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Cazadores de Microbios Capítulo V "Pasteur Y El Perro Rabioso"

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CAZADORES DE MICROBIOS

CAPÍTULO V

“PASTEUR Y EL PERRO RABIOSO”

No hay que pensar, ni por asomo, que Pasteur consintió que la conmoción creada
por las pruebas sensacionales presentadas por Koch obscurecieran su fama y su
nombre. Es seguro que cualquier otro, menos sabueso para olfatear microbios,
menos poeta y menos diestro para mantener el asombro de las gentes, habría
sido relegado al más completo olvido. Pero, Pasteur, no. Fue en la década de
1870 cuando Koch arrobó a los médicos alemanes con su hermoso
descubrimiento de las esporas del carbunco.

Pasteur, siendo sólo un químico, se atrevió a echar a un lado con un gruñido y un


encogimiento de hombros, la experiencia milenaria de los médicos en el estudio
de las enfermedades. Los mismos médicos, aunque acostumbrados a presenciar,
compasivos pero impotentes, el fallecimiento de sus clientes, se escandalizaban
ante la presencia de la muerte en cada alumbramiento. Era Pasteur quien
hablaba, levantado de su asiento, con los ojos chispeantes de cólera. Y Pasteur
dibujó en el pizarrón una cadena de pequeños círculos. La reunión se disolvió en
medio de la mayor confusión. Pasteur tenía entonces cincuenta y tantos años,
pero seguía siendo tan impetuoso y tan apasionado como a los veinticinco.

Pero, durante todos estos años de turbulenta actividad en que había realizado el
trabajo de una docena de hombres, Pasteur soñaba con lograr descubrir los
microbios que, estaba seguro, eran el azote del género humano, los causantes de
las enfermedades. Y de pronto se encontró con que Koch le había tomado la
delantera y tenía que alcanzarlo. Pero se le presentaban ciertas dificultades para
alcanzar a Koch. Para empezar, Pasteur jamás había tomado el pulso de nadie, ni
ordenado a un enfermo que sacase le lengua.

Pero ahora, como siempre lo hizo este hombre invencible, también se sobrepuso a
su ignorancia en cuestiones médicas, nombrando, como ayudantes suyos, primero
a Joubert y después a Roux y a Chamberland, tres médicos jóvenes y rebeldes
frente a las anticuadas e imbéciles teorías médicas. Eran admiradores asiduos de
las conferencias impopulares dictadas por Pasteur en la Academia de Medicina,
creyendo a pie juntillas sus profecías acerca de los terribles males causados por
los animalillos microscópicos, y que eran objetos de mofa. Pasteur admitió a estos
tres muchachos en su laboratorio, y ellos, a cambio, le explicaron el mecanismo
interior de los animales, le enseñaron ¡a diferencia entre la aguja y el émbolo de
una jeringa, y lo convencieron de que los conejillos de Indias, y los mismos
conejos, apenas si sentían el pinchazo de una inyección, pues Pasteur era muy
delicado respecto a este punto. Estos tres hombres juraron, en secreto, ser
esclavos y a la vez sacerdotes de la nueva ciencia.

Rendía cuenta de sus fracasos y de sus triunfos con la misma minuciosidad y f alta
de entusiasmo. Pasteur era un tanteador apasionado, que siempre estaba
inventando teorías geniales y sacando conjeturas equivocadas, disparándolas
como cohetes en una fiesta campestre de un solo golpe y como por accidente.
Pasteur se lanzó a la caza de microbios. Pasteur fue un genio extraño, que
parecía necesitar el placer que le proporcionaba la energía de poder ejecutar
varias cosas a la vez, con mayor o menor precisión, para llegar a descubrir al
átomo de verdad que yace en el fondo de casi toda su obra.

