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+++Álvarez-Miranda 2001

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Estructuras sociales doblemente duales.

Dos cuestiones en torno al concepto de ‘estructura social’

Berta Álvarez-Miranda
Noviembre de 2001

Una versión anterior de este texto figuró como introducción a la Memoria Docente e
Investigadora presentada por la autora al concurso de Profesor Titular de Sociología
(Estructura Social de España) celebrado en la UCM en mayo de 2000.
1. Una definición orientativa de la discusión

Las palabras ‘estructura social’ se utilizan a menudo como un recurso de


economía del lenguaje, para establecer relaciones de causalidad entre los más diversos
comportamientos u opiniones de los individuos y algún presunto principio de
ordenación social subyacente. Este uso ha ido envolviendo el término de misterio, al dar
por sobreentendido en qué consiste ese orden poderoso y profundo, y en qué modo y
medida influye en los comportamientos individuales y, por tanto, en la vida social
observable. No cabe, sin embargo, resolver el misterio desenmascarando un único sujeto
que podamos llamar estructural, y revelando la lógica de su actuación, al modo
detectivesco. Al contrario, aclarar estas dos cuestiones sobre qué pueda entenderse por
estructura social nos sumerge en debates centrales en la tradición sociológica, que han
distinguido a las escuelas de pensamiento, y han permitido definiciones del término
diversas.

Entre las múltiples aproximaciones posibles, particularmente útil resulta la


definición ofrecida por William Sewell (1993: 27) en un esfuerzo por clarificar el uso
‘metafórico’ e ‘inevitable’ del término en ciencias sociales:

Las estructuras (...) están constituidas por esquemas culturales y conjuntos de recursos
mutuamente sustentados, que capacitan y constriñen la acción individual, y tienden a ser
reproducidos en esa acción (...) La estructura es dinámica, no estática, es el resultado y la matriz
en evolución continua de un proceso de interacción social.

El interés de esta definición reside, además de en la simplicidad de su enunciado,


en que toma una postura convincente, en mi opinión y como trataré de mostrar a
continuación, sobre las dos cuestiones antes planteadas. La primera de esas cuestiones
radica en cuál sea el elemento de la sociedad más ‘estructural’ en el sentido de más
condicionante de los otros elementos constitutivos de la sociedad. Sewell toma una
decisión dual: tanto los esquemas culturales como los recursos materiales, apoyados los
unos en los otros, constituyen la estructura. La segunda de las cuestiones tiene que ver
con cómo actúa la estructura, esto es, qué márgenes de libertad y creatividad abre a la
acción individual, y cómo esta última tiende a modificar o reproducir la primera. Una
vez más, la definición de estructura es dual: de un lado limita o constriñe la acción
individual, facilitando la reproducción de la estructura, pero al mismo tiempo capacita a
los individuos para una acción que, como tal, es creativa. De esta afirmación se deriva
otra sobre las posibilidades y los mecanismos de cambio estructural, también largamente
debatida: puesto que cabe la acción estratégica y creativa, las estructuras estudiadas en
ciencias sociales son estructuras dinámicas.

Esta definición de las estructuras sociales, doblemente dual, sirve en este artículo
para orientar un intento de síntesis y aclaración de las mencionadas discusiones teóricas.
Me apoyaré básicamente en los planteamientos clásicos de Karl Marx, Émile Durkheim
y Max Weber, porque constituyen el punto de arranque de las principales tradiciones de

2
pensamiento que han conversado, a lo largo del úlitmo siglo, sobre éstas y otras
cuestiones; procuraré también, con mayor brevedad, actualizarlos con aportaciones
recientes.1

2. Estructuras materiales y culturales

¿Qué es lo que estructura una sociedad? Si suponemos que algún elemento de la


sociedad está actuando sobre la vida social de tal modo que le confiere formas
reconocibles a ojos del observador, cabe preguntarse de qué está compuesta esa
estructura. Las diversas escuelas sociológicas ofrecen distintas respuestas a esta
pregunta, entre las que cabe entresacar y oponer dos tradiciones dominantes: la que
centra su atención en los aspectos de organización material de la sociedad, y la que se
interesa por las formas culturales compartidas por los miembros de la sociedad. La
oposición entre los enfoques materialista y cultural, y los puentes tendidos
recientemente entre ellos, ocupan el centro de mi discusión en esta sección, a costa de
dejar de lado otros puntos de vista prometedores como por ejemplo los centrados a las
relaciones de poder o a las pautas de interacción personal.

La tradición materialista

El materialismo histórico de Marx ha inspirado buena parte de las lecturas de la


estructura social que la ubican en la esfera de la economía, más en particular, de la
producción. Cada modo de organización de la producción generaba según Marx una
estructura de lugares vacíos que los individuos pasaban a ocupar; y de la experiencia
diferenciada de su participación en el sistema de producción derivaban los individuos
unos intereses de clase claramente distintos, una ‘conciencia de clase’ que orientaría
decisivamente sus definiciones de identidad colectiva y sus estrategias de acción
colectiva. Los modos de pensar y de sentir de los individuos, eran descritos, entonces,
como secundarios, efecto de su posición en la estructura material.

Marx formalizó este modo de entender la relación entre lo material y lo cultural


al distinguir entre estructura y superestructura, y hacer depender la segunda de la
primera. Si bien la estructura, la base de toda la sociedad, la ubicó en el nivel
económico, la superestructura abarcaba los niveles político e ideológico, carentes de
lógica propia. En cuanto a la superestructura política, las instituciones del estado y sus
modos de funcionamiento estaban diseñados en función de las necesidades de la
estructura productiva, para garantizar su mantenimiento mediante diversos modos de
coerción; y algo similar ocurría con la superestructura ideológica, construida para servir
a los intereses de la burguesía mediante la persuasión del proletariado en cuanto a la

1
Incluiré varios trabajos realizados en el marco de la discusión sobre estratificación y clases sociales,
aunque no se trata sino de un aspecto parcial de la estructura social, porque en este campo se ha
acumulado un cuerpo de reflexión notable sobre la génesis y las formas de desigualdad social, con
razonamientos a menudo generalizables a otros ámbitos de la vida social.

3
bondad del sistema. Los valores de más diverso signo, incluidos los religiosos, merecían
por tanto una consideración ‘superestructural’ o derivada. Así expone Marx su enfoque
en su Contribución a la crítica de la economía política:

El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad,


la base real, sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden
formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material
condiciona el proceso de la vida social, política e intelectual en general (Marx 1980: 20-21,
citado en Ritzer 1993: 196).

Un ejemplo extremo, aunque coherente, de este modo de entender la estructura


social lo ofrece el término marxista de ‘falsa conciencia’. Como es sabido, sufren de
falsa conciencia los trabajadores que no desarrollan conciencia de clase, esto es, no
demuestran compartir los objetivos revolucionarios de supresión del modo de
producción capitalista. En este sentido, puede decirse que se equivocan, que no perciben
certeramente sus intereses objetivos: su modo de pensar no se corresponde con su
posición estructural. La falsa conciencia muestra cómo la burguesía dispone de
instrumentos poderosos, componentes de la superestructura ideológica, para estabilizar y
hacer perdurar el sistema capitalista. Una sociedad fracturada por la asimetría en la
propiedad de los medios de producción estará también dividida desde el punto de vista
ideológico, dada la vinculación entre estructura y superestructura; si no lo está, será
porque existen mecanismos de persuasión o distorsión de las percepciones de una parte
de esa sociedad.

