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Hornblower en Las Indias Occidentales

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Hornblower

en las Indias Occidentales nos traslada a los años 1821-1823, un


breve respiro en las guerras napoleónicas. Sin embargo, Horatio Hornblower
no va a tener unos últimos años de servicio tan tranquilos como cabría
esperar, sino que, nombrado comandante en jefe de las Indias Occidentales,
con base en Jamaica, tendrá que hacer frente a una disputa con un barco
estadounidense que puede romper la aún frágil paz, perseguir un bajel pirata,
descubrir a un esclavista, intentar mantener la neutralidad ante las rápidas
acciones de Simón Bolivar…, y, por si fuera poco, sobrevivir a uno de los
temporales más devastadores que se recuerdan en el Caribe.
Un perfecto colofón a las fascinantes aventuras de Hornblower.

ebookelo.com - Página 2
C. S. Forester

Hornblower en las Indias


Occidentales
Hornblower - 11

ePub r1.1
Titivillus 12.01.2016

ebookelo.com - Página 3
Título original: Hornblower in the West Indies
C. S. Forester, 1958
Traducción: Ana Herrera Ferrer
Ilustración de cubierta: Salem Harbour de Roy Cross

Editor digital: Titivillus


Digitalización: lugafe
Corrección de erratas: Raul321
ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
CAPÍTULO 1

SANTA ISABEL DE HUNGRÍA

El contraalmirante lord Hornblower, a pesar de su orgulloso nombramiento


como comandante en jefe de las naves de su majestad en las Indias
Occidentales, realizó su visita a Nueva Orleans en la goleta Crab, que sólo llevaba
dos cañones de seis libras y una tripulación de unos dieciséis hombres, sin contar a
los supernumerarios.
El cónsul general de su majestad británica en Nueva Orleans, el señor Cloudesley
Sharpe, señaló este hecho.
—No esperaba ver a vuestra señoría en una embarcación tan diminuta —dijo,
mirando a su alrededor. Había bajado en un carruaje hasta el muelle donde se
encontraba anclada la Crab, y enviado a sus lacayos de librea a la pasarela para que le
anunciaran, así que no le había gustado demasiado ser recibido por el pitido de los
dos únicos segundos contramaestres que la Crab podía permitirse y encontrarse con
que en el alcázar, para recibirle, junto al almirante y su teniente de bandera, se
encontraba sólo un simple teniente al mando.
—Exigencias del servicio, señor —explicó Hornblower—. Pero si me hace el
honor de acompañarme abajo, puedo ofrecerle toda la hospitalidad que me permite
este buque insignia que tengo temporalmente.
El señor Sharpe (seguramente nunca hubo un nombre que cuadrase tan mal a la
figura de su poseedor, porque era un hombre gordo, una montaña de carne hinchada)
se introdujo como pudo entre una silla y la mesa en la agradable y diminuta cabina, y
contestó al ofrecimiento de Hornblower de tomar el desayuno asegurando que ya
había roto su ayuno. Obviamente, abrigaba grandes dudas acerca de la calidad del
refrigerio que se pudiera servir en aquel barquito. Gerard, el teniente de bandera, se
quedó discretamente en un rincón de la cabina, con el cuaderno y el lápiz en las
rodillas, mientras Hornblower iniciaba la conversación.
—La Phoebe fue destruida por un rayo junto al cabo Morant —dijo Hornblower
—. Ése era el buque en el que planeaba venir. La Clorinda ya estaba en el astillero,
en reparaciones. Y la Roebuck en Curaçao, vigilando a los holandeses… hay un
comercio de armas bastante intenso con Venezuela, ahora mismo.
—Lo sé muy bien —afirmó Sharpe.
—Ésas son mis tres fragatas —dijo Hornblower—. Una vez todo dispuesto, he
creído que sería mejor venir en esta goleta que no venir.
—¡Cómo tienen que vérselas los poderosos! —fue el comentario del señor Sharpe

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—. Vuestra señoría, nada menos que un comandante en jefe, con no más de tres
fragatas y media docena de balandros y goletas.
—Catorce balandros y goletas, señor —corrigió Hornblower—. Son unas
embarcaciones muy adecuadas para la misión que debo llevar a cabo.
—Sin duda, milord —exclamó Sharpe—. Pero recuerdo los días en que el
comandante en jefe de las Indias Occidentales disponía de un escuadrón de buques de
línea.
—Aquello era en tiempos de guerra, señor —apuntó Hornblower, recordando los
comentarios verbales del primer lord del Almirantazgo en la entrevista que
mantuvieron cuando le ofreció su mando—. La Cámara de los Comunes antes
permitiría que la Marina Real se pudriese en sus amarraderos que volver a imponer
los impuestos de guerra.
—El caso es que vuestra señoría ha llegado —dijo Sharpe—. ¿Ha intercambiado
saludos con el fuerte Saint Philip?
—Salva por salva, como su despacho me informó que se había acordado.
—¡Excelente! —aprobó Sharpe. Había sido en realidad una formalidad un poco
extraña; todos los hombres a bordo de la Crab se habían alineado junto a la borda,
muy formales, durante el saludo, y los oficiales se pusieron firmes en el alcázar, pero
«todos los hombres» eran solamente un grupito de cuatro marineros que manejaban el
cañón de saludos, y uno en las drizas de señales, y otro a la caña del timón. Además,
llovía a cántaros. El resplandeciente uniforme de Hornblower, empapado como
estaba, se le pegó al cuerpo.
—¿Ha hecho vuestra señoría uso de los servicios de un remolcador a vapor?
—¡Sí, por Júpiter! —exclamó Hornblower.
—Una experiencia notable, ¿verdad?
—Pues sí, así es —afirmó Hornblower—. Yo…
Contuvo sus deseos de expresar todos los pensamientos que se le ocurrían sobre
aquel tema; les habrían conducido a demasiadas irrelevancias emocionantes. Pero sí,
un remolcador a vapor había llevado a la Crab contra los centenares de millas de
corrientes desde el mar de Nueva Orleans, entre la aurora y el anochecer, llegando en
el mismísimo momento que había previsto el capitán del remolcador. Y allí estaba
Nueva Orleans, no sólo atestada de buques transoceánicos, sino también con una flota
de largos y estrechos vapores, maniobrando hacia la corriente y contra los muelles
con una facilidad (gracias a sus ruedas de paletas) que ni siquiera la Crab, con su
aparejo tan manejable, podía intentar emular. Y con el giro de esas ruedas de paletas,
podrían volar corriente arriba con una rapidez casi increíble.
—El vapor ha abierto por completo todo un continente, milord —dijo Sharpe,
haciéndose eco de los pensamientos de Hornblower—. Un verdadero imperio. Miles
y miles de millas de aguas navegables. La población del valle del Misisipí se contará
en millones dentro de unos pocos años.
Hornblower recordaba las discusiones en casa, cuando era sólo un oficial a media

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paga esperando su promoción a oficial con destino, cuando las «teteras de vapor»
empezaron a aparecer en las conversaciones. No se sugería entonces la más remota
posibilidad de buques transoceánicos propulsados a vapor, y más bien se reían
cruelmente de ellos… sería como el fin de la marinería auténtica. Hornblower no
estaba seguro entonces de todo aquello, pero tuvo mucho cuidado de guardarse sus
opiniones, porque no quería que le considerasen un hombre estrafalario y peligroso.
No quería verse arrastrado tampoco ahora a una discusión semejante, ni siquiera con
un simple civil.
—¿Qué información tiene para mí pues, señor? —preguntó al civil.
—Una cantidad considerable, milord.
El señor Sharpe sacó un fajo de documentos del bolsillo de su levita.
—Aquí están los últimos avisos de Nueva Granada… más reciente, espero, que
cualquier otra noticia que pueda tener. Los insurgentes…
El señor Sharpe realizó una rápida exposición de la situación militar y política de
Centroamérica. Las colonias españolas estaban entrando en la fase final de su lucha
por la independencia.
—No creo que pase mucho tiempo hasta que el Gobierno de su majestad
reconozca esa independencia —acabó Sharpe—. Y nuestro ministro en Washington
me informa de que el de Estados Unidos piensa llevar a cabo un reconocimiento
similar. Queda por ver lo que tenga que decir la Santa Alianza sobre este tema,
milord.
Europa, bajo el gobierno de una monarquía absoluta, no vería con buenos ojos el
establecimiento de una nueva serie de repúblicas, sin duda. Pero apenas importaba lo
que tuviera que decir Europa, mientras la Marina Real (aunque reducida en tiempos
de paz) controlase los mares, y los dos gobiernos de habla inglesa continuasen en
buena relación.
—Cuba muestra pocos signos de inquietud —continuó Sharpe—, y tengo
informaciones de que el tema de las cartas de marca del Gobierno español a buques
que zarpan de La Habana…
Las «cartas de marca» o patentes de corso eran una de las principales fuentes de
problemas de Hornblower. Las estaban emitiendo tanto gobiernos insurgentes como
nacionalistas, para hacer presa sobre buques que llevaban las banderas viejas y las
nuevas, y los portadores de esas cartas se convertían en piratas en un simple
parpadeo, en ausencia de presas legítimas y tribunales de presa eficientes. Trece de
las catorce pequeñas embarcaciones de Hornblower estaban esparcidas por el Caribe
vigilando las actividades de los corsarios.
—He preparado duplicados de mis informes para la información de vuestra
señoría —concluyó Sharpe—. Los tengo aquí para entregárselos, junto con copias de
las quejas de los comandantes implicados.
—Gracias, señor —replicó Hornblower, mientras Gerard se hacía cargo de los
papeles.

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—Y ahora, en cuanto al comercio de esclavos, con el permiso de vuestra señoría
—continuó Sharpe, sacando un nuevo fajo de documentos.
El comercio de esclavos era una cuestión tan importante como la piratería, incluso
más grave, porque la Sociedad Antiesclavista de Inglaterra gozaba de un apoyo muy
potente en ambas Cámaras del Parlamento, y armaría mucho más jaleo por las cargas
de esclavos que iban a La Habana o a Río de Janeiro que por una compañía naviera
incordiada por los corsarios.
—En este momento, milord —dijo Sharpe—, un lote recién traído de la Costa de
los Esclavos se está vendiendo por ochenta libras en los barracones de La Habana…
y cuesta no más de una libra en artículos de comercio en Whydah. Esos beneficios
son tentadores, milord.
—Naturalmente.
—Tengo razones para pensar que barcos de registro británico y americano están
comprometidos en ese tráfico, milord.
—Yo también.
El primer lord del Almirantazgo tabaleó en la mesa de una forma que no
presagiaba nada bueno en aquella entrevista, cuando llegaron a esa parte de las
instrucciones para Hornblower. Según las nuevas leyes británicas, los súbditos que se
vieran implicados en el comercio de esclavos podían ser colgados, y los barcos
requisados. Pero había que poner mucho cuidado en el trato con buques que
ostentaban la bandera americana. Habría que usar un tacto exquisito si se negaban a
ponerse al pairo en alta mar para ser examinados. Romper un palo de un buque
americano, o matar a un ciudadano americano, podía causarles graves consecuencias.
América ya había estado en guerra con Inglaterra hacía sólo nueve años, por temas
bastante similares.
—No queremos problemas, milord —dijo Sharpe. Tenía los ojos grises, duros e
inteligentes, profundamente hundidos en su carnoso rostro.
—Soy consciente de ello, señor.
—Y en este asunto, milord, debo atraer la atención de vuestra señoría hacia un
buque que está preparado para zarpar aquí, en Nueva Orleans.
—¿Qué buque es ése?
—Es visible desde el muelle, milord. De hecho… —Sharpe se levantó de la silla
con dificultad y se dirigió hacia la ventana de la cabina—. Sí, ése es. ¿Qué opina de
él, milord?
Hornblower miró junto a Sharpe. Vio un hermoso buque de ochocientas toneladas
o más. Sus finas líneas, la caída de sus palos, la amplia extensión de sus vergas, todas
esas señales eran indicaciones claras de velocidad, para la cual se había hecho algún
sacrificio en cuanto a capacidad de carga. Era de cubierta corrida, con seis portas
pintadas a lo largo de cada lado. Los armadores de buques americanos siempre
habían manifestado una cierta preferencia por construir buques rápidos, pero éste era
un ejemplo avanzado de esa tendencia.

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—¿Hay cañones detrás de esas portas? —preguntó Hornblower.
—De doce libras, milord.
Aun en días de paz no era inusual que los buques mercantes llevasen cañones, ya
fuera para los viajes a las Indias Occidentales o al este, pero aquél era un armamento
más pesado de lo habitual.
—La han construido como nave corsaria —dijo Hornblower.
—Muy cierto, milord. Es la Daring. Fue construida durante la guerra, hizo un
viaje y nos tomó seis presas antes del Tratado de Gante. ¿Y ahora, milord?
—Puede ser esclavista.
—Vuestra Señoría tiene razón, por supuesto.
Aquel pesado armamento podía ser de gran utilidad para un buque esclavista que
debe anclar en un río africano, susceptible de recibir ataques traicioneros. Su
velocidad minimizaría las muertes entre los esclavos durante la travesía oceánica; su
falta de capacidad para el cargamento no importaría, si era un buque de esclavos.
—¿Es una nave de esclavos o no? —preguntó Hornblower.
—Aparentemente no, milord, a pesar de su aspecto. Sin embargo, está preparada
para llevar a muchos hombres.
—Me gustaría que se explicara usted mejor, señor Sharpe.
—Lo único que le puedo decir a vuestra señoría son los hechos tal y como se me
han revelado. Está bajo contrato de un general francés, el conde de Cambronne.
—¿Cambronne? ¿Cambronne? ¿El hombre que dirigía la Guardia Imperial en
Waterloo?
—Ese mismo hombre, milord.
—¿El que dijo: «la vieja guardia muere, pero no se rinde»?
—Sí, milord, aunque el informe dice que en realidad usó una expresión mucho
más ruda. Fue herido y hecho prisionero, pero no murió.
—Eso he oído. Pero ¿qué quiere hacer entonces con ese buque?
—Todo es claro y legal, aparentemente. Después de la guerra, la vieja guardia de
Boney formó una organización para el auxilio mutuo. En 1816 decidieron hacerse
colonos… vuestra señoría debe de haber oído algo de ese proyecto, ¿no?
—Apenas.
—Vinieron aquí y se apoderaron de un trozo de terreno de la costa de Texas, que
es la provincia de México adyacente a su estado de Louisiana.
—Había oído algo, pero no sé más.
—Fue fácil empezar, porque México estaba en el trance de su revolución contra
España. No tuvieron oposición alguna, como comprenderá, milord. Pero no resultó
tan sencillo continuar. Supongo que era difícil que los soldados de la vieja guardia se
pudieran convertir en buenos agricultores. Y en esa costa pestilente… Hay una serie
de lagunas secas, y apenas ningún habitante.
—¿Les falló el plan?
—Como era de esperar. La mitad de ellos fallecieron de malaria y fiebre amarilla,

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y la otra mitad se murió de hambre, sencillamente. Cambronne se va a Francia para
llevarse a casa a los supervivientes, que son unos quinientos. Al Gobierno de Estados
Unidos nunca le gustó aquel proyecto, como vuestra señoría puede imaginar, y ahora
el Gobierno insurgente es lo bastante fuerte como para molestarse por la presencia en
las costas de México de un gran grupo de soldados entrenados, por muy pacíficas que
sean sus intenciones. Como vuestra señoría puede ver, la historia de Cambronne
podría ser perfectamente cierta.
—Si.
Un buque de ochocientas toneladas, equipado como esclavista, podría llevar a
quinientos soldados a bordo y alimentarlos durante la larga travesía.
—Cambronne está aprovisionando la nave con arroz y raciones de agua para
esclavos, milord, lo más adaptado para el objetivo, por esa misma razón.
El comercio de esclavos ya tenía una larga experiencia de cómo mantener vivos a
un montón de hombres apiñados.
—Si Cambronne se los va a llevar de nuevo a Francia, no haré nada para
impedírselo —dijo Hornblower—. Más bien al contrario.
—Exactamente, milord.
Los grises ojos de Sharpe se encontraron con los de Hornblower en una mirada
inexpresiva. La presencia de quinientos soldados entrenados en un buque en el golfo
de México era una gran preocupación para el comandante en jefe británico, cuando
las costas del Golfo y del Caribe estaban en una situación tan turbulenta como en
aquel momento. Bolívar y los otros insurgentes hispanoamericanos pagarían un alto
precio por sus servicios en las guerras en curso. O alguien podía incluso estar
pensando en conquistar Haití, o en realizar un ataque sorpresa contra La Habana, o en
llevar a cabo cualquier tipo de expedición de filibusteros. Cabía la posibilidad de que
el actual gobierno Borbón de Francia estuviera buscando un pastel al cual hincarle el
diente, o una oportunidad de hacerse con una colonia y enfrentarse a las potencias de
habla inglesa con un fait accompli.
—Les mantendré vigilados hasta que se encuentren sanos y salvos en camino —
dijo Hornblower.
—He llamado la atención de vuestra señoría sobre este asunto de forma oficial —
advirtió Sharpe.
Sería una sangría más para los limitados recursos de Hornblower dedicados al
control del Caribe. Ya se preguntaba cuál de sus pocas embarcaciones podría destacar
para que vigilase la costa del Golfo.
—Y ahora, milord —continuó Sharpe—, es mi deber discutir los detalles de la
estancia de vuestra señoría en Nueva Orleans. He dispuesto un programa de actos
oficiales para vuestra señoría. ¿Habla francés?
—Sí —afirmó Hornblower, conteniéndose para no decir: «Sí, mi señoría habla
francés».
—Excelente, porque la buena sociedad de aquí habla habitualmente en ese

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idioma. Vuestra señoría, por supuesto, será recibido por las autoridades navales y el
gobernador. Hay una recepción prevista en honor de vuestra señoría. Mi carruaje, por
supuesto, está a su disposición.
—Es extremadamente amable por su parte, señor.
—No, no es amabilidad en absoluto, milord. Es un gran placer para mí ayudar a
convertir la visita de vuestra señoría a Nueva Orleans en un acontecimiento lo más
agradable posible. Tengo aquí una lista de las personas más importantes a las que
vuestra señoría conocerá, junto con unas breves notas concernientes a ellas. ¿Sería
conveniente que se las explicase también al teniente de bandera de vuestra señoría?
—Ciertamente —dijo Hornblower. Ahora estaba dispuesto a relajar un poco su
atención. Gerard era un buen teniente de bandera, y había apoyado muy
satisfactoriamente a su comandante en jefe durante los tres meses que Hornblower
llevaba ostentando el mando. Le suministraba ese toque de estilo social que a
Hornblower le resultaba indiferente. Los asuntos se resolvieron de inmediato.
—Muy bien, entonces, milord —dijo Sharpe—. Ahora, solicito permiso para
retirarme. Tendré el placer de ver a vuestra señoría de nuevo en casa del gobernador.
—Le estoy profundamente agradecido, señor.
La ciudad de Nueva Orleans era un lugar encantador. Hornblower ardía de
excitación internamente ante la perspectiva de explorarla. No era el único, al parecer,
porque tan pronto como Sharpe se retiró, el teniente Harcourt, capitán de la Crab,
interceptó a Hornblower en el alcázar.
—Perdón, milord —dijo, saludándole—. ¿Tiene órdenes para mí?
No había duda alguna de lo que estaba pensando Harcourt. La mayor parte de la
tripulación de la Crab se hallaba congregada ante el palo mayor, mirando
ansiosamente a popa… En un barco diminuto como aquél, todo el mundo conocía los
asuntos de los demás, y la disciplina tenía unas implicaciones distintas a las de un
gran buque.
—¿Puede confiar en que sus hombres se comporten bien en tierra, señor
Harcourt? —preguntó Hornblower.
—Sí, milord.
Hornblower miró de nuevo a proa. Los marineros parecían bastante decentes…
habían conseguido ropas nuevas mientras venían desde Kingston, en cuanto se
anunció a la Crab que recibiría el asombroso honor de convertirse en buque insignia
del almirante. Llevaban unos suéteres azules muy limpios, pantalones blancos de dril
y sombreros de paja. Hornblower observó sus poses cohibidas mientras miraban
hacia ellos… sabían perfectamente lo que se estaba discutiendo. Eran marineros de
tiempos de paz, que se habían alistado voluntariamente. Hornblower llevaba veinte
años de servicio en tiempos de guerra, con tripulaciones de leva en las que nunca se
podía confiar y que siempre desertaban, y tenía que esforzarse por asumir aquel
cambio.
—Si pudiera decirme cuándo vamos a zarpar, señor… quiero decir, milord —dijo

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Harcourt.
—Hasta el amanecer de mañana, en cualquier caso —contestó Hornblower,
llegando a una repentina decisión; hasta entonces, el día estaba lleno de actividades
para él.
—Sí, señor.
¿Serían diferentes las tabernas del puerto de Nueva Orleans a las de Kingston o
Puerto España?
—Quizá pueda tomar ahora mi desayuno, señor Gerard —propuso Hornblower—.
¿O tiene usted alguna objeción?
—Sí, milord —respondió Gerard, esquivando cuidadosamente el sarcasmo. Había
aprendido hacía tiempo que a su almirante no había nada que le molestara más en el
mundo que tener que hacer algo antes de desayunar.
Después del desayuno llegó un hombre de color trotando por el muelle con una
cesta de fruta en la cabeza, y la colocó en la pasarela en el momento en que
Hornblower estaba a punto de salir para iniciar su ronda de actos oficiales.
—Hay una nota en la cesta, milord —dijo Gerard—. ¿La abro?
—Sí.
—Es del señor Sharpe —informó Gerard, después de romper el sello, y luego,
unos segundos después—: Creo que será mejor que la lea usted mismo, milord.
Hornblower cogió el papel, impaciente. La nota decía:

Milord:
Me he permitido enviar un poco de fruta a vuestra Señoría.
Es mi deber informar a Vuestra Señoría de que acabo de recibir información sobre
la carga que el conde Cambronne piensa transportar a Francia. Ésta se encuentra
depositada como fianza en el Servicio de Aduanas de Estados Unidos, y pronto será
transferida en una gabarra, por medio del agente de una compañía de aduanas, a la
Daring. Como comprenderá Vuestra Señoría, por supuesto, ésta es una indicación de
que la Daring pronto se hará a la mar. Mi información confirma que el peso de la
carga consignada es muy considerable, y estoy intentando descubrir en qué consiste.
Quizá Vuestra Señoría pueda, desde su ventajosa posición, encontrar una oportunidad
para observar la naturaleza de la misma.
Con respeto, quedo humilde y obediente servidor de Vuestra Señoría,

CLOUDESLEY SHARPE
Cónsul General en Nueva Orleans de Su Majestad Británica.

Bueno, ¿qué podía haber traído Cambronne de Francia en gran cantidad, que se
necesitara legítimamente para el propósito que él había confesado cuando contrató la
Daring? Desde luego, no efectos personales. Ni comida, ni licor… éstos los podía
comprar a buen precio en Nueva Orleans. ¿Entonces, qué?

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¿Ropas de abrigo, quizás? Aquellos guardias podrían necesitarlas cuando
volviesen a Francia desde el golfo de México. Era posible. Pero un general francés
con quinientos hombres de la Guardia Imperial a su disposición debía ser vigilado
muy estrechamente, ya que el Caribe se encontraba muy alborotado. Sería de gran
ayuda saber qué carga era la que estaba embarcando.
—Señor Harcourt.
—Señor… ¡milord!
—Por favor, acompáñeme un momento a la cabina.
El joven teniente se puso firme en la cabina, un poco aprensivo, esperando lo que
tenía que decirle su almirante.
—No voy a echarle una reprimenda, señor Harcourt —espetó Hornblower,
irritado—. Ni siquiera una admonición.
—Gracias, milord —dijo Harcourt, ya más tranquilo.
Hornblower le llevó hasta la ventana de la cabina y señaló a su través, igual que
había hecho antes Sharpe con él.
—Ésa es la Daring —le informó—. Una antigua nave corsaria, ahora contratada
por un general francés. Harcourt le miró asombrado.
—Así están las cosas —continuó Hornblower—. Y hoy recibirá a bordo un cierto
cargamento. Lo llevarán mediante una gabarra.
—Sí, milord.
—Quiero saber todo lo posible de ese cargamento.
—Sí, milord.
—Naturalmente, no quiero que el mundo entero sepa que estoy interesado.
Prefiero que no se entere nadie, a ser posible.
—Sí, milord. Puedo usar un catalejo desde aquí y ver algo, con suerte.
—Cierto. Puede tomar nota de si se trata de fardos, cajas o bolsas. Cuántas hay de
cada clase. Por las poleas que usen podrá calcular los pesos. Hágalo, pues.
—Sí, milord.
—Tome nota cuidadosamente de todo lo que vea.
—Sí, milord.
Hornblower clavó los ojos en el rostro juvenil de su capitán de bandera, tratando
de estimar su discreción. Recordaba muy bien las insistentes palabras del primer lord
del Almirantazgo acerca de la necesidad de actuar con la mayor de las delicadezas
para no herir la susceptibilidad americana. Hornblower decidió que podía confiar en
aquel joven.
—Y ahora, señor Harcourt —dijo—, preste una atención muy especial a lo que le
voy a decir. Cuanto más sepa de ese cargamento, mejor. Pero no me voy a lanzar
hacia él como un toro. Si se presenta la menor oportunidad de averiguar en qué
consiste, aprovéchela al vuelo. No me imagino cuál podría ser, pero las oportunidades
siempre se ofrecen a aquél que está preparado para aprovecharlas.
Hacía mucho, mucho tiempo, Bárbara le había dicho que la buena suerte es el

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destino de aquellos que la merecen.
—Comprendo, milord.
—Si se escapa la menor insinuación de esto… si los americanos o los franceses
llegan a saber lo que estamos haciendo… sentirá usted haber nacido, señor Harcourt.
—Sí, milord.
—No necesito ningún oficial temerario para este menester, señor Harcourt.
Necesito a alguien con ingenio, con astucia. ¿Está seguro de comprenderme?
—Sí, milord.
Hornblower apartó por fin los ojos del rostro de Harcourt. Él mismo fue un
gallardo oficial, hacía tiempo. Ahora tenía mucha más simpatía que nunca por el
hombre mayor que le había confiado sus primeras empresas. Un oficial de rango
superior debía confiar en sus subordinados por fuerza, aunque asumiese la
responsabilidad última de los hechos. Si Harcourt cometía alguna torpeza, si incurría
en alguna indiscreción que condujese a una protesta diplomática, ciertamente,
desearía no haber nacido nunca… Hornblower ya lo procuraría. Pero también el
propio almirante desearía no haber nacido. Sin embargo, no tenía sentido pensar esas
cosas.
—Pues es todo, señor Harcourt.
—Sí, señor.
—Vamos, señor Gerard. Ya llegamos tarde.
La tapicería del carruaje del señor Sharpe era de raso verde y el carruaje tenía una
suspensión excelente, de modo que aunque daba bandazos y sacudidas al pasar por
las superficies irregulares, no eran bruscos. Pero después de cinco minutos de
traqueteo (el carruaje había pasado algún tiempo bajo el cálido sol de mayo),
Hornblower empezó a notar que se ponía tan verde como la tapicería. La Rue Royale,
la Place d’Armes, la catedral, apenas merecieron un vistazo por su parte. Agradeció
la parada, aunque representaba un encuentro formal con algún extraño, ese tipo de
reuniones que detestaba con toda su alma. Se puso de pie y tragó saliva, aspirando el
húmedo aire durante aquellos momentos maravillosos que transcurrieron desde que
bajó del coche hasta su paso bajo los ornados pórticos que le daban la bienvenida.
Nunca se le había ocurrido que el uniforme de gala de almirante resultara mucho
mejor si estuviera confeccionado con una tela más fina que el paño, y ya había lucido
su amplio galón rojo y su brillante estrella demasiado como para sentir el menor
placer al hacerlo ahora.
En el Cuartel General de la Marina bebió un madeira excelente. El general le
ofreció un pesado marsala, y en la mansión del gobernador fue obsequiado con una
bebida helada (presumiblemente con hielo enviado en invierno desde Nueva
Inglaterra y conservado en un almacén especial donde, casi en pleno verano, era más
precioso que el oro) hasta el punto de que el propio vaso estaba visiblemente
escarchado. El delicioso y frío contenido desapareció con gran rapidez, y el vaso fue
rellenado con igual presteza. Se contuvo abruptamente cuando se encontró hablando

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con un tono ligeramente alto e insistiendo con dogmatismo en un tema de
importancia trivial.
Se alegró de captar la mirada de Gerard y se retiró con toda la gallardía que pudo.
También le alivió ver que Gerard parecía perfectamente frío y sobrio, y que estaba a
cargo de las tarjetas de visita, colocando el número necesario de tarjetas en las
bandejas de plata que unos mayordomos de color ofrecían al recibirles. Cuando
llegaron a casa de Sharpe, se alegró de ver a una cara amiga… aunque aquella
amistad sólo databa de aquella misma mañana.
—Falta una hora para que empiecen a llegar los invitados, milord —dijo Sharpe
—. ¿Le apetecería quizá descansar un poco?
—Sí, ciertamente —dijo Hornblower.
La casa del señor Sharpe tenía un artilugio que merecía mucha atención. Se
trataba de una «ducha». Hornblower sólo conocía la palabra francesa para designarla,
«douche». Estaba en un rincón del baño, con el suelo y las paredes forradas de
excelente teca. Del techo colgaba un aparato de zinc perforado, y de éste una cadena
de bronce. Cuando Hornblower se situó debajo de aquel aparato y tiró de la cadena,
una catarata de deliciosa agua fría cayó sobre él desde un depósito invisible que había
arriba. Era tan refrescante como colocarse bajo la bomba de cubierta de un buque en
alta mar, con la ventaja adicional de que funcionaba con agua dulce… y en su actual
estado, después de sus experiencias del día, resultaba doblemente refrescante.
Hornblower se quedó debajo del agua corriente durante largo rato, notando cómo
revivía a cada segundo que pasaba. Tomó nota mentalmente de instalar un artefacto
similar en Smallbridge House, si alguna vez conseguía regresar a casa.
Un ayuda de cámara de color vestido de librea estaba allí de pie, con unas toallas,
esperándole, para ahorrarle el ejercicio fatigoso de secarse, y mientras procedía a
hacerlo, unos golpes en la puerta anunciaron la entrada de Gerard.
—He enviado a buscarle una camisa limpia a bordo, milord —dijo.
Gerard realmente mostraba mucha perspicacia. Hornblower se puso la camisa
limpia con gratitud, pero después, con disgusto, tuvo que calzarse de nuevo las
medias y ponerse la pesada guerrera del uniforme. Se colgó la cinta roja por encima
del hombro, se colocó la estrella y ya se sintió preparado para enfrentarse a la
situación que se avecinaba. La oscuridad de la noche iba abriéndose paso, pero no
había supuesto ningún alivio del sofocante calor. Por el contrario, el salón de la casa
del señor Sharpe estaba brillantemente iluminado con velas de cera, con lo cual
parecían encontrarse dentro de un horno. Su anfitrión le aguardaba, vestido con una
casaca negra. La camisa rizada que llevaba hacía que su abultada forma resultase más
gruesa todavía. La señora Sharpe, vestida de azul turquesa, era más o menos del
mismo tamaño que su esposo. Hizo una profunda reverencia como respuesta a la leve
inclinación de Hornblower cuando Sharpe se la presentó, y le dio la bienvenida a la
casa hablando en un francés cuyas suaves tonalidades acariciaron los oídos de
Hornblower.

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—¿Desea tomar un refresco, milord? —preguntó Sharpe.
—Ahora mismo no, gracias, señor —replicó Hornblower, apresuradamente.
—Esperamos a veintiocho huéspedes además de vuestra Señoría y el señor
Gerard —dijo Sharpe—. A algunos de ellos vuestra señoría ya los ha conocido
durante sus visitas oficiales de hoy. Además, están…
Hornblower hizo lo posible por conservar en la memoria la lista de nombres,
uniéndoles una etiqueta a cada uno. Gerard, que había encontrado un rincón discreto
con una silla para sentarse, escuchaba con mucho interés.
—Y luego está Cambronne, eso por supuesto —dijo Sharpe.
—¿Ah, sí?
—No se puede celebrar una cena de esta magnitud sin invitar al más distinguido
de los visitantes extranjeros presente en esta ciudad, después de vuestra señoría.
—Claro, por supuesto —accedió Hornblower.
Sin embargo, seis años de paz apenas habían conseguido apagar los prejuicios
arraigados durante cuatro lustros de guerra. Había algo antinatural en la perspectiva
de reunirse con un general francés en términos amistosos, especialmente el último
comandante en jefe de la Guardia Imperial de Bonaparte, y la reunión resultaría un
poco tensa, porque Boney estaba encerrado bajo siete llaves en Santa Elena y
quejándose amargamente por ello.
—El cónsul general francés le acompañará —añadió Sharpe—. Y también estará
el cónsul general holandés, el sueco…
La lista parecía interminable. Hubo el tiempo justo para completarla antes de que
se anunciara ya el primero de los invitados. Ciudadanos notables, con sus notables
esposas; oficiales navales y militares a los que ya había conocido, con sus damas;
diplomáticos… Pronto el vasto salón se encontró atestado, con los hombres haciendo
inclinaciones de cabeza y las damas reverencias. Hornblower se irguió después de
una inclinación y se encontró de nuevo con Sharpe a su lado.
—Tengo el honor de presentar a estas dos distinguidas figuras entre sí —dijo, en
francés—. Son Excellence Contraalmirante milord Hornblower, Chevalier de l’Ordre
Militaire du Bain. Son Excellence le Lieutenant-General le Comte de Cambronne,
Grand Cordon de la Legion d’Honneur.
Hornblower no pudo dejar de sentirse impresionado, aun en ese momento, por la
forma tan limpia en la que Sharpe había eludido la espinosa cuestión de quién
presentar a quién, un general francés, que además es conde, y un almirante inglés,
también par. Cambronne era un hombre enormemente alto y larguirucho. A través de
una de las delgadas mejillas y de la ganchuda nariz le corría una cicatriz escarlata,
quizá la herida que había recibido en Waterloo, quizás en Austerlitz, o en Jena, o en
cualquier otra de las batallas en las cuales el ejército francés había derrotado
naciones. Llevaba su uniforme azul cubierto de entorchados dorados y cruzado con la
cinta roja de moaré de la Legión de Honor, y una gran placa de oro en el pecho, a la
izquierda.

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—Encantado de conocerle, señor —dijo Hornblower, con el mejor acento francés
que pudo.
—No más de lo que yo me siento al conocerle a usted, milord —replicó
Cambronne. Tenía unos ojos fríos, de un gris verdoso, chispeantes. Un mostacho gris
con patillas adornaba su rostro.
—La baronesa de Vautour —dijo Sharpe—. El barón de Vautour, cónsul general
de su cristianísima majestad.
Hornblower inclinó la cabeza y dijo de nuevo que estaba encantado. Su
cristianísima majestad era Luis XVIII de Francia, que usaba el título papal conferido
a su casa siglos antes.
—El conde es muy travieso —dijo Vautour. Señaló la estrella de Cambronne—.
Lleva la Gran Águila, que se le concedió durante el último régimen. Oficialmente, el
Gran Cordón ha sido sustituido, como nuestro anfitrión dijo muy adecuadamente.
Vautour llamó la atención hacia su propia estrella, de valor mucho más modesto.
Cambronne lucía una inmensa águila de oro, insignia del ya difunto Imperio Francés.
—La gané luchando en el campo de batalla —dijo Cambronne.
—Don Alfonso de Versage —dijo Sharpe—. Cónsul general de su católica
majestad.
Aquél, entonces, era el representante de España. Podrían ser útiles una palabra o
dos con él concernientes a la cesión de Florida que tenían pendiente, pero
Hornblower apenas pudo intercambiar un par de cortesías formales antes de que le
presentaran a otra persona. Pasó algún tiempo hasta que Hornblower dispuso de
espacio para respirar y admirar la hermosa escena que se desplegaba a la luz de las
velas, con los uniformes y las casacas de paño, los brazos y los hombros desnudos de
las mujeres con sus bonitos vestidos y sus resplandecientes joyas, y los Sharpe
moviéndose con agilidad entre la multitud, conduciendo a sus invitados en orden de
precedencia. La entrada del gobernador y su dama fueron la señal para anunciar la
cena.
El comedor era tan enorme como el salón. La mesa con cubiertos para treinta y
dos personas lo ocupaba cómodamente, con mucho sitio alrededor para los
numerosos lacayos. Allí la luz era más tenue, pero brillaba de todos modos de forma
impresionante en la plata que atestaba la larga mesa. Hornblower, sentado entre la
esposa del gobernador y la señora Sharpe, recordó que debía estar alerta y ser
cuidadoso con sus modales a la mesa; y, además, tenía que hablar francés por un lado
e inglés por otro. Miró dubitativo las seis copas de vino diferentes que se encontraban
ante cada cubierto. En una de ellas ya estaban sirviendo el jerez. Vio a Cambronne
sentado entre dos bonitas muchachas diciéndoles galanterías a ambas, obviamente.
No parecía tener preocupación alguna en este mundo; si estaba planeando una
expedición filibustera, no le ocupaba demasiado espacio en la mente.
Llegó un humeante plato de sopa de tortuga con trocitos de carne. La cena se iba
a servir al estilo continental, que se había puesto de moda después de Waterloo, sin el

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típico batiburrillo de platos colocados en la mesa para que los invitados se fueran
sirviendo lo que quisieran. Metió la cuchara cautelosamente en la sopa caliente, y se
aplicó con fervor a parlotear de intrascendencias con sus compañeras de mesa. Un
plato sucedió a otro, y pronto tuvo que enfrentarse, en la tórrida habitación, al
delicado dilema de etiqueta de si resultaría más caballeroso enjugarse el sudor de la
cara o dejar que fluyera visiblemente. Su incomodidad, al final, le decidió y se lo
secó furtivamente. Sharpe le estaba mirando en aquel momento, y tuvo que ponerse
de pie, su entumecido cerebro esforzándose por trabajar mientras el runrún de las
conversaciones se iba apagando. Levantó su copa.
—Por el presidente de Estados Unidos —dijo, y estuvo a punto de añadir, como
un imbécil: «y que reine muchos años». Se controló y siguió adelante—: Que esa
gran nación, a la cual preside, disfrute de prosperidad y amistad internacional,
representada por esta reunión de forma tan simbólica.
Se lanzaron aclamaciones, se brindó y se bebió, silenciando el hecho de que en la
mitad del continente, los españoles e hispanoamericanos se estaban matando
afanosamente entre sí. Se sentó y volvió a secarse el sudor. Ahora era Cambronne el
que se ponía en pie.
—Por su británica majestad Jorge IV, rey de Gran Bretaña e Irlanda.
Se volvió a brindar y beber, y de nuevo llegó el turno de Hornblower, como
evidenciaba la mirada de Sharpe. Se puso de pie, con la copa en la mano, e inició la
larga lista.
—Por su majestad cristianísima. Por su majestad católica. Por su majestad fiel —
con aquello quedaban listas Francia, España y Portugal—. Por su majestad el rey de
los Países Bajos.
No podía recordar qué más tenía que decir, aunque lo matasen. Pero Gerard captó
la desesperación de su mirada y señaló con un rápido gesto del pulgar.
—Por su majestad el rey de Suecia —tragó saliva Hornblower—. Por su majestad
el rey de Prusia.
Una señal de asentimiento por parte de Gerard le dijo que ahora sí que había
incluido a todas las naciones representadas, y extrajo el final de su brindis del
torbellino de su mente.
—Que sus majestades reinen largos años, con honor y con gloria.
Bueno, ya estaba, ya se podía sentar. Pero entonces se puso en pie el gobernador,
hablando con frases retóricas, y en la embotada inteligencia de Hornblower penetró el
hecho de que iban a beber a continuación por su propia salud. Trató de escuchar.
Era consciente de las intensas miradas que le dirigían desde toda la mesa, cuando
el gobernador aludió a la defensa de la ciudad de Nueva Orleans de las «insensatas
hordas» que la habían asaltado en vano (la alusión era inevitable, quizás, aunque
habían pasado seis años desde aquella batalla) y trató de esbozar una sonrisa. Al fin,
el gobernador llegó a la conclusión.
—Por su señoría el almirante Hornblower, y uno su nombre a un brindis por la

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Armada británica.
Hornblower se puso de pie en el acto, mientras el murmullo de aprobación de la
compañía se apagaba de nuevo.
—Gracias por este inesperado honor —dijo, y tragó saliva, buscando cómo
continuar—. Y por unir mi nombre con el de esa gran armada que he tenido el
privilegio de servir durante tanto tiempo; es un honor adicional, por el que les doy las
gracias.
Las damas se levantaban todas, ahora que él se había sentado por fin, así que tuvo
que levantarse de nuevo mientras ellas se retiraban. Los lacayos, bien entrenados,
despejaron la mesa en un momento, y los hombres se reunieron a un extremo de la
misma mientras se ponían en circulación los licores. Se llenaron las copas y Sharpe
inició la conversación con uno de los comerciantes presentes haciéndole una pregunta
sobre la cosecha de algodón. Era un terreno seguro desde el cual hacer breves y
cautelosas incursiones en otros temas mucho más debatibles de la situación mundial.
Pero sólo unos minutos después, el mayordomo llegó y murmuró algo al oído a
Sharpe, que se volvió a dar las noticias que había recibido al cónsul general de
Francia. Vautour se puso de pie con expresión de consternación.
—Espero que acepte mis excusas, señor —dijo éste—. Lamento mucho verme en
esta necesidad.
—No más de lo que lo lamento yo, barón —repuso Sharpe—. Espero que se trate
solamente de una leve indisposición.
—Eso espero yo también —convino Vautour.
—La baronesa está indispuesta —explicó Sharpe a la compañía. Estoy seguro de
que ustedes, caballeros, se unirán conmigo en el ferviente deseo, como he dicho, de
que la indisposición sea leve, y al lamentar que ésta implique para nosotros la pérdida
de la encantadora compañía del barón.
Hubo un murmullo de simpatía y Vautour se volvió a Cambronne.
—¿Envío de nuevo el coche para usted, conde? —preguntó. Cambronne se
pellizcó el mostacho.
—Quizá sería mejor que me fuese con usted —respondió éste—. Por mucho que
lamente dejar esta deliciosa reunión.
Los dos franceses se marcharon después de despedirse cortésmente.
—Ha sido un gran placer conocerle, milord —dijo Cambronne, inclinando la
cabeza hacia Hornblower. Su envarado saludo se vio suavizado por las chispas de sus
ojos.
—También ha sido una extraordinaria experiencia para mí conocer a un soldado
tan distinguido del extinto Imperio —replicó Hornblower.
Los franceses fueron escoltados hasta el exterior por Sharpe, lleno de
lamentaciones.
—Sus copas necesitan más licor, caballeros —dijo Sharpe, al volver.
No había nada que desagradase más a Hornblower que beber grandes tragos de

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oporto en una habitación húmeda, aunque ahora se encontraba más libre para discutir
la cuestión de Florida con el cónsul general español. Se alegró cuando Sharpe inició
el movimiento para reunirse de nuevo con las damas. En algún lugar del salón estaba
tocando una orquesta de cuerda, pero afortunadamente de forma contenida, de modo
que a Hornblower se le ahorró gran parte de la irritación que solía sufrir cuando se
veía obligado a escuchar música, ya que con su oído era completamente incapaz de
apreciarla. Se encontró sentado junto a una joven encantadora, al lado de la cual
había cenado Cambronne. Como respuesta a las preguntas de ella, se vio obligado a
admitir que aquel día, que era el primero que había pasado en Nueva Orleans, no
había visto casi nada de la ciudad, pero aquella confesión condujo a una discusión
sobre otros lugares que sí había visitado. Dos tazas de café, servidas por un lacayo
que iba pasando por el salón, le aclararon un poco la cabeza. La joven era atenta y
escuchaba mucho, y asintió llena de comprensión cuando la conversación reveló que
Hornblower había dejado en su país, Inglaterra, al acudir al llamamiento del deber,
una esposa y un hijo de diez años.
La noche fue pasando, y al fin el gobernador y su dama se levantaron y concluyó
la fiesta. Hubo unos últimos minutos de cansada conversación mientras los coches se
iban anunciando, uno a uno, y entonces Sharpe volvió al salón, después de escoltar
hasta la puerta al último de los invitados.
—La velada ha sido un éxito, creo. Confío en que vuestra señoría esté de acuerdo
conmigo —dijo, y se volvió a su mujer—. Debo pedirte, querida, que te acuerdes de
regañar a Grover por el soufflé.
La entrada del mayordomo con otro mensaje murmurado al oído impidió que se
escuchara la respuesta de la señora Sharpe.
—Vuestra señoría me perdonará un momento —se excusó Sharpe. Su expresión
era de consternación, y se apresuró a salir de la habitación, dejando a Hornblower y
Gerard, que empezaron a murmurar corteses fórmulas de agradecimiento a su
anfitriona por aquella agradable velada.
—¡Cambronne nos ha ganado por la mano! —exclamó Sharpe, volviendo a entrar
con rapidez—. ¡La Daring ha soltado amarras hace tres horas! Seguramente
Cambronne ha subido a bordo en cuanto ha salido de aquí.
Se volvió a mirar a su mujer.
—¿Estaba enferma realmente la baronesa? —le preguntó a ésta.
—Parecía a punto de desmayarse —replicó la señora Sharpe.
—Seguramente ha sido una impostura —dijo Sharpe—. Estaría fingiendo.
Cambronne ha metido a los Vautour en esto porque quería una oportunidad para huir.
—¿Y qué cree que se propone hacer? —inquirió Hornblower.
—Dios sabe. Pero espero que esté un poco desconcertado por la llegada de un
buque de su majestad aquí. Si se ha ido de este modo, eso quiere decir que no planea
nada bueno. Santo Domingo… Cartagena… ¿Adónde llevará a los guardias
imperiales?

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—En cualquier caso, yo iré tras él —dijo Hornblower, levantándose ya.
—Le resultará un poco difícil tomarle la delantera —dijo Sharpe. El hecho de que
no añadiera «a vuestra señoría» era una prueba de la agitación que sentía—. Ha
tomado dos remolcadores, el Lightning y el Mar, y con los nuevos faros en el río, ni
un caballo al galope podría sobrepasarle antes de que llegara al paso. Al nacer el día
ya estará en mar abierto. No sé si podremos encontrarle un remolcador esta noche, en
cualquier caso, milord.
—De todos modos, iré tras él —dijo Hornblower.
—He ordenado que traigan su coche, milord —dijo Sharpe—. Perdónanos,
querida, si nos vamos sin ceremonia alguna.
La señora Sharpe recibió un apresurado saludo por parte de los tres hombres, el
mayordomo ya les esperaba con los sombreros y el coche a la puerta, y subieron a
toda prisa.
—El cargamento de Cambronne subió a bordo al caer la noche —añadió Sharpe
—. Mi hombre se reunirá conmigo en su buque, con su informe.
—Eso nos puede ayudar a decidir —dijo Hornblower.
El coche iba balanceándose por las oscuras y empinadas calles.
—¿Puedo hacer una sugerencia, milord? —preguntó Gerard.
—Sí, diga.
—Sea cual sea el plan que Cambronne tiene pensado, milord, Vautour forma parte
de él. Y es un funcionario del gobierno francés.
—Tiene razón. Los Borbones quieren tocar todas las teclas —accedió Sharpe,
pensativo—. Aprovechan cualquier oportunidad que tienen para imponerse.
Cualquiera pensaría que fue a ellos a quienes derrotaron en Waterloo, y no a Boney.
El sonido de los cascos de los caballos cambió súbitamente, y el coche llegó al
muelle. Se detuvieron y Sharpe abrió la puerta antes de que el lacayo pudiese saltar
del pescante, pero mientras los tres hombres salían del carruaje, con el sombrero en la
mano, su oscuro rostro se vio iluminado por las lámparas del coche.
—¡Espera! —ordenó Sharpe.
Casi corrieron por el muelle hasta el lugar en que el resplandor leve de una
lámpara revelaba la pasarela. Los dos hombres de guardia en el ancla estaban de pie,
firmes, en la oscuridad, cuando ellos subieron a bordo a toda prisa.
—¡Señor Harcourt! —gritó Hornblower, en cuanto sus pies tocaron la cubierta;
no había tiempo para andarse con ceremonias. Brilló una luz en el tambucho y
apareció Harcourt.
—Aquí, milord.
Hornblower se abrió camino hacia el camarote. Una linterna encendida colgaba
del bao de cubierta, y Gerard trajo otra.
—¿Cuál es su informe, señor Harcourt?
—La Daring levó anclas a las cinco campanadas en la primera guardia, milord —
respondió—. Llevaba dos remolcadores.

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—Lo sé. ¿Qué más?
—La gabarra con la carga se aproximó temprano, en la segunda guardia de
cuartillo. Justo después de anochecer, milord.
Un hombre bajo y moreno entró discretamente en la cabina mientras él hablaba, y
se quedó a un lado.
—¿Y bien?
—Este caballero es el que el señor Sharpe envió a vigilar conmigo lo que subían a
bordo, milord. —¿Y qué era?
—Lo conté mientras lo iban subiendo, milord. Tenían luces en los estays de
mesana.
—¿Y bien?
Harcourt tenía un papel en la mano, y procedió a leerlo.
—Había veinticinco cajas de madera, milord —Harcourt continuó justo a tiempo
para adelantarse a una exasperada exclamación de Hornblower—. Reconocí esas
cajas, milord. Son en las que se suelen embarcar los mosquetes, veinticuatro armas en
cada una.
—Seiscientos mosquetes y bayonetas —exclamó Gerard, calculando con rapidez.
—Eso mismo imaginaba yo —dijo Sharpe.
—¿Y qué más? —pidió Hornblower.
—También había doce fardos grandes, milord. Rectangulares. Y veinte balas más
largas y estrechas. —¿Qué podría…?
—¿Quiere escuchar el informe del hombre que mandé, milord?
—Muy bien.
—Venga aquí, Jones —chilló Harcourt al tambucho, y luego se volvió a
Hornblower—. Jones es un buen nadador, milord. Le envié para que nadara hasta la
gabarra y a otro hombre para que fuera en el bote de pescantes. Dile a su señoría lo
que averiguaste.
Jones era un joven delgaducho y raquítico, que apareció parpadeando bajo las
luces, incómodo ante aquella distinguida compañía. Cuando abrió la boca, habló con
acento barriobajero de Londres.
—Uniformes, eran uniformes, en grandes fardos, señor.
—¿Cómo lo sabes?
—Nadé hasta el costado de la gabarra, señor. Me incorporé y los palpé, señor.
—¿Alguien le vio? —inquirió Sharpe.
—No, señor. Nadie en absoluto, señor. Todos estaban muy ocupados cargando las
cajas. Uniformes, eso es lo que había en los fardos, como le he dicho, señor. Lo que
noté a través de la tela de saco eran botones, señor. No botones planos, señor, como
los que usted lleva. Eran botones redondos, abultados, en hileras, señor, en todas las
casacas. Y me pareció tocar galones o algo así, señor, entorchados quizás. Uniformes,
estoy seguro de que eran uniformes, señor.
El hombre moreno se adelantó en aquel momento llevando en sus manos algo

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lacio que parecía un gato negro muerto. Jones señaló al objeto antes de continuar.
—No podía ni imaginar, por mi vida, señor, qué era lo que había en las otras
balas, señor, en las largas. Así que saqué mi cuchillo…
—¿Está seguro de que no le vio nadie?
—Seguro del todo, señor. Saqué mi cuchillo y corté la costura del final. Pensarán
que se ha deshecho al subirlo, señor. Y saqué la primera de esas cosas que había y me
fui con ella nadando hasta el bote de pescantes, señor.
El hombre moreno levantó el objeto para que lo inspeccionaran, y Hornblower
cogió cautelosamente lo que parecía una negra y empapada masa de cabello, pero sus
dedos encontraron el metal al darle vueltas entre sus manos.
—Águilas, señor —dijo Jones.
Había una cadena de latón y una gran insignia, la misma águila que había visto
aquella misma noche en el pecho de Cambronne. Lo que tenía entre sus manos era un
gorro de uniforme de piel de oso, empapado por su reciente inmersión, y adornado
con las correspondientes guarniciones de latón.
—¿Lleva este gorro la Guardia Imperial, milord? —preguntó Gerard.
—Sí —afirmó Hornblower.
Había visto grabados en venta bastante a menudo, que pretendían ilustrar la
resistencia de la guardia en Waterloo. En Londres, ahora, los guardias llevaban gorros
de piel de oso no muy distintos de éste que tenía en las manos. Les habían sido
concedidos como reconocimiento por derrotar a la Guardia Imperial en el peor
momento de la batalla.
—Entonces, ya sabemos lo que necesitábamos saber —dijo Sharpe.
—Debo intentar atraparle —dijo Hornblower—. Llame a todos los marineros,
señor Harcourt.
—Sí, milord.
Después de responder de forma automática, Harcourt abrió de nuevo la boca para
hablar, pero no salió ningún sonido de ella.
—Ya lo recuerdo —dijo Hornblower, notando que la desdicha le invadía por
completo—. Dije que no iba a necesitar a los hombres hasta mañana por la mañana.
—Sí, milord. Pero no andarán lejos. Enviaré a buscarlos al puerto y los
encontraré. Estarán aquí dentro de una hora.
—Gracias, señor Harcourt. Haga lo que pueda. Señor Sharpe, necesitaremos que
nos remolquen hasta el Paso. ¿Podrá ordenar que venga un remolcador a vapor con
nosotros?
Sharpe miró al hombre moreno que había traído el gorro de piel de oso.
—Dudo que haya uno libre antes de mediodía —dijo el moreno—. La Daring se
llevó dos… y ahora sé por qué lo hizo. El President Madison está fuera de
circulación. El Tower ha ido a Baton Rouge, con las bateas. El Ecrevisse (el que ha
traído este buque) se volvió a ir por la tarde. Creo que el Temeraire está de camino.
Podemos conseguir que vuelva tan pronto como llegue. Y eso es todo lo que tenemos.

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—A mediodía —exclamó Hornblower—. Trece horas. La Daring estará en alta
mar antes de que zarpemos.
—Y es una de las naves más rápidas que existen —dijo Sharpe—. Registró nada
menos que quince nudos cuando la persiguió la Tenedos durante la guerra.
—¿Cuál es el puerto mexicano donde subirán a bordo los soldados?
—No es más que un pueblo en una laguna, Corpus Christi, milord. Quinientas
millas y viento favorable.
Hornblower ya se imaginaba a la Daring, con sus bellas líneas y su enorme
extensión de lona, a toda vela, empujada por el viento alisio. La pequeña Crab, en
cuya cabina estaba ahora de pie, no estaba diseñada para las persecuciones oceánicas.
Había sido construida y aparejada para que fuese pequeña y manejable, para entrar y
salir de ensenadas oscuras, haciendo trabajos policiales en el archipiélago de las
Indias Occidentales. En la carrera hacia Corpus Christi, la Daring ciertamente ganaría
varias horas, un día o más, quizás, a lo cual habría que añadir las doce horas de
ventaja que ya les llevaba. No costaría mucho llevar a pie o en embarcaciones a
quinientos hombres disciplinados a bordo, y luego se haría de nuevo a la vela. ¿Hacia
dónde? El cansado cerebro de Hornblower vaciló ante la contemplación de la
situación política, inmensamente compleja, en las tierras que se encontraban a corta
distancia de Corpus Christi. Si era capaz de adivinarlo, podría anticipar la llegada de
la Daring al lugar peligroso; si se limitaba a perseguirla hasta Corpus Christi, casi
con toda certeza llegarían allí y encontrarían que ya se habían ido, con soldados y
todo, habiéndose desvanecido en el mar, donde no quedan huellas, para dirigirse a
realizar cualquier fechoría que estuviesen planeando.
—La Daring es una nave americana, milord —dijo Sharpe, para aumentar aún
más sus preocupaciones.
Ése era un detalle importante, muy importante, en realidad. La Daring tenía un
objetivo legal ostensible, y enarbolaba las barras y estrellas en su bandera. No se le
ocurría ninguna excusa para abordarla en un puerto y examinarla. Sus instrucciones
eran muy estrictas en lo que hacía referencia al tratamiento que debía otorgar a la
bandera americana. Nueve años atrás, América había estado en guerra encarnizada
contra el poder marítimo más importante del mundo, debido a la actitud de la Marina
Real hacia la marina mercante americana.
—Va armada, y estará llena de hombres, milord —añadió Gerard.
Ése también era un detalle importante, y muy cierto, además. Con sus cañones de
doce libras y quinientos soldados disciplinados (y su numerosa tripulación americana,
por añadidura) podía reírse de cualquier Crab que la amenazase con sus cañones de
seis libras y su tripulación de dieciséis hombres. La Daring estaría en su derecho de
negarse a obedecer cualquier señal hecha desde la Crab y la Crab no podría hacer
nada para obligarla a obedecer. ¿Romper un palo? No era tan fácil con un cañón de
seis libras, y aunque nadie resultase muerto por accidente, seguro que habría una
terrible tormenta diplomática si hacía fuego contra las barras y estrellas. ¿Y si la iba

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siguiendo de cerca, para, al menos, estar a mano cuando se revelase cuál era su
auténtico propósito? No, imposible. En cualquier lugar del mar, la Daring sólo tenía
que desplegar sus velas ante un viento favorable para dejar atrás a la Crab en el
horizonte en una sola tarde, y después recuperar su auténtico rumbo, sin ser
perseguida.
Sudando en la asfixiante noche, Hornblower se sentía como un animal salvaje
cogido en una trampa. En cualquier momento, una vuelta de cuerda más se enrollaría
en torno a su cuerpo y le dejaría más indefenso aún, si cabe. Estuvo tentado de perder
todo su autocontrol y dejarse llevar por el pánico, liberando toda su fuerza en una
ciega explosión de rabia. A veces, durante su larga carrera profesional, había visto a
oficiales de alta graduación que daban rienda suelta a explosiones de ese tipo. Pero
eso no le ayudaría. Miró a su alrededor, al círculo de rostros que iluminaba la
lámpara. Las caras mostraban la contenida expresión de los hombres que presencian
un fracaso, que son conscientes de que se encuentran en presencia de un almirante
que ha convertido en una lamentable chapuza el primer asunto importante que le
habían encomendado. Eso, en sí mismo, le ponía loco de ira.
El orgullo vino en su ayuda. No iba a dejarse llevar por la debilidad humana ante
los ojos de aquellos hombres.
—En cualquier caso, nos haremos a la mar —dijo, fríamente— en cuanto tenga
una tripulación y un remolcador a vapor.
—¿Puedo preguntar a vuestra señoría qué se propone hacer? —preguntó Sharpe.
Hornblower tuvo que pensar rápidamente para dar una respuesta razonable a esa
pregunta; no tenía ni idea. Lo único que sabía es que no iba a rendirse sin luchar.
Nunca se había conseguido solucionar una crisis perdiendo tiempo.
—Emplearé lo que me queda de estar aquí en la redacción de órdenes para mi
escuadrón —dijo—. Mi teniente de bandera las escribirá a mi dictado, y le pido a
usted, señor Sharpe, que se encargue de su distribución por todos los medios que
encuentre disponibles.
—Muy bien, milord.
Hornblower recordó en aquel momento algo que ya tenía que haber hecho. No era
demasiado tarde; aquella parte de su deber todavía podía llevarla a cabo. Y así al
menos disimularía la rabia que sentía.
—Señor Harcourt —dijo—. Tengo que felicitarle de todo corazón por la forma
excelente en que ha ejecutado mis órdenes. Ha realizado usted la tarea de vigilar la
Daring de un modo ejemplar. Puede estar usted seguro de que llamaré la atención de
sus señorías respecto a su conducta.
—Muchas gracias, milord.
—Y ese hombre, Jones —continuó Hornblower—. Ningún marinero podría haber
actuado con más inteligencia. Ha elegido usted admirablemente, señor Harcourt, y
Jones ha justificado su elección. Lo recordaré y le recompensaré. Le daré un
nombramiento de marinero y le confirmaré tan pronto como sea posible.

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—Muchas gracias, milord. Ya le habían nombrado antes y le habían retirado el
nombramiento.
—¿La bebida? ¿Por eso le fue negado el permiso para bajar a tierra?
—Eso me temo, milord.
—Entonces, ¿qué recomienda usted? Harcourt estaba en un aprieto.
—Pues… puede decirle usted directamente lo que me ha dicho a mí, milord.
Puede estrecharle la mano y…
Hornblower se echó a reír.
—¿Y ser conocido en toda la marina como el almirante más tacaño que ha
existido jamás? No. Al menos le daré una guinea de oro. O dos. Se las entregaré
personalmente, y le ruego que le dé tres días de permiso en cuanto lleguemos de
nuevo a Kingston. Que disfrute de su pequeña perversión, si es la única forma en la
que podemos recompensarle. Hay que considerar los sentimientos de todo el
escuadrón.
—Sí, milord.
—Y ahora, señor Gerard, empezaré a dictar esas órdenes.
Era ya mediodía cuando la Crab soltó amarras y fue remolcada por el Temeraire;
a pesar del glorioso nombre del remolcador, Hornblower no dedicó un solo
pensamiento a ello y a las implicaciones que tenía. El intervalo que pasó antes de
partir, durante la larga y asfixiante mañana, lo ocupó dictando órdenes, que debían ser
expedidas a todos los buques de su escuadrón. Había que hacer una infinidad de
copias. Sharpe las enviaría selladas a todos los buques británicos que dejasen Nueva
Orleans hacia las Indias Occidentales en la esperanza de que si uno de ellos
encontraba a un barco del rey, sus órdenes podían pasar sin demora, sin ser enviadas a
Kingston, y luego transmitidas por los canales oficiales. Cada uno de los buques del
escuadrón de las Indias Occidentales debía tener los ojos bien abiertos para localizar
el buque americano Daring. Cada barco debía preguntar cuál era su objetivo, y debía
averiguar, si era posible, si la Daring tenía tropas a bordo, pero (Hornblower sudaba
más febrilmente que nunca mientras redactaba lo que seguía) los capitanes de los
buques de su majestad debían recordar aquel fragmento de las instrucciones
originales del comandante en jefe que hacían alusión a la conducta hacia la bandera
americana. Si no había tropas a bordo, tenían que hacer un esfuerzo para averiguar
dónde las habían desembarcado; si las llevaban, la Daring debía ser mantenida a la
vista hasta que bajaran a tierra. Los capitanes debían tener la máxima discreción en lo
que respecta a cualquier posible interferencia con las operaciones de la Daring.
Esas órdenes no dejarían Nueva Orleans hasta el día siguiente y viajarían en un
lento barco mercante; por lo que sabía, era poco probable que alcanzaran a cualquier
barco del escuadrón antes de que la Daring hubiese hecho lo que estaba planeando.
Sin embargo, era necesario tomar todas las precauciones posibles.
Hornblower firmó veinte copias de sus órdenes con mano sudorosa, luego las vio
sellar y se las tendió a Sharpe. Se estrecharon las manos y Sharpe bajó de nuevo por

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la pasarela.
—Cambronne se dirigirá a Port au Prince o a La Habana, según mi opinión,
milord —dijo Sharpe.
Los dos lugares no estaban separados más que por unas mil millas.
—¿Y no podría ser Cartagena, o La Guaira? —preguntó Hornblower con ironía.
Esos lugares estaban también a mil millas de distancia, y a más de mil millas de La
Habana.
—También podría ser —accedió Sharpe, a quien no hacía mella la ironía. Sin
embargo, no se podía decir que no estuviera sensibilizado hacia las dificultades de
Hornblower, porque continuó—: Le deseo la mejor de las suertes, milord, en
cualquier caso. Estoy seguro de que vuestra señoría alcanzará el éxito.
La Crab soltó amarras, y el Temeraire la llevaba a remolque, con el humo y las
chispas surgiendo de sus chimeneas, para gran indignación de Harcourt. Temía no
sólo el fuego, sino las manchas en su inmaculada cubierta. Hizo que los marineros
trabajaran sin cesar bombeando agua desde el mar, para empapar cubierta y jarcias.
—¿Desayuno, milord? —dijo Gerard, al costado de Hornblower.
¿Desayuno? Era la una del mediodía. No había dormido. Había bebido demasiado
la noche anterior, y la había tenido muy ajetreada y llena de ansiedad, y ahora estaba
muy nervioso. Su primera reacción fue decir que no, pero entonces recordó lo mucho
que se había quejado el día anterior (¿sólo había pasado un día? Parecía más bien una
semana) acerca del retraso en su desayuno. No permitiría que su agitación fuese tan
obvia.
—Por supuesto. Podrían habérmelo servido antes, señor Gerard —dijo, esperando
transmitir el enfado del hombre que todavía no había comido nada.
—Sí, milord —dijo Gerard. Llevaba varios meses como teniente de Hornblower,
y ya sabía tanto del carácter y las manías del almirante como una esposa. Sabía,
también, que en el fondo Hornblower era amable. Había recibido su nombramiento
como hijo de un viejo amigo suyo, en un momento en que los hijos de almirantes y
duques ansiaban servir como teniente con el mítico Hornblower.
El almirante se comió a la fuerza la fruta y los huevos cocidos, y se bebió el café,
a pesar del calor. Dejó pasar un tiempo considerable antes de volver de nuevo a
cubierta, y durante ese lapso, consiguió olvidar realmente sus problemas… al menos
casi olvidarlos. Pero volvieron a toda marcha tan pronto como subió a cubierta. Tan
abrumadores eran que no demostró interés alguno por ese método todavía inusual
para él de navegar por un río, ni en las bajas orillas que corrían rápidamente a ambos
lados. Aquella apresurada partida de Nueva Orleans era sólo un gesto de
desesperación, después de todo. No podía esperar atrapar a la Daring. Ésta podía
llevar a cabo cualquier golpe que tuviesen en mente casi ante sus mismas narices, y
serían el hazmerreír del mundo entero… bueno, de su mundo, al menos. Éste sería el
último mando que le dieran. Hornblower hizo memoria de los años a media paga que
había ido soportando desde Waterloo. Habían sido años dignos y felices, se podría

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pensar, con un escaño entre los lores y una posición de influencia en su condado, una
esposa amante y un hijo que iba creciendo, pero aun así, aquello no era vida. Los
cinco años que siguieron a Waterloo, hasta que el curso de la naturaleza llevó a su
promoción al rango de oficiales, habían estado llenos de temores. Sólo se había dado
cuenta de ello al experimentar la intensa alegría de su nombramiento para las Indias
Occidentales. Ahora, todos los años que le quedaban por vivir hasta la tumba serían
tan yermos como esos cinco; mucho más estériles si cabe, puesto que no se verían
aliviados por la esperanza de un futuro empleo en el mar.
Allí estaba, compadeciéndose a sí mismo, se dijo amargamente, cuando lo que
debía hacer era pensar en los problemas que se le presentaban. ¿Qué pretendía hacer
ese Cambronne? Si podía adelantársele, llegar triunfante al lugar donde se proponía
asestar su golpe, podía recuperar su reputación. Sería capaz, con mucha suerte, de
intervenir decisivamente. Pero en todos los lugares de Hispanoamérica había
conflictos, así como en las Indias Occidentales, excepto en las colonias británicas.
Todos los lugares eran semejantes entre sí; en cualquier caso, sería realmente dudoso
que encontrase una excusa para intervenir… Cambronne, probablemente, tenía una
comisión del propio Bolívar o de algún otro líder; pero, por otra parte, las
precauciones que había tomado parecían significar que al menos prefería que la
Marina Real no tuviera oportunidad de intervenir. ¿Intervenir? ¿Con una tripulación
de dieciséis hombres, sin contar a los supernumerarios, y solamente con unos cañones
de seis libras? Bobadas. Era un idiota. Pero tenía que pensar, pensar, pensar…
—Se habrá puesto el sol antes de que avistemos Saint Philip, milord —informó
Harcourt, saludando.
—Muy bien, señor Harcourt.
No se dispararían salvas, entonces. Partiría de Estados Unidos con el rabo entre
las piernas, por así decirlo. No podría evitar que hubiese comentarios sobre la
brevedad de su visita. Sharpe haría lo que pudiera para argumentar por qué se había
ido tan deprisa, pero cualquier explicación resultaría insatisfactoria. De cualquier
modo, ese mando que tanto ansiaba se estaba convirtiendo en un ridículo fiasco.
Hasta aquella visita, que había deseado tan ardientemente, era una decepción. No
había visto casi nada de Nueva Orleans, ni de América, ni a los propios americanos.
No podía interesarse por aquel vasto Misisipí. Sus problemas le impedían
concentrarse en el entorno, y el entorno le distraía de prestar la debida atención a sus
problemas. Ese fantástico medio de progresión, por ejemplo… la Crab iba surcando
el agua a sus buenos cinco nudos, y también estaba la corriente. Una brisa soplaba
contra el buque, como consecuencia. Era extraordinario ir avanzando con el viento
completamente muerto, sin una sola oscilación, con la jarcia fija exhalando una débil
nota y, sin embargo, ni un solo crujido de la jarcia móvil.
—La cena está servida, milord —dijo Gerard, apareciendo de nuevo en cubierta.
La oscuridad se cerraba en torno a la Crab mientras Hornblower bajaba, pero en
la cabina hacía un calor sofocante.

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—Caldo escocés, milord —dijo Giles, colocando un humeante plato ante él.
Hornblower introdujo la cuchara someramente en el plato, se esforzó por tragar
unas cuantas cucharadas, y dejó de nuevo el cubierto. Giles le sirvió un vaso de vino;
no quería ni vino ni sopa, pero no deseaba tampoco mostrar debilidades humanas. Se
esforzó por comer un poco más de sopa, lo suficiente para mantener las apariencias.
—Pollo marengo, milord —dijo Giles, colocando ante él otro plato.
Las apariencias quedaron mejor con el pollo; Hornblower lo cortó a trozos, se
comió un par de bocados y dejó el cuchillo y el tenedor. Ya le informarían desde
cubierta si había ocurrido el milagro, si los dos remolcadores de vapor de la Daring
se habían estropeado, o si la Daring había embarrancado y estaban pasando por su
lado, triunfantes. Absurda esperanza. Era un idiota.
Giles despejó la mesa y colocó en ella una bandeja con quesos y un plato, y le
sirvió un vaso de oporto. Una tajada de queso, un sorbo de oporto, y la cena se podía
considerar por concluida. Giles trajo la lámpara de alcohol de plata, la cafetera de
plata, la taza de porcelana… el último regalo que le había hecho Bárbara. De algún
modo, el café le consolaba a pesar de su desgracia; era el único consuelo en un
mundo negro.
De nuevo en cubierta, estaba ya bastante oscuro. En la amura de estribor brillaba
una luz, moviéndose a ritmo constante hacia popa, hacia el través de estribor. Debía
de ser uno de los faros instalados por los americanos para hacer la navegación del
Misisipí tan cómoda de noche como de día. Era una prueba más de la importancia de
aquel comercio que se iba desarrollando, y el hecho de que nada menos que seis
remolcadores de vapor se usaran constantemente también lo indicaba así.
—Por favor, milord —dijo Harcourt en la oscuridad junto a él—. Estamos
acercándonos al Paso. ¿Qué órdenes tiene, milord?
¿Qué podía hacer? Sólo podía jugar al perdedor, hasta el amargo final. Sólo podía
seguir a la Daring, lejos, muy lejos de ellos, a popa, con la esperanza de que ocurriera
un milagro, un afortunado accidente. Las probabilidades de que cuando llegasen a
Corpus Christi el pájaro hubiese volado y se hubiese desvanecido por completo eran
de cien a una. Sin embargo, quizá las autoridades mexicanas, si es que había alguna,
o los cotilleos locales, si podía recoger alguno, le dieran alguna indicación del destino
que iba a seguir a continuación la Guardia Imperial.
—Tan pronto como estemos en alta mar establezca rumbo hacia Corpus Christi,
por favor, señor Harcourt.
—Sí, milord. Corpus Christi.
—Estudie las Instrucciones de Navegación para el Golfo de México, señor
Harcourt, por el paso hacia la laguna que hay allí.
—Sí, milord.
Ya estaba hecho, ya había tomado la decisión. Sin embargo se quedó en cubierta,
tratando de enfrentarse al problema en toda su vaguedad y enloquecedora
complejidad.

