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Los Tres Días Del Gorrión - Luis Miguel Estrada Orozco

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Los tres días del gorrión

Dirección de Publicaciones Universitarias


Editorial de la Universidad Autónoma del Estado de México

Doctor en Ciencias e Ingeniería Ambientales


Carlos Eduardo Barrera Díaz
Rector

Doctora en Humanidades
María de las Mercedes Portilla Luja
Secretaria de Difusión Cultural

Doctor en Administración
Jorge Eduardo Robles Alvarez
Director de Publicaciones Universitarias

Mención honorífica
19° Premio Internacional de Narrativa
“Ignacio Manuel Altamirano” 2022

Jurado
Armando Alanís, México
Gustavo Ogarrio, México
Sergio Gutiérrez, Puerto Rico

Comité organizador

María de las Mercedes Portilla Luja


Jorge Eduardo Robles Alvarez
Eder Enríquez Castañeda
Luis Miguel Estrada Orozco

Los tres
días del
gorrión

“2022, Celebración de los 195 Años de la Apertura de las Clases en el Instituto Literario”
Primera edición, julio 2022

Los tres días del gorrión


Luis Miguel Estrada Orozco

Universidad Autónoma del Estado de México


Av. Instituto Literario 100 Ote.
Toluca, Estado de México
C.P. 50000
Tel: (52) 722 481 18 00
http://www.uaemex.mx

Registro Nacional de Instituciones y Empresas Científicas y Tecnológicas


(Reniecyt): 1800233

Esta obra está sujeta a una licencia Creative Commons


Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 4.0 Internacional. Los usuarios
pueden descargar esta publicación y compartirla con otros, pero no están
autorizados a modificar su contenido de ninguna manera ni a utilizarlo
para fines comerciales. Disponible para su descarga en acceso abierto en:
http://ri.uaemex.mx

isbn: 978-607-633-500-0

Hecho en México

El contenido de esta publicación es responsabilidad


de las personas autoras.

Director del equipo editorial: Jorge Eduardo Robles Alvarez


Coordinación editorial: Ixchel Edith Díaz Porras
Gestión de diseño: Liliana Hernández Vilchis
Corrección de estilo: Silvia Martínez García
Formación: Antonia Aguilar Araujo
Diseño de portada: Luis Maldonado Barraza
CONTENIDO

Presentación 9

Los tres días del gorrión 13

Plata 41

Los padres pródigos 73

Roca 99
PRESENTACIÓN

Para la Universidad Autónoma del Estado de México es


un honor presentar la décimo novena edición del Premio
Internacional de Narrativa “Ignacio Manuel Altamirano”, para
el que se convoca a escritores de todas las nacionalidades que
dominen la lengua española y cuenten con una obra escrita
en español, sin importar la temática, con un estilo capaz de
distinguirse por su estructura narrativa y una redacción que
se caracterice por resaltar la cotidianidad.
Para este certamen, que tiene como objetivo enaltecer el
nombre del ilustre mexicano Ignacio Manuel Altamirano y
que a la par promueve la creatividad literaria y estimula el fluir
estético, se recibieron 365 obras de 30 países, y por primera
vez se contó con la participación de autores provenientes de
Australia, Israel y Turquía; en esta ocasión resalta el interés de
autores mexicanos con 221 obras, en su mayoría con trabajos
en el género de novela y cuento.
El jurado calificador, conformado por Armando Alanís,
Gustavo Ogarrio y Sergio Gutiérrez, otorgó a la obra El año de mi
autismo espiritual escrita por Carlos Alberto Reyes Ávila el voto
unánime, el cual la posicionó como la ganadora del concurso;

9
en esa misma línea se le concedió mención honorífica a Luis
Miguel Estrada Orozco por su obra Los tres días del gorrión y a
Mauro Israel Barea Garabito por Kolymá.
Nuestra máxima casa de estudios reconoce el compromiso
que tiene para impulsar el trabajo que se germina en los
escritores, por lo que cada año se da a la tarea de convocar
a mentes creativas y apasionadas por la narrativa, siempre
ávidos por llevar sus palabras a ámbitos donde la literatura
impacte a cada uno de los lectores.

PATRIA, CIENCIA Y TRABAJO

Doctor en Ciencias e Ingeniería Ambientales


Carlos Eduardo Barrera Díaz
Rector

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Para mis hermanos, mis amigos, mi familia.

Para Yvonn y para mi hijo Miguel;


la estrella guía y mi capitán. Siempre.
LOS TRES DÍAS
DEL GORRIÓN
Los tres días del gorrión

Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;


o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

César Vallejo, Los Heraldos Negros

Encontré a Nico echado afuera de la casa de mis padres.


El perro movía la cola restregando el piso sin hacer caso a los
pocos carros que pasaban y apenas esbozó un ladrido para
saludarme cuando le pregunté qué hacía ahí afuera. El perro
había sido un capricho de vejez de mi papá y lo cuidaba con la
elegante meticulosidad de las manías que se acentúan con los
años. Lo llevaba a bañar, veía que tuviera el pelo recortado, le
compraba un alimento especial y nunca, por respeto a su idea
de la dignidad del animal, lo obligó a aprender ningún truco ni
lo castró. Por todo ello, mirar a Nico ahí en la calle no solo era
inusual, sino que parecía anunciar un orden roto.
Abrí el portón de metal de la cochera para dejarlo entrar
conmigo. Nico corrió hacia adentro a través de las siguientes
dos puertas. La primera, una pequeña reja de seguridad junto
a la que descansaba su plato de comida; la segunda, una puerta
de madera que daba hacia el interior de la casa. Contra toda
práctica habitual, ambas estaban abiertas de par en par. El
perro husmeó en la cocina y luego fue a echarse al pequeño
patio de servicio.
15
Luis Miguel Estrada Orozco

Yo sabía que mis padres no estaban en casa, así que una


puerta abierta detrás de otra me inquietó. Grité “Hola”, pero
no hubo respuesta. Fieles a los rituales de domingo, mis
padres habían salido antes del mediodía y no volverían sino
hasta las dos con montones de comida. Ese domingo, como
casi siempre, mi hermana menor, Nadia, llamaría para decir
que iba tarde; su esposo llegaría antes que ella, con su hija
Diana, ese anagrama de su madre. Empezaríamos a comer
y ella se nos uniría luego. Sobraría comida. Mi padre, mi
cuñado y yo nos sentaríamos a bañar la tarde en digestivos
en la “cantina”. Alguien pondría una película infantil. Al
anochecer, me despediría de todos y me iría de regreso a
mi vida una vez que el domingo terminara. Mi hermana
y su esposo harían lo mismo. Mi hermano Rubén, no. En
estos domingos recién hechos había algunas tardes en que
el primogénito aparecía de pronto en la reunión, como
un espectro salido del estudio de mi padre. Guardábamos
silencio; fingíamos normalidad. Había otras tardes en las
que no estaba y llegaba a la mitad de la comida con sus hijas
de la mano. Tomaban los alimentos apenas dirigiéndonos la
palabra y se levantaban de la mesa antes que todos. Rubén
se despedía y llevaba a Ale y a Judith de regreso a la casa en
que durante más de diez años fue esposo y padre. Al volver,
si Nadia y yo aún estábamos ahí, Rubén nos miraba apenas,
caminaba tenso, rezongaba algo entre dientes y apuraba el
paso hacia el mismo cuarto en que crecimos él y yo, ahora
vuelto un estudio. Se encerraba y se quedaba allí como se
había quedado los últimos meses: solo, trabajando hasta caer
rendido o recostado en el sofá, incapaz de conciliar el sueño.
Los domingos, mi hermana y yo nos íbamos de la casa de
mis padres porque habíamos salido ya. Él no. Él había vuelto
a pesar suyo.

16
Los tres días del gorrión

Al imaginar la reunión dominical, pensé que el silencio le


daba a la casa un aire de calma antes de la tormenta rutinaria.
Mientras caminaba a la barra donde mi padre guardaba el ron,
recordé que originalmente la casa había tenido un solo piso.
Aunque la remodelación había ocurrido años atrás seguía
viendo en mi cabeza los dos espacios superpuestos. En las
tres habitaciones de esa casa mis hermanos y yo vivimos una
infancia que por mucho tiempo pensé que había carecido
de sorpresas, hasta que comencé a recordarla con detalle.
Ahí también crecimos hasta desbordarnos de hormonas y
rencillas. Con los años, mi hermano se casó apenas iniciando
la universidad y yo me mudé al terminar la carrera. Nadia
salió corriendo poco después en medio de un melodrama
de telenovela que se resolvió con lágrimas y risas y una
boda. Cuando el polvo de nuestra estampida se asentó había
acabado no solo nuestra infancia, sino también la adolescencia
y Rubén, Nadia y yo habíamos entrado de lleno en la adultez.
La casa que había sido pensada bajo estrictos estándares de
funcionalidad familiar perdió sentido y mis padres decidieron
remodelarla. “Un último gusto antes de morir”, dijo mi padre,
jubilado, y le pidió a Rubén que hiciera los ajustes que habían
pensado. Mis padres convirtieron su antigua habitación en
un cuarto de visitas. El cuarto que ocupamos Rubén y yo se
convirtió en un estudio y arriba de esas dos habitaciones mis
padres construyeron un segundo medio piso ocupado por
completo por su nuevo dormitorio. Demolieron el cuarto que
había sido de Nadia para poner una escalera de tres tramos
con dos descansos y en el espacio que quedó hacia el pasillo
abrieron una estancia. La cocina, la sala y el comedor fueron
los únicos lugares que quedaron intactos. Seguramente por
eso nos movemos prioritariamente entre esos tres espacios
en las visitas de los domingos. Yo, en particular, siempre

17
Luis Miguel Estrada Orozco

gravito hacia esa barra a la altura del pecho que llamábamos


pomposamente “la cantina”.
Crucé la estancia hacia la cocina con la casa en silencio.
A medio camino, tomé un vaso de la barra, serví ron y lo bebí
mirando al cielo. Gozaba de esa calma chicha, cuando escuché un
aleteo rebotando contra el cielo interrumpido sobre mí; agaché la
cabeza, asustado, e hice malabares para no tirar el vaso al suelo.
La estancia que había resultado de la remodelación era
un espacio soberbiamente iluminado. En lugar de dejar un
simple techo a doble altura, Rubén la cubrió con una gran
plancha de acrílico: un enorme tragaluz con líneas de plástico
a manera de persiana que bloqueaban parcialmente la luz. El
acrílico estaba sostenido por una estructura de metal unida
a los muros, y entre aquél y el remate de las paredes quedó
un vuelo de quince centímetros cubierto con unas rejillas que
permitían la circulación del aire exterior. Gracias al clima de
la ciudad nunca hacía demasiado frío, incluso, las lluvias más
cerradas apenas ocasionaban un leve goteo al interior, y hasta
en los días más soleados bastaba abrir las puertas para dejar
correr el aire y convertir el lugar en un paraíso para beber
a mediodía. Esta solución sencilla, pero aventurera, daba la
sensación de estar a un tiempo afuera y adentro de la casa.
Tal vez por ello me sorprendió, menos de lo que habría
imaginado, descubrir que el aleteo pertenecía a un gorrión
atrapado adentro de la casa.
Saqué un montón de hielos del refrigerador y tomé el
teléfono inalámbrico. Caminé de nuevo a la cantina, me tiré
un chorro de ron a la garganta y luego me serví un doble con
agua mineral. Mientras marcaba el celular de mi mamá, me
senté en uno de los bancos de la cantina a recibir el sol y a
buscar con la mirada al pájaro, que saltaba torpemente por el
borde del tragaluz, pegado a la rejilla. Los hielos brillaban y

18
Los tres días del gorrión

cantaban con su risa tintineante, el sol parcialmente domado


me caía sobre la cara y yo lo recibía con los ojos plácidamente
cerrados. Allá arriba, sin embargo, ocurría un drama callado.
—Mamá —dije en cuanto contestó—, se metió un gorrión.
¿Quién dejó al perro afuera?
—Así se sale —me respondió entre el barullo de un lugar
que no pude identificar.
—No se sale, lo sacan o se les olvida en la calle. Ya lo metí.
Se lo van a robar un día.
—¿Quién lo va a querer si es un inútil? —siguió, apenas
poniendo atención a la evidente consternación que yo sentía
por el perro de mi padre.
—No se van a dar cuenta hasta que sea demasiado tarde.
Oye, ¿y el gorrión?
—¿Todavía no se va? ¿Ahí está Rubén?
—¿Cómo que “todavía”? ¿Aquí estaba antes de que se
fueran?
—Sí; hoy no fue por sus hijas.
—No, no hablo de Rubén, ¡el pájaro! ¿Aquí estaba antes de
que ustedes se fueran?
—Uy, pregúntale a Rubén. Te va a dar santo y seña —siguió
mi madre, hablando como en medio de otra actividad que yo
no sabía si era una compra, un paseo o una visita.
—Bueno, ahorita que vuelva le pregunto.
—¿Adónde fue?
—No sé.
—¿No está?
—No lo he visto. No ha de estar. Las puertas estaban
abiertas. A lo mejor salió y no las cerró.
—¿Dejó abierta la de la cochera?
—No, las dos de adentro.
—Es por el gorrión.

19
Luis Miguel Estrada Orozco

Levanté la mirada de nuevo. El gorrión apretaba su


cuerpo frágil contra las rejillas de ventilación en una actitud
de presa acorralada. Se refugiaba con tanta desesperación que
casi conseguía desaparecer por un momento. Seguramente
veía la luz y olía el aire, pero se encontraba atrapado por el
entramado fino de metal. Sorbí un trago mientras lo miraba.
El gorrión dio unos saltos torpes para salir de su escondite
y luego ensayó un vuelo asustado buscando una salida
tentativa mientras casi rozaba con las alas el acrílico, el límite
superior de su encierro accidental. Su vuelo circular en un
espacio tan reducido me hipnotizaba con la ternura de los
esfuerzos inútiles. Miré la puerta que había cerrado tras de
mí y supe que su intentona estaba destinada a un fracaso del
que no podía culpársele, pues la única vía de escape había
sido clausurada. Después de volar en círculo tres veces a una
velocidad de huida inútil y creciente, se lanzó en picada de
improviso y tiró un golpe de sus alas; ascendió como una
flecha tirada contra el sol; repuntó su aceleración con la vista
fija en el acrílico, como si después de ese breve, brevísimo
clavado, remontara hacia el azul del cielo batiendo las alas
con el desespero con que un buzo al que se le acaba el aire
nada hacia la superficie. Volaba hacia el sol, el cielo azul,
la libertad aparente detrás de la barrera invisible; aleteaba,
miraba fijo, casi libre en su mente de absurdo prisionero,
y al llegar al pico de su velocidad de ascenso se estrelló
en el acrílico haciendo el ruido opaco de un gran insecto
reventando contra un vidrio. Por un instante, el ave se
revolvió en un amasijo de plumas informe y convulso, y
luego, con las alas extendidas como en cruz, se convirtió en
un cuerpo inerte que cayó por un segundo. Luego recuperó
el vuelo, aturdido, y volvió a su refugio temporal junto a la
rejilla, con el pico abierto y las plumas en desorden. No sé si

20
Los tres días del gorrión

los pájaros lo hagan, pero me pareció que el gorrión jadeaba.


A mi lado, Nico miraba el mismo espectáculo con una
atención casi humana, tanto, que las palabras me sobresaltaron
cuando las oí mientras miraba fijamente al perro.
—Lo asustaste.
La voz de Rubén, salida de la nada en una casa que creí
que estaba sola, me hizo dar un brinco atrás con velocidad de
pájaro. El vaso tintineó, se me derramó el ron y me cambié el
vaso de mano, sacudiendo la que se me había empapado.
—Está más asustado él —me dijo.
Mi hermano apenas me ponía atención; no me miraba.
Estaba concentrado en el ave, que aguardaba oyendo nuestras
voces con el terror quieto de una presa que se sabe en el rincón
donde será muerta. Rubén se movía por la estancia sobre las
puntas de los pies, bajaba la voz, lo veía fijo, más cómplice
que cazador. Tenía la cabeza metida entre los hombros, como
si quisiera que el gorrión, desde lejos, leyera su lenguaje
corporal y no lo viera como a un enemigo.
—Ven —siguió, y caminó hacia la cocina—. ¿Cerraste la
puerta?
Su voz, ahora, se oía cascada, como la voz de alguien mucho
mayor que él o como el primer sonido de un instrumento de
viento que ha aspirado polvo en un rincón por días.
—Cerré. Pensé que no había nadie. Estaba todo abierto —
le dije mientras lo acompañaba a los bancos del desayunador
desde donde aún veíamos bien la estancia iluminada—.
Salúdame siquiera, ¿no?
Me tendió una mano fantasmal. Traía un pantalón que se
veía usado de varias puestas, una playera opaca y floja, y no
parecía haberse rasurado ni tocado el pelo recientemente. Le
vi la misma mirada de insomnio que tenía los días antes de
su boda. Lo abracé y él apenas opuso resistencia. El cuerpo,

21
Luis Miguel Estrada Orozco

la ropa y el cabello olían a cama de dos días, pero parecía no


importarle. Seguía viendo al gorrión.
—¿Cómo andas? —le pregunté.
—Igual. Bien. ¿Qué hora tienes?
—La una, pasadas.
—En un rato llegan mis papás.
—Ya sé. Llegué antes para verte a ti, para saber cómo
estás. ¿Y las niñas?
—Con Renata.
—¿No te tocan hoy?
—No. Ale cumplió años. Mi suegra le hizo un pastel.
—¿Mi mamá sabe? A lo mejor ella también le iba a hacer
algo.
—Creo que sí.
—¿Le dijiste?
—Creo que platicamos.
—¿Crees o platicaron?
—Platicamos —bisbiseó sin haber despegado la vista del
gorrión mientras hablábamos.
A unas semanas de volver a la casa de mis padres mi
hermano se había vuelto cortante y apagado. Decía las cosas
con la firme intención de no decir nada. Se escabullía. No
soltaba prenda y lo que fuera que le pasara entre pecho y
espalda se lo guardaba y lo escondía de todos. Sin embargo,
no había sido así desde el principio. Un domingo antes de la
reunión semanal mi mamá me había llamado:
—Rubén está en la casa.
—¿Tan temprano?
Cuando me puso al corriente y llegué antes de lo previsto,
Rubén en efecto estaba allí, enfurecido, llenando la estancia
con un montón de cajas en donde Renata había puesto sus
cosas. Mis padres no habían ido por comida. Mi hermana

22
Los tres días del gorrión

leyó la situación cuando se la contaron por teléfono y no


se apareció. Mi padre evitó darme ni un trago y cuando le
preguntamos a Rubén si necesitaba ayuda nos ignoró y se puso
a echar telefonazos, a resolver cosas del trabajo sin decirnos
nada. Era como si quisiera arreglar el mundo en vista de que
no podía solucionar el problema que tenía enfrente. Yo había
pensado en llevarlo aparte, decirle algo, preguntarle qué había
pasado, pero Rubén se despidió. “Tengo una obra en marcha
en Salvatierra”, dijo, y se había ido dejando atrás la gran pelea,
porque asumimos siempre que hubo una pelea, asumimos que
estalló algo irresuelto, triste o escandaloso, mantenido en un
largo encierro y en un creciente secreto. Se fue y no volvió
hasta el sábado siguiente. Había llegado directo a nuestro
antiguo cuarto y había cerrado la puerta de un tirón. Desde
el segundo piso, mi padre lo había escuchado caminar en
medio de la noche, cambiando muebles de lugar, haciendo
crujir las cajas de cartón que acarreaba desde la estancia, de
donde nadie las había movido, y lo había ido a buscar cuando
el sonido había amainado al fin.
—Usa el cuarto de huéspedes —le había dicho mi padre al
verlo en el estudio revuelto.
—No soy un huésped —dijo Rubén, enrojecido por la
rabia, o al menos, eso fue lo que mi padre me contó a mí—. No
quiero ponerme cómodo. Quiero volver. Vine aquí mientras
se arrelga todo, ¿sí? Me voy a ir. Me voy a ir otra vez. Voy a
volver con mi familia.
Mi padre le decía que sí, que así iban a ser las cosas.
Rubén había salido a recoger la última caja y se había quedado
mirando a la ventana, hacia la cochera y a la noche. Mi padre
se había puesto al lado suyo.
—Aquí te traía de noche, ¿te acuerdas? —dijo, y el recuerdo
hizo que Rubén parara al fin.

23
Luis Miguel Estrada Orozco

De niño, a Rubén lo aterraban la noche y la oscuridad.


Mi mamá trataba de calmarlo, pero no lo lograba. Mi papá
a veces entraba a nuestra habitación y hablaba con él en
susurros que yo oía desde la otra cama. Cuando Rubén se
serenaba y mi padre al fin salía del cuarto, yo le explicaba
con la paciencia de mis cuatro o cinco años que no había
nada que temer entre la oscuridad, “Ya sé, ya sé…”, me decía
él con la furia de los siete. Le veía en los ojos que sabía, y que
ese conocimiento no tenía nada que ver con el miedo que
sentía. Lloraba, volvía el ataque y mi papá llegaba de nuevo
al oír a su hijo mayor. Me sacaba del cuarto a empujones,
“Ya se había calmado, pendejo”, me rabiaba entre dientes,
y volvía a abrazar a Rubén, enterneciéndose nomás al
darme la espalda y abrir los brazos. Rubén se vaciaba en un
llanto compungido, mi papá lo sujetaba hasta que algunas
veces se le quedaba dormido en los brazos después de
haber volcado todo ese miedo a la soledad que lo habitaba
inexplicablemente desde niño. Cuando los ataques eran
intolerables, mi padre llevaba a Rubén en brazos a esa misma
ventana a ver la noche, a mostrarle que ese miedo no existía
allí afuera, sino dentro de sí y por ello podía controlarlo.
Es posible que yo me quedara en el pasillo, como sombra,
porque recuerdo la imagen de ellos dos contra el resplandor
azulado de la luna.
—Sí me acuerdo, papá, pero ya no soy un niño —había
dicho Rubén—. No me trates como uno, carajo. —Le había
alcanzado a reclamar y mi papá le había pasado los brazos
por encima. Al abrazarlo, había sentido otra vez el mismo
temblor que lo sacudía cuando niño en medio de la noche.
Y en cuanto el llanto llegó se fue la rabia, se fue la furia y
se instaló esa extraña pesadez que ahora lo tenía doblado.
—Era casi el mismo temblor. Era casi el mismo llanto

24
Los tres días del gorrión

—me dijo mi padre el siguiente domingo mientras Rubén


estaba afuera, recogiendo a sus hijas—. Exactamente así;
así, como cuando era niño, así se me soltó a llorar y así
lo abracé ese día —remató y apretó la quijada, y ya no
volvimos a hablar del tema.
Mi mamá había sido mucho menos diplomática cuando
finalmente había quedado claro que esto no era una pelea,
sino una separación definitiva.
—Ella se las armó, carajo —repetía—. Las cajas. Ni una
pinche maleta, ¿cómo voy a creer? Yo le compré un juego
completo para la luna de miel, ¿a ver, por qué no suelta ese
juego de diez mil pesos? No vi que le empacara la televisión,
el refrigerador, los muebles de la recámara, así te puedo hacer
una lista de aquí a China… No la veo sacando cuentas a ver de
a cómo nos toca…
Mi madre hablaba cegada por la rabia de quien mira a su
hijo ofendido, a quien por otro lado no pediría cuentas, y se
descomponía de un modo que le ponía un rostro que jamás he
vuelto a ver ni había visto antes.
Como era poco lo que yo podía hacer, postergué llamadas
y visitas. No sabía qué decir porque, en toda justicia, yo no
sabía nada o casi nada sobre el tema. Rubén había vuelto
después de trece años de matrimonio que nunca sabremos
a cabalidad cómo acabó. Mi hermano mayor se había casado
a los veinte años y desde entonces había crecido a un ritmo
muy distinto al mío. Había tenido dos hijas, Ale, que cumplía
trece y Judith, de nueve. Había acumulado, además, pagos de
hipoteca, mensualidades para el carro y un largo matrimonio
que siempre creí que era moderadamente feliz. Nadia y
él, la mayor parte del tiempo, tenían más de qué hablar
porque compartían las cuitas de la paternidad y de esa vida
convencional que yo desde siempre rechacé. Yo rentaba un

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Luis Miguel Estrada Orozco

departamento con dos cuartos. Dormía en uno y leía en el


otro. No tenía ninguna deuda por más de cuatro meses y
ninguna novia por más de tres. Comía fuera si quería. Veía
amigos si me daba la gana. No era solo la edad el abismo que
nos separaba a Rubén y a mí: era aquello con lo que habíamos
llenado nuestro tiempo, mis treinta años y sus treinta y tres.
Durante los meses que había pasado en casa de mis padres
este abismo entre él y yo se había hecho aún más profundo.
No fue solo su divorcio, sino esa especie de caída libre: los
abogados, la pérdida de clientes, los problemas financieros, las
conversaciones imposibles que yo ni siquiera imaginaba con
Renata, con sus hijas, con algunos acreedores, con antiguos
socios de trabajo o con gente que pensó que eran sus amigos
y que le habían dado la espalda, todo, todo lo que lo había
menguado hasta dejarlo así. Irreconocible.
—¿Viste a Ale hoy siquiera? —le pregunté, mientras Rubén
veía el gorrión, porque me parecía una crueldad que a un
hombre lo privaran de ver a su propia hija en su cumpleaños.
—No. Está con mis suegros —dijo.
—Las niñas te tocan los fines de semana, ¿cuál es el
problema?
—Ese: el arreglo es de palabra. No hay divorcio firmado. O
sea que no me tocan nunca en realidad.
—O siempre. ¿En qué van?
—En que no tengo dinero. ¿Qué otra cosa soy? Espérame.
Rubén se levantó. Llenó una taza de agua, tomó un trozo
de pan, y cruzó la estancia. Nico hizo por seguirlo, pero
Rubén lo miró fijo y el perro se sentó a mi lado con la boca
entreabierta y la lengua apenas asomando. Rubén dejó la taza
en la mitad de la escalera con un sigilo de ornitólogo y luego
caminó en reversa, bajando los escalones con cuidado de
pisar justo donde habría marcado huellas si hubiera estado al

26
Los tres días del gorrión

aire libre. El gorrión lo miraba con el rabillo del ojo. Lo miraba


de esa manera indirecta y lateral como las aves miran cuando
otean apenas la presencia del posible predador y adivinan con
el resto de su ojo la ruta por la que volarían para salvarse.
Rubén se detuvo al borde de la escalera y caminó a la
puerta de madera; la abrió con delicadeza. Luego abrió la
pequeña reja de en medio. Llamó a Nico con un gruñido y
el perro respondió con una sumisión mecánica; Rubén lo
pastoreó hasta el exterior y lo puso en la calle. Cerró la
puerta de la cochera dejando al perro afuera, con el ritmo
de un ritual mil veces repetido. Caminó de vuelta partiendo
cachitos de pan. Los acomodó en el cuenco de sus manos y
subió hasta el primer descanso de la escalera; se acuclilló y
puso una migaja ahí.
—Van a atropellar a ese perro —le dije, mirándolo desde
la cocina.
—Ese perro es un idiota. Nomás se queda tumbado junto a la
puerta —me decía, al tiempo que bajaba los escalones de reversa,
con el mismo tacto de quien no quiere importunar a una visita, y
dejaba otra migaja; sin mirarme—. No le importa que los pájaros
se coman su comida. Por eso acaban cerca de la puerta.
Mi hermano seguía caminando de reversa, de cuclillas,
ordenando las migas de pan. Y seguía hablando sin importarle
lo extraño que se veía haciendo lo que hacía.
—Este gorrión debe haber estado demasiado cerca
de la puerta; a lo mejor Nico se movió y él se metió por
accidente. En lugar de volar para arriba, voló hacia adentro,
hacia la luz del acrílico. Con este calor las puertas las dejan
abiertas casi siempre.
——¿A qué hora se metió el pájaro? —le pregunté.
—Como a las ocho.
—¿Lleva toda la mañana aquí?