El materialismo de Marx, expuesto en los párrafos anteriores en una versión


simplificada, con el objetivo de esbozar la posición economicista extrema y luego
oponerla a la posición más centrada en la cultura, alcanza altos grados de finura en sus
análisis de situaciones históricas concretas, como el Dieciocho Brumario de Luis
Bonaparte. En este ensayo, Marx describe las estrategias de unos actores colectivos a
los que otorga cierta autonomía y flexibilidad a la hora de fijar sus estrategias y sus
alianzas políticas, pero en la explicación final de esas estrategias, y de los recursos
disponibles para llevarlas a cabo, encontramos siempre condiciones estructurales
relativas al sistema productivo (Pérez-Díaz 1978: 75-87). Como ilustración de la
explicación materialista de la historia recojo a continuación un extracto en que el autor
expone las dificultades del ‘partido del orden’ para reaccionar unido a los
acontecimientos revolucionarios en Francia en 1848:

Legitimistas y orleanistas formaban, como queda dicho, las dos grandes fracciones del partido
del orden. ¿Qué era lo que hacía que estas fracciones se aferrasen a sus pretendientes y las
mantenía mutuamente separadas? ¿Serían tan sólo las flores de lis y la bandera tricolor, la Casa
de Borbón y la Casa de Orleans, diferentes matices del realismo o, en general, su profesión de fe
realista? Bajo los Borbones había gobernado la gran propiedad territorial, con sus curas y sus
lacayos; bajo los Orleans, la alta finanza, la gran industria, el gran comercio, es decir, el capital,
con todo su séquito de abogados, profesores y retóricos. La monarquía legítima no era más que la
expresión política de la dominación heredada de los señores de la tierra, del mismo modo que la
monarquía de Julio no era más que la expresión de la dominación usurpada de los advenedizos
burgueses. Lo que por tanto separaba a estas fracciones no era eso que llaman principios, eran
sus condiciones materiales de vida, dos especies distintas de propiedad; era el viejo antagonismo
entre la ciudad y el campo, la rivalidad entre el capital y la propiedad del suelo. Que, al mismo

4
tiempo, había viejos recuerdos, enemistades personales, temores y esperanzas, prejuicios e
ilusiones, simpatías y antipatías, convicciones, artículos de fe y principios que los mantenían
unidos a una u otra dinastía, ¿quién lo niega? Sobre las diversas formas de propiedad y sobre las
condiciones sociales de existencia se levanta toda una superestructura de sentimientos, ilusiones,
modos de pensar y concepciones de vida diversos y plasmados de un modo peculiar. La clase
entera los crea y los forma derivándolos de sus bases materiales y de las relaciones sociales
correspondientes. El individuo suelto, al que se le imbuye la tradición y la educación podrá creer
que son los verdaderos móviles y el punto de partida de su conducta. Aunque los orleanistas y
los legitimistas, aunque cada fracción se esforzase por convencerse a sí misma y por convencer a
la otra de que lo que las separaba era la lealtad a sus dos dinastías, los hechos demostraron más
tarde que eran más bien sus intereses divididos lo que impedía que las dos dinastías se uniesen
(Marx 1985: 271-272).

De acuerdo con la tradición marxista, entonces, el estudio de la estructura social


implica, en primer lugar, aunque no sólo, la identificación de las posiciones
estructurales existentes en el sistema productivo. Fieles a las enseñanzas de Marx, y con
un grado de sofisticación creciente, autores contemporáneos como Erik Olin Wright
han dedicado sus escritos a delimitar grupos de puestos de trabajo y a atribuirles
posiciones de clase diferenciadas porque comparten posiciones relacionales similares en
el modo de producción capitalista (Wright 1983; 1994).

La tradición centrada en la cultura

La lógica estructural se ha aplicado al estudio de las sociedades también desde


un punto de vista marcadamente diferente, con el argumento de que podemos conocer la
estructura básica de las relaciones sociales (desde el parentesco hasta la estratificación)
a partir de los contenidos de la cultura compartida por los miembros de la sociedad.
Siguiendo el programa de investigación diseñado por Durkheim, centrado en los ‘hechos
morales’, encontramos buenos ejemplos de la versión cultural del estructuralismo en la
antropología cultural y la sociología funcionalista. Estos dos enfoques, entre otros, al
contrario del marxismo, llegan a afirmar que las estructuras materiales de la sociedad se
derivan de las estructuras culturales, son manifestaciones visibles de una estructura
mental inconsciente e invisible en si misma.

Desde la antropología, Claude Lévi-Strauss ofreció explicaciones de estructuras


sociales básicas, como las formas de parentesco o el totemismo, a partir de estructuras
mentales. Partió para ello de una definición de la antropología como una forma de
semiología:

¿Qué es, pues, la antropología social?


Nadie, creo, ha estado más cerca de definirla -aunque se trate de una preterición- que Ferdinand
de Saussure cuando, presentando la lingüística como parte de una ciencia todavía por nacer,
reserva a esta última el nombre de ‘semiología’ y le atribuye por objeto de estudio la vida de los
signos en el seno de la vida social. ¿No anticipaba el mismo Saussure nuestro punto de vista,
cuando comparaba en dicha ocasión el lenguaje con ‘la escritura, el alfabeto de los sordomudos,
los ritos simbólicos, las formas de cortesía, las señales militares, etc.’? Nadie pondrá en duda que
la antropología cuenta, en su campo propio, al menos con algunos de estos sistemas de signos, a
los cuales se agregan muchos otros: el lenguaje mítico, signos orales y gestuales que componen
el ritual, reglas de matrimonio, sistemas de parentesco, leyes habituales, ciertas modalidades de
los intercambios económicos.

5
Consideramos, pues, que la antropología ocupa, de buena fe, ese campo de la semiología que la
lingüística no ha reivindicado todavía para sí, a la espera de que, para ciertos sectores al menos
de dicho dominio, se constituyan ciencias especiales dentro de la antropología (Lévi-Strauss
1984: xxvi-xxvii).

Los objetos de estudio de la antropología, definidos como sistemas de signos,


incluyen no sólo creencias y formas de organización social sino también aspectos de la
vida social ‘tales como la maquinaria, las técnicas, los modos de producción y de
consumo’ puesto que ‘se hallan como impregnados de significación’. La ‘cultura
material’ no puede separarse de ‘la cultura espiritual’ puesto que incluso los aspectos
más propiamente ideales de una sociedad, como la religión o el arte, recurren a soportes
materiales como imágenes y objetos rituales (Lévi-Strauss 1984: xxvii-xix).

