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Relatos Fantásticos

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La mano, Ramón Gómez de la Serna

El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado.

Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por
higiene, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino.
La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada
del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa,
las había mirado, las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una
araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llenos de terror, acudieron la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron
y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa como si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre
fuerte.
¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano?
Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano
entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado
con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia».

En el insomnio, Virgilio Piñera


El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda
entre las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres
de la mañana se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El
amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que enseguida tome una taza de
tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico.
Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga
un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El
insomnio es una cosa muy persistente.

“…Y la gente sin ver”, Jesús Delgado Valhondo


Siete niños en la playa. Quince de agosto. Día de la Virgen de agosto. Caluroso. Plomizo.
Los niños acostumbraban a enterrar, a uno de ellos, en la arena y saltaban sobre él. Enterraron a Sebastián.
Pasaba el tiempo cansado y abúlico, horizontal y bajo. Muy bajo. Casi de arena.
-¡Sal! -le decían.
-¡Sal ya! -le gritaban.
-¡Sebastián, sal ya!
-¡Sal, ya!
Con palas removían la arena de la playa. Hacían dunas, hoyos.
Los nervios estaban a punto de estallar.
Llegó la madre de Sebastián. También se puso a escarbar.
-Sebastián, hijo, ¿dónde estás?
-Pasaba el tiempo tan de prisa que parecía que no pasaba.
De rodillas, la madre seguía escarbando. Había hecho un hoyo grande. Sacaba las manos mojadas.
Por fin, dijo, a gritos:
-¡Mirad, mi hijo! ¡Es mi hijo!
Sacudía sus brazos y caía arena y algunas plumas doradas y azules.
-¡Mirad, mi hijo!
Y la gente se apiñaba a su alrededor ansiosa. Con los ojos muy abiertos. Miraba y no veía nada.
Historia fantástica, Marco Denevi

Cuenta fray Jerónimo de Zúñiga, capellán de la prisión del Buen Socorro, en Toledo, que el 7 de junio de 1691
un marinero natural de las Indias Occidentales, de nombre Pablillo Tonctón o Tunctón, de raza negra,
condenado al auto de fe por brujo y otros crímenes contra Dios, se evadió de la cárcel y de ser quemado vivo
pidiendo a sus guardianes, tres días antes de marchar a la hoguera, una botella y los elementos necesarios
para construir un barco en miniatura encerrado dentro del frasco. Los guardianes, aunque el tiempo de vida
que le quedaba al reo era tan breve, accedieron a sus deseos. Al cabo de los tres días el diminuto navío estaba
terminado en el interior del vidrio. La mañana señalada para la ejecución del auto de fe, cuando los del Santo
Oficio entraron en la celda de Pablillo Tonctón, la encontraron vacía lo mismo que la botella. Otros
condenados que aguardaban su turno de morir afirmaron que la noche anterior habían oído un ruido como
de velas, chapoteo de remos y voces de mando.

Espiral, Enrique Anderson Imbert


Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro. Para no despertar a nadie
avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer
escalón dudé de si esa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho,
igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de
caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama,
con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que
la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién
sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos
de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al
que venía subiendo, que era yo otra vez.

La foto, Enrique Anderson Imbert


Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos
meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara
fotografiar. Paula, que estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la
maceta en la falda sonreía y…
¡Clic!
Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula era bella como una flor-, le
puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.
Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una manchita. ¿Acaso de humedad? No
prestó más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto sino un
brote que dentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los
días siguientes comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera
en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotografiada crecía.
Creció, creció hasta que al final un gran girasol cubrió la cara de Paula.

Las manos, Enrique Anderson Imbert


En la sala de profesores estábamos comentando las rarezas de Céspedes, el nuevo colega, cuando alguien,
desde la ventana, nos avisó que ya venía por el jardín. Nos callamos, con las caras atentas. Se abrió la puerta
y por un instante la luz plateada de la tarde flameó sobre los hombros de Céspedes. Saludó con una inclinación
de cabeza y fue a firmar. Entonces vimos que levantaba dos manos erizadas de espinas. Trazó un garabato y
sin mirar a nadie salió rápidamente. Días más tarde se nos apareció en medio de la sala, sin darnos tiempo a
interrumpir nuestra conversación. Se acercó al escritorio y al tomar el lapicero mostró las manos inflamadas
por las ampollas del fuego. Otro día -ya los profesores nos habíamos acostumbrado a vigilárselas- se las vimos
mordidas, desgarradas. Firmó como pudo y se fue. Céspedes era como el viento: si le hablábamos se nos iba
con la voz. Pasó una semana. Supimos que no había dado clases. Nadie sabía dónde estaba. En su casa no
había dormido. En las primeras horas de la mañana del sábado una alumna lo encontró tendido entre los
rododendros del jardín. Estaba muerto, sin manos. Se las habían arrancado de un tirón. Se averiguó que
Céspedes había andado a la caza del arcángel sin alas que conoce todos los secretos. Quizá Céspedes estuvo
a punto de cazarlo en sucesivas ocasiones. Si fue así, el arcángel debió de escabullirse en sucesivas ocasiones.
Probablemente el arcángel creó la primera vez un zarzal, la segunda una hoguera, la tercera una bestia de
fauces abiertas, y cada vez se precipitó en sus propias creaciones arrastrando las manos de Céspedes hasta
que él, de dolor, tuvo que soltar. Quizá la última vez Céspedes aguantó la pena y no soltó; y el arcángel sin
alas volvió humillado a su reino, con manos de hombre prendidas para siempre a sus espaldas celestes.
¡Vaya a saber!

El gesto de la muerte, Jean Cocteau


Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera
estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta
mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.

El suicida, Enrique Anderson Imbert


Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas:
a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces
disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había
cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas.
Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos
y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un
balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes
blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le
pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose
por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

Las estatuas, Enrique Anderson Imbert


En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos estatuas: la de la fundadora y la del profesor más
famoso. Cierta noche -todo el colegio, dormido- una estudiante traviesa salió a escondidas de su dormitorio
y pintó sobre el suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos: leves pasos de mujer, decididos pasos de
hombre que se encuentran en la glorieta y se hacen el amor a la hora de los fantasmas. Después se retiró con
el mismo sigilo, regodeándose por adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Las caras que
pondrán! Cuando al día siguiente fue a gozar la broma vio que las huellas habían sido lavadas y restregadas:
algo sucias de pintura le quedaron las manos a la estatua de la señorita fundadora.

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