Los Tres Días Del Gorrión - Luis Miguel Estrada Orozco
Los Tres Días Del Gorrión - Luis Miguel Estrada Orozco
Los Tres Días Del Gorrión - Luis Miguel Estrada Orozco
Doctora en Humanidades
María de las Mercedes Portilla Luja
Secretaria de Difusión Cultural
Doctor en Administración
Jorge Eduardo Robles Alvarez
Director de Publicaciones Universitarias
Mención honorífica
19° Premio Internacional de Narrativa
“Ignacio Manuel Altamirano” 2022
Jurado
Armando Alanís, México
Gustavo Ogarrio, México
Sergio Gutiérrez, Puerto Rico
Comité organizador
Los tres
días del
gorrión
“2022, Celebración de los 195 Años de la Apertura de las Clases en el Instituto Literario”
Primera edición, julio 2022
isbn: 978-607-633-500-0
Hecho en México
Presentación 9
Plata 41
Roca 99
PRESENTACIÓN
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en esa misma línea se le concedió mención honorífica a Luis
Miguel Estrada Orozco por su obra Los tres días del gorrión y a
Mauro Israel Barea Garabito por Kolymá.
Nuestra máxima casa de estudios reconoce el compromiso
que tiene para impulsar el trabajo que se germina en los
escritores, por lo que cada año se da a la tarea de convocar
a mentes creativas y apasionadas por la narrativa, siempre
ávidos por llevar sus palabras a ámbitos donde la literatura
impacte a cada uno de los lectores.
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Para mis hermanos, mis amigos, mi familia.
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—¿Completas?
—Completitas. Ya hasta le platico. Ese pájaro está a punto
de hacerse mi mejor amigo.
Rubén miraba al pájaro sin parpadear. Tenía los ojos
hundidos, la cara demacrada. Me pregunté si mis padres no lo
habían notado o si sencillamente no habían sabido qué hacer.
De pronto, las ligeras incoherencias de nuestra conversación,
la forma en que su mirada se ausentaba, todo cobró sentido.
—Rubén, ¿hace cuánto que no duermes?
—No puedo —respondió.
—Pues intenta, ¿qué le ves a este pájaro imbécil?
—Se va a morir y no es su culpa.
—No se muere. Ten paciencia. Ya saldrá. Solo está
confundido. Si lo dejamos en paz, seguro se va y listo.
Él lo miraba. El gorrión daba saltitos con sus plumas
desordenadas por estrellarse hasta la demencia contra esa
ilusión de fuga. Presentí la guardia baja de Rubén. Afuera,
Nico tiró un par de ladridos. Imaginé que mis padres estarían
a punto de volver y decidí lanzar una pregunta franca.
—Rubén, ¿te vas a divorciar o no? ¿Al menos ya están
claros en eso?
Me miró al fin, fijamente.
—No quiero.
—Pero ella quiere. No hay nada qué hacer.
Rubén dejó al fin de mirar al ave. Me vio a mí con un par
de ojos hundidos y una mueca endeble como no había tenido
jamás. Mi error fue pensar que era el momento.
—Mira, te voy a preguntar algo muy claro. Me han faltado
fuerzas para preguntártelo y a lo mejor habría tenido que
hacerlo antes.
—No lo hagas, carnal. Tú no, por favor.
—¿Qué fue lo que pasó?
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—Ya pasé por esto con mis papás. Ya tuve que ir a hacer
aclaraciones en el juzgado de lo familiar. Déjalo, te lo digo
en serio, déjalo por favor. Déjalo, antes de que me hagas
encabronar.
Rubén arrastró los pies hacia el fondo de la cocina
alejándose del gorrión. Me dio la espalda un momento y
decidí seguir picándolo.
—A lo mejor te hace bien hablarlo. A lo mejor necesitas
desahogarte en vez de hundirte como lo estás haciendo.
Nico ladró con más fuerza esta vez y mi hermano, de
espaldas, empezó a subir y bajar los hombros con cierta
velocidad. Por un momento, pensé que estaría sollozando
sin voz.
—¿Qué pasó?
—¿Por qué quieren que me explique? ¿Por qué todos
quieren darme su opinión?
—Porque estás hecho una piltrafa. Dime por qué.
—No me lo vuelvas a preguntar, te lo digo antes de que me
hagas encabronar.
La voz de Rubén estaba comprimida en un rollo de
ira. Aunque seguía de espaldas, comprendí que no estaba
sollozando, sino que trataba de contenerse controlando la
respiración. Mi experiencia adolescente me decía que era
peligroso hacerlo enojar, pero en ese momento pensé que el
enojo era mejor que el abandono. Nico volvió a ladrar, esta vez
con más insistencia y desespero, y yo miré hacia la ventana.
Mis padres aún no llegaban, así que decidí seguir. Cuando
volví la mirada, Rubén ya estaba viéndome de frente. Fijo.
