YPF
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dedicatoria
CONFISCACIÓN
EL MITO DEL VACIAMIENTO
LA NUBE DE ELISA CARRIÓ
LA HIJA DE YPF
LA ENCUESTA DE MACRI
LA ANTEOJERA
DE LAS DEUDAS DE LA ABUELA A LA TECNOCRACIA
HISTORIA Y PASIÓN
“ENTREGA” Y “ARGENTINIZACIÓN”
LO QUE VIO LA PRENSA
LAS CONDICIONES ECONÓMICAS
LA SITUACIÓN DEL MERCADO ENERGÉTICO QUE SE ENCUENTRA KIRCHNER
LA IDEOLOGÍA DE LA CONSPIRACIÓN
LOS DERECHOS DE LOS ACCIONISTAS MINORITARIOS
LA PANACEA DE VACA MUERTA
UN DEFAULT EMOCIONAL
ALGUNAS CONSIDERACIONES POST SCRIPTUM
BIBLIOGRAFÍA
DEDICATORIA
Si una nación espera ser ignorante y libre en un estado de civilización,
espera lo que nunca fue y nunca será.
Thomas Jefferson
CONFISCACIÓN
El 16 de abril de 2012, el Estado argentino se apoderó de la entones empresa
privada YPF S.A. mediante el decreto 530 de ese año, por el cual se dispuso su
intervención por treinta días con el supuesto objeto de “asegurar la continuidad
de la empresa, la preservación de sus activos y de su patrimonio, el
abastecimiento de combustibles, y garantizar la cobertura de las necesidades del
país”.
Dos días más tarde se extendió la medida a Repsol YPF Gas S.A. A cargo de la
intervención fue puesto el ministro de Planificación Federal Julio de Vido, que
asumió las potestades del directorio. Posteriormente, en un proceso meteórico, el
Congreso ratificó aquellos actos y expropió el 51% del paquete accionario
correspondiente a la española Repsol por la ley 26 741 promulgada el 4 de mayo
de 2012.
En los años anteriores, YPF había sido el modelo empresario favorito del
kirchnerismo en una modalidad bautizada argentinización. Este apelativo se
utilizó para señalar el ingreso de empresarios locales a las compañías
privatizadas como una maniobra oficial para conseguir, sin resistencia apreciable
de la oposición, mayor control político sobre ellas. Para adecuarse a esa política
impuesta por el entonces presidente Néstor Kirchner, Repsol, la empresa
española dueña de la mayoría accionaria, se había adelantado a contratar para el
gerenciamiento de YPF al Grupo Petersen, que tenía llegada al presidente, lo que
le permitió hacer un toma y daca de inversiones, y cierta libertad para disponer
de los dividendos. Estos dividendos, dicho sea de paso, le pertenecían, pero de
acuerdo con el tipo de análisis que se hacía de manera unánime en la política y
en los medios, eran fondos que “se fugaban” y “vaciaban” a la compañía. Por lo
tanto, esta fue la argentinización que cayó mal.
Mucho se ha cuestionado este convenio aduciendo que incluía un pase de
acciones hacia un grupo empresario que tenía vínculos con Kirchner desde que
ocurrió la privatización del Banco de Santa Cruz. Pero se culpa a las empresas y
se deja de lado lo esencial, que es el contexto de arbitrariedad económica en el
que se desenvolvía YPF desde el 2002 y la poco cuestionada agresividad del
Gobierno del momento con el sector privado. Por lo tanto, se estableció una
pelea con las consecuencias y no con las causas. Pero, si miramos la cuestión
teniendo en cuenta que a quienes tienen capital hundido no les queda más
alternativa que actuar en el terreno de reglas que se les imponen, el arreglo
entre Repsol y Petersen era mutuamente conveniente para las partes: le permitía
a YPF seguir operando de acuerdo con sus intereses bajo esas reglas de juego.
No puede cuestionarse a las partes de ese negocio por circunstancias que no
habían creado mientras se adaptaban a ellas. No había actividad política alguna
cuestionando la intervención en los mercados que se prolongaba desde la crisis
del 2002. El intercambio con el Gobierno consistía en aceptar un compromiso de
inversión que no habría sido necesario si no hubiese sido porque la política del
momento no garantizaba las condiciones para que ocurriera naturalmente.
Incluso se interpretó de una manera bastante laxa que las comunicaciones
internas de Repsol señalaran que la incorporación de Sebastián Eskenazi (Grupo
Petersen) como presidente de YPF S.A. se fundara en su expertise en tratar con
“mercados regulados”. Era justamente con lo que tenía que lidiar YPF. Pero si se
siguen las opiniones del periodismo, en las que más adelante me detendré, esto
cuestionaba al mercado regulado y no al regulador.
En cambio, si vemos el convenio de acuerdo con esa realidad económica y con
el derecho de las empresas a actuar conforme a los intereses de sus accionistas,
Repsol preservaba su capital negándose a dilapidarlo por completo en una
producción regulada y con menor rendimiento como la argentina, para llevarlo
en parte hacia otros mercados que, por no estar intervenidos, ofrecían mayores
posibilidades, a la vez que se liberaba de la hostilidad del Gobierno. Por su parte,
el Gobierno, en su concepción nacionalista e imperial, conseguía tener mayor
injerencia en la mayor empresa petrolera del país, y el Grupo Petersen ingresaba
a manejar un negocio gigantesco en el que ya había intentado entrar sin suerte.
Algo que en la Argentina cuesta entender —y que en los países normalmente
forma parte del sentido común— es que los grupos privados operan para el
mayor beneficio de sus intereses legítimos. Es importante aceptarlo porque un
país que quiere atraer inversiones tiene que abrirse a lo que le interesa a quien
tiene el capital. Esta relación con sus intereses continúa incluso cuando los
mercados se regulan y, si lo que se ve son consecuencias no deseables (como
puede ser la determinación de no invertir, invertir menos o buscar la forma de
lograr un entendimiento con el Gobierno), eso es responsabilidad de la
regulación, y esta es consecuencia de un proceso político, el cual a su vez es la
consecuencia de unas ideas que prevalecen en la sociedad.
Sin embargo, cuando se analiza esta circunstancia de la argentinización
respecto a YPF y a Repsol retirando dividendos, se lo hace como si YPF hubiera
sido una empresa estatal que esas dos firmas se estaban repartiendo. Esto solo es
posible porque el análisis racional está sesgado por algún tipo de emocionalidad
que al poder le interesa fogonear. Esa emocionalidad es en este caso el
nacionalismo. Era España y su empresa Repsol actuando contra el interés
nacional. Como esa emocionalidad no puede exportarse, en la propia España la
transacción en cuestión se vio de un modo muy diferente. El diario El País
(2007) la describía sin el apasionamiento conspirativo argentino, de la siguiente
manera:
La alianza de Repsol con la familia Eskenazi, en lo que se trata de
la operación empresarial privada más importante realizada en
Argentina durante los últimos años, responde a un intento del
grupo petrolero de contar con un socio local en la empresa sin
perder su presencia en el país. (…) “La alianza con este grupo
solvente, con conocimiento del país, y la colocación en el mercado
permite que se nos deje de mirar con recelo”, resume una fuente
de Repsol. (…)
Para Repsol, se trata de una operación clave para iniciar el Plan
Estratégico 2008-2012, y en la que quiere mantener su presencia
en Argentina, al permanecer como accionista de control de YPF.
Repsol, además de lograr la argentinización del grupo y que dejen
de atizarla con adjetivos y actitudes poco amigables en aquel país,
logra unos ingresos interesantes. (Noceda, 2007)
YPF se estatiza cuando el plan ya no cumple las expectativas del gobierno y
como una forma de responsabilizar al sector privado por el resultado. Lo curioso
es que, para llevarlo a cabo, la presidente Cristina Kirchner utiliza los
argumentos que la diputada Elisa Carrió y otros opositores —que también se
habían opuesto a la privatización desde 1993— habían utilizado para
manifestarse contra la operación entre Repsol y Petersen. Al gobierno
kirchnerista le bastó hacer suyas aquellas razones y llevar a cabo la
expropiación, dejando a esa oposición totalmente confundida, como se verá.
Este hito “argentinizador” es excusa para todos en momentos diferentes, lo
cual impide a la oposición ver en la intervención y expropiación un acto de
despojo y contrario a expresas disposiciones constitucionales; del mismo modo
en que repartir dividendos lo interpretan como hacer harapos con la
nacionalidad. Así se creó un clima. Fue tal el consenso que se generó sobre todo
lo maléfico que estaba ocurriendo en YPF que, cuando fue tomada, nadie reparó
en la inexistencia de prerrogativas de la presidente para hacerse de una empresa
privada por un acto de fuerza, como es la ejecución de un decreto de
intervención.
El decreto invocaba las facultades del artículo 99, inciso tercero de la
Constitución Nacional y los artículos 2, 19 y 20 de la Ley Nº 26 122. El inciso
tercero del artículo 99 de la Constitución Nacional dice que la presidente tiene a
atribución de participar en la “de la formación de las leyes con arreglo a la
Constitución, las promulga y hace publicar. El Poder Ejecutivo no podrá en
ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de
carácter legislativo. Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran
imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la
sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal,
tributaria, electoral o de régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos
por razones de necesidad y urgencia, los que serán decididos en acuerdo general
de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de
ministros”.
La ley 26 122 establece los requisitos para los decretos de necesidad y
urgencia. En los artículos citados de esa ley se fija el procedimiento de
ratificación de tales medidas por la comisión correspondiente del Congreso, pero
no otorga facultad alguna al poder ejecutivo. Asimismo, el artículo 17 de la
Constitución establece que “la propiedad es inviolable, y ningún habitante de la
Nación puede ser privado de ella, sino en virtud de sentencia fundada en ley. La
expropiación por causa de utilidad pública debe ser calificada por ley y
previamente indemnizada. (…) La confiscación de bienes queda borrada para
siempre del Código Penal argentino. Ningún cuerpo armado puede hacer
requisiciones, ni exigir auxilios de ninguna especie”.
No hay ahí resquicio de duda acerca de la ilegalidad de la intervención, que es
en realidad un acto de confiscación porque no hay ni declaración de utilidad
pública, ni indemnización previa, ni sentencia. Tampoco tiene importancia
alguna que Repsol fuera una empresa de origen español, porque en el artículo 20
la Constitución es explícita en cuanto a que “los extranjeros gozan en el
territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano; pueden
ejercer su industria, comercio y profesión; poseer bienes raíces, comprarlos y
enajenarlos; navegar los ríos y costas; ejercer libremente su culto; testar y
casarse conforme a las leyes”.
Respecto de la posibilidad de dictar decretos de necesidad y urgencia, la regla
general es que el Poder Ejecutivo no puede emitir disposiciones de carácter
legislativo: para eso está el Congreso. Esto no tenía excepciones hasta la reforma
del año 1994, que agregó el texto que sigue a esa prohibición y que la
desnaturaliza, haciendo parecer que una norma prohibitiva es, en realidad,
permisiva. Pero, aun así, dejando de lado la crítica a la redacción constitucional,
en este caso se está avanzando sobre derechos de propiedad cuya inviolabilidad
está garantizada por los artículos 14 y 17 de la Constitución Nacional.
A esto habría que agregar las acciones llevadas a cabo por el Gobierno
Nacional y varios provinciales afines contra YPF en las semanas previas,
creando el clima de “emergencia de los intereses nacionales” que terminaría con
el atropello de la intervención. El gobierno de Cristina Kirchner y sus aliados
provinciales venían realizando una serie de actos concatenados para perjudicar a
la empresa y al patrimonio que, según su decreto, se pretendía preservar. En
marzo, Santa Cruz, Chubut, Río Negro, Mendoza y Neuquén le habían quitado
las concesiones de sus áreas petroleras con argucias sobre la caída de producción
que no era un problema de YPF sino de todo el sector causado por los precios
regulados. Se trataba en realidad de un acoso coordinado para poner en
dificultades a YPF y preparar el terreno para saltar sobre ella.
El clima conspirativo que se armó contra el supuesto vaciamiento de YPF,
tratándola como una empresa estatal despojada, más la hostilidad provincial,
sirvieron para que nadie reparara en el problema de la legalidad. El avance era
cubierto por “la justicia de la causa” según un relato convenientemente
elaborado. En un ambiente justiciero de esa naturaleza, los requisitos
constitucionales para proceder a una expropiación, las limitaciones al Poder
Ejectuivo para dictar actos legislativos, la inexistencia de base legal para una
intervención o la prohibición de las confiscaciones parecían tonterías por las que
solo se interesarían los abogados para entorpecer un acto de justicia. Incluso
Mauricio Macri, que luego sucedería a Cristina Kirchner en la presidencia y que
en ese entonces era Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aries, se opuso
tibiamente a la medida, pero nada más que por considerarla como inadecuada a
los efectos de incrementar la producción.
La legalidad tampoco fue objeto central de análisis en los diarios. No se
destacó el antecedente bestial que significaba intervenir empresas privadas por
medio de un decreto ni hubo investigaciones de abuso de autoridad. Apenas se
hicieron comentarios económicos sobre la conveniencia o inconveniencia de la
decisión para el país como entelequia.
Tampoco llamó la atención que el decreto de intervención se hiciera para
“asegurar la continuidad de la empresa, la preservación de sus activos y de su
patrimonio, el abastecimiento de combustibles y garantizar la cobertura de las
necesidades del país”. No había indicio de “falta de continuidad” por parte de la
empresa, y es muy curioso que el patrimonio y activos de la firma se pudieran
preservar quitándoselos a sus dueños. Resulta aún menos compatible con ese
objetivo el pretender usar ese patrimonio y activos para cubrir las necesidades
del país con un manejo político, porque eso es precisamente esquilmarlos.
El decreto está escrito de manera tal que pareciera como si YPF le perteneciera
al Estado y se la estuviera salvando de un usurpador, pero es el Estado quien
ejerció esa usurpación. Antes YPF había sido comprada mediante el pago de un
precio; esa era la realidad. Es fundamental diferenciar actos objetivos
reprochables de afrentas a la emocionalidad arbitraria que propaga la política.
No se debe caer en el error de identificar nacionalismo con interés del país: una
cosa es el interés nacional según una perspectiva ideológica y vitalista de la
entelequia llamada nación, y otra muy diferente es una idea general política de
que es lo que contribuye a mejorar las condiciones de vida y progreso de la
población. Lo que se conoce en filosofía política como “bien común”. Esto
último no tiene nada que ver con una épica vacía y agresora del capital, que no le
conviene a nadie. Al país le interesa que la actividad económica se multiplique y
desarrolle. Se debe lograr el acceso de capitales del mundo para las áreas que lo
requieren con mayor intensidad. La forma bajo la cual tal cosa se consigue es la
del estado de derecho. Los negocios necesitan de planes, acuerdos y contratos, y
estos deben cumplirse, aunque en algún momento en el corto plazo no parezca lo
más conveniente, porque eso genera confianza para correr riesgos en el futuro.
La ideología estatista parece más un capricho de considerar a la Nación víctima
de cualquier interés que no esté supeditado a ella. El capital de riesgo recibe la
señal de huir porque sus intereses no serán considerados ni se cumplirán los
contratos o las reglas al momento de ser expropiado, con daño incalculable a las
oportunidades de los ciudadanos.
En Argentina cuesta mucho que se entienda esa diferencia en materia petrolera
en particular. Ya desde su origen en 1922, YPF, creada por el presidente Hipólito
Yrigoyen, fue ideada como una forma aparentemente simple de generar recursos
para otorgar beneficios sociales, sin advertir las dificultades para administrar un
negocio con criterios burocráticos y políticos. La visión inicial ayudó a generar
una emocionalidad alrededor de una producción, de un negocio, que abarca a sus
dos grandes partidos: el radical que la fundó y el peronista que la hizo una causa
propia. Se trata de una forma de favorecer al país en el que prevalece la razón de
Estado frente al sector privado, de manera que se condena a alejar al capital. Es
un círculo vicioso que termina con cacerías de brujas que empeoran las cosas. Se
genera un ambiente en el que no importa la violación de derechos que sufren
“otros” sobre los cuales se han cargado todo tipo de males con el fin de contar
con la complicidad del público.
Pero lo que se quebranta no es solamente los derechos de los directamente
perjudicados sino el derecho en sí. Se permite que el Estado adopte como norma
el capricho abanderado e insuflado y eso opera doblemente contra el conjunto de
la población: en primer lugar, de manera directa al habilitarse procedimientos
que un día podrían usarse para exigir servicios, impuestos especiales, normas
que regulen la vida de los ciudadanos en función de cualquier cosa que el
Estado, convertido en entidad superior a las personas, quiera para sí mismo. La
violación de la propiedad de unos pone en peligro la propiedad de todos. El
ambiente del no respeto de la propiedad ahuyenta la inversión y el ahorro, que
hacen que no solo nos beneficiemos de nuestro patrimonio directo, sino del de
los demás. La actividad de nuestros proveedores está garantizada por sus
derechos de propiedad, lo que hace que actúen para resolver nuestros problemas
y necesidades utilizando sus bienes por su propio interés, sin necesidad de acudir
a su generosidad. Si tenemos un trabajo remunerado, eso es porque hay otras
personas que usan sus ahorros para abrir una empresa buscando su utilidad. El
nivel de los sueldos tiene que ver con el capital instalado, y el desarrollo de la
economía que nos rodea aumenta nuestro nivel de vida más allá de nuestro
ingreso particular. Es decir, el bienestar del que gozamos se relaciona de manera
directa con el derecho, del cual la economía es una consecuencia.
Por eso el atajo del “interés nacional” es un arma de doble filo, a disposición
del impulso oportunista que proviene de la política. No hay nada en el petróleo
que lo haga diferente y apartado de ese proceso. Al contrario, siendo YPF una
empresa tan importante, lo que se le haga desde el Estado repercute en la
seguridad jurídica general mucho más.
Mencioné la palabra utilidad, que para la corriente emocional omnipresente es
casi pecaminosa. Pero resulta que es el motor de todo el sistema. Como señalaba
el gran organizador de la ciencia económica Adam Smith en 1776:
No es por la benevolencia del carnicero, el cervecero o el
panadero por lo que esperamos nuestra cena, sino por su respeto a
su propio interés. No nos dirigimos a su humanidad sino a su amor
propio, y nunca les hablamos de nuestras propias necesidades, sino
de sus ventajas. (pág. 46)
Casi doscientos cincuenta años han pasado desde que el mundo que avanza
descubrió estos principios que se vieron reflejados en el constitucionalismo
clásico y que, por más que no se terminan de cumplir nunca del todo, en pocos
lugares se los ignora como en la Argentina, donde mucha gente que sale de sus
universidades se pregunta si es tan importante analizar la legalidad de la captura
de YPF o si no será mejor ir directamente a los números de producción. Mientras
en Argentina esa estatización era reivindicación emocional, en el mundo el país
volvía a dar la impresión de ser un caso perdido. Un artículo dedicado al tema
por el Financial Times sirve para ilustrar el daño que se le hace a la prosperidad
de los argentinos en nombre del “interés nacional”, según una anteojera de tal
tipo. Se titula “YPF: pobre Repsol, pobre Argentina”:
El país puede despedirse de ser tratado seriamente de nuevo por
los inversores de otra generación. Los lectores pueden decidir por
sí mismos si Argentina está dirigida por una populista
aparentemente decidida a que su pueblo no participe en una edad
de oro económica para América Latina. Lo que es seguro es que la
renacionalización de YPF por parte del gobierno de la presidenta
Cristina Fernández garantizará que no solo los precios de las
acciones de YPF y del 57% de Repsol se desplomen.
Argentina simplemente no puede pagar los 25 000 millones de
dólares al año necesarios para desarrollar las nuevas áreas que
contienen hasta 22 000 millones de barriles de petróleo y gas
shale. ¿Qué compañía petrolera aportará ahora su experiencia?
Ya es vergonzoso que la largamente sufriente pero
energéticamente rica Argentina tenga que gastar el 7% de su
presupuesto anual en importaciones de energía. Sin embargo, está
mal que la Sra. Fernández culpe a Repsol. El año pasado YPF
representó una cuarta parte de los ingresos de explotación de la
compañía española, pero un tercio de su inversión total. Por lo
tanto, frente a ello, la caída del 20% del precio de las acciones de
Repsol desde el inicio del año parece correcta. Pero caerá más el
martes porque se esperaba que YPF duplicara su producción en la
próxima década. Repsol puede despedirse. Y Argentina puede
despedirse de ser tratada seriamente de nuevo por los
inversionistas de otra generación más (Financial Times).
No sería mucho el problema si se redujera a que de vez en cuando aparecen
gobiernos populistas que reemplazan al derecho por mera voluntad política. Lo
que hay, más de fondo, es una continuidad en el recurso a los mismos
argumentos para saltear la racionalidad por completo y servir a los propósitos del
poder de turno. Cuando estas oleadas nacionalistas se llevan puesto todo, la
paradoja es que los valores esgrimidos son compartidos por oficialismo y
oposición, por eso vale la pena detenerse en lo que se dijo desde ambos lados.
Así es que lo único que tuvo que hacer el kichnerismo cuando se cansó de la
argentinización fue recurrir a argumentaciones que eran una letanía de
opositores como Pino Solanas, Elisa Carrió o María Eugenia Estenssoro,
haciéndolas propias. Como veremos más adelante, también el gobierno de
Mauricio Macri repitió el mismo manual al defenderse de los reclamos de los
accionistas minoritarios aún cuando se opuso en un principio a la confiscación.
YPF es el perfecto ejemplo de cómo la Argentina se daña a sí misma como un
proyecto común: nada que le llegue de afuera tiene la culpa, ya sea producto de
poderes ocultos o de mera impericia; es más bien un entusiasmo general que no
deja regla en pie. Lo peor de todo es que lo hace bajo una apariencia de justicia,
pero se trata de una vocación de injusticia de la que los argentinos no son
conscientes. Sin derechos de propiedad, sin apego a los contratos, no hay justicia
alguna. Pero, más allá del cinismo de los gobernantes, la opinión pública
acompaña las explicaciones simplistas e interesadas que se les dan de que la
bandera argentina está por encima de toda norma.
En aquel mes abril de 2012, Axel Kicillof, en ese momento viceministro de
Economía y viceinterventor de YPF (pero su verdadero ideólogo) concurrió al
Congreso para dar apoyo al proyecto de expropiación y expuso durante dos
horas y media anunciado que no se pagaría la indemnización que reclamaba
Repsol. La frase textual fue:
No les vamos a pagar lo que ellos dicen, sino el costo real de la
empresa. Dicen que son 10 000 millones de dólares. ¿Y eso dónde
está? Los tarados son los que piensan que el Estado tiene que ser
estúpido y comprar todo según el estatuto de YPF. (Kicillof, 2012)
Por supuesto que el Estado no compró YPF, sino que la confiscó y expropió, y
el precio del 51% de la compañía debía surgir de un procedimiento previo de
expropiación que siguiera a la declaración de utilidad pública, pero la nueva
estrella del kirchnerismo creía que no habría pago, que se lo podría saltear.
Pero ¿por qué lo hacía? Era una forma de defenderse de la acusación de esa
oposición nacionalista respecto de que todo se trataba de una mascarada para
favorecer a Repsol. Es decir, el Gobierno concurría con un proyecto de
expropiación y el Congreso, en lugar de controlar el cumplimiento de los
requisitos constitucionales, veía mal la indemnización. Repsol había invertido
entre 1999 y 2011 una cifra de 20 000 millones de dólares, según cifras avaladas
por la consultora Deloitte (Expansión, 2012).
EL MITO DEL VACIAMIENTO
Axel Kicillof, el viceministro de economía que ejecutó la expropiación de las
acciones de Repsol, dijo en el Congreso que esta firma había consumado algo
que “sin darle el calibre legal, he llamado vaciamiento” (Télam, 2012). Es
interesantísima esta aclaración sobre lo legal, porque fuera de lo legal no hay
concepto posible de vaciamiento; no lo es el hecho de bajar niveles de inversión,
algo que en YPF ya se había hecho durante la crisis rusa cuando todavía Repsol
no la había comprado y era aún una empresa mixta. Pero había que
criminalizarlo, así que es un vocablo utilizado con una intencionalidad política.
El reproche se parece a una situación en la que alguien se lleva su propio
automóvil y luego es acusado de haberlo robado, “aunque no en términos
legales”. ¡Ni en términos legales ni en ningunos otros!
El ministro lo sabía. Los que estaban más confundidos eran en realidad los de
la oposición del momento, que habían creado el particular concepto. El
vaciamiento es una figura de estafa por la cual una empresa en una situación
cercana a la cesación de pagos se vuelve insolvente adrede, saca bienes del
patrimonio de sociedad para resguardarlos de los reclamos de los acreedores y de
esa manera los defrauda. Son las figuras del Libro II, Título VI, Capítulo V, del
Código Penal, sobre “Quebrados y otros hechos punibles”. Se encuentra dentro
de los delitos contra la propiedad, no como crimen contra los fines colectivos de
la sociedad, ni contra una aspiración de la política económica ni nada parecido.
Kicillof, al menos, dejó a salvo el calibre legal porque YPF no estaba en
cesación de pagos y lo que él llamaba “maniobras” estaba dentro del ejercicio
normal del derecho de propiedad y del ámbito de la libre decisión empresaria.
Además, encuadraba en los parámetros de una administración diligente de bienes
ajenos, dadas las circunstancias económicas de las cuales Kicillof era uno de sus
responsables.
En tanto YPF intentaba no incurrir en malos negocios, decidía —según su
criterio— reducir el ritmo de inversión, así como en otro momento optaba por lo
contrario: por ejemplo, el día que pagó por sus tenencias accionarias al Estado. Y
no lo hacía por acontecimientos de la naturaleza, sino por el marco político-
regulatorio que ofrecían los expropiadores. Esta es una de las más palpables
muestras de la confusión que se presenta en el análisis de los negocios y las
empresas con una anteojera emocional, no jurídica, asignándoles objetivos
colectivos que no se compadecen con su carácter privado. Objetivos que, por
otra parte, al país no los benefician en nada y que dudosamente se pueden
entender fuera de esa particular ideología según la cual la sociedad es tributaria
de unos intereses superiores a ella misma que se definen en términos identitarios,
siempre contra la propiedad y los derechos individuales; lo cual, a su vez, los
hace inalcanzables en los hechos.
El basamento de esa anteojera es muy discutible incluso si observamos la
historia de la propia YPF y su período de éxito posterior a la privatización. El
nacionalismo al que se aferra esta visión que altera lo legal hasta desnaturalizarlo
completamente es una intención forzada y, además, destinada al fracaso. La
aclaración de Kicillof ilustra perfectamente que es esa visión y no el derecho, no
la realidad de los negocios, no algún crimen que se haya cometido, ni el interés
de que la economía se dinamice, lo que está detrás la condena a los socios de
YPF como “vaciadores”. No se tomó en cuenta el interés y los derechos del
empresario, que es lo que debían proteger los miembros del directorio de YPF,
sino el “interés nacional” a partir de la particular aspiración de quienes
mandaban. Los que participan de este tipo de razias llegan al poder e interpretan
que lo que ellos quieren que hagan los demás es la patria en sí misma; ocurre en
el plano político y también en el económico. En definitiva, de lo que se trata es
de imponer un criterio, muy discutible, por encima del de la empresa. Como
consecuencia de ello se daña es a la economía en sí, hecha de empresas y no de
epopeyas.
Desde el punto de partida, el Estado parece representar a la Nación, y la
empresa al lucro privado que la ofende y la entrega. El tratamiento que
recibieron los socios de YPF fue similar al que dispensan los gobiernos que se
ven contrariados cuando sus políticas de control de precios derivan en
desabastecimiento y se enojan con quienes toman decisiones racionales a partir
de esas condiciones reduciendo la oferta. Se lo explican todo en base a la mala
intención de los productores y comerciantes respecto del país, un circuito que
Antonio Escohotado ha llamado en Twitter del voluntarismo como germen del
autoritarismo. El espíritu autoritario quiere forzar las cosas según su voluntad y
las estropea, entonces se enfurece con víctimas propiciatorias que, en realidad,
suelen ser las primeras perjudicadas de sus acciones.