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Notó la lluvia sobre su rostro, que pronto empezó a caer a torrentes sobre
cubierta, con gran estrépito, empapando su mejor uniforme. El tricornio le pesaba
como el plomo en la cabeza, con el ala llena de agua. Estaba a punto de refugiarse
abajo cuando su mente empezó a seguir un viejo curso de pensamientos, y se quedó.
Gerard apareció en la oscuridad con su gorro y su impermeable, pero no le prestó
ninguna atención. ¿No era posible que se tratase de una falsa alarma? ¿Que
Cambronne no tuviese pensada otra cosa que devolver la guardia a Francia? No, claro
que no. No habría embarcado seiscientos mosquetes a bordo, en ese caso, ni fardos
con uniformes, ni tampoco habría tenido necesidad alguna de realizar una partida
apresurada y clandestina.
—Por favor, milord —dijo Gerard, insistiendo con su impermeable.
Hornblower recordó que antes de dejar Inglaterra, Bárbara se había llevado a
Gerard a un lado y había hablado con él mucho rato, seriamente. Sin duda, le estaba
insistiendo en la necesidad de impedir que se mojara y procurar que comiera
regularmente.
—Demasiado tarde, señor Gerard —dijo, con una mueca—. Estoy completamente
empapado.
—Entonces, por favor, milord, vaya abajo y cámbiese de ropa.
Había auténtica ansiedad en la voz de Gerard, una preocupación sincera. La lluvia
tamborileaba con fuerza sobre el impermeable de Gerard en la oscuridad, como el
almirez que machaca el nitrato en un mortero de pólvora.
—Ah, sí, muy bien —accedió Hornblower.
Se dirigió hacia el pequeño tambucho. Gerard le seguía.
—¡Giles! —llamó Gerard, vivamente. El ayuda de cámara de Hornblower
apareció al instante—. Saque ropa seca para su señoría.
Giles empezó a trastear en la pequeña cabina, arrodillándose en el suelo para
sacar una camisa limpia del baúl. Medio galón de agua cayó de golpe junto a él
cuando Hornblower se quitó el sombrero.
—Cuide de que las cosas de su señoría se sequen como es debido —ordenó
Gerard.
—Sí, señor —dijo Giles, con la suficiente paciencia contenida en su tono como
para hacer saber a Gerard que era una orden innecesaria. Hornblower sabía que
aquellos dos hombres le querían bien. ¿Sobreviviría ese afecto a su fracaso… y
durante cuánto tiempo?
—Muy bien —dijo, momentáneamente irritado—. Ya puedo arreglármelas yo
ahora.
Se quedó solo en la cabina, de pie, inclinado bajo los baos de cubierta. Al
desabrocharse el empapado uniforme se dio cuenta de que todavía llevaba la estrella
y la cinta. Al pasar ésta por la cabeza comprobó que estaba empapada también. Cinta
y estrella se burlaban de su error, justo en el preciso momento en que él estaba
mofándose con desdén de sí mismo por esperar otra vez que la Daring pudiera haber

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embarrancado en algún sitio durante su travesía por el río.
Un golpecito en la puerta, y Gerard entró de nuevo en la cabina.
—He dicho que podía arreglármelas solo —espetó Hornblower.
—Un mensaje del señor Harcourt, milord —dijo Gerard, sin inmutarse—. El
remolcador soltará amarras pronto. El viento es bueno, una fuerte brisa, este cuarta al
nordeste.
—Muy bien.
Una fuerte brisa, un buen viento, todo ello iría en favor de la Daring. La Crab
habría tenido alguna oportunidad de adelantarse a ella con aires variables y
contrarios. Pero el destino había cargado los dados contra ellos.
Giles había aprovechado la oportunidad para volver a meterse en la cabina. Cogió
la mojada casaca de manos de Hornblower.
—¿No le había dicho que saliera? —exclamó Hornblower, cruel.
—Sí, milord —replicó Giles, imperturbable—. ¿Qué hacemos con este… este
gorro, milord?
El ayuda de cámara había cogido el gorro de piel de oso de la Guardia Imperial,
que todavía estaba colocado en el armario.
—¡Ah, lléveselo! —rugió Hornblower.
Se quitó los zapatos de cualquier manera y estaba empezando a quitarse las
medias cuando le asaltó una nueva idea. Continuó agachado, sopesándola.
Un gorro de piel de oso… fardos y más fardos de gorros de piel de oso… ¿Para
qué? Lo de los mosquetes y bayonetas lo entendía. Los uniformes también, quizá.
Pero ¿quién en su sano juicio equiparía a un regimiento en la América tropical con
gorros de piel de oso? Se fue enderezando poco a poco, y se puso de nuevo en pie,
pensando intensamente. Hasta las casacas de uniforme con botones y entorchados
estarían fuera de lugar entre las andrajosas filas de las hordas de Bolívar; los gorros
de piel de oso resultarían bastante absurdos.
—¡Giles! —rugió, y cuando apareció Giles por la puerta, exclamó—: ¡Tráigame
de nuevo ese gorro!
Lo cogió de nuevo entre sus manos. Tenía la íntima sensación de estar tocando la
clave del misterio. Estaba la pesada cadena de latón lacado, el águila imperial.
Cambronne era un soldado con veinte años de experiencia en el campo de batalla;
nunca haría que sus hombres llevasen cosas como aquélla en una guerra en los
pestilentes pantanos de Centroamérica, o en los sofocantes cañaverales de las Indias
Occidentales. ¿Entonces…? La Guardia Imperial, con sus uniformes y gorros de piel
de oso, ya históricos, quedaba asociada en todas las mentes con la tradición
bonapartista, que aún se hacía notar como fuerza política. ¿Un movimiento
bonapartista? ¿En México? Imposible. ¿En Francia, entonces?
Aunque llevaba todavía las ropas húmedas, Hornblower sintió un súbito ramalazo
de calor y notó la sangre correr por sus venas, cálida, sabiendo que había dado con la
solución. ¡Santa Elena! Bonaparte estaba allí, era prisionero, exilado en una de las

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islas más solitarias del mundo. Quinientos soldados disciplinados llegando por
sorpresa en un buque con los colores americanos conseguirían liberarle. ¿Y entonces?
Había pocos buques en el mundo tan rápidos como la Daring. Navegando hacia
Francia, llegarían allí antes de que ningún aviso pudiera alcanzar el mundo civilizado.
Bonaparte desembarcaría con su guardia… ah, sí, el propósito que tenían los
uniformes y los gorros de piel de oso quedaba ahora bastante claro. Todo el mundo
recordaría las glorias del imperio. El ejército francés se agruparía bajo su estandarte,
como había hecho antes, cuando él volvió de Elba. Los Borbones ya habían
dilapidado el crédito que se les dio… Sharpe había observado que estaban actuando
como unos metomentodos en el aspecto internacional, en la esperanza de deslumbrar
al pueblo con una política exterior de éxito. Bonaparte marcharía hacia París sin
ninguna oposición. Entonces, el mundo quedaría una vez más sumido en el caos.
Europa experimentaría de nuevo el sangriento ciclo de derrotas y victorias.
Después de Elba, había sido necesaria una campaña de cien días para derrotar a
Napoleón en Waterloo, pero durante aquellos cien días habían muerto nada menos
que cien mil hombres, y se habían gastado millones y millones. Esta vez, podía no ser
tan fácil como la anterior. Bonaparte podía encontrar aliados en el estado de
confusión que reinaba en Europa. Podían pasar veinte años más de guerra, que
dejasen a Europa en ruinas. Hornblower había luchado durante veinte años de
contiendas. Se sentía físicamente enfermo ante la idea de que se repitiera. La
perspectiva era tan monstruosa que volvió a repasar las deducciones que acababa de
hacer, pero no pudo evitar llegar a la misma conclusión.
Cambronne era un bonapartista; ningún hombre que hubiera sido comandante en
jefe de la Guardia Imperial podía ser otra cosa. Incluso lo indicaba un pequeño
detalle: lucía la Gran Águila bonapartista de la Legión de Honor en lugar del Gran
Cordón Borbón, que la había sustituido. Lo había hecho con el conocimiento de
Vautour, y con su aceptación. Vautour servía a los Borbones, pero podía ser un
traidor; todo el asunto de fletar la Daring y enviar su fatal carga a bordo sólo podía
haber sido llevado a cabo con la connivencia de las autoridades francesas…
presumiblemente, toda Francia estaba minada por la conspiración bonapartista. La
conducta de la baronesa era una prueba más de ello.
Centroamérica y las Indias Occidentales podían estar sumidas en el caos, pero no
había en aquel lugar ningún punto de interés estratégico especial (como él sabía bien,
después de haberlo meditado mucho) que invitase a una invasión por parte de la
Guardia Imperial con uniformes y gorros de piel de oso. Tenía que ser Santa Elena, y
luego Francia. No había ninguna duda de ello. Ahora, las vidas de millones de
personas, la paz del mundo entero, dependían de la decisión que tomase él en aquel
preciso momento.
Se oyó ruido de pasos en cubierta, justo por encima de su cabeza. Oyó cabos que
caían de golpe en cubierta, órdenes, fuertes crujidos. La cabina, de repente, se inclinó
de costado al largar velas, cogiéndole completamente desprevenido, de modo que se

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tambaleó y se le cayó el gorro de piel de oso, que quedó a sus pies. La Crab se
enderezó otra vez. La cubierta parecía haber cobrado vida de súbito, como si un
aliento vital hubiese respirado sobre ella. Estaban en alta mar; se dirigían hacia
Corpus Christi. Con el viento este cuarta al nordeste, la Crab iría volando viento en
popa, posiblemente. Ahora tenía que pensar con rapidez, cada segundo contaba. No
podía permitirse correr a sotavento de aquella manera, si iba a cambiar los planes.
Y él sabía que iba a cambiarlos. Había deseado con desesperación una
oportunidad de adivinar adónde se dirigía la Daring después de tocar tierra en Corpus
Christi. Pues bien: ahora podía intervenir. Ahora tenía una oportunidad de preservar
la paz del mundo. Con los ojos, que no veían, clavados en una distancia infinita, se
puso de pie en la cabina balanceante, invocando en su mente la visión de las cartas
del golfo de México y del Caribe. Los vientos alisios del nordeste soplaban a través
de ellos, no tan fiables en aquella época del año como en invierno, pero con la
suficiente constancia como para resultar un factor calculable. Un buque que se
dirigiera al sur del Atlántico (hacia Santa Elena) desde Corpus Christi, se vería
obligado a tomar el canal de Yucatán. Entonces, sobre todo si su misión no deseaba
llamar la atención, se dirigiría hacia el saliente de Sudamérica, por el centro del
Caribe, con muchas millas de mar abierto a cada aleta. Pero tendría que pasar por la
cadena de las Antillas antes de irrumpir en el Atlántico.
Había centenares de pasajes disponibles, pero sólo uno resultaba obvio, la única
ruta que consideraría un capitán con destino a Santa Elena y que tuviera que luchar
contra los vientos alisios. Rodearía Punta Galera, el extremo más septentrional de
Trinidad. Daría el máximo espacio que pudiera, aunque no podría ser verdaderamente
amplio porque al norte de Punta Galera se encontraba la isla de Tobago, y el canal de
Tobago entre ambas no debía de tener (aunque Hornblower no lo sabía con total
seguridad) más de cincuenta millas de ancho. En condiciones favorables, un barco
solo podía patrullar por ese canal y asegurarse de que nadie pasara por allí sin ser
visto. Era un típico ejemplo de estrategia marítima a pequeña escala. El poder del mar
hace notar su influencia en los amplios océanos, pero es en los mares estrechos, en
los puntos concretos, donde ocurren siempre los momentos decisivos. El canal de
Yucatán no sería tan adecuado como el de Tobago, porque el primero tenía más de un
centenar de millas de anchura. La Crab llegaría allí primero, eso podía darse por
sentado, viendo que la Daring tendría que cubrir los dos lados de un triángulo, yendo
primero a Corpus Christi, y con un largo recorrido a sotavento como resultado. Sería
mejor emplear la ventaja conseguida de ese modo para correr hacia el canal de
Tobago. Tendrían tiempo de anticiparse a la Daring (el tiempo justo), y existía una
posibilidad sustancial de que él se encontrara de camino con algún buque de su
escuadrón, y pudiera acompañarle. Una fragata. Eso le daría toda la fuerza que
necesitaba. Se decidió en aquel mismo momento, consciente de que el corazón le latía
muy deprisa. —¡Giles!— gritó.
Éste volvió a aparecer, y sin excederse de la gran discreción de un criado favorito,

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mostró una sorprendida desaprobación al verle todavía con la camisa y los pantalones
mojados.
—Salude al señor Harcourt y dígale que deseo verle tan rápido como le sea
posible.
Que significaba de inmediato, claro está, puesto que era todo un almirante el que
solicitaba la presencia de un teniente.
—Señor Harcourt, he decidido un cambio de planes. No hay tiempo que perder.
Por favor, establezca un rumbo hacia el cabo San Antonio.
—Cabo San Antonio. Sí, señor.
Harcourt era un buen oficial. No mostró extrañeza ni duda en su voz después de
oír la sorprendente orden.
—Cuando estemos en el nuevo rumbo le explicaré lo que me propongo, si tiene la
amabilidad de venir a despachar conmigo con las cartas, señor Harcourt. Traiga
también al señor Gerard con usted.
—Sí, señor.
Ahora podía quitarse la camisa y los pantalones empapados y secarse con una
toalla. De alguna forma, en la diminuta cabina ya no parecía hacer un calor tan
opresivo, quizá porque habían salido a mar abierto, tal vez porque había tomado una
decisión. Se estaba poniendo los pantalones en el momento en que Harcourt metió a
barlovento. La Crab viró como una peonza, mientras sus robustos marineros halaban
las escotas. La nave macheteó a estribor, con el viento por el través, y Hornblower,
con una sola pierna metida en los pantalones, después de dar un salto frenético,
tratando de mantener el equilibrio, cayó de cara en el coy y quedó pataleando en el
aire. Luchó por ponerse en pie de nuevo; la Crab todavía se escoró a estribor, luego
un poco más, y por fin menos, a medida que cada ola en el través del mar pasaba bajo
ella. Cada bandazo cogía a Hornblower por sorpresa mientras intentaba meter la otra
pierna en los pantalones, y tuvo que sentarse dos veces en el catre de golpe antes de
conseguirlo. Una vez tuvo éxito, Harcourt y Gerard entraron de nuevo en la cabina.
Escucharon serenamente a Hornblower mientras éste les contaba sus deducciones con
respecto al plan de la Daring y su intención de interceptarla en el canal de Tobago;
Harcourt tomó su compás y midió la distancia, y asintió cuando hubo acabado.
—Podemos ganarle cuatro días de ventaja hacia San Antonio, milord —dijo—.
Eso significa que estaremos allí tres días antes que ellos.
Tres días debía ser una ventaja suficiente para la Crab en la larga, larga carrera a
través del Caribe.
—¿Podemos avisar a Kingston de paso, milord? —preguntó Gerard.
Estuvo tentado de considerarlo, pero al final Hornblower movió negativamente la
cabeza. No tendría sentido avisar al cuartel general, contar aquellas noticias, buscar
refuerzos incluso, si la Daring se les escapaba mientras lo hacían.
—Nos costaría demasiado tiempo —dijo—. Aunque tuviéramos la brisa del mar.
Y habría retraso mientras estuviéramos allí. No podemos perder nada de tiempo.

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—Supongo que no, milord —accedió Gerard, a regañadientes. Estaba jugando el
papel de oficial del estado mayor, cuyo deber es ser crítico con cualquier plan que se
sugiera—. Entonces, ¿qué hacemos cuando nos encontremos con ellos?
Hornblower buscó los ojos de Gerard y lo miró fijamente. Gerard estaba
formulando en voz alta la pregunta que ya se habían hecho y que había quedado sin
respuesta.
—Estoy haciendo planes para enfrentarme a esa situación —dijo Hornblower, y
hubo en su voz un tono áspero que impidió a Gerard continuar con el tema.
—No hay más de veinte millas de agua navegable en el canal de Tobago, milord
—dijo Harcourt, todavía ocupado con su compás.
—Entonces, no podrá pasarnos inadvertida, aunque sea de noche. Caballeros,
creo que estamos obrando de la mejor forma posible. Quizá la única posible.
—Sí, milord —dijo Harcourt; su mente estaba funcionando a toda máquina—. Si
Boney consigue liberarse de nuevo…
No pudo continuar. No podía enfrentarse a esa espantosa posibilidad.
—Tenemos que procurar que eso no ocurra, caballeros. Y ahora que hemos hecho
todo lo que podemos, sería muy sensato que nos tomáramos un pequeño descanso.
No creo que ninguno de nosotros haya dormido desde hace un tiempo considerable.
Aquello era verdad. Ahora que ya había decidido qué curso de acción tomar,
ahora que ya estaba comprometido a ello, para bien o para mal, Hornblower sentía
que los párpados le pesaban y el sueño le invadía. Se echó en su coy una vez que sus
oficiales le dejaron. Con el viento por el través de babor y el coy apoyado contra el
mamparo de estribor, podía relajarse por completo, sin miedo de caerse. Cerró los
ojos. Ya había empezado a formular la respuesta a la pregunta que había planteado
Gerard. Aquella decisión era espantosa, algo horrible de contemplar. Pero parecía
inevitable. Tenía que cumplir con su deber, y ahora podía estar seguro de que lo hacía
con el máximo de su habilidad. Con la conciencia clara, con la certeza tranquilizadora
de que estaba usando su juicio más sereno, la inevitabilidad del futuro que le esperaba
reforzó su necesidad de dormir. Durmió hasta el amanecer; incluso estuvo medio
amodorrado unos minutos más después de amanecer, antes de empezar a pensar de
nuevo con claridad, a la luz del día, cuando aquel horrible pensamiento empezó a
incordiarle de nuevo.
Así fue como la Crab empezó su carrera histórica hacia el canal de Tobago, a
través de una distancia casi tan grande como ancho es el Atlántico, con los bravíos
vientos alisios empujándola, mientras la nave iba avanzando. Todos los hombres de a
bordo sabían que estaban disputando una carrera, porque en una embarcación
pequeña como la Crab no se puede mantener nada en secreto, y los marineros se
sumergieron en el espíritu competitivo con el entusiasmo que se esperaba de ellos.
Ojos comprensivos se volvían hacia la solitaria figura del almirante, de pie, firme en
el diminuto alcázar con el viento aullando a su alrededor. Todo el mundo sabía la
apuesta que estaba jugando; todo el mundo pensaba que merecía ganar y nadie podía

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adivinar su auténtico tormento, la certeza que estaba cristalizando en su mente de que
aquél era el final de su trayectoria profesional, tanto si ganaba la carrera como si la
perdía.
Nadie a bordo se sentía molesto por el constante trabajo que representaba
aprovechar al máximo toda la velocidad de la Crab, el continuo halar y soltar las
escotas mientras se ajustaban las velas a la menor variación del viento, el instantáneo
y urgente recogido de lona en el último momento mientras las borrascas venían
aullando y descargaban sobre ellos, el rápido largar velas mientras las borrascas
pasaban por su lado. Todos los marineros se habían constituido en vigías no oficiales;
realmente, no había necesidad de que el almirante hubiese ofrecido una guinea de oro
al hombre que primero avistara la Daring: siempre existía la posibilidad de que se
diese un encuentro antes de llegar al canal de Tobago. A nadie le importaban las
camisas empapadas y los lechos húmedos cuando los surtidores de agua irrumpían
sobre la proa de la Crab en deslumbrantes arco iris y se abrían paso hacia abajo por
cubierta, mientras la goleta, forzada hasta el máximo, casi estallaba por sus junturas
con el fuerte oleaje. Las mediciones con la corredera cada hora, el cálculo diario del
recorrido de la nave, se veían ansiosamente anticipados por hombres que solían
mostrar la indiferencia fatalista de los marineros curtidos hacia esos temas.
—Estoy acortando las raciones de agua, milord —dijo Harcourt a Hornblower la
mañana que partieron.
—¿A cuánto? —Hornblower lo preguntó fingiendo que en realidad le interesaba
la respuesta, de modo que su sufrimiento por otro tema no fuera tan aparente.
—A medio galón, milord.
Dos cuartos de agua fresca por día y hombre… sería difícil para unos marineros
que trabajaban duro en el trópico.
—Una decisión muy acertada, señor Harcourt —dijo Hornblower.
Había que tomar todas las precauciones posibles. Era imposible predecir cuánto
duraría el viaje, ni cuánto tiempo deberían permanecer patrullando sin rellenar los
barriles de agua. Sería absurdo verse obligados a ir a puerto prematuramente como
resultado de una extravagancia irreflexiva.
—Daré instrucciones a Giles —continuó Hornblower— para que retire la misma
ración para mí.
Harcourt parpadeó un poco al oír esto. Su pequeña experiencia con los almirantes
le hacía pensar que llevaban una vida de máximo lujo. No había pensado lo suficiente
en el problema para darse cuenta de que si Giles tenía carta blanca a la hora de servir
agua a su almirante, Giles, y quizá todos los amigos de Giles, también tendrían toda
el agua para beber que quisiesen. Y Hornblower no sonreía al hablar; Hornblower
tenía la misma expresión sombría y poco amistosa que había mostrado a todo el
mundo desde que tomó la decisión, cuando salieron a alta mar.
Avistaron el cabo de San Antonio una tarde, y supieron que estaban atravesando
el canal de Yucatán. Eso no sólo les dio un nuevo punto de referencia, sino que

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además supieron que a partir de entonces no sería demasiado improbable avistar a la
Daring en cualquier momento. Estaban siguiendo más o menos el mismo rumbo que
el buque habría tomado, desde el punto de referencia en adelante. Dos noches
después, pasaron junto a Gran Caimán. No hubo avistamiento, pero sí escucharon el
rugido del oleaje en uno de los distantes arrecifes. Ésa era una prueba de lo mucho
que estaba ajustando Harcourt su rumbo. Hornblower pensó que él habría pasado
mucho más lejos de Gran Caimán… En aquel momento le irritaba más de lo habitual
la convención que impedía que un almirante interfiriese en el manejo de su buque
insignia. La noche siguiente, escucharon sonidos procedentes de Pedro Bank, y
supieron que Jamaica y Kingston se encontraban escasamente a cien millas a
sotavento de su posición. Desde ese último punto de partida, Harcourt estableció un
nuevo rumbo, directo hacia el canal de Tobago, pero no pudo mantenerlo. Los vientos
alisios se empeñaron en virar hacia el sudeste, cosa nada sorprendente, ya que se
aproximaba el verano, y soplaban completamente en contra. Harcourt colocó la Crab
con las velas amuradas a estribor (nunca, voluntariamente, ningún capitán que se
preciase cedía una sola yarda al sur en el Caribe) y marcó su rumbo tan ceñido al
viento como pudiera soportar la Crab.
—Ya veo que ha aferrado la gavia, señor Harcourt —observó Hornblower,
aventurándose en un terreno delicado.
—Sí, milord —como respuesta a la fija e inquisitiva mirada de su almirante,
Harcourt condescendió a explicarse un poco más—: Una goleta tan ancha de manga
como ésta no está preparada para navegar de banda, milord. Hacemos menos deriva
bajo una vela más moderada, milord, mientras estemos ciñendo con una brisa tan
fuerte.
—Conoce usted su propio barco mejor que yo, por supuesto, señor Harcourt —
dijo Hornblower a regañadientes.
Resultaba difícil creer que la Crab realizase más progresos sin sus magníficas
gavias cuadradas extendidas ante la brisa. Estaba seguro de que la Daring habría
largado hasta el último centímetro de lona… quizá con un solo rizo. La Crab
avanzaba velozmente, haciendo un poco de agua una vez o dos por encima de su
amura de estribor. En aquellos momentos era cuando todos y cada uno de los
hombres debían agarrarse bien. Al amanecer del día siguiente la tierra se encontraba
justo enfrente de ellos, como una línea azul en el horizonte: las montañas de Haití.
Harcourt esperó hasta el mediodía, elevándose por encima del agua cada vez más y
más, y luego viró de bordo. Hornblower lo aprobó: al cabo de una hora o dos la brisa
de tierra podía cesar, y tenían que doblar por Punta Beata. Era enloquecedor pensar
que en aquella bordada perderían un poco de terreno, porque era perfectamente
posible que la Daring, dondequiera que estuviera, recibiera el viento una cuarta o dos
más a su favor y podría mantener su rumbo de forma directa. Y era bastante
significativo ver cómo los hombres del palo de trinquete levantaban los dedos
mojados para probar de dónde venía el viento, y estudiaban el horizonte de

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barlovento, y criticaban la forma en que el timonel, a la caña, luchaba por ganar a
barlovento todo lo que podía, yarda a yarda.
Durante un día y medio, el viento sopló con mucha fuerza. Hacia la mitad de la
segunda noche Hornblower, que yacía sin poder dormir en su catre, se vio
despabilado por la llamada a todos los marineros. Se incorporó y cogió su bata
mientras oía el estrépito de pies que corrían por encima de su cabeza. La Crab estaba
saltando como enloquecida.
—¡Todos los hombres a arrizar velas!
—¡Tres rizos en la mayor! —la voz de Harcourt atronaba cuando Hornblower
salió a cubierta.
El viento levantaba los faldones del batín de Hornblower y pegaba su camisa de
dormir en torno a su cuerpo mientras éste permanecía junto al pasamanos, a un lado.
La oscuridad se ceñía a su alrededor. Una borrasca veraniega se había precipitado
sobre ellos en plena noche, pero alguien se había dado cuenta y estaban preparados
para arrostrarla. La borrasca había venido del sur.
—¡Dejad que se incline a sotavento! —gritaba Harcourt—. ¡Hombres a las
escotas!
La Crab viró en las revueltas aguas, cabeceó y luego se estabilizó. Ahora iba
volando en la oscuridad, contradiciendo las costumbres del animal que le daba
nombre. Iba ganando una distancia preciosa hacia el norte. Aquella borrasca estaba
resultando valiosísima, porque les permitía mantener su rumbo. La tormentosa noche
seguía su curso, y la bata de Hornblower le azotaba las piernas. Era imposible no
sentirse lleno de júbilo allí de pie, forzando a los elementos para que trabajasen en su
favor, engañando al viento que pensaba que les había cogido por sorpresa.
—Bien hecho, señor Harcourt —voceó Hornblower para sobreponerse al viento,
cuando Harcourt se le acercó en la oscuridad.
—Gracias, señor… milord. Dos horas así es lo que necesitamos.
Al final el destino les otorgó una hora y media, antes de que desapareciera la
borrasca y el viento, tercamente, recuperase su primitiva dirección de este cuarta al
sudeste. Pero a la mañana siguiente, a la hora de desayunar, Giles le trajo buenas
noticias.
—El viento está virando hacia el norte, milord —informó Giles, que estaba tan
interesado como todos los demás en el progreso del buque.
—Excelente —dijo Hornblower. Sólo unos segundos más tarde el sordo dolor
volvió a crecer en su interior. Aquel viento le llevaría con más rapidez aún hacia su
destino.
A medida que el día iba transcurriendo, los vientos alisios mostraron una vez más
su estrambótica conducta veraniega. Fueron debilitándose cada vez más y más, hasta
que sólo soplaban de forma irregular, de modo que había intervalos en que la Crab se
deslizaba perezosamente por encima del brillante azul del mar, volviendo su proa
hacia todos los puntos de la brújula por turno, mientras el sol vertical abrasaba la

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cubierta en cuyas junturas se fundía la brea. Los peces voladores dejaban estelas
oscuras sobre la esmaltada superficie del mar. Nadie se fijaba en ellos; todos estaban
atisbando el horizonte en busca del menor indicio de la siguiente ráfaga de viento que
se deslizase a su favor. Quizá no demasiado lejos, en aquel temperamental Caribe, la
Daring estuviese manteniendo su rumbo con todas las velas desplegadas. Acabó el
día y llegó la noche, y sin embargo los alisios no soplaban aún, y sólo ocasionalmente
alguna ráfaga enviaba a la Crab a toda velocidad, momentáneamente, hacia el canal
de Tobago. El sol seguía abrasando, y los hombres, con una ración de sólo dos
cuartillos de agua al día, estaban sedientos.
Habían visto pocas velas, y las únicas que vieron no servían para los planes
futuros de Hornblower. Una goleta de las islas con destino a Belice. Un buque
holandés que volvía a casa desde Curaçao. Nadie a quien Hornblower pudiese confiar
una carta, ningún navío de su propio escuadrón… cosa que casi estaba más allá de los
límites de la probabilidad. A medida que pasaban los días Hornblower no podía hacer
otra cosa que esperar, con el ánimo sombrío y deprimido. Al final, los caprichosos
vientos volvieron a soplar, desde una cuarta al norte del este, y al fin pudieron marcar
su rumbo, con las gavias de nuevo largadas, dirigiéndose hacia las Antillas y con una
carrerilla de nada menos que seis nudos hora tras hora. Ahora, a medida que se
aproximaban a las islas, veían más y más velas, pero sólo eran balandros que
circulaban, comerciando entre las Islas de sotavento y Trinidad. Un buque de aparejo
cuadrado avistado en el horizonte levantó una momentánea excitación, pero no era la
Daring. Izó los colores rojo y gualda de España: una fragata española que se dirigía
hacia la costa de Venezuela, para tratar con los insurgentes, quizás. El viaje casi se
había completado. Hornblower oyó el grito de tierra que daba el vigía desde el calcés,
y un instante después, Gerard ya estaba en su camarote.
—Granada a la vista, milord.
—Muy bien.
Ahora ya estaban entrando en las aguas donde realmente podían esperar encontrar
a la Daring. La dirección del viento tenía más importancia que nunca. Soplaba desde
el nordeste, y eso les ayudaba. Extinguía la más remota posibilidad de que la Daring
pudiera pasar por el norte de Tobago en lugar de hacerlo a través del canal.
—La Daring está obligada a hacer el mismo avistamiento de tierra, milord —
afirmó Gerard—, y con luz del día, si puede.
—Esperemos que sea así, al menos —dijo Hornblower.
Si la Daring llevaba tanto tiempo apartada de la costa como la Crab, con aquellos
vientos variables y las impredecibles corrientes del Caribe, su capitán, ciertamente,
tomaría todo tipo de precauciones al realizar su aproximación.
—Creo, señor Harcourt —siguió diciendo Hornblower—, que podemos mantener
nuestro rumbo con toda seguridad hacia Punta Galera.
—Sí, milord.
Ahora era el peor momento: la espera, preguntarse si todo aquel viaje no sería una

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excursión absurda, un ir y venir a la vista de Trinidad y luego hasta Tobago y luego
de vuelta otra vez a Granada. Esperar era malo, pero si el viaje, después de todo, no
resultaba un paseo, eso significaría algo que Hornblower, y sólo Hornblower, sabía
que era mucho peor. Gerard planteó de nuevo el tema.
—¿Cómo propone que les detengamos, milord?
—Puede haber formas… —respondió Hornblower, tratando de que su voz no
sonara demasiado áspera, y de ese modo no traicionase su ansiedad.
Aquel día, el cielo era azul y el sol radiante, y la Crab corría a gran velocidad con
una ligerísima brisa, y el vigía del calcés llamó a cubierta con las noticias del
avistamiento.
—¡Buque a la vista!, ¡justo a sotavento, señor!
Una vela podía no significar nada, pero a largos intervalos, a medida que la Crab
se acercaba más y más, los sucesivos informes hacían cada vez más probable que la
extraña vela fuese la Daring. Tres palos… hasta aquel primer informe suplementario
lo daba por razonablemente seguro, porque no había demasiados grandes buques
surcando el sur del Atlántico desde el Caribe. Con toda la lona largada, hasta los
sosobres y las alas de los sobrejuanetes. Pero tampoco significaba demasiado.
—¡Parece un buque americano, señor!
Los sosobres ya habían apuntado con certeza en la misma dirección. Entonces,
Harcourt subió al palo mayor con su propio catalejo, y volvió a bajar con los ojos
brillantes de excitación.
—Es la Daring, milord. Estoy seguro.
Ellos se encontraban a diez millas de distancia, en medio del mar azul y
resplandeciente, con el brillante turquesa del cielo por encima de sus cabezas, y en el
lejano horizonte, un asomo de tierra. La Crab había ganado su carrera por veinticinco
horas. La Daring estaba «cuarteando la aguja», virando ociosamente en todas
direcciones bajo sus pirámides de vela, en ausencia completa de viento. La Crab
siguió su rumbo durante un tiempo más, y luego también se quedó inmóvil bajo el
ardiente sol. Todos los ojos se volvieron hacia el almirante que se hallaba de pie, muy
tieso, con las manos a la espalda, mirando los distantes rectángulos blancos que
indicaban dónde se encontraba su destino. La vela mayor de la goleta gualdrapeaba
ligeramente, y luego la botavara empezó a moverse.
—¡Hombres a las escotas! —gritó Harcourt.
El aire era tan ligero que ni siquiera lo notaban en sus sudorosos rostros, pero
bastaba para empujar las botavaras y, un momento después, el timonel sintió que el
timón agarraba lo suficiente para darle el control. Con el bauprés de la Crab
apuntando directamente a la Daring, el aliento de la brisa estaba llegando por encima
de la aleta de estribor, casi directamente a popa. La Daring permanecía tranquila, con
aquel viento que, si la alcanzaba, le llegaría prácticamente de cara. Fue soplando cada
vez más, hasta que pudieron notarlo, hasta que oyeron bajo la proa la música del
progreso de la goleta sobre las aguas, y entonces volvió a cesar abruptamente,

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dejando a la Crab bamboleándose en la estela. Y luego volvió a soplar de nuevo, por
encima de la aleta de babor esta vez, y después más a popa aún, de modo que las
gavias fueron braceadas en cuadro y se pudo izar la trinquete a babor. La Crab corrió
viento en popa durante diez maravillosos minutos hasta que éste volvió a caer de
nuevo y se convirtió en una calma total. Entonces vieron que la Daring cogía el
viento, la vieron orientar sus velas, pero sólo momentáneamente, sólo lo bastante para
revelar sus intenciones antes de quedarse una vez más indefensa. A pesar de su vasta
zona de lona, su peso muerto era superior y la hacía menos susceptible a esas débiles
brisas.
—Gracias a Dios —dijo Gerard, con el catalejo pegado al ojo, mientras la veía
balancearse vagamente—, creo que pretende pasarnos fuera de alcance de tiro,
milord.
—No debería sorprenderle tal cosa —apuntó Hornblower.
Otro soplo, otra ligera disminución de la distancia entre los buques, otra calma
chicha.
—Señor Harcourt, quizás sería mejor que los hombres comiesen ahora.
—Sí, milord.
Buey salado y budín de guisantes, bajo un sol de mediodía en el trópico… ¿a
quién podría apetecerle aquello, especialmente con la excitación de la espera por el
viento? En medio de la comida, fueron enviados de nuevo algunos hombres a las
escotas y las brazas para aprovechar otro soplo de viento.
—¿A qué hora quiere comer, milord? —le preguntó Giles.
—Ahora no —fue la única respuesta que obtuvo de Hornblower, con el catalejo
pegado al ojo.
—Ha izado sus colores, milord —señaló Gerard—. Colores estadounidenses.
Las barras y estrellas, hacia las cuales se le había ordenado que mostrase la
máxima de las consideraciones. No podía ser de otro modo, en cualquier caso, viendo
que la Daring llevaba cañones de doce libras y estaba repleta de hombres.
Ahora, ambos buques tenían viento, pero la Crab iba avanzando valientemente a
sus dos buenos nudos, y la Daring, tratando de dirigirse hacia el sur a todo ceñir,
apenas se movía. Ahora estaba inmóvil, volviéndose indefensa en una brisa
demasiado débil para impulsarla.
—Veo a muy poca gente en cubierta, milord —dijo Harcourt. El ojo con el que
había estado mirando por el catalejo lo tenía lleno de lágrimas, debido al brillo del sol
y del mar.
—Deben de tenerlos abajo, fuera de la vista —dijo Gerard.
Aquello era muy probable, seguramente era lo que pasaba. Pensara lo que pensase
Cambronne de las intenciones de la Crab, sería mucho más seguro ocultar el hecho
de que llevaba a quinientos hombres a bordo, mientras se dirigía hacia el Atlántico
sur.
Y entre la nave y el Atlántico sur se encontraba la Crab, la barrera más frágil que

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se podía imaginar. Una vez la Daring pasase por el canal y saliera a mar abierto, nada
se podría hacer para detenerla. Ningún buque podría adelantarla. Llegaría a Santa
Elena y allí asestaría su golpe, y no se podría advertir de ello. Debía ser ahora o
nunca, y habían llegado a aquel extremo por culpa de Hornblower. Le habían
engañado por completo en Nueva Orleans. Había permitido que Cambronne se le
adelantara. Tenía que hacer todos los sacrificios que le exigieran las circunstancias,
cualquiera, para salvar la paz del mundo. La Crab no podía detener a la Daring. Sólo
podía hacerlo él mediante su esfuerzo personal.
—Señor Harcourt —dijo Hornblower, con tono duro e inexpresivo—. Haga que
preparen el bote de pescantes, listo para bajarlo, por favor. Y que llamen a una
tripulación de bote entera, para doblar los bancos de remo.
—Sí, milord.
—¿Quién irá en el bote, milord? —preguntó Gerard—. Yo iré —respondió
Hornblower.
La vela mayor gualdrapeó, la botavara giró hacia cubierta, chirriando, volvió a
hacerlo de nuevo hacia afuera, luego hacia adentro. La brisa estaba muriendo de
nuevo. Durante unos cuantos minutos más, la Crab mantuvo el rumbo, y entonces el
bauprés empezó a girar y apartarse de la Daring.
—No puede mantenerse en su rumbo, señor —informó el timonel.
Hornblower dejó vagar su mirada por el horizonte en aquella tarde abrasadora. No
había señal alguna de viento. El momento decisivo había llegado, y cerró de golpe el
catalejo.
—Subiré ahora al bote, señor Harcourt. —Déjeme ir a mí también, milord— pidió
Gerard, con una nota de protesta en su voz.
—No —respondió Hornblower.
En caso de que la brisa se levantase de nuevo durante la siguiente media hora, no
quería llevar peso inútil en el bote para salvar las dos millas que le separaban del otro
buque.
—Remad con todas vuestras fuerzas —dijo Hornblower a la tripulación del bote,
mientras desatracaban. Las hojas de los remos se sumergieron en las aguas, brillando
como el oro contra el azul. El bote dio la vuelta en torno a la popa de la Crab, con
todos los ansiosos ojos clavados en él. Hornblower cogió el timón y lo dirigió recto
hacia la Daring. Se elevaron con una suave ola, y volvieron a bajar, a subir de nuevo,
a bajar otra vez… con cada elevación y cada caída, la Crab se empequeñecía
visiblemente y la Daring aumentaba de tamaño, preciosa bajo la luz de la tarde,
aquellas horas que serían, según Hornblower se decía a sí mismo, las últimas de su
vida profesional. Se acercaron cada vez más y más, hasta que al final llegó el grito a
través del aire caliente.
—¡Bote a la vista!
—¡Vamos a bordo! —gritó Hornblower a su vez. Se puso de pie en la proa, para
que su uniforme con entorchados dorados de almirante quedase plenamente a la vista.

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—¡Aléjense! —gritó la voz, pero Hornblower mantuvo el rumbo.
No podía derivar ningún incidente internacional de aquel hecho. Un bote
desarmado que llevaba a un almirante solo a bordo de un tranquilo buque. Dirigió el
bote hacia los cadenotes de mesana.
—¡Aléjense! —volvió a gritar la voz, una voz americana. Hornblower hizo
oscilar el bote.
—¡Fuera los remos! —ordenó.
Con el impulso que llevaba, el bote corrió hacia la nave. Hornblower procuró
compaginar sus movimientos con la mayor habilidad que pudo, conociendo su propia
torpeza. Saltó hacia las cadenas y metió un zapato de lleno en el agua, pero consiguió
agarrarse bien y se encaramó.
—¡Atracad y esperadme! —ordenó a su tripulación, y luego se volvió y se
columpió hasta subir a la cubierta del buque.
El hombre alto y delgado, con un cigarro en la boca, podía ser el capitán
americano. El hombretón fornido que estaba detrás de él, uno de los oficiales. Los
cañones estaban preparados, aunque no sacados de la batería, y los marineros
americanos los rodeaban, dispuestos a abrir fuego.
—¿No me ha oído decirle que se alejase, míster? —le preguntó el capitán.
—Discúlpeme por esta intromisión, señor —dijo Hornblower—. Soy el
contraalmirante lord Hornblower, al servicio de su majestad británica, y tengo un,
negocio urgentísimo que tratar con el conde de Cambronne.
Durante un momento, a la luz del sol, sobre la cubierta, ambos se quedaron de
pie, mirándose el uno al otro, y luego Hornblower vio a Cambronne, que se
aproximaba a ellos.
—Ah, conde —dijo Hornblower, y entonces hizo un esfuerzo por hablar en
francés—. Es un placer encontrarme de nuevo con vuestra señoría el conde.
Se quitó el tricornio, lo colocó sobre su pecho y se inclinó en una reverencia que
sabía muy desgarbada.
—¿Y a qué debo este placer, milord? —preguntó Cambronne. Estaba de pie, muy
tieso y erguido, con el mostacho sobresaliendo a cada lado de su rostro.
—Vengo a traerle la peor de las noticias, lamento decirlo —continuó Hornblower.
A lo largo de muchas noches de insomnio había ensayado aquel discurso para sí.
Ahora, se estaba esforzando por pronunciarlo con naturalidad—. Y he venido
también a hacerle un servicio, conde.
—¿Qué quiere decir, milord?
—Malas noticias.
—¿Y bien?
—Siento muchísimo tener que informarle, conde, de la muerte de su emperador.
—¡No!
—El emperador Napoleón murió en Santa Elena el mes pasado. Le ofrezco mis
condolencias, conde.

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Hornblower contó aquella mentira con gran convicción, deseando aparecer como
un hombre que dice la verdad.
—¡No puede ser!
—Le aseguro que sí, conde.
Un músculo en la mejilla de Cambronne se retorció incontrolable junto a la
cicatriz púrpura. Sus ojos duros y algo saltones se clavaron en Hornblower como
taladros.
—Recibí la noticia hace dos días en Puerto España —dijo Hornblower—. En
consecuencia, he cancelado todos los arreglos que había hecho para arrestar este
barco.
Cambronne no podía saber que la Crab no había realizado un viaje tan rápido
como él aseguraba.
—No le creo —dijo Cambronne, sin embargo. Parecía la típica historia que se
podía inventar para detener a la Daring.
—¡Señor! —exclamó Hornblower, con altivez. Se puso más tieso aún,
representando lo mejor que pudo el papel del hombre de honor cuya palabra acaba de
ser puesta en duda. La superchería casi tuvo éxito.
—Debe usted entender la suprema importancia de lo que está diciendo, milord —
explicó Cambronne, con la voz teñida de un leve tono de disculpa. Pero entonces
pronunció las palabras espantosas y temibles que Hornblower había estado esperando
—: ¿Me da usted su palabra de honor como caballero de que lo que me dice es cierto?
—Mi palabra de honor como caballero —dijo Hornblower.
Había anticipado ese momento con desesperación durante días y días. Estaba
preparado para afrontarlo. Se esforzó por pronunciar su juramento como lo haría un
hombre de honor. Se mostró tranquilo y sincero, como si no le estuviera rompiendo el
corazón tener que decir aquello. Estaba seguro de que Cambronne le pediría que le
diera su palabra de honor.
Era el último sacrificio que podía hacer. En veinte años de guerra había
arriesgado libremente la vida por su país. Había soportado peligros, ansiedades,
penalidades. Hasta el momento, nunca se le había exigido que rindiera su honor, sin
embargo. Aquél era el último precio que debía pagar. Era culpa suya que el mundo
entero se hallase en peligro, y por tanto, resultaba adecuado que él sacrificara su
honor. Y era un precio pequeño a cambio de la paz del mundo, de salvar su país del
recrudecimiento de los mortales peligros a los cuales había escapado por poco los
últimos veinte años. En aquellos felices años del pasado, volviendo a casa después de
alguna ardua campaña, miraba a su alrededor y respiraba el aire inglés y se decía con
fatuo patriotismo que Inglaterra era algo por lo que valía la pena luchar, incluso
morir. Pues bien: también valía más que el honor de un hombre. Ah, sí, ciertamente.
Pero resultaba desgarrador, mucho, muchísimo peor que la muerte, tener que
sacrificar su propio honor.
Un pequeño grupo de oficiales había aparecido en cubierta y se encontraba de pie,

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a cada lado de Cambronne, escuchando atentamente. A un lado se hallaba el capitán
estadounidense y su oficial. Frente a ellos, solo, con su vistoso uniforme reluciente
bajo la luz del sol, estaba Hornblower, esperando. El oficial que se encontraba a la
derecha del conde habló el primero. Era una especie de ayudante u oficial del estado
mayor y, desde luego, del tipo que odiaba Hornblower. Por supuesto, tuvo que repetir
la pregunta, para hurgar más aún en la herida.
—¿Su palabra de honor, milord?
—Mi palabra de honor —repitió Hornblower, tranquilo, como si fuera un hombre
de honor.
Nadie podía dejar de creer a un almirante británico, un hombre que había
ostentado la comisión de su majestad durante más de veinte años. Siguió con los
argumentos que ya tenía ensayados.
—Esta hazaña suya ya puede ser olvidada, conde —dijo—. Con la muerte del
emperador, toda esperanza de reconstruir el imperio ha llegado a su fin. Nadie tiene
por qué saber lo que ha intentado. Vuestra señoría y estos caballeros, y la Guardia
Imperial que se encuentra bajo cubierta, pueden seguir en buenas relaciones con el
régimen que gobierna Francia actualmente. Se los puede llevar usted a casa, tal como
ha dicho que haría, y de camino puede arrojar sus pertrechos guerreros por la borda
sin que nadie se entere. Por esta razón le visito de este modo, solo. Mi país, su país,
no desean que ningún nuevo incidente ponga en peligro la amistad del mundo. Nadie
tiene por qué saberlo; este incidente puede permanecer como un secreto entre
nosotros.
Cambronne escuchó lo que le decía, pero las primeras noticias que había oído
eran de tal importancia que no podía hablar de otra cosa.
—¡El emperador ha muerto! —exclamó.
—Ya le he expresado mis condolencias, conde —dijo Hornblower—. Se las
ofrezco también a estos caballeros. Lo lamento enormemente.
El capitán americano interrumpió los murmullos del personal de Cambronne.
—Viene un airecillo hacia nosotros —dijo—. Recuperaremos la velocidad dentro
de cinco minutos. ¿Viene con nosotros, míster, o se va otra vez por la borda?
—Espere —dijo Cambronne. Al parecer, entendía un poco el inglés.
Se volvió a su personal y se pusieron a debatir acaloradamente. Cuando hablaban
todos a la vez, el francés de Hornblower no le bastaba para seguir con todo detalle la
conversación. Pero veía que todos estaban convencidos. Se habría sentido
complacido, si le quedara en el mundo alguna posibilidad de sentir placer. Alguien
atravesó la cubierta y gritó hacia la escotilla, y al momento siguiente la Guardia
Imperial empezó a subir atropelladamente hacia la cubierta. La Vieja Guardia, la de
Bonaparte. Iban todos de uniforme completo, al parecer dispuestos para la batalla, por
si la Crab hubiese sido tan estúpida como para arriesgarse a ella. Había quinientos,
con sus penachos y sus pieles de oso, mosquete en mano. Una orden estentórea les
hizo formar en cubierta, fila tras fila, demacrados hombres con patillas que habían

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marchado por todas las capitales de Europa, excepto Londres. Llevaban al hombro
sus mosquetes y permanecían firmes y atentos. Sólo unos pocos no miraban
directamente hacia delante, sino que lanzaban curiosas miradas de soslayo al
almirante británico. Las lágrimas corrían libremente por las mejillas de Cambronne,
llenas de cicatrices, cuando se volvió y se dirigió a ellos. Les dio las malas noticias
con frases entrecortadas, porque apenas podía articular palabra, vencido por el dolor.
Todos aullaron como animales heridos mientras él hablaba. Pensaban en su
emperador muriendo en su prisión de la isla, bajo el duro trato de sus carceleros
ingleses. Las miradas que se dirigían hacia Hornblower ahora mostraban odio, en
lugar de curiosidad, pero Cambronne captó de nuevo su atención y empezó a hablar
del futuro. Hablaba de Francia y de la paz.
—¡El emperador ha muerto! —volvió a exclamar de nuevo, como si estuviera
diciendo que se había acabado el mundo.
Las filas estaban ahora torcidas. La emoción había roto incluso la férrea disciplina
de la Vieja Guardia. Cambronne sacó su espada, llevándose la empuñadura a los
labios en el bello gesto de saludo. El acero relampagueó a la luz del sol.
—Empuñé esta espada por el emperador —dijo Cambronne—. Nunca más
volveré a empuñarla.
Cogió la hoja con ambas manos cerca de la empuñadura y la apoyó en su rodilla,
que tenía levantada. Con un convulsivo esfuerzo de su delgado y fuerte cuerpo, partió
la hoja en dos, se volvió y arrojó los dos fragmentos al mar. El sonido que provino de
las filas de la Vieja Guardia fue como un largo gemido. Un hombre cogió su
mosquete por el cañón, agitó la culata por encima de su cabeza y lo tiró hacia la
cubierta, rompiendo el arma por la culata. Otros siguieron su ejemplo. Los mosquetes
llovieron por encima de la borda.
El capitán estadounidense contemplaba la escena aparentemente sin conmoverse,
como si nada en el mundo pudiera sorprenderle, pero el cigarro sin encender que
llevaba en la boca era mucho más corto ahora, porque sin duda había ido masticando
la punta. Se acercó a Hornblower, obviamente para pedirle que le explicara la escena,
pero el ayudante francés se interpuso.
—A Francia —dijo el ayudante—. Nos vamos a Francia. —¿Francia?— repitió el
capitán—. ¿No…?
No dijo las palabras «Santa Elena», pero estaban implícitas en su expresión.
—Francia —repitió el hombre, ceñudo.
Cambronne fue hacia ellos, más tieso y erguido que nunca, intentando dominar su
emoción.
—No quiero entrometerme más en su dolor, conde —dijo Hornblower—.
Recuerde siempre que tiene la simpatía de un inglés.
Cambronne recordaría después aquellas palabras, cuando averiguase que había
sido engañado por un inglés deshonrado, pero de todos modos, en aquel momento
había que decirlo.

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—Lo recordaré —dijo Cambronne. Se estaba esforzando por observar las
necesarias formalidades—. Debo darle las gracias, milord, por su cortesía y
consideración.
—Lo único que he hecho es cumplir con mi deber hacia el mundo —añadió
Hornblower.
No le tendió la mano; Cambronne, más tarde, se sentiría contaminado si le tocaba.
Se puso firme y en lugar de darle la mano le dedicó un saludo.
—Adiós, conde —dijo—. Espero que nos volvamos a encontrar en circunstancias
más felices.
—Adiós, milord —se despidió Cambronne, lúgubre.
Hornblower bajó por los cadenotes y el bote se acercó a recogerle, y él, más que
saltar, cayó en la cámara del bote.
—Alejémonos —ordenó. Nadie podía sentirse más agotado que él. Nadie podía
sentirse tampoco más desdichado.
Harcourt, Gerard y los demás le esperaban ansiosamente a bordo de la Crab. Aún
tenía que conservar su rostro inconmovible mientras subía a bordo. Todavía le
quedaban deberes que cumplir.
—Puede dejar que se vaya la Daring, señor Harcourt —dijo—. Todo está
arreglado.
—¿Arreglado, milord? —preguntó Gerard.
—Cambronne ha cesado en su intento. Se vuelven tranquilamente a Francia.
—¿A Francia? ¿A Francia? ¿Milord…?
—Ya ha oído lo que he dicho.
Miraron hacia la franja de mar, púrpura ahora al morir el día. La Daring estaba
braceando las vergas en cruz para captar la débil brisa que soplaba.
—¿Sus órdenes son que les dejemos pasar, milord? —insistió Gerard.
—Sí, maldita sea —exclamó Hornblower, y al momento lamentó el brote de rabia
y el exabrupto. Se volvió al otro—. Señor Harcourt, ahora podemos seguir hacia
Puerto España. Presumo que, aunque el viento sea bueno, preferirá no arriesgarse a
pasar por las Bocas del Dragón de noche. Tiene mi permiso para esperar hasta que se
haga de día.
—Sí, milord.
Ni siquiera entonces, cuando ya se iba abajo, podían dejarle en paz.
—¿La cena, milord? —le preguntó Gerard—. Daré órdenes para que se la sirvan
de inmediato.
Inútil lanzar un gruñido y decir que no quería comer nada. La discusión que
habría seguido, sin duda, habría sido mucho peor que seguir con todas las
formalidades de tomar la cena. Pero eso significaba que al entrar en su camarote no
podía hacer lo que habría deseado: tirarse en el catre con la cara entre las manos y
abandonarse a su dolor. Tenía que sentarse muy tieso y quieto mientras Giles le servía
la mesa, y luego la recogía, a medida que el crepúsculo tropical llameaba en el cielo y

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la negra noche se iba apoderando del pequeño barquito en el mar de púrpura. Sólo
entonces, después del último «buenas noches, milord» de Giles, pudo pensar de
nuevo, y regodearse en el horror de sus pensamientos.
Ya no era un caballero. Estaba deshonrado. Todo había terminado. Tendría que
renunciar a su cargo… tendría que renunciar a su posición. ¿Cómo iba a mirar a
Bárbara a la cara? Cuando el pequeño Richard creciese y pudiese comprender lo que
había ocurrido, ¿cómo podría mirarle a los ojos? Y los aristocráticos familiares de
Bárbara se lanzarían miraditas significativas unos a otros. Y nunca más podría pasear
por la cubierta de un buque, y nunca más subiría a bordo con la mano en el sombrero
y los silbatos de los contramaestres sonando como saludo. Nunca más; su vida
profesional había concluido… todo había acabado. Había hecho aquel sacrificio
deliberadamente y a sangre fría, pero aun así, no por eso le resultaba menos horrible.
Sus pensamientos se desplazaron hacia el otro lado. No podía haber hecho otra
cosa. Si se hubiera dirigido a Kingston o Puerto España, la Daring habría pasado por
su lado, como probaba su tiempo de llegada a Tobago, y aunque hubiese conseguido
reunir más fuerzas que le apoyasen (cosa nada probable), todo habría resultado inútil.
Si se hubiese quedado en Kingston y hubiese enviado un despacho a Londres… Si
hubiera hecho tal cosa, al menos habría quedado a cubierto ante las autoridades. Pero
tampoco habría servido de nada. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido entre la llegada
de la carta a Londres y la de la Daring a las costas de Francia con Bonaparte a bordo?
¿Dos semanas? Probablemente, menos todavía. Los funcionarios del Almirantazgo
habrían considerado su despacho al principio como el de un loco. Habría tardado
mucho tiempo en llegar hasta las manos del primer lord, mucho más en ser
presentado ante el Gabinete, otro tanto en debatir la acción e informar al embajador
francés y en acordar una acción conjunta.
¿Y qué acción hubiese sido ésta? ¿Y si el gabinete hubiera despreciado su carta,
considerando que había sido escrita por un desequilibrado alarmista? La Armada de
Inglaterra en tiempos de paz no se habría hecho a la mar con la rapidez y los efectivos
suficientes para cubrir toda la costa de Francia y hacer imposible que la Daring
atracara con su carga mortal. Y si se hubiese filtrado, inevitablemente, la noticia de
que Bonaparte estaba en alta mar y se esperaba que llegase a Francia, habría
empujado al país a una revolución inmediata… de eso no había duda alguna. E Italia
también habría entrado en el torbellino. Escribiendo a Londres se habría cubierto a sí
mismo, decidió, de la censura del Gobierno. Pero el deber de un hombre no consiste
en evitar la vergüenza. Tiene que realizar una tarea concreta, y él la había llevado a
cabo de la única forma posible. Ninguna otra cosa podía haber detenido a
Cambronne. Nada más. Él había comprendido muy bien dónde se encontraba su
deber. Había comprendido cuál era el precio, y ahora lo estaba pagando. Había
comprado la paz del mundo al precio de su propio honor. Ya no era un caballero…
sus pensamientos por fin habían completado el círculo.
Su mente se sumió en un remolino, luchando con desesperación, como un hombre

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que se encuentra sumergido en un cenagal hasta la cintura, en plena oscuridad. No
pasaría mucho tiempo sin que el mundo conociera su deshonor. Cambronne hablaría,
y lo mismo harían los otros franceses. El mundo sabría pronto que un almirante
británico había dado su palabra de honor sabiendo a ciencia cierta que estaba
diciendo una mentira. Antes de que eso ocurriera él habría dejado ya el servicio,
renunciado a su comisión y su cargo. Tenía que hacerlo de inmediato; su bandera
contaminada no debía ondear ni un segundo más. No podía dar más órdenes a ningún
caballero. En Puerto España se encontraba el gobernador de Trinidad. Al día
siguiente, le diría que el escuadrón de las Indias Occidentales ya no tenía comandante
en jefe. El gobernador tomaría todas las medidas oficiales necesarias, informando
mediante circulares al escuadrón y poniéndolo en conocimiento del Gobierno…
como si la fiebre amarilla o la apoplejía le hubiesen arrebatado al comandante en jefe.
De esa forma, la anarquía se reduciría al mínimo, y el cambio de mando se arreglaría
de la manera más simple posible. Aquél era el último servicio que podía realizar por
su país, el último de verdad. El gobernador, por supuesto, pensaría que estaba loco. A
lo mejor al día siguiente le ponían una camisa de fuerza, a menos que confesase su
culpa. Y entonces, el gobernador le compadecería. La primera compasión y el primer
desprecio de los muchos que debería soportar a lo largo del resto de su vida.
Bárbara… Richard… el alma perdida se sumergía más y más en la apestosa ciénaga,
a través de la negra oscuridad.
Al final de aquella aciaga noche, un golpecito en la puerta anunció a Gerard. El
mensaje que le traía murió en sus labios al ver la cara de Hornblower, blanca, a pesar
de su bronceado, y sus enormes ojeras.
—¿Se encuentra bien, milord? —exclamó, ansioso.
—Muy bien. ¿Qué pasa?
—Con los respetos del señor Harcourt, milord, estamos junto a las Bocas del
Dragón. El viento sopla desde el nornoroeste y podemos pasar tan pronto como se
haga de día, dentro de media hora, milord. Echaremos el ancla en Puerto España a las
dos campanadas en la guardia de mediodía, milord.
—Gracias, señor Gerard —las palabras salían lentamente y con frialdad, y él
hacía un gran esfuerzo por pronunciarlas—. Saludos al señor Harcourt y dígale que
me parece muy bien.
—Sí, milord. Será la primera aparición de su bandera en Puerto España, y se
dispararán unas salvas de saludo.
—Muy bien.
—El gobernador, en virtud de su cargo, tiene precedencia sobre usted, milord.
Vuestra señoría, sin embargo, debe ser el primero en avisar. ¿Debo hacer una señal a
tal efecto?
—Gracias, señor Gerard. Le agradecería mucho que lo hiciera así.
Había que pasar por todo aquel horror, soportarlo. Tenía que arreglarse, mostrarse
impecable. No podía aparecer en cubierta sin rasurar, sucio y descuidado. Tenía que

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afeitarse y soportar la cháchara de Giles.
—Agua limpia, milord —dijo Giles, trayendo un cubo humeante—. El capitán me
ha dado permiso, ya que vamos a repostar agua hoy.
Quizás en alguna ocasión afeitarse con agua limpia resultó un placer puro y
sensual, pero en aquella mañana no. También podía haber resultado agradable estar
de pie en la cubierta de la Crab, viendo cómo pasaba por las Bocas del Dragón, mirar
hacia nuevas tierras, entrar en un nuevo puerto, pero ahora no lo era. Alguna vez
pudo sentir placer con el contacto de la ropa limpia, incluso con un corbatín nuevo
recién planchado, o con su cinta y su estrella, y su espada con la empuñadura dorada.
Debió de sentir satisfacción al oír los trece cañonazos de saludo disparados y
respondidos, pero ahora no, ahora no sentía ninguna… sólo la agonía de saber que
nunca más se dispararía una sola salva por él, que nunca más un buque entero
permanecería firme y saludándole, mientras él salía por la borda. Tuvo que esforzarse
por mantenerse erguido y tieso, para no encorvarse y caer como un alfeñique, bajo el
peso de su dolor. Incluso tuvo que parpadear muy fuerte para evitar que las lágrimas
le corrieran por las mejillas, como si fuera un francés sentimental. El resplandeciente
cielo azul que brillaba encima de su cabeza le parecía negro.
El gobernador era un general de división lento y pesado, con una cinta roja y una
estrella también. Siguió las formalidades de la recepción con rigidez, y se relajó al
momento en cuanto ambos se encontraron a solas.
—Estoy encantado de recibir su visita, milord —dijo—. Por favor, siéntese. Creo
que encontrará que esta silla es muy cómoda. Tengo un poco de jerez, que confío le
resultará agradable. ¿Puedo servirle un vasito a vuestra señoría?
No esperó una respuesta, sino que se atareó con la botella y los vasos.
—Por cierto, milord, ¿ha oído la noticia? Boney ha muerto.
Hornblower no se había sentado. Intentaba rechazar el jerez. El gobernador
seguramente no querría beber con un hombre que había perdido su honor. Ahora se
sentó de golpe, y automáticamente tomó el vaso que se le ofrecía. El sonido que
emitió como respuesta a la noticia del gobernador fue apenas algo más que un
graznido.
—Sí —prosiguió el gobernador—. Murió hace tres semanas, en Santa Elena. Le
han enterrado allí, y ahí se acaba su historia. Bueno… ¿se encuentra bien, milord?
—Sí… bastante bien, gracias —dijo Hornblower.
La fresca habitación en penumbra daba vueltas alrededor de él. Cuando volvió a
la cordura, pensó en santa Isabel de Hungría. Ella, desobedeciendo las órdenes de su
esposo, llevaba comida a los pobres, un delantal lleno de panes, cuando él la vio.
—¿Qué llevas en el delantal? —le preguntó.
—Rosas —mintió santa Isabel.
—Enséñamelas —dijo el marido.
Y santa Isabel se las enseñó… y el delantal estaba lleno de rosas.
Hornblower pensó que la vida podía empezar de nuevo.

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CAPÍTULO 2

LA ESTRELLA DEL SUR

Allí donde los vientos alisios soplaban con mayor fuerza, justo en los
trópicos, en el amplio y libre Atlántico, estaba, según decidió Hornblower en
aquel momento, la extensión de agua más adecuada para una excursión en barco que
existía en todo el mundo. Porque aquello no era más que un viaje de placer, para él.
Acababa de surgir de una profunda experiencia intelectual durante la cual la paz de
todo el mundo había dependido de su juicio. En comparación, le parecía ahora como
si las responsabilidades de ser comandante en jefe de la escuadra fueran naderías. Se
quedó de pie en el alcázar de la fragata de su británica majestad Clorinda,
balanceándose tranquilamente mientras la nave se dirigía hacia barlovento bajo una
vela moderada, y permitió al sol mañanero que le bañase por completo y al viento
alisio que soplase en sus oídos. Con los cabeceos y balanceos de la Clorinda,
mientras ésta se enfrentaba al mar, las sombras de la obencadura de barlovento
oscilaban hacia atrás y hacia delante por encima de la cubierta. Cuando se balanceaba
hacia barlovento, hacia el sol de la mañana casi a nivel del agua, las sombras de los
flechastes de los obenques de mesana parpadeaban ante sus ojos en rápida sucesión,
añadiendo hipnóticas sensaciones a su bienestar. Ser comandante en jefe sin tener que
preocuparse de nada más que de la supresión del comercio de esclavos, la
persecución de la piratería y la vigilancia del Caribe era una experiencia más
agradable de las que podía llegar a conocer ningún emperador, e incluso ningún
poeta. Los marineros que lavaban las cubiertas con las piernas desnudas iban riendo y
haciendo bromas. El sol formaba resplandecientes arco iris en las salpicaduras de
agua que saltaban de la proa, y él se podía tomar el desayuno en el momento en que
quisiera… allí, de pie en el alcázar, encontraba un placer adicional en anticipar y al
mismo tiempo posponer innecesariamente aquel momento.
La aparición del capitán sir Thomas Fell en el alcázar disipó parte de su sensación
de bienestar. Sir Thomas era un individuo lúgubre, de cara larga, que sentía que su
deber ineludible era mostrarse educado con su almirante, pero que nunca tendría la
sensibilidad de darse cuenta de cuándo no era bienvenida su presencia.
—Buenos días, milord —dijo el capitán, tocándose el sombrero.
—Buenos días, sir Thomas —replicó Hornblower, devolviéndole el saludo.
—Una preciosa y fresca mañana, milord.
—Sí, ciertamente.
Fell miraba su barco con ojos de capitán, a lo largo de la cubierta, a la arboladura

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y luego a popa de nuevo para observar el lugar en que, justo a popa, una borrosa línea
en el horizonte marcaba la posición de las colinas de Puerto Rico. Hornblower pensó
de pronto que quería tomar su desayuno, que era lo que ansiaba más que nada en este
mundo, y simultáneamente se dio cuenta de que no podía gratificar ese deseo de una
forma tan instantánea como le estaba permitido a un comandante en jefe. Había
limitaciones debidas a la cortesía que lo impedían, incluso a un comandante en jefe…
o al menos lo aconsejaban. No podía alejarse y bajar sin antes intercambiar unas
cuantas frases más con Fell.
—Quizá cojamos algo hoy, milord —aventuró el capitán. Instintivamente, al decir
aquello, los ojos de ambos hombres se dirigieron hacia arriba, donde un vigía se
encontraba colgado en las vertiginosas alturas del calcés del juanete.
—Esperemos que sea así —dijo Hornblower, y, como no había conseguido que le
gustase sir Thomas, y como la última cosa que quería hacer en el mundo era entrar en
una discusión técnica antes de desayunar, titubeó para ocultar esos sentimientos—.
Sí… es bastante probable.
—Los españoles querrán fletar todos los cargamentos que puedan antes de que se
firme la convención —añadió Fell.
—Eso habíamos decidido —accedió Hornblower. Hacer un refrito de antiguas
decisiones antes de desayunar no le apetecía nada, pero era típico de su capitán.
—Y ahí es donde avistan tierra —continuó Fell, inmisericorde, mirando a popa de
nuevo, a Puerto Rico, en el horizonte.
—Sí —dijo Hornblower. Otro minuto o dos más de esa conversación sin sentido y
estaría libre por completo para escapar abajo.
Fell tomó el altavoz y lo dirigió hacia arriba.
—¡Eh, vigía! ¡Vigile bien o ya sabré lo que ha pasado!
—¡Sí, señor! —llegó la respuesta.
—Dinero por cabeza, milord —dijo Fell, como explicación y disculpa.
—Todos lo encontramos útil —respondió Hornblower, educadamente.
El Gobierno británico pagaba dinero por cabeza a cambio de los esclavos
liberados en alta mar a los barcos de la Armada Real ocupados en la captura de
esclavos, y se dividía entre la tripulación como los demás dineros de presa. Eran unas
cantidades pequeñas, comparadas con las sumas gigantescas adquiridas durante las
grandes guerras, pero a cinco libras por cabeza, una captura grande podía representar
una suma sustancial para el buque que realizase la captura. Y de esa considerable
cantidad, una cuarta parte iba a parar al capitán, y una octava al almirante que estaba
al mando, estuviese donde estuviese. Hornblower, con veinte barcos en el mar bajo su
mando, tenía derecho a una octava parte de todo aquel dinero por cabeza. Aquel
sistema de división explicaba cómo se hicieron millonarios los almirantes que
dirigían la flota del canal o del Mediterráneo durante la guerra, como lord Keith.
—Nadie lo encuentra más útil que yo mismo, milord —convino Fell.
—Quizá —dijo Hornblower.

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Hornblower sabía vagamente que sir Thomas tenía dificultades monetarias. Había
pasado muchos años a media paga desde Waterloo, e incluso ahora, como capitán de
quinta clase, su salario y complementos eran menos de veinte libras al mes… aunque
era afortunado de haber conseguido algún puesto en tiempos de paz, aunque fuese de
quinta clase. Él mismo recordaba haber sido un capitán pobre, llevar medias de
algodón, en lugar de seda, y unas charreteras de latón en vez de oro. Pero no tenía
deseo alguno de discutir los emolumentos personales de nadie antes de desayunar.
—La señora Fell, milord —siguió Fell, insistente—, tiene que mantener una
posición en el mundo.
Era una mujer extravagante, había oído decir Hornblower.
—Esperemos que haya un poco de suerte hoy, entonces —dijo Hornblower,
pensando todavía en el desayuno.
Fue una melodramática coincidencia que en aquel preciso momento llegase un
grito desde el tope del mástil.
—¡Buque a la vista! ¡A sotavento!
—Quizás era precisamente lo que estábamos esperando, sir Thomas —dijo
Hornblower.
—No es probable, milord. ¡Eh, vigía! ¿Cómo es la vela que ve? Señor Sefton,
ponga el buque contra el viento.
Hornblower se apartó de nuevo del pasamano de barlovento. Tenía la sensación
de que nunca se acostumbraría a su situación como almirante, eso de tener que estar
siempre apartado y no ser más que un espectador interesado, mientras el barco en el
que iba era manejado por otro en momentos decisivos. Resultaba muy penoso ser un
simple espectador, pero todavía hubiese resultado más penoso ir abajo y permanecer
ignorante de todo lo que estaba ocurriendo… y mucho más aún le resultaba tener que
posponer de nuevo el almuerzo.
—¡Ah de cubierta! Es una nave de dos palos. Se dirige hacia nosotros. Los
sobrejuanetes largados. ¡Capitán, es una goleta, señor! Una goleta muy grande. Viene
derecho hacia nosotros…
El joven Gerard, el teniente de bandera, había llegado corriendo a cubierta al
primer aviso del vigía, a ocupar su lugar junto a su almirante.
—Gavias de goleta —dijo—. Y grande. Podría ser lo que buscábamos, milord.
—O podría ser cualquier otra cosa —exclamó Hornblower, haciendo lo posible
por ocultar su absurdo nerviosismo.
Gerard dirigió su catalejo hacia barlovento.
—¡Ahí viene! Se acerca rápido, bastante rápido. ¡Mire la caída de esos palos! ¡Y
esas gavias! Milord, no se trata de una goleta de las islas.
No sería ninguna coincidencia demasiado notoria que se tratase de un barco
esclavista. Había llevado a la Clorinda allí, a barlovento de San Juan, con la
expectativa de que los cargueros de esclavos pasaran por allí. España estaba pensando
en unirse a la supresión del comercio de esclavos, y todos los esclavistas podían verse

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tentados a apresurar unas últimas cargas y aprovechar los elevados precios antes de
que tuviese efecto la prohibición. El principal mercado de esclavos para las colonias
españolas se encontraba en La Habana, a mil millas a sotavento, pero se podía dar por
cierto que los cargueros españoles, de paso hacia la Costa de los Esclavos, harían
escala primero en Puerto Rico para repostar el agua, o incluso para deshacerse de
parte de su cargamento. Era lógico colocar allí a la Clorinda para interceptarlos.
Hornblower tomó el catalejo y lo apuntó hacia la goleta, que se aproximaba
velozmente. Comprobó lo que Gerard había mencionado. Ya se veía el casco y se
podía apreciar los muchos palos que llevaba la nave, y lo muy preparada que iba para
la velocidad. Con esa línea tan fina, sólo le compensaría llevar una carga altamente
perecedera… una carga humana. Mientras tenía la goleta enfocada, vio cómo el
rectángulo de sus velas cuadradas se estrechaba verticalmente. La pequeña distancia
entre sus palos se amplió mucho. La nave se apartaba de la Clorinda, que la
esperaba… una prueba final, si es que necesitaba alguna más, de que era lo que
parecía. Ciñendo por estribor, procedió a mantenerse a prudente distancia, y a
incrementar ésta lo más rápido que pudo.
—¡Señor Sefton! —gritó Fell—. ¡Orientad las gavias! ¡Tras ella, ciñendo por
estribor! ¡Largad los sobrejuanetes!
A toda prisa, pero de forma ordenada y disciplinada, algunos de los marineros
corrieron a las brazas mientras otros subían a la arboladura a largar más velas. Era
sólo una cuestión de momentos que la Clorinda, ciñendo todo lo posible, corriese a
barlovento para perseguir a la otra nave. Con toda la lona posible puesta en viento,
hasta el último centímetro de lo que permitían los embravecidos alisios, la nave
macheteaba acusadamente, surcando el mar, y cada ola a su vez estallaba en su amura
de barlovento, y el agua salpicaba formando surtidores, y las tensas jarcias vibraban
con el viento. Fue una curiosa transición desde la tranquilidad que, no hacía mucho,
reinaba a bordo.
—Izad los colores —ordenó Fell—. Veamos quiénes dicen que son.
Por el catalejo Hornblower observaba la goleta, que también izó sus colores como
respuesta… la bandera roja y amarilla de España.
—¿Lo ve, milord? —preguntó Fell.
—Perdón, capitán —interrumpió Sefton, el oficial de la guardia—. Sé de qué
nave se trata. La vi dos veces en la última comisión. Es la Estrella.
—¿La Australia? —exclamó Fell, confundiéndose con la mala pronunciación
española de Sefton.
—No, la Estrella, señor. La Estrella del Sur…
—Ya, ya la conozco —dijo Hornblower—. Su capitán es Gómez… lleva
cuatrocientos esclavos en cada viaje, si no pierde demasiados.
—¡Cuatrocientos! —exclamó sir Thomas.
Hornblower vio que en la cara de Fell se reflejaba el cálculo durante un momento.
Quinientas libras por cabeza significaban dos mil libras; un cuarto de esas dos mil

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representaban quinientas. Dos años de paga de un solo golpe. Fell lanzó ansiosas
miradas a la arboladura y por encima de la borda.
—¡Siga de bolina! —gritó al timonel—. ¡Señor Sefton! ¡Hombres a las bolinas,
vamos!
—Nos está doblando por barlovento —dijo Gerard, con el catalejo pegado al ojo.
Era de esperar que una goleta tan bien diseñada como aquélla trabajara a
barlovento con mucha más eficiencia que la mejor de las fragatas de aparejo
cuadrado.
—También nos está ganando terreno —dijo Hornblower, calculando las distancias
y los ángulos. La nave no sólo estaba facheando más cerca contra el viento, sino que
se desplazaba con mayor rapidez por encima del agua. No mucho más rápido,
ciertamente, un nudo sólo, quizá dos, pero eso bastaba para mantenerla a salvo de la
persecución de la Clorinda.
—¡Ya la tengo! —exclamó Fell—. ¡Señor Sefton! ¡Llame a todos los marineros!
Saque los cañones de la banda de barlovento. ¡Señor James! Busque al señor Noakes.
Dígale que empiece con el agua. Hombres a las bombas. ¡Señor Sefton! Saque el
agua.
Los marineros llegaron a la carrera, subiendo por la escotilla. Con las portas de
los cañones abiertas, la tripulación de los cañones tiró con todo su peso de los
aparejos, arrastrando los cañones pulgada a pulgada hacia el costado de barlovento
por el empinado talud que representaba la cubierta inclinada. El trueno de las ruedas
de madera en las junturas del maderamen era un sonido inquietante. Significaba el
preliminar de luchas desesperadas, en los viejos tiempos. Ahora, los cañones se
sacaban sólo para mantener el barco con la quilla ligeramente más nivelada, dándole
un mejor agarre en el agua y minimizando la deriva. Hornblower observaba cómo
manejaban las bombas; los marineros arrojaban todo su peso sobre las palancas, con
gran voluntad, y el rápido clanc-clanc demostraba que trabajaban con gran energía.
Estaban bombeando por encima de la borda veinte toneladas de agua potable, de las
que se podía pensar que eran el elixir de la vida, en un barco en alta mar. Pero la
ligera reducción de peso que resultaría, combinada con la extracción de los cañones
de barlovento, podía darles un poco más de velocidad.
La llamada a todos los marineros había atraído a cubierta al señor Erasmus
Spendlove, el secretario de Hornblower. Miró a su alrededor, al organizado barullo
que había en cubierta, con un aire de olímpica superioridad que siempre encantaba a
Hornblower. Spendlove cultivaba una pose de calma imperturbable que exasperaba a
algunos y divertía a otros. Pero era un secretario muy eficiente, y Hornblower nunca
había lamentado nombrarlo para aquel cargo, siguiendo las recomendaciones de lord
Exmouth.
—Ya ve, el vulgo trabajando duro, señor Spendlove —dijo Hornblower.
—Realmente, eso parece, milord —miró hacia sotavento, a la Estrella—. Confío
en que sus desvelos no sean en vano.

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Fell llegó, muy alterado, mirando todavía hacia arriba, a las jarcias, y hacia la
Estrella.
—¡Señor Sefton! Llame al carpintero. Que deje sueltos los calzos del palo mayor.
Si tiene más juego, nos dará más velocidad.
Hornblower captó un cambio de expresión en el rostro de Spendlove, y sus ojos
se encontraron. Su secretario era un profundo estudioso de la teoría del diseño de
buques, y Hornblower atesoraba la experiencia de toda una vida, y la mirada que
intercambiaron, aunque breve, bastaba para que ambos supieran que el otro pensaba
que aquel nuevo plan no era muy acertado. Hornblower observó que los obenques del
costado de barlovento acusaban el esfuerzo adicional. En aquel momento la Clorinda
era reacondicionada nuevamente.
—No creo que ganemos nada, milord —dijo Gerard, siempre con el catalejo
apuntado.
La Estrella estaba más lejos, hacia delante y hacia sotavento. Si lo deseaba,
desaparecería prácticamente de la vista de la Clorinda hacia mediodía. Hornblower
observó una expresión extraña en el rostro de Spendlove. Estaba olfateando el aire,
husmeando con curiosidad el viento que soplaba hacia su rostro. Hornblower recordó
que una vez o dos se había dado cuenta, aunque sin extraer conclusión alguna del
fenómeno, de que los limpios vientos alisios se hallaban impregnados
momentáneamente con un leve toque de un hedor horrible. Olfateó el aire a su vez y
captó otra vaharada almizclada. Sabía lo que era… hacía veinte años había olido el
mismo hedor cuando una galera española, repleta de esclavos, les pasó a sotavento.
El viento alisio, que soplaba directamente desde la Estrella a la Clorinda, les traía el
olor apestoso del atestado barco esclavista que venía de lejos, a sotavento,
contaminando el aire por encima del limpio mar azul.
—No sabemos con seguridad si lleva un cargamento completo —dijo.
Fell todavía estaba esforzándose por mejorar las cualidades marineras de la
Clorinda.
—¡Señor Sefton! Ponga a los marineros a trabajar llevando las municiones hacia
barlovento.
—¡Está cambiando de rumbo! —media docena de voces lo anunciaron en el
mismo momento.
—¡Detenga esa orden, señor Sefton!
El catalejo de Fell, igual que los demás, quedó apuntado hacia la Estrella. Ésta
había metido un tanto hacia sotavento, y se estaba volviendo audazmente para cruzar
ante la proa de la Clorinda.
—¡Maldita insolencia! —exclamó Fell.
Todo el mundo se puso a mirar con ansiedad mientras los dos buques iban
avanzando con rumbos convergentes.
—Nos pasará fuera de alcance de tiro —apuntó Gerard; la certeza se hacía más
evidente a cada segundo que pasaba.

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—¡Hombres a las brazas! —rugió Fell—. ¡Timonel! ¡Timón a estribor! ¡Vamos,
vía así!
—Desviación de dos cuartas del viento —dijo Hornblower—. Ahora tenemos
más posibilidades.
La proa de la Clorinda apuntaba hacia un lugar distante, varias millas por delante,
para interceptar a la Estrella. Además, con el viento en popa de donde ambas naves
se encontraban, parecía probable que el aparejo de vela áurica de la Estrella y sus
finas líneas no pudieran mantener una ventaja tan grande.
—Tome una marcación, Gerard —ordenó Hornblower.
Gerard fue a la bitácora y la leyó cuidadosamente.
—Mi impresión —dijo Spendlove, mirando por encima de las aguas azules—, es
que nos siguen llevando ventaja.
—Si fuera ése el caso —apuntó Hornblower—, entonces lo único que podríamos
esperar es que acabaran por ceder un poco.
—Sí, al menos podemos esperarlo, milord —convino Spendlove. Pero la mirada
que dirigió hacia arriba indicaba su miedo de que fuera la Clorinda cuya marcha
cediese un tanto. Ahora su goleta tenía el viento a favor y el mar muy cerca por el
través. Iba macheteando con mucha fuerza bajo toda la lona que podía cargar, y
despegándose muy a regañadientes del agua que jugaba debajo de su quilla y
remolineaba a través de sus abiertas portas. Hornblower se dio cuenta de que no
llevaba un solo hilo seco en toda su ropa, y probablemente también le ocurriera lo
mismo a todo el mundo a bordo.
—Milord —observó Gerard—, todavía no ha desayunado.
Se había olvidado por completo de ello, a pesar de la gozosa anticipación con que
lo había deseado hacía poco tiempo.
—Tiene usted razón, señor Gerard —dijo, zumbón, pero con algo de torpeza,
porque le había cogido por sorpresa—. ¿Y qué?
—Es mi deber recordárselo, milord —objetó Gerard—. La señora…
—Sí, la señora le dijo que procurara que yo comiese regularmente —replicó
Hornblower—. Ya lo sé. Pero la señora, debido a su inexperiencia, no previó los
encuentros con barcos esclavistas justo a la hora de comer.
—¿No podría tal vez convencerle de alguna manera, milord?
La idea de desayunar, ahora que había vuelto a ser implantada en su mente, le
resultaba más atractiva que nunca. Pero era muy duro ir abajo, con una persecución
tan candente entre manos.
—Tome de nuevo esa medición antes de decidirme —contemporizó.
Gerard fue de nuevo a la bitácora.
—Se va abriendo regularmente, milord —informó—. Ahora debe de estar
avanzando muy rápido.
—Claro —asintió Spendlove, con el catalejo apuntado hacia la Estrella—. Y
parece… parece como si estuviera halando las escotas. Quizá…

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La Estrella debía de tener un intrépido capitán y una tripulación muy bien
entrenada. Habían halado las escotas y estaban listos en las brazas de las gavias.
Entonces, con el timón todo a la banda, la nave viró en redondo. Su hermoso perfil se
presentaba ahora de lleno ante el catalejo de Hornblower. Se disponía a pasar ante la
proa de la Clorinda desde estribor a babor, y no a demasiada distancia, por cierto.
—¡Maldita insolencia! —exclamó Hornblower, indignado y lleno de admiración
al mismo tiempo por el atrevimiento y la habilidad de lo que estaba presenciando.
Fell se encontraba de pie junto a él, mirando hacia la impertinente goleta. Estaba
rígido, aunque el viento azotaba los faldones de su levita y los enroscaba en torno a
su cuerpo. Durante unos segundos pareció que los dos buques se dirigían hacia un
mismo punto, donde estaban destinados a reunirse. Pero la impresión pasó pronto.
Aun sin tomar ninguna medición de la aguja, se hizo evidente que la Estrella pasaría
cómodamente por delante de la fragata.
—¡Sacad los cañones! —aulló Fell—. ¡Listos para virar por redondo! ¡Preparad
los cañones de proa, ahí!
Era posible también que la goleta pasara al alcance de tiro de los cañones de proa,
pero abrir fuego a tan larga distancia y con un mar tan agitado sería un asunto
bastante arriesgado. Y si acertaban un disparo, era tan probable que diese en el casco,
entre los desdichados esclavos, como en los palos o en las jarcias. Hornblower estaba
dispuesto a impedir a Fell que disparase.
Se sacaron los cañones y después de un examen detenido de la situación, Fell
ordenó que metieran caña a estribor, y el buque se colocó con el viento en popa.
Hornblower, a través de su catalejo, podía ver la goleta con el viento por el través, tan
levantada que al fachear presentaba una franja de cobre a la vista, rosada contra el
azul del mar. Se estaba acercando con claridad a la proa de la fragata, tal y como Fell
había notado por intuición al pedir un viraje de dos cuartas más a babor. Gracias a sus
dos nudos de ventaja en velocidad, y también a su mayor manejabilidad y capacidad
para navegar de bolina, la Estrella estaba trazando literalmente un círculo en torno a
la Clorinda.
—Está construida para la velocidad, milord —dijo Spendlove, sin dejar el
catalejo.
También la Clorinda, con una diferencia. La Clorinda era un buque de guerra,
construido para llevar setenta toneladas de artillería, más cuarenta toneladas de
pólvora y munición en su santabárbara. No significaba ninguna vergüenza que un
buque como la Estrella les sobrepasara y consiguiera maniobrar con más facilidad.
—Creo que se dirigen hacia San Juan, sir Thomas —dijo Hornblower.
El rostro de Fell mostraba una expresión de furia impotente cuando se volvió
hacia su almirante. Se reprimió con obvio esfuerzo, absteniéndose de dejar que
explotase su rabia, seguramente en forma de un torrente de blasfemias.
—Es… es… —balbució.
—Sí, es como para indignar hasta a un santo —dijo Hornblower.

