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Historia Critica DEL XX: DE LA Literaria Siglo

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HISTORIA DE LA CRITICA
LITERARIA DEL SIGLO XX
R. Seldeníed.)
Director de colección: José Manuel Cuesta Abad
Maqueta de portada: Sergio Ramírez
Diseño interior y cubierta: RAG

Reservados codos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto


en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con
penas de multa y privación de libertad quienes reproduzcan
sin la preceptiva autorización o plagien, en codo o en parte,
una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier
cipo de soporte.

Titulo original:
The Cambridge History ofLiterary Criticism, vol. VIH

© Cambridge University Press, 1995

© para lengua española, Ediciones Akal, S. A., 2010

Sector Foresta, 1
28760 - Tres Cantos
Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-1532-1
Depósito legal: M-4 1 -2010

Impreso en Cofás, S. A.
Móstoles (Madrid)

Material protegido por derechos de auto


ÍNDICE

Introducción (Raman Selden), 9

1 El FORMALISMO RUSO (Peter Steiner, Universidad de Pensilvania), 21


La máquina, 28
El organismo, 30
El sistema, 31
Lenguaje, 32

ESTRUCTURALISMO: ORIGEN, INFLUENCIA


Y REPERCUSIONES

2 EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA (Lubomír Dolezel,


Universidad deToronto), 43
Historia, 44
Teoría, 47
La epistemología del Círculo de Praga, 47. La especificidad de la comu­
nicación literaria, 49. La estructura literaria, 53. Semiótica del sujeto y
del contexto social de la literatura; normas literarias. 56. La referencia
poética (ficcional), 61. Historia literaria, 63

3 El modelo lingüístico y sus aplicaciones (Derek Altridge,


Rutgers Univcrsity), 71
El modelo de Saussure, 71
Modificaciones y alternativas al modelo de Saussure, 80
Román Jakobson, 86
Aplicaciones del modelo, 92
Estilística, 96

4 SEMIÓTICA (Stephen Bann, Universidad de Kcnt), 101


Antecedentes históricos, 104
La práctica semiótica: el cinc y las artes visuales, 114
La práctica semiótica: literatura, crítica cultural e historiografía, 120

5 NARRATOLOGÍA (Gerald Prince, Universidad de Pensilvania), 127


Antecedentes, 127
Narratología: el relato, 129
Narratología: el discurso, 138
Los logros de la narratología, 140
Respuesta a las críticas contra la narratología, 144

Material protegido por derechos de autor


6 RolanD Barthes (Annetre Lavers, University College London), 151
Barthes y la teoría, 151
¿Uno o dos Barthes?, 154
Crítica y verdad, 159
Barthes y la escritura, 160
Escribir en sociedad, 162
Clásico y moderno, 165
La escritura como lenguaje, 166
Figuras de la distancia, 168
La escritura como forma de Eros, 173
Del científico al lector, 175
Ideología estructuralista, 177
¿Fue Barthes un estructuralista?, 181
Reversible/Irreversible, 1 87

7 La DECONSTRUCCIÓN (Richard Rorty, Universidad de Virginia), 191


Teoría desconstructivista, 194
La crítica literaria deconstructivista, 212
Deconstrucción y política radical, 222

8 Teorías marxistas y psicoanalíticas, estructuralistas


Y POSTES 1RUCTURAL1S TAS (Olia Britton, Universidad de Aberdeen), 227
La teoría psicoanalítica de Lacan y su relevancia para la literatura, 227
La crítica marsixta althusseriana, 252
Alchusser y Lacan: la teoría literaria basada en el psicoanálisis
marxista, 277

TEORÍAS INTERPRETATIVAS ORIENTADAS


AL LECTOR

9 Hermenéutica (Robert Holub, Universidad de California, Berkeley), 289


Introducción, 289
La hermenéutica de la Ilustración, 290
La hermenéutica del Romanticismo, 291
La hermenéutica de Schleiermacher, 292
Dilthey y la fundación de las ciencias humanas, 294
Hermenéutica ontológica, 295
Verdady método de Hans-Georg Gadamer, 297
Crítica del conocimiento estético, 298
La tradición hermenéutica, 300
La rehabilitación del «prejuicio», 301
Historia efcctual y horizonte, 303
La «aplicación» y lo «clásico» en Gadamer, 305

Material protegido por derechos de autor


La respuesta de Habermas a Gadamer, 307
E. D. Hirsch: significado y significación, 31 I
Hirsch y la intención del autor, 314
La estrategia de reconciliación de Paúl Ricoeur, 31 5
Ricoeur: fenomenología y hermenéutica, 318
Estructuralismo, postestructuralismo y hermenéutica, 321

10 Fenomenología (Roben Holub), 325


Introducción, 325
Edround Husserl, 325
La primera estética ienomenológica, 329
Román Ingarden, 331
Los estratos de la obra literaria, 331. Indeterminación, concretización v
concreción, 333. Las variedades de la cognición, 336. La concretización
adecuada, la harmonía y los valores metafíisicos, 337
La «obra de arte» en Heiddeger, 339
La fenomenología en Francia, 340
Mikel Dufrenne, 343. Críticos fenomenólogos franceses, 345
La Escuela de Ginebra, 347
La Escuela de Ginebra tardía, 351
El impacto y las limitaciones de la crítica fenomcnológica, 353

11 La teoría de la recepción: la Escuela de Constanza (Robert


Holub), 355
Introducción, 355
La provocación dejauss a la historia literaria, 356
El horizonte de expectativa, 358. Hacia una nueva historia literaria, 361
Iser y la indeterminación del texto, 362
El texto y la producción del significado, 364. El modelo interactivo,
367. Vacío, negación y estructura de la negatividad, 369
La recepción marxista de la Escuela de Constanza, 370
La respuesta a la teoría de la recepción en los Estados Unidos, 373
La segunda generación de los teóricos de la recepción, 376
Jauss y la estética de la negatividad, 379

12 LA TEORIA DE LOS ACTOS DE HABLA Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS,


(Peter J. Rabinowitz, Hamilton College), 383
Los conceptos básicos de la teoría de los actos de habla, 383
Clarificaciones y ampliaciones, 386
Las aplicaciones a la literatura de la teoría de los actos de habla, 389
Implicaciones teóricas: los actos de habla literarios y la
intencionalidad, 394
Las limitaciones de la teoría de los actos de habla, 400
Derrida y los actos de habla, 407

Material protegido por derechos de autor


13 Otras teorías orientadas al lector (Peter J. Rabino witz), 413.
Introducción, 413
¿Qué es la lectura?, 414
¿Quién lee?, 420
La autoridad de la intcrprectación, 430
El giro hacia el lector y sus consecuencias para los estudios
literarios, 440

Bibliografía, 443

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Introducción

Raman Se Id en

A finales del siglo XIX, la filología germánica provocó el ascenso del


nivel de erudición académica en el mundo anglosajón; ya en la década
de 1920, los escritos de T. E. Hulme, T. S. Eliot y I. A. Richards inau­
gurarían la era de la critica literaria. Si tuviéramos que arriesgar una ter­
cera generalización, deberíamos considerar al periodo que va desde me­
diados de los sesenta hasta nuestros días como la edad de la teoría. El
presente volumen explora los movimientos más destacados en el campo
de la crítica literaria que existen desde 1960, sin olvidar estudiar cuida­
dosamente los más relevantes y tempranos precursores. Los escritos so­
bre crítica literaria de Todorov, Barthes, Derrida o Iser tienen más en co­
mún con los filósofos y retóricos clásicos del Renacimiento, que con los
precedentes de la crítica anglosajona. El dominio de la filosofía, y la poéti­
ca europea sobre la tradición positivista y empirista del pensamiento britá­
nico, han dado lugar a una mayor ruptura dentro del campo de la crítica li­
teraria, una especie de eclosión geológica. Palabras como «sentimiento»,
«intuición», «vida», «tradición», «unidad orgánica» o «sensibilidad» no son,
ni por asomo, los términos predominantes dentro del discurso de la críti­
ca literaria. El discurso humanístico dominante ha abierto un nuevo ca­
mino para los lenguajes propios del formalismo, el estructuralismo y la
fenomenología. Por supuesto que algunas veces los nuevos modos teoré­
ticos conservan la perspectiva humanista: por ejemplo, la teoría de la re­
cepción de Wolfgang Iser se basa en la experiencia humana del lector. Sin
embargo, la tradición estructuralista ha demostrado más resistencia ante
la identificación con el humanismo que cualquier otra, es un «antihu­
manismo» teorético que señala una verdadera ruptura con la era de la
critica. Estas generalizaciones no pueden ocultar el hecho de que la re­
sistencia a la «teoría» es omnipresente1. Si estamos dispuestos a admitir
esta controversia, debemos recordar que la «teoría» es, en este contexto,
un término que posee al menos tres significados. El primero alude a la
ambición científica que domina y define al campo conceptual. El segun­
do es el que se emplea para hacer referencia a aquellos discursos críticos
que se proponen romper tanto el dominio como la búsqueda de la ver­
dad y de la clausura sistemática; paradójicamente, éstos adoptan una ra-1

1 Véanse L. Lerner (ed.), Reconstructing Literature, Oxford, 1983; G. Thurley,


Counter-Modernism in Current Critical Tbeory, Londres, 1983; A. D. Nuttall, A New
Mimesis: Shakespeare and the Represen tation of Reality, Londres, 1983; P. Parrinder,
The Failure of Theory and the Teaching ofEnglish, Brighron, 1987.
10 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

dical postura antiteórica2. Finalmente, la «teoría» puede connotar una preo­


cupación poética o estética, no sobre la interpretación de los textos, sino
sobre la teorización discursiva en general. Este tercer modo o significado de
la teoría, se muestra especialmente virulento con la crítica tradicional, que
lucha abiertamente por proteger los límites de su disciplina literaria.
Sería un error considerar la secuencia de las teorías que se presentan en
el presente volumen como una exposición con carácter progresivo. Sólo
dentro del formalismo ruso se pueden encontrar un buen numero de ten­
dencias divergentes en las que, por lo demás, abundan los problemas de
clasificación. Por poner un ejemplo sencillo, la llamada Escuela de Bajón
(Bajón, Volosinov y Medvedev) combina perspectivas formalistas y marxis-
tas. Las complejidades políticas derivadas de esta amalgama de posturas di­
versas es tal, que hasta los historiadores de la crítica literaria encuentran se­
rias dificultades en ponerse de acuerdo en si esta escuela es esencialmente
formalista o marxista. Los conceptos críticos desarrollados a partir de la lin­
güística saussureana se han dispersado y diseminado de una forma verda­
deramente inverosímil. El concepto de «signo», por ejemplo, constituye un
debate por sí mismo interminable. En esta misma dirección, los textos del
estructuralismo clásico han supuesto una tentativa seria de lograr una des­
cripción definitiva de cada tipo de estructura social. Según esta postura,
una estructura rige un sistema determinado de signos, en el cual un signo
individual constituye un componente fijo que une significante y significa­
do en feliz harmonía. En el extremo contrario, la gramatología derridiana y
los últimos escritos de Roland Barthes desestabilizan la integridad del sig­
no, liberándolo de las fuerzas opuestas de significación que los primeros es-
tructu ralistas habían buscado para dar contenido.
Resulta extremadamente difícil dividir la historia general de la crítica
literaria del siglo XX en grupos medianamente coherentes. En parte por­
que, dependiendo de la diversidad de las naciones, las respectivas histo­
rias de la crítica literaria no han seguido las mismas trayectorias unifica­
das. Las particularidades culturales han impulsado con énfasis las
diferencias entre los distintos paradigmas del discurso crítico. Por ejem­
plo, mientras que el formalismo ha dominado en todas las tradiciones
culturales, el modelo de dominación que se ha impuesto en cada una ha
diferido tanto, como los modos de formalismo que se han ido articulan­
do de diferente manera. La recepción tardía en los países más occidenta­
les del formalismo ruso y el estructuralismo checo acarreó un atraso ge­
neral de los conocimientos críticos en buena parte de Europa y América.
Aunque existen similitudes entre el New Criticism y el formalismo ruso,
este último se había desplazado ya a finales de los años veinte hacia una
posición más relacionada con el estructuralismo.

- Véase Knapp y Michaels, «Against cheory», CritiealInquiry 8 (1982), pp. 723-/42.


INTRODUCCIÓN 11

Las líneas generales de la crítica literaria del XX propuestas en este vo­


lumen trazan su desarrollo siguiendo los periodos marcados por lo que
podríamos denominar «rupturas geológicas». Sin embargo, se ha tenido
en cuenta que las fases formalistas y estructuralistas de la historia de la
crítica literaria no pueden dejar de retroceder hasta los primeros años del
siglo XX, por la crucial ascendencia que éstos han ejercido sobre los movi­
mientos que dominarán el último tramo del siglo XX. El «redescubri­
miento» de Ferdinand de Saussure, el formalismo ruso y el estructuralis­
mo de la Escuela de Praga tuvieron el efecto de prefigurar una evolución
en las prácticas de la crítica literaria, que en la Europa del Este ha tenido
una larga e influyente tradición. Con la intención de hacer justicia, este
volumen se remonta a la época anterior al nacimiento del New Criticism,
pasará de puntillas sobre la mayor parte de la década de los cuarenta y
cincuenta, y se instalará en el seguimiento exhaustivo del posterior desa­
rrollo de la crítica estructuralista de los años sesenta, setenta y ochenta.
Una segunda, y a la vez importante trayectoria de la crítica literaria, es
la que deriva de la fenomenología y la hermenéutica. En ambas se gene­
ran puntos de confrontación y de convergencia con la tradición estructu-
ralista: basta recordar cómo la crítica de Derrida al estructuralismo se ins­
pira, en gran medida, en los problemas planteados por el pensamiento
heidcggeriano, aunque, como cabría esperar, Derrida centra indefectible­
mente la dependencia fenomenológica en la noción de «presencia real»3.
No obstante, las preocupaciones del pensamiento alemán sobre las cues­
tiones formuladas por el existencialismo han dado lugar a un discurso
crítico característico. Paúl Ricoeur argumenta que la fenomenología se
presenta con mayores posibilidades de matización que el estructuralismo,
tratando al lenguaje, no como a un sistema diferente de unidades, sino
como un medio de referirse a una situación existencial4. En este sentido,
los fenomenólogos pueden alegar ser un poderoso grupo de teóricos que
todavía enarbolan el estandarte del humanismo.
Las orientaciones políticas e históricas dentro de la crítica literaria de­
berán ser abordadas independientemente. Sin embargo, sería un error
considerar los planteamientos de formalismo, estructuralismo, hermenéu­
tica y crítica fenomenológica como ajenos a las cuestiones históricas o de
ámbito político, y es, por el contrario, examinado y explorado el impacto
que supusieron sobre la crítica. En el capítulo 8, Celia Britton analiza es­
pecíficamente la asimilación del legado estructuralista en las teorías críti­
cas marxistas y freudianas. En cualquier caso, el presente volumen se cen­
tra en buena medida en tres de las célebres funciones del lenguaje de

3 Véase Magliola, Derrida on the Mend, W. Lafayecte, IN, 1984.


'* Ricoeur, Le conflit des interprétations. Estáis dherméneutique, París, 1970 [ed.
casr.: The Conflict oflnterpretations: Essays in Hermeneutics, Don Ihne (ed.), Evansron,
vol. II, 1974].
12 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Román Jakobson: mensaje, código y receptor (véase el capítulo 3). Estas


funciones corresponden, salvando las distancias, con los preceptos de la
crítica formalista, estructuralista y de la Estética de la recepción. Sin em­
bargo, suele ocurrir que las categorías funcionales son fácilmente elididas
e invertidas. Por ejemplo, la Escuela de Ginebra de fenomenología de la
lectura reestablece en la práctica el papel principal que ocupa la conscien­
cia del autor en el proceso de la lectura: la consciencia del lector se identi­
fica con las estructuras textuales que se encuentran bajo las expresiones
provenientes de la consciencia del autor. Los críticos lacanianos, aplicando
una suerte de amalgama compuesta de psicoanálisis y lingüística saussurea­
na, tratan los textos literarios como el lugar de transferencia donde se pro­
ducen los intercambios psicoanalíticos entre lectores, autores y significa­
dos textuales. Si bien la lógica que separa las aproximaciones orientadas,
bien al texto, o bien al lector por parte de las críticas culturales (marxistas,
psicológicas, feministas, antropológicas, sociológicas, etc.), es bastante li­
mitada, sí es posible esbozar el conjunto de problemas que guían las teo­
rías examinadas en nuestro estudio. Estas teorías pueden ser recogidas
bajo tres epígrafes: el modelo lingüístico, las poéticas de la indetermina­
ción y la problemática existencial.

EL MODELO LINGÜÍSTICO

Un debate implícito que recorre varios de los capítulos de esta historia


de la crítica literaria hace referencia al status del modelo de estructura su­
ministrado por los lingüistas estructura lis tas. Ferdinard de Saussure conci­
bió una empresa científica de naturaleza epistemológica con un claro perfil
an ti positivista: creía que el único modo de aislar la estructura lingüística a
un nivel sistemático era eliminar el flujo de transformaciones sufridas por el
lenguaje (diacronía), y sus complejas e impredccibles funciones rcferencia-
les, para entregarse al estudio de sus aspectos sincrónicos -el sistema de
significación que posibilita la construcción de cada una de las palabras-.
En una época en que el positivismo lógico distinguía meridianamente en­
tre las proposiciones lingüísticas referencialcs y las pseudoreferencíales,
con el propósito de encontrar una forma de lenguaje lógico riguroso y ca­
paz de describir el mundo, Saussure definía los lenguajes como sistemas de
signos diferenciales que no poseen términos positivos.
Saussure llamó a esta ciencia de los signos «semiología», y afirmó que
sus descubrimientos lingüísticos en este terreno abrirían el camino a una
semiología general que dejaría al descubierto los sistemas subyacentes a
cada forma de interacción social. La ulterior historia del pensamiento es­
tructuralista a lo largo de su desarrollo programático dejaría tambaleante
el status del modelo lingüístico. Algunos estructuralistas se han inclinado
por la perspectiva que considera que el modelo lingüístico proporciona
INTRODUCCIÓN 13

una teoría estructural universalmente válida. Un ejemplo clásico al respec­


to es el del antropólogo Claude Lévi-Strauss, quien se basó en la fonología
de Román Jakobson (con su análisis foncmico de dos miembros), puesto
que le suministraba el modelo para su análisis estructural del parentesco,
los mitos, la gastronomía, el totemismo, etc. Por el contrario, otras ten­
dencias estructuralistas emplean el término «semiología» como desafío al
dominio de la lingüística, defendiendo que cada sistema tiene sus propias
y específicas características estructurales; de ahí que la estructura del len­
guaje no pueda ser paradigmática. La teoría semiótica de C. S. Peirce
(1839-1914) ha sido de gran ayuda por su distinción entre varias clases
fundamentales de signos: «iconos», «índices» y «símbolos». Los iconos ex­
presan a través de la semejanza (un retrato se parece a su modelo); los ín­
dices establecen un significado metonímico o causal (el humo es un indi­
cio del fuego); y, por último, los símbolos son signos convencionales (tal
como Saussure entendía esto), en los que la conexión entre significante y
significado es totalmente arbitraria. El posterior predominio de la lin­
güística saussureana ha tenido el efecto positivo de limitar, en la distin­
ción de Peirce, el riesgo de diseminación, y de evitar los enojosos proble­
mas de representación y causalidad del modelo semiótico5.
Las ambiciones científicas de las teorías estructuralistas exigen la riguro­
sa exclusión de la historia y la referencialidad. Podría decirse que varias dé­
las revisiones estructuralistas y postestructuralistas, de las teorías marxistas
y psicoan al fricas no son en puridad estructuralistas, en la medida en que
aquéllas hacen depender el sustrato último de las estructuras históricas o de
la experiencia subjetiva. La historia desde la perspectiva estructuralista es­
trictamente sólo es posible en la forma de una sucesión de sistemas funcio­
nando sincrónicamente, que no puede proporcionarnos una explicación de
las mutaciones que se producen en tales sistemas.
Mediante la subordinación de la parole (habla) a la langue (lengua), e
inutilizando la función refcrencial del lenguaje, el estructuralismo saussu-
reano socavó seriamente las asunciones humanistas y románticas sobre
intencionalidad y creatividad. El célebre ensayo de Roland Barthes titula­
do La muerte del autor llevaba estas implicaciones al límite, anunciando,
provocativamente, la desaparición del autor y celebrando el nacimiento
del lector, quien sería el encargado de desencadenar la semiosis del texto.
El «antihumanismo» radical del estructuralismo francés no derivaba di­
rectamente de Saussure, puesto que los formalistas y los estructuralistas
checos ya habían eliminado el sujeto humanista de la agenda de las prio­
ridades de la poética literaria. De hecho, incluso la teoría de T. S. Eliot

5 Véase Brinkley y Deneen, «Towards an indexieal criticism: on Coleridge, de Man


and rhc material ity of rhe sign», en Revolution andEnglish Romanticism, K. Hanlcy y R.
Selden (eds.), Nueva York y Londres, 1990, pp. 275-300, para la tentativa de construir
una semiótica literaria revisada basada en la noción indicia! del signo.
14 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

sobre la tradición y el talento individual reduce la escritura del sujeto a


un mero catalizador en el proceso de la producción textual. Sin embargo,
una auténtica postura «antihumanista» no tendrá lugar hasta el auge del
estructuralismo francés y de la nouvelle critique. Esta «ausencia de sujeto»
se impone en Francia, con voluntad metodológica sobre el pensamiento
estructuralista en todos sus ámbitos (como pueden ser los de la filosofía,
la antropología, la narratología) evidenciándose, al mismo tiempo, como
su terreno propio el del nouveau román.
El modelo lingüístico también fomentó denodadamente la noción de
una ciencia sistemática de las estructuras. Con la mirada puesta en deli­
mitar una teoría coherente y comprensiva, esta línea se manifestó espe­
cialmente en el formalismo ruso, el estructuralismo de la Escuela de Pra­
ga y en la narratología originada en Francia. En 1929, Román Jakobson
sintetizaba los objetivos del estructuralismo checo: «Cualquier conjunto
de fenómenos analizado por la ciencia contemporánea es abordado, no
como una suma mecánica de elementos dispersos, sino como un todo es­
tructural, en la que su tarea fundamental es revelar la leyes internas, sean
estáticas o en desarrollo, del sistema que forman (véase el capítulo 2).
Este manifiesto, escrito en la misma época de los famosos trabajos deja-
kobson-Tynjanov, expresa en muchos sentidos las ambiciones estructura-
listas desde su perspectiva más global. La puntualización de «estáticas o
en desarrollo» nos recuerda que, en esta etapa inicial, existía un claro in­
tento de rechazar la postura de Saussure, privilegiando lo sincrónico so­
bre lo diacrónico. Posteriormente, el estructuralismo francés recobraría
una concepción de estructura menos ambiciosa, en la que se renuncia a
todos los intentos de incluir los aspectos diacrónicos de las estructuras. Se
podría defender que el estructuralismo nunca debería haber llegado a ta­
les cotas de delirio cientificista, ni haber abandonado la exhaustividad del
estructuralismo checo. Las observaciones finales del capítulo a cargo de
Ludomír Dolezel se inclinan por la conclusión contraria: «La reducción
del estructuralismo del siglo XX a la vertiente francesa distorsiona prodi­
giosamente su historia y sus logros teóricos [...] El estructuralismo de la
Escuela de Praga había aspirado a reestructurar los eternos problemas de
la poética y la historia de la literatura dentro de un sistema teórico cohe­
rente y dinámico».

Las poéticas de la indeterminación

Resulta imposible señalar el momento preciso de transición entre el es­


tructuralismo y el postestructuralismo. Ciertamente, el estructuralismo
francés, que da la impresión de haber dado un impulso decisivo a las pro­
testas estudiantiles de finales de los sesenta, estaba experimentando un
momento decreciente de confianza. El nuevo pluralismo cultural que tuvo
INTRODUCCIÓN 15

lugar a finales de los sesenta y principios de los setenta (fueron especial­


mente significativos el movimiento feminista, el gay y el negro) se funda­
mentaban en un pluralismo cultural que minaba las tentativas de desarrollar
sistemas y teorías definitivas. Muchos de los recién articulados conceptos,
como «patriarcado», «gi no crítica», «logocentrismo», «diferencia» y «hetero­
geneidad», aspiraban a descentrar los códigos culturales dominantes y a pre­
venir la institucionalización de cualquier código dominante.
Lo que sí resulta posible es seguir la pista a un buen número de las di­
vergencias consecuentes de los movimientos críticos, más o menos cohe­
rentes, que se desarrollaron en la década de 1960. Por ejemplo, el movi­
miento semiótico se divide entre los trabajos racionalistas y objetivistas
de autores como Jonathan Culler, y la semiótica subversiva y desestabili­
zante de los escritores relacionados con la revista Tel Quel, en la que po­
demos destacar a Julia Kristeva. El principal estímulo de las teorías de
Kristeva fue mostrar la necesidad de basar la semiótica en la teoría del
«sujeto hablante». Kristeva fusionó la semiótica con el psicoanálisis creando
lo que se denominó «semanálisis». En este ámbito, las motivaciones políti­
cas no fueron menos importantes; mientras que la política en el estructura­
lismo fue claramente descomprometida, las teorías semióticas del grupo de
Tel Quel fueron abiertamente transgresoras. La semiótica de Kristeva, a pe­
sar del ulterior abandono de las posturas radicales, influyó sobre un amplio
espectro de tendencias en la crítica literaria posterior, especialmente en las
corrientes adscritas al marxismo, el psicoanálisis y el historicismo bajtinia-
no. Sin embargo, el progresivo rechazo de los códigos dominantes desem­
bocó inevitablemente en una política de la diferencia, el cambio y la resis­
tencia, antes que en una de verdades doctrinales.
Mientras los conceptos saussureanos permanecieron vigentes en mu­
chas de las teorías postestructuralistas, lo que estaba en juego era, sobre
todo, una cuestión de énfasis. Incluso en la fase inicial del estructuralismo,
por ejemplo en Critique et verité (1969) [Críticay verdad], se podría distin­
guir la actitud más alerta de Barthes hacia la pluralidad textual y la indeter­
minación de la de otros estructuralistas más ortodoxos como Greimas y To-
dorov. Las teorías sobre el placer de la lectura de Barthes y la celebración
por parte de Derrida del «juego libre», como algo que se opone a los siste­
mas del estructuralismo, contribuye a la reorientación total de la crítica li­
teraria norteamericana. No obstante, existen diferencias claras entre el pen­
samiento postestructuralista radical francés y su epígono norteamericano.
En este sentido, Art Berman ha delimitado de un modo útil las diferencias
filosóficas que los caracterizan. Así, nos muestra cómo la deconstrucción
norteamericana enraíza firmemente en la «ironía» romántica. Su versión
«existcncializada» de la deconstrucción se ocupa de ciertas dicotomías ge­
neradas en la experiencia humana (razón vs experiencia, ciencia vs poesía,
etc.) que preocuparon profundamente al movimiento romántico. Conse­
cuentemente «la teórica apertura infinita del lenguaje», el «juego libre» que
16 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Derrida basa en la différance y la subversión del significado, es empleada


por Miller y Paúl de Man en la interpretación crítica como soporte de la in­
determinación y, en Hartman, para sostener una teoría crítica basada en la
libertad, en el placer de la espontaneidad creativa y en la autor revelación6*.
Las indagaciones místicas, heideggerianas y cabalísticas introducen una cla­
ra fundamentación no derridiana al rechazo absoluto de cualquier clase de
fundamentación; podemos decir que la deconstrucción norteamericana da
un giro existencial a las teorías derridianas.
La fuerza antifundamentacionalista de las teorías postestructuralistas
ofrece numerosas implicaciones radicales en el campo de los estudios lite­
rarios. Las poéticas estructuralistas ya habían cuestionado el precepto de
que la «interpretación» fuera la función principal de los estudios litera­
rios. La clave no es la acumulación de interpretaciones alternativas de
textos, sino, más bien, la explicación de la pluralidad de intepretaciones.
Jonathan Culler socavó uno de los pilares fundamentales del «New Criti-
cism», cuando señaló que la «unidad» es simplemente una estrategia de lec­
tura más de todas las que se pueden esgrimir’’. Durante las décadas de los
cuarenta y cincuenta, la crítica literaria nunca cuestionó el concepto de
unidad que, considerado como un absoluto metafísico, constituía una
categoría estructural básica para la comunidad crítica. Tal vez, el efecto
más devastador del antiíundamentacionalismo fuera poner en tela de jui­
cio los límites disciplinares. Los escritos de Derrida fueron, en particular,
implacablemente transgresores y reluctantes a la oposición binaria que
regía los protocolos del discurso académico. La categoría de «escritura»
(écriture) precede a cualquier otro principio fundacional y erradica los lí­
mites convencionales entre textos literarios y no literarios. Derrida recha­
za la noción de «especificidad formal de las obras literarias»8. Las relacio­
nes entre literatura y filosofía han sido precisamente foco de encendidos
debates entre diversas facciones de la crítica deconstructivísta (véase el ca­
pítulo 7). Así, mientras de Man afirmaba que «a manos de la literatura, la
filosofía se convertía en una reflexión infinita sobre su propia destruc­
ción», Derrida se inclina a preservar la categoría más general de «escritu­
ra», la cual podría ser ejemplificada del mejor modo posible en cierro tipo
de obras características de la literatura moderna, con lo que éste no pre­
tende eximir a la literatura de sus implicaciones respecto a la metafísica de
la presencia. Este ensanchamiento de la noción de «textualidad» tiene el
efecto de reducir la autonomía de «lo literario» y abrir los estudios litera­

6 A. Berman, From the New Criticism to Deconstruction: The Reception of Struc-


turalism and Poststructuralism, Urbana y Chicago, 1988, p. 229.
J. Culler, The Pursuit ofSign: Semiotics, Literature, Deconstruction, Londres y
Henley, 1981, pp. 68-71.
8 Derrida, Positions, París, 1972 [cd. cast.: Posiciones, Valencia, 1977; cd. ing.: Po-
sitions, Chicago, 1981, p. 70].
INTRODUCCIÓN 17

rios al horizonte de los estudios culturales9. Lo que todavía está por ver es
si los departamentos tradicionales de literatura lograrán sobrevivir dentro
de los planes de estudio de la educación superior.

La problemática existencia!.

Un momento crucial en la historia de la filosofía fue el alejamiento


existencial de Heidegger de la fenomenología husserliana. El sujeto trans­
cendental de Husserl, a la vez que es el objeto de investigación, imprime
significado a su propio ser y a su propia historia. Por el contrario, Heideg­
ger hace especial hincapié en la idea de que el sujeto humano se forma a
partir de las condiciones históricas y culturales de su propia existencia. En
tanto que el sujeto individual nunca puede ser completamente consciente
de las condiciones de su existencia, su entendimiento es prefigurado, aun­
que no queda garantizado por un yo transcendental. Este entendimiento
primordial es el objeto de los estudios fenomenológicos, a partir de los
cuales, y empleando Heidegger el término «hermenéutica», tratará de des­
cribir el intento de interpretar este «conocimiento previo» que precede
a cada acto de cognición humana. En su forma más radical, denominada
por Paúl Ricoeur «hermenéutica de la sospecha», la argumentación hei-
deggeriana10*viene a mostrar que la comprensión inicial del sujeto tiende a
ocultar su propia carencia de fundamentación: nuestra consciencia se fun­
damenta en un terreno infudamentado, cuyas voliciones son determinadas
en cualquier otra parte, o bajo cualquier otra influencia (en el inconscien­
te o por las fuerzas históricas o lingüísticas). Esta vertiente de la fenome­
nología conduce, bajo el prisma postescructuralista, directamente a poner
el énfasis sobre la heterogeneidad y la indeterminación.
La importancia de la perspectiva fenomcnológica para las posiciones
postestructuralistas (basta pensar que la célebre deconstrucción derridia-
na del estructuralismo es, en buena medida, y especialmente en L’écriture
et la différance [La escritura y la diferencia], el desarrollo de su crítica a
Heidegger) no disfraza las diferencias fundamentales que existen entre
ellas. Heidegger rechaza el yo cartesiano (la noción de un yo que medita
sobre el mundo), contraponiéndolo al «ser-ahí» (Dasein) de la existencia
humana «ser-en-el-mundo»; ataca cualquier forma de pensamiento dua­
lista que separe al sujeto del mundo en el que existe y le hace posible. Sin
embargo, su crítica al dualismo, que tanto nos recuerda la lectura de-
constructivista de Derrida, termina siempre retrotrayéndose al concepto
base fundamental del «ser», en un sentido parejo a la totalidad mística,

11 Véase A. Easthope, Literary into Cultural Studies.


10 Heidegger, Sein und Zeit, Tíibinga, 121972, (' 1927) [ed. cast.: Sery tiempo, Méxi­
co, 1 951; ed. ing.: fíeingand Time, New York, 1 962, p. 359].
18 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

conciencia del mismo, y que se convierte en prueba de la existencia au­


téntica del individuo. La mayor parte de la crítica literaria que recurre a
un pensamiento fenomenológico subsume esta cuestión bajo el sustrato
experiencial de conciencia. De hecho, la diferencia esencial que existe
ente la crítica literaria postestructuralista y la hermenéutico-fenomenoló-
gica recae sobre sus respectivos puntos de vista del lenguaje. Paúl Ricoeur
asume el carácter derivado de los significados meramente lingüísticos y con­
sidera que los más eminentes filósofos que investigan en este terreno «remi­
ten el orden lingüístico a una estructura de la experiencia más fundamental»
(véase el capítulo 9).
La filosofía hermenéutica de Hans-Georg Gadamer insiste en que
todo conocimiento humano se fundamenta en el «prejuicio» de su pro­
pio momento histórico. El conocimiento del pasado debe involucrar la
«fusión» de los horizontes de conocimiento que han condicionado todos
y cada uno de los conocimientos que intervienen entre el pasado y el pre­
sente. Así, el proceso de comparación y contraste entre los distintos mo­
dos de comprensión, establecerá una suerte de solidaridad humana: el re­
conocimiento de que la existencia humana está inevitablemente sujeta a
los procesos históricos. La Escuela de Constanza ha desarrollado formas
de teoría crítica orientadas al lector, que comparten la perspectiva holísti-
ca del pensamiento heideggeriano: la relación de los lectores con los tex­
tos es concebida como una compleja dialéctica en la que sujeto y objeto
convergen en una fusión experiencial.
Precisamente, la puesta en duda de la división entre sujeto y objeto
constituye el punto fuerte, a la vez que el débil, de la teoría crítica exis-
tencialista. La crítica literaria, desde un punto de vista histórico, experi­
menta un gran avance con la obra de Hans Robert Jauss. Presentamos a
este autor con no mucho más que una pincelada sobre lo que es un mo­
numental trabajo dentro de unos estudios literarios en los que la eterna
objetividad inspira a la pasiva subjetividad del lector. La teoría de la lec­
tura de Iser, siguiendo el fenomenologismo de Ingarden, distingue sutil­
mente entre la obra artística, la «concretización» de la obra por parte del
lector, y la obra de arte que nace en el punto donde converge la obra ar­
tística, con el trabajo del lector. De ahí que la obra de arte exista sólo en­
tre el sujeto y el objeto, es decir, que su existencia sea virtual. De todos
modos, son muchos los problemas derivados de la disolución del carte­
sianismo por algunas de las posturas iniciales. Las críticas fenomenológi-
cas no pueden estar de acuerdo sobre el alcance de la libertad del lector a
la hora de concretizar el texto, o sobre su grado de indeterminación. A
veces nos encontramos con que aspectos determinados de los textos diri­
gen la experiencia estética del lector, mientras que, en otras ocasiones,
la actividad del lector resulta ser la primordial. ¿Cómo se debe adecuar la
respuesta del lector ante las estructuras intencionales del texto? Preguntas
de este tipo parecen no tener respuesta. Robert Holub emplea la expre­
INTRODUCCIÓN 19

sión «círculos del pensamiento» para describir las especulaciones heideg­


gerianas sobre la relación existente entre «arte» y «obra de arte». Esta ex­
presión sintetiza muchas de las luchas interminables que, en esencia, en­
vuelven al holismo de la fenomenología.
Existen pocas dudas de que las tradiciones del pensamiento crítico
que quedan representadas en el presente libro han trasformado la prácti­
ca de la crítica literaria dentro del mundo académico. De momento, tam­
poco parece haberse dado un consenso sobre qué podría constituir un
nuevo paradigma. Para algunos, el ámbito de la crítica literaria padece
una preocupante falta de fundamentación típicamente postmoderna: po­
demos elegir entre ser reaccionarios trabajando con modelos anticuados
aunque fructíferos, comprometidos formalistas que perfeccionan las me­
todologías de los viejos maestros; o bien actuar como bricoleurs, adaptan­
do la rica pluralidad de teorías y produciendo magníficas aunque frágiles
construcciones. Para unos, la elección depende de las arbitrariedades que
la economía de mercado ejerce sobre ellos; para otros, la inestabilidad de
los límites, junto a un horizonte en claro desvanecimiento, son las mis­
mísimas condiciones de la modernidad.

M at­ rechos de aute


1
El formalismo ruso

El término «formalismo ruso» es una etiqueta útil para nombrar a un


grupo de críticos vagamente relacionados entre sí, cuyo destacado papel
en los estudios literarios contemporáneos resulta difícil de evaluar. La
mayoría de estos críticos nacieron en la década de 1890, adquirieron
prestigio en las letras rusas durante la Primera Guerra Mundial, se esta­
blecieron institucionalmente gracias a la recomposición académica que
siguió a la Revolución bolchevique, y fueron progresivamente margina­
dos por el ascenso del estalinismo a finales de 1920. Aunque la afinidad
del formalismo ruso con escuelas poéticas precedentes es innegable (se
puede relacionar con la teoría del lenguaje poético de A. Potebnja, la poé­
tica histórica de A. Veselovski o la métrica de poetas-teóricos simbolistas
como A. Bely y V. Brjusov), éste representa un alejamiento radical de la,
hasta entonces, dominante teoría mimética del arte. Los formalistas rusos
atacaron las ideas de aquellos que defendían la literatura como una ema­
nación del alma del autor, un documento socio histórico o una manifes­
tación de un sistema filosófico. En este sentido, su orientación teórica se
corresponde con la sensibilidad estética del arte moderno, en particular
del futurismo, con el que los formalistas rusos estuvieron, en sus inicios,
estrechamente unidos. El énfasis que el futurismo puso en los efectos de­
sestabilizadores del arte y su concepción de la poesía como el «desdobla­
miento de la palabra en tanto que palabra» encontraba correspondencia
con la poética del formalismo ruso.
El formalismo ruso se resiste a una síntesis histórica por diversas razo­
nes: en primer lugar porque, desde su concepción misma, estuvo dividido
geográficamente en dos núcleos. De un lado estaba el Círculo Lingüístico
de Moscú, fundado en 1915, y del que formaban parte Pctr Bogatyrév, Ro­
mán Jakobson y Grigori Vinokur; del otro, la OPOJAZ (la Sociedad para
el Estudio del Lenguaje Poético) de San Petersburgo, fundada en 1916, y
que contaba con Boris Eikhenbaum, Viktor Sklovski y Yuri Tynjanov.
Aunque las relaciones entre estas dos asociaciones eran buenas, abordaban
la literatura desde perspectivas diferentes. Según los moscovitas Bogatyrév
y Jakobson, «mientras que el Círculo Lingüístico de Moscú parte del su­
puesto de que la poesía es lenguaje en su función estética, los de San Pe­
tersburgo defienden que el motivo poético no siempre es un simple desdo­
blamiento del material lingüístico. Aún más: mientras aquéllos sostienen
que el desarrollo histórico de las formas artísticas tiene un fundamento so­
ciológico, éstos insisten en la autonomía total de estas formas»1.1

1 «Slavjanskala ülologija», cit., p. 453.


22 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

La incorporación de los formalistas a las instituciones soviéticas de edu­


cación superior, después de la revolución comunista, favoreció aún más las
tendencias centrífugas dentro del formalismo ruso, lo que generó una di­
versidad de acercamientos críticos que, de un modo u otro, reclamaban
para sí la etiqueta «formalista». La OPOJAZ se integra a principios de los
años veinte en el Instituto Estatal para la Historia de las Arres de San Pe-
tersburgo. El Círculo de Moscú, transformado tras la marcha de Bogatyrév
y Jakobson a Praga en 1920, pasó a formar parte de la Academia Estatal
para el Estudio de las Artes de Moscú. Muchas de las ideas filosóficas pro­
puestas en la Academia estatal por Gustav Shpet, alumno de Edmund
Husserl, influyeron decisivamente en miembros del Círculo de Moscú.
Esta inseminación entre disciplinas dio lugar a lo que algunos comentaris­
tas han denominado la «Escuela filosófico-formal» de finales de los veinte,
que recuperaría muchos conceptos y métodos rechazados programática­
mente por los primeros formalistas rusos2.
La heterogeneidad del formalismo ruso se debe tanto a vicisitudes geo­
gráficas y políticas, como al pluralismo metodológico de sus practicantes.
En su artículo «The Question of the “formal Method”» [«La cuestión del
“método formal'’»], Viktor Zirmunski caracterizaba a la Escuela formal
del siguiente modo:

Bajo el término vago y general de «método formal», normalmente se


recogen los más diversos trabajos sobre el lenguaje y el estilo poético en el
sentido amplio de estos término: la poética histórica y teórica, los estudios
métricos, la orquestación de sonidos y melodías, la estilística, la composi­
ción y la estructura argumental, la historia de los géneros y los estilos lite­
rarios, etc. De mi enumeración, que no pretende ser ni exhaustiva ni siste­
mática, es obvio, en principio, que sería más correcto hablar, no de un
nuevo método, sino más bien de las nuevas tareas de una especialidad aca­
démica, de un nuevo conjunto de problemas académicos.34

Zirmunski, no era el único formalista ruso que insistía en que esta pers­
pectiva no debía identificarse con un solo método. Otros formalistas más
radicales, como Eikhcnbaum, que en varias ocasiones atacó a Zirmunski
por su «eclecticismo», coincidía con él en este aspecto'1. Para Eikhenbaum:

El método formal, mediante la transformación gradual y la ampliación


de su campo de investigación, ha traspasado completamente lo que tradi­
cionalmente se denominaba «metodología» y se está convirtiendo en una

2 N. Efimov, «Formalizm», cit., p. 56.


3 Voprosy, cit., p. 154.
4 Véase, por ejemplo, «Metody i podchody», en Kniznyi ugolS (1922), pp. 21-23.
EL FORMALISMO RUSO 23

ciencia especial que aborda la literatura como un conjunto específico de he­


chos. Dentro de los límites señalados por esta ciencia, pueden desarrollarse
los métodos más heterogéneos [...] Designar a este movimiento como el
«método formal», algo que ya ha sido establecido, necesita ser matizado. Lo
que nos caracteriza no es ni el «formalismo» como teoría estética ni la «me­
todología», como un sistema cerrado de investigación académica, sino más
bien nuestro esfuerzo por establecer, partiendo de las propiedades específi­
cas del material literario, una ciencia de la literatura independiente'.

Aunque ambos coinciden en que es necesario el pluralismo metodo­


lógico, hay una diferencia importante entre el «eclecticismo» de Zir-
munski y la postura de Eikhenbaum. Mientras Zirmunski define el for­
malismo de un modo bastante impreciso como una «nueva esfera de
problemas académicos», Eikhenbaum lo identifica con algo mucho más
concreto: «Una nueva ciencia independiente de la literatura». Tal vez
apoyándonos en la concepción de Eikhenbaum podríamos determinar
mejor la identidad del formalismo ruso. Detrás de toda esa diversidad de
métodos, puede que hubiera un conjunto de principios epistemológicos
compartidos que propiciarían la ciencia formalista de la literatura.
Desafortunadamente, el pluralismo metodológico del formalismo
está emparejado con una epistemología no menos plural. El principio de
que la literatura debería tratarse como una serie de hechos específicos es
demasiado general como para distinguir a los formalistas de los que no lo
son o, incluso, para distinguir a los auténticos formalistas de los meros
compañeros de viaje. Una preocupación similar, ya expresada con ante­
rioridad por especialistas de la literatura rusa, y que los formalistas mis­
mos jamás solventaron, es en qué consiste la autonomía de los hechos li­
terarios frente a la de otros fenómenos. Los formalistas no coincidían, ni
en cuáles eran las propiedades características del material literario, ni en
cómo la nueva ciencia debía proceder a partir de ellos.
La diversidad epistemológica de esta nueva ciencia literaria está clara
cuando comparamos a formalistas que emplean métodos similares como,
por ejemplo, los dos metristas más destacados, Tomasevski y Jakobson. El
primero, rechazando la acusación de que los formalistas eluden las cues­
tiones ontológicas básicas de los estudios literarios (es decir, qué es la lite­
ratura), escribió:

Responderé con una comparación. Es posible estudiar la electricidad sin


saber lo que es. De todas formas: «¿Qué queremos decir con la pregunta qué
es la electricidad?». Contestaré: «Es lo que, si uno enrosca una bombilla,
hace que se ilumine». Al estudiar los fenómenos no se necesita una defini-*

5 Literatura, cit., p.l 1 7.


24 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

ción apr'tori de esencias. Sólo es importante distinguirlos adecuadamente y


ser consciente de sus conexiones. Así es como los formalistas estudian la li­
teratura. Los formalistas conciben la poética precisamente como una disci­
plina que estudia los fenómenos de la literatura y no su esencia6*.

Jakobson, en cambio, sostiene que un procedimiento ad hoc de este


tipo incurría en el modus operandi del academicismo literario más añejo.
«Hasta ahora, el historiador de la literatura parecía un policía que al tra­
tar de arrestar a una persona, por si acaso, apresaba a todo el mundo, co­
giendo todas las pertenencias que hubiera en el apartamento del susodi­
cho y a todos los que andaran por el lugar». Ir detrás de fenómenos
accidentales en lugar de la esencia literaria no es la manera adecuada de
proceder, insistía Jakobson. «El objeto de la ciencia literaria no es la lite­
ratura, sino la literaridad, es decir, lo que hace de algo una obra litera­
ria» . Aparentemente, los fundamentos epistemológicos del formalismo
eran lo suficientemente flexibles como para acomodar, tanto al flagrante
fenomenalismo de Tomasevski, como a la fenomenología de Jakobson.
Esta conclusión tal vez no debería sorprendernos. Después de todo,
Eikhenbaum había afirmado que el monismo epistemológico (la reduc­
ción de la heterogeneidad artística a un único principio explicativo) era el
pecado cardinal de los estudios literarios rusos tradicionales:

La OPOJAZ es conocida hoy bajo el apodo de «método formal». Esto


genera una confusión. Lo que importa no es el método, sino el principio,
l anto la intelligentsia como la academia rusa han sido envenenadas con la
idea del monismo. Marx, como buen alemán, redujo toda la vida a «eco­
nomía» y los rusos, que no tenían su propia Weltanschauung, sino tan sólo
una tendencia hacia ella, gustaban de aprender del mundo académico ale­
mán. Así, la «perspectiva monista» se hizo la soberana en nuestro país y lo
demás vino de corrido. Se había encontrado un principio básico y se cons­
truyeron los esquemas pertinentes, pero como el arte no cuadraba en ellos,
se tuvieron que deshacer de él. Que exista como «reflexión»: después de
todo, a veces el arte puede tener alguna utilidad para la educación.
¡Pero no! ¡Ya está bien de monismo! Somos pluralistas. La vida es di­
versa y no puede reducirse a un único principio. 1 al vez los ciegos lo ha­
gan, pero hasta ellos están comenzando a ver. La vida se mueve como un
río en continuo fluir, pero con un número infinito de corrientes, cada
una singular. Y el arte ni tan siquiera es una corriente en este flujo: es un
puente sobre él8.

6 «Formal’nyj metod: Vmcsto nckrologa», en Sovremennaja literatura: Sbornik


statej, Lcningrado, 1925, p. 148.
Novejsaja, cir., p. 11.
8 «5 = 100», en Kniznyj ugol 8 (1822), pp. 39-40.
EL FORMALISMO RUSO 25

Dada esta vaguedad intrínseca del término «formalismo ruso», no es


sorprendente que la demarcación histórica de esta tradición respecto de
otros movimientos teórico-literarios sea problemática. Tengo en mente,
en concreto, dos escuelas críticas cuya afinidad intelectual con el forma­
lismo ruso es más o menos clara: el estructuralismo de Praga y el grupo
neomarxista encabezado por Mijail Bajtin. Permítaseme ilustrar este par­
ticular trayendo a colación los escritos de tres de los historiadores más
respetados del formalismo ruso: Víctor Erlich, Jury Striedter y Age Han-
sen-Lo ve.
El parentesco entre el formalismo ruso y el Círculo lingüístico de Pra­
ga es insoslayable: no sólo tenían miembros comunes (Bogatyrév y Ja-
kobson), sino que el grupo de Praga se denominó así conscientemente, a
imitación de la rama moscovita de la escuela formalista conocida como
Círculo lingüístico de Moscú. Algunos formalistas importantes como To-
masevski, Tynjanov o Vinokur también dieron conferencias en el Círcu­
lo de Praga en la década de los veinte, familiarizando de esta manera a los
especialistas checos con los resultados de sus investigaciones. Dada esta
estrecha relación, no es de extrañar que el trabajo precursor de Víctor Er­
lich, Elformalismo ruso. Historia y doctrina, cuente con un capítulo dedi­
cado ai Círculo de Praga. Para dar cuenta de la repercusión del formalis­
mo ruso, Erlich acuña el concepto genérico de «formalismo eslavo»,
denominando «estructuralismo» a la versión de Praga. Aunque señala las
diferencias entre lo que él denomina «formalismo puro» y «estructuralis­
mo de Praga»9, para él la teoría literaria de la escuela de Praga es, en últi­
ma instancia, una reformulación de los «objetivos básicos del formalismo
ruso en unos términos más rigurosos y sensatos»1011 .
Mientras que la visión histórica de Erlich tiende a unificar el forma­
lismo ruso y el estructuralismo del Círculo de Praga, el esquema evoluti­
vo de Striedter muestra su paulatina divergencia. Este esquema presenta
la transición del formalismo ruso al estructuralismo de Praga como un
proceso que consta de tres etapas en las que se reconceptualiza en qué
consiste la obra de arte literaria:

1) La obra de arte como la suma de artificios que tienen una función


desfamiliarizadora cuyo objetivo es dificultar la percepción.
2) La obra de arte como un sistema de artificios con funciones sin­
crónicas y diacrónicas específicas.
3) La obra de arte como un signo con una función estética11.

9 Russian Formalism, New Haven, 1981, pp. 154-163 [ed. cast.: Erlich, V., Elfor­
malismo ruso. Historia y doctrina, Barcelona, Scix Barral, 1974).
10 «Russian Formalism», en Princeton Encyclopedia ofPoetry and Poetics: Enlarged
Edition, A. Preminger (ed.), Princeton, 1974, p. 727.
11 Literary Structure, cit., p. 88.
26 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Sólo la primera y la última etapa en el modelo de Striedter pueden


atribuirse inequívocamente al formalismo ruso y al estructuralismo del
Círculo de Praga respectivamente, por lo que la etapa intermedia queda
como una zona en penumbras en la que caben ambas opciones. De este
modo, las dos escuelas críticas continúan estando históricamente vincu­
ladas, al mismo tiempo que se subrayan sus diferencias teóricas.
Aunque Erlich y Striedter no están de acuerdo respecto a la relación
entre el formalismo ruso y el Círculo de Praga, ambos comparten un
mismo principio: las teorías del grupo de Bajtin exceden claramente los
límites del formalismo ruso. Erlich es particularmente estricto en este
punto al incluir a Bajtin en lo que denomina «desarrollos neo formalistas»,
pero negándole del todo la condición de formalista12. Striedter es algo
más flexible y está dispuesto a considerar al grupo de Bajtin como forma­
lista. Si bien se apresura a señalar que este es un grupo periférico de lo
que considera como el formalismo ruso genuino13.
Sin embargo, esa concepción del formalismo ruso no es puesta en duda
por la generación más joven de eslavistas. En el libro más exhaustivo y me­
ticuloso escrito sobre la cuestión, el estudioso vienes Hansen-Lóve divide la
historia de la escuela formalista en tres estadios sucesivos. En el último de
esos estadios, no sólo incluye los enfoques sociológicos e históricos pro­
puestos por formalistas indiscutibles como Eikhenbaum y Tynjanov, sino
que también la semiótica y la teoría de la comunicación. Según Hansen-
Lóve, éste sería el acercamiento propuesto por los seguidores de Bajtin y el
psicólogo Lev Vygotski14. Por tanto, de acuerdo con esta perspectiva, Baj­
tin y su cohorte serían parte integral del formalismo ruso.
La relatividad histórica del concepto «formalismo» ilustrada por los
casos mencionados hasta ahora creo que se debe al peculiar modo de teo­
rizar característico de este movimiento. El formalismo ruso reivindicaba
una reorientación absoluta de su disciplina hacia el método científico. Se
insistía en que, para alcanzar ese objetivo, los estudios literarios debían
partir de dos principios generales: 1) los estudios literarios no deben
identificar como su objeto de estudio a los procesos culturales que acom­
pañan al proceso literario, sino sólo y exclusivamente a la literatura o,
más exactamente, a las características que la hacen distinguirse de otras
actividades humanas; 2) los estudios literarios deben desechar las impli­
caciones metafísicas (sean éstas filosóficas, estéticas o psicológicas), que
tradicionalmente han fundamentado a este tipo de estudios, y acercarse a
los «hechos literarios» directamente, sin hacer presuposiciones.

12 Russian Formaliwn, cit., p. 10.


13 «Einlcitung», en F. Vodicka, Die Struktur der literarischen Entwicklung,
Munich, 1976, p. XVIII.
14 Der russische Formalismus, cit., pp. 426-462.
EL FORMALISMO RUSO 27

La aplicación práctica de estos dos principios, no obstante, entrañaba


ciertas dificultades. Aunque los formalistas compartían el postulado ge­
neral acerca de la especificidad de la literatura, nunca lograron coincidir
en la naturaleza de esta especificidad: una desavenencia agravada por su
desinterés hacia todo criterio epistemológico. Así, en una aparente para­
doja, los defensores de una «ciencia pura de la literaria» tomaban sus mo­
delos explicativos indiscriminadamente de otras disciplinas y amoldaban
sus daros a la diversidad de matrices ya existentes.
Esto no implica que el formalismo ruso no lograra cumplir su progra­
ma. Su método erístico de teorización fue lo que realmente evitó que se
convirtiera en un conjunto dispar de doctrinas, cada cual reclamando una
posición privilegiada. Debido a sus presupuestos antifundacionalistas, el
formalismo ruso consideraba toda explicación científica (incluyendo la
suya) como una hipótesis falible y no como un enunciado apodíctico.
«Proponemos principios concretos», afirmaba Eikhenbaum en 1925,

y los mantenemos hasta donde estén justificados por la experiencia. Si la


experiencia requiere que sean reelaborados o alterados, así lo hacemos.
En este sentido, somos lo suficientemente independientes de nuestras teo­
rías, como toda ciencia debe serlo cuando se producen diferencias entre
teoría y convicción. Una ciencia vive superando errores y no establecien­
do certezas’L

Los formalistas rusos desconfiaban de cualquier tratamiento sistemático


de presupuestos científicos, concibiendo la ciencia como una competición
entre teorías rivales, un proceso autocorrectivo de desgaste y eliminación.
Era la condición colectiva de su tarea la que los capacitaba para poner este
programa en práctica. Partiendo de premisas distintas, los jóvenes estudio­
sos se cuestionaban mutuamente, minándose, subvirtiendo y refutándose
los unos a los otros. «En el momento», afirmaba Eikhenbaum,

en el que estemos forzados a admitir que tenemos una teoría universal,


lista para todas las contingencias del pasado y del futuro y, por tanto, sin
necesidad o incapaz de evolucionar, tendremos que admitir que el méto­
do formal ha dejado de existir, que el espíritu de la indagación científica
16.
lo ha abandonado15

Por tanto, la trayectoria histórica del formalismo ruso no es la suma


total de sus teorías (un conjunto estático de modelos explicativos deriva­
dos de distintas fuentes), sino un potemos, una lucha entre posiciones

15 Literatura, cit., p.l 16.


16 Ibid., p.l48.

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28 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

contradictorias e incompatibles, de las que ninguna puede por sí misma


dar un fundamento absoluto a una nueva ciencia literaria.
Puesto que el «espíritu» del formalismo ruso radica en el acuerdo de
sus miembros para disentir, se hace necesaria una estrategia especial para
exponer las tesis fundamentales de este movimiento. Lo describiré me­
diante los distintos modelos explicativos del estudio literario que he ido
presentando y, al mismo tiempo, para mantener su unidad plural, locali­
zaré estos modelos en el contexto dialógico en el que se generaron. Su va­
lor heurístico reside en su capacidad para subvertir, corregir o comple­
mentar los modelos teóricos propuestos por otros estudiosos de la
literatura, sean éstos aliados o enemigos.

La máquina

«En su esencia, el método formal es simple», afirmaba Viktor Sklovs-


ki en 1923. «Es una vuelta a la artesanía.»17 Esta afirmación comprendía
un concepto particular de la ciencia literaria entre los miembros de la
OPOJAZ: «El estudio de las leyes de la producción poética»18, y dio pie a
un acercamiento que he denominado formalismo «mecanicista». Como
ya se ha mencionado más arriba, el principal objetivo del formalismo
ruso era la teoría mimética del arte, aquella que concibe el texto literario
como el reflejo de otras realidades. Esta metáfora, defendían los formalis­
tas, reducía los productos humanos a meras sombras espectrales y obvia­
ba su materialidad corpórea. Para iluminar esta faceta del arte resultaba
necesario un nuevo marco de referencia y la analogía con la máquina pa­
recía presentarse como una opción satisfactoria. Según este modelo, las
obras literarias se parecían a las máquinas: son el resultado de una activi­
dad humana intencional en la que una destreza especial transforma un
material bruto en un complejo mecanismo adecuado para un propósito
particular. Así, el hecho de que una obra casualmente refleje el «espíritu
de su tiempo» o la psicología de su creador carece de importancia, lo
esencial es su adecuación a una tarea predeterminada.
Al examinar en qué consiste esta tarea, esta finalidad del arre, el for­
malismo desarrolló el concepto de desfamiliarización o desautomatiza­
ción (ostranenie). El propósito del arte es transformar los modos de la
percepción humana: hacer inusualmente perceptibles fórmulas imper­
ceptibles. Para lograr esto, los fenómenos de la vida (la materia del arte)
deben ser desplazados de su contexto automatizado y deformado me­
diante mecanismos artísticos. Aquí, el argumento formalista se bifurca en

1 Sentimentainoe putesestvie: Vospminanija 1917-1922, Moscú, 1923, p. 317.


bs O. Brik, «T. n. “formarnyj metod”», cir., p. 214.
EL FORMALISMO RUSO 29

las siguientes direcciones. Algunos de los miembros de la OPOJAZ man­


tenían que, dado que el material inmediato del arte verba] es el lenguaje,
los mecanismos literarios son fundamentalmente lingüísticos. Este modo
de pensar condujo al concepto de lenguaje poético. Por su parte, Sklovski
mantenía que existen textos artísticos que no desfamiliarizan el lenguaje,
sino los sucesos y acontecimientos representados en ellos. Consecuente­
mente, se concentró en los mecanismos pertenecientes a la narrativa y a la
composición en prosa en general.
La disyunción era el principio lógico elemental con el que los formalis­
tas mecanicistas organizaban sus nociones básicas. Este principio separaba
decisivamente el arte de lo que no lo fuera, y expresaba su mutua exclusivi­
dad en términos polares de oposición. El actualmente famoso par, narra­
ción y argumento (fabula y sjuzhet), es el fruto de una aplicación de este
criterio binario a la prosa. La narración es una secuencia de sucesos que se
desarrolla como lo haría en la realidad, de acuerdo con la sucesión tempo­
ral y la causalidad. Esta serie le sirve al escritor como pretexto para la cons­
trucción del argumento, la liberación de los sucesos de su contexto cotidia­
no y su distribución teleológica dentro del texto. Los mecanismos de la
repetición, el paralelismo, la gradación y la ralentización confunden el or­
den natural de los acontecimientos en la literatura, y le dan su forma artís­
tica. Los sucesos representados se relegan a una posición secundaria, y están
privados de todo significado emocional, cognitivo o social. Su único valor
reside en el modo con el que contribuyen a la técnica de la obra.
Dado el destacado papel de estos artificios en el modelo mecanicista,
no es sorprendente que la cuestión de su condición ontológica motivara
las primeras desavenencias entre los formalistas. En un sentido general, el
artificio es la mónada de la forma artística, desplazándose libremente de
una obra a otra.
Como tal, es claramente un fenómeno universal y atcmporal. Como re­
sultado, la historia de la literatura parecería nada más que una repetición de
lo mismo: una permutación de los mismos mecanismos bajo diferente dis­
fraz. El artificio dota de una forma artística sin interactuar con otros ele­
mentos de la obra. Ésta parece ser la esencia de la observación de Sklovski
de 1921, según la cual «el contenido [alma] de la obra literaria equivale a la
suma total de sus mecanismos»19. Sus críticos objetaban que el texto nunca
es un mero conglomerado de artificios, sino un conjunto intrínsecamente
unificado que no puede ser mecánicamente separado en sus átomos consti­
tutivos. No obstante, para ver la obra de este modo, se requiere otra pers­
pectiva y una metáfora distinta a la ofrecida por los mecanicistas.

,l' Rozanov: Iz Knigi «Sjuzet, kak javlenie stilja», Pctcrsburgo, 1921, p. 8.


30 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

El organismo

Desde la revolución romántica, la analogía entre organismos y fenó­


menos artísticos ha cautivado la imaginación tanto de los poetas como de
los críticos. Esta metáfora biológica ofrecía un marco de referencia a los
formalistas rusos insatisfechos con el modelo mecanicista, quienes utili­
zaron la similitud entre cuerpos orgánicos y fenómenos artísticos de dos
modos distintos: aplicándola a obras concretas y a géneros literarios.
La primera analogía es bastante directa. Al igual que un organismo,
una obra es un cuerpo unificado compuesto de partes relacionadas y orga­
nizadas jerárquicamente. Visto de este modo, el texto no es ya el resultado
de una suma, sino un «sistema de artificios»20. La definición consecuen-
cialista del artificio (cuyo objetivo es la desfamiliarización) se sustituye por
su explicación funcional: los electos que tienen lugar en un texto .Ya que la
oposición binaria entre material y artificial no puede dar cuenta de la uni­
dad orgánica de la obra, Zirmunski la amplió en 1919 incluyendo un ter­
cer término, «el concepto ideológico de estilo como la unidad de artifi­
cios»21.
La segunda aplicación del símil biológico a los estudios literarios tiene
que ver con las categorías generales de literatura. Del mismo modo que
los organismos individuales comparten ciertas características tipológicas
con otros organismos semejantes, y las especies que se parecen pertene­
cen a un mismo género, una obra literaria es parecida a otras obras de su
misma forma y, así, formas litararias homologas pertenecen al mismo gé­
nero. El estudio formalista más famoso inspirado por esta analogía es
Morfología del cuento publicado en 1928 por Vladimir Propp, y que pre­
tendía establecer la identidad genérica de los cuentos fantásticos popula­
res. Propp abordó esta cuestión generativamente, es decir, creía que todos
los cuentos de hadas que existen son transformaciones de una constante
profundamente arraigada que los distingue de cuentos pertenecientes a
otros géneros. Propp apreció una notable repetición de las mismas accio­
nes («partida», «prohibición», «engaño») en todos los cuentos de hadas,
acciones que resultaron estar encajadas en un orden idéntico: una provo­
caba la siguiente y así hasta que concluía toda la secuencia de sucesos.
Esta secuencia (el esquema básico narrativo del cuento de hadas) fue
identificada por Propp como su constante transformacional.
Concentrándose en las Gestaltqualiidten de los fenómenos literarios,
los formalistas orgánicos pudieron rectificar lo que percibían como una
debilidad de la metáfora mecanicista. Sin embargo, al igual que los meca-
nicistas, fueron incapaces de abordar el problema de la transformación en

20 V. Zirmunski, Voprosy, cit., p. 159.


21 Ibid., p. 23.
EL FORMALISMO RUSO 31

la literatura. Preocupados en definir la identidad de conjuntos literarios


atendiendo a su regularidad interna, no les quedaba espacio en sus mo­
delos para las vicisitudes históricas. Así que trocaron gustosamente la in­
seguridad del cambio por la certidumbre de la igualdad, y subordinaron
la di aero nía a la sincronía. Propp hizo explícita esta elección cuando es­
cribió: «El estudio histórico puede parecer más interesante que la investi­
gación morfológica [...] Sin embargo, sostenemos que, mientras no haya
un estudio morfológico correcto, no puede haber un estudio histórico
correcto»2223. Esta fisura entre el sistema y la historia fue lo que el siguien­
te modelo formalista que vamos a considerar intentó salvar.

El sistema

Hemos visto anteriormente el término «sistema» utilizado por Zir­


munski para designar la naturaleza integral del texto. Sin embargo, mien­
tras los organicistas consideraban la obra de arte como un conjunto armo­
nioso, los formalistas sistematistas la concebían como un desequilibrio,
como una lucha por la supremacía entre sus distintos componentes. Esta
tensión interna entre el «factor constructivo» dominante y el «material» su­
bordinado explica la alta consideración que se tenía por la forma artística.
No obstante, al mismo tiempo, la percepción de la forma es un fenómeno
histórico. Ésta no es inherente al texto, sino que se manifiesta mediante la
proyección de la obra sobre la tradición literaria precedente, es decir, sobre
el conjunto de normas que conforma el sistema literario.
Desde esta posición estratégica, el proceso de cambio literario tiene
un carácter dialéctico: negación de un «principio de construcción» (es
decir, la deformación de un material específico por un factor de cons­
trucción específico) que, mediante el uso y el desgaste, deviene imper­
ceptible y es sustituido por otro principio opuesto a él. Jury Tynjanov, el
líder del sistematicismo, describía en 1924 la lógica de la historia literaria
del siguiente modo:

1) Un principio constructivo de contraste aparece dialécticamente en


relación a un principio automatizado;
2) el principio es aplicado (el principio constructivo busca la aplica­
ción más fácil);
3) su aplicación se extiende al mayor número de fenómenos;
4) el principio es automatizado y da lugar a un principio constructi­
vo de contraste2-3.

22 Morfologija, cit., p. 26.


23 Archa isty, cit., p. 1 7.
32 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

A la vista de este concepto de evolución literaria, entendido como una lu­


cha entre elementos rivales, el método de la parodia, «el juego dialéctico de
los artificios», se convierte en un importante vehículo de cambio. A juicio
de lynjanov, la parodia literaria no era, tanto la burla del modelo parodiado,
como el desplazamiento de una forma vieja (el principio de construcción au­
tomatizado) mediante la transformación de uno de los miembros de la rela­
ción establecida. La parodia que Nikolai Nekrasov hizo de Juri Lermontov se
presenta como un ejemplo pertinente. Su mecanismo es bastante simple: «La
combinación de figuras rítmico-sintácticas sofisticadas (el tactor constructivo
de la poesía de Lermontov) con un material inapropiado, de temas y vocabu­
lario “vulgares”»24. Estas parodias marcaron el comienzo de un cambio signi­
ficativo en la poesía rusa, alejándose del suave y elegante canon romántico
hacia el carácter prosaico de la poesía cívica de la década de 1850.
Llegados a este punto, podría argumentarse que el esquema deTynja-
nov no es más que una reformulación en términos históricos de la desfa-
miliarización de Sklovski. Sin embargo, el modelo sistemático iba más le­
jos: intentaba cerrar la fractura entre arte y no-arte que habían abierto los
mecanicistas. Tynjanov creía que las secuencias literarias pertenecen a la
cultura en general; dentro de este sistema de sistemas, las secuencias lite­
rarias interactúan con otras actividades humanas, en parte debido a la
condición lingüística de la vida social. Nuestro comportamiento lingüís­
tico es un complejo conjunto de formas, patrones y modos discursivos
(canónicos u originales) que evoluciona al mismo tiempo que toda la es­
tructura comunicativa. Es este ámbito de la comunicación el que provee
a la literatura de nuevos principios constructivos. Ajustándose a discursos
que se alejan del estricto ámbito literario, como el género epistolar o el
folletín, la literatura se rejuvenece, estableciendo relaciones inéditas entre
los elementos constructivos y su material.

Lenguaje

La conciencia del papel especial que juega el lenguaje en el arte verbal


se traduce en el cuarto elemento o analogía que utilizaremos para explicar
el formalismo ruso: el modelo lingüístico. En un desplazamiento ejem­
plar, este modelo reducía la literatura a su material de trabajo, al lengua­
je, y sustituía la lingüística, la ciencia del lenguaje, por la poética. La no­
ción clave de la lingüística formalista era la del «lenguaje poético». Pero
debido a la flexibilidad del formalismo ruso, los defensores del modelo
lingüístico nunca lograron ponerse de acuerdo sobre esta noción o el
marco teórico adecuado para su descripción.

™ IbuL p. 401.
EL FORMALISMO RUSO 33

El término «lenguaje poético» ya se utilizaba cuando lo adoptaron los


formalistas. Para los filólogos rusos que permanecían bajo la influencia
del filósofo alemán Wilhelm von Humboldt, este lenguaje se definía exac­
tamente como lo contrario del lenguaje prosaico. La cualidad poética de
una palabra provenía, en su opinión, de su naturaleza simbólica, de su ca­
pacidad para evocar una multiplicidad de significados. Los teóricos de la
OPOJAZ redefinieron el «lenguaje poético» en la línea sugerida por el
modelo mecanicista, por lo que dividían toda actividad verbal, atendien­
do a su proposito, en dos dialectos mutuamente excluyentes. Así, en lu­
gar de prosa, hablaban del lenguaje práctico, empleado con una finalidad
comunicativa, donde el mecanismo lingüístico es concebido como un
medio neutro para la transmisión de información. Por el contrario, en la
poesía, siguiendo la formulación de Lev Jakubinski de 1916, «el objetivo
práctico pasa a un segundo plano y la formulación lingüística adquiere
un valor en sí mismo»25. Cuando ocurre esto, el lenguaje se desfamiliari­
za y deviene poético.
En su búsqueda de artificios lingüísticos que desfamiliarizaran el len­
guaje, los miembros de la OPOJAZ se concentraron exclusivamente en el
nivel fonético. En el uso práctico del lenguaje, decían, la fonética, como
mera sierva del significado, se estructura de un modo transparente. En los
textos poéticos, en cambio, la manipulación consciente de los sonidos tie­
ne consecuencias semánticas, haciendo plenamente perceptible la forma
lingüística, l odos los indicadores del lenguaje poético propuestos por los
formalistas en la segunda década del siglo XIX (conceptos como la «agru­
pación de líquidas», la «pronunciación expresiva» o los «gestos sonoros»
[«clustering ofliquids», «expressivepronunciation», «soundgestures»]) mues­
tran el lugar privilegiado que ocupaba la fonética.
A la fascinación inicial por el lenguaje poético le siguió, sin embargo,
una severa crítica durante los años veinte. Defendían que la oposición
entre lenguaje poético y lenguaje práctico no era adecuada. La prosa ar­
tística también cae dentro de la categoría del arte verbal, sin por ello pri­
vilegiar la disposición fonética de los sonidos. Tratando de solventar este
dilema, los formalistas recuperaron la dicotomía humboldtiana entre len­
guaje poético y prosaico pero, inesperadamente, ahora se desentendían
del lenguaje poético y se concentraban en el prosaico; y como es tan sólo
en los textos organizados rítmicamente donde el sonido desempeña un
papel dominante, en lugar de interesarse por el lenguaje poético, los for­
malistas comenzaron a hablar de lenguaje en verso y a concentrar todas
sus energías en el estudio de la prosodia.
El resultado de esta preocupación formalista por la versificación rusa fue
sobresaliente y, de hecho, la mayor parte de sus logros siguen siendo válidos

25 «O zvukach», cic., p. 37.


34 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

en nuestros días. Debido al amplio espectro de remas que abordaron (desde


la entonación a la estructura estrófica) y a la variedad de sus opiniones, limi­
taremos nuestra exposición a la teoría métrica según la formuló uno de los
más influyentes prosodistas del formalismo ruso, BorisTomasevski.
Según Tomasevsky, el verso poético consta de tres elementos (uno ob­
jetivo, otro subjetivo y un tercero social) que denominó, respectivamente,
ritmo, impulso rítmico y metro. El ritmo representa el plano objetivo en
la percepción del verso: una repetición particular de determinados sonidos
que suscita una equivalencia sonora en la duración de los segmentos rít­
micos. Este ritmo, sin embargo, no puede sistematizarse ya que cada pro­
nunciación exhibe diferentes patrones basados en inevitables repeticiones
de ciertos elementos fónicos. La infinidad de distintivos rítmicos, por tan­
to, debe reducirse en la conciencia del oyente para que se dé el verso poé­
tico. Mediante el efecto conjunto de una serie de versos, el oyente recono­
ce ciertos elementos prosódicos como básicos y espera que se repitan
necesariamente. Cuando ocurre esto, se ha establecido el impulso rítmico.
No obstante, la criba de sonidos irrelevantes no es un proceso totalmente
subjetivo, puesto que la percepción del oyente está guiada por un patrón
de normas rítmicas (el metro), «esa convención necesaria», como escribió
Tomasevsky en 1925, «que conecta al poeta con su audiencia y ayuda a
que se perciba su intención rítmica»26. Por tanto, sólo una pronunciación
rítmica convenientemente adaptada a las normas métricas vigentes puede
hacer de aquélla un verso.
Debe subrayarse que el éxito de la OPOJAZ en el terreno de la proso­
dia no excluyó totalmente el concepto del lenguaje poético ya que, mien­
tras en San Petersburgo se perdía interés por el modelo lingüístico, éste
aumentaba en Moscú gracias al genio del copresidente del Círculo lin­
güístico de Moscú, Román Jakobson. Con el objetivo de salvar el lengua­
je poético, Jakobson rechazó la rígida distinción entre lenguaje poético y
lenguaje práctico establecida por la primera OPOJAZ, haciéndola de­
pender de si éste tenía o no significado. El significado, recalcaba, es el
componente esencial del lenguaje y no puede eliminarse sin por ello pri­
varlo de su condición lingüística esencial. Esta intuición, que Jakobson
tomó de la fenomenología y la fonología contemporáneas, insufló nueva
vitalidad al modelo lingüístico.
En las Investigaciones lógicas, Edmund Husserl analizaba la variedad
de funciones que desempeña el signo lingüístico. En el discurso comuni­
cativo, las locuciones son indicios: bien revelan en qué estado mental se
halla el hablante, bien refieren objetos. Pero, mientras que los signos deíc­
ticos funcionan sólo en un contexto empírico, ya que para tener signifi­
cado tienen que referir algo concreto, las palabras no necesitan un con­

26 O stiche, cit., p. 11.


EL FORMALISMO RUSO 35

texto para tener significado. Esto es así, sostenía Husserl, porque los sig­
nos lingüísticos están dotados de un significado a priori: no son meros
indicadores, sino expresiones que tienden al significado (Ausdrucken).
Cuando en 1921 Jakobson definió la esencia de la poesía como «un con­
junto mental (ustanovka) orientado a la expresión»27 seguía claramente a
Husserl. De este modo, Jakobson refutó la dicotomía de la dialéctica fun­
cional establecida por la OPOJAZ como la oposición entre el sonido y el
significado. Puesto que el arte verbal utiliza expresiones, siempre trabaja
con significados: de ahí que Jakobson propusiera su propia clasificación
para dirimir esta dialéctica, y que se basara en la orientación hacia dife­
rentes componenentes del acto lingüístico: el emotivo, orientado hacia el
hablante; el práctico, orientado hacia el referente, y el poético, orientado
hacia la expresión misma.
Jakobson rechazó la separación entre sonido lingüístico y significado
por otra razón. En su fase inicial, la fonología concebía los fonemas (las
unidades lingüísticas mínimas de sonido) como intrínsecamente semán­
ticos porque su principal función es diferenciar palabras con distinto sig­
nificado. Del lado de los estudios literarios, Jakobson aplicó esta idea con
éxito a la prosodia. Si el verso, como escribió en 1923, «es la violencia or­
ganizada del lenguaje en su forma poética»28, esta violencia debe tener un
límite: no puede acabar con la función diferenciadora de significados de
los fonemas; de otro modo la poesía perdería su naturaleza verbal y se
convertiría en cierto tipo de música. El ritmo, por tanto, deforma los ele­
mentos que no son fonéticos, mientras que los elementos fonéticos sirven
de base para llevar a cabo dicha deformación. En lenguajes semejantes,
pero con distintos sistemas fonéticos como el checo y el ruso, son rasgos
fonéticos diferentes los que se alzan como elementos prosódicos básicos
(por ejemplo el acento en ruso o el límite de las palabras en checo). Por
tanto, a pesar de las similitudes, un verso escrito con el mismo metro en
ruso y en checo es notablemente diferente. Jakobson elaboraría con más
profundidad la métrica fonológica en Praga, a donde se trasladó en la dé­
cada de los veinte.
Debido a su desconcertante heterogeneidad, el formalismo ruso no es
una escuela teórico-1 iteraría en el sentido corriente del término. Se trata
más bien de un momento peculiar en el desarrollo histórico de la poética
eslava: una interrupción en las viejas prácticas de la disciplina y el co­
mienzo de una nueva era. Desde esta perspectiva, el formalismo ruso
puede calificarse como un «estadio entre paradigmas» en los estudios lite­
rarios eslavos. Thomas Kuhn, quien acuñó esta noción, mantiene que la
práctica científica, en un periodo normal, se caracteriza por la existencia

2 Novejsaja, cit., p. 41.


28 O cesskom, cit., p. 16.
36 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

de un «paradigma», una «fuerte red de acuerdos conceptuales, teóricos,


instrumentales y metodológicos» compartida por los investigadores de
un determinado ámbito29. El paradigma ofrece a la comunidad científica
todo lo que necesita para llevar a cabo su trabajo: los problemas, las he­
rramientas para resolverlos, al mismo tiempo que los criterios para juzgar
la corrección de los resultados. En un determinado momento, sin embar­
go, el hasta entonces aceptado paradigma comienza a ponerse en tela de
juicio debido a los continuos fracasos de los resultados que predice. Kuhn
escribió que:

Cuando se enfrentan a anomalías o crisis, los científicos cambian de


actitud respecto a los paradigmas existentes y, consecuentemente, la na­
turaleza de su investigación se transforma. La proliferación de posturas
rivales, la tendencia a probar cualquier alternativa, la expresión explícita
de descontento, el recurso a la filosofía y al debate para tratar cuestiones
fundamentales: todos estos son síntomas de la transición de un periodo
de investigación normal a otro extraordinario30.

Todos estos aspectos de transición entre paradigmas son característi­


cos del formalismo ruso. Aunque puede argumentarse que la situación en
las humanidades no es la misma que en las ciencias exactas, en tanto que
nunca se da la supremacía total de un único paradigma, las observaciones
de Kuhn se adaptan bastante bien al caso del formalismo. Empujados por
el deseo de ofrecer una «definición más rígida de su campo de trabajo»,
los formalistas suscitaron una serie de preguntas fundamentales acerca de los
principios y métodos de los estudios literarios. Con el objetivo de deses­
tabilizar viejos paradigmas, intentaron ampliar todo lo posible el terreno
conceptual en lugar de delimitarlo mediante algún tipo de acuerdo previo.
De ahí proviene la extrema heterogeneidad de su proyecto, la multiplica­
ción de modelos divergentes e, incluso, incompatibles. Lo que unía a los
distintos formalistas era compartir un objetivo común: transformar la
práctica de su disciplina. La unidad del formalismo es especial, es una uni­
dad de acción, una configuración dinámica de múltiples fuerzas que con­
vergen en un determinado contexto histórico.
El desbancamiento de viejos paradigmas y la plétora de iluminaciones
acerca de la naturaleza del proceso literario, llevado a cabo por el forma­
lismo ruso, abonaría el terreno a las nuevas síntesis disciplinares, que co­
menzaron a surgir en el momento del declive del formalismo, a finales de
los años veinte. Una de estas síntesis, que emergió en Praga bajo el nom­

Tbe Structure of Scientific Revolution, Chicago, 1970, p. 42 [ed. case.: La es­


tructura de las revoluciones científicas, Madrid, FCE, 1977].
30 Ibid., pp. 90-91.
EL FORMALISMO RUSO 37

bre de «estructuralismo», gozaría de una influencia mundial a lo largo de


los siguientes cuarenta años; otra sería la metasemiótica bajtiniana, repri­
mida durante décadas, y que adquiriría reconocimiento mundial en la
década de los setenta como una alternativa viable al estructuralismo.
Estas ramificaciones postformalistas, aunque dispares en muchos as­
pectos, no pueden dejar de mostrar cierra similitud. Ambos critican los
dos principios generales que representaban la piedra angular de la nueva
ciencia literaria del formalismo ruso: la autonomía de la literatura respec­
to a otros ámbitos culturales, y la carencia de presupuestos de la investi­
gación crítica. Los seguidores de Bajtin consideraban la literatura como
una manifestación más de la omniabarcadora ideología. Dentro de esta
esfera, mantenían que el arte verbal está siempre interactuando con otras
manifestaciones de la acción humana y, por tanto, que la autonomía de la
literatura es siempre limitada.
Queda claro que esta idea no era totalmente ajena al formalismo ruso: el
principio formalista de la especificidad de las series literarias era lo suficien­
temente vago como para permitir a algunos miembros del movimiento in­
dagar, aun con reservas, la relación entre literatura y vida social. Lo que fun­
damentalmente distinguía a los seguidores de Bajtin de los demás era su
marco de referencia semiótico. Todo fenómeno ideológico, decían, es un
signo, una realidad que se representa en lugar de otra. La totalidad de la es­
fera ideológica es una densa red de signos conectados entre sí (literarios, re­
ligiosos, políticos), donde cada uno se refiere a la realidad de un modo par­
ticular y la refracta dependiendo de sus necesidades.
La modelación que los bajtinianos hacen de la literatura en términos
semióticos parece seguir los pasos de Jakobson, quien también concibió
el arte verbal como un tipo especial de signo, la expresión. En realidad, se
trata de posturas bastante distintas. En tanto que expresión, la obra lite­
raria es una contradicción: un no-signo semiótico. Está dotado de signi­
ficado pero no apunta a ninguna realidad. Para los seguidores de Bajtin,
sin embargo, la literatura se distingue de otros dominios ideológicos, no
porque no signifique, sino por el modo en el que significa. Los signos li­
terarios, según Pavel Medvedev, son metasignos, representaciones de re­
presentaciones:

La literatura refleja, en su contenido, un horizonte ideológico: for­


maciones alienadas, no artísticas (éticas, religiosas, ideológicas). Pero al
reflejar estos signos alienados, la literatura crea nuevas formas (obras lite­
rarias), nuevos signos de intercambio ideológico. Y estos signos, las obras
literarias, se convierten, por el contrario, en componentes de la realidad
social que rodea al ser humano. Al reflejar aquello que queda fuera de
ellas, las obras literaturas son, al mismo tiempo, fenómenos distintos del
conjunto ideológico y, por tanto, valiosas por sí mismas. Su presencia no
puede reducirse al simple papel técnico y auxiliar de refractar otros ideo-
38 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

logemas. Las obras literarias tienen su propia función ideológica y refrac­


ta la realidad socioeconómica a su modo31.