27
Luis Miguel Estrada Orozco

—No, a las ocho del viernes.


—¿Del viernes?
—Sí.
—Es mucho, ¿cómo no se ha muerto?
—Pues velo.
—Si le sigues dando pan y agua ya no va a querer salirse.
—No, esto no es para que coma. Mira, es un caminito
hacia la calle.
—Pero no las sigue, Rubén, tampoco busca el agua. ¿Desde
el viernes?
—Sí —me dijo Rubén, que había finalizado su tarea y la
contemplaba con una satisfacción infantil.
—Con razón ya jala aire por el pico. Se va a morir de sed
o de hambre o de chocar contra el vidrio. Como sea, pero se
va a morir.
Y Rubén, sin dejar de mirar al piso, cambió el semblante
de niño descubriendo el mundo por uno serio, sin gusto ni
ilusión alguna; un gesto de adultez frustrada.
—Ese pájaro no se muere. Primero me muero yo.
Esa era la segunda vez que lo escuchaba decir eso y la frase
le había salido con la misma seguridad, con la misma bragada
certeza con que la había dicho la primera vez. Sin embargo,
aquella vez lo había dicho esperanzado; esta, hablaba en un
tono mortuorio.
Cuando los padres de Renata se enteraron de que estaba
embarazada reaccionaron como la mayoría de los padres de
nuestra generación: como si una cámara de televisión los
enfocara y la auténtica medida de su honra se juzgara en el
tamaño de su ofensa ante el oprobio. Encerraron a Renata a
cal y canto. Ella pasó días sin hablar, sin caminar, sin que la
visitara nadie. Mi hermano, cuando ella dejó de contestar sus
llamadas, cuando supo que no había ido a la universidad en

28
Los tres días del gorrión

días, fue a su casa. El hermano mayor de Renata, cuando le


abrió la puerta, le susurró:
—A ver si mi papá no te pega un tiro.
—Pues que no lo falle —dijo Rubén—, porque no le voy a
dar tiempo de ponerme dos.
El hermano se había callado. Rubén y yo sabíamos que
ladraba mucho pero mordía poco. La suegra, sin embargo, era
otra historia. Tenía la mirada de quien ha probado la sangre y
no puede saciarse; estaba convencida de que mi hermano le
había fastidiado la vida a su hija.
—Ojalá que te nazca una hija y que sufras con ella lo que
tú hiciste sufrir a esta familia —le había dicho, y de seguro en
su cabeza había sonado un tamborazo en off y se había cerrado
un close-up en su cara: el rostro desencajado de una abnegada
madre mexicana que carga con honor, lágrimas y la enorme
cruz de Eva en sus hombros fatigados—. Si el embarazo no se
logra va a ser lo mejor.
—Se logra porque se logra —le dijo él—. Primero me
muero yo.
—Ojalá —dijo, y la señora no bromeaba. Aunque no
hay modo de comprobarlo, sospecho que fue ella la que le
susurró al oído a su hijo el “Ahí déjenlo” que él gritó cuando
mi hermano se quedó enredado, suspendido, en una estampa
macabra a la vista de todos.
Antes de casarse, mi hermano había trabajado cuatro días
con sus noches como enajenado. La casa adonde se iban a
mudar estaba en condiciones apenas habitables, pero era lo
único que Rubén y mi papá podían pagar entonces. Cargamos
botes de pintura, yeso, thinner, algunos azulejos, junteador,
brochas, más herramientas de las que jamás he visto juntas y
que Rubén debió sacar sin permiso de la construcción donde
acababa de empezar como residente de obra con un sueldo

29
Luis Miguel Estrada Orozco

ridículo. Mi hermano trabajaba como loco y yo trataba de


seguirle el paso.
—Aquí voy a vivir —me decía mientras pintábamos,
raspábamos, escombrábamos, poníamos el nivel y nos
metíamos hasta los codos en cuanto truco había aprendido en
la carrera que apenas había comenzado—. Aquí vamos a vivir
—decía, porque el primer ultrasonido, ese feto más pequeño
que la palma de su mano y el sonido de ese corazón como
un motor girando bajo el agua le habían dado materialidad a
todo—. Me duelen los brazos, la espalda, me duele todo, pero
aquí van a vivir mi esposa y mi hija. Quiero que quede bien,
que les dé gusto estar aquí. Nomás de pensar eso se me olvida
todo y ya ni me da hambre, ni me siento cansado, ni tengo
sueño —me decía, y hundía la brocha en la pintura y levantaba
un brazo al cielo, haciendo equilibrio en un banquillo de
pintor. El blanco hueso le caía en la cara, se le pegaba a las
cejas y a las pestañas con una tozudez epóxica, y en verdad
yo le creía que no sentía cansancio alguno, porque le metía
tanta fuerza que me dejaba a mí atrás, atrás, con los brazos
colgados, inservibles, doloridos.
El día de la boda se veía tan gastado que esa misma semana
empezó a envejecer más rápido que yo. Desde entonces,
yo apenas he marcado arrugas; él encaneció con la misma
velocidad que contrajo deudas para hacer una vida completa,
decente. El día de la boda se había entretenido en tantas cosas
prácticas y urgentes que había dejado el asunto del frac para
después, y al final ni siquiera había rentado uno. Se fue de
traje y corbata, modesto pero digno, según él.
—Va a ser en un jardín a mediodía —se justificó—. Como
están las cosas, con que no se me haga tarde basta y sobra.
Bailamos, bebimos, festejamos. Mi papá dio un brindis
corto, protocolario. Su consuegro dio un brindis largo,

30
Los tres días del gorrión

incómodo, que nos avinagró el vino en las copas y le dejó a


Rubén un rostro de calvario. Fue por eso que se nos ocurrió
cargar al novio, sacarlo de ahí de un modo que no fuera su
culpa. Le pedimos música al grupo que tocaba y corrimos
por mi hermano: lo sujetamos de los hombros, la cadera y las
piernas, lo levantamos en vilo, buscando sacarle del cuerpo
la tensión acumulada desde hacía días, desde hacía meses,
desde hacía horas. Rubén quedó acostado en una cama hecha
por nuestros brazos: primos, amigos, yo. Contábamos del uno
al tres gritando, y lo lanzábamos tan alto que pensábamos
que se podía sujetar de la estructura de metal de la carpa
en la que habían colgado luces para una fiesta al aire libre.
Rubén, seco, espigado, aún adolescente, volaba como una
rama desprendida por el viento. Yo y el resto de sus amigos
lo sujetábamos cuando caía y lo empujábamos cada vez más
alto, como si con ese envión quisiéramos que se sacudiera la
amargura que se le empozaba ya en los ojos. Él volaba con los
brazos extendidos; lo veíamos de espalda, pensábamos que
sonreía y tal vez lo estaba haciendo.
Entonces pasó. Voló tan alto que casi se golpea la cara
en la estructura de metal. Y no bajó. Creímos que se había
sujetado, que hacía un truco de trapecista, porque había
quedado suspendido encima de nosotros. No bajaba, algunos
le gritaban bromas, pero de entre las voces que no habían
participado se escuchó un “¡Ahí déjenlo!”, de su cuñado.
Rubén sacudía las piernas. Entonces comprendimos. Lo vimos
forcejeando con la corbata anudada alrededor del cuello y
atorada en la estructura de metal encima de él. La gravedad
del caso nos asaltó de golpe y corrimos, gritamos, la gente
se levantó de sus asientos, se paró la música, sonaron vasos
de cristal rompiéndose y aunque todo el mundo entendía lo
que pasaba nadie sabía qué hacer. Mi hermano se ahorcaba

31
Luis Miguel Estrada Orozco

con la corbata enredada en una parte de la estructura, se


ahorcaba, pataleaba, luchaba con las manos en el cuello y
unos y otros nos gritábamos, “¡Un cuchillo! ¡Unas tijeras!”
Un compañero suyo de la carrera y yo nos subimos a un par
de sillas y tratamos de levantarlo, pero estaba alto, tanto, que
apenas lo podíamos hacer que se parara en nuestros hombros,
se movía, sentía algún alivio momentáneo y luego la silla se
caía debajo de nosotros, rodábamos por tierra, y él se volvía a
poner morado, manoteaba alrededor de la corbata y pataleaba
con menos fuerza cada vez. Al final, sus dedos encontraron
lo que buscaban. Dio un tirón preciso que deshizo el nudo
y fue a caer en el suelo con el ruido de un peso muerto.
En el suelo, no sé si reía, no sé si lloraba, pero se sacudía
mostrándonos los dientes con las manos tensas como garras
enfrente de la cara, roja ya, y bañada en sudor y lágrimas y
con una mueca deformada.
La fiesta terminó, aunque algunos seguimos ahí durante
el tiempo que duró la renta del jardín. Cuando salimos, yo
aún oía en mi cabeza “Ahí déjenlo”, y quería creer que no
había sido intencional, que había sido solo una coincidencia
o una mala elección de las palabras. Después de todo, Renata
me rebatió por años que alguien, quien fuera, había dicho
siquiera eso.
—Rubén, no seas dramático —le dije mientras el gorrión
jadeaba—. Ni se muere el pájaro ni te mueres tú.
Él seguía con la mirada fija en el gorrión, que repitió sus
saltos, su vuelo circular junto al techo de acrílico a doble altura.
Hizo su leve picada y luego remontó para estrellarse contra
el cielo falso como una gran polilla en un foco encendido en
medio de la noche.
—Mira, ya cambió —me dijo sin dar muestras de haberme
oído.

32
Los tres días del gorrión

El gorrión seguía jadeando con las plumas agitadas de


vuelta en su refugio.
—Está igual, Rubén.
—Se puso en otro lado. Va a buscar opciones.
—¿Opciones?
—Cada vez que hace el vuelo intenta en un lugar distinto
—dijo, mientras el gorrión se apretujaba en contra de la rejilla.
Se escondía de nosotros.
Yo miraba al animal. Miraba a mi hermano y me invadía
el desconcierto.
—Además nos entiende —dijo—. Cuando hablamos de él
se pone inquieto.
—¿Cómo va a entender? Es igual que el perro —le dije,
molesto con su obsesión—. Míralo, ni siquiera sabe por
dónde irse.
—Sí sabe. Busca su salida natural, pero nosotros se la
bloqueamos.
—Nosotros no hicimos nada. Él ve el sol, está el acrílico,
se confunde. En la noche se va a ir si le dejan todo abierto.
—No. En las noches se confunde peor. No hay luz y
entonces no vuela hacia arriba. Se acurruca, camina junto a la
rejilla. A veces baja a la escalera y se pone a dar brincos por los
escalones, pero ni así se sale por la puerta aunque esté abierta.
Ya no sé qué hacer —dijo, y se veía en su cara que era un asunto
que en verdad le había consumido tiempo y fuerzas.
El gorrión, jadeando y golpeado, volvió a su puesto junto
a la rejilla.
—¿Lo has visto en la noche?
—Sí. En la noche vengo aquí y abro la puerta. Saco al
perro, pongo el agua, pongo pan, pero no sale.
—¿En la noche?
—Las dos noches.

33
Luis Miguel Estrada Orozco

—¿Completas?
—Completitas. Ya hasta le platico. Ese pájaro está a punto
de hacerse mi mejor amigo.
Rubén miraba al pájaro sin parpadear. Tenía los ojos
hundidos, la cara demacrada. Me pregunté si mis padres no lo
habían notado o si sencillamente no habían sabido qué hacer.
De pronto, las ligeras incoherencias de nuestra conversación,
la forma en que su mirada se ausentaba, todo cobró sentido.
—Rubén, ¿hace cuánto que no duermes?
—No puedo —respondió.
—Pues intenta, ¿qué le ves a este pájaro imbécil?
—Se va a morir y no es su culpa.
—No se muere. Ten paciencia. Ya saldrá. Solo está
confundido. Si lo dejamos en paz, seguro se va y listo.
Él lo miraba. El gorrión daba saltitos con sus plumas
desordenadas por estrellarse hasta la demencia contra esa
ilusión de fuga. Presentí la guardia baja de Rubén. Afuera,
Nico tiró un par de ladridos. Imaginé que mis padres estarían
a punto de volver y decidí lanzar una pregunta franca.
—Rubén, ¿te vas a divorciar o no? ¿Al menos ya están
claros en eso?
Me miró al fin, fijamente.
—No quiero.
—Pero ella quiere. No hay nada qué hacer.
Rubén dejó al fin de mirar al ave. Me vio a mí con un par
de ojos hundidos y una mueca endeble como no había tenido
jamás. Mi error fue pensar que era el momento.
—Mira, te voy a preguntar algo muy claro. Me han faltado
fuerzas para preguntártelo y a lo mejor habría tenido que
hacerlo antes.
—No lo hagas, carnal. Tú no, por favor.
—¿Qué fue lo que pasó?

34
Los tres días del gorrión

—Ya pasé por esto con mis papás. Ya tuve que ir a hacer
aclaraciones en el juzgado de lo familiar. Déjalo, te lo digo
en serio, déjalo por favor. Déjalo, antes de que me hagas
encabronar.
Rubén arrastró los pies hacia el fondo de la cocina
alejándose del gorrión. Me dio la espalda un momento y
decidí seguir picándolo.
—A lo mejor te hace bien hablarlo. A lo mejor necesitas
desahogarte en vez de hundirte como lo estás haciendo.
Nico ladró con más fuerza esta vez y mi hermano, de
espaldas, empezó a subir y bajar los hombros con cierta
velocidad. Por un momento, pensé que estaría sollozando
sin voz.
—¿Qué pasó?
—¿Por qué quieren que me explique? ¿Por qué todos
quieren darme su opinión?
—Porque estás hecho una piltrafa. Dime por qué.
—No me lo vuelvas a preguntar, te lo digo antes de que me
hagas encabronar.
La voz de Rubén estaba comprimida en un rollo de
ira. Aunque seguía de espaldas, comprendí que no estaba
sollozando, sino que trataba de contenerse controlando la
respiración. Mi experiencia adolescente me decía que era
peligroso hacerlo enojar, pero en ese momento pensé que el
enojo era mejor que el abandono. Nico volvió a ladrar, esta vez
con más insistencia y desespero, y yo miré hacia la ventana.
Mis padres aún no llegaban, así que decidí seguir. Cuando
volví la mirada, Rubén ya estaba viéndome de frente. Fijo.
—Dime la verdad, Rubén, ¿qué pasó?
—Puta madre: No.
—Rubén, ¿cuál fue la gota que derramó el vaso?
—No fue así. No vas a entender.

35
Luis Miguel Estrada Orozco

—Carajo, ¿qué fue? ¿Te estabas dando a otra? No importa


lo que haya pasado yo estoy de tu lado. Lo que sea que hayas
hecho, yo siempre voy a estar de tu lado, pero dime, por favor.
—¿Otra? ¿Quién me crees, cabrón? —La voz se le atoraba,
la mirada se le nublaba; se había puesto frente a mí y por
un momento se había olvidado del gorrión y del perro, que
arañaba la puerta y se desgañitaba a la par que a Rubén se le
enturbiaba la voz con rabia—. Tú eres el de las borracheras,
tú eres el de las putas. Tú eres el que amanece en barandillas,
el que golpeó a su patrón en la oficina, el que tiene anotado
el número de un urólogo en la cartera para que te destapen
el pito cada vez que meas pus y el que no puede pasar medio
día sin tragar alcohol y no recuerda la mitad de la semana,
teporocho de mierda. Tú, cabrón, tú. Yo no. ¿Me entiendes?
Sorbí el ron con vergüenza. Con miedo, porque había
convocado su rabia. No despertaba pronto, pero ahora iba a
ser difícil apagarla.
—Ese eres tú. Yo no. Yo me ahogo con las tarjetas por
las colegiaturas. Yo tengo que pagar puntual la casa en la
que ya no duermo, ahí tengo la mensualidad del carro que
no uso, por si quieres cooperar, huevón pendejo. Yo corro
como un idiota por un clientito aquí y otro trabajito allá; me
voy a Salvatierra a trabajar y se ponen a pensar que me fui
a llorar solo a un rincón. Ojalá tuviera tiempo para eso. Yo
corro, corro y nunca llego. Nunca me alcanza, y ahora menos.
Ahora menos y todos me ven así, así como tú ahorita me
estás viendo. Tú eres un hijo de la chingada y es un chiste,
una puntada, pura jovialidad, pinche treintón de mierda. No
bajes los ojos, mírame. Así, mírame y dime si no eres igual
que todos, y que al verme piensas que la cagué; tú que no
eres nadie pero igual me juzgas. Dime si no. Tanto problema
para casarme, tanto ir con la familia de ella, tanto aguantar

36
Los tres días del gorrión

puteadas, ¿para qué? Todos me dijeron “La vas a cagar” y yo


les menté la madre. Pero veme aquí. La cagué. Al final, sí la
cagué. ¿Ya? ¿Contentos?
—No la cagaste. No fracasaste. ¿Quién te metió eso en la
cabeza?
—¿Tú quién crees? Media pinche vida trabajando y
llevando la contraria a todos para volver a parar aquí.
—¡Eso es lo que no entiendo! Allá está tu casa. Allá están
tus cosas. Ve a chingar, quita a la mala. ¿Por qué te dejas?
—¡Porque nada de eso es mío! ¡Porque no es mío! ¡Porque
no tengo nada!
Rubén tiró mi trago de un manotazo. Los hielos y el vidrio
se quedaron confundidos en el suelo, nadando en ron con
agua. Oí al perro saltar contra la puerta allá fuera, desesperado
al oír entre los gritos que la bronca se gestaba.
—Es tuyo. Peléalo.
—Encima de todas nuestras broncas, ¿les quito lo que
tienen a mis hijas? ¿Crees que eso es ser un padre? No sabes
de lo que hablas.
—No, no entiendo nada. No duermes, no comes, ni
siquiera te dejan ver a tu hija en su cumpleaños. Está mal.
¿Qué hiciste para que te sientas que te lo mereces?
—Fallé.
—Dime en qué y cómo. ¡Ni siquiera sabes!
—Sí sé. Me he pasado aquí tres meses encerrado con mis
errores. Tú te acuerdas cada que me ves, pero yo lo pienso a
diario. Todo el tiempo. Repaso trece años cada noche, ¿cómo
cabrones piensas que voy a dormir?
—Carnal, ¿qué fue?
—No me chingues o te saco la mierda a cabronazos…
—Carnal…
—Es en serio…

37
Luis Miguel Estrada Orozco

—Carnal…
—¡Ahí va ese puto gorrión!
Rubén había tirado un rugido animal y había saltado
hecho una furia. Yo trastabillé para quitarme de su paso. No
quería que me tocara y ese miedo me bastó para cubrirme
el rostro y caer de espaldas, confundido, aovillado, con las
manos protegiéndome la cabeza, temiendo que Rubén fuera
a molerme a patadas. Vi sus pies pasar a un lado mío, pisando
fuerte hacia el estudio de donde salían ruidos violentos de
cacharros. Cuando me levanté, lo vi llegar con cuerda, cincel
y martillo. Había hecho tanto ruido que el gorrión volaba
enloquecido y el ladrido desesperado de Nico me llegaba
desde fuera como si estuviera a un lado mío. El gorrión
cruzaba la estancia de un lado al otro con urgencia de saeta,
batía las alas ruidosamente y gritaba con un chillido casi
humano. Rubén tenía una mirada febril. Subió las escaleras
a zancadas y tiró una cuerda por en medio de la trabe de la
estructura metálica creando una especie de polea. Se ató la
cuerda a la cintura, comenzó a hacer nudos corredizos que
lo sujetaban a la estructura sobre su cabeza, pero lo dejaban
moverse con libertad. En un parpadeo, había improvisado una
cuerda de seguridad. Luego me gritó:
—¡Tírame un banco de la cantina!
Me levanté sumiso y lo obedecí subiendo por la escalera
con pasitos cortos y cobardes.
—Carnal, ¿qué vas a hacer?
—¡Ese pájaro se larga ya! ¡Ya! —vociferó. Se subió al
banquillo que le había llevado, se paró en puntas y empezó
a golpear la rejilla donde el gorrión regresaba a su puesto de
vigía, de descanso, de ave en espera de la muerte. El gorrión
se agitaba por todos lados, frenético también y mi hermano
enrojecía masacrando la reja, golpeando con martillo y cincel

38
Los tres días del gorrión

con tanta furia que la estructura completa se sacudía con tanta


fuerza que un polvo fino me llovía desde arriba.
—¡Se larga! ¡Se larga! ¡Se larga! —gritaba, y mientras
golpeaba, estruendoso, el banquillo a la altura del barandal se
tambaleaba presa del pánico. Detrás de las puntas de sus pies
se abría la caída del piso a doble altura.
Todo ocurrió en un momento. La rejilla saltó hecha
pedazos. Rubén perdió el equilibrio y tiró un manotazo que
lo hizo girar sobre el banquillo bamboleante, enredándole el
cuello en su propia cuerda de seguridad. Cayó por encima del
barandal, con la espalda hacia el suelo y la mirada hacia el
límite vertical de la casa, esa frontera que nos resguardaba
de las tormentas del cielo y las del alma. Voló, porque en el
momento justo en que empezó a caer fue un ser sin gravedad
ni tiempo, y yo que estaba a un lado suyo en la escalera lo
vi flotar por un instante a un lado mío. El ladrido del perro
se suspendió un momento, también el chillido del ave
enloquecida. Rubén abrió las manos con la lentitud de esa
centésima extendida; le daba el sol en pleno, miraba con sus
ojos cansados una puerta falsa hacia la libertad, que se alejaba
de él a la velocidad de su caída de un cadalso improvisado;
cerró los ojos, relajó la boca, disfrutó el segundo entero en el
aire sin miedo, sin sorpresa, sin olvidar lo que le esperaba al
final de esa tersa ingravidez. La cuerda corrió hasta tensarse
y dio un primer tirón que su cuerpo recibió con una sacudida
inerte soltando de sus manos el martillo y el cincel. Después el
tiempo regresó y con él los ruidos. Rubén comenzó a patalear.
Yo lo veía. Yo subía y bajaba la escalera. Desde el piso
de arriba, lo jalaba y sabía que apretaba el nudo accidental.
Cuando corría al piso de abajo, los banquillos no me daban
ni la altura ni el apoyo para levantar sus piernas. Lo sujetaba
apenas y el banco cedía bajo mis pies y daba conmigo en

39
Luis Miguel Estrada Orozco

tierra. Mi hermano se moría y yo no podía hacer nada.


—¡Rubén! ¡Aguanta, aguanta! —le gritaba, pero no sabía
por dónde comenzar ni qué hacer. No entendía los ruidos, no
dejaba de moverme. Bajé una vez más y miré a mi hermano
suspendido contra el cielo azul del mediodía, que casi entraba
en pleno por el enorme tragaluz. Alrededor de él, el gorrión
volaba en círculos furiosos, gritando, agitándose como un ave
de rapiña, como el águila de Prometeo, como la silueta de un
heraldo negro al contraluz del cielo iluminado.
La cara de Rubén cambiaba de color; sus piernas se ponían
rígidas. Sus manos, que habían buscado la cuerda alrededor
de su cuello, cayeron junto a su cadera en donde descansaba
casi sin tensión un amasijo de nudos que él mismo había
enroscado. Desde abajo, yo jadeaba sin saber adónde más
correr, me vencía. En algún momento, Rubén bajó la mirada
y se encontró conmigo, calmo, rejuvenecido. Dio un tirón al
nudo en su cintura y la cuerda se aflojó como una corbata
cuyo nudo es desatado por la misma mano que lo ató; se soltó,
dejándose caer, caer, caer.
Vi a mi hermano dar al suelo como un rayo, golpeó
el suelo con furia y quedó postrado con la pierna en una
posición imposible y dolorosa. Tenía la cuerda marcada
alrededor del cuello, pero a pesar de todo seguía vivo.
Aunque me preocupaba lo grotesco de su cuerpo torcido, lo
que me atraía era su cara que lloraba, que reía, que mostraba
los dientes mientras en sus ojos turbios de sudor y lágrimas
se veía algo parecido al alivio, algo similar a una sonrisa, algo
como su mirada contemplando esa fuga eterna que a él le
había sido negada.
El sol de julio nos bañaba con una fúnebre caricia
estival. Nico había dejado de ladrar. Arriba, el gorrión se
había marchado.

40
PLATA
Nadie puede explicarme exactamente qué ocurre dentro
de nosotros cuando se abren de golpe las puertas
tras las que se esconden los terrores de la infancia.

W.G. Sebald, Austerlitz

—¿A ti te hicieron bullying?


Las preguntas de mi hermana salen de ningún lado. Nadia
es dieciocho meses menor que yo, pero cuando tiene una
conversación informal parece que jamás hubiera aprendido
a ser adulta. Pregunta como los niños distraídos, pero sin
su ensimismamiento llano; como los adultos ocupados, pero
sin su dureza decaída. Cuando hablamos, a pesar de lo que
ha pasado, a pesar de que he sido su confidente y la he visto
saltar de adolescente descarriada a madre oficinista, cuando
hablamos, se me olvidan sus veintiocho años y siempre
vuelve a mí la niña de la cara redonda y los ojos a punto
de llorar, la de las piernas flacas y las maneras rudas, de la
sonrisa fácil y el carácter complicado.
—¿Te hicieron bullying? —me preguntó de nuevo,
hablando despacio y agregó a renglón seguido— A mí, sí.
Mucho después de que pasó, Nadia me contó que
dos niñas de nuestra secundaria le dejaban “anónimos”

43
Luis Miguel Estrada Orozco

malintencionados en el pupitre. Algunas veces, le escondían


los cuadernos o la mochila. Otras, la invitaban a sus casas
a reuniones que pretendían ser trabajos en equipo. En
realidad, se dedicaban a burlarse de ella mientras la
obligaban a hacer casi todas las tareas. Tenía que hacerlo, le
decían, por ser la más morena. Yo escuché la historia aquella
vez sin parpadear, oyendo a Nadia soltarlo todo de un tirón,
temiéndome que una interrupción cualquiera la sacara de
ese trance en el que nos sumimos cuando estamos contando
un recuerdo inconfesado.
Lo que yo recordaba de aquel tiempo infantil es que
el carisma de Rubén, nuestro hermano mayor, lo inundaba
todo. Luego, las calificaciones de mi hermana se habían
hundido como si saltaran desde un puente y el bajón despertó
las alarmas de mis padres; mi padre, en particular, que no
podía creer el dineral que se le estaba yendo por el caño.
El pequeño drama y la reluciente personalidad ocuparon la
vida familiar durante un tiempo. Yo vivía en medio de mis
hermanos sin tragedia o luz alguna: mis calificaciones eran
regulares, mi carisma, inexistente.
Quizás la mayor peculiaridad de la baja en el rendimiento
académico de Nadia fue la aparición del psicólogo de la
secundaria. El experto era un lujo que se pagaba con las
colegiaturas irreales de la escuela y tan pronto entró en
escena vertió sobre Nadia un arsenal de herramientas:
problemas de lógica, frases incompletas, letras faltantes,
acertijos gráficos con cubos, con figuras, con estrellas
recortadas en metal, todo lo cual cronometraba como
un coach de futbol americano. Creo que el hombre, que
ahora recuerdo más bien joven, estaba verdaderamente
entusiasmado por la posibilidad de diagnosticar por
primera vez en nuestra pequeña comunidad educativa, y

44
Los tres días del gorrión

tal vez en su vida, un caso de problemas del aprendizaje.


