Hornblower en Las Indias Occidentales
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Hornblower en Las Indias Occidentales
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C. S. Forester
ePub r1.1
Titivillus 12.01.2016
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Título original: Hornblower in the West Indies
C. S. Forester, 1958
Traducción: Ana Herrera Ferrer
Ilustración de cubierta: Salem Harbour de Roy Cross
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CAPÍTULO 1
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—. Vuestra señoría, nada menos que un comandante en jefe, con no más de tres
fragatas y media docena de balandros y goletas.
—Catorce balandros y goletas, señor —corrigió Hornblower—. Son unas
embarcaciones muy adecuadas para la misión que debo llevar a cabo.
—Sin duda, milord —exclamó Sharpe—. Pero recuerdo los días en que el
comandante en jefe de las Indias Occidentales disponía de un escuadrón de buques de
línea.
—Aquello era en tiempos de guerra, señor —apuntó Hornblower, recordando los
comentarios verbales del primer lord del Almirantazgo en la entrevista que
mantuvieron cuando le ofreció su mando—. La Cámara de los Comunes antes
permitiría que la Marina Real se pudriese en sus amarraderos que volver a imponer
los impuestos de guerra.
—El caso es que vuestra señoría ha llegado —dijo Sharpe—. ¿Ha intercambiado
saludos con el fuerte Saint Philip?
—Salva por salva, como su despacho me informó que se había acordado.
—¡Excelente! —aprobó Sharpe. Había sido en realidad una formalidad un poco
extraña; todos los hombres a bordo de la Crab se habían alineado junto a la borda,
muy formales, durante el saludo, y los oficiales se pusieron firmes en el alcázar, pero
«todos los hombres» eran solamente un grupito de cuatro marineros que manejaban el
cañón de saludos, y uno en las drizas de señales, y otro a la caña del timón. Además,
llovía a cántaros. El resplandeciente uniforme de Hornblower, empapado como
estaba, se le pegó al cuerpo.
—¿Ha hecho vuestra señoría uso de los servicios de un remolcador a vapor?
—¡Sí, por Júpiter! —exclamó Hornblower.
—Una experiencia notable, ¿verdad?
—Pues sí, así es —afirmó Hornblower—. Yo…
Contuvo sus deseos de expresar todos los pensamientos que se le ocurrían sobre
aquel tema; les habrían conducido a demasiadas irrelevancias emocionantes. Pero sí,
un remolcador a vapor había llevado a la Crab contra los centenares de millas de
corrientes desde el mar de Nueva Orleans, entre la aurora y el anochecer, llegando en
el mismísimo momento que había previsto el capitán del remolcador. Y allí estaba
Nueva Orleans, no sólo atestada de buques transoceánicos, sino también con una flota
de largos y estrechos vapores, maniobrando hacia la corriente y contra los muelles
con una facilidad (gracias a sus ruedas de paletas) que ni siquiera la Crab, con su
aparejo tan manejable, podía intentar emular. Y con el giro de esas ruedas de paletas,
podrían volar corriente arriba con una rapidez casi increíble.
—El vapor ha abierto por completo todo un continente, milord —dijo Sharpe,
haciéndose eco de los pensamientos de Hornblower—. Un verdadero imperio. Miles
y miles de millas de aguas navegables. La población del valle del Misisipí se contará
en millones dentro de unos pocos años.
Hornblower recordaba las discusiones en casa, cuando era sólo un oficial a media
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paga esperando su promoción a oficial con destino, cuando las «teteras de vapor»
empezaron a aparecer en las conversaciones. No se sugería entonces la más remota
posibilidad de buques transoceánicos propulsados a vapor, y más bien se reían
cruelmente de ellos… sería como el fin de la marinería auténtica. Hornblower no
estaba seguro entonces de todo aquello, pero tuvo mucho cuidado de guardarse sus
opiniones, porque no quería que le considerasen un hombre estrafalario y peligroso.
No quería verse arrastrado tampoco ahora a una discusión semejante, ni siquiera con
un simple civil.
—¿Qué información tiene para mí pues, señor? —preguntó al civil.
—Una cantidad considerable, milord.
El señor Sharpe sacó un fajo de documentos del bolsillo de su levita.
—Aquí están los últimos avisos de Nueva Granada… más reciente, espero, que
cualquier otra noticia que pueda tener. Los insurgentes…
El señor Sharpe realizó una rápida exposición de la situación militar y política de
Centroamérica. Las colonias españolas estaban entrando en la fase final de su lucha
por la independencia.
—No creo que pase mucho tiempo hasta que el Gobierno de su majestad
reconozca esa independencia —acabó Sharpe—. Y nuestro ministro en Washington
me informa de que el de Estados Unidos piensa llevar a cabo un reconocimiento
similar. Queda por ver lo que tenga que decir la Santa Alianza sobre este tema,
milord.
Europa, bajo el gobierno de una monarquía absoluta, no vería con buenos ojos el
establecimiento de una nueva serie de repúblicas, sin duda. Pero apenas importaba lo
que tuviera que decir Europa, mientras la Marina Real (aunque reducida en tiempos
de paz) controlase los mares, y los dos gobiernos de habla inglesa continuasen en
buena relación.
—Cuba muestra pocos signos de inquietud —continuó Sharpe—, y tengo
informaciones de que el tema de las cartas de marca del Gobierno español a buques
que zarpan de La Habana…
Las «cartas de marca» o patentes de corso eran una de las principales fuentes de
problemas de Hornblower. Las estaban emitiendo tanto gobiernos insurgentes como
nacionalistas, para hacer presa sobre buques que llevaban las banderas viejas y las
nuevas, y los portadores de esas cartas se convertían en piratas en un simple
parpadeo, en ausencia de presas legítimas y tribunales de presa eficientes. Trece de
las catorce pequeñas embarcaciones de Hornblower estaban esparcidas por el Caribe
vigilando las actividades de los corsarios.
—He preparado duplicados de mis informes para la información de vuestra
señoría —concluyó Sharpe—. Los tengo aquí para entregárselos, junto con copias de
las quejas de los comandantes implicados.
—Gracias, señor —replicó Hornblower, mientras Gerard se hacía cargo de los
papeles.
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—Y ahora, en cuanto al comercio de esclavos, con el permiso de vuestra señoría
—continuó Sharpe, sacando un nuevo fajo de documentos.
El comercio de esclavos era una cuestión tan importante como la piratería, incluso
más grave, porque la Sociedad Antiesclavista de Inglaterra gozaba de un apoyo muy
potente en ambas Cámaras del Parlamento, y armaría mucho más jaleo por las cargas
de esclavos que iban a La Habana o a Río de Janeiro que por una compañía naviera
incordiada por los corsarios.
—En este momento, milord —dijo Sharpe—, un lote recién traído de la Costa de
los Esclavos se está vendiendo por ochenta libras en los barracones de La Habana…
y cuesta no más de una libra en artículos de comercio en Whydah. Esos beneficios
son tentadores, milord.
—Naturalmente.
—Tengo razones para pensar que barcos de registro británico y americano están
comprometidos en ese tráfico, milord.
—Yo también.
El primer lord del Almirantazgo tabaleó en la mesa de una forma que no
presagiaba nada bueno en aquella entrevista, cuando llegaron a esa parte de las
instrucciones para Hornblower. Según las nuevas leyes británicas, los súbditos que se
vieran implicados en el comercio de esclavos podían ser colgados, y los barcos
requisados. Pero había que poner mucho cuidado en el trato con buques que
ostentaban la bandera americana. Habría que usar un tacto exquisito si se negaban a
ponerse al pairo en alta mar para ser examinados. Romper un palo de un buque
americano, o matar a un ciudadano americano, podía causarles graves consecuencias.
América ya había estado en guerra con Inglaterra hacía sólo nueve años, por temas
bastante similares.
—No queremos problemas, milord —dijo Sharpe. Tenía los ojos grises, duros e
inteligentes, profundamente hundidos en su carnoso rostro.
—Soy consciente de ello, señor.
—Y en este asunto, milord, debo atraer la atención de vuestra señoría hacia un
buque que está preparado para zarpar aquí, en Nueva Orleans.
—¿Qué buque es ése?
—Es visible desde el muelle, milord. De hecho… —Sharpe se levantó de la silla
con dificultad y se dirigió hacia la ventana de la cabina—. Sí, ése es. ¿Qué opina de
él, milord?
Hornblower miró junto a Sharpe. Vio un hermoso buque de ochocientas toneladas
o más. Sus finas líneas, la caída de sus palos, la amplia extensión de sus vergas, todas
esas señales eran indicaciones claras de velocidad, para la cual se había hecho algún
sacrificio en cuanto a capacidad de carga. Era de cubierta corrida, con seis portas
pintadas a lo largo de cada lado. Los armadores de buques americanos siempre
habían manifestado una cierta preferencia por construir buques rápidos, pero éste era
un ejemplo avanzado de esa tendencia.
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—¿Hay cañones detrás de esas portas? —preguntó Hornblower.
—De doce libras, milord.
Aun en días de paz no era inusual que los buques mercantes llevasen cañones, ya
fuera para los viajes a las Indias Occidentales o al este, pero aquél era un armamento
más pesado de lo habitual.
—La han construido como nave corsaria —dijo Hornblower.
—Muy cierto, milord. Es la Daring. Fue construida durante la guerra, hizo un
viaje y nos tomó seis presas antes del Tratado de Gante. ¿Y ahora, milord?
—Puede ser esclavista.
—Vuestra Señoría tiene razón, por supuesto.
Aquel pesado armamento podía ser de gran utilidad para un buque esclavista que
debe anclar en un río africano, susceptible de recibir ataques traicioneros. Su
velocidad minimizaría las muertes entre los esclavos durante la travesía oceánica; su
falta de capacidad para el cargamento no importaría, si era un buque de esclavos.
—¿Es una nave de esclavos o no? —preguntó Hornblower.
—Aparentemente no, milord, a pesar de su aspecto. Sin embargo, está preparada
para llevar a muchos hombres.
—Me gustaría que se explicara usted mejor, señor Sharpe.
—Lo único que le puedo decir a vuestra señoría son los hechos tal y como se me
han revelado. Está bajo contrato de un general francés, el conde de Cambronne.
—¿Cambronne? ¿Cambronne? ¿El hombre que dirigía la Guardia Imperial en
Waterloo?
—Ese mismo hombre, milord.
—¿El que dijo: «la vieja guardia muere, pero no se rinde»?
—Sí, milord, aunque el informe dice que en realidad usó una expresión mucho
más ruda. Fue herido y hecho prisionero, pero no murió.
—Eso he oído. Pero ¿qué quiere hacer entonces con ese buque?
—Todo es claro y legal, aparentemente. Después de la guerra, la vieja guardia de
Boney formó una organización para el auxilio mutuo. En 1816 decidieron hacerse
colonos… vuestra señoría debe de haber oído algo de ese proyecto, ¿no?
—Apenas.
—Vinieron aquí y se apoderaron de un trozo de terreno de la costa de Texas, que
es la provincia de México adyacente a su estado de Louisiana.
—Había oído algo, pero no sé más.
—Fue fácil empezar, porque México estaba en el trance de su revolución contra
España. No tuvieron oposición alguna, como comprenderá, milord. Pero no resultó
tan sencillo continuar. Supongo que era difícil que los soldados de la vieja guardia se
pudieran convertir en buenos agricultores. Y en esa costa pestilente… Hay una serie
de lagunas secas, y apenas ningún habitante.
—¿Les falló el plan?
—Como era de esperar. La mitad de ellos fallecieron de malaria y fiebre amarilla,
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y la otra mitad se murió de hambre, sencillamente. Cambronne se va a Francia para
llevarse a casa a los supervivientes, que son unos quinientos. Al Gobierno de Estados
Unidos nunca le gustó aquel proyecto, como vuestra señoría puede imaginar, y ahora
el Gobierno insurgente es lo bastante fuerte como para molestarse por la presencia en
las costas de México de un gran grupo de soldados entrenados, por muy pacíficas que
sean sus intenciones. Como vuestra señoría puede ver, la historia de Cambronne
podría ser perfectamente cierta.
—Si.
Un buque de ochocientas toneladas, equipado como esclavista, podría llevar a
quinientos soldados a bordo y alimentarlos durante la larga travesía.
—Cambronne está aprovisionando la nave con arroz y raciones de agua para
esclavos, milord, lo más adaptado para el objetivo, por esa misma razón.
El comercio de esclavos ya tenía una larga experiencia de cómo mantener vivos a
un montón de hombres apiñados.
—Si Cambronne se los va a llevar de nuevo a Francia, no haré nada para
impedírselo —dijo Hornblower—. Más bien al contrario.
—Exactamente, milord.
Los grises ojos de Sharpe se encontraron con los de Hornblower en una mirada
inexpresiva. La presencia de quinientos soldados entrenados en un buque en el golfo
de México era una gran preocupación para el comandante en jefe británico, cuando
las costas del Golfo y del Caribe estaban en una situación tan turbulenta como en
aquel momento. Bolívar y los otros insurgentes hispanoamericanos pagarían un alto
precio por sus servicios en las guerras en curso. O alguien podía incluso estar
pensando en conquistar Haití, o en realizar un ataque sorpresa contra La Habana, o en
llevar a cabo cualquier tipo de expedición de filibusteros. Cabía la posibilidad de que
el actual gobierno Borbón de Francia estuviera buscando un pastel al cual hincarle el
diente, o una oportunidad de hacerse con una colonia y enfrentarse a las potencias de
habla inglesa con un fait accompli.
—Les mantendré vigilados hasta que se encuentren sanos y salvos en camino —
dijo Hornblower.
—He llamado la atención de vuestra señoría sobre este asunto de forma oficial —
advirtió Sharpe.
Sería una sangría más para los limitados recursos de Hornblower dedicados al
control del Caribe. Ya se preguntaba cuál de sus pocas embarcaciones podría destacar
para que vigilase la costa del Golfo.
—Y ahora, milord —continuó Sharpe—, es mi deber discutir los detalles de la
estancia de vuestra señoría en Nueva Orleans. He dispuesto un programa de actos
oficiales para vuestra señoría. ¿Habla francés?
—Sí —afirmó Hornblower, conteniéndose para no decir: «Sí, mi señoría habla
francés».
—Excelente, porque la buena sociedad de aquí habla habitualmente en ese
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idioma. Vuestra señoría, por supuesto, será recibido por las autoridades navales y el
gobernador. Hay una recepción prevista en honor de vuestra señoría. Mi carruaje, por
supuesto, está a su disposición.
—Es extremadamente amable por su parte, señor.
—No, no es amabilidad en absoluto, milord. Es un gran placer para mí ayudar a
convertir la visita de vuestra señoría a Nueva Orleans en un acontecimiento lo más
agradable posible. Tengo aquí una lista de las personas más importantes a las que
vuestra señoría conocerá, junto con unas breves notas concernientes a ellas. ¿Sería
conveniente que se las explicase también al teniente de bandera de vuestra señoría?
—Ciertamente —dijo Hornblower. Ahora estaba dispuesto a relajar un poco su
atención. Gerard era un buen teniente de bandera, y había apoyado muy
satisfactoriamente a su comandante en jefe durante los tres meses que Hornblower
llevaba ostentando el mando. Le suministraba ese toque de estilo social que a
Hornblower le resultaba indiferente. Los asuntos se resolvieron de inmediato.
—Muy bien, entonces, milord —dijo Sharpe—. Ahora, solicito permiso para
retirarme. Tendré el placer de ver a vuestra señoría de nuevo en casa del gobernador.
—Le estoy profundamente agradecido, señor.
La ciudad de Nueva Orleans era un lugar encantador. Hornblower ardía de
excitación internamente ante la perspectiva de explorarla. No era el único, al parecer,
porque tan pronto como Sharpe se retiró, el teniente Harcourt, capitán de la Crab,
interceptó a Hornblower en el alcázar.
—Perdón, milord —dijo, saludándole—. ¿Tiene órdenes para mí?
No había duda alguna de lo que estaba pensando Harcourt. La mayor parte de la
tripulación de la Crab se hallaba congregada ante el palo mayor, mirando
ansiosamente a popa… En un barco diminuto como aquél, todo el mundo conocía los
asuntos de los demás, y la disciplina tenía unas implicaciones distintas a las de un
gran buque.
—¿Puede confiar en que sus hombres se comporten bien en tierra, señor
Harcourt? —preguntó Hornblower.
—Sí, milord.
Hornblower miró de nuevo a proa. Los marineros parecían bastante decentes…
habían conseguido ropas nuevas mientras venían desde Kingston, en cuanto se
anunció a la Crab que recibiría el asombroso honor de convertirse en buque insignia
del almirante. Llevaban unos suéteres azules muy limpios, pantalones blancos de dril
y sombreros de paja. Hornblower observó sus poses cohibidas mientras miraban
hacia ellos… sabían perfectamente lo que se estaba discutiendo. Eran marineros de
tiempos de paz, que se habían alistado voluntariamente. Hornblower llevaba veinte
años de servicio en tiempos de guerra, con tripulaciones de leva en las que nunca se
podía confiar y que siempre desertaban, y tenía que esforzarse por asumir aquel
cambio.
—Si pudiera decirme cuándo vamos a zarpar, señor… quiero decir, milord —dijo
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Harcourt.
—Hasta el amanecer de mañana, en cualquier caso —contestó Hornblower,
llegando a una repentina decisión; hasta entonces, el día estaba lleno de actividades
para él.
—Sí, señor.
¿Serían diferentes las tabernas del puerto de Nueva Orleans a las de Kingston o
Puerto España?
—Quizá pueda tomar ahora mi desayuno, señor Gerard —propuso Hornblower—.
¿O tiene usted alguna objeción?
—Sí, milord —respondió Gerard, esquivando cuidadosamente el sarcasmo. Había
aprendido hacía tiempo que a su almirante no había nada que le molestara más en el
mundo que tener que hacer algo antes de desayunar.
Después del desayuno llegó un hombre de color trotando por el muelle con una
cesta de fruta en la cabeza, y la colocó en la pasarela en el momento en que
Hornblower estaba a punto de salir para iniciar su ronda de actos oficiales.
—Hay una nota en la cesta, milord —dijo Gerard—. ¿La abro?
—Sí.
—Es del señor Sharpe —informó Gerard, después de romper el sello, y luego,
unos segundos después—: Creo que será mejor que la lea usted mismo, milord.
Hornblower cogió el papel, impaciente. La nota decía:
Milord:
Me he permitido enviar un poco de fruta a vuestra Señoría.
Es mi deber informar a Vuestra Señoría de que acabo de recibir información sobre
la carga que el conde Cambronne piensa transportar a Francia. Ésta se encuentra
depositada como fianza en el Servicio de Aduanas de Estados Unidos, y pronto será
transferida en una gabarra, por medio del agente de una compañía de aduanas, a la
Daring. Como comprenderá Vuestra Señoría, por supuesto, ésta es una indicación de
que la Daring pronto se hará a la mar. Mi información confirma que el peso de la
carga consignada es muy considerable, y estoy intentando descubrir en qué consiste.
Quizá Vuestra Señoría pueda, desde su ventajosa posición, encontrar una oportunidad
para observar la naturaleza de la misma.
Con respeto, quedo humilde y obediente servidor de Vuestra Señoría,
CLOUDESLEY SHARPE
Cónsul General en Nueva Orleans de Su Majestad Británica.
Bueno, ¿qué podía haber traído Cambronne de Francia en gran cantidad, que se
necesitara legítimamente para el propósito que él había confesado cuando contrató la
Daring? Desde luego, no efectos personales. Ni comida, ni licor… éstos los podía
comprar a buen precio en Nueva Orleans. ¿Entonces, qué?
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¿Ropas de abrigo, quizás? Aquellos guardias podrían necesitarlas cuando
volviesen a Francia desde el golfo de México. Era posible. Pero un general francés
con quinientos hombres de la Guardia Imperial a su disposición debía ser vigilado
muy estrechamente, ya que el Caribe se encontraba muy alborotado. Sería de gran
ayuda saber qué carga era la que estaba embarcando.
—Señor Harcourt.
—Señor… ¡milord!
—Por favor, acompáñeme un momento a la cabina.
El joven teniente se puso firme en la cabina, un poco aprensivo, esperando lo que
tenía que decirle su almirante.
—No voy a echarle una reprimenda, señor Harcourt —espetó Hornblower,
irritado—. Ni siquiera una admonición.
—Gracias, milord —dijo Harcourt, ya más tranquilo.
Hornblower le llevó hasta la ventana de la cabina y señaló a su través, igual que
había hecho antes Sharpe con él.
—Ésa es la Daring —le informó—. Una antigua nave corsaria, ahora contratada
por un general francés. Harcourt le miró asombrado.
—Así están las cosas —continuó Hornblower—. Y hoy recibirá a bordo un cierto
cargamento. Lo llevarán mediante una gabarra.
—Sí, milord.
—Quiero saber todo lo posible de ese cargamento.
—Sí, milord.
—Naturalmente, no quiero que el mundo entero sepa que estoy interesado.
Prefiero que no se entere nadie, a ser posible.
—Sí, milord. Puedo usar un catalejo desde aquí y ver algo, con suerte.
—Cierto. Puede tomar nota de si se trata de fardos, cajas o bolsas. Cuántas hay de
cada clase. Por las poleas que usen podrá calcular los pesos. Hágalo, pues.
—Sí, milord.
—Tome nota cuidadosamente de todo lo que vea.
—Sí, milord.
Hornblower clavó los ojos en el rostro juvenil de su capitán de bandera, tratando
de estimar su discreción. Recordaba muy bien las insistentes palabras del primer lord
del Almirantazgo acerca de la necesidad de actuar con la mayor de las delicadezas
para no herir la susceptibilidad americana. Hornblower decidió que podía confiar en
aquel joven.
—Y ahora, señor Harcourt —dijo—, preste una atención muy especial a lo que le
voy a decir. Cuanto más sepa de ese cargamento, mejor. Pero no me voy a lanzar
hacia él como un toro. Si se presenta la menor oportunidad de averiguar en qué
consiste, aprovéchela al vuelo. No me imagino cuál podría ser, pero las oportunidades
siempre se ofrecen a aquél que está preparado para aprovecharlas.
Hacía mucho, mucho tiempo, Bárbara le había dicho que la buena suerte es el
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destino de aquellos que la merecen.
—Comprendo, milord.
—Si se escapa la menor insinuación de esto… si los americanos o los franceses
llegan a saber lo que estamos haciendo… sentirá usted haber nacido, señor Harcourt.
—Sí, milord.
—No necesito ningún oficial temerario para este menester, señor Harcourt.
Necesito a alguien con ingenio, con astucia. ¿Está seguro de comprenderme?
—Sí, milord.
Hornblower apartó por fin los ojos del rostro de Harcourt. Él mismo fue un
gallardo oficial, hacía tiempo. Ahora tenía mucha más simpatía que nunca por el
hombre mayor que le había confiado sus primeras empresas. Un oficial de rango
superior debía confiar en sus subordinados por fuerza, aunque asumiese la
responsabilidad última de los hechos. Si Harcourt cometía alguna torpeza, si incurría
en alguna indiscreción que condujese a una protesta diplomática, ciertamente,
desearía no haber nacido nunca… Hornblower ya lo procuraría. Pero también el
propio almirante desearía no haber nacido. Sin embargo, no tenía sentido pensar esas
cosas.
—Pues es todo, señor Harcourt.
—Sí, señor.
—Vamos, señor Gerard. Ya llegamos tarde.
La tapicería del carruaje del señor Sharpe era de raso verde y el carruaje tenía una
suspensión excelente, de modo que aunque daba bandazos y sacudidas al pasar por
las superficies irregulares, no eran bruscos. Pero después de cinco minutos de
traqueteo (el carruaje había pasado algún tiempo bajo el cálido sol de mayo),
Hornblower empezó a notar que se ponía tan verde como la tapicería. La Rue Royale,
la Place d’Armes, la catedral, apenas merecieron un vistazo por su parte. Agradeció
la parada, aunque representaba un encuentro formal con algún extraño, ese tipo de
reuniones que detestaba con toda su alma. Se puso de pie y tragó saliva, aspirando el
húmedo aire durante aquellos momentos maravillosos que transcurrieron desde que
bajó del coche hasta su paso bajo los ornados pórticos que le daban la bienvenida.
Nunca se le había ocurrido que el uniforme de gala de almirante resultara mucho
mejor si estuviera confeccionado con una tela más fina que el paño, y ya había lucido
su amplio galón rojo y su brillante estrella demasiado como para sentir el menor
placer al hacerlo ahora.
En el Cuartel General de la Marina bebió un madeira excelente. El general le
ofreció un pesado marsala, y en la mansión del gobernador fue obsequiado con una
bebida helada (presumiblemente con hielo enviado en invierno desde Nueva
Inglaterra y conservado en un almacén especial donde, casi en pleno verano, era más
precioso que el oro) hasta el punto de que el propio vaso estaba visiblemente
escarchado. El delicioso y frío contenido desapareció con gran rapidez, y el vaso fue
rellenado con igual presteza. Se contuvo abruptamente cuando se encontró hablando
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con un tono ligeramente alto e insistiendo con dogmatismo en un tema de
importancia trivial.
Se alegró de captar la mirada de Gerard y se retiró con toda la gallardía que pudo.
También le alivió ver que Gerard parecía perfectamente frío y sobrio, y que estaba a
cargo de las tarjetas de visita, colocando el número necesario de tarjetas en las
bandejas de plata que unos mayordomos de color ofrecían al recibirles. Cuando
llegaron a casa de Sharpe, se alegró de ver a una cara amiga… aunque aquella
amistad sólo databa de aquella misma mañana.
—Falta una hora para que empiecen a llegar los invitados, milord —dijo Sharpe
—. ¿Le apetecería quizá descansar un poco?
—Sí, ciertamente —dijo Hornblower.
La casa del señor Sharpe tenía un artilugio que merecía mucha atención. Se
trataba de una «ducha». Hornblower sólo conocía la palabra francesa para designarla,
«douche». Estaba en un rincón del baño, con el suelo y las paredes forradas de
excelente teca. Del techo colgaba un aparato de zinc perforado, y de éste una cadena
de bronce. Cuando Hornblower se situó debajo de aquel aparato y tiró de la cadena,
una catarata de deliciosa agua fría cayó sobre él desde un depósito invisible que había
arriba. Era tan refrescante como colocarse bajo la bomba de cubierta de un buque en
alta mar, con la ventaja adicional de que funcionaba con agua dulce… y en su actual
estado, después de sus experiencias del día, resultaba doblemente refrescante.
Hornblower se quedó debajo del agua corriente durante largo rato, notando cómo
revivía a cada segundo que pasaba. Tomó nota mentalmente de instalar un artefacto
similar en Smallbridge House, si alguna vez conseguía regresar a casa.
Un ayuda de cámara de color vestido de librea estaba allí de pie, con unas toallas,
esperándole, para ahorrarle el ejercicio fatigoso de secarse, y mientras procedía a
hacerlo, unos golpes en la puerta anunciaron la entrada de Gerard.
—He enviado a buscarle una camisa limpia a bordo, milord —dijo.
Gerard realmente mostraba mucha perspicacia. Hornblower se puso la camisa
limpia con gratitud, pero después, con disgusto, tuvo que calzarse de nuevo las
medias y ponerse la pesada guerrera del uniforme. Se colgó la cinta roja por encima
del hombro, se colocó la estrella y ya se sintió preparado para enfrentarse a la
situación que se avecinaba. La oscuridad de la noche iba abriéndose paso, pero no
había supuesto ningún alivio del sofocante calor. Por el contrario, el salón de la casa
del señor Sharpe estaba brillantemente iluminado con velas de cera, con lo cual
parecían encontrarse dentro de un horno. Su anfitrión le aguardaba, vestido con una
casaca negra. La camisa rizada que llevaba hacía que su abultada forma resultase más
gruesa todavía. La señora Sharpe, vestida de azul turquesa, era más o menos del
mismo tamaño que su esposo. Hizo una profunda reverencia como respuesta a la leve
inclinación de Hornblower cuando Sharpe se la presentó, y le dio la bienvenida a la
casa hablando en un francés cuyas suaves tonalidades acariciaron los oídos de
Hornblower.
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—¿Desea tomar un refresco, milord? —preguntó Sharpe.
—Ahora mismo no, gracias, señor —replicó Hornblower, apresuradamente.
—Esperamos a veintiocho huéspedes además de vuestra Señoría y el señor
Gerard —dijo Sharpe—. A algunos de ellos vuestra señoría ya los ha conocido
durante sus visitas oficiales de hoy. Además, están…
Hornblower hizo lo posible por conservar en la memoria la lista de nombres,
uniéndoles una etiqueta a cada uno. Gerard, que había encontrado un rincón discreto
con una silla para sentarse, escuchaba con mucho interés.
—Y luego está Cambronne, eso por supuesto —dijo Sharpe.
—¿Ah, sí?
—No se puede celebrar una cena de esta magnitud sin invitar al más distinguido
de los visitantes extranjeros presente en esta ciudad, después de vuestra señoría.
—Claro, por supuesto —accedió Hornblower.
Sin embargo, seis años de paz apenas habían conseguido apagar los prejuicios
arraigados durante cuatro lustros de guerra. Había algo antinatural en la perspectiva
de reunirse con un general francés en términos amistosos, especialmente el último
comandante en jefe de la Guardia Imperial de Bonaparte, y la reunión resultaría un
poco tensa, porque Boney estaba encerrado bajo siete llaves en Santa Elena y
quejándose amargamente por ello.
—El cónsul general francés le acompañará —añadió Sharpe—. Y también estará
el cónsul general holandés, el sueco…
La lista parecía interminable. Hubo el tiempo justo para completarla antes de que
se anunciara ya el primero de los invitados. Ciudadanos notables, con sus notables
esposas; oficiales navales y militares a los que ya había conocido, con sus damas;
diplomáticos… Pronto el vasto salón se encontró atestado, con los hombres haciendo
inclinaciones de cabeza y las damas reverencias. Hornblower se irguió después de
una inclinación y se encontró de nuevo con Sharpe a su lado.
—Tengo el honor de presentar a estas dos distinguidas figuras entre sí —dijo, en
francés—. Son Excellence Contraalmirante milord Hornblower, Chevalier de l’Ordre
Militaire du Bain. Son Excellence le Lieutenant-General le Comte de Cambronne,
Grand Cordon de la Legion d’Honneur.
Hornblower no pudo dejar de sentirse impresionado, aun en ese momento, por la
forma tan limpia en la que Sharpe había eludido la espinosa cuestión de quién
presentar a quién, un general francés, que además es conde, y un almirante inglés,
también par. Cambronne era un hombre enormemente alto y larguirucho. A través de
una de las delgadas mejillas y de la ganchuda nariz le corría una cicatriz escarlata,
quizá la herida que había recibido en Waterloo, quizás en Austerlitz, o en Jena, o en
cualquier otra de las batallas en las cuales el ejército francés había derrotado
naciones. Llevaba su uniforme azul cubierto de entorchados dorados y cruzado con la
cinta roja de moaré de la Legión de Honor, y una gran placa de oro en el pecho, a la
izquierda.
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—Encantado de conocerle, señor —dijo Hornblower, con el mejor acento francés
que pudo.
—No más de lo que yo me siento al conocerle a usted, milord —replicó
Cambronne. Tenía unos ojos fríos, de un gris verdoso, chispeantes. Un mostacho gris
con patillas adornaba su rostro.
—La baronesa de Vautour —dijo Sharpe—. El barón de Vautour, cónsul general
de su cristianísima majestad.
Hornblower inclinó la cabeza y dijo de nuevo que estaba encantado. Su
cristianísima majestad era Luis XVIII de Francia, que usaba el título papal conferido
a su casa siglos antes.
—El conde es muy travieso —dijo Vautour. Señaló la estrella de Cambronne—.
Lleva la Gran Águila, que se le concedió durante el último régimen. Oficialmente, el
Gran Cordón ha sido sustituido, como nuestro anfitrión dijo muy adecuadamente.
Vautour llamó la atención hacia su propia estrella, de valor mucho más modesto.
Cambronne lucía una inmensa águila de oro, insignia del ya difunto Imperio Francés.
—La gané luchando en el campo de batalla —dijo Cambronne.
—Don Alfonso de Versage —dijo Sharpe—. Cónsul general de su católica
majestad.
Aquél, entonces, era el representante de España. Podrían ser útiles una palabra o
dos con él concernientes a la cesión de Florida que tenían pendiente, pero
Hornblower apenas pudo intercambiar un par de cortesías formales antes de que le
presentaran a otra persona. Pasó algún tiempo hasta que Hornblower dispuso de
espacio para respirar y admirar la hermosa escena que se desplegaba a la luz de las
velas, con los uniformes y las casacas de paño, los brazos y los hombros desnudos de
las mujeres con sus bonitos vestidos y sus resplandecientes joyas, y los Sharpe
moviéndose con agilidad entre la multitud, conduciendo a sus invitados en orden de
precedencia. La entrada del gobernador y su dama fueron la señal para anunciar la
cena.
El comedor era tan enorme como el salón. La mesa con cubiertos para treinta y
dos personas lo ocupaba cómodamente, con mucho sitio alrededor para los
numerosos lacayos. Allí la luz era más tenue, pero brillaba de todos modos de forma
impresionante en la plata que atestaba la larga mesa. Hornblower, sentado entre la
esposa del gobernador y la señora Sharpe, recordó que debía estar alerta y ser
cuidadoso con sus modales a la mesa; y, además, tenía que hablar francés por un lado
e inglés por otro. Miró dubitativo las seis copas de vino diferentes que se encontraban
ante cada cubierto. En una de ellas ya estaban sirviendo el jerez. Vio a Cambronne
sentado entre dos bonitas muchachas diciéndoles galanterías a ambas, obviamente.
No parecía tener preocupación alguna en este mundo; si estaba planeando una
expedición filibustera, no le ocupaba demasiado espacio en la mente.
Llegó un humeante plato de sopa de tortuga con trocitos de carne. La cena se iba
a servir al estilo continental, que se había puesto de moda después de Waterloo, sin el
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típico batiburrillo de platos colocados en la mesa para que los invitados se fueran
sirviendo lo que quisieran. Metió la cuchara cautelosamente en la sopa caliente, y se
aplicó con fervor a parlotear de intrascendencias con sus compañeras de mesa. Un
plato sucedió a otro, y pronto tuvo que enfrentarse, en la tórrida habitación, al
delicado dilema de etiqueta de si resultaría más caballeroso enjugarse el sudor de la
cara o dejar que fluyera visiblemente. Su incomodidad, al final, le decidió y se lo
secó furtivamente. Sharpe le estaba mirando en aquel momento, y tuvo que ponerse
de pie, su entumecido cerebro esforzándose por trabajar mientras el runrún de las
conversaciones se iba apagando. Levantó su copa.