Esta definición metasemiótica condujo a los seguidores de Bajtin a re­


visar en profundidad las teorías formalistas del lenguaje. Desde un punto
de vista lingüístico, un signo verbal que refleja o refracta otro signo es,
exactamente, como un enunciado que comenta o contesta a otro enuncia­
do, ambos conforman un diálogo. Ésta es la metáfora central en el discur­
so tcórico-literario de los seguidores de Bajtin que, además, al defender
una concepción dialógica del lenguaje, retaban directamente a la lingüísti­
ca formalista, interesada principalmente en las fuerzas centrípetas que
funcionan dentro del lenguaje y que lo sistematizan. Las prioridades de los
bajtinianos eran precisamente las contrarias: en tanto que diálogo, el len­
guaje no es un sistema (ergon), sino un proceso (energeia), una continua
batalla entre diferentes puntos de vista: entre diferentes ideologías. Por
tanto, lo que los intrigaba no era la homogeneidad del discurso, sino su
heterogeneidad: las fuerzas centrífugas que se resisten a la integración.
Al igual que el grupo de Bajtin, los estructuralista, de Praga también
rechazaron la radical concepción formalista de la literatura, según la cual,
ésta es una realidad autónoma, por lo que, de un modo similar al de
aquéllos, dieron cuenta de la relativa autonomía de la estructura literaria,
mediante la teoría general de los signos. Dado que los estructuralistas
consideraban toda la cultura humana una construcción semiótica, se vie­
ron forzados a introducir algunos criterios para diferenciar entre sí los
distintos signos-estructuras. Aquí es donde la noción de función se intro­
duce en el vocabulario estructuralista. Enraizada en una visión intencio­
nal del comportamiento humano, esta idea designa la interacción entre
un objeto y los fines que pretende alcanzar. Los estructuralistas subraya­
ban la dimensión social de la funcionalidad, el acuerdo necesario entre
los miembros de un colectivo acerca del propósito para el que sirve un
objeto y los medios prácticos para alcanzar dicho propósito. Desde una
perspectiva funcional, toda estructura semiótica (arte, religión, ciencia)
aparece como un conjunto de normas que regula la adecuación de ciertos
valores establecidos dentro de dichas esferas culturales.
Hemos visto que, tanto los seguidores de Bajtin, como los estructura-
listas de Praga, volvieron a definir el principio fundamental de la ciencia
literaria formalista desde una perspéctica semiótica. Pero no se detuvieron
ahí: también cuestionaron el segundo principio de esta ciencia; a saber,
que sus teorías deben surgir sólo de la información estudiada. La crítica de
Medvedev al formalismo ruso vuelve sobre este aspecto repetidamente.
«En el ámbito de las humanidades, acercarse al material concreto y hacer­

31 Formarnyj metod, cit., p. 29.


EL FORMALISMO RUSO 39

lo correctamente es bastante difícil. Lamentablemente, apelar a los “he­


chos mismos” y al “material concreto” no dice ni muestra demasiado». Y
puesto que de una comprensión adecuada del material disponible depen­
de toda la teoría que lo sigue,

el inicio de la investigación, la primera orientación metodológica el sim­


ple bosquejo del objeto de investigación son de crucial importancia. Son
de un valor decisivo. Uno no puede establecer la orientación metodoló­
gica inicial ad hoc, guiado sólo por su «intuición» subjetiva del objeto32.

Obviamente, esto era de lo que Medvedev acusaba al formalismo. Fru­


to de una «sacrilega unión» entre el positivismo y el futurismo, el forma­
lismo carecía de cualquier fundación filosófica sólida. El estudio literario,
para poder tratar su material adecuadamente, debe proceder a partir de un
punto de vista filosófico bien definido. Este punto de vista, anunció Med­
vedev alegremente, es el marxismo. La sociología poética, que este promul­
gaba, partía del supuesto de que el hecho literario es, ante todo, un hecho
ideológico y el estudio literario una rama de la ciencia global de la ideo­
logía. «Los fundamentos de esta ciencia concerniente a la definición gene­
ral de las superestructuras ideológicas, sus funciones en la unidad de la
vida social, su relación con la base económica y, parcialmente también, su
interacción, los estableció profunda y firmemente el marxismo»33. Aun­
que cabe preguntarse de qué modo la metasemiótica bajtiniana encajaba
en el marxismo soviético oficial y su tosca teoría del reflejo (y, por tanto, si
aquéllos podrían ser de alguna manera considerados marxistas), en reali­
dad, la elección de una etiqueta carece de importancia. La cuestión es que
los seguidores de Bajtin veían la filosofía como el fundamento necesario
para los estudios literarios y los formalistas no.
En este aspecto, los miembros de la Escuela de Praga tal vez eran más
reservados que los bajtinianos, aunque ciertamente no negaron la rele­
vancia de la filosofía para la teoría. Los formalistas se habían considerado
pioneros en la nueva ciencia de la literatura, pero los estructuralistas su­
brayaban la naturaleza interdisciplinar de su tarea y la similitud de sus
principios y métodos a los de otros campos del conocimiento. El «estruc­
turalismo», como Román Jakobson -quien acuñó el término- escribió en
1929, «es la idea que guía la ciencia de nuestros días en sus más dispares
manifestaciones»34. Su aparición anunció el eclipse de una época en la
historia intelectual europea y la inauguración de una nueva.
Otros miembros del Círculo de Praga también se hicieron eco de este
planteamiento del estructuralismo. De acuerdo con Jan Mukarovski, la

32 Ibicl., p. 108.
Ibid., p. 11.
34 «Romantické vseslovanství —nová slavisrika», en Cin 1,11 (1929).
40 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

historia moderna de los estudios sobre Europa está marcada por una os­
cilación entre el deductivismo romántico, que subordinaba los datos
científicos a un sistema filosófico general, y el inductivismo positivista,
que reducía la filosofía a una mera extensión de las ciencias empíricas.
Mukarovski creía que la novedad del estructuralismo radicaba en salvar
esta dicotomía:

La investigación estructuralista [...] opera consciente e intencionada­


mente entre dos extremos: de un lado, los presupuestos filosóficos, del
otro, la experiencia. Estos dos polos tienen una relación similar a la que
se extablece en las ciencias. La experiencia, ni es un objeto pasivo de es­
tudio, ni lo es totalmente determinante, como creían los positivistas, sino
que ambos son mutuamente determinantes.

Para Mukarovski,

el estructuralismo es una actitud intelectual que procede de la conciencia


de esta relación interminable entre la ciencia y la filosofía. Digo «actitud»
para evitar términos como «teoría» o «método» [...] el estructuralismo no
es nada de esto. Es una postura epistemológica [la cursiva es mía] de la que
se obtiene un conocimiento veraz y de la que se siguen con certeza deter­
minadas reglas metodológicas pero que existe independientemente de
ambos, por lo que puede desarrollarlos sin ninguna restricción35.

Al contrastar el formalismo ruso con estos dos proyectos globales (la


metasemiótica bajtiniana y el estructuralismo de Praga), su naturaleza
queda clara. Se trata de un periodo de transición en la historia de los es­
tudios literarios. Esta caracterización, sin embargo, no debe entenderse
como un menosprecio al significado histórico del formalismo ruso. Sin
su radical desestabilización de la crítica tradicional y su incansable bús­
queda de perspectivas inéditas, la aparición de nuevos paradigmas en esta
disciplina no hubiera sido posible. Y, en tanto que esos paradigmas teóri-
co-literarios que inauguró el formalismo ruso aún perviven entre noso­
tros, éste queda, no como una curiosidad histórica, sino como una pre­
sencia vital en el discurso teórico de nuestros días.

35 «Stukturalismus v csteticc a ve vedé o litcrature», en Kapitoly z cesképoetiky,


vol. I, Praga, 21948, pp. 13-15-

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Estructuralismo:
ORIGEN, INFLUENCIA Y REPERCUSIONES

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2
El estructuralismo de la Escuela de Praga

El trabajo preliminar en poética estructural llevado a cabo por los for­


malistas rusos se convirtió, de la mano del Círculo lingüístico de Praga
(CLP), en el primer sistema de estructuralismo literario del siglo XX. Las co­
nexiones tanto teóricas como personales entre las escuelas de Moscú y de
Praga son bien conocidas. Jan Mukarovski, el más destacado teórico litera­
rio de la Escuela de Praga, reconoció que el sistema conceptual de su prime­
ra obra importante, el monográfico Afoyde 1928, se debía a la influencia de
los formalistas rusos (Kapitoli, II, p. 12). Posteriormente, en su reseña de la
traducción checa de Teoría de ¿z prosa de Shklovski, aparecida en 1934, Mu­
karovski resumía no sólo la deuda contraída sino también la crítica checa del
formalismo ruso originario («Kceskému prekladu», Kapitoli, I, pp. 244-250;
Steiner, The Word, pp. 134-142). El primer presidente del CLP, Vilém Mat-
hesius, al repasar los diez primeros años de actividades del Círculo de Praga
en 1936, alababa la contribución de los especialistas rusos, aunque subraya­
ba los orígenes locales del pensamiento de la Escuela de Praga. Mathesius di­
sentía abiertamente de la idea de que el trabajo hecho en Praga no era más
que una aplicación de la lingüística y las tendencias teórico-literarias rusas:
la «simbiosis de trabajo» lograda en el Círculo de Praga es un «un mutuo
toma y daca» («Deset let», pp. 149 ss.; cfr. Renski, «Román Jakobson»,
p. 380). Ese mismo año, Román Jakobson, que pertenecía a ambas escuelas,
también habló de «una simbiosis entre el pensamiento ruso y el checoslova­
co», pero apuntando también las influencias de las ciencias europeas y ame­
ricanas. Una síntesis tal no era excepcional en Praga: «Estar en el cruce de ca­
minos de varias culturas ha sido siempre una característica del mundo
checoslovaco» («Die Arbeit», SW, vol. II, p. 547). Hoy, desde una perspecti­
va histórica, la Escuela de Praga aparece como una de las manifestaciones del
último florecimiento de la cultura cen tro euro pea1. En el corto periodo que va
de 1910 a 1930, Europa central dio a luz diferentes sistemas teóricos que do­
minarían el curso intelectual del siglo XX: la fenomenología (Husserl, Ingar-
den), el psicoanálisis (Freud, Rank), el neopositivismo (el Círculo de Viena),
la psicología de la Gestalt (Wertheimer, Kóhler, Kofifka), la Escuela de lógi­
ca de Varsovia (Lesnievsky, Tarski) y, por último, aunque no por ello menos
importante, el estructuralismo (el Círculo de Praga). El CLP era considera-*

' Una panorámica contemporánea, sobre las posturas teóricas de la Escuela de


Praga en el contexto intelectual de entreguerras, puede encontrarse en SUS, «Prc-
conditions»; M. Cervenka, «Grundkategorien»; L. Matejka, «Postscript»; Fokkema y
Kunne-IBSCH, Theories, pp. 10-49; Rcnsky, «Román Jakobson»; P. Steiner, Elfor­
malismo ruso. Una metapoética, Madrid, Akal, 2001.
44 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

do centroeuropeo, no sólo por la distinta nacionalidad de sus miembros,


sino también por los vivos contactos académicos que mantenía con otros es­
pecialistas (Husserl, Carnap, Utitz y otros).

Historia

El Círculo lingüístico de Praga nació el 6 de octubre de 1926, cuando


Vilém Mathesius, director del Departamento de inglés en la Universidad
de Carlos, y cuatro de sus colegas (R. Jakobson, B. Havránek, B. Trnka,
J. Rvpka) se reunieron para discutir una conferencia presentada por el jo­
ven lingüista alemán H. Becker. Mathesius no sólo organizó el grupo sino
que también le dio una clara orientación teórica23.El Círculo se constituyó
rápidamente en una asociación internacional de unos cincuenta miem­
bros que incluía, junto a sus fundadores, a J. Mukarovski, O. Fischer,
N. V. Trubeckoi, S. Karcevski, P. Bogatyrév, D. Cyzvski y F. Slotty. En la
década de los treinta, un grupo de jóvenes especialistas entró a formar par­
te del Círculo, entre ellos estaban R. Wellek, F. Vodicka, J. Veltruski,
J. Prusek y J. Vachek. Al principio, las investigaciones hechas públicas en
las reuniones periódicas trataban de lingüística teórica, pero las cuestiones
sobre poética no tardarían en convertirse en un tema igualmente impor­
tante. La etnología, la antropología, la filosofía y la teoría legal también se
tratarían L La serie de trabajos académicos internacionales del Círculo, 7nz-
vaux du Cercle Linguistique de Prage (TCLP) (1929-1939), recoge en ocho
volúmenes contribuciones germinales de miembros y «compañeros de via­
je» escritas en francés, inglés y alemán. En 1928, los participantes del Círcu­
lo de Praga en el primer Congreso internacional de lingüística celebrado en
la Haya escribieron, junto a los miembros de la escuela de Ginebra, un do­
cumento donde se indicaban los principios de la nueva lingüística estructu­
ral. El programático «Thcses du Cercle Linguistique de Prague» (expuesto
en el primer Congreso internacional de eslavistas que tuvo lugar en Praga y
publicado en TCLP, I, 1929) presentaba la teoría estructuralista del lengua­

2 Mathesius Fue uno de los primeros lingüistas del siglo XX que criticó el legado
histórico de la escuela neogramática. Alrededor de 1912, cuatro años antes de que
apareciera el Cours de linguistiquegenérale (Curso de lingüistica general) de Ferdinand
de Saussure, Mathesius publicó un artículo «On the potentiality of linguistic pheno-
mena» (traducido al ingles en Vachek, Reader, pp. 1-32) donde reclama una aproxi­
mación al lenguaje sincrónica y füncionalista. El artículo permaneció oculto en una
publicación académica de tintes esotéricos pero, en la década de 1920, cuando la
obra de Saussure y sus discípulos rusos fue conocida en Praga, muchos de los jóvenes
lingüistas reconocieron la influencia y el papel pionero de Mathesius.
3 Un listado de las conferencias presentadas en la CLP entre 1926 y 1948 se re­
cogen en Matejka (ed.), Sound, pp. 607-622.
EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 45

je, del lenguaje literario y del lenguaje poético. En 1932, en los documentos
del tercer Congreso internacional de fonética de Amsterdam, se utilizó por
vez primera el nombre de «L’Écolc de Prague», aunque de un modo restrin­
gido, en referencia a la novedosa fonología del CLP.
En la década de los años treinta, el Círculo emergió como un influyen­
te grupo cultural en la escena nacional checoslovaca. Su primera contribu­
ción de este tipo fue un tributo al filósofo y presidente de la República
checoslovaca E. G. Masaryk, con motivo de su ochenta cumpleaños: un pe­
queño volumen, Masaryk a rec (Masaryky el lenguaje, 1930), con trabajos
de Mukarovski y Jakobson. El CLP atrajo enormemente la atención cuan­
do sus miembros, aliados con escritores y poetas vanguardistas checoslova­
cos4, se opusieron a los más puristas que pretendían, pedantemente, limitar
la posibilidad experimental del lenguaje poético contemporáneo. El ciclo
de polémicas y programáticas conferencias publicadas en Spisovná cestina a
jazyková kultura (Lenguajey cultura checoslovaca común, 1932) formulaban
los principios del CLP sobre estrategias, lenguaje y cultura que hoy conti­
núan siendo igualmente significativos (véase también Garvín, «Role»). No
menos duraderos son los estudios sobre la historia del verso checoslovaco
antiguo y moderno (Jakobson y Mukarovski) y acerca de la dialéctica y la
historia del lenguaje literario checoslovacos (ambos debidos a Havránek),
aparecidos en un volumen especial de Ottuiu slovnik naueny (Enciclopedia
de Otta, 1934). A partir de 1935, el CLP publicó su propia revista, Slovo a
slovesnot (La palabra y el arte verbal), cuyo título juega con el afortunado
parentesco etimológico existente en las lenguas eslavas entre «lenguaje» y
«literatura». Esta publicación se convirtiría pronto en un influyente foro de
discusión para la lingüística y la teoría literaria. La gran difusión de tres im­
portantes recopilaciones reforzaron la posición del CLP en el ámbito cultu­
ral en un momento de gran efervescencia política: un volumen conmemora­
tivo Torso a tajemstvt Máchova déla (Torso y el misterio de la obra de Macha,
1938), una obra colectiva de divulgación, Cteni o jazyce apoesii (Lecturas so­
bre lenguaje y poesía, 1942) y un ciclo de emisiones de radio, O básnickem
jazyce (Acerca del lenguaje poético, 1947).

4 La alianza entre las teorías progresistas y los artistas vanguardistas fue ya olvida­
da, y así continuaría durante largo tiempo, antes de la formación del CLP. Jan Mu­
karovski estuvo muy próximo al poeta surrealista Vítézslav Nezval y a la prosa expe­
rimental del escritor Vladislav Vancura. Román Jakobson, que había sido un miembro
activo de la vanguardia poética rusa, contaba con contactos entre los poetas y artistas
checos desde antes de establecerse en Praga: «Los jóvenes poetas y artistas checos me
hicieron miembro de su círculo, por lo que llegue a sentirme muy próximo a ellos
[...] Mi profundo conocimiento de los círculos artísticos checos me permitió com­
prender la importancia del arte literario checo de la Edad Media hasta nuestros días»
(Dialogues, p. 143: cfr. Linhartová, «La place»; Ef'fcnbcrgcr, «Román Jakobson»; To­
man, «Chemical laboratory»).
46 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

La influencia del CLP crecía a la vez que aumentaban sus críticos,


provenientes tanto de la derecha (los tradicionalistas en las ciencias del
lenguaje y la literatura) como de la izquierda (los marxistas). Los inter­
cambios entre miembros del CLP y los defensores del marxismo (que tu­
vieron lugar entre 1930 y 1934) representan, probablemente, la primera
confrontación entre el estructuralismo y el marxismo en el siglo XX.
En los últimos días de independencia de Checoslovaquia e incluso du­
rante la ocupación alemana, los miembros de la Escuela de Praga trabajaron
denodadamente para sistematizar la poética y la estética estructural y publi­
caron sus mejores trabajos de análisis literario. Cuando los nazis cerraron las
universidades checoslovacas en noviembre de 1939, las reuniones del Círcu­
lo continuaron celebrándose en domicilios particulares. Sus actividades pú­
blicas no volverían a la normalidad hasta junio de 1945 pero, para entonces,
algunos de los líderes del CLP ya no estaban, bien por haber fallecido (como
Trubeckoi y Mathesius), bien por encontrarse en el exilio (como era el caso de
Jakobson y Wellek). Sin embargo, fueron bastantes los miembros del Círcu­
lo de Praga que ocuparon puestos muy importantes en las universidades che­
coslovacas y en la recientemente establecida Academia checoslovaca de Cien­
cias. De hecho, el breve periodo democrático en la Checoslovaquia de
postguerra (entre mayo de 1945 y febrero de 1948) fue el periodo más fruc­
tífero del estructuralismo del Círculo de Praga. En 1946, Mukarovski visita­
ba París y ofrecía una conferencia sobre el estructuralismo en el Instituto de
estudios eslavos, que representaría la última y más concisa exposición del
pensamiento de la Escuela de Praga, pensada para un auditorio extranjero.
Esta conferencia no se publicó nunca en francés y, de hecho, no tuvo ningu­
na relevancia en la escena intelectual parisina. En 1948, vio la luz el segundo
de una serie de tres volúmenes de obras seleccionadas de Mukarovsky, Kapi-
toly z cesképoetiky fCapítulos de una poética checa) y el monográfico de Vodic-
ka, Pocatky krásnéprózy novoceské (Los inicios de la prosa artística checoslovaca).
Las actividades del grupo acabarían bruscamente poco tiempo después. Su
última conferencia tuvo lugar el 13 de diciembre de 1948.
El CLP no era una complaciente sociedad de elogios mutuos. Las di­
ferencias de opiniones, los intercambios polémicos y las tensiones perso­
nales eran inevitables en un grupo de discusión'1. Sin embargo, en sus
presupuestos básicos sobre la literatura y su estudio, el Círculo de Praga*

' Jakobson reflejaba el ambiente de los círculos de Moscú y de Praga con las si­
guientes palabras: «Recordando su apasionamiento, las impetuosas discusiones con
las que examinaban, incitaban y estimulaban nuestro pensamiento científico, debo
confesar que nunca antes y tampoco después he asistido a debates instructivos de
una fuerza creativa similar» (SW, vol. II, p. vi). Wellek hacía honor al espíritu de la
escuela de Praga cuando señalaba que su profunda deuda hacia la obra de Mu­
karovski, Jakobson y a la estimulante atmósfera del CLP: «la mejor manera de ex­
presarla es mediante una colaboración crítica» («Thcory», p. 192, 39).
EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 47

era más homogéneo que el formalismo ruso, por lo que puede ofrecerse
una visión sinóptica de su teoría.

Teoría

Según Mathesius, las ideas del CLP obtuvieron un rápido éxito por­
que no eran el producto de la casualidad, sino que satisfacían una «pro­
nunciada necesidad intelectual» de la comunidad científica internacional
(«Desct let», p. 137). El estructuralismo de Praga era el desarrollo de una
de las corrientes principales del pensamiento del siglo XX: un estadio en el
paradigma postpositivista de la poética y la lingüística que habían inau­
gurado Ferdinand de Saussure y el formalismo ruso.

La epistemología del Círculo de Praga

Los teóricos de la poesía del Círculo de Praga reformularon las cues­


tiones tradicionales de los estudios literarios mediante una avanzada epis­
temología postpositivista basada en los siguientes principios6.
Primero, el estudio de la literatura, de acuerdo con el pensamiento cien­
tífico moderno, adopta un enfoque estructural. Jakobson definió los prin­
cipios de este enfoque en un ensayo de 1929 donde se acuñó por primera
vez el término «estructuralismo»:

Si tuviéramos que resumir la idea que guía a la ciencia de nuestros días


en sus más dispares manifestaciones, difícilmente podríamos encontrar un
término más apropiado que el de estructuralismo. Cualquier conjunto de
fenómenos examinados por las ciencias contemporáneas se aborda, no
como una aglomeración de elementos, sino como un rodo estructural cuya
tarea esencial es la de revelar las leyes internas, ya sean fijas o mutables, de
ese sistema (citado en «Retrospect», SW, vol. II, p. 711).

6 Este logro hubiera sido imposible sin la estrecha contribución de algunas de las
teorías lingüísticas y literarias clásicas del Círculo de Praga. De acuerdo con iMathc-
sius, «la lingüística es la aliada natural de la teoría literaria» («Dcsct let», p. 145). Io­
dos los lingüistas de la Escuela de Praga, incluyendo a Mathesius, estuvieron profun­
damente implicados en el estudio de la literatura y movían sus teorías literarias con
perfecta comodidad dentro de las teorías lingüísticas. Es necesario recalcar que la Es­
cuela de Praga se insertó en la tradición de mutuo intercambio entre los estudios de
lingüística y literatura inaugurada por Wilhclm von Humbolt y continuada por Fer­
dinand de Saussure (véase Dolezel, Occidental Poetics). El estudio del lenguaje poéti­
co y literario estimuló en el Círculo de Praga significativas innovaciones dentro de la
teoría lingüística como, por ejemplo, la formulación de los principios de la fonología
(Jakobson y Pomorska, Dialogues, p. 22).

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48 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Según Mukarovski, el estructuralismo es una «postura epistemológica»


cuyo principal interés consiste en la «manera mediante la que forma sus
conceptos y opera con ellos». Desde la perspectiva estructuralista, «el siste­
ma conceptual de cada disciplina particular es una red de relaciones inter­
nas. Cada concepto está determinado por todos los demás y, por su parte,
cada concepto determina a los demás. Así, un concepto está inequívoca­
mente definido por el lugar que ocupa en el sistema conceptual más que
por la enumeración de sus contenidos» («Strukturalismus», Chapters, vol. I,
p. 13; Prague School, p. 68) .
Segundo, la poética del Círculo de Praga es una teoría empírica. Su
ámbito, problemas y metalenguaje se desarrollaron en un constante in­
tercambio con el análisis literario concreto. Vodicka llamó la atención so­
bre este aspecto del trabajo de Mukarovski cuando evaluó el método de
su maestro: «Mukarovski no partía de los problemas filosóficos generales
de estética, sino del estudio empírico del material verbal en las obras lite­
rarias» («Integrity», p. 11). Cuando, por su parte, Cervenka evaluó la
obra de su maestro Vodicka, dio con el mismo principio metodológico:

Hoy se especula bastante acerca de la relación entre el marxismo y el


estructuralismo, entre el existencialismo y el estructuralismo, etc., como
si se estuviera considerando un enfrentamiento entre diferentes tenden­
cias filosóficas. Sin embargo, el estructuralismo, tal como lo concibieron
Mukarovski, Jakobson, Vodicka y sus discípulos [...] no es una filosofía,
sino una tendencia metodológica en ciertas ciencias, especialmente aque­
llas relacionadas con los sistemas de signos y sus usos concretos («O
Vodckove metodologii», p. 331).

Tercero, el estudio de la literatura combina la poética abstracta de ca­


tegorías universales con la poética descriptiva, interesada en obras litera­
rias particulares. El Círculo de Praga no estudió este principio epistemo­
lógico teóricamente sino que lo llevó a la práctica en sus escritos. El
modelo quedó pautado por Mukarovski en el número monográfico «Má-
chuv Maj» de la revista Kapitoly. En la introducción, Mukarovsky pre­
sentaba un marco teórico para la descripción de estructuras poéticas (véa­
se más abajo) y, seguidamente, describía, en los términos fijados por esa
estructura, una obra maestra del romanticismo checoslovaco, desde su
patrón fonético, pasando por sus mecanismos semánticos, hasta su orga-

Mukafovski señaló algunos paralelismos, así como las diferencias entre el es­
tructuralismo y el holismo biológico (Smuts) («K pojmosloví», Kapitoly, vol. I, p. 29).
Trnka consideraba la lógica rclacional de Russcll como uno de los inspiradores del es­
tructuralismo («I.inguisrics», p. 1 59). La relación del estructuralismo con la lógica de
conjuntos del siglo xx —mcrcología (Husscrl, Lesniewski)— sólo ha sido investigada
muy recientemente (véase Smith y Mulligan, «Pieces»).
EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 49

nización temática. En su obra sobre los comienzos de la prosa artística


checa, Vodicka adoptaba un método de presentación que más tarde po­
pularizaría Roland Barthes en S/X una parte de análisis de determinados
textos se combina con reflexiones teóricas sobre temas sugeridos a partir
de los mismos. En su investigación poética más famosa, Jakobson plan­
teó el problema teórico de las categorías gramaticales en poesía, diluci­
dándolas a partir del análisis de una serie de poemas con el objetivo de re­
velar su parrón gramatical característico.
Cuarto, la epistemología del Círculo de Praga fijó una diferencia fun­
damental entre el simple lector y el experto estudioso de la literatura. De
acuerdo con Jakobson, un poema, al igual que una composición musical,
«ofrece al lector la posibilidad de obtener una percepción artística, pero
no le provocará, ni la necesidad de obtenerla, ni le dotará de la competen­
cia para llevar a cabo un análisis científico» {Dialogues, p. 1 16 y ss.). En el
estructuralismo de postguerra, este principio epistemológico se reforzaría
con la teoría matemática de la comunicación (véase Cherry, Communica-
tion, pp. 89 ss.). Pero, desde el Círculo de Praga, eran conscientes de que
un hipotético estudiante de las comunicaciones humanas es algo más que
un mero ingeniero de señales ya que tiene que trabajar con fenómenos
semánticos y culturales. Su postura epistemológica no puede ser monolí­
tica, se adapta dependiendo de la condición y el objetivo de su investiga­
ción. En un «estadio preliminar», el estudiante podría trabajar como si se
tratara del «espectador más distante y externo», de un «criptoanalista»;
pero este estadio conduce hacia un «enfoque interno» del lenguaje estudia­
do, donde el espectador desempeñará el papel de «un participante poten­
cial o actual en el intercambio de mensajes verbales entre los miembros
de la comunidad de hablantes, un compañero activo o pasivo de dicha
comunidad» (Jakobson, «Linguistics and communication», SW, vol. III,
p. 574). Esta capacidad de movimiento dota a los estudiantes de las co­
municaciones humanas de una eficaz versatilidad epistemológica: como
«criptoanalistas», los estudiantes van «del texto al código», pero como es­
pectadores participantes son capaces de comprender «el texto a través del
código» (Jakobson, «Zeichen», SW, vol. II, p. 277). Estas posiciones epis­
temológicas satisfacen las diferentes necesidades de los teóricos literarios
sin confundir las actividades literarias prácticas (tales como leer o escri­
bir) con las actividades cognitivas orientadas a la comprensión teórica.

La especificidad de la comunicación literaria

El paradigma postpositivista que caracteriza a la epistemología del Círcu­


lo de Praga fue igualmente decisivo para la formulación de sus objetivos te­
óricos respecto a la naturaleza de la literatura. La Escuela de Praga esbozó
una teoría genérica de la literatura dentro de los límites establecidos por la
50 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

semiótica general y la estética semiótica* La opción semiótica contrastaba ra­


dicalmente con los estudios literarios tradicionales:

Sin una orientación semiótica, los teóricos del arte se verán siempre
inclinados a considerar la obra de arte como una construcción puramen­
te formal, o como una expresión de la mente del autor o, incluso, como
disposiciones fisiológicas, o producto de la realidad expresada por la obra
o, tpizá, como el reflejo de la situación ideológica, económica, social y
cultural de un determinado grupo (Mukarovski, «L Art *, Studie z este-
tifay, p. 87; ófractwrr, p. 87)-

La estética semiótica es una negación de toda forma de deterninismo,


que contrasta con las concepciones establecidas del arte, especialmente con
las concepciones formalista, expresionista, mimética y sociológica.
Es bien sabido que la semiótica de la literatura del siglo XX se inspiró
notablemente en la lingüística de Saussure. Sin embargo, el Círculo de Pra­
ga no subsumíó ní la literatura ní otras expresiones artísticas bajo el mode­
lo lingüístico. La estética aparecía más directamente ligada a la semiótica
general, que mediada por los postulados de la lingüística (véase al respecto
el capítulo 4)* Todas las expresiones artísticas (la literatura, las artes visuales,
la música, el teatro, el cine, la arquitectura, el arte popular, etc.) forman
parte del reino de los signos estéticos, aunque su base material, modos de
significación y canales sociales de transmisión sean substancialmente dife­
rentes. El lenguaje, la literatura y el arte son sistemas específicos dentro del
sistema más amplio de la cultura humana, y su estudio semiótico requiere
modelos y métodos adecuados para cada uno de ellos.
Una idea central en la semiótica de la literatura de la Escuela de Praga
es la de la literatura como una forma de comunicación. Al menos desde la
poética romántica, esta idea defiende la existencia de rasgos específicos en
la producción, la estructura y la recepción del «mensaje» poético (el texto).
Los miembros de la Escuela de Praga encontraron un marco teórico esti­
mulante en la obra de Karl Bühler (especialmente en su Sprachtheone). En
su «Organonmodel», Bühler identificaba tres factores fundamentales im­
plicados en toda comunicación hablada: el emisor, el receptor y el referen­
te (esto es, los «objetos» o «hechos» sobre los que se habla). Partiendo de
este modelo, Bühler deducía tres funciones básicas del lenguaje: la función
expresiva (Ausdruck) orienta la comunicación hacia el emisor; la función co-
nativa (Áppel), hacia el receptor, y la función referencial (Darstdlnng)} hacia
el referente5. Mientras que estas tres funciones se distinguen teóricamente,
cada comunicación hablada implica las tres, que operan de un modo jerár-

mino «función» no se emplea en un sencido matemático, sino en el sentido de «propó


sito», «objetivo» (cfr. Skalicka, «Strukturalismus»; Holcnstein, Approach, p. 121).

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EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 51

quico, siendo la función dominante la que determina el carácter de la co­


municación hablada”.
El funcionalismo de Bühler fue adoptado y modificado por la Escue­
la de Praga. No es sorprendente que la primera modificación estuviera
motivada por la necesidad de dar cuenta de la propia comunicación lite­
raria (poética). Mukarovski -ignorado por Bühler- se percató de que la
naturaleza del enunciado poético requería la activación de un cuarto fac­
tor de la comunicación humana: el lenguaje mismo (es decir, el signo lin­
güístico). Así se descubre la función estética que viene a definirse en opo­
sición a las demás. La función estética, «anulando todo objetivo externo,
convierte un instrumento en un fin» («Estetika», Kapitoly, vol. I, p. 42).
Sin embargo, la «ncgatividad» de la función estética en comparación con
las otras funciones lingüísticas deviene en «cualidad positiva» cuando se
tienen en cuenta sus repercusiones para la existencia y la experiencia hu­
manas. «Los fenómenos estéticos hacen al ser humano constantemente
consciente de las muchas caras y la diversidad de la realidad» (ibid.). Para
los especialistas de la Escuela de Praga, las actividades estéticas eran fun­
cionalmente distintas de las actividades prácticas pero, no por ello, menos
necesarias en la existencia del ser humano (cfr. Chvatik, «Strukturalis­
mus», p. 140; van der Eng, «Effectiviness»; Schmid, «Funktionsbegriff»,
p. 461; Kalivoda, «Typologie»).
El segundo estadio en el desarrollo del modelo de Bühler, el conocido
esquema de la comunicación lingüística de Jakobson («Linguistics», SW,
vol. III, pp. 18-51), fue formulado mucho después, pero tiene sus raíces
en el funcionalismo de la Escuela de Praga. Inspirado por la teoría mate­
mática de la comunicación, Jakobson amplió hasta seis los elementos de la
comunicación (emisor, receptor, mensaje, contexto [referente], contacto
[canal] y código) y, consecuentemente, distinguió seis funciones lingüísti­
cas (la emotiva, la conativa, la poética, la referencial, la fática y la metalin-
güística). Por lo que respecta a la función poética, Jakobson dio un paso
importante, aunque pocos lo apreciaron, al definirla como «la orientación
[Einstellung] hacia el “mensaje” como tal, centrado en el mensaje por él
mismo» (ibid., p. 25). Este desplazamiento del enfoque de Mukarovski
deja de centrarse en el «signo» (el lenguaje, el «código») para hacerlo en el
«mensaje» (el texto), lo cual es indicativo de la concepción de la literatura en
la postguerra, al concibirse como texto más que como lenguaje.
La popularidad del sistema de funciones lingüísticas de Bühler proba­
blemente explique por qué una versión alternativa de la lingüística fun­
cional de la Escuela de Praga ha pasado prácticamente desapercibida. El

9 En referencia específicamente a la tradición bühleriana, Holenstein («Poetry»)


promulgó la idea de «polifuncionalidad» como el mayor logro del pensamiento fun-
cionalista moderno (véanse también Brekman, Strukturalismus, pp. 95 y ss.; Chvatik,
Strukturalismus, pp. 138 y ss.; Martínez-Bonati, Discourse, p. 54).
52 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

desarrollo de esta lingüística funcional estaba incentivado por el interés


de la Escuela de Praga en la teoría del lenguaje (literario) ordinario, a su
vez estimulado por la polémica de 1932 (véase más arriba, «Historia»).
Su representante más sobresaliente, Bohuslav Havránek, apuntó que el
lenguaje ordinario, en tanto que principal herramienta de comunicación
en la sociedad moderna, tiene que servir a muchas «funciones sociales»
especializadas («Funkdc», Studie, p. 16), como pueden ser las de expresar
«el pensamiento filosófico, científico, político, legal y administrativo»
(«Ukoly», Studie, p. 20). Obviamente, el término «función social» que
utiliza Havránek quiere designar el papel del lenguaje ordinario en la di­
versidad de actividades sociales y, especialmente, culturales que son lleva­
das a cabo con su ayuda. Sin embargo, no se ofreció ningún modelo so­
ciológico que sustentara estas actividades y, por tanto, esta versión de la
lingüística funcional de la Escuela de Praga se quedó sin una base teórica.
En una clasificación ad hoc, Havránek sugirió la siguiente lista de funcio­
nes lingüísticas y de sus correspondientes lenguajes funcionales:

a) Función de la comunicación cotidiana - lenguaje conversacional.


b) Función tecnológica - lenguaje técnico.
c) Función teórica — lenguaje científico.
d) Función estética - lenguaje poético.
(«Ukoly», Studie, p. 49; Garvín, Reader, p. 14)

Aunque la «función estética» y el «lenguaje poético» no aparecen en el mis­


mo lugar que en la categorización que Mukarovski hace siguiendo a Bühler,
Havránek no reinterpretó estas nociones sino que, más bien, volvió a incidir
en el contraste entre el lenguaje poético y los lenguajes con funciones comuni­
cativas (conversacional, técnica y científica) (ibid., p. 51; ibid., p. 15)'“.
La lingüística funcional ofrecía el marco de contrastación necesario
para definir el carácter específico de la función estética/poética del lengua­
je. En sus últimos trabajos, Mukarovski separó la función estética del «ob­
jeto» (el lenguaje o el texto) y la enraizó en el «sujeto» (el usuario). Una
función se define ahora como «un modo de autorrealización de un sujeto
vis-a-vis con el mundo exterior» y se sugiere una nueva tipología de fun­
ciones «puramente fenomenológica» en la que se distinguen las funciones
inmediatas (prácticas y teóricas) de las funciones semióticas (simbólicas y
estéticas) («Misto», Studie z estetike, p. 69; Structure, p. 40; cfr. Vodicka,
«Integriti», pp. 13 y ss.; Veltruski, «Mukarovskjb>, pp. 142-145). La fun­
ción estética sigue comparándose «con cada función lingüística individual

El funcionalismo sociológico de Havránek tiene su justo paralelo en la etno­


grafía funcionalista, que tuvo en Praga como pionero a Bogatyjov, especialmente con
sus functions. Hallamos aquí una precoz formulación de la idea de semiosis social
(cfr. Halliday, Explorations).
EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 53

y con cada conjunto de funciones» («K problému», Studiez estetiky, p. 200;


Stucture, p. 244). Pero su enraizamiento en el sujeto trae consigo una rela-
tivización radical de su dominio. El reino de los fenómenos estéticos de­
viene esencialmente inestable, y se reconfigura continuamente mediante
cambios funcionales fundamentales: «La función estética se aplica de in­
mediato y se incrementa proporcionalmente donde quiera que otras fun­
ciones lingüísticas se hayan debilitado, retirado o cambiado. Además, no
hay objeto que no pueda portarla o, por el contrario, no hay un objeto
que necesariamente tenga que ser su portador» (ibid.).
Este alejamiento del funcionalismo bühleriano pone de manifiesto la
temporal implicación de Mukarovski en la estética fenomenológica a fina­
les de los años treinta. Al mismo tiempo, en sus escritos puede apreciarse
un desplazamiento del metalenguaje analítico hacia unas floridas pero
vagas metáforas poéticas. Esto confirma que las doctrinas de la Escuela de
Praga se hallaban en el cruce de caminos de varias tendencias intelectua­
les. En sus repetidos intentos por definir los aspectos distintivos de la co­
municación literaria, los miembros de la Escuela de Praga se adentraron
por tres sendas: la lingüística, la sociológica y la fenomenológica. Aunque
las similitudes y diferencias entre estas aproximaciones eran difícilmente
distinguibles en su momento, ahora estamos capacitados para apreciar
que éstas representan el contexto intelectual en el que surgió la semiótica
del Círculo de Praga.

La estructura literaria

En consonancia con su epistemología estructuralista (véase más arri­


ba), la poética de la Escuela de Praga consideraba las obras literarias como
casos específicos, como estructuras poéticas (estéticas). Lo que consiguie­
ron con ésto fue un desarrollo substancial del modelo de la estructura poé­
tica11. El estructuralismo de la Escuela de Praga favorece un modelo es-
tratificacional de las estructuras significativas, cuya versión lingüística
concibe el lenguaje como una estructura consistente en varios niveles de
entidades (fonéticas, morfológicas, léxicas, sintácticas) diferenciados pero
integrados (cfr. Danés, «Strata»).*lo

11 La tradición del modelo estructural en lo que se refiere a los estudios de poéti­


ca se remonta a Aristóteles, a su teoría sobre la tragedia, que a su vez se basa en los
principios generales de su lógica y su filosofía de la ciencia. En el Romanticismo,
bajo la influencia del pensamiento organicista, el modelo estructural podríamos ver­
lo reflejado en el modelo morfológico. El estructuralismo de la Escuela de Praga
inaugura la versión semiótica de este modelo. La evolución del modelo estructural
desde su estado lógico al morfológico y, de ahí, al scmiológico representa el principal
hilo conductor de la historia de la poética (véase Dolezel, Occidental Poetics).
54 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

De igual manera, el modelo estratificacional de la poética concibe la


estructura literaria como una jerarquía de niveles. Desde el principio, sin
embargo, este modelo estratificacional presentaba dos aspectos que lo
distinguían considerablemente de sus equivalentes lingüísticos: a) los ni­
veles verbales (fonético y semántico) se complementan con el nivel extra-
lingüístico temático (la «estructura temática»); b) la oposición estética
entre «materia» y «forma» se superpone a todos los niveles. La indepen­
dencia del nivel temático respecto al lenguaje la enunció explícitamente
Mukarovski: «Nosotros no [*.*] intentaremos reducir los elementos temá­
ticos y lingüísticos a un so o concepto, como han hecho quienes dicen
que en las obras literarias sólo hay elementos lingüísticos»- Sin embargo,
Mukarovski también hizo énfasis en el vínculo necesario entre los niveles
lingüístico y temático: las entidades temáticas de la literatura no pueden
expresarse más que verbalmente (lingüísticamente). Los temas y el len­
guaje son el «material» de la literatura* Este «material» es transformado
en una estructura estéticamente efectiva por la forma, que en la novedo­
sa formulación de Mukarovski sería la fuerza dinámica resultante de dos
procedimientos que operan conjuntamente: deformación y organización.
La deformación, «una alteración evidente, incluso violenta, de la forma
original de la materia» (ibid.) es una condición necesaria, aunque no su­
ficiente, para la organización estética, ya que la deformación también
puede encontrarse en el discurso emocional o patológico, donde carece
de función estética. El modelo de la estructura poética requiere el empa­
rejamiento de la deformación con la organización, lo que es posible de
dos modos: a) la deformación se desarrolla de un modo sistemático, lo
que da lugar a «mecanismos formales»; b) los mecanismos formales man­
tienen entre sí una relación que establece sus «correspondencias».
Esta reconstrucción del modelo estructural de Mukarovski zanja la reite­
rada cuestión de que la poética del Círculo de Praga no se basaba más que en
el concepto de «desvío»12. Lo que es más, el limitado papel de la lingüística
en el modelo poético se hace patente: su dominio es el «material» de los ele­
mentos del lenguaje, que no pueden describirse sin unos conceptos y catego­

12 El origen de esta distorsión se encuentra en el artículo de Mukarovski «Standard


languagc and poetic languagc» dado a conocer rápidamente por su temprana traduc­
ción al inglés (Garvín, fieader). Es recomendable leer este artículo al margen de su po­
lémico contexto: en oposición a las arbitrarias restricciones impuestas por el conserva­
durismo de los puristas checos (véase ffistorírt), iMukafovski defiende el derecho del
lenguaje de la poesía moderna de «desviarse» de las normas del checo estándar. Merito­
rios estudios sobre la poética de la Escuela de
principios estéticos: «El lenguaje poético se ha de apreciar como la organizada y siste­
mática violación de las normas del lenguaje, que se caracterizan por su estricta regulari­
dad» (Bulygina, «Prazskaja skola», p. 118; las cursivas son nuestras). Van Peer etiquetó
este principio estético como «priorización sistemática» (Sty/úttcí, p. 7).

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EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 55

rías lingüísticas precisas; pero el núcleo del modelo del Círculo de Praga —la
estructuración estética— requiere un sistema poeto lógico conceptual especial
La estética semiótica que Mukarovski desarrolló en la década de los
treinta modificó substancialmente su modelo original. La diferencia entre
«materia» y «forma» se relativiza cuando todos los constituyentes de la es­
tructura poética tienen asignados «valores creadores de sentido»: «Todos los
constituyentes tradicionalmente denominados formales son [...] vehículos
del significado» signos parciales en una obra de arte» («O strukturalismu»,
Studie z estetiky, pp. 112 y ss.; Structure, pp, 10 y ss.). Desde una perspecti­
va semiótica j una obra literaria es una estructura absolutamente sem antiza­
da, Una semantización que no sólo influye en la dimensión «vertical» (es­
tratificada), sino también en la dimensión «horizontal» (lineal) del modelo»
El texto poético no es una progresión temporal unidireccional, sino un pro­
ceso de acumulación semántica, un «crecimiento» bidireccíonal de sentido
dentro del enunciado y más allá de él («O jazyce», Kapitoly, vol. I, pp. 113-
121; Word, pp, 46-55)- La acumulación semántica, reconstruida por el lec­
tor, procura la coherencia y la totalidad del texto poético:

Cada nuevo signo parcial que el receptor capta durante el proceso de


recepción [...] no sólo se asocia con los signos va presentes en la conciencia
de éste, sino que también transforma de un modo u otro sus sentidos. In­
versamente, los signos ya presentes en la conciencia condicionan el signifi­
cado de cada nuevo signo percibido. («O strukturalismu»» Studie z estetiky
pp. 112 y ss.; Strueture, pp. 8 ss.; cfr. «O jazyce», Kapitoly, vol. I, pp. 113 ss.;
Wordt p. 47).

Lasemantización de la estructura poética propuesta por Mukarovski, y la


concepción del significado poético como un proceso dinámico y bidimen-
síonal de acumulación, representan sin lugar a dudas un logro histórico en la
poética estructural, como se ha señalado con frecuencia (Grygar, «Mehre-
dcutigkeit», pp. 31 y ss.; Cervenca, «Contexts»; Slawmskí, Literatur, p. 208;
Steiner y Steiner «Axes»; Veltruskí, «Mukarovsky», pp. 125^127; Bojtár,
Structuralism, pp. 56 y ss.; Volck, Metaestructuralisma, p. 240). Igualmente
importante es la aportación de Vodicka a la teoría y a la aplicación analítica
del modelo estructural. Su Beginnings ofMódem Czech Artistic Prose no es
sólo el estudio histórico de un periodo crucial en la evolución de la literatu­
ra checoslovaca, sino también un hito teórico de la narratología estructural
del Círculo de Praga13. Vodicka modificó el modelo estratificación al de Mu-

13 Los artículos de Mukarovski sSobre losS prosistas checos de los siglos xix y xx
(recogidos en el segundo volumen de Chapters from Czech Poética bajo el rírulo de
«Sobre la prosa poética») y los ensayos de Jakobson sobre la obra en prosa de Paster-
nak («Randbemerkungen»), donde formulaba su célebre diferenciación entre poesía
(metafórica) y prosa (metonímica), atestiguan claramente el profundo interés de los
investigadores de la Escuela de Praga por la poética narrativa.

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56 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

karovski al unificar los niveles fonético y semántico en uno solo: el nivel ver­
bal (lingüístico). La estructura narrativa se convierte así en una correlación
entre los niveles temático y verbal. El proyecto de Vodicka de una temática
estructural se centra en tres conceptos: el motivo, el plano temático y el
mundo. El término motif—utilizado en el sentido de Tomascvski (Teorija)y
Mukarovski (Máj)— designa la unidad básica del contenido narrativo. Un
plano narrativo, por otra parte, es un conjunto composicionalmente homo­
géneo de motivos que aparecen a lo largo de la obra. Los planos temáticos
básicos —el argumento, ios personajes, el mundo exterior- pueden aparecer
con otros nombres en la narratología tradicional. La temática estructural re­
presenta los planos temáticos como integrantes macroestructurales de los
motivos, incrementando así las maneras de estudiar los argumentos, los per­
sonajes y los escenarios como categorías semánticas más que como represen­
taciones miméticas. Vodicka no refino su aparato teórico y recurrió al len­
guaje cotidiano para definir términos como «mundo ficcional», «mundo de
la novela», «mundo ideal», etcétera.
Vodicka prestó especial atención a esta temática porque la consideraba
una vía a través de la cual la realidad entraba en la literatura y la hacía evolu­
cionar (véase más adelante). Por otra parte, el lugar estratégico que la temáti­
ca ocupa en la estructura literaria está asegurado por su vínculo con el nivel
verbal. Vodicka no concibe el tema como una «estructura profunda» más o
menos independiente de la «estructura superficial» de su expresión. Más
bien, el tema está modificado y conformado mediante los modos en los que
es expresado, mediante los artificios del discurso narrativo. Vodicka estaba in­
teresado en los mecanismos del discurso que se vertebran en torno a tres ejes:
a) narración-caracterización-descripción; b) discurso del narrador-discurso
de los personajes; c) monólogo-diálogo. Inspirándose en la teoría de la oposi­
ción monólogo-diálogo de Mukarovski («Dialog», Kapitoly vol. I, pp. 129-
153; Word, pp. 81-112), Vodicka inició un estudio sistemático de los modos
narrativos y de las distintas formas de discurso de los personajes14.

Semiótica del sujeto y del contexto social de la literatura;


normas literarias

La semiótica poética como teoría de la comunicación literaria está ne­


cesariamente interesada en los factores pragmáticos presentes en la activi­
dad literaria, en los sujetos de la comunicación (emisor y receptor) y en
las condiciones sociales en las que tiene lugar esa actividad.
La semiótica del sujeto literario fue formulada en Praga en un inter­
cambio crítico entre teorías de la literatura expresivas y fenomenológicas.

11 Para un ulterior desarrollo de la teoría del discurso narrativo en la tradición de


la Escuela de Praga, véase Dolezel, Narrative Modes.
EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 57

La crítica más decidida estaba dirigida contra el détermmismo de las teorías


expresivas -contra la afirmación de que la «invención poética» es un reflejo
de la «realidad psicológica» del autor—. En la breve definición de Jakobson,
las explicaciones expresivas son «ecuaciones entre dos desconocidos» («Coje»,
Languagc, p. 371). Jakobson fue más allá de la crítica epistemológica, e hizo
una crítica substancial cuando puso en duda la unidireccíonalidad del de-
termínismo psicológico. Tomando como ejemplo al poeta romántico che­
coslovaco Mácha, demostró que la «vida» del poeta y su «obra» son inter­
cambiables, La comparación del diario íntimo de Macha, un texto privado,
con su famoso poema May un texto público, revela que ambos textos regis­
tran un conjunto de posibles sucesos provocados por los encendidos celos
de un amante: asesinato, suicidio, resignación. Cada uno de estos sucesos,
sostiene Jakobson, «los experimentó el poeta; todos son igualmente genuL
nos, no importa qué posibilidades tuvieron lugar en la vida privada del po­
eta y cuáles en su obra» {ibid, p. 374)17
Mukarovski criticó el determinismo psicológico desde el mismo ángu­
lo: «La relación entre la obra del poeta y su vida no es la de una dependen­
cia unilateral, sino ladeuna correlación» («Strukturalismus», Kapitoly vol. I,
p* 27; Praga? School, p* 81). Mukarovski hizo un retrato del sujeto creador
que puede recogerse en tres tesis: a) La obra literaria significa la vida del poe­
ta de distintas formas posibles, directa o figurativamente («Básnik», Siudie
z estetiky p. 144; Word, p. 143)- Parala poética semiótica, la relación entre
la obra y su creador no es una constante a priorí, sino una variable empíri­
ca1^* b) Existen también factores intersubjetivos («objetivos») que están ne­
cesariamente presentes en la comunicación literaria, ya que la obra literaria
sirve «como un intermediario entre su autor y un colectivo» («L’art», Siudie
z estetiby p, 85; Structure, p. 82). Los factores objetivos que cambian histó­
ricamente, en particular las normas literarias, limitan los actos creativos in­
dividuales, no sólo influyendo en el tema, el género, el estilo, etc. de la
obra, sino incluso regulando la inclusión de aspectos particulares del sujeto
en el proceso creativo: «Hay, por ejemplo, ciertos periodos que hacen hin­
capié en la percepción inmediata de los sentidos, mientras que otros hacen
énfasis en la “memoria51, es decir, en las percepciones acumuladas» («Nové*

15 En su resumen de la reconstrucción de Jakobson del «mito escultural» de Push-


kin («Socha», Languagc, pp. 318-367), Pomorska señalaba otro aspecto de la interac­
ción enrre «vida y obra»: de acuerdo con los resultados del análisis de Jakobson, no
sólo influyen las situaciones vitales en el proceso de la creación literaria, sino que lo
hacen del mismo modo y con frecuencia, decisivamente en la biografía real de los
poetas («Román Jakobson», p. 373).
Ift El espectro de posibilidades queda establecido por Wellek: «La obra de arte pue­
de ser la encarnación de las fantasías de su creador, su perfecto alter ego psicológico, que
llegue a cumplir la función de máscara como sutil inversión del carácter sólo indirecta­
mente relacionado con su “personalidad" empírica» («Theory», p. 1B1)»

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58 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

ncmccké dílo», Studie zpoetiky, p. 345), c) El sujeto creador está en tensión


dialéctica con las normas establecidas, poniendo en duda su autoridad con
constantes infracciones. Más importante aún, el sujeto es el responsable del
carácter excepcional de la obra literaria, al crearla de acuerdo con un «princi­
pio de construcción» global que opera «en cada segmento de la obra, incluso
en el más minúsculo, y cuyo resultado es la unificación sistemática de todos
los constituyentes» («Genetika», Kapitoly vol. III, p. 239). No es una ca­
sualidad que Mukarovski denominara a este factor indívídualizador de la
creatividad poética gesto semántico. En su acuñación y sentido, este término
sintetiza la semantización de la estructura poética (véase más arriba), y el
carácter personal del acto creativo, culminando así la poética de la Escuela
de Praga. Al atribuir al «gesto» característico del poeta la regularidad se­
mántica de la obra literaria, Mukarovski confiere al sujeto la máxima res­
ponsabilidad en la estructuración estética17.
Si prestamos atención a la teoría de la actualización del sujeto receptor,
encontraremos su formulación más lúcida en el contexto de una crítica del
concepto fenomenológíco de Verstehen («comprensión»)13. Mukarovski
acepta el hecho evidente de que los estados mentales, que diferentes recep­
tores tienen de una misma obra literaria, no son idénticos. La teoría estruc­
tural desplazará el objetivo de la teoría de la recepción al reconocer que el es­
tudio literario no puede investigar los estados mentales de cada uno de los
receptores, sí no «las condiciones que inducen a este estado, condiciones que
son las mismas para todos los receptores y que son objetivamente identifica-
bles en la estructura de la obra» («Nové némecké dílo», Studie zpoetiky p. 343).
Gracias a esta condición «supra-individual» de la obra literaria, los estados
mentales particulares de los receptores individuales «siempre tienen algo en
común» y, por unto, «es posible un juicio generalmente válido acerca del
valor y sentido de la obra» («K pojmosloví», Kapitoly, vok I, p* 37).
La existencia de factores objetivos en la creación y recepción de las
obras literarias llevó a Mukarovski a distinguir conceptualmente entre iti*
di vi dúos concretos psico físicos y «personalidad» («owbnost»). El concepto
de personalidad incorpora las condiciones objetivas impuestas en la inte­
racción social denominada «literatura»: sin esas condiciones, la produc-* 18

b Mukarovski no desarrolló excesiva me me el concepto de gesto semántico en sus


escritos teóricos, fue más bien madurándolo a través de su continuada aplicación en el
análisis de la wwiw’de varios poetas y prosistas checos. Este concepto recibió una signi­
ficativa atención por parte de sus interpretes (Prochazka, Pfíspévek, pp. 64 y s.; Janko-
vic, «Perspectjves»; Mercks, «Gesture»; Sclnnid, «Geste»; Burg, Mukarovsky, pp. 87-96,
288-296, 398-401; Volek, Metaestrueturalimw, pp, 228-230 [ed. cast.: Metaestruciwa-
¿ismo (poética moderna), Madrid, Fundamentos, 1985]).
18 La ocasión para un feliz encuentro con la fenomenología la brindó el artículo de
Mukarovski del primer volumen de J. Pcterscn, Wissenschafi von der Dicbtung, pu­
blicado en Berlín en 1939.

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EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 59

ción, transmisión y recepción de «mensajes» literarios sería imposible. Le­


jos de acabar con la disciplina, el estructuralismo de la Escuela de Praga
pergeñó una teoría que encontraba un equilibrio entre los factores indivi­
duales y los «supra-individuales» de la comunicación literaria: «La concep­
ción de la obra de arte como un signo brinda a la estética una panorámica
privilegiada de los problemas generados por el papel que ocupa la perso­
nalidad en el arte, precisamente porque libera a la obra de arte de su ine­
quívoca dependencia de la individualidad de su creador» («Strukturalis-
mus», Kapitoly, vol. I, p. 19; Prague School, p. 74).
El concepto de «personalidad» puede aplicarse, no sólo a productores y
receptores individuales, sino también a «colectivos» implicados en la co­
municación literaria, conectando así la semiótica del sujeto y la del con­
texto social. En lo concerniente a la producción, las personalidades colec­
tivas son lo que conocemos por grupos, escuelas y generaciones artísticas o
literarias; por lo que respecta a la recepción, se trata del público. La semió­
tica de la personalidad colectiva se formula en oposición al determinismo
sociológico. Mukarovski negó enérgicamente la posibilidad de derivar ca­
racterísticas artísticas de las condiciones sociales:

Si no tuviéramos otras evidencias, no podríamos derivar indiscutible­


mente de un cierto estado de una sociedad su arte correspondiente, del
mismo modo que no podríamos formarnos un retrato de una sociedad,
recurriendo solamente al arte que produce o tiene por propio.

Cuando Mukarovski postula la obra de arte como «un signo tan rela­
cionado con la sociedad como con el individuo», confirmaba una tesis bá­
sica de la poética semiótica: la relación entre la literatura y la sociedad no
es uniforme ni constante, sino «muy variable empíricamente». Conside­
rando la amplitud de posibilidades, Mukarovski las focaliza en dos polos:
«consenso entre arte y sociedad» y «separación mutua». El arte oficial y
tendencioso se sitúa en el primer polo, mientras que el arte por el arte
(l’art-pour-Part) y los poetas malditos (poetes maudits) se ubican en el polo
contrario (ibid., pp. 19-21; ibid., pp. 74 ss.).
Mukarovski le prestó considerable atención al papel del público en la
recepción del arre y la literatura, indicando que el éste media entre el arte
y la sociedad. El público puede desempeñar este papel porque sus miem­
bros son capaces de «percibir adecuadamente ciertos tipos de signos artís­
ticos (musicales, poéticos, etc.)». Una condición necesaria para que un
individuo llegue a formar parte del público es «una mínima educación es­
pecial» {ibid., p. 22; ibid., p. 76). Gracias a esta educación, la recepción que
el público tiene de las obras de arte supone una implicación activa y, como
tal, ejerce una fuerte influencia en el desarrollo del arte. Por otra parte, el
arte, al mismo tiempo, forma el gusto del público, creando, en cierto sen­
tido, su propio público.
60 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Una teoría semiótica de la literatura hace énfasis especialmente en los

normas estéticas. Mukarovski introdujo este concepto como analogía al

La esencia del arre no es la obra de arte individual, es más bien el con­


junto de las normas y hábitos artísticos, la estructura artística que tiene un
carácter social: «supra-individual». Una obra de arre particular se relaciona
con esta estructura social del mismo modo que un discurso verbal particu­
lar se relaciona con el sistema lingüístico, que es una propiedad común y
que transciende a todos los hablantes individuales («K pojmosloví», Kapi­
toly, vol. I, p. 32).

Mukarovski reconocía, sin embargo, la diferencia esencial entre nor­


ma lingüística y norma literaria. En primer lugar, las normas literarias
son mucho menos rígidas que sus homologas lingüísticas. Consecuente­
mente, las normas literarias no se respetan sino que son forzadas cons­
tantemente en la comunicación literaria:

Una obra que satisficiera completamente las normas aceptadas sería


repetitiva; sólo las obras de los epígonos se aproximan a tal situación,
mientras que una obra de arte valiosa no puede ser repetitiva («Estetická
funkce», Studie z estetiky, p. 32; Aestbetic Función, p. 37).

Por tanto, las normas literarias funcionan como trasfondo objetivo


de la creatividad artística. No es ninguna sorpresa que los teóricos histó­
ricamente conscientes del Círculo de Praga identificaran las normas lite­
rarias con la tradición: «Toda obra de arte es parte de una tradición (de
un sistema de normas) sin la cual sería incomprensible» (Wellek, «Theo-
ry», p. 182). Vodicka equiparó las normas con el canon de una época
(«Literární historie», Struktura, p. 37) y concluía que la dinámica litera­
ria surge a partir de la tensión entre este canon y la necesidad de innova­
ción del poeta (véase más abajo).
Las innumerables posibilidades y la transítividad de la relación entre
arre y sociedad conforman la base de la sociología de la literatura y del
arte de la Escuela de Praga. Su modelo general de actividades sociales, en
el que se incluye la producción artística, concebida como un conjunto de
«series» paralelas, autónomas pero mutuamente relacionadas, ha sido am­
pliamente discutido y criticado (véanse por ejemplo Striedter, «Einlei-
tung», pp. LII-LVII; Grygar, «Role»). Aunque provisional, este modelo
cerró la brecha que separaba la pura teoría inmanente, de la estructura li­
teraria de las explicaciones pragmáticas, a la vez que rechazaba firmemen­
te cualquier tipo de determinismo dogmático.
EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 61

La referencia poética (ficcional)

La relación entre el signo y el «mundo» —la relación referencial— es


uno de los problemas básicos de la semiótica. En la lingüística del Círcu­
lo de Praga, con su tendencia saussureana, la cuestión de la referencia
quedaba en un segundo plano, ya que su semántica se centraba en la co­
nexión entre significante y significado. No obstante, en el terreno de la
estética y la poética no podía ignorarse el problema de la referencia. En
este sentido, la posición más interesante del Círculo de Praga procede de
la tipología comparativa del sistema semiótico (Jakobson) y de la semán­
tica contrastada del lenguaje poético y el no poético (Mukarovski).
Jakobson hizo ver que la relación referencial era una de las propieda­
des diferenciales de los signos visuales y auditivos. Por ejemplo, se sor­
prendía del hecho de que mucha gente reaccionara violentamente ante
las pinturas abstractas, no representacionales, mientras que la cuestión de
la representación rara vez surgía en relación con la música:

En la entera historia de la humanidad raramente se ha quejado al­


guien diciendo: «¿Qué parre de la realidad representa tal o cual sonata de
Mozart o Chopin?» [...] La cuestión de la mimesis, de la imitación, de la
representación objetiva parece, sin embargo, bastante natural e incluso
obligada para la gran mayoría de los seres humanos, tan pronto como en­
tramos en el terreno de la pintura y la escultura. («On the Relation»,
vol. II, p. 339).

Jakobson resuelve el enredo señalando el contraste tipológico entre


signos auditivos y visuales: mientras que los signos visuales tienen una
fuerte inclinación a ser «reificados» (interpretados como representaciones
de cosas o seres), los signos auditivos son sistemas «artificiales» y no re­
presentacionales (ibid,, pp. 341 y 337).
La falta de referencia en música podría explicarse de ese modo. A la lite­
ratura, sin embargo, no se la puede medir con el mismo rasero que a la mú­
sica cuando se trata la cuestión de la referencia. El lenguaje, a diferencia de
la música, se refiere al mundo del mismo modo que lo hacen las artes del
lenguaje. Mukarovski abordó el problema postulando para los textos litera­
rios una doble referencia, una particular y otra universal: «La obra de arte,
en tanto que signo, se basa en una tensión dialéctica entre dos tipos de re­
laciones con la realidad: una relación con la realidad concreta a la que se re­
fiere directamente, y una relación con la realidad en general» («K pojmos-
loví», Kapitoly, vol. I, pp. 35 y ss.). La referencia particular, que el signo
literario comparte con los signos verbales no literarios (lenguaje cotidiano),
se restringe a los géneros literarios «temáticos» tanto como a la narrativa; se
refieren a situaciones específicas, personajes particulares y cosas por el esti­
lo («L’Art», Studie z estetiky, p. 87; Structure, p. 86). Este breve comentario
62 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

es todo lo que la semántica de Mukarovski tiene que decir al respecto de la


referencia particular o concreta. En relación con la referencia universal, es
menos lacónico aunque no más preciso. En una formulación posterior su­
geriría que «el texto ‘‘significa” no esa realidad que comprende su tema in­
mediato, sino el conjunto de todas las realidades, el universo en su conjun­
to o, más precisamente, la experiencia existencial íntegra del autor o del
receptor» («O jazyce», Kapitoly vol. I, p. 82; Word, p. 6). En observaciones
anteriores, la referencia universal parece haber tenido la condición de cate­
goría ideológica: la «infinita realidad» a la que se refieren las obras literarias
es el «contexto total del llamado fenómeno social -como por ejemplo, la fi­
losofía, la política, la religión, la economía, etc.» («L’Art», Studie z estetity,
p. 86; Structure, p. 86)19.
Al vincular las obras literarias de género «temático» a una referencia par­
ticular, Mukarovski no podía ignorar la cuestión de la ficción, aunque la for­
mulara de un modo totalmente negativo: a diferencia de la referencia en el
lenguaje cotidiano, la referencia en el lenguaje poético «no tiene valor exis­
tencial, aunque la obra afirme o suponga la existencia de algo» (ibid., p. 87;
ibid., p. 86). Lo mismo cabe decir del problema similar de la verdad poética.
En el lenguaje comunicativo no aparece la cuestión de la verdad: «La recep­
ción del enunciado con función comunicativa irá acompañada de la cuestión
de si eso que el hablante está contando ha ocurrido», es decir, el receptor pre­
guntará si lo que dice el emisor es verdad, mentira, un invento o «pura fic­
ción» («Estetická funkee», Studie z estetike, p. 45; Aesthetic Function, p. 72).
En los textos poéticos no se aplican conceptos como verdad, ilusión, menti­
ra o simulación ya que todos ellos presuponen un valor de verdad, y los tex­
tos poéticos carecen de valor de verdad: «En poesía, donde domina la fun­
ción estética, preguntarse por la verdad no tiene ningún sentido» («O jazyce»,
Kapitoly vol. I, p. 82)20. Esto no quiere decir que no sea posible en la obras li­
terarias la distinción entre sucesos «reales» (narraciones basadas en hechos ve­
rídicos) y sucesos «ficticios» (aquellos inventados por el autor). Ahora bien,
esta distinción es relevante sólo en tanto que es «un componente importante

19 La vagedad del concepto de referencia universal se aprecia en la diversidad de opi­


niones entre los mismos interpretes de Mukarovski. Stciner toma la referencia universal
con el significado de «realidad in tolo» («Basis», p. 371). Fokkema puso de relieve la idea
de Mukarovski de que una obra de arte «debe tener un significado indirecto o metafóri­
co respecto a la realidad que vivimos» (Fokkema y Kunne-Ibsch, Theories, p. 32). Maye-
nowa entendía el término con el significado de «diversidad experiencial de los recepto­
res» («Statcmcnts», p. 428). Veltrusky cree que las concepciones «fenomenológicas» y
«sociológicas» de la referencia universal de Mukarovski «deben ofrecer una importante
dimensión complementaria» («Mukarovskys poetics», p. 140).
20 La postura de Mukarovski sobre el valor de verdad en la poesía así como su
justificación coincide con el punto de vista de Gottlob Frege (para un detallado aná­
lisis véase Dolczel, Occidentalpoetics).
EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 63

en la estructura de la obra poética» («Estetická funkce», Studie z estetike, p. 45;


Aestbetic Function, p. 72; cfr. Winner, «Mukarovsky», p. 446).
Mediante la semantización del modelo estructural de la poética, el Círcu­
lo de Praga, como se ha demostrado más arriba, fue capaz de iniciar un es­
tudio completo de la estructura semántica y temática de la literatura. No
obstante, la primacía de la semántica no referencial de Saussure les impi­
dió apreciar la importancia de la relación referencial que liga a la literatu­
ra con el «mundo». Al rechazar como «subjetivismo estético» la idea de
que el arte sea «una creación soberana de una realidad hasta entonces ine­
xistente» (ibid., p. 46; ibid., p. 74), Mukarovski dejó al signo estético «en
el aire», «impidiendo en gran medida el contacto directo con la cosa o el
estado de cosas que representa» («Vyzna», Studie z estetiky, p. 57; Structure,
p. 21). Con una concepción de la semántica de este tipo no podía abor­
darse el problema central de la ficción por lo que, de este modo, se abría
una considerable laguna en el sistema de la semiótica poética.

Historia literaria

No cabe duda de que un estudio teórico de la literatura tiende a privi­


legiar su dimensión sincrónica. En Praga, esta tendencia natural estaba re­
forzada por la influencia de Saussure, quien fijó la estructura sincrónica
del lenguaje como el objeto de investigación científica legítimo21. Aunque
la distinción introducida por Saussure entre sincrónico y diacrónico fue
aceptada en Praga, sus ideas acerca de la evolución lingüística estaban su­
jetas a un continuo examen crítico. Las divergencias del Círculo de Praga
respecto a Saussure las resumió Jakobson sucintamente: Saussure intentó
«suprimir el vínculo entre el sistema de un lenguaje y sus modificaciones,
considerando el sistema como el dominio exclusivo de la sincronía, y asig­
nando las modificaciones sólo a la esfera de la diacronía. En realidad,
como han indicado las distintas ciencias sociales, los conceptos de un sis­
tema y sus cambios no son sólo compatibles sino que están indisoluble­
mente ligados» (Dialogues, p. 58). Los lingüistas de Praga desarrollaron
una teoría que consideraba la evolución del lenguaje no menos «sistemáti­
ca y orientada a un fin» que su función sincrónica (ibid., p. 64)
La dialéctica entre la estabilidad y el cambio, y la idea de una evolución de
sistemas también estimuló una teoría original de la historia de la literaria22.

21 La diferenciación saussurcana entre lingüística sincrónica y diacrónica no im­


plica el rechazo de los estudios históricos. En efecto, Saussure justificaba esto con un
nuevo argumento: la arbitrariedad del signo lingüístico produce inevitablemente
cambios históricos en el lenguaje.
22 «La profundidad y agudeza de las diferencias entre el estructuralismo checo y el
resto de las teorías literarias del siglo XX es el cometido de la historia de la literatura» (Ca­
lan, Structures, p. 2).
64 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Una temprana formulación en el estudio de Mukarovski de un poema des­


criptivo decimonónico checoslovaco (Sublimidad de la naturaleza de Polák)
trajo consigo una viva polémica acerca de cómo escribir sobre la historia lite­
raria (para un resumen de esta polémica, véase Structures de Calan). En
TCLPGy René Wellek publicaría un agudo aunque poco apreciado ensayo ti­
tulado «The Theory of literary History» [«Teoría de la historia literaria»]. Sin
embargo, la contribución más significativa a la historia literaria la hizo Félix
Vodicka en sus ensayos y en su libro The Beginnings ofCzech Artistic Prose.
Los miembros de la Escuela de Praga no vacilaban al postular una firme
conexión entre la teoría de la literatura (la poética) y la historia de la literatu­
ra: una nueva apreciación de la evolución literaria sólo es posible con la fun­
dación de una teoría estructural y semiótica de la literatura. Mukarovski
derivó el «dinamismo» de la estructura literaria directamente de sus caracte­
rísticas básicas. La estructura no es «una mera suma de partes», sino que es
«galvanizada» mediante la relación funcional que existe entre sus parres.
Mientras que una suma es anulada mediante el cambio, para una estructura
el cambio es necesario («Strukturalismus», Kapitoly, vol. I, p. 15; Prague School,
p. 69 y ss.). Wellek explicó la nueva epistemología de la historia de la litera­
tura comparándola con dos tradiciones de los estudios literarios ingleses: «To­
das las historias de la literatura inglesa son, o historias de la civilización, o co­
lecciones de ensayos críticos. El primer tipo es una historia del arte, la otra no
es una historia del arte» («Theory», p. 175)23. Wellek reclama una historia
que se centre en el «desarrollo interno» del «arte en la literatura»: «Las estruc­
turas individuales juntas conforman un orden en un determinado periodo, y
este orden evoluciona en una cierta dirección bajo la presión del medio» (ibid.,
p. 189)24. De un modo similar, Vodicka atribuyó a la historia de la literaria la
tarea de estudiar todos los textos mostrando las funciones estéticas, siendo el
dominio cambiante de estas funciones en sí mismo un problema literario his­
tórico («Literární historie», Struktura, p. 13).

2- Wellek no critica a los historiadores sociales ni a los historiadores de las ideas o


a cualquier otro que emplee la literatura como materia documental, tampoco inten­
ta prevenir a los profesores de literatura de quedar atrapados en tales dominios. Sí se­
ñala, en cambio, que estas consideraciones prácticas o pedagógicas no deben con­
fundirse con la «clarificación» de los problemas teóricos, que sólo ofrecen una
solución a partir de un planteamiento filosófico («Theory», pp. 175 y ss.). Vodicka
añade una advertencia: la función estética afecta substancialmente a la información
trasmitida en las obras literarias, de ahí que el uso de las obras literarias como fuente
histórica requiera de una precaución especial.
24 Desde el comienzo de sus estudios literarios, Wellek asoció estrechamente las
estructuras literarias con los valores, de ahí que adjudicara a los historiadores de la li­
teratura la evaluación crítica. Por el contrario, Mukarovski creía que la cuestión de la
valoración crítica no podía ser asumida por la historia de la literatura («Polakova Vz-
nessenost», Kapitoly, vol. II, p. 100). Vodicka adoptó una posición intermedia dife­
renciando entre estética y valor histórico.
EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 65

En un marco teórico en el que se representa la literatura como un sis­


tema específico de comunicación, la historia de la literatura se transforma
inevitablemente en un proceso con tres momentos: la historia de la pro­
ducción (la génesis), la historia de la recepción y la historia de las estruc­
turas literarias (cfr. Vodicka, «Literární historie», Struktura, p. 16). En la
Escuela de Praga, estos tres momentos se distinguieron teóricamente y
fueron explorados en términos históricos, aunque no se clarificarían ni
sus relaciones ni su jerarquía.

Historia de la producción

A diferencia del énfasis puesto por los positivistas en la historia de la pro­


ducción, el Círculo de Praga restó importancia a este aspecto, aunque for­
mularon interesantes ideas al respecto. De acuerdo con la teoría de la Escue­
la de Praga (véase más arriba), la historia de la producción estaba libre de su
dependencia de factores externos (psicológicos, sociales) y se concentraba en
la relación intrínseca entre los actos creativos individuales y las normas estéti­
cas «supraind ¡viduales» (la tradición). El poeta, «o se identificaba con la tra­
dición, o se alejaba de ella en un esfuerzo por crear de un modo nuevo y sin­
gular» (Vodicka, ibid., p. 25). Pero la individualidad innovadora del autor
«sólo puede afirmarse dentro del abanico de posibilidades que proporciona la
tendencia propia a la evolución de la estructura literaria». La importancia del
creador no se ve menoscabada: «la calidad de la obra depende en última ins­
tancia, del talento y el sentimiento artístico del poeta» {ibid., p. 26). La Es­
cuela de Praga desplaza así el núcleo de la historia de la producción al estudio
de la evolución del texto y sus fuentes lingüísticas, a la tradición temática y a
los mecanismos artísticos. La influencia de los textos en los textos y de la lite­
ratura en la literatura se reconcilia con el postulado general de la autonomía
de la estructura literaria: tales influencias funcionan dentro de las posibilida­
des de evolución de un autor o un periodo {ibid., p. 29).

Historia de la recepción

Se ha reconocido (Striedter, «Einleitung») que los fundamentos de la


teoría de la recepción los dispuso Félix Vodicka. Este derivó esta teoría
naturalmente de la semiótica de la comunicación literaria:

Una obra literaria se entiende como un signo estético destinado al pú­


blico. Por tanto, siempre debemos tener presente, no sólo la existencia de la
obra, sino también su recepción. Debemos tener en cuenta que una obra li­
teraria es estéticamente percibida, interpretada y evaluada por la comunidad
de lectores («Literární historie», Struktura, p. 34; Semiotics, p. 197).

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66 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

El dinamismo de la recepción y la diversidad de la interpretación se


debe a dos factores: a las propiedades estéticas del texto literario y a las ac­
titudes cambiantes de los lectores25.
La historia de la recepción de Vodicka es un estudio empírico de los
derroteros de las obras literarias tras su aparición tal como se atestigua en
registros concretos (diarios, memorias, cartas, reseñas, ensayos, etc*) («Pro-
blematika», Struktura, p. 199; Prdgue School, p. 111). En su estudio de las
sucesivas reinterpretaciones y reevaluaciones de la obra del poeta decimo­
nónico checoslovaco Jan Neruda, Vodicka se concentraba exclusivamente
en las recepciones críticas* Los textos críticos son de especial interés para
un historiador de la literatura porque las críticas «fijan» concreciones de
las obras literarias de acuerdo con «requerimientos literarios contemporá­
neos» (normas). Esas concreciones son representativas de un estadio histó­
rico particular de la recepción (¿bid., p. 200; ibid., p. 112). Por otra parte,
los textos críticos propician, generalmente, otros textos críticos, de ahí
que también pueda recuperarse la «historia crítica» de una obra (Cohén,
Artt p. 10)*
Vodicka comenzó a construir su teoría de la recepción partiendo de la
premisa de que una obra literaria es un «signo estético» y la concluyó con
la atrevida observación de que la recepción misma es un proceso estético:

Al Igual que los artefactos [mecanismos] automatizados en el lenguaje


poético pierden su efectividad generando la búsqueda de nuevos artefac­
tos estéticamente actualizados, así una nueva concreción de una obra o un
autor surge, no sólo porque las normas literarias cambian, sino también
porque las antiguas concreciones pierden su capacidad de convicción de­
bido a su repetición constante* Una nueva concreción siempre significa
una regeneración de la obra, una reincorporación a la literatura con una
apariencia renovada, mientras que el hecho de que se repita una antigua
concreción (en las distintas escuelas, por ejemplo), y no surja ninguna nue­

25 Vodicka perfiló una cuidadosa distinción entre su propia postura semiótica y la


fenomenología de Tngarden. Tomó prestado de éste el término «concretizacióm», asig­
nándole su propia definición: «Un reflejo de la obra en la conciencia de aquellos indi­
viduos por quienes la obra es un objeto artístico» («Problcmatika», Struktura> p. 1991
Pregue Scboo¿} p, 110)* A pesar de la explícita disociación de Vodicka, su toma en prés­
tamo del término de Ingarden conduce a una unión espontánea entre su teoría semió­
tica de la recepción y la fenomenológica Rezepiionsástheiik (véase capítulo 1 1) que tie­
ne como resultado una confusión que hasta ahora no ha sido aclarada (como ejemplo
de opiniones contradictorias véase Schmid, «Begriff»; Fieguth, «Rezeption»; Manens,
«Tcxtstrukturcn»; Striedter, «Einleitung», pp. LXIII-LXV; de Man, «Introduction»,
pp- XVTI-XVIII). Una reivindicación, en la que se reclama el lugar de la teoría de la re­
cepción de la Escuela de Praga como «el escenario en que rendría nacimienro la Rezep-
tümsafihettk» (Jauss, Literal urgeschiehie, p- 246; Aestbetic, p* 72), sería contraria a los he­
chos históricos.

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EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 67

va, es una evidencia de que la obra ha cesado de ser una parre viva de la li­
teratura («Problematika», Struktura, p. 216; Prague School, p. 128)26.

Vodicka confirmaba así el principio básico de la poética del Círculo


de Praga: todos los fenómenos literarios, desde mínimos artefactos estilís­
ticos hasta la historia de la literatura a lo ancho de todos sus siglos, son
productos de una incesante actividad estética humana.

Historia de la estructura

El tema de la historia de la literatura es el de las «series literarias», «un


repertorio abstracto de todas las posibilidades de la creación literaria». Las
obras literarias concretas no son las que cambian y evolucionan, sino que
quien lo hace es esa «estructura jerárquica superior» (Vodicka «I.iterární
historie», Struktura, p. 8). La historia de la literatura positivista buscó las
«causas» de los cambios literarios fuera de la literatura. Por su parte, la his­
toria de la literatura estructural «concibe la evolución de la poesía como
un continuo “automovimiento” (Selbstbewegung) impulsado por el dina­
mismo de las secuencias evolutivas mismas y regidas por un orden propio,
inmanente» (Mukarovski, «Polákova Vznesenost», Kapitoly, vol. II, p. 91).
No se niega la influencia de factores externos (ideológicos, políticos, eco­
nómicos, científicos, etc.), pero es el dinamismo de la estructura misma el
que determina la continuidad histórica {ibid., p. 165). Si la evolución de
la literatura es tratada como un «mero comentario» extra literario sobre la
historia (cultural, social, económica), entonces la historia de la literatura
quedaría como un simple «conjunto discontinuo de fenómenos azarosos»
{ibid., p. 166). Vodicka especificó el orden interno de la evolución litera­
ria recordando los principios de la estética de la Escuela de Praga: la con-
vencionalización (automatización) de la estructura estética implica una
necesidad de «actualización» («de pasar al primer plano»), una necesidad
de cambio. Vodicka distinguirá entre la «causa» inmanente y la causa de­
terminista de las ciencias naturales: «El estado de la estructura en un deter­
minado momento no conduce a un único y necesario efecto; en las ten­
siones internas de la estructura existe cierto número de posibilidades que
condicionan su futuro desarrollo» («Literární historie», Struktura, p. 19).
El factor evolutivo interno más decisivo, pero en absoluto el único, es el
principio del contraste (en el sentido hegeliano), patente en la secuencia
clasicismo-romanticismo-realismo. En su propia investigación histórica,

26 Es importante recordar que la teoría de la recepción de Vodicka no se restrin­


ge a las concretizaciones de las obras literarias individuales; «los grandes conjuntos li­
terarios», autores, movimientos literarios, periodos y literaturas nacionales preservan
su vitalidad en un proceso continuo de recepción.
68 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Vodicka se resiste a reducir el complejo proceso literario a un simple es­


quema teleológico. La historia de la literatura nunca es una clara transfor­
mación de una estructura en otra, sino una cadena de «intentos, fracasos y
éxitos a medias» (Pocátky, p. 306).
La historia de la literatura estructural no niega la influencia de facto­
res externos: «Las obras literarias las hace la gente, son hechos de la cul­
tura social y existen inmersos en una red de relaciones con otros fenóme­
nos de la cultura» (Vodicka, «Literární historie», Struktura, p. 25). En
última instancia, la evolución de las secuencias literarias es el resultado de
un complejo juego (dialéctico) entre impulsos internos y externos27. De
acuerdo con su poética (véase más arriba), Vodicka atribuye a la temática
el papel de mediadora en ese juego dialéctico: mediante la temática, «el
contenido de los intereses prácticos y los problemas puntuales de una co­
munidad ejercen la máxima influencia en la evolución interna de la es­
tructura literaria» (Pocátky, p. 168).
El historiador de la literatura estudia todos los cambios en la evolu­
ción de la estructura literaria (cambios de sus constituyentes, de su selec­
ción y organización), pero está particularmente interesado en las profun­
das implicaciones de los cambios de fuerzas dominantes. Estos cambios
transforman íntegramente la estructura literaria y son responsables de los
vaivenes de la evolución literaria: la mayor o menor influencia de las nor­
mas da lugar al contraste entre épocas normativas e individualistas; el
peso atribuido al sujeto poético en la estructura literaria opone la litera­
tura expresiva de los románticos, a la literatura objetiva de los modernis­
tas; la admisión o supresión de sucesos reales da cuenta de la alternancia
de modas realistas y antirrealistas. En la historia de la poesía checoslovaca
se investigaron detalladamente los cambios en las fuerzas dominantes (Ja­
kobson, «Starocesky vers», SW, vol. VI, pp. 417-465; Mukarovski,
«Obecné zásady», Kapitoly, vol. II, pp. 9-90), que desempeñaban un pa­
pel igualmente importante en la historia de la prosa narrativa (Vodicka,
Pocdtky).
Al reconstruir la evolución de las secuencias literarias, el historiador de
la literatura descubre las tendencias evolutivas y provee unos criterios con
los que sopesar el valor histórico de las obras literarias individuales. El valor
histórico no equivale al valor estético de la obra. Este último surge en la
percepción del sujeto, mientras que aquél proviene de la participación y el
éxito de la obra respecto de las tendencias del proceso literario.