Todas las manifestaciones de la vida social pueden así leerse como un texto, son
formas de la comunicación humana, de modo que puede aplicarse en el estudio de la
sociedad el método estructural desarrollado con éxito en lingüística. En efecto, las
sociedades concretas, que el antropólogo debe describir fiel y minuciosamente, ofrecen
una variedad de formas en sus relaciones comparable a la diversidad del ‘habla’ definida
por Saussure; pero esas formas no son sino manifestaciones superficiales de unas
estructuras mentales profundas comparables a las de la ‘lengua’ (tales como las normas
fonéticas o gramaticales). De igual modo que el lingüista se interesa por la comparación
entre lenguas para traducirlas unas en otras, el objetivo final del antropólogo no es la
descripción detallada de las sociedades primitivas sino el descubrimiento del ‘repertorio
de operaciones formales’ (Verón 1984: XIV-XV), la ‘ordenación lógica’ (Leach 1970:
8) o la ‘gramática universal del intelecto’ (Geertz 1990: 291) que estructura las culturas
humanas y permite la traducción de unas en otras, esto es, permite la comprensión
antropológica.
Ninguna ciencia puede actualmente considerar que las estructuras que pertenecen a su campo de
estudio se reducen a un ordenamiento cualquiera de partes cualesquiera. Sólo es estructurado el
ordenamiento que cumple dos condiciones: es un sistema regulado por una cohesión interna; y
esta cohesión, inaccesible a la observación de un sistema aislado, se revela en el estudio de las
transformaciones gracias a las cuales es posible hallar propiedades semejantes en sistemas en
apariencia diferentes (...) Esta convergencia de las perspectivas científicas es muy reconfortante
para las ciencias semiológicas, de las cuales forma parte la antropología social, porque los signos
y los símbolos sólo pueden desempeñar su función en tanto pertenezcan a sistemas, regidos por
leyes internas de implicación y de exclusión y porque lo propio de un sistema de signos es ser
transformable -dicho de otro modo, traducible- en el lenguaje de otro sistema, mediante
permutaciones (Lévi-Strauss 1984: xxxv-xxxvi).

Una forma de razonar similar, derivada en cierta medida de los estudios


antropológicos, siguen los sociólogos de la escuela funcionalista cuando describen la
sociedad como la puesta en práctica de estructuras valorativas. El ‘sistema social’ que
imaginó Talcott Parsons está compuesto por roles definidos en el conjunto de valores
compartido por los individuos que forman la sociedad, de modo que las relaciones entre
los roles se rigen por unas normas culturales que se transmiten de generación en
generación mediante el proceso de socialización. Según Parsons, el sistema de valores
de la sociedad influye decisivamente también en el comportamiento individual porque
dicta los criterios de distribución de los recursos materiales, mediante el proceso de

6
estratificación social. La sociedad asigna una dotación diferencial de recursos materiales
(‘bienes’) a cada rol en función de la estima que ese rol merezca en el sistema de valores
común. Tal estima, a su vez, depende de la ‘significación estratégica para el proceso del
sistema’ que tenga ese rol, esto es, su contribución al mantenimiento del equilibrio
social. Los individuos tendrán entonces mayor motivación para ocupar los roles
centrales del sistema, puesto que la mayor disponibilidad de recursos les permite
realizar mayores ‘desempeños’ en sus vidas, y adquirir mayores ‘recompensas’ por su
labor (Cachón 1989: 50-84).

Encontramos así en la escuela funcionalista un argumento inverso al de la


estructura y la superestructura marxistas: ahora la estructura material de la sociedad se
deriva de su estructura cultural, y el ‘status de clase’ de cada individuo depende de su
ubicación en una jerarquía de valoración de roles más que en un sistema de producción
material. Si bien Marx imaginaba la superestructura cultural de la sociedad como un
instrumento en manos de la clase dominante para garantizar esa dominación mediante la
persuasión, los funcionalistas describen la estructura material como un mecanismo en
manos de toda la sociedad para motivar a los individuos a cumplir todas las funciones
necesarias para el equilibrio del sistema. Puesto que la sociedad está compuesta por
individuos interdependientes por la división del trabajo social, tal como enseñó
Durkheim, todos y cada uno de ellos tendrá interés en que se cumplan todas las tareas;
puesto que el sistema de valores compartido nos señala qué tareas exigen más destreza,
más capacidad, más formación y más responsabilidad, estaremos de acuerdo en
recompensarlas más para garantizar su cumplimiento. De este modo, la desigualdad en
la distribución de los recursos materiales sirve al ‘imperativo funcional’ de la
estratificación en todas las sociedades sin crear conflictos (Davis y Moore 1966).

Este optimismo se encuentra mucho más matizado en algunos otros autores


funcionalistas, que admiten la posibilidad de defectos en la adaptación entre estructuras
culturales y estructuras institucionales y materiales. Merton define la anomia como la
situación en la cual los individuos orientan sus vidas por unos objetivos centrales en su
cultura, pero no encuentran en su sociedad los canales institucionales para alcanzarlos.
La disociación entre las normas culturales prevalecientes y las capacidades de los
individuos, socialmente estructuradas, para cumplirlas, crea tensiones psicológicas que
les empujan a comportamientos desviados. En los Estados Unidos, por ejemplo, una
minoría considerable de los individuos pertenecientes a los estratos más bajos de la
sociedad se ven empujados a comportamientos que no se sujetan a las normas culturales
dominantes, por la contradicción entre el énfasis cultural en la ambición por el éxito
pecuniario para todos y las escasas oportunidades de alcanzarlo de los grupos con menos
recursos (Merton 1949: 131-195).

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Variaciones concomitantes y afinidades electivas

La división del trabajo social de Durkheim (1928 -1893-), obra que, entre otras
del mismo autor, inspira los argumentos funcionalistas, tampoco presenta un encaje tan
completo entre estructura cultural y estructura material, ni reduce la segunda a mero
resultado de la primera, como hacen algunos funcionalistas. La preocupación central del
libro es precisamente cómo se produce la adaptación de la primera a un cambio rápido
en la segunda, tal como la progresiva diferenciación de funciones en todas las áreas de
actividad económica. Durkheim describe (y prescribe, en cierta medida) la
transformación de un sistema de valores basado en la semejanza de las actividades de
los grupos y los individuos (la ‘solidaridad mecánica’) a un sistema de valores basado
en la interdependencia de grupos e individuos diferenciados (la ‘solidaridad orgánica’)
en paralelo a la transformación de una sociedad ‘segmentada’ en grupos territoriales
semejantes entre sí a otra ‘organizada’ en grupos funcionales. Si bien el centro de
atención son ‘los hechos de la vida moral’, el origen del cambio de la estructura cultural
parece estar en la estructura material de la sociedad, en la medida en que Durkheim
identifica la división del trabajo social con la especialización ocupacional.2

La estructura cultural que Durkheim considera el cemento de la sociedad es


sensible, así, a los cambios en la estructura material. Sin embargo, el paso de una forma
de solidaridad mecánica a una forma de solidaridad orgánica no es un cambio
automático, libre de fricciones, sino que en el proceso de transición se producen ‘formas
anormales’ como la anomia, la desigualdad o ‘división forzada del trabajo’ o la falta de
coordinación entre funciones, que conviene regular y canalizar mediante corporaciones
profesionales. Durkheim afirma, en definitiva, que para que la sociedad se mantenga
unida debe darse una correspondencia entre su sistema económico y su sistema de
valores, como ocurría en la sociedad de cuyo fin se siente testigo, la segmentada, y
como cabe esperar, a la vista de los cambios en curso (pero no cabe dar por supuesto)
que ocurra en la sociedad organizada del futuro.
Ahora bien, no sólo la división del trabajo presenta la característica con arreglo a la cual
definimos la moralidad, sino que tiende cada vez más a devenir la condición esencial de la
solidaridad social. A medida que se avanza en la evolución, los lazos que ligan al individuo con
su familia, al suelo natal, a las tradiciones que le ha legado el pasado, a los usos colectivos del
grupo, se aflojan. Más movible, cambia más fácilmente de medio, abandona a los suyos para
marcharse a otro sitio a vivir una vida más autónoma, se forma, además, él mismo sus ideas y
sentimientos. Sin duda que toda la conciencia común no desaparece por eso; quedará siempre,
cuando menos, ese culto a la persona, a la dignidad individual, de que acabamos de hablar y que,
desde ahora, es el único centro de reunión de tantos espíritus (...) Para que la moralidad
permanezca constante, es decir, para que el individuo permanezca fijado al grupo con una fuerza
simplemente igual a la de antes, es preciso que los lazos que a él le ligan se hagan más fuertes y
numerosos. Si, pues, no se han formado otros que los que derivan de las semejanzas, la
desaparición del tipo segmentario sería acompañada de un descenso regular de la moralidad. El

2
Esta identificación de división del trabajo social con especialización ocupacional no es completa, pero sí
me parece dominante en el libro. La división del trabajo no es sólo diferenciación en la participación
individual en el proceso productivo, sino también en la diferenciación de roles dentro de la familia, del
comercio, de la administración y el gobierno, las ciencias y las artes... derivadas de una intensificación de
la interacción social y una ampliación de los mercados.