—Por el presidente de Estados Unidos —dijo, y estuvo a punto de añadir, como
un imbécil: «y que reine muchos años». Se controló y siguió adelante—: Que esa
gran nación, a la cual preside, disfrute de prosperidad y amistad internacional,
representada por esta reunión de forma tan simbólica.
Se lanzaron aclamaciones, se brindó y se bebió, silenciando el hecho de que en la
mitad del continente, los españoles e hispanoamericanos se estaban matando
afanosamente entre sí. Se sentó y volvió a secarse el sudor. Ahora era Cambronne el
que se ponía en pie.
—Por su británica majestad Jorge IV, rey de Gran Bretaña e Irlanda.
Se volvió a brindar y beber, y de nuevo llegó el turno de Hornblower, como
evidenciaba la mirada de Sharpe. Se puso de pie, con la copa en la mano, e inició la
larga lista.
—Por su majestad cristianísima. Por su majestad católica. Por su majestad fiel —
con aquello quedaban listas Francia, España y Portugal—. Por su majestad el rey de
los Países Bajos.
No podía recordar qué más tenía que decir, aunque lo matasen. Pero Gerard captó
la desesperación de su mirada y señaló con un rápido gesto del pulgar.
—Por su majestad el rey de Suecia —tragó saliva Hornblower—. Por su majestad
el rey de Prusia.
Una señal de asentimiento por parte de Gerard le dijo que ahora sí que había
incluido a todas las naciones representadas, y extrajo el final de su brindis del
torbellino de su mente.
—Que sus majestades reinen largos años, con honor y con gloria.
Bueno, ya estaba, ya se podía sentar. Pero entonces se puso en pie el gobernador,
hablando con frases retóricas, y en la embotada inteligencia de Hornblower penetró el
hecho de que iban a beber a continuación por su propia salud. Trató de escuchar.
Era consciente de las intensas miradas que le dirigían desde toda la mesa, cuando
el gobernador aludió a la defensa de la ciudad de Nueva Orleans de las «insensatas
hordas» que la habían asaltado en vano (la alusión era inevitable, quizás, aunque
habían pasado seis años desde aquella batalla) y trató de esbozar una sonrisa. Al fin,
el gobernador llegó a la conclusión.
—Por su señoría el almirante Hornblower, y uno su nombre a un brindis por la
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Armada británica.
Hornblower se puso de pie en el acto, mientras el murmullo de aprobación de la
compañía se apagaba de nuevo.
—Gracias por este inesperado honor —dijo, y tragó saliva, buscando cómo
continuar—. Y por unir mi nombre con el de esa gran armada que he tenido el
privilegio de servir durante tanto tiempo; es un honor adicional, por el que les doy las
gracias.
Las damas se levantaban todas, ahora que él se había sentado por fin, así que tuvo
que levantarse de nuevo mientras ellas se retiraban. Los lacayos, bien entrenados,
despejaron la mesa en un momento, y los hombres se reunieron a un extremo de la
misma mientras se ponían en circulación los licores. Se llenaron las copas y Sharpe
inició la conversación con uno de los comerciantes presentes haciéndole una pregunta
sobre la cosecha de algodón. Era un terreno seguro desde el cual hacer breves y
cautelosas incursiones en otros temas mucho más debatibles de la situación mundial.
Pero sólo unos minutos después, el mayordomo llegó y murmuró algo al oído a
Sharpe, que se volvió a dar las noticias que había recibido al cónsul general de
Francia. Vautour se puso de pie con expresión de consternación.
—Espero que acepte mis excusas, señor —dijo éste—. Lamento mucho verme en
esta necesidad.
—No más de lo que lo lamento yo, barón —repuso Sharpe—. Espero que se trate
solamente de una leve indisposición.
—Eso espero yo también —convino Vautour.
—La baronesa está indispuesta —explicó Sharpe a la compañía. Estoy seguro de
que ustedes, caballeros, se unirán conmigo en el ferviente deseo, como he dicho, de
que la indisposición sea leve, y al lamentar que ésta implique para nosotros la pérdida
de la encantadora compañía del barón.
Hubo un murmullo de simpatía y Vautour se volvió a Cambronne.
—¿Envío de nuevo el coche para usted, conde? —preguntó. Cambronne se
pellizcó el mostacho.
—Quizá sería mejor que me fuese con usted —respondió éste—. Por mucho que
lamente dejar esta deliciosa reunión.
Los dos franceses se marcharon después de despedirse cortésmente.
—Ha sido un gran placer conocerle, milord —dijo Cambronne, inclinando la
cabeza hacia Hornblower. Su envarado saludo se vio suavizado por las chispas de sus
ojos.
—También ha sido una extraordinaria experiencia para mí conocer a un soldado
tan distinguido del extinto Imperio —replicó Hornblower.
Los franceses fueron escoltados hasta el exterior por Sharpe, lleno de
lamentaciones.
—Sus copas necesitan más licor, caballeros —dijo Sharpe, al volver.
No había nada que desagradase más a Hornblower que beber grandes tragos de
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oporto en una habitación húmeda, aunque ahora se encontraba más libre para discutir
la cuestión de Florida con el cónsul general español. Se alegró cuando Sharpe inició
el movimiento para reunirse de nuevo con las damas. En algún lugar del salón estaba
tocando una orquesta de cuerda, pero afortunadamente de forma contenida, de modo
que a Hornblower se le ahorró gran parte de la irritación que solía sufrir cuando se
veía obligado a escuchar música, ya que con su oído era completamente incapaz de
apreciarla. Se encontró sentado junto a una joven encantadora, al lado de la cual
había cenado Cambronne. Como respuesta a las preguntas de ella, se vio obligado a
admitir que aquel día, que era el primero que había pasado en Nueva Orleans, no
había visto casi nada de la ciudad, pero aquella confesión condujo a una discusión
sobre otros lugares que sí había visitado. Dos tazas de café, servidas por un lacayo
que iba pasando por el salón, le aclararon un poco la cabeza. La joven era atenta y
escuchaba mucho, y asintió llena de comprensión cuando la conversación reveló que
Hornblower había dejado en su país, Inglaterra, al acudir al llamamiento del deber,
una esposa y un hijo de diez años.
La noche fue pasando, y al fin el gobernador y su dama se levantaron y concluyó
la fiesta. Hubo unos últimos minutos de cansada conversación mientras los coches se
iban anunciando, uno a uno, y entonces Sharpe volvió al salón, después de escoltar
hasta la puerta al último de los invitados.
—La velada ha sido un éxito, creo. Confío en que vuestra señoría esté de acuerdo
conmigo —dijo, y se volvió a su mujer—. Debo pedirte, querida, que te acuerdes de
regañar a Grover por el soufflé.
La entrada del mayordomo con otro mensaje murmurado al oído impidió que se
escuchara la respuesta de la señora Sharpe.
—Vuestra señoría me perdonará un momento —se excusó Sharpe. Su expresión
era de consternación, y se apresuró a salir de la habitación, dejando a Hornblower y
Gerard, que empezaron a murmurar corteses fórmulas de agradecimiento a su
anfitriona por aquella agradable velada.
—¡Cambronne nos ha ganado por la mano! —exclamó Sharpe, volviendo a entrar
con rapidez—. ¡La Daring ha soltado amarras hace tres horas! Seguramente
Cambronne ha subido a bordo en cuanto ha salido de aquí.
Se volvió a mirar a su mujer.
—¿Estaba enferma realmente la baronesa? —le preguntó a ésta.
—Parecía a punto de desmayarse —replicó la señora Sharpe.
—Seguramente ha sido una impostura —dijo Sharpe—. Estaría fingiendo.
Cambronne ha metido a los Vautour en esto porque quería una oportunidad para huir.
—¿Y qué cree que se propone hacer? —inquirió Hornblower.
—Dios sabe. Pero espero que esté un poco desconcertado por la llegada de un
buque de su majestad aquí. Si se ha ido de este modo, eso quiere decir que no planea
nada bueno. Santo Domingo… Cartagena… ¿Adónde llevará a los guardias
imperiales?
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—En cualquier caso, yo iré tras él —dijo Hornblower, levantándose ya.
—Le resultará un poco difícil tomarle la delantera —dijo Sharpe. El hecho de que
no añadiera «a vuestra señoría» era una prueba de la agitación que sentía—. Ha
tomado dos remolcadores, el Lightning y el Mar, y con los nuevos faros en el río, ni
un caballo al galope podría sobrepasarle antes de que llegara al paso. Al nacer el día
ya estará en mar abierto. No sé si podremos encontrarle un remolcador esta noche, en
cualquier caso, milord.
—De todos modos, iré tras él —dijo Hornblower.
—He ordenado que traigan su coche, milord —dijo Sharpe—. Perdónanos,
querida, si nos vamos sin ceremonia alguna.
La señora Sharpe recibió un apresurado saludo por parte de los tres hombres, el
mayordomo ya les esperaba con los sombreros y el coche a la puerta, y subieron a
toda prisa.
—El cargamento de Cambronne subió a bordo al caer la noche —añadió Sharpe
—. Mi hombre se reunirá conmigo en su buque, con su informe.
—Eso nos puede ayudar a decidir —dijo Hornblower.
El coche iba balanceándose por las oscuras y empinadas calles.
—¿Puedo hacer una sugerencia, milord? —preguntó Gerard.
—Sí, diga.
—Sea cual sea el plan que Cambronne tiene pensado, milord, Vautour forma parte
de él. Y es un funcionario del gobierno francés.
—Tiene razón. Los Borbones quieren tocar todas las teclas —accedió Sharpe,
pensativo—. Aprovechan cualquier oportunidad que tienen para imponerse.
Cualquiera pensaría que fue a ellos a quienes derrotaron en Waterloo, y no a Boney.
El sonido de los cascos de los caballos cambió súbitamente, y el coche llegó al
muelle. Se detuvieron y Sharpe abrió la puerta antes de que el lacayo pudiese saltar
del pescante, pero mientras los tres hombres salían del carruaje, con el sombrero en la
mano, su oscuro rostro se vio iluminado por las lámparas del coche.
—¡Espera! —ordenó Sharpe.
Casi corrieron por el muelle hasta el lugar en que el resplandor leve de una
lámpara revelaba la pasarela. Los dos hombres de guardia en el ancla estaban de pie,
firmes, en la oscuridad, cuando ellos subieron a bordo a toda prisa.
—¡Señor Harcourt! —gritó Hornblower, en cuanto sus pies tocaron la cubierta;
no había tiempo para andarse con ceremonias. Brilló una luz en el tambucho y
apareció Harcourt.
—Aquí, milord.
Hornblower se abrió camino hacia el camarote. Una linterna encendida colgaba
del bao de cubierta, y Gerard trajo otra.
—¿Cuál es su informe, señor Harcourt?
—La Daring levó anclas a las cinco campanadas en la primera guardia, milord —
respondió—. Llevaba dos remolcadores.
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—Lo sé. ¿Qué más?
—La gabarra con la carga se aproximó temprano, en la segunda guardia de
cuartillo. Justo después de anochecer, milord.
Un hombre bajo y moreno entró discretamente en la cabina mientras él hablaba, y
se quedó a un lado.
—¿Y bien?
—Este caballero es el que el señor Sharpe envió a vigilar conmigo lo que subían a
bordo, milord. —¿Y qué era?
—Lo conté mientras lo iban subiendo, milord. Tenían luces en los estays de
mesana.
—¿Y bien?
Harcourt tenía un papel en la mano, y procedió a leerlo.
—Había veinticinco cajas de madera, milord —Harcourt continuó justo a tiempo
para adelantarse a una exasperada exclamación de Hornblower—. Reconocí esas
cajas, milord. Son en las que se suelen embarcar los mosquetes, veinticuatro armas en
cada una.
—Seiscientos mosquetes y bayonetas —exclamó Gerard, calculando con rapidez.
—Eso mismo imaginaba yo —dijo Sharpe.
—¿Y qué más? —pidió Hornblower.
—También había doce fardos grandes, milord. Rectangulares. Y veinte balas más
largas y estrechas. —¿Qué podría…?
—¿Quiere escuchar el informe del hombre que mandé, milord?
—Muy bien.
—Venga aquí, Jones —chilló Harcourt al tambucho, y luego se volvió a
Hornblower—. Jones es un buen nadador, milord. Le envié para que nadara hasta la
gabarra y a otro hombre para que fuera en el bote de pescantes. Dile a su señoría lo
que averiguaste.
Jones era un joven delgaducho y raquítico, que apareció parpadeando bajo las
luces, incómodo ante aquella distinguida compañía. Cuando abrió la boca, habló con
acento barriobajero de Londres.
—Uniformes, eran uniformes, en grandes fardos, señor.
—¿Cómo lo sabes?
—Nadé hasta el costado de la gabarra, señor. Me incorporé y los palpé, señor.
—¿Alguien le vio? —inquirió Sharpe.
—No, señor. Nadie en absoluto, señor. Todos estaban muy ocupados cargando las
cajas. Uniformes, eso es lo que había en los fardos, como le he dicho, señor. Lo que
noté a través de la tela de saco eran botones, señor. No botones planos, señor, como
los que usted lleva. Eran botones redondos, abultados, en hileras, señor, en todas las
casacas. Y me pareció tocar galones o algo así, señor, entorchados quizás. Uniformes,
estoy seguro de que eran uniformes, señor.
El hombre moreno se adelantó en aquel momento llevando en sus manos algo
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lacio que parecía un gato negro muerto. Jones señaló al objeto antes de continuar.
—No podía ni imaginar, por mi vida, señor, qué era lo que había en las otras
balas, señor, en las largas. Así que saqué mi cuchillo…
—¿Está seguro de que no le vio nadie?
—Seguro del todo, señor. Saqué mi cuchillo y corté la costura del final. Pensarán
que se ha deshecho al subirlo, señor. Y saqué la primera de esas cosas que había y me
fui con ella nadando hasta el bote de pescantes, señor.
El hombre moreno levantó el objeto para que lo inspeccionaran, y Hornblower
cogió cautelosamente lo que parecía una negra y empapada masa de cabello, pero sus
dedos encontraron el metal al darle vueltas entre sus manos.
—Águilas, señor —dijo Jones.
Había una cadena de latón y una gran insignia, la misma águila que había visto
aquella misma noche en el pecho de Cambronne. Lo que tenía entre sus manos era un
gorro de uniforme de piel de oso, empapado por su reciente inmersión, y adornado
con las correspondientes guarniciones de latón.
—¿Lleva este gorro la Guardia Imperial, milord? —preguntó Gerard.
—Sí —afirmó Hornblower.
Había visto grabados en venta bastante a menudo, que pretendían ilustrar la
resistencia de la guardia en Waterloo. En Londres, ahora, los guardias llevaban gorros
de piel de oso no muy distintos de éste que tenía en las manos. Les habían sido
concedidos como reconocimiento por derrotar a la Guardia Imperial en el peor
momento de la batalla.
—Entonces, ya sabemos lo que necesitábamos saber —dijo Sharpe.
—Debo intentar atraparle —dijo Hornblower—. Llame a todos los marineros,
señor Harcourt.
—Sí, milord.
Después de responder de forma automática, Harcourt abrió de nuevo la boca para
hablar, pero no salió ningún sonido de ella.
—Ya lo recuerdo —dijo Hornblower, notando que la desdicha le invadía por
completo—. Dije que no iba a necesitar a los hombres hasta mañana por la mañana.
—Sí, milord. Pero no andarán lejos. Enviaré a buscarlos al puerto y los
encontraré. Estarán aquí dentro de una hora.
—Gracias, señor Harcourt. Haga lo que pueda. Señor Sharpe, necesitaremos que
nos remolquen hasta el Paso. ¿Podrá ordenar que venga un remolcador a vapor con
nosotros?
Sharpe miró al hombre moreno que había traído el gorro de piel de oso.
—Dudo que haya uno libre antes de mediodía —dijo el moreno—. La Daring se
llevó dos… y ahora sé por qué lo hizo. El President Madison está fuera de
circulación. El Tower ha ido a Baton Rouge, con las bateas. El Ecrevisse (el que ha
traído este buque) se volvió a ir por la tarde. Creo que el Temeraire está de camino.
Podemos conseguir que vuelva tan pronto como llegue. Y eso es todo lo que tenemos.
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—A mediodía —exclamó Hornblower—. Trece horas. La Daring estará en alta
mar antes de que zarpemos.
—Y es una de las naves más rápidas que existen —dijo Sharpe—. Registró nada
menos que quince nudos cuando la persiguió la Tenedos durante la guerra.
—¿Cuál es el puerto mexicano donde subirán a bordo los soldados?
—No es más que un pueblo en una laguna, Corpus Christi, milord. Quinientas
millas y viento favorable.
Hornblower ya se imaginaba a la Daring, con sus bellas líneas y su enorme
extensión de lona, a toda vela, empujada por el viento alisio. La pequeña Crab, en
cuya cabina estaba ahora de pie, no estaba diseñada para las persecuciones oceánicas.
Había sido construida y aparejada para que fuese pequeña y manejable, para entrar y
salir de ensenadas oscuras, haciendo trabajos policiales en el archipiélago de las
Indias Occidentales. En la carrera hacia Corpus Christi, la Daring ciertamente ganaría
varias horas, un día o más, quizás, a lo cual habría que añadir las doce horas de
ventaja que ya les llevaba. No costaría mucho llevar a pie o en embarcaciones a
quinientos hombres disciplinados a bordo, y luego se haría de nuevo a la vela. ¿Hacia
dónde? El cansado cerebro de Hornblower vaciló ante la contemplación de la
situación política, inmensamente compleja, en las tierras que se encontraban a corta
distancia de Corpus Christi. Si era capaz de adivinarlo, podría anticipar la llegada de
la Daring al lugar peligroso; si se limitaba a perseguirla hasta Corpus Christi, casi
con toda certeza llegarían allí y encontrarían que ya se habían ido, con soldados y
todo, habiéndose desvanecido en el mar, donde no quedan huellas, para dirigirse a
realizar cualquier fechoría que estuviesen planeando.
—La Daring es una nave americana, milord —dijo Sharpe, para aumentar aún
más sus preocupaciones.
Ése era un detalle importante, muy importante, en realidad. La Daring tenía un
objetivo legal ostensible, y enarbolaba las barras y estrellas en su bandera. No se le
ocurría ninguna excusa para abordarla en un puerto y examinarla. Sus instrucciones
eran muy estrictas en lo que hacía referencia al tratamiento que debía otorgar a la
bandera americana. Nueve años atrás, América había estado en guerra encarnizada
contra el poder marítimo más importante del mundo, debido a la actitud de la Marina
Real hacia la marina mercante americana.
—Va armada, y estará llena de hombres, milord —añadió Gerard.
Ése también era un detalle importante, y muy cierto, además. Con sus cañones de
doce libras y quinientos soldados disciplinados (y su numerosa tripulación americana,
por añadidura) podía reírse de cualquier Crab que la amenazase con sus cañones de
seis libras y su tripulación de dieciséis hombres. La Daring estaría en su derecho de
negarse a obedecer cualquier señal hecha desde la Crab y la Crab no podría hacer
nada para obligarla a obedecer. ¿Romper un palo? No era tan fácil con un cañón de
seis libras, y aunque nadie resultase muerto por accidente, seguro que habría una
terrible tormenta diplomática si hacía fuego contra las barras y estrellas. ¿Y si la iba
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siguiendo de cerca, para, al menos, estar a mano cuando se revelase cuál era su
auténtico propósito? No, imposible. En cualquier lugar del mar, la Daring sólo tenía
que desplegar sus velas ante un viento favorable para dejar atrás a la Crab en el
horizonte en una sola tarde, y después recuperar su auténtico rumbo, sin ser
perseguida.
Sudando en la asfixiante noche, Hornblower se sentía como un animal salvaje
cogido en una trampa. En cualquier momento, una vuelta de cuerda más se enrollaría
en torno a su cuerpo y le dejaría más indefenso aún, si cabe. Estuvo tentado de perder
todo su autocontrol y dejarse llevar por el pánico, liberando toda su fuerza en una
ciega explosión de rabia. A veces, durante su larga carrera profesional, había visto a
oficiales de alta graduación que daban rienda suelta a explosiones de ese tipo. Pero
eso no le ayudaría. Miró a su alrededor, al círculo de rostros que iluminaba la
lámpara. Las caras mostraban la contenida expresión de los hombres que presencian
un fracaso, que son conscientes de que se encuentran en presencia de un almirante
que ha convertido en una lamentable chapuza el primer asunto importante que le
habían encomendado. Eso, en sí mismo, le ponía loco de ira.
El orgullo vino en su ayuda. No iba a dejarse llevar por la debilidad humana ante
los ojos de aquellos hombres.
—En cualquier caso, nos haremos a la mar —dijo, fríamente— en cuanto tenga
una tripulación y un remolcador a vapor.
—¿Puedo preguntar a vuestra señoría qué se propone hacer? —preguntó Sharpe.
Hornblower tuvo que pensar rápidamente para dar una respuesta razonable a esa
pregunta; no tenía ni idea. Lo único que sabía es que no iba a rendirse sin luchar.
Nunca se había conseguido solucionar una crisis perdiendo tiempo.
—Emplearé lo que me queda de estar aquí en la redacción de órdenes para mi
escuadrón —dijo—. Mi teniente de bandera las escribirá a mi dictado, y le pido a
usted, señor Sharpe, que se encargue de su distribución por todos los medios que
encuentre disponibles.
—Muy bien, milord.
Hornblower recordó en aquel momento algo que ya tenía que haber hecho. No era
demasiado tarde; aquella parte de su deber todavía podía llevarla a cabo. Y así al
menos disimularía la rabia que sentía.
—Señor Harcourt —dijo—. Tengo que felicitarle de todo corazón por la forma
excelente en que ha ejecutado mis órdenes. Ha realizado usted la tarea de vigilar la
Daring de un modo ejemplar. Puede estar usted seguro de que llamaré la atención de
sus señorías respecto a su conducta.
—Muchas gracias, milord.
—Y ese hombre, Jones —continuó Hornblower—. Ningún marinero podría haber
actuado con más inteligencia. Ha elegido usted admirablemente, señor Harcourt, y
Jones ha justificado su elección. Lo recordaré y le recompensaré. Le daré un
nombramiento de marinero y le confirmaré tan pronto como sea posible.
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—Muchas gracias, milord. Ya le habían nombrado antes y le habían retirado el
nombramiento.
—¿La bebida? ¿Por eso le fue negado el permiso para bajar a tierra?
—Eso me temo, milord.
—Entonces, ¿qué recomienda usted? Harcourt estaba en un aprieto.
—Pues… puede decirle usted directamente lo que me ha dicho a mí, milord.
Puede estrecharle la mano y…
Hornblower se echó a reír.
—¿Y ser conocido en toda la marina como el almirante más tacaño que ha
existido jamás? No. Al menos le daré una guinea de oro. O dos. Se las entregaré
personalmente, y le ruego que le dé tres días de permiso en cuanto lleguemos de
nuevo a Kingston. Que disfrute de su pequeña perversión, si es la única forma en la
que podemos recompensarle. Hay que considerar los sentimientos de todo el
escuadrón.
—Sí, milord.
—Y ahora, señor Gerard, empezaré a dictar esas órdenes.
Era ya mediodía cuando la Crab soltó amarras y fue remolcada por el Temeraire;
a pesar del glorioso nombre del remolcador, Hornblower no dedicó un solo
pensamiento a ello y a las implicaciones que tenía. El intervalo que pasó antes de
partir, durante la larga y asfixiante mañana, lo ocupó dictando órdenes, que debían ser
expedidas a todos los buques de su escuadrón. Había que hacer una infinidad de
copias. Sharpe las enviaría selladas a todos los buques británicos que dejasen Nueva
Orleans hacia las Indias Occidentales en la esperanza de que si uno de ellos
encontraba a un barco del rey, sus órdenes podían pasar sin demora, sin ser enviadas a
Kingston, y luego transmitidas por los canales oficiales. Cada uno de los buques del
escuadrón de las Indias Occidentales debía tener los ojos bien abiertos para localizar
el buque americano Daring. Cada barco debía preguntar cuál era su objetivo, y debía
averiguar, si era posible, si la Daring tenía tropas a bordo, pero (Hornblower sudaba
más febrilmente que nunca mientras redactaba lo que seguía) los capitanes de los
buques de su majestad debían recordar aquel fragmento de las instrucciones
originales del comandante en jefe que hacían alusión a la conducta hacia la bandera
americana. Si no había tropas a bordo, tenían que hacer un esfuerzo para averiguar
dónde las habían desembarcado; si las llevaban, la Daring debía ser mantenida a la
vista hasta que bajaran a tierra. Los capitanes debían tener la máxima discreción en lo
que respecta a cualquier posible interferencia con las operaciones de la Daring.
Esas órdenes no dejarían Nueva Orleans hasta el día siguiente y viajarían en un
lento barco mercante; por lo que sabía, era poco probable que alcanzaran a cualquier
barco del escuadrón antes de que la Daring hubiese hecho lo que estaba planeando.
Sin embargo, era necesario tomar todas las precauciones posibles.
Hornblower firmó veinte copias de sus órdenes con mano sudorosa, luego las vio
sellar y se las tendió a Sharpe. Se estrecharon las manos y Sharpe bajó de nuevo por
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la pasarela.
—Cambronne se dirigirá a Port au Prince o a La Habana, según mi opinión,
milord —dijo Sharpe.
Los dos lugares no estaban separados más que por unas mil millas.
—¿Y no podría ser Cartagena, o La Guaira? —preguntó Hornblower con ironía.
Esos lugares estaban también a mil millas de distancia, y a más de mil millas de La
Habana.
—También podría ser —accedió Sharpe, a quien no hacía mella la ironía. Sin
embargo, no se podía decir que no estuviera sensibilizado hacia las dificultades de
Hornblower, porque continuó—: Le deseo la mejor de las suertes, milord, en
cualquier caso. Estoy seguro de que vuestra señoría alcanzará el éxito.
La Crab soltó amarras, y el Temeraire la llevaba a remolque, con el humo y las
chispas surgiendo de sus chimeneas, para gran indignación de Harcourt. Temía no
sólo el fuego, sino las manchas en su inmaculada cubierta. Hizo que los marineros
trabajaran sin cesar bombeando agua desde el mar, para empapar cubierta y jarcias.
—¿Desayuno, milord? —dijo Gerard, al costado de Hornblower.
¿Desayuno? Era la una del mediodía. No había dormido. Había bebido demasiado
la noche anterior, y la había tenido muy ajetreada y llena de ansiedad, y ahora estaba
muy nervioso. Su primera reacción fue decir que no, pero entonces recordó lo mucho
que se había quejado el día anterior (¿sólo había pasado un día? Parecía más bien una
semana) acerca del retraso en su desayuno. No permitiría que su agitación fuese tan
obvia.
—Por supuesto. Podrían habérmelo servido antes, señor Gerard —dijo, esperando
transmitir el enfado del hombre que todavía no había comido nada.
—Sí, milord —dijo Gerard. Llevaba varios meses como teniente de Hornblower,
y ya sabía tanto del carácter y las manías del almirante como una esposa. Sabía,
también, que en el fondo Hornblower era amable. Había recibido su nombramiento
como hijo de un viejo amigo suyo, en un momento en que los hijos de almirantes y
duques ansiaban servir como teniente con el mítico Hornblower.
El almirante se comió a la fuerza la fruta y los huevos cocidos, y se bebió el café,
a pesar del calor. Dejó pasar un tiempo considerable antes de volver de nuevo a
cubierta, y durante ese lapso, consiguió olvidar realmente sus problemas… al menos
casi olvidarlos. Pero volvieron a toda marcha tan pronto como subió a cubierta. Tan
abrumadores eran que no demostró interés alguno por ese método todavía inusual
para él de navegar por un río, ni en las bajas orillas que corrían rápidamente a ambos
lados. Aquella apresurada partida de Nueva Orleans era sólo un gesto de
desesperación, después de todo. No podía esperar atrapar a la Daring. Ésta podía
llevar a cabo cualquier golpe que tuviesen en mente casi ante sus mismas narices, y
serían el hazmerreír del mundo entero… bueno, de su mundo, al menos. Éste sería el
último mando que le dieran. Hornblower hizo memoria de los años a media paga que
había ido soportando desde Waterloo. Habían sido años dignos y felices, se podría
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pensar, con un escaño entre los lores y una posición de influencia en su condado, una
esposa amante y un hijo que iba creciendo, pero aun así, aquello no era vida. Los
cinco años que siguieron a Waterloo, hasta que el curso de la naturaleza llevó a su
promoción al rango de oficiales, habían estado llenos de temores. Sólo se había dado
cuenta de ello al experimentar la intensa alegría de su nombramiento para las Indias
Occidentales. Ahora, todos los años que le quedaban por vivir hasta la tumba serían
tan yermos como esos cinco; mucho más estériles si cabe, puesto que no se verían
aliviados por la esperanza de un futuro empleo en el mar.
Allí estaba, compadeciéndose a sí mismo, se dijo amargamente, cuando lo que
debía hacer era pensar en los problemas que se le presentaban. ¿Qué pretendía hacer
ese Cambronne? Si podía adelantársele, llegar triunfante al lugar donde se proponía
asestar su golpe, podía recuperar su reputación. Sería capaz, con mucha suerte, de
intervenir decisivamente. Pero en todos los lugares de Hispanoamérica había
conflictos, así como en las Indias Occidentales, excepto en las colonias británicas.
Todos los lugares eran semejantes entre sí; en cualquier caso, sería realmente dudoso
que encontrase una excusa para intervenir… Cambronne, probablemente, tenía una
comisión del propio Bolívar o de algún otro líder; pero, por otra parte, las
precauciones que había tomado parecían significar que al menos prefería que la
Marina Real no tuviera oportunidad de intervenir. ¿Intervenir? ¿Con una tripulación
de dieciséis hombres, sin contar a los supernumerarios, y solamente con unos cañones
de seis libras? Bobadas. Era un idiota. Pero tenía que pensar, pensar, pensar…
—Se habrá puesto el sol antes de que avistemos Saint Philip, milord —informó
Harcourt, saludando.
—Muy bien, señor Harcourt.
No se dispararían salvas, entonces. Partiría de Estados Unidos con el rabo entre
las piernas, por así decirlo. No podría evitar que hubiese comentarios sobre la
brevedad de su visita. Sharpe haría lo que pudiera para argumentar por qué se había
ido tan deprisa, pero cualquier explicación resultaría insatisfactoria. De cualquier
modo, ese mando que tanto ansiaba se estaba convirtiendo en un ridículo fiasco.
Hasta aquella visita, que había deseado tan ardientemente, era una decepción. No
había visto casi nada de Nueva Orleans, ni de América, ni a los propios americanos.
No podía interesarse por aquel vasto Misisipí. Sus problemas le impedían
concentrarse en el entorno, y el entorno le distraía de prestar la debida atención a sus
problemas. Ese fantástico medio de progresión, por ejemplo… la Crab iba surcando
el agua a sus buenos cinco nudos, y también estaba la corriente. Una brisa soplaba
contra el buque, como consecuencia. Era extraordinario ir avanzando con el viento
completamente muerto, sin una sola oscilación, con la jarcia fija exhalando una débil
nota y, sin embargo, ni un solo crujido de la jarcia móvil.
—La cena está servida, milord —dijo Gerard, apareciendo de nuevo en cubierta.
La oscuridad se cerraba en torno a la Crab mientras Hornblower bajaba, pero en
la cabina hacía un calor sofocante.
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—Caldo escocés, milord —dijo Giles, colocando un humeante plato ante él.
Hornblower introdujo la cuchara someramente en el plato, se esforzó por tragar
unas cuantas cucharadas, y dejó de nuevo el cubierto. Giles le sirvió un vaso de vino;
no quería ni vino ni sopa, pero no deseaba tampoco mostrar debilidades humanas. Se
esforzó por comer un poco más de sopa, lo suficiente para mantener las apariencias.
—Pollo marengo, milord —dijo Giles, colocando ante él otro plato.
Las apariencias quedaron mejor con el pollo; Hornblower lo cortó a trozos, se
comió un par de bocados y dejó el cuchillo y el tenedor. Ya le informarían desde
cubierta si había ocurrido el milagro, si los dos remolcadores de vapor de la Daring
se habían estropeado, o si la Daring había embarrancado y estaban pasando por su
lado, triunfantes. Absurda esperanza. Era un idiota.
Giles despejó la mesa y colocó en ella una bandeja con quesos y un plato, y le
sirvió un vaso de oporto. Una tajada de queso, un sorbo de oporto, y la cena se podía
considerar por concluida. Giles trajo la lámpara de alcohol de plata, la cafetera de
plata, la taza de porcelana… el último regalo que le había hecho Bárbara. De algún
modo, el café le consolaba a pesar de su desgracia; era el único consuelo en un
mundo negro.
De nuevo en cubierta, estaba ya bastante oscuro. En la amura de estribor brillaba
una luz, moviéndose a ritmo constante hacia popa, hacia el través de estribor. Debía
de ser uno de los faros instalados por los americanos para hacer la navegación del
Misisipí tan cómoda de noche como de día. Era una prueba más de la importancia de
aquel comercio que se iba desarrollando, y el hecho de que nada menos que seis
remolcadores de vapor se usaran constantemente también lo indicaba así.
—Por favor, milord —dijo Harcourt en la oscuridad junto a él—. Estamos
acercándonos al Paso. ¿Qué órdenes tiene, milord?
¿Qué podía hacer? Sólo podía jugar al perdedor, hasta el amargo final. Sólo podía
seguir a la Daring, lejos, muy lejos de ellos, a popa, con la esperanza de que ocurriera
un milagro, un afortunado accidente. Las probabilidades de que cuando llegasen a
Corpus Christi el pájaro hubiese volado y se hubiese desvanecido por completo eran
de cien a una. Sin embargo, quizá las autoridades mexicanas, si es que había alguna,
o los cotilleos locales, si podía recoger alguno, le dieran alguna indicación del destino
que iba a seguir a continuación la Guardia Imperial.
—Tan pronto como estemos en alta mar establezca rumbo hacia Corpus Christi,
por favor, señor Harcourt.
—Sí, milord. Corpus Christi.
—Estudie las Instrucciones de Navegación para el Golfo de México, señor
Harcourt, por el paso hacia la laguna que hay allí.
—Sí, milord.
Ya estaba hecho, ya había tomado la decisión. Sin embargo se quedó en cubierta,
tratando de enfrentarse al problema en toda su vaguedad y enloquecedora
complejidad.