A la distancia, no puedo culparlo. Buscaba problemas en la
forma de entender el mundo de Nadia, porque fracasar así
en la escuela, para él, no podía tener otra explicación. Mis
padres, a pesar de sus credenciales, no le creían nada. Por
entonces el internet era una fantasía distante y el teléfono
celular un artículo para ejecutivos de televisión. Los casos de
desórdenes de aprendizaje se veían con la misma seriedad
que esa utilería de ficciones: eran una condición posible en
otra parte, acaso en otro país.
El psicólogo pudo pensar algo similar, pues a cada prueba
se encontraba con que el cuadro clínico no estaba completo,
no empataba con el libro. Los síntomas se sucedían como
las huellas de un ladrón huidizo: había alguna indicación,
pero no había nada definido. El tipo no se desalentaba. Más
bien, parecía que le daba gusto prolongar la espera para
dar con el diagnóstico. Entonces cambiaba la estrategia e
indagaba con prudencia en la vida familiar. Llamaba a mis
padres a reuniones. Mi padre casi nunca asistía; apenas
dejaba la oficina. Fue su gran época de viajes quincenales a
la Ciudad de México, en los que hizo su único movimiento
de moral dudosa en un empleo federal en el que sus jefes
robaban a dos manos; se saltaba comidas y manejaba por la
carretera federal en lugar de hacerlo por la de cuota para
quedarse con los viáticos que le daban en efectivo y sin
pedir comprobación. Trabajó sin vacaciones durante seis
años. Mucho tiempo después me diría que solo así había
podido mantenernos en una secundaria privada. “Me costó
años salir del hoyo en que me metí con las colegiaturas, pero
no quería que siguieran en escuelas federales”, me dijo él.
Nadia se aisló de las amigas, de nosotros, se aisló de todo
el mundo y salvo un par de niños que aún no habían cedido

45
Luis Miguel Estrada Orozco

por completo la infancia en favor de la pubertad, nadie más


le dirigía la palabra. Solo ellos le hacían bromas que la hacían
reír y uno le sugirió que le dijera al psicólogo el problema.
“Acusa a las cabronas”, le dijo y mi hermana lo hizo, y me
imagino que el psicólogo se debió sentir decepcionado. El
término bullying aún no era moda en español, así que Nadia
debió haberlo confesado con la vulgar franqueza del lenguaje
propio: había un par de niñas que la chingaban.
Mi hermana le dio los nombres de las bullies a mi madre
quien, a su vez, habló con las madres de las niñas. Conociendo
la violencia verbal de mi mamá, el tono no pudo ser conciliador
y estoy seguro de que tampoco estuvo en sintonía con el alto
estándar de esa secundaria. Una secundaria católica y privada.
Una secundaria con niños para quienes ir de compras a San
Diego era normal. Una secundaria donde descubrimos el
dinero y un nuevo tipo de vergüenza. Una secundaria donde
aprendimos, en realidad, que todo era importante: el lugar
donde vacacionabas, la marca de tu ropa, el tono de tu piel, el
precio de las cosas sin importar lo que las cosas fueran.
Mi padre creía que ponernos en una escuela arriba de
nuestras posibilidades económicas reales nos iba a dar dos
cosas que no se enseñan en las aulas y que son más necesarias
en el mundo laboral: ambición y relaciones. Las obtuvimos,
sí, pero venián mezcladas con cosas que tardamos años en
digerir. Lo aprendí yo cuando salí apenas bien librado de una
demanda por lesiones y lo aprendió Rubén, nuestro hermano
mayor, después de su divorcio, después del pleito por las
niñas, pero sobre todo, después de que tantas relaciones le
sirvieran poco para evitar que se quedara sin dinero. Nadia,
sin embargo, lo había aprendido mucho antes.
Tras ese breve periodo de humillación diaria, del cual
vine a enterarme muy tarde, mi hermana se convirtió en una

46
Los tres días del gorrión

adolescente belicosa. Lo mismo un día llegaba con la lengua


perforada que con un tatuaje sobre el hombro o con el pelo
teñido de rojo. Bebía a escondidas durante la preparatoria, una
preparatoria pública a la que se matriculó después de que la
expulsaron de la preparatoria de las monjas a la que la habían
inscrito mis padres. No sé si sepa la suerte que tuvo. Rubén y
yo seguimos estudiando en una preparatoria tan católica y tan
privada como la secundaria a donde fuimos, y lo único que
aprendí ahí es que ya no había marcha atrás: mientras más se
acercaban a la adultez, esos niños que conocí se iban pareciendo
cada vez más a sus padres y cada vez menos a mis amigos.
A pesar de ir a diferentes escuelas, Nadia y yo
nos encontrábamos en bares donde nunca te pedían
identificación para comprobar la mayoría de edad.
También nos encontrábamos en fiestas donde siempre
alguien regalaba alcohol y al hacerlo se regodeaba en su
generosidad de pequeño pachá de su pecera. Con un año y
medio de diferencia, conocíamos a la misma gente, íbamos
a los mismos sitios, nos movíamos en el mismo mundo. Un
mundo del que Rubén salió muy pronto cuando se casó a
los diecinueve, escandalizando con un embarazo a la misma
gente que le sonreía siempre. Ellos lo aislaron, y entonces nos
quedó la ciudad entera a Nadia y a mí para vivirla. Esa vida
nocturna nos vinculó profundamente y ella llegó a confiar en
mí como alguna vez yo confié en mi hermano, cuando él era
el héroe de mi infancia. Yo solapaba a Nadia en algunas de
sus escapadas; ella escondía de mis papás las botellas cuando
inspeccionaban mi habitación. Hablábamos sin pelos en la
lengua, sin temores ni vergüenza, lo mismo de drogas que
probamos y de bares que nos gustaban que de parejas que
queríamos a ultranza o de cogiditas a escondidas con gente
que nunca más íbamos a recordar.

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Luis Miguel Estrada Orozco

Un día, ya en la universidad, la ponzoña que Nadia llevaba


dentro se purgó y al final de su carrera las malas calificaciones
que la habían acompañado por casi diez años de su vida se
esfumaron, el comportamiento errático se corrigió y, a
diferencia mía, supo confinar alcohol, fiestas y desmadre a un
severo ritual de fin de semana. Se convirtió en una morena
esbelta con gestos de pantera y el cabello más abundante que
ha tenido ninguna mujer jamás y, alguna vez, en una reunión
informal de su primer empleo tras graduarse, se reencontró
con una de las niñas que le hicieran la vida imposible durante
los dos años decisivos de su pubertad informe. La mujer,
de pelo ralo y piel fofa, se había casado con alguno de sus
compañeros de trabajo y le preguntó si iba a ir a la reunión
anual de exalumnos de la secundaria.
—A verte a ti, no mames —le dijo—. En la secundaria eras
una cabrona y ahora eres una hipócrita de mierda.
Dejó secos a todos los presentes, pero si quedaba alguna
gota de veneno, se salió el día que mordió a la propia víbora
que la había atacado a ella. Al menos, es lo que pensaba hasta
que ella trajo a colación el tema.
—¿Por qué preguntas por el bullying? —le pregunté con
tiento.
—Por lo de siempre. Por la escuela, por los niños.
Por una ironía extraña, Nadia había terminado trabajando
como oficinista en una escuela aún más exclusiva que la
secundaria en la que nosotros estuvimos. Era una escuela con
kínder y primaria, de currículo bilingüe y una lista de útiles
escolares que incluía un iPad. Por cualquier razón, a alguien
se le había ocurrido que había una relación íntima entre usar
productos Mac y aprender las tablas de multiplicar. En un afán
cosmopolita, y tal vez para no dejar fuera a los niños de las
fantasías que veían en la televisión, celebraban tanto fiestas

48
Los tres días del gorrión

mexicanas como gringas. A nadie le parecía surrealista que en


septiembre los niños se vistieran de charros y de escaramuzas,
y mes y medio más tarde se disfrazaran de zombies y vampiros,
solo para pintarse el rostro de catrinas de Posadas dos días
después. Luego, a finales de noviembre, los paseaban en
atuendo de puritanos y de indias Pocahontas, y en diciembre
se vestían de Juan Diegos y de guares. La revoltura me sacaba
de mis casillas y me parecía una aberración a todo trapo. A mi
hermana le pagaban bien. Le daban una beca completa para su
hija, Diana, y tenía flexibilidad de horarios.
—¿Los niños qué, Nadia? Esos no son tuyos. Tú nada más
anótalos en las listas y sanseacabó.
—¿Cómo que los niños qué, si los conozco a todos? A
veces estoy revisando papeles y listas y cuando escribo o leo
un nombre me viene a la mente una carita. A veces hasta me
doy cuenta de que estoy sonriendo sola cuando me acuerdo
de los chiquillos. —Lo cual era un cambio. Cuando empezó el
trabajo durante semanas le molestó que los niños se acercaran
a ella y le hablaran mientras los padres estaban en juntas con
el director o con los maestros. Se quedaban en el pasillo que
da hacia la oficina principal, enfrente de su área de trabajo y
le hablaban. Le confiaban secretos sin saber, como no saben
los niños, por qué un secreto es importante y qué se rompe
cuando lo vulneran. “Mi papá no duerme con nosotros”. “Mi
hermano se hace en la cama”. “Mi mamá nunca ve la televisión
sin su vodkita”. Cuando los niños empiezan a guardar secretos
es que han descubierto la vergüenza.
—Algo así como me imagino que les pasa a las niñas de
Rubén —me dijo, y ambos recordamos el tufillo a catástrofe
que tenían algunos momentos de sus peores crisis, como
cuando una tarde llegó a casa y había otras cerraduras, o
cuando tuvo que mudarse a la casa de mis padres y vivió

49
Luis Miguel Estrada Orozco

meses ahí, moviéndose como una fiera enjaulada tratando


de sanar una herida invisible—. Una las ve sonriendo, pero
siento que de pronto se les salen cosas. Se dan cuenta de que
no debían decirlo y se ríen para ocultarlo, pero una ya sabe lo
que hay debajo de esa risa.
—¿Tiene algo tu hija? —le pregunté, porque la plática iba a
algo, pero ella no parecía querer llegar.
—No. Diana está bien, así como la conoces tú, hablantina,
ideática, torpecilla para bailar, bien bonita, pero no sé. ¿Qué
tal que no le dura para siempre?
—¿Por qué no va a durarle? ¿Te da miedo que le pase lo
que te pasó a ti con aquel par?
—No me da miedo. Si lo piensas, en estos tiempos hasta
sería buena suerte. Lo que me pasó a mí no fue tan grave en
comparación con lo que ahora hemos visto en las escuelas,
con las cosas que nos platican las personas de la Secretaría de
Educación que pasan en las federales.
—No fue tan grave, pero te duró un rato sacártelo.
—Lo que tardé en sacarme no fue nada más eso.
Fueron todas las cosas que se fueron acomodando y
desacomodando desde entonces. Lo de mis papás, lo tuyo
que te va y te viene, lo que nos contó Rubén después de su
“accidente”. —Una experiencia casi mortal que tuvo al final
de los meses que pasó viviendo en casa de mis padres tras
su separación—. Cosas y cosas que tenemos todos, que son
normales, pero que no sabemos que son normales hasta
que somos adultos y hablamos con más gente que también
trae sus cosillas ahí guardadas.
Cosas a las que ella ha podido enfrentarse con más éxito
que cualquiera de los tres. Las grietas que nos pueblan a Rubén
y a mí tienen nombre y tratamiento; caben en la enciclopedia.
Pero a veces siento que mi hermana carece de ellas. Nadia

50
Los tres días del gorrión

ha aprendido a sanar a pesar de que la ha pasado tan mal


como cualquiera. Carece de cicatrices perdurables y por eso
nos parece indescifrable. Nadie ha escrito todavía un tratado
sobre un alma que sana sin huellas de fracturas.
—Entonces el problema sí es la escuela.
—Sí. En la semana hubo un niño que llegó en medio del
recreo de los de la primaria. Álvaro Mendoza Herrera —dijo
y tomó aire, y quizás cerró los ojos o volteó para otro lado—.
Álvaro. Va a pasar a la secundaria el siguiente año, está con los
grandes. En la primaria le dicen “los grandes” a los de sexto,
pero son unos chiquitillos —se rio—. No es la primera vez que
Álvaro se aparece en la dirección cuando hay recreo o a la
hora de la salida. Ahí me tienes reuniendo documentos para
la Secretaría o lo que sea, y el chiquillo se aparece de la nada.
Ni cuenta me doy y ya está ahí sentadito, muy quieto.
»No habla, no dice nada y juega con sus manos o ve un
juego de video. Lo ve. No juega con él. Creo que nada más ve
los videos de muestra o algo así. A veces levanta la mirada y
se queda viendo a algún lado. Parece que le sonríe a algo o a
alguien. Luego vuelve a lo suyo y aunque le hablo y trato de
hacerle plática entre todo lo que estoy haciendo, apenas y me
responde. Pero no es cortante ni grosero. Álvaro. Le pusieron
un nombre de adulto y ya es como un adulto chiquito. Me
contesta con su vocecita muy correcto cuando le pregunto si
busca o espera a alguien por ahí o por qué no se va a jugar
con sus amigos. “No, miss”, me dice, “Vine a relajarme”. Así
contesta, ¿tú crees? Dice cosas que le copia a los adultos. Así
es él, bien educado siempre. Luego vuelve a lo suyo y así como
llegó se me desaparece y no lo vuelvo a ver.
—Es un niño sin amigos. No pasa nada.
—No sé. Hay algo muy raro en él. Y tengo miedo de que
haya algo mal y nadie lo note y yo sea la única.

51
Luis Miguel Estrada Orozco

—¿Por qué crees que haya algo mal con él? ¿Te recuerda
a ti?
—No. Es peor. Me recuerda a ti.
—…
—…
—No, Nadia, yo no era un niño bulleado. Era un niño
infeliz, pero por otras cosas.
—¿Qué cosas? Yo te dije las mías, ¿me puedes decir las
tuyas?
—No. Además, ya no soy así.
—¿Sabes qué tenías? ¿Nunca te ha dado curiosidad saber
por qué eras como eras?
Sí. Pero no quiero enterarme nunca. Nadia estaba
hablando de mí antes de la secundaria. Quizás cuando era un
año más joven que Álvaro. Durante ese tiempo fui un niño
que nadie comprendió a cabalidad. Todos los niños, tarde
o temprano, tienen esta misma sensación. La diferencia es
que en mi caso hay una o muchas pruebas de que era cierto.
La principal, los otros niños me evitaban como a la peste.
Los adultos de las clases extracurriculares a las que iba se
alarmaban. Me peleaba demasiado. Atacaba sin razón. A veces
decía amenazas demasiado graves. A veces hacía preguntas
demasiado complicadas. Ni siquiera parecía precoz. Había
algo mal, sí, pero nunca he querido saber qué era.
—Se me quitó cuando pasé a la secundaria. Así es siempre.
En cuanto a uno le empiezan a fluir las hormonas se vuelve
un animal y ya nada te importa. Te tiras a correr como loco,
te enajenas con cada erección, sueñas, piensas, te ríes, haces
deportes…
—Te roban tu manopla de béisbol.
—Y tu hermano la recupera por ti.
—Rubén siempre te ha tenido en su club de fans.

52
Los tres días del gorrión

Me quedé en silencio y Nadia entendió que se le había ido


el momento para preguntar lo que quería saber. El momento,
en realidad, no se le había ido, sino que yo me escabullí en
cuanto tuve una oportunidad. Nadia volvió a interrogarme.
—¿Has hablado con él desde que tuvo su “accidente”?
—No. Apenas algo. Ahora que ya se mudó a su
departamento y que está con las pláticas de la custodia no sé
ni cómo hablarle. La última vez que hablamos fue justo el día
del “accidente”.
—Espera, ya nunca nos hemos vuelto a reunir para una
comida de domingo todos juntos… ¿Viste tú aparte a Rubén?
¿Hablaste con él antes o después del “accidente”?
—Antes, como cinco minutos antes. Llegué temprano
buscándolo. La casa estaba vacía. Nomás él y yo. Creo que le
dije algo que no debí decirle. Le pregunté por qué se habían
separado Renata y él. Le insistí mucho, no sé por qué. Me dijo
algunas cosas que no quiero repetir, pero tenía razón en todo.
Luego se subió a abrir la rejilla del tragaluz para sacar a un
gorrión que se había metido…
—¿Era un gorrión? ¿No había sido algo con el perro de mi
papá?
—…No, era un gorrión. Alguien dejó la puerta abierta y
entonces se metió el pájaro. Rubén estaba ya en el límite. Tú
lo viste: casi había dejado de comer y de dormir; estaba con el
dinero hasta el cuello. Ahí fue que se enajenó con el gorrión
porque el animal imbécil no se podía salir. Se confundía.
Así duró tres días y Rubén, como te digo, se obsesionó con
ayudarlo. Le ponía comida, le acercaba agua, le hablaba
durante las noches. El gorrión no sabía qué hacer, más que
asustarse y volar al tragaluz de la estancia de la casa de mis
papás, sentiría el sol o el aire de la noche, pero a cada intento
se estrellaba y se tenía que volver a esconder. Rubén me

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Luis Miguel Estrada Orozco

estaba contando todo eso cuando hablamos y le pregunté lo


que no tenía que preguntarle.
—¿Estabas tomando otra vez?
—Sí, pero eso no tuvo nada que ver.
—Claro. El alcohol nunca tiene nada que ver.
—Es en serio. Lo traté de ayudar. Rubén se subió al tragaluz
con una cuerda, un cincel y un martillo. Amarró la cuerda al
armazón del tragaluz y se sujetó a ella para no caerse. Estaba
fuera de sí, estaba furioso como no lo había visto nunca.
—Y eso que se agarraron a golpes mil veces tú y él.
—Sí, pero esto era distinto. Se había traído un cincel y
un martillo y con esos le pegó a una rejilla de ventilación.
Le metió de chingadazos como si quisiera matar a alguien.
Pero algo hizo que no vi, y cuando la rejilla salió botada él se
enredó con la cuerda y se cayó. Se quedó colgado un rato por
el cuello y yo estaba abajo, corriendo como pendejo viendo
cómo lo ayudaba, pero no podía hacer anda y él pataleaba.
El gorrión le daba vueltas alrededor, gritando como si
estuviera poseído, como si no fuera un gorrión. Cuando
pensé que estaba dejando de moverse, Rubén buscó algo en
la cuerda y le dio un tirón que lo soltó y se fue al piso. Estaba
llorando, estaba riéndose, no sé qué estaba haciendo pero se
veía casi feliz.
—¿No has vuelto a hablar con él desde entonces? Ya
pasaron más de tres meses.
—Nunca terminamos esa conversación. Creo que nunca
debí haberla empezado. Le fallé a él, que nunca me ha fallado.
Ahorita mismo hay una distancia entre nosotros que no había
sentido desde que nos peleamos fuerte aquella vez cuando él
iba en la prepa y yo en la secundaria.
—¿Cuándo la pelea jugando fútbol?
—Sí. Me rompió la madre y no nos hablamos en meses.

54
Los tres días del gorrión

Luego nos volvimos a hablar y todo parecía que estaba bien.


Nos echamos algún tormpito más, pero sin muchas ganas ya.
Todo duró poco porque él se fue de la casa.
—Se casó.
—Es lo mismo. Y ahora está solo de nuevo y no le puedo
hablar sin pensar que voy a hacer las cosas peores. Me duele,
porque siempre supimos qué decirnos. Es como contigo. Pero
también es diferente porque él hizo de todo por mí y yo no he
podido hacer nada por él.
—¿Cómo?
—Lo de la manopla que dijiste hace rato es un buen
ejemplo. Oswaldo Rendón me la chingó un día que la llevé a
la secundaria.
—Mi papá estaba ahorcado de dinero y así y todo te la
compró. Ni siquiera te gustaba el béis.
—No, pero estaba de moda. Todo el mundo vería la Serie
Mundial y llevaba a la secundaria manoplas oficiales de las
Grandes Ligas. Se tiraban pelotas en los recesos. Cuando me
las aventaban a mí, pensaban que me iban a asustar, pero las
agarraba a mano limpia.
—Rubén te tiraba piedras y hacías lo mismo.
—Sí, a lo mejor no me hacía falta la manopla, pero quería
más. Mi papá me la compró encabronadísimo. Era roja y
su único defecto era que era hecha en México, pero no me
importaba. Me la ponía encima de la cara para oler el cuero
nuevo y le daba un jalón hasta que no me cabía más aire. La
llevé a la escuela y fue un fracaso. Encima de que se rieron de
mí porque no era oficial, se me perdió ese mismo día. No pude
decirle a mi papá. Le dije a Rubén, como siempre.
—¿Y luego? —me preguntó Nadia, dándome sedal.
—Pasaron semanas y entonces Oswaldo la llevó a la
escuela. Era más grande que yo, de la edad de Rubén, y

55
Luis Miguel Estrada Orozco

cuando le dije que esa era mi manopla, que me la devolviera,


el tipo ni siquiera me hizo caso. Le había rayado su nombre
por todos lados y me dijo que la tenía desde hacía años.
Estaba tan convencido que me hizo dudar a mí. Rubén se
enteró, me dijo que no fuera pendejo; luego, no sé cuándo
ni cómo, fue a verlo y lo siguiente que supe fue que Rubén
llegó a la casa con mi manopla y me la devolvió. Algo le ha
de haber dicho a Oswaldo que lo hizo cagarse de miedo. Para
cabrón, cabrón y medio.
—¿Oswaldo se acordaba de eso cuando te volvió a ver?
¿Cuándo trabajaste en el despacho con tu amiga Ana?
—Ana. Oswaldo era su jefe y la embarazó. Se casaron.
No sé para qué, si el cabrón se tiraba a media oficina en el
estacionamiento techado del edificio. Le ponía el cuerno a
Ana con devoción y un día le llamó desde ve tú a saber dónde.
“Oye”, le dijo, “No voy a volver porque me están buscando”.
—¿Para matarlo? ¿Con quién se estaba metiendo?
—No. Lo buscaba la policía. Hizo un fraude muy a la
ligera y con eso se jodió la vida; se fue a otra ciudad, dejó a
su familia, se ha de haber cambiado de nombre, no sé, ve tú
a saber. Cien mil pesos. Menos de un cuatrimestre del sueldo
que tenía. Una cosa inexplicable, porque encima, cuando Ana
me lo contó, me dijo que ni siquiera parecía arrepentido. Hay
gente que lo pierde todo cuando la pescan. Pierden la cara,
pierden la paz, pierden la vida. Él no, porque le valía madre.
Cuando me enteré no pude dejar de pensar en mi manopla y
en las cogidas a escondidas, en la imagen tan perfecta de un
canalla que lo fue desde que era un niño y a nadie que lo haya
conocido debería sorprenderle. Casi sospecho que no robó
el dinero porque pensó que lo necesitara, sino porque se le
antojó chingarse a alguien y pensó que no lo iban a agarrar...
No había un Rubén que le pusiera un alto. Porque eso me hace

56
Los tres días del gorrión

volver a tu pregunta: no, jamás me hicieron bullying. Cualquier


cosa que me sobrepasara, Rubén estaba allí. A mí nadie me
ponía una mano encima porque Rubén no le aguantaba mierda
a nadie. Si hubiera hecho falta me habría sacado del infierno.
Aunque yo no pude ni sacarlo ni de su silencio cuando le hice
falta. ¿Por qué querías saber todo esto? ¿Te respondí?

Pasaron algunas semanas sin que hablara con mi hermana.


Tuve que buscarla porque mi madre me soltó una bomba
como al descuido. Los había llamado para hablar con mi
papá sobre dos cosas que sabía que él había resuelto en su
trabajo y que ahora me urgía sacar en el mío. Buscaba, como
siempre hacemos con los padres, lucrar con su experiencia
como un modo de compensar los años de distancia. No lo
encontré, pero no me escapé de hablar con mi mamá una
hora o algo más.
—¿Hablaste con Nadia? —me preguntó un poco antes de
colgar.
—Poco. Hace ya rato. Nos acordamos de cuando la jodían
sus amiguitas y de cuando me robaron la manopla.
—Pobre Rubén, tuvo que ir por ella —dijo, conmise-
rándose de su hijo mayor, su primogénito, en quien pone sus
complacencias.
—Pobre del otro, dirás.
—No, pobre Rubén. Iba bien asustado cuando la fue a
recuperar, ¿nunca te contó? El otro estaba grandote y Rubén
siempre fue flaco. Así y todo se le fue a parar enfrente. Y
encima ni te gusta el béisbol.
—Rubén nunca me dijo que tenía miedo —le dije.
—Todavía no aguantabas mucho. Te ponías muy mal con
cualquier cosa y Rubén te protegía hasta de las malas noticias.
Por cierto, cuando tengas tiempo habla con Nadia. Le va a
hacer bien.
57
Luis Miguel Estrada Orozco

—Sí, yo hablo con ella. ¿Todo en orden?


—Más o menos. ¿Te contó de Álvaro?
—Me contó de un niño de la escuela que le da un poco de
grima…
—No es grima, es preocupación…
—Pues quién sabe si no se está proyectando ella en el niño.
—No, no es eso. La cosa ya cambió de color y sí conviene
que hables con ella. El niño apareció cortado.
—¿Lo cortaron? ¿Quién fue?
—No me hagas preguntas, yo ni sé. Habla con Nadia. Ella
quedó en medio de todo.
—¿Ella, por qué? Con la tonelada de trabajo que le
cargan, ¿ahora la van a hacer responsable de cuidar también
a los niños?
—¿Tú crees que les importa? ¿Qué les va a importar? Si
puedes hablar con ella, hazlo. No pasa nada si no. Yo sé que
tienes tus cosas y que no te gusta que te importunemos con
las nuestras.
—No es eso.
—Es que tienes corazón de pollo. Es que al final todo te da
miedo. A ti no te pasó nada, pero a otros sí.
—¿Qué es eso, mamá? ¿Por qué te vas contra mí?
—Disculpa. No me gusta que me toquen a mis hijos.
Ahorita son Rubén y Nadia, pero también a ti he buscado que
no te pasen cosas. No me gusta que pasen estas cosas, pero
no puedo hacer nada. Nada. No puedo hacer como antes e ir a
hablar con los profesores o con los papás hijos de la chingada.
Me tengo que sentar cruzada de brazos y siento que no me
enteré de todo lo que les pasaba cuando eran niños y menos
me voy a enterar ahora que son adultos.
—Ya. Pues confía en que nos educaste al menos con
sentido común.

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Los tres días del gorrión

—No sé qué tanto sentido común teníamos entonces.