8
hombre no se encontraría ya suficientemente contenido; no sentiría lo bastante alrededor de él, y
sobre él, esa presión beneficiosa de la sociedad, que modera su egoísmo y le convierte en un ser
moral. He ahí lo que da el valor moral a la división del trabajo. Y es que, por ella, el individuo
adquiere consciencia de su estado de dependencia frente a la sociedad; de ella vienen las fuerzas
que le retienen y le contienen. En una palabra, puesto que la división del trabajo deviene la
fuente eminente de la solidaridad social, llega a ser, al mismo tiempo la base del orden moral
(Durkheim 1928: 469-471).

Aplicando el lenguaje del propio autor, las relaciones entre estructuras


materiales y culturales, más que de causalidad unidireccional pueden imaginarse como
de ‘variación concomitante’. Si los cambios ocurridos en una de ellas encuentran un
paralelismo en la evolución de la otra, queda esclarecido que las tendencias en ambas
estructuras no son extrañas entre sí, y permite suponer (suposición siempre sujeta a
comprobación) que la correspondencia en los desarrollos de ambas indica una
correspondencia en sus naturalezas. Sin embargo, la variación concomitante no aclara
cuál de ambas estructuras es la causa y cuál el efecto, o si ambas son efectos de la
misma causa, o si, por último, existe entre ellos un tercer fenómeno que es efecto de la
primera y causa de la segunda. De este modo, la observación empírica de la presencia de
puntos de conexión entre varios niveles estructurales está abierta a interpretación, no
puede darse por supuesta ninguna dirección en la relación de causalidad (Durkheim
1993: 137-138).

Próxima a esta explicación de Durkheim podemos situar la idea de Weber de que


en una sociedad en un momento histórico concreto coinciden varias estructuras, de
diversos niveles, que conservan una relativa autonomía entre sí, pero tienden a
asociarse de formas concretas porque se dan ‘afinidades electivas’ entre ellas. Este es el
argumento central de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, en que Weber
(1989 -1904-) investiga las recíprocas influencias entre las creencias del protestantismo
ascético y los modos de vida típicos del empresario y el trabajador capitalistas. La
observación empírica le permite constatar la asociación entre la participación de una
determinada forma religiosa y una determinada forma de comportamiento económico, a
través de indicadores como la mayor presencia de los protestantes alemanes en la
empresa capitalista y la formación técnica, o la mayor difusión del puritanismo entre los
países más avanzados económicamente en los siglos XVI y XVII. La conexión entre la
estructura cultural y la económica queda establecida a través de las ‘motivaciones
psicológicas’ u ‘orientaciones para la vida’ derivadas de la religión, en particular de la
necesidad de calmar la angustia generada por la creencia en la predestinación a través
del éxito profesional y la vida frugal, que empujan a los individuos a racionalizar su
vida cotidiana, trabajar de forma metódica, y ahorrar e invertir como modo de
desmostrarse la posibilidad de la salvación.

Weber afirma la conexión empírica y de sentido entre unas formas concretas de


estructura cultural y material, pero recuerda con modestia que caben otras explicaciones
del devenir de la estructura material, y que el sentido de la causalidad estará siempre
abierto a discusión:

9
Lo que es menester señalar es si, y hasta qué punto, han participado influencias religiosas en los
matices y la expansión cuantitativa de aquel ‘espíritu’ [capitalista] sobre el mundo, y qué
aspectos concretos de la civilización capitalista se deben a ellas. Dada la variedad de recíprocas
influencias entre los fundamentos materiales, las formas de organización político-social, y el
contenido espiritual de las distintas épocas de la Reforma, la investigación ha de concretarse a
establecer si han existido, y en qué puntos, ‘afinidades electivas’ entre ciertas modalidades de la
fe religiosa y la ética profesional. Con esto queda aclarado al mismo tiempo, en la medida de lo
posible, el modo y dirección en la que el movimiento religioso actuaba, en virtud de dichas
afinidades, sobre el desenvolvimiento de la civilización material. Una vez que esto haya quedado
en claro, podrá intentarse la apreciación de en qué medida los contenidos de la civilización
moderna son imputables a dichos motivos religiosos, y en qué grado lo son a motivos de distinta
índole (Weber 1989: 107).

...nuestra intención no es tampoco sustituir una concepción unilateralmente ‘materialista’ de la


cultura y de la historia por una concepción contraria de unilateral causalismo espiritualista.
Materialismo y espiritualismo son interpretaciones igualmente posibles, pero como trabajo
preliminar; si, por el contrario, pretenden constituir el término de la investigación, ambas son
igualmente inadecuadas para servir la verdad histórica (Weber 1989: 262).

También encontramos estructuras relativamente autónomas en el trabajo de


Weber sobre las formas de estratificación social, tales como las clases sociales y los
estamentos. Las clases sociales constituyen la forma de estratificación propia de la
estructura material, puesto que sus miembros comparten oportunidades similares de
movilidad en función de su posesión de bienes y cualificaciones intercambiables en el
mercado. Los estamentos sin embargo se caracterizan por compartir un ‘modo de vida’
común que les merece un honor o una estima específica a ojos de los demás;
entendiendo por modo de vida la distinción por el uso de armas, la práctica de artes o
deportes, o la ostentación de símbolos y cargos reservados a los miembros del
estamento. Las fronteras de ambos tipos de grupos pueden o no coincidir; Weber
considera que es más habitual que se opongan y compitan, por ejemplo, cuando los
estamentos tradicionales se esfuerzan por cerrarse a las clases ascendentes por la
expansión de los mercados (Weber 1944: 682-694). De este modo, los intercambios
económicos en el mercado pueden generar unas estructuras sociales distintas de las
originadas en la valoración de ‘status’ de los individuos, y ambas pueden coexistir.

Las anteriores contribuciones de Durkheim y Weber comparten una posición


flexible en cuanto a cuál sea la estructura básica de la sociedad, la material o la cultural,
y qué relación guarden entre sí. Frente a las opciones decididas de los marxistas a favor
de la primera y de los funcionalistas a favor de la segunda, a las que otorgan capacidad
explicativa sobre diversos otros aspectos de la realidad social, estos dos autores
conceden cierta autonomía a cada una de las esferas, pero entienden que se dan
correspondencias entre ellas que están abiertas a investigación.