—Dime la verdad, Rubén, ¿qué pasó?
—Puta madre: No.
—Rubén, ¿cuál fue la gota que derramó el vaso?
—No fue así. No vas a entender.
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—Carnal…
—¡Ahí va ese puto gorrión!
Rubén había tirado un rugido animal y había saltado
hecho una furia. Yo trastabillé para quitarme de su paso. No
quería que me tocara y ese miedo me bastó para cubrirme
el rostro y caer de espaldas, confundido, aovillado, con las
manos protegiéndome la cabeza, temiendo que Rubén fuera
a molerme a patadas. Vi sus pies pasar a un lado mío, pisando
fuerte hacia el estudio de donde salían ruidos violentos de
cacharros. Cuando me levanté, lo vi llegar con cuerda, cincel
y martillo. Había hecho tanto ruido que el gorrión volaba
enloquecido y el ladrido desesperado de Nico me llegaba
desde fuera como si estuviera a un lado mío. El gorrión
cruzaba la estancia de un lado al otro con urgencia de saeta,
batía las alas ruidosamente y gritaba con un chillido casi
humano. Rubén tenía una mirada febril. Subió las escaleras
a zancadas y tiró una cuerda por en medio de la trabe de la
estructura metálica creando una especie de polea. Se ató la
cuerda a la cintura, comenzó a hacer nudos corredizos que
lo sujetaban a la estructura sobre su cabeza, pero lo dejaban
moverse con libertad. En un parpadeo, había improvisado una
cuerda de seguridad. Luego me gritó:
—¡Tírame un banco de la cantina!
Me levanté sumiso y lo obedecí subiendo por la escalera
con pasitos cortos y cobardes.
—Carnal, ¿qué vas a hacer?
—¡Ese pájaro se larga ya! ¡Ya! —vociferó. Se subió al
banquillo que le había llevado, se paró en puntas y empezó
a golpear la rejilla donde el gorrión regresaba a su puesto de
vigía, de descanso, de ave en espera de la muerte. El gorrión
se agitaba por todos lados, frenético también y mi hermano
enrojecía masacrando la reja, golpeando con martillo y cincel
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PLATA
Nadie puede explicarme exactamente qué ocurre dentro
de nosotros cuando se abren de golpe las puertas
tras las que se esconden los terrores de la infancia.
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—¿Por qué crees que haya algo mal con él? ¿Te recuerda
a ti?
—No. Es peor. Me recuerda a ti.
—…
—…
—No, Nadia, yo no era un niño bulleado. Era un niño
infeliz, pero por otras cosas.
—¿Qué cosas? Yo te dije las mías, ¿me puedes decir las
tuyas?
—No. Además, ya no soy así.
—¿Sabes qué tenías? ¿Nunca te ha dado curiosidad saber
por qué eras como eras?
Sí. Pero no quiero enterarme nunca. Nadia estaba
hablando de mí antes de la secundaria. Quizás cuando era un
año más joven que Álvaro. Durante ese tiempo fui un niño
que nadie comprendió a cabalidad. Todos los niños, tarde
o temprano, tienen esta misma sensación. La diferencia es
que en mi caso hay una o muchas pruebas de que era cierto.
La principal, los otros niños me evitaban como a la peste.
Los adultos de las clases extracurriculares a las que iba se
alarmaban. Me peleaba demasiado. Atacaba sin razón. A veces
decía amenazas demasiado graves. A veces hacía preguntas
demasiado complicadas. Ni siquiera parecía precoz. Había
algo mal, sí, pero nunca he querido saber qué era.
—Se me quitó cuando pasé a la secundaria. Así es siempre.
En cuanto a uno le empiezan a fluir las hormonas se vuelve
un animal y ya nada te importa. Te tiras a correr como loco,
te enajenas con cada erección, sueñas, piensas, te ríes, haces
deportes…
—Te roban tu manopla de béisbol.
—Y tu hermano la recupera por ti.
—Rubén siempre te ha tenido en su club de fans.
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LOS PADRES
PRÓDIGOS
Un hombre tenía dos hijos…
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—¿Y eso?
—Ya ves. Cosas de las que no se hablan. Como lo de tu
hermano y su accidente.
Dos meses atrás mi hermano había tenido su “accidente”.
Le decíamos así porque el único que había sospechado que
fuera un intento de suicidio era yo. El impacto, la emergencia
y mi incapacidad para reconstruir los hechos con precisión
lo había vuelto confuso a los ojos de mi familia, que había
decidido no usar la palabra, no sugerir el hecho, no aceptar
que la tristeza, la rabia o la frustración podían llevarlo tan lejos.