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La Clorinda estaba emplazada de forma ideal, a veinte millas a barlovento de San
Juan; la Estrella había caído prácticamente en sus brazos, por así decirlo, y sin
embargo, había conseguido escabullirse limpiamente, hallando vía libre a babor.
—¡Haré que se condene, milord! —rugió Fell—. ¡Timonel!
Ahora les quedaba por delante el largo recorrido hacia San Juan, con una
desviación de una cuarta, en lo que era prácticamente una carrera con una salida
igualada. Fell estableció un rumbo hacia San Juan. Era obvio que la Estrella, fuera de
su alcance, por el través de estribor, se dirigía hacia el mismo punto. Ambos buques
tenían el viento prácticamente por el través. Aquella larga carrera sería una prueba
final de las cualidades marineras de ambas naves, como si fueran un par de yates que
compiten en una carrera triangular en el Solent, en la costa sur de Inglaterra.
Hornblower pensó que aquella misma mañana había comparado aquel viaje con una
excursión en yate. Pero la expresión del rostro de Fell le dijo que su capitán de
bandera no lo veía del mismo modo, ni muchísimo menos. Sir Thomas se lo estaba
tomando muy a pecho, y no debido a algún filantrópico sentimiento hacia la
esclavitud, eso desde luego. Lo que quería era el dinero.
—¿Y ese desayuno, milord? —insistió Gerard. Un oficial se tocaba el sombrero
ante Fell, preguntándole si se podía considerar que era mediodía.
—Está bien —aceptó Fell. El grito bienvenido de «¡el licor!» corrió por todo el
buque.
—¿El desayuno, milord? —repitió Gerard nuevamente.
—Esperemos a ver cómo seguimos en este rumbo —respondió Hornblower. Vio
la consternación reflejada en el rostro de Gerard y se echó a reír—. Se trata de su
desayuno también, además del mío, supongo. ¿No ha tomado nada esta mañana?
—No, milord.
—Mato de hambre a mis jóvenes subalternos, ya lo ven —exclamó Hornblower,
mirando a Gerard y luego a Spendlove, pero la expresión del último permaneció
inalterada, y Hornblower recordó cómo era su secretario—. Apostaría una guinea a
que Spendlove no se ha quedado en ayunas esta mañana.
La idea fue recibida con una amplia sonrisa.
—Yo no soy marinero, milord —dijo Spendlove—. Pero he aprendido una cosa
mientras he estado navegando, y es que hay que dar buena cuenta de toda la comida
que se presenta ante uno. El oro no desaparece tan rápido como las ocasiones de
comer en alta mar.
—¿Así que mientras su almirante se muere de hambre, usted ha salido a cubierta
con el estómago bien lleno? ¡Qué vergüenza!
—Me avergüenzo con tanta intensidad como requiere la ocasión, milord.
Spendlove, obviamente, tenía el tacto necesario para ser el secretario de un
almirante.
—¡Hombres a las brazas! —aullaba Fell.
La Clorinda se precipitaba por encima del mar azul, con el viento por el través;

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era su mejor punto de navegación, y Fell estaba haciendo todo lo que podía para sacar
el máximo partido de ella. Hornblower echó un vistazo a la Estrella.
—Creo que nos estamos rezagando —dijo.
—Eso creo, milord —dijo Gerard, después de echar un vistazo en la misma
dirección. Se apartó un tanto y tomó una medición. Fell le miró con irritación y luego
se volvió hacia Hornblower.
—Espero que esté de acuerdo, milord —dijo—, en que la Clorinda ha hecho todo
lo que se le puede pedir a un buque.
—Ciertamente, sir Thomas —asintió Hornblower. Lo que realmente quería decir
Fell es que no se podía reprochar ningún fallo a su manejo del buque, y Hornblower,
aunque estaba convencido de que él mismo lo habría manejado mejor, tampoco
dudaba de que, en cualquier caso, la Estrella habría conseguido evitar la captura.
—Esa goleta navega como un demonio —dijo Fell—. Mírela ahora, milord.
Las hermosas líneas y el magnífico velamen de la Estrella resultaban obvios
incluso a aquella distancia.
—Es un buque muy hermoso —accedió Hornblower.
—Nos adelantará con toda seguridad —anunció Gerard, desde la bitácora—. Y
creo que también nos está doblando por barlovento.
—Y ahí se escapan quinientas libras —exclamó Fell, amargamente. Desde luego,
necesitaba dinero aquel hombre—. ¡Timonel! Vire una cuarta. ¡Hombres a las brazas!
Ciñó un poco más al viento la Clorinda y estudió su conducta antes de volverse
de nuevo a Hornblower.
—No voy a abandonar la persecución hasta que me vea obligado a ello, milord —
dijo.
—Muy bien —accedió Hornblower.
Había algo de resignación, algo de desesperación también en la expresión de Fell.
Hornblower se dio cuenta de que no era solamente la idea del dinero perdido lo que le
turbaba. El informe de que Fell había intentado capturar la Estrella y había fallado de
una forma casi ridícula llegaría a los lores del Almirantazgo, por supuesto. Aunque el
propio informe de Hornblower minimizase el fracaso, seguiría siendo un fracaso.
Aquello significaba que Fell nunca volvería a ser empleado después de que expirasen
sus dos años de servicio actuales. Por cada capitán con mando en la Marina, había al
menos veinte sedientos por dirigir una nave. El más ligero error sería aprovechado
como motivo para acabar con la carrera de un hombre. No podía ser de otro modo.
Fell miraba el futuro con aprensión, con la idea de pasar el resto de su vida a media
paga. Y lady Fell era una mujer cara y ambiciosa. No resultaba sorprenderte que las
mejillas de sir Thomas, normalmente rubicundas, hubiesen adquirido un tono
ceniciento.
La ligera alteración de rumbo que Fell había ordenado en realidad era una
admisión de su derrota final. La Clorinda conservaba su posición a sotavento sólo a
costa de ver a la Estrella alejarse más rápidamente aún por delante.

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—Pero temo que nos batirá fácilmente en San Juan —continuó Fell con
admirable estoicismo. Justo ante ellos, la pincelada roja en el horizonte que señalaba
las colinas de Puerto Rico se estaba haciendo más elevada y más definida—. ¿Qué
órdenes tiene para mí en este caso, milord?
—¿Cuánta agua nos queda a bordo? —preguntó Hornblower a su vez.
—Cinco toneladas, milord. Digamos unos seis días con raciones reducidas.
—Seis días —repitió Hornblower, como para sí. Era una complicación fastidiosa.
El territorio británico más cercano se hallaba a cien millas a sotavento.
—Tenía que probar a aligerar el buque, milord —dijo Fell, como disculpándose.
—Ya lo sé, ya lo sé —Hornblower siempre se irritaba cuando alguien intentaba
disculparse por algo—. Bueno, seguiremos a la Estrella, si no podemos capturarla
antes.
—¿Será una visita oficial, milord? —inquirió Gerard rápidamente.
—No puede ser de otro modo, con mis colores izados —dijo Hornblower. No le
gustaban nada las visitas oficiales—. A lo mejor podemos matar dos pájaros de un
tiro. Es hora de que me presente ante las autoridades españolas, y al mismo tiempo
podemos repostar agua.
—Sí, milord.
Una visita de cumplido a un puerto extranjero significaba muchas obligaciones
para su personal… pero no tantas como para él mismo, se dijo con irritación.
—Tomaré el desayuno antes de que pase algo más que lo posponga —dijo. El
ánimo excelente con el que había comenzado la mañana se había evaporado por
completo, por aquel entonces. Le ponía de mal humor permitirse caer en tal debilidad
humana.
Cuando volvió a subir a cubierta, el fracaso al interceptar a la Estrella se le hizo
dolorosamente presente de nuevo. La goleta se encontraba a unas tres millas por
delante, y había ganado por barlovento a la Clorinda hasta que esta última casi quedó
en su estela. La costa de Puerto Rico estaba ahora mucho mejor definida. La Estrella
iba entrando en aguas territoriales, y se encontraba totalmente a salvo. La tripulación
al completo estaba entregada a un duro trabajo en todas las partes de la nave,
procurando que la Clorinda se encontrase en ese estado de absoluta perfección (en
realidad, más que perfección, completo dominio) que debe mostrar siempre un buque
británico cuando entra en un puerto extranjero y se somete a la celosa inspección de
los extraños. La cubierta había sido pulida hasta adquirir una blancura casi
resplandeciente bajo el sol tropical; los metales estaban igualmente bruñidos, tanto
que dolía en los ojos recibir el reflejo de la luz sobre ellos; los sables y picas
brillantes se hallaban ordenados formando motivos decorativos en el mamparo de
popa, los cabos de blanquísimo algodón recorrían toda la cubierta formando
elaborados nudos de barrilete.
—Muy bien, señor Thomas —aprobó Hornblower—. La autoridad de San Juan la
ostenta un capitán general, milord —informó Spendlove.

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—Sí. Tendré que rendirle visita —suspiró Hornblower—. Sir Thomas, le
agradecería muchísimo que me acompañase.
—Sí, milord.
—Cintas y estrellas, me temo, sir Thomas.
—Sí, milord.
Fell había recibido su título de caballero de Bath después de una desesperada
lucha en una fragata en 1813. Era un tributo a su valor, más que a sus habilidades
profesionales.
—¡La goleta está recibiendo a un piloto a bordo! —exclamó el vigía del mástil.
—Muy bien.
—Pronto nos tocará el turno —dijo Hornblower—. Es hora de arreglarnos para
recibir a nuestros invitados, Supongo que darán gracias de que nuestra llegada tenga
lugar después de la hora de la siesta.
También era la hora en que empezaba a soplar la brisa. El piloto que subió a
bordo (un cuarterón alto y apuesto) condujo el buque sin una sola dificultad, aunque,
naturalmente, Fell estuvo todo el tiempo pegado a él, consumido por la ansiedad.
Hornblower, liberado de tales responsabilidades, pudo ir hacia delante, a la pasarela,
y examinar su aproximación a la ciudad. Eran tiempos de paz, pero España había sido
enemigo suyo anteriormente, y quizá volviera a serlo, y además no se perdía nada si
procuraba enterarse de todos los detalles posibles de la defensa de primera mano. No
le costó mucho darse cuenta de que San Juan nunca había sido atacada, y mucho
menos capturada, por los numerosos enemigos de España durante la larga vida de la
ciudad. Estaba rodeada por una alta muralla de recia mampostería, con zanjas y
baluartes, fosos y puentes levadizos. En el alto acantilado que se cernía sobre la
entrada, el castillo del Morro cubría los accesos con su artillería. Había otra fortaleza
(que debía de ser San Cristóbal) y una batería tras otra a lo largo del frente marítimo,
con pesados cañones visibles en las troneras. Nada podía impresionar a San Juan, de
no ser un asedio formal con un poderoso ejército y maquinaria de sitio, ya que estaba
defendido por una guarnición muy adecuada.
La brisa del mar les llevó en seguida al pasaje de entrada. Allí les invadió la
habitual ansiedad momentánea acerca de si los españoles estaban dispuestos a saludar
a su bandera, pero el nerviosismo se vio disipado rápidamente cuando los cañones del
Morro empezaron a disparar, en réplica a los suyos. Hornblower se mantuvo firme y
muy tieso mientras el buque iba entrando, y la carronada del castillo de proa iba
lanzando salvas a intervalos admirablemente regulares. Los marineros aferraron las
velas con una rapidez que les honraba (Hornblower miraba discretamente, con el
tricornio puesto) y entonces la Clorinda se puso al pairo y el cable del ancla pasó
rechinando a través del escobén. Un oficial muy bronceado por el sol, con un bonito
uniforme, se acercó al costado y se anunció, en un inglés aceptable, como oficial
médico del puerto, y recibió la declaración de Fell de que la Clorinda no había
sufrido ninguna enfermedad infecciosa durante los últimos veintiún días.

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Ahora que ya estaban en el puerto, donde la brisa del mar circulaba con
dificultad, y el buque estaba quieto, era consciente de pronto del espantoso calor.
Hornblower empezó a sentir que el sudor le empapaba la camisa por debajo de la
gruesa casaca del uniforme, y volvió la cabeza de un lado a otro, incómodo, notando
el ahogo que le producía el cuello almidonado. Un breve gesto de Gerard, que estaba
a su lado, le señaló algo que ya había observado él mismo: la Estrella del Sur con su
pintura de un blanco resplandeciente, se encontraba en el muelle junto a ellos. Parecía
como si su hedor todavía asaltase su nariz desde las abiertas escotillas. Una fila de
soldados con casacas azules y tahalíes blancos estaba alineada en el muelle, de pie, de
forma algo negligente y bajo el mando de un sargento. Desde el interior de la goleta
llegaba un estruendo bastante lamentable, unos lamentos prolongados y lúgubres.
Vieron a una fila de negros desnudos que salían trepando con gran dificultad por la
escotilla.
Apenas podían andar. De hecho, algunos de ellos no podían andar en absoluto,
sino que, a gatas, iban arrastrándose por la cubierta y luego por el muelle.
—Están desembarcando su cargamento —dijo Gerard.
—Al menos, una parte —replicó Hornblower. En casi un año de estudio había
aprendido mucho del comercio de esclavos. La demanda de esclavos allí en Puerto
Rico era pequeña, comparada con la que había en La Habana. Durante la travesía
entre ambos puertos, los esclavos que él había visto estaban confinados en las
bodegas, estrechamente apretados en forma de «cuchara», es decir, tendidos de
costado y con las rodillas dobladas y metidas en el hueco de las rodillas del hombre
que tenían delante. Era de esperar que el capitán de la Estrella aprovechase aquella
oportunidad para ventilar bien su cargamento, tan perecedero.
Un grito que venía del agua le distrajo. Se acercaba un bote con la bandera
española en la proa. Sentado en la cámara se encontraba un oficial con un uniforme
con entorchados dorados que reflejaban el sol poniente.
—Aquí viene la autoridad —dijo Hornblower.
Se enviaron hombres a la borda y el oficial subió a la Clorinda entre el pitido de
los silbatos de los segundos contramaestres, levantó la mano y realizó un saludo muy
correcto. Hornblower se unió a Fell y ambos le recibieron. Hablaba en español, y
Hornblower se dio cuenta de que sir Thomas no entendía aquella lengua.
—Comandante Méndez Castillo —se anunció el oficial—. Edecán primero de su
excelencia el capitán general de Puerto Rico.
Era un hombre alto y esbelto, con un fino bigote que lo mismo podía haber sido
pintado. Su expresión era precavida, sin comprometerse ante aquellos dos oficiales
que le recibían con sus cintas rojas, sus estrellas y sus brillantes charreteras.
—Bienvenido, comandante —dijo Hornblower—. Soy el contraalmirante lord
Hornblower, comandante en jefe de la flota de su británica majestad en las aguas de
las Indias Occidentales. Le presento al capitán sir Thomas Fell, al mando del buque
de su británica majestad, la Clorinda.

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Méndez Castillo inclinó la cabeza ante cada uno de ellos, y su alivio al saber
quiénes eran resultó bastante evidente.
—Bienvenido a Puerto Rico, excelencia —dijo—. Por supuesto, hemos oído
hablar mucho del famoso lord Hornblower, que ahora es comandante en jefe aquí, y
esperábamos hace largo tiempo tener el honor de recibir una visita suya.
—Muchísimas gracias —dijo Hornblower.
—Y bienvenido también usted y su nave, capitán —añadió Méndez Castillo
apresuradamente, nervioso por si se hacía demasiado evidente que se había quedado
tan fascinado al ver al legendario Hornblower que no había prestado la atención
requerida a un simple capitán. Fell hizo una torpe reverencia como respuesta. No
había sido necesaria la traducción.
»Su excelencia me ha indicado —siguió Méndez Castillo— que le pregunte de
qué forma podría ser útil a vuestra excelencia en la notable ocasión de su visita.
En español, la forma de plantear esa frase tan pomposa resultaba mucho más
difícil aún que en inglés. Y mientras hablaba Méndez Castillo, su mirada se desvió un
momento hacia la Estrella. Obviamente, todos los detalles del intento de captura
realizado por la Clorinda eran conocidos ya, porque gran parte de la estéril
persecución debía de ser perfectamente visible desde el Morro. Algo en la actitud del
comandante transmitía la impresión de que el tema de la Estrella no se podía discutir.
—Sólo nos proponemos realizar una breve escala, comandante. El capitán Fell
está deseoso de renovar el suministro de agua de este buque —dijo Hornblower, y la
expresión de Méndez Castillo se suavizó al momento.
—Ah, por supuesto —exclamó a toda prisa—. Nada podría ser más fácil. Daré
instrucciones al capitán del puerto para que dé todas las facilidades al capitán Fell.
—Es usted muy amable, comandante —respondió Hornblower. Se intercambiaron
inclinaciones de cabeza de nuevo, y Fell les imitó, aunque no sabía de qué estaban
hablando.
—Su excelencia me ha indicado también —siguió Méndez Castillo— que espera
tener el honor de recibir una visita suya.
—Ciertamente, esperaba que su excelencia sería tan amable como para invitarme.
—Su excelencia se sentirá profundamente honrado al saberlo. Quizá vuestra
excelencia sería tan amable de visitar a su excelencia esta noche. Su excelencia estará
encantado de recibir a vuestra excelencia a las ocho en punto, junto con los miembros
del estado mayor de vuestra excelencia, en La Fortaleza, el palacio de Santa Catalina.
—Su excelencia es muy amable. Iremos con sumo placer, por supuesto.
—Informaré a su excelencia. Quizá vuestra excelencia encuentre adecuado que yo
mismo venga a bordo a esa hora para escoltar a vuestra excelencia a la fiesta de su
excelencia…
—Le estaría muy agradecido, comandante.
Méndez Castillo se despidió después de hacer una referencia final al capitán del
puerto y el agua del barco. Hornblower se lo explicó todo brevemente a Fell.

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—Sí, milord.
Llegó otro visitante por el costado de babor del buque, un hombre bajo y recio,
vestido de blanco inmaculado y con un sombrero de ala ancha que se quitó con
escrupulosa cortesía al llegar al alcázar. Hornblower le vio dirigirse al guardiamarina
que estaba de guardia, y vio a este último dudar y mirar a su alrededor como
intentando decidir si debía o no atender la petición del hombre.
—Muy bien, guardiamarina —dijo Hornblower—. ¿Qué desea el caballero?
Casi podía adivinar lo que deseaba el caballero. Aquella podía ser una
oportunidad de establecer contacto con tierra aparte de los canales oficiales… algo
siempre deseable, y sobre todo en aquel momento. El visitante se adelantó. Unos ojos
azules e inquisitivos estudiaron de cerca a Hornblower.
—¿Milord? —saludó el hombre. Al menos sabía reconocer el uniforme de
almirante.
—Sí. Soy el almirante lord Hornblower.
—Siento molestarle con mis asuntos, milord —hablaba inglés como un inglés, de
la región de Tyneside, quizá, pero obviamente hacía años que no lo practicaba.
—¿Qué desea?
—He venido a bordo para dirigirme a su mayordomo, milord, y al responsable del
comedor de oficiales y al sobrecargo. Soy el principal proveedor de buques del
puerto. Ganado vacuno, milord, volatería, huevos, pan tierno, frutas, verduras…
—¿Cómo se llama?
—Eduardo Estuard… Edward Stuart, milord. Segundo oficial del bergantín
Colombine, de Londres. Capturado en 1806, milord, y traído aquí como prisionero.
Hice amigos aquí, y cuando los españoles cambiaron de bando en 1808, me establecí
como proveedor, y desde entonces sigo en ello.
Hornblower estudió al hombre tan intensamente como éste le examinaba a él.
Podía intuir mucho más de lo que se había dicho. Casi adivinaba un afortunado
matrimonio, probablemente un cambio de religión… a menos que Stuart fuese ya
católico, que también era posible.
—Y estoy a su servicio, milord —siguió diciendo Stuart, devolviéndole la mirada
sin pestañear.
—En seguida le dejaré que hable con el sobrecargo —dijo Hornblower—. Pero
primero dígame, ¿qué impresión ha causado nuestra llegada aquí?
La cara de Stuart se iluminó con una sonrisa.
—La ciudad entera estaba contemplando su persecución de la Estrella del Sur,
milord.
—Ya lo suponía.
—Todos se han alegrado al ver que se le escapaba. Y cuando han visto que se
acercaba, han preparado las baterías.
—¿Ah, sí?
La reputación que tenía la Armada de realizar acciones rápidas, tanto atrevidas

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como prepotentes, debía de seguir muy viva todavía, si habían sentido el
momentáneo temor de que una sola fragata pudiera intentar atrapar una presa en el
mismísimo refugio de un puerto tan bien guardado como San Juan.
—Dentro de diez minutos se pronunciará su nombre en todas las calles, milord.
La perspicaz mirada de Hornblower le aseguró que aquel hombre no le estaba
haciendo un cumplido ocioso.
—¿Y qué va a hacer ahora la Estrella?
—Sólo ha venido para desembarcar a unos cuantos esclavos enfermos y repostar
agua, milord. Aquí el mercado de esclavos es pequeño. Zarpa hacia La Habana de
inmediato, tan pronto como pueda estar segura de sus movimientos, milord.
—¿De inmediato?
—Zarpará cuando se levante la brisa de tierra mañana al amanecer, milord, a
menos que usted se coloque a la salida del puerto.
—No creo que lo haga —dijo Hornblower.
—Entonces zarpará sin duda alguna, milord. Querrá desembarcar su cargamento
y venderlo en La Habana antes de que España firme el tratado.
—Ya comprendo —dijo Hornblower.
Pero ¿qué era aquello? Allí estaban de nuevo los viejos síntomas, tan reconocibles
como siempre: los latidos apresurados del corazón, el calor que le invadía por debajo
de la piel, la inquietud general. Tenía algo que asomaba justo por debajo de su
consciencia, el atisbo de una idea. Y al cabo de un segundo, la idea había aparecido
en el horizonte, vaga al principio, como un avistamiento de tierra entre la neblina,
pero tan seguro y tan tranquilizador como avistar tierra firme. Y más allá, en el
horizonte también, se encontraban otras ideas, que sólo intuía. No podía evitar mirar
a la Estrella, analizar la situación táctica, buscar otras inspiraciones, poner a prueba
lo que ya había imaginado.
Lo único que podía hacer era dar las gracias educadamente a Stuart por su
información, sin traicionar la emoción que sentía, y sin terminar la entrevista de una
forma abrupta que habría resultado sospechosa. Una palabra a Fell garantizó que
Stuart recibiera el encargo de suministrar a la Clorinda, y Hornblower se despidió,
dándole las gracias. Hornblower se apartó fingiendo toda la despreocupación que
pudo.
Había mucho ajetreo en torno a la Estrella, igual que alrededor de la Clorinda,
debido a los preparativos que se estaban haciendo para rellenar sus barriles de agua.
Era difícil pensar, con todo aquel calor y aquel estrépito. Resultaba duro encararse al
muelle atestado. Y se aproximaba el ocaso, y luego llegarían las ocho en punto, hora
en la que debía rendir visita al capitán general, y obviamente, todo debía estar
decidido antes de ese momento. Y había complicaciones. Las ideas surgían una tras
otra, sucesivamente, como las cajas chinas, y cada una de ellas debía ser examinada
buscando los posibles fallos. El sol ya estaba muy bajo, sobre las colinas, dejando tras
él un cielo llameante, cuando llegó a una resolución final.

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—¡Spendlove! —exclamó. El nerviosismo le hacía ser brusco—. Venga abajo
conmigo.
Hacía un calor opresivo en el gran camarote de popa. El cielo rojo se reflejaba en
el agua del puerto, atravesando las altas ventanas de popa. El magnífico efecto se veía
algo disipado por la luz de las lámparas. Hornblower se dejó caer en su silla. Su
secretario se quedó de pie, mirándole fijamente, y Hornblower era consciente de ello.
Spendlove no tenía duda alguna de que su comandante en jefe tenía algo importante
en mente. Pero hasta Spendlove se vio sorprendido por el plan que había tramado, y
por las órdenes que estaba recibiendo. Incluso aventuró una protesta.
—Pero milord… —dijo.
—Lleve a cabo sus órdenes, señor Spendlove, y ni una palabra más.
—Sí, milord.
Spendlove salió del camarote, y Hornblower se quedó allí sentado, solo,
esperando. Los minutos pasaban lentamente (unos minutos preciosos, y no tenían
mucho tiempo que perder), y por fin sonaron en la puerta los golpecitos que esperaba.
Era Fell, que entraba con aire de gran nerviosismo.
—Milord, ¿puede dedicarme unos minutos?
—Siempre es un placer recibirle, sir Thomas.
—Pero esto es muy poco habitual, me temo, milord. Tengo que hacer una
sugerencia… poco habitual.
—Siempre es un placer recibir sugerencias también, sir Thomas. Por favor,
siéntese y dígame qué pasa. Tenemos casi una hora antes de bajar a tierra. Estoy muy
interesado en oírle.
Fell se sentó muy tieso en una silla, con los brazos cruzados. Tragó saliva dos
veces. A Hornblower no le producía ningún placer ver a un hombre que se había
enfrentado a las balas y el acero y a una muerte inminente allí, delante de él, con
aquel aire tan aprensivo. Se sentía incómodo.
—Milord… —empezó Fell, y volvió a tragar saliva.
—Le escucho atentamente, sir Thomas —observó Hornblower, con suavidad.
—Se me había ocurrido —dijo Fell, más desenvuelto a cada palabra que
pronunciaba, hasta que acabó casi precipitadamente—, que todavía podríamos tener
una oportunidad con la Estrella.
—¿De veras, sir Thomas? Nada podría producirme un placer mayor, si tal cosa
fuera posible. Me gustaría mucho oír qué es lo que tiene que sugerirme.
—Bien, milord. Se hará a la mar mañana. Probablemente al amanecer, con la
brisa de tierra. Esta noche podríamos… podríamos colocar alguna especie de lastre en
su casco. Quizás en el timón. Sólo es un nudo o dos más rápida que nosotros. Así
podríamos seguirla y atraparla en alta mar…
—Qué idea más estupenda, sir Thomas. Realmente ingeniosa… pero claro, no se
podía esperar otra cosa de un marino de su reputación, desde luego.
—Es usted muy amable, milord —la expresión de Fell sufrió un cambio muy

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perceptible, y el hombre dudó antes de proseguir—: Fue su secretario, Spendlove, el
que me sugirió la idea, milord.
—¿Spendlove? ¡Qué me dice!
—Le daba demasiado apuro sugerírselo a usted, milord, así que me lo ha dicho a
mí.
—Seguro que no ha hecho otra cosa que acabar de despertar en su mente una idea
que usted ya tenía, sir Thomas. De todos modos, como usted ha asumido esta
responsabilidad, el mérito debe ser suyo, por supuesto, si hay que conceder crédito a
alguien. Esperemos que sea un gran éxito.
—Gracias, milord.
—Y ahora, hablemos de ese lastre. ¿Qué sugiere usted, sir Thomas?
—No tiene que ser más que un ancla flotante grande. Un rollo de lona del número
uno, cosida en forma de embudo, con un extremo más largo que el otro.
—Pero aun así, tendría que estar reforzada. Ni siquiera la lona del número uno
podría soportar el tirón de la Estrella corriendo a doce nudos.
—Sí, milord, eso ya lo sé. Pero se le podrían coser muchas relingas. Eso bastaría.
Tenemos una cadena de barbiquejo de reserva a bordo. Se podría coser alrededor de
la draga…
—Y se podría unir a la Estrella para que aguantase el tirón…
—Sí, milord. Eso era lo que yo pensaba.
—Serviría para mantener la draga bajo el agua y que no se viera, también.
—Sí, milord.
Fell pensaba que la rapidez de Hornblower a la hora de captar los aspectos
técnicos era muy estimulante. Su nerviosismo se vio reemplazado por el entusiasmo.
—He pensado… bueno, Spendlove me lo ha sugerido, milord, que se podría pasar
por encima de uno de los pinzotes inferiores del timón.
—Pero seguramente se rompería todo el timón cuando se ejerciese toda la fuerza.
—Eso también nos vendría muy bien, milord. —Claro, claro, ya lo entiendo.
Fell se puso a andar por el camarote hacia donde se abría la ventana de popa.
—Desde aquí donde estamos no se puede ver, milord —dijo—. Pero se oye.
—Y se huele —afirmó Hornblower, de pie junto a él.
—Sí, milord. Ahora la están regando con la manguera. Pero se puede oír, como he
dicho.
Por encima del agua llegaban claramente hasta ellos, junto con el apestoso hedor,
los continuos quejidos de los desdichados esclavos. Hornblower incluso imaginaba
que podía oír el ruido producido por sus grilletes.
—Sir Thomas —dijo entonces—, creo que sería muy deseable que colocara un
bote fuera, para hacer guardia junto al buque esta noche.
—¿Guardia, milord? —a Fell le costaba captar las cosas. En aquella Marina de
tiempos de paz no era necesario tomar demasiadas precauciones para evitar la
deserción.

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—Ah, sí, claro, ciertamente. La mitad de nuestros hombres podrían deslizarse por
la borda e irse nadando a la costa, cuando caiga la noche. Supongo que lo habrá
tenido en cuenta. Debemos evitar su deseo de desertar de este servicio tan arriesgado.
Y además, un bote de guardia evitará la venta de licor a través de las portas.
—Eh… sí, claro, supongo que sí, milord —pero estaba claro que Fell no había
captado todas las implicaciones de aquella sugerencia, y Hornblower tuvo que
explicárselo.
—Pongamos un bote de guardia ahora, antes de que caiga la noche. Así puedo
explicar a las autoridades por qué es necesario. Y luego, cuando llegue el momento…
—¡Tendremos ya un bote listo en el agua! —por fin la luz se había hecho en el
cerebro de Fell.
—Sin llamar demasiado la atención —complementó Hornblower.
—¡Por supuesto!
—Lo mejor sería que diese usted la orden cuanto antes, sir Thomas. Pero
mientras tanto, no nos queda demasiado tiempo. Debemos disponer que se prepare
esa draga antes de bajar a tierra.
—¿Debo dar las órdenes milord?
—A Spendlove se le dan muy bien los números. Puede ocuparse de las medidas.
¿Será tan amable de hacerle venir, sir Thomas?
El camarote se llenó de gente en cuanto se puso en marcha el trabajo. El primero
que llegó fue Spendlove; después de él, mandaron llamar a Gerard, y luego a Sefton,
el teniente. A continuación llegaron el velero, el armero, el carpintero y el
contramaestre. El velero era un anciano sueco que había sido reclutado a la fuerza en
la Marina británica hacía veinte años, en alguna infame acción de la leva, y que se
había quedado en el servicio desde entonces. Su arrugado rostro se iluminó con una
sonrisa, como un vidrio cuarteado, cuando penetró en su mente la originalidad del
plan que se le estaba relatando. Se contuvo de darse palmadas en el muslo con
regocijo al recordar que se encontraba en la augusta presencia de su almirante y su
capitán. Spendlove estaba muy atareado, realizando con papel y lápiz un dibujo de la
draga, y Gerard miraba por encima de su hombro.
—Quizá pueda hacer yo mismo una pequeña contribución a este plan —dijo
Hornblower, y todo el mundo se volvió hacia él. Los ojos de Spendlove se clavaron
en los suyos, que ostentaban una mirada vidriosa. Esa mirada impidió a Spendlove
decir una palabra en el sentido de que todo el plan había sido idea suya.
—¿Sí, milord? —farfulló Fell.
—Un trozo de meollar —sugirió Hornblower—. Podríamos atarlo a la punta de la
draga, y llevarlo hacia delante, al otro extremo, y asegurarlo a la cadena. Sólo una
hebra, para mantener tirante el extremo mientras la Estrella empieza a navegar.
Luego, cuando largue todo el velamen y empiece a ejercer tensión…
—¡El meollar se romperá! —exclamó Spendlove—. Tiene usted razón, milord.
Entonces la draga se llenará de agua…

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—Y el buque será nuestro, esperemos —concluyó Hornblower.
—Excelente, milord —dijo Fell.
¿Había quizás una cierta condescendencia, un leve atisbo de paternalismo en lo
que había dicho? A Hornblower le pareció que sí, y se sintió un poco picado. Fell ya
estaba casi convencido de que todo el plan había sido idea suya, a pesar de haber
admitido honestamente al principio la contribución de Spendlove, y ahora permitía
generosamente a Hornblower añadir una insignificante sugerencia. La irritación del
almirante se disipó al pensar con cínico regocijo en la debilidad de la naturaleza
humana.
—En esta atmósfera tan estimulante y llena de ideas —dijo, con fingida modestia
—, uno no puede dejar de sentirse contagiado.
—Sí… claro, milord —accedió Gerard, mirándole con curiosidad. Gerard era
demasiado inteligente y le conocía demasiado bien. Había captado perfectamente el
tono en la voz de Hornblower, y estaba a punto de adivinar toda la verdad.
—No es necesario que meta usted también cucharada, señor Gerard —espetó
Hornblower—. ¿Tengo que recordarle acaso su deber? A ver, ¿dónde está mi cena,
señor Gerard? ¿Qué, tengo que morirme de hambre cuando estoy a su cuidado? ¿Qué
dirá lady Bárbara cuando sepa que ha dejado usted que yo pase hambre?
—Le ruego que me disculpe, milord —farfulló Gerard, abatido—. Me había
olvidado… ha estado usted tan ocupado, milord…
Su bochorno era intenso; se volvía a un lado y otro en el atestado camarote como
si buscara a su alrededor la cena perdida.
—No hay tiempo ya, señor Gerard —dijo Hornblower. Hasta que no había
surgido la necesidad de distraer la atención de Gerard, a él también se le había
olvidado por completo la cena—. Esperemos que su excelencia nos ofrezca una
pequeña colación.
—Le ruego que me perdone, de verdad, milord —dijo Fell, también avergonzado.
—Bah, no importa, sir Thomas —dijo Hornblower, interrumpiendo las disculpas
—. Usted y yo estamos en la misma situación. Déjeme ver ese dibujo, señor
Spendlove.
Continuamente se veía obligado a representar el papel de viejo caballero
cascarrabias, cuando él sabía de buena tinta que no era nada parecido. Pudo
demostrar que se ablandaba de nuevo mientras volvían a examinar los detalles de la
construcción de la draga, y por fin dio su aprobación.
—Creo, sir Thomas —dijo—, que ha decidido usted confiar el trabajo al señor
Sefton durante nuestra ausencia en tierra.
Fell asintió.
—El señor Spendlove se quedará bajo sus órdenes, señor Sefton. El señor Gerard
nos acompañará a sir Thomas y a mí. No sé qué es lo que habrá decidido usted, sir
Thomas, pero le sugiero que lleve a un teniente y a un guardiamarina con usted a la
recepción de su excelencia.

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—Sí, milord.
—Señor Sefton, estoy seguro de que tendrá acabado este trabajo para cuando
volvamos, al principio de la guardia de media, ¿de acuerdo?
—Sí, milord.
Así que todo estaba acordado excepto el aburrido intervalo de espera. Era igual
que en tiempos de guerra, cuando se aproximaba una crisis en un futuro cercano.
—¿La cena, milord? —sugirió Gerard, ansioso. No quería cenar. Ahora que todo
estaba dispuesto y la tensión había cedido, se sentía muy cansado.
—Llamaré a Giles si quiero algo —dijo, mirando a su alrededor, al camarote
atestado. Quería despedir a toda aquella gente y buscaba la forma más educada de
hacerlo.
—Entonces voy a atender a mis otros deberes, milord —dijo Fell, de repente, con
un tacto sorprendente.
—Muy bien, sir Thomas, gracias.
El camarote se vació al momento. Hornblower contrarrestó con una simple
mirada la tendencia de Gerard a quedarse remoloneando. Y por fin se pudo arrellanar
en su silla y relajarse, ignorando a Giles cuando éste llegó con otra lámpara que
iluminase el camarote, ya más oscuro. El barco estaba lleno de ruidos procedentes de
los trabajos de recogida del agua: las roldanas de las poleas que rechinaban, el
golpeteo de las bombas, los gritos a los caballos… Todo aquel estrépito bastaba para
distraerle y evitar que sus pensamientos siguiesen un rumbo fijo. Estaba medio
adormilado cuando sonó un golpecito en la puerta y después apareció un
guardiamarina.
—Con los respetos del capitán, milord, se está acercando el bote de la costa.
—Salude al capitán y dígale que subo a cubierta de inmediato.
El bote de la costa iba bien alumbrado por una linterna que colgaba por encima de
la cámara, en medio de la oscuridad del puerto. Iluminaba el resplandeciente
uniforme de Méndez Castillo. Bajaron por el costado guardiamarina, tenientes,
capitán y almirante, en orden inverso a su precedencia naval, y unos potentes golpes
de remo les condujeron por las oscuras aguas hacia la ciudad, donde brillaban unas
débiles luces. Pasaron junto a la Estrella. Una luz colgaba de sus jarcias, pero al
parecer ya había repostado el agua, porque no había actividad alguna en ella.
Sin embargo, se seguía oyendo un continuo y quejumbroso sonido que procedía
de sus abiertas escotillas. Quizá los esclavos estuviesen llorando la partida de
aquellos que les habían sido arrebatados; quizás estuviesen manifestando su
aprensión por el futuro que les esperaba. A Hornblower se le ocurrió que aquella
gente desventurada, arrancada de su hogar, introducida en un barco que no se parecía
a nada que hubiesen visto jamás en su vida, custodiados por hombres blancos (y los
rostros blancos debían de ser algo tan extraordinario para ellos como los de color
verde esmeralda serían para un europeo), no podían tener ni idea de lo que les
esperaba, más o menos lo mismo que le pasaría a él si le hubiesen secuestrado y se lo

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hubiesen llevado a otro planeta.
—Su excelencia —dijo Méndez Castillo, tras él— se complace en recibir a
vuestra excelencia con todo el ceremonial completo.
—Es muy amable por parte de su excelencia —replicó Hornblower, recordando
sus deberes con gran esfuerzo, y expresándose en español con más esfuerzo todavía.
Maniobraron el timón y la pequeña embarcación giró abruptamente en un recodo,
revelando un espigón muy iluminado, con una arcada enorme que se abría más allá.
El bote corrió junto al espigón y media docena de figuras uniformadas se pusieron
firmes mientras la partida desembarcaba.
—Por aquí, excelencia —murmuró Méndez Castillo.
Pasaron por aquel portal y entraron en un patio alumbrado por muchas linternas,
que brillaban sobre las filas de soldados formados en columnas de tres en fondo.
Mientras Hornblower aparecía en el patio, se gritó la orden de presenten armas, y en
el mismo momento, una banda empezó a interpretar música. El mal oído de
Hornblower detectó el vivaz estrépito y se puso firme a su vez, con la mano en el ala
de su tricornio, sus compañeros oficiales junto a él, hasta que aquel ruido
ensordecedor (multiplicado en mil ecos por los muros que les rodeaban) cesó al fin.
—Excelente presentación militar, comandante —dijo Hornblower, examinando
las rígidas líneas de tahalíes blancos.
—Vuestra excelencia es muy amable. Por favor, ¿le importaría a vuestra
excelencia entrar por esa puerta?
Una imponente escalinata, flanqueada a ambos lados por figuras uniformadas, y
al fondo, detrás de una gran arcada, una enorme habitación. Méndez Castillo y otro
oficial que se hallaba junto a la puerta conferenciaron prolongadamente entre
susurros, y luego sus nombres resonaron en voz alta, en español… Hornblower había
abandonado hacía mucho tiempo la esperanza de oír su nombre pronunciado de
forma inteligible por un extranjero.
La figura que se encontraba en el centro de la habitación se levantó de su silla
(que en realidad era como un trono) y recibió de pie al comandante en jefe británico.
Era un hombre mucho más joven de lo que había esperado Hornblower, de unos
treinta años, con el rostro oscuro, una cara delgada y expresiva y un aire divertido,
que no casaba demasiado con su arrogante y ganchuda nariz. El uniforme que llevaba
resplandecía de entorchados, con la Orden del Toisón de Oro en el pecho.
Méndez Castillo hizo las presentaciones. Los ingleses realizaron una profunda
inclinación ante el representante de su católica majestad, y cada uno recibió a su vez
un cortés saludo. Méndez Castillo incluso se atrevió a murmurar los títulos de su
anfitrión, probablemente una infracción de la etiqueta, pensó Hornblower, porque
había que asumir que los visitantes sabían perfectamente cuáles eran.
—Su excelencia el marqués de Ayora, capitán general del dominio de Puerto Rico
de su católica majestad.
Ayora sonrió, dándoles la bienvenida.

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—Sé que usted habla español, excelencia —dijo—. Ya he tenido el placer de oírle
hacerlo.
—¿Ah, sí, excelencia?
—Era comandante de los migueletes con Clarós, en la época del ataque de Rosas.
Tuve el honor de servir junto a vuestra excelencia… recuerdo muy bien a vuestra
excelencia. Vuestra excelencia, naturalmente, no me recordará.
Habría sido demasiado presuntuoso fingir que sí lo recordaba, y por una vez en su
vida, Hornblower no tuvo palabras y se limitó a inclinar de nuevo la cabeza.
—Vuestra excelencia —continuó Ayora— ha cambiado muy poco desde aquel
día, me atrevería a decir. Han pasado once años.
—Vuestra excelencia es muy amable —era una de las frases más útiles para las
conversaciones corteses.
Ayora también dedicó unas palabras a Fell, un cumplido por el buen aspecto de su
barco, y una sonrisa a los oficiales menores. Y entonces, como si aquél hubiese sido
el momento que estaba esperando, Méndez Castillo se volvió hacia ellos.
—¿Les importaría a ustedes, caballeros, que les presentásemos a las damas que
nos acompañan? —dijo. Su mirada pasó por encima de Hornblower y Fell y se dirigió
solamente a los tenientes y guardiamarinas. Hornblower se lo tradujo, y les vio partir
un poco nerviosos, escoltados por Méndez Castillo.
Ayora, a pesar de toda la etiqueta y las formalidades españolas, no perdió mucho
tiempo y fue al grano, en el momento en que se encontró a solas con Hornblower y
Fell.
—He visto su persecución de la Estrella del Sur hoy con mi catalejo —dijo, y
Hornblower, una vez más, no supo qué decir. Las reverencias y las sonrisas no
parecían muy adecuadas para aquella ocasión. Se limitó a quedarse inexpresivo.
—Es una situación anómala —dijo Ayora—. Bajo el tratado preliminar entre
nuestros gobiernos, la Marina británica tiene derecho a capturar en mar abierta barcos
españoles cargados de esclavos. Pero una vez en aguas territoriales españolas, esos
buques están a salvo. Cuando se firme el nuevo tratado para la supresión del
comercio de esclavos, entonces esos barcos serán confiscados por el gobierno de su
católica majestad, pero hasta ese momento, es mi obligación darles toda la protección
que esté en mi mano.
—Vuestra excelencia tiene toda la razón, por supuesto —dijo Hornblower. Fell
había adoptado una expresión completamente neutra, al no entender una palabra de lo
que se estaba diciendo, pero Hornblower sentía que el esfuerzo de traducir no estaba
a su alcance en aquellos momentos.
—Y me propongo llevar a cabo plenamente mi deber —añadió Ayora, con
firmeza.
—Naturalmente —afirmó Hornblower.
—Así que será mejor que lleguemos a un entendimiento absoluto del asunto, en
lo que respecta a futuras actuaciones.

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—No hay nada que desee más, excelencia.
—Queda perfectamente claro, por tanto, que no toleraré interferencia alguna con
la Estrella del Sur mientras se encuentre en las aguas que están bajo mi jurisdicción.
—Por supuesto, lo comprendo, excelencia —dijo Hornblower.
—La Estrella se propone zarpar con las primeras luces del alba, mañana.
—Eso es lo que yo imaginaba, excelencia.
—Y en razón de la amistad entre nuestros gobiernos, sería mejor que su buque
permaneciera en este puerto hasta después de que zarpase la otra nave.
Los ojos de Ayora se clavaron en los de Hornblower, fijamente. Su rostro carecía
de toda expresión. No había asomo alguno de amenaza en aquella mirada. Pero estaba
implícita la amenaza, el atisbo de fuerza superior. Bajo el mando de Ayora, un
centenar de cañones de treinta y dos libras podían barrer las aguas del puerto.
Hornblower se acordó del romano que accedió a las órdenes de su emperador porque
era absurdo discutir con el jefe de treinta legiones. Adoptó, pues, la misma impostura,
haciendo uso de toda su habilidad interpretativa. Sonrió con la sonrisa del buen
perdedor.
—Ya hemos probado suerte y hemos fallado, excelencia —dijo—. No nos
podemos quejar.
Si Ayora sintió algún alivio al oírle decir aquello, no lo demostró con más
intensidad que el atisbo de amenaza anterior.
—Vuestra excelencia es muy comprensivo —dijo.
—Naturalmente, estamos deseosos de aprovechar las ventajas de la brisa de tierra
y zarpar mañana por la mañana —continuó Hornblower, con deferencia—. Ahora que
ya hemos repostado el agua (y doy gracias a vuestra excelencia por las facilidades
para hacerlo) no nos gustaría abusar de la hospitalidad de vuestra excelencia.
Hornblower hizo todo lo posible para mantener un aspecto de inocencia total bajo
la inquisitiva mirada de Ayora.
—Quizá debamos oír lo que nos dice el capitán Gómez —dijo Ayora, volviéndose
hacia alguien que se encontraba cerca. Era un hombre joven, extraordinariamente
guapo, vestido con un traje azul sencillo, pero muy elegante, y con una espada con
empuñadura de plata a su costado.
—Permítanme que se lo presente —propuso Ayora—. Don Miguel Gómez y
González, capitán de la Estrella del Sur.
Se intercambiaron inclinaciones de cabeza.
—¿Me permite que le felicite por las cualidades marineras de su buque, capitán?
—dijo Hornblower.
—Muchas gracias, señor.
—La Clorinda es una fragata muy rápida, pero su nave es superior en todos los
aspectos de la navegación —Hornblower no estaba seguro de cómo se decía aquello
en español, pero al parecer se hizo entender bien.
—Muchas gracias de nuevo, señor.

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—E incluso me atrevería —decía Hornblower, extendiendo las manos— a
felicitar a su capitán por la brillantez con que la gobierna.
El capitán Gómez inclinó la cabeza una vez más, y Hornblower, de pronto,
decidió controlarse. Todas aquellas florituras y cumplidos españoles estaban muy
bien, pero tampoco había que pasarse. No quería dar la impresión de un hombre
demasiado ansioso por complacer. Pero se vio tranquilizado por la mirada y la
expresión de Gómez. Sonreía fatuamente, ésa era la palabra adecuada, fatuo.
Hornblower, mentalmente, clasificó a aquel hombre como un joven de gran habilidad,
y muy pagado de sí mismo. No sobraba otro cumplido más.
—Sugeriré a mi gobierno —continuó— que soliciten permiso para copiar el
diseño del Estrella del Sur y estudien su velamen, para construir algún buque
semejante. Sería ideal para el trabajo de la Marina en estas aguas. Pero, por supuesto,
sería difícil encontrar un capitán adecuado para semejante nave.
Gómez inclinó la cabeza una vez más. Era difícil no sentirse satisfecho de sí
mismo al recibir tantos cumplidos de un marino con la reputación legendaria de
Hornblower.
—Su excelencia —intervino Ayora— está ansioso por dejar el puerto mañana por
la mañana.
—Eso tenemos entendido —afirmó Gómez.
Hasta Ayora pareció un poco desconcertado por esa afirmación. Hornblower lo
vio muy claro. Stuart, que le había ayudado tanto con sus informaciones, no había
dudado en jugar a ambas bandas, tal y como había esperado Hornblower que hiciera.
Había ido directamente a las autoridades españolas con toda la información que le
había suministrado Hornblower. Pero éste no deseaba introducir ninguna nota
discordante en la conversación que se hallaba en curso.
—Comprenderá, capitán —dijo—, que me alegre de partir con la misma marea y
la misma brisa de tierra que le impulsará a usted. Después de nuestra experiencia de
hoy, supongo que no debe sentir usted temor alguno.
—Ninguno en absoluto —convino Gómez. Había una cierta condescendencia en
su sonrisa. Aquella confesión era lo único que deseaba Hornblower. Le costó
muchísimo ocultar su alivio.
—Será mi deber perseguirle si todavía se halla a la vista cuando yo zarpe —dijo,
como disculpándose. Por su mirada, estaba claro que la observación iba dirigida al
capitán general, al mismo tiempo que a Gómez, pero fue éste quien contestó.
—No le tengo miedo —repuso.
—En tal caso, excelencia —dijo Hornblower, para concluir el tema—, debo
informar oficialmente a vuestra excelencia de que el buque de su majestad en el que
se halla izada mi bandera dejará el puerto mañana por la mañana, en cuanto convenga
al capitán Gómez.
—Entendido —accedió Ayora—. Lamento enormemente que la visita de vuestra
excelencia sea tan breve.

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—En la vida de un marino —replicó Hornblower—, el deber invariablemente
parece interferir con las inclinaciones propias. Pero al menos durante esta breve visita
he tenido el placer de conocer a vuestra excelencia, y al capitán Gómez.
—Hay numerosos caballeros aquí que también están deseosos de conocer a
vuestra excelencia —dijo Ayora—. ¿Me permite que se los presente, excelencia?
El negocio principal de la noche ya había sido tratado, y ya sólo quedaban por
cumplir las demás formalidades. El resto de la recepción fue tan aburrido como
Hornblower había esperado y temido; los magnates de Puerto Rico que fueron
conducidos en turno ante él para conocerle eran todos igual de poco interesantes. A
medianoche, Hornblower captó la mirada de Gerard y fue reuniendo su rebaño. Ayora
notó el gesto y, en términos muy corteses, le dio el permiso para partir que, como
representante de su católica majestad, sólo él estaba en condiciones de otorgar, o de
lo contrario sus huéspedes incurrirían en una gran descortesía.
—Vuestra excelencia, sin duda, debe descansar a fin de estar dispuesto para su
temprana partida mañana —dijo—. Así que no entretendré más a vuestra excelencia,
por mucho que su presencia aquí sea muy apreciada.
Se dijeron los adioses y Méndez Castillo se encargó de escoltar a toda la partida
de vuelta a la Clorinda. A Hornblower le sorprendió mucho ver que la banda y la
guardia de honor todavía estaban en el patio para ofrecer los cumplidos oficiales para
su partida. Se puso firme de nuevo mientras los músicos tocaban una tonada saltarina
que no identificó, y luego bajaron todos al bote que los esperaba.
El puerto estaba completamente oscuro cuando salieron a remo. Las pocas luces
visibles apenas conseguían hacer nada para aliviar aquella negrura. Doblaron el
recodo y pasaron a proa de la Estrella de nuevo. Había una sola linterna colgando de
su obencadura, y estaba muy tranquila… aunque, no, en medio de la quietud de la
noche, en un momento determinado, Hornblower oyó el débil entrechocar de los
grilletes que indicaba que alguno de los esclavos de la bodega estaba despierto e
inquieto. Aquello le pareció estupendo. Un «quién vive» dado en voz baja llegó por
encima del agua negra como la tinta, surgiendo de una oscuridad más sólida aún que
aquélla que les rodeaba.
—Bandera —contestó el guardiamarina—. Clorinda.
Las dos breves palabras informaban a la guardia de que un almirante y un capitán
se aproximaban.
—Ya ve, comandante —dijo Hornblower—, que el capitán Fell ha considerado
necesario establecer un bote de guardia en torno al buque durante la noche.
—Comprendo que sea necesario, excelencia —respondió Méndez Castillo.
—Nuestros marineros son capaces de incurrir en grandes excesos al disfrutar de
los placeres de tierra.
—Naturalmente, excelencia —afirmó Méndez Castillo de nuevo.
El bote se puso al costado de la Clorinda. De pie en equilibrio sobre la cámara del
bote, Hornblower se despidió ya por fin y murmuró las últimas palabras de

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agradecimiento al representante de su anfitrión, antes de subir por el costado. Desde
la porta de entrada contempló el bote mientras éste se alejaba y desaparecía en la
oscuridad.
—Y ahora —dijo—, ya podemos aprovechar mejor el tiempo.
En la cubierta principal, apenas visible a la luz de una linterna que colgaba del
estay mayor, se encontraba una «cosa». Era la única palabra que podía describirla,
una cosa hecha de lona y cordaje, con un trozo de cadena unida a ella. Sefton estaba
de pie junto al objeto.
—Veo que lo han acabado, señor Sefton.
—Sí, milord. Hace ya una hora. El velero y sus hombres han trabajado de
maravilla. Hornblower se volvió a Fell.
—Creo, sir Thomas —le dijo a éste— que tiene usted ya pensadas las órdenes
que hay que dar. ¿Sería tan amable de decirme cuáles son, antes de emitirlas?
—Sí, milord.
Aquella eterna respuesta de la Marina era la única que podía pronunciar Fell,
dadas las circunstancias, aunque no había pensado en toda su extensión en los
problemas que se le presentaban. Abajo, en el camarote, a solas con su almirante, la
falta de preparación de Fell se hizo patente.
—Supongo —dijo Hornblower— que destacará usted al personal necesario para
la expedición. ¿En qué oficial confía usted plenamente, de modo que cumpla con la
máxima discreción?
Poco a poco se fueron estableciendo los detalles. Buenos nadadores que
trabajasen bien bajo el agua; un ayudante de armero, a quien se pudiese confiar la
tarea de colocar el grillete final en la cadena en la oscuridad… Se decidió cuál sería
la tripulación del bote, se los hizo llamar y se les dieron a todos las instrucciones y
los detalles del plan. Cuando el bote de guardia llegó para el relevo de su tripulación,
aquellos hombres estaban ya preparados y bajaron rápidamente por la borda, con todo
sigilo, aunque llevaban el impedimento de «la cosa» y demás equipo necesario.
El bote se alejó en la oscuridad, y Hornblower se quedó de pie en el alcázar,
contemplándolo. De todo aquello podía surgir un incidente internacional o bien él
podía quedar como un idiota a ojos del mundo, no sabía cuál de las dos cosas le
parecía peor. Aguzó los oídos en busca de cualquier sonido en la oscuridad que le
indicara que el trabajo estaba progresando, pero no se oía nada. La brisa de tierra
empezó a soplar en aquel momento, de forma muy leve, pero lo bastante fuerte como
para balancear a la Clorinda al ancla. Se dio cuenta de que aquella brisa se llevaría
los sonidos lejos de donde él se encontraba… pero también serviría, asimismo, para
enmascarar cualquier ruido sospechoso, si alguien en la Estrella estaba lo bastante
despierto como para oírlos. La popa era de bovedilla, y tal como era de esperar, con
mucha inclinación. Un nadador que llegara a la popa a escondidas sería capaz de
trabajar perfectamente en el timón sin ser observado, desde luego.
—Milord —dijo la voz de Gerard discretamente a su lado—. ¿No sería

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aconsejable descansar un poco?
—Tiene usted mucha razón, señor Gerard. Un momento muy adecuado —
respondió Hornblower, y continuó apoyado en la barandilla.
—Pero entonces, milord…
—Estoy de acuerdo con usted, señor Gerard. ¿No basta con eso?
Pero Gerard insistió, como si se tratara de la voz de su conciencia.
—Hay un poco de buey frío preparado en el camarote, milord. Pan recién hecho y
una botella de burdeos.
Aquello ya era completamente diferente. De repente, Hornblower se dio cuenta de
que tenía mucha hambre. Durante las últimas treinta horas sólo había comido
ligeramente, porque la colación fría que había esperado que les ofrecieran en la
recepción no llegó a materializarse. Pero aún podía fingir estar muy por encima de las
debilidades de la carne.
—Habría sido usted una nodriza excelente, señor Gerard —dijo—, si la
naturaleza le hubiese dotado con mayor generosidad. Pero supongo que me hará usted
la vida imposible hasta que ceda a su insistencia.
De camino hacia el tambucho pasaron junto a Fell. Iba paseando por el alcázar en
la oscuridad, arriba y abajo, y oyeron su agitada respiración. Hornblower se sintió
muy complacido al ver que hasta los héroes más aguerridos pueden sentir ansiedad.
Habría sido educado, amable incluso, invitar a sir Thomas a que compartiera aquella
cena fría que iba a tomar, pero Hornblower desechó semejante idea. Ya había sufrido
toda la compañía de Fell que podía soportar.
Abajo, Spendlove le esperaba en el camarote iluminado.
—Los buitres se han reunido —dijo Hornblower. Le divertía ver a Spendlove
pálido y tenso también—. Espero que ustedes, caballeros, se unan a mí.
Los jóvenes comían en silencio. Hornblower bebió de su copa de vino,
pensativamente.
—Seis meses en los trópicos no han favorecido demasiado a este burdeos —
comentó. Era inevitable que como anfitrión y almirante y hombre de mayor edad, su
opinión fuese recibida con deferencia. Spendlove rompió el silencio que siguió.
—Ese trozo de meollar, milord —dijo—. El tirón…
—Señor Spendlove —dijo Hornblower—. Todas las discusiones del mundo no
cambiarán ya las cosas. Lo sabremos a su debido tiempo. Mientras, no estropeemos
esta agradable cena con discusiones técnicas.
—Perdón, milord —dijo Spendlove, avergonzado. El caso es que, por
coincidencia o por telepatía, Hornblower había estado pensando en aquel preciso
momento en la tensión que debía romper el trozo de meollar de la draga. Pero no
admitiría ni en sueños que había estado pensando en ello. La cena continuó.
—Bueno —dijo Hornblower, alzando su copa—, podemos admitir la existencia
de los asuntos mundanos y hacer un brindis. Hay un dinero por cabeza.
Mientras bebían, oyeron unos sonidos inconfundibles en cubierta. El bote de

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guardia había regresado de su misión. Spendlove y Gerard intercambiaron miradas y
se dispusieron a ponerse en pie. Hornblower les obligó a sentarse de nuevo y meneó
la cabeza tristemente, con la copa todavía en la mano.
—Qué lástima lo de este burdeos, caballeros —dijo. Entonces sonó el golpecito
en la puerta y el esperado mensaje.
—Con los respetos del capitán, milord, el bote ha vuelto.
—Salude al capitán y dígale que me alegraré mucho de verle a él y al teniente tan
pronto como lo crean conveniente.
Una mirada a Fell al entrar en el camarote bastó para confirmarle que la
expedición había tenido éxito, al menos hasta el momento.
—Todo bien, milord —dijo, con su rubicundo rostro teñido de emoción.
—Excelente —el teniente era un veterano canoso más viejo que el propio
Hornblower, y Hornblower no pudo evitar pensar que si él mismo no hubiese tenido
una inmensa suerte en varias ocasiones, podría seguir siendo un simple teniente,
también—. ¿Quieren sentarse, caballeros? ¿Una copa de vino? Señor Gerard, traiga
más copas, por favor. Sir Thomas, ¿le importa que el señor Field nos explique la
historia él mismo?
Field no tenía facilidad de palabra. Tuvo que arrancarle la historia a base de
preguntas. Todo había funcionado bien. Dos nadadores fornidos, con las caras
pintadas de negro, se habían deslizado por encima de la borda del bote, y habían
nadado sin ser vistos hasta la Estrella. Trabajando con sus cuchillos, habían
conseguido arrancar el cobre de la segunda paleta por debajo del agua. Con un
taladro, habían abierto un espacio lo bastante grande para pasar a su través un cabo.
La parte más delicada de la operación había sido acercarse lo suficiente con el bote y
pasar la draga por encima de la borda, y después unirla al cabo, pero Field informaba
de que no se había oído nada en la Estrella. La cadena siguió al cabo y luego fue
sujeta con un grillete, y asegurada. Ahora, la draga colgaba en la popa de la Estrella,
sin ser vista, por debajo de la superficie del agua, dispuesta a ejercer toda su fuerza en
el timón cuando el meollar que sujetaba la draga invertida se hubiese roto.
—Excelente —dijo Hornblower de nuevo, cuando Field pronunció la última frase
entrecortada—. Ha actuado muy bien, señor Field, gracias.
—Gracias, milord.
Una vez se hubo retirado Field, Hornblower pudo dirigirse a Fell.
—Su plan ha funcionado maravillosamente, sir Thomas. Ahora, sólo nos queda
atrapar a la Estrella. Le recomiendo muchísimo que haga todos los preparativos para
zarpar con la primera luz del día. Cuanto antes partamos detrás de la Estrella, mejor,
¿no le parece?
—Sí, milord.
La campana del buque anticipó la siguiente pregunta que Hornblower iba a hacer.
—Tres horas para la luz del día —dijo—. Entonces, caballeros, les deseo muy
buenas noches.

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Había sido un día muy ajetreado, de actividad incesante, mental, si no física,
desde el amanecer. Después de una larga y caliente velada, a Hornblower le parecía
que tenía los pies hinchados hasta el doble de su tamaño normal, y que sus zapatos
con hebillas doradas no podrían contener tal expansión… Apenas se los podía quitar.
Se quitó también la cinta y la estrella y la casaca con entorchados, aunque de mala
gana recordó que tenía que volvérsela a poner para su partida ceremonial al cabo de
tres horas. Se lavó un poco con agua de la palangana y se hundió en su coy,
suspirando con alivio, en su camarote.
Se despertó al momento en cuanto llamaron a la guardia; el camarote todavía
estaba oscuro y durante un par de segundos se sintió perdido, sin saber por qué
notaba aquella sensación de apremio. Entonces lo recordó y acabó de despertarse de
golpe, gritando al centinela de la puerta que hiciera llamar a Giles. Se afeitó a la luz
de una lámpara, con febril precipitación, y luego, una vez más con el uniforme
completo, corrió por la escalerilla hasta el alcázar. Todavía era de noche cerrada…
no, quizá se atisbara ya un asomo de luz. Quizás el cielo brillase con un ligerísimo
tinte claro por encima del Morro. Quizás. El alcázar estaba repleto de figuras oscuras,
muchas más de las que se encontrarían allí con toda la tripulación en sus puestos de
combate y navegando. Al verlos casi se volvió abajo, no teniendo deseo alguno de
revelar que compartía la misma debilidad que los demás, pero Fell le vio.
—Buenos días, milord.
—Buenos días, sir Thomas.
—Sopla brisa de tierra, milord.
No había duda al respecto. Hornblower la notaba soplar a su alrededor, encantado
después del sofocante calor del camarote. En los trópicos y a mediados de verano,
sería de corta duración; caería en breve, en cuanto el sol, elevándose por encima del
horizonte, empezara a apretar la tierra con sus garras de acero.
—La Estrella se dispone a hacerse a la mar, milord.
No había duda alguna al respecto, tampoco. Los sonidos que emitía llegaban
hasta ellos en aquella penumbra, por encima del agua.
—No tengo que preguntarle si está listo, sir Thomas.
—Todo listo, milord. Los marineros firmes junto al cabrestante.
—Muy bien.
Sin duda había más luz; las figuras del alcázar, ahora definidas con mayor
claridad, se habían trasladado todas a la banda de estribor, alineadas junto a la borda.
Media docena de catalejos estaban abiertos y apuntados hacia la Estrella.
—Sir Thomas, por favor, esto no puede seguir así. Envíe a toda esa gente abajo.
—Están ansiosos por ver…
—Ya sé lo que quieren ver. Envíeles abajo inmediatamente.
—Sí, milord.
Todo el mundo, por supuesto, estaba deseando comprobar si se veía algo en la
línea de flotación de la Estrella, a popa, cosa que revelaría lo que habían hecho

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aquella noche. Pero no podía haber forma más segura de llamar al atención del
capitán de la Estrella hacia algo sospechoso bajo su popa que apuntar con catalejos
hacia ella.
—¡Oficial de la guardia!
—¿Milord?
—Compruebe que nadie apunta un catalejo ni por un momento hacia la Estrella.
—Sí, milord.
—Cuando haya la luz suficiente para ver con claridad, puede usted examinar todo
el puerto, como sería de esperar. No dedique más de cinco segundos a la Estrella,
pero asegúrese de ver todo lo que hay que ver.
—Sí, milord.
El cielo mostraba ahora al este unos toques de verde y de amarillo, contra los
cuales el Morro quedaba magníficamente silueteado, aunque débilmente aún, pero a
su sombra, todo estaba oscuro todavía. A pesar de que todavía no habían desayunado,
el momento era romántico. A Hornblower se le ocurrió que la presencia de un
almirante con todas sus galas en el alcázar podría ser una circunstancia sospechosa.
—Me voy abajo, sir Thomas. Por favor, manténgame informado.
—Sí, milord.
En el camarote de día, Gerard y Spendlove se pusieron de pie de un salto cuando
él entró. Seguramente estaban entre los que habían sido enviados bajo cubierta por la
orden de Fell.
—Señor Spendlove, estoy aprovechando su admirable ejemplo de ayer. Voy a
asegurarme de tomar el desayuno mientras pueda. Por favor, ¿sería tan amable de
pedirme el desayuno, señor Gerard? Supongo que ustedes, caballeros, me harán el
honor de acompañarme…
Se acomodó negligentemente en una silla y contempló los preparativos. Cuando
aún estaban a medias, un golpecito en la puerta le trajo al mismísimo Fell en persona.
—La Estrella ya está claramente a la vista, milord. Y no se ve nada a popa.
—Gracias, sir Thomas.
Una taza de café era muy bienvenida a aquella hora de la mañana. Hornblower no
tuvo que fingir ninguna ansiedad para bebérsela. La luz del día se abría paso por las
ventanas del camarote, convirtiendo la lámpara en innecesaria y exagerada. Otro
golpecito y apareció un guardiamarina.
—Con los respetos del capitán, milord, la Estrella se hace a la mar.
—Muy bien.
Pronto estaría ya en camino, y su dispositivo sería puesto a prueba. Hornblower
se concentró en masticar otro pedacito de tostada.
—¿Pueden sentarse ustedes un momento siquiera, jóvenes? —espetó—. Sírvame
un poco de café, Gerard.
—La Estrella está saliendo por el canal, milord —informó el guardiamarina de
nuevo.

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—Muy bien —dijo Hornblower, bebiéndose el café con muchos remilgos, y
esperando que nadie notase la aceleración de su pulso. Los minutos iban pasando.
—La Estrella se prepara para desplegar las velas, milord.
—Muy bien —Hornblower dejó su taza de café, pausadamente, y con toda la
lentitud que pudo se levantó de su silla, con los ojos de los dos jóvenes clavados
constantemente en él—. Creo —dijo, arrastrando las palabras—, que ahora podemos
subir ya a cubierta.
Caminando con tanta parsimonia como si estuviera en el cortejo fúnebre de
Nelson, pasó junto al centinela y subió por la escalerilla. Detrás de él, los jóvenes
tuvieron que frenar su impaciencia. En cubierta el día era esplendoroso; el sol
acababa de salir por encima del Morro. En el centro del canal navegable, al menos a
un cable de distancia, se encontraba la Estrella, resplandeciente con su pintura
blanca. Cuando los ojos de Hornblower se posaron en ella, su foque se extendió para
captar la brisa y viró en redondo. Al momento siguiente, la gavia cogió el viento, y la
nave se estabilizó y empezó a moverse. Al cabo de unos segundos ya estaba
avanzando y pasaba a la Clorinda. Aquél era el momento. Fell estaba de pie,
mirándola y murmurando para sí, y blasfemaba lleno de excitación. La Estrella arrió
sus colores. En cubierta, Hornblower reconoció la figura de Gómez, de pie,
dirigiendo la maniobra de la goleta. A su vez, Gómez le vio en el mismo momento y
le dedicó un saludo, sujetando el sombrero apretado contra el pecho, y Hornblower se
lo devolvió.
—No hace dos nudos en estas aguas —dijo Hornblower.
—Gracias a Dios —exclamó Fell.
La Estrella se dirigió hacia la bocana, preparándose para realizar el pronunciado
viraje hacia mar abierto. Gómez la dirigía a las mil maravillas, con sus hermosas
velas.
—¿La sigo ya, milord?
—Creo que es el momento, sir Thomas.
—¡Hombres al cabrestante, ahí! Escotas de las trinquetillas, señor Field.
Aunque fuera a dos nudos solamente, habría algo de tensión en aquel trozo de
meollar. Pero no debía romperse (no, no debía hacerlo) hasta que la Estrella hubiese
salido a altar mar. Robustos brazos y espaldas halaban de los cables de la Clorinda.
—¡Preparad la carronada de saludo, ahí!
La Estrella había dado ya la vuelta, y la última parte visible de su vela mayor se
desvanecía en torno al recodo. Fell daba órdenes para que la Clorinda levase anclas
de forma segura, a pesar de su emoción. Hornblower le vigilaba estrechamente. No
era mal ejemplo de cómo se comportaría en el momento de la acción, de cómo
conduciría su buque entre el humo y el furor de la batalla.
—¡Brazas de las gavias!
Fell estaba haciendo virar la gran fragata de una forma tan impecable como había
hecho Gómez con la Estrella. La Clorinda se estabilizó y empezó a correr,

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moviéndose por el canal.
—¡Hombres al pasamanos!
Ocurriera lo que ocurriese al doblar el recodo, fuera lo que fuese lo que le estaba
sucediendo a la Estrella, que ya no se encontraba a la vista, había que rendir el
homenaje de rigor. Nueve décimas partes de la tripulación de la Clorinda en cubierta
debían dedicarse a ese objetivo; con el barco ya en marcha empujado por la brisa de
tierra, la décima parte restante debía bastar para mantenerlo controlado. Hornblower
se enderezó y se enfrentó a la bandera española que ondeaba en el Morro, y se llevó
la mano al ala del sombrero. Fell se encontraba junto a él, y los demás oficiales
detrás, mientras se disparaban las salvas de saludo y se les respondía, con las
banderas respetuosamente arriadas.
—¡Vamos!
Ya se aproximaban al recodo. Era posible que en cualquier momento alguno de
aquellos cañones tan amistosos realizase una descarga de advertencia contra ellos…
un disparo avisándoles de que cien cañones más estaban dispuestos para machacarlos
y convertirlos en un guiñapo. Aquello pasaría sin duda si la draga tenía un efecto
obvio en la Estrella demasiado pronto.
—¡Brazas de las gavias! —ordenó Fell.
Ya las grandes olas del Atlántico empezaban a hacer notar sus efectos;
Hornblower sentía la proa de la Clorinda levantarse momentáneamente con un oleaje
agónico.
—¡A estribor todo! —la Clorinda se volvía con tranquilidad—. ¡Cambia! ¡Vía
así!
Apenas se había situado en su nuevo rumbo cuando la Estrella apareció de nuevo
a la vista a una milla de distancia en alta mar, con la proa apuntando casi en la
dirección opuesta. Todavía llevaba una lona muy lenta, gracias a Dios, y se estaba
preparando para el viraje final desde el canal para salir al océano. La gavia de la
Clorinda tembló un momento mientras la altura del Morro interceptaba la brisa de
tierra, pero se enderezó otra vez instantáneamente. La Estrella viraba de nuevo.
Apenas se encontraba a tiro de cañón del Morro.
—¡A babor! —ordenó Fell—. ¡Vía así!
La brisa de tierra ahora llegaba justo de popa, pero iba muriendo, en parte debido
a la distancia de la costa, que se iba incrementando cada vez más, y en parte debido al
creciente calor del sol.
—Largad la mayor.
Fell tenía razón, había que apresurarse, o de otro modo el buque se vería retenido
por el cinturón de calmas ecuatoriales que se encontraban entre la brisa de tierra y los
alisios. La enorme zona de lona de la mayor condujo a la Clorinda hacia delante con
gran fuerza, y una vez más, el sonido del recorrido del buque por el agua se hizo
audible. La Estrella estaba ahora fuera del canal; Hornblower, que miraba con
ansiedad, la vio largar trinquete, velas de estay y foques (de hecho, toda su lona). Iba

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manteniendo el rumbo hacia el norte, a todo ceñir, directamente perpendicular desde
tierra. Seguramente habría cogido los alisios y se dirigía hacia el norte, cosa muy
sensata, porque tendría que doblar por barlovento Haití antes de la mañana siguiente,
en su rumbo hacia el viejo canal de las Bahamas y La Habana. Estaban ya muy lejos
del Morro y de la Estrella para levantar sospecha alguna mirándola a través de sus
catalejos. Así que Hornblower observó con detenimiento. No detectaba nada extraño
en su aspecto. De repente, se le ocurrió que quizá Gómez se había dado cuenta de la
presencia de la draga bajo su popa y la había quitado. A lo mejor en aquel mismo
momento se estaba riendo a carcajadas, junto con sus oficiales, mirando a la fragata
británica que les seguía llena de esperanzas.
—¡A babor! —llegó de nuevo la orden de Fell, y la Clorinda dio la vuelta final.
—Marcas de dirección en línea, señor —informó el piloto, mirando a popa, a
tierra, con el catalejo pegado al ojo.
—Muy bien. ¡Vía así!
Ahora, las olas que se encontraban eran el auténtico oleaje del Atlántico, que
levantaba la amura de estribor de la Clorinda, y pasaba a popa a medida que la proa
se iba hundiendo, y luego levantaba la aleta de babor. La Estrella, delante de ellos,
iba todavía a todo ceñir en un rumbo norte, bajo velas áuricas.
—Hará unos seis nudos —estimó Gerard, de pie junto con Spendlove a una yarda
de Hornblower.
—Ese meollar debería aguantar, a seis nudos —dijo Spendlove, meditabundo.
—¡No hay fondo con este cabo! —informó el sondador en las cadenas.
—¡Todos los marineros a largar velas!
La orden se transmitió por los silbatos a todo el buque. Juanetes y sobrejuanetes
fueron largados; no pasó mucho rato hasta que la Clorinda tuvo toda la lona
desplegada.
Pero la brisa de tierra estaba muriendo rápidamente. La Clorinda apenas se
movía. Una vez, dos, las velas gualdrapearon con estrépito, pero siguió manteniendo
su rumbo, avanzando poco a poco por encima del mar añil y blanco, el sol cayendo a
plomo sobre ella desde un cielo azulísimo, sin asomo de nubes.
—No puedo mantener el rumbo, señor —informó el timonel.
La Clorinda iba dando guiñadas lentamente al llegar a ella las olas. Muy por
delante, la Estrella estaba casi por debajo del horizonte. Llegó un hálito distinto,
apenas un leve soplo. Hornblower lo notó, casi imperceptible, en su sudoroso rostro,
mucho antes de que la Clorinda respondiese a él. Era una brisa diferente, sí, no aquel
aire sofocante de tierra, sino otro mucho más fresco, un viento alisio, limpio después
de atravesar tres mil millas de océano. Las velas gualdrapeaban y temblaban; la
Clorinda se balanceaba, significativamente.
—¡Ahí viene! —exclamó Fell—. ¡Bolina franca!
Sopló un aire mucho más vivo, de modo que el timón pudo morder al fin. Una
encalmada, otro soplo, otra calma, otro soplo, y cada soplo era más fuerte. El

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siguiente no acabó muriendo. Duró y escoró la Clorinda. Una ola rompió en la amura
de estribor, formando un resplandeciente arco iris. Ahora ya habían cogido bien los
vientos alisios; ahora podían seguir avanzando hacia el norte, a todo ceñir, siguiendo
la estela de la Estrella. Con el soplo de aquel viento limpio y fresco y la sensación de
éxito que lo acompañaba, el buque vivió nuevos momentos de animación. Se veían
sonrisas por doquier.
—Todavía no va a largar las gavias, milord —dijo Gerard, con el catalejo aún
pegado al ojo.
—Dudo de que lo haga, mientras se dirige al norte —replicó Hornblower.
—Con buen viento, puede doblar por barlovento y adelantarnos —dijo Spendlove
—. Tal como hizo ayer.
¿Ayer? ¿Sólo había sido ayer? Lo mismo podía haber sido hacía un mes, tantas
cosas habían ocurrido desde la persecución del día anterior…
—¿Cree que la draga debería causar ya algún efecto? —preguntó Fell,
acercándose a él.
—Ninguno, señor, hablando en términos prácticos —respondió Spendlove—. No
mientras ese meollar mantenga la cosa con la cola hacia delante.
Fell se cogía una de las enormes manos con la otra, apretando los nudillos contra
la palma.
—Pues yo —dijo Hornblower, y todos los ojos se volvieron hacia él—, voy a
decir adiós a los entorchados. Una casaca más fresca y un pañuelo del cuello más
suelto.
Que fuera Fell el que demostrara nerviosismo y preocupación. Él se iba abajo
como si no tuviera interés alguno en el posible resultado de todo aquel asunto. Abajo,
en el caliente camarote, era un verdadero alivio quitarse su uniforme completo (diez
libras de paño y dorados) y hacer que Giles le buscara una camisa limpia y unos
pantalones blancos.
—Tomaré un baño —dijo Hornblower, pensativo.
Sabía perfectamente que Fell consideraba indigno y peligroso para la disciplina
que todo un almirante se dedicara a retozar bajo la bomba de cubierta, mientras le
apuntaban con la manguera unos marineros sonrientes, pero a él no le importaba.
Ningún miserable lavado con esponja podía ocupar el lugar de su baño favorito. Los
marineros bombeaban el agua vigorosamente, y Hornblower brincaba con la
despreocupación que produce la edad madura bajo el impacto punzante del agua. La
camisa limpia y los pantalones, a continuación, resultaban doblemente deliciosos. Se
sintió un hombre nuevo al salir de nuevo a cubierta, y su falta de preocupación al
aproximarse a él Fell no era del todo fingida.
—Se está apartando mucho de nosotros otra vez, milord —dijo.
—Sabemos que puede hacerlo, sir Thomas. Sólo tenemos que esperar a que meta
a sotavento y largue las gavias.
—Mientras podamos mantenerla a la vista… —exclamó Fell.