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Notó la lluvia sobre su rostro, que pronto empezó a caer a torrentes sobre
cubierta, con gran estrépito, empapando su mejor uniforme. El tricornio le pesaba
como el plomo en la cabeza, con el ala llena de agua. Estaba a punto de refugiarse
abajo cuando su mente empezó a seguir un viejo curso de pensamientos, y se quedó.
Gerard apareció en la oscuridad con su gorro y su impermeable, pero no le prestó
ninguna atención. ¿No era posible que se tratase de una falsa alarma? ¿Que
Cambronne no tuviese pensada otra cosa que devolver la guardia a Francia? No, claro
que no. No habría embarcado seiscientos mosquetes a bordo, en ese caso, ni fardos
con uniformes, ni tampoco habría tenido necesidad alguna de realizar una partida
apresurada y clandestina.
—Por favor, milord —dijo Gerard, insistiendo con su impermeable.
Hornblower recordó que antes de dejar Inglaterra, Bárbara se había llevado a
Gerard a un lado y había hablado con él mucho rato, seriamente. Sin duda, le estaba
insistiendo en la necesidad de impedir que se mojara y procurar que comiera
regularmente.
—Demasiado tarde, señor Gerard —dijo, con una mueca—. Estoy completamente
empapado.
—Entonces, por favor, milord, vaya abajo y cámbiese de ropa.
Había auténtica ansiedad en la voz de Gerard, una preocupación sincera. La lluvia
tamborileaba con fuerza sobre el impermeable de Gerard en la oscuridad, como el
almirez que machaca el nitrato en un mortero de pólvora.
—Ah, sí, muy bien —accedió Hornblower.
Se dirigió hacia el pequeño tambucho. Gerard le seguía.
—¡Giles! —llamó Gerard, vivamente. El ayuda de cámara de Hornblower
apareció al instante—. Saque ropa seca para su señoría.
Giles empezó a trastear en la pequeña cabina, arrodillándose en el suelo para
sacar una camisa limpia del baúl. Medio galón de agua cayó de golpe junto a él
cuando Hornblower se quitó el sombrero.
—Cuide de que las cosas de su señoría se sequen como es debido —ordenó
Gerard.
—Sí, señor —dijo Giles, con la suficiente paciencia contenida en su tono como
para hacer saber a Gerard que era una orden innecesaria. Hornblower sabía que
aquellos dos hombres le querían bien. ¿Sobreviviría ese afecto a su fracaso… y
durante cuánto tiempo?
—Muy bien —dijo, momentáneamente irritado—. Ya puedo arreglármelas yo
ahora.
Se quedó solo en la cabina, de pie, inclinado bajo los baos de cubierta. Al
desabrocharse el empapado uniforme se dio cuenta de que todavía llevaba la estrella
y la cinta. Al pasar ésta por la cabeza comprobó que estaba empapada también. Cinta
y estrella se burlaban de su error, justo en el preciso momento en que él estaba
mofándose con desdén de sí mismo por esperar otra vez que la Daring pudiera haber
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embarrancado en algún sitio durante su travesía por el río.
Un golpecito en la puerta, y Gerard entró de nuevo en la cabina.
—He dicho que podía arreglármelas solo —espetó Hornblower.
—Un mensaje del señor Harcourt, milord —dijo Gerard, sin inmutarse—. El
remolcador soltará amarras pronto. El viento es bueno, una fuerte brisa, este cuarta al
nordeste.
—Muy bien.
Una fuerte brisa, un buen viento, todo ello iría en favor de la Daring. La Crab
habría tenido alguna oportunidad de adelantarse a ella con aires variables y
contrarios. Pero el destino había cargado los dados contra ellos.
Giles había aprovechado la oportunidad para volver a meterse en la cabina. Cogió
la mojada casaca de manos de Hornblower.
—¿No le había dicho que saliera? —exclamó Hornblower, cruel.
—Sí, milord —replicó Giles, imperturbable—. ¿Qué hacemos con este… este
gorro, milord?
El ayuda de cámara había cogido el gorro de piel de oso de la Guardia Imperial,
que todavía estaba colocado en el armario.
—¡Ah, lléveselo! —rugió Hornblower.
Se quitó los zapatos de cualquier manera y estaba empezando a quitarse las
medias cuando le asaltó una nueva idea. Continuó agachado, sopesándola.
Un gorro de piel de oso… fardos y más fardos de gorros de piel de oso… ¿Para
qué? Lo de los mosquetes y bayonetas lo entendía. Los uniformes también, quizá.
Pero ¿quién en su sano juicio equiparía a un regimiento en la América tropical con
gorros de piel de oso? Se fue enderezando poco a poco, y se puso de nuevo en pie,
pensando intensamente. Hasta las casacas de uniforme con botones y entorchados
estarían fuera de lugar entre las andrajosas filas de las hordas de Bolívar; los gorros
de piel de oso resultarían bastante absurdos.
—¡Giles! —rugió, y cuando apareció Giles por la puerta, exclamó—: ¡Tráigame
de nuevo ese gorro!
Lo cogió de nuevo entre sus manos. Tenía la íntima sensación de estar tocando la
clave del misterio. Estaba la pesada cadena de latón lacado, el águila imperial.
Cambronne era un soldado con veinte años de experiencia en el campo de batalla;
nunca haría que sus hombres llevasen cosas como aquélla en una guerra en los
pestilentes pantanos de Centroamérica, o en los sofocantes cañaverales de las Indias
Occidentales. ¿Entonces…? La Guardia Imperial, con sus uniformes y gorros de piel
de oso, ya históricos, quedaba asociada en todas las mentes con la tradición
bonapartista, que aún se hacía notar como fuerza política. ¿Un movimiento
bonapartista? ¿En México? Imposible. ¿En Francia, entonces?
Aunque llevaba todavía las ropas húmedas, Hornblower sintió un súbito ramalazo
de calor y notó la sangre correr por sus venas, cálida, sabiendo que había dado con la
solución. ¡Santa Elena! Bonaparte estaba allí, era prisionero, exilado en una de las
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islas más solitarias del mundo. Quinientos soldados disciplinados llegando por
sorpresa en un buque con los colores americanos conseguirían liberarle. ¿Y entonces?
Había pocos buques en el mundo tan rápidos como la Daring. Navegando hacia
Francia, llegarían allí antes de que ningún aviso pudiera alcanzar el mundo civilizado.
Bonaparte desembarcaría con su guardia… ah, sí, el propósito que tenían los
uniformes y los gorros de piel de oso quedaba ahora bastante claro. Todo el mundo
recordaría las glorias del imperio. El ejército francés se agruparía bajo su estandarte,
como había hecho antes, cuando él volvió de Elba. Los Borbones ya habían
dilapidado el crédito que se les dio… Sharpe había observado que estaban actuando
como unos metomentodos en el aspecto internacional, en la esperanza de deslumbrar
al pueblo con una política exterior de éxito. Bonaparte marcharía hacia París sin
ninguna oposición. Entonces, el mundo quedaría una vez más sumido en el caos.
Europa experimentaría de nuevo el sangriento ciclo de derrotas y victorias.
Después de Elba, había sido necesaria una campaña de cien días para derrotar a
Napoleón en Waterloo, pero durante aquellos cien días habían muerto nada menos
que cien mil hombres, y se habían gastado millones y millones. Esta vez, podía no ser
tan fácil como la anterior. Bonaparte podía encontrar aliados en el estado de
confusión que reinaba en Europa. Podían pasar veinte años más de guerra, que
dejasen a Europa en ruinas. Hornblower había luchado durante veinte años de
contiendas. Se sentía físicamente enfermo ante la idea de que se repitiera. La
perspectiva era tan monstruosa que volvió a repasar las deducciones que acababa de
hacer, pero no pudo evitar llegar a la misma conclusión.
Cambronne era un bonapartista; ningún hombre que hubiera sido comandante en
jefe de la Guardia Imperial podía ser otra cosa. Incluso lo indicaba un pequeño
detalle: lucía la Gran Águila bonapartista de la Legión de Honor en lugar del Gran
Cordón Borbón, que la había sustituido. Lo había hecho con el conocimiento de
Vautour, y con su aceptación. Vautour servía a los Borbones, pero podía ser un
traidor; todo el asunto de fletar la Daring y enviar su fatal carga a bordo sólo podía
haber sido llevado a cabo con la connivencia de las autoridades francesas…
presumiblemente, toda Francia estaba minada por la conspiración bonapartista. La
conducta de la baronesa era una prueba más de ello.
Centroamérica y las Indias Occidentales podían estar sumidas en el caos, pero no
había en aquel lugar ningún punto de interés estratégico especial (como él sabía bien,
después de haberlo meditado mucho) que invitase a una invasión por parte de la
Guardia Imperial con uniformes y gorros de piel de oso. Tenía que ser Santa Elena, y
luego Francia. No había ninguna duda de ello. Ahora, las vidas de millones de
personas, la paz del mundo entero, dependían de la decisión que tomase él en aquel
preciso momento.
Se oyó ruido de pasos en cubierta, justo por encima de su cabeza. Oyó cabos que
caían de golpe en cubierta, órdenes, fuertes crujidos. La cabina, de repente, se inclinó
de costado al largar velas, cogiéndole completamente desprevenido, de modo que se
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tambaleó y se le cayó el gorro de piel de oso, que quedó a sus pies. La Crab se
enderezó otra vez. La cubierta parecía haber cobrado vida de súbito, como si un
aliento vital hubiese respirado sobre ella. Estaban en alta mar; se dirigían hacia
Corpus Christi. Con el viento este cuarta al nordeste, la Crab iría volando viento en
popa, posiblemente. Ahora tenía que pensar con rapidez, cada segundo contaba. No
podía permitirse correr a sotavento de aquella manera, si iba a cambiar los planes.
Y él sabía que iba a cambiarlos. Había deseado con desesperación una
oportunidad de adivinar adónde se dirigía la Daring después de tocar tierra en Corpus
Christi. Pues bien: ahora podía intervenir. Ahora tenía una oportunidad de preservar
la paz del mundo. Con los ojos, que no veían, clavados en una distancia infinita, se
puso de pie en la cabina balanceante, invocando en su mente la visión de las cartas
del golfo de México y del Caribe. Los vientos alisios del nordeste soplaban a través
de ellos, no tan fiables en aquella época del año como en invierno, pero con la
suficiente constancia como para resultar un factor calculable. Un buque que se
dirigiera al sur del Atlántico (hacia Santa Elena) desde Corpus Christi, se vería
obligado a tomar el canal de Yucatán. Entonces, sobre todo si su misión no deseaba
llamar la atención, se dirigiría hacia el saliente de Sudamérica, por el centro del
Caribe, con muchas millas de mar abierto a cada aleta. Pero tendría que pasar por la
cadena de las Antillas antes de irrumpir en el Atlántico.
Había centenares de pasajes disponibles, pero sólo uno resultaba obvio, la única
ruta que consideraría un capitán con destino a Santa Elena y que tuviera que luchar
contra los vientos alisios. Rodearía Punta Galera, el extremo más septentrional de
Trinidad. Daría el máximo espacio que pudiera, aunque no podría ser verdaderamente
amplio porque al norte de Punta Galera se encontraba la isla de Tobago, y el canal de
Tobago entre ambas no debía de tener (aunque Hornblower no lo sabía con total
seguridad) más de cincuenta millas de ancho. En condiciones favorables, un barco
solo podía patrullar por ese canal y asegurarse de que nadie pasara por allí sin ser
visto. Era un típico ejemplo de estrategia marítima a pequeña escala. El poder del mar
hace notar su influencia en los amplios océanos, pero es en los mares estrechos, en
los puntos concretos, donde ocurren siempre los momentos decisivos. El canal de
Yucatán no sería tan adecuado como el de Tobago, porque el primero tenía más de un
centenar de millas de anchura. La Crab llegaría allí primero, eso podía darse por
sentado, viendo que la Daring tendría que cubrir los dos lados de un triángulo, yendo
primero a Corpus Christi, y con un largo recorrido a sotavento como resultado. Sería
mejor emplear la ventaja conseguida de ese modo para correr hacia el canal de
Tobago. Tendrían tiempo de anticiparse a la Daring (el tiempo justo), y existía una
posibilidad sustancial de que él se encontrara de camino con algún buque de su
escuadrón, y pudiera acompañarle. Una fragata. Eso le daría toda la fuerza que
necesitaba. Se decidió en aquel mismo momento, consciente de que el corazón le latía
muy deprisa. —¡Giles!— gritó.
Éste volvió a aparecer, y sin excederse de la gran discreción de un criado favorito,
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mostró una sorprendida desaprobación al verle todavía con la camisa y los pantalones
mojados.
—Salude al señor Harcourt y dígale que deseo verle tan rápido como le sea
posible.
Que significaba de inmediato, claro está, puesto que era todo un almirante el que
solicitaba la presencia de un teniente.
—Señor Harcourt, he decidido un cambio de planes. No hay tiempo que perder.
Por favor, establezca un rumbo hacia el cabo San Antonio.
—Cabo San Antonio. Sí, señor.
Harcourt era un buen oficial. No mostró extrañeza ni duda en su voz después de
oír la sorprendente orden.
—Cuando estemos en el nuevo rumbo le explicaré lo que me propongo, si tiene la
amabilidad de venir a despachar conmigo con las cartas, señor Harcourt. Traiga
también al señor Gerard con usted.
—Sí, señor.
Ahora podía quitarse la camisa y los pantalones empapados y secarse con una
toalla. De alguna forma, en la diminuta cabina ya no parecía hacer un calor tan
opresivo, quizá porque habían salido a mar abierto, tal vez porque había tomado una
decisión. Se estaba poniendo los pantalones en el momento en que Harcourt metió a
barlovento. La Crab viró como una peonza, mientras sus robustos marineros halaban
las escotas. La nave macheteó a estribor, con el viento por el través, y Hornblower,
con una sola pierna metida en los pantalones, después de dar un salto frenético,
tratando de mantener el equilibrio, cayó de cara en el coy y quedó pataleando en el
aire. Luchó por ponerse en pie de nuevo; la Crab todavía se escoró a estribor, luego
un poco más, y por fin menos, a medida que cada ola en el través del mar pasaba bajo
ella. Cada bandazo cogía a Hornblower por sorpresa mientras intentaba meter la otra
pierna en los pantalones, y tuvo que sentarse dos veces en el catre de golpe antes de
conseguirlo. Una vez tuvo éxito, Harcourt y Gerard entraron de nuevo en la cabina.
Escucharon serenamente a Hornblower mientras éste les contaba sus deducciones con
respecto al plan de la Daring y su intención de interceptarla en el canal de Tobago;
Harcourt tomó su compás y midió la distancia, y asintió cuando hubo acabado.
—Podemos ganarle cuatro días de ventaja hacia San Antonio, milord —dijo—.
Eso significa que estaremos allí tres días antes que ellos.
Tres días debía ser una ventaja suficiente para la Crab en la larga, larga carrera a
través del Caribe.
—¿Podemos avisar a Kingston de paso, milord? —preguntó Gerard.
Estuvo tentado de considerarlo, pero al final Hornblower movió negativamente la
cabeza. No tendría sentido avisar al cuartel general, contar aquellas noticias, buscar
refuerzos incluso, si la Daring se les escapaba mientras lo hacían.
—Nos costaría demasiado tiempo —dijo—. Aunque tuviéramos la brisa del mar.
Y habría retraso mientras estuviéramos allí. No podemos perder nada de tiempo.
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—Supongo que no, milord —accedió Gerard, a regañadientes. Estaba jugando el
papel de oficial del estado mayor, cuyo deber es ser crítico con cualquier plan que se
sugiera—. Entonces, ¿qué hacemos cuando nos encontremos con ellos?
Hornblower buscó los ojos de Gerard y lo miró fijamente. Gerard estaba
formulando en voz alta la pregunta que ya se habían hecho y que había quedado sin
respuesta.
—Estoy haciendo planes para enfrentarme a esa situación —dijo Hornblower, y
hubo en su voz un tono áspero que impidió a Gerard continuar con el tema.
—No hay más de veinte millas de agua navegable en el canal de Tobago, milord
—dijo Harcourt, todavía ocupado con su compás.
—Entonces, no podrá pasarnos inadvertida, aunque sea de noche. Caballeros,
creo que estamos obrando de la mejor forma posible. Quizá la única posible.
—Sí, milord —dijo Harcourt; su mente estaba funcionando a toda máquina—. Si
Boney consigue liberarse de nuevo…
No pudo continuar. No podía enfrentarse a esa espantosa posibilidad.
—Tenemos que procurar que eso no ocurra, caballeros. Y ahora que hemos hecho
todo lo que podemos, sería muy sensato que nos tomáramos un pequeño descanso.
No creo que ninguno de nosotros haya dormido desde hace un tiempo considerable.
Aquello era verdad. Ahora que ya había decidido qué curso de acción tomar,
ahora que ya estaba comprometido a ello, para bien o para mal, Hornblower sentía
que los párpados le pesaban y el sueño le invadía. Se echó en su coy una vez que sus
oficiales le dejaron. Con el viento por el través de babor y el coy apoyado contra el
mamparo de estribor, podía relajarse por completo, sin miedo de caerse. Cerró los
ojos. Ya había empezado a formular la respuesta a la pregunta que había planteado
Gerard. Aquella decisión era espantosa, algo horrible de contemplar. Pero parecía
inevitable. Tenía que cumplir con su deber, y ahora podía estar seguro de que lo hacía
con el máximo de su habilidad. Con la conciencia clara, con la certeza tranquilizadora
de que estaba usando su juicio más sereno, la inevitabilidad del futuro que le esperaba
reforzó su necesidad de dormir. Durmió hasta el amanecer; incluso estuvo medio
amodorrado unos minutos más después de amanecer, antes de empezar a pensar de
nuevo con claridad, a la luz del día, cuando aquel horrible pensamiento empezó a
incordiarle de nuevo.
Así fue como la Crab empezó su carrera histórica hacia el canal de Tobago, a
través de una distancia casi tan grande como ancho es el Atlántico, con los bravíos
vientos alisios empujándola, mientras la nave iba avanzando. Todos los hombres de a
bordo sabían que estaban disputando una carrera, porque en una embarcación
pequeña como la Crab no se puede mantener nada en secreto, y los marineros se
sumergieron en el espíritu competitivo con el entusiasmo que se esperaba de ellos.
Ojos comprensivos se volvían hacia la solitaria figura del almirante, de pie, firme en
el diminuto alcázar con el viento aullando a su alrededor. Todo el mundo sabía la
apuesta que estaba jugando; todo el mundo pensaba que merecía ganar y nadie podía
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adivinar su auténtico tormento, la certeza que estaba cristalizando en su mente de que
aquél era el final de su trayectoria profesional, tanto si ganaba la carrera como si la
perdía.
Nadie a bordo se sentía molesto por el constante trabajo que representaba
aprovechar al máximo toda la velocidad de la Crab, el continuo halar y soltar las
escotas mientras se ajustaban las velas a la menor variación del viento, el instantáneo
y urgente recogido de lona en el último momento mientras las borrascas venían
aullando y descargaban sobre ellos, el rápido largar velas mientras las borrascas
pasaban por su lado. Todos los marineros se habían constituido en vigías no oficiales;
realmente, no había necesidad de que el almirante hubiese ofrecido una guinea de oro
al hombre que primero avistara la Daring: siempre existía la posibilidad de que se
diese un encuentro antes de llegar al canal de Tobago. A nadie le importaban las
camisas empapadas y los lechos húmedos cuando los surtidores de agua irrumpían
sobre la proa de la Crab en deslumbrantes arco iris y se abrían paso hacia abajo por
cubierta, mientras la goleta, forzada hasta el máximo, casi estallaba por sus junturas
con el fuerte oleaje. Las mediciones con la corredera cada hora, el cálculo diario del
recorrido de la nave, se veían ansiosamente anticipados por hombres que solían
mostrar la indiferencia fatalista de los marineros curtidos hacia esos temas.
—Estoy acortando las raciones de agua, milord —dijo Harcourt a Hornblower la
mañana que partieron.
—¿A cuánto? —Hornblower lo preguntó fingiendo que en realidad le interesaba
la respuesta, de modo que su sufrimiento por otro tema no fuera tan aparente.
—A medio galón, milord.
Dos cuartos de agua fresca por día y hombre… sería difícil para unos marineros
que trabajaban duro en el trópico.
—Una decisión muy acertada, señor Harcourt —dijo Hornblower.
Había que tomar todas las precauciones posibles. Era imposible predecir cuánto
duraría el viaje, ni cuánto tiempo deberían permanecer patrullando sin rellenar los
barriles de agua. Sería absurdo verse obligados a ir a puerto prematuramente como
resultado de una extravagancia irreflexiva.
—Daré instrucciones a Giles —continuó Hornblower— para que retire la misma
ración para mí.
Harcourt parpadeó un poco al oír esto. Su pequeña experiencia con los almirantes
le hacía pensar que llevaban una vida de máximo lujo. No había pensado lo suficiente
en el problema para darse cuenta de que si Giles tenía carta blanca a la hora de servir
agua a su almirante, Giles, y quizá todos los amigos de Giles, también tendrían toda
el agua para beber que quisiesen. Y Hornblower no sonreía al hablar; Hornblower
tenía la misma expresión sombría y poco amistosa que había mostrado a todo el
mundo desde que tomó la decisión, cuando salieron a alta mar.
Avistaron el cabo de San Antonio una tarde, y supieron que estaban atravesando
el canal de Yucatán. Eso no sólo les dio un nuevo punto de referencia, sino que
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además supieron que a partir de entonces no sería demasiado improbable avistar a la
Daring en cualquier momento. Estaban siguiendo más o menos el mismo rumbo que
el buque habría tomado, desde el punto de referencia en adelante. Dos noches
después, pasaron junto a Gran Caimán. No hubo avistamiento, pero sí escucharon el
rugido del oleaje en uno de los distantes arrecifes. Ésa era una prueba de lo mucho
que estaba ajustando Harcourt su rumbo. Hornblower pensó que él habría pasado
mucho más lejos de Gran Caimán… En aquel momento le irritaba más de lo habitual
la convención que impedía que un almirante interfiriese en el manejo de su buque
insignia. La noche siguiente, escucharon sonidos procedentes de Pedro Bank, y
supieron que Jamaica y Kingston se encontraban escasamente a cien millas a
sotavento de su posición. Desde ese último punto de partida, Harcourt estableció un
nuevo rumbo, directo hacia el canal de Tobago, pero no pudo mantenerlo. Los vientos
alisios se empeñaron en virar hacia el sudeste, cosa nada sorprendente, ya que se
aproximaba el verano, y soplaban completamente en contra. Harcourt colocó la Crab
con las velas amuradas a estribor (nunca, voluntariamente, ningún capitán que se
preciase cedía una sola yarda al sur en el Caribe) y marcó su rumbo tan ceñido al
viento como pudiera soportar la Crab.
—Ya veo que ha aferrado la gavia, señor Harcourt —observó Hornblower,
aventurándose en un terreno delicado.
—Sí, milord —como respuesta a la fija e inquisitiva mirada de su almirante,
Harcourt condescendió a explicarse un poco más—: Una goleta tan ancha de manga
como ésta no está preparada para navegar de banda, milord. Hacemos menos deriva
bajo una vela más moderada, milord, mientras estemos ciñendo con una brisa tan
fuerte.
—Conoce usted su propio barco mejor que yo, por supuesto, señor Harcourt —
dijo Hornblower a regañadientes.
Resultaba difícil creer que la Crab realizase más progresos sin sus magníficas
gavias cuadradas extendidas ante la brisa. Estaba seguro de que la Daring habría
largado hasta el último centímetro de lona… quizá con un solo rizo. La Crab
avanzaba velozmente, haciendo un poco de agua una vez o dos por encima de su
amura de estribor. En aquellos momentos era cuando todos y cada uno de los
hombres debían agarrarse bien. Al amanecer del día siguiente la tierra se encontraba
justo enfrente de ellos, como una línea azul en el horizonte: las montañas de Haití.
Harcourt esperó hasta el mediodía, elevándose por encima del agua cada vez más y
más, y luego viró de bordo. Hornblower lo aprobó: al cabo de una hora o dos la brisa
de tierra podía cesar, y tenían que doblar por Punta Beata. Era enloquecedor pensar
que en aquella bordada perderían un poco de terreno, porque era perfectamente
posible que la Daring, dondequiera que estuviera, recibiera el viento una cuarta o dos
más a su favor y podría mantener su rumbo de forma directa. Y era bastante
significativo ver cómo los hombres del palo de trinquete levantaban los dedos
mojados para probar de dónde venía el viento, y estudiaban el horizonte de
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barlovento, y criticaban la forma en que el timonel, a la caña, luchaba por ganar a
barlovento todo lo que podía, yarda a yarda.
Durante un día y medio, el viento sopló con mucha fuerza. Hacia la mitad de la
segunda noche Hornblower, que yacía sin poder dormir en su catre, se vio
despabilado por la llamada a todos los marineros. Se incorporó y cogió su bata
mientras oía el estrépito de pies que corrían por encima de su cabeza. La Crab estaba
saltando como enloquecida.
—¡Todos los hombres a arrizar velas!
—¡Tres rizos en la mayor! —la voz de Harcourt atronaba cuando Hornblower
salió a cubierta.
El viento levantaba los faldones del batín de Hornblower y pegaba su camisa de
dormir en torno a su cuerpo mientras éste permanecía junto al pasamanos, a un lado.
La oscuridad se ceñía a su alrededor. Una borrasca veraniega se había precipitado
sobre ellos en plena noche, pero alguien se había dado cuenta y estaban preparados
para arrostrarla. La borrasca había venido del sur.
—¡Dejad que se incline a sotavento! —gritaba Harcourt—. ¡Hombres a las
escotas!
La Crab viró en las revueltas aguas, cabeceó y luego se estabilizó. Ahora iba
volando en la oscuridad, contradiciendo las costumbres del animal que le daba
nombre. Iba ganando una distancia preciosa hacia el norte. Aquella borrasca estaba
resultando valiosísima, porque les permitía mantener su rumbo. La tormentosa noche
seguía su curso, y la bata de Hornblower le azotaba las piernas. Era imposible no
sentirse lleno de júbilo allí de pie, forzando a los elementos para que trabajasen en su
favor, engañando al viento que pensaba que les había cogido por sorpresa.
—Bien hecho, señor Harcourt —voceó Hornblower para sobreponerse al viento,
cuando Harcourt se le acercó en la oscuridad.
—Gracias, señor… milord. Dos horas así es lo que necesitamos.
Al final el destino les otorgó una hora y media, antes de que desapareciera la
borrasca y el viento, tercamente, recuperase su primitiva dirección de este cuarta al
sudeste. Pero a la mañana siguiente, a la hora de desayunar, Giles le trajo buenas
noticias.
—El viento está virando hacia el norte, milord —informó Giles, que estaba tan
interesado como todos los demás en el progreso del buque.
—Excelente —dijo Hornblower. Sólo unos segundos más tarde el sordo dolor
volvió a crecer en su interior. Aquel viento le llevaría con más rapidez aún hacia su
destino.
A medida que el día iba transcurriendo, los vientos alisios mostraron una vez más
su estrambótica conducta veraniega. Fueron debilitándose cada vez más y más, hasta
que sólo soplaban de forma irregular, de modo que había intervalos en que la Crab se
deslizaba perezosamente por encima del brillante azul del mar, volviendo su proa
hacia todos los puntos de la brújula por turno, mientras el sol vertical abrasaba la
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cubierta en cuyas junturas se fundía la brea. Los peces voladores dejaban estelas
oscuras sobre la esmaltada superficie del mar. Nadie se fijaba en ellos; todos estaban
atisbando el horizonte en busca del menor indicio de la siguiente ráfaga de viento que
se deslizase a su favor. Quizá no demasiado lejos, en aquel temperamental Caribe, la
Daring estuviese manteniendo su rumbo con todas las velas desplegadas. Acabó el
día y llegó la noche, y sin embargo los alisios no soplaban aún, y sólo ocasionalmente
alguna ráfaga enviaba a la Crab a toda velocidad, momentáneamente, hacia el canal
de Tobago. El sol seguía abrasando, y los hombres, con una ración de sólo dos
cuartillos de agua al día, estaban sedientos.
Habían visto pocas velas, y las únicas que vieron no servían para los planes
futuros de Hornblower. Una goleta de las islas con destino a Belice. Un buque
holandés que volvía a casa desde Curaçao. Nadie a quien Hornblower pudiese confiar
una carta, ningún navío de su propio escuadrón… cosa que casi estaba más allá de los
límites de la probabilidad. A medida que pasaban los días Hornblower no podía hacer
otra cosa que esperar, con el ánimo sombrío y deprimido. Al final, los caprichosos
vientos volvieron a soplar, desde una cuarta al norte del este, y al fin pudieron marcar
su rumbo, con las gavias de nuevo largadas, dirigiéndose hacia las Antillas y con una
carrerilla de nada menos que seis nudos hora tras hora. Ahora, a medida que se
aproximaban a las islas, veían más y más velas, pero sólo eran balandros que
circulaban, comerciando entre las Islas de sotavento y Trinidad. Un buque de aparejo
cuadrado avistado en el horizonte levantó una momentánea excitación, pero no era la
Daring. Izó los colores rojo y gualda de España: una fragata española que se dirigía
hacia la costa de Venezuela, para tratar con los insurgentes, quizás. El viaje casi se
había completado. Hornblower oyó el grito de tierra que daba el vigía desde el calcés,
y un instante después, Gerard ya estaba en su camarote.
—Granada a la vista, milord.
—Muy bien.
Ahora ya estaban entrando en las aguas donde realmente podían esperar encontrar
a la Daring. La dirección del viento tenía más importancia que nunca. Soplaba desde
el nordeste, y eso les ayudaba. Extinguía la más remota posibilidad de que la Daring
pudiera pasar por el norte de Tobago en lugar de hacerlo a través del canal.
—La Daring está obligada a hacer el mismo avistamiento de tierra, milord —
afirmó Gerard—, y con luz del día, si puede.
—Esperemos que sea así, al menos —dijo Hornblower.
Si la Daring llevaba tanto tiempo apartada de la costa como la Crab, con aquellos
vientos variables y las impredecibles corrientes del Caribe, su capitán, ciertamente,
tomaría todo tipo de precauciones al realizar su aproximación.
—Creo, señor Harcourt —siguió diciendo Hornblower—, que podemos mantener
nuestro rumbo con toda seguridad hacia Punta Galera.
—Sí, milord.
Ahora era el peor momento: la espera, preguntarse si todo aquel viaje no sería una
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excursión absurda, un ir y venir a la vista de Trinidad y luego hasta Tobago y luego
de vuelta otra vez a Granada. Esperar era malo, pero si el viaje, después de todo, no
resultaba un paseo, eso significaría algo que Hornblower, y sólo Hornblower, sabía
que era mucho peor. Gerard planteó de nuevo el tema.
—¿Cómo propone que les detengamos, milord?
—Puede haber formas… —respondió Hornblower, tratando de que su voz no
sonara demasiado áspera, y de ese modo no traicionase su ansiedad.
Aquel día, el cielo era azul y el sol radiante, y la Crab corría a gran velocidad con
una ligerísima brisa, y el vigía del calcés llamó a cubierta con las noticias del
avistamiento.
—¡Buque a la vista!, ¡justo a sotavento, señor!
Una vela podía no significar nada, pero a largos intervalos, a medida que la Crab
se acercaba más y más, los sucesivos informes hacían cada vez más probable que la
extraña vela fuese la Daring. Tres palos… hasta aquel primer informe suplementario
lo daba por razonablemente seguro, porque no había demasiados grandes buques
surcando el sur del Atlántico desde el Caribe. Con toda la lona largada, hasta los
sosobres y las alas de los sobrejuanetes. Pero tampoco significaba demasiado.
—¡Parece un buque americano, señor!
Los sosobres ya habían apuntado con certeza en la misma dirección. Entonces,
Harcourt subió al palo mayor con su propio catalejo, y volvió a bajar con los ojos
brillantes de excitación.
—Es la Daring, milord. Estoy seguro.
Ellos se encontraban a diez millas de distancia, en medio del mar azul y
resplandeciente, con el brillante turquesa del cielo por encima de sus cabezas, y en el
lejano horizonte, un asomo de tierra. La Crab había ganado su carrera por veinticinco
horas. La Daring estaba «cuarteando la aguja», virando ociosamente en todas
direcciones bajo sus pirámides de vela, en ausencia completa de viento. La Crab
siguió su rumbo durante un tiempo más, y luego también se quedó inmóvil bajo el
ardiente sol. Todos los ojos se volvieron hacia el almirante que se hallaba de pie, muy
tieso, con las manos a la espalda, mirando los distantes rectángulos blancos que
indicaban dónde se encontraba su destino. La vela mayor de la goleta gualdrapeaba
ligeramente, y luego la botavara empezó a moverse.
—¡Hombres a las escotas! —gritó Harcourt.
El aire era tan ligero que ni siquiera lo notaban en sus sudorosos rostros, pero
bastaba para empujar las botavaras y, un momento después, el timonel sintió que el
timón agarraba lo suficiente para darle el control. Con el bauprés de la Crab
apuntando directamente a la Daring, el aliento de la brisa estaba llegando por encima
de la aleta de estribor, casi directamente a popa. La Daring permanecía tranquila, con
aquel viento que, si la alcanzaba, le llegaría prácticamente de cara. Fue soplando cada
vez más, hasta que pudieron notarlo, hasta que oyeron bajo la proa la música del
progreso de la goleta sobre las aguas, y entonces volvió a cesar abruptamente,
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dejando a la Crab bamboleándose en la estela. Y luego volvió a soplar de nuevo, por
encima de la aleta de babor esta vez, y después más a popa aún, de modo que las
gavias fueron braceadas en cuadro y se pudo izar la trinquete a babor. La Crab corrió
viento en popa durante diez maravillosos minutos hasta que éste volvió a caer de
nuevo y se convirtió en una calma total. Entonces vieron que la Daring cogía el
viento, la vieron orientar sus velas, pero sólo momentáneamente, sólo lo bastante para
revelar sus intenciones antes de quedarse una vez más indefensa. A pesar de su vasta
zona de lona, su peso muerto era superior y la hacía menos susceptible a esas débiles
brisas.
—Gracias a Dios —dijo Gerard, con el catalejo pegado al ojo, mientras la veía
balancearse vagamente—, creo que pretende pasarnos fuera de alcance de tiro,
milord.
—No debería sorprenderle tal cosa —apuntó Hornblower.
Otro soplo, otra ligera disminución de la distancia entre los buques, otra calma
chicha.
—Señor Harcourt, quizás sería mejor que los hombres comiesen ahora.
—Sí, milord.