LA NUBE DE ELISA CARRIÓ
Otros protagonistas del momento ni siquiera dejaron a salvo el aspecto legal
como Kicillof y se entusiasmaron con la visión más conspirativa. Es el caso de la
entonces diputada opositora Elisa Carrió. Ella fue mucho más allá que los
propios expropiadores y, en la Comisión de Asuntos Constitucionales de la
Cámara, que trataba la expropiación, emitió un dictamen en el que consideraba a
todos los directivos de la empresa, desde su privatización, más todos los
funcionarios del Gobierno nacional, incursos en los delitos de “administración
fraudulenta, fraude en el ejercicio de la administración pública, violación de los
deberes de funcionario público y asociación ilícita, crímenes contra el orden
económico y financiero, evasión fiscal, lavado de activos y encubrimiento, por
haber generado el ‘vaciamiento’ de la empresa YPF S.A., producido mediante la
descapitalización y conductas ‘predatorias’ en perjuicio de las reservas de gas y
petróleo, así como la ‘manipulación’ del valor de las acciones”. Ni siquiera hacía
la distinción entre funcionarios y no funcionarios respecto de delitos que solo
pueden cometerse en ejercicio de la función pública. Tal vez por temor a
quedarse corta, recurrió incluso al artículo 29 de la Constitución, que dispone el
castigo correspondiente a los traidores a la patria para los legisladores que
otorguen la suma del poder al Ejecutivo o “sumisiones o supremacías por las que
la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o
persona alguna”, para incluir en la denuncia al expresidente Menem, a su
ministro de economía Domingo Cavallo y a todos los legisladores que votaron la
privatización, así como “a todas las autoridades que por omisión no hayan
llevado adelante la investigación de los delitos denunciados por diversos
damnificados” (Carrió, 2012) .
No puede haber mejor ejemplo de hasta dónde puede llegar la anteojera
emocional en cuanto al desconocimiento del derecho y en la inspiración de actos
autoritarios del Estado sobre la base del lenguaje insuflado. En primer lugar, el
artículo 29 protege la vida, la fortuna y el honor de los argentinos, no a la nación
o a los intereses nacionales entendidos del modo nacionalista; no está para
proteger al estado empresario, está para limitar al Estado. Su espíritu es
exactamente el opuesto al que le asignó Carrió. Sería más ajustado a su intención
haberlo aplicado a los firmantes de un dictamen por el que se intentaba
criminalizar a los accionistas de una empresa arbitrariamente expropiada, en ese
momento confiscada porque ni siquiera se habían seguido los requerimientos del
artículo 17 de la Constitución Nacional. Todo con el único sustento de interpretar
la privatización como un crimen; y la pretensión de recibir una indemnización
como otro, porque se había condenado el reparto de dividendos como otro
crimen más. Es decir: básicamente, interpretando la Constitución al revés. Lo
que se estableció en ese momento en el Congreso fue una competencia para
buscar responsabilidad empresarial, dejando de lado el interés económico del
país de tener inversiones y crecer, que requiere un ambiente opuesto al que todo
el sistema político estaba creando.
En la misma ocasión en la que Kicillof dejó a salvo el aspecto legal al hablar
de vaciamiento, también mencionó que la toma de facto de la empresa le había
permitido acceder a información interna y comprobar lo que hasta ese momento
habían sido “hipótesis acerca de qué estaban haciendo”. Es decir que llevaron a
cabo una confiscación como castigo en base a la sospecha de que la empresa no
estaba cumpliendo los objetivos que el ministro de economía entendía que eran
buenos para el país, sin datos que lo corroboraran, pero a Carrió esto se le
escapaba por completo y el vaciamiento lo estaban cometiendo los directivos
que intentaban proteger ese patrimonio de las condiciones de control de mercado
impuestas por el Estado. Lo de Kicillof era la admisión de que había actuado a
ciegas; después, nada más le quedaba confirmar sus prejuicios encontrando los
cabos útiles para la alimentar la teoría conspirativa. Esa pasión que vemos usada
para juzgar los acontecimientos tenía el único fin de excitar a la población y
transmitir la sensación de que había una gran confabulación en su contra, de esas
que explican el fracaso argentino, y que la expropiación era un acto de justicia.
Aunque nunca lleguen a comprender, ni la gente ni los autores de estos
afiebrados párrafos, de qué estaban hablando. Solo saben que luchaban contra el
mal y que ellos son los héroes de una gran contienda contra un fantasma, porque
la situación del mercado energético no tenía nada que ver ni con la privatización,
ni con Repsol o los directivos de YPF ni de ese momento ni de los anteriores,
sino con condiciones creadas por la pesificación y las políticas de los gobiernos
que sucedieron a ese evento.
YPF y sus accionistas fueron quienes las padecieron junto con los
consumidores, no sus autores. Para la actual generación de españoles, en cambio,
nunca se olvidará cómo una empresa de la península que había apostado por el
país fue arrebatada de sus manos. Para el nacionalismo, este problema ni siquiera
existe, pero opera contra el futuro de la Argentina. La diputada consideró en una
parte de su discurso que “con la privatización de YPF, el Estado había perdido su
instrumento clave para explotar racionalmente los yacimientos de hidrocarburos
y captar su renta para el desarrollo de fuentes alternativas de energía”. Es el mito
de “las joyas de la abuela” en el que más adelante me detendré, según el cual la
Argentina hiperinflacionaria de Alfonsín contaba con unas empresas estatales
estratégicas que sostenían a su economía, cuando en realidad eran un lastre que
consumía el presupuesto público y un reservorio de acomodados y de corrupción
generalizada. La condena a los adquirentes de la empresa empieza por la
condena a la privatización en sí. Es política ideológica; después se la reviste de
asunto penal.
Tanto el oficialismo como la oposición trataron a la YPF privatizada durante el
transcurso de estos acontecimientos como si fuera una empresa pública, de lo
cual resulta que lo que se ve como una conspiración es consecuencia únicamente
de esa ubicación previa frente a los acontecimientos, lo que llamo la anteojera.
Nunca se tuvo en cuenta que, si YPF se hubiera comportado como una empresa
pública, habría fracasado como venía fracasando hasta antes de ser privatizada.
La diputada se quejó varias veces en el dictamen de que el Estado no controlara
la producción real de la compañía. Para Carrió, más que para Cristina Kirchner
incluso, todo el secreto del éxito se resume al control estatal.
Carrió también atribuye los problemas a la “concentración económica”, pese a
que con la YPF privada la oferta y producción estaba más diversificada que
durante el monopolio estatal. Pero son palabras que suenan dulces para
victimizar a la Nación por los fracasos del propio Estado. Pero ¿de qué serviría
una concentración económica si no se pudieran ofrecer los productos al precio
deseado? No se explica. Simplemente concentración es sinónimo de malignidad.
Encima, vinculó esa supuesta concentración económica con la adquisición del
25% por parte del Grupo Petersen; es decir que ¡el desprendimiento de acciones
por parte del accionista mayoritario implicaba un acto de concentración! En la
insistencia de la teoría del vaciamiento, todos los que sostienen la posición anti-
Repsol omiten explicar por qué no hubo denuncias de acreedores o socios de la
compañía, y todas estas se reducen a la política o al periodismo. Se supone que
esos debían ser los perjudicados.
Tampoco en ningún lugar a lo largo del informe de Carrió se explicaba cómo
era que las decisiones empresariales perjudicaban al patrimonio de la firma. Es
que el patrimonio vaciado —según esta concepción— empieza con la
privatización, porque el Estado es el dueño “natural” del “recurso estratégico” y
es despojado al permitirse su explotación privada. A partir de ahí, todo lo que
suceda tiene que ser condenado, así como toda mala consecuencia de la gestión
pública silenciada. Es por eso que Carrió denunció en su hipótesis de
antipatriótico a todo lo que pasó desde la privatización en adelante, siendo de
gran ayuda para el propósito de estatización. El derecho penal resulta así un
instrumento de persecución ideológica como ocurre en los países totalitarios con
los cuales Carrió probablemente resistiría identificarse. Es obvio que se puede
tener una posición estatista y antiprivatización, pero eso debe ser defendido
desde los argumentos y la competencia política. Lo de transformarlo todo en
persecución, además de ser injusto, impone una agenda política y económica
ciega que nadie puede discutir. Solo al pasar el dictamen menciona los mismos
hechos que podrían echar por tierra todas sus hipótesis de conspiración, que es el
manejo de los precios y las retenciones a las exportaciones. Pero esa situación
está puesta ahí, como para que nadie diga que faltó el detalle, lo que no se hace
es considerarla a fondo y que chocaría con el infundado mar de sospechas en el
que se basó la confiscación de YPF. Lo central, en cambio, fue que Repsol había
traicionado a la gloria nacional, tratando de no fundirse. Por el mismo motivo
resulta desconcertante el modo en que Carrió utiliza la palabra “saqueo”. No
podemos saber a quiénes saquearon los directivos de YPF, pero el informe está
dirigido a legitimar el saqueo del Estado contra un adquirente que había pagado
alrededor de quince mil millones de dólares cuando compró el paquete
accionario. Así como para Carrió hacerse con la suma del poder y poner el
patrimonio y derechos de los argentinos en manos del Poder Ejecutivo es algo
que ocurre con la privatización, la estatización no le parece que sea un saqueo.
Por la misma confusión, sobre el ingreso del Grupo Petersen a YPF lo que a
Carrió le resultó cuestionable fue que le sirviera para hacer uso de su derecho de
propiedad y libertad empresaria al repartir dividendos.
La operación se explicaba como una maniobra para dejar a YPF hacer cosas
que cualquier empresa en un país civilizado tiene derecho, porque imagina un
modelo de mayor control aún. Hasta la estatización era una maniobra para
favorecer a Repsol: “Tal como en la década del 90, lo que se pretende presentar
como una nacionalizacion de la empresa no es más que otra accion de Kirchner
para satisfacer las necesidades de Repsol, omitiendo de manera gravosa, la falta
de inversión y el saqueo de las reservas” (Carrió, 2012). Entonces cita el párrafo
en el que el diario El País explica la racionalidad del retiro de inversiones de la
Argentina, pero ella lo interpreta como prueba de malas intenciones. Decía El
País:
Para Repsol, se trata de una operación clave para iniciar el Plan
Estratégico 2008-2012, y en la que quiere mantener su presencia
en Argentina, al permanecer como accionista de control de YPF,
Repsol, además de lograr la argentinización del grupo y que dejen
de atizarla con adjetivos y actitudes poco amigables en aquel país,
logra unos ingresos interesantes. (Noceda, 2007)
Claramente Repsol se corría del acoso del nacionalismo caprichoso y de todos
sus adjetivos, los mismos que aportaba Carrió. ¿En qué cambia la transferencia
de acciones a las reservas y su saqueo? No se explica. El problema más grande
del dictamen de Carrió era que se salteaba por completo el pronunciamiento que
la Constitución pide a gritos acerca de cómo el procedimiento, los motivos y
objetivos respetan el derecho de propiedad. No es un dictamen de control
constitucional, sino de control de la libertad empresaria y de demonización del
afán lucrativo. YPF era la empresa petrolera más importante del país, cotizaba en
la bolsa de New York, de manera que lo que se le hacía a YPF en materia de
respeto a sus derechos repercutía: informaba al mundo acerca del
comportamiento del sistema político en el que invertía.
La misión de Carrió era gigante, pero se agotó en una ceguera ideológica que
hizo que ni se acercara al tipo de examen que debió hacer. Es el Estado el que es
controlado en un proceso de expropiación, no el particular. La expropiación no
es un castigo; si lo fuera, eso correspondería al Poder Judicial y la confiscación
está excluida de nuestro derecho. La expropiación busca llevar adelante un
objetivo de utilidad pública, que debe ser claro y fácil de advertir para todos, no
puede examinar culpas del expropiado.
Otro de los cuestionamientos del dictamen, citando un informe del ex
subsecretario de energía de Alfonsín Gustavo Callejas, era que los representantes
del Estado hubieran omitido pedir explicaciones a YPF sobre lo que llama
“indexación de precios de los combustibles en base a precios internacionales” en
violación a la Ley de Convertibilidad que prohibía la indexación después de
establecer una paridad uno a uno entre el dólar y el peso. La ley de
convertibilidad no estaba vigente en lo esencial para esta situación: esto es la
paridad entre el peso y el dólar. La adecuación a precios internacionales tiene
que ver con mantener esa relación que era parte de las condiciones contractuales
de la privatización, vigentes al entrar Repsol; pero más importante es que el
capital para producir petróleo es internacional, y si los precios son más
favorables en Libia, la alternativa a reconocer los precios internacionales es ver
retirarse los capitales hacia Libia, lo que torpemente se identifica como
vaciamiento. Lo que la opinión citada de Callejas y el propio dictamen de Carrió
pretenden es que la empresa con capitales privados siga objetivos políticos
ruinosos en lo económico, consumiendo el capital en la operación.
Tres años después de aquella estatización, Gustavo Callejas seguía quejándose
de que continuaba el vaciamiento y repudiaba que se incorporaran empresas
extranjeras a la explotación petrolera:
Después de tres años de la estatización de YPF, se puede decir que
todo lo que se ha hablado de soberanía y de autoabastecimiento ha
sido un gran cuento… La estatización fue un hecho financiero
ejecutado por un gobierno que, en declaraciones de la presidenta
Cristina Kirchner, sigue haciendo lobby de la empresa mixta, es
decir que no quiere una empresa estatal plena. (Redacción EES,
2015)
Esto quiere decir que el inspirador intelectual de la posición de Carrió
consideraba que lo único válido, honesto y la panacea era volver a la empresa
estatal plena que con Alfonsín llegó al paroxismo del fracaso, desconociendo el
avance logrado en su período privado —solo por volver al sueño de Hipólito
Yrigoyen—, y considerando delincuentes, ni si quiera gente con posiciones
alternativas a las suyas, a quienes sostuvieran cualquier “contaminación” de la
vaca sagrada con la despreciable ambición privada. Todo debe ser ambición
política y por eso nadie, nunca, bajo ninguna circunstancia podría ser otra cosa
que demonizado fuera del estatismo más absoluto de Carrió y Callejas.
El capital que debiera usarse para volver a construir su elefante blanco sería el
de los bolsillos sobrecargados del contribuyente argentino. Sin embargo, Callejas
también critica el impuesto que se cobra a usuarios de gas y electricidad para
llevar adelante obras de infraestructura, que es la contrapartida al control del
precio. Lo asombroso es que todo aporte privado se ve como sospechoso y
antipatria, pero los impuestos para solventar la inversión también. Y, a pesar de
que ese sueño no se cumple nunca, se mantiene la fe ciega en el control y la
desconfianza a los incentivos. Se supone que hay un control ideal que nunca
llega a los resultados queridos por malas intenciones de los controladores y que
eso vuelve a probar la necesidad y utilidad de los controles. No se puede alegar
que hay una “falta de control” en un supermercado porque la leche no se vende a
mitad de su precio. Es una forma artera de presentar al ejercicio del derecho de
propiedad y la libertad de comercio como si fueran delitos de lesa patria con una
tipología abierta, una forma de castigar que el derecho penal moderno repudia.
Menos se puede alegar falta de control si los precios son determinados
políticamente. Lo que Carrió y Callejas cuestionan al Estado en realidad es no
haber sido más arbitrario e intrusivo en la empresa; mismo pecado de Menem
por privatizar y desregular, y en eso consiste el meollo para la denuncia de su
violación de funciones siempre en contra de la empresa privada. Es así que lo
único que emitió la Comisión de Asuntos Constitucionales que tenía que revisar
un proceso expropiatorio en defensa del derecho de propiedad, según lo
establece el artículo 17 de la Constitución, fue una condena a la privatización.
En uno de los párrafos, Carrió llegó a imputar a los Kirchner por no haber
tomado medidas después de que Repsol fuera sancionada en Bolivia por un
asunto específico ocurrido en ese país. Como el gobierno boliviano la había
sancionado, la diputada suponía que Argentina también lo debía hacer. Y es
abogada, y dice que no es chavista, pero mostraba una animosidad contra la
empresa privada en sí misma que hace difícil distinguirla de los parámetros del
régimen venezolano. Interpretó el dictamen a la argentinización como una
“puesta en escena para ocultar una gran estafa”, según esta peculiar hipótesis
delictiva: “Los accionistas de YPF distribuyeron casi USD 5000 millones en
ganancias, endeudaron a la empresa en USD 2300 millones, mientras las
reservas y la producción cayeron en un pozo sin fondo” (Estenssoro,
Lanacion.com, 2012).
Se usan los términos del derecho penal con una liviandad pasmosa teniendo en
cuenta que esa rama del ordenamiento jurídico lleva adelante castigos como la
privación de la libertad. A la insuflada emocionalidad, el uso de la amenaza
penal le resulta la forma más natural de pelearse con los que mancillan su idea
del honor nacional. De ese uso casi metafórico de los tipos penales después se
genera un estado de opinión pública y publicada que coloca a los jueces ante la
violencia de tener que contradecir las pretensiones de venganza pública sin
fundamento y ser tildados de cómplices o de hacer la vista gorda a los principios
del debido proceso y jugar con la libertad de los involucrados, cosa que es rutina
en la realidad argentina.
Para alejarnos de ese subterfugio es necesario aclarar que la estafa, según el
artículo 172 del Código Penal es aquello en lo que incurre “el que defraudare a
otro con nombre supuesto, calidad simulada, falsos títulos, influencia mentida,
abuso de confianza o aparentando bienes, crédito, comisión, empresa o
negociación o valiéndose de cualquier otro ardid o engaño”.
En lo que describió Carrió, sin embargo, lo que hay es una política empresaria
de financiarse con deuda y repartir dividendos. Para que haya estafa tiene que
haber un estafado. ¿Quién es la víctima en la acusación de Carrió? Pues sus
propios planes de lo que supone con poco fundamento económico que sería lo
que YPF debería haber hecho para beneficiar al país con su dinero. La estafa es
un delito contra la propiedad, pero Carrió lo invocó contra el derecho de
propiedad.
Lo asombroso es que algunas de sus afirmaciones no hayan merecido un
cuestionamiento ni dentro de la comisión, ni en el recinto de sesiones, ni
tampoco en la prensa. Es que “defender a la empresa” es algo condenable en sí
mismo para la emocionalidad conspirativa. Por ejemplo, en este párrafo tan
absurdo:
Para resumir el estado de situación podemos afirmar sin temor a
equivocarnos que si el Estado Argentino en la actualidad le
adquiriese a los Eskenazi su participación accionaria en Repsol,
esta operación sería un negocio perfecto para su grupo, que
ingresó a la explotación de hidrocarburos sin poner dinero; que en
lugar de reinvertir las utilidades para una mejor producción la usó
para pagar la deuda que contrajo para adquirir acciones. Como se
puede apreciar, ganancia absoluta y una muestra cabal de
capitalismo de amigos que enriquece a grupos vinculados con el
poder en desmedro de las arcas públicas y los recursos naturales,
sin que el estado ejerza el rol de contralor que le es conferido en la
normativa vigente. (Carrió, 2012)
Cuesta decidir por dónde empezar. Si el Estado no le pagaba a los Eskenazi
(cosa que justamente evitaba hacer con la expropiación del 51% de las acciones,
de lo que deriva el reclamo de Burford en New York) se lo tenía que pagar a
Repsol, no quedarse con ese valor. No había forma en que la invalidez de aquel
acuerdo le ahorrara un peso de indemnizaciones al Estado. Además de haber
avalado la maniobra de la expropiación del 51%, de la que resultarían otras
indemnizaciones más caras, de las cuales el erario público debía hacerse cargo,
Carrió ignoró el simple hecho —que a un abogado no puede pasársele por alto—
de que Repsol no le cedió a Peterson nada que fuera del Estado. No hay
desmedro alguno de las arcas públicas; razón de más por la que sí debiera haber
conservado algún temor a equivocarse.
Todo parece reducirse a un razonamiento caprichoso según el cual como la
indemnización sería un muy buen negocio para el grupo de Eskenazi habría que
omitirla; el Estado tiene que impedir los buenos negocios. Y una indemnización
nunca es un buen negocio, se trata de una compensación, pone al beneficiario en
la situación en la que estaba antes de haber sufrido el daño, de otro modo deja de
ser una indemnización. A continuación, el dictamen agrega lo que podría ser la
desmentida perfecta a la gratuidad de aquella transferencia, pero leída en
términos conspirativos: “Como dijimos, Repsol consintió el acuerdo porque
incrementaba sideralmente su patrimonio, a costa de la notoria descapitalización
de YPF. De hecho, según consta en sus balances, en el período 2003 y 2007
repartió el 97% de las utilidades de la empresa al amparo de la inacción y
complicidad del Gobierno argentino… Tanto es así que a pesar de la contención
de precios impuesta por el Gobierno de Cristina Kirchner y a los altos niveles de
importación, YPF ha tenido en estos años ganancias anuales cercanas al 20% de
sus activos y superando el 40% sobre el patrimonio neto. En igual período
contrajo deudas por aproximadamente USD 4.000 mil millones, situación
avalada por el mencionado representante del Gobierno en el directorio. Desde
2008, las deudas crecieron más que los activos, configurándose (así) el
vaciamiento. No puede soslayarse además que YPF paga dividendos superiores a
su utilidad neta”.
La despreocupación por conectar los hechos a la realidad es tal que este
argumento de lo que ocurrió entre 2003 y 2007, algo perfectamente legal y
controlado por la bolsa de valores argentina y de New York, es usado para
demostrar que la transferencia del 25% de las acciones a favor del Grupo
Petersen, ocurrida en 2008, era para seguir la misma política que ya se estaba
realizando, para afirmar párrafos después que este vaciamiento ocurre después
del 2008. La descapitalización, repito, no es un vaciamiento. No había proceso
concursal alguno ni cesación de pagos, ni se liquidaban bienes; se decidía una
política a futuro de menor inversión. Pero la caída en la inversión no fue solo de
YPF sino de toda la economía, sobre todo los sectores con precios
internacionales. Fue consecuencia de políticas como las que avaló Carrió.
Simplemente se minimiza el contexto de precios administrados y se criminaliza
la no inversión a niveles de una libertad de mercado que bajo ningún concepto se
quiere restablecer. El resto es considerar sospechoso el endeudamiento, aunque
nunca se dilucide dónde está el daño de ese tipo de vaciamiento, mucho menos a
quién, y se cuestiona el reparto de dividendos de una empresa que se describe
como más que próspera.
Las contradicciones son burdas. En realidad, el motor de estas pasiones es nada
más que la antipatía a la empresa privada, el resto es hacer una colección de
afirmaciones que en la cabeza de una persona desinformada o que no entienda
cómo se realizan los negocios suene a deshonesta. Más adelante sugiere que el
Estado debió estatizar el 25% del grupo Petersen para pasar a manejar a la
empresa en virtud del contrato que líneas arriba había considerado inválido y,
por supuesto, desconociendo las reglas estatutarias respecto de la adquisición
hostil y la toma de control por el estado: “Si en definitiva comprarla no significa
una erogación que comprometía el erario público, si tanto les interesaba la crisis
energética, si ya se sabía de la baja de producción y la desinversión ¿por qué no
se estatizó el 25% de la compañía para que el Estado pasara a manejar la
empresa, como finalmente lo hizo el Grupo Ekenazi, vinculado desde los aciagos
días de la década del 90 a todas las administraciones kirchneristas?”.
A la vez que el informe divide lo que pasó entre el 2003 y el 2008 para decir
sucesivamente que el vaciamiento ocurrió antes u ocurrió después y que se debe
a maniobras de Repsol y Eskenazi para elevar el valor de las acciones con el
magnífico negocio de desinvertir, después cuela alegremente esta afirmación
poniendo las responsabilidades en la política general:
No se explica ahora al supuesto ‘enojo’ del Gobierno que,
invocando la pérdida de autoabastecimiento energético del país,
dice pretender ‘correr’ a los Eskenazi y a los españoles de Repsol
de YPF. Es verdad que en los últimos tiempos se desplomaron las
reservas y la producción de gas y petróleo de YPF, pero es de
destacar que en los casi nueve años que lleva este gobierno en el
poder —en las sucesivas presidencias de Néstor Kirchner y
Cristina Fernández de Kirchner— las reservas de gas cayeron un
55% y las de petróleo un 15%, cuando en el mundo y la región
hubo una importante expansión. (Carrió, 2012)
El dictamen que ilustra perfectamente la opinión de una parte importante de la
dirigencia política y de la prensa puede encontrarse en la página oficial de la
diputada Carrió, donde se exhibe como si fuera una pieza digna de orgullo,
aunque falla fundamentalmente en cuanto al cometido que tiene una Comisión
de Asuntos Constitucionales. El problema es que esta farragosa concatenación
de datos no es leída ni analizada jamás por nadie, así sirve como elemento
fetiche, para poder creer que en algún lado existe un fundamento para las
posiciones políticas que se toman.
En otra parte Carrió menciona que en el año 2008 las provincias donde YPF
tenía sus yacimientos se reunieron en Madrid con el señor Antonio Brufau,
presidente de Repsol a efectos de ofrecer la adquisición del 10% de la compañía:
En enero de 2008, como lo hicieron recientemente, las provincias
petroleras informaron su intención de comprar un 10% del paquete
accionario a USD 2000 millones. Chubut, Santa Cruz,
Mendoza, Neuquén y Formosa, tras un encuentro con Brufau
en Madrid, informaron que se acordó la posible compra del
10% del paquete accionario a igual precio que el pagado por
Eskenazi (aproximadamente USD 2000 millones), pero sin
financiación, situación que nunca se efectivizó. Adviértase que
los estados provinciales, poder concedente de las reservas, se
encontraban en una posición desfavorable en relación a las
condiciones de contratación obtenidas por ESKENAZI1.
1 Se respeta subrayado, negritas y mayúsculas del original.
Veamos… ¿No había sido gratuita la adquisición de acciones por el Grupo
Petersen? Dejando eso de lado, Carrió no parece haber encontrado una razón por
la cual dar crédito a un grupo de estados provinciales fuera financiera y
económicamente diferente a prestarle a una empresa privada mediante un
convenio bajo otra jurisdicción. Podría haberse preguntado también por qué esas
provincias no podían conseguir en el mercado las mismas condiciones que
Eskenazi y comprar al contado como pedía Brufau. Como abogada, es
asombroso que creyera que merecerían un tratamiento comercial más
benevolente porque algo hubiera en el hecho de ser concedentes de las áreas
petroleras que les diera un particular acceso a comprar acciones de la compañía
concedente. Apenas mencionó, pero sin que le mereciera apreciación moral
alguna o asociación de estas maniobras con la idea de extorsión que sí se
encuentra bien tipificada en el Código Penal, el hecho de que a partir del verano
del año 2012 y como preparación al asalto de YPF, esas concedentes hubieran
realizado acciones para hostilizar a YPF y hasta hubiesen revocado concesiones
que después extendieron, una vez que el Estado nacional se apoderó de la
compañía.
En efecto, el 24 de marzo Mendoza le revocó a YPF la concesión de Ceferino
en Rivadavia y Cerro Molar 3 en Malargüe. El 26 de marzo le canceló una
concesión en Tartagal Oeste. El 27 de marzo el gobernador de Mendoza
anunciaba la creación de una empresa provincial para explotar los yacimientos
quitados a YPF. El 28 de marzo, a la salida de una reunión de las autoridades de
la OFEPHI (Organización Federal de Estados Productores de Hidrocarburos) con
el ministro De Vido, Río Negro le quitó una concesión que vencía en 2026. El 31
de marzo Neuquén le revocó un tercer contrato y el 5 de abril el de Ñirihuau. El
10 de marzo Chubut le canceló la concesión del yacimiento de Manantiales
Behr, que representaba el 10% de la producción nacional. Mientras tanto las
acciones de la compañía se derrumbaban, pero nadie asociaba esto con un
vaciamiento.
En medio de esta acción coordinada para someter a YPF en su enfrentamiento
con el Gobierno nacional, a la que después vendrían a “rescatar” con la
estatización, la compañía anunciaba el hallazgo de petróleo convencional y de
esquisto en Mendoza, pero para el secretario Cameron eso no era más que una
maniobra mediática según dijo a los medios en ese momento.
Todos estos hechos fueron mencionados por el dictamen de Carrió, de nuevo,
solo para que no se dijera que no los referenció, pero sin que le merecieran
mayores observaciones. Nunca se había visto una serie de maniobras destinadas
a destruir una compañía —para después asaltarla— de semejante magnitud. Para
la Comisión de Asuntos Constitucionales la única preocupación era la
emocionalidad antiempresaria con la que ayudaba al gobierno a concretar sus
propósitos mientras contradictoriamente expresaba su pronunciamiento como
una simulada crítica.