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La Clorinda estaba macheteando a la perfección, abriéndose paso hacia el norte.
—Veo que estamos haciendo todo lo que podemos, sir Thomas —dijo
Hornblower, conciliador.
La mañana iba pasando.
Sonaron los silbatos, se anunció el licor, y Fell estuvo de acuerdo con el piloto en
que era mediodía, y los marineros fueron enviados por fin a comer. Ahora, sólo
cuando la Clorinda quedaba levantada por una ola, un catalejo apuntado a la amura
de estribor desde el alcázar podía detectar el brillo de las velas de la Estrella en el
horizonte. Todavía no tenía largadas las gavias. Gómez actuaba con el
convencimiento de que ciñendo, su goleta se comportaba mucho mejor sin las velas
de cruz… a menos que estuviera jugando con sus perseguidores, sencillamente. Las
colinas de Puerto Rico habían desaparecido de la vista por debajo del horizonte, lejos,
a popa. Y el buey asado de la comida, aunque era carne fresca auténtica, había
resultado de lo más decepcionante, reseco, fibroso y sin gusto alguno.
—Stuart me había dicho que me enviaba la mejor carne que producía la isla,
milord —dijo Gerard, como respuesta a las amargas quejas de Hornblower.
—Me gustaría tenerle aquí delante —replicó Hornblower—. Se lo haría tragar
todo, sin sal además. Sir Thomas, por favor, le ruego que me disculpe.
—Eh… claro, milord —dijo Fell, que estaba invitado a la mesa del almirante, y
que había sido distraído de sus pensamientos íntimos por las disculpas de Hornblower
—. Esa draga…
Después de articular aquellas palabras, o mejor dicho, aquella palabra en
concreto, fue incapaz de decir nada más. Miró a Hornblower, que estaba frente a él.
Su cara de caballo, con unas mejillas de un color rojo intenso que no cuadraban
demasiado bien con esas facciones, mostraba claramente su ansiedad, acentuada más
si cabe por la expresión de sus ojos.
—Si no sabemos nada durante el día de hoy —dijo Hornblower—, nos
enteraremos de lo sucedido mucho más adelante.
Era verdad, aunque no resultaba demasiado consolador decir aquello.
—Seremos el hazmerreír de las islas —se lamentó Fell.
Nadie en el mundo podía tener un aspecto más abatido que él en aquellos
momentos. El propio Hornblower se sentía inclinado a abandonar toda esperanza,
pero la vista de semejante desesperación despertó su espíritu de contradicción.
—Hay una diferencia tremenda entre los seis nudos que está haciendo ahora,
ciñendo, y los doce nudos que hará cuando meta a sotavento —dijo—. El señor
Spendlove le dirá que la resistencia del agua es el cuadrado de la velocidad. ¿No es
así, señor Spendlove?
—Quizás el cubo o incluso una potencia mucho mayor, milord.
—Así que todavía tenemos esperanzas, sir Thomas. Ese meollar tendrá que
soportar ocho veces la tensión que soporta ahora, cuando el buque altere su rumbo.
—Ahora ya presenta rozamiento, de todos modos, milord —añadió Spendlove.

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—Si no detectaron la cosa la noche pasada y la quitaron… —dijo Fell, todavía
pesimista.
Cuando subieron de nuevo a cubierta, el sol se inclinaba ya hacia el oeste.
—¡Vigía! —exclamó Fell—. ¿Está nuestra presa todavía a la vista?
—Sí, señor. Más abajo del horizonte desde aquí, señor, pero a la vista. Dos
cuartas más o menos en la amura de barlovento.
—Ha ido hacia el norte todo lo necesario —gruñó Fell—. ¿Por qué no altera, el
rumbo de una vez?
No podían hacer otra cosa que esperar, e intentar extraer algún placer de los
limpios vientos y el mar azul y blanco, pero el placer era ahora mucho más débil, y el
mar no parecía tan azul, ni mucho menos. No podían hacer otra cosa que esperar, y
los minutos se hacían interminables, como horas. Y entonces ocurrió al fin.
—¡Ah de cubierta! La presa está alterando el rumbo a babor. Está avanzando con
el viento…
—Muy bien.
Fell se volvió a las caras de la multitud que llenaba el alcázar. La suya estaba
igual de tensa que todas las demás.
—Señor Sefton, varíe el rumbo cuatro cuartas a babor.
Iban a jugar a aquel juego hasta su amargo final, a pesar de que la experiencia del
día anterior, muy semejante a la actual, les había mostrado que la Clorinda no tenía
oportunidad alguna, en las circunstancias normales, de interceptar al otro buque.
—¡Ah de cubierta! Está largando las gavias. ¡Y los juanetes también, señor!
—Muy bien.
—Bueno, pronto lo sabremos —dijo Spendlove—. Con la draga en acción,
«tiene» que perder velocidad. Tiene que hacerlo.
—¡Ah de cubierta! ¡Capitán, señor! —la voz del vigía se había elevado hasta
convertirse en un grito de excitación—. ¡Está contra el viento! ¡Está en facha! ¡El
mastelero de proa ha desaparecido, señor!
—Y también los pinzotes del timón —dijo Hornblower, maliciosamente.
Fell saltaba en cubierta, bailando de pura alegría, con el rostro radiante. Pero al
momento se contuvo.
—Vire dos cuartas a estribor —ordenó—. Señor James, suba a la arboladura y
dígame qué está haciendo.
—¡Está aferrando la vela mayor! —gritó el vigía.
—Intentando colocarse de nuevo con el viento —comentó Gerard.
—¡Capitán, señor! —era la voz de James, desde el calcés—. Está usted
dirigiéndose una cuarta a sotavento de ellos.
—Muy bien.
—Está virando con el viento… ¡no, está en facha de nuevo, señor!
La «cosa» todavía la tenía agarrada, entonces. Aquellos esfuerzos serían tan
inútiles como los de un ciervo en las garras de un león.

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—Cuidado con la rueda, tú… —espetó Fell, usando una horrible palabra para
dirigirse al timonel.
Todo el mundo estaba muy nervioso, todo el mundo parecía estar obsesionado por
el temor de que la Estrella pudiese librarse de aquel impedimento y escaparse,
después de todo.
—Sin timón, nunca será capaz de mantener un rumbo —dijo Hornblower—. Y ha
perdido el mastelero de proa, también.
Otra espera, pero ahora de distinta naturaleza. La Clorinda, avanzando a buen
ritmo, parecía haberse contagiado de aquella excitación, haber acelerado y dirigirse a
toda marcha hacia su presa, veloz y triunfante.
—¡Ahí está! —dijo Gerard, apuntando con el catalejo hacia delante—. Todavía en
facha.
Cuando la siguiente ola levantó a la Clorinda, todos vieron la nave. Se estaban
aproximando a ella a toda velocidad. El buque ofrecía una imagen patética y
lastimosa, con su mastelero de proa tronchado por el tamborete, las velas
gualdrapeando con el viento.
—Despejen el cañón de proa —ordenó Fell—. Disparen a través de su proa.
Se hizo el disparo. Algo rozó el puño de la mayor de la goleta y atravesó la
bandera roja y amarilla de España. Se quedó allí un momento y luego volvió a bajar
lentamente.
—Felicidades por el éxito de su plan, sir Thomas —dijo Hornblower.
—Gracias, milord —respondió Fell. Estaba sonriente y feliz—. No habría hecho
nada si vuestra señoría no hubiese aceptado mis sugerencias.
—Es muy amable por su parte decir eso, sir Thomas —dijo Hornblower,
volviéndose para mirar su presa.
La Estrella ofrecía un aspecto penoso, y mucho más penoso todavía resultaba a
medida que se iban acercando a ella y apreciaban con más claridad los restos rotos
que colgaban hacia delante, y el timón suelto a popa. Cuando tuvo lugar el súbito
tirón de la draga, con enorme fuerza y tensión, rompió o arrancó los robustos pinzotes
de bronce en los que antes se encontraba colocado el movible timón. La propia draga,
lastrada por su cadena, colgaba todavía sin ser vista debajo del roto timón. Gómez,
llevado triunfalmente a bordo, todavía no tenía ni idea de qué era lo que había
causado aquel desastre, y ni siquiera imaginaba la razón de haber perdido el timón.
Allí estaba, joven y guapo, enfrentándose con dignidad al rostro de la desgracia no
merecida, en la cubierta de la. Clorinda. No resultó agradable observar su
transformación cuando se le dijo la verdad. Nada agradable. Verle encogerse ante los
ojos de sus captores consiguió incluso disipar la sensación de placer que producía el
éxito profesional. Pero lo importante era que más de trescientos esclavos habían sido
liberados.
Hornblower estaba dictando un despacho para sus señorías, y Spendlove, que
entre sus sorprendentes habilidades contaba con el conocimiento de un nuevo método

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de copia, la taquigrafía, redactaba la carta a tal velocidad que restaba importancia a
los titubeos de las frases del almirante, porque el almirante no había adquirido
todavía el arte del buen dictado.
—En conclusión —dijo Hornblower—, me produce un placer especial requerir la
atención de sus señorías hacia el ingenio y la industriosidad del capitán sir Thomas
Fell, que hizo posible esta captura ejemplar.
Spendlove levantó los ojos de su libreta y se le quedó mirando. Spendlove sabía
perfectamente la verdad, pero la mirada impasible que respondió a la suya le impidió
pronunciar una sola palabra.
—Y la despedida oficial de costumbre —dijo Hornblower.
No iba a explicar sus motivos a su secretario. Ni tampoco hubiera podido
explicárselos a sí mismo, si hubiera querido hacerlo. No le gustaba Fell ni un ápice
más que antes.
—Y ahora, una carta para mi agente —continuó Hornblower.
—Sí, milord —contestó Spendlove, volviendo la página.
Hornblower empezó a hilar en su mente las frases que compondrían su siguiente
carta. Quería decir que como la captura se debía a las sugerencias de sir Thomas, no
deseaba recibir la parte del dinero de presa que le correspondía. Era su deseo que la
parte de la bandera fuera concedida a su capitán.
—No —dijo de repente Hornblower—. Olvídelo. No escribiré esa carta.
—Sí, milord —respondió Spendlove.
Se podía ceder a otro hombre el honor y las distinciones, pero no el dinero.
Resultaría demasiado obvio, demasiado sospechoso. Sir Thomas podía imaginar algo,
y sus sentimientos podían verse heridos, y no deseaba arriesgarse a que ocurriera tal
cosa. Pero en fin, habría deseado que Fell le gustase un poco más.

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CAPÍTULO 3

LOS PIRATAS PASMADOS

Oh, las francesas son libres y cariñosas, las flamencas sus labios ofrecen
voluntariosas…

El joven Spendlove cantaba con afán a tan sólo dos habitaciones de distancia de
Hornblower en la Casa del Almirantazgo, y era como si estuviera en la misma
estancia, ya que todas las ventanas estaban abiertas para dejar entrar la brisa marítima
jamaicana.

… y también las italianas son muy mimosas…

Gerard se le unió.
—Mis felicitaciones al señor Gerard y al señor Spendlove —gruñó Hornblower a
Giles, que le ayudaba a vestirse—, pero esos aullidos tienen que parar. Repítalo para
asegurarme de que lo ha entendido correctamente.
—Felicitaciones de su señoría, caballeros, pero esos aullidos deben parar —
repitió Giles diligentemente—. Muy bien, corra y dígaselo.
Giles corrió, y Hornblower se sintió encantado de oír que el ruido cesaba
abruptamente. El que esos dos hombres jóvenes estuvieran cantando, y más aún, el
hecho de que hubieran olvidado que él estaba lo bastante cerca para oírles, probaba
que se sentían alegres, como era de esperar, ya que se vestían para un baile. Aun así,
no tenían excusa, sabiendo como sabían que su comandante en jefe carecía de oído
musical y detestaba la música, y tendrían que haberse dado cuenta también de que
estaría más irritable que de costumbre debido al baile, porque significaba que tendría
que pasar una larga velada escuchando esos sonidos monótonos, empalagosos e
irritantes a la vez. A lo mejor había un par de mesas de whist (el señor Hough habría
previsto los gustos de su invitado) pero era esperar demasiado que la música estuviera
excluida de la habitación de juegos. La perspectiva de un baile no resultaba de ningún
modo tan estimulante para Hornblower como para su teniente de bandera y su
secretario.
Hornblower se anudó el pañuelo blanco al cuello y lo ajustó cuidadosamente de
forma simétrica, y Giles le ayudó a ponerse la levita negra. Contempló el resultado en
el espejo, con la luz de las velas alrededor del marco. Se dijo que al menos resultaba
pasable. Cada vez más, las convenciones de los tiempos de paz recomendaban que

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militares y miembros de la marina llevasen ropas de civil, y también se había ido
imponiendo otra moda, la de que los hombres llevasen levitas negras. Bárbara le
había ayudado a elegir aquélla y había supervisado su confección por parte de un
sastre. El corte era excelente, decidió Hornblower, volviéndose a un lado y otro ante
el espejo, y el blanco y el negro le quedaban bien. «Sólo los caballeros pueden ir de
blanco y negro», había dicho Bárbara, y eso resultaba muy grato.
Giles le entregó su sombrero de copa y él estudió el efecto adicional que
producía. A continuación cogió los guantes blancos, se acordó de quitarse el
sombrero, y salió por la puerta que Giles le había abierto al pasillo donde Gerard y
Spendlove le esperaban con sus mejores uniformes.
—Debo pedir disculpas en nombre de Spendlove y de mí mismo por las
canciones, milord —dijo Gerard.
El efecto relajante de la levita negra se hizo notar, porque Hornblower se abstuvo
de echarles una áspera reprimenda.
—¿Qué diría la señorita Lucy, Spendlove, si le oyera cantar sobre las damas de
Francia? —le preguntó.
La sonrisa que acompañó la respuesta de Spendlove resultaba muy significativa.
—Debo pedir a su señoría que tenga indulgencia y no se lo cuente —dijo.
—Lo haré si se porta bien en el futuro —replicó Hornblower.
El carruaje abierto estaba ya fuera, delante de la puerta principal de la Casa del
Almirantazgo. Cuatro marineros esperaban de pie con linternas para añadir más luz a
la de las lámparas del porche. Hornblower se subió y se sentó. La etiqueta era distinta
en cada lugar: Hornblower echaba de menos el sonido de los silbatos que, según le
parecía, habrían debido acompañar aquel ceremonial, como si estuviera entrando en
un barco. En un carruaje, el oficial de mayor graduación entraba el primero, así que
después de sentarse él, Spendlove y Gerard tuvieron que dar la vuelta y entrar por la
otra puerta. Gerard se sentó junto a él y Spendlove enfrente, dando la espalda a los
caballos. Al cerrarse la puerta el carruaje empezó a avanzar entre las linternas del
puerto y hacia la noche jamaicana, oscura como boca de lobo. Hornblower respiró el
aire cálido y tropical y admitió de mala gana para sí que, después de todo, no era tan
duro asistir a un baile.
—¿Tiene usted quizás un buen matrimonio en mente, Spendlove? —preguntó—.
Supongo que la señorita Lucy lo heredará todo. Le advierto que debe asegurarse antes
de comprometerse de que no hay sobrinos por parte de padre.
—Sí que sería deseable un buen matrimonio, milord —contestó la voz de
Spendlove en la oscuridad—, pero debo recordarle que sufro un grave impedimento
para los asuntos del corazón desde mi nacimiento… o al menos desde mi bautizo.
—¿Desde su bautizo? —repitió Hornblower, sorprendido.
—Sí, milord. ¿Se acuerda de mi nombre, quizás?
—Erasmus —dijo Hornblower.
—Exacto, milord. No se adapta bien a las expresiones de cariño. ¿Qué mujer

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podría enamorarse de un Erasmus? ¿Qué dama podría pronunciar las palabras:
«Razzy, cariño»?
—Bueno, no es imposible —dijo Hornblower.
—Ojalá viva lo bastante para oírlo —suspiró Spendlove.
Resultaba muy agradable ser conducido a través de la noche jamaicana por dos
buenos caballos y en compañía de dos hombres jóvenes y simpáticos, especialmente,
como se dijo con aires de suficiencia, después de haber hecho su trabajo tan bien
como para justificar su despreocupación. Lo tenía todo controlado, la vigilancia del
Caribe se estaba produciendo de manera satisfactoria, y el robo y la piratería se
habían reducido significativamente. Aquella noche no tenía responsabilidades. No le
amenazaba ningún peligro, ninguno en absoluto. El peligro se encontraba lejos en los
horizontes del tiempo y el espacio. Se podía apoyar en los cojines de cuero del
carruaje y relajarse, teniendo sólo un poco de cuidado para que no se arrugase su
levita negra o los esmerados pliegues de su camisa.
Naturalmente, la recepción en casa de los Hough resultó un tanto abrumadora.
Hubo muchos «milord» y «señoría». Hough era un rico hacendado, un hombre de
considerable fortuna al que los inviernos ingleses le disgustaban lo suficiente como
para no ser el típico propietario ausentista de las Indias Occidentales. A pesar de toda
su riqueza se mostraba muy impresionado por estar tratando, en una sola persona, a
un lord, un almirante y un comandante en jefe, alguien cuya influencia podía ser en
cualquier momento de gran importancia para él. Su recibimiento, y el de su esposa,
fue tan caluroso que incluso abrumó también a Gerard y Spendlove. Quizá los Hough
pensaron que para asegurarse la buena relación con el comandante en jefe tenían que
estar también en buen trato con su teniente de bandera y su secretario.
Lucy Hough era una muchacha bastante bonita, de unos diecisiete o dieciocho
años, con quien Hornblower había coincidido ya en algunas ocasiones. Hornblower
se dijo que no podía sentir interés por una niña recién salida de la escuela (recién
salida del jardín de infancia, como quien dice) por muy hermosa que fuera. Le sonrió
y ella bajó los ojos, le miró otra vez y apartó la vista de nuevo. Resultaba interesante
ver que no se mostraba tan tímida cuando cruzaba las miradas y respondía a las
reverencias de los hombres jóvenes, que deberían haberle interesado más.
—Su señoría no baila, creo entender —dijo Hough.
—Resulta doloroso que le recuerden a uno lo que se pierde en presencia de tanta
belleza —replicó Hornblower, dirigiendo una sonrisa a la señora Hough y a Lucy.
—¿Unas partidas de whist, quizá, milord? —sugirió Hough.
—La diosa de la Suerte en vez de la musa de la Música —dijo Hornblower.
Siempre trataba de hablar de la música como si significara algo para él—. Cortejaré a
la primera en vez de a la segunda.
—Por lo que sé de las habilidades de vuestra señoría con el whist —dijo Hough
—, diría que en lo que respecta a vuestra señoría, la diosa de la Suerte no necesita ser
cortejada.

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Al parecer, el baile había empezado un rato antes de la llegada de Hornblower.
Había unos cuarenta jóvenes en la pista de baile de la sala principal, una docena de
viudas nobles en las sillas colocadas junto a la pared, y una orquesta en un rincón.
Hough le condujo a otra habitación, Hornblower se despidió de sus dos jóvenes
acompañantes con un movimiento de cabeza y se sentó a jugar al whist con Hough y
un par de temibles ancianitas. Al cerrar la puerta, afortunadamente, quedó
amortiguado casi todo el ruido exasperante de la orquesta, las damas jugaban fuerte y
transcurrió una hora muy agradable que terminó con la entrada de la señora Hough.
—Es hora de la polonesa antes de la cena —anunció—. Debo rogarles que dejen
las cartas y vengan a verlo.
—¿Le importa, señoría? —preguntó Hough excusándose.
—Los deseos de la señora Hough son órdenes para mí —dijo Hornblower.
En la pista de baile hacía, por supuesto, un calor agobiante. Los rostros estaban
enrojecidos y brillantes, pero no parecía faltar energía al formarse la doble fila para la
polonesa, mientras la orquesta desgranaba las misteriosas notas que tanto animaban a
la gente joven. Spendlove llevaba a Lucy de la mano e intercambiaban miradas
felices. Hornblower, desde la madurez de sus cuarenta y seis años, sólo podía mirar
con condescendencia a aquellos hombres y mujeres, adolescentes y jóvenes
inmaduros, mostrándose tolerante con su juventud y entusiasmo. Los sonidos de la
orquesta se hicieron más entrecortados y confusos, pero los jóvenes les encontraban
sentido. Corrían y daban saltos por la habitación, las faldas revoloteaban y los
faldones se agitaban, y todo el mundo estaba alegre y sonriente. Las filas dobles se
convirtieron en corros, se formaron filas otra vez, giraron y volvieron a formarse,
hasta que al final, con un estrépito infernal de la orquesta, las mujeres hicieron una
reverencia y los hombres se inclinaron ante ellas. Una hermosa imagen, una vez hubo
cesado la música. Resonó un estallido de risas y aplausos antes de que se rompieran
las filas. Las mujeres, mirándose de reojo, salieron por grupos de la habitación. Se
retiraban para reparar los desperfectos sufridos en el fragor de la acción.
Hornblower se encontró con los ojos de Lucy otra vez, y una vez más ella apartó
la vista y volvió a mirarle. ¿Tímida? ¿Impaciente? Era difícil saberlo con esas niñas,
pero desde luego aquella mirada no era igual a la que había destinado a Spendlove.
—Diez minutos para la cena, milord —dijo Hough—. ¿Su señoría tendrá la
amabilidad de acompañar a la señora Hough?
—Encantado, por supuesto —respondió Hornblower.
Spendlove se acercó. Se secaba el rostro con un pañuelo.
—Me iría bien un poco de aire fresco, milord —dijo—. Quizá…
—Iré con usted —dijo Hornblower, feliz de tener una excusa para librarse de la
pesada compañía de Hough.
Salieron al oscuro jardín. Tanto brillaban las velas de la sala de baile que al
principio tuvieron que andar casi a tientas.
—Confío en que se esté divirtiendo —dijo Hornblower.

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—Mucho. Gracias, milord.
—¿Y su petición de mano progresa?
—De eso no estoy seguro, milord.
—Tiene mis mejores deseos, en cualquier caso.
—Gracias, milord.
Los ojos de Hornblower estaban ya más acostumbrados a la oscuridad. Sirio
estaba visible, representando una vez más su eterna caza de Orión en el cielo
nocturno. El aire era cálido y tranquilo, al cesar la brisa marina.
Entonces ocurrió. Hornblower oyó un movimiento a su espalda, un crujido de
hojas, pero antes de que se diera cuenta, unas manos le sujetaron los brazos y otra le
tapó la boca. Trató de zafarse. Un dolor agudo y abrasador bajo el omoplato derecho
le hizo saltar.
—Silencio —dijo una voz, gruesa y pesada—. O te lo clavo.
Sintió el dolor otra vez. Era la punta de un cuchillo apoyada en su espalda, así que
se quedó callado. Aquellas manos invisibles empezaron a empujarle.
Había al menos tres hombres a su alrededor. Su olfato le indicó que estaban
sudando, de nerviosismo, quizá.
—¿Spendlove? —dijo.
—Silencio —susurró otra vez la voz.
Le empujaban por el largo jardín. Un amago de grito agudo, sofocado de
inmediato, provino seguramente de Spendlove, que iba detrás. Hornblower tenía
dificultades para mantener el equilibrio mientras le empujaban, pero los brazos que lo
tenían agarrado también lo sujetaban. Cuando tropezaba, sentía la presión de la punta
del cuchillo en su espalda convertirse en dolor al desgarrarle la ropa. Al final del
jardín llegaron a un camino estrecho, donde reinaba la oscuridad total. Hornblower
tropezó con algo que resoplaba y se movía: una mula, al parecer.
—Sube —dijo la voz tras él.
Hornblower dudó y sintió el cuchillo contra sus costillas.
—Sube —repitió la voz, mientras alguien le acercaba la mula para que la
montara.
No había estribos ni silla. Hornblower puso las manos en la cruz y se subió a
horcajadas en la mula. No encontraba las riendas, aunque las oía tintinear. Metió los
dedos entre la escasa crin. A su alrededor oía el bullicio de las otras mulas al ser
montadas. Su propia montura dio un fuerte respingo y se agarró como un loco a la
crin. Alguien había montado la mula que iba delante, y empezó a avanzar con una
rienda principal sujeta a la suya. Parecía haber un total de cuatro animales, y unos
ocho hombres. Las mulas empezaron a trotar, y Hornblower sintió que se tambaleaba
precariamente en el resbaladizo lomo, pero había un hombre a cada lado para
mantenerlo en su lugar. Unos segundos más tarde redujeron la marcha al encontrarse
la mula principal en un rincón difícil.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Hornblower, con el primer aliento

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recuperado después del movimiento.
El hombre de su derecha le mostró algo brillante que resplandecía a la luz de las
estrellas. Era un machete, el machete típico de las Indias Occidentales.
Al momento siguiente la mula empezó a trotar otra vez, y Hornblower no habría
dicho nada aunque se hubiera sentido inclinado a hacerlo. Corrieron por un camino
entre grandes campos de caña de azúcar. Hornblower iba dando saltos en el lomo de
la mula. Trató de mirar hacia arriba, hacia las estrellas, para ver en qué dirección
iban, pero resultaba difícil, y cambiaron de ruta repetidamente, atravesando el campo.
Lo dejaron atrás, y salieron a la sabana abierta. Luego encontraron árboles, redujeron
la marcha en una cuesta pronunciada, volvieron al trote otra vez por el otro lado, con
los hombres a pie corriendo incansablemente junto a las mulas, y volvieron a subir, y
los animales resbalaban y daban traspiés en lo que parecía una superficie insegura.
Hornblower estuvo a punto de caerse un par de veces, pero el hombre que estaba
junto a él lo levantó. Se sentía atrozmente molido por aquella forma de montar a pelo,
y la protuberancia de la espina dorsal de la mula le causaba agónicos dolores. Estaba
empapado de sudor, tenía la boca reseca y se sentía desesperadamente agotado,
atontado por el sufrimiento. En más de una ocasión atravesaron pequeñas corrientes
que bajaban por las montañas, y una vez más pasaron por una arboleda. En muchas
ocasiones parecían transitar por pasos estrechos.
Hornblower no tenía ni idea de cuánto habían recorrido cuando se encontraron
junto a un pequeño río, en apariencia plácido, ya que reflejaba las estrellas. A lo lejos
se distinguía apenas un elevado precipicio en la oscuridad. Aquí el grupo se detuvo, y
el hombre que iba a su lado le golpeó la rodilla como una evidente invitación a
desmontar. Hornblower se bajó de la mula deslizándose por un costado. Tuvo que
apoyarse contra el animal un momento, porque las piernas se negaron a sostenerle.
Cuando pudo mantenerse en pie y mirar a su alrededor vio un rostro blanco entre
otros oscuros que le rodeaban. A duras penas pudo distinguir a Spendlove, y vio que
le flaqueaban las rodillas y la cabeza le colgaba, mientras se apoyaba en el otro lado.
—¡Spendlove!
Hubo un angustioso momento de espera antes de que la desfallecida figura dijera:
—¿Milord? —La voz era espesa y poco natural.
—¡Spendlove! ¿Está usted herido?
—Estoy… bien, milord.
Alguien empujó a Spendlove por la espalda.
—Venga. Nade —dijo una voz.
—¡Spendlove!
Varias manos dieron la vuelta a Hornblower y lo empujaron dando un traspiés
hacia el borde del agua. Era inútil resistirse; Hornblower tan sólo podía adivinar que
habían golpeado a Spendlove hasta dejarlo sin sentido y empezaba a recuperarse en
aquel preciso momento, y que su cuerpo inconsciente lo había transportado hasta
entonces una mula.

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—Nade —ordenó la voz, y una mano lo empujó hacia el agua.
—¡No! —exclamó Hornblower con voz ronca.
El agua parecía inmensamente ancha y oscura. Mientras Hornblower se debatía
en la orilla tenía conciencia de la indignidad que estaba sufriendo, como comandante
en jefe, actuando como un niño en manos de aquella gente. Alguien acercó una mula
al agua junto a él.
—Sujétese a la cola —dijo la voz, y sintió otra vez el cuchillo en la espalda.
Se agarró a la cola de la mula y se dejó llevar con desesperación, agitando brazos
y piernas dentro del agua. Por un momento el animal luchó por mantenerse a flote y a
continuación emprendió el camino; el agua, al cerrarse en torno a Hornblower,
resultaba un poco más fría que el aire cálido. No pareció transcurrir más que un
momento hasta que la mula llegó a la otra orilla. Hornblower tocó el fondo y se puso
a caminar, el agua chorreó saliendo de sus ropas y el resto de las personas y animales
salpicaban detrás de él. Otra vez tenía aquella mano en la espalda, obligándole a
desviarse a un lado y metiéndole prisa. Oyó un extraño crujido delante de él y un
objeto bamboleante le golpeó en el pecho. Notó un tacto de bambú liso en las manos
y una especie de enredadera o liana atada a él. Era una escalera de cuerda
improvisada que colgaba ante su nariz.
—¡Arriba! —dijo la voz—. ¡Arriba!
No podía, no quería subir, pero notó otra vez la punta del cuchillo en la espalda.
Estiró los brazos hacia arriba y alcanzó un travesaño, luchando desesperadamente con
los pies para encontrar el siguiente.
—¡Arriba!
Empezó a trepar y la escalera se retorcía bajo sus pies como suelen hacer siempre
las escaleras de cuerda, como un animal. Era horrible subir así en la oscuridad,
buscando cada vez un travesaño esquivo, agarrándose desesperadamente con las
manos. Los zapatos empapados tendían a resbalar en el liso bambú, y las manos no se
sentían seguras. Había alguien más trepando junto a él, y la escalera se enroscaba de
forma impredecible. Sabía que estaba oscilando como un péndulo en la oscuridad.
Siguió subiendo, travesaño a travesaño, agarrándose con las manos de forma tan
convulsiva que sólo mediante un esfuerzo consciente era capaz de soltarse un
momento y buscar el siguiente travesaño. Los giros y oscilaciones se hicieron menos
pronunciados. La mano que tenía más arriba tocó la tierra, o la roca. El momento
siguiente no era fácil: no estaba seguro de estar agarrándose bien y dudó. Sabía que
se encontraba suspendido a gran altura. Justo debajo de él oyó una orden seca en la
escala dada por el hombre que le seguía, y luego una mano por encima de él lo cogió
por la muñeca y tiró de él. Los pies alcanzaron el siguiente travesaño, y al final se
encontró echado, respirando afanosamente, en tierra firme. La mano tiró de él otra
vez y gateó hacia delante para dejar sitio al hombre que le seguía. Casi sollozaba, y
no quedaba en él ningún rastro del hombre altivo y satisfecho de sí mismo que se
admiraba ante el espejo, hacía tan sólo unas horas.

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Otras personas le pasaron por delante.
—¡Milord, milord!
Ése era Spendlove, que le buscaba. —¡Spendlove!— contestó, sentándose.
—¿Está usted bien, milord? —preguntó Spendlove, agachándose hacia él.
¿Era el sentido del humor o el del ridículo, era orgullo natural o la fuerza de la
costumbre, lo que le hizo controlarse?
—Tan bien como se puede esperar, gracias, después de estas extraordinarias
experiencias —dijo—. Pero a usted… ¿qué le ha pasado?
—Me han golpeado en la cabeza —contestó sencillamente Spendlove.
—No se quede ahí. Siéntese —dijo Hornblower, y Spendlove se dejó caer junto a
él.
—¿Sabe dónde estamos, milord? —preguntó—. En la cima de un precipicio, por
lo que parece —respondió Hornblower.
—Pero ¿dónde, milord?
—En alguna parte de la leal colonia de Jamaica de su majestad. No puedo decir
más.
—Pronto amanecerá, supongo —dijo débilmente Spendlove.
—Muy pronto.
Nadie a su alrededor les prestaba atención. Había mucha gente hablando, en
contraste con el silencio casi disciplinado que se había mantenido durante la caminata
por el campo. El parloteo se mezclaba con el sonido de una pequeña cascada, que,
según observó entonces, había estado oyendo desde que subió. Las conversaciones
eran en un inglés espeso que Hornblower apenas podía entender, pero estaba seguro
de que sus captores estaban exultantes. Podía oír también voces de mujeres, y las
figuras que les rodeaban iban y venían impacientes, demasiado nerviosas para
sentarse a pesar de las fatigas de la noche.
—Dudo que estemos en lo alto de un precipicio, milord, si me permite —dijo
Spendlove.
Señaló hacia arriba. El cielo estaba cada vez más pálido, y las estrellas
desaparecían. En línea vertical respecto a sus cabezas se veía el precipicio por encima
de ellos, sobresaliendo por encima suyo. Mirando hacia arriba, Hornblower veía el
follaje recortado contra el cielo.
—Es extraño —dijo—. Debemos de estar en algún tipo de saliente, entonces.
A su derecha el cielo mostraba un indicio de luz, de un rosa muy claro, mientras
que a su izquierda aún estaba oscuro.
—En dirección norte noroeste —dijo Spendlove.
La luz aumentó perceptiblemente. Cuando Hornblower volvió a mirar hacia el
este, el rosa se había convertido en naranja, y había también un poco de verde.
Parecían estar muy arriba, como si el saliente terminara casi a sus pies, abruptamente,
y mucho más abajo el mundo lleno de sombras estaba tomando forma, escondido de
momento por una ligera neblina. Hornblower se dio cuenta de pronto de que llevaba

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la ropa mojada, y se puso a tiritar.
—Eso debe de ser el mar —dijo Spendlove.
Ciertamente era el mar, azul y bello en la distancia, y había también un ancho
cinturón de tierra, unas millas más allá, que se extendía entre el precipicio en el que
estaban colgados y la costa, pero la niebla aún lo oscurecía. Hornblower se puso de
pie, dio un paso adelante y se apoyó en un bajo parapeto de roca, retrocedió y se armó
de valor para volver a mirar.
No había nada bajo sus pies. Se encontraban realmente en un saliente en la pared
de un precipicio de la altura de la verga mayor de una fragata, de unos sesenta pies de
altura. En línea vertical respecto a ellos podía ver la pequeña corriente que había
cruzado agarrado a la cola de la mula.
Cuando, con un esfuerzo de voluntad, se inclinó y miró de nuevo, pudo ver las
mulas muy abajo, en el estrecho espacio entre el río y el pie del precipicio. El saliente
debía de ser considerable. Estaban en el repecho de un precipicio excavado por la
acción del río crecido a lo largo del tiempo. No podían alcanzarles desde arriba, y
tampoco desde abajo, si retiraban la escalera. El saliente tendría unas diez yardas de
ancho como mucho, y unas cien de largo. En un extremo, la cascada que había oído
caía por la pared del precipicio en una garganta que se había formado sola, salpicaba
en un grupo de rocas brillantes y volvía a saltar otra vez. Aquella visión le indicó lo
sediento que estaba, y se acercó hasta allí. Daba vértigo andar por aquel lugar, con la
pared del precipicio a un lado y una caída vertical en el otro, y el agua salpicando a
chorros a su alrededor, pero podía ahuecar las manos, coger agua y beber, y volver a
beber, antes de refrescarse la cara y la cabeza.
Retrocedió y encontró a Spendlove esperando que terminara. Pegoteado en el
espeso cabello de su secretario, detrás de su oreja izquierda y bajando por su cuello se
encontraba un coágulo de sangre negra. Spendlove se arrodilló para beber y lavarse y
se levantó otra vez, tocándose el cuero cabelludo con cuidado.
—No han tenido piedad —dijo.
Tenía también el uniforme salpicado de sangre. De su cintura colgaba una vaina
vacía, había perdido la espada, y cuando volvieron de la cascada pudieron ver que
estaba en manos de uno de los captores, que los esperaba de pie. Era bajo, cuadrado y
de complexión fuerte, no del todo negro, seguramente mulato. Llevaba una camisa
blanca sucia, unos pantalones azules hechos jirones y unos zapatos de hebilla
destrozados.
—Vamos, señor —dijo.
Habló con acento isleño, espesando las vocales y arrastrando las consonantes.
—¿Qué quiere? —preguntó Hornblower, procurando transmitir a su voz toda la
dureza que pudo.
—Escríbanos una carta —dijo el hombre que llevaba la espada.
—¿Una carta? ¿Para quién?
—Para el gobernador.

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—¿Pidiéndole que venga y le cuelgue? —preguntó Hornblower. El hombre
sacudió la enorme cabeza.
—No. Quiero un papel, un papel con un sello. Un perdón. Para todos nosotros.
Con un sello.
—¿Y usted quién es?
—Ned Johnson. —El nombre no significaba nada para Hornblower, ni tampoco,
como comprobó con una mirada, para el omnisciente Spendlove.
—Navegué con Harkness —dijo Johnson.
—¡Ah!
Eso sí que significaba algo para ambos oficiales. Harkness era uno de los últimos
piratas menores. Hacía apenas una semana que a su balandro, Blossom, le había
cortado el paso la Clorinda junto a Savannalamar, y lo habían interceptado al tratar
de escapar a sotavento. Bajo el fuego de largo alcance de la fragata, al final,
desesperado, había encallado en la boca de Sweet River, y la tripulación había
escapado a los pantanos y manglares de esa parte de la costa, todos excepto el
capitán, cuyo cuerpo habían encontrado en la cubierta casi partido en dos por una
descarga de la Clorinda. Así quedaba su tripulación sin líder (a no ser que pudieran
llamar líder a Johnson) y para darles caza, el gobernador había hecho intervenir a dos
batallones de tropas tan pronto como la Clorinda había vuelto a Kingston con las
noticias. Para evitar que escaparan por mar el gobernador, siguiendo una sugerencia
de Hornblower, había colocado guardias en todas las playas de pescadores de la isla.
De otro modo, el ciclo que probablemente habían seguido volvería a repetirse:
robarían un barco de pesca, luego una embarcación más grande y así hasta que
volvieran a ser una plaga.
—No hay perdón para los piratas —dijo Hornblower.
—Sí —insistió Johnson—. Escríbanos una carta y el gobernador nos lo dará.
Se dio la vuelta y a los pies del precipicio, en la parte trasera del saliente, recogió
algo. Era un libro encuadernado en cuero, el segundo volumen de Waverley, según
comprobó Hornblower cuando se lo puso en las manos, y Johnson sacó un lápiz y se
lo dio también.
—Escriba al gobernador —le dijo. Abrió el libro por el principio y le indicó que
escribiera en la guarda.
—¿Qué cree que debería escribir? —preguntó Hornblower.
—Pídale que nos dé su perdón. Y que ponga su sello.
Al parecer Johnson había oído en algún sitio, en conversación con compañeros
piratas, que existía un «perdón bajo el gran sello», y mantenía vivo aquel recuerdo.
—El gobernador nunca haría eso.
—Entonces le envío sus orejas. Le envío su nariz —dijo Johnson.
Era horrible oír eso. Hornblower miró a Spendlove, que se había puesto blanco al
oírlo.
—Usted es almirante —continuó Johnson—, usted es lord… El gobernador le

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hará caso.
—Dudo que lo haga.
Evocó en su mente la imagen del viejo y quisquilloso general sir Augustus
Hooper y trató de imaginar la reacción producida por la petición de Johnson. A su
excelencia estaría a punto de reventársele un vaso sanguíneo con sólo pensar en
perdonar a dos docenas de piratas. El gobierno local se mostraría muy molesto, y sin
duda la mayor parte de su irritación iría directamente encaminada al hombre cuya
idiotez al dejarse raptar había colocado a todo el mundo en aquella absurda posición.
Eso sugería una pregunta.
—¿Cómo es que estaba usted en el jardín? —le preguntó.
—Esperábamos a que se fuera a casa, pero salió antes. Si ellos intentaban…
—¡No dé un paso más! —gritó de pronto Johnson.
Saltó hacia atrás con increíble agilidad teniendo en cuenta su volumen,
preparándose, con las rodillas flexionadas y el cuerpo tenso, en guardia con la espada.
Hornblower se volvió, estupefacto, y vio que Spendlove se relajaba. Se había estado
preparando para saltar. Con la espada en manos de Spendlove y la punta apoyada en
la garganta de Johnson, la situación habría cambiado. Los otros se acercaron
corriendo al oír el grito. Uno de ellos tenía un bastón en la mano (al parecer, una pica
sin cabeza) y lo clavó cruelmente en el rostro de Spendlove. Éste se tambaleó dando
unos pasos hacia atrás, y el bastón cogió impulso para volver a golpearle. Hornblower
saltó delante de él.
—¡No! —gritó, y se quedaron todos mirándose entre sí, mientras iba
desapareciendo la tensión de la situación. Entonces uno de los hombres se acercó
sigilosamente a Hornblower, machete en mano.
—¿Le corto la oreja? —preguntó por encima de su hombro a Johnson.
—No. Todavía no. Vosotros dos, sentaos. —Como vacilaron, la voz de Johnson se
elevó en un grito—: ¡Sentaos!
Ante la amenaza del machete no había nada que hacer salvo sentarse, y estaban
indefensos. —¿Escribirá la carta?— preguntó Johnson.
—Espere un momento —dijo Hornblower, cansinamente. No sabía qué más decir
en esa situación. Estaba intentando ganar tiempo, como un niño a la hora de ir a
dormir enfrentado a unos padres severos.
—Vamos a desayunar —dijo Spendlove.
En el extremo del saliente habían encendido un pequeño fuego, y el humo flotaba
en el silencioso amanecer, con finas volutas, hacia el extremo del precipicio. Una olla
de hierro puesta sobre el fuego colgaba de una cadena sujeta a un trípode, y dos
mujeres estaban agachadas junto a ella, vigilándola. Amontonados contra la pared del
saliente había barriles, toneles y arcones. También había mosquetes puestos en fila en
una especie de estante. Se le ocurrió a Hornblower que se encontraba en una situación
habitual en los romances populares: estaba en la guarida de los piratas. Quizás esos
arcones contuvieran tesoros de valor incalculable, perlas y oro. Los piratas, como

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cualquier otro navegante, necesitaban una base terrestre, y éstos la habían establecido
allí, en lugar de elegir un cayo solitario. Su bergantín Clement había vaciado y
limpiado uno de esos sitios el año anterior.
—Escriba la carta, señor —dijo Johnson. Apuntó al pecho de Hornblower con la
espada, y la punta agujereó la fina pechera hasta pincharle en el esternón.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Hornblower.
—Un perdón. Con un sello.
Hornblower estudió los morenos rasgos que tenía delante. Sabía que la piratería
tenía los días contados en el Caribe. Los barcos de guerra americanos en el norte, los
barcos de guerra franceses que venían de las Antillas menores y su propio escuadrón
con base en Jamaica habían hecho que el negocio fuese poco lucrativo y peligroso. Y
estos piratas en particular, los restos de la banda de Harkness, se encontraban en una
situación aún más precaria, debido a la pérdida del barco y el aborto de su intento de
escapada por mar gracias a las precauciones que él había tomado. Se trataba de un
plan audaz y bien ejecutado, éste de salvar el cuello secuestrándolos.
Presumiblemente el autor y ejecutor del plan era aquél que tenía ante él y que parecía
bastante bobo, casi pasmado. Las apariencias pueden ser engañosas, o puede que la
desesperada necesidad de la situación hubiera estimulado a aquella mente estúpida a
realizar una actividad inusual.
—¿Me oye? —dijo Johnson, dándole otro pinchazo con la espada, e
interrumpiendo el flujo de pensamiento de Hornblower.
—Sígales la corriente, milord —murmuró Spendlove a su oído—. Gane tiempo.
Johnson se volvió hace él, con la espada apuntándole a la cara.
—Cállate la boca —dijo. Se le ocurrió otra idea, y miró otra vez a Hornblower—.
Escriba o le pincharé en el ojo.
—Escribiré —accedió Hornblower.
Se sentó con el volumen de Waverley abierto por la guarda y el lápiz en la mano,
mientras Johnson se apartaba un par de pasos, como dejándole espacio para que se
inspirase. ¿Qué iba a escribir? «¿Querido señor Augustus?», «¿Su excelencia?». Eso
sonaba mejor. «Me encuentro secuestrado aquí junto con Spendlove por los
supervivientes de la banda de Harkness. Quizás el portador de este mensaje pueda
explicar las condiciones. Piden el perdón a cambio de…». Hornblower se quedó con
el lápiz inmóvil en el aire, pensando las siguientes palabras: «¿Nuestras vidas?».
Sacudió la cabeza y escribió: «nuestra libertad». No quería parecer melodramático.
«Vuestra excelencia será, por supuesto, mejor juez de la situación que yo mismo. Su
obediente servidor». Hornblower dudó otra vez, y estampó el «Hornblower» de su
firma.
—Aquí tiene —dijo pasándole el volumen a Johnson, que lo cogió y lo miró con
curiosidad, y se volvió hacia una docena de sus seguidores que permanecían en
cuclillas en el suelo detrás de él, en silencio, mirando lo que sucedía.
Escudriñaron el escrito por encima del hombro de Johnson; otros se acercaron

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también a mirar, y se enzarzaron en una viva discusión.
—Ninguno de ellos sabe leer, milord —comentó Spendlove.
—Eso parece.
Los piratas miraban el escrito, miraban a los prisioneros y volvían a mirar el texto
otra vez, y la discusión se hizo más intensa. Johnson parecía estar discutiendo con
ellos, o exhortándolos, y algunos de los hombres a los que se dirigía retrocedían
sacudiendo la cabeza.
—Hablan sobre quién debería llevar esa nota a Kingston —dijo Hornblower—.
Quién debe desafiar al león.
—Ese tipo no controla a sus hombres —comentó Spendlove—. Harkness ya
habría disparado a un par de ellos a estas alturas.
Johnson volvía a dirigirse a ellos otra vez, señalando el escrito con uno de sus
gruesos y oscuros dedos. —¿Qué dice aquí?— preguntó.
Hornblower leyó la nota en voz alta. No importaba que dijera la verdad o no,
dado que el otro no tenían forma de averiguarlo. Johnson lo miró, estudiando su
rostro. La cara de Johnson delataba más desconcierto aún del que Hornblower había
notado antes. El pirata se enfrentaba a una situación demasiado compleja para él:
estaba tratando de llevar a cabo un plan que no había pensado con todo detalle de
antemano. Ningún pirata quería aventurarse a caer en manos de la justicia llevando
un mensaje de contenido desconocido. Tampoco confiaban en uno de ellos mismos
para partir en tal misión: podía desertar, desperdiciando el preciado mensaje, y tratar
de escapar por su cuenta. Aquellos pobres diablos, harapientos y holgazanes, y sus
abandonadas mujeres estaban en un apuro, sin ningún cerebro que les encontrase un
camino. Hornblower podría haberse reído de sus apuros, y casi lo hizo, hasta que
pensó lo que podía hacer aquel grupo inestable a los prisioneros que tenía en su
poder, en un ataque de ira. La discusión continuó desarrollándose furiosamente, sin
atisbas de solución.
—¿Cree que podríamos alcanzar la escalera, milord? —preguntó Spendlove, y al
momento contestó su propia pregunta—. No. Nos cazarían antes de que pudiéramos
escapar. Una pena.
—Podemos seguir considerando esa posibilidad —dijo Hornblower.
Una de las mujeres que cocinaba junto al fuego los llamó a todos en aquel
momento con voz estentórea, interrumpiendo la discusión. Estaban sirviendo la
comida en cuencos de madera. Una joven mulata, poco más que una niña, con un
vestido harapiento que alguna vez fue magnífico, les acercó un cuenco, un cuenco sin
cuchara ni tenedor. Se miraron el uno al otro, sin poder evitar una sonrisa. Entonces
Spendlove sacó una navaja del bolsillo de sus pantalones de montar, y se la tendió a
su superior tras abrirla.
—Puede que sirva, milord —dijo como disculpándose, añadiendo después de
echar un vistazo al contenido del cuenco—: no es tan buena la comida como la cena
que nos perdimos en casa de los Hough, milord.

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Batata hervida y unos trocitos de cerdo salado y cocido, la primera robada
seguramente del huerto de algún esclavo y el segundo procedente de alguno de los
barriles que tenían allí, en el precipicio. Comieron con dificultad. Hornblower insistía
en que utilizaran la navaja por turnos, haciendo malabarismos con la comida caliente
por la que ambos mostraron, curiosamente, un apetito terrible. Los piratas y las
mujeres comieron casi todos en cuclillas. Después de los primeros bocados
empezaron a pelearse otra vez sobre qué uso debían hacer de los prisioneros.
Hornblower volvió a mirar por el precipicio la vista que se extendía ante ellos.
—Debe de ser Cockpit Country —dijo.
—No hay duda de ello, milord.
Cockpit Country era un territorio desconocido para cualquier hombre blanco, una
república independiente en el noroeste de Jamaica. Al arrebatar aquella isla a los
españoles, un siglo y medio atrás, los británicos habían encontrado aquellas tierras ya
pobladas por esclavos fugitivos y supervivientes de la población india. Varios
intentos de someter la zona habían fracasado estrepitosamente, ya que la fiebre
amarilla y las pésimas condiciones del territorio se habían aliado con el valor
desesperado de los defensores, y se había firmado finalmente un tratado garantizando
la independencia a Cockpit Country con la sola condición de que sus habitantes no
dieran refugio a esclavos fugitivos en el futuro. El tratado había durado cincuenta
años, y parecía que iba a durar bastante más. La guarida de los piratas estaba en el
extremo de aquella zona, con las montañas en la parte de atrás.
—Y ésa es la bahía de Montego, milord —dijo Spendlove.
Hornblower había visitado aquel lugar con la Clorinda el año anterior: un
fondeadero solitario que ofrecía buen anclaje y refugio para unos pocos barcos
pesqueros. Miró la lejana agua azul con añoranza. Trató de pensar en formas de
escapar, en algún método honorable con el que llegar a un acuerdo con los piratas,
pero una noche entera sin dormir le había dejado el cerebro embotado, y ahora que
había comido lo notaba más embotado aún. Se dio cuenta de que se estaba durmiendo
y se levantó dando un respingo. Ahora que estaba ya en la cuarentena, perder una
noche de sueño era un asunto serio, especialmente cuando ésta había transcurrido
llena de esfuerzos violentos y desacostumbrados.
Spendlove lo había visto adormilado.
—Creo que podría dormir, milord —le dijo gentilmente.
—Quizá podría.
Dejó que su cuerpo se apoyara en el duro suelo. No tenía almohada y se sentía
incómodo.
—Aquí, milord —dijo Spendlove.
Dos manos apoyadas en los hombros le ayudaron a recostarse, y se encontró
utilizando el muslo de Spendlove como almohada. Todo dio vueltas a su alrededor
durante un instante. Oía el suspiro de la brisa, la fuerte discusión de los piratas y sus
mujeres tenía un tono monótono, la cascada salpicaba y gorjeaba… y entonces se

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durmió.
Se despertó un rato después, al tocarle el hombro Spendlove.
—Milord, milord…
Levantó la cabeza, un poco sorprendido al percatarse de dónde había estado
descansando, y le costó unos segundos recordar dónde estaba y cómo había llegado
allí. Johnson y un par de piratas más estaban de pie delante de él. Detrás miraba una
de las mujeres, con una actitud que daba a entender que había contribuido a la
conclusión que, evidentemente, habían alcanzado al fin.
—Le enviamos al gobernador, lord —dijo Johnson.
Hornblower parpadeó; aunque el sol se había desplazado hasta detrás del
precipicio, el cielo ahí arriba resultaba deslumbrante.
—Usted —dijo Johnson—. Usted irá. Nos quedamos con él. —Johnson señaló a
Spendlove con un gesto.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Hornblower.
—Usted irá a ver al gobernador y conseguirá nuestro perdón —dijo Johnson—.
Puede pedírselo y él se lo concederá. Él se queda aquí. Podemos cortarle la nariz, y
sacarle los ojos.
—Dios Todopoderoso —dijo Hornblower.
Johnson, o sus consejeros (quizás aquella mujer de ahí atrás) eran personas
bastante astutas, después de todo. Tenían un mínimo concepto del honor, de las
obligaciones de un caballero. Habían percibido la relación que existía entre
Hornblower y Spendlove. Quizá les había indicado algo la visión de Hornblower
durmiendo con la cabeza apoyada en el muslo de Spendlove. Sabían que él no
abandonaría nunca a Spendlove a la voluntad de sus captores, que haría todo lo
posible para obtener su libertad. Incluso puede que (la imaginación de Hornblower se
levantaba como una gran ola superando la somnolencia), puede que hasta el punto de
volver a compartir el cautiverio y el destino de Spendlove en caso de no ser capaz de
conseguir el perdón necesario.
—Le enviamos, lord —dijo Johnson. La mujer de atrás dijo algo en voz alta.
—Le enviamos ahora —añadió esta vez Johnson—. Levántese.
Hornblower se levantó lentamente, se habría tomado ese tiempo de cualquier
modo, en un esfuerzo por preservar la dignidad que le quedaba, pero no podría
haberse levantado rápidamente aunque hubiera querido. Tenía las articulaciones
entumecidas: podía oírlas crujir casi al moverse. El cuerpo le dolía terriblemente.
—Estos dos hombres le llevarán —dijo Johnson. Spendlove también se había
levantado.
—¿Se encuentra usted bien, milord? —preguntó ansiosamente.
—Sólo entumecido y reumático —contestó Hornblower—. ¿Y usted?
—Oh, estoy bien, milord. Por favor, no piense más en mí, milord.
Spendlove le lanzó una mirada muy directa, una mirada que trataba de comunicar
un mensaje.

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—Ni un pensamiento más, milord —repitió Spendlove.
Le estaba intentando decir que debía abandonarlo, que no debería hacer nada para
rescatarlo, que estaba deseando sufrir las torturas que fueran a infligirle con tal de que
su superior saliera bien parado del asunto.
—Pensaré en usted todo el tiempo —dijo Hornblower, devolviéndole la mirada.
—Dese prisa —dijo Johnson.
La escala de cuerda aún colgaba del borde del saliente. Resultaba muy arriesgado
tratar de descender con las articulaciones crujiéndole y lograr apoyar el pie en los
resbaladizos travesaños de bambú. La escala oscilaba por el movimiento de sus pies,
como si fuera un ser vivo que trataba de echarlo abajo. Se agarró frenéticamente con
las manos, otra vez hacia abajo, esforzándose, contra su instinto, por enderezarse e
impedir que se retorciera otra vez. Con cautela, los pies encontraron apoyo otra vez, y
continuó el descenso. Cuando se había acostumbrado ya al movimiento de la escala
su ritmo se vio perturbado por el primero de sus escoltas, que bajaba tras él. Tuvo que
sujetarse fuerte y esperar otra vez antes de continuar su progresión hacia abajo.
Apenas habían tocado la tierra sus pies cuando el primero y el segundo de sus
escoltas cayeron junto a él.
—¡Adiós, milord! ¡Buena suerte!
Ése era Spendlove, que le hablaba desde arriba. Hornblower, de pie junto al río,
mirando hacia el precipicio, tuvo que inclinarse hacia atrás para ver la cabeza de
Spendlove sobre el parapeto y su mano saludando, sesenta pies más arriba. Le
devolvió el saludo mientras sus escoltas llevaban a las mulas a la orilla.
Una vez más era necesario pasar el río a nado. Sólo tenía diez yardas de ancho,
podría haberlo pasado la noche anterior sin ayuda, si hubiera estado seguro de ello en
la oscuridad. Ahora se sumergió en el agua, con ropa y todo (ay, aquella bonita levita
negra) y, volviéndose, se puso a mover las piernas. Pero tenía ya la ropa mojada y
pesaba mucho, y pasó un momento de apuro antes de que sus miembros agotados le
llevasen hacia el banco rocoso.
Salió a gatas con el agua chorreándole de la ropa, sin ganas de moverse ni
siquiera cuando las mulas salieron del agua junto a él. Spendlove seguía allí arriba,
apoyado aún en el parapeto, y volvió a saludarle.
Ahora tenía que volver a montar la mula. La ropa mojada le pesaba como el
plomo. Tuvo que hacer esfuerzos para subir: el húmedo lomo del animal estaba
resbaladizo, y tan pronto como se sentó a horcajadas se dio cuenta de que estaba en
carne viva por la cabalgata de la noche anterior, y las rozaduras le producían un dolor
espantoso. Lo soportó con gran esfuerzo; le resultaba terriblemente doloroso al ir
traqueteando su montura por el terreno irregular. Desde el río hicieron una abrupta
ascensión hacia las montañas. Estaban volviendo por el camino que habían cogido la
noche anterior, que en realidad no era un camino ni un sendero. Subieron por la
pendiente de un barranco, bajaron por el otro lado y volvieron a subir. Cruzaron
pequeños torrentes y serpentearon entre los árboles. Hornblower tenía ahora la mente

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y el cuerpo entumecidos, su mula estaba agotada y desde luego no llevaba el trote
firme que debería, tropezando más de una vez, de modo que sólo haciendo frenéticos
esfuerzos podía mantenerse encima. El sol se hundía hacia el oeste mientras bajaban
finalmente por la colina, dando traspiés. Pasaron por una arboleda y por fin fueron a
parar a campo abierto, donde el sol brillaba en todo su esplendor tropical. Era la
sabana, con unas pocas rocas, algunas reses a lo lejos y, más allá, un enorme mar de
verdor: los vastos campos de caña de azúcar de Jamaica se extendían hasta el
horizonte. Media milla más allá llegaron a un camino bien definido, y allí sus escoltas
detuvieron sus monturas.
—Ahora puedes irte —dijo uno de ellos, señalando a lo largo del camino que
llevaba al lejano campo de caña de azúcar.
Transcurrieron unos segundos antes de que el cerebro estupefacto de Hornblower
comprendiera que le dejaban libre.
—¿Así? —preguntó innecesariamente.
—Sí —dijo su escolta.
Los dos hombres se subieron a sus mulas, pero Hornblower tuvo que pelearse con
la suya, que no quería separarse de sus congéneres. Uno de sus escoltas la golpeó en
la grupa y el animal corrió camino abajo con un trote movido que resultó
horriblemente doloroso para Hornblower, que luchaba por mantenerse encima.
Enseguida la mula se relajó e inició un trote cansino, y Hornblower se limitó a
quedarse sentado despreocupadamente mientras avanzaba lentamente por el camino.
El sol estaba cubierto ahora, y al poco, anunciada por un viento fresco, empezó a caer
una lluvia cegadora, que emborronaba el paisaje y obligaba a su montura a reducir
aún más la velocidad en el resbaladizo terreno. Hornblower, agotado, se agarraba a la
columna del animal. El chaparrón era tan fuerte que le resultaba difícil respirar al
caerle por la cara.
La lluvia rugiente cesó poco a poco; el cielo, aunque se mantenía cubierto por
encima de él, se abrió por el oeste y emitió un reflejo del sol que se ponía, de manera
que el paisaje de su izquierda brilló lleno de magnificencia gracias a un arco iris en el
que Hornblower apenas se fijó. Ahí estaba el primer campo de caña de azúcar, el
camino que seguía se convertía luego en una calzada estrecha y llena de baches a
través del campo, profundamente horadada por las ruedas de los carros. La mula
continuaba avanzando de manera lenta y pesada, eternamente, a través del campo.
Ahora el camino se cruzaba con otro, y el animal se detuvo en el cruce. Antes de que
Hornblower pudiera despejarse y avisara a la mula para que avanzara oyó un grito a
su derecha. Allá a lo lejos, en el camino, vio a un grupo de jinetes iluminados por la
puesta de sol. Se acercaron galopando hacia él con un insistente golpear de cascos, y
se detuvieron a su lado. Un hombre blanco seguido de dos de color.
—Usted es lord Hornblower, ¿no es así? —preguntó el hombre blanco, un
caballero joven. Hornblower se dio cuenta de que, aunque iba a caballo, iba vestido
todavía de gala de pies a cabeza, con el pañuelo rizado y todo, arrugado, mal puesto y

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desaliñado.
—Sí.
—Gracias a Dios que está a salvo, señor —dijo el hombre joven—. ¿Se encuentra
mal? ¿Está herido, milord?
—No —dijo Hornblower, balanceándose fatigado en el lomo de la mula.
El hombre joven se volvió hacia uno de sus acompañantes y dio órdenes rápidas,
y el hombre de color dio la vuelta a su montura y se alejó galopando como un loco
por el camino.
—Toda la isla ha salido en su búsqueda, milord —dijo el hombre joven—. ¿Qué
le ha ocurrido? Llevamos todo el día buscándole.
No sería propio de un almirante, de un comandante en jefe, traicionarse y mostrar
una debilidad poco viril. Hornblower se enderezó.
—Me secuestraron unos piratas —dijo. Trató de hablar tranquilamente, como si
fuera algo que le pudiera pasar a uno todos los días, pero resultaba difícil. Su voz era
solamente un graznido ronco—. Debo ir inmediatamente a ver al gobernador. ¿Dónde
está su excelencia?
—Debe de estar en su residencia, supongo —dijo el hombre joven—. A no más
de treinta millas de aquí.
¡Treinta millas! Hornblower no se sentía capaz de recorrer ni treinta yardas más.
—Muy bien —dijo fríamente—. Debo ir allí.
—La casa de los Hough está tan sólo a dos millas de aquí, milord —comentó el
hombre joven—. Su carruaje todavía sigue allí, según creo. Ya he enviado un
mensajero.
—Entonces iremos primero allí —propuso Hornblower, mostrándose tan
indiferente como pudo.
Una palabra del hombre blanco hizo que su acompañante se bajara de su caballo,
y Hornblower se dejó caer de la mula, sin ningún garbo. Le costaba un esfuerzo
enorme meter el pie en el estribo, y el hombre de color tuvo que ayudarle
levantándole la pierna. Apenas había cogido las riendas (aún no había descubierto
cuál era cada una) cuando el otro jinete puso al trote su caballo, y el de Hornblower le
siguió. Resultaba una tortura ir dando botes en la silla.
—Me llamo Colston —dijo el hombre blanco, frenando su caballo para que
Hornblower pudiera ir junto a él—. Tuve el honor de ser presentado a vuestra señoría
en el baile, anoche.
—Por supuesto —dijo Hornblower—. Dígame qué ocurrió.
—Usted desapareció, milord, y se esperaba que después de la cena iniciara el
baile con la señora Hough. Usted y su secretario, milord, el señor…
—Spendlove —dijo Hornblower.
—Sí, milord. Al principio pensamos que algún asunto urgente había requerido su
atención. No fue hasta una o dos horas después, supongo, cuando su teniente de
bandera y el señor Hough comprendieron que había desaparecido. Cundió una gran

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angustia entre la concurrencia, milord.
—¿Sí?
—Entonces se dio la alarma. Todos los caballeros presentes salieron en su busca.
Llamaron a la milicia al amanecer. Patrullaron todo el campo. Confío en que el
regimiento de Highland esté en plena marcha hacia aquí en este momento.
—¿De veras? —dijo Hornblower. Un millar de soldados de infantería estaban
haciendo una marcha forzada de treinta millas en su busca, un millar de jinetes
estaban registrando la isla.
Se oyeron cascos de caballos delante de ellos. Dos jinetes se acercaron en la
creciente oscuridad. Hornblower sólo podía reconocer a Hough y al mensajero.
—Gracias a Dios, milord —dijo Hough—. ¿Qué ocurrió?
Hornblower se sintió tentado de contestar «ya se lo explicará el señor Colston»,
pero consiguió dar una respuesta más sensata.
Hough dijo los tópicos que era de esperar.
—Debo ir a ver al gobernador inmediatamente —le atajó Hornblower—. Hay que
pensar en Spendlove.
—¿Spendlove, milord? ¡Oh sí, por supuesto, su secretario!
—Está todavía en manos de los piratas —dijo Hornblower.
—¿De veras, milord? —replicó Hough.
Nadie parecía preocuparse por Spendlove, excepto quizá Lucy Hough.
Ya se encontraban en la casa y el patio, y las luces brillaban en todas las ventanas.
—Entre, por favor, milord —dijo Hough—. Vuestra señoría necesitará
refrescarse.
Ya había comido batatas y cerdo salteado aquella mañana, ahora no tenía hambre.
—Debo ir a la residencia del gobernador —dijo—. No puedo perder tiempo.
—Si vuestra señoría insiste…
—Sí —replicó Hornblower.
Hornblower se encontró solo en el salón brillantemente iluminado. Sentía que si
se dejaba caer en una de aquellas enormes butacas nunca se levantaría.
—¡Milord, milord!
Era Lucy Hough, que entraba muy agitada en la habitación, con la falda
revoloteando por las prisas. Tendría que decirle lo de Spendlove.
—¡Oh, está usted a salvo! ¡Está a salvo!
¿Qué era aquello? La muchacha se había arrodillado delante de él. Tenía cogida
una de sus manos, y la besaba frenéticamente. Él retrocedió, trató de soltarse la mano,
pero ella la agarró y le siguió de rodillas, besándola.
—¡Señorita Lucy!
—No me importa nada mientras usted esté a salvo —exclamó, mirándole y con la
mano aún sujeta, mientras las lágrimas caían por sus mejillas—. Hoy he pasado un
auténtico tormento. ¿No está herido? ¡Dígamelo! ¡Hábleme!
Era horrible. Otra vez estaba presionando los labios y la mejilla contra su mano.

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—¡Señorita Lucy, por favor, compórtese!
¿Cómo podía una muchacha de diecisiete años actuar así ante un hombre de
cuarenta y cinco? ¿No estaba enamorada de Spendlove? Pero quizás era en él en
quien pensaba.
—Ya procuraré que a Spendlove no le pase nada.
—¿El señor Spendlove? Espero que esté bien. Pero usted, usted, usted…
—¡Señorita Lucy! ¡No debe decir esas cosas! Levántese, por favor, ¡se lo ruego!
De algún modo consiguió que se pusiera de pie.
—¡No podía soportarlo! —confesó ella—. ¡Le amo desde el primer momento en
que le vi!
—¡Vamos, vamos! —repuso Hornblower, tan tranquilizadoramente como pudo—.
El carruaje estará listo en dos minutos, milord —dijo la voz de Hough desde la puerta
—. ¿Un vaso de vino y un aperitivo antes de irse?
Hough se acercó con una sonrisa.
—Gracias, señor —respondió Hornblower, luchando con el sentimiento
embarazoso que le invadía.
—La niña ha estado muy rara desde esta mañana —comentó Hough con
indulgencia—. Esta juventud… debió de ser la única persona en la isla, supongo,
preocupada por el secretario además de por el comandante en jefe…
—Eh… sí, esta juventud… —asintió Hornblower. El mayordomo entró con una
bandeja.
—Sírvele a su señoría un vaso de vino, Lucy, querida —dijo Hough, y luego,
dirigiéndose a Hornblower—: La señora Hough ha estado muy abatida hasta ahora,
pero en seguida vendrá.
—Por favor, no la moleste, se lo ruego —pidió Hornblower. Le temblaba la mano
al coger el vaso. Hough cogió el trinchante y el tenedor y se puso a cortar el pollo
frío.
—Discúlpenme, por favor —rogó Lucy.
Se dio la vuelta y salió tan rápida de la habitación como había entrado, sollozando
histéricamente.
—No tenía idea de que sus sentimientos fueran tan profundos —exclamó Hough.
—Tampoco yo —dijo Hornblower. En su nerviosismo, se había bebido el vaso de
vino de un trago. Se puso a comer el pollo frío con toda la tranquilidad que pudo.
—El carruaje está en la puerta, señor —anunció el mayordomo.
—Me llevo esto —dijo Hornblower, con una rebanada de pan en una mano y un
ala de pollo en la otra—. ¿Sería mucha molestia si le pidiera que enviara un
mensajero que se adelantara y avisara a su excelencia de mi llegada?
—Ya lo he hecho, milord —contestó Hough— y he enviado mensajeros a
informar a nuestras patrullas de que se encuentra a salvo.
Hornblower se hundió en el cómodo interior acolchado del carruaje. El incidente
había tenido al menos el efecto de apartar temporalmente todo pensamiento de fatiga

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de su mente. Ahora podía apoyarse y relajarse: transcurrieron cinco minutos antes de
que se acordara del pan y el pollo que tenía entre las manos y se pusiera a comérselos
cansadamente. Las patrullas que no sabían que estaba a salvo detenían el carruaje.
Diez millas más allá, en el camino, se encontraron con el batallón Highland
acampado al borde del camino, y el coronel insistió en ir, presentar sus respetos al
comandante en jefe naval y felicitarle. Después, un caballo que venía al galope se
detuvo junto al carruaje; era Gerard. La luz de la lámpara del coche revelaba que
había montado a caballo hasta que éste quedó empapado de sudor. Hornblower tuvo
que oírle decir «Gracias a Dios que está a salvo, milord» (todo el mundo usaba esas
mismas palabras) y explicarle lo que había ocurrido. Gerard dejó el caballo a la
primera oportunidad y entró en el carruaje junto a Hornblower. Se reprochaba a sí
mismo haber dejado que esto le sucediera a su superior, y no haber conseguido
rescatarlo. Hornblower se sintió un poco molesto porque aquello parecía significar
que no era capaz de cuidar de sí mismo, aunque los hechos parecían probar que, en
efecto, era así.
—Tratamos de utilizar los sabuesos con los que persiguen a los esclavos huidos,
milord, pero no sirvieron de nada.
—Naturalmente, porque iba montado en una mula —dijo Hornblower—. En
cualquier caso, el rastro debe tener varias horas. Ahora olvide lo pasado y pensemos
en el futuro.
—Tendremos a esos piratas colgando de una soga antes de que pasen dos días,
milord.
—¿De veras? ¿Y qué ocurrirá con Spendlove?
—Ah… sí, por supuesto, milord.
Spendlove era lo último en que pensaba todo el mundo, hasta Gerard, que era
amigo suyo. Al menos sí apreció las dificultades de Hornblower en el momento en
que éste se las señaló.
—No podemos permitir que le ocurra nada, por supuesto, milord.
—¿Y cómo vamos a evitarlo? ¿Podemos garantizar esos perdones?
¿Persuadiremos a su excelencia para que los conceda?
—Bueno, milord…
—Haría cualquier cosa para liberar a Spendlove —dijo Hornblower—. ¿Entiende
eso? ¡Cualquier cosa!
Hornblower se dio cuenta de que estaba apretando la mandíbula con adusta
determinación. Su tendencia al autoanálisis, imposible de erradicar, se lo había
revelado. Se encontraba cínicamente sorprendido ante el fluir de sus emociones.
Ferocidad y ternura entremezcladas. Como esos piratas le tocaran un pelo a
Spendlove… pero ¿cómo iba a evitarlo? ¿Cómo liberar a Spendlove de unos hombres
que sabían que sus vidas, sus vidas nada menos, y no sus simples fortunas, dependían
de mantenerlo prisionero? ¿Cómo podría seguir viviendo si le llegara a ocurrir algo a
Spendlove? Si ocurría lo peor, tendría que volver adonde los piratas y entregarse a

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ellos, como aquel romano, Regulus, que volvió para morir a manos de los
cartagineses, y parecía que realmente lo peor podía llegar a ocurrir.
—La residencia del gobernador, milord —dijo Gerard, rompiendo el flujo de
aquellos pensamientos de pesadilla.
Centinelas en las verjas y en la puerta. Una entrada brillantemente iluminada,
donde unos edecanes le miraban con curiosidad, malditos fueran. También le miraba
Gerard. Le introdujeron en otra habitación interior, donde un momento después se
abrió otra puerta por la que entró su excelencia, y el edecán que les escoltaba se retiró
discretamente. Su excelencia era un hombre furioso, furioso como sólo puede estarlo
un hombre que ha pasado mucho miedo.
—Bueno, ¿qué es todo esto, milord?
No había ni rastro en él de la habitual deferencia mostrada hacia el hombre que
ostentaba un título, el hombre de fama legendaria. Hooper era un general con todas
las de la ley, muy por encima de un simple contraalmirante. Además, como
gobernador, era dueño y señor absoluto de la isla. La cara roja y los ojos azules y
saltones (además de la rabia que mostraba) parecían confirmar el rumor que era nieto
de una persona real. Hornblower explicó breve y tranquilamente lo que había
ocurrido. Su fatiga y su sentido común evitaron una respuesta destemplada.
—¿Se da cuenta usted del coste de todo esto, milord? —bramó Hooper—. Todos
los hombres blancos que pueden montar a caballo han salido. Mi última reserva, los
Highlanders, se encuentran acampados junto al camino. No me atrevo a decir lo que
eso significará en términos de malaria y fiebre amarilla. En las últimas dos semanas
todos los efectivos de la guarnición excepto ellos han estado vigilando los barcos
pesqueros y las playas tal y como pidió usted. La lista de enfermos es enorme. ¡Y
ahora esto!
—Mis instrucciones, y creo que también las de vuestra excelencia, han realizado
gran hincapié en la supresión de la piratería, señor.
—¡No necesito que ningún mocoso almirante con ínfulas me explique mis propias
instrucciones! —gritó Hooper—. ¿Qué clase de trato ha hecho con esos piratas
suyos?
Ya habían llegado al asunto. No era algo fácil de explicar a un hombre en su
estado de ánimo.
—No he hecho ningún trato, excelencia.
—Me cuesta creer que tuviera tanto sentido común.
—Pero mi honor está comprometido.
—¿Su honor está comprometido? ¿Con quién? ¿Con los piratas?
—No, excelencia. Con mi secretario, Spendlove.
—¿Cuál es el compromiso?
—Le han retenido como rehén y a mí me han dejado libre.
—¿Y qué le ha prometido? ¿Qué? Había dicho algo de que pensaría en él.
—No he hecho ninguna promesa verbal, excelencia. Pero estaba implícito,

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indudablemente.
—¿Qué estaba implícito?
—Que le liberaría.
—¿Y cómo ha creído que podría hacer eso? No podía hacer nada salvo coger el
toro por los cuernos.
—Me liberaron para que solicitara de vuestra excelencia perdones sellados para
los piratas.
—¡Perdones! Per… —Hooper no pudo siquiera acabar la palabra la segunda vez.
Sólo consiguió gluglutear como un pavo durante unos segundos hasta que, después
de tragar saliva, pudo continuar—. ¿Está usted loco, milord?
—Por esa razón me han liberado a mí y han retenido a Spendlove.
—Entonces ese Spendlove tendrá que asumir su suerte.
—¡Excelencia!
—¿Cree que iba a conceder perdones a una banda de piratas? ¿Desde cuándo?
¿Para que puedan vivir como señores con su botín? ¿Paseándose con carruajes por la
isla? ¡Una buena forma de eliminar la piratería! ¿Quiere que todas las Indias
Occidentales se suman en el caos? ¿Ha perdido la razón?
El efecto de este discurso no se vio modificado por el hecho de que Hornblower
ya imaginaba tiempo atrás que Hooper argumentaría exactamente de este modo.
—Comprendo perfectamente la dificultad de la situación, excelencia.
—Me alegro de que lo haga. ¿Conoce el escondrijo de los piratas? —Sí,
excelencia. Se trata de un lugar muy seguro.
—No se preocupe. Podemos reducirlo, por supuesto. Unos cuantos ahorcamientos
volverán a calmar la isla.
¿Qué demonios podía hacer o decir? La frase que se le formó en la mente
resultaba claramente absurda incluso antes de pronunciarla.
—Tendré que volver allí antes de que dé ningún paso, excelencia.
—¿Volver allí? —Los ojos de Hooper parecían estar a punto de salirse de sus
órbitas al percatarse de las implicaciones de lo que estaba diciendo Hornblower—.
¿Qué nueva payasada tiene en mente?
—Debo volver y unirme a Spendlove si vuestra excelencia no accede a conceder
los perdones.
—¡Tonterías! Yo no puedo conceder perdones. No puedo. No lo haré.
—Entonces no tengo alternativa, excelencia.
—¡Tonterías he dicho, tonterías! No ha hecho ninguna promesa. Usted mismo ha
dicho que no ha hecho ninguna promesa.
—Soy yo quien debe juzgar eso, excelencia.
—Usted no está en condiciones de juzgar nada ahora mismo, si es que alguna vez
lo ha estado. ¿Puede imaginar por un momento que le permitiré que me comprometa
de esa manera?
—Nadie lamenta la necesidad más que yo, milord.