Los niños ahora van al psicólogo antes de que las cosas nos
exploten en la cara. ¿No te hubiera hecho bien a ti?
—Todo el mundo me lo ha dicho. Estoy seguro de que me
habría caído muy bien, pero ahora mismo ya no me interesa.
—¿No le hubiera hecho bien a Rubén? ¿No habría dejado
de aterrarse cuando le explicaron qué era el infierno y por
qué tenía que ser bueno?
—Eran terrores infantiles, tienen nombre. Rubén no tiene
ningún trauma del tamaño de lo que te imaginas.
—¿Y tú, que hablabas solo? ¿No fue por eso que nos dimos
cuenta de que casi te agarra aquel hijo de puta? ¿No fue por
eso que te cortabas?
Mi madre había traído a colación dos hechos de los que
yo no había vuelto a hablar. No quise seguir la conversación
y colgué sin darle más explicaciones. No pude llamar a Nadia
de inmediato. No quería tener en la cabeza lo último que me
había dicho mi mamá cuando hablara con ella, pero sabía que
la madre le mandaría un mensaje a la hija diciendo que había
hablado conmigo. Pasé el resto de la tarde con vodka y una
película que abandoné antes de la mitad de la botella. Para no
quedar como un hablador, llamé a Nadia. En cuanto le dije que
había hablado con mi madre, ella supo a qué venía la llamada.
—Te habías tardado, carnal —me dijo—. Ya casi sentía que
no me marcabas.
Nos quedamos callados un momento. Luego la escuché
dar un jalón profundo de aire, preparándose para soltar la
historia antes de que pudiera arrepentirse. La escuché.
El niño Álvaro había ido un día a la dirección, me dijo.
Había ido como iba varias veces, como Nadia me había dicho
que se aparecía de la nada, pero esa vez no se había quedado
callado sino que había empezado a llorar, a llorar con la cara

59
Luis Miguel Estrada Orozco

baja, a llorar tratando de hacerlo en silencio, a llorar como


cuando un adulto llora por rencor, por rabia, por dolor o
por vergüenza. Álvaro no dio explicaciones y Nadia trató
de calmarlo. Luego quiso saber qué había pasado y empezó
por lo obvio. Habló con los profesores, pero nadie tenía idea.
Entonces habló con la dirección y le pidieron que contactara
a los padres. Antes de que pasaran por su hijo, como quien no
quiere o no sabe, Nadia le preguntó al niño si había algo mal
en casa, más o menos como el psicólogo había preguntado en
nuestra casa cuando ella tuvo su propia situación. Igual, no
había respuestas y al niño lo inundaba una tristeza que tenía
un color distinto.
Nadia había empezado a atar cabos en su mente porque
después de pasar tanto tiempo ahí, después de armar los
expedientes de todos los alumnos, de todos los profesores,
de todos los empleados, sabía vida y obra de cualquiera que
estudiara o trabajara ahí. “No me olía bien”, me decía en el
teléfono. “No me olía bien y no me olía bien”.
El niño Álvaro se desapareció durante algunos días sin
explicaciones y lo siguiente que ella supo fue que los padres
habían pedido hablar con ella, solo con ella, aunque el director
y la mesa directiva exigieron que hubiera más gente de la
escuela presente en la charla con los padres.
—¿Qué fue lo que le pasó? —le pregunté a Nadia, que
tardó un poco en contestar, como si quisiera ordenar las cosas
para que no le salieran envenenadas por alguna emoción.
—Me dijeron que no sabían. Tan solo me dijeron que
Álvaro no quería hablar. Me dijeron que el niño estaba cortado,
pero no me dijeron casi nada más. Al principio no nos dijeron
dónde estaban los cortes o cómo eran, si son profundos o
superficiales, o con qué fueron hechos. Los papás no quisieron
soltar prenda, pero me tuvieron allí durante horas. Primero

60
Los tres días del gorrión

muy correctos y luego estaban encabronados y luego ya no sé


ni qué sentían. Al final preguntaron algo más claro. Querían
saber si al niño le estaban haciendo daño en la escuela, pero
me lo dijeron de tal modo, no sé, como si el daño en la escuela
y los cortes fueran parte de lo mismo, pero no exactamente la
misma cosa, ¿me entiendes? Creo que querían saber lo que yo
misma no estoy segura, pero sospecho después de oír todo lo
que me dijeron, carnal. Son cosas que no quería oír.
—¿Y qué piensas? —le pregunté, y de nuevo la escuché
acomodarse el teléfono, o a lo mejor escuché crujir mis
dientes cuando apretaba la mandíbula.
—Creo que el niño se cortó solo, se cortó a sí mismo. No
creo que nadie le haya hecho los cortes. Pero eso no es todo,
porque lo que me estoy temiendo es mucho peor. Creo que
lo que sea que le pasó a ese niño fue más grave que cortarse
la piel. Más grave, ¿me entiendes? Tan grave que no quiere
decirle a nadie qué fue lo que le pasó, Alvarito, mi niño.
—Ya. Ya te entiendo. ¿De quién sospechas?
—Uno sospecha de los adultos. La primera sospecha
siempre es así. Los papás, algún tío, un primo mayor, incluso
si no es un adulto, alguien más desarrollado, alguien maleado
ya. Alguien así, ¿te acuerdas?
—Me acuerdo. Me acuerdo mucho mejor que ustedes y
por eso me molesta que me lo sigan recordando. Me molesta
que cada vez que el tema sale parezca que tengo algo que
esconder. No tengo nada.
—¿Y la cicatriz?
—La cicatriz ahí está. Eso es todo, ¿por qué no pueden
creerme? Rubén estaba ahí y hasta él ya les ha dicho que la
cortada fue un accidente.
—¿Un “accidente”? ¿Así como te empezaste a juntar con
él por “accidente”?

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Luis Miguel Estrada Orozco

—¿Por qué quieres que te hable de esto?


—Háblame. Tú le hiciste a Rubén una pregunta que no
te quiso contestar. Ahorita no puedes ayudarlo a él, pero me
puedes ayudar a mí. Ayúdame a mí ahora, para eso eres mi
hermano mayor.
Nadia supo dónde poner presión. Entonces fui yo el que
se quedó callado un momento y organicé lo que quería decirle.
—Nadie me hablaba. A veces yo mismo me escondía de
Rubén o me escapaba, no estoy seguro por qué. A veces no
quería ver a nadie. Por eso acababa hablando solo. Todavía
hablo solo cuando nadie me oye. Me pongo a pensar o imaginar
cosas y sin darme cuenta ya estoy diciendo cosas en voz alta
hasta que me doy cuenta de que alguien me está viendo y
me callo. Estaba así, un día hablando y él se puso a hablar
conmigo. Me lo encontré así, nada más. Mi papá nos echaba a
la calle a diario, alguna vez iba a haber un riesgo, ¿no?
Vivíamos en una casa de interés social y mi padre hacía
la siesta. Algo que a finales de los ochenta aún existía y ahora
parece abolida por decreto. Él tenía que dormir después de
pasarse la mañana en la oficina porque iba a volver allá y se
iba a estar ahí seis horas más. “Trabajo medio día. O sea, doce
horas completas”, decía.
Los niños me evitaban porque en el futbol les metía
fuerte la pierna y después nos íbamos a las manos. Las niñas
me acusaban de haberles tirado balones en la cara. Rubén era
el único que pasaba tiempo conmigo, pero a veces ni a él lo
quería ver. Fue cuando conocí a Fito. No sabemos por qué
pasaba tanto tiempo en la colonia. Era un primo lejano de
alguno de los niños que vivían por ahí y él mismo vivía en
alguna de las colonias más al sur de la nuestra, más al sur de
la civilización. Tendría unos quince años. Era moreno, muy
moreno, alto, caminaba erguido y casi podría decir que era

62
Los tres días del gorrión

atlético si no fuera porque la palabra es correoso. Era un chavo


de barriada, un morrito de colonia, un tipo que pertenecía a
una preparatoria federal pero que no iba a la escuela en ningún
lado. Fito, que andaba por ahí, se ponía a caminar conmigo
cuando los demás me dejaban solo. Así, a caminar y hablar
conmigo. Ni siquiera recuerdo exactamente de qué o por
qué hablábamos tanto. Solo recuerdo que dábamos vueltas
por la calle, que él fingía hacerse como un niño conmigo y
yo pensaba en que era un poco mayor solo estando con él.
Me imagino que me preguntaba sobre juegos, sobre deportes,
aunque tal vez sobre novias o cosas así. Cuando Rubén se fue
al viaje del primero de secundaria a Guanajuato me pasé un
fin de semana de arriba a abajo en la colonia caminando con
Fito. Rubén volvió y me dijo que había traído algo secreto,
algo que no podía decirle a nadie. Y ahí, en la habitación que
compartíamos, me enseñó dos hojas resplandecientes, dos
cuchillos de auténtica plata guanajuatense que de inmediato
fuimos a probar a la calle y con los que hicimos heridas gruesas
en el árbol que estaba lejos de la casa y que escalábamos para
pasar el rato. Un árbol abandonado en un terreno despoblado
en medio de dos colonias diferentes: una que arañaba la clase
media y otra que buscaba subsistir. Afilamos los cuchillos en
secreto, los metimos en sus fundas de cuero oloroso como
el de la manopla y los guardamos para que nadie los mirara
nunca, porque mi padre nos los habría quitado en el acto.
Ya éramos bastante peligrosos para nosotros mismos con las
manos vacías. Era una estupidez que anduviéramos armados.
Mi madre habló conmigo. Le habían dicho, alguien, que
tenía un amigo que no tenía por qué tener y me había hecho
preguntas. Luego, un día que estaba hablando solo se me salió
“Le voy a decir a Rubén”, y mi madre sospechó lo peor. La
recuerdo preguntándome qué hacíamos juntos, qué me decía,

63
Luis Miguel Estrada Orozco

qué me mostraba, a qué me pedía que jugáramos. Me decía


cosas ambiguas como “No te quiero en pendejadas”, “Bien
sabes de lo que estoy hablando”, y estaba enojada de verdad
conmigo. A mí se me escondía el peligro detrás de su lenguaje,
me daba curiosidad, pero no lo alcanzaba a comprender del
todo. Sabía que había algo inadecuado en que alguien de su
edad pasara tanto tiempo con alguien de mi edad, pero no
podía decir a ciencia cierta qué.
—¿Por qué no le decías a nadie qué hacían juntos? —me
preguntó Nadia.
—Es que no hacíamos nada —le dije—. Me acuerdo que
me hacía sentir mayor. Pero no me acuerdo de que tuviéramos
grandes temas de conversación o secretos qué guardar.
Cuando mi mamá habló conmigo y me preguntó “¿Qué le vas
a decir a Rubén? ¿Te ha pedido que le guardes un secreto?”, yo
sentí que tenía que confesarle algo terrible. Pero la verdad es
que no tenía nada qué decir.
—Así están los papás de Álvaro. Empezaron preguntando
muy tranquilos y poco a poco la cosa fue subiendo de tono.
Me gritaron. Me dijeron cosas y se desahogaron conmigo. Si
así se pusieron conmigo en la escuela imagínate cómo se han
de haber puesto con el pobre niño en su casa y sin nadie que
lo defendiera. Mi mamá sabía lo que quería escuchar. Todos
sabemos qué es lo que hay que confesar o lo intuimos, pero
no hay quien se anime a decirlo en voz alta. No vamos a saber
cómo lidiar con las consecuencias una vez que lo digamos.
—¿De quién sospechas? ¿Les dijiste al menos eso?
—Sí, les dije. Y creo que me van a correr por eso, carnal.
Voy a perder mi trabajo y voy a sacar a mi hija de la escuela
y quién sabe cómo paguemos la hipoteca y a ver en dónde
vivimos nada más con lo que gana Antonio. El niño tiene
los cortes en sus partes. Creo que por eso nadie quiere decir

64
Los tres días del gorrión

nada. Cuando estaban en lo más duro de la plática, cuando ya


hasta el director tuvo que intervenir para que se calmaran,
algo sí quedó claro. No sé cómo, pero estoy segura de que los
cortes se los hizo él. Él se cortó como tú te cortaste, y no me
sigas diciendo que fue un accidente.
Mi corte era distinto. Me habían prohibido juntarme con
Fito, pero cuando Rubén fue a uno de sus entrenamientos
de básquetbol me quedé solo en la calle, con mi cuchillo
de plata, intentando con obcecación de infante lanzarlo
contra el árbol y clavarlo como se veía en las películas. No
lo conseguía y de la nada apareció Fito. Tomó el cuchillo
del suelo y dio varios pasos hacia atrás hasta quedar junto a
mí. Tiró el cuchillo y lo clavó al primer intento. Lo sacó del
árbol. Volvió a dar dos pasos hacia atrás y lo clavó de nuevo.
Yo empecé a reírme como un loco. Me imaginaba que Rubén
se iba a quedar sorprendido cuando, a su vuelta, yo fuera un
experto lanzador de dagas y le pedí a Fito que me enseñara.
Él se puso detrás de mí. Sujetó con su mano enorme y áspera
mi mano dócil que se enfrió al tacto. Respiraba.
—A ti no tienen por qué correrte, Nadia. Si alguien le
hizo algo a Álvaro hay que denunciar. Son niños ricos. Si está
en esa escuela sin estar becado, la familia de Álvaro tiene
dinero. Tienen dinero, o sea que tienen modo de chingar.
—Ese es el problema. Que no fue ningún maestro, que
no fue ningún pariente. Fueron los otros niños. Los otros
niños y por eso me siento con ganas de vomitar. Eso fue lo
que entendí cuando ellos me estuvieron preguntando y yo
estuve leyendo entre líneas y atando cabos en la cabeza de
lo que estuve pensando y preguntando. No lo puedo afirmar,
no lo puedo decir a ciencia cierta porque no tengo ninguna
prueba, pero así como mi mamá sabía que había algo mal
con Fito, así sé yo que fueron esos niños, esos engendros,

65
Luis Miguel Estrada Orozco

esos cabrones, iguales a sus papás que toda la vida se han


salido con la suya, que no podemos mantenerlos a raya, que
no podemos dejarlos fuera porque no hay modo de decirle
que no a esa gente.
—¿A esa gente?
—Y a sus hijos. Mi jefe quería una escuela de élite. La
colegiatura cuesta una obscenidad, ¿quién crees que puede
pagarla? Ahí van los hijos de un puño de fresas que conocemos
de hace rato, tres o cuatro becados, pero ¿quién crees que
acaba ahí tarde o temprano?
—Políticos y narcos.
—Y sus hijos. Y sus hijos que son lo mismo que ellos. Sus
hijos, que ya vieron a sus padres haciendo lo que quieren.
Esos muchachos hijos de su puta madre que pesco viendo
pornografía monstruosa en los pasillos, que no tienen ni la
menor pizca de inocencia, que hablan de pistolas, que hablan
de guaruras y de meterle mano a las sirvientas, carajo, que
tienen doce años y ya están más podridos de lo que tú y yo
estuvimos nunca. Esos hijos, esos niños, esos que se están
cebando con el Álvaro porque él no puede hacer nada. Su
papá tiene dinero, pero eso no basta. Si su papá se va a quejar
ya no amanece. Y lo mismo pueden ser los unos que los otros.
No hay modo de castigar a los culpables y van a castigar a la
que puso el dedo, que me castiguen si les da la gana, hijos de
puta, chinguen todos a su perra madre, pero Álvaro qué, se va
a joder y está jodido para siempre, como estamos todos.
—Nadia, ¿les pusiste el dedo? ¿Por qué hiciste eso?
—No hice nada. Sugerí que podían ser algunos niños y
todos supieron a quiénes me refería.
—Podrían expulsarlos.
—Y sus papás pueden mandar a quemar la escuela con
nosotros dentro.

66
Los tres días del gorrión

—¿Y no hay nada que los profesores hagan para que no


pase otra vez?
—Nada. ¿Sabes qué les enseñan en los cursos contra el
bullying? Yo misma los tengo que tomar porque se supone que
puedo ser sustituto para clases. ¿Sabes lo que les enseñan? A
reconocer las señales de un niño que es una víctima. Y luego, te
enseñan a quitarle al niño lo pendejo, a decirle que no parezca
débil, que no parezca torpe, y que delate sin que se enteren
los que lo lastiman. Te enseñan a llamar al psicólogo, a tratar
a los otros niños hijos de la chingada con condescendencia,
porque quizás ellos también sufren algún abuso. Pero eso es
una estupidez. Esos niños ya no tienen alma. Esos niños no
deberían crecer. Pero todo está hecho para que el niño que
no responde, el que no grita, el que no pega y el que no hiere
tenga la culpa de que los otros le pongan en la madre. Es
su culpa, su culpa, ¿tú crees? Es culpa de Álvaro porque es
blandengue y es pendejo; es su culpa porque es un niño dulce.
Es su culpa porque siempre, siempre es culpa de los débiles.
—Nadia, no fue tu culpa.
—Ni fue la tuya, y de todos modos no le dices nada a nadie.
—Tal vez no fue mi culpa, pero no sé qué habría pasado si
no cancelan el entrenamiento de Rubén.
—Sí sabes, carnal. Sí sabes qué habría pasado.
Fito me tenía agarrado por atrás. Me rozaba como sin
querer. El cuchillo me salía sin fuerza y tenía ganas de irme
a mi casa. Miraba alrededor y no veía a nadie. Hacía viento y
me empezó a dar frío. “Ya me voy”, le dije, y él me dijo que
no. Me abrazó con fuerza por detrás y el olor de su sudor me
picó fuerte en la nariz. Yo dejé de intuir que había peligro
y supe exactamente qué pasaba. Lo supe todo de un golpe
y me aterró. Me sacudí, me solté y caminé por mi cuchillo,
pero él saltó y lo recogió antes que yo. “Dámelo”, le dije. “¿Y

67
Luis Miguel Estrada Orozco

tú que me vas a dar?”, me dijo. “Si no me lo das, le voy a decir


a mis papás que me robaste”, dije. “¿Les vas a decir que tienes
un cuchillo? Te van a regañar a ti y a Rubén, ¿vas a rajar?”
Eché a andar hacia la casa. Quería correr pero las piernas me
flaqueaban. Oía perros distantes, pero no veía ninguno. Oí sus
zapatos tallando el polvo entre zancadas. Cuando llegamos
a los límites de la colonia, a las casas recién construidas y
aún deshabitadas, Fito me tomó la mano. Me zafé. Giré para
gritarle pero él tenía el cuchillo enfrente de mí. Me miraba
como nadie me volvió a mirar. Yo estaba vacío.
—¿Te tocó?
—No le dio tiempo. Levantó la cara y ya no estaba
viéndome. Ese gesto raro que tenía, un gesto sin cara, se le
deshizo y sonrió como si se encontrara con algún amigo.
Tenía esa sonrisa de morrito con la que parecía inofensivo,
pero yo ya sabía qué escondía tras ella. Atrás de mí estaba
Rubén. Traía una botella de refresco en una mano y su
propio cuchillo en la otra. Reventó la botella contra la
pared y me la dio. Yo la agarré por el cuello y esperé a que
Rubén dijera algo. “El cuchillo, pendejo”, le dijo a Fito.
“Quítamelo”, le dijo el otro. “Ya vete”, le dijo Rubén y dio
un paso corto hacia adelante y Fito saltó hacia atrás. Tenía
miedo el cabrón. “Pinches morritos jotos”, nos dijo y nos dio
la espalda y empezó a caminar. “El cuchillo”, le gritó Rubén.
Fito se volteó. Estaba justo a la distancia para lanzárnoslo y
clavarlo en cualquiera de nosotros, pero se quedó quieto un
momento mientras decidía. Yo no quise esperar a ver lo que
pasaba. Tenía muchas ganas de llorar y no quería que Rubén
se muriera por mi culpa. Eso pensaba. Así que hice lo único
que se me ocurrió hacer. Con la botella, me metí un tajo en
un hombro y le grité, un grito largo y fuerte y sin decir nada.
Solo grité.

68
Los tres días del gorrión

—¿Por qué hiciste eso?


—No tengo idea, pero el hombro me empezó a sangrar de
inmediato. Ahí llegó el soldado…
—¿El soldado?
—…o la suerte. “¡Ábranse a la verga!”, gritó alguien
de pronto y nos asustamos todos. Era un grito adulto y
encabronado de un hombre ya hecho, mayor. Volteamos y
vimos a un soldado solitario que venía bajando la loma. No
sé de dónde salió, no sé qué estaría haciendo, pero Rubén
también se acuerda de ese soldado inexplicable. La tierra
sonaba a vidrio molido cuando la pisaba. Un uniforme verde
con las mangas perfectamente dobladas sobre los codos. Las
botas limpias le brillaban como si hasta el polvo le tuviera
miedo. Nos pasó y dejó un olor a sudor picante y oímos su
respiración: sonaba compuesta, como si llevara media hora
corriendo y le faltara todavía media hora más. Una respiración
como la que tienen los caballos. Un olor así también. Fito se
puso blanco cuando lo vio. Bajó la mano y escondió el cuchillo.
No dijo nada y se fue caminando hacia quién sabe dónde. No
lo volvimos a ver jamás.
—¿Por eso tienes la cortada?
—Te lo dije, nada más Rubén entiende.
—¿Entiendes ahorita por qué te cortaste? ¿Entendiste
entonces por qué te habías cortado?
—Por miedo, ya te dije.
—¿Así nomás?
—Sí.
—¿No hiciste nada después? ¿Lo hablaste con Rubén?
—Nada. Todo quedó allá, atrás. ¿Por qué sigues
preguntando?
—No sé. Creo que porque necesito aunque sea imaginar
cómo se siente Álvaro. Necesito saber si ese niño va a hacerse

69
Luis Miguel Estrada Orozco

algo peor. No puedo hacer nada y quiero al menos creer que


con el tiempo va a poder lidiar con lo que le pasó.
—Todo eso ya lo sabes tú y lo saben todos. Todos se
sienten como están porque saben que lo que le pasó a ese niño
no tiene marcha atrás. Nunca, jamás. Y él sabe que todos lo
están viendo y quiere esconderse, pero no va a poder. Jamás.
Encima de todo no van a castigar a nadie porque los que
la hicieron no van a querer pagarla ni va a haber cómo los
obliguen, así que les urge echar a alguien a los perros. Y a lo
mejor vas a ser tú.
—No fue tu culpa. ¿Entendías eso? ¿Crees que lo entiende
Álvaro?
—No. No lo entiende. Porque sí fue su culpa, niño imbécil.
Sí fue mi culpa también. Sí. Sí fue. Por niño, por pendejo, por
débil, por crédulo, por no escuchar, por no hacer lo que me
decían, por no ser bueno. Fue mi culpa, Nadia, y por eso me
corté. Porque no podía quedarme sin castigo. Si Rubén no
llega a defenderme, si él no intuye que algo estaba mal cuando
no me vio en casa y no va a buscarme, yo no estaría aquí,
¿entiendes? Yo no estaría aquí y habría sido Fito el que me
habría matado.
Nadia alejó la cara del teléfono un momento. También yo.
Regresamos al aparato casi al mismo tiempo.
—No puedo ayudar a ese niño. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué vas a hacer tú? Porque ya viene la noche y vas
a tener que decidir. Y va a ser entre ayudar al niño que no
conoces a costa de quién sabe qué precio o cuidar a tu propia
hija. ¿Tú que vas a hacer?
—No importa lo que yo haga. Si les da la gana me van a
embarrar todo lo que quieran o tal vez no pase nada. A lo
mejor correrme es aceptar lo que pasó y por eso a lo mejor
nadie dice nada y todos nos quedamos callados.

70
Los tres días del gorrión

—No te engañes. Ya sabes lo que va a pasar. Crecimos en


escuelas como esa. Todos sabemos cómo es esto. Dime, ¿qué
va a pasar?
Mi hermana hizo un alto más. Ordenó lo que quería decir
y me lo dijo.
—Los papás de Álvaro lo van a cambiar de escuela y
nunca más voy a volver a saber de él. Me voy a buscar otro
trabajo, pero mientras no lo encuentre voy a seguir allí y
mi hija también va a seguir en esa escuela, nadando a diario
entre los tiburones. Ya no voy a poder ver igual a los niños.
Cada día los voy a sentir un poco más perversos, un poco más
malvados y voy a pensar que lo que nos tocó vivir a ti y a
mí palidece con lo que les toca a ellos, porque aunque no lo
pareciera entonces, tuvimos un montón de suerte. Cada que
te vea voy a pensar en tu hombro y voy a pensar en Álvaro.
—Muy bien.
—Otra cosa. Siempre voy a saber que hay algo que no me
cuentas. Pero no te lo voy a volver a preguntar.
Colgamos y no hemos vuelto a hablar de nada de eso
hasta la fecha. No sabíamos aún que lo que dijo Nadia se
cumpliría punto por punto: la retirada de Álvaro, la búsqueda
sin esperanzas del trabajo. Lo que sí supe entonces fue que
desde que hablamos ese día, desde que ella tuvo esas juntas
y desde que no ha vuelto a ver al niño, me ha parecido que
al fin hay una cicatriz en ella que no sana. Es la herida del
otro. Porque ella es indestructible, pero los frágiles del mundo
no, y en el mundo también viven todos los demonios, que no
discriminan entre habitar hombres o niños.

71
LOS PADRES
PRÓDIGOS
Un hombre tenía dos hijos…

Evangelio de San Lucas, 15:11

Por la mañana, mi papá y yo salimos hacia la Ciudad de


México. Yo tenía una junta en la que se discutiría mi cambio
a otra ciudad, entre otras cosas, y él necesitaba realizar un
trámite relacionado con su pensión. El surrealismo de la
burocracia mexicana le daba al fin un pretexto para salir del
aburrimiento del retiro y sugerirme que hiciéramos juntos
ese viaje que a él, lo fui entendiendo, le era necesario para
luchar contra la sensación de estancamiento que le anegaba
el ánimo. Se había jubilado antes de cumplir los sesenta
años y recibía una pensión del gobierno federal, para el
que trabajó treinta años. En cuanto cumplió los sesenta ese
mismo septiembre, comenzó a pensar en la muerte y en lo
que sería de mi mamá, pues ambos estaban seguros de que
él iba a morir primero. Esas intuiciones, en algunos casos,
cobran la forma de una verdad incuestionable.
—Cuando me muera —dijo después de que lo recogí en
la misma casa donde yo crecí—, el gobierno va a dejar de
depositarme, obviamente, y a tu mamá solo le van a quedar los
ahorros. Si tramito lo del Seguro Social de una vez al menos le

75
Luis Miguel Estrada Orozco

va a quedar también la pensión para las viudas mientras ella


viva. No es mucho, pero los viejos gastamos poco.
—Papá, no le hace falta nada de eso —le dije —, nos tiene
a nosotros.
—Pero Rubén tiene a sus hijas, Nadia tiene a la suya y
algún día tú vas a tener a alguien más, aunque no lo creas —me
dijo y no quise seguir hablando.
Caminé hacia el carro y él trató de adelantarse con sus
pasos cortos y algo torpes.
—Si quieres yo manejo de ida y tú de vuelta —sugirió
con algo de avidez infantil, pero de inmediato me subí en el
asiento del chofer.
No era que mi padre fuera un mal conductor. Había
manejado medio país yendo de una junta de trabajo a otra
durante treinta años, pero el problema era precisamente que
lo había hecho durante tres décadas. Ya no hacía los cambios
de carril con soltura. Se distraía buscando una estación en la
radio. Tardaba horas jugando con la computadora de viaje y
jamás, no sé por qué, jamás parecía tener alguna prisa. Sin
embargo, era un conversador excelente, cosa que también
había cambiado con la edad. Él y yo no nos hablamos durante
algún tiempo. Luego, cuando la vida siguió, nos volvimos algo
muy cercano a un par de confidentes.
Cuando yo tenía unos dos años, él nos había abandonado.
En realidad, nunca nos abandonó, sino que no volvió a la casa
en siete días. Mis padres hablaban poco sobre el tema, según
mi mamá porque era problema solo de ellos y nosotros no
teníamos nada que ver. De cualquier modo, cuando estaba a
punto de empezar la preparatoria y conocí la historia, dejé
de hablarle unos veinte meses, pero él ni siquiera notó que lo
había condenado a una especie de destierro adolescente. Al
principio, estaba demasiado ocupado en trabajar y trabajar.