El viceministro Kicillof se había quejado en enero a su vez de que el envío de
utilidades de Repsol al exterior se hiciera en el momento en que la frágil
economía del país enfrentaba una corrida cambiaria. Lo que ocurrió después
hasta abril es la crónica de una muerte anunciada. El Estado argentino había
destruido un mercado y simplemente había recurrido a un chivo expiatorio con
gran ayuda opositora para correrse de su responsabilidad. El dictamen recuerda
que en julio de 2019 Repsol le encargó a Goldman Sachs que buscara un
comprador para sus acciones de YPF. Estaba haciendo un gigantesco negocio,
pero se quería ir. Lo cuenta también el diario El País en una nota titulada “El
último tango de Repsol” del 5 de julio de 2009. En ese momento, las empresas
chinas CNPC y CNOOC negociaban con la española la adquisición de su
paquete accionario por USD 17 000 millones. El diario contaba que las
compañías chinas consideraban la compra de otras empresas en Irak y agregaba
también:
Argentina no es tan peligrosa como Irak. Pero los riesgos políticos
y reguladores eran considerables. YPF había sido un dolor de
cabeza para Repsol desde que el grupo energético español la había
comprado por USD 15 000 millones de dólares en 1999. Los
controles de precios le impidieron beneficiarse plenamente del
elevado precio del petróleo. Las reservas disminuyeron, y la
inversión había sido insuficiente… Y las grandes petroleras tal vez
no lloraran por la venta de YPF, que tenía un atractivo limitado.
(Maharg-Bravo, 2009)
Nada de esto encajaba con la idea loca del gran negocio de desinvertir y
sobrevaluar acciones con reparto de dividendos. Los chinos de cualquier manera
solo estaban interesados en contratos de participación, pero no la compra del
75% de las acciones.
La conclusión del dictamen sobre todos estos acontecimientos concatenados
apenas fue que Repsol era culpable de querer vender sus acciones:
De la cronología enunciada precedentemente se desprenden las
siguientes conclusiones:
• Que era voluntad de REPSOL salirse del negoción en la Argentina,
situación que había sido informada a los accionistas en ocasión del
Balance de Gestión 2010. En igual sentido y abonando esta tesis
que indica que el 12 de julio de 2011 la compañía asumió el
compromiso de mantener el 50.1% de YPF hasta FEB de 2013.
• Que REPSOL fue desprendiéndose de manera paulatina de sus
acciones. Adviértase que el 31 de enero de 2011 el Citi informó
que manejará la venta del 20% de YPF durante el primer trimestre
del 11.
… Corolario: La expropiación garantiza impunidad a Repsol, y la
intervención ‘premia’ a quienes avalaron el ‘vaciamiento’, y
garantiza impunidad a los funcionarios partícipes del mismo.
Es decir, para la Comisión de Asuntos Constitucionales, llamada a
pronunciarse sobre la constitucionalidad de una expropiación que se había
iniciado por una burdamente ilegal intervención y con el anuncio de que la
expropiada no sería indemnizada (aunque luego se pagaría la cifra pretendida
por Repsol), todo el asunto se reducía a que la empresa se lo había buscado
porque se quería ir, sin que tampoco le pareciera necesario analizar si en esa
voluntad no habían influido múltiples, reiteradas y delictivas violaciones a sus
derechos de propiedad que ella misma detallara. En cambio, los directivos de la
firma, concluía el dictamen, debían ser incluidos en una denuncia penal que
contenía una variada gama de delitos incorporados como asociación libre por la
diputada. La ensalada de delitos que copió y pegó Carrió como conclusión para
imputar a los expropiados incluyó:
1. El uso de información privilegiada para alterar el valor de las acciones de
una compañía (art. 307 del Código Penal), sin haber relatado hecho alguno que
lo justificara. Desde ya, la norma penal no tiene nada que ver con el negocio que
interpreta que se hace repartiendo dividendos, que, si influye sobre la cotización,
es después de que la información se publique, no porque se la conozca debajo de
la mesa.
2. El de alterar el valor de las acciones mediante el suministro de información
falsa o simulando liquidez (art. 309 del Código Penal), que tampoco encaja con
el hecho de que los balances y el reparto de dividendos tiene controles estrictos
de las bolsas de valores, y el de administración infiel (art. 173 inc. 7 del Código
Penal), que se da de patadas con la idea de haber procurado grandes ganancias
para la compañía mediante las maniobras anteriores.
Lo que muestra esta elección endeble de figuras penales es la búsqueda de una
demonización, sin ninguna preocupación por aspecto jurídico alguno. El Código
Penal es el subterfugio con el que se escapa del hecho de que no había reclamo
patrimonial posible que el Estado le pudiera hacer a YPF o a sus socios, porque
en realidad era al revés. Todo lo que se desprende de los hechos es el daño que
YPF ha sufrido por las decisiones del Gobierno legitimadas por la ola emocional
nacionalista. Todos estos “delitos” que entiende Carrió que fueron cometidos sin
que el Poder Ejecutivo dijera nada. Su conclusión del proceso confiscatorio fue
que el gobierno debería haber hecho algo para encarcelar a los directivos de
YPF, lo cual no era función del Poder Ejecutivo sino del Judicial en todo caso.
Lo cierto es que lo que el kirchnerismo hizo al quedarse con YPF no fue otra
cosa que hacer suyos los ataques que, desde el sector de Carrió, junto con María
Eugenia Estenssoro, senadora por su partido, venían realizando contra Repsol y
la privatización. A tal punto que la diputada se consideró reivindicada cuando el
Poder Ejecutivo hizo suyos sus argumentos de demonización nacionalista:
Entre los reconocimientos puede leerse: “Como se verá a
continuación, la estrategia de carácter predatorio ejercida por parte
de REPSOL como controlante de YPF tuvo serias consecuencias
para la economía nacional y, seguramente, se profundizarán si el
Estado no toma intervención en el funcionamiento de la empresa”.
(Carrió, 2012)
La criminalización de la empresa privada no tiene que ver con cuestiones
jurídicas o conductas penales, sino con su atrevimiento de no cumplir con los
objetivos del país, definidos por la política: “El accionar de Repsol-YPF a lo
largo de los últimos años demuestra que los intereses del accionista mayoritario
y controlante no han coincidido con las necesidades de la República Argentina…
Queda en evidencia que el accionar de la empresa se encontró guiado por la
lógica cortoplacista encaminada a la expansión mundial y lindera con la
actividad especulativa, que se tradujo en el vaciamiento de la principal empresa
de nuestro país”.
No sintió la autora del dictamen que tuviera que relacionar la idea del
cortoplacismo con la de apuntar a una expansión mundial, ni mucho menos
indagar en la lógica de tales decisiones; bastaba con catalogarlas de “linderas
con lo especulativo” y “vaciador”, contrarias a las necesidades del país.
LA HIJA DE YPF
Otra de las opiniones fuertes desde la oposición en la materia fue la de María
Eugenia Estenssoro, exsenadora e hija de José Estenssoro, quien fue el primer
administrador de la YPF privada. Ella siguió la misma tesis del vaciamiento para
explicar la situación de YPF, por lo tanto, la confiscación y posterior
expropiación fue nada más que un acto de justicia tardío según su punto de vista.
Fue una de las primeras personas en criticar la venta de las acciones que le
quedaban al Estado porque, en su concepción, YPF es un instrumento de la
política. Tiene derecho a pensar así; lo reprochable es evitar confrontar ideas y
tratar como criminal cualquier opinión o política contraria, o participar en un
mercado que permite al capital privado intervenir.
Su postura respecto de aquel verdadero asalto a la empresa quedó resumida en
una carta abierta que Estenssoro le escribió a Cristina Kirchner que parte de la
queja de que Repsol hubiera adquirido la compañía “por un puñado de pesos”
(USD 15 mil millones) y a partir de ahí asume que la compañía española
resultaba condenable desde el vamos. La carta dice lo siguiente:
Estimada Presidenta (sic), querida Cristina:
Me dirijo a usted con profundo dolor porque la verdad de los
hechos me impide acompañar una iniciativa importante,
estratégica para el país, como es la recuperación de YPF para los
argentinos. Una causa por la que vengo abogando, casi en soledad,
desde hace 13 años.
Quiero agradecerle, en primer lugar, el haber elogiado
públicamente la gestión de mi padre en YPF, reconociendo frente
al Congreso Nacional que en esos años la compañía alcanzó
niveles récord de producción y exploración. Cuando mi padre
murió, en el año 1995, YPF se había transformado en una
multinacional argentina, de capital mixto, controlada por el Estado
nacional, con yacimientos en Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador,
Estados Unidos, Rusia e Indonesia. Era la petrolera número once
del ranking mundial. Mi padre entendía que, de cara al siglo xxi, la
Argentina necesitaba una YPF con una visión global, que liderara
en nuestra región.
Lamentablemente, ese sueño murió cuando el avión en que viajaba
se estrelló en Ecuador. Poco después, en 1999, el presidente
Menem vendió las acciones del Estado y el control de YPF a la
española Repsol por un puñado de pesos. En ese momento, como
hoy, gran parte de la dirigencia política, los medios y la ciudadanía
también aplaudió. Debo señalar que su marido, el expresidente
Néstor Kirchner, acompañó enérgicamente esta decisión: en lugar
de defender nuestra soberanía energética, vendió a Repsol el 4,3%
de las acciones de YPF que tenía la provincia de Santa Cruz. En
una entrevista que me hizo el diario Página/12 el 16 de mayo de
1999, dije que ése era “el último gran acto de corrupción de la
gestión menemista”.
Hoy quiero expresarles a usted y a mis compatriotas, con todo
respeto y gran pesar, que no podemos subsanar ese grave ilícito,
ese grave error, con otro acto de corrupción. Aprobar el proyecto
de expropiación de YPF que mañana tratará el Senado sin antes
revisar minuciosamente lo actuado por funcionarios de su propio
gobierno implicaría convalidar y encubrir sus responsabilidades
políticas, administrativas y probablemente penales en la pérdida
del autoabastecimiento energético nacional y el vaciamiento de
YPF.
En 2003, el expresidente Kirchner recibió una Argentina
autosuficiente y “soberana” en materia petrolera. Pero una política
energética equivocada, llevada adelante por el ministro Julio De
Vido y el secretario de Energía, Daniel Cameron, hizo que
dilapidáramos en ocho años el autoabastecimiento nacional que
supimos conseguir y consolidar en ¡ocho décadas! Es verdad, el
consumo aumentó al ritmo de la recuperación económica, pero la
producción nacional colapsó y su gobierno fomentó la
importación.
Culpar a la gestión de Repsol en YPF por la mayor crisis petrolera
de toda nuestra historia es una simplificación tramposa: YPF
representa sólo el 30% de la producción de gas y petróleo del país;
y, además, de las catorce empresas que lideran la producción del
país, nueve (entre ellas, Petrobras, Total, Chevron, Enap,
Tecpetrol) tuvieron pérdidas superiores o comparables a las de
YPF.
La pérdida del autoabastecimiento es el resultado directo de la
gestión de sus funcionarios. Esto se expresa claramente en una
carta enviada por Daniel Cameron a ocho exsecretarios de
Energía, que le escribieron preocupados por la caída constante de
nuestras reservas y producción. Cameron respondió el 11 de junio
de 2011: “Una primera conclusión es que el autoabastecimiento es
importante, genera seguridad, pero no es determinante ni
extremadamente riesgosa la dependencia que inevitablemente
tienen aquellos países que no lo disponen entre sus recursos
naturales o, si lo disponen, no cubren la totalidad de sus
necesidades”.
¿Cómo se sorprende que perdiéramos el autoabastecimiento y que
el año pasado las importaciones escalaran a 10 000 millones de
dólares si el secretario Cameron nunca creyó que era riesgoso o
importante?
¿Por qué no le ha pedido la renuncia todavía? ¿Por qué ha
premiado a De Vido, su superior directo, con la intervención de
YPF, si pesan sobre sus espaldas la tragedia de Once, la crisis de
los ferrocarriles, los escándalos del área de transporte y el colapso
energético, que no es solo petrolero? ¿Sabe que involucra también
la generación de electricidad?
Me alegra que haya decidido, por fin, sancionar a los responsables
del vaciamiento de YPF. Pero ¿por qué expropia al grupo Repsol y
exime a los Eskenazi, siendo que el retiro de utilidades
extraordinario —255%, en 2008 y 140%, en 2009— se produjo
para que la familia Eskenazi pudiera pagar la compra del 25% de
las acciones con las ganancias de la propia compañía? Además, es
Sebastián Eskenazi quien manejó la compañía en estos años. El
acuerdo societario firmado entre Repsol y Eskenazi en febrero de
2008 y los balances de la compañía que dan cuenta del
vaciamiento fueron aprobados y llevan la firma del director del
Estado en YPF, Santiago Carnero, actual miembro del directorio
del Banco Central (¡qué peligro!), y de la síndica del Estado en
YPF, Silvana Rosa Lagrosa, actual miembro de la Sigen (¡otro
peligro!). ¿Cómo no los ha separado de sus cargos y puesto a
disposición de la Justicia si han incumplido sus obligaciones como
funcionarios públicos?
Estimada Presidenta (sic), realmente estaríamos dando vuelta la
página de un capítulo muy oscuro de nuestra historia petrolera si
los responsables políticos, administrativos y empresariales fueran
sancionados e investigados todos por igual. Por otra parte, la
Argentina necesita una YPF argentina y una política energética
nacional, sustentable y de largo plazo. Pero nadie nos ha
presentado ni un plan estratégico para el país ni un plan para la
nueva empresa. Se nos pide que votemos a libro cerrado y con los
ojos vendados. Yo creo en el rol del Estado, pero en un Estado
serio, transparente, ejemplar, que se sujeta a la ley, que controla y
se deja controlar, y que cuando se equivoca y comete errores, no
ataca a unos para encubrir a otros.
Por todo lo expuesto y de todo corazón, lamento profundamente
no poder acompañar el proyecto oficial que tratará el Senado en el
día de hoy. Respetuosamente... (Estenssoro, 2012)
Los supuestos de la misiva eran que, como YPF era estratégica, debía seguir un
plan nacional que nadie se lo había presentado a la senadora, pero que ella
tampoco proponía porque lo importante era que la compañía fuera manejada
políticamente. Curioso es que manifestara que aun así no apoyaba la
estatización. A su vez Repsol, que la compró por el puñado de 15 mil millones
de dólares, era responsable de la situación energética, aunque proveyera solo el
30% del abastecimiento interno. La señora Kirchner, que no es responsable de
otra cosa que de tener funcionarios que no impidieran a YPF manejarse de
acuerdo a sus intereses, llevaba consigo el pecado de haber apoyado en su
momento la privatización.
¿Por qué María Eugenia Estenssoro es referente en esta materia? Porque va
munida de las verdades de su emocionalidad y es hija de José Estenssoro,
original privatizador de YPF. Munida de semejante emoción entiende que todos
los que giran alrededor de la cuestión y que no se atienen a sus muy acotados
parámetros sobre la cuestión son unos criminales, como también lo son los
funcionarios que no se ajustan a ellos. Nunca se hace un análisis crítico de las
cosas que afirma porque carga la autoridad de su postura emocional y del
vínculo con su padre. Es la hija de YPF.
Sobre el juicio de Burford Capital en New York como adquirente de los
derechos de las empresas Petersen, dijo en otro momento lo siguiente:
No solo vaciaron YPF, sino que ahora están demandando al Estado
y a la empresa por la suma de 5 mil millones de dólares. El juicio
se está llevando a cabo en Nueva York dado que la empresa cotiza
en la bolsa y la Argentina perdió en primera y segunda instancia.
Podría llegar a seguir el mismo derrotero de Repsol, que, luego de
vaciarla, hubo que pagarle 8900 millones de dólares. (Eco Medios,
2019)
El crédito que se reclamaba en New York originalmente pertenecía al grupo
Petersen como accionista minoritario al que el adquirente (vía expropiación) del
51% estaba obligado a comprar su parte en iguales condiciones, de acuerdo a las
normas de emisión de los ADR (acciones extranjeras que se negocian en el
mercado estadounidense) en aquella plaza bursátil. Vaciamiento o no, el grupo
Petersen era propietario de esa minoría por transferencia hecha por Repsol. El
Estado, aún en la polémica hipótesis del vaciamiento, no tendría derecho a
confiscar esos activos, por lo tanto, la relación que hacía entre una y otra cosa no
tenía asidero alguno. Lo mismo ocurre en el caso de Repsol: no importa la
opinión que tuviera cualquiera de la gestión de Repsol, el pago correspondía
porque así lo dispone el artículo 17 de la Constitución frente a una expropiación.
El “manojo de pesos” Repsol los había puesto, y parte de su adquisición se la
cedió al Grupo Petersen.
Con estos razonamientos caprichosos, basados en la mera desaprobación moral
y emocional, se saltea por completo los derechos de aquellos a quienes les
apuntan y tratan como verdaderos muertos civiles. La confiscación no existe en
el derecho argentino. El problema es que el vaciamiento no puede ser establecido
más que en términos retóricos, porque si no, en lugar de omitir el pago
compensatorio por la expropiación en un caso o por las obligaciones estatutarias
en otro, lo que habría que reclamar sería una indemnización. Pero ese derecho le
correspondería a acreedores reales y no acreedores emocionales.
Señala Estenssoro algo que también sirve para comprender la diferencia entre
la realidad y el capricho emotivo. Repite ahí la excusa tan trillada de que los
Eskenazi compraron la parte de YPF sin poner un peso, porque, según dijo, la
mitad fue financiada por Repsol con dividendos y la otra mitad por un consorcio
de bancos.
Veamos… Se puede condenar el modo en que Néstor Kirchner manejaba el
país como si fuera propio y determinaba que una empresa se “argentinizara”,
aunque la verdad es que en la época en que ocurrió esta argentinización se hizo
en varias empresas y los diarios lo comentaban como algo normal. El problema
es que esa objeción, que comparto, nuble de tal manera el juicio que permita que
se pase por arriba de derechos elementales y que se desconozca la validez de una
operación al punto de deslegitimarla como hizo en este caso. El negocio que
describió tiene un precio y está financiado, algo que es perfectamente normal.
Los bancos pusieron el dinero y Repsol pagó a los Eskenazi con acciones a
cambio de su gerenciamiento que hizo posible que YPF cumpliera los deseos de
Néstor Kirchner y que Repsol pudiera atender a sus intereses. El que compra a
crédito no es que no pone un peso, algo que es asombroso oírle decir a una
persona adulta. Es igual que quien compra una casa con un préstamo de un
banco. Si la transferencia hubiera sido gratuita, no habría habido concurso de las
empresas del grupo en España.
Pero el reclamo de Burford no era meramente derivado de los derechos de
Petersen, también provenía de los derechos de los bancos y el resto de los
acreedores de las empresas radicadas en España. El grupo Petersen en sí mismo
ni siquiera llevó adelante el reclamo. Del lado privado de esta operación, Repsol
e YPF hicieron un intercambio mutuamente beneficioso y el Estado en eso no
tiene arte ni parte. De hecho, si el Estado argentino no hubiera tenido que
pagarle a Petersen el dinero de los accionistas minoritarios bajo la hipótesis de
que aquella operación habría sido nula, igualmente se lo tendría que haber
pagado a Repsol. Esas acreencias no se esfumarían en el aire.
Pero el enfoque emocional impide ver la realidad y hasta permite negar el pago
hecho por esa operación. Hay bastante confusión en cuanto a lo que significa
comprar acciones a cuenta de dividendos, algo que no es tan raro, pero también
niega el pago de la mitad porque fue hecho con crédito. Siguiendo esta lógica,
podrían quitarnos todas nuestras compras con tarjeta por haber sido hechas sin
haber puesto un peso.
A pesar de eso, Estenssoro reconoció que YPF, ante el panorama que
presentaba el mercado petrolero para todas las empresas Repsol, quería salir y
que Eskenazi era el vehículo. El problema es que sabiendo eso insistía en
mantener las culpas en el sector privado sin hacer análisis jurídico alguno ni
considerar cómo el Estado indujo esta situación.
La hipótesis del vaciamiento supone que la inversión es una obligación con las
aspiraciones del Estado a un autoabastecimiento como meta emotiva. Pero no
invertir es tan válido y, en principio, económicamente justificable como hacerlo.
No se invierte en negocios ruinosos. Y, al contrario de lo que este nacionalismo
piensa, eso demuestra por qué la empresa privada es la que debe manejar el
negocio petrolero: porque lo hará con un criterio económico, considerando
costos y beneficios, y no con el de una épica empobrecedora que después pesa
sobre los contribuyentes como impuestos y atraso. Repsol salvaba su patrimonio
de gente como Estenssoro, Carrió o los Kirchner. No hay vaciamiento por no
invertir y no hay robo por indemnizar una expropiación. El robo es la
expropiación sin la indemnización.
LA ENCUESTA DE MACRI
Mauricio Macri era Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires cuando se
produjo la confiscación y posterior estatización. Como una de las figuras más
importantes de la oposición, se pronunció públicamente en contra y su bloque en
el Congreso no aprobó la declaración de utilidad pública. Sin embargo, al llegar
a la presidencia en 2015, continuó la política de administración estatal de la
compañía incorporando capital privado, a la vez que permitía gradualmente una
normalización de precios internos que de cualquier manera no terminó con la
brecha que los separaba respecto de los internacionales. La distancia se achicó a
los niveles que había en el año 2009. Se enfrentó, además, al reclamo de Burford
Capital desconociendo los derechos de los accionistas minoritarios que
reclamaban en base a las condiciones del estatuto de la compañía; por lo tanto,
en realidad fue un continuador de las políticas de su antecesora en la materia.
Solo agregó el reconocimiento en España de que la confiscación había sido un
error cuando visitó el país en abril de 2018 (El Cronista, 2018).
Macri, hay que reconocerlo, encontró una gran resistencia a su política de
actualización paulatina de tarifas. Esto podría ser materia de otro análisis en el
que no me voy a detener aquí, sobre la ausencia de un plan económico integral
que permitiera solucionar el problema del desajuste de precios y ver
incrementados los ingresos de los consumidores por la inversión de capital. Pero
eso es harina de otro costal, en lo que respecta al mercado de combustibles su
gobierno quedó a mitad de camino.
Las aparentes contradicciones entre el discurso contrario a la confiscación y
sus acciones obedecen al apego de Macri al humor de la opinión pública en cada
momento, según las mediciones que le proporcionan sus asesores. Según cuenta
el diario El Cronista (2012), cuando rechazó la confiscación, lo hizo limitándose
por el resultado de una encuesta telefónica encargada de urgencia a la firma
Isonomía. Durante las veinticuatro horas posteriores a que se conociera la
medida dictada por Cristina Kirchner, mientras se realizaba la encuesta, a su
equipo de colaboradores se le prohibió emitir opinión en los medios de
comunicación.
Al comprobar que al 46% de los encuestados les simpatizaba la idea, se limitó
a quejarse de que la medida “nos endeuda y nos aleja del mundo” y a criticar a
Cristina Kirchner por haber apoyado la privatización en los noventas. A la vez
dijo que a él le habría gustado que se hubiera seguido el modelo mixto de
Petrobrás en lugar de la privatización. Básicamente terminó en el mismo giro
que Elisa Carrió: en una crítica que también podía ser leída como apoyo.
En cuanto a las responsabilidades por la situación del sector, Macri repartió
culpas entre los funcionarios y Repsol que, a su juicio, había repartido más
dividendos de los que debía (El Cronista, 2012). Más incomprensible aún fue lo
que ocurrió dos años después. Previo planteo de Repsol ante el CIADI, el
tribunal arbitral del Banco Mundial, cuando el gobierno de Cristina Kirchner
aceptó que debía indemnizar a Repsol y llegó a un acuerdo para el pago de USD
5000 millones en títulos públicos por las acciones expropiadas. En ese momento
(abril de 2014), la oposición fue la que adoptó una posición más antiempresaria
que el oficialismo (Clarín, 2014) y se opuso al pago con argumentos pueriles
como el de Mario de Negri, senador radical y jefe de la bancada, que aludía a la
no contabilización de “pasivos ambientales”, o el de Margarita Stolbizer,
aduciendo que el precio le parecía exageradamente alto, aunque al menos
admitía que el derecho a la compensación existía. Insistía la diputada con la tesis
caprichosa de que la indemnización había sido hecha para beneficiar a Repsol, el
malo de turno.
El PRO (el partido de Macri) en la voz de Federico Pinedo se abstuvo porque,
aunque dejaba a salvo que la indemnización era una obligación del Estado,
siguiendo a Negri consideró inaceptable lo que llamó una “una amnistía a Repsol
por los daños ambientales”. Seguramente habían hecho previamente una
encuesta, pero hacer pesar una suposición no establecida ni cuantificada,
esgrimida como excusa general contra una indemnización concreta frente a la
captura de un paquete accionario que tiene un valor en el mercado suficiente
como para tomar el control de la compañía, es vergonzoso. Si se reconoce que el
estado tendría que haber indemnizado previamente a los expropiados y se lo
hace después de dos años, la única forma de oponerse a semejante cosa es con
cálculos propios y justificados, no actuando de mala fe contra los damnificados
para prestarse a la puesta en escena propuesta por el oficialismo, solo para
adecuarse a los prejuicios de la opinión pública.
En 2016, nueve meses después de asumir como presidente, Mauricio Macri
volvió a hablar del error de haberle quitado YPF a Repsol, señalando que
primero hubo una confiscación y después se la blanqueó bajo una forma de
expropiación. Antes que él, su ministro de Hacienda Alfonso Prat Gay había
pedido disculpas a los empresarios españoles por aquel acto, pero ahí apareció
Elisa Carrió a censurarlo mediante la presentación de una cuestión de privilegio
en la que recordó la “investigación” del juez Lijo contra el directorio de Repsol y
los funcionarios kirchneristas producto de su dictamen (El Cronista, 2016). Eso
finiquitó los pedidos de disculpas de parte del nuevo oficialismo.
LA ANTEOJERA
El comienzo de la historia corta de la estatización se encuentra en el período de
ruptura de la convertibilidad y la pesificación de los contratos de privatización
de los servicios públicos en el 2002. A partir de ahí, las consecuencias de aquel
curso de acción dejaron de asumirse, como si no existieran. Simplemente se daba
por sentado que la economía y los convenios vigentes debían adaptarse a la
vuelta atrás del sistema monetario y ya, como si no hubiera consecuencias y no
se pagaran muy caro. La tendencia oficial era culpabilizar de los efectos en la
caída de la inversión a las privatizaciones, que habían sido quienes las habían
generado en el período anterior.
La realidad es que el grado de desarrollo del mercado energético en el mundo
es tal que se guía por precios internacionales. Los precios son incentivos que
funcionan como guía a la producción. Reúnen información sobre producción,
distribución, expectativas puestas en acción, consumo y cuánto se está dispuesto
a pagar por eso. Todo eso está resumido en precios mundiales, dado el grado de
eficiencia de un mercado global. Un país que piensa aislarse del mercado
internacional y fijar precios también es un país que tiene que renunciar a las
corrientes de inversión.
Esta explicación tiene un problema muy serio para la política argentina y es
que no les permite apelar a las conspiraciones y estar buscando vicios y
sospechas en la empresa privada, lo cual es indispensable para teñir de justicia la
arbitrariedad. Siempre que encuentren una oportunidad invocar el mal en el otro,
no se la perderán. Esto por supuesto que es parte de la rutina de todos los países,
lo que ocurre en el nuestro es que es institucionalmente débil. La gente no valora
el atenerse a las reglas a la hora de juzgar los hechos económicos y consideran a
las instituciones un obstáculo para las verdades que les dictan las emociones, que
a su vez están siendo agitadas desde la política.
Sin embargo, la realidad es que el problema de salir de la convertibilidad y
aplicar un peso devaluado fue advertido por mucha gente, de todas las formas
posibles, cuando el gobierno de Eduardo Duhalde procedió a la pesificación de
los contratos, que significaba alterarlos sustancialmente. Los gobiernos podrán
proceder de facto arbitrariamente y cambiar de manera despótica una moneda
por otra, pero lo que no pueden evitar es la consecuencia de dañarse a futuro al
ahuyentar al capital que la producción necesita, porque este simplemente elige
otros destinos menos hostiles. Sin embargo, Duhalde y los gobiernos que
siguieron eligieron ignorar esta condición; primero como forma de atender a la
emergencia en la que se encontraba la población cuyos salarios en dólares se
habían desplomado, pero después como sistema permanente y una alegre manera
de “vivir con lo nuestro”. Decidieron extender demagógicamente esas
condiciones, de manera que, a la larga, el mercado se descapitalizó
dramáticamente. Ante el fracaso, aparece la dignidad de la abuela mancillada por
la venta de sus joyas.
