Los Bufones de Dios Morris West
Los Bufones de Dios Morris West
Los Bufones de Dios Morris West
www.lectulandia.com - Página 2
Morris West
www.lectulandia.com - Página 3
Título Original: The Clowns of God
Año de publicación 1981
Traducción Marta Cruz Coke de Lagos
www.lectulandia.com - Página 4
Para mis seres queridos
con todo mi corazón
www.lectulandia.com - Página 5
“¿Quién sabe si el mundo no terminará esta noche?"
Robert Browing, Nuestra última cabalgata
www.lectulandia.com - Página 6
Nota del Autor
Una vez aceptada la existencia de Dios —como quiera que Ud. lo defina, como
quiera que Ud. explique su relación con Él— desde ese momento, Ud. está atrapado
para siempre por Su presencia en el centro de todas las cosas. También Ud. está
atrapado por el hecho de que el hombre es una criatura que camina entre dos
mundos y va trazando en los muros de su caverna la maravilla y el terror que
experimenta durante su peregrinaje espiritual.
www.lectulandia.com - Página 7
Libro Primero
"Fui arrebatado en espíritu el día del Señor
y oí tras de mí una voz fuerte, como de trompeta
que decía: Lo que vieres, escríbelo en
un libro y envíalo a las siete Iglesias".
Apocalipsis
San Juan — Cáp. I — 10-11
www.lectulandia.com - Página 8
Prólogo
En el séptimo año de su pontificado, dos días antes de cumplir los sesenta y cinco,
en presencia del Consistorio en pleno, Jean Marie Barette, más conocido como Papa
Gregorio XVII firmó un instrumento de abdicación, se quitó el anillo del Pescador,
entregó su sello al cardenal camarlengo y pronunció unas pocas palabras de
despedida.
"Y así, hermanos míos, todo se ha consumado tal como ustedes lo han deseado.
Estoy cierto de que ustedes explicarán adecuadamente lo que ha ocurrido tanto a la
Iglesia como al mundo. Espero que elegirán a un hombre bueno. Dios sabe cuánto lo
necesitan".
Tres horas después, acompañado por un coronel de la guardia suiza, se presentó al
monasterio de Monte Cassino y se colocó bajo la obediencia del abad. El coronel
regresó inmediatamente a Roma e informó al cardenal camarlengo que su misión
estaba cumplida.
El camarlengo lanzó un largo suspiro de alivio y comenzó inmediatamente con
las formalidades tendientes a proclamar que la silla de Pedro estaba vacante y que la
elección de un nuevo pontífice se realizaría con toda la presteza requerida.
www.lectulandia.com - Página 9
Capítulo 1
La mujer parecía una campesina, robusta, vestida de tosca lana, con el cabello
gris asomando por debajo del sombrero de paja y las redondas mejillas encendidas
como manzanas. Se mantenía erguida sobre la silla con las manos cruzadas sobre una
amplia cartera de cuero marrón pasada de moda. Se veía cansada pero nada en ella
denotaba temor. Parecía estar examinando la mercancía que le ofrecían en una feria
desconocida.
Carl Mendelius, profesor de Estudios patrísticos y bíblicos en el Wilhelmsstift,
que una vez fuera llamado el ilustre Colegio de la Universidad de Tübingen, estiró
sus largas piernas por debajo del escritorio, juntó las manos formando un puente con
los dedos índices y sonriéndole por encima de esta precaria construcción se dirigió a
ella con toda gentileza.
—¿Usted deseaba verme, señora?
—Me dijeron que usted comprendía el francés —ella hablaba con el acento
abierto y arrastrado del midi.
—Así es.
—Me llamo Teresa Mathieu. En religión soy —era— la hermana Mechtilda.
—¿Debo comprender que ha dejado los hábitos?
—No. Fui dispensada de mis votos. Pero él dijo que siempre debería conservar y
llevar el anillo con que profesé porque mi servicio sigue siendo el servicio del Señor.
Estiró hacia él una grande y gastada mano de trabajadora mostrando el anillo de
plata que llevaba en el anular.
—¿Él? ¿Quién es él?
—Su Santidad, el papa Gregorio, Yo formaba parte del grupo de hermanas que
atendían su casa: limpiaba su estudio y sus habitaciones privadas: le servía su café. A
veces, en los días de fiesta, cuando las otras hermanas descansaban, solía prepararle
sus comidas. Decía que le gustaba mi forma de cocinar porque le recordaba su
hogar… En esas ocasiones, a veces, conversaba conmigo. Conocía muy bien mi tierra
natal porque su familia poseía viñedos en el Var… Y así, cuando, mi sobrina perdió a
su marido y quedó sola con cinco niños y con el restaurante que atender, yo se lo
conté. Y él me comprendió. Dijo que tal vez mi sobrina me necesitaba más que el
papa, que de todos modos tenía mucha gente a su servicio. El me ayudó a pensar con
libertad y a darme cuenta de que la caridad es la más importante de todas las
virtudes… Mi decisión de regresar al mundo fue tomada entonces, cuando la gente en
el Vaticano comenzó a decir todas aquellas cosas terribles, que el Santo Padre estaba
enfermo de la cabeza, que podía ser peligroso, todo eso. El día que abandoné Roma
fui a verlo para solicitarle su bendición. Y él me pidió, como un favor especial, que
pasara por Tübingen y le entregara a usted esta carta, en sus propias manos. Y me
www.lectulandia.com - Página 10
colocó bajo obediencia, haciéndome prometer que no debería contarle a nadie lo que
él había dicho o lo que yo llevaba. Y por eso estoy aquí…
Hurgó en el gran bolso y extrajo de él un grueso sobre de papel que extendió
hacia él por sobre el escritorio. Carl Mendelius lo recibió y lo sostuvo en las manos
evaluando su peso antes de depositarlo sobre la mesa.
—¿Vino usted aquí directamente desde Roma?
—No. Fui primero donde mi sobrina a quien acompañé durante una semana. Su
Santidad dijo que eso era lo que tenía que hacer, porque era lo natural y propio. Me
dio dinero para el viaje y un regalo para mi sobrina.
—¿Le entregó algún otro mensaje para mí?
—No. Sólo que le enviaba a usted todo su afecto. Y agregó que si me hacía
preguntas, yo debía contestarlas.
—Veo que encontró en usted un fiel mensajero —dijo Carl Mendelius
gentilmente, pero su rostro estaba serio—. ¿Querría tomar un café?
—No, gracias.
Ella cruzó las manos sobre la amplia cartera y esperó. Todo en su actitud
trasuntaba la monja que había sido y que aún parecía ser pese a su ropa de confección
casera. Mendelius hizo la pregunta siguiente con todo cuidado y como restándole
importancia.
—Estos problemas, estas murmuraciones en el Vaticano ¿recuerda cuándo
comenzaron? ¿Y por qué se produjeron?
—Sí, sé cuándo comenzaron —la respuesta de la mujer fue decidida, sin una
sombra de vacilación—. Fue al regreso de la gira que el Santo Padre hizo por
América del Sur y los Estados Unidos. Parecía entonces muy cansado, casi enfermo y
luego vinieron aquellas visitas de los chinos y los rusos y de esos africanos que lo
dejaron aún más preocupado. Después de aquello resolvió retirarse por dos semanas a
Monte Cassino. Y fue al volver de allí cuando comenzaron los problemas…
—¿Qué clase de problemas?
—Yo nunca comprendía muy bien realmente de qué se trataba. Como usted sabe,
yo era sólo alguien muy insignificante, una hermana que hacía un trabajo doméstico.
Y nos han entrenado para no hacer comentarios sobre materias que no nos
conciernen. La Madre Superiora reprueba severamente toda murmuración. Pero sin
embargo no pude dejar de notar que el Santo Padre parecía enfermo, que permanecía
largas horas orando en la capilla, que las reuniones con los miembros de la Curia se
multiplicaban y que al salir todos ellos parecían enojados y refunfuñaban entre sí. No
recuerdo lo que hablaban, salvo una vez que oí al Cardenal Arnaldo decir: "¡Dios
Santo del cielo! ¡Tenemos que vérnosla con un demente!
—¿Y el Santo Padre mismo, qué aspecto tenía?
—Conmigo nunca dejó de ser el mismo, bondadoso y cortés. Pero era evidente
www.lectulandia.com - Página 11
que estaba muy acongojado. Un día me pidió que le llevara una aspirina para tomarla
con su café. Yo le pregunté si deseaba que llamara a su médico. El me respondió con
una curiosa pequeña sonrisa y dijo: "Hermana Mechtilda, lo que yo necesito no es un
médico, sino el don de las lenguas. A veces me parece como si estuviera enseñando
música a los sordos y pintura a los ciegos…" Bueno, al final, claro, vino el médico y
luego varios otros en los días que siguieron. Y después de aquello el cardenal Drexel
llegó a verlo; es el Decano del Sacro Colegio y un hombre muy severo.
Permanecieron encerrados todo el día en el apartamento papal y yo ayudé a servirles
el almuerzo. Y después de ese día… bueno… ocurrió todo aquello.
—¿Comprendió usted algo de lo que estaba sucediendo?
—No. Lo único que nos dijeron fue que, por razones de salud y para beneficio de
las almas, el Santo Padre había decidido abdicar y pasar el resto de su vida sirviendo
a Dios en un monasterio. Nos pidieron que rogáramos por él y por la Iglesia.
—¿Y él no le dio nunca ninguna explicación de lo que estaba ocurriendo?
—¿A mí? —Ella se lo quedó mirando con una auténtica e inocente sorpresa—.
¿Por qué a mí? Yo era nadie. Pero después que me bendijo deseándome buen viaje, él
puso sus manos en mis mejillas y dijo: "Tal vez, hermanita, ambos somos afortunados
por habernos encontrado". Y esa fue la última vez que lo vi.
—¿Y ahora qué piensa hacer usted?
—Volver a casa con mi sobrina, ayudarla con los niños, cocinar en el restaurante.
Es un negocio pequeño, pero si logramos mantenerlo como se debe, es bastante
bueno.
—Estoy seguro de que lo conseguirán —dijo Carl Mendelius respetuosamente al
tiempo que se levantaba y extendía su mano hacia ella—. Gracias hermana
Mechtilda, gracias por venir a verme y por lo que ha hecho por él.
—Oh, no es nada. El era un hombre bueno que siempre comprendió a la gente
corriente como yo.
La palma de la mano de la mujer tenía la piel seca y agrietada por el lavado y la
friega de las cazuelas y Mendelius, al verla, sintió vergüenza de sus propias diestras y
suaves manos en las cuales Gregorio XVII, sucesor del príncipe de los apóstoles
había depositado su último, su más secreto memorial.
Aquella noche, en su enorme estudio del ático, cuyas ventanas miraban hacia el
bulto gris de la Stiftskirche de St. George, Mendelius veló hasta tarde, teniendo por
únicos testigos de su meditación a los bustos de Melanchthon y de Hegel, el primero
de los cuales había sido asistente de profesor y el otro alumno de la antigua
universidad; pero hacía ya tiempo que la muerte había absuelto a ambos de toda
perplejidad.
Delante de él, abierta y extendida sobre la mesa, yacía la carta de Jean Marie
Barette, el Gregorio portador del número diez y siete en la línea de la sucesión papal:
www.lectulandia.com - Página 12
treinta páginas de fina cursiva manuscrita, de impecable estilo gálico, testimonio de
una tragedia personal y de una crisis política de dimensión mundial.
Mi querido Carl:
"En ésta, la larga noche de mi alma, cuando la razón se tambalea al borde del
abismo y la fe de toda una vida pareciera, haberse perdido, acudo a usted en
busca de la gracia de la comprensión.
"Hace ya muchos años que somos amigos. Sus libros y sus cartas han sido
hasta ahora mis inseparables compañeros de viaje: bagaje infinitamente más
esencial para mí que mis camisas o mis zapatos. En numerosos momentos de ansia
e inquietud sus consejos han sido fuente de paz para mí, así como su visión y
sabiduría no han dejado de ser la luz que ha guiado mis pasos por los oscuros
laberintos del poder. Y por eso, a pesar de que las sendas de nuestras vidas
parecieran haber divergido, me consuela creer que nuestros espíritus han
mantenido la unidad de sus valores.
"Mi silencio durante estos últimos meses de mi purgatorio personal se ha
debido al hecho de que he deseado mantenerlo al margen para no comprometerlo
en lo que me estaba ocurriendo. Desde hace ya algún tiempo he vivido sometido a
una estrecha vigilancia y en consecuencia no me ha sido posible mantener nada
privado, ni aun mis papeles más secretos. En verdad tengo que confesarle que si
esta carta cae en manos equivocadas, usted quedará expuesto a un gran riesgo y
si decide llevar a cabo la misión que intento encomendarle, el peligro a que aludo
se multiplicará con cada día que pase.
"Comenzaré a contarle la historia por su desenlace. El mes pasado, los
cardenales del Sacro Colegio, entre los cuales creo que cuento con algunos
amigos, decidieron, por una amplia mayoría, que yo estaba, si no loco, por lo
menos no en un estado mental competente para desempeñar las tareas del
pontificado. Esta decisión, motivada por razones que más adelante le explicaré en
detalle, colocó a mis hermanos cardenales frente a un dilema que resultó trágico y
cómico a la vez.
"Sólo existían dos fórmulas para librarse de mí: deponerme u obligarme a
abdicar. Deponerme implicaba dar explicaciones públicas, lo que evidentemente
era imposible por lo que nadie se atrevió siquiera a considerar esta primera
opción, ya que el olor a conspiración habría sido demasiado fuerte y el riesgo de
cisma consiguiente demasiado grande. Por otra parte, la abdicación, en tanto que
acto legal, no habría podido ser llevada a cabo por un hombre mentalmente
enfermo, pues habría carecido de toda validez jurídica.
"Mi dilema personal, en cambio, era completamente diferente. Yo no había
pedido ser elegido. Había aceptado, con temor, pero confiando en el Espíritu
www.lectulandia.com - Página 13
Santo para encontrar la luz y la fuerza necesarias. Aquel día en Monte Cassino
creí —e intento desesperadamente continuar creyendo— que había recibido una
iluminación especial del Señor y que mi deber consistía en comunicar esa luz a un
mundo atrapado en la oscuridad de la última hora antes de medianoche. Por otra
parte comprendí que sin la ayuda de mis más antiguos colaboradores, los hombres
claves de la Iglesia, ninguna acción era posible para mí. Me veía reducido a la
impotencia porque mis declaraciones podían ser distorsionadas y las directivas
que impartiera anuladas. Los hijos de Dios podrían haber sido así sumidos en la
confusión o impulsados a la revuelta.
"Fue entonces cuando Drexel vino a verme. Como usted sabe, es el Decano del
Sacro Colegio de Cardenales y fui yo mismo quien lo nombró en su actual cargo
de Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. A usted le
sobran razones para saber que es un formidable perro guardián, sin embargo en
privado es un ser comprensivo, sensible y muy humano. Al momento vi que para él
era muy dolorosa la misión que se le había impuesto, pues venía como emisario de
sus hermanos los cardenales con cuya opinión no estaba de acuerdo pero había
sido encargado de transmitirme su decisión. Se me pedía que abdicara y me
retirara enseguida a la oscuridad de un monasterio. En el caso de que no aceptara
ellos estaban dispuestos a correr el riesgo de hacerme declarar insano e
internarme bajo vigilancia médica en un establecimiento para enfermos mentales.
"Como comprenderá, el impacto recibido fue muy fuerte, pues jamás había yo
imaginado siquiera que pudieran atreverse a tanto. A este primer momento de
sorpresa siguió otro de puro terror pues conozco lo suficiente la historia de este
cargo para no ignorar que la amenaza era real. El Vaticano es un estado
independiente y todo lo que ocurre dentro de sus muros carece de audiencia
exterior cuando los que gobiernan aquí así lo han decidido.
"Luego el terror también pasó y logré encontrar la calma suficiente para
preguntarle a Drexel qué pensaba de la situación. Me respondió al instante y sin
vacilaciones. No le cabían dudas de que sus colegas podían cumplir su amenaza y
que estaban plenamente dispuestos a hacerlo. Sabían que el daño —considerando
el crítico momento internacional— sería grande, pero no irreparable. La Iglesia
había sobrevivido a los Theophylacts, a los Borgia y a las orgías de Avignon.
Podría sobrevivir a la locura lunática de Jean Marie Barette. En vista de lo
anterior Drexel me ofrecía, muy amistosamente, su opinión personal: lo que me
convenía era inclinarme ante lo inevitable y abdicar aduciendo motivos de mala
salud. Concluyó agregando su pequeña cláusula propia que cito textualmente para
usted: "Haga lo que le piden, Santidad, pero nada más, ni un ápice más. Usted se
irá. Se retirará a la vida privada. Y yo me enfrentaré a cualquier documento o
instrumento que intente amarrarlo a algo más. Y en cuanto a esta luz que usted
www.lectulandia.com - Página 14
declara haber recibido, no es a mí a quien corresponde juzgar si viene de Dios o si
es simplemente el fruto de un espíritu sobrecargado por las ansiedades propias de
su alta investidura. Si fuera solamente una ilusión, espero que antes que
transcurra mucho tiempo, sabrá desecharla. Si es algo que viene de Dios,
entonces estoy seguro de que Él permitirá que, cuando llegue el momento, la
verdad se haga manifiesta… Pero si entretanto lo declaran insano, quedará usted
completamente desacreditado y la luz que hay en usted se apagará para siempre.
La historia, especialmente la de la Iglesia, sólo se ha escrito para justificar a los
sobrevivientes".
"Comprendí perfectamente lo que sus palabras significaban, pero aun así no
podía decidirme a aceptar una solución tan tajante. Hablamos durante todo aquel
día, examinando cada alternativa posible. Más tarde, y por largas horas aquella
noche, oré en la soledad de mis habitaciones hasta que, finalmente, en un estado
de total agotamiento, terminé por rendirme. A las nueve de la mañana siguiente
mandé llamar a Drexel y le comuniqué que estaba pronto para abdicar.
"Hasta aquí, mi querido Carl, le he contado cómo sucedió todo. Relatar el por
qué tomará mucho más tiempo: y entonces usted también, mi dilecto amigo, será
llamado a juzgarme. Ahora mismo, escribir estas líneas temo que su juicio pueda
serme desfavorable. Así es la fragilidad humana. Todavía no he aprendido a
confiar en el Señor cuyo Evangelio intento proclamar…"
www.lectulandia.com - Página 15
Ahora sus mutuas posiciones se habían invertido. Jean Marie Barette se
encontraba desterrado en tanto que él, Carl Mendelius, florecía en la libre zona de un
matrimonio dichoso y de una vida profesional plenamente realizada. Cualquiera que
fuera el costo él se debía a sí mismo permanecer fiel a los deberes de la amistad.
Volvió a inclinarse sobre la interrumpida lectura de la carta.
www.lectulandia.com - Página 16
demás, la tarea para la cual yo, como pontífice, me sentía más apto y en
consecuencia, más llamado a realizar. Por eso hice saber que, en aras de la paz,
estaba dispuesto a ir donde fuera y a recibir a quien fuera, pero tratando al mismo
tiempo de dejar muy en claro que no poseía ninguna fórmula mágica capaz de
resolver problemas ni tampoco ninguna ilusión sobre los alcances de mi propio
poder. Conozco demasiado bien la mortal inercia de las instituciones, la locura
que matemáticamente lleva a los hombres a pelear a muerte entre sí sobre la más
sencilla ecuación de cualquier compromiso. Me dije a mí mismo y traté de
convencer de ello a los líderes de las naciones que aun un solo año de respiro
antes del advenimiento de Armageddon constituía de por sí una victoria. Pero no
obstante el temor de un inminente holocausto me perseguía noche y día,
socavando mis reservas de valor y de confianza.
"Finalmente decidí que, para conservar algún sentido de perspectiva y rehacer
mis reservas espirituales era imprescindible que descansara. En consecuencia
resolví hacer dos semanas de retiro en el monasterio de Monte Cassino. Usted
conoce bien el lugar que fue fundado por San Benito en el siglo sexto. Pablo el
diácono escribió allí sus historias y mi tocayo Gregorio IX hizo la paz con
Federico de Hohenstaufen. Pero sobre todo es un lugar aislado y sereno y su
abad, el padre Andrew es un hombre de singular piedad y gran discernimiento. Me
colocaría pues bajo su dirección espiritual y me dedicaría a meditar en silencio
para renovar mi ser interior.
"Así lo había planeado yo, mi querido Carl, y así había comenzado a realizar
mi plan. Pero llevaba allí solamente tres días cuando ocurrió aquel
acontecimiento".
www.lectulandia.com - Página 17
recuerda la forma en que comienza este capítulo, con el discurso del Señor en la
Ultima Cena: "No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en
Mí…" El texto mismo, reconfortante, consolador, pleno de seguridades, calmaba
con mi estado de ánimo. Cuando llegué al versículo:
"y el que me ame será amado de mi Padre…"
cerré el libro y levanté la vista.
"A mi alrededor, todo había cambiado. El monasterio, el jardín, el monje que
trabajaba habían desaparecido y yo me encontraba solo en una alta y estéril
cumbre cercada por negras montañas cuyo perfil se destacaba, desigual y nítido,
sobre la lobreguez del cielo. Todo el lugar se hallaba sumido en un silencio de
tumba. No sentí temor sino un terrible vacío como si me hubieran abandonado a
la intemperie, como si algo hubiera socavado el meollo de mi ser dejando tan solo
la cáscara. Y supe entonces, sin lugar a dudas, que estaba presenciando las
consecuencias de la última locura del hombre: un planeta muerto. No encuentro
palabras adecuadas para describirle lo que ocurrió en -seguida. Fue como si
súbitamente un enorme incendio hubiera estallado dentro de mí, como si hubiera
sido cogido en un furioso torbellino y proyectado, fuera de toda dimensión
humana, hacia el centro de una luz insostenible. La luz era una voz y la voz era
una luz y todo mi ser pareció impregnarse del mensaje de esa voz y de esa luz. Era
el final de todo, el comienzo mismo de todo: punto omega del tiempo, punto alfa
de la eternidad. Habían dejado de existir los símbolos para dar paso a la
existencia de la pura, simple y única Realidad. Se habían cumplido todas las
profecías. El orden había surgido del caos y la última verdad se había hecho
patente. En un momento de exquisita agonía comprendí que debía anunciar este
acontecimiento, que debía preparar al mundo para su advenimiento. Había sido
llamado para proclamar que los últimos días estaban próximos y que la
humanidad debía aprontarse para la Parusía: es decir para la Segunda Venida del
Señor Jesús.
"Y justo en el momento en que sentí que aquella agonía estaba a punto de
explotar en mí, destruyéndome, todo terminó. Y me encontré de regreso en el
jardín del claustro. El monje seguía trabajando en la tierra destinada a sus rosas,
el Nuevo Testamento reposaba sobre mis rodillas, abierto en el Capítulo
veinticuatro de San Mateo "porque como el relámpago sale por oriente y brilla
hasta el occidente, así será la venida del Hijo del hombre,.." ¿Accidente o destino?
No lo sé y creo que ya no tiene importancia.
"Y esto es Carl, lo que ha ocurrido, dicho en las palabras más claras y
cercanas a mi visión que he podido encontrar, para el amigo más próximo a mi
corazón. Cuando a mi regreso a Roma intenté explicar a mis colegas lo que había
sucedido, vi en sus rostros el impacto que mis palabras producían: ¿Un papa con
www.lectulandia.com - Página 18
revelaciones privadas? ¿Un precursor de la Segunda Venida del Señor? ¡Locura!
La última y más explosiva sinrazón. Yo me había transformado en una bomba de
tiempo que había que desconectar tan pronto como fuera posible. Y sin embargo
así como no me era posible cambiar el color de mis ojos, tampoco me era posible
cambiar lo que había ocurrido, que había quedado para siempre impreso en cada
fibra de mi ser del mismo modo y con tanta fuerza como la huella genética dejada
en mí por mis padres. Me sentía impelido a hablar de ello, condenado a anunciar
lo que había visto a un mundo que se precipitaba, sin rumbo, hacia su extinción.
"Comencé entonces a trabajar en la preparación de una Encíclica, una Carta
a la Iglesia Universal. El texto se iniciaba con estas palabras: "In his ultimis annis
fatalibus…". En estos últimos y fatales días del milenio… Mi secretario encontró
sobre mi escritorio el borrador, lo fotografió secretamente y distribuyó copias de
su descubrimiento entre los miembros de la Curia. Todos quedaron horrorizados.
Se dedicaron entonces —separadamente y en conjunto— a urgirme para que
suprimiera el documento. Cuando rehusé hacerlo pusieron sitio a mis habitaciones
y bloquearon todas mis comunicaciones con el mundo exterior. Luego citaron a
una reunión de emergencia del Sacro Colegio y convocaron al Vaticano a un
grupo de médicos y psiquiatras para que examinaran mi estado mental y de esta
manera iniciaron el curso de los acontecimientos que culminaron en mi
abdicación.
"Y así, ahora, en esta extrema penuria a la que me he visto reducido, recurro a
usted no sólo porque es amigo mío, sino también porque usted, que ha sufrido los
rigores de la inquisición comprende y sabe cómo la persistente presión de los
interrogatorios es capaz de hacer tambalear la razón. Si juzga que estoy loco, lo
absuelvo anticipadamente de toda culpa que pueda sentir por la censura que me
haga, y le agradezco la amistad que he tenido el privilegio de compartir con usted.
Si se encuentra capaz de creer por lo menos que no he hecho otra cosa sino
contarle una simple y terrible verdad, le ruego que estudie los dos documentos que
acompañan esta carta: una copia de mi Encíclica a la Iglesia Universal y una lista
de personas de diversos países con las cuales mantuve excelentes relaciones
durante mi pontificado y que tal vez estén preparadas para confiar en mí o para
actuar de mensajeros en mi nombre. En ese caso trate de ponerse en contacto con
ellas, de hacerles comprender todo lo que aún pueden hacer en estos últimos y
fatales años. No creo que sea posible impedir la inevitable catástrofe, pero sí creo
que tengo la obligación de continuar hasta el fin proclamando la buena nueva del
amor y la salvación.
"Si acepta esta tarea que deseo encomendarle, correrá un gran riesgo; tal vez,
incluso, el riesgo de su propia vida. Recuerde el Evangelio de Mateo "…Entonces
os entregarán a la tortura y os matarán… Muchos se escandalizarán entonces y se
www.lectulandia.com - Página 19
traicionarán y odiarán mutuamente".
"Muy pronto abandonaré este lugar para dirigirme a la soledad de Monte
Cassino. Espero que llegaré ahí sin problemas. Si no fuera así, me encomiendo,
así como a su familia y a usted mismo al amoroso cuidado de Dios.
"Se ha hecho tarde. Hace ya mucho tiempo que la merced del sueño me ha sido
negada, pero ahora que esta carta ha sido escrita tal vez me sea concedida.
"Soy, como siempre, suyo en Cristo
Jean Marie Barette".
www.lectulandia.com - Página 20
tradición había tomado muchas formas y no todas ellas habían sido religiosas. Estaba
por ejemplo implícita en la idea hitlerista del Reich de mil años, así como en la
promesa marxista de que el capitalismo desaparecería para dar paso a la fraternidad
universal del socialismo. Jean Marie Barette no había necesitado de visión alguna
para dar forma a su idea del milenium. Podía perfectamente haberla copiado de mil
fuentes diversas, desde el libro de Daniel hasta los profetas Cevennoles del siglo
XVII.
Pero el hecho de haber sido él, el papa, quien tuviera la visión, representaba un
elemento a la vez perturbador y familiar en el diseño de la reflexión de Mendelius.
Porque el ministro de una religión organizada era, por su función misma, ordenado a
exponer, bajo su autoridad, una doctrina que los siglos habían fijado y hecho
consensual. Sise excedía en su mandato podía ser silenciado o excomulgado por la
misma autoridad que le había confiado el encargo de desempeñar esa función.
El profeta, sin embargo, pertenecía enteramente a otro orden de criaturas.
Proclamaba su relación directa con el Todopoderoso y en consecuencia el mandato de
que estaba investido no respondía ante ninguna instancia humana ni podía ser
prohibido por ningún agente humano. Podía desafiar al más sagrado de los pasados
con la clásica frase, la misma que había usado Cristo: "Está escrito… pero Yo os
digo…" De manera que el profeta era siempre el extraño, el heraldo del cambio, el
retador al orden existente.
El problema de los cardenales no consistía en la locura misma de Jean Marie
Barette sino en el hecho de que hubiera aceptado la función oficial de gran sacerdote
y de supremo maestro y que luego hubiera asumido otro rol, contradictorio con este
primero.
En teoría, por supuesto, no era preciso que hubiera contradicción. La doctrina de
la revelación privada, de la comunicación personal entre la criatura y su creador era
tan antigua como la doctrina de la Parusía. En Pentecostés el Espíritu Santo había
descendido sobre los apóstoles reunidos; Saulo había sido derribado en el camino de
Damasco, Juan cogido y envuelto en la revelación apocalíptica en Patmos y todos
estos eran acontecimientos enraizados en la tradición. Por consiguiente, ¿era tan
impensable que en esta última y fatal década del milenio, cuando la posibilidad de la
destrucción planetaria era un hecho probado y un peligro real y vivo, Dios hubiera
elegido a un nuevo profeta para hacer su llamado al arrepentimiento y a la salvación?
En términos teológicos por lo menos, esta era una proposición completamente
conforme a la ortodoxia. Para Carl Mendelius, sentado allí en su estudio de
historiador y llamado a juzgar la sanidad mental de un amigo, era una especulación
altamente peligrosa. De todos modos estaba demasiado cansado para ser capaz de
emitir juicio alguno sobre nada, ni aun sobre el tema más sencillo; de manera que
cerró la puerta de su estudio y bajó a la sala de estar.
www.lectulandia.com - Página 21
Lotte, rubia, rolliza, afectuosa y satisfecha como una gata con su rol de madre de
dos bellos hijos y de esposa del profesor Mendelius, le sonrió y levantó el rostro para
que él la besara, y él, cogido bruscamente en un impulso de pasión, la acercó a sí y la
sostuvo apretadamente por unos momentos. Ella lo miró, un tanto extrañada y dijo:
—¿A qué se debe esto?
—Te amo.
—Yo te amo también.
—Vamos a la cama.
—No puedo ir todavía. Johann ha telefoneado para decir que olvidó la llave y le
dije que lo esperaría. ¿Quieres un coñac?
—Acepto. Es lo mejor después de lo otro.
Ella le sirvió el licor y comenzó a hacerle exactamente las preguntas que el había
temido. Comprendió que no podía usar de argucias con ella. Era demasiado
inteligente para contentarse con verdades a medias, de manera que le contestó directa
y sencillamente.
—Los cardenales lo forzaron a abdicar porque creyeron que estaba loco.
—¿Loco? ¡Dios santo! Yo hubiera pensado que no hay nadie tan cuerdo como él.
Le alcanzó la bebida y se sentó en la alfombra dejando descansar la cabeza en las
rodillas de él. Levantaron sus copas deseándose mutuamente salud. Mendelius
acarició la cabeza y los cabellos de su mujer. Ella volvió a preguntar.
—¿Cuál fue el motivo que les hizo pensar que estaba loco?
—El declaró —como me lo ha declarado a mí— que había tenido una revelación
privada mostrándole que el fin del mundo estaba próximo y urgiéndolo a actuar como
mensajero de la segunda venida de Cristo.
—¿Qué? —Ella se atoró con su copa, escupiendo la bebida. Mendelius le pasó su
pañuelo para ayudarla a limpiar su blusa.
—Es verdad, schatz. En su carta me describe la experiencia, en la que cree
absolutamente. Y ahora que lo han silenciado acude a mí para que lo ayude a
proclamar y propagar la noticia.
—Aún no puedo creerlo. Siempre fue tan… tan francés y tan práctico. Tal vez es
cierto que se ha vuelto loco.
—Un hombre loco no habría podido escribir la carta que él me ha escrito. Puedo
aceptar que haya sido juego de una ilusión, de una idea fija resultante de un exceso de
tensiones o incluso puedo creer en un ejercicio defectuoso de su propia lógica. Eso
puede sucederle a cualquiera. Los hombres cuerdos creyeron en una época que el
mundo era plano. Y hombres cuerdos guían sus vidas por los horóscopos de los
diarios dominicales… Millones, como tú y yo, creen en un Dios cuya existencia no
pueden probar.
—Sí, pero no vamos por allí proclamando que el mundo terminará mañana.
www.lectulandia.com - Página 22
—No schatz, no lo hacemos. Pero sabemos que si los rusos y los americanos
aprietan el botón, eso es exactamente lo que puede suceder. Vivimos bajo la sombra
de esa realidad y nuestros hijos están conscientes de eso.
—Carl, no sigas.
—Lo siento.
Se inclinó y besó sus cabellos mientras ella respondía apretando la mano de él
contra sus mejillas… Unos pocos momentos después ella preguntó quietamente.
—¿Y harás lo que Jean Marie te pide?
—No lo sé, Lotte. Realmente no lo sé. Creo que debo pensarlo muy
cuidadosamente. Primero necesito hablar con la gente que estuvo más cerca de él.
Después quiero verlo a él mismo… me parece que es lo menos que le debo. Ambos le
debemos eso.
—Eso significa que deberás irte.
—Sólo por un tiempo muy corto.
—Odio cuando estás lejos. Te echo tanto de menos.
—Ven conmigo entonces… Hace siglos que no has ido a Roma. Y hay muchísima
gente a quien podrías ver.
—No puedo ahora Carl, tú lo sabes. Los niños me necesitan. Este es un año muy
importante para Johann y me gustaría no perder de vista a Katrin y a su joven
enamorado.
La pequeña y familiar discusión había vuelto a surgir, como siempre, entre ellos.
La constante preocupación de gallina que Lotte sentía por los niños y sus propios
celos de hombre de mediana edad por esas atenciones maternales no dirigidas a él.
Pero esta noche estaba demasiado cansado para discutir de manera que se contentó
con posponer el tema.
—Hablaremos de eso otro día, schatz. Antes que me sea posible poner un pie
fuera de Tübingen, necesito algunos consejos profesionales.