76
Los tres días del gorrión

Luego, estaba Rubén. Si mi adolescencia había cobrado la


forma del silencio, la de mi hermano mayor había tomado la
del torbellino; Rubén se volvió un tipo explosivo que convertía
sus insatisfacciones, sus frustraciones, en distintas formas
de bronca con mi padre. A la fecha, y a pesar de lo mucho
que he hablado con los dos, no puedo decir que hubiera una
razón cierta. Hubo muchos gritos. Hubo mucho desmadre y
siempre pensé que iban a molerse a golpes en algún momento.
Pero mi hermano embarazó a su novia apenas empezando la
carrera y entonces mi padre y mi hermano se tuvieron que
tragar palabras, orgullo y rabia, y trabajar codo a codo para
resolver la situación. Rubén, impulsivo, feroz y todo, se quedó
temblando ante un sangrado profuso que Renata tuvo un día
mientras caminaban por la calle. El dolor la había atravesado
y tal vez por un momento pensaron en mirar hacia otro lado y
dejar que el cuerpo dentro de Renata agonizara y luego seguir
sus vidas cada cual, pero no pudieron. Descubrieron el secreto,
enteraron a las familias y pasaron bastantes malos ratos. Ese
primer capítulo acabó en un matrimonio y una nieta dulcísima.
Alejandra nació en enero. Mi padre envejeció definitivamente
a los cuarenta y cinco y mi hermano dejó de ser joven desde
los veinte. Mi padre se despedazó a tragos durante los primeros
fines de semana que mi hermano no estuvo más en casa. Le
faltaba su primogénito, el hijo en el que ponía sus complacencias
y, según supe después, había querido hablar con él mil cosas
que ya nunca le podría decir. Yo nunca me sentí como su hijo
predilecto, pero por lo pronto, era el único hijo varón que le
quedaba. Así fue como volvimos a hablar.
Cuando mi padre me miró ponerme detrás del volante noté
en él una como decepción infantil. Tal vez ya casi no manejaba.
—Bueno —dijo resignado—. Al menos hay que comernos
algo cerca de Zitácuaro.

77
Luis Miguel Estrada Orozco

—Me dices dónde salirme de la autopista de cuota —le


dije—. Yo nunca me detengo en carretera. No me gusta perder
el tiempo.
Tomamos la autopista y pasamos algunas casetas de
cobro. Yo las prefería a las carreteras federales, por seguridad.
Cerca de la caseta de Atlacomulco, mi papá miró al horizonte
aún frío y sembrado de cerros verdes. Me señaló una salida y
comimos una barbacoa que por un momento me reconcilió
con el mundo y con la vida y casi me saca lágrimas debido al
éxtasis mandibular en que me colocó.
—Estaba buena, ¿no? —me preguntó mi papá. Yo aún
no podía hablar de la emoción—. Qué lástima que no nos
hayamos ido por la federal. La zona de Zitácuaro era el límite
entre el reino p’urhépecha y el imperio azteca. Cuando
peleaban, lo hacían alrededor de la frontera entre el Estado
de México y de Michoacán, justo por esa parte de la carretera
libre. —Tal vez era impreciso, pero me gustaba escucharlo—.
Luego, durante la Intervención francesa, Vicente Riva
Palacio defendió ahí mismo el avance del ejército invasor
antes de ser gobernador del estado. Zitácuaro. Tres veces
heroica. No me acuerdo cuándo fue la otra.
—Aquí la gente se ha dado en la madre desde siempre —le
respondí—. Ahora es zona de trasiego y si nos vamos por la
federal, con mala suerte nos agarra un retén de la Maña.
—¿Tú crees?
—Es lo que dice Rubén. En Zitácuaro lo detuvieron antes
de entrar a la ciudad.
—Eso fue en Apatzingán.
—No. En Apatzingán lo fueron a ver a la obra y le
preguntaron por qué no les había avisado.
—¿A ellos qué les importa?
—Sacan tajada hasta de eso. Quieren tener a la gente
checada. Le dijeron cuánto tiempo podían estar allí, por qué
78
Los tres días del gorrión

lugares podía moverse su cuadrilla de trabajadores y por


dónde tenían que salir y a quién avisarle cuando salieran y
volvieran los fines de semana.
—¿Eso fue en Apatzingán? ¿Entonces qué pasó en
Zitácuaro?
—Le pidieron los permisos del ayuntamiento y
confirmaron su contrato con el municipio.
Mi padre sacudió la cabeza mientras nos pedíamos dos
cafés para llevar.
—A mí ya no me tocó nada de eso —dijo y subimos al
carro—. Cuando trabajaba en Tesorería viajé por esa carretera
unas cien veces —me dijo, señalando al sur y a una hilera de
pinos quietos bajo el sol y la frescura otoñal—. Cien veces y
nunca me tocó nada de eso.
—¿Por la federal? —le pregunté mientras volvíamos entre
curvas a la carretera de cuota y nos montábamos en ella con
un zumbido de saeta.
—Sí. Incluso cuando todo el mundo usaba esta carretera
nueva a veces me iba por la libre para ahorrarme los viáticos de
las casetas y completar para los gastos. Nos daban el dinero en
efectivo entonces y no nos pedían comprobación. Agarraba la
federal, me sabía todos los paraderos, todos los pueblos, todas
las barbacoas en la mañana y todas las carnitas a mediodía.
Me la sabía toda. Una vez la manejé con mi papá, cuando él ya
estaba enfermo y me dijo: “No había vuelto en treinta años”.
—¿Te acuerdas de algo de cuando vivían allá, en la Ciudad
de México?
—Me acuerdo de la carretera, del autobús en que volvimos
a Morelia.
—¿No tenían carro?
—No. Mi papá no aprendió a manejar hasta mucho
después. Yo le enseñé. Además, él no venía con nosotros.

79
Luis Miguel Estrada Orozco

—¿Y eso?
—Ya ves. Cosas de las que no se hablan. Como lo de tu
hermano y su accidente.
Dos meses atrás mi hermano había tenido su “accidente”.
Le decíamos así porque el único que había sospechado que
fuera un intento de suicidio era yo. El impacto, la emergencia
y mi incapacidad para reconstruir los hechos con precisión
lo había vuelto confuso a los ojos de mi familia, que había
decidido no usar la palabra, no sugerir el hecho, no aceptar
que la tristeza, la rabia o la frustración podían llevarlo tan lejos.
Fui el único testigo y aún hoy no puedo decir exactamente
qué pasó. Resumido, el asunto parecía bastante claro para todos
los demás: un gorrión había quedado atrapado dentro de la
casa de mis padres durante tres días y mi hermano, que llevaba
algunos meses viviendo allí por su separación, estaba decidido
a ayudarlo a encontrar la salida. Sin embargo, el gorrión estaba
tan asustado que no hallaba la puerta, sino que volaba para
estrellarse con el tragaluz que el mismo Rubén había instalado
como parte de una remodelación a la casa en la que crecimos.
Una estructura de metal sostenía una gran ventana de acrílico
a doble altura sobre el suelo. Mi hermano había atado a ella
una cuerda de seguridad mientras destrozaba a martillazos una
rejilla de ventilación. Rubén había perdido el equilibrio, había
caído y de alguna manera se había enredado el cuello con su
propia cuerda de seguridad. Por un momento, mi hermano
pendió en el aire, sacudiendo las piernas, y el gorrión que había
intentado liberar revoloteó alrededor suyo como un ave de
rapiña. Yo no pude ayudarlo. Lo contemplé como a un hombre
en el cadalso y luego lo vi caer como un relámpago y quedarse
quieto; después abrió los ojos. El pájaro había logrado escapar.
Rubén se había negado a ir al hospital y pasó tres días
encerrado, inmóvil. Rubén volvió a sus carreras para pescar

80
Los tres días del gorrión

una obra aquí, un contrato de construcción allá, una licitación


en cualquier lado. Después, no volvimos a hablar del tema
porque esa era la segunda vez en su vida que había quedado
colgado por el cuello, y cuando le conté a la familia lo que
había pasado todos recordaron el lejano día de su boda, en
que el nudo de su corbata casi se vuelve un nudo fatal en un
accidente perturbadoramente similar. Así que el hecho, sin
más, fue calificado como tal. Pero yo sugerí que podía haber
sido algo deliberado, en gran parte, guiado por una opinión
personal: si yo hubiera estado en el lugar de Rubén, si fuera a
mí a quien lo hubieran separado de sus hijas, si hubiera sido
yo el que estuviera hasta el cuello de deudas y no hubiera
tenido un solo sitio para apoyarme, lo que pasó no habría
sido un accidente.
—Yo sí creo que fue un accidente —me dijo mi padre
de improviso, dándole un sorbo al café como para sellar sus
labios y dejar la discusión zanjada.
Sus razones eran las de un padre. Para él, la crisis
había aniquilado en Rubén el instinto cazador. Nadie que
lo hubiera conocido suficiente tiempo podía decir que
a mi hermano le era natural la tristeza y la inacción. Era
expansivo y cordial, y a la gente le encantaba. Por las malas,
era explosivo y fulminante, como lo habíamos probado de
primera mano tanto mi padre como yo, pero de inmediato
volvía a la amabilidad. Precisamente por eso, decía mi padre,
reaccionaba mal cuando caminaba mucho tiempo por el
camino de los sentimientos oscuros. Los conocía tan poco
que le eran antinaturales. Solo se volvieron cotidianos hasta
que vino la separación y los trámites del divorcio, los careos
con el juez, las juntas con los abogados. Los primeros tres
meses que estuvo de vuelta en la casa de mis padres, sin
dinero para ir a ningún otro sitio más, los pasó en largos

81
Luis Miguel Estrada Orozco

silencios, en noches que pasaba sin dormir en el estudio.


Todo era indicativo de un hombre que no podía hallar la
paz, pero tampoco podía hacer nada al respecto. Más que
cualquier cosa, parecía haber perdido la capacidad de acción
y habitaba un limbo en el que el tiempo y el futuro no
existían más que como nostalgia.
—Pero nada de esto era él. Todo esto fue un accidente
—remató mi padre, porque en realidad, nada de esa
prolongada forma de tristeza coincidía con mi hermano.
—No sé —dije.
Yo no creía en la teoría del accidente por razones
similares a las de mi padre. Mi hermano, en verdad, poseía
un cierto instinto cazador que había sido minado, pero que
permanecía allí, pendiendo sobre su cabeza como él había
pendido sobre el suelo. La separación lo había herido,
postrándolo, haciéndolo buscar refugio, y nosotros lo
habíamos agobiado con preguntas que no quería responder y
consejos que no quería escuchar. Se había retraído, se había
encuartelado. Se encontraba en un sitio en el que nada de su
propia naturaleza lo podía ayudar. Le había tirado cubetadas
de agua a la pólvora de su temperamento para no estallar y
herir a alguien. Para mí, había actuado exactamente en el
sentido opuesto a todas las veces en las que yo lo había visto
confrontar a un enemigo. Cuando éramos jóvenes, yo lo había
visto pelear varias veces, sin contar aquellas en que me tundió
a golpes a mí. No era consciente de su dolor hasta después
del tiro. Se concentraba en el daño al otro y dejaba el propio
para más tarde, para cuando nadie lo mirara, incluso en su
derrota, como la vez que el Bolos lo mandó al suelo de un
golpe titánico después de recibir cuatro más, había algo de
orgullo en la expansión de su vendaval. Yo mismo, las veces
que peleé con él en la adolescencia, fui siempre sobrepujado

82
Los tres días del gorrión

por su torbellino. Alguna vez pude contenerlo por razones


puramente musculares de un desarrollo que a los quince giró
súbitamente a mi favor, pero incluso en esas veces sabía que
la contención había sido más bien fortuita. Yo peleaba para
protegerme del daño, él, para causarlo. Y sin embargo, en ese
sitio en el que estaban no había nadie para atacar. No había
forma de abrirse paso fuera de la esquina en que se sentía
arrinconado. Por ello, mi teoría era que él quiso hacer algo
suficientemente decisivo como para alejarnos a todos o para
alejarse de nosotros. Quería que lo dejáramos solo, pero no
podía obrar contra nosotros y solo tenía su cuerpo para hacer
algo. No creo que hubiera tenido la intención de terminar
consigo mismo. Tal vez lo único que quería era que ya no lo
siguiéramos mirando, pero la forma en que había decidido
hacerlo no había sido accidental. Y tampoco, por supuesto,
había sido casual que yo fuera el único testigo.
—Pero ya va saliendo —me dijo mi padre—. Lo veo menos
deprimido, se mueve más, pero creo que ahora se está yendo
hacia el otro lado. Y ese otro lado sí lo conoce mucho mejor.
—No he vuelto a hablar con él —le dije, pues lo último
que nos habíamos dicho me había dejado en la boca un
sabor culpable.
—Deberías buscarlo. Ya se trata de parecer de nuevo
a él mismo antes de todo. Se consiguió un departamento.
Vendió su camioneta y compró un carrito. Ahí va, pero
igual, cuando habla, parece que hay algo que se le quebró
dentro. Me preocupa que se le acabe la energía y que deje
que la inercia tome por él una decisión de la que se pueda
arrepentir después.
—¿La inercia? —le pregunté.
—Sus hijas. El espacio que crece cuando hay separaciones
—dijo, y volteó hacia los árboles a la derecha de nosotros

83
Luis Miguel Estrada Orozco

mientras nos acercábamos a un tramo de la carretera en


construcción.
—¿El espacio? Viven todos en la misma ciudad.
—Pero no viven ya en el mismo mundo. A uno, yo creo
que no lo vas a entender, pero yo sí, lo congela la vergüenza.
Uno siente que les falló a ustedes, que se falló a sí mismo, y
que ya no puede seguir llamándose su padre.
Mi papá miraba la larga fila de los carros, a la que nos
sumábamos como otro par de luces intermitentes pestañeando
bajo el sol, y a un hombre a lo lejos agitando una bandera de
un color anaranjado que estallaba con violencia reflejando el
sol a plomo.
Yo no sabía cuánto de su propia experiencia transfería
hacia mi hermano y cuánto de esto era algo que pudiera haber
hablado con él. Sobre Rubén, yo estaba seguro de que le sobraba
madera paternal. Posiblemente el mejor ejemplo fueran los
primeros meses de Judith, su segunda hija, que había tenido
una minúscula zona de infarto cerebral por falta de oxígeno
en algún punto del alumbramiento. Solo lo detectaron hasta
que, a unos meses de nacida, Judith era incapaz de mantenerse
al día con las previsiones de su desarrollo. La niña tardaba un
segundo de más en voltear hacia la mano que chasqueaba un
dedo. Intentaba agarrar los bloques de colores, pero su mano
parecía incapaz de seguir el trayecto marcado por sus ojos. No
arqueaba la espalda al colocarse boca abajo, sino que reposaba
casi inerte sobre su cuerpo fuerte, pero entorpecido. Al cambio
de pañal, tampoco alzaba las piernitas. Yacía laxa. El pediatra
dio un pronóstico reservado en cuanto a sus capacidades
motrices a largo plazo. Ninguna zona de la corteza en la que se
ubicaran funciones cognitivas se había dañado, pero era posible
que el delicado puente entre su mente y su cuerpo estuviera, si
no colapsado, sostenido por pilotes muy endebles.

84
Los tres días del gorrión

La solución era tan sencilla que yo no podía creer que


llegara a funcionar jamás. El médico había recomendado una
serie de ejercicios de habilitación motriz. La idea era que la
repetición de ciertos movimientos haría que las conexiones
naturales del cerebro, que habitaban una zona de derrumbe,
fueran suplidas por conexiones frescas, construidas en
algún sitio completamente nuevo e intacto. “El cerebro es
una maravilla”, Rubén me había explicado entonces, “El
cerebro puede cambiar su propio cableado muy rápido
cuando es tan joven. Solo hay que estimular, estimular y
estimular”. Cuando nos explicaba, cuando participaba en la
terapia, lo asistía su fe en la construcción. Después de todo,
él mismo había madurado precozmente en visitas de obra.
Trabajaba con Judith asumiendo su papel de supervisor de
esa diminuta instalación eléctrica que le duraría el resto
de su vida. Rubén hacía los ejercicios de motricidad con
ella a diario. La tomaba de los pies y los hacía dar vueltas,
simulando una caminata sobre una pared de aire. Le ponía
un dedo en las palmas y cuando ella lo sujetaba, él la hacía
girar el brazo, lo extendía y lo volvía a poner cerca del pecho.
Cada ejercicio estaba diseñado para imitar un movimiento
necesario y cotidiano. El cerebro de Judith aprendía a dejar
de mandar luz a una zona inservible y a iluminar como una
ciudad de noche una zona recientemente construida. Rubén
le hablaba, le decía sobre lo que hacían juntos y por qué lo
hacían, “Es para que te pongas bien”, le decía, “Para que
corras con tu hermana, para que juegues conmigo cuando
venga de trabajar”. Le explicaba lo que sabía de su problema,
de la misteriosa red de conexiones del cerebro y le besaba
las manitas y los pies. Ella sanaba. Ella mejoró y se puso al
día, y jugó; eventualmente gateó, corrió y sujetó las cosas al
primer intento solo para luego mandarlas a volar, lanzarlas

85
Luis Miguel Estrada Orozco

para ver feliz, entre carcajadas de niña, cómo se estrellaban


alegremente contra el piso.
Le conté esto a mi padre y le dije que algo más fuerte que
sus problemas las unía a ellas: esa memoria de infancia, por
ejemplo.
—No funciona así. Todo eso Judith nunca va a recordarlo
—me dijo, con la vista fija en la hilera de autos—. Era
demasiado pequeña. Para ti y para mí puede significar algo,
pero para ella, no.
—¿No lo sabe?
—No importa si lo sabe o no. No va a acordarse de eso con
el tiempo aunque él nunca lo vaya a olvidar.
—Entonces, ¿de qué van a acordarse sus hijas?
—De las peleas. De la separación. De un padre que no
volvió. Si intenta o no seguirlas viendo, va a dar lo mismo.
La memoria de los niños funciona muy extraño —me dijo, y
entre el aire que salía temblando de los toldos frente a nosotros
recordé que durante muchos años yo solo pensé en él como
un hombre temperamental y ajeno. Nunca, a pesar de que hay
toneladas de fotografías, me pasó por la cabeza recordar al
hombre que me leía en voz alta, ni al que le gustaba oírme
cantar mientras él tocaba la guitarra; tampoco al que tenía
guardados casetes viejos con mi voz gorjeando a los ocho
años; la infancia y la paternidad pueden ser la misma lección
de ingratitud—. La memoria de los niños tiende a recordar
distinto que la de sus papás. Cada cual se especializa en su
dolor, en su propia parte.
—¿Tú sabes cuál fue su parte? —le pregunté mientras
veíamos en la distancia que el hombre agitando la bandera
anaranjada señalaba una reducción de carril que solo permitía
paso en una dirección a la vez.
—Creo que sé lo mismo que tú. ¿Tú sabes algo?

86
Los tres días del gorrión

—No. Tengo teorías, pero no quiero hablar de ninguna. Si


lo culpo a él, siento que lo traiciono. Si la culpo a ella, siento
que soy injusto.
—Tú eres su hermano y te sientes así. Imagínate yo, que
los crie a ustedes. A veces estas cosas saben como a la culpa
de uno. No sé. No sé cómo va a sonar viniendo de mí, pero la
única lección es que lo que sea que haya hecho, uno no acaba de
pagarla nunca. Por eso no hay que hacerla en primer término.
Nadie que lo haya hecho te va a decir algo distinto. Nadie te
perdona. Nadie. Nunca. Y nadie tendría por qué perdonarnos.
La obra en la carretera nos había dejado inmóviles sobre
el asfalto. Éramos una canoa en medio de un arroyo seco. Mi
padre había hecho que la conversación cambiara de dirección
sin darme aviso. La había llevado hacia sí mismo.
—¿Tú crees que ya la pagaste? ¿Tú lo habrías perdonado si
hubiera sido al contrario?
—No sé, hijo. Lo he pensado veintiocho años y no sé.
Creo que ni lo habría perdonado ni lo he pagado. Creo que
no son cosas que puedan pagarse sino que son cosas con las
que se vive para siempre. A lo mejor nunca había tenido tanto
tiempo para pensar como ahora que no tengo nada más que
tiempo y todo mi tiempo es con tu mamá. Nos levantamos
y ahí estamos juntos. Nos vamos a la cama y ahí estamos los
dos, pero también está lo que hice; no se fue a ningún lado.
Ustedes ya no están y no les hacemos falta. Ahora que termine
de hacer este trámite, y por eso me interesa hacer este trámite,
ya tampoco le voy a hacer falta a ella. Me puedo morir y ella
no va a necesitarme. Yo creo que nunca nadie me necesitó en
el sentido estricto de la palabra. A lo mejor aceptar que no
hago falta es el mejor modo de prepararme para morir. A lo
mejor si me hubiera dado cuenta a tu edad de que nadie hace
ninguna falta no encuentro por qué vivir.

87
Luis Miguel Estrada Orozco

Mi padre miraba a la carretera inmóvil, como un


cementerio de autos. Después volteó la cara hacia el sur, hacia
la línea de árboles tras los que se escondía la vieja carretera
federal. Hacía un sol claro de octubre y los árboles al lado del
camino se mecían bajo un cielo azul brillante, diáfano y frío.
De los errores que recuerdo de mi padre ese fue el único
que me prometí no cometer. Yo era un niño cuando todo esto
pasó. Recuerdo algunos gritos y la sensación perpetua de una
tensión inexplicable. A pesar de que no tenían mucho tiempo
de casados, mis padres no tenían ninguna conexión más que
su enojo mutuo. Mi mamá me asegura que mi padre no estuvo
con nosotros durante una semana, pero sobre ese tiempo, a
pesar de que hemos hablado con mi padre de todo lo demás
que hay sobre la tierra, no sé nada, más que volvió y nunca se
fue otra vez. Tras la experiencia de la boda de mi hermano
eso era lo que yo veía en él a pesar de todo: dio la cara. Yo lo
había aprendido a estimar en su medida justa tal como alguna
vez odié la primera parte de la historia, visceralmente, sin
salvación ni dudas. Pero lo estimaba en parte porque yo mismo
conocí esa tentación de no estar, de la deriva. El juicio es fácil
de hacer cuando es sobre los otros. Pero cuando uno es el
objeto de la mirada, el juicio se vuelve una prisión, una cárcel
involuntaria de la que solo vemos puertas falsas y volamos
hacia ellas con ansias locas de escapar, estrellándonos como
un gorrión que busca desesperadamente una salida.
—Yo, papá. Yo no te necesité de niño, pero cuando me hice
adulto te necesité mucho más y has estado siempre aquí —le
dije mientras el hombre de la bandera naranja nos concedía el
privilegio de avanzar—. Quédate con eso. Nadie me ha jodido
peor que tú, pero tampoco nadie me ha entendido mejor.
Me parezco a ti en tus extremos y me da gusto que me hayas
escuchado cuando tenías que escucharme.

88
Los tres días del gorrión

—Ojalá que no tengas razón —me dijo. Cambié la velocidad


e inicié un rebase innecesario cuando terminó el tramo en
construcción. El carro exhaló cuando bajé el cambio y se
desperezó como un animal debajo de un sol ininterrumpido.
Mi padre seguía mirando hacia algo detrás de la línea de
los árboles al sur. Avanzamos unos tres o cuatro minutos y de
pronto fuimos los únicos sobre la carretera. Mi padre se pasó
las manos por la cara. Volvió a tomar café.
—No quiero que él se dé por vencido. Ellas siempre lo
van a recordar así y no es justo. Sobre todo porque no creo
que él sea el tipo de padre que sea mejor no tener cerca. Los
hay. Hay muchos. Hay gente que no debería tener hijos y hay
gente que jamás debería estar alrededor de un niño porque
cuando les piden un pan o un pescado les arrojan una piedra o
una serpiente. Que no tengan hijos, que se divorcien y que no
los vuelva a ver nadie jamás. Que los metan boca abajo en una
tumba sin nombre. Que los borren de la historia. Está bien.
Pero a él, no. A mi hijo, no. Tu hermano se puede divorciar y
todo el mundo que se case de nuevo, eso qué importa, pero
que no abandone, que no se vaya. Yo estuve a punto de no
volver y tu abuelo estuvo a punto de no volver tampoco. De
eso no hemos hablado, pero vamos a hablar algún día. Lo
que te quiero decir es que he sido el padre que se quiere ir y
también he sido un hijo al que casi abandonan. Sé de lo que
hablo, ¡carajo!
Desde que me mudé de su casa y él se jubiló hemos
hablado cientos de horas. Eso nos ha reconciliado y me ha
dado cierta perspectiva. Adentro de ese coche, con mi padre
tratando de controlar una barbilla que le temblaba de rabia,
sospechaba que el problema iba más allá de que él se hiciera
responsable de lo que había pasado con Rubén. Además de
sentirse responsable, no podía intervenir de ningún modo

89
Luis Miguel Estrada Orozco

directo. Él solo podía ayudar cuando se lo pedían. Ya no


podía imponerse.
—No importa cómo se arreglen ni todo lo que Rubén
haga. Esto que está pasando ahora va a ser lo único que
recuerden por años, te lo digo yo. Dime si estoy equivocado.
Esa única semana te ha pesado más que todo el tiempo que
estuve para ustedes.
Cuando mi padre aún podía quebrar la luz con un grito,
cuando empuñaba las manos y el aire crujía, cuando todavía
era capaz de todo esto, mi padre se montó a un potro de
alcohol y cabalgó la noche. Desapareció siete días y después
volvió. Fue todo lo que supe durante algún tiempo. Tal vez
no me habría enterado del resto de los detalles si no hubiera
tenido yo mismo mi propio roce con el abandono, como si
esta facultad de ser un fantasma para un hijo me viniera con
la luz del padre, igual que la propensión al trago, a beber
hasta la inconsciencia y despertar después a días sin fin en
los que lo único que he deseado es no despertar jamás.
El retraso de mi exnovia me sorprendió con una mano en
la maleta, de salida, en un pésimo momento en el que el sexo,
entonces remoto, había tenido un sabor a despedida y libertad.
Su voz en el teléfono, con mi hotel reservado y horarios para
juntas en la Ciudad de México, me sonaba a ficción, a una voz
en off, al inicio de una tragedia de la que no quería formar
parte. Mientras conducía por la carretera pensaba que podía
no volver jamás de ese viaje de trabajo. Podía decir que las
cosas se habían prolongado. Podía renunciar, conseguir otro
trabajo similar o un cambio de plaza comercial. Podía incluso
volver a la ciudad sin decirle a nadie que había vuelto; podía
esconderme. Conducía e imaginaba. Pasé una caseta y pisé
el acelerador, y pasé volando por la misma carretera donde
ahora hablaba con mi padre. A pesar de lo que me movía