Estructuras duales

La definición arriba propuesta de la estructura como algo constituido tanto por


‘esquemas’ culturales como por ‘recursos’ materiales pretende tender un puente entre
las posturas más materialistas y las más culturales, considerando una primera forma de
dualidad en la estructura. Confiere autonomía y capacidad estructurante a ambos

10
elementos, los materiales y los virtuales, pero afirma que ambos están ‘mutuamente
sustentados’, esto es, no sólo sufren ‘variaciones concomitantes’ o mantienen
‘afinidades electivas’ entre sí sino que dependen los unos de los otros para tener efectos
sobre los comportamientos individuales.

A esta afirmación llega Sewell a partir de una crítica a la definición de Giddens


de estructura como formada por ‘reglas’ y ‘recursos’ (Giddens 1984: 377). En primer
lugar, amplía el primer concepto de Giddens al de ‘esquemas’ para incluir ‘no sólo
prescripciones formalmente establecidas sino también esquemas, metáforas, y
presuposiciones asumidas por esas prescripciones, informales y no siempre conscientes’
(1993: 8). Se trata de procedimientos generalizables a los más diversos contextos de
interacción, conocidos o novedosos, y que se aplican en niveles de profundidad
variados, desde los más básicos descritos por Lévi-Strauss hasta los más superficiales
como puedan ser las normas de protocolo. En segundo lugar, sustituye la distinción de
Giddens de recursos de ‘autoridad’ y de ‘asignación’ por una clasificación en recursos
‘humanos’ y ‘no humanos’, entendiendo que tanto unos como otros están distribuidos de
un modo desigual pero nadie carece absolutamente de ellos, de modo que quedan
disponibles a todos los individuos como medios para la acción social. Los esquemas
pertenecerían al ámbito de lo ‘virtual’ o cultural mientras que los recursos, tanto los
humanos como los no humanos, corresponden al mundo ‘material’ o real puesto que
sólo sirven como recursos en unos lugares y tiempos determinados.

Sin embargo, la relación de apoyo mutuo entre ambos componentes de la


estructura es evidente. Los recursos lo son en una medida u otra en función de las
estructuras culturales de la sociedad en que se están poniendo en uso, de modo que su
valor y su activación como medios de poder social se derivan de aspectos tan virtuales
de la estructura como las normas de propiedad, las tecnologías de producción, las
formas de relación laboral, o los códigos simbólicos. Por otro lado, si bien los recursos
son realizaciones o materializaciones de esquemas culturales, también contribuyen a
actualizar, inculcar y justificar esos esquemas. Las estructuras materiales de la sociedad
pueden leerse como evidencia de la vigencia de sus esquemas culturales, evidencia que
contribuye a reproducirlos:
Si bien los recursos afectan a los esquemas, también los esquemas afectan a los recursos. Si los
esquemas deben ser sustanciados y reproducidos a lo largo del tiempo -y sin semejante
reproducción sostenida no podríamos contarlos como estructurales- deben ser validados por la
acumulación de recursos que su aplicación genera. Los esquemas que no fuesen dotados de poder
y regenerados por recursos acabarían siendo abandonados y olvidados, igual que los recursos
cuyo uso no estuviese dirigido por esquemas culturales acabarían disipándose y decayendo.
Puede decirse propiamente que los conjuntos de esquemas y recursos constituyen estructuras sólo
cuando se implican y sostienen mutuamente a lo largo del tiempo (Sewell 1993: 13).

11
3. Estructuras sociales y acción individual

La definición de Sewell de estructura es dual también en cuanto a la postura que


adopta en la segunda de las cuestiones que quiero discutir aquí: la de los márgenes de
libertad abiertos a la acción individual en esas estructuras. En este aspecto, al afirmar
que las estructuras ‘capacitan y constriñen la acción individual’, les otorga un doble
papel como límites a las decisiones individuales pero también como instrumentos en la
puesta en marcha de esas decisiones. Puesto que las estructuras influyen en la acción
individual, en este doble sentido, ‘tienden a ser reproducidas en esa acción’. Sewell
sigue así, críticamente, la línea marcada por Giddens en su definición dual de estructura
social, que pretende tender puentes entre las tradiciones objetivista y subjetivista en
sociología.

La tradición objetivista

El análisis estructural de las sociedades ha tendido, en la mayoría de sus


versiones, a dar por supuesto el papel determinante de las estructuras sociales sobre los
comportamientos y discursos individuales. En la propia definición de objetivos de
investigación en las escuelas de la antropología cultural o las sociologías funcionalista y
marxista está implícito un sesgo determinista, al suponer la existencia de una estructura
profunda, sea material o cultural o de otro tipo, que está generando las formas de acción
social observables y, por tanto, es independiente de éstas, de modo que puede estudiarse
‘objetivamente’.

Los sociólogos y antropólogos que han pretendido entender las formas de la vida
social a partir de una estructura cultural compartida, han encontrado buena orientación
en el método durkhemiano. En su aspiración por fundar una ciencia de lo social
comparable a las ciencias naturales, Durkheim otorgó a los ‘hechos sociales’ una
realidad independiente de los impulsos individuales,3 cuya apariencia errática le
resultaba inquietante en comparación con la ‘asombrosa regularidad’ de los fenómenos
sociales. Definió los hechos sociales como modos de actuar, pensar y sentir externos a
los individuos y dotados de poder coercitivo sobre ellos, otorgándoles por tanto
existencia propia. Su característica de exterioridad se debe a que los individuos nacen en
el seno de una sociedad que ya está constituida, y no son sino un elemento mínimo
dentro de la totalidad de las relaciones sociales. Su característica de coerción se deriva
de los mecanismos de sanción social y castigo instituidos para preservar la red de
obligaciones morales que es la sociedad, y de la resistencia que oponen a la reforma. La
acción individual está en gran medida determinada por causas sociales, causas que
podemos estudiar en si mismas como si de un objeto se tratase, y que no pueden
explicarse a través de la psicología individual sino por su relación con otros hechos
sociales (Durkheim 1993: 13-42, 53-54, 107-116).
3
Las dificultades de esta operación se manifiestan en las indecisiones o incoherencias del propio
Durkheim a lo largo de su obra, que pueden seguirse en la interesante discusión de Lorenzo Infantino
sobre si ‘es posible una lectura individualista de Durkheim’ (2000: 129-204).

12
De acuerdo con este enfoque, procesos complejos como los analizados en La
división del trabajo social pueden describirse al margen de las actitudes o preferencias
de quienes de ellos participan, y explicarse por otros procesos también objetivos como
el aumento de la densidad poblacional, la mejora de las comunicaciones, o la
competencia por los recursos escasos, de modo coherente con la definición inicial de
objetivos metodológicos: ‘Este libro es ante todo un esfuerzo por tratar los hechos de la
vida moral con arreglo a los métodos de las ciencias positivas’ (Durkheim 1928: 39).

Influido por los trabajos de Durkheim y sus seguidores, Lévi-Strauss es también


buen representante de la tradición objetivista. Su idea de que la acción social consiste
básicamente en la puesta en marcha de unos mecanismos culturales invariables reduce a
los individuos a representantes, en diversos escenarios y con diversas tramas concretas,
de un guión universal y repetido. A pesar de la profunda experiencia de la diferencia
entre culturas adquirida en sus períodos de observación participante en tribus
amazónicas, Lévi-Strauss se preocupa por el ‘problema de la invariancia’ en la acción
humana:
En sus empresas sociales la humanidad maniobra dentro de unos límites muy estrechos. Los tipos
sociales no son creaciones aisladas, completamente independientes unas de otras, sino más bien
el resultado de un juego infinito de combinaciones y recombinaciones, tratando siempre de
solucionar los mismos problemas mediante la manipulación de los mismos elementos
fundamentales (Lévi-Strauss 1984: 71).