Este «modelo de la Escuela de Praga» sobre la evolución literaria fue sucinta­


mente resumido por Óervenka: «El estado precedente de las series literarias prede­
termina de múltiples modos sus estados posteriores; la selección real de este con­
junto inmanentemente dotado de posibilidades tiene lugar bajo el impacto de una
esfera diferente, de lo externo, de las series extralirerarias» («O Vodickové metodo-
logii», p. 335).
EL ESTRUCTURALISMO DE LA ESCUELA DE PRAGA 69

La suerte del estructuralismo de la Escuela de Praga en su país de ori­


gen se ve extrañamente reflejada en su recepción en el extranjero. Es re­
conocida la importancia del Círculo de Praga en la teoría lingüística mo­
derna y, de acuerdo con Stankiewicz, debemos al CLP «una obra que
supera en amplitud todo lo que hicieron otras escuelas de lingüística con­
temporáneas» («Román Jakobson», p. 20). Por el contrario, la poética de
la Escuela de Praga prácticamente ha desaparecido de la historia del es­
tructuralismo del siglo XX. La opinión de que el estructuralismo es un fe­
nómeno francés de los años sesenta domina la teoría literaria y estética
contemporánea. Incluso cuando no se obvia el periodo de Praga, se lo
presenta como un simple «precedente estratégico» de una «historia» loca­
lizada en el entorno de «un grupo de la haute culture del París moderno»
(Merquior, Frorn Prague, p. X).
La reducción del estructuralismo del siglo XX a su periodo francés dis­
torsiona gravemente su historia y sus logros: el estructuralismo aparece
como un breve episodio histórico y una epistemología anecdótica del
pensamiento occidental. En realidad, el estructuralismo del Círculo de
Praga había intentado replantear todos los problemas de la poética y de la
historia literaria dentro de un sistema teórico coherente y dinámico.
Dada la dificultad y variedad de estos problemas (que abarcaban desde
las propiedades intrínsecas de la obra literaria, a la función específica del
lenguaje poético, pasando por la relación «extrínseca» de la literatura con
sus productores, sus receptores y el mundo), las ideas de la Escuela de
Praga no deben tenerse por definitivas. El espíritu de la Escuela de Praga,
animado por su afán por defender la integridad del pensamiento teórico
contra las presiones ideológicas, detestaba profundamente el dogmatis­
mo. Por esto, más que un monumento histórico, la herencia del Círculo
de Praga sirve de inspiración para futuras generaciones.

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3
El modelo lingüístico y sus aplicaciones

El modelo de Saussure

El reducido número de estudiantes que en los cursos 1906-1907,


1908-1909 y 1910-1911 asistió a las clases sobre lingüística general im-

mente podía haber imaginado que era partícipe del nacimiento de uno
de los movimientos intelectuales más vigorosos del siglo que acababa de
comenzar. Esas clases, reconstituidas tras la muerte de Saussure en 1913
por Charles Bally y Albert Sechehaye a partir de apuntes tomados por los
alumnos asistentes, y publicadas como Cours de linguistique générale [ed.
cast.: Curso de lingüística general, E de Saussure, Tres Cantos, Akal, 2009]
en 1916, generaron dos importantes trentes de influencia: el primero, so­
bre la incipiente disciplina de la lingüística científica misma; el segundo
-después de un retraso de varias décadas- sobre el estudio más amplio de
las prácticas y conceptos culturales. Es el segundo frente, el movimiento
conocido como «estructuralismo»*, el que representa un desarrollo más
importante en los estudios literarios del siglo XX pero, para explicar el im­
pacto del modelo lingüístico de Saussure en este ámbito (al igual que, entre
otros, en la antropología, el psicoanálisis, la historia cultural y la teoría po­
lítica), es necesario prestar cierta atención a los elementos más importantes
de ese modelo, y a sus posteriores modificaciones en el terreno de la teoría
lingüística. El desarrollo del modelo lingüístico dentro de los márgenes de
los estudios literarios está ampliamente tratado en otros capítulos de este
volumen, por lo que aquí sólo se ofrecerá un bosquejo -exceptuando el tra­
bajo de Román Jakobson, quien ocupa una posición única como nexo en­
tre los estudios literarios y lingüísticos.
Al considerar los argumentos del Cours, atendiendo a los propósitos
específicos de este capítulo, nos alejaremos de Saussure en al menos dos
aspectos. En primer lugar, la autoría del texto cuya influencia estamos
indagando es compartida por varias personas: el propio Saussure, los
estudiantes cuyos apuntes fueron objeto de consulta, y los editores Bally
y Sechehaye, quienes reformularon y reorganizaron esas notas para crear
a partir de «indicios vagos y, a veces, incluso contradictorios» (Course,

' El término «estructuralismo» se ha utilizado para nombrar un número relacio­


nado pero dispar de tendencias intelectuales en el siglo XX. En este capítulo hará refe­
rencia, si no se indica otra acepción, al estructuralismo francés, es decir, a un conjun­
to de trabajos que emplean principios tomados de Saussure para el análisis sistemático
de fenómenos culturales, políticos y psicológicos.
72 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

p* xxx)’ un texto relativamente claro y coherente. Para simplificar las


cosas, aquí denominaremos a este autor múltiple «Saussure». En segundo
lugar, no nos interesa tanto la contribución de Saussure a la lingüística
como tal, sino esos aspectos de su pensamiento que tendrían importancia
sobre la teoría literaria y otros ámbitos aledaños. En la presentación de su
argumento, que se hará seguidamente, el lenguaje, por tanto, puede te­
nerse por un paradigma de todos los sistemas culturales de significa­
ción, en el cual se incluye la literatura.
La primera tarca teórica considerable que Saussure acomete en el Cours
es la definición del objeto propio del estudio lingüístico. Saussure es cons­
ciente de la circularídad que envuelve esta voluntaría elección de objeto:
«Otras ciencias operan con objetos dados de antemano y que se pueden
considerar enseguida desde diferentes puntos de vista. No es así en la lin­
güística [...] lejos de preceder el objeto al punco de vista, se diría que es el
punto de vista el que crea al objeto» (ed. cast., p. 23P- La elección de obje­
to, por tanto, estará en parte determinada por la cuestión de la disponibili­
dad para el tipo de proyecto que Saussure desea emprender, que es, pronto
quedará claro, la construcción de una teoría explícita racional y científica.
Esto significa labrar a partir del heterogéneo conjunto de fenómenos y
prácticas que caen bajo la etiqueta del lenguaje (¿angage es el término que
utiliza Saussure para esta categoría, la más general a todas luces)4 un objeto

2 En general, la paginación remite a la edición, ya clásica, y traducción al español de


Amado Alonso (Madrid, Alianza, 1987), lo que se señalará con el distintivo «ed. cast.» o
bien con el título directamente en nuestra lengua Curso de lingüistica general En caso de
no aparecer como Compara referirnos a la edición original en francés, la paginación co­
rresponderá con la edición inglesa Course in General Linguistics, traducido por Wade Bas-
kin (la que vendrá referida como Coursea como «ed. ing.»); ésta es la traducción más ex­
tendida entre los críticos y teóricos de habla inglesa, a pesar de que la más reciente de Roy
Harria es más fiel al original en algunos aspectos, aunque ciertas elecciones de términos
ingleses hechas por Harris sea ti discutibles. Las cicas que aparecen en las notas provienen
de la edición francesa, útilmente reimpresa con amplios comentarios y bibliografía tradu­
cida de la versión italiana deTullio de Mauro. Las notas de clase de los estudiantes sobre
las que se basa el Cbwm'se incluyen en la edición de Rudolf Engler. /TV. del T}
3 «D*autres scienccs opérent sur des objeets donnés d’avanee el qu’on peul consi-
derer ensuite a différents points de vue; dans notre domaine, rien de semblable [...]
Bien loin que l’objct precede le points de vtlc, on dirait que c’cst le point de vuc qui
cree lobjet» (p. 23).
4 Véase Curso de lingüistica general p. 24-26. Abundan los problemas respecto a
la traducción de los término franceses que utiliza Saussure para los diferentes aspec­
tos del lenguaje, por lo que muchos autores mantienen la terminología francesa; lan-
gage, langue y parole, una opción que en principio nosotros también seguiremos
aquí. Aunque su uso provocará ciertas incongruencias gramaticales, e.sta estrategia
tiene la ventaja de subrayar que estos términos son utilizados en un sentido técnico
que no sólo incluye al lenguaje sino a todos los sistemas de signos. [N, del ti]

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EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 73

que es preciso, estable, sistemático, homogéneo y abierto al examen empí­


rico y a la teorización lógica. El estudio del lenguaje se transforma fácil­
mente en un estudio de historia cultural, de los procesos psicológicos, de la
interacción social o de la evaluación estilística: cuestiones que no pueden
desarrollarse adecuadamente, al sentir de Saussure, hasta que no logremos
algún entendimiento claro del propio núcleo lingüístico. Saussure localiza
este núcleo en la intersección entre los conceptos y las imágenes acústicas:
el hecho fundamental en cualquier lenguaje es su conexión sistemática de
sonidos (o, más precisamente, la representación mental de sonidos) con
significados. A este sistema lo denomina langue [lengua], optando por el
término francés que designa lenguas individuales en contraste con el térmi­
no más general de langage [lenguaje].
La langue se diferencia de los actos concretos de habla, que hace posi­
ble, y a los que Saussure se refiere como parole [habla]. El conjunto de
asociaciones convencionales que conforma una langue se encuentra, de un
modo más o menos completo, en el cerebro de cada miembro del grupo,
pero en su conjunto no puede concebirse más que como un fenómeno
social -y no, subraya Saussure-, como un conjunto abstracto de leyes
existentes en un mundo ideal independientes de quienes las usen, sino
como la suma de todos los sistemas que se poseen individualmente (G/r-
so de lingüística general, p. 29 ss.). La langue no está controlada por nin­
gún individuo dentro del grupo, mientras que un acto de la parole es un
ejemplo del comportamiento consciente de un individuo5.
El intento de Saussure de concebir un tipo de hecho que es, a la vez, in­
dividual y social, que tiene un carácter psicológico, sin estar limitado a las
representaciones de un solo cerebro, que es una realidad empírica pero que
no es directamente observable, es uno de los aspectos más sobresalientes del
Cours y uno de los que tendría efectos más duraderos en otras disciplinas.
Versiones posteriores del concepto de langue frecuentemente lo consideran
como el sistema abstracto sobre el que se asienta el fenómeno concreto dé­
la parole. Sin embargo, Saussure insiste en que la «langue [lengua], no me­
nos que el habla, es un objeto de naturaleza concreta, y esto es una gran
ventaja para su estudio. Los signos lingüísticos no por ser esencialmente
psíquicos son abstracciones; las asociaciones ratificadas por el consenso co­
lectivo -y cuyo conjunto constituye la langue- son realidades que se asien­
tan en el cerebro». Esta insistencia en evitar alternativas tiene como conse­
cuencia una concepción del lenguaje que es bastante menos accesible al
análisis objetivo de lo que Saussure hubiera deseado, algo que se descubri­
ría de gran provecho para pensadores posteriores entregados al estudio de
otros fenómenos culturales. El propio Saussure escribiría proféticamente;

- De Mauro aborda la distinción langue/parole en bastantes notas de su edición


crítica del CoHrj, que incluyen una información bibliográfica de gran utilidad. Véan­
se sus notas 63-71.
74 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en
el seno de la vida social [...] Nosotros la llamaremos semiología [...] La se­
miología nos enseñará en qué consisten los signos y cuáles son las leyes
que los gobiernan. Dado que esta ciencia todavía no existe, no se puede
decir qué es lo que será; pero tiene derecho a la existencia, y su lugar está
determinado de antemano (Curso de lingüística general, p. 32)í*.

Las discusiones más importantes del Cours de linguistique genérale


para los teóricos de la literatura son las concernientes fundamentalmente
a los principios de la semiótica y sólo después las referidas al lenguaje.
La noción central para cualquier teoría semiótica es el signo, y Saussu­
re comienza su sección sobre los «Principios generales» con lo que se con­
vertiría en un famoso capítulo acerca de la «Naturaleza del signo lingüísti­
co». Siempre es más sencillo considerar el signo lingüístico centrándose en
palabras individuales, normalmente un nombre familiar, concreto, yen este
sentido Saussure, al usar «caballo» y «árbol», no es una excepción. (Ade­
más, su uso de diagramas con dibujos de estos objetos —en realidad, un
añadido de los editores— erróneamente sugiere que los significados son
fundamentalmente imágenes visuales; para una útil discusión sobre los
problemas de exposición con los que se encuentra Saussere aquí, véase Ha-
rris, Reading Saussure, pp. 59-61.) La simplicidad de esta conceptualiza-
ción del signo la hacía instantáneamente accesible a sus lectores, pero tam­
bién daba lugar a problemas, por lo que merece la pena localizarla en el
contexto más general de la discusión sobre la langue. Si el sistema de la
langue es fundamentalmente un conjunto de convenciones sociales que
conecta representaciones auditivas con significados, el término «signo» se
aplica a cualquiera de esas conexiones, c incluye modos de significación
como la inflexión verbal, el orden de las palabras, la figuración o el tono.
Así, la Isl final que significa plural en algunas palabras castellanas forma
parte del sistema de signos tanto como la palabra «caballo» y sus concep­
tos asociados. La elección por parte de Saussure de «signo», en lugar de
otro término más específico de la lingüística, tiene el claro objetivo de de­
jar su aplicación lo más abierta posible, pero su propensión a usar palabras
o morfemas como ejemplos oscurece ese aspecto más general hasta el ex­
tremo de dar lugar a malentendidos. Sin embargo, en la aplicación del
modelo lingüístico a los estudios literarios lo más productivo del término
reside precisamente en su generalidad.
Para designar a los componentes del signo, Saussure acuñó dos pala­
bras: el significante y el significado67. En este célebre acto de creación lingüís­

6 «On peut done conccvoir une science qui étudie la vie des signes au sein de la vie
sociale [...] nous la nommerons sémiologie [...] Elle nous apprcndrait en quoi consistcnr
Ies signes, quelle lois les régissent. Puisqu’elle n’exisre pas encore, on ne peur dire ce
qu’cllc sera; inais elle a droic á l’cxisrence, sa place est déterminée d’avance» (p. 33).
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 75

tica (que contradice la propia afirmación de Saussure de que el individuo


no tiene poder sobre el lenguaje) se recoge gran parte de la revolución inte­
lectual de Saussure. El viejo discurso solía distinguir entre signo y significa­
do (o signo y referente), lo que implicaba que el signo era una entidad in­
dependiente y autosuficiente —sabemos lo que es una cruz sin necesidad de
saber qué representa— mientras que Saussure quería subrayar que el signo
más común se genera sólo cuando conlleva un significado.
Por ejemplo, en el caso de un manuscrito cirílico, que nos puede pa­
recer un extraño juego de garabatos, no podemos distinguir entre la cali­
grafía del escritor y los elementos de un lenguaje escrito -siempre y cuan­
do lográramos reconocer que allí hay algún tipo de lenguaje-. Así, los
términos «significante» y «significado» son totalmente interdependientes:
un significante, como nos indica la propia palabra, es aquel que tiene un
significado, y viceversa (en breve abundaremos en la importancia de la re­
lación inversa). Además, un objeto puede funcionar como significante
sólo mediante su pertenencia a un sistema de signos (una langue) a través
del que está conectado con un significado; de hecho, sólo funcionará de
este modo para un individuo que posee esa langue (lengua). Como la lan­
gue misma, el significante es una entidad que no es fácilmente categoriza-
ble en los términos de las ciencias empíricas: es, sin lugar a dudas, mate­
rial, pero su especificidad material no le es en absoluto esencial.
Para Saussure, el uso tradicional de la palabra «signo», que supuesta­
mente estaba en oposición a «significado», también implicaba al signifi­
cado. Su revisión terminológica se beneficia de esta confusión, donde el
«signo» representa la combinación de un significante y un significado.
Por tanto, cualquiera de esos tres términos implica a los otros dos. La di­
ferencia entre «signo» y «significante» es mínima pero crucial. De hecho,
algunas de las contradicciones en las que han incurrido posteriores apli­
caciones de Saussure se deben a no haber apreciado esta distinción. El
gesto que denominamos un «saludo», realizado en una ocasión determi­
nada, no es en sí mismo ni un signo si un significante, se trata de un mero
gesto físico. Dentro del código de los gestos militares, es un signo que
combina un significante (el gesto físico según lo entiende alguien que ha
internalizado ese código) con un significado (el reconocimiento de una re­
lación de autoridad, también entendida en términos de ese código). Saus­
sure sugiere que pensemos en la relación entre el significante y el significa-

Jakobson consideraba los términos de Saussure como una reverberación de la


distinción estoica entre semainon y sémainomenon, y prefería usar los términos agus-
tinianos signans y signatura (sin duda como parte de una estrategia de distanciamicn-
to de uno de los pensadores con los que estaba más en deuda). Véase, por ejemplo,
su discusión sobre el signo en «Quest for the essence of languagc», Languagc in Lite­
ral ure, pp. 413-416. Sin embargo, el signatum de Jakobson no es tan claramente dis­
tinguible del referente como el significado de Saussure.
76 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

do mediante la analogía entre el anverso y el reverso de una hoja de papel:


«No se puede cortar el anverso sin cortar el reverso al mismo tiempo».
Al acuñar términos que hacen referencia exclusivamente a las funciones
de los dos aspectos del signo, Saussure también evita las connotaciones de
otros términos más familiares como «sonido», «imagen», «significado»,
«pensamiento», «concepto» y, aunque recurre con frecuencia a este vocabu­
lario tradicional, lo que es importante para el trabajo que inspiró es su in­
tento de evitarlos. Un significante es cualquier cosa que representa a un
grupo; un significado es cualquier cosa que —no tiene por qué ser algo que
alegremente llamemos «significado»- es significada. Aunque el vocabulario
utilizado por Saussure frecuentemente favorece un retrato del lenguaje
como un baile psicológico programado de antemano entre imágenes acús­
ticas discretas y conceptos claramente definidos, sin embargo, su teoría su­
giere una concepción de la significación como un continuo proceso social
en el que todos los términos se definen mutuamente.
La doble terminología de Saussure para el signo tampoco deja lugar
para un tercer término como «cosa», «realidad» o «referente». Esta exclu­
sión ha sido el origen de cierta incomodidad entre quienes sienten que tal
postura indica una retirada a la esfera del idealismo y de la irresponsabili­
dad social. En cualquier caso, esta terminología es totalmente firme para
la decisión de concentrarse en el lenguaje como un conjunto de conven­
ciones sociales: tales convenciones operan tanto al servicio como a pesar
de la realidad, tal como nos lo muestra cualquier estudio de la ideología.
La cuestión epistemológica del acceso del lenguaje a lo «real» y la cues­
tión política de la capacidad del lenguaje para cambiar las condiciones de
la existencia humana son obviamente importantes, pero no eran las que
preocupaban a Saussure. Este no tenía duda alguna acerca de la realidad
del sistema lingüístico, del grupo social que lo produce y mantiene, de los
actos de habla, escritura y lectura, mediante el cual se manifiesta y trans­
mite, o del proceso histórico en el que está siempre atrapado. Su postura
es que una comprensión de estas realidades no se ve favorecida confun­
diéndolas con las preguntas filosóficas acerca de la referencia, o la cuestión
pragmática de si el lenguaje es un instrumento para el cambio. La influen­
cia de Saussure puede haber sido parcialmente responsable de la tendencia
a soslayar estos asuntos (especialmente el segundo) en trabajos de semiolo­
gía posteriores, con la esperanza de lograr una total comprensión de los sis­
temas de significación en sí mismos. Sin embargo, la inviabilidad de la se­
miología como un proyecto científico riguroso (ya implícita en bastantes
aspectos del Cours) se hizo evidente con el paso del tiempo, y el valor de los
escritos de Saussure se reveló menos como una cuestión de proponer análi­
sis objetivos, que como una desestabilización de hábitos mentales fijos.
Implícita en la presentación que Saussure hace del signo como la exis­
tencia simultánea de un significante y un significado, está la noción de ar­
bitrariedad. Es extraño que muchos de los que citan a Saussure como el
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 77

inspirador de su propio uso de esta noción, la utilizan de un modo que


éste consideraba obvio, aunque requiriese ser considerado en mayor deta­
lle. El principio según el cual la restringida ordenación que el lenguaje
hace de las palabras e ideas es fundamentalmente convencional; el con­
cepto de que no existe ninguna disposición intrínseca que gobierne la re­
lación entre elementos lingüísticos y su significado es antiguo, defendido
enérgicamente por Hermógenes en el Cratilo de Platón y ha sido repetido
periódicamente a lo largo de la historia del pensamiento occidental: «Na­
die pone en duda el principio de la arbitrariedad de la naturaleza del sig­
no», comenta Saussure, «pero frecuentemente es más fácil descubrir una
verdad que dar con el lugar que le corresponde». Según Saussure, el em­
plazamiento que le corresponde cae dentro de una concepción del sistema
de la langue mediante la que se determinan las relaciones entre significan­
te y significado. Ya que si un significante existe sólo cuando está empare­
jado con un significado, y viceversa, y dicho significante puede funcionar
como tal sólo si opera dentro de un conjunto de convenciones sociales, la
arbitrariedad se extiende, no sólo a la relación entre los dos constituyentes
del signo, sino que es una propiedad de cada uno de ellos. No hay ningu­
na razón intrínseca por la que las posibilidades sonoras del aparato vocal
humano deba clasificarse de algún modo particular; y no hay razón in­
trínseca alguna por la que las posibilidades conceptuales disponibles a la
mente humana deban clasificarse de alguna manera particular. Este prin­
cipio de arbitrariedad radical constituye el reto que Saussure plantea a los
modos tradicionales de pensamiento, principio que, sin duda, tendrá gran
importancia para todos los intentos de análisis de la significación cultural.
La primera parte de este doble reto no es difícil de aceptar: la variedad
de las lenguas del mundo demuestra que el potencial humano para emi­
tir sonidos puede emplearse de muchos modos distintos, y lo mismo
puede decirse de todos los tipos de sistema de signos. No obstante, exis­
ten, por supuesto, razones funcionales e históricas por las que emergen
cierros patrones en lugar de otros, pero éstas no controlan la manera en la
que se usan los signos. Es más difícil admitir que las categorías de nuestro
pensamiento son el producto del lenguaje en el que pensamos que del
mundo extralingüístico que se nos impone. De nuevo, es importante te­
ner en cuenta que Saussure se interesa por el sistema lingüístico y no por
la relación entre éste y una realidad externa al sistema de significación.
Dentro del mismo, es el origen simultáneo del significante y el significa­
do, en tanto que elementos mutuamente dependientes de un sistema de
signos, el que genera la categoría denominada por el significado. El siste­
ma de signos resultante funcionará perfectamente bien, cualquiera que
sea su relación con el reino «no significativo», siempre y cuando haya un
acuerdo común al respecto. Por supuesto, un acuerdo tal dependerá de
un número de realidades extralingüísticas, particularmente la de la ade­
cuación del lenguaje para llevar a cabo las tareas que se le demandan, y en
78 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

este aspecto lo real ciertamente se impone a lo lingüístico: pero lo real


permanece, por definición, fuera del sistema, siempre dejando abierta la
posibilidad de una nueva relación con él. Saussure insiste siempre (podría
decirse que hasta la saciedad) en que el lenguaje no puede nunca estar de­
terminado de antemano, ya sea por la acción humana o por el mundo ex­
tralingüístico. Saussure comenta en una nota manuscrita: «Si hubiera un
objeto que generara, en cualquier momento, el término en el que el sig­
no quedara fijado, la lingüística dejaría de ser lo que es de un modo ab­
soluto» (Cours, Engler [ed.], fase. 2, p. 148). Debe advertirse, no obstan­
te, que no hay nada en el argumento de Saussure que implique que los
significados disponibles para un lenguaje no lo estén para otros; lo que
sencillamente conlleva su argumento es que esos lenguajes pueden nece­
sitar diferentes medios para expresarlos.
Dado que tanto los significantes como los significados son lo que son
gracias al sistema dentro del que existen, esto hace que carezcan de un
núcleo esencial que los determine. Una vez más, esto es fácil de demos­
trar por lo que respecta a los significantes: la letra «t», según Saussure,
puede escribirse de diferentes maneras, «el único requisito es que el signo
para la t no sea contundido [...] con los signos usados para la /, d, etc.».
Pero lo mismo se puede decir, por idénticos motivos, de los significados.
Éstos también son lo que son sólo en virtud de lo que no son dentro del
sistema de significados. El que sigue es uno de los pronunciamientos más
influyentes de Saussure:

Todo lo precedente viene a decir que en la lengua no hay más que di­
ferencias. Todavía más: una diferencia supone, en general, términos posi­
tivos entre los cuales se establece dicha diferencia; pero en la lengua sólo
hay diferencias sin términos positivos. Ya se considere el significante, ya el
significado, la lengua no comporta ni ideas ni sonidos preexistentes al sis­
tema lingüístico, sino solamente diferencias conceptuales y diferencias
fónicas resultantes de dicho sistema (ed. cast., pp. 150-1 51)8-

Saussure utiliza el término valor para el tipo de identidad poseída por


los signos: se trata de una analogía con un sistema económico, donde el
valor de un objeto o una moneda está determinado, no por sus propieda­
des inherentes, sino sólo por las cosas por las que puede cambiarse. (Como

8 «Tout ce qui precede reviene a dire que dans la langue il ríy a que des differences.
Bien plus: une différence suppose en general des termes positifs lesquels elle s’établit;
mais dans la langue ¡1 n’y a que des differences ww termes positifs. Qu'on prenne le
signifié ou le signifiant, la langue ne comporte ni des idées ni des sons qui préexiste-
raicnt au systcmc linguistique, mais seulement des differences conceptucllcs ct des
différences phoniqu.es issues de ce systéme» (p. 166).
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 79

en el sistema lingüístico, los valores económicos están fuertemente con­


dicionados por factores ajenos al sistema, como la utilidad y la carestía.
Sin embargo, el sistema económico funcionaría todavía como un sistema
de valores si dichos factores operaran de un modo distinto de como lo
hacen.)
Saussure dio un decisivo (e influyente) paso más en el proceso de
constitución del objeto de su ciencia lingüística: insistió en la separación
teórica del tipo de relación que se da entre dos elementos dentro de un
determinado estado de un sistema y el tipo de relación que se establece
entre un elemento de un estado de un sistema y el elemento equivalente
en un estado anterior o posterior del mismo sistema. Al primero lo deno­
minó relaciones sincrónicas y al segundo, relaciones diacrónicas. Ambos
son aspectos de la langue, que es sistemática en sus relaciones internas y
en los modos que, como los cambios -que en sí mismos no son sistemá­
ticos- producen efectos dentro de ella. El aspecto innovador en el estu­
dio del lenguaje a comienzos del siglo XX fue, en cualquier caso, la trans­
formación del estudio sincrónico del sistema lingüístico en una disciplina
autónoma, sin la cual sería inadecuado, estudio diacrónico, cualquier dado
que, según se sigue del argumento de Saussure, la función de cualquier ele­
mento del sistema puede comprenderse sólo si se comprende el sistema en
su conjunto. Para el hablante individual y para la comunidad lingüística en
un momento determinado sólo el estado sincrónico del lenguaje es rele­
vante, y el análisis de la estructura de relaciones en el que consiste dicho es­
tado sólo puede enturbiarse con la introducción de cuestiones etimológicas
o de evolución del lenguaje. Como con todas las distinciones de Saussure,
esta oposición metodológica y conceptual se complica considerablemente
en su aplicación práctica, lo que otorga, al ámbito más amplio de la semio­
logía, una simplificación inicial sobre la que pueden construirse análisis
más complejos.
Otra atrevida oposición conceptual facilitó la clarificación inicial de la
multitud de relaciones sincrónicas dentro del sistema de la langue, aun­
que ésta tal vez trajo tantos problemas como los que resolvería a los here­
deros intelectuales de Saussure. Si imaginamos un par de términos en el
sistema entre los que existe o puede existir una relación, ésta puede ma­
nifestarse de dos modos en la parole: bien se dan ambos elementos en la
misma proferencia, bien aparece uno pero no el otro. Las relaciones que
acontecen in praesentia entre términos concurrentes se denominan sin­
tagmáticas (en el sentido de que forman parte de un sintagma o cadena),
y las relaciones in absentia entre un término presente y uno o varios sólo
presentes en la memoria son asociativas. Estas dos categorías son bastante
imprecisas en el pensamiento de Saussure, quien admite que las relacio­
nes sintagmáticas traspasan la frontera entre la langue y la parole, lo que
también podría argumentarse de las asociativas. Tal vez sea esta impreci­
sión conceptual la que hizo que esta distinción relativamente marginal se
80 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

convirtiera, tras nueva lectura, en un concepto central en la semiología


sausseriana.

Modificaciones y alternativas al modelo de Saussure

Los efectos de la revolución conceptual de Saussure se dejarían sentir


en todos los lugares de la lingüística moderna, presentes con más fuerza,
quizá, donde menos se los ha reconocido. Al aislamiento del sistema lin­
güístico como el objeto de estudio primordial, la distinción teórica entre
enfoques sincrónicos y diacrónicos, el papel crucial de las relaciones dife­
renciales (todos ellos presupuestos metodológicos), aunque se los pueda
cuestionar en su desarrollo detallado, forman el amplio basamento de la
lingüística moderna. Más que cualquier modelo de estructura lingüística
específica, estos principios generales, en conjunción con principios rela­
cionados que nacen particularmente del trabajo de Marx, Frcud y Durk-
heim, provocaron una masiva transformación de los modos de análisis
cultural del siglo XX. En algunas áreas, no obstante, la influencia de la teo­
ría de Saussure estaría mediada por modificaciones posteriores; a algunas
de esas adaptaciones está dedicada esta sección.
La concepción fundamental del lenguaje de Saussure (en tanto que es el
«objeto» analizado por la ciencia lingüística), como un sistema de relacio­
nes puramente diferenciales que posibilita toda actividad lingüística, fue
desarrollada de distinto modo por las escuelas de lingüística más importan­
tes del siglo XX. La consiguiente aplicación de esa concepción como mode­
lo para los estudios literarios proviene, en parte, de algunos de esos desa­
rrollos posteriores a Saussure. La mayoría de quienes revisaron el modelo
intentaron librarlo del indolente, si bien inconsistente, psicologismo de
Saussure. La langue que subyace al comportamiento lingüístico viene a en­
tenderse como una forma abstracta, deducible a partir de actos de la paro­
le: un término que ahora cubre el aspecto tanto psicológico como el físico
del lenguaje. Bien es cierto que el esfuerzo constantemente presente en
Saussure de mantener la naturaleza social del lenguaje atrajo a pocos acóli­
tos, a pesar de que una teoría importante sobre este aspecto del lenguaje lúe
elaborada por Volosinov (¿Bajtin?) en la década de los anos veinte oponién­
dose a lo que denominaba el «objetivismo abstracto» de la teoría de Saus­
sure, entonces preeminente en Rusia; véase Marxism and the Philoshophy of
Language, pp. 58-61 (ed. cast.: El Marxismo y la filosofía del lenguaje, Ma­
drid, Alianza Editorial, 1992). El lingüista que llevó hasta sus últimas con­
secuencias la idea de la abstracción del sistema lingüístico fue Louis
Hjelmslcv, el líder del Círculo lingüístico de Copenhague, donde se desa­
rrolló la lingüística «glosemática» en la década de 1930. El énfasis que
Hjelmslev puso en las propiedades exclusivamente formales de la langue,
independientemente de cualquier realización en un sistema de signos, ten­
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 81

dría posteriormente una gran influencia en el estructuralismo francés, y su


razonada distinción entre denotación y connotación —primer y segundo or­
den de significación- también se revelaría como un elemento fértil para
propósitos sem¡ológicos de mayor amplitud.
En Estados Unidos, la lingüística tomó otros derroteros, en parte
como resultado de los análisis empíricos de los lenguajes indios nortea­
mericanos. Aunque el trabajo pionero de Edward Sapir guarda afinidades
con el enfoque mentalista del lenguaje de Saussure, lo que se conoció
como estructuralismo en la lingüística norteamericana -liderada por Leo-
nard Bloomfield— aplicaba un método rigurosamente inductivo funda­
mentado en presupuestos mecanicistas y conductistas, y abiertamente
enfrentado al uso europeo de argumentos deductivos acerca del sistema
mental que subyace al lenguaje. Sin embargo, la línea sausseriana se rea­
firmó con un nuevo impulso a partir de 1957, con la rápida aceptación
en Estados Unidos y fuera de sus fronteras de la teoría de la gramática ge­
nerativa de Noam Chomsky, propuesta como un directo desafío al acer­
camiento de Bloomfield (véase Chomsky, Syntactic Structures [ed. cast.
Estructuras sintácticas, México, Siglo XXI, 1994]). La deuda con Saussu­
re se hizo especialmente patente con la reformulación por parre de
Chomsky en Current Issues (1964) de la distinción entre langue y parole
como una distinción entre competencia y actuación -con la notable omi­
sión de la dimensión social de la distinción de Saussure, y la sustitución
de la noción bastante imprecisa de un «sistema de lenguaje» por un con­
junto de relaciones con la teoría de los procesos generativos, posterior­
mente muy modificada9-. El énfasis primordial puesto por Bloomfield
en el estudio lingüístico como el establecimiento de taxonomías dejó
paso a un intento por explicar qué caracteriza a los lenguajes, proyecto
que, también, aproximaría más la lingüística norteamericana al estructu­
ralismo en el sentido europeo. Chomsky fue el introductor de la recu­
rrente noción de «estructura profunda»: un término técnico dentro del
análisis preposicional (sentence analysis), pero cuya resonancia metafórica
fue irresistible para muchas personas ajenas a la lingüística y se convirtió,
al menos temporalmente, en parte de la retórica del estructuralismo.
Una rama de la lingüística surgida a partir de Saussure que tuvo un
impacto considerable en los estudios literarios fue la fonología. Aunque
el tratamiento que hace de la misma en el Cours es una de sus partes me­
nos coherentes, la piedra fundacional del concepto de «fonema» dispuso
su clara distinción entre la identidad de una unidad lingüística -fijada en
su totalidad por su relación con otras unidades dentro del sistema de la
langue— y sus usos concretos dentro de los actos de parole. La historia del
concepto de fonema es extremadamente compleja, comenzando mucho

9 Chomsky examina la distinción de Saussure en pp. 10, 11 y 23 de Current Issues.


82 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

antes ¿el uso que hace Saussure. Esta noción surge con distintas formas
en el trabajo de varias escuelas, pero es el modelo general del lenguaje de
Saussure el que ofrece el contexto mejor definido para su comprensión:
reconocimiento de que los sonidos actuales de cualquier lengua son ca­
paces de funcionar como determinantes del significado se debe a que per­
tenecen a un sistema de diferencias, mediante las que los sonidos son
identificados por los hablantes de dicha lengua. La observación de Saus­
sure, mencionada más arriba, acerca de las múltiples maneras en las que
se puede escribir la letra t es un claro ejemplo de este argumento. Del
mismo modo, el fonema /b/ en castellano se pronuncia de modos distin­
tos (la condición de una determinada pronunciación queda determinada
por su lugar en la proferencia, el acento o el dialecto en uso, su idiosin­
crasia, las características específicas del hablante, etc.), pero siempre se lo
reconocerá como tal fonema mientras no pierda su clara diferencia en re­
lación con el resto de fonemas en el sistema. (El lenguaje aún desempeña­
ría su función si /b/ -por común acuerdo— fuese sustituido por un sonido
completamente diferente pero claramente distinguible del resto de soni­
dos del sistema.) De este modo, llegamos a una tajante distinción metodo­
lógica entre \a. fonética, el estudio de los sonidos del habla en tanto que fe­
nómeno físico, y la fonología, el estudio del sistema diferencial del que esos
sonidos físico son realizaciones. La frecuente invención de términos acaba­
dos en «-ema» en la lingüística moderna y en la teoría estructuralista (mi-
tema, gustema, filosofema, etc.) son prueba del éxito del fonema como
concepto analítico.
De las distintas versiones de esta teoría, la que más directamente in­
fluyó en la evolución del estructuralismo fue la desarrollada por Nikolai
Trubetzkoi y Román Jakobson a finales de la década de los años veinte.
Nikolai Trubetzkoi y Román Jakobson, ambos rusos emigrados, desem­
peñaron un papel central en el Círculo lingüístico de Praga y su desarro­
llo teórico, que se conoció como el estructuralismo de Praga (véase el ca­
pítulo 2. La sección que sigue estará dedicada al importante y sui generis
lugar que Jakobson ocupó en la aplicación del modelo lingüístico al aná­
lisis literario.) La fonología del Círculo de Praga, cuyos influyentes más
importantes, probablemente fueron Saussure y el lingüista polaco Jan
Baudo uin de Courtenay, hacía especial hincapié en las funciones del len­
guaje y sus elementos, atendiendo al fonema en su función diferenciado-
ra de significado. Esta concepción del fonema da lugar al principio am­
pliamente utilizado de la «prueba de conmutación» (commutation test),
una elegante demostración de la naturaleza diferencial del sistema lin­
güístico. Considerando una palabra del lenguaje objeto de investigación,
se llevan a cabo una serie de sustituciones en un momento determinado.
Por ejemplo, la palabra «granja» sufre la transformación de sus elementos
originales, y entre las posibles respuestas que un hispanohablante daría a
estos cambios estarían que la misma palabra estaba siendo pronunciada
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 83

de un modo distinto, o que se estaba pronunciando otra palabra (por


ejemplo, «franja»). En el primer caso, los dos sonidos en cuestión son,
evidentemente, variaciones del mismo fonema; en el segundo, los dos so­
nidos son realizaciones de distintos fonemas. Como veremos, Jakobson
extendió este principio aplicando principios saussurcanos a los elementos
constitutivos del fonema mismo.
Los principios de Saussure también contribuyeron a producir una in­
fluyente teoría de la fonología en la lingüística estructuralista norteameri­
cana. Bloomfield -que reseñó favorablemente el Cours en 1923, aunque
luego le prestara poca atención- sentó las bases de esta disciplina, poste­
riormente desarrollada por los «estudiosos, de la fonología», George L. Tra-
ger, Bernard Bloch y Henry Lee Smith, apoyándose una vez más en la dis­
tinción establecida por Saussure entre sonidos concretos y un sistema más
abstracto de diferencias. El trabajo de Bloomfield sobre «fonemas supraseg-
mentales» -aspectos lingüísticos como el acento y la entonación— tuvo du­
rante algún tiempo influencia en los estudios de versificación. Sin embar­
go, la perspectiva fonológica fue desplazada por la doble influencia de
Jakobson y Chomsky. La fonología generativa subsumió el análisis de opo­
siciones fonológicas elementales en un marco chomskiano, y el posterior
desarrollo de la fonología métrica por parte de Jakobson encontró, en la
versificación, reveladoras evidencias de un componente rítmico sistemático
en los patrones sonoros, por ejemplo, de la lengua inglesa.
Otra de las distinciones de Saussure, la establecida entre las relaciones
asociativas y sintagmáticas, se reveló fructífera en una serie de diferentes
adaptaciones. El término «asociativo», tal como lo utilizó Saussure, apenas
tuvo resonancia: junta todas las posibles asociaciones mentales -incluyen­
do meras asociaciones de ideas- entre la ocurrencia de un signo y otros sig­
nos dentro del sistema. En el trabajo de la mayoría de los seguidores de
Saussure, «asociativo» fue sustituido por «paradigmático», término al que se
le dio una definición estructural más precisa: del mismo modo que la rela­
ción entre los términos en un paradigma gramatical {amo, amas, amat, etc.)
es tal, que sólo se escoge uno para un contexto particular, así cualquier sig­
no que se utilice está relacionado con un conjunto de signos del que fue se­
leccionado. De tal modo, el fonema representado por la letra p en pino está
paradigmáticamente relacionado con los otros fonemas que el sistema de la
fonología castellana permite en el contexto sintagmático -ino. Lo prove­
choso de la distinción radica, como con todas las oposiciones conceptuales
de Saussure, en su generalidad: se aplica a todos los niveles del sistema de
signos y a todas las variedades de signos. También da un contenido más es­
pecífico a la noción de identidad dentro de un sistema diferencial: los ele­
mentos de cualquier sistema de signos no están determinados por la subs­
tancia en la que están realizados sino por las relaciones sintagmáticas y
paradigmáticas interdependientes y concurrentes en las que participan (véa­
se Lyons, Introduction to Iheoretical Linguistics, pp. 70-81 [ed. cast.: Intro­
84 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

ducción a la lingüística teórica, Barcelona, Teide, 1979]). El reconocimiento


de relaciones sintagmáticas y paradigmáticas, y su mutua dependencia en la
determinación de unidades en el sistema lingüístico, es crucial para cual­
quier tipo de estructuralismo (por ejemplo, el fundamento sobre el que
está construida la prueba de conmutación [commutation test]) y para todas
las teorías lingüísticas que se apoyan en un análisis distributivo de sus uni­
dades. Su reformulación más influyente fue la realizada por Jakobson, que
será considerada en la siguiente sección.
Saussure tenía ciertas dudas respecto a la relación de la distinción sin­
tagmático/asociativa con la establecida entre langue y parole, concreta­
mente en lo que respecta al sintagma como dituminador de la divisoria
entre ambos: una razón para esto fue su insuficientemente desarrollada
noción de sintaxis, que lo llevó a considerar el enunciado como el fruto
de la libre invención del hablante individual y, por tanto, como parte de
la parole. Lingüistas posteriores han diferenciado, en efecto, entre el sin­
tagma como una proferencia particular perteneciente a la parole, y el pa­
trón sintagmático o regularidad, perteneciente a la langue y que especifi­
ca las reglas que siguen los sintagmas particulares. El trabajo de Chomsky,
concretamente, presentaba una manera de preservar dentro de un sistema
lingüístico regido por reglas, el reconocimiento que hace Saussure de la li­
bertad con la que los hablantes producen nuevos enunciados. Por tanto, es
posible usar la distinción sintagmático/paradigmático para clasificar los ti­
pos de relaciones determinadas por el sistema lingüístico —qué elementos
pueden coexistir en conjunción con, o reemplazar a, otros elementos-y
también como una herramienta para analizar un determinado texto o pro­
ferencia. Sin embargo, el desplazamiento que lleva a cabo Saussure desde
la langue a la parole, en el ámbito del sintagma, permaneció como una
fuente de posible confusión para teóricos posteriores, especialmente en
tanto que la dimensión sintagmática del lenguaje a veces era confundida
-dado que el sintagma hablado se desarrolla en el tiempo- con el acerca­
miento diacrónico al estudio lingüístico. De hecho, las dos distinciones
mantienen la relación opuesta: el paradigma y la diacronía se caracterizan
por relaciones de sustitución, y el sintagma y la sincronía, como indica su
etimología, se caracterizan por mantener relaciones de coocurrencia. Otro
motivo de confusión se halla en las distintas connotaciones de las palabras
«estructura» y «sistema»: la primera aparenta dar por supuesto un sintag­
ma, un acto de parole que muestra relaciones entre sus partes, en lugar de
un conjunto subyacente de relaciones que hacen posibles tales actos,
mientras que la segunda es probable que sugiera un paradigma: un con­
junto de términos substituibles que excluye las posibilidades sintagmáti­
cas. («Sistema» es de hecho utilizado de este modo por Barthes en Ele­
mentos de semiología, donde se lo opone a «sintagma».) Sin embargo, el
término «estructuralismo» denota una preocupación, no por los actos de
la parole, sino por el sistema relacional subyacente que los hace posible:
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 85

un sistema que incluye tanto a las relaciones paradigmáticas como a las


sintagmáticas.
La distinción absoluta que Saussure establece entre los enfoques dia-
crónico y sincrónico del lenguaje ha sido puesta en duda frecuentemente,
pero la mayoría de las escuelas lingüísticas del siglo XX (en claro contras­
te con la centuria anterior) se ha beneficiado de esta clarificación meto­
dológica para el estudio de las reglas y las relaciones que coexisten en un
sistema determinado. Considerada como una necesaria simplificación de
la verdadera condición del lenguaje (ya se lo conciba como un fenómeno
colectivo o individual), ha brindado sus frutos, no sólo en concepciones
más rigurosas del lenguaje contemporáneo, sino en consideraciones de
lenguajes o estados del lenguaje anteriores, ya que la perspectiva sincróni­
ca es válida para cualquier periodo y comunidad lingüística para los que
sea posible ofrecer la hipótesis de un único sistema lingüístico. Estudios
históricos de diversos campos culturales han encontrado aquí un modelo
muy fértil10.
Una alternativa al concepto de signo de Saussure que debe mencio­
narse por su importancia en la semiótica literaria fue la desarrollada si­
multánea pero independientemente por Charles Sanders Peirce, quien,
usando una terminología bastante distinta y, sin limitarse al lenguaje,
propuso una clasificación tripartita del signo (aunque un signo determi­
nado puede combinar aspectos de más de una clase): el icono, en el que se
da un parecido entre el signo y el objeto (una señal viaria donde una cruz
representa una intersección, por ejemplo), el índice, en el que el signo es
un efecto del objeto (como la huella dejada por un animal), y el símbolo,
que es el equivalente peirciano del signo arbitrario en el que Saussure po­
nía todo su énfasis. Al igual que Saussure, Peirce rechaza la perspectiva
n ornen el aturista que ve los signos como nombres que refieren directa­
mente a objetos. Los signos se relacionan con los objetos sólo mediante la
interpretación mental: «Un signo [...] es algo que se presenta para alguien
en alguna relación o calidad respecto de alguna cosa». Se dirige a alguien,
es decir, crea en la mente de esa persona un signo equivalente o tal vez un
signo más desarrollado. A ese signo creado por la mente lo denominó el
interpretante del primer signo» (Philosophical Writings, p. 99). Además,
un signo «sólo puede ser un signo de [...] [su] objeto en tanto que tal ob­
jeto sea él mismo de la naturaleza de un signo o un pensamiento» (Co-
llectedPapers, vol. 1, parágrafo 538). La noción de Peirce del interpretan-
te como el tercer término necesario para cualquier significación, que no
determina la relación entre el signo y el objeto sino que es determinada
por ella, y que tiene él mismo la estructura de un signo, sufrió bastantes

10 Para una ampliación del debate acerca del significado de la distinción sincró-
nico/diacrónico de Saussure en la teoría literaria, véase Attridgc, Peculiar Languagc,
capítulo 4.
86 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

reformulaciones y continúa siendo objeto de discusión y disputa. Sin em­


bargo, lo evidente es que, tanto para Peirce como para Saussure, los signos
no están atados al mundo exterior, sino que están relacionados unos con
otros en una red sin centro y sin un límite determinado.
Para poder apreciar cómo la teoría lingüística de Saussure influyó en
el estructuralismo es necesario comprender la particular recepción que de
ella hizo el lingüista francés Emile Benveniste. En 1939, Benveniste pu­
blicó un ensayo titulado «La naturaleza del signo lingüístico», que confir­
maba la importancia de la teoría del signo de Saussure como la necesidad
de salvarla de alguna de sus inconsistencias (Problemes de linguistique ge­
nérale, ed. ing., pp. 43-48). Benveniste insiste en que, desde el punto de
vista del hablante, la relación entre el significante y el significado no es
arbitraria sino necesaria (algo que Saussure, para quien «arbitrario» no
significaba «azaroso» ni «inestable», ya había subrayado) y recupera la no­
ción de referente con la intención de proclamar que el auténtico lugar
ocupado por la arbitrariedad se da entre el signo y la realidad a la que se
refiere. Al hacer esto, Benveniste abandona la afirmación más significati­
va de Saussure: que el signo es radicalmente arbitrario, en sus dos aspec­
tos. Algunas de las tensiones del pensamiento estructuralista posterior se
deben a este retorno, en nombre de Saussure, a una concepción del len­
guaje que el lingüista suizo había rechazado explícitamente.
Otros ensayos de Benveniste, recogidos en Problémes, desempeñaron
un papel crucial en el discurso del estructuralismo. Su tratamiento de la
distinción en cualquier acto de parole entre el lenguaje como énoncé
(«enunciado»: los elementos lingüísticos particulares en un orden deter­
minado) y énonciation («enunciación»: la proferencia tal y como ocurre
en una ocasión determinada) tuvo una gran repercusión en los estudios
sobre la constitución de la subjetividad en el lenguaje. Concretamente,
Benveniste destacó las propiedades especiales de los «deícticos», elemen­
tos verbales como «yo» y «aquí» que derivan gran parte de su significado,
no del sistema lingüístico, sino de la situación en la que son proferidos,
(un tema en el que se interesó e influyó Jakobson: véase «Shifters, verbal
categories and the Russian verb»).

Román Jakobson

Siendo como fue una de las figuras más influyentes del siglo XX, tanto
en la lingüística como en los estudios literarios, Román Jakobson merece
atención aparte. En 1915, cuando no contaba más que con 19 años y co­
menzaba sus estudios universitarios, Jakobson participó en la fundación
del Círculo lingüístico de Moscú el cual, junto al grupo circunscrito en
San Pctersburgo conocido como OPOJAZ (con el que también estaba
vinculado), era el núcleo de lo que luego se denominaría formalismo ruso
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 87

(véase el capítulo 1). Tras haberse trasladado a Checoslovaquia en 1920,


Jakobson participó de nuevo en encuentros con un grupo de especialistas
en lingüística y estudios literarios y, en 1926, fue pieza esencial en su con-
situción formal como el Círculo lingüístico de Praga. En 1939, Jakobson
abandonó Checoslovaquia, y se asentó en Estados Unidos en 1941, don­
de fue docente en una larga serie de instituciones hasta su fallecimiento en
1982. En esos tres países, Jakobson tuvo una considerable influencia inte­
lectual; su itinerario internacional fue un importante factor que explicaría
la tardía influencia de los movimientos rusos y checoslovacos en el mundo
anglosajón (y, como se verá, en el francófono). Aunque sus ideas sufrieron
cambios significativos a lo largo de su vida, éstas manifiestan unas aspira­
ciones y un enfoque bastante consistentes.
La contribución de Jabokson como teórico de la literatura al formalis­
mo ruso y al estructuralismo de Praga ya se ha abordado en este volumen,
lo que me interesa señalar aquí es que este doble interés (que él entendió
como uno solo) en la ciencia lingüística y en la literatura (así como en las
artes en general) proviene de los estadios más tempranos de su carrera.
En Moscú estuvo activamente implicado en el movimiento futurista
como crítico y poeta. Estos experimentos lingüísticos iban parejos a los
estudios más académicos sobre el lenguaje, literario y de tipo más gene­
ral, que desarrollaba al mismo tiempo. Es revelador que en el mismo año,
1928, colaborara con el formalista ruso Jury Tynjanov en la preparación
de un texto programático titulado «Problemas en el estudio del lenguaje
y la literatura» (Language in Literature, pp. 47-49) y con los especialistas
en fonología Karcevski y Trubetzkoi para presentar un conjunto de pro­
puestas decisivas acerca de los métodos apropiados de análisis de los siste­
mas fonológicos en el I Congreso internacional de lingüística de la Haya
(Selected Writings, vol. I, pp. 3-6). Después de emigrar a Estados Unidos,
Jakobson continuó escribiendo prolíficamente sobre lingüística y temas
literarios, ya fuera solo o en colaboración con otros especialistas.
La concepción de la ciencia lingüística de Saussure es fundamental para
la empresa de Jakobson, que está caracterizada por un espíritu positivista,
un intento por identificar un sistema relativamente abstracto implícito en
el comportamiento cotidiano de las personas, y un interés especial en opo­
siciones binarias, incluyendo las dos caras del signo lingüístico y la distin­
ción paradigmático/sintagmático. El propio Jakobson frecuentemente re­
conocía la influencia de Saussure en su trabajo, aunque su deuda es, a veces,
oscurecida por las molestias que se tomó en subrayar sus diferencias con
él1 L Así, entre los temas sobre los que impartió clases tras su llegada a Nue-11

11 La deuda de Jakobson con Saussure y la insistencia sobre sus divergencias son evi­
dentes a lo largo de gran parte de su carrera. Su último trabajo con Linda Waugh, Sound
Shape, repite la mayoría de los motivos de esta ambivalente relación; véanse pp. 13, 14-21
(donde se llama la atención, p. 1 7, sobre lo simbólicamente apropiado de que aparecie-
88 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

va York se pueden encontrar «La teoría saussureana vista en retrospectiva» y


«Sonido y significado»*12, este último también muy relacionado con la teo­
ría lingüística de Saussure. Jakobson, incluso más que Saussure, detectó el
principio de la oposición binaria activo en todo el sistema lingüístico, pro­
poniendo un análisis del fonema en términos de un número de característi­
cas distintivas binarias, como sonora/sorda o tenso/relajado, lo que hizo po­
sible atribuir a la noción «sistema de diferencias» un sentido fonológico
preciso. Aunque Jakobson presentaba frecuentemente esta teoría como una
amplia revisión de la doctrina de Saussure en la que se entraba en contra­
dicción con el principio de linealidad del significante (véase, por ejemplo,
Six legons sur le son et le sens, ed. ing., pp. 97-99), realmente es una exten­
sión de los principios básicos de Saussure sobre la relación entre los aspec­
tos coocurrentes de un fonema concreto. Estas relaciones continúan siendo
sintagmáticas en tanto que ocurren entre elementos in praesentia, aunque
Jakobson introduciría una útil distinción más entre elementos sucesivos en
una relación sintagmática de concatenación y elementos simultáneos en una
relación sintagmática de concurrencia.
Los otros aspectos relevantes para los estudios literarios en los que Ja­
kobson frecuentemente expresó su desacuerdo con Saussure implican la
noción de arbitrariedad y la oposición entre los enfoques sincrónico y
diacrónico. Aunque el análisis que Jakobson hace del lenguaje, al igual
que prácticamente todos los lingüistas del siglo XX, da por supuesto que
los signos lingüísticos mantienen una relación arbitraria con sus signifi­
cados, su profundo interés en la poesía frecuentemente lo condujo a en­
fatizar aquellos aspectos del significante que podían decirse que estaban
motivados (véase, especialmente, «Quest for the essence of language», en
Language in Literature, pp. 413-427, y el capítulo 4 de SoundShape). Al
hacer esto, Jakobson encontró como un útil complemento de Saussure la
concepción del signo de Peirce, particularmente la categoría de signos
icónicos (a pesar de que el énfasis de Peirce en las estructuras triádicas no
le resultaba tan seductor a Jakobson como la oposición binaria de Saus­
sure). Para este último, la peculiar indisolubilidad del lazo entre el signi­
ficante y el significado se debe a la naturaleza arbitraria del signo, ya que
los dos aspectos del signo se dan simultáneamente en el sistema; Jakob­
son, no obstante, sigue a Benveniste al subrayar la conexión necesaria en­
tre significante y significado desde el punto de vista del hablante (véase
Sixlefons, ed. ing., p. 111).

ra el mismo año el de lingüística general de Saussure y la Teoría general de la relati­


vidad de Einstein), 76, 182 y 220, 221 (una receptiva consideración del amplio y pro­
blemático trabajo de Saussure sobre los anagramas en la poesía antigua).
12 Los manuscritos de estas clases (impartidas en el curso 1942-1943) han sido
publicados en francés en Seleeted Writings, vol. 8; el segundo también puede encon­
trarse en Six le$ons.
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 89

Como tantos otros críticos literarios después de él, Jakobson se queja fre­
cuentemente de que la distinción de Saussure entre un enfoque sincrónico y
otro diacrónico implica que el lenguaje es estático y oscurece la importancia
de la dimensión histórica del lenguaje en un momento determinado (véase,
por ejemplo, Jakobson y Pomorska, Dialogues, cap. 7: «El factor temporal en
el lenguaje y la literatura»). Sin embargo, sus propios procedimientos analí­
ticos dan fe de la importancia metodológica de esa distinción, un prerrequi-
sito necesario para toda discusión sobre la interacción de esas dos dimensio­
nes. La habitual confusión existente entre la diacronía y el sintagma que se
ha mencionado antes puede deberse a la desafortunada fusión que hace Ja­
kobson entre la oposición paradigmático/sintagmático y el par sincróni­
co/diacrónico, véase Sixlefons, ed. ing., pp. 100-101.) De mayor importan­
cia es la confrontación con el argumento de Saussure según el cual el cambio
lingüístico acontece primero en la parole -algunos hablantes, por diferentes
motivos, comienzan a utilizar el lenguaje de un modo distinto- y, luego,
(ocasionalmente) queda fijado en la langue. Para Jakobson, en cambio, el
cambio puede darse en el sistema mismo (véase, por ejemplo, «La théorie
saussurienne», pp. 421-424). La cuestión del cambio en el sistema semioló-
gico continuaría siendo crucial en la teoría estructuralista.
Tal vez, la distinción sanssuriana más fructífera en manos de Jakobson
fue la establecida entre las relaciones sintagmáticas y paradigmáticas, cuyo
desarrollo tendría un gran impacto en el estructuralismo literario. En
1956, Jakobson publicó junto a Morris Halle Fundamentáis o/ Language,
descrito en su introducción como el resultado de una tentación «por explo­
rar, cuarenta años después de la publicación del Cours de Saussure y su dis­
tinción entre los planos «sintagmáticos» y «asociativos» del lenguaje, lo que
ha sido deducido y puede deducirse de esta dicotomía fundamental» (p. 6).
Especialmente fructífera sería la segunda parte de dicho texto, escrita por
Jakobson y titulada «Dos aspectos del lenguaje y dos tipos de perturbacio­
nes afásicas» (reimpreso en Language in Literature, pp. 95-1 14). En ese tex­
to, Jakobson describe dos tipos de dificultades lingüísticas causadas por la
afasia: el primero, desórdenes de selección y sustitución, caracterizados por
problemas en la elección de la palabra correcta cuando el contexto no es
muy revelador; el segundo, desórdenes de combinación y contextura, que
implican problemas en la construcción de secuencias gramaticales. El pri­
mer tipo, que Jakobson denomina «desórdenes de similaridad», se caracte­
riza también por la sustitución de la palabra que está bloqueada por pala­
bras asociadas, aunque puede que éstas tengan un sentido totalmente
diferente, por ejemplo: mesa por lámpara o comer por tostador; mientras
que el segundo tipo, que Jakobson llama «desórdenes de contigüidad», se
distingue por sustituciones basadas en parecidos de significado (por ejem­
plo, mirilla por telescopio o fuego por bombilla). Jakobson relaciona esta
oposición, por una parte, con la clasificación que hace Saussure de todas las
relaciones, bien como sintagmáticas, bien como paradigmáticas (el primer
90 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

tipo de afasia implica la retención de las capacidades sintagmáticas, pero la


pérdida de las paradigmáticas; mientras el segundo tipo opera a la inversa)
y, por otra, con las figuras retóricas como la metonimia (substituciones ba­
sadas exclusivamente en asociaciones, sin tener en cuenta parecidos de sig­
nificado) y la metáfora (substituciones basadas en parecidos de significa­
do). Jakobson defiende que esta oposición subyace a las producciones
culturales de un modo general, de tal manera que el realismo, por ejemplo,
puede entenderse privilegiando relaciones sintagmáticas o metonímicas
(los detalles realistas se relacionan por contigüidad) mientras que el roman­
ticismo y el simbolismo opera con relaciones paradigmáticas que favorecen
la metáfora (elementos literales sugieren sentidos figurados mediante rela­
ciones de similitud). La atrevida generalidad de esta distinción (típica de la
búsqueda que Jakobson hace de universales) la hizo muy atractiva para los
teóricos de la literatura en su busca de claves explicativas1314
.
La distinción sintagmático/paradigmático también jugó un papel cen­
tral en el pronunciamiento más programática de Jakobson sobre la relación
entre los estudios lingüísticos y literarios, el cual apareció originalmente
como «Closing Statement: linguistics and poetics» en el volumen de escri­
tos que recoge la Conferencia de Indiana sobre el Estilo de 1958, editado
por Sebeok como Style in Language{\ En él, Jakobson afirma que «la poé­
tica tiene el rango para liderar los estudios literarios» y que «la poética pue­
de considerarse como una parte integra] de la lingüística» (p. 63). Jakobson
toma así una postura de algún modo diferente a la de la mayoría de quienes
aplicaron la terminología y los modelos lingüísticos a los estudios literarios,
concibiendo el proceso, no como un préstamo entre disciplinas, sino como
una disciplina que subsumía completamente a otra. Jakobson justifica el
lugar ocupado por la poética en su esquema mediante un modelo global de
funciones del lenguaje (una elaboración del modelo de la Escuela de Praga
derivado de Karl Bühler; véase el capítulo 2), donde la función poética tie­
ne un lugar como ese uso del lenguaje en el que la atención se dirige hacia
lo que Jakobson denomina «el mensaje mismo», «el mensaje en cuanto tal»,
«el mensaje por sí mismo» (p. 69) -el «mensaje» en la terminología de Ja­
kobson es la combinación de significante y significado que constituye el
objeto verbal y no, como a veces se da por supuesto, nada más que los sig-

13 Para un desarrollo amplio de las implicaciones de la distinción de Jakobson,


véase Lodge, Modes, pp. 73-124.
14 La intervención de Jakobson se ha reimpreso en varias ocasiones. Se incluye
como «Linguistics and Poetics» en Language in Literature, pp. 62-94. El número de
página de nuestras referencias corresponde a esta edición. Para una discusión crítica
de esta conferencia y del enfoque que Jakobson tiene de los análisis literarios, véase
Attridge, «Closing statement: linguistics and poetics in retrospect», en Fabb et al.,
The Linguistics ofWriting, pp. 15-32 [ed. cast.: La lingüística de la escritura: debates
entre lengua y literatura, Madrid, Visor libros, 1989].
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 91

niñeantes15. La estrategia mediante la cual la poesía se asegura esta atención


es un único mecanismo general que recurre a la oposición saussureana: «La
función poética proyecta el principio de equivalencia desde el eje de selec­
ción al eje de combinación». Mientras que en otros usos del lenguaje es
sólo el eje paradigmático el que emplea la equivalencia, un elemento pre­
sente es equivalente a aquellos que no lo están, pero que podían haberlo es­
tado: el lenguaje poético implica la atención del lector (conscientemente o
no) a posibles equivalencias en la cadena lingüística. Esto da lugar a un
análisis estructural de la poesía en el que se disponen características simila­
res (o características opuestas, piénsese en la oposición como una forma de
equivalencia) en el texto, ya pertenezcan a categorías fonológicas, morfoló­
gicas, sintácticas o semánticas. El grado de cohesión e integración de estas
relaciones es visto como un indicativo de la calidad del poema, sean o no
perceptibles para el lector, Jakobson, solo o en colaboración, elaboró un
buen número de análisis de este tipo en los años posteriores a la aparición
de «Poetics and lingulstícs», de los cuales probablemente el más conocido
es sobre «Les chats» de Baudelaire, realizado junto a Claude Lévi-Strauss
(1962; Languagein Literature, pp, 198-215). Los poemas en lengua inglesa
analizados incluyen, con L. G. Jones, el soneto 129 de Shakespeare {Lan­
guage in Literature, 1970, pp. 198-215) y, junto a Stephen Rudy, «Sorrow of
Love» de Yeats {Language in Literature, 1977, pp. 216-249). Estos estudios
revelan lo fructífero de la oposición binaria como herramienta de análisis
cuando se aplica a un amplio abanico de categorías; de hecho, uno de los
inconvenientes del método es la facilidad con la que pueden encontrarse
dichas estructuras16: otra de las debilidades es que privilegia a la poesía líri­
ca frente a otras formas literarias. En «Linguistics and poetics» también se
presta especial ínteres al potencial que supone para el simbolismo coheren­
te que anida en todas las lenguas y a la importancia de los patrones grama­
ticales y fonéticos de los poemas.
El atractivo del programa de estudio literario de Jakobson, y de su puesta
en práctica en casos concretos, radica, fundamentalmente en su proclama de
querer fundamentar el análisis de los textos literarios en una base objetiva y
barrer, con ello, siglos de pensamiento impresionista y confuso. Esto recuer­
da la posición de Saussure respecto al estudio del lenguaje. Como éste, Ja-
kobson propone una serie de notables distinciones y fórmulas memorables
para guiar la tarea de sus seguidores. No obstante, Jakobson no sigue el mo-

1:5 La relación entre el «significado» (o signatuni} y la «referencia» en el pensamien­


to de Jakobson no es ni mucho menos consistente o clara. Para esta cuestión véase
Waugh,Jakobsvns Science <f Language, pp. 28-31 y 39-40, yAttridge, Peculiar Langtta-
ge, pp. 128-135.
Para una discusión crítica de este problema véase Riffarerre, «Describing poe-
tic s truc tu res», y Culler, Structuralist Poetics, pp. 55-74 [ed. cast.: La poética estr¿íc tu­
ralista; e¿ estructuralismo, ¿a lingüística y el estudio de ¿z literatura, Barcelona, 197 8 J-

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92 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

délo de Saussure del modo como lo hicieron los estructuralistas franceses: en


lugar de acometer la tarea de elaborar la langue que subyace a todo acto de
habla individual de lectura de textos literarios, Jakobson se limita a establecer
los principios más generales y a centrarse en el análisis detallado de ejemplos
específicos. A pesar de que existan bastantes afirmaciones célebres acerca de la
objetividad de su método, su retórica está impregnada de un tono valorativo,
y su interés sólo alcanza hasta los textos que considera que poseen una cuali­
dad literaria inusual (una cualidad que su análisis está llamado a explicar). Su
herencia para los estudios literarios es doble: legó a los estructuralistas algu­
nos principios simples pero ampliamente aplicados provenientes de la teoría
lingüística, y dejó a la estilística algunos ejemplos de la detallada descripción
estructural producida por la ciencia lingüística. De ahí que las tensiones y las
contradicciones que se encuentran en el trabajo de Jakobson sean tensiones
y contradicciones que sigan sin resolverse en el estructuralismo y la estilística.

Aplicaciones del modelo

Si hubo un momento germinal en la historia del estructuralismo fue la


decisión tomada en 1942 por un profesor de la Ecole libre des baures études
de Nueva York (fundada un poco antes por exiliados belgas y franceses) de
asistir a las clases de otro profesor. El antropólogo Claude Lévi-Strauss,
con la intención de mejorar su conocimiento de lingüística para estudiar
los lenguajes del centro de Brasil, decidió asistir a las clases impartidas por
Román Jakobson, de quien apenas conocía nada. Como Lévi-Strauss es­
cribe en su introducción a Six legons de Jakobson (que no vio la luz hasta
1976), «lo que me enseñó fue algo bastante diferente y, casi no necesito
decirlo, algo mucho más importante: la revelación de la lingüística estruc­
tural» (ed. ing., p. XI). La lección más destacada fue que «en lugar de per­
derse entre la multitud de diferentes términos, lo importante es considerar
las relaciones más simples e inteligibles, mediante las cuales esos términos
están mutuamente conectados» (ed. ing., p. XII). La exposición y modifi­
cación que hizo Jakobson de la teoría de la langue de Saussure como un
sistema de diferencias, subyaciendo actos de parole, permitió a Lévi-Strauss
volver a pensar el problema de las estructuras de parentesco a través de di­
ferentes sociedades, y presentar en 1945, en Word -la nueva revista del
Círculo lingüístico de Nueva York- un análisis que detectaba en los patro­
nes ampliamente variables de parentesco que implica a la figura del tío
materno un sistema diferencial consistente17. Dado que es en el nivel del

1 Este ensayo, «L'analyse structurale en linguistique et en anthropologie» fue reim­


preso con modificaciones mínimas en Anthropologiestructurale de Lévi-Strauss (1958),
y traducido como «Structural analysis in linguistics and anthropology» en Structural
Antropology, p. 31-54 [cd. casi.: Antropología estructural, México, Siglo XXI, 2006].
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 93

análisis fonológico donde Jakobson, partiendo de su trabajo con Trubetz-


koi, ubica el más depurado efecto de los principios de Saussure, Lévi-Strauss
adopta como su modelo la teoría binaria de rasgos distintivos de Jakobson,
anunciando que la lingüística estructural es la ciencia social más desarrollada
y que está destinada a jugar un «papel renovador» en esa disciplina (Structu-
ral Antrhopology, [ed. cast.: Antropología estructural])^. Sorprende el modo
como Lévi-Strauss traduce las percepciones de la lingüística porque ejem­
plifica el principio que él mismo había aprendido de esa disciplina, la pri­
macía de las relaciones formales sobre las relaciones substantivas, de la si­
guiente forma: «¿Puede el antropólogo, usando un método análogo en
forma (ya que no en contenido) al método utilizado en la lingüística es­
tructural, progresar del mismo modo que lo ha hecho la lingüística?»
(Structural Anthropology, p. 34 [Antropología estructural]). Es con este ges­
to como Lévi-Strauss abre las puertas para la difusión de los principios de
Saussure más allá de los dominios de la lingüística, enfatizando a su ma­
nera el término «estructural», derivado de la «lingüística estructural» de
Trubetzkoi y Jakobson (no la de los seguidores de Bloomfield), y cristali­
zado en la denominación «estructuralismo».
La amplia atención que cobró el estructuralismo en la década de 1950,
primero en Francia y después en otros países, se generó a partir de la apli­
cación de la noción de mito de Lévi-Strauss a la cultura francesa de la épo­
ca. Inspirado por Lévi-Strauss, Roland Barthes fusionó una concepción de
la langue y el significado de Saussure con una conciencia marxista (y
brechtiana) del funcionamiento de la ideología de clase, con la finalidad
de analizar las preocupaciones diarias de sus conciudadanos, publicando
una serie de ensayos muy accesibles en diversas revistas francesas. Una re­
copilación de estos textos, junto a una teoría del mito contemporáneo más
sistemática y explícitamente saussureana, apareció en 1957, un año antes
de que Lévi-Strauss publicara su Anthropologiestructurale x". Barthes, quien
tomó terminología y conceptos lingüísticos, no sólo de Saussure, sino
también de Peirce, Hjelmslev, Trubetzkoi, Jakobson y Benveniste, fue qui­
zá el promotor más influyente del modelo lingüístico en un terreno cultu­
ral más amplio, con destacadas contribuciones a la teoría y a la crítica lite­
raria (véase el capítulo 6). Barthes ofreció un enfoque estructural de un
sistema sincrónico anterior (el universo de las tragedias de Racine) en Sur

18 Aunque Lévi-Strauss acepta tanto el argumento de Jakobson (de que la arbi­


trariedad no es total cuando el significado está implicado), como el énfasis puesto
por Benveniste en la «necesidad» de la relación entre significante y significado, su
aplicación de esta noción es más próxima a Saussure que a la de estos; véase, por
ejemplo, su prólogo a Six lefons de Jakobson, ed. ing., p. XXII.
19 Mytbologies de Barthes se tradujo al español en 1980 como Mitologías; al inglés
fue parcialmente traducido en 1972 como Mytbologies; el último ensayo en esta edi­
ción, titulado «Myth today», aparece en las pp. 109-159.
94 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Racine (1963); acometió un tratamiento sistemático de la nueva ciencia de


Saussure en Elements de sémiologie (1964) [ed. cast.: Elementos de semiolo­
gía, Montevideo, lmago, 1983]; presentó un modelo lingüístico para el
análisis de todo tipo de narrativas en «Introduction á l’analyse structurale
des récits» (1966); llevó a cabo un detallado análisis semiológico (de los
pies de foto de revistas de moda) en Systeme de la mode (1967) [ed. cast.:
tema de la moda, Barcelona, Paidos, 20031; y en S/Z (1970) [ed. cast.: S/Z
(1980]) (cuyo título es un ejemplo de un aspecto distintivo del pensamien­
to de Jakobson, la oposición sonora/sorda) llevó a un nuevo grado de espe­
cificidad el análisis saussureano de un texto literario minando, a la vez, sus
pretensiones científicas21’. Barthes sigue el modelo de Saussure más estric­
tamente que Jakobson o Lévi-Strauss. Así, confronta la recuperación del
referente que hace Benveniste y el énfasis que Jakobson pone en la moti­
vación y, siguiendo a Lévi-Strauss (y a las concepciones marxistas de la
ideología), subraya, por su parre, la tendencia de la cultura a naturalizar
sus signos inmotivados (Elements de sémiologie, ed. ing., pp. 50-51). Bart­
hes desarrolla eficaces herramientas analíticas a partir de la distinción esta­
blecida entre relaciones sintagmáticas y paradigmáticas (o para Barthes,
«sistemáticas») y la distinción de Hjelmslev entre denotación y connota­
ción, mediante la que un signo -significante y significado- funciona
como un significante en un sistema de segundo orden.
Una de las diferencias más importantes entre el proyecto de Barthes y
el de Lévi-Strauss, sin embargo, es el interés de aquél por una langue es­
pecífica de una cultura concreta más que por postular universales. Al
igual que Saussure (y que Jakobson en sus análisis poéticos), Barthes uti­
lizó algunos principios metodológicos bastante generales, especificados
en detalle en Elementos de semiología, para cartografiar las relaciones siste­
máticas activas en un campo determinado: la narrativa, los pies de foto
de las revistas de moda, el universo dramático de Racine. A diferencia de
Lévi-Strauss (y de Jakobson en su teoría fonológica), Barthes no tiene
como objetivo descubrir ni las categorías ni las leyes universales incons­
cientes que gobiernan el comportamiento humano. Su estructuralismo es
así de mayor utilidad en la crítica literaria, ya que frecuentemente se ocu­
pa del funcionamiento determinado de textos concretos, más que de las
relaciones abstractas que podrían estructurar todos los textos. También
está más atento a los cambios históricos (Elementos de semiología acaba
aventurando que «el objetivo esencial de la investigación semiológica»
puede que sea descubrir cómo se transforman los sistemas a lo largo del
tiempo [cd. ing., p. 98]) y a la dimensión política de la significación.

2(1 Estos libros se han traducido al inglés como On Racine y al español como Ele­
mentos de semiología, Sistema de la moda y S/Z; el ensayo al que nos referimos está tra­
ducido al inglés como «Introduction to the structural analysis of narratives» en Ima-
ge-Music-Text, pp. 79-124.
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 95

La adopción que hace Lévi-Strauss del modelo de Saussure tuvo tam­


bién una influencia determinante en la teoría y la práctica psicoanalítica
de Jacques Lacan. En su conferencia de 1953, «La función y el ámbito del
habla y el lenguaje en el psicoanálisis» (conocido también como «Discours
de Rome» [Ecrits, ed. ing., pp. 30-113]), Lacan usó términos de Saussure
y Jakobson de un modo que parecían haber pasado por el tamiz de Benve-
níste y Lévi-Strauss pero, para cuando aparece «The Freudian thing» (que
aunque fue pronunciada en 1955, es revisada e impresa por primera vez
en 1956 [Ecrits, ed. ing., pp. 1 14-145]), Lacan pide «leer a Saussure» (ed.
ing., pp. 125). El recurso más conocido que toma de la lingüística saussu-
riana es en «The ageney of the letter in the unconscious» (pronunciada en
1957 [Ecrits, ed. ing., pp. 146-178]), donde es obvia la influencia de «Dos
aspectos del lenguaje» de Jakobson, aunque en ambos casos las versiones
de Lacan llevan su sello -por ejemplo, complica la confusión de Jakobson
entre los enfoques sintagmático y diacrónico sobre el lenguaje; y les añade
la idea de significado (Ecrits, ed. ing., p. 126).
La teoría literaria lacaniana se aborda más adelante (véase el capítulo 8),
al igual que otros desarrollos del modelo lingüístico de Saussure, algunos
inspirados directamente en él y otros mediados por las revisiones que acaba­
mos de mencionar. Estos incluyen el trabajo de un conjunto de narratólogos
que, a veces, combinan un marco de trabajo saussureano con un análisis gra­
matical de los enunciados, para ofrecer un modelo que dé cuenta del sistema
que estructura las distintas narrativas (véase el capítulo 5); la teoría de la epis-
teme de Michel Foucault, que tiene como objetivo exponer los modos esen­
ciales de conocer en una época histórica relativamente precisa; el influyente
préstamo que hace Louis Althusser de conceptos de Saussure para llevar a
cabo una reelaboración de Marx (véase el capítulo 8); y la elaboración que
hace Julia Kristeva de la prelingüística «masa indistinta» o «masa hablante»
de Saussure en la noción de «semiótica» (véase más abajo el capítulo 8). El
estructuralismo ocupó un lugar destacado, aunque tendencioso, en los estu­
dios literarios soviéticos en la década de 1960, cuyo adepto más destacado
fue Jury Lotman (léase Seyffert, Soviet Literary Structuralism). La ciencia vis­
lumbrada por Saussure se había hecho realidad, incluso era ya un miembro
estable del mundo académico. Podría citarse la obra de Umberto Eco como
un detallado desarrollo de los impulsos que llevaron a Saussure y a Peirce a
concebirse como precursores de una empresa semiológica más amplia. La
revisión que hace Chomsky de la distinción cardinal de Saussure entre lan­
gue y parole también ha tenido sus frutos en la teoría literaria: cabe destacar
el argumento de Jonathan Culler (en La poética estructuralista) a favor de la
noción de «competencia literaria», a pesar de que los objetivos lingüísticos
de Chomsky siguen condicionados por una reminiscencia universalista de­
bida a Lévi-Strauss y de poca utilidad para los lectores de textos literarios.
Tan importantes como las clarificaciones que Saussure legó al estudio
de la cultura son sus inconsistencias y confusiones, que hicieron posible
96 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

que el estructuralismo promoviese su propio desmantelamiento confor­


me comenzaba a existir. La paradoja que implica una «ciencia» que cons­
tituye su propio objeto, el descrédito para la objetividad que supone la
noción de la radical arbitrariedad del signo, la insistencia en la naturaleza
esencialmente diferencial de los sistemas de signos, la oscilación del len­
guaje entre lo social y lo individual, el fracaso del intento de establecer
distinciones absolutas entre habla y escritura, entre la sincronía y la dia-
cronía, entre langue y parole: todas estas cuestiones apuntan a un conjun­
to de problemas más profundos heredados por Saussure de sus mentores
intelectuales. La relación de Saussure con la historia del pensamiento oc­
cidental y su pertinencia como indicativo de las contradicciones endémi­
cas en esa historia fueron traídas a la luz por Jacques Derrida (véase el ca­
pítulo 7), cuya lectura de Saussure representa un retorno más atento al
texto del Cours del que puedan haber hecho los pensadores que acabamos
de mencionar21.

Estilística

Si, como hemos visto, el estructuralismo tiende a concebir la literatu­


ra como equivalente a un lenguaje, y recurre al modelo de la teoría lin­
güística para iluminarla, existe un amplio terreno donde la influencia de
la lingüística ha tenido una importancia similar: la estilística. Ésta hace
hincapié en que la literatura está hecha de lenguaje y, por tanto, se apoya
en la teoría lingüística, no tanto como un modelo, sino como un conjun­
to de hallazgos tentativos sobre el sistema lingüístico. En teoría, un análi­
sis estructuralista no requiere del uso de datos lingüísticos, sus datos son
el material bajo escrutinio, por lo que de la lingüística sólo se toma pres­
tada su metodología general. De un modo inverso, a la estilística puede
que no le sea útil un modelo derivado de la lingüística: un análisis estilís­
tico puede mantener las presuposiciones tradicionales de la crítica litera­
ria pero aplicarlas a rasgos del lenguaje definidos de acuerdo con la teoría
lingüística. En la práctica, por supuesto, estos dos enfoques son rara vez
tan fácilmente distinguibles como parece a primera vista -ya hemos visto
cómo Jakobson los superpone-. Dado que la aplicación de un modelo
general tomado de otra disciplina a un campo de estudio propio es una
forma de préstamo más sencilla que el dominio detallado de dicha disci­
plina, la estilística ha tenido menos ascendencia sobre los estudios litera­
rios que el estructuralismo o el postestructuralismo, y ha sido practicada

21 Derrida, De la grammatologie, 1967; cd. ing.: OfGrammatology, 1976, pp. 30-73;


ed. cast.: De lagramatología, México, Siglo XX, 1971. Positions, 1972; ed. ing., Positions,
1981, pp. 18-36; ed. cast.: Posiciones, Valencia, Pre-texros, 1976. Una buena presenta­
ción de las fructíferas contradicciones de Saussure puede verse en Wcbcr, «Saussure».
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 97

con más frecuencia por los lingüistas interesados en la literatura que por
quienes tenían una preparación predominantemente literaria. Una defi­
nición más amplia de la estilística la presenta como el estudio de los ele­
mentos discursivos en cualquier lengua, sin atribuir a la literatura un pa­
pel especial; con este formato, la estilística está estrechamente relacionada
con la gramática del texto, el análisis del discurso, la pragmática y otras
ramas de la lingüística interesadas en la enunciación en un contexto de­
terminado. El resultado es que los objetivos de la estilística son múltiples
y no siempre coinciden con los de los críticos o los teóricos de la literatu­
ra. La finalidad de un estudio estilístico puede ser la comprensión de los
mecanismos lingüísticos, la demostración de la validez de una teoría lin­
güística concreta o el desarrollo de un método de enseñanza lingüística
que emplee textos literarios. Una idea que ha motivado una serie de pro­
yectos estilísticos —incluyendo, como hemos visto, el de Jakobson- ha
sido la identificación, con una base empírica y objetiva, de los aspectos
de los textos literarios que dan lugar a juicios de valor. No obstante, nin­
guno de éstos ha convencido a muchos especialistas, y puede muy bien
ser que la evaluación literaria esté vinculada tantísimo a procesos políti­
cos y culturales, que no podamos inferior conclusiones objetivas y neu­
trales. En cualquier caso, el éxito de este proyecto haría posible la crea­
ción maquinal del arte, lo que entraría en contradicción con uno de los
presupuestos más queridos por la cultura occidental.
Los orígenes de la estilística son más diversos que los del estructuralis­
mo, ya que el término denota un área de estudio más que una metodolo­
gía particular. Desde esta perspectiva, se entiende cómo las dicotomías de
Saussure, las taxonomías de Bloomfield, las transformaciones de Chomsky
y muchas otras variedades de técnicas lingüísticas han sido utilizadas en
el análisis de textos literarios. Una tradición europea de estilística filoló­
gica proviene del trabajo de Leo Spitzer y Erich Auerbach, mientras que
la estilística estadounidense ha sido ecléctica, como ejemplifica el trabajo
de Samuel R. Levin, Scymour Chatman, Michael Riffaterre y Ann Ban-
field aunque, en gran parte de esta estilística, se advierte la notable pre­
sencia de Jakobson. Riffaterre, por ejemplo, aborda la cuestión del análi­
sis poético de Jakobson pero asume el mismo presupuesto derivado de la
estética romántica, según el cual la tarea del analista es demostrar una
complejidad orgánica en el poema. Por lo que respecta a la estilística bri­
tánica, las teorías lingüísticas de Michael Halliday (una gramática y un
funcionalismo particularmente sistemático) han desempeñado un papel
especialmente importante en una campo en el que el propio Halliday ha
realizado notables contribuciones (véase, por ejemplo, «Linguistic Func-
tion»). La teoría de los actos de habla, una rama de la filosofía que linda
con la lingüística y que proviene del trabajo de John L. Austin, se ha apli­
cado también a la teoría literaria, notablemente en A Speech Act Theory of
Literary Discourse de Mary Louise Pratt. El argumento de Pratt es que el
98 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

discurso literario no es una imitación de otros tipos de discurso, aunque


él mismo es un modo de discurso (ejemplificado tanto fuera como den­
tro del dominio estrictamente literario).
Cualquier estudio de los aspectos lingüísticos de los textos literarios
—sintácticos, fonéticos o fonológicos, de vocabulario, de representaciones
del habla o del pensamiento— puede decirse que cae bajo la rúbrica de la
estilística, aunque la aplicación de la teoría lingüística varía ampliamente
en esos estudios. Un área que ha existido siempre en los límites de la lin­
güística (o, en periodos anteriores, del estudio formal de la gramática) es
la prosodia. El análisis métrico y rítmico en cualquier lengua descansa en
presupuestos, implícitos o explícitos, acerca del uso lingüístico del soni­
do; la lingüística del siglo XX, en una variedad de formas, se ha nutrido
frecuentemente de los estudios prosódicos. Los especialistas en literatura
han recurrido a la lingüística en busca de datos objetivos para dotar de
una base sólida al estudio métrico, si bien con demasiada frecuencia la
prometida objetividad no ha pasado de ser una mera ilusión. A este res­
pecto, debe mencionarse el uso, a comienzos de siglo, de los hallazgos de
los fonetistas al medir la duración de las sílabas; la influencia en determi­
nados prosodistas ingleses del estudio de David Abercrombie sobre la
cantidad fonética; el atractivo de la clasificación de Trager y Smith de los
fonemas suprasegmen tales ingleses (mencionados más arriba) para los teó­
ricos de la métrica en busca de un modo más detallado de escansión; y la
cantidad de reivindicaciones hechas en apoyo de la métrica generativa,
especialmente en Estados Unidos y Francia, tras la aparición del modelo
chomskiano. El germen de este último movimiento fue un ensayo sobre
«Chaucer y el estudio de la prosodia» de un pupilo y colaborador de Ja­
kobson, Morris Halle, escrito junto con Samuel Jay Keyser. A éste, lo si­
guieron un número de revisiones y alternativas, cada una intentando for­
mular reglas generativas simples que dieran cuenta de todos los versos
existentes en una lengua determinada. Fiel a la inspiración jakobsoniana
del movimiento, se admite frecuentemente que el objetivo último de este
tipo de trabajos es la especificación de universales métricos, que subyacen
a la estructura del verso en todas las lenguas22.
La lingüística ha continuado transformándose rápidamente, y la difi­
cultad que tuvo que encarar Saussure originalmente -¿cómo define el lin­
güista un objeto de estudio?- ha vuelto a agudizarse. Se han establecido
conexiones con la sociología, con las ciencias cognitivas, con la neurobio-
logía y con la cibernética. Lo que ha hecho que la noción de estructuras
formales elementales, que subyacen a una ingente cantidad de complejos
detalles, se haya vuelto cada vez más problemática. El estructuralismo

22 Véase, por ejemplo, los estudios de ritmo en ingles de Kiparsky («The rhyth-
mic structurc») y Haycs («A grid-based thcory»). Las escuelas más importante de teo­
ría métrica están consideradas en Attridge, Rythms.
EL MODELO LINGÜÍSTICO Y SUS APLICACIONES 99

mismo ha hecho posible una conciencia más aguda de la construcción


social de disciplinas e instituciones, incluyendo los estudios literarios y
lingüísticos, y ha contribuido a la exposición de presupuestos androcén-
tricos o et nocen tríeos enmascarados en las proclamas universalistas anta­
ño características de las ciencias del lenguaje. Estos cambios han alterado
la relación entre la lingüística y los estudios literarios. Dado que las espe­
ranzas de un tratamiento científico de las técnicas literarias, y la interpre­
tación literaria y el valor literario han disminuido, ha aumentado la con­
ciencia de las limitaciones y autocontradicciones del modelo científico.
Por ello el concurrido tráfico entre la lingüística y los estudios literarios
característicos, de mediados del siglo XX pueden estar cediendo su lugar a
un patrón de intercambio más equilibrado.