90
Los tres días del gorrión

entonces, a pesar de todo lo que imaginaba, no iba a ningún


lado porque el problema seguía allí, gestándose. Imaginaba
que tal vez si huía y me perdía en esa capital monstruosa
ella tardaría en notar mi ausencia y estaría más preocupada
por el hijo de camino. Ella seguiría adelante y mi huida le
haría odiarme tanto que no querría saber nada más de mí, y
no me vería ni la sombra durante mucho tiempo. Entonces,
un día, yo le llamaría desde algún sitio lejano, acordaría una
pensión alimenticia y volvería a desaparecer. Si acaso alguien
preguntaba, yo diría que tenía un hijo, que me hacía cargo
de él; diría que la mujer me odiaba y que esa era la razón
de que no lo viera jamás; la aventaría sin parpadear a las
mandíbulas de la gente; haría que la juzgaran a ella para que
no me juzgaran a mí. Sería un cobarde, pero sería libre.
Manejaba sin noción de conducir. La fantasía se iba
haciendo real a medida que la saboreaba. Movía el carro
mecánicamente y solo cuando me daba cuenta de que iba
muy por encima del límite de velocidad frenaba un poco. En
las horas planas de la carretera me hice tantas historias en
la cabeza, tantos diálogos, tantos posibles desenlaces, que lo
que comenzó como una ficción para escapar a la realidad se
convirtió en mi pie en el acelerador a fondo, y mi garganta
borboteando un ruido como de grito que no acababa nunca.
Conduciendo se me había acabado la ficción y me había
dado cuenta de que al volver del viaje, porque volvería, todo
sería perfectamente real. Lo único que no había imaginado
de entre todo esto era al hijo probable. Su cuerpo, para mí,
no existía y no quería ni siquiera concebirlo porque pensaba
que lo detestaría más aún. Grité, grité y apreté el volante.
Grité tanto que me dolieron los ojos y el cuello por haberse
hinchado con la rabia. Vi el carro de enfrente casi inmóvil
por la velocidad con que yo manejaba y lo centré con el

91
Luis Miguel Estrada Orozco

volante apretado entre los puños. Me acerqué a él tanto


como pude, pero cambié de carril en el último momento
y el carro hizo una sacudida leve y las llantas perdieron
adherencia. Por un momento, perdí el control a ciento
sesenta kilómetros por hora. Sentí el vacío entre mis llantas
y el asfalto y creí que no iba a salir vivo de ese volantazo
intempestivo. Cuando pensé que esa era mi muerte, sentí
paz, fui totalmente feliz y el mundo se quedó en silencio,
en la transparencia de una salida inexistente contra la que
estuve a punto de estrellarme. Lo entendí y se fue la paz y se
fue el silencio. Olí el caucho que se quemaba. Saqué el pedal
del acelerador. Metí un cambio de velocidad, frené con el
motor hasta que olió a transmisión y luego corregí el rumbo
como pude viendo carros pasar a mi alrededor, pitando. Bajé
las ventanas cuando recuperé el control del carro. El aire frío
me pegó en la cara y me orillé sobre el acotamiento, donde
me detuve con el motor despidiendo un olor a falla mecánica.
Me sentí frustrado de que nada, más que la caja de cambios,
hubiera quedado hecho pedazos. Bajé del carro a descargar
lo que quedaba de mi rabia. Volví a vociferar hasta que se me
acabó la furia, y me inundó una desesperación que me llevó
hasta la náusea. Pateé el carro, agité las manos. Maldije la
paternidad, vacié las vísceras y seguí gritando como un loco
al pie de la carretera. Llamé a mi hermano, que aún estaba
casado, y cuando él escuchó mi voz atrapada en un llanto
vergonzoso porque estaba decidido a no regresar a una casa
llena de llantos y pañales y una mujer que me odiaría el resto
de su vida, me dijo que estaba de visita en la casa de mis
papás. “Habla con mi papá”, me dijo y me lo pasó sin que yo
le contestara nada.
No esperaba la voz de mi padre, pero cuando la oí, la
rabia se activó de nuevo. Me sequé la garganta con los gritos

92
Los tres días del gorrión

y le gritaba como si él fuera culpable. Lo insulté más de lo


que he insultado a ningún otro hombre jamás. Mi padre me
escuchó hasta que logró calmarme a fuerza de no avivar el
fuego. En algún punto de todo esto que le gritaba, de todo lo
que le decía, le dije que al fin tenía un trabajo en el que no
ganaba mal y no iba a dejar que alguien que no conocía y que
ni siquiera amaba me quitara mi dinero, así, mi dinero. Mi
padre me dijo entonces que eso mismo le había pasado a él
por la cabeza veinticinco años atrás.
—¿Tienes idea de lo caros que me han salido tú y tus
hermanos? —me dijo—. Tienes veintisiete, ¿no? —preguntó,
porque en verdad se le olvida nuestra edad—. Yo tenía un
año más que tú ahora cuando me fui. Tenía tres hijos. Debía
hasta la camisa. Yo tampoco quería pagar, pero tenía un
crédito Infonavit, tenía tres tarjetas hasta el tope, tenía el
pago de tu primaria y la de Rubén, y Nadia iba al pediatra
a cada rato. Me fui, hijo. Así como tú te estás yendo ahora,
así me fui yo. A la chingada con ustedes, pensé. Total, si me
desaparecía los problemas no me iban a alcanzar. ¿Te conté
eso? ¿No? Porque tarde o temprano lo tienes que escuchar.
Bebió. Bebió casi tanto como yo cuando pierdo el control
y de pronto, en la noche de un viernes, salió de la casa sin
maleta, sin un cambio de ropa, tomó el carro y desapareció.
—Tu mamá pensó que había muerto, que me había
accidentado. Llamó a conocidos del trabajo, llamó a mis
amigos, llamó a parientes. Nadie tenía idea de mí. Me fui de
fiesta, me fui de bares, acabé en las barandillas. Desperté
hecho mierda entre borrachos y cuando me preguntaron a
quién quería llamar para que viniera a recogerme, dije “A
nadie”, y no volví —me dijo por teléfono aquella vez—. No
volví porque tenía vergüenza y porque no sabía si valía la
pena regresar.

93
Luis Miguel Estrada Orozco

Él mismo se había expulsado de su patria y esa costa


se alejaba cada vez más. Ahí, lejos, durmiendo dos noches
seguidas en una celda de separos, supo que llevaba meses
a la deriva y solo entonces calculaba la inmensidad del mar.
—Era martes cuando al fin le hablé a tu mamá. Nos vimos.
Ella no entendía nada. Sobre todo, no entendía que yo hubiera
sido tan frágil.
Mi madre y él se vieron a diario en la habitación de
un motelucho en donde él se refugió y hablaron, hablaron,
hablaron. Dijeron cosas que son asunto suyo nada más y de
algún modo llegaron a algún acuerdo. Volvieron a pelear mil
veces a lo largo de casi treinta años más, pero lo que sea que
hayan prometido esa semana, les bastó para no volverse a
separar, y estoy seguro de que a la fecha se preguntan si fue la
mejor idea o no.
—Te fuiste —le dije por teléfono entonces—. Eso es lo que
mi mamá siempre recuerda.
—Volví. Y he tratado de no faltarles desde entonces.
—Volvió como había vuelto su padre; volvió como tal vez
no volvería mi hermano; volvió como yo no había querido
volver—. Hijo, no tienes que tomar ninguna decisión ahora.
Detente, escúchame, habla con ella, habla conmigo, escúchate.
No tienes que casarte, no tienes que hacer nada más que tomar
una responsabilidad que es tuya y que no puedes evitar. Tú
hiciste esto. Nadie te está jugando chueco, carajo, componte
ya y piensa en cómo te va a ver tu propio hijo. No le faltes. Sé
para él un padre desde ahora. No tienes por qué ser un esposo,
pero lo único que no puedes ser es un cobarde —dijo y luego
pausó; pensaba que se habría arrepentido, pero la realidad
era que se le acababa de ocurrir algo más duro—. No sabes
ni siquiera si ella va a querer tener a ese hijo tuyo. También
eso puede pasar y si ella te lo dice, que no se te olvide que

94
Los tres días del gorrión

al menos ahora no lo deseas. Pero lo que sea que pase, si me


necesitas aquí estoy, aquí estoy. Vuelve, hijo. Ni siquiera te
digo que vuelvas con ella, solo te digo: vuelve en ti antes de
que te pierdas para siempre.
Volví y esperé que ella se pusiera en contacto conmigo.
Teníamos tan pocas cosas en común, tan pocos amigos, tan
poco tiempo juntos, que no me sorprendió que no me llamara
de inmediato. Hice algunos números, consulté el Código Civil,
le hablé como al descuido a un conocido que ya había tenido
que pararse en el Juzgado de lo Familiar. Me preparé para todos
los escenarios que me pude imaginar, pero ella tardó tanto en
llamar que temí que no llamaría jamás y que me borrarían
de la historia. Esa ciudad es tan pequeña como un pañuelo.
Sin embargo, basta dar la espalda para desaparecer. Ella no lo
supo entonces, ella no supo nada de lo que pasó ni de lo que
pensé. No le dije nada ni siquiera cuando me dijo lo que había
hecho y yo me quedé sin tan siquiera un rencor lejano en
contra mía, ni una tumba oculta, ni un cuerpo desconocido.
Nunca me dijo si en esa decisión influyó mi cobardía o si yo ni
siquiera le pasé por la cabeza. Como sea, no hay ni va a haber
nunca nadie ni nada que me perdone. Nada. Fue lo último que
supe de ella, porque luego me dijo adiós al fin y se fue a vivir
una vida que espero que sea feliz. Sin embargo, durante ese
viaje yo debí haber aprendido que siempre volveré, que no he
de ir muy lejos nunca, que ya estoy aquí para un hijo futuro,
para ser un padre como mi padre, mejor que mi padre. Otro
árbol, otras ramas, un camino paralelo al que le puedo hacer
correcciones aquí y allá. Debí aprenderlo, pero no hay nadie
a quien volver y, si lo hubiera, me lo impediría la vergüenza.
El viaje había seguido sin que ni mi padre ni yo hubiéramos
comentado nada más sobre sus siete días, sobre mi hermano,
sobre el hijo que no tuve y sobre otras cosas de las que no se

95
Luis Miguel Estrada Orozco

habla jamás. No habíamos querido seguir la conversación y


ahora que el flujo de autos se había vuelto denso alrededor
del bosque de La Marquesa y los árboles pasaban velozmente,
el tiempo de hablar se nos acortaba. Cada trecho nos ponía
un palmo más cerca de nuestros trámites y de la vuelta a una
cotidianidad cerrada.
Seguimos sobre la carretera durante un rato más. El viaje
terminaba. Nos hospedaríamos en el hotel de siempre junto al
Monumento a la Revolución y tomaríamos una cerveza en el
bar del Fiesta Americana de la glorieta de Colón. Veía el resto
del día en mi cabeza. Sentía el peso de los problemas ajenos,
de las confesiones, de todo el pasado abandonado sobre mis
espaldas. Así que, antes de que entráramos a la ciudad, todavía
le alcancé a preguntar,
—¿Hay perdón para los padres?
—No —me dijo—. Hay una balanza delicada y no importa
nada que uno tome todas las decisiones correctas. Basta una
decisión equivocada.
—No me debes nada, papá. Incluso si no hubieras vuelto.
De todas formas no me debes nada. Fuiste mucho mejor de
lo que tú mismo te reconoces. Míranos todavía a Rubén y a
Nadia y a mí volviendo a ti. Míranos volver.
—Sí, pero tú no tienes la onza para la balanza al final de
todo esto. La tengo yo. Y jamás quiero ponerla a mi favor. Si
alguna vez hablas con Rubén o con Nadia sobre esto, los dos
te van a decir lo mismo. Me temo que Rubén decida alejarse
de sus hijas porque no se pueda perdonar. Eso es lo quiero que
termine para él. Es eso. Te lo explico a ti porque eres el único
de mis hijos que no puede entenderlo.
Entramos definitivamente en el tráfico de la ciudad,
que nos cobijó con su follaje anónimo. Apenas hablamos de
cualquier cosa de sustancia durante el resto del viaje.

96
Los tres días del gorrión

A la vuelta, Rubén había regresado a los careos del juez,


a las negociaciones, y a larga, entre llamadas telefónicas,
mensajes de texto y regalos dejados en tierra neutral: las
casas de los abuelos, había conseguido reactivar las visitas
dominicales, había logrado colarse en algún cumpleaños.
Alejandra lo miraba tratando de entenderlo. Judith, incluso
cuando Rubén aún estaba lejos, lo veía llegar, sonreía y corría
y se le echaba al cuello y lo besaba. Mi hermano no estaba
perdido, su hija lo había encontrado. Mi hermano no estaba
muerto, estaba volviendo a la vida.

97
ROCA
Toros ellos mismos. Ni siquiera eso.

Juan Goytisolo, Señas de Identidad

A un año y medio del divorcio de mi hermano me encontré


a Jorge Espinoza manejando un taxi. Yo estaba de visita en la
ciudad donde nací, que había dejado hacía unos meses y me
había quedado, como cada vez que los visito, en la casa de
mis padres. Llamé a la compañía de taxis que hemos usado
siempre para ir a reunirme con mi exnovia a un bar. Jamás
uso los asientos traseros de las unidades, así que abordé
el asiento del pasajero esperando darle indicaciones a un
tipo cualquiera, pero encontré, quince años después de la
preparatoria, la cara de Espinoza. Al reconocerlo me invadió
un miedo similar al que sentiría un polizón que abordara
un tren en medio de la noche y se diera cuenta de que está
encerrado en el vagón del tigre.
En la preparatoria, Jorge había cosechado la fama de
ser un hombre descomunalmente fuerte y singularmente
violento, y logró cargar con esa reputación durante su breve
paso por la universidad y luego una buena parte de su vida
adulta. Con los años, la fatiga de ese peso y un fardo de
tropiezos lo vencieron. Y sin embargo, algo quedó. Así son

101
Luis Miguel Estrada Orozco

las reputaciones que se hacen en la juventud: nos persiguen


toda la vida y no nos abandonan incluso cuando nos hemos
convertido en el residuo de nosotros mismos.
—Bolos —le dije, porque antes que cualquier palabra nos
vienen a la mente los apodos de la gente infame.
Le dio risa oír el mote viejo y me tendió la mano con una
cortesía desconocida. Me preguntó para dónde íbamos, pero
no me preguntó mi nombre. Le di la dirección de un bar y con
un gesto me señaló el cinturón de seguridad. Se comportaba
con la amabilidad de alguien acostumbrado al servicio, pero
sin el hábito de encontrarse caras conocidas.
Bolos arrancó el carro inundando el habitáculo con su
cuerpo desbordado en permanente tensión. Me hacía gracia
su cuerpo de levantador de pesas retirado aferrado al volante
enclenque de un Tsuru II. Espinoza, el forzudo, conducía con
una suavidad equívoca entre la noche apenas con carros y
evitaba deliberadamente cruzar la mirada conmigo mientras
me hablaba. Era claro que con los movimientos medidos del
volante buscaba demostrar una maestría incuestionable en
un oficio pueril. Había gastado tanto tiempo en actividades
físicas que ese orgullo era tal vez su último reducto. Frenaba
con mesura sedosa, aceleraba con una constancia atemperada,
giraba el volante con la fluidez de un círculo de agua. Sin
embargo, la tensión permanecía en su cuerpo enorme y con
él también su apodo, y en esa palabra una historia.
Sabíamos que había empezado muy joven a hacer pesas. Se
había apasionado con la disciplina antes de los dieciséis, y casi
de inmediato se había hecho un devoto de los complementos
proteínicos y de las inyecciones de esteroides anabólicos para
caballos. Los conseguía más fácil, decía, porque el equivalente
para humanos era mucho más caro y había demasiadas
restricciones para su receta médica. Así, alimentado por un

102
Los tres días del gorrión

coctel para un animal de cuatro veces su tamaño había crecido


desmesuradamente, había agotado mancuernas de cincuenta,
había coleccionado discos de cuarenta y cinco, y al paso del
tiempo tuvo que mandar a hacer sus propios uniformes de la
preparatoria porque ni su apodo ni él cabían adentro de la tela
blanca de nuestra camisa, que habría rasgado al hacer flex. El
Anabólico. El Anábolos. Bolos. Un nombre que resumía un
cuerpo. Un cuerpo cuyo rostro prematuramente estragado y
pálido me miraba entonces con los ojos agotados de un tipo
decepcionado de la vida quizás un poco antes de tiempo.
Treinta y cinco años.
El trayecto se nos fue en platicar sobre lo que habíamos
hecho después de los años de estudiantes. Fuera de haberme
mudado a otra ciudad, mi vida era insustancial porque no
era desastrosa ni envidiable. La suya, por otro lado, tenía
ese encanto del fracaso que se agradece a los interlocutores
inesperados, incluso si este encanto es a costa de coleccionar
clichés: la carrera abandonada, el breve paso por los gimnasios
como instructor de pesas, el trabajo de taxista, y la rápida
mención de su padre, quien había muerto poco después de
jubilarse de la universidad de donde yo me gradué y de la que
él desertó.
Jorge Espinoza y yo habíamos hecho el tercer semestre
juntos, a pesar de que yo soy más de dos años menor que
él. En mi primer día de ese curso apenas podía creer que
el tipo que había atemorizado a tres generaciones con
bíceps de cuarenta y dos centímetros hubiera optado por
una profesión con la pasividad de los escritorios. Hasta la
silla temblaba bajo él. Cuando se abrió la puerta del salón
y entró un hombre viejo, encanecido, con piel de palidez
glauca y una respiración pedregosa de fumador arrepentido,
algo cambió en Espinoza. El anciano profesor caminaba

103
Luis Miguel Estrada Orozco

a pasos cortos, gallo gallina, ocultando la debilidad de sus


piernas con la protuberancia de su vientre del que colgaban
un par de brazos fláccidos. Salvo por la nariz, no lo habría
sospechado: era su padre. Padre e hijo se miraron con la
ansiedad de los rivales viejos. Nunca supimos qué disputas
habría allí. Tan solo nos enteramos de que cuando a Jorge
se le acabó la paciencia con los abonos y los cargos fue su
propio padre quien al final lo reprobó y metió la puntilla
final que le hacía falta para dejar los estudios para siempre.
Bajé del taxi y me despedí de Bolos en la puerta del
bar. No me descontó ni un peso del servicio, aunque me
parece que el gesto habría sido al menos cortés. Ahí dentro
me encontré a mi exnovia y quise decirle que me había
encontrado al Bolos, aunque era muy poco probable que a
ella le interesara la historia. El resto de mi noche, por ahora,
no tiene nada que ver con todo esto. Volví a casa de mis
padres demasiado tarde y demasiado solo. Al día siguiente
hice maletas y pensé en no volver jamás.
Dejé la ciudad un domingo. No pude despedirme de
mi hermano Rubén porque él estaba en su día de visitar
a las niñas, y ese día, ahora, es el único de la semana que
le importa. Le mandé un par de mensajes y quedamos en
llamarnos por teléfono. Le dije que me había topado con
el Bolos, que había sido su compañero en la preparatoria.
Pensaba en cómo le contaría a mi hermano el encuentro con
Jorge, un tipo, quizás, que se había alimentado demasiado
de su propia leyenda, al grado que no quedó de él nada más
que ese cuento de juventud, y era muy poco lo que se había
salvado con el paso de los años. Jorge era justo de la edad
de mi hermano, así que podía poner lado a lado las dos
biografías. La biografía de mi hermano mayor me importaba
en esa época por dos razones que a estas alturas ya me son

104
Los tres días del gorrión

claras: la primera, porque jamás podré pagarle su sencillo


coraje de vivir la vida en pole position, y la segunda, porque
su divorcio y ese espacio de oscuridad en que él habitó me
habían afectado mucho más de lo que yo habría podido
aceptar en público. Si él, que era fuerte, podía caer y lo había
hecho, entonces no había ninguna esperanza para mí, que
tenía un temperamento quebradizo.
Pensé que el asunto había terminado ahí, pero como
pasa con frecuencia en las historias que parece que se tejen a
nuestras espaldas, la madeja había girado hasta tensarse. Una
tarde, de la nada, mi hermano me llamó.
—Bolos me dijo que te subiste a su taxi. No sabía que
éramos hermanos.
La voz de mi hermano Rubén, en el teléfono, me sonaba
siempre extraña. A pesar del tiempo que yo llevaba en otra
ciudad y a pesar de los más de diez años que duró casado,
toda la vida hablamos frente a frente. La cadencia de su voz al
aparato me parecía poco familiar.
—¿Te lo hallaste? —le pregunté y luego interrumpí—.
¿Cómo que no sabía que éramos hermanos? Pero si toda la
prepa se reía porque no nos parecemos nada.
—Pues ya ves —dijo.
Él y yo fuimos demasiado diferentes. Él creció con cierta
popularidad, con cierto don de gentes, con algún éxito con
las novias y con suficiente respeto entre los compañeros de
generación. Jugaba bien a los deportes, sabía meter las manos
cuando hacía falta, tocaba la guitarra y fascinaba al auditorio
con chistes en medio de las letras conocidas. Yo crecí algo
separado del mundo y de su historia cotidiana. Tenía algunos
amigos y salíamos juntos, pero había días en que me levantaba
de la cama sin fuerzas. Había días en los que no podía dejar
de mirar hacia la nada. Había días en que un tenedor se me

105
Luis Miguel Estrada Orozco

soltaba de la mano y estallaba en ira y hacía trizas la taza,


el plato y lanzaba el tenedor contra una ventana. Mi familia
se enfurecía; yo desaparecía en mi habitación durante días.
Nunca pude hacerles entender que no sentía ni un poco de ira
contra ellos, pero tampoco podía dejar de sentir una violencia
súbita después de una tristeza que nunca he comprendido.
En la preparatoria jamás intenté aislarme, pero gracias a
que conocía las limitaciones de mi temperamento tuve una
personalidad más bien reservada durante esos años y tal vez
por eso no los extraño en absoluto.
—¿Cómo viste al Bolos? —le pregunté a mi hermano—.
Está viejo, ¿no?
—Igual que todos, carnal. Igual que todos.
Durante su matrimonio y después de su divorcio mi
hermano había encanecido y había ganado algo de peso, pero
era poco o nada comparado con lo que había hecho el tiempo
con algunos de sus compañeros. Con los míos, el tiempo aún
parecía aguardar para dar ese zarpazo imprevisto que nos
quita de un golpe juventud y nos instala el rostro definitivo
de nuestra adultez.
—Aunque no te llamo para eso, Beto. Si te sorprendió ver
al Bolos —me dijo —, deberías ver cómo está el Roca.
—¿El Roca? —pregunté sonriendo—. ¿Qué se hizo del
Roca?
El nombre me trajo el recuerdo instantáneo de un tipo al
que sus papás le habían jugado una broma o lo habían hecho
una piedra intencionalmente. Pedro Roca. Ninguna historia
está completa sin una contraparte o un antagonista. Así como
en mi mundo familiar la sonrisa eléctrica de mi hermano tenía
una contraparte en mi ceño fruncido, en el mundo de esa
adolescencia estudiantil Bolos tenía al Roca.
Bolos, como muchos antes que él, había confundido la

106
Los tres días del gorrión

capacidad de levantar doscientas libras en press de pecho con


la capacidad para tirar un golpe. Su fortuna fue que le tomó
tiempo darse cuenta que una y otra no eran la misma cosa
porque la gente con la que se trenzaba en pleitos callejeros
llegaba vencida de antemano. Su desmesura física les vendía
pronto una mercadería extraña y difícil a esa edad: el miedo.
Lo temían, así que no intentaban atacarlo. Solo intentaban
evitar que los golpeara, pero terminaban caminando hacia
atrás hasta que alguna pared los arrinconaba entre el terror y
Polifemo. No comprendían que a un toro grande y fresco hay
que hacerlo correr el ruedo y jamás torearlo contra tablas,
a menos que el talento sobre. Nunca supimos a razón de
qué se daba de golpes con la gente, pero entre el segundo
y el tercer año de la prepa Bolos le sumó a su reputación de
hombre fuerte la de un temible camorrero. En ese mundo
de rumores y testigos cuestionables que son los pasillos
escolares alguien lo había visto patearle el cráneo al Sordo,
alguien lo había visto romperle la nariz al Manos, alguien
lo había visto lanzarle una mesa a cuatro sacaborrachos que
trataron de correrlo de un bar. Mi hermano, incluso, había
tenido una riña breve con el Bolos en un partido de futbol
en las canchas de la Municipal: Rubén había disparado
una lluvia de golpes precisos a un hombre que le sacaba
veinte kilos de músculo y había recibido en contra un solo
martillazo de demolición que lo mandó al suelo. Luego, el
montón de jugadores de los dos equipos de futbol se le había
ido encima al titán, un Atlas con el mundo a cuestas. Bolos,
gracias a ese cúmulo de puñetazos que lo sacudieron sin
tumbarlo, le confirió a mi hermano un trato de camaradería
hombruna. Nadie dudaba que a mi hermano lo había salvado
la solidaridad intempestiva de la turba, pero todos sabían
que él, a diferencia de casi todos, había disparado primero.

