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EL MITO DEL ETERNO RETORNO Analisis

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EL MITO DEL ETERNO RETORNO

Nuestro autor ahora muestra una obra basada en una teoría mítica de repetición de los tiempos y
creaciones, es necesario entenderla, pues, nos servirá para el mejor entendimiento de una próxima
exposición, “El Secreto Masónico”, libro que la sociedad profana junto con los medios de comunicación
han tachado en su ignorancia como macabra, por no conocer los detalles que la anteceden, como lo es el
presente texto, que al igual que “El Reino de la Cantidad y los signos de los tiempos”, es necesario
asimilarla para de esta manera matar esos rumores infundados y llenos de aborrecimiento hacia la
masonería.

Expongo lo que más nos interesa y que mejor nos favorezca, nuestro interés apunta a la ontología arcaica,
a saber, la abolición del tiempo por la imitación de los arquetipos y por la repetición de las hazañas
paradigmáticas. Un sacrificio, por ejemplo, no sólo reproduce exactamente el sacrificio inicial revelado
por un dios ab origine, al principio, sino que sucede en ese mismo momento mítico primordial; en otras
palabras: todo sacrificio repite el sacrificio inicial y coincide con él.

La proyección del hombre en el tiempo mítico no se produce naturalmente, sino en los intervalos
esenciales, es decir, aquellos en que el hombre es verdaderamente él mismo: en el momento de los
rituales o de los actos importantes (alimentación, generación, ceremonia, caza, pesca, guerra, etcétera). El
resto de su vida se pasa en el tiempo profano y desprovisto de significación: en el “devenir”. Los textos
brahmánicos ponen muy claramente de manifiesto la heterogeneidad de los dos tiempos, el sagrado y el
profano, de la modalidad de los dioses ligada a la “inmortalidad” y de la del hombre ligada a la “muerte”.
En la medida en que repite el sacrificio arquetípico, el sacrificante en plena operación ceremonial
abandona el mundo profano de los mortales y se incorpora al mundo divino de los inmortales. Por lo
demás, lo declara en estos términos: “He alcanzado el Cielo, los dioses; ¡me he hecho inmortal!”

Una regeneración periódica del tiempo presupone, en forma más o menos explícita, y en particular en las
civilizaciones históricas, una Creación nueva, es decir, una repetición del acto cosmogónico. Y esa
concepción de una creación periódica, la regeneración cíclica del tiempo, plantea el problema de la
abolición de la “historia”, que es precisamente el que nos importa.

La creación del mundo se produce, pues, cada año. Alá “Él inicia la Creación luego la repite”, dice el
Corán (sura X, 4). Esa eterna repetición del acto cosmogónico, que transforma cada Nuevo Año en
inauguración de una Era, permite el retorno de los muertos a la vida y mantiene la esperanza de los
creyentes en la resurrección de la carne.

Sin embargo, en ciertos lugares y en ciertas épocas, en particular en el calendario de Darío, los iranios
conocían además otro día de Año Nuevo, mihragan, la fiesta de Mithra, que caía en medio del verano.
Cuando las dos fiestas se incluyeron en el mismo calendario, el mihragan fue considerado como una
prefiguración del mundo. El fin del año transcurrido y el principio de un nuevo año se interpretan en la
tradición transmitida por Albiruni como un agotamiento de los recursos biológicos en todos los planos
cósmicos, un verdadero fin del mundo. (“El fin del mundo”, es decir, de un ciclo histórico determinado,
no siempre se produce por un diluvio, sino también por el fuego, el calor, etcétera. Una admirable visión
apocalíptica en la cual el verano tórrido se concibe como un retorno al caos, se halla en Isaías, 34, 4, 9-
11.)

Toda construcción es un principio absoluto, es decir, tiende a restaurar el instante inicial, la plenitud de
un presente que no contiene traza alguna de “historia”. Lo que importa es que el hombre sintió la
necesidad de reproducir la cosmogonía en sus construcciones, fuesen de la especie que fuesen; que esa
reproducción lo hacía contemporáneo del momento mítico del principio del Mundo, y que sentía la
necesidad de volver con toda la frecuencia que fuera posible a ese momento mítico para regenerarse. La
“nueva era” marcada por una construcción se traduce en una “etapa nueva” de la vida de quienes van a
habitar la casa. Pero la estructura del mito y del rito no deja de permanecer inmutable, pese a que las
experiencias provocadas por su actualización no tengan ya más que un carácter profano: una construcción
es una organización nueva del mundo y de la vida (exactamente como el Año Nuevo conserva todavía el
prestigio del final de un pasado y del comienzo de una “vida nueva”).