Buey salado y budín de guisantes, bajo un sol de mediodía en el trópico… ¿a
quién podría apetecerle aquello, especialmente con la excitación de la espera por el
viento? En medio de la comida, fueron enviados de nuevo algunos hombres a las
escotas y las brazas para aprovechar otro soplo de viento.
—¿A qué hora quiere comer, milord? —le preguntó Giles.
—Ahora no —fue la única respuesta que obtuvo de Hornblower, con el catalejo
pegado al ojo.
—Ha izado sus colores, milord —señaló Gerard—. Colores estadounidenses.
Las barras y estrellas, hacia las cuales se le había ordenado que mostrase la
máxima de las consideraciones. No podía ser de otro modo, en cualquier caso, viendo
que la Daring llevaba cañones de doce libras y estaba repleta de hombres.
Ahora, ambos buques tenían viento, pero la Crab iba avanzando valientemente a
sus dos buenos nudos, y la Daring, tratando de dirigirse hacia el sur a todo ceñir,
apenas se movía. Ahora estaba inmóvil, volviéndose indefensa en una brisa
demasiado débil para impulsarla.
—Veo a muy poca gente en cubierta, milord —dijo Harcourt. El ojo con el que
había estado mirando por el catalejo lo tenía lleno de lágrimas, debido al brillo del sol
y del mar.
—Deben de tenerlos abajo, fuera de la vista —dijo Gerard.
Aquello era muy probable, seguramente era lo que pasaba. Pensara lo que pensase
Cambronne de las intenciones de la Crab, sería mucho más seguro ocultar el hecho
de que llevaba a quinientos hombres a bordo, mientras se dirigía hacia el Atlántico
sur.
Y entre la nave y el Atlántico sur se encontraba la Crab, la barrera más frágil que
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se podía imaginar. Una vez la Daring pasase por el canal y saliera a mar abierto, nada
se podría hacer para detenerla. Ningún buque podría adelantarla. Llegaría a Santa
Elena y allí asestaría su golpe, y no se podría advertir de ello. Debía ser ahora o
nunca, y habían llegado a aquel extremo por culpa de Hornblower. Le habían
engañado por completo en Nueva Orleans. Había permitido que Cambronne se le
adelantara. Tenía que hacer todos los sacrificios que le exigieran las circunstancias,
cualquiera, para salvar la paz del mundo. La Crab no podía detener a la Daring. Sólo
podía hacerlo él mediante su esfuerzo personal.
—Señor Harcourt —dijo Hornblower, con tono duro e inexpresivo—. Haga que
preparen el bote de pescantes, listo para bajarlo, por favor. Y que llamen a una
tripulación de bote entera, para doblar los bancos de remo.
—Sí, milord.
—¿Quién irá en el bote, milord? —preguntó Gerard—. Yo iré —respondió
Hornblower.
La vela mayor gualdrapeó, la botavara giró hacia cubierta, chirriando, volvió a
hacerlo de nuevo hacia afuera, luego hacia adentro. La brisa estaba muriendo de
nuevo. Durante unos cuantos minutos más, la Crab mantuvo el rumbo, y entonces el
bauprés empezó a girar y apartarse de la Daring.
—No puede mantenerse en su rumbo, señor —informó el timonel.
Hornblower dejó vagar su mirada por el horizonte en aquella tarde abrasadora. No
había señal alguna de viento. El momento decisivo había llegado, y cerró de golpe el
catalejo.
—Subiré ahora al bote, señor Harcourt. —Déjeme ir a mí también, milord— pidió
Gerard, con una nota de protesta en su voz.
—No —respondió Hornblower.
En caso de que la brisa se levantase de nuevo durante la siguiente media hora, no
quería llevar peso inútil en el bote para salvar las dos millas que le separaban del otro
buque.
—Remad con todas vuestras fuerzas —dijo Hornblower a la tripulación del bote,
mientras desatracaban. Las hojas de los remos se sumergieron en las aguas, brillando
como el oro contra el azul. El bote dio la vuelta en torno a la popa de la Crab, con
todos los ansiosos ojos clavados en él. Hornblower cogió el timón y lo dirigió recto
hacia la Daring. Se elevaron con una suave ola, y volvieron a bajar, a subir de nuevo,
a bajar otra vez… con cada elevación y cada caída, la Crab se empequeñecía
visiblemente y la Daring aumentaba de tamaño, preciosa bajo la luz de la tarde,
aquellas horas que serían, según Hornblower se decía a sí mismo, las últimas de su
vida profesional. Se acercaron cada vez más y más, hasta que al final llegó el grito a
través del aire caliente.
—¡Bote a la vista!
—¡Vamos a bordo! —gritó Hornblower a su vez. Se puso de pie en la proa, para
que su uniforme con entorchados dorados de almirante quedase plenamente a la vista.
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—¡Aléjense! —gritó la voz, pero Hornblower mantuvo el rumbo.
No podía derivar ningún incidente internacional de aquel hecho. Un bote
desarmado que llevaba a un almirante solo a bordo de un tranquilo buque. Dirigió el
bote hacia los cadenotes de mesana.
—¡Aléjense! —volvió a gritar la voz, una voz americana. Hornblower hizo
oscilar el bote.
—¡Fuera los remos! —ordenó.
Con el impulso que llevaba, el bote corrió hacia la nave. Hornblower procuró
compaginar sus movimientos con la mayor habilidad que pudo, conociendo su propia
torpeza. Saltó hacia las cadenas y metió un zapato de lleno en el agua, pero consiguió
agarrarse bien y se encaramó.
—¡Atracad y esperadme! —ordenó a su tripulación, y luego se volvió y se
columpió hasta subir a la cubierta del buque.
El hombre alto y delgado, con un cigarro en la boca, podía ser el capitán
americano. El hombretón fornido que estaba detrás de él, uno de los oficiales. Los
cañones estaban preparados, aunque no sacados de la batería, y los marineros
americanos los rodeaban, dispuestos a abrir fuego.
—¿No me ha oído decirle que se alejase, míster? —le preguntó el capitán.
—Discúlpeme por esta intromisión, señor —dijo Hornblower—. Soy el
contraalmirante lord Hornblower, al servicio de su majestad británica, y tengo un,
negocio urgentísimo que tratar con el conde de Cambronne.
Durante un momento, a la luz del sol, sobre la cubierta, ambos se quedaron de
pie, mirándose el uno al otro, y luego Hornblower vio a Cambronne, que se
aproximaba a ellos.
—Ah, conde —dijo Hornblower, y entonces hizo un esfuerzo por hablar en
francés—. Es un placer encontrarme de nuevo con vuestra señoría el conde.
Se quitó el tricornio, lo colocó sobre su pecho y se inclinó en una reverencia que
sabía muy desgarbada.
—¿Y a qué debo este placer, milord? —preguntó Cambronne. Estaba de pie, muy
tieso y erguido, con el mostacho sobresaliendo a cada lado de su rostro.
—Vengo a traerle la peor de las noticias, lamento decirlo —continuó Hornblower.
A lo largo de muchas noches de insomnio había ensayado aquel discurso para sí.
Ahora, se estaba esforzando por pronunciarlo con naturalidad—. Y he venido
también a hacerle un servicio, conde.
—¿Qué quiere decir, milord?
—Malas noticias.
—¿Y bien?
—Siento muchísimo tener que informarle, conde, de la muerte de su emperador.
—¡No!
—El emperador Napoleón murió en Santa Elena el mes pasado. Le ofrezco mis
condolencias, conde.
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Hornblower contó aquella mentira con gran convicción, deseando aparecer como
un hombre que dice la verdad.
—¡No puede ser!
—Le aseguro que sí, conde.
Un músculo en la mejilla de Cambronne se retorció incontrolable junto a la
cicatriz púrpura. Sus ojos duros y algo saltones se clavaron en Hornblower como
taladros.
—Recibí la noticia hace dos días en Puerto España —dijo Hornblower—. En
consecuencia, he cancelado todos los arreglos que había hecho para arrestar este
barco.
Cambronne no podía saber que la Crab no había realizado un viaje tan rápido
como él aseguraba.
—No le creo —dijo Cambronne, sin embargo. Parecía la típica historia que se
podía inventar para detener a la Daring.
—¡Señor! —exclamó Hornblower, con altivez. Se puso más tieso aún,
representando lo mejor que pudo el papel del hombre de honor cuya palabra acaba de
ser puesta en duda. La superchería casi tuvo éxito.
—Debe usted entender la suprema importancia de lo que está diciendo, milord —
explicó Cambronne, con la voz teñida de un leve tono de disculpa. Pero entonces
pronunció las palabras espantosas y temibles que Hornblower había estado esperando
—: ¿Me da usted su palabra de honor como caballero de que lo que me dice es cierto?
—Mi palabra de honor como caballero —dijo Hornblower.
Había anticipado ese momento con desesperación durante días y días. Estaba
preparado para afrontarlo. Se esforzó por pronunciar su juramento como lo haría un
hombre de honor. Se mostró tranquilo y sincero, como si no le estuviera rompiendo el
corazón tener que decir aquello. Estaba seguro de que Cambronne le pediría que le
diera su palabra de honor.
Era el último sacrificio que podía hacer. En veinte años de guerra había
arriesgado libremente la vida por su país. Había soportado peligros, ansiedades,
penalidades. Hasta el momento, nunca se le había exigido que rindiera su honor, sin
embargo. Aquél era el último precio que debía pagar. Era culpa suya que el mundo
entero se hallase en peligro, y por tanto, resultaba adecuado que él sacrificara su
honor. Y era un precio pequeño a cambio de la paz del mundo, de salvar su país del
recrudecimiento de los mortales peligros a los cuales había escapado por poco los
últimos veinte años. En aquellos felices años del pasado, volviendo a casa después de
alguna ardua campaña, miraba a su alrededor y respiraba el aire inglés y se decía con
fatuo patriotismo que Inglaterra era algo por lo que valía la pena luchar, incluso
morir. Pues bien: también valía más que el honor de un hombre. Ah, sí, ciertamente.
Pero resultaba desgarrador, mucho, muchísimo peor que la muerte, tener que
sacrificar su propio honor.
Un pequeño grupo de oficiales había aparecido en cubierta y se encontraba de pie,
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a cada lado de Cambronne, escuchando atentamente. A un lado se hallaba el capitán
estadounidense y su oficial. Frente a ellos, solo, con su vistoso uniforme reluciente
bajo la luz del sol, estaba Hornblower, esperando. El oficial que se encontraba a la
derecha del conde habló el primero. Era una especie de ayudante u oficial del estado
mayor y, desde luego, del tipo que odiaba Hornblower. Por supuesto, tuvo que repetir
la pregunta, para hurgar más aún en la herida.
—¿Su palabra de honor, milord?
—Mi palabra de honor —repitió Hornblower, tranquilo, como si fuera un hombre
de honor.
Nadie podía dejar de creer a un almirante británico, un hombre que había
ostentado la comisión de su majestad durante más de veinte años. Siguió con los
argumentos que ya tenía ensayados.
—Esta hazaña suya ya puede ser olvidada, conde —dijo—. Con la muerte del
emperador, toda esperanza de reconstruir el imperio ha llegado a su fin. Nadie tiene
por qué saber lo que ha intentado. Vuestra señoría y estos caballeros, y la Guardia
Imperial que se encuentra bajo cubierta, pueden seguir en buenas relaciones con el
régimen que gobierna Francia actualmente. Se los puede llevar usted a casa, tal como
ha dicho que haría, y de camino puede arrojar sus pertrechos guerreros por la borda
sin que nadie se entere. Por esta razón le visito de este modo, solo. Mi país, su país,
no desean que ningún nuevo incidente ponga en peligro la amistad del mundo. Nadie
tiene por qué saberlo; este incidente puede permanecer como un secreto entre
nosotros.
Cambronne escuchó lo que le decía, pero las primeras noticias que había oído
eran de tal importancia que no podía hablar de otra cosa.
—¡El emperador ha muerto! —exclamó.
—Ya le he expresado mis condolencias, conde —dijo Hornblower—. Se las
ofrezco también a estos caballeros. Lo lamento enormemente.
El capitán americano interrumpió los murmullos del personal de Cambronne.
—Viene un airecillo hacia nosotros —dijo—. Recuperaremos la velocidad dentro
de cinco minutos. ¿Viene con nosotros, míster, o se va otra vez por la borda?
—Espere —dijo Cambronne. Al parecer, entendía un poco el inglés.
Se volvió a su personal y se pusieron a debatir acaloradamente. Cuando hablaban
todos a la vez, el francés de Hornblower no le bastaba para seguir con todo detalle la
conversación. Pero veía que todos estaban convencidos. Se habría sentido
complacido, si le quedara en el mundo alguna posibilidad de sentir placer. Alguien
atravesó la cubierta y gritó hacia la escotilla, y al momento siguiente la Guardia
Imperial empezó a subir atropelladamente hacia la cubierta. La Vieja Guardia, la de
Bonaparte. Iban todos de uniforme completo, al parecer dispuestos para la batalla, por
si la Crab hubiese sido tan estúpida como para arriesgarse a ella. Había quinientos,
con sus penachos y sus pieles de oso, mosquete en mano. Una orden estentórea les
hizo formar en cubierta, fila tras fila, demacrados hombres con patillas que habían
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marchado por todas las capitales de Europa, excepto Londres. Llevaban al hombro
sus mosquetes y permanecían firmes y atentos. Sólo unos pocos no miraban
directamente hacia delante, sino que lanzaban curiosas miradas de soslayo al
almirante británico. Las lágrimas corrían libremente por las mejillas de Cambronne,
llenas de cicatrices, cuando se volvió y se dirigió a ellos. Les dio las malas noticias
con frases entrecortadas, porque apenas podía articular palabra, vencido por el dolor.
Todos aullaron como animales heridos mientras él hablaba. Pensaban en su
emperador muriendo en su prisión de la isla, bajo el duro trato de sus carceleros
ingleses. Las miradas que se dirigían hacia Hornblower ahora mostraban odio, en
lugar de curiosidad, pero Cambronne captó de nuevo su atención y empezó a hablar
del futuro. Hablaba de Francia y de la paz.
—¡El emperador ha muerto! —volvió a exclamar de nuevo, como si estuviera
diciendo que se había acabado el mundo.
Las filas estaban ahora torcidas. La emoción había roto incluso la férrea disciplina
de la Vieja Guardia. Cambronne sacó su espada, llevándose la empuñadura a los
labios en el bello gesto de saludo. El acero relampagueó a la luz del sol.
—Empuñé esta espada por el emperador —dijo Cambronne—. Nunca más
volveré a empuñarla.
Cogió la hoja con ambas manos cerca de la empuñadura y la apoyó en su rodilla,
que tenía levantada. Con un convulsivo esfuerzo de su delgado y fuerte cuerpo, partió
la hoja en dos, se volvió y arrojó los dos fragmentos al mar. El sonido que provino de
las filas de la Vieja Guardia fue como un largo gemido. Un hombre cogió su
mosquete por el cañón, agitó la culata por encima de su cabeza y lo tiró hacia la
cubierta, rompiendo el arma por la culata. Otros siguieron su ejemplo. Los mosquetes
llovieron por encima de la borda.
El capitán estadounidense contemplaba la escena aparentemente sin conmoverse,
como si nada en el mundo pudiera sorprenderle, pero el cigarro sin encender que
llevaba en la boca era mucho más corto ahora, porque sin duda había ido masticando
la punta. Se acercó a Hornblower, obviamente para pedirle que le explicara la escena,
pero el ayudante francés se interpuso.
—A Francia —dijo el ayudante—. Nos vamos a Francia. —¿Francia?— repitió el
capitán—. ¿No…?
No dijo las palabras «Santa Elena», pero estaban implícitas en su expresión.
—Francia —repitió el hombre, ceñudo.
Cambronne fue hacia ellos, más tieso y erguido que nunca, intentando dominar su
emoción.
—No quiero entrometerme más en su dolor, conde —dijo Hornblower—.
Recuerde siempre que tiene la simpatía de un inglés.
Cambronne recordaría después aquellas palabras, cuando averiguase que había
sido engañado por un inglés deshonrado, pero de todos modos, en aquel momento
había que decirlo.
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—Lo recordaré —dijo Cambronne. Se estaba esforzando por observar las
necesarias formalidades—. Debo darle las gracias, milord, por su cortesía y
consideración.
—Lo único que he hecho es cumplir con mi deber hacia el mundo —añadió
Hornblower.
No le tendió la mano; Cambronne, más tarde, se sentiría contaminado si le tocaba.
Se puso firme y en lugar de darle la mano le dedicó un saludo.
—Adiós, conde —dijo—. Espero que nos volvamos a encontrar en circunstancias
más felices.
—Adiós, milord —se despidió Cambronne, lúgubre.
Hornblower bajó por los cadenotes y el bote se acercó a recogerle, y él, más que
saltar, cayó en la cámara del bote.
—Alejémonos —ordenó. Nadie podía sentirse más agotado que él. Nadie podía
sentirse tampoco más desdichado.
Harcourt, Gerard y los demás le esperaban ansiosamente a bordo de la Crab. Aún
tenía que conservar su rostro inconmovible mientras subía a bordo. Todavía le
quedaban deberes que cumplir.
—Puede dejar que se vaya la Daring, señor Harcourt —dijo—. Todo está
arreglado.
—¿Arreglado, milord? —preguntó Gerard.
—Cambronne ha cesado en su intento. Se vuelven tranquilamente a Francia.
—¿A Francia? ¿A Francia? ¿Milord…?
—Ya ha oído lo que he dicho.
Miraron hacia la franja de mar, púrpura ahora al morir el día. La Daring estaba
braceando las vergas en cruz para captar la débil brisa que soplaba.
—¿Sus órdenes son que les dejemos pasar, milord? —insistió Gerard.
—Sí, maldita sea —exclamó Hornblower, y al momento lamentó el brote de rabia
y el exabrupto. Se volvió al otro—. Señor Harcourt, ahora podemos seguir hacia
Puerto España. Presumo que, aunque el viento sea bueno, preferirá no arriesgarse a
pasar por las Bocas del Dragón de noche. Tiene mi permiso para esperar hasta que se
haga de día.
—Sí, milord.
Ni siquiera entonces, cuando ya se iba abajo, podían dejarle en paz.
—¿La cena, milord? —le preguntó Gerard—. Daré órdenes para que se la sirvan
de inmediato.
Inútil lanzar un gruñido y decir que no quería comer nada. La discusión que
habría seguido, sin duda, habría sido mucho peor que seguir con todas las
formalidades de tomar la cena. Pero eso significaba que al entrar en su camarote no
podía hacer lo que habría deseado: tirarse en el catre con la cara entre las manos y
abandonarse a su dolor. Tenía que sentarse muy tieso y quieto mientras Giles le servía
la mesa, y luego la recogía, a medida que el crepúsculo tropical llameaba en el cielo y
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la negra noche se iba apoderando del pequeño barquito en el mar de púrpura. Sólo
entonces, después del último «buenas noches, milord» de Giles, pudo pensar de
nuevo, y regodearse en el horror de sus pensamientos.
Ya no era un caballero. Estaba deshonrado. Todo había terminado. Tendría que
renunciar a su cargo… tendría que renunciar a su posición. ¿Cómo iba a mirar a
Bárbara a la cara? Cuando el pequeño Richard creciese y pudiese comprender lo que
había ocurrido, ¿cómo podría mirarle a los ojos? Y los aristocráticos familiares de
Bárbara se lanzarían miraditas significativas unos a otros. Y nunca más podría pasear
por la cubierta de un buque, y nunca más subiría a bordo con la mano en el sombrero
y los silbatos de los contramaestres sonando como saludo. Nunca más; su vida
profesional había concluido… todo había acabado. Había hecho aquel sacrificio
deliberadamente y a sangre fría, pero aun así, no por eso le resultaba menos horrible.
Sus pensamientos se desplazaron hacia el otro lado. No podía haber hecho otra
cosa. Si se hubiera dirigido a Kingston o Puerto España, la Daring habría pasado por
su lado, como probaba su tiempo de llegada a Tobago, y aunque hubiese conseguido
reunir más fuerzas que le apoyasen (cosa nada probable), todo habría resultado inútil.
Si se hubiese quedado en Kingston y hubiese enviado un despacho a Londres… Si
hubiera hecho tal cosa, al menos habría quedado a cubierto ante las autoridades. Pero
tampoco habría servido de nada. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido entre la llegada
de la carta a Londres y la de la Daring a las costas de Francia con Bonaparte a bordo?
¿Dos semanas? Probablemente, menos todavía. Los funcionarios del Almirantazgo
habrían considerado su despacho al principio como el de un loco. Habría tardado
mucho tiempo en llegar hasta las manos del primer lord, mucho más en ser
presentado ante el Gabinete, otro tanto en debatir la acción e informar al embajador
francés y en acordar una acción conjunta.
¿Y qué acción hubiese sido ésta? ¿Y si el gabinete hubiera despreciado su carta,
considerando que había sido escrita por un desequilibrado alarmista? La Armada de
Inglaterra en tiempos de paz no se habría hecho a la mar con la rapidez y los efectivos
suficientes para cubrir toda la costa de Francia y hacer imposible que la Daring
atracara con su carga mortal. Y si se hubiese filtrado, inevitablemente, la noticia de
que Bonaparte estaba en alta mar y se esperaba que llegase a Francia, habría
empujado al país a una revolución inmediata… de eso no había duda alguna. E Italia
también habría entrado en el torbellino. Escribiendo a Londres se habría cubierto a sí
mismo, decidió, de la censura del Gobierno. Pero el deber de un hombre no consiste
en evitar la vergüenza. Tiene que realizar una tarea concreta, y él la había llevado a
cabo de la única forma posible. Ninguna otra cosa podía haber detenido a
Cambronne. Nada más. Él había comprendido muy bien dónde se encontraba su
deber. Había comprendido cuál era el precio, y ahora lo estaba pagando. Había
comprado la paz del mundo al precio de su propio honor. Ya no era un caballero…
sus pensamientos por fin habían completado el círculo.
Su mente se sumió en un remolino, luchando con desesperación, como un hombre
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que se encuentra sumergido en un cenagal hasta la cintura, en plena oscuridad. No
pasaría mucho tiempo sin que el mundo conociera su deshonor. Cambronne hablaría,
y lo mismo harían los otros franceses. El mundo sabría pronto que un almirante
británico había dado su palabra de honor sabiendo a ciencia cierta que estaba
diciendo una mentira. Antes de que eso ocurriera él habría dejado ya el servicio,
renunciado a su comisión y su cargo. Tenía que hacerlo de inmediato; su bandera
contaminada no debía ondear ni un segundo más. No podía dar más órdenes a ningún
caballero. En Puerto España se encontraba el gobernador de Trinidad. Al día
siguiente, le diría que el escuadrón de las Indias Occidentales ya no tenía comandante
en jefe. El gobernador tomaría todas las medidas oficiales necesarias, informando
mediante circulares al escuadrón y poniéndolo en conocimiento del Gobierno…
como si la fiebre amarilla o la apoplejía le hubiesen arrebatado al comandante en jefe.
De esa forma, la anarquía se reduciría al mínimo, y el cambio de mando se arreglaría
de la manera más simple posible. Aquél era el último servicio que podía realizar por
su país, el último de verdad. El gobernador, por supuesto, pensaría que estaba loco. A
lo mejor al día siguiente le ponían una camisa de fuerza, a menos que confesase su
culpa. Y entonces, el gobernador le compadecería. La primera compasión y el primer
desprecio de los muchos que debería soportar a lo largo del resto de su vida.
Bárbara… Richard… el alma perdida se sumergía más y más en la apestosa ciénaga,
a través de la negra oscuridad.
Al final de aquella aciaga noche, un golpecito en la puerta anunció a Gerard. El
mensaje que le traía murió en sus labios al ver la cara de Hornblower, blanca, a pesar
de su bronceado, y sus enormes ojeras.
—¿Se encuentra bien, milord? —exclamó, ansioso.
—Muy bien. ¿Qué pasa?
—Con los respetos del señor Harcourt, milord, estamos junto a las Bocas del
Dragón. El viento sopla desde el nornoroeste y podemos pasar tan pronto como se
haga de día, dentro de media hora, milord. Echaremos el ancla en Puerto España a las
dos campanadas en la guardia de mediodía, milord.
—Gracias, señor Gerard —las palabras salían lentamente y con frialdad, y él
hacía un gran esfuerzo por pronunciarlas—. Saludos al señor Harcourt y dígale que
me parece muy bien.
—Sí, milord. Será la primera aparición de su bandera en Puerto España, y se
dispararán unas salvas de saludo.
—Muy bien.
—El gobernador, en virtud de su cargo, tiene precedencia sobre usted, milord.
Vuestra señoría, sin embargo, debe ser el primero en avisar. ¿Debo hacer una señal a
tal efecto?
—Gracias, señor Gerard. Le agradecería mucho que lo hiciera así.
Había que pasar por todo aquel horror, soportarlo. Tenía que arreglarse, mostrarse
impecable. No podía aparecer en cubierta sin rasurar, sucio y descuidado. Tenía que
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afeitarse y soportar la cháchara de Giles.
—Agua limpia, milord —dijo Giles, trayendo un cubo humeante—. El capitán me
ha dado permiso, ya que vamos a repostar agua hoy.
Quizás en alguna ocasión afeitarse con agua limpia resultó un placer puro y
sensual, pero en aquella mañana no. También podía haber resultado agradable estar
de pie en la cubierta de la Crab, viendo cómo pasaba por las Bocas del Dragón, mirar
hacia nuevas tierras, entrar en un nuevo puerto, pero ahora no lo era. Alguna vez
pudo sentir placer con el contacto de la ropa limpia, incluso con un corbatín nuevo
recién planchado, o con su cinta y su estrella, y su espada con la empuñadura dorada.
Debió de sentir satisfacción al oír los trece cañonazos de saludo disparados y
respondidos, pero ahora no, ahora no sentía ninguna… sólo la agonía de saber que
nunca más se dispararía una sola salva por él, que nunca más un buque entero
permanecería firme y saludándole, mientras él salía por la borda. Tuvo que esforzarse
por mantenerse erguido y tieso, para no encorvarse y caer como un alfeñique, bajo el
peso de su dolor. Incluso tuvo que parpadear muy fuerte para evitar que las lágrimas
le corrieran por las mejillas, como si fuera un francés sentimental. El resplandeciente
cielo azul que brillaba encima de su cabeza le parecía negro.
El gobernador era un general de división lento y pesado, con una cinta roja y una
estrella también. Siguió las formalidades de la recepción con rigidez, y se relajó al
momento en cuanto ambos se encontraron a solas.
—Estoy encantado de recibir su visita, milord —dijo—. Por favor, siéntese. Creo
que encontrará que esta silla es muy cómoda. Tengo un poco de jerez, que confío le
resultará agradable. ¿Puedo servirle un vasito a vuestra señoría?
No esperó una respuesta, sino que se atareó con la botella y los vasos.
—Por cierto, milord, ¿ha oído la noticia? Boney ha muerto.
Hornblower no se había sentado. Intentaba rechazar el jerez. El gobernador
seguramente no querría beber con un hombre que había perdido su honor. Ahora se
sentó de golpe, y automáticamente tomó el vaso que se le ofrecía. El sonido que
emitió como respuesta a la noticia del gobernador fue apenas algo más que un
graznido.
—Sí —prosiguió el gobernador—. Murió hace tres semanas, en Santa Elena. Le
han enterrado allí, y ahí se acaba su historia. Bueno… ¿se encuentra bien, milord?
—Sí… bastante bien, gracias —dijo Hornblower.
La fresca habitación en penumbra daba vueltas alrededor de él. Cuando volvió a
la cordura, pensó en santa Isabel de Hungría. Ella, desobedeciendo las órdenes de su
esposo, llevaba comida a los pobres, un delantal lleno de panes, cuando él la vio.
—¿Qué llevas en el delantal? —le preguntó.
—Rosas —mintió santa Isabel.
—Enséñamelas —dijo el marido.
Y santa Isabel se las enseñó… y el delantal estaba lleno de rosas.
Hornblower pensó que la vida podía empezar de nuevo.
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CAPÍTULO 2
Allí donde los vientos alisios soplaban con mayor fuerza, justo en los
trópicos, en el amplio y libre Atlántico, estaba, según decidió Hornblower en
aquel momento, la extensión de agua más adecuada para una excursión en barco que
existía en todo el mundo. Porque aquello no era más que un viaje de placer, para él.
Acababa de surgir de una profunda experiencia intelectual durante la cual la paz de
todo el mundo había dependido de su juicio. En comparación, le parecía ahora como
si las responsabilidades de ser comandante en jefe de la escuadra fueran naderías. Se
quedó de pie en el alcázar de la fragata de su británica majestad Clorinda,
balanceándose tranquilamente mientras la nave se dirigía hacia barlovento bajo una
vela moderada, y permitió al sol mañanero que le bañase por completo y al viento
alisio que soplase en sus oídos. Con los cabeceos y balanceos de la Clorinda,
mientras ésta se enfrentaba al mar, las sombras de la obencadura de barlovento
oscilaban hacia atrás y hacia delante por encima de la cubierta. Cuando se balanceaba
hacia barlovento, hacia el sol de la mañana casi a nivel del agua, las sombras de los
flechastes de los obenques de mesana parpadeaban ante sus ojos en rápida sucesión,
añadiendo hipnóticas sensaciones a su bienestar. Ser comandante en jefe sin tener que
preocuparse de nada más que de la supresión del comercio de esclavos, la
persecución de la piratería y la vigilancia del Caribe era una experiencia más
agradable de las que podía llegar a conocer ningún emperador, e incluso ningún
poeta. Los marineros que lavaban las cubiertas con las piernas desnudas iban riendo y
haciendo bromas. El sol formaba resplandecientes arco iris en las salpicaduras de
agua que saltaban de la proa, y él se podía tomar el desayuno en el momento en que
quisiera… allí, de pie en el alcázar, encontraba un placer adicional en anticipar y al
mismo tiempo posponer innecesariamente aquel momento.
La aparición del capitán sir Thomas Fell en el alcázar disipó parte de su sensación
de bienestar. Sir Thomas era un individuo lúgubre, de cara larga, que sentía que su
deber ineludible era mostrarse educado con su almirante, pero que nunca tendría la
sensibilidad de darse cuenta de cuándo no era bienvenida su presencia.
—Buenos días, milord —dijo el capitán, tocándose el sombrero.
—Buenos días, sir Thomas —replicó Hornblower, devolviéndole el saludo.
—Una preciosa y fresca mañana, milord.
—Sí, ciertamente.
Fell miraba su barco con ojos de capitán, a lo largo de la cubierta, a la arboladura
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y luego a popa de nuevo para observar el lugar en que, justo a popa, una borrosa línea
en el horizonte marcaba la posición de las colinas de Puerto Rico. Hornblower pensó
de pronto que quería tomar su desayuno, que era lo que ansiaba más que nada en este
mundo, y simultáneamente se dio cuenta de que no podía gratificar ese deseo de una
forma tan instantánea como le estaba permitido a un comandante en jefe. Había
limitaciones debidas a la cortesía que lo impedían, incluso a un comandante en jefe…
o al menos lo aconsejaban. No podía alejarse y bajar sin antes intercambiar unas
cuantas frases más con Fell.
—Quizá cojamos algo hoy, milord —aventuró el capitán. Instintivamente, al decir
aquello, los ojos de ambos hombres se dirigieron hacia arriba, donde un vigía se
encontraba colgado en las vertiginosas alturas del calcés del juanete.
—Esperemos que sea así —dijo Hornblower, y, como no había conseguido que le
gustase sir Thomas, y como la última cosa que quería hacer en el mundo era entrar en
una discusión técnica antes de desayunar, titubeó para ocultar esos sentimientos—.
Sí… es bastante probable.
—Los españoles querrán fletar todos los cargamentos que puedan antes de que se
firme la convención —añadió Fell.
—Eso habíamos decidido —accedió Hornblower. Hacer un refrito de antiguas
decisiones antes de desayunar no le apetecía nada, pero era típico de su capitán.
—Y ahí es donde avistan tierra —continuó Fell, inmisericorde, mirando a popa de
nuevo, a Puerto Rico, en el horizonte.
—Sí —dijo Hornblower. Otro minuto o dos más de esa conversación sin sentido y
estaría libre por completo para escapar abajo.
Fell tomó el altavoz y lo dirigió hacia arriba.
—¡Eh, vigía! ¡Vigile bien o ya sabré lo que ha pasado!
—¡Sí, señor! —llegó la respuesta.
—Dinero por cabeza, milord —dijo Fell, como explicación y disculpa.
—Todos lo encontramos útil —respondió Hornblower, educadamente.
El Gobierno británico pagaba dinero por cabeza a cambio de los esclavos
liberados en alta mar a los barcos de la Armada Real ocupados en la captura de
esclavos, y se dividía entre la tripulación como los demás dineros de presa. Eran unas
cantidades pequeñas, comparadas con las sumas gigantescas adquiridas durante las
grandes guerras, pero a cinco libras por cabeza, una captura grande podía representar
una suma sustancial para el buque que realizase la captura. Y de esa considerable
cantidad, una cuarta parte iba a parar al capitán, y una octava al almirante que estaba
al mando, estuviese donde estuviese. Hornblower, con veinte barcos en el mar bajo su
mando, tenía derecho a una octava parte de todo aquel dinero por cabeza. Aquel
sistema de división explicaba cómo se hicieron millonarios los almirantes que
dirigían la flota del canal o del Mediterráneo durante la guerra, como lord Keith.
—Nadie lo encuentra más útil que yo mismo, milord —convino Fell.
—Quizá —dijo Hornblower.
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Hornblower sabía vagamente que sir Thomas tenía dificultades monetarias. Había
pasado muchos años a media paga desde Waterloo, e incluso ahora, como capitán de
quinta clase, su salario y complementos eran menos de veinte libras al mes… aunque
era afortunado de haber conseguido algún puesto en tiempos de paz, aunque fuese de
quinta clase. Él mismo recordaba haber sido un capitán pobre, llevar medias de
algodón, en lugar de seda, y unas charreteras de latón en vez de oro. Pero no tenía
deseo alguno de discutir los emolumentos personales de nadie antes de desayunar.
—La señora Fell, milord —siguió Fell, insistente—, tiene que mantener una
posición en el mundo.
Era una mujer extravagante, había oído decir Hornblower.
—Esperemos que haya un poco de suerte hoy, entonces —dijo Hornblower,
pensando todavía en el desayuno.
Fue una melodramática coincidencia que en aquel preciso momento llegase un
grito desde el tope del mástil.
—¡Buque a la vista! ¡A sotavento!
—Quizás era precisamente lo que estábamos esperando, sir Thomas —dijo
Hornblower.