A los cincuenta y tres años Anneliese Meissner había alcanzado una amplia
variedad de distinciones académicas —la más notable de las cuáles era la de haber
sido designada por unanimidad como la mujer más fea de todas las facultades de la
Universidad. Rechoncha, gorda, de piel cetrina y boca de rana, tenía los ojos
escasamente visibles detrás de unas gruesas gafas de miope, un desordenado y
desvaído cabello amarillento enmarcaba este rostro haciéndolo semejar a una cabeza
de Medusa y acentuaba esta impresión el hecho de que su voz fuera rasposa y dura.
En cuanto a su vestimenta era a la vez amanerada y descuidada. Si a todo esto
añadimos un humor sardónico y un despiadado desprecio por la mediocridad se
obtenía, como una vez dijo un colega "el perfil perfecto de una personalidad
condenada a la alienación".
www.lectulandia.com - Página 23
Y sin embargo, en virtud de algún milagro, ella había logrado salvarse de la
sentencia y al contrario, se había transformado, al amparo del viejo castillo de
Hohentübingen, en una especie de diosa tutelar de aquel lugar. Su apartamento del
Burgsteige, donde estudiantes y profesoras, sentados en banquetas o encaramados en
cajones solían reunirse para beber y discutir fieramente hasta altas horas de la
madrugada, se asemejaba más a un club que a una habitación privada. Los cursos que
dictaba en psicología clínica desbordaban de alumnos y sus trabajos se publicaban en
las mejores revistas científicas en una docena de lenguas diferentes. La mitología
estudiantil la había dotado incluso de un amante, un gnomo de las montañas Harsz,
que en los domingos o en los grandes días de fiesta de la Universidad, bajaba
secretamente a visitarla.
Al día siguiente de haber recibido la carta de Jean Marie, Carl Mendelius la invitó
a almorzar con él en un comedor privado de la Weinstube Forelle. Anneliese
Meissner comió y bebió copiosamente, sin dejar no obstante de monologar, en su
usual forma punzante y ácida, sobre los más variados temas, la administración de los
dineros de la Universidad, la política local de Badén Württenburg, el trabajo
presentado por un colega sobre la depresión endógena, trabajo que calificó de
"desecho pueril" y la vida sexual de los trabajadores turcos de la industria local de
papel. Llegaron así hasta el café antes que Mendelius juzgara oportuno colocar su
pregunta.
—¿Si yo le mostrara una carta, estaría usted en condiciones de ofrecerme una
opinión clínica sobre la persona que la escribió?
Ella lo miró con su mirada miope y sonrió. La sonrisa era terrorífica pues parecía
como si ella se preparara para engullirlo junto con las últimas migajas de su pastel de
manzanas.
—¿Me va a mostrar esa carta, Carl?
—Sí, si le otorga los privilegios de una comunicación profesional.
—De usted sí, Carl, estoy dispuesta a aceptarla. Pero antes que me la enseñe, creo
preferible dejar en claro, para que usted los comprenda bien, algunos axiomas de mi
disciplina. No deseo que me comunique un documento que obviamente es importante
para usted y que luego venga a quejarse diciendo que mi comentario es inadecuado.
¿Comprendido?
—Comprendido.
—Primero, entonces: la escritura manuscrita, tal como se presenta en estudios
seriales de diversos ejemplares, es un indicador bastante confiable del estado
cerebral, ya que aun la simple hipoxia —inadecuación o insuficiencia de la carga de
oxígeno que recibe el cerebro— produce un rápido deterioro de la escritura. Segundo:
un sujeto, aunque se encuentre en un grado avanzado de su enfermedad psicótica,
puede tener sin embargo períodos lúcidos durante los cuales sus escritos o dichos se
www.lectulandia.com - Página 24
ajustan completamente al patrón racional. Holderlin murió de una esquizofrenia sin
remedio en esta misma ciudad nuestra. Y sin embargo ¿podría usted, al leer su "Pan y
vino" o su '"Empédocles en el Etna" siquiera imaginar nada semejante? Nietzsche
murió de una parálisis general que suele ser consecuencia de la locura y que se debió
probablemente a una infección sifilítica. ¿Podría usted diagnosticar eso con la sola
evidencia de "Así hablaba Zarathustra"? Tercer punto: toda carta personal contiene
indicadores de los estados emocionales o aun de las tendencias psíquicas de su autor;
pero son sólo indicadores. Los estados patológicos pueden ser superficiales, las
propensiones pueden hallarse perfectamente encuadradas dentro de la normalidad.
¿Me he expresado claramente?
—Admirablemente, profesora —dijo Carl Mendelius haciendo un cómico gesto
de rendición—. Estoy colocando mi carta en manos seguras. —Se la tendió a través
de la mesa—. Hay además otros documentos, pero aún no he tenido tiempo para
estudiarlos. El autor de todo es el papa Gregorio XVII que acaba de abdicar la
semana pasada.
Anneliese Meissner juntó sus gruesos labios en un silbido de sorpresa, pero no
dijo nada. Leyó la carta lentamente, sin hacer comentarios, mientras Mendelius sorbía
su café y mordisqueaba algunos "petits fours", lo cual era sin duda muy
inconveniente para su cintura, pero en todo caso mejor que el cigarrillo cuyo hábito
estaba desesperadamente intentando abandonar. Finalmente Anneliese terminó su
lectura. Depositó la carta en la mesa frente a ella y la cubrió con sus grandes y
regordetas manos. Eligió sus primeras palabras con clínico cuidado.
—No estoy demasiado segura, Carl, de ser la persona adecuada para comentar
esto. No soy creyente, nunca lo he sido. Cualquiera que sea la facultad que nos
capacita para dar el salto de la razón a la fe, jamás la he tenido. Algunas personas son
sordas, otras son daltónicas, yo he sido siempre una incurable atea. Créame que a
menudo lo he lamentado. A veces, en mi trabajo clínico, y con relación a algunos
pacientes con fuertes creencias religiosas, me he sentido en posición desmedrada. Vea
usted Carl —continuó riéndose entre dientes larga y ruidosamente —de acuerdo con
mis luces, usted y los suyos viven en un estado de engañosa ilusión que es por
definición, locura. Por otra parte, sin embargo, como no estoy en condiciones de
probar que el estado de ustedes es en verdad ilusión engañosa, tengo que aceptar que
tal vez la enferma soy yo.
Mendelius le sonrió al tiempo que colocaba en la boca de ella el último "petit
four".
—Hemos acordado que sus conclusiones serán cuidadosamente evaluadas. Y
puede estar segura de que conmigo su reputación está perfectamente resguardada.
—De manera que la evidencia tal como yo la veo dice así —tomó la carta y
comenzó a anotar—. Letra: ningún signo de perturbación. Es una bella letra. La carta
www.lectulandia.com - Página 25
misma es precisa y lógica. Las secciones narrativas son clásicamente simples. Las
emociones del autor están perfectamente bajo control. Aun cuando habla de que se
encuentra bajo vigilancia no hay ningún énfasis que indique un estado paranoico. La
sección que se refiere a la experiencia visionaria es, dentro de sus límites, muy clara.
No hay imágenes patológicas con implicaciones de violencia o sexualidad… Prima
facie, en consecuencia, el autor de esta carta estaba perfectamente sano cuando la
escribió.
—Pero él expresa dudas respecto de su propia cordura.
—De hecho no lo hace. Se limita a afirmar que otros tienen dudas sobre esa
cordura, pero en cuanto a él, está absolutamente convencido de la realidad de su
experiencia visionaria.
—¿Y qué piensa usted sobre esa experiencia?
—Estoy convencida de que él tuvo esa experiencia. Ahora, la forma en que yo
interpreto esa experiencia es otro problema. Digamos que creo en ella de la misma
manera en que estoy convencida de que Martín Lutero vio al diablo en su celda y le
lanzó un tintero. Eso no significa que yo crea en el diablo sino simplemente en la
realidad de la experiencia para Lutero. —Rió de nuevo y continuó, relajándose—:
Usted es un ex-jesuita, Carl, de manera que sabe perfectamente de lo que estoy
hablando. Los pacientes presas de ilusiones engañosas son mi pan de cada día y al
trabajar con ellos debo partir de la premisa de que sus ilusiones son reales y efectivas
para ellos.
—¿Está afirmando, entonces, que Jean Marie ha sido engañado por una ilusión de
sus sentidos?
—No ponga en mi boca palabras que no he pronunciado, Carl —dijo ella con
inmediato y cortante reproche. Cogió la carta y se la alcanzó—. Mire, lea de nuevo
los párrafos relativos a la visión, así como los trozos anteriores y posteriores y
dígame si todo eso no cae precisamente en lo que llamamos la estructura de un sueño
despierto. El se encuentra leyendo y meditando en un soleado jardín. No olvide que
toda meditación implica algún grado de auto-hipnosis. Su sueño se compone de dos
partes: las consecuencias de un cataclismo que ha dejado tras sí una tierra desolada y
desierta y luego el paso, en un arrebatado torbellino, hacia un espacio exterior. Estas
dos imágenes son muy vividas, pero esencialmente banales y podrían haber sido
extraídas de cualquier buen film de ciencia ficción. El ha pensado en ellas en muchas
ocasiones, especialmente en este último tiempo. Ahora no sólo las piensa, sino que
las sueña. Cuando se despierta se encuentra de regreso en el soleado jardín. Todo eso
forma parte de un fenómeno muy común.
—Pero él cree que su experiencia se debe a una intervención sobrenatural.
—El dice que lo cree.
—¿Qué demonios está usted queriendo decir con eso?
www.lectulandia.com - Página 26
—Quiero decir —la respuesta de Anneliese Meissner fue fría y sin circunloquios
— que él puede estar mintiendo.
—¡No! ¡Eso es imposible! Conozco muy bien a este hombre. Hemos sido, somos,
casi hermanos.
—Como analogía, me parece bastante desafortunada —dijo Anneliese Meissner
suavemente—. Las relaciones de parentesco pueden ser infernalmente complicadas.
Cálmese, Carl. Usted quería una opinión profesional y eso es lo que está recibiendo.
Por lo menos tómese el tiempo y la tranquilidad necesarios para examinar una
hipótesis razonable.
—Esta hipótesis suya es pura fantasía.
—¿Lo es? Usted es un historiador. Eche una mirada: retrospectiva a la historia
que conoce, y dígame si no hay en ella cualquier cantidad de milagros
extremadamente convenientes y de revelaciones igualmente oportunas. Cada secta se
siente en el deber de proveer de milagros y revelaciones a sus devotos adeptos. Los
Mormones tienen a José Smith y a sus fabulosas tablas de oro, el reverendo Sun
Myung Moon se erigió a sí mismo como el Señor del Segundo Advenimiento y hasta
el mismo Jesús se inclinó ante él y lo adoró. De manera, Carl, que no veo razón
alguna por la que no podamos suponer —solamente suponer— que su Gregorio XVII
no haya podido decidir que su institución estaba en crisis y que había llegado el
momento para que la Divinidad se manifestara nuevamente a los hombres.
—Pero eso significaría estar en un juego extremadamente peligroso y arriesgado.
—Por eso mismo lo perdió. ¿No estará entonces ahora, tratando de recobrar algo
de lo destrozado y usándolo a usted para ver si su juego puede, después de todo,
resultar?
—Me parece una idea monstruosa.
—A mí no me lo parece. ¿Por qué se impresiona tanto? Se lo diré. Porque si bien
usted se considera un pensador liberal, continúa, no obstante, formando parte de la
familia Católica Romana, y necesita, por consiguiente, proteger al mito. Lo necesita
para su propia seguridad interior. Lo percibí muy claramente cuando usted ni siquiera
se arrugó ante mi mención de los Mormones o de los Moonitas. Vamos, amigo mío,
dígame lo que está pensando.
—Me parece que ando un tanto extraviado —dijo Carl Mendelius sombríamente.
—Si quiere un consejo, se lo doy: olvide todo el asunto.
—¿Por qué?
—Porque usted es un académico con una reputación internacional. No tiene para
qué mezclarse en asuntos de locura o de magia popular.
—Jean Marie es amigo mío. Y lo menos que le debo es una investigación honrada
del problema que me ha planteado.
—Entonces lo que usted necesita es un Beisitzer, un asesor que le ayude a evaluar
www.lectulandia.com - Página 27
la evidencia.
—¿Querría usted ser ese Beisitzer Anneliese? Podría tal vez ofrecerle la
oportunidad de algunos nuevos descubrimientos clínicos.
El había lanzado la idea como una broma, en un intento por restar acidez a la
discusión, pero su chanza cayó en el vacío. Anneliese no le contestó y por un largo
momento permaneció muda considerando la proposición. Al fin anunció firmemente.
—Muy bien. Acepto. Hacer de inquisidor de un papa será sin duda una
experiencia nueva para mí. Pero, querido colega —extendió hacia él y colocó sobre
su muñeca su mano grande y amistosa —la verdad es que mi interés principal en este
asunto es conservarlo a usted tan honrado como siempre lo he conocido.
Aquella tarde, después de su última clase, Carl Mendelius caminó lentamente por
la ribera del río y luego se sentó, por un largo rato, a contemplar el majestuoso paso
de los cisnes por las grises y tranquilas aguas.
Su conversación con Anneliese Meissner lo había dejado profundamente
perturbado. Ella le había planteado un desafío, poniendo en tela de juicio no sólo sus
relaciones con Jean Marie Barette sino su propia integridad como académico y su
honradez moral como investigador de la verdad. Había señalado, con extrema
agudeza, el punto más débil de su coraza intelectual: su inclinación a juzgar a su
propia familia religiosa con una benevolencia que no otorgaba a ninguna otra forma
de fe. Por muy escépticas que fueran sus tendencias, continuaba obsesionado con
Dios, condicionado por los reflejos de Pavlov de su pasado jesuita y prácticamente
dispuesto —en el caso de encontrar contradicciones entre sus descubrimientos como
historiador y su tradición ortodoxa— a conformar aquéllos con ésta antes que
enfrentar lisa y llanamente lo que una contradicción semejante podría involucrar. Por
eso siempre había preferido la comodidad del hogar familiar a la soledad del
innovador. Hasta ahora, sin embargo, jamás se había hecho traición a sí mismo y le
era aun posible mirar su imagen en el espejo y respetar al hombre que en ella veía.
Pero el peligro estaba allí, acechándolo, así como el pequeño aguijón de la lujuria
está siempre al acecho del hombre, pronto para coger fuego e incendiarse en el
momento preciso, con la precisa mujer.
En el caso de Jean Marie Barette, el peligro de auto-traición podía resultarle
mortal. El problema estaba allí, frente a él, planteado con tal claridad que no era
posible interpretarlo o soslayarlo. Existían solo tres posibilidades, cada una de ellas
excluyente de las otras dos. Jean Marie era un loco. Jean Marie era un mentiroso.
Jean Marie era un hombre elegido por Dios para entregar al mundo un mensaje
fundamental.
Frente a este dilema, tenía dos elecciones posibles: podía rehusar verse envuelto
en el asunto —con lo cual no haría sino ejercer el derecho de todo hombre honrado
que se juzgara a sí mismo incompetente— o podía someter todo el caso al más rígido
www.lectulandia.com - Página 28
escrutinio y actuar en seguida sin miedo ni favor conforme a la evidencia que
descubriera. Con Anneliese Meissner ruda e inflexible, a su lado como Beisitzer,
difícilmente le sería posible hacer otra cosa.
¿Pero, qué sucedería con Jean Marie Barette, que por tanto tiempo había sido el
amigo de su corazón? ¿Cuál sería su reacción cuando se enterara de las duras
condiciones de la investigación a que serían sometidos su persona y sus actos?
¿Cómo se sentiría cuando el amigo al que había acudido para que fuera abogado de
su causa se presentara en cambio como el Gran Inquisidor? Una vez más Carl
Mendelius se encontró vacilando, retrocediendo ante la posibilidad de semejante
confrontación.
Allá a lo lejos, cerca de la clínica, sonó la sirena de una ambulancia, largo y
prolongado gemido que resultaba aterrorizante en el creciente atardecer. Mendelius se
estremeció bajo el impacto de un recuerdo de infancia que bruscamente surgió en su
memoria: el sonido de las sirenas de alarma aérea seguidas, inmediatamente después,
por el rugido de los motores de los aviones y las aterradoras explosiones de las
bombas incendiarias estallando en la ciudad de Dresden.
Cuando llegó a su casa encontró a su familia aglomerada en torno de la televisión.
En su última sesión de la tarde de aquel día el Cónclave reunido en Roma había
elegido a un nuevo papa que había tomado el nombre de León XIV. La ocasión se
había caracterizado por su carencia de magia, que se había reflejado en la total falta
de entusiasmo de los comentarios de los periodistas. Aun la muchedumbre romana
parecía afectada por esta indiferencia y las aclamaciones tradicionales habían sonado
a hueco.
El nuevo pontífice tenía sesenta y nueve años de edad y era un hombre robusto,
con una nariz como pico de águila, ojos fríos, un áspero acento emiliano y veinticinco
años de práctica en los asuntos de la Curia. Se elección había sido el resultado de un
cuidadoso, pero obviamente doloroso acto de virtuosismo político.
Después de dos papas extranjeros, hacía falta un italiano que comprendiera las
reglas del juego papal. Para suceder a un actor que se había transformado en fanático
y a un diplomático que se había vuelto místico, Roberto Arnaldo, burócrata por cuyas
venas corría agua helada, parecía la elección más segura. No despertaría pasiones ni
tampoco proclamaría visiones, se contentaría tan solo con los anuncios más
indispensables y éstos se presentarían tan cuidadosamente envueltos en una retórica
italiana que tanto los liberales como los conservadores los aceptarían con igual
satisfacción. Pero sobre todo era un hombre que sufría de una tasa de colesterol muy
alta por lo cual, de acuerdo con los galenos, su reinado no sería probablemente ni
muy corto ni muy largo.
Estas noticias ayudaron a mantener viva la conversación durante la comida
hogareña de Mendelius, por lo que él se sintió agradecido, ya que Johann debido a un
www.lectulandia.com - Página 29
ensayo que no lograba resultarle, estaba de mal humor, Katrin se mostraba arisca y
Lotte se hallaba en el punto más bajo de una de sus depresiones menopáusicas. Era
ésa una de aquellas veladas en que él solía interrogarse con sardónico humor sobre
las bondades que parecían recomendar el celibato y que resultaban especialmente
visibles en la existencia de un no-célibe como él. Sin embargo, tenía suficiente
práctica en las lides del matrimonio como para guardar cuidadosamente estos
pensamientos para sí mismo.
Al terminar la cena se retiró a su estudio y llamó por teléfono a Herman Frank,
director de la Academia Alemana de Arte en Roma.
—¿Herman? Aquí Carl Mendelius. Lo llamo para pedirle un favor. Estoy
planeando ir a Roma por una semana o diez días, ahora a finales de mes. ¿Podría
usted recibirme?
—¡Encantado! —Frank era un cortés compañero, de sienes plateadas, historiador
de los pintores del Cinquecento y cuya mesa era reputada por una de las mejores de
Roma—. ¿Viene Lotte con usted? Disponemos de mucho espacio.
—Posiblemente. Pero aún no lo hemos decidido.
—¡Tráigala! Hilde estará encantada. La compañía de otra muchacha le hará
mucho bien.
—Gracias por su atención y su bondad, Herman.
—No tanto, no tanto. Usted también está en condiciones de hacerme un favor.
—Dígamelo.
—En la misma época en que usted planea encontrarse aquí, la Academia recibirá
a un grupo de pastores evangélicos. El programa será el usual en estos casos,
conferencias por la mañana, discusiones por la tarde, visitas a la ciudad en los
intervalos. Sería un estupendo punto a mi favor si yo pudiera anunciar que el gran
Mendelius estaría dispuesto a dar un par de conferencias, tal vez incluso a dirigir un
pequeño seminario…
—Encantado de poder hacerlo, amigo mío.
—¡Maravilloso! ¡Maravilloso! Hágame saber la fecha de su llegada para ir a
recogerlo al aeropuerto…
Mendelius colocó el teléfono en su horqueta y emitió un cloqueo de satisfacción.
La invitación de Herman Frank a dar conferencias era en realidad un verdadero golpe
de suerte. La Academia Alemana de Arte era una de las más antiguas y prestigiadas
academias nacionales de Roma. Fundada en 1910 bajo el reinado de Guillermo II de
Prusia, había sobrevivido a dos guerras y a los ideólogos analfabetos del Tercer Reich
y aún se las arreglaba para mantener una reputación de sólido exponente de lo mejor
de la cultura germana. En consecuencia ofrecía a Mendelius una base de operaciones
y una cobertura eminentemente respetables para su delicada investigación.
El grupo germano del Vaticano respondería sin duda dichoso a una invitación a
www.lectulandia.com - Página 30
cenar a la casa de Herman Frank.
El libro de huéspedes de Frank contenía títulos tan exóticos como
resplandecientes en el estilo de "Rector Magnífico del Instituto Bíblico Pontificio" y
"Gran Canciller del Instituto de Arqueología Bíblica". El problema, ahora, era saber
en qué forma Lotte respondería a la idea de semejante viaje. Carl Mendelius
comprendió que debía buscar un momento más propicio para desplegar ante ella su
pequeña sorpresa. Su siguiente paso consistió en preparar una lista de contactos a los
cuales poder escribir y anunciar su visita. Había residido en Roma el tiempo
suficiente para acumular una amplia y variada colección de amigos y conocidos, que
iban desde el áspero y viejo cardenal que había desaprobado su defección pero
conservaba sin embargo la generosidad suficiente para apreciar su valor académico,
hasta el custodio de los Incunables de la Biblioteca del Vaticano y la anciana viuda de
los Pierloni que, desde su silla de inválida, dirigía aún los comentarios y chismes de
Roma. Se encontraba así, sumido en su rastreo de nombres cuando llegó Lotte
trayéndole una taza de café. Parecía arrepentida y desamparada, incierta en cuanto a
la bienvenida que pudiera esperarla.
—Los niños salieron y abajo está muy solitario. ¿Te importa si me siento aquí
contigo?
El la cogió en sus brazos y la besó.
—También esto está muy solitario, schatz. Siéntate y descansa. Te serviré café.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy arreglando nuestras vacaciones.
Le contó entonces de su conversación con Herman Frank y alabó copiosamente
los placeres que podría brindar Roma en el verano, la oportunidad de volver a ver a
viejos amigos, y la posibilidad de visitar nuevamente algunos bellos lugares. Ella lo
oyó con una sorprendente calma y al final, preguntó:
—Se trata de Jean Marie, ¿no es así?
—Sí. Pero también se trata de nosotros. Te necesito a mi lado, Lotte. Te necesito.
Si los niños quieren venir, arreglaré para que se hospeden en algún pequeño hotel.
—Ellos tienen otros planes, Carl. Estábamos precisamente discutiendo sobre eso
antes que regresaras a casa. Katrin desea ir a París con su enamorado, Johann desea
recorrer a pie ciertos lugares de Austria. En cuanto a él, está muy bien, pero ella…
—Katrin es ahora una mujer, schatz. Y hará lo que quiere hacer, se lo permitamos
nosotros o no. Después de todo… —se inclinó y la besó de nuevo— ellos sólo nos
han sido prestados, de manera que cuando se van, nos encontramos de regreso en el
punto de partida. Mejor que comencemos cuanto antes a practicar juntos cómo se
hace el amor.
—Sí, así me parece —dijo ella alzándose de hombros en un leve gesto de derrota
—, Pero, Carl… —se interrumpió como temerosa de expresar en palabras lo que
www.lectulandia.com - Página 31
estaba pensando. Mendelius la presionó gentilmente.
—¿Pero qué, schatz?
—Sé que los niños están destinados a dejarnos y me estoy acostumbrando a la
idea. ¿Pero, qué sucedería si Jean Marie, de alguna manera, te separa de mí? Esto…
esta cosa que te pide es en verdad muy extraña y me da miedo —bruscamente y sin
que nada permitiera presagiarlo, estalló en sollozos—. ¡Tengo miedo, Carl… tengo
mucho, muchísimo miedo!
www.lectulandia.com - Página 32
Capítulo 2
"En estos últimos y fatales días del milenio…" rezaban las líneas iniciales de la
encíclica no publicada de Jean Mario Barette. "…yo. Gregorio, vuestro hermano en
la sangre, vuestro servidor en Jesucristo he recibido del Espíritu Santo la misión de
escribir para vosotros estas palabras de advertencia y consuelo…"
A Mendelius le costó creer la evidencia de sus ojos. Las encíclicas papales, tal
vez por el hecho mismo de ser portadoras de tan abrumadora autoridad, eran
usualmente documentos muy vulgares que se limitaban a exponer posiciones
tradicionales en materia de fe o de moral, posiciones que cualquier buen teólogo
podría perfectamente encuadrar o explicitar y cualquier buen latinista desarrollar en
forma elocuente.
El modelo que se empleaba habitualmente correspondía al de los antiguos y
probados retóricos. Se comenzaba por exponer el argumento, luego se acudía a citas
de la Escritura y de los Padres de la Iglesia para sostenerlo y reforzarlo. Seguían las
directivas destinadas a atar la conciencia del creyente. Había constantes y urgentes
exhortaciones a la fe, a la esperanza y a la permanente caridad. A lo largo de todo el
documento se usaba el formal nosotros, no solamente para destacar la dignidad del
Pontífice, sino sobre todo como una connotación comunitaria y la indicación muy
precisa de una continuidad tanto en el cargo como en la enseñanza. La implicación de
todo ello estaba muy clara: el papa no comunicaba nada nuevo, sólo exponía una
antigua verdad que no había cambiado sino que simplemente se aplicaba a las
necesidades del tiempo presente.
Aquí, de una sola plumada, Jean Marie Barette había quebrado todos los
precedentes. Había desechado el rol de exegeta y endosado el manto del profeta. "Yo,
Gregorio, he recibido del Espíritu Santo la misión…" Aun en el formal latín, las
palabras resultaban impactantes. Nada tenía pues de extraño que, al leerlas por
primera vez los hombres de la Curia hubieran palidecido y vacilado. Lo que venía a
continuación era aún más tendencioso…
www.lectulandia.com - Página 33
una afirmación, clara como la alborada, de todo lo que ya ha sido revelado en las
Sagradas Escrituras…"
A esto seguía una larga exposición de textos sacados de los Evangelios Sinópticos
y una serie de elocuentes analogías entre los "signos" bíblicos y las circunstancias de
la última década del siglo veinte: guerras y rumores de guerra, hambrunas y
epidemias, falsos Cristos y falsos profetas.
Para Carl Mendelius, investigador profesional y conocedor profundo de la
literatura apocalíptica desde sus primeros tiempos hasta el presente, este documento
representaba algo que no sólo era perturbador sino además peligroso. Emanando de
tan alta fuente no podía sino suscitar alarma y pánico. Entre los militantes podía muy
fácilmente servir de pretexto para un llamado a unirse en una última cruzada de los
elegidos contra los incrédulos. Por otra parte los débiles y los temerosos podían
incluso sentirse inducidos al suicidio con el fin de evitar ser testigos de los horrores
finales que arrollarían a la humanidad.
Se preguntó asimismo qué hubiera hecho si, como el secretario, hubiera visto este
documento, recién escrito, sobre el escritorio del Pontífice. Sin lugar a dudas hubiera
urgido al Papa para que lo suprimiera. Y eso era exactamente lo que los cardenales
habían hecho: suprimir el documento y silenciar a su autor.
Pero luego, súbitamente, un nuevo pensamiento asaltó a Mendelius. ¿No era
acaso éste, precisamente, el destino de todos los profetas, el precio que tenían que
pagar por el don terrible que habían recibido, el sello de sangre que confirmaba la
verdad de sus anuncios? Surgido del tumulto de la elocuencia bíblica un texto saltó a
su memoria, aquél de la última lamentación de Cristo sobre la Ciudad Santa.
"Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son
enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a
sus pollos bajo las alas y no has querido… Porque vendrán días sobre ti en que
tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas
partes y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti y no
dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita".
www.lectulandia.com - Página 34
Mendelius que Jean Marie Barette era el hombre más deseoso de bien, más abierto, el
menos apto para caer víctima de una ilusión de fanático.
Cierto era que había escrito un documento increíblemente imprudente. Pero tal
vez ahí mismo residía el corazón del problema: que en una hora de extrema necesidad
sólo una locura semejante era capaz de llamar la atención del mundo.
¿Pero llamar la atención hacia qué? Si la catástrofe final era inminente y la fecha
en que se produciría irrevocable dentro de los mecanismos de la creación, ¿qué objeto
tenía proclamarlo? ¿Qué importancia podía tener cualquier consejo enfrentado a la
certidumbre de la pesadilla? ¿Qué oración podía nada contra lo que había sido
decretado desde la eternidad? En la respuesta que Jean Marie daba a estas preguntas
se revelaba una profunda ternura.
www.lectulandia.com - Página 35
—. Y él está enamorado de mí.
—Me alegro por ustedes, mi pequeña —dijo él sonriendo y palmeándole la mano
—. Es el sentimiento más magnífico que puede haber en el mundo. De manera que
¿qué sucede ahora? ¿Han hablado de matrimonio? ¿Deseas comprometerte? ¿De eso
se trata?
—No, papá —ella se veía muy firme en relación a este último punto—. Por lo
menos, no todavía… y ése es el problema que mamá rehúsa comprender.
—¿Has tratado de explicárselo?
—Lo he intentado mil veces. Pero ella no quiere oírme.
—Inténtalo conmigo —dijo Mendelius gentilmente.
—No es fácil. Yo no sirvo para hablar, como tú. No me vienen las palabras.
Bueno, el hecho es que tengo miedo; que los dos tenemos miedo.
—¿Miedo de qué?
—Miedo del para siempre… nada más que eso. Miedo de casarnos y tener niños y
tratar de construir un hogar cuando sabemos que en cada momento el mundo puede
derrumbarse en torno a nosotros —bruscamente ella se volvió apasionada y elocuente
—. Ustedes, los de la generación anterior no nos comprenden. Ustedes sobrevivieron
a una guerra, construyeron cosas. Nos tuvieron a nosotros; ahora hemos crecido. Pero
contemplen el mundo que nos están dejando. A lo largo de todas las fronteras hay
rampas de lanzamiento y silos repletos de misiles. El petróleo se está terminando y
por eso hemos comenzado a usar el poder atómico y a sepultar los desechos
radioactivos que un día envenenarán a nuestros hijos… Ustedes nos han dado todo,
excepto un mañana. Yo no quiero tener un bebé que nazca en un refugio subterráneo
contra bombas y que muera de una enfermedad generada por la irradiación… El
presente y nuestro amor es lo único que poseemos y creo que tenemos derecho a que
se nos otorgue por lo menos el derecho a eso.
La vehemencia de ella impactó a Mendelius como si le hubieran lanzado a la cara
un balde de agua fría. La pequeña y rubia mädchen que había mecido en sus rodillas
se había ido para siempre y su lugar había sido ocupado por esta iracunda joven
mujer, llena de resentimiento contra él mismo y contra toda su generación. Lo asaltó
el sombrío pensamiento de que tal vez era precisamente para ella y para todos
aquellos como ella que Jean Marie Barette había escrito sus consejos y advertencias
sobre la vida en estos últimos días del planeta. Porque ciertamente, no eran estos
jóvenes los que estaban a punto de suprimir toda forma de vida, sino los hombres de
su generación, los mayores, los aparentemente sabios, los eternos, pragmatistas, que
en todo caso, estaban viviendo de un tiempo prestado. Suspiró en silencio, rogando
que le fuera otorgado el don de la palabra y comenzó, suave y tiernamente, a razonar
con ella.
—…Créeme, mi pequeña, que comprendo lo que sientes, lo que ustedes dos
www.lectulandia.com - Página 36
sienten. Tu madre comprende también, sólo que de una manera diferente, porque ella,
como mujer, sabe cómo la vida puede herir a una mujer y cómo la consecuencia de
ciertos actos pesa más sobre una mujer que sobre un hombre. Y es precisamente
porque te ama y porque teme por ti, que ella lucha contigo… Ves, hija mía,
cualquiera que sea el grado de desorden que impere en el mundo —y he estado
sentado aquí leyendo precisamente hasta qué punto ese desorden puede llegar a ser
horrible— tú has tenido la experiencia de amar y ser amada. No toda la experiencia,
ciertamente, pero parte de ella; de manera que tú sabes lo que es el amor; dar, recibir,
cuidar y nunca tratar de tomar toda la torta para ti sola… Ahora estás comenzando a
escribir el nuevo capítulo de ese amor tuyo con Franz y solo ustedes dos pueden
escribirlo, juntos. Si lo echan a perder, todo lo que tu madre y yo podemos hacer es
secar tus lágrimas y tomarte de la mano hasta que te recuperes para comenzar a vivir
de nuevo… No podemos enseñarte nada sobre la forma de conducir tu vida
emocional o aun tu vida sexual. Lo único que sí podemos decirte es que si
desperdicias tu corazón y malgastas aquella particular alegría que hace del sexo algo
tan maravilloso, nunca volverás a recuperarlo, porque eso es algo que no se
renueva… Conocerás otras experiencias y otras alegrías, pero nunca mas aquel
primer, especial y exclusivo éxtasis que hace que toda esta confusión de vivir y morir
valgan, a pesar de todo, la pena… ¿Qué más puedo decirte, mi pequeña? Ve a París
con tu Franz. Aprendan, juntos, a amarse. ¿Y en cuanto a mañana…? ¿Cómo está tu
latín?
Ella le sonrió entre sus lágrimas.
—Tú sabes que siempre ha sido terrible.
—Ensaya esto. Quid sit futurum eras, fuge quaerere. Fue escrito por el viejo
Horacio.
—No entiendo. No me dice nada.
—Es muy sencillo. "Abstente de preguntar lo que el mañana pueda traer. … Si
dedicas tu vida a esperar la tormenta, nunca gozarás del sol".
—¡Oh, papá! —Ella le lanzó los brazos al cuello y lo besó—. ¡Te quiero tanto!
Me has hecho muy dichosa.
—Vete a acostar, mi pequeña —dijo Carl Mendelius suavemente—. Yo tengo aún
bastante trabajo por delante.
—Trabajas demasiado, papá.
Él le dio un pequeño golpe de advertencia en la mejilla y citó
despreocupadamente:
—"Un padre sin trabajo significa una hija sin dote". Buenas noches, mi amor.
Felices sueños.
Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de ella, él sintió afluir a sus ojos el
escozor de las retenidas lágrimas, lágrimas de piedad por aquella joven esperanza y
www.lectulandia.com - Página 37
toda su amenazada inocencia. Sonó violentamente su nariz, cogió sus lentes y se
instaló nuevamente ante el texto apocalíptico de Jean Marie.
"…Es evidente que en los tiempos de calamidad universal que se avecinan las
estructuras tradicionales de la sociedad no podrán sobrevivir. Se producirá una
lucha feroz en torno a las necesidades más elementales de la vida, el alimento, el
agua, el combustible y el abrigo. Los más fuertes, los más crueles usurparán la
autoridad. Las grandes sociedades urbanas se fragmentarán y reducirán a grupos
tribales, cada uno hostil al otro. En las áreas rurales se enseñoreará el pillaje. La
persona humana se convertirá en una presa, del mismo modo y al mismo nivel que
las bestias que hoy llevamos al matadero con el objeto de alimentarnos. La razón
quedará de tal manera oscurecida que los hombres recurrirán, para confortarse, a
las más groseras y más violentas formas de la magia. Y será muy difícil y muy
duro, aun para aquellos que más fuertemente fundan su vida en la Promesa del
Señor, mantener su fe y continuar dando el necesario testimonio que deben dar,
hasta el final… ¿Cómo será entonces posible para los cristianos confortarse
mutuamente en estos días de prueba y de terror?
"…Desde el momento en que la existencia de grandes grupos será imposible,
los cristianos deberán dividirse en pequeñas comunidades, cada una de las cuales
deberá ser capaz de auto-sostenerse por el ejercicio de una fe común y de una
mutua y auténtica caridad. Deberán dar testimonio de su cristianismo extendiendo
los efectos de su caridad hacia todos aquellos que no comparten su fe, acudiendo
en auxilio de los necesitados, compartiendo sus magros medios con los más
desamparados. Cuando la jerarquía sacerdotal se vea incapacitada de seguir
funcionando, las comunidades cristianas elegirán ellas mismas sus nuevos
ministros y maestros para que la Palabra sea mantenida en su integridad y para
continuar conduciendo la Eucaristía…"
www.lectulandia.com - Página 38
mensaje y recibir a su mensajero. Y tal vez por eso mismo, este último documento era
el más impactante de los tres. No estaba manuscrito, como la carta o la encíclica, sino
mecanografiado y era evidente que alguna vez había formado parte de un archivo
oficial. Contenía nombres, direcciones, títulos, números de teléfono, métodos de
contacto privado y sucintas indicaciones telegráficas sobre cada uno de los individuos
seleccionados. La lista incluía nombres de políticos, industriales, hombres de iglesia,
líderes de grupos disidentes, editores de importantes y conocidos diarios, en total más
de cien nombres. Dos ejemplos bastaban para indicar el tono general del documento.
U.S.A.
Nombre: Michael Grant Morrow
Cargo: Secretario de Estado
Dirección privada: 593 Park Avenue, Nueva York
Teléfono: (212) 689-7611
Religión: Episcopal.
Conocido en una comida presidencial. Convicciones religiosas muy firmes.
Habla ruso, francés y alemán. Respetado en Rusia, pero relaciones asiáticas
débiles. Profundamente consciente de la delicada y peligrosa situación de las
fronteras europeas. Autor de una monografía privada sobre la función que
competería a los grupos religiosos en el caso de una desintegración social.
U.R.S.S.
Nombre: Sergei Andrevich Petrov
Cargo: Ministro de Agricultura
Dirección privada: Desconocida
Teléfono: Moscú 53871
Visita privada al Vaticano con el sobrino del primer ministro. Consciente de la
necesidad de tolerancia tanto religiosa como étnica en la U.R.S.S. pero incapaz de
hacer penetrar esta idea a través de la coraza de los dogmáticos del partido.
Preocupado por el hecho de que los problemas alimenticios y energéticos
(petróleo) de Rusia podrían precipitar un conflicto. Amigos íntimos entre los
militares; enemigos en la K.G.B. Vulnerable en la eventualidad de malas cosechas
o de bloqueo económico.
"He tenido ocasión de tratar directamente con cada una de las personas de
esta lista. A su manera cada una de ellas ha demostrado estar plenamente
consciente de la crisis y dispuesta a enfrentarla en un espíritu que —si bien no es
siempre el de un creyente— es, en todo caso, el de una honda compasión humana.
www.lectulandia.com - Página 39
Ignoro hasta qué punto, bajo el imperio de las presiones surgidas de los próximos
acontecimientos, la posición de estas personas sería susceptible de cambiar. Sin
embargo, he recibido de todas ellas, en diversos grados, demostraciones de
confianza que, a mi vez, he tratado de retribuir. En tanto que persona privada, tal
vez al comienzo lo miren a usted con sospecha y se muestren reservados frente a
su misión. En cuanto tome usted los primeros contactos, comenzarán los riesgos
sobre los cuales lo he puesto en guardia, ya que carecerá de protección
diplomática y el lenguaje de la política está construido expresamente para ocultar
la verdad.
J. M. B."
Carl Mendelius se sacó las gafas y se restregó los ojos en un esfuerzo por
ahuyentar el sueño que lo invadía. Había leído aquel sumario con la devoción de un
amigo y el cuidado de un honrado investigador. Pero ahora, en este solitario momento
que sigue a la medianoche, debía aprontarse para juzgar, ya que no al hombre que lo
había escrito, por lo menos al texto que acababa de leer. Y súbitamente un helado
miedo pareció penetrar todas las fibras de su cuerpo, como si las sombras del cuarto
hubieran sido invadidas por los viejos y acusadores fantasmas: los fantasmas de los
hombres quemados por herejes y de las mujeres ahogadas por brujería y de los
innumerables y desconocidos mártires lamentando la vanidad de su sacrificio.
En este período escéptico de su mediana edad, no le resultaba muy fácil rezar, y
ahora, cuando experimentaba la profunda necesidad de la oración, las palabras no
acudían ni a su corazón ni a sus labios. Se sintió como un hombre al que un largo
encierro en la oscuridad hubiera hecho olvidar el sonido y el sentido de la voz
humana.
www.lectulandia.com - Página 40
—Detengámonos aquí. Si vamos a discutir este punto, discutámoslo en forma
científica. Para comenzar dejemos en claro que, sobre el milenarismo existe una
abundante literatura que va desde el libro de Daniel en el Antiguo Testamento hasta
Jacob Boehme en el siglo diez y nueve y Teilhard de Chardin en el veinte. Verdad que
esa literatura suele, a veces, carecer de todo sentido, pero también es cierto que en
ella puede encontrarse muy bella poesía como en el caso del inglés William Blake.
Algunos de esos escritos no son sino una interpretación crítica de una de las más
antiguas tradiciones de la humanidad. En segundo lugar, cualquier científico serio
puede decirle a usted, que la vida, tal como la conocemos actualmente en este
planeta, debe forzosamente, algún día, tener un término. Lo que Jean Marie ha escrito
se encuadra perfectamente en el marco más cuerdo de esta tradición milenarista. Y en
cuanto al escenario de la catástrofe no podemos negar que en estos momentos es
objeto de la más informada especulación tanto por parte de los científicos cuanto de
los estrategas militares.
—Concedido. Pero aun así su amigo hace de todo ello una ensalada de
confusiones. ¡Fe, esperanza y caridad mientras los hambrientos hombres lobos aúllan
frente a las puertas de entrada! ¡Un amante Dios lamentándose delante de un caos
creado por él mismo! ¡Felicitaciones, profesor!
—¿Qué sucedería si el texto fuera publicado?
—La mitad del mundo se reiría, privadamente tal vez, de él. La otra mitad se
dejaría contagiar por esta danzante locura y correría bailando al encuentro del
redentor en su nube de gloria. Seriamente, Carl, creo que lo que debe hacer es echar
al fuego estos malditos papeles y olvidar todo.
—Sí, puedo quemarlos. Lo que no puedo, es olvidarlos.
—Porque usted también es víctima de esta misma locura de Dios.
—¿Y qué me dice del tercer documento, la lista de nombres?
—No veo que tenga ninguna importancia. Es simplemente un ayuda memoria
sacado de un archivo. Todos los políticos del mundo llevan este tipo de registros. ¿Y
que espera usted hacer con él? ¿Ponerse a trotar alrededor del mundo para
encontrarse con toda esta gente? ¿Y qué les dirá? "Mi amigo, Gregorio XVII, el que
acaban de echar del Vaticano, cree que el fin del mundo está próximo. Ha tenido,
acerca de ello, una visión. Y considera que ustedes deben enterarse de esta visión
antes que el resto de la gente" ¡Vamos Carl! Antes de que haya terminado la primera
mitad de la primera entrevista, ya le habrán colocado a usted una camisa de fuerza.
Súbitamente, el vio el aspecto divertido de todo aquello y comenzó a reír, en un
inmenso estallido de alegría que fue poco a poco dando paso a un desalentado
cloqueo. Anneliese Meissner vertió más vino en las copas y levantó la suya en un
gesto de saludo.
—Eso está mejor. Por un momento creí que había perdido a un buen colega.
www.lectulandia.com - Página 41
—Gracias, Frau Beisitzer —dijo Mendelius bebiendo un largo trago de vino y
dejando luego su copa—. Ahora volvamos al asunto. En un par de semanas más me
voy a Roma.
—Al infierno con todo —ella se quedó mirándolo con incredulidad—. ¿Piensa
usted que podrá hacer ahí algo de provecho?
—Sí. Pienso tener unas buenas vacaciones, dar un par de conferencias en la
Academia Alemana y hablar con Jean Marie y con la gente que ha estado más cerca
de él. Grabaré cada entrevista o mis anotaciones referentes a cada una de ellas y se las
enviaré. Después de eso decidiré si vale o no la pena continuar con todo el asunto.
Por lo menos, habré cumplido mi deber de amigo y habré contribuido a la honestidad
de mi asesor.
—Espero que se dé cuenta, amigo mío, de que, aun cuando usted haya hecho todo
lo que planea, y terminado su investigación allá, su evidencia continuará siendo
incompleta.
—No veo que necesariamente tenga que ser así.
—Piénselo, —Anneliese Meissner cogió otro pepinillo que se apresuró a engullir
—. ¿Cómo se las arreglará usted para hablar con Dios? ¿Piensa acaso grabar su
conversación con Él?
www.lectulandia.com - Página 42
La carta que le tomó más tiempo fue la que dirigió al abad de Monte Cassino que
era ahora el superior religioso de Jean Marie. Se trataba de una indispensable
cortesía. Jean Marie se había colocado a sí mismo bajo obediencia y el control de la
autoridad podía hacerse extensivo a sus movimientos físicos y aun a su
correspondencia privada. Mendelius, que una vez había sido súbdito del sistema,
tenía una clara percepción de la importancia del protocolo religioso. Su carta al abad
hablaba de su larga amistad con Jean Marie Barette, de su renuencia a interferir ahora
en su presente retiro. Sin embargo, si el abad no veía obstáculos a ello y si el ex-
pontífice aceptaba recibirlo, el profesor Carl Mendelius estaría encantado de visitar el
convento en la fecha más conveniente para ambos.
Añadió una nota a la carta, rogándole al abad entregarla a Jean Marie Barette. La
nota estaba compuesta con la más estudiada discreción.
Diez días después, llevada personalmente a su casa por un mensajero del cardenal
arzobispo de Munich, le llegó la respuesta: el muy reverendo abad Andrew estaría
encantado de recibirlo en Monte Cassino y, si su salud se lo permitía, el muy
www.lectulandia.com - Página 43
reverendo Jean Marie Barette, O.S.B., estaría feliz de volver a ver a su viejo amigo.
En cuanto llegara a Roma se le rogaba que telefoneara al abad con el fin de arreglar la
cita más conveniente.
Pero de Jean Marie no hubo respuesta alguna.
En la tarde que precedió a su partida a Roma con Lotte, le pidió a su hijo Johann
que subiera a tomar el café con él a su estudio. Hacía ya algún tiempo que las
relaciones entre ambos dejaban que desear. El muchacho, un brillante estudiante de
economía, se sentía incómodo a la sombra de su padre que era al mismo tiempo uno
de los miembros más antiguos de la facultad. El padre, por su parte, en su ansiedad
por ayudar en el adelanto de la carrera de un talento tan obvio, había actuado a veces
con poca delicadeza. Todo ello había resultado en una secreta reserva por un lado, en
resentimiento por el otro, con sólo algunas esporádicas demostraciones del afecto que
ambos continuaban teniéndose. Esta vez Mendelius había resuelto que obraría con
todo el tacto necesario. Pero, al contrario, como de costumbre, sólo consiguió ser
pesado. Preguntó.
—¿Cuándo piensas irte de viaje, hijo?
—En dos días más.
—¿Tienes ya planeado el camino que piensas seguir?
—Más o menos. Pensamos ir por tren hasta Munich y luego comenzar a caminar
a través del Obersazlburg y del Tauern hasta Carinthia.
—Es una región muy bella. Me encantaría poder hacer esa excursión contigo. Y a
propósito —dijo Mendelius metiendo la mano en su bolsillo y extrayendo de él un
sobre cerrado— esto es para ayudarte con los gastos del viaje.
—Pero ya me diste mi dinero para las vacaciones.
—Esto es algo extra. Has trabajado muy duramente este año y tu madre y yo
deseamos demostrarte nuestra satisfacción por ello.
—Bueno… gracias —Johann se veía obviamente confundido—, pero la verdad es
que no era necesario. Has sido siempre tan generoso conmigo.
—Deseo decirte algo, hijo —al decir esto Mendelius percibió la inmediata
contracción del muchacho y vio la antigua y taimada expresión que asumía su rostro
—. Se trata de algo personal sobre lo que te rogaría que guardaras reserva, aun con
respecto a tu madre. Una de las razones de mi viaje a Roma es investigar las causas
que produjeron la abdicación de Gregorio XVII. Como tú sabes, ha sido siempre un
amigo muy querido… —sonrió tímidamente— tu amigo también, supongo, ya que
sin su ayuda tu madre y yo no hubiéramos podido casarnos y tú no estarías aquí…
Sin embargo, la investigación puede tomar mucho tiempo y requerir algunos viajes
que pueden a su vez prolongarse. Además el asunto entraña algunos riesgos. Si algo
llega a sucederme deseo que sepas que mis cosas están en orden y que el doctor
Mahler, nuestro abogado, tiene en su poder la mayor parte de mis documentos
www.lectulandia.com - Página 44
privados. El resto se encuentra en la caja fuerte que ves aquí. Eres un hombre y por
consiguiente te corresponderá hacerte cargo de tu madre y de tu hermana en mi lugar.
—No comprendo. ¿De qué riesgos me hablas? ¿Y por qué es preciso que te
expongas a ellos?
—Es difícil explicarlo.
—Soy tu hijo —dijo Johann con resentimiento—, dame por lo menos una
posibilidad de comprender.
—Por favor. Te ruego que te relajes conmigo. Créeme que te necesito mucho,
verdaderamente mucho.
—Lo siento, es solamente que…
—Lo sé. Nos irritamos mutuamente. Pero yo te quiero, hijo, desearía que supieras
cuánto te quiero en realidad —dijo Mendelius, sintiendo que la emoción, como una
marea, subía adentro de él y deseando poder extender los brazos para estrechar en
ellos al muchacho, pero reteniéndose sin embargo por temor de un rechazo. Se
dominó y continuó suavemente—. Para explicarte de qué se trata, debo mostrarte
algo muy secreto y deberás prometerme, por tu honor, que no hablarás de ello a
nadie.
—Tienes mi palabra, papá.
—Gracias —Mendelius caminó hasta la caja fuerte, sacó de ella los documentos
de Barette y se los alcanzó a su hijo—. Lee esto. Comprenderás todo. Cuando hayas
terminado, conversaremos. Mientras tanto, aprovecharé para escribir algunas notas.
Dicho esto se instaló a trabajar en su escritorio en tanto que Johann acomodado
en un sillón leía atentamente los documentos. La visión de su hijo bajo la suave luz
de la lámpara trajo vividamente a la mente de Mendelius la imagen de uno de
aquellos jóvenes modelos de Rafael, sentados inmóviles y obedientes mientras el
maestro los inmortalizaba en su tela. Sintió un espasmo de dolor por los años que
ambos habían desperdiciado. Todo hubiera debido ser entonces como ahora: el padre
y el hijo, sepultadas y olvidadas todas las infantiles querellas, unidos, contentos y
compañeros.
Mendelius se levantó y volvió a llenar la taza de café de Johann y su vaso de
coñac. Johann agradeció con un gesto de la cabeza y retornó a su lectura. Pasaron casi
cuarenta minutos antes que diera vuelta a la última página. Permaneció en silencio
por un largo rato, luego dobló deliberada y cuidadosamente los documentos, se
levantó y los depositó sobre el escritorio de su padre. Dijo quietamente:
—Comprendo ahora, papá. Creo que todo esto es solo una peligrosa locura y odio
verte envuelto en este asunto. Pero comprendo.
—Gracias, hijo. ¿Te importaría decirme por qué consideras que esto es una
locura?
—No —el tono del muchacho era firme pero respetuoso. Se mantenía muy
www.lectulandia.com - Página 45
erguido frente a su padre, como un subalterno dirigiéndose a su comandante—. Hace
ya mucho tiempo que deseaba decirte algo. Y este momento es tan bueno como otro.
—Tal vez querrías tomar un brandy primero —dijo Mendelius sonriéndole.
—Por supuesto. —Llenó de nuevo su vaso y lo colocó sobre el escritorio—. El
hecho es, padre, que he perdido la fe, he dejado de ser creyente —dijo Johann.
—¿Has perdido la fe en Dios o específicamente en la Iglesia Católica romana?
—En ambos.
—Lamento oír esto, hijo —Mendelius conservaba una estudiada calma—.
Siempre he pensado que, sin una esperanza en el más allá, el mundo debe resultar un
lugar muy inhóspito. Pero estoy contento de que me lo hayas dicho. ¿Lo sabe tu
madre?
—No todavía.
—Se lo diré, si te parece, pero después. Desearía que ella pudiera disfrutar de sus
vacaciones.
—¿Estás enojado conmigo?
—¡Santo Dios, no! —dijo Mendelius alzándose de su silla y palmeando los
hombros del joven—. Escúchame. Toda mi vida no he hecho otra cosa sino enseñar y
escribir que un hombre debe caminar por sus propios pies y únicamente por la senda
que personalmente vea y elija. Si, honestamente, no puede aceptar una fe, entonces
debe rechazarla. Más vale, de todos modos, ser quemado como lo fue Bruno en el
Campo de las Flores. Y en cuanto a tu madre y a mí, carecemos de todo derecho para
dictarte tu conducta a tu conciencia… Pero, no obstante, hijo, recuerda una cosa: es
necesario mantener la mente abierta, de manera que la luz tenga siempre fácil y libre
acceso a ella y mantener el corazón abierto de forma que jamás llegue a cerrarse a la
venida del amor.
—Yo… yo nunca pensé que lo tomarías así. —Por primera vez el perfecto control
que hasta entonces había mantenido pareció abandonar a Johann y estuvo a punto de
estallar en llanto. Mendelius lo atrajo hacia él y lo abrazó.
—Te quiero, muchacho. Y nada puede hacer cambiar eso. Además… ahora
habitas una región nueva para ti y no podrás saber si te agrada hasta que hayas pasado
un invierno allí… No peleemos más, ¿qué te parece?
—De acuerdo. —Johann se liberó del abrazo de su padre y estiró la mano para
tomar su coñac—. Brindaré por esto.
—Prosit —dijo Carl Mendelius— respecto de lo otro, padre…
—¿Sí?
—Me doy perfecta cuenta de los riesgos. Y sé lo que la amistad de Jean Marie
significa para ti. Pero creo que hay que establecer las prioridades. Y mamá viene
primero. Y luego, claro, Katrin y yo también te necesitamos.
—Estoy tratando de dar su adecuado lugar a cada cosa, hijo —Mendelius emitió
www.lectulandia.com - Página 46
una breve risita—. Es posible que tú no creas en la Segunda Venida, pero si ocurre,
¿no crees tú que cambiará algunas prioridades…?
Desde el aire la campiña italiana semejaba un paraíso pastoral, con las orquídeas
en pleno florecimiento, las praderas brillantes de flores silvestres, las granjas
inundadas de nuevo verdor y las antiguas aldeas fortificadas luciendo plácidas como
imágenes de cuento de hadas.
Por contraste, el aeropuerto de Fiumicino parecía el escenario de un ensayo
general para el caos final. Los controles del influjo interno y externo de pasajeros,
trataban de mantener algún orden, los maleteros estaban en huelga y delante de cada
ventanilla de revisión de pasaporte se habían formado largas colas. El aire vibraba en
una babel de voces gritando en una docena de idiomas. La policía con perros
olfateadores, se movía entre los agotados viajeros, buscando traficantes de drogas en
tanto que jóvenes soldados, de mirada vigilante y porte inquieto, armados de
ametralladoras, montaban guardia al lado de cada puerta.
Lotte se hallaba al borde de las lágrimas y Mendelius transpiraba de furia y
frustración. Por fin, después de una hora y media, lograron vencer las complicaciones
de la aduana y emerger al área de recepción donde Herman Frank, gentil y solícito
como siempre, los estaba esperando. Había venido con una limusina, un gran
Mercedes que había pedido prestado a la embajada Alemana. Tenía flores para Lotte,
una efusiva bienvenida para Herr Professor y champagne para brindar durante el
largo viaje hacia la ciudad. El tránsito, como siempre, era infernal, pero él deseaba
ofrecerles un pequeño anticipo de las delicias de la paz paradisíaca que los esperaba
en Roma.
La paz los acogió en efecto en el apartamento que Frank tenía en el último piso de
un antiguo palazzo con los cielos rasos decorados con frescos, pisos de mármol, salas
de baño lo suficientemente grandes como para contener una flota y una impresionante
vista sobre todos los tejados de la vieja Roma. Dos horas más tarde, bañados, con el
vestuario renovado y la salud mental restaurada, ambos esposos se encontraban
bebiendo cócteles en la terraza mientras escuchaban el tañido de las últimas
campanas y observaban el vuelo de los vencejos en torno de las cúpulas y de los
áticos teñido todo de púrpura por el resplandeciente atardecer.
—Allá abajo vive la muerte —dijo Hilde Frank señalando con el dedo a la
confusión de las calles congestionadas de automóviles y peatones— y a veces la
muerte se presenta en forma de verdaderos asesinatos, porque los terroristas se han
vuelto cada vez más osados y porque la ley y el orden son cada vez más débiles frente
a ellos. El secuestro es, en estos momentos, la más floreciente de las industrias
privadas. Ahora, debido al peligro de los ladrones de carteras y las bandas de
motociclistas, prácticamente no salimos de noche. Pero aquí arriba —con un amplio
www.lectulandia.com - Página 47
gesto abarcó, señalándolo, el horizonte de tejados— todo permanece igual a como ha
sido durante centurias: la ropa lavada, tendida, secándose al viento en los cordeles,
los pájaros, la música que va y viene, los llamados de las mujeres a sus vecinas. Y la
verdad es que sin esto no creo que hubiéramos sido capaces de resistir aquí.
Era una mujer pequeña, morena, conversadora, elegante como una modelo, veinte
años menor que su marido de sienes plateadas que seguía cada uno de sus
movimientos con ojos de adoración. Era también afectuosa y regalona como una gata
y Mendelius captó la mirada de celos que le lanzó Lotte cuando Hilde lo cogió de la
mano para conducirlo a un rincón de la terraza a fin de mostrarle, en la lontananza,
las cúpulas de San Pedro y del castillo de Sant'Angelo. Le habló en un fuerte y teatral
susurro:
—No puede imaginar cuan dichoso está Herman de que usted haya aceptado dar
estas conferencias. Se aproxima el momento en que deberá retirarse y se desespera al
pensar en ello. Toda su vida se ha centrado hasta aquí en la Academia, toda nuestra
vida debería decir, ya que no hemos tenido hijos… Lotte luce muy bien. Espero que
le gusten las tiendas. He pensado llevarla a dar una vuelta por la Vía Condotti
mañana, mientras usted y Herman están en la Academia. La gente del seminario no
ha llegado aún, pero él se muere por enseñarle a usted el lugar… y tenemos algunas
cosas realmente muy bellas que mostrarles este año —dijo Herman Frank uniéndose
a ellos con Lotte a su brazo—. Hemos logrado montar la primera exposición
comprensible y completa sobre Van Wittel que jamás haya habido en este país y
Pietro Falcone nos ha prestado su colección de joyas antiguas florentinas. Esto último
ha significado en realidad una aventura muy costosa, porque hemos tenido que
mantener guardias armados noche y día… Ahora me permitiré describirles a nuestros
invitados de esta noche. Para comenzar está Bill Utley, representante británico ante la
Santa Sede y su esposa Sonia. Bill es un viejo palo seco, pero está muy al tanto de
todo lo que ocurre; por otra parte domina el alemán, lo que no deja de ser una ayuda.
Sonia es una chismosa muy alegre y carente de inhibiciones. Me parece, Lotte, que
usted disfrutará con ella. Además viene Georg Rainer, corresponsal del Die Welt en
Roma. Es un hombre reposado y agradable y que habla muy bien. Hilde tuvo la idea
de invitarlo porque se muere de ganas de conocer a una nueva amiga que Rainer tiene
y que nadie ha visto todavía. Parece que es mexicana y, según se dice, muy rica…
Nos sentaremos a la mesa alrededor de las nueve y media… Y a propósito, Carl, tiene
usted una buena cantidad de correspondencia… dije a la criada que la depositara en
su cuarto…
Era una cálida bienvenida, que llevaba la memoria hacia tiempos mejores,
aquellos que precedieron a la guerra del petróleo, antes que el milagro italiano se
avinagrara y que las brillantes esperanzas que se habían alimentado respecto de la
unidad europea enmohecieran sin remedio. Cuando más tarde llegaron los huéspedes
www.lectulandia.com - Página 48
Lotte, relajada y feliz, charlaba animadamente con Hilde sobre proyectos de un viaje
a Florencia y otro a Ischia, en tanto que Carl Mendelius diseñaba, para un entusiasta
Herman, el esquema de sus conferencias para los Evangélicos.
La comida transcurrió agradablemente. La conversación de la mujer de Utley era
escandalosamente entretenida. La amiga de Georg Rainer —Pía Menéndez— resultó
ser un inmediato y absoluto éxito, pues era de una impactante belleza y sabía guardar
perfectamente su lugar e inclinarse graciosamente delante de las mujeres mayores.
Georg Rainer anhelaba oír noticias nuevas: Utley disfrutaba con los recuerdos, de
manera que para Mendelius fue muy sencillo llevar la conversación a los recientes
acontecimientos que habían tenido lugar en el Vaticano. Utley, el inglés, que en su
lengua nativa podía elevar la oscuridad hasta el nivel de la más delicada de las artes,
fue muy preciso hablando en alemán.
—…Aun para los extranjeros que no estábamos en el secreto, era evidente que
Gregorio XVII había logrado producir pánico entre su gente. La organización es
demasiado grande y en consecuencia demasiado frágil para tolerar que un hombre
flexible, mucho menos un innovador, dirija sus destinos. Es lo mismo que les ocurre a
los rusos con sus satélites y sus gobiernos de camaradas en África y en América del
Sur. Les es preciso preservar, a toda costa, la ilusión de la unanimidad, de la
estabilidad. De manera que Gregorio tuvo que irse…
—Me interesaría saber —dijo Carl Mendelius— qué métodos emplearon para
conseguir que él abdicara.
—Nadie está dispuesto a hablar de eso —dijo Utley—. En el curso de toda mi
experiencia, ésta es la primera vez que el Vaticano no deja escapar ninguna verdadera
noticia, que no hay filtraciones. Es obvio que allí hubo algún pacto muy duramente
negociado, y la impresión general que ha quedado es que, después, algunas
conciencias no se han sentido del todo bien.
—Lo sometieron a chantaje —dijo clara y llanamente el hombre de Die Welt.
Poseo la evidencia, pero no puedo publicarla.
—¿Por qué no? —la pregunta vino de Utley.
—Porque esa evidencia proviene de un médico, uno de los que fueron llamados a
consulta para examinarlo. Obviamente no estaba en condiciones ni tenía posibilidad
alguna de hacer declaraciones públicas.
—¿Le dijo a usted lo que había descubierto?
—Me dijo lo que la Curia le había pedido que encontrara: que Gregorio XVII
estaba mentalmente incapacitado.
—¿Esa fue la forma en que la Curia planteó su requerimiento? dijo Mendelius,
entre sorprendido y dudoso.
—No. Y ese fue, precisamente, el problema. La conducta de la Curia, fue muy
sutil. Pidieron a los médicos —que eran siete— que establecieran, fuera de toda duda
www.lectulandia.com - Página 49
razonable, si el pontífice se encontraba mental y físicamente incapacitado para llevar
adelante los deberes de su cargo en estos tiempos tan críticos.
—Una verdadera encerrona —dijo Utley—. ¿Y por qué aceptó Gregorio? —le
preguntó Utley.
—Estaba cogido en una trampa. Si rehusaba, quedaba como sospechoso. Si
aceptaba tenia que someterse al examen médico.
—¿Y en qué consistía el examen médico? —preguntó Mendelius.
—Mi informante no me lo pudo decir. Como verá, ellos supieron hacer muy bien
las cosas. Le pidieron a cada médico que diera su opinión independientemente y por
escrito.
—Lo que dejaba a la Curia las manos libres para elaborar a continuación su
propio juicio sobre el conjunto de la situación —dijo Bill Utley riendo queda y
secamente—. ¡Muy hábil en verdad! ¿Y cuál fue el veredicto de su informante?
—Creo que fue un veredicto honesto, pero no muy conveniente para el enfermo.
Determinó que sufría de un exceso de fatiga, de constante insomnio y de una presión
sanguínea muy elevada, aunque no necesariamente crónica. Había claras indicaciones
de ansiedad y alternancias de estados de ánimo excitados y depresivos. Obviamente,
la persistencia de tales síntomas en un hombre de sesenta y cinco años puede hacer
temer las más graves complicaciones.
—Si los otros informes fueran parecidos a éste…
—O —dijo Mendelius suavemente— si fueran menos honestos y un poco, sólo
un grado más, inclinados…
—Los cardenales le habían dado jaque mate —dijo Georg Rainer—. Habían
escogido con sumo cuidado los párrafos más convenientes para ellos de los informes
médicos y construido un veredicto final que presentaron a Gregorio como un
ultimátum: váyase o lo echamos.
—Santo Dios —Mendelius juró por lo bajo—. ¿Qué elección cabía para él?
—Una obra maestra de dura política —Bill Utley volvió a reír queda y secamente
—. Es imposible destituir a un papa. Ahora bien, fuera de asesinarlo; ¿de qué otro
modo puede usted librarse de él? Tiene usted razón, Georg, aquello fue extorsión al
estado puro. Me pregunto, ¿quién fraguaría todo el asunto?
—Arnaldo, naturalmente. Sé que fue él quien dio las instrucciones a los médicos.
—Y ahora él es el papa —dijo Carl Mendelius.
—Probablemente será un buen papa —dijo Utley con una sonrisa—. Conoce las
reglas del juego.
A pesar suyo Carl Mendelius —que había sido Jesuita— se vio obligado a
convenir con Utley. Pensó también que Georg Rainer era un periodista de talento y
que valdría la pena cultivar esa relación.
Aquella noche hizo el amor con Lotte en la enorme cama barroca que —según
www.lectulandia.com - Página 50
juraba Herman por la salvación de su alma— había pertenecido al elegante cardenal
Bernis. Que le hubiera pertenecido o no, carecía por el momento, de importancia; lo
que en cambio era importante es que su unión de aquella noche había sido una de las
más plenas y gozosas que hubieran tenido en los últimos tiempos. Cuando todo hubo
terminado, Lotte se acurrucó en la curva de su brazo y charló con alegre somnolencia.
—Ha sido una velada encantadora, todo el mundo ha estado tan hospitalario y
además tan brillante. Estoy muy contenta de que me hayas obligado a venir. Tübingen
es una linda ciudad pero había olvidado cuan grande es en realidad el mundo exterior.
—Entonces comencemos a verlo juntos, schatz.
—Lo haremos, te lo prometo. Ahora me siento mucho más tranquila respecto de
los niños. Katrin fue muy dulce y gentil conmigo. Me contó lo que tú le habías dicho
y la forma como Franz había recibido la noticia de tu permiso.
—No he sabido nada de eso.
—Según parece, Franz dijo: "Tu padre es un gran hombre. Me gustaría traerle un
buen cuadro de regalo de París".
—Bien, es una buena noticia agradable de oír.
—Johann también parecía más contento de lo que usualmente está y se le notaba,
aunque nunca habla mucho.
—La verdad es que se descargó de algunos secretos que le pesaba guardar,
incluyendo entre ellos el hecho de que ha dejado de ser creyente…
—¡Oh, Dios mío! ¡Que triste es pensar eso!
—Oh, se trata sólo de una etapa de la vida, schatz, —Mendelius hablaba con una
elaborada despreocupación—. ¡Desea encontrar por sí mismo su propio camino hacia
la verdad!
—Espero que tú le hayas dado a entender que respetabas su decisión.
—Por supuesto. Debes dejar de preocuparte respecto de mis relaciones con
Johann. En el fondo se trata solamente de dos toros, el viejo y el joven, que ejercitan,
el uno con el otro sus aptitudes para el combate.
—El viejo toro no está mal —dijo Lotte sofocando en la oscuridad una risita feliz
—, lo cual me hace recordar que si vuelvo a sorprender a Hilde coqueteando contigo,
le arrancaré los ojos.
—Que bueno es saber que aún puedes estar celosa.
—Te quiero, Carl, te quiero realmente mucho.
—Y yo también te quiero a ti, schatz.
—Esto era todo lo que necesitaba para terminar un día perfecto. Buenas noches
mi hombre querido, tan querido.
Se dio vuelta para el otro lado, alejándose de él, se acurrucó bajo los cobertores y
se hundió rápidamente en un profundo sueño. Carl Mendelius juntó sus manos bajo la
nuca y permaneció por un largo rato contemplando el ciclo raso donde amorosas
www.lectulandia.com - Página 51
ninfas y rapaces semi-dioses se divertían en la oscuridad. A pesar de la dulce paz que
le había traído el amor, seguía obsesionado por lo que había oído durante la cena y
también por el contenido de la última carta que dominaba la pila de correspondencia
que la criada había dejado en su mesa de noche.