Por tanto: “SI NO SE LE CONCEDE NINGUNA ATENCIÓN, EL TIEMPO NO EXISTE”… Como el


místico, como el hombre religioso en general, el primitivo vive en un continuo presente. (Y es ése el
sentido en que puede decirse que el hombre religioso es un “primitivo”; repite las acciones de cualquier
otro, y por esa repetición vive sin cesar en el presente.)

Según el libro sirio La Caverna, de los Tesoros, Adán fue creado en el centro de la tierra, en el lugar
mismo donde había de levantarse más tarde la cruz de Jesús. Las mismas tradiciones han sido
conservadas por el judaismo. El apocalipsis judaico y la midrash precisan que Adán fue hecho en
Jerusalén.

Una Jerusalén celestial creada por Dios antes que la ciudad de Jerusalén fuese construida por mano del
hombre: a ella se refiere el profeta, en el libro de Baruch, II, 42, 2-7: “¿Crees tú que ésa es la ciudad de la
cual yo dije: ‘Te he edificado en la palma de mis manos’? La construcción que actualmente se halla en
medio de vosotros no es la que se reveló en Mí, la que estaba lista ya en el momento en que decidí crear
el Paraíso y que mostré a Adán antes de su pecado...” La más hermosa descripción de la Jerusalén
celestial se halla en el Apocalipsis (XXI, 2 y siguientes): “Y yo, Juan, vi la ciudad santa, la nueva
Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido”.

El “Centro” es, pues, la zona de lo sagrado por excelencia, la de la realidad absoluta, sus símbolos
(Árboles de Vida y de la Inmortalidad, Fuente de Juventud) se hallan igualmente en un Centro. El camino
que lleva al centro es un “camino difícil” (durohana), y esto se verifica en todos los niveles de lo real:
circunvoluciones dificultosas de un templo (como el de Barabudur); peregrinación a los lugares santos
(La Meca, Hardward, Jerusalén); peregrinaciones cargadas de peligros de las expediciones heroicas del
Vellocino de Oro, de las Manzanas de Oro, de la Hierba de Vida; extravíos en el laberinto; dificultades
del que busca el camino hacia el yo, hacia el “centro” de su ser. Es un rito del paso de lo profano a lo
sagrado; de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad; de la muerte a la vida; del hombre a la
divinidad. El acceso al “centro” equivale a una consagración, a una iniciación; a una existencia ayer
profana e ilusoria, sucede ahora una nueva existencia real, duradera y eficaz.

El monte Thabor, en Palestina, podría significar tahbür es decir, “ombligo de la tierra” (Jueces, IX, 37:
“... He allí gente que desciende de en medio de la tierra”). Un texto rabínico dice: “La tierra de Israel no
fue anegada por el diluvio”. Para los cristianos, el Gólgota se hallaba en el centro del mundo, pues era la
cima de la montaña cósmica y a un mismo tiempo el lugar donde Adán fue creado y enterrado. Y así, la
sangre del Salvador cae encima del cráneo de Adán, inhumado al pie mismo de la Cruz, y lo rescata”. Sin
embargo,
en la tradición babilónica del Diluvio, tal cual la ha conservado la TABLILLA XI de la Epopeya de
Gilgamesh, se recuerda que Utanapishtim, antes de embarcarse en la nave que había construido para huir
del diluvio, organizó una fiesta “como en el día de Año Nuevo (akitu)”.

Los lazos muy estrechos entre las ideas de creación por el agua (cosmogonía acuática; diluvio que
regenera periódicamente la vida histórica; lluvia), el nacimiento y la resurrección, se hallan confirmados
por esta sentencia del Talmud: “Dios tiene tres llaves: la de la lluvia, la del nacimiento, la de la
resurrección de los muertos”.
El mensaje del Salvador es en primer lugar un ejemplo que debe ser imitado. Después de lavar los pies a
sus apóstoles, Jesús les dice: “Porque ejemplo os he dado para que como yo he hecho a vosotros, vosotros
también hagáis”. La humildad no es sino una virtud; pero la humildad que se ejerce siguiendo el ejemplo
del Salvador es un acto religioso y un medio de salvación: “...Que os améis, los unos a los otros, así como
yo os he amado...” Ese amor cristiano está consagrado por el ejemplo de Jesús. Su práctica actual anula el
pecado de la condición humana y diviniza al hombre. El que cree en Jesús puede hacer lo que El hizo; sus
límites y sus impotencias quedan abolidos. “...El que en mí cree, él también hará las obras que yo hago.”
La liturgia es precisamente una conmemoración de la vida y de la Pasión del Salvador.

