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Quédate Sarah Valentine

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Índice

Créditos
Quédate
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Tengo un regalo para ti
Nota de la autora
Sobre la autora
Encuentra aquí otras novelas de la autora
© Sarah Valentine.
Impreso por Amazon.
Todos los derechos reservados.
Esta novela fue publicada con el mismo título en 2019 por Inma Bretones.
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un
sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio,
sea éste electrónico, mecánico o por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin
el permiso previo y por escrito de la autora. La infracción de los derechos
mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.
270 y siguientes del Código Penal)
Quédate
Sarah Valentine
A mis chicas Mastermind:
Amigas del alma y hermanas de letras.
Capítulo 1

Marta llevaba demasiado tiempo viviendo sepultada bajo


montañas de papeles, expedientes, carpetas y archivadores y
volviéndose loca con el timbre de varios teléfonos sonando a
la vez en el despacho de abogados de su padre. Necesitaba
escapar de allí. Sentirse libre y pisar de nuevo la naturaleza,
respirar aire puro, y dejar atrás el asfalto.
Sentada ante el escritorio de roble macizo de su propio
despacho, se recostó sobre el respaldo de su sillón de piel y
cerró los ojos, los tenía cansados de tantas horas frente a la
pantalla del ordenador, y se imaginó lejos de allí. Era invierno,
por lo que pensar en el Caribe le quedaba demasiado lejos.
Deseaba volver a la nieve, allí donde había pasado mucho
tiempo durante su infancia y donde había sido tan feliz.
Necesitaba desconectar de todo aquello que le rodeaba y
volver a recuperar esa parte de sí misma, que había olvidado
con el estrés y las prisas del día a día. Quería volver a su
particular paraíso. Ansiaba regresar a la montaña, al bosque.
Volver a practicar esquí de fondo y recorrer nuevos caminos.
Tenía ganas de estrenar sus nuevos esquíes, que aún le
esperaban guardados en un rincón del trastero no sabía desde
hacía cuánto.
Ansiaba empezar a dibujar un nuevo destino para ella, a la
par que abría surcos en la nieve, lejos de todo aquello que le
rodeaba y que le asfixiaba cada día más.
Se levantó, cogió su bolso de piel y su abrigo de cashmere
y fue hasta el despacho de su padre. Entró sin llamar. No le
importaba sorprenderle tonteando con su nueva secretaria, eso
ya no era una novedad para Marta:
―Papá, me tomo unas vacaciones ―le dijo desde la
misma puerta y sin soltar el pomo. La secretaria, al escucharla,
se puso en pie de un salto y salió corriendo del despacho
pidiendo disculpas.
―¿Cómo que unas vacaciones? ¿Ahora? ―contestó el
padre con el gesto torcido y con la mano aún en el aire, que
instantes antes Marta había visto que sujetaba el muslo de
Ainhoa o como fuese que se llamase la nueva y demasiado
joven secretaria―. Ahora no puede ser, tenemos mucho
trabajo.
―Papá, he dicho que me tomo unas vacaciones, es
innegociable.
―Te repito que no puede ser.
―Despídeme si quieres ―le dijo dándose media vuelta y
dejando que la puerta del despacho se cerrara tras ella. Tenía la
certeza de que su padre no la despediría, porque era la mejor
abogada del bufete, tal y como le repetía cada vez que ganaba
un juicio.

Era veintidós de diciembre y mientras oía de fondo cómo los


niños de San Ildefonso cantaban la lotería de Navidad desde la
televisión del comedor, Marta preparaba su equipaje. Sabía
que no le tocaría el Gordo, ni siquiera el segundo o el cuarto
premio, porque ese año tampoco había jugado, pero le gustaba
escuchar la cantinela de los niños, parecía que así era más
Navidad. Además, el dinero no era un problema para ella ni
para su familia, quizá si hubieran tenido menos dinero las
cosas les habrían ido mucho mejor. Suspiró al pensar en sus
padres, pero no quería ponerse a pensar en ellos, debía
concentrarse en lo que estaba haciendo, no podía olvidar nada.
Llenó una maleta con la ropa de esquí y con ropa de abrigo
suficiente como para pasar unos cuantos días fuera. No sabía
cuándo regresaría, no había hecho planes, lo único que tenía
claro es que quería pasar las Navidades lejos de Barcelona y
en la nieve.
Cogió el teléfono y abrió la aplicación de reserva de
apartamentos. Solo puso un filtro: «Apartamento en el Pirineo
de alto standing», el resto no le importaba. Pulsó el botón de
buscar y el primero que apareció en el listado de disponibles,
lo reservó. Copió la dirección para el navegador del coche y
guardó el móvil en el bolso.
Cerró la maleta como pudo, porque con tanta ropa de
abrigo estaba muy llena y costaba cerrarla, se sentó encima,
como había visto hacer en tantas películas, y al final consiguió
que la cremallera ajustase las dos mitades de la maleta.
Después, cogió el bolso y el abrigo y arrastrando la pesada
maleta, cerró la puerta de su piso tras ella.

De camino al apartamento, del que solo sabía que estaba en los


Pirineos de Lérida, pararía en un supermercado para comprar
algo de comida para los días que tenía por delante. Pensaba
comprar solo lo básico, porque seguro que cerca del
apartamento habría varios restaurantes para esquiadores,
pensó. Así se relacionaría con algo de gente, porque esperaba
que en las pistas no se encontrara demasiados esquiadores
durante los días de Navidad. Quería poder esquiar tranquila, a
su aire, sin aglomeraciones. Necesitaba notar cómo el frío de
la montaña le daba en la cara y oír el roce de sus esquíes al
abrir surcos sobre la nieve. Eso le hacía feliz, le recordaba a su
infancia.

Rumbo a la nieve, condujo tranquila, disfrutando de su BMW,


por supuesto, pagado por el bufete de abogados de su padre, y
del paisaje que poco a poco dejaba de ser gris asfalto para
volverse más verde y cubierto de una espesa manta blanca y
helada. Mientras conducía recordaba la de veces que había ido
con sus padres a la casa de Baqueira siendo ella bien
pequeñita. Les encantaba esquiar, por lo que querían que su
pequeña fuera una gran esquiadora. Desde que tuvo apenas
tres años, pasó los fines de semana de invierno ataviada con
ropa y botas de esquí bajo las órdenes de Tomás, su querido
monitor, quien le enseñó todo lo que ella sabía de aquel
deporte.
Sin embargo, los fines de semana con sus padres en la
nieve se acabaron pronto para ella. Cuando tenía seis años, su
padre se lio con su secretaria. Su padre tenía debilidad por las
secretarias rubias y jóvenes. Eulalia, después de enterarse de
varias aventuras de su marido, decidió poner punto final a su
matrimonio.
La madre de Marta sacó un buen pellizco de la separación.
Compró varios pisos bien situados en el Eixample de
Barcelona, y desde entonces ha vivido de las rentas de estos.
Sin duda, su divorcio fue un negocio redondo para ella.
A partir de entonces, Marta fue a esquiar un fin de semana
con su madre y otro con su padre. Pero siempre lo hizo sola,
porque no tuvo ningún hermano que compartiese con ella ese
ir y venir de casa a casa.

Con todos estos recuerdos paseándose por su cabeza y con las


indicaciones del GPS, Marta llegó al apartamento que había
alquilado esa misma tarde. No había muchos coches y pudo
aparcar muy cerca de la puerta de entrada. Las fechas en las
que estaba, ahuyentaban a la gente de la montaña y les hacía
permanecer en sus casas junto a la familia.
A Marta esas fechas le hacían sentir más sola que el resto del
año. Por eso, había preferido huir de su realidad y perderse en
un paisaje nuevo.
La verdad es que era un lugar precioso. La acera hasta la
puerta del apartamento estaba toda cubierta de un espeso
manto blanco. Para Marta, nada podía superar el crujir de la
nieve bajo sus botas. Todo estaba nevado y adornado con luces
por las fiestas navideñas. «Parece un paisaje de postal»,
pensó. Marta no pudo evitar sonreír como una niña al verlo y
quedarse embobada contemplando el brillo de las luces de
colores sobre el fondo nevado. Sin embargo, el viento,
empezaba a soplar con fuerza y acercaba unas enormes nubes
sobre su cabeza. Se ajustó la cremallera del abrigo, cogió la
maleta y las bolsas con la comida que había comprado en el
supermercado y entró en la enorme portería para resguardarse
de la gélida temperatura del exterior. Ansiaba llegar al
apartamento, darse un baño caliente y ponerse el pijama, el
más grueso y calentito de entre todos los que tenía.
Capítulo 2

El veintitrés de diciembre amaneció gris. Las enormes nubes


que la noche anterior habían aparecido sobre la cabeza de
Marta daban la sensación de que no se marcharían por unos
días. Ocultaban el sol y teñían el cielo de un color grisáceo que
auguraba que empezarían a nevar en breve. Sin embargo, a
Marta no le daba miedo la amenaza de nieve, ni el viento
gélido que soplaba. Ella tenía muy claro que había ido a
esquiar y no habría nada que se lo impidiese. Además, se había
llevado las botas y los esquíes para hacer esquí de fondo,
precisamente, porque le apetecía abrir caminos sobre la nieve,
colarse entre los árboles y olvidarse del asfalto.
Eran las ocho y media de la mañana cuando se calzó los
esquís, se cerró la cremallera de la chaqueta y se colocó las
gafas protectoras. Después, cogió el telesilla que le llevó hasta
la pista de esquí de fondo. Marta pensaba, mientras balanceaba
los esquís desde lo alto del telesilla, en que, según le habían
contado, aquella era una de las mejores de todo los Pirineos y
se moría de ganas de comprobarlo por ella misma. Siempre
que se montaba en el teleférico, pasaba un frío enorme.
Además, en el que se había subido parecía que era muy nuevo,
por lo que iba especialmente rápido y eso provocaba que la
sensación de frío fuera aún mayor. A pesar de que se subió la
braga y ajustó el gorro de lana y la capucha, notaba la cara
congelada. «Espero que ahora, en cuanto empiece a esquiar,
entre en calor», pensó.
Desde el telesilla pudo ver con más claridad la masa de
nubes oscuras que cubría la parte de los Pirineos que alcanzaba
a ver desde su posición. A pesar de que iba a bastante
velocidad, podía contemplar el paisaje que tenía alrededor y
bajo sus pies. Le encantaba verse rodeada de árboles gigantes
cubiertos de nieve. Y lo mejor de todo es que en las pistas no
había, prácticamente, ningún esquiador. «Tendré toda la
montaña para mí», pensó feliz.
Cuando llegó a la zona que había elegido, bajó del telesilla
y se adentró en la pista. Empezó a esquiar y como no había
nadie a quien esquivar, ni adelantar, pasó muy rápido aquella
pista. Volvió a coger el telesilla y subió a otra que estaba un
poco más alejada, pero se encontró con lo mismo. Abría surcos
en la nieve con sus esquíes, como tanto había deseado hacer,
pasaba entre árboles cubiertos de un manto blanco, pero
empezaba a aburrirse. En su descenso, vio una zona vacía y
cubierta de nieve tras muchos árboles, y pensó que quizá
podría salir de la pista fuera de la zona de seguridad. Tenía
ganas de buscar un poco de aventura. «Voy a pasármelo bien»,
dijo imaginando que encontraría grandes valles con nieve
virgen, como le había sucedido en otras zonas de los Pirineos.
Antes de adentrarse en la zona fuera de la pista, se aseguró
que no hubiese ningún empleado, ni ningún otro esquiador
cerca que le viese salir de la zona habilitada. «Me muero de
vergüenza si me pillan», pensó Marta ajustándose la braga
porque cada vez el viento soplaba con más fuerza. Continuó
avanzando en busca del lugar ideal, y pasó al otro lado de la
valla. Empezó a esquiar ilusionada entre los árboles que
parecía que abrían sus ramas para dejarla pasar entre ellos. Sin
embargo, tras un rato de esquiar y por muchos metros que
recorriese, no encontraba el valle de nieve virgen que tanto
había imaginado. Pero no se apuraba, porque sabía que si ese
día no lo encontraba, en cualquier momento podía dar media
vuelta y regresar a la pista de donde se había salido y volver a
probar nuevas rutas al día siguiente. Mientras continuaba
avanzando entre árboles gigantes, un trueno asoló las
montañas que le rodeaban con un gran estruendo. De pronto,
empezaron a caer copos de nieve. Al principio, parecía que
caían despacio, pero enseguida empezaron a hacerlo con
profusión, como una espesa cortina blanca.
Marta se resguardó bajo unos árboles, esperando que
amainase, pero, lejos de parar, la nieve caía cada vez con más
fuerza. Decidió que no podía esperar más, debía regresar,
porque por lo que parecía, no pararía de nevar en un buen rato,
y así le resultaría imposible disfrutar de la nieve. Prefería
regresar al apartamento, quitarse la ropa de esquí, tumbarse un
rato en el sofá bajo una manta y ver cómo nevaba desde allí.
Se ajustó bien el gorro de lana y la capucha y empezó a
avanzar bajo la nevada de regreso a la pista. Paso a paso,
pensaba que cada vez estaba más cerca del lugar de donde
había salido, pero no era así. Los copos de nieve caían con
tanta fuerza que no le dejaban ver mucho más allá de unos
metros y estaba totalmente desorientada. Aun así, intentó
avanzar cuanto pudo en dirección al lugar de donde ella creía
que venía. Sin embargo, lo único que hacía era alejarse más y
más.
Empezaba a estar cansada, le dolían los brazos y cada vez
tenía las piernas más cansadas. Llevaba un tiempo sin hacer
nada de deporte por culpa de todas las horas que pasaba
trabajando en el bufete y se había quedado sin fondo. «En
cuanto regrese a Barcelona me apunto al gimnasio y pienso ir
cada día, pase lo que pase en el despacho», se dijo con
decisión.
Perdió la noción del tiempo que estuvo intentando avanzar
en su camino de regreso, hasta que, exhausta y perdida,
decidió pararse bajo unos árboles y resguardarse de la copiosa
nieve que no cesaba. Se quitó de encima como pudo la nieve
que le cubría y respiró hondo en un intento de serenarse. Bebió
un poco de agua que llevaba en el termo de la mochila y comió
unas nueces. Necesitaba recuperar fuerzas para avanzar. Miró
su teléfono, pero no tenía cobertura. «A esta altura no deben
llegar los repetidores», pensó Marta con fastidio por la
desorientación.
Intentó serenarse de nuevo, no ganaba nada pensando que
estaba perdida en medio de una tormenta de nieve. Decidió
que era el momento de continuar en su avance, cada vez el
cielo se volvía más oscuro y la nevada era más copiosa, por lo
que debía regresar. No sabía hacia dónde ir ni dónde estaba,
pero si algo tenía claro era que allí no podía quedarse.
Capítulo 3