El estudio de las estructuras culturales desde el punto de vista objetivista se ha


puesto en duda más recientemente, en trabajos históricos y sociológicos que conciben
los componentes culturales de la estructura social no sólo como causa de los
comportamientos colectivos sino también como sus instrumentos y sus resultados. La
cultura puede compararse con una ‘caja de herramientas’ entre las cuales los individuos
eligen en función de sus necesidades en cada momento; y, por tanto, pueden describirse
como un repertorio heterogéneo de símbolos, rituales y argumentos utilizables en el
desarrollo de las diversas estrategias individuales. Pero el análisis de las culturas en
estos términos no debe desatender el hecho de que los individuos se guían por los
contenidos de la misma cultura que manipulan en la formación de sus preferencias, al
servicio de las cuales ponen esas operaciones instrumentales (Swidler 1986; Laitin
1988). Según esta concepción menos determinista, la reproducción y la transformación
de las ideologías están sujetas a la voluntad de los actores sociales, aunque esa voluntad
necesariamente se conforme dentro de posibilidades ideológicamente limitadas (Sewell
1985).

También entre los materialistas encontramos razonamientos según los cuales la


acción individual está en gran medida determinada por la posición estructural ocupada.
Los términos marxistas de ‘conciencia de clase’ y ‘acción de clase’ se refieren,
originalmente, a pensamientos y comportamientos derivados de la posición del
individuo en el sistema de producción, que le inclinarán hacia la mentalidad
conservadora del burgués o la mentalidad revolucionaria del obrero. Dentro de la lógica
piramidal utilizada para entender la relación entre la estructura económica y las

13
superestructuras políticas e ideológicas, las formas de pensar y de actuar políticamente
de las clases sociales se apoyan y se conforman en los intereses económicos. Las ‘luchas
de clases’ observables en momentos y lugares concretos deben explicarse, como hace
Marx en sus estudios de caso, a partir de las definiciones de intereses que se estructuran
en las relaciones de producción.

El predominio de una única dirección de causalidad en las explicaciones


marxistas de la acción de los individuos y los grupos, las clases en particular, ha sido
puesto en cuestión a lo largo de las discusiones más recientes dentro de la escuela. Nicos
Poulantzas alimentó una línea de discusión al respecto al negar que la estructura pudiese
producir definiciones de clase previas a la lucha de clases. La lucha de clases para este
autor existe siempre, incluso cuando las clases están desorganizadas y exentas de
conciencia; las clases no son categorías donde se clasifica la gente para luego participar
de la lucha sino que se definen en la propia lucha de clases. La propia ‘determinación
estructural de las clases’ ocurre en el proceso de oposición y negociación entre
empresarios y trabajadores, en que se actualizan y reproducen las diferencias objetivas
entre ellos, y por tanto no puede considerarse como algo dado y previo al conflicto
(Poulantzas 1975:14, citado en Wright 1983: 24). En la misma dirección argumental va
la diferenciación de Wright entre la ‘capacidad estructural’ y ‘capacidad organizativa’
de la clase obrera, la segunda de las cuales no se refiere ya al modo de producción sino a
la fuerza de los vínculos establecidos entre los obreros mediante organizaciones como
sindicatos y partidos políticos. Si bien esta capacidad organizativa depende
necesariamente de las condiciones objetivas creadas por el desarrollo del capitalismo,
depende también del tipo e intensidad de la lucha de clases, y por tanto no sólo de la
estructura económica sino también de las prácticas y formas de interacción social
(Wright 1983: 92-102).

La tradición subjetivista

La evolución más reciente de la escuela marxista y de la antropología cultural les


ha acercado al enfoque teórico que cabe oponer al determinismo estructural: la tradición
subjetivista orientada por Max Weber. Desde el punto de vista weberiano, la tarea del
sociólogo no consiste ya en descubrir unas estructuras invisibles y subyacentes que
supuestamente están conformando los comportamientos de los individuos, sino en
observar la acción individual y entender aquellas de sus motivaciones que están
conformadas socialmente.

Este enfoque implica aceptar el individualismo como punto de partida. A


diferencia de Durkheim y Marx, Weber fue un individualista metodológico explícito:
creía que todas las colectividades sociales y todos los fenómenos humanos tenían que
reducirse a sus componentes individuales para poder explicarlos. Sólo resultan
observables la acción individual y las regularidades que se producen en el
comportamiento de los individuos que comparten algún rasgo en su posición social. No
podemos contemplar a las clases sociales, los estados, o las organizaciones pensando,

14
deseando o haciendo algo sino en los pensamientos, deseos y acciones de los individuos
que los componen. En esta dirección va la crítica de Weber a la idea marxista de ‘falsa
conciencia’:
La circunstancia de que los hombres pertenecientes a la misma clase reaccionen habitualmente
frente a situaciones tan evidentes como son las económicas mediante una acción de masas según
los intereses más adecuados a su término medio (...) no justifica en modo alguno el empleo
seudocientífico de los conceptos de ‘clase’ y de ‘interés de clase’ tan usual en nuestros días y que
ha encontrado su expresión clásica en la siguiente afirmación de un talentoso escritor: el
individuo puede equivocarse en lo que respecta a sus intereses, pero la ‘clase’ es ‘infalible’ en lo
que toca a los suyos (Weber 1944: 686).

El individualismo no lleva necesariamente a la psicología, como afirmaba


Durkheim, sino a la ‘sociología comprensiva’. Casi toda la acción individual es acción
social en tanto que está condicionada por las expectativas de los demás, y en ese sentido
es objeto de interés de la sociología. Las pequeñas y las grandes decisiones individuales
se toman en función de las relaciones establecidas con otros individuos, incluso aunque
se trate de personas desconocidas. A este respecto encuentra Weber ejemplos de
comportamientos cuyo sentido está referido a desconocidos, como por ejemplo ocurre
cuando la gente sigue una moda; por el contrario, ofrece también ejemplos de
comportamientos numerosos pero no sociales, como el de la gente en la calle que abre el
paraguas simultáneamente porque empieza a llover (Weber 1944: 19). La tarea del
sociólogo consiste entonces en comprender las motivaciones sociales de la acción,
cuáles son esas expectativas percibidas, esa ‘conexión de sentido’ que está detrás de las
regularidades en los comportamientos de los individuos.