La carta estaba escrita en italiano, manuscrita en un grueso y rico papel grabado
con el sello oficial de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.
www.lectulandia.com - Página 52
Capítulo 3
Herman Frank estaba plenamente justificado en enorgullecerse de su exposición.
La prensa se había mostrado muy generosa en sus alabanzas, cumplidos e
ilustraciones del acontecimiento artístico. Las galerías de la Academia desbordaban
de visitantes —romanos y turistas— entre los que, sorprendentemente, había una
enorme cantidad de gente joven.
Las obras de Gaspar Van Wittel, un holandés de Amersfoort del siglo XVII eran
casi desconocidas por el público italiano. La mayor parte de ellas había sido
celosamente conservada tras los muros de los palacios de los Colonna, los Sacchetti,
los Pallavicini y algunas otras familias nobles. Reunir aquellas obras en una
exposición había tomado dos años de paciente búsqueda y varios meses de delicadas
negociaciones. El lugar de donde provenían continuaba siendo un secreto
cuidadosamente guardado y la prueba de ello estaba en el gran número de obras que
llevaban simplemente la inscripción "raccolta privata". Su conjunto constituía un
extraordinario y vivido testimonio pictórico y arquitectónico del arte del siglo diez y
siete italiano. El entusiasmo de Herman Frank vibraba con una inocencia infantil,
conmovedora.
—¡Contemple eso, se lo ruego! ¡Tan delicado y sin embargo tan preciso! Con una
calidad de color que es casi japonesa. Un dibujante magnífico con un dominio total
de las más intrincadas formas de la perspectiva… Observe estos bosquejos… Vea con
cuánta paciencia construye y da forma a su composición… ¡Y qué extraño parece!
Vivió en una oscura y pequeña villa situada en las afueras de la Via Appia Antica. La
villa aún está ahí. Verla produce claustrofobia. Pero no obstante no debemos olvidar
que en aquellos tiempos la villa estaba rodeada de campiñas, por lo cual él tuvo sin
duda todo el espacio y la luz que su arte requería… —bruscamente se detuvo, lleno
de confusión— lo siento, estoy hablando demasiado, pero la verdad es que amo estas
cosas.
Mendelius apoyó suavemente su mano en el hombro de Frank.
—Amigo mío, oírlo es una verdadera delicia. Mire a estos jóvenes. Usted los ha
hecho salir de sus resentimientos y confusiones y los ha transportado a otro mundo
más simple, mucho más bello, les ha hecho olvidar toda la triste fealdad del presente.
Debe sentirse orgulloso de su obra.
—Lo estoy, Carl. Le confieso honradamente que lo estoy, pero también me
preocupa pensar en el día en que haya que desprender estos cuadros, entregarlos a los
embaladores y devolverlos a sus dueños; siento que estoy envejeciendo y no tengo
ninguna seguridad de volver a tener el tiempo o la energía, la suerte para decir
verdad, de intentar una vez más una empresa como ésta.
—Pero usted siempre continuará esforzándose, y eso es lo importante.
www.lectulandia.com - Página 53
—Me temo que no por mucho tiempo más. Me retiro el año próximo y entonces
no sé realmente qué haré conmigo mismo y con mi vida. No podremos continuar
viviendo aquí, pues careceremos de medios para ello y sin embargo odio la idea de
regresar a Alemania.
—Podrá entonces dedicar la totalidad de su tiempo a escribir. Ya goza de una
buena reputación como historiador de arte y estoy convencido de que puede obtener
de una buena editorial un contrato mejor que el que actualmente tiene… Permítame
hablar con mi agente y ver lo que se puede conseguir para usted.
—¿Querría usted? —Su tono era de una gratitud casi patética—. No soy muy
bueno para los negocios y estoy preocupado por Hilde.
—Lo puedo llamar en cuanto regrese a casa. Lo que me recuerda que debo hacer
algunos llamados telefónicos ahora. ¿Puedo usar su teléfono? Debo hablar con
alguien antes de mediodía.
—Venga a mi oficina. Le enviaré un poco de café… Oh, pero antes que se vaya,
le ruego que eche una última mirada a este panorama del Tiber, del que existen tres
versiones: una que pertenece a la colección de Pallavicini, otra que está en la National
Gallery y ésta que usted está mirando y que fue adquirida por un anciano ingeniero en
el Mercado de Pulgas, por el precio de una canción…
Transcurrieron otros quince minutos antes que Mendelius pudiera liberarse para
hacer su llamado al monasterio de Monte Cassino. Encontrar al abad y traerlo al
teléfono tomó una interminable cantidad de tiempo. Mendelius rebullía impaciente y
colérico hasta que se calmó lo suficiente para recordarse a sí mismo que los
monasterios han sido diseñados y están destinados precisamente para separar a los
hombres del mundo, no para guardarlos en contacto con él. El abad fue cordial, pero
no exactamente efusivo.
—¿Profesor Mendelius? Aquí el abad Andrew. Es muy bondadoso de su parte
llamar tan pronto. ¿Podría arreglar su visita para el próximo miércoles? Es día de
fiesta y eso permitirá que nuestra hospitalidad sea más generosa. Sugiero que llegue
alrededor de las tres y media y por la noche cene con nosotros. El viaje desde Roma
es largo, de manera que si desea alojarse aquí estaremos encantados de acomodarlo lo
mejor posible.
—Es muy considerado de su parte. Viajaré entonces de regreso el jueves por la
mañana. ¿Cómo está mi amigo Jean?
—No se ha sentido muy bien. Pero confío en que la próxima semana, cuando
usted venga, se encuentre recuperado. Está muy contento con la perspectiva de verlo.
—Le ruego que le transmita mis más afectuosos recuerdos y que le diga que mi
esposa le envía asimismo sus mejores deseos.
—Lo haré con mucho gusto. Hasta el miércoles entonces, profesor.
—Gracias, padre abad.
www.lectulandia.com - Página 54
Mendelius colgó el teléfono y permaneció por algunos minutos absorto en sus
pensamientos. Aquí estaba de nuevo el viejo esquema: la respuesta cortés, la velada
cautela. Faltaba todavía una semana para el miércoles, tiempo ampliamente
suficiente, si las circunstancias cambiaban o la autoridad intervenía, para cancelar la
invitación. La enfermedad de Jean Marie, real o diplomática, proveería, llegado el
caso, la excusa adecuada.
—¿Algo no anda bien, Carl? —Herman colocó sobre la mesa la bandeja de café y
comenzó a servirlo.
—La verdad es que no lo sé. Se diría que el Vaticano se interesa por mis
actividades algo más de lo necesario.
—Me parece bastante natural. No olvide que en el pasado usted les dio bastantes
dolores de cabeza; y cada libro nuevo provoca en el palomar un intenso revoloteo…
¿Leche y azúcar?
—Azúcar no. Estoy tratando de reducir mi peso.
—Lo he notado. También noté anoche que usted guió la conversación de manera
de obtener toda la información posible sobre Gregorio XVII.
—¿Fue tan obvio?
—Creo que solamente para mí. ¿Hay algún motivo especial para su ansia
informativa?
—El es amigo mío. Usted lo sabe. Intentaba averiguar que le ha ocurrido
realmente.
—¿Acaso no se lo ha contado él mismo?
—Hace ya meses que no sé de él —Mendelius evadió una respuesta directa—.
Me imagino que no le ha quedado mucho tiempo disponible para mantener una
correspondencia privada.
—¿Pero con ocasión de esta visita usted, sin duda, piensa visitarlo?
—Sí. Ya he arreglado para verlo.
La respuesta había sido una brizna más breve de lo necesario. Herman Frank tenía
demasiado tacto para insistir de manera que reinó un momento de embarazoso
silencio, luego Herman dijo suavemente.
—Hay algo que me tiene perplejo, Carl. Me gustaría tener su opinión al respecto.
—¿Dígame, Herman?
—Hace más o menos un mes recibí un llamado de nuestra Embajada. El
embajador deseaba verme. Me enseñó una carta de Bonn: una circular con
instrucciones para todas las academias e institutos que existen fuera del país. Muchos
de ellos, como usted sabe, guardan un valioso material que les ha sido prestado por la
República: esculturas, cuadros, manuscritos históricos, en fin, ese tipo de cosas… Se
instruía a todos los directores de tomar las medidas necesarias para preparar, en algún
lugar de los países huéspedes, escondites tan secretos como seguros, donde, en el
www.lectulandia.com - Página 55
caso de desórdenes civiles o conflictos internacionales, este material pudiera ser
guardado. Se nos concedió inmediatamente el dinero requerido para comprar o
arrendar los almacenes adecuados.
—Parece una precaución bastante razonable —dijo Mendelius blandamente—
sobre todo cuando sabemos que es imposible asegurar esa clase de obras contra la
guerra civil o la violencia.
—Usted no entiende —dijo Herman Frank enfáticamente—. Lo que me preocupó
fue el tono del documento, porque había en él una nota de real urgencia y la amenaza
de rigurosos castigos en el caso de cualquier negligencia en el cumplimiento de lo
estipulado. Tuve la clara impresión de que nuestra gente estaba realmente inquieta
como si temieran que dentro de muy poco, algo terrible fuera a ocurrir.
— ¿Tiene alguna copia de esa circular?
—No. El embajador se mostró muy firme y dijo que por ningún motivo la circular
debía abandonar el recinto de la embajada. Oh, y hay algo más. Solamente los
funcionarios más antiguos y de más alto rango podían conocer su contenido. Encontré
que todo tenía un aspecto más bien siniestro. Y continúo pensándolo. Por naturaleza
no soy una persona que se inquiete fácilmente pero no puedo dejar de pensar en Hilde
y en lo que pudiera ocurrirle si, por alguna emergencia, nos viéramos obligados a
separarnos. Me gustaría que me diera su sincera opinión al respecto, Carl.
Por unos minutos Mendelius sintió la tentación de tranquilizar a Frank con
cualquier fácil palabra de aliento, pero luego se decidió por lo contrario. Herman
Frank era un buen hombre, demasiado blando tal vez, para un mundo tan duro.
Merecía una respuesta seria y honrada.
—La situación no es buena, Herman. Todavía no hemos llegado al nivel del
pánico, pero no tardaremos en encontrarnos ahí. Todo apunta en esa dirección: los
desórdenes públicos, la quiebra de la confianza política, la enorme recesión y los
locos altamente colocados que piensan que pueden resolver el problema con una
guerra muy bien planeada y limitada. Tiene usted toda la razón en sentirse
preocupado. Ahora, lo que pueda hacer ya es otro asunto. Una vez que se de la orden
de partida a los primeros misiles ningún lugar en el mundo estará a salvo. ¿Ha
hablado con Hilde?
—Sí. No desea, como yo, regresar a Alemania, pero está de acuerdo en que
debemos vivir fuera de Roma. Tenemos esa pequeña casa de campo en las colinas
toscanas. Es algo solitaria, pero está rodeada por una campiña que nosotros mismos
produjéramos… Aunque la sola idea de considerar una eventualidad así parece un
acto de desesperación.
—O un acto de fe —dijo Mendelius gentilmente—. Creo que su Hilde es una
muchacha muy sabia, y usted debe dejar de preocuparse tanto por ella. Las mujeres
tienen mucha mayor resistencia para sobrevivir de la que tenemos nosotros.
www.lectulandia.com - Página 56
—Sí, supongo que es así. Pero la verdad es que nunca las he considerado bajo ese
aspecto… ¿No ha pensado a veces cuan bueno sería encontrar un gran hombre que
tomara el control de la situación y fuera capaz de sacarnos de este pantano?
—Jamás —dijo Carl Mendelius sombríamente—. Los grandes hombres son
peligrosos. Cuando sus sueños fallan los entierran bajo las cenizas de las ciudades
donde los hombres sencillos un día vivieron en paz.
—Deseo ser muy sincero con usted Mendelius. Y deseo que usted sea también
sincero conmigo.
—¿Cuán sincero, Eminencia? ¿Y sobre que tema?
La hora de la cortesía había terminado. Los bizcochos habían sido comidos. El
café estaba frío. Su Eminencia, cardenal Antón Drexel, erecto como un granadero,
con el cabello gris, permanecía de pie, con la espalda vuelta hacia su visitante,
mirando caer la tarde sobre los jardines del Vaticano. Se dio vuelta lentamente y
permaneció por un largo momento silencioso, su silueta sin rostro destacándose muy
nítida contra la luz. Mendelius dijo:
—Por favor, Eminencia. ¿Podría sentarse? Me gustaría ver su rostro mientras
hablamos.
—Perdóneme —Drexel emitió una honda y gruñona risita—, es un viejo truco…
y no es muy cortés… ¿Preferiría que habláramos en alemán?
Drexel, a pesar de su nombre, era italiano, pues había nacido en Bolzano, aquel
territorio disputado por Austria y la república italiana. Mendelius se alzó de hombros
con indiferencia.
—Como vuestra Eminencia prefiera.
—Usaremos el italiano entonces. Hablo el alemán como un tirolés. Usted podría
encontrarlo cómico.
—La lengua nativa es siempre la mejor para ser honrado con ella —dijo
Mendelius secamente—. Si mi italiano me falla, hablaré alemán.
Drexel abandonó la ventana y fue a sentarse frente a Mendelius. Arregló
cuidadosamente sobre sus rodillas los pliegues de su sotana. Su rostro, que a pesar de
las arrugas se conservaba apuesto, parecía tallado en madera. Sólo sus ojos,
nítidamente azules, estaban vivos, mientras evaluaban, divertidos, a su interlocutor.
Dijo:
—Ha sido usted siempre un cliente difícil —usó la frase familiar: un tipo robusto
y Mendelius no pudo evitar una sonrisa ante el disfrazado cumplido—. Ahora,
dígame, ¿qué y cuánto sabe usted de lo que acaba de suceder aquí?
—Antes de contestar su pregunta, Eminencia, desearía que usted respondiera a
una pregunta mía. ¿Tiene usted la intención de impedir que yo tome contacto con
Jean Marie?
www.lectulandia.com - Página 57
—¿Yo? No, en absoluto.
—Y fuera de usted ¿hay alguien más, que usted sepa?
—De acuerdo con lo que sé, nadie, aunque evidentemente hay gente interesada
por lo que pueda ocurrir en este encuentro…
—Gracias, Eminencia. Ahora, la respuesta a su pregunta: Sé que el papa Gregorio
fue forzado a abdicar. Y conozco los medios que se emplearon para obtener de él esa
decisión.
—¿Y esos medios fueron…?
—Una serie de siete informes médicos dados en forma independiente, que fueron
luego compuestos y ordenados por la Curia en un documento final destinado a
proyectar graves dudas sobre la competencia mental de Su Santidad… ¿Es eso
exacto?
Drexel vaciló un momento y luego asintió lentamente.
—Sí, es exacto. Dígame ahora, ¿qué sabe del papel que yo desempeñé en este
asunto?
—Entiendo, Eminencia, que si bien usted estaba en desacuerdo con la decisión
del Sacro Colegio, accedió sin embargo a servir de emisario y llevarla personalmente
al conocimiento del Pontífice.
—¿Sabe por qué mis colegas los cardenales llegaron a esa decisión?
—Sí.
Hubo un relámpago de duda en los ojos de Drexel, pero no obstante continuó sin
vacilar.
—¿Está de acuerdo con ella o no?
—Pienso que los medios que se usaron para llevar adelante esa decisión fueron
bajos: desnudo chantaje. En cuanto a la decisión misma, debo reconocer que yo
mismo me encuentro en un dilema.
—¿Y cómo expresaría ese dilema, amigo mío?
—El papa es elegido Supremo Pastor y Guardián del Depósito de la Fe. ¿Es
compatible ese cargo con el rol de profeta anunciando una revelación privada, aun
cuando esa revelación sea auténtica?
—De manera que usted sabe —dijo suavemente el Cardenal Prefecto—, y,
afortunadamente, comprende.
—Bien. ¿Y dónde nos deja eso, Eminencia?
—Nos enfrenta a un segundo dilema: ¿Cómo podemos probar si la revelación es
verdadera o falsa?
—Sus colegas ya resolvieron eso —dijo Mendelius en forma cortante—. Juzgaron
que estaba loco.
—No yo —dijo firmemente Antón Drexel—. Creía y continúo creyendo, que su
posición como pontífice era insostenible. La oposición que se había levantado contra
www.lectulandia.com - Página 58
él era tan fuerte que no tenía ninguna posibilidad de continuar ejerciendo el cargo.
¿Pero loco? Jamás.
—¿Un profeta mentiroso tal vez?
Por primera vez, la máscara que era el rostro de Drexel, traicionó sus emociones.
—Ha expresado usted un pensamiento terrible.
—Me pidió que lo juzgara, Eminencia. En consecuencia debo tomar en
consideración todos los veredictos posibles.
—Engañado sí, puede estar. Pero no es un mentiroso.
—¿Piensa que está engañado, que todo no es sino una ilusión suya?
—Me gustaría poder creerlo. Porque todo sería entonces más sencillo. Pero no
puedo. Simplemente no puedo.
Bruscamente, tras la máscara, apareció el hombre real y Drexel se vio tal cual era:
un viejo león consciente de que estaba perdiendo sus fuerzas. La angustia inscrita en
aquella faz hizo surgir en Mendelius una ola de simpatía, pero no obstante sabía que
no podía detener ni aminorar el ritmo de su propia investigación. Preguntó
firmemente.
—¿En qué forma lo examinó usted, Eminencia? ¿Con qué criterio?
—Con el único criterio que conozco: sometí a examen su lenguaje, su conducta,
sus escritos, el tono general de su vida espiritual.
Mendelius rió ahogadamente.
—Acaba de hablar el sabueso de Dios.
Drexel sonrió ceñudamente.
—La herida aún sangra, ¿no es así? Admito que fuimos duros con usted. Pero al
menos es evidente que le enseñamos a comprender los métodos. ¿Qué quiere saber
primero?
—Fue condenado, finalmente, por aquello que escribió.
—Tengo una copia de la encíclica. ¿Bajo qué luz la leyó usted, Eminencia?
—Obviamente la leí en forma errada. No me cabía la menor duda de que tenía
que ser suprimida. Pero también estoy de acuerdo en que no contiene nada,
absolutamente nada, que vaya en contra de la tradición doctrinaria de la Iglesia. Hay
interpretaciones que pueden ser consideradas extremistas u osadas, pero ciertamente
no heterodoxas. Aun el problema de un poder ministerial recibido y ejercido en virtud
de una votación popular, en el caso de que la ordenación del ministro competente, el
Obispo, sea claramente imposible, es un problema abierto y discutible por los
católicos, si bien suena delicado para los oídos romanos.
—Lo que nos lleva finalmente al carácter de su vida espiritual —el tono de
Mendelius traicionó una leve sugestión de ironía—. ¿Cómo lo juzga usted,
Eminencia?
Por primera vez una sonrisa dulcificó el duro rostro de Drexel.
www.lectulandia.com - Página 59
—En todo caso ese carácter es muy superior al suyo, mi querido Mendelius. Ha
permanecido fiel a su vocación de sacerdote. Ha sido siempre un hombre carente de
todo egoísmo cuyos pensamientos estuvieron dominados por la pasión de servir a
Dios y a las almas. En cuanto a sus pasiones humanas, supo mantenerlas bajo control.
En su alto cargo no dejó jamás de ser humilde y bondadoso. Su cólera se dirigió
siempre contra la malicia y nunca contra la fragilidad. Aun ahora, al final, no injurió
ni habló mal de sus acusadores, sino que supo despedirse con dignidad y aceptó sin
quejas su nuevo rol de súbdito. El abad de Monte Cassino me informa que su vida
allá es un modelo de sencillez religiosa.
—Es también un modelo de silencio. ¿Cómo podría compatibilizarse ese silencio
con la obligación que él afirma haber recibido de dar a conocer el advenimiento de la
Parusía?
—Antes de contestar a esa pregunta —dijo Drexel— creo conveniente que
aclaremos un hecho. Es obvio que él le escribió y le envió una copia de la rechazada
encíclica. ¿Correcto?
—Correcto.
—¿Eso ocurrió antes o después de su abdicación?
—Escribió la carta antes de su abdicación. Pero la recibí después.
—Bien. Ahora permítame contarle algo que usted ignora. Cuando mis hermanos
los cardenales se sintieron seguros de haber obtenido por fin el consentimiento de
Gregorio para su abdicación, quedaron convencidos de que habían quebrado su
voluntad y de que en consecuencia él estaría dispuesto a hacer lo que ellos dijeran.
Por eso trataron, en primer lugar, de incluir en el instrumento de abdicación una
promesa de silencio perpetuo sobre cualquier cuestión que se relacionara con la vida
pública de la Iglesia. Yo les dije entonces que ellos no tenían ningún derecho, ni
moral ni legal, para exigir semejante promesa y que si persistían en hacerlo, yo estaba
dispuesto a enfrentarlos en una lucha a muerte. Manifesté que renunciaría a mi cargo
y haría una declaración pública contando en detalle la lamentable historia. Entonces
ensayaron una nueva táctica. Su Santidad había aceptado entrar a la orden de San
Benito y vivir como un simple monje. Eso significaba que quedaba sujeto a la regla
de obediencia a su superior religioso. Mis hábiles colegas sostuvieron, en
consecuencia, que debían impartirse instrucciones al abad para que, en virtud de sus
votos, lo redujera al silencio.
—Conozco esa regla —dijo Carl Mendelius con fría cólera—. Obediencia del
espíritu. La peor forma de agonía que se puede imponer a un hombre honesto. Hemos
sido maestros de todas las tiranías del mundo.
—Por eso mismo —dijo suavemente Drexel—, yo estaba resuelto a que no la
impusieran sobre nuestro amigo. Señalé que lo que se intentaba era una intolerable
usurpación del derecho de cada hombre a actuar libremente bajo la guía de su propia
www.lectulandia.com - Página 60
conciencia y que por firme y fuerte que fuera un voto no podía obligarlo a cometer
algo que él considerara errado o dañino ni tampoco acallar esa conciencia en nombre
de lo que otros consideraban bueno… Y una vez más los amenacé con llevar todo el
caso a la luz pública. Negocié mi voto para el próximo Cónclave y di instrucciones al
abad Andrew para que él también, bajo pena de severas sanciones, si fallaba en esa
misión, protegiera la libertad de conciencia de su nuevo súbdito.
—No sabe cuánto me alegra oír esto, Eminencia —dijo Mendelius grave y
respetuosamente—. Es la primera luz que diviso en este oscuro asunto. Pero aun así,
eso no responde a mi pregunta: ¿A qué se debe el silencio de Jean Marie? Tanto en la
carta que me dirigió cuanto en la encíclica habla de la obligación que tiene de
proclamar ante todos la noticia que, insiste en ello, le ha sido revelada.
Drexel no respondió inmediatamente. Lenta, casi dolorosamente, se levantó de su
silla, caminó hacia la ventana y permaneció allí, una vez más, mirando hacia los
jardines del Vaticano. Cuando finalmente se dio vuelta, su rostro, como la vez
anterior, quedó en sombra; pero Mendelius no protestó. La voz del hombre revelaba
plenamente su evidente angustia.
—Pienso que su silencio se debe al hecho de que él está ahora atravesando por
una experiencia que es común a todos los grandes místicos y que se ha llamado "la
noche oscura del alma". Es un período éste de total oscuridad, de aullante confusión,
en que la persona afectada se encuentra muy próxima a la desesperación, cuando el
espíritu, carente de todo apoyo humano o divino pareciera sostenerse en el vacío. Es
como una réplica de ese terrible momento en que el mismo Cristo gritó: "Dios mío,
¿por qué me has abandonado?"… Esto es lo que el abad Andrew me ha hecho saber.
Y es por eso que él y yo hemos deseado hablar con usted antes que se encuentre
con Jean Marie… El hecho es, Mendelius, que yo pienso que no le respondí, le fallé,
porque traté de encontrar un camino intermedio entre las admoniciones del espíritu y
las exigencias del sistema con el que había comprometido toda mi vida… Espero,
ruego para que usted resulte ser un amigo mejor de lo que yo he sido.
—Habla de él como de un místico, Eminencia. Esto pareciera confirmar que cree
en su experiencia —dijo Carl Mendelius—. En cuanto a mí, y por grande que sea el
afecto para con él, no me siento aún preparado para aceptar esto.
—Espero que usted le manifestará primero su afecto y dejará las preguntas para
después… ¿Tal vez querría tener la bondad de llamarme después de su visita?
—Se lo prometo, Eminencia —Mendelius se levantó—. Gracias por invitarme.
Espero que me perdonará por haber sido algo rudo al comenzar esta entrevista.
—No, rudo no, solamente robusto —el cardenal sonrió y le extendió su mano—.
En otros tiempos usted era mucho menos razonable. El matrimonio le ha sentado
bien.
www.lectulandia.com - Página 61
Lotte y Hilde habían salido al Tivoli, de manera que Mendelius se sentó frente a
un solitario almuerzo en la Piazza Navona. Cuando, aquella mañana, había
abandonado el Vaticano, eran cerca de las doce, así es que había decidido regresar a
pie. Bajando por la Vía della Conciliazione se detuvo a mitad de camino y se dio
vuelta para echar una mirada a la gran Basílica de San Pedro con su columnata
circular que simbolizaba la misión universal de la Madre Iglesia.
Para millones de creyentes, éste era el centro del mundo, el lugar de residencia
del Vicario de Cristo, el sitio donde yacía la tumba de Pedro el Pescador. Los
primeros IBM que se lanzaran desde las rampas soviéticas aniquilarían el lugar en
cuestión de segundos. Una vez que este símbolo visible de unidad, autoridad y
permanencia hubiera sido destruido, ¿qué sucedería con estos millones de fieles?
Habían sido condicionados, desde hacía ya tanto tiempo, para considerar a este
gastado edificio como la matriz del mundo y a su jefe como el único y auténtico
representante de Dios ante los hombres que Mendelius se preguntó hacia quién
volverían sus miradas cuando la casa y el hombre hubieran sido reducidos a reflejos
en el pavimento.
No se trataba aquí de preguntas ociosas o vacías, sino de posibilidades
horriblemente inminentes —para Jean Marie Barette, para Antón Drexel, para Carl
Mendelius que conocía de memoria toda la literatura apocalíptica y la veía
diariamente reescrita en cada línea de la prensa mundial. Sintió una oleada de pena
por Drexel, viejo, aún poderoso, pero despojado de todas sus certidumbres. Sintió
pena por todos ellos: cardenales, obispos, clérigos de la Curia, todos ellos
esforzándose por aplicar el Codees Hurís Canonice a un planeta loco que giraba
inconteniblemente hacia su propia destrucción.
Se dio vuelta y continuó su camino, abriéndose paso, como despreocupado
visitante a través de la multitud de peregrinos, bajando luego por el Puente de Víctor
Manuel y en seguida por el Corso. En algún lugar, a lo largo de esta última calle,
encontró un bar con mesas dispuestas en la acera. Se sentó, pidió un Campari y se
dedicó a contemplar el espectáculo de la atareada calle.
Esta era la mejor estación del año en Roma, con la temperatura aún suave, las
flores frescas en los escaparates de las florerías, las muchachas luciendo sus
tintineantes abalorios veraniegos, las tiendas repletas de chucherías para los turistas.
Mientras se encontraba así, observando distraídamente a los paseantes, le llamó la
atención una mujer joven, de pie cerca de un poste a unos pocos pasos a la izquierda
de donde él se encontraba. Llevaba unos estrechos pantalones azules y una blusa de
seda blanca que destacaba sus altos y bien formados pechos. Un pañuelo rojo,
amarrado en torno a su cabeza, retenía hacia atrás sus cabellos negros y despejaba su
rostro, que semejaba el de una sureña, oliváceo y desdeñoso y que no obstante, ahora
que se hallaba en reposo, aparecía singularmente bello como el de una calma
www.lectulandia.com - Página 62
Madonna. En una mano llevaba un diario doblado y en la otra un bolso de cuero azul.
Se diría que esperaba a alguien. Mientras se hallaba así observándola, un pequeño
Alfa rojo retrocedió hacia el espacio que quedaba libre cerca de ella. El conductor
estacionó torpemente con la nariz del auto apuntando hacia el tránsito. Abrió la
puerta y se inclinó hacia adelante para hablar a la muchacha. Por un momento dio la
impresión de estar proponiéndole algo, pero la muchacha le respondió sin protestar, le
entregó su cartera, y, sosteniendo aún el diario, se dio vuelta para enfrentar la acera.
El conductor esperó, con la puerta abierta y el motor andando.
Unos pocos minutos después, un hombre de mediana edad, muy bien vestido y
llevando un portadocumentos de cuero, apareció, bajando ágilmente a lo largo del
Corso. La muchacha dio un paso adelante y le dirigió la palabra sonriendo. El se
detuvo, como sorprendido, luego asintió y dijo algo que Mendelius no alcanzó a oír.
La muchacha le disparó tres veces en la ingle, tiró el diario a una alcantarilla y saltó
dentro del auto que salió disparado a través del Corso. Por un brevísimo momento,
bajo el impacto de la impresión, Mendelius permaneció inmóvil, pero luego,
recobrándose, se lanzó hacia la víctima caída en el suelo y con sus puños cerrados
apretó la ingle del hombre, tratando de contener el chorro de sangre que brotaba de la
arteria femoral. Se encontraba aún allí cuando la policía y la ambulancia se abrieron
paso a través de la multitud para hacerse cargo del herido.
Un policía dispersó a los asombrados mirones y a los fotógrafos. Un barrendero
limpió la sangre del pavimento. Un hombre vestido de civil empujó a Mendelius
adentro del bar y un camarero trajo agua caliente y servilletas para limpiar sus
ensangrentadas ropas. El propietario ofreció un whisky como atención de la casa.
Mendelius lo bebió agradecido, mientras hacía sus primeras declaraciones. El
investigador, un milanés con un rostro tan carente de expresión como el de un
jugador de póquer, la dictó inmediatamente por teléfono a su cuartel general. Luego
regresó a la mesa al lado de Mendelius y se sirvió un whisky.
—…Ha sido una gran ayuda profesor. La descripción de la asaltante, el detalle tan
bien observado de lo que vestía, constituyen elementos muy útiles en esta primera
fase de la investigación… Me temo, sin embargo, que tendré que pedirle que me
acompañe al cuartel general para que revise algunas fotografías y tal vez, incluso,
trabaje con un artista para hacer un identikit.
—Por supuesto. Pero, si fuera posible, preferiría hacerlo esta tarde. Creo haberle
explicado que tengo algunos compromisos.
—Perfecto. En cuanto termine su bebida lo llevaré adonde me indique.
—¿Quién era la víctima? —preguntó Mendelius.
—Se llama Malagordo. Es uno de nuestros más antiguos senadores, socialista y
judío… Un sucio asunto, y cada semana esto se está poniendo peor.
—Parece tan sin sentido. Una barbaridad completamente gratuita.
www.lectulandia.com - Página 63
—Gratuita sí. Pero sin sentido, eso sí que no. Esta gente está dedicada a crear la
anarquía, es decir a provocar la clásica y total quiebra del sistema por la destrucción
de la confianza pública… Y cada día nos acercamos más al punto de ruptura. Tal vez
le cueste creer lo que le voy a decir, profesor, pero es la verdad. Por lo menos veinte
personas presenciaron el asalto de hoy, pero me atrevería a apostar mi sueldo del mes
a que su testimonio será el único que nos dirá algo concreto… y usted es un
extranjero. Los otros tienen que vivir en esta suciedad, pero no levantarán un dedo
para ayudar a limpiarla. De manera que —levantó los hombros con cansada
resignación— en fin de cuentas tienen el país que merecen… Lo que me recuerda, a
propósito, que usted debe prepararse para ver su fotografía y su nombre publicados
en todos los periódicos.
—Es lo último que necesito —dijo Mendelius sombríamente.
—También puede resultar peligroso —dijo el detective— usted será identificado
como el testigo clave.
—Y en consecuencia como el blanco lógico del próximo ataque. ¿Es eso lo que
está tratando de decirme?
—Me temo que sí, profesor. Comprenda que esto es un juego de propaganda,
teatro negro, donde es preciso derribar al líder, porque la muchacha de la boletería
carece de todo valor para la publicidad… Si admite que le dé un consejo, váyase de
Roma y mejor aún, de Italia.
—Debo quedarme aquí por lo menos una semana más.
—Tan pronto como pueda, entonces. Y entretanto, cambie de dirección. Múdese a
uno de esos grandes hoteles donde suelen reunirse los turistas. Use otro nombre.
Podemos arreglar fácilmente el problema de su pasaporte.
—No creo que nada de eso sirviera de mucho. Tengo que dar unas conferencias
en la Academia Alemana. De manera que continuaré estando expuesto.
—Nada puedo decirle, entonces —el detective se encogió de hombros y sonrió—,
excepto que se cuide, que varíe su rutina y que no hable a bellas muchachas que se
acerquen a usted en el Corso.
—¿Hay alguna posibilidad de protección policial, al menos para mi esposa?
—Ninguna. Estamos desesperadamente necesitados de hombres. Puedo darle, sí,
el nombre de una agencia que arrienda guardaespaldas; pero cobran precios
millonarios.
—Al infierno entonces con ellos —dijo Mendelius—. Vamos a ver esas
fotografías.
Mientras se abrían paso en el automóvil policial a través del caos del mediodía
romano, Mendelius continuaba sintiendo en sus narices el olor de la sangre en su
ropa. Esperaba que Lotte hubiera disfrutado de un buen almuerzo en el Tivoli.
Deseaba que ella gozara con estas vacaciones, porque temía que el futuro no les
www.lectulandia.com - Página 64
deparara muchas más.
Tarde aquel día, al tiempo que esperaba el regreso de Lotte y Hilde, se sentó en la
terraza y escribió un memorándum para Anneliese Meissner. Enumeró sucintamente
los hechos nuevos que había sabido por Georg Rainer y por el Cardenal Drexel y
solamente cuando hubo terminado, añadió sus propios comentarios.
www.lectulandia.com - Página 65
comunidad Waldensiana de Roma, invitados especiales de Herman Frank. El
conjunto de oyentes proporcionó a Mendelius una agradable sensación de comodidad.
