J.M. Martin - Las Buenas Maneras
J.M. Martin - Las Buenas Maneras
J.M. Martin - Las Buenas Maneras
Martín
La cortesía, la afabilidad, la urbanidad, y sus afines, son hermanas pequeñas de otras
virtudes más grandes. Y la familia es el ámbito donde mejor se aprenden, sea cual sea la
edad.
J.M. Martín, Las buenas maneras, publicado originalmente en www.opusdei.org, 11 de mayo de 2013.
Si se piensa cómo han evolucionado los modales en el curso del tiempo, o cómo cambian
de región en región, sería fácil deducir que se trata de algo puramente convencional, que se
puede modificar o incluso trasgredir a placer.
Las virtudes humanas, que son el fundamento de las sobrenaturales, están en la base de los
usos y costumbres de los pueblos, de lo que normalmente se entiende como urbanidad o
educación.
La urbanidad nos muestra algo sin lo cual no se puede habitar en sociedad, nos enseña a ser
humanos, civiles. La cortesía, la afabilidad, la urbanidad, y sus afines, son hermanas
pequeñas de otras virtudes más grandes. Pero su particularidad reside en que sin ellas la
convivencia se haría ingrata. Es más, en la práctica, una persona grosera y descortés a duras
penas podrá vivir la caridad.
Mirando a Jesús
Nos ha podido pasar, en algún momento de la vida, que ante una conducta o una actuación
poco correcta por nuestra parte se nos ocurra: “¿qué habrán pensado de mí?, ¿por qué hice
yo eso?”, o “¡qué mal he quedado!”.
El Evangelio nos ha dejado una página que describe dos actitudes enfrentadas, la de un
biempensante de la época, y la de una pecadora[1]. Simón, el fariseo, ha organizado una
comida acorde con la categoría del invitado, alguien a quien tienen por un profeta.
Seguramente ha discurrido cómo distribuir a los comensales, la atención del servicio, los
platos que ofrecería y los temas de conversación que le gustaría proponer al Maestro. Había
que quedar bien, ante la sociedad que contaba y ante el huésped principal. Pero se olvida de
algunos detalles que el Señor ha echado de menos.
«¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella en cambio me ha
bañado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el
beso. Pero ella, desde que entré no ha dejado de besar mis pies. No has ungido mi cabeza
con aceite. Ella en cambio ha ungido mis pies con perfume»[2].
A primera vista, podrían parecer pequeñeces insignificantes. Sin embargo, Jesús, perfecto
Dios y hombre perfecto, nota su falta. San Josemaría, que ha contemplado con gran
hondura la realidad de la encarnación del Hijo de Dios, que se manifiesta también en gestos
que a unos ojos desamorados podrían pasar desapercibidos, comenta a propósito de este
pasaje: Jesucristo «trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza; y aprendemos de
Él que no es cristiano comportarse mal con el hombre, criatura de Dios, hecho a su imagen
y semejanza (cfr. Gn 1, 26)»[3].
Encontramos aquí enseñanzas para quien desea santificar y santificarse en las distintas
veredas del mundo. Máxime, cuando la misma naturaleza humana, con sus disposiciones y
facultades, ha sido elevada por el Señor.
No hay nada, por pequeño o anodino que parezca, que no se pueda llevar a Dios: «tanto si
coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios»[4].
Todas las actividades honradas ya han sido redimidas, de modo que todas, realizadas en
unión con Él, pueden ser corredentoras.
Las virtudes son personales, de la persona; pero es fácil constatar que la persona no es una
“pieza aislada”; vivimos en relación con el mundo, coexistimos con otros: somos
independientes y a la vez dependemos de los demás: «nos ayudamos o nos perjudicamos.
Todos somos eslabones de una misma cadena»[5].
Las virtudes poseen también este carácter social. No son para el lucimiento personal, para
fomentar el egoísmo, sino, en definitiva, para los demás. ¿Por qué nos sentimos tan a gusto
con algunos, y quizá menos con otros? Probablemente, porque aquel nos escucha, vemos
que nos comprende, no muestra prisa, da serenidad, no se impone, sugiere, respeta, es
discreto, pregunta lo justo.
Quien sabe convivir, congeniar, compartir, ofrecer, acoger, dar paz, está en camino de ser
verdaderamente virtuoso. Jesús nos enseña que, si faltan algunas condiciones, la buena
convivencia se deteriora. El civismo es quizá la mejor forma de presentación. Y las que
podríamos llamar virtudes del trato constituyen el presupuesto y la base donde engarzar la
joya de la caridad.
No es que antes, cuando era más fácil comer en familia, esas reuniones fueran la gloria:
pues a veces los chicos se peleaban o protestaban por lo que se les servía, y los padres los
reñían... Más o menos, como ahora: las situaciones, en el fondo, han cambiado poco; pero
se trata, hoy como ayer, de aprovechar las oportunidades que nos ofrece la vida, y
entrenarse en convertir los contratiempos en ocasiones formativas.
¿Cuántas veces hemos pensado en transformar, por ejemplo, las cenas de cada día o las
comidas de los fines de semana en reuniones familiares? Hay ya estudios donde chicos y
chicas señalan “comer en familia” como la actividad más importante para ellos.