—No es probable, milord. ¡Eh, vigía! ¿Cómo es la vela que ve? Señor Sefton,
ponga el buque contra el viento.
Hornblower se apartó de nuevo del pasamano de barlovento. Tenía la sensación
de que nunca se acostumbraría a su situación como almirante, eso de tener que estar
siempre apartado y no ser más que un espectador interesado, mientras el barco en el
que iba era manejado por otro en momentos decisivos. Resultaba muy penoso ser un
simple espectador, pero todavía hubiese resultado más penoso ir abajo y permanecer
ignorante de todo lo que estaba ocurriendo… y mucho más aún le resultaba tener que
posponer de nuevo el almuerzo.
—¡Ah de cubierta! Es una nave de dos palos. Se dirige hacia nosotros. Los
sobrejuanetes largados. ¡Capitán, es una goleta, señor! Una goleta muy grande. Viene
derecho hacia nosotros…
El joven Gerard, el teniente de bandera, había llegado corriendo a cubierta al
primer aviso del vigía, a ocupar su lugar junto a su almirante.
—Gavias de goleta —dijo—. Y grande. Podría ser lo que buscábamos, milord.
—O podría ser cualquier otra cosa —exclamó Hornblower, haciendo lo posible
por ocultar su absurdo nerviosismo.
Gerard dirigió su catalejo hacia barlovento.
—¡Ahí viene! Se acerca rápido, bastante rápido. ¡Mire la caída de esos palos! ¡Y
esas gavias! Milord, no se trata de una goleta de las islas.
No sería ninguna coincidencia demasiado notoria que se tratase de un barco
esclavista. Había llevado a la Clorinda allí, a barlovento de San Juan, con la
expectativa de que los cargueros de esclavos pasaran por allí. España estaba pensando
en unirse a la supresión del comercio de esclavos, y todos los esclavistas podían verse
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tentados a apresurar unas últimas cargas y aprovechar los elevados precios antes de
que tuviese efecto la prohibición. El principal mercado de esclavos para las colonias
españolas se encontraba en La Habana, a mil millas a sotavento, pero se podía dar por
cierto que los cargueros españoles, de paso hacia la Costa de los Esclavos, harían
escala primero en Puerto Rico para repostar el agua, o incluso para deshacerse de
parte de su cargamento. Era lógico colocar allí a la Clorinda para interceptarlos.
Hornblower tomó el catalejo y lo apuntó hacia la goleta, que se aproximaba
velozmente. Comprobó lo que Gerard había mencionado. Ya se veía el casco y se
podía apreciar los muchos palos que llevaba la nave, y lo muy preparada que iba para
la velocidad. Con esa línea tan fina, sólo le compensaría llevar una carga altamente
perecedera… una carga humana. Mientras tenía la goleta enfocada, vio cómo el
rectángulo de sus velas cuadradas se estrechaba verticalmente. La pequeña distancia
entre sus palos se amplió mucho. La nave se apartaba de la Clorinda, que la
esperaba… una prueba final, si es que necesitaba alguna más, de que era lo que
parecía. Ciñendo por estribor, procedió a mantenerse a prudente distancia, y a
incrementar ésta lo más rápido que pudo.
—¡Señor Sefton! —gritó Fell—. ¡Orientad las gavias! ¡Tras ella, ciñendo por
estribor! ¡Largad los sobrejuanetes!
A toda prisa, pero de forma ordenada y disciplinada, algunos de los marineros
corrieron a las brazas mientras otros subían a la arboladura a largar más velas. Era
sólo una cuestión de momentos que la Clorinda, ciñendo todo lo posible, corriese a
barlovento para perseguir a la otra nave. Con toda la lona posible puesta en viento,
hasta el último centímetro de lo que permitían los embravecidos alisios, la nave
macheteaba acusadamente, surcando el mar, y cada ola a su vez estallaba en su amura
de barlovento, y el agua salpicaba formando surtidores, y las tensas jarcias vibraban
con el viento. Fue una curiosa transición desde la tranquilidad que, no hacía mucho,
reinaba a bordo.
—Izad los colores —ordenó Fell—. Veamos quiénes dicen que son.
Por el catalejo Hornblower observaba la goleta, que también izó sus colores como
respuesta… la bandera roja y amarilla de España.
—¿Lo ve, milord? —preguntó Fell.
—Perdón, capitán —interrumpió Sefton, el oficial de la guardia—. Sé de qué
nave se trata. La vi dos veces en la última comisión. Es la Estrella.
—¿La Australia? —exclamó Fell, confundiéndose con la mala pronunciación
española de Sefton.
—No, la Estrella, señor. La Estrella del Sur…
—Ya, ya la conozco —dijo Hornblower—. Su capitán es Gómez… lleva
cuatrocientos esclavos en cada viaje, si no pierde demasiados.
—¡Cuatrocientos! —exclamó sir Thomas.
Hornblower vio que en la cara de Fell se reflejaba el cálculo durante un momento.
Quinientas libras por cabeza significaban dos mil libras; un cuarto de esas dos mil
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representaban quinientas. Dos años de paga de un solo golpe. Fell lanzó ansiosas
miradas a la arboladura y por encima de la borda.
—¡Siga de bolina! —gritó al timonel—. ¡Señor Sefton! ¡Hombres a las bolinas,
vamos!
—Nos está doblando por barlovento —dijo Gerard, con el catalejo pegado al ojo.
Era de esperar que una goleta tan bien diseñada como aquélla trabajara a
barlovento con mucha más eficiencia que la mejor de las fragatas de aparejo
cuadrado.
—También nos está ganando terreno —dijo Hornblower, calculando las distancias
y los ángulos. La nave no sólo estaba facheando más cerca contra el viento, sino que
se desplazaba con mayor rapidez por encima del agua. No mucho más rápido,
ciertamente, un nudo sólo, quizá dos, pero eso bastaba para mantenerla a salvo de la
persecución de la Clorinda.
—¡Ya la tengo! —exclamó Fell—. ¡Señor Sefton! ¡Llame a todos los marineros!
Saque los cañones de la banda de barlovento. ¡Señor James! Busque al señor Noakes.
Dígale que empiece con el agua. Hombres a las bombas. ¡Señor Sefton! Saque el
agua.
Los marineros llegaron a la carrera, subiendo por la escotilla. Con las portas de
los cañones abiertas, la tripulación de los cañones tiró con todo su peso de los
aparejos, arrastrando los cañones pulgada a pulgada hacia el costado de barlovento
por el empinado talud que representaba la cubierta inclinada. El trueno de las ruedas
de madera en las junturas del maderamen era un sonido inquietante. Significaba el
preliminar de luchas desesperadas, en los viejos tiempos. Ahora, los cañones se
sacaban sólo para mantener el barco con la quilla ligeramente más nivelada, dándole
un mejor agarre en el agua y minimizando la deriva. Hornblower observaba cómo
manejaban las bombas; los marineros arrojaban todo su peso sobre las palancas, con
gran voluntad, y el rápido clanc-clanc demostraba que trabajaban con gran energía.
Estaban bombeando por encima de la borda veinte toneladas de agua potable, de las
que se podía pensar que eran el elixir de la vida, en un barco en alta mar. Pero la
ligera reducción de peso que resultaría, combinada con la extracción de los cañones
de barlovento, podía darles un poco más de velocidad.
La llamada a todos los marineros había atraído a cubierta al señor Erasmus
Spendlove, el secretario de Hornblower. Miró a su alrededor, al organizado barullo
que había en cubierta, con un aire de olímpica superioridad que siempre encantaba a
Hornblower. Spendlove cultivaba una pose de calma imperturbable que exasperaba a
algunos y divertía a otros. Pero era un secretario muy eficiente, y Hornblower nunca
había lamentado nombrarlo para aquel cargo, siguiendo las recomendaciones de lord
Exmouth.
—Ya ve, el vulgo trabajando duro, señor Spendlove —dijo Hornblower.
—Realmente, eso parece, milord —miró hacia sotavento, a la Estrella—. Confío
en que sus desvelos no sean en vano.
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Fell llegó, muy alterado, mirando todavía hacia arriba, a las jarcias, y hacia la
Estrella.
—¡Señor Sefton! Llame al carpintero. Que deje sueltos los calzos del palo mayor.
Si tiene más juego, nos dará más velocidad.
Hornblower captó un cambio de expresión en el rostro de Spendlove, y sus ojos
se encontraron. Su secretario era un profundo estudioso de la teoría del diseño de
buques, y Hornblower atesoraba la experiencia de toda una vida, y la mirada que
intercambiaron, aunque breve, bastaba para que ambos supieran que el otro pensaba
que aquel nuevo plan no era muy acertado. Hornblower observó que los obenques del
costado de barlovento acusaban el esfuerzo adicional. En aquel momento la Clorinda
era reacondicionada nuevamente.
—No creo que ganemos nada, milord —dijo Gerard, siempre con el catalejo
apuntado.
La Estrella estaba más lejos, hacia delante y hacia sotavento. Si lo deseaba,
desaparecería prácticamente de la vista de la Clorinda hacia mediodía. Hornblower
observó una expresión extraña en el rostro de Spendlove. Estaba olfateando el aire,
husmeando con curiosidad el viento que soplaba hacia su rostro. Hornblower recordó
que una vez o dos se había dado cuenta, aunque sin extraer conclusión alguna del
fenómeno, de que los limpios vientos alisios se hallaban impregnados
momentáneamente con un leve toque de un hedor horrible. Olfateó el aire a su vez y
captó otra vaharada almizclada. Sabía lo que era… hacía veinte años había olido el
mismo hedor cuando una galera española, repleta de esclavos, les pasó a sotavento.
El viento alisio, que soplaba directamente desde la Estrella a la Clorinda, les traía el
olor apestoso del atestado barco esclavista que venía de lejos, a sotavento,
contaminando el aire por encima del limpio mar azul.
—No sabemos con seguridad si lleva un cargamento completo —dijo.
Fell todavía estaba esforzándose por mejorar las cualidades marineras de la
Clorinda.
—¡Señor Sefton! Ponga a los marineros a trabajar llevando las municiones hacia
barlovento.
—¡Está cambiando de rumbo! —media docena de voces lo anunciaron en el
mismo momento.
—¡Detenga esa orden, señor Sefton!
El catalejo de Fell, igual que los demás, quedó apuntado hacia la Estrella. Ésta
había metido un tanto hacia sotavento, y se estaba volviendo audazmente para cruzar
ante la proa de la Clorinda.
—¡Maldita insolencia! —exclamó Fell.
Todo el mundo se puso a mirar con ansiedad mientras los dos buques iban
avanzando con rumbos convergentes.
—Nos pasará fuera de alcance de tiro —apuntó Gerard; la certeza se hacía más
evidente a cada segundo que pasaba.
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—¡Hombres a las brazas! —rugió Fell—. ¡Timonel! ¡Timón a estribor! ¡Vamos,
vía así!
—Desviación de dos cuartas del viento —dijo Hornblower—. Ahora tenemos
más posibilidades.
La proa de la Clorinda apuntaba hacia un lugar distante, varias millas por delante,
para interceptar a la Estrella. Además, con el viento en popa de donde ambas naves
se encontraban, parecía probable que el aparejo de vela áurica de la Estrella y sus
finas líneas no pudieran mantener una ventaja tan grande.
—Tome una marcación, Gerard —ordenó Hornblower.
Gerard fue a la bitácora y la leyó cuidadosamente.
—Mi impresión —dijo Spendlove, mirando por encima de las aguas azules—, es
que nos siguen llevando ventaja.
—Si fuera ése el caso —apuntó Hornblower—, entonces lo único que podríamos
esperar es que acabaran por ceder un poco.
—Sí, al menos podemos esperarlo, milord —convino Spendlove. Pero la mirada
que dirigió hacia arriba indicaba su miedo de que fuera la Clorinda cuya marcha
cediese un tanto. Ahora su goleta tenía el viento a favor y el mar muy cerca por el
través. Iba macheteando con mucha fuerza bajo toda la lona que podía cargar, y
despegándose muy a regañadientes del agua que jugaba debajo de su quilla y
remolineaba a través de sus abiertas portas. Hornblower se dio cuenta de que no
llevaba un solo hilo seco en toda su ropa, y probablemente también le ocurriera lo
mismo a todo el mundo a bordo.
—Milord —observó Gerard—, todavía no ha desayunado.
Se había olvidado por completo de ello, a pesar de la gozosa anticipación con que
lo había deseado hacía poco tiempo.
—Tiene usted razón, señor Gerard —dijo, zumbón, pero con algo de torpeza,
porque le había cogido por sorpresa—. ¿Y qué?
—Es mi deber recordárselo, milord —objetó Gerard—. La señora…
—Sí, la señora le dijo que procurara que yo comiese regularmente —replicó
Hornblower—. Ya lo sé. Pero la señora, debido a su inexperiencia, no previó los
encuentros con barcos esclavistas justo a la hora de comer.
—¿No podría tal vez convencerle de alguna manera, milord?
La idea de desayunar, ahora que había vuelto a ser implantada en su mente, le
resultaba más atractiva que nunca. Pero era muy duro ir abajo, con una persecución
tan candente entre manos.
—Tome de nuevo esa medición antes de decidirme —contemporizó.
Gerard fue de nuevo a la bitácora.
—Se va abriendo regularmente, milord —informó—. Ahora debe de estar
avanzando muy rápido.
—Claro —asintió Spendlove, con el catalejo apuntado hacia la Estrella—. Y
parece… parece como si estuviera halando las escotas. Quizá…
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La Estrella debía de tener un intrépido capitán y una tripulación muy bien
entrenada. Habían halado las escotas y estaban listos en las brazas de las gavias.
Entonces, con el timón todo a la banda, la nave viró en redondo. Su hermoso perfil se
presentaba ahora de lleno ante el catalejo de Hornblower. Se disponía a pasar ante la
proa de la Clorinda desde estribor a babor, y no a demasiada distancia, por cierto.
—¡Maldita insolencia! —exclamó Hornblower, indignado y lleno de admiración
al mismo tiempo por el atrevimiento y la habilidad de lo que estaba presenciando.
Fell se encontraba de pie junto a él, mirando hacia la impertinente goleta. Estaba
rígido, aunque el viento azotaba los faldones de su levita y los enroscaba en torno a
su cuerpo. Durante unos segundos pareció que los dos buques se dirigían hacia un
mismo punto, donde estaban destinados a reunirse. Pero la impresión pasó pronto.
Aun sin tomar ninguna medición de la aguja, se hizo evidente que la Estrella pasaría
cómodamente por delante de la fragata.
—¡Sacad los cañones! —aulló Fell—. ¡Listos para virar por redondo! ¡Preparad
los cañones de proa, ahí!
Era posible también que la goleta pasara al alcance de tiro de los cañones de proa,
pero abrir fuego a tan larga distancia y con un mar tan agitado sería un asunto
bastante arriesgado. Y si acertaban un disparo, era tan probable que diese en el casco,
entre los desdichados esclavos, como en los palos o en las jarcias. Hornblower estaba
dispuesto a impedir a Fell que disparase.
Se sacaron los cañones y después de un examen detenido de la situación, Fell
ordenó que metieran caña a estribor, y el buque se colocó con el viento en popa.
Hornblower, a través de su catalejo, podía ver la goleta con el viento por el través, tan
levantada que al fachear presentaba una franja de cobre a la vista, rosada contra el
azul del mar. Se estaba acercando con claridad a la proa de la fragata, tal y como Fell
había notado por intuición al pedir un viraje de dos cuartas más a babor. Gracias a sus
dos nudos de ventaja en velocidad, y también a su mayor manejabilidad y capacidad
para navegar de bolina, la Estrella estaba trazando literalmente un círculo en torno a
la Clorinda.
—Está construida para la velocidad, milord —dijo Spendlove, sin dejar el
catalejo.
También la Clorinda, con una diferencia. La Clorinda era un buque de guerra,
construido para llevar setenta toneladas de artillería, más cuarenta toneladas de
pólvora y munición en su santabárbara. No significaba ninguna vergüenza que un
buque como la Estrella les sobrepasara y consiguiera maniobrar con más facilidad.
—Creo que se dirigen hacia San Juan, sir Thomas —dijo Hornblower.
El rostro de Fell mostraba una expresión de furia impotente cuando se volvió
hacia su almirante. Se reprimió con obvio esfuerzo, absteniéndose de dejar que
explotase su rabia, seguramente en forma de un torrente de blasfemias.
—Es… es… —balbució.
—Sí, es como para indignar hasta a un santo —dijo Hornblower.
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La Clorinda estaba emplazada de forma ideal, a veinte millas a barlovento de San
Juan; la Estrella había caído prácticamente en sus brazos, por así decirlo, y sin
embargo, había conseguido escabullirse limpiamente, hallando vía libre a babor.
—¡Haré que se condene, milord! —rugió Fell—. ¡Timonel!
Ahora les quedaba por delante el largo recorrido hacia San Juan, con una
desviación de una cuarta, en lo que era prácticamente una carrera con una salida
igualada. Fell estableció un rumbo hacia San Juan. Era obvio que la Estrella, fuera de
su alcance, por el través de estribor, se dirigía hacia el mismo punto. Ambos buques
tenían el viento prácticamente por el través. Aquella larga carrera sería una prueba
final de las cualidades marineras de ambas naves, como si fueran un par de yates que
compiten en una carrera triangular en el Solent, en la costa sur de Inglaterra.
Hornblower pensó que aquella misma mañana había comparado aquel viaje con una
excursión en yate. Pero la expresión del rostro de Fell le dijo que su capitán de
bandera no lo veía del mismo modo, ni muchísimo menos. Sir Thomas se lo estaba
tomando muy a pecho, y no debido a algún filantrópico sentimiento hacia la
esclavitud, eso desde luego. Lo que quería era el dinero.
—¿Y ese desayuno, milord? —insistió Gerard. Un oficial se tocaba el sombrero
ante Fell, preguntándole si se podía considerar que era mediodía.
—Está bien —aceptó Fell. El grito bienvenido de «¡el licor!» corrió por todo el
buque.
—¿El desayuno, milord? —repitió Gerard nuevamente.
—Esperemos a ver cómo seguimos en este rumbo —respondió Hornblower. Vio
la consternación reflejada en el rostro de Gerard y se echó a reír—. Se trata de su
desayuno también, además del mío, supongo. ¿No ha tomado nada esta mañana?
—No, milord.
—Mato de hambre a mis jóvenes subalternos, ya lo ven —exclamó Hornblower,
mirando a Gerard y luego a Spendlove, pero la expresión del último permaneció
inalterada, y Hornblower recordó cómo era su secretario—. Apostaría una guinea a
que Spendlove no se ha quedado en ayunas esta mañana.
La idea fue recibida con una amplia sonrisa.
—Yo no soy marinero, milord —dijo Spendlove—. Pero he aprendido una cosa
mientras he estado navegando, y es que hay que dar buena cuenta de toda la comida
que se presenta ante uno. El oro no desaparece tan rápido como las ocasiones de
comer en alta mar.
—¿Así que mientras su almirante se muere de hambre, usted ha salido a cubierta
con el estómago bien lleno? ¡Qué vergüenza!
—Me avergüenzo con tanta intensidad como requiere la ocasión, milord.
Spendlove, obviamente, tenía el tacto necesario para ser el secretario de un
almirante.
—¡Hombres a las brazas! —aullaba Fell.
La Clorinda se precipitaba por encima del mar azul, con el viento por el través;
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era su mejor punto de navegación, y Fell estaba haciendo todo lo que podía para sacar
el máximo partido de ella. Hornblower echó un vistazo a la Estrella.
—Creo que nos estamos rezagando —dijo.
—Eso creo, milord —dijo Gerard, después de echar un vistazo en la misma
dirección. Se apartó un tanto y tomó una medición. Fell le miró con irritación y luego
se volvió hacia Hornblower.
—Espero que esté de acuerdo, milord —dijo—, en que la Clorinda ha hecho todo
lo que se le puede pedir a un buque.
—Ciertamente, sir Thomas —asintió Hornblower. Lo que realmente quería decir
Fell es que no se podía reprochar ningún fallo a su manejo del buque, y Hornblower,
aunque estaba convencido de que él mismo lo habría manejado mejor, tampoco
dudaba de que, en cualquier caso, la Estrella habría conseguido evitar la captura.
—Esa goleta navega como un demonio —dijo Fell—. Mírela ahora, milord.
Las hermosas líneas y el magnífico velamen de la Estrella resultaban obvios
incluso a aquella distancia.
—Es un buque muy hermoso —accedió Hornblower.
—Nos adelantará con toda seguridad —anunció Gerard, desde la bitácora—. Y
creo que también nos está doblando por barlovento.
—Y ahí se escapan quinientas libras —exclamó Fell, amargamente. Desde luego,
necesitaba dinero aquel hombre—. ¡Timonel! Vire una cuarta. ¡Hombres a las brazas!
Ciñó un poco más al viento la Clorinda y estudió su conducta antes de volverse
de nuevo a Hornblower.
—No voy a abandonar la persecución hasta que me vea obligado a ello, milord —
dijo.
—Muy bien —accedió Hornblower.
Había algo de resignación, algo de desesperación también en la expresión de Fell.
Hornblower se dio cuenta de que no era solamente la idea del dinero perdido lo que le
turbaba. El informe de que Fell había intentado capturar la Estrella y había fallado de
una forma casi ridícula llegaría a los lores del Almirantazgo, por supuesto. Aunque el
propio informe de Hornblower minimizase el fracaso, seguiría siendo un fracaso.
Aquello significaba que Fell nunca volvería a ser empleado después de que expirasen
sus dos años de servicio actuales. Por cada capitán con mando en la Marina, había al
menos veinte sedientos por dirigir una nave. El más ligero error sería aprovechado
como motivo para acabar con la carrera de un hombre. No podía ser de otro modo.
Fell miraba el futuro con aprensión, con la idea de pasar el resto de su vida a media
paga. Y lady Fell era una mujer cara y ambiciosa. No resultaba sorprenderte que las
mejillas de sir Thomas, normalmente rubicundas, hubiesen adquirido un tono
ceniciento.
La ligera alteración de rumbo que Fell había ordenado en realidad era una
admisión de su derrota final. La Clorinda conservaba su posición a sotavento sólo a
costa de ver a la Estrella alejarse más rápidamente aún por delante.
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—Pero temo que nos batirá fácilmente en San Juan —continuó Fell con
admirable estoicismo. Justo ante ellos, la pincelada roja en el horizonte que señalaba
las colinas de Puerto Rico se estaba haciendo más elevada y más definida—. ¿Qué
órdenes tiene para mí en este caso, milord?
—¿Cuánta agua nos queda a bordo? —preguntó Hornblower a su vez.
—Cinco toneladas, milord. Digamos unos seis días con raciones reducidas.
—Seis días —repitió Hornblower, como para sí. Era una complicación fastidiosa.
El territorio británico más cercano se hallaba a cien millas a sotavento.
—Tenía que probar a aligerar el buque, milord —dijo Fell, como disculpándose.
—Ya lo sé, ya lo sé —Hornblower siempre se irritaba cuando alguien intentaba
disculparse por algo—. Bueno, seguiremos a la Estrella, si no podemos capturarla
antes.
—¿Será una visita oficial, milord? —inquirió Gerard rápidamente.
—No puede ser de otro modo, con mis colores izados —dijo Hornblower. No le
gustaban nada las visitas oficiales—. A lo mejor podemos matar dos pájaros de un
tiro. Es hora de que me presente ante las autoridades españolas, y al mismo tiempo
podemos repostar agua.
—Sí, milord.
Una visita de cumplido a un puerto extranjero significaba muchas obligaciones
para su personal… pero no tantas como para él mismo, se dijo con irritación.
—Tomaré el desayuno antes de que pase algo más que lo posponga —dijo. El
ánimo excelente con el que había comenzado la mañana se había evaporado por
completo, por aquel entonces. Le ponía de mal humor permitirse caer en tal debilidad
humana.
Cuando volvió a subir a cubierta, el fracaso al interceptar a la Estrella se le hizo
dolorosamente presente de nuevo. La goleta se encontraba a unas tres millas por
delante, y había ganado por barlovento a la Clorinda hasta que esta última casi quedó
en su estela. La costa de Puerto Rico estaba ahora mucho mejor definida. La Estrella
iba entrando en aguas territoriales, y se encontraba totalmente a salvo. La tripulación
al completo estaba entregada a un duro trabajo en todas las partes de la nave,
procurando que la Clorinda se encontrase en ese estado de absoluta perfección (en
realidad, más que perfección, completo dominio) que debe mostrar siempre un buque
británico cuando entra en un puerto extranjero y se somete a la celosa inspección de
los extraños. La cubierta había sido pulida hasta adquirir una blancura casi
resplandeciente bajo el sol tropical; los metales estaban igualmente bruñidos, tanto
que dolía en los ojos recibir el reflejo de la luz sobre ellos; los sables y picas
brillantes se hallaban ordenados formando motivos decorativos en el mamparo de
popa, los cabos de blanquísimo algodón recorrían toda la cubierta formando
elaborados nudos de barrilete.
—Muy bien, señor Thomas —aprobó Hornblower—. La autoridad de San Juan la
ostenta un capitán general, milord —informó Spendlove.
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—Sí. Tendré que rendirle visita —suspiró Hornblower—. Sir Thomas, le
agradecería muchísimo que me acompañase.
—Sí, milord.
—Cintas y estrellas, me temo, sir Thomas.
—Sí, milord.
Fell había recibido su título de caballero de Bath después de una desesperada
lucha en una fragata en 1813. Era un tributo a su valor, más que a sus habilidades
profesionales.
—¡La goleta está recibiendo a un piloto a bordo! —exclamó el vigía del mástil.
—Muy bien.
—Pronto nos tocará el turno —dijo Hornblower—. Es hora de arreglarnos para
recibir a nuestros invitados, Supongo que darán gracias de que nuestra llegada tenga
lugar después de la hora de la siesta.
También era la hora en que empezaba a soplar la brisa. El piloto que subió a
bordo (un cuarterón alto y apuesto) condujo el buque sin una sola dificultad, aunque,
naturalmente, Fell estuvo todo el tiempo pegado a él, consumido por la ansiedad.
Hornblower, liberado de tales responsabilidades, pudo ir hacia delante, a la pasarela,
y examinar su aproximación a la ciudad. Eran tiempos de paz, pero España había sido
enemigo suyo anteriormente, y quizá volviera a serlo, y además no se perdía nada si
procuraba enterarse de todos los detalles posibles de la defensa de primera mano. No
le costó mucho darse cuenta de que San Juan nunca había sido atacada, y mucho
menos capturada, por los numerosos enemigos de España durante la larga vida de la
ciudad. Estaba rodeada por una alta muralla de recia mampostería, con zanjas y
baluartes, fosos y puentes levadizos. En el alto acantilado que se cernía sobre la
entrada, el castillo del Morro cubría los accesos con su artillería. Había otra fortaleza
(que debía de ser San Cristóbal) y una batería tras otra a lo largo del frente marítimo,
con pesados cañones visibles en las troneras. Nada podía impresionar a San Juan, de
no ser un asedio formal con un poderoso ejército y maquinaria de sitio, ya que estaba
defendido por una guarnición muy adecuada.
La brisa del mar les llevó en seguida al pasaje de entrada. Allí les invadió la
habitual ansiedad momentánea acerca de si los españoles estaban dispuestos a saludar
a su bandera, pero el nerviosismo se vio disipado rápidamente cuando los cañones del
Morro empezaron a disparar, en réplica a los suyos. Hornblower se mantuvo firme y
muy tieso mientras el buque iba entrando, y la carronada del castillo de proa iba
lanzando salvas a intervalos admirablemente regulares. Los marineros aferraron las
velas con una rapidez que les honraba (Hornblower miraba discretamente, con el
tricornio puesto) y entonces la Clorinda se puso al pairo y el cable del ancla pasó
rechinando a través del escobén. Un oficial muy bronceado por el sol, con un bonito
uniforme, se acercó al costado y se anunció, en un inglés aceptable, como oficial
médico del puerto, y recibió la declaración de Fell de que la Clorinda no había
sufrido ninguna enfermedad infecciosa durante los últimos veintiún días.
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Ahora que ya estaban en el puerto, donde la brisa del mar circulaba con
dificultad, y el buque estaba quieto, era consciente de pronto del espantoso calor.
Hornblower empezó a sentir que el sudor le empapaba la camisa por debajo de la
gruesa casaca del uniforme, y volvió la cabeza de un lado a otro, incómodo, notando
el ahogo que le producía el cuello almidonado. Un breve gesto de Gerard, que estaba
a su lado, le señaló algo que ya había observado él mismo: la Estrella del Sur con su
pintura de un blanco resplandeciente, se encontraba en el muelle junto a ellos. Parecía
como si su hedor todavía asaltase su nariz desde las abiertas escotillas. Una fila de
soldados con casacas azules y tahalíes blancos estaba alineada en el muelle, de pie, de
forma algo negligente y bajo el mando de un sargento. Desde el interior de la goleta
llegaba un estruendo bastante lamentable, unos lamentos prolongados y lúgubres.
Vieron a una fila de negros desnudos que salían trepando con gran dificultad por la
escotilla.
Apenas podían andar. De hecho, algunos de ellos no podían andar en absoluto,
sino que, a gatas, iban arrastrándose por la cubierta y luego por el muelle.
—Están desembarcando su cargamento —dijo Gerard.
—Al menos, una parte —replicó Hornblower. En casi un año de estudio había
aprendido mucho del comercio de esclavos. La demanda de esclavos allí en Puerto
Rico era pequeña, comparada con la que había en La Habana. Durante la travesía
entre ambos puertos, los esclavos que él había visto estaban confinados en las
bodegas, estrechamente apretados en forma de «cuchara», es decir, tendidos de
costado y con las rodillas dobladas y metidas en el hueco de las rodillas del hombre
que tenían delante. Era de esperar que el capitán de la Estrella aprovechase aquella
oportunidad para ventilar bien su cargamento, tan perecedero.
Un grito que venía del agua le distrajo. Se acercaba un bote con la bandera
española en la proa. Sentado en la cámara se encontraba un oficial con un uniforme
con entorchados dorados que reflejaban el sol poniente.
—Aquí viene la autoridad —dijo Hornblower.
Se enviaron hombres a la borda y el oficial subió a la Clorinda entre el pitido de
los silbatos de los segundos contramaestres, levantó la mano y realizó un saludo muy
correcto. Hornblower se unió a Fell y ambos le recibieron. Hablaba en español, y
Hornblower se dio cuenta de que sir Thomas no entendía aquella lengua.
—Comandante Méndez Castillo —se anunció el oficial—. Edecán primero de su
excelencia el capitán general de Puerto Rico.
Era un hombre alto y esbelto, con un fino bigote que lo mismo podía haber sido
pintado. Su expresión era precavida, sin comprometerse ante aquellos dos oficiales
que le recibían con sus cintas rojas, sus estrellas y sus brillantes charreteras.
—Bienvenido, comandante —dijo Hornblower—. Soy el contraalmirante lord
Hornblower, comandante en jefe de la flota de su británica majestad en las aguas de
las Indias Occidentales. Le presento al capitán sir Thomas Fell, al mando del buque
de su británica majestad, la Clorinda.
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Méndez Castillo inclinó la cabeza ante cada uno de ellos, y su alivio al saber
quiénes eran resultó bastante evidente.
—Bienvenido a Puerto Rico, excelencia —dijo—. Por supuesto, hemos oído
hablar mucho del famoso lord Hornblower, que ahora es comandante en jefe aquí, y
esperábamos hace largo tiempo tener el honor de recibir una visita suya.
—Muchísimas gracias —dijo Hornblower.
—Y bienvenido también usted y su nave, capitán —añadió Méndez Castillo
apresuradamente, nervioso por si se hacía demasiado evidente que se había quedado
tan fascinado al ver al legendario Hornblower que no había prestado la atención
requerida a un simple capitán. Fell hizo una torpe reverencia como respuesta. No
había sido necesaria la traducción.
»Su excelencia me ha indicado —siguió Méndez Castillo— que le pregunte de
qué forma podría ser útil a vuestra excelencia en la notable ocasión de su visita.
En español, la forma de plantear esa frase tan pomposa resultaba mucho más
difícil aún que en inglés. Y mientras hablaba Méndez Castillo, su mirada se desvió un
momento hacia la Estrella. Obviamente, todos los detalles del intento de captura
realizado por la Clorinda eran conocidos ya, porque gran parte de la estéril
persecución debía de ser perfectamente visible desde el Morro. Algo en la actitud del
comandante transmitía la impresión de que el tema de la Estrella no se podía discutir.
—Sólo nos proponemos realizar una breve escala, comandante. El capitán Fell
está deseoso de renovar el suministro de agua de este buque —dijo Hornblower, y la
expresión de Méndez Castillo se suavizó al momento.
—Ah, por supuesto —exclamó a toda prisa—. Nada podría ser más fácil. Daré
instrucciones al capitán del puerto para que dé todas las facilidades al capitán Fell.
—Es usted muy amable, comandante —respondió Hornblower. Se intercambiaron
inclinaciones de cabeza de nuevo, y Fell les imitó, aunque no sabía de qué estaban
hablando.
—Su excelencia me ha indicado también —siguió Méndez Castillo— que espera
tener el honor de recibir una visita suya.
—Ciertamente, esperaba que su excelencia sería tan amable como para invitarme.
—Su excelencia se sentirá profundamente honrado al saberlo. Quizá vuestra
excelencia sería tan amable de visitar a su excelencia esta noche. Su excelencia estará
encantado de recibir a vuestra excelencia a las ocho en punto, junto con los miembros
del estado mayor de vuestra excelencia, en La Fortaleza, el palacio de Santa Catalina.
—Su excelencia es muy amable. Iremos con sumo placer, por supuesto.
—Informaré a su excelencia. Quizá vuestra excelencia encuentre adecuado que yo
mismo venga a bordo a esa hora para escoltar a vuestra excelencia a la fiesta de su
excelencia…
—Le estaría muy agradecido, comandante.
Méndez Castillo se despidió después de hacer una referencia final al capitán del
puerto y el agua del barco. Hornblower se lo explicó todo brevemente a Fell.
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—Sí, milord.
Llegó otro visitante por el costado de babor del buque, un hombre bajo y recio,
vestido de blanco inmaculado y con un sombrero de ala ancha que se quitó con
escrupulosa cortesía al llegar al alcázar. Hornblower le vio dirigirse al guardiamarina
que estaba de guardia, y vio a este último dudar y mirar a su alrededor como
intentando decidir si debía o no atender la petición del hombre.
—Muy bien, guardiamarina —dijo Hornblower—. ¿Qué desea el caballero?