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4
Semiótica

El término «semiótica», derivado de la palabra griega empleada para


«signo», no designa una escuela particular en el desarrollo reciente de la
crítica literaria, sino un grupo de escuelas y tendencias más o menos co­
nectadas entre sí. De hecho, estas prácticas asociadas contribuyen al desa­
rrollo de un método crítico que en absoluto se ciñe al texto literario
como tema principal. En el prefacio de una reciente antología subtitula­
da «Semiotics around the world», los editores comienzan citando a Eisens-
tein: «El paso adelante de nuestra época en el ámbito artístico [...] debe
ser hacer saltar por los aires la Muralla china que se halla entre la antítesis
esencial del “lenguaje de la lógica"’ y el “lenguaje de las imágenes”». Para
los editores, el aspecto distintivo de la semiótica es que considera «el pro­
ceso mediante el que las cosas y sucesos vienen a ser considerados signos
por un organismo vivo» (Bailey, Matejka y Steiner, The Sign, p. VII).
Como veremos, esta amplia definición conlleva inevitablemente que las
investigaciones semióticas aborden un vasto espectro de prácticas cultu­
rales, que incluyen signos tanto visuales como verbales y se extienden
desde el análisis especializado del texto literario, a la consideración de
una gran diversidad de fenómenos significativos.
La semiótica es así una práctica crítica imperialista. Aunque puede ubi­
cársela dentro de las áreas tradicionales del estudio literario, tiene una ten­
dencia a transgredir límites previamente establecidos en su investigación
del significado. No cabe duda de que Jonathan Culler tenía razones para
sostener en 1981 que «la literatura es el caso más interesante para la se­
miótica por diversas razones» (Culler, The Pursuit ofSigns, p. 35). Sin em­
bargo, sus últimos trabajos llevan el estudio del signo más allá del dominio
literario hasta el campo de prácticas culturales relacionadas: Culler no está
simplemente interesado en las instituciones y en las bases profesionales del
estudio crítico, sino también en interesantes temas aledaños como «la se­
miótica del turismo» (Culler, Framing the sign, pp. 153-167).
Este capítulo tendrá un enfoque igualmente amplio. Daremos por
sentada la dinámica interna de la semiótica, con lo que nos saltaremos la
división en la tradición occidental entre el signo verbal y el visual*1, y sal­
dremos del dominio exclusivamente literario, del estudio de los cánones
poéticos, dramáticos y novelísticos para adentrarnos en áreas relacionadas
como la historiografía. De este modo, tendremos en cuenta la crítica se­
miótica de la cinematografía y las artes visuales, al igual que la dimensión

1 Para una discusión de este asunto, véase Mitchcll, Iconology, especialmente pp. 95-
I 1 5 (el capítulo titulado «Lessing's I.aócoon and the politics oí gente»).
102 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

de la historiografía crítica desarrollada durante las dos últimas décadas.


Todas estas promesas de material novedoso pueden, sin embargo, hacer
que surja la cuestión de hasta que extremo puede hablarse de que la se­
miótica tiene una unidad identificable dado el espectro de enfoques críti­
cos los que que se mueve. ¿No se trata tal vez de un término conveniente
utilizado para camuflar un amplio conjunto de actividades heterogéneas?
Una respuesta rápida a esta pregunta es que la semiótica ha presentado
una propuesta seria para ser considerada, en sus propios términos, como una
orientación dentro de la crítica contemporánea, que no puede ser reescrita fá­
cilmente recurriendo a otras etiquetas ya existentes. El propio Culler llama la
atención sobre el efecto galvanizador del Primer Congreso de la Asociación
Internacional para los estudios semióticos, que se celebró en Milán en 1974.
Aun cuando las 650 personas que asistieron al congreso no aprendieran nada,
o simplemente pasaran un buen rato (como Culler sugiere), la importancia
simbólica del evento era obvia. «La semiótica, la ciencia de los signos [se con­
virtió] en algo digno de consideración, incluso para quienes la [rechazaban]
como un galicismo o una confusión tecnológica» (Culler, The Pursuit of
Signs, p. 19). En cualquier caso, la cuestión que sigue inmediatamente a esta
afirmación es importante. Para haberse agrupado bajo la etiqueta «semióti­
ca», este grupo de participantes debe haber sentido un cierto desencanto con
otras posturas existentes, a la par que una inclinación hacia este nuevo enfo­
que. ¿Cómo se definió (y se define) la semiótica con relación a las otras pro­
puestas críticas, o escuelas, que compitieron en el mismo ámbito?
Esta pregunta sólo puede responderse si prestamos atención al hecho de
que la semiótica afirmaba su identidad, tanto en relación con las tenden­
cias que decía superar, como con aquellas que continuaban existiendo a la vez
que ella -al igual que aquellas posiciones que dirían en algún momento que
superaban y engullían a la semiótica— Culler, por ejemplo, concibe la semió­
tica como la práctica crítica, localizada característicamente en la provincia de
la literatura, que subsumirá la ortodoxia del Ncw Criticism anglosajón, reem­
plazando el indebido énfasis en la interpretación y la proliferación de «lectu­
ras» individuales por la pregunta «¿cómo es posible que las obras literarias
tengan el sentido que tienen para los lectores?» (Culler, The Pursuit ofSigns,
p. 48). Por otra parte, Culler no ve ninguna relación excluyente entre la se­
miótica, como «empresa metalingiiística» y la escuela crítica de la decons­
trucción asociada con figuras como Jacques Derrida y Paúl de Man (p. XI).
Desde su perspectiva, la deconstrucción establece una tensión creativa nece­
saria en la práctica del crítico semiótico, ya que se llama su atención sobre el
hecho de que su metalenguaje sólo es «lenguaje apilado sobre el lenguaje» y
que, por tanto, su posición no es neutral.
Así que, para Culler, la semiótica como actividad crítica conlleva una
ruptura decisiva con el New Criticism, a la vez que una beneficiosa simbio­
sis con la deconstrucción. También implica, podría añadirse, un desarrollo
natural a partir de su interés por «La poética estructuralista», como se titu-
SEMIÓTICA 103

laba un libro de Culler de 19752. Un enfoque igualmente sincrético puede


apreciarse en el trabajo del crítico francés, Tzvetan Todorov, quien presentó
el formalismo ruso ai público francés en 1964 y publicó extensamente so­
bre teoría narrativa en los años siguientes. El propio Todorov se ha conver­
tido en uno de los especialistas más destacados de la tradición semiótica.
Sin embargo, su término preferido para designar a la «teoría de la literatu­
ra» es «poética» que, para él, abarca los numerosos niveles de la investiga­
ción crítica que siguió al estructuralismo (Todorov, «French Poctics», p. 3).
Por otra parte, l’odorov está dispuesto a utilizar el término «semiótica» para
una investigación sobre una amplia variedad de fuentes textuales y visuales
en un contexto histórico determinado, como ejemplifica su fascinante in­
dagación sobre el sistema lingüístico de los conquistadores españoles y las
víctimas indígenas (Todorov, Conquéte de lAmerique}.
También hay un nivel de desarrollo igualmente importante que da
por supuesto una ruptura decisiva en la continuidad de los modos críti­
cos y que contrapone la semiótica a la anterior orientación del estructu­
ralismo y la semiología. Víctor Burgin, cuando escribe acerca del desarro­
llo de las actitudes «postmodernas» en las artes visuales y la crítica
literaria, lo expone claramente:

Dentro del ámbito actual de la teoría, el término «semiología» es habi­


tualmente usado para referirse a su concepción inicial, con un énfasis casi
exclusivo en la lingüística (de Saussure); la palabra «semiótica» es ahora más
corriente para designar el siempre cambiante terreno de los estudios inter­
disciplinares cuyo foco común es el fenómeno general del significado en la
sociedad. (Otras expresiones, más o menos equivalentes, incluyen: «semióti­
ca textual», «análisis deconstructivo» y «crítica postestructuralista») (Burgin,
EndofArt Theory, p. 73).

Peter Wollen, quien (como veremos) fue uno de los primeros críticos
británicos en adoptar un enfoque semiológico, coincide con la postura
más extendida de quienes sostienen que hay un cambio decisivo entre la
anterior semiología estructuralista y la posterior semiótica. Para él, esto
puede localizarse precisamente en el estadio posterior al mayo francés del
68, y en el intento del grupo Tel Quel«áe aunar la semiótica, el marxismo
y el psicoanálisis en un solo discurso» (Wollen, Readings and Writings, p. 210).
Esta idea era compartida en los primeros setenta por los críticos británicos
del entorno de la revista de cine Screen, que parte de la diferencia entre la
semiología clásica del cine representada por el trabajo de Christian Metz y

Véase Culler, Structuralist Poetics, 1975 [ed. cast.: La poética estructuralista: el es­
tructuralismo, la lingüística y el estudio de la literatura]). Entre los libros de Culler que
tienen interés para el rema de este capítulo están Saussure, 1976 y On Deconstruction,
1982.
104 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

las nuevas posibilidades que surgen con los escritos de Roland Barthes y
Julia Kristeva.
La implicación de estas observaciones es que podemos ubicar la emer­
gencia de la semiótica en el periodo de los primeros años de la década de
los setenta, continuando con (y según algunos críticos, separándose radi­
calmente de) los intereses estructuralistas y semióticos de la década pre­
cedente. En este particular, la figura de Roland Barthes es ejemplar ya
que, no sólo proporcionó, en Elementos de Semiología (1964) y en El siste­
ma de la moda (1967), los manuales de la primera etapa, sino que también
dio expresión al nuevo enfoque en S/Z (1970) y Sade, Fourier, Loyola
(1971). Barthes estaba generosamente dispuesto a reconocer la posibili­
dad de que trabajos como el de Julia Kristeva podían transformar la pers­
pectiva semiológica3. Sin embargo, es imposible continuar esta línea de
argumentación sin ir mas allá del debate acontecido durante las tres últi­
mas décadas, y sin atender a los remotos orígenes de los movimientos crí­
ticos cuya intersección hemos estado comentando: el papel de Saussure,
quien predijo la aparición de una «ciencia de los signos», y Peirce, quien
dio los primeros pasos en el establecimiento de la «semiótica».
De hecho, quedará claro que para comprender la aparición de la semió­
tica no basta con una breve mirada retrospectiva de esta índole, sino que se
requiere de un recorrido substancial a través de la tradición intelectual oc­
cidental. Umberto Eco, quien ha sido uno de los más fructíferos autores es­
pecialistas en semiótica, recuerda que «desde el Segundo Congreso [de la
Asociación Internacional para los Estudios Semióticos, Viena, 1979, él] ha
defendido una revisión completa de la historia de la filosofía [...] para res­
catar los orígenes de los conceptos semióticos» (Eco, Semiótica yfilosofía del
lenguaje, ed. ing., p. 4). Si recordamos la cita de Culler en el Primer Con­
greso de 1974, podría decirse que la semiótica apenas había tenido tiempo
de madurar cuando ya se estaban buscando evidencias de su paternidad.
Como un estadio preliminar necesario para cualquier estimación de la con­
tribución que la semiótica ha hecho a la crítica, es importante fijar el contex­
to histórico en el que se da el estudio de los signos.

Antecedentes históricos

Prácticamente todos los escritores relacionados con la semiótica acep­


tan la posibilidad de que la ciencia de los signos haya surgido intermiten-

3 Véase el editorial de R Willemen en Screen 14, n.os 1-2, p. 5, donde se cita una en­
trevista con Barthes en Sign ofthe Times, 1972. En relación con la «ruptura epistemoló­
gica» presentada por Althusser en sus estudios sobre Marx, dice Barthes: <«No estoy se­
guro, por supuesto, de que la semiología en este momento esté en una posición [de
separar la ciencia de la ideología] excepto quizá en el trabajo de Julia Kristeva» (p. 5).
SEMIÓTICA 105

teniente a lo largo de la historia cultural de occidente, pero sin desarro­


llarse por completo hasta el siglo XX, particularmente en el periodo de
postguerra. En este aspecto, la semiótica es radicalmente distinta de la
tradición de la retórica o la «poética», que tiene sus orígenes en los escri­
tos de Aristóteles y que se ha mantenido viva, a pesar de ciertos periodos
de indiferencia, en la tradición clásica4. Consecuentemente, se han dado
una serie de intentos, paralelos al de Eco, mediante los cuales reconstruir
la historia del interés occidental por el signo. El acuerdo generalizado es
que éste se debe localizar tan tempranamente como en la antigüedad clá­
sica y, más recientemente, en la evolución de la filosofía y de la lingüísti­
ca a comienzos del siglo XX. Por supuesto, hay inevitables diferencias de
énfasis, que merece la pena sacar a la luz en lugar de intentar imponer
una supuesta unidad. Los editores de The Sign (Bailey et al.), por ejem­
plo, citan a san Agustín, Locke, Freud y Eisenstein como, a su manera,
precursores del enfoque semiótico, y a Mukarovski, Greimas, Lotman y
Kristeva como sus representantes contemporáneos (p. VIII). Conviene
no perder de vista este eclecticismo, incluso si finalmente optamos por
utilizar una noción más restringida de tradición.
Como guía para los orígenes del enfoque semiótico en la antigüedad,
Kristeva ha prestado un servicio inestimable con sus primeros trabajos,
luego complementados por Todorov y Eco. Kristeva llama la atención so­
bre el «conocido» hecho de que los filósofos estoicos «fueran los primeros
en construir una teoría del signo (sémeion)», mientras que «en Aristóteles
no se encontró una teoría ral» (Kristeva, «Semiotic Activity», p. 26). To­
dorov, aunque presta cuidada atención al uso aristotélico del concepto de
«símbolo»5, coincide en que el pensamiento estoico representa un perio­
do distintivo en la evolución hacia una teoría del signo, aunque admite
que nuestro acceso indirecto a sus ideas dificulta cualquier correlato pre­
ciso. Todorov cita al contrincante de los estoicos, Sexto Empírico: «Los
estoicos dicen que hay tres cosas ligadas: el significado, el significante y el
objeto» (Todorov, «Occidental semiótica», p. 4). De la misma fuente an­
tagonista, Todorov cita también varios pasajes que muestran que los es­
toicos se preocupaban por la clasificación de los signos en tipos diferen­
tes. Por ejemplo, hay «signos conmemorativos», que operan mediante el

4 Esto no implica, sin embargo, que la disciplina de la retórica no haya tenido sus
vicisitudes. Respecto a la contradicción de su vocabulario en el siglo XIX, véase «Rctho-
rique restreinte», pp. 21-40. En lo que respecta a la conexión entre retórica y crítica es­
tructuralista, véase Bann, «Structuralism».
5 Merece la pena citar la conclusión de esta discusión: «Podemos difícilmente ha­
blar de una concepción semiótica: el símbolo está claramente definido como algo
más amplio que la palabra, pero no parece ni que Aristóteles considerara seriamente
la cuestión de los símbolos no lingüísticos, ni que intentara describir la variedad de
símbolos lingüísticos» (Todorov, «Occidental Semiotics», p. 4).
106 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

recuerdo (como la cicatriz rememora la herida), y «signos reveladores»,


que funcionan mediante la indicación (como el efecto causado por una
herida supurante) (p. 11). lodos estos pasajes son muy sugerentes, aun­
que con ellos no sea posible reconstruir la teoría en detalle.
Todorov también se acerca a la tradición hermenéutica de la antigüe­
dad, al recordar la comunicación oracular recogida perfectamente en un
famoso fragmento de Heráclito: «El maestro, cuyo oráculo está en Del-
tos, nada dice, nada oculta, pero significa» (Todorov, «Occidental semio-
tics», p. 15). En cualquier caso, Todorov está convencido de que la pri­
mera síntesis genuina de ideas sobre el signo aparece en el trabajo de san
Agustín en el siglo IV d.C. A lo largo de su prolija carrera como apologis­
ta cristiano, san Agustín retoma insistentemente al problema del signo, y
su logro consiste en resumir tendencias previas:

[...] de profesión retórico, Agustín primero entrega su conocimiento


a la interpretación de un texto concreto (la Biblia). De este modo, la
hermenéutica absorbe a la retórica; a ella se le adjuntará la teoría lógica
del signo -a expensas, es cierto, de un desplazamiento de la estructura a
la substancia ya que, en lugar del «símbolo» y el «signo» de Aristóteles,
descubrimos signos intencionales y naturales-. Estas dos combinaciones
se reúnen de nuevo en Sobre la doctrina cristiana para dar lugar a una teo­
ría general de los signos, o semiótica, en la cual los «signos» provenien­
tes de la tradición retórica y devenidos liermenéu ticos, es decir «signos
trasplantados», dan con su lugar apropiado (Todorov, «Occidental se-
miotics», p. 40).

Eco sostiene una postura similar respecto al papel central de san Agus­
tín, pero se inclina por subrayar el logro particular de su tratado, Del maes­
tro, donde «sin lugar a dudas se juntan la teoría del signo y la teoría del
lenguaje. Quince siglos antes que Saussure, san Agustín será el primero en
reconocer el género de los signos, de los cuales, los signos lingüísticos serán
una especie, como las insignias, los gestos, los signos ostensivos» (Eco, Se­
miótica y filosofía del lenguaje, ed. ing., p. 33). Esta anticipada estimación
de la contribución de san Agustín a la semiótica trae a colación uno de los
asuntos más importantes del debate de nuestro periodo: si la lingüística
forma en realidad parte (aunque esté muy desarrollada) de la semiótica, o
si la semiótica es sólo una provincia de la lingüística. Como admite Eco, la
historia de la semiótica tiende a fomentar la segunda opción, que «el mo­
delo del signo lingüístico gradualmente viene a verse como el modelo se­
miótico par exceHenee».
Para poder apreciar qué es lo que se disputa en esta distinción, es ne­
cesario centrarse en la madurez de la semiótica contemporánea, que se da
como consecuencia de la contribución de dos figuras cuyos ámbitos de
estudio eran muy dispares: el precursor de la lingüística estructural Ferdi-
SEMIÓTICA 107

nand de Saussure y el filósofo estadounidense Charles Sanders Peirce.


John Sturrock ha comentado ingeniosamente que la existencia misma de
estas dos tradiciones alternativas opera como un único código. «Si digo
‘soy semiólogo”, me declaro fiel al modelo europeo o saussuriano del es­
tudio del signo; si, por el contrario, digo “soy semiótico” entonces me
alío con el modelo estadounidense, inspirado por el gran filósofo prag­
matista C. S. Peirce» (Sturrock, Structuralism and Since: From Lévi-
Strauss to Detrida, p. 8). Sin embargo, como ya se ha subrayado, el mo­
delo binario se complica por el hecho de que la semiótica, en ciertos
aspectos, ha reemplazado a la semiología como término que denota una
nueva orientación para la ciencia del signo. Inevitablemente, habrá cierta
confusión aquí, pero una estimación clara de la contribución de estos dos
precursores, y de las escuelas que los iniciaron, ayudará a resolverla hasta
cierto punto.
El Curso de lingüística general de Saussure, publicado tras su falleci­
miento en 1915 a partir de las notas tomadas por sus estudiantes (a este
respecto véase también el capítulo 3), ofrece una prometedora perspecti­
va acerca del futuro de la ciencia de los signos que debemos citar, por
muy trillado que esté:

Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en
el seno de la vida social. I al ciencia sería parte de la psicología social y, por
consiguiente, de la psicología general. Nosotros la llamaremos semiología
(del griego sémeion, «signo»). Ella nos enseñará en qué consisten los signos
y cuáles son las leyes que los gobiernan. Puesto que todavía no existe, no se
puede decir qué es lo que será; pero tiene derecho a la existencia, y su lugar
está determinado de antemano. La lingüística no es más que una parte de
esta ciencia general. Las leyes que la semiología descubra serán aplicables a
la lingüística, y así es como la lingüística se encontrará ligada a un dominio
bien definido en el conjunto de los hechos humanos (Saussure, Curso de
lingüística general, p. 32).

En principio, Saussure está dispuesto a admitir que la lingüística es


simplemente una sección de la semiología: inmediatamente antes de la
cita que acabamos de reproducir, sugiere que el lenguaje es «comparable»
a una serie de actividades de construcción de signos como «fórmulas de
cortesía, señales militares, etc.», que no implican necesariamente a la pa­
labra escrita o hablada. Sin embargo, el hecho de que su Cours describie­
ra con un rigor inédito el sistema lingüístico afianzó efectivamente el
proceso mediante el que la lingüística se convertiría en la estructura para­
digmática del análisis semiológico. Barthes resumiría este desarrollo en
sus Elementos de semiología (1964): «Debemos afrontar la posibilidad de
invertir la declaración de Saussure: la lingüística no es parte de la ciencia
general de los signos, ni tan siquiera una parte privilegiada de ella: es la
108 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

semiología la que forma parte de la lingüística» (Barthes, Elementos de se­


miología, ed. ing., p. 11).
¿Qué implicaba exactamente esta distinción? Podemos decir con cer­
teza que una cierta reticencia de la semiología primera a excederse, o al
menos una tendencia a centrarse sólo en los aspectos lingüísticos de cual­
quier discurso que se selecccionara. Systeme de la mode (1967) [ed. cast.:
El sistema de la moda] de Barthes se limitaba explícitamente a la «ropa en
su forma escrita» (le vetement e'crit), esto es, el lenguaje usado por los co­
mentaristas de moda para describir y anunciar prendas de vestir. En S/Z
(1970), en cambio, Barthes se sale de su senda, por así decirlo, para incluir
la pintura de Girodet, Endymion, en la discusión intertextual. Su crecien­
te interés en el sistema no verbal de la pintura, la fotografía y la música
parece querer indicar que no estaba tan convencido de la «inversión» de
la declaración de Saussure6* .
A pesar de rodo, ha seguido habiendo una tuerte defensa de la «inver­
sión» del principio de Saussure. En su acepción menos beligerante, puede
seguir la postura de Culler de que «la literatura es el caso más interesante
para la semiótica», y que «al tratar con objetos físicos o eventos de distinta
clase», la cuestión del significado es mucho más equívoca (Culler, The
Pursuit ofSigns, p. 35). Debe apreciarse que, en la práctica, el argumento
acerca de si el lenguaje es un caso especial de la semiótica, o todo lo con­
trario, no importa demasiado. Una postura más radical es la defendida por
el antropólogo Dan Sperber, quien ha defendido insistentemente que la
actividad lingüística y lo que él denomina actividad simbólica son de dis­
tinto tipo. Según Sperber, existe una capacidad innata para la simboliza­
ción que puede orientarse hacia cualquier objeto, y que no tiene conexión
especial alguna con los hábitos del uso lingüístico: por tanto, no es legíti­
mo subsumir «las representaciones semánticas y simbólicas [...] bajo un
modo de “desciframiento” [...] denominado función semiótica» (Piatelli-
Palmarini, Language and Learning, p. 245) .
Esta cuestión concierne con más precisión a la última parte de este en­
sayo, la cual aborda específicamente el análisis semiótico de la comunica­
ción verbal y no verbal. Por el momento, debemos dejar a Saussure y aten­
der al otro integrante de lo que Culler llama la «pareja mal emparejada»,
quien contribuyó a crear el método moderno de la semiótica. La contribu­
ción más importante de Saussure a la lingüística y a la semiótica fue la dis­
tinción formal que estableció entre el sistema del lenguaje (langue) y los

6 Los escritos de Barthes sobre música, fotografía y pintura están recogidos en


L’Obvie et l’obtus, 1982 [ed. cast.: Lo obvio y lo obtuso, imágenes, gestos y voces, Barce­
lona, Paidós Ibérica, 2002]. Sus dibujos y acuarelas componen un fascinante suple­
mento a su trabajo crítico. Pueden verse en Dessins (1981).
Las ideas de Sperber sobre el simbolismo se abordan de una manera más amplia
e n Retbinking Sym bolism, 197$.
SEMIÓTICA 109

eventos significativos producidos por dicho sistema (habla o parole). La


descripción del fenómeno lingüístico, que había estado limitada por la in­
capacidad para distinguir analíticamente entre estos dos niveles, desarrolló
un potencial considerable a partir de este enfoque binario, que se reflejó
también en la decisión de aislar el «sistema como una totalidad funcional
(análisis í/wcrJw/co)» de la «proveniencia histórica de sus elementos (análisis
diacrónico)» (Culler, The Pursuit ofSigns, pp. 22-23). Por su parte, Peirce se
comportó como un «incorregible genio filosófico» a partir de la sorpren­
dente revelación de que «el universo entero está permeado de signos, si no
totalmente compuesto de ellos» (p. 23)8. Su método no consistía en esta­
blecer distinciones binarias, sino en construir una taxonomía que diera
cuenta exhaustivamente de esa proliferación de tipos de signos. Culler ha
observado inteligentemente cómo la contribución de Peirce a esta naciente
disciplina difiere de la de Saussure, aunque está dispuesto a conceder que
las dos influencias devienen complementarias a largo plazo:

Al concebir la semiótica bajo el modelo de la lingüística, Saussure la


dotó de un programa práctico, pagando el precio de obviar importantes
cuestiones acerca de las diferencias entre los signos lingüísticos y los no
lingüísticos [...] Sin embargo, al intentar construir una semiótica autó­
noma, Peirce se condenó a la especulación taxonómica, lo que le impidió
cualquier influencia hasta que la semiótica estuvo lo suficientemente de­
sarrollada para que su obsesión pareciera apropiada. Si Saussure identifi­
caba una serie de prácticas comunicativas que podían beneficiarse de un
enfoque semiótico y que ofrecían, de este modo, un punto de partida,
por su parte, la insistencia de Peirce de que todo es un signo sirvió de
poco para fundar una disciplina, aunque hoy sus observaciones parecen
una consecuencia apropiada, si bien radical, de una perspectiva semióti­
ca (Culler, The Pursuit ofSigns, pp. 23-24).

No es posible negar que la disposición de Peirce para dar cuenta de


todas las posibilidades de una taxonomía semiótica -con al menos diez
tríadas y un número total de 59.049 tipos de signos- se descubrió como
un difícil ejemplo a seguir. Aunque ahora existe una escuela peirciana
fundamentalista que subscribe su lógica de las subdivisiones, la influencia
del filósofo se ha hecho patente principalmente a través del éxito arrolla­
dor de una de sus tríadas: la que clasifica a los signos en iconos (relaciona­

8 La teoría de los signos de Peirce está dispersa en sus escritos, que han sido edita­
dos como Collected Papers, 1931-1958. Un útil compendio que reúne algunos de los
pasajes más importantes bajo el título de «Logic and Scmiotic: the thcory of the sign»
puede encontrarse en Buchler, Writings of Peirce, pp. 98-1 19. En castellano nos pueden
servir de referencia las ediciones recogidas como La ciencia de la semiótica, Buenos Ai­
res, Nueva Visión, 1974 y Obra lógico-semiótica, Madrid, Taurus, 1987.
110 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

dos con su referente por parecido), símbolos (relacionados por conven­


ción) e índices (relacionados existencialmente, como «huellas»). Dehe de­
cirse que, en este momento, que el análisis visual se ha beneficiado enor­
memente de las sugerentes posibilidades de estas distinciones, que evitan
las implicaciones del imperialismo lingüístico que puede infectar el aná­
lisis semiológico (saussuriano) del arte.
Por supuesto que sería absurdo pretender que Saussure y Peirce fueron
los únicos responsables de la aparición de un método semiótico durante el
siglo XX. La antología que se ha mencionado antes, que incluía una cita de
Eisenstein en su introducción, también trae a colación a precursores como
san Agustín, Locke (por preocuparse por «las consecuencias filosóficas de la
semiótica») y Freud (Bailey, Matejka y Steiner, TheSign, p. VIII). Culler ha
ofrecido una útil y amplia caracterización del terreno en el que surgió y
prosperó la semiótica, señalando la publicación en el periodo de entregue­
rras de textos como Philosophie der symbolischen Formen (1923-31) [ed.
cast.: Filosofía de las formas simbólicas, Fondo de Cultura Económica, 1985]
de Cassirer, Symbolism: Its Meaning and Effect (1927) de Whitehead y Phi-
losophy in a Neto Key (1942) de Suzanne Langer: todos ellos interesados en
la dimensión simbólica de la experiencia humana. Culler también señala
precursores como Marx, Freud y Durkheim, quienes «mostraron brillante­
mente que la experiencia individual es posible gracias a los sistemas simbó­
licos de los colectivos, ya se trate de sistemas sociales ideológicos, lenguajes
o estructuras del inconsciente» (Culler, The Pursuit ofSigns, pp. 25-26).
Las contribuciones particulares de Saussure y Peirce deben ubicarse, por
tanto, en un contexto cultural bien definido, que da sentido a su énfasis en
la posibilidad de una «ciencia de los signos», y explica por qué unas figuras
relativamente aisladas han podido ser ensalzadas como progeni toras de un
nuevo método. Al mismo tiempo, es importante reconocer que el lapso
temporal que va desde el momento de sus actividades, a comienzos del si­
glo XX, y el auge de la semiología y la semiótica a partir de los años sesenta,
no estuvo ocupado sólo por textos acerca del tema general del simbolismo,
como los de Cassirer, Whitehead y Langer. Especialmente dos escuelas, una
en Europa y la otra en Estados Unidos, fueron capaces de refinar y desarro­
llar las proposiciones implícitas de Saussure y Peirce, de modo que los dos
enfoques pudieron evaluarse y distinguirse claramente el uno del otro.
La contribución americana al desarrollo de la semiótica, en gran par­
te (por no decir exclusivamente) basada en el trabajo de Peirce, adquirió
una marcada característica particular con las investigaciones de John De-
wey, George H. Mead y, particularmente, Charles Morris, quien dotó de
una orientación conductista a la filosofía pragmatista de Peirce. Al trazar
la historia de la semiótica en Norteamérica entre 1930 y 1978, Wendy
Steiner subraya las concepciones diferentes y fundamentalmente incom­
patibles de la actividad simbólica sostenida en el periodo de entreguerras
por grupos como los inmigrantes de la Escuela de Viena (Carnap, Rei-
112 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

La evolución de la semiótica al otro lado del Atlántico estaba sujeta al


mismo patrón de oposición e interrupción, aunque se había logrado un
progreso notable en la constitución de una ciencia del signo. El formalis­
mo ruso, que alcanzó su punto álgido de actividad en la década de 1920,
renovó vigorosamente la tradición de los estudios de retórica, o «poética».
No obstante, la posición oficial del marxismo en filosofía del lenguaje su­
puso una traba para cualquier intento de expansión de sus observaciones
mediante el contacto con la lingüística estructural de Saussure. Debe ha­
cerse una excepción con el trabajo de V. N. Voloshinov (aceptado gene­
ralmente como el seudónimo del formalista Mijail Bajtin), quien publicó
sin mucha aceptación hasta finales de 1920 y desapareció de la escena
con las purgas de la siguiente década. En Voloshinov, se da una inusual
comprensión, no sólo de lo que caracteriza a la innovación de Saussure,
sino también de su compromiso implícito con la tradición cartesiana.
«La visión que Saussure tiene de la historia», escribe Voloshinov, «es muy
característica del espíritu racionalista que sigue teniendo ascendencia en
la filosofía del lenguaje, y que ve la historia como una fuerza irracional
que distorsiona la pureza lógica del sistema del lenguaje» (Matejka, «Rus-
sian Semiotics», p. 166). Su solución a este problema (paralela a la de
Bajtin en el terreno de la poética) consistía en subrayar la importancia
crucial del diálogo en la comunicación humana, trayendo a un primer
plano los aspectos, no sólo del «habla como acontecimiento, con sus as­
pectos físicos y semánticos en relación con otros acontecimientos del ha­
bla, sino también la oposición de los participantes y las condiciones de su
contacto verbal en un contexto determinado».
La visión de Voloshinov era la de una filosofía del signo que unificaría
los diferentes ámbitos de la actividad cultural, haciendo posible «de una
parte, una indagación objetiva de la mente humana, y de la otra, de la so­
ciedad humana» (p. 167). Su emplazamiento histórico condenó su traba­
jo al olvido, al menos a corto plazo. Sin embargo, la expansión del forma­
lismo ruso a la cultura centro europea, simbolizada con la incorporación
del crítico ruso Román Jakobson al Círculo lingüístico de Praga en la dé­
cada de 1930, dio frutos más rápidamente. Así, en el trabajo del crítico
y teórico checoslovaco Jan Mukarovski (véase también el capítulo 2),
contamos con el primer ejemplo de una atención continuada a las posi­
bilidades de una semiología del arte, en el sentido más amplio y, con él,
el puente más sólido entre los objetivos dispuestos por Saussure y la re­
surgente crítica semiológica de los anos sesenta. A comienzos de los años
treinta, como ha explicado 1 bomas G. Winner, Mukarovski tendía a de­
fender el punto de vista formalista según el cual cada expresión artística
tiene un sistema específico (Jakobson había recomendado que el crítico
literario atendiera a la «literariedad» de la literatura). Sin embargo, a par­
tir de 1934, su enfoque cambió conforme comenzó a concebir el arte
como «un aspecto del fenómeno de comunicación social, que Jakobson
SEMIÓTICA 113

describía corno las estructuras múltiples, cada una de las cuales cuenta
con su propia evolución autónoma, pero que interactúan de modos com­
plejos» (Winner, «Prague Semiotics», p. 229). Esta observación justifica
con creces la elección de Mukarovski como, tal vez, el precursor reciente
más perceptivo de la semiótica, en tanto que ésta puede servir como una
base de comparación dentro del espectro de la actividad cultural y social.
En 1946-1947, Winner escribía:

Se hace evidente que, si queremos entender la evolución de una deter­


minada rama de las arres, tenemos que examinar dicho arte y sus problemas
en conexión con las otras artes [...] Más aun, el arte es una de las ramas de la
cultura y, la cultura en su totalidad, por su parte, tiene una estructura cuyos
elementos individuales mantienen entre sí una relación mutua, compleja e
históricamente cambiante (Winner, «Prague Semiotics», p. 229).

La convicción de Mukarovski de que el enfoque semiótico facilita un


método con el que determinar las estructuras individuales de las formas
artísticas, al igual que de la cultura «en su conjunto», se confirmaría no­
tablemente con las contribuciones de mediados de la década de 1930 de
otros miembros de la Escuela de Praga. Estas contribuciones abarcan des­
de los estudios sobre la vestimenta, el teatro y las canciones populares,
hasta la cinematografía, la poesía, la novela y las arres visuales (véase Ma-
jckta y Titunik, Semiotics ofArt). La presencia persistente del trabajo de
Mukarovski queda demostrada por el hecho de que su ensayo sobre el
«Arte como hecho semiológico» es reimpreso como la primera contribu­
ción de una reciente colección de «Essays in New Art History from France».
Para explicar su decisión de hacer de Mukarovski «un ciudadano francés
para la ocasión», Norman Bryson señala que «sus observaciones sobre el
signo son, en cierto sentido, anteriores a todo lo que sigue» (Bryson, Cal-
ligram, p. xvii).
Sería posible incluir en este breve bosquejo sobre los antecendentes
históricos de la semiótica otras escuelas y núcleos de actividad. Por ejem­
plo, el desarrollo de una semiótica propiamente rusa, a partir del trabajo
de Alexander Potebnja a mediados del siglo XIX, hasta la sobresaliente con­
tribución de Lotman en el periodo de entreguerras, se merecen una mira­
da más atenta de la que pueda dárseles en este contexto (véase Matejka,
«Russian semiotics», y Shukman, «Lotman»). Al mismo tiempo es necesa­
rio subrayar el hecho de que, con toda probabilidad, centros de actividad
tan alejados los unos de los otros no se habrían combinado para generar
un movimiento mundial, si la cultura crítica francesa de la década de
1960 no hubiera servido como fértil terreno de implantación. Kristeva de­
muestra este extremo muy bien en el hecho de que sus escritos, no sólo
ofrecen un amplísimo conocimiento de los diferentes tipos de estudios del
signo, sino también por su convicción de que la semiótica necesita un
114 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

cambio de tono. En 1971, Kristeva enumeró las distintas fuentes que he­
mos mencionado, pormenorizando las diferencias entre la postura semió­
tica de Morris («punto de control epistemológico») y el intento de la Es­
cuela de Praga de asentar «una tipología de sistemas de significados». Su
postura era que la semiótica había alcanzado para entonces un nivel en el
que podía volverse autocrítica. Kristeva concebía «una semiótica analítica,
un semanálisis [que intentaría] analizar, es decir, disolver el núcleo consti­
tutivo de la empresa semiótica tal como fue enunciado por los estoicos
[...]» (Kristeva, «Semiotic activity», p. 34). Al tomar este camino, Kristeva
se alinea con una rica variedad de enfoques: «el concepto marxista de “tra­
bajo” dentro del contexto del materialismo dialéctico; el concepto freudia-
no de “inconsciente”; la radical aparición de naciones reprimidas como
China o India, con sus sistemas lingüísticos y de escritura», al igual que
con la práctica literaria moderna de Joyce, Mallarmé y Artaud, y la em­
presa filosófica de Derrida. El hecho de que a principios de 1970 muchas
de estas ideas estuvieran intensificándose en el marco de la semiótica es un
indicativo apropiado de que la disciplina había madurado.

La PRÁCTICA SEMIÓTICA: el CINE Y LAS ARTES VISUALES

Al pasar de una revisión general de los antecedentes de la semiótica, a la


consideración de trabajos y perspectivas específicas, aún debemos tener en
cuenta la dificultad de distinguir satisfactoriamente entre los acercamien­
tos desde el «estructuralismo», la «semiología» y la «semiótica». El princi­
pio guía de nuestra exposición será sencillamente presentar el aspecto in­
dicado en el desarrollo de nuestros argumentos: el estructuralismo y, hasta
cierto punto, la semiología representan los primeros movimientos en una
estrategia interpretativa que estaba directa si no exclusivamente basada en
la lingüística de Saussure, mientras que la semiótica implicaba la integra­
ción de otras dimensiones (específicamente, la de Peirce), y la evolución
general de lo que Burgin denominaba «estudios interdisciplinarcs cuyo
foco común está en [...] el significado en la sociedad». Al escoger atender
primero a los modos visuales de comunicación artística, en lugar de a los
textos literarios, estamos sin duda acentuando el efecto de este proceso.
En la cinematografía y, en menor medida, en las artes visuales, la llegada
de una crítica basada en el estudio del signo tuvo un resultado marcada­
mente catalítico (dada la escasez de otros discursos teóricos), lo que, con­
secuentemente, aceleró su desarrollo.
El impulso a un enfoque semiótico en el estudio del cine fue, en gran par­
te, el logro de una sola persona, el francés Christian Metz, cuyo alcance puede
atisbarse en la colección de artículos que reunió en 1967 bajo el título Film
Language. A Semiotics ofithe Cinema [ed. cast.: Ensayos sobre la significación en
el cine, Barcelona, Paidós Ibérica, 2002]. Metz había digerido un gran núme­
SEMIÓTICA 115

ro de influencias francesas contemporáneas al elaborar su postura, entre ellas


los estudios fotográficos de Barthes, las consideraciones de la ontología de la
imagen lilmica llevada a cabo por André Bazin, y los refinamientos del méto­
do semiológico realizados por A. J. Greimas10. Sus propias recomendaciones
estaban claramente resumidas en la conclusión de uno de sus artículos:

Los conceptos de la lingüística pueden aplicarse a la semiótica del cine


sólo con el máximo cuidado. Por otra parte, los métodos de la lingüística -la
conmutación, el examen analítico, la tajante distinción entre significado y
significante, entre substancia y forma, entre lo relevante y lo irrelevante,
etc.— ofrecen a la semiótica del cine una constante y valiosa ayuda en el esta­
blecimiento de unidades que, aunque aún sean aproximadas, son capaces,
con tiempo (y, espero, con el trabajo de muchos estudiosos), de refinarse
(Metz, Film Language, p. 107).

La contribución específica de Metz a la crítica del cine fue su noción


de la «gran categoría sintagmática» (la grand syntagmatique): esto es, «la
organización de las relaciones actuales más importantes entre las unida­
des de relación en un sistema semiológico dado» (p. x). En términos más
concretos, Metz estaba proponiendo la existencia de una «gramática» del
cinc, que podía identificarse mediante el aislamiento de «segmentos au­
tónomos» -aunque la autonomía misma del segmento aislado con el ob­
jetivo de ser analizado no podía darse por sentada. Su estudio de la pelí­
cula de Jacques Rozier, Adíen Philippine, era a su vez un ensayo sobre el
método y una consideración de la extrema dificultad envuelta en el esta­
blecimiento de divisiones analíticas dentro de la compleja comunicación
del cine, donde había de tenerse en cuenta una narración conformada
por «tomas autónomas», al igual que por «escenas» y «secuencias».
La recepción del trabajo de Metz en el mundo anglosajón puede ha­
cerse coincidir con bastante precisión con la publicación (un año antes
de la aparición de la traducción inglesa de Film Language) de un número
especial de Screen sobre «La semiótica del cinc y la obra de Christian
Metz». En esta extensa colección de textos, que incluye el ensayo de Kris­
teva ya mencionado, la importancia coyuntural del trabajo de Metz se
hace evidente: se anticipa a la edición en inglés de la traducción de la es­
tética del cine de Jean Mitry, descrita como «la conclusión [...] de una

10 La deuda que Metz tiene con Greimas es obvia en el comienzo de un impor­


tante ensayo donde aquél cita el principio de que «la mínima estructura que requie­
re cualquier significación es la presencia de dos términos y la relación que los vincu­
la» (Metz, Film Language, p. 16 [ed. cast.: Ensayos sobre la significación en el cine]).
Metz pasa de ahí a sostener que, como «la significación presupone la percepción [...]
el interés principal del análisis estructural es sólo ser capaz de encontrar lo que ya es­
taba presente».
116 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

historia particular del pensamiento acerca del cine»: la presentación de


Paúl Willemen describe la obra de Metz como «la que define el marco
para cualquier estudio venidero» {Cinema Semiotics, pp. 2, 4). Sin embar­
go, la introducción de Stephen Heath indica que en el énfasis de Metz
debe, en efecto, revisarse si dicho estudio ha de realizarse. Heath define el
enfoque de Metz como si tuviera en cuenta el imperativo de que la se­
miología del cine debe ser «el estudio total del hecho fílmico» (p. 10). Al
mismo tiempo, afirma la necesidad de ir más allá del «estudio del lengua­
je cinematográfico» y de enfrentarse «a la empresa general de la semiolo­
gía como a un análisis de las formas de las prácticas sociales entendidas
como sistemas con significado».
El programa de semiótica del cine concebido por el nlimero especial
de Screen sobre Metz era muy ambicioso y se continuaría en gran medida
dos años más tarde con la publicación en la misma revista del ensayo de
Stephen Heath sobre el largometraje Sed de mal, de Orson Welles. En
este análisis cautivador, un desglose del largometraje en términos de la
«gran categoría sintagmática» de Metz (que conlleva algunas modifica­
ciones terminológicas significativas) va seguido por una investigación de
sus implicaciones psicoanalíticas, que recurre a los hallazgos de La Revo-
lution du langagepoétique (1974) de Kristeva, al igual que a la matriz ge­
neral de la teoría lacaniana. Heath sintetiza muchas de las herramientas
de la semiología «clásica», como el análisis de las funciones narrativas de
Greimas y las divisiones sintagmáticas del texto de Metz; a pesar de todo,
su conclusión es que el análisis textual debe complementarse mediante la
atención a la teoría del sujeto:

[...] el análisis del sistema fílmico requiere de la comprensión del pro­


ceso de construcción del sujeto (el área perteneciente al psicoanálisis),
pero entendido en relación con las modalidades del reemplazo de esa
construcción en la práctica significativa específica (el área perteneciente a
la semiótica) (Heath, «Film and System», II, p. 1 10).

El texto de Heath sobre Sed de males un ejemplo único de la extensión


semiótica a la que habían aspirado sus primeros escritos. En este sentido, se
relaciona, no sólo con el precedente análisis «sintagmático» de Metz, sino
también con el exhaustivo estudio de códigos llevado a cabo en relación
con una narración de ficción presentada por Barrites en S/Z (1970). Sería
un error, no obstante, ver esto como la primera evidencia de la recepción
de la semiótica en la teoría del cine en el mundo anglosajón. El ensayo de
Peter Wollen, «Cinema and sentiology: sonte points of contact», que apare­
ció por vez primera en 1968, era una reseña muy competente de las posibi­
lidades inherentes en el trabajo de Metz, y también reconocía que el legado
de Peirce podía ser de valor para los estudiantes de la cinematografía, toda
vez que se lo rescatara de la psicología conductista a la que lo había vincu­
SEMIÓTICA 117

lado Morris (Wollen, Readings andWritings, p. 3). Su libro, Signs andMean-


ingin the Cinema, publicado al año siguiente, concluía con un repaso sor­
prendentemente original sobre las posibles aplicaciones de la tríada de
Peirce de icono, índice y símbolo. Wollen mantenía que el modelo ante­
rior quedaba reflejado en el movimiento de la teoría del cine en el periodo
de posguerra: a partir de la estética cinematográfica de Bazin, que privile­
giaba la naturaleza indicativa de la imagen fotográfica, la crítica se había
desplazado al enfoque de Metz, «que supone que el cine, para tener senti­
do, debe referirse a un código, a alguna gramática de algún tipo, que su
lenguaje debe ser esencialmente simbólico» (Wollen, Signs and Meaning
p. 136). Según Wollen, se contaba con una tercera posibilidad: el detalla­
do estudio de directores como von Sternbergy Rossellini probaba que «la
riqueza del cine nace del hecho de que comprende las tres posibles dimen­
siones del signo: indicativa, icónica y simbólica (p. 141). Sólo consideran­
do la interacción de estas tres diferentes dimensiones podía entenderse el
«efecto estético» del cine.
El efecto de la semiótica en el ámbito de las artes visuales no es tan fá­
cil de detectar como el impacto en la disciplina relativamente joven de los
estudios de cine. Es importante advertir que la historia del arte ya conta­
ba a comienzos de la postguerra con una estrategia interpretativa, casi lin­
güística. Se ha mencionado la importancia para la semiótica de la noción
de «forma simbólica» de Cassirer, cuyo trabajo era una influencia recono­
cida en los métodos de análisis de Panofsky, desde la publicación de su
importante ensayo sobre la perspectiva a mediados de 1920, hasta la apa­
rición de su teoría sobre «iconografía e iconología» en la posguerra. La
posición hegemónica de las técnicas de Panofsky en los dominios de la
teoría del arte ha servido, en parte, para excluir otros métodos de un ca­
rácter semiótico más ortodoxo. También ha sido un reto: el método ico­
nográfico es, de hecho, muy vulnerable a la crítica que emplea los con­
ceptos más rigurosos de semiótica y semiología11.
Una vez dicho esto, la expansión de la interpretación semiótica en las ar­
tes visuales demuestra un número de aspectos ya apreciados en el caso de los
estudios de cine: desarrollo de una semiología básica en Francia en 1960,
crítica y extensión de este modelo a comienzos de 1970, con su base geográ­
fica en Estados Unidos, y su interés principal en la categoría indicativa.
La semiología del arte, opuesta al análisis general de la comunicación
visual emprendido por Barthes en sus ensayos sobre fotografía y publici­
dad* 12, se desarrolló tardíamente y padeció por ello. Su mejor resumen
viene de la mano de un denso y fascinante libro de Jean-Louis Schefer,

1 ’ Para el tratamiento detallado de la temprana afiliación intelectual de Panofsky con


Cassirer y otros, al igual que una evaluación de toda su carrera, véase Holly, Panofsky.
12 Barthes celebró la aparición de la Scénographie en 1969 con el reconocimiento
de que éste era «un principio» («un travailprinceps») para la semiología del arte (Bar-
118 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Scénographie d'un tableau (1969) [Escenografía de un cuadro, 1970], que


abordaba casi exclusivamente el sistema semiológico de una sola pintura:
Partida de ajedrez, de París Bordone. Aunque Schefer se esfuerza en mos­
trar que esta obra es un emblema de la estrecha vinculación renacentista
entre espacio y poder, su análisis parece en última instancia bastante fas­
tidioso, y poco sorprende que el propio autor haya rechazado en gran
parte este tipo de enfoque, optando por continuar sus absorbentes estu­
dios de la tradición pictórica occidental con un vocabulario menos técni­
co y una mayor valoración subjetiva13.
Théorie du nuage (1973) de Hubert Damisch es un caso menos extre­
mo del método semiológico, donde también se elucidan oportunamente
las cuestiones por las que optó este historiador del arte francés inclinado
a la semiótica, dado el estado de la disciplina en el momento. Uno de los
teóricos del arte francés más influyentes de la generación precedente ha­
bía sido Pierre Francastel, cuyos escritos sobre el renacimiento anticipa­
ban los riesgos de un enfoque lingüístico al significado pictórico, casi an­
tes de que este se desarrollara (Francastel, «Seeing [...] decoding»).
Damisch tiene en cuenta su crítica, pero insiste, no obstante, en su argu­
mento de que el sistema de representación inaugurado en el Renacimien­
to tenía (en términos de Saussure) una «vida semiológica» propia que no
podía apreciarse sin tener en cuenta su dimensión sociológica (Damisch,
Théorie, pp. 205-206). Los trabajos posteriores de Damisch, incluyendo
hasta su monumental L'Origine de la perspective (1987) [ed. cast.: El ori­
gen de la perspectiva, Madrid, Alianza Editorial, 1997], han continuado
explotando la fértil idea de que la perspectiva conforma un sistema gene­
rativo, que se desarrolla históricamente y que transmite una serie de
transformaciones potenciales. Sus acertados ensayos sobre el arte del siglo
XX indican la conclusión de este proceso14.
La contribución de Peirce a la semiótica de las artes visuales es, sin
duda, mucho más difusa, pero su influencia ha sido considerable. La dcs-

thes, L'Obvie, p. 141 [cd. cast.: Lo obvio y lo obtuso, R. Barthes, Barcelona, I’aidós Ibé­
rica, 2002]). Sus propios ensayos sobre el pintor Ertc, Masson, Cy Twombly y Rc-
quichot son de la década de 1970, pero «The world as object» (su evocativa discusión
de la pintura holandesa) se incluye en Essais critiques, 1964 [ed. cast.: Ensayos críticos,
Barcelona, Seix Barral, 1973], y está reimpreso en Bryson, Calligram, pp. 106-115-
13 Vcase su trabajo sobre Uccello, donde equipara el status lingüístico de la pintura
con el del hápax — una palabra para la que el diccionario sólo cuenta con un solo ejem­
plo- (Schefer, Le déluge, p. 45). En su estudio más reciente, sobre la pintura de El Gre­
co, Schefer subraya la cuestión de la subjetividad, llegando a preguntarse: «¿Cómo llega
la pintura (ésta particularmente) a representar “lo que he vivido" o a anticiparlo, a des­
pertar algo que sólo puede retornar mediante la imagen?» (Schfer, El Greco, p. 47).
11 Vcase Damisch, Penetre jaune, donde se recogen sus ensayos sobre la pintura
francesa y estadounidense contemporánea, escritos originalmente entre 1958 y 1983.
SEMIÓTICA 119

tacada intervención de Meyer Schapiro en una conferencia celebrada en


1966, publicada posteriormente en la revista Semiótica (1969) y después
traducida al francés en Critique (1973), tiene como tema fundamental los
aspectos no miméticos que contribuyen a determinar la constitución del
signo icónico: el marco, las relaciones entre arriba y abajo, izquierda y de­
recha (Schapiro, «Field and Vehicle», pp. 133-148). La publicación de este
estudio tan original en el número especial de Critique dedicado a «Histoi-
re/Théorie de l’Art» ofrece un inusual ejemplo de la teoría semiótica pasan­
do de Estados Unidos a Francia y no en el sentido inverso. La perspectiva
ofrecida por Schapiro es especialmente relevante para una colección de
textos que incluía la «arqueología» del enfoque iconográfico (en la original
introducción a Iconología, del siglo XVII, de Cesare Ripa), al igual que un
estudio revisionista de Jean-Claude Lebensztejn sobre el ensayo de Pa-
nofsky acerca de Alegoría de la prudencia de Tiziano (Lebensztejn, «Un ta-
bleau deTitien»). Sin embargo, aunque pueda argumentarse que Schapiro
subscribe un enfoque semiótico que potencialmente reemplazaría la icono­
grafía de Panofsky, esto acontecía mucho antes de que la historia del arte do­
minante en el mundo anglosajón fuera consciente de esta posibilidad15. El
carácter polémico de los sucesivos libros de Norman Bryson, especialmente
Visión and Painting (1983) [ed. cast.: Visión y pintura: la lógica de la mirada,
Madrid, Alianza Editorial, 1991], está ampliamente justificado por el hecho
de que, ni el método de Panofsky, ni la lectura perceptualista de la historia
del arte presentada por Gombrich en Art and IIlusión (1960) [ed. cast.: Arte
e ilusión: estudio sobre la psicología de la representación pictórica], habían sido
cuestionadas seriamente por la comunidad interesada en la historia del arte.
Según Bryson, con bastante razón, aún es necesario atender a las fuentes
francesas (y a la obra de Mukarovski) para encontrar una lectura de la ima­
gen visual como signo que, habiendo «reubicado la pintura en el dominio
social [...] [hace] posible pensar en la imagen como un trabajo discursivo
que vuelve a la sociedad» (Bryson, Calligram, p. XXVI).
Fuera de la corriente principal en historia del arte, sí fue posible utili­
zar pronto algunas herramientas de la semiótica de Peirce. La conclusión
de mi estudio ExperimentalPainting (1970) hacía una clara referencia a la
propuesta de Wollen de una clasificación semiótica de modos pictóricos
contemporáneos (Bann, Experimental Painting, pp. 130-138), y desarro­
lló algunas de sus implicaciones en una serie de artículos16. En Estados
Unidos, la revista neoyorquina October utilizaba el concepto peirciano de
índice para iluminar la convergencia, desde distintos ángulos, de distintas

1' Para los siguientes escritos de Schapiro sobre la semiótica del arte, véase V/ords
and Pidures, 1973. Una señal de que jóvenes historiadores están recuperando ahora
sus conceptos semióticos y expandiéndolos se encuentra en Camille, «The book of
signs», pp. 133-148.
16 Véase Bann, «Language in about» y «Malcolm Hughes».
120 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

expresiones artísticas y críticas que descartaban el modelo ¡cónico tradi­


cional. «Notes on the Índex» de Rosalind Krauss ofrecía una interpreta­
ción del arte del siglo XX, especialmente de «los setenta en Estados Unidos»,
que agrupaba prácticas como la fotografía y «el registro de la pura presencia
física» en «instalaciones» bajo una función indicativa. Este acercamiento se
complementaba con las investigaciones de Georges Didi-Hubernann acer­
ca de la condición semiótica de Turin Shroud (Krauss, «Notes on the ín­
dex», p. 15; Didi-Huberman, «Index of the absent wound», pp. 39 ss.). La
introducción de una reciente antología de October comentaba el significa­
do del índice en el programa de la revista y, al hacer esto, ofrecía un para­
digma para la utilidad de las categorías semióticas en las artes visuales y, de
hecho, en otros ámbitos:

Casi desde el principio el índice [...] nos parecía una herramienta es­
pecialmente útil. Sus implicaciones en el proceso de destacar sus ejes espe­
cíficos de relación entre signo y referente hicieron del índice un concepto
que podía utilizarse contra el núcleo de ideas familiares, categorías críti­
cas como «medio», categorías históricas como «estilo», categorías que las
prácticas contemporáneas han hecho sospechosas, inútiles, irrelevantes
(Michelson, Krauss, et al., October, p. X).

La PRÁCTICA SEMIÓTICA: LITERATURA, CRÍTICA CULTURAL


E HISTORIOGRAFÍA

A pesar de que Culler mantiene que «la literatura es el caso más inte­
resante para la semiótica», hemos presentado primero el análisis semióti-
co del cine por diferentes razones. En primer lugar, como demuestra el
editorial citado de la revista October, la disponibilidad de categorías se­
mióticas ha tenido un efecto sobresaliente e idcntificable en el análisis de
las imágenes visuales. En una disciplina que aún sigue bajo el influjo de
incuestionables presupuestos positivistas, o por los inescrutados procedi­
mientos de la iconografía, la ciencia del signo, no sólo puede aportar un
método interpretativo más refinado, sino también (como en el caso de
Bryson) una renovada habilidad para apreciar la imagen como «trabajo
discursivo» en la sociedad. En segundo lugar, la misma complejidad de la
historia de la crítica literaria, en los años que estamos considerando, hace
extremadamente difícil aislar una línea que pudiera denominarse, inequí­
vocamente, «semiótica». Esta sección continuará así el plan original de
tratar la semiótica como el estadio último, consciente y crítico, del movi­
miento originalmente conocido como estructuralismo y/o semiología.
Lo que hace a la semiótica tener un perfil que no está tan definido histó­
ricamente es, más bien, un método de continua validez es esa revisión crí­
tica de las categorías del pensamiento al uso.
SEMIÓTICA 121

Esta cuestión puede desarrollarse atendiendo a un equilibrado repaso de


«El estado de la semiótica literaria» publicado en 1983. El autor resume los
conocidos antecedentes de la semiótica (el formalismo ruso, la Escuela de
Praga, etc.) y finalmente selecciona a tres importantes especialistas franceses
cuyo trabajo puede verse como central para el desarrollo de la semiótica lite­
raria. Se trata de A. J. Greimas, Tzvetan Todorov y Roland Barthes (Tiefen-
brum, «Literary Semiotics», pp. 7-44). De entre estos tres, Greimas es el me­
nos relevante según nuestra definición. El logro de su Sémantique structurale
(1966) [ed. cast.: Semántica estructural: investigación metodológica, Madrid,
Gredos, 1976] fue desarrollar y revisar la teoría de la narrativa esbozada por
el formalista ruso Vladimir Propp, ofreciendo así un influyente modelo para
futuros estudios. No obstante, aunque sus nuevas categorías serían utilizadas
en análisis posteriores (por ejemplo, el estudio de Sed de mal de Stephen Heath;
véase más arriba, además del capítulo 5), eran de carácter esencialmente es­
tructural y gramatical. Por el contrario, Todorov ha demostrado que es ca­
paz de ampliar continuamente su alcance crítico. Así, después del estudio
clásico de teoría narrativa Littérature etsignification (1967) [ed. cast.: Litera­
tura y significación, Barcelona, Planeta, 1967], se adentró en una origina] in­
vestigación de la estructura de un género literario en Introduction á la littéra­
ture fantastique (1970), para adentrarse finalmente en su trabajo más
reciente en la historia literaria, Théories du symbole (1977), y en el estudio
comparativo de sistemas de signos en un contexto histórico, La conquéte de
lAmérique (1982).
Si Todorov representa la versatilidad creativa de un enfoque semióti­
co, Barthes (véase el capítulo 6) probablemente ha sido el personaje más
influyente de rodos al asegurar que la semiótica no se perpetuará precisa­
mente en los aspectos más académicos y científicos del estructuralismo.
En el primer número de la revista Poétique, fundada por Todorov, Héléne
Cixous y Gérard Genette para afianzar la teoría crítica en Francia, Barthes
comenzaba su artículo inaugural con una guía didáctica para «un estu­
diante [que quisiera] emprender el análisis estructural de un texto literario»
(Barthes, «Commencer», p. 3). Sin embargo, para cuando el supuesto estu­
diante llega al final del artículo, Barthes lo ha disuadido amablemente de
creer que un análisis de ese tipo revelará la «verdad» del texto, con lo que
acaba sugiriendo que el papel de la «ciencia formal» no es detectar conte­
nidos en las formas sino, más bien, «disipar, controlar pluralizar y rele­
gar» esos contenidos (p. 9). Aunque el análisis comience con unos cuan­
tos códigos familiares, el estudiante debe ejercer su derecho a alejarse de
ellos conforme avanza su trabajo.
Estas ideas han sido ampliamente consideradas en S/Z, que es fruto de
las clases de Barthes en la Ecolepratique des Hautes Etudes durante el cur­
so 1968-1969 y que se publicó en 1970. En la introducción de un traba­
jo que era, esencialmente, una investigación de una obra breve de Balzac
en términos de una serie de códigos superpuestos, Barthes insiste en que
122 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

la atención al elemento plural en el texto requiere un distanciamiento de


las prácticas de la retórica clásica y el método de enseñanza tradicional,
donde se trata de una cuestión de «estructuración por parte de las gran*
des masas» —de «construir» el texto— (Barthes, S/Z, ed. ing., p. 18). Mien­
tras que los anteriores análisis estructurales se detenían en las «grandes es­
tructuras» de la narración, este nuevo acercamiento atenderá a los detalles
menores, animado por la idea de que «el texto sólo es bueno para todos
los textos literarios [♦„] [no es] la vía de acceso a un modelo, sino una
puerta a un entramado con mil entradas».
La insistencia de Barthes de que la nueva semiótica implicaba una
mutación radical de las actitudes de décadas anteriores fue reivindica de
nuevo en su aventurado estudio Sade, Fourier, Loyola (1971). En este caso
no se trataba de explorar un texto en detalle sino de yuxtaponer, en una
especie de semiótica comparada, los discursos del libertino, el visionario
y el santo, cuyo rasgo común era que todos eran «fundadores de lengua­
je» (Barthes, Sade. ed. ing., p* 11). El acento puesto en el caso de Sade en
los múltiples significados del término «diseminación» trae a la mente, sin
embargo, el hecho de que un cambio incluso más radical de la práctica
crítica estaba llevándose a cabo a comienzos de 1970 por los críticos y fi­
lósofos asociados con el grupo Tel Quelxl. Derrida publicaría su estudio
seminal La dissémination en 1972, mientras que Kristeva lo seguiría en
1974 con La r&uolutioH du langagepoétique. Ambos eran interesantes tra­
tados, con gran importancia metodológica para el futuro, y que dedica­
ban un espacio considerable a la interpretación de Mallarmé. Sín embar­
go, si el trabajo de Derrida es, sin lugar a dudas, el primer caso de práctica
crítica deconstructiva, Kristeva está Interesada en una revisión de las cate­
gorías lingüísticas y psicoanalíticas que pertenecen más adecuadamente
el dominio de la semiótica. La extensa sección que abre su estudio es una
poderosa síntesis de conceptos marxistas y lacanianos con un enfoque
lingüístico derivado del estructuralismo y la semiología. Kristeva sostiene
que el «enterrador del imperialismo» no es (como pensaba Marx) el pro­
letariado, sino el «hombre no dominado, el hombre en proceso quien [..,]
desplaza todas las leyes incluso esas —y tal vez sobre todo esas— de las es­
tructuras significativas» (Kristeva, Révolutiony p. 99). Esto prepara el ca­
mino para la vigorosa defensa de la importancia histórica y política de la
vanguardia poética en el siglo XIX y para darle una nueva inflexión a la
«semiótica». Kristeva mantiene que es característico del lenguaje poético
estar animado por la contradicción entre «el signo y el proceso presimbó­
lico» (p. 607). A este último proceso, que se desarrolla a lo largo del des­
pertar somático del niño antes de la adquisición del habla, Kristeva le da
el título de «chora semiótica».

17 Véase Bann, «Tel Que/».

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SEMIOTICA 123

En esta postura, el desarrollo de la semiótica literaria se ha comparado


con una tradición crítica y exploratoria que revisa conscientemente las po­
siciones de la primera semiología estructuralista, y rescata, para el signo, sus
diferentes dimensiones culturales: filosófica, psicoanalítica y política. Este
fue el resultado particular de lo que hemos denominado la «encrucijada»
del pensamiento crítico francés desde 1960 en adelante. Sin embargo, si
atendemos a ese mismo periodo desde una perspectiva estadounidense, la
fuerza crítica de la semiótica tiene una incidencia bastante distinta. De
Man tenía razón al propugnar que, en Francia, la carencia de un movi­
miento puntero como el New Criticism angloamericano hizo sumamente
intensa la confrontación entre la práctica existente, y la puesta en marcha
de los nuevos ideales: «Una semiología de la literatura era el resultado del
largamente postergado pero explosivo encuentro de la ágil mente literaria
francesa con la categoría de forma» (De Man, «Semiology», p. 123).
De Man, por tanto, se identifica especialmente con el estadio crítico y
revisionista al que nos hemos referido. Sin embargo, De Man no está ali­
neado con la semiótica sintética de Kristeva, sino con el enfoque decons­
tructivo de Derrida, De Man detecta en el normativo análisis literario de
«Barthes, Genette, Todorov, Greimas y sus discípulos» una tendencia a
dejar la «función gramatical y retórica en perfecta continuidad» (p. 124).
No está claro que esta crítica alcance a los últimos escritos de Barthes,
pero ciertamente se aplica a los estudios citados por De Man, como el ar­
tículo de Genette «Métonymie chez Proust» donde la presencia conjunta
de figuras metafóricas y estructuras metonfmicas son, de hecho, «tratadas
descriptivamente y no dialécticamente, sin sugerir posibilidad alguna de
tensiones lógicas» (p. 125).
Es interesante que De Man refute esta tendencia de la crítica francesa
reiterando la posición clásica de la semiótica. Según él, Peirce era total­
mente consciente de que «la interpretación de un signo no es [„.] un sig­
nificado sino otro signo; consiste en una lectura, no en una decodifica-
ción y, esta lectura, por su parte, tiene que ser interpretada como otro
signo, y así sucesivamente ad infinitum» (pp. 127-128). La noción apa­
rentemente mística de Peirce de que el universo está «permeado de sig­
nos» se transforma aquí en el garante de una atención intensificada al
proceso significativo que el meticuloso tratamiento que De Man hace del
conflicto entre gramática y retórica en Proust justifica ampliamente. La
semiótica puede que no esté en una posición para ofrecer a la crítica lite­
raria una ultima ratio, o un Organon, que resuelva todos sus problemas,
pero al menos puede mostrar los resultados de una sospecha productiva
en diferentes terrenos. A los precursores ya mencionados debe añadirse el
padre del enfoque deconstructívo, Friedrich Nietzsche.
Tras considerar en líneas generales cómo la semiótica aborda la litera­
tura, merece la pena atender finalmente los modos con los que la semióti­
ca ha incorporado nuevas áreas previamente, fuera del radio de acción de

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124 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

la crítica literaria académica, pero quizá reinstaurando la dilatada tradi­


ción literaria del ensayo. Barthes representa de nuevo un destacado epígo­
no, ya que su brillante Mytbologies (1957) originó un tipo de comentario
lapidario acerca de los códigos de la cultura contemporánea, que contaría
con algunos de los atributos del método sin sacrificar todo su encanto.
Cuando pensamos en los especialistas contemporáneos que han aprendi­
do a conducir su práctica semiótica de un modo accesible, el nombre de
Umberto Eco viene irremediablemente a la mente. Siguiendo la ola de su
éxito internacional como escritor de novelas de historia detectivescas, Tra-
veis in Hyperreality (ed. ing.) aparece con una cómica nota que reza que su
autor quisiera iluminar lo que un periódico estadounidense describía
como la «misteriosa disciplina» de la semiótica. Eco afirma que intenta
«mirar al mundo a través de los ojos de un semiólogo», interpretando sig­
nos que pueden ser «formas de comportamiento social, actos políticos,
paisajes artificiales» (Eco, Travels, ed. ing., p* XI). Sin embargo, es ejem­
plar la consistencia de su enfoque, presentado en la extensa sección inau­
gural que lleva el mismo título que el libro. Si su contribución a la revísta
October definía su posición vanguardista, en la década de 1970, mediante la
referencia a la categoría de los índices, Eco ha examinado el otro Estados
Unidos —el de San Simeón y Disneylandia— en términos de la categoría se­
miótica alternativa, el icono. «El conocimiento sólo puede ser ícónico, y
los iconos sólo pueden ser absolutos» (ed. ing., p. 53). Esta es la máxima
que incita una escandalosa caravana de ejercicios en lo «hiperreal».
La explicación de Eco en el prefacio de que en Europa no es extraño
que un catedrático de universidad sea también un «columnista», trae a co­
lación otra área vetada donde la semiótica tiene la oportunidad de penetrar.
Del mismo modo que Barthes puso sobre la mesa que la crítica no era una
cuestión exclusiva de especialistas o investigadores, sino que, en su aspecto
más básico, se trataba de una práctica de escritura («écriture»), Eco demues­
tra que el periodismo efímero y de entretenimiento puede estar animado
por percepciones teóricas. Una posibilidad que no ha sido totalmente ex­
plotada en el mundo anglosajón. El correcto estudio de McLuhan sobre la
publicidad estadounidense en la década de 1940, The Mechanical Bride,
adolece de la estructura teórica que haría de sus agudos comentarios un
análisis coherente; como también podría decirse de los brillantes ensayos
de Tom Wolfe.
Por supuesto que los análisis culturales animados por el enfoque se-
miótico no tienen por qué existir sólo en los márgenes de la literatura se­
ria* El propio Eco hace una aprobadora referencia en su estudio sobre
Disneylandia al ensayo de Louis Marín, «Disneyland: a degenerate uto­
pia», publicado originalmente en Utopíques (1973). Marín ciertamente
ha mostrado que un análisis semiótíco conducido pacientemente puede
desvelar zonas del exotismo contemporáneo, al igual que facilitar el acce­
so a sistemas de representación existentes en el pasado. Su impresionante

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SEMIOTICA 125

Portrait of the King, originalmente publicado en francés en 1981, es una


extensa meditación sobre los vínculos entre «el poder de representación»
y «la representación del poder», que parte de «un efecto icónico: el cuerpo
del joven Luis, constituido en realidad como cuerpo real». Como explica
el propio Marín: «Luis súbitamente se convierte en rey como el retrato del
rey» (Marín, Portrait, p. 13)* El retrato es su presencia real con el sentido
que esa frase tiene durante la eucaristía.
La investigación que Marín realiza de Luis XIV incluye un fascinante
capítulo donde se analiza el papel del historiógrafo real en la formación de
la imagen del rey Este punto nos conduce a un comentario final acerca del
efecto de la semiótica en la historiografía, que comparada con la crítica li­
teraria queda muy alejada de cualquier escrutinio teórico. En este caso, de
nuevo Barthes marcó el camino a seguir con su estudio Michelet par luL
méme, publicado en 1954. En él, no obstante, Barthes aun no se había
adentrado en el estructuralismo y, además, seguía las convenciones de línea
editorial en la que las citas del autor original ocupan un lugar privilegia­
do 1l\ Aunque Barthes también contribuía al análisis estructural de la histo­
riografía en su artículo «Le Discours de Fhistoire» (1967), hubo que espe­
rar a que se publicara en 1973 Metahistory de Hayden White para tener un
análisis crítico de los textos históricos que reivindicase la misma exhaustivi-
dad que los estudios literarios del período estructuralisra. Metahistory era,
sin embargo, un análisis retórico que consideraba una serie de historiadores
y filósofos del siglo XIX atendiendo a los cuatro tropos de metáfora, sinéc­
doque, ironía y metonimia, y a la noción de «argumentación» de Northrop
Frye. El pronunciamiento de White respecto al análisis semiótico aparece­
ría en un artículo posterior en el que recurriría a la tríada de Peirce para
mostrar cómo un texto de historia era «un complejo de símbolos que nos
orienta para encontrar un icono de la estructura de esos eventos en nuestra
tradición literaria» (White, «Historical text», p* 287)-
Aunque estas observaciones se hallan en un nivel metacrítíco, White
ha continuado refiriéndose al enfoque semiótico, no sólo como una ma­
nera de describir el complejo modo de operación de los textos históricos,
sino como un efectivo disolvente de los efectos de la ideología* En un en­
sayo reciente, Whíte ha formulado esta segunda posibilidad de un modo
que coincide con los objetivos de muchos de los semlóticos que hemos
mencionado aquí, por lo que puede servir como un corolario al repaso
que se ha hecho de sus obras:

Un enfoque semiológico en el estudio de los textos nos permite debatir


la cuestión de la garantía del texto como testigo de los sucesos externos a él,
obviar la pregunta por la «honestidad» del texto, su objetividad, v atender a*

Ja Desafortunadamente, este hecho no se mencionaba en la traducción inglesa de


la obra (1987), por lo que se supuso que este método era una idea de BarthesS.

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126 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

su aspecto ideológico, no tanto como un producto [...] sino como un pro­


ceso. Nos permite, para ser más exactos, observar su ideología como un
proceso mediante el que diferentes tipos de significados son producidos y
reproducidos mediante el establecimiento de un conjunto mental proyec­
tado sobre un mundo en el que cierros sistemas de signos se privilegian
como maneras necesarias, incluso naturales, de reconocer un «significado»
en las cosas, mientras que otros son reprimidos, ocultados o ignorados en el
proceso mismo de representar un mundo a la conciencia (White, Contení of
Form, p. 192 [ed. cast.: El contenido de la forma, Barcelona, Paidós, 1992]).

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5
Narratología

La narratología es la teoría de la narración. Más que preocuparse de la


historia, el significado o las funciones de las (o conjuntos de) narraciones
concretas, examina lo que todas y cada una de las narraciones tienen en
común, así como lo que les permite diferenciarse específicamente de cual­
quier otra narración. Así mismo, se propone caracterizar el sistema de reglas
relacionadas con la narrativa que preside la producción y el tratamiento de
la misma. El término «narratología», que prevalece sobre otros sinónimos
aproximados como «narrativa», «semiótica narrativa» o «análisis estructural
de la narrativa» es una traducción del término francés «narratologie», pre­
sentado en 1969 por Tzvetan Todorov quien anunciaba en Grammaire du
Décaméron [Gramática del Decamerón] lo siguiente: «Este trabajo se rela­
ciona con una ciencia que no existe todavía: nos referimos a la narratología,
la ciencia de la narración»1. En cuanto a la teoría, pertenece históricamen­
te a la tradición del estructuralismo francés. La narratología ejemplifica la
tendencia estructuralista a considerar los textos (en el sentido amplio de lo
que significa el término) como formas gobernadas por reglas en las que los
seres humanos re(diseñan) su universo. También ejemplifica la ambición
estructuralista de aislar los componentes imprescindibles y opcionales de
los modelos textuales y de describir el modo en que se articulan. Como
tal, constituye un subconjunto de la semiótica (véase previamente el ca­
pítulo 4), el estudio de los factores operativos en los sistemas de significa­
do y en su práctica. Si el estructuralismo, por lo general, se centra en la
langue [lengua] o código, subrayando un sistema o tipo de práctica esta­
blecida, la narratología se concentra específicamente en la langue narrati­
va como opuesta a la parole [habla] narrativa. Si se puede afirmar que el
estructuralismo da a conocer la noción de «inconsciente» (el inconscien­
te económico de Marx, el inconsciente psicológico de Freud, el incons­
ciente lingüístico de los gramáticos), en cada esfera de la conducta simbó­
lica, se podría decir que la narratología dibuja una especie de inconsciente
narrativo.

Antecedentes

La narratología tiene pocos antecedentes históricos. Platón, en La Repú­


blica, hizo algunos apuntes sugerentes acerca de la narración (comparando-

1 «Cet ouvrage releve d’une sciencc qui n’existe pas encore, disons la narratologie,
la sciencc du rccit.» Vcase Todorov, Grammaire du Décaméron [cd. cast.: Gramática
del Decamerón], p. 10.

Mat derechos de aute


128 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

la con la representación) y, en La Poética, Aristóteles, quien le seguía en cier­


to modo miméticamente, proporcionó una estructura del argumento (trági­
co) que con el tiempo demostraría ser sumamente influyente; pero toda la
tradición de la retórica guardó silencio al respecto y íue extraordinariamen­
te imprecisa acerca de la narrativa2. Al final del siglo XIX y durante el XX, po­
demos mencionar varios e interesantes esfuerzos precursores: el estudio de
Joseph Bédier de los fabliaux franceses y su intento por diferenciar, por
ejemplo, entre sus elementos variables e invariables (Les fabliaux); la posi­
ción de Andró Jolles afirmando que se puede decir que las narrativas com­
plejas derivan de formas simples (Einfache Formen); el trabajo de Lord Ra­
glán sobre los rasgos esenciales de los héroes míticos (The Hero); el resumen
de Etienne Souriau de los componentes básicos de las situaciones dramáti­
cas (Situations clramatiques); la exploración de tópicos tales como la distan­
cia narrativa y el punto de vista de los críticos franceses, anglosajones y ale­
manes (Jean Pouillon y Claude-Edmonde Magny, Henry James y Percy
Lubbock, Norman Friedman y Wayne C. Booth, Ebcrhart Lammert y
Franz Stanzel); y sobre todo, las investigaciones estructurales del miro de
Claude Lévi-Strauss y el desarrollo -en la década de 1920- de una poética
de la ficción por parte de los formalistas rusos (Viktor Shklovski, Boris Eik­
henbaum, Boris romashevski, Vladimir Propp, etcétera).
La actividad narratológica «propiamente dicha» —tomando la narrati­
va explícitamente más como un objeto de estudio que como un tipo de
narración- comienza a ser sistematizada después de la aparición en 1958 de
la traducción de Morphology ofthe Folktale («Morfología del cuento» [pu­
blicado originalmente en 1928 como Morfológija Skázki]) y adopta en ge­
neral las características de una disciplina en 1966, con la publicación de un
número especial de Communications dedicado por entero al análisis estruc­
tural de la narrativa (n.° 8, «Recherches sémiologiques. L analyse structu-
rale du récit»). En 1960, por ejemplo, Lévi-Strauss reseñó el libro de Propp
y, después de elogiarlo, lo criticó comparando su abstracción formalista con
la concreción estructuralista, y su estudio de las relaciones sintácticas su­
perficiales con el estudio de cualquier otra relación de mayor profundidad
lógico-semántica («La structure»); en 1964, en «Le message», Claude Bre-
rnond inició una revisión del esquema proppiano que culminaría en su
Logique du récit (1973); el año siguiente, Todorov publicó una traduc­
ción de varios textos del Formalismo ruso, que incluía uno de Propp
(Théorie); por último, la Sémantique structurale [Semántica estructual] de
A. J. Greimas, gran parte de la misma se concentraba en depurar la visión
proppiana sobre la narrativa; tanto ésta como el número especial de Com­
munications (que se distinguió por las contribuciones de Roland Barthes,
Gérard Genette, Greimas, Bremond, Todorov, etc. y que contenía abun­

2 Cfr. El excepcional «Froncieres», pp. 91-110, de Mathieu-Colas.


NARRATOLOGÍA 129

dantes referencias a Propp) estuvieron motivados para constituir un pro­


grama de investigación narratológica y como presentación de manifiesto.
En los últimos setenta, la narratología era un movimiento internacional
con representantes; por ejemplo, en Estados Unidos, los Países Bajos, Di­
namarca, Italia e Israel.