La facultad de Teología de Tübingen había hecho las veces de invernadero para el
movimiento Pietista en la Iglesia Luterana y Mendelius siempre se había sentido
atraído por el énfasis que ponía el movimiento en la devoción personal y en los
trabajos de caridad pastoral. En cierta ocasión había escrito un largo ensayo sobre la
influencia de Philipp Jakob Spener y el "Colegio de Piedad" que había fundado en
Frankfurt en el siglo diez y siete.
Cuando terminó la presentación de Herman Frank y se acallaron los aplausos,
Mendelius ocupó el atril de profesor, colocó sus papeles frente a él y comenzó a
hablar, tranquila e informalmente.
—Existen dos formas de considerar la doctrina de los últimos días. Cada una de
ellas es radicalmente diferente de la otra. La primera podría llamarse la "visión
consumativa". La historia humana terminará. Cristo vendrá por segunda vez, en
gloria y majestad, a juzgar a los vivos y a los muertos.
La segunda forma es la que yo llamo la "visión modificadora"… La creación
continúa, pero modificada por el hombre, que esta vez trabajaría, de acuerdo con su
Creador, para la realización de una plenitud de perfección que solamente puede ser
expresada por medio de símbolos o de analogías. En esta segunda visión, Cristo está
siempre presente y la Parusía expresa la Revelación final de Su Presencia creadora…
Ahora me interesaría saber cuál es el punto de vista de ustedes. ¿Qué le enseñan a su
gente sobre la doctrina de los últimos días? Al que desee contestar le ruego levantar
la mano y decir su nombre y su lugar de origen… Usted señor, en la segunda fila…
—Alfred Kessler, de Colonia… —El que había pedido la palabra era un
muchacho bajo y robusto, de barba cuadrada—. Creo en la continuidad y no en la
consumación del Cosmos. Para el individuo, la consumación consiste en la muerte y
en la unión con su Creador.
—¿Entonces, pastor, cómo interpreta las Escrituras para sus fieles? Les enseña las
Escrituras como la Palabra de Dios, por lo menos, así presumo que lo hace. ¿Cómo
interpreta sobre este tema, la Palabra para ellos?
—Como un misterio, Herr Professor: como un misterio que, bajo la influencia y
la ayuda de la Gracia Divina va lentamente develando su significado para cada
individuo en particular.
—¿Podría aclarar ese punto, tal vez expresarlo como suele hacerlo con su
comunidad?
—Habitualmente uso el siguiente razonamiento: el lenguaje es un instrumento de
fabricación humana y en consecuencia, imperfecto. Cuando las palabras fallan o
faltan, la música suele ocupar su lugar. A menudo, un simple contacto de la mano
puede decir más que una cantidad de palabras. Uso el ejemplo de la consumación
www.lectulandia.com - Página 66
personal de cada hombre. Instintivamente, tememos a la muerte. Y sin embargo,
como cada uno de nosotros lo sabe a través de su trabajo pastoral, el hombre poco a
poco se familiariza con la muerte, se prepara, inconscientemente, para su venida, va
aprendiendo a comprenderla a través del universo que lo rodea, una flor que cae y al
hacerlo esparce su semilla que el viento lleva, el renacimiento de la primavera… En
este contexto, la doctrina de los últimos días resulta, si no comprensible, por lo menos
más conforme a la experiencia tanto física como psíquica.
—Gracias, pastor. El próximo…
—Petrus Allmann, de Darmstadt —esta vez se trataba de un hombre de más edad
—. Estoy en completo desacuerdo con mi colega. El lenguaje humano es imperfecto,
verdad, pero Cristo Nuestro Señor lo usó. Pienso que es un grave error atribuir una
especie de doble sentido a las palabras que El pronunció. A este respecto la Escritura
es absolutamente clara. —Citó solemnemente—: "Inmediatamente después de la
tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna perderá su resplandor, las
estrellas caerán del cielo y las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Entonces
aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre…"' ¿Y qué significan esas palabras
sino el anuncio de la consumación del fin de todas las cosas temporales?
Sorpresivamente, una parte de la audiencia prorrumpió en aplausos. Mendelius
esperó unos minutos y luego sonriendo con buen humor levantó la mano pidiendo
silencio.
—De manera que ahora, señoras y señores, ¿hay alguien que esté dispuesto a
dirimir la contienda entre estos dos hombres de buena voluntad?
Esta vez fue una mujer de cabello gris quien levantó la mano.
—Soy Alicia Herschel, diaconisa, de Heidelberg. No creo que tenga mucha
importancia saber quién de mis colegas tiene la razón. En los países musulmanes
donde trabajé como misionera, aprendí a decir Inshallah. La voluntad del Señor,
cualquiera que ella sea, siempre terminará por cumplirse, no obstante las diversas
formas en que los hombres lean Sus intenciones. El Pastor Allmann acaba de citar el
capítulo XXIV de San Mateo; pero en el mismo capítulo hay otro versículo que dice:
"Mas, de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los Ángeles del cielo ni el Hijo, sino
sólo el Padre".
Era una mujer impresionante y sus palabras fueron recibidas con nutridos
aplausos. A continuación habló un joven de Frankfurt. Esta vez fue él quien dirigió
una pregunta a Mendelius:
—¿Cuál es su posición frente a este problema, Herr Professor?
Le habían hecho la pregunta precisa, que por lo demás él había anticipado que le
harían y, en el fondo, agradeció verse así forzado a definirse. Se recogió en silencio
por unos minutos y luego procedió a diseñar su posición.
—Como saben, yo fui ordenado sacerdote en la Iglesia Católica Romana. Sin
www.lectulandia.com - Página 67
embargo, más tarde dejé ese ministerio y concentré mis esfuerzos en un trabajo
académico. Es así como, y por un largo tiempo, me he visto absuelto de la obligación
de llevar adelante una interpretación pastoral de la Escritura. Ahora continúo siendo
un cristiano confeso, pero soy un historiador, dedicado a un estudio puramente
histórico de documentos bíblicos y patrísticos. En otras palabras examino lo que ha
sido escrito en el pasado a la luz de nuestro conocimiento de ese pasado… De manera
que, en tanto que profesional, no estoy en condiciones de afirmar o negar la verdad o
falsedad de los escritos proféticos sino que solamente soy competente para hablar de
su origen y autenticidad.
Reinaba ahora un profundo silencio. Su auditorio había aceptado su renuencia a
tomar partido pero si soslayaba o evitaba dar un testimonio personal sabía que sería a
su vez rechazado por sus oyentes. El conocimiento no les bastaba. Como verdaderos
Evangélicos que eran exigían que ese conocimiento fructificara por la palabra y en la
acción. Mendelius continuó.
—Por temperamento y disciplina académica me he inclinado siempre a interpretar
el futuro en términos de continuidad, modificación, cambio. No logro reconciliarme
con la idea de consumación… Ahora, sin embargo, me siento más inclinado de lo que
nunca he estado antes, a considerar que la consumación es posible. En efecto, la
humanidad, y ese es un hecho experimental, tiene hoy en su poder todos los medios
para crear una catástrofe de tales dimensiones como para que la vida humana, tal
como la conocemos, se extinga en el planeta. Y dado que existen otros hechos
experimentales de la capacidad del hombre para el mal y la destrucción, enfrentamos
en estos momentos la temible perspectiva de la inminencia de la consumación…
Un contenido suspiro, claramente audible, brotó de la audiencia. Mendelius
terminó con un breve comentario:
—…La cuestión de discernir si es sabio u oportuno difundir, en estos momentos,
un mensaje como éste, pertenece ya a otro orden de problemas y confieso que, ahora
mismo, me siento incompetente para resolver el dilema.
Hubo un momento de silencio y luego un pequeño bosque de manos emergió del
auditorio. Antes de continuar con las preguntas Mendelius alcanzó su vaso de agua y
bebió un largo sorbo del líquido. Y bruscamente, la incongruente visión de Anneliese
Meissner pareció erguirse ante él, mirándolo agudamente a través de sus gruesos
lentes, con una sonrisa iluminando su fea cara. Casi podía oírla dando su burlón
veredicto.
—Se lo advertí, Carl, ¿no es así? ¡Locura de Dios! Usted nunca terminará de
recuperarse de ella.
Se había planeado que la sesión finalizara al mediodía, pero la discusión resultó
tan animada que era casi la una cuando Mendelius logró por fin escapar al estudio de
Herman Frank para beber algunos tragos antes del almuerzo. Herman se deshizo en
www.lectulandia.com - Página 68
alabanzas, pero Mendelius, mirando los titulares de los diarios dispersos sobre el
escritorio, se sintió casi desgraciado.
Los comentarios de la prensa abarcaban toda la gama, desde lo extravagante hasta
lo malicioso: "héroe del Corso"; "distinguido académico presencia un asalto"; "ex-
jesuita, testigo clave contra las brigadas terroristas". En cuanto a las fotografías, eran
lóbregas: Mendelius, con las ropas salpicadas de sangre, arrodillado al lado de la
víctima; Malagordo alzado dentro de la ambulancia; Mendelius y el detective
absortos en una conversación entre dos vasos de whisky. Había también un retrato
identikit de la asesina, cuidadosamente rotulado: "Impresión de la asesina por el
profesor Carl Mendelius de la Universidad de Tübingen…" El conjunto había sido
orquestado de acuerdo al estilo teatral de los italianos: grandilocuente horror, alto
heroísmo y pesada ironía… "El hecho de que un senador judío deba la vida a un
historiador alemán no carece de cierta justicia poética…"
—¡Dios Todopoderoso! —Mendelius estaba pálido de ira—. Me han colocado en
la posición exacta de un pato de feria, listo para servir de blanco a los tiradores
domingueros.
Herman Frank asintió tristemente.
—Es un feo asunto, Carl. La Embajada acaba de llamar para advertirle que
existen fuertes lazos y conexiones entre los terroristas italianos y los grupos similares
alemanes.
—Lo sé. Creo que ya no nos será posible continuar viviendo en su casa. Le ruego
que llame de vuelta a la Embajada y que consiga de ellos que usen de su influencia a
fin de obtener para nosotros dos cuartos en alguno de los mejores hoteles, el Hassler,
tal vez, o el Grand… Por ningún motivo deseo exponerlos, a usted y a Hilde a ningún
tipo de peligro por culpa mía.
—¡No, Carl! No estoy dispuesto a inclinarme y ceder ante este tipo de amenaza y
sé que Hilde estará de acuerdo conmigo.
—¡Herman, se lo ruego! No es el momento para actos heroicos.
—No se trata de actos heroicos, Carl —Herman se veía sorprendentemente
resuelto—. Es simple sentido común. Rehúso vivir escondido bajo tierra como un
topo. Eso es precisamente lo que estos bastardos están tratando de obtener. Además,
será sólo por una semana. Las muchachas pueden ir a Florencia, tal como lo han
planeado. Y un par de viejos percherones como nosotros bien pueden ser capaces de
cuidar de sí mismos.
—Pero escúcheme…
—Nada de "peros", Carl. Conversemos del asunto con las muchachas a la hora
del almuerzo y veamos lo que dicen.
—Muy bien. Gracias, Herman.
—Gracias a usted, amigo mío. La conferencia de esta mañana representó un
www.lectulandia.com - Página 69
triunfo muy especial para mí. En todos los años que llevo aquí en la Academia, jamás
me había tocado presenciar un debate tan animado. Sus auditores bullen de
impaciencia esperando el momento de la próxima sesión… ¡Oh, casi se me olvida!
Hubo dos llamados telefónicos para usted. Uno de ellos era del cardenal Drexel.
Estará en su escritorio hasta la una y media. El otro fue de la esposa del senador
Malagordo. Desearía que usted la llamara al hospital Salvator Mundi… Aquí tiene los
números. Haga los llamados ahora y así podrá olvidarse de ellos. Me gustaría que
disfrutara del almuerzo.
Mendelius marcó el número de Drexel sintiéndose un tanto perdido. El problema
de la discreción era esencial para el Vaticano. Bien podía ser que Drexel viera en la
amenaza suspendida sobre la vida privada de Mendelius, una amenaza consiguiente
sobre la vida privada de Jean Marie Barette. Se sorprendió al descubrir que el viejo
guerrero estaba cordial y solícito.
—¿Mendelius…? Presumo que ya ha leído los diarios de esta mañana.
—Así es, Eminencia. Justamente acabo de conversar sobre ellos con mi huésped.
Una molestia, por decir lo menos.
—Tengo una sugestión que hacerle. Espero que la acepte.
—Me sentiría dichoso de considerarla, Eminencia.
—Me gustaría que dispusiera, por el resto de los días que pasará aquí, de mi auto
y de mi chofer. El se llama Francone y fue carabinero. Es un experto en todo lo
referente a la seguridad personal de quien esté bajo su cuidado, es alerta y muy capaz.
—Es mucha bondad de su parte, Eminencia, pero me parece que no puedo
aceptar.
—Yo creo que sí puede. Es más, creo que debe aceptar. He invertido una gran
dosis de interés en que se mantenga a salvo, amigo mío. Y me propongo proteger mi
inversión. ¿Dónde se encuentra ahora?
—En la Academia. Regresaré a casa de Frank para almorzar allá. La dirección
es…
—Tengo la dirección. Francone se presentará a las cuatro y permanecerá a su
disposición por el resto de su esta… Y no discuta conmigo ahora. No podemos
permitirnos perder al héroe del Corso, ¿no es así…?
Fue con un aliviado corazón que Mendelius marcó el siguiente número, el del
Hospital Salvator Mundi y pidió hablar con la esposa del senador Malagordo. Lo
comunicaron primero con una monja alemana de modales bastante bruscos y luego
con un agente de seguridad. Después de un largo silencio, la mujer del senador llegó
por fin al teléfono. Deseaba, dijo, darle las gracias por haber salvado la vida del
senador. Estaba seriamente herido pero su condición se había estabilizado y tan
pronto como estuviera en condiciones de recibir visitantes, le agradaría ver al
profesor con el fin de agradecerle personalmente lo que había hecho por él.
www.lectulandia.com - Página 70
Mendelius prometió llamar a fines de la semana, agradeció la cortesía del llamado y
colgó. En cuanto se enteró de las noticias, Herman Frank retornó a su habitual modo
alegre.
—¡Ve usted, Carl! Ese es el otro lado de la medalla. La gente es buena y
generosa. Y el cardenal es un viejo zorro muy sagaz. Tal vez usted lo ignore, pero el
Vaticano tiene un equipo de agentes de seguridad extremadamente capaces y duros,
carentes por completo de inhibiciones, y siempre dispuestos a romper cabezas en
servicio de Dios. Obviamente, este Francone es uno de ellos. Me siento mejor ahora,
mucho mejor. Vamos a casa a almorzar.
Durante el almuerzo, Lotte, muy quieta, casi no habló, pero en cuanto los Frank
se retiraron para su habitual siesta y ella se encontró sola con Carl, dejó muy en claro
su posición.
—No pienso ir a Florencia, Carl, ni a Ischia, ni a ningún otro lugar fuera de
Roma, a menos que tú me acompañes. Si estás en peligro, quiero compartirlo contigo.
De otro modo sentiría que no soy sino un mueble más en tu vida.
—Por favor, schatz, te ruego que seas razonable. No necesitas probarme nada.
—¿Has pensado alguna vez que acaso deba probármelo mí misma?
—Por el amor de Dios, ¿por qué?
—Porque desde que nos casamos yo he disfrutado solamente del lado cómodo y
agradable de la vida, primero como mujer de un distinguido académico y luego como
Frau Professor en Tübingen. Nunca he tenido que preocuparme ni pensar demasiado
acerca de nada, salvo en cuidar a mis hijos y llevar la casa… y siempre tú has estado
allí, como un fuerte y poderoso muro que me ha protegido de todos los vientos.
Nunca he tenido que medirme a mí misma sin ti. Nunca he tenido una rival. Todo eso
ha sido ciertamente maravilloso, pero ahora, cuando miro a las otras mujeres de mi
edad, me siento inadecuada para estos tiempos.
—No existe ningún motivó por el cual debas sentirte inadecuada. ¿Crees tú que
habría sido posible para mí llevar adelante mí carrera académica sin ti, sin el hogar
que tú me has dado y todo el amor con que lo has llenado?
—Sí, creo que sí, en eso te he ayudado. Tu carrera habría sido de todos modos
brillante, aunque tal vez de manera diferente. No eres un académico encerrado en sus
libros, limitado por ellos, sino que además eres un aventurero. ¡Oh sí! Te he visto
deseoso de emprender aventuras y, atemorizada, te he cerrado la puerta. Pero ahora
deseo conocer a ese aventurero y gozar con él antes que sea demasiado tarde.
Rompió a llorar con unas quietas y tiernas lágrimas.
Mendelius extendió los brazos y reclinándola sobre él, comenzó a acariciarla
tiernamente.
—…No hay ningún motivo para estar triste, schatz. Estamos juntos y yo no
quiero ni intento echarte de mi lado. Lo que sucede es que ayer, súbitamente, vi de
www.lectulandia.com - Página 71
frente la cara desnuda del mal. Aquella muchacha, que no puede tener muchos más
años que Katrin, tenía el rostro de una Madonna de Dolci. Y sin embargo disparó a
sangre fría contra un hombre, no para matarlo, sino para destruir su masculinidad…
Yo no querría verte expuesta a ese tipo de crueldad.
—Pero de hecho lo estoy, Carl. Estoy tan expuesta como tú porque formo parte de
ti. Cuando Katrin partió a París con su Franz, deseé fervorosamente ser joven de
nuevo y estar partiendo contigo, así como lo estaba haciendo ella con su amor. Y
estuve celosa, porque ella tenía ahora algo que yo nunca tuve. Cuando tú y Johann
discutían, una parte de mi ser se alegraba con ello, porque eso significaba que
después él vendría a mí. El era como un joven amante con el cual yo me sentía capaz
de despertar celos en ti… ¡Ya está! Lo dije, y si tú me odias por lo que he dicho, nada
puedo hacer ya.
—No puedo odiarte, schatz. Mis enojos contigo nunca han podido durar, bien lo
sabes.
—Supongo que eso también forma parte del problema. Porque yo lo sabía y
quería que tú pelearas conmigo.
—Pero aun así no pelearé contigo, Lotte —se tornó súbitamente sombrío y lejano
—. ¿Sabes por qué? Porque durante toda la primera época de mi vida estuve atado,
cierto que por mi propia voluntad, pero no obstante atado. Y cuando rompí aquella
servidumbre y me sentí nuevamente libre aprecié de tal manera esa libertad que
nunca, desde entonces, he sido capaz de imponer ningún tipo de poder sobre nadie…
Deseo tener una compañera, no una muñeca.
Yo veía lo que estaba sucediendo, pero mientras no lo vieras tú misma y desearas
cambiarlo, yo nada podía hacer, porque nunca he querido forzarte a nada. No sé si
esto ha sido para bien o para mal, pero es así como yo lo veo y lo siento.
—¿Y ahora, Carl? ¿Qué sientes ahora?
—Estoy asustado —dijo Carl Mendelius—, temeroso de lo que puede estar
aguardándonos allá afuera en las calles; y aún más temeroso de lo que puede suceder
cuando yo me haya reunido con Jean Marie.
—Mi pregunta se refería a nosotros, a ti y a mí.
—Es precisamente de eso de lo que estoy hablando, schatz. Cualquier paso que
demos ahora entraña un riesgo. Y yo deseo que tú estés a mi lado, pero no para
demostrarnos mutuamente nada, porque eso sería como tener relaciones sexuales
únicamente para demostrar que podemos hacerlo… Puede ser magnífico, pero está
muy lejos del amor. En resumen, depende de ti, schatz.
—Hay infinitas formas de decirlo, Carl. Te amo. De ahora en adelante, donde tú
estés, ahí estaré yo.
—Dudo que los monjes te ofrezcan una cama en Monte Cassino; pero fuera de
eso, ¡espléndido! Estaremos siempre juntos.
www.lectulandia.com - Página 72
—Me parece bien —dijo Lotte con una sonrisa—. Y ahora, Herr Professor, venga
a la cama. Es el lugar más seguro de Roma.
En principio la idea parecía excelente, pero antes que les fuera posible llevarla a
la práctica, la criada golpeó a la puerta para anunciar que Georg Rainer llamaba desde
su escritorio del Die Welt. Rainer parecía de buen humor, pero sus palabras fueron
cortantes, precisas y en estricto tono de negocios.
—Usted se ha transformado en un hombre célebre ahora, Carl. Necesito una
entrevista para mi diario.
—¿Cuándo?
—Ahora, inmediatamente, por teléfono. Para que la entrevista alcance a salir en la
próxima edición dispongo de muy poco tiempo.
—Adelante.
—No tan rápido, Carl. Somos amigos de un amigo común, de manera que por
esta vez, una sola vez, le daré las reglas básicas de una entrevista mía. Si no desea
responder, puede negarse a hacerlo. Pero no me diga nada en confidencia. Imprimiré
todo lo que me diga. ¿Queda claro?
—Claro.
—Estoy grabando esta conversación con su consentimiento. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Comenzamos. Profesor Mendelius, la rapidez y eficiencia de su acción de ayer
salvó la vida del senador Malagordo. ¿Cómo se siente en el papel de una celebridad
internacional?
—Muy incómodo.
—Algunos diarios han juzgado en forma bastante provocativa su acto de
misericordia. Uno de ellos lo llama,"héroe del Corso". ¿Cómo se siente respecto a
eso?
—Avergonzado. No hice nada heroico. Simplemente apliqué una forma elemental
de primeros auxilios.
—¿Y qué piensa de este título "Ex jesuita testigo clave contra las brigadas
terroristas"?
—Eso es una exageración. Presencié el crimen y lo describí a la policía. Presumo
que debe haber muchos otros testimonios.
—Usted dio también una descripción completa de la muchacha que disparó.
—Sí.
—¿Fue una descripción precisa y detallada?
—Sí.
—¿Al dar esta evidencia, sintió que estaba aceptando un gran riesgo?
—Si hubiera callado, habría asumido un riesgo mucho mayor.
—¿Por qué?
www.lectulandia.com - Página 73
—Porque la violencia florece cuando los hombres temen hablar y actuar contra
ella.
—¿Teme ahora las represalias posibles, profesor?
—No tengo temor. Pero sí estoy preparado.
—¿Cómo se ha preparado?
—Sin comentarios.
—¿Está armado? ¿Le han dado protección policial, un guardaespaldas?
—Sin comentarios.
—¿Algún comentario sobre el hecho de que usted es alemán y de que el hombre
cuya vida salvó es judío?
—Jesucristo Nuestro Señor era judío. Me siento dichoso de haber podido servir a
alguien de Su mismo pueblo.
—Y sobre otro asunto, profesor. Entiendo que su conferencia de esta mañana en
la Academia Alemana fue bastante dramática.
—Fue muy bien recibida por el auditorio. Yo no la llamaría dramática.
—El informe que tenemos sobre ella dice así: "Un miembro del auditorio
preguntó al profesor Mendelius si creía que el fin del mundo, tal como había sido
anunciado en la Biblia, era una posibilidad real y el profesor Mendelius replicó que
no sólo era una posibilidad sino una inminente probabilidad".
—¿De dónde diablos sacó esa información?
—Tenemos buenas fuentes, profesor. ¿Ese informe es verdadero o falso?
—Es verdadero —dijo Mendelius—. Pero ruego a Dios que usted no publique
eso.
—Le expliqué las reglas básicas, amigo mío; pero si desea ampliar su declaración
tendré el mayor placer en citarlo textualmente.
—No puedo, Georg. Por lo menos no ahora.
—¿Y qué significa eso, profesor? ¿Tan en serio se toma a sí mismo?
—En este caso, sí.
—Mayor razón aún para imprimir el informe.
—¿Qué tal periodista es usted Georg? ¿Bueno?
—Lo estoy haciendo bastante bien, ¿no le parece? —la risa de Rainer resonó en el
teléfono.
—Hagamos un convenio, Georg.
—Nunca hago convenios. Bueno, casi nunca. ¿En qué está pensando?
—No publique esta información sobre el fin del mundo y a cambio yo le daré una
noticia mucho más importante.
—¿Sobre el mismo tema?
—Sin comentarios.
—¿Cuándo?
www.lectulandia.com - Página 74
—Dentro de una semana.
—Eso cae en viernes. ¿Y qué espera darme para entonces? ¿La fecha de la
Segunda Venida?
—Un almuerzo en el restaurante de Ernesto.
—¿Y una historia exclusiva?
—Se lo prometo.
—Bien. Tiene usted su pacto.
—Gracias, Georg.
—Y yo todavía tengo la grabación para recordar lo que hemos convenido. Auf
Wiedersehen, Herr Professor.
—Auf Wiedersehen, Georg.
Cortó la comunicación y permaneció allí, pensativo y perplejo bajo la indiferente
mirada de los cervatillos y pastores que lo contemplaban desde el cielorraso.
Involuntariamente había penetrado en un campo minado. Un solo paso descuidado
más que diera y explotaría bajo sus pies.
www.lectulandia.com - Página 75
Capítulo 4
Domenico Giuliano Francone, chofer y hombre de confianza de Su Eminencia,
era, tanto en su aspecto exterior como en su carácter, un original. Su estatura
sobrepasaba el metro ochenta, con un cuerpo de atleta, una sonriente faz de chivo y
un mechón de cabellos rojos diligentemente teñidos. Proclamaba tener sólo cuarenta
y dos años, pero la verdad era que sobrepasaba ampliamente los cincuenta. Hablaba
un alemán que había aprendido en los Guardias Suizos, un atroz francés de Génova,
inglés con acento americano e italiano con sonsonete sorrentino.
Su historia personal era una letanía de variables. Había participado como
aficionado en competencias de lucha libre, había sido campeón ciclista, sargento en el
cuerpo de Carabinieri, mecánico en el equipo de carreras de Alfa, notable bebedor y
mujeriego hasta que, después de la muerte de su esposa había descubierto la religión
y asumido el cargo de sacristán en la iglesia titular de Su Eminencia.
Su Eminencia, impresionado por su laboriosidad y devoción —y posiblemente
por su buen humor— lo había promovido a un puesto de relativa confianza en su casa
particular. Debido a su entrenamiento policial, a su habilidad como chofer, a su
conocimiento de las armas y a su experiencia en combates cuerpo a cuerpo había
llegado a ser casi por derecho propio, el guardaespaldas de Su Eminencia. En estos
duros e incrédulos tiempos, aun un Príncipe de la Iglesia nunca estaba totalmente a
salvo de las amenazas de los terroristas, y si bien es cierto que un hombre de la
Iglesia no se atrevería a demostrar miedo, el gobierno italiano no hacía ningún
secreto de sus propios temores y pedía, en consecuencia, algunas elementales
medidas de precaución.
Todo esto y mucho más fue elocuentemente desarrollado por Domenico Francone
en la tarde del sábado, mientras conducía el automóvil que llevaba a los Mendelius y
a los Franks en una excursión a las tumbas etruscas de Tarquinia. Una vez que sintió
que su autoridad quedaba así perfectamente establecida, procedió a delinear para sus
pasajeros las indispensables reglas de conducta.
—…Soy responsable ante Su Eminencia por la seguridad de ustedes. De manera
que les ruego que hagan lo que yo les diga y que lo hagan sin discutir. Si les digo que
se agachen, esconden sus cabezas, si manejo como un loco, se afirman lo mejor que
puedan y no hacen preguntas. Cuando entren a un restaurante, seré yo quien elija la
mesa. Si usted, profesor, sale a pie por Roma, espera hasta que yo haya estacionado el
auto y esté en condiciones de seguirlo… En esta forma pueden continuar pensando en
sus asuntos y dejarme a mí la preocupación por su seguridad. Conozco perfectamente
la manera de actuar de estos mascalzoni…
—Tenemos plena confianza en usted —dijo Mendelius amablemente—, pero
¿hay alguien siguiéndonos ahora?
www.lectulandia.com - Página 76
—No, profesor.
—Entonces tal vez querría usted ir un poco más despacio, las señoras disfrutarían
si pudieran ver algo del paisaje.
—Por supuesto. Mil perdones… Esta es una zona muy histórica, llena de tumbas
etruscas. Como saben, hay una prohibición de hacer excavaciones sin los debidos
permisos, pero en una cantidad de sitios apartados y escondidos, los robos continúan.
Cuando yo estaba en los Carabinieri…
El torrente de su elocuencia volvió a cobrar nuevos bríos. Los cuatro amigos se
alzaron de hombros, se sonrieron mutuamente y se adormecieron el resto del camino
hasta llegar a Tarquinia. Fue un alivio poderlo dejar de centinela junto al automóvil,
en tanto que ellos seguían a un guardián de voz dulce que los guió a través de unas
colinas cubiertas de trigo hasta el lugar del pueblo de las tumbas buscadas.
Era un lugar tranquilo que llenaba el canto de la alondra y el bajo susurro del
viento a través del verdeante trigo. La perspectiva, desde allí, tenía algo de mágico:
las verdes tierras derramándose lentamente hacia las morenas aldeas allá abajo, con el
mar azul centelleando atrás, los dispersos yates con las velas henchidas por la brisa
dirigiéndose hacia el oeste, hacia Cerdeña. Lotte se sentía verdaderamente
transportada y Mendelius trató de recrear para ella la vida de aquel pueblo
desaparecido…
—…eran grandes mercaderes y grandes navegantes. Dieron su nombre, el de
Tirrenos, a esta parte del Mediterráneo. Trabajaban el cobre y el hierro y fundían el
bronce, cultivaban los fértiles campos que van de aquí hasta el valle del Po y por el
sur hasta Capua. Disfrutaban y amaban la música y el baile y celebraban grandes
fiestas; y al morir, eran enterrados con comida y vino a su lado, y sus mejores ropas,
y escenas describiendo su vida pintadas en las murallas de sus tumbas…
—Y ahora desaparecieron —dijo Lotte suavemente—. ¿Qué les sucedió?
—Llegaron a ser demasiado ricos y la pereza se apoderó de ellos. Se escudaron
detrás de sus ritos y entregaron su confianza a dioses que ya no tenían razón de ser. El
pueblo y los esclavos se sublevaron. Los ricos huyeron con su riqueza y fueron a
pedir protección a los romanos. Los griegos y los fenicios los reemplazaron en las
rutas de su comercio. Y aun su lengua misma terminó por extinguirse. —Suavemente
citó el epitafio—. "¡Oh antigua Veii! Una vez fuiste un reino y había en tu foro un
trono de oro. Ahora los pastores holgazanean y tocan la flauta adentro de tus muros; y
sobre tus tumbas, siegan la cosecha de tus campos…"
—Eso es muy bello. ¿Quién lo escribió?
—Un poeta latino, Propercio.
—Me pregunto lo que escribirán sobre nuestra civilización.
—Tal vez no quede nadie para escribir ni una sola línea… —dijo Mendelius
caprichosamente— y ciertamente que en nuestras tumbas no se grabarán pastorales.
www.lectulandia.com - Página 77
Estos pueblos al menos, esperaban continuidad. Nosotros en cambio estamos
considerando la posibilidad de un holocausto… Se necesitó un cristiano para escribir
el Dies Irae.
—Rehúso seguir pensando en esas cosas tan tristes —dijo Lotte firmemente—.
Esto es muy lindo y yo deseo disfrutar del día.
—Discúlpame —Mendelius sonrió y la besó—. Apróntate ahora para ocultar tus
sonrojos. Los etruscos gozaban con el sexo y pintaron algunos bellos recuerdos de
agradables momentos que el sexo les proporcionó.
—Bien —dijo Lotte—, muéstrame en primer lugar los más sucios y malos entre
esos recuerdos y asegúrate de que es a mí a quien tienes de la mano y no a Hilde.
—Para ser una mujer virtuosa, schatz, tu mente es más bien sucia.
—Alégrate de que sea así —dijo Lotte riéndose alegremente—, pero por el amor
de Dios no se lo cuentes a los niños.
El guía estaba haciéndoles señas, de manera que ella tomó la mano de su esposo y
caminó ágilmente a su lado ascendiendo la suave colina hasta el lugar donde se
encontraba el guía. Era un muchacho joven, de corteses y agradables modales, que
había recibido hacía poco su grado de Arqueología y que se sentía, en consecuencia,
lleno de entusiasmo por el tema. Atemorizado, sin embargo, por la presencia de dos
distinguidos académicos, dedicó su atención a las mujeres, en tanto que Mendelius y
Herman Frank permanecían atrás, conversando en voz baja. Herman estaba aquél día
en ánimo de confidencias.
—Hablé con Hilde sobre el asunto aquel y resolvimos seguir su consejo. Nos
trasladaremos a vivir al campo. Gradualmente, por supuesto, planificaré algún
programa para dedicarme a escribir. Si pudiera obtener un contrato por una serie de
libros, lograría a la vez continuidad en el trabajo y algún sentido de seguridad
económica.
—Eso es precisamente lo que me recomienda mi agente —dijo Mendelius
animándolo—. Dice que los editores prefieren ese tipo de proyecto porque les da
tiempo para buscar y asentar los lectores adecuados. En cuanto regresemos a Roma lo
llamaré y veremos qué ha podido hacer en estos días. Usualmente pasa sus fines de
semana en su casa.
—Pero hay sin embargo algo que me preocupa, Carl.
—¿Sí? ¿De qué se trata?
—Bueno, es un tanto embarazoso…
—¡Vamos! Somos viejos amigos. ¿Cuál es el problema?
—Se trata de Hilde. Soy mucho mayor que ella. Y no soy tan bueno en la cama
como solía serlo. Ella dice que no tiene importancia, que no la preocupa para nada y
yo le creo, probablemente porque quiero creerle. En Roma llevamos una vida
interesante y movida: cantidades de amigos, visitantes divertidos y variados…
www.lectulandia.com - Página 78
Bueno… parece que lo uno equilibra lo otro. Si nos vamos al campo, yo tendré mi
trabajo, pero ella se verá encerrada en una casa pequeña, rodeada de campos, como la
mujer de un campesino. Y temo que eso no resulte. Sería por supuesto mucho más
fácil si tuviéramos hijos o nietos; pero tal como están las cosas… me moriría si la
perdiera, Carl.
—Pero ¿qué le hace pensar a usted que puede perderla?
—Eso —señaló con el dedo hacia las dos mujeres y el guía en esos momentos
abría una tumba. Hilde bromeaba con el muchacho y el eco de su alegre risa resonaba
como burbuja en la quietud del valle—. Sé que no soy sino un viejo tonto, pero muy
celoso y… tengo miedo.