Estar con las personas que nos quieren, compartir, ser comprendidos son modos de
socializar, de aprender a darse a los otros. Mejora las relaciones entre los miembros de la
familia, proporciona a los padres momentos informales para conocer mejor a sus hijos y
anticiparse a posibles dificultades.
Cuántos detalles de educación sobre los que incidir en las comidas: “te agradezco mucho
que vayas a por sal”. “¿Te has lavado las manos antes de sentarte?”. “Ponte derecho, y no
cruces las piernas cuando comes”. “¿Puedes ayudar a tu hermano a preparar la mesa”. “El
pan no se tira”. “Agarra bien el tenedor”. “Corta la carne en trozos pequeños, y no hables
con la boca llena”. “Hay que comer no solo con el estómago, sino con la cabeza, y se come
todo lo que uno se ha servido, guste o no guste”. “La sopa a la boca, no la boca al plato”.
“Límpiate antes de beber, y no hagas ruido”. “No bebas con el codo apoyado en la mesa”.
Algunos son avisos que cambian según los lugares, otros –bastantes– son más universales.
Quizá parezcan negativos –aunque no hará falta decirlos todos, ni continuamente–, pero
vistos como afirmaciones hablan de la consideración que hemos de tener por los demás;
cosas pequeñas que revelan corrección, cortesía, higiene; muestras de solicitud sobre
aspectos que tal vez por inadvertencia podrían molestar a alguno.
En las comidas, se pueden aprender cosas elementales como cuánto es razonable que me
sirva, teniendo en cuenta que hay otros comensales; o a no comer fuera de horas, y así
apreciar mejor lo que me dan. Por otra parte, comer juntos no es solo un hecho social.
También es cultura en el sentido más noble y riguroso del término.
La cultura, como muchos autores han puesto de manifiesto, está relacionada con el culto.
Dar el culto debido a Dios es parte de la naturaleza humana, que también se hace cultura en
forma de ritos e instituciones. ¡Qué modo más estupendo de dar al Señor toda su gloria, si
el “rito” de la comida es precedido por una oración!; si invocamos la bendición de Dios
sobre la familia y los dones que estamos por recibir; si agradecemos al Señor el pan que se
nos ofrece cada día, y rezamos por quien lo ha preparado, y por quien vive en la
indigencia.
Bendecir la mesa es una costumbre que ayuda a interiorizar el hecho de que Dios está de
continuo a nuestro lado, a dar gracias por lo que recibimos, y a respetar a los demás en la
convivencia cotidiana.
Uno que no se presenta bien cuando ha de atender al público, demuestra poca estima de sí
mismo y por los otros, y no comunica una gran confianza, al menos a primera vista.
Expresarse con corrección, saber intervenir en una conversación o esperar el turno,
aprender a presentarse con decoro, en el vestido y en el adorno, son aspectos de la vida en
sociedad.
Más que la moda, lo que nos aleja de la vulgaridad es el estilo. Tener estilo, tener clase se
caracteriza por la sobriedad y el equilibrio, por la capacidad de conciliar extremos y
contrastes; y menos, por ir a la moda.
El estilo forma parte de nuestra personalidad. Es importante, por ejemplo, aprender a vestir
conforme a la ocasión. La pulcritud no consiste tanto en tener un vestuario caro o de marca,
cuanto en llevar la ropa limpia y planchada.
Y esto los niños lo cultivan en el hogar, viendo cómo sus padres actúan en todo momento
con elegancia y discreción. No es lo mismo asistir a una cena de gala que estar con los
amigos, o en la intimidad de la familia; no es lo mismo pasearse de cualquier modo por los
pasillos de la casa, que ponerse una bata nada más levantarse de la cama.
También las reuniones familiares –y entre estas, las comidas– permiten a los hijos contar
sus pequeñas aventuras en el colegio; y, a los padres, hacer un comentario oportuno, o dar
un criterio sobre un determinado comportamiento. Son ocasiones para poner en común
aficiones, para ilusionarse por los paseos en la montaña o por la historia, o para introducir a
los hijos en el fascinante arte de la narración.
Podemos programar excursiones y visitas artísticas; y desvelar, poco a poco, aspectos de las
tradiciones familiares y religiosas, o patrióticas, o culturales. Los niños aprenden a hablar
sin levantar la voz ni gritar y, más importante, se ejercitan en escuchar, y se acostumbran a
no interrumpir el hilo de las conversaciones, a no imponer sus puntos de vista ni sus
exigencias.
En familia, con pequeños detalles nos cuidamos unos a otros. Nadie se presenta mal
vestido, ni come sin un mínimo de compostura. Las madres, sobre todo, piensan en una
comida que le gusta a quien celebra un aniversario. Cada cual se pasa la fuente, y está
pendiente de lo que necesitan los demás. Uno ofrece el pan o el agua a otro antes de
servirse. Se dan las gracias, pues el agradecimiento fomenta la concordia, y la concordia la
alegría y la sonrisa.
Después de una buena comida en familia somos más felices: no solo con la alegría
fisiológica de animal sano[6], sino porque hemos compartido con los que más queremos
nuestra intimidad; nos hemos enriquecido moralmente, personalmente.
[2] Lc 7, 44-46.
[4] 1 Co 10, 31