Narratología: el relato

Un importante punto de partida en el desarrollo de la narratología


fue la observación de que las narraciones se encuentran y las historias se
cuentan usando distintos medios: por supuesto, en el lenguaje oral y es­
crito (en prosa o verso), pero también a través de los lenguajes de signos,
los retratos fijos o en movimiento (como en las pinturas narrativas, las vi­
drieras de colores o las películas), los gestos, la música programática, o
mediante una combinación de medios (como en las tiras de cómic). Ade­
más un cuento popular se puede convertir en un ballet, una tira de cómic
en una pantomima, una novela llevarse a la pantalla y viceversa. Por ello,
se puede afirmar que la narrativa (o, más específicamente, el componen­
te narrativo de un texto narrativo) puede y debe estudiarse sin hacer refe­
rencia al medio en el que se transmite.
Ahora bien, en el mismo medio —digamos, el lenguaje escrito—, un con­
junto dado de hechos se puede presentar de maneras diferentes, por ejem­
plo, en el orden de su (supuesto) acaecer, o en un orden diferente: conside­
remos, por ejemplo: «Mary se fue antes de que viniera John» y «John vino
antes de que Mary se fuera». Por tanto, el narratólogo debería ser capaz de
examinar lo narrado (la historia citada, los sucesos que están contándose
de nuevo), no sólo independientemente del medio utilizado, sino también
independientemente de lo contado, del discurso, del modo en que se usa el
medio para mostrar el suceso. En Grammaire du Décaméron, Todorov no
excluye lo narrado del dominio de la «ciencia de la narrativa» que él mis­
mo concibe. De hecho, la mayor parte de su trabajo (por ejemplo «Les
Catégories» y Poétique) está dedicada al estudio de tópicos como la media­
ción narrativa. Uno de los más significativos, su análisis de los cuentos de
Boccaccio, se centra en lo (sintaxis de lo) narrado y su meta principal es el
desarrollo de una gramática que dé cuenta de ello. Del mismo modo, la
mayor parte de la prestigiosa «Introducción» de Barthes se ocupa más de
la historia que de la estructura del discurso. En realidad, dada la (aparen­
te) autonomía de lo narrado, dado también que esto último define en
gran manera lo que es la narrativa (sin lo narrado no hay narrativa), y
dado el hecho de que, además de ser trasladable {Guerra y Paz como pelí­
cula), traducible {Guerray Paz en inglés) y resumible {Guerray Paz en Re-
ader's Digest) y de que la secuencia narrada de los sucesos toma formas
muy diferentes (sólo en el campo verbal tenemos la novela, el relato corto,
130 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

la historia, la biografía y la autobiografía, la épica, los ni iros, los cuentos po­


pulares, las leyendas y baladas, los reportajes innovadores, las consideracio­
nes espontáneas en las conversaciones de cada día, etc.), muchos precursores
de la narratología observaron lo narrado como lo relacionado especialmente
con la exploración de la narrativa e intentaron, ante todo, caracterizar sus
posibilidades.
Trabajando en esta dirección, estos narratólogos estaban siguiendo el ca­
mino tomado por Propp y por Lévi-Strauss. Propp, en Morfología del cuento
(quizá el más fértil escrito sobre la estructura del relato), obvió la narración
de los cuentos rusos (el tipo específico de cuentos que de hecho estudiaba) y

mostrar que la unidad constituyente básica que determinaba la estructura y


la naturaleza de un cuento era la junción: un actor definido en términos de
su papel a lo largo de la acción del cuento. El mismo actor puede desempe­
ñar diferentes papeles (ser incluido en diferentes funciones): «Juan mató a
Pedro», por ejemplo, podría representar una vileza en un cuento y la victo­
ria del héroe en otro. A la inversa, diferentes actores pueden tener el mismo
papel (desempeñar la misma función): «Juan mató a Pedro» y «el dragón
raptó a la princesa», por ejemplo, ambos podrían representar una vileza.
Propp calculó que las funciones, que debían tener en cuenta en rela­
ción a la estructura narrada de todos y cada uno de los cuentos rusos, se
limitaban a treinta y una, que las describió del siguiente modo:

1. Uno de los miembros de una familia se ausenta de casa (ausencia).


2. Al héroe se le impone una prohibición (prohibición).
3. La prohibición es violada (violación).
4. El villano hace un intento de reconocimiento (reconnaissance).
5. El villano recibe información sobre su víctima (entrega).
6. El villano intenta engañar a su víctima para tomar posesión de
ella o de sus pertenencias (engaño).
7. La víctima cae en la trampa y así sin querer ayuda a su enemigo
(complicidad).
8. El villano hace daño o hiere a un miembro de una familia (vileza).
8a. Un miembro de una familia echa en falta algo o desea tener algo
(ausencia).
9. La desgracia o la ausencia se da a conocer; el héroe se acerca con
una petición o mandato; se le permite irse o se le expulsa (mediación, el
incidente conectivo).
10. El perseguidor acepta o decide contraatacar (comienza el contraa-

11. El héroe abandona el hogar (la partida).


12. El héroe es puesto a prueba, interrogado, atacado, etc., lo que
prepara el camino para que reciba un agente mágico o un colaborador (la
primera función del donante).

4at
NARRATOLOGÍA 131

13. El héroe reacciona ante las acciones del futuro donante (la reac­
ción del héroe).
14. El héroe aprende el uso del agente mágico (provisión o recepción de
un agente mágico).
15. El héroe es trasladado, enviado o mandado al paradero donde se
encuentra el objeto de búsqueda (transferencia espacial entre dos reinos,
orientación).
16. El héroe y el villano se encuentran en combate directo (lucha).
17. El héroe es marcado (la marca, la señal).
18. El malvado es derrotado (victoria).
19. La desgracia o ausencia inicial llega a su fin (fin de la desgracia y la
ausencia).
20. El héroe regresa (regreso).
21. El héroe es perseguido (persecución, caza).
22. Rescate del héroe de la lucha frewv/re/
23. El héroe, sin ser reconocido, llega a casa o a otro país (llegada sin
reconocimiento') .
24. Un héroe falso presenta reclamaciones infundadas (reclamaciones
infundadas).
25. Al héroe se le presenta una misión complicada (misión complicada).
26. La misión es resuelta (solución).
T7. El héroe es reconocido (reconocimiento).
28. El falso héroe o villano es descubierto (exposiciónpública).
29. Al héroe se le da una nueva apariencia (transformación).
30. El malvado es castigado (castigo).
31. El héroe se casa y sube al trono (boda).

Propp mantenía que ninguna de las funciones excluye a cualquiera de


las demás y que, a pesar de que muchas de ellas aparecen en un único
cuento, siempre lo hacen en el mismo orden (dado el modelo a, b, c, d,
e, [...], n, de aparecer b, c, y e en un cuento concreto aparecerían en ese
orden). También mantenía que todas las historias contienen la función
ausencia o villanía y, partiendo de ésta, se da otra función útil como de­
senlace (como término de la desgracia o ausencia, rescate o boda) y algu­
nos de estos cuentos resultan de la combinación de dos o más de ellos
(contienen dos o más ausencias o villanías). Por último, Propp observó
que algunas de las funciones podían estar emparejadas (por ejemplo,
prohibición y violación) y delimitó siete papeles básicos que podían
adoptar los personajes, siete dramatispersonae, cada uno de los cuales co­
rresponde a una esfera particular de acción o conjunto de funciones: el
héroe (perseguidor o víctima), el villano, la princesa (persona buscada) y
su padre, el expulsado, el donante, el colaborador y el falso héroe. Un
mismo personaje puede asumir más de un papel y el mismo papel puede
ser representado por más de un personaje.

Material protegido por derechos de autor


132 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

En su revisión de Morfología del cuento, Lévi-Strauss elogió los logros


de Propp pero le culpó de no analizar lo suficiente los nexos entre las
treinta y una funciones y, más en general, de apoyar la forma superficial
lineal más que la estructura lógica de fondo y de centrarse en lo obvio
como opuesto al contenido latente.
Lévi-Strauss se interesó inicialmente por el pensamiento mítico, no pol­
la narrativa (mítica). Para él, el sentido de un mito es independiente de las
cuestiones de una narrativa en concreto, y el análisis tiene que ir más allá,
hacia un modelo de articulación básico. El mito es un instrumento gracias al
cual un tipo de incompatibilidad (contradicción, oposición) es simplificado
de un modo más sencillo, siendo relacionado con otro tipo de incompatibi­
lidad más corriente. En particular, la estructura del mito se puede expresar a
través de una homología de cuatro términos, relacionando dos pares de tér­
minos opuestos o contradictorios (A y B; C y D): A es a B lo que C es a D.
Mientras que Propp practicó el análisis sintagmático (seleccionando funcio­
nes como unidades básicas y estudiando su orden sintáctico, secuencial),
Lévi-Strauss -ya en 1955, en «Estudio estructural del mito»- llevó a cabo el
análisis paradigmático (aislando elementos semánticos importantes que
pueden ser muy distintos en la cadena sintáctica y agrupándolos en paradig­
mas o clases sobre la base de sus similitudes y diferencias).
lomando el mito de Edipo como ejemplo, Lévi-Strauss dio con los si­
guientes tipos de elementos:

A B C D
Cadmo Los Cadmo Lábdaco
busca a su espartos mata al (padre
hermana se matan dragón de Layo)
Europa, entre ellos = el lisiado
encantada
por Zeus

Edipo se Edipo Edipo Layo


casa con su mata a acaba (padre de
madre, su con la Edipo) =
Yocasta padre, Esfinge el del lado
Lavo
J
izquierdo

Antígona Eteocles Edipo = el


encierra a mata a su de los pies
su hermano hermano, hinchados
Poli mices a Polinices
pesar de la
prohibición

derechos de autor
NARRATOLOGÍA 133

Los elementos de la columna A tienen que ver con la sobrevaloración


de las relaciones de sangre (la búsqueda de Cadmo, el incesto de Edipo, la
devoción como hermana de Antígona) y los de la columna B con el me­
nosprecio por esas relaciones (asesinatos familiares); la columa C, que tiene
que ver con los delitos de monstruos medio humanos nacidos de la tierra,
niega el origen autóctono de la humanidad, mientras que la columna D en­
fatiza las dificultades de seguir adelante y de mantenerse en el camino correc­
to y afirma este origen. Por eso, de acuerdo con Lévi-Strauss, el miro se ocu­
pa de la dificultad (para la cultura en la que aparece) compaginar la creencia
de que los seres humanos salen «de la tierra misma», y el conocimiento real
de que nacen de hombres y mujeres. Esto último relaciona la oposición re­
ferida a los orígenes con la oposición más aceptable (porque es más fácil­
mente constatable) relativa a los lazos familiares.
El análisis de Lévi-Strauss puede ser acusado de falta de rigor metodo­
lógico y de inadecuación a los modelos, así como de heterogeneidad de
las clases que aísla: no hay manera de predecir el objeto analizado —la his­
toria de Edipo- sobre las bases de la descripción estructural proporciona­
da, parece existir una diferencia significativa entre los elementos de la co­
lumna D y los de las demás. No obstante tuvo el mérito de subrayar la
importancia de la exploración sistemática de las relaciones intratextuales
y, de modo más decisivo, de esbozar las condiciones estructurales genera­
les que los textos tienen que cumplir para pertenecer a una clase concreta
(por ejemplo, la relación de homología que rige la estructura del mito). A
lo largo del monumental Mythologiques [Mitológicas] del autor y otros en­
sayos incluidos en Anthropologie structurale [Antropología estructural] y
Anthropologie structurale II5, influyó en infinidad de proyectos estructu­
ralistas (dentro del campo literario) y de la narratología.
Al igual que Lévi-Strauss, Greimas encontró aspectos verdaderamente
admirables en Morfología del cuento de Propp, pero también encontró
muchos asuntos sobre los que sería recomendable analizar, teorizar y ge­
neralizar más a fondo. En Sémantique structurale [Semántica estructural:
investigación metodológica], Greimas, que se encontraba investigando la
significación del discurso, afina la noción de Propp del dramatispersona y
desarrolla un modelo actantial, que implica a seis actantes o personajes
básicos, que ha demostrado ser muy influyente: sujeto (buscando el obje­
to), objeto (buscado por el sujeto), «destinador» (del sujeto en su bús­
queda del objeto), «destinatario» (del objeto para ser asegurado por el Su­
jeto), «ayudante» (del sujeto) y «oponente» (del sujeto). Un actante puede
estar representado por actores muy diferentes, y diferentes aerantes pue­
den estar representados por un único actor. En una historia de aventuras,3

3 Véase «Structure et dialectique» en Anthropologiestructurale [ed. cast.: Antropología


estructural, Barcelona, Paidós, 2000], pp. 257-266 y, en Anthropologie structurale II, «La
geste d’Asdiwal», pp. 175-233 y «Quatre mythes Winnebago», pp. 235-249.
134 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

por ejemplo, el protagonista puede tener varios enemigos, siendo la fun­


ción de todos ellos la de «oponente»; y en una sencilla historia de amor, el
chico puede funcionar como «sujeto» y como «destinatario» a un tiempo,
mientras que la chica funciona como «objeto» y «destinador». Es más, no
sólo actores humanos, sino animales, cosas y conceptos pueden desempe­
ñar los papeles descritos por el modelo actantial: un diamante puede re­
presentar el «objeto» de la búsqueda del «sujeto» y un imperativo ideoló­
gico puede funcionar como «destinador». De acuerdo con Greimas, la
narrativa es un todo de significación porque se puede entender en térmi­
nos de estructura de las relaciones que se dan entre los actantes. Greimas
también lleva a cabo un análisis paradigmático de las treinta y una fun­
ciones de Propp y llega a la conclusión de que los desarrollos básicos de la
narrativa representan transformaciones de los comienzos negativos (tras­
torno del orden y alienación) hacia finales positivos (establecimiento del
orden e integración). Esas transformaciones se efectúan a través de una
serie de pruebas encargadas por un «sujeto» que ha hecho un contrato
con el «destinador».
Greimas y los investigadores participantes en su seminario en la Eco-
le des Hautes Etudes en Ciencias sociales revisaron, pulieron y elabora­
ron muchas veces el modelo actantial y la explicación de desarrollo narra­
tivo propuesta en Sémantique structurale (cfr., por ejemplo, Greimas, Du
sens, Maupassant, Du sens II [Delsentido]; Claude Chabrol, Le récit fémi-
nin; Erancois Rastier, Essais; Joseph Courtcs, Introduction a la sémiotique
[Introducción a la semiótica narrativa y discursiva]; Anne Hénault, Narra-
tologie; Greimas y Courtés, Sémiotique [Semiótica]). Los esfuerzos de la
así llamada Escuela Semiótica de París se materializaron en un modelo
que carece de un fundamento claramente empírico, que presta demasia­
da poca atención a la dimensión temporal de la narrativa, que no evita
cierta ad bocicidad, pero que, a pesar de ello, quizá constituya la caracte­
rización narratológica más compleja y ambiciosa de la narrativa, que se
puede resumir como sigue. En el nivel más general («más profundo»),
cualquier narrativa representa la transformación de un estado dado en su
contrario o contradictorio. En un nivel más específico (más superficial),
la transformación global representada (el programa básico de la narrati­
va) puede realizarse a través de un número de transformaciones locales y
sólo se necesitan tres categorías de elementos para generar todos los posi­
bles escenarios transformacionales: la categoría «sujeto-objeto», consti­
tuida por los dos actantes fundamentales en cualquier transformación; la
categoría «hacer-ser», que define los tipos básicos de nexos que se dan en­
tre «sujeto» y «objeto», es decir, los tipos básicos de unidades narrativas; y
la categoría «modal-descriptiva», que permite una distinción entre nexos
simples y complejos (por ejemplo, X hace queX sea Z, como opuesto a Y
es Z ) y la caracterización de las vías en que los nexos simples pueden ha­
cerse complejos. El sujeto puede ser conjuntado o disjuntado por el «ob­
NARRATOLOGÍA 135

jeto» (X es con o sin Y; X tiene o no tiene Y); esto podría derivar en un con­
flicto con un «anti-sujeto» o antagonista; el mismo es lanzado en su bús­
queda por un «destinador» (un actantc cuyo papel es garantizar y comu­
nicar valores y determinar quien puede entrar en conflicto con un
«anti-destinador»); actúa en beneficio de un «destinatario»; éste pasa por
una o más pruebas: en el sistema narrativo canónico hay una prueba de
cualificación que lleva a la adquisición de una cierta competencia, una
prueba principal que lleva a la adquisición del «objeto», y una prueba
mejorada que lleva al reconocimiento de una colectividad; todo ello sigue
un camino articulado en términos de las posiciones formales que puede
ocupar: en el sistema narrativo canónico, es señalado como «sujeto» por
el «dcstinador», cualificado por los intereses del deseo, del poder, del co­
nocimiento y del deber, entendido como «sujeto» actuante y reconocido
como único y premiado. En un nivel incluso más específico (el nivel «su­
perficie» que se manifiesta a través de un medio semiótico dado: lingüís­
tico, pictórico, etc.), los actantes son actorializados (particularizados
como actores), las unidades narrativas son espacializadas y temporaliza­
das, y el programa narrativo es tematizado (esto tiene que ver con con­
ceptos «cognitivos»: libertad, alegría, tristeza, etc.) y figura ti viza dos (se
ilustran esas nociones evocando varios elementos del mundo «real»).
Si Greimas critica el modelo funcional de Propp por ser insuficiente­
mente abstracto e insuficientemente teórico, Bremond cuestiona la autén­
tica concepción de la estructura narrativa expuesta en Morfología del cuen­
to. Bremond apunta que, en cada parte de una narración, hay diferentes
maneras en que la historia podría continuar. Un enfoque estructural ade­
cuado debería captar ese hecho, pero la afirmación de Propp de que las
funciones siempre siguen el mismo orden lo hace imposible. En trabajos
como «Le message», «La logique», y Logique du récit, Bremond señala que
hay tres etapas en la exposición de cualquier proceso: (1) virtualidad (una
situación que abre una posibilidad); (2) puesta en práctica o no puesta en
práctica de la posibilidad; (3) realización o no realización. Para él, la uni­
dad narrativa básica es una secuencia elemental o tríada de funciones que
corresponde a esas tres etapas:
realización
puesta en práctica
virtualidad no realización

no puesta en práctica

Más concretamente, una tríada dada podría constar de «villanía, in­


tervención del héroe, éxito». En una tríada, un término posterior implica
al anterior: hay una intervención del héroe, por ejemplo, sólo si se pro­
duce una villanía, y se produce una victoria sólo si se da la intervención.
Por otro lado, cada término anterior ofrece una consecuencia alternativa
(ello subraya las elecciones realizadas a lo largo del camino narrativo):
136 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

una villanía puede o no puede conducir a una intervención del héroe y


una intervención puede acabar en éxito o en fracaso. Las tríadas pueden
unirse -por ejemplo a través del encadenamiento (el final de una es el
principio de la otra) o superponerse (una está superpuesta con la otra) has­
ta producir secuencias más complejas. Bremond también desarrolla una
intrincada tipología de roles basada en una distinción fundamental entre
pacientes (afectados por procesos que constituyen víctimas o beneficia­
rios) y agentes (iniciando los tratamientos e influyendo en los pacientes,
modificando su situación o manteniéndola).
Bremond diseñó su modelo de estructura narrativa sobre la lógica de la
acción. Todorov diseñó el suyo sobre la gramática. En un trabajo previo
(Littérature et signification [Literaturay significación]), Todorov había utili­
zado el sistema homólogo de Lévi-Strauss para caracterizar el argumento,
pero había llegado a la conclusión de que se obtenían descripciones dema­
siado abstractas y frecuentemente arbitrarias. En Grammaire du Décamé­
ron, elaboró una gramática para explicar (aspectos básicos de) los cuentos
de Boccaccio y estableció las bases de la ciencia narratológica. Todorov di­
ferenció tres dimensiones en la narrativa: una sintáctica (los nexos que se
obtienen entre unidades narrativas), una semántica (el contenido o el
mundo representado o evocado) y una verbal (las frases que confeccionan
el texto). Al igual que Propp, decidió manejar principalmente la dimen­
sión sintáctica (a su juicio, la más importante y específicamente narrativa).
Las unidades sintácticas elementales son la oración (o afirmaciones narra­
tivas que afectan a acciones). Estas unidades se combinan en secuencias (o
narraciones mínimas) que, sucesivamente, forman secuencias más largas.
Sus componentes principales son los nombres propios (agentes o persona­
jes), los adjetivos (atributos), y los verbos (acciones). Desde la perspectiva
de la estructura del argumento, los nombres propios no tienen propieda­
des intrínsecas y se unen a (cierto número de) atributos o acciones; los ad­
jetivos incluyen estados (por ejemplo feliz/infeliz), cualidades (virtudes o
defectos) y condiciones (como por ejemplo macho/liembra); de la misma
manera, los verbos comprenden tres tipos fundamentales: modificar una
situación, cometer una fechoría, castigar. La gramática proposicional de
Todorov también especifica que cualquier proposición aparecerá en algu­
no de los modos que siguen: el indicativo (el que tiene lugar), el imperati­
vo (que debe suceder, de acuerdo al deseo del colectivo social), el opcional
(lo que los personajes desearían que sucediera), el condicional (si tú haces
A, yo haré B), el causal (si A, entonces B) y el visionario (la percepción
subjetiva y errónea de un personaje o de otro).
En los siguientes trabajos (como en «Les transformations»), Todorov
presentó la importante noción de transformación para explicar los nexos
paradigmáticos en la narrativa: una transformación es una relación que se
obtiene entre dos proposiciones que tienen un predicado P en común, que
puede ser simple (en una de las proposiciones, un operador [de modo, ne­
NARRATOLOGÍA 137

gación, etc.] modifica P: «X bebe una cerveza al día» ~» «X no bebe una


cerveza al día») o complejo (en una de las proposiciones un predicado se
añade a P: «X bebe una cerveza al día» «X [o Y] dice que X bebe una cer­
veza al día»). Para que una secuencia narrativa sea completa, debe contener
dos proposiciones diferentes y una relación de transformación.
La gramática de Todorov no fue suficientemente potente: por ejem­
plo, se demostró incapaz de caracterizar de modo adecuado ciertos cuen­
tos de la colección de Boccaccio; y no siempre convincente: por ejemplo,
no está claro por que «cometer una fechoría» o «castigar» no deberían es­
tar incluidos en «modificar una situación». No obstante, recogía un buen
número de regularidades de El Decamerón y, aún más importante, dejó
claro que, del mismo modo que el fin de la lingüística es establecer la gra­
mática del lenguaje, la narratología debería perseguir como fin el estable­
cimiento de la gramática de la narrativa. De este modo, supuso una fuen­
te de inspiración para muchos narratólogos (véase, por ejemplo Some
Aspects of Text Grammars y «Narrative macro-structures» de Teun van
Dijk, A Grammar ofStories y «Aspects of a grammar of narrative» de Ge-
rald Prince, La syntaxe narrative des tragédies de Corneille y The Poetics of
Plot de Thomas Pavel, Elements ofNarrativics y Grammaire et récit de Gé-
rard Genot).
En su «Introducción», Barthes se detuvo en los trabajos de Todorov,
Bremond y Greimas y, como este último, combinó el análisis sintagmáti­
co y paradigmático. Barthes aisló tres niveles relacionados jerárquica­
mente en la narrativa, dos pertenecientes a lo narrado o historia (el nivel
de las funciones y el nivel de las acciones), y uno a la narración o discurso
(el nivel de la narración). Barthes distinguió entre dos tipos de elementos
funcionales (las unidades narrativas mínimas se unían sintagmática o pa­
radigmáticamente con otras unidades): las auténticas funciones y los ín­
dices. Cada tipo contiene en sí mismo dos clases de unidades. Las autén­
ticas funciones, que están relacionadas con las otras unidades en términos
de consecución o consecuencia, incluyen funciones cardinales (núcleos,
nuclei, unidades que son esenciales de manera lógica a la acción narrativa,
y no se pueden eliminar sin destruir su coherencia cronológico-causal) y
catalizadoras (más que constituir nodos cruciales en la acción, esas unida­
des rellenan el espacio narrativo entre los nodos, y su eliminación no des­
truye la coherencia de la acción narrativa). En lo que respecta a los índices,
que implican relaciones metafóricas más que metonímicas, y por ello se
unen a otras unidades en términos paradigmáticos más que sintagmáti­
cos, incluyen los índices propiamente dichos (que hacen referencia a una
atmósfera, una filosofía, un sentimiento, un rasgo de personalidad, un
significado implícito), y los informantes (que aportan retazos explícitos
de información sobre el tiempo y espacio representados). Los elementos
funcionales adquieren su significado «último» debido a que están integra­
dos en el nivel de las acciones, es decir, dado que se integran bajo una lí­
138 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

nea de acción específica del actante (por ejemplo, la búsqueda de un «su­


jeto»). Por su parte, las acciones adquieren su significado «último» en el
nivel de la narración (el modo de contar, de ordenar y evaluar de las dife­
rentes líneas de acción en la narrativa).
El artículo de Barthes no carecía de puntos débiles. Por ejemplo, su
discusión sobre el nivel de la narración, con su distinción entre un modo
personal -aquel en el que el punto de vista se asocia (es similar) al de la
primera persona o «Yo»—y un modo apersonal (o impersonal), resultaba
en ambos casos incompleta y confusa. A pesar de ello, el artículo conte­
nía varios aspectos que llamaban poderosamente la atención. Presentaba
un modelo global de análisis narrativo; tomaba en consideración elemen­
tos «no-narrativos» (marcos, temas, atmósferas) tanto como otros estric­
tamente narrativos (sucesos, acciones); y aportaba puntos de partida úti­
les para una taxonomía de los textos narrativos (por ejemplo, las novelas
de aventura son, en su mayoría, funcionales mientras que las novelas psi­
cológicas son casi todas indicíales). Sin embargo, unos pocos años des­
pués de la publicación del artículo, el intento de desarrollar una ciencia
de la narrativa y de describir la langue [lengua] narrativa fue descartado
por el mismo Barthes en S/Z (1970) como una empresa agotadora y es­
puria, incapaz de capturar la difference entre un texto y su valor. S/Z, en
general, se ha visto más como una obra posestructuralista que estructura-
lista: en su famoso «escrito sobre una lectura» del Sarrasine de Balzac,
Barthes caracteriza el texto como una estructuración productiva, no como
un producto estructurado; y considera la novela de Balzac, no como un
objeto homogéneo que está constituido totalmente de una vez por todas,
sino como una materia de significado heterogénea que difiere de sí mis­
ma. Es más, la mayor parte de S/Z, concretamente, el interés por el modo
en que los textos adquieren sentido y la afirmación de que Sarrasine (o
cualquier narración) es legible en términos de un conjunto de códigos,
representa un desarrollo de la «Introducción» de 1966 (la descripción
«proairetica», por ejemplo, es similar al análisis funcional y la caracteriza­
ción «sémica» se asemeja al análisis indicial). De hecho, S/Zse ha conver­
tido en un punto de referencia importante para los narratólogos desde su
aparición (véase Historia y discurso: la estructura narrativa en la novela y en
cine, de Seymour Chatman, y Narratology, de Prince).

Narratología: el discurso

A pesar de que la mayor parte de los trabajos sobre narratología se


centran en lo narrado en lugar de en la narración, y caracterizan la narra­
tiva, fundamentalmente, en estos mismos términos, algunos narratólogos
consideraron la narrativa, en esencia, como un modo de presentación
(verbal) (contar los sucesos por un narrador como opuesto a, digamos, la
NARRATOLOGÍA 139

representación de los mismos en escena) y definen su labor como el estu­


dio del discurso narrativo más que la historia en sí misma. Estos autores
tienen la tradición de su lado: la oposición entre diégesis y mimesis, lo re­
latado y lo representado, la épica y el drama, la narrativa y el teatro que se
remonta a Platón y a Aristóteles, es todavía moneda habitual. Además,
éstos podrían argumentar que, centrándose en lo narrado y en su estruc­
tura, resultaría un fracaso explicar los muchos modos en que se pueden
contar el mismo conjunto de sucesos (comparemos «María comió antes
de dormirse» y «María durmió antes de comer»). Por último, persiguien­
do su tarea, fueron capaces de sacar provecho del perspicaz trabajo que
un conjunto de críticos ya había hecho sobre la narración literaria.
Genette es, probablemente, el representante más destacado de esta
importante tendencia narratológica. En Discours du récit (1972) y Nouveau
discours du récit [Nuevo discurso del relato] (1983), Genette distinguía en­
tre el texto narrativo, la historia que éste relata y el momento narrativo
propiamente (el acto de producción narrativa [como inscrito en el texto]
y el contexto en el que ese acto sucede). Sin tener en cuenta el nivel pro­
piamente dicho de la historia (el nivel de lo existente y los sucesos que in­
tegran lo narrado), Genette se centró en tres conjuntos de relaciones: en­
tre el texto narrativo y la historia, entre el texto narrativo y la narración y
entre la historia y la narración. Más concretamente, Genette estudió pro­
blemas de tiempo (el conjunto de relaciones entre las situaciones y los
sucesos relatados y su relato), modo (el conjunto de modalidades que re­
gulan la información narrativa) y voz (el conjunto de signos que caracte­
rizan la narración y que gobiernan sus relaciones con el texto narrativo y
con la historia). Incluso, con más precisión, examinó los nexos entre el
orden en el que los sucesos (se dice que) ocurren, y el orden en que se
presentan; aquellos que se dan entre la duración de lo narrado y la longi­
tud de la narración, y aquellos que surgen entre el número de veces que
sucede un hecho, y el número de veces en que éste se menciona; así mis­
mo, exploró los enfoques o puntos de vista en términos de la perspectiva,
a partir de la cual, los hechos narrados pueden ser representados, las cla­
ses básicas de mediación narratorial y las maneras fundamentales de des­
cribir los pensamientos o las proferencias de los personajes; y estudió (los
rasgos distintivos de) los narradores, los personajes -aquellos quienes son
narrados— y las situaciones narrativas.
La discusión sin resolver de Genette sobre el discurso narrativo, que
estaba parcialmente basada en estudios previos (Lámmert sobre el orden
temporal, Günther Miiller sobre la duración, Cleanth Brooks y Robert
Penn Warren sobre el punto de vista) y que fue contemporánea de obras
tales como la que se ocupa sobre la narración en primera persona, de Jean
Rousset, o el trabajo sobre la naturaleza y la función del narrador, de
Prince, inspiró a muchos narratólogos para investigar más allá de alguno
de los aspectos sobre los que ya se había explorado, y a refinar el trata­
140 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

miento de los mismos (cfr. Mieke Bal o Fierre Vitoux sobre la idealiza­
ción y Chatman sobre la velocidad narrativa). En realidad, su Discours du
récit, que también funcionó como estudio narratológico de A la recherche
du tempsperdu de Proust, demostró adquirir rápidamente un carácter tan
ejemplar que el Grand Larousse de la langue frangaisey el GrandRobert hi­
cieron constar el año 1972 como la fecha de aparición del término «na­
rra to lo gi e» [ narratología]4.
Definir la narrativa por su modo de presentación (e insistiendo en el
papel de un narrador) en lugar de definirla por su objeto (sucesos) lleva a
obviar las historias sin narrador. Además, con ello se hace caso omiso del
hecho de que la historia, cualquiera que ésta sea, también constituye, por
sí misma, narrativa. Un buen número de narratólogos consideran tanto
la narración como lo narrado pertenecientes al ámbito de la narrativa y,
de ahí, aspectos del estudio de sus posibilidades. Chatman en Historia y
discurso, Prince en Narratology, Jean-Michel Adam en Le texte, por ejem­
plo, han intentado integrar el estudio del qué (what) y del cómo (way); así
mismo, los modelos de narrativa greimasianos recientes dejan espacio
para aspectos tanto del discurso como de la historia (véase Narratologie de
Henaulr). Esta narratología «generalizada» o «mixta», como la llama Mi-
che] Mathieu-Colas en «Frontiéres», puede decirse que se corresponde
con la «ciencia» que Barthes evocaba en su célebre «Introducción». Tam­
bién puede decirse que ésta se ajusta al espectro actual de la actividad na-
rratológica.

LOS LOGROS DE LA NARRATOLOGÍA

Quizá sea ésta el área del discurso narrativo que los narratólogos han ex­
plorado más a fondo. Genette, pero también Todorov, Bal, Chatman, Shlo-
mith, Rimmon-Kenan y otros han descrito los órdenes temporales que un
texto narrativo puede adoptar, los anacronismos [flash backs o analepsis] o
¡fiashforusards oprolepsis]: miradas hacia atrás o hacia delante) que el mismo
puede mostrar, las estructuras acrónicas (atemporales) a las que se puede
acomodar. Además, han clasificado la velocidad narrativa y los tempos más
habituales:

Elipsis: no hay ninguna parre del texto que corresponda o represente


hechos relacionados que ya hubieran tenido lugar; se puede decir que en
este caso la narración busca una velocidad infinita.
Sumario (resumen): una parte relativamente corta del texto corres­
ponde a un tiempo narrado relativamente largo.

4 Véase la discusión de Mathieu-Colas en «Frontiéres», pp. 91-1 10.


NARRATOLOGÍA 141

Escena: hay una especie de equivalencia elástica entre la longitud del


texto y la duración de lo narrado.
Extensión: una parte relativamente larga del texto corresponde a un
tiempo narrado relativamente corto.
Pausa: se presenta un periodo del texto narrativo que se corresponde
con un no transcurrir del tiempo narrado de modo que se puede decir
que la narración se paraliza.

Además, han investigado la frecuencia narrativa:

Narrativa singulativa: se cuenta una vez lo que sucedió una vez.


Narrativa repetitiva: se cuenta más de una vez lo que sucedió una vez.
Narrativa iterativa: se cuenta una vez lo que sucedió más de una vez.

También han examinado la distancia narrativa (la extensión de la me­


diación narratorial) y la perspectiva narrativa: la posición perceptual o con­
ceptual de acuerdo a la cual se describen los hechos narrados: localización
cero, que se obtiene cuando la historia se presenta en términos de una po­
sición indeterminada, no localizable; localización interior, que se obtiene
cuando la historia se presenta en términos del conocimiento, sentimientos
o percepciones de un único o de varios personajes; fiscalización exterior, que
se obtiene cuando la historia se presenta en términos de un punto central,
dentro del mundo de los hechos relatados, pero fuera de los personajes. Asi­
mismo estos autores han estudiado los tipos de discurso que puede adoptar
un texto para dar cuenta de las proferencias y pensamientos de los persona­
jes: discurso narrativizado cuando se los representa, en un lenguaje que es el
del narrador, como acciones entre otras acciones; discurso indirecto, cuan­
do se integran en otro conjunto de palabras o pensamientos, acompañados
por una frase como «él/ella dijo», y reproducido con más o menos fideli­
dad; discurso indirecto libre, que implica que no aparece la frase indirecta
previa, y contiene combinadas, en sus registros, dos visiones del discurso (la
del narrador y la del personaje), dos estilos, dos lenguajes, dos voces, dos
sistemas semánticos y axiológicos; discurso directo, cuando las palabras o
pensamientos de un personaje se presentan del mismo modo en que él/ella
los formularon y son acompañados por una frase para introducirlos; y dis­
curso directo libre, cuando las palabras o pensamientos citados aparecen sin
ninguna introducción narrativa, mediación o intermediación de ningún
tipo. También han estudiado los principales tipos de narración y sus mane­
ras de combinarse: narración aposteriori, que sigue a los hechos narrados en
el tiempo y es característica de la narrativa «clásica» o «tradicional»; una na­
rración anterior que los precede en el tiempo, como en la narrativa antici-
pativa; la narración simultánea que ocurre en el mismo momento en que se
dan los hechos; y la narración intercalada que está situada temporalmente
entre dos momentos de la acción presentada, y es propia de las narrativas
142 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

epistolares y de los diarios. Dos acciones diferentes de la narración pueden


unirse con una simple conjunción, la inclusión de una en la otra, o la alter­
nancia de elementos de la primera con elementos de la segunda. Del mis­
mo modo, estos investigadores han estudiado el conjunto de relaciones en­
tre el narrador, el relato y la historia narrada: en una narración en primera
persona, el narrador es un personaje más o menos importante en la histo­
ria; en una narración en tercera persona, él/ella no es un personaje; y en
una narración en segunda persona, el relato es también el personaje. Por úl­
timo, han detallado las señas identitarias del narrador (quien puede ser más
o menos abierto, erudito, fiable, tímido) y del relato, y han dibujado sus
respectivas funciones y las posibles distancias -temporal, lingüística, inte­
lectual, etc.- entre ellos, tanto como las distancias que los separan de los
personajes y de los hechos de la historia.
La investigación de la estructura del relato también ha obtenido resul­
tados notables. Por ejemplo, los narratólogos han examinado los compo­
nentes mínimos de lo narrado (acciones con un fin concreto y meros
acontecimientos, estados y procesos) y, siguiendo la intuición de Barthes
(y de los formalistas rusos), han distinguido aquellos componentes que se
presentan como esenciales para la coherencia de la historia de aquellos
otros no esenciales para la misma. Han estudiado las relaciones (sintag­
máticas y paradigmáticas, espacio-temporales, lógicas, temáticas, funcio­
nales, transformacionales) entre las unidades mínimas, y han prestado
atención a los mecanismos que enfatizan sorpresa y suspense en la narra­
ción. Siguiendo en esta línea, también han demostrado que las secuencias
narrativas pueden consistir en una serie de componentes mínimos, el úl­
timo de los cuales, en el tiempo, es una repetición (parcial) o transforma­
ción del primero; y han probado que las secuencias más complejas pue­
den resultar de la unión de otras más sencillas a través de operaciones
tales como la conjunción, la inclusión y la alternancia. Además, aparte de
mostrar que esas situaciones y hechos, estados y procesos, acciones o su­
cesos se pueden agrupar en categorías (funcionales) básicas, y que los par­
ticipantes en ellas pueden clasificarse de acuerdo con papeles (actanciales
y temáticos), exploraron la naturaleza de los personajes, los escenarios y
las técnicas diversas a través de las que se han compuesto y descrito. Los
personajes, por ejemplo, textualmente pueden ser más o menos destaca­
dos, dinámicos o estáticos, consistentes o inconsistentes, y sencillos, bidi-
mensionales, y muy predecibles o complejos, multidimensionales, y capa­
ces de conductas sorprendentes; son categorizables, no sólo en términos
de su adaptación a los estereotipos (el presuntuoso, el cornudo, la femme
fatale) o por su pertenencia a ciertas esferas de acción, sino también en
términos de sus actos, palabras, sentimientos, apariencia, etc.; y sus atri­
butos pueden exponerse de forma directa y fiable (por ejemplo, en una
exposición de conjunto) o inferidos de su conducta emocional (mental,
emocional y física). En cuanto a los escenarios o marcos, también pueden
NARRATOLOGÍA 143

ser textualmente importantes o sin importancia, consistentes o inconsis­


tentes, vagos o precisos, típicos o únicos; además pueden ser útiles (tener
un papel en la acción), simbólicos (de un conflicto por llegar, de los sen­
timientos de un personaje), «realistas» (mencionado sencillamente por­
que «está allí», como si estuviera); y sus rasgos constitutivos pueden pre­
sentarse subjetiva u objetivamente, de modo contiguo (se dice de una
descripción para conseguir algo) o no, de una manera ordenada (de iz­
quierda a derecha, de arriba abajo, de dentro a fuera) o desordenada5. Úl­
timamente, los narratólogos han analizado el modo en que un relato se
puede caracterizar semánticamente como un mundo que consta de do­
minios: conjuntos de «movimientos» o acciones que pertenecen a un per­
sonaje determinado, que son requeridos por un «problema» y que repre­
sentan un esfuerzo dirigido a una «solución». Cada uno de esos dominios
se rige por restricciones modales (aléticas, epistemológicas, axiológicas o
deontológicas). Esto último determina lo «que ocurre», estableciendo
cuál es o cuál podría ser el asunto en el mundo representado, reglamen­
tando el conocimiento de los personajes, afirmando sus valores, obliga­
ciones y fines y, en general, guiando su modo de actuar (véase, por ejem­
plo, «Narrative semantics», de Lubomir Dolezel; The Poetics ofPlot, de
Pavel, y «The modal structure», de Marie-Laure Ryan.)
Para la integración del estudio del relato y del discurso, generalmente
se ha seguido la dirección indicada por el trabajo de los formalistas rusos
sobre las relaciones entre fabula (historia básica fundamental) y sjuzet
(trama, argumento) y, en ocasiones, ha tomado la forma de una gramáti­
ca, o series de afirmaciones y fórmulas unidas por un conjunto ordenado
de reglas. Por último, la citada gramática podría constar de las siguientes
partes interrelacionas: (1) un componente sintáctico a través del cual un
número finito de reglas generan las macro y microestructuras de todas y
cada una de las historias; (2) un componente semántico que interpreta
esas estructuras (caracterizando tanto la información narrativa o conteni­
do macroestructural global como el m¡croestructural local); (3) un com­
ponente «discursivo» mediante el cual un número finito de reglas operan
sobre las estructuras interpretadas y explican el discurso narrativo (orden
de presentación, velocidad, frecuencia, etc.); y (4) un componente prag­
mático que detalla la dirección cognitiva básica y los factores de comuni­
cación que afectan a la producción, procesamiento y narratividad de los
resultados de las tres primeras partes. Estos cuatro componentes que
constituyen la auténtica gramática de la narrativa podrían articularse con
un componente textual, permitiendo la traducción a un medio dado (por
ejemplo, el español escrito) de los datos gramaticales obtenidos.

5 Para referencias narratológicas acerca de los personajes y los escenarios (mar­


cos), véase Chatman, Story andSituation y, sobre todo, Hamon, Lepersonnelc Intro-
duction a l’analyse.
144 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Respuesta a las críticas contra la narratología

A pesar de los logros alcanzados, la narratología no lia sido inmune a


las críticas6. Algunas de estas críticas fueron dirigidas a la ambición uni-
versalizadora de la narratología, su tendencia a lo científico, la compleji­
dad del aparato que necesita para explicar incluso las narrativas más sen­
cillas, el supuesto «platonismo ingenuo», evidente en su muy nombrada
distinción entre historia y discurso, y al reduccionismo de sus modelos.
Además, dichas críticas no son realmente convincentes dada su generali­
dad, su predecibilidad y, en algunos casos, su carácter erróneo. Cualquier
seña] universalizadora se puede enfrentar con una contraseñal localista o
historicista, cualquier recurso a la naturaleza con un recurso a la cultura;
ésta sería la reflexión del «etnógrafo»: algún grupo u otro, cualquier siste­
ma, cualquier práctica siempre resultan esencialmente diferentes. Incluso,
si bien es cierro que una postura universalizadora puede conducir a que el
análisis pase por alto sus propias tendencias y a que obvie importantes di­
ferencias locales, es igualmente cierro que la postura universalizadora de
la narratología no carece en absoluto de cierto fundamento: no todo el
mundo sabe producir «buenas» narraciones, pero (casi) todo el mundo,
en cada sociedad humana estudiada por la historia y la antropología, sabe
cómo producir narraciones, y esto desde una edad muy temprana; es
más, todo el mundo distingue las narraciones de las no-narraciones, es
decir, todo el mundo tiene ciertas intuiciones, o ha interiorizado ciertas
reglas acerca de lo que constituye una narración y lo que no. Además, se
da frecuentemente un acuerdo al considerar si un conjunto dado de sig­
nos constituye o no una narración y, es más, las personas procedentes de
ámbitos culturales muy diferentes frecuentemente producen narraciones
muy similares; en otras palabras, parece que, al menos hasta cierto punto,
todo el mundo tiene las mismas intuiciones, o ha interiorizado las mis­
mas reglas, sobre la naturaleza de la narratividad.
Del mismo modo, podría ser cierto que la atracción de la narratología
por la ciencia y, más concretamente por la ciencia del lenguaje, le otorgó
una fe exagerada en los poderes explicativos de los términos lingüísticos y
la hizo aferrarse a conceptos y procedimientos que habían sido rebatidos
y descartados ya por la «disciplina madre»: la narratología se mantuvo
bajo la influencia de las estrategias estructuralistas mucho después de que
éstas hubiesen sido abandonadas por los lingüistas. Como contrapartida,
sin embargo, la emulación de la lingüística y de su preocupación científi­
ca por el rigor conceptual y la sofisticación metodológica demostró ser
narratológicamente fructífera. En cualquier caso, acusaciones de cientifi­

6 Véanse, por ejemplo, Booth, La retórica de la ficción; Brooks, Reading; Cham­


bres, Story andSituation; Culler, The Pursuit of Signs; Martín, Recent Theories ofNar­
rative; y Smirh, «Narrative versions, narrative theories», pp. 209-232.
NARRATOLOGÍA 145

cismo se han presentado regularmente contra buen número de empresas


humanísticas que han ansiado la explicitud y la sistematicidad y que han
supuesto un (posible) desafío a la hora de establecer «disciplinas» o dis­
tinguir «indisciplinas». La Historia (con H mayúscula), el Texto (con I
mayúscula), el trabajo del genio, la creación única, la inefable cualidad de
cualquier experiencia, la especificidad de cualquier suceso, la buena edu­
cación y el buen gusto son, pues, llamados al rescate. Evidentemente, el
objeto de la narratología no es la «creación», la «experiencia» o el «buen
gusto» sino, como bien sabemos, el estudio de la narrativa.
En cuanto a las acusaciones de complejidad o de platonismo ingenuo,
probablemente sea suficiente con darse cuenta de que incluso las narra­
ciones más sencillas pueden ser muy complejas (como buena parte de las
cosas «sencillas») y al mismo tiempo ser muy escasas si los narratólogos
admiten que esos relatos existen previa e independiente del discurso y del
propio texto (sírvanos de ejemplo pensar que dos narraciones diferentes
—una escrita en inglés y otra en español— nos cuenten la misma historia,
esto no implica que la última en determinada situación no exista o pueda
existir por sí misma).
Por último, el argumento de que los modelos narratológicos son re­
duccionistas y de que fracasan al definir muchos aspectos (importantes)
de los textos narrativos no tiene en cuenta el hecho de que el mapa no es
el territorio, ni que el modelo no es, en sí mismo, la cuestión a tratar. Mu­
cho más importante aún es que no tome en consideración el hecho de que
la narratología no es tanto una teoría de la narrativa como una teoría de la
narrativa qua narrativa: intenta explicar todas y cada una de las posibles
narrativas en tanto que son narrativas. De hecho, los narratólogos con fre­
cuencia han dejado claro que hay mucho más que narrativa en un texto
narrativo (agudeza, por ejemplo, patetismo, fuerza filosófica, intuición
psicológica) y que sobre todo, están interesados en captar aquellos ele­
mentos textuales que son específicos o que caracterizan la narrativa.
Algunas de las críticas dirigidas contra la narratología son más intencio­
nadas y más provocadoras (véanse Readingfor the Plot> de Peter Brooks, y
Story and Situation, de Ross Chambers). Se argumentaba, por ejemplo, que
los modelos narratológicos son demasiado estáticos e incapaces de describir
la auténtica maquinaria que lleva a una narración a avanzar hacia sus fines, la
verdadera dinámica que determina su forma. Es cierto, sin duda, que Lévi-
Strauss, dado su interés por el acronismo lógico del mito, prestó escasa aten­
ción a los órdenes y movimientos sintagmáticos de la narrativa, que las re­
flexiones de Greimas llevaron a las estructuras profundas de la narrativa a ser
atemporales, que el modelo seminal de Propp, con sus órdenes fijos de fun­
ciones, era estático, y que los gramáticos de la narrativa se han centrado en
aislar las unidades de historia mínima y sus modos de combinarse más que
en captar el dinamismo de los elementos que configuran la historia. Por otro
lado, se debería señalar que Lévi-Strauss nunca fue (y nunca reclamó ser) un
146 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

narratólogo, que mucha de la narratología se ha desarrollado fuera del mar­


co del pensamiento de Greimas, que Bremond pronto criticó los aspectos
estáticos de Morfología del cuento de Propp (cfr. «Le message»), y que, en su
propio modelo de lo narrado, destacaba la lógica de las historias. Además,
los intentos recientes por caracterizar la estructura del relato han estado preo­
cupados claramente por su dimensión dinámica. The Poetics ofPlotác Pavel,
por ejemplo, enfatiza la primacía de la acción y la transformación, y bos­
queja el sistema de energías, tensiones y resistencias que supone la trama.
Del mismo modo, «Embedded narra ti ves and tellability» de Ryan presenta
un modelo inspirado en la inteligencia artificial que intenta incorporar los
momentos de suspense y sorpresa, progreso y demora, engaño y claridad,
como emblemáticos de la trama.
También se ha argumentado que la narratología hace caso omiso a la
situación en que la narrativa se desarrolla, el contexto que parcialmente
dicta su forma y que contribuye a su fin, los elementos pragmáticos que
parcialmente rigen su funcionamiento. Una vez más, la crítica no es in­
justificada. La lealtad de la narratología a los argumentos inspirados por
la lingüística estructural o la gramática generativa transformacional, la
preocupación por captar la especificidad de la narrativa (un poema lírico,
un ensayo, o un silogismo puede, después de todo, suceder en el mismo
contexto que un cuento), la dificultad de incorporar factores contextúa­
les en una descripción sistemática y las aspiraciones «científicas» de la
disciplina (su deseo, en particular, de aislar narrativas universales, que
trasciendan el contexto) dieron como resultado la renuencia de los narra-
tólogos a los aspectos pragmáticos, de su objeto de investigación y su des­
preocupación por las dimensiones contextúales de la producción de sig­
nificado. No obstante, incluso en los primeros años de la narratología,
hablando en términos pragmáticos, las nociones básicas no fueron ignora­
das por completo (en su «Introducción», por ejemplo, Barthes sugiere
que el motor más poderoso de la narratividad es la falacia Post hoc ergo
propter hoc, por la cual «lo que viene después de x» en una narración se
confunde con «lo que es causado por x». Más recientemente, quizá debi­
do a las muchas reminiscencias (sociolingüísticas) sobre la importancia
de los contextos comunicativos, por el gran interés entre los críticos y los
teóricos de la literatura por descodificar estrategias, y por la creciente
creencia de que la narrativa debería ser vista, no sólo como un objeto o
un producto, sino también como una acción o un proceso, como una «si­
tuación límite», transacción entre dos partes, los narratólogos han co­
menzado a plantear más explícitamente preguntas relativas a la pragmáti­
ca. De ahí que Adam haya intentado tener en cuenta el contrato entre
emisor y receptor que subraya una acción de la narración (Le texte narra-
tif); Susan Sniader Lanser, demandando el desarrollo de una narratología
feminista, ha acentuado la importancia para la teoría narrativa de ser sen­
sible hacia lo social y de considerar el papel del género en la producción
NARRATOLOGÍA 147

narrativa y en su procesamiento; Prince ha comentado una serie de facto­


res (textuales y contextúales) que afectan al valor de la narrativa (Narrato-
logy, «Narrative pragmatics, message, and point», « The disnarrated»; y
Ryan ha argumentado que ciertas configuraciones de los acontecimientos
hacen a algunas narraciones mejores que otras: su modelo formal de la
trama predice que la habilidad para narrar -la cualidad que hace que una
historia merezca ser contada- está en función de las series de aconteci­
mientos no realizados (acciones sin éxito, promesas incumplidas, espe­
ranzas defraudadas, etc.), también que se incrementa cuando la narración
retrocede y avanza entre planes en competencia de los distintos persona­
jes y, más en general, que depende del funcionamiento de «narrativas vir­
tuales fijadas»: cualquier representación identificablc con una historia
producida en la mente de un personaje.
Por último, la posibilidad real de una narratología coherente generali­
zada, que integre con éxito el estudio de la historia y el discurso, de los
sucesos (acontecimientos) y su presentación, ha sido puesta en duda por
los teóricos (postestructuralistas) y por los críticos recurriendo a la su­
puesta doble lógica de la narración (véase The Pursuit of Signs, de Jona-
than Culler). Esta doble lógica consta de los dos principios organizadores,
en cuyos términos opera cada narración. Un principio subraya la prima­
cía del suceso objeto de exposición y el significado resultante del mismo
(insiste sobre el suceso como origen del significado); el otro enfatiza la
primacía del significado y de sus requisitos (insiste en el suceso como el
resultado de una exposición determinada y como deseo de significado).
El primer principio acentúa la prioridad lógica de la historia sobre el dis­
curso; el segundo acentúa lo contrario y hace de la historia el producto
del discurso. Cada principio funciona por exclusión del otro pero, para­
dójicamente, ambos son válidos y necesarios para el desarrollo de la na­
rración, de su repercusión y de su fuerza. Esto significa que una narrato­
logía generalizadora, independientemente de todo lo desarrollada y
depurada que sea, siempre será incompleta: ningún principio por sí mis­
mo puede conducir a una explicación satisfactoria de la narrativa y los
dos principios no pueden sintetizarse. El argumento es interesante, pero
no del todo convincente, puesto que se mezclan cuestiones que quizá no
deberían mezclarse: la de la veracidad narrativa y la de su valoración
(¿puede ser verdadera una narración? ¿Hay diferencia entre historia y fic­
ción?); la de las prácticas de la composición y/o las prácticas interpretati­
vas (con el comienzo aclarado por el final y viceversa); la de los objetivos
de la narrativa (generalmente se narra de cierta manera para llegar a cier­
to lugar determinado); y la de sus efectos o potencialidades.
Sean cuales sean las deficiencias de la narratología, su influencia ha
sido considerable. Tanto es así que los trabajos críticos y teóricos que se
ocupan del corpus narrativo son frecuentemente denominados narratoló-
gicos, incluso si no se centran en los rasgos que son específicos o que carac­
148 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

terizan la narrativa, e incluso cuando éstos tienen escasos nexos o poco


aprecio por los métodos y aspiraciones de los narratólogos. La narratolo­
gía puede ayudar a explicar los rasgos distintivos de una narración dada,
a comparar dos narraciones cualesquiera (o conjunto de ellas), a estable­
cer clases de narrativas de acuerdo con los rasgos relacionados con la na-
rratividad, a aclarar determinadas reacciones a los textos (si Madame Bo-
vary es estéticamente agradable, quizá lo sea en parte debido al modo en
que Flaubert utiliza la escena en medio del sumario y el sumario en me­
dio de la escena), a apoyar ciertas conclusiones interpretativas (el recurso
frecuente a la narración iterativa en En busca del tiempo perdido subraya la
búsqueda de Proust de la esencia) e, incluso -aportando ciertos puntos
de partida- a concebir (nuevas) interpretaciones: la llamada crítica narra­
tológica comienza con y está basada en la descripción narratológica: Le
noeudde viperes, de Francois Mauriac, por ejemplo, refleja a un narrador
en primera persona dirigiéndose a una serie de diferentes interlocutores;
esto podría significar, quizá, que la novela, en los últimos tiempos, trata
de un ser humano en búsqueda de un público comprensivo. De hecho, la
reseñable popularidad que la narración como tema y como tema preferi­
do de la narrativa ha disfrutado desde la década de 1960 es, en gran par­
te, debido al desarrollo de la narratología: a partir del estudio de los ele­
mentos que constituyen la narrativa, de sus modos de combinación y de
su funcionamiento, la narratología ha suministrado numerosas posibili­
dades de acceso y puntos de referencia en todos los campos que abarca el
tema de la narrativa7.
Aun así y a pesar de lo que lo anteriormente expuesto pudiera sugerir,
la narratología no es fundamentalmente o de manera principal un estu­
dio subordinado por la interpretación. Por el contrario, a través de su
preocupación por los principios que rigen la narrativa y a través de su in­
tento por caracterizar, no tanto los significados concretos de narraciones
concretas, sino más bien aquello que permite que las narraciones tengan
significados, ha demostrado ser un componente importante en el ataque
a la visión de que los estudios literarios están dedicados, sobre todo, a la
interpretación de los textos. La narratología ha jugado también un papel
significativo en otra batalla que afecta a la forma de los estudios literarios.
A través de su evaluación de los factores que operan en todas las posibles
narrativas (y no sólo en las importantes, las ficcionales o las existentes por
ejemplo), ha ayudado a poner en tela de juicio la verdadera naturaleza del
canon, mostrando que muchas narrativas no canónicas son tan sofistica­
das (narrativamente hablando) como las canónicas.

Quizá el ejemplo mejor conocido de la crítica narratológica sea el trabajo de


Genette sobre la Recbercbe [En busca del tiempo perdido] de Proust en «Discours du
récit». Para otros ejemplos, véanse, entre muchos otros, Bal, Narratologie y Martín,
Recent Tbeorí es of Narrati ve.
NARRATOLOGÍA 149

Más en general, la narratología ha subrayado el alcance que la narrativa


ocupa, no sólo en los textos literarios y en el lenguaje corriente, sino tam­
bién en el discurso técnico o erudito; y las herramientas como los argumen­
tos narrato lógicos han sido utilizados en campos que de lejos traspasan las-
fronteras de los «estudios literarios propiamente dichos»: en musicología,
crítica de arte y estudios de cine, por ejemplo, para investigar prácticas de
composición y de representación; en el análisis cultural, para ubicar las ma­
neras en que diferentes formas de conocimiento y habilidad se legitiman a sí
mismas a través de la narrativa; en filosofía, para explorar la temporalidad,
en psicología, para estudiar la memoria y la comprensión8. En realidad, la
narratología presenta implicaciones significativas para el entendimiento de
los seres humanos. Explorar la naturaleza de todos y cada uno de los tipos
de narraciones, explicar la infinidad de formas que éstas mismas pueden to­
mar, pensar cómo las construimos, parafraseamos, resumimos o ampliamos,
es explorar una de las formas fundamentales -y una específicamente huma­
na- mediante la que construimos sentido.

8 Véanse, por ejemplo, Newcomb, «Schumann», pp. 164-174; Steíner, Pictuves of Ro­
mance; Metz, Essais sur la signification au cinéma [Ensayos sobre la significación en el cine,
Barcelona, Paidós Ibérica, 2002]; Jamcson, Political Unconscious; Ricoeur, Temps et récit
[Tiempo y narración, México, Siglo XX, 2002]; Glenn, «Episodic structure», pp. 229-
247; y Stcin, «The definición of a story», pp. 487-507.

Mal derechos de aut<


6
Roland Barthes

Barthes y la teoría

La retórica antigua, reavivada entre otros por Barthes hasta adquirir


un papel fundamental en la teoría de la literatura reciente, describe sus
propias estrategias para ganarse al lector. Estas se presentan como algo
apremiante a la hora de proponerse escribir sobre Roland Barthes. En
primer lugar es necesario explicar por qué un capítulo íntegro se dedica a
un solo autor entre un conjunto que describe movimientos globales. De­
bemos, por tanto, señalar las dificultadas que se derivan del hecho de que
estemos enfrentándonos a un personaje verdaderamente problemático.
El deseo manifiesto de Barthes de preservar su libertad de movimiento
especialmente en la mitad de su trayectoria profesional —cuando el marco
teórico comenzó a hacerse cada vez más confuso por razones ideológicas
y políticas- ha generado con frecuencia una indeterminación textual que
exige un compromiso interpretativo por parre de la crítica literaria. Ade­
más, hemos de recordar que Barthes no sólo se hizo un nombre como crí­
tico y teórico de la literatura, sino también como analista de la sociedad;
y aunque ambas facetas fueron rápidamente englobadas por Barthes bajo
el común denominador de semiología —ciencia general de los signos que
el lingüista suizo Saussure postulara en los albores del siglo XX-, lo cierro
es que ambas prácticas mantienen diferencias de cierto alcance. ¿Debería
ser descrito el trabajo de Barthes como «sociología de lo cualitativo» den­
tro de la historia de la crítica de la literatura? El espacio del que dispone­
mos nos lo prohíbe, pero sí nos servirá su alusión para imbricar algunos de
los temas y conceptos que se tratan. Además, aunque se pudiera esperar
que un individuo de tales características pudiera tener cierta notoriedad
social, ¿debería por ello dedicarse un capítulo a Roland Barthes, o sería
más adecuado dedicárselo al barthesianismo? La cuestión aparece debido a
que alguna de las teorías que han influido en dos generaciones de teóricos
de la literatura estuvieron claramente articuladas por él, y difundidas enfá­
ticamente con todos los recursos que ofrecía la propia polémica, incluso
cuando, en la última fase de su carrera, el propio Barthes suspiraba por ver
sustituida la dominación por el deseo: poniendo con ello fin a la «guerra
de los lenguajes». Pese a las limitaciones impuestas necesariamente por
una breve presentación como ésta, haremos una tentativa de exponer el
aroma de un autor que supo sacar provecho de la tensión temática y esti­
lística, resistiéndose, de este modo, a ser resumido.
Nuestro enfoque descansa en la creencia de que una aventura espiri­
tual tan singular puede también presentar un valor ejemplar; la sentencia
de Sartre, «La historia nos hace universales hasta el grado exacto en que
152 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

nosotros la hacemos particular», fue redescubierta por Barthes cuando fi­


nalmente se orientó más abiertamente hacia los temas personales {Legón
inaugúrale, Le bruissement de langue, Essais critiques IV [El susurro del
lenguaje], ed. ing., p. 290). Esto en parte implica una aproximación con-
trapuntística en lugar de una más lineal, que nos permite enfatizar, tanto
sus constantes formales, como las más imaginativas, haciendo, por consi­
guiente, necesario que los aspectos fundamentales de su obra tengan de
algún modo que ser descritos fuera de contexto. Sin embargo, cierta con­
ciencia de la cronología resulta indispensable, máxime cuando estamos
considerando a un autor tan al tanto de la actualidad y de los lugares co­
munes del momento, y nos servirá aun cuando sólo sea para revelar lo rá­
pido que se formaron los elementos principales del pensamiento de Bar­
thes, y de cómo se involucró cada uno de ellos en lo más profundo de sus
preocupaciones personales. Según uno de los principios esenciales del pen­
samiento contemporáneo que nos incita -siguiendo a Barthes-, a pregun­
tarnos por la noción de metalcnguaje aplicada a la literatura, ésta tendría
que ser del mismo modo eficaz aplicada a las ciencias sociales y «humanas»,
en tanto que éstas también se expresan a través del lenguaje. Los metalen-
guajes, siendo como son una necesidad lógica, son inevitablemente utiliza­
dos por Barthes y los barthesianos; pero mientras el examen de sus raíces
psicológicas y sociales, y de sus estructuras semánticas y formales, pueden
felizmente hacerlos operativos, negar su existencia les permite presentarlos
como los grandes reprimidos.
La elección entre Barthes y el barthesianismo es, por tanto, un falso dile­
ma: la teorización es un componente esencial de sus rasgos distintivos como
escritor individual. Este es un aspecto crucial de la relación tormentosa en­
tre él mismo y su propia imagen, que convierte todos sus textos, sin excep­
ción, en mensajes ambiguos donde el significado intelectual está supradeter-
minado por el existencial. Probablemente sea la conciencia subliminal de
esta dualidad la que determinó una de sus más importantes intuiciones: que
cada signo deviene en signo de sí mismo, que no puede significar sin señalar
que lo está haciendo. El detonante original de esta intuición parece haber
sido el temor de Barthes a los diversos «gendarmes» sociales, así como el aná­
lisis del discurso de la izquierda que Barthes llevo a cabo en su primer libro
El grado cero de la escritura, o como su rechazo a la sobreestimación semán­
tica que pretendía pasar por naturales los fenómenos sociohistóricos, adqui­
riendo de este modo la irrebatibilidad con la que Barthes identificaba mu­
chos de los aspectos de los mensajes burgueses, que tan brillantemente
aparecerían descritos en Mitologías.
Barthes no puede ponerse manos a la obra sin esbozar un replantea­
miento general de las fronteras intelectuales, como nunca se queda sin
sugerencias que hacer a las nuevas «ciencias» que transcienden las disci­
plinas establecidas y que inmediatamente son bautizadas con algún neo­
logismo de ascendencia griega: ergografía, semiotropía, etc. Una ciencia
ROLAND BARTHES 153

putativa semejante es la bathmología que estudiaría la profundidad del


compromiso de los hablantes con el lenguaje. Esta nos ayudará a interpre­
tar el papel de la teoría en su discurso. Inicialmente, la bathmología se le
ocurrió en relación con el arte del gastrónomo Brillat-Savarin de disfrutar
de sucesivas oleadas de sabor {El susurro del lenguaje, R. Barthes, Barcelo­
na, Paidós Ibérica, 1994) y de ahí la idea de «una de las más importantes
categorías formales de la modernidad»: la de la escalonada presentación
de los fenómenos y, en particular, del efecto escalonado de los discursos,
primero directos, después alusivos. A partir del típico desliz {Roland Bart­
hes por Roland Barthes, ed. cast., Caracas, Monte Avila Editores, 1978),
lo que primero fue un índice de la «cualidad del gusto» se convirtió en un
arma «táctica» para «abolir la nueva conciencia del lenguaje» y, más tarde,
en una meditación afligida sobre la posibilidad de la literatura. Así es
como Barthes se da cuenta de que «cada vez que creo en la verdad tengo
necesidad de denotación», o primer grado del lenguaje. La única salva­
ción para no caer en el reduccionismo descansa en la poesía: «La metáfo­
ra perfecta debería ser inventada, aquella que, una vez hallada, te poseye­
ra para siempre» {Roland Barthes por Roland Barthes, ed. ing., p. 67). Y el
amante, de quien Barthes refrenda su discurso, es caracterizado como in­
capaz esencialmente de hablar «en el segundo grado» (ed. cast., Fragmen­
tos de un discurso amoroso, Madrid, Siglo XXI, 2007, ed. ing., p. 177).
Gracias a un profundo conocimiento de los estratos de la historia de la
cultura y a la autoconciencia que siempre acompaña a este conocimiento,
tanto como a una menos admirable sumisión al paradigma resultante,
nuestro tiempo ha perdido casi el interés en la vieja búsqueda de los refe­
rentes de la verdad. A pesar del destacado papel de Barthes en el estableci­
miento de este paradigma y de su sofisticada conciencia de la pluralidad y
de la falta de fiabilidad de las lenguas, hay, no obstante, algún aspecto
-como los que se muestran en los pasajes anteriores- en los que se codifi­
ca nuestra lectura de su trabajo en aras de la verdad, tanto como aquellos
otros pasajes donde Barthes arroja sospechas sobre su posibilidad de co­
municación o incluso de su propia existencia. Tal lectura no invalida la
que actualmente se ha erigido como la dominante. Pero ésta la relativiza y,
adicionalmente, reconoce aspectos que de otro modo serían silenciados o,
quizá, ocultos y, sencillamente, no pensados, como lo son principalmente
la intensidad emocional y sus efectos no sólo en el discurso de una oeuvre,
sino también en su articulación y, por así decirlo, en su trama1.

1 Muy pocos de los comentaristas de Barthes se han atrevido a explorar su relación


con el denominado lenguaje comprometido (o desde puntos de vista donde, como vere­
mos, el complot es uno de ellos); véanse, en cualquier caso, Butor, «La Fascinatrice»;
Doubrovsky, «Une écriture tragique»; Hillcnaar, Barthes. Sobre el rechazo del metalen-
guaje por parte de Lacan, véanse M. Arrivé en Parrct y Ruprecht, Aitns and Prospecte, y
Marcey, Lacan.
154 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

En opinión de Barthes, nociones como las de sinceridad, autenticidad,


formas de hablar formales o comprometidas no deberían, por tanto, ser
abandonadas —aunque sólo lucra por su valor heurístico una vez que han
sido depuradas tanto de su trasfondo normativo, como de su ingenuidad
retórica y psicoanalítica- sólo porque hayan estado sufriendo un intenso
bombardeo desde diversas facciones críticas, lo que mostraría, precisamen­
te, que el modo teorético puede corresponder a diferentes realidades. En el
primer tramo de la obra de Barthes, esto manifiesta la realización objetiva
de una necesidad urgente por poner al día muchos principios críticos y so­
ciológicos, lo que supondrá la expresión eufórica de su creatividad concep­
tual. A pesar de su evidente modestia, Barthes comunica una confianza que
procede del sentimiento que tiene de dominar hasta cierto punto la ma­
quinaria social, que en esta época, y especialmente en las esferas educativa y
cultural, era virulentamente reaccionaria. En la ultima etapa de la vida de
Barthes, su trabajo es más personal que social; esto forma parte de un auto-
retrato, expresa una continuidad, contribuye a componer el tejido literario,
es ludico, táctico e, incluso, confesional, como en el siguiente párrafo de su
libro autobiográfico Roland Barthes por Roland Barthes, que no puede ser
interpretado como una «solicitud de análisis» y muestra que la asertividad
discursiva puede ser de doble filo:

Su malestar [...] provenía de que estaba produciendo un discurso do­


ble, cuyo modo iba, de alguna manera, más allá de sus miras: pues el pro­
pósito de su discurso no es la verdad, y ese discurso es, sin embargo, aser­
tivo. (Es un malestar que sintió desde muy temprano; se esfuerza por
dominarlo —pues si no tendría que dejar de escribir— pensando que es el
lenguaje el que es asertivo, no él.) (ed. ing., p. 48; ed. cast., p. 53).

Pero Barthes habla de su desasosiego, e incluso temor, en tercera per­


sona, de un modo «novelístico» como indicador de la más profunda exi­
gencia hecha al lector: la de reconocerle como escritor.

¿Uno o dos Barthes?

Antes de llegar a desentrañar esta clave esencial para lograr trazar un


retrato completo de Barthes, un último problema —aunque no el menos
importante- ha de ser encarado. Por complejas razones personales e inte­
lectuales que sólo pueden ser parcialmente comprendidas tras la apari­
ción de una biografía independiente sobre el autor2, la preocupación du­
rante toda su vida por su propia imagen se vio dramáticamente aumentada

2 Todos los elementos biográficos de Barthes procedían fundamentalmente de su


propio testimonio hasta que apareció la biografía de I,ouis-Jean Calvet en 1990. El

Material protegido por derechos de aut<


ROLAND BARTHES 155

durante los últimos años sesenta, hasta llegar al punto de que una parte
considerable de su actividad estuviera dedicada a su control y administra­
ción. Barthes, por tanto, difundió lo que sólo puede ser entendido como
una versión autorizada de su periplo vital, lo que ahora podría representar
aquello que Gastón Bachellard acostumbraba a denominar «un obstáculo
fenomenológico». Un resumen de esta versión fue difundido en la revista
Tel Quel, en el primer número especia! dedicado a su figura en 1971, ob­
jetivándose inevitablemente de este modo su imagen. Este es un artículo
inspirado por el propio Barthes (M. Buffat, «Le simulacre»), donde se
hace uso de una teología extraordinariamente negativa a la hora de justi­
ficar sus actividades anteriores, aunque las degrada a la vista de su recien­
te evolución intelectual, de la que se decía que había motivado una mu­
tación decisiva en su pensamiento. Esta táctica implica el desprecio del
primer y segundo periodos de una trayectoria que Barthes dio forma
como una secuencia de cuatro fases. La primera sería la de su relación con
el existencialismo y el marxismo (que se extiende hasta mediados de los
sesenta); después, la de su relación con el estructuralismo y la Semiología,
cuando intenta analizar científicamente todos los fenómenos sociales y
artísticos, utilizando para ello un modelo lingüístico (este periodo coinci­
de en parte con el anterior y llega hasta finales de los sesenta). La tercera
fase, asociada con S/Z (1971) y Sadc, Fourier, Loyola (desde 1971, a ex­
cepción de los primeros artículos), resulta ser la más destacada, hasta el
punto de llegar algunos críticos a no reconocer la cuarta fase —los cinco
últimos años de la vida de Barthes- como un periodo diferenciado, a pe­
sar de sus innovadores rasgos distintivos.
Veremos que no hubo transformación en el plano teórico a finales de
los sesenta, puesto que las doctrinas lingüísticas y literarias que por en­
tonces empezaba Barthes a promulgar con el entusiasmo de los recién
convertidos podrían ser las mismas que él mismo había predicado hacía
más de una década, ante un auditorio perplejo y scmiincrédulo. Sin em­
bargo, la dimensión idiosincrástica de su actividad intelectual y de su ca­
rácter destacadamente innovador estaba constantemente alimentando
sus propias dudas, que no fueron sofocadas, a pesar de la escrupulosidad
de su causa, por una amargo ataque contra él en 1965, procedente del
mundo académico conservador (R. Picard, Nouvelle critique ou nouvelle

principal motivo para querer controlar su imagen fue el de las revueltas políticas de
1968; véase el artículo de Yves-Alain Bois en Critique (1982), en el que se alude a un
incidente público que reforzaría su fobia a los enfrentamientos populares. Vcase
también Greimas, Barthes, 1980. Por otro lado, en «Le retrouve ct le perdu» de Ed­
gar Morin, perteneciente a Communications, 1980, se minimizan los aspectos políti­
cos y se hace hincapié en lo que Barthes debía a la permisividad, la cual compensaría,
en la década de los sesenta, la intensa politización y la exposición pública de la vida
privada que tanto detestaba. Véase D. Eribon, Michel Foucault.
156 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

impostare^ cuya ideología positivista había denunciado repetidamente y


con especial empeño en su libro On Ractne. Barthes, generoso hasta la ce­
guera con sus admirados maestros coetáneos, no recibió de ellos, en el
momento en el que esto habría sido importante, el apoyo recíproco que
la agudeza y amplitud de sus críticas hubieran merecido.
Más tarde, hacia finales de los sesenta, otra clase de estudiosos como
Derrida y Kristeva, aparentemente más sofisticados en los asuntos filosófi­
cos y psicoanalíticos, intimidarían a un Barthes consciente de su carencia
de titulaciones reconocidas y de su relegación a instituciones marginales,
aunque prestigiosas1, y de estar siempre dispuesto a confesar su debilidad
por los «algoritmos». Barthes nunca admitió la influencia de sus propias
enseñanzas en su nueva apariencia más que lo haría por ejemplo Sartre,
Inusitadamente intimidado en este sentido, cuando consideró alguno de
los principios de Barthes como totalmente origínales, en lugar de preferir
que se mantuvieran en una relación dialéctica con sus propias doctrinas3 4.
Las circunstancias aún no eran propicias para la adopción por parte de
Barthes de una postura amateur, la cual, unos cinco años después, adquiri­
ría un valor cognitivo igualmente válido, garantizándole, de este modo, un
alto grado de seguridad teórica y emocional. De ahí que se viera a sí mismo
«en la retaguardia de la vanguardia» («Réponses», p. 102) y adoptara hacia
las disciplinas antiguas la actitud del alumno (que Sartre propiciaría con su
participación, según la mejor tradición maoísta, como un modesto interlo­
cutor de los líderes estudiantiles de 1968 con objeto de aprender de ellos),
y añadiera precipitadamente, en 1968, a un artículo que había escrito sobre
la novela de Soller Dmmecn 1965, al que designó como un «suplemento»
(Sollers, p. 62). Este término derridíano, ral como Barthes lo emplea, ex­

3 Por ejemplo la F.cole Pratique des Haute F.tudes, entonces el Collége de Fran-
ce. La tuberculosis impidió que Barthes, como Camus, obtuviera la agrégation que le
garantizaba un puesto como funcionario docente. Barthes se refería a su licenciatura
en Fratices y Clásicas como una «precaria investidura» («Réponses»); sin embargo,
achacaba a su contacto con la cultura griega no sólo unos buenos fundamentos eti­
mológicos para crear neologismo.s, sino también su sentido para lo «crónico», lo má­
gico, lo espiritual (Fragmentos de «« discurso tfworno, ed. ing., p. 115).
4 ¿iteratMra?, Sartre no reconoció la oposición o otológica establecida en­
tre prosa y poesía referida a la distinción hecha por Barthes, en uno de sus Ensayos crí­
ticos, entre dos tipos de usuarios del lenguaje, el écrivain (el escritor, para quien el len­
guaje es un espectáculo además de una práctica) y el écrivant (el mero escribiente, para
quien el lenguaje es un instrumento) que deja traslucir el Píaidoyerp&ur ¿es ¿medectuels
sart reano. Tanto Sartre como Barthes intentaron en diversas ocasiones dar cuenta de la
efectividad estilística en términos de la teoría de la información, siguiendo, eso sí, dos
vías característicamente diferentes: Barthes de un modo pesimista, confiando en la no­
ción de información para la salvación estilística; Sartre, de modo optimista, mostraba
(por ejemplo en su ensayo sobre Jean Genet) cómo hasta la redundancia y el «ruido», el
elemento azaroso, ayudan al escritor a decir lo indecible.

Material protegido por derechos de autor


ROLAND BARTHES 157

plica por qué de ahora en adelante debemos tener en cuenta un estrato más
en todo lo escrito por él: los recursos tácticos a través de los cuales trata de
imponer su nuevo punto de vista. Barthes afirma que el objeto último no
es una corrección ni una censura; en palabras de Buffet, «la ciencia del tex­
to [la expresión ahora recomendada] no surge después de «la ciencia de la
literatura» [o la poética, para decirlo brevemente, como objeto de los estu­
dios estructuralistas], surge contra ella; es la que la posibilita al mismo
tiempo que la hace obsoleta» («Le simulacre», p. 112).
El movimiento postestructuralista (como se le vendría a conocer aun­
que, propiamente, Barthes nunca utilizara el término) buscó, como la
bomba de neutrones, matar a la población dejando los edificios intactos,
ambos listos para ser usados y servir como ejemplo demoledor de «se­
miología clásica»: en cuanto a Barthes, siguió publicando (aunque en la
forma de sus «suplementos») los trabajos iniciales que, como el artículo
sobre Sollers, ahora consideraba ideológicamente incorrectos, siendo su
Sistema de la moda el ejemplo más notable. Las presuntas víctimas de este
gesto incuestionablemente castrante u homicida serían reconocidas por
él en la cumbre de su éxito diez años después (Le$on inaugúrale, ed. ing.,
pp. 457 y 471) y hasta el día de hoy continúa teniendo secuelas, aunque,
bien es cierto, en unos países más que en otros.
La creencia en una ruptura en mitad de la trayectoria seguida por Barthes
es sostenida principalmente en los países anglosajones donde una genera­
ción más joven de lectores conocieron su obra al mismo tiempo que recibían
las traducciones de sus últimos trabajos. No es extraño encontrar en este
contexto que se redefiniera su obra como un todo homogéneo, empezando
con S/Z, como si este libro esencial, como lo es realmente, no dependiese
del logro de las fases anteriores que supuestamente tuvieran que ser supera­
das. Este punto de vista es por ahora objeto de una considerable atención
profesional. En Francia y en otros países europeos, la aproximación forma­
lista del New Criticism nunca fue la hegemónica y las variadas ventajas te­
óricas que cubren dos décadas de lo que se llamó la «nouvelle critique» ha
sido actualmente absorbida sin dificultad por las principales corrientes crí­
ticas sin reparar en el marco ideológico a través del cual fueron asimiladas.
El término «nouvelle critique» abarcaría en realidad dos prácticas diferentes
inspiradas al mismo tiempo en principios humanistas y antihumanistas,
siendo significativamente asociado el nombre de Barthes con ambas ten­
dencias que quedarían ilustradas respectivamente por su estudio temático
Michelet y por sus elogiosos artículos sobre las «new novéis» de Rob-
be-Grillet, mientras que su ensayo «L’homme racinien» (Sur Racine) parti­
cipa de ambas aproximaciones, si no en la teoría sí al menos en la práctica,
puesto que el autor se identifica claramente con algunos de sus personajes.
La versión autorizada de la obra de Barthes será, por lo tanto, tratada
aquí como una de esas historias enormemente cargadas de significación,
estudiadas por el análisis estructuralista del relato donde -permítannos
158 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

apuntar- la intención del autor, normalmente ninguneada por los críti­


cos que la dan a conocer, misteriosamente se deja de tener en cuenta por
irrelevante. Esa intención se ve frecuentemente formalizada por la lógica
que el mismo Barthes despliega en su «Introducción al análisis estructu­
ral de los relatos» (en La aventura semiológico) como verosimilitud tradi­
cional y queda caracterizada como Post hoc ergo propter hoc: un falso sen­
tido de necesidad se le confiere a posteriori a afirmaciones que por lo
general tenían para Barthes un simple valor táctico. Con todo, Barthes
como otros teóricos solían decir sobre algunas teorías textuales de difícil
aplicación a textos concretos, pasados, presentes y futuros, lo imposible
no es lo inconcebible (véase, por ejemplo, a C. Chabrol en su prefacio a
Sémiotique narrativo et textuelle [cd. cast.: Semiótica narrativa: relatos bí­
blicos, Madrid, Narcea, 1975]; y lo que hasta entonces sólo podía ser lla­
mado novela teórica se convirtió en un verdadero género. Este género en
el que nos encontramos envuelto al Barthes de finales de la década de los
sesenta tenía un auténtico valor representativo: se generaban nuevas for­
mas al tiempo que su correlato referencial, algo que para Barthes fue siem­
pre un gran estímulo. Esas formas (por ejemplo el uso sistemático del tex­
to fragmentario) suponen un aporte menos novedoso para su trabajo de lo
que se pretende ver a veces, y su crítica práctica no se vio realmente afec­
tada puesto que Barthes simplemente añadía las nuevas armas al arsenal
que ya poseía provocando, con aparente facilidad, un efecto incomparable
de originalidad. Su juicio masoquista a la hora de valorar su rendimiento
debería ser, por lo tanto, incomprensible si su tono atractivamente engreí­
do no desvelara su propio juego: habiendo ganado la seguridad necesaria
respecto a su categoría como escritor, Barthes está rizando el rizo cuando
se castiga a sí mismo exhibiendo todos los rasgos del hombre de letras en
oposición al científico o al investigador5. A pesar de su creciente fama, con
frecuencia asegura que él no ejerció influencia alguna; e incluso la aparen­
temente divertida presunción de haber revisado él mismo un libro sobre
su propia persona, habiendo sido además él mismo quien se lo sugirió a su
editor, logra evocar la tautología y la «maestría» inconscientemente implí­
cita en el título de portada Barthes al tercer poder (1975). Mientras que un
gran cortejo de amigos y miembros del seminario fueron los que le sir­

5 Véase Lavers, Barthes, cap. 15- En lo tocante a la crítica literaria práctica de Barthes,
debemos apreciar que la colección de arríenlos Nuevos ensayos críticos escritos entre 1961
y 1971 no son sustancialmente diferentes de los posteriores sobre Proust (1979) o
Stendhal (1980), y que «Sadc 1» (1967) es tan válido como «Sade II» en Sade, Fourier,
Loyola: donde de lo que se trata es de inventar constantes flancos de abordaje. Sobre su
pasión por despertar debates teóricos, véase Metz, Psicoanálisis y cine: el significado ima­
ginario. Dando una vuelta de tuerca sobre los medios de comunicación en la vida inte­
lectual, véanse R. Dcbray, Lepouvoir intellectuelen Francey H. Hamon y P. Rotman, Les
intellocrates. Véase también la nota 15 sobre la «nueva filosofía».
ROLAND BARTHES 159

vieron de parapeco sociológico e ideológico, algo que su colega Edgar


Morin llamó el «apostolado» («Le retrouvé et le perdu»), Barthes cambia­
ba de opinión como sujeto enunciativo pasando de crítico modesto preo­
cupado por respetar las normas deonto lógicas y que suplica por ser re­
conocido como escritor, a lector seguro de sí mismo que reta a que le sean
enviados textos que le satisfagan, es decir, que estimulen su deseo de es­
cribir. Inevitablemente, este requisito terminó resultando bastante opre­
sivo, tal como se comprueba en Barthes o en «Soirees de París» (en Inci­
dentes), lo que, indirectamente, confiere a su cronista mayor licencia para
intervenir. Incluso si la reivindicación, por parte de sus epígonos, de es­
cuchar el «susurro del lenguaje» o el «chirrido de los códigos» es un ejem­
plo del encantamiento que dirige a muchos de ellos al pastiche actual, no
puede ser tampoco del todo malo el hecho de que Barthes permanezca
actualmente como símbolo de libertad, incluso habiendo sido él precisa­
mente un libertario. Mientras tanto, la misma tolerancia se debería mos­
trar hacia aquellos cuyo «éxtasis» proviene de una búsqueda de la verdad,
y hacia quienes «caen en la investigación» como alguien que se enamora6.
Como el mismo Barthes expresó «toda ley que oprime un discurso está
insuficientemente fundada» (Roland Barthespor Roland Barthes, ed. ing.,
p. 32, ed. cast. p. 36).