En esta diversidad de actividades simultáneas, podemos fácilmente imaginarnos a


Pasteur tratando de tomarle la delantera a Koch. Es muy importante conocer los
fracasos y los triunfos de Pasteur para poder comprenderlo. Carecía de métodos
seguros para obtener cultivos puros, pues para esto se requería una paciencia
como la de Koch. Cierto día, con gran contrariedad, se encontró con que un
matraz de orina hervida, en el que había sembrado bacilos de carbunco, estaba
infestado con huéspedes indeseables del aire, que lo habían invadido.

Poco después la Academia de Ciencias lo comisionó para hacer un viaje curioso,


y, estando en esto, tropezó con el hecho que le proporcionaría la primera clave
para encontrar una manera acertada y memorable de convertir los microbios
mortíferos en benéficos. Empezó a soñar, a proyectar un plan fantástico para que
los microbios patógenos se enfrentaran contra sí mismos, protegiendo a los
animales y a los hombres de estos atacantes invisibles. Durante este tiempo, tuvo
gran resonancia la curación del carbunco inventada por un veterinario, Louvrier, en
el este de Francia. Según las personas influyentes de la región, Louvrier llevaba
curadas centenares de reses que estaban al borde de la muerte, y estas personas
estimaban que ya era tiempo de que este tratamiento curativo recibiera la
aprobación de la ciencia.

Para que esta untura no se cayera, los animales, que a estas alturas preferirían
seguramente haber muerto, eran envueltos por completo en una tela. Pasteur dijo
a Louvrier. No hay más que un medio, doctor Louvrier, de saber si es o no su
tratamiento el que las salva. Trajeron cuatro vacas sanas, y Pasteur, en presencia
de Louvrier y de una solemne Comisión de ganaderos, inyectó en la paletilla a los
cuatro animales sendas dosis de microbios virulentos de carbunco, en cantidad tal,
que serían seguramente capaces de matar una oveja y los suficientemente
elevadas para destruir unas cuantas docenas de conejillos de Indias.
Cuando, al día siguiente, volvieron Pasteur, la Comisión y Louvrier, todas las
vacas presentaban grandes hinchazones en las paletillas, tenían fiebre y
respiraban fatigosamente, siendo evidente que se encontraban en bastante mal
estado. Y Louvrier se ensañó con las pobres vacas A y B. El resultado fue un
terrible descalabro para el que pretendía sinceramente ser curandero de vacas,
porque una de las sometidas a tratamiento se mejoró, pero la otra murió, y, una de
las que no había sido tratadas también murió, pero la otra se puso buena. en lugar
de las A y B, todos hubiéramos creído que realmente había usted descubierto un
remedio soberano contra el carbunco. Pasteur hizo venir de París ese cultivo
virulento, e inyectó, en la paletilla, cien gotas del mismo a las dos vacas repuestas
del ataque de carbunco.

«Análogo al de la no recurrencia de las enfermedades infecciosas?. Mientras


tanto, Pasteur y sus fieles ayudantes enfocaban con sus microscopios toda clase
de materiales procedentes de hombres y animales muertos a consecuencia de
docenas de enfermedades diversas. hasta que un día la suerte o Dios puso debajo
de las mismísimas narices de Pasteur un procedimiento maravilloso para lograr la
inmunización. Trabajaba Pasteur en 1880 con un microbio pequeñísimo,
descubierto por el doctor Peroncito, que mata las aves de corral de una
enfermedad llamada cólera de las gallinas, y este microbio es tan diminuto, que
aun bajo los objetivos más poderosos sólo aparece como un punto vibrante.

Pasteur fue el primer bacteriólogoque obtuvo cultivos de este microbio puro, en un


caldo de carne de gallina, y después de haber observado cómo esos puntos
vibrantes se multiplicaban hasta convertirse en millones en unas cuantas horas,
dejó caer una fracción pequeñísima de gota de ese cultivo en una corteza de pan,
que dio a comer a una gallina. Las mesas del laboratorio llegaron a estar
atestadas de cultivos abandonados, algunos, viejos de unas cuantas semanas.
Pero aún no había sonado la hora de su descubrimiento, y al día siguiente,
después de dejar a las gallinas a cargo del portero, Pasteur. Roux y Chamberland.