107
Luis Miguel Estrada Orozco

Roca, un poco más bajo que el Bolos y mucho más altanero,


decididamente mezquino y todavía más picapleitos, tenía un
punto a favor en los rumores sobre la indiscutible potencia
física de Jorge: Roca sabía pelear. El Bolos resolvía todo
con un solo golpe de sus manos como mazas; Roca destruía
de una manera gradual y cruel, como un vikingo con dos
hachas, y jamás se detenía cuando la pelea terminaba. Había
pisado los testículos de Rama después de que lo dejó medio
inconsciente. Le había abierto la boca al Sordo derrotado para
escupirle dentro. Había sometido a Tabares con una llave
diseñada para tirarse un pedo arriba de su cara. En un baño
de la prepa le había meado los pantalones al Pompi, el joto de
nuestra generación, y luego le había advertido que si volvía
a orinar en un mingitorio al lado suyo le metía un tubo por
el culo. Roca no tenía amigos. Roca no los necesitaba. Roca
llegaba solo en la mañana, manejando un Datsun viejo y se
iba solo por la tarde, en medio de una nube de humo tóxico.
En las fiestas, el alcohol no parecía tocarlo. Bebía, bebía,
pero daba la impresión de que la rabia lo hacía inmune a la
intoxicación. Era rápido con las palabras, era agresivo, era
vicioso. Te desarmaba con un comentario: hería.
Bolos y Roca carecían de alguna inquina mutua, pero
como la rivalidad entre Holyfield y Tyson que hizo a Don
King soñar con oro, los que hablábamos en los pasillos nos
preguntábamos si esos dos se destrozarían a golpes alguna
vez. Mi hermano, que por entonces ya era novio de quien
sería su esposa un año y medio después, me contaba que los
últimos días del tercer grado Roca y Espinoza se miraban al
pasar y asentían con un gesto que aceptaba la rivalidad que
nosotros les habíamos impuesto. Se tenían la distancia de
un par de toros de dos vientres que se encuentran por su
mala suerte en el centro de una dehesa, palmo a palmo, sin

108
Los tres días del gorrión

mirarse, pero midiéndose con el rabo de los ojos, atentos uno


a la respiración del otro, guardando una distancia mínima,
esperándose, escrutándose, porque nunca hubo razón para la
pelea, hasta que la hubo. Toros en sus mentes, novillos para el
mundo verdadero, ambos probaron con el tiempo que hay un
algo definitivo que aprendemos a esa edad o no entendemos
nunca durante el resto de la vida.
—El Roca; te tengo que contar qué fue del Roca —me dijo
mi hermano por teléfono—. Una ficha el cabrón. Lo vi hace
poco, pero ya me lo había topado antes por azar.
—Esa ciudad es un pañuelo…
—…lo cierras y se tocan las esquinas.
—Y están llenas de mocos.
—Hace dos años —dijo Rubén, ignorando mi chiste—,
hace dos años o casi tres me hallé a Roca mientras yo hacía
una supervisión de obra en Manantiales. Me asustaron con
que iba a llegar el inspector del Ayuntamiento, me decían que
era un perro y todo eso, que sacaba mordida obligatoria y que
si no soltabas el dinero te quitaba los permisos.
—Sin novedad, así son todos.
—Pensé lo mismo, pero luego me dijeron que cuando
no le cuadraba alguien llegaba hasta los golpes. Decían que
hasta los albañiles sabían que con ese tenían que andarse
con cuidado.
Rubén, durante sus prácticas en obra como arquitecto
residente, me había hablado de las riñas entre albañiles. “Se
pelean hasta hacerse mierda. Se revientan las manos todo el
día; son puro nervio de cargar bultos de cincuenta kilos de
a dos en dos; están calludos, se cortan y se ponen cal en las
heridas y luego siguen trabajando. Cuando hay que descargar
el camión del cemento se ponen a esperarlo haciendo
competencias de lagartijas para calentar. Hacen un colado

109
Luis Miguel Estrada Orozco

subiendo una escalera de madera en equilibrio, y cuando se


nos ha caído uno prefieren aguantarse en vez de recibir la
incapacidad. No les importa la vida. Son puro cuerpo. Nunca
te metas con uno”.
—¿A golpes con los albañiles? —pregunté—. ¿Y qué no
hay quien lo demande?
—No seas pendejo; esa gente nada más conoce de
abogados cuando les echan uno encima. Además, quién sabe,
a lo mejor hasta así es como se los echa a la bolsa, porque la
gente lo respeta. Yo qué sé, pero eso fue lo que me dijeron. No
sabía si creérmela o no, pero de todos modos llegó el día en
que vino el famoso inspector.
Roca había llegado con el paso erguido; caminando como
si el mundo le debiera pleitesía. Seguía con la espalda ancha
y los brazos fuertes; tenía las piernas ágiles de gambetero y
pateador de huevos; tenía el pelo ligeramente rojo, casi sin
canas; seguía con los ojos de perro bóxer y todavía caminaba
con las manos a medio empuñar, como si siempre fuera de
camino a una pelea. Desde mucho antes de llegar a él, Roca
había reconocido a Rubén, “Ese nombre me sonaba”, le dijo
sonriendo, “Me sonaba a rascaculos”. Se habían dado la mano
entre risas y habían recordado que a mi hermano lo mandó
el Bolos al suelo de un golpe seco. “Pero le metiste cuatro,
¿no?”, recordó el Roca, que también había tenido su historia
con el Bolos.
—Así como te acuerdas de él —me dijo mi hermano,
con una nostalgia que yo aún no comprendía—, así estaba
todavía: mamón, sobrado, hocicón: un cabrón enterito
tantos años después. Yo pensaba, maldito Roca, este culero
no envejeció, nada más se le acentuó lo ojete. Apenas estaba
un poquito más gordo y tantito más pelón, pero ni siquiera
era algo grave. La edad no le había hecho nada. Con razón

110
Los tres días del gorrión

todavía se molía a golpes con la gente. Se había mantenido


en forma nomás jodiendo al prójimo. Óyeme, cabrón, le dije
al Roca, aquí todo el mundo te tiene miedo, parece la prepa,
y se soltó a reír. Me la vieron cuando fui a mear, me dijo el
Roca. Aquí la mitad le tiene miedo y a la otra mitad se les
antoja; putos.
Así había permanecido, entonces, un hijo de la chingada
intacto durante más de diez años.
—Ya le saldrá alguno —le dije, por decir algo—. Yo
pensé que Roca iba a acabar igual que el Bolos. El Jorge se ve
acabado. Sigue enorme, pero medio colgado; se ve que ya no
es lo mismo.
—No, carnal. Es que todavía no sabes lo demás —dijo
mi hermano y aguardó en la línea en silencio; un silencio
largo que al principio pensé hecho del resquemor de estar
contando vida y obra ajenas y que solo después entendí que
tenía un origen más esencial y por ello menos fácil de explicar
o comprender.
—¿Pues qué pasó?
—Mucho. Esto que te cuento del Roca fue hace más
de dos años. Antes de que me divorciara, antes de que me
pasara todo lo que tú ya sabes. Cuando me mandaste el
mensaje hace poquito y me dijiste que te habías encontrado
a Jorge manejando un taxi pensé que tarde o temprano me
lo iba a hallar yo también porque siempre usamos la misma
compañía. Y efectivamente, me lo hallé hace poco. Por eso
pensé en hablarte.
—No entiendo. ¿Qué tiene que ver el Roca? —le pregunté,
porque me parecía que estaba mezclando dos nombres que
fueron una historia de lobatos, pero que ahora no eran nada.
—Todo —dijo, de nuevo con una pausa en la que parecía
buscar un cabo de la historia—. El Bolos me llevó a ver a Roca.

111
Luis Miguel Estrada Orozco

—¿Qué?
—El Bolos, ¿tú crees?
Mi hermano, una noche, había pedido un taxi desde la
casa de mis padres. Había llevado a sus hijas a visitar a sus
abuelos. Tenía cerca de un año que había encontrado un
departamento, así que ya había abandonado el estudio en la
casa de nuestra juventud, a donde fue a parar cuando recién
ocurrió su separación. Había temido no volver a ver a las
hijas y se había hundido en un hoyo del que temí que no
saliera. Se había metido un gorrión a la casa y él lo espió
durante dos noches enteras cuando su desprendimiento del
mundo real llegó a su límite, cuando no hablaba, no iba a
trabajar, no probaba bocado. Para ayudar al pájaro a salir,
después de verlo rondando por la casa durante tres días,
abrió a martillazos la rejilla del tragaluz de la estancia de mis
padres y, en un accidente extraño, que aún no sé si fue un
último momento desesperado, Rubén cayó desde lo alto y
se enredó por el cuello en una soga que él mismo colocó
al lado suyo, dijo, para seguridad. Improvisó un cadalso y
quedó colgado mientras el gorrión volaba alrededor de él.
Luego, él se soltó y cayó con los brazos en cruz gozando un
instante efímero de ingravidez mirando al cielo en el que
el sol borró de su cara cualquier preocupación. Cuando su
cuerpo rebotó en el piso y yo sentí el impacto de su cuerpo
bajo las plantas de los pies pensé que había muerto, hasta que
lo escuché gemir, gruñir y luego hacer más ruidos guturales
hasta estallar en una carcajada, un grito agudo: un sonido
animal que le jodió la voz durante días.
Pero todo eso ha quedado atrás.
Pidió el taxi, me dijo, porque iba a ver a una antigua
conocida de la prepa, Amanda, una mujer con la que apenas
había cruzado dos palabras en la adolescencia. Una mujer,

112
Los tres días del gorrión

sin embargo, que había tenido una vida que la había llevado
inexorablemente a él y que él se encontraba tarde ya, tras
un divorcio y con una pensión alimenticia que no le dejaba
dinero para nada más que para su absurda y terca soledad.
Y hacia ella iba él, hacia esa noche sin sorpresas, cuando
vio al Bolos en su taxi, con sus manos de titán empuñando
el volante enclenque de su carro. Se saludaron con la
camaradería que solo te da haber intercambiado golpes,
una especie de hermandad extraña que te hace respetar al
otro porque por un momento fue tu espejo y tu medida. De
inmediato hablaron con la confianza de los conocidos de
la juventud.
—En esta misma calle me hallé a uno de la prepa que estuvo
conmigo en la universidad —le dijo Bolos a mi hermano.
—¿De qué generación? —preguntó mi hermano.
—No sé. Me lo topé luego en la universidad. Moreno,
poquito más bajo que yo; pendejo.
—Bolos, no fue en esta calle, fue en la misma casa. Ese
pendejo es mi carnal. Aunque pendejo y todo, él sí acabó
la carrera.
—La acabó porque tenía tiempo y ganas. Eso no era lo mío
—le dijo el Bolos a mi hermano.
—¿Seguiste con lo de los gimnasios? Me habían dicho que
te vieron en eso.
—Me salí de la carrera y estuve un rato en gimnasios
de alto desempeño. —O más bien de altas cuotas, adonde
sus antiguos compañeros de la prepa, con barrigas a las
que empezaba a hinchar el éxito y el dinero, iban a sudar
licores caros y lo veían con condescendencia. En su mirada,
Bolos lentamente iba perdiendo su aura terrorífica para
adquirir una distinta; la del inconfundible patetismo de los
fracasados—. Ya venía mi primera hija en camino. Me urgía

113
Luis Miguel Estrada Orozco

trabajar, no sacar el título. Luego me vine a esto. Y aquí


seguimos —dicho en ese plural que uno no sabe nunca a
quién incluye.
Mi hermano no llegaba al punto en el teléfono. Dilataba.
—¿Y el Roca? —le pregunté—. ¿No que te llevó con Roca?
—A eso voy. Pero tengo que contarte todo en orden
—aclaró, y organizó un poco sus ideas.
Bolos había dejado a Rubén en donde se había citado con
su amiga. Le había contado a grandes rasgos la historia de
Roca y le había dicho que él iba a ir a verlo en unos días más.
Mi hermano había querido preguntarle qué hacía visitando al
Roca enfermo, después de que habían terminado tan mal, pero
la velocidad con que Jorge le contó la historia, la extrañeza de
la estampa, todo, le dio curiosidad. Algo más, también le latía
a mi hermano debajo de esa urgencia repentina del Bolos que
alguien visitara a Roca. “Ven. Le va a dar gusto verte”, le había
dicho, “¿A mí por qué?, si nunca fui su amigo”, se resistió mi
hermano, “Porque nadie quiere verlo, Rubén. Está más solo
que la lepra”.
—¿Bolos y Roca? —pregunté—. No, carnal, ¿estás seguro?
—Roca duró un buen rato trabajando de inspector en el
Ayuntamiento —siguió él, ignorádome para no perder el hilo
reencontrado—. El negocio es muy chico y después de esa
vez que me lo hallé me seguí enterando por aquí y por allá
de cosas de él. No había cambiado. Se iba de putas, se iba de
borrachera, le cantaba la bronca hasta a sus propios jefes y
creo que no lo podían o no lo querían sacar porque tenía un
contacto ahí adentro del gobierno municipal. Su suegro, creo,
aunque nunca se casó. Se había juntado y tenía un hijo. Así
que hacía lo que le daba la gana y alguien siempre metía las
manos para rescatarlo, pero nunca las metía por él en realidad;
las metía por un nieto y por una hija. Pero la suerte no le duró

114
Los tres días del gorrión

para siempre al Roca. Eso fue lo que me contó el Bolos. Una


vez iba de noche caminando en una obra. Al Ayuntamiento
le urgía una inspección que el cabrón no había terminado y
lo sacaron de un bar a telefonazos para que certificara lo que
fuera que tenía que revisar porque todo tiene un límite, hasta
la paciencia de un gobierno que no sirve para nada. Entonces
Roca andaba por ahí, en la inspección urgente, medio
borracho, a oscuras. Dio un paso como si nada, pero de pronto
no había piso debajo de él. Alguien había dejado destapado un
acceso de servicio para la instalación eléctrica subterránea.
Ni siquiera alcanzó a darse cuenta de lo que pasaba y se fue a
un hoyo con tres metros de caída en medio de la noche. Tres
metros. Uno menos hijo de puta que él a lo mejor se muere.
Pero Roca no. Porque como te dije, estaba entero. Era un
desgraciado que no iba a morirse así de fácil.
Roca había quedado maltrecho. De entre todo, la pierna
había sido lo peor porque no solo cedió por los lugares
predecibles, por la fragilidad del tobillo y por la bisagra de la
rodilla, sino que también se había roto tibia y peroné, que se
quebraron como un par de varas porque fuerza, mala suerte,
posición y puede ser que algo de justicia obraron todas
juntas ese día.
—Se quedó allí un buen rato. Consciente, porque no se
dio en la cabeza aunque se despedazó la pierna. Dice que se
desmayó un rato por el dolor y luego se puso a gritar como
loco para ver quién lo ayudaba. ¿Quién lo iba a ayudar? Era
de noche, la obra estaba cerrada y no había nadie. Quién sabe
dónde andaría el velador. Roca había dejado el teléfono en
el carro. Desde el fondo del hoyo se apoyó contra el muro y
levantó las manos; no llegaba ni de cerca al borde, tampoco
podía escalar. Las paredes del acceso son lisas. Cuando les
dan mantenimiento las cuadrillas llevan su propia escalerilla.

115
Luis Miguel Estrada Orozco

Abajo normalmente la línea eléctrica va viva y con todo y el


aislamiento es peligroso, por eso no ponen escaleras en los
muros de esos fosos. El que entra por accidente se muere. Y el
Roca ahí abajo, con la pierna quebrada.
Era una fractura expuesta sacada de una pesadilla. El
hueso de la tibia se partió con un tronido de madera seca. El
discreto peroné siguió detrás. Con el peso del cuerpo el hueso
cortó la grasa, laceró el músculo, partió la piel y dejó una zanja
entre rodilla y pie. La herida manó sangre, y tal vez lo habría
matado si se tratara de un hombre menos perverso o de alguien
con mucha menos opinión de sí mismo; una herida, en suma,
que habría acabado a un hombre sencillo, pero que a un tipo
con un convenio explícito con la violencia solo le sirvió para
exasperarse, reencontrar la furia que lo había mantenido vivo
siempre, y con esa furia, trepar. Abrió los brazos hasta fijar
las palmas contra los muros laterales, estiró la pierna buena
para apoyarse en el de enfrente y recargó la espalda contra
el posterior. Así, apoyado como un insecto maltrecho, subió
por el acceso de servicio, mientras la pierna rota tiraba sangre
hacia el fondo de la trampa.
—Y si lo piensas —siguió Rubén—, a pesar de todo tuvo
suerte. La obra estaba en mantenimiento y el acceso daba a una
línea muerta, si no, se mete cincuenta mil voltios al caer. Salió
del hoyo sin rastro de la borrachera. Traía tanta adrenalina
cabalgando que todavía le alcanzó la fuerza para arrastrarse
entre la tierra hasta el carro y llamar a una ambulancia.
Cuando lo encontraron le acomodaron el hueso en carne
viva para poder subirlo a la camilla gritando como loco y
mentándole la madre a los paramédicos. Desde entonces no
ha podido sanar. Ahí sigue postrado. Está postrado en cama y
casi huele a muerto. No me creerías cómo es la herida, carnal,
si no la ves. Está consumido. Le duele todo el tiempo. No sana.

116
Los tres días del gorrión

—Llamó a su mala suerte toda su vida; a lo mejor hasta le


salió barato —le dije, pero tardé un poco en entender que su
historia tenía huecos—. Oye, carnal, espera, ¿cómo que sigue
postrado y no sana? Es un accidente laboral; Ley Federal del
Trabajo. No puedes entrar a obra sin seguro.
—Bienvenido a México. Lo contrataron como asimilado
a salarios. Él nunca quiso pagar una cuota del Seguro Social,
así que no había cotizado nunca. También le pagaban dinero
por abajo, sin declarar. No sé muy bien cómo, no estoy muy
seguro cómo le hacía, pero supongo que así como le gustaba
hacer las cosas: a su modo y a la mierda lo demás. —Mi mente
vagó hacia los cuarenta trucos que sabía para pagarle a alguien
sin contrato, sin seguro, sin hacerlo cotizar; yo mismo había
trabajado así; yo mismo había maquillado sin parpadear
“nóminas” que eran un atropello a los derechos humanos—.
Cuando lo enderezaron fue a través del Seguro Popular. Lo
dejaron apenas parchado, ni siquiera funcional. Le enyesaron
una fractura que requería tornillos y lo que se te ocurra. La
pierna se le estaba deformando debajo de la escayola y le
dolía a madres. Sacó dinero de algún lado y se lo quemó en
buscar a un médico particular que le hiciera una operación
de urgencia.
—¿Qué tenía? —le pregunté, tratando de concebir un
dolor que me parecía inimaginable.
—Tenía el hueso deformado y había un connato de
infección. Se consiguió a uno que cobrara barato y le quitaron
el yeso y le abrieron otra vez la piel, le partieron lo poco
que había soldado a martillazos y lo dejaron clavado como
maniquí, como alfiletero con tornillos y luego lo tuvieron a
punta de antibióticos genéricos un rato. Le dijeron que tenía
que guardar reposo absoluto, pero no sabían con quién se
estaban metiendo. ¿Te acuerdas cómo era?

117
Luis Miguel Estrada Orozco

—Me acuerdo de cosas, pero no lo conocí tan bien.


—Yo lo conocí un poco más que tú. Pero no te puedo
explicar lo que es tratar de hacer que alguien así se quede en
cama, alguien tan necio, alguien tan encabronado. No acabó
la recuperación completa. No sé a quién convenció de que le
sacaran los tornillos. Hasta a un carnicero o a un veterinario
le pudo haber pagado, conociéndolo. Quería regresar al
trabajo ya. Se las daba de muy cabrón y decía que estaba
bien, eso me contó. Lo trataron de meter a rehabilitación, a
tratar de dar un paso y otro, a querer volver a estar de pie, a
volver a su trabajo, porque había vendido hasta el carro que
no había terminado de pagar y el dinero se le estaba yendo
con una velocidad que lo asustaba, pero tampoco salió bien.
Llevaba poco en rehabilitación, unas semanas apenas y dar
paso le dolía, pero le dolía en serio, dice que veía blanco
cuando tocaba el suelo, que se ponía pálido y que hasta
las lágrimas se le saltaban. Se caía y no podía ponerse en
pie, la pierna se le amorataba por dentro, se le inflamaba;
la herida que debía haber cerrado ya le empezó a supurar.
No me lo vas a creer, pero lo tuvieron que abrir de nuevo,
le metieron cuchillo una vez más y en cuando cortaron la
pierna le estalló como una fruta podrida. Hasta sierra iban
a usar. Le querían amputar la pierna de una vez porque
adentro traía pus a manos llenas. —Una infección que se
había mantenido apenas a raya con los antibióticos de las
operaciones anteriores, una herida que no podían cerrar sin
riesgo a que se infectara aún más, una lesión que me parecía
inexplicable en la boca de mi hermano y que él no acababa
de entender.
—¿Qué pasó? ¿Por qué se infectó?
—No sé, no sé, carnal —me dijo—. Yo nada más te cuento
lo que él me ha dicho desde la primera vez que lo vi.

118
Los tres días del gorrión

—¿Lo viste? —pregunté, sintiendo que la náusea que me


provacaba la imagen de esa herida le daba a mi cabeza una
ligereza extraña; la bajé hasta dejar la frente sobre el escritorio
para seguir oyendo el relato.
—No me lo vas a creer, pero lo vi porque el Bolos me llevó
a verlo.
De entre todas las personas, Bolos parecía el menos
adecuado para conseguirle una visita de otro viejo conocido.
Después de todo, el paso de ambos por la preparatoria
había terminado con la afrenta que fue el pretexto de la
gresca legendaria.
Roca, cabello rojo, la piel dura y picada, caminaba bajo
el sol transparente de las siete de la mañana en el último día
de clases de la preparatoria. Caminaba fanfarrón, caminaba
seguro, despidiéndose de los confines de lo que había sido
su reino por tres años. Un reino dividido, es cierto, pero
reino al fin. Desde el cielo, un bote de basura azul, de
plástico, con capacidad para cuarenta litros de desperdicios
de adolescentes, voló con el preciso arco de un insulto. Yo
lo vi y Roca me vio mirándolo. El bote le dio justo en la
cabeza, rompiendo su andar seguro y la certeza de ser un
hombre temible. La cabeza se sacudió, las cáscaras de fruta,
los envoltorios de las golosinas y los papeles para sonarse
la nariz lo bañaron mientras trataba de entender qué había
pasado y se revisaba la cabeza en busca de una herida, que
estaba ahí, sangrando. Desde el segundo piso del edificio la
gente se asomó a la baranda y miró hacia arriba, buscando
a un culpable en el tercer nivel. El silencio que se hizo se
rompió pronto con cuchicheos, pero peor que todo, se
rompió con risas en sordina. La gente se burlaba de él.
Roca los miraba a todos, atónito, humillado. Los del
segundo piso miraban hacia arriba exonerándose y él me

119
Luis Miguel Estrada Orozco

miraba a mí, “Arriba”, musité señalando con un dedo y Roca


arrojó la mochila y subió corriendo como un endemoniado.
Preguntó a unos, preguntó a otros, gritaba y atraía más y más
miradas hacia sí. Mi hermano sujetaba la mano de su novia;
veían a la fiera de pelo agitado, de espalda precozmente
ancha, de una violencia inexplicable y de una altanería sin par
revolverse en el torbellino de una furia inútil. Roca preguntaba
a todo el mundo. Mi hermano mismo, que estaba ahí sentado
junto al autor material de la putada, se negó a decirle quién
lanzó el proyectil. Se hizo el loco igual que los demás que
vieron claro al tipo que se asomó a la baranda, miró a Roca
caminar con la barbilla erguida, con el paso firme, con la vida
resuelta para sus adentros, esa vida que aún no sabía que
apenas si tenía futuro, y decidió lanzarle un bote de basura.
Entre todos los que estaban ahí, el Sordo fue el único
que respondió. Señaló sin ganas hacia el patio, donde Bolos
caminaba hacia la puerta de la calle, sin intenciones de vivir
un día más de clases. “Ya se te fue y no lo vas a poder alcanzar”,
le dijo. Roca pasó lo que quedaba antes de la última campana
de la preparatoria bajo la mirada de la escuela entera, niñatos
que se cuchicheaban, se partían de risa y cuando él daba la
espalda hacían la parodia de ese golpe del que nos acordamos
por años y años, del que nos reímos siempre y del que muchos
nunca estuvieron seguros si Bolos fue el culpable o si tan solo
había sido el pretexto largamente esperado para la pelea de
nuestro siglo adolescente.
Se dijo, se dijo mucho, pero nunca conocí a ningún
testigo, que Roca buscó a Bolos por todos lados. Dijeron que
fue al gimnasio en donde hacía pesas, dijeron que fue a los
bares donde retaba a los meseros, dijeron que al fin un día
se encontraron en una de esas fiestas a las que iba gente que
ya no conocíamos, fiestas en donde las cosas empezaban

120
Los tres días del gorrión

a cambiar y la gente había dejado de molerse a golpes y se


cometía la bajeza de llevar navajas. Las navajas no duraron
nada, porque muy pronto ya no tuvo caso nada de eso y ahora
cualquier hijo de puta carga una pistola. Para darse una paliza
callejera hace falta ser canalla, pero para jalar de un gatillo a
sangre fría es necesario haber perdido el alma. Ellos aún no
eran eso: se molieron a golpes en una gesta de las de antes,
una pelea en la que no se meten los maricas de los amiguitos,
una pelea uno a uno, sin elegancias pugilistas: con puñetazos,
con puntapiés, con candados al cuello, con la ropa hecha
jirones y los labios partidos, con nudillos lacerados, con ojos
derramados de sangre, con la tierra metiéndose en la boca al
revolcarse por el suelo y el sabor a metal amargo que queda
después de todo, el sabor de haber peleado como un animal y
el gusto de quedarse resollando como uno mientras el cuerpo
lentamente se va enfriando y entonces duelen todos los golpes
que ni siquiera se enteró uno que le metieron. Una barbaridad,
si uno lo piensa, desprovista de cualquier sentido de nobleza,
pero no por ello un crimen cuando el tiro va derecho. Se dice
que Roca se partió una mano, pero que de eso se enteró horas
después, porque siguió golpeando. Dicen que el Bolos estaba
muy borracho. Dicen que Roca traía adentro medio gramo.
Dicen que cuando todo terminó, Roca había vencido; se alejó
hecho polvo, incapaz de hacer ningún alarde, ningún tipo de
aspaviento, ninguna perrada extra como las que lo habían
distinguido siempre porque apenas le quedaba fuerza para
caminar sin dar al suelo. Dicen que se fue y después de eso
ya nadie dijo mucho porque todos empezamos a estudiar
carreras y a tener trabajos; algunos se empezaron a casar y a
hacer barriga, y cada vez nos interesó menos la vida y obra de
esos tipos a quienes solo la adolescencia les dio algún brillo,
porque la adultez les quitó todo.

121
Luis Miguel Estrada Orozco

Bolos terminó la preparatoria trunca en otro lado. Mi


hermano egresó ese año de la prepa y un año después ya sabía
que iba a ser padre. Si no hubiera sido porque coincidimos
en la universidad, yo no habría sabido nada de Bolos, y si no
hubiera sido porque mi hermano se encontró a Bolos en el
taxi, nunca habríamos sabido nada más de Roca. Supimos del
Jiménez, que heredó el negocio de autopartes de su padre y
lo modernizó. Supimos del Manos, que resultó ser un tiburón
que las casas de inversiones se peleaban. Supimos del Sordo,
que estudió abogacía nada más para saber cómo mantenerse
fuera de la cárcel porque se dedicó a hacer dinero puerco con
una especie de glotonería que daba asco de verlo. Supimos de
muchos más, porque terminaron la universidad y se casaron
por la Iglesia en fiestas de trescientos invitados. Tuvieron
hijos. Pagaron a tiempo la hipoteca y engordaron, y cuando
se hallaron por la calle se dijeron los apodos de antes y se
recordaron un chiste común. Muchos de ellos se seguían
viendo. Al Roca. Al Bolos. A ellos nadie los volvió a ver.
—¿Bolos y el Roca? ¿Por qué te llevó a verlo? —le pregunté
a mi hermano, cada vez más intrigado por la historia.
—Es lo que te digo — me dijo—. Está más solo que la lepra
y nadie se le va a acercar. El Roca está tirado a la mierda.
Cuando el Bolos me dijo que lo fuera a ver yo pensé, Roca no
va a querer que lo vea nadie. A mí no me gusta encontrarme
gente y eso que nada más me divorcié. ¿Por qué iba a querer
recibir visitas él?
—Y, ¿cómo está?
—Mal, mal de todo. Desde su salud hasta donde vive.
Todo está mal. ¿Cómo te explico? Al principio no estaba
muy seguro de que el Bolos me estuviera llevando a la casa
de Roca. Me recogió en su taxi a media semana, después del
trabajo, y manejó para el norte, como para la colonia Ejército

122
Los tres días del gorrión

de la Revolución. Nos empezamos a meter por calles a las


afueras, ya pasando el Anillo Periférico. Un montón de niños
en motonetas robadas se acercaban a nosotros a ver quiénes
éramos. Se le emparejaban al taxi y nos preguntaban ¿a quién
buscan?, y le hacían señales a otros niños y a cholitos de
banqueta. El Bolos los saludaba, a algunos hasta les decía por
sus nombres y pensé: Soy un pendejo, Bolos me va a chingar.
No sé. Lo vi a él tan jodido que pensé: Vio la casa de mis papás
y me va a secuestrar por dos mil pesos cuando vea que yo no
traigo nada. Habíamos echado una despensa para Roca en la
cajuela y con eso poco se me había ido todo el dinero que
traía. Nunca traigo mucho, pero igual pensé que a Bolos a lo
mejor se le ocurría secuestrarme.
—¿Pues adónde te llevó? ¿Dónde vive Roca?
—¿Sabes dónde está el La Vista II? Pues más arriba,
más perdido en el cerro, por donde siguen saliendo casas
de ningún lado, casas a medio terminar, con las varillas
saliéndose y las paredes sin pintar. Algunas sin agua, otras
colgadas de los postes de luz. Muchas construidas sobre
terrenos ocupados y con rejas de resortes de colchones, pero
con antenas de televisión satelital. Bolos se detuvo en una
casa como muchas: una obra negra que luego me enteré de
que se la prestó alguien, amigo de sus papás, o algo así. La casa
donde vivía con su mujer no era suya. La estaba pagando y
tuvo que traspasar su hipoteca, y el dinero de ese traspaso se
le fue como se le estaba yendo el resto del dinero. Tuvo que
hacer muchas cosas porque se le empezó a pasar el tiempo
y no se recuperaba y no se recuperaba. Así como agarró el
trabajo, así lo perdió. Cambiaron el gobierno municipal con
las elecciones, lo dejó la mujer y ya a nadie le importó que
fuera amigo de nadie. Con el cambio de administración se
perdió su finiquito. Alguien igual de ojete que él se lo habrá

123
Luis Miguel Estrada Orozco

embolsado y se quedó sin nadie a quién reclamarle, ni nada.