Crítica y verdad

Considerando, por lo tanto, que la versión autorizada de los hechos


comete una injusticia con otros tipos de aproximación textual, que debi­
lita su propio argumento, y que no distingue la locura de la auténtica in­
novación en los últimos trabajos de Barthes, la filosofía que aquí se adop­
tará es la que él mismo anunció justo antes del periodo en cuestión, en
Crítica y verdad (1966), como firme respuesta al ataque por la retaguardia
académica. En esta obra analiza tres posturas que pueden ser adoptadas a
través de los textos literarios. La primera, la ciencia de la literatura (ac­
tualmente denominada poética) estudia las condiciones generales del sig­
nificado literario; es objetiva como todas las ciencias y trabaja con un
corpus de textos actuales. Sin su amplio conocimiento sobre la literatura
de Racine o su implicación personal en interpretaciones contrarias de
Robbe-Grillet, Barthes no podría haber sido tan sensible al hecho indu­
dable de que un mismo trabajo puede admitir muchas interpretaciones,

6 La comparación procede de William Cooper, The Struggles ofAlfred Woods, Lon­


dres, 1952, p. 194, un retrato flaubertiano de un vulgar héroe en el papel de científico
inspirado, quien muestra los procesos heurísticos trabajando del mismo modo «miste­
rioso» que lo hiciera un poeta, donde se nos muestra una comparación muy diferente
de la mayoría de las caricaturas contemporáneas que se puede leer sobre la ciencia.
160 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

noción que, alrededor de 1960, generaría la teoría de la literatura que


abanderó hasta el final. Esta pluralidad de significados no nace de «la ten­
dencia que la sociedad tiene a equivocarse», sino de «una disposición de
la obra hacia la franqueza» (p. 67); este es para Barthes el rasgo más im­
portante del objeto de la poética, que los formalistas rusos llamaron «lite-
raridad», es decir, aquello que hace que un discurso sea literario. La se­
gunda postura, la de la crítica, «habla» con significados particulares del
«lenguaje» general descrito por la poética, rellena sus huecos y completa
sus formas generales. Finalmente, la lectura es el contacto inmediato con
una obra y como tal irreemplazable.
Esta distinción funcional de las tareas no resuelve todos los problemas,
pero lo que por el momento importa es que Barthes se da cuenta de que el
discurso de la crítica sólo puede ser producido si es un «discurso que abier­
tamente y asumiendo sus propios riesgos adopta la intención de dar un
significado particular a la obra» (p. 73).
Esta aceptación del riesgo inherente a las interpretaciones positivas es de
lo más extraordinario, porque Barthes, cuyo sentido de la historicidad y de
la negatividad es igual al de Sartre o Brecht, no puede, por lo general, dejar
de dar muestras de una esperanza fundamental, cuya fuerza se puede dedu­
cir negativamente del constante énfasis sobre el lenguaje en su obra, sea el
«lenguaje» de la poética, el lenguaje con el que la crítica escribe sus interpre­
taciones o el acto final de la escritura, que se convierte para él en la conclu­
sión natural de la lectura (p. 94); es la esperanza de trabajar sin el lenguaje en
general, sin representación o mediación de ninguna clase. En Mitologías, el
intelectual que sólo puede «hablar acerca del árbol» envidia al leñador que
de acuerdo con Barthes «habla al árbol» -que utiliza el lenguaje inmedia­
to de la acción— (pp. 145, 156, 158); en Ensayos críticos, sueña con una lite­
ratura «á ciel ouvert» [a cielo abierto] que no esconda las profundidades y
que, por lo tanto, esté más allá de un discernimiento que interpretaciones
enfrentadas o el paso del tiempo pudieran superar. Veremos cómo la espe­
ranza de haber conseguido estabilidad, dentro de la mutabilidad a través
de una reorganización combinatoria de los principios básicos, es la fuente de
creatividad de la que se alimentan sus últimas obras.

Barthes y la escritura

El lirismo y la eufonía de Crítica y verdad evidencia un momento de


especial equilibrio armónico que puede jugar un importante papel inter­
pretativo en el análisis del método de escritura de Barthes, para su dis­
gusto escasamente estudiado7. En líneas generales, podemos distinguir

Véanse entre las excepciones los artículos de Lavers en Tel Qwe/(1971) y Critique
(1982), van Dijk, Text-Grammars, Bcnsmaia, Barthes Effect y Wiscinan, Ecstasies.
ROLAND BARTHES 161

tres tipos de discurso barthesiano. El primero ejemplifica su aporte peda­


gógico más destacado, su habilidad para aprehender el asunto principal,
expresándolo con claridad, siendo capaz de modular el registro para
adaptarlo tanto a una lección inaugural como a una entrevista en una revis­
ta de moda para mujeres, como a infinidad de inolvidables ejemplos con­
cretos de la vida cotidiana: las groserías de Hébert, quien señala su situación
revolucionaria al comienzo de El grado cero de la escritura; los diferentes mo­
dos de decir «cuidado con el perro» que encarnan la división de los discursos
sociales (El susurro del lenguaje, ed. ing., p. 106), o la endurecida y dorada
patata frita con la que compara al desafortunado escritor cuando es sujeto de
interpretación, a la hirviente deriva del sistemático e imaginativo lenguaje
de la crítica, a pesar de todos sus intentos por conservar un objetivo «mate»
frustrando todos los intentos de interpretación (El susurro del lenguaje, ed.
ing., p. 32).
El segundo tipo de discurso es fundamentalmente polémico y se ca­
racteriza por lo que Bajtin llamó polémicas ocultas: la sensación de que el
diálogo está siendo dirigido por adversarios desconocidos. Se encuentra
aquí un elemento lúdico que, sin embargo, se subordina a la propugna­
ción. De este modo, Barthes, desencantado de los discursos unívocos de
la política y de la ciencia, los condena haciendo con ellos juegos de pala­
bras, por estar gobernados por las reglas fijas de una Causa, y por ello ser
completamente contrarios a su ideal actual de un Texto en estado de ex­
pansión infinita. Un gran despliegue de diferenciaciones a menudo bus­
ca imponer una idea, o difícil de comprender, o que no ha sido inmune a
la crítica: el pretexto para su fiel arma, la connotación, el significado su­
plementario que se le añade a un primer mensaje ya la había mostrado en
Mitologías, y lo había empleado para una demostración analítica en Ele­
mentos de semiología, aunque su status lingüístico todavía estaba lejos de
quedar claro en la época de S/Z cuando quiso usarlo de nuevo (S/Z, ed.
ing., pp. 7-9). Muchos textos de la década de 1970 muestran estos rasgos
(«La aventura semiológica» en la colección del mismo nombre; «De la
obra al texto», en El susurro del lenguaje, y el artículo de Buffat inspirado
por Barthes).
Una tercera categoría de textos que no puede ser descrita en adelante
como un tipo de discurso es precisamente la que asegura la presencia de
Barthes entre los más importantes exponentes de la lengua francesa.
Como su misma oratoria, que causó asombro entre sus amigos a pesar de
haber fijado él mismo en los últimos años de su carrera todas las conno­
taciones negativas sobre el modo de expresión oral, estos textos fascinan
por la conjunción de imprevisibilidad y de exactitud exquisita. Formula­
da de un modo menos obvio que las otras dos, le permite al lector com­
prender verdaderamente los «misterios» del estilo, cosa que no tendría
sentido sostener desde el punto de vista de los efectos, y aunque no inac­
cesible al análisis, son infinitamente variados y espolean, al mismo tiem­
162 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

po, todos los niveles de lenguaje y contenido. Lo que es cierto es que este
tipo de textos, sea cual sea su contenido aparente, se encuentra invaria­
blemente relacionado con las más hondas preocupaciones de Barthes. Las
sosegadas evocaciones de un Japón utópico en El imperio de los signos, el
encantador lirismo repasando algunos conceptos abstractos (estilo y poe­
sía en El grado cero de la escritura, el deseo de escribir en el prefacio de En­
sayos críticos'), las descripciones de «fundamentos» temáticos en Micbelet o
Mitologías y, sobre todo, de modo sublime, el lamento moderado sobre la
pérdida y el olvido en su artículo «Longtemps, je me suis couche de bon-
ne heure», en partes de «Délibération», Fragmentos de un discurso amoro­
so, «Soirées de Paris» y de La cámara lúcida: es el manejo del lenguaje de
Barthes en pasajes como éstos lo que había legitimado anteriormente to­
dos sus pronunciamientos, subrayando teorías expuestas en otros textos,
y cuyos rudimentos elementales parecen a veces ocultos incluso a admi­
radores como sus amigos de Tel Quel. Si estos textos pudiesen intervenir
en favor de Barthes nos llevarían al corazón de sus teorías

Escribir en sociedad

Lévi-Strauss sugirió, a propósito de un estudio sobre mitología, una


distinción entre armature (armazón), el conjunto de propiedades que
permanecen fijas en un Corpus de mitos; código, un sistema de funciones
asignadas en cada mito a esas propiedades; y mensaje, el contenido de un
mito individual. Esto es igualmente válido en el caso de Barthes. La ar­
mature es una matriz que consta a la vez de una intuición fundamental
sobre la naturaleza de los símbolos sociales y su respuesta instintiva, que
si bien compleja, se adapta en lo fundamental a este proyecto. Como he­
mos visto, los símbolos sociales implican una dualidad esencial que pue­
de convertirse en una duplicidad: reconocimiento y enajenación forman
parte de ellos. La respuesta de Barthes al potencial coercitivo que emana
de esta situación es, por consiguiente, ambigua y su ambivalencia apunta
la triple actividad que implica: una tipología de estrategias discursivas
(más la búsqueda de un arma discursiva absoluta), una teoría del lengua­
je creativo y una filosofía de los estudios literarios, todo ello dentro de
una especulación sobre distintos tipos de sociedad.
Los códigos son el sistema de valores positivos o negativos atribuidos a
esos elementos básicos, y que viene a determinar las posturas adoptadas
por Barthes (lo que provoca gran confusión cuando, por ejemplo, térmi­
nos como escritura, estilo, discurso o significado cambian radicalmente su
connotación dependiendo del contexto y del periodo). Hay dos códigos
esencialmente, cada uno con sus propias dosis de ambivalencia, centra­
dos alrededor de la soledad y la socialidad. Los mensajes son las obras de los
individuos, infinitamente variadas en forma y contenido, dotados de esas
ROLAND BARTHES 163

constantes que proporcionan una sensación de tensión, de orientación


hacia la realización de las necesidades psicológicas y estratégicas.
La búsqueda de Barthes del fundamento de la creatividad se experi­
menta desde el comienzo como algo problemático ya que tiene que en­
frentarse a las duras condiciones que dominaban en ese momento de la
historia: por un lado, la alienación social y, por otro, la devastación políti­
ca de la modernidad, que imponía la originalidad como algo obligatorio e
«innombrable»8. ¿Por qué innombrable, nombrándose como lo hace cons­
tantemente esta palabra, tal como queda demostrado en su profundamen­
te personal prefacio a Ensayos críticos*. La respuesta parece residir en la hege­
monía del marxismo reinante en la época en que Barthes empezó a escribir.
Este había tomado del cristianismo el mandato de situar lo colectivo sobre
lo individual, lo que se veía mucho más agudizado en el modelo ideológico
de El grado cero de la escritura, o en los trabajos de Sartre en ¿Qué es litera­
tura* En el último ensayo de esta obra se presenta al escritor, cuya condi­
ción es por fuerza burguesa, luciendo durante un largo tiempo una imagen
eufórica de sí mismo como portavoz progresista del conjunto de la huma­
nidad. Esta imagen fue válida en el siglo de las luces pero empezó a serlo
mucho menos durante el transcurso del siglo diecinueve cuando una serie
de revoluciones fallidas en Francia demostraron que la burguesía, victorio­
sa desde 1789, no intentaría expandir su liberación a las clases inferiores, a
pesar de su ideología universalista. La Revolución de 1848, en particular,
supuso una ruptura tras la cual resultó imposible para los escritores ignorar
la elección que se les presentaba: o bien unirse a la suerte de la gente, o dis­
traerse a sí mismos de ese enfrentamiento mediante la apertura de cual­
quier vía estimulante de evasión, siempre y cuando no fueran estrategias
alienadas. La experimentación formal está marcada desde el principio por
este complejo de culpa intrínseco.
La visión del proletariado que sostiene Barthes de principio a fin hace
de la perspectiva de la defensa de la literatura comprometida algo particu­
larmente significativo: él ve al proletario como desprovisto de ninguna
«cultura, arte o moralidad» autónoma (Mitologías). La burguesía, opresora
económica y políticamente, no es ni la última ni la única clase progresista
en un sentido artístico, y ésta es la gran cruz que los artistas progresistas de­
ben soportar. Este punto de vista, que asombró en Francia, por no hablar
de Gran Bretaña donde las evocaciones nostálgicas de una cultura indepen­
diente de la clase trabajadora, constituye casi un genero por sí mismo, fue,
sin duda, sugerida por los novelistas comunistas de ínfima calidad de la

8 «Inavouable», que también puede ser traducido como «inconfesable». Todas las
referencias a la originalidad se presentan como contradictorias. De este modo, la fa­
mosa distinción, en S/Z, entre legible/escribible, pertenece a un paradigma que inclu­
ye otras nociones derivadas de la lingüística como «aceptable» o «rcceptible».
164 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

década de los cincuenta. Cuando Barthes, que en un principio habló con la


voz del intelectual desarraigado, atormentado por los remordimientos, se
sintió libre, en un momento que coincide con su supuesta «mutación»,
para volver a sus raíces burguesas —o quizá para afirmarlas, ya que ofrece
(en «Rcponses», donde se muestra con mayor sinceridad que en Roland
Barthespor Roland Barthes) lo que claramente es una imagen censurada de
una posición social ambigua—, cambió retrospectivamente el objeto de su
crítica social. Su elegante y convincente Mitologías analiza todos los aspec­
tos de la vida burguesa, sus estrategias electorales, la propaganda colonial,
las películas, la publicidad, los acontecimientos deportivos, etc., y tantas
otras fábulas que comparten la misma enseñanza. En cada una de estas ma­
nifestaciones sociales, el significado histórico y cultural de un objeto, insti­
tución, medio o suceso desaparece y es reemplazado por uno espuriamente
natural, por una pseudo-physis. El carácter artificial de la sociedad se presenta
como una naturaleza dada por E)ios, y esta transformación es tan penetrante
y sutil en sus aspectos técnicos que deconstruirla supone una tarea a tiem­
po completo incluso para un semiólogo profesional, quien además se ve
obstaculizado por su anhelo de aislarse del público de masas. En lo que se
había convertido en el fundamento de la semiología moderna, Barthes ana­
lizó el proceso completo como la generación de un número infinito de
mensajes enviados a través de todos los medios posibles (palabras, cuadros,
fotografías, gestos, etc.) con el mismo código, que describió como una es­
tructura de doble lectura. El significado original de cualquier acto de comu­
nicación (sea un texto, una fotografía, una película, una receta de cocina) se
toma como un significante, al cual se le añade ahora el mismo significado
invariable, es decir, una versión deshistorizada y despolitizada de su signifi­
cado histórico. Además, esta estructura de doble lectura permite a propia
voluntad, y dependiendo del propósito más o menos conservador del mo­
mento, una semantización táctica o renaturalizada.
En Mitologías, a la pequeña burguesía, como a los escritores comunis­
tas que todavía practican la ridiculizada y forzada escritura naturalista, se
les mostraba persiguiendo en vano a los creadores de tendencias sociales y
literarias, quienes habían logrado incorporar esta estructura doble en la su­
perestructura ideológica así como en la base económica. En los textos de
los primeros sesenta, entre los que se encuentra un nuevo prefacio a Mito­
logías, esta clase inestable y alienada, da muestra de haber llegado a ser de
modo inverosímil responsable del colapso del imaginario social con los es­
tereotipos, y al escritor burgués se le presenta defendiendo literalmente con
obstinada originalidad de su gremio el derecho a la inconsciencia de la vida
artística. En El grado cero de la escritura, a la escritura burguesa se la mues­
tra como inútilmente cosifícada, aislada de la universalidad significativa
por la mirada de todos aquellos que no hablan su misma clase de lengua­
je. A partir de 1970, el proletariado se queda sencillamente mudo, aunque
es precisamente ese desconcertante rasgo el que le permite asumir el papel
ROLAND BARTHES 165

del psicoanalista, o al menos asumir la inconsciencia del intelectual (como


ocurre en «Responses»). Aun más tarde, cuando el marco ideológico se tor­
na mucho más confuso, y probablemente debido a que, bajo la influencia
de Foucault, Nietzche se había convertido prácticamente en el único pen­
sador de talla abanderado por los movimientos de izquierda, encontramos
a un Barthes que utiliza un vocabulario alarmantemente feudal, hablando
de castas, lectores aristocráticos y que se considera más un gibelino gober­
nado por la lealtad personal, que un güelfo gobernado por ideas, leyes y
códigos (El susurro del lenguaje, ed. ing., p. 357).

Clásico y moderno

Se piense lo que se piense de política sobre esas reacciones, lo que sí nos


muestran es que Barthes, cuando medita sobre la sociedad bien, utiliza des­
de el comienzo un «principio de relevancia» verdaderamente original, basa­
do en el uso y representación de los símbolos en una cultura determinada.
Ciertamente, esto podría haber influido en Las palabras y las cosas de Fou­
cault, si estudiamos cómo coincide la periodización que éste utiliza con la
que ya Barthes había propuesto en El grado cero de la escritura. En este li­
bro, Barthes elige como herramienta de clasificación la presencia o ausencia
de un código lingüístico claro y retórico o un ideal de revolución artística
permanente. Los dos tipos de sociedad detectados de esa manera por él son
distinguidos como «clásico» y «moderno», un neologismo puesto que clási­
co de ahora en adelante significará para Barthes «el periodo completo de
capitalismo clásico que se extiende desde el siglo XVI al XIX» (Ensayos críticos,
ed. ing., p. 143). Clasicismo y modernidad abarcan respectivamente sociabi­
lidad e innovación, pero en ambos casos pueden tener una connotación tan­
to positiva como negativa. A sus evocaciones, en El grado cero de la escritura,
de dos clases de poesía, o codificada o absolutamente creativa, le corresponde
la descripción, en su libro postrero El placer del texto, de dos posibles respues­
tas por parte del lector: o socializada, cultural, de «placer» autounificado, o
desconcertante, de «éxtasis» autodisperso. De los dos trabajos (no tan para­
dójicamente como pudiera parecer si nos fijamos en cómo se cuida el énfasis
apropiado), el primero está más impregnado del temor y asombro del con­
tacto inmediato con la naturaleza, en tanto que el segundo se preocupa más
del placer que los textos puedan provocar al lector, tanto de los antiguos,
como de los modernos, incluso si ese placer pudiera estar modulado de
acuerdo con una estrategia general de comunicación social.
Gracias a un lenguaje cargado de valores, vemos cómo para Barthes
cada tipo de acto comunicativo, bien sea de escritura clásica o moderna,
tiene su propio atractivo al igual que genera sus propios miedos. El clasi­
cismo está dominado por el deseo de comunicación y por la creencia de
que ésta es posible y, aun estando casi de este modo «abocada al propósi­
166 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

to permanente de persuadir» (Elgrado cero de la escritura, ed. ing., p. 64),


tiende a tolerar los estereotipos por la claridad de los códigos, que a su vez
terminan por eliminar los términos netamente artísticos. La poesía mo­
derna, por el contrario, se describe como «un discurso lleno de luces y de
sombras»; es un lenguaje no mediado por códigos retóricos, dominado
por «un hambre de palabra», visto como un «signo erguido» porque se
mantiene «verticalmente»: importante en todas sus posibilidades léxicas e
independiente de la semántica «horizontal» y de los vínculos gramaticales
(Elgrado cero de la escritura, ed. ing., pp. 43 ss.). Esta riqueza del signo,
no obstante, también significa indeterminación, y así la poesía evoca in­
mediatamente toda la ambivalencia de Barthes: no es ya apreciada por su
«frescura», sino más bien temida como una madre fálica, «Una imago de
la literatura bastante temible» (Ensayos críticos, ed. ing., p. 189).

La ESCRITURA COMO LENGUAJE

Esta perspectiva de la literatura se entiende fácilmente si examinamos la


situación del escritor para Barthes. Si lo hacemos, podemos admirar la efica­
cia de su aproximación didáctica, incluso cuando más tarde propone distin­
ciones que se suponen hechas para admitir reacciones personales imprevisi­
bles: los textos «legibles» o «escribibles» en S/Z (ed. ing., p. 4), el «tercer
significado» que ve en los fotogramas (Lo obvio y lo obtuso, ed. ing., p. 41), o
en el studium y punctum de las fotografías, que denotan respectivamente un
interés cultural general y que, en ocasiones son dotadas de un intenso atrac­
tivo personal (La cámara lúcida, ed. ing., pp. 26-27). Esta intrépida decapi­
tación de «nudos gordianos» y la aportación de pautas hizo que Barthes es­
tuviera especialmente agradecido al gesto fundacional de Saussure cuando
aisló de la realidad «multiforme y heterogénea» del lenguaje un objeto social
que denominó langue [lengua], y a pesar de todas las objeciones que se pue­
den hacer a esta eliminación, y sin la contemplación de otros aspectos valio­
sos para el estudio, al menos dio a la lingüística unos fundamentos básicos.
Barthes iba a imitar este gesto en dos ocasiones, una cuando lo amplió a to­
dos los aspectos concretos de la comunicación social (comida, ropa, coches,
etc.) en Elementos de semiología, y de nuevo en su «Introducción al análisis
estructural del relato».
Cuando Barthes empezó a escribir, el modelo fen o me no lógico ejempli­
ficado por Sartre (por ejemplo en su libro sobre «el imaginario» La imagi­
nación, al que está dedicado La cámara lúcida) ayudó a Barthes a identificar
algunos puntos de partida. A pesar de que Sartre también fue cauteloso con
la ciencia, y de que había abrazado la fenomenología en parte para evitarla,
esto mismo garantiza el establecimiento de puntos esenciales (Barthes los
señala como de gran importancia), que en la práctica funcionaron como
postulados científicos. Y los puntos esenciales que Barthes describió desde
ROLAND BARTHES 167

el principio constituyen un mundo tan claustrofóbico corno se pudiera es­


perar de su búsqueda desmesurada de un espacio de libertad.
Los dos conceptos fundamentales de los que partió son los de lengua­
je y estilo. El termino «lenguaje» ( en el sentido de langue) viene de la lin­
güística: su relación con esta disciplina se remontaba a los primeros cin­
cuenta y a su encuentro con Greimas, una figura fundamental en el estudio
moderno de la semántica y el análisis estructural de la narrativa. En cuan­
to al estilo en los estudios de literatura era más tradicional aunque siem­
pre les aportaría una nueva interpretación personal. Lenguaje y discurso
son concebidos por Barthes como realidades muy limitadas, desplegadas
en dos ejes como lo pueden ser el horizontal y el vertical. El lenguaje es
un horizonte social en el que el escritor tiene que permanecer si pretende
comunicarse. El estilo es definido por Barthes como «una dimensión ver­
tical y aislada de pensamiento» (Elgrado cero de la escritura, ed. ing., p. 17),
una «substancia» biológica, una realidad profunda que, lejos de expresar
los deseos de una persona como algo construido históricamente —si bien
sobre la base de impulsos innatos-, nunca puede ser socializada. Estos
ejes sirven como un especie de síntesis en Barthes, quien siempre los dota
de valores identificados con la libertad y la coacción. Estos, no obstante,
pueden ser cambiados, especialmente cuando se unen con otras dos pare­
jas procedentes de la lingüística y la semiología: paradigma y sintagma, el
eje de la selección y el de la combinación y, más tarde, siguiendo un artícu­
lo de Jakobson que hizo época, en dos tipos de afasia que afectan a la ca­
pacidad de manejar vocabulario y sintaxis, y en las figuras retóricas de la
metáfora y la metonimia.
El lenguaje y el estilo son dos necesidades, dos «naturalezas». El con­
tenido nunca permitió en Barthes alcanzar al lector a través de su propia
lógica (aquí, en una pincelada, está disintiendo de Michelet) probable­
mente en virtud de la afirmación, encontrada desde el principio y nunca
apoyada, de que no hay pensamiento sin lenguaje9. La primera expresión
espontánea del pensamiento es además para Barthes siempre banal. La
única esperanza de llegar al lector es a través de un esfuerzo verbal que ex­
presará esa intención así como, uno espera, el contenido real (prefacio a
Ensayos críticos)', en el vocabulario erotizado de su último periodo, esto se
describirá como un «navegar».
No nos queda más remedio que preguntarnos de dónde proviene la in­
novación verbal (el escritor, como usuario común, según Barthes, nunca pue­
de ser creativo). No hay teoría en absoluto sobre esto en su periodo prees-
tructuralista; hay que esperar hasta su libro Elementos de semiología para
encontrar una sugerencia acerca de ello, a saber, una teoría de transgresión en

11 Véase por ei contrario Weiskrantz, Thought Without Language [Pensamiento sin


lenguaje], especialmente en lo referente a la distinción entre «thought» [pensamiento]
y «thinking» [ideas].
168 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

potencia de todos los parámetros del lenguaje, sin duda inspirada por la
definición de poesía de Jakobson. Barthes está mucho más preocupado, al
principio, con los aspectos del lenguaje que hoy deberían clasificarse como
pragmáticos, el estudio de suposiciones y todas las facetas del lenguaje en
uso que afectan a las relaciones interpersonales. De esta manera, El grado
cero de la escritura obtiene su título de un aspecto práctico de la profesión
de escritor, un nuevo concepto de libertad que Barthes, de acuerdo con la
corriente existencialista, ve como un compromiso, en el momento fugaz y
casi ideal en el que el escritor elige una manera de entre la pluralidad de
maneras de escribir que sigue a la ruptura de la sociedad clásica; esta elec­
ción sería el único ámbito que le quedaría libre a «las éticas de la forma».
Habiéndose privado a sí mismo de cualquier medio de explicación de­
como nacen esas maneras de escribir, Barthes no es por ello un crítico me­
nos excepcional, aunque sí más táctico, cuando se pone a analizarlas y les
adjudica elogios o censuras. Los elogios dependen de los méritos artísticos
y (anteriormente) de la eficacia política; pero en general bajo la influencia
de un criterio profundamente barthesiano.

Figuras de la distancia

Este criterio puede ser resumido en una palabra: «distancia». Este es el


denominador común para promover ciertas maneras de escribir; replan­
tearse cada problema relativo a cuestiones de contenido o recepción en
términos de forma o incluso de lenguaje; para establecer una continuidad
entre el discurso del crítico y el del escritor; para dar a conocer el estruc­
turalismo y finalmente, para tratar de deconstruirlo.
Habiendo desertado de ambas formas: el elevado modo tradicional
(que él admiraba en Lévi-Strauss, por ejemplo, pero que consideraba im­
probable como práctica de escritura para sí mismo) y su digno sucesor natu­
ralista; habiendo así mismo eliminado efectivamente la poesía de entre los
modos comunicativos, Barthes había dado forma en pocas palabras a su ideal
de inocente estilista en «el grado cero» del título de su ensayo. «Grado cero»
es un uso metafórico de una noción proveniente del lingüista Viggo Bron-
dal, la de un estado neutral entre el subjuntivo y el imperativo. Este preten­
de recomendar «un estilo de ausencia que es también una ausencia de esti­
lo», del tipo encontrado en partes de El extranjero de Camus. De todos
modos, es más bien una piedra filosofal y no se le puede confiar «el man­
tener [su negatividad] en el transcurrir del tiempo», como observaba en
El grado cero de la escritura (ed. ing., p. 11). El equivalente de la langue
(lengua) sausureana -habla (parole) también aparece en ese libro como
una promesa de sociabilidad transparente, cuyos «secretos se desvanecen
por su larga duración»— (ed. ing., p. 17); pero la dependencia de la litera­
tura del lenguaje hablado en algunos sectores de la sociedad realmente
ROLAND BARTHES 169

sólo puede reflejar sus divisiones cuando esta sociedad está alienada, tal
como vemos en la obra de Proust. A pesar del ejemplo de Céline, Barthes
piensa además que el discurso actual sólo puede ser una especie de aria
tomada del recitativo del lenguaje novelístico tradicional, tal como apare­
ce en las obras de ficción de Sartre.
Aun así, debería existir un camino para reconciliar el rema de la escritu­
ra con los miembros de nuestra cultura moderna, que además también
mantenga una promesa de unidad, según Barthes, presunto escritor y se-
miólogo. El último no puede esperar a arreglar los errores de una sociedad
que cabalga sobre mitos, salvo exponer su naturalización espuria, su pseudo-
physis, y recomendar una anti-physis que pueda preservar un espacio a las
prácticas futuras. En la misma línea, un escritor como l'laubert acepta la de­
safortunada similitud que existe entre mito y literatura (ambas introducen
un significado suplementario en el signo total ahora reducido al status de
significante), y lo usa en su beneficio. Añadiendo deliberadamente un nue­
vo estrato de significación que expresa la visión burlona de sus héroes, Flau-
bert crea un segundo orden, el mito artificial que es al mismo tiempo la des­
mi tificación de su objeto y de su propia actividad. La literatura aquí, como
en el lema de Descartes, señala a su máscara y continúa hacia delante.
Como los puntos de vista del autor y de los personajes sólo pueden ser
expresados a través de significantes lingüísticos, tenemos un primer ejem­
plo de producción de significado donde ambas, la naturaleza discreta de
los bloques edificables y su orden multiestratificado, anuncian extensos es­
tudios a los que habrá de hacer frente la semántica literaria, como el en­
sayo «¿Historia o literatura?» (Sur Racine) y Sistema de la moda. La moda
es para Barthes un buen modelo para la literatura porque está regido por
la «infidelidad», una noción que abarca originalidad y diferencia. En am­
bos, lo famoso es por definición lo destacado y no existen ni redundancia
ni elementos caprichosos o «ruido» que atenúen los componentes del efecto
artístico. Se podrá estar o no de acuerdo con esta idea que resulta de la con­
cepción de Barthes de los artificios del lenguaje que participan de la natu­
raleza asertiva del lenguaje, y no admitir, por ejemplo, la capacidad de los
lectores para evaluar algunos aspectos de la obra como más logrados que
otros. Pero no hay duda de que el análisis de unidades más amplias del
discurso sobre la moda, con el que Barthes se enfrenta durante más de
seis años (1957-1963), le hizo aferrarse ai camino práctico de cómo un
lector «crea» una obra recopilando, esto es, cortando y reorganizando
{Críticay verdad, ed. ing., p. 92)l0. La solución «máscara» también mues­
tra los beneficios de convertir el proceso de semiosis en un acto explícito,

10 En Crítica y verdad, Barthes enumera las cuatro «funciones» distintas asociadas


con los libros en la Edad Media, las de escribano, recopilador, comentarista y autor,
y reprodujo el pasaje que utilizaría para promocionar S/Z, subrayando, de esta guisa,
la continuidad entre los libros.
170 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

como había hecho Brecht. La naturaleza autoconsciente, reflexiva de gran


parte del arte contemporáneo lúe muy adecuada como argumento para la
lucha contra todas las formas de significado establecido, identificación,
analogía, profundidad y autenticidad en la literatura y en la crítica literaria.
Sin embargo, retrospectivamente es obvio que esas profundas característi­
cas de su pensamiento, también podrían contener, en un sentido profilác­
tico, un segundo orden, la moda «distante», según la teoría de las afirma­
ciones literarias como mitos de segundo orden, tal y como Flaubert se las
había arreglado para tener su pastel novelístico y podérselo comer. Es
como si Barthes fuera ya dándose cuenta de lo que necesitaría, de un
modo depurado, en sus obras posteriores.
Esto se podría aplicar perfectamente si siguiéramos el consejo de Bar­
thes y nos comportáramos como lectores activos con el que se puede pre­
sentar como el perfecto texto barthesiano «sans le savoir»: Ensayos críticos.
Los artículos que componen esta obra corresponden a la naturaleza esen­
cialmente fragmentaria de su obra (este aspecto fue el último en ser denun­
ciado por Barthes de un modo entre fingido y avergonzado, confiado ya en
asegurar una «exención de significado» gracias al orden alfabético más o
menos simulado al cual están sometidos los fragmentos en sus últimos tra­
bajos). El orden cronológico de Ensayos críticos funciona durante más de
diez años (1953-1963) como un argumento cuya falta de desenlace es to­
talmente revelador de las inversiones «fantasmáticas», de que adolece la teo­
ría y la práctica barthesiana de la misma. Primero le vemos encarnando en
su persona a un severo censor marxista, cuya vis cómica lo convierte en lo
más temible y reformador de los estudios literarios. Después le podemos
ver intentando resolver el problema de su status como sujeto de escritura.
Podemos encarar esto de dos maneras: primero bajo la promoción y apoyo
de todos los novelistas contemporáneos que han elaborado técnicas que
mantienen a raya el problema de la escritura, desmitificando personajes,
dislocando argumentos, desacreditando al realismo, haciendo problemáti­
co el significado e implicando al lector; y segundo, la exploración de senti­
dos a través de los cuales la intervención intelectual pudiera adquirir tanto
rigor como el propio «compromiso» del autor.
Los artículos seminales de Barthes no sólo sobre la obra de los «nue­
vos novelistas» sino sobre escritores como Brecht, Queneau, Bataille o
Kafka generaron alrededor de 1960 una doctrina de la literatura que que­
dará consagrada en sus fórmulas más famosas. Basándose en la idea de
que la escritura, a diferencia del habla, no tiene un contexto determinado,
afirma que el autor es «ilocalizable», no se le puede ubicar ni caracterizar
por su producción, y queda a todos los efectos prácticamente muerto.
Este punto de vista que ignora todas las consideraciones de la pragmática
y que Genette llamó realidades paratextuales (figuras), es de hecho muy
conveniente toda vez que Barthes quiere avanzar hacia nuevas posturas
posiblemente contradictorias. El autor también es redundante en su tra­
ROLAND BARTHES 171

bajo, puesto que el lenguaje es para Barthes, como hemos visto, inheren­
temente dogmático, e incluso «terrorista» (sus nuevos aliados, los escrito­
res del círculo de leí Quel que por entonces se entregaban al intento de
sustituir la decadente escuela existencialista, tuvieron que ser formados
en este aspecto concreto; véase Ensayos críticos, ed. ing., p. 278). Barthes,
un lingüista competente, es perfectamente consciente del fenómeno lla­
mado modalidad y de hecho todas las definiciones del escritor, dejando al
margen sus insinuaciones sobre su carácter único, son afirmaciones mo-
dalizadas. Pero a pesar de ello —o quizá porque esto sea el asunto más cer­
cano a su corazón— él nunca reconoce al calificador la misma fuerza que
a las afirmaciones originales, viéndolo en su lugar como una prótesis ine­
ficaz. Además, sus estudios acerca de la moda han mostrado —como la
«nueva historia» de la escuela de los Anales, algunos de cuyos miembros
le ofrecieron refugio académico— que las formas tienen una historia en­
dógena, impermeable a la intervención o interpretación del sujeto de
análisis; esto refuerza la inclinación del escritor a permanecer por encima
de las batallas del día a día respaldadas por los existencialistas o los escri­
banos marxistas, y huir del lenguaje unívoco, transitivo11.
De los mitos gemelos del escritor que hasta entonces habían inspirado
igualmente su quehacer, Orfeo y Prometeo, ahora sólo pervivirá el pri­
mero. La literatura es, a partir de entonces, ese Dios cuyo lema de doble
sentido es «Je desoís» —yo defraudo y decepciono— ya que éste se ve como
una técnica para imponer cualquier significado sobre una fuerte estructu­
ra vacía. La literatura es el medio, sin causa o finalidad; es como el ho-
meoestatísta de Ashby, un modelo cibernético, ilustrando un sistema «ul-
traestable», homeoestáticamente controlado y además capaz de aprender
de las circunstancias; y cualquiera que sea la verdad sobre la literatura,
ésta será una descripción perfectamente ajustada de la teoría «ultraesta-
ble» de Barthes sobre ella a partir de entonces. No hay «exención de sig­
nificado» completa, ya que el trabajo necesita un elemento temático para
preparar su propia destrucción, «puede llevar luz sólo a los signos sín síg-

11 Barrhes hablaba del mismo modo que escribía, tal como confirmó Morin, y ya
alcanzado el último tramo de su carrera proyectó todas las connotaciones negativas
asociablcs a la expresión oral. Algunas definiciones tímidas pero características del es­
critor y del propio status de Barthes son: «Es un escritor que quiere ser único» (Ensa­
yos críticos, ed. ing., p. 1 46), para quien escribir es «la intención» (Crítica y verdad, ed
ing., p. 64); «la pretensión» (Ensayos críticos, ed. ing., p. XII) de serlo; «para quien el
lenguaje es un problema, que experimenta su profundidad, no su insirumentalidad o
su belleza» (Críticay verdad, cd. ing.b p. 64). Barthes también escribe «un escritor, asu­
miendo que yo lo soy...» (Fragmentos de un discurso amoroso, ed. ing., p. 98), y el sutil
«si yo fuera un escritor, y muerro...» Fourier, Layóla, ed. ing., p. 9), que conde­
ne su propia negación. Véase, sobre estos aspectos, Whitwside y Issacharofí, On referring
in Literature.

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172 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

niñeados» y desde luego no un «significado soberano», un significado


fundamental que silenciaría la obra (Ensayos críticos, ed. ing., p. 135).
Esta concepción, que obstinadamente anticipa a Derrida, fue psicoló­
gicamente necesaria para Barthes, y aun así coexiste con otra, que consiste
en dar la bienvenida a múltiples interpretaciones. En Sur Racine [Sobre
Racine], había intentado en un gesto sintetizador que hallamos en todo su
trabajo, desde «El Mito hoy» hasta S/Z, compilar, como veremos, lo que él
considera lo «más profundo», es decir las más serias interpretaciones con­
temporáneas: las del psicoanálisis (Mauron), del marxismo (Goldmann),
de la antropología (la noción de Freud de la horda primitiva) y del estruc­
turalismo lingüístico en ciernes. También había reflexionado sobre posibles
jerarquías entre teorías rituales, e intentó encontrar posibles vínculos entre
el mundo y el texto, pero perdió interés en estos problemas interrelaciona­
dos (que en el mismo periodo también preocuparon a Sartre en Crítica de
la razón dialéctica y Althusser con su concepto de «estructura dominante»)
cuando se decidió —no sin cierta vacilación— por una concepción de la lite­
ratura fundamentalmente antimimética.
Podría haber habido otra razón que determinará su ruptura con una de
las fuentes de su inspiración. Un libro de Bruce Morrissette, Les romans de
Robbe-Grillet (1963), mostrando un marco edípico de trabajo a este gran
antinovelista, fue el que ejerció de desestabilizador, puesto que Barthes se
había proyectado audazmente a sí mismo, como lector creativo, en la obra
de Robbe-Grillet. Este autor parecía un valor seguro con el que identificar­
se, por su aparente antihumanismo, a pesar de haber también atribuido
Morrissette cierta inspiración novelística a su condición de erotómano.
Aunque el argumento freudiano no hubiera mostrado cierta sobredetermi­
nación de su formalismo, Barthes también se hubiera sentido implicado.
Esto forjó un vínculo que se estaba echando de menos desde sus más tem­
pranos análisis de ficción. A partir de entonces, todos los argumentos fue­
ron interpretados por él como versiones de la historia freudiana o al menos
de la tensión hermenéutica que ésta genera -por ejemplo, Barthes alaba
Edén, Edén, Edén, de Guyotat, por ser un libro que «ya no contiene ni his­
toria ni pecado (lo que probablemente sea lo mismo)»- (véase El susurro del
lenguaje). Veremos cómo su estudio estructuralista de la narrativa reforzó
después esa reflexión, y parecía apoyar la idea de que la narrativa, la oración
gramatical y el complejo de Edipo fueron «inventados» por el niño de la
misma edad (La aventura semiológica, ed. ing., p. 135). Mientras tanto, su
doctrina de la literatura adquirió un valor extra como modo de preservar
un espacio donde los problemas personales tanto como los sociales pudie­
ran quizá ser un día encarados; esto mostraba, en resumen, que en el cam­
po individual así como en el colectivo, la literatura «no le permite a uno ca­
minar, pero sí le permite respirar» (Ensayos críticos, ed. ing., p. 267).
Afortunadamente, el advenimiento del estructuralismo llegó en el
momento justo de reanimar el desfalleciente optimismo de Barthes. Apa­
ROLAND BARTHES 173

reció sobre todo como una teoría de la distancia y la mediación. En el es­


tructuralismo, «el lenguaje es a la vez un problema y un modelo» (Ensa­
yos críticos, ed. ing., p. 274), dentro del cual Barthes sintió el deseo y la
capacidad para ser un importante valor activo. Dos artículos recogidos en
Ensayos críticos, «la imaginación del signo» y «la actividad estructuralista»,
definen este momento de equilibrio, impregnando el mismo estado de
ánimo boyante la segunda parte del libro. Con todo, y a pesar de la in­
tensa actividad que supuso la escritura de Elementos de semiología, Barthes
acentuó el carácter no resuelto de su pensamiento en el prefacio de Ensa­
yos críticos que, junto a Crítica y verdad, es de gran importancia para el
conocimiento de él mismo y el de su trabajo posterior. De ahí que la dis­
tancia que Barthes ha convertido en prerrequisito del status de escritor no
puede asegurarse excepto a través de la falta de reconocimiento que da al
crítico una marcada existencia social. Dado que su profesión supone ha­
blar en su propio nombre, y dado que él está «poco dispuesto o es inca­
paz» de lograr la distancia que el discurso en tercera persona produce en
la novela, su única salvación descansa en dar a entender que sus declara­
ciones son, de hecho, «el material de un trabajo secreto» (Ensayos críticos,
ed. ing., p. XXI). Esta propuesta que hoy debería parecer admisible res­
pecto al trabajo crítico de Maurice Blanchot, por ejemplo, logra su pro­
pio fin cuando llega a establecer la igualdad del crítico con el escritor, tal
y como apunta Barthes, ya que esto reduce la distancia que hace ilocali-
zable al escritor; el libro, en consecuencia, termina con esta contradic­
ción: el crítico está condenado al error, a la verdad.

La escritura como forma de Eros

Barthes fue realmente incapaz (y en verdad se encontraba poco intere­


sado), de adquirir una expresión propia: de ahí el anatema del yo y la expre­
sión. Y es cierto que la concepción tradicional de un yo «completo» expresa­
da por un lenguaje independiente y «completo» debía ser denunciada y
reemplazada por una unión más dialéctica del sujeto y el discurso, al igual
que las cuestiones formuladas mutuamente. Pero esta necesidad teórica,
hallada en parre a finales de los sesenta gracias al trabajo de Lacan, Derri­
da y Kristeva, no podía llenar el vacío que menciono Barthes en su ensa­
yo autobiográfico cuando evoca de la niñez «la conmoción interna, cer­
cenada desgraciadamente de toda expresión» (Roland Barthes por Roland
Barthes, ed. cast., p. 26). Los textos postumos en Incidentes, por decirlo
así, le han comprometido a pesar de sí mismo; su Roland Barthes por Ro­
land Barthes y su Fragmentos de un discurso amoroso están marcados sobre
todo por la evocación oblicua de sus gustos sexuales, y su larga marcha
hacia la novela está, por tanto, extraordinariamente comprometida con
los subtextos eróticos desperdigados en obras tales como Ensayos críticos o
174 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

incluso en artículos estructuralistas como su «Introducción al estudio de la


narrativa» o su texto sobre la mujer pintora caravaggiana Artemisia Genti-
leschi («Dcux femmes»).
Este subtexto está conectado con el tema de la afasia o agrafía que im­
pregna toda su obra y determina su actitud contradictoria hacia la retórica.
Altamente dotado en dos de sus elementos, la dispositio y la elocutio, Bar­
thes estaba obsesionado por los peligros de la inventio. Este miedo le hizo
literalmente incapaz de entender el valor liberador del surrealismo, los hap~
penings y otras formas resucitadas en 1968, periodo en el que Barthes se de­
dicó a elogiar los estrictos códigos que encuentra en la lectura de Sade. Esta
situación la depara la visión barthesiana del surrealismo como una técnica
de inmediación, por lo que es, precisamente, la mediación la que facilita el
discurso. Ya que los lectores de Barthes nunca tienen la impresión de que
pudiera estar a punto de agotarse, esta sensación de afasia inminente sólo
puede proceder de la discrepancia entre su conciencia de persona que escri­
be y su aspiración a escribir novelas con «un amanecer, la forma original de
desear-escribir» (Ensayos críticos, ed. ing., p. xx).
Por otra parte, la condición híbrida que Barthes tenía de su propio
trabajo, lo ayudó a ¡luminar las verdades normalmente rechazadas por la
estrecha verdad que defienden los positivistas. Para él, la ingenua exhibi­
ción de Michelet de su propia sexualidad en libros sobre historia o natu­
raleza, su tratamiento novelístico de una figura como la bruja, son «bas­
tante diferentes de la mera expansión romántica de la subjetividad»; se
proponen «participar mágicamente del mito sin cesar de describirlo», de
modo que «la narrativa es narración y experiencia», y su función es com­
prometer al historiador» (Ensayos críticos, ed. ing., p. 111). De este modo,
Michelet prefigura una postura plenamente moderna: su tratamiento
subjetivo ficticio de la «bruja» le llevó a forjar un estadio objetivo del
mito tal como éste sería estudiado hoy en día por la antropología estruc­
tural. Barthes se siente tanto más animado por este papel funcional dado
a la subjetividad, cuanto que cree que la sexualidad de Michelet, tal y
como él la describió, no es distinta de la suya propia, tal como describió
en Fragmentos de un discurso amoroso, «sublimado pero de tal modo que la
sublimación se vuelve erótica en sí misma», rechazando la «banal» y «ordi­
naria» metáfora de la penetración en beneficio de la «utopía», la «aventura
idílica» de una «instalación», «una inmóvil penetración de cuerpos» (Ensa­
yos critico, ed. ing., pp. 118-119). Barthes se vio a sí mismo a partir de ese
momento como un «sujeto impuro» de la ciencia (Legón inaugúrale) y en la
figura de la bruja de Michelet del hechicero de Lévi-Strauss, incluido a tra­
vés de la misma exclusión, en una sociedad cuya división entre los discur­
sos científicos y artísticos él encarna a la vez que palia.
De esta manera, sus propias especulaciones y las de otros en sus últi­
mos años acerca de la posibilidad de que Barthes escribiera una novela
presuponían la resolución de un problema bien resumido en el conocido
ROLAND BARTHES 175

dicho de Lacan: «El paciente al principio o te habla a ti, o habla sobre sí


mismo; cuando puede hablarte sobre él mismo, el tratamiento está termi­
nado». Obviamente, la posibilidad de escribir una novela, como por ejem­
plo El nombre de la rosa de Umberto Eco, nunca lúe una de las preocupa­
ciones de Barthes (a la inversa tampoco se observa deseo por parte de Eco
de repudiar su status dentro de la semiología, disciplina que éste, y no
Barthes, logra realmente poner en circulación para el gran público). La
novela que Barthes tenía en mente estaba inspirada en la obra de Proust,
donde, a pesar de serias dudas sobre el tratamiento de la primera persona,
el autor es capaz de una expresión directa, auténtica y, sin embargo, ficti­
cia. Apuntaremos al respecto, que la enorme ingenuidad de Barthes en sus
intentos por reconciliar contradicciones que durante mucho tiempo fun­
cionaron como verdaderas antinomias contribuyó a su fama y, sin duda,
hizo que su propia obra apareciera ante sus ojos como el banquete de Tán­
talo. Recursos como las constantes invocaciones al «imaginario» lacaniano
en sus últimos años de carrera para mantener a raya todas las presunciones
del discurso comprometido, mientras, por otra parte, da rienda suelta a
una especie de autorrevelación o exigencia al comienzo de su Roland Barthes
por Roland Barthes, como si se interesase por el personaje de una novela,
son buenos ejemplos de esta ingenuidad. Pero cuanto más prolija la exhi­
bición, cuanto más aseguradas las alabanzas, tanto más insatisfactorio es
como solución de un problema básico (que lo es desde luego de Barthes,
no de sus lectores, que están encantados con las múltiples perspectivas que
ofrece el texto y los modos de lecturas concebidos), como se muestra en la
enfática persistencia en su propio deseo de «escribir» intransitivamente. Es
evidente en este sentido que, fuera lo que fuese lo que él diera a entender,
nunca gozó de la «perversión» que, como correctamente afirmó, le hace a
uno «sencillamente, feliz» (Roland Barthes por Roland Barthes, ed. cast.,
p. 70) y que destierra toda represión basada en una escala de valores en
cualquiera de los dominios.

Del científico al lector

Aunque la estructura tripartita de práctica, crítica literaria y lectura re­


sultó ser útil, la mera presencia de la lectura, de un «discurso» silencioso,
fue un elemento de inestabilidad, lo que refleja que Barthes estaba inquie­
to en el decisivo momento de negociar la admisibilidad de su lenguaje.
Las restricciones referidas a la crítica eran demasiado severas. Eran una
transposición literal de una metáfora que Barthes había empleado ante­
riormente, la de la anamorfosis. La anamorfosis es una proyección distor­
sionada de un objeto, ideada de modo que, si se ve desde cierto ángulo, el
objeto aparece correctamente proporcionado. De igual modo que el dibu­
jante consigue esta distorsión a través de un sistemático empleo tramposo
176 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

de las leyes de la perspectiva, el crítico tiene que transformar la obra bajo


análisis a través de una aplicación consecuente con su propio punto de vis­
ta «deformado», sin «olvidar» ningún detalle dentro de la estructura gene­
ral previamente identificada por la poética en la obra12. El vocabulario que
utiliza allí Barthes muestra que el hecho se había apartado del modelo
chomskiano que estaba llegando a Francia en la época de Crítica y verdad;
había mantenido la parte generadora de la poética y reducido la crítica al
aspecto transformacional. Cuando Barthes comenzó, bajo la influencia de
Kristeva, a dudar del modelo chomskiano, y además a temer su concen­
tración en la frase-ahora identificada por él con la historia de Edipo-, in­
tegró lectura y crítica en lugar de unir crítica y poética. El placer del texto
es, en parte, la historia de cómo llegó a sustituir el modelo sintáctico por
una «estereofonía» de voces anónimas oídas por casualidad en un café, ha­
ciendo de él un texto con vida e ignorando los conflictos de Edipo en be­
neficio de los impulsos semióticos preedípicos. Barthes había sido un in­
deciso remitente de mensajes; ahora era un indudable lector. En lugar de
la «indiferencia» de la ciencia, estaba en este momento cargado de deseo,
un silencio infinitamente fértil del cual podía nacer cualquier cosa.
Barthes también había ya afirmado que el significado de cualquier
obra es plural, y que eso significa, no que tenga un único significado para
muchas personas, sino muchos significados para una sola. Había añadi­
do: «Debemos leer tal como se escribe» (Críticay verdad, ed. ing., p. 69).
Y las lecturas no pueden ser ni refutadas ni autentificadas porque el códi­
go simbólico general «señala gran cantidad de significados, no límites:
esto plantea ambigüedades, no un significado» (Criticay verdad, ed. ing.,
p. 72). Al final, por lo tanto, esta teoría encontró aplicación privilegiada
en un texto (Sarrasine de Balzac). La diferencia entre Crítica y verdad y
S/Z es que, en el primer texto, Barthes todavía mantiene su actividad
como compilador, al definir el significado como el «recorte de las for­
mas». Esto se aplica tanto a la fragmentación de una obra para el estudio
como al tratamiento de las citas en el discurso contemporáneo. En S/Z,
su meticulosa cita de las fuentes dará paso a la noción de Kristeva del in-
tertexto (procedente de Bajtin), con algunas consecuencias muy claras
como veremos.
Su modo de «adaptar a gusto del consumidor» los conceptos de lo que
el cambio experimentado «de la obra al texto» sirve de ejemplo. Asegura­
ba que cada declaración ofrecía muestras de que su autor se había «exal­
tado» en el modo que más tarde pretendería echar de menos en los prac­
ticantes de la «semiología clásica». El término «exaltado» había sido
utilizado anteriormente para referirse a la experiencia del tiempo que de
acuerdo con Barthes es propia del escritor que se da cuenta de que, sin

12 Comparar, en S/Z, con «Esto es porque olvide que leo» (ed. ing., p. 11).
ROLAND BARTHES 177

maduración, un libro como el de Proust «se escribe a sí mismo mientras


se busca el libro». El texto material, por lo tanto, puede ser considerado no
esencial para el, «e incluso, hasta cierto punto no auténtico» {Ensayos críti­
cos, ed. ing., p. 11). Esto le preparó para proponer la idea de un texto es-
cribible como ideal e inmaterial, «nosotros mismos escribiendo» (S/Z, ed.
ing., p. 5), un «volumen» que es una metáfora de escritura potencial, evo­
cando todos los elementos semánticos y formales que son generados por la
estructura mental, tanto material como histórica, de lo individual, y que
más tarde Kristeva llamaría genotexto, como opuesto al visible e «inesen­
cial» fenotexto. Barthes también pudo escribir que «hay escritores sin li­
bros», cuyo lenguaje, cuerpo y práctica producen el mismo efecto porque
su deseo por un final seguro excede su preocupación por el presente (So-
llers, ed. ing., pp. 78 y 81).

Ideología estructuralista

Que Barthes estaba, incluso en mitad de su periodo estructuralista,


«exaltado» por lo que es, tal como él lo entiende, una visión «escatológi-
ca» de la escritura (Sollers, ed. ing., p. 7), es indudable. Estaba hablando de
sí mismo sin hablarnos a nosotros. Pero también pudo hacer esto último,
incluso si «por medio de una estratagema silenciosa», él esperase ser oído,
aun exponiendo la metodología estructuralista. Esto ofrece un contexto a
las declaraciones posteriores que tradujeron sus antiguos aliados, a pesar
de que las mismas circunstancias mitigantes no se puedan aplicar a aque­
llos que repiten (como loros) su descripción de este periodo como «un
sueño eufórico de cientifismo» («Réponses», p. 97) sin haber experimen­
tado sueño alguno, o evidenciando alguna productividad científica. Pero
sí podemos ver lo que Barthes quiere dar a entender. La ideología de la
lingüística que estaba en boga, durante ese periodo, era de tal tipo que
podía llegar a exasperar. Representó tanta verdad en un momento dado
como la ciencia pudiera lograr, y esto como consecuencia de una maravi­
llosa productividad: nadie que viviera aquella época puede olvidar toda
aquella excitación. Pero fue algo meramente parcial, frecuentemente des­
virtuado de una manera simplista y fácil de aprovechar por la búsqueda
dogmática de poder. Es irónico que Barthes, para quien esto fue el resul­
tado de un encargo, llegara a sentirse amenazado por ello ya identificar­
lo con un culto a la normalidad, que incluso siendo liberalmente toleran­
te solo podía interpretar la invención como una desviación.
Los estructuralistas trabajaban bajo el peso del modelo fonológico a la
vez que disfrutaban de sus beneficios. A pesar de estar orientados y dis­
puestos hacia la genealogía para remontar su ascendencia hasta los estoicos
y, anteriormente, hasta las culturas orientales, éstos basaban fundamental­
mente su inspiración en la aplicación a la antropología por Lévi-Strauss de
178 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

la fonología jakobsoniana. Esto último predeterminó las enseñanzas de


Saussure, las cuales, además de ser la fuente principal de los lingüistas
modernos, adquirieron algunos rasgos individuales específicos, mucho
más sólidos que los que Lacan, en ese mismo periodo, adaptó de entre las
preferencias individuales de Freud. La fonología tenía dos ventajas. Ésta
podía verse como el núcleo científico duro de los lingüistas al tiempo que
ofrecía un modelo de claridad prometedora que hacía pensar en la pres­
tación de aplicaciones bastantes sencillas. El habla podía ser registrada en
papel, a diferencia de los componentes mentales de la semántica, y la posi­
bilidad de materialización cobraba especial importancia (incluso un cuarto
de siglo más tarde algunas banalizaciones al respecto olvidan que los signi­
ficados son también mentales, sin hablar de los conceptos, que son nues­
tra mediación con los referentes). Este principio de ordenación binaria,
que surgió en la época de los primeros ordenadores, parecía contener una
promesa implícita de unidad dentro de las teorías de la naturaleza; esto
llamó la atención de pensadores como Lévi-Strauss y Barthes, que a pesar
de las apariencias son filósofos realistas y fisicalistas. No obstante, Barthes
empezó rápidamente a desconfiar de sus cualidades constrictivas y a
echar en falta los polos «neutro» y «complejo», tanto más si recordamos
sus inversiones emocionales en dos parejas que están en primer término
concebidas en francés: los dos géneros de la diferencia sexual y la alterna­
tiva tu/vous [tú/usted], que modula los intercambios sociales de acuerdo
con las necesidades de intimidad y distancia (El susurro del lenguaje, ed.
ing., p. 321; Le$on inaugúrale). Se nos permitirá señalar de paso que el es­
tructuralismo satisfacía milagrosamente esos dos deseos. En el nivel socio­
lógico, las agrupaciones que se abrían camino en el nuevo evangelio (como
el Centre d’Etudes de Communication de Masse y su revista Communica-
tions, nacida en la École Pratique des Hautes Études con el propósito de
afrontar el estudio de la cultura de masas) generaron una connivencia que
se acomodaba perfectamente a Barthes, siempre atento a identificar nuevos
perceptores de su mensaje; mientras que los contenidos de la doctrina im­
plicaban una mediación entre el analista y la realidad.
La teoría estructuralista de los signos también se adecuaba a la ambi­
valencia barthesiana. El principio de su carácter arbitrario mantenía la
vida a distancia; sin embargo, su creencia de que «los escritores están de
parte de Crátilo y no de Hermógenes» {Critica y verdad, ed. ing., p. 69)
garantizaba un fracaso en la interpretación de lo real que, no obstante,
aseguraba la producción continua (Le$on inaugúrale). En cuanto ai prin­
cipio de sincronía, fue verdaderamente de importancia capital para Bar­
thes. Lo experimentó como una liberación de la hegemonía de la «Histo­
ria» que materializada en el mito marxisto-cxistencialista se traducía en el
sentimiento de culpa que podemos encontrar en sus primeros libros. El
desastre espiritual de tantos regímenes marxistas que habían sido conti­
nuamente apoyados por los intelectuales, la publicación de Archipiélago
ROLAND BARTHES 179

GulagÁc Solzhenitsyn y la consiguiente aparición de la «nueva filosofía»


abonaba favorablemente el terreno para que germinara el individualismo
de los posteriores trabajos de Barthes. El marxismo llevaba demasiado
tiempo funcionando como un referente general para un discurso intelec­
tual que, sin embargo, daba claras muestras de que fallaba como código
de inteligibilidad, y que hacía aguas como generador de normas éticas, lo
que iba dejando un espacio vacío que el trabajo sobre Nietzsche no lo­
graba llenar completamente13.
El énfasis en la sincronía se vio reforzado por el principio de primacía
de la lengua y por su carácter sistemático, exagerado sobremanera por los
lingüistas neófitos, y que servía de apoyo a Barthes en su apuesta por la
validez como sustitutivo de la verdad. Si la primacía de la lengua social
pudo desalentar a un Barthes ansioso por evitar los estereotipos, la teoría
de la información, que en ese momento unía este grupo de doctrinas si-
nérgicas, hizo a la originalidad de nuevo digna de mención, y consignó
los sociolectos al cubo de la basura de la entropía, el caos y la muerte. La
ordenación binaria de Elementos de semiología, un logro destacado que to­
davía es la piedra angular de la investigación semio lógica, invitaba a la
posibilidad de transgresión, e incluso sugería que aquélla podía ser con­
cebida, a partir del modelo de la teoría poética de Jakobson como la pro­
yección del eje paradigmático sobre el sintagmático, como algo absoluta­
mente básico para ambos pares de elementos: lenguaje y literatura, uso y
creación. La resultante «translingüística», que hacía frente a cualquier sis­
tema de signos, cualquiera que fuese su materia y sus límites, «imágenes,
gestos, sonidos musicales, los objetos y las asociaciones complejas entre
las mismas que forman el contenido de los rituales, convenciones o es­
pectáculos públicos» {Elementos de semiología, ed. ing., p. 9), destacaría
ampliamente una paradoja de la semiología, que tendría en la lingüísti­
ca tanto el modelo como el objeto. Además, la connotación y la preocu­
pación por los temas del habla fueron dos bombas de efecto retardado
que Barthes ya había enunciado bajo la noción saussureana del signo ce­
rrado, antes de que éste llegase a ser el estereotipo de la metafísica de los
últimos sesenta.
Para la teoría de Saussure, eran deficientes precisamente los dos sectores
que originaron los más importantes desarrollos en el análisis estructural y
postestructural, a saber, la sintaxis y la semántica; eso por no hablar del sec­
tor en vertiginoso desarrollo de la pragmática, que arroja dudas sobre la
mera noción de langue [lengua]. La pragmática sólo se mantiene en con­
junción con el estudio de aquellas posiciones sociales que determinan res­

13 Sobre la evolución de Tel Quel, con la que Barthes tiene importantes paralelis­
mos, véanse por ejemplo, Lavers, «Logicus Sollcrs», «Rcjoycing on the lcft»> y «On
wings of prophecy».
180 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

fricciones en el habla, incluso cuando se argumenta que ésta debería situar­


se en el mismo centro y no en la periferia de una teoría del discurso.
El principio central de Saussure sobre el signo como entidad de dos ca­
ras, integrado por un significante y un significado, y que excluye un posible
referente, revela rápidamente sus defectos para una investigación semánti­
ca, incluso si se sigue la sugerencia de Hjelmslev, uno de los discípulos de
Saussure y otro padre fundador de la semiología, de considerar más bien
dos planos del lenguaje, el de la expresión y el del contenido (véase capítu­
lo 3). Además de sus méritos prácticos, esta noción tiene la ventaja, como
señalaba con gracia Greimas, de reconocer la existencia del contenido, que
por entonces estaba de moda rechazar, y de esta manera habilitar de nuevo
su estudio. Este estudio fue redescubierto, como era de esperar, por Barthes
en el curso de su estudio del lenguaje de la moda, y a pesar del tentador jue­
go que supone separar un conjunto discreto y arbitrario del mundo y defi­
nirlo diacríticamente como mera diferencia sin ninguna positividad. De
acuerdo con esto, Barthes propuso la noción de función-signo, que reco­
nocía la necesidad de un apoyo neutral para el significado en los sistemas
no-verbales; pero al reducir su Corpus del lenguaje elemental para la des­
cripción de las prendas a una colección de titulares procedentes del mismo
mundo de la moda, favoreció su vuelta al lenguaje no-funcional, «asertivo»
de la literatura. Además, la semántica en sí misma contiene cierta ideología
inspirada en la idea peirciana de signo como algo incompleto que requiere
siempre de la mención de un interpretante y hace referencia a la circulari-
dad de las definiciones del diccionario.
El mismo Saussure se había dado cuenta de que el lenguaje, como
Hjelmslev afirmara más tarde, funciona como un sistema de signos, pero
se estructura como un sistema de figurae [figuras] o unidades mínimas de
sonido y sentido (Curso de lingüística general). Este problema que detec­
taba en la semántica probablemente originó en él la dilación e insatisfac­
ción que derivarían en la no publicación de su Curso de Lingüística y la
dedicación de largas horas a investigar la cuestión de si algunos poemas
latinos tenían una estructura anagramática que les diera un segundo sig­
nificado entretejido al primero. La publicación de esos anagramas fue
uno de los factores que precipitaron una crisis del signo que afectó pro­
fundamente a Barthes a través de las teorías de Kristeva, ésta, a su vez, ins­
pirada por la exploración metafísica de la estructura del signo llevada a
cabo por [Derrida. Derrida también tuvo el mérito, casi el único de aquel
periodo, de seleccionar, entre los problemas de la interpretación de la lin­
güística y el psicoanálisis, cuestiones de memoria, que, al ser de impor­
tancia obvia, habían sido incomprensiblemente desviadas mientras una
generación entera repetía afirmaciones de moda sobre la existencia de sig­
nificantes sin significados.
ROLAND BARTHES 181

¿Fue Barthes un estructuralista?

Barthes nunca renegó de su trabajo semiológico cuando se aplicaba al


análisis y a la desmitificación de los signos sociales; pero llegado el mo­
mento de enfrentarnos a la pregunta de si fue verdaderamente un estruc­
turalista a la hora de abordar los estudios literarios, tenemos que definir
nuestros términos.
Permítasenos anotar primero otro ejemplo de su ambivalencia. Pese a
ser fundamentalmente un pensador moderno (constantemente alaba el
tímido primer plano de la labor artística y la participación del lector en lo
que Eco llamó la «obra abierta»), nunca rindió culto al principio moder­
no de la indisolubilidad de forma y contenido; es más, los caracteriza de
una manera muy personal que le permite enfrentarse con muchos de los
viejos problemas desde un nuevo ángulo (en su ensayo, por ejemplo, so­
bre La Rochefoucauld -véase Nuevos ensayos críticos—}. Por lo tanto, no se
opone al estudio separado del estrato narrativo, el de la «historia» o la «fá­
bula», que comenzó a ser una preocupación fundamental de los estructu-
ralistas aplicada a los estudios textuales y fílmicos, y adopta en S/Z una
metodología mixta según la cual la unidad de análisis, la connotación, es­
taría en el plano del significado, mientras que la unidad de exposición
(que también tiene valor metafórico como representación del proceso de
lectura, de ahí que haya recibido el nombre de lexía), estaría en el plano
del significante. Podemos, de todas maneras, esperar de él diferentes
reacciones hacia las diferencias prácticas asociadas con el estructuralismo
literario, dependiendo de si siente que éstas ponen trabas a su libertad de
acción o si, por el contrario, ejemplifican su inventiva.
Si definimos el estructuralismo literario como un intento más o me­
nos sistemático de explorar la literatura aplicando diferentes nociones
lingüísticas, Barthes es sin duda uno de los teóricos cuyo trabajo cambió
el aspecto de los estudios literarios casi de la noche a la mañana. No sólo
definió rigurosamente los papeles del filólogo, del historiador, del poeta y
del crítico, sino que creó una gran cantidad de conceptos que redunda­
ron en un importante aumento de la precisión. El «efecto realista», por
ejemplo, a través del cual explicó la función de los aparentemente excesi­
vos detalles de la literatura realista como búsqueda para sugerir una cone­
xión directa entre significante y referente, esquivando aparentemente un
significado que es, de hecho, el depositario de la ideología realista, es uno
de esos conceptos que se han incorporado al uso habitual de los estudios
literarios. Barthes siempre se comportó como un estructuralista en el sen­
tido de que las nociones lingüísticas continuaron mediando su reflexión
sobre el texto del mundo y sobre sí mismo hasta el final de su obra.
Otra definición de estructuralismo literario está basada en una analo­
gía saussureana o chomskiana según la cual una obra, o corpus de obras,
es considerada como un sistema o código cuyas reglas gramaticales y re­
182 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

tóricas han de ser descubiertas. Así, encontramos también un interés com­


prometido por parte de Barthes en este enfoque, desde su identificación
de un discurso mítico, dominante o retórico en Mitologías, a su descrip­
ción de la forma del discurso de los amantes, treinta años más tarde, a
través de su análisis del código sadeano puesto en práctica en Sade, Fou-
rier, Loyola.
Por último, una definición que acota todavía más el estructuralismo
literario se refiere sólo a la narrativa. Se nos permitirá recordar, de rodas
maneras, que Greimas y su escuela habían identificado una estructura
narrativa en todo discurso que puede ir desde las recetas de cocina hasta
los tratados filosóficos: en todas las descripciones secuenciales de cambios
situacionalcs, desde que los seres humanos tienden a antropomorfizar los
agentes de tales cambios y, por supuesto, cada uno de los objetos del uni­
verso. La corrección de esta intuición se demuestra negativamente por la
sospecha que despierta en Barthes la discursividad en los últimos años de
su carrera, que le hizo considerar el discurso asociado como una peligro­
sa revelación, que le llevaría finalmente a adoptar una aproximación per­
sonal mucho más fragmentaria. Los discursos pueden ser analizados por
modelos semánticos y sintácticos. El texto puede ser visto como un seme-
me ampliado, el significado que una palabra tiene en el contexto, y ser
examinado mediante una identificación desús unidades de sentido míni­
mas, o semas, y de su disposición como isótopos o niveles de coherencia.
O también se puede postular una homología entre un texto y una frase
sobre el modelo adaptado por Greimas a partir de una sugerencia del lin­
güista Tesniére (quien comparó la frase a un drama en miniatura) y del
trabajo del folclorista Propp y del filósofo Souriau sobre las combinacio­
nes básicas de las figuras abstractas, o actantes, que son el soporte de las
acciones y subrayan los efectos psicológicos producidos por los persona­
jes (véase capítulo 5). El Sur Racine de Barthes había utilizado tantos ac­
tantes como elementos lingüísticos, primero clasificándolos como para­
digmas, para después organizados en distintos niveles sintagmáticos.
Unos cuantos años mas tarde, su «Introducción al estudio estructural
de los relatos» mostraría su familiaridad con este considerable corpus de in­
vestigación, muchos de cuyos aspectos alimentarían posteriormente los
análisis efectuados en S/Z. Este fue un artículo verdaderamente significa­
tivo, de esos que marcan época y que, sin embargo, sirve de ejemplo de lo
que debe ser un teórico deconstruyendo sus propias tesis al tiempo que
explora los caminos abiertos por la dualidad de sus objetivos. Barthes ex­
pone el principio metodológico de una narrativa de niveles distintivos,
en el que se presenta el nivel del discurso como imprescindiblemente in-
tegrador con el objeto de acentuar el papel del lenguaje. Presenta las dos
grandes clases de unidades de que se compone el análisis, las «funciones
cardinales», que articulan la narrativa y los «catalizadores» que aceleran o
explican en detalle las diferentes fases del núcleo de las acciones, tanto
ROLAND BARTHES 183

como los «indicios» e «informaciones» que se ocupan del aspecto semán­


tico del contenido. Sin embargo, Barthes se ve obligado a no dar cuenta
de los correlatos imprescindibles, los personajes o al menos los aerantes
(que ya había utilizado en su artículo sobre Orame de Solles, e incluso en
Sur Racine, Ed. cast.: Sobre Racine, Madrid, Siglo XXI, 1992), a causa de
su lucha contra la identificación novelística; como consecuencia, nos en­
contramos que los nombres que da a los primeros dos niveles de su análi­
sis, las «funciones» y «acciones», son tautológicos; el segundo nivel es cla­
ramente el de los agentes (los actantes y los personajes o actores) que
llevan a cabo las funciones o las acciones; y, por ultimo, el final constitu­
ye la profética confluencia de narrativa, frase y vida humana, establecién­
dose una auténtica vuelta a lo reprimido donde las preocupaciones edípi-
cas de Barthes y la consiguiente intensificación de su búsqueda de
libertad se revelan como las funciones cardinales de su particular récit.
Era inevitable que Barthes intentara hender definitivamente su durade­
ro interés por los aspectos «buenos» y «malos», a esto es a lo que asistiremos
precisamente en su libro S/Z. La historia de Edipo, que para Barthes termi­
na en castración, es la preocupación fundamental de un código que, no
obstante, denomina «simbólico» -bajo la influencia de Lacan- menos a
causa de su contenido que porque su supuesta huida de la flecha del tiem­
po representa para Barthes la salvación como individuo y como teórico. La
irreversibilidad que el autor experimenta como especialmente amenazado­
ra es confinada al dominio de otros dos códigos, el de las acciones y el de
los enigmas, que sin paliativos son despreciados tácticamente.
Irónicamente, estudios recientes del personaje como los de Hamon le
deben mucho a las primeras reflexiones de Barthes sobre el problema.
Los personajes son únicos, y son unidades propias tanto de los niveles
sintácticos como semánticos; su estudio por lo tanto debe añadir a la vi­
sión sintáctica actual un análisis semántico que tiene que ser llevado a
cabo tanto en los aspectos del contenido como de la expresión de los sig­
nificantes discontinuos, tal como se señalaba en «Historia de la literatu­
ra» o en Sistema ele la. moda. En S/Z, los personajes no son cifrados como
tales, a pesar de ser libremente mencionados y de ser en ese sentido ac­
tantes, no sólo en la historia de Balzac sino también en el libro de Bar­
riles, (cuyo argumento es la deconstrucción del análisis ficcional realiza­
do tanto desde el punto de vista tradicional como del estructuralista). Los
personajes son cifrados sólo a través de los semas (rasgos semánticos) con
los que tienen en común, por ejemplo, el escenario y, a través de un cono­
cimiento juicioso, en el resumen final, el código sémico, que es la «voz de
la persona». Sin embargo, el último artículo de Barthes, sobre la represen­
tación del asesinato de Holofernes a manos dejudith realizada por Arte­
misia Gentileschi, muestra cómo los semas pueden proporcionar una
puerta trasera al análisis de un tema tan fascinante como una decapita­
ción hecha con el propósito de representar una castración. Y la mención.
184 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

en «Mucho tiempo he estado acostándome temprano» [«Longtemps, je


me suis conché de bonne heure...»’], de sus sentimientos leyendo en lols-
toi sobre Bolkonski y su hija Marie cuando la muerte se va aproximando
(Elsusurro del lenguaje, ed. ing., pp. 286 y 288) es una conmovedora nega­
ción de tanta represión de la personalidad del personaje (el inigualable ope­
rador de la fantasía), cuyo ostracismo en las teorías contemporáneas es
comprensible a la luz del absurdo culto al héroe en el pasado que, sin em­
bargo, podría parecer perverso, dada su intensidad, para épocas futuras.
Se podría esperar que los personajes fueran víctimas en S/Z -un libro
que ha adquirido un papel mítico dentro de ciertos círculos, siendo presen­
tado como la inauguración absoluta y, junto con la colección de ensayos
que integran Sade, Fourier, Layóla, como ejemplo de una práctica radical­
mente nueva— de la literatura convertida en verdadera ciencia de la litera­
tura. Existen datos que muestran que una ruptura tan radical no estaba en
su mente, no era su propósito: la propaganda presenta el libro como una
contribución al «análisis estructural de los relatos», y también como ejem­
plo de «la ciencia del texto». La última de estas expresiones podría sonar
hoy como un oxímoron ya que Barthes, en otro lugar, rehuyó una defini­
ción del significante con el fin de evitar su conquista por el significado, sus
«enemigos», afirmando que es suficientemente sencillo para usarlo («Digre­
siones», en El susurro del lenguaje, ed. ing., p. 90). El hecho de evitarlos
toma aquí la apariencia de estar ignorando la posibilidad de un modelo sin­
táctico global; esto explicaría la extraña inclusión de Propp, el Saussure de
la narratología, junto a Derrida, Kristeva, Benveniste, Foucault y otros teó­
ricos en la lista, que da de las influencias que le hicieron ser consciente de
los peligros de tal idea normativa: Propp representaba el peligro; los otros,
las armas defensivas (La aventura semiológica, ed. cast., p. 12).
El libro constituye un gesto llamativo, y por naturaleza irrepetible: lo
tumultuoso de una Bastilla como lo es la jerarquía de lenguajes en la so­
ciedad. El hecho de que las credenciales de Barthes como escritor puedan
descansar después de todo en otros libros o que éste pueda ser utilizado
con otros fines arguméntales por la tribu académica, no altera en absolu­
to su significación inicial. La idea de publicar in extenso un análisis de un
texto completo -Sarrasine, la novela de Balzac -, mezclando el discurso
del crítico con el del escritor y proponiendo según la elección de las uni­
dades y de la pluralidad de sus códigos una nueva actitud hacia la lectura,
atenta a la signifiance, «una especie de infinito intersentido que se entien­
de entre el lenguaje y el mundo» (Legrain de la voix, ed. ing., pp. 73-74),
sitúa el libro en un lugar fundamental que no puede ser recuperado sen-

' 'Vítulo de la conferencia de Barthes que, recogida en la sección VI del Susurro


del lenguaje, corresponde al celebre comienzo de la monumental obra de Proust En
busca del tiempo perdido. [N. de los T.¡
ROLAND BARTHES 185

cillamente como un lenguaje nuevo que los críticos puedan utilizar a


modo de herramienta. De todos modos, los problemas que se suscitan
son múltiples tanto para Barthes como para su lector.
Uno de ellos es el carácter de los cinco códigos elegidos que tendrían
que cubrir la mayoría de las preguntas a las que uno espera enfrentarse en
la teoría literaria. Otros de sus ensayos, sobre la Biblia o el señor Valdemar
de Poe, utilizan otros códigos, pero esta vez son elegidos de un modo tan
poco representativo, que bajo una mirada inadvertida podrían parecer un
auténtico sabotaje. Los códigos en S/Z son enumerados en un orden que
es evidentemente el de una jerarquía: un código para acciones (basado en
el modelo lógico de Bremo nd a partir de una secuencia de alternativas de
las que Barthes prefiere obviamente las menos dramáticas, un código para
el suspense (el código hermenéutico), un código de semas (que, a pesar de
llamarse «la voz de la persona», está de hecho disperso entre «los caracte­
res, las atmósferas, las cifras, los símbolos»), un código de referencias cul­
turales (que reúna todas las opciones que Barthes no ha tenido en cuenta).
Nuestra glosa sobre los dos últimos es apenas irónica: desde luego que hay
dos modos de ver el mundo en ellos, dos intertextos. Uno de ellos es la
doxa burguesa hecha de todos los estereotipos, tanto del contenido como
de la forma, que hacen de Balzac una feliz tierra de caza para el mitólogo;
el otro es la síntesis de la economía, el psicoanálisis y la teoría literaria con
la que, tal y como hemos visto, Barthes está deseoso de sostener que todos
sus estudios son momentos diferentes de una misma trayectoria, síntesis
que ya funcionaba como el marco triádico habitual y que se presentaba
como prueba de «verosimilitud» de nuestro tiempo14.
El libro también ha servido para demostrar la irrecuperabilidad del
autor desde el texto. Se podría argumentar que el trato despectivo de Sa-
rrasine a pesar de la admiración de su «extravagancia simbólica» proviene
del conocimiento encubierto por parte de Barthes de que en realidad está
ocupándose de Balzac; ciertamente, su propia voz podrá ser oída clara­
mente, no sólo cuando identificamos aspectos y opiniones que también
encontramos en otras de sus obras (por ejemplo en Fragmentos de un dis­
curso amoroso)y sino bastante más a menudo de lo que, a pesar de lo que
nos diga Barthes, no proviene de otros libros. Desde luego, este principio
contradice la idea de que, a diferencia de lo que ocurría en Crítica y ver­
dad, sea la lectura de un lector, la estructuración debida a la «navaja del
valor» que se preocupa escasamente por la exhaustividad académica e in­
cluso por la interlocución, y que aporta significado sin cesar a través de

14 Esta tríada había llegado a ser, por entonces, la auténtica racionalidad de nues­
tro tiempo. Sirve como marco contextual de Las palabra y las cosas (1966) de Fou-
caulr; de F. Wahl, Qu’est-ce que le structuralisme? (1 968); de D. Hollier, Panorama des
sciences humaines (1973), y por supuesto de «El mito de hoy» y de Sur Racine, del pro­
pio Barthes.
186 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

las técnicas del olvido. La navaja de valor se está guiando de un modo na­
tural por el exacerbado sentido de la historicidad de Barthes, y la distin­
ción legible/escribible expresa, sobre todo, una deontología artística que
reconoce la originalidad como el único valor. Aquí, la cuestión de la his­
toria preocupa más que cualquier otro contenido; lo que pudo hacerse en
los primeros tiempos, más ingenuos, no puede volver a hacerse -en cier­
tos círculos, al menos, desde que Barthes al final comenzó a evidenciar
cierta irritación con las restricciones que frecuentemente habían sido un
signo de su propio éxito como teórico-. No obstante, las repercusiones
sociales no pueden ser obviadas, puesto que Barthes siempre apoyó la
idea subrayada en El grado cero de la escritura, según la cual el modo de
escribir que un autor encuentra admisible le compromete tanto como a
alguien que cree que esa práctica concreta puede cambiar el statu quo.
Una revisión de cariz «lectural» y «escritural» inviste a tales nociones, que
son fundamentalmente lábiles, de un contenido que obliga a la crítica a
enmudecer cuando se enfrenta a otros periodos de la producción de Bar­
thes. ¿Vamos a negar un carácter «escritural» a Mitologías, «Mucho tiem­
po he estado acostándome temprano» [«Longtemps je me suis couché de
bonne heure»] o La cámara lúcida, que son ejemplos supremos de escri­
tura, a diferencia de lo que algunos teóricos utilizan rutinariamente bajo
tal término?
¿Es S/Z un ejemplo «escritural» en este nuevo sentido, un texto reves­
tido con más de 500 unidades de lectura tras el objeto del deseo de Bar­
thes de aquella época? ¿Son los más frecuentes mecanismos para controlar
el texto (tipografía, noventa y tres cortos, capítulos teóricos intercalados
de comentarios, recopilaciones y paráfrasis finales, redefinición de los
problemas) el resultado de consideraciones prácticas (ya que el libro fue
aclamado por el gran público) o de su eterno deseo didáctico? Nadie po­
drá protestar por haber tenido la oportunidad de elegir entre dos mode­
los de lectura, la polifonía de las voces anónimas y su «enorme desvaneci­
miento» transgrediendo y subvirtiendo el orden lógico-temporal, o la
fascinación horrorizada de Barthes por la flecha del tiempo que regula el
código de las acciones y de los enigmas, porque son éstos los que conducen
a los auténticos temas que constituyen el «campo simbólico»: clase, crea­
ción y sexo, los cuales se adaptan a estas alturas a ser examinadas como si
hubieran sido difundidas por una castración «pandémica». Si las 561 uni­
dades de lectura que Barthes desea incorporar al texto están limitadas por el
estricto marco intelectual elegido, tal es su deseo de lograr una reversibili­
dad que para Barthes es la que representan los sueños «antinatura» igno­
rando las restricciones lógico-temporales (La aventura semiológica, ed.
ing., p. 147). Existen, por supuesto, textos subversivos que encarnan este
principio, pero no están ni en Sarrasine, ni en S/Z, donde la veta narrati­
va es la predominante, ni en los trabajos sobre Sade, donde poderosos li­
bertinos consienten, de vez en cuando, en inversiones masoquistas pero
ROLAND BARTHES 187

conservando cuidadosamente los dos privilegios principales, el de la pala­


bra y el del asesinato15.