Desde este punto de vista se han dirigido ataques contundentes al


estructuralismo, como por ejemplo la crítica de Frank Parkin (1984) a la teoría marxista
de las clases sociales. Según este autor, tanto el marxismo como el funcionalismo
reducen al mínimo la importancia de la acción social al suponer que las clases y los
estratos son efecto de la distribución de los individuos en unas estructuras previas de
producción y división del trabajo, respectivamente. La primera escuela, en particular,
parte del ‘contraste entre las apariencias exteriores de la realidad social y las estructuras
subyacentes que supuestamente contienen la esencia de las cosas’, para arrogarse ‘una
inigualable capacidad de explicación’ derivada de su ‘acceso privilegiado a esos niveles
subterráneos de la comprensión cerrados a la torpe mente burguesa’, cuyos
representantes académicos permanecen ‘encallados en lo que solemnemente se califica
de nivel erróneo de la realidad’ (Parkin 1984: 15-16). Ese nivel de análisis ‘burgués’ es
el de la acción individual y colectiva, en la cual puede observarse la generación de las
clases sociales por estrategias colectivas de cierre social. La estrategia de cierre social
excluyente, realizada por los grupos que pretenden limitar el acceso a los recursos y
oportunidades de que disfrutan a un número restringido de candidatos, les enfrenta con
los grupos que pretenden impedirlo, buscando modos de usurpación de esos recursos y
oportunidades. En el conflicto así creado se conforman las clases sociales, con grupos
intermedios que realizan estrategias duales de cierre, de modo que las diferencias de

15
clase que los marxistas consideran efecto de la estructura productiva son vistas por este
autor weberiano como resultado de la acción social (Parkin 1984: 69-166).

Estructuras duales una vez más

La postura de Parkin como defensor del subjetivismo frente al marxismo, y al


objetivismo en general, resulta brillante pero un tanto forzada. En sus estrategias de
cierre social los actores recurren necesariamente a normas y recursos materiales que
forman parte de estructuras (por ejemplo, como defiende el propio autor, propiedades y
cualificaciones reconocidas en el ordenamiento jurídico, o argumentos morales). Incluso
la definición de esas estrategias está necesariamente, en alguna medida, estructurada.4
Centrar la atención en la acción nos lleva a incluir en la explicación la utilización de
medios estructurales, y centrarla en la estructura nos lleva a reconocer un rango de
diversidad en los comportamientos seguidos por los individuos y los grupos a partir de
unas mismas condiciones estructurales. Este problema se ha intentado resolver
entendiendo las estructuras como duales, también en este sentido, como hace Sewell en
la definición que adopto aquí como orientación de la discusión.

La calificación de las estructuras sociales de ‘duales’ (en este segundo sentido)


se ha difundido a partir de la obra de Giddens, quien ha insistido en que las estructuras
sólo pueden observarse en las regularidades de las actividades de los actores sociales,
puesto que son ‘tanto el medio como el resultado de las prácticas que constituyen los
sistemas sociales’ (1981: 27). En otras palabras, las estructuras conforman y rutinizan
las prácticas sociales, pero es en las prácticas sociales rutinizadas como se constituyen y
se reproducen las estructuras. En cada caso, habrá que estudiar empíricamente en qué
medida las prácticas se repiten en diferentes contextos y tienden a converger, de modo
que entran directamente a reproducir el sistema social (Giddens 1984: xxxii, 282).
Entendidas así, la estructura y la acción social más que oponerse, se presuponen,
dependen la una de la otra. Los individuos actúan haciendo uso de unos conocimientos y
unas capacidades, necesariamente condicionados por la estructura, pero de un modo que
puede ser creativo e innovador (Sewell 1993: 4). En este sentido la acción social se ve
constreñida o limitada por la estructura, pero también la estructura capacita a los

4
Dahrendorf (1983: 1-80) explica cómo la estructura social es el cimiento de las estrategias individuales
al definir el objeto que queda estructurado, las ‘oportunidades de vida’, como compuestas por ‘opciones’
y ‘vínculos’. Las calificadas como vitales son oportunidades de satisfacción de intereses, necesidades,
deseos y aspiraciones; de cualquier orden, social, espiritual, material o profesional. En cada momento de
decisión, el actor cuenta con un abanico de opciones o alternativas estructurales de acción individual, pero
la decisión se verá condicionada por los vínculos o relaciones cargadas de contenido emocional y
sanciones diversas que le atan a otros. En principio, las oportunidades de satisfacción de intereses parecen
incrementarse al crecer las opciones y relajarse los vínculos, como ha ocurrido a lo largo del proceso de
modernización de las sociedades. Sin embargo hay un punto de inflexión en que esa afirmación deja de
sostenerse, ya que si bien los vínculos sin las opciones resultan opresivos, las opciones sin los vínculos
pierden su sentido: si bien una sociedad sólo compuesta por vínculos se asemeja a una cárcel, una
sociedad compuesta sólo por opciones parece una isla desierta. Las oportunidades vitales no son sólo
opciones sino opciones que cobran sentido a partir de los vínculos sociales del actor.

16
individuos para la acción, ofreciéndoles los recursos para poner en práctica sus
estrategias.

La teoría de Giddens sobre la ‘estructuración’ de la sociedad en clases sociales


pone de manifiesto su modo de entender la relación entre estructura y acción social, una
relación ‘dual’ que abre el camino a una concepción procesual de la estructura. Central
en esta teoría es la afirmación de que no se puede dar por supuesta la existencia de una
estructura de clases, sino que deberemos investigar en qué grado están estructuradas las
clases en cada sociedad y en cada momento. La estructura de clases no puede entenderse
como algo dado, previo a la acción social, sino que es el resultado de un proceso de
construcción mediante la acción social; pero tampoco ese proceso ocurre en el vacío
sino que los grupos utilizan en esa construcción de la diferencia recursos estructurales.
Más en concreto, siguiendo a Weber, Giddens entiende que la estructuración de clases
se apoya en las relaciones de mercado, donde los agentes negocian los contratos
(laborales o mercantiles) entre si con distintas ‘capacidades de mercado’, esto es, con
los diversos grados de poder que les confiere su diferente dotación de recursos. Pero los
mercados no son totalmente homogéneos, sino que los grupos, apoyándose en esas
capacidades de mercado, tienden a estructurarlos mediante estrategias de cierre social
que limitan la movilidad y, por tanto, configuran diferencias reconocibles entre clases y
‘experiencias vitales’ comunes entre los miembros de una clase. Se produce así una
primera fase de estructuración.

Una segunda fase de estructuración se da en el seno de las empresas y las


comunidades locales, por las diferencias creadas por la división del trabajo y la
estructura de autoridad en las primeras, y por las pautas de distribución y consumo en
las segundas. No se trata ya de intercambios independientes entre individuos y grupos en
el mercado sino de diferencias socialmente construidas. En los casos en que las fronteras
creadas por estas diferencias coinciden o se superponen a las líneas de las estrategias de
cierre social anteriormente descritas, las clases sociales irán adquiriendo cuerpo, se irán
estructurando, y serán reconocibles en las pautas de conducta y actitud y en los estilos
de vida de sus miembros. En ambas fases del proceso de estructuración, así, se crean
diferencias que no están previamente dadas sino ‘activamente estructuradas’; por tanto,
no podrá darse por supuesta su aparición sino que habrá que investigar en cada caso el
grado de estructuración de clase (Giddens 1993: 112-127).

A partir de una lectura crítica de Giddens, Sewell llega a su afirmación,


contenida en la definición aquí discutida, de que las estructuras ‘capacitan y constriñen
la acción social’. La acción social no es opuesta a la estructura sino que debe entenderse
como parte constituyente de ella. La estructura impone límites a la acción, y en ese
sentido ‘tiende a ser reproducida’ en ella. Pero la capacidad de acción individual implica
necesariamente algún control sobre las relaciones sociales en que se participa, alguna
capacidad de modular o transformar esas relaciones, y esto sólo es posible si los actores
están dotados de poder para la acción con otros o contra otros por su posición
estructural. El uso que los individuos pueden hacer de los recursos humanos o no

17
humanos a su disposición, sean muchos o pocos, y de los esquemas culturales que dan
forma a la vida social, es una condición previa a la acción, una condición que implica la
participación de una estructura. Pero tal uso no está estructuralmente determinado: los
individuos pueden movilizar de un modo creativo sus esquemas culturales
transponiéndolos de un ámbito de la vida social a otro, o aplicándolos de forma
novedosa a situaciones imprevistas; y pueden movilizar sus recursos humanos o no
humanos de acuerdo con esquemas diversos en diferentes ocasiones.