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—¿Necesidad? ¿Me está dando órdenes? Tengo que recordarle que soy su
superior, además de ser el gobernador de la isla. Una palabra más y le pondré bajo
arresto, milord. No quiero oír más tonterías.
—Excelencia…
—Ni una palabra más, he dicho. Ese Spendlove es un servidor del rey. Debe
asumir los riesgos inherentes a su posición, aunque sólo sea un secretario.
—Pero…
—Le ordeno que se calle, milord. Ya le he avisado bastante. Mañana cuando haya
descansado podemos planear cómo hacer salir a esas avispas del avispero.
Hornblower frenó la protesta que iba a salir de sus labios. Hooper no hablaba en
broma al amenazar con arrestarle. La disciplina férrea que impregnaba las fuerzas
armadas de la Corona tenía a Hornblower entre sus garras con idéntica fuerza que al
último de los marineros. Desobedecer una orden era imposible. La fuerza irresistible
de su propia conciencia podía estar dirigiéndole hacia delante, pero ahora se
encontraba ante la inamovible barrera de la disciplina. ¿Mañana? Mañana sería otro
día.
—Muy bien, excelencia.
—Una noche de descanso le hará mucho bien, milord. Quizá sería mejor que
durmiera aquí. Daré las órdenes necesarias. Si le indica a su teniente de bandera las
ropas limpias que necesita, haré que la Casa del Almirantazgo vaya a buscarlas para
que estén listas por la mañana.
¿Ropa? Hornblower se miró. Había olvidado completamente que llevaba su levita
negra. Una mirada le bastó para comprender que nunca más podría volver a llevar
aquel traje. Podía intuir cómo era el resto de su aspecto. Sabía que de sus mejillas
demacradas debía de estar saliendo una barba hirsuta, y que tenía el pañuelo del
cuello completamente deshecho. No era de extrañar que le hubieran mirado con
curiosidad en la antesala.
—Vuestra excelencia es muy amable —dijo.
No había nada malo en mostrarse formalmente educado ante lo inevitable, aunque
fuese temporalmente. Había algo en el tono de Hooper que le indicaba que la
invitación podía asimismo ser una orden, que era tan prisionero en la residencia del
gobernador como si Hooper hubiera llevado a cabo su amenaza de ponerlo bajo
arresto. Resultaba mejor ceder dignamente, dado que de momento, al menos, tenía
que hacerlo. Mañana sería otro día.
—Permítame que le conduzca a su habitación —dijo Hooper.
El espejo del dormitorio confirmó sus peores temores con relación a su aspecto.
La cama, bajo una enorme mosquitera, era ancha e invitaba al descanso. Sus
articulaciones doloridas le gritaban que debería dejarse caer en ella y reposar, su
cerebro agotado ansiaba caer en la inconsciencia, olvidarse de sus problemas con el
sueño como un borracho olvida los suyos con el alcohol. Resultaba muy relajante
sumergirse en un jabonoso baño tibio, a pesar de las fuertes protestas de las partes

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doloridas de su cuerpo. Pero ni siquiera bañado y relajado, con una de las camisas de
dormir de su excelencia cayéndole hasta las rodillas, podía ceder a sus debilidades.
Su ego más profundo se negaba a reconocerlas. Se descubrió a sí mismo cojeando
descalzo por la habitación. No tenía alcázar por el que pasearse: el aire tropical
calentado por las velas del dormitorio no era tan propicio para la inspiración como la
brisa fresca del mar, los mosquitos le rodeaban, picándole en el cuello y en las
piernas desnudas y distrayéndole. Era una de esas noches terribles. A veces se
relajaba lo bastante para sentarse en una silla, pero después de unos segundos un
nuevo flujo de pensamiento le hacía levantarse otra vez y cojear arriba y abajo.
Resultaba enloquecedor que no pudiera mantener la concentración en el problema
de Spendlove. Se despreciaba a sí mismo porque su mente olvidaba pensar en su
devoto secretario, había un flujo de pensamiento rival que tenía más éxito y retenía su
atención.
Sabía, antes de que acabara la noche, cómo se enfrentaría a los piratas en su
guarida si tuviera las manos libres, incluso sentía satisfacción al recapitular sobre
estos planes, pero la satisfacción se veía sustituida por la angustiosa desesperación al
pensar en su secretario en la guarida de los piratas. En algunos momentos se le
revolvía el estómago al recordar la amenaza de Johnson de sacarle los ojos a
Spendlove.
El agotamiento, finalmente, le cogió por sorpresa. Se había sentado y había
apoyado la cabeza en la mano, y se despertó de golpe al caerse de la silla. El
despertar no fue completo. Inconsciente de lo que estaba haciendo, se volvió a
acomodar en la silla y se durmió de ese modo, dejando la enorme y cómoda cama
desocupada, hasta que un golpe en la puerta le hizo parpadear preguntándose dónde
se encontraba, antes de disponerse a fingir que era lo más normal del mundo dormir
en una silla cuando había una cama.
Fue Giles quien entró, trayendo ropa interior limpia, un uniforme y cuchillas de
afeitar. El trabajo de afeitarse y vestirse cuidadosamente le sirvió para centrarse y
evitó que pensara con demasiada insistencia en el problema que tendría que resolver
en los siguientes minutos.
—Su excelencia estaría encantado de que vuestra señoría tomara el desayuno con
él.
Era un mensaje transmitido a través de la puerta a Giles. La invitación debía ser
aceptada, por supuesto, era el equivalente a una orden real.
Hooper era partidario de tomar un buen filete para desayunar. Trajeron una
bandeja plateada de carne con cebollas tan pronto como Hornblower pronunció su
formal saludo matutino. Hooper miró con extrañeza a Hornblower cuando éste
respondió a la pregunta del mayordomo pidiendo papaya y un huevo cocido. Se
trataba de un mal comienzo, ya que confirmaba la opinión del gobernador de que
Hornblower era un excéntrico y tenía unos extravagantes gustos afrancesados para
desayunar. Los años que llevaba viviendo en tierra firme no habían hecho decrecer el

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apetito de Hornblower por los huevos frescos que había adquirido durante décadas en
el mar. Hooper embadurnó su filete de mostaza y se dispuso a comerlo con apetito.
—¿Ha dormido usted bien?
—Bastante bien, gracias, excelencia.
El hecho de que Hooper hubiera abandonado el Formal «milord» era una
indicación no demasiado sutil de que deseaba olvidar la discusión de la noche
anterior y actuar de forma magnánima, como si Hornblower fuera una persona
normal con un fallo temporal en su trayectoria.
—Dejaremos los asuntos para cuando hayamos comido.
—Como desee, excelencia.
Pero ni siquiera un gobernador puede estar seguro de su futuro. Hubo agitación en
la puerta, y un grupo entero de gente se acercó corriendo a él, no sólo el mayordomo
sino también dos edecanes, y Gerard, y… y… ¿quién era ése? Pálido, harapiento y
agotado, casi incapaz de sostenerse con las piernas tambaleantes…
—¡Spendlove! —dijo Hornblower, y se le cayó la cuchara al suelo al levantarse y
correr hacia él.
Hornblower le estrechó la mano, sonriendo con deleite.
Seguramente no había habido otro momento en su vida en el que hubiera sentido
tanta satisfacción. —¡Spendlove!— sólo conseguía repetir su nombre.
—¿Qué es esto, el retorno del hijo pródigo? —preguntó Hooper desde la mesa.
Hornblower recordó sus buenas maneras.
—Excelencia —dijo—, ¿puedo presentarle a mi secretario, el señor Erasmus
Spendlove?
—Encantado de verle, joven. Siéntese a la mesa. ¡Traigan comida al señor
Spendlove! Parece que un vaso de vino no le sentaría mal. Traiga la licorera y un
vaso.
—¿No está usted herido? —preguntó Hornblower—. ¿No se ha hecho daño?
—No, milord —dijo Spendlove, estirando con cuidado las piernas bajo la mesa
—. Sólo que más de setenta millas a caballo han anquilosado mis poco
acostumbrados miembros.
—¿Más de setenta millas? —preguntó Hooper—. ¿Desde dónde?
—La bahía de Montego, excelencia.
—¿Entonces debió de escapar por la noche? —Al caer la noche, excelencia.
—¿Pero qué ha hecho, hombre? —preguntó Hornblower—. ¿Cómo ha
conseguido escapar?
—Saltando, milord. Al agua.
—¿Al agua?
—Sí, milord. Había unos ocho pies de agua en el río a los pies del precipicio,
suficiente para soportar mi caída desde cualquier altura.
—Así es. Pero… pero… ¿en la oscuridad?
—Eso resultó fácil, milord. Estuve vigilando por el parapeto todo el día. Lo hice

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cuando le dije adiós a vuestra señoría. Encontré un buen lugar y medí la distancia a
ojo.
—¿Y entonces?
—Y entonces salté cuando era noche cerrada y llovía muy fuerte.
—¿Qué estaban haciendo los piratas? —preguntó Hooper.
—Se estaban cobijando, excelencia. No me prestaban atención, pensaban que
estaba seguro allí, con la escala subida.
—¿Y luego?
—Cogí impulso, excelencia, y salté el parapeto, como he dicho, y caí de pie en el
agua.
—¿Y salió ileso?
—Ileso, excelencia.
La vívida imaginación de Hornblower evocó la proeza, la media docena de
zancadas en la oscuridad y la fuerte lluvia, el salto, la interminable caída. Se le puso
la piel de gallina.
—Una hazaña digna de ser alabada —dijo Hooper.
—Nada para un hombre desesperado, excelencia.
—Quizá no. ¿Y entonces? ¿Después de estar en el agua? ¿Le persiguieron?
—Por lo que yo sé no, excelencia. A lo mejor después, cuando notaran mi
ausencia. Incluso así tendrían que echar la escalera y bajar por ella. No oí nada al
bajar.
—¿Hacia dónde fue? —preguntó Hornblower.
—Seguí por el río, milord, río abajo. Llega hasta el mar por la bahía de Montego,
como decidimos, milord, cuando hicimos las primeras observaciones.
—¿Fue una travesía fácil? —preguntó Hornblower. Algo se agitaba en su mente,
pidiéndole atención a pesar de las fuertes emociones que sentía.
—No en la oscuridad, milord. Había rápidos en algunas partes, y las rocas eran
resbaladizas. Creo que el paso principal es estrecho, aunque no veía nada.
—¿Y en la bahía de Montego? —preguntó Hooper.
—Estaba la guardia en los barcos pesqueros, media compañía del regimiento de
las Indias Occidentales, excelencia. Desperté a su oficial, éste me encontró un caballo
y cogí el camino a través de Cambridge e Ipswich.
—¿Encontró caballos de refresco en el camino?
—Dije que venía en una misión de vital importancia, excelencia.
—Muy rápido ha llegado, de todos modos.
—La patrulla de Mandeville me informó de que vuestra señoría iba de camino a
ver a su excelencia, así que fui directamente a la residencia del gobernador.
—Muy sensato.
A la imagen formada en la mente de Hornblower se unieron otras, de una travesía
de pesadilla por el río, golpeando contra las rocas resbaladizas, hundiéndose en pozas
inesperadas, luchando por asomar en las invisibles orillas, y a continuación la

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agotadora e interminable cabalgata.
—Debo alabar su conducta ante los lores comisarios, señor Spendlove —dijo
formalmente.
—Se lo agradezco, señoría.
—Y también ante el secretario de estado —añadió Hooper.
—Vuestra excelencia es demasiado generosa.
Para Hornblower no era la última de las hazañas de Spendlove (algo que se podía
adivinar echando un vistazo a su plato) que éste hubiera logrado de algún modo
engullir un plato entero de filete con cebollas mientras explicaba su historia. El
hombre debía de saber hablar sin masticar.
—Basta de halagos —dijo Hooper, untando la salsa con un trozo de pan—. Ahora
tenemos que destruir a esos piratas. Su guarida… ¿ha dicho que es fuerte?
Hornblower dejó que contestara Spendlove.
—Inexpugnable al asalto directo, excelencia.
—Ajá. ¿Cree que se quedarán allí?
En los últimos minutos Hornblower se había estado preguntando por ello. Esos
hombres sin líder, aturdidos ahora por el fracaso de su plan… ¿qué harían?
—Podrían desperdigarse por toda la isla, excelencia —dijo Spendlove.
—Sí, podrían. Entonces tendré que darles caza. Quiero patrullas en todos los
caminos y columnas móviles en las montañas. Y la lista de enfermos ya es elevada.
Las tropas expuestas al clima y el aire nocturno durante mucho tiempo en las
Indias Occidentales morían como moscas, y podían tardar semanas en atrapar a los
forajidos.
—Quizá se separen —dijo Hornblower, y entonces se puso en un compromiso—,
pero en mi opinión, excelencia, no lo harán.
Hooper le miró con severidad.
—¿Cree que no lo harán?
—No lo creo, excelencia.
Aquella banda estaba desesperada y su estado empeoraba cada vez más, ya
cuando él se encontraba allí. Al no tener líder, su comportamiento era algo infantil.
En el precipicio tenían abrigo, comida, tenían un hogar, si es que se podía expresar
así. No lo dejarían fácilmente.
—¿Y dice que ese lugar es inexpugnable? ¿Significaría un largo asedio?
—Los reduciría rápidamente con una fuerza naval, excelencia, si me dejara
intentarlo.
—Invito a vuestra señoría a intentar cualquier cosa que ahorre vidas. Hooper le
miró con curiosidad.
—Entonces haré los preparativos —dijo Hornblower.
—¿Irá hasta la bahía de Montego por mar?
—Sí.
Hornblower se contuvo y no dijo «por supuesto». Los soldados no advertían lo

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conveniente del mar para los movimientos rápidos y secretos.
—Mantendré mis patrullas por si intentan escabullirse cuando los haga salir de su
guarida —dijo Hooper.
—Creo que vuestra excelencia tomará una buena precaución haciendo eso.
Confío en que mi plan no tardará en ejecutarse. Con permiso de vuestra excelencia…
Hornblower se levantó de la mesa.
—¿Se va usted?
—Cada hora que pasa es importante, excelencia.
Hooper le miraba con más curiosidad que nunca.
—La Marina despliega su bien conocida reserva —comentó—. Ah, entonces,
muy bien. Ordene que traigan el carruaje de su señoría. Tiene mi permiso para
intentarlo, milord. Infórmeme por mensajero.
Allí se encontraban los tres sentados en el carruaje, en el cálido aire matutino,
Hornblower, Spendlove y Gerard.
—Al arsenal —ordenó Hornblower escuetamente. Se volvió hacia Spendlove—.
Desde el arsenal embarcará en la Clorinda y transmitirá mi orden al capitán Fell de
que se prepare para salir al mar. Izaré mi bandera dentro de una hora. Hasta entonces,
le ordeno que se tome un descanso.
—Sí, milord.
En el arsenal, el capitán superintendente intentó no mostrarse sorprendido al
recibir una visita no anunciada de su almirante, que según las últimas noticias había
sido secuestrado.
—Quiero un mortero de barco, Holmes —dijo Hornblower, desdeñando los
gestos de placentera sorpresa.
—¿Un mortero, milord? Sí, milord. Hay uno reservado, en efecto.
—Tiene que ir a la Clorinda inmediatamente. ¿Hay proyectiles para cargarlo?
—Sí, milord. Sin preparar, por supuesto.
—Haré que el artillero de la Clorinda los prepare mientras vamos de camino.
Cada uno es de veinte libras, creo. Envíe doscientos, con las mechas.
—Sí, milord.
—Y quiero una batea. Dos bateas. Le he visto usarlas para calafatear y limpiar el
fondo del barco. Son de veinte pies, ¿no es así?
—De veintidós, milord —contestó Holmes. Se alegró de poder contestar esta
pregunta y de que su almirante no hubiera insistido en obtener una respuesta en un
asunto tan oscuro como el peso de los proyectiles de un mortero de barco.
—Me llevaré dos, como he dicho. Envíelas para que las carguen en cubierta.
—Sí, milord.
El capitán sir Thomas Fell llevaba su mejor uniforme para saludar al almirante.
—He recibido su orden, milord —dijo, mientras cesaba el pitido de los silbatos de
los contramaestres.
—Muy bien, sir Thomas. Quiero estar en marcha en cuanto los suministros que

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he pedido sean embarcados. Puede remolcar el barco. Vamos a la bahía de Montego a
enfrentarnos a los piratas.
—Sí, milord.
Fell hizo lo posible por no parecer receloso ante las dos sucias bateas que se
esperaba que cargase en su impecable cubierta (se trataba de los pontones usados en
el astillero para trabajar en los costados de los buques) y las dos toneladas de
grasientos proyectiles de mortero para los que tenía que encontrar espacio no eran
mucho mejores. No se sintió demasiado complacido cuando le ordenaron que
destinara a la mayor parte de su tripulación (doscientos cuarenta hombres) y a toda su
infantería para un destacamento de desembarco. Los marineros, naturalmente, se
sintieron encantados ante la perspectiva de un cambio de rutina y la posibilidad de
actuar.
El hecho de que el artillero estuviera calculando la pólvora e introduciendo dos
libras por pieza en los proyectiles, un vistazo al armero que iba con el almirante a
inspeccionar los botavantes, la visión del mortero, achaparrado y feo, colocado en su
soporte en el hueco del castillo de proa, todo les emocionaba. Resultaba un placer
navegar velozmente hacia el oeste, hasta la última pulgada de lona desplegada, dejar
Portland Point por el través, doblar Negril Point a la puesta de sol, atrapar algunas
afortunadas ráfagas de la brisa marina que les permitía engañar al viento alisio, vagar
en la oscuridad tropical con el escandallo sin parar de subir y bajar, y anclar al
amanecer entre los bancos de arena de la bahía de Montego, con las verdes montañas
de Jamaica brillando bajo el sol naciente.
Hornblower estaba en cubierta para verlo. Llevaba despierto desde medianoche,
después de dormir desde la puesta de sol (casi dos noches en vela le habían
desordenado los hábitos) y se encontraba ya paseándose arriba y abajo por el alcázar
mientras los hombres emocionados se encontraban formados en el combés. No
quitaba el ojo de encima a los preparativos. El mortero no pesaba más de
cuatrocientas libras, una nimiedad para el aparejo de penol que debía bajarlo a la
batea que estaba al costado.
Se hizo una inspección del equipo de los mosqueteros. Resultaba desconcertante
para la tripulación que hubiera lanceros, hacheros e incluso maceros y palanqueros.
Al subir el sol y aumentar el calor los hombres empezaron a desfilar hacia los barcos.
—El esquife está al costado, milord —dijo Gerard.
—Muy bien.
En la orilla, Hornblower devolvió el saludo del sorprendido subalterno al mando
del destacamento del regimiento de las Indias Occidentales que vigilaba los barcos
(había traído a sus hombres esperando, al parecer, algo tan importante como una
invasión francesa), y luego lo despachó. Por último, lanzó una mirada final hacia las
ordenadas filas del destacamento de marina, con las guerreras escarlata y las cananas
blancas y todo lo demás. No estarían igual de limpios al acabar el día.
—Puede empezar, capitán —dijo—. Manténgame informado, señor Spendlove,

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por favor.
—Sí, milord.
Con Spendlove como guía, la infantería marchó hacia delante. Era la guardia
avanzada para evitar sorpresas al cuerpo principal. Había llegado el momento de dar
órdenes al teniente de navío de la Clorinda.
—Ahora, señor Sefton, podemos movernos.
El pequeño río tenía una pequeña barra en su desembocadura, pero las dos bateas
que cargaban con el mortero y la munición se habían puesto flotando a su alrededor.
A lo largo de una milla había incluso un camino junto al agua, y avanzaban
rápidamente mientras arrastraban las bateas y la vegetación se cerraba en torno a
ellos. La sombra resultaba gratificante al entrar por primera vez en ella, pero les
pareció húmeda y sofocante cuando se adentraron algo más. Los mosquitos picaban
con infinita saña. Los hombres resbalaban y caían en los traicioneros bancos de lodo,
salpicando mucho. Por fin alcanzaron el primer tramo de bajíos, donde el río bullía y
caía por una pendiente larga entre las empinadas orillas, bajo la luz que se filtraba
entre los árboles.
Al menos ya habían recorrido más de una milla con un transporte marítimo hasta
allí. Hornblower estudió las bateas encalladas, la tierra y los árboles. Aquello era lo
que había estado tramando, valía la pena hacer el experimento antes de poner a los
hombres a hacer el enorme esfuerzo de cargar el mortero por pura fuerza bruta.
—Haremos un dique aquí, señor Sefton, por favor.
—Sí, milord. ¡Hacheros! ¡Lanceros! ¡Maceros!
Los hombres estaban todavía muy animados, así que los suboficiales de marina
tuvieron que hacer esfuerzos para frenar su euforia. Una fila de picas situada hacia
abajo, donde la tierra era lo bastante blanda para clavarlas, formaba el primer
armazón del dique. Los leñadores echaron abajo los árboles pequeños con un regocijo
infantil en la destrucción. Los palanqueros hicieron palanca para levantar tocones y
rocas. Una pequeña avalancha fue a parar al lecho del río. El agua hizo un remolino
con el golpe, ya había obstrucción suficiente para remansarlo. Hornblower vio subir
el nivel del agua ante sus ojos.
—¡Pongan más rocas aquí! —gritó Sefton.
—Vigile esas bateas, señor Sefton —dijo Hornblower. La engorrosa embarcación
estaba otra vez a flote.
Árboles caídos y rocas elevaron y reforzaron el dique. Salía agua por los
intersticios, pero no tanta como la que quedaba retenida.
—Lleven las bateas río arriba —ordenó Hornblower.
Cuatrocientas manos voluntariosas habían conseguido mucho. Había suficiente
agua embalsada como para hacer flotar las bateas dos terceras partes del camino hacia
los bajíos.
—Creo que hay que hacer otro dique, señor Sefton, por favor.
Ya habían aprendido mucho sobre la construcción de diques temporales. El lecho

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de la corriente quedaría obstruido en un abrir y cerrar de ojos, al parecer. El agua que
salpicaba hasta las rodillas llevaba las bateas mucho más arriba todavía. Se encallaron
momentáneamente, pero un tirón final las condujo hasta el último bajío a su alcance,
donde siguieron flotando fácilmente.
—Excelente, señor Sefton.
Habían ganado claramente un cuarto de milla antes de los siguientes bajíos.
Mientras se preparaban para trabajar en el siguiente dique, la clara detonación de
un disparo de mosquete llegó hasta ellos haciendo eco en al aire caliente, seguida por
una docena más. Tardaron unos minutos en conocer una explicación, aportada por un
mensajero sin aliento.
—El capitán Seymour informa, señor. Alguien de ahí arriba nos ha disparado,
señor. Lo he visto en los árboles, señores, pero se ha escapado.
—Muy bien.
Así que los piratas habían colocado un vigía corriente abajo. Ahora sabían que
una fuerza avanzaba contra ellos. Sólo el tiempo les indicaría cuál iba a ser el
siguiente paso. Mientras tanto las bateas estaban otra vez a flote y era el momento de
seguir adelante. El río se curvaba hacia delante y hacia atrás, lamiendo los pies de las
orillas verticales, y conservando, por un instante y de forma milagrosa, suficiente
profundidad para hacer flotar las bateas, a pesar de que a veces las arrastraba por
ligeros rápidos. Ahora empezaba a parecerle a Hornblower que llevaba días en
aquella tarea, en las cegadoras zonas de sol y los oscuros tramos de sombra, con el río
arremolinándose en torno a sus rodillas, y los pies resbalando por las rocas. Se sintió
tentado de sentarse en el siguiente dique y dejar que el sudor se deslizara por su piel.
Apenas lo había hecho cuando llegó otro mensajero de la guardia avanzada.
—El capitán Seymour informa, señor. Dice que los piratas se han replegado,
señor. Están en una cueva, señor, allá arriba, en el acantilado.
—¿A cuánta distancia de aquí?
—Oh, no muy lejos, señor.
Hornblower se dio cuenta de que no podría haber esperado una respuesta mejor.
—Nos estaban disparando, señor —añadió el mensajero.
Eso definía mejor la distancia, ya que no habían oído disparos desde hacía mucho
rato. La guarida de los piratas debía de estar más lejos de la distancia a la que podía
transmitirse el sonido.
—Muy bien, señor Sefton, siga, por favor. Voy para allá. Venga conmigo, Gerard.
Se puso a escalar gateando a lo largo de la orilla del río. A mano izquierda,
mientras avanzaba, iba notando que la orilla se hacía más pronunciada y elevada.
Ahora se trataba realmente de un precipicio. Otro tramo de rápidos en un recodo, y
luego se abría una vista diferente. Ahí estaba, tal y como lo recordaba, la pared
escarpada con la cascada que caía para unirse al río, a sus pies, y la larga veta
horizontal a mitad de camino del acantilado, la pradera abierta con unos pocos
árboles a la derecha, e incluso un pequeño grupo de mulas en el estrecho tramo de

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hierba entre el precipicio y el río. Soldados de infantería con sus casacas rojas se
encontraban alineados en la pradera, en un ancho semicírculo cuyo centro era la
cueva.
Hornblower olvidó su fatiga y sus sudores y avanzó precipitadamente a zancadas
hasta el lugar donde se veía a Seymour, de pie entre sus hombres, mirando hacia el
precipicio, con Spendlove a su lado. Se acercaron hasta él y le saludaron.
—Ahí están, milord —dijo Seymour—. Nos lanzaron algunos disparos cuando
llegamos.
—Gracias, capitán. ¿Qué le parece este sitio ahora, Spendlove, le gusta?
—Tanto como antes, milord, pero no más.
—El «Salto de Spendlove» —exclamó Hornblower. Iba avanzando a lo largo de
la orilla del río hacia la cueva, mirando hacia arriba.
—Tenga cuidado, milord —dijo Spendlove, con apremio.
Un momento después de hablar algo pasó silbando justo por encima de la cabeza
de Hornblower. Apareció una nubecilla de humo sobre el parapeto de la cueva, y
luego se oyó una detonación fuerte y sonora, haciendo eco en la pared del precipicio.
Entonces, menguadas por la distancia, aparecieron unas figuras como muñecos sobre
el parapeto, agitando los brazos con gesto desafiante, y los gritos que pronunciaban
llegaron débilmente a sus oídos.
—Alguien tiene un rifle ahí arriba, milord —dijo Seymour.
—¿De verdad? Entonces quizá sería mejor retirarnos fuera de su alcance, antes de
que pueda recargarlo.
El incidente no había impresionado demasiado a Hornblower hasta aquel
momento. De pronto, ahora se había dado cuenta de que la carrera casi legendaria del
gran lord Hornblower podría haber terminado allí, que su futuro biógrafo podría
haber deplorado la fatal casualidad que, después de tantas batallas campales, le llevó
a la muerte a manos de un oscuro criminal en un rincón desconocido de una isla de
las Indias Occidentales. Se volvió y se puso a caminar con los demás a su lado. Se dio
cuenta de que tenía el cuello rígido y los músculos tensos. Había pasado mucho
tiempo desde la última vez que su vida estuvo en peligro. Se esforzó en adoptar un
aire natural.
—Sefton estará listo en breve con el mortero —dijo, después de buscar su mente
unas palabras banales, y esperó que no sonara tan poco natural a los demás como le
sonaba a él mismo.
—Sí, milord.
—¿Dónde deberíamos situarlo? —Dio media vuelta y miró a su alrededor,
calculando distintos alcances con la vista—: Sería mejor que se situara fuera del
alcance de ese rifle.
El interés por lo que estaba haciendo borró inmediatamente el recuerdo del
peligro. Otra nubecilla de humo se desprendió del parapeto, y sonó el eco de otra
detonación.

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—¿Ha oído alguien esa bala? ¿No? Entonces podemos decir que aquí estamos
fuera del alcance del rifle.
—Si me permite, milord, ¿qué alcance puede esperar con un mortero? —preguntó
Spendlove.
—¡El enciclopédico Spendlove mostrando ignorancia! Setecientas yardas con una
carga de pólvora de una libra, y una trayectoria de quince segundos. Pero aquí
tenemos que hacer explotar el proyectil sesenta pies por encima del objetivo. Un buen
problema de balística.
Hornblower habló con perfecta indiferencia, seguro de que nadie sabía que a la
una en punto de aquella misma mañana había estudiado aquellas cifras en el manual.
—Esos árboles de ahí resultarán útiles cuando empecemos a mover el mortero. Y
el terreno es llano en un radio de veinte pies. Excelente.
—Ahí vienen, milord.
La vanguardia del cuerpo principal apareció por la esquina distante del precipicio,
a toda prisa, por la orilla del río. Al percatarse de la situación lanzaron un grito y
corrieron, saltando por el terreno accidentado. A Hornblower le recordaron a los
sabuesos que corren llenos de excitación al ver a sus presas acorraladas.
—¡Silencio ahí! —gritó—. Usted, guardiamarina, ¿no puede mantener
controlados a sus hombres? Dígame sus nombres para castigarlos, y mencionaré el
suyo al señor Sefton.
Avergonzados, los cuatro marineros formaron en silencio. Entonces llegaron las
bateas, como oscuras mensajeras del destino a lo largo del silencioso pozo,
remolcadas por partidas de hombres que se arrastraban por la orilla.
—¿Órdenes, milord? —preguntó Sefton.
Hornblower miró a su alrededor, examinando el terreno, antes de darlas. El sol
había pasado ya su cenit cuando los hombres impacientes subieron a los árboles para
colocar las poleas. Al poco, el mortero se encontraba colgando de una robusta rama
mientras subían el soporte y lo colocaban en una superficie lisa, y el artillero
trasteaba encima con un nivel para asegurarse de que estaba horizontal. Entonces, con
un violento esfuerzo manual, subieron el mortero y lo acabaron por colocar
finalmente en su sitio, y el artillero introdujo las clavijas a través de los cáncamos.
—¿Abro fuego, milord? —preguntó Sefton.
Hornblower miró hacia la lejana grieta en la pared del precipicio, al otro lado del
río. Los piratas les estarían vigilando. ¿Habrían reconocido aquel objeto rechoncho,
de tamaño poco considerable, de forma ambigua, que significaba la muerte para
ellos? A lo mejor no sabían muy bien de qué se trataba, probablemente se
encontraban asomados en el parapeto intentando descubrir qué era lo que había
ocupado la atención de tan considerable cantidad de hombres.
—¿Cuál es la elevación, artillero?
—Sesenta grados, señor… milord.
—Haga un disparo con una mecha de quince segundos de duración.

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El artillero realizó cuidadosamente el proceso de cargar, medir la carga de pólvora
y colocarla en la cámara, limpiando el fogón con la estiba y llenándolo a continuación
con pólvora de grano fino del cuerno. Cogió el punzón y lo introdujo con cuidado en
la boquilla de madera de la mecha, en un punto escogido (se trataba de modernísimas
mechas graduadas con líneas de tinta para marcar el tiempo de quemado), y lo
atornilló al proyectil. Introdujo el proyectil hasta el taco.
—Botafuegos —dijo.
Alguien había golpeado un pedernal con el acero para conseguir una chispa.
Traspasó la brasa a un segundo botafuego, que entregó al artillero. El artillero,
inclinándose, comprobó hacia dónde apuntaba el arma.
—¡La mecha! —gritó. Su ayudante acercó el botafuego, y la mecha chisporroteó.
Entonces el artillero colocó el fósforo encendido junto al oído del cañón. Un
estruendo y una nube de humo de pólvora.
De pie, alejado del mortero, Hornblower miraba ya hacia el cielo para ver el
vuelo del proyectil. No se veía nada en aquel azul tan claro… no, un momento, allí,
por donde seguía su trayectoria, se distinguió una rayita negra, invisible enseguida de
nuevo. Una espera más, la idea inevitable de que la mecha había fallado, y entonces
sonó una explosión lejana y una nube de humo abajo, en la parte inferior del
precipicio, y un poco a la derecha de la cueva. Los marineros que vigilaban lanzaron
un gruñido.
—¡Silencio! —les gritó Sefton.
—Vuélvalo a intentar, artillero —dijo Hornblower.
Apuntaron el mortero desviándolo un poquito en su soporte. Limpiaron el ánima
y una vez colocada la carga, el artillero tomó una medida de su bolsillo y la llenó de
pólvora para cargarlo. Volvió a perforar la mecha, introdujo el proyectil en el ánima,
dio la orden final y disparó. Un momento de espera, y a continuación una enorme
nube de humo apareció en el aire, al parecer justo donde se encontraba la grieta del
precipicio. Los desdichados que se encontraban allí veían su destino acercarse a ellos.
—Una mecha más corta —dijo Hornblower.
—Supongo que querrá decir de corto alcance, milord —dijo el artillero.
Con el siguiente disparo se formó una nube de polvo y cayó una pequeña
avalancha desde la pared del precipicio en la parte superior de la grieta, y después
enseguida el estallido del proyectil en el suelo, en la orilla cercana del río, donde
había caído.
—Mejor —dijo Hornblower. Había visto los principios de funcionamiento del
mortero, uno grande de trece pulgadas, en el asedio de Riga, hacía casi veinte años.
Dos disparos más, ambos desperdiciados. Los proyectiles explotaron en lo alto de
su trayectoria, arriba, muy arriba. Al aparecer esas mechas modernas no eran
demasiado fiables. Brotaron surtidores momentáneos de la superficie del agua, al
lloverle fragmentos encima. Pero los piratas debían de ser completamente conscientes
de lo que significaba aquel mortero.

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—Deme ese catalejo, Gerard.
Enfocó el instrumento hacia la grieta de la pared del precipicio. Ahora podía
observar cada detalle, el parapeto de piedra rugosa, la cascada en un extremo, pero no
veía ni rastro de la guarnición. Debían de encontrarse en la parte trasera de la cueva o
agazapados detrás del parapeto.
—Dispare otro tiro.
Quince segundos eternos después de la detonación. Y entonces vio fragmentos
volando desde debajo del saliente.
—Buen disparo —gritó, mirando todavía. El proyectil debió de caer dentro de la
cueva. Pero mientras pronunciaba aquellas palabras, una figura oscura apareció en el
parapeto, balanceando los brazos juntos. Vio el pequeño disco negro del proyectil
contra el fondo de roca curvado, hacia abajo, y a continuación una nube de humo.
Alguien había agarrado el proyectil caliente con las dos manos y lo había arrojado
por encima del parapeto justo a tiempo. Un acto desesperado.
—Arme otro proyectil ahí con una mecha de un segundo menos y habrá acabado
todo —dijo, y entonces—: Espere.
Aquellas personas indefensas seguramente debían rendirse y no dejarse matar.
¿Qué podía hacer para persuadirles? Lo sabía perfectamente.
—¿Les enviamos una bandera blanca, milord? —preguntó Spendlove, poniendo
en voz alta sus propios pensamientos.
—Eso mismo estaba pensando —dijo Hornblower.
Sería una misión peligrosa. Si los piratas estaban decididos a no rendirse, no
respetarían una bandera de tregua, y dispararían a su portador. Había una veintena de
mosquetes y al menos un rifle ahí arriba. Hornblower no quería enviar a nadie ni
pedir un voluntario.
—Lo haré yo, milord —dijo Spendlove—. Ellos me conocen.
Ése era el precio que tenía que pagar, pensó Hornblower, por su posición elevada,
por ser almirante. Tenía que enviar a sus amigos a la muerte. Aunque por otra parte…
—Muy bien —dijo Hornblower.
—Usted, marinero, deme su camisa y su pica —dijo Spendlove.
Con una camisa blanca atada por las mangas a una pica consiguió una bandera
blanca decente.
Mientras Spendlove avanzaba a través del cordón de soldados de infantería con
casaca roja, Hornblower se sintió tentado a llamarlo para que volviera. Sólo les
podían ofrecer la rendición incondicional, después de todo. Llegó a abrir la boca,
pero la volvió a cerrar sin decir las palabras que tenía en mente. Spendlove siguió
caminando hacia la orilla del río, deteniéndose cada pocos segundos para agitar la
bandera. Hornblower no podía distinguir nada en la cueva a través del catalejo.
Entonces vio un destello de metal, y una fila de cabezas y hombros sobre el parapeto.
Una docena de mosquetes apuntaba a Spendlove. Pero Spendlove también los vio y
se detuvo, agitando la bandera.

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Pasaron largos segundos de tensión, y entonces Spendlove se dio la vuelta y
volvió sobre sus pasos. Al hacerlo, una nube de humo se levantó del parapeto: el
fusilero había disparado tan pronto como había visto que no había ninguna
posibilidad de atraer a Spendlove hasta tenerlo a tiro de mosquete. Spendlove volvió
caminando, arrastrando la pica y la camisa.
—Han fallado, milord —dijo.
—Gracias a Dios —dijo Hornblower—. Artillero, haga fuego.
El viento había variado un poco, o quizá la pólvora no era la adecuada. El
proyectil explotó en el aire justo debajo del nivel de la cueva, de manera que la
mecha funcionó, pero a una distancia considerable del precipicio.
—Fuego otra vez —dijo Hornblower.
Otra vez lo mismo. Una nube de humo, un surtidor de fragmentos, justo en la
cueva. Resultaba horrible pensar lo que estaba ocurriendo allí.
—Dispare otra vez.
Otro estallido justo en la cueva.
—Fuego… ¡no, espere!
Aparecían figuras humanas en el parapeto. Había algunos supervivientes,
entonces, de los dos bombardeos. Dos figuras, como pequeños muñecos en el campo
de mira del catalejo, parecían suspendidas en el aire al saltar. El catalejo las siguió
hasta abajo. Una cayó en el agua, y levantó un surtidor. La otra cayó en la orilla
rocosa, y quedó rota y horrible. Volvió a levantar el catalejo. Lanzaron la escalera
desde el parapeto. Había una figura (otra) bajando. Hornblower cerró el catalejo de
golpe.
—¡Capitán Seymour! Envíe un grupo para recoger a los prisioneros.
No quería ver los horrores de la cueva, los muertos mutilados y los heridos
gritando. Se los representó mentalmente cuando Seymour informó de lo que había
encontrado cuando subió la escalera.
Todo había terminado. Podrían vendar a los heridos y llevarlos en camilla a la
playa, a la muerte que les esperaba, y los ilesos irían junto a ellos, con las muñecas
esposadas. Enviarían un mensajero al gobernador para decirle que la horda de piratas
había sido eliminada, de manera que las patrullas podrían volver y la milicia podría
regresar a casa. No tenía que poner los ojos en los desdichados a los que había
vencido. La excitación de la caza había terminado. Se había impuesto cumplir una
tarea, solucionar un problema, como si se pusiera a calcular una longitud tras la
observación de la luna, y había logrado el éxito. Pero la medida de su éxito debía
expresarse en ahorcamientos, en muertos y heridos, en aquella figura destrozada y
con la espalda rota en las rocas, y se había encargado de la tarea simplemente por una
cuestión de orgullo, para reestablecer su autoestima después de la indignidad de ser
secuestrado. No resultaba consolador decirse, como estaba haciendo, que lo que él
había hecho lo habrían hecho sino otros, con un elevado coste en desgracias y
aportaciones económicas. Se despreciaba a sí mismo por su moral acomodaticia.

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Había pocas ocasiones en las que Hornblower hiciera lo que era correcto a ojos de
Hornblower.
A pesar de todo, se derivaba un cínico placer de su elevado rango, el de poder
dejarlo todo después de dar cortantes órdenes a Sefton y Seymour para que llevaran
el grupo de tierra otra vez a la orilla con el menor retraso posible y la menor
exposición al aire nocturno, volver a bordo y cenar tranquilamente, aunque eso
significase la compañía más bien aburrida de Fell, y dormir en una cómoda cama. Le
resultó agradable comprobar que Fell ya había cenado, así que podía hacerlo
solamente en compañía de su teniente de bandera y su secretario. Sin embargo, le
esperaba otra curiosa sorpresa que descubriría por casualidad, como consecuencia de
lo que intentaba ser una buena acción.
—Tengo que añadir una línea más a los comentarios que voy a hacer a sus
señorías sobre usted, Spendlove —le dijo—. Fue un acto muy valiente el de ir a llevar
la bandera blanca.
—Gracias, milord —dijo Spendlove, que miró entonces el mantel de la mesa y
tamborileó con los dedos antes de continuar, con los ojos aún bajos y un nerviosismo
inusual—. Quizá vuestra señoría no sea reacio a decir también algo en mi favor, en
otra dirección…
—Por supuesto que lo haría —contestó Hornblower con toda la inocencia—.
¿Dónde?
—Gracias, milord. Precisamente en ello pensaba al hacer lo poco que hice, y que
tan amablemente ha aprobado. Le estaría profundamente agradecido a vuestra señoría
si se tomara la molestia de hablar bien de mí a la señorita Lucy.
¡Lucy! Hornblower se había olvidado de aquella chica. Apenas consiguió
esconder su sorpresa, que resultó muy aparente a Spendlove cuando éste levantó la
vista del mantel.
—Bromeamos sobre lo de un matrimonio afortunado, milord —continuó
Spendlove. El cuidado con el que elegía sus palabras demostraba lo fuertes que eran
sus sentimientos—. No me importaría aunque la señorita Lucy no tuviera un penique.
Milord, mi afecto está profundamente comprometido.
—Es una joven encantadora —dijo Hornblower, tratando de ganar tiempo
desesperadamente.
—Milord, yo la amo —estalló Spendlove, olvidando toda compostura—. La amo
de verdad. En el baile traté de interesarla, pero fracasé.
—Lo siento —dijo Hornblower.
—No he podido dejar de percatarme de la admiración que ella siente por usted,
milord. Habló repetidamente de vuestra señoría. Me di cuenta entonces de que una
palabra de usted tendría más peso que un largo discurso mío. Si usted dijera esa
palabra, milord…
—Estoy seguro de que ha sobreestimado mi influencia —protestó Hornblower,
eligiendo sus palabras tan cuidadosamente como Spendlove pero, esperaba, de una

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forma menos obvia—. Pero, por supuesto, haré todo lo que pueda.
—No es necesario que le reitere mi gratitud, milord —dijo Spendlove.
Esta criatura suplicante, este pobre muchacho perdidamente enamorado era el
Spendlove que se había arriesgado a dar un salto en la oscuridad por un precipicio de
sesenta pies. Hornblower recordó los labios de Lucy en sus manos, recordó cómo le
había seguido arrodillada por el suelo. Cuanto menos tuviera que ver con todo
aquello, mejor, decidió. Pero la pasión de una muchacha apenas salida de la escuela
por un hombre maduro sería probablemente fugaz, pasajera, y el recuerdo de su
dignidad perdida sería luego tan doloroso para ella como para él. Tendría necesidad
de reafirmarse, de mostrarle que él no era el único hombre en el mundo… ¿y de qué
otro modo más sencillo podría demostrar eso que casándose con otro? Para usar una
frase vulgar, resultaba bastante probable que ella se casara con Spendlove por
despecho.
—Si los buenos deseos pueden ayudar —le dijo—, usted tiene todos los míos,
Spendlove.
Incluso un almirante tenía que elegir sus palabras con cuidado. Dos días más
tarde anunciaba su marcha inmediata al gobernador.
—Voy a llevar a mi escuadrón al mar esta mañana, excelencia —dijo.
—¿No va a quedarse para los ahorcamientos? —preguntó Hooper sorprendido.
—Me temo que no —contestó Hornblower, y añadió una explicación innecesaria
—: Los ahorcamientos no van muy de acuerdo conmigo, excelencia.
No era tan sólo una explicación innecesaria, era una explicación tonta, como supo
tan pronto como vio el claro asombro en el rostro de Hooper. No estaba más
sorprendido al oír que los ahorcamientos no estaban muy de acuerdo con Hornblower
de lo que lo habría estado si hubiera sabido que Hornblower no estaba de acuerdo con
los ahorcamientos… y ésa era, poco más o menos, la verdad.

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CAPÍTULO 4

LOS CAÑONES DE CARABOBO

Aquella nave era exactamente como un buque de guerra británico; cosa


natural, quizás, ya que lo había sido durante la mayor parte de su vida, hasta
que la vendieron. Ahora, mientras entraba en el puerto, podía pasar sin problemas por
un bergantín de guerra, si no fuera porque llevaba izado el pendón del Escuadrón
Real, en lugar del gallardete de comisión de costumbre. Hornblower bajó el catalejo
por el que había estado mirando, curiosamente, el progreso de la nave hacia el puerto
de Kingston, y volvió a pensar en la carta de Bárbara, que tenía dos meses de
antigüedad, pero que le había llegado hacía sólo quince días.
El más querido de mis esposos (escribía Bárbara. A veces no usaba demasiado
bien los comparativos; esa expresión significaba, estrictamente, que tenía al menos
tres maridos, aunque era a Hornblower al que más quería de los tres).
Recibirás en breve una visita, la del señor Charles Ramsbottom, un millonario
que ha comprado un viejo buque de la Armada para usarlo como yate, y al que ha
puesto el nombre de Bride of Abydos, y en el cual se propone visitar las Indias
Occidentales. Acaba de ser presentado en sociedad, después de haber heredado la
fortuna de su padre… ¡suministros de lana de Bradford y ropas para el ejército! A
pesar de tan oscuro origen, sin embargo, ha conseguido entrar en la alta sociedad,
quizá porque es muy joven, es encantador, soltero y bastante excéntrico, y, como ya
te he dicho, millonario. Le he tratado bastante últimamente, siempre en casas muy
respetables, y te lo recomiendo muchísimo, querido, aunque no sea por otra razón que
porque se ha ganado una pequeña porción de mi corazón mediante una deliciosa
mezcla de deferencia e interés, que habría encontrado irresistible de no estar casada
con el hombre más irresistible del mundo. En realidad, el joven se ha ganado muy
buenas opiniones en sociedad, tanto entre el gobierno como entre la oposición, y se
podría convertir en alguien importante en política, si decide dedicarse a ella… No
tengo duda de que te llevará cartas de recomendación de personajes muchísimo más
influyentes que tu amante esposa…
Hornblower leyó la carta hasta el final, aunque no contenía más referencias al
señor Charles Ramsbottom, pero volvió de nuevo al párrafo inicial. Era la primera
vez que veía escrita aquella palabra nueva,
«millonario», y nada menos que dos veces. Le disgustó al momento. Resultaba
inconcebible que un hombre tuviese un millón de libras, y presumiblemente, no en
fincas, sino en fábricas, acciones y valores, a lo mejor con una participación enorme

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en valores consolidados y también una abultada cuenta bancaria. La existencia de
millonarios, dentro de la sociedad o fuera de ella, era algo tan desagradable como la
propia palabra que ahora acababa de aparecer. Y aquél había sido encantador con
Bárbara… No estaba seguro de que eso representase una verdadera recomendación.
Levantó de nuevo el catalejo y observó el bergantín mientras éste largaba el ancla. La
rapidez con la que aferraban las velas mostraba que llevaba una nutrida tripulación.
Hornblower, como comandante en jefe de escuadrón y responsable ante los cicateros
lores del Almirantazgo de cada penique que gastase, sabía muy bien lo que cuesta ese
tipo de cosas. Aquel señor Ramsbottom, para disfrutar de su juguetito naval, estaba
gastando un dinero que podría alimentar a mil familias con pan, cerveza y tocino.
El bergantín se puso al pairo y ancló de manera muy pulida, verdaderamente; si
hubiera sido un buque a su mando, habría gruñido, satisfecho. Tal y como estaban las
cosas, gruñó con una mezcla de envidia y desdén y se volvió para esperar la
inevitable visita a su reclusión de la Casa del Almirantazgo.
Cuando ésta llegó, observó la tarjeta, la manoseó y encontró una magra
satisfacción al pensar que al fin se había encontrado con un nombre más ridículo que
el suyo propio. Pero el propietario del nombre, que ya llegaba ante él, le causó mejor
impresión. Tenía veintipocos años, era menudo y delgado y (debía reconocerlo)
extraordinariamente guapo, con el pelo y los ojos muy negros y unas facciones que
sólo se podían describir como «cinceladas», muy bronceadas después de pasar
semanas en el mar. No se parecía en nada a lo que se podía esperar de un fabricante
de lana de Bradford, y además, su casaca de un verde oscuro y sus pantalones
blancos, muy formales, demostraban bastante buen gusto.
—Mi mujer me escribió hablándome de usted, señor Ramsbottom —dijo
Hornblower.
—Ha sido muy amable por parte de lady Hornblower. Pero, claro está, ella es la
amabilidad personificada. ¿Me permite que le entregue mis cartas de presentación de
lord Liverpool y del obispo Wilberforce, milord?
Bárbara tenía toda la razón, pues, al predecir que Ramsbottom se ganaría el favor
de ambos bandos políticos: llevaba cartas del propio primer ministro en persona y de
un importante miembro de la oposición. Hornblower les echó un vistazo y captó la
cordialidad que escondían entre líneas, a pesar de su tono formal.
—Excelente, señor Ramsbottom —concluyó Hornblower. Trató de adoptar el
tono que presumía que adoptaría un hombre que acaba de leer una carta de
presentación del primer ministro—. ¿Puedo serle útil de alguna forma, entonces?
—Creo que ahora mismo no, milord. Debo repostar agua y víveres, naturalmente,
pero mi sobrecargo es un hombre muy capacitado. Pienso continuar mi viaje a través
de estas islas encantadoras.
—Ah, claro —dijo Hornblower, con dulzura. No podía imaginar por qué alguien,
voluntariamente, podría pasar un solo momento en aquellas aguas infestadas de
piratas, ni por qué a alguien le podía apetecer visitar países donde la fiebre amarilla y

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la malaria eran endémicas, y donde las guerras civiles, revoluciones y masacres se
cobraban un peaje aún más sangriento si cabe.
—¿Le resulta confortable la Bride of Abydos? —preguntó Hornblower.
Esos bergantines de dieciocho cañones de la Armada eran unas embarcaciones
bastante desagradables, atestadas y estrafalarias.
—Sí, bastante cómoda, milord, gracias —contestó Ramsbottom—. La he
aligerado cambiando el armamento; ahora lleva solamente doce cañones, los dos de
seis y diez carronadas de veinticuatro libras, en lugar de los de treinta y dos.
—Pero aun así, puede vérselas con los piratas, ¿verdad?
—Ah, sí, por supuesto, milord. Y con la reducción de peso en cubierta (sus
buenas diez toneladas) y unas modificaciones en las velas la he convertido en una
nave mucho más marinera, o al menos eso creo y espero.
—Estoy seguro de que será así, señor Ramsbottom —accedió Hornblower.
Era bastante probable. Los buques de guerra estaban demasiado llenos de cañones
y suministros bélicos, hasta el límite de la estabilidad y la resistencia humanas, de
modo que una moderada reducción del peso podía procurar unos resultados muy
importantes en cuanto a comodidad y manejabilidad.
—Me produciría el mayor placer —continuó el señor Ramsbottom— si pudiera
convencer a vuestra señoría de que me visite a bordo. Sería un verdadero honor, y
gratificaría muchísimo a mi tripulación. ¿Podría persuadir incluso a vuestra señoría
para que cenase conmigo?
—Podemos discutirlo después de que cene usted conmigo, señor Ramsbottom —
replicó Hornblower, recordando sus modales y su obligación de invitar a cenar a
cualquier persona que llevase una presentación adecuada.
—Es usted muy amable, milord —dijo Ramsbottom—. Por supuesto, debo
presentar mis cartas a su excelencia en la primera oportunidad que tenga.
La sonrisa de Ramsbottom, al decir esto, estaba llena de encanto, de comprensión
y de tolerancia hacia las normas de la etiqueta social. Todos los visitantes de Jamaica
normalmente estaban obligados a presentar sus respetos al gobernador en primer
lugar, pero Ramsbottom no era un visitante corriente; como capitán de un buque, su
primera visita debía realizarla a las autoridades navales, a Hornblower, de hecho. Un
punto trivial, tal como indicaba su sonrisa, pero, debiendo respetar la etiqueta, había
que dedicar una atención estricta a los puntos triviales.
Cuando Ramsbottom se despidió, había causado muy buena impresión al remiso
Hornblower. Había hablado con gran inteligencia sobre barcos y mares, tenía unos
modales agradables y naturales, y no se parecía en absoluto a lord Byron, quien
probablemente era el principal responsable de la moda de los viajes en barco entre los
ricos. Hornblower incluso estaba dispuesto a perdonarle que se hubiera «ganado una
pequeña porción» del corazón de Bárbara. Y en el curso de la estancia del joven en
Jamaica, que duró varios días, Hornblower llegó a apreciarlo de verdad,
especialmente después de perder dos libras contra él en una reñida partida de whist, y

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luego haberle ganado diez libras en la revancha, en otra partida, cuando Ramsbottom
tuvo, según él mismo confesó, una racha de mala suerte. La sociedad de Jamaica dio
a Ramsbottom una cálida bienvenida; hasta el gobernador le miraba
aprobadoramente, y la esposa del gobernador, lady Hooper, no cesaba en sus
alabanzas de los excelentes modales y el carácter amable del joven.
—No habría esperado tal cosa del hijo de un fabricante de Bradford —decía
Hooper, a regañadientes.
—¿Va a cenar a bordo del Bride of Abydos, señor? —preguntó Hornblower.
—Sí, voy allí a cenar —respondió Hooper, a quien le gustaba mucho comer—,
pero viendo que sólo se trata de un yate, tengo pocas esperanzas en cuanto a la
comida.
Hornblower llegó temprano a bordo, siguiendo la sugerencia de Ramsbottom,
para así tener tiempo de inspeccionar el buque. Fue recibido según los usos de la
Armada, con la guardia a ambos lados y un largo pitido de los silbatos de los
contramaestres, mientras subía a bordo. Miró con gran atención a su alrededor,
estrechando la mano de Ramsbottom. No hubiera dicho nunca que no se hallase en un
buque de su majestad, al repasar la resplandeciente cubierta, los cabos enroscados en
perfecta armonía, la brillante panoplia de picas y machetes contra el mamparo, el
latón resplandeciente a la luz del sol, y la tripulación disciplinada y ordenada con sus
suéteres azules y sus pantalones blancos.
—¿Me permite que le presente a mis oficiales, milord? —preguntó Ramsbottom.
Eran dos tenientes a media paga, hombres encallecidos. Mientras Hornblower les
estrechaba la mano, se dijo que si no hubiera sido por media docena de golpes de
buena suerte, él mismo podía ser todavía teniente, quizá trampeando a media paga,
sirviendo en el yate de un hombre rico. Mientras Ramsbottom le conducía a proa,
reconoció a uno de los hombres que estaban firmes junto a un cañón.
—Usted estaba conmigo en el Renown, allá por 1800 —le dijo.
—Sí, señor, milord, allí estuve, señor —el hombre sonrió complacido y algo
incómodo, estrechando con timidez la mano tendida de Hornblower—. Y Charlie
Kemp, ahí, milord, también estuvo con usted en el Báltico. Y Bill Cummings, arriba,
en el castillo de proa, era vigía de trinquete en la Lydia y dio la vuelta al cabo de
Hornos con usted, milord.
—Me alegro mucho de verles a todos de nuevo —dijo Hornblower. Y era verdad,
pero también se alegraba mucho de no haberse visto en la necesidad de tener que
recordar los nombres. Siguió adelante.
—Al parecer, tiene usted una tripulación procedente de la Armada, señor
Ramsbottom —observó.
—Sí, milord. Casi todos son hombres de buques de guerra.
En aquellos años de paz y crisis, resultaba bastante fácil reclutar una tripulación,
pensó Hornblower. Se podía considerar que Ramsbottom estaba llevando a cabo un
servicio público al proporcionar empleo fácil a aquellos hombres, que tan bien habían

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servido a su país. Escuchando las órdenes, mientras la tripulación volvía a sus
puestos, Hornblower no pudo evitar una sonrisa. Era una moda bastante inofensiva, le
pareció, que Ramsbottom tuviera el capricho de jugar a mandar un buque de guerra.
—Tiene usted un buque muy eficiente y una tripulación muy bien preparada,
señor Ramsbottom —dijo.
—Es un placer oír decir eso a vuestra señoría.
—¿Usted no había estado nunca en el ejército?
—No, milord.
Todavía resultaba sorprendente, en cierto modo, el hecho de encontrar en 1821
hombres adultos, incluso cabezas de familia, que sin embargo eran demasiado
jóvenes para haber servido en las guerras que devastaron el mundo durante una
generación entera. Hornblower se sintió como si tuviese cien años.
—Aquí vienen los demás invitados, milord, si me perdona.
Dos terratenientes (Hough y Doggart) y luego el presidente del Tribunal de la isla.
Así que con la llegada del gobernador, la cena sería para seis personas, tres oficiales y
tres civiles. Se reunieron todos bajo el toldo que, tendido a lo largo del botalón
principal, daba sombra al alcázar, y contemplaron el recibimiento de su excelencia.
—¿Cree que la cena se atendrá a toda la ceremonia? —preguntó Doggart.
—El sobrecargo de Ramsbottom compró dos toneladas de hielo ayer —dijo
Hough.
—A seis peniques la libra, eso promete —comentó Doggart.
Jamaica era el centro de un pequeño comercio de hielo, traído desde Nueva
Inglaterra en rápidas goletas. Cortado y almacenado en lugares bien protegidos
durante el invierno, se llevaba a toda prisa al Caribe aislado con un embalaje de
serrín. En pleno verano, alcanzaba unos precios exorbitados. Hornblower estaba muy
interesado. Todavía le interesaba más, sin embargo, la vista de un marinero que
estaba abajo en el combés, dando vueltas sin parar a una manivela. No parecía un
trabajo muy duro, aunque no admitía tregua. No se le ocurría por nada del mundo qué
función podía jugar aquella manivela en la vida del barco. Los invitados hicieron las
reverencias de rigor a su excelencia, y ante su sugerencia, se sentaron en unas
cómodas sillas. Apareció de inmediato un mayordomo con unas copas de jerez.
—¡Excelente, a fe mía! —exclamó el gobernador, después de probar un sorbo con
cautela—. No es uno de esos olorosos malos, uno de esos pegajosos jereces oscuros y
dulzones…
En virtud de la sangre real que corría por sus venas, así como de su posición, el
gobernador podía hacer comentarios que hubiesen resultado algo rudos en otras
personas. Pero el jerez era realmente delicioso: pálido, seco, de un sabor y un bouquet
delicadísimos, frío, pero no helado. Un nuevo sonido atrajo la atención de
Hornblower, y éste se volvió y miró hacia delante. A los pies del palo mayor había
aparecido una pequeña orquesta con varios instrumentos de cuerda, cuyos nombres
nunca se había molestado en aprender, excepto el violín. Si no hubiera sido por la

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intrusión de aquella horrible música, hubiese resultado delicioso estar allí sentado,
debajo del toldo, en la cubierta de un buque bien aprovisionado, con la brisa del mar
empezando a soplar y bebiendo aquel jerez excelente. El gobernador hizo un pequeño
gesto que le procuró al momento una nueva copa.
—¡Ah! —exclamó el gobernador—. Tiene usted una magnífica orquesta, señor
Ramsbottom.
Era bien sabido que la familia real había heredado el gusto por la música.
—Debo darle las gracias a su excelencia —dijo Ramsbottom, y volvieron a
llenarse las copas de nuevo, y luego el anfitrión se volvió y murmuró unas palabras al
mayordomo—. Excelencia, milord, caballeros, la cena está servida.
Bajaron en fila hacia el tambucho. Aparentemente, en la popa del buque se habían
eliminado todos los mamparos para dejar espacio a un camarote amplio, aunque de
bajo techo. Las carronadas de cada lado daban una discordante nota bélica a aquella
escena llena de lujo, porque había flores por todas partes y en el centro estaba puesta
la mesa, cubierta por un mantel de lino blanquísimo. En las escotillas, unos
cortavientos ayudaban a detener los vientos alisios e impedir que entrasen en el
camarote, que, bajo la doble sombra del toldo y de la cubierta, estaba agradablemente
fresco, pero los ojos de Hornblower captaron al momento un par de objetos extraños,
como ruedecillas, introducidas en dos escotillas y que giraban sin parar. Entonces
supo por qué el marinero estaba dando vueltas a aquella manivela en el combés.
Hacía girar aquellas dos ruedas, que por algún ingenioso mecanismo impulsaban
corrientes de aire del exterior al interior del camarote actuando como unas aspas de
molino, pero en el sentido opuesto.
Sentados a la mesa, siguiendo la cortés indicación de su anfitrión, los invitados
esperaban que les sirvieran la cena. Hizo su aparición el primer plato: dos grandes
bandejas, colocadas en unas bandejas todavía mayores, llenas de hielo picado. Las
bandejas interiores contenían una sustancia oscura y granulosa.
—¡Caviar! —exclamó su excelencia, sirviéndose generosamente después de
lanzar una primera y asombrada mirada.
—Espero que sea de su agrado, señor —dijo Ramsbottom—. Y le aconsejo que lo
acompañe con un poco de vodka. Así es como se sirve en la mesa imperial rusa.
La conversación referente al caviar y al vodka ocupó la atención de todos durante
el primer plato. La última vez que Hornblower había probado aquella combinación
fue durante la defensa de Riga, en 1812; la experiencia le permitió añadir algún
comentario a la conversación. Hizo su aparición el siguiente plato.
—Caballeros, ya estarán acostumbrados a este plato —dijo Ramsbottom—, pero
no tengo que disculparme por ello. Creo que es una de las mayores exquisiteces de
las islas.
Era pez volador.
—Ciertamente, no tiene por qué disculparse cuando se sirve así —comentó su
excelencia—. Su chef de cuisine debe de ser un hombre de gran talento.

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La salsa que acompañaba el plato tenía un toque de mostaza.
—¿Vino blanco o champán, milord? —murmuró una voz al oído de Hornblower.
Hornblower ya había oído al gobernador responder a la misma pregunta diciendo:
«probaré primero el vino». El champán era seco y de una delicadeza traicionera, y un
compañero ideal para aquella comida. Los grandes sibaritas de la antigüedad, Nerón,
Vitelo o Lúculo, nunca habían llegado a saber lo que era acompañar el pez volador de
champán.
—Pronto vivirá usted en unas condiciones muy distintas de éstas, Hornblower —
dijo su excelencia.
—No lo dudo, señor.
Ramsbottom, entre ellos, les dirigió una cortés e inquisitiva mirada.
—¿Su señoría se va a hacer a la mar?
—La semana que viene —replicó Hornblower—. Voy a llevar mi escuadrón a alta
mar para realizar unos ejercicios, antes de que llegue la estación de los huracanes.
—Por supuesto, eso es muy necesario para mantener el nivel de eficiencia —
estuvo de acuerdo Ramsbottom—. ¿Y durarán mucho esos ejercicios?
—Un par de semanas o más —dijo Hornblower—. Tengo que hacer que todos los
hombres se acostumbren al trabajo duro, el cerdo salado y el agua de barril.
—Y usted mismo también —soltó una risita el gobernador.
—Yo mismo también —aceptó Hornblower, pesaroso.
—¿Y se llevará todo el escuadrón completo, milord? —preguntó Ramsbottom.
—Todos los que pueda. Les haré trabajar duro, y no haré excepciones.
—Una buena norma, diría yo —comentó Ramsbottom.
El plato que vino a continuación del pez volador era una sopa india con curry,
adaptada a los paladares de las Indias Occidentales.
—¡Muy buena! —fue el breve comentario del gobernador, después de probar la
primera cucharada.
El champán volvió a correr, y la conversación se fue haciendo más vivaz cada
vez. Ramsbottom, hábilmente, la fue avivando también.
—¿Qué noticias tenemos de tierra adentro, señor? —le preguntó al gobernador—.
Ese hombre, Bolívar… ¿está haciendo algún progreso?
—Está luchando —respondió el gobernador—. Pero España se apresura a mandar
refuerzos, mientras lo permitan sus propios problemas. El gobierno de Caracas espera
su llegada dentro de poco, creo. Entonces podrán conquistar las llanuras y expulsarle
de nuevo. ¿Sabe que estuvo refugiado aquí, en esta misma isla, hace unos años?
—¿Ah, sí, señor?
Todos los invitados se mostraron muy interesados en la desesperada guerra civil
que se estaba luchando tierra adentro. Masacres y crímenes, heroísmo ciego y
sacrificio ferviente, lealtad al rey y sed de independencia… todo eso se podía
encontrar en Venezuela. La guerra y la pestilencia estaban devastando las fértiles
llanuras y despoblando las grandes ciudades.

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—¿Y cómo resistirán los españoles, ahora que Maracaibo se ha sublevado,
Hornblower? —preguntó el gobernador.
—No se trata de ninguna pérdida grave, señor. Mientras puedan seguir usando La
Guaira, su comunicación con el mar sigue abierta… las carreteras son tan malas que
Caracas siempre había usado La Guaira para mantener el contacto con el mundo
exterior; sólo se trata de un fondeadero abierto, pero proporciona buen anclaje.
—¿Es que se ha sublevado Maracaibo, excelencia? —preguntó Ramsbottom,
gentilmente.
—Han llegado esta mañana las noticias. Bolívar podrá ponerse una medalla,
después de sus recientes derrotas. Su ejército empezaba a desanimarse.
—¿Su ejército, señor? —el que hablaba era el presidente del Tribunal—. La mitad
de esos hombres son de la infantería británica.
Hornblower sabía que aquello era verdad. Los veteranos británicos formaban la
espina dorsal del ejército de Bolívar. Los llaneros (hombres de las llanuras de
Venezuela) le proporcionaban una brillante caballería, pero no tenían el material
humano necesario para una conquista permanente.
—Hasta la infantería británica se puede desanimar, si la causa es desesperada —
dijo el gobernador, con solemnidad—. Los españoles controlan la mayor parte de la
costa… pregúntele al almirante, aquí.
—Es cierto —aseveró Hornblower—. Se lo han puesto duro a los corsarios de
Bolívar.
—Espero que no se aventure usted en medio de toda esa agitación, señor
Ramsbottom —dijo el gobernador.
—Si lo hace, le despacharán a usted en seguida —añadió el presidente del
Tribunal. —Esos hispanos no toleran las interferencias. Le cogerán y languidecerá en
una prisión española durante años, antes de que podamos arrancarle a usted de las
garras del rey Fernando. A menos que unas fiebres, en la cárcel, no acaben con usted
antes. O que no le cuelguen por pirata…
—Ciertamente, no tengo intención alguna de aventurarme tierra adentro —dijo
Ramsbottom—. Al menos mientras continúe esta guerra. Es una lástima, porque
Venezuela era el país de mi madre, y me encantaría poder visitarlo.
—¿El país de su madre, señor Ramsbottom? —exclamó el gobernador.
—Sí, señor. Mi madre era una dama venezolana. Por eso me llamo Carlos
Ramsbottom y Santoña.
—Qué interesante —observó el gobernador.
Y mucho más grotesco que Horatio Hornblower. Resultaba significativo para el
interés mundial del comercio británico que un fabricante de lanas de Bradford tuviese
una madre venezolana. En cualquier caso, aquello explicaba el color moreno, casi
negro, de las hermosas facciones de Ramsbottom.
—Puedo esperar perfectamente a que se establezca la paz, de una forma u otra —
dijo Ramsbottom, despreocupadamente—. Habrá otros viajes. Mientras tanto, señor,

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permítame que atraiga su atención hacia este plato.
El plato principal acababa de llegar a la mesa: pollos asados y una pierna de
cerdo, así como el plato que señalaba Ramsbottom. Lo que se encontraba en el
interior quedaba oculto por unos huevos escalfados que cubrían toda la superficie.
—¿Un plato casero? —preguntó el gobernador, dubitativo. Su tono indicaba que
llegados a aquel punto de la comida, prefería un asado bien sustancioso.
—Por favor, pruébelo, señor —dijo Ramsbottom, persuasivamente.
El gobernador se sirvió y lo probó cautelosamente. —Bastante bueno— dijo—.
¿Qué es?
—Ragú de buey en conserva —respondió Ramsbottom—. ¿Puedo aconsejarles
que lo prueben, caballeros? ¿Milord?
Al menos era algo nuevo; no se parecía a nada que hubiese probado Hornblower
anteriormente… desde luego, no tenía nada que ver con el buey en salmuera que
llevaba comiendo veinte años.
—Delicioso —dijo Hornblower—. ¿Cómo está conservado?
Ramsbottom hizo un gesto al camarero que esperaba y éste trajo una caja
cuadrada, aparentemente de hierro, y la colocó encima de la mesa. Hornblower la
sopesó y vio que pesaba mucho.
—El cristal también sirve —explicó Ramsbottom—, pero no es tan adecuado a
bordo de un barco.
El camarero ya estaba trabajando en torno a la caja de hierro con un cuchillo
afilado. Cortó el borde, apartó la tapa y ofreció el contenido para que lo
inspeccionaran.
—Es una lata de conservas —empezó a explicar Ramsbottom—, sellada a una
alta temperatura. Me atrevo a sugerir que este nuevo método constituirá una
diferencia notable para el suministro de comida a bordo de los barcos. Este buey se
puede comer frío, sacándolo directamente de la lata, o bien se puede picar, tal como
lo tienen aquí.
—¿Y los huevos escalfados?
—Eso ha sido una inspiración de mi cocinero, señor.
Los comentarios sobre aquel nuevo invento (y sobre el excelente Borgoña,
servido con aquel plato) distrajeron la atención de los problemas de Venezuela, e
incluso de la madre venezolana de Ramsbottom. La conversación se generalizó y se
disgregó un tanto, a medida que iba fluyendo el vino. Hornblower había bebido tanto
como deseaba, y, con su habitual disgusto del exceso, se contuvo y no bebió más.
Resultaba curioso ver que Ramsbottom se mantenía también sobrio, frío y con la voz
tranquila, mientras que las otras caras se iban poniendo cada vez más rojas, y en el
camarote resonaban los brindis ruidosos y las ráfagas de canciones incoherentes.
Hornblower adivinó que su anfitrión encontraba aquella velada tan tediosa como él
mismo. Se alegró cuando al final su excelencia se levantó, apoyándose en la mesa,
para despedirse.

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—Una cena condenadamente buena —dijo—. Y usted es un anfitrión
condenadamente bueno también, Ramsbottom. Ojalá hubiese más como usted.
Hornblower le estrechó la mano.
—Le agradezco mucho que haya venido, milord —dijo Ramsbottom, Lamento
tener que aprovechar esta oportunidad para despedirme de vuestra señoría.
—¿Se va a hacer a la mar pronto?
—Dentro de un par de días, espero, milord. Confío en que encontrará
satisfactorios los ejercicios con su escuadrón.
—Muchas gracias. ¿Adónde se dirige usted ahora? —Daré la vuelta hacia el canal
de Barlovento, milord. Quizá vea algo de las Bahamas.
—Tenga cuidado al navegar por allí. Le deseo muy buena suerte y un viaje
agradable. Le escribiré a mi mujer y le hablaré de su visita.
—Por favor, transmítale a lady Hornblower mis mejores deseos y mis respetos,
milord.
Los buenos modales de Ramsbottom persistían hasta el final; se acordó de
devolver sus tarjetas «Pour prendre congé» antes de irse, y las madres de jóvenes
casaderas lamentaron mucho su partida. Hornblower vio la Bride of Abydos dirigirse
hacia el este al amanecer y dar la vuelta en torno a Morant Point, con la brisa de
tierra, y luego se olvidó de ella con todo el trajín de sacar a su escuadrón al mar para
ejercitarlo.
Nunca dejaba de esbozar una irónica sonrisa cuando miraba a su alrededor, a los
«buques y naves de su majestad en las Indias Occidentales» bajo su mando. En
tiempos de guerra aquélla habría sido una escuadra poderosa; ahora, tenía sólo tres
fragatas pequeñas y una variopinta colección de bergantines y goletas. Pero servirían
para su propósito; según sus planes, las fragatas se convertirían en buques de tres
cubiertas y los bergantines en setenta y cuatros, y las goletas en fragatas. Tenía una
vanguardia, un centro y una retaguardia. Iba avanzando en formación, dispuesto para
encontrarse con el enemigo, y las ásperas reprimendas volaban en sus drizas de
señales cuando algún buque no conseguía mantener su posición; ordenaba
zafarrancho de combate y luego les hacía colocarse por divisiones en línea para el
combate. Luego viraba para doblar la imaginaria línea enemiga. En medio de la
oscuridad total, hacía encender bengalas con la señal «enemigo a la vista», de modo
que un puñado de capitanes y mil marineros salían precipitadamente de sus lechos
para enfrentarse a aquel enemigo inexistente.
Sin advertencia alguna, hacía izar una señal poniendo a los tenientes más jóvenes
al mando de sus respectivos buques, y luego se enfrascaba en intrincadas maniobras
calculadas para poner blancos de ansiedad a los ansiosos capitanes, que miraban
impotentes… pero aquellos jóvenes tenientes algún día podían dirigir buques de línea
en una batalla de la cual podía depender el destino de Inglaterra, y era necesario
templar sus nervios y acostumbrarles a manejar barcos en situaciones peligrosas. En
medio del entrenamiento de navegación, lanzaba la señal de «Fuego en buque

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insignia. Aléjense todas las naves». Hacía que unos destacamentos de desembarco
atacaran baterías inexistentes en algún indefenso y deshabitado cayo, y luego
inspeccionaba aquellos destacamentos, una vez estaban en tierra, hasta el último
pedernal de la última pistola, haciendo caso omiso con absoluta rigidez de cualquier
excusa, de una forma que hacía rechinar los dientes a los hombres, exasperados.
Obligaba a sus capitanes a planear y ejecutar expediciones de interceptación, y
comentaba mordaz los arreglos para la defensa y los métodos de ataque. Colocaba sus
buques en parejas para que lucharan duelos individuales, avistando cada uno al otro
en el horizonte y aproximándose, dispuestos para lanzar la vital andanada de abertura.
Tomaba ventaja de las encalmadas para hacer que sus hombres fueran a remolque e
intentaran desesperadamente adelantar al barco que tenían delante. Hacía trabajar a
sus tripulaciones hasta que estaban a punto de desmayarse, y luego buscaba nuevas
tareas para ellos, para probar que todavía podían hacer algún esfuerzo más, de manera
que no se podía asegurar si se mencionaba más a menudo al «viejo Horny» entre
maldiciones que con admiración.
El escuadrón que Hornblower condujo de vuelta a Kingston estaba muy curtido,
pero mientras la Clorinda todavía estaba entrando en el puerto, llegó un bote a su
costado con un edecán del gobernador a bordo que llevaba una nota para Hornblower.
—Sir Thomas, ¿tiene la amabilidad de solicitar mi bote? —preguntó Hornblower.
Al parecer tenían que apresurarse mucho, porque la nota de la residencia del
Gobernador decía, brevemente:

Milord,
Es necesario que Su Señoría acuda aquí lo más pronto posible para ofrecer una
explicación respecto a la situación en Venezuela. Por tanto se requiere a Su Señoría
que se presente de inmediato ante mí.

AUGUSTUS HOOPER, Gobernador

Hornblower, naturalmente, no tenía ni idea de lo que ocurría en Venezuela desde


hacía dos semanas o más. Seguía sin tenerla cuando el carruaje le condujo a la
residencia del Gobernador a buen paso, y en cualquier caso, aunque lo hubiese
intentado, jamás habría conseguido acercarse ni de lejos a la verdad.
—¿Qué es todo esto, Hornblower? —fueron las primeras palabras que le dirigió
el gobernador—. ¿Qué autoridad tiene usted para establecer un bloqueo en la costa de
Venezuela? ¿Por qué no se me informó?
—No he hecho nada semejante —replicó Hornblower, indignado.
—Pero… maldita sea, hombre, tengo las pruebas aquí. Tengo a los holandeses y
los españoles y a la mitad de las naciones de la Tierra aquí, todas protestando por eso.
—Le aseguro, señor, que no he tomado acción alguna en la costa de Venezuela.
No me he acercado ni a quinientas millas de ella.

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—Entonces, ¿qué significa esto? —gritó el gobernador—. ¡Mire!
Le tendió unos documentos con una mano y con la otra los golpeó indignado, de
modo que a Hornblower le costó lo suyo arrebatárselos. Hornblower también estaba
perplejo; a medida que iba leyendo, se iba quedando cada vez más asombrado. Uno
de los documentos era un despacho oficial en francés, procedente del gobernador
holandés de Curaçao; el otro era más extenso y más claro, y lo leyó primero. Era una
hoja grande de papel con una escritura muy clara.
Empezaba así:

Hemos recibido orden por parte de los Lores Comisarios de ejecutar el despacho
del Gran Lord Almirante del Muy Honorable Vizconde de Castlereagh, uno de los
Principales Secretarios de Estado de su Majestad, concerniente a la necesidad de
establecer un Bloqueo de la Costa del Dominio de Su Católica Majestad en
Venezuela, y de las Islas pertenecientes al Dominio de Su Majestad el Rey de los
Países Bajos, a saber: Curaçao, Aruba y Bonaire.
Por tanto yo, Horatio Hornblower, caballero y Gran Cruz de la Muy Honorable
Orden de Bath, Contraalmirante del Escuadrón Blanco, al mando de los buques de Su
Majestad Británica en aguas de las Indias Occidentales, Por la presente proclamo que
La Costa del Continente de Sudamérica, desde Cartagena a la Boca del Dragón y Las
Islas Holandesas antedichas de Curaçao, Aruba y Bonaire se hallan ahora en estado
de bloqueo, y que cualquier buque de cualquier descripción, ya lleve material de
guerra o no, que intente entrar en cualquier puerto, bahía o fondeadero, dentro del
territorio definido, o que ronde con la intención de entrar en cualquier puerto, bahía o
fondeadero, será abordado y enviado ante los tribunales bajo la Corte del
Almirantazgo de Su Británica Majestad y será condenado y tomado como presa sin
compensación para los propietarios, dueños de la carga, fletadores, capitán o
tripulación.

Extendido bajo mi mano el primer día de junio de 1821


HORNBLOWER, Contraalmirante

Después de leer este primer documento, Hornblower pudo echar una segunda
ojeada al otro. Era una vigorosa protesta del embajador holandés en Curaçao pidiendo
explicaciones, disculpas, la retirada inmediata del bloqueo y una compensación
ejemplar. Hornblower miró asombrado a Hooper.
—La forma es legal —dijo, refiriéndose a la proclama—, pero yo no la he
firmado. Ésa no es mi firma.
—¿Entonces…? —farfulló Hooper—. Pensaba que actuaba usted siguiendo
órdenes secretas de Londres.
—Por supuesto que no, señor —Hornblower miró a Hooper durante un largo rato
antes de ocurrírsele de pronto la explicación—. ¡Ramsbottom!

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—¿Qué quiere decir?
—Se hace pasar por mí, o al menos por uno de mis oficiales. ¿Está por aquí el
funcionario holandés que ha traído esto?
—Espera en la habitación de al lado. También está con él un español que ha
llegado en un barco de pesca de Morillo, desde La Guaira.
—¿Puede decirles que entren, señor?
El holandés y el español estaban muy indignados, y no se aplacaron en absoluto al
presentarles al almirante responsable, para ellos, de sus problemas. El holandés
hablaba un inglés fluido, y fue a él a quien se dirigió Hornblower en primer lugar.
—¿Cómo le entregaron a usted esta proclama? —preguntó.
—Uno de sus barcos. Uno de sus oficiales.
—¿Qué barco?
—El bergantín Desperate.
—No tengo ningún barco con ese nombre. Ni hay ninguno en la lista de la
armada. ¿Y quién se lo dio?
—El capitán.
—¿Quién era? ¿Qué aspecto tenía?
—Era un oficial. Un comandante, con charreteras.
—¿Con uniforme?
—Con uniforme completo.
—¿Joven? ¿Viejo?
—Muy joven.
—¿Bajito? ¿Delgado? ¿Guapo?
—Sí.
Hornblower intercambió una mirada con Hooper.
—Y ese bergantín, el Desperate… ¿Es un buque de unas ciento setenta toneladas,
bauprés muy bajo, palo mayor muy a popa?
—Sí.
—Eso lo explica todo, señor —dijo Hornblower a Hooper, y al holandés—: Le
han engañado, señor, siento mucho decirlo. Ese hombre era un impostor. Esta
proclama no es más que una falsificación.
El holandés dio una patada en el suelo, irritado. Durante unos momentos no
encontró la forma de expresarse en una lengua extranjera. Finalmente, farfullando,
consiguió pronunciar un nombre, que repitió hasta que resultó comprensible.
—¡El Helmond! ¡El Helmond!
—¿Qué es el Helmond, señor? —preguntó Hornblower.
—Uno de nuestros buques. Su barco, ese Desperate, lo capturó.
—¿Un barco valioso?
—Llevaba a bordo cañones para el ejército español. Dos baterías de artillería de
campo, cañones, cureñas, munición, todo.
—¡Piratas! —exclamó Hooper.