Reversible/Irreversible

La desorganización general de los códigos, a la que según Barthes S/Z


contribuye, frecuentemente es presentada por él como una contribución a
la tarea política cuya enormidad debe algo a las llamadas de Derrida por el
derrumbe de la metafísica occidental que, en cualquier caso, no puede ser
destruida, sólo deconstruida. Barthes, que piensa que «los significados pa­
san, los significantes permanecen» {La aventura semiológica, ed. ing., p. 197)
-de hecho, una de las tareas más arduas de cada generación es redefinir sus
significantes— presenta su programa deconstructivo en los términos del ra­
dicalismo extremo. Éste ya había contribuido en parte a ello, con sus opi­
niones, en El imperio de los signos, a pesar de que el retrato bajo una sola
perspectiva, aunque encantador, de Japón podría parecer al lector difícil­
mente capaz de soportar la enorme responsabilidad de «agrietar el sistema
mismo del sentido» de la sociedad occidental {La aventura semiológica, ed.
cast., p. 14). Japón se presenta como un índice de pensamiento utópico,
lo que resulta manifiesto en un pasaje donde Barthes sueña con un discur­
so que no sólo minimizara las lacunae de un idioma, como había observa­
do Mallarmé respecto al habla poética, sino que absorbiera las fuentes evo­
cadas por la práctica de la escritura en cualquiera y en cada uno de los
idiomas con la intención de transcender sus lacunae {Sollers, ed. ing.,
p. 63). Para Barthes, obvio es decirlo, esta negatividad en el corazón de la
lengua, que es la raíz de la inventiva discursiva, sobre todo tiene que ver
con la relación entre el sujeto y su propia expresión. Barthes alaba al res­
pecto el idioma japonés, donde el sujeto no es «el agente todopoderoso del
discurso», sino más bien «un espacio grande y testarudo que envuelve las
afirmaciones y evoluciona con ellas» {Sollers, ed. ing., p. 45). Muchos lec­

15 En el mundo anglosajón, el postestructuralismo no se refiere a lo que vino des­


pués del estructuralismo, sino a una doctrina concreta sobre los estudios literarios
(cuya relación con la «dcconstrucción» y la aproximación postmoderna a la cultura y
los estudios culturales deben ser cuidadosamente definidos). En Francia, lo que llegó
después del estructuralismo fue la «nueva filosofía» o los «nuevos filósofos», cuyo
acento en el estilo, el uso sin reserva de la primera persona en la práctica filosófica, la
denuncia del enfoque colectivo asociado con las ciencias humanas y, por último, el
virulento anticomunismo, fueron bienvenidos por parte de Barthes. Véase la carta
dirigida a Bernard-Henry Lévy en Bouscasse y Bourgeois (1978), y también en Aubral
y Delcourt (1978). Otro ejemplo de la escritura táctica de Barthes se encuentra en su
«Alors, la Chine?», y su postdata en la edición de Bourgois, que reclama el derecho
de hablar para decir «Sin comentarios».
188 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

tores observarán que el idioma japonés no es esencial para el argumento y


que ¡eso es exactamente lo que Barthes hizo toda su vida en su excelente
francés! Lo que aquí nos importa es que Japón le puso «en situación de es­
critura» y de ahí, y como consecuencia de esto, su libro se conforma en
«felices mitologías»; esto consagrará el luminoso aspecto de la «mutación»
en su último periodo, en el que la muerte de su madre lo oscurece todo (véa­
se «Longtemps...», en El susurro del lenguaje, ed. ing., p. 286). En la últi­
ma década de su vida Barthes fue testigo de la culminación de su larga
marcha hacia la ficción que, mientras se seguía usando el lenguaje de la
permanente revolución política o teórica, adquirió rasgos radicalmente
distintos. El placer del texto aun se presentó como respuesta a las nuevas
perspectivas prcedípicas abiertas al «semanálisis» por Kristeva, pero el
tema del placer ocupó un espacio permanente en la última fase de la obra
de Barthes: la de una afirmación pura espetada a la cara de los discursos
poderosos y enfrentados.
A esto le siguió literalmente una encarnación: no sólo por un crecien­
te interés en materias distintas al lenguaje: pintura, música, comida, fo­
tografía, en las que Barthes acentuó su participación activa, sino con el
uso obsesivo de una «palabra-tótem», el cuerpo (Roland Barthes por Ro­
land Barthes, ed. cast., pp. 3, 4, 136). Su función fue claramente la mis­
ma que la de aquellas otras nociones lanzadas al mismo tiempo: los «bio-
grafemas» de Sade, Fourier, Loyola, o las fotografías y la «anamnesis» en
Roland Barthes por Roland Barthes que mantienen a raya el significado
asemejándose a lo que los analistas llamaban screen-memories [pantalla de
recuerdos]. Se afirma antifrásticamente: «Ahora sabemos agradecer al psi­
coanálisis que el cuerpo excede de lejos nuestra memoria y nuestra con­
ciencia» (Elsusurro del lenguaje, ed. ing., p. 3 1). No se puede afirmar me­
jor lo que implica la cuestión de repetir y al mismo tiempo de evitar el
tema del inconsciente.
Pero el elemento radicalmente nuevo es que Barthes, quizás animado
por cierta irresponsabilidad teórica que anida a su alrededor, influido por
una creciente y rápida renovación de las modas conceptuales y por el pun­
to más bajo del nihilismo político, probablemente también encontrando
una fuerza nueva en la permisividad sexual que siguió a 1968 (que no dejó
de generar nuevos códigos que él encontraba molestos como podemos
apreciar en Fragmentos de un discurso amoroso o en «Soirées de París», en
Incidents), y finalmente debido a la depresión y la fatiga manifiesta y a un
deseo de vita nuova, venció su miedo tanto a la soledad intelectual como a
los variados discursos de moda, y se atrevió a plantear un discurso direc­
to16. Esto sucede al mismo tiempo que se da un franco interés por el psi­

16 Sobre el compromiso de Barthes en sus últimas obras y sobre lo que el llama su


carácter «misterioso», véase su entrevista con Normand Biron, «La dcrnicrc des soli­
tudes» en Revue d’estbétique (1981).
ROLAND BARTHES 189

coanálisis, al cual siempre había mantenido a distancia, defendiendo en su


lugar el análisis sartreano o bachelardiano. Sobre Racine mostraba su uso
del lenguaje psicoanalítico, justificándolo por una conveniencia superfi­
cial, porque era eficiente «reunir todo el miedo del mundo». Este uso re­
nuente de las teorías freudianas resultó, no obstante, un tema de interpre­
tación fundamental en el libro de Mauron sobre Racine que le sirvió de
modelo. Barthes identificaba la ley con el padre mientras que el análisis
de Mauron -quizá demasiado visceral- representaba el conflicto de Raci­
ne como consecuencia de un padre incapaz y una madre arcaica y posesiva
como Bouchardon, el escultor que contuvo la sexualidad de Sarrasine en
S/Z, y tan espantoso como lo que algunas veces aparece en Fragmentos de
un discurso amoroso.
La represión -en los primeros trabajos autobiográficos de Barthes- de
todos los conflictos edípicos no impide una discreta nostalgia del padre,
que podemos apreciar en Fragmentos de un discurso amoroso. Cuantitativa­
mente, la literatura psicoanalítica es el más importante intertexto de refe­
rencia; la composición enciclopédica del libro de Barthes podría incluso
haber sido inspirada por el diccionario psicoanalítico de Laplanche y Pon-
talis. Pero mientras que anteriormente Freud no aparecía nunca, salvo en
sus avatares lacanianos (madre fálica más que buen padre), sí lo vamos en­
contrando después, por ejemplo en Fragmentos de un discurso amoroso vis­
to a través de los ojos de su hijo Martín, y como «un modelo de normali­
dad», es decir, ¡tranquilizadoramente neurótico! {Fragmentos de un discurso
amoroso, ed. ing., p. 145). Los otros libros psicoanalíticos citados ponen
especial énfasis en el análisis de la infancia, algo que no nos sorprende
dado que el amante y el niño se funden completamente de maneras que
en ocasiones resultan desconcertantes, por ejemplo cuando se ve al amado
apagándose en un cansancio sin remedio. La violencia de la muerte «que
viene por sí misma» {Elsusurro del lenguaje, ed. ing., p. 354) ve como úni­
co refugio la energía que se encuentra en el imaginario {Fragmentos de un
discurso amoroso, ed ing., p. 106). Barthes, que había evitado con tal de­
terminación todo tipo de consistance -densidad y firmeza- ahora anhela
una especie de gradualismo por el que, por ejemplo a través del diario-re­
cogimiento, pudiera «tomar forma» («(^a prend») una obra proustiana.
Barthes todavía se pregunta si el «yo», «creciendo y fortaleciéndose» es
«tan grande como el texto» {El susurro del lenguaje, ed. ing., p. 372), pero
sus últimas obras muestran un cambio irresistible y autónomo hacia las
formas de ficción, desde fragmentos de RolandBarthespor Roland Barthes,
a otros de «Deliberation» en El susurro del lenguaje, Incidentes, Fragmentos
de un discurso amoroso, hasta la estructura auténticamente narrativa de La
cámara lúcida donde tiene lugar la confluencia de estas dos tendencias, la
investigación científica y la autoexploración.
Fragmentos de un discurso amoroso, sean cuales sean sus supuestas in­
tenciones de evitar un argumento, encarna una narración, puesto que nos
190 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

conduce hacia una esperanza, la de sobrevivir a través de la falta de pasión


y de la renuncia, implícitas en la noción zen de «no desear comprender»
(ed. ing., pp. 18, 104, 155, 171, 222, 224). Pero, tal como se afirma en
las últimas páginas de Roland Barthes por Roland Barthes, vivir y escribir
depende de desearlo: ¿qué sucede si, como decía Barthes en su última en­
trevista, se da una «crisis del deseo»? ¿Dónde se queda uno cuando deja
de estar enamorado? {Fragmentos de un discurso amoroso, ed. ing., p. 105).
El temor a la acedía, una nueva cara del tema sobre la afasia, se combate
duramente en sus últimas obras mediante una inversión afectiva de la
psicosis, de la que la pasión no correspondida sólo es un ejemplo. El de­
lirio es, en este sentido, otra imagen de la libertad en su trabajo; ya lo ha­
bía defendido en Crítica y verdad, cuando apuntaba que el delirio de ayer
podría ser la verdad de mañana; en La cámara lúcida cuando mostró la
afinidad de la fotografía y la locura, y también de otro modo en su Legón
inaugúrale, cuando describe la literatura como un engaño fundamental
dado que su inalcanzable objeto de deseo es lo real. Quizá deberíamos ver
su obra como una lucha entre dos intuiciones: la de abarcar por activa y
por pasiva la búsqueda de un método que, como observó Mallarmé, po­
dría ser también la ficción, y la del abandono a la locura de lo real, cuyo
otro nombre es poesía.

derechos de autoi
7
La deconstrucción

El movimiento conocido como «deconstrucción», en el momento de


escribir estas líneas, no tiene más de veinte años. Sólo tomó conciencia de sí
mismo en la década de los setenta. Retrospectivamente, sin embargo, su
origen se fecha con frecuencia en 1966 -año en el que el filósofo francés
Jacques Derrida leyó un artículo titulado «Structure, sign and play in the
discourse of the human sciences» («Estructura, signo y juego en el dis­
curso de las ciencias humanas») (reimpreso en La escritura y la diferencia,
ed. ing., pp. 278-294) en una conferencia sobre estructuralismo en la
universidad Johns Hopkins de Baltimore-. Ese artículo, que a través de
una ruptura explícita fue identificado con los postulados del estructura­
lismo, inmediatamente se convirtió en el heraldo de la emergencia del
«postestructuralismo». Pero ese término era entonces, y ha continuado
siéndolo, impreciso por naturaleza. El mismo adquirió el sentido que ha
tenido posteriormente en un golpe de mano orquestado por Derrida y
Michel Foucault.
Esos dos pensadores profundamente originales, sin embargo, no pen­
saron en ningún momento que pudieran estar englobándose en un movi­
miento común, ni tampoco que estuvieran motivados por una hostilidad
específica hacia el estructuralismo. Cada uno de ellos tenía unas priorida­
des bien distintas, consecuencia de diferentes tradiciones, y se centraron en
temáticas diversas. El trabajo inicial de Derrida, el trabajo que, por lo de­
más, ha tenido más influencia en el deconstructivismo, fue una continua­
ción e intensificación del ataque de Heidegger al platonismo. El mismo
tomó la forma de las discusiones críticas de Rousseau, Hegel, Nietzsche,
Saussure y muchos otros escritores, incluyendo al propio Heidegger. Por el
contrario, a pesar de que Foucault estuvo también muy influenciado por
Heidegger, los libros que le hicieron célebre fueron sobre historia de las
instituciones y sobre los usos disciplinarios, más que trabajos propiamen­
te dichos de filosofía. Esos libros presentaban una tendencia marcada­
mente política, mientras que los escritos iniciales de Derrida sólo en oca­
siones tocaron temas políticos.
A pesar de lo diferentes que eran estos hombres, fueron dos de las tres
principales fuentes de inspiración del deconstructivismo —Derrida apor­
tando el programa filosófico y Foucault la interpretación política de iz­
quierdas-. Ninguno de ellos, sin embargo, se imaginó a sí mismo como
crítico literario, ni soñó con fundar una escuela de crítica literaria. Sin
una tercera fuente, los escritos de Paúl de Man, es difícil imaginar que la
escuela deconstructivista hubiese existido.
De Man -ciudadano belga emigrado a los Estados Unidos- estudió
en Harvard, y llegó a ser catedrático de Literatura Comparada en Yale en
192 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

1971 Bastante antes de haber descubierto el trabajo de Derrida (a quien


conoció en la conferencia de 1966 en Hopkins), ya había escrito artícu­
los llenos de fuerza y originalidad sobre algunos textos literarios, e influ­
yentes discusiones teóricas sobre la naturaleza y el objeto de la crítica lite­
raria. De Man siempre estuvo muy influido por la filosofía» en particular
por Nietzsche, Husserl y Heidegger. Sus estudiantes se hicieron (extraor­
dinariamente en los estudiantes de literatura norteamericanos de esa épo­
ca) lectores de filosofía y, pasado el tiempo, ellos mismos se apropiarían
rápidamente de Derrida y de Foucault —una apropiación facilitada por
las habituales visitas de Derrida a Yale durante los últimos años setenta y
los primeros ochenta—. Los estudiantes de De Man crearon el núcleo ini­
cial del movimiento deconstructivista» y la crítica literaria deconstructiva
debe muchos de sus matices distintivos y su énfasis especial al modelo
que supuso Paúl de Man.
La noción de «movimiento deconstructivista» tiene tanto un sentido
amplio como otro más limitado o restringido. En el sentido amplio se re­
fiere a un movimiento que se extiende mucho más allá de la crítica literaria.
«Deconstrucción» es, en la actualidad, tanto una consigna válida en la cien­
cia política, la historia y el derecho, como en el estudio de la literatura2. En
todas estas disciplinas, connota un proyecto de desestabilización radical.

1 Después de la muerte de De Man en 1984» se descubrió que, apenas con veinte


años» había contribuido con artículos antisemíticos en periódicos colaboracionistas
belgas. Alguno.*? enemigos de la deconstrucción intentaron utilizar este hecho para de­
sacreditar el movimiento. Muchos de los amigos de De Man (sobre todo Derrida y
Hartman) emprendieron importantes tentativas de apoyo relacionando el trabajo ma­
duro de De Man con lo que había hecho en su juventud. Para encontrar material biográ­
fico sobre de Man, véase la introducción de Lindsay Waters a los Escritos críticos (1953-
1978) de Paúl de Man. Para encontrar referencias y aportaciones a la controversia sobre
los primeros escritos de De Man véase «Postscriptum», en Norris, Paúl de Man,
1 Esta afirmación, como el resto del presente capítulo, fue realizada en 1988. Aho­
ra (1994) está fuera de lugar. El uso de «deconsrrucción» como una consigna alcanzó
su apogeo en el transcurso de los años ochenta y el movimiento que lo utilizó en este
sentido parece haberse disuelto totalmente. Las interpretaciones de los textos literarios
que se a uto declaran de constructivas surgen ahora con mucha menor frecuencia que
hace diez años, a pesar de que numerosos son los tipos de interpretaciones que apare­
cen con una deuda evidente hacia Derrida. Hay un sentimiento en los departamentos
de literatura de que la de construcción es un vieuxjeu, habiendo sido sustituida por los
«estudios culturales», un movimiento que debe más a al influencia de Foucault, que a
la de Derrida. Los propios escritos de Derrida, sin embargo, son aún una fuente refe­
rencial inestimable en los cursos de teoría literaria —habiendo incluso alcanzado su
primera obra una especie de status «clásico»-. Desde ese primer trabajo» sus escritos
han ido ganando fuerza, continúan siendo leídos extensamente y son recibidos con
avidez. Pero ahora se le lee menos como el abanderado de un movimiento determina­
do que como un filósofo de singular originalidad -aunque a menudo incomprensible-
cuyo pensamiento está todavía en desarrollo y cuya trayectoria no se puede predecir.

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LA DECONSTRUCCIÓN 193

Para los conservadores en estas disciplinas, la palabra sugiere una especie de


nihilismo de los valores e instituciones tradicionales. Para ellos, «decons-
tructivista» es más o menos sinónimo tico radica] que escribe críti-
cas perversas sobre ideas aceptadas en un estilo incomprensible y cargado
de jerga». Sin embargo, en el trabajo de los nuevos historiadores de las ideas,
el término «deconstructivismo» se utiliza con propensión para nombrar los
resultados de una súbita eclosión de las ideas de Nietzsche y de Heidegger
en el mundo intelectual anglosajón. Desde esta perspectiva, la crítica litera­
ria deconstructivista sólo parece una manifestación de la intrusión de cier­
ta tradición del pensamiento filosófico europeo en una cultura académica
que previamente la había ignorado.
Este capítulo se ocupará del movimiento deconstructivista interpreta­
do, de un modo restringido, como una escuela de crítica literaria. A pesar
de este enfoque, será sin embargo necesario dedicar más de la mitad del
espacio disponible a una explicación ampliamente detallada del decons­
tructivismo filosófico. Esto es así debido a que el deconstructivismo es
quizá el movimiento más orientado a la teoría, el más específicamente fi­
losófico, de la historia de la crítica literaria. Algunos de los términos que
salpican sus estudios sobre textos literarios -por ejemplo, «la metafísica»
en su particular sentido heideggeriano— son ininteligibles para aquellos
que carecen de una formación filosófica. Es difícil, quizá imposible, en­
contrar una crítica deconstructivista que no sea ampliamente estudiada
por la filosofía, y que no tome parte en las discusiones teóricas. A dife­
rencia de muchos movimientos del pasado, la deconstrucción no ha con­
seguido establecerse como un nuevo y revisado canon literario; aunque
algunos autores (como, por ejemplo, Rousseau) son casos afortunados,
los críticos deconstructivistas no están particularmente preocupados en
reevaluar las obras literarias canónicas, ni en seleccionar ni escoger entre
ellas. Como ocurre con los críticos freudianos, de casi ningún trabajo se
saca el mismo provecho. Y del mismo modo que la crítica literaria freu-
diana tiene su más importante fundamento metodológico en el psicoaná­
lisis, la crítica deconstructivista también tiene su base fundamental fuera
de la literatura, en la filosofía. Como el positivismo lógico, este movi­
miento reclama el soporte de una ayuda filosófica igualmente necesaria
para todas las disciplinas y no sólo para el estudio de la literatura.
El término «teoría literaria» (normalmente utilizado para denominar
un campo de especialización profesional para profesores de literatura, en
pie de igualdad con «literatura alemana del siglo XVII» o «teatro europeo
contemporáneo») es, en líneas generales, sinónimo de «discusión sobre
Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida, Lacan, Foucault, De Man, Lyo-
tard, et al.» En las universidades anglosajonas, la actual filosofía francesa
y alemana se enseña mucho más en los departamentos de inglés que en
los departamentos de filosofía. Es más, la enseñanza de esta clase de filo­
sofía casi siempre está asociada con los ataques sobre la manera en que
194 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

tradicionalmente los departamentos de inglés han considerado su labor, y


con la conciencia y con los intentos sistemáticos de politizar esa función.
Así, después de seccionar la teoría literaria y la práctica de la crítica de­
constructiva, este capítulo concluirá con un apartado sobre la relación de
la crítica deconstructiva literaria con el radicalismo político.

Teoría deconstructivista

La mayor parte del trabajo de Derrida sigue una línea de pensamiento


que comienza con Friedrich Nietzsche y continúa con Martín Heidegger.
Esta línea de pensamiento se caracteriza por un repudio aún más radical
del platonismo: del aparato de distinciones filosóficas que Occidente he­
redó de Platón y que ha dominado el pensamiento europeo. En un pasaje
memorable de El crepúsculo ele los ídolos, Nietzsche describe «cómo el
“mundo real” se convirtió en una fábula». .Allí esboza una explicación de la
gradual disolución del modo de pensar transcendental común a Platón, al
cristianismo y a Kant, el modo de pensar que enfrenta el mundo verdade­
ro de la realidad, con el mundo de las apariencias creado por los sentidos,
la materia, el pecado, o por la pura estructura de la comprensión humana.
Las expresiones características de este transcendentalismo, de este intento
de escapar del tiempo y de la historia hacia la eternidad, son lo que los de-
constructivistas frecuentemente llaman «las oposiciones binarias tradicio­
nales»: verdadero-talso, original-artificial, único-múltiple, objetivo-subje­
tivo, etcétera.
En los textos que escribió Heidegger después de su alejamiento de la
«ontología fenomenológica» que desarrolló en su obra seminal Ser y tiem­
po, identificó el platonismo con lo que él denominó «metafísica», e identi­
ficó la metafísica con el destino de Occidente. Según Heidegger, persona­
jes como san Pablo, Descartes, Newton, Kant, John Stuart Mili y Marx
son sencillamente episodios en la historia de la metafísica. Sus perspectivas
siguieron siendo perspectivas platónicas, incluso cuando pensaron que es­
taban rechazando el idealismo, lodos ellos, de un modo u otro, continua­
ban aferrados a la distinción entre realidad y apariencia, o entre lo racional
y lo irracional. Incluso el empirismo y el positivismo dieron por supuestas
esas distinciones y, por lo tanto, para Heidegger, eran tan sólo formas tri-
vializadas y degeneradas del pensamiento metafísico. «Toda metafísica, in­
cluyendo su gran opositor, el positivismo, habla el lenguaje de Platón»
(Heidegger, «El fin de la filosofía», cd. ing., p. 386).
Heidegger consideraba incluso a Nietzsche un metafísico -el metafísi­
co de la voluntad de poder, un filósofo que invirtió la oposición platónica
entre Ser y Devenir convirtiendo el Devenir en prioritario, como una for­
ma de corriente interminable de poder que lo recorre todo. Heidegger cita
a Nietzsche diciendo: «asimilar el Devenir con las características del Ser es
LA DECONSTRUCCIÓN 195

la voluntad de poder suprema»3. Tilles pasajes justifican la aseveración de


que Nietzsche fuera «el último metafísico» y, por lo tanto, aún no fuera un
pensador /xztfmetafísico, capaz de alejarse del platonismo imperante por
doquier4. La esperanza de Heidegger fue precisamente la de convertirse en
ral pensador. Tenía la esperanza de escapar al destino de Occidente, de no
volver a tener una visión predeterminada de lo que verdaderamente sea lo
real, de no pensar más en términos de alguna de las oposiciones tradicio­
nales, binarias y jerárquicas.
Lo que Heidegger llamó «platonismo» o «metafísica» u «onto-teolo-
gía», Derrida lo denomina «la metafísica de la presencia» o «logocentris-
mo» (o, en algún caso, «falogocentrismo»). Derrida se adhiere a la afir­
mación de Heidegger de que esa metafísica ha sido la absolutamente
dominante en la cultura de Occidente. Ambos perciben cómo la influen­
cia de las oposiciones binarias tradicionales contagia todas las áreas de la
vida y del pensamiento, incluyendo la literatura y la crítica literaria. Así,
Derrida está enteramente de acuerdo con Heidegger en que la tarca del
pensador es liberarlas de tales oposiciones y de las formas de vida intelec­
tual y cultural que ellas mismas estructuran. En cualquier caso, Derrida
piensa que Heidegger finalmente no tuvo éxito en esta liberación. Como
él dice:

Lo que yo he intentado hacer no hubiera sido posible sin la apertura de


las preguntas de Heidegger [...] Pero a pesar de esta deuda con el pensa­
miento de Heidegger, o por ello mismo, yo intento encontrar en los textos
de Heidegger [...] los signos que lo hacen pertenecer a la metafísica, o a lo
que el llama onto-teología (Derrida, Posiciones, ed. ing., pp. 9-10).

El indicador fundamental del carácter persistentemente metafísico del


pensamiento de Heidegger, piensa Derrida, es su uso de la noción de «Ser».
Heidegger describió la transición gradual, durante el transcurso de 2.000
años, desde el platonismo de Platón hasta el platonismo invertido de
Nietzsche como un gradual «olvido del Ser». Olvidar el Ser, desde el pun­
to de vista de Heidegger, es confundir el Ser con los seres. Platón, señala
Heidegger, se planteó a un tiempo la pregunta «¿qué es el Ser?» con la pre­
gunta «¿cuál es la característica más general de los seres?» haciendo una
asimilación que oscurece lo que Heidegger llamó «la diferencia ontológi-
ca», la diferencia entre el Ser y los seres. Heidegger trató esa diferencia de
manera análoga a la diferencia que se da entre la aprobación atenta y el
deseo único de sistematización y control.

3 E Nietzsche, La voluntad de poder, sec. 617, citado por Heidegger en Nietzsche,


vol. II.
4 Véase Heidegger, «The world of Nietzsche, y Nietzsche IV, pp. 202-205,
ed. ing.
196 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Esta misteriosa noción del Ser, de algún modo imaginada por los pre­
socráticos pero gradualmente olvidada a medida que Occidente se iba
deslizando hacia la veneración nietzscheana, a la voluntad de poder, y a
una cultura dominada por la racionalidad de la adecuación a los fines, y
por el titanismo tecnológico, es el elemento del pensamiento de Heideg­
ger que Derrida abandonará. El considera la «diferencia ontológica»
como una noción que todavía forma parte del «asimiento a la metafísica»
(Derrida, Posiciones, ed. ing., p. 10) y afirma: «No habrá un único nom­
bre, incluso si éste fuera el nombre del Ser. Y debemos pensar en ello sin
nostalgia, es decir, fuera del mito de un lenguaje estrictamente paternal o
maternal, un país innato del pensamiento» (Derrida, Márgenes de la filo­
sofía, ed. ing., p. 27).
Con el fin de distanciarse de Heidegger, Derrida procede a crear pala­
bras dentro de la terminología filosófica {trace, differance, archi-écriture,
supplement y muchas otras) destinadas a imitar y reemplazar la termino­
logía propia de Heidegger (Ereignis, Lichtungy similares)5. Mientras que
las palabras de Heidegger expresan su veneración por lo inefable, el silen­
cio y lo duradero, las de Derrida expresan su afectuosa admiración por lo
que prolifera, lo elusivo, lo alusivo, lo que se recontextualiza a sí mismo.
Considera mejor ejemplificados estos rasgos en la escritura que en el ha­
bla -dando de este modo la vuelta a la preferencia de Platón (y de Hei­
degger) por la palabra hablada sobre la escrita—. Elaborando esta termi­
nología, Derrida intenta ocupar el lugar que Heidegger implícitamente
se había reservado a sí mismo, el del primer pensador postmetafísico, el
profeta de una época en la que la distinción apariencia-realidad había
perdido por entero su hegemonía sobre nuestro pensamiento.
Abandonando la nostalgia heideggeriana, Derrida se liberó a sí mismo
de aquellos elementos del pensamiento de Heidegger que le recordaban al
pastoreo sentimental y al nacionalismo propios de Heidegger, unos rasgos
que le habían vinculado con el nazismo. De este modo, Derrida ayudó a que
Heidegger se liberara de su utilización por la izquierda política. Pero más
allá, y de mayor importancia para los propósitos de los críticos literarios de-
constructivistas, es fundamental el hecho de que se moviera desde la emo­
tiva pregunta heideggeriana: «¿Cómo puedo encontrar pistas del recuerdo
del Ser en los textos de historia de la filosofía?» a preguntas cuasi políticas:
«¿Cómo podemos subvertir los propósitos de los textos que invocan oposi-

5 Sobre ¡a argumentación que afirma que nociones como trace y differancese pre­
sentan juntas para confeccionar algo más que un sistema filosófico, véase Gasché,
Tain. Este trabajo realmente minucioso y llamativo mantiene que Derrida ha sido
mal interpretado debido a la apropiación que del mismo hacen los teóricos literarios,
y que necesita ser recuperado para la filosofía propiamente dicha (véase especialmen­
te la p. 3 sobre este asunto). Con relación a la crítica de Gasché, véase Rorty, «Trans­
cendental».
LA DECONSTRUCCIÓN 197

clones metafísicas? ¿Cómo las podemos descubrir como metafísicas?». De­


rrida se movió desde la preocupación de Heidegger por el canon filosófico
hasta el desarrollo de una técnica que pudiera aplicarse a casi cualquier tex­
to, antiguo o moderno, literario o filosófico. Esta sería la técnica que ven­
dría a denominarse «deconstrucción».
La palabra deconstrucción desempeña un papel de tan escasa impor­
tancia en la escritura de Derrida como los términos Abbau y Destruktion
lo hicieron en la de Heidegger. «Deconstructivismo» no fue, inicialmen­
te, más que la etiqueta elegida por Derrida para designar su propio pen­
samiento, del mismo modo que «existencialismo» fue la etiqueta de Hei­
degger para las doctrinas de tiempo. Pero, dado que Derrida se hizo
famoso (en los países de habla inglesa), no por sus colegas filósofos, sino
por los críticos literarios (que estaban buscando nuevos modos de leer los
textos más que una manera nueva de entender la historia de las ideas),
esta etiqueta (en aquellos países) ha llegado a estar firmemente unida a la
escuela en la que Derrida, para su sorpresa y confusión, es la principal fi­
gura67. Según el uso que le dan los miembros de esta escuela, el término
«deconstrucción» se refiere, en primer lugar, al modo en que los rasgos
«accidentales» del texto se pueden ver como una traición, una subversión
del mensaje supuestamente «esencial» . Como un primer ejemplo poco
sofisticado de tal traición, consideremos la declaración «estoy decidido a
utilizar únicamente un lenguaje directo, exotérico». Dado que «exotéri­
co» es de alguna manera una expresión esotérica, la afirmación se tamba­
lea desde la base, más o menos del mismo modo que le sucede a «llego a
estar profundamente deprimido cuando pienso cuánto tiempo suelo
malgastar en remordimientos». El estilo de tales afirmaciones, o de su
contexto, o de las resonancias de ciertas palabras utilizadas, interfiere di­
rectamente en su significado, es decir, con lo que pretenden decir.
Como muestra de un ejemplo menos burdo, consideremos la discu­
sión de Derrida acerca del aprieto en que se encontró Heidegger cuando
intentó liberarse de la metafísica, pata decir algo sobre el Ser, que no fue­
ra exclusivamente una generalización sobre los seres o las cosas. Tuvo que

6 Con relación a una discusión interesante acerca de la diferencia entre las preo­
cupaciones particulares de Derrida, y las de sus seguidores de habla inglesa, véase
Gumbrccht, «Deconstruction deconstructed». Respecto a la reivindicación de que la
deconstrucción no debiera haberse prolongado desde la metafísica hasta la lireratura,
que había sido un error haber tomado «una práctica filosófica legítima [...] como
modelo para la crítica literaria», véase Eco, «Intentio», p. 166.
7 Véase la respuesta de Paúl de Man a la petición por parte de Robert Moynihan
en /í Recent Imagining, p. 156, de una definición de «deconstrucción»: «Es posible,
en un texto, situar una pregunta o rebatir afirmacionesS hechas en el texto, por medio
de elementos que están en el mismo, que con frecuencia serán estructuras definidas
y que oponen elementos retóricos a elementos gramaticales».

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198 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

recurrir a metáforas que como «el lenguaje es la casa del ser» nos recuer­
dan la verdadera noción del Ser-como-presencia que, como Heidegger ya
había sugerido, se arraigan en la confusión del Ser con los seres. Derrida
comenta:

Y si Heidegger ha deconstruido radicalmente el dominio de la meta­


física por el presente, lo ha hecho para llevarnos a meditar acerca de la
presencia del presente. Pero el pensamiento de esta presencia sólo puede
metaforizar, por medio de una profunda necesidad de la que uno no pue­
de sencillamente decidir escapar, el lenguaje que deconstruye (Márgenes
de la filosofía, ed. ing., p. 131).

Se puede generalizar la observación de Derrida sobre Heidegger


como sigue: alguien que dice algo como «debo repudiar al completo el
lenguaje de mi cultura» está haciendo una declaración en el lenguaje
cuya cultura repudia. Lo estará haciendo incluso si reitera su repudio de
un modo metafórico, más que literal, en el uso de los términos del len­
guaje. Por otra parte: alguien que no quiere hablar de los seres está obli­
gado a explicar detalladamente sus intenciones en -¿cómo no?- los tér­
minos en que se acostumbra a hablar de los seres. Cualquier intento de
hacer cualquier cosa del tipo de las que Heidegger quería hacer tropieza
inevitablemente consigo misma. Por lo tanto, concluye Derrida, debe­
mos intentar hacer algo muy parecido a lo que intentó Heidegger, pero
a la vez muy diferente8.
Derrida cree que los intentos de Heidegger por expresar lo inefable son
únicamente la forma última y más frenética de una lucha inútil, la de la
evasión del lenguaje para encontrar palabras que tomen su significado di­
rectamente del mundo, del no-lenguaje. Esta lucha viene arrastrándose
desde los griegos, pero está condenada; porque el lenguaje no es, como dice
Saussure, nada salvo diferencias9.
Esto quiere decir que las palabras sólo tienen significado por los efectos de
contraste con otras palabras. «Rojo» sólo adquiere significado por contraste
con «azul», «verde», etc. «Ser» tampoco significa nada salvo por contraste, no
sólo con «seres» sino con «naturaleza», «dios», «humanidad», y en realidad
con cualquier otra palabra del lenguaje. Ninguna palabra puede adquirir
significado del modo en que los filósofos, desde Aristóteles hasta Bertrand
Russell, esperaron que lo hiciera: mediante la expresión inmediata de algo

8 En relación con la discusión de Derrida sobre las similitudes y diferencias entre el


proyecto de Heidegger y el suyo propio, véase Márgenes de la filosofía, ed. ing., pp. 25-
27 y 134-136. Véase también Megill, Prophets ofExtremity, cap. 7.
9 Véase Saussure, Curso de Lingüística General, capítulo 4, sec. 4. El mismo asun­
to es tratado por Wittgcnsicin en muchos momentos de sus Investigaciones filosóficas.
LA DECONSTRUCCIÓN 199

no-lingüístico (por ejemplo, una emoción, un dato de los sentidos, un ob­


jeto físico, una idea, una Forma platónica)lü.
Derrida dice acerca de los filósofos logocéntríeos que lo que pretendían
era ofrecer la siguiente esperanza de inmediatez: «La univocidad es la
esencia, o mejor, el lelos del lenguaje. Ninguna filosofía ha renunciado ja­
más a este ideal aristotélico. Este ideal es la filosofía.» {Márgenes de la filo­
sofía, ed. ing., p.247). Para conseguir liberarse de la tradición logocéntri­
ca habría que escribir, y que leer» de tal modo que se renunciase a este
ideal. Para arrasar con la tradición habría que apreciar como autoilusorios
todos los textos de esta tradición porque utilizan el lenguaje para hacer lo
que el lenguaje no puede hacer. Por decirlo así, se puede confiar en el len­
guaje en sí mismo para traicionar cualquier intento de trascenderlo (véa­
se Derrida, La escritura y la diferencia^ ed. ing-, pp. 278-281).
Tal visión del lenguaje, por supuesto, llamó la atención de los estu­
diantes de literatura formados en la práctica de la lectura minuciosa del
New Criticism11. Los críticos formados en esta corriente habían estado
acostumbrados desde hacía tiempo a reconocer las ambigüedades y a ver
cómo algo con sentido literal puede ser considerado metafórico (y vicever­
sa). También estaban acostumbrados a dejar a un lado al poeta, sus inten­
ciones y su contexto histórico y a mirar en su lugar lo que ellos denomi­
naron «los entresijos interiores del poema en sí mismo». Lecturas
derrídianas de textos filosóficos sugerían la posibilidad de lecturas simila­
res de los textos literarios. Pero aquellas lecturas podían no manifestar la
«unidad orgánica» buscada por los «nuevos críticos» sino más bien lo con­
trarío: un proceso interminable de autodesentrañamíento, autotraición,
autosubversióm Considerada la reivindicación derridiana de que ese len­
guaje de la metafísica es muy influyente, tal lectura debiera ser posible in-10 11

10 Evidentemente, esto no quiere decir que no haya algo que haga las veces de re­
ferencia lingüistica del no-lenguaje, sino que tan sólo repite la opinión de Wittgcns-
tein de que esa definición ostensiva requiere mucho de «puesta en e.scena». El senti­
do común reclama que el hecho de que «hay un conejo» se pronuncie por lo general
en presencia de conejos, está viciado no por la opinión de Wittgensrein, ni por los ar­
gumentos de Quine sobre la ínescrutabilidad de la referencia, ni por los de Derrida
sobre la tendencia del significante a separarse del significado. Relacionado con el im­
pacto de tales argumentos sobre la noción del significado, véase Stout, «What is the
meaning of a text», y Wheeler, «The extensión of deconstruction».
11 En referencia a una discusión sobre los paralelismos enrre el deconstructivismo
y el New Criticism, véase Graff, Literatnre Against lísc/fi pp. 145-146 y Profcssíng Li-
ierature, pp. 240-243. En la página 242 del último libro, Graff dice: «La nueva críti­
ca, fetiche de unidad, es reemplazada (en el deconstructivismo) por un fetiche de la
separación, de las aporias y de los textos que “difieren de sí mismos", a pesar de lo
cual la crítica continua “valorando" en exceso aquella complejidad de la reformula­
ción racional, que ha sido el criterio respetado (en la crítica literaria anglosajona)
desde los años cuarenta». Véase también Bove, «Variations on authority»,

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200 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

el uso para textos que, a primera vista, no tienen nada que ver con ningún
tópico filosófico. El propio cambio de opinión de Paúl de Man le condu­
jo, junto con sus discípulos (Gayatri Spivak, un muy reconocido traduc­
tor e intérprete de Derrida), a considerar que éste ofrece un método más
que una perspectiva: un método que podía generar un tipo determinado
de lectura. La apropiación de Paúl de Man de Derrida fue el aconteci­
miento fundamental en el desarrollo de la deconstrucción.
Antes de discutir con más detalle el modo en que de Man medió entre
Derrida y el estudio de la literatura en el mundo académico estadounidense,
será mejor, sin embargo, detenerse y considerar las pretensiones filosóficas
de Derrida en sí mismas, al margen de su apropiación por parte de críticos
literarios. Pales pretensiones han sido en primer lugar objeto de críticas hos­
tiles, a veces amargas, de los colegas filósofos de Derrida. Jacques Bouveres-
se en Francia y Jürgen Habermas en Alemania criticaron seriamente a De­
rrida. Pero la crítica más feroz del mismo ha venido por parte de los filósofos
analíticos británicos y norteamericanos, miembros de la escuela filosófica
que ha dominado el mundo académico anglosajón desde la Segunda Guerra
Mundial. Para muchos de estos filósofos, héroes de una tradición que co­
menzó con la oposición del positivismo lógico a la metafísica (no en el sen­
tido amplio heideggeriano, sino en un sentido más laxo en el que las afir­
maciones metafísicas, teológicas y morales «inverificables» se oponen a las
afirmaciones científicas «verificables»), el trabajo de Derrida aparenta ser
una regresión deplorable, frívola, maliciosa hacia el irracionalismo.
Hay dos corrientes principales de crítica hacia la filosofía derridiana.
Aquellos que siguen la primera corriente ven las doctrinas de Derrida
como una especie de reductio adabsurdum del cuestionamiento del «rea­
lismo», más en concreto, sobre la propuesta de que lenguaje y pensamien­
to se estructuran y dan contenido al mundo a través del no-lenguaje. Con­
sideran a Derrida como un lingüista idealista, alguien cuya proclama más
citada, «No hay nada que quede fuera del texto»12, no se apoya más que en
antiguos y malos argumentos de Berkeley y Kant. Uno de estos críticos,
David Novitz, dice que Derrida cree que «nuestro uso del lenguaje nunca
está obligado por un mundo no-lingüístico» («The rage for deconstruc-
tion», p. 53), y que esta conclusión no se extrae del hecho de que «no po­
damos experimentar un objeto al margen de nuestras estructuras menta­
les», lo que «es sólo otro modo de decir que no podemos experimentar un
objeto al margen de nuestra experiencia del mismo» («The rage for de-
construction», p. 50). Como dice Novitz, «todavía observamos los objetos
no-lingüísticos o lingüísticos con el fin de averiguar si podemos describir-

12 Esta frase aparece en Derrida, De la gramatologia, ed. ing., p. 158. En su con­


texto tiene un sentido más específico y complejo que aquel que generalmente le atri­
buyen los comentaristas hostiles.
LA DECONSTRUCCIÓN 201

los correctamente». El hecho de que lo hagamos, piensa él, muestra que


«debe haber un mundo no-lingüístico, no-simiórico, no-construido [...]
uno, además, que ejerza alguna coacción en lo que decimos, en cómo nos
organizamos, distinguimos y codificamos» (ibid., p. 51).
La cuestión planteada por la crítica de Novitz es si el hecho (que De­
rrida apenas rechazaría) de que haya objetos no-lingüísticos que influyan
(de modos sencillamente físicos, causales) tanto en nuestra conducta lin­
güística como no-lingüística, rebate la sugerencia derridiana de que, en
palabras de Novitz, «nuestros conceptos y significados [...] no representan,
expresan o corresponden a una realidad no-lingüística, a un ‘significado
trascendental”» («The rage of deconstruction», p. 49)13. Obviamente,
existe una laguna entre «X obliga a Y» e «Y representa, expresa o corres­
ponde a X». Los filósofos «realistas» piensan que pueden salvar esa laguna.
Piensan que la influencia causal del entorno en la conducta lingüística nos
permite ofrecer un sentido preciso a la afirmación de que alguna pequeña
parte del lenguaje «corresponde» a algo no-lingüístico. Sus adversarios,
tanto los «antirrealistas como aquellos que intentan mantener a un lado la
cuestión realismo/antirrealismo como un asunto mal concebido14, pien­
san que ral significado no se puede encontrar.
Un significativo bloque de opinión dentro de la filosofía analítica sostie­
ne que la existencia de relaciones causales entre lenguaje y no-lenguaje no
basta para dar sentido a la noción de «correspondencia entre lenguaje y rea­
lidad». Esta visión aparece implícita en Wittgenstein, y se encuentra explíci­
tamente en el trabajo de filósofos con textualistas del lenguaje como Donald
Davidson15. De este modo, se podría argumentar que los puntos de vista
de Derrida no son más escandalosos o absurdos que los de estos últimos au­
tores16. En este sentido, Wittgenstein, Davidson y Derrida se han hecho
cargo de algo que para el idealismo era cierto, mientras que se abstienen res­
pecto a la sugerencia de Berkeley y Kant de que el mundo material es crea­
ción de la mente humana.

13 La expresión «el significado trascendental» es uno de los términos de Derrida


para referir una entidad capaz (por imposible) de poner fin al infinito y potencial re­
troceso de las interpretaciones de los signos por otros signos. Véase Derrida, De la
gramatologia, ed. ing., p. 49, donde está de acuerdo con Picrcc en que nada puede
detener ese retroceso.
14 En referencia a la discusión entre estos dos tipos de filosofías, véanse Fine, «And
not anti-realism either» y Rorty, «Pragmatism», pp. 351-355.
I‘> Véase Davidson, «The myth of the subjectivc», p. 165: «Las creencias son ver­
daderas o falsas pero en sí mismas no representan nada. Es bueno liberarse de las re­
presentaciones, y con ellas de la correspondiente teoría de la verdad»
16 Sobre Derrida y Wittgenstein, véanse Grene, «Life, death, and language: some
thoughts on Wittgenstein and Derrida»; Staten, Wittgenstein; Rorty, «The higher
nominalism in a nutshell». Sobre Derrida y Davidson, véanse Whcelcr, «The exten­
sión of deconstruction» y «Indeterminacy of French interpretación».
202 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Sin embargo, muchos seguidores de Wittgensrein y de Davidson se


identificaron con una segunda, de alguna manera menos severa, corriente
crítica acerca de Derrida. De acuerdo con esta corriente, Derrida parte de
una posición filosófica que razonablemente enfatiza el carácter autocom-
prensivo del lenguaje, la cual, también razonablemente, mantiene que (en
palabras de Wilfrid Sellars) «toda conciencia es un asunto lingüístico»
(Science andMethaphysisc, p. 160) y razonablemente rechaza lo que David­
son denomina «la dicotomía esquema-contenido»17. No obstante, presenta
esta postura de un modo tan extravagante e hiperbólico que sus despistados
seguidores, de modo perdonable, aunque falaz, extraen conclusiones absur­
das de la misma. John Searle, por ejemplo, señala con sensatez que el hecho
de que el lenguaje sea un sistema de diferencias «no hace nada por socavar
la distinción entre presencia y ausencia» ya que:

Entiendo las diferencias entre las dos frases «el gato está en la estera»
y «el perro está en la estera» del modo en que lo hago, exactamente por­
que la palabra «gato» está presente en la primera mientras que está ausen­
te en la segunda, y la palabra «perro» está presente en la segunda, mien­
tras que está ausente en la primera (...) el sistema de diferencias es
precisamente un sistema de presencias y ausencias («The world turned
upside down», p. 76).

De modo más general, se puede argumentar, en sintonía con Witt-


genstein, que la filosofía «deja todo tal como está» {Investigacionesfilosófi­
cas, par. I, sec. 124) salvo para la filosofía antigua, y que abandonar la
búsqueda expresamente metafísica de la univocidad a través del enfrenta­
miento con un referente no-lingüístico (que Derrida llama «el telos del
lenguaje [...] ese ideal aristotélico») no significa abandonar la distinción
corriente entre usos de las palabras relativamente unívocos y relativamen­
te ambiguos’3. De nuevo, decir que la distinción objetivo-subjetivo está
relacionada con el contexto y la finalidad no significa rechazar aquella* 13

1 Vcasc Davidson, «The myth of the subjcctive» p. 163: «En lugar de decir que es
la dicotomía esquema-contenido la que ha dominado y definido los problemas de la fi­
losofía moderna (...) también deberíamos decir cuál ha sido la manera en que se ha
concebido el dualismo de lo objetivo y de lo subjetivo. El cambio más prometedor c in­
teresante que se está dando en la filosofía de hoy es que esos dualismos están siendo
cuestionados de nuevas maneras o se están reclaborando radicalmente». Tales pasajes
en los escritos de Davidson, Purnam y otros filósofos analíticos son comparables a los
ataques deconstructivistas sobre «las oposiciones binarias tradicionales».
13 Un apunte similar lo realiza Robcrt Scholcs en Protocols, pp. 67-73. Scholcs
está interesado en distinguir entre el significado metafíisico de la «presencia» de un
sentido pragmático de la «presencia» y argumenta que el escepticismo sobre el pri­
mero es, en realidad, irrelevante para el último.
LA DECONSTRUCCIÓN 203

distinción, sino únicamente tener cautela hacia el pensamiento de que lo


«objetivo» puede significar más que lo «intersubjetivo». Searle habla en
representación de muchos filósofos analíticos cuando dice que «en el si­
glo XX, sobre todo bajo la influencia de Wittgenstein y de Heidegger, he­
mos llegado a creer que la búsqueda general de este tipo de fundamentos
fundamentos ontológicos, epistemológicos o fenomenológicos del tipo
ñuscado por Platón, Descartes o Husserl] era equivocada». Pero insiste en
que «esto no amenaza a la ciencia, ni al lenguaje, ni al sentido común en
lo más mínimo» («The World turned upside down», p. 77). Para Searle,
el anti-fundamentalismo de Derrida no es nuevo ni especialmente intere­
sante. A su modo de ver, sólo la ingenuidad filosófica de los seguidores de
Derrida les hizo ver que el anti-fundamentalismo tuviera consecuencias
relevantes para la crítica literaria o para la política.
Searle eleva aquí quizá la objeción más extendida a la deconstrucción:
¿por qué debemos pensar que el abandono de las ideas y esfuerzos plató­
nicos debiera tener importantes ramificaciones para el resto de la cultu­
ra?19 ¿Por qué deberíamos creer, por ejemplo, que, como insiste Derrida
(siguiendo a Heidegger), la ciencia ha sido constreñida por cadenas meta­
físicas que han influido en su definición y en sus mecanismos desde sus
inicios? ¿Por qué no decir en su lugar (como, por ejemplo, Reichenbach,
Popper y Dewey) que las ciencias naturales han hecho mucho por aflojar
esas cadenas y por hacer posible una cultura postmetafísica? Estas pregun­
tas no se pueden desarrollar en este espacio, pero plantearlas es útil para
entender la relación de Derrida con el mundo filosófico de su tiempo,
tanto como para comprender la acogida de la movimiento deconstructi-
vista por espectadores problemáticos o beligerantes con el movimiento20.
Volviendo de esta digresión sobre las relaciones de Derrida con sus colegas
del gremio filosófico, podemos regresar a la senda en que Paúl de Man
ejerció de introductor y mediador del pensamiento de Derrida.
De Man, mucho antes de conocer a Derrida, había sugerido un modo
similar de leer los textos literarios. En «Form and Intent in the American
New Criticism», escrito en los primeros sesenta, De Man lamentaba el
carácter ahistórico y afilosófico del New Criticism, y urgía a que los críti­
cos norteamericanos tuvieran en cuenta los «métodos europeos» (Blind-
ness and Insight, p. 20 [ed. cast.: Visión y ceguera: ensayos sobre la retórica
de la crítica contemporánea, Universidad de Puerto Rico, 1991]) que has­
ta entonces habían ignorado en gran medida. De Man lamentaba la ig­

19 Véase Stout, «What is the meaming of a text?», pp. 109-1 10, y Rorty, «De-
consrruction and Circumvention», pp. 20-21 para comparar dos maneras de plantear
y desarrollar esta cuestión retórica.
20 En relación con esta problemática, véase Abrams, «How to do things with
texts»; en relación con las reacciones de mayor veligerancia, véase Hirsch, Aims ofln-
terpretation, p. 1 3, y Bate, «The crisis of F.nglish studies».
204 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

norancia que sobre Heidegger se tenía en Norteamérica y, más en gene­


ral, la carencia de cualquier base filosófico-histórica frente a la que situar
los textos literarios. Con razón pensó que un mundo entero de cultura
europea se había hecho invisible para los intelectuales americanos, como
consecuencia de la utilización de la literatura por parte del New Criti-
cism en el sentido de excluir la historia y la filosofía de este campo, y del
arrogante rechazo de los filósofos analíticos de leer a Hegel, Nietzsche o
Heidegger. La consiguiente ceguera hizo imposible la comprensión de lo
que De Man llamó «la estructura intencional de la forma literaria» (Vi­
sión y ceguera, ed. ingl., p. 27). Sin embargo, sí percibió que el New Cri­
ticism había sido conducido, a pesar de sus propias teorías de la forma or­
gánica, a reconocer el carácter autodesentrañante de los textos literarios:

A medida que perfecciona sus interpretaciones más y más, la crítica


literaria no encuentra un significado único, sino una pluralidad de signi­
ficaciones que pueden ser radicalmente opuestas unas a otras. En lugar
de mostrar una continuidad relacionada con la coherencia del mundo
natural, nos conduce a un mundo discontinuo de reflexiva ironía y de
ambigüedad. Casi a pesar de sí mismo, empuja al proceso interpretativo
tan lejos que la analogía entre el mundo orgánico y el lenguaje de la poe­
sía finalmente estalla (Visión y ceguera, ed. ingl., p. 28).

Las críticas de De Man contra el New Criticism señalaron el comien­


zo de lo que demostró ser un cambio muy rápido, casi violento, en el len­
guaje y en las presunciones de la crítica literaria norteamericana. El mo­
mento, podemos apreciar retrospectivamente, era el oportuno. El New
Criticism se había convertido, hacia los años sesenta, en un vieuxjeu. Es
más, la década de los sesenta fue un periodo de creciente radicalismo po­
lítico en el mundo universitario. Las asociaciones del New Criticism con
movimientos políticos conservadores (el movimiento monárquico de
Eliot, la nostalgia de los Agricultores sureños) jugaban en contra de ellos.
Un interés creciente por las ideas políticas de izquierdas condujeron a los
estudiantes primero al marxismo, y después a apreciar la existencia de
una tradición intelectual europea que nunca había dejado de leer a Marx,
pero que había aprendido a leerlo contrastándolo con las ideas de Hegel
y a la luz de Nietzsche y de Heidegger. La aparición de la traducción in­
glesa, durante los primeros años setenta, de Las palabras y las cosas, de
Foucault, y Conocimiento e interés, de JUngen Habermas ayudó a los estu­
diantes norteamericanos a darse cuenta de que había un mundo intelec­
tual en el que el estudio de la literatura nunca había estado separado, ni
de la filosofía, ni de la crítica social. Así, a pesar de que Derrida no estu­
viese ligado a ningún programa específico de la izquierda, fue laureado
como un radical honorífico. En los departamentos de inglés de las uni­
versidades norteamericanas durante los años setenta, con frecuencia se
LA DECONSTRUCCIÓN 205

dio por supuesto que la deconsrrucción de los textos literarios iba de la


mano de la destrucción de las instituciones sociales injustas -y que esa
deconstrucción era, por así decirlo, la aportación distintiva de los estu­
diosos de la literatura a los esfuerzos hacia el cambio social radical.
Desde que Derrida empezara su visita anual a Yale, se convirtió en
costumbre hablar de una Escuela de Yale de crítica literaria, en la que se
incluye a Harold Bloom, Geoffrey Hartman y J. Hillis Miller, además de
a De Man y Derrida. Este término de alguna manera era engañoso, por­
que aunque estos cinco profesores fueran amigos, sus motivaciones y sus
prácticas diferían en muchos sentidos21. Incluso a pesar de que Hartman
escribiera el primer libro en inglés sobre Derrida (Saving the Text, 1981),
su apropiación de dicho autor fue bastante diferente de la de Paúl de
Man, y su trabajo posterior apenas puede considerarse como un ejemplo
de deconstrucción. Bloom, quien junto con Hartman había conducido a
una recuperación del interés por los poetas románticos durante la década
de los sesenta, dio un giro en dirección de la teoría en la de los setenta y
publicó una serie de libros inesperadamente originales y de gran influen­
cia, empezando con The Anxiety of Influence (1973). Pero las teorías de
Bloom de la influencia poética y la tergiversación tienen muy poca cone­
xión con lo que estaba siendo escrito por Derrida (a pesar de que ellos lo
incluyeran en la teoría de la «visión y ceguera» de Paúl de Man); Bloom
se ha esforzado posteriormente por distanciarse claramente del movi­
miento deconstructivista22.
A pesar de tales diferencias entre las principales figuras, sin embargo,
el término Escuela de Yale [The Yale School| es el estandarte de un im­
portante acontecimiento en la historia de la crítica literaria norteamerica­
na. En el transcurso de los años setenta, destacados doctores universita­
rios se dispersaron hacia muy variados lugares desde los departamentos
de literatura de Yale, llevando consigo las ideas que empezaban a ser
identificadas como la deconstrucción. Retrospectivamente, sin embargo,
parece claro que la mayor parte de aquellas ideas tenían su germen en
Paúl de Man.
Pese al hecho de que la mayor parte de los libros de teoría literaria cu­
yos títulos contienen la palabra «deconstrucción» se concentran en el tra­

21 Véase Deconstruction and Criticism, p. IX, donde Hartman escribe «Gwozl lec­
tor. Derrida, De Man y Miller desde luego que son unos boa-deconstructors, despia­
dados y consecuentes, a pesar de que cada uno posee su propio estilo para revelar una
y otra vez el “abismo'' de las palabras. Sin embargo, Bloom y Hartman se han ido re­
conociendo a duras penas como deconstruccionistas».
22 Para hacerse un buen juicio de las diferencias entre los miembros de la Escuela de
Yale, véanse las excelentes entrevistas mantenidas con ellos dirigidas por Robert Moy-
nihan, recopiladas en su A Present Imagining. Obsérvese, en especial, la afirmación de
Bloom en la página 29: «I.a filosofía es una materia totalmente muerta».
206 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

bajo de Derrida, los textos citados con mayor frecuencia como paradig­
mas de la crítica deconstructista llevan el sello demaniano. De Man fue
uno de los profesores más queridos y admirados de su tiempo, al igual
que uno de los pensadores más profundamente decididos. Si Derrida
nunca hubiese existido, o nunca hubiera llegado a ser conocido en Esta­
dos Unidos, los estudiantes de De Man seguramente hubieran formado
una escuela de similar transcendencia, a pesar de que ésta probablemente
hubiera nacido bajo otra etiqueta que la de «deconstrucción». Si no hu­
biera sido por Paúl de Man, por ejemplo, los procesos descritos por Gum-
brecht como «The transformations of the French criticism of logocen-
trism into American literary theory» [Las transformaciones de la crítica
francesa del logoccntrismo en la teoría literaria americana] (el significativo
subtítulo de su «deconstrucción deconstruida») probablemente nunca hu­
bieran tenido cabida.
Estas transformaciones nunca fueron del todo tranquilas. Para enten­
der las tensiones dentro del movimiento deconstructivista debemos com­
prender las tensiones existentes entre las posiciones de Derrida y las de
De Man. Ambos, Derrida y De Man están de acuerdo en que los textos
se deconstruyen a sí mismos -esto es así porque nuestro lenguaje aspira a
cierta univocidad que nunca es capaz de conseguir, la lectura detallada de
casi cualquier texto descubre algún tipo de fallo con el propósito de al­
canzar el fin deseado, una contradicción más o menos desestabilizadora
entre forma e intención—*24 25. Pero De Man deseaba responder a una pre­
gunta (¿Qué es lo que tiene de especial la literatura?, ¿y su lenguaje?)24 a
la que Derrida nunca respondió, y cuyas presuposiciones bien podría re­
chazar. Dichas presuposiciones incluyen la distinción diltheyana entre el
tipo de lenguaje utilizado en las ciencias naturales y el que se utiliza en la
literatura, una distinción que derridianos anti-De Man encuentran nos­
tálgica en exceso de algunas de las malas y gastadas oposiciones binarias
de la metafísica (como son, por ejemplo, naturaleza-espíritu, naturaleza-
libertad, materia-mente)25. Para de Man, la literatura está exenta del au-
toengaño que, según la visión de Derrida, impregna todo el lenguaje. La
tarea de la crítica literaria es aclarar que los textos literarios, aunque no

25 Vcase, por ejemplo, un destacado pasaje demaniano de Derrida, donde cita


aprobatoriamente a Bataille y, comenta que la poesía necesita capacitarse a sí misma
para ser «el comentario sobre su ausencia de significado», y continúa: «El servilismo
es, por lo tanto, tan sólo el deseo de significado» (La escritura y la diferencia, ed. ing.,
pp. 261-262).
24 En The Resistance to Theory, p. 1 1, De Man afirma que la definición de «literali­
dad» ha llegado a ser «el objeto de la teoría literaria».
25 Véase ló’í/éwy ceguera, op. cit., para observar la sencilla adaptación al modo
husserliano de De Man para distinguir entre los «objetos naturales» y los «objetos in­
tencionales». Esta es una oposición que a duras penas Derrida permitiría dejar sin
LA DECONSTRUCCIÓN 207

necesariamente sus autores, no eran engañosos. De Man describe la rela­


ción de la literatura y la filosofía en términos que sería difícil imaginar
que hubiera empleado Derrida:

La deconstrucción crítica que conduce al descubrimiento de la literatu­


ra, la naturaleza retórica de la demanda filosófica de verdad, es suficiente­
mente auténtica y no puede negarse: la literatura resulta ser el tópico prin­
cipal de la filosofía y el modelo para la clase de verdad a la que ésta aspira
[...] La filosofía resulta un reflejo sin fin de su propia destrucción en manos
de la literatura (A llego ries ofReading ¡Alegorías de la lectura], p. 115).

Por el contrario, Derrida no admite que éste sea un ámbito de la cul­


tura, la «literatura», «que está exenta de los errores de la filosofía y que de
alguna manera escapa al deseo de univocidad». De hecho, con frecuencia
sugiere lo contrario, como cuando dice que «la historia de las artes litera­
rias» se ha «ligado» a «la historia de la metafísica», incluso cuando admite
que, en nuestro propio tiempo, «la irreductibilidad de la escritura y [...]
la subversión del logocentrismo se anuncian mejor que en ninguna otra
parte, en un cierto sector, y en cierta forma determinada de la práctica li­
teraria» {Posiciones, ed. ing., p. 1l)26.
La diferencia entre De Man y Derrida en este aspecto surge cuando el
primero critica, o parece criticar, la lectura que Derrida hace de Rousseau.
En primer lugar, afirma que Derrida no quiere darse cuenta de que «Rous­
seau escapa de la falacia logocén trica precisamente en el momento en que
su lenguaje es literario», y que Derrida «se muestra poco dispuesto o inca­
paz de leer a Rousseau como literatura» ceguera, ed. ing., p. 138).
Bien es cierto que de Man tergiversa esta crítica diciendo que la lectura
equivocada que hace Derrida de Rousseau -su «deconstrucción de un
pseudo-Rousseau por medio de intuiciones que podrían haber sido obteni­
das a partir de un Rousseau “real”»— es «demasiado interesante para no ser
discutida» (ed. ing. 140). Pero no está claro que esta sugerencia sobre las in­
tenciones de Derrida no sea más que un gesto de cortesía.
Quizá la diferencia más importante entre estos dos pensadores sea que
Derrida se resiste tanto al pathos «existencialista» del primer Heidegger
como a la apocalíptica falta de esperanza del último Heidegger, mientras
que De Man asume ambas. Como señala Christopher Norris, «el lengua­

discusión. Véase también Resistance lo the Theory, ed. ing., p. 11, donde De Man
opone «lenguaje» a «mundo fenoménico», y Visión y Ceguera, ed. ing., p. I 10, donde
opone textos «científicos» a textos «críticos».
26 Véase también la p. 20, donde Derrida dice que la búsqueda de «un concepto
independiente del lenguaje» no viene «impuesta por algo como “la filosofía", sino más
bien por algo que une nuestro lenguaje, nuestra cultura, nuestro ‘sistema de pensa­
miento”, a la historia y al sistema de la metafísica».
208 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

je de De Man está plagado de ¡deas de sacrificio, pérdida y renuncia» (De


Man, p. xix). En sintonía con esto último, su trabajo se aproximaría mu­
cho más al de Heidegger que al de Derrida. Los siguientes pasajes son tí­
picos de De Man y se repiten una y otra vez en los escritos de sus estu­
diantes y discípulos:

El carácter distintivo de la literatura es precisamente que se pone de


manifiesto como una incapacidad para escapar de una condición que se
siente como insoportable (Visióny ceguera, ed. ing., p. 162).

Aquí [en algunos textos de Rousseau] la conciencia no resulta en ab­


soluto de la ausencia de algo, sino que consiste en la presencia de nada. El
lenguaje poético nombra este vacío con un entendimiento siempre reno­
vado y, como nostálgico de Rousseau, nunca se cansa de nombrarlo de
nuevo. Este nombrarlo insistentemente es lo que llamamos literatura [...]
La mente humana realizará sorprendentes proezas de deformación para
evitar enfrentar «la nada de las cuestiones humanas» (Visióny ceguera, ed.
ing., p. 162).

Todo en la novela [de Proust] significa otra cosa que lo que representa;
siempre hay algo más allá de sus intenciones. Se puede demostrar que el tér­
mino más adecuado para designar este «algo más» es la Lectura. Pero uno
debe al mismo tiempo «entender» que esta palabra impide el acceso, de una
vez y para siempre, aun significado que ya no dejara de reclamar su enten­
dimiento (Alegorías de la lectura, Barcelona, Lumen, 1990, ed. ing., p. 47).

Este matiz, con su exaltación de la literatura como poseedora del va­


lor de su propia falca de esperanza, sólo lo encontrarnos en Derrida en
contadas ocasiones. La mayor parte del tiempo, Derrida parece estar re­
comendando, y ejemplificando, una actitud de picara alegría. Con fre­
cuencia Derrida es ingenioso, e incluso frívolo, de una manera en la que
De Man casi nunca lo es. Por ello algunos de los admiradores de Derrida
han intentado abrir una brecha entre su trabajo y la apropiación que De
Man hace del mismo, y enfatizar el sentimiento de Derrida relativamen­
te sosegado y atribulado del inevitable fracaso del proyecto de univocidad
de los metafísicos, como opuesto a la intensa seriedad con la que De Man
asume este fracaso27.

2 Véase Derrida, Márgenes de lafilosofía, ed. ing., p. 27. Allí, después de decir que
deberíamos evitar la nostalgia heideggeriana, continúa: «Por el contrario, debemos
afirmar esto [a saber, que «no habrá un nombre único, ni siquiera el nombre del Ser»),
en el sentido en que Nietzsche puso la afirmación en juego, entre risas y a la manera
de un paso de baile» (11 faut au contrairc \'ajfirmer, au sens ou Nietzsche met l’affir-
LA DECONSTRUCCIÓN 209

Este intento de acabar con la metafísica es sutilmente rechazado por


aquellos cuya lealtad original está del lado de De Man más que por los se­
guidores de Derrida. Esta es la situación de Miller, cuya discusión acerca
de De Man en su í he Ethics ofReading describe a la misma como un in­
tento de mostrar que la deconstrucción no tiene nada que ver con la li­
bertad de la crítica a, por ejemplo, utilizar el uso de una cierta metáfora
en un texto como base para recontextualizar ese mismo texto, juguetean­
do con ella para el bien de sus propios fines. Apreciar la deconstrucción
como una especie de «líbre juego» es, dice Miller,

una lectura errónea de la obra de los críticos deconstructivistas. Más allá


de que sea un malentendido general de la vía en que el momento de la
ética se incorpora al acto de la lectura, de la enseñanza, o de la escritura.
Ese momento no es una cuestión de reacción al contenido temático afir­
mando ésta o aquella idea acerca de la moralidad. Es un «yo debo» mu­
cho más fundamental, que responde al lenguaje de la literatura en sí mis­
mo [...] La deconstrucción no es ni más ni menos que buena lectura
como tal (The Ethics of Reading, p. II)* .
28*

El buen lector es, para Miller,

el lector cuidadoso de [es decir, el dado a entender por] De Man [...]


[aquel que] sepa que lo que tiene que ocurrir en cada acto de lectura es
otra ejemplificación de la ley de la ilegibilidad. El fracaso al leer sucede
inexorablemente dentro del texto en sí mismo. El lector debe volver a re­
presentar este fracaso en su propia lectura ( The Ethics of Reading, p. 53).

Miller representa a uno de los extremos del movimiento deconstructi-


vista, un extremo de tendencia demaniana. El otro extremo está represen­
tado por Stanley Eish (véase capítulo 13). Sus conexiones con el movi­
miento son bastante vagas, y no es usual calificarle como deconstructivista,
como tampoco él se describiría a sí mismo de este modo. Pero dado que ha

mation en jcu, dans un ccrtain rire and dans un ccrtain pas de la dance). Cotejar con
Derrida, La escritura y la diferencia, cd. ing., p. 292. Hartman destaca este lado juge-
tón de Derrida en su Savingthe Text y es criticado por Culler también por ese enfoque
y por animar de ese modo la idea de que la deconstrucción sea un libre juego (De-
construction, p. 28, n. 132). La crítica de Culler se repite en Norris (Derrida, p. 20).
Para profundizar sobre las diferencias entre De .Vían y Derrida vcase Rorty, «Logocen-
trism», y Godzich, «Domestication».
28 Miller, The Ethics ofReading, p. 11. Véase también p. 58: «Me atrevería a pro­
meter que el milenio [«de justicia universal y paz entre los hombres»] llegaría si todos
los hombres y las mujeres llegaran a ser buenos lectores en el sentido de De Man
[...]». Cotejar a Miller con Moynihan, A Recent Imagining, p. 128.

de auto
210 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

llegado a estar identificado con la reivindicación de que ningún texto pue­


de determinar su propia interpretación, los enemigos del movimiento le
han considerado miembro de honor del mismo29. Tal asimilación es plau­
sible, puesto que al igual que Miller, Fish acepta sinceramente la visión del
lenguaje común a Derrida, Wittgenstein y Davidson.
Fish, sin embargo, no encuentra esta visión especialmente sorprenden­
te, ni considera que tenga importantes consecuencias éticas, ni que deba
dictar la práctica de la crítica. El y Miller están de acuerdo en que el len­
guaje es un juego de diferencias, que ninguna palabra tiene significado sen­
cillamente por la presencia de un referente, y que la objetividad no es, en
ningún caso, más que intersubjetividad. Pero a diferencia de Miller y De
Man, Fish no piensa en la «literatura» como en un área en la que se utilice
una clase especial de lenguaje (con un rasgo especial llamado literaridad),
ni como un área de la cultura que tenga un enfrentamiento constante con
otra área llamada «filosofía». A diferencia de Heidegger y Derrida, no ve el
final de la metafísica de la presencia como un suceso histórico-mundial,
sino simplemente como una ocasión idónea para recordar a los críticos li­
terarios que no tiene sentido hablar sobre «la interpretación que mejora el
texto» y, en cualquier caso, presentar el texto en tantos contextos diferentes
como sea posible si se encuentra útil hacerlo.
Fish se caracteriza a sí mismo como «un pragmatista». Su visión de la
relación entre crítica filosófica y literaria tiene mucho en común con la de
John Searle: ambos dirían en su momento que el naufragio de los tradi­
cionales proyectos fundacionales de los filósofos y la ausencia de lo que
Hirsch llama «el significado determinado»30 (el significado que retiene un
texto cuando se libera del contexto) no tienen consecuencias dramáticas
para la crítica literaria. Para Searle y para Fish, si se tiene a Wittgenstein no
se necesita en realidad a Derrida, a pesar de que aun así (como opina Fish,
y no Searle) siempre será bienvenida su compañía31. Es más, la escritura
de Fish puede asimilarse a alguno de los registros utilizados por Derrida al

Por ejemplo: Abrams, «How to do things with texts», critica a Derrida, Fish y
Bloom como ejemplos de Newreading [Nueva lectura]. Entre los críticos conservado­
res del deconstructivismo, Fish es normalmente considerado también como un «irra­
cionalista», aunque fuera del sesgo «francés».
3" Véase Hirsch, Ainis ofInterpretation, cap. 1. En la p. 3, Hirsch dice que «si no pu­
diéramos distinguir un contenido de conciencia de su contexto, no conoceríamos en ab­
soluto ningún objeto en el mundo». Esta es una buena formulación de la visión realista,
anti-nominalista y epistemológica que rechazan Derrida, Davidson y Wittgenstein.
31 Véase el intento sincrético de Fish, en su «With the compliments of the auchor»,
para compaginar a Derrida con J. L. Austin. Derrida había criticado a Austin en una re­
plica a «Reiterating the differences: a reply to Derrida» de Searle —una réplica sobre la
que entró en detalles en «Epílogo: hacia una etica de la discusión» en su Limited, bic.—.
Para ver defensas de Derrida contra Searle, véase Culler, On Deconstruction: Tbeory and
LA DECONSTRUCCIÓN 211

escribir, a pesar de ser muy diferente a la que utilizan De Man o Miller.


Cuando Fish critica el intento de «determinar el significado» diciendo que
«sea lo que sea lo que hagan [los comentaristas de un texto] sólo serán in­
terpretaciones disfrazadas porque, guste o no, la interpretación es el único
juego en la ciudad»: está repitiendo (en un tono llano y carente de sotisfi-
cación, muy norteamericano) la tesis central de «Estructura, signo y jue­
go» de Derrida, la tesis de que debemos abandonar «el concepto de es­
tructura centrada», el «concepto de un juego fundado sobre una base
principal, un juego establecido sobre la base de la inmovilidad esencial y la
certeza tranquilizadora, que en sí misma va más allá del alcance del juego»
(La escritura y la diferencia, ed. ing., p. 279).
Esta tesis sería aceptada por un gran número de críticos a los que,
como a Fish, no les preocuparía ser etiquetados como «deconstructivistas»
y que se sentirían felices al reconocer que la deconstrucción está jugando
un papel importante y útil en el campo de los estudios literarios. Ese papel
es el de ayudar a liberarnos de la noción de «la interpretación correcta del
texto -la única dictada por el texto en sí mismo-», y de la idea de que la
crítica literaria necesita ser colocada en el camino seguro de la ciencia
adoptando ese ideal de corrección. Tal como lo expresó Gerald Graff:

La teoría de la literatura actual supone un esfuerzo sostenido por su­


perar la oposición incapacitadora entre los textos y sus contextos cultura­
les que sirven a esa clase de crítica [New Criticism]. Si existe algún punto
de encuentro entre deconstructivistas, estructuralistas, los críticos de la es­
tética de la recepción, pragmatistas, fenomenólogos, teóricos de los actos
de habla, humanistas con afición por la teoría, quiere decir que los textos
no son, después de rodo, autónomos y auto-contenidos, que el significado
de cualquier texto en sí mismo depende para su comprensión de otros tex­
tos y de marcos textual izados de referencia (Professing Literature: An insti­
tuíional History, p. 256).

Desde el punto de vista de Fish, librarse de la «oposición incapacitadora»


del New Criticism es el valor-efectivo, el interés pragmático, de la filosofiza-
ción de la crítica literaria llevada a cabo por los deconstructivistas, y de la re­
ciente aparición de la subdisciplina denominada «teoría literaria». Fish argu­
mentaría que, una vez liberados de esa oposición, no habría necesidad de
aceptar la reivindicación demaniana de que toda lectura detallada sea una
cuestión de redescubrimiento de la imposibilidad de la lectura. Desde el
punto de vista del pluralismo de las comunidades interpretativas de las que
Fish es partidario, esa demanda parece una simple inversión de la celebra-

Criticism afier the Structuralism [cd. cast.: Sobre la Reconstrucción: teoría y crítica después
del estructuralismo], pp. 1 10-126 y Norris, The Deconstructive Turn, pp. 13-33.
212 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

ción del New Criticism de la unidad orgánica, tal como la celebración del
Devenir nietzscheano (por Heidegger) era una simple inversión de la cele­
bración del Ser de Platón.
El contraste entre la versión sobrealimentada que hace Miller de De
Man y el sosegado y pragmático contextualismo de Fish es un contraste
entre una visión que se roma la filosofía de una manera realmente seria, y
otra que piensa que la disolución de las tradicionales oposiciones binarias
de la metafísica es tan sólo un contexto más, en el que los textos literarios
se pueden situar uno sin ningún privilegio particular. Del mismo modo
que lo anterior se va a ver de manera clara en la siguiente sección, el mis­
mo contraste lo vamos a encontrar en la práctica de la crítica deconstruc­
tiva. La misma ambivalencia entre la urgencia ética y el pragmatismo so­
segado, entre el filosofar como una tarea necesaria y como un contexto
opcional, lo encontraremos por igual en ambos terrenos.

La CRÍTICA LITERARIA DECONSTRUCTIVISTA

El siguiente extracto del prefacio de Goyatri Spivak a su traducción de


De la gramatología de Derrida contiene una de las mejores explicaciones
de cómo los dcconstructivistas leen los textos:

Si, en el proceso de descifrar un texto al modo tradicional, nos en­


contramos con una palabra que parece abrigar una contradicción irreso­
luble, y en virtud de ser una palabra se la hace funcionar unas veces de
una manera y otras de otra, y por ello se insiste en la ausencia de un sig­
nificado unificado, nos agarraremos a esa palabra. Si una metáfora pare­
ce ocultar sus implicaciones, nos agarraremos a esa metáfora. Seguire­
mos sus aventuras a través del texto y veremos al texto desatarse como
una estructura de ocultamiento, revelando su autotransgresión, su inca­
pacidad de decisión (Derrida, De la Gramatología, p. lxxxv de la edición
inglesa On Grammatology).

Un artículo de Miller ofrece un buen ejemplo de la clase de lectura


que Spivak tiene en mente. En su «Ariachnes broken woof» [«El ladrido
roto de Ariachne»] examina un pasaje de Troilus and Cressida, en el que
reclama:

Las implicaciones de la división de la mente en dos se resuelven de un


modo brillante cuando la línea narrativa única del monólogo deviene en la
doble línea del diálogo. Cuando un logos deviene en dos, el círculo en elip­
se, todas las uniones o ataduras del logocentrismo occidental son desatadas
o cortadas («Ariachnes broken woof», p. 44).
LA DECONSTRUCCIÓN 213

El pasaje es el siguiente:

Troilus.'This she? no, chis is Dtomids Cressida:


II beautie llave a soule, this is not she:
If soules guide vowes, if vowes are sanctimonie;
If sanctimonie be rhe gods delight:
If diere be rule in unitie it selfe.
Thi is ñor she: O madnesse of discourse!
That cause sets up, with, and against thv selfe
By foule authoritie: where reason can revolt
Without perdition, and losse assume all reason,
Without revolt. This is, and is not Cressid:
Within my soule, there doth conduce a fight
Of this strange nature, that a thing inseparate,
Divides more wider than rhe skie and earth:
And yet the spacious bredth of this división,
Admiris no orifex for a point as subtle,
As Arracimes broken woofe to enter:
Instance, O instance! Strong as Plutoes gares:
Cressid is mine, tied with the bonds of heaven;
Instance, O instance, strong as heaven it selfe:
T he bonds of heaven are slipt, dissolv’d and loos’d,
And with another knot five f'inger tied,
I he fractions of her faith, orts of her love:
The fragments, scraps, the bits, and greazie reliques,
Of her ore-eaten faith, are bound to Diomed (V, ii, 162-185)’.

* A continuación facilitamos la versión al castellano de Luis Astrana Marín IN.


de los T.J:
LROILO- ¿Era ella? No, era la Crcsida de Diomcdcs. Si la belleza posee un alma,
no es ella; si las almas dictan los votos, si los votos son santos, si la santidad es un pla­
cer de los dioses, si hay una ley en la identidad misma, no es ella. ¡Oh, locura de la ló­
gica que puede defender el pro y el contra de la misma causa! Autoridad equívoca, que
permite a la razón rebelarse sin perderse y al error abrirse paso sin rebelión de la razón!
¡Es y no es Crcsida! En mi alma se libra un combate de tan extraña naturaleza, que un
ser idéntico se divide en dos personas, más separadas la una de la otra que el cielo lo
está de la tierra; y, sin embargo, el espacio inmenso comprendido entre estas dos divi­
siones no admite abertura lo bastante amplia, para que se pueda introducir por ella un
punto tan sutil como uno de los hilos de tela rota de Ariadna. ¡Certeza, oh, certeza
fuerte como las puertas de Pintón! Crésida me pertenece, encadenada a mí por los la­
zos del cielo. ¡Y certeza, oh, certeza fuerte como el cielo mismo! Los lazos del cielo es­
tán deshechos, desatados y disueltos; y con otro nudo, liado por sus cinco dedos, ha
atado a Diomcdcs los despojos de su fe, los destellos de su amor, los fragmentos, los
trozos, las porciones, las reliquias grasicntas de su fidelidad roídas hasta los huesos.
214 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Miller utiliza el hecho de que «Ariachne» combina «Aradme» con


«Ariadne» como una clave sobre el modo en que «El ‘'tinglado” de la metafí­
sica occidental es puesto en duda en la experiencia de Troilo y en su dis­
curso» (p. 47). Miller nos resume amablemente la crítica del logocentrismo
de Derrida cuando dice: «La posibilidad de que el lenguaje pueda no tener
origen o base firme no sirve para modelarse sobre ninguna mente divina o
humana, pero sí que lo hace de un modo más coercitivo, cuando dos len­
guajes coherentes diferentes luchan por dominar una única mente» (p. 39).
Miller afirma que lo que Troilo ha visto como una consecuencia es «la
posibilidad de dos sistemas de signos contradictorios simultáneos centra­
dos en Crésida» y que «cualquiera de estos sistemas del lenguaje por sí
solo sería perfectamente válido, pero que ambos a la vez en una sola men­
te sería la locura [...] definida como la imposibilidad de discernir entre lo
verdadero y lo falso» (pp. 47-48). Su argumento es que el «tinglado» de la
metafísica occidental está construido en torno al «sueño de univocidad»
en forma de la idea de un lenguaje (quizá sólo un lenguaje ideal, uno que
podríamos no estar hablando todavía pero que en principio podríamos
hablar) que permite una descripción inequívoca de todas las situaciones
posibles que reservan los acontecimientos. Un lenguaje como éste posibi­
litaría a la investigación empírica decidir entre cualquier par de proposi­
ciones contradictorias, un proceso de decisión que no dejaría ningún te­
rreno sin investigar ni ninguna pregunta significativa sin responder. Miller
nos solicita observar los textos de Shakespeare para demostrar como este
sueño puede ser puesto en tela de juicio por la aparente falta de fe de Cré­
sida y con ello el sueño de, en palabras de Miller, «un orden ético, político
y cósmico acabado por completo hasta Dios» (p. 48).
La posible falta de fe de Crésida abre la posibilidad de que la locura -la
incapacidad de asentarse, incluso de manera provisional, en un candidato
para el lenguaje ideal- no sea tan sólo un error en un sistema ordenado,
sino que, de alguna manera, llegue hasta lo más profundo del orden de las
cosas. Miller plantea la deconstrucción como la actividad que explora esta
posibilidad. En los últimos párrafos del artículo que nos ocupa escribe:

La «deconstrucción» como procedimiento de interpretación de los


textos de nuestra tradición no es tan sólo una búsqueda de las huellas de
esta heterogeneidad dialógica [...] La deconstrucción más bien intenta
dar la vuelta a la jerarquía implícita en los términos en que se ha defini­
do lo dialógico. Intenta definir lo relativo al monólogo, lo logocéntrico,
como un efecto derivado de lo dialógico más que como la afirmación sin­
cera de que lo dialógico sea una alteración, una sombra secundaria en la
luz creadora. La deconstrucción intenta una sustitución entrecruzada de
lo primero y lo segundo y logra el consiguiente desplazamiento convulsi­
vo del sistema al completo en que se sustenta la metafísica occidental
(PP- 59-60).
LA DECONSTRUCCIÓN 215

La sugerencia de Miller de que el efecto del logocentrismo caviloso es


el de invertir las jerarquías precedentes es común entre los deconstructi-
vistas. Pero hay un problema evidente en una afirmación como esta. La
afirmación de que el orden es un epifenómeno del desorden, la cordura
un epifenómeno de la locura, la elección racional entre alternativas ine­
quívocas un epifenómeno de la ambigüedad, mantiene intactas las distin­
ciones características del logocentrismo, esencia-accidente y realidad-apa­
riencia. Evocando la ¡dea de un epifenómeno (o, en palabras de Miller, un
«efecto derivado») daríamos con la misma situación desconcertante de
aquella consciente advertencia de Heidegger de que el platonismo inverti­
do también sería platonismo.
Miller, que tiende a seguir a De Man en la creencia de que la lectura de­
tallada de los textos literarios siempre da como resultado un renovado des­
cubrimiento del «vacío de las cuestiones humanas», permanece inquebran­
table; pero muchos otros deconstructivistas dirían que tales inversiones de
jerarquía no son descubrimientos de relaciones «verdaderas» entre nociones
opuestas, sino sencillamente experimentos -tentativas de ver lo que sucede
cuando las cosas son sacudidas hasta volverlas del revés-. De esta manera,
J. D. Bailón, un teórico deconstructivista legítimo, recomienda:

La cuestión [de las jerarquías invertidas] no es establecer una nueva


base conceptual, sino más bien investigar lo que sucede cuando a lo
dado, al «sentido común», se le da la vuelta [...] Nuestra deconstrucción
nos mostrará que el hecho de que A tenga una posición privilegiada es
una ilusión ya que A depende de B tanto como B depende de A («De-
constructive practice», pp. 746-747).