—Domínese, hombre —Mendelius usó la manera cortante para tranquilizar a su
amigo—. Domínese y mantenga su boca cerrada. Ustedes se avienen, disfrutan de
una buena vida juntos, Hilde lo ama. Goce de lo que tiene, día a día. Nadie está
asegurado contra nada, para siempre, y nadie tiene derecho a estar asegurado.
Además, en la medida en que permita que el miedo se apodere de usted su capacidad
sexual disminuirá. Cualquier médico le diría lo mismo que le estoy diciendo yo.
—Lo sé, Carl. Pero a veces es muy duro…
—Siempre es duro —Mendelius rehusaba ablandarse—. Es duro cuando la esposa
parece prestar más atención a los niños que a usted. Es duro cuando los niños luchan
contra usted para obtener el derecho a vivir como ellos creen y no como usted piensa
que debieran hacerlo. Es duro cuando un hombre como Malagordo sale a almorzar y
una bonita muchacha le planta dos balas en sus partes sexuales. Vamos, Herman,
¿cuánto azúcar necesita en su taza de café?
—Lo siento.
—No lo sienta. Al hablarme se liberó de un peso que tenía en el corazón. Ahora,
olvídelo. —Hojeó el catálogo que llevaba en la mano—. Esta es la tumba de los
Leopardos, con los flautistas y los tocadores de laúd. Vamos a reunimos con las
muchachas.
Más tarde, cuando se encontraban en la antigua cámara, oyendo las explicaciones
del guía sobre los frescos, otro pensamiento, aventurado y fortuito asaltó a
Mendelius: Jean Marie Barette, ex papa, había sido impelido a proclamar la Parusía;
pero ¿tenía realmente el pueblo interés en oír acerca de eso? ¿Estaba la gente
verdaderamente dispuesta a prestar atención a un delgado profeta que anunciaba una
catástrofe desde la cima de una montaña? Desde aquella época, quinientos años antes
de Cristo, cuando los antiguos Etruscos sepultaban a sus muertos al son de flautas y
laúdes y los encerraban en un perpetuo presente con comida y vino y un leopardo
amaestrado para hacerles compañía bajo los pintados cipreses, la naturaleza humana
no había cambiado mucho.
www.lectulandia.com - Página 79
Aquella noche, Mendelius y Lotte cenaron en una trattoria en la antigua Via
Appia, llevados allí por el locuaz Francone que, ante sus protestas por las largas horas
de trabajo de él, los hizo callar con la frase que ahora les era familiar: "Soy
responsable por ustedes ante Su Eminencia".
Les ordenó sentarse con las espaldas apoyadas en la pared de la cocina y luego se
retiró a comer en la misma cocina, desde donde le era posible vigilar el patio donde
se encontraba el coche y asegurarse de que nadie colocaría una bomba bajo el auto
del Cardenal.
En esta ocasión se encontraban allí invitados por Enrico Salamone, que publicaba
en Italia los libros de Mendelius; se trataba de un soltero de mediana edad con una
señalada aficción a las mujeres exóticas y de preferencia, inteligentes. Su compañera
de esta noche era una tal madame Barakat, esposa divorciada de un diplomático
indonesio. Salamone era el sagaz y exitoso jefe de una casa editorial, gran admirador
de la excelencia académica, pero que jamás desdeñaba la oportunidad de discutir un
tema sensacionalista.
—…¡Abdicación, Mendelius! Piense un poco sobre lo que eso significa. Un papa
vigoroso e inteligente, con sólo sesenta y cinco años, en el séptimo año de su
pontificado. Tiene que haber una jugosa y enorme historia detrás de todo eso.
—Sí, probablemente es así —Mendelius habló con elaborada displicencia—, pero
si un autor intentara meterse con ella creo que sólo conseguiría quebrarse el espinazo.
Los mejores periodistas del mundo sólo han obtenido alguna que otra migaja rancia.
—Estaba pensando en usted, Carl.
—Olvídelo, Enrico —Mendelius se rió—. Por lo demás, mi plato está demasiado
lleno.
—He tratado de explicárselo —dijo madame Barakat—. Le he dicho que debe
mirar hacia otros horizontes. Este es un mundo pequeño e incestuoso y los editores
deben esforzarse por abrir ventanas, hacia el Islam, hacia los Budistas, hacia la India.
Todas las nuevas revoluciones tienen un carácter religioso.
Salamone asintió de mala gana.
—Lo sé. Lo estoy viendo. ¿Pero dónde están los escritores capaces de interpretar
al Este para nosotros? El periodismo no basta y en cuanto a la propaganda no es sino
un mercado de prostitutas. Necesitamos poetas y contadores de cuentos a la vieja
usanza.
—Me parece —dijo Lotte tristemente— que cada cual grita lo más alto y lo más a
menudo que puede y que es imposible contar historias en medio de una multitud o
escribir poesía al resplandor de la televisión.
—Bravo, schatz —dijo Mendelius estrechándole la mano.
—Es verdad —ahora estaba lanzada y pronta para el combate—. No soy muy
lista, pero sé que Carl ha escrito sus mejores obras cuando ha podido disfrutar de una
www.lectulandia.com - Página 80
posición tranquila, en alguna retirada ciudad de provincia. ¿No me has comentado tú
mismo Carl, cuánta gente habla y discute sobre sus libros en lugar de escribirlos? Y
usted también, Enrico. En una ocasión recuerdo que usted dijo que le gustaría
encerrar a sus autores en una habitación y luego guardar la llave de la habitación en
una caja fuerte hasta que fueran capaces de producir un manuscrito terminado.
—Lo dije, Lotte, porque lo creo —le sonrió fugazmente mirándola de reojo—,
pero aun su marido aquí presente no es en verdad el eremita que pretende ser. ¿Qué
está haciendo en Roma, Carl?
—Ya se lo dije: investigando, dando un par de conferencias y aprovechando para
tener unas vacaciones, con Lotte.
—Corre un rumor —dijo madame Barakat dulcemente— de que el ex-papa le
había encomendado a usted una especie de misión.
—De ahí nació la sugerencia mía para un libro suyo —dijo Enrico Salamone.
—¿De dónde demonios sacaron ustedes esa tontería? —Mendelius estaba
francamente irritado.
—Es una larga historia —Salamone se veía divertido, pero no había perdido nada
de su cautela— y le aseguro a usted que es auténtica. Usted sabe que soy judío. Es
pues natural que acostumbre a recibir al embajador de Israel y a los visitantes que él
desea presentar en Roma. Es también natural que hablemos de temas que nos
interesan mutuamente. De manera que… El Vaticano siempre ha rehusado otorgar
reconocimiento diplomático al Estado de Israel. Eso, por supuesto, es pura política.
El Vaticano no desea pelear con el mundo árabe. Si fuera posible, lo que la Santa
Sede desearía sería poder asumir un cierto tipo de soberanía sobre los Santos
Lugares. ¡Ecos de las Cruzadas! Había cierta esperanza de que esa situación pudiera
cambiar bajo Gregorio XVII. Se creía que su respuesta personal a una apertura de
relaciones con Israel podía ser favorable. De manera que, a comienzos de esta
primavera se acordó realizar un encuentro privado entre el embajador de Israel y el
pontífice. El papa se mostró muy franco y directo con relación a este problema, tanto
en el plano interno, con su propio Secretariado de Estado, cuanto en el exterior, con
los líderes árabes. Deseaba continuar explorando la situación. Preguntó a mi
embajador si un enviado suyo, personal y no oficial, sería bien recibido en Israel.
Naturalmente, la respuesta de los israelíes fue afirmativa. Y el suyo fue uno de los
nombres sugeridos por el pontífice…
—¡Santo Dios! —exclamó Mendelius auténticamente sorprendido—. Tiene que
creerme, Enrico. No sabía absolutamente nada de eso.
—Es verdad —afirmó Lotte apoyando a su marido—. Yo lo hubiera sabido. Esto
no fue mencionado jamás, nunca, ni siquiera en estos últimos…
—Lotte, por favor.
—Lo siento, Carl.
www.lectulandia.com - Página 81
—De manera que no había ninguna misión —madame Barakat lucía
apaciguadora y dulce como la miel—, pero ¿hubo alguna comunicación?
—Sólo privada, madame —dijo Mendelius en tono cortante—. Es lo natural en
una vieja amistad… Y desearía cambiar de tema.
Salamone se encogió de hombros y extendió las manos en un gesto de rendición.
—Bien. Pero no debe molestarse conmigo porque haya intentado averiguar algo.
Eso es lo que hace de mí un buen editor. Y ahora, dígame, ¿cómo está saliendo el
nuevo libro?
—Lento. Muy lento.
—¿Cuándo podré esperar el manuscrito?
—En seis o siete meses más.
—Esperemos que para entonces todavía sigamos con este negocio.
—¿Y por qué no habrían de seguir con él?
—Si leyera los diarios, mi querido profesor, se enteraría de que las grandes
potencias nos están llevando a una guerra.
—Necesitan doce meses más —dijo madame Barakat—. Se lo he repetido
muchas veces, Enrico. Nada antes de doce meses. Después de eso…
—Nada volverá a ser igual —dijo Salamone—. Sírvame el resto del vino, Carl.
Creo que podríamos pedir otra botella…
La noche había perdido su dulzura, pero fue preciso, de todos modos, continuar y
terminar aquella comida. Al regresar a través de la dormida ciudad, Mendelius y
Lotte se sentaron muy juntos y hablaron en voz baja, temerosos de despertar una vez
más la elocuencia de Francone. Lotte preguntó:
—¿Qué significa todo eso, Carl?
—No lo sé, schatz. Salamone estaba tratando de ser ingenioso.
—Y madame Barakat es una bruja.
—Salamone colecciona mujeres raras, ¿no te parece?
—Los viejos amigos y sus nuevas compañeras de cama no hacen precisamente
una buena combinación.
—Estoy en completo acuerdo contigo. Enrico hubiera debido darse cuenta de eso
y no traernos a esta señora.
—¿Crees tú que decía la verdad, respecto de Jean Marie y los israelíes?
—Probablemente. ¿Pero, quién sabe? Roma ha sido siempre una galería de
chismes y murmuraciones… Lo difícil es poner el nombre correcto sobre cada una de
las voces que se oyen.
—Odio este ambiente de misterio.
—Yo también lo odio, schatz.
Estaba demasiado cansado para darle a conocer su verdadero estado de ánimo,
para decirle que se sentía como un hombre cogido en las redes de una telaraña,
www.lectulandia.com - Página 82
enredado en los largos y arrastrados mechones de una pesadilla de la que le era
imposible escapar, ni tampoco despertar.
—¿Qué haremos mañana? —preguntó Lotte soñolienta.
—Si no te importa, me gustaría que fuéramos a misa en las Catacumbas y luego a
Frascati para almorzar. Solamente nosotros dos.
—¿Crees tú qué sería posible arrendar un auto y salir solos, manejando tú?
Mendelius rió lastimeramente y sacudió la cabeza.
—Me temo que no, schatz. Y esa es otra lección que deberás aprender en Roma.
No hay forma de escapar de los sabuesos de Dios.
Francone bien podría ser parlanchín, pero era sin duda un excelente perro
guardián. Dio dos vueltas completas alrededor de las calles que rodeaban el
apartamento de Herman Frank y luego permaneció de pie, vigilante, hasta que las
puertas del edificio se cerraron tras ellos, dejando afuera los peligros de la noche.
En los jardines de San Calixto las buganvillas estaban en llamas, las rosaledas en
el primer esplendor de su florecer y las palomas alborotaban en su palomar detrás de
la capilla… todo se conservaba tal como él recordaba que había estado durante
aquella primera visita suya, largos años atrás. Los guías mismos no habían cambiado:
ancianos piadosos provenientes de por lo menos una docena de países, que dedicaban
sus servicios de traductores a los grupos de peregrinos que acudían a rendir homenaje
a las tumbas de los primeros mártires.
Una extraordinaria tranquilidad reinaba en la diminuta capilla, los fantasmas se
habían ido y no había horrores barrocos ni tampoco grotescas huellas medievales.
Aun los símbolos eran sencillos y llenos de gracia: el ancla de la fe, la paloma
trayendo los signos del Pan eucarístico. Todas las inscripciones hablaban de
esperanza y paz: Vita in Christo, In Pace Christi. La palabra Vale —adiós— había
sido desterrada. Aun los oscuros laberintos debajo de la capilla habían sido
despojados de toda forma de terror. Los loculi, es decir los nichos en las murallas que
habían servido de tumbas para los muertos, solo mostraban ahora pequeñas canastas y
polvorientos fragmentos de huesos.
Más tarde, en la Capilla de los Papas, asistieron a una misa oficiada por un
sacerdote alemán para un grupo de peregrinos bávaros. La capilla era una nave
grande, abovedada, donde el conde de Rossi había descubierto, en 1854, el lugar de
descanso de cinco de los primeros pontífices. Uno fue deportado como esclavo a las
minas de Cerdeña, y murió en cautiverio. Su cadáver fue traído de vuelta, y enterrado
en este lugar. Otro fue ejecutado en la persecución de Decio, y otro muerto por la
espalda a la entrada del lugar de entierro. Ahora estaba casi olvidada la violencia en
que perecieron. Allí dormían en paz. Su memoria era celebrada en una lengua que
jamás conocieron.
www.lectulandia.com - Página 83
Arrodillado con Lotte en el suelo de toba, respondiendo a la liturgia familiar,
Mendelius recordó su propio sacerdocio y sintió un ramalazo de resentimiento por
haber sido excluido de su ejercicio. No era así en la Antigua Iglesia. Aún ahora a los
clérigos Unigatas se les permitía casarse, en tanto que los romanos se aferraban con
obstinación a su celibato, y lo reforzaban con mitos y leyendas históricas y leyes
canónicas. Él había escrito copiosos argumentos al respecto, y todavía luchaba contra
eso en los debates; pero, casado a su vez, era un testigo inválido, y los redactores de
las leyes no le prestaban atención.
¿Pero y el futuro —el futuro próximo—, en que el abastecimiento de candidatos
célibes se interrumpiría y la grey pediría el ministerio… de hombre o mujer, casados
o solteros, no importaba, siempre que escucharan el Verbo y compartieran el Pan de
la Vida en caridad? En el Vaticano, Sus Eminencias todavía eludían el problema y se
ocultaban detrás de una tradición cuidadosamente expurgada. Hasta Drexel lo eludía,
porque era demasiado viejo para luchar, y un soldado demasiado bien adiestrado para
desafiar al alto mando. Jean Marie había encarado el tema en su Encíclica, había
enfrentado el problema, y éste era otro de los motivos que habían ayudado a
suprimirla. Y ahora los días negros estaban, una vez más, aproximándose. Los
pastores serían derribados y el rebaño dispersado. ¿Quién sería capaz de congregarlos
una vez más y de mantenerlos unidos en el amor mientras el techo del mundo se
derrumbaba alrededor?
Cuando el celebrante levantó la Hostia y el Cáliz después de la Consagración,
Mendelius inclinó la cabeza y de su corazón se alzó una silenciosa y ardiente
plegaria: "Oh Dios, dame la luz suficiente para conocer la verdad y el valor necesario
para llevar a cabo lo que será exigido de mí". Bruscamente, incontrolablemente, se
encontró llorando. Lotte extendió su mano y apretó la suya y él se aferró a ella, mudo
y desesperado, hasta que la misa terminó y salieron a la luz del sol que refulgía sobre
la rosaleda.
Aquel domingo, temprano, mientras Lotte se encontraba aún en el baño,
Mendelius telefoneó al Hospital Salvator Mundi y preguntó por el estado de salud del
senador Malagordo. Como la vez anterior, su llamado fue transferido de la recepción
a la hermana guardiana y luego al hombre de la seguridad. Finalmente se le comunicó
que el senador se encontraba mucho mejor y que desearía verlo en cuanto le fuera
posible. Hizo entonces una cita para las tres de aquella misma tarde.
La inquietud, poco a poco, se había ido apoderando de él pues estaba cada vez
más convencido de que su reunión del miércoles próximo con Jean Marie estaba
destinada a significar una de las encrucijadas más importantes de su vida.
Si él no era capaz de aceptar la revelación de Jean Marie, la relación entre ellos
cambiaría irrevocablemente. Si, al contrario, aceptaba esa revelación, debería al
mismo tiempo aceptar la misión que involucraba, cualquiera que fuera la forma que
www.lectulandia.com - Página 84
esta misión tomara. De todos modos, muy pronto debería irse de aquí y deseaba,
mientras tanto, tener la menor cantidad posible de impedimentos sociales o de
cualquier otro orden.
Había llevado a cabo algunas investigaciones pero estaba demasiado preocupado
para ser capaz de concentrarse en el material que había reunido, el que, por lo demás,
era fragmentario y en consecuencia, poco importante. Para el martes debería enfrentar
nuevamente a los Evangélicos. Se sentía todavía irritado por la filtración hacia la
prensa que se había producido a propósito de su última conferencia, pero necesitaba
poner a prueba la reacción de una audiencia protestante ante algunas de las
proposiciones de Jean Marie. Además debía cumplir la promesa hecha a Georg
Rainer y darle la historia anunciada. Hasta ahora no tenía la menor idea de lo que le
diría.
Lotte continuaba en el baño, de manera que reunió sus notas y salió a la terraza
con la intención de desayunar allí. Herman había partido temprano para la Academia
y Hilde se encontraba sentada sola frente a la mesa. Le sirvió café y anunció
firmemente:
—Ahora ha llegado el momento en que usted y yo tengamos una pequeña
conversación. Usted está preocupado por algo, Caro mío. ¿De qué se trata?
—Nada. Se lo prometo.
—Herman estudia cuadros. Yo estudio gente. Y veo que hay problemas inscritos
en cada línea de su cara. ¿Anda todo bien entre usted y Lotte?
—Por supuesto.
—¿Entonces, qué sucede?
—Es una larga historia, Hilde.
—Sé escuchar muy bien. Cuéntemelo.
Y él le contó, entrecortadamente al comienzo y luego progresivamente en un
chorro de vívidas palabras, la historia de su amistad con Jean Marie y la extraña
encrucijada hacia la cual esta amistad lo había conducido. Ella lo oyó en silencio; y
para él fue un verdadero alivio poder expresar lo que sentía sin sobrellevar al mismo
tiempo la carga de dar razones o polemizar. Cuando hubo terminado, dijo
sencillamente.
—De manera que así es la cosa, querida mía. Y no sabré nada más hasta que vea a
Jean Marie el miércoles.
Hilde Frank colocó una suave mano sobre su mejilla y dijo gentilmente:
—Es un peso enorme para andar por ahí con él a cuestas, aunque sea el gran
Mendelius. Y ayuda a explicar algunas cosas también.
—¿Qué cosas?
—La romántica idea de Herman de vivir de porotos, "broccoli" y queso de cabra
allá arriba en las montañas.
www.lectulandia.com - Página 85
—Herman ignora lo que le acabo de contar a usted sobre Jean Marie.
—¿Entonces, de qué demonios está hablando Herman?
—Está asustado ante la perspectiva de una nueva guerra. Todos estamos
asustados. Y además él está preocupado por usted.
—¡Y si supiera la forma que tiene de preocuparse! ¿Sabe cuál es su última
ocurrencia? ¡Desea que corramos a Suiza para hacerse unos injertos de hormonas con
el objeto de mejorar nuestra vida sexual! Le dije que no se molestara. Estoy
perfectamente bien tal como estamos.
—¿Es usted feliz, Hilde?
—¿Me creerá que sí? Lo soy. Herman es un encanto y yo lo amo. En cuanto a lo
sexual, el hecho es que no soy ni he sido demasiado competente en esa materia. Oh,
me encanta, claro, la intimidad y el calor de las caricias, pero el resto… no es que sea
frígida, pero sexualmente soy lenta y difícil de excitar y lo que finalmente obtengo
apenas vale la molestia. De manera que usted ve que Herman no tiene nada de qué
preocuparse.
—Entonces lo mejor que usted puede hacer es decirle esto tan a menudo como le
sea posible —dijo Mendelius restando importancia a sus palabras— porque en estos
momentos se siente un tanto inseguro de sí mismo.
—Olvide nuestros problemas, Carl. Saldremos adelante con ellos. Siempre, desde
que nos casamos, he sabido cómo tratar a Frank… Volvamos a su historia.
—Me gustaría conocer su reacción ante ella, Hilde.
—Bueno, para comenzar he vivido mucho tiempo en Italia, de manera que me he
vuelto un poco escéptica en todo lo relativo a santos, milagros, vírgenes que lloran y
sacerdotes que se elevan del suelo durante la misa. En segundo lugar soy una mujer
perfectamente satisfecha de su vida, en tal forma que nunca me he sentido tentada de
recurrir a adivinos, o sesiones de espiritismo o grupos terapéuticos de ningún orden.
Prefiero mil veces hacer cosas divertidas. Finalmente, creo que soy una persona bien
centrada. Mientras mi pequeño rincón de universo tenga sentido para mí, me olvido
del resto. Y, de todos modos, ya no hay forma de cambiarme.
—Bien. Miremos entonces al problema desde otro ángulo. Supongamos que yo
regreso el jueves de Monte Cassino y le digo: "Hilde, acabo de ver a Jean Marie.
Creo que la revelación que él ha recibido es verdadera, que el mundo, en
consecuencia, está por terminar y que la Segunda Venida de Cristo es inminente".
¿Qué haría usted?
—Difícil decirlo. Pero de lo que sí estoy segura es de que no partiría corriendo a
refugiarme en ninguna iglesia, ni me apresuraría en acaparar comida ni me subiría a
los Apeninos para esperar al Salvador o contemplar la última salida del sol. ¿Y usted
Carl? ¿Cómo reaccionaría usted?
—No lo sé, Hilde, mi querida. Desde que leí aquella carta de Jean Marie, no ha
www.lectulandia.com - Página 86
pasado ni una noche, ni un día en que no haya pensado en ello. Pero aun así, no sé.
—Bueno, naturalmente, hay una forma de mirar el asunto…
—¿Qué manera?
—Si alguien se apronta para liquidar al mundo, entonces todo lo que existe carece
de sentido. Y en ese caso, en lugar de esperar el último llamado del tambor, ¿por qué
mejor no comprarse una buena botella de whisky y un gran frasco de barbitúricos y
ponerse a dormir? Creo que muchísima gente haría precisamente eso.
—¿Lo haría usted? —dijo Mendelius suavemente—. ¿Podría hacerlo usted?
Ella volvió a llenar las tazas de café y comenzó, calmadamente a untar de
mantequilla un pedazo de pan.
—Por los mil demonios, usted está en lo cierto, Carl, lo haría. Y estoy segura de
que no querría luego despertar para encontrarme con un Dios capaz de incinerar a sus
propios hijos.
Sonreía al hablar como negando lo que decía, pero Carl Mendelius tuvo la certeza
de que cada una de sus palabras sólo había afirmado la verdad.
Aquella tarde, cuando se dirigían hacia el Hospital Salvator Mundi, Domenico
Francone, habitualmente tan parlanchín, se mostraba taciturno y arisco. Cuando
Mendelius le señaló que parecían haber tomado una ruta muy complicada, Francone
le contestó con bastante brusquedad.
—Conozco mi oficio, profesor. Y le prometo que llegará a tiempo.
Mendelius digirió el desaire en silencio. El tampoco se sentía muy feliz. Su
conversación con Hilde Frank había hecho surgir en él nuevas y más profundas dudas
sobre la veracidad de Jean Marie y la prudencia de su encíclica, así como también
había arrojado una luz diferente sobre la actitud de los cardenales que lo habían
obligado a abdicar.
A través de toda la literatura apocalíptica, tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento, en los documentos Esénicos y Gnósticos, un tema en especial mantenía
su persistencia: la idea de la existencia de elegidos, de seres escogidos, hijos de la
luz, buena simiente, ovejas amadas por el pastor y por eso mismo, y por siempre,
separadas de las cabras. Para ellos, para estos elegidos, era la salvación. Solo ellos
serían capaces de cruzar indemnes los horrores de los últimos tiempos, solo ellos, en
consecuencia, serían juzgados dignos de un juicio misericordioso.
Era una doctrina peligrosa, no solo porque estaba llena de añagazas y de
paradojas, sino también porque los fanáticos, los charlatanes y los más rabiosos
sectarios podían tan fácilmente apropiarse de ella. En la Guayana un millar de
elegidos había llevado a cabo un suicidio ritual. En el Japón, un millón de hijos de la
luz había levantado al Soka Gakkai. Otros tres millones de predestinados habían
escogido la salvación en la Iglesia Unificada del Reverendo Moon… Todos ellos y
millones de otros, en diez mil cultos exóticos, se creían y se llamaban a sí mismos los
www.lectulandia.com - Página 87
elegidos, los separados y llevaban a la práctica un intenso sistema de adoctrinamiento
que creaba entre ellos lazos fieros, fanáticos y exclusivos…
En la eventualidad de un pánico universal, como el que la encíclica de Jean Marie
sería perfectamente capaz de desatar, ¿cuál podría ser la actitud, la conducta de estos
fanáticos? A la luz de la historia de todas las grandes religiones, las perspectivas que
semejante eventualidad planteaba, eran tristemente desalentadoras. No hacía tanto
tiempo que los musulmanes Mandistas habían ocupado la Kaaba en la Meca, tomado
rehenes y derramado sangre en uno de los lugares sagrados del Islam. Existía la
posibilidad —pesadilla inenarrable pero posible— de que la Parusía fuera precedida
por una vasta y sangrienta cruzada de los creyentes contra los incrédulos, de los "de
adentro" contra los "de afuera". Frente a semejante horror, un suicidio rápido y sin
dolor podría llegar a parecer a muchos la alternativa más razonable.
Y éste era el corazón del problema que debería discutir con Jean Marie. Porque
cuando alguien reclama para sí mismo la gracia de ser el depositario de una
revelación privada, implica necesariamente que ha renunciado a la racionalidad. A
esto los racionalistas replicarían sin duda que una vez que alguien ha invocado haber
recibido cualquier tipo de revelación, por muy consagrada y apoyada por la tradición
que ésta se encuentre, se abren las puertas a la total insania.
Francone enderezó el auto hacia la entrada circular del Salvator Mundi y se
detuvo en un lugar inmediato a la entrada. No se movió de su asiento, sino que dijo
simplemente:
—Vaya directamente adentro, profesor. Y muévase rápido.
Por una fracción de segundo, Mendelius vaciló, pero luego obedeció, abrió la
puerta más cercana y caminó directamente hacia la recepción. Desde allí se detuvo y
miró hacia afuera. Vio a Francone colocar el auto en el área de estacionamiento y
luego caminar ágilmente hacia el lugar donde él se encontraba. Mendelius esperó
hasta que el otro llegó a su lado y le preguntó:
—¿Qué sucedía?
Francone se alzó de hombros.
—Simplemente precaución. Estamos en un lugar cerrado. No tenemos dónde huir.
Vaya arriba y vea al senador. Yo tengo que hacer algunos llamados telefónicos.
Una anciana monja con acento suavo lo acompañó hasta el ascensor. En el quinto
piso, un hombre de la seguridad inspeccionó sus credenciales y lo entregó en manos
de la hermana guardiana, una dama de modales bruscos que —su actitud lo
trasuntaba claramente— pensaba que la salud de los pacientes dependía de su
perfecta sujeción a las firmes manos de la autoridad. Le informó que sólo podía estar
quince minutos, y ni uno más, con el enfermo, que en ningún caso debía ser excitado.
Mendelius inclinó la cabeza con mansedumbre. El también había sufrido a manos de
estas doncellas del Señor y sabía muy bien que de nada servía discutir o rebelarse
www.lectulandia.com - Página 88
contra su combativa virtud.
Encontró a Malagordo apoyado sobre almohadones, con una banda de tela
adhesiva sujetando en su brazo izquierdo la aguja del suero que lentamente
alimentaba su cuerpo. Su delgado y bello rostro se iluminó de placer al ver a su
visitante.
—Mi querido profesor. Gracias por venir. Tenía tantos deseos de verlo.
-Parece estar recuperándose muy bien —Mendelius acercó una silla y se sentó
cerca de la cama—. ¿Cómo se siente?
—Cada día mejor, gracias a Dios. Le debo la vida. Y entiendo que usted se
encuentra en peligro por culpa mía. ¿Qué puedo decirle? Los diarios suelen ser tan
irresponsables. ¿Puedo ofrecerle un poco de café?
—No gracias. Almorcé tarde.
—¿Qué piensa de mi triste país, profesor?
—Por muchos años fue también el mío, senador. Por lo menos, creo que lo
comprendo mejor de lo que pueden hacerlo muchos extranjeros.
—Hemos retrocedido cuatrocientos años hacia el tiempo de los bandidos, de los
condottieri. Y no veo esperanzas de que esto mejore. Como todos los habitantes del
Mediterráneo, somos ahora sólo un montón de tribus perdidas, riñendo unas contra
otras en las riberas de este lago pútrido.
Aquel fúnebre lamento resonó en Mendelius como el de un eco familiar. Los
latinos gustaban de llorar un pasado que jamás había existido. Se esforzó por aliviar
el tono de la conversación que estaba manteniendo con el senador.
—Puede que tenga razón, senador; pero también debo decirle que los vinos de
Castelli siguen siendo espléndidos, y que los spaghetti carbonara del restaurante de
Zia Rosa son tan magníficos como siempre. El domingo mi esposa y yo almorzamos
allí. Y fue muy simpático, porque aún me recordaba, y yo no había regresado desde
los días en que era clérigo. Zia Rosa pareció contenta con mi cambio de estado.
El ánimo del senador cambió y dijo, con el rostro alegrado por placenteras
evocaciones.
—Me han contado que fue una gran belleza.
—Pero ya no lo es. Sin embargo continúa siendo una gran cocinera y maneja el
lugar con puño de hierro.
—¿Ha estado en el Pappagallo?
—No.
—Ese es otro lugar espléndido.
Hubo un momento de silencio y luego Malagordo dijo con humor:
—Estamos hablando de banalidades. Me pregunto por qué malgastamos tanto
nuestra vida con ellas.
—Es una precaución —dijo Mendelius sonriendo—. El vino y las mujeres son
www.lectulandia.com - Página 89
temas carentes de peligro. El dinero y la política, en cambio, solo producen
quebraderos de cabeza.
—Me retiraré de la política —dijo Malagordo— y tan pronto como salga de aquí
emigraré con mi mujer a Australia. Nuestros dos hijos ya están allá y les va muy bien
en los negocios. Además, es el último refugio antes de los pingüinos. No quiero estar
en Europa para cuando se produzca el gran colapso.
—¿Cree usted que habrá un colapso? —dijo Mendelius.
—Sí, estoy seguro. Los armamentos están prácticamente listos. Solo un año más y
los últimos prototipos serán operacionales. No hay bastante petróleo para que el
mundo siga funcionando, Y vemos que un número creciente de países está cayendo
en manos de jugadores o de fanáticos. Es siempre la misma y vieja historia: si tiene
problemas internos, lance una cruzada hacia el exterior. El hombre es un animal loco
y la locura es incurable. ¿Sabe dónde me dirigía esa mañana cuando fui baleado? Iba
a solicitar la liberación de una mujer terrorista que está muriendo de cáncer en una
cárcel de Palermo.
—¡Dios Todopoderoso! —Mendelius juró por lo bajo.
—Creo que Él se sentirá dichoso de ver a esta raza de imbéciles eliminarse a sí
misma… —Malagordo torció la boca mientras un súbito dolor se apoderaba de él—.
Lo sé. Dicho por un judío, esto es una blasfemia. Pero ya no creo en el Mesías. Se ha
demorado demasiado. Y por lo demás ¿a quién le interesa este mundo de sangrienta
confusión?
—Tranquilícese —dijo Mendelius—. Si usted se excita, me echarán de aquí. Esa
hermana guardiana es un verdadero dragón.
—Una vocación errada —Malagordo había recuperado su buen humor— debajo
de esa montaña de cortinajes tiene un cuerpo bastante apetecible. Pero antes que
usted se vaya… —hurgó debajo de sus almohadas y extrajo un pequeño paquete
envuelto en brillante papel de colores y amarrado con una cinta dorada— tengo un
regalo para usted.
—Pero no era necesario —dijo Mendelius confundido—. Sin embargo, gracias.
¿Puedo abrirlo?
—Se lo ruego.
El regalo consistía en una cajita dorada uno de cuyos costados era de vidrio.
Adentro había un trozo de cerámica con inscripciones hebreas. Mendelius la tomó y
la examinó cuidadosamente.
—¿Sabe lo que es, profesor?
—Parece que fuera una ostraca.
—Así es. ¿Puede leer las palabras inscriptas? Mendelius recorrió lentamente con
las yemas de los dedos los caracteres grabados y dijo:
—Me parece que dice Aharon ben Ezra.
www.lectulandia.com - Página 90
—¡Justo! Viene de Masada. Me han dicho que se trata probablemente de uno de
los trozos de cerámica que fueron usados para echar suertes cuando la guarnición
judía prefirió darse muerte antes que caer en manos de los romanos.
Mendelius, profundamente conmovido, sacudió la cabeza, rechazando el regalo.
—No puedo aceptarlo. Verdaderamente no puedo.
—Debe hacerlo —dijo Malagordo—. Es lo más cercano que he podido encontrar
para significar mi agradecimiento; todo lo que resta de un héroe judío, por la vida de
un miserable senador, que incluso ha dejado ya de ser un hombre… Váyase ahora,
profesor, antes que comience a portarme como un tonto…
Cuando llegó nuevamente de regreso a la sala de recepción, encontró a Francone
esperándolo. Caminaron hacia la puerta hasta que Francone colocó su mano en el
brazo de Mendelius para advertirlo y retenerlo.
—Esperemos aquí unos minutos, profesor.
—¿Por qué?
Francone señaló con el índice a través de las puertas de cristal. Dos automóviles
de la policía se encontraban estacionados en el camino de entrada en tanto que afuera
cuatro autos más montaban guardia. Dos ordenanzas colocaban una camilla dentro de
una ambulancia bajo los ojos de una multitud de curiosos. Mendelius se quedó sin
habla, reteniendo la respiración. Francone le explicó concisamente.