Casi podía adivinar lo que deseaba el caballero. Aquella podía ser una
oportunidad de establecer contacto con tierra aparte de los canales oficiales… algo
siempre deseable, y sobre todo en aquel momento. El visitante se adelantó. Unos ojos
azules e inquisitivos estudiaron de cerca a Hornblower.
—¿Milord? —saludó el hombre. Al menos sabía reconocer el uniforme de
almirante.
—Sí. Soy el almirante lord Hornblower.
—Siento molestarle con mis asuntos, milord —hablaba inglés como un inglés, de
la región de Tyneside, quizá, pero obviamente hacía años que no lo practicaba.
—¿Qué desea?
—He venido a bordo para dirigirme a su mayordomo, milord, y al responsable del
comedor de oficiales y al sobrecargo. Soy el principal proveedor de buques del
puerto. Ganado vacuno, milord, volatería, huevos, pan tierno, frutas, verduras…
—¿Cómo se llama?
—Eduardo Estuard… Edward Stuart, milord. Segundo oficial del bergantín
Colombine, de Londres. Capturado en 1806, milord, y traído aquí como prisionero.
Hice amigos aquí, y cuando los españoles cambiaron de bando en 1808, me establecí
como proveedor, y desde entonces sigo en ello.
Hornblower estudió al hombre tan intensamente como éste le examinaba a él.
Podía intuir mucho más de lo que se había dicho. Casi adivinaba un afortunado
matrimonio, probablemente un cambio de religión… a menos que Stuart fuese ya
católico, que también era posible.
—Y estoy a su servicio, milord —siguió diciendo Stuart, devolviéndole la mirada
sin pestañear.
—En seguida le dejaré que hable con el sobrecargo —dijo Hornblower—. Pero
primero dígame, ¿qué impresión ha causado nuestra llegada aquí?
La cara de Stuart se iluminó con una sonrisa.
—La ciudad entera estaba contemplando su persecución de la Estrella del Sur,
milord.
—Ya lo suponía.
—Todos se han alegrado al ver que se le escapaba. Y cuando han visto que se
acercaba, han preparado las baterías.
—¿Ah, sí?
La reputación que tenía la Armada de realizar acciones rápidas, tanto atrevidas
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como prepotentes, debía de seguir muy viva todavía, si habían sentido el
momentáneo temor de que una sola fragata pudiera intentar atrapar una presa en el
mismísimo refugio de un puerto tan bien guardado como San Juan.
—Dentro de diez minutos se pronunciará su nombre en todas las calles, milord.
La perspicaz mirada de Hornblower le aseguró que aquel hombre no le estaba
haciendo un cumplido ocioso.
—¿Y qué va a hacer ahora la Estrella?
—Sólo ha venido para desembarcar a unos cuantos esclavos enfermos y repostar
agua, milord. Aquí el mercado de esclavos es pequeño. Zarpa hacia La Habana de
inmediato, tan pronto como pueda estar segura de sus movimientos, milord.
—¿De inmediato?
—Zarpará cuando se levante la brisa de tierra mañana al amanecer, milord, a
menos que usted se coloque a la salida del puerto.
—No creo que lo haga —dijo Hornblower.
—Entonces zarpará sin duda alguna, milord. Querrá desembarcar su cargamento
y venderlo en La Habana antes de que España firme el tratado.
—Ya comprendo —dijo Hornblower.
Pero ¿qué era aquello? Allí estaban de nuevo los viejos síntomas, tan reconocibles
como siempre: los latidos apresurados del corazón, el calor que le invadía por debajo
de la piel, la inquietud general. Tenía algo que asomaba justo por debajo de su
consciencia, el atisbo de una idea. Y al cabo de un segundo, la idea había aparecido
en el horizonte, vaga al principio, como un avistamiento de tierra entre la neblina,
pero tan seguro y tan tranquilizador como avistar tierra firme. Y más allá, en el
horizonte también, se encontraban otras ideas, que sólo intuía. No podía evitar mirar
a la Estrella, analizar la situación táctica, buscar otras inspiraciones, poner a prueba
lo que ya había imaginado.
Lo único que podía hacer era dar las gracias educadamente a Stuart por su
información, sin traicionar la emoción que sentía, y sin terminar la entrevista de una
forma abrupta que habría resultado sospechosa. Una palabra a Fell garantizó que
Stuart recibiera el encargo de suministrar a la Clorinda, y Hornblower se despidió,
dándole las gracias. Hornblower se apartó fingiendo toda la despreocupación que
pudo.
Había mucho ajetreo en torno a la Estrella, igual que alrededor de la Clorinda,
debido a los preparativos que se estaban haciendo para rellenar sus barriles de agua.
Era difícil pensar, con todo aquel calor y aquel estrépito. Resultaba duro encararse al
muelle atestado. Y se aproximaba el ocaso, y luego llegarían las ocho en punto, hora
en la que debía rendir visita al capitán general, y obviamente, todo debía estar
decidido antes de ese momento. Y había complicaciones. Las ideas surgían una tras
otra, sucesivamente, como las cajas chinas, y cada una de ellas debía ser examinada
buscando los posibles fallos. El sol ya estaba muy bajo, sobre las colinas, dejando tras
él un cielo llameante, cuando llegó a una resolución final.
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—¡Spendlove! —exclamó. El nerviosismo le hacía ser brusco—. Venga abajo
conmigo.
Hacía un calor opresivo en el gran camarote de popa. El cielo rojo se reflejaba en
el agua del puerto, atravesando las altas ventanas de popa. El magnífico efecto se veía
algo disipado por la luz de las lámparas. Hornblower se dejó caer en su silla. Su
secretario se quedó de pie, mirándole fijamente, y Hornblower era consciente de ello.
Spendlove no tenía duda alguna de que su comandante en jefe tenía algo importante
en mente. Pero hasta Spendlove se vio sorprendido por el plan que había tramado, y
por las órdenes que estaba recibiendo. Incluso aventuró una protesta.
—Pero milord… —dijo.
—Lleve a cabo sus órdenes, señor Spendlove, y ni una palabra más.
—Sí, milord.
Spendlove salió del camarote, y Hornblower se quedó allí sentado, solo,
esperando. Los minutos pasaban lentamente (unos minutos preciosos, y no tenían
mucho tiempo que perder), y por fin sonaron en la puerta los golpecitos que esperaba.
Era Fell, que entraba con aire de gran nerviosismo.
—Milord, ¿puede dedicarme unos minutos?
—Siempre es un placer recibirle, sir Thomas.
—Pero esto es muy poco habitual, me temo, milord. Tengo que hacer una
sugerencia… poco habitual.
—Siempre es un placer recibir sugerencias también, sir Thomas. Por favor,
siéntese y dígame qué pasa. Tenemos casi una hora antes de bajar a tierra. Estoy muy
interesado en oírle.
Fell se sentó muy tieso en una silla, con los brazos cruzados. Tragó saliva dos
veces. A Hornblower no le producía ningún placer ver a un hombre que se había
enfrentado a las balas y el acero y a una muerte inminente allí, delante de él, con
aquel aire tan aprensivo. Se sentía incómodo.
—Milord… —empezó Fell, y volvió a tragar saliva.
—Le escucho atentamente, sir Thomas —observó Hornblower, con suavidad.
—Se me había ocurrido —dijo Fell, más desenvuelto a cada palabra que
pronunciaba, hasta que acabó casi precipitadamente—, que todavía podríamos tener
una oportunidad con la Estrella.
—¿De veras, sir Thomas? Nada podría producirme un placer mayor, si tal cosa
fuera posible. Me gustaría mucho oír qué es lo que tiene que sugerirme.
—Bien, milord. Se hará a la mar mañana. Probablemente al amanecer, con la
brisa de tierra. Esta noche podríamos… podríamos colocar alguna especie de lastre en
su casco. Quizás en el timón. Sólo es un nudo o dos más rápida que nosotros. Así
podríamos seguirla y atraparla en alta mar…
—Qué idea más estupenda, sir Thomas. Realmente ingeniosa… pero claro, no se
podía esperar otra cosa de un marino de su reputación, desde luego.
—Es usted muy amable, milord —la expresión de Fell sufrió un cambio muy
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perceptible, y el hombre dudó antes de proseguir—: Fue su secretario, Spendlove, el
que me sugirió la idea, milord.
—¿Spendlove? ¡Qué me dice!
—Le daba demasiado apuro sugerírselo a usted, milord, así que me lo ha dicho a
mí.
—Seguro que no ha hecho otra cosa que acabar de despertar en su mente una idea
que usted ya tenía, sir Thomas. De todos modos, como usted ha asumido esta
responsabilidad, el mérito debe ser suyo, por supuesto, si hay que conceder crédito a
alguien. Esperemos que sea un gran éxito.
—Gracias, milord.
—Y ahora, hablemos de ese lastre. ¿Qué sugiere usted, sir Thomas?
—No tiene que ser más que un ancla flotante grande. Un rollo de lona del número
uno, cosida en forma de embudo, con un extremo más largo que el otro.
—Pero aun así, tendría que estar reforzada. Ni siquiera la lona del número uno
podría soportar el tirón de la Estrella corriendo a doce nudos.
—Sí, milord, eso ya lo sé. Pero se le podrían coser muchas relingas. Eso bastaría.
Tenemos una cadena de barbiquejo de reserva a bordo. Se podría coser alrededor de
la draga…
—Y se podría unir a la Estrella para que aguantase el tirón…
—Sí, milord. Eso era lo que yo pensaba.
—Serviría para mantener la draga bajo el agua y que no se viera, también.
—Sí, milord.
Fell pensaba que la rapidez de Hornblower a la hora de captar los aspectos
técnicos era muy estimulante. Su nerviosismo se vio reemplazado por el entusiasmo.
—He pensado… bueno, Spendlove me lo ha sugerido, milord, que se podría pasar
por encima de uno de los pinzotes inferiores del timón.
—Pero seguramente se rompería todo el timón cuando se ejerciese toda la fuerza.
—Eso también nos vendría muy bien, milord. —Claro, claro, ya lo entiendo.
Fell se puso a andar por el camarote hacia donde se abría la ventana de popa.
—Desde aquí donde estamos no se puede ver, milord —dijo—. Pero se oye.
—Y se huele —afirmó Hornblower, de pie junto a él.
—Sí, milord. Ahora la están regando con la manguera. Pero se puede oír, como he
dicho.
Por encima del agua llegaban claramente hasta ellos, junto con el apestoso hedor,
los continuos quejidos de los desdichados esclavos. Hornblower incluso imaginaba
que podía oír el ruido producido por sus grilletes.
—Sir Thomas —dijo entonces—, creo que sería muy deseable que colocara un
bote fuera, para hacer guardia junto al buque esta noche.
—¿Guardia, milord? —a Fell le costaba captar las cosas. En aquella Marina de
tiempos de paz no era necesario tomar demasiadas precauciones para evitar la
deserción.
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—Ah, sí, claro, ciertamente. La mitad de nuestros hombres podrían deslizarse por
la borda e irse nadando a la costa, cuando caiga la noche. Supongo que lo habrá
tenido en cuenta. Debemos evitar su deseo de desertar de este servicio tan arriesgado.
Y además, un bote de guardia evitará la venta de licor a través de las portas.
—Eh… sí, claro, supongo que sí, milord —pero estaba claro que Fell no había
captado todas las implicaciones de aquella sugerencia, y Hornblower tuvo que
explicárselo.
—Pongamos un bote de guardia ahora, antes de que caiga la noche. Así puedo
explicar a las autoridades por qué es necesario. Y luego, cuando llegue el momento…
—¡Tendremos ya un bote listo en el agua! —por fin la luz se había hecho en el
cerebro de Fell.
—Sin llamar demasiado la atención —complementó Hornblower.
—¡Por supuesto!
—Lo mejor sería que diese usted la orden cuanto antes, sir Thomas. Pero
mientras tanto, no nos queda demasiado tiempo. Debemos disponer que se prepare
esa draga antes de bajar a tierra.
—¿Debo dar las órdenes milord?
—A Spendlove se le dan muy bien los números. Puede ocuparse de las medidas.
¿Será tan amable de hacerle venir, sir Thomas?
El camarote se llenó de gente en cuanto se puso en marcha el trabajo. El primero
que llegó fue Spendlove; después de él, mandaron llamar a Gerard, y luego a Sefton,
el teniente. A continuación llegaron el velero, el armero, el carpintero y el
contramaestre. El velero era un anciano sueco que había sido reclutado a la fuerza en
la Marina británica hacía veinte años, en alguna infame acción de la leva, y que se
había quedado en el servicio desde entonces. Su arrugado rostro se iluminó con una
sonrisa, como un vidrio cuarteado, cuando penetró en su mente la originalidad del
plan que se le estaba relatando. Se contuvo de darse palmadas en el muslo con
regocijo al recordar que se encontraba en la augusta presencia de su almirante y su
capitán. Spendlove estaba muy atareado, realizando con papel y lápiz un dibujo de la
draga, y Gerard miraba por encima de su hombro.
—Quizá pueda hacer yo mismo una pequeña contribución a este plan —dijo
Hornblower, y todo el mundo se volvió hacia él. Los ojos de Spendlove se clavaron
en los suyos, que ostentaban una mirada vidriosa. Esa mirada impidió a Spendlove
decir una palabra en el sentido de que todo el plan había sido idea suya.
—¿Sí, milord? —farfulló Fell.
—Un trozo de meollar —sugirió Hornblower—. Podríamos atarlo a la punta de la
draga, y llevarlo hacia delante, al otro extremo, y asegurarlo a la cadena. Sólo una
hebra, para mantener tirante el extremo mientras la Estrella empieza a navegar.
Luego, cuando largue todo el velamen y empiece a ejercer tensión…
—¡El meollar se romperá! —exclamó Spendlove—. Tiene usted razón, milord.
Entonces la draga se llenará de agua…
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—Y el buque será nuestro, esperemos —concluyó Hornblower.
—Excelente, milord —dijo Fell.
¿Había quizás una cierta condescendencia, un leve atisbo de paternalismo en lo
que había dicho? A Hornblower le pareció que sí, y se sintió un poco picado. Fell ya
estaba casi convencido de que todo el plan había sido idea suya, a pesar de haber
admitido honestamente al principio la contribución de Spendlove, y ahora permitía
generosamente a Hornblower añadir una insignificante sugerencia. La irritación del
almirante se disipó al pensar con cínico regocijo en la debilidad de la naturaleza
humana.
—En esta atmósfera tan estimulante y llena de ideas —dijo, con fingida modestia
—, uno no puede dejar de sentirse contagiado.
—Sí… claro, milord —accedió Gerard, mirándole con curiosidad. Gerard era
demasiado inteligente y le conocía demasiado bien. Había captado perfectamente el
tono en la voz de Hornblower, y estaba a punto de adivinar toda la verdad.
—No es necesario que meta usted también cucharada, señor Gerard —espetó
Hornblower—. ¿Tengo que recordarle acaso su deber? A ver, ¿dónde está mi cena,
señor Gerard? ¿Qué, tengo que morirme de hambre cuando estoy a su cuidado? ¿Qué
dirá lady Bárbara cuando sepa que ha dejado usted que yo pase hambre?
—Le ruego que me disculpe, milord —farfulló Gerard, abatido—. Me había
olvidado… ha estado usted tan ocupado, milord…
Su bochorno era intenso; se volvía a un lado y otro en el atestado camarote como
si buscara a su alrededor la cena perdida.
—No hay tiempo ya, señor Gerard —dijo Hornblower. Hasta que no había
surgido la necesidad de distraer la atención de Gerard, a él también se le había
olvidado por completo la cena—. Esperemos que su excelencia nos ofrezca una
pequeña colación.
—Le ruego que me perdone, de verdad, milord —dijo Fell, también avergonzado.
—Bah, no importa, sir Thomas —dijo Hornblower, interrumpiendo las disculpas
—. Usted y yo estamos en la misma situación. Déjeme ver ese dibujo, señor
Spendlove.
Continuamente se veía obligado a representar el papel de viejo caballero
cascarrabias, cuando él sabía de buena tinta que no era nada parecido. Pudo
demostrar que se ablandaba de nuevo mientras volvían a examinar los detalles de la
construcción de la draga, y por fin dio su aprobación.
—Creo, sir Thomas —dijo—, que ha decidido usted confiar el trabajo al señor
Sefton durante nuestra ausencia en tierra.
Fell asintió.
—El señor Spendlove se quedará bajo sus órdenes, señor Sefton. El señor Gerard
nos acompañará a sir Thomas y a mí. No sé qué es lo que habrá decidido usted, sir
Thomas, pero le sugiero que lleve a un teniente y a un guardiamarina con usted a la
recepción de su excelencia.
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—Sí, milord.
—Señor Sefton, estoy seguro de que tendrá acabado este trabajo para cuando
volvamos, al principio de la guardia de media, ¿de acuerdo?
—Sí, milord.
Así que todo estaba acordado excepto el aburrido intervalo de espera. Era igual
que en tiempos de guerra, cuando se aproximaba una crisis en un futuro cercano.
—¿La cena, milord? —sugirió Gerard, ansioso. No quería cenar. Ahora que todo
estaba dispuesto y la tensión había cedido, se sentía muy cansado.
—Llamaré a Giles si quiero algo —dijo, mirando a su alrededor, al camarote
atestado. Quería despedir a toda aquella gente y buscaba la forma más educada de
hacerlo.
—Entonces voy a atender a mis otros deberes, milord —dijo Fell, de repente, con
un tacto sorprendente.
—Muy bien, sir Thomas, gracias.
El camarote se vació al momento. Hornblower contrarrestó con una simple
mirada la tendencia de Gerard a quedarse remoloneando. Y por fin se pudo arrellanar
en su silla y relajarse, ignorando a Giles cuando éste llegó con otra lámpara que
iluminase el camarote, ya más oscuro. El barco estaba lleno de ruidos procedentes de
los trabajos de recogida del agua: las roldanas de las poleas que rechinaban, el
golpeteo de las bombas, los gritos a los caballos… Todo aquel estrépito bastaba para
distraerle y evitar que sus pensamientos siguiesen un rumbo fijo. Estaba medio
adormilado cuando sonó un golpecito en la puerta y después apareció un
guardiamarina.
—Con los respetos del capitán, milord, se está acercando el bote de la costa.
—Salude al capitán y dígale que subo a cubierta de inmediato.
El bote de la costa iba bien alumbrado por una linterna que colgaba por encima de
la cámara, en medio de la oscuridad del puerto. Iluminaba el resplandeciente
uniforme de Méndez Castillo. Bajaron por el costado guardiamarina, tenientes,
capitán y almirante, en orden inverso a su precedencia naval, y unos potentes golpes
de remo les condujeron por las oscuras aguas hacia la ciudad, donde brillaban unas
débiles luces. Pasaron junto a la Estrella. Una luz colgaba de sus jarcias, pero al
parecer ya había repostado el agua, porque no había actividad alguna en ella.
Sin embargo, se seguía oyendo un continuo y quejumbroso sonido que procedía
de sus abiertas escotillas. Quizá los esclavos estuviesen llorando la partida de
aquellos que les habían sido arrebatados; quizás estuviesen manifestando su
aprensión por el futuro que les esperaba. A Hornblower se le ocurrió que aquella
gente desventurada, arrancada de su hogar, introducida en un barco que no se parecía
a nada que hubiesen visto jamás en su vida, custodiados por hombres blancos (y los
rostros blancos debían de ser algo tan extraordinario para ellos como los de color
verde esmeralda serían para un europeo), no podían tener ni idea de lo que les
esperaba, más o menos lo mismo que le pasaría a él si le hubiesen secuestrado y se lo
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hubiesen llevado a otro planeta.
—Su excelencia —dijo Méndez Castillo, tras él— se complace en recibir a
vuestra excelencia con todo el ceremonial completo.
—Es muy amable por parte de su excelencia —replicó Hornblower, recordando
sus deberes con gran esfuerzo, y expresándose en español con más esfuerzo todavía.
Maniobraron el timón y la pequeña embarcación giró abruptamente en un recodo,
revelando un espigón muy iluminado, con una arcada enorme que se abría más allá.
El bote corrió junto al espigón y media docena de figuras uniformadas se pusieron
firmes mientras la partida desembarcaba.
—Por aquí, excelencia —murmuró Méndez Castillo.
Pasaron por aquel portal y entraron en un patio alumbrado por muchas linternas,
que brillaban sobre las filas de soldados formados en columnas de tres en fondo.
Mientras Hornblower aparecía en el patio, se gritó la orden de presenten armas, y en
el mismo momento, una banda empezó a interpretar música. El mal oído de
Hornblower detectó el vivaz estrépito y se puso firme a su vez, con la mano en el ala
de su tricornio, sus compañeros oficiales junto a él, hasta que aquel ruido
ensordecedor (multiplicado en mil ecos por los muros que les rodeaban) cesó al fin.
—Excelente presentación militar, comandante —dijo Hornblower, examinando
las rígidas líneas de tahalíes blancos.
—Vuestra excelencia es muy amable. Por favor, ¿le importaría a vuestra
excelencia entrar por esa puerta?
Una imponente escalinata, flanqueada a ambos lados por figuras uniformadas, y
al fondo, detrás de una gran arcada, una enorme habitación. Méndez Castillo y otro
oficial que se hallaba junto a la puerta conferenciaron prolongadamente entre
susurros, y luego sus nombres resonaron en voz alta, en español… Hornblower había
abandonado hacía mucho tiempo la esperanza de oír su nombre pronunciado de
forma inteligible por un extranjero.
La figura que se encontraba en el centro de la habitación se levantó de su silla
(que en realidad era como un trono) y recibió de pie al comandante en jefe británico.
Era un hombre mucho más joven de lo que había esperado Hornblower, de unos
treinta años, con el rostro oscuro, una cara delgada y expresiva y un aire divertido,
que no casaba demasiado con su arrogante y ganchuda nariz. El uniforme que llevaba
resplandecía de entorchados, con la Orden del Toisón de Oro en el pecho.
Méndez Castillo hizo las presentaciones. Los ingleses realizaron una profunda
inclinación ante el representante de su católica majestad, y cada uno recibió a su vez
un cortés saludo. Méndez Castillo incluso se atrevió a murmurar los títulos de su
anfitrión, probablemente una infracción de la etiqueta, pensó Hornblower, porque
había que asumir que los visitantes sabían perfectamente cuáles eran.
—Su excelencia el marqués de Ayora, capitán general del dominio de Puerto Rico
de su católica majestad.
Ayora sonrió, dándoles la bienvenida.
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—Sé que usted habla español, excelencia —dijo—. Ya he tenido el placer de oírle
hacerlo.
—¿Ah, sí, excelencia?
—Era comandante de los migueletes con Clarós, en la época del ataque de Rosas.
Tuve el honor de servir junto a vuestra excelencia… recuerdo muy bien a vuestra
excelencia. Vuestra excelencia, naturalmente, no me recordará.
Habría sido demasiado presuntuoso fingir que sí lo recordaba, y por una vez en su
vida, Hornblower no tuvo palabras y se limitó a inclinar de nuevo la cabeza.
—Vuestra excelencia —continuó Ayora— ha cambiado muy poco desde aquel
día, me atrevería a decir. Han pasado once años.
—Vuestra excelencia es muy amable —era una de las frases más útiles para las
conversaciones corteses.
Ayora también dedicó unas palabras a Fell, un cumplido por el buen aspecto de su
barco, y una sonrisa a los oficiales menores. Y entonces, como si aquél hubiese sido
el momento que estaba esperando, Méndez Castillo se volvió hacia ellos.
—¿Les importaría a ustedes, caballeros, que les presentásemos a las damas que
nos acompañan? —dijo. Su mirada pasó por encima de Hornblower y Fell y se dirigió
solamente a los tenientes y guardiamarinas. Hornblower se lo tradujo, y les vio partir
un poco nerviosos, escoltados por Méndez Castillo.
Ayora, a pesar de toda la etiqueta y las formalidades españolas, no perdió mucho
tiempo y fue al grano, en el momento en que se encontró a solas con Hornblower y
Fell.
—He visto su persecución de la Estrella del Sur hoy con mi catalejo —dijo, y
Hornblower, una vez más, no supo qué decir. Las reverencias y las sonrisas no
parecían muy adecuadas para aquella ocasión. Se limitó a quedarse inexpresivo.
—Es una situación anómala —dijo Ayora—. Bajo el tratado preliminar entre
nuestros gobiernos, la Marina británica tiene derecho a capturar en mar abierta barcos
españoles cargados de esclavos. Pero una vez en aguas territoriales españolas, esos
buques están a salvo. Cuando se firme el nuevo tratado para la supresión del
comercio de esclavos, entonces esos barcos serán confiscados por el gobierno de su
católica majestad, pero hasta ese momento, es mi obligación darles toda la protección
que esté en mi mano.
—Vuestra excelencia tiene toda la razón, por supuesto —dijo Hornblower. Fell
había adoptado una expresión completamente neutra, al no entender una palabra de lo
que se estaba diciendo, pero Hornblower sentía que el esfuerzo de traducir no estaba
a su alcance en aquellos momentos.
—Y me propongo llevar a cabo plenamente mi deber —añadió Ayora, con
firmeza.
—Naturalmente —afirmó Hornblower.
—Así que será mejor que lleguemos a un entendimiento absoluto del asunto, en
lo que respecta a futuras actuaciones.
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—No hay nada que desee más, excelencia.
—Queda perfectamente claro, por tanto, que no toleraré interferencia alguna con
la Estrella del Sur mientras se encuentre en las aguas que están bajo mi jurisdicción.
—Por supuesto, lo comprendo, excelencia —dijo Hornblower.
—La Estrella se propone zarpar con las primeras luces del alba, mañana.
—Eso es lo que yo imaginaba, excelencia.
—Y en razón de la amistad entre nuestros gobiernos, sería mejor que su buque
permaneciera en este puerto hasta después de que zarpase la otra nave.
Los ojos de Ayora se clavaron en los de Hornblower, fijamente. Su rostro carecía
de toda expresión. No había asomo alguno de amenaza en aquella mirada. Pero estaba
implícita la amenaza, el atisbo de fuerza superior. Bajo el mando de Ayora, un
centenar de cañones de treinta y dos libras podían barrer las aguas del puerto.
Hornblower se acordó del romano que accedió a las órdenes de su emperador porque
era absurdo discutir con el jefe de treinta legiones. Adoptó, pues, la misma impostura,
haciendo uso de toda su habilidad interpretativa. Sonrió con la sonrisa del buen
perdedor.
—Ya hemos probado suerte y hemos fallado, excelencia —dijo—. No nos
podemos quejar.
Si Ayora sintió algún alivio al oírle decir aquello, no lo demostró con más
intensidad que el atisbo de amenaza anterior.
—Vuestra excelencia es muy comprensivo —dijo.
—Naturalmente, estamos deseosos de aprovechar las ventajas de la brisa de tierra
y zarpar mañana por la mañana —continuó Hornblower, con deferencia—. Ahora que
ya hemos repostado el agua (y doy gracias a vuestra excelencia por las facilidades
para hacerlo) no nos gustaría abusar de la hospitalidad de vuestra excelencia.
Hornblower hizo todo lo posible para mantener un aspecto de inocencia total bajo
la inquisitiva mirada de Ayora.
—Quizá debamos oír lo que nos dice el capitán Gómez —dijo Ayora, volviéndose
hacia alguien que se encontraba cerca. Era un hombre joven, extraordinariamente
guapo, vestido con un traje azul sencillo, pero muy elegante, y con una espada con
empuñadura de plata a su costado.
—Permítanme que se lo presente —propuso Ayora—. Don Miguel Gómez y
González, capitán de la Estrella del Sur.
Se intercambiaron inclinaciones de cabeza.
—¿Me permite que le felicite por las cualidades marineras de su buque, capitán?
—dijo Hornblower.
—Muchas gracias, señor.
—La Clorinda es una fragata muy rápida, pero su nave es superior en todos los
aspectos de la navegación —Hornblower no estaba seguro de cómo se decía aquello
en español, pero al parecer se hizo entender bien.
—Muchas gracias de nuevo, señor.
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—E incluso me atrevería —decía Hornblower, extendiendo las manos— a
felicitar a su capitán por la brillantez con que la gobierna.
El capitán Gómez inclinó la cabeza una vez más, y Hornblower, de pronto,
decidió controlarse. Todas aquellas florituras y cumplidos españoles estaban muy
bien, pero tampoco había que pasarse. No quería dar la impresión de un hombre
demasiado ansioso por complacer. Pero se vio tranquilizado por la mirada y la
expresión de Gómez. Sonreía fatuamente, ésa era la palabra adecuada, fatuo.
Hornblower, mentalmente, clasificó a aquel hombre como un joven de gran habilidad,
y muy pagado de sí mismo. No sobraba otro cumplido más.
—Sugeriré a mi gobierno —continuó— que soliciten permiso para copiar el
diseño del Estrella del Sur y estudien su velamen, para construir algún buque
semejante. Sería ideal para el trabajo de la Marina en estas aguas. Pero, por supuesto,
sería difícil encontrar un capitán adecuado para semejante nave.
Gómez inclinó la cabeza una vez más. Era difícil no sentirse satisfecho de sí
mismo al recibir tantos cumplidos de un marino con la reputación legendaria de
Hornblower.
—Su excelencia —intervino Ayora— está ansioso por dejar el puerto mañana por
la mañana.
—Eso tenemos entendido —afirmó Gómez.
Hasta Ayora pareció un poco desconcertado por esa afirmación. Hornblower lo
vio muy claro. Stuart, que le había ayudado tanto con sus informaciones, no había
dudado en jugar a ambas bandas, tal y como había esperado Hornblower que hiciera.
Había ido directamente a las autoridades españolas con toda la información que le
había suministrado Hornblower. Pero éste no deseaba introducir ninguna nota
discordante en la conversación que se hallaba en curso.
—Comprenderá, capitán —dijo—, que me alegre de partir con la misma marea y
la misma brisa de tierra que le impulsará a usted. Después de nuestra experiencia de
hoy, supongo que no debe sentir usted temor alguno.
—Ninguno en absoluto —convino Gómez. Había una cierta condescendencia en
su sonrisa. Aquella confesión era lo único que deseaba Hornblower. Le costó
muchísimo ocultar su alivio.
—Será mi deber perseguirle si todavía se halla a la vista cuando yo zarpe —dijo,
como disculpándose. Por su mirada, estaba claro que la observación iba dirigida al
capitán general, al mismo tiempo que a Gómez, pero fue éste quien contestó.
—No le tengo miedo —repuso.
—En tal caso, excelencia —dijo Hornblower, para concluir el tema—, debo
informar oficialmente a vuestra excelencia de que el buque de su majestad en el que
se halla izada mi bandera dejará el puerto mañana por la mañana, en cuanto convenga
al capitán Gómez.
—Entendido —accedió Ayora—. Lamento enormemente que la visita de vuestra
excelencia sea tan breve.
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—En la vida de un marino —replicó Hornblower—, el deber invariablemente
parece interferir con las inclinaciones propias. Pero al menos durante esta breve visita
he tenido el placer de conocer a vuestra excelencia, y al capitán Gómez.
—Hay numerosos caballeros aquí que también están deseosos de conocer a
vuestra excelencia —dijo Ayora—. ¿Me permite que se los presente, excelencia?
El negocio principal de la noche ya había sido tratado, y ya sólo quedaban por
cumplir las demás formalidades. El resto de la recepción fue tan aburrido como
Hornblower había esperado y temido; los magnates de Puerto Rico que fueron
conducidos en turno ante él para conocerle eran todos igual de poco interesantes. A
medianoche, Hornblower captó la mirada de Gerard y fue reuniendo su rebaño. Ayora
notó el gesto y, en términos muy corteses, le dio el permiso para partir que, como
representante de su católica majestad, sólo él estaba en condiciones de otorgar, o de
lo contrario sus huéspedes incurrirían en una gran descortesía.
—Vuestra excelencia, sin duda, debe descansar a fin de estar dispuesto para su
temprana partida mañana —dijo—. Así que no entretendré más a vuestra excelencia,
por mucho que su presencia aquí sea muy apreciada.
Se dijeron los adioses y Méndez Castillo se encargó de escoltar a toda la partida
de vuelta a la Clorinda. A Hornblower le sorprendió mucho ver que la banda y la
guardia de honor todavía estaban en el patio para ofrecer los cumplidos oficiales para
su partida. Se puso firme de nuevo mientras los músicos tocaban una tonada saltarina
que no identificó, y luego bajaron todos al bote que los esperaba.
El puerto estaba completamente oscuro cuando salieron a remo. Las pocas luces
visibles apenas conseguían hacer nada para aliviar aquella negrura. Doblaron el
recodo y pasaron a proa de la Estrella de nuevo. Había una sola linterna colgando de
su obencadura, y estaba muy tranquila… aunque, no, en medio de la quietud de la
noche, en un momento determinado, Hornblower oyó el débil entrechocar de los
grilletes que indicaba que alguno de los esclavos de la bodega estaba despierto e
inquieto. Aquello le pareció estupendo. Un «quién vive» dado en voz baja llegó por
encima del agua negra como la tinta, surgiendo de una oscuridad más sólida aún que
aquélla que les rodeaba.
—Bandera —contestó el guardiamarina—. Clorinda.
Las dos breves palabras informaban a la guardia de que un almirante y un capitán
se aproximaban.
—Ya ve, comandante —dijo Hornblower—, que el capitán Fell ha considerado
necesario establecer un bote de guardia en torno al buque durante la noche.
—Comprendo que sea necesario, excelencia —respondió Méndez Castillo.
—Nuestros marineros son capaces de incurrir en grandes excesos al disfrutar de
los placeres de tierra.
—Naturalmente, excelencia —afirmó Méndez Castillo de nuevo.
El bote se puso al costado de la Clorinda. De pie en equilibrio sobre la cámara del
bote, Hornblower se despidió ya por fin y murmuró las últimas palabras de
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agradecimiento al representante de su anfitrión, antes de subir por el costado. Desde
la porta de entrada contempló el bote mientras éste se alejaba y desaparecía en la
oscuridad.
—Y ahora —dijo—, ya podemos aprovechar mejor el tiempo.
En la cubierta principal, apenas visible a la luz de una linterna que colgaba del
estay mayor, se encontraba una «cosa». Era la única palabra que podía describirla,
una cosa hecha de lona y cordaje, con un trozo de cadena unida a ella. Sefton estaba
de pie junto al objeto.
—Veo que lo han acabado, señor Sefton.
—Sí, milord. Hace ya una hora. El velero y sus hombres han trabajado de
maravilla. Hornblower se volvió a Fell.
—Creo, sir Thomas —le dijo a éste— que tiene usted ya pensadas las órdenes
que hay que dar. ¿Sería tan amable de decirme cuáles son, antes de emitirlas?