Las horas pasaban y no conseguía encontrar la pista de esquí


de donde había salido. Intentó mantener la calma, su trabajo le
ayudaba a hacerlo siempre en situaciones difíciles. Respiró
hondo y siguió avanzando, aunque cada vez sus piernas
estaban más cansadas y los brazos le dolían de tanto clavar los
palos para ayudarse a avanzar. Notaba las manos entumecidas
y los dedos congelados bajo los guantes, que ya estaban
empapados.
Empezaba a anochecer cuando entre la nieve, que
continuaba cayendo, le pareció ver una luz a lo lejos. Respiró
hondo y, sacando las últimas fuerzas que le quedaban, se
acercó como pudo hacia ella sin saber demasiado bien qué era.
Pero era la única señal de vida cercana que había encontrado
desde el momento en el que decidió iniciar su particular
aventura, y no podía dejarla pasar.
Según avanzaba pudo comprobar que aquella luz que había
visto a lo lejos provenía de unas ventanas de una casa que, por
lo visto, tenía el fuego encendido, porque por la chimenea salía
humo. Suspiró al ver que, al fin, había encontrado un lugar
donde quizá podrían dejarle un teléfono para pedir ayuda y, tal
vez, le dejaran acercarse al fuego y entrar en calor.
Después de unos minutos de avanzar sobre la nieve, con el
único deseo de que alguien le abriese la puerta de aquella
enorme casa de piedra, llegó ante ella. Suspiró y llamó con los
nudillos cubiertos por el grueso guante de esquí a la puerta de
madera. Notaba las manos agarrotadas por el frío y por la
tensión de agarrar con tanta fuerza los palos.
Mientras esperaba a que alguien abriese aquella enorme
puerta, no podía dejar de pensar en que se conformaría con que
le dejasen entrar y hacer una llamada para que vinieran a
buscarla o, quizá, pasar la noche y esperar a que se hiciese de
día y poder regresar al apartamento. Aunque, la verdad, en ese
momento tras varias horas a la intemperie, no pensaba nada
más que en que le dejasen pasar y poder entrar en calor.
Necesitaba entibiar el cuerpo junto a ese fuego que hacía que
saliese humo por la chimenea de la casa. Eso era en lo único
en lo que pensaba.
Se notaba entumecida, le dolían las piernas y los pies de
llevar tantas horas las botas de esquí. Necesitaba quitárselas y
mover los tobillos y los dedos de los pies.
No contestaba nadie. «Quizá la casa esté vacía», pensó
preocupada.
No podía desistir tan fácilmente. Llamó con más fuerza y
esperó. Le castañeteaban los dientes como testimonio del frío
y de los nervios que sentía. «No puede ser que haya llegado
hasta aquí y que ahora no haya nadie dentro de esta casa»,
pensó incrédula.
Nadie contestaba. Acercó la oreja a la puerta retirándose
un poco la capucha y el gorro que la cubrían. No escuchó
nada. Caminó como pudo con las botas delante de la puerta
para mantenerse en calor. Aprovechó para mirar por la enorme
ventana que había en un lateral de la puerta, pero sólo alcanzó
a ver la cocina. Desesperada, volvió a llamar más fuerte. No
quería imaginar tener que pasar la noche a la intemperie, no
sabía si lo resistiría con la que estaba cayendo y con aquel
viento que cada vez soplaba con más fuerza. A punto de
echarse a llorar ante la impotencia de ver que no podía entrar
en aquella casa, golpeó la puerta con los bastones de esquí, no
quería dañar la madera, pero era su única esperanza. Golpeó y
gritó tanto como pudo.
Nadie contestaba, ni abría aquella puerta.
Decepcionada, se giró sobre sus talones para echar una
ojeada al cielo, pensando en la noche que le esperaba y
comprobó desanimada, que ya estaba totalmente negro. Las
nubes cubrían las estrellas y solo la luna se dejaba entrever
entre el tupido manto gris que cubría el cielo. Sin saber qué
otra cosa hacer, decidió que pasaría allí la noche, junto a la
puerta, no tenía muchas más opciones. «Así, cuando lleguen
los dueños, me verán y quizá me dejen entrar», pensó
ajustándose la braga y la capucha del abrigo.
Cuando más resignada estaba a pasar la noche a resguardo
del pequeño tejadillo que sobresalía de la puerta de entrada de
aquella enorme casa, oyó un ruido tras la puerta. Abrió los
ojos de par en par.
―¡Hola! ¡Hola! ¿Hay alguien? ―gritó mientras aporreaba
la puerta para hacerse oír sobre el fuerte viento que soplaba―.
¡Hola! Por favor, ¿pueden abrirme la puerta? ¡Necesito ayuda!
―continuaba gritando.
Escuchó como la puerta se abría. Incrédula por ver que al
final su sufrimiento parecía acabar, se bajó la braga para
descubrirse la cara y poder saludar a la persona que estaba al
otro lado.
―¡Hola! ―dijo el chico que apareció al otro lado de la
puerta muy sonriente.
―¡Hola! ¡Buenas noches! ―repitió Marta. Y se quedó
parada al ver a un hombre muy alto y guapo, que le sonreía
desde el otro lado.
«Me he muerto y he llegado a la puerta del cielo y un ángel
me está abriendo», pensó al ver a ese dios de la belleza, que le
daba la bienvenida a su particular paraíso.
Capítulo 4

«Parece que esta noche va a ser de esas de pleno invierno en la


que oscurece y amanece sin dejar de nevar», pensó Jean al
mirar por el gran ventanal que tenía a su derecha desde el sofá
de piel marrón frente a la chimenea.
Le encantaban esas tormentas de nieve, le gustaba sentirse
seguro y caliente en casa junto al fuego. Y si, además, como
ese día, podía hacerlo escuchando a Norah Jones en sus
auriculares, no podía pedir más. Notar cómo la cantante
cantaba solo para él y al oído, mientras observaba el danzar de
las llamas en el fuego de la chimenea, era algo cercano al
paraíso para él.
Aquella casa era su sueño hecho realidad. Estaba perdida
en la montaña, lejos de la civilización y rodeada de naturaleza.
Cuando la compró, la decoró a conciencia con un decorador
que le costó un buen pellizco, aunque no le importó, aquello
formaba parte de su nuevo proyecto de vida. Tampoco se le
ocurría en qué otra cosa podía gastar el dinero de su cuenta
corriente. «¿En coches?», se dijo. Tenía varios y ya habían
dejado de hacerle ilusión. Por el contrario, tener una casa solo
para él y en la que pudiese compartir experiencias con los
montañeros que pasaran por allí, le parecía algo sin igual.
Además, aquella casa también le permitía empezar de cero y
dejar atrás un pasado que le había hecho demasiado daño.
Con la reforma y la cara decoración de toda la casa,
consiguió que el salón, su habitación y las habitaciones para
los huéspedes, e incluso la cocina y los baños, tuviesen un
aspecto moderno pero, a la vez, acogedor.
Al fin había conseguido sentirse en casa, aunque estuviese
lejos de sus padres y, afortunadamente, de su hermano
pequeño, pero eso era algo en lo que prefería no pensar
demasiado a menudo. Aún le dolía recordar lo que le había
hecho Adrien rompiendo su relación para siempre y
destrozando a sus padres y a su familia por completo.

Se sentía como hipnotizado observando el fuego. Aunque el


estómago empezaba a rugirle pidiéndole algo de cenar. Pero
estaba tan bien allí sentado y tan caliente, que le daba una
pereza enorme ir hasta la cocina y ponerse a cocinar. Así que
decidió olvidar el reclamo de su cuerpo concentrándose en el
fuego, pero el hambre no le daba tregua, por lo que no le
quedaba otra alternativa, que levantarse del sofá e ir a la
cocina a prepararse algo para cenar. Tenía la despensa y el
frigorífico llenos, así que imaginaba que encontraría algo que
fuese rápido de preparar y que le apeteciese y poder acallar así
su estómago.
En su camino hacia la cocina le pareció escuchar unos
golpes. Pero como continuaba con la música puesta en los
auriculares, supuso que ese martilleo debía haber sido causado
por la gran tormenta de nieve que estaba cayendo o, quizá, el
viento hubiese movido alguna rama de un árbol cercano y
hubiese golpeado el tejado. Sin embargo, cuando pasó junto a
la puerta de entrada oyó unos gritos. Se retiró los auriculares
alarmado y volvió a escuchar la voz de alguien que pedía
ayuda. Fue rápidamente hacia la puerta de entrada, la abrió y
fue entonces cuando descubrió lo que le pareció una mujer,
que iba tapada hasta los ojos, con los bastones de esquí en una
mano y los esquís en otra.
Capítulo 5