No había necesidad de recurrir a teoría conspirativa alguna para entender lo
que le pasaba a YPF y a todas las empresas del sector energético. Pero, claro,
había que empezar por asumir las consecuencias de lo decidido en el año 2002 y
eso ponía en jaque a buena parte del establishment político y periodístico. Lo
cierto es que la convertibilidad fue establecida como un corsé, y como una
garantía hacia los inversores de adentro y de afuera de que el Estado no podría
volver a su comportamiento monetario anterior porque para eso debería producir
un descalabro contractual y económico mayúsculo que ningún gobierno iba a
estar dispuesto a asumir. Llegado el caso, el Estado argentino lo hizo igual y los
responsables eligieron trasladar su responsabilidad al sector privado.
Argentina estatizó YPF actuando como una banda de niños malcriados
contrariados por las consecuencias de sus propios actos. La teoría de que la
empresa española Repsol invirtió 15 mil millones de dólares en comprar “la joya
de la abuela” YPF para vaciarla es ciento por ciento una estupidez derivada de
conceptos equivocados que hasta el día de hoy se propagan en diarios sin que
nadie se atreva a cuestionarla a fondo.
Salir de esa postura victimista no implica un mero pragmatismo de los
negocios. La visión emotivo-nacionalista no resiste en primer lugar un juicio
moral serio. A un pisoteo del Estado de derecho le siguió una obstinación
política, y el final es un falso acto justiciero. Tampoco hay que detenerse a
examinar la santidad de los dueños de YPF, ese es en realidad uno de los
subterfugios que se utilizan para justificar la arbitrariedad estatal, el de la “no
inocencia”, invirtiendo los términos del análisis racional, moral y jurídico. Todo
lo que vengo sosteniendo no tiene nada que ver con el error opuesto al que
comete la ola moralizante nacionalista, a saber, que las empresas por ser privadas
son santas o una panacea. El supuesto es completamente diferente. La empresa
privada se mueve en un mercado con incentivos. Trata con proveedores,
empleados y clientes e intenta obtener beneficios basados en que a los últimos
les conviene comprar y consumir sus productos más que otras alternativas. Si se
equivocan en su comportamiento con cualquiera de sus contrapartes, pagan ellas
las consecuencias y lo mismo les pasa a estas. El desarrollo del derecho
mercantil es la consecuencia de que existan estos incentivos. El Estado, en
cambio, mistifica y actúa sobre intereses ajenos. Sus agentes no pagan ellos por
los errores. Se trata de dos marcos institucionales completamente diferentes, no
de dos clases de personas, unos los malos políticos y otros lo buenos
empresarios. Es la política interviniendo, exacerbando las pasiones, frente a la
empresa que produce para vender.
En un mercado intervenido ocurre una situación intermedia. Las empresas
deben sacrificar sus intereses o a sus contrapartes a cambio de nada más evitar
las represalias del poder o deben adoptar una política diplomática con los
agentes del Estado. Dicho esto, el problema de esta historia con YPF no es la
alabanza de las decisiones tomadas por los empresarios, que bien o mal han
hecho lo que debían hacer para preservar sus negocios. Es en cambio una clara
denuncia contra el comportamiento del Estado y la explicación que este dio,
tanto el oficialismo como la oposición, acerca de por qué se procedió de esta
manera. Por esto es tan perverso buscarle fallas a la víctima. La inocencia en
cambio no tiene prueba posible. El acercamiento racional para entender lo
ocurrido tiene que consistir en escudriñar la supuesta justificación de la
estatización, sus motivaciones y en sus resultados, y hacerle pasar el examen
jurídico que corresponde. No hay que estudiar ni investigar a los expropiados
sino en la medida de las acusaciones que se les hicieron, ninguna otra cuestión
importa.
Podría ir más lejos para que se entienda lo que estoy tratando de explicar. Hay
un equívoco en el proceso penal: la pretensión de determinar quién es culpable y
quién inocente; porque la inocencia no puede dictarse. Aquí no hay equivalencia
de partes. De lo que se trata es de saber si una acusación se puede sostener o no,
si lo que se ha dicho de la YPF privada es cierto o es un capricho para avalar un
crimen. No hay que establecer que a la idílica presencia estatal defendiendo la
grandeza nacional haya que oponerle otra idílica visión empresarial equivalente
en sentido contrario. Precisamente de eso es de lo que la tradición del derecho
penal liberal ha intentado proteger a los individuos: de tener que demostrar su
inocencia.
Para hacer un juicio moral de lo ocurrido también es indispensable separar
cualquier imputación de algo concreto y verificable de la mera condena
emocional según la cual todo incumplimiento de las aspiraciones
predeterminadas como nacionales, como patrióticas, es un pisoteo a la bandera,
un acto de un enemigo que no merece consideración alguna a la hora de ser
despojado. En ese sentido, el hecho inconveniente de la estatización, cuyas
consecuencias todavía se pagan, ha sido también sustancialmente injusto, basado
en una interpretación ideológica, no jurídica y, además, tonta, de las obligaciones
de los particulares. Misma emocionalidad prejuiciosa que libra al Estado, al
vehículo del “bien de la patria”, de su exclusiva responsabilidad.
A pesar de todas las evidencias que están ahí para que cualquiera las vea, la
historia más difundida y creída en Argentina sobre YPF y su destino posterior a
la privatización es que la empresa que la adquirió la vació y se negó a producir
para hacer dinero con esa operación. Y por eso tuvo que llegar el Estado, el
mismo que había fracasado con la YPF original, a hacerse cargo del asunto en
nombre de la “soberanía energética”. Este es el cuento que hay que oponer a la
realidad para ver si resiste al examen de las evidencias. Se presentó a la
estatización como la recuperación de las “joyas de la abuela”, esta metáfora tan
utilizada sobre las empresas del estatismo que caracterizó a la economía
argentina desde la década del cuarenta hasta la del noventa. Este recurso
alegórico ilustra perfectamente la narrativa emotiva en la que se ubican los
análisis que lanzan condenas y absoluciones invertidas. Cuando no se acusaba al
proceso de privatización seguido en los noventa de “venta de las joyas de la
abuela”, se lo tildaba de “entrega”.
Dice mucho ese sentimiento de una familia venida a menos que piensa que está
traicionando los sentimientos compartidos al deshacerse de un elemento que no
le es útil para afrontar su situación, pero que la vincula a una época pasada de
supuesta gloria. La venta de las joyas soluciona problemas prácticos, pero
mediante un acto inconcebible, como una traición a la abuela y a su memoria.
Un día llegan los tíos malos sin sentimientos ni respeto a empeñarlas por vulgar
dinero. Por “un puñado de pesos”, como dijo la entonces senadora Estenssoro.
Esa familia venida a menos, sugiere el recurso a esta alegoría, tendría en realidad
que pasar hambre, pero conservar las joyas porque ellas eran la abuela en sí
misma y el remanente de dignidad familiar.
Con esa fraseología tanguera se suprime la realidad de que la hiperinflación de
Alfonsín fue el final de un proceso de fracaso que había llevado a enterrar a la
abuela para conservar las joyas, que en realidad eran un agujero negro sobre las
finanzas públicas y no un activo. Eran un lastre solo valioso en términos de
vinculación con la emocionalidad del relato nacionalista. El Estado se deshizo de
unas empresas, es decir, de unas organizaciones destinadas a producir pero que
eran improductivas y que las mantuvo mucho más allá de lo razonable, para
intercambiarlas por dinero y para dejar al sector privado actuar y generar
ganancias para sí mismas y para sus proveedores y clientes, además de ingresos
fiscales.
Cualquier abuela inteligente habría hecho lo mismo. A partir de esa mística
ideológica y lo que significa, todo lo hecho después por el sector privado aparece
como sucio y sospechoso. Todo es “saqueo”, “vaciamiento”, “especulación”,
“cortoplacismo”. Fueron los términos aplicados con una liviandad pasmosa a los
compradores de las joyas el día en que fueron asaltados para recuperar el
“patrimonio nacional” y sin querer siquiera devolver la plata del empeño.
Tenemos que desentrañar cuál es el sentido de defender al país en esos términos.
Si lo más sabio es amparar a los nietos caprichosos, a los tíos displicentes o a los
intereses racionales de los argentinos. Por desgracia, en esta historia emocional
las consecuencias no quedan limitadas al terreno de la ficción, sino que se
alteran derechos y se juega con la libertad de las personas a las que se les hacen
denuncias que no tienen pies ni cabeza porque hay que vestir lo que se hace de
heroico. Es el mundo paralelo de un nacionalismo liviano que cruza el espectro
ideológico de lo que llamamos izquierda y derecha, que sería pintoresco si no se
volviera macabro cuando arrasa con obligaciones legales y contratos e inventa
chivos expiatorios a los cuales perseguir, arrastrando el destino inevitable del
fracaso.
YPF es un pequeño universo del problema económico argentino, que es, a su
vez, jurídico y moral, atrapado por una ficción épica de un país deslucido que no
quiere perder un falso orgullo. Argentina es un fenómeno inusual de la historia
económica mundial. Paso de ser una de las economías más importantes del
mundo entre fines del siglo xix y principios del xx a una del tercer mundo. Entre
1875 y el final del siglo xix, el país osciló entre primer y el decimoquinto puesto
del ranking mundial de ingreso per cápita. Incluso durante los años 1895 y 1896
ocupó el primer lugar (Espert, 2019). A partir de 1947 sufrió un declive que no
tiene comparación respecto de ningún otro país que hubiera alcanzado su nivel
de desarrollo.
Gran parte de la explicación de este fenómeno se lo puede ver reflejado en
cómo los argentinos, su llamada “clase dirigente” —esto es desde políticos a
periodistas, intelectuales y el sector educado de la sociedad—, adopta una
percepción irreductible acerca de las cuestiones públicas dominada por un
orgullo compensatorio en el que se apuesta a la socialización de las áreas más
importantes de la economía como una forma de estrategia en el desarrollo de un
conflicto fantasmagórico, muy a contramano de las sociedades que hacen
negocios basados en expectativas de beneficios, inversión, riesgo y contabilidad.
El intervencionismo estatal es la respuesta a los “poderes” que el argentino
formado ve operar contra su país, a pesar de que es capaz de ser perfectamente
racional en el manejo de su propio dinero.
DE LAS DEUDAS DE LA ABUELA A
LA TECNOCRACIA
En la historia argentina del último siglo, el peronismo hizo escuela en cuanto a
propagar la idea de que el mundo de los negocios es una forma de beneficiar a
una élite (oligarquía) y perjudicar al resto. Antes de eso, Hipólito Yrigoyen, el
creador de YPF, había plantado la semilla fatal del nacionalismo económico que
tiene mucho que ver con la manera en la que se juzgan acontecimientos como los
de YPF. La huella que dejó esa mentalidad es tan profunda que es raro que se
mencione la palabra empresario en el debate político sin que tenga una
connotación negativa.
El fracaso de las empresas acosadas por el capricho regulatorio termina
convirtiéndose en la profecía autocumplida que se parece tanto a los versos de
sor Juana Inés de la Cruz dedicados a la mirada prejuiciosa sobre la mujer:
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis.
Si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?
Si la política ve a los negocios como algo intrínsecamente sospechoso, como
un mundo aparte donde las personas se vuelen mezquinas, lo que produce es una
economía regimentada en la que los gobiernos deciden con un criterio moral
prejuicioso, en el mejor de los casos, configurando quiénes deben ser los
ganadores y perdedores. Quien pretendiere ser un jugador importante desde el
sector privado tiene que mantener vínculos, muchas veces non sanctos, con el
poder político. Ese ida y vuelta no puede ser honesto y lo peor de todo es que a
la corrupción derivada del mismo sistema de control se la interpreta como la
confirmación de que los empresarios son seres maléficos, lo que amerita otra
política de control.
Cuando no hay seguridad jurídica, lo que queda como sucedáneo es seguridad
política, la protección específica del que manda, que dura tanto como el humor
del poder del momento. Cuando aparecen los problemas, se les aplica la
explicación de la “corrupción” que arruina los planes de grandeza; el cuento
contado al revés. Al no funcionar el sistema económico sin instituciones, sin
contratos, la causa que lo explica todo es la moralidad de los actores
económicos. Si el control de precios produce desabastecimiento, será que los
empresarios están actuando de manera oligopólica y eso constituye la prueba
definitiva de que hace falta más rigor de parte del Estado, porque los que hacen
dinero no reconocen límites. La ilusión que queda es que gente más honesta hará
algún día que todo funcione perfectamente bien.
Eso fue lo que Adam Smith explicó en 1776 de la manera contraria, en su
célebre La riqueza de las naciones: que la economía está formada de un
entramado complejo de gente siguiendo su propio interés, algo que en todos los
países desarrollados se entiende y también en los que se desarrollaron a nuestro
alrededor como Chile, Perú, Colombia, y los que van en ese camino como
Paraguay.
En la década del noventa, sin embargo, Argentina pareció bajarse de su
narrativa emocional y se encararon las deudas de la abuela para que no siguieran
desangrando a los nietos. Con YPF se hizo en pasos sucesivos: el primero fue
dotarla de una estructura societaria comercial convirtiéndola en sociedad
anónima, quedándose el Estado nacional con el 20% del capital y la “acción de
oro”, mientras que el 12% fue entregado a las provincias. El 46% quedó
representado por el ingreso de bancos y fondos de inversión privados. Hacia
1998, dos tercios de la empresa se encontraba en manos privadas y en 1999 la
empresa española Repsol adquirió las acciones que le quedaban al Estado.
En el plano emocional antiempresario, ese proceso es generalmente descripto
como el de un desgarramiento. Ahí se cometió el gran pecado de “contaminar” a
YPF con capital privado, llegando en un momento a la entrega total.
Cuando a partir del año 2002 el sector energético empezó a sufrir las
consecuencias de la pesificación asimétrica y los controles de precios, el fracaso
consiguiente volvió a despertar al gigante emocional rendido y una corriente
imparable de hostilidad hacia los dueños de la compañía culminó con una forma
de confiscación atropellada en el año 2012, que de cualquier manera al final
terminó con la indemnización a la empresa española, principal víctima de aquel
despojo.
A las dos perspectivas, la emocional y la racional-jurídica —me permito
bautizarla así— se les podría agregar una tercera que pretende ser indiferente a
las cuestiones de principios: la tecnócrata, que pretende bastarse a sí misma en
términos de eficiencia. Ahí podría ubicarse a la gestión que encaró Miguel
Galuccio, el experto contratado por el gobierno expropiador a partir del 2012
para producir resultados económicos en YPF sobre la base del conocimiento del
negocio, y también la de Juan José Aranguren, expresidente de la filial argentina
de Shell que se hizo cargo de la cartera de energía en el gobierno de Mauricio
Macri.
En realidad, la idea de que después de haberse desbaratado los derechos de
propiedad se puede salir en términos de buenas decisiones gerenciales,
menospreciando la base jurídica y haciendo como que aquel atropello no ocurrió,
es auxiliar de la perspectiva emocional. Para este modo de ubicarse frente al
problema, lo institucional es meramente ideológico, cosas que discuten
inútilmente los economistas y los abogados, y la elección de uno u otro orden no
es diferente a la que se hace entre gustos de helado. No hay realidad fuera de lo
técnico. No importa quedarse con Josef Mengele o con un médico que trabaja
por el paciente, lo determinante es la eficiencia. Sin embargo, eficiencia es un
concepto inútil en un marco confuso y del modo en que se usa este vocablo
aumenta la confusión. Lo institucional es clave hasta en la determinación de los
costos, los riesgos y las tasas de interés que se pagan por el capital de trabajo.
La prueba está en que Galuccio se encontraría después de la estatización con
que sus planes expertos para desarrollar yacimientos en el área de Vaca Muerta
no contaban con socios ni financiación adecuada, a pesar de todo lo que él sabía
de producir petróleo. Aranguren, por su parte, hizo un esfuerzo ingente por
encarar la misma misión, dentro del mismo marco institucional, porque, aunque
intentó adecuar los precios a la realidad, no revirtió la estatización y no le fue
mucho mejor en términos de recuperar el valor de la compañía.
Es tan trascendente lo que se puede aprender de lo que pasó con YPF que, sin
temor a equivocarme, podría decir que se trata del mismo problema que tiene el
país en sí mismo como obstáculo a su despegue desde el mundo gris al que
parece acostumbrado. Ahora se agudiza porque desarrollo de una explotación de
yacimientos no tradicionales requiere capital de riesgo en grandes proporciones
y fuentes de financiamiento baratas. La forma de obtener esto es con una buena
idea de producción, pero la condición requerida es buena conducta, respetar al
capital, no subir sino bajar su tasa de riesgo eliminando esa arbitrariedad que
siempre está cubierta por la visión emocional estatista de los nietos de la abuela
imaginaria.
Todo esto puede resumirse en una idea tan sencilla como la de respetar a un
cliente. No se lo hace por servilismo o pleitesía (la emocionalidad nacionalista
no puede dejar de verlo así), sino para obtener de él su colaboración. Cuanto más
respeto haya a los contratos y a los objetivos de lucro del capital, más barato y
fácil será obtenerlo. Los contratos se cumplen porque eso es una señal de que
otro puede arriesgar sus recursos y que sus esfuerzos en función de nuestros
objetivos, para perseguir los propios, serán recompensados. Esto que en los
países desarrollados ya ni llega a discutirse, en la Argentina es una lección que
parece desconocida.
A esta sencilla composición de lugar, que es una condición elemental para la
prosperidad, se la considera una postura ideológica, además de un atentado
contra la bandera y el pueblo. Pero es derecho, lo que los anglosajones llaman
rule of law y que para nosotros tiene una connotación un tanto distinta como
“supremacía de la ley”, porque ley en nuestro sistema es sinónimo de voluntad
de los legisladores.
HISTORIA Y PASIÓN
En junio de 1922, bajo la presidencia de Hipólito Yrigoyen, se fundó
Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) como una empresa petrolera
completamente integrada, desde la exploración a las estaciones de servicio. Se la
concibió como un emblema nacional siguiendo las ideas nacionalistas europeas
que empezaban a predominar en la Argentina, que unían “producción
estratégica” a patriotismo. Se podría decir que es el inicio del estatismo épico
que luego fue llevado a su máxima expresión por Juan Domingo Perón.
La concepción del petróleo como depositario de las aspiraciones de grandeza
de la patria está presente en la mentalidad política argentina en el más amplio
espectro de identificaciones partidarias. Desde el radicalismo apegado a aquella
historia hasta el peronismo, desde la izquierda marxista a la derecha nacionalista
propiamente dicha. Parte de la concepción bélica de la producción “estratégica”
y de la economía que conspira contra la producción y la economía reales, y se ha
probado que no sirve tampoco para ganar guerras. Refuerza en cambio una ola
de sentimientos vinculados a la identidad y una épica consecuente. Sin embargo,
hay dos niveles de esta forma de pensar que habría que distinguir. El primero es
la adhesión a las ideas nacionalistas europeas y el segundo es el mero estatismo
emotivo bastante más reduccionista, y que resulta ser lo que se verifica en el
caso de la estatización de YPF.
Es así como la historia de esta compañía y el análisis político, económico y
jurídico de las distintas decisiones tomadas por los gobiernos sucesivos hasta la
actualidad resulta tan teñido de aspiraciones, muchas veces contradictorias, que
hace muy difícil el debate racional y provoca que se justifiquen todo tipo de
arbitrariedades en nombre de una justicia como sentimiento e ideología más que
como derecho. Lo más importante para mí al escribir este libro es que se
identifique cuánto de preferencia política y emoción tiene lo que se vende como
justicia. Si se admitiera que estamos ante una discusión filosófica, económica e
histórica, se debatiría lo que se debe discutir en vez de empezar con las
persecuciones y la creación de demonios. El problema es que la visión
emocional-nacionalista es tan totalizadora como una religión integrista: una
parcialidad que se percibe como total y única, a la que nada más se pueden
oponer herejes.
En cambio, no es tan subjetivo el derecho en sí mismo como supone la política,
sobre todo la que se hace en la Argentina, que ha hecho de la Constitución
argentina un modelo adaptable a todos los gustos y que ya rara vez se invoca
como fundamento de los actos del Estado y sus límites porque se cree que tal
cosa además de ser “lo ideológico”, es arcaica. Esto tiene serias consecuencias
sobre el desarrollo del país y también sobre la convivencia política. Por la misma
razón cuando se habla de la Constitución en su aspecto formal, como el modo de
aprobación de las leyes o los requisitos para acceder a ciertos cargos, es el único
momento en que la discusión parece despertar interés. En cambio, al hablarse de
los principios que todas esas formalidades están destinadas a resguardar,
pareciera que fuesen unas meras opiniones en desuso. Son esos fundamentos los
que se han ignorado al juzgar a la empresa y a sus accionistas, y al proceder a
una verdadera confiscación después convalidada por el Congreso, a la que
difícilmente se la pueda encuadrar bajo el marco de una expropiación regular.
El otro aspecto que no se considera y que está estrechamente vinculado a la
vigencia de derechos elementales como el de propiedad es el económico. El gran
hito de esta incomprensión ocurrió cuando Axel Kicillof llegó a decir ante el
Congreso que la seguridad jurídica no le importaba nada, que a él solo lo movía
esa pasión patriotera que no es para nada gratuita.
Para entender el daño hecho por estas visiones es necesario limpiar el relato de
la atribución de intenciones traidoras que la perspectiva nacionalista endilga
alegremente a cualquier contradictor o interés privado alejado de su concepción
política y sus sueños.
A lo largo de los meses que me ha llevado esta investigación observo que,
mientras el país se divide en facciones irreconciliables, como peronismo y
antiperonismo, nostálgicos del terrorismo y militares, kirchneristas y partidarios
de Cambiemos, incluso extrema izquierda y extrema derecha, todos comparten al
final una emocionalidad colectiva que en gran parte explica cómo la Argentina
se alejó de su camino de crecimiento admirado por el mundo a principios del
siglo pasado hacia este fenómeno tan curioso de subdesarrollarse. Los
acontecimientos relacionados con YPF llevan a esa conclusión, con un gobierno
atacando a la empresa con los argumentos de una parte de la oposición del
momento. Solo actuó contra la opinión una pequeña parte de ellos representada
por Mauricio Macri que, de cualquier manera, al convertirse en Gobierno en
2015, no hizo nada para revertir las consecuencias de la confiscación e hizo
suyos los motivos emocionales en los tribunales de Nueva York.
Yrigoyen creó YPF bajo la consigna de que se trataba de un interés estratégico
y vital para la nación, entendiendo al país como una gran empresa a cargo del
Gobierno que debía planificar las grandes áreas productivas sobre la base de un
bien común. La Constitución de 1853, que da inicio a la Argentina como tal al
lograr la unión nacional, se hizo con una idea totalmente diferente, de acuerdo
con el desarrollo de una economía privada, con fines privados, protegida de las
violaciones de los derechos de propiedad. Un país no planificado centralmente
sino creciendo por medio de contratos privados e intercambios. Por más que los
argentinos de todos los colores se empeñan en discutir la economía y lo que es
justo o injusto sin plantearse esta cuestión, en realidad su atraso podría
explicarse viendo el apartamiento de su sistema político y de sus instituciones de
aquel norte.
No interesa aquí discutir esas dos concepciones en realidad, pero sí entender
cómo el tipo de visión general cambia radicalmente los parámetros para juzgar a
la empresa privada y al propio Estado, y determina los juicios morales y
políticos que se hacen sobre los conflictos que tiene el país por YPF, antes y
después de su privatización y reestatización. En la medida en que se acepte en
qué nivel están las diferencias, las pasiones deberían moderarse, permitiendo una
discusión más fructífera. Lo que se demoniza, las teorías conspirativas sobre un
presunto vaciamiento, por ejemplo, no se explican desde los hechos en sí sino a
partir de posturas ideológicas elegidas.
Los que para unos podrían considerarse como contratos celebrados para mutuo
beneficio a través de los cuales se lleva a cabo la inversión de riesgo y
producción, para otros, desde el vamos, es la “entrega de las áreas estratégicas” y
el abandono del proyecto nacional. La concepción de crimen y corrupción
resulta así una mera opinión política que nada tiene que ver con transgresiones
de tipo penal reales. Se crea por este mecanismo una mano dura contra la
empresa privada, sin importar lo que esta haga, porque no tiene que ver con que
los empresarios sean traidores a la patria sino con ser monstruos para el
nacionalismo, sin que haya fuera de esa anteojera criterio objetivo que permita
condenarla. Examinados los acontecimientos por su realidad y no por aquella
emoción, las responsabilidades son muy distintas.
“ENTREGA” Y
“ARGENTINIZACIÓN”
YPF había sido privatizada en sucesivos pasos desde el año 1993, con activa
participación de Néstor Kirchner como gobernador de Santa Cruz. Antes de eso,
la empresa había representado pérdidas para el Tesoro Nacional en la década
anterior por unos seis mil millones de dólares. Luego de reestrucuturada —de
tener cincuenta mil empleados, fruto de la política, a funcionar con cinco mil—,
se transformó en el principal contribuyente del país.
Cuando Néstor Kirchner llegó al poder nacional en 2003, recibiendo los
beneficios para el Estado de la gran devaluación y pesificación forzada de
Duhalde, decidió continuar con los congelamientos que se habían dispuesto
inicialmente a las tarifas vinculadas a la divisa con la intención de contener las
consecuencias del ajuste sobre la población.
Repsol ya era dueña de YPF y, como consecuencia de los controles, la
inversión en otras plazas se hacía mucho más interesante que en la Argentina;
circunstancia que se le presentaba a todas las empresas del sector. Lo que sigue
en los años venideros fue nada más que un deterioro de la infraestructura,
consecuencia que puede entenderse desde el sentido común.
Esto se aguantó hasta el año 2008, cuando esa combinación de factores generó
una baja significativa de la producción que el gobierno compensó con subsidios
al consumo, lo que condujo a un gasto en ese rubro del 1% del PBI del
presupuesto nacional. Ahí fue cuando apareció esta idea de la “argentinización
de las empresas”, que era otra instancia más de aislamiento por la que se pensaba
que podía extender la separación del mercado interno del externo respecto del
internacional, recurriendo a empresarios locales más determinados a escuchar las
pretensiones oficialistas.
Kirchner quería evitarse el disgusto de la gente por abonar lo que correspondía
pagar por la energía, así que extendió sin límite la medida de los congelamientos
de precios y su reemplazo por subsidios por razones estrictamente políticas que,
como ocurre invariablemente, terminan por dañar la economía en el largo plazo
y a las aspiraciones políticas del gobierno que se embarca en ese curso de
acción. La caída en la inversión fue la consecuencia de pretender tener un
mercado aislado del resto del mundo porque llevó al capital disponible, siempre
escaso, a elegir otros rumbos. El volumen de los subsidios y compras de
combustible hizo que estas operaciones se convirtieran en una de las principales
vías de drenaje financiero del Estado.
En un informe del año 2015 sobre el sector realizado por la Fundación Norte y
Sur, presidida por el economista Orlando Ferreres, se puntualizan los problemas
que esta área de la producción experimentaba como consecuencia de estos
errores:
Se estima la necesidad de establecer una adecuada política
energética la cual genere un importante proceso de inversiones que
permita poner en valor al sector energético argentino a fin de
recuperar el fuerte deterioro sufrido tras años de un contexto
político-económico populista con fijación de precios políticos
alejados de un mercado internacional y de los costos reales de
producción de energía, creciente gasto público y partidas
presupuestarias agotadas por la magnitud de los subsidios
otorgados en el sector y escasez de divisas como consecuencia del
balance comercial externo de energía negativo al que se arribó por
las crecientes importaciones luego de la pérdida del
autoabastecimiento.
La explicación de lo que le ocurrió a YPF, por lo tanto, no tiene ninguna
complejidad ni requiere explicación conspirativa alguna; está resumida en ese
párrafo. El resto es la desesperación de un gobierno populista que, en el año
2012, luego de haber agotado el capital de la economía en general —puertos,
aeropuertos, caminos— y de las empresas privadas, de haber expoliado los
fondos de las administradoras de fondos de pensión (AFJP), creyó que
encontraría en la petrolera otro camino fácil para hacerse de una caja. Es absurdo
explicar los dilemas que enfrentó el país en ese período como el de una política
energética, sino que hay que hacerlo en la inconsciencia absoluta entre la
aspiración de incrementar la producción, la carencia de un marco jurídico que
brinde seguridad al capital, certeza a los contratos y precios libres y, por otro
lado, incentivar al sobreconsumo. Es el abc de la organización económica lo que
falló, no el conocimiento técnico de un mercado en particular.
El informe de Norte y Sur muestra el vínculo entre la caída de la producción y
el alejamiento de los precios internos respecto de los internacionales, que hizo
que Argentina haya pasado del ansiado autoabastecimiento energético en 1988,
gracias a un marco jurídico favorable a la producción y el comercio, a perderlo a
partir de 2008/2009 y terminar la era kirchnerista importando el 23% del
combustible consumido.