Partieron para las vacaciones de verano, y cuando regresaron ya no se acordaban


de aquellas aves. Traiga usted unas cuantas gallinas y prepárelas para
inocularlas. Acuérdese usted de que antes de marchar utilizó las mismas que
quedaban, inyectándoles los cultivos viejos, y, aunque enfermaron, no llegaron a
morirse. Fueron traídas las aves, y un ayudante inyectó en los músculos de la
pechuga de las gallinas nuevas y de las que habían pasado el cólera, caldo
conteniendo miríadas de microbios. Chamberland.

Encontraron a Pasteur dando paseos delante de las jaulas de las gallinas. Las
gallinas nuevas inyectadas ayer están muertas, como así debía suceder, pero
vean ustedes ahora esas otras dos que pasaron el cólera después de haber
recibido el mes pasado una inyección de cultivo viejo. Roux y Chamberland
quedaron perplejos durante un segundo. Entonces Pasteur se desató. Todo lo que
tenemos que hacer es dejar envejecer en los matraces los cultivos virulentos, en
lugar de transplantarlos a diario a otros nuevos. Esta es nuestra oportunidad, este
es el más notable de todos mis descubrimientos, lo que he hallado es una vacuna
mucho más segura, mucho más científica que la de la viruela, enfermedad de la
que nadie ha visto el microbio. Vamos a aplicar también este procedimiento al
carbunco, a todas las enfermedades infecciosas.

Así fue cómo Pasteur, ingeniosamente, opuso los microbios a los microbios,
domesticándolos primero y utilizándolos después como maravillosas armas
defensivas contra los ataques de su misma especie, y aunque hasta entonces sólo
había conseguido inmunizar gallinas, con su impetuosidad característica se mostró
más arrogante que nunca con los médicos a la antigua usanza, que mascullaban
palabras en latín y recetaban al por mayor. Asistió Pasteur a una sesión de la
Academia de Medicina, y con gran complacencia dijo que la vacunación de las
gallinas era un gran adelanto sobre el inmortal descubrimiento de la vacuna
antivariólica de Jenner. Presa de gran excitación, escribió a Dumas, su antiguo
maestro, apuntando la idea de que la nueva vacuna anticolérica podría ser un
maravilloso medio de protección contra toda clase de enfermedades infecciosas.

Por fin, llegó el día decisivo, el 31 de mayo, y todas las cuarenta y ocho ovejas, las
dos cabras y las varias vacas, vacunadas y no vacunadas, recibieron una dosis,
seguramente mortal, de virulentos microbios de carbunco. Pasteur pasó aquella
noche dando vueltas en la cama, levantándose cincuenta veces, consciente de
que toda su reputación científica reposaba en esta delicada prueba, dándose
cuenta, al fin, de que había cometido la imprudencia y la valentía de consentir que
un público frívolo fuese juez de su ciencia.

Afines de 1882, tropezó con los primeros indicios que habían de orientarle. Roux y
Chamberland sacaron baba de la boca del furioso animal, la inyectaron a conejos
y conejillos de Indias, y, llenos de ansiedad, esperaron que hicieran su aparición
los primeros síntomas de la rabia. El experimento tuvo éxito unas veces, pero
otras muchas no, de cuatro perros sanos mordidos, dos amanecieron, seis
semanas después, recorriendo furiosos la jaula y aullando, y, en cambio,
transcurrieron meses sin que los otros dos presentasen el menor síntoma de
hidrofobia. Y lo mismo sucedió con los conejillos de Indias y con los conejos, dos
conejos empezaron a arrastrar las patas traseras y terminaron muriendo en medio
de horribles convulsiones, mientras que otros cuatro siguieron tranquilamente
royendo las hortalizas como si estuvieran a miles de kilómetros de todo virus de
perro rabioso.

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