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—Parece ser —dijo Hornblower.
El oficial español esperaba con impaciencia, al parecer entendiendo sólo a medias
la conversación en inglés. Hornblower se volvió hacia él y, después de intentar
desesperadamente recordar su olvidado español, se lanzó a una explicación vacilante.
El oficial replicó locuazmente, tanto que más de una vez tuvo que pedirle que hablase
más despacio. Ramsbottom había ido navegando hasta La Guaira y había llevado su
preciosa proclama con él. Ante la menor señal de que la Armada británica iba a
establecer un bloqueo, ningún barco se había atrevido a moverse en la costa
sudamericana, excepto el Helmond. Se necesitaba mucho su carga. Bolívar estaba
marchando sobre Caracas; la batalla, de la cual dependía todo el control español de
Venezuela, era inminente. Morillo y el ejército español necesitaban artillería. Ahora
no sólo les habían dejado en la indigencia, sino que se podía dar por cierto que
aquellos cañones, aquellas dos baterías de artillería de campo, estaban en manos de
Bolívar. El oficial español se retorcía las manos, desesperado.
Hornblower tradujo brevemente a beneficio del gobernador, y Hooper meneó la
cabeza, solidario.
—Bolívar tiene esos cañones. No hay duda de ello. Caballeros, lamento
muchísimo lo que ha ocurrido. Pero tengo que hacerles constar que el gobierno de su
majestad no asume ninguna responsabilidad por ello. Si sus superiores no tomaron
medida alguna para detectar a ese impostor…
Aquello produjo una nueva explosión. El gobierno británico era el que debía
asegurarse de que ningún impostor vistiera su uniforme, ni fingiera ser oficial a su
servicio. Hooper tuvo que emplear toda su diplomacia para tranquilizar a los furiosos
funcionarios.
—Si me permiten discutir este tema con el almirante, caballeros, quizá lleguemos
a alguna conclusión satisfactoria.
A solas de nuevo con el gobernador, Hornblower luchó por contener una sonrisa.
Nunca había conseguido vencer del todo su tendencia a la risa durante una crisis.
Había algo divertido en el hecho de pensar que un tricornio y unas charreteras podían
cambiar el curso de una guerra; era un tributo al poder de la Armada que un simple y
pequeño buque pudiera ejercer una presión tan inmensa.
—¡Ramsbottom y su madre venezolana! —exclamó Hooper—. No sólo es
piratería, también es alta traición. Tenemos que colgarle.
—Hum —carraspeó Hornblower—. Probablemente lleva una patente de corso de
Bolívar.
—Pero ¿hacerse pasar por un oficial británico? ¿Falsificar documentos oficiales?
—Es un ardid de guerra. Un oficial americano engañó a las autoridades
portuguesas en Brasil de una forma muy parecida en 1812.
—He oído comentar también algunas cosas de usted —añadió Hooper, con una
sonrisa.
—Sin duda, señor. En la guerra, una parte beligerante que se cree lo que le dicen

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es idiota.
—Pero nosotros no somos beligerantes.
—No, señor. Pero tampoco hemos sufrido ninguna pérdida. Los holandeses y los
españoles no pueden echarle la culpa a nadie más que a sí mismos.
—Pero Ramsbottom es un súbdito de su majestad.
—Cierto, señor. Pero si ostenta una patente de Bolívar, puede hacer cosas como
oficial de las fuerzas revolucionarias que no podría hacer como persona privada.
—¿Quiere sugerir acaso que debemos permitirle que continúe con ese bloqueo?
¡Bobadas, hombre!
—Por supuesto que no, señor. Le arrestaré y haré que lleven su barco ante los
tribunales a la menor oportunidad. Pero una potencia amistosa le ha preguntado a
usted, señor, representante de su majestad, si ha instituido o no un bloqueo. Usted
debe hacer todo lo que esté en su poder para demostrar la verdad.
—Ahora, por fin está hablando usted como un hombre sensato. Debemos enviar
recado en seguida a Curaçao y a Caracas. Ése será su deber inmediato. Será mejor
que vaya en persona.
—Sí, señor. Partiré en cuanto se levante la brisa de tierra. ¿Tiene más
instrucciones para mí, señor?
—Ninguna. Lo que ocurra en alta mar es asunto suyo, no mío. Responderá usted
ante el gabinete, a través del Almirantazgo. No le envidio a usted, francamente.
—Sin duda sobreviviré, señor. Navegaré hacia La Guaira, y enviaré otro buque a
Curaçao. Quizá si su excelencia pudiera escribir unas réplicas oficiales a las
peticiones que le han dirigido, estarían ya listas para cuando yo zarpase.
—Las redactaré ahora mismo —el gobernador no pudo reprimir un estallido de
cólera más—. ¡Ese Ramsbottom… y su buey en conserva y su caviar!
—Ha dado un gallo y ha recibido un caballo, excelencia —dijo Hornblower.
Así que lo que ocurrió es que la tripulación de la Clorinda no pasó la noche de
juerga en Kingston, tal y como habían esperado. En lugar de ello, trabajaron hasta el
amanecer cargando suministros y agua, tan duro que no les quedó ni un momento de
respiro para maldecir al almirante que les estaba haciendo aquello. Con la
primerísima luz del alba, remolcaron lentamente su buque con la ayuda de los débiles
soplos de brisa de tierra, y la Clorinda, con el gallardete de almirante alzado en el
palo de mesana, se dirigió a todo ceñir hacia el sudeste, en su viaje de mil millas
hacia La Guaira. A bordo iba el brigadier-general don Manuel Ruiz, el representante
de Morillo, a quien Hornblower había ofrecido llevar de vuelta a su cuartel general.
El hombre estaba ansioso por volver y poner fin al bloqueo de Ramsbottom. Estaba
claro que las fuerzas reales en Venezuela recibían una gran presión. Durante el viaje,
no pensaba en otra cosa. La hermosa puesta de sol para él sólo significaba que había
pasado otro día sin haber llegado a su destino. La forma gallarda en que la Clorinda
mantenía su curso, ciñendo, capeando las largas olas que emitían chorros de espuma,
no provocaba en él fascinación alguna, porque no corría como el viento, a una

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velocidad vertiginosa. Al mediodía de cada día, cuando se tomaba la posición del
buque sobre las cartas, miraba largamente, con desesperación, estimando a ojo la
siguiente distancia que debían recorrer. No tenía la experiencia marítima suficiente
para haberse resignado a la influencia de las fuerzas que están por encima del control
humano. Cuando el viento soplaba del sur y en contra, como llevaba dos días
haciendo, estaba a punto de acusar a Hornblower de estar conchabado con sus
enemigos, y no hacía ningún esfuerzo por comprender las explicaciones
tranquilizadoras de Hornblower en el sentido de que ciñendo por estribor, como se
veía obligado a hacer la Clorinda, estaban tomando buen rumbo, cosa que podía
resultar muy valiosa en posibles eventualidades futuras. También se sentía
contrariado por la precaución con la que el capitán Fell hacía que la Clorinda arrizara
velas mientras llegaban a la peligrosa proximidad de Cayo Grande, y al amanecer del
día siguiente trepó por los obenques del palo de trinquete todo lo alto que se atrevió,
buscando el primer atisbo de las montañas de Venezuela… y aun así, no reconoció
como tierra la raya azul que vio.
Antes de que soltaran el ancla llegó un bote hasta ellos, y hubo un conciliábulo en
el alcázar de la Clorinda entre Ruiz y el funcionario que había llegado a bordo.
—Mi general está en Carabobo —dijo Ruiz a Hornblower—. Se va a librar una
batalla. Bolívar está marchando hacia Puerto Cabello, y mi general lleva al ejército
para que se encuentre con él.
—¿Y qué hay de Ramsbottom y su buque?
Ruiz requirió más información del recién llegado.
—Cerca de Puerto Cabello.
Era el lugar más probable, por supuesto, a un centenar de millas o menos hacia el
oeste, un fondeadero donde se podrían desembarcar suministros con toda
probabilidad, y una situación ideal para interceptar todas las comunicaciones entre
Curaçao y La Guaira.
—Entonces me dirigiré hacia Puerto Cabello —dijo Hornblower—. Puede
acompañarme si lo desea, don Manuel. El viento es bueno y podré desembarcarle allí
más rápido de lo que le llevaría un caballo.
Ruiz dudó un momento; sabía mucho de caballos, pero lo ignoraba todo de los
barcos. Sin embargo, la ventaja era tan obvia que acabó por aceptar.
—Muy bien, entonces —dijo Hornblower—. Sir Thomas, izaremos de nuevo el
ancla, si es usted tan amable. Ponga rumbo a Puerto Cabello.
Ahora, la Clorinda tenía el lozano viento alisio en la aleta, su mejor cuarta de
navegación. Llevaba desplegadas las alas y hasta el último centímetro de lona, y
parecía volar. Un caballo a pleno galope a lo mejor iba más rápido, pero ningún
caballo podía hacer lo que la Clorinda y mantener aquel espléndido ritmo hora tras
hora, ni tampoco podía alcanzar su máxima velocidad por aquellos senderos de
montaña de los Andes marítimos. Sin embargo, naturalmente, ninguna velocidad, por
mucha que fuera, podía satisfacer a Ruiz. Con el catalejo pegado al ojo, éste

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contemplaba la costa distante mientras iba pasando ante él, hasta que el ojo, cansado,
casi se le quedó ciego, y luego empezó a pasear arriba y abajo por el alcázar, con el
sudor deslizándose a regueros por su frente y mejillas a medida que el sol, en la
perpendicular del mediodía, caía a plomo sobre él. Ruiz clavó sus ojos suspicaces en
Hornblower, cuando la tripulación de la Clorinda subió a la arboladura para arrizar
las velas.
—Vamos a llegar a la costa, general —explicó Hornblower, intentando
tranquilizarle.
Los sondadores estaban ya en los cadenotes, y la Clorinda se dirigía hacia el
fondeadero. Entre sus cánticos, Ruiz, de pronto, se volvió hacia Hornblower y se
quedó rígido, escuchando otro sonido mucho más distante.
—¡Cañones! —exclamó.
Hornblower aguzó el oído. El sonido era débil, casi imperceptible, y luego se hizo
el silencio, excepto por el rumor del buque que surcaba las aguas y el ruido que
producían los preparativos para largar el ancla.
—Ordene «quietos» por un momento, por favor, sir Thomas.
Los sondadores interrumpieron su letanía al momento, y todos los marineros de la
Clorinda se quedaron silenciosos, aunque el viento seguía jugando con el cordaje y el
mar producía su incesante sonido. Se oyó una detonación muy distante y
amortiguada. Otra. Dos más.
—Gracias, sir Thomas. Pueden seguir.
—¡Cañones! —repitió Ruiz, mirando desafiante a Hornblower—. Ya están
luchando.
En algún lugar de las afueras de Puerto Cabello, realistas y republicanos estaban
enzarzados en arduo combate. Pero ¿y esos cañones que habían oído? Podían ser muy
bien los que llevaba el Helmond, ahora en manos de los insurgentes y disparando a
sus propietarios legales. El hecho de que se usara la artillería indicaba que se trataba
de una batalla en toda regla, y no una escaramuza menor. Allí se estaba decidiendo el
destino de Venezuela. Ruiz golpeaba con el puño en la otra mano abierta.
—Sir, Thomas, por favor, prepare un bote para llevar a tierra al general sin
dilación.
Mientras el bote se alejaba del costado de la Clorinda, Hornblower alzó la vista
hacia el sol, intentando traer a su mente el mapa de la costa de Venezuela, y tomó al
fin una decisión. Como siempre ocurría en las fuerzas armadas, un largo y aburrido
intervalo precedía a un período de actividad. Cuando el bote volvió a toda velocidad,
ya estaba dispuesto a dar la siguiente orden.
—¿Será tan amable de largar velas de nuevo, sir Thomas? Podemos continuar
buscando a Ramsbottom hacia el oeste mientras dure la luz del día.
Resultaba deseable obtener cuanto antes noticias del resultado de la batalla, pero
también era igualmente deseable, o quizá más todavía, echarle el guante a
Ramsbottom lo antes posible. No le habían avistado entre La Guaira y Puerto

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Cabello. No podía haber avanzado mucho a lo largo de la costa. El sol ya iba
descendiendo, deslumbrando a los vigías que vigilaban mientras la Clorinda seguía
su rumbo a lo largo de la costa de la provincia de Carabobo. No demasiado lejos, ante
ellos, la tierra se inclinaba abruptamente hacia el norte, hasta San Juan… una costa de
sotavento. Resultaba curioso que Ramsbottom hubiese llegado tan lejos a sotavento, a
menos que hubiera metido a sotavento deliberadamente para apartarse del camino,
adivinando que su período de gracia estaba tocando a su fin.
—¡Ah de cubierta! —gritaba el vigía del mastelerillo de proa—. Hay algo en la
amura de babor, a la vista. Justo por donde el sol. Pero puede ser un buque, señor. Los
palos y vergas de un buque, señor, sin velas largadas.
Resultaba increíble que Ramsbottom hubiese anclado allí, en aquella peligrosa
costa a sotavento. Pero en la guerra ocurren cosas increíbles. La Clorinda había
aferrado sus alas hacía rato. Ahora, después de una orden de Fell y una actividad de
cinco minutos por parte de la tripulación, iba deslizándose sólo bajo gavias y
trinquetillas. El sol se escondió detrás de las nubes y pudo apuntar con el catalejo en
la dirección indicada. Allí estaban, claros y bien dibujados en el cielo del crepúsculo,
silueteados en negro contra la nube escarlata, los palos y vergas de un buque y un
bergantín al ancla. Sir Thomas miraba a Hornblower, esperando sus órdenes.
—Acérquese todo lo que considere prudente, por favor, sir Thomas. Y haga que
un destacamento de desembarco esté listo para tomar posesión.
—¿Un destacamento armado, milord?
—Lo que desee. Nunca se atreverán a oponerse a nosotros mediante la fuerza.
Los cañones del bergantín no estaban preparados, no había redes de abordaje
colocadas. En cualquier caso, el pequeño bergantín no tenía la más mínima
oportunidad contra una fragata en aquel fondeadero sin protección alguna.
—Largaré el ancla si me es posible, milord.
—Muy bien.
Era la Bride of Abydos, sin lugar a dudas. No se podía confundir con ninguna
otra. Pero ¿y la otra nave? Probablemente era el Helmond. Con la sublevación de
Maracaibo, aquella parte de la costa había caído en poder de los insurgentes. Las
baterías de la artillería de campaña que llevaba las habrían transportado en balsas
hasta la costa (se podían desembarcar en una playa que había en aquella pequeña
cala), y las habrían entregado seguramente al ejército insurgente que se reagrupaba
para marchar hacia Puerto Cabello. Ramsbottom, una vez completada su tarea,
presumiblemente, estaría preparado para negar lo evidente, solicitando (tal y como
Hornblower había adivinado) alguna comisión de corsario de Bolívar.
—Yo iré con el destacamento, sir Thomas.
Fell le lanzó una mirada inquisitiva. Los almirantes no tienen por qué abordar
embarcaciones extrañas en pequeños botecitos, no sólo porque pueden volar las balas,
sino porque se podría dar alguno de los pequeños accidentes posibles en un bote, y un
oficial de alto rango, ya mayor y no demasiado ágil, podía caerse por la borda y no

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volver a salir jamás, cosa que provocaría infinitos trastornos posteriores al capitán.
Hornblower seguía perfectamente el curso de los pensamientos de Fell, pero no tenía
la intención de esperar inactivo en el alcázar de la Clorinda hasta que llegase algún
informe de la Bride of Abydos… no cuando una sola palabra podía darle el poder de
averiguarlo unos minutos antes.
—Le traeré su espada y sus pistolas, milord —dijo Gerard.
—¡Bobadas! —exclamó Hornblower—. ¡Mire!
Seguía con el catalejo apuntado hacia los barcos al ancla, y había detectado una
significativa actividad en torno a ellos. Se bajaban a toda prisa botes de ambos, y
éstos se dirigían hacia la costa. Al parecer, Ramsbottom se fugaba.
—¡Vamos, rápido! —exclamó Hornblower.
Corrió hacia el costado de la nave y saltó hacia el bote; se deslizó hacia abajo,
torpemente, y ello le costó parte de la piel de las palmas de las manos.
—¡Desatracad! ¡Remad! —ordenó, mientras Gerard caía a su lado—. ¡Remad!
El bote se apartó del costado de la nave, se elevó vertiginosamente sobre la cresta
de una ola y luego bajó de nuevo, y los hombres arrojaron todo su peso sobre los
remos. Pero el batel que abandonaba la Bride of Abydos no estaba siendo maniobrado
con la disciplina bélica que se habría podido esperar de Ramsbottom. Los remos se
manejaban sin coordinación alguna, la embarcación daba vueltas sobre sí misma
entre las olas, y luego, cuando alguno de los remeros no consiguió meter el remo en
el agua, volvió a dar la vuelta. Al cabo de un momento, Hornblower se encontró al
costado de la otra embarcación. Los hombres a los remos no eran los acicalados
marineros que había visto a bordo del Bride of Abydos. Eran tipos morenos, vestidos
con harapos. Tampoco estaba Ramsbottom en la cámara. Era un hombre con un
grueso mostacho, que llevaba lo que parecían los restos de un uniforme azul y
plateado. El rojo sol poniente lo iluminaba.
—¿Quién es usted? —inquirió Hornblower, y repitió la pregunta en español.
El bote había cesado de luchar y se balanceaba libremente, subiendo y bajando a
merced del oleaje.
—Teniente Pérez, del primer regimiento de infantería del ejército de la Gran
Colombia.
La Gran Colombia. Así era como llamaba Bolívar a la república que estaba
tratando de establecer mediante su rebelión contra España.
—¿Dónde está el señor Ramsbottom?
—El almirante desembarcó la semana pasada.
—¿Almirante?
—Don Carlos Ramsbottom y Santoña, almirante de la Armada de la Gran
Colombia. —Almirante, nada menos.
—¿Y qué hacen ustedes a bordo de ese barco?
—Estaba cuidándolo hasta que llegó su excelencia.
—¿Entonces no hay nadie a bordo?

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—Nadie.
El bote se elevó por los efectos de una ola y volvió a bajar de nuevo. Era algo
absurdo, no tenía ningún sentido práctico. Iba preparado para arrestar a Ramsbottom,
pero arrestar a un teniente de infantería en aguas territoriales, eso era otra cosa muy
distinta.
—¿Y la tripulación del buque?
—Está en tierra, con el almirante. Con el ejército.
Luchando por Bolívar, presumiblemente. Y presumiblemente como artilleros de
los cañones robados.
—Muy bien. Puede irse.
Era suficiente con asegurar la posesión de la Bride of Abydos. No tenía sentido
alguno poner las manos sobre unos hombres del ejército de Bolívar que se limitaban a
obedecer las órdenes de sus superiores.
—Llevadme al costado del bergantín.
A la menguante luz parecía que la cubierta de la Bride of Abydos no sufría un
desorden excesivo. La tripulación que había partido al parecer había dejado todo en
buen estado de revista, y el grupo de soldados sudamericanos que se había quedado a
su cuidado no había tocado nada… aunque probablemente bajo cubierta la cosa sería
distinta. No valía la pena pensar qué habría pasado con el buque si hubiese soplado
un temporal en aquel fondeadero tan peligroso a sotavento. A Ramsbottom no debía
de importarle lo que le pudiera ocurrir a su barquito una vez asestado su golpe
maestro.
—¡Ah del barco! ¡Ah del barco!
Alguien estaba gritando a través de una bocina, desde el otro buque. Hornblower
cogió también una de las vinateras, junto a la caña del timón, y devolvió el grito.
—Soy el almirante Hornblower, al servicio de su majestad británica. Voy a subir a
bordo.
Ya era casi de noche cerrada cuando subió a la cubierta del Helmond, y le dio la
bienvenida la luz de un par de linternas. El capitán que le había saludado era un
hombre robusto, que hablaba un inglés excelente con marcado acento, holandés,
seguramente.
—No ha llegado usted demasiado pronto, señor —dijo como salutación, unas
palabras algo rudas y poco adecuadas para dirigirse a un oficial de la armada real. Y
mucho menos para dirigirse a un lord y almirante.
—Le agradecería que fuera más educado —espetó Hornblower, perdiendo la
paciencia.
Dos caras enfurruñadas se enfrentaron entre sí a la menguada luz, y entonces el
holandés se dio cuenta de que sería mejor que contuviese su mal humor a la hora de
tratar con alguien que, después de todo, en aquella costa solitaria tenía el poder de
hacer cumplir cualquier orden sin rechistar.
—Por favor, venga abajo —dijo—. ¿Le apetecería quizás un vasito de

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schnapps…?
Entraron en un camarote cómodo y bien amueblado, y a Hornblower le ofrecieron
un asiento y un vaso.
—Me he alegrado mucho al ver sus gavias, señor —dijo el capitán holandés—.
Durante diez días he pasado infinitas calamidades. Mi barco… mi cargamento… esta
costa…
Las palabras inconexas transmitían la ansiedad de encontrarse en manos de los
insurgentes, y verse obligado a anclar en una costa a sotavento, con una guardia
armada a bordo.
—¿Qué ocurrió? —le preguntó Hornblower.
—Ese maldito bergantín me disparó en la proa, con Bonaire todavía a la vista. Me
abordaron cuando yo me puse al pairo. Colocaron un destacamento armado a bordo.
Pensaba que era uno de los suyos, un buque de guerra. Me trajeron aquí y me
obligaron a anclar, y vino la armada. Entonces fue cuando supe que no era un buque
de guerra británico.
—¿Y entonces le quitaron el cargamento?
—Sí, eso es. Doce cañones de campaña del nueve, armones, cureñas y arneses
para los caballos. Un vagón de municiones. Un carro de reparaciones con
herramientas. Dos mil municiones. Una tonelada de pólvora en barriles. Todo —el
holandés, resultaba obvio, estaba citando literalmente el conocimiento de embarque.
—¿Y cómo lo llevaron todo a tierra?
—En balsas. Esos británicos trabajaban como posesos. Y había marineros entre
ellos.
Era duro reconocerlo, pero había que hacerlo, aunque fuera a regañadientes.
Habrían empleado barriles con pontones, seguro. Al menos Hornblower habría
afrontado el problema de trasladar el cargamento a la playa de esa forma, se dijo.
Quizás en la costa hubiesen recibido ayuda, aunque poco hábil, por parte de las
fuerzas insurgentes, pero aquello no restaba mérito alguno al logro.
—¿Y luego se fueron todos, hasta el último hombre, con los cañones? —preguntó
Hornblower.
—Todos. No eran demasiados para doce cañones.
No, no eran demasiados. La Bride of Abydos llevaba una tripulación de unos
setenta y cinco hombres… apenas bastaban, de hecho, para mantener activas dos
baterías.
—Y dejaron a bordo a un guardián venezolano…
—Eso es. Ya le ha visto marchar cuando llegaban. Y me han dejado aquí, al ancla,
en una costa a sotavento.
Eso, por supuesto, era para impedir que el holandés extendiera la noticia del
fraude que habían llevado a cabo.
—Esos… esos forajidos no sabían nada de barcos —continuaba el holandés el
relato de sus tribulaciones—. El Desperate incluso empezó a arrastrar el ancla. Tuve

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que mandar a mis propios hombres…
—Tuvo suerte usted de que no le quemaran el barco —atajó Hornblower—. Y
más suerte todavía de que no lo saquearan. Y es usted muy afortunado por no estar en
una prisión, en tierra.
—Sí, claro, es posible, pero…
—En fin, señor —dijo Hornblower, levantándose—, que es usted libre. Puede
aprovechar la brisa de tierra para zarpar. Mañana por la noche puede estar al ancla en
Willemstadt.
—Pero ¿y mi cargamento, señor? He sido retenido. He estado en peligro. ¿Y la
bandera de mi país…?
—Sus propietarios pueden emprender las acciones que consideren oportunas.
Creo que Ramsbottom es un hombre rico. Le pueden demandar por daños y
perjuicios.
—Pero… pero… —el holandés no encontraba palabras que expresaran
adecuadamente sus sentimientos hacia el trato que había recibido y la escasa simpatía
que transmitía Hornblower.
—Y su gobierno puede elevar una protesta, por supuesto. Al gobierno de Gran
Colombia, o al rey Fernando —Hornblower mantenía la cara inexpresiva al hacer una
sugerencia tan ridícula—. Debo felicitarle, señor, por haber salido indemne de tan
graves peligros. Confío en que tenga un próspero viaje de regreso a casa.
Había liberado el Helmond, y había hecho presa en la Bride of Abydos. Hasta el
momento había conseguido todos aquellos logros, se dijo Hornblower para sí,
mientras el bote le devolvía a la Clorinda. En casa, el gobierno podía pelearse por los
detalles legales, si creían que merecía la pena. Lo que pensarían el gabinete y el
Almirantazgo de sus acciones no podía ni imaginarlo. Era consciente de sentir un
ligero estremecimiento de aprensión cuando su mente se fijaba en aquel aspecto de la
situación. Pero un almirante no podía mostrar aprensión alguna, desde luego, ante un
capitán tan estúpido como sir Thomas Fell.
—Le agradeceré, sir Thomas —dijo, cuando volvió a la cubierta de la Clorinda
—, que coloque una tripulación de presa a bordo del bergantín. ¿Sería tan amable, por
favor, de pedir al oficial a quien coloque al mando que nos acompañe? Zarpamos de
nuevo hacia Puerto Cabello tan pronto como usted lo considere conveniente.
Fell podía ser estúpido, pero era un marinero capacitado. Hornblower le dejó el
fatigoso trabajo de seguir su rumbo en plena noche junto a la costa; la brisa de tierra,
aunque era voluble e impredecible, les brindaba una oportunidad que no podían
desdeñar de recuperar unas preciosas millas que habían perdido a sotavento.
Hornblower podía bajar, pues, a su caluroso camarote y prepararse para dormir.
Había sido un día muy ajetreado, y estaba exhausto. Se echó en el coy y el sudor se
deslizó en desagradables regueros por sus costillas. Trataba de convencerse de que
debía dejar de darle vueltas a la situación. El público británico estaba empezando a
ver con buenos ojos la lucha por la libertad que se estaba llevando a cabo en todos los

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rincones del mundo. Los voluntarios británicos jugaban un papel importante: Richard
Church había sido el líder de la rebelión griega contra los turcos hacía unos años;
Cochrane, en aquel preciso momento, estaba luchando en el Pacífico por la
independencia de Sudamérica. Como él sabía muy bien, miles de soldados británicos
estaban luchando en las filas del ejército de Bolívar, allí mismo, tierra adentro. Las
fortunas privadas de Inglaterra se habían prodigado en la causa de la libertad, igual
que Ramsbottom había prodigado la suya.
Pero nada de eso indicaba cómo iba a reaccionar el gabinete británico; la política
nacional podía estar perfectamente en desacuerdo con la opinión nacional. Y los lores
del Almirantazgo se mostrarían tan impredecibles como siempre, por descontado.
También era cierto aquello para su majestad, el rey Jorge IV. Hornblower sospechaba
que el primer caballero de Europa había abandonado hacía tiempo su tibio
liberalismo. El futuro próximo podía traer una severa reprimenda de su majestad al
comandante en jefe de las Indias Occidentales; incluso podía ganarse un desmentido
y la destitución.
Ahora, la mente de Hornblower había alcanzado la cómoda certidumbre de que el
futuro era incierto, y que nada de lo que él pudiera hacer durante las siguientes horas
podría cambiar ese hecho. Y entonces ya pudo disponerse a dormir. De hecho, estaba
a punto de adormilarse cuando dio un manotazo a lo que pensó que era un hilillo de
sudor que corría por sus desnudas costillas. Pero no era sudor. Un cosquilleo entre sus
dedos le dijo que se trataba de una cucaracha que caminaba por encima de su piel
desnuda, y se incorporó, lleno de asco. El Caribe era famoso por sus cucarachas, pero
no había llegado a acostumbrarse a ellas. Se alejó del coy en la oscuridad y abrió la
puerta del camarote de popa, dejando pasar la luz de la lámpara que colgaba allí, y
una docena de aquellas asquerosas criaturas se echaron a correr en todas direcciones.
—¿Milord? —era el fiel Gerard que saltaba del lecho a toda prisa, en cuanto oyó
moverse al almirante.
—Vuelva a la cama —dijo Hornblower.
Se puso la camisa de dormir de seda con el elaborado nido de abeja en el canesú
hecha especialmente para él, y salió a cubierta. Había salido ya la luna, y la Clorinda
avanzaba firmemente, con la brisa de tierra soplando sobre ella justo por el través.
Las cucarachas habían apartado de su mente las preocupaciones que le asediaban.
Podía apoyarse en la borda y contemplar las bellezas de la noche con toda placidez.
Al amanecer el viento se calmó, pero media hora después, una afortunada ráfaga de
viento permitió a la Clorinda y a la Bride of Abydos, a una milla a popa, seguir su
rumbo hacia Puerto Cabello. La ciudad de su península se encontraba ya a la vista a
través del catalejo, y la Clorinda se aproximaba a ella con rapidez. Había barcos de
pesca que salían desde la ciudad, pequeñas embarcaciones que usaban remos para
poder salir a alta mar a pesar del viento desfavorable. Con el catalejo le pareció ver
en ellas algo extraño, y a medida que la Clorinda se acercaba, se hizo cada vez más
ostensible que iban atestadas de personas, ridículamente sobrecargadas. Pero

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manejaban sus remos sin cesar, y rodearon la península audazmente hacia mar
abierto, volviéndose hacia el este, hacia La Guaira.
—Creo que el general Morillo ha perdido la batalla —dijo Hornblower.
—¿Ah, sí, milord? —replicó Fell, con deferencia.
—Y creo que hay mucha gente en Puerto Cabello que no tiene deseo alguno de
que la encuentren aquí cuando El Libertador entre triunfalmente —añadió
Hornblower.
Había oído que la guerra de independencia se luchaba con la ferocidad propia de
los españoles, que incluso la reputación de Bolívar se había visto empañada por
ejecuciones y masacres. Allí tenía una prueba de ello. Pero aquellas embarcaciones
atestadas también eran una prueba de que Puerto Cabello esperaba caer en manos de
Bolívar. Había ganado su batalla de Carabobo; una victoria en campo abierto, tan
cerca de Caracas, significaba un cierto desmoronamiento de la causa real. Carabobo
sería el Yorktown de la guerra de independencia sudamericana, de eso no cabía la
menor duda. Ramsbottom consideraría la pérdida de la Bride of Abydos una
insignificancia, comparada con la liberación de todo un continente.
Era necesario que todo aquello se viera confirmado sin duda alguna, sin embargo.
El gabinete estaría ansioso por recibir información pronta y de primera mano de la
situación de Venezuela.
—Sir Thomas —dijo entonces Hornblower—. Tengo que bajar a tierra.
—¿Llevará una guardia armada, milord?
—Como quiera —repuso Hornblower. Una docena de marineros con mosquetes
no le salvarían de las garras de un ejército conquistador, pero si aceptaba sin más se
ahorraría las discusiones y las miradas llenas de reproches.
Cuando Hornblower puso los pies en el muelle, bajo la cegadora luz del sol, el
pequeño puertecito estaba desierto. No quedaba ni un solo barco de pesca, ni un ser
humano a la vista. Siguió adelante, con la guardia tras él y Gerard a su lado. La larga
y serpenteante calle no estaba del todo desierta, sin embargo: quedaban unas pocas
mujeres, algunos viejos, unos niños, que espiaban desde las casas. Y entonces, a lo
lejos, a su derecha, oyó unas descargas de mosquetería. Las detonaciones resonaron
de forma amortiguada en el aire pesado y húmedo. Y por fin apareció una espantosa
columna de enfermos y heridos, medio desnudos, renqueando por la carretera.
Algunos caían y se volvían a poner en pie con gran esfuerzo, y otros, bajo la mirada
de Hornblower, no volvían a levantarse, y entre ellos, unos cuantos conseguían rodar
y apartarse a un lado de la carretera, pero los que se quedaban donde habían caído
hacían tropezar a compañeros con ellos que caían a su vez. Heridos, medio desnudos,
con los pies descalzos, enloquecidos por la fiebre o doblados en dos por los dolores
abdominales, venían tambaleándose por la carretera, y tras ellos el estrépito de la
mosquetería se acercaba cada vez más. A los talones del último de los heridos llegaba
el inicio de la retaguardia, soldados cuyos harapos eran apenas un recuerdo lejano del
azul y blanco del ejército real español.

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Hornblower tomó nota mentalmente de que las fuerzas reales podían proporcionar
todavía una retaguardia disciplinada, y que por lo tanto no estaban en desbandada
total, pero aquélla era deplorablemente pequeña, apenas unos cien hombres, quizá.
No mantenían el buen orden, además, pero seguían luchando, abriendo a mordiscos
los cartuchos, atacando luego la carga, escupiendo las balas en los cañones de sus
mosquetes y esperando, rezagados y a cubierto, para hacer buena puntería sobre sus
perseguidores. Una docena de oficiales, con las espadas desenvainadas
resplandeciendo al sol, se encontraban entre ellos. El oficial montado que iba al
mando vio a Hornblower y su destacamento y tiró de las riendas de su caballo,
asombrado.
—¿Quién es usted? —gritó.
—Inglés —replicó Hornblower.
Pero antes de que pudieran intercambiar una sola palabra más, los disparos en la
retaguardia arreciaron, y no sólo eso, sino que de repente, de un callejón lateral, al
mismo nivel de la retaguardia, surgió una docena de hombres a caballo, lanceros, con
sus lanzas reflejando el sol, y la retaguardia se deshizo en desorden, corriendo
locamente por la carretera para evitar que los machacaran. Hornblower vio hundirse
la punta de una lanza en la espalda de uno de los que corrían, le vio caer de cara y
deslizarse por la superficie de la carretera durante una yarda hasta que la lanza volvió
a salir de su cuerpo de nuevo, y el hombre quedó en el suelo pataleando como un
animal con la espalda rota. Por encima de él pasaron los tiradores de la avanzadilla
insurgente, un enjambre de hombres de todos los colores, corriendo, cargando y
disparando. En un momento, el aire se llenó de balas.
—Milord… —protestó Gerard.
—Está bien, de acuerdo, ya ha acabado todo —dijo Hornblower.
La lucha había pasado junto a ellos carretera arriba. Nadie les había prestado
atención alguna excepto el oficial español montado. Sin embargo, la pequeña
columna de infantería marchando en orden regular detrás de los tiradores sí les vio,
vio el resplandor del oro, las charreteras y los tricornios. Un oficial montado se
dirigió de nuevo a ellos con la misma pregunta, y recibió de Hornblower la misma
respuesta.
—¿Ingleses?[1] —repitió el oficial—. ¿Ingleses? Pero usted… ¡usted es un
almirante británico!
—Al mando del escuadrón británico en aguas de las Indias Occidentales —dijo
Hornblower.
—Es un placer verle aquí, señor. William Jones, antes capitán del vigésimo
tercero de infantería, ahora mayor al mando de un batallón en el ejército de la Gran
Colombia.
—Encantado de conocerle, mayor.
—Perdóneme, pero debo seguir cumpliendo con mi deber —dijo Jones, azuzando
de nuevo a su caballo.

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—¡Hurra por Inglaterra! —gritó alguien entre las filas de los que marchaban, y le
respondió un vago hurra. La mitad de aquellos pobres diablos harapientos debían de
ser británicos, mezclados indiscriminadamente con negros y sudamericanos. La
caballería los siguió, regimiento tras regimiento, una marea de hombres y caballos
que llenó la carretera como un río desbordado por sus orillas. Lanceros y caballería
ligera, caballos agotados y cojos. La mayoría de los hombres se habían atado con
cuerdas a los arzones de sus sillas, y todos iban desharrapados y se caían de pura
fatiga. Por el aspecto de hombres y bestias, venían de lejos y habían luchado
duramente, y ahora se les llevaba al límite de sus fuerzas detrás de su derrotado
enemigo. Habían pasado unos mil hombres, estimaba Hornblower, a juzgar por la
columna, cuando un nuevo sonido llegó a sus oídos entre el monótono ruido de los
cascos de los caballos. Un golpeteo y un tintineo, alto e irregular. Ahí llegaban los
cañones, arrastrados por otros caballos cansados. A la cabeza de los animales iban
andando los hombres, harapientos y barbudos: vestían restos de suéteres azules y
pantalones blancos. Era la tripulación de la Bride of Abydos. Uno de ellos levantó la
cansada cabeza y reconoció al destacamento que había junto a la carretera.
—¡El bueno de Horny! —gritó. Su voz sonaba debilitada por la fatiga y parecía la
de un anciano.
En el oficial que iba cabalgando a un lado Hornblower reconoció a uno de los
tenientes de Ramsbottom. Montaba su lento caballo como un marinero, y levantó el
brazo dirigiéndole un saludo exhausto. Un cañón pasó traqueteando, y otro le siguió.
Eran los cañones de Carabobo, que habían ganado la independencia de un continente.
Hornblower se dio cuenta de que no había visto todavía a Ramsbottom, al que
esperaba ver al frente de la columna de artillería, pero en el mismo momento en que
se daba cuenta, vio algo junto al segundo cañón. Era una camilla improvisada con dos
pértigas y unas lonas. Colgaba entre dos caballos, uno delante y otro detrás. El hueco
de lona entre las pértigas iba sombreado por un toldo extendido por encima, y en el
hueco yacía un hombre, un hombre menudo, con la barba negra, apoyado débilmente
en unas almohadas que tenía detrás. Un marinero caminaba junto a cada caballo, y
con el paso lento de los animales, la camilla se balanceaba y daba sacudidas, y el
hombre de la barba negra también se balanceaba, al mismo ritmo. Sin embargo, vio al
grupito que estaba de pie junto a la carretera, e hizo un esfuerzo por incorporarse, y
dirigió una orden a uno de los marineros que conducían los caballos, de modo que se
salieron de la carretera y se detuvieron junto a Hornblower.
—Buenos días, milord —dijo el hombre. Hablaba con voz estridente, como si
estuviera histérico.
Hornblower no lo reconoció hasta después de mirarlo un buen rato. La barba
negra, los ojos febriles, la mortal palidez que cubría su bronceado rostro, parecían
una capa superpuesta y poco natural, y todo ello dificultaba su reconocimiento.
—¡Ramsbottom! —exclamó Hornblower.
—El mismo que viste y calza, pero un poco distinto —gruñó Ramsbottom, con

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una risita.
—¿Está herido? —preguntó Hornblower. En el momento en que pronunciaba
aquellas palabras, se dio cuenta de que el brazo izquierdo de Ramsbottom quedaba
oculto por un lío de trapos. Hornblower le había mirado con tanta intensidad al rostro
que hasta el momento no se había fijado en el brazo.
—He hecho mi sacrificio por la causa de la libertad —dijo Ramsbottom, riendo
de nuevo. No se sabía si era una risa de desdén o puramente histérica.
—¿Qué ha ocurrido?
—Mi mano izquierda yace en el campo de Carabobo —rió de nuevo Ramsbottom
—. Dudo que haya recibido cristiana sepultura.
—¡Dios mío!
—¿Ve mis cañones? Mis hermosos cañones. Hicieron pedazos a los españoles en
Carabobo.
—Pero usted… ¿qué le han hecho?
—Cirugía de campaña, por supuesto. Pez hirviendo para el muñón. ¿Le han
echado alguna vez pez hirviendo encima, milord?
—Mi fragata está anclada en el fondeadero. El cirujano está a bordo…
—No, no. Tengo que seguir con mis cañones. Tengo que limpiar el camino para el
Libertador hacia Caracas.
La misma risita. No era de burla… era más bien lo contrario. Un hombre al borde
del delirio, buscando desesperadamente un asidero para su cordura, para no verse
desviado de su objetivo. Tampoco era un hombre que riese por no llorar. Se reía para
no permitirse la heroicidad.
—Pero no puede…
—¡Señor! ¡Señor! ¡Milord!
Hornblower se volvió. Un guardiamarina de la fragata estaba ante él, tocándose el
sombrero, agitado por la urgencia de su mensaje.
—¿Qué ocurre?
—Mensaje del capitán, milord. Buques de guerra a la vista. Una fragata española
y lo que parece ser una fragata holandesa, milord. Se dirigen hacia nosotros.
Graves noticias, verdaderamente. Debía izar su bandera en la Clorinda para
recibir a aquellos extraños, pero recibía la noticia en un mal momento. Se volvió a
Ramsbottom y de nuevo al guardiamarina, y su habitual rapidez de pensamiento no
hacía su aparición.
—Bueno —carraspeó—… Dígale al capitán que voy enseguida.
—Sí, milord.
Se volvió de nuevo hacia Ramsbottom. —Tengo que irme— se excusó—.
Debo…
—Milord —dijo Ramsbottom. Parte de su febril vitalidad le había abandonado.
Ahora se apoyaba de nuevo en las almohadas, y le costó un par de segundos reunir la
fuerza suficiente para hablar de nuevo. Cuando lo hizo, entre sus palabras había

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intervalos—. ¿Capturó usted la Bride, milord?
—Sí —había que acabar con aquello; tenía que volver a su buque.
—Mi buena y querida Bride. Milord, hay otro barrilito de caviar en el pañol de
popa. Por favor, disfrútelo, milord.
La risita histérica de nuevo. Ramsbottom seguía riéndose echado hacia atrás, con
los ojos cerrados, y no oyó el apresurado adiós que pronunció Hornblower,
volviéndose ya. A éste le pareció que la risa le perseguía, mientras corría hacia el
muelle y luego al bote.
—¡Desatracad! ¡Vamos, deprisa!
Allí estaba la Clorinda, al ancla, con la Bride of Abydos muy cerca. Y allí, sin
duda alguna, estaban las velas de dos fragatas que se dirigían hacia ellas. Trepó por el
costado del buque sin perder apenas un momento con los cumplidos con que le
recibieron. Estaba demasiado ocupado haciéndose cargo de la situación táctica, la
dirección de la costa, la posición de la Bride of Abydos, la aproximación de los
extraños.
—Izad mi gallardete —ordenó, brevemente, y entonces, recuperando su aplomo,
y con la habitual y elaborada cortesía—: Sir Thomas, le estaría muy agradecido si
pudiera colocar unos esprines que salieran de las portas de popa, en ambas bandas.
—¿Esprines, milord? Sí, milord.
Se pasaron unos cables a través de las portas de popa hacia el cable del ancla;
halando uno u otro con el cabrestante, se podía volver el barco para que presentara
sus cañones y apuntara en cualquier dirección. Era uno de los múltiples ejercicios que
Hornblower había obligado a practicar a sus tripulaciones durante las recientes
maniobras. Requería un trabajo arduo, estrechamente coordinado, por parte de los
marineros. Se gritaron órdenes. Contramaestres y segundos contramaestres corrieron
a la cabeza de sus diferentes equipos para halar de los cables y arrastrarlos hacia
popa.
—Sir Thomas, por favor, haga que espríen el bergantín para estar más cerca.
Quiero que esas naves nos queden hacia la costa.
—Sí, milord.
Se hacía evidente que les esperaba un poco de acción. Las fragatas que se
aproximaban, visibles ya cuando se dirigía un catalejo hacia ellas desde el alcázar,
estaban arrizando velas, y entonces, mientras Hornblower las tenía enmarcadas en el
campo de visión de su catalejo, vio que de repente sus gavias se ensanchaban,
mientras viraban en redondo. Estaban facheando, y un momento más tarde vio que
bajaban un bote desde la fragata holandesa y se dirigía hacia la española. Aquello
significaba que había consulta, quizá. Debido a la diferencia de lengua, se podía
esperar que les costara ponerse de acuerdo a la hora de emprender una acción por
señales simplemente o por medio del altavoz.
—El español lleva un gallardete de comodoro, sir Thomas. Por favor, ¿estará
usted dispuesto para saludar tan pronto como salude a mi gallardete?

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—Sí, milord.
La consulta duró un cierto tiempo, la segunda mitad de un reloj de arena y el
principio del siguiente. Un monstruoso crujido que sonó abajo, junto con un ruido en
el cabestrante, le dijo que estaban probando los esprines. La Clorinda viró un poco a
estribor, y luego un poco a babor.
—Los esprines están probados y listos, milord.
—Gracias, sir Thomas. Ahora, ¿será usted tan amable de enviar a los hombres a
sus puestos y ordenar el zafarrancho de combate?
—¿Zafarrancho? Sí, milord.
Era un engorro horrible tener que tomar aquella precaución. Significaba que su
lecho, sus libros y sus objetos personales, abajo, se verían revueltos y apilados en un
confuso revoltijo que le costaría luego días enteros ordenar. Pero, por otra parte, si
aquellas fragatas venían decididas a luchar, su reputación no sobreviviría si permitía
que le cogieran desprevenido. Sería un caos espantoso intentar sacar los cañones y
preparar la munición estando bajo fuego real; la batalla (si es que había tal batalla) se
perdería antes siquiera de empezar. Y luego estaba la emoción que siempre suscitaban
aquellos preparativos. El chillido de los silbatos, los ásperos gritos de los
contramaestres, el ordenado estruendo de los hombres sacando los cañones, las
carreras de los infantes de marina por el alcázar y las órdenes de sus oficiales
mientras se disponían en una línea perfecta.
—Zafarrancho de combate, milord.
—Gracias, sir Thomas. Quédese aquí, por favor.
Les habría dado el tiempo justo aunque los extraños hubiesen atacado de
inmediato, entrando en acción sin parlamentar antes. Mediante el rápido uso de los
esprines, podía barrer al que viniera en cabeza, lo bastante para que su capitán
deseara no haber nacido nunca. Ahora debía esperar, y la tripulación de la nave, firme
junto a los cañones, debía esperar con él, con las mechas encendidas, los encargados
de la prevención del fuego junto a ellos con los cubos, los grumetes servidores de la
pólvora, los que llevaban las municiones, esperando iniciar su carrera entre la
santabárbara y los cañones, y luego vuelta a empezar otra vez.
—Ahí vienen, milord.
Aquellas gavias se estaban estrechando de nuevo. Los palos se alineaban. Ahora,
las proas de las fragatas apuntaban directamente a la Clorinda, mientras se dirigían
hacia ella. Hornblower las mantuvo enfocadas constantemente con su catalejo; no
habían sacado los cañones, según pudo comprobar, pero era imposible decir si habían
preparado el zafarrancho de combate o no. Se acercaban más y más. Ahora ya
estaban casi al alcance de tiro de cañón. En aquel momento, apareció una nubecilla
de humo en la amura de estribor del español, y Hornblower no pudo evitar un
respingo de emoción. La brisa se llevó el humo, y luego éste se vio sustituido por
otro. Al aparecer la segunda nubecilla, el pesado estruendo de la primera descarga
llegó a los oídos de Hornblower. Sintió la momentánea tentación de regodearse en el

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placer de la aritmética mental, calculando la velocidad del sonido transmitido por
encima del agua, los cinco segundos de intervalo transcurridos entre las salvas de
saludo y la distancia entre los barcos, pero todo aquello debía esperar.
—Puede devolver el saludo al gallardete, sir Thomas.
—Sí, milord.
Trece cañonazos para el gallardete de un contraalmirante; once para un
comodoro; veinticuatro cañones, ciento veinte segundos, exactamente dos minutos.
Aquellos barcos, aproximándose a cuatro millas por hora, estarían a un cable de
distancia más cerca cuando acabasen los saludos, al alcance del fuego lejano.
—Sir Thomas, le agradecería que diese varias vueltas al esprín de estribor.
—Sí, milord.
El violento crujido se dejó oír de nuevo, y la Clorinda se volvió y presentó su
costado hacia los recién llegados. No había mal alguno en dejarles saber que les
esperaba una recepción muy caliente si planeaban alguna travesura. Podía ahorrar
después muchos quebraderos de cabeza.
—¡Están aferrando velas, milord!
Ya lo veía por sí mismo, pero no ganaba nada diciéndolo. Obviamente, los dos
barcos tenían tripulaciones muy bregadas, a juzgar por la rapidez con la que
mantenían el rumbo. Ahora viraban contra el viento. Hornblower creía oír el rugido
de los cables mientras anclaban. Le pareció un momento decisivo, y estaba a punto de
señalarlo como tal cerrando su catalejo de un golpe cuando vio un bote que bajaba
desde el buque español.
—Creo que vamos a tener visita en breve —dijo.
El bote parecía volar por encima de las brillantes aguas. Los hombres a los remos
trabajaban como posesos… presumiblemente, el eterno deseo de los hombres de una
armada de demostrar a los de otra lo que eran capaces de hacer.
—¡Bote a la vista! —gritó el oficial de guardia.
El oficial español en la cámara, ostensible por sus charreteras, devolvió el grito.
Hornblower no estaba seguro de lo que dijo, pero la carta que agitaba al mismo
tiempo explicaba el sentido.
—Recíbale a bordo, por favor, sir Thomas.
El teniente español miró intensamente a su alrededor, mientras subía por la borda
del buque. No había mal alguno en que viese que estaban preparados en zafarrancho
de combate. Distinguió de inmediato a Hornblower, y con un saludo y una reverencia,
le presentó la carta.
SU EXCELENCIA EL ALMIRANTE SIR HORNBLOWER, decía el sobrescrito.
Hornblower rompió el sello. Leyó la carta, redactada en español, con bastante
facilidad.
El Brigadier don Luis Argote se sentiría muy honrado si Su Excelencia sir
Hornblower le concediera la oportunidad de tener una entrevista con él. El Brigadier
se sentiría muy complacido si pudiera visitar el buque de Su Excelencia e igualmente

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se sentiría complacido si fuera Su Excelencia quien quisiera visitar el buque de Su
Católica Majestad.
Según el uso naval español, como sabía Hornblower, «brigadier» equivalía a
«comodoro».
—Escribiré una respuesta —dijo Hornblower—. Sir Thomas, por favor, haga los
honores adecuadamente a este caballero. Venga conmigo, Gerard.
Abajo, con el barco en zafarrancho de combate, resultaba muy engorroso tener
que buscar el papel de cartas y la tinta. También resultaba muy incómodo redactar
una carta en español, porque al escribir, los errores de ortografía y de gramática se
hacían más evidentes que al hablar. Afortunadamente, la propia carta del brigadier
suministraba la mayor parte de la información ortográfica, y la peliaguda forma
condicional.
El Contraalmirante lord Hornblower se sentiría enormemente honrado de recibir
al Brigadier don Luis Argote en su buque insignia, cuando el Brigadier lo desee.
Había que buscar el lacre para el sello y las velas, porque no quería parecer
descuidado con esas formalidades.
—Muy bien —dijo Hornblower, dando su aprobación a regañadientes al segundo
ejemplar, después del fracaso del primero—. Mande un bote como el rayo a la Bride
of Abydos y vea si queda algo de aquel jerez que nos sirvió Ramsbottom en su cena.
El brigadier, cuando llegó al costado de la Clorinda, saludado con las
formalidades de rigor, iba acompañado de otra figura con charreteras y tricornio.
Hornblower le hizo una reverencia y le saludó, y se presentó.
—Me he tomado la libertad de pedir al capitán Van der Maesen, de la Real
Armada Holandesa, que me acompañe —dijo el brigadier.
—Doy la bienvenida a bordo al capitán Van der Maesen con gran placer —dijo
Hornblower—. A lo mejor ustedes, caballeros, quieren acompañarme abajo. Lamento
que no estemos demasiado cómodos, pero, como ven, he estado ejercitando a mi
tripulación en sus deberes.
Apresuradamente habían colocado una pantalla a través de la parte posterior de la
fragata, y vuelto a colocar en su sitio mesa y sillas. El brigadier dio un sorbo al vaso
de vino que se le ofreció, mostrando gran sorpresa y aprecio. Inevitablemente pasaron
unos cuantos minutos en conversación balbuceante (el único lenguaje que tenían los
tres en común era el español) antes de que el brigadier entrase en materia.
—Tiene usted un hermoso buque, milord —dijo—. Lamento mucho encontrarle
en compañía de un pirata.
—¿Se refiere usted a la Bride of Abydos, señor?
—Efectivamente, milord. Hornblower vio una trampa abrirse ante sus pies.
—¿Dice usted que es pirata, señor?
—¿Cómo la llamaría si no, milord?
—Estoy impaciente por oír su opinión sobre ella, señor —era importante no
comprometerse.

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—Sus acciones requieren una explicación, señor. Ha capturado y saqueado un
buque holandés. Eso puede ser interpretado como un acto de piratería. Por otra parte,
se podría aducir que operaba bajo una supuesta comisión emitida por los rebeldes de
Venezuela. En el primer caso, el capitán Van der Maesen la apresará como pirata. En
el otro, si se trata de una nave corsaria, seré yo quien la aprese como enemiga de mi
país.
—Pero, señor, ningún tribunal legal ha determinado cuál es su situación. Mientras
esto no ocurra, caballeros, se halla bajo mi dominio.
Ya estaban todas las cartas sobre la mesa. Hornblower clavó la vista en los ojos de
los otros con la expresión más indiferente que pudo. De una cosa estaba seguro: fuese
cual fuese la decisión sobre la Bride of Abydos, ni el gobierno británico ni el público
británico aprobarían que permitiera mansamente que se le escapara de las manos.
—Milord, le he asegurado al capitán Van der Maesen mi apoyo en cualquier
acción que decida emprender, y él me ha dado la misma seguridad.
El capitán holandés confirmó este extremo afirmando con la cabeza, y con una
frase medio inteligible. Dos a uno, en otras palabras; unas probabilidades a las que la
Clorinda no podía hacer frente.
—Entonces, caballeros, espero sinceramente que decidan aprobar mi curso de
acción.
Fue la forma más educada que se le ocurrió de desafiarles.
—Encuentro muy difícil de creer, milord, que extienda usted la protección de su
majestad británica a los piratas, o a los corsarios en una guerra en la cual su majestad
es neutral.
—Habrá observado usted, señor, que la Bride of Abydos ostenta la bandera de su
majestad británica.
Por supuesto, como oficial naval británico, comprenderá que no puedo permitir
que esa bandera sea arriada.
Ya estaba pronunciado, el último desafío. Al cabo de diez minutos los cañones
podían estar tronando. Diez minutos y su cubierta podía estar salpicada de muertos y
heridos. Él mismo podía morir. El español miró al holandés y luego de nuevo a
Hornblower.
—Lamentaríamos muchísimo tener que emprender una acción más drástica,
milord.
—Estoy encantado de oírle decir eso, señor. Eso me confirma en mi decisión.
Podemos separarnos como excelentes amigos.
—Pero…
El brigadier no había pretendido que aquella última frase suya fuese interpretada
como un signo de blandura. Creía haber proferido una amenaza. La interpretación de
Hornblower le dejó sin habla durante un momento.
—Me siento exultante al ver que estamos de acuerdo, caballeros. Quizá podamos
beber a la salud de nuestros respectivos soberanos con otro vasito de este excelente

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vino, señor… ¿puedo aprovechar la oportunidad para reconocer la enorme deuda que
tiene el resto del mundo con su país por producir un caldo tan exquisito?
Dando por descontado que se retiraban les daba la oportunidad de retirarse con
dignidad. El amargo momento de admitir que se había enfrentado a ellos había
llegado y había pasado antes de que se dieran cuenta siquiera. Una vez más, el
español y el holandés intercambiaron miradas impotentes, y Hornblower aprovechó la
oportunidad para servirles más vino.
—Por su católica majestad, señor. Por su majestad el rey de Holanda.
Levantó su vaso bien alto. No podían rehusar aquel brindis, aunque la boca del
brigadier se abrió y se volvió a cerrar, luchando por encontrar palabras para expresar
sus emociones. La cortesía obligó al brigadier a completar el brindis, como
Hornblower esperaba, vaso en mano.
—Por su británica majestad.
Todos bebieron juntos.
—Ha sido una visita muy agradable, caballeros —dijo Hornblower—. ¿Otro vaso
de vino? ¿No? ¿No irán a dejarme tan pronto? Claro, supongo que tienen multitud de
deberes que reclaman su atención.
A medida que la guardia, con sus impecables guantes blancos, formaba a la
entrada del puerto, y los segundos contramaestres hacían sonar sus silbatos, y la
tripulación del buque, todavía junto a los cañones, seguía firme, como cumplido hacia
los visitantes que partían, Hornblower pudo perder un momento mirando a su
alrededor. Aquella guardia y aquellos segundos contramaestres podían haberse
enfrentado a una muerte inminente al cabo de poco tiempo, si aquella entrevista
hubiese seguido un curso más belicoso. Se merecía su gratitud, pero, por supuesto,
nunca la recibiría. Estrechando la mano al brigadier, aclaró finalmente la situación.
—Que tenga un viaje muy provechoso, señor. Espero tener el placer de volver a
verle de nuevo algún día. Navegaré hacia Kingston tan pronto como nos lo permita la
brisa de tierra.
Una de las cartas habituales de Bárbara, recibida meses después, acabó de
redondear el incidente.
El más querido de mis esposos (escribía Bárbara, como de costumbre, y como de
costumbre, Hornblower leyó aquellas palabras con una sonrisa. La carta constaba de
varios pliegos, y el primero contenía muchas cosas que interesaron a Hornblower,
pero hasta llegar al segundo, Bárbara no empezó, como solía, con sus cotilleos
sociales y profesionales).
La noche pasada tuve al lord canciller sentado a mi izquierda durante la cena, y la
verdad es que tenía muchas cosas que contar de la Bride of Abydos, y en
consecuencia, para mi gran placer, mucho que contar también de mi querido esposo.
Los gobiernos español y holandés, a través de sus ministros y embajadores,
naturalmente, han elevado protestas al secretario de exteriores, que no ha podido
hacer otra cosa que acusar recibo de sus notas y prometer que emitiría una respuesta

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posteriormente, cuando estén más claros los aspectos legales del caso. Y, en toda la
historia legal del Almirantazgo, dijo el lord canciller, nunca hubo un caso tan
complicado como éste. El asegurador alega que hubo negligencia por parte del
asegurado (espero ser capaz de expresar correctamente todos estos términos técnicos,
querido mío) porque el capitán del Helmond no dio ningún paso en el sentido de
verificar la bona fides de la Bride of Abydos, y también alegan que hubo negligencia
por parte del gobierno holandés, porque la captura tuvo lugar en el interior de las
aguas territoriales de Bonaire, y los holandeses niegan acaloradamente ambos
términos, tanto que fueran negligentes como que la captura se realizase en el interior
de sus aguas territoriales. Además, el saqueo y detención final tuvo lugar en aguas
territoriales españolas. Y parece que surgen unas complicaciones indecibles del hecho
de que tú encontrases a la Bride of Abydos abandonada por su tripulación… ¿Sabías,
querido, que al parecer es un tema de una importancia legal tremenda saber si el ancla
en realidad estaba tocando el fondo o no? En cualquier caso, no se emprenderá acción
legal ante ningún tribunal, porque nadie parece ser capaz de decidir qué tribunal tiene
jurisdicción sobre el tema (espero, querido, que concederás el crédito que se merece a
tu querida esposa por haber escuchado con atención y tomar nota mentalmente de
todas estas expresiones tan difíciles). Entre unas cosas y otras, y calculando que serán
necesarios cuatro meses como promedio para cada viaje necesario a las Indias
Occidentales para recabar pruebas en comisión, y tomando en consideración
objeciones y refutaciones y contrarrefutaciones, el lord canciller cree que al menos
pasarán treinta y siete años antes de que el caso llegue a la cámara de los lores, y vino
a decir, lanzando una risita mientras tomaba una cucharada de sopa, que nuestro
interés en este caso, por aquel entonces, se hallará ya enormemente menguado.
Pero éstas no son, ni mucho menos, las únicas noticias, queridísimo mío. Hay
algo más que me preocuparía tremendamente si no fuera por el hecho de que sé que
complacerá muchísimo a mi marido, el almirante. Tomando el té hoy mismo con lady
Exmouth (sé que tus queridos ojos se abrirán horrorizados al saber que las mujeres
están en posesión de tales secretos) he oído que sus señorías han adoptado una
postura de lo más favorable por tu actitud hacia las autoridades navales españolas y
holandesas… Queridísimo, estoy encantada, aunque la verdad es que nunca lo había
dudado… Ya se ha decidido prorrogar tu mando un año más, y mi placer al saber lo
muy complacido que te sentirás por esta confianza casi consigue disipar mi dolor al
pensar que estaremos separados más tiempo… Querido, no hay mujer alguna,
ninguna mujer en toda la faz de la tierra que pueda amarte más de lo que te amo yo a
ti, el más valeroso, sincero, valiente, atrevido e inteligente de los hombres… Pero no
debería extenderme así, porque todavía tengo que darte más noticias.
Y es que el gobierno, al parecer, siempre ha contemplado con favor el intento de
las colonias españolas de obtener su independencia, y con la mayor desaprobación la
decisión del gobierno español de reconquistarlas con tropas enviadas desde Europa.
Incluso se ha insinuado que las demás potencias, inquietas por los movimientos a

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favor de la libertad, han pensado en enviar ayuda militar a España en Sudamérica. La
victoria de Carabobo, donde el pobre señor Ramsbottom y sus cañones jugaron una
parte tan crucial, ha hecho mucho más improbable su intervención. Es un gran secreto
de estado, tan grande que sólo se menciona en susurros tomando el té, que el
gobierno británico piensa hacer una declaración para que no se permita la
intervención militar en la América Hispana. Y parece que nuestro gobierno está de
acuerdo con los americanos en este aspecto, porque se cree que el presidente Monroe
está planeando una declaración referente a una doctrina similar, y están teniendo
lugar discusiones al respecto. De modo que mi queridísimo esposo se encuentra en el
mismo centro de los asuntos del mundo, tal como ha estado siempre en el centro del
afecto más sincero de su amante esposa.

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CAPÍTULO 5

EL HURACÁN

Hornblower entró en su oficina de la Casa del Almirantazgo a las cinco y


media de la mañana, exactamente. Ahora que el verano había llegado, había
la suficiente luz diurna a aquella hora para tratar los distintos negocios, y además
hacía un tiempo muy fresco y agradable. Gerard y Spendlove, su teniente y su
secretario, le esperaban allí (pobres de ellos si no le hubiesen estado esperando), y al
verle se irguieron ambos, pero sin llegar a entrechocar los talones (porque después de
tres años con él ya sabían que su jefe desaprobaba aquella práctica) y dijeron «buenos
días, milord» casi simultáneamente, como los dos cañones de una escopeta.
—Buenos —respondió Hornblower. Todavía no se había tomado el café del
desayuno, de otro modo habría respondido con el saludo completo.
Se sentó ante su escritorio y Spendlove se inclinó por encima de su hombro con
un fajo de documentos mientras Gerard le hacía el informe matutino correspondiente.
—Las condiciones climáticas son normales, milord. La pleamar será hoy a las
once y treinta. No ha habido llegada alguna durante la noche, y nada a la vista esta
mañana desde la estación de señales. Ninguna noticia del paquebote, milord, ni
tampoco del Triton.
—Un informe bastante negativo, francamente —dijo Hornblower. Las dos últimas
frases negativas se contrarrestaban la una a la otra. El buque de su majestad Triton
traía a su sucesor para que le relevase de su mando, después de sus tres años de
nombramiento, y Hornblower no se sentía demasiado feliz por tener que dejar de ser
comandante en jefe de las Indias Occidentales; pero el paquebote traía a su mujer, a la
que no había visto durante todo aquel tiempo, y cuya llegada esperaba con ansiedad.
Ella había venido para hacer el viaje de regreso a Inglaterra con él.
—El paquebote llegará en cualquier momento, milord —dijo Gerard, conciliador.
—Su trabajo consiste en decirme las cosas que yo no sé, señor Gerard —soltó
Hornblower. Le molestaba que le tranquilizaran como si fuera un niño, y le molestaba
todavía más que su personal pensase que él era un ser tan humano que se hallaba
ansioso por ver a su mujer. Miró por encima del hombro a su secretario—. Veamos,
¿qué tiene aquí, señor Spendlove?
Spendlove arregló con rapidez los documentos que tenía en la mano.
El café matutino de Hornblower iba a aparecer en cualquier momento, y
Spendlove tenía una cosa que no quería que viera su jefe hasta que se hubiese bebido
el café.

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—Aquí están los rendimientos de los astilleros del trigésimo primero próximo
pasado, milord —le dijo.
—¿No puede decir «de final del mes pasado»? —preguntó Hornblower,
arrancándoselos de la mano.
—Sí, milord —dijo Spendlove, esperando con toda su alma que llegase pronto
aquel dichoso café.
—¿Y esto? —inquirió Hornblower, echando un vistazo a los demás documentos.
—Nada que merezca su atención especial, milord.
—¿Entonces por qué me molesta con estas cosas? ¿Y lo otro?
—Los nombramientos para el nuevo cañonero de la Clorinda, milord, y para el
tonelero del astillero.
—Su café, milord —dijo Gerard en aquel momento, con el alivio plasmado
nítidamente en su voz.
—Mejor tarde que nunca —gruñó Hornblower—. Y por el amor de Dios, no
anden zascandileando a mi alrededor. Me lo serviré yo mismo.
Spendlove y Gerad estaban haciendo espacio a toda prisa en su escritorio para que
colocasen la bandeja, y Spendlove retiró raudo la mano del asa de la cafetera.
—Demasiado caliente, maldita sea —dijo Hornblower, bebiendo un sorbo—.
Siempre está demasiado caliente.
La semana anterior había instaurado la novedad de que le llevaran el café después
de llegar él a su despacho, en lugar de esperarle con él ya hecho, porque se quejaba
de que siempre estaba frío, pero ni Spendlove ni Gerard consideraron conveniente
recordarle aquel hecho.
—Firmaré esos nombramientos —dijo Hornblower—. No es que crea que ese
tonelero se esté ganando su paga. Sus barriles se abren y se convierten en jaulas.
Spendlove extendió un poco de arena del espolvoreador encima de la tinta
húmeda de las firmas de Hornblower, y colocó a un lado los nombramientos.
Hornblower bebió otro sorbo de café.
—Aquí tiene usted su rechazo de la invitación de Crichton, milord. En tercera
persona, de modo que no es necesaria su firma.
Si se lo hubiesen dicho sólo un momento antes, Hornblower habría preguntado
por qué, en tal caso, le molestaban enseñándoselo, olvidando que había dado órdenes
él mismo de que no saliera nada en su nombre sin haberlo visto él primero. Pero dos
simples sorbitos de café ya habían conseguido algo.
—Muy bien —dijo, mirando el documento por encima y tomando de nuevo la
taza.
Spendlove vio bajar el nivel de líquido en la taza y juzgó que el momento ya era
más propicio. Dejó una carta encima del escritorio.
—De sir Thomas, milord.
Hornblower emitió un leve gruñido al cogerla. El capitán Thomas Fell, de la
Clorinda, era un individuo maniático, y una comunicación suya normalmente

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significaba problemas… problemas innecesarios, y por lo tanto habría que lamentar
algo. Pero en aquel caso no. Hornblower leyó el documento oficial y luego estiró el
cuello hacia Spendlove.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Es un caso muy curioso, según he oído decir, milord —respondió Spendlove.
Era una «carta circunstancial», una petición formal del capitán Fell para que se
celebrase una corte marcial contra Hudnutt, músico de la banda de la Infantería de la
Marina Real, por «obstinada y reiterada desobediencia a las órdenes». Un cargo tan
grave significaba la muerte, o un azotamiento tan severo que sería preferible la
muerte. Spendlove era perfectamente consciente de que su almirante detestaba los
azotamientos y los ahorcamientos.
—Los cargos han sido presentados por el tambor mayor —se dijo Hornblower.
Conocía al tambor mayor Cobb perfectamente, o al menos tanto como permitían
las circunstancias peculiares. Como almirante y comandante en jefe, Hornblower
tenía su propia banda, que estaba bajo el mando de Cobb, con nombramiento oficial.
Antes de todas las ocasiones oficiales en las cuales había que tocar música, Cobb
acudía a Hornblower para que le diera órdenes e instrucciones, y Hornblower
representaba toda la farsa de estar de acuerdo con las sugerencias que el hombre le
iba haciendo. Nunca había reconocido en público que no sabía distinguir una nota de
otra; en realidad, diferenciaba las melodías entre sí por lo saltarín o pausado de su
ritmo. Le preocupaba que esto se supiera más de lo que él deseaba.
—¿Qué quiere decir con eso de «un caso curioso», señor Spendlove? —le
preguntó.
—Creo que está implicada en el asunto la conciencia artística, milord —replicó
Spendlove, cautelosamente. Hornblower estaba sirviéndose y degustando la segunda
taza de café; aquello podía tener el efecto de demorar la ruptura del cuello del músico
Hudnutt, pensó Spendlove. Al mismo tiempo, Hornblower sentía la inevitable
irritación que resultaba de tener que escuchar un cotilleo. Un almirante, en su
espléndido aislamiento, nunca (o apenas nunca) sabía nada de lo que le sucedía al
más joven de sus subordinados.
—¿Conciencia artística? —repitió—. Hablaré con el tambor mayor esta misma
mañana. Mándele llamar ahora.
—Sí, milord.
Había recibido las indicaciones necesarias, y no pensaba rebajarse a averiguar
nada más, a menos que la entrevista con Cobb resultase infructuosa.
—Ahora, veamos ese borrador de informe, hasta que llegue.
El tambor mayor Cobb llegó al cabo de cierto tiempo, y su resplandeciente
uniforme indicaba que se había preocupado mucho por su aspecto: su casaca y
pantalones estaban recién planchados, sus botones brillaban, la faja tenía unos
pliegues impecables, el pomo de su espada brillaba como la plata. Era un hombretón
enorme con un enorme mostacho, y realizó una aparición ostentosa en la habitación,

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dando zancadas en el resonante suelo como si pesara dos veces más de lo que ya
pesaba, hizo entrechocar ruidosamente los talones al detenerse ante el escritorio y
levantó la mano realizando el saludo que estaba de moda en aquel momento entre la
infantería de Marina.
—Buenos días, señor Cobb —dijo Hornblower, suavemente. Ese «señor», igual
que la espada, indicaban que el señor Cobb era un caballero por virtud de su
nombramiento, aunque hubiese ascendido de entre las filas de los soldados.
—Buenos días, milord —la frase fue pronunciada con la misma ceremonia que
había en su saludo.
—Cuénteme algo de esos cargos contra su músico… Hudnutt.
—Bien, milord… —una mirada de soslayo de Cobb dio una pista a Hornblower.
—Por favor, déjennos —pidió Hornblower a su personal—. Déjenme a solas con
el señor Cobb.
Una vez se hubo cerrado la puerta, Hornblower se mostró todo cordialidad.
—Por favor, siéntese, señor Cobb. Ahora podrá contarme con toda tranquilidad
qué es lo que ha pasado realmente.
—Gracias, milord.
—¿Y bien?
—Ese joven, Hudnutt, milord, es un idiota, un verdadero idiota. Siento que haya
ocurrido todo esto, milord, pero se merece todo lo que le pase.
—¿Ah, sí? ¿Es un idiota, dice usted?
—Es un completo idiota, sí, milord. No digo que no sea buen músico, eso sí que
no lo discuto. No hay nadie que toque la corneta como él. Ésa es la verdad, milord.
En eso, es una verdadera maravilla. La corneta es un instrumento moderno, milord.
Sólo lleva un año en nuestras bandas, más o menos. Se toca como una trompeta, y
hay que tener los labios adecuados para ello, aunque también tiene sus pistones,
milord. Y él es buenísimo con la corneta, o lo era, milord.
Ese cambio al pasado indicó que en la opinión de Cobb Hudnutt, sea por muerte o
por discapacidad, nunca volvería a tocar la corneta.
—¿Es joven?
—Diecinueve años, milord.
—¿Y qué es lo que hizo?
—Pues fue un motín, milord, motín puro y duro, aunque sólo le he acusado de
desobediencia a las órdenes.
El motín significaba la muerte según el código militar; la desobediencia a las
órdenes significaba «muerte o una pena menor…».
—¿Y cómo ocurrió?
—Bien, milord, pues fue así. Estábamos ensayando la nueva marcha que llegó en
el último paquebote. Dondello se llama, milord. Sólo la corneta y los tambores. Y
sonaba diferente, así que hice que Hudnutt la tocara de nuevo. Me di cuenta de lo que
estaba haciendo, milord. Había un montón de si bemol accidentales en esa marcha, y

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él no tocaba los bemoles. Le pregunté por qué hacía aquello, y dijo que sonaba
demasiado dulce. Eso es lo que dijo, milord. Y está escrito en la música. Dice dolce, y
dolce significa dulce, milord.
—Lo sé —mintió Hornblower.
—Así que le dije: «toca otra vez en si, y esta vez que sean bemoles». Y él me
replica: «no puedo». Y yo le pregunto: «¿eso significa que no lo vas a hacer?». Y
entonces le digo: «te voy a dar una oportunidad más»…, aunque en realidad no tenía
por qué haberlo hecho, milord… y le especifico: «es una orden, recuérdalo». Y le doy
la entrada y empieza de nuevo, y otra vez con los si naturales. Así que le pregunto:
«¿No me has oído que te he dado una orden?», y él me responde: «sí». Así que no
podía hacer otra cosa después de aquello, milord. Llamé a la guardia e hice que le
llevaran a la cárcel militar. Y entonces presenté los cargos contra él, milord.
—¿Ocurrió todo esto con la banda presente?
—Sí, milord. Toda la banda, los dieciséis.
Desobediencia deliberada a una orden, ante dieciséis testigos. Apenas importaba
que fueran seis, o dieciséis, o sesenta: el asunto era que se había desafiado la
disciplina, y se había desobedecido deliberadamente una orden. Aquel hombre debía
morir, o bien ser azotado hasta convertirlo en un pingajo, o si no otros hombres
desafiarían también las órdenes. Hornblower sabía que ostentaba su mando con mano
férrea, pero también sabía las turbulencias que se esconden siempre debajo de la
superficie. Y sin embargo… si la orden que se hubiese desobedecido hubiese sido
algo diferente, si se hubiera tratado de una negativa a subir por una verga, digamos,
por muy peligrosa que hubiese sido la situación, Hornblower no habría dedicado ni
un solo pensamiento al tema, a pesar de que detestaba la crueldad física. Aquel tipo
de orden debía ser obedecida al instante. «Conciencia artística», había dicho
Spendlove. Hornblower no tenía ni idea de la diferencia que había entre un si natural
y un si bemol, pero comprendía que aquello podía ser importante para algunas
personas. Un hombre podía verse tentado a negarse a hacer algo que ofendiese su
sensibilidad artística.
—Supongo que el hombre estaba sobrio, ¿no? —preguntó de repente.
—Tan sobrio como usted y yo, milord.
Otra idea cruzó por la mente de Hornblower.
—¿Existe alguna posibilidad de que hubiese algún error de impresión en la
partitura? —inquirió. Estaba aventurando cosas sobre un tema que no conocía.
—Bueno, milord, sí que existen tales cosas. Pero soy yo quien debe decir si hay
un error de impresión o no. Y aunque él supiera leer música, no sé si conoce las
letras, milord, así que no creo que sepa leer italiano, pero el caso es que allí pone
dolce, lo dice, en la partitura oficial, milord.
A ojos de Cobb, aquello agravaba aún más la ofensa, si es que era posible tal
cosa. No sólo habían desobedecido su orden directa, sino que Hudnutt no había
respetado las instrucciones escritas enviadas por quien quiera que fuese responsable

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en Londres de enviar la música a las bandas de marina. Cobb era primero marino, y
luego músico; Hudnutt a lo mejor era primero músico y luego marino. Pero (según
tuvo que recordarse Hornblower a sí mismo severamente), aquello hacía más
necesaria aún la condena de Hudnutt. Un marinero tenía que ser marinero antes y por
encima de todo. Si los marineros empezaban a elegir si eran marineros o no, el
regimiento real dejaría de ser un cuerpo militar, y era su deber que siguiera siéndolo.
Hornblower estudió atentamente la expresión de Cobb. El hombre decía la
verdad, al menos tal como la veía él. No distorsionaba voluntariamente los hechos
debido a prejuicios personales o como resultado de alguna enemistad antigua. Si en
su acción, y su forma de informar sobre ella, se había visto influido por los celos o
por una crueldad natural, no era consciente de ello. Una corte marcial se sentiría
impresionada por su fiabilidad como testigo. Y se mantenía imperturbable bajo la
mirada inquisitiva de Hornblower.
—Gracias, señor Cobb —dijo éste, al fin—. Me alegro de haber escuchado una
explicación tan clara de los hechos. Eso es todo, por el momento.
—Gracias, milord —respondió Cobb, levantando instantáneamente su enorme
corpachón de la silla con una asombrosa mezcla de agilidad y rigidez militar.
Entrechocó una vez más los talones y su mano se alzó de nuevo para saludar; se
volvió con precisión de desfile y salió marchando de la habitación con unos pasos
que resonaban tan precisos y medidos como si los controlara un metrónomo.
Gerard y Spendlove volvieron a la habitación y encontraron a Hornblower
mirando al vacío, pero éste desechó al momento sus preocupaciones. Sus
subordinados no podrían detectar nunca si le conmovían los sentimientos humanos
relacionados con un asunto puramente administrativo.
—Redacte una respuesta para sir Thomas para que yo la firme, por favor, señor
Spendlove. Puede ser un simple acuse de recibo, pero añada que no existe la
posibilidad de llevar a cabo una acción inmediata, porque no puedo reunir el número
necesario de capitanes en estos momentos, con tantos buques lejos.
Excepto en casos de emergencia, la corte marcial en la que se dictaban sentencias
de muerte no podía ser convocada a menos que hubiese siete capitanes y
comandantes disponibles como jueces. Aquello le daba tiempo para considerar la
acción que cabía emprender.
—Ese hombre debe de estar en la prisión de los astilleros, supongo —continuó
diciendo Hornblower—. Recuérdeme que le vea un momento de camino hacia los
astilleros, hoy.
—Sí, milord —dijo Gerard, cuidando mucho de no traicionar la sorpresa de que
un almirante concediera tiempo para visitar a un marinero amotinado.
Pero no estaba demasiado lejos del camino de Hornblower. Cuando llegó el
momento, fue andando lentamente a través del hermoso jardín de la casa del
Almirantazgo, y Evans, el marinero tullido que hacía de jardinero mayor, llegó
cojeando a toda prisa para abrir la cancela de la empalizada de quince pies que