En el año 2008, cuando las consecuencias empezaban a verse dramáticas, se
eligió recurrir a este subterfugio de la argentinización, para lo que no siempre se
encontró candidatos. Como las empresas no podían operar en la arbitrariedad, el
subóptimo fue establecer una cercanía con el poder, una seguridad política en
reemplazo de la seguridad jurídica. Desde el punto de vista de la empresa
privada, algo perfectamente entendible. Ellas no elegían el marco, solo les
tocaba buscar la situación menos desfavorable dentro de él. Cada uno es libre de
juzgar que en realidad debieron sacrificarlo todo para sostener principios que,
como se vio, no interesaban ni al Gobierno ni a la oposición, pero distinto es
apostar recursos propios o incluso la continuidad laboral del management
empresario.
En los hechos, argentinizar significaba que, en lugar de que las empresas que
estaban trastabillando por la extensión del intervencionismo fueran estatizadas
como se suele hacer muchas veces cuando el Estado las hace fracasar con sus
políticas invasivas, se forzaba la entrada de algún grupo local que fuera más
permeable o estuviera más a tiro del Gobierno para cumplir sus objetivos. Para
Kirchner significaba que no debía desembolsar grandes cifras del presupuesto
que costaría la expropiación y era lo suficientemente inteligente para saber que
el estatismo a la vieja usanza era un salvavidas de plomo.
En ese contexto, Repsol, que se veía impedida de ejercer su derecho a exportar
sus dividendos por YPF y a manejarse con precios normales, decidió convertir
esas dificultades en una oportunidad y buscó su propio socio argentinizador en
el Grupo Petersen, un holding con cien años de historia en el país que había
ganado la licitación de varios bancos provinciales en los noventa, de donde se
había entablado una relación con los Kirchner porque entre esos bancos se
encontraba el de Santa Cruz.
El arreglo de Repsol y Petersen se llevó a cabo entre Antonio Brufau,
presidente de YPF, y Enrique Eskenazi por el grupo argentino. Consistió en
poner a Petersen a cargo del gerenciamiento de YPF y en la transferencia en dos
etapas en su favor del 25% del capital. A Repsol se le permitiría correrse del
trato con los funcionarios del Gobierno y flexibilidad a la hora de exportar
dividendos. Se lo aseguraba permitiendo a Petersen utilizar sus propios
dividendos para pagar parte de las acciones adquiridas y financiadas, en parte,
por la propia Repsol y otro tanto por un grupo de bancos. Néstor Kirchner
bendijo la transacción y Repsol se puso a resguardo de sus iras.
De ahí se derivaron todo tipo de suspicacias sobre una supuesta asociación
entre los Kirchner y Repsol, pero lo cierto es que al final de esta historia se
produce la estatización del 2012 y la intervención, pasando por encima de los
intereses de los Eskenazi. Sin embargo, los críticos de la argentinización no
vieron en ese hecho una refutación de esta asociación, sino que interpretaron,
fundamentalmente Carrió, que hasta la misma estatización era una mascarada
para beneficiar a Repsol.
Más allá de esas suspicacias, lo que está equivocado es la consecuencia
patrimonial que se imagina de un arreglo que nunca se podría probar. No se
jugaron intereses estatales en esa transacción. Si nos atenemos a los hechos que
conocemos, a saber, que Repsol fue corrida de la peor manera y los intereses del
Grupo Petersen terminaron en un concurso en España, que la primera nunca se
quejó de la argentinización, ni antes ni después de salir de la Argentina —y que
además tomó la iniciativa de proponerla—, la interpretación más normal y
menos rebuscada es que este mecanismo fue un trade off inteligente, al menos en
el corto plazo, para resolver una situación política complicada en favor de los
intereses de la compañía.
Sin embargo la obstinación con la primera tesis conspirativa fue tal que incluso
el buen trato entre los directivos de la empresa española y sus socios argentinos
que quedó manifestado en la publicación de cartas entre Antonio Brufau y
Sebastián Eskenazi en términos mutuamente elogiosos, para María Eugenia
Estenssoro fue la prueba del “pacto vaciador” y no el indicio de que Repsol no
había llegado a ese arreglo más que porque lo consideró conveniente
(Estenssoro, 2019).
¿Es normal que una empresa tenga que hacer esto para subsistir? Por supuesto
que no; como no lo es que un barrio tenga que contratar seguridad privada para
no verse acosado por la delincuencia. Simplemente no se la puede demonizar por
proteger el patrimonio empresario. Normal sería que, dado que en Argentina
formalmente rige el derecho de propiedad de acuerdo al artículo 17 de la
Constitución Nacional y la libertad de comercio e industria de acuerdo al artículo
14, las empresas decidieran su política de inversión, precios y reparto de
dividendos con libertad y que los legisladores fueran guardianes de esos
derechos. Pero, si no es así, las empresas tienen que tomar las decisiones que son
acordes a las circunstancias que tienen que atravesar, con mayor razón si las
fuerzas políticas principales parecen estar de acuerdo en aceptar que rija la
arbitrariedad. No tiene sentido alguno que desde ese mismo sistema político
después se pretenda endilgar a Repsol o Petersen el hecho de adaptarse a
circunstancias que no crearon, del mismo modo que la empresa de seguridad o el
barrio privado no son responsables de la inseguridad. Y lo más absurdo es que de
eso se pretenda inferir que se los puede expropiar sin indemnización o sin que el
expropiador asuma sus obligaciones frente a los accionistas minoritarios,
atribuidas por el propio Estado al emitir las acciones.
Esto último es lo más importante. Se hacen unos juicios morales infundados y
se los quiere hacer pesar para evitar la indemnización en la expropiación. A los
efectos de la economía nacional, es pérdida de confianza y con ella de crédito, en
volúmenes mucho mayores a los que se pretende ahorrar amañando las
interpretaciones.
Lo cierto es que Repsol tenía derecho a retirar dividendos y sacarlos del país y
hace falta aclararlo porque en Argentina se considera que irse de su cada tanto
reeditada jungla económica es una fuga de capitales. No es el escape de un
prisionero a disposición de la ley; es el derecho de propiedad de quien invirtió un
capital propio y en todo o en parte lo retira o hace lo propio con sus beneficios.
En el único sentido en el que la metáfora de la huida podría utilizarse sería en el
de ser perseguido por un Estado voraz y destructor de valor, y es precisamente el
caso. Al subirse por sí misma al carro de la argentinización, Repsol preserva al
capital y a los accionistas. El capital y los accionistas son los que hacen posible
la operación de toda la empresa y su perdurabilidad más allá de gobiernos más o
menos agresivos con la libre empresa.
A su vez no existiría beneficio alguno para el público en que los empresarios
atentaran contra su capital en función de objetivos colectivos de la sociedad
definidos o no por los políticos. Cuando el kirchnerismo asaltó la empresa, eran
los privados quienes estaban en verdad cuidando su patrimonio del saqueo
público. La lógica conspirativa para analizar la vida empresaria en un país como
Argentina no tiene sentido. Se limita esta crítica en general a deslegitimar el
objetivo de los particulares en función de un aparente deber patriótico que no es
más que una emocionalidad inconducente basada en el suicidio de un tercero. Lo
que no se entiende es que, si no hay una intromisión del Gobierno en asuntos
económicos de los ciudadanos o empresas, de todas formas estos saben cómo
producir.
No hay conflicto de intereses sino confluencia entre lo que llamamos “país” y
los particulares en una economía de mercado. Lo más importante a entender para
alguna vez reconstruir el sistema jurídico de la economía argentina, es que ese
nacionalismo populista no es la defensa de la patria, sino una forma muy
irracional y perjudicial de entender un tipo de interés nacional basado en el
capricho del Estado y no en los intereses de la gente de carne y hueso que habita
en su territorio. Es una visión particular sobre la nación derivada de varios malos
entendidos históricos y, al final, un subterfugio para el más crudo oportunismo
político.
El problema con cerrar la puerta de salida del capital lo explicó mejor que
nadie Alberto Fernández, cuando era candidato a presidente por el Frente por
Todos, junto a Cristina Kirchner como vice en la fórmula que finalmente
triunfaría el 27 de octubre de 2019. Habrá que ver si, como presidente,
demuestra que esa comprensión fue real. Cuando se le preguntó por el control de
cambios que el gobierno de su ahora candidata a vicepresidente había
implementado, conocido como “cepo”, dijo que había sido un error, que operaba
de la misma manera que una piedra puesta en una puerta giratoria para impedir
que la gente salga y que tiene como efecto necesario que tampoco se pueda
entrar. Aunque el ejemplo es bueno, es incluso peor que eso, porque la piedra
implica la imposibilidad de entrar, cuando en realidad obstaculizar la salida hace
que nadie siquiera tenga interés en ingresar.
Esto ocurre con cualquier medida autoritaria en materia económica. Se puede
sacar provecho de los stocks, pero, a la vez, se destruye al flujo, que es lo más
importante. Fue por eso que impedir la salida de capitales empobreció al país en
su infraestructura durante los doce años de aquella facción en el gobierno.
La simbiosis entre Repsol y Petersen sirvió como un puente para que YPF no
fuera directamente asaltada u obligada a dilapidar su capital en proyectos
ruinosos. Lo que no previeron ambos grupos empresarios fue que al final la
señora Kirchner y su alocado viceministro de economía optarían por el asalto
directo, porque YPF no aceptaba comportarse directamente como una empresa
estatal que considerara optativos a los números, ni que eso sería recibido con
indiferencia por una sociedad argentina que nunca se entera del daño que le
hacen los especialistas en excitarla.
El Grupo Petersen había intentado años antes entrar en el negocio petrolero, sin
suerte, cuando adquirió la firma INWELL S.A., con la que se había presentado
en tres licitaciones de áreas en Santa Cruz que no lograron ganar y que se
adjudicaron a Oil M y S (Cristobal López) y Epsur (Lázaro Báez). Fue Antonio
Brufau quien ofreció a Enrique Eskenazi ser su socio argentinizador después de
haber considerado otras cinco posibilidades. Las negociaciones duraron un año,
y para los Eskenazi, que estaban intentando meterse en el mercado petrolero, fue
como un regalo caído del cielo, aunque al final la aventura les resultaría ruinosa.
El grupo elegido para el management representaba lo que Brufau definía ante
los socios de Repsol como “especialistas en mercados regulados”, que era la
admisión de que la cambiante Argentina requería un tipo de manejo que la
compañía española no tenía. Hay que saber cómo lidiar con la arbitrariedad de
nuestros gobiernos; eso es lo que esa especialidad quería decir, y no es un
problema de los especialistas sino de los que crean la arbitrariedad.
La argentinización le permitió a YPF complacer requerimientos políticos de
inversión, pero, a la vez, cuidar el patrimonio de la empresa. Esto último es lo
que al final de la crisis no fue perdonado, valiéndose del artilugio de que la
compañía era vaciada. Cualquiera sea la opinión sobre las empresas por la
argentinización, en ningún caso eso significa el derecho del Estado argentino a
esquilmarlas. La falla del plan de estos socios probablemente estaba en no
considerar que la política seguiría aumentando sus exigencias imposibles de
cumplir.
En ese período, YPF aumentó sus inversiones en materia de combustibles
líquidos, pero no en gas, debido al excesivo alejamiento de los precios regulados
respecto de los reales. En esa época se pagaban 2 dólares por millón de BTU2,
mientras se importaba a USD 10 de Bolivia o a 16 en forma líquida en barcos.
2 Unidad térmica británica. Es la cantidad de calor necesaria para aumentar en 1 grado Fahrenheit la
temperatura de una libra de agua en su máxima densidad (aproximadamente 39° F). Un millón de BTU
(MM BTU) equivale a 27,8 m3 de gas.
Es importante desmistificar la argentinización porque después se la utilizó
como un subterfugio para la confiscación. El intercambio de acciones no fue
gratuito en los términos en los que lo reflejó la prensa y el debate político.
Repsol y el Grupo Petersen acordaron la compra por este último en dos etapas de
un 25% de las acciones de YPF S.A. Parte fue financiada por un grupo de
bancos y parte por la propia vendedora, con la garantía de futuros dividendos. La
operación no mereció objeciones ni de la Comisión Nacional de Valores, ni de la
Securities and Exchange Commission (SEC) de Estados Unidos, ni de la
Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) de España, que intervino
porque la adquisición se hizo por medio de dos empresas radicadas en España
por exigencia de los bancos que financiaron el compromiso, para que no
quedaran alcanzadas por el default de la deuda argentina. Al ser acciones con
cotización en Buenos Aires (BA) y en New York (NY), toda la información y
documentación es pública (SEC.report, 2008).
Tanto en ese momento como al despertarse la furia expropiadora y hasta al
discutirse el reclamo derivado de la estatización en New York por los
representantes del Estado argentino designados por el gobierno de Mauricio
Macri, se hizo mucho hincapié en que Petersen “no puso un peso” en la
operación, en una visión tan estrecha de los negocios que solo se la encuentra en
la política, pero también fue acompañada por los comentarios periodísticos. En
primer lugar, la conveniencia mutua de la transacción es algo que para el Estado
o los comentaristas les es por completo ajena. Si de verdad se hubiera tratado de
una operación gratuita, habría sido una cuestión de estos dos grupos empresarios
y de nadie más. Pero es absurda la explicación de todos modos. Petersen puso
dos cosas que deben entenderse como contraprestación a las acciones que
recibió. La primera, el aporte del management para salvar a YPF de su destino
fatídico de chocar con el descontrolado Néstor Kirchner y, a su vez, generar los
dividendos que le interesaban a la empresa española para invertirlos en otros
negocios en países menos dirigistas y satisfacer las inversiones exigidas por el
gobierno. Decir que tal cosa es gratis es tan infantil como pensar que un aporte
profesional a una firma se hace sin poner un peso, que por supuesto es así porque
la empresa paga un servicio. Lo segundo que puso Petersen fue el compromiso
de su crédito ante bancos internacionales.
Lo que los representantes de la política argentina terminaron repitiendo acerca
de la supuesta gratuidad de la operación era similar a confundir la compra de una
casa mediante una hipoteca con haberla recibido en donación. Que parte del
crédito fuera dado por la propia Repsol a costa de dividendos es el reaseguro de
que Petersen conseguiría sus acciones si generaba los dividendos. Los
compromisos económicos están tan claros que las empresas constituidas en
España para respaldar toda la cuestión terminaron concursadas cuando el Estado
confiscó YPF e hizo imposible la continuidad del convenio.
De cualquier manera, el problema principal no es buscarle el pecado a la parte
privada, sino desviar la atención de las condiciones absurdas que se le imponían
al Estado, algo que venía extendiéndose desde el año 2002. Estos reproches no
hacían más que esconder al elefante y servir como argucia para la estatización.
Un poco antes de que el grupo Petersen ingresara en YPF, se había
desarrollado la llamada “crisis del campo” cuando, en su afán por mantener a la
economía argentina aislada del exterior, el gobierno de Kirchner había intentado
implantar un sistema de retenciones a las exportaciones agropecuarias móvil
para quedarse el sector público con una mayor proporción de estas exportaciones
si el precio internacional subía. Esa porción para el fisco podía llegar en algún
caso al 95%. La medida desató una rebelión del campo en todo el país, con
cortes de ruta y tumultos que los medios de comunicación, hasta entonces
completamente subordinados a los deseos e intereses del oficialismo, mostraron.
Los Kirchner interpretaron que, si los medios mostraban esta mala noticia, los
estaban traicionando, porque en buena medida venían ahorrándole al oficialismo
muchas otras. Ahí comenzó el enfrentamiento que tuvieron con el principal
grupo de medios, Clarín.
Mientras se desarrollaba este enfrentamiento, ya en el gobierno de Cristina
Kirchner había algo que los críticos siempre repetían a la hora de oponerse: que
ellos, a pesar de no estar de acuerdo con el gobierno, no defendían a Clarín.
Tomaban distancia para no quedar manchados como partícipes de las cosas que
el gobierno usaba para ensuciar al grupo, como que la señora de Noble, la
principal accionista, se había apropiado de sus hijos adoptivos que
supuestamente eran hijos de desaparecidos, lo cual se demostró luego que era
totalmente falso. Pero no hacía falta demostrar nada. Era obvio que la acusación
era oportunista y que aceptar la sospecha diseminada por el aparato de
propaganda estatal era una forma de complicidad.
Clarín tiene varios pecados en su origen, durante la primera época peronista.
Fue la expresión del mundo empresario cortesano que se hizo “nuevo rico” en
aquel período. Después Clarín fue promotor principal de la devaluación y
ruptura de la convertibilidad para zafar de su propio endeudamiento en dólares.
Se lo salvó de quedar en manos de sus acreedores extranjeros dictándosele una
ley a medida que hablaba de que los diarios eran “bienes culturales” que no
podían quedar en manos foráneas, impulsada por el senador Miguel Ángel
Pichetto, que después sería candidato a vicepresidente de la fórmula de Mauricio
Macri. Clarín, además, se había hecho socio del Estado junto con La Nación en
la Constitución de un monopolio del papel de diarios en Papel Prensa, con el
cual ahogaban a sus competidores con la complicidad del Estado, situación que
perjudicó sobre todo al diario La Prensa, al cual Perón destruyó, a pesar de ser el
periódico más importante del país, y de lo que nunca se recuperó. Clarín
también fue el primer diario kirchnerista, como antes fue el diario militarista y
después sería el diario macrista. Es decir, su historial estaba muy lejano de ser
ejemplar, pero esta apelación a “no soy defensor de Clarín” tenía una
connotación muy distinta que es importante referenciarla como muestra de hasta
qué punto se inventarían pecados del sector empresario de manera oportunista
para ayudar al Estado a concretar más arbitrariedades.
Ese “correrse” era un crédito dado a la argucia del ataque mediante una toma
de distancia. Decir “yo no defiendo a Clarín” no era un juicio general acerca de
cómo era Clarín, sino una concesión al poder que lo atacaba, actitud que se ha
visto repetida en muchas persecuciones antes y después de eso. Por eso tampoco
se defendió a Repsol ni luego a los socios minoritarios. Me tocó aclarar ante
cada entrevistado con el que hablaba del tema en mi programa de radio Esta
lengua es mía, en ese entonces en FM Identidad, que yo sí defendía a Clarín,
porque lo hacía respecto de un ataque específico injusto al que no le atribuía la
más mínima credibilidad; no se trataba de una adhesión sin más a su historial.
No por cómo fuera Clarín en sí, sino por la naturaleza injusta del ataque y
porque lo único que buscaban los Kirchner era acabar con la crítica y la
información inconveniente.
Lo menciono porque esto es lo que siempre ocurre cuando hay que defender a
la empresa privada de los avances estatales. Nuestra intelectualidad estadólatra
y políticamente correcta, tal vez influida por la tradición española católica
antilucro, considera que defender a una empresa es algo poco digno, aunque se
nos vaya la vida por falta de condiciones para que las empresas generen nuestros
sueldos, compren nuestros productos y nos provean de otros. Hay un modismo
que parece venir de algún complejo de aristocracia alejada del contaminante
dinero, que es el caldo de cultivo para la generación de olas emocionales que se
desatan de tanto en tanto para permitirle al Estado aplastar a los empresarios ante
la indiferencia general. También pasó en este caso. El chivo expiatorio siempre
es la empresa. La sospechosa es la empresa, que para colmo en este caso es
extranjera, no el Estado y la mentalidad argentina sobre los negocios. Ella es la
que tiene ambiciones desmedidas, no los políticos, no los justicieros. Ellos
siempre están justificados en sus intenciones altruistas. Así que, cuando aparecen
las olas emocionales, está tan mal visto ponerse del lado de las empresas y es tan
gratuito ponerse en favor de los falsos justicieros, que la balanza siempre está
inclinada contra la propiedad privada y nadie parece medir nunca cuánto daño
directo se hacen a sí mismos los argentinos por asistir impávidos como
espectadores a masivas destrucciones de valor. Por eso los cuestionamientos a la
argentinización se reducen a las empresas y al hecho de que YPF repartiera
dividendos. Es evidente que era mutuamente beneficioso para las partes. Las
compañías que cotizan en bolsa son sometidas a reglas de control en resguardo
de los tenedores de títulos incluso para repartir dividendos y, en este caso, se
cumplieron.
El problema estaba en otra parte. En lugar de pensar cuáles eran las
condiciones impuestas al mercado para que en un país que importaba petróleo y
gas la principal empresa del área repartiera beneficios en lugar de invertirlos
para aumentar sus utilidades, la política puso el ojo censor en las empresas
privadas. Querer escapar es sospechoso, no el caos del marco regulatorio
opresivo.
Así fue que, de entrada, figuras de la oposición creyeron ver en el proceder de
Repsol un plan maléfico para que el aumento de las utilidades les permitieran la
“genialidad” de hacer ver el rendimiento de la empresa inflado, como si una
maniobra semejante no hubiera despertado las alarmas de la SEC, pero ni
siquiera hubo una denuncia ante ese organismo. ¿No habría sido un plan mucho
mejor aumentar la producción y hacer crecer a la firma a los ojos de los
compradores de acciones? ¿O acaso Repsol compró YPF en 1999 para esperar la
pesificación asimétrica y armar esta fantasiosa hipótesis delictiva?
A la vez que la declinación de la compañía fue vista como el resultado de la
negligencia de su management, ¿podríamos tratar de criminal al hecho de que
los funcionarios estatales tampoco lograran con su gestión el resultado que
querían? Solo tendríamos que remitirnos al valor de la compañía para
comprobarlo.
YPF está obligada a presentar estados contables trimestrales y anuales, y los
mismos son auditados por consultoras especializadas internacionales. Desde que
se llevó a cabo la operación entre el Grupo Petersen hasta la estatización (7 de
marzo de 2008 al 16 de abril de 2012), YPF no recibió ningún tipo de
cuestionamiento de las auditorías.
Las suspicacias también apuntaron al hecho de que la adquisición de acciones
por Petersen se hiciera a través de empresas del exterior. La Argentina se
encontraba entonces en default y el crédito otorgado para este negocio era de una
magnitud muy importante, por lo tanto, los bancos que aportaron la parte de los
fondos que no fueron financiados por la propia Repsol exigieron con toda razón
que la operación fuera realizada fuera de la plaza local. La transacción se realizó
por transferencia de títulos representativos de acciones (ADR) y contratos de
“Registration Rights Agreement” en los que se acordó la aplicación de la ley del
estado de Nueva York.
También se malinterpreta mucho lo que significa una cesión de jurisdicción y
cuál es su utilidad. Lo mismo sucede con los títulos de deuda emitidos por el
Estado argentino que fueron defaulteados y que llevaron a litigar en aquella
jurisdicción. Al final, cuando el Estado incumple, se toma aquello como una
afrenta, y el tipo de incomprensión de la realidad de las intenciones, motivos y
consecuencias es muy similar al de toda la realidad de YPF que lleva a su
estatización. Al ceder jurisdicción, se le otorga al contrato eso que Axel Kicillof
no comprende, que es seguridad jurídica, que sirve para que el costo de
transacción disminuya. Cuanto más seguros sean los contratos en cuanto a que el
incumplimiento acarreará las consecuencias acordadas, mayor margen tiene el
que corre el riesgo de reducir sus expectativas de contraprestación (tasas en el
caso de la deuda) y que sea más barato para quien las recibe.
Las inversiones tienen riesgos asociados a la suerte de las partes o a sus
aciertos y errores; a eso se le suma la firmeza o endeblez de las instituciones que
hacen cumplir los contratos. Gobiernos como el argentino no ofrecen tales
seguridades y, por lo tanto, hacen imposible para las partes asumir el costo del
tipo de riesgo que ofrecen sus instituciones. Aquí se ve cómo un negocio puede
hacerse porque es posible sacarlo del marco institucional de un país en default.
El mercado también provee seguridad jurídica para empresas que funcionan en
países salvajes y lo hacen mediante la cesión de jurisdicción hacia una plaza
seria, en la que después todas las argucias emocionales nacionalistas no tengan
efecto alguno.
Pero no es solo el extremo del default el problema. La ola emocional
nacionalista hace que el derecho, la autonomía contractual y los intereses del
sector privado estén permanentemente sometidos a la posibilidad de un asalto de
apariencia justiciera. Por lo tanto, los márgenes de ganancias tienen que ser
superiores, y parte importante del gerenciamiento que necesita la empresa en un
país como la Argentina consiste en lidiar con las reglas de juego y quienes las
dictan. Los promotores de estos movimientos emocionales son precisamente los
que expulsan cualquier aventura ambiciosa a ser acordada fuera de su
jurisdicción.
Lo que debería avergonzarnos es que la Argentina no ofrezca garantías para el
sector privado, pese a la Constitución que tiene. En cambio, para esta solución
de ceder jurisdicción hacia una plaza más segura se termina usando una
descalificación, como una justificación extra para excitar a la corriente
emocional que barre con todo. Interpretan como motivo de sospecha adicional
que se evite litigar eventualmente ante los tribunales del país. Pero la única
realidad es que la bolsa de valores de Nueva York ofrece garantías jurídicas y
por eso atrae capitales de todo el mundo.
Con ese espíritu, las autoridades argentinas durante el litigio con los holdouts
del default de su deuda pública se quejaban de la intervención de la Corte del
Segundo Distrito de New York, en ese entonces a cargo del fallecido juez
Thomas P. Griesa; tribunal que es más antiguo que la propia Corte Suprema de
Justicia. La razón de la queja era que lo que en esa plaza se acuerda se cumple
sin remedio emocional alguno. Los políticos argentinos no fueron capaces de
reparar en que esa seguridad jurídica es el secreto por el cual se consiguen tasas
de interés más bajas, por reducir el riesgo para el inversor. Nos hemos
convertido en un país malcriado e infantil que cree que con berrinches cambiará
las condiciones de los países adultos. Se repitió el mismo razonamiento luego al
discutir el reclamo como accionista de Petersen que adquirió Burford Capital
para reclamar tales derechos ante al mismo tribunal.
Tal es, dicho sea de paso, la relación directa entre seguridad jurídica y el costo
de vida. Es la misma razón por la cual todo profesional o comerciante necesita
inspirar confianza y hacerse una fama de cumplidor. Facilita así la posibilidad de
tener clientes y acrecentarlos. La política emocional estatista es como un
maltrato épico a todos los socios y clientes a los cuales se les pueden quitar sus
beneficios y derechos una vez, con la inevitable consecuencia de cavarse el país
la fosa para la próxima oportunidad y tornar la vida de los argentinos más y más
cara y difícil cada vez. El populismo es el imperio absoluto del corto plazo.
No hay inteligencia alguna en ese nacionalismo. Distinto es el caso en
situaciones en que el país tenga razón de acuerdo a las leyes y los contratos
asumidos, donde nunca se le cargará el ejercicio de sus derechos de forma
regular y su defensa cuando corresponde objetivamente. El secreto es apegarse a
reglas y no a intereses del momento que ni siquiera tienen en cuenta los de largo
plazo. Que se pretenda el cumplimiento de reglas no daña la seguridad jurídica,
pero sí esa permanente subjetividad basada en la relación sentimental con una
entelequia esgrimida de modo oportunista que, si se examina bien, es meramente
usada en función de espasmos políticos demagógicos del momento.
LO QUE VIO LA PRENSA
Concomitante con la argentinización ocurrió aquel rompimiento de los
Kirchner con los grandes medios que hasta la crisis del campo se habían atenido
al relato oficial. Esto también arrastró a la prensa a un enfrentamiento con YPF
como el que ocurrió con el diario La Nación, que se agravó por la disminución
de la pauta publicitaria con que la firma respondió a la posición editorial del
diario. Por esa razón, cuando llegó la estatización, esas rencillas estaban en el
primer plano y la cuestión jurídica, institucional y económica, quedaron
totalmente confundidas en una pelea casi personal.
En su punto más alto, Julio Saguier, presidente del diario La Nación, le envió
una carta de reclamo por el retiro de publicidad sustentada en la trayectoria del
diario, presentando él la inversión en avisos como una obligación cívica del
cliente. El episodio sirve para comprender cómo la política oficial terminó
enfrentando a YPF con los medios y como éstos adoptaron una postura de
condena a los socios privados que no hizo más que facilitar el posterior asalto
estatal.
En este enfrentamiento, YPF llegó a publicar una solicitada (2009) en
respuesta a lo que se publicaba, fundamentalmente contra lo firmado por Carlos
Pagni:
SOLICITADA
YPF frente a las mentiras
En los últimos días, YPF se vio afectada por un video en el que se
registran imágenes de reuniones donde supuestamente se busca
dañar a la compañía.