—Fuimos seguidos hasta aquí, profesor. Por un auto. Luego llegó un segundo
coche y estacionó justo afuera de las rejas de entrada. De esta manera tenían cubiertas
las dos vías de escape. Felizmente en cuanto dejamos la ciudad me di cuenta de que
éramos seguidos. De manera que, en cuanto llegamos aquí, llamé a la Squadra
Mobile, y ellos procedieron a bloquear las dos entradas de la calle y cogieron a cuatro
de esos bastardos. Uno ha muerto,
—¡Por el amor de Dios, Domenico! ¿Por qué no me lo dijo?
—Porque hubiera echado a perder su visita. Y además ¿qué podría haber hecho
usted? Tal como se lo he explicado profesor, yo sé como trabajan estos mascalzoni…
—Gracias —Mendelius extendió hacia el otro su insegura y húmeda mano—
espero que no le contará esto a mi esposa.
—Cuando se trabaja para un cardenal —dijo Francone con grave
condescendencia— una de las primeras cosas que se aprende es a callarse la boca.
www.lectulandia.com - Página 91
sea hecha en forma abierta y declarada, no merece objeciones, pero creo que dar a la
prensa, en secreto y sin que los colegas se enteren, noticias sobre lo que ocurre y se
discute en conferencias privadas constituye una falta de cortesía académica. Uno de
nuestros miembros ha contado a un prestigioso periodista que yo pensaba que el fin
del mundo era inminente, lo que ha sido para mí causa de mucho embarazo y
bastantes molestias. Verdad es que afirmé eso en esta sala, pero también es cierto que,
fuera del contexto de nuestra asamblea y de los propósitos especiales que persigue
esta reunión, esa declaración se prestaba fácilmente para ser interpretada como
frívola o tendenciosa. No urgí al periodista para que identificara su fuente, no le exigí
nombres. En consecuencia pido que hoy se me conceda la seguridad de que lo que se
diga aquí sólo será repetido afuera con el pleno conocimiento de todos nosotros…
Todos los que estén de acuerdo con esta sugerencia ¿querrían levantar la mano, por
favor…? Gracias. ¿Alguien está en desacuerdo? Nadie. Aparentemente nos hemos
comprendido. De manera que podemos comenzar… Hemos hablado de la doctrina de
los últimos días: consumación o continuidad. Hemos expresado, sobre el tema,
diferentes puntos de vista. Ahora aceptemos la hipótesis de que la consumación es
posible y además inminente, que el mundo terminará muy pronto. ¿Cuál será, según
ustedes la respuesta de los cristianos ante semejante eventualidad…? Usted señor, en
la tercera fila.
—Wilhelm Adler, de Rosenheim. La respuesta es que el cristiano, o para el caso
cualquier otro ser humano, no puede responder ante una hipótesis, sino solamente
ante un hecho. Creo que éste es precisamente el error de los casuistas y de los
académicos. Tratan de prescribir fórmulas morales para cada situación. Y eso es
imposible. El hombre vive en el "aquí" y el "ahora" y no en el "tal vez".
—Bien… ¿Pero, no suele la prudencia humana dictar al hombre la forma como
debe prepararse para enfrentar al "tal vez"?
—¿Puede dar un ejemplo, Herr Professor?
—Ciertamente. Los primeros discípulos del Señor eran judíos. Continuaron
llevando una vida de judíos. Practicaban la circuncisión. Observaban las leyes y
dietas judías. Frecuentaban las sinagogas y leían las Escrituras… Ahora bien, Pablo
—o más bien Saulo, como se llamaba— se embarca para predicar el Evangelio entre
los gentiles, los no-judíos, para quienes la circuncisión era inaceptable y las leyes de
dieta inexplicables. Los gentiles no veían motivo alguno para mutilar su cuerpo y sí
muchas razones para comer lo que podían cuando lo tenían. Los cristianos se
encontraron así bruscamente fuera de la teoría y en plena práctica… Y el problema se
simplificó solo. Porque es indudable que la salvación no depende de un trozo de piel
humana, ni tampoco puede depender del hecho de tener que dejarse morir de
hambre…
Hubo risas y aplausos ante el rabínico humor del conferenciante. Mendelius
www.lectulandia.com - Página 92
continuó.
—Pablo estaba preparado para esta eventualidad. Pedro no lo estaba. Y como
carecía de apoyo en la Escritura, se vio obligado a encontrar para este nuevo enfoque
el justificativo de una visión "Toma y come", ¿recuerdan?
Ellos recordaban y se oyó un murmullo de aprobación.
—De manera que ahora, continuemos con nuestro "tal vez". Los últimos días
están próximos. ¿Nos encontramos preparados para ellos? Y ¿de qué manera?
Pero ellos retrocedieron ante una respuesta, de tal forma que Mendelius les
ofreció otro ejemplo.
—Algunos de ustedes tienen edad suficiente para recordar los últimos días del
Tercer Reich; en un país en ruinas, con la revelación de la monstruosidad de los
crímenes cometidos por el difunto régimen, con una generación destruida, y el ethos
de una nación corrompido, sólo quedaba una meta posible: sobrevivir. Para aquéllos
de nosotros que aún recuerdan; no es acaso eso lo que más puede asemejarse a una
catástrofe como la que estoy presentando como hipótesis…? Pero ustedes están aquí
hoy porque, en alguna parte, de alguna manera, la fe y la caridad han sobrevivido y
han una vez más, fructificado… ¿Me he explicado bien?
—Sí —la respuesta llegó en un suave coro.
—¿Cómo entonces…? —el desafío que les estaba lanzando se hizo más fuerte—
¿cómo podremos asegurarnos de que, cuando lleguen estos últimos días, la fe y la
caridad sobrevivan entre nosotros? Si quieren, olviden los últimos días. Supongamos
que tal como muchos lo vaticinan, dentro de los próximos doce meses, tengamos una
guerra nuclear ¿qué harían ustedes entonces?
—Morir —dijo una voz sepulcral desde el fondo de la sala lo que provocó
instantáneamente un alegre coro de carcajadas.
—Señoras y caballeros —dijo Mendelius intentando inútilmente sofocar su propia
risa—. Ha hablado un verdadero profeta. ¿Querría él subir a esta tarima y hablar en
mi lugar?
Nadie se movió. Y después de unos minutos la risa fue muriendo en el silencio.
Mendelius continuó, más suavemente esta vez.
—Querría leerles un extracto de un documento preparado por un querido amigo
mío. No puedo nombrarlo, pero les ruego que acepten mi palabra de que se trata de
un hombre de gran santidad y singular inteligencia; además, de alguien que entiende
muy bien los usos y alcances del poder en este mundo moderno. Después de la
lectura, espero que me brindarán sus comentarios.
Hizo una pausa para limpiar sus anteojos y comenzó a leer algunos trozos de la
encíclica de Jean Marie.
"… Es evidente que en estos días de calamidad universal, las estructuras
tradicionales de la sociedad no sobrevivirán. Se desatará una lucha fiera en torno a las
www.lectulandia.com - Página 93
necesidades más elementales de la vida: alimento, agua, combustible y abrigo. Los
fuertes y los crueles usurparán la autoridad. Las grandes sociedades urbanas se
disolverán en grupos tribales…"
Sintió como lentamente las palabras hacían presa del auditorio, cómo la tensión
subía de punto. Cuando terminó de leer, el silencio fue como un muro levantado
delante de él. Retrocedió unos pasos del lugar que había ocupado como
conferenciante y preguntó simplemente:
—¿Algún comentario?
Hubo una larga pausa y luego una joven mujer se levantó.
—Soy Henni Borkheim de Berlín. Mi esposo es pastor. Tenemos dos hijos. Y
tengo una pregunta que hacer. ¿Cómo puede usted demostrar su caridad con un
hombre que llega con una pistola para robar lo que usted aún posee y quitar el último
pan de la boca de sus hijos?
—Y yo tengo otra pregunta —el joven sentado junto a ella se levantó a su vez—.
¿Cómo puede usted continuar creyendo en un Dios que inventa o permite una
calamidad universal así y luego se sienta a juzgar a sus víctimas?
—De manera que tal vez —dijo Carl Mendelius gravemente— debemos ahora
hacernos a nosotros mismos una pregunta más fundamental. Sabemos que el mal
existe, que el sufrimiento y la crueldad existen, y que ellos pueden propagarse y
llegar a todas las extremidades, tal como sucede con el cáncer en el cuerpo humano.
¿Podemos entonces creer en Dios?
—¿Cree usted profesor? —Henni Borkheim estaba nuevamente de pie.
—Sí. Yo creo en Él.
—Entonces ¿podría hacer el favor de contestar a mi pregunta?
—Fue contestada hace dos milenios: "Padre, perdónales porque no saben lo que
hacen".
—¿Y cuál sería la respuesta suya, la que usted daría?
—No lo sé, mi querida —Estuvo a punto de decirle que aún no había sido
crucificado, pero lo pensó mejor y se calló. En cambio, bajó del sitial en que se
hallaba y caminó a través del auditorio hasta el lugar en que la muchacha se
encontraba sentada con su marido. Le habló calmadamente, la voz llena de
persuasión.
—…¿Ve usted la situación en que nos colocamos cuando invocamos y exigimos
la aclaración del testimonio personal ante cada problema planteado? No sabemos, es
imposible que sepamos cómo actuaremos cuando llegue el momento de la acción.
Sabemos cómo deberíamos obrar, sí. Pero no hay forma de conocer con anticipación
lo que efectivamente haremos en una coyuntura dada… Recuerdo, cuando era
muchacho, a mi madre en Dresden hablando con mi tía sobre la inminente llegada de
los rusos. Se suponía que yo no oía, pero oí. Mi madre pasó a mi tía un pote de jalea
www.lectulandia.com - Página 94
lubricante y le dijo: "Creo preferible relajarse y tratar de sobrevivir antes que resistir
y ser asesinada… De todos modos seremos violadas y no creo que exista la promesa
de ningún milagro capaz de prevenir hechos semejantes, ni tampoco ninguna
legislación que cubra la violación en tiempo de caos". —Sonrió y extendió su mano
hacia la joven—. No discutamos. Conversemos sobre estas ideas, pero en paz.
Mendelius y la muchacha se dieron la mano mientras un breve murmullo de
aprobación surgía de la audiencia; luego Mendelius continuó con otra pregunta.
—En un mundo plural ¿de quiénes podemos afirmar que son los elegidos?
¿Nosotros romanos, ustedes luteranos, los Sunitas o los Chutas en el Islam, los
Mormones de Salt Lake City, los Animistas de Tailandia?
—Si respetamos verdaderamente al individuo no es a nosotros a quienes
corresponde elegir —un pastor de cabello gris con las manos agarrotadas por la
artritis se puso penosamente de pie. Habló entrecortadamente pero con convicción—.
No hemos sido llamados para juzgar a los demás de acuerdo a nuestros
conocimientos. La única orden que hemos recibido es la de amar la imagen de Dios
en nuestros compañeros peregrinos en esta tierra.
—Pero también se nos ha ordenado que mantengamos intacta la pureza de nuestra
fe y que hagamos conocer al mundo la buena nueva de Cristo —dijo el pastor Petrus
de Darmstadt.
—Cuando usted llega a sentarse a mi mesa —explicó pacientemente el anciano—
le ofrezco la comida que tengo. Si usted es incapaz de digerirla, ¿qué puedo hacer yo?
¿Obligarlo a comerla y atorarse con ella?
—Y por eso, amigos míos —dijo Mendelius volviendo a coger las riendas de la
discusión— cuando la negra noche cae sobre el ancho desierto donde no hay pilares
ni nubes ni chispas de fuego para guiar nuestro camino; cuando la voz de la autoridad
enmudece y no escuchamos ya nada sino la algarabía de las mismas y viejas
discusiones, cuando Dios parece haberse ausentado de su propio universo ¿hacia
dónde podemos volvernos? ¿a quién, razonablemente, podemos creer?
Caminó lentamente de regreso hacia el sitial del conferenciante y allí, quieta,
largamente, esperó que alguien le respondiera.
—Tengo miedo, schatz. Me siento tan mortalmente asustado que lo único que
desearía es salir de aquí y tomar el primer avión de regreso a Alemania.
Eran las doce y media de la mañana y se encontraban sentados frente a un
temprano almuerzo en un tranquilo restaurante cerca del Panteón, antes que
Mendelius partiera hacia Monte Cassino. Dos mesas más allá, Francone engullía
spaghetti sin cesar de vigilar la puerta. Lotte se inclinó hacia Mendelius y limpió una
salpicadura de salsa de un rincón de su boca. Lo regañó firmemente.
—En verdad, Carl, no sé por qué se ha formado todo este alboroto. Eres un
www.lectulandia.com - Página 95
hombre libre. Vas a visitar a un viejo amigo. Y más allá de esta única visita no tienes
por qué emprender ninguna misión, ni estás obligado a aceptar nada.
—Me pidió que lo juzgara.
—No tiene derecho a pedirte eso.
—No lo pidió. Lo rogó, lo suplicó. Escucha, schatz. He dado vueltas y más
vueltas en torno a este asunto; me lo he planteado a mí mismo en todas las formas y
niveles de análisis y sin embargo estoy tan lejos de cualquier respuesta como lo
estaba cuando comencé. Jean Marie está exigiendo de mí que lleve a cabo un acto de
fe tan grande como… el reconocimiento de la Resurrección. Y no puedo hacer ese
acto de fe.
—Bueno, explícale esto a él. Así, tal cual.
—¿Y deberé explicarle también el por qué? "Jean, no estás loco, no eres un
impostor, no estás engañado ni eres sujeto de ninguna ilusión; te amo como a un
hermano, pero no creo que Dios elija jardines para dialogar sobre el fin del mundo;
y aunque vinieras a mí cubierto por todos los estigmas de la Corona de Espinas
continuaría no creyéndolo".
—Si eso es lo que realmente piensas, debes decírselo.
—El problema es, schatz, que además pienso otra cosa. He comenzado a creer
que los cardenales tuvieron razón al obligar a Jean Marie a abdicar.
—¿Qué te hace decir eso?
—Puede que sea el resultado de mis diálogos en la Academia y también de una
conversación que tuve con Hilde Frank. El único fin que cada ser humano es capaz de
enfrentar es su propio fin… La catástrofe total está más allá de la capacidad de
comprensión de una persona y probablemente de su capacidad de actuar frente a ella.
De manera que es nada más que una invitación a la desesperación. Jean Marie en
cambio ve todo esto como una invitación a la caridad evangélica. Y yo creo, me he
convencido, de que sólo llevará a una ruptura completa de toda forma de
comunicación social. ¿Quién fue el que dijo? "¿El velo que cubre la faz del futuro fue
tejido por las manos de la misericordia?"
—Por todo lo que acabas de decirme —dijo Lotte firmemente— creo que tienes
la obligación de ser tan honesto con Jean Marie como en este momento estás tratando
de serlo contigo mismo. Te pidió que lo juzgaras. Ofrécele el juicio que te pide.
—Quiero hacerte una pregunta directa y sencilla, schatz… ¿Crees tú que soy un
hombre honrado?
Ella no le contestó inmediatamente. En cambio apoyó su mentón en ambas manos
y se quedó mirándolo por un largo rato sin hablar. Luego, muy suavemente, le
respondió.
—Recuerdo, Carl, el día en que te conocí. Yo estaba con Frederika Ullman.
Bajábamos por la Piazza Spagna, dos muchachas alemanas haciendo su primera visita
www.lectulandia.com - Página 96
a Roma. Y tú estabas ahí, sentado en las escaleras al lado de un joven que estaba
pintando un cuadro, pésimo por lo demás. Te veo aún. Llevabas pantalones negros y
una camiseta de lana de cuello alzado, negra también. Nos detuvimos para mirar el
cuadro. Tú nos oíste conversar en alemán y nos hablaste. Y entonces nos sentamos a
tu lado, felices de poder charlar con alguien. Tú nos ofreciste té y bizcochos en la
pequeña tienda inglesa. Y luego nos invitaste a pasear en carrozza. Y salimos, al trote
de los caballos, hacia Campo dei Fiori. Cuando llegamos allá nos mostraste esa
maravillosa y pensativa estatua de Giordano Bruno y nos contaste sobre él, sobre el
juicio que le siguieron y de cómo lo quemaron por herejía en aquel mismo sitio. Y
luego dijiste: "Eso es lo que ellos desearían hacer conmigo". Yo pensé que habías
bebido o que eras algo loco, hasta que tú nos explicaste que eras un sacerdote y que
estabas bajo sospecha de herejía… Parecías tan solo, tan abrumado por el destino,
que mi corazón, en ese instante, voló hacia ti. Y luego tú citaste las últimas palabras
de Bruno a sus jueces: "Pienso, señores, que ustedes tienen más miedo de mí que el
que yo tengo de ustedes…" Y ahora creo que estoy mirando al mismo hombre que vi
aquel día. El mismo hombre que dijo: "Bruno fue un farsante, un charlatán, un
pensador confuso y oscuro, pero de él solo sé una cosa: que murió como un hombre
honrado". Entonces te amé, Carl. Te amo ahora. Hagas lo que hagas, sea ello bueno o
malo, verdadero o falso, sé que morirás como un hombre honrado.
—Así lo espero, schatz -dijo gravemente Carl Mendelius— y espero en Dios
poder ser honesto con el hombre que nos casó.
www.lectulandia.com - Página 97
Capítulo 5
A las tres y media en punto de aquella tarde, Francone detuvo el coche frente a los
portales de entrada del gran monasterio de Monte Cassino. Un hermano a cargo de
los huéspedes dio la bienvenida a Mendelius y lo condujo hasta su cuarto, una
sencilla habitación pintada a la cal y amoblada con una cama, un escritorio, una silla,
un armario para la ropa y un reclinatorio sobre el cual colgaba un crucifijo tallado en
madera de olivo. Al abrir las contraventanas, descubrió una espectacular vista sobre
el valle del Rápido y las colinas que ondulaban hacia el Lacio. Sonrió ante la sorpresa
de Mendelius y dijo:
—Como ve ya estamos a mitad de camino hacia el cielo… Espero que disfrute de
su estada entre nosotros.
Esperó hasta que Mendelius terminó de desempacar su liviano equipaje y luego lo
acompañó a través de los desnudos y resonantes corredores hasta el estudio del abad.
El hombre que se levantó para recibirlo era pequeño y delicado, con un rostro
delgado y curtido por el tiempo, el cabello gris y la dichosa sonrisa de un niño.
—¡Profesor Mendelius! Es un placer conocerlo. Le ruego que se siente. ¿Quiere
un café, tal vez un poco de licor?
—No gracias; nos detuvimos a tomar café en la autostrada. Estoy muy agradecido
por su bondad al aceptar recibirme.
—Viene usted muy bien recomendado, profesor —la inocente sonrisa reveló un
dejo de ironía—. No intento hacerlo esperar para su encuentro con su amigo; pero
creo que, primero, debemos hablar.
—Por supuesto. Usted me dijo por teléfono que él había estado enfermo.
—Lo encontrará muy cambiado. —El abad hablaba escogiendo cuidadosamente
sus palabras—. Ha sobrevivido a una experiencia que hubiera aplastado a otro menos
fuerte. Y ahora está sobrellevando otra forma de experiencia, más difícil, más intensa,
porque la lucha, esta vez, es interior. Yo lo aconsejo y ayudo lo mejor que puedo. Y el
resto de los hermanos lo apoyan con sus oraciones y sus permanentes atenciones…
pero es un hombre consumido por un fuego interior. Tal vez quiera franquearse con
usted. Si no lo hace, déjele ver que usted comprende. No lo presione. Sé que le ha
escrito y sé lo que le ha pedido. Soy su confesor pero no estoy en condiciones de
discutir el tema con usted porque él no me ha dado permiso para hacerlo… Por otra
parte, usted no depende en nada de mí y en consecuencia tampoco puedo presumir e
intentar dirigir su conciencia.
—Entonces, tal vez usted y yo podamos abrirnos el uno al otro y aclarar así,
mutuamente, nuestro pensamiento respecto de nuestro amigo.
—Tal vez —la sonrisa del abad Andrew fue enigmática—, pero creo preferible
que antes de eso, usted converse con él.
www.lectulandia.com - Página 98
—Desearía obtener primero respuestas para algunas preguntas. ¿Desea él
realmente verme?
—Oh sí, claro que sí.
—Entonces explíqueme por qué cuando yo escribí a ambos, no me contestó él
como lo hizo usted y cuando llamé por teléfono ¿por qué no lo invitó a él también
para que hablara conmigo? —preguntó Mendelius.
—Le prometo que no hubo en ello ninguna intención descortés.
—¿Qué fue entonces?
Por un largo momento, el abad permaneció en silencio, estudiando el dorso de sus
largas manos. Finalmente dijo, destacando con lentitud cada palabra.
—Hay momentos en que él se ve imposibilitado de comunicarse con nadie.
—Suena bastante siniestro.
—Al contrario, profesor. Tengo la convicción, basada en observaciones
personales, de que nuestro amigo Jean ha alcanzado un grado muy alto de
contemplación, que de hecho ha llegado a ese estado que llamamos "iluminativo" y
que se caracteriza porque durante ciertos períodos el espíritu se absorbe
completamente en su comunicación con el Creador. Es un fenómeno raro y escaso,
pero que suele ser familiar en las vidas de los grandes místicos. Durante estos
períodos de contemplación el sujeto no responde a ningún estímulo externo. Cuando
la experiencia ha terminado, vuelve inmediatamente a la normalidad… Pero en
realidad no le estoy diciendo nada que usted no sepa ya.
—Sé también —dijo Carl Mendelius secamente— que los estados catatónicos y
catalépticos son muy conocidos por la medicina psiquiátrica.
—Estoy perfectamente consciente de ello, profesor. No crea que aquí vivimos
todavía en la Edad de Piedra. Nuestro fundador, San Benito, era un hombre sabio y
tolerante. Tal vez se sorprenda usted al saber que uno de nuestros padres es un
médico muy eminente con grados y títulos de Padua, Zurich y Londres. Ingresó a la
orden hace diez años, a la muerte de su esposa. Ha examinado a nuestro amigo. Bajo
mi dirección, ha consultado el caso con otros especialistas en la materia. Y está tan
convencido como lo estoy yo, de que Jean Marie es un místico y no un psicópata —
dijo el abad mirándolo con expresión seria.
—¿Ha informado de eso a la gente que lo declaró loco?
—He pasado un informe al cardenal Drexel. En cuanto al resto… —sofocó,
divertido, una pequeña risita— ellos parecen ser hombres muy atareados y yo no
deseo ser motivo de perturbación en los importantes asuntos que los ocupan. ¿Alguna
otra pregunta?
—Sólo una —dijo Mendelius gravemente—. Usted cree que Jean Marie es un
místico, un iluminado de Dios. ¿Cree también que Dios le dispensó una revelación de
la Parusía?
www.lectulandia.com - Página 99
El abad frunció las cejas y sacudió la cabeza.
—Después, amigo mío. Hablemos de esto después que usted haya conversado
con él. Entonces le diré lo que yo creo… Venga. Lo está esperando en el jardín. Lo
llevaré hasta donde él está.
Se encontraba de pie en el medio del jardín del claustro, una alta y delgada figura
vestida con el hábito negro de San Benito, dando de comer a las palomas que
revoloteaban a sus pies. Al oír el ruido de los pasos de Mendelius, se volvió y por el
espacio de unos segundos, se quedó mirándolo antes de avanzar vivamente hacia él,
con los brazos extendidos, mientras las palomas, asustadas, se dispersaban sobre su
cabeza. Mendelius avanzó a su vez y se estrecharon en un largo abrazo. Mendelius
impresionado sintió, aun a través de los gruesos hábitos, cuan frágil y delgado se
había vuelto su amigo. Sus primeras palabras no fueron por eso, sino un ahogado
grito:
—¡Jean…! ¡Jean! Amigo mío.
Jean Marie Barette se aferró a él, dando repetidos golpecitos en su espalda y
diciendo una y otra vez:
—Grâce à Dieu! Grâce à Dieu!
Luego se separaron manteniendo el abrazo, pero a una distancia suficiente para
poder mirar los ojos del otro.
—¡Jean! ¡Jean! ¿Qué le han hecho? Está delgado como una serpiente.
—¿Ellos? Nada —extrajo un pañuelo de la manga de su hábito y limpió una
salpicadura del rostro de su amigo—. Todos han sido más que bondadosos. ¿Cómo
está su familia?
—Muy bien, gracias a Dios. Lotte está aquí en Roma y me encargó transmitirle
todo su cariño.
—Estoy muy agradecido de que ella haya consentido en prestármelo a usted… He
orado rogando que viniera pronto, Carl.
—Hubiera deseado venir antes, pero no me fue posible dejar Tübingen antes del
fin del período académico.
—¡Lo sé…! ¡Lo sé! Y ahora me he enterado de que se ha visto envuelto en
problemas con los terroristas en Roma. Eso me preocupa…
—¡Por favor, Jean! Olvidémonos de ello. Cuénteme más bien acerca de usted.
—¿Qué le parece que caminemos un poco? Este lugar es muy agradable, se siente
la brisa que viene de las montañas, fresca y pura, aun en los días de mayor calor.
Cogió el brazo de Mendelius y ambos amigos comenzaron a caminar lentamente
a través de los claustros, conversando sobre temas triviales para dar tiempo a que la
primera emoción del encuentro se calmara y que la paz de su vieja amistad
descendiera una vez más sobre ellos.
La invocación tenía ahora un nuevo sentido para él. Porque el silencio que había
caído entre él y Jean Marie le parecía siniestro. Repentinamente habían dejado de ser
amigos, eran como extranjeros que se hubieran encontrado casualmente en una tierra
de nadie hablando cada uno un lenguaje incomprensible para el otro. El Dios que
había hablado a Jean Marie había permanecido inescrutablemente silencioso para
Carl Mendelius.
"De acuerdo al trabajo de sus manos…" los acordes del canto resonaron bajo las
abovedadas naves "otórgales, Señor, su recompensa". Y la respuesta llegó, sombría y
amenazadora. "Porque ellos no comprendieron los trabajos del Señor… destrúyelos,
Señor, y no les permitas construir".
Pero… pero luchando contra el contrapunto de la melodía, Mendelius despejó los
caminos para construir su argumentación. ¿Cuál era el verdadero sentido de todo
aquello? Si el gran salto de la fe dejara de ser un acto racional, entonces se
transformaría en lo contrario, un acto insano, el acto de un loco que Mendelius de
ninguna manera cometería, aunque ello significara la ruptura del lazo que lo unía a
Jean Marie. Y era en verdad muy triste, a estas alturas de su vida, contemplar
semejante perspectiva, cuando el simple transcurrir del tiempo se encargaba solo de
borrar tantas y tan queridas relaciones.
Se alegró cuando el servicio terminó por fin y la comunidad se reunió para la cena
de fiesta en el refectorio del convento. Descubrió que le era posible reírse de las
pequeñas bromas, aplaudir el postre de Jean Marie, discutir con el padre archivista
sobre los recursos de la biblioteca y con el abad sobre la cualidad del vino de los
Abruzzos. Cuando la cena terminó y los monjes comenzaron a dirigirse hacia la sala
común para el recreo de la velada, Jean Marie se acercó al abad y le dijo:
—¿Podría excusarnos, padre? Tengo aún algunas cosas que discutir con Carl.
Después leeremos juntos las Completas en mi celda.
—Naturalmente… Pero no lo haga velar hasta muy tarde, profesor. Estamos
tratando de obligarlo a que se cuide.
La celda de Jean Marie era tan desnuda como el cuarto donde Mendelius había
sido hospedado. No había otro adorno que un crucifijo, y los únicos libros que se
veían eran la Biblia, una copia de la Regla, un libro de Horas y una edición francesa
de la Imitación de Cristo. Jean Marie se despojó de su hábito, lo besó y lo colgó en el
armario. Luego colocó una camiseta de lana sobre su camisa y se sentó en la cama
—Usted me hizo una pregunta, profesor —el padre abad caminaba al lado de
Mendelius hacia la puerta del monasterio— y yo le dije que hoy le daría mi respuesta.
—Tengo mucho interés en escucharla, padre abad.
—Creo que nuestro amigo recibió en efecto la visión de la Parusía.
—Entonces, permítame otra pregunta. ¿Siente usted al respecto, la obligación de
hacer algo?
—No, nada en especial —dijo el abad blandamente—. Después de todo, un
monasterio es un lugar donde el hombre aprende a reconciliarse con la idea de los
últimos días. Nos mantenemos en vigilia permanente, en permanente oración;
—Comprendo que esta visita ha sido muy dolorosa para usted —Drexel echó los
restos del café en la taza de Mendelius y cogió para sí mismo el último bizcocho.
—Así es, Eminencia.
—¿Y ahora que ha terminado…?
—Ese es precisamente el problema —Mendelius se levantó de su silla y caminó
hacia la ventana—. No ha terminado en absoluto. Para Jean Marie, en cambio sí, todo
ha concluido porque él ha sido capaz de llevar a cabo los actos definitivos de un
creyente: un acto de aceptación de su propia mortalidad, un acto de fe en la continua
y benevolente acción del Espíritu en los asuntos humanos. Yo no he llegado a eso
todavía. Y sólo Dios sabe si algún día podré llegar. Por eso detesto haber tenido que
venir al Vaticano hoy, detesto la pompa y el poder, los históricos oropeles de la
Congregaciones, de los Tribunales, de los Secretariados, todos ellos dedicados ¿a
qué? A la más elusiva de las abstracciones: a las relaciones del hombre con un
incognoscible Creador. Me siento dichoso de que Jean haya abandonado todo eso…
—¿Y usted amigo mío? —El tono del cardenal conservaba toda su dulzura—.
¿Desea usted también abandonar todo eso?
—Oh sí —Mendelius se volvió para enfrentarlo—, pero no me es posible hacerlo,
''…Usted tiene ahora en sus manos todas las informaciones que obran en mi
poder dictadas aquí tan honestamente como me ha sido posible. Deseo que las
someta a un cuidadoso estudio antes que yo llegue a Tübingen… Hay mucho más
que decir, pero lo hablaremos después. La veré pronto… Esta ciudad febril y sin
clase me tiene enfermo. Carl.”
"… El miedo, a la manera de esos vahos oscuros que emergen de los pantanos,
se ha derramado aquí a través de las calles, ha penetrado en todas las casas
imprimiendo su sello hasta en las conversaciones más triviales y llegando a
formar parte de los más sencillos cálculos domésticos.
"Se ha solicitado a los miembros de nuestra facultad que informen a los
servicios de seguridad sobre las afiliaciones políticas de los estudiantes. De esta
forma, la relación humana más primaria y elemental está amenazada de
corrupción y puede llegar a ser totalmente destruida. Ya he comunicado que
renunciaré si esa solicitud se transforma en una orden. Pero usted sabe mejor que
yo cómo trabajan las fuerzas de la corrupción: si yo tengo que recurrir a la
policía para mi protección personal, ¿cómo puedo, a mi vez, rehusarle mi
cooperación en un caso de emergencia nacional? La respuesta, para mí, es muy
clara. Pero una vez que los que manejan la propaganda hayan levantado lo que
Churchill llamó los guardaespaldas de la mentira, sólo seguirá siendo clara para
unos pocos, muy pocos más.
"Pero si el miedo es una infección, la desesperación es una peste. La visión
suya del fin de todas las cosas temporales se ha transformado, para todos
nosotros, en una obsesión; pero el resto de su visión —el acto final de la
redención, la demostración definitiva de la justicia divina y de la misericordia—
¿en qué forma es posible expresarla, de tal modo que ayuden a conservar viva la
esperanza humana? Privados de la posibilidad de esa esperanza, mi querido
amigo, su cosmos alienado será un lugar terrible para vivir en él…".
Sonó el teléfono. Lotte dejó su tejido y fue a contestarlo. Era Georg Rainer.
Cuando Mendelius tomó el tubo Rainer se lanzó inmediatamente en un apretado
monólogo.
—… Estoy en Zurich. Volé hasta aquí nada más que para hacer este llamado ya
que no me es posible confiar en los circuitos italianos. Ahora, escuche atentamente y
no haga comentarios. ¿Recuerda que en nuestra última reunión hablamos sobre una
lista?
—Sí.
—¿La tiene consigo?
—Arriba en mi estudio. No cuelgue.
Mendelius corrió a su estudio, abrió su vieja caja fuerte y buscó la lista de Jean
Marie. Regresó al teléfono.
—Listo. La tengo frente a mí.
—¿Está ordenada por países?
"De manera que, repetidas veces y con insistencia volví a examinar tanto su
carta como los anexos de modo de familiarizarme con el problema para encontrar
así la mejor forma de presentar sus ideas al público. Me gustaría saber algo más
sobre lo que usted mismo desearía al respecto, como por ejemplo en lo que se
refiere a las personas incluidas en su lista…
"¿En qué términos es posible discutir la Parusía con una amplia audiencia de
creyentes y no creyentes? Me pregunto, mi querido Jean Marie, si no habremos
acaso corrompido de tal modo el sentido de este misterio que ya no sea posible
reconocerlo, es decir que se haya perdido para siempre. Hablamos de triunfo, de
juicio, del Hijo del Hombre "que vendrá sobre las nubes del cielo, en plena Gloria
y Majestad".
"Me pregunto en qué forma el poder y la majestad y la gloria y si acaso esa
forma no será completamente distinta de todo lo que hayamos imaginado.
Recuerdo la frase de su carta "un momento de exquisita agonía" y cómo usted me
explicaba eso como una súbita y luminosa percepción de la total unidad de las
cosas… como el moribundo Goethe, yo clamo por más luz. Soy un hombre sensual,
sobrecargado con un exceso de conocimientos y una muy escasa comprensión de
lo real. Sé que al fin de un largo día me siento ampliamente satisfecho con el
chocolate caliente que me sirve Lotte y con sus brazos en torno de mi cuello en la
oscuridad de nuestro cuarto… "
Lars Larsen, brusco, vivaz y voluble, llegó una hora antes de mediodía, después
de un vuelo nocturno desde Nueva York y una loca carrera en auto desde Frankfurt.
Dentro de los quince minutos siguientes se había encerrado con Mendelius para
ofrecerle una evidente y necesaria lección sobre los hechos de la vida en el campo de
la edición literaria.
Para tratarse de una revista tan especializada y sobria, éstas eran palabras más
bien torpes, pero Mendelius comprendió su significado. Jacques Mandel estaba
lanzando al aire una paloma mensajera para ver quién le disparaba o quién al
contrario, aplaudía su perfecto vuelo. Pero era evidente que poseía información
suficiente para explicar muchos de los aspectos que subyacían tras el problema de la
abdicación.