―¡Hola! ¡Buenas noches! ―le dijo la persona que tenía frente


a él descubriéndose parte de la cara y sonriéndole.
―¡Buenas noches! ―le respondió a la vez que descubrió
que ante él tenía a una mujer y, por lo que podía ver, bastante
bonita, y no pudo evitar que una sonrisa se le escapase de los
labios.
―Necesito un teléfono, por favor.
―Pase, pase, no se quede ahí fuera con este frío. ―le dijo
echándose a atrás y abriendo más la puerta de madera maciza.
―Muchas gracias, pensé que no había nadie. ―añadió con
una sonrisa tímida.
―Disculpe, estaba escuchando música con los auriculares
frente al fuego y no había oído nada.
―Pues ya estaba planeando pasar la noche en la puerta con
la esperanza de que cuando llegasen los propietarios me
dejasen pasar. ―Sonrió de nuevo.
―Bueno, por suerte no ha tenido que esperar a la
intemperie ―le respondió Jean sin poder dejar de sonreír. Le
gustaba la idea de tener compañía durante aquella tormenta de
nieve.
―Sí, muchas gracias por dejarme pasar, me estaba
quedando congelada.
―Pase, pase, no se quede junto a la puerta, entre al salón y
póngase junto al fuego. Ahí seguro que entrará en calor
rápidamente.
Marta entró mirando a su alrededor. Aquella sala le pareció
preciosa. Tenía un techo alto de madera a dos aguas con una
enorme chimenea y un gran sofá en piel marrón sobre una
mullida alfombra de colores suaves justo delante del fuego. Al
fondo, junto a la gran cocina abierta había una mesa de madera
maciza con unas sillas que parecían muy cómodas, también
sobre otra alfombra a juego con la que estaba junto a la
chimenea. Detrás de la mesa había unas escaleras, también de
madera, que llevaban al piso superior, donde imaginó que
estarían las habitaciones. Se quedó embobada mirando a su
alrededor mientras empezaba a calentarse las manos frente al
fuego.
La casa que sus padres tenían en Baqueira era grande, pero
ni de lejos le parecía tan bonita como aquella. Además, hacía
tantos años que no había regresado, que ya no recordaba
muchos detalles.
Marta estaba contenta, porque aquella casa que había
encontrado y que le había salvado de pasar una noche a la
intemperie bajo la gran tormenta de nieve era ideal para
olvidarse del mundo. Se imaginaba junto a la chimenea,
mientras contemplaba el fuego y oía caer la nieve, que cada
vez cubría más la parcela que la rodeaba, y se sentía volar
sobre las nubes.
Marta empezó a notar cómo el calor del fuego le calentaba
la cara y las manos. En seguida le apeteció quitarse la
chaqueta, porque iba tan abrigada que empezaba a sudar.
―Disculpe ―la interrumpió Jean―. Si me quiere dar su
chaqueta, la pondré en una silla junto al fuego para que se
seque ―le dijo al ver que Marta se estaba desabrochando el
abrigo.
―Sí, muchas gracias ―le dijo Marta sacándose la última
manga. También aprovechó para sacarse la braga que le cubría
el cuello y el gorro de lana, que no se había quitado desde que
salió del apartamento esa mañana. Se acercó hasta donde
estaba Jean colocando la chaqueta para poner la bufanda y el
gorro en otra silla para secarles los restos de nieve.
Jean miró a Marta cuando se acercaba cargada con todas
las piezas de abrigo que acababa de quitarse y no pudo evitar
quedarse mirando fijamente a aquella mujer. Cuando la había
visto por primera vez hacía unos minutos en la puerta, iba tan
tapada que le había parecido una mujer madura. Sin embargo,
ahora que la veía con un jersey de cuello alto ceñido al cuerpo
y los pantalones de esquí y con la larga melena pelirroja suelta
cayéndole sobre la espalda, había podido comprobar que era
una chica algo más joven que él, con unos enormes ojos verdes
y muy guapa.
Jean apartó la vista rápidamente al darse cuenta de que
Marta le había sorprendido mirándola. No quería que pensara
que era un baboso que acogía a gente en su casa pidiendo algo
a cambio. Siempre era respetuoso con sus huéspedes, y con
Marta no podía ser menos.
―No nos hemos presentado, soy Jean ―dijo dándole la
mano.
―Marta ―le respondió encajándole la mano y dubitativa
de si darle dos besos. Como vio que él mantenía la distancia
con el apretón de manos, prefirió no lanzarse ―. No sé si me
podría prestar su teléfono para hacer una llamada.
―Sí, claro. El problema es que aquí solo tengo teléfono
móvil y puede ser que con esta nevada tan tremenda se haya
caído algún repetidor y estemos unas horas sin teléfono. A
veces he estado incluso días… ―dijo sacando su teléfono del
bolsillo.
―Yo he estado todo el día sin cobertura, quizá con el suyo
tengamos más suerte.
―Bueno, lo primero, mejor si dejamos de tratarnos de
usted, ¿no crees? Creo que ambos somos más o menos de la
misma edad…
―Tienes razón, disculpa. ¿Tienes cobertura? ―insistió
Marta mirando al móvil de Jean.
―Ni una rayita ―contestó con fastidio Jean mirando su
pantalla.
―¿Teléfono fijo no tienes?
―No, solo funciono con móvil. Normalmente hay algo de
cobertura, pero hoy… ―dijo mirando por la ventana viendo
como caía la nieve sin cesar.
―Vaya, pues no sé qué voy a hacer ―dijo Marta
moviéndose por el salón comprobando si aparecía alguna raya
de cobertura en la pantalla de su teléfono. «Aunque tampoco
nadie me va a echar de menos», pensó. Pero eso prefirió no
decírselo a Jean.
―Puedes quedarte aquí.
―¿Podría quedarme? ―A Marta se le encendió la cara de
emoción―. Puedo dormir en el sofá; yo me apaño. Y mañana
por la mañana me marcho, imagino que la tormenta ya habrá
pasado y podré regresar hasta mi apartamento.
―Claro que puedes quedarte, tengo habitaciones para
huéspedes que alquilo a los montañeros que pasan por aquí.
―¡Oh! Pues genial, ¡qué bien! ¡ Te alquilo una habitación!
―dijo Marta entusiasmada y dando palmaditas con ambas
manos―. Me muero por darme un baño caliente.
―Claro, sube al piso de arriba y elige la habitación que
quieras ―dijo Jean mirando hacia las escaleras.
―¿Todas están libres?
―Sí, con este tiempo y en estas fechas, los montañeros no
se atreven a venir por aquí. ―Rio Jean.
―Bueno, algunos locos nos perdemos en la montaña con
lo puesto ―respondió Marta con una sonrisa cómplice.
―Sí, solo algunos… ―respondió devolviéndole la
sonrisa.
―Disculpa si abuso de tu confianza, pero te quería pedir
otro favor… Solo llevo lo puesto, ¿podrías dejarme algo de
ropa? ―le pidió con una sonrisa tímida.
Jean miró a Marta, que medía poco más de metro sesenta,
y pensó que toda su ropa le quedaría enorme, porque él medía
casi dos metros, y no pudo evitar reírse al imaginársela.
―Sí, sí, ya sé lo que estás pensando ―le dijo Marta riendo
también―. Que soy un tapón a tu lado y que todo me irá
grande…
Jean rio con ganas.
―Si me dejas un jersey me lo pondré con las mayas que
llevo debajo de los pantalones de esquí. Será perfecto ―le dijo
con una amplia sonrisa.
―Pues voy a por tu jersey, entonces ―le respondió
dirigiéndose hacia su habitación que estaba en el mismo piso
que el salón.
Capítulo 6

Al final tuvo que acallar el hambre con un vaso de agua,


mientras se esmeraba en preparar algo decente para cenar para
su huésped y para él. Jean se sentía ilusionado de tener a
alguien en casa. Daba por sentado que esos días tan cercanos a
Navidad no pasaría nadie por allí, todos preferirían estar en sus
casas con sus familias o en los hoteles cercanos a las pistas con
sus seres queridos esquiando. Por lo que recibir la inesperada
visita de una esquiadora perdida era una suerte para él. Le
apetecía saber más cosas de ella, le había parecido una chica
muy simpática y, si quería, podrían conversar durante el
tiempo que se quedase en casa. Además, era tan guapa que
solo mirarla ya era un regalo.
Hacía mucho tiempo que no recibía a huéspedes femeninas
solas, siempre acudían a su casa parejas o montañeros
masculinos solos, por lo que tener a una chica sola en su casa
era toda una novedad.

Aquellos días de Navidad, Jean pensaba pasarlos a solas.


Hacía años que ya no los compartía con su familia. Desde lo
ocurrido con Adrien, prefirió no volver a sentarse a la misma
mesa que él, por muy mal que le supiese por sus padres y por
su hermano mayor. Pero la relación con su hermano pequeño
se había roto definitivamente. Jean sentía que solo tenía un
hermano: Henri, el mayor. Adrien había muerto para él.

Mientras Jean preparaba la cena, Marta se daba un baño


caliente en el acogedor baño que tenía en la habitación que
había elegido. Al igual que el resto de la casa, su dormitorio
tenía ese toque cálido pero a la vez moderno.
En su habitación también había chimenea y se moría de ganas
de meterse en la cama y dormirse con el fuego ardiendo de
fondo. Nunca había tenido una habitación con chimenea, así
que pensaba disfrutar de la experiencia tanto como pudiese.
Cuando salió del baño envuelta en un mullido albornoz
corrió hasta delante de la chimenea y al calor del fuego, se
puso de nuevo las mallas que había llevado debajo de los
pantalones. «Esta noche las lavo en el baño y las pongo a secar
aquí junto al fuego y mañana por la mañana estarán secas»,
pensó mientras se las subía. También se puso el jersey de lana
de color blanco que le había dejado Jean. Al ponérselo le
invadió el olor de él, aunque el jersey estaba recién lavado, su
perfume aún se percibía. Al notar la gruesa lana sobre su piel
desnuda, se le puso el vello de punta y supo que se le notarían
los pezones, le avergonzaba que Jean le viera así, pero había
lavado la ropa interior y acababa de ponerla a secar frente al
fuego y no tenía nada más que ponerse. Esa noche iría solo
con las mallas y el jersey de color blanco.
Mientras bajaba las escaleras, percibió el delicioso olor
que le llegaba desde la cocina.
―La cena está lista… ―le dijo Jean mientras la observaba
prendado cómo bajaba las escaleras con el pelo suelto y
húmedo sobre su espalda y su enorme jersey―. Espero que
tengas hambre. ―Miró a Marta desde los fogones.
―Mucha, casi no he comido nada en todo el día. ―le
respondió acercándose a la barra de la cocina.
―Pues a la mesa, que esto ya está listo.
―Genial. ―Le sonrió―. Oye, tienes acento… ¿francés?
―Justo, has acertado ―le respondió sonriente Jean
poniendo la carne sobre el plato―. Jean Saint-Mercier ―le
dijo dándole de nuevo la mano, después de limpiársela en el
trapo de cocina que le colgaba del delantal.
―Marta Ribas ―le respondió encajándosela de nuevo―.
Oye, pues se te nota muy poco el acento, ¿eh?
―Sí, eso dicen… Imagino que los veranos que pasé de
niño en la Costa Brava y todos los años que llevo trabajando
con clientes de aquí me han ayudado mucho.
Jean acabó de servir la cena. Había preparado unos
espárragos a la brasa junto con unos filetes. Como ambos
estaban hambrientos, se sentaron a la mesa con ganas de
acabar con lo que había en los platos.
―¡Oh, está delicioso, Jean!
―Vaya, ¡muchas gracias!
―O eres buen cocinero o yo tenía mucha hambre…
―Bueno, todo lo que sé de cocina he de agradecérselo a
Colette.
―¿Tu madre?
―No, la cocinera de casa de mis padres, que…
―Vaya, teníais cocinera y todo.
―Sí, ella cocinaba para nosotros, pero también para los
trabajadores del viñedo.
―¿Viñedo?
―Sí, mi familia tiene viñedos y bodegas.
―Oh, vino y champán francés, ¡qué buenos!
―Mucho ―respondió con una sonrisa triste.
―Bueno y ¿qué me ibas a contar de Colette? Que te he
interrumpido…
―No, no te preocupes… ―dijo a la vez que hacía un
gesto con la mano para restar importancia―. Colette para mí
es parte de la familia. De pequeño siempre estaba alrededor de
su falda, como si fuera mi madre. Bueno, de hecho, como yo
soy el mediano de tres hermanos y mis padres estaban muy
ocupados con el negocio y con mis hermanos, siempre me
quedaba un poco apartado. Me sentía solo y Colette siempre
tenía un gesto de cariño o un trozo de bizcocho con una taza
de chocolate caliente preparado para mí.
―Qué bueno… ¡Qué suerte tienes de tenerla! En casa de
mis padres, bueno, en casa de cada uno de ellos, porque se
separaron cuando yo tenía seis años, había servicio. En casa de
mi padre siempre ha tenido un par de filipinas, pero, la verdad,
es que nunca eran las mismas, porque las cambiaba cada dos
por tres. Además, acostumbraban a ser chicas jóvenes y
bastante trabajo tenían con mantener en orden la enorme casa
de mi padre, como para emplear su tiempo en cuidarme a mí.
Tuve varias nannys, pero también muy jóvenes y, la verdad, es
que con ninguna de ellas llegué a tener un vínculo especial…
―Vaya, qué lástima…
―Bueno, imagino que quien establecía vínculos era mi
padre, que aún ahora continúa contratando a sus empleadas
jóvenes y guapas para convertirlas en sus amantes…
―¿En serio?
―Y tanto… De hecho, mis padres se separaron porque mi
madre estaba harta de que mi padre tuviese una amante detrás
de otra. Cuando no era su secretaria, era una chica del servicio
o cualquier otra, la condición especial es que tenía que ser
joven y estar de buen ver.
―Vaya con tu padre…
―Sí, es todo un personaje… Aun hoy, que ya tiene sus
años y unos cuantos achaques, sigue igual…
―Todo un donjuán.
―Bueno, yo no diría tanto. ―Marta rio―. Y mi madre no
creas que se queda a atrás…
―¿También es una rompecorazones?
―Nooooooo. ―Volvió a reír―. Nada que ver. Ella con
sus dos bichones malteses enanos y con su grupito de amigas
tan teñidas y operadas como ella es feliz… ―Resopló
levantando las cejas.
―¿Y tus hermanos?
―No, no tengo hermanos. A mis padres, por lo visto, se
les acabó el amor después de tenerme a mí o, quizá, mi padre
cambió de secretaria y…
―Vaya culebrón… ―Jean rio al escuchar a Marta.
―Bueno, ¿y tu familia y sus viñedos también dan para un
culebrón?
Jean arrugó el entrecejo y apretó las mandíbulas con gesto
serio.
―Ups… disculpa, ¿eh? No quería decir nada que te
supiera mal ―se apresuró a añadir al ver el gesto de él.
―No, no te preocupes ―respondió relajando la cara―. Es
algo reciente…
―Aún te duele, ¿verdad?
―Más que dolerme, me revuelve las tripas… ―dijo
tocándose el pelo.
Marta se mordió el labio inferior al darse cuenta de que
había tocado un tema muy delicado para su compañero de
mesa.
―Yo tengo dos hermanos…
―De verdad, no hace falta que me lo cuentes si no te
apetece… Yo te he contado la historia de mi familia porque ha
salido el tema, pero, de verdad, tú no tienes por qué hacerlo…
―No, prefiero contártelo, así empiezo a normalizarlo, ya
es hora de que pase página… ―dijo mirándole a los labios que
Marta volvía a morderse.
―De esos dos hermanos, Adrien, el pequeño, que tiene
ocho años menos que yo…, le pillé acostándose con la que era
mi mujer en mi propia cama ―dijo metiéndose un gran trozo
de filete en la boca.
―¡Qué fuerte! ―respondió con cara de sorpresa.
―Por lo visto no era la primera vez, llevaban un tiempo
acostándose a mis espaldas y yo era tan idiota que no me había
dado cuenta. Pensaba que su complicidad era por la buena
relación que había habido siempre entre ellos. Cuando mi
exmujer conoció a Adrien, él era solo un crío… Y después de
unos años, me engañaron como un bobo… ―explicó
apretando de nuevo la mandíbula.
―Lo siento, debiste pasarlo fatal…
―Sí, muy mal… Después de firmar los papeles de
divorcio, me fui de Francia y me compré esta casa. Desde
entonces vivo aquí. Trabajo desde la distancia con la gestión
de los viñedos y disfruto de la montaña y de la compañía de
los montañeros que pasan por aquí.
―Menudo cambio…
―Sí, lo sé, pero necesitaba salir de allí… No soportaba
compartir mesa con Adrien, no después de lo que vi…
―¿Y no has regresado más?
―Hace algo más de dos años que vivo aquí y no he vuelto,
ni tampoco tengo planes de hacerlo. Además, mis padres y
Henri, mi hermano mayor, han venido a visitarme varias
veces.
―¿Y estas Navidades no las vas a pasar con ellos?
―No, no las he vuelto a pasar con mi familia nunca más.
Prefiero quedarme aquí junto al fuego…
―¿Solo?
―¿Tú vas a pasar las Navidades con tus padres?
―Preguntó mirando por la ventana y viendo como la nieve
seguía cayendo sin tregua y el viento volvía a soplar con
fuerza.
―La verdad es que vine a la nieve con la intención de
pasar aquí las fiestas, al menos, hasta antes de fin de año. Mis
padres tampoco me van a echar en falta. Seguro que mi padre
piensa que estoy con mi madre y viceversa. Así que prefiero
no estar con ninguno de los dos.
―Vaya, tú tampoco lo tienes fácil…
―Y por ahora estoy aquí… En cuanto la tormenta me
permita marchar hasta el apartamento que tengo junto a las
pistas, lo haré y si no tendré que continuar hospedada en esta
bonita casa ―dijo mirando a su alrededor.
―Eres totalmente bienvenida ―dijo limpiándose los
labios con la servilleta que tenía sobre las piernas.
―Dos solitarios navideños haciéndose compañía. ―Marta
rio.
Capítulo 7