Sin perjuicio de la denuncia que se ha presentado en la Justicia,
YPF S.A. desea ratificar públicamente su compromiso con las
instituciones democráticas, la libertad de expresión y el ejercicio
del periodismo independiente, y repudia los métodos extorsivos e
ilegales en cualquiera de sus expresiones.
No obstante, frente a las afirmaciones formuladas por el
columnista Carlos Pagni en la edición de La Nación del sábado 17
de octubre, YPF se ve obligada a realizar algunas aclaraciones:
5 de enero de 2009. “Otro dilema para Kirchner”. Dice Pagni en
La Nación: “En la ANSES estudian ahora una asistencia a YPF,
que en febrero debe rescatar un bono por 240 millones de
dólares”.
Falso.
Nunca ocurrió lo que el columnista sostiene en su nota. YPF pagó
en término el bono y lo hizo con fondos propios, tal corno estuvo
previsto desde el principio. La información fue publicada
profusamente en todos los diarios nacionales, como también
consignó el diario La Nación el 24/2/09, lo que vuelve más
“extraña” la consideración de Pagni. El bono fue de 225 millones
de dólares y no de 240, como consigna Pagni, un error de 15
millones de dólares.
23 de mayo de 2009. “Un espejo que refleja la próxima fase del
modelo”. Dice Pagni en La Nación: “Hubo hipótesis menos
afiebradas. La más común, que PDVSA podría comprar a los
Eskenazi la deuda que contrajeron para adquirir su participación
en YPF, presume que esa familia kirchnerista quiere alelarse del
negocio petrolero”.
Falso.
Esa hipótesis “menos afiebrada” de la que habla Pagni hubiera
sido desestimada de plano si Pagni hubiera consultado a alguna
autoridad de YPF.
25 de mayo de 2009. “Las quejas contra Chávez esconden el
miedo a los planes de Kirchner”. Dice Pagni en La Nación: “Ni el
‘experto en mercados regulados’ Sebastián Eskenazi duerme
tranquilo. Ingresó en el negocio petrolero gracias a Kirchner, pero
YPF ya no le garantiza los dividendos necesarios para saldar la
deuda que contrajo con Repsol por las acciones compradas a
Repsol (sic). Eskenazi está tentado con salir de YPF. Hay un
fantasma que recorre la empresa: la entrada de Enarsa, que podría
comprar una participación a Repsol, acaso con fondos
venezolanos”.
Falso.
Sebastián Eskenazi jamás pensó en retirarse de YPF y nunca
estuvo en riesgo el pago de los créditos. Enarsa no ingresó como
accionista.
15 de junio de 2009. “En el reino de Kirchner, el mercado es él”.
Dice Pagni en La Nación: “Durante 2008, YPF distribuyó entre
sus accionistas 9700 millones de pesos. (...) La petrolera es una
sociedad entre Repsol y la familia Eskenazi, a cuyas manos fue el
15% de aquellos $9700 millones. Los Eskenazi están pagando su
participación en YPF con dividendos de YPF”.
Falso.
Pagni habla de una distribución de dividendos por 9700 millones
de pesos en 2008. Omite señalar que se trata de la suma de
dividendos de dos años. Y, tan grave como ello, se equivoca en
414 millones de pesos. Es información pública.
Dice Pagni en esa misma columna de La Nación: “Entre el primer
trimestre de 2009 y el mismo periodo de 2008 la rentabilidad de
YPF cayó 57,4%. Para enfrentar ese retroceso, Sebastián Eskenazi
dispuso un fenomenal recorte en la inversión y en el gasto. (...)
Detrás de la crisis mundial intenta ocultarse el balance de la
aplaudida argentinización de YPF”.
Falso.
Pagni prefiere adjudicar esa caída a “la aplaudida argentinización
de YPF” y no destacar que en el periodo citado todas las petroleras
registraron caídas de ingresos muy superiores, de hecho, mientras
YPF solo redujo sus utilidades, una de sus principales
competidoras en el país perdió dinero. Esa información fue
publicada el 7/5/09 en todos los medios de la Argentina, incluido
el diario La Nación, donde escribe Pagni.
Respecto de las inversiones, 2009 es el año en el que se iniciaron
las mayores inversiones de la compañía.
6 de julio de 2009. “La desvariada política energética”. Dice Pagni
en La Nación: “Los españoles enviaron formidables remesas a sus
alicaídos accionistas de Madrid. El año pasado retiraron 8200
millones de pesos”.
Falso.
Pagni eleva en 389 millones de pesos el envío de las remesas a
Madrid y vuelve a cometer un grosero error al omitir que se trata
del consolidado de dos años.
Dice Pagni en esa misma columna de La Nación: “La familia
Eskenazi tal vez migre de YPF”.
Falso.
Nunca se analizó la salida del grupo de la petrolera. Y, de hecho,
no ocurrió.
Carlos Pagni escribió durante los últimos diez meses once
artículos en el diario La Nación, en los que parece querer
erosionar la imagen de la compañía y de sus accionistas.
Resulta curioso que sea el propio Pagni quien admita que un
exdirectivo de YPF como Fabián Falco haya sido el nexo con
nefastos personajes que tenían como único objetivo aportarle
“información sobre la familia Eskenazi”.
Desde noviembre de 2008, cuando Fabián Falco dejó la compañía,
Pagni jamás se comunicó con ningún representante de YPF a fin
de validar su información, como lo establece el “Manual de estilo”
del diario La Nación y las más elementales reglas de la profesión.
Todo tiene un límite. A Pagni lo desmiente la realidad.
Más allá de las diferencias en la información, lo que este enfrentamiento deja
claro es que YPF quiso despejar el conflicto con el gobierno mediante aquella
argentinización y quedó en el medio del que el kirchnerismo había abierto con
los medios, lo que luego sería determinante a la hora de juzgar objetivamente el
hecho de la estatización y las razones del fracaso del mercado energético. Todo
lo que no quedó nublado por la confusión emocional nacionalista quedó
encerrado en una batalla de información que facilitó el desastre.
La carta del director del diario introdujo otro elemento distorsivo: un conflicto
por la cuenta publicitaria de la compañía con La Nación:
Buenos Aires, 26 de mayo de 2010
Señor Vicepresidente del Directorio de YPF S.A.
Dr. Enrique Eskenazi
Macacha Guemes 515, piso 32°
PRESENTE
De mi mayor consideración:
Molesto su atención a fin de ponerlo en conocimiento de una
inquietud de la sociedad editora del diario LA NACION, cuya
presidencia ejerzo. Se trata de la política instrumentada de un
tiempo a esta parte por las autoridades de YPF a raíz de la cual LA
NACION ha sido excluida, de manera sistemática, de sus pautas
publicitarias en los medios de comunicación del país.
Según informaciones oficiosas provenientes de YPF, el motivo de
la discriminación sería el malestar que habría ocasionado entre las
autoridades de la empresa bajo su dirección alguna cobertura
periodística de nuestro diario en relación precisamente con YPF.
Se nos ha hecho saber, en tal sentido, que el fastidio estaría
referido, en particular, a una serie de notas en las que un
columnista del diario se ocupó de las actividades YPF y a las que
la empresa respondió, en octubre último, con una solicitada
publicada en todos los diarios de la ciudad de Buenos Aires. Entre
ellos, LA NACION.
Nos cuesta imaginar que, a partir de la modificación del cuadro
societario de YPF, se haya pasado a considerar la publicidad como
una herramienta capaz de condicionar al periodismo en sus
informaciones u opiniones sobre la empresa avisadora. Es difícil
imaginarlo por lo que supone aceptar un criterio de ese calibre.
Julio Saguier
Un gran tema del momento son las fake news, pero el periodismo argentino
está alterado con interferencias políticas y económicas cruzadas desde hace
mucho tiempo. El último diario que denunció esta situación fue La Prensa, en la
época en que era propiedad de la familia Gainza Paz, y las razones son muy
similares a las que influyeron en la actitud del país hacia YPF. Desde el avance
al estatismo en la década de los cuarenta y luego de la expropiación por Juan
Perón del diario La Prensa, se fue armando un modelo de empresa periodística
atada a la publicidad oficial y que por lo tanto tenía arte y parte en los conflictos
políticos.
El asunto de Papel Prensa, la sociedad del Estado que monopolizaba la
producción de papel de diario en asociación con Clarín y La Nación, fue como
un moño puesto a todo el proceso de transformación de la prensa en un apéndice
estatal y de la política donde todo es operar por intereses que se mueven
alrededor del Estado y capturar los fondos públicos que se invierten en
publicidad innecesaria para el “cliente” (sobre todo a partir de internet), pero que
es la principal fuente de ingresos de los medios. Cuando las empresas del Estado
se privatizaron, ese mercado sufrió un gran cimbronazo. Tal vez eso explique el
permanente bombardeo contra las reformas hechas durante la década del noventa
y la alimentación de las teorías conspirativas sobre las privatizaciones. Argentina
es un país que parece encerrado en sucesivas capas de resentimientos
innecesarios.
Si se observa la carta de Saguier, pareciera como si YPF tuviera alguna
obligación de ser cliente de La Nación o meramente apoyar su línea editorial
para que pudiera hacer periodismo independiente. Depender para ser
independiente.
El problema es la confusión entre lo público y lo privado. El Estado está
obligado, si contrata publicidad, a hacerlo según un criterio de alcance del
mensaje, rating, visitas o ventas, porque los fondos no pertenecen a los
funcionarios y solo se pueden destinar a dar publicidad a los actos de Gobierno,
que no es lo mismo que propaganda, por cierto. No es el caso de una empresa
privada; ahí las cuestiones se confunden como hace La Nación por el caos
jurídico y de roles que produce una economía estatizada, hasta el punto en que
no se llegan a ver las diferencias. La Nación podría haberse planteado un
conflicto propio ético que era aspirar a tener YPF como cliente y, a su vez,
cuestionarla. Son objetivos que se comprometen uno al otro. El diario podría
incluso haber adoptado una postura inversa y directamente no aceptar avisos de
YPF para seguir informando lo que tuviera que informar. Lo cierto es que este
vínculo comercial roto no es el mejor punto de partida para que los lectores del
diario interpretaran lo que estaba pasando con YPF. El resultado fue que, frente a
la “toma” de facto de la empresa, después no habría voces periodísticas
defendiendo la cuestión central del respeto a la propiedad privada.
La dependencia de los grandes medios con la publicidad oficial también ha
hecho que los funcionarios del Estado la utilizaran como un mecanismo
extorsivo para controlar lo que se dijera de ellos, y los Kirchner no eran la
excepción; en realidad, fueron centrales en la regla. A la larga, el envilecimiento
de las relaciones entre el poder y la prensa es tal que no se sabe si esta toma y
daca empieza en el Estado o en los propios medios. El kirchnerismo lo usó como
mecanismo de premios y castigos llevándolo al paroxismo. ¿Pudo haber
presionado a YPF para que retirara la pauta de La Nación? Es una hipótesis
razonable teniendo en cuenta que esa era su costumbre. En todo caso sumarles a
las presiones del gobierno la presión de la prensa para sacarle recursos terminó
beneficiando a los Kirchner al momento de la confiscación. La visión negativa
del público sobre los socios privados fue un elemento clave para llevarla a cabo
y la prensa contribuyó por los motivos más pedestres.
De cualquier manera, no pretendo caer en la ingenuidad de suponer que puede
haber un periodismo completamente despojado de sus propios intereses. Lo que
asegura que el público esté bien informado acerca de lo que está en juego es la
competencia y la apertura, además de la libertad empresaria. Los problemas se
presentan cuando todo está restringido y lo único que rige es la arbitrariedad
política sobre el mundo de los negocios y El estado es el principal anunciante.
Clarín presenta una narrativa aún más sorprendente. La crítica de Ricardo Roa
de Clarín, en un artículo titulado “Los grandes negocios K que pagamos todos”
(2018) apuntaba a que el problema energético se había iniciado al permitirse la
descapitalización de YPF por el reparto de dividendos en un toma y daca entre
Repsol y Kirchner. Esto es más que desconocer que las empresas tienen derecho
a retirar su capital y a decidir cuándo, cómo y hasta cuándo invertir.
Directamente se atribuye el déficit energético a este episodio, desconociendo las
condiciones económicas creadas por el control de los precios y todo lo que pasó
entre los años 2002 y 2008.
En otro artículo, también de Roa, titulado “La argentinización más cara de la
historia” (2019), concluye que:
Lo único que falta es que después de haber pagado lo que le
pagamos a Repsol y de hundirnos en el pozo del
desabastecimiento, encima tengamos que pagarle a Burford y a
Eaton, otro fondo en la lista de espera. Y falta otra cosa, que se
está investigando aquí: cómo fue el negociado de Kirchner con los
Eskenazi. La argentinización salió más que cara, carísima. Se
entiende, para los argentinos.
Los títulos de las notas ya están mal, y tienen por fin producir un efecto
emocional en el público sin informarlo. No son los grandes negocios K lo que se
paga en estos casos sino la indemnización por una expropiación a los dueños de
la compañía. Lo chavista es pretender que no sea así. Y pretenderlo cuando
Clarín mismo se había salvado de una confiscación viniendo de una relación de
sociedad política con los Kirchner es un poco peor que chavista incluso. La
indemnización correspondía porque el Estado se quedó con la parte de Repsol en
la compañía y por el incumplimiento de la obligación estatuaria respecto de los
accionistas minoritarios. Ese Estado tiene los activos en su poder y tendrá el
resto cuando indemnice a esos tenedores como corresponde. No tiene asidero
hablar de “lo único que falta”, como si el Estado fuera inocente y los
damnificados no hubieran resultado despojados, sino que hubieran hecho del
despojo su negocio.
La mezcla que se hizo de situaciones turbias no concatenadas adecuadamente
fue nada más que para respaldar al Estado una vez más en su arbitrariedad o para
congraciarse con un público envenenado de prejuicios. Un Estado con el que
estos medios también estaban enfrentados, pero con el que se terminaron
asociando en la elección de los chivos expiatorios. El Estado no pagó a Repsol y
al resto eventualmente porque los Kirchner hubieran roto algo o se hubiesen
quedado con algo en esta situación, sino porque el mismo Estado se quedó con la
empresa energética más grande del país. Todavía se podría desprender de la
firma para no tener que pagarla o para recuperar lo pagado, cosa que a nadie se
le ocurrió siquiera plantear porque no había pensamiento pecaminoso imaginable
para la ola emocional que generó toda la situación.
LAS CONDICIONES ECONÓMICAS
El ya mencionado informe de Norte y Sur refuta el esgrimido como argumento
principal para la estatización que fue poner fin a la caída de la producción:
Sin embargo, si bien la empresa es la principal dentro del sector
energético local, y a pesar del aumento de la producción,
especialmente durante 2014, ya no domina completamente el
sector, muestra aún caídas de producción y un crecimiento del
déficit comercial en materia energética. Adicionalmente, quedó
claro que la petrolera requería recursos para poder invertir, parte
de ellos se obtuvieron de aumentar los precios de los
combustibles, que no estimulaban la inversión ni el crecimiento, lo
que llevó a un crecimiento en el precio del 190% desde la
estatización hasta mediados de 2015. Para el gas, por el contrario,
se siguió el mismo esquema de otorgar mayores subsidios a través
de Gas Plus o Gas a USD 7,5. (Fundación Norte y Sur, 2015)
La evolución de la cotización de las acciones de YPF en la bolsa de New York
es ilustrativa de cómo se vio afectada por circunstancias generales del país y no
por algún gran acierto o error de sus directivos. Al iniciar su cotización en New
York, las acciones de YPF valían USD 21 en el año 1993. Llegaron a un primer
pico de USD 42 en el año 1999, a pesar de una recesión ya bien instalada.
Después vino la declinación de la gran crisis del 2001 y la ruptura de los
contratos, descendiendo el valor hasta los USD 10. El rebote de esa situación,
con todas las dificultades que presentaba el mercado intervenido y el control de
precios, en el año 2005 alcanzaron un precio de USD 61. Con altibajos, los
títulos de YPF siguieron una tendencia declinante hasta el 2011, cuando la
cotización bajó a USD 47. Durante el 2012, las acciones de la empresa cuyo
patrimonio el Estado vino a proteger de un vaciamiento y cuya producción a
multiplicar, se desplomaron hasta los USD 10 nuevamente. En 2014, con Vaca
Muerta de por medio, llegaron a valer USD 36 y, desde entonces, otra
consistente tendencia declinante llevó el valor hasta los USD 14 que valían antes
de la crisis de las PASO de 2019.
En estas oscilaciones, los precios del barril tuvieron poco que ver. Sus acciones
tienen un valor hoy de USD 9,40; es decir, más bajo que al iniciar su cotización
en el año 93, a lo que habría que descontarle la inflación norteamericana. YPF
vale menos que cuando fue privatizada como consecuencia de no respetar
contratos ni derechos de propiedad, y la compañía tiene hoy un precio total
cercano a los USD 5000 millones que el Estado acordó finalmente pagar a
Repsol por el 51% de las acciones, es decir, por la mitad (Gasalla, 2015).
Hasta enero del año 2012, cuando empezó el acoso provincial a YPF siguiendo
los designios hostiles del gobierno de Cristina Kirchner, el precio de la acción de
YPF seguía el del precio internacional del petróleo. En enero, además, se
impusieron nuevas restricciones al giro de utilidades, lo que afectó al precio de
todas las acciones argentinas. En abril se produjo la estatización. El siguiente
cuadro ilustra las consecuencias que ese acto tuvo en el valor de la compañía,
desfasaje que se mantiene hasta el presente.
La ola expropiadora recortó el valor de la compañía a la mitad. ¿Tal cosa no
puede ser interpretada como vaciamiento? La explicación es tan simple como
que la arbitrariedad lleva consigo pérdida de valor.
Todos los análisis coinciden en que el mercado energético es particularmente
dependiente de una gran inversión de capital y que eso es aún más cierto en el
caso de las explotaciones no tradicionales como el shale oil. Un ministro de
economía puede creer que con sus políticas o sus viajes al exterior seduce a los
inversores, sobre todo porque en esta materia es en la que el Estado interviene
con mayor asiduidad. Pero el respeto por la propiedad privada no es una política
contingente sino un basamento del derecho económico que tiene que respetarse
en la letra de la ley, en la práctica política y en el desarrollo cultural de la
sociedad, que es el último reaseguro. Esa falencia se aprecia a todo lo largo del
desarrollo de los acontecimientos de este libro.
Sin embargo, Axel Kicillof llegó a decir aquello de que “seguridad jurídica”
eran “palabras horribles” que la comunidad de negocios usaba para “hacer lo que
se les cante sin pensar en el conjunto de la economía”, cuando YPF era “por
ADN, argentina” y que, si no lo era, al menos era “nacional” (2012). Cualquier
excusa que sirviera para llevar adelante su justicia alternativa estaba bien. Sin
embargo, como se ve, la intervención no tenía por fin preservar el patrimonio de
YPF, sino ponerlo al servicio de los objetivos del Gobierno. La alusión al ADN
muestra lo central que es la emocionalidad en la habilitación del desenfreno del
poder.
¿Hacía YPF “lo que se le cantaba”? La clave de todo el asunto es que
justamente no. Esto es aplicable no solo a YPF sino a todo el sector energético
que, en realidad, se encontraba fuertemente regulado y no haciendo lo que quería
hacer. Durante el período 2003-2015 se mantuvo el desfasaje entre los precios
internacionales y los precios políticos internos. El contexto real es que el
Gobierno era quién hacía lo que quería.
La diferencia entre los precios autorizados internamente, origen de la caída de
oferta, y el pagado en las operaciones de importación, en el mejor de los casos
puede ser entendido como una forma de esconderle a los argentinos lo que de
verdad les costaba el suministro por vía impositiva e inflacionaria, a costa de
pagar aún más en el futuro por atentar contra la producción; en el peor de los
casos eso solo puede entenderse como corrupción.
En su informe sobre el clima de negocios correspondiente al período 2014-
2015 (2014), el World Economic Forum ubicó a la Argentina en el puesto 138 de
un total de 144 países analizados en cuanto a respeto a los derechos de
propiedad, entre otras desastrosas calificaciones relacionadas con los asuntos
“horribles” de Kicillof.
Esa información, distribuida a nivel mundial por los principales periódicos
junto con el atropello de la expropiación que fuera del país no es cubierta con la
pátina nacionalista, significa negocios que no se hacen en la Argentina, gente
que no es contratada, financiamiento que se encarece y, en general,
empobrecimiento. Cuando se habla del déficit de educación en Argentina nunca
se advierte la terrible incultura económico-jurídica de la población. Por eso se
puede llegar a ministro, habiendo pasado por el Nacional Buenos Aires —que es
considerado uno de los mejores colegios del país—, y hablar de esa manera.
Al otro día de la toma de YPF, los títulos de los principales diarios reflejaron la
indiferencia general frente a los atropellos a la propiedad. Clarín titulaba
“Expropian YPF y el 51% será del Estado. Lo anunció Cristina y mandó el
proyecto al Senado que lo tratará desde hoy. La nación y las provincias
compartirán la parte estatal expropiada a Repsol. De Vido y Kicillof asumieron
como interventores. Horas antes se había impedido la entrada a la empresa de los
directivos españoles”. En otro título decía “Aceptan planteos de las provincias,
pero el Gobierno manejará la caja” (Clarín, 2012). Nadie reparó en lo absurdo
que es llamar “expropiación”, que es un acto que supone una indemnización,
para apoderarse de una “caja”.
La tapa de La Nación rezaba: “Expropiarán el 51% de YPF y España amenaza
con represalias. La presidenta intervino ayer la empresa”. Según la editorial de
fondo del diario, la expropiación era “una fiel demostración del fracaso de la
política en materia energética de los gobiernos kirchneristas, caracterizada por
una clara falta de rumbo, evidenciada en la fuerte caída de la producción de gas
y petróleo y en la pérdida del autoabastecimiento” (La Nación, 2012).
Se trató la información como si hubiera estado en juego un problema de
eficiencia en el manejo del sector energético, que es más que YPF, sin hacer
relación o crítica alguna a la medida de intervención o a la intención de
apoderarse de la tenencia accionaria de la empresa española para llevarla a cabo.
Expropiar, decía La Nación, es el fracaso de una política energética que no ha
logrado el autoabastecimiento.
Aun cuando la editorial, como Carrió, mencionaba la brecha entre los precios
internos y los internacionales del combustible en boca de pozo y señalaba que
eso llevaba a que la inversión se desviara hacia otras plazas, se quejaba el diario
de “la política de distribución masiva de dividendos en YPF tendiente a que el
grupo local Petersen, de la familia Eskenazi, que acababa de desembarcar con el
apoyo del Gobierno en la compañía, pudiera pagar sin dificultades el 25% de las
acciones que había adquirido. Se trató de otro factor que ayudó a reducir el nivel
de inversiones y que constituyó lo contrario del riesgo empresarial”.
Es notorio el cruce de explicaciones y escala de valores que hay entre este
párrafo y el resto de la nota. En la medida en que el mercado regulado no
remunera la inversión, esta se va, no hay mucho más que decir salvo que la
confiscación solo puede agravar las cosas. Pero La Nación tenía sus propios
conflictos y no llevaba a este argumento hasta sus conclusiones naturales, sino
que igual endilgaba a los expropiados la responsabilidad y legitimaba el
atropello. No es una fuga ni es un vaciamiento retirar dividendos, es una
decisión empresarial racional y un derecho. Es increíble que haya que explicar
que las empresas son independientes para repartir dividendos y que quien debía
hacerse cargo de atentar contra las condiciones de inversión era el Gobierno. No
pude encontrar una publicación que defendiera ese derecho.
Se pasó de una visión económica de los problemas de YPF a otra sustentada en
una ética del inútil sacrificio del capital a los intereses nacionales que son los
caprichos políticos de una u otra facción. Una economía oprimida por la
regulación no necesita capital más que para consumirlo y lo expulsa. Si se
entiende que “las grandes inversiones se desviaron, como no podía ser de otra
manera, hacia aquellos países que reconocían precios equivalentes o cercanos a
los del mercado internacional”, el negocio cerrado entre Repsol y Ezkenazi debe
comprenderse en ese marco, y la decisión de invertir fuera del país también. Lo
que no está bien es la regulación de los precios y pensar que eso no tendrá
consecuencias, o que hacerlo funcionar depende del sacrificio empresarial, o
creer que el sacrificio empresarial no tendrá consecuencias nefastas sobre el
objetivo, pero siempre hay un “pero” para ratificar la corriente emocional que
causa todos estos problemas.
LA SITUACIÓN DEL MERCADO
ENERGÉTICO QUE SE ENCUENTRA
KIRCHNER
Daniel Cameron fue secretario de energía durante once años de kirchnerismo.
Estuvo antes a cargo de la empresa provincial de energía de Santa Cruz mientras
Néstor Kirchner fue gobernador y desempeñó otros cargos en esa misma área
antes de asumir responsabilidades en el Gobierno nacional en 2003. Fue, al igual
que su jefe político, un ferviente defensor de la privatización de YPF en los años
de Menem. Durante la carrera presidencial del 2003 realizó una pormenorizada
presentación electoral denominada “Diagnóstico y propuesta. Sector Energético.
Kirchner presidente”. De ahí se extraen estas cifras de inversiones durante el
período 1990-2000 (en millones de dólares):
PRODUCCIÓN DE HIDROCARBUROS (Upstream) USD 41.500
REFINERÍAS Y ESTACIONES (Downstream) USD 8.500
PETROQUÍMICA USD 2.000
ELECTRICIDAD USD 16.800
TRANSPORTE DE GAS USD 1.700
DISTRIBUCIÓN DE GAS USD 7.500
TOTAL USD 78.000
En cuanto a la evolución de la producción el trabajo, indica las siguientes
cifras:
PETRÓLEO (en millones de m3): 28,80/44,80 (60%)
GAS (en miles de millones de m3): 23,01/44,87 (95%)
ENERGÍA ELÉCTRICA (en TWh): 44,09/79,03 (79,5%)
Analiza también el impacto que tuvo la gran devaluación de los años 2001 y
2002, en primer lugar, respecto de la seguridad jurídica al pesificarse los
contratos públicos y privados, alterando sus ecuaciones económicas y al
establecerse retenciones a la exportación de hidrocarburos y, en segundo lugar,
sobre los precios. Estimó las pérdidas de la siguiente manera (en millones de
dólares):
Petróleo:
Pérdida de ingresos de productores: USD 750.000
Pérdida de ingresos de las provincias: USD 115.000
El Estado nacional vio aumentados sus ingresos: USD 395.000
Gas:
Pérdida de ingresos de productores: USD 570.000
Pérdida de ingresos de las provincias USD 137.000
Pérdida de ingresos del Estado nacional: USD 183.000
Electricidad:
Pérdida de ingresos de las generadoras: USD 813.000
Pérdida de ingresos de las provincias: USD 31.000
Pérdida de ingresos del Estado nacional: USD 170.000
Dadas las distorsiones de precios, Cameron decía:
La producción de gas presentaba un desarrollo razonable. A partir
de la pesificación de los contratos, no tiene capacidad para reponer
reservas (salvo aquellas que surjan asociadas a la exploración de
petróleo) ni desarrollar (movilizar) reservas, con lo cual, de no
revertirse la situación actual, se encuentra comprometido el
abastecimiento del invierno del año 2003 o, en su defecto, el del
2004.
Respecto del petróleo, la producción se mantendrá si el WTI se
mantiene por encima de los 21 USD/Bll. Para precios inferiores,
de mantenerse las actuales retenciones, la exploración tenderá a
paralizarse. Respecto de la generación eléctrica, la situación de
riesgo se presentará dentro del segundo o tercer año, a partir de la
reversión de la actual recesión, ya que ingresado en una etapa
expansiva, el crecimiento de la demanda en los dos o tres años
oscilará entre el 6% y el 9%. (Cameron, 2003)
El informe es la prueba de que el kirchnerismo llegó al poder con plena
conciencia acerca de dónde estaban los problemas, a pesar de lo cual decidió
administrarlos en lugar de resolverlos. Al desastre que causó la pesificación le
siguió el de esta decisión que extendió los efectos en el tiempo. La suma de esos
dos problemas fue lo que se quiso tapar con la confiscación del 2012 si miramos
la cuestión con la distancia necesaria. Estas dos malas políticas son tapadas por
un relato de chivos expiatorios en el sector privado.