—Sí, milord.
Aquella eterna respuesta de la Marina era la única que podía pronunciar Fell,
dadas las circunstancias, aunque no había pensado en toda su extensión en los
problemas que se le presentaban. Abajo, en el camarote, a solas con su almirante, la
falta de preparación de Fell se hizo patente.
—Supongo —dijo Hornblower— que destacará usted al personal necesario para
la expedición. ¿En qué oficial confía usted plenamente, de modo que cumpla con la
máxima discreción?
Poco a poco se fueron estableciendo los detalles. Buenos nadadores que
trabajasen bien bajo el agua; un ayudante de armero, a quien se pudiese confiar la
tarea de colocar el grillete final en la cadena en la oscuridad… Se decidió cuál sería
la tripulación del bote, se los hizo llamar y se les dieron a todos las instrucciones y
los detalles del plan. Cuando el bote de guardia llegó para el relevo de su tripulación,
aquellos hombres estaban ya preparados y bajaron rápidamente por la borda, con todo
sigilo, aunque llevaban el impedimento de «la cosa» y demás equipo necesario.
El bote se alejó en la oscuridad, y Hornblower se quedó de pie en el alcázar,
contemplándolo. De todo aquello podía surgir un incidente internacional o bien él
podía quedar como un idiota a ojos del mundo, no sabía cuál de las dos cosas le
parecía peor. Aguzó los oídos en busca de cualquier sonido en la oscuridad que le
indicara que el trabajo estaba progresando, pero no se oía nada. La brisa de tierra
empezó a soplar en aquel momento, de forma muy leve, pero lo bastante fuerte como
para balancear a la Clorinda al ancla. Se dio cuenta de que aquella brisa se llevaría
los sonidos lejos de donde él se encontraba… pero también serviría, asimismo, para
enmascarar cualquier ruido sospechoso, si alguien en la Estrella estaba lo bastante
despierto como para oírlos. La popa era de bovedilla, y tal como era de esperar, con
mucha inclinación. Un nadador que llegara a la popa a escondidas sería capaz de
trabajar perfectamente en el timón sin ser observado, desde luego.
—Milord —dijo la voz de Gerard discretamente a su lado—. ¿No sería
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aconsejable descansar un poco?
—Tiene usted mucha razón, señor Gerard. Un momento muy adecuado —
respondió Hornblower, y continuó apoyado en la barandilla.
—Pero entonces, milord…
—Estoy de acuerdo con usted, señor Gerard. ¿No basta con eso?
Pero Gerard insistió, como si se tratara de la voz de su conciencia.
—Hay un poco de buey frío preparado en el camarote, milord. Pan recién hecho y
una botella de burdeos.
Aquello ya era completamente diferente. De repente, Hornblower se dio cuenta de
que tenía mucha hambre. Durante las últimas treinta horas sólo había comido
ligeramente, porque la colación fría que había esperado que les ofrecieran en la
recepción no llegó a materializarse. Pero aún podía fingir estar muy por encima de las
debilidades de la carne.
—Habría sido usted una nodriza excelente, señor Gerard —dijo—, si la
naturaleza le hubiese dotado con mayor generosidad. Pero supongo que me hará usted
la vida imposible hasta que ceda a su insistencia.
De camino hacia el tambucho pasaron junto a Fell. Iba paseando por el alcázar en
la oscuridad, arriba y abajo, y oyeron su agitada respiración. Hornblower se sintió
muy complacido al ver que hasta los héroes más aguerridos pueden sentir ansiedad.
Habría sido educado, amable incluso, invitar a sir Thomas a que compartiera aquella
cena fría que iba a tomar, pero Hornblower desechó semejante idea. Ya había sufrido
toda la compañía de Fell que podía soportar.
Abajo, Spendlove le esperaba en el camarote iluminado.
—Los buitres se han reunido —dijo Hornblower. Le divertía ver a Spendlove
pálido y tenso también—. Espero que ustedes, caballeros, se unan a mí.
Los jóvenes comían en silencio. Hornblower bebió de su copa de vino,
pensativamente.
—Seis meses en los trópicos no han favorecido demasiado a este burdeos —
comentó. Era inevitable que como anfitrión y almirante y hombre de mayor edad, su
opinión fuese recibida con deferencia. Spendlove rompió el silencio que siguió.
—Ese trozo de meollar, milord —dijo—. El tirón…
—Señor Spendlove —dijo Hornblower—. Todas las discusiones del mundo no
cambiarán ya las cosas. Lo sabremos a su debido tiempo. Mientras, no estropeemos
esta agradable cena con discusiones técnicas.
—Perdón, milord —dijo Spendlove, avergonzado. El caso es que, por
coincidencia o por telepatía, Hornblower había estado pensando en aquel preciso
momento en la tensión que debía romper el trozo de meollar de la draga. Pero no
admitiría ni en sueños que había estado pensando en ello. La cena continuó.
—Bueno —dijo Hornblower, alzando su copa—, podemos admitir la existencia
de los asuntos mundanos y hacer un brindis. Hay un dinero por cabeza.
Mientras bebían, oyeron unos sonidos inconfundibles en cubierta. El bote de
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guardia había regresado de su misión. Spendlove y Gerard intercambiaron miradas y
se dispusieron a ponerse en pie. Hornblower les obligó a sentarse de nuevo y meneó
la cabeza tristemente, con la copa todavía en la mano.
—Qué lástima lo de este burdeos, caballeros —dijo. Entonces sonó el golpecito
en la puerta y el esperado mensaje.
—Con los respetos del capitán, milord, el bote ha vuelto.
—Salude al capitán y dígale que me alegraré mucho de verle a él y al teniente tan
pronto como lo crean conveniente.
Una mirada a Fell al entrar en el camarote bastó para confirmarle que la
expedición había tenido éxito, al menos hasta el momento.
—Todo bien, milord —dijo, con su rubicundo rostro teñido de emoción.
—Excelente —el teniente era un veterano canoso más viejo que el propio
Hornblower, y Hornblower no pudo evitar pensar que si él mismo no hubiese tenido
una inmensa suerte en varias ocasiones, podría seguir siendo un simple teniente,
también—. ¿Quieren sentarse, caballeros? ¿Una copa de vino? Señor Gerard, traiga
más copas, por favor. Sir Thomas, ¿le importa que el señor Field nos explique la
historia él mismo?
Field no tenía facilidad de palabra. Tuvo que arrancarle la historia a base de
preguntas. Todo había funcionado bien. Dos nadadores fornidos, con las caras
pintadas de negro, se habían deslizado por encima de la borda del bote, y habían
nadado sin ser vistos hasta la Estrella. Trabajando con sus cuchillos, habían
conseguido arrancar el cobre de la segunda paleta por debajo del agua. Con un
taladro, habían abierto un espacio lo bastante grande para pasar a su través un cabo.
La parte más delicada de la operación había sido acercarse lo suficiente con el bote y
pasar la draga por encima de la borda, y después unirla al cabo, pero Field informaba
de que no se había oído nada en la Estrella. La cadena siguió al cabo y luego fue
sujeta con un grillete, y asegurada. Ahora, la draga colgaba en la popa de la Estrella,
sin ser vista, por debajo de la superficie del agua, dispuesta a ejercer toda su fuerza en
el timón cuando el meollar que sujetaba la draga invertida se hubiese roto.
—Excelente —dijo Hornblower de nuevo, cuando Field pronunció la última frase
entrecortada—. Ha actuado muy bien, señor Field, gracias.
—Gracias, milord.
Una vez se hubo retirado Field, Hornblower pudo dirigirse a Fell.
—Su plan ha funcionado maravillosamente, sir Thomas. Ahora, sólo nos queda
atrapar a la Estrella. Le recomiendo muchísimo que haga todos los preparativos para
zarpar con la primera luz del día. Cuanto antes partamos detrás de la Estrella, mejor,
¿no le parece?
—Sí, milord.
La campana del buque anticipó la siguiente pregunta que Hornblower iba a hacer.
—Tres horas para la luz del día —dijo—. Entonces, caballeros, les deseo muy
buenas noches.
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Había sido un día muy ajetreado, de actividad incesante, mental, si no física,
desde el amanecer. Después de una larga y caliente velada, a Hornblower le parecía
que tenía los pies hinchados hasta el doble de su tamaño normal, y que sus zapatos
con hebillas doradas no podrían contener tal expansión… Apenas se los podía quitar.
Se quitó también la cinta y la estrella y la casaca con entorchados, aunque de mala
gana recordó que tenía que volvérsela a poner para su partida ceremonial al cabo de
tres horas. Se lavó un poco con agua de la palangana y se hundió en su coy,
suspirando con alivio, en su camarote.
Se despertó al momento en cuanto llamaron a la guardia; el camarote todavía
estaba oscuro y durante un par de segundos se sintió perdido, sin saber por qué
notaba aquella sensación de apremio. Entonces lo recordó y acabó de despertarse de
golpe, gritando al centinela de la puerta que hiciera llamar a Giles. Se afeitó a la luz
de una lámpara, con febril precipitación, y luego, una vez más con el uniforme
completo, corrió por la escalerilla hasta el alcázar. Todavía era de noche cerrada…
no, quizá se atisbara ya un asomo de luz. Quizás el cielo brillase con un ligerísimo
tinte claro por encima del Morro. Quizás. El alcázar estaba repleto de figuras oscuras,
muchas más de las que se encontrarían allí con toda la tripulación en sus puestos de
combate y navegando. Al verlos casi se volvió abajo, no teniendo deseo alguno de
revelar que compartía la misma debilidad que los demás, pero Fell le vio.
—Buenos días, milord.
—Buenos días, sir Thomas.
—Sopla brisa de tierra, milord.
No había duda al respecto. Hornblower la notaba soplar a su alrededor, encantado
después del sofocante calor del camarote. En los trópicos y a mediados de verano,
sería de corta duración; caería en breve, en cuanto el sol, elevándose por encima del
horizonte, empezara a apretar la tierra con sus garras de acero.
—La Estrella se dispone a hacerse a la mar, milord.
No había duda alguna al respecto, tampoco. Los sonidos que emitía llegaban
hasta ellos en aquella penumbra, por encima del agua.
—No tengo que preguntarle si está listo, sir Thomas.
—Todo listo, milord. Los marineros firmes junto al cabrestante.
—Muy bien.
Sin duda había más luz; las figuras del alcázar, ahora definidas con mayor
claridad, se habían trasladado todas a la banda de estribor, alineadas junto a la borda.
Media docena de catalejos estaban abiertos y apuntados hacia la Estrella.
—Sir Thomas, por favor, esto no puede seguir así. Envíe a toda esa gente abajo.
—Están ansiosos por ver…
—Ya sé lo que quieren ver. Envíeles abajo inmediatamente.
—Sí, milord.
Todo el mundo, por supuesto, estaba deseando comprobar si se veía algo en la
línea de flotación de la Estrella, a popa, cosa que revelaría lo que habían hecho
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aquella noche. Pero no podía haber forma más segura de llamar al atención del
capitán de la Estrella hacia algo sospechoso bajo su popa que apuntar con catalejos
hacia ella.
—¡Oficial de la guardia!
—¿Milord?
—Compruebe que nadie apunta un catalejo ni por un momento hacia la Estrella.
—Sí, milord.
—Cuando haya la luz suficiente para ver con claridad, puede usted examinar todo
el puerto, como sería de esperar. No dedique más de cinco segundos a la Estrella,
pero asegúrese de ver todo lo que hay que ver.
—Sí, milord.
El cielo mostraba ahora al este unos toques de verde y de amarillo, contra los
cuales el Morro quedaba magníficamente silueteado, aunque débilmente aún, pero a
su sombra, todo estaba oscuro todavía. A pesar de que todavía no habían desayunado,
el momento era romántico. A Hornblower se le ocurrió que la presencia de un
almirante con todas sus galas en el alcázar podría ser una circunstancia sospechosa.
—Me voy abajo, sir Thomas. Por favor, manténgame informado.
—Sí, milord.
En el camarote de día, Gerard y Spendlove se pusieron de pie de un salto cuando
él entró. Seguramente estaban entre los que habían sido enviados bajo cubierta por la
orden de Fell.
—Señor Spendlove, estoy aprovechando su admirable ejemplo de ayer. Voy a
asegurarme de tomar el desayuno mientras pueda. Por favor, ¿sería tan amable de
pedirme el desayuno, señor Gerard? Supongo que ustedes, caballeros, me harán el
honor de acompañarme…
Se acomodó negligentemente en una silla y contempló los preparativos. Cuando
aún estaban a medias, un golpecito en la puerta le trajo al mismísimo Fell en persona.
—La Estrella ya está claramente a la vista, milord. Y no se ve nada a popa.
—Gracias, sir Thomas.
Una taza de café era muy bienvenida a aquella hora de la mañana. Hornblower no
tuvo que fingir ninguna ansiedad para bebérsela. La luz del día se abría paso por las
ventanas del camarote, convirtiendo la lámpara en innecesaria y exagerada. Otro
golpecito y apareció un guardiamarina.
—Con los respetos del capitán, milord, la Estrella se hace a la mar.
—Muy bien.
Pronto estaría ya en camino, y su dispositivo sería puesto a prueba. Hornblower
se concentró en masticar otro pedacito de tostada.
—¿Pueden sentarse ustedes un momento siquiera, jóvenes? —espetó—. Sírvame
un poco de café, Gerard.
—La Estrella está saliendo por el canal, milord —informó el guardiamarina de
nuevo.
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—Muy bien —dijo Hornblower, bebiéndose el café con muchos remilgos, y
esperando que nadie notase la aceleración de su pulso. Los minutos iban pasando.
—La Estrella se prepara para desplegar las velas, milord.
—Muy bien —Hornblower dejó su taza de café, pausadamente, y con toda la
lentitud que pudo se levantó de su silla, con los ojos de los dos jóvenes clavados
constantemente en él—. Creo —dijo, arrastrando las palabras—, que ahora podemos
subir ya a cubierta.
Caminando con tanta parsimonia como si estuviera en el cortejo fúnebre de
Nelson, pasó junto al centinela y subió por la escalerilla. Detrás de él, los jóvenes
tuvieron que frenar su impaciencia. En cubierta el día era esplendoroso; el sol
acababa de salir por encima del Morro. En el centro del canal navegable, al menos a
un cable de distancia, se encontraba la Estrella, resplandeciente con su pintura
blanca. Cuando los ojos de Hornblower se posaron en ella, su foque se extendió para
captar la brisa y viró en redondo. Al momento siguiente, la gavia cogió el viento, y la
nave se estabilizó y empezó a moverse. Al cabo de unos segundos ya estaba
avanzando y pasaba a la Clorinda. Aquél era el momento. Fell estaba de pie,
mirándola y murmurando para sí, y blasfemaba lleno de excitación. La Estrella arrió
sus colores. En cubierta, Hornblower reconoció la figura de Gómez, de pie,
dirigiendo la maniobra de la goleta. A su vez, Gómez le vio en el mismo momento y
le dedicó un saludo, sujetando el sombrero apretado contra el pecho, y Hornblower se
lo devolvió.
—No hace dos nudos en estas aguas —dijo Hornblower.
—Gracias a Dios —exclamó Fell.
La Estrella se dirigió hacia la bocana, preparándose para realizar el pronunciado
viraje hacia mar abierto. Gómez la dirigía a las mil maravillas, con sus hermosas
velas.
—¿La sigo ya, milord?
—Creo que es el momento, sir Thomas.
—¡Hombres al cabrestante, ahí! Escotas de las trinquetillas, señor Field.
Aunque fuera a dos nudos solamente, habría algo de tensión en aquel trozo de
meollar. Pero no debía romperse (no, no debía hacerlo) hasta que la Estrella hubiese
salido a altar mar. Robustos brazos y espaldas halaban de los cables de la Clorinda.
—¡Preparad la carronada de saludo, ahí!
La Estrella había dado ya la vuelta, y la última parte visible de su vela mayor se
desvanecía en torno al recodo. Fell daba órdenes para que la Clorinda levase anclas
de forma segura, a pesar de su emoción. Hornblower le vigilaba estrechamente. No
era mal ejemplo de cómo se comportaría en el momento de la acción, de cómo
conduciría su buque entre el humo y el furor de la batalla.
—¡Brazas de las gavias!
Fell estaba haciendo virar la gran fragata de una forma tan impecable como había
hecho Gómez con la Estrella. La Clorinda se estabilizó y empezó a correr,
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moviéndose por el canal.
—¡Hombres al pasamanos!
Ocurriera lo que ocurriese al doblar el recodo, fuera lo que fuese lo que le estaba
sucediendo a la Estrella, que ya no se encontraba a la vista, había que rendir el
homenaje de rigor. Nueve décimas partes de la tripulación de la Clorinda en cubierta
debían dedicarse a ese objetivo; con el barco ya en marcha empujado por la brisa de
tierra, la décima parte restante debía bastar para mantenerlo controlado. Hornblower
se enderezó y se enfrentó a la bandera española que ondeaba en el Morro, y se llevó
la mano al ala del sombrero. Fell se encontraba junto a él, y los demás oficiales
detrás, mientras se disparaban las salvas de saludo y se les respondía, con las
banderas respetuosamente arriadas.
—¡Vamos!
Ya se aproximaban al recodo. Era posible que en cualquier momento alguno de
aquellos cañones tan amistosos realizase una descarga de advertencia contra ellos…
un disparo avisándoles de que cien cañones más estaban dispuestos para machacarlos
y convertirlos en un guiñapo. Aquello pasaría sin duda si la draga tenía un efecto
obvio en la Estrella demasiado pronto.
—¡Brazas de las gavias! —ordenó Fell.
Ya las grandes olas del Atlántico empezaban a hacer notar sus efectos;
Hornblower sentía la proa de la Clorinda levantarse momentáneamente con un oleaje
agónico.
—¡A estribor todo! —la Clorinda se volvía con tranquilidad—. ¡Cambia! ¡Vía
así!
Apenas se había situado en su nuevo rumbo cuando la Estrella apareció de nuevo
a la vista a una milla de distancia en alta mar, con la proa apuntando casi en la
dirección opuesta. Todavía llevaba una lona muy lenta, gracias a Dios, y se estaba
preparando para el viraje final desde el canal para salir al océano. La gavia de la
Clorinda tembló un momento mientras la altura del Morro interceptaba la brisa de
tierra, pero se enderezó otra vez instantáneamente. La Estrella viraba de nuevo.
Apenas se encontraba a tiro de cañón del Morro.
—¡A babor! —ordenó Fell—. ¡Vía así!
La brisa de tierra ahora llegaba justo de popa, pero iba muriendo, en parte debido
a la distancia de la costa, que se iba incrementando cada vez más, y en parte debido al
creciente calor del sol.
—Largad la mayor.
Fell tenía razón, había que apresurarse, o de otro modo el buque se vería retenido
por el cinturón de calmas ecuatoriales que se encontraban entre la brisa de tierra y los
alisios. La enorme zona de lona de la mayor condujo a la Clorinda hacia delante con
gran fuerza, y una vez más, el sonido del recorrido del buque por el agua se hizo
audible. La Estrella estaba ahora fuera del canal; Hornblower, que miraba con
ansiedad, la vio largar trinquete, velas de estay y foques (de hecho, toda su lona). Iba
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manteniendo el rumbo hacia el norte, a todo ceñir, directamente perpendicular desde
tierra. Seguramente habría cogido los alisios y se dirigía hacia el norte, cosa muy
sensata, porque tendría que doblar por barlovento Haití antes de la mañana siguiente,
en su rumbo hacia el viejo canal de las Bahamas y La Habana. Estaban ya muy lejos
del Morro y de la Estrella para levantar sospecha alguna mirándola a través de sus
catalejos. Así que Hornblower observó con detenimiento. No detectaba nada extraño
en su aspecto. De repente, se le ocurrió que quizá Gómez se había dado cuenta de la
presencia de la draga bajo su popa y la había quitado. A lo mejor en aquel mismo
momento se estaba riendo a carcajadas, junto con sus oficiales, mirando a la fragata
británica que les seguía llena de esperanzas.
—¡A babor! —llegó de nuevo la orden de Fell, y la Clorinda dio la vuelta final.
—Marcas de dirección en línea, señor —informó el piloto, mirando a popa, a
tierra, con el catalejo pegado al ojo.
—Muy bien. ¡Vía así!
Ahora, las olas que se encontraban eran el auténtico oleaje del Atlántico, que
levantaba la amura de estribor de la Clorinda, y pasaba a popa a medida que la proa
se iba hundiendo, y luego levantaba la aleta de babor. La Estrella, delante de ellos,
iba todavía a todo ceñir en un rumbo norte, bajo velas áuricas.
—Hará unos seis nudos —estimó Gerard, de pie junto con Spendlove a una yarda
de Hornblower.
—Ese meollar debería aguantar, a seis nudos —dijo Spendlove, meditabundo.
—¡No hay fondo con este cabo! —informó el sondador en las cadenas.
—¡Todos los marineros a largar velas!
La orden se transmitió por los silbatos a todo el buque. Juanetes y sobrejuanetes
fueron largados; no pasó mucho rato hasta que la Clorinda tuvo toda la lona
desplegada.
Pero la brisa de tierra estaba muriendo rápidamente. La Clorinda apenas se
movía. Una vez, dos, las velas gualdrapearon con estrépito, pero siguió manteniendo
su rumbo, avanzando poco a poco por encima del mar añil y blanco, el sol cayendo a
plomo sobre ella desde un cielo azulísimo, sin asomo de nubes.
—No puedo mantener el rumbo, señor —informó el timonel.
La Clorinda iba dando guiñadas lentamente al llegar a ella las olas. Muy por
delante, la Estrella estaba casi por debajo del horizonte. Llegó un hálito distinto,
apenas un leve soplo. Hornblower lo notó, casi imperceptible, en su sudoroso rostro,
mucho antes de que la Clorinda respondiese a él. Era una brisa diferente, sí, no aquel
aire sofocante de tierra, sino otro mucho más fresco, un viento alisio, limpio después
de atravesar tres mil millas de océano. Las velas gualdrapeaban y temblaban; la
Clorinda se balanceaba, significativamente.
—¡Ahí viene! —exclamó Fell—. ¡Bolina franca!
Sopló un aire mucho más vivo, de modo que el timón pudo morder al fin. Una
encalmada, otro soplo, otra calma, otro soplo, y cada soplo era más fuerte. El
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siguiente no acabó muriendo. Duró y escoró la Clorinda. Una ola rompió en la amura
de estribor, formando un resplandeciente arco iris. Ahora ya habían cogido bien los
vientos alisios; ahora podían seguir avanzando hacia el norte, a todo ceñir, siguiendo
la estela de la Estrella. Con el soplo de aquel viento limpio y fresco y la sensación de
éxito que lo acompañaba, el buque vivió nuevos momentos de animación. Se veían
sonrisas por doquier.
—Todavía no va a largar las gavias, milord —dijo Gerard, con el catalejo aún
pegado al ojo.
—Dudo de que lo haga, mientras se dirige al norte —replicó Hornblower.
—Con buen viento, puede doblar por barlovento y adelantarnos —dijo Spendlove
—. Tal como hizo ayer.
¿Ayer? ¿Sólo había sido ayer? Lo mismo podía haber sido hacía un mes, tantas
cosas habían ocurrido desde la persecución del día anterior…
—¿Cree que la draga debería causar ya algún efecto? —preguntó Fell,
acercándose a él.
—Ninguno, señor, hablando en términos prácticos —respondió Spendlove—. No
mientras ese meollar mantenga la cosa con la cola hacia delante.
Fell se cogía una de las enormes manos con la otra, apretando los nudillos contra
la palma.
—Pues yo —dijo Hornblower, y todos los ojos se volvieron hacia él—, voy a
decir adiós a los entorchados. Una casaca más fresca y un pañuelo del cuello más
suelto.
Que fuera Fell el que demostrara nerviosismo y preocupación. Él se iba abajo
como si no tuviera interés alguno en el posible resultado de todo aquel asunto. Abajo,
en el caliente camarote, era un verdadero alivio quitarse su uniforme completo (diez
libras de paño y dorados) y hacer que Giles le buscara una camisa limpia y unos
pantalones blancos.
—Tomaré un baño —dijo Hornblower, pensativo.
Sabía perfectamente que Fell consideraba indigno y peligroso para la disciplina
que todo un almirante se dedicara a retozar bajo la bomba de cubierta, mientras le
apuntaban con la manguera unos marineros sonrientes, pero a él no le importaba.
Ningún miserable lavado con esponja podía ocupar el lugar de su baño favorito. Los
marineros bombeaban el agua vigorosamente, y Hornblower brincaba con la
despreocupación que produce la edad madura bajo el impacto punzante del agua. La
camisa limpia y los pantalones, a continuación, resultaban doblemente deliciosos. Se
sintió un hombre nuevo al salir de nuevo a cubierta, y su falta de preocupación al
aproximarse a él Fell no era del todo fingida.
—Se está apartando mucho de nosotros otra vez, milord —dijo.
—Sabemos que puede hacerlo, sir Thomas. Sólo tenemos que esperar a que meta
a sotavento y largue las gavias.
—Mientras podamos mantenerla a la vista… —exclamó Fell.
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La Clorinda estaba macheteando a la perfección, abriéndose paso hacia el norte.
—Veo que estamos haciendo todo lo que podemos, sir Thomas —dijo
Hornblower, conciliador.
La mañana iba pasando.
Sonaron los silbatos, se anunció el licor, y Fell estuvo de acuerdo con el piloto en
que era mediodía, y los marineros fueron enviados por fin a comer. Ahora, sólo
cuando la Clorinda quedaba levantada por una ola, un catalejo apuntado a la amura
de estribor desde el alcázar podía detectar el brillo de las velas de la Estrella en el
horizonte. Todavía no tenía largadas las gavias. Gómez actuaba con el
convencimiento de que ciñendo, su goleta se comportaba mucho mejor sin las velas
de cruz… a menos que estuviera jugando con sus perseguidores, sencillamente. Las
colinas de Puerto Rico habían desaparecido de la vista por debajo del horizonte, lejos,
a popa. Y el buey asado de la comida, aunque era carne fresca auténtica, había
resultado de lo más decepcionante, reseco, fibroso y sin gusto alguno.
—Stuart me había dicho que me enviaba la mejor carne que producía la isla,
milord —dijo Gerard, como respuesta a las amargas quejas de Hornblower.
—Me gustaría tenerle aquí delante —replicó Hornblower—. Se lo haría tragar
todo, sin sal además. Sir Thomas, por favor, le ruego que me disculpe.
—Eh… claro, milord —dijo Fell, que estaba invitado a la mesa del almirante, y
que había sido distraído de sus pensamientos íntimos por las disculpas de Hornblower
—. Esa draga…
Después de articular aquellas palabras, o mejor dicho, aquella palabra en
concreto, fue incapaz de decir nada más. Miró a Hornblower, que estaba frente a él.
Su cara de caballo, con unas mejillas de un color rojo intenso que no cuadraban
demasiado bien con esas facciones, mostraba claramente su ansiedad, acentuada más
si cabe por la expresión de sus ojos.
—Si no sabemos nada durante el día de hoy —dijo Hornblower—, nos
enteraremos de lo sucedido mucho más adelante.
Era verdad, aunque no resultaba demasiado consolador decir aquello.
—Seremos el hazmerreír de las islas —se lamentó Fell.
Nadie en el mundo podía tener un aspecto más abatido que él en aquellos
momentos. El propio Hornblower se sentía inclinado a abandonar toda esperanza,
pero la vista de semejante desesperación despertó su espíritu de contradicción.
—Hay una diferencia tremenda entre los seis nudos que está haciendo ahora,
ciñendo, y los doce nudos que hará cuando meta a sotavento —dijo—. El señor
Spendlove le dirá que la resistencia del agua es el cuadrado de la velocidad. ¿No es
así, señor Spendlove?
—Quizás el cubo o incluso una potencia mucho mayor, milord.
—Así que todavía tenemos esperanzas, sir Thomas. Ese meollar tendrá que
soportar ocho veces la tensión que soporta ahora, cuando el buque altere su rumbo.
—Ahora ya presenta rozamiento, de todos modos, milord —añadió Spendlove.
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—Si no detectaron la cosa la noche pasada y la quitaron… —dijo Fell, todavía
pesimista.
Cuando subieron de nuevo a cubierta, el sol se inclinaba ya hacia el oeste.
—¡Vigía! —exclamó Fell—. ¿Está nuestra presa todavía a la vista?
—Sí, señor. Más abajo del horizonte desde aquí, señor, pero a la vista. Dos
cuartas más o menos en la amura de barlovento.
—Ha ido hacia el norte todo lo necesario —gruñó Fell—. ¿Por qué no altera, el
rumbo de una vez?
No podían hacer otra cosa que esperar, e intentar extraer algún placer de los
limpios vientos y el mar azul y blanco, pero el placer era ahora mucho más débil, y el
mar no parecía tan azul, ni mucho menos. No podían hacer otra cosa que esperar, y
los minutos se hacían interminables, como horas. Y entonces ocurrió al fin.
—¡Ah de cubierta! La presa está alterando el rumbo a babor. Está avanzando con
el viento…
—Muy bien.
Fell se volvió a las caras de la multitud que llenaba el alcázar. La suya estaba
igual de tensa que todas las demás.
—Señor Sefton, varíe el rumbo cuatro cuartas a babor.
Iban a jugar a aquel juego hasta su amargo final, a pesar de que la experiencia del
día anterior, muy semejante a la actual, les había mostrado que la Clorinda no tenía
oportunidad alguna, en las circunstancias normales, de interceptar al otro buque.
—¡Ah de cubierta! Está largando las gavias. ¡Y los juanetes también, señor!
—Muy bien.
—Bueno, pronto lo sabremos —dijo Spendlove—. Con la draga en acción,
«tiene» que perder velocidad. Tiene que hacerlo.
—¡Ah de cubierta! ¡Capitán, señor! —la voz del vigía se había elevado hasta
convertirse en un grito de excitación—. ¡Está contra el viento! ¡Está en facha! ¡El
mastelero de proa ha desaparecido, señor!
—Y también los pinzotes del timón —dijo Hornblower, maliciosamente.
Fell saltaba en cubierta, bailando de pura alegría, con el rostro radiante. Pero al
momento se contuvo.
—Vire dos cuartas a estribor —ordenó—. Señor James, suba a la arboladura y
dígame qué está haciendo.
—¡Está aferrando la vela mayor! —gritó el vigía.
—Intentando colocarse de nuevo con el viento —comentó Gerard.
—¡Capitán, señor! —era la voz de James, desde el calcés—. Está usted
dirigiéndose una cuarta a sotavento de ellos.
—Muy bien.
—Está virando con el viento… ¡no, está en facha de nuevo, señor!
La «cosa» todavía la tenía agarrada, entonces. Aquellos esfuerzos serían tan
inútiles como los de un ciervo en las garras de un león.
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—Cuidado con la rueda, tú… —espetó Fell, usando una horrible palabra para
dirigirse al timonel.
Todo el mundo estaba muy nervioso, todo el mundo parecía estar obsesionado por
el temor de que la Estrella pudiese librarse de aquel impedimento y escaparse,
después de todo.
—Sin timón, nunca será capaz de mantener un rumbo —dijo Hornblower—. Y ha
perdido el mastelero de proa, también.
Otra espera, pero ahora de distinta naturaleza. La Clorinda, avanzando a buen
ritmo, parecía haberse contagiado de aquella excitación, haber acelerado y dirigirse a
toda marcha hacia su presa, veloz y triunfante.
—¡Ahí está! —dijo Gerard, apuntando con el catalejo hacia delante—. Todavía en
facha.
Cuando la siguiente ola levantó a la Clorinda, todos vieron la nave. Se estaban
aproximando a ella a toda velocidad. El buque ofrecía una imagen patética y
lastimosa, con su mastelero de proa tronchado por el tamborete, las velas
gualdrapeando con el viento.
—Despejen el cañón de proa —ordenó Fell—. Disparen a través de su proa.
Se hizo el disparo. Algo rozó el puño de la mayor de la goleta y atravesó la
bandera roja y amarilla de España. Se quedó allí un momento y luego volvió a bajar
lentamente.
—Felicidades por el éxito de su plan, sir Thomas —dijo Hornblower.
—Gracias, milord —respondió Fell. Estaba sonriente y feliz—. No habría hecho
nada si vuestra señoría no hubiese aceptado mis sugerencias.
—Es muy amable por su parte decir eso, sir Thomas —dijo Hornblower,
volviéndose para mirar su presa.
La Estrella ofrecía un aspecto penoso, y mucho más penoso todavía resultaba a
medida que se iban acercando a ella y apreciaban con más claridad los restos rotos
que colgaban hacia delante, y el timón suelto a popa. Cuando tuvo lugar el súbito
tirón de la draga, con enorme fuerza y tensión, rompió o arrancó los robustos pinzotes
de bronce en los que antes se encontraba colocado el movible timón. La propia draga,
lastrada por su cadena, colgaba todavía sin ser vista debajo del roto timón. Gómez,
llevado triunfalmente a bordo, todavía no tenía ni idea de qué era lo que había
causado aquel desastre, y ni siquiera imaginaba la razón de haber perdido el timón.
Allí estaba, joven y guapo, enfrentándose con dignidad al rostro de la desgracia no
merecida, en la cubierta de la. Clorinda. No resultó agradable observar su
transformación cuando se le dijo la verdad. Nada agradable. Verle encogerse ante los
ojos de sus captores consiguió incluso disipar la sensación de placer que producía el
éxito profesional. Pero lo importante era que más de trescientos esclavos habían sido
liberados.
Hornblower estaba dictando un despacho para sus señorías, y Spendlove, que
entre sus sorprendentes habilidades contaba con el conocimiento de un nuevo método
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de copia, la taquigrafía, redactaba la carta a tal velocidad que restaba importancia a
los titubeos de las frases del almirante, porque el almirante no había adquirido
todavía el arte del buen dictado.
—En conclusión —dijo Hornblower—, me produce un placer especial requerir la
atención de sus señorías hacia el ingenio y la industriosidad del capitán sir Thomas
Fell, que hizo posible esta captura ejemplar.
Spendlove levantó los ojos de su libreta y se le quedó mirando. Spendlove sabía
perfectamente la verdad, pero la mirada impasible que respondió a la suya le impidió
pronunciar una sola palabra.
—Y la despedida oficial de costumbre —dijo Hornblower.
No iba a explicar sus motivos a su secretario. Ni tampoco hubiera podido
explicárselos a sí mismo, si hubiera querido hacerlo. No le gustaba Fell ni un ápice
más que antes.
—Y ahora, una carta para mi agente —continuó Hornblower.
