
tas de diversos colores; como pavorreales, esponjan sus
olanes, sonríen de rubor y como dos enormes luceros,
encienden sus bellos ojos con el hálito de su juventud.
Los “mayordomos” posesionados de su papel, ciñen el
entrecejo transportando enormes cirios enflorados, em-
blema de su jerarquía; también la niñez, como todas las
clases sociales, tienen su lugar en el desfile, portando
a modo de tambor carapachos de tortuga que suenan
con cuernos de venado.

Y cuando los espectadores están absortos por tanto


encanto y tanto escándalo y tanta belleza, los pesca-
dores en dos filas y con admirable destreza, lanzan sus
atarrayas magníficas sobre el público, como símbolo
hermoso y contundente de unión, de fraternidad y de
alegría. Después, queda en el corazón un dulce vaivén
de aroma delicioso, un suave rumor de marimbas y una
esplendente luz de brillantes colores sólo soñados por
el romántico Aladino…mientras, en el mar, tímidamente,
se asoman desde sus conchas las modestas perlas para
extasiarse con tan sublime encanto.

LOS VALLES
¡Ya vamos llegando a Oaxaca!, gritamos con inusita-
do alborozo, cuando empezamos a descender al florido
valle de Etla. Contemplamos a lo lejos cómo mece el
viento los trigales y revientan las espigas de oro macizo.
Ya sentimos la necesidad de la llegada del Quinto Vier-
nes de Cuaresma, para ir a Etla a comer pan negro con
miel de abeja, después de haber visitado su templo que
este día está de gran gala. Necesitamos también ver las
bonitas figuras que hacen con palma fresca. Pero … ¡ya
llegamos a Oaxaca! Ya apreciamos el rumor de la her-
mosa ciudad y vemos emocionados como empezamos
a ascender el Cerro del Fortín. Allá a lo lejos se contem-
21
pla el Valle de Tlacolula, donde el pintoresco Guilaa se
asoma al espejo de sus veneros cristalinos, custodiados
por inexpugnables ahuehuetes milenarios; una blanca
ermita descansa a la vera del camino y en ella, la Cruz
del Pedimento, donde la última noche del año van cen-
tenares de indígenas venidos desde lejanas tierras, a im-
plorar salud y felicidad.

Venerables emergen del suelo calizo, las antiquísi-


mas ruinas de Mitla. Alhajadas con sus magníficos mo-
saicos de piedras fosfórica. Desde el Cerro del Muerto,
se contempla el panorama de la población de Tlacolula,
sus cúpulas se asoman para denunciarnos la posición
de su riquísimo joyelero, herencia de la Colonia; una
gran reja mudéjar cuida celosamente la entrada, los
oros, estofados, tallas, óleos, espejos y candiles enmar-
can la escultura de un hermoso Cristo ensangrentado,
cuyos pies desnudos besa el indio reverente; tras Él, un
camarín cuajado de dorada encajería, alhajero de anti-
güedades platerescas y de maravillosas creaciones de
Benvenuto Cellini aun desconocidas.

A lo lejos, se percibe el zumbido del tambor y la chi-


rimía que festejan el depósito de la Guelaguetza en la
casa del mayordomo, mientras en el altar chisporrotean
las velas enfloradas, salpicando de cera el azuloso man-
tel almidonado. Música extraña y monótona producen
las ruecas de colores en su ir y venir de los telares de
Teotitlán del Valle, donde nace el arco iris en los ricos
sarapes oaxaqueños que cantara Samuel Mondragón. El
indio reverente traspone los umbrales de su iglesia en
Tlacochahuaya y Teitipac; devotamente se arrodilla ante
su Santísima Trinidad de potencias orientales, mientras
en su frente y sus ojos caen las enormes y frescas rosas
con que la mano india decoró magníficamente sus bó-
vedas, naves, órgano, altares y cupulinos de su esplen-
dorosa iglesia colonial.

Una alegre parvada de garzas de Roaló se espanta al


ver que asoma su cabeza sobre el verde esmeralda de
los cañaverales una enorme granada multicolor; el indio
está de fiesta en Zimatlán y al compás de sus alegres
“sones” teje la granada con brillantes listones de varia-
dos colores. Allá, en el fondo del Valle Grande, sabinos
seculares esconden tras de sus troncos, aladinescas
grutas de Los Fustes y las de Sola que, como gigantes-
cas catedrales enterradas modelan con sus estalactitas
su admirable arquitectura.
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Como fondo, los tristes y polvosos muros de Cuila-
pan donde fuera fusilado el Generalísimo Vicente Gue-
rrero, dejan destacarse pintorescos danzantes de enor-
mes plumeros que al son de sus sonajas y de su música,
saltan como quetzales aturdidos, mientras en Atzompa
y Coyotepec, chirrían los diminutos malacates al girar
las piezas de alfarería que hechas cántaros, jarros y ca-
zuelas, cajetes y silbatos, modela en dúctil barro nues-
tro indígena y que con su fama de contener uranio ha
atravesado nuestras fronteras y ha sido musa de nues-
tros bardos zapotecas.

MIXES
Unos grandes ojos, muy abiertos y desconfiados
y un mechón de pelo áspero sobre la frente, aparece
entre las nieblas del majestuosos Zempoaltepetl; es el
indio mixe que en la última noche del año va a ofren-
dar al seno de la tierra la sangre de sus mejores ani-
males para merecer bienestar y buenas cosechas en el
año venidero. Enorme grieta vertical sin fondo, canaliza
el líquido que es vertido por su boquilla en forma de
cajete; la montaña ebria de sangre, sorbe el caliente y
humeante líquido purpurino; al ventearlo, rugen las fie-
ras y silban desesperados los enormes reptiles arañan-
do el pastle de sus lomos entre la breña; los venados,
jabalíes, zorras, armadillos, etc., huyen despavoridos al
sentir la presencia del hombre que va camino al espec-
tacular sacrificio; desde la altura, se espera la salida del
sol que emerge del mar para entonarle el primer salmo
del nuevo año.

Cuando el indio mixe tiene alguna deuda moral, de


acuerdo con su ideología, queda obligado a pagar la
“promesa”, que consiste en bajar al poblado más próxi-
mo en día de “tianguis”, desafiar al escogido arroján-
dole la camisa a la cara para provocar su ira y dejarse
golpear inmisericorde hasta sangrar. La promesa se ha
cumplido.

Existen muchos misterios y muchas reliquias dentro


de esos pueblos: en Juquila Mixes se conservaban dos
hermosísimos tibores chinos auténticos; uno de los más
bellos Cristos de marfil, ornamentos eclesiásticos, etc.
Es en esa región mixe, donde existen yerbas medicina-
les de primerísimo orden; la mordedura de la víbora la
curan los culebreros especializados: provocan una he-
morragia con la misma facilidad con que la contienen;
las heridas las curan cubriéndolas con hojas medicinales
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que sólo ellos conocen. Rica es su flora y rico en su ca-
non ancestral.

Cuando el mixe no tiene mercancía que transpor-


tar, surte sus redes de pesadas piedras, para afirmar
su paso por veredas y precipicios. La Conquista nunca
pudo sentar sus reales en esa región; sólo los Dominicos
consiguieron su confianza. Les enseñaron la doctrina
cristiana del modo más ingenioso: pintaban escenas de
la pasión en una “marmota” blanca, que al ser iluminada
interiormente, dejaba ver con claridad los pasajes más
salientes de la vida de Cristo.

Sólo los mixes conocen el secreto para preparar el


chile pasilla, muy apreciado por su sabor especial y del
cual se dice que tiene cualidades curativas. Tienen ade-
más mucho amor a la música; respeto fanático a sus
hallazgos arqueológicos y un apego innato a la suntuo-
sidad de sus costumbres e indumentarias.

Los riscos del Zempoaltepetl estiran sus cuellos


como gigantescas jirafas, se limpian los ojos de la azu-
losa neblina para recrearse con las profundísimas pers-
pectivas de la zona virgen del oriente del Estado, donde
nacen los caudalosos ríos Grijalva y Coatzacoalcos con
todos sus afluentes; donde las avanzadas zoques pepe-
nan pepitas de oro en los arroyos, y hasta ahí, se escu-
cha el zumbar del tambor y carapacho istmeño cuando
están de fiesta

Alfredo Canseco Feraud


¡¡¡Vamos a Oaxaca!!!

Folleto publicado en 1973 por la Universidad


Autónoma “Benito Juárez” de Oaxaca

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www.casadelacultura.oaxaca.gob.mx

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