El informe refuerza la idea de que la privatización de YPF y la desregulación
del mercado energético durante la década del noventa, contrariamente a lo que
dice la indubitada historia emocional argentina, fue uno de los mayores aciertos
en la política de privatizaciones. Ese avance quedó seriamente comprometido a
partir del quiebre de la crisis del 2001. Néstor Kirchner y su posterior secretario
de energía lo sabían. La historia de esta vuelta a la estatización, sin embargo, se
enanca en una narrativa opuesta. La realidad que aquí se muestra no se
compadece con la tesis del plan de fuga de los empresarios para obtener recursos
argentinos y llevarlos afuera en esa maniobra tan extraña de estimular la
cotización de las acciones de la compañía, que terminó con la estatización del
51% de la compañía para evitar la “maniobra”.
Según Federico Sturzenegger, quien fue economista en jefe durante la
administración de José Estenssoro —padre de la senadora— y posteriormente
presidente del Banco Central en la primera etapa del gobierno de Macri, el
verdadero desencadenante de la estatización fue la negativa de Sebastián
Eskenazi a financiar las importaciones de gas por USD 4000 millones para ese
año con dinero de la compañía, cuando las utilidades no llegaban ni a la mitad de
esa cifra (Sturzenegger, 2013). El economista también recuerda la realidad sobre
el pasado de gloria perdida que imaginaba Carrió:
El período 1975-1990 había sido un verdadero desastre económico
para la Argentina, y, obviamente, el manejo del sector energético
no fue una excepción. Sobre finales del gobierno de Raúl Alfonsín
arreciaban los cortes de luz, que ya eran tan predecibles que se
programaban, cosa que la gente pudiera organizar el uso del agua,
bañarse, tomar el ascensor y otros menesteres varios para los
cuales resulta útil la energía eléctrica. Gran parte del parque de
generación estaba fuera de operación por falta de mantenimiento,
y Yacyretá yacía inerme, erigiéndose como un gran “monumento a
la corrupción”, como luego diría Menem. YPF no escapaba a las
generales de la ley. O bien perdía dinero o bien era utilizada como
vía para conseguir endeudamiento público en el exterior (sobre
todo, durante la última dictadura militar), o ambas cosas a la vez.
La firma era un coto de caza para funcionarios, burócratas
sindicales o contratistas del Estado. En este contexto, mantener
viva la llama de un discurso nacionalista era muy beneficioso para
estos grupos privilegiados que, protegidos bajo ese paraguas, no
hacían otra cosa que rapiñar la empresa. Lo único cierto es que la
firma se descapitalizaba a paso acelerado y en ese proceso
comprometía la sustentabilidad y la soberanía energética de la
Argentina. Así, los 80 fueron años de una abrupta disminución en
los niveles de producción y reservas. Las reservas de petróleo
habían caído el 36% en la década, mientras que solo las de gas se
habían mantenido medianamente estables, con un incremento del
3%. La producción de petróleo en 1989 se ubicó por debajo de su
nivel de 1980. La Argentina tuvo que llegar a la situación caótica
de la hiperinflación para que la dirigencia política, tras una fuerte
demanda social, impulsara una reforma de este escenario.
(Sturzenegger, 2013)
La privatización y desregulación fue precisamente la vía elegida para cambiar
ese escenario. Se dispuso la libre disponibilidad del recurso con precios libres, se
dejó que se realizaran todo tipo de obras de infraestructura, se eliminaron las
mesas de crudo que asignaban centralizadamente el producto para distintos usos
con precios políticos para contener las consecuencias de la inflación; “ya no
hubo más presupuestos públicos de donde buscar fondos. Ya no hubo más
pedidos políticos para cargos, tareas o recursos de los cuales ocuparse”. Todo
esto con las consecuencias sobre la inversión y la producción que describía
Cameron y Sturzenegger resume así:
La potencia instalada de generación eléctrica pasó de 14 000
megavatios en 1992 a 23 200 a fin de 2001 (en los diez años
siguientes crecería en porcentaje solo la mitad), mientras que los
precios del mercado eléctrico mayorista cayeron cerca del 50%.
Recuerdo que, en mis años en YPF, la sensación de efervescencia
en el sector era absolutamente formidable. La abundancia de gas,
de la cual todos los participantes de la industria teníamos certeza,
implicaba una carrera contra el tiempo con Bolivia para ver quién
llegaría primero al mercado de San Pablo (YPF se movía más
lento que lo que yo proponía en las reuniones de gerentes), al
tiempo que se desarrollaban como lombrices las conexiones
gasíferas con Chile, sediento del combustible. Se concretó la
conexión con Brasil y estaba muy avanzada la planificación para
una conexión con Montevideo por debajo del Río de la Plata. La
Argentina tenía amplísimas reservas de gas natural y en el
Noroeste aparecían yacimientos gigantes: Acambuco, Aguaragüe,
Ramos, que parecían sumar excedentes todos los días... El
resultado de este impulso fue que entre 1989 y 1998, no solo
crecieron la producción de gas (58%) y la de petróleo (81%), sino
que se incorporaban reservas a un ritmo superior al de los niveles
de extracción, con lo que también aumentó el stock de reservas.
Las reservas de petróleo crecieron el 27% y las de gas se
mantuvieron constantes, a pesar del fuerte incremento de la
producción. Una medida de ese éxito lo marca el hecho de que en
ese momento nuestro país producía, aproximadamente, la misma
cantidad de petróleo que Brasil. Hoy nuestra producción no
alcanza al 30% de la del país vecino. (Sturzenegger, 2013)
Sturzenegger explicó también que la caída de la inversión llegó después de la
crisis rusa, el aumento consiguiente del riesgo país y el costo de financiamiento
de las empresas argentinas, echando por tierra las ventajas que YPF había
conseguido de ser calificada mejor que el Estado argentino.
Con esas condiciones, cuenta, el entonces CEO de YPF Roberto Monti tomó la
decisión más responsable en un contexto de producción a pérdida, que fue poner
freno a la inversión que había estado por arriba de los USD 2000 millones entre
1995 y 1997, y se redujo a 1600 millones en 1998, a 670 millones en 1999 y a
832 millones en el 2000. Por esta vía se podía afrontar el endeudamiento con
unos USD 400 millones por año. Nadie habló de que en esas circunstancias
hubiera habido un vaciamiento, simplemente Monti se salvó de ser atacado por
la ola emocional porque no le tocó.
Aquella etapa de baja de la inversión tampoco tuvo relación alguna con la
privatización, que en realidad la incrementó a niveles históricos y también fue
anterior a la llegada de Repsol, a la que le tocó hacer frente a la caída de la
convertibilidad, la pesificación de los contratos, retenciones y fijación de
precios.
El ingreso del Grupo Petersen tampoco fue la ocasión para la reducción de la
inversión. Las utilidades se incrementaron por encima de las obtenidas por la
gestión de Repsol hasta los USD 3200 millones gracias a la autorización de un
mayor precio de los combustibles por parte del Gobierno. Así se satisfizo la
aspiración oficial de aumentar la inversión desde los USD 1000 millones hasta
los 2200 entre 2008 y 2011, pero dado que los costos operativos siguieron
subiendo junto con el atraso de la reposición del capital, eso alcanzó para llevar
la exploración desde unos 390 pozos a 440. El endeudamiento de la compañía se
llevó a unos USD 2800 millones y, a su vez, el reparto de dividendos pasó de
1250 millones anuales a 1700 (Sturzenegger, 2013).
Después de la estatización, Cristina Fernández puso al frente de YPF a Miguel
Galuccio, un ingeniero en petróleo graduado del ITBA que previamente también
había trabajado en la compañía durante la gestión de Estenssoro. El nuevo
administrador se planteó un programa de endeudamiento enfocado en la
formación geológica de Vaca Muerta, con tres alternativas que iban de los USD
5000 millones a los 8500 millones, pero, cuenta Sturzenegger, no consiguió
recursos para llevar a cabo ninguna de las tres, dada la credibilidad por el piso
del país. A la memoria reciente internacional sobre la conducta del Estado con
YPF se sumaban problemas pendientes de la deuda argentina. El resultado fue
que se tuvieran que resignar a los fondos captados en el mercado local por unos
USD 3000 millones y, aun así, en el año 2012 se perforaron 47 pozos menos que
en el 2011. A su vez las utilidades del año 2012 fueron un 50% inferiores a las
del año anterior, pero nadie vio eso como un fracaso ni como un “vaciamiento”
simplemente porque la empresa ya funcionaba bajo el manto de la bandera y por
lo tanto el nivel de exigencia era muy diferente. Además, debido al hecho de
haber recurrido al escaso mercado financiero local, el crecimiento de la inversión
en YPF iba acompañado del decrecimiento de la inversión en otras áreas de la
economía que debían recurrir a las mismas fuentes para fondearse.
La producción de hidrocarburos de YPF en el año siguiente a ser tomada por el
Estado creció un 1,7%, lo cual de acuerdo a los estados contables de la compañía
significó una “reversión de la tendencia declinante de los años anteriores”. Los
ingresos acusaron un incremento del 34%, pero medidos en pesos en un período
de alta inflación, que era negada por el Gobierno, y con una autorización de
precios superior, nada relacionado con cambios de políticas de administración.
En el año 2014, el aumento de la producción fue del 13,5%, en el 2015 se
registró un incremento del 3%; luego, en el 2016, descendió un 2%, y continuó
bajando un 7% en 2017 y otro 4,5% en 2018.
En el año 2011 las importaciones de petróleo ascendieron a USD 6000
millones. Después de un año de la recuperación llegaron al record histórico de
12 400 millones. Pero estos datos entran dentro del análisis técnico de la
información. Suba o baje, la producción no tiene el mismo valor que los logros o
frustraciones de la empresa privada que era dueña de la compañía por haberla
comprado. Esa condición hacía de la economía hidrocarburífera un flujo
económico de contratos, de intereses, de voluntades. Tampoco tiene la
producción valor por sí misma, debe relacionarse con los costos y las
alternativas, algo que el fetiche del autoabastecimiento no consideraría.
La ruptura autoritaria solo puede consignar los números como una
contabilidad. Se puede fácilmente caer en el error de interpretarlos como
“ingresos del país”, como no dudo que haría la ola emocional, pero en realidad
es actividad estatal de consumo de la producción mientras se atenta contra el
sustento conceptual de la economía privada. Mientras tanto, lo que se imputaba
como un delito de lesa patria a Repsol siguió ocurriendo de la misma manera con
posterioridad, pero nadie habló de afrenta nacional o de vaciamiento, porque
todo el problema es el vínculo emocional con la estatización y el desprecio a la
empresa privada.
Las dificultades de la nueva administración para obtener recursos financieros
obedecían a una única causa, que no era precisamente la habilidad o falta de
habilidad de conducción de Galuccio, sino al rompimiento permanente de la
seguridad jurídica que para Kicillof no importaba. En el mundo desarrollado se
la respeta, pero no por razones de índole moral únicamente, sino para ganar
dinero.
Entre aquellos que consideran que YPF debe ser un monopolio enteramente
estatal que invierta recursos públicos y los que prefieren la privatización total de
la compañía a la que se llegó con Repsol, están quienes prefieren la situación del
presente de una empresa semipública como lo fue antes de 1999 durante la
gestión de Estenssoro. Este es el caso de Macri cuando dice que prefiere el
modelo de Petrobras. Sin embargo, los modelos no se eligen como los gustos del
helado, se supone que debe haber una fundamentación. En este caso, la
preferencia parece estar más relacionada con aceptar que esta compañía estará
definitivamente asociada a los sentimientos patrióticos, más que a conveniencias
reales. Lo más importante a la hora de volver a pensar en YPF es el contexto. La
compañía ya había sido privatizada siguiendo unas reglas. Se había fondeado
recurriendo al mercado de capitales internacionales según unas condiciones.
Luego se la asaltó; el Estado se quedó con el 51% de las acciones que en un
momento no quiso ni pagar y tanto el gobierno de Cristina Kirchner como el de
Mauricio Macri decidieron pisotear los compromisos estatutarios con los socios
minoritarios. Por eso la cuestión no es discutir el modelo, porque no es el caso
que el Estado quiera comprarle a Repsol su mayoría accionaria, cumpliendo las
obligaciones asumidas, sino que actuó de manera salvaje, por lo que al final del
día no hay modelo alguno sino pura arbitrariedad ratificada. Eso es mucho peor
que elegir mal un modelo.
LA IDEOLOGÍA DE LA
CONSPIRACIÓN
Usualmente se asume que nacionalismo es estar a favor del país o patriotismo.
Pero en realidad es una forma de entender al país, y hay otras. Para el
nacionalismo que se utiliza en esta historia de YPF, esas otras formas de ver a la
sociedad, a la economía y a las empresas son formas de traición. Uno de los
problemas más serios que trae esta visión es limitar el progreso económico por
las explicaciones conspirativas sobre lo que no es más que un negocio.
Condiciona completamente las conclusiones jurídicas que se sacan. Todo se
transforma en un juicio moral sobre distintos acontecimientos históricos o
decisiones empresariales que no tienen que ver con actos fuera de la ley o de la
ética, sino con su apartamiento de una ideología totalizadora no centrada en los
hechos. Termina siendo una condena anticipada a los intereses privados.
La Revolución francesa significó mucho más que la caída de la monarquía.
Implicó también una ruptura de la línea de legitimidad del gobierno respecto a
cómo se la entendía hasta el momento. Hoy nos resulta fácil de asir la lógica
republicana y hasta nos suena absurda la postulación del poder absoluto
monárquico, la idea de aristocracia o que el Dios de la religión de la igualdad, el
cristianismo, estuviera detrás del sostén del poder absoluto. Pero tales
parámetros estuvieron presentes como el sentido común en Europa durante
siglos. La Revolución francesa barrió con eso para inventarse otra forma de
explicar y justificar al poder completamente diferente, lo que ha tenido más
consecuencias históricas que el carácter sangriento y trágico de la revuelta3.
3 Para una explicación amplia del problema, véase Poder: los genios invisibles de la ciudad de Guglielmo
Ferrero, Tecnos. 1992.
Nuestro sentido común es precisamente lo que ha cambiado y, a la vez, hemos
incorporado ideas que les resultarían igual de absurdas a las generaciones que
vivieron bajo el Ancien régime, como el “poder popular” o la “soberanía
nacional” o siquiera el poder de lo nacional en sí. Pero tales conceptos que están
supuestos en gran parte de los análisis que hacemos de los asuntos políticos
fueron en algún momento una irrupción. El poder popular requería a su vez de
un límite acerca de lo que se entiende por pueblo, importando mucho la cuestión
de la nacionalidad, y referir ese poder resultante a un territorio que ya no es el
que está bajo los dominios del monarca, sin que la gente tuviera arte y parte.
Ahora el territorio nacional tiene un sentido más concreto que el de los estados
nacionales que siguen a la organización feudal. Lo nacional se transforma en la
unión entre la revolución y el poder estatal y ocupa el lugar que lo divino
ocupaba en el poder monárquico. A partir de ahí surge el nacionalismo como el
culto a una entelequia, como una explicación del poder que adquiere cierta
independencia de la idea de pueblo como expresión de la libertad de los
ciudadanos que caracteriza más al proceso revolucionario norteamericano. El
nacionalismo es el todo que explica al Estado, es un nuevo fin tan superior como
el dios del poder monárquico. El nuevo poder popular ve nacer así su propio
principio absoluto, aunque no el único. El marxismo encontrará un principio
absoluto en la lucha de clases. Como alternativa, el liberalismo norteamericano-
anglosajón, defenderá que no hay más absolutismo alguno.
El poder no era más personal sino impersonal, y no venía de arriba sino de
abajo. El pueblo soberano es un concepto nuevo que tiene que ser acotado para
delimitar al nuevo cuerpo colectivo llamado pueblo. La nación es esa perspectiva
del propio Estado. Se trata de un nuevo punto de vista de la política; a la nación
le sigue la mística animista que le otorga un valor en sí misma, con
independencia o incluso encima de las aspiraciones de los individuos.
El Estado pasa a representar a esa entidad dotada de emocionalidad llamada
“nación”. La política es servidora de una entelequia y al Gobierno le toca actuar
contra lo que se oponga a los “intereses nacionales” determinados por el
nacionalismo más que por la nación que, bien entendida, no tiene interés propio
alguno como no lo tienen el conjunto de personas que hablan español o el de los
extranjeros como un todo. La política no ha creado la fantasía del conjunto de
quienes hablan español o de aquellos que juegan el tenis y por eso no se forman
bandos cultores de esos agregados que reclamen la legitimidad del uso del poder
sobre la base de esas uniones. El nacionalismo sí lo ha hecho, y gran parte de la
política está teñida de unos supuestos objetivos políticos comunes de la
sociedad, sea en el comercio exterior como en la enseñanza parcial de la historia
de acuerdo con unos “intereses nacionales”.
El nacionalismo crea una perspectiva dogmática sobre ciertos acontecimientos
que tienen mucha relación con el tema que estamos tratando, porque no se
dirimen ni en el campo jurídico, ni en el económico, sino en el emocional,
determinado por esa caja conceptual. No es un choque de honestos contra
deshonestos, sino de visiones incompatibles. Por ejemplo, una aspiración no
desentrañada suficientemente es la de la necesidad del “autoabastecimiento
energético”, que está presente desde que Hipólito Yrigoyen creó YPF y Marcelo
T. de Alvear puso a cargo de la compañía a un militar, Enrique Mosconi, un
nacionalista para quien el petróleo representaba un recurso estratégico. Para que
haya una estrategia tiene que haber un juego, este juego es el del poder
internacional. Autoabastecerse era no depender de los extranjeros.
Ahora bien, si miramos con atención, que el abastecimiento sea nacional no
implica que nadie en particular dentro del país esté autoabastecido, sino que el
Estado logra abastecer la demanda dentro del país como una cuenta nacional. A
los efectos de los intereses de las personas se puede lograr ese abastecimiento a
nivel nacional y que eso no les resulte a muchas en particular la mejor
alternativa. El hecho de que la empresa funcione en base a una decisión política,
basada en una emoción hacia una entelequia, hace imposible saber si el
autoabastecimiento de la nación es la mejor forma de satisfacer la demanda de
los argentinos. Consideraciones como estas quedan fuera de ese nacionalismo.
Se constituye como una anteojera que no permite ver intereses fuera del esquema
de análisis del que se parte. Esa duda queda fuera de lugar, pero no porque no
sea pertinente en sí misma, sino por la ceguera de la ideología que provee de
preguntas y respuestas cerradas y aparentemente obvias una vez que se la ha
adoptado sin sentido crítico.
Lo mismo podría decirse respecto del incremento o disminución del nivel de
inversión. Se puede ver la inversión en este “recurso estratégico” como una vaca
sagrada, y su disminución podría significar una afrenta nacional. Desde el punto
de vista económico, si entendemos a la economía como un sistema de
intercambios en función de los intereses de los consumidores y no como una
causa política común, no es un fin en sí mismo y está permanentemente en
tensión con otras alternativas de producción. Invertir en una cosa implica decidir
no hacerlo en otras infinitas posibles. Si hay una oferta internacional o de otras
empresas dentro del país que es más eficiente o simplemente más barata, la
inversión no es una buena alternativa. Cuando las condiciones contra la
inversión son creadas por decisiones políticas, sería inútil contrarrestar eso con
pérdida de capital mediante una obstinada inversión por consideraciones
extraeconómicas, como el nacionalismo.
Con una visión nacionalista no se permite ver esto como un juego racional de
intereses y una consideración sobre costos, beneficios y alternativas, sino como
algo que favorece o no a la nación, sin que importe qué pasa con los individuos.
Repito que alguien podría pensar que esta es la forma correcta de verlo; lo que
no se puede negar es la consciencia de que se trata de una mera elección del
observador y no de algo que permita interpretar que del lado del sector privado
hay una intención de dañar a esa nación ni que eso signifique un perjuicio para
los habitantes del país. No hay con qué sostener eso ni la amenaza con el
derecho penal a los protagonistas. Es así como la historia emocional que lleva
consigo esta ideología compara permanentemente el rol del sector privado en un
mercado, siempre intervenido, con unas aspiraciones de grandeza colectiva que
no son compatibles con las condiciones de ningún negocio. Según esta óptica, en
la década de los noventa el “patrimonio nacional” fue “entregado” y por tanto el
honor del país mancillado por el ingreso de la impureza privada, del afán de
lucro, encima extranjero.
En la primera década del nuevo siglo, el afán de lucro sospechoso consistía en
retirar capital para ganar dinero, en lugar de invertirlo y perderlo por el país. Es
decir que Repsol, la compañía española que finalmente se quedó con el control,
desembolsó un día USD 15 mil millones para adquirir el paquete accionario y
después descubrió el verdadero negocio, que consistía en ir sacándolos de a
poco. Eso solo puede imaginarse como producto de una anteojera emocional que
lo haga realidad.
No es que el Estado haya hecho imposible la ecuación económica y hubiera
esperado que las empresas tuvieran el mismo comportamiento irresponsable que
se ve en las finanzas públicas, sino que pasó a pensar que, cuando se los dejaba
de vigilar, los empresarios no invertían para ganar dinero con la no inversión. Si
se pudiera ganar dinero con la no inversión, todos seríamos ricos fácilmente,
¿verdad? Esa fantasía es lo que se llama en esta historia “vaciamiento”,
confundiendo una figura penal que resguarda el patrimonio de los acreedores
con un pecado absurdo de leso nacionalismo.
Se piensa que en aquella privatización se entregaron “las joyas de la abuela”,
que fueron recuperadas en 2012, y no que se sacó el país un lastre dejado por
muchas décadas de uso político de lo que naturalmente debió ser un activo,
como son las reservas petroleras, que solo recuperaron esa función una vez
vendida la empresa, cuando la lógica fue la de la ganancia privada tan
demonizada.
La consecuencia final de este curso de acción emocional fue la estatización en
el 2012, que continúa generando reclamos de accionistas perjudicados que, a su
vez, son respondidos según la emocionalidad arbitraria nacionalista,
desconociendo derechos de propiedad. Tanto el gobierno de Cristina Kirchner
como el de Mauricio Macri creen que es válido olvidar las restricciones que la
Constitución impone para casos de expropiación y que se pueden desconocer
derechos de los accionistas. No solo lo hacen los políticos sino también los
diarios que repiten la historia del vaciamiento y la maldad empresaria, en un
rango ideológico o aparentemente ideológico que va de Página/12 a La Nación,
y del PRO y Cambiemos al Polo Obrero.
Mencioné ya cómo dos concepciones de la organización del Estado y su
relación con el sector privado pugnaron por imponer sus reglas en el negocio
petrolero más que en cualquier otro ámbito de la economía local; una fue la del
nacionalismo, y la otra fue la de la Constitución del 53. En la disputa entre la
realidad del negocio y una ideología, hay un episodio notorio de la historia
argentina que fue el de la llamada “traición de Frondizi”. Arturo Frondizi,
fundador tras el derrocamiento de Perón de la Unión Cívica Radical
Intransigente, era un ferviente defensor del nacionalismo económico como una
continuidad de la línea de Yrigoyen y Perón, y promotor de una forma de
planificación centralizada limitada llamada “desarrollismo”.
Perón, sobre el final de su gobierno y en contradicción con su propio discurso,
había firmado un contrato con la empresa californiana Standard Oil para la
explotación de los yacimientos en Argentina, lo que había sido considerado una
afrenta y una “entrega del patrimonio nacional”. Eso motivó que Frondizi
escribiera una larga proclama en favor del monopolio estatal sobre el petróleo
titulada “Petróleo y política” (1954) en la que rechazaba cualquier participación
de capital de extranjero en esa área. Para Frondizi, el contrato con la Standard
Oil americana era una avanzada del colonialismo. Una vez que alguien nacido en
otra parte ponía su dinero en la producción de petróleo, era como si Argentina
suspendiera su acta de independencia y pasara a estar bajo el comando del
gobierno del país de nacimiento del inversor o los inversores, aunque fueran
empresarios privados.
Sin embargo, Frondizi llegó a presidente y echó por la borda toda su
declamación de principios celebrando varios contratos petroleros (entre ellos con
la Banca Loeb, Pan American Oil, Tennessee, Esso, Shell y otras), que serían
rechazados esta vez por los sindicatos petroleros peronistas, por esas vueltas del
destino político tan propio de nuestra política.
El propio Frondizi explicó su viraje de la siguiente manera en un famoso
discurso llamado “La batalla por el petróleo”, porque nunca puede faltar el
contexto imaginario de un gran conflicto desarrollándose, en el que proclamaba
que lo hacía para alcanzar el ansiado autoabastecimiento:
En el libro sostuve la necesidad de alcanzar el autoabastecimiento
de petróleo a través del monopolio estatal. Era una tesis ideal y
sincera. Cuando llegué al gobierno me enfrenté a una realidad que
no correspondía a esa postura teórica, por dos razones: primera,
porque el Estado no tenía los recursos necesarios para explotar por
sí solo nuestro petróleo: y segunda, porque la inmediata y urgente
necesidad de sustituir importaciones de combustible no dejaba
margen de tiempo para esperar que el Gobierno reuniera los
recursos financieros y técnicos que demandaba una explotación
masiva que produjera el autoabastecimiento en dos años. La
opción para el ciudadano que ocupaba la presidencia era muy
simple: o se aferraba a su postulación teórica de años anteriores y
el petróleo seguía durmiendo bajo tierra, o se extraía el petróleo
con el auxilio del capital externo para aliviar nuestra balanza de
pagos y alimentar adecuadamente a nuestra industria. En una
palabra, o se salvaba el prestigio intelectual del autor de Petróleo y
política o se salvaba el país.
No vacilé en poner al país por encima del amor propio del escritor.
(…) Mantuve el objetivo fundamental que era el
autoabastecimiento, pero rectifiqué los medios para llegar a él. No
me arrepiento (…) Al contrario, me siento plenamente satisfecho
de haber tenido el valor de hacerlo y de firmar convenios que han
significado el autoabastecimiento de petróleo en menos de tres
años. (1954)
Si la vinculación emocional y nacional con el petróleo no sirve para explotar el
petróleo y conseguir el capital necesario, ¿para qué sirve? Esa es la pregunta que
todos deberían hacerse. ¿En qué se sostienen principios que no responden a la
realidad de los fenómenos que pretenden gobernar y que encima llevan a
perseguir gente y querer verla presa? Frondizi no parece abjurar de postulados
teóricos como menciona, sino haberse encontrado con que eran falsos, pero no lo
reconoce de esa manera. Así no cura al país de su mitología victimista. No es
teóricamente correcto sostener que la praxis aleja de la teoría cuando, en
realidad, la refuta. En el proceso de conocimiento racional no hay algo que sea
“verdad en teoría y falso en la práctica”. Cuando se piensa de esa manera, se está
queriendo significar que una cosa son las emociones, y otra cómo las cosas son
en realidad.
LOS DERECHOS DE LOS
ACCIONISTAS MINORITARIOS
La intervención de YPF provocó el rompimiento del contrato de management y
adquisición de acciones entre Repsol y el Grupo Petersen. Una de las
condiciones era el préstamo a cuenta de dividendos de la primera al segundo se
hizo imposible de llevar a cabo porque la estatización perseguía apoderarse de
los dividendos y el gerenciamiento de la empresa pasó a estar en manos de los
funcionarios. Pero como todo quedó catalogado como una maniobra K,
simplemente había que olvidarse. Como consecuencia de eso, se incumplieron
los préstamos y algunos de los acreedores como Inbursa e Inmobiliaria Carso,
del mexicano Carlos Slim, o la propia Repsol ejecutaron las garantías sobre las
acciones y las empresas españolas del grupo Petersen se presentaron en concurso
en España ante el Juzgado de lo Mercantil número 3 de Madrid, a cargo del juez
Antonio Pedreira.
Burford Capital es una firma global dedicada a comprar derechos litigiosos. En
un convenio homologado por el juez del concurso, adquirió los derechos que
como accionista minoritario tenían las concursadas de reclamar que se les
ofreciera la compra de sus tenencias en las mismas condiciones en que el Estado
se quedó con la mayoría YPF, porque tal obligación surge de las condiciones de
emisión de los ADR, que son los títulos de empresas extranjeras que se emiten
New York para acceder a ese mercado de capitales.
La emisión de los ADR iba acompañada de garantías a los adquirentes
minoritarios contra las compras hostiles y una posible reestatización de la firma.
¿Por qué la Argentina había dado estas garantías? Porque era sospechosa de ser
capaz de privatizar un día y estatizar otro, y hasta con los mismos protagonistas
argumentando a favor de ambas cosas. Por lo tanto, para despertar interés por sus
acciones y acceder al mercado de capitales más importante del mundo, esos
ADR llevaban esas condiciones, especificadas en una reforma del estatuto de
YPF (amended bylaws, 1999) registrada ante la Security Exchange Comission
(SEC), que son las que se incumplieron con la estatización al hacerse sobre el
51% del capital social y dejando afuera a los accionistas minoritarios.