Le dieron largas con la demanda que metió por el registro
abierto. Está esperando a que resuelvan, pero a ver cuánto
tiempo tardan, primero, en que le contesten, segundo, en que
le digan algo que no sea que se vaya a la mierda. Y ahí está
Roca. Esperando y a medio pudrirse. Está en la sala-comedor
para no tener que moverse tanto para ir al baño y a la cocina.
Ahí lo encontramos con el Bolos.
—¿Cómo es la casa?
—Es del tamaño de la recámara de mis papás. Un baño,
una habitación, cocina, sala-comedor y patio de servicio,
todo junto, amontonado en una mierda de casita de un piso
sin forma que alguien construyó como midiendo todo a
puros pasos. Pero eso no importa porque Roca está en la sala-
comedor todo el tiempo, es la única parte de la casa que usa.
Ahí está su catre, un catre militar muy viejo, con óxido por
donde dobla, ahí están sus cosas para que se limpie la herida.
Cuando entramos, Bolos me dijo: “Aguas con el olor”, como
quien te dice: “No vayas a decirle que apesta”. Y es que huele
a él por todos lados. Huele a un cuerpo enfermo.
Al fin habían hallado la casa entre las calles chuecas,
derruida como un rostro de heroinómano en medio de
una fila de alcohólicos. Bolos había llamado a la puerta y
desde dentro la voz frágil e irreconocible de Roca le había
contestado: “¿Quién es?”, dijo, “La policía, cabrón”, había
bromeado Bolos. Mi hermano aún seguía pensando que lo
más grave era la casa en el culo de la ciudad. Luego, Bolos
empujó la puerta y entraron a un pozo sin luz. Era un cubil
oscuro que olía como si Roca en verdad jamás hubiera
logrado salir de ese registro abierto. Desde el fondo de esa
oscuridad venía la voz quebrada y el rechinido del catre viejo.
Bolos había encendido la luz y había abierto las cortinas.

124
Los tres días del gorrión

“Para cerrar las cortinas sí te levantas, ¿verdad, cabrón? Ya


te dije que necesitas que te pegue el sol”, le dijo, con una
familiaridad que sorprendió a mi hermano tanto como la
peste y el abandono de Roca, de quien quedaba ya muy poco.
Con la luz que entró desde fuera, Rubén vio el catre sucio,
el cuerpo enflaquecido y pálido de Roca, el bote de basura
lleno a rebosar de gasas sucias, y la pierna envuelta en un
vendaje torpe sobresaliendo de debajo de las cobijas. Roca
se cubría de la luz con una mano, pero cuando sus ojos se
recuperaron del primer deslumbramiento y notó a Rubén, se
cubrió la pierna de inmediato con un pudor femenino.
—Diez meses —me dijo Rubén—. Diez meses con la
pierna abierta, con la herida que no cierra nunca. No pueden
cerrarla porque en cuanto lo hace se le anega en pus. Supura.
No sabía muy bien cómo estaba todo cuando lo vi, no entendía
por qué estaba así envuelto y no enyesado, no sabía por qué la
infección era como es. Además, las primeras veces que hablé
con él no le entendía nada.
—¿Por qué?
—Dice poco. Pero sobre todo es cómo lo dice. Es en parte
cómo habla y también es algo más. Al principio me sorprendió
su voz. Hablaba como si tuviera cáncer de garganta o yo qué
sé. No se había dado cuenta de que Bolos no venía solo y había
balbuceado así como nada más Bolos le entiende. Luego se
dio cuenta de que yo venía también y empezó a moverse raro,
a removerse entre las colchas arriba del catre. Bolos me dijo
que fuera al carro por las cosas y bajé las bolsas con arroz,
frijoles y aceite. Ni siquiera doscientos pesos de comida. Y el
Roca me vio entrar con las bolsas y se volvió a tapar la cara.
Pero no era el sol. Estaba llorando. Cuando me dio las gracias,
todo flaco, canoso, así, acostado porque el Bolos le decía que
no se levantara, le sonaba la voz cascada, rasposa, y estaba

125
Luis Miguel Estrada Orozco

llorando como si fuera un náufrago y yo fuera la primera cara


conocida que veía en años, ¿te imaginas a Roca llorando? Yo
no sabía qué decirle. Me salí por la tangente y le dije que le
oía la voz rara. Fumas mucho, ¿verdad?, le pregunté y él no
me entendió, tienes la voz de fumador, le dije como por hacer
una broma, pero no era eso. “No hablo”, me dijo, “Cuando no
veo al Bolos no hablo nunca con nadie”. Por eso tiene la voz
tan rara.
Mi hermano y Roca platicaron durante un buen rato.
Rubén tiene la facultad de hacer hablar hasta a las piedras.
Ahora que él ha vuelto a ser un poco como antes del divorcio la
gente alrededor de él sonríe. El mismo Rubén habla hasta por
los codos, pero sabe detenerse cuando el anzuelo ya ha picado.
Y uno siempre cae en él. Roca le había preguntado a Rubén
“¿Cómo estás?”, y se había esperado que Rubén fuera un tipo
brillante y exitoso. Pero en lugar de eso escuchó algo de los
peores momentos del año más oscuro de mi hermano. Roca
interrumpió, habló un poco, hizo algún comentario y antes
de que nadie pudiera detenerlo ya estaba contándole todo a
Rubén. Detrás de ellos, el Bolos se había puesto a trajinar por la
casa con una cotidianidad maternal que a mi hermano lo hacía
distraerse a ratos. Abría puertas, hacía sonar cazuelas sucias
mientras las lavaba, pasaba la escoba vigorosamente mientras
el Roca interrumpía la plática con mi hermano, “Deja eso,
vente con Rubén y conmigo”, le decía Roca, y Bolos se afanaba
y parecía que la escoba iba a tronar en sus manazas, “Acabo
esto rápido, acabo esto rápido”, y seguía sin interrumpirse,
pero también sin dejar de oír la conversación. A veces
aclaraba puntos. A veces daba su propia explicación mientras
seguía limpiando, sacudiendo, poniendo algún desinfectante
y fregando la casa sin pudor ni pausa, con un comedimiento
imposible de falsificar porque ya era parte de su vida.

126
Los tres días del gorrión

—Roca se fatigaba nomás de hablar, no me lo vas a creer,


pero boqueaba como si le diera miedo que me fuera a ir sin
que me lo hubiera contado todo. Se le iba el aire y el Bolos
dejaba de limpiar y se acercaba y le agarraba el brazo, le daba
palmaditas, “Espérate compadre”, le decía, “No dejas ni hablar
a Rubén”, le decía, pero yo no sabía qué decir, lo escuchaba
y él parecía que se estaba ahogando en tantas palabras que
no había dicho. Se cansó de hablar conmigo durante veinte
minutos, como si hubiera ido a correr una hora.
La casa es tan pequeña que el Bolos no tardó en dejarla
limpia. Luego se fue a sentar con ellos y con una de sus
manos enormes acomodó la almohada de Roca, que se había
incorporado para mirar cara a cara a Rubén.
Bolos se había acercado y, sin mediar explicación, había
levantado las cobijas y había dejado al descubierto un montón
de gasas que olían lo mismo a merthiolate rancio, a algodón
humedecido, a sangre, a pus, a todo. Bolos había levantado
aquello y había empezado a hacer la curación. Retiró todo lo
viejo y usado. Vertió merthiolate en una gasa limpia y frotó
la herida, una cuchillada desde el tobillo calcificado hasta
casi la rodilla. Mi hermano no sabía qué hacer. No sabía si
voltear a otro lado o si no darle importancia, como quien
ya estaba preparado de antemano para presenciar eso. Roca
estaba transido de dolor, palidecido. Bolos seguía su tarea con
el desapego de las rutinas que nos imponemos. Al terminar
había metido todo lo sucio a una bolsa y había puesto un
vendaje nuevo. “Listo, compadre”. Y nada más ese momento
de curación había callado a Roca, porque hasta entonces, a
pesar de la fatiga, había hablado, hablado y hablado lo que
apenas podía hablar con nadie. A pesar de Bolos, estaba solo.
Gracias a él, no estaba completamente abandonado.

127
Luis Miguel Estrada Orozco

—A mí, carnal, me echaron pleito, me divorciaron,


quemamos Troya y me costó un mundo seguir en contacto
con mis hijas, pero yo siempre tuve derecho a réplica, a
hablar, ¿entiendes? A él, ni eso. Cuando se le fue el trabajo y
los gastos se empezaron a poner difíciles la mujer no le duró
dos meses. En cuanto le estabilizaron la infección y lo sacaron
del hospital la última vez se fue a su casa con la pata abierta,
como está hasta ahora, y estuvo unas semanas puteando a
todo pulmón. La mujer se cansó de que le gritaran, se cansó
de ayudar, de cambiar vendas, de que el cabrón estuviera de
malas todo el tiempo, imagínate, un hijo de la chingada como
Roca, imagínatelo nada más, así, postrado, tirado sin poder
moverse y a expensas de su mujer. Todavía fuerte a pesar de
todo por entonces. Pero en cuanto ella vio que las cosas no
iban a mejorar, no creas que le dijo adiós ni nada. Agarró lo
que pudo de la casa, incluido al niño, con el Roca enfrente
hecho mierda. Él le gritaba que la iba a matar a golpes, pero a
ella no le importaba, ¿qué le iba a creer a ese pendejo? Lo dejó,
tirado, con la pierna abierta en canal. Se fue, pero no solo se
fue. Se aseguró de que él viera que lo abandonaba.
Roca había gritado hasta el cansancio, había rabiado,
había llorado y se había gastado lo que le quedaba de su furia
inextinguible en esas primeras semanas de incredulidad,
arrastrándose por una casa que el banco no tardó en reclamarle.
—Y el cabrón postergó la operación que ahora necesita
tanto porque traía encima el crédito hipotecario, y el del
carro, dos cosas que acabó perdiendo o malbaratando en
la desesperación; traía encima lo que todo el mundo anda
cargando, por lo mismo que yo no podía comprar un pinche
mueble para el depa o por lo mismo que no traía crédito en
el celular, pero yo seguí buscando clientes con dos piernas y
hubo quien me apoyó; a él no, a él se le fue todo, todo, todo, se

128
Los tres días del gorrión

quedó sin un peso, trató de pagar, trató de hacer movimientos,


pero quién le iba a prestar a un tullido. Hizo el traspaso y se
buscó esa casita de mierda en donde vive. Todavía, me dijo,
pensaba que la mujer se le iba a arrepentir, porque creía que
se iba a recuperar en lo que te lo cuento y que iba a volver a
su trabajo, que lo iba a recuperar todo quién sabe cómo y que
todo iba a quedarse atrás y otra vez él se iba a cagar arriba
de todos, y nada, nada le salió y lo perdió todo, carnal, todo.
Seis meses, seis meses, que no me lo puedo creer, porque en
seis meses todo lo que trabajó en la vida se le fue y ahí sigue,
tirado, viviendo un poco de lo que los conocidos quieran
darle, carnal, porque yo no sabía que ni siquiera su familia le
habla, le dejaron de hablar desde que estábamos en la carrera,
no lo aguanta nadie, y dice, no me lo creía, dice, que ahora le
da miedo hasta la calle y por eso cierra las cortinas, dice que
escucha voces en la noche y que se asusta, que se mete debajo
de las cobijas y que reza para que se vayan, que no se le metan
a robar a la casa, a robar como si hubiera algo qué robarle,
porque lo perdió todo y está solo, carnal, más solo de lo que
yo estuve nunca, yo carnal, que tú me viste en lo peor, ¿te
acuerdas? En lo peor, cuando mis papás me insistían que me
pasara a dormir al cuarto de invitados y dejara el estudio y yo
les decía que no, que no quería porque sabía que iba a volver
con Renata, pero nunca pasó, nunca volvimos y nunca he
vuelto a entrar en esa casa, y luego entró el gorrión y terminé
colgado… ¿Te acuerdas, carnal? ¿Te acuerdas de todo esto?
—Me acuerdo, carnal. También me acuerdo que no nos
dijiste nada hasta mucho después. Me acuerdo que decíamos
que había sido un accidente. Me acuerdo que no podíamos
hacer nada.
—No. No podían hacer nada. Tenía que hacerlo yo. Pero
así, en lo peor que estuve, jamás llegué a estar como Roca

129
Luis Miguel Estrada Orozco

—dijo al fin, y yo había estado esperando que mi hermano


tarde o temprano llegara a esa revelación.
—Yo creo que tú nunca estuviste la mitad de solo —le
dije, tanteando un terreno delicado—. Creo que a veces te
jodimos un poco con nuestra insistencia, pero estábamos
ahí. Y no es nada del otro mundo, o eso creemos. A veces
siento que no hicimos nada o hicimos muy poco. A veces
siento que no hubiéramos podido hacer mucho y por eso
mejor optaste por la soledad.
—Sí, eso es cierto, pero no sabes, carnal, qué es la soledad
de la que hablo. Creo que esa parte es la que nunca he podido
ni he querido explicar. Y ahí sí sé de lo que hablaba Roca. Es
la soledad de haber caído. Ahí no te acompaña nadie. Es como
estar adentro de ese hoyo y ver a los demás arriba, vivos. No
sé. Pensé mucho en todo esto, y le conté más sobre lo que
a mí me había pasado. Le dije cosas que no le había podido
decir a nadie, cosas que aunque no quieres que nadie sepa
te urge decirlas en voz alta. No son competencias, digo, pero
el caso es que ahí estábamos los tres, ahí habíamos llegado
y había algo sobre qué hablar con ellos, sobre lo que pude
hablar con ellos que no pude hablar con nadie más. Con ellos,
no me jodas, con ellos con los que apenas hablé nada en la
preparatoria. El Bolos, puro músculo, y el Roca, pura bilis. Un
tipo que terminó en una situación en la que hacía falta ser un
héroe para salir de ella, ¿no? Un héroe como de esos de los
que luego cuentan las historias: Roca, ¿te acuerdas? Se rompió
una pierna, lo corrieron del trabajo, se divorció, pero sacó
fuerzas y nada lo detuvo, nada. Se levantó y ahí anda, míralo,
ahí está de nuevo de pie. Un héroe, carnal, porque un héroe,
así como es la vida de cabrona, no necesita de una guerra sino
de un tropiezo que te arruine nada más, un héroe minúsculo
si quieres, pero algo así. Y lo peor de todo, lo peor de una

130
Los tres días del gorrión

situación así como la suya o incluso la mía, es estar consciente


del tipo justo de hombre que hace falta y saber que no eres tú,
saber que tú, frente a todo eso, no te puedes levantar.
Mi hermano carraspeó en el teléfono. La voz le sonaba
áspera, cansada, una voz como de no usarse durante tanto
tiempo en muchos meses. Lo escuchaba jalar aire. No sé si se
le habría hecho un nudo. Las cosas habían ido mejorando para
él, aunque tratara de evitar el tema. Pensar en Roca, tal vez, le
causaba una clase extraña de pudor que le hacía esconder las
cosas que había recuperado y aquellas cuya pérdida definitiva
había logrado aceptar.
—¿Y la pierna? —le pregunté, porque siempre nos ayudó
hablar de cosas más bien prácticas cuando los grandes
momentos de revelación nos arrinconaban sin escapatoria.
Rubén se había quedado callado y sonaban cosas en su lado de
la línea. Tomó aire y exhaló con los ojos cerrados y mirando
hacia arriba, dejando caer el teléfono sobre su hombro durante
un momento.
—Envuelta como el cadáver de un niño. Ese día no la pude
ver bien. Por vergüenza o asco, o lo que sea, miré para otro
lado. Nos fuimos después de dejarle al Roca un arroz hecho
para que tuviera algo qué comer. Bolos no puede ir a diario y
a veces pasan días sin que Roca vea ninguna cara. Entonces,
después de esa primera vez, quedamos en que yo iba a ir
cuando pudiera. El Bolos me dijo que le recordara a Roca
lavarse la pierna. Que lo ayudara con eso si podía. Hay que
lavarla a diario, pero duele demasiado como para que Roca lo
haga bien y a conciencia él solo.
—Pero tú no tienes paciencia de enfermero.
—Pues igual otra vez que fui a verlo, solo, Roca se la
desenvolvió despacio porque le pedí que me dejara verla con
calma para saber bien cómo limpiarla yo. Ni siquiera tiene

131
Luis Miguel Estrada Orozco

demasiada venda alrededor porque no puede dejarla sin que


respire demasiado, pero tampoco puede exponerla mucho.
Toma antibióticos, algo, pero no sé si son insuficientes o si el
tipo no es adecuado y es para lo que le alcanza. No sé, pero
la pierna no se ve nada bien. Es una herida abierta. Así. No
se me ocurre cómo describirla. Es un corte largo desde un
poco debajo de la rodilla hasta como unos diez centímetros
antes del pie, en el tobillo. Es carne abierta que no puede dejar
cerrar, porque… no sé por qué. Es una bacteria. Es todo lo que
me quedó claro. Es una bacteria que está anidada en el hueso
y los especialistas que lo vieron antes de que se le acabara
el dinero le dijeron que hay que operar. El hueso no quedó
de todos modos, así que además de rasparlo para que salga la
infección creo que tienen que partirlo y volver a colocarlo por
tercera vez. Creo que si tratan de cerrarla se infecta. No sé,
carnal. No estoy seguro qué es lo que tiene. Ojalá supiera, pero
el caso es que Roca no había podido, no había podido juntar el
dinero y se la había pasado pidiendo prestado a los pocos que
todavía le hablan. Me imagino que ahí en algún lugar tendrá
una tarjeta de banco con el acceso a ese guardadito en el que
tiene depositada su fe. ¿Cómo no va a tener miedo de que
alguien entre?
»Esa vez lo limpié bien, a conciencia. Él se agarraba a los
bordes del catre y veía hacia arriba con el rostro sin sangre
y como en trance del dolor. Es un dolor diario al que no hay
cuerpo que se acostumbre. No sabía cómo decírselo, pero le
dejé quinientos pesos, todo lo que traía, así como al descuido.
No, me dijo, y me dio un papelito con un número de cuenta.
Dice que ya tiene casi todo el dinero que necesita, que se opera,
que tiene que operarse antes de mayo o que de plano ya no
tiene solución. Lo único que le han dicho es que es cien por
ciento viable que se la amputen. Si hubiera sido por el médico

132
Los tres días del gorrión

que le detectó la bacteria se la habrían amputado desde esa


vez. El doctor que lo va a operar en mayo es el único que no
quiere amputársela de todos los que ha visto. Todo el mundo
le dice que eso que tiene, esa bacteria, no tiene solución y
que hay que cortarle todo desde arriba de la rodilla, que ni
siquiera se puede salvar la articulación por el riesgo de que se
haya contaminado por dentro de tanto tiempo que lleva así. Si
esta operación que él tanto espera no le sale, le van a cortar la
pierna y lo peor es que no sé de dónde va a sacar dinero para
que se la amputen, porque eso tampoco es gratis. Hay que
pagar hasta para que te descuartice un experto. Así como te
lo digo, le van a cortar la pierna porque un día no vio un hoyo
abierto en el piso y porque caminó toda su vida hacia él sin
darse cuenta. No duerme. Come poco. Nomás el Bolos lo va a
ver seguido. Los demás, así como yo, cuando podemos.
—¿Muchos?
—No, no muchos. Después de que lo vi, el Bolos me dijo
que había encontrado a más gente por su trabajo en el taxi o
por un gimnasio donde suple a instructores. Gimnasio caro,
de los bonitos, con máquinas e hidromasaje y nutriólogos y
todo lo que se te ocurra. La gente que vamos a ver al Roca
somos los que hemos tenido problemas. Los otros, no.
—¿Los otros?
—La gente a la que le va bien —dijo—. Los que lo vemos
somos los pocos que tampoco vamos a esas reuniones de
la prepa que hacen cada tantos años. ¿Los de tu generación
también las organizan?
—Sí. Todos ven las mismas pinches películas gringas y
sienten la obligación de copiarles.
—Eso. Ahí va la gente a contarse cómo triunfaron en la
vida y que se compraron una casa en la playa y platican de que
juegan golf. A alguno se le sale contar que tiene un segundo

133
Luis Miguel Estrada Orozco

frente y una familia en casa chica, pero hasta es como un


detalle, ¿entiendes?, un lujito que se pueden dar. Amanda va,
ha seguido yendo. Yo no. Pero después de la última no creo
que vuelva. Fue ella quien me contó que ahí salió el tema del
Roca. Todo el mundo lo sabía, carnal, todo el mundo. Todo el
mundo sabe de mi divorcio, todo el mundo sabe del taxi del
Bolos. Todo el mundo sabe del Roca, pero a todo el mundo
no le importamos nada. Así de ridículo es esto, porque se
me ocurre que la solución está ahí y es así de fácil. Para la
operación le faltan diez o quince mil pesos al Roca. ¿Cuánto
crees que tardarían en juntarlo entre el Manos y el Rama? Se
han gastado más yéndose de putas, pero por alguna razón,
entre toda esa gente que educó nuestra católica preparatoria,
no hay uno solo que afloje cristianamente la cartera. Bueno,
miento. No hay quien la afloje bien. Amanda les dijo que ella
pensaba ir a ver al Roca. Les dijo que sería bueno llevarle un
regalo, a lo mejor el dinero que necesita para la operación.
Les pidió a todos ahí en caliente y entre todos los que estaban
juntaron apenas dos mil. Nadie quiso cooperar. Ni siquiera
el pinche Sordo.
—¿El Sordo?
—¿No te acuerdas? Él fue el que le aventó el bote de
basura a Roca. Yo lo vi, yo estaba al lado con Renata. Hasta
él mismo me preguntó antes de aventarlo: “¿Cuánto apuestas
a que le pego desde aquí a ese imbécil?” “Sordo —le dije—,
ni le muevas, te van a dar otra putiza”. “¿Cuánto apuestas a
que no?”, me preguntó, y agarró el bote y se lo aventó con
tan buena puntería que yo no sé si le dio nada más porque
lo odiaba con toda su alma y sabía que no podía hacerle
nada más que una humillación a escondidas: tirar la piedra
y esconder la mano.

134
Los tres días del gorrión

—¿El Sordo? Sabía que era medio rastrero, pero no pensé


que hubiera sido él el que le aventó el bote. ¿Y no cooperó
con nada?
—Cabrón gordo. Está forrado de billetes y está hecho una
puerca.
—¿Gordo? Pero le encantaba el atletismo.
—Corría medio maratón, iba al gimnasio. Un rato siguió
al Bolos a todos lados casi oliéndole los pedos. Cuando estaba
estudiando Derecho le dijo a todos que hizo un Iron Man
en no sé dónde y enseñaba fotos y le hacía al mamón. Así,
todo en copretérito, porque ahora no hace ejercicio sino que
nada más hace dinero. Se tituló y se conectó con Juan de la
Tiznada y empezó a hacer negocios con gobierno; soborna
en licitaciones de contratos de lo que se te ocurra, mete
facturas apócrifas, le pagan por abajo del agua, se mocha con
todo el mundo, con políticos, con la Maña, con el que haga
falta y mama, mama y mama alcohol sin respirar siquiera.
Está inflado de chupe y de dinero. ¿Sabes qué dijo cuando le
preguntaron si ponía algo para Roca? Dijo que no, pero que
cuando llegara la amputación, él la cubría completa. Amanda
dice que lo gritó, para que lo oyeran todos y hubo unos que
se rieron. Amanda estaba encabronada. Le preguntó por qué,
porque sabía que iba a decir algo bueno, y el Sordo dijo que no
valía la pena gastar dos veces en el Roca. Así de ese tamaño.
Vieras el puto gusto que le dio decirlo. “Me lo saludas”, le dijo a
Amanda. “Dile a Roca que seguimos pensando en él”. Así dijo,
con una risita que ya no sé si me estoy inventando porque no
puedo creer que al Sordo le quede alma para reír, pero vas a
ver, carnal, vas a ver y van a ver todos esos cabrones. El Roca
se va a poner bien porque así es él. Se va a poner bien con tal
de chingárselos a todos.

135
Luis Miguel Estrada Orozco

—¿De dónde va a sacar la lana? —pregunté, pero no quise


que Rubén entrara en detalles antes de cerrar la historia,
pregunté el detalle que se había quedado sin aclarar—. A todo
esto, Rubén, no me has dicho cómo es que el Bolos volvió a
encontrar al Roca.
—El azar, igual. Un día después de que lo dejó la mujer,
Roca terminó en emergencias por lo de la pierna. Cuando lo
dieron de alta el médico de guardia no sabía qué hacer con
él. Le preguntó si había alguien a quién llamar para que lo
llevaran a su casa porque lo había llevado alguien, un vecino
o ve tú a saber quién, pero lo dejaron ahí en el hospital y todo
el mundo se lavó las manos. El médico, un tipo que había
conectado alguna vez al Bolos para vender anabólicos de
contrabando en los gimnasios, le llamó a Jorge, su taxista de
confianza. Bolos llegó y cargó a Roca, lo subió en vilo al taxi
y le dijo: “Ni siquiera te voy a cobrar el viaje, pinche Roca,
pero te voy a dar de madrazos de aquí hasta que lleguemos
a tu casa. Todavía me la debes, hijo de la chingada”. Dice
el Bolos que nada más se rieron juntos. “Tú arrímate una
silla enfrente de mí para que no me agarres con ventaja y
vamos a ver de a cómo nos toca”, le contestó Roca, todavía
con lo que le quedaba de ser Roca y que ya quién sabe si
va a volverlo a ser. No sé si se habrán puesto otra golpiza.
Así como estaban de locos, puede ser. A lo mejor por eso se
volvieron tan amigos.
Seguimos platicando un poco de una cosa y otra.
Volvimos muchas veces a lo de Roca, a lo del divorcio de mi
hermano, a lo de sus hijas lindas, que crecen y que ven a su
papá en domingo, a lo de algunas personas que no hemos
vuelto a ver, pero que sabemos que aún están ahí. Hablamos
al fin del trabajo que mejora, de dos o tres cosas que pasamos
cuando niños y que teníamos que aclarar. Hablamos sobre

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Los tres días del gorrión

Nadia y sobre Diana, sobre el nuevo trabajo que empezó


y sobre la sonrisa que le ha heredado a su hija. Le hablé
de mi terapia. Hablamos mucho tiempo y al final, cuando
nos despedimos, no supe qué decirle para que supiera que
todo iba a estar bien. Quería tranquilizarlo, decirle que
nunca se verá postrado como Roca, sin nadie que vele por
él. Quería decirle que yo sería ese Bolos, que para algo nos
dimos en la madre tantas veces Rubén y yo. Quería decirle
que él logró escalar fuera de ese hoyo y que ya está ahí, de
nuevo caminando, aunque no se haya dado cuenta aún de lo
largos que van sus pasos. Quería decirle tantas cosas que no
sé por qué lo único que se me atravesó, desde el fondo de
una lectura vieja, fue un verso que tiré como si fuera mío,
pero que él completó como si lo supiera de memoria, tal vez
porque llegó a las palabras justas a través de su experiencia.
—La vida iba en serio, Rubén.
—Sí, pero eso uno lo empieza a comprender más tarde.

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