Mucho antes que su abdicación llegara a plantearse en forma clara, Jean había
estado sometido a tremendas presiones. La posibilidad del cisma que él había
mencionado era pues, real. Los obispos, ya fuera que pertenecieran a órdenes
Colocó la nota sobre el borrador de Rainer y luego cogió su propio ejemplar del
manuscrito y, bajo el título de "Los tiempos de Gregorio XVII", comenzó a escribir.
Tres días después, con la ayuda de cuatro mecanógrafos y dos traductores, la cosa
quedó terminada. Las versiones alemana e inglesa fueron empaquetadas y enviadas al
Correo. Las garantías y las copias fotográficas de los documentos fueron
debidamente autenticadas. Lars Larsen hizo su último brindis antes de dirigirse a
Fankfurt para coger allí el vuelo a Nueva York.
—…Cada vez que he tenido que vender una noticia de este volumen, me he
asustado. Siento como si mi mente hubiera dejado de funcionar. Si mi juicio ha sido
errado, es decir si me he equivocado, me quedo sin trabajo. Si el autor sólo me da un
fracaso ¿qué explicación puedo yo darle a los editores? … Pero esta vez sé que estoy
en condiciones de dejar caer mi paquete en el escritorio del editor y de jurar, por la
memoria de mi madre, que lo que le estoy entregando vale hasta el último centavo
que ha pagado por él… Hemos obtenido un acuerdo a nivel mundial para las
publicaciones simultáneas que comenzarán a aparecer el próximo domingo. Después
de esto, siéntense a esperar los golpes que no dejarán de venir. Pero ustedes son
muchachos muy aguerridos y estoy seguro de que podrán sobrellevarlo bien. Cuando
la cosa se ponga caliente recuerden que cada entrevista en la televisión representa
dólares, marcos y yens en la cuenta bancaria… Georg, Carl, me saco el sombrero
frente a los dos. Lotte; amor mío, gracias por su hospitalidad. Pía, espero que su
hombre la lleve a Nueva York. Y en cuanto a usted Professor Meissner, ha sido un
placer conocerla. Cuando al final me derrumbe bajo las presiones, espero que se haga
cargo de mi tratamiento.
—Usted nunca se derrumbara, —Anneliese Meissner le ofreció su más zorruna
"…Los autores, cada uno dentro de los márgenes de su campo propio, han
escrito un honrado relato, Su historia está cuidadosamente documentada y sus
especulaciones se basan en una lógica razonable. Han llevado la luz del día a
algunos de los más oscuros corredores de la política vaticana. Y si han tendido a
exagerar la importancia de una abdicación papal en la historia del siglo veinte, se
puede decir, en defensa de lo que han hecho, que la ruinosa majestad de Roma
puede jugarle malas pasadas a la más juiciosa imaginación.
"Donde no exageran, sin embargo, es en su creencia en el perenne poder que
tiene una idea religiosa para despertar las pasiones humanas e incitar a los
hombres a las acciones más revolucionarias. La prontitud y unidad con que los
hombres que dirigen la Iglesia Católica Romana estuvo preparada para actuar en
contra de lo que ellos percibieron como la renovación de una antigua herejía
gnóstica, constituye la mejor prueba de su sabiduría colectiva. Constituye
asimismo la mejor prueba de la profunda espiritualidad del papa Gregorio XVII
que estuvo dispuesto a retirarse antes que permitir que la asamblea de fieles
corriera el riesgo de dividirse.
"El profesor Carl Mendelius es un académico muy sobrio y de reputación
mundial. El homenaje que rinde a su viejo amigo, héroe de la historia, nos lo
muestra como un hombre ardiente y leal y con un toque de poeta. Es lo
suficientemente ponderado para reconocer que las políticas humanas no pueden
ser dirigidas por las visiones de los místicos. Y es lo suficientemente humilde para
saber que las visiones pueden contener verdades que, a riesgo propio, preferimos
ignorar.
"En cuanto a Gregorio XVII, su desgracia ha consistido en haber intentado
escribir prematuramente el epitafio de la humanidad. Así como su suerte ha
estado en que la memoria de su reino haya sido escrita con elocuencia y con
amor…"
Lotte, que leía la carta por sobre su hombro, le revolvió el cabello y dijo
suavemente.
-Déjalo así, amor mío. No te preocupes más. Hiciste lo mejor que pudiste y Jean
lo sabe. Nosotros, los de esta casa, también te necesitamos.
—Yo también te necesito, schatz —le cogió las manos y la dio vuelta para que lo
enfrentara. -Me he mezclado más de lo conveniente con el ancho mundo. Soy un
académico y no un periodista… me alegro de que las clases comiencen mañana,
schatz —dijo Mendelius.
—¿Tienes ya todas tus papeles preparados?
—Casi todos —levantó un atado de hojas mecanografiadas y rió—: este es el
primer tema para este semestre. Mira el título: "La naturaleza de la profecía".
—Hablando de profecía —dijo Lotte— te ofreceré una. El viaje de Katrin a París
con su Franz dará mucho que hablar aquí y correrán los chismes. ¿Qué piensas hacer
al respecto?
—Diles a las chismosas que se lancen al Neckar —dijo Mendelius con una
sonrisa—. La mayoría de ellas entregó su virginidad en un barquichuelo varado bajo
un sauce.
Carl Mendelius tenía la costumbre, cada día, durante el curso del semestre
—Desháganse de esas armas. Cada una de ellas está marcada especialmente para
inculparlos. Dispersen a La Jacquerie. De todos modos ya están al descubierto.
Dolman los ha hecho caer en la trampa clásica de los servicios de inteligencia:
concentrar a todos los disidentes en un solo grupo que sea posible golpear y deshacer
de una sola vez. Entretanto los ha estado usando para cubrir sus propios rastros de
asesino…
Era la una de la mañana y se encontraban solos en el gran estudio de Mendelius
en el ático de la casa. Fuera, los primeros vientos helados de un temprano otoño se
enroscaban en torno del campanil de la Stiftskirche. En el piso de abajo Katrin y
Lotte dormían pacíficamente, ignorantes por completo del misterioso juego que se
había estado tramando a su alrededor, Johann, aunque cansado y avergonzado, no se
resolvía sin embargo a abandonar la discusión.
—…Pero no logro comprender. Lo que dice parece no tener sentido. Dolman es
un revendedor muy astuto que negocia con cualquier cosa. Es un payaso que ríe
cuando una anciana señora se cae del autobús y muestra sus calzones. Pero un
asesino, no.
—Dolman es el perfecto agente —dijo Jean Marie amonestándolo con paciencia
—. Como dice la Professor Meissner, es tan improbable que tiene que ser auténtico…
Más aún. Como agente de una potencia amiga que se siente especialmente
preocupada y concernida por la frontera Este de Alemania, es el instrumento perfecto
para las tareas más sucias así como en el caso de la bomba destinada a su padre…
Pero eso no es todo. He conocido hombres con larga práctica de la violencia y que sin
embargo no eran tan malos como sus acciones. Simplemente estaban condicionados,
inclinados como esos arbustos que ya no es posible enderezar. En suma, en esos
casos, se trataba de personas que, habiendo perdido un componente clave de su
personalidad jamás podrían volver a ser de otra manera que como ya eran. Pero
Dolman es diferente. Dolman sabe quién es y lo que es, y desea que las cosas
continúen tal como están. En otras palabras es verdaderamente, según el viejo dicho,
el habitáculo mismo del mal.
—¿Cómo puede saberlo? Usted sólo lo ha visto una vez. Puedo comprender que
"… De la higuera, aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas
y brotan las hojas, caéis en cuenta de que el verano está cerca. Así también
vosotros, cuando veáis todo esto, caed en cuenta de que Él está cerca, a las
puertas…"
Sintió que lo invadía un extraño alivio, casi un júbilo, como una exaltación. Si
Carl Mendelius creía, al fin, en la visión, entonces Jean Marie Barette había dejado de
estar totalmente solo.
—Ahora veamos lo que usted nos enseña aquí. Desórdenes y caos a escala
mundial en todos los niveles de las relaciones sociales. Y contra eso, ¿qué
alternativa? ¿Cuál es su receta? Pequeñas comunidades de elegidos llevando a cabo
experimentos seminales en el ejercicio de la caridad y de otras virtudes cristianas.
¿He resumido bien?
—Tal como usted lo presenta, sí.
—Cualquiera que sea el gobierno o el tipo de jefatura que exista aún en ese
momento, deberá tener en cuenta en primer término a los bárbaros. Y ¿de que otra
manera podrá llevar a cabo la tarea sino a través de las medidas violentas que hemos
contemplado? Después de todo sus elegidos —y no hablemos de los elegidos de otros
cultos— cuidarán de sí mismos, o Dios Todopoderoso cuidará de ellos… Miremos las
cosas de frente, amigo mío y comprenda que la razón por la que su propia gente se
desembarazó de usted, es porque sabe que es imposible argumentar contra el
principio que usted sustenta. Es un hermoso principio: el pueblo de Dios cultivando
su jardín de gracias, tal como los monjes y las religiosas lo hicieron en la edad oscura
de Europa. Pero en el fondo sus obispos son hombres fríamente pragmáticos. Saben
que si de verdad usted quiere que prevalezcan la ley y el orden, debe comenzar por
demostrar cuan terrible puede ser el caos. Si desea que reine la moralidad, entonces
deberá primero permitir que Satán se desate por las calles, amplio y poderoso como la
Cuando finalmente terminó sus oraciones y sus preparativos para acostarse, era ya
más de la una de la madrugada. Se sentía desesperadamente cansado pero no obstante
permaneció largo rato tendido, despierto, tratando de comprender la extraña
transcendente lógica de los acontecimientos de la tarde. Dos veces —la primera con
Carl Mendelius y ahora con Paulette Duhamel— había experimentado esta infusión
del espíritu, esta capacidad de ofrecerse a sí mismo como elemento conductor de este
espíritu, de manera de procurar a otros este regalo de la seguridad y de la paz.
La sensación era completamente diferente de aquélla que se asociaba con el
éxtasis y las revelaciones de la visión. En aquel caso él había sido, por decirlo así,
prácticamente arrebatado fuera de sí mismo, sujeto a una iluminación, dotado de un
conocimiento que no había ni deseado ni solicitado. El efecto de todo ello había sido
instantáneo y permanente y lo había marcado para siempre.
La infusión del espíritu era al contrario un fenómeno transitorio Se originaba en
un impulso de piedad o de amor o aun en la simple comprensión de la profunda
necesidad de alguien. Se producía entonces una empatía, más aún, un cierto modo de
identidad entre él y la persona necesitada. Era él quien imploraba, en virtud de los
méritos del Hijo Encarnado, la merced del Padre invisible, y era él mismo quien se
ofrecía como el vehículo a través del cual pudieran pasar los dones del Espíritu. No
había en todo ello nada de milagroso, nada de magia o de taumaturgia. Era solo un
acto de amor, instintivo e irrazonado que hacía posible la renovación del don.
Pero a pesar de que el acto implicaba una libre entrega de sí mismo, el impulso
que lo originaba venía de otra parte. No podía explicar por qué, por ejemplo, se había
ofrecido como mediador por Paulette Duhamel y no por Sergei Petrov, que,
objetivamente considerado era más importante, ya que de él dependían vastas
consecuencias: hambre, pestilencia y guerra. Petrov hacía bromas sobre los milagros,
pero la verdad era que necesitaba desesperadamente el milagro mismo del que se reía.
Si se le ofreciera tan sólo la mitad del equivalente de la ración de invierno estaría
dichosamente dispuesto a cantar la Doxología con el Patriarca de Moscú.
De manera que ¿de dónde venía la diferencia? ¿Por qué la irresistible, inmediata
atracción hacia la persona frágil, y la fácil, espontánea negativa a la otra? La acción
"… Todas las idolatrías surgen de una búsqueda, de un deseo por el orden.
Queremos ser limpios como los animales. Marcamos nuestro territorio con
almizcle y excrementos. Organizamos una jerarquía, como las abejas, y una ética,
como los antes. Y elegimos dioses que coloquen sobre nuestras creaciones el sello
de su aprobación… Lo único que no podemos dominar es el desorden del
universo, el aspecto lunático de un cosmos cuyo término no se divisa, cuyo origen
es desconocido y que, a pesar de su estridente dinámica parece carecer de
sentido… La monstruosa indiferencia que manifiesta ante nuestros temores y
nuestras agonías nos resulta intolerable… Los profetas nos ofrecen esperanzas,
pero sólo el hombre-dios es capaz de reconciliar la paradoja haciéndola tolerable
y es por eso que la venida de Jesús constituye un acontecimiento salvador y
curativo. Porque nos sobrepasa. Librados a nuestros propios medios, habríamos
sido incapaces de crearlo.
"Y, precisamente porque es signo de contradicción, es verdaderamente signo
de paz. Su carrera no es sino un breve y trágico fracaso. Muere deshonrado, pero
entonces, extrañamente, vive. Él no es sólo ayer, es también hoy y mañana. Está
disponible para el humilde y para el poderoso… Pero contemple lo que los
hombres hemos hecho con Él. Hemos inflado su sencilla enseñanza con las
burbujas de jabón de la filosofía, hemos transformado su familia de creyentes en
una burocracia imperial, justificada solamente porque existe y porque
desmantelarla provocaría un cataclismo. El hombre que se proclama a sí mismo
guardián de su Verdad vive en un palacio rodeado por varones célibes —como
usted y yo, Jean— que jamás han ganado un céntimo con el trabajo de sus manos,
que nunca han secado las lágrimas de una mujer o se han sentado junto al lecho
de un niño enfermo esperando toda la noche por la llegada del alba… Si alguna
vez, Jean, lo hacen a usted papa, guarde una parte de sí mismo, aunque sea
pequeña, para un amor privado. Si no lo hace, lo convertirán en un faraón,
"Querido Dios,
"Me gusta este mundo tan divertido, pero acabo de enterarme de que parece
que estás dispuesto a destruirlo; o, peor aún, que lo que piensas hacer es sentarte
allá en el cielo y contemplar como nosotros, imitando en esto a los cómicos que
destrozan un gran piano en el cual alguna vez tocó Beethoven, destruimos nuestro
propio mundo.
"No puedo discutir Tus voluntades ni lo que Tú haces. Este es Tu universo. Tú
regulas las estrellas y te las arreglas para mantenerlas circulando por el espacio.
Pero, antes que llegue la última y enorme bomba, ¿podrías explicarme, por favor,
algunas cosas? Sé que esta tierra nuestra es nada más que un diminuto planeta,
pero es el planeta en que vivo y antes de dejarlo, me gustaría comprenderlo un
poquito mejor. Me gustaría poder comprenderte a Ti también, tanto como Tú me lo
permitas, pero, por tratarse de Juanito el payaso tu explicación tendrá que ser
muy sencilla.
"…En mi propia mente nunca he comprendido muy bien cuál es tu papel aquí
abajo. Créeme que no intento faltarte el respeto. Pero, ves Tú, en los circos donde
yo trabajo siempre hay, por un lado un auditorio, y por el otro, nosotros, los
actores, los que hacemos los malabarismos y juegos de manos y también
naturalmente están los animales. En este recuento no los podemos dejar de lado,
porque nosotros dependemos de ellos y ellos cuentan con nosotros.
"Ahora bien, el público es maravilloso. La mayor parte de las veces todos los
espectadores están tan felices y son tan inocentes que el gozo que emana de ellos
parece algo palpable; pero a veces también es posible oler la crueldad, como si
desearan que el tigre atacara a su domador o que los trapecistas cayeran desde
Cuando llegó la tarde había escrito cinco cartas, veinte páginas en total y fue sólo
la pura fatiga física lo que lo obligó a detenerse. Era aún temprano. Pensó que sería
agradable salir a caminar por los muelles. Pero entonces, con un pequeño temblor de
miedo, recordó que ahora estaba sometido a vigilancia grado A y que los perros de
presa andarían dando vueltas por ahí buscando su olor. No podía arriesgarse por el
simple deseo de darse gusto, a comprometer a Roberta Saracini. Así es que, en vez de
salir, llamó a Adrian Hennessy.
—Si tuviera tiempo esta tarde, me gustaría que viera lo que he escrito.
—¿Cuánto ha escrito?
Caminar a lo largo del río era el más sencillo de los placeres, así como observar a
los esperanzados pescadores y a los enamorados cogidos de la mano y a los turistas
en los bateaux-mouches; así como también deleitarse en los esplendores del atardecer
derramándose por las piedras grises de Notre Dame. El disfraz resultaba tan divertido
como un juego de niños. Por unos pocos francos compró un desastrado ejemplar de
Los Trofeos y un bastón con una empuñadura tallada en cabeza de perro. Y así
protegido como por un manto de invisibilidad vagabundeó dichoso como cualquier
"Querido Dios:
"Si es verdad que Tú eres el principio y el fin de todo ¿por qué no nos das a
todos las mismas posibilidades? En el circo, como bien lo sabes, nuestra vida
depende de eso. Si el que maneja las sogas comete un error, el trapecista muere. Si
el hombre de los fuegos artificiales no los usa bien, yo pierdo mis ojos.
"Parece que Tú no miras las cosas de la misma manera. Un circo viaja mucho
y así nos acostumbramos a ver cómo viven los demás y yo he aprendido a entender
a la gente buena, la que se ama mutuamente y ama a sus hijos y merece Tu
aprobación.
"Ahora, he aquí lo que no alcanzo a comprender. Tú lo sabes todo. Tú lo
hiciste todo. Pero cada hombre Te ve de manera diferente. Y sin embargo Tú has
permitido que Tus hijos se maten unos a otros solamente porque cada uno de ellos
tiene de Ti en la ventana de su alma, una imagen distinta… Por qué cada uno de
nosotros usa formas tan diversas para significar que somos Tus hijos? Porque soy
cristiano fui rociado con agua; a Louis, el domador de leones, le cortaron un
pequeño trozo de su pene, porque es judío; Leila, la muchacha negra que maneja
a las serpientes lleva un collar de amonitas alrededor de su cuello porque la
amonita es la piedra mágica de las serpientes… Y sin embargo cuando la
…Y una vez más, sin aviso previo, se encontró solo en aquella cima, entre las
montañas negras de un planeta muerto. Una vez más se encontró vaciado de todo,
solo, penetrado de una pena insostenible, de una vergüenza infinita, como si él y
solamente él fuera el autor de aquella vasta desolación que lo rodeaba. No existía allí
suspensión alguna de juicio, ni llamado, ni perdón. No habría tampoco éxtasis, ni
fieros vientos, ni exquisita agonía en unión con el Otro. El mismo era el centro
muerto de un cosmos extinguido. No podía llorar. No podía sentir ira. Sólo tenía
conciencia de que esto era todo lo que le era dado conocer: él mismo anclado a una
desnuda roca en el desierto de la eternidad.
Súbitamente sintió que alguien lo tocaba, tocaba su carne, tiraba de sus lacios
dedos. Miró hacia abajo. Era la niña del Instituto, el pequeño bufón de Dios, con su
sonrisa vacía y confiada. Su corazón voló hacia ella. La agarró y la estrechó contra sí.
Ella era su chispa de vida, su última protección contra el vacío de un helado planeta.
Pero no podían quedarse aquí en esta cima. En alguna parte debería haber
cavernas donde les fuera, posible refugiarse. Comenzó a caminar, tropezando al bajar
por la negra, pedregosa pendiente. Sentía muy próxima a la suya, la mejilla de la niña
y su tibio aliento, como una suave brisa, enroscaba su cabello. Al caminar sintió que
una primavera de emociones comenzaba nuevamente a surgir de él. Y de nuevo se
llenó de una conciencia de compasión y de temor y de ternura y al mismo tiempo de
una ira fiera contra el Otro que se había atrevido a abandonar a esta diminuta e
indefensa criatura en un lugar que carecía de existencia.
Finalmente llegó a la boca de una caverna en la cual, extrañamente, divisó una
pequeña luz, como una estrella que se reflejara en las negras aguas de una laguna de
montañas. Aferró firmemente a la niña acercándola a él, como para protegerla con el
escudo de su propia piel y caminó resueltamente hacia la luz. Esta fue creciendo y
tornándose cada vez más brillante y fuerte hasta que finalmente lo deslumbró y se vio
forzado a cerrar los ojos y a permanecer inmóvil como un ciego que llegara a un
lugar desconocido. Luego escuchó la voz, fuerte, calmada y gentil.
—Abre los ojos.
Así lo hizo y vio, sentado en una saliente de la roca, cerca de un pequeño fuego a
un joven extraordinariamente apuesto. Salvo un taparrabos y unas sandalias, iba
desnudo. Su abundante y dorado cabello estaba recogido detrás de la nuca por una
cinta de lino. Detrás de él, sobre la roca, había un plato de pan y una copa de agua. El
joven extendió los brazos y dijo:
—Yo tomaré a la niña.
A primera vista, este viaje de medianoche a Londres parecía una pura tontería
emanada de la desesperación, pero si conseguía llegar sin que lo detectaran, podría
sentirse a salvo por un tiempo, por lo menos mientras escribía sus cartas y hacía una
encuesta entre viejos amigos susceptibles de creer en su misión y, en consecuencia,
dispuestos para ayudarlo y cooperar con ella.
Aunque nunca había logrado comprenderlos por completo siempre había
admirado a los británicos. Las sutilezas de su humor se le escapaban. Y su afectación
de superioridad lo irritaba. Los hábitos dilatorios tan usuales en sus relaciones
comerciales, jamás dejaban de sorprenderlo. Y sin embargo, por otra parte, eran
tenaces tanto en sus amistades como en sus lealtades. Poseían un profundo sentido de
la historia y mucha tolerancia hacia los tontos y los excéntricos. Podían ser
ambiciosos de tierra, tacaños con su dinero y capaces de una extraordinaria crueldad,
pero al mismo tiempo dispuestos a mantener a sus expensas grandes obras de caridad;
con los fugitivos, sabían ser humanos, y para ellos el derecho de cada uno a su propia
vida privada era eso, un derecho, y no un privilegio. Si se les entregaba una causa que
pudieran comprender, si veían en peligro las libertades que tanto valoraban, llenarían
las calles con el estruendo de su protesta o caminarían, solos y dignos hasta la casa
del jefe.
Por otra parte —y tenía que admitirlo con renuente humor— mientras había sido
"Amigo mío:
"Cada día que pasa nos aproxima más al Rubicón. Y si bien el estado de
Paulette se mantiene estacionario y bueno y podemos disfrutar de muchas cosas
juntos, nuestros planes para ese día no han cambiado. Lo que no obsta para que
no encontremos palabras suficientes para agradecer el privilegio de que ahora
estamos gozando. Sin embargo, no podemos aceptar este privilegio como una
forma de pago por un acto de sumisión que no nos encontramos aún preparados
para hacer.
"Usted continúa en la lista de vigilancia grado A en Francia. Los americanos
también han comenzado a interesarse y nuestra gente ha recibido peticiones de
informes por parte de un miembro de la C.I.A. llamado Alvin Dolman. Salió la
semana pasada con destino a Inglaterra. Lleva como cobertura el cargo de
asistente personal del ex-secretario de Estado, Morrow, que ahora trabaja para la
Morgan Guaranty. "He pedido a un amigo mío de la Inteligencia Británica que
haga una investigación sobre Dolman, porque pensamos que puede ser un agente
doble. Sabemos que no lo es, pero en este caso, revolver un poco las aguas podría
ayudar.
"Paulette le envía su cariño. Cuídese.
"Pierre".
"No creo necesario insistir sobre este punto. Todos ustedes son hombres políticos,
y, ¿cómo lo dicen en inglés?, un movimiento de ojos y un movimiento de cabeza dicen
lo mismo a una mula ciega".
Las pequeñas risas que acogieron estas palabras llegaron hasta él en cálidas
ondas tentadoras. Si él fuera lo suficientemente tonto como para confiar en este
auditorio, mañana todo el mundo habría dejado de prestarle atención. Por eso sus
siguientes frases destruyeron toda forma de complacencia en que el público pudiera
haberse sumido. "Porque soy hombre he tenido la experiencia del miedo, del amor y
de la muerte. Porque he sido, como ustedes un hombre político, comprendo los usos
del poder y también sus limitaciones. Porque soy un ministro de la Palabra, sé que lo
que estoy lanzando a la plaza del mercado es sólo una locura y que por ello corro el
riesgo de ser lapidado… Y ustedes también, amigos, están lanzando locuras —
monstruosas insanias en realidad— capaces de acarrear la destrucción de todos
nosotros".
Hubo una pequeña risa de asentimiento. Estaban contentos y agradecidos por este
pequeño entreacto. El hombre era algo más que un retórico. Poseía la salvadora
gracia del humor.
"Naturalmente en todo esto hay un error, una trampa en la cual todos caemos.
Porque lo que tenemos no es precisamente el poder, sino la autoridad, lo que viene
siendo harina de otro costal. El poder implica que tenemos la capacidad y la
posibilidad de realizar lo que planeamos. La autoridad en cambio significa que
podemos mandar que se haga lo que hemos planeado. Damos nuestro ¡fiat! ¡que la
cosa sea hecha! Pero el tiempo que la orden toma para filtrarse hasta el campesino
en el arrozal, el minero en la galería subterránea del carbón, el sacerdote obrero que
trabaja en la favela le permite ir perdiendo por el camino gran parte de su fuerza y
también de su sentido. Hemos definido nuestros dogmas y nuestras reglas morales y
les hemos levantado templos que constituyen el cimiento mismo de nuestra ortodoxia,
y ya se trate de papas, ayatollahs o ideólogos de partido, nadie se atreve a tocarlas;
pero la relevancia que esta ortodoxia suele tener para el hombre que se halla en el
extremo del dolor o de la angustia, es mínima. ¿Qué teología puedo enseñarle a una
niña que está muriendo por la septicemia provocada por un aborto? Lo único que
puedo darle es compasión, consuelo y absolución. ¿Qué puedo decirle al muchacho
revolucionario de El Salvador cuya familia ha sido fusilada por los soldados en la
plaza de la aldea? No puedo ofrecerle otra cosa que amor, misericordia y la no
probada definición de la existencia de un Creador capaz de darle sentido a esta
locura y capaz de transformar este dolor en alegría eterna… De manera que, como
ven, mi locura consistió en creer que era posible para mí ejercer a la vez la
autoridad que había aceptado y la misericordia que mi corazón me exigía. Lo que,
por supuesto, era clara y definitivamente imposible, tan imposible como sería, para
Súbitamente se dio cuenta de que las palabras que estaba diciendo habían dejado
de ser palabras y se habían transformado en simples sonidos infantiles, repetidos una
y otra vez: "ma… ma… ma… ma". Sintió que algo tiraba de su pantalón y al mirar
hacia abajo vio que su mano izquierda golpeaba, sin poderlo evitar, contra su muslo.
Su visión se nubló y dejó de ver a su audiencia. Luego toda la habitación pareció
darse vuelta y cayó de bruces sobre la mesa. Después todo se confundió para él,
perdió toda noción de tiempo y espacio hasta que oyó el sonido de dos voces muy
próximas. Una de ellas era la de Waldo Pearson.
—Fue bastante aterrador. Parece ser dislalia. Y ayer solamente habíamos estado
hablando del don de las lenguas.
—Creo que son síntomas típicos de A.C.V.
—¿Y qué es A.C.V.?
—Accidente cerebro-vascular. ¡Qué ataque ha tenido este pobre tipo…! Y esta
ambulancia que no llega nunca.
—Se debe al tránsito del mediodía —dijo Waldo Pearson—. ¿Cómo evalúa sus
posibilidades de recuperación?
Entonces, con profundo horror, vio que su boca estaba llena de melaza y que lo
que lograba emitir era sólo un borbotón de fonemas inconexos.
Una vez más comenzó a llorar en vista de lo cual fue severamente amonestado
por el neurólogo. Estaba vivo y eso era algo muy afortunado. Era doblemente
afortunado por haber sufrido tan pocos daños profundos. La prognosis era muy
positiva, siempre que él estuviera dispuesto a ser paciente, cooperador y valeroso,
virtudes que por el momento estaban mucho más allá de sus posibilidades.
El señor Atha tradujo todo esto en un tranquilizador francés y ofreció quedarse
con él hasta que se hubiera calmado. El neurólogo aprobó la idea, palmeó la mano
sana de Jean Marie y salió para atender a sus otros quehaceres, los cuales, explicó el
Alain recibió la primera invitación porque Jean Marie consideró que los lazos
familiares merecían la prioridad y que ahora ya no había motivos para ningún tipo de
celos. Debido al brazo paralizado de Jean Marie, ambos se abrazaron torpemente.
Después del primer intercambio verbal. Jean Marie dejó claramente establecido que
prefería escuchar y no hablar; de manera que Alain se lanzó velozmente a dar noticias
de la familia, hasta que al fin se sintió liberado para hablar de lo que realmente
interesaba a su corazón: la Bolsa con todas sus transacciones y rumores.
—Ahora estamos embarcados de lleno en el negocio de trueque. Petróleo por
granos, frijoles por carbón, tanques por barras de hierro, carne por polvo amarillo de
uranio, oro por cualquier cosa. Si eres poseedor de cualquier tipo de materia prima, te
puedo encontrar comprador al momento… ¿Pero, por qué te estoy contando todo
esto? ¿Cuánto tiempo más te quedarás en este lugar?
—Ellos no me lo han dicho. —Jean Marie había descubierto que se expresaba
mejor por medio de cortas y sencillas sentencias, cuidadosamente fabricadas de
antemano—. No pregunto, espero.
Esa noche, por primera vez, pidió una droga que le permitiera dormir. Despertó a
la mañana siguiente más tarde que de costumbre, pero fresco y con las ideas claras. A
la hora de la sesión de terapia, descubrió que estaba caminando con mucha mayor
confianza, que su brazo inválido estaba respondiendo bastante bien a los mensajes del
centro motor. Su lenguaje había comenzado a conservar una consistente claridad y
rara vez encontraba ahora tropiezos en su elección de las palabras. El terapista lo
alentó.
—…Esto suele suceder así en los casos en que la prognosis es buena. La mejoría
sobreviene rápidamente; luego, las cosas parecen arrastrarse por un tiempo, pero en
seguida hay un nuevo repunte de mejoría que generalmente continúa esta vez sin
interrupciones hasta la plena recuperación. Entonces… Bien, no apresuremos el
proceso. Ahora todo el arte consiste en gozar de lo adquirido, pero sin intentar
esforzarse demasiado por adelantar el proceso. Todavía no está en condiciones de
jugar fútbol, pero a propósito de eso puede comenzar a nadar…
Jean Marie regresó a su habitación sin ayuda. Al llegar allí se sentía cansado, pero
triunfante. Cualesquiera que fueran los terrores que lo esperaban, por lo menos podría
afrontarlos afirmado sobre sus propios pies. Deseó que el señor Atha estuviera allí
para saborear juntos ésta su primera, su real victoria. Se tendió en la cama e hizo una
serie de llamados telefónicos para participar a todos de las buenas noticias. Pero
todos los llamados terminaron en nada. El teléfono de Carl Mendelius estaba
desconectado; Roberta Saracini estaba en Milán; Hennessy había regresado a Nueva
York, Waldo Pearson había ido a pasar unos días al campo. El único con el que logró
comunicarse fue su hermano Alain, que llegó hasta el teléfono pero estaba sumido en
preocupaciones. Se alegraba —dijo— de saber que Jean Marie estaba progresando.
La familia también se sentiría dichosa con las noticias. Por favor, por favor, no
perdamos el contacto…
Abandonó el cuarto sin una sola palabra de despedida. Jean Marie llegó hasta la
puerta y lo observó mientras se alejaba por el corredor, cojeando, con el paquete de
papel marrón debajo del brazo. El aspecto de Dolman trajo a su memoria el recuerdo
del antiguo cuento sobre el diablo cojuelo que recorría la ciudad por las noches,
levantando los techos de las casas para descubrir y revelar al diablo que moraba en
ellas. Nunca, que él recordara por lo menos, el diablo cojuelo había encontrado nada
bueno en ninguna parte. Jean Marie se preguntó tristemente si aquel diablo había sido
cegatón o si era su vista demasiado aguda la que le impedía ser feliz. A menos que
Era muy extraño estar de regreso en la sala donde había sufrido el ataque, y un
tanto embarazoso intercambiar saludos o comentarios de bienvenida con los hombres
que habían presenciado su colapso. Este almuerzo era un nuevo testimonio, un
respaldo ofrecido a la manera inglesa, como restándole importancia y sin embargo
constituía, para quienquiera estuviera familiarizado con los rituales del reino, la más
clara y resonante de las declaraciones. Waldo Pearson estaba diciendo ante todos: este
hombre sigue siendo mi amigo; lo que ustedes han leído sobre él son sólo mentiras; si
alguno de ustedes piensa de otra forma, que levante la voz y me lo diga.
La presencia de Pierre Duhamel era también otro poderoso testimonio rendido a
su honorabilidad. El presidente de la República estaba almorzando en Downing
Street. Su consejero de mayor confianza estaba ahí, muy visible, en el Carlton Club,
desmintiendo el libelo lanzado contra Jean Marie Barette. Pero Duhamel, cuando
comenzaban recién a almorzar y tomaban la sopa, descartó el asunto con desprecio.
Continuaba nevando pero Carl Mendelius estaba ansioso por continuar su paseo.
Proveyó a Jean Marie con un abrigo de piel de cordero y un par de botas de nieve y
salió con él para una rápida visita a los alrededores del minúsculo establecimiento: el
lago helado y cubierto de nieve, con los botes volcados en la orilla, la caída de agua
con el agua siempre derramándose pero salpicada de pequeños trozos de hielo, la
entrada de la antigua mina.
—Es un túnel muy largo que se adentra profundamente en la montaña —explicó
Mendelius—. Aún pueden verse muchos ejemplares de hematites. Actualmente la
usamos para almacenar nuestros pertrechos: conservas, semillas, herramientas. La
mina provee la mejor protección posible contra los efectos de la explosión o de la
radiación directa… La caída de las partículas radioactivas depende, por supuesto, del
viento. Imagino que Munich es el blanco próximo más importante… ¿Le gustaría ver
a los niños? Están aquí, en esta cabina al cuidado de algunas mujeres. No queremos
echar a perder para ellos la sorpresa del árbol de Navidad.
FIN