La sección 7(d) del estatuto prohíbe la adquisición de una cantidad de acciones
que alcance al 15% del capital o más si previamente no se ofrece al resto de los
accionistas la compra de sus tenencias en iguales condiciones. La misma
condición se establecía en la sección 7(f) para el caso de que el Estado argentino
“por cualquier medio o instrumento” adquiriera una cantidad de acciones que le
permitieran el control de la empresa al quedarse con el 49% o más de las
acciones, incluyendo en su caso las que ya tuviera antes de la operación; o el 8%
de las acciones clase D y el 5% de las de clase A.
Luego Burford se presentó ante el juzgado del segundo distrito de esa ciudad a
cargo de Loretta Preska, reemplazante de Thomas Griesa, a reclamar el
incumplimiento de esa oferta por parte del Estado argentino al quedarse con el
control de YPF. Los diarios y el Gobierno argentino ya a cargo de Mauricio
Macri tomaron este reclamo mediante el sopor de la ola emocional nacionalista y
lo consideraron una afrenta. Macri, que se había opuesto a la estatización, ahora
repetía argumentos de Kicillof para supuestamente defender a la Argentina. En
realidad, para evitar un pago por algo con lo que el Estado se quedó y sumarse a
la destrucción institucional, que es el peor problema que el país tiene.
Su gobierno, asesorado por el procurador del tesoro Bernardo Saravia Frías y
Fabián Rodríguez de Simón, cerebro jurídico de Macri y abogado de YPF,
presentó en New York la reivindicación del derecho del Estado a comportarse
salvajemente ejerciendo un “acto soberano”, que no podía ser discutido fuera de
la jurisdicción de los tribunales argentinos y que su imperio estaba por encima de
los estatutos de YPF. La posición que adoptó el gobierno de Macri respecto de
los accionistas minoritarios de negarles derecho a cobrar terminó siendo similar
a la que adoptó Kicillof en su lamentable exposición al Congreso en la que
hablaba de la falta de derecho a ser indemnizada de Repsol en función de la
condena moral, emocional, nacionalista, que suponía que merecía. El nuevo
gobierno de esa manera repitió la historia de desconocer la jurisdicción de la
sede de la Bolsa de Comercio de New York e invocar conceptos políticos que
nada tenían que ver con las condiciones de emisión de acciones en un mercado
de capitales local.
La confusión de los abogados del Estado comenzó desde el momento en que
Rodríguez de Simón, abogado de YPF, se entrometió en una disputa entre
accionistas. Y siguió por el hecho de creer que una expropiación no generaba
obligaciones, sino que estaba santificada como acto superior de la nación. Se
confundieron porque el reclamo no era por la expropiación en sí misma sino por
incumplir las condiciones aseguradas a otros tenedores para casos como ese y
porque pretendían aplicarles a los dueños del 49% una potestad derivada de la
expropiación del otro 51%, al que la expropiación se limitó por voluntad del
propio Estado. No se ahorraron exponer al mundo que la jurisdicción argentina
era más manejable para el Estado y ofrecieron menos posibilidades de éxito para
los socios que en algún momento fueron a buscar a New York. Era un completo
despropósito la posición del Estado, pero los diarios argentinos no hicieron más
que acompañarla y confundir a sus lectores según la visión épica que nacía de
esa defensa. Pero la jurídica específica del caso no era la mayor confusión sino
el asunto jurídico como un todo, como el tipo de supremacía de la ley bajo el que
funciona el Estado argentino y la cuestión económica. Para el Estado, que tiene a
su cargo los fines de la Constitución, lo relevante no era el ahorro de 3000
millones de dólares, sino respetar los derechos de propiedad y dar garantías de
comportamiento para que la Argentina tuviera futuro. Lo peor que se podía hacer
era ratificar la conducta anterior y hacerlo con argumentos que estaban
destinados al fracaso en New York. En los tribunales argentinos todo se puede
decir. El Estado argentino no tiene razón.
Nada tenía que ver el derecho a expropiar del Estado argentino, porque este lo
había ejercido sobre el 51% de las acciones, es decir, se había hecho socio por la
fuerza de una empresa privada y del otro 49% al que solo lo podían vincular los
estatutos. No podía el Estado adquirir mayores derechos a los que tenía al poseer
ya el 51% de la firma, por más que lo hiciera en nombre de su soberanía, que
podría haber utilizado para expropiar todo el capital, pero no lo hizo.
Claro que el gobierno de Macri se encontraba con un problema financiero
mayúsculo, teniendo en cuenta, además, la situación de las cuentas nacionales y
el nivel de endeudamiento. Pero lo tenía por no haber resuelto el problema a
tiempo revirtiendo la estatización y buscando un acuerdo con los accionistas
minoritarios para que se quedaran en YPF y no quisieran retirarse haciendo uso
de sus derechos estatutarios. Al elegir continuar el camino estatista con la
búsqueda desesperada de capitales para explotar Vaca Muerta se encerró en un
camino sin salida, pero por propia elección.
En julio de 2019, se sumó al mismo proceso el reclamo de otro accionista
minoritario, Eton Park, por los mismos fundamentos. Eton había adquirido en el
2010 el 1,63% de YPF y su reclamo ante la jueza Preska ascendía a USD 500
millones. Repsol las había vendido para obtener capital para realizar inversiones
en Libia, a la que calificaba de “territorio menos complejo”. El valor de YPF en
ese momento era de USD 15 300 millones y las acciones cotizaban a USD 39.
En su reclamo, Eton citó a Axel Kicillof para afirmar el cumplimiento de los
estatutos. El entonces viceministro había dicho que “¡los tarados son los que
piensan que el Estado tiene que ser estúpido y comprar todo según la ley de la
propia YPF, respetando su estatuto! Si no ¿dónde está la seguridad jurídica?”
(Kicillof, 2012).
Otra ocurrencia de la defensa argentina fue cuestionar la validez del convenio
entre Petersen y Repsol usando entre otros argumentos insostenibles el de la
supuesta gratuidad de la transacción. Antes habían intentado esgrimir que
Burford era casi un prestanombres porque detrás del reclamo estaba en realidad
Petersen, a pesar de que la cesión de derechos se hizo en el marco de un
concurso de acreedores en España. Pero ninguna de ambas cosas importa. En
primer lugar, aunque hubiera sido gratuita la transacción, eso no la haría inválida
y, si fuera nula, no lo sería en favor del Estado, sino de Repsol, que no había
reclamado tal cosa. Pero de ninguna manera esa supuesta nulidad, que ni
remotamente se puede discutir en una disputa sobre la ejecución de derechos
derivados de títulos públicos, podría beneficiar al Estado argentino. De hecho, si
todo hubiera sido una simulación, habría sido Repsol quien hubiese estado
ejerciendo esos derechos, pero el Estado habría tenido que pagar igual.
Todo eso sirvió en realidad para la victimización interna y para engañar a los
argentinos con que estaban siendo humillados por una conspiración extranjera.
Para las personas que viven en la Argentina, que no es lo mismo que la nación,
el objetivo no es ahorrarle dinero al Estado, aun cuando son esas personas las
que terminan pagando sus platos rotos. Peor que ese pago es que se acepte la
arbitrariedad de las expropiaciones y que se pueda simplemente desconocer los
derechos de los accionistas minoritarios después de haber expropiado a la
mayoría y de haber ido a la plaza norteamericana a buscar capitales bajo esas
condiciones. No le conviene al argentino porque eso aleja a la verdadera
inversión que importa, que es la que se sustenta en los precios y condiciones del
mercado y permite generar un flujo que hace que circule riqueza y se multiplique
en el país en el que viven.
Los medios argentinos recuerdan las manifestaciones de Kicillof hablando de
que la confiscación no costaría un peso y quejándose de que, por el contrario, se
le dieron a Repsol USD 10 mil millones, como si este pago y no la confiscación
sin indemnización fueran el problema. Para Clarín, por ejemplo, Brufau era
aclamado en España por el final (Roa, 2018), como si no se hubiera tratado de
un acto de justicia y una elemental obligación constitucional. Lo “chavista” era
la indemnización que exige el artículo 17 de la Constitución. De la misma
manera veía “que lo único que faltaba” era hacerse cargo también de lo que
correspondía a los accionistas minoritarios que el Estado atropelló. Así formaron
esta opinión pública según la cual lo malo de una expropiación inútil y que
repartía culpas al revés, era pagarla. Lo sospechoso era pagarla y los
sospechosos eran quienes cobraban.
Una postura al menos adulta de esa perspectiva podría llevar a la conclusión de
que la compañía debía ser devuelta o vendida para no tener que pagar los activos
con los que el Estado se quedó, ni los de la mayoría ni los de la minoría. Pero el
objetivo parecía ser quedarse con ambas cosas, con YPF y con el dinero. Por eso
hay chavismos, porque se piensa de esta manera.
Que gane el Estado un reclamo por una arbitrariedad puede servir para ahorrar
algunos impuestos, pero el daño al crecimiento y a las perspectivas de progreso
que significa comunicar al mundo que la Argentina mirará al capital extranjero
como un rival sin derechos en cuanto se lo quiera apoderar, es inconmensurable.
Ratificar los supuestos morales, políticos, económicos y jurídicos que llevaron a
la estatización de YPF tiene un costo para las personas, no para la entelequia
nacional, imposible de medir, pero mucho mayor a los millones de dólares en
juego en el pleito.
El Estado, también, podría haberse librado de esas obligaciones mediante la
venta de los activos de los que se apoderó y, además, dando una nueva
oportunidad de reconstruir la economía del sector. Es decir, no era inevitable
pagar; lo inevitable era pagar si se quería mantener la estatización de la firma.
En las instancias ocurridas hasta el momento en que estoy escribiendo esto no
le han dado la razón al Gobierno argentino y presumo que seguirá siendo así, a
pesar de que ningún diario argentino considera otra posibilidad que la teoría de
la afrenta que daría la razón a la defensa del Estado.
LA PANACEA DE VACA MUERTA
El potencial de la formación geológica de Vaca Muerta, que es una de las
promesas del despegue argentino que nunca termina de concretarse, fue
descubierto por Repsol-YPF en los años en que fue gerenciada por el Grupo
Petersen, algo que se ignora permanentemente en los análisis porque está en
tensión con la historia emocional que requiere la grandeza estatal y la bajeza de
los intereses privados.
La realidad es que el 7 de noviembre de 2011 Repsol-YPF anunció en un
comunicado enviado a la Bolsa de Comercio el descubrimiento de hidrocarburos
no convencionales en el área de Loma La Lata en la provincia de Neuquén, con
una estimación de rendimiento de 927 millones barriles de petróleo, en un área
de treinta mil kilómetros cuadrados, de los cuales YPF poseía doce mil,
formación apodada “Vaca muerta” debido a su cercanía con el cerro de mismo
nombre. Además, se mencionaba que había otros 502 kilómetros cuadrados con
potencial para la extracción de petróleo de alta calidad.
El comunicado de prensa decía:
Confirmamos la existencia de 927 millones de barriles
equivalentes de petróleo de hidrocarburos no convencionales en
una superficie de 428 km2 en el área Loma La Lata Norte, en la
provincia de Neuquén, tras perforar y poner en producción 15
pozos verticales con volúmenes iniciales de entre 200 y 600
barriles diarios de shale oil de alta calidad que permiten tener a la
fecha producciones en la zona de alrededor de 5000 barriles de
petróleo equivalente diarios. Delineamos, además, una nueva área
productiva de 502 km2 de la formación Vaca Muerta, al poner en
producción un nuevo descubrimiento en el bloque La Amarga
Chica, 30 kilómetros al norte de Loma La Lata. El pozo vertical
La Amarga Chica-x3 alcanza volúmenes diarios de producción de
400 barriles equivalentes de alta calidad (35° API). La nueva área
abre una expectativa de grandes volúmenes para desarrollar en el
futuro una vez que se realicen los estudios correspondientes y
finalicen los trabajos preliminares necesarios para cuantificar los
recursos. (YPF, 2011)
Ese mismo año el Departamento de Energía de los Estados Unidos evaluó
rocas generadoras de shale en 32 países. En ese informe, se estima que las
cuencas argentinas ubican al país tercero en el ranking de este tipo de recurso no
tradicional, detrás de China y del propio Estados Unidos.
El gran potencial de Vaca Muerta está limitado nada más que por el aspecto
institucional. Desde el vamos, el problema que arrastra Argentina con YPF es
ver al petróleo como una manifestación de soberanía y no como un producto.
Una de las más claras dificultades que esto presenta es que entorpece la
posibilidad de financiamiento competitivo, porque el capital privado descuenta
el riesgo de que la emocionalidad nacional termine provocando confiscaciones,
regulaciones o pérdidas.
El informe de la Fundación Norte y Sur lo explica de esta manera:
Uno de los problemas que surgirá en el futuro para YPF será el
crecimiento mediante capitalización de la compañía manteniendo
al Estado como accionista mayoritario. En efecto, para ser
competitivo el negocio del petróleo requiere grandes volúmenes
de inversión, lo que, a su vez implica grandes compañías o mucha
deuda. Esto es un serio problema para YPF. Siendo YPF propiedad
del Gobierno argentino, consigue tasas de financiamiento
relativamente altas en comparación con sus competidoras
internacionales, debido al riesgo país. De hecho, esta fue una de
las razones por la cual (sic) Repsol pudo comprar YPF y no al
revés, allá por 1999. Pero, por otra parte, la ley que estatizó YPF
(26.741), prácticamente impide que el Estado (Nación +
Provincias) vendan el 51% de la compañía y no queda del todo
claro si eso afecta a los derechos de acrecer que se incluyen en el
estatuto. Por otra parte, en el actual escenario político parece
difícil que haya suficiente consenso político para permitir que el
Estado pierda la mayoría accionaria de YPF. Si a ello se le suma el
déficit fiscal existente, queda claro que hoy en día resulta difícil
que YPF se capitalice vía aportes de capital.
Eso era válido en 2015 y lo sigue siendo en 2020. Todavía el consenso político
parece inexpugnable y nadie lo ha desafiado. En el momento en que escribo este
libro, está por verse qué línea tomará el presidente electo en octubre Alberto
Fernández, pero no hay motivos para pensar que se alejará de la línea trazada por
sus antecesores. El déficit fiscal es cuantioso, por más que el gobierno de
Mauricio Macri quiera circunscribir todo comentario al “déficit primario”, es
decir, sin contar el costo del crédito que paga después de haber subido su
endeudamiento en dólares de manera sustantiva. El riesgo país llegó después de
las primarias que ganó Alberto Fernández a los 2600 puntos.
Todo el crédito lo absorbe el Estado y, mientras que se hizo un gran esfuerzo
en estos cuatro años por normalizar las tarifas, sin haber liberado el mercado ni
revertido la estatización, el contexto institucional y económico no puede ser más
desfavorable a que sea el mismo Estado que hizo tantas tropelías el socio
mayoritario. Y será muy difícil —aunque no imposible— de resolver en el
futuro, dado que el Estado nacional al expropiar le cedió el 49% de esas acciones
a los estados provinciales con yacimientos de hidrocarburos en su territorio.
Alberto Fernández adelantó en la campaña su visión general del problema de
YPF en España. Dijo que “no tiene sentido tener petróleo si para extraerlo hay
que dejar que las multinacionales vengan y se lo lleven”. Sobre esos dichos se
montó un gran revuelo. Desde el directorio de YPF, Emilio Apud tildó los dichos
de Fernández de “falso nacionalismo” y se quejó de que se hicieran esas
manifestaciones en el momento en que la Argentina necesita dólares
(Longobardi, 2019).
Lo increíble es que el gobierno de Macri siguió exactamente la misma política
que se trazó en el momento de la expropiación; solo se actualizaron las tarifas
como método para atraer socios, y la llamada “falta de dólares” es debida a la
gran aspiradora de ese recurso que es el déficit fiscal actual. Hizo nada más que
una variación en la apertura centralizada del grifo como la que se hizo después
de la argentinización, pero se despreocupó por completo por la seguridad
jurídica. Es un gran ejemplo del delirio conceptual que se maneja en la
Argentina, donde parece haber dos posiciones y en realidad hay una. Tanto que
Apud critica que supuestamente el nacionalismo de Fernández no sea verdadero,
cuando lo es, como lo es el nacionalismo que llevó a Macri a no volver a apostar
a la empresa privada nada más que como socia del Estado y seguir viendo al
petróleo como algo “nuestro”, como sinónimo de estatal.
Entiéndase bien: no es que YPF no hubiera podido funcionar como una
Petrobrás y se pudiera discutir si todavía había una alternativa mejor; la historia
muestra que YPF se privatizó y se reestatizó y eso permanecerá en la memoria
de los potenciales inversores. Esto es independiente de que se prefiera uno u otro
modelo, porque es una contramarcha. El problema que no ve Fernández ni Apud
ni Macri, es justamente ese: todos conciben una empresa común. Los medios de
producción en manos estatales ya son una complejidad en sí misma, pero en
Argentina, con el historial que tiene de politización y falso debate, siendo un país
donde nadie parece pensar que haya algo que el Estado no pueda hacer contra
una empresa privada, es directamente cavarse la fosa.
Precisamente Fernández, en mi opinión, lo que debería abandonar es la idea de
que el país como un todo debe obtener una tajada del petróleo, en lugar de
considerarlo una producción como cualquier otra que se transa en un mercado
internacional, como todos los negocios que funcionan en los países que
prosperan y donde la gente es feliz y puede crecer a pesar de que no se interviene
todo rastro de que alguien gana dinero para obtener beneficios en nombre de una
comunidad.
Sé que esto que estoy diciendo puede parecer meramente “ideológico”, porque
las políticas se las juzga desde la emoción y, por lo tanto, toda opinión es otra
más, válida en el terreno completamente arbitrario de los gustos. Pero la historia
de YPF no puede ser más ejemplo de que hay algo más que los gustos, y es el
hecho de que respetar la seguridad jurídica tiene unas consecuencias objetivas,
que pensar que las multinacionales no son tan buenas como las empresas
nacionales tiene otras consecuencias en la expectativa de incorporación de
capital y por tanto en el costo de producción, que la intromisión estatal afecta la
tasa de interés del capital prestado y que las regulaciones que pretenden
inspirarse en un fin de benevolencia con el consumidor redundan en costos que a
veces llevan al fracaso de las empresas, de todo un sector productivo o de todo el
país, de su economía; y es ahí cuando llega la ola emocional a buscar chivos
expiatorios, lo cual siempre paga el consumidor. Se trata de reglas que el mundo
conoce y con las que la Argentina no quiere vivir; ni siquiera quiere pensar en
ellas.
En ese sentido, el presidente electo Alberto Fernández se equivoca, pero no
más que el gobierno que lo precedió y, en realidad, tenemos que esperar a ver
qué implica esa definición, porque de esa misma forma es como se vienen
manejando las cosas hasta ahora. No hay nada especial en la manifestación de
Alberto Fernández porque el Estado mantiene el 51% de las acciones
expropiadas, lo cual significa que en el sistema jurídico argentino se parte de la
base de que de nada sirve el petróleo si el Estado no puede meter la cuchara. En
realidad, deberíamos pensar de qué sirven el petróleo y el propio Estado si la
gente no puede meter la cuchara.
Es así que todo el esfuerzo hecho para reducir los subsidios energéticos,
comprendiendo gas, petróleo y electricidad, queda malogrado porque se traduce
en alto costo financiero para la aventura productiva que es lo que importa.
Termina siendo un dilema inventado y no resuelto. El nivel de subsidios en el
sector sique siendo alto, en torno al 1% del PBI, que es el nivel que tenían en el
año 2008 cuando ya se notaban las consecuencias de la extensión de los
congelamientos de precios en la producción y toda esta historia comienza a
desatarse, a pesar de que se consiguieron bajar desde el pico de 3,5% del PBI de
2014, y para el consumidor en una economía recesiva parecen impagables. En
ese año, los once mil millones de dólares utilizados para importar gas
equivalieron al 55% de lo ingresado por la exportación de soja (Fundación Norte
y Sur, 2015).
El error es no ir a la raíz del problema. Empresas privadas, que trabajen según
sus números y ponderando costos, oferta y demanda, que no sean entorpecidas
en sus negocios por objetivos nacionales o sueños de una noche de verano,
necesitan financiarse en un mercado donde el Estado no absorba todos los
recursos para poder aumentar la producción y ofrecer precios que el mercado
pague, vendiendo un volumen óptimo. En ese contexto, todas las empresas
generan salarios mejores. Es un sistema económico-jurídico el que debe
recomponerse; los parches tienen patas cortas como las tuvo la política de mera
adecuación parcial de tarifas hechas después de la debacle de la política
energética del kirchnerismo.
Pero, en general, esto se piensa al revés. Se considera que el hecho de que la
empresa privada busque rentabilidad en lugar de la bandera es un obstáculo para
la gloria de la patria. Lo que ocurre es que la empresa privada, y cada una de las
personas que colaboran en la producción, distribución y hasta en el consumo,
piensan en la rentabilidad y por eso cuidan los costos, que no pasen del nivel en
el que disminuyan sus ingresos. Eso redunda en la sustentabilidad de todo el
proceso y en su evolución hacia mayores niveles de producción a precios más
accesibles, con mayor bienestar en general. Ningún beneficio social hay en
obsesionarse con la rentabilidad privada porque ese es en realidad el secreto de
por qué las empresas consiguen con creces lo que los pretendidos patriotas
arruinan con su linda épica. Estos últimos actúan bajo conceptos de rentabilidad
diferentes; no es que aporten puro altruismo a la cuestión. Evalúan cuánta
autoestima, votos o adhesiones les proporcionan sus políticas y los costos los
pagan otros: los productores y los consumidores. No hacen cuentas, sino que
maximizan proclamas como si eso fuera gratuito, porque no tiene costo para
ellos. Por eso, ¿qué le puede importar la seguridad jurídica a Axel Kicillof?
Es importante entender lo determinante que es estar ajustado a los precios
internacionales. Esto es así porque ni Argentina ni Vaca Muerta son los únicos
destinos posibles para la inversión en hidrocarburos, y el capital busca una
rentabilidad comparativa. Ningún recurso es una panacea sin capital. Misma
razón de por qué Repsol quería sus dividendos para llevarlos a otra parte.
Un componente de la rentabilidad es el riesgo asociado a la inversión. No es lo
mismo invertir en un país con una conducta previsible que en la Argentina, de
manera que lo primero que se paga es haber violado sistemáticamente las reglas
de juego. En un mundo donde abunda la información económica, la combinación
de precios libres, seguridad jurídica y estabilidad política son indispensables
para desarrollar cualquier negocio a gran escala y sobre todo si requieren tiempo
para madurar, caso de los hidrocarburos.
Respecto del gas, mientras se le pagaba al productor local entre 7 y 3,33
dólares por millón de BTU, se importaba de Bolivia a unos 10 dólares y en
forma líquida, transportado en barcos, a un precio de 16 dólares el millón de
BTU. ¿Qué conspiración para la patria hay que buscar después en el hecho de
que conviniera más venderle el gas a la Argentina desde otro país, que
invirtiendo en los yacimientos locales?
Los hidrocarburos, además de ser objeto de consumo doméstico, son un
insumo indispensable para cualquier otra actividad productiva, sea como
combustible o electricidad. Si el mercado debe pagar impuestos para mantener
subsidios en lugar de por el consumo de energía, eso lleva a desfasar producción
y consumo. Politizar este mercado, por lo tanto, es un obstáculo para toda una
economía que necesita estar bien abastecida.
UN DEFAULT EMOCIONAL
YPF fue creada en el año 1922 por Hipólito Yrigoyen. Y, luego de que se
agotara el estatismo argentino con la hiperinflación de Raúl Alfonsín durante la
década del 80, comenzó su proceso de privatización en 1992, el cual culminó en
su completa privatización en 1999.
A solo siete años de aquella pseudoepopeya de la reestatización, los argentinos
siguen atados a una explicación oportunista de los acontecimientos, pero la
óptica que la viabiliza viene de larga data, como un recurso al que los gobiernos
apelan para llevar adelante sus maquinaciones en nombre de la nación
mancillada.
Por eso creo que más que revisar el caso en sí de YPF y la última travesura
terrible de la política argentina respecto del mundo empresario, es importante
repasar los supuestos que llevan a confundir una conveniencia con un crimen. Es
lo que me propuse mostrar. Quedará a juicio del lector si vale la pena descorrer
el velo de la emocionalidad políticamente condicionada y entender a la
Argentina del modo que me parece más realista. Lo que vimos a través de estos
acontecimientos y las razones que se dieron y se debatieron en el ámbito
parlamentario y periodístico es la pugna entre dos mundos: por un lado, el de la
lógica jurídica de los contratos y la actividad económica, y, por el otro, la visión
emocional de la identidad nacional según la cual casi todo lo que pertenece al
primer universo es sospechoso de traición a la patria. Pese a algunos respiros, la
historia argentina del silgo xx y lo que va del siglo xxi es la de la apabullante
imposición de los valores de ese segundo universo.
Lo que está fuera de discusión, se elija uno u otro camino, es que el método
emocional destruye la posibilidad de tener un estado de derecho. Se recuerda la
declaración del default de la deuda pública por parte de Adolfo Rodríguez Saá
con el aplauso de la Asamblea Legislativa. La estatización de YPF no se queda
muy atrás en los anales del delirio nacionalista y ha sido un error de los más
grandes que en nombre de principios invocados de manera liviana han hecho
contra su futuro los argentinos. El observador externo podría entender,
examinando lo ocurrido, cómo es que ese país, que es el mío, se condena
permanentemente a la posición de paria del mundo mientras añora épocas de
gloria del pasado. Lo más profundo que le pasa a la Argentina es su incapacidad
de ser justa, su enamoramiento de una épica caprichosa cuyas principales
víctimas son los hombres de negocios que resulta que, además, son quienes de
verdad mantienen al mundo girando, los que pagan los sueldos, los que producen
innovación, incluso los que inventan cómo sobrevivir a la regulación.
Ya esto que acabo de decir choca con el sentimiento argentino hacia los
empresarios, los cuales inmediatamente son asociados a unos pocos de ellos que
logran privilegios o tratos especiales de los gobiernos o que directamente hacen
lo necesario para quedar a resguardo de la arbitrariedad estatal que nunca será
puesta en la picota. El empresario queda así envuelto en ese estigma de buscar el
favor oficial, pero nunca se examina que eso es precisamente lo lógico a hacer
en un país donde el Gobierno tiene la potestad de favorecer a unos y perjudicar a
otros porque así lo manda la épica más popular. No se quiere ver que esos
comportamientos no son más que la consecuencia natural del resentimiento
contra los que se supone que “solo piensan en el dinero” en lugar de hacerlo en
la felicidad popular representada por los políticos. La lógica de “combatiendo al
capital”.
A los que creen que todo está explicado en la venalidad de esos empresarios les
podríamos aplicar los versos de sor Juana Inés de la Cruz reemplazando a
“mujer” por “empresa”:
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis.
Si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?
ALGUNAS CONSIDERACIONES
POST SCRIPTUM
Pasó poco tiempo desde que terminé el primer borrador de este libro y los
cambios en la Argentina son dramáticos. Alberto Fernández lleva en el gobierno
apenas ocho meses, de los cuales la mayoría transcurrieron en pandemia y
cuarentena. Los precios del petróleo se derrumbaron y, por lo tanto, la viabilidad
de la panacea de Vaca Muerta se ve postergada. Circunstancias todas que hacen
más necesario que nunca volver a pensar en atraer capital para toda la economía
con la fórmula básica de la seguridad jurídica.
Aún antes de que se desatara la crisis del Covid-19 el nuevo gobierno no
mostró señales de querer cambiar el destino de YPF, que hoy es más deuda que
activos. El actual titular de la firma Sergio Affronti, otro experto, ha reconocido
que “la compañía está en una situación crítica desde el punto de vista financiero
y operativo” (iProfesional, 2020). No habrá una investigación sobre un
“vaciamiento” que haya causado eso desde que se estatizó porque, como he
repetido muchas veces, el paradigma parece inconmovible. El fracaso estatal es
épico, el éxito privado es sospechoso.
En la misma nota cierra ese discurso ratificando esa perspectiva irreductible al
decir respecto de la reestatización que fue “una decisión importante y
trascendente, al integrar un equipo que llegó a transformar la compañía” que,
como vemos, es completamente independiente de los resultados. Se suponía que
el Estado iba a rescatarla.
La burbuja de precios internos para el petróleo sigue en pie, pero ahora como
precio sostén ante el derrumbe en abril hasta los 17 dólares el barril. El nombre
con el que el ministro de Desarrollo Productivo Matías Kulfas bautizó al precio
controlado es “barril criollo”.
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