Fui el único testigo y aún hoy no puedo decir exactamente
qué pasó. Resumido, el asunto parecía bastante claro para todos
los demás: un gorrión había quedado atrapado dentro de la
casa de mis padres durante tres días y mi hermano, que llevaba
algunos meses viviendo allí por su separación, estaba decidido
a ayudarlo a encontrar la salida. Sin embargo, el gorrión estaba
tan asustado que no hallaba la puerta, sino que volaba para
estrellarse con el tragaluz que el mismo Rubén había instalado
como parte de una remodelación a la casa en la que crecimos.
Una estructura de metal sostenía una gran ventana de acrílico
a doble altura sobre el suelo. Mi hermano había atado a ella
una cuerda de seguridad mientras destrozaba a martillazos una
rejilla de ventilación. Rubén había perdido el equilibrio, había
caído y de alguna manera se había enredado el cuello con su
propia cuerda de seguridad. Por un momento, mi hermano
pendió en el aire, sacudiendo las piernas, y el gorrión que había
intentado liberar revoloteó alrededor suyo como un ave de
rapiña. Yo no pude ayudarlo. Lo contemplé como a un hombre
en el cadalso y luego lo vi caer como un relámpago y quedarse
quieto; después abrió los ojos. El pájaro había logrado escapar.
Rubén se había negado a ir al hospital y pasó tres días
encerrado, inmóvil. Rubén volvió a sus carreras para pescar
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Toros ellos mismos. Ni siquiera eso.
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—¿Qué?
—El Bolos, ¿tú crees?
Mi hermano, una noche, había pedido un taxi desde la
casa de mis padres. Había llevado a sus hijas a visitar a sus
abuelos. Tenía cerca de un año que había encontrado un
departamento, así que ya había abandonado el estudio en la
casa de nuestra juventud, a donde fue a parar cuando recién
ocurrió su separación. Había temido no volver a ver a las
hijas y se había hundido en un hoyo del que temí que no
saliera. Se había metido un gorrión a la casa y él lo espió
durante dos noches enteras cuando su desprendimiento del
mundo real llegó a su límite, cuando no hablaba, no iba a
trabajar, no probaba bocado. Para ayudar al pájaro a salir,
después de verlo rondando por la casa durante tres días,
abrió a martillazos la rejilla del tragaluz de la estancia de mis
padres y, en un accidente extraño, que aún no sé si fue un
último momento desesperado, Rubén cayó desde lo alto y
se enredó por el cuello en una soga que él mismo colocó
al lado suyo, dijo, para seguridad. Improvisó un cadalso y
quedó colgado mientras el gorrión volaba alrededor de él.
Luego, él se soltó y cayó con los brazos en cruz gozando un
instante efímero de ingravidez mirando al cielo en el que
el sol borró de su cara cualquier preocupación. Cuando su
cuerpo rebotó en el piso y yo sentí el impacto de su cuerpo
bajo las plantas de los pies pensé que había muerto, hasta que
lo escuché gemir, gruñir y luego hacer más ruidos guturales
hasta estallar en una carcajada, un grito agudo: un sonido
animal que le jodió la voz durante días.
Pero todo eso ha quedado atrás.
Pidió el taxi, me dijo, porque iba a ver a una antigua
conocida de la prepa, Amanda, una mujer con la que apenas
había cruzado dos palabras en la adolescencia. Una mujer,
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sin embargo, que había tenido una vida que la había llevado
inexorablemente a él y que él se encontraba tarde ya, tras
un divorcio y con una pensión alimenticia que no le dejaba
dinero para nada más que para su absurda y terca soledad.
Y hacia ella iba él, hacia esa noche sin sorpresas, cuando
vio al Bolos en su taxi, con sus manos de titán empuñando
el volante enclenque de su carro. Se saludaron con la
camaradería que solo te da haber intercambiado golpes,
una especie de hermandad extraña que te hace respetar al
otro porque por un momento fue tu espejo y tu medida. De
inmediato hablaron con la confianza de los conocidos de
la juventud.
—En esta misma calle me hallé a uno de la prepa que estuvo
conmigo en la universidad —le dijo Bolos a mi hermano.
—¿De qué generación? —preguntó mi hermano.
—No sé. Me lo topé luego en la universidad. Moreno,
poquito más bajo que yo; pendejo.
—Bolos, no fue en esta calle, fue en la misma casa. Ese
pendejo es mi carnal. Aunque pendejo y todo, él sí acabó
la carrera.
—La acabó porque tenía tiempo y ganas. Eso no era lo mío
—le dijo el Bolos a mi hermano.
—¿Seguiste con lo de los gimnasios? Me habían dicho que
te vieron en eso.
—Me salí de la carrera y estuve un rato en gimnasios
de alto desempeño. —O más bien de altas cuotas, adonde
sus antiguos compañeros de la prepa, con barrigas a las
que empezaba a hinchar el éxito y el dinero, iban a sudar
licores caros y lo veían con condescendencia. En su mirada,
Bolos lentamente iba perdiendo su aura terrorífica para
adquirir una distinta; la del inconfundible patetismo de los
fracasados—. Ya venía mi primera hija en camino. Me urgía
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