A la mañana siguiente, la nieve continuaba cayendo en forma


de espesa cortina. Marta se despertó tarde, el cansancio del día
anterior la había dejado exhausta, y había dormido toda la
noche profundamente. Además, meterse en la cama con el
crepitar de las llamas de la chimenea de fondo hizo que se
durmiera en seguida.
Jean estaba más acostumbrado a los efectos de dormir al
calor de la chimenea, por eso se levantó bastante antes que ella
y preparó el desayuno para cuando su huésped se despertase.
También aprovechó para ir a buscar más leña al garaje y avivar
el fuego del salón, porque el día prometía ser frío y todo
parecía indicar que la tormenta de nieve no les daría tregua.
A Jean le encantaba la sensación de estar aislado del resto
del mundo por la gruesa capa de nieve, que cubría la única
carretera que llegaba hasta la casa. Tenía comida suficiente en
el congelador, en la nevera y en la despensa como para no
necesitar moverse de allí en al menos un mes, así que no le
preocupaba en absoluto que la nieve continuase cayendo.
Además, estaba encantado con su nueva huésped. A pesar de
que estuvieran atrapados por los efectos de la tormenta, se
sentía muy bien. Los recuerdos de la noche anterior aún daban
vueltas en su mente y le hacían sonreír. Le gustaba recordar
cómo ella se reía contando lo torpe que se sentía al haberse
perdido, cómo se retiraba un mechón de pelo rebelde y se lo
ponía detrás de la oreja y el brillo de sus ojos al calor de la
hoguera.
Sin embargo, sabía que le costaría acercarse a Marta,
porque no sabía si ella lo aceptaría ni tampoco si estaba
preparado para otro mal trago en relación con las mujeres. El
engaño de Yvonne y de su hermano, le había dejado tan tocado
que, desde entonces, hacía ya casi tres años, no había vuelto a
estar con ninguna mujer. A pesar de ser un hombre de treinta y
cinco años muy atractivo, no se había atrevido a buscar pareja,
le aterraba que le volvieran a hacer daño. No soportaría otra
traición ni otro abandono.

Mientras contemplaba la nieve caer a través de la ventana y


saboreaba un café solo que se acababa de preparar, oyó pasos
en la escalera. Los peldaños de madera crujían cuando alguien
los pisaba.
―¡Buenos días! Aquí no se puede ser discreta bajando las
escaleras. ―Marta rio desde lo alto.
―¡Buenos días! El frío hace que la madera cruja…
―He visto desde mi ventana que sigue nevando ―dijo
acercándose a él y dándole dos besos de forma natural.
Cuando Jean sintió el roce de los labios sobre su áspera
mejilla y olió el dulce aroma que desprendía su melena, se
quedó parado. No se esperaba que ella le besase para darle los
buenos días, sus huéspedes no solían mostrar un
comportamiento tan cercano con él. Todos habían tenido un
trato mucho más distante y formal, pero Marta… «Marta es
especial», pensó Jean con una media sonrisa en los labios,
mientras la contemplaba cómo miraba la nieve caer a través
del gran ventanal del salón.
―Sí, no ha parado en toda la noche. ―Carraspeó
reponiéndose del contacto con ella.
―Pues parece que vamos a tener que pasar la Navidad
juntos… ―dijo girándose hacia él con los brazos en jarras.
―Eso parece…
―¿Cuál será el menú, señor chef?
―Pues, la verdad, es que ni lo he pensado ―dijo
levantando las cejas―. Por ahora, ¿te va bien un café?
―Me va perfecto. ―Sonrió y le guiñó un ojo.
―Podría preparar lo que siempre cocina Colette para esta
noche, aunque no sé si tendré todos los ingredientes…
―Pues más nos vale, porque no está la cosa como para
acercarse al supermercado. ―Marta rio.
―La carretera está totalmente cubierta, y dudo mucho que
hoy pase el quitanieves, y mañana tampoco ―respondió
divertido al ver la espontaneidad con la que le trataba ella, a
pesar de que eran, prácticamente, unos desconocidos.
―En Navidad se para el mundo.
―Por completo, y como se deben pensar que esta casa
estará vacía…, ¿para qué perder el tiempo limpiando la
carretera?
Mientras desayunaban lo que Jean había preparado antes
de que se despertara Marta, él no podía dejar de observarla y
cada vez la veía más bella. Le gustaban sus movimientos
simpáticos a la par que gráciles y su sonrisa le dejaba
embobado, tenía unos dientes blancos y uniformes tras unos
labios gruesos y rosados.
No quería que Marta se diese cuenta de cómo la miraba,
quizá se sintiese asustada o ve a saber qué, pensaba Jean, por
eso intentaba disimular cuanto podía. Lo último que deseaba
es que se marchase de la casa y menos bajo aquella espesa
tormenta de nieve.
―Vaya, veo que mi jersey te queda un pelín justo
―ironizó Jean al ver lo grande que le quedaba.
―¿Justo? ―Rio poniendo los brazos en cruz y dando una
vuelta sobre ella misma para mostrarle el jersey―. Me queda
como un vestido. Además, las mallas las lavé y las puse a
secar delante de la chimenea y esta mañana ya estaban secas y
calentitas ―dijo sonriente.
―¿Las has lavado a mano? Tengo lavadora y secadora,
¿eh?
―Ups…, no lo pensé. Estoy acostumbrada a ser
autosuficiente… No te creas que yo tengo servicio en mi casa,
aunque mis padres sí. En mi piso de Barcelona vivo sola y yo
hago todo ―contestó levantando una ceja haciéndose la
interesante.
Jean la contemplaba pensando cuánto empezaba a gustarle
Marta, no solo por su belleza, sino por lo sencilla que era.
Aunque odiaba hacerlo, no podía evitar compararla con
Yvonne, quien se había encargado de contratar a las tres
personas de servicio que tenían en casa después de casarse.
Ella solo se ocupaba de cuidar su apariencia, a golpe de bisturí
y de caros tratamientos y productos de belleza, para mostrarse
perfecta ante los demás. A diferencia de la preciosa y sencilla
mujer que tenía delante, su exmujer era muy superficial y
artificial.

A Marta cada vez le gustaba más el contacto cercano con Jean,


no solo por lo atractivo que era, sino porque se mostraba como
un hombre vulnerable. Una persona a la que habían hecho
daño, a quien habían traicionado dos de las personas más
importantes de su vida y había tenido que huir para
reconstruirse a partir de sus escombros. Le parecía un hombre
luchador y con una gran capacidad de resiliencia, algo que le
encantaba. Los hombres con los que ella se había relacionado
durante los últimos años eran personas con un gran concepto
de sí mismos y que pasaban por encima de quien fuese para
conseguir lo que se proponían. Pero por lo que sabía de Jean,
por suerte, él parecía bastante diferente a ese prototipo de
hombre tan familiar para ella y que tanto daño le habían hecho.
Capítulo 8