—Sí, milord —contestó Spendlove, volviendo la página.
Hornblower empezó a hilar en su mente las frases que compondrían su siguiente
carta. Quería decir que como la captura se debía a las sugerencias de sir Thomas, no
deseaba recibir la parte del dinero de presa que le correspondía. Era su deseo que la
parte de la bandera fuera concedida a su capitán.
—No —dijo de repente Hornblower—. Olvídelo. No escribiré esa carta.
—Sí, milord —respondió Spendlove.
Se podía ceder a otro hombre el honor y las distinciones, pero no el dinero.
Resultaría demasiado obvio, demasiado sospechoso. Sir Thomas podía imaginar algo,
y sus sentimientos podían verse heridos, y no deseaba arriesgarse a que ocurriera tal
cosa. Pero en fin, habría deseado que Fell le gustase un poco más.
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CAPÍTULO 3
Oh, las francesas son libres y cariñosas, las flamencas sus labios ofrecen
voluntariosas…
El joven Spendlove cantaba con afán a tan sólo dos habitaciones de distancia de
Hornblower en la Casa del Almirantazgo, y era como si estuviera en la misma
estancia, ya que todas las ventanas estaban abiertas para dejar entrar la brisa marítima
jamaicana.
Gerard se le unió.
—Mis felicitaciones al señor Gerard y al señor Spendlove —gruñó Hornblower a
Giles, que le ayudaba a vestirse—, pero esos aullidos tienen que parar. Repítalo para
asegurarme de que lo ha entendido correctamente.
—Felicitaciones de su señoría, caballeros, pero esos aullidos deben parar —
repitió Giles diligentemente—. Muy bien, corra y dígaselo.
Giles corrió, y Hornblower se sintió encantado de oír que el ruido cesaba
abruptamente. El que esos dos hombres jóvenes estuvieran cantando, y más aún, el
hecho de que hubieran olvidado que él estaba lo bastante cerca para oírles, probaba
que se sentían alegres, como era de esperar, ya que se vestían para un baile. Aun así,
no tenían excusa, sabiendo como sabían que su comandante en jefe carecía de oído
musical y detestaba la música, y tendrían que haberse dado cuenta también de que
estaría más irritable que de costumbre debido al baile, porque significaba que tendría
que pasar una larga velada escuchando esos sonidos monótonos, empalagosos e
irritantes a la vez. A lo mejor había un par de mesas de whist (el señor Hough habría
previsto los gustos de su invitado) pero era esperar demasiado que la música estuviera
excluida de la habitación de juegos. La perspectiva de un baile no resultaba de ningún
modo tan estimulante para Hornblower como para su teniente de bandera y su
secretario.
Hornblower se anudó el pañuelo blanco al cuello y lo ajustó cuidadosamente de
forma simétrica, y Giles le ayudó a ponerse la levita negra. Contempló el resultado en
el espejo, con la luz de las velas alrededor del marco. Se dijo que al menos resultaba
pasable. Cada vez más, las convenciones de los tiempos de paz recomendaban que
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militares y miembros de la marina llevasen ropas de civil, y también se había ido
imponiendo otra moda, la de que los hombres llevasen levitas negras. Bárbara le
había ayudado a elegir aquélla y había supervisado su confección por parte de un
sastre. El corte era excelente, decidió Hornblower, volviéndose a un lado y otro ante
el espejo, y el blanco y el negro le quedaban bien. «Sólo los caballeros pueden ir de
blanco y negro», había dicho Bárbara, y eso resultaba muy grato.
Giles le entregó su sombrero de copa y él estudió el efecto adicional que
producía. A continuación cogió los guantes blancos, se acordó de quitarse el
sombrero, y salió por la puerta que Giles le había abierto al pasillo donde Gerard y
Spendlove le esperaban con sus mejores uniformes.
—Debo pedir disculpas en nombre de Spendlove y de mí mismo por las
canciones, milord —dijo Gerard.
El efecto relajante de la levita negra se hizo notar, porque Hornblower se abstuvo
de echarles una áspera reprimenda.
—¿Qué diría la señorita Lucy, Spendlove, si le oyera cantar sobre las damas de
Francia? —le preguntó.
La sonrisa que acompañó la respuesta de Spendlove resultaba muy significativa.
—Debo pedir a su señoría que tenga indulgencia y no se lo cuente —dijo.
—Lo haré si se porta bien en el futuro —replicó Hornblower.
El carruaje abierto estaba ya fuera, delante de la puerta principal de la Casa del
Almirantazgo. Cuatro marineros esperaban de pie con linternas para añadir más luz a
la de las lámparas del porche. Hornblower se subió y se sentó. La etiqueta era distinta
en cada lugar: Hornblower echaba de menos el sonido de los silbatos que, según le
parecía, habrían debido acompañar aquel ceremonial, como si estuviera entrando en
un barco. En un carruaje, el oficial de mayor graduación entraba el primero, así que
después de sentarse él, Spendlove y Gerard tuvieron que dar la vuelta y entrar por la
otra puerta. Gerard se sentó junto a él y Spendlove enfrente, dando la espalda a los
caballos. Al cerrarse la puerta el carruaje empezó a avanzar entre las linternas del
puerto y hacia la noche jamaicana, oscura como boca de lobo. Hornblower respiró el
aire cálido y tropical y admitió de mala gana para sí que, después de todo, no era tan
duro asistir a un baile.
—¿Tiene usted quizás un buen matrimonio en mente, Spendlove? —preguntó—.
Supongo que la señorita Lucy lo heredará todo. Le advierto que debe asegurarse antes
de comprometerse de que no hay sobrinos por parte de padre.
—Sí que sería deseable un buen matrimonio, milord —contestó la voz de
Spendlove en la oscuridad—, pero debo recordarle que sufro un grave impedimento
para los asuntos del corazón desde mi nacimiento… o al menos desde mi bautizo.
—¿Desde su bautizo? —repitió Hornblower, sorprendido.
—Sí, milord. ¿Se acuerda de mi nombre, quizás?
—Erasmus —dijo Hornblower.
—Exacto, milord. No se adapta bien a las expresiones de cariño. ¿Qué mujer
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podría enamorarse de un Erasmus? ¿Qué dama podría pronunciar las palabras:
«Razzy, cariño»?
—Bueno, no es imposible —dijo Hornblower.
—Ojalá viva lo bastante para oírlo —suspiró Spendlove.
Resultaba muy agradable ser conducido a través de la noche jamaicana por dos
buenos caballos y en compañía de dos hombres jóvenes y simpáticos, especialmente,
como se dijo con aires de suficiencia, después de haber hecho su trabajo tan bien
como para justificar su despreocupación. Lo tenía todo controlado, la vigilancia del
Caribe se estaba produciendo de manera satisfactoria, y el robo y la piratería se
habían reducido significativamente. Aquella noche no tenía responsabilidades. No le
amenazaba ningún peligro, ninguno en absoluto. El peligro se encontraba lejos en los
horizontes del tiempo y el espacio. Se podía apoyar en los cojines de cuero del
carruaje y relajarse, teniendo sólo un poco de cuidado para que no se arrugase su
levita negra o los esmerados pliegues de su camisa.
Naturalmente, la recepción en casa de los Hough resultó un tanto abrumadora.
Hubo muchos «milord» y «señoría». Hough era un rico hacendado, un hombre de
considerable fortuna al que los inviernos ingleses le disgustaban lo suficiente como
para no ser el típico propietario ausentista de las Indias Occidentales. A pesar de toda
su riqueza se mostraba muy impresionado por estar tratando, en una sola persona, a
un lord, un almirante y un comandante en jefe, alguien cuya influencia podía ser en
cualquier momento de gran importancia para él. Su recibimiento, y el de su esposa,
fue tan caluroso que incluso abrumó también a Gerard y Spendlove. Quizá los Hough
pensaron que para asegurarse la buena relación con el comandante en jefe tenían que
estar también en buen trato con su teniente de bandera y su secretario.
Lucy Hough era una muchacha bastante bonita, de unos diecisiete o dieciocho
años, con quien Hornblower había coincidido ya en algunas ocasiones. Hornblower
se dijo que no podía sentir interés por una niña recién salida de la escuela (recién
salida del jardín de infancia, como quien dice) por muy hermosa que fuera. Le sonrió
y ella bajó los ojos, le miró otra vez y apartó la vista de nuevo. Resultaba interesante
ver que no se mostraba tan tímida cuando cruzaba las miradas y respondía a las
reverencias de los hombres jóvenes, que deberían haberle interesado más.
—Su señoría no baila, creo entender —dijo Hough.
—Resulta doloroso que le recuerden a uno lo que se pierde en presencia de tanta
belleza —replicó Hornblower, dirigiendo una sonrisa a la señora Hough y a Lucy.
—¿Unas partidas de whist, quizá, milord? —sugirió Hough.
—La diosa de la Suerte en vez de la musa de la Música —dijo Hornblower.
Siempre trataba de hablar de la música como si significara algo para él—. Cortejaré a
la primera en vez de a la segunda.
—Por lo que sé de las habilidades de vuestra señoría con el whist —dijo Hough
—, diría que en lo que respecta a vuestra señoría, la diosa de la Suerte no necesita ser
cortejada.
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Al parecer, el baile había empezado un rato antes de la llegada de Hornblower.
Había unos cuarenta jóvenes en la pista de baile de la sala principal, una docena de
viudas nobles en las sillas colocadas junto a la pared, y una orquesta en un rincón.
Hough le condujo a otra habitación, Hornblower se despidió de sus dos jóvenes
acompañantes con un movimiento de cabeza y se sentó a jugar al whist con Hough y
un par de temibles ancianitas. Al cerrar la puerta, afortunadamente, quedó
amortiguado casi todo el ruido exasperante de la orquesta, las damas jugaban fuerte y
transcurrió una hora muy agradable que terminó con la entrada de la señora Hough.
—Es hora de la polonesa antes de la cena —anunció—. Debo rogarles que dejen
las cartas y vengan a verlo.
—¿Le importa, señoría? —preguntó Hough excusándose.
—Los deseos de la señora Hough son órdenes para mí —dijo Hornblower.
En la pista de baile hacía, por supuesto, un calor agobiante. Los rostros estaban
enrojecidos y brillantes, pero no parecía faltar energía al formarse la doble fila para la
polonesa, mientras la orquesta desgranaba las misteriosas notas que tanto animaban a
la gente joven. Spendlove llevaba a Lucy de la mano e intercambiaban miradas
felices. Hornblower, desde la madurez de sus cuarenta y seis años, sólo podía mirar
con condescendencia a aquellos hombres y mujeres, adolescentes y jóvenes
inmaduros, mostrándose tolerante con su juventud y entusiasmo. Los sonidos de la
orquesta se hicieron más entrecortados y confusos, pero los jóvenes les encontraban
sentido. Corrían y daban saltos por la habitación, las faldas revoloteaban y los
faldones se agitaban, y todo el mundo estaba alegre y sonriente. Las filas dobles se
convirtieron en corros, se formaron filas otra vez, giraron y volvieron a formarse,
hasta que al final, con un estrépito infernal de la orquesta, las mujeres hicieron una
reverencia y los hombres se inclinaron ante ellas. Una hermosa imagen, una vez hubo
cesado la música. Resonó un estallido de risas y aplausos antes de que se rompieran
las filas. Las mujeres, mirándose de reojo, salieron por grupos de la habitación. Se
retiraban para reparar los desperfectos sufridos en el fragor de la acción.
Hornblower se encontró con los ojos de Lucy otra vez, y una vez más ella apartó
la vista y volvió a mirarle. ¿Tímida? ¿Impaciente? Era difícil saberlo con esas niñas,
pero desde luego aquella mirada no era igual a la que había destinado a Spendlove.
—Diez minutos para la cena, milord —dijo Hough—. ¿Su señoría tendrá la
amabilidad de acompañar a la señora Hough?
—Encantado, por supuesto —respondió Hornblower.
Spendlove se acercó. Se secaba el rostro con un pañuelo.
—Me iría bien un poco de aire fresco, milord —dijo—. Quizá…
—Iré con usted —dijo Hornblower, feliz de tener una excusa para librarse de la
pesada compañía de Hough.
Salieron al oscuro jardín. Tanto brillaban las velas de la sala de baile que al
principio tuvieron que andar casi a tientas.
—Confío en que se esté divirtiendo —dijo Hornblower.
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—Mucho. Gracias, milord.
—¿Y su petición de mano progresa?
—De eso no estoy seguro, milord.
—Tiene mis mejores deseos, en cualquier caso.
—Gracias, milord.
Los ojos de Hornblower estaban ya más acostumbrados a la oscuridad. Sirio
estaba visible, representando una vez más su eterna caza de Orión en el cielo
nocturno. El aire era cálido y tranquilo, al cesar la brisa marina.
Entonces ocurrió. Hornblower oyó un movimiento a su espalda, un crujido de
hojas, pero antes de que se diera cuenta, unas manos le sujetaron los brazos y otra le
tapó la boca. Trató de zafarse. Un dolor agudo y abrasador bajo el omoplato derecho
le hizo saltar.
—Silencio —dijo una voz, gruesa y pesada—. O te lo clavo.
Sintió el dolor otra vez. Era la punta de un cuchillo apoyada en su espalda, así que
se quedó callado. Aquellas manos invisibles empezaron a empujarle.
Había al menos tres hombres a su alrededor. Su olfato le indicó que estaban
sudando, de nerviosismo, quizá.
—¿Spendlove? —dijo.
—Silencio —susurró otra vez la voz.
Le empujaban por el largo jardín. Un amago de grito agudo, sofocado de
inmediato, provino seguramente de Spendlove, que iba detrás. Hornblower tenía
dificultades para mantener el equilibrio mientras le empujaban, pero los brazos que lo
tenían agarrado también lo sujetaban. Cuando tropezaba, sentía la presión de la punta
del cuchillo en su espalda convertirse en dolor al desgarrarle la ropa. Al final del
jardín llegaron a un camino estrecho, donde reinaba la oscuridad total. Hornblower
tropezó con algo que resoplaba y se movía: una mula, al parecer.
—Sube —dijo la voz tras él.
Hornblower dudó y sintió el cuchillo contra sus costillas.
—Sube —repitió la voz, mientras alguien le acercaba la mula para que la
montara.
No había estribos ni silla. Hornblower puso las manos en la cruz y se subió a
horcajadas en la mula. No encontraba las riendas, aunque las oía tintinear. Metió los
dedos entre la escasa crin. A su alrededor oía el bullicio de las otras mulas al ser
montadas. Su propia montura dio un fuerte respingo y se agarró como un loco a la
crin. Alguien había montado la mula que iba delante, y empezó a avanzar con una
rienda principal sujeta a la suya. Parecía haber un total de cuatro animales, y unos
ocho hombres. Las mulas empezaron a trotar, y Hornblower sintió que se tambaleaba
precariamente en el resbaladizo lomo, pero había un hombre a cada lado para
mantenerlo en su lugar. Unos segundos más tarde redujeron la marcha al encontrarse
la mula principal en un rincón difícil.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Hornblower, con el primer aliento
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recuperado después del movimiento.
El hombre de su derecha le mostró algo brillante que resplandecía a la luz de las
estrellas. Era un machete, el machete típico de las Indias Occidentales.
Al momento siguiente la mula empezó a trotar otra vez, y Hornblower no habría
dicho nada aunque se hubiera sentido inclinado a hacerlo. Corrieron por un camino
entre grandes campos de caña de azúcar. Hornblower iba dando saltos en el lomo de
la mula. Trató de mirar hacia arriba, hacia las estrellas, para ver en qué dirección
iban, pero resultaba difícil, y cambiaron de ruta repetidamente, atravesando el campo.
Lo dejaron atrás, y salieron a la sabana abierta. Luego encontraron árboles, redujeron
la marcha en una cuesta pronunciada, volvieron al trote otra vez por el otro lado, con
los hombres a pie corriendo incansablemente junto a las mulas, y volvieron a subir, y
los animales resbalaban y daban traspiés en lo que parecía una superficie insegura.
Hornblower estuvo a punto de caerse un par de veces, pero el hombre que estaba
junto a él lo levantó. Se sentía atrozmente molido por aquella forma de montar a pelo,
y la protuberancia de la espina dorsal de la mula le causaba agónicos dolores. Estaba
empapado de sudor, tenía la boca reseca y se sentía desesperadamente agotado,
atontado por el sufrimiento. En más de una ocasión atravesaron pequeñas corrientes
que bajaban por las montañas, y una vez más pasaron por una arboleda. En muchas
ocasiones parecían transitar por pasos estrechos.
Hornblower no tenía ni idea de cuánto habían recorrido cuando se encontraron
junto a un pequeño río, en apariencia plácido, ya que reflejaba las estrellas. A lo lejos
se distinguía apenas un elevado precipicio en la oscuridad. Aquí el grupo se detuvo, y
el hombre que iba a su lado le golpeó la rodilla como una evidente invitación a
desmontar. Hornblower se bajó de la mula deslizándose por un costado. Tuvo que
apoyarse contra el animal un momento, porque las piernas se negaron a sostenerle.
Cuando pudo mantenerse en pie y mirar a su alrededor vio un rostro blanco entre
otros oscuros que le rodeaban. A duras penas pudo distinguir a Spendlove, y vio que
le flaqueaban las rodillas y la cabeza le colgaba, mientras se apoyaba en el otro lado.
—¡Spendlove!
Hubo un angustioso momento de espera antes de que la desfallecida figura dijera:
—¿Milord? —La voz era espesa y poco natural.
—¡Spendlove! ¿Está usted herido?
—Estoy… bien, milord.
Alguien empujó a Spendlove por la espalda.
—Venga. Nade —dijo una voz.
—¡Spendlove!
Varias manos dieron la vuelta a Hornblower y lo empujaron dando un traspiés
hacia el borde del agua. Era inútil resistirse; Hornblower tan sólo podía adivinar que
habían golpeado a Spendlove hasta dejarlo sin sentido y empezaba a recuperarse en
aquel preciso momento, y que su cuerpo inconsciente lo había transportado hasta
entonces una mula.
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—Nade —ordenó la voz, y una mano lo empujó hacia el agua.
—¡No! —exclamó Hornblower con voz ronca.
El agua parecía inmensamente ancha y oscura. Mientras Hornblower se debatía
en la orilla tenía conciencia de la indignidad que estaba sufriendo, como comandante
en jefe, actuando como un niño en manos de aquella gente. Alguien acercó una mula
al agua junto a él.
—Sujétese a la cola —dijo la voz, y sintió otra vez el cuchillo en la espalda.
Se agarró a la cola de la mula y se dejó llevar con desesperación, agitando brazos
y piernas dentro del agua. Por un momento el animal luchó por mantenerse a flote y a
continuación emprendió el camino; el agua, al cerrarse en torno a Hornblower,
resultaba un poco más fría que el aire cálido. No pareció transcurrir más que un
momento hasta que la mula llegó a la otra orilla. Hornblower tocó el fondo y se puso
a caminar, el agua chorreó saliendo de sus ropas y el resto de las personas y animales
salpicaban detrás de él. Otra vez tenía aquella mano en la espalda, obligándole a
desviarse a un lado y metiéndole prisa. Oyó un extraño crujido delante de él y un
objeto bamboleante le golpeó en el pecho. Notó un tacto de bambú liso en las manos
y una especie de enredadera o liana atada a él. Era una escalera de cuerda
improvisada que colgaba ante su nariz.
—¡Arriba! —dijo la voz—. ¡Arriba!
No podía, no quería subir, pero notó otra vez la punta del cuchillo en la espalda.
Estiró los brazos hacia arriba y alcanzó un travesaño, luchando desesperadamente con
los pies para encontrar el siguiente.
—¡Arriba!
Empezó a trepar y la escalera se retorcía bajo sus pies como suelen hacer siempre
las escaleras de cuerda, como un animal. Era horrible subir así en la oscuridad,
buscando cada vez un travesaño esquivo, agarrándose desesperadamente con las
manos. Los zapatos empapados tendían a resbalar en el liso bambú, y las manos no se
sentían seguras. Había alguien más trepando junto a él, y la escalera se enroscaba de
forma impredecible. Sabía que estaba oscilando como un péndulo en la oscuridad.
Siguió subiendo, travesaño a travesaño, agarrándose con las manos de forma tan
convulsiva que sólo mediante un esfuerzo consciente era capaz de soltarse un
momento y buscar el siguiente travesaño. Los giros y oscilaciones se hicieron menos
pronunciados. La mano que tenía más arriba tocó la tierra, o la roca. El momento
siguiente no era fácil: no estaba seguro de estar agarrándose bien y dudó. Sabía que
se encontraba suspendido a gran altura. Justo debajo de él oyó una orden seca en la
escala dada por el hombre que le seguía, y luego una mano por encima de él lo cogió
por la muñeca y tiró de él. Los pies alcanzaron el siguiente travesaño, y al final se
encontró echado, respirando afanosamente, en tierra firme. La mano tiró de él otra
vez y gateó hacia delante para dejar sitio al hombre que le seguía. Casi sollozaba, y
no quedaba en él ningún rastro del hombre altivo y satisfecho de sí mismo que se
admiraba ante el espejo, hacía tan sólo unas horas.
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Otras personas le pasaron por delante.
—¡Milord, milord!
Ése era Spendlove, que le buscaba. —¡Spendlove!— contestó, sentándose.
—¿Está usted bien, milord? —preguntó Spendlove, agachándose hacia él.
¿Era el sentido del humor o el del ridículo, era orgullo natural o la fuerza de la
costumbre, lo que le hizo controlarse?
—Tan bien como se puede esperar, gracias, después de estas extraordinarias
experiencias —dijo—. Pero a usted… ¿qué le ha pasado?
—Me han golpeado en la cabeza —contestó sencillamente Spendlove.
—No se quede ahí. Siéntese —dijo Hornblower, y Spendlove se dejó caer junto a
él.
—¿Sabe dónde estamos, milord? —preguntó—. En la cima de un precipicio, por
lo que parece —respondió Hornblower.
—Pero ¿dónde, milord?
—En alguna parte de la leal colonia de Jamaica de su majestad. No puedo decir
más.
—Pronto amanecerá, supongo —dijo débilmente Spendlove.
—Muy pronto.
Nadie a su alrededor les prestaba atención. Había mucha gente hablando, en
contraste con el silencio casi disciplinado que se había mantenido durante la caminata
por el campo. El parloteo se mezclaba con el sonido de una pequeña cascada, que,
según observó entonces, había estado oyendo desde que subió. Las conversaciones
eran en un inglés espeso que Hornblower apenas podía entender, pero estaba seguro
de que sus captores estaban exultantes. Podía oír también voces de mujeres, y las
figuras que les rodeaban iban y venían impacientes, demasiado nerviosas para
sentarse a pesar de las fatigas de la noche.
—Dudo que estemos en lo alto de un precipicio, milord, si me permite —dijo
Spendlove.
Señaló hacia arriba. El cielo estaba cada vez más pálido, y las estrellas
desaparecían. En línea vertical respecto a sus cabezas se veía el precipicio por encima
de ellos, sobresaliendo por encima suyo. Mirando hacia arriba, Hornblower veía el
follaje recortado contra el cielo.
—Es extraño —dijo—. Debemos de estar en algún tipo de saliente, entonces.
A su derecha el cielo mostraba un indicio de luz, de un rosa muy claro, mientras
que a su izquierda aún estaba oscuro.
—En dirección norte noroeste —dijo Spendlove.
La luz aumentó perceptiblemente. Cuando Hornblower volvió a mirar hacia el
este, el rosa se había convertido en naranja, y había también un poco de verde.
Parecían estar muy arriba, como si el saliente terminara casi a sus pies, abruptamente,
y mucho más abajo el mundo lleno de sombras estaba tomando forma, escondido de
momento por una ligera neblina. Hornblower se dio cuenta de pronto de que llevaba
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la ropa mojada, y se puso a tiritar.
—Eso debe de ser el mar —dijo Spendlove.
Ciertamente era el mar, azul y bello en la distancia, y había también un ancho
cinturón de tierra, unas millas más allá, que se extendía entre el precipicio en el que
estaban colgados y la costa, pero la niebla aún lo oscurecía. Hornblower se puso de
pie, dio un paso adelante y se apoyó en un bajo parapeto de roca, retrocedió y se armó
de valor para volver a mirar.
No había nada bajo sus pies. Se encontraban realmente en un saliente en la pared
de un precipicio de la altura de la verga mayor de una fragata, de unos sesenta pies de
altura. En línea vertical respecto a ellos podía ver la pequeña corriente que había
cruzado agarrado a la cola de la mula.
Cuando, con un esfuerzo de voluntad, se inclinó y miró de nuevo, pudo ver las
mulas muy abajo, en el estrecho espacio entre el río y el pie del precipicio. El saliente
debía de ser considerable. Estaban en el repecho de un precipicio excavado por la
acción del río crecido a lo largo del tiempo. No podían alcanzarles desde arriba, y
tampoco desde abajo, si retiraban la escalera. El saliente tendría unas diez yardas de
ancho como mucho, y unas cien de largo. En un extremo, la cascada que había oído
caía por la pared del precipicio en una garganta que se había formado sola, salpicaba
en un grupo de rocas brillantes y volvía a saltar otra vez. Aquella visión le indicó lo
sediento que estaba, y se acercó hasta allí. Daba vértigo andar por aquel lugar, con la
pared del precipicio a un lado y una caída vertical en el otro, y el agua salpicando a
chorros a su alrededor, pero podía ahuecar las manos, coger agua y beber, y volver a
beber, antes de refrescarse la cara y la cabeza.
Retrocedió y encontró a Spendlove esperando que terminara. Pegoteado en el
espeso cabello de su secretario, detrás de su oreja izquierda y bajando por su cuello se
encontraba un coágulo de sangre negra. Spendlove se arrodilló para beber y lavarse y
se levantó otra vez, tocándose el cuero cabelludo con cuidado.
—No han tenido piedad —dijo.
Tenía también el uniforme salpicado de sangre. De su cintura colgaba una vaina
vacía, había perdido la espada, y cuando volvieron de la cascada pudieron ver que
estaba en manos de uno de los captores, que los esperaba de pie. Era bajo, cuadrado y
de complexión fuerte, no del todo negro, seguramente mulato. Llevaba una camisa
blanca sucia, unos pantalones azules hechos jirones y unos zapatos de hebilla
destrozados.
—Vamos, señor —dijo.
Habló con acento isleño, espesando las vocales y arrastrando las consonantes.
—¿Qué quiere? —preguntó Hornblower, procurando transmitir a su voz toda la
dureza que pudo.
—Escríbanos una carta —dijo el hombre que llevaba la espada.
—¿Una carta? ¿Para quién?
—Para el gobernador.
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—¿Pidiéndole que venga y le cuelgue? —preguntó Hornblower. El hombre
sacudió la enorme cabeza.
—No. Quiero un papel, un papel con un sello. Un perdón. Para todos nosotros.
Con un sello.
—¿Y usted quién es?
—Ned Johnson. —El nombre no significaba nada para Hornblower, ni tampoco,
como comprobó con una mirada, para el omnisciente Spendlove.
—Navegué con Harkness —dijo Johnson.
—¡Ah!
Eso sí que significaba algo para ambos oficiales. Harkness era uno de los últimos
piratas menores. Hacía apenas una semana que a su balandro, Blossom, le había
cortado el paso la Clorinda junto a Savannalamar, y lo habían interceptado al tratar
de escapar a sotavento. Bajo el fuego de largo alcance de la fragata, al final,
desesperado, había encallado en la boca de Sweet River, y la tripulación había
escapado a los pantanos y manglares de esa parte de la costa, todos excepto el
capitán, cuyo cuerpo habían encontrado en la cubierta casi partido en dos por una
descarga de la Clorinda. Así quedaba su tripulación sin líder (a no ser que pudieran
llamar líder a Johnson) y para darles caza, el gobernador había hecho intervenir a dos
batallones de tropas tan pronto como la Clorinda había vuelto a Kingston con las
noticias. Para evitar que escaparan por mar el gobernador, siguiendo una sugerencia
de Hornblower, había colocado guardias en todas las playas de pescadores de la isla.
De otro modo, el ciclo que probablemente habían seguido volvería a repetirse:
robarían un barco de pesca, luego una embarcación más grande y así hasta que
volvieran a ser una plaga.
—No hay perdón para los piratas —dijo Hornblower.
—Sí —insistió Johnson—. Escríbanos una carta y el gobernador nos lo dará.
Se dio la vuelta y a los pies del precipicio, en la parte trasera del saliente, recogió
algo. Era un libro encuadernado en cuero, el segundo volumen de Waverley, según
comprobó Hornblower cuando se lo puso en las manos, y Johnson sacó un lápiz y se
lo dio también.
—Escriba al gobernador —le dijo. Abrió el libro por el principio y le indicó que
escribiera en la guarda.
—¿Qué cree que debería escribir? —preguntó Hornblower.
—Pídale que nos dé su perdón. Y que ponga su sello.
Al parecer Johnson había oído en algún sitio, en conversación con compañeros
piratas, que existía un «perdón bajo el gran sello», y mantenía vivo aquel recuerdo.
—El gobernador nunca haría eso.
—Entonces le envío sus orejas. Le envío su nariz —dijo Johnson.
Era horrible oír eso. Hornblower miró a Spendlove, que se había puesto blanco al
oírlo.
—Usted es almirante —continuó Johnson—, usted es lord… El gobernador le
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hará caso.
—Dudo que lo haga.
Evocó en su mente la imagen del viejo y quisquilloso general sir Augustus
Hooper y trató de imaginar la reacción producida por la petición de Johnson. A su
excelencia estaría a punto de reventársele un vaso sanguíneo con sólo pensar en
perdonar a dos docenas de piratas. El gobierno local se mostraría muy molesto, y sin
duda la mayor parte de su irritación iría directamente encaminada al hombre cuya
idiotez al dejarse raptar había colocado a todo el mundo en aquella absurda posición.
Eso sugería una pregunta.
—¿Cómo es que estaba usted en el jardín? —le preguntó.
—Esperábamos a que se fuera a casa, pero salió antes. Si ellos intentaban…
—¡No dé un paso más! —gritó de pronto Johnson.
Saltó hacia atrás con increíble agilidad teniendo en cuenta su volumen,
preparándose, con las rodillas flexionadas y el cuerpo tenso, en guardia con la espada.
Hornblower se volvió, estupefacto, y vio que Spendlove se relajaba. Se había estado
preparando para saltar. Con la espada en manos de Spendlove y la punta apoyada en
la garganta de Johnson, la situación habría cambiado. Los otros se acercaron
corriendo al oír el grito. Uno de ellos tenía un bastón en la mano (al parecer, una pica
sin cabeza) y lo clavó cruelmente en el rostro de Spendlove. Éste se tambaleó dando
unos pasos hacia atrás, y el bastón cogió impulso para volver a golpearle. Hornblower
saltó delante de él.
—¡No! —gritó, y se quedaron todos mirándose entre sí, mientras iba
desapareciendo la tensión de la situación. Entonces uno de los hombres se acercó
sigilosamente a Hornblower, machete en mano.
—¿Le corto la oreja? —preguntó por encima de su hombro a Johnson.
—No. Todavía no. Vosotros dos, sentaos. —Como vacilaron, la voz de Johnson se
elevó en un grito—: ¡Sentaos!
Ante la amenaza del machete no había nada que hacer salvo sentarse, y estaban
indefensos. —¿Escribirá la carta?— preguntó Johnson.
—Espere un momento —dijo Hornblower, cansinamente. No sabía qué más decir
en esa situación. Estaba intentando ganar tiempo, como un niño a la hora de ir a
dormir enfrentado a unos padres severos.
—Vamos a desayunar —dijo Spendlove.
En el extremo del saliente habían encendido un pequeño fuego, y el humo flotaba
en el silencioso amanecer, con finas volutas, hacia el extremo del precipicio. Una olla
de hierro puesta sobre el fuego colgaba de una cadena sujeta a un trípode, y dos
mujeres estaban agachadas junto a ella, vigilándola. Amontonados contra la pared del
saliente había barriles, toneles y arcones. También había mosquetes puestos en fila en
una especie de estante. Se le ocurrió a Hornblower que se encontraba en una situación
habitual en los romances populares: estaba en la guarida de los piratas. Quizás esos
arcones contuvieran tesoros de valor incalculable, perlas y oro. Los piratas, como
Milord,
Es necesario que Su Señoría acuda aquí lo más pronto posible para ofrecer una
explicación respecto a la situación en Venezuela. Por tanto se requiere a Su Señoría
que se presente de inmediato ante mí.
Hemos recibido orden por parte de los Lores Comisarios de ejecutar el despacho
del Gran Lord Almirante del Muy Honorable Vizconde de Castlereagh, uno de los
Principales Secretarios de Estado de su Majestad, concerniente a la necesidad de
establecer un Bloqueo de la Costa del Dominio de Su Católica Majestad en
Venezuela, y de las Islas pertenecientes al Dominio de Su Majestad el Rey de los
Países Bajos, a saber: Curaçao, Aruba y Bonaire.
Por tanto yo, Horatio Hornblower, caballero y Gran Cruz de la Muy Honorable
Orden de Bath, Contraalmirante del Escuadrón Blanco, al mando de los buques de Su
Majestad Británica en aguas de las Indias Occidentales, Por la presente proclamo que
La Costa del Continente de Sudamérica, desde Cartagena a la Boca del Dragón y Las
Islas Holandesas antedichas de Curaçao, Aruba y Bonaire se hallan ahora en estado
de bloqueo, y que cualquier buque de cualquier descripción, ya lleve material de
guerra o no, que intente entrar en cualquier puerto, bahía o fondeadero, dentro del
territorio definido, o que ronde con la intención de entrar en cualquier puerto, bahía o
fondeadero, será abordado y enviado ante los tribunales bajo la Corte del
Almirantazgo de Su Británica Majestad y será condenado y tomado como presa sin
compensación para los propietarios, dueños de la carga, fletadores, capitán o
tripulación.
Después de leer este primer documento, Hornblower pudo echar una segunda
ojeada al otro. Era una vigorosa protesta del embajador holandés en Curaçao pidiendo
explicaciones, disculpas, la retirada inmediata del bloqueo y una compensación
ejemplar. Hornblower miró asombrado a Hooper.
—La forma es legal —dijo, refiriéndose a la proclama—, pero yo no la he
firmado. Ésa no es mi firma.
—¿Entonces…? —farfulló Hooper—. Pensaba que actuaba usted siguiendo
órdenes secretas de Londres.
—Por supuesto que no, señor —Hornblower miró a Hooper durante un largo rato
antes de ocurrírsele de pronto la explicación—. ¡Ramsbottom!
EL HURACÁN
FIN