La acción social tiene en la definición de Sewell, por tanto, cierta independencia,


pero no cabe imaginarla sino en el seno de alguna estructura social concreta. Al igual
que resultaría imposible desarrollar la capacidad innata de los individuos para el
lenguaje fuera del marco de una lengua en particular, sus otras capacidades como
actores conocedores y creativos requieren el apoyo de un contexto cultural y material
concreto para realizarse. A su vez, ese contexto condicionará la aplicación de las
capacidades, de tal modo que las posibilidades de acción social variarán de una sociedad
a otra, y de una posición en la estructura a otra dentro de una misma sociedad, porque la
calidad y cantidad de esquemas y recursos disponibles en ellas difieren (Sewell 1993:
20-21).

Estructuras, pero dinámicas

Al concebir la estructura social como dual (estructura y acción), Sewell incluye


en su definición la posibilidad y la necesidad de procesos continuos de cambio
estructural endógeno. Como Giddens (1984: xxix, 244-266), procura explicitar las
posibilidades de evolución de unas estructuras que imagina en estado de flujo, en un
contínuo proceso de estructuración, desvistiéndolas de la característica de permanencia
que ha contribuido a justificar el interés de las diversas escuelas. Muchos y minuciosos
trabajos de antropología pretendieron dar un paso adelante en la búsqueda de lo
invariable a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo, a pesar de la rápida
transformación de las culturas observadas al entrar en contacto con el mundo occidental
(Lévi-Strauss 1984); la sociología funcionalista, por su parte, puso el énfasis en la
tendencia al equilibrio de los sistemas sociales; y el marxismo, por último, se interesó
por los cambios revolucionarios que implicaban la sustitución de una estructura social
por otra en mayor medida que por los procesos evolutivos en el seno de cada modo de
producción, y prestó atención a los cambios que aparecían como conflicto social antes
que a la posibilidad de progreso (Dahrendorf 1979: 160-179). Pero si los individuos
tienen margen de acción estratégica y creativa en esas estructuras, como afirma Sewell
(1993: 3), necesariamente estarán estas últimas sujetas a procesos de transformación
más o menos visibles, más o menos rápidos, y con consecuencias más o menos críticas;
a pesar de la tendencia de los patrones de relaciones sociales a verse reproducidos,
incluso cuando los actores de esas relaciones no son conscientes de ellos ni desean su
reproducción.

18
Para entender la posibilidad de cambio estructural endógeno Sewell propone
cinco axiomas: la multiplicidad de las estructuras, la transponibilidad de los esquemas,
la imprevisibilidad de la acumulación de recursos, la polisemia de los recursos, y la
intersección de estructuras (1993: 16-19). Podemos agrupar los tres axiomas centrales,
que se derivan de la dualidad de esas estructuras al estar compuestas tanto por recursos
materiales como por esquemas culturales, y el primero y el último, que se refieren a la
coexistencia de varias estructuras sociales.

La dualidad cultural-material de las estructuras sociales permite a los individuos


realizar combinaciones novedosas de esquemas y recursos, y aprender de sus resultados.
Esto es así, en primer lugar, por la transponibilidad de los esquemas, implícita en su
definición como procedimientos culturales generalizables a distintas situaciones. Las
reglas más formales, las metáforas más poéticas o los procedimientos mentales más
profundos son aplicables por analogía en circunstancias diferentes y no siempre
predecibles, escapando al contexto en que fueron aprendidos originalmente. En la
transposición de esquemas culturales a conjuntos de recursos materiales novedosos, en
segundo lugar, los individuos se enfrentan a la imprevisibilidad de la acumulación de
recursos que resulta de su innovación. La aplicación de un mismo esquema cultural (una
tecnología, por ejemplo, o una costumbre matrimonial) en distintos contextos humanos
y materiales arrojará resultados diferentes, contribuyendo a validar y consolidar el
esquema por su éxito renovado o aconsejando su abandono por su fracaso relativo. En
tercer lugar, los individuos aprenden por la polisemia de los recursos: una misma
ordenación de recursos humanos o no humanos puede leerse y entenderse desde
diferentes esquemas. Las interpretaciones de los recursos pueden variar, competir entre
sí y entrar en conflicto, de modo que validan esquemas culturales y otorgan poder a
actores sociales que pueden ser variados, opuestos o en conflicto entre si.5 En el
proceso de casar esquemas con recursos los individuos transforman las estructuras
sociales, y de la experiencia de esa transformación derivan orientaciones para futuros
cambios.

Estas operaciones de innovación ocurren simultáneamente en las varias


estructuras que conforman cada sociedad. El axioma de la multiplicidad de las
estructuras se refiere precisamente a la coexistencia de varias estructuras, a distintos
niveles, con diversos modos de operación, basadas en diferentes cantidades y calidades
de esquemas y recursos, y no necesariamente homólogas. Las estructuras del parentesco,
la religión, la producción de bienes y servicios, la estética o la educación tienen cada
una su propia lógica y dinámica. Aunque resulta común que haya una armonía entre
varias estructuras, son relativamente autónomas entre sí, permitiendo discontinuidades,
fallas e incluso conflictos en sus relaciones mutuas. El axioma de la intersección de las
estructuras centra la atención, en particular, en esas zonas donde los complejos

5
Sirva el ejemplo de la fábrica, cuya presencia contribuye a actualizar la noción capitalista de las
relaciones de propiedad, pero también genera la lectura conflictiva que desde el punto de vista marxista se
ha hecho de esas relaciones de propiedad, operando así en contra del esquema cultural ‘capitalista’ que
orientó su construcción y puesta en funcionamiento.

19
estructurales se superponen y coinciden, donde caben distintas interpretaciones de los
conjuntos de recursos y transposiciones de los esquemas culturales. En ambos niveles, el
virtual y el material, se producen esos cruces entre diferentes estructuras, que permiten a
los individuos optar entre diversos caminos y diversas utilizaciones de los medios que la
estructura les ofrece, poniendo en práctica las posibilidades abiertas por el caracter
doblemente dual de las estructuras: dual como combinación de aspectos culturales y
aspectos materiales, y dual como combinación de estructura y acción social.

Las estructuras, entonces, son conjuntos de esquemas y recursos mutuamente sostenidos, que
capacitan y constriñen la acción social y que tienden a ser reproducidos en esa acción. Pero su
reproducción nunca es automática. Las estructuras corren siempre riesgo, al menos en cierta
medida, en todas las interacciones sociales que conforman - porque las estructuras son múltiples
e interseccionan unas con otras, porque los esquemas son transponibles, y porque los recursos
son polisémicos y se acumulan de modos impredecibles. Poner en el centro del concepto de
estructura la relación entre recursos y esquemas culturales hace posible mostrar cómo el cambio
social, no menos que la estática social, puede generarse en la puesta en práctica de las estructuras
en la vida social (Sewell 1993: 19).

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