La antigüedad y la universalidad de las creencias relativas a la Luna nos prueban que para un primitivo la
regeneración del tiempo se efectúa continuamente, es decir, también en el intervalo que es el “año”. La
Luna es el primer muerto, pero también el primer muerto que resucita, pues sirve para “medir” el tiempo,
si sus fases revelan — mucho antes que el año solar y de manera mucho más concreta— una unidad de
tiempo (el mes), a la par revela el “eterno retorno”.

Es conveniente mencionar la opinión de René Guénon quien dirige su contradicción a la presente obra
indicando, en su Libro “El Reino de la Cantidad”, que es un error el que hace decir vulgarmente que la
“historia se repite”, lo que implica una completa ignorancia. “Ningún hombre puede bañarse dos veces en
el mismo río, pues a la segunda vez el río ya no es el mismo, como tampoco lo es el hombre”. Heráclito

Hablemos ahora del “padecimiento” y el “dolor”. Una experiencia desprovista de sentido que el hombre
debe “soportar” en la medida en que es inevitable, como soporta, por ejemplo, los rigores del clima. S u
padecimiento tenía un sentido; respondía a un orden cuyo valor no era discutido. Se ha dicho que el gran
mérito del cristianismo, frente a la antigua moral mediterránea, fue haber valorado el sufrimiento: haber
transformado el dolor de estado negativo en experiencia de contenido espiritual “positivo”. La aserción
vale en la medida en que se trata de una valoración del sufrimiento y aun de buscar el dolor por sus
cualidades salvadoras. Pero la humanidad precristiana no buscó el sufrimiento y no lo valoró como
instrumento de purificación y de ascensión espiritual. Hablamos aquí, evidentemente, del sufrimiento en
cuanto acontecimiento, en cuanto hecho histórico, del padecimiento provocado por una catástrofe
cósmica (sequía, inundación, tempestad, una invasión, incendio, esclavitud, humillación o injusticias
sociales).

…“Tú, el Altísimo, no te me lleves a mi hijo; ¡todavía es demasiado pequeño!”, imploran los nómadas
selknam de Tierra del Fuego. “ ¡ Oh Tsuni-goam —se lamentaban los hotentotes—, sólo tú sabes que no
soy culpable!” Durante la tempestad, los pigmeos semang se arañan las pantorrillas con un cuchillo de
bambú y esparcen por todos lados gotitas de sangre, gritando: “¡Ta Pedon! No estoy endurecido; pago mi
culpa. ¡Acepta mi deuda, al pago!”

La especulación hindú buscó y descubrió muy pronto medios por los cuales el hombre puede librarse de
la cadena sin fin, causa-efecto-causa, etcétera, regida por la ley kármica. Pero semejantes soluciones no
invalidan en nada el sentido de los sufrimientos; al contrario, lo refuerzan. Lo mismo que el yoga, el
budismo parte del principio de que la existencia entera es dolor, y ofrece la posibilidad de superar de
manera definitiva y concreta la sucesión ininterrumpida de sufrimientos en que se resuelve toda existencia
humana en último análisis.

Para el Vedanta el sufrimiento sólo es “ilusorio” en la medida en que lo es el Universo entero; ni la


experiencia humana del dolor ni el Universo, son realidades en el sentido ontológico del término. Fuera
de la excepción constituida por las escuelas materialistas Lokayata y Charvaka —para las cuales no existe
ni “alma” ni “Dios”, y que consideran que rehuir el dolor y buscar el placer es el único fin sensato que
pueda proponerse el hombre—.
Para los hebreos, toda nueva calamidad histórica era considerada como un castigo infligido por Yahveh,
encolerizado por el exceso de pecados a que se entregaba el pueblo elegido. Ningún desastre militar
parecía absurdo, ningún sufrimiento era vano, pues más allá del “acontecimiento” siempre podía
entreverse la voluntad de Yahveh. Aún más: puede decirse que esas catástrofes eran necesarias, estaban
previstas por Dios para que el pueblo judío no fuese contra su propio destino enajenando la herencia
religiosa legada por Moisés. En efecto, cada vez que la historia se lo permitía, cada vez que vivían una
época de paz y de prosperidad económica relativa, los hebreos se alejaban de Yahveh y se acercaban a
Baal. Únicamente las catástrofes históricas los ponían de nuevo en el camino recto, les hacían volver por
fuerza sus miradas hacia el verdadero Dios. “Y ellos clamaron a Yahveh, y dijeron: Hemos pecado,
porque hemos dejado a Yahveh y hemos servido a los Baal y a Astarot; líbranos, pues, ahora de mano de
nuestros enemigos, y te serviremos” (1ª Samuel, 12, 10). Esa vuelta hacia el verdadero Dios en la hora del
desastre nos recuerda el acto desesperado del primitivo, que necesita, para redescubrir la existencia del
Ser Supremo, la extrema gravedad de un peligro y el fracaso de todas las intervenciones ante otras
“formas” divinas (dioses, antepasados, demonios). Sin embargo, los hebreos, inmediatamente después de
la aparición de grandes imperios militares asiriobabilónicos en su horizonte histórico, vivieron sin
interrupción bajo la amenaza anunciada por Yahveh: “Mas si no oyereis la voz de Yahveh, y si fuereis
rebeldes a las palabras de Yahveh, la mano de Yahveh estará contra vosotros como estuvo contra vuestros
padres” (1ª Samuel, 12, 15). Los profetas no hicieron sino confiar y ampliar, mediante sus visiones
aterradoras, el ineluctable castigo de Yahveh respecto de su pueblo, que no había sabido conservar la fe.
Y solamente en la medida en que tales profecías eran validadas por catástrofes —como se produjo, por lo
demás, de Elías a Jeremías— los acontecimientos históricos obtenían una significación religiosa, es decir,
aparecían claramente como los castigos infligidos por el Señor a cambio de las impiedades de Israel.
Gracias a los profetas, que interpretaban los acontecimientos contemporáneos a la luz de una fe rigurosa,
esos acontecimientos se transformaban en “teofanías negativas”, en “ira” de Yahveh.

Por vez primera se ve afirmarse y progresar la idea de que los acontecimientos históricos tienen un valor
en sí mismos, en la medida en que son determinados por la voluntad de Dios. Ese Dios del pueblo judío
ya no es una divinidad oriental creadora de hazañas arquetípicas sino una personalidad que interviene sin
cesar en la historia, que revela su voluntad a través de los acontecimientos. Por eso es posible afirmar que
los hebreos fueron los primeros en descubrir la significación de la historia como epifanía de Dios, y esta
concepción, como era de esperar, fue seguida y ampliada por el cristianismo.

Podemos incluso preguntarnos si el monoteísmo, fundado en la revelación directa y personal de la


divinidad, no trae necesariamente consigo la “salvación” del tiempo, su “valoración” en el cuadro de la
historia. Sin duda la noción de revelación se encuentra, bajo formas desigualmente transparentes, en todas
las religiones y llegaríamos a decir que en todas las culturas. En efecto, los hechos arquetípicos eran a un
tiempo teofanías. La primera danza, el primer duelo, la primera expedición de pesca, así como la primera
ceremonia nupcial o el primer ritual, se convertían en ejemplos para la humanidad, porque revelaban un
modo de existencia de la divinidad, del hombre primordial, del civilizador. Pero esas revelaciones se
verificaron en el tiempo mítico, en el instante extratemporal del comienzo; todo coincidía en cierto
sentido con el principio del mundo, con la cosmogonía. Todo ocurrió y fue revelado en ese momento, in
illo tempore: la creación del mundo, y la del hombre, y su establecimiento en la situación prevista para él
en el Cosmos, hasta en sus menores detalles. Moisés recibe la “Ley” en cierto “lugar” y en cierta “fecha”.
Ciertamente, aquí también intervienen arquetipos, en el sentido de que esos acontecimientos, promovidos
a ejemplares, serán repetidos, pero no lo serán sino cuando les llegue su tiempo, es decir, en un nuevo in
illo tempore. Por ejemplo, como lo profetiza Isaías (XI, 15-16), los milagros del pasaje del mar Rojo y del
Jordán se repetirán “ese día”. Pero el momento de la revelación hecha a Moisés por Dios no deja de ser un
momento limitado y bien determinado en el tiempo. Y como asimismo representa una teofanía, adquiere
así una nueva dimensión: se hace preciso en la medida en que ya no es reversible, en que es un
acontecimiento histórico.
La única diferencia es que esa victoria sobre las fuerzas de las tinieblas y del caos ya no se produce
regularmente cada año, sino que es proyectada en un in illo tempore futuro y mesiánico.

…Cuando llegue el Mesías, el mundo se salvará de una vez por todas y la historia dejará de existir. En
este sentido se puede hablar no sólo de una valoración escatológica del futuro, de “ese día”, sino también
de la “salvación” del devenir histórico. Pero debemos saber que el mito de un fin del mundo por el fuego,
del que los buenos saldrán indemnes, es de origen iranio. Y es menester no olvidar que dichas
concepciones mesiánicas son la creación exclusiva de una élite religiosa.

El libro cita la historia de los sacrificios de los primogénitos antiguamente efectuados en diferentes
religiones pero que se hacían de manera de aceptar que el primogénito era hijo de Dios, representado por
un sacerdote o un extranjero y como Abraham cambia este concepto por el de fe, un sacrificio que no
sabe porque lo haría pero lo hace… en la concepción mesiánica la historia debe ser soportada porque
tiene una función escatológica, pero sólo puede ser soportada porque se sabe que algún día cesará.

En cuanto al “eterno retorno” —la recuperación periódica de la existencia anterior por todos los seres—
es uno de los pocos dogmas de los que sabemos con certeza que pertenecían al pitagorismo primitivo.

El mundo fue creado por Dios en seis días, y el séptimo descansó; por ese hecho el mundo durará seis
eones, durante los cuales “el mal vencerá y triunfará” en la tierra. En el curso del séptimo milenio el
príncipe de los demonios será encadenado y la humanidad conocerá mil años de reposo y de justicia
perfecta. Tras lo cual el demonio se escapará de sus cadenas y volverá a la guerra contra los justos; pero
al cabo será vencido y al final del octavo milenio el mundo será creado para la eternidad… pero no puede
dudarse de su estructura irania, aun cuando semejante visión escatológica de la historia haya sido
difundida en todo el oriente mediterráneo y en el imperio romano por las gnosis grecoorientales.

Simplificando, podría decirse que, tanto entre los iranios como entre los judíos y los cristianos, la
“historia” que se atribuye al Universo es limitada, y que el fin del mundo coincide con el aniquilamiento
de los pecadores, la resurrección de los muertos y la victoria de la eternidad sobre el tiempo.

La libertad de hacer la historia de que se jacta el hombre moderno es ilusoria para la casi totalidad del
género humano. A lo sumo le queda la libertad de elegir entre dos posibilidades: 1°, oponerse a la historia
que hace esa limitada minoría (y en este caso tiene la libertad de elegir entre el suicidio y el destierro); 2°,
refugiarse en una existencia subhumana o en la evasión. De modo natural, el marxismo y el fascismo, por
ejemplo, deben llevar a la constitución de dos tipos de existencia histórica: la del jefe (el único
verdaderamente “libre”) y la de los adeptos que descubren en la existencia histórica del jefe, no un
arquetipo de su propia existencia, sino el legislador de las gestas que les están provisionalmente
permitidas.

Así, para el hombre tradicional, el hombre moderno no constituye el tipo de un ser libre ni el de un
creador de historia. Por el contrario, el hombre de las civilizaciones arcaicas puede estar orgulloso de su
modo de existencia, que le permite ser libre y crear. Es libre de no ser ya lo que fue, libre de anular su
propia “historia” mediante la abolición periódica del tiempo y la regeneración colectiva. El hombre que
aspira a ser histórico no puede aspirar en modo alguno a esa libertad del hombre arcaico respecto de su
propia “historia”, pues para el moderno la suya no sólo es irreversible sino también constitutiva de la
existencia humana.

Sobre este particular se puede hablar, no sólo de libertad (en el sentido positivo) ni de emancipación (en
el sentido negativo), sino verdaderamente de creación; pues se trata de crear un hombre nuevo y de
crearlo en un plano suprahumano, un hombre-dios, como nunca pasó por la imaginación del hombre
histórico poder crearlo.
Es cuánto.

“Todo lo tuyo es tuyo y con tu luz jamás se ira de tu lado, amate a ti mismo, luego podrás amar a tu
prójimo como a ti mismo y finalmente tener el sublime sentir de amar a tu prójimo más que a ti mismo.
Namasté”.

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