Cuando acabaron de desayunar, Marta se sentó en el sofá


delante del fuego y contempló con calma lo que la rodeaba.
Frente a ella tenía la chimenea, cubierta de piedra, igual que el
exterior de la casa. A la derecha del sofá, donde estaba
sentada, había una enorme mesa de madera maciza, en la que
habían cenado y desayunado, y al fondo, la cocina abierta al
salón. A su izquierda estaban las escaleras de madera para
subir al piso superior, donde se encontraban las habitaciones
de huéspedes, y bajo las escaleras había una gran estantería.
Jean no tenía televisión, solo esa gran estantería llena de
libros, bajo el hueco de la escalera.
Marta, que era una curiosa empedernida, se levantó del sofá y
se acercó hasta la gran estantería. Leyó cada uno de los títulos
de los libros que alcanzaba a leer desde su altura, girando la
cabeza de lado a lado, para poder descifrar qué ponía en cada
uno de los lomos. La mayoría de los libros que había allí
estaban en francés, y también había algunos en castellano, y
era con ellos con los que Jean pasaba la mayor parte de su
tiempo de ocio.
―¡Qué curiosa es la señorita! ―le dijo Jean al
sorprenderla junto a la estantería.
―No entiendo la mitad de los títulos…
―¿No me digas que no sabes francés? ―dijo Jean desde la
barra de la cocina secándose las manos.
―Ni media palabra… ―Se giró Marta para responderle.
―Pues estamos bien ―dijo Jean haciéndose el indignado.
―Tendré que utilizarte como traductor ―bromeó Marta.
―Me gusta cómo suena eso. ―Le guiñó el ojo.
―Vaya, ¿quieres que te utilice?
―Me dejo completamente ―respondió estirando los
brazos hacia ella.
―Suena bien, suena bien… Veo que eres un gran lector
―dijo Marta cambiando de tema.
―Bueno, desde que vivo aquí leo mucho. En verano
aprovecho los árboles que rodean la casa para poner una
hamaca colgante y ahí me paso las horas leyendo, y ahora en
invierno me encanta hacerlo junto a la chimenea.
―¡Qué afortunado eres! Yo no tengo momentos de ocio ni
en invierno ni en verano. El trabajo me tiene absorbida por
completo… ―dijo con fastidio.
―¿A qué te dedicas?
―Pensaba que te lo había dicho. Soy abogada en el bufete
de mi padre.
―Vaya, tengo ante mí a la hija del jefe ―bromeó.
―Bueno, no te creas que me sirve de mucho, porque creo
que hago más horas que ninguno de los abogados que trabajan
en el bufete. Mi padre me exige mucho, desde pequeña ya era
estricto conmigo, siempre tenía que ser la mejor en todo, si no,
no le parecía suficiente… Pero ya me he hartado. Estoy
cansada de ser siempre la hija perfecta.
―No sabes cómo te entiendo. ―Resopló Jean pensando
en que a él le había pasado lo mismo con su familia.
―Y por eso hace un par de días me harté y le dije que me
iba de vacaciones.
―Así, ¿sin más?
―Sin más. Hice la maleta, cogí el coche y me vine para la
montaña… Y el resto creo que ya lo conoces.
―Y llegaste aquí perdida y congelada de frío.
―Exactamente. ―Marta rio―. Bueno, oye, esto es una
casa de huéspedes, ¿verdad?
―Por supuesto.
―Pues yo todavía no he hecho el check-in, ni la reserva, ni
he pagado nada…
Jean rio ante las palabras de Marta.
―¿Y cuál es el problema?
―Pues que he de pagar…
―Señorita Marta, déjeme decirle algo, y no puede decir
que no…
―A ver, miedo me das.
―Usted va a ser mi invitada. Ya que nos haremos
compañía estas Navidades, este será mi regalo para ti en estas
fiestas ―le dijo mirándole a los ojos.
―No, Jean, esto es un negocio, si vas invitando a todos tus
huéspedes…
―A todos mis huéspedes, no, a ti, porque eres especial
―le dijo Jean tomándola de una mano.
―Muchas gracias, Jean, no solo por invitarme, que me
parece una pasada, si no por decirme que soy especial… No
sabes cuánto tiempo hace que nadie me ha hecho sentir así.
―Y cuando acabó de hablar, Marta se acercó y le abrazó
emocionada.
Al sentir el cuerpo de Marta junto al suyo, se estremeció.
Hacía mucho que no tenía tan cerca el cuerpo de una mujer
que no fuera de su familia. Él le correspondió en el abrazo
acariciando su larga melena mientras tanto.
―Me encanta el aroma de tu pelo ―se le escapó en un
susurro.
Marta le respondió con una sonrisa al separarse de su
abrazo.
―Bueno, ¿y qué vas a preparar para la cena? Porque aquí
te veo muy relajado ―bromeó Marta para desviar la atención
de lo que acababa de decirle Jean.
―Pero si todavía faltan varias horas ―dijo él mirando su
reloj de pulsera.
―La cocina tradicional es lenta. ―Le guiñó el ojo
mientras se dirigía hacia la cocina―. Y digo yo que
cenaremos a la hora francesa, ¿no?
―¿Vas a ser la chef? ―dijo divertido siguiendo los pasos
de Marta.
―Perfecto, yo mando y tú cocinas. ―Rio descarada.
Jean se abalanzó sobre ella haciéndole cosquillas.
―Pero ¡qué cara tienes! ―bromeó él―. ¿Acaso sabes
cocinar?
―Cocina de supervivencia. ―Marta rio de nuevo.
―¿Supervivencia? ¿Cocinas en medio del desierto?
―Cocino lo justo para no morirme de hambre y sobrevivir.
―Le guiñó el ojo mientras buscaba un delantal con la mirada.

Ataviados con los delantales, Jean accedió a empezar a


preparar la cena. Aunque no tenían mucho por hacer, porque
eran solo dos y acostumbrado a las grandes cenas que había
visto preparar a Colette tantas Navidades en su casa, aquello le
parecía un juego de niños. Pero accedió a empezar a prepararlo
con tiempo, así podrían hacerlo tranquilamente. Además, le
apetecía estar con Marta y aquello le pareció la excusa
perfecta.
Empezaron a preparar el segundo plato, que era el más
laborioso y el que les llevaría más tiempo. Jean había elegido
un pato asado, que acompañaría con un puré de castañas y otro
de patata con un toque de manzana. Como ella no sabía cómo
se cocinaba aquella receta, decidió seguir las instrucciones que
le iba dando Jean, mientras bromeaba con todo lo que le decía.
―¿Contigo no se puede trabajar seriamente? ―le dijo él
mientras le miraba de reojo con las manos sucias―. ¡La llamo
al orden, señorita pinche de cocina!
―A sus órdenes, chef ―le respondió poniéndose en
posición de firmes con una sonrisa divertida en los labios.
Cuando acabaron de preparar los purés y dejaron listo el
pato para meterlo al horno, Jean preparó los ingredientes del
bizcocho para el postre.
―Del postre te encargarás tú ―le dijo él tocándole la
punta de la nariz con el dedo índice.
―¡Qué honor, chef! Pues dígame qué he de hacer.
―Lo primero, el bizcocho.
Con más risas, Marta preparó el bizcocho y lo pusieron a
hornear.
―Esto estará enseguida, porque al ser una placa de
bizcocho en apenas unos minutos estará listo ―le explicó él
mientras miraba a través del cristal del horno.
―Pues aprovecharé para sentarme un rato frente al fuego,
que me tiene explotada de tanto trabajar ―bromeó Marta.
―¡Tendrás cara! ―respondió él sin quitar la mirada del
horno.

Cuando el bizcocho estuvo frío, se volvieron a poner manos a


la obra.
―Primero tienes que untarlo con una gruesa capa de
crema de chocolate, después tendremos que enrollarlo para
que tenga forma de cilindro y volveremos a cubrirlo de
chocolate por fuera. ―le explicó muy serio y concentrado.
―¡Qué pecado! ¡Cuánto chocolate! ―dijo Marta mirando
con ojos golosos la tableta de chocolate fondant que tenían a
su lado para preparar el postre.
―Se mira, pero no se toca, ¿eh? ―bromeó él.
Mientras ella untaba la capa de crema de chocolate sobre el
bizcocho, él deshacía al baño María la tableta de chocolate a
fuego muy lento, como le gustaba a él hacer las cosas, como le
había enseñado Colette desde niño.
Marta acabó enseguida de cubrir toda la superficie del
bizcocho y con la ayuda de Jean empezaron a enrollarlo para
que tuviera forma de tronco. Cuando lo tuvieron colocado
sobre una bandeja, Jean le cortó las puntas de forma oblicua y
puso los dos trozos junto al cilindro, intentando imitar dos
ramas cortadas. Entonces ella empezó a repartir el chocolate
por encima del bizcocho, untándolo con una espátula. Cuando
acabó, mientras esperaba a que se enfriase un poco el
chocolate para hacerle unas marcas con un tenedor, que
imitasen la rugosidad de la corteza del tronco, mojó un dedo
en los restos de chocolate que habían quedado y manchó la
punta de la nariz a Jean. Al ver lo que le había hecho Marta y
observar cómo salía corriendo hasta el otro extremo del
comedor, él se mojó los dedos en chocolate y fue en su
búsqueda.
―Esto es para ti ―le dijo desde la barra de la cocina
mostrándole el dedo índice y corazón manchados de chocolate
y fue tras ella.
Al final acabaron los dos con la cara manchada de
chocolate y muertos de risa. Cuando se dieron cuenta volvían a
estar abrazados, cuerpo a cuerpo, pero esta vez tumbados
sobre el sofá. Se miraron fijamente y juntaron las puntas de
sus narices. Jean se quedó embelesado con los bonitos ojos de
Marta, le parecía que mirarla a los ojos paraba el mundo que le
rodeaba.
Fue entonces cuando sin ser capaz de reaccionar, Marta le
dio un breve y dulce beso. Cuando notó el contacto de la boca
de ella sobre la suya, se levantó del sofá como un resorte.
―Se enfriará demasiado el chocolate y no podrás hacer las
marcas de la corteza del tronco ―dijo apresuradamente
colocándose bien el delantal y sin ser capaz de mirar a Marta
que aún estaba tendida sobre el sofá de piel.
Capítulo 9

Empezaron a cenar más tarde de lo que había previsto Jean.


Pero habían merendado crema de chocolate con unas galletas y
no tenían hambre a las seis, que era la hora francesa a la que
pretendía empezar a cenar él.
―El horario francés no está hecho para mí ―le dijo Marta
mirando el reloj y viendo que eran las siete pasadas.
―Ya sabía yo que acabaríamos cenando a la hora que
quisiera usted ―bromeó Jean.
―Bueno y todavía me he de arreglar para la cena.
―¿Arreglar?
―¡Por supuesto!
―Pues que sepas que no tengo ningún vestido mono para
dejarte ―dijo Jean guiñándole un ojo.
Al final, Marta se vistió con un jersey de lana rojo de Jean
y se puso un cinturón de él anudado a la cintura y las mismas
mallas que llevaba.
―Mira, ¿ves? ―le dijo cuando estuvo lista dándose la
vuelta frente a él para que pudiera verla―. Vestida de gala
para la ocasión ―bromeó.
―Vaya, tendré yo que ponerme el esmoquin entonces…
―Con que te cambies esta camiseta manchada de
chocolate, será suficiente.
Jean, que no se había dado cuenta de que iba manchado, se
miró donde Marta le señalaba.
―Ahora vuelvo, no empieces a cenar sin mí, ¿eh? ―le
dijo mientras se dirigía hacia su habitación quitándose la
camiseta mientras tanto.

Se sentaron a la mesa con el primero servido en dos bandejas


de loza blanca. Habían preparado foie con higos y una tabla de
quesos con unas finas tostadas de pan muy crujientes.
―La verdad es que nunca había cenado la noche de
Navidad solo con una persona ―dijo ella al sentarse a la mesa.
―Yo he cenado a solas los dos últimos años, por si te sirve
de consuelo.
―Lo siento.
―No, no, mi soledad es elegida. Yo decidí venir aquí y no
regresar al viñedo… ―dijo Jean con gesto serio.
―Las Navidades en mi casa, bueno en la de mi padre y en
la de mi madre, porque no recuerdo las Navidades cuando aún
estaban juntos, siempre han sido con mucha gente alrededor de
la mesa. Pero no te creas que precisamente eran familiares.
Ninguno de mis padres tiene una familia muy extensa, pero sí
muchos amigos, conocidos y compromisos. A mis padres
siempre les ha gustado quedar bien con la gente y en
Nochebuena hacían unas cenas pantagruélicas e invitaban a
todo el mundo. Por lo visto, así creían que hacían la buena
acción del año y los 364 días restantes podían hacer lo que les
saliese de las narices, sin importarles las consecuencias.
―Jo, Marta, lo siento.
―Bueno, no te creas que me afectaba mucho… Yo cenaba
y me metía en mi habitación. Me ponía a jugar o a escuchar
música cuando era más mayor y me acababa quedando
dormida antes o después ―explicó levantando los hombros.
―Las Navidades en mi casa eran muy diferentes a las
tuyas. En la mía sí que nos juntábamos toda la familia. Tanto
mi padre como mi madre tienen tres hermanos cada uno y con
sus respectivos hijos hacíamos un buen grupo. Como la casa
de mis padres es tan grande nos reuníamos allí y comíamos y
disfrutábamos hasta la hora en que nos íbamos a la cama, a
esperar a que viniese Papá Noel ―le explicaba con una sonrisa
llena de melancolía―. Ahora, en cambio, ya no queda nada de
todo eso. Algunos de mis tíos murieron y mis primos han
hecho cada uno su vida, bueno, la hemos hecho todos, porque
fíjate dónde estoy yo… Viviendo solo en otro país a no sé
cuántos kilómetros de distancia y sin intención de volver en
Navidades ni en ninguna otra fecha…
―Me sabe mal por ti que hayas perdido esa unión con tu
familia…
―Sí, a mí también, pero hay cosas que no se pueden
perdonar ―respondió bajando la mirada y apretando los
puños.
Siguieron con la cena y llegaron al segundo plato. El pato
con los purés de castañas y de patata con manzana les había
quedado delicioso y comieron tanto como hablaron.
―Bueno, yo te he contado que estoy divorciado, pero ¿y
tú? ―le soltó Jean a bocajarro.
Marta se atragantó ante esa pregunta tan directa. Carraspeó
para pasar el bocado de pato que se le había quedado
atragantado, bebió un poco de agua y se limpió los labios antes
de hablar.
―Yo estaba prometida hasta hace algo más de dos años…
―¿Y qué pasó?
―Cuando faltaban unos meses para la boda, me dijo que
no estaba seguro de si me quería…
―Joooooder ―soltó Jean dejando los cubiertos sobre el
plato—. Debiste pasarlo muy mal.
―Fatal, pero bueno… Acabé superándolo, después conocí
a otro chico y, bueno, no acabó de cuajar la cosa, somos
amigos, sin más… ―respondió Marta apartando la mirada y
llevándola hacia la ventana―. Sigue nevando sin parar
―añadió para cambiar de tema.
―Sí, blanca Navidad…, me siento como Frank Sinatra
―bromeó Jean.
Capítulo 10

―Buff…, estoy llenísima ―dijo comiéndose la última


cucharada del trozo de tronco de Navidad que se había
servido.
―Pero si no has comido casi nada ―respondió él
masticando con ganas un bocado de el gran pedazo de tarta
que tenía en su plato.
―Suelo cenar muy poco.
―Pero si no te hace falta guardar la línea, estás qué crujes
―soltó Jean.
―Ay, gracias, me voy a poner colorada ―bromeó Marta.
―Pero, por favor, ¿qué hacemos comiendo el postre sin
champán? ―dijo Jean dejando la cuchara de postre sobre el
plato.
―Oh, ¡socorro! ¡Qué sacrilegio! ―Marta rio.
―No te muevas ni un pelo que ahora mismo regreso
―dijo él levantándose de la silla.
Mientras ella reía en el comedor, Jean corría hacia la
nevera para sacar el champán que llevaba días enfriando para
esa noche. Cuando lo eligió pensó que lo tomaría solo, pero
ahora que sabía que estaba tan bien acompañado puso a enfriar
otra botella más.
El tapón de corcho de la botella saltó por los aires y Marta
aplaudió, mientras Jean se apresuraba en servir el champán en
las dos copas que había traído junto con la botella.
―Chinchín ―dijo Marta levantando su copa y haciéndola
chocar con la de él.
―No bebas, no bebas… Hagamos un brindis primero ―le
interrumpió Jean, cuando ella justo ponía los labios en el borde
de la copa.
―Mmmmm, por… ¡esta blanca Navidad! ―Marta rio
mirando hacia la ventana viendo los copos de nieve que
continuaban cayendo sin cesar.
―Chinchín … ―dijo Jean chocando su copa con la de
ella―. Ahora me toca a mí… A ver, brindemos por… ¡esta
buena compañía!
―Brindemos… ¡por nosotros! ―contestó Marta, y chocó
su copa con la de él.
Mientras bebían se miraban a los ojos, sintiéndose
abrumados por la felicidad que les causaba la compañía de un
extraño en una noche tan familiar como aquella.
―¿Ponemos música? ―preguntó Marta de repente.
―¿Villancicos? Mira que yo solo me los sé en francés…
―Ups…, pues yo solo en castellano…
―Siempre nos quedará Frank Sinatra… ―Jean le guiñó
un ojo mientras buscaba en su teléfono una lista de
reproducción con los villancicos clásicos de Navidad de Frank
Sinatra y otros cantantes.

Cuando empezó a sonar la música por los altavoces del equipo


de música que tenía Jean en el salón, Marta se levantó de la
silla y poniéndose frente a él le dijo:
―¿Me concede este baile?
Jean le tendió la mano sin pensárselo y estuvieron bailando
al son de las canciones de Frank Sinatra, Diana Krall, Michael
Bublé y varios intérpretes más un buen rato entre sorbo y
sorbo a sus copas de champán. Sin darse cuenta, en cada
canción bailaban más abrazados y se miraban más
acaramelados.
Jean contemplaba embelesado los ojos de Marta, que cada
vez le parecían más bonitos y brillantes, y esta le respondía
perdiéndose en los suyos. Ella apoyaba la cabeza sobre el
pecho de él y notaba su corazón latir, agitado. Jean le
acariciaba la espalda y recorría con la mano su larga cabellera.
Ambos se sentían flotar sobre el suelo de madera al son de la
música que les envolvía. Volvieron a mirarse y esta vez Jean
no pudo resistirse y posó sus labios sobre los de Marta.
―Merde, la luz ―renegó de pronto Jean en francés.
Se había ido la luz y se habían quedado prácticamente a
oscuras, solo les alumbraban las llamas que bailaban sobre los
troncos de la chimenea.
―Espera, no te muevas, voy a buscar velas ―le dijo a
Marta.
Jean puso varias velas por todo el comedor, sobre la mesa
donde habían comido, en la barra de la cocina, en una pequeña
mesa que había junto al sofá y al pie de las escaleras.
―Esperemos que venga pronto ―dijo Marta.
―Seguro que es por culpa de la tormenta. Llevamos varios
días con mucha nieve y al final… pasa lo que pasa ―dijo
señalando al techo de donde colgaba una bonita lámpara.
―Pero, bueno, que siga la fiesta, ¿no? ―añadió Marta.
―Será con la música más baja, porque nos hemos quedado
sin el equipo de música…
―Nos tendremos que conformar con el volumen de tu
teléfono.
―Será suficiente ―dijo Jean volviendo a abrazarla y
besándole el pelo.
Marta se agarró a su cuello y siguieron bailando
alumbrados por la tenue luz de las velas y del fuego de la
chimenea. Después de un buen rato de bailar canción tras
canción, se sentaron en la alfombra a observar el fuego
mientras continuaban dando pequeños sorbos de sus copas de
champán con la música aún de fondo.
―¡Qué lujo de Nochebuena! ―susurró Marta mirando la
chimenea con una media sonrisa.
―El lujo es la compañía ―dijo Jean girándose hacia
Marta y besándola como hacía tiempo que no besaba a
ninguna mujer.
Se perdieron entre sus besos, abrazados y al calor del
fuego hasta que se quedaron dormidos acogidos por el cálido
abrazo de la chimenea.

Las primeras luces de la mañana despertaron a Jean, que,


incorporado sobre un brazo, se entretuvo en contemplar el
plácido sueño de Marta. No se cansaba de mirar lo bonita que
era aquella mujer a la que había besado la noche anterior. Le
hubiera gustado llegar más allá, pero sus miedos no se lo
permitieron, renegó para sí apretando los dientes.
Decidió volver a tumbarse al lado de ella y abrazarla para
acunar su sueño. Notarla tan cerca le hacía sentir muy bien,
algo que hacía demasiado que no experimentaba junto al
cuerpo de una mujer, suspiró.

Una hora después, Marta se desperezó entre los brazos de Jean


y al verlo abrazado a ella le sonrió.
―Buenos días, ¡feliz Navidad! ―le susurró dándole un
suave beso en los labios.
―¡Feliz Navidad, preciosa! ―le respondió el
acariciándole la espalda y devolviéndole el beso.
―Sigue nevando ―dijo Marta al mirar por la ventana
desde donde estaba.
―Sí, parece que cae con algo menos de intensidad, pero
aún continúa…
―Las carreteras, imposibles, ¿no?
―Totalmente, y además hoy que es Navidad los
quitanieves seguro que no salen o, al menos, no llegarán hasta
aquí, con lo lejos que estamos de la civilización… Hasta que
no pare esta tormenta… ―le contó él torciendo los labios.
―Tendremos que quedarnos hacinados aquí ―bromeó
Marta poniendo cara de fastidio.
―Totalmente incomunicados ―le respondió con una
media sonrisa pícara y volvió a besarla.
Capítulo 11

Jean y Marta estuvieron la mayor parte del día tumbados frente


al fuego. A ratos en el sofá y otros en la alfombra. Pasaron las
horas contemplándose, besándose, acariciándose y disfrutando
el uno del otro sin importarles lo más mínimo lo que les
rodeaba.
―Me encanta el color verde de tus ojos ―le susurraba
Jean paseando el dedo índice por el contorno de su cara―. ¿Y
este pelo con reflejos pelirrojos?
―Por lo visto una abuela de mi padre era irlandesa…
―Vaya, tengo una irlandesa entre los brazos…
―Y yo un francés. ―Le sonrió y le besó.
―¡Qué suerte poder pasar la Navidad así! ¿Quién me iba a
decir a mí que iba a estar en tan buena compañía?
―Pues anda que a mí…, que pretendía pasarme todos
estos días haciendo esquí de fondo…, y mírame, aquí tumbada
entre los brazos de un chico guapísimo. ―Le guiñó un ojo.
―¿Te gusta el cambio?
―Me encanta ―le respondió con una enorme sonrisa.
Al escuchar estas palabras, Jean no pudo evitar besarla de
nuevo, pero ahora con más intensidad. Después, sus manos
recorrieron el cuerpo de ella hasta llegar a sus nalgas. Cuando
la tuvo bien agarrada, la tumbó sobre él. Notar sobre su cuerpo
el contacto del de ella le excitó mucho. «Hace demasiado
tiempo que no estoy con una mujer», maldijo su suerte.
Marta le sonrió al notar el roce de su abultada entrepierna
y mirándole a los ojos se quitó el jersey de lana rojo que vestía
desde la noche anterior.
―¡Qué bonita eres, Marta! ―le susurró al verla en
sujetador.
―Tengo calor, ¿tú no tienes? ―bromeó ayudándole a
quitarse la camiseta de manga corta que llevaba.
―Mucho, y también veo que te sobran esas mallas…
―Uy, sí, sí… Ahora que lo dices… ―Le guiñó un ojo
mientras se levantó y se quitó las mallas sensualmente sin
dejar de mirarle a los ojos.
Él cada vez estaba más excitado, y ver a Marta en ropa
interior aún le excitaba más.
―Me encantas ― le dijo mientras ella se volvía a tumbar a
su lado. Él continuó acariciando su espalda hasta sus nalgas,
ahora medio desnudas, y volvió a besarle.
Perdieron la noción del tiempo que estuvieron besándose y
acariciándose. Querían conocer cada centímetro de la piel del
otro, tocarla y besarla. Jean desabrochó el sujetador negro de
Marta y besó y lamió sus pezones con avidez, arrancándole
gemidos de placer. Marta acariciaba a la vez la espalda y los
fuertes brazos de Jean. Él bajó sus besos a lo largo del
abdomen de ella y continuó por su monte de Venus hasta
perderse en su centro de placer. Marta no pudo contener un
gemido y abrió las piernas para dejarle espacio para que su
amante pudiera deleitarse y hacerla enloquecer de placer como
instantes después consiguió.
Aún con el corazón desbocado, se incorporó y se sentó
encima de Jean penetrándose con su miembro con ansia. Él se
dejó llevar por el saber hacer de Marta, hacía tanto tiempo que
no estaba con una mujer que solo podía gozar de lo que estaba
viviendo. Sin duda, Marta tenía una habilidad especial para
hacer disfrutar a los hombres y, en especial, a Jean, que creía
enloquecer de placer. Mientras ella cabalgaba sobre él, estalló
de placer de nuevo. Él se quedó extasiado viendo como gemía
por el placer que le provocaba, no pudo evitar acariciar sus
pechos, que temblaban a la vez que ella se movía encima de él.
Cuando Marta expulsó el último gemido de su garganta, salió
de encima de él y se metió su miembro en la boca. En ese
momento, Jean no pudo aguantar más, el placer y la
abstinencia le superaban y acabó vaciándose en la boca de ella,
que lo recibió con una sonrisa.
―Eres increíble, Marta ―le susurró mientras la abrazaba
sobre su pecho.
Ella se incorporó sobre un brazo y le besó dulcemente.
Siguieron acariciándose durante horas, quizá, no les importaba
el tiempo. Lo único que querían era estar uno junto al otro y
darse placer. El resto no les importaba.
Capítulo 12

Tras dos días de darle rienda suelta a su pasión, el veintisiete


de diciembre amaneció con unos tímidos rayos de sol
asomando de entre las nubes.
Marta aún dormía plácidamente entre las sábanas de la cama
de Jean. Cuando él abrió los ojos y vio que la tormenta había
cesado, maldijo, porque eso significaba que Marta no tendría
pretexto para continuar en su casa. Sin querer pensarlo, se
abrazó al cuerpo desnudo de ella para notar su piel tibia y
suave. Aspiró el dulce olor de sus cabellos y se metió bajo el
mullido nórdico de plumas que les tapaba. Deseaba despertar a
Marta de la mejor manera que podía imaginar, quería darle los
buenos días haciéndola estallar de placer.
Cuando Marta se despertó al notar el suave contacto de la
lengua de él entre sus piernas sonrió.
―Cariño, ¡buenos días! ―susurró Marta a su compañero
del que solo veía que era un bulto bajo el nórdico.
Cuando Jean descubrió que ella estaba despierta succionó
con más potencia su clítoris hasta que, unos segundos después,
consiguió que estallara en un poderoso orgasmo. Cuando
acabó, salió de debajo del cobertor con una gran sonrisa y el
pelo alborotado.
―Buenos días, preciosa ―le dijo a media voz dándole un
dulce beso.
―Me encanta que me des los buenos días así ―le
respondió mientras se desperezaba estirándose de brazos, para
luego girarse hacia él y abrazarle. ―¡Oh, ha salido el sol!
―exclamó Marta al mirar por la ventana mientras abrazaba a
Jean.
―Sí, parece que ha parado de nevar ―dijo Jean con tono
triste.
―Vaya, no veo que te alegres mucho… ―añadió Marta
levantándose de la cama en dirección a la ventana.
―No demasiado ―dijo bajando la vista.
―Así podremos salir de estas cuatro paredes…
―Ya, pero ya no tendrás pretexto para quedarte conmigo.
―¿Necesito una excusa para quedarme?
―No, solo que quieras.
―No tengo ninguna intención de irme, al menos, no por
unos días. ―Se giró desde la ventana y miró a Jean, que
continuaba entre las sábanas.
Jean no pudo contenerse. Se levantó con prisa y fue hasta
donde estaba ella y la tomó entre sus brazos. Con ella abrazada
a su cuello, la levantó del suelo. Marta enrolló las piernas
alrededor de la cintura de él y Jean empezó a girar sobre sus
pies y ambos empezaron a reír.
Cuando todo le daba vueltas, volvió hacia la cama con
Marta aún encima y se tumbaron los dos mirando al techo
intentando recuperar el resuello.
―Pues ahora que no nieva, me tendrás que enseñar los
alrededores de la casa, ¿no? ―le dijo ella mirándole de reojo.
―Me encantaría, pero con una condición ―le dijo
levantando el dedo índice de la mano derecha.
―Uy, mal vamos ―bromeó Marta―. A ver, dime qué voy
a tener que hacer…
―Quédate, al menos, hasta fin de año. Nada me gustaría
más que recibir el año nuevo contigo.
―Hecho ―respondió Marta inmediatamente
incorporándose y dándole la mano derecha a Jean con gesto
serio.
Jean no pudo reprimir una carcajada al ver la
espontaneidad de su compañera de cama.

La noche de fin de año fue Marta la que se ofreció a preparar


la cena.
―Hoy me harás tú de pinche y deberás estar a mis órdenes
―le dijo a Jean intentando ponerse seria, mientras él no
paraba de intentar darle besos por el cuello y en la boca
mientras ella hablaba.
―A sus órdenes, mi chef. Haré lo que usted me mande.
―Por lo pronto, póngase a pelar esas patatas ―le dijo
señalando las cuatro que había dejado sobre la encimera de la
cocina―. Y después siga con esas cebollas.
―¿Con qué delicioso plato nos va a sorprender esta
noche? ―siguió bromeando él mientras se anudaba el delantal.
―Tortilla de patata, ¡alta cocina! ―Marta rio.
―Me encanta la tortilla.
―Pues te informo de que es uno de mis platos estrella y
que me sale para chuparse los dedos. ―Le guiñó un ojo,
mientras miraba cruzada de brazos cómo él pelaba las patatas.
―Pero tendrás morro… ¿No piensas hacer nada?
―bromeó él que ya había empezado a pelar las patatas.
―Controlo como hace su faena, así que no se distraiga.
―Se acercó hasta él y le dio una palmada en la nalga con
gesto serio en su camino hasta el taco de cuchillos―. Va,
venga, ya te ayudo y así te enseño cómo se hace…
Entre risas acabaron preparando entre los dos una jugosa y
esponjosa tortilla de patatas con cebolla, que acompañaron con
unos cuantos embutidos ibéricos y pan que tostaron y untaron
con tomate.
―¡Cena de alta cocina! ―bromeó ella.
―De alta cocina o no, me encanta ―le respondió
metiéndose un gran trozo de tortilla de patata en la boca.
―La verdad es que a veces los platos más sencillos son los
más deliciosos…

Poco antes de que dieran las doce, Jean abrió una botella de
champán gran reserva Saint-Mercier, una edición limitada que
hicieron en los viñedos de la familia de Jean unos años atrás.
―Está delicioso ―dijo Marta al beber el primer sorbo―.
Y tiene pinta de carísimo.
―La ocasión lo merece. ―Sonrió a su compañera.
Justo cuando ambos volvían a dar un trago de sus copas
vieron que faltaban apenas unos segundos para que fuesen las
doce de la noche.
Marta quería celebrar la entrada del año nuevo con la
tradición de las doce campanadas. Pero como no tenían ni
televisión ni uvas, decidieron que, por cada campanada, en
lugar de comer un grano de uva, se darían un beso para dar la
bienvenida al nuevo año. Y así lo hicieron.
―¡Feliz año nuevo, preciosa! ―le susurró Jean cuando le
dio el beso número doce.
―¡Feliz año! ―le respondió dándole otro beso y
levantando la copa de champán para hacer un brindis.
―¡Por nosotros!
―¡Y por esta maravillosa blanca Navidad! ―añadió Marta
riendo. Y chocaron sus copas y dieron otro trago del
burbujeante y delicioso líquido.
Capítulo 13

Los días hasta año nuevo transcurrieron demasiado rápido para


Jean y Marta. A pesar de que el tiempo había mejorado
bastante, cada día continuaba nevando durante varias horas.
Aunque después, cuando despuntaba el sol de forma tímida
podían salir de la casa y pasear por la nieve, pero sin alejarse
demasiado, por miedo a que les sorprendiese una nueva
nevada lejos.
Los quitanieves habían pasado por la carretera que llevaba
hasta la casa, según pudieron comprobar en uno de sus paseos.
Así que todo parecía indicar que había llegado el momento de
que Marta se marchara.
―Ya no tengo más excusas para quedarme. ―Marta miró
a Jean con el gesto triste mientras este le abrazaba.
―Sabes que no necesitas ninguna excusa para quedarte…
―Lo sé, pero debo regresar al apartamento que alquilé y
dar señales de vida, quizá crean que he sido devorada por el
monstruo de las nieves o algo así. ―Rio.
―Te entiendo… ―le respondió con una sonrisa triste.
―Además, aunque no quiero, en algún momento he de
regresar a la civilización y a mi despacho. Mi padre debe estar
hecho un basilisco después de tantos días sin aparecer por el
bufete.
―Bueno, tampoco se acaba el mundo…
―Ya, pero mi padre no ve más allá de las cuatro paredes
del despacho, su mundo ―respondió con cara de fastidio.
Mientras Marta se ponía la ropa de esquí con la que llegó a la
casa y cogía sus esquís, Jean sacaba su flamante Range Rover
de color negro del garaje de la casa.
De regreso al apartamento que había alquilado Marta, ambos
iban en silencio. Sabían que les quedaba poco tiempo de estar
juntos y todo lo que se les ocurría para decirse les parecía una
tontería. Los «ya nos veremos», «me llamas cuando llegues»,
«nos vemos el fin de semana» les sabían a poco, les resultaban
frases vacías para lo que ya se echaban de menos sin ni
siquiera haberse separado.
Jean la observaba de reojo mientras conducía, y no podía
dejar de pensar en cómo disfrutaba en su compañía y cómo le
gustaba, pero sobre todo en cómo la iba a extrañar. Sin darse
cuenta, Jean se había enamorado de Marta, quien había llegado
a su vida por una carambola del destino. Ahora no sabía qué
hacer con todos aquellos sentimientos que se había encontrado
de forma tan inesperada.
Marta, desde su asiento, observaba cómo Jean apretaba las
mandíbulas y las manos alrededor del volante. Le notaba
nervioso. Estaba convencida de que llevarla hasta el
apartamento y despedirse era lo último que le apetecía,
exactamente cómo le sucedía a ella.
Durante aquellos diez días que habían pasado juntos,
Marta había vuelto a recuperar la ilusión por estar junto a un
hombre, por enamorarse y por volver a vivir la intensidad del
amor.
Mientras estaba perdida en esos pensamientos, escuchó
cómo su teléfono, que había vuelto a encender después de esos
diez días, empezó a emitir pitidos avisándole de las muchas
notificaciones de WhatsApp y correos que había recibido. La
mayoría de wasaps eran de su padre exigiéndole que regresara
al despacho. Marta no pudo contener las lágrimas al
comprobar que para su padre parecía que no fuese más que
una simple trabajadora del bufete a la que explotar. Prefirió
apagar el móvil de nuevo. No le apetecía seguir mirando el
resto de los mensajes, no al menos hasta que llegase a
Barcelona y estuviese irremediablemente lejos de él.
Jean le parecía el hombre perfecto con el que compartir su
día a día, pero, por lo visto, la vida no se lo permitía. Vivían
lejos y ella debía regresar a casa y a cumplir con sus deberes.
Desde hacía años, todo eran obligaciones en su vida. Estaba
harta.
Capítulo 14

Jean aparcó el Jeep cerca de la puerta de entrada al


apartamento de Marta. Bajó del coche y la acompañó al piso.
―No nos hemos despedido y ya te echo de menos ―le
dijo Marta rodeando con sus brazos la cintura de él mientras
subían en el ascensor. Jean le respondió abrazándole y
besándole en el pelo.
―Yo también te echaré de menos… mucho ―susurró él
con un nudo en la garganta.
Que Marta se marchara significaba para Jean regresar a su
soledad, a la compañía vacía de los huéspedes que pasaban por
su casa de manera invisible, hasta que eran reemplazados por
otros. Jean ya estaba cansado de su soledad, elegida pero
pesada como una gruesa losa de cemento.

Marta recogió sus cosas enseguida, porque prácticamente no


había sacado nada de la maleta cuando llegó al apartamento.
La noche en que llegó, estaba desesperada por pisar la nieve y
no pensó en nada más. Pensó que esa decisión le había llevado
a un destino inesperado que, sentía que había cambiado su
vida para siempre. Se había cruzado en la vida de Jean y a ella
le había transformado la suya de arriba abajo, la había
sacudido y puesto del revés. Pero sentía que no podía hacer
nada para evitar regresar de nuevo a la realidad, a su particular
cárcel.
Salieron del apartamento con el equipaje de Marta caminando
muy despacio, ninguno de los dos quería llegar al coche de
Marta y despedirse. No se atrevían a decirse adiós.
Jean guardó las bolsas en el maletero del BMW y volvió hasta
la puerta del conductor donde le esperaba ella. Se abrazaron
con ganas, entrelazando sus cuerpos como si fueran uno solo.
Se besaron con pasión y se miraron a los ojos fijamente, con
profundidad, diciéndose sin palabras cuánto se extrañaban sin
haberse separado.

Marta arrancó el coche y se puso el cinturón. Miró por el


retrovisor y vio como Jean entraba en el Range Rover,
cabizbajo. Suspiró y pisó el acelerador. Ya no había vuelta
atrás. Ambos iban en direcciones opuestas: Marta hacia
Barcelona y Jean hacia su casa, lejos de ella.
Según avanzaba por la carretera de curvas que descendía
desde las pistas hasta la autopista, Marta no podía dejar de
llorar. Sentía una piedra en medio del pecho que no le dejaba
apenas respirar y no podía contener las lágrimas que le caían
desde los ojos hasta llegar a la barbilla.
Jean apretaba el volante con fuerza, maldiciendo en
francés. Sentía que estaba cometiendo el gran error de su vida
al dejarla marchar sin luchar por evitarlo.
Justo en ese momento, pisó el freno y giró el volante para
tomar el sentido contrario de la carretera por la que iba. Pisó a
fondo el acelerador haciendo que el Range Rover se deslizara
sobre las curvas serpenteantes, avanzando a los coches con los
que se encontraba en su camino. Después de un rato, de
acelerones y frenazos rodeado de nieve, vio el coche de Marta
a lo lejos. Cuando logró alcanzarla le hizo luces para que
parase en el estrecho arcén cubierto de nieve.
Marta, al ver el coche de Jean por el retrovisor, se limpió
las lágrimas con la manga de su jersey y paró el coche.
Jean bajó de su todoterreno y corrió hacia el de Marta.
Cuando la vio de pie, frente a él, la abrazó y la levantó en el
aire. Hacía mucho viento y el pelo de Marta volaba alborotado
alrededor de sus cabezas, enredándose entre los dedos de Jean.
―Quédate ―le susurró Jean mirándole a los ojos después
de besarla con ansia―. No te vayas, no soporto la idea de
imaginarme sin ti.
―Nada me haría más feliz ―le contestó Marta sin poder
contener las lágrimas y volviendo a besarla.
Los pitidos de los coches que pasaban a su lado por la
estrecha carretera en la que estaban parados les alertaron. Así
que decidieron subir de nuevo a sus coches y regresar a la casa
de Jean.
―Te sigo ―le dijo Marta guiñándole el ojo antes de
montarse en su coche.
Capítulo 15

―Este invierno pienso disfrutar de la nieve como hace un


montón de años que no hacía ―le dijo Marta calzándose las
botas de esquí a los pies de la pista.
―¡Cómo me gusta escucharte decir eso! Son buenas
noticias para mí ―le contestó Jean mientras se ajustaba las
suyas y daba un beso a Marta en la punta de la nariz.
―No sé si aguantarás mi ritmo… ―bromeó poniéndose
los esquís.
―¿Qué apostamos?
―Si me pillas te lo digo ―gritó Marta alejándose de Jean
en dirección al telesilla.