Este contraste entre aquellos que ven la inversión de las jerarquías tradi­
cionales como parte de una gran estrategia filosófica, y aquellos que la ven
únicamente como un mecanismo táctico provisional, establece claramente
una correspondencia con el contraste esbozado anteriormente entre De
Man y Fish. Ambos contrastes ejemplifican la diferencia entre adoptar una
nueva perspectiva, basada en una inversión de las oposiciones tradicionales,
o tratar tanto al «sentido común» y a su inversión como opciones vivas,
como contextos igualmente válidos en los que situar al texto.
El enfoque demaniano ejemplificado por la discusión de Miller sobre
el discurso de Troilo también se encuentra en un ensayo de Cynthia Chase
sobre Daniel Deronda, «The decomposition of the elephants». Al igual
que Miller, Chase toma como punto de partida una frase del texto en la
que parece cuestionarse una certeza filosófica generalmente asumida. Si
el modelo de Miller fue la ley de no-contradicción, el de Chase es la ley
de la causalidad. Chase verá cómo esta ley es puesta en duda en una car­
ta de Hans Meyrick, su clarividente y frustrado amigo, a Deronda en un
pasaje en el que Meyrick hace a la ligera una referencia aislada, a «las cau­
216 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

sas presentes de efectos pasados». Mientras que «¡Es y no es Cressidd.» po­


dríamos mantener que es un epítome de la obra de Shakespeare, la frase de
Meyrick parece simplemente periférica a la novela de Eliot. De modo que
Chase nos ofrece una lectura de la novela que según ella es «propuesta» a
partir de la carta de Meyrick a Deronda, donde se contiene la frase en cues­
tión. Chase aquí está siendo fiel a los ejemplos tanto de De Man como de
Derrida, muchos de cuyos ensayos utilizan un pasaje aparentemente aisla­
do y periférico como palanca para «deconstruir» un texto completo.
Meyrick escribe a Deronda como sigue:

A cambio de tu esquema sobre los movimientos italianos y de tu vi­


sión de los asuntos del mundo en general, yo podría decirte que aquí, en
casa, la opinión más sensata que busca los efectos de las causas del pre­
sente es que «el tiempo dirá». En lo que se refiere a las causas presentes de
efectos pasados, ahora se aprecia que los últimos telegramas engañosos
dan cuenta de la plaga del ganado del último año -que es una refutación
de la mal llamada filosofía y justifica la indemnización a los granjeros.

Chase dice que la carta de Meyrick «funciona como deconstrucción


de la novela», que «propone una interpretación de la novela que está sus­
tancial y radicalmente reñida con las explicaciones de su narrador», y que
«funciona para ejemplificar el espíritu y el estilo que el héroe [Deronda]
transciende» («Decomposition of the elephants», pp. 157-158). Mientras
que Eliot presenta la carta como lo que Chase llama «un foco para la de­
valuación del discurso irónico», como un contraste desagradable de la
ironía de Meyrick con la gravedad de Deronda, Chase lee la carta tanto
como un «argumento sorprendentemente preciso de las estructuras dis­
cursivas» {ibid., p. 160) como

Una deconstrucción de la historia del narrador y, por consiguiente,


de la historia en general —tanto de la historia, con su sistema de presun­
ciones sobre las estructuras teológicas y represen racionales, como del dis­
curso, con su necesidad intrínseca de componer el significado a través de
la secuencia y de la referencia {ibid., p. 160).

Una vez más, como en Miller, «el “tinglado” de la metafísica occiden­


tal» es puesto en tela de juicio, poniendo esta vez en el centro de la aten­
ción crítica un pasaje aparentemente accidental y secundario.
Pero mientras que la lectura que hace Miller del discurso de Troilo deja
inviolado el espacio dramático de la obra (ya que no se mueve de un polo a
otro entre el Troilo amante confundido y el Troilo como creación Shakespea-
riana), Chase consigue su objetivo observando las aventuras de Deronda
como estructura de la vida de un hombre a la vez que como el fruto de la
trama de Eliot. Así, Chase utiliza la frase de Meyrick para redescribir la «dis-
LA DECONSTRUCCIÓN 217

rorsión de la causalidad que siente el lector» cuando la madre de Deronda le


revela el secreto de su nacimiento: «Lo que siente el lector [...] es que ésa es
la razón por la que Deronda ha desarrollado una fuerte afinidad por el judais­
mo, que podrá poner en juego al ser judío de nacimiento». Esta afirma que
«la carta de Meyrick [...] establece algo que es f undamental para nuestro
asunto: que no es una violación de las convenciones del género o de la vrai-
semblance, sino una deconstrucción del concepto de causa» {ibid., p. 161).
Dado que, como Chase dice, «la revelación de los orígenes de Deronda [...]
se presenta como un efecto de los requisitos narrativo», podemos afirmar
también que «su origen es el efecto de sus efectos» {ibid., p. 162).
Esto sólo podrá ser dicho en el caso de que queramos movernos entre
dos series causales, la descrita en la novela y la que crea la novela. Chase
lee la carta de Meyrick como una invitación a hacer exactamente eso:
centrarse en «la contradictoria relación entre las demandas de la ficción
realista y la estrategias narrativas empleadas actualmente» {ibid., p. 163).
Esta relación contradictoria nos recuerda una confusión que los filósofos
de la ciencia han discutido con frecuencia: «Lo que se considera una se­
cuencia causal hace referencia a la elección de términos que llevan a cabo
los científicos» (los narradores de tales secuencias) en la que se describen
las entidades que dicen pertenecer a la propia secuencia. En otras pala­
bras, las hipótesis sobre las relaciones causales interactúan con las presun­
ciones sobre el mejor modo de dividir el cambio continuo en entidades
simples. Tal como lo expresa Chase, «los atributos portan la autoridad de
la identidad sólo en tanto que pertenecen a un sistema que implica cau­
salidad, en el que la conducta está relacionada causalmente con la identi­
dad». Este importante aspecto filosófico -que se puedan construir tantas
historias causales como términos se puedan encontrar en los que descri­
bir a los héroes de tales historias y viceversa— ejemplifica la ironía expre­
sada en la carta de Meyrick. La filosofía de la ciencia permanece, por así
decirlo, siempre al borde de la ironía en lo que se refiere a las consecuen­
cias científicas, del mismo modo que la crítica literaria (debatiéndose en­
tre el punto de vista de un personaje literario y el punto de vista de su
creador, o entre estos dos y un tercer punto de vista atribuido al lenguaje
que tiene que utilizar el creador) está siempre al borde de la ironía en lo
tocante a los textos literarios. Haciendo una extensión más general, la fi­
losofía, considerada como la capacidad socrática para cuestionar lo coti­
diano, y para elaborar con ello cómicas inversiones paradójicas, está
siempre al borde de la ironía en relación con las producciones del resto de
la cultura. Cuanto más filosófica se va haciendo la crítica literaria y cuan­
to más críticos se dan cuenta de lo radicales que son las reconstrucciones
e inversiones ofrecidas por los filósofos contemporáneos (en particular
Nietzsche y Heidegger), más irónico se va haciendo el tono de su discur­
so. El ensayo de Chase es representativo del trabajo de la crítica decons-
tructivista por haber sido diseñado a partir de la irónica convicción de
218 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

que el pensamiento es tan maleable como el lenguaje y que éste, a su vez,


es infinitamente maleable; es decir, la convicción de que cualquier des­
cripción posible del lenguaje no es más que un lugar provisional de paso
y nunca algo con lo que cargar para poder reanudar el viaje.
Su ensayo es el típico de una clase particular de crítica demaniana; sin
embargo, en el mismo se mezcla el tono irónico derridiano con el presenti­
miento de la impotencia humana. En otro lugar, Chase señala que «los tex­
tos literarios, tanto como los textos filosóficos, vienen a ser ejemplificado-
res del carácter conflictual del lenguaje, o de una “imposibilidad de leer"
que “no debería tomarse demasiado a la ligera"» (Decomposing Figures: Rhe-
torical Readings in the Romantic Iradition, p. 4)32. Escribiendo sobre la no­
vela de Eliot, el ingenio de la propia Chase, parecido al de Meyrick, recuer­
da evocaciones demanianas bastante graves sobre «la nada de las cuestiones
humanas». Por ejemplo, después de haber mostrado con habilidad que la
novela «expulsa la representación decisiva [actividad sionista de Deronda]
hacia un f uturo ficticio más allá del final de la historia», concluye el párra­
fo interpolando otro dictum de desesperación demaniano. «Se reconoce
implícitamente [en la novela]», afirma Chase, que «“la posibilidad que tie­
ne el lenguaje para representar es tan ficticia como la posibilidad del len­
guaje para afirmar”» («Decomposition», p. 171)33. Aquí observamos de
nuevo la tensión entre la afirmación más templada que plantea que las je­
rarquías filosóficas tradicionales y las disposiciones establecidas pueden
darse la vuelta, ponerse cabeza abajo y pasar auténticas penalidades, y la
afirmación más dura de que tal maleabilidad es un símbolo del tremendo
aprieto en el que los seres humanos se encuentran a sí mismos. Ésta es la
tensión, descrita más arriba en relación con la oposición Fish-De Man, en­
tre el pragmatismo sosegado y la urgencia ética. La tensión entre el tono de
broma y la gravedad de Meyrick-Deronda se ve recreada en la propia deli­
beración de Chase sobre esta tensión.
Esta misma tensión aparece de una forma un tanto diferente cuando
los deconstructivistas intentan responder a la frecuente recriminación de
que su crítica es mecánica y monótona34. De acuerdo con esta recrimina­
ción, toda lectura deconstructivista de todo texto literario hace rodar de

52 Chase está citando la última línea de un ensayo de De Man en «The profession


of fairh of a savoyard vicar» [«La profesión de fe de un vicario saboyardo»] (De Man,
Alegorías de la lectura, ed. ing., p. 245).
33 La cita procede de Alegorías de la lectura, ed. ing., p. 1 29, donde, a la sazón, De
Man interpreta un pasaje de Nietzsche.
34 Véase De Man, La resistencia a la teoría, ed. ing., p. 19: «Las lecturas retóricas
técnicamente correctas, pueden ser aburridas, monótonas, predecibles y desagrada­
bles, pero son irrefutables». Los críticos de De Man muestran especial interés por la
cuestión de que es lo que puede significar la «refutación» de una lectura y, a partir de
ahí, cómo la «irrefutabilidad» podría ser relevante.
LA DECONSTRUCCIÓN 219

nuevo la cabeza del monarca: «el “gran tinglado" de la metafísica occiden­


tal». Se dice con frecuencia que las laboriosas inversiones deconstructivis­
tas de las oposiciones jerárquicas binarias han llegado a ser tan tediosas
como lo son las tímidas revelaciones í reudianas sobre la bisexual idad en­
cubierta. La crítica deconstructiva aparece, bajo esta perspectiva, para ser
tan sólo una variedad más de la crítica temática, una en particular que
toma prestados sus temas de Heidegger más que de Freud.
Como respuesta a estas acusaciones, Jonathan Culler ha replicado (lo
que supone quizá la explicación más meditada de las consecuencias de la
teoría deconstructivista para la crítica práctica) que «la crítica decons­
tructivista no es la aplicación de tesis filosóficas a los estudios literarios,
sino una exploración de la lógica textual a los textos denominados litera­
rios» (O?? Deconstruction [Sobre la deconstrucción], ed. ing., p. 21 2)?s.
Desde el punto de vista de Culler, aquellos que se apropian de una pers­
pectiva saussureana-wittgensteiniana del lenguaje como hace Fish, en un
tono de pragmatismo sosegado, no están realmente entendiendo la cues­
tión. Es un error observar la preocupación de Derrida y de Heidegger por
la metafísica de la presencia como si fuera la preocupación de Marx por la
lucha de clases o la de Freud por la sexualidad, con la mera diferencia de
aportar otro contexto en el que pudiera mostrarse fructífero situar tal o
cual texto literario. Para Culler, como para Spivak en el pasaje anterior­
mente citado, la deconstrucción no es sólo un contexto opcional sino un
modo de averiguar lo que realmente está sucediendo. La deconstrucción
introduce al lector en el texto, de un modo en que no lo hacen ni la críti­
ca marxista ni las investigaciones freudianas.
Esta afirmación se sitúa en el mismo disparadero filosófico que el debate
entre el realismo y el instrumentalismo entre los filósofos de la ciencia. Este
debate discute si lo científico descubre cosas que ya estaban ahí fuera en el
mundo esperando a ser descubiertas o si, más bien, nos aporta un camino
más útil para describir el mundo, útil, tan sólo, para ciertos fines concretos.
Análogamente, Culler hace que nos preguntemos si lo que la crítica decons­
tructivista llama «la lógica del texto» es algo que estaba en el texto esperando
a ser extraído o, en cambio, es sólo una buena manera de describir el texto
con ciertos fines críticos. Los pragmatistas como Fish rechazarán este plan­
teamiento como meramente «metafíisico», como una diferencia que no es tal
diferencia, y afirmar que la validez de un ensayo crítico es la realización de
los fines de la crítica. Sin embargo, Culler sí necesita tomarse en serio la
cuestión. Es importante para él insistir en que «los textos tematizan, con di­
ferentes grados de precisión, las operaciones interpretativas y sus consecuen-

35 Vcasc cambien On Deconstruction [ed. case.: Sobre la deconstrucción: teoría y crí­


tica después del estructuralismo^ p. 212, donde Culler distingue entre «el estudio de
los temas» y «el estudio de las estructuras de la lógica textual».
220 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

cias: de ahí que representen por anticipado los dramas que darán vida a la
tradición de su interpretación», y distinguirá las lecturas que se hacen de los
textos, del texto en sí mismo (On Deconstruction [Sobre la deconstrucción],
pp. 214-215). Para mantener intacta esta última distinción, Culler necesita
afirmar que el texto tiene «a través del poder de sus elementos marginales» la
habilidad para «subvertir» las lecturas previas. Tiene que afirmar que el críti­
co saca algunas conclusiones así como alguna elaboración, y que ni las con­
clusiones, ni la elaboración, ni la distinción texto-lectura pueden ser senci­
llamente rechazadas en nombre del aperturismo pragmático.
Pero como le gustaba señalar a Searle («The world turned upside
down», p. 77) y a otros, las técnicas deconstructivistas son un disolvente
universal de las distinciones clásicas esencia-accidente y sustancia-rela­
ción que, sin embargo, no hace distinción entre las que usaron los mis­
mos deconstructivistas. De este modo, no queda muy claro cómo Culler
podía abogar por la afirmación de que ya hay una «lógica» en el texto, es­
perando que los críticos deconstructivistas la detectaran. En cambio, en
las últimas páginas de Sobre la deconstrucción, Culler sugiere algo que él
mismo no profesaría: que alcanzado cierto punto la fe debe sustituirse
por argumentos. Glosando un pasaje de De Man que dice sobre el poema
de Shelley que «The Triumph of Life» [El Triunfo de la Vida] nos advier­
te de que nada, ya sea la acción, la palabra, el pensamiento o el texto, su­
cede en relación, positiva o negativa, con nada que le preceda, le siga o
exista en alguna otra parte», Culler dice sobre el mismo:

No se puede ni siquiera imaginar cómo un crítico abogaría por [...] la


afirmación de que nada sucede en relación con nada que le preceda, le
siga o exista en alguna otra parte, y a uno le lleva a sospechar que cierta fe
en el texto y en la verdad de sus consecuencias más importantes y sor­
prendentes, sea la ceguera que hace posible las intuiciones de la crítica
deconstructiva, o una necesidad metodológica que no se puede justificar
pero que se tolera por la fuerza de sus resultados (On Deconstrution [So­
bre la deconstrucción], p. 280).

Cuando Culler habla de «resultados», sin embargo, no se refiere a la


capacidad de la crítica deconstructiva para arrojar luz sobre los textos in­
dividuales qua individuales.
De un modo explícito rechaza que tal capacidad sea la prueba de la
práctica crítica. Culler admite que:

Los lectores que han asumido, a partir del modelo norteamericano,


que el propósito de la deconstrucción es iluminar a los trabajos indivi­
duales, en muchos aspectos la han encontrado deficiente. Se quejan, por
ejemplo, de cierta monotonía. La deconstrucción hace que todo parezca
lo mismo. Derrida y sus cohortes no parecen verdaderamente compro­
LA DECONSTRUCCIÓN 221

metidos en identificar la particularidad de cada obra (ni siquiera su mis­


terio distintivo) como debería de hacerlo un intérprete (ibid., p. 220).

Para terminar, se puede recapitular con que «es necesario discutir la


presunción que opone ciencia a interpretación [...] y asimilar cualquier
crítica de la ciencia con la celebración interpretativa de la particularidad»
(ibid., p. 222).
De modo que los «resultados» a que se refiere aquella fuerza sobre la que
Culler nos pide un juicio, la crítica deconstructiva no consiste ni en el esta­
blecimiento de verdades filosóficas cuasi-científicas, ni en lo que denomina
«aclaraciones enriquecedoras de obras individuales» (ibid., p. 220). Más
bien, esos resultados consisten en la experiencia de auto-renovación conti­
nua del crítico, a través de la continua superación de los marcos de inter­
pretación adoptados con anterioridad -la revelación de la ceguera que pone
en auge una vieja intuición, seguida de una intuición nueva hecha posible
gracias a una nueva ceguera, y así sucesivamente-. Por ello, los «resultados»
de la crítica deconstructivista no consisten, desde la perspectiva de Culler,
en un canon de lecturas «definitivas» de los textos, sino en la capacidad de
participar en una práctica que evita constantemente la posibilidad de certe­
za. Tal crítica no se refiere ni a que haya que sustituir la filosofía por la lite­
ratura, ni a que sea necesario aplicar la filosofía a la literatura, sino a com­
prometerse con un tipo de actividad en la que la aplicación de la distinción
filosofía-literatura tradicional, al igual que la distinción tradicional entre
generalidad-particularidad, ya no sea la de utilidad.
La consideración de Culler acerca de la crítica deconstructivista deja
claro lo radicales que son las afirmaciones de tal crítica, y lo radicales que
necesitan ser para enfrentarse con las críticas habituales (de arbitrariedad,
monotonía, etc.) vertidas contra ella. La actividad que describe Culler no se
someterá a juicios hechos desde fuera de ella misma, nadie más que los re­
volucionarios políticos se someterán a la crítica expresada en los términos
defendidos por la sociedad que ellos esperan transformar. Esta analogía con
los movimientos políticos es reforzada por el hecho de que muchos (quizá
la mayoría) de los críticos deconstructivistas creen estar acometiendo una
actividad que tiene un fin político. En general, piensan que la práctica de la
crítica literaria es una extensión más de la práctica política. La fuerza y vi­
talidad del movimiento deconstructivista no se puede entender sin la com­
prensión de sus ambiciones políticas36.

36 Véase Culler, Framing the Sign, p. XIII en «the desire to make criticism politi-
cal» [el deseo de hacer crítica política], p. 21 sobre el fracaso del «nuevo hisroricis-
mo» (un movimiento en el que con frecuencia se pusieron las miradas como posible
sucesor de la deconstrucción) a la hora de «desarrollar un programa convincente para
una crítica políticamente cmancipatoria», y p. 55 sobre el «nuevo pragmatismo» (de
Fish, Rorty, Knapp, Michaels y otros) como «una manera de proteger la ideología
222 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Deconstrucción y política radical

Al final de Las palabras y las cosas, Foucault aúna un sentimiento de


inminencia de la transformación política social radical con una sustitu­
ción del hombre por el lenguaje. Sugiere la posibilidad de que «el hombre
este en proceso de perecer mientras que el ser del lenguaje continúa bri­
llando cada vez más luminoso en nuestro horizonte» (ed. ing., p. 386).
Esta sugerencia, hecha desde la izquierda política, resuena junto a la an­
terior sugerencia de Heidegger, hecha desde la derecha política, a que
«humanismo» es la mejor denominación para la etapa final de la metafí­
sica de la presencia, el último suspiro de un modo de entender el Ser que
ya ha agotado sus fuerzas: aquel que ha entendido el lenguaje como una
herramienta en manos de los seres humanos, un instrumento sujeto a sus
deseos57. En una brillante crítica a la Carta sobre el humanismo de Hei­
degger, con el significativo título de «Los fines del hombre», Derrida se
une a la reivindicación heideggeriana sobre «la necesidad de un '"cambio
de terreno”», pero éste viene a exponer que la manera en que Heidegger
trata de superar al «hombre» no resulta operativa. Lo que se necesita en
su lugar, afirma Derrida, es un «cambio de 'estilo”», a uno que «hable va­
rios lenguajes y produzca varios textos al mismo tiempo» (Márgenes de la
filosofía, ed. ing., p. 135). Estos tres filósofos defienden, a pesar de la di­
ferente motivación de sus trabajos, que el lenguaje es un fenómeno que
no puede incluirse bajo el concepto de «hombre». Argumentan, con au­
rores como Searle, Fish y Davidson, que no se debería pensar en el len­
guaje sencillamente como un asunto de seres humanos utilizando señales
y sonidos con el mero objeto de alcanzar sus propósitos58. Los tres estarían
de acuerdo en que el lenguaje de alguna manera «excede al hombre» y
abre nuevas posibilidades socio-políticas.
La estrecha conexión actual entre la política radical y la crítica literaria
deconstructivista es el principal efecto de este intento de los filósofos por
poner al lenguaje en el lugar que antes ocupaba el hombre. En el mundo*38

dominante» y como «apropiación totalizadora de la era Reagan». En relación con el


escepticismo sobre la estrategia de Culler, véase Kermode, «Prologue» en An Appetite
for Poetry, pp. 1-46.
3 Obsérvese la afirmación de Heidegger de que «todos los humanismos siguen
siendo metafísicos» (ed. cast.: Carta sobre el humanismo, ed. ing., p. 202), así como sus
observaciones sobre Sartre, Nietzsche y Marx (ed. ing., p. 215). Véase también p. 197
(ed. ing.) sobre su opinión contra una concepción del lenguaje humanística y pragmá­
tica, y p. 193 (ed. ing.) para su concepción opuesta del lenguaje como «la casa del Ser».
38 Una consecuencia de su rechazo del pragmatismo es que, tal como lo ha expre­
sado recientemente Derrida, «no puede haber ninguna analogía rigurosa entre una teo­
ría científica, no importa cuál sea, y una teoría del lenguaje» (Limited Inc., p. 1 18).
Este es el aspecto en el que Davidson se distanciaría de Derrida.
LA DECONSTRUCCIÓN 223

académico anglosajón, los departamentos de Literatura de las universida­


des, integrados por docentes que se consideran a sí mismos como dueños
de una pericia especial con el lenguaje, han tomado la delantera a los de­
partamentos de ciencia social como cuna del pensamiento de izquierdas y
como ámbitos de representación para las iniciativas políticas radicales.
Aquellos que practican la crítica deconstructivista, en general se ven a sí
mismos como parte de una actividad que tiene mucho más que ver con el
cambio político que con la «comprensión» (mucho menos aún con el «re­
conocimiento») de lo que tradicionalmente se ha llamado «literatura».
Este último término tradicionalmente ha tenido un sentido humanís­
tico que presupone que los «grandes» poemas y novelas son los deposita­
rios de las verdades morales perdurables que se corresponden con algo
fundamental en los seres humanos como es, a pesar de todo, su época
histórica o su repertorio lingüístico. Por el contrario, los deconstructivis-
tas desean reemplazar este sentido a partir de la descripción de literatura
que hace De Man como «la insistente llamada de un vacío [thepersisting
namingofa void]», el perpetuo descubrimiento de la ceguera que posibi­
litó la intuición precedente y de la nueva ceguera que posibilitó remediar
la antigua. La literatura deja de ser un lugar en el que el espíritu pertur­
bado puede encontrar descanso e inspiración, donde los seres humanos
se pueden dirigir a encontrar su propia naturaleza más profunda puesta
de manifiesto, para convertirse, más bien, en la incitación hacia una nue­
va clase de actividad constantemente autodesestabilizadora. Los decons­
tructivistas esperaban que ral actividad, trasladada a la política, fuera ca­
paz de vencer la ceguera de las democracias burguesas acerca de la
crueldad y la injusticia de sus instituciones.
La afirmación de que «la lectura cerrada» es de gran utilidad política
es dada por hecho por la mayor parte de los deconstructivistas. Panto es
así que la principal función de los departamentos de literatura es la de ser
útiles políticamente, ayudando a los estudiantes a depurar las ideas reci­
bidas, las ideas metafísicas que se presuponen en la interpretación «hu­
manística» del canon literario tradicional. Los deconstructivistas han sido
en ocasiones acusados por aquellos que (como Frank Lentricchia) prefie­
ren a Foucault al Derrida de la irrelevancia política en el mejor de los ca­
sos y del conservadurismo político en el peor de ellos39. En una entrevis­
ta concedida el año antes de su muerte, De Man se defendió a sí mismo
contra tales acusaciones diciendo que «siempre he mantenido que uno se
podía acercar a los problemas de la ideología y por extensión a los proble­
mas de la política sólo sobre las bases del análisis crítico-lingüístico» {La re-

En relación con las dudas de Lentricchia sobre la utilidad política de la crítica


demaniana, véase After the New Criticism [ed. cast.: Después de la «Nueva Crítica»,
Madrid, Visor, 1996j, cap. 8, y Criticism and Social Chance, pp. 1-83.
224 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

sistencia a la teoría, cd. íng., p. 121)* Una afirmación similar es la que ha­
cen muchos de los admiradores de De Man40, que defienden que la de­
construcción proporciona (aunque en apariencia pueda parecer lo con­
trario) una alternativa gracias a la cual los profesores de Literatura pueden
ser lo que Foucault llamó «intelectuales específicos»: gente que está dedi­
cando su habilidad especializada para hacer un trabajo político41*
La amplia difusión de la idea de que el estudio de los trabajos sobre el
lenguaje (más que sobre, digamos, los mecanismos del capitalismo mono-
polístico, y del papel del Estado como «comité ejecutivo de la burguesía»)
abre nuevas posibilidades para que la política radical pueda ser explicada
en la práctica por la decadente influencia del marxismo por un lado, y por
el auge del feminismo por el otro. Desde la perspectiva de Foucault, el
marxismo es tan sólo una variedad más de humanismo desfasado. En los
últimos escritos de Jean-Fran^ois Lyotard, un influyente filósofo y crítico
social francés, el marxismo aparece como una de las grandes «meta-narra­
tivas» sobre la «humanidad» y la «historia humana». Después de Nietzs­
che, Heidegger y Foucault, Lyotard piensa que no podemos forzarnos a
creer esas historias por más tiempo (véase La condición postmocUrna). A pe­
sar de que algunos autores —en especial Michael Ryan— han intentado re­
conciliar el marxismo con la deconstrucción42, la mayor parte de aquellos

4° Especialmente Ñoñis. Véase su De Man, en particular los capítulos 5 y 6, para


una exposición derallada de los contrastes entre la desilusión política que se muestra
en los periodos iniciales e intermedios de De Man y la preocupación política de su
ultimo período*
41 Véase Lenrricchia, Criticism andSoctal Chance, p- ó: «Mi objetivo está en el hu­
manismo universitario, porque creo que su papel como actor social y político ha sido cí­
nicamente subestimado e ignorado por la derecha, la izquierda y el centro. Por “intelec-
tuaL me refiero al intelectual especifico descrito por Foucault, aquel cuyo trabajo
radical de transformación, cuya lucha contra la represión es ejercido en el lugar institu­
cional específico en el que se encuentra, y en los términos de sus habilidades propias».
En la página siguiente Lenrricchia afirma que los académicos que se limitan a orga.*
nizar protestas, sentadas, huelgas, etc., en lugar de llevar su política a las clases ya sus es­
critos, «están siendo aniquilados por sentimientos de culpa y de alienación ocu pació-
nal». En relación con las críticas de Lcntricchia contra la noción de «visión y ceguera» de
De Man, como abanderada del conservadurismo político, véanse pp. 49-50, 63-64.
En Marxism and Deconsteuc tíon Ryan sostiene que «la deconstrucción puede
proporcionar los principios necesarios para una crítica radical de las instituciones ca-
pitalisto-patriarcales de un modo que no es solamente de oposición, sino que minará
desde el interior las bases legitimadoras de aquellas instituciones» (p. 43). Ryan man­
tiene que «La ideología [definida como el conjunto de ideas y prácticas que repro­
ducen las normas de clase"] como el paradigma dominante de la burguesía social y
de las ciencias puras depende precisamente de la clase de cosas que la deconstrucción
pone en cuestión» (p, 38). Para aclarar dudas sobre tales esfuerzos reconciliadores
como los de Ryan, véanse las observaciones de Louis xMackey en un coloquio sobre

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LA DECONSTRUCCIÓN 225

que practican la crítica dcconstructívísta se ven a sí mismos dirigiéndose


hacia un mundo intelectual tan alejado de Marx como de Rousseau o de
CondorccL Foucault, Derrida y de Man han desempeñado el papel en la
vida intelectual de los radicales políticos contemporáneos de habla inglesa
que hace cincuenta años desempeñaron Marx, Lenin y Trotsky^-L
Esta ruptura se ha acelerado por la conciencia feminista de que las ca­
racterísticas masculinas del vocabulario moral y político de Occidente
son» tanto un rasgo del marxismo, como de los mismos precursores del
florecimiento marxista. Las feministas se han apropiado rápidamente de
la sugerencia derridiana de que el «logocentrismo» de la «metafísica de la
presencia de Occidente» puede ser también considerado como un «falo-
ccntrísmo»* 44*. La idea de que las personas con «falo» son más racionales,
más lógicas, que aquellas que no lo tienen, y por ello merecedoras del po­
der privilegiado, está construida sobre las metáforas centrales de la meta­
física occidental («penetrando a través del velo de las apariencias», «la ver­
dad incluso en sus lugares más secretos» y similares). Las feministas han
mostrado que las metáforas del racionalismo y del humanismo están pla­
gadas de imágenes sexuales: imágenes en las que la razón se modela con
referencia al falo (algo que se impone con fuerza, rígido» riguroso, perfec­
tamente recto), mientras que aquello que se trata de imponer a la razón
se modela con referencia a la imagen masculina de los órganos sexuales
femeninos (enredados, confusos, con necesidad de organización, de ser
puestos firmes)41’. Las interpretaciones feministas de los textos que podría­

«Marxism and Deconstruction» en Davis y Schleifer, Rhetorie and Formt pp- 75-97.
Para examinar algunas consideraciones que se han ido añadiendo a esta cuestión, véan­
se los artículos de Terry Eagleton y otros en jMohanty (ed.), AííJrx afier Derruía [ed.
casi.: Marx después de Derrida]. Algunos marxistas (especialmente en Gran Bretaña)
han intentado utilizar el trabajo de Louis Althusscr como un puente entre el marxis­
mo más tradicional y la deconstrucción. El mismo Derrida, aparte de en las entrevis­
tas recogidas en Posiciones* ed. ing.» pp. 56-80, que tratan de Marx, Lenin y Althus­
scr» ha escrito explícitamente sobre el tema en Espectros de Marx.
En relación con el debate sobre la dimensión ético-política del pensamiento de
Derrida, véase Bernstein, «Scrious play». Como muestra de la postura de Derrida en
relación con la política, véase por ejemplo su «Racisms lastword» [La última palabra
del racismo], así como su sorprendente afirmacióti («But beyond... [Pero más allá...]»,
p. 168) de que «las prácticas deconstructivas también, y sobre todo, sean prácticas po­
líticas e institucionales*?». En .su obra más reciente Derrida ha ampliado el sentido de
«práctica deconstructiva» de tal forma que la lectura de constructiva de los textos es­
critos sería una suerte de género literario. Sin embargo, el carácter concreto de este gé­
nero permanece oculto. En relación con el escepticistno sobre la relevancia de la de­
construcción en el campo político, véase iMcCarthy, «On the margins ofpolitics».
44 Véase, por ejemplo, Derrida, Márgenes de ¿a filosofía, p. XXV. Véase también el
uso del imaginario sexual en el ensayo principal de su libro La diseminación.
45 Véase Lloyd, The Man ofFeasun.

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226 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

mos llamar canónicos dentro de la filosofía y la literatura lian aportado la


evidencia más convincente para sostener la afirmación de que la crítica
deconstructivista puede sacar a la luz una «lógica» oculta de poder y de
dominación, una lógica que debe ser expuesta como condición previa a la
acción política eficaz46.
Esta breve reseña sobre la relación del deconstructivismo con el radi­
calismo político esperamos que sea suficiente para dar a entender por qué
Culler es capaz de mantener al margen la cuestión de cómo comprobar
las afirmaciones de De Man, y en su lugar apelar a la experiencia de la ac­
tividad de la crítica deconstructivista, una actividad que se percibe inse­
parable de la perspectiva política. También puede mostrar por qué los de­
constructivistas encuentran con frecuencia políticamente sospechoso el
pragmatismo sosegado de Fish y de algunos otros que, a pesar de ser
igualmente críticos con la crítica literaria «humanista» tradicional, no es­
tán preparados para aceptar la noción demaniana de «la lógica del texto»,
ni su afirmación de que la lectura es un proceso interminable de auto-
subversión.
Volviendo a una cuestión anterior: el deconstructivismo es un movi­
miento mucho más amplio que la crítica literaria. El término «deconstruc­
ción», en toda su extensión, representa actualmente un gesto en la direc­
ción de forjar un sentimiento entre los intelectuales de desconfianza y de
impaciencia hacia el statu quo, El término «socialismo» nos sirve como un
gesto que sintoniza con un estado de opinión anterior. Ya que habría sido
un error caracterizar ese estado de opinión anterior sencillamente como de
acuerdo con aquellos economistas que sugerían nacionalizar los medios de
producción, también sería un error caracterizar el estado de opinión pre­
sente sencillamente como el estar de acuerdo con aquellos filósofos que nos
recomiendan rechazar la distinción entre apariencia y realidad. Esos filóso­
fos son, como lo eran aquellos economistas, sencillamente un punto de en­
cuentro entre muchos otros para dar lugar a un movimiento amorfo. La
crítica literaria deconstructiva sólo es una manifestación del profundo y su­
til cambio que se está produciendo en la imagen que tienen de sí mismos
los intelectuales occidentales.

46 Referente a la discusión crítica de la relación entre feminismo, deconstrucción,


marxismo y psicoanálisis, véase Spivak, In Other Worlds [En otros mundos], en espe­
cial los ensayos titulados «Feminism and critical thcory» y «Frcnch feminism in an
internacional trame».

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8
Teorías marxistas y psicoanalíticas, estructuralistas
y postestructuralistas

Una de las manifestaciones más evidentes de la transición del estruc­


turalismo al postestructuralismo es el proceso mediante el cual una me­
todología bastante unificada se disgregó en una pluralidad de enfoques te­
óricos. Dentro de esta diversidad, el marxismo y el psicoanálisis son, junto
a la deconstrucción, las dos posturas más importantes. Ambos se preocu­
pan por poner en cuestión la concepción idealista del sujeto -esto es, el su­
jeto centrado sobre sí mismo, esencialmente consciente y «libre» en el sen­
tido de que antecede a las determinaciones sociales o de cualquier otro
tipo—. Evidentemente, el estructuralismo también rechaza esa concep­
ción del sujeto, y es precisamente en su insistencia sobre el papel deter­
minante de las estructuras lingüísticas (y semejantes), donde cifra las ba­
ses para una teoría materialista de la subjetividad. Sin embargo, la
concepción del signo de Saussure restablece de hecho otra forma de idea­
lismo, como defienden Coward y Ellis en Language and Materialism.
Una concepción genuinamente materialista del sujeto tiene que superar
los límites de un estructuralismo de orden lingüístico «puro», y las pers­
pectivas marxistas y psicoanalíticas son, sobre todo, vías para lograr esto.
A su vez, el estructuralismo ha empujado al marxismo y al psicoanálisis a
reconsiderar algunos de sus presupuestos básicos de un modo riguroso y
productivo. Como escribe Robert Young en su introducción a Unlying
the Text, el postestructuralismo no hubiera sido posible sin el estructura­
lismo. Concretamente, los desarrollos teóricos que Lacan impulsó en el
psicoanálisis y Althusser en el marxismo están fuertemente influidos por
el estructuralismo, si bien son extremadamente críticos con él. Lacan y
Althusser son los dos personajes principales que trataremos en este espa­
cio, aquellos que elaboraron una concepción anti-humanista del sujeto
determinado por el inconsciente y/o la ideología. Estas cuestiones sobre­
pasan el ámbito de la crítica literaria, pero han inaugurado un nuevo
modo de acercarse al texto literario que ha generado una conjunto subs­
tancial de lecturas críticas.

La teoría psicoanalí tica de Lacan y su relevancia para la


LITERATURA

La obra de Lacan sobre psicoanálisis, publicada con el título de Ecrits, y


los numerosos volúmenes de su «Séminaire» han adquirido una reputación
de impenetrable obscuridad. Las construcciones teóricas de Lacan no enca­
jan fácilmente en las categorías de la lógica convencional, que requiere de­
228 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

finiciones claras e inequívocas, consistencia de argumentos, y una percep­


ción sensata de las ideas de causa y efecto y de tiempo y espacio. El hecho
de que Lacan desafíe estas prescripciones hace casi imposible resumir su
trabajo, así que en lugar de acometer un bosquejo de toda su obra, me con­
centraré en sus innovaciones en la teoría psicoanalítica: a saber, la idea de
que la mente humana está determinada por las estructuras del lenguaje.
Es precisamente debido a esta noción por lo que Lacan puede ser de­
nominado estructuralista. El énfasis puesto en el papel del lenguaje como
constitutivo de la subjetividad, y de la subjetividad como una cuestión de
relaciones y transformaciones estructurales, más que una entidad subs­
tantiva, es constante a lo largo de su obra. Sin embargo, Lacan disiente
del estructuralismo clásico, por una parte debido a que su trabajo inicial
acerca de la función de la imagen, en el desarrollo de la identidad, repre­
senta una contrapartida a las determinaciones impuestas por el lenguaje
y, por otra, a que otros sistemas intelectuales, como la dialéctica hegelia-
na y la fenomenología, influyen en su reconstrucción de la teoría y la
práctica psicoanalítica. No obstante, su preocupación principal será la re­
lación entre el sujeto y el lenguaje, a lo que se debe que su trabajo haya
despertado tanto interés entre los críticos literarios.
En 1953, en un congreso sobre psicoanálisis en Roma, Lacan esbozó
(en lo que se conoce como la «conferencia de Roma») su posición disiden­
te respecto al psicoanálisis ortodoxo y expuso, por primera vez, sus tesis
sobre la centralidad del lenguaje. El lenguaje debe entenderse aquí tanto
en el sentido ordinario de la comunicación verbal -referida en Lacan, es­
pecialmente, a la que se establece entre el paciente y el analista— y en el
sentido estructuralista más amplio de «función simbólica» de Lévi-Strauss.
En su conferencia de Roma, Lacan utiliza una noción del inconsciente
muy cercana a Lévi-Strauss que, como veremos, se transformará poste­
riormente. Lacan también sigue a Lévi-Strauss al apropiarse conceptos de
la lingüística estructural y aplicarlos a otros ámbitos, en su caso, al psicoa­
nálisis. En este caso, también las ideas originales estructuralistas son con­
siderablemente reformuladas. Los tres lingüistas en los que se apoya Lacan
son Saussure, Jakobson y Benveniste (para una discusión del estructuralis­
mo, véanse los capítulos 2-4). De la teoría del signo de Saussure (véase el
capítulo 3) toma la idea de que el significado, como sugiere su nombre, es
sólo eso que se significa, y no tiene existencia alguna desligado del signi­
ficante; el lenguaje no adhiere etiquetas a una serie de entidades singula­
res predefinidas, sino que esculpe un conjunto de percepciones indife­
renciadas, la experiencia, etc., mediante las articulaciones que introducen
los signos. Por su parte, Lacan obtiene de Jakobson otras dos herramien­
tas metodológicas de la lingüística estructural: los ejes sintagmáticos y pa­
radigmáticos. Jakobson ha presentado estas dos importantes dimensiones
opuestas de la estructura del lenguaje en términos retóricos: la figura de
la metonimia, que asocia elementos basándose en la contigüidad, es esen­
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍT1CAS... 229

cialmente sintagmática porque los dos elementos están co-presentes, mien­


tras que la metáfora consiste en la sustitución de una cosa por otra y, por
tanto, es paradigmática (Jakobson, Turo Aspects).
Finalmente, el trabajo de Benveniste acerca del lugar que ocupa el sujeto
en el lenguaje*1, que ha ejercido una influencia considerable en la teoría lite­
raria estructuralista como, por ejemplo, en lodorov, también es relevante
para Lacan. Benveniste mantiene que el lenguaje no es una estructura auto-
contenida externa al sujeto y que éste se limita a utilizar. Benveniste demues­
tra este extremo aludiendo a ciertos aspectos del lenguaje que no pueden de­
finirse excepto mediante referencia al acto de habla en el que ocurren: por
ejemplo, «yo» y «tú» no tienen un significado fijado en el diccionario, sino
que «significan» a quienquiera que hable u oiga en un momento determina­
do. Esto lleva a Benveniste a argumentar que el lenguaje y la subjetividad
son total y mutuamente dependientes e inseparables: la estructura misma
del lenguaje depende de la implicación del sujeto en él, e inversamente, no
hay subjetividad sin la habilidad de decir «yo». Sin embargo, cuando digo
«yo», hay obviamente dos instancias del yo en cuestión, lo que da lugar a dos
nuevos pares de términos teóricos: el «yo» que habla es el «sujeto de la enun­
ciación» y el «yo» hablado (el signo lingüístico presente en la proferencia) es
el «sujeto de la oración» (énonce).
La descripción que hace Lacan del lugar que ocupa el sujeto en el len­
guaje liga estas tres posiciones y, al hacerlo, las transforma en algo signifi­
cantemente diferente. Por ejemplo, si la idea principal de Saussure era la
unión del significante y el significado en el signo -Saussure los compara­
ba a las dos caras de una hoja de papel-, Lacan subraya su separación. Su
fórmula para el signo es S/s, donde la barra inclinada «/» simboliza el
modo, ya que el significante dominante está separado del significado que
queda bajo él. Esto es: el significante no está directamente conectado con
su significado: el sentido no es un simple emparejamiento de una forma
vocal, gráfica, etc. con un concepto, y esta desconexión conduce a una re­
lación asimétrica entre los dos: la primacía del significante sobre el signi­
ficado. En otras palabras, el significante, que por sí mismo tiene una exis­
tencia material, domina al más elusivo y difuso significado: la mutua
dependencia de Saussure ha devenido en dependencia a secas, ya que
mientras para Lacan sigue siendo -incluso más- imposible concebir un
significado aislado, sostiene que encontramos significantes solos constan­
temente. Ya sea en el sentido de que no sabemos lo que significan, como
cuando un niño está aprendiendo a hablar, o incluso porque no seamos
capaces de reconocer que son significantes, como en el caso de los sínto­
mas psico somáticos.

’ Véanse sus artículos «Les relations de cemps dans le verbe franjáis», «La nature
des pronoms» y «De la subjcctivitc dans le languagc»: convertidos en los capítulos
1 9, 20 y 21 de Probtemes de linguistique genérale.
230 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Separado del significado, el significante, en cambio, sigue necesaria­


mente conectado a otros significantes e independiente de ellos. En este
caso, Lacan recupera la noción de Saussure y la reforma en lo que denomi­
na la «cadena significante»: un significante conduce inevitablemente a otro.
Lacan no se refiere aquí especialmente al modo en que las palabras se com­
binan sintácticamente para formar un enunciado; las relaciones en cuestión
son asociaciones semánticas e interpretativas (en el sentido de que el signi­
ficado de una palabra es otra palabra, como ocurre con la definiciones de
los diccionarios). Un buen ejemplo sería el modo en que se yuxtaponen o
se sustituyen las imágenes en un sueño o en un poema basándose en su si­
militud. Para ser más exactos, las relaciones entre los significantes en las ca­
denas son todas metonimicas o metafóricas, en el sentido más amplio que Ja­
kobson le atribuye a estos términos. Por esto, la cadena bien se mueve
sintagmáticamente de un significante a otro relacionado (metonimia), bien
opera paradigmáticamente, poniendo un significante en lugar de otro (me­
táfora). Estas trayectorias casi retóricas traen a primer plano la permanente
tendencia del lenguaje para significar algo más: «Lo que revela esta estruc­
tura de la cadena significativa», escribe Lacan, «es la posibilidad que tengo
[...] para usarla de modo que signifique otra cosa que lo que dice» (Écrits,
ed. ing., p. 155, la cursiva es del original)'*2. Lacan define la metáfora y la
metonimia como los dos desniveles del lenguaje por los que se desliza lo
significado bajo la cadena significante «un incesante deslizamiento del sig­
nificado bajo el significante» (ed. ing., p. 1 54) que sólo puede estabilizarse
muy provisional y aproximadamente. La cadena significante atiende así a
la «infinitud» del significado, que es consecuencia de la cadena en su con­
junto más que de cualquier eslabón particular del lenguaje dentro de ella.
Como dice el propio Lacan, «es en la cadena del significante donde «insis­
te» el significado... ninguno de sus elementos «consiste» en la significa­
ción de la que es capaz en un determinado momento» (ed. ing., p. 153.)3.
El significado se concibe más apropiadamente como esta forma de «insis­
tencia», como presión y trayectoria, más que como un vínculo finito entre
dos términos.

No disponemos en castellano de una edición completa de los Écrits de Lacan


por lo que consideramos oportuno, siguiendo el hilo de nuestra traducción del in­
glés, conservar las referencias que Britton extrae de la versión de Alan Sheridan a par­
tir de la cual confecciona este capítulo. [N. de los l'.]
2 Las anotaciones y las páginas de referencia pertenecen a la traducción parcial de
Écrits (Écrits: A Selection) a menos que se indique lo contrario. Donde hemos consi­
derado importante señalar el texto original, se ha introducido el texto francés en una
nota con la referencia a la edición original de Écrits.
3 «Ton peut dire que c’est dans la chaine signifiante que le sens insiste, mais
qu’aucun des élcmcnts de la chaine nc consiste dans la signification dont il cst capablc
au moment méme» (p. 502, en cursiva en el original).
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 231

El mismo Jakobson ya ha comparado los dos ejes de la metáfora y la


metonimia con los conceptos psicoanalíticos de desplazamiento y conden­
sación que Freud veía como los dos mecanismos más importantes del in­
consciente operativos en la producción de imágenes oníricas (Two Aspects,
ed. ing., p. 72); de la descripción precedente se infiere que la cadena signi­
ficativa de Lacan se refiere sobre todo a la producción de significado en el
inconsciente: el «lenguaje», para Lacan, es primero y primariamente el pro­
ceso del lenguaje tal como aparece en el inconsciente. Así, por ejemplo, la
barra inclinada «/» bajo la que se «desliza» el significado simboliza la re­
presión de los pensamientos y deseos a los que se les niega el acceso a la
conciencia y, desde esta perspectiva, su constante deslizamiento, su condi­
ción inaprehcnsible, deviene más comprensible. Aunque Lacan no está
hablando del mismo tipo de lenguaje que la lingüística estructural, la im­
portancia otorgada al inconsciente significa que sus efectos no pueden limi­
tarse a áreas particulares del comportamiento humano. El inconsciente es
permeable a todo lo que hacemos, incluyendo la elaboración de teorías lin­
güísticas. De esto se sigue que una diferencia crucial entre Lacan y la lingüís­
tica teórica es que aquél pone en cuestión la noción de un metalenguaje
científico, de un discurso fundado en la convicción de que puede explicar
otro discurso menos «inteligente». La lingüística estructural es, precisamen­
te, un metalenguaje que tiene por objeto al lenguaje natural; y el psicoanáli­
sis tal vez pueda pensarse como un metalenguaje que estudia el metalengua­
je del inconsciente. Sin embargo, para Lacan todas las variedades lingüísticas
son iguales porque todas están igualmente determinadas por el inconscien­
te: ningún discurso domina a los demás. (Esto implica, por supuesto, que el
metalenguaje de los críticos literarios tampoco es capaz de «dominar» el len­
guaje de la literatura.)
Así que la cuestión central de la relación del sujeto con el lenguaje nos
devuelve a la pregunta por el inconsciente. Una de las afirmaciones más
famosas de Lacan es que el inconsciente está estructurado como un lenguaje;
ahora estamos en una posición para apreciar más claramente qué significa
esto. Lodos los fragmentos de material reprimido -deseos, recuerdos, etc.-,
aunque pueden no ser totalmente verbales, son, no obstante, significantes,
relacionados metonímica o metafóricamente en una cadena significativa
que envía mensajes fragmentarios y distorsionados a la conciencia. Como
una parte de nosotros a la que no tenemos acceso y que, por tanto, es
esencialmente otro para nosotros, el inconsciente (o en la terminología de
Lacan, «lo Otro») nos habla mediante síntomas (que Lacan compara con
metáforas) a través de los deslices y fallos de nuestra habla y comporta­
miento conscientes. Es el discurso del sujeto, pero este lo recibe como si
proviniera de otro lugar que no fuera él mismo. Evidencias de esto pueden
encontrarse en el sentimiento de que nuestros sueños están «intentando
decirnos algo», o en el hecho de que nuestros propios chistes nos pueden
hacer reír con la misma sorpresa con la que lo hacen los chistes contados
232 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

por otros. Todo esto es una muestra más de que no somos dueños de nues­
tro discurso porque «el inconsciente forma parte del discurso concreto en
tanto que va más allá de la mera individualidad, en tanto que no está a dis­
posición del sujeto para restablecer la continuidad de su discurso cons­
ciente» (ed. ing., p. 49).
El acento puesto aquí, en la dimensión «transindividual» del incons­
ciente, de nuevo recuerda a la concepción de Lévi-Strauss. No obstante,
Lacan ve tanto el sujeto como el inconsciente como construcciones más
dinámicas, y está mucho más interesado que Lévi-Strauss por el proceso de
su producción. Este énfasis añade también una dimensión casi literaria a
su teoría. Su concepción de la construcción del sujeto en el lenguaje tie­
ne, en su versión arquetípica, cierta forma «narrativa»: se trata de la histo­
ria de la generación del sujeto y Lacan no desperdicia la oportunidad de
señalar sus dimensiones ficticias y dramáticas. La historia tiene dos mo­
mentos cruciales y/o críticos (aunque debe advertirse que en la vida de
un individuo no todos los eventos son irreversibles, sino que se repiten
constantemente de una u otra forma): la fase del espejo y la entrada en el
orden simbólico.
La teoría de la fase del espejo, presentada en un importante trabajo
temprano de 1949, está enraizada en la observación de Freud de que el
ego proviene del narcisismo. Antes que esto, el infante se percibe como
una Fluida amalgama de pulsiones, de sensaciones buenas y malas, caren­
tes de unidad e independencia, indiferenciables del mundo que lo rodea,
y particularmente del cuerpo de la madre. El momento en el que se da
cuenta de que su imagen en el espejo es, de hecho, «él mismo»: lo trans­
forma literalmente: por primera vez se ve, por decirlo así, desde fuera,
como una totalidad, una entidad distinta y estable -a lo que reacciona,
dice Lacan, con júbilo— Esta identificación narcisista con la imagen es lo
que constituye el ego, y subraya la importancia de la visión en el desarro­
llo del niño. Sin embargo, al identificarse con la imagen del espejo, que no
está sólo gratificantemente separada del mundo que lo rodea sino que
inevitablemente también está separada de él como sujeto, está funda­
mentando su identidad en una fantasía o, como dice Lacan, orientándo­
la «en una dirección ficticia» (ed. ing., p. 2, las cursivas son nuestras)4; y
el ego queda así originariamente separado del sujeto. También, la pareja
perfecta formada por el sujeto y la imagen ofrece un equívoco modelo
para otras relaciones duales, especialmente la relación del niño con su
madre. La fase del espejo inaugura el orden imaginario, esa dimensión con­
tinua de la existencia del sujeto que está ligada al ego, a la madre, a las
identificaciones alienantes de todo tipo y a un modo de experiencia do­
minantemente visual.

* «Dans une ligne de fiction» (p. 94).


TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 233

El segundo momento crucial en la historia de un sujeto presenta más


bien el carácter de una crisis. Mientras la fase del espejo era pre-lingüística
y pre-edípica, la entrada en el orden simbólico ocurre en el momento en el
que coinciden el aprendizaje del niño del habla y la intervención del pa­
dre en la pareja formada por el niño y la madre. El término «orden sim­
bólico» es utilizado por primera vez en la conferencia de Roma (ed. ing.,
p. 64) para definir, a la manera de Lévi-Strauss, la matriz de significación
«transindividual» ya existente de la que el hombre depende de un modo
fundamental. Este debe distinguirse, no sólo del «imaginario», sino tam­
bién del tercer orden de lo «real», es decir, ese que siempre permanece
fuera del alcance del sujeto, que resiste la captura imaginaria y la articula­
ción simbólica. El orden simbólico gobierna toda forma de organización
social -de ahí que Lacan también se refiera a éste como a la «ley primor­
dial» (ed. ing., p. 66)- e interviene, como un tercer término intermedio,
en rodas las relaciones entre individuos. Este orden se centra en el tabú
del incesto, y es necesariamente idéntico al orden del significante, ya que
sin la posibilidad de nombrar relaciones, un sistema de parentesco sería
imposible: el sistema del lenguaje y el sistema de parentesco son inter­
cambiables y mutuamente dependientes. Esto le permite argumentar a
Lacan que el complejo de Edipo no es un asunto estrictamente personal:
marca el alcance que el sujeto tiene de la experiencia de una estructura­
ción social, de una «ley» social. La prohibición, en otras palabras, está
meramente representada en la figura individual del padre del niño; se tra­
ta esencialmente de una relación simbólica y como tal funciona a través
del padre como «nombre», como metáfora de la «ley» misma. Esta refor­
mulación permite a Lacan evitar la crítica hecha a veces contra el com­
plejo de Edipo freudíano según la cual está definido en términos de las
estructuras patriarcales europeas; la «metáfora paterna» puede ser asumi­
da, por ejemplo, por los antepasado tribales.
El orden simbólico es, sin darse cuenta de ello, la matriz del significa­
do social donde nace todo ser humano. Lacan lo denomina «lo Otro»,
haciendo así de alguna manera la provocativa pregunta de su relación con
el inconsciente individual, que también es «lo Otro»; pero este problema
requiere que atendamos primero en detalle a la noción de «entrar en»
ello. Antecede al niño, quien, incluso antes de nacer, ya ocupa un lugar
determinado en la familia, probablemente portando ya un nombre, etc.
El niño tiene que aceptar este lugar, en el habla (por ejemplo, los niños se
refieren a sí mismos con su nombre, es decir, desde el punto de vista de
otras personas en la familia, antes de que comiencen a utilizar pronom­
bres en primera persona) y comportamiento (por ejemplo, aceptando la
prioridad de las demandas del padre sobre las de la madre). En otras pa­
labras, el niño como sujeto es producido en y por un dominio de signifi­
cantes: el significante es causa y el sujeto es efecto (el sujeto está «sujeto
al» significante). Se trata por tanto de una concepción materialista del su­
234 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

jeto, que, lejos de ser un espíritu autónomo, es el producto de la inter­


vención material del significante-constituido mediante su inserción en el
orden simbólico.
Este proceso de inserción/constitución, que coincide y en algún senti­
do es idéntico a la etapa edípica, es también un proceso de división. El su­
jeto aparece ahora en la cadena de significación como un significante
pero no como un «ser»: del mismo modo que el ego se formaba median­
te la alienación en la imagen, así ahora el sujeto se forma mediante su
alienación como significante. Esta «división originaria del sujeto»5 está
modelada en la división entre el sujeto de la oración y el sujeto de la
enunciación, tal como lo formulaba Benveniste. El primero es el sujeto
como significante, que se da en la cadena significante; por tanto se trata
del sujeto «hablado» (por él mismo y por otros); pero lo que queda siem­
pre fuera de la cadena como algo que está de sobra es el sujeto como «ha­
blante», como el sujeto que enuncia. Los dos existen en planos distintos
y son, como dice Lacan, «radicalmente ex-cén tríeos» el uno del otro: «Lo
que ya estaba allí preparado para hablar [...] desaparece al convertirse
ahora en un significante»6*. Dado que Lacan, a diferencia de Benveniste,
liga esto con la etapa edípica y con el miedo a la castración, la inser­
ción/división es vista como una mutilación y la generación de una caren­
cia. De este modo, la posición del sujeto en el lenguaje es conflictiva de
un modo que no lo era para Benveniste .
Antes de la separación causada por la entrada en el ámbito simbólico
el inconsciente no existe: «El inconsciente es un concepto forjado en los
trazos de lo que opera para constituir al sujeto»8. Lacan toma el concepto
freudiano de represión primaria -esto es, que el inconsciente es creado
con la represión edípica original del deseo por la madre- y lo traduce a
los términos del orden simbólico, y de ahí en un sujeto dividido entre el
significado y el ser, entre el enunciado y la enunciación. Cuando recono­
ció que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, Lacan se pre­

5 Lacan lo define como: «Le signifianr se produisanr au lien de ÍAutre non enco­
ré reperé, y fait surgir le sujet de I érre qui na pas encoré la parole, mais c’est au prix
de la figcr» (Ecrits, p. 840). Esto pertenece a «Position de Linconscicnt», el texto cla­
ve para la comprensión de este difícil concepto, no incluido en la traducción inglesa
de Sheridan [Stephen Heath, en Questions of Cinema, lo traduce como: «El signifi­
cante se da en el lugar de lo Otro...» (p. 81)].
6 En traducción de Heath, en Questions ofCinema, ibid.
Anika Lcmairc ofrece una formulación concisa y muy útil sobre esto: «L’inser-
tion du sujet, á travers l’Oedipe, dans fordre symbolique qui sous-tend l’organisation
sociale, est simultanee á une división entre le je d’existence et le je de sens» (p. 157).
(«La inserción del sujeto, a través de la fase edípica, dentro del orden simbólico que
sustenta la organización social, es simultánea a la división entre el yo de existencia y el
yo de significado», según nuestra traducción.)
8 En traducción de Heath, p. 77; Écrits, p. 830.
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍT1CAS... 235

gunta: ¿qué tipo de sujeto puede concebirse para él? A lo que responde
diciendo que éste será el sujeto que enuncia, que no está presente en la ora­
ción, pero hacia la que «apunta» el enunciado, en tanto que contiene cier­
tos trazos de su «instancia» —también traducido como «insistencia» o como
«intervención»—. En otras palabras, el proceso de inserción en la cadena sig­
nificante causa la división entre el sujeto consciente del enunciado, en el
«significado», y el sujeto que lo enuncia, que «está detrás» de él y es, por
tanto, inconsciente.
Los términos dominantes de esta existencia del sujeto dividido no son,
sin embargo, tan estáticos como puede sugerir este modelo simplificado son
los términos de una pulsación, un eclipse o un «palidecer», una «vacilación»
entre significar y ser: «una enunciación cuyo ser se estremece con la vacila­
ción que le devuelve su propio enunciado» (ed. ing., p. 300); «entre esta ex­
tinción que aún refulge y este nacimiento que titubea, el “yo” puede llegar a
desapareciendo de lo que digo» (ibid.)'\ El sujeto no es un objeto que se di­
vide en dos partes: es un proceso organizado por la continua suplantación
de dos posiciones incompatibles. Así, lo que quiere decirse con «división» no
es (caricaturizando la versión ofrecida por algunos comentaristas) que la mi­
tad del sujeto se esconde para escapar del significante9 . Lo simbólico y el
1011
inconsciente no son opuestos -el inconsciente también es una estructura de
significantes, y tal vez por esto ambos se denominan «lo Otro»—. Para ser
más exactos, el inconsciente es definido más atentamente como «el discurso
de lo Otro»: si entendemos aquí lo Otro como lo simbólico, podemos com­
prender esto como si el inconsciente fuera el lugar desde (o a través, o en) el
que el orden simbólico —es decir, el orden social, basado en la represión de
los deseos- le «habla» al sujeto.
Del mismo modo, el orden simbólico y el inconsciente no son lo mis­
mo, como implican algunas interpretaciones excesivamente estructuralis-
tas11. La entrada en el orden simbólico, que existe antes que el sujeto, pro­
duce el inconsciente. De este modo, la relación del sujeto con el lenguaje es
un «drama», «el drama del sujeto en el lenguaje» (Ecrits, ed. ing., p. 655).
De hecho, el énfasis que recurrentemente Lacan pone en las nociones de

9 Según nuestra traducción. El original dice: «Entre cette extinction qui luir encore
et cette eclosión qui achoppe, je peut venir á l’étre de disparaítre de mon dit» (p. 801).
10 Lacan traduce la «Spaltung» (escisión) de Frcud como «alienación», lo que ha
sido interpretado con posibilidades suprahumanísticas por críticos como Fredric Ja-
meson, a quien le ha llevado a hablar del «sujeto real» como «desplazado bajo tierra»
(«Imaginary and Symbolic», p. 361).
11 Muller y Richardson, por ejemplo, dan esta impresión cuando dicen que «este
Otro, no cabe duda, lo debemos tomar como el inconsciente en vista de que “se es­
tructura del modo más radical como un lenguaje” (Écrits: A Selection, p. 234) —una
estructura análoga al orden simbólico que “pre-existe al sujeto en su etapa infantil”»
(Lacan and Language, p. 269).
236 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

escisión, separación y conflicto marca las distancias con los pensadores es­
tructuralistas cuyos conceptos se apropia -que es, como hemos visto, el
caso de Saussure y Benveniste, al igual que con Lévi-Strauss—. El incons­
ciente es concebible en última instancia sólo como la realidad de la divi­
sión: en «Position de l'inconscient» Lacan se refiere a él como a un «borde»
o una «quebradura». Existen los dominios del sujeto y de lo Otro, y «el in­
consciente es el acto de ruptura entre ellos»12. El sujeto del inconsciente
—«ser» mejor que significante- salta a la vida en los momentos en que se
abre esa quebradura, pero sólo para ser eclipsado cuando se cierra y la ca­
dena de significantes se reconstituye sobre la apertura.
El sujeto del inconsciente es, sobre todo, el sujeto deseante: el deseo, en
un proceso paralelo al de la constitución del sujeto, está dividido entre la
necesidad física y los requisitos formulados lingüísticamente. Se trata del
«residuo inconsciente» del requisito y así está inseparablemente-pero con­
flictivamente- ligado a la significación: el significante impone su estructu­
ra al deseo, pero el deseo es igualmente una fuerza que emerge en los «in­
tervalos» de la cadena significante y que la empuja adelante. La pérdida
irremediable del objeto original -el pecho de la madre o, aun más atrás, la
placenta- genera un movimiento metonímico de un objeto sustitutivo a
otro: siempre hacia delante pero intentando en todo momento volvere la
memoria original de satisfacción. El hegelianismo de Lacan tiene una pre­
sencia muy fuerte en su concepción del deseo como apetencia de ser reco­
nocido por otro sujeto; una consecuencia de esto es que la mirada de la otra
persona -que siempre escapa al sujeto- es un importante objeto de deseo13.
El papel de la literatura en la obra de Lacan es tan importante como
variado. En primer lugar, su insistencia en el juego del significante gobier­
na su relación con los textos fundacionales del psicoanálisis: lee a Freud
prestando la misma atención a los detalles que uno espera encontrar en un
crítico literario —y ésta es una parte esencia] de su proyecto de recupera­
ción de Freud de las distorsiones impuestas por algunos analistas posterio­
res (véanse por ejemplo las secciones inaugurales de la conferencia de
Roma y «The Freudian Thing»). El ejemplo más claro es su casi obsesiva­
mente cuidadosa reinterpretación de la frase «Wo Es war solí Ich werden»
(«Donde estaba el ello estará el ego») con la intención de demostrar que no
se trata, como han querido los analistas franceses y norteamericanos, de
un eslogan celebrando el triunfo del ego sobre las oscuras fuerzas del in­
consciente, sino más bien un reconocimiento de que la subjetividad en su
verdadero sentido debe reconocer sus raíces en el inconsciente14. Su pro­

12 «L’inconscient csr entre cux leur coupure en actc» (p. 839).


1 ' Para un debate sobre la mirada como objeto de deseo, vcase Elizabcth Wright,
Psychoanalytic Criticism, pp. 116-119.
14 Véanse por ejemplo Ecrits, ed. ing., pp. 417-418, 524, 586; y el análisis de
Malcolm Bowic en Freud, Prousty Lacan, pp. 122-123.
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 237

pío estilo es conscientemente «literario» en su uso de figuras retóricas, jue­


gos de palabras, etc., a la vez que recurre a muchas referencias literarias.
Malcolm Bowie {Freud, Proust and Lacan, pp. 136-163) explora en pro­
fundidad el amplio, seductor y, en última instancia, ambiguo lugar que
ocupa la literatura en la teoría lacaniana. La característica alternancia de
arrogancia y humildad que Bowie identifica es especialmente evidente en
tres artículos dedicados íntegramente al análisis de textos literarios15.
El más conocidos de ellos es el «Seminario sobre La carta robada», con
el que comienzan los Ecrits. Este cuento de Poe gira en torno a una com­
prometedora carta (presumiblemente de un amante, aunque nunca se
nos revela su contenido) enviada a la reina. En presencia de la reina y el
rey, el ministro roba la carta (aparentemente con el objetivo de hacerle
chantaje). El ministro es consciente de que la reina lo ha visto robar la
carta, pero sabe que no puede acusarlo sin llamar la atención del rey. La
reina pide al jefe de la policía que la encuentre, por lo que sus hombres
registran la habitación del ministro pero sin resultados, paradójicamente
porque no está oculta sino a plena vista. El jefe de policía recurre a Du-
pin, el mejor de sus sabuesos, quien da con ella, la coge y se la devuelve a
la reina, dejándole en su lugar una carta al ministro en la que le hace sa­
ber que han sido más hábiles que él. Para Lacan, la carta es una metáfora
de la intervención de la «carta» en el inconsciente; el hecho de que no se­
pamos su contenido la convierte en un símbolo de la represión del signi­
ficado, un significado puro cuya «intervención» deriva únicamente de sus
desplazamientos estructurales. La carta ejemplifica así el poder determi­
nante del significante inconsciente porque es la carta la que ordena los su­
cesos de la trama. Específicamente, es como la «insistencia» de un ele­
mento reprimido que genera una repetición compulsiva: la narración
consiste en una escena original que se repite con diferentes personajes. La
primera escena reúne: (a) al rey, quien no ve la carta; (b) la reina quien ve
que el rey no ve la carta; (c) el ministro, que ve lo que ve la reina, y coge
la carta. En la segunda escena, esos tres lugares los ocupan, respectiva­
mente, la policía, el ministro y Dupin. Lo que se repite es la estructura de
la escena, ilustrando el desplazamiento simbólico del significante (la car­
ta) a través de la insistencia de la cadena. Para Lacan, esto prueba la su­
premacía del significante sobre el sujeto: aunque la reina y el ministro tie­
nen en diferentes momentos la ilusión de que poseen la carta, de hecho, la
carta —lo simbólico- es la que los «posee», en tanto que sus acciones están
gobernadas por sus movimientos y siempre se les escapan, como muestra
el hecho de que el ministro se desplaza de la posición (c) a la (b), de la po­
derosa posición de quien todo lo ve en la primera escena, a la derrota en

15 Vcasc también «Jcunessc de Gidc», Ecrits, pp. 739-764, sobre psycho-biography


dejean Delayen La Jeunesse d’André Gide.
238 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

la segunda. Dupin, en cambio, está en la posición del analista, esto es, en


la posición de «lo Otro», la figura mediante la que el mensaje del incons­
ciente es devuelto a su sujeto: devuelve la carta a la reina.
El que acabo de hacer es un resumen esquemático e incompleto de la
lectura que Lacan hace de esta historia. Esta lectura ha sido objeto de nu­
merosos comentarios, a los que se puede recurrir para un análisis más am­
plío16. Gran parte de estas reflexiones no dejan de ser críticas: Lacan es
acusado, particularmente, de traicionar su propia caracterización del in­
consciente al suponer que la historia tiene un significado «verdadero» (véa­
se especialmente el artículo de Derrida, y Bowie, Freud, Proust and Lacan,
p. 142); y también de una arrogante presuposición según la cual la literatu­
ra aparece como materia prima de las demostraciones psicoanalíticas.
La misma objeción podría hacerse a su «Desire and the interpretation
of desire en Hamlet» (traducido al inglés para Yale French Studies, 55/56);
éste forma parte de una serie de seminarios sobre el deseo, así que no es
sorprendente que Lacan use la obra de Shakespeare para iluminar su teo­
ría y no al revés: «El drama de Hamlet hace posible que lleguemos a una
articulación ejemplar de esta función, y es por esto que tenemos un inte­
rés tan marcado en la estructura de la obra de Shakespeare» (p. 28). Sin
embargo, Lacan ofrece una serie de nuevas percepciones de la obra para
despertar el interés, tanto a los críticos literarios, como a los estudiantes
del psicoanálisis; y, dado que ha recibido mucha menos atención que el
«Seminario sobre La carta robada», le dedicaremos más espacio17.
La interpretación que Freud hace de Hamlet se centra en el «descubri­
miento»18 del deseo edípico que Hamlet siente por su madre y la consi­
guiente culpa que le impide acabar con el hombre que ha hecho lo que él
inconscientemente quería hacer. La lectura que hace Lacan no deja de estar
relacionado con ésta, pero la reformula en términos de la posición del falo
en la economía significativa del inconsciente. Esto permite a Lacan relacio­
nar el tema central de la retardada acción de Hamlet con otros elementos
de la obra: el duelo, la fantasía, el narcisismo y la psicosis. El falo aparece,
en todo este desarrollo, en una sorprendente variedad de papeles («Y el falo
está presente en todos los momentos del desorden en el que encontramos a

16 Son particularmente claros y comprensibles el artículo «On Reading Poetry» de


Shoshana Fclman y la contribución de Cathcrinc Clcmcnt a Jacques Lacan, pp. 219-
222. También Jacques Derrida, «The purveyor of rruth»; Barbara Johnson, « The frame
of reférence: Poe, Lacan, Derrida», en The CriticalDifference, pp. 110-146; David Car-
roll, The Subject in Question, pp. 21-45.
1 El artículo de John Muller «Psychosis and Mourning in Lacan’s Hamlet» es
una excelente introducción al texto.
18 Como triunfalmente señaló: «Después de todo, el conflicto en Hamlet perma­
necía tan eficazmente oculto para mí, que quedaba listo para desenterrar» (Vil, pp. 309-
310, anotado en Wright, Psychoanalytic Criticism, p. 34).
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍT1CAS... 239

Hamlet cada vez que se acercan los momentos cruciales de su acción», p.


49) que no siempre parecen compatibles unos con otros; pero en sí mismo
esto tal vez ilustre la naturaleza de los significados conforme proliferan en el
inconsciente. El falo, según Lacan, es el significante del deseo inconsciente,
el deseo de «lo Otro»19, papel que viene a ocupar mediante los derroteros
que va asumiendo el complejo de Edipo. El primer deseo del niño es ser el
objeto de deseo de la madre —es decir, ser el falo del que carece la madre-.
La intervención del nombre-del-padre fuerza al niño a abandonar ese de­
seo: aceptar la castración simbólica, reprimir el falo, que entonces se con­
vierte en el significante inconsciente de su deseo original. Como tal, repre­
senta también todos los deseos posteriores y se reproducirá en cadenas de
significantes que lo sustituyen metafóricamente.
Lacan establece la naturaleza edípica de la obra mediante la conexión
con el tema del duelo, que la recorre de arriba a abajo. En el «declive» (la
fase final) del complejo de Edipo, el sujeto «está de duelo por el falo»
como un objeto de deseo perdido. De ahí que todas las ocasiones poste­
riores de duelo recuerden la pérdida del falo -lo que da cuenta de la om-
n i presencia del falo en la obra—. El duelo es también relevante para otros
aspectos tanto de Hamlet como de la teoría lacaniana, ya que se trata de
un proceso de reestructuración que implica los tres «órdenes»: el simbóli­
co, el imaginario y el real. La muerte de un ser querido «hace un agujero
en lo real» (p. 37) que provoca un desorden en el nivel de lo simbólico,
evocando el «significante perdido» que es el «falo oculto» -el falo como
ausencia-. La tarea de velar es «realizada para satisfacer el desorden pro­
ducido por la incapacidad de los elementos significantes y para sobrelle­
var la ausencia que se ha abierto en la existencia» (p. 38) -esto es, una res­
puesta llevada a cabo en el nivel imaginario: «conjuntos de imágenes, de
los que surgen el fenómeno del duelo, toman el lugar del falo» (p. 38)-.
Lacan compara esto con el «embargo» causado por la psicosis20, que defi­
ne como un «agujero en lo simbólico» que se colma con imágenes que son
percibidas como reales; en otras palabras, el equivalente inverso del due­
lo. Esta simetría explica por que en el caso del duelo las imágenes tam­
bién pueden parecer reales, como las alucinaciones psicóticas: el fantasma
del padre muerto. Además, la función del ritual es compaginar el agujero
en lo real con la «carencia» en lo simbólico, inscribiéndolo así como un
significante inconsciente. Si este proceso se cortocircuita, los trastornos
devienen patológicos, de ahí que los conceptos de lo «simbólico», lo
«imaginario» y lo «real» sean usados para explicar la creencia tradicional,
según la cual, los fantasmas aparecen cuando los ritos de duelo no han
sido debidamente satisfechos. En Hamlet se encuentran varios ejemplos

19 Véase «The signification of the Phallus», en Ecrits: A selection, pp. 281-291.


20 Para una explicación detallada de esto, véase el artículo de Muller.
240 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

de esto: el precipitado matrimonio de la viuda del padre de Hamlet, el


suicidio de Ofelia, que la priva de un funeral adecuado, el entierro secre­
to de Polonio por cuestiones políticas, etcétera.
La pregunta central que plantea la obra es, obviamente, «¿por qué
Hamlet es incapaz de asesinar a Claudio hasta que no está muriéndose?»
La respuesta de Lacan es, en primer lugar, que «el deseo del hombre es el
deseo del otro», y que el deseo de Hamlet está supeditado al deseo de su
madre por Claudio. Hamlet se ve forzado a desear lo que desea su madre:
a Claudio. Lacan desarrollará este extremo mediante dos importantes as­
pectos del orden imaginario: la fantasía y el narcisismo. La fantasía hace re­
ferencia a la relación del sujeto con un objeto de deseo que es un sustituto
imaginario del talo simbólico, es así en cierto sentido una «atracción» o un
desvío; y en el caso de Hamlet es también lo que lo aleja de la misión de
vengar a su padre. El principal objeto de fantasía, o cebo (p. 11), es Ofe­
lia, y Lacan analiza esto detalladamente, indicando las asociaciones fálicas
de ésta presentes en el texto (p. 23); pero el duelo con Laertes -que Clau­
dio prepara para «distraer» a Hamlet, de hecho, para librarse de él- es otra
trampa preparada en el orden imaginario. La aceptación extraordinaria­
mente dócil de la apuesta sólo puede explicarse, sostiene Lacan, mediante
la lógica de la fase del espejo en la que el narcisismo está inseparablemen­
te ligado a la rivalidad. Esto es, Hamlet se identifica con Laertes como una
imagen ideal de sí mismo y, por tanto, (como es evidente en su lucha en la
tumba de Ofelia) se percibe él mismo como un rival: «El ego ideal es [...]
el que tienes que matar» (p. 31).
La razón más profunda y escondida para la pasividad de Hamlet es, sin
embargo, un tipo distinto de narcisismo, uno que de nuevo tiene que ver
con el falo. Como ha dicho Lacan, la decadencia del complejo de Edipo
consiste en estar de duelo por el falo y, como en todo duelo, su pérdida
queda compensada en el registro imaginario mediante la creación de una
imagen del falo que está constituida narcisistamente por el sujeto (pp. 48-
49). La revelación final de Lacan es que Claudio representa el falo. De este
modo, matar a Claudio significaría suicidarse. Pero, ¿por qué Claudio es el
falo? Porque él es el objeto de deseo de la madre -pero también porque ha
escapado impune del asesinato del padre-. En otras palabras, la diferencia
entre Edipo rey y Hamlet es que, mientras que el crimen de Edipo, matar a
su padre y desposar a su madre, está castigado con la castración, Claudio,
por su parte, aunque actor en el drama edípico, escapa sin ser castrado: el
falo «está aún ahí [...] y es precisamente Claudio quien es llamado a repre­
sentarlo» (p. 50, las cursivas son nuestras). Lacan subraya esta conexión me­
diante las connotaciones fálicas de la realeza, y mantiene que la enigmática
afirmación de Hamlet de que «el cuerpo está con el rey, pero el rey no está
con el cuerpo», tiene un profundo sentido si «falo» sustituye al nombre
«rey»: «el cuerpo está atado en esta cuestión al falo -y cómo- pero el falo,
por el contrario, no está atado a nada: siempre se escurre entre los dedos»
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍT1CAS... 241

(p. 52). El hecho de que Hamlet diga que él es la espada («Seré tu florete',
Laertes») que, como ocurre, mata tanto a Hamlet como a Laertes, sirve para
desvelar la verdad última: sólo en el momento de su muerte, cuando la con­
ciencia de que está muriendo lo libera de todo narcisismo, Hamlet queda li­
bre para matar al rey/falo.
El tercer texto que quisiéramos considerar es un breve artículo* 21 sobre
Le Ravissament de Lol V. Stein [El arrebato de Lol V. Stein] de Margucrite
Duras. Lol va a un baile con su prometido y ve cómo otra mujer se lo
quita -con todos los asistentes al baile como testigos- Su misteriosa reac­
ción ante esta escena condiciona el resto de la novela: sufre un ataque de
nervios, luego, aparentemente, se recupera, pero al volver diez años des­
pués a su pueblo natal inicia una relación con Tatiana, una amiga de la
infancia, y su amante, quien se enamora de Lol. Se forma así un segundo
triángulo, aunque el deseo de Lol no es robarle su amante a Tatiana, sino
recrear su ravissement [arrebato] inicial: mirar a Jacques y Tatiana hacien­
do el amor (Lol se esconde en un campo fuera del hotel donde se citan
habitualmente). El intento de Jacques de hacerle el amor a Lol la condu­
ce al borde de la locura: la novela concluye con Lol en el campo mirando
de nuevo la ventana de la habitación de Jacques y Tatiana.
A diferencia de su trabajo sobre Poe o Hamlet, el homenaje de Lacan
a Duras se cuida de no dar la impresión de estar apropiándose de la no­
vela para favorecer sus intereses. Todo lo que hará, dice Lacan, es «pun­
tuar» la trama del discurso de Duras, el desvelamiento del «nudo» del de­
seo, atendiendo a conceptos tomados de sus trabajos teóricos como ámbito
de deseo inconsciente22. La historia de Lol es concebida así como un jue­
go múltiple de miradas. El «gozo» de Lol es tanto una desposesión como
un modo de éxtasis, pero siempre ambiguamente activo y/o pasivo: ¿Lol
es su agente o su objeto? El desarrollo que Lacan hace del trabajo de
Freud sobre las «vicisitudes» de los instintos subraya su capacidad para la
«reversibilidad» sobre el eje activo-pasivo, en particular, en el caso del vo-
yeurismo/exhibicionismo. En tanto que el acto de ver tiene más relación
con el deseo que con la visión, está marcado por un constante desplaza­
miento entre las posiciones del sujeto y del objeto —ver y ser visto—, pero

' Foilsignifica en inglés «hoja», «florete», «florón» y «hoja de oro o plata utilizada
generalmente a modo de espejo», acepción esta última que desvela la intención in­
terpretativa de Lacan y que no se puede traducir al castellano sin perder la anfibolo­
gía. [N. de los T.]
21 «Hommage fait a Marguerite Duras», en Marguerite Duras, 1979. El tratamien­
to de Lacan ha sido cuestionado por Catherine Clément (pp. 224-227). La novela ha
tenido una interpretación muy distinta, aunque también «lacaniana», por parte de
Michéle Montrelay, «Sur le ravissement de Lol V. Stein» en I’Ombre et lenom.
~~ Véase «Of the gazc as Objetpetit a», en The Four Fundamental Concepts o] Psy~
choanalysis ¡I.os cuatro principios fundamentales del psicoanálisisj, pp. 67-1 19.
242 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

todo dependiendo de la mirada subyacente que proviene de lo Otro. Lol


está encantada cuando todos la miran en el baile, y le gusta la pareja que
hacen Jacques y Tatiana en tanto que rompe el dualismo narcisista en el
que el uno se mira en el otro: Jacques se ve en la tesitura de hacerle el amor
a Tatiana para Lol; y ella le «muestra» Tatiana a Jacques como otra cosa
que la que él ve -esto es, Lol ocupa el lugar de lo Otro: no es su mirada,
dice Lacan, sino «la» mirada que, pasando por ella y «realizándola», simul­
táneamente expone a la pareja a la «relación de estructura que, al ser del
Otro, el deseo sostiene con el objeto que lo causa» (p. 136).
A pesar de la importancia de la literatura, de un modo u otro, en el
trabajo de Lacan, su contribución más importante a la crítica literaria ha
tenido lugar de una forma más indirecta, mediante el impacto de sus ideas
en el análisis literario llevado a cabo por otros. En Francia, su trabajo ha
influido profundamente en destacados teóricos, aunque a veces no explí­
citamente. Este es el caso de los últimos escritos de Roland Barthes (véa­
se el capítulo 6; la noción As: jouissance [gozo] en El placer del texto o en
S/Z, el «código simbólico» estructurando la sexualidad y la «circularidad»
de los metalenguajes son considerablemente lacanianos)23, y también de
Jacques Derrida, Julia Kristeva y Philippe Sollers. En todos estos casos,
los conceptos lacanianos son recontextualizados dentro de un marco teó­
rico bastante distinto.
También en Estados Unidos y Gran Bretaña, se han producido bas­
tantes análisis literarios de estirpe lacaniana24. Estos van desde lecturas
detalladas de textos individuales a discusiones generales de las posibilida­
des y dificultades ofrecidas por el psicoanálisis a la teoría literaria, pero la
mayoría de ellos pueden localizarse dentro de ciertas áreas clave del pen­
samiento lacaniano: la configuración sujeto-significante-carencia-deseo;
los órdenes simbólicos e imaginarios; el lenguaje y la sexualidad; el efecto
del inconsciente en el texto; la imposibilidad de controlar el significante;
el status del metalenguaje teorético.
La idea fundamental de que el sujeto está construido en el lenguaje
ofrece un modo radicalmente nuevo de mirar a las caracterizaciones fic-
cionales y a los puntos de vista narrativos, y ha regenerado toda esta área
de la crítica literaria. Uno de los primeros ejemplos es The Nouveau Ro­
mán de Stephen Heath, especialmente el capítulo sobre Claude Simón,
que se centra en la percepción del texto de que «conocerse uno mismo

23 Elizabeth Wright, Psychoanalytic Criticism, analiza Fragmentos de un discurso


amoroso de Barthes, como ejemplo de crítica literaria lacaniana.
24 No entraremos aquí en el igualmente importante Corpus de obras inspiradas en
Lacan en el terreno de los estudios sobre el cine: Christian Metz en Francia y la revista
Screen en Inglaterra en la década de 1970 son un ejemplo de ello. Stephen Heath y Co-
lin MacCabc, de cuyos estudios literarios se hablará más adelante, han escrito, de he­
cho, más obras relacionadas con el cine que con la crítica literaria.
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 243

significa perderse en el lenguaje, descentrarse en el sistema (juego formal


de diferencias) en el que uno se encuentra» (p. 160). Claude Simón es un
escritor típicamente «moderno» y, la concepción lacaniana del sujeto es,
quizá, inmediatamente más relevante para los textos del siglo XX que para
los clásicos. El artículo de Régis Durand en Modern Language Notes pre­
senta esta concepción bajo el término aphanisis (uno de los nombres que
Lacan utiliza para el ensombrecimiento del sujeto cuando se halla bajo el
significante), y defiende que ofrece una salida de la insatisfactoria situa­
ción en la que la narratología (véase el capítulo 5) se afana refinando su
taxonomía para dar cuenta de un sujeto que ha desaparecido totalmente
de la narrativa de la modernidad. La aphanisis, por tanto, nos capacita
para teorizar sobre el sujeto evanescente que encontramos en los textos de
autores como Beckett, Duras o Pynchon.
También está entre ellos, por supuesto (aunque Durand no lo mencio­
ne), Joyce, cuyos textos ponen en pie de un modo ejemplar la producción
de la subjetividad como un itinerario lingüístico. Así, para Maud Ellmann,
el sujeto de «A Portrait of the Artist as a Young Man» [Retrato del artista
adolescente] sólo existe como cicatriz y/o puntuación, como un «hueco o
herida que desgