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Pablo Yepez Sobre CCE

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LUNES, JUNIO 23, 2008

La CCE “Benjamín Carrión” en la encrucijada


Pablo Yépez Maldonado
Los cimientos sobre los que se erigió la Casa de la Cultura Benjamín Carrión están por
colapsar; el proyecto hegemónico de una concepción mestiza de la cultura[1] –
homogenizante e integradora- debe dar paso a una concepción de la diversidad
y la pluriculturalidad. Es en medio de este dilema que entra al debate la autonomía
de la Casa de la Cultura.
Como telón de fondo y como contrapartida una revolución ciudadana que se diluye en
los estrechos márgenes de la constitución o reconstitución del aparato estatal desde
una posición académica muy lejana a la realidad y a la cotidianidad, al
imaginario y a los símbolos de lo popular. Un proyecto reconcentrador y
organizador desde el centro para convertir a la periferia en el escenario en el cual se
cumplan los designios de los planificadores para impulsar el vagón de la patria hacia el
desarrollo sobre las rieles del buen vivir –concepto entresacado de la concepción
ancestral y agregado a la nueva constitución -.
En qué medida la Casa de la Cultura ha agotado su concepción y su quehacer en
estos más de 60 años de funcionamiento. Erigida como la institución desde la cual se
reconstruiría el maltrecho orgullo nacional seccionado por la oprobiosa derrota del 41 y
aquello que se denomina de manera entre revolucionaria y religiosamente “La
gloriosa”, para construir aquella patria pequeña pero con espíritu grande según su
mentalizador. Un proyecto estatal e intelectual para que, desde una casa donde se dé
cita lo más alto del pensamiento, “robustecer el alma nacional y esclarecer la vocación
y el destino de la patria”, en otras palabras refundar el cuerpo de la nación
ecuatoriana, generar una identidad y reconstituir las relaciones simbólicas de
pertenencia, cuyo eje medular correspondería a la narrativa de la “nación”, sentando
las bases y las condiciones institucionales para la generación de una intelectualidad
estatal[2].
A pesar de los intentos de los ex impugnadores que se tomaron la Casa de la cultura
en 1966 aprovechando la caída de la dictadura, la revolución cultural terminó en una
restauración. A partir de allí el derrotero de la Casa de la Cultura ha estado marcado
por el auspicio a cierta intelectualidad y a determinados artistas para fomentar aquello
que se denominó “identidad nacional”. Pero en la década del 90 aquella visión
hegemónica e integradora de la realidad se hizo trizas con el aparecimiento en escena
del movimiento indígena como sujeto político y con un discurso propio que cuestionó
en esencia al estado y la organización social excluyente sobre la cual, sin advertirlo, se
había constituido este país; y reclamó su presencia y su legítimo derecho a participar
activamente en la reconstitución del Ecuador. En parte la Constitución de 1998 es fruto
de aquella impugnación.
Qué sucede ahora. A partir de aquello que se autodenominó el “movimiento de los
forajidos” se deslegitima el régimen de los partidos políticos –régimen auspiciado por
la extinta Democracia Popular y aprovechado al máximo por los Social Cristianos-,
arriba al gobierno un sector de la pequeña burguesía intelectual y académica que
pretende reorganizar el aparato estatal y darle nuevos fundamentos a las relaciones
sociales pero sin el acompañamiento de la efervescencia popular, en parte porque no
se acomoda al discurso académico y racional y en gran parte porque para los sectores
populares el poder es lejano e inaccesible. Como una forma de subsanar ese vacío de
apoyo popular (apoyo popular real más allá del folclórico y ritual depósito del voto) se
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implementa una política subsidiaria para contrarrestar los efectos de la crisis bancaria
y del desmantelamiento del aparato estatal, planificado y ejecutado de manera
sistemática, en las dos décadas precedentes.
Esa concepción académica que compartimenta, segrega y separa el todo para
entender la realidad creó el Ministerio de Cultura separándolo del de Educación. Es
decir la cultura entendida como un quehacer específico de los gestores culturales y
para ellos creó una plataforma de proyectos a ser financiados. Pero la perversidad de
la realidad demuestra a diario que la cultura lo atraviesa todo y está presente más allá
de las estrechas paredes de las instituciones que pretenden ser los ejes rectores de la
cultura y deviene en alucinantes figuras calcinadas del rock por falta de espacios
adecuados para desarrollar sus actos y en propuestas vigorosas de las diversas
naciones y pueblos indígenas sobre la recuperación de los símbolos enmascarados en
las ritualidades sincréticas de las fiestas religiosas y reclaman la recuperación de sus
monumentos históricos a contrapelo de las regeneraciones urbanas realizadas en
Quito o Guayaquil donde los indígenas han sido considerados únicamente como mano
de obra de lo colonial y republicano pero de cuyas zonas recuperadas ha sido borrada
toda referencia a la barbarie ejercida sobre su humanidad para construir esa misma
monumentalidad que se muestra ante los ojos atónitos de los turistas de toda laya.
En este contexto no creo que se solucione el problema cambiando únicamente la
denominación de la Casa de la Cultura por la Casa de las Culturas sino que es preciso
demoler las bases sobre las que fue construida para integrar el arte y la literatura en la
cotidianidad de los seres humanos. No es posible que parapetados en el discurso de
Benjamín Carrión se den casos tan opuestos como el de los artistas abandonados a
su suerte –Bruno Pino nos puede contar su historia arrojándonos su desprecio por los
espacios institucionales- en contraposición al auspicio insultante que han recibido
ciertos escritores y músicos que ahora están en el gobierno.
La cultura es una constante y abarca todos los ámbitos de la vida; el arte y la literatura
en cambio, en este proceso de super-especialización, es realizado por individuos de
una “sensibilidad especial”; o eso nos han querido hacer creer, cuando en realidad
todos los seres humanos estamos dotados de esa capacidad creativa pero que el
proceso de educación y de integración a la producción van castrando para hacer del
ser humano un individuo productivo pero no imaginante, un individuo al que se lo mide
por la cantidad de cosas que elabora pero no por su capacidad de imaginar.
La realidad actual es muy distinta a aquella que justificó la creación de la Casa de la
Cultura; el proceso de globalización y el desarrollo de nuevas tecnologías nos
demuestran que el papel del artista como el individuo de sensibilidad exquisita está
desapareciendo y, como contrapartida, emerge del anonimato una cantidad increíble
de creadores que elaboran otro discurso y otras manifestaciones artísticas por fuera
del canon y la regla, por fuera de la academia y las instituciones, en la marginalidad y
en el anonimato solo por el gusto y el placer de elaborar sus propios sueños y su
propio discurso porque, el que es emanado desde la academia o los medios masivos
de comunicación, no les pertenece ni les identifica. Todos los intentos por racionalizar,
funcionalizar y uniformar el discurso es desbordada por estos creadores,
pertenecientes en la mayoría de los casos a comunidades autogestionarias, a quienes
no les interesa el destino de la Casa o del Ministerio de Cultura porque saben y están
seguros que los auspicios nunca les llegará y que, en caso de llegar, desvirtuarían la
naturaleza de su trabajo.
Esta nueva realidad repliega a ciertos escritores y artistas a refugiarse en los círculos,
a considerarse sacerdotes que defienden el templo de las hordas salvajes que
arremeten contra el arte y la literatura. El templo, símbolo de los iniciados en cualquier
culto, al que no tienen acceso los profanos, es el reducto del círculo y la
representación del poder por delegación de la divinidad. Estos nuevos sacerdotes son
los detentadores del “saber”, los que poseen “la verdad” para difundirla entre los
impíos, los que encarnan el conocimiento y defienden la estructura social, son los
cuidadores de la forma porque también ella reviste la jerarquía.
Los rituales de iniciación son actos para demarcar la repartición de los conocimientos;
la ocultación está siempre presente en el carácter de lo sagrado y eterno. Demostrar la
imposibilidad de cambiar las estructuras es la misión de los sacerdotes, impedir que
los fieles o devotos de la divinidad interpelen o cuestionen el orden de las cosas es su
tarea fundamental.
Pero la literatura y el arte se presentan en la vida y se expresa en la obra de aquellos
que cuestionaron a toda hora, tanto en la cuestión formal como en la concepción del
arte, la función de los templos; en los surrealistas que quebraron con sus propuestas
la utilitaria división entre la vida y el arte.
Ninguna manifestación artística puede alcanzar grandeza si no está comprometida con
la vida no con el templo, no con el círculo; porque no se puede criticar la estructura de
poder siendo parte y beneficiario de ella. La propuesta más radical, es destruir el
templo, hacer que exista el arte y la literatura entre la espalda y el esternón de cada
ser humano, desmitificar el hecho creador y socializar las técnicas de creación. La
crítica no se la hace desde la oficialidad, tampoco desde los círculos de amigos para
las publicaciones ni desde la reverencia a la forma, sino, desde una propuesta
contraria a la que ha tenido la burguesía (disculpen el anacronismo de la palabra);
desde una posición consecuente con las aspiraciones del común de la gente y no en
devaneos con los dueños del poder y de la figuración.
Aquellos que se levantaron contra los grupos preciosistas ahora se yerguen como los
defensores de lo bello y de los templos; sin considerar que lo hermoso está en la vida
no únicamente en la palabra, que la esperanza no es bella por estar retratada magis-
tralmente en una obra literaria sino, que es hermosa, porque surca el límite que existe
entre la resignación y la insubordinación, que la convierte en tirajebe[3] o
sometimiento. Eso es lo maravilloso de la palabra, de la literatura, del arte y de la vida.
Es preciso, urgente que la Casa de la Cultura se transforme radicalmente para dar
cabida a las múltiples manifestaciones artísticas de los diversos grupos y sectores
sociales; basta de sumos sacerdotes que nos dicen dónde está el canon y cuál es la
regla; el espíritu de los creadores, la obra de los artistas deberían dar color y sentido a
esta revolución cuya obra máxima parece la redacción de una constitución que, de la
forma como se la elabora, podrá ser cambiada de la misma manera por algún otro
grupo que se suceda en el poder. Solamente si la gente, el común de las personas, se
moviliza y se apropia y crea la propuesta será perdurable, de lo contrario, más
temprano que tarde vendrá la restauración para escribir la historia con los mismos
dueños del poder y de los sueños.
[
1] Síntesis asimétrica de elementos indígenas y blanco-españoles.
[
2] Polo, Rafael. La narrativa mestiza del Ecuador.
[
3] La popular cata pero en el habla de los lojanos, honda según la RAE, pero más cercana al
tirachinas (Urug. y Arg.)

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