Marta pasó todo el invierno esquiando en las pistas cercanas a


la casa de Jean. Por el momento, podía vivir de los ahorros que
tenía sin necesidad de regresar al despacho de su padre,
aunque este ya le había amenazado con que, si no regresaba,
no recuperaría su puesto. Sin embargo, a Marta poco le
importaban las amenazas de su padre: conociéndole, sabía que
no las cumpliría, y si lo hacía, tampoco le importaba
demasiado.
Por el momento, solo deseaba disfrutar de la nieve en
invierno y de la montaña cuando llegase el buen tiempo, y
siempre de la mano de Jean. Siempre junto a él.
***

Antes de cerrar este libro, por favor, si me dejas tu opinión en


Amazon, Goodreads o tus redes sociales, me ayudas a que
pueda seguir publicando.
¡Muchas gracias!
Sarah Valentine
Tengo un regalo para ti

Si te ha gustado esta historia, te animo a que


descubras mi siguiente historia: Mi duque
de las Highlands.

Aquí te dejo las primeras páginas:


Mi duque de las Highlands
Capítulo 1
Marina
Tengo la sensación de que la vida me da la espalda cada vez
que me empiezan a ir las cosas bien. Cuando parecía que me
había recuperado del golpe que me supuso la muerte de mi
madre y comenzaba a acostumbrarme a vivir sola en el piso
donde me crié, otro revés me ha dejado de nuevo fuera de
juego y sin venir a cuento.
Esta mañana me han llamado de recursos humanos de mi
empresa para decirme que este viernes, es decir, pasado
mañana, es mi último día. Supongo que trabajar en una cadena
de ropa multinacional nos convierte a sus empleados en un
número que, cuando no interesamos, nos dan una patada y nos
dejan de patitas en la calle. Sin embargo, la chica que me ha
dicho que tenía las horas contadas en la tienda, también me ha
comentado, con un tono que pretendía ser demasiado amable,
que solo era un despido temporal y con finiquito. Además, ha
insistido que, con toda probabilidad, en breve volverán a
ponerse en contacto conmigo para ofrecerme un nuevo puesto.
Por lo visto, quieren abrir una macro tienda en pleno centro y
por eso cierran varias de las pequeñas como la mía. Pero como
está tan de moda que ahora las grandes cadenas tengan las flag
ships en el centro de Barcelona, para abaratar costes, cierran el
resto no tan bien ubicadas.
Así que desde hace un rato me he enterado de que me he
quedado sin trabajo para los próximos meses. La verdad es que
dejar de trabajar como dependienta no me supone ningún
trauma, al contrario, porque estoy bastante cansada de hacer
siempre lo mismo, pero eso no quita que gracias a ese trabajo
disponía de un sueldo que me permitía sobrevivir.
—Marina, ¿te han llamado de recursos humanos? —me dice
Anabel, una amiga y compañera de la tienda justo cuando
salimos de trabajar.
—Sí, ¿a ti también te han dicho lo de que en unos meses
abrirán la flag ship? —le pregunto subiéndome la cremallera
del anorak al sentir el viento frío en la cara cuando salimos a la
calle.
—También, ¿te han dado finiquito? —quiere saber mientras se
enciende un cigarrillo.
—Sí, bueno, me lo darán porque no me lo han ingresado
todavía…
—Claro, lo harán con la parte proporcional de la nómina de
este mes.
—Suerte que nos arreglan los papeles del paro —bufo y me
meto la mano en los bolsillos del anorak.
—Pues sí y ¿sabes lo que tendríamos que hacer? —me sonríe
después de soltar el humo entre sus dientes.
—¿El qué? Miedo me das —respondo divertida negando con
la cabeza.
—Gastarnos la pasta del finiquito en un viaje —me dice con
una sonrisa radiante y yo no puedo evitar reírme al ver su
expresión.
—Ya sabía yo que alguna locura me ibas a proponer —
contesto mientras me río.
—¿Locura? Pero a ver, tía, ¿desde cuándo no te has ido de
vacaciones? —me pregunta y se para delante de mí para que
no continúe caminando.
—Pues —digo pensativa entrecerrando los ojos.
—Desde antes de que tu madre se pusiera enferma, seguro.
—Sí…
—Y de eso hace por lo menos tres años —añade levantando
una ceja.
—Por lo menos…
—No se hable más ¡Nos vamos de vacaciones! —exclama
alzando los brazos y yo no puedo evitar volver a reírme.
—¿Con este frío?
—¿Y eso qué más da?
—Pero ¿dónde quieres ir? —le pregunto arrugando el
entrecejo.
—Al caribe no, que no nos da para tanto la pasta —se
carcajea.
—¿Entonces?
—A ver, Marinita, ¿dónde habíamos dicho siempre que nos
encantaría ir?
—¿A Escocia?
—¡Claro! ¡Tenemos que ver los escenarios de Outlander!
—Hace tanto tiempo que lo decimos que ya me había hasta
acostumbrado a que solo fuera un sueño.
—Pues dejemos de soñar y vayámonos a Escocia, ¿vale?
—Vale —respondo sin pensármelo demasiado y me abrazo a
Anabel mientras no dejo de dar saltos de emoción.
—¡Jamie Fraser vamos a por ti! —grita Anabel y yo no puedo
evitar volver a reírme ante su ocurrencia.

Capítulo 2
Marina
Anabel es muy buena chica, pero siempre ha sido muy dada a
cambiar de idea de la noche a la mañana, por lo que cuando
me dijo de irnos a Escocia no la creí demasiado. La conozco y
sé que hoy dice blanco y mañana puede cambiar a negro, a
rojo o a cualquier otro color. Nos conocemos desde que
íbamos al colegio y sé que ella es así y no me sorprenden sus
cambios de opinión repentinos. Por eso, pensé que Anabel
decía por decir lo de irnos de viaje, pero cuando me insistió al
día siguiente, que al acabar nuestro turno en la tienda,
quedásemos para mirar ofertas por internet. Me pareció una
locura, porque nos despedían, nos mandaban al paro y a
nosotras no se nos ocurría nada mejor que hacer que planear el
viaje que siempre habíamos soñado.
Así que, al salir de trabajar, nos sentamos en una cafetería
a unas calles de donde está la tienda y empezamos a buscar. En
apenas una hora compramos dos plazas para un viaje
organizado para unos días después de nuestro despido. Me
sorprende bastante la rapidez con la que está yendo todo, pero
por una vez en mi vida no me importa. Estoy dispuesta a
hacerme este regalo que llevo tanto tiempo deseando y que de
no ser por este contratiempo laboral, nunca me habría decidido
a convertirlo en realidad.

Son las doce de la noche y aún estoy acabando de preparar la


maleta. Nuestro vuelo sale a Edimburgo a las ocho de la
mañana y me muero de ganas de acabar de hacer mi equipaje e
irme a dormir.
Anabel supongo que hace rato que debe estar en la cama,
porque le he mandado varios mensajes y no me ha respondido,
así que ya me contestará mañana cuando se despierte. Hemos
quedado a las seis en el aeropuerto en la cola de facturación,
así que antes de esa hora seguro que tengo noticias de ella.

Son las siete y media de la mañana, he facturado mi maleta y


continúo sin poder contactar con Anabel. Le he llamado no sé
cuántas veces, porque los mensajes tampoco los responde.
Estoy preocupada y no sé qué hacer. No sé si le ha pasado
algo, si se ha dormido, si ha perdido el teléfono o cualquier
otra cosa mucho peor.
Mientras espero frente a la puerta de embarque, decido
llamar a sus padres, seguro que ellos deben saber algo, así que
empiezo a buscar en la agenda el teléfono de Rosa, su madre.
Un instante antes de que pulse el botón de llamada, suena mi
teléfono, es Anabel. Suspiro, aliviada.
—Tía, perdona —escucho al otro lado del teléfono a Anabel
con la voz somnolienta.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, no te preocupes.
—¿Dónde estás? Nuestro avión sale en menos de media hora.
—En casa.
—¿Cómo que estás en casa?
—Sí, tía, es que…
—¿Qué ha pasado?
—Pues que me encontré a Jorge y…
—¿A Jorge? ¿Qué Jorge? ¿Tu Jorge? —pregunto alzando las
cejas sorprendida de que Anabel se digne a mirar a la cara a
Jorge, su ex, quien le puso los cuernos con varias durante los
tres años que duró su relación y del que no había vuelto a
saber nada más desde hace no sé cuánto.
—Sí, mi Jorge y, tía, me pidió perdón y…
—Anabel, imagino que lo mandarías a la mierda, ¿no?
—Me pidió perdón de verdad y me dijo que estaba muy
arrepentido.
—Bueno, eso te lo ha dicho unas cuantas veces —bufo
incrédula ante su ingenuidad.
—Ya, pero ahora es diferente.
—¿Diferente? ¿Por qué?
—Pues…
—¿Te lo dijo haciendo el pino? Va, tía, que lo conocemos de
sobra —digo caminando de un lado a otro frente a los
ventanales que tengo frente a mí, mientras observo como
despega un avión tras otro.
—No te lo tomes a cachondeo, porque hemos vuelto y nos
vamos a vivir juntos —me dice aún con la voz somnolienta,
aunque detecto que está sonriendo mientras me habla.
—No me puedo creer que confíes aún en él.
—Tía, ya sabes que nunca he dejado de estar enamorada de
él…
—Algo que aún me cuesta más de creer.
—El amor es así —me dice con una risita.
—Sí, supongo que sí —contesto negando con la cabeza.
—Y por eso te he llamado —resopla.
—¿Por qué el amor es así? —pregunto con sarcasmo.
—No, porque hoy me mudo a su casa.
—Pero si nos vamos a Escocia, ya te mudarás cuando
regresemos, ¿no?
—No, tía, quiere que me vaya hoy mismo. Y yo me muero de
ganas de estar con él y de retomar lo nuestro cuanto antes y en
el punto en el que lo dejamos.
—¿Vas a perder el vuelo y la pasta que has pagado?
—Contraté un seguro, pediré que me devuelvan el dinero.
—Pues no sé yo si entre las condiciones del contrato figurará
que no te vas de viaje porque el amor es así, ¿eh?
—No te enfades, tía —me ruega.
—Hombre, acabas de dejarme plantada, Anabel.
—Lo siento, tía.
—Más lo siento yo que me voy a tener que ir sola de viaje.
—Ah, ¿pero vas a ir?
—Claro, acaban de anunciar el vuelo, he facturado mi maleta y
tengo pagado el viaje y yo no cogí seguro, ¿lo recuerdas?
—Sí —dice poniendo su vocecita de niña buena que me
conozco de sobras.
—Pues nada, te dejo. Me voy a Escocia, a hacer nuestro viaje
en solitario.
—Te lo pasarás genial, tía.
—Seguro que sí. Mientras, tú disfruta de que el amor es así —
le digo con sarcasmo y le cuelgo poco después, sin esperar a
que me responda.
En este momento me siento más que enfadada. Conozco de
sobra a Anabel, pero que me deje plantada justo en este
momento, cuando poca opción me queda que subirme al avión,
me da rabia, mucha rabia.
Respiro hondo para calmarme. No tengo demasiadas
alternativas, así que más me vale que me relaje y que me
predisponga a disfrutar de los días que tengo por delante.
Nunca he viajado sola y hacerlo sin haberlo previsto me da
algo de vértigo, la verdad. Aunque tengo claro que nada pasa
por casualidad y si tengo que ir a Escocia, aunque sea sola,
voy a ir. Además, pienso disfrutar tanto como pueda cada
minuto de este viaje. Si Anabel prefiere quedarse aquí por un
hombre que le ha demostrado varias veces que le importa
menos que nada, ella sabrá. Yo pienso disfrutar de mis días en
las Highlands, aunque sea a solas, tengo la corazonada de que
este viaje me va a cambiar, no sé cómo ni por qué, pero estoy
convencida de que va a suponer un punto de inflexión en mi
vida.

Puedes seguir leyendo aquí.


Nota de la autora

Querid@ lector@,

Si has llegado hasta aquí, déjame darte las


gracias por haberlo hecho. Deseo que hayas
disfrutado estas historias y los hayas amado
tanto como yo mientras las creaba.
Si te gustan mis historias, te animo a que le
des una oportunidad a mis otras novelas
publicadas. Mientras, yo continúo
trabajando para que dentro de muy poquito
puedas seguir leyendo mis nuevas historias.
Hasta pronto y feliz lectura,
Sarah Valentine
Sobre la autora

Sarah Valentine es una escritora de novela


romántica de Barcelona, enamorada del
amor, los libros, el mar y la escritura.
Escribe desde hace años, aunque hace
relativamente poco dio el paso para que
vieran la luz sus novelas románticas.
Hasta ahora, tiene publicadas Sweet Coffee
(Serie Sweet Coffe 1), Scottish Coffee (Serie
Sweet Coffee 2), Un escocés en mi destino,
El destino de Julieta y El misterio del
conde, El enigma del conde, El secreto del
conde y con El dilema del conde pone punto
y final a la Serie Condes escoceses.

Si quieres, puedes contactar con ella a


través de sus redes sociales:
Instagram: @sarahvalentine_escritora
Facebook: Sarah Valentine
Encuentra aquí otras novelas
de la autora
https://www.amazon.com/~/e/B09S6473S5

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