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protegía el arsenal de los ladrones, en aquella zona donde dividía el jardín del
Almirantazgo del arsenal.
Evans se quitó el sombrero y fue haciendo reverencias sin parar junto a la
cancela, con la coleta bamboleándose a su espalda, y su oscura cara abierta por una
sonrisa radiante.
—Gracias, Evans —dijo Hornblower, pasando al otro lado.
La prisión se erguía en un extremo del arsenal, aislada. Era un pequeño edificio
en forma de cubo construido con troncos de caoba colocados diagonalmente, de
forma curiosa, probablemente más de una capa. Estaba techado con hojas de palma
de una yarda o más de espesor, cosa que al menos ayudaría a mantener el interior
fresco, bajo aquel sol llameante. Gerard había corrido hacia la puerta, adelantándose a
él (Hornblower sonreía al pensar en el saludable sudor que aquel ejercicio le
produciría) para hablar con el oficial de guardia y pedirle la llave de la prisión, y
Hornblower esperó mientras abrían el candado y vio la oscuridad que reinaba en el
interior. Hudnutt se había puesto de pie al oír la llave, y cuando salió a la luz, vio que
era lastimosamente joven, y que sus mejillas apenas mostraban trazas de barba. Iba
desnudo, excepto un taparrabos, y el oficial de guardia chasqueó la lengua, molesto.
—Póngase algo de ropa y adecéntese —gruñó, pero Hornblower le detuvo.
—No importa. Tengo poco tiempo. Quiero que este hombre me cuente por qué
está aquí con esas acusaciones. Así que les ordeno que se retiren donde no puedan
oírnos.
A Hudnutt le había cogido por sorpresa aquella súbita visita pero, de todos
modos, resultaba obvio que era una persona en perpetuo estado de zozobra. Guiñó los
grandes ojos azules bajo la luz del sol y retorció su cuerpo larguirucho, incómodo.
—¿Qué ocurrió? Dígamelo —dijo Hornblower.
—Bien, señor…
Hornblower tuvo que sonsacarle la historia, pero poco a poco fue confirmando
todo lo que había dicho Cobb.
—No podía tocar aquella música, señor, por nada del mundo.
Los ojos azules miraron por encima de Hornblower, hacia el infinito; quizá viesen
algo que resultaba invisible para el resto del mundo.
—Es usted un idiota por desobedecer una orden.
—Sí, señor. A lo mejor es eso, señor.
El espeso acento de Yorkshire con el que hablaba Hudnutt sonaba extrañísimo en
aquel entorno tropical.
—¿Por qué se alistó usted?
—Por la música, señor.
Le costó muchas preguntas sacarle toda la historia. Un chaval de un pueblecito de
Yorkshire, que pasaba bastante hambre. Un regimiento de caballería que pasa por allí,
en los últimos años de la guerra. La música de aquella banda fue como un milagro
para el niño, que no había oído música alguna salvo la de los gaiteros itinerantes en

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sus diez años de edad. De repente, se dio cuenta de que tenía (porque no se la creó,
sino que ya existía) una espantosa y abrumadora necesidad. Todos los niños del
pueblo corrían en torno a la banda (Hudnutt sonrió con ingenuidad al contar aquello)
pero nadie con tanta persistencia como él. Los trompetistas pronto se fijaron en él y
se burlaron de sus infantiles comentarios sobre la música, pero también se fueron
riendo con más simpatía cada vez, a medida que pasaba el tiempo. Luego le dejaron
que probara a soplar en sus instrumentos, le enseñaron cómo poner los labios, y se
sintieron impresionados por el resultado final. El regimiento volvió después de
Waterloo, y durante dos años más el niño continuó aprendiendo, aunque aquellos
fueron los tiempos de hambre que siguieron a la paz, cuando tenía que haber estado
espantando pájaros o quitando pedruscos de los campos desde el amanecer hasta la
noche.
Y entonces el regimiento fue trasladado y siguieron los años de hambruna, y el
niño labriego empezó a manejar el arado, añorando aún la música, pero una trompeta
costaba más que el salario de un año entero de un hombre. Entonces llegó un
paréntesis delicioso (de nuevo la encantadora sonrisa) cuando se unió a una troupe
teatral ambulante como músico y para hacer pequeños trabajos. Así es como aprendió
a leer música, aunque no conocía la palabra escrita. Se llenaba el estómago tan a
menudo como siempre y un corral era para él un lecho lujoso. Aquellos fueron unos
meses de picaduras de pulgas por la noche y de caminatas que reventaban los pies
durante el día, y todo acabó cuando la troupe le dejó atrás porque se puso enfermo.
Aquello ocurrió en Portsmouth, y resultó inevitable que, hambriento y débil, fuera
recogido por un sargento de leva de la Marina que pasaba por las calles acompañado
de una banda. Su alistamiento coincidió con la introducción de la corneta a pistones
en la música militar, y lo siguiente que le ocurrió fue que le enviaron a las Indias
Occidentales para ocupar su lugar en la banda del comandante en jefe, bajo la
dirección del tambor mayor Cobb.
—Ya comprendo —dijo Hornblower. Y lo veía muy claro, en realidad.
Seis meses con una troupe de saltimbanquis ambulantes no eran una preparación
demasiado adecuada para la dura disciplina de la infantería de Marina, aquello era
obvio, pero también podía adivinar el resto, la sensibilidad del chico hacia la música,
que era la causa real de todo el problema. Volvió a mirarle buscando una idea que
sirviera para resolver aquella situación.
—¡Milord! ¡Milord! —irrumpió de pronto Gerard, metiéndole prisa—. Avisan de
que llega el paquebote, milord. ¡Se ve la bandera en el puesto del vigía!
¿El paquebote? Bárbara vendría a bordo. No la había visto desde hacía tres años,
y llevaba tres semanas sin hacer otra cosa que esperarla, minuto a minuto.
—Que venga mi bote. Ya voy —dijo.
Una ola de excitación borró sus preocupaciones sobre el asunto de Hudnutt.
Estuvo a punto de correr detrás de Gerard, pero luego dudó. ¿Qué podía decir en dos
segundos a un hombre que esperaba un juicio en el que se decidiría su vida? ¿Qué

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podía decir, cuando él mismo estaba exultante de felicidad, a aquel pobre hombre
enjaulado como un animal, como un buey indefenso que esperaba al carnicero?
—Adiós, Hudnutt —fue lo único que pudo articular, y le dejó allí de pie, mudo…
Oyó el ruido de las llaves al girar de nuevo en el cerrojo, mientras corría detrás de
Gerard.
Ocho remos se clavaron en el agua, pero por mucha velocidad que imprimiesen
los remeros a la bamboleante barcaza, nada bastaba para satisfacerle. Allá estaba el
bergantín, con las velas aparejadas para captar los primeros y vacilantes soplos de la
brisa marina. Había una mancha blanca en su costado, una figurita blanca… Era
Bárbara, que agitaba su pañuelo. La barca voló sobre el mar y Hornblower subió a
toda prisa por las cadenas y, de pronto, allí estaba Bárbara, entre sus brazos; allí
estaban los labios de ella, apretados contra los suyos de nuevo, y el sol del atardecer
brillando sobre los dos. Al fin pudieron separarse y mirarse el uno al otro, y Bárbara
levantó las manos y le arregló el cuello, colocándoselo bien recto, y entonces él
comprendió que de verdad estaban juntos de nuevo, porque el primer gesto que hacía
Bárbara al verle siempre era el de arreglarle el cuello.
—Qué guapo estás, cariño —exclamó ella.
—¡Tú también estás muy guapa!
Tenía las mejillas tostadas por el sol, después de pasar un mes entero en el mar.
Bárbara nunca se preocupaba por conservar la blancura cremosa que distinguía a la
dama ociosa de la lechera o la pastorcilla. Y ambos rieron de buena gana, de pura
felicidad, antes de volver a besarse de nuevo y separarse por fin.
—Querido, éste es el capitán Knyvett, que me ha cuidado con gran amabilidad
durante todo el viaje.
—Bienvenido a bordo, milord. —Knyvett era un hombre bajito y recio, con el
pelo gris—. Pero imagino que no querrá permanecer mucho tiempo con nosotros el
día de hoy.
—Ambos seremos pasajeros suyos cuando vuelva a zarpar de nuevo —dijo
Bárbara.
—Si es que llega mi relevo —repuso Hornblower, y añadió, dirigiéndose a
Bárbara—: El Triton no ha llegado todavía.
—Pasarán dos semanas enteras antes de que estemos preparados para hacernos a
la mar de nuevo, milord —dijo Knyvett—. Confío en que podamos tener el placer de
su compañía y la de la señora.
—Espero sinceramente que sí, desde luego —dijo Hornblower—. Mientras tanto,
de momento vamos a dejarle. Espero que venga a cenar a la casa del Almirantazgo
tan pronto como tenga algo de tiempo. ¿Podrás bajar al bote, querida?
—Por supuesto —exclamó Bárbara.
—Gerard, quédese a bordo y ocúpese del equipaje de la señora.
—Sí, milord.
—No he tenido tiempo ni siquiera de decirle hola, Gerard —dijo Bárbara,

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mientras Hornblower la conducía hacia las cadenas.
Bárbara no llevaba miriñaque; ya sabía lo suficiente de barcos como para
prescindir de aros en el vestido. Hornblower se dejó caer a la cámara del bote y un
gruñido procedente del timonel en la caña hizo que los ojos de la tripulación se
volvieran al unísono hacia el costado del mar, para no ver nada que no debieran ver.
Mientras, Knyvett y Gerard arrojaron a Bárbara a los brazos de Hornblower, entre un
revuelo de enaguas.
—¡Adelante!
El bote salió disparado del costado del buque, por encima de las azules aguas,
hacia el muelle de la casa del Almirantazgo, con Bárbara y Hornblower cogidos de la
mano en la cámara.
—Encantador, cariño —dijo Bárbara, mirando a su alrededor cuando por fin
desembarcaron—. La vida de un comandante en jefe transcurre en lugares muy
agradables.
Bastante agradables, admitió para sí Hornblower, si no fuera por la fiebre
amarilla, los piratas, las crisis internacionales, los marineros temperamentales que
esperan juicio y todo lo demás, pero no era el momento adecuado para mencionar
tales cosas. Evans, renqueando con su pierna de madera, les saludaba en el muelle, y
Hornblower comprendió que aquel hombre se convirtió en esclavo de Bárbara de por
vida en el mismo momento en que se la presentó.
—Debe llevarme usted a hacer una visita a los jardines en cuanto tenga un
momento libre —le dijo Bárbara.
—Sí, claro, señora. Por supuesto, señora.
Ambos fueron caminando hacia la casa. Era una ocupación delicada ir
enseñándoselo todo a Bárbara y presentarle a todo el personal, porque la casa donde
residía Hornblower se gobernaba mediante unas normas emitidas desde el
Almirantazgo. Alterar el sitio de un solo mueble o cambiar el estatus de uno solo de
los marineros que trabajaban allí era algo que Bárbara no podía hacer. Ella no era más
que un huésped en aquella casa, y como tal se la toleraba, y a duras penas.
Ciertamente, ardería en deseos de cambiar los muebles de sitio y reorganizar todo el
personal, pero se vería condenada a la frustración.
—Parece ser, querido —exclamó Bárbara—, que mi estancia aquí va a ser breve.
¿Cómo de breve?
—Hasta que llegue Ransome con el Triton —respondió Hornblower—. Ya
deberías saber eso, cariño, considerando la cantidad de cotilleos que has estado
recogiendo de lady Exmouth y las demás.
—Sí, pero todavía lo tengo todo un poco confuso. ¿Cuándo expira tu
nombramiento?
—Legalmente, acabó ayer. Pero continúo al mando hasta que Ransome me releve
legalmente, cuando llegue. El Triton ha hecho un camino muy largo.
—¿Y cuando llegue Ransome?

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—Recibirá el mando de mis manos y, por supuesto, se trasladará a esta casa. Su
excelencia nos ha invitado a ser sus huéspedes en la residencia del gobernador hasta
que viajemos a casa, cariño.
—Ya. ¿Y si Ransome llega tan tarde que perdemos el paquebote?
—Entonces tendremos que esperar al siguiente. Espero que no sea así. Resultaría
muy incómodo.
—¿Tan mala es la residencia del gobernador?
—Es tolerable, querida. Pero yo pensaba en Ransome. A ningún comandante en
jefe recién llegado le gusta que su antecesor se quede remoloneando por ahí.
—Y criticando todos sus actos, por supuesto. ¿Lo harías, cariño?
—No sería humano si no lo hiciese.
—Y yo sé muy bien que tú eres muy humano, querido —dijo Bárbara, alzando
una mano para acariciarle. Ahora estaban en el dormitorio, alejados de la vista de
sirvientes y personal diverso, y pudieron mostrarse humanos durante unos preciosos
momentos, hasta que sonó un fuerte golpe en la puerta anunciando la llegada de
Gerard y el equipaje, y pegado a los talones de éste, Spendlove, con una nota para
Bárbara.
—Una nota de bienvenida de su excelencia la gobernadora, querido —explicó
Bárbara, una vez la hubo leído—. Nos invitan a cenar en famille.
—Es lo que esperaba, justamente —dijo Hornblower, y luego, mirando en torno,
para ver si Spendlove se había retirado—, y lo que temía también.
Bárbara le sonrió con aire conspirador.
—Ya llegará nuestro momento —dijo.
Tenían tantas cosas de las que hablar, tantas noticias que contarse… Las largas
cartas que se habían intercambiado durante los tres años de separación necesitaban
ampliaciones, y explicaciones y, además, Bárbara llevaba cinco semanas en alta mar
sin noticia alguna. Después, el segundo día, mientras cenaban juntos, en la
conversación surgió una mención a Hudnutt. Hornblower le explicó la situación
brevemente a su mujer.
—¿Le vas a someter a un consejo de guerra? —preguntó Bárbara.
—Es bastante probable, cuando consiga reunir un tribunal.
—¿Y cuál crees que será el veredicto?
—Culpable, por supuesto. No hay duda alguna al respecto.
—No, no quería decir el veredicto, sino la sentencia. ¿A qué le condenarán?
Bárbara podía hacer preguntas como aquélla, y aun expresar su opinión respecto
al cumplimiento de los deberes oficiales de su marido, ya que él le había mencionado
el tema.
Hornblower citó el código militar que había regulado su vida oficial durante casi
treinta años.
—Toda persona que cause tal ofensa, habiendo sido hallada culpable por la
sentencia de un tribunal militar, sufrirá muerte o castigo menor adecuado a la

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naturaleza y grado de la ofensa que la corte marcial determine que merece.
—No será cierto eso, ¿verdad, querido? —los grises ojos de Bárbara se abrieron
como platos—. ¿Muerte? Pero también has dicho «castigo menor». ¿Qué es eso?
—Ser azotado. Quinientos azotes.
—¿Quinientos azotes? ¿Por tocar un si natural en lugar de un si bemol?
Eso era exactamente lo que se podía esperar que dijese una mujer.
—Querida, el cargo que se le imputa no es ése. Es desobediencia deliberada a las
órdenes recibidas.
—Pero si es un asunto sin importancia.
—Querida, la desobediencia a las órdenes nunca es un asunto sin importancia.
—¿Azotarías a un hombre hasta la muerte porque no quiere tocar un si bemol?
¡Qué forma tan sangrienta de saldar las cuentas!
—No se trata de saldar ninguna cuenta, querida. El castigo se inflige para impedir
que otros hombres desobedezcan las órdenes. No es ninguna venganza.
Pero, de una forma muy femenina, Bárbara se empecinó en su postura, aunque
hubiese tenido que dar su brazo a torcer por la fría lógica.
—Pero si le cuelgas… o le haces azotar, que es lo que espero, nunca más volverá
a tocar un si natural. ¿Y qué se saca con eso?
—Es por el bien del servicio, querida…
Hornblower, por su parte, estaba manteniendo una postura que sabía que no era
demasiado justificable, pero la vehemencia de Bárbara hacía que se acalorase aún
más en defensa de su amado servicio.
—En Inglaterra oirán hablar de esto —dijo Bárbara, y entonces se le ocurrió una
nueva idea—. Puede apelar, ¿no? ¿No puede?
—En casa, sí que podría hacerlo. Pero yo soy comandante en jefe de una estación
extranjera, y mi decisión no admite apelaciones.
Unas palabras aleccionadoras. Bárbara miró a aquel hombre que estaba frente a
ella, convertido súbitamente de tierno, amante y sensible marido en un ser
todopoderoso, que ostentaba el poder sobre la vida y la muerte. Y supo que ella no
podía, y no debía, explotar su posición privilegiada como esposa para influir en la
decisión de él. No por el bien del servicio, sino por el bien de su propia felicidad
conyugal.
—¿Y será pronto el juicio? —preguntó. El cambio que se había operado en ella se
transparentaba en su tono.
—En cuanto pueda reunir un tribunal. No resulta conveniente posponer los
asuntos disciplinarios. Si un hombre se amotina el lunes, debe ser juzgado el martes y
colgado el miércoles. Pero no hay suficientes capitanes disponibles. El capitán del
Triton, cuando llegue Ransome, completará el número necesario, aunque entonces ya
estaré relevado del mando, y el tema estará fuera de mi poder. Sin embargo, si la
Flora llega antes (la he enviado a la costa del Golfo), entonces el responsable aún
seré yo.

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—Ya lo comprendo, querido —dijo Bárbara, sin quitar los ojos del rostro de él.
Antes siquiera de que hablase, ella ya sabía que iba a decir algo que modificaría la
dureza de lo que había dicho hasta el momento.
—Naturalmente, todavía no me he decidido, querida —continuó—. Pero existe
una posibilidad que todavía estoy sopesando.
—¿Ah, sí? —musitó ella, apenas con un susurro.
—La confirmación de la sentencia sería el último acto de mi mando. Eso podría
representar una excusa… quiero decir, una razón. Podría conmutar la sentencia como
acto de clemencia, en reconocimiento por la buena conducta del escuadrón durante el
período en que yo he ostentado su mando.
—Sí, querido. ¿Y si se da el caso de que Ransome llegue antes que la Flora?
—Entonces no puedo hacer nada, salvo…
—¿Salvo…?
—Puedo sugerirle a Ransome que empiece su mandato con un acto de clemencia.
—¿Y lo haría?
—Sé poca cosa de Ransome, querida. No podría decirlo.
Bárbara abrió la boca para hablar. Iba a decir: «¿pensará acaso que un si bemol es
más importante que la vida de un hombre?», pero justo a tiempo cambió la frase. Dijo
otra cosa que también tenía en la punta de la lengua, y desde hacía mucho rato.
—Te quiero, cariño —dijo.
De nuevo sus ojos se encontraron, y Hornblower sintió que la pasión que sentía
fluía y se unía a la de ella, como dos ríos desbordados. Sabía perfectamente que todo
lo que él había dicho de disciplina y ejemplo no había producido efecto alguno a la
hora de cambiar la opinión de Bárbara; una mujer (más que un hombre), convencida
contra su voluntad, seguía manteniendo sus opiniones. Pero Bárbara no había dicho
nada de eso; había dicho otra cosa distinta… y algo (como siempre) más adecuado
para la ocasión. Y ni una sola variación en su tono, ni la más ligera elevación de una
ceja habían introducido en la conversación la alusión al hecho de que él era incapaz
de apreciar la música. Una mujer menos inteligente habría usado ese argumento,
considerando que era relevante para el tema. Ella, sin embargo, sabía que él no
captaba los tonos musicales, y él sabía que ella lo sabía, y ella sabía que él lo sabía, y
así hasta el infinito, pero nunca había existido la necesidad de que él admitiera ese
defecto o de que ella admitiera ese conocimiento, y por eso la amaba.
A la mañana siguiente tuvo que recordar que como comandante en jefe de las
Indias Occidentales, aunque estuviera esperando el relevo, todavía tenía deberes que
cumplir, por mucho que su mujer acabara de reunirse con él. Pero era delicioso que
Bárbara le acompañara por los jardines de la casa del Almirantazgo, mientras él se
dirigía a la portezuela en la alta empalizada del arsenal. Fue un poco desafortunado
que en el momento en que Evans estaba abriendo la puerta apareciese Hudnutt por el
otro lado de la empalizada, haciendo ejercicio. Iba marchando arriba y abajo entre
una hilera de marineros, bajo el mando de un cabo. La escolta iba con su uniforme de

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desfile, con las bayonetas montadas, y Hudnutt sin sombrero, como debe ir un
prisionero acusado de graves cargos.
—¡Prisionero y escolta… alto! —aulló el cabo, al ver al almirante—. ¡Escolta,
presenten… armas!
Hornblower recibió el saludo formalmente, se volvió y se despidió de su mujer.
—¡Escolta, armas al hombro, ar! —chilló el cabo, a la manera de la marina, como
si la escolta se hubiese encontrado en el extremo más alejado del patio, y no a dos
pasos de donde estaba él.
—¿Es ése el músico… Hudnutt, querido? —preguntó Bárbara.
—Sí —respondió Hornblower.
—¡Prisionero y escolta, vista a la derecha, marchen, ar! —vociferó el cabo, y el
grupito inició la marcha. Bárbara los vio alejarse. Podía mirar, ahora que Hudnutt
estaba de espaldas y no se daba cuenta. Antes se había reprimido para no mirar al
hombre que pronto sería sometido a un juicio en el que se jugaba la vida. El pulido
uniforme de marino no podía ocultar el cuerpo larguirucho y poco desarrollado, y el
sol brillaba libremente sobre el pelo rubio.
—Pero si no es más que un muchacho… —murmuró Bárbara.
Podía ser otro hecho irrelevante si se trataba de discutir con su marido en lo que
concernía a su deber. Tuviera diecisiete años o setenta, un hombre que está sometido
a la disciplina militar debe cumplir las órdenes.
—No es muy viejo, querida, es verdad —accedió Hornblower.
Y besó la mejilla que Bárbara le ofrecía. No estaba seguro de que un almirante de
uniforme pudiera besar a su mujer para despedirse de ella en presencia de sus
inferiores, pero Bárbara no tenía duda alguna al respecto. La dejó allí, de pie, junto a
la verja, cotorreando con Evans y contemplando el hermoso jardín que se extendía a
un lado de la empalizada y el atareado muelle que corría al otro.
La presencia de su mujer le encantaba, aunque significase que sus actividades se
vieran muy incrementadas. Los siguientes dos o tres días supusieron un considerable
entretenimiento. Toda la sociedad de la isla quería sacar el mayor partido posible de
la presencia de la esposa de un almirante, que además era noble y con la sangre más
azul que se pudiera imaginar. Para Hornblower, que contemplaba con pesar el
próximo final de su período de mando, era un poco como para los aristócratas durante
la Revolución Francesa, bailando mientras los iban llamando a la guillotina, pero
Bárbara parecía disfrutar de todo aquello, quizá porque llevaba cinco aburridas
semanas en alta mar y se enfrentaba a la perspectiva de pasar otras cinco más.
—Has bailado muchísimo con el joven Bonner, querida —le dijo a su mujer
cuando volvían a casa de nuevo después de la fiesta del gobernador.
—Es muy buen bailarín —observó ella.
—Y un poco malvado también, creo —replicó Hornblower—. Nunca se le ha
podido probar nada, pero hay muchas sospechas… contrabando, tráfico de esclavos,
todo eso.

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—Estaba invitado en casa del gobernador —protestó Bárbara.
—No hay ninguna prueba, como te digo. Pero en el desempeño de mi cargo me
he interesado muchas veces por las actividades de esos barcos de pesca que tiene. A
lo mejor un día de estos resulta que has estado bailando con un delincuente, cariño.
—Los delincuentes resultan más divertidos que los secretarios militares —sonrió
Bárbara.
La actividad de Bárbara era asombrosa. Después de pasar toda la noche de
diversión, se iba a cabalgar durante el día, y a Hornblower le parecía estupendo que
lo hiciera, porque siempre había jóvenes dispuestos y ansiosos por hacer de escolta de
lady Hornblower, viendo que él tenía que atender a sus asuntos y que, de todos
modos, no le gustaban nada los caballos. Era muy divertido observar la adoración sin
recato que recibía ella de todo el mundo, desde su excelencia o los jovencitos que
cabalgaban a su lado hasta el jardinero, Evans, o todos aquellos con quienes se
relacionaba.
Bárbara estaba una mañana fuera cabalgando, antes de que el día se hiciera
demasiado caluroso, cuando llegó un mensajero a Hornblower, a la casa del
Almirantazgo.
—Mensaje del capitán, milord. Señales de la Triton. Se dirige hacia aquí con buen
viento.
Hornblower se quedó un momento quieto. Aunque llevaba un mes esperando
recibir aquel mensaje en cualquier momento, no estaba preparado todavía para
asimilar todo su impacto.
—Muy bien. Mis saludos al capitán, y dígale que ya voy.
Así que aquél era el fin de sus tres años como comandante en jefe. Ransome se
haría cargo del mando posiblemente aquel mismo día, o con toda seguridad al día
siguiente, y él quedaría a media paga y tendría que volver a casa. Una extraña mezcla
de pensamientos invadió su mente mientras se dirigía a reunirse con Ransome. El
joven Richard, a punto de ingresar en Eton; la idea de un helado invierno en
Smallbridge; la auditoría de sus cuentas finales… Hasta que estaba de camino hacia
el bote no recordó que por fin se vería relevado de la necesidad de adoptar una
decisión en el caso Hudnutt.
La Triton no ostentaba la insignia de almirante, porque Ransome, legalmente, no
tenía el mando hasta que le hubiese relevado. Los saludos, por el momento, eran un
simple reconocimiento de que la Triton se unía al comando de las Indias
Occidentales. Ransome era un hombre robusto, con las tupidas patillas que estaban
entonces de moda más grises que negras. Llevaba una pequeña condecoración de
caballero de Bath, insignificante, comparada con la gran cruz de Hornblower. Si
sobrevivía a aquel nombramiento sin grandes escándalos podía esperar que le
nombraran sir. Le presentó a su capitán, Coleman, a quien Hornblower no conocía
demasiado, y luego se dedicó a escuchar atentamente las explicaciones que le daba
Hornblower de los arreglos realizados hasta el presente y los planes para el futuro.

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—Asumiré el mando mañana —decidió Ransome.
—Eso nos dará tiempo para preparar el ceremonial completo —accedió
Hornblower—. En tal caso, señor, ¿querría pasar la noche en la residencia del
gobernador? Creo que le esperan allí para ponerse a sus órdenes, si lo cree
conveniente.
—No hay necesidad de trasladarse dos veces —dijo Ransome—. Pasaré la noche
aquí, a bordo.
—La casa del Almirantazgo estará lista para acogerle mañana, por supuesto,
señor. ¿Quizá desee hacernos el honor de su compañía en la cena de esta noche?
Podría darle alguna información con respecto a la situación que tenemos aquí.
Ransome dirigió a Hornblower una mirada cargada de sospechas. No deseaba que
su predecesor le avasallara con decisiones políticas ya tomadas. Pero la sugerencia,
claro está, era muy sensata.
—Será un gran placer. Se lo agradezco mucho, milord.
Hornblower dio un paso lleno de tacto, con tal de disipar las sospechas del otro.
—El paquebote en el que vamos a tomar pasaje mi mujer y yo hacia Inglaterra ya
está preparado para hacerse a la mar, señor. De hecho zarparemos en él dentro de
unos días solamente.
—Muy bien, milord —dijo Ransome.
—Entonces, le repito mi bienvenida, señor, y me despido. ¿Le esperamos a las
cuatro en punto? ¿O cree que es más adecuado en otro momento?
—Las cuatro en punto me parece perfecto —convino Ransome.
«El rey ha muerto, viva el rey», pensó Hornblower, de vuelta a casa. Mañana le
sustituirían, y sería un simple oficial a media paga. El esplendor y la dignidad de
comandante en jefe se transferirían a Ransome. Encontró aquella idea un poco
irritante. También le había resultado irritante tener que adoptar una educada pose de
deferencia hacia Ransome, y pensaba que Ransome podía haber sido más educado al
corresponderle. Dio rienda suelta a esos sentimientos al explicarle la entrevista a
Bárbara, pero se contuvo al ver que ella esbozaba una mueca divertida y arqueaba las
cejas.
—Eres un bobo encantador, cariño mío —dijo Bárbara—. ¿De verdad no se te
ocurre ninguna posible explicación?
—No, me temo que no —exclamó Hornblower. Bárbara se acercó a él y le miró a
los ojos.
—No es raro que te ame tanto —musitó—. ¿No comprendes que ningún hombre
puede sentirse a gusto al tener que reemplazar nada menos que a Hornblower? Tu
período de mando ha tenido un éxito clamoroso. Has puesto el listón tan alto que
Ransome lo tendrá muy difícil para llegar a él. Se podría decir que está celoso, que
siente envidia… y lo ha demostrado.
—No puedo creer que sea eso —refunfuñó Hornblower.
—Y yo te amo porque no lo crees —dijo Bárbara—. Te lo explicaría de cien

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maneras distintas, si no fuera porque tengo que ir a ponerme el mejor vestido que
tengo para ganarme el corazón del almirante Ransome.
Ransome era un hombre de muy buena presencia, a pesar de su corpulencia y sus
patillas, y Hornblower realmente no había apreciado aquel hecho en su primer
encuentro. Sus modales eran algo más cordiales en presencia de Bárbara, cosa que
podía deberse al efecto de la personalidad de lady Hornblower o también, a lo mejor,
al hecho de que ella era una persona de enorme influencia en los círculos políticos.
Hornblower hizo lo que pudo para aprovecharse de esa mayor cordialidad de
Ransome. Le pasó el vino, dejó caer como por casualidad algunas informaciones
útiles respecto a las condiciones de las Indias Occidentales (como por descuido, para
que Ransome no sospechara que estaba tratando de influir en sus futuras decisiones
políticas) y datos que el futuro comandante en jefe podía aprovechar y atesorar con
una sonrisa por la despreocupación con que los mencionaba Hornblower. Pero la cena
no fue un éxito completo. Había una cierta tensión.
Y cuando la velada se acercaba a su final, Hornblower fue consciente de que
Bárbara le dirigía una intensa mirada. Fue sólo una mirada breve. Ransome no pudo
darse cuenta de ello, pero Hornblower lo comprendió todo. Bárbara le refrescaba la
memoria sobre aquel asunto que tanto le importaba. Esperó un momento adecuado en
la conversación y mencionó el tema.
—Ah, por cierto —dijo—, tenemos pendiente un consejo de guerra. Un músico
de la banda…
Y siguió contándole a Ransome las circunstancias del caso, de forma ligera. Era
consciente, aunque su sucesor no lo notara, de que Bárbara estudiaba con gran interés
la expresión de Ransome a medida que avanzaba el relato.
—Repetida y deliberada desobediencia a una orden legítima —Ransome repetía
las palabras de Hornblower—. Incluso podría hablarse de motín.
—Sí, es cierto —accedió Hornblower—. Pero se trata de un caso curioso. Me
alegro de que sea usted quien deba tomar la decisión que atañe a este caso, y no yo.
—Me parece que las pruebas resultan claras e incontrovertibles.
—Sin duda. —Hornblower sonrió con esfuerzo, consciente telepáticamente de la
intensidad del interés de Bárbara—. Pero las circunstancias son un tanto inusuales.
La pétrea expresión del rostro de Ransome resultaba muy desalentadora.
Hornblower sabía que la situación era desesperada. Habría abandonado todo esfuerzo
si no hubiese sido porque Bárbara estaba allí, pero resultó inútil.
—Si el juicio se hubiese celebrado durante el período de mi mandato, yo (aunque
naturalmente, no me había decidido) podría haber conmutado la sentencia como
reconocimiento de la buena conducta del escuadrón.
—¿Ah, sí? —dijo Ransome. El desinterés con que lo dijo resultaba evidente, pero
Hornblower insistió.
—Se me había ocurrido que quizá podría encontrar usted que ésta es una ocasión
favorable para mostrar clemencia, dado que es su primer acto oficial.

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—La decisión es mía.
—Por supuesto —aceptó Hornblower.
—Y no creo que tome una decisión semejante, naturalmente. No debo consentir
que el escuadrón piense que seré indulgente en temas de disciplina. No puedo
permitir que mi mando sea poco estable desde el principio.
—Por supuesto —repitió Hornblower. Veía que era inútil seguir argumentando
más, y decidió salir con dignidad del atolladero—. Usted es el mejor juez de todos,
dadas las circunstancias, y el único juez.
—Debo dejarles ya, caballeros, para que tomen su vino tranquilamente —dijo
entonces Bárbara, de pronto. Hornblower la miró un momento y vio que su expresión
helada se derretía en la sonrisa que conocía tan bien—. Le deseo muy buenas noches,
almirante. Haré todo lo que esté en mi mano (en tanto las normas de la Marina lo
permitan, claro está) para dejarle esta casa en perfectas condiciones y que pueda
tomar posesión de ella mañana, y espero que se sienta muy a gusto aquí.
—Gracias —dijo Ransome. Los dos hombres estaban de pie.
—Buenas noches, cariño —dijo Bárbara a Hornblower. Este último era
consciente de que la sonrisa que le dedicaba su mujer no era auténtica, y sabía que
estaba muy preocupada.
Ella les dejó y Hornblower sirvió el oporto y volvió a sumergirse en lo que resultó
ser una velada muy larga. Después de su acto de afirmación, Ransome, que había
dejado perfectamente claro que no pensaba dejarse influir por ninguna sugerencia que
le hiciese Hornblower, no se mostraba reacio a adquirir toda la información que se
presentara ante sus ojos. Ni tampoco a acabar la botella de oporto y empezar otra.
De modo que cuando Hornblower se fue a dormir era muy tarde, y no encendió
ninguna luz por miedo a molestar a Bárbara. Se introdujo silenciosamente en la
habitación, con tanto sigilo como pudo. En la oscuridad, dirigió una mirada al otro
lecho (los inmuebles navales no estaban pensados para que hubiera esposas en ellos,
y por tanto no tenían camas de matrimonio) y no vio movimiento alguno bajo la
mosquitera, y se alegró de ello. Si Bárbara hubiese estado despierta, no habrían
podido evitar la discusión sobre el caso Hudnutt.
Tampoco hubo tiempo a la mañana siguiente, porque en el momento en que
despertaron a Hornblower éste tuvo que correr al vestidor, arreglarse con su mejor
uniforme, con bandas y estrellas, y darse prisa para llegar a la ceremonia de traspaso
de poderes. Como oficial a relevar, llegó el primero al alcázar de la Clorinda y se
situó en la banda de estribor, con su personal tras él. El capitán sir Thomas Fell le
había recibido, y luego se ocupó de recibir a los demás capitanes que iban llegando a
bordo. La banda de la Marina (sin Hudnutt) tocaba marchas a popa, los silbatos de los
segundos contramaestres sonaban estridentes para dar la bienvenida a los recién
llegados. El sol brillaba en lo alto como si aquél fuese un día más, otro día cualquiera.
Entonces hubo una pausa, intensa y llena de dramatismo. La banda empezó a tocar
una nueva marcha, sonaron redobles de tambores y florituras de cornetas mientras

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Ransome subía por la borda con su gente tras él, y ocupaba su lugar a babor. Fell se
adelantó hacia Hornblower con la mano en el ala del sombrero.
—Se presenta la tripulación del buque, milord.
—Gracias, sir Thomas —Spendlove colocó un papel en la mano de Hornblower y
éste dio un paso hacia delante—. Órdenes de los lores comisarios para la ejecución
del oficio del gran lord almirante, en el sentido de que yo, lord Horatio Hornblower,
gran cruz de la honorable orden de Bath, vicealmirante del escuadrón rojo…
Realmente, le costaba que su voz no temblase, y se esforzaba por leer con un tono
fuerte y natural. Dobló el papel y dio su última orden.
—Sir Thomas, por favor, tenga la bondad de arriar mi gallardete.
—Sí, milord.
Resonó el primero de los trece cañonazos de saludo mientras el gallardete rojo iba
bajando lentamente por el palo de mesana. Un descenso muy, muy largo. Sesenta
segundos para trece cañonazos. Cuando el gallardete hubo completado su descenso,
Hornblower era mucho más pobre: ganaba ya cuarenta y nueve libras tres chelines y
siete peniques menos por mes. Un momento después se acercó Ransome, con un
papel en la mano, y leyó las órdenes que le habían entregado los lores comisarios a él,
Henry Ransome, caballero de la muy honorable orden de Bath, vicealmirante del
escuadrón azul.
—Ice mi gallardete, sir Thomas.
—Sí, señor.
Y allá arriba, en el palo de mesana, subió el gallardete azul. El buque permaneció
silencioso hasta que ondeó en la cima, pero entonces se desplegó con la brisa y
atronaron de nuevo las salvas y tocó de nuevo la banda. Cuando se hubo disparado el
último cañonazo, Ransome era legalmente comandante en jefe de los buques y naves
de su majestad en aguas de las Indias Occidentales. Más estrépito de la banda y en
medio de todo aquel estruendo, Hornblower dio un paso al frente y se llevó la mano
al sombrero para saludar al nuevo comandante en jefe.
—¿Me da su permiso para abandonar el buque, señor?
—Permiso concedido.
Entre redobles de tambores, clarines y silbatos, bajó por la borda del buque. Pudo
haberse dejado ganar por el sentimiento y experimentar dolor y nostalgia… pero le
esperaba una distracción inesperada.
—Milord —dijo Spendlove, tras él, en la cámara del bote.
—¿Sí?
—El prisionero… Hudnutt, el músico…
—¿Qué le pasa?
—Ha escapado, milord. Ha huido de la prisión durante la noche.
Aquello ponía fuera de toda duda el destino de Hudnutt. Ya nada podía salvarlo.
Era como si estuviera muerto, o quizá pronto estuviese peor que muerto. Ningún
desertor, ningún preso evadido había conseguido huir sin volver a ser capturado en

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Jamaica. Era una isla, y no demasiado grande. Y se daba una recompensa de diez
libras esterlinas por toda información que condujese a la captura de un desertor; en
Jamaica, mucho más que en Inglaterra, diez libras era una verdadera fortuna. El
salario de un hombre durante todo un año o más. Más dinero del que cualquier
esclavo podía ver en toda su vida. Los desertores no tenían allí posibilidad alguna; su
cara blanca y su uniforme llamarían la atención dondequiera que se ocultase en la
isla, y la recompensa haría inevitable que fuese traicionado. Hudnutt estaba
condenado a ser capturado de nuevo. Y más castigado aún. Se añadirían más cargos a
su consejo de guerra. Huida de prisión. Deserción. Daños contra propiedades del
gobierno. Daños contra su uniforme. Probablemente le colgarían. La única
posibilidad que tenía, aparte de ésa, era ser azotado hasta morir bajo el látigo.
Hudnutt era hombre muerto, y aquél era el fin de su talento musical.
Era un pensamiento muy macabro para ocupar su mente de vuelta hacia el muelle,
y permaneció silencioso mientras subía al carruaje del gobernador, para que le
condujesen a la residencia del gobernador… porque ya no tenía carruaje de
comandante en jefe. Seguía en silencio mientras el coche iba avanzando.
Pero apenas habían recorrido una milla cuando avistaron un grupito a caballo que
venía al trote hacia ellos. A la primera que vio Hornblower fue a Bárbara, porque la
habría reconocido entre una multitud, aunque no se hubiese hecho notar montando un
caballo blanco. Su excelencia cabalgaba a un lado de su esposa y lady Hooper al otro,
conversando animadamente. Detrás de ellos seguía un grupo variopinto de militares y
civiles, y al final, el ayudante del jefe de la policía militar y dos soldados de su
guardia.
—¡Eh, Hornblower! —exclamó el gobernador, tirando de las riendas—. Su
ceremonial ha acabado antes de lo que esperaba, al parecer.
—Buenos días, señor —dijo Hornblower—. A sus pies, señora.
Y luego sonrió a Bárbara. Siempre sonreía al verla, olvidando cualquier
depresión. Detrás del velo que llevaba, la sonrisa que ella le dedicó apenas resultaba
visible.
—Puede unirse a nuestra caza. Uno de mis edecanes le puede prestar, su caballo
—dijo Hooper, y entonces, mirando en el interior del carruaje, continuó—: No, quizá
mejor no, con esas medias de seda. Puede seguirnos en el carruaje, como una dama
de posición. Como la reina de Francia, por ejemplo. ¡Dé la vuelta al carruaje,
cochero!
—¿Qué están cazando, señor? —preguntó Hornblower, algo asombrado.
—A ese desertor suyo. A lo mejor nos proporciona un poco de diversión —
respondió Hooper.
Iban a la caza del hombre, la caza mayor de todas… pero Hudnutt, el fantasioso,
atolondrado Hudnutt, sería una presa fácil. Dos sirvientes de color iban cabalgando
también con la partida, sujetando la traílla de unos sabuesos rojizos y negros. Unas
criaturas torvas y horribles. No quería tener nada que ver con aquella caza, nada en

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absoluto. Quería ordenar al carruaje que diera la vuelta de nuevo. Era una pesadilla,
pero estaba fuera de su alcance despertarse de ella. También resultaba horrible ver a
Bárbara tomando parte en aquello. En la cancela del arsenal, en la alta empalizada, se
detuvo el cortejo.
—Ésa es la prisión —dijo el ayudante del jefe de la policía militar, señalando
hacia el edificio—. Puede ver el agujero en el tejado, señor.
Un trozo del techado de paja había desaparecido. Probablemente esa prisión no
había sido construida con demasiada solidez. Escapar de ella significaba tener que
escalar después la empalizada de quince pies… y aun así, al hombre capaz de realizar
esa hazaña le esperaba la captura segura en algún lugar de la isla.
—Vamos —dijo el policía militar, y él, su guardia y los hombres con los sabuesos
trotaron hacia la prisión y desmontaron. Introdujeron a los perros en el calabozo,
donde olisquearon el lugar en el que había dormido el prisionero. Luego volvieron a
aparecer en la puerta, y olfatearon el suelo bajo el agujero del tejado. Al momento
captaron los efluvios y tiraron con fuerza de las traíllas, de modo que los sirvientes de
color tuvieron problemas para contenerlos, y fueron a toda velocidad hacia el arsenal
de nuevo. Se arrojaron contra la empalizada, saltando y babeando, llenos de ansiedad.
—¡Traedlos a este lado! —gritó el gobernador, y entonces, volviéndose a
Hornblower, dijo—: Su hombre es un marinero, ¿verdad? Hasta para un marinero
sería difícil escalar esa empalizada.
Hudnutt tuvo que hacerlo en un estado de ánimo exaltado, pensó Hornblower.
Esos soñadores a veces se vuelven como locos.
Los perros volvieron de nuevo a la puerta del astillero y se dirigieron hacia el
punto correspondiente en el exterior de la empalizada. Volvieron a captar el olor al
momento, tirando de nuevo de las traíllas y corriendo como desesperados por el
camino.
—¡Se fue por ahí! —gritó el gobernador, espoleó su caballo y corrió tras ellos.
Hudnutt había trepado por la empalizada de quince pies, sin duda. Debía de estar
loco. El grupo a caballo seguía adelante. El cochero arreaba a los caballos todo lo
rápido que su dignidad y las desigualdades del camino le permitían. El carruaje daba
sacudidas y saltos, arrojando a Hornblower contra Gerard, que estaba a su lado, y a
veces incluso contra Spendlove, estaba enfrente. Y siguieron a toda marcha por la
carretera, dirigiéndose hacia el campo abierto y las Blue Mountains, que se alzaban
más allá. Los jinetes que iban a la cabeza tiraron de las riendas y pasaron al trote, y el
cochero siguió su ejemplo, de modo que el progreso del coche se hizo más tranquilo.
—Un aroma muy acusado, milord —dijo Gerard, mirando hacia los sabuesos que
todavía seguían tirando con fuerza de sus traíllas.
—Y sin embargo, esta carretera ha tenido que ser muy transitada desde que él
pasó por aquí —observó Spendlove.
—¡Ah! —exclamó Gerard, que aún miraba hacia delante—. Están saliendo del
camino.

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Cuando el carruaje dobló el recodo vieron que los jinetes subían por un ancho
sendero que pasaba entre campos de caña de azúcar. El cochero, sin arredrarse, se
dirigió hacia el camino en su persecución, pero al cabo de dos millas más de rápido
avance, hizo detenerse a los caballos.
—Vamos a detenernos aquí, Hornblower —dijo el gobernador—. Este camino
vadea el río Hope por aquí.
Los caballos del grupo estaban descansando. Bárbara agitó la mano, saludándole.
—No huele a nada en el otro lado —explicó el gobernador, y entonces, llamando
a los hombres de los sabuesos, dijo—: Recorran la orilla hacia arriba y hacia abajo. Y
por ambos lados.
El policía militar recibió la orden con un saludo.
—Ese hombre sabía que íbamos a enviar a los sabuesos tras él —dijo el
gobernador—. Ha ido vadeando el río. Pero ha tenido que salir de él tarde o
temprano, y volveremos a encontrar el rastro.
Bárbara guió su caballo hacia el costado del coche, y entonces levantó el velo que
le cubría la cara para hablar con él.
—Buenos días, cariño —dijo.
—Buenos días —le contestó Hornblower.
Era difícil decir algo más teniendo en cuenta los acontecimientos de las últimas
dos horas, con todas sus implicaciones. Y Bárbara estaba bastante sofocada por el
calor y el ejercicio. Parecía muy cansada y su sonrisa era muy lánguida. A
Hornblower se le ocurrió que estaba participando en aquella caza con tan poca ilusión
como él mismo. Y parecía probable que se hubiera tomado algunas molestias con la
mudanza de la casa del Almirantazgo a la residencia del gobernador aquella mañana.
Al ser mujer, no habría sido capaz de dejar que la Marina realizase la tarea sin
supervisarla, aunque la Marina hubiese realizado centenares de miles de traslados
semejantes. Seguro que habría tratado de organizarlo todo, y en consecuencia, debía
de estar muy cansada.
—Ven y siéntate en el coche, cariño —dijo—. Gerard tomará tu caballo.
—El señor Gerard lleva medias de seda, igual que tú, querido —replicó Bárbara,
sonriendo, a pesar de su cansancio—, y tengo demasiado respeto por su dignidad para
obligarle a subirse en una silla de amazona, en cualquier caso.
—Mi mozo de cuadra llevará su caballo, lady Hornblower —repuso el
gobernador—. Esta caza parece que al final va a resultar mal.
Hornblower saltó a toda prisa del coche para ayudar a Bárbara a bajar de la silla
de amazona y subir al coche. Gerard y Spendlove, que le habían seguido, volvieron a
subir al cabo de un momento de duda, y se sentaron de espaldas a los caballos.
—Tendríamos que oír ladrar a los perros ya —dijo el gobernador. Los cuatro
sabuesos habían recorrido las orillas arriba y abajo hasta una distancia considerable
—. ¿Treparía a un árbol?
Hornblower pensó que un hombre tiene muchos más recursos que cualquier

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zorro. Pero aquél era un aspecto inesperado del carácter de Hudnutt.
—Ni rastro de olor, excelencia —dijo el policía militar, acercándose al trote—.
Nada en absoluto.
—Ah, bien, entonces, vamos de nuevo a casa. Un ejercicio bastante tonto,
después de todo. Iremos delante de ustedes, lady Hornblower, con su permiso.
—Ya nos veremos en casa, querida lady Hornblower —dijo a su vez lady Hooper.
El coche se volvió de nuevo y siguió a los jinetes por el camino.
—Me temo que habrás tenido una mañana muy ajetreada, cariño —dijo
Hornblower. Como tenía a su personal sentado en el coche frente a ellos debía
mostrar una cierta formalidad en el tono.
—No, nada de ajetreo —respondió Bárbara, volviendo la cabeza y mirándole a
los ojos—. Una mañana muy agradable, gracias, cariño. ¿Y tu… tu ceremonial?
Supongo que habrá ido todo bien, sin problemas, ¿no?
—Bastante bien, gracias. Ransome… —se calló abruptamente. Lo que podía
decir sobre Ransome a Bárbara en privado no era lo mismo que lo que podía decir
delante de su personal.
El coche siguió trotando, y la conversación avanzó irregularmente en medio del
calor reinante. Pasó mucho tiempo hasta que por fin entraron por las puertas de la
residencia del gobernador. Hornblower devolvió el saludo al centinela y descendió
ante la puerta. Los edecanes, mayordomos y doncellas les esperaban, pero Bárbara ya
había organizado todo el traslado, y en el vasto y tenebroso dormitorio y vestidor
donde se alojaban los huéspedes principales se encontraban ya las cosas de
Hornblower junto con las de ella.
—Al fin solos —sonrió Bárbara—. Ahora, a pensar en Smallbridge.
Sí, tenía razón. Aquél era el principio de una de esas épocas de transición que
Hornblower conocía tan bien, como todos los marinos, esos extraños días o semanas
entre una vida y la siguiente. Ya no era comandante en jefe; ahora, tenía que soportar
la existencia hasta volver a convertirse, al menos, en el amo de su propia casa. La
necesidad más urgente que sentía en aquel momento era un baño. La camisa se le
había pegado a las costillas debajo de la gruesa casaca del uniforme. Quizá nunca
más, nunca en todo el resto de su vida, pudiera volver a tomar un baño bajo una
bomba de cubierta en algún sitio, al aire libre, con los vientos alisios soplando sobre
su cuerpo. Por otra parte, al menos mientras estuviera en Jamaica, tampoco tendría
que volver a ponerse el uniforme.
Aquella misma tarde Bárbara le hizo una petición.
—Cariño, ¿podrías darme algo de dinero?
—Por supuesto —accedió Hornblower.
Sentía unos escrúpulos sobre este tema de los que muchos hombres se habrían
reído. Bárbara había aportado una gran cantidad de dinero a su matrimonio, que
ahora, por supuesto, era de su propiedad, pero sentía una absurda culpabilidad por el
hecho de que ella tuviera que pedirle dinero. Aquel sentimiento de culpa era

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absolutamente ridículo, desde luego. Las mujeres no debían disponer de dinero
alguno, en ninguna forma, excepto pequeñas sumas para el mantenimiento de la casa.
Legalmente no estaban capacitadas para firmar un cheque, no podían intervenir en
negocios ni transacciones de ningún tipo, cosa que era absolutamente correcta y
adecuada, viendo lo muy incapaces que eran las mujeres. Excepto Bárbara, quizás.
Era responsabilidad del marido tener el dinero a buen recaudo y suministrar con
estrecha supervisión lo que fuera necesario.
—¿Cuánto querrías, cariño? —le preguntó.
—Doscientas libras —dijo Bárbara.
¿Doscientas libras? ¡Doscientas libras! Aquello era algo completamente distinto.
Era una fortuna. ¿Para qué demonios podía querer Bárbara doscientas libras allí, en
Jamaica? No creía que en toda la isla hubiese un traje o un par de guantes que ella
quisiera comprar. Quizás algún recuerdo. Pero el juego de tocador hecho de carey
más elaborado de toda Jamaica seguramente no costaba ni cinco libras. ¿Doscientas?
A lo mejor había algunas doncellas a las que tenía que dar un estipendio al
despedirlas, pero con cinco chelines a cada una, media guinea como máximo, la cosa
se podía arreglar.
—¿Doscientas libras? —dijo en voz alta en aquella ocasión.
—Sí, cariño, por favor.
—Yo ya me iba a ocupar de pagar al mayordomo y los mozos, claro —añadió,
tratando de averiguar la razón por la que ella podía pensar que necesitaba aquella
asombrosa cantidad de dinero.
—Sí, claro, querido —repuso Bárbara, paciente—. Pero necesito algo de dinero
para otros fines.
—Pero es mucho dinero…
—Creo que podemos permitírnoslo, sin embargo. Por favor, querido…
—Claro, claro —se apresuró a responder Hornblower. No podía consentir que
Bárbara tuviese que suplicarle. Todo lo que él tenía, en realidad, era de ella. Siempre
era un placer para él anticiparse a los deseos de su esposa, adelantarse a cualquier
petición suya, para que ella ni siquiera tuviera que pronunciarla. Le avergonzaba que
Bárbara, la exquisita Bárbara, tuviese que rebajarse tanto como para pedirle un favor
a él, que en realidad no valía nada.
—Escribiré una orden para Summers —dijo—. Es el corresponsal de Coutt en
Kingston.
—Gracias, querido —dijo Bárbara.
Pero mientras le tendía el documento, no pudo reprimir otro comentario.
—Tendrás mucho cuidado, ¿verdad, querida? Doscientas libras, ya sea en papel o
en oro…
Sus recelos se acallaron al fin, ahogados entre incoherentes balbuceos. No tenía
deseo alguno de mostrarse indiscreto ni ejercer sobre Bárbara el tipo de autoridad
paternalista que tanto la ley como la costumbre otorgaban a un esposo sobre su mujer.

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Y entonces pensó en una posible explicación. Lady Hooper era una astuta jugadora de
cartas. A lo mejor Bárbara había perdido fuertes sumas jugando con ella. Bueno, en
aquel caso, no tenía por qué preocuparse. Bárbara era buena jugadora también,
sensata y fría. Recuperaría lo perdido. En cualquier caso, tampoco apostaba de forma
compulsiva. A lo mejor en el viaje de regreso a casa jugaban unas cuantas manos de
piquet… Si Bárbara tenía algún defecto, era una cierta tendencia a descartarse
demasiado alegremente, y él podía darle algún discreto consejo. Y había un cierto
placer orgulloso, un tierno deleite en la idea de que Bárbara no se atreviera a admitir,
ante un marido experto en el juego, que había perdido jugando a las cartas. El
profundo respeto que sentía por ella se vio acompañado (como el sabor de un bistec
de buey se veía bien realzado por el de la mostaza) por la certidumbre de que ella
seguía siendo humana… Hornblower sabía que no existía el amor sin el respeto, ni
tampoco sin una pequeña chispa de diversión.
—Eres el hombre más adorable del mundo entero —dijo Bárbara, y él se dio
cuenta de que ella tenía los ojos fijos en su rostro desde hacía unos segundos.
—Mi mayor felicidad es oírte decir esas frases —musitó él, con una sinceridad
que nadie podría poner en duda. Y luego, un recuerdo de su posición en aquella casa,
como invitados, les invadió y les hizo conscientes de la necesidad de reprimir la
intensidad de sus sentimientos.
—Y seremos las personas menos populares de Jamaica, si hacemos esperar a sus
excelencias para la cena —dijo Hornblower.
Ahora eran unos simples invitados, unos parásitos, y su presencia sólo la toleraba
una gente que todavía tenía que vivir plenamente toda su vida oficial. Eso era lo que
pensaba Hornblower durante la cena, cuando el nuevo comandante en jefe se sentó en
el lugar de honor. Pensaba en el general bizantino, ciego y caído en desgracia,
pidiendo limosna en el mercado, y casi dijo: «una moneda para el pobre Belisario»,
cuando el gobernador se volvió y le incluyó en la conversación.
—Su marinero no ha sido detenido aún —dijo Hooper.
—No es mi marinero ya, señor —rió Hornblower—. Ahora es el marinero del
almirante Ransome.
—Creo que no hay duda alguna de que se le detendrá —intervino Ransome.
—No hemos perdido todavía a ningún desertor durante el tiempo que he estado
destinado aquí —dijo Hooper.
—Eso es muy tranquilizador —comentó Ransome.
Hornblower dirigió una rápida mirada a Bárbara, que estaba al otro lado de la
mesa. Ella comía con mucha tranquilidad, al parecer. Había temido que el recuerdo
de aquel caso la alterase, evocando lo mucho que sentía el destino de Hudnutt. Las
mujeres son dadas a pensar que lo inevitable no debería ser inevitable, en temas que
les interesan personalmente. El dominio de sus sentimientos por parte de Bárbara
resultaba admirable.
Lady Hooper cambió de tema, y la conversación se hizo general y alegre.

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Hornblower empezó a disfrutar de verdad, sintiéndose desenfadado y libre de
responsabilidades. No tenía preocupación alguna sobre sus hombros; pronto (en el
momento en que el paquebote estuviese listo para zarpar) estaría de camino a
Inglaterra de nuevo, y se establecería con toda comodidad en Smallbridge, mientras
la gente que tenía a su alrededor seguiría lidiando con problemas poco gratificantes
en medio de un calor tropical. Ya no le importaba nada de todo aquello. Si Bárbara
era feliz, no tenía problema alguno en el mundo, y Bárbara parecía feliz, charlando
despreocupadamente con sus vecinos de mesa de ambos lados.
Era muy agradable, también, que no hubiesen bebido demasiado, porque después
de la cena iba a darse una recepción en honor del nuevo comandante en jefe a la que
se había invitado a toda la sociedad de la isla no apta para asistir a la cena.
Hornblower contemplaba la vida con la mirada tranquila, y la aprobaba.
Después de la cena, cuando los caballeros y las damas se volvieron a reunir en el
salón y empezaron a anunciar a los primeros invitados recién llegados, pudo
intercambiar un par de palabras con Bárbara y ver que era feliz, y que no estaba
demasiado cansada. Tenía la sonrisa luminosa y los ojos brillantes. Tuvo que
apartarse de ella para estrechar la mano al señor Hough, que llegó con su mujer. Ya
llegaban los demás: un súbito destello de azul, oro y blanco señaló la llegada de
Coleman, el capitán del Triton, y un par de oficiales. El propio Ransome estaba
presentando Coleman a Bárbara, y Hornblower no pudo evitar oír la conversación
que tenía lugar a su lado.
—El capitán Coleman es un viejo amigo mío —decía Bárbara—. En aquellos
tiempos, usted era Perfecto Coleman, ¿verdad, capitán?
—Y usted lady Leighton, madame —replicó Coleman.
Una observación bastante inofensiva, pero que bastó para resquebrajar un poco la
frágil felicidad de Hornblower, oscurecer la habitación brillantemente iluminada, y
hacer que los murmullos de la conversación se convirtieran en rugidos que resonaban
en sus oídos, como un torrente, a través de cuyo estruendo las palabras de Bárbara
sonaron con estridencia, con una nota sibilante:
—El capitán Coleman era el teniente de bandera de mi primer marido.
Ella había tenido un primer marido, había sido lady Leighton. Hornblower casi
siempre conseguía olvidar aquel hecho. El contraalmirante sir Percy Leighton había
muerto por su país, debido a las heridas recibidas en la batalla de Rosas, hacía nada
menos que trece años. Pero Bárbara había sido la esposa de Leighton, la viuda de
Leighton. Había sido esposa de Leighton antes de convertirse en esposa de
Hornblower. Él apenas pensaba en ese hecho, pero cuando lo hacía, seguía
experimentando unos celos que, lo sabía muy bien, eran una locura. Cualquier hecho
que se lo recordase no sólo despertaba de nuevo aquella desazón, sino que le devolvía
a la mente, con espantosa claridad, aquellos sentimientos de desesperación, envidia y
auto escarnio que le invadían aquellos días. Entonces era un hombre
desesperadamente infeliz, y aquello le hacía desesperadamente infeliz de nuevo. Ya

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no era el marino victorioso que concluía un brillante período de mando. Era un
amante despechado, despreciado incluso por su propio ser despreciable. Conoció de
nuevo toda la angustia del deseo ilimitado e insatisfecho, mezclado con los celos
acuciantes del momento.
Hough esperaba una respuesta a alguna observación que le había hecho.
Hornblower se esforzó por hilvanar una frase intrascendente, que no tuviera
demasiada importancia. Hough se apartó de él y Hornblower se encontró de nuevo,
contra su voluntad, mirando a Bárbara. Ella le sonreía, y él tuvo que devolverle la
sonrisa, aun sabiendo que se trataba de una sonrisa falsa, torcida, sin alegría, como la
mueca horrible en el rostro de un muerto. Vio en el rostro de ella una mirada
preocupada. Supo que ella, al instante, sabía cuál era su humor, y eso lo empeoró
mucho más aún. Ella era la mujer sin corazón que había hablado de su primer
marido… ella no sabía nada de aquellos celos suyos, no le afectaban. Él, en cambio,
era como un hombre que de repente da un paso alejándose de tierra firme y se hunde
en un pantano de inseguridad que está a punto de engullirle.
El capitán Knyvett había entrado en la habitación, campechano y canoso, vestido
con un traje de paño azul con botones de latón, muy sencillo. Cuando se le acercó,
Hornblower recordó con gran esfuerzo que estaba al mando del paquebote de
Jamaica.
—Zarparemos dentro de una semana, milord —le dijo—. El anuncio del correo se
hará mañana.
—Excelente —dijo Hornblower.
—Y de todo esto deduzco —dijo Knyvett, señalando con un gesto hacia el
almirante Ransome— que tendré el placer de disfrutar de la compañía de sus señorías
a bordo.
—Sí, sí, eso es.
—Serán mis únicos pasajeros —añadió Knyvett.
—Excelente —repitió Hornblower.
—Confío en que su señoría encuentre en la Pretty Jane una nave cómoda y bien
aparejada.
—Eso espero —afirmó Hornblower.
—La señora, por supuesto, conoce ya perfectamente la caseta sobre cubierta
donde se alojarán. Le preguntaré si desea hacerme alguna sugerencia que mejore su
comodidad, milord.
—Muy bien.
Knyvett se apartó de él, al recibir una respuesta tan fría, y cuando se hubo ido,
Hornblower se dio cuenta de que aquel hombre debió de recibir la impresión de un
lord estirado que apenas se dignaba mostrarse cortés con un simple capitán de
paquebote. Lo lamentó mucho, e hizo un desesperado esfuerzo por sobreponerse. Una
mirada hacia Bárbara le reveló que seguía parloteando animadamente con el joven
Bonner, el propietario del buque de pesca y mercader de turbia reputación, contra el

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cual Hornblower ya le había advertido. Aquello contribuyó a ensombrecer aún más su
talante, si eso era posible.
De nuevo hizo un esfuerzo por controlarse. Sabía que la expresión de su rostro
debía de ser gélida e inexpresiva, y trató de hacerla más receptiva, esforzándose por ir
paseando entre la gente.
—¿Puedo tentarle, lord Hornblower? —le preguntó una anciana dama, de pie ante
una mesa de juego en un saloncito contiguo. Era buena jugadora de whist,
Hornblower lo recordaba muy bien.
—Ciertamente, con mucho gusto —dijo, haciendo un gran esfuerzo.
Ahora ya tenía algo en qué pensar. Le costó concentrarse en la primera mano,
especialmente con el ruido de la orquesta unido al estruendo de la fiesta, pero los
viejos hábitos volvieron enseguida con la necesidad de pensar en la distribución de
las cincuenta y dos cartas. A base de fuerza de voluntad consiguió transformarse en
una máquina pensante, jugó de forma fría y correcta y luego, cuando su mano parecía
estar perdida, se dejó llevar, a su pesar. La siguiente le permitió una oportunidad de
mostrarse brillante, de recibir en su juego, hasta entonces mecánico, una inyección de
esa cualidad humana, la flexibilidad, la impredecible astucia, que supone la diferencia
entre un jugador de segunda clase y uno de primera. En la cuarta ronda había hecho
una estimación aproximada de las manos. Una determinada salida le permitiría
cumplir el contrato, ganar todas las bazas y la partida. Si jugaba de forma ortodoxa,
acabaría haciendo sólo doce y aún sería dudoso si podría ganar o no la partida. Valía
la pena intentarlo… pero tenía que ser ahora o nunca. Sin dudarlo, salió con la dama
de corazones al as que su pareja estaba obligada a jugar; tomó la siguiente baza y, con
ésta, el control de la situación, eliminó los triunfos, jugó sus cartas firmes,
observando con satisfacción cómo sus oponentes descartaban primero el valet y
después el rey de corazones, y al final presentó el tres de corazones y ganó la última
baza, para gran desconsuelo de sus oponentes.
—¡Vaya, una verdadera paliza! —dijo la dama que le hacía de pareja, asombrada
—. No lo comprendo… No entiendo cómo… ¡pero hemos ganado la partida, al final!
Había sido un trabajo muy hábil; en su interior brillaba una débil lucecilla de
orgullo. Podría recomponer aquella partida mentalmente, en el futuro, cuando le
costara dormir. Una vez terminó el juego de cartas y los invitados empezaron a salir,
pudo mirar a los ojos a Bárbara con una expresión más natural, y ella, con un suspiro
de alivio, pudo decirse que su marido estaba saliendo por fin de aquel extraño estado
de ánimo.
Era mejor que fuese así, porque los siguientes días se presentaban difíciles.
Prácticamente no tenía nada que hacer, mientras la Pretty Jane se preparaba para
zarpar. Como espectador inútil, tenía que quedarse a un lado mirando cómo Ransome
se hacía cargo del mando que él había ostentado a lo largo de tres años. La cuestión
española probablemente se pondría difícil, con la invasión francesa de España para
restaurar a Fernando VII; estaba también el problema mexicano, así como el de

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Venezuela. No podía evitar sentir temor ante la posibilidad de que Ransome no fuera
capaz de manejarlo todo bien. Por otra parte, existía el consuelo mínimo de que
Hudnutt hubiera conseguido evitar su captura, hasta el momento; Hornblower temía,
sinceramente, que si le aprehendían estando todavía ellos en la isla, Bárbara
emprendiera alguna acción personal apelando directamente a Ransome o incluso al
gobernador. En realidad, Bárbara parecía haberse olvidado del caso, cosa que no
había sucedido para Hornblower. Él todavía estaba profundamente alterado por aquel
episodio, e inclinado a alterarse mucho más debido a su absoluta falta de poder para
ejercer cualquier influencia sobre aquel asunto. Resultaba duro tomarse aquello con
filosofía, decirse que ningún individuo, ni siquiera Hornblower, podía detener la
marcha inexorable del mecanismo del código para la regulación y gobierno de la
Marina de su majestad. Y Hudnutt era una persona mucho más astuta de lo que jamás
hubiese podido imaginar, viendo que había sido capaz de librarse de la captura
durante una semana entera… a menos que estuviese ya muerto. Cosa que sería, quizá,
lo mejor para Hudnutt.
El capitán Knyvett vino en persona con las noticias de que la Pretty Jane ya casi
estaba lista para hacerse a la mar.
—Los últimos cargamentos ya están subiendo a bordo, milord —dijo—. El palo
de campeche ya está cargado, y la fibra de coco está en el muelle. Si sus señorías
suben a bordo esta noche, partiremos con la brisa de tierra al amanecer.
—Gracias, capitán. Le estoy muy agradecido —dijo Hornblower, tratando de no
resultar excesivamente empalagoso para contrarrestar su frialdad en la fiesta del
gobernador.
La Pretty Jane era un bergantín de cubierta corrida, excepto que en medio del
buque llevaba una caseta de cubierta para sus pasajeros, pequeña, pero suficiente.
Bárbara la había habitado durante cinco semanas, en el viaje de ida. Ahora tenían que
ocuparla juntos, con todo el ruido del buque dispuesto para hacerse a la mar a su
alrededor.
—Yo miraba con anhelo esa otra cama, querido —le dijo ella a Hornblower
cuando se encontraron ambos en la caseta—, y me decía que pronto mi marido
dormiría en ella. Me parece demasiado hermoso para ser realidad, cariño.
Un ruido del exterior les distrajo.
—¿Y este baúl, madame? —preguntó un sirviente de la residencia del gobernador
que les estaba llevando el equipaje a bordo, bajo la supervisión de Gerard.
—¿Ése? Ah, ya se lo he dicho al capitán. Va en la bodega. Son golosinas
enlatadas —le explicó Bárbara a Hornblower—. Las he traído sólo para que las
disfrutes mientras vamos de camino hacia casa, cariño mío.
—Eres demasiado buena conmigo —dijo Hornblower.
Un baúl de ese tamaño y peso sería una gran, molestia en la caseta. En la bodega,
su contenido resultaría más accesible.
—¿Y qué es esa fibra que dicen? —preguntó Bárbara, mirando cómo pasaba uno

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de los últimos fardos por el escotillón.
—La cáscara peluda de los cocos —explicó Hornblower.
—¿Y para qué nos llevamos semejante cosa a Inglaterra, si se puede saber? —
preguntó Bárbara.
—Ahora hay unas máquinas que pueden tejer esa fibra. Hacen alfombrillas de
coco a montones en Inglaterra.
—¿Y el palo de campeche?
—Sirve para obtener un tinte. De un rojo intenso.
—Eres una fuente inacabable de información para mí, cariño —exclamó Bárbara
—, igual que de todo lo demás en esta vida.
—Ahí llegan sus excelencias, milord —advirtió Gerard, acercándose a la puerta
de la caseta.
Aquello significaba el adiós final, en la tarde ya moribunda. Un momento triste y
doloroso. Hubo muchos apretones de manos, besos en las mejillas entre Bárbara y
lady Hooper. Los adioses se repitieron una y otra vez, inacabables. Adiós a amigos y
conocidos, adiós a Jamaica, adiós al mando… Adiós a toda una vida, y el futuro que
aún no se había revelado ante ellos. Adiós a la última figura que desaparecía en la
oscuridad del muelle. Y por fin se volvió de nuevo hacia Bárbara, que permanecía de
pie junto a él, permanente en medio de tanta transición.
A la primera luz de la mañana siguiente no se podía culpar a Hornblower por estar
ya en cubierta, notando una rara sensación al tener que mantenerse a un lado,
vigilando, mientras Knyvett sacaba desde el muelle a la Pretty Jane, para captar la
brisa de tierra y salir del puerto. Afortunadamente, Knyvett era un marino muy
bregado, y no se sintió en absoluto alterado por tener que manejar su buque bajo la
atenta mirada de un almirante. La brisa de tierra llenó la lona; la Pretty Jane cogió
velocidad. Bajó la bandera ante Fort Augusta, y luego, con el timón todo a la banda,
viró y dejó Drunken Cay y South Cay a babor, antes de empezar el largo trayecto
hacia el este. Y Hornblower pudo relajarse y contemplar la nueva perspectiva de
desayunar con su mujer a bordo.
Se sorprendió por la facilidad con la que se acostumbró a ser un pasajero. Al
principio estaba tan ansioso por no interferir que ni siquiera se atrevía a mirar en la
bitácora para anotar su rumbo. Se contentaba con sentarse junto a Bárbara en dos
hamacas de cubierta, a la sombra de la caseta (había unas vinateras a las cuales se
podían enganchar las hamacas para evitar que se deslizaran por la cubierta a
sotavento, cuando la Pretty Jane escoraba), y sin pensar en nada en particular,
contemplando los peces voladores que irrumpían de vez en cuando en la superficie, y
las manchas de sargazos amarillos arrastrados por la corriente, dorados contra el azul
del mar, o de vez en cuando, una tortuga que nadaba valientemente, lejos de tierra.
Podía observar al capitán Knyvett y su segundo mientras éstos tomaban su anotación
de mediodía, y comprobaba que no le interesaban en lo más mínimo las cifras que
estuvieran obteniendo… en realidad, estaba mucho más interesado en la puntualidad

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de las comidas. Bromeaba con Bárbara diciendo que la Pretty Jane había hecho ese
mismo recorrido tantas veces que se podía confiar en que encontrase el camino de
vuelta a casa sin supervisión alguna, y su mente estaba tan ociosa que hasta le
divertía la broma.
Realmente, eran sus primeras vacaciones desde hacía tres años, tres años de
trabajo extenuante. Durante gran parte de aquel tiempo se había visto sometido a una
tensión muy intensa, y siempre había estado ocupado. Se sumergió en la ociosidad
como un hombre se sumerge en un baño tibio, con la diferencia de que él no había
esperado encontrar toda aquella relajación y tranquilidad en la ociosidad, y (más
importante, quizás) en el cese de su responsabilidad. Durante aquellos hermosos días
no le importaba absolutamente nada. Era la persona menos preocupada de todo el
barco, mientras la Pretty Jane se iba abriendo camino hacia el norte, por la candente
cuestión de si el viento soplaría con fuerza suficiente para permitirles doblar el cabo
Maisí sin tener que cambiar de amuras, y tampoco se preocupó en absoluto cuando no
lo consiguieron. Soportó con filosofía el largo trayecto a sotavento de vuelta hacia
Haití, y sonrió con condescendencia ante la alegría que reinó a bordo cuando lo
consiguieron en la siguiente bordada, y navegaron a través del paso de los Vientos, de
modo que casi se podían considerar fuera del Caribe. Un persistente sesgo hacia el
norte de los alisios les impidió intentar el pasaje de Caicos, y tuvieron que retirarse
hacia el este, hacia el pasaje de Silver Bank. Caicos o Silver Bank (o incluso islas
Turks o Mouchoir), no le importaba. No le importaba si llegaban a casa en agosto o
en septiembre.
Pero sus instintos sólo estaban dormidos. Aquella noche, cuando salieron
verdaderamente al Atlántico, se sintió inquieto y molesto por primera vez desde que
habían abandonado Jamaica. En el aire flotaba una sensación de pesadez, y algo
extraño en las olas que balanceaban fuertemente la Pretty Jane. Se dijo que habría
borrasca antes de la mañana. Un poco inusual en aquellas latitudes y aquella época
del año, pero nada que tuviera que preocuparles realmente. No molestó a Bárbara con
sus cavilaciones, pero se despertó varias veces a lo largo de la noche y sintió que el
buque iba balanceándose fuertemente. Cuando llamaron a la guardia, notó que todos
los marineros estaban en cubierta arrizando velas, y se vio tentado de levantarse para
ver lo que estaba ocurriendo. Un ruido en el exterior despertó a Bárbara.
—¿Qué ocurre? —preguntó, somnolienta.
—Son sólo las tapas, querida —le respondió él.
Alguien había colocado las tapas de las escotillas contra la claraboya de la caseta,
y las había sujetado en sus abrazaderas. Knyvett debía de esperar enfrentarse a una
mar dura. Bárbara se volvió a dormir, y finalmente Hornblower siguió su ejemplo,
pero al cabo de media hora estaba despierto otra vez. El temporal no cesaba, y el
buque se movía considerablemente en el oleaje, de modo que todo gemía y crujía.
Yacía en la oscuridad, sintiendo el buque agitarse e inclinarse por debajo, y podía oír
y notar las vibraciones de las jarcias tirantes, transmitidas a su litera a través de la

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cubierta. Le habría gustado levantarse y echar una ojeada al tiempo, pero no deseaba
molestar a Bárbara.
—¿Despierto, cariño? —dijo una vocecilla al otro lado de la caseta.
—Sí —respondió él.
—Parece que las cosas se están poniendo feas.
—Un poco —aceptó él—. Pero no tenemos que preocuparnos por nada. Duérmete
otra vez, cariño.
Ahora no podía salir, porque Bárbara estaba despierta y se daría cuenta. Decidió
permanecer quieto. En la caseta la oscuridad era total con las tapas puestas, y, quizá
debido al cese de la ventilación, hacía un calor sofocante, a pesar de la borrasca. La
Pretty Jane saltaba de una forma muy imprevisible, y de vez en cuando daba tales
bandazos que temía que Bárbara se pudiera caer rodando de su litera. Entonces fue
consciente de un cambio en la conducta del buque, o de una diferencia en el
atronador ruido que llenaba la oscuridad. Knyvett había puesto al pairo la Pretty
Jane. Ésta no macheteaba, sino que iba cabeceando de forma extraordinaria,
indicando una mar muy gruesa fuera. Ansiaba salir y verlo por sí mismo. Ni siquiera
tenía idea de la hora que era: estaba demasiado oscuro para mirar su reloj. Ante la
idea de que pudiera haber amanecido ya, no pudo contenerse más.
—¿Estás despierta, querida? —preguntó.
—Sí —respondió Bárbara.
No añadió: «¿cómo podría dormir alguien con este escándalo?», porque Bárbara
se atenía siempre al principio de que ninguna persona de buena cuna debía quejarse
jamás de las cosas que no era capaz de remediar, o no deseaba hacer nada para
cambiar.
—Voy a salir a cubierta, si no te importa que te deje sola, querida —le dijo.
—Sí, sal si quieres, por supuesto, cariño —respondió Bárbara, pero tampoco
añadió que ella deseaba salir también.
Hornblower buscó a tientas sus pantalones y sus zapatos, y fue hacia la puerta. La
larga experiencia le indicaba que debía prepararse bien antes de abrirla, pero aun así,
se sintió un poco sorprendido ante el furioso viento que le esperaba. Era desenfrenado
incluso allí, con la Pretty Jane puesta a la capa y él en la puerta trasera, al abrigo de
la caseta. Se soltó de la brazola de la escotilla y consiguió cerrar la puerta. El viento
era tremendo, pero lo más sorprendente era lo caliente que soplaba. Parecía salir
directamente de un horno y se arremolinaba en torno a él. Buscó el equilibrio en la
cubierta agitada, en la sofocante y ruidosa oscuridad, y calculó el momento para
correr hacia la rueda del timón, aunque apenas estaba preparado para la violencia
extraordinaria del viento cuando emergió del resguardo de la caseta. Fuera de ese
abrigo, el aire iba cargado de chorros de agua, que le empaparon y cambiaron su
impresión sobre la temperatura reinante. Cuando llegó al timón era muy consciente
de todo aquello. Unas figuras sombrías se movían en la oscuridad; una manga de
camisa blanca se agitó hacia él, al darse cuenta de su presencia, indicando que

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Knyvett estaba allí. Hornblower miró la bitácora; realmente, le costó un gran esfuerzo
concentrar sus facultades y hacer las deducciones correctas de las observaciones de la
revoloteante aguja. El viento soplaba desde el oeste del norte. Escrutando entre la
oscuridad pudo adivinar que el bergantín estaba a la capa bajo la vela de estay del
mastelero de mayor, de la cual sólo aparecía una esquina. Knyvett le gritaba algo al
oído.
—¡Huracán!
—¡Bastante probable! —gritó Hornblower, como respuesta—. ¡Empeorará antes
de mejorar!
Un huracán no tenía por qué hacer su aparición en aquella época del año, dos
meses antes de lo que se podía esperar, pero aquel aire caliente, las indicaciones de la
noche anterior, la dirección del viento en aquel momento, todo parecía probar que eso
era precisamente lo que estaban experimentando. Quedaba por ver si se iban a meter
directamente en su camino o si sólo lo iban a rozar. La Pretty Jane tembló y dio
bandazos como borracha mientras por encima de su proa entraba una enorme
cantidad de agua, blanca y espumeante, casi fosforescente, y corría a popa hacia ellos.
Hornblower se agarró con desesperación al pasar el agua por donde él estaba, a la
altura de su cintura: un feo aviso de lo que quedaba todavía por llegar. Se hallaban en
un peligro tremendo. Era posible que la Pretty Jane no soportase el castigo que estaba
a punto de sufrir, y en todo caso, con el considerable abatimiento que estaba
haciendo, podían verse arrojados contra la costa y destruidos por completo, en Santo
Domingo, o en Puerto Rico, o en algún cayo intermedio. El viento aullaba
directamente sobre ellos, y una combinación de viento y olas escoraba la Pretty Jane,
hasta que la cubierta quedó casi vertical. Hornblower quedó colgando, ya que sus pies
no podían agarrarse a la tablazón. Una ola estalló contra el fondo expuesto, justo
encima, cayendo en cascada en torno a ellos, y luego el barco volvió a su posición
lentamente. Ningún buque podía soportar ese tipo de cosas durante mucho rato. Un
sordo ruido en las jarcias, seguido por una serie de sonidos agudos, atrajo su atención
hacia la vela de estay del mastelero de gavia, justo en el momento en que ésta saltaba
de los tomadores y volaba en jirones que restallaron como látigos, mientras duraron.
Sólo quedó un pequeño fragmento atronador, azotando el estay, lo suficiente para
mantener la amura de estribor de la Pretty Jane hacia el mar.
Ya llegaba la luz del día. Un tinte amarillento se extendía sobre ellos, aplastado
por el encapotado cielo. Hornblower miraba a la arboladura y vio aparecer un bulto,
una burbuja, en la verga mayor, y la burbuja de repente estalló en fragmentos. El
viento estaba arrancando la vela de sus tomadores. El proceso se repitió a lo largo de
la verga, a medida que el viento, con dedos de acero, hurgaba en el sólido rollo de
lona y lo desgarraba por completo, y lo hacía jirones, y luego arrancaba esos jirones y
jugaba con ellos llevándoselos a sotavento. Era difícil de creer que el temporal
pudiese tener un poder semejante.
Era difícil de creer, también, que las olas pudiesen ser tan altas. Una sola mirada

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hacia ellas explicaba de golpe el dramático movimiento del buque. Eran
abrumadoramente inmensas. La que se aproximaba por la amura de estribor no era
tan grande como una montaña (Hornblower había usado la expresión «alta como una
montaña» para sí, y ahora, tratando de estimar la altura, tuvo que admitir que era una
exageración), pero era tan alta como una iglesia con su aguja y todo. Se trataba de
una colosal cresta de agua que se movía no con la velocidad de un caballo de
carreras, sino con la de un hombre que corre, quizá, directamente hacia ellos. La
Pretty Jane levantó la proa hacia ella, dando bandazos, y luego trepando y
levantándose más y más, encaramada encima del altísimo terraplén. Arriba…
arriba… arriba… Parecía estar casi vertical cuando alcanzó la cresta, donde era como
si le esperara el fin del mundo. En la cresta el viento, ahogado temporalmente por la
ola, se dejó notar con redoblada fuerza. Y fue escorando cada vez más y más,
mientras al mismo tiempo su popa se levantaba y la cresta pasaba por debajo de ella.
Abajo… abajo… abajo… La cubierta casi vertical, la proa abajo, y casi vertical en la
aleta, y mientras se bamboleaba, bajando por la pendiente, unas olas menores
esperaban a la nave para romper sobre ella. Con el agua a su alrededor, hundido hasta
la cintura, hasta el pecho, Hornblower sintió que el agua le arrancaba las piernas de
cubierta, y tuvo que sujetarse con toda su fuerza para salvarse.
Ahí estaba el carpintero de a bordo, tratando de decirle algo al capitán… era
imposible hablar de forma inteligible con aquel viento, pero el hombre alzó una mano
con los dedos separados. Cinco pies de agua en la bodega, por lo tanto. Pero el
carpintero repitió el gesto una vez más. Volvió a levantar los dedos separados… diez
pies, entonces. No podía ser, pero era cierto: las pesadas cabezadas de la Pretty Jane
mostraban que estaba inundada. Entonces, Hornblower recordó la carga que llevaba
el buque. Palo de campeche y fibra de coco. El palo de campeche flotaba algo, pero el
coco es una de las sustancias más flotantes que se conocen. Los cocos que caían al
mar (como sucedía a menudo, gracias a la tendencia que tenían las palmeras a crecer
muy cerca de la orilla) flotaban durante semanas y meses, llevados por la corriente,
de modo que se podía contar con una amplia distribución de las palmas de cocos. Era
la fibra de coco lo que mantenía a flote a la Pretty Jane, aunque estuviera lleno de
agua. La mantendría a flote durante mucho tiempo… duraría más que la Pretty Jane,
seguramente. El buque se rompería en pedazos antes de que el coco permitiera que se
hundiese.
Así que quizá tuvieran una hora o dos más de vida ante ellos. Quizás. Otra ola,
una cascada verde sobre el costado vuelto del revés de la Pretty Jane, supuso una
torva advertencia de que a lo mejor no tenían tanto tiempo. En medio del estruendo y
los rugidos de las olas, mientras se agarraba con desesperación, era consciente al
mismo tiempo de otra serie de sonidos, más agudos e intensos, y de los chirridos de la
cubierta bajo sus pies. ¡La caseta! Se estaba saliendo de sus goznes, bajo el impacto
del agua. No se podía aguantar aquellos embates mucho tiempo; pronto iba a ser
destruida. Y (la imaginación visual de Hornblower trabajaba febrilmente), antes de

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que sus costuras fueran destrozadas y separadas, se llenaría por completo de agua.
Bárbara se quedaría dentro, ahogada, antes de que el peso del agua del interior
arrancase la caseta de sus pernos, y luego las olas pasarían por encima, con el cuerpo
de Bárbara ahogada en el interior. Agarrándose a la bitácora, Hornblower pasó por
unos segundos de agonía mental, la peor que había conocido en toda su vida. Había
vivido muchas ocasiones antes en las que se había enfrentado él mismo a la muerte,
había sopesado las oportunidades que tenía, había apostado su propia vida, pero ahora
era la vida de Bárbara la que estaba en juego.
Dejarla en la caseta significaba una muerte segura para ella. La alternativa era
sacarla afuera, a la cubierta barrida por las olas. Allí, atada al palo mayor, viviría
mientras pudiera soportar la exposición a los elementos, hasta que la Pretty Jane se
rompiera en mil pedazos, posiblemente. Él mismo había apostado a un juego de
perdedor hasta el amargo final más de una vez; ahora, tenía que enfrentarse a la
misma situación para Bárbara. Tomó una decisión. Por el bien de su esposa, decidió
luchar mientras fuese posible. Obligándose a pensar con lógica, mientras el viento
rugía a su alrededor aturdiéndole, hizo sus planes. Esperó un momento de calma
relativa y luego realizó el peligroso y breve viaje hasta el pie del palo mayor. Trabajó
con frenética rapidez. Encontró dos trozos de la driza de la gavia; tenía que mantener
la cabeza despejada para evitar que sus dedos torpes la enredaran. Dos viajes
desesperados, primero al timón y luego a la caseta. Abrió la puerta de par en par y
entró por la escotilla, con los cabos en la mano. Había ya dos pies de agua en la
caseta, que se levantaba con el movimiento del buque. Bárbara estaba allí, la vio con
la luz que entraba por la puerta. Se había arrebujado todo lo que había podido en su
litera.
—¡Cariño! —gritó él. En el interior de la caseta se podía uno hacer oír, a pesar
del estruendoso ruido que reinaba a su alrededor.
—Aquí estoy —replicó ella.
Otra ola rompió sobre la Pretty Jane en aquel momento, y el agua entró a raudales
por las abiertas costuras de la caseta, y pudo sentir que se levantaba toda entera en sus
goznes, y sintió una loca desesperación durante un momento al pensar que quizá
fuese demasiado tarde, que la caseta iba a ser engullida por las olas en aquel preciso
momento con ellos dentro. Pero aguantó… El impulso del agua, al ir dando bandazos
la Pretty Jane, arrojó a Hornblower contra el otro mamparo.
—Tengo que sacarte de aquí, querida —dijo Hornblower, tratando de mantener la
tranquilidad—. Estarás más segura atada al palo mayor.
—Como quieras, cariño —dijo Bárbara, con absoluta calma.
—Te voy a pasar estos cabos alrededor del cuerpo —dijo Hornblower.
Bárbara había conseguido vestirse en su ausencia. Al menos llevaba una especie
de vestido o enagua. Hornblower pasó los cabos alrededor de su cuerpo, mientras el
barco se balanceaba y cabeceaba bajo sus pies; ella mantuvo los brazos levantados
para que pudiera pasarlos bien. Él ató los cabos en torno a su cintura, bajo su tierno

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pecho.
—Escucha con atención —dijo Hornblower, y le explicó, mientras todavía se
encontraban en la relativa calma de la caseta, lo que quería que hiciera, cómo tenía
que buscar la oportunidad adecuada, correr hacia el timón y desde allí hasta el palo
mayor.
—Ya lo entiendo, querido —dijo Bárbara—. Bésame una vez más, amor mío.
Él la besó a toda prisa, con los labios contra su mejilla empapada. Fue sólo un
beso leve. Para el subconsciente de Hornblower, Bárbara, al pedirle aquello, estaba
arriesgando sus vidas, apostando diez mil besos futuros contra uno solo e inmediato.
Era típico de una mujer hacer una cosa así, pero las apuestas de diez mil a uno no
iban con Hornblower. Sin embargo, ella no se iba todavía.
—Amor mío, siempre te he querido —dijo ella, hablando a toda prisa, pero sin
dar auténtica importancia al transcurso del tiempo—. No he querido a nadie más que
a ti en toda mi vida. Tuve otro marido. No había querido decir esto antes, para no
parecer desleal. Pero ahora… la verdad es que nunca he amado a otro más que a ti.
Nunca. Sólo a ti, cariño.
—Sí, cariño —dijo Hornblower. Había oído las palabras, pero en aquel momento
tan urgente no pudo prestarles toda la atención debida—. Quédate aquí. Agárrate a
esto. ¡Agárrate fuerte!
Fue sólo una ola menor la que los empapó.
—¡Espera mi señal! —aulló Hornblower en el oído de Bárbara, y entonces corrió
arriesgadamente hacia la bitácora. Un grupo de hombres se habían atado al timón.
Durante un momento frenético, miró a su alrededor. Hizo una señal, y entonces
Bárbara cruzó la cubierta tambaleante, mientras él sujetaba el cabo. Tuvo el tiempo
justo para pasarle una vuelta de cabo en torno al cuerpo y apretar fuerte, y agarrarse
él mismo, cuando la siguiente ola rompía contra la nave. Una vez… otra… otra…
Lentamente, la Pretty Jane se bamboleaba de nuevo. Le pareció que al menos uno de
los hombres del timón faltaba, pero no había tiempo para pensar en ello, porque
quedaba por hacer el recorrido hacia el palo mayor.
Al menos, aquello estaba conseguido. Había ya cuatro hombres allí, pero pudo
asegurar a Bárbara todo lo posible, y luego asegurarse él también. La Pretty Jane
escoraba de nuevo, y otra vez más. Poco después, una ola enorme y monstruosa
arrancó la caseta y la mitad del pasamanos del buque. Hornblower vio cómo se iban
los restos hacia sotavento, y lo observó ceñudo. Había hecho bien en llevarse de allí a
Bárbara.
Debió de ser la pérdida de la caseta lo que llamó su atención hacia la conducta de
la Pretty Jane. Iba yaciendo en el seno del mar, no cabalgando con la proa hacia las
olas. La pérdida de superficie expuesta al viento en la caseta, a popa, lo hacía quizá
más notorio aún. Como consecuencia, el buque se balanceaba de forma salvaje y
acusada, e iba a ser azotado todavía más por las olas. No se podía esperar que la nave
sobreviviera durante mucho tiempo de esa forma, ni tampoco los desdichados seres

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humanos que se encontraban en su cubierta, de los cuales uno era Bárbara y otro él
mismo. La Pretty Jane quedaría hecha pedazos dentro de poco tiempo. Había que
hacer algo para mantener su proa en el mar. En circunstancias normales, una pequeña
cantidad de lona expuesta justo a popa podría conseguir ese efecto, pero no se podía
izar nada de lona con aquel ventarrón, tal como había quedado bien demostrado. En
las circunstancias presentes, la presión del viento contra el palo de trinquete y el
bauprés, con su jarcia muerta, contrarrestaba ésta contra el palo mayor, y mantenía el
buque yaciendo de costado contra el viento y las olas. Si no se podía soltar lona a
popa, entonces había que reducir el espacio expuesto al viento en la proa. Había que
cortar el palo de trinquete. Entonces, la presión del palo mayor levantaría la proa
contra el mar, aumentando sus posibilidades, mientras que la pérdida del palo a lo
mejor facilitaría el balanceo, también. No existía duda alguna al respecto; había que
cortar aquel palo de inmediato.
A popa estaba Knyvett, atado al timón, solamente a unos pocos pies de distancia;
era su decisión, como capitán. Cuando la Pretty Jane se bamboleó buscando la
horizontal de la cubierta durante un momento, con el agua hasta la rodilla solamente,
Hornblower le hizo señas. Señaló hacia delante, hacia los obenques del palo de
trinquete a barlovento. Gesticuló, pensó que había transmitido bastante bien lo que
quería decir, pero Knyvett no mostró señal alguna de haberle comprendido.
Ciertamente, no hizo ningún movimiento para llevar a cabo su sugerencia. Se limitó a
quedarse mirando estúpidamente y luego desvió la vista. Hornblower se sintió
invadido por la furia durante un momento, pero el siguiente balanceo e inmersión
consiguieron decidirle por fin. La disciplina del mar podía ser ignorada frente a tal
indiferencia e incompetencia.
Pero los otros hombres que estaban junto a él en el palo mayor estaban tan
indiferentes como Knyvett. No consiguió que se unieran a su intento. Allí, junto al
mástil, gozaban de una momentánea seguridad, y no estaban dispuestos a
abandonarla. Probablemente, ni siquiera entendían qué era lo que se proponía él.
Aquel horrible viento conseguía atontar a cualquiera, rugiendo sin cesar en sus oídos,
y las constantes cataratas de agua y la desesperada necesidad de luchar para conseguir
sujetarse no les dejaban oportunidad alguna para recapacitar.
Un hacha hubiera sido lo mejor para cortar aquellos obenques, pero no tenían
ninguna. El hombre que estaba junto a él llevaba un cuchillo metido en su vaina en el
cinturón. Hornblower puso la mano en la empuñadura y se esforzó por pensar con
lógica una vez más. Probó el filo, vio que estaba afilado y entonces desabrochó el
cinturón y se lo colocó en torno a su propia cintura. El hombre no opuso resistencia
alguna, simplemente, se quedó mirándole con expresión estúpida. De nuevo sintió la
urgente necesidad de hacer planes, de pensar con claridad, mientras el viento aullaba
y los chorros de agua salpicaban a su alrededor. Cortó dos buenos trozos de cabo de
un montón de desechos que tenía junto a él y se los ató al pecho, dejando un buen
pedazo colgando libremente. Entonces miró hacia arriba, a los obenques del palo de

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trinquete, sin cesar de cavilar. No habría tiempo de pensar las cosas cuando empezase
el momento de la acción. Todavía quedaba un trozo del pasamanos intacto, allí…
presumiblemente, los obenques de barlovento habían actuado como una especie de
rompeolas. Lo examinó y midió mentalmente la distancia. Soltó los nudos que le
sujetaban al mástil. Dirigió una mirada a Bárbara, forzando una sonrisa. Ella estaba
allí de pie, bien atada. El huracán hacía volar sus largos cabellos, aun empapados y
todo como estaban, apartándolos casi horizontalmente de su cabeza. Le pasó otro
cabo alrededor del cuerpo para asegurarla más. No podía hacer otra cosa. Aquello era
un verdadero manicomio, un infierno húmedo y aullante, y sin embargo, en medio de
toda aquella pesadilla él debía mantener la cabeza bien clara.
Esperó al momento adecuado. Primero casi se precipitó y tuvo que replegarse,
tragando saliva por el nerviosismo, antes de que la siguiente ola le empapara por
completo. A medida que la ola iba cediendo él contempló de nuevo el movimiento de
la Pretty Jane, apretó los dientes, se soltó las ligaduras y corrió a toda prisa hacia la
empinada cubierta (ola y cubierta ofrecían un abrigo que le protegía del viento).
Llegó al pasamanos con cinco segundos de anticipación, cinco segundos en los que
pudo asegurarse, atarse a los obenques, y entonces la ola rompió encima de él, en un
torrente de agua que levantó sus pies del suelo y luego le obligó a soltarse, de modo
que durante un segundo o dos sólo los cabos le sujetaron, hasta que el reflujo le
permitió volver a agarrarse con fuerza.
La Pretty Jane se bamboleó y consiguió salir de nuevo. Se le hacía muy raro
atarse el cordón de la funda del cuchillo a la muñeca, pero tuvo que consumir unos
preciosos segundos haciéndolo, o de otro modo todos sus esfuerzos podrían ser en
vano y fallar ridículamente. Ya estaba serrando con desesperación los obenques. Los
empapados cabos parecían de acero, pero notó cómo se iban separando poco a poco,
unas pocas fibras cada vez. Se alegró de haberse asegurado de que el cuchillo estaba
afilado. Había serrado casi a medias la soga antes de que un nuevo diluvio cayese
sobre él. En cuanto sus hombros se vieron libres de agua, continuó segando la soga.
Mientras cortaba notaba una ligera variación de la tensión en el buque, que iba
balanceándose, y también el obenque se aflojaba débilmente. Se preguntó si, cuando
la soga quedase cortada al fin, volaría de forma peligrosa, y concluyó que mientras
los otros obenques contuvieran la reacción, ésta no sería demasiado violenta.
Y así resultó ser; el obenque, sencillamente, se desvaneció bajo el cuchillo. El
viento cogió sus cincuenta pies de longitud y los enrolló muy lejos de donde él se
encontraba, posiblemente haciéndolo ondear como una serpentina desde el calcés. La
emprendió con el siguiente, cortando en los intervalos en que no se sumergía bajo las
atronadoras olas. Fue serrando y esperando; luchaba por coger aire en medio de los
chorros de agua, se atragantaba y se ahogaba bajo las aguas verdes, pero un obenque
tras otro fueron sucumbiendo a su cuchillo. El cuchillo ya estaba perdiendo su filo, y
ahora se enfrentaba con una dificultad adicional: había cortado prácticamente todos
los obenques que tenía a su alcance (los de popa), y pronto sería capaz de variar su

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posición para alcanzar los de proa. Pero no tuvo que resolver aquel problema,
después de todo. En la siguiente ola, cuando estaba luchando debajo del agua, fue
consciente de una serie de sacudidas transmitidas a través de la madera del buque a
sus manos agarradas, cuatro sacudidas pequeñas y una mucho más violenta. Cuando
la nueva ola se apartó de sus ojos por fin, vio lo que había ocurrido. Los cuatro
obenques que quedaban se habían roto por el tremendo tirón, uno tras otro, y
entonces el palo se había truncado también. Mirando hacia atrás por encima del
hombro vio el muñón que quedaba, sobresaliendo unos ocho pies por encima de la
cubierta.
La diferencia que supuso aquel cambio fue visible al momento en la Pretty Jane.
La siguiente ola acabó en un simple y violento balanceo, mientras el viento aullante,
actuando sobre el palo mayor, empujaba la proa y la obligaba a colocarse en el mar, a
la vez que la pérdida de fuerza del alto palo de trinquete reducía la amplitud del
balanceo, en cualquier caso. El agua de mar que se había precipitado sobre la cabeza
de Hornblower era casi insignificante en su violencia y cantidad. Hornblower podía
respirar, podía mirar a su alrededor. Observó algo más: el palo de trinquete, todavía
unido al buque por los obenques de sotavento, ahora estaba empujando a la nave a
medida que se iba abriendo camino entre las aguas, bajo el impulso del viento.
Actuaba como un ancla flotante, una ligera restricción a la extravagancia de sus
movimientos. Además, como el punto de unión estaba a babor, el buque estaba
ligeramente escorado, de modo que recibía las olas un poco por la amura de babor e
iba navegando con el mejor ángulo posible, con un ligero balanceo y un largo
cabeceo. Aunque estaba llena de agua, la nave todavía tenía una oportunidad… y
Hornblower, en la amura de estribor, se encontraba relativamente protegido y
capacitado para contemplar su trabajo con cierto orgullo.
Miró al desdichado grupito de personas, apiñadas en torno al palo mayor, el timón
y la bitácora. Bárbara quedaba fuera de su vista en el palo mayor, escondida detrás de
los hombres que había allí, y le consumió la súbita ansiedad de que algún percance
pudiera haberla arrancado de su lugar. Empezó a soltarse para volver hacia ella, y
entonces, al cesar la preocupación absorbente por el buque, un súbito recuerdo vino a
su mente, con tanta fuerza que hizo una momentánea pausa en la tarea de desatar sus
nudos. Bárbara le había besado, al abrigo de la desaparecida caseta. Y le había
dicho… Hornblower recordaba perfectamente lo que le había dicho, había quedado a
buen recaudo en su memoria hasta aquel momento, esperando que le dedicara
atención cuando bajase la acuciante necesidad de acción violenta. No sólo le había
dicho que le amaba, sino que nunca había amado a ningún otro. Hornblower,
agazapado en la cubierta de un barco medio hundido, con un huracán soplando a su
alrededor, de pronto se dio cuenta de que la vieja herida estaba cicatrizada, de que
nunca más sentiría aquella sorda punzada de celos hacia el primer marido de Bárbara,
nunca, nunca más, mientras viviera.
Aquello bastó para devolverle al mundo de los asuntos prácticos. Lo que le

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quedaba de vida a lo mejor se medía en horas. Era más probable que al caer la noche
estuviera más muerto que vivo, o quizás al día siguiente, como mucho. Y Bárbara
también. Bárbara también. El absurdo sentimiento de pequeño bienestar que le había
invadido desapareció al momento, sustituido por una pena devastadora y una
desesperación casi insoportable. Tenía que ejercer toda su fuerza de voluntad para
dominar de nuevo su cuerpo por completo, y su cansada mente también. Tenía que
actuar y pensar, como si no estuviera exhausto, como si no estuviera desesperado. El
descubrimiento de que la vaina con el cuchillo todavía colgaba de su muñeca
despertó aquel desprecio por sí mismo que siempre le espoleaba tanto. Desató el
cordón y aseguró el cuchillo con su funda antes de ponerse a examinar de nuevo los
movimientos de la Pretty Jane.
Se soltó y corrió hacia el palo mayor. Los tremendos vientos podían haberle
tirado con toda facilidad por encima de la borda, pero el levantamiento de la proa
contuvo su progreso lo suficiente, de modo que pudo cobijarse detrás del grupito
junto al palo mayor y agarrarse a uno de los cabos con toda su alma. Los hombres
que allí se encontraban, ligados y apáticos, apenas le dirigieron una mirada y no
hicieron movimiento alguno por ayudarle. Bárbara, con su cabello mojado
revoloteando en torno a la cabeza, le sonrió y le tendió la mano, y él se abrió camino
por el grupo junto a ella y se ató a su lado. Le cogió la mano de nuevo y se
tranquilizó por el apretón que notó enseguida. Y ya no les quedaba otra cosa que
hacer que mantenerse con vida.
Parte del proceso de mantenerse con vida implicaba no pensar en la sed, a medida
que el día iba transcurriendo y la amarilla luz diurna iba siendo sustituida por la negra
noche. Resultaba duro no hacerlo, una vez se daba uno cuenta de lo sediento que
estaba, y también le atormentaba el hecho de pensar que Bárbara estaría sufriendo las
mismas penalidades que él. Pero no se podía hacer nada en absoluto, nada, excepto
quedarse allí atados y soportarlo todo juntos. Al llegar la noche, sin embargo, el
viento perdió un poco su insoportable calor y empezó a soplar casi helado, de modo
que Hornblower se echó a temblar. Se removió en sus ligaduras y rodeó con sus
brazos a Bárbara, apretándola contra su cuerpo para que ella conservase en lo posible
su calor. Durante aquella noche se sintió algo preocupado por la conducta del hombre
que tenía a su lado, que insistía en inclinarse contra él, cada vez con más fuerza, de
modo que Hornblower tenía que apartar sus brazos de Bárbara y empujarle
fuertemente. Al tercer o cuarto de aquellos fuertes empujones notó que el hombre
caía desmadejadamente, y comprendió que estaba muerto.
Aquello les daba un poco más de espacio en torno al palo mayor, y así pudo
colocar a Bárbara como es debido contra éste, y ella pudo apoyarse, con los hombros
bien sujetos. Hornblower supuso que para ella representaría un alivio, a juzgar por los
dolorosos calambres que él mismo notaba en las piernas y el agotamiento
insoportable que notaba en todo su cuerpo. Existía la tentación, la terrible tentación,
de rendirse, de dejarse ir, de caer en cubierta y morir allí como el hombre que estaba

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antes a su lado. Pero no lo haría; no, por la mujer que tenía entre sus brazos, más que
por él mismo; por amor, más que por orgullo.
Con el cambio de temperatura del viento llegó una gradual moderación de su
violencia. Hornblower, durante aquellas negras horas, no se permitió al principio
ninguna esperanza, pero poco a poco se fue convenciendo de que existía, a medida
que la noche iba avanzando. Al final no pudo negar el hecho, que era evidente. El
viento estaba amainando… el huracán se estaba apartando de ellos, probablemente.
En algún momento durante la noche sopló como un simple y fuerte viento, y al fin
Hornblower, levantando la cabeza, tuvo que admitir que no era más que una fresca
brisa, que requeriría como mucho un rizo… una brisa de juanete, de hecho. El
movimiento de la Pretty Jane seguía siendo violento, como era de esperar. El mar
tardaría mucho más en calmarse que el viento. El buque todavía cabeceaba y se
sacudía con intensidad, alzándose y volviendo a caer, pero las olas ya no lo agitaban
con tanta intensidad, e incluso le permitían adoptar su postura más favorable, proa al
mar. Ya no se veían bañados por unas cataratas de agua tan enormes, tirando de sus
ligaduras hasta lacerarles la piel. El agua ya no les llegaba hasta la cintura; por fin les
cubrió sólo hasta las rodillas, y los surtidores de agua dejaron de pasar por encima de
ellos.
Entonces Hornblower pudo observar algo más. Estaba lloviendo. Llovía
torrencialmente. Si volvía la cara hacia el cielo, unas gotas de agua preciosas llenaban
su reseca y abierta boca.
—¡Lluvia! —dijo al oído de Bárbara.
Apartó sus brazos de ella, de una forma algo brusca quizá, tan ansioso estaba por
no perder ni un solo segundo de aquella lluvia providencial. Se quitó la camisa,
rasgándola a tiras a través de las ligaduras que le ataban, y la tendió hacia la lluvia
invisible que les golpeaba en la oscuridad. No podía perder un solo segundo. La
camisa estaba empapada de agua de mar; la escurrió bien, febrilmente, y la extendió
luego bajo la lluvia. Escurrió un trozo llevándoselo a la boca: aún estaba salado. Lo
intentó de nuevo. Nunca había deseado algo con tanta intensidad como en aquel
momento: que continuara lloviendo con la misma fuerza y que el agua del mar no
salpicara tanto. El agua que consiguió exprimir del trozo de camisa se podía
considerar agua dulce. Buscó la cara de Bárbara con aquel harapo empapado y lo
apretó contra ella.
—¡Bebe! —le gritó al oído.
Ella levantó las manos y por sus movimientos él comprendió que le había
entendido, y que estaba succionando el precioso líquido de la tela. Él quería que se
diera prisa, que bebiera todo lo posible, mientras persistía la lluvia. Las manos le
temblaban, de tanto desearlo. En la oscuridad, ella no sabría que él esperaba con tanta
ansiedad. Al fin ella le tendió de nuevo el trozo de camisa, y él la volvió a extender
bajo la lluvia, apenas capaz de soportar la demora. Y por fin pudo llevársela a la
boca, con la cabeza hacia atrás, y tragar, medio loco de placer. La diferencia que

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representó beber aquella pequeña cantidad de agua no tenía medida posible.
Sintió que la fuerza y la esperanza volvían a él, juntas y renovadas. Quizás
aquella camisa contuviera en total cinco o seis vasitos de vino llenos de agua. Bastaba
para representar aquella enorme diferencia. Extendió de nuevo la camisa por encima
de su cabeza, para empaparla también en la lluvia torrencial, y se la volvió a dar a
Bárbara, que se la devolvió en la oscuridad, y repitió el proceso para sí mismo. Y
cuando la hubo escurrido toda, se dio cuenta de que la lluvia por fin había cesado, y
se sintió un poco culpable. Tendría que haber conservado la camisa empapada como
reserva, pero dejó de recriminarse. Gran parte del agua se habría evaporado, y todavía
salpicaba mucha agua de mar a su alrededor; de modo que a los pocos minutos ya no
se habría podido beber.
Pero ahora ya podía pensar mejor. Percibió con toda sensatez que el viento se
estaba moderando rápidamente. La lluvia en sí misma significaba que el huracán
había proseguido su camino, dejando en su estela aquel maravilloso aguacero, no
inusual en estos casos. Y allí, por la amura de estribor, observó un diminuto atisbo de
luz rosada en el cielo, no aquel amenazante color amarillento del huracán, sino la
aurora de un día distinto. Palpó los nudos que le habían sujetado, y poco a poco los
fue desatando. Cuando el último se deslizó, se tambaleó un poco por el movimiento
del buque, tropezó y cayó sentado con un chapoteo en la empapada cubierta. Qué
placer más maravilloso el de poder sentarse, hundido hasta las caderas en el agua que
todavía inundaba la cubierta. Sentarse, sencillamente, y poco a poco ir moviendo y
estirando las rodillas, y notar que la vida volvía a sus entumecidos muslos: aquello
era el cielo, y el séptimo cielo sería poder recostar la cabeza y dejar que el sueño le
invadiese por entero.
Pero no podía hacer aquello, de todos modos. El sueño y la fatiga física eran
cosas que debían ser ignoradas estoicamente, mientras existiera una oportunidad de
sobrevivir, y la luz del día aumentase en torno a ellos. Así que se puso de pie y volvió
hacia el palo mayor, con las piernas que apenas le obedecían. Soltó a Bárbara para
que al menos pudiera sentarse, con la cubierta llena de agua o como fuese. Aflojó sus
ligaduras hasta que ella apoyó la espalda en el palo mayor, y volvió a pasarle un cabo
alrededor del cuerpo. Ella podía dormir así, si lo deseaba. Estaba tan cansada que ni
siquiera se dio cuenta, o al menos no dio muestras de ello, del marinero muerto y
doblado en dos que se encontraba apenas a una yarda de ella. Soltó el cadáver y lo
arrastró con el impulso del buque fuera de su camino, antes de atender a los otros tres
que estaban allí. Ya estaban trasteando con los nudos de sus ligaduras, y cuando
Hornblower empezó a cortar los cabos, primero uno y luego otro abrieron la boca y le
gritaron:
—¡Agua! ¡Agua!
Estaban tan indefensos como polluelos en el nido. Hornblower se dio cuenta de
que ninguno de ellos había tenido el sentido común, durante aquella tremenda
tormenta en la oscuridad, de empapar de agua su camisa. Apenas habían podido abrir

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la boca para recibir la lluvia, aunque así no se consigue recoger gran cosa. Miró hacia
el horizonte. Allí se veían un par de borrascas lejanas, pero no sabía cuándo llegarían
a la Pretty Jane o si pasarían por encima del buque.
—Tendréis que esperar para eso, muchachos —dijo.
Se dirigió hacia popa, al otro grupo que se encontraba en torno al timón y la
bitácora. Había un cadáver colgando todavía de sus ligaduras: Knyvett. Hornblower
tomó nota del hecho, con el lacónico pensamiento final de que quizá saberse vencido
por la muerte fuese una excusa para no intentar cortar el palo de trinquete. Otro
cuerpo yacía en cubierta, entre los pies de los seis supervivientes. Habían sobrevivido
nueve hombres de la tripulación de dieciséis, y al parecer cuatro habían desaparecido
sin dejar rastro, caídos por la borda durante la noche última o quizá la anterior.
Hornblower reconoció al segundo y el sobrecargo. El grupo, incluso el segundo,
aullaba pidiendo agua como los demás, y Hornblower les dio a todos la misma cruda
respuesta.
—Tirad a esos muertos por la borda —añadió.
Se hizo cargo de la situación. Mirando por encima de la borda vio que a la Pretty
Jane le quedaban unos tres pies de obra muerta, por lo que podía juzgar mientras la
nave iba cabeceando de forma extravagante en el turbulento mar.
Ahora era consciente, mientras caminaba hacia popa, de los sordos golpes bajo
sus pies correspondientes al cabeceo y el balanceo. Aquello significaba que había
objetos flotantes que iban dando golpes por debajo de la cubierta, a medida que el
agua los empujaba hacia arriba. El viento venía del nordeste. Los alisios habían
vuelto a asentarse después de la temporal interrupción del huracán. El cielo todavía
estaba sombrío y tapado, pero Hornblower notaba en sus huesos que el barómetro
debía de estar subiendo rápidamente. En algún lugar a sotavento, a cincuenta millas
de distancia, a cien millas, doscientas quizá, se encontraba la cadena de las Antillas…
no sabía lo lejos que sería, ni en qué dirección, porque la Pretty Jane había derivado
durante la tormenta. Existía una oportunidad para ellos, o la habría, si solventaban el
problema del agua.
Se volvió hacia la tambaleante tripulación.
—Abran las escotillas —ordenó—. Usted, señor segundo, ¿dónde se almacenaban
los barriles del agua?
—En medio del buque —dijo el hombre, con la lengua muy seca chasqueando
contra los labios al pensar en el agua—. A popa de la escotilla principal.
—Veamos pues —dijo Hornblower.
Los barriles de agua, construidos para contener en su interior el agua y no dejarla
escapar, tampoco habrían dejado entrar la del mar. Pero no hay ningún barril que sea
absolutamente estanco, todos se filtran un poco, y sólo una pequeña cantidad de agua
de mar que se hubiese infiltrado en el interior habría convertido el contenido del
barril en imbebible. Y los barriles, que habían sido empujados arriba y abajo durante
dos noches y un día por el agua del mar hirviente bajo cubierta, probablemente

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estarían todos contaminados.
—Es sólo una débil esperanza —dijo Hornblower, ansioso por minimizar el
desengaño casi seguro que les esperaba. Miró a su alrededor otra vez para ver las
probabilidades que tenían de que descargase una borrasca con lluvias.
Cuando miraron por la abierta escotilla pudieron apreciar las dificultades. Estaba
atascada con un par de fardos de fibra de coco. Al mirarlas vieron que se movían,
inestables, con el movimiento del barco. El agua que había invadido el barco había
hecho flotar el cargamento, y a la Pretty Jane en realidad la mantenía a flote la
presión hacia arriba que ejercía ese cargamento bajo cubierta. Era un milagro que no
se hubiera partido en dos. Y no existía posibilidad alguna de bajar allí. Ciertamente,
representaría la muerte aventurarse entre aquellas balas que se movían sin cesar. Se
oyó un gruñido general de desilusión procedente del grupo que rodeaba la escotilla.
Pero Hornblower tenía en mente otra posibilidad, y se volvió hacia el sobrecargo.
—Había cocos verdes para el uso del camarote —dijo—. ¿Ha quedado alguno?
—Sí, señor. Cuatro o cinco docenas —el hombre apenas podía hablar, debido a la
sed, la debilidad o el nerviosismo.
—¿En el pañol?
—Sí, señor.
—¿En un saco?
—Sí, señor.
—Vamos, pues —dijo Hornblower.
Los cocos flotan tanto como la fibra de coco, y son mucho más herméticos que
ningún barril.
Fueron a levantar la tapa de la escotilla de popa y miraron hacia abajo, al agua
que se movía sin cesar. Allí no había cargamento alguno. El mamparo había
aguantado el empuje. La distancia hasta la superficie correspondía a los tres pies de
obra muerta que quedaban a la Pretty Jane. Allí se veían algunas cosas. Apareció
flotando un cubo de madera, y desechos de todo tipo cubrían la superficie. Entonces,
algo más apareció a la vista: un coco. Al parecer, el saco no estaba bien atado…
Hornblower había esperado encontrar el saco entero flotando por allí. Se inclinó hacia
abajo y cogió el coco. Al ponerse de nuevo en pie con el coco en la mano, resonó un
gruñido simultáneo en el grupo entero. Una docena de manos se alargaron para
cogerlo, y Hornblower se dio cuenta de que debía imponer el orden.
—¡Atrás todos! —exclamó, y como los hombres siguieron avanzando hacia él,
sacó el cuchillo que llevaba al cinto.
—¡Atrás! ¡Mataré al primero que me ponga la mano encima! —dijo. Sabía que
estaba enseñando los dientes como una bestia salvaje, mostrando toda la intensidad
de sus sentimientos, y también que no tenía la menor posibilidad de ganar en una
lucha de uno contra nueve.
—Vamos, chicos —dijo—. Nos van a tener que durar. Los racionaremos. Partes
iguales. A ver cuántos más podemos encontrar.

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La fuerza de su personalidad se impuso, así como los restos de sentido común que
quedaban a la tripulación, y retrocedieron. Pronto, tres hombres estaban arrodillados
en torno a la escotilla, y los otros inclinados precariamente por encima de ellos,
mirando por encima de sus hombros.
—¡Allí hay uno! —exclamó una voz. Un brazo se extendió, y cogió otro coco.
—Ponlo aquí —dijo Hornblower, y fue obedecido sin cuestionar nada. Ya se veía
otro coco más, y otro.
Empezaron a apilarlos a los pies de Hornblower, una docena, quince, veinte,
veintitrés preciosos objetos, y ya no aparecieron más.
—Con suerte, encontraremos alguno más —dijo Hornblower. Miró a todo el
grupo y luego a Bárbara, acurrucada a los pies del palo mayor—. Somos once. Medio
cada uno hoy. Otro medio mañana. Yo no beberé hoy.
Nadie cuestionó su decisión, en parte, quizá, porque estaban demasiado ansiosos
por humedecerse los labios. El primer coco fue abierto en dos, con muchísimo
cuidado para que no se desperdiciara ni una gota de líquido, y el primer hombre dio
un trago. No tenía ninguna posibilidad de beber más de su mitad, con todo el grupo
rodeándole, y el hombre al que iba destinada la otra mitad observando de cerca sus
labios y mirándole para ver cuánto había bebido. Los hombres obligados a esperar
estaban inquietos y ansiosos, pero tuvieron que esperar de todos modos. Hornblower
no podía confiar que consiguieran dividir sus porciones sin luchar o desperdiciar
agua, a menos que él estuviera supervisándoles. Una vez hubo bebido el último de los
hombres, le tendió la mitad que quedaba a Bárbara.
—Bebe esto, querida —dijo, mientras, al contacto de su mano, ella parpadeaba,
despertándose de su espeso sueño.
Bárbara bebió ansiosamente y luego apartó el coco de sus labios.
—¿Has bebido un poco, cariño? —preguntó.
—Sí, querida, he tomado mi parte —dijo Hornblower, sin pestañear.
Cuando volvió al grupo, estaban rascando la delgada capa carnosa del interior de
los cocos.
—No estropeéis esas cáscaras, chicos —ordenó—. Las necesitaremos cuando
caiga algún chaparrón. Los cocos que quedan los pondremos bajo la vigilancia de la
señora. Podemos confiar en ella.
Otra vez volvieron a obedecerle.
—Hemos encontrado dos más mientras usted estaba lejos, señor —le informó uno
de los hombres.
Hornblower atisbó por la escotilla al agua cubierta de desperdicios. Le vino a la
mente otra idea, y se volvió de nuevo hacia el sobrecargo.
—La señora hizo subir a bordo un baúl lleno de comida —dijo—. Comida en
latas. Lo pusieron a popa, por ahí, en algún sitio. ¿Sabe dónde fue?
—Estaba justo a popa, señor. Bajo la caña del timón.
—Hum —dijo Hornblower.

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Mientras pensaba en ello, un súbito movimiento del buque hizo subir el agua
como un surtidor a través de la escotilla. Pero era posible alcanzar aquel baúl, abrirlo
y subir su contenido. Un hombre fuerte, que fuera capaz de bucear durante largo rato,
podía hacerlo, si no le importaba que le zarandease un poco el agua que había abajo.
—Tendríamos algo mejor que comer que pulpa de coco, si subiésemos esas cajas
—comentó.
—Yo lo intentaré, señor —dijo un joven marinero, y Hornblower se sintió
indeciblemente aliviado. No quería tener que bajar él allá abajo.
—Buen chico —exclamó—. Átate un cabo alrededor antes de bajar. Así te
podríamos subir si pasara algo.
Estaban haciendo los preparativos cuando Hornblower los detuvo.
—Esperad. ¡Mirad adelante! —dijo.
Había unas nubes de tormenta a una milla de distancia. Se podía ver como una
enorme columna de agua a barlovento, bajando desde el cielo, bien definida. La nube
era más baja a medida que caía, y la superficie del mar que la recibía era de un color
gris diferente al resto. Se movía hacia abajo y hacia ellos… no, no exactamente. El
centro se dirigía hacia un punto a alguna distancia a su través, como todo el mundo
pudo apreciar después de estudiarla un momento. Resonó una explosión de
blasfemias entre el grupo de marineros que miraban.
—¡Vamos a coger sólo el final, por el amor de Dios! —exclamó el segundo.
—La aprovecharemos al máximo cuando llegue —dijo Hornblower.
Durante tres largos minutos vieron cómo se aproximaba. A una distancia de un
cable, parecía quieta por completo, aunque podían notar la brisa refrescante que la
rodeaba. Hornblower corrió junto a Bárbara.
—Lluvia —dijo.
Bárbara se volvió de cara al mástil, se inclinó y trasteó debajo de su falda. Al
cabo de un momento consiguió quitarse una enagua, y la escurrió todo lo que pudo
para quitarle el agua salada, mientras esperaban. Entonces llegaron unas pocas gotas,
y luego el diluvio. Una lluvia preciosa. Extendieron diez camisas y una enagua, las
escurrieron, las volvieron a extender, las escurrieron de nuevo, hasta que el agua salía
dulce. Todo el mundo pudo beber a placer, hartarse de agua de lluvia. Al cabo de dos
minutos, Hornblower estaba gritando a la tripulación que llenasen las cáscaras de
coco vacías, y unos cuantos de los hombres habían tenido el sentido común y el
compañerismo suficiente para escurrir las camisas en su interior, antes de volver a
beber otra vez… Nadie quería desperdiciar ni un segundo de aquella preciosa lluvia.
Pero pasó tan rápido como había llegado; vieron cómo la borrasca se alejaba de
nuevo por la aleta, tan lejos de su alcance como si estuvieran en el mismísimo
desierto del Sahara. Sin embargo, los marineros más jóvenes de la tripulación ya
estaban riendo y haciendo bromas, y había terminado su angustia y su apatía. No
había un solo hombre a bordo, excepto Hornblower, que hubiese dedicado un solo
pensamiento a la posibilidad, o la probabilidad, de que aquella fuese la única borrasca

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con lluvia que tocase el buque durante la siguiente semana. Había que actuar
urgentemente, aunque todos los músculos y articulaciones de su cuerpo le dolían
cruelmente, y su mente estaba empañada por el agotamiento. Hizo un esfuerzo por
pensar. Se obligó a reunir sus fuerzas. Cortó en seco las risas tontas, y se volvió hacia
el hombre que se había ofrecido voluntario para aventurarse abajo, en la bodega.
—Que se pongan dos hombres a sujetar tu cabo. El sobrecargo debería ser uno de
ellos —dijo—. Señor segundo, venga a proa conmigo. Vamos a largar velas en esta
nave tan pronto como sea posible.
Aquél era el principio de un viaje que estaba destinado a ser legendario, como el
huracán que acababan de pasar: se le llamó Huracán Hornblower, no sólo porque
Hornblower estuviera relacionado con él, sino porque su inesperada llegada causó
grandes daños. Hornblower nunca pensó que el viaje en sí fuese particularmente
notable, aunque lo hicieran en un casco semihundido, puesto a flote de forma precaria
mediante unas balas de fibra de coco. Era cuestión, simplemente, de poner el casco
hacia el viento. La botavara del foque (el único palo que quedaba sano después de la
tormenta) funcionó como bandola cuando lo sujetaron al muñón del palo de trinquete,
y los sacos de la fibra de coco se usaron como velas. La lona en el palo de trinquete
les permitió llevar a la Pretty Jane hacia los vientos alisios, e ir avanzando una milla
por hora mientras se ponían a trabajar para improvisar unas velas de refuerzo que
doblaron su velocidad.
No había instrumento alguno de navegación, pues hasta la brújula había sido
arrancada de sus soportes durante la tormenta… y durante los dos primeros días, no
tuvieron idea alguna de dónde se encontraban, excepto que en algún lugar a sotavento
se encontraba la cadena de las Antillas, pero el tercer día resultó bueno y claro, y
apenas había amanecido cuando un marinero en el palo mayor vio una sutilísima raya
oscura en el horizonte, ante ellos. Era tierra; podían ser las altas montañas de Santo
Domingo, a lo lejos, o las montañas más bajas de Puerto Rico, más cerca. Por el
momento no podían saberlo, e incluso cuando el sol se puso, seguían ignorándolo… y
estaban sedientos, con poco apetito por las magras porciones de buey en conserva que
Hornblower les había racionado a partir de las reservas recuperadas.
Y a pesar de la fatiga, pudieron dormir aquella noche en sus colchones de fibra de
coco, en cubierta, donde de vez en cuando les bañaba una ola. A la mañana siguiente
la tierra estaba más cerca, un perfil bajo que parecía indicar que se trataba de Puerto
Rico, y por la tarde al fin vieron la primera barca de pesca. Ésta se dirigió hacia ellos,
intrigada por aquel extraño buque, y pronto estuvieron junto a su costado, y los
pescadores mulatos se quedaron mirando perplejos al grupo de extrañas figuras que
les saludaban. Hornblower tuvo que serenar su mente confusa, aturdida por la falta de
sueño, la fatiga y el hambre, y refrescar su español para poder saludarles. Tenían una
barrica de agua a bordo, y un puchero con garbanzos también. Añadieron una lata de
buey en conserva al festín. Bárbara, aunque no hablaba español, captó algunas
palabras de la viva conversación que siguió.

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—¿Puerto Rico? —preguntó.
—Sí, cariño —dijo Hornblower—. No me sorprende… y es mucho más
conveniente para nosotros que Santo Domingo. Ojalá recordase el nombre del
capitán-general de aquí… Traté con él cuando el asunto de la Estrella del Sur. Era un
marqués. El marqués de… de… Cariño, ¿por qué no te echas un poco y cierras los
ojos? Estás exhausta.
Le horrorizaba la palidez y el aspecto de sufrimiento que tenía ella.
—No, estoy bastante bien, gracias, querido —replicó Bárbara, aunque el tono
exhausto de su voz negaba sus propias palabras. Prueba, una vez más, de su espíritu
indomable.
Cuando estaban discutiendo qué hacer a continuación, el segundo mostró la
primera señal de animación. Podían abandonar de inmediato el cascarón inundado e ir
a Puerto Rico en la barca de pesca, pero él, tozudamente, se negó a ello. Conocía las
leyes sobre salvamentos, y todavía podía haber algo de valor en el hueco cascarón, y
ciertamente en su cargamento. Él mismo conduciría la Pretty Jane, e insistió en
quedarse a bordo con los marineros.
Hornblower se enfrentaba a una decisión sin parangón con ninguna otra de su
variopinta carrera. Abandonar el buque ahora tenía un cierto regusto a deserción, pero
había que pensar en Bárbara. Y su primera reacción, que no podía ni soñar en
abandonar a sus hombres, fue abortada en seguida al recordarse a sí mismo que, al fin
y al cabo, aquellos no eran «sus hombres».
—Usted sólo es un pasajero, milord —dijo el segundo. Qué extraño se le hacía
que volviera a aparecer de forma natural el «milord» ahora que estaban ya en
contacto con la civilización.
—Sí, es cierto —accedió Hornblower. Ni podía condenar a Bárbara a otra noche
en la cubierta de aquel cascarón inundado.
De modo que se fueron a San Juan de Puerto Rico, dos años después de la
primera visita de Hornblower a aquel lugar en circunstancias muy distintas. Resultaba
natural que su visita causara sensación en el lugar.
Corrieron mensajeros hacia la Fortaleza, y sólo unos minutos después, apareció
en el muelle una figura a la que los fatigados ojos de Hornblower pudieron reconocer,
alta y delgada, con un breve mostacho.
—Méndez Castillo —dijo el hombre, evitando así a Hornblower la preocupación
de recordar su nombre—. Me apena muchísimo ver a vuestra excelencia en tal apuro,
aunque, al mismo tiempo, siento un gran placer en darle la bienvenida de nuevo a
Puerto Rico.
Había que observar alguna formalidad, aun en aquellas condiciones.
—Bárbara, querida mía, permíteme que te presente al señor… mayor… Méndez
Castillo, edecán de su excelencia, el capitán general —y continuó en español—. Mi
esposa, la baronesa Hornblower.
Méndez Castillo se inclinó en una honda reverencia, sus ojos todavía estimando la

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extensión del sufrimiento de los recién llegados. Y entonces tomó la decisión más
importante.
—Si les resulta conveniente a sus excelencias, les sugiero que la bienvenida
formal a su excelencia se posponga hasta que se hallen mejor preparados para ella.
—Nos resulta conveniente —dijo Hornblower. En su exasperación, estaba a punto
de estallar con violencia, al ver la necesidad que tenía Bárbara de descanso y
cuidados, pero Méndez Castillo, ahora que se había observado la etiqueta, era todo
consideración.
—Entonces, si vuestras excelencias tienen la bondad de pasar a mi bote, tendré el
placer de escoltarles para que realicen su entrada informal en el palacio de Santa
Catalina. Su excelencia les recibirá, pero no hay necesidad de observar la etiqueta
formal, así podrán recuperarse de la espantosa experiencia que han soportado. ¿Serán
tan amables de venir por aquí?
—Un momento, por favor, señor. Los hombres del buque. Necesitan comida y
agua. Pueden precisar ayuda.
—Daré las órdenes a las autoridades portuarias de que les envíen todo lo
necesario.
—Gracias.
De modo que bajaron al bote para realizar el breve viaje a través del puerto; a
pesar de su fatiga mortal, Hornblower observó que todos los barcos de pesca y
embarcaciones de costeo se hacían apresuradamente a la mar, presumiblemente para
examinar las posibilidades de salvar o saquear la Pretty Jane. El segundo había tenido
mucha razón al negarse a abandonar el buque. Pero ahora ya no le importaba todo
aquello. Puso el brazo alrededor de la cintura de Bárbara, cuando ella bajó a su lado.
Y luego pasaron a través de la puerta de esclusa del palacio, donde les esperaban
atentos sirvientes. Allí estaba su excelencia y una mujer muy hermosa y morena, su
esposa, que tomó a Bárbara bajo su protección al momento. Había habitaciones
frescas y oscuras, y más sirvientes que corrían aquí y allá, obedientes a las órdenes
que su excelencia iba emitiendo. Doncellas, mozos, sirvientes…
—Éste es Manuel, mi ayuda de cámara principal, excelencia. Cualquier orden que
su excelencia le dé, será obedecida como si procediera de mí mismo. Hemos enviado
a buscar a mi físico, que estará aquí en cualquier momento. De modo que mi esposa y
yo ahora nos retiramos y dejamos que vuestras excelencias descansen, asegurándoles
que nuestra más sincera esperanza es que se recuperen rápidamente.
La gente se fue apartando. Un momento más, Hornblower tuvo que mantener sus
facultades alerta, porque llegó a toda prisa el doctor, les tomó el pulso y les examinó
la lengua. Sacó un maletín con bisturís y ya hacía preparativos para sangrar a
Bárbara, y sólo con grandes dificultades Hornblower pudo detenerle, y con muchas
dificultades más consiguió que tampoco usara las sanguijuelas en lugar de la lanceta.
No podía creer que la sangría acelerase la cura de las laceraciones que Bárbara había
sufrido en su cuerpo. Le dio las gracias al doctor y le vio salir de la habitación con

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gran alivio, haciendo reservas mentales de los medicamentos que éste prometió
enviar. Las doncellas esperaban para quitar a Bárbara los harapos que vestía.
—¿Crees que podrás dormir, cariño? ¿Quieres que te pida algo más?
—Sí que dormiré —y la sonrisa del cansado rostro de Bárbara se vio sustituida
por una especie de mueca muy impropia de una dama—. Y como aquí nadie entiende
el inglés más que nosotros, me siento libre de decirte que te amo, querido. Te amo, te
amo muchísimo, más de lo que puedo expresar con palabras.
Con sirvientes o sin ellos, la besó en aquel mismo momento, y luego la dejó y se
dirigió a la habitación contigua, donde le esperaban los mozos. Su cuerpo estaba
cruzado por dolorosos verdugones todavía en carne viva, en aquellos lugares en que
la fuerza de las olas, durante la tormenta, había tirado de las cuerdas que le sujetaban
al mástil. Le dolían horriblemente al limpiárselos con agua tibia y una esponja. Sabía
que el dulce y tierno cuerpo de Bárbara debía de estar marcado de la misma forma.
Pero Bárbara estaba a salvo ya; pronto se pondría bien, y le había dicho que le
amaba… Y… y había dicho algo más. Lo que le había dicho en la caseta de cubierta
aliviaba todo el dolor de una herida mental muy antigua, más profunda que el dolor
físico que tuviera que soportar. Era un hombre feliz el que yacía con el camisón de
seda con elaborados bordados heráldicos que el ayuda de cámara le había ayudado a
ponerse. Su sueño fue profundo y tranquilo, pero la conciencia volvió a él antes de
amanecer, y salió al balcón con las primeras luces y vio a la Pretty Jane que entraba
poco a poco en el puerto, escoltada por una docena de diminutas embarcaciones. Le
dolía no estar a bordo, hasta que volvió a pensar en su mujer, que dormía en la
habitación de al lado.
Las que vinieron a continuación fueron unas horas felices. Aquel balcón era
grande y sombreado, daba al puerto y al mar, y allí se sentó, con su batín puesto, una
hora más tarde, balanceándose perezosamente en su mecedora, con Bárbara frente a
él, bebiendo ambos chocolate dulce y comiendo rosquillas.
—Qué bien estar vivos —dijo Hornblower. Había ahora una potencia, un sentido
interno en esas palabras… no se trataba de frases manidas.
—Qué bien estar contigo —añadió Bárbara.
—La Pretty Jane ha llegado esta mañana sana y salva.
—Ya lo he visto por mi ventana —repuso Bárbara.
Anunciaron a Méndez Castillo, presumiblemente al haberle indicado que sus
huéspedes estaban despiertos y desayunando. Se interesó por ellos, en nombre de su
excelencia, hasta tener la completa seguridad de su rápida recuperación, y anunció
que se despacharían noticias de los acontecimientos recientes a Jamaica de inmediato.
—Muy amable por parte de su excelencia —agradeció Hornblower—. Y ahora,
en lo que concierne a la tripulación de la Pretty Jane. ¿Se les ha cuidado?
—Han sido recibidos en el hospital militar. Las autoridades del puerto han
estacionado una guardia a bordo del buque.
—Eso está muy bien, estupendo —dijo Hornblower, diciéndose que ahora ya no

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tenía necesidad de sentirse responsable.
La mañana podía transcurrir ociosamente, sólo rota por una visita del doctor, que
fue despachado, después de tomarles de nuevo el pulso y mirarles la lengua, dándole
las gracias por las medicinas que no habían tomado. Comieron a las dos en punto, una
opípara comida servida ceremoniosamente pero que sólo probaron. Una siesta,
después una cena que ya tomaron con más apetito, y una noche muy tranquila.
A la mañana siguiente hubo más ajetreo, porque tenían que resolver el tema de
sus ropas. Su excelencia envió unas modistas a Bárbara, y Hornblower se encontró
con la necesidad de actuar como intérprete de unos temas que requerían un
vocabulario que él no poseía, y su excelencia le envió a él también sastres y
camiseros. El sastre se sintió un poco decepcionado cuando Hornblower no quiso que
le confeccionara un uniforme completo de contraalmirante británico, con entorchados
y todo. Como oficial a media paga y sin nombramiento, Hornblower no necesitaba
nada por el estilo.
Después vino una delegación, el segundo y dos miembros de la tripulación de la
Pretty Jane.
—Hemos venido a preguntar por la salud de vuestra señoría y de la señora —dijo
el segundo.
—Gracias. Ya ven que estamos bastante recuperados —dijo Hornblower—. ¿Y
ustedes? ¿Se les cuida bien?
—Muy bien, gracias.
—Ahora es usted patrón de la Pretty Jane —comentó Hornblower.
—Sí, milord.
Era una extraña forma de hacerse con el mando.
—¿Qué va a hacer con el buque?
—Lo voy a hacer remolcar hoy, milord. A lo mejor se puede arreglar. Pero ha
perdido todo el cobre.
—Probablemente. Espero que tenga suerte —dijo Hornblower.
—Gracias, milord —hubo un momento de duda antes de pronunciar las siguientes
palabras—: Debo estar agradecido a vuestra excelencia por todo lo que hizo.
—Lo poco que hice fue por mí mismo y por la señora —dijo Hornblower.
Sonrió al decir aquello. En aquel entorno encantador, el recuerdo del aullido del
huracán y el estrépito de las olas que barrían la cubierta de la Pretty Jane perdía su
dolorosa intensidad. Y los dos marineros le sonrieron también, a su vez. Allí, en un
palacio suntuoso, era difícil recordar cómo se había mantenido firme, enseñando los
dientes y con el cuchillo empuñado, disputando con ellos la posesión de un simple
coco verde. Era muy agradable que la entrevista acabase con sonrisas y parabienes,
para que Hornblower pudiese volver a sumergirse en la deliciosa ociosidad con
Bárbara junto a él.
Costureras y sastres debieron de trabajar duramente, porque al día siguiente ya
estaban listos para la prueba algunos de los resultados de sus esfuerzos.

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—¡Mi noble español! —exclamó Bárbara, viendo a su marido vestido con casaca
y calzones al estilo de Puerto Rico.
—Mi encantadora señora —respondió Hornblower, con una reverencia. Bárbara
llevaba peineta y mantilla.
—Afortunadamente, las señoras de Puerto Rico no llevan ballenas —dijo Bárbara
—. No podría soportarlas ahora mismo.
Era una de las pocas alusiones que Bárbara había hecho a las laceraciones y
magulladuras que tenía en todo el cuerpo. Había recibido una educación espartana, y
fue formada en una escuela que consideraba reprobable demostrar la debilidad física.
Aun al hacer su reverencia en broma ante él, mientras hablaba, cuidó mucho de no
traicionar los dolores que sus movimientos le producían. Hornblower no pudo ni
adivinarlos.
—¿Qué le digo hoy a Méndez Castillo, cuando venga a preguntar? —dijo
Hornblower.
—Creo, querido, que ahora podemos ser recibidos con toda seguridad por sus
excelencias —respondió Bárbara.
Allí, en el pequeño Puerto Rico, se podía encontrar toda la magnificencia y
ceremonial de la corte de España. El capitán general era el representante de un rey
por cuyas venas corría la sangre de Borbones y Habsburgos, de Fernando e Isabel, y
su persona debía verse rodeada por los mismos rituales y etiquetas, o si no la mística
santidad de su amo sería puesta en cuestión. Ni siquiera Hornblower se había dado
cuenta, hasta que empezó a discutir los preparativos con Méndez Castillo, de la
enorme condescendencia y la suprema alteración que suponía para la etiqueta de
palacio la visita subrepticia que sus excelencias habían rendido a los dos náufragos
que habían solicitado su hospitalidad. Ahora, todo aquello quedaría olvidado
convenientemente en su recepción oficial.
Le resultaba divertida la forma en que Méndez Castillo mencionaba, nervioso y
contrito, el hecho de que Hornblower no podía esperar las mismas formalidades que
había recibido en su última visita. Entonces les visitaba en calidad de comandante en
jefe; ahora, era simplemente un oficial a media paga, un visitante distinguido (se
apresuró a puntualizar Méndez Castillo), pero sin rango oficial. Se le ocurrió a
Hornblower que Méndez Castillo esperaba que él se indignase y se sintiese ofendido
al decirle que aquella vez sólo se le recibiría con una pequeña fanfarria, y no con toda
la banda al completo, y con los saludos de los centinelas en lugar de pasar revista a
toda la guardia. Pudo confirmar su reputación de persona de tacto al declarar, con
toda veracidad (aunque su sinceridad fuese tomada por diplomática ocultación de sus
verdaderos sentimientos) que aquello no le preocupaba en absoluto.
Y así resultó ser. Bárbara y Hornblower fueron sacados discretamente de palacio
por una puerta lateral y conducidos hasta un bote que dio la vuelta y les hizo entrar
por la enorme puerta acuática por donde Hornblower había realizado su entrada
anterior. Desde allí, con paso lento y solemne, entraron por la puerta, Bárbara cogida

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del brazo izquierdo de Hornblower. A cada lado, los centinelas presentaron armas, y
Hornblower devolvió el saludo quitándose el sombrero. Cuando entraron en el patio
que había más allá, fueron recibidos por la fanfarria que les había prometido Méndez
Castillo. Hasta el incompetente oído de Hornblower fue capaz de distinguir que no se
había escatimado esfuerzo en aquella banda. Los sonidos flotaban en el aire, largos y
sostenidos, hasta que Hornblower se preguntó cómo podía resistir tanto el
trompetista, y por las variaciones entre las notas más agudas y más graves notó que el
músico exhibía un virtuosismo considerable. Dos centinelas más estaban firmes al pie
de los escalones que había al fondo, presentando armas. El trompetista permanecía en
lo alto de la escalera, a un lado, y se llevó entonces el instrumento a los labios para
realizar una serie de floreos más, mientras Hornblower se quitaba el sombrero de
nuevo y Bárbara empezaba a subir los escalones. Aquella interpretación era
espectacular. Aunque Hornblower se estaba preparando para realizar su entrada
ceremonial en el gran vestíbulo, no pudo evitar echar un vistazo al trompetista. Una
sola mirada no bastó; tuvo que dedicarle una segunda. Con su coleta y el pelo
empolvado, vestido con un resplandeciente uniforme, ¿qué tenía aquella figura que
llamaba tanto su atención? Notó Hornblower que Bárbara se ponía tensa y estaba a
punto de tropezar, cogida de su brazo. El trompetista se quitó el instrumento de los
labios. Era… era Hudnutt. A Hornblower casi se le cae el sombrero por la sorpresa.
Pero ya estaban en el umbral de la puerta principal, y debía caminar con
majestuosidad hacia delante, acompañado de Bárbara, si no quería arruinar el bonito
ceremonial. Una voz pronunció sus nombres en voz alta. Ante ellos, al final de una
larga avenida de alabarderos, se encontraban dos tronos rodeados por detrás por un
semicírculo de uniformes y trajes cortesanos, y sus excelencias, sentados, les
esperaban.
En la última visita de Hornblower, el capitán general se había levantado y había
dado unos pasos hacia delante para recibirle, pero entonces era comandante en jefe, y
ahora en cambio él y Bárbara no eran más que ciudadanos privados, y sus excelencias
permanecieron sentados, mientras Bárbara y él avanzaban del modo exacto en que les
habían indicado. Él inclinó la cabeza ante su excelencia, después de serle presentado;
esperó a que fuera presentada Bárbara y ella realizase su reverencia, volvió a inclinar
de nuevo la cabeza al presentarle a la esposa de su excelencia y luego ambos se
apartaron ligeramente a un lado para esperar las palabras de sus excelencias.
—Un gran placer dar la bienvenida de nuevo a lord Hornblower —dijo el
gobernador.
—Igualmente, es un gran placer conocer a lady Hornblower —dijo su esposa.
Hornblower respetó la formalidad de consultar con Bárbara cómo debía contestar.
—Mi esposa y yo apreciamos enormemente el gran honor que se nos hace al
recibirnos —dijo Hornblower.
—Son bienvenidos como huéspedes nuestros —dijo su excelencia, con un tono
que indicaba que la conversación había concluido. Hornblower volvió a inclinar la

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cabeza dos veces, y Bárbara realizó más reverencias, y luego se retiraron ambos en
diagonal, para que sus excelencias no tuvieran que contemplar sus espaldas. Méndez
Castillo estaba allí al lado, y les presentó a otros invitados, pero Hornblower, antes
que nada, tenía que comentar con Bárbara el asombro que le había producido su
reciente encuentro.
—¿Has visto al trompetista, querida? —preguntó.
—Sí —le respondió Bárbara, con tono inexpresivo—. Era Hudnutt.
—Sorprendente —añadió Hornblower—. Extraordinario. Nunca hubiese creído
que fuese capaz de tal cosa. Se escapó de la prisión, trepó por la valla y consiguió
salir de Jamaica y dirigirse a Puerto Rico… Notable.
—Sí —asintió Bárbara.
Hornblower se volvió a Méndez Castillo.
—Su… su trompetero —dijo, no recordando cuál era la palabra española
adecuada para el caso, llevándose la mano ante la boca para indicar lo que quería
decir.
—Ah, ¿es que le parece bueno? —preguntó Méndez Castillo.
—Soberbio —dijo Hornblower—. ¿Quién es?
—El mejor de los músicos de la orquesta de su excelencia —respondió Méndez
Castillo.
Hornblower le miró intensamente, pero Méndez Castillo mantenía un rostro
diplomáticamente inexpresivo.
—¿Un campesino de su país, señor? —insistió Hornblower.
Méndez Castillo levantó las manos y se encogió de hombros.
—¿Por qué me iba a preocupar saber de dónde procede, milord? —replicó—. En
cualquier caso, el arte no conoce fronteras.
—No —aceptó Hornblower—. Supongo que no. Las fronteras son elásticas, hoy
en día. Por ejemplo, señor, no recuerdo si existe un tratado entre su gobierno y el mío
contemplando el intercambio de desertores entre ambos.
—¡Qué extraña coincidencia! —exclamó Méndez, Castillo—. Hace unos días
estuve precisamente investigando este asunto… sin objetivo alguno, se lo aseguro,
milord. Y encontré que no existe tal tratado. Es posible que haya habido algunas
ocasiones en que, como gesto de buena voluntad, se hayan entregado algunos
desertores. Pero, lamentablemente, milord, su excelencia ha cambiado su punto de
vista a este respecto desde que cierta nave (la Estrella del Sur, cuyo nombre
posiblemente recordará, milord) fue perseguida como esclavista fuera de este puerto,
en circunstancias que su excelencia encontró particularmente irritantes.
No había hostilidad alguna en la expresión de Méndez Castillo al pronunciar estas
palabras, ni tampoco júbilo. Lo mismo podría haber estado hablando del tiempo.
—Ahora aprecio mucho más si cabe la amabilidad de su excelencia y su
hospitalidad —dijo Hornblower. Esperaba no transmitir la sensación que se había
apoderado de él: la de que le había salido el tiro por la culata.

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—Transmitiré esa información a su excelencia —dijo Méndez Castillo—.
Mientras tanto, hay muchos invitados que estarán ansiosos de conocer a sus señorías.
Más tarde, durante la velada, fue Méndez Castillo quien se acercó a Hornblower
con un mensaje de su excelencia en el sentido de que la marquesa comprendía que
Bárbara podía estar algo cansada, al no haberse recuperado todavía del todo de sus
recientes experiencias, y sugería que si sus señorías deseaban retirarse
informalmente, sus excelencias lo comprenderían a la perfección. Y fue Méndez
Castillo quien les guió hasta el extremo más alejado de la habitación y a través de una
discreta puerta les condujo a unas escaleras traseras que llevaban a sus aposentos. La
doncella destinada a atender a Bárbara les esperaba.
—Pídele a la doncella que se retire, por favor —dijo Bárbara—. Yo misma me
arreglaré.
Su tono seguía siendo monocorde e inexpresivo, y Hornblower la miró
ansiosamente, temiendo que la fatiga hubiese sido excesiva para ella. Pero hizo lo que
le pedía.
—¿Puedo ayudarte en algo, querida? —le preguntó, una vez se hubo retirado la
doncella.
—Puedes quedarte a hablar conmigo, si quieres —respondió Bárbara.
—Claro, será un placer —dijo Hornblower. Había algo extraño en aquella
situación. Trató de pensar en algún tema que aliviara la tensión—. Aún no me puedo
creer del todo lo de Hudnutt…
—Precisamente quería hablarte de Hudnutt —dijo Bárbara. Su voz sonaba muy
áspera. Ella estaba mucho más tiesa y rígida que de costumbre, y miraba a
Hornblower con los ojos fijos, como un soldado que permanece firme esperando una
sentencia de muerte.
—¿Qué pasa, querida?
—Me vas a odiar —dijo Bárbara.
—¡No, eso nunca!
—Aún no sabes lo que te voy a decir.
—Nada de lo que me digas podría…
—¡No lo digas aún! Espera hasta que lo hayas oído. Yo fui quien solté a Hudnutt.
Yo lo arreglé todo para que se escapara.
Aquellas palabras llegaron a él como un rayo. O como si, en medio de una calma
chicha, la verga de la gavia cayese sin advertencia alguna de sus eslingas en plena
cubierta.
—Vamos, querida —dijo Hornblower, sin conseguir creerlo—, estás cansada.
¿Por qué no…?
—¿Crees que estoy delirando? —preguntó Bárbara. Su voz sonaba muy distinta
de la que siempre había oído Hornblower. También sonaba distinta la risita breve y
amarga que acompañó esas palabras—. Podría ser. Éste es el fin de toda mi felicidad.
—Pero cariño…

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—¡Ah! —exclamó Bárbara. Había una súbita y abrumadora ternura en ese simple
sonido, y su rígida actitud se relajó un poco, pero al instante se volvió a erguir y retiró
las manos que había tendido hacia él—. Por favor, escucha. Ya te lo he dicho. Fui yo
quien solté a Hudnutt. ¡Yo le solté!
No podía haber duda alguna de lo que decía, fuese verdad o no. Y Hornblower,
incapaz de moverse, mirándola, se fue dando cuenta gradualmente de que aquello era
verdad. Y la certidumbre fue resquebrajando su débil corteza de incredulidad, y al ir
pensando en todas las pruebas que tenía, fue como si se elevara una ola enorme, cada
vez más alta.
—¡Aquella última noche, en la casa del Almirantazgo! —exclamó.
—Sí.
—Le sacaste por la portezuela del jardín.
—Sí.
—Y Evans te ayudó. Él tenía la llave.
—Sí.
—Y ese hombre de Kingston… Bonner, supongo que te ayudó también.
—Me dijiste que era una especie de forajido. Al menos estaba dispuesto a correr
alguna aventura.
—Pero… ¿y el olor que siguieron los sabuesos?
—Arrastraron la camisa de Hudnutt por todo el camino, atada a una cuerda.
—Pero… pero… ¿y cómo…? —ella no tuvo que decírselo. Mientras pronunciaba
aquellas palabras, él ya lo había deducido—. ¡Las doscientas libras!
—El dinero que te pedí —dijo Bárbara, sin esconder nada. Una recompensa de
diez libras no servía para nada, si alguien estaba dispuesto a gastar doscientas libras
para ayudar a escapar a un prisionero.
Hornblower se dio cuenta de todo. Su mujer había transgredido la ley. Había
ninguneado la autoridad de la Marina. Había… y la ola se elevó todavía más, a un
nivel vertiginoso.
—¡Eso es traición! —dijo—. ¡Te podrían deportar de por vida… te podrían enviar
a Botany Bay!
—¿Y a mí qué más me da? —exclamó Bárbara—. ¡Botany Bay! ¿Importa eso
acaso, ahora que lo sabes? ¿Ahora que nunca más volverás a amarme?
—¡Pero querida…! —aquellas últimas palabras sonaban tan increíblemente
irreales que no supo qué decir como respuesta. Su mente trabajaba febrilmente,
pensando en el efecto que tendría todo aquello en Bárbara—. Ese hombre, Bonner,
podría hacerte chantaje.
—Es tan culpable como yo misma —dijo Bárbara. La dureza antinatural de su
voz llegó a su clímax, y de pronto a sus palabras volvió una súbita dulzura, una
abrumadora ternura, que ella no pudo evitar, mientras sonreía con su antigua sonrisa
burlona de siempre a aquel marido suyo—. ¡Pero tú sólo piensas en mí!
—Pues claro —dijo Hornblower, sorprendido.

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—No, debes pensar en ti mismo. Te he engañado. Te he mentido. Me he
aprovechado de tu amabilidad, de tu generosidad… ¡oh!
La sonrisa se vio sustituida por las lágrimas. Era horrible ver el rostro de Bárbara
distorsionado de aquella manera. Ella permanecía aún de pie, como un soldado. Ni
siquiera se cubrió la cara con las manos; se quedó de pie, con las lágrimas corriendo
por sus mejillas y los rasgos contorsionados, sin ahorrarse ni un ápice de vergüenza.
Él la habría estrechado entre sus brazos en aquel preciso momento, pero estaba
inmovilizado por el asombro, y las últimas palabras de Bárbara habían provocado que
un torrente imparable de pensamientos inundara su mente y le paralizase. Si se sabía
algo de aquello, las consecuencias no tendrían límite. Medio mundo creería que
Hornblower, el legendario Hornblower, había sido cómplice de la huida y deserción
de un delincuente menor. Nadie creería la verdad… y si la verdad llegaba a saberse,
medio mundo se reiría de Hornblower, porque su mujer había sido más lista que él.
Un horrible abismo se abría ante sus pies. Sin embargo, estaba ese otro abismo…
aquella horrible pena que estaba sufriendo Bárbara.
—Iba a decírtelo —decía Bárbara, todavía erguida, ciega por las lágrimas, de
modo que no podía ver nada—. Cuando llegásemos a casa iba a decírtelo. Eso
pensaba, antes del huracán. Y allí, en la caseta, iba a decírtelo, después… después de
decirte lo otro. Pero no hubo tiempo… tenías que salir. Iba a decirte que te amaba,
eso lo primero. Y te lo dije, y lo que tendría que haberte dicho es esto otro. Tendría
que haberlo hecho.
No estaba buscando excusa alguna para su comportamiento. No suplicaba. Se
enfrentaba valientemente a las consecuencias de sus actos. Y allí, en la caseta, le dijo
que le amaba, que jamás había amado a ningún otro hombre. Ahora él ya podía
olvidarse del asombro, de la incredulidad, que le habían mantenido paralizado hasta
aquel momento. Nada contaba en el mundo entero excepto Bárbara. Ahora ya podía
moverse. Dos pasos adelante y ya la tenía entre sus brazos. Las lágrimas de ella le
humedecieron los labios.
—¡Amor mío! ¡Querida! —susurró él, porque ella, incrédula y ciega, no le había
respondido.
Y entonces ella lo comprendió, en medio de la oscuridad que la rodeaba, y
levantó los brazos para abrazarle, y no hubo felicidad en el mundo que se pudiera
comparar a aquella. Nunca habían sentido una armonía tan perfecta. Hornblower
sonreía. Hasta se hubiese echado a reír, de pura felicidad. Era una antigua debilidad
suya, esa de reírse (en voz alta) en los momentos de crisis. Ahora ya podía hacerlo, se
lo permitía… se podía reír de aquel incidente ridículo. Reír a más no poder. Pero su
sentido común le dijo que en aquel momento la risa podía ser malinterpretada. Así
que se limitó a sonreír, y siguió sonriendo mientras la besaba.

FIN

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C. S. FORESTER (El Cairo, 1899 - Fullerton, California, 1966). Escritor inglés cuyo
nombre completo era Cecil Scott Forester. Pese a esto, su verdadero nombre era otro,
Cecil Louis Troughton Smith, y lo de Forester era todo un alias. Nació en El Cairo,
Egipto donde su padre se encontraba destinado como funcionario del Gobierno
británico, cursó estudios de Medicina que dejó inacabados.
Su primera novela Payment Deferred (1926), fue llevada al cine, al igual que varios
de sus principales títulos posteriores, tales como Orgullo y pasión (1933) y La Reina
de África (1935), clásico de la novela de aventuras contemporánea y estupendo
temple narrativo que narra la peripecia de una vieja lancha a través de los rápidos de
un río africano, cuando en Europa ha estallado una contienda remota cuya resonancia
hermanará, extraña y conmovedoramente, los destinos de dos seres dispares en
apariencia y secretamente fraternos y complementarios en lo esencial. Pero C. S.
Forester es principalmente conocido por su saga protagonizada por el capitán Horatio
Hornblower (1937-1957), un ciclo narrativo escrito a partir del epistolario que se
conserva en el National Maritime Museum.
C. S. Forester, cuyas novelas emanaban brío, emotividad y tierna ironía, formó junto
a Patrick O’Brian y Alexander Kent, el grupo de autores más reconocido de novela
histórica marinera.

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Notas

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[1] En español en el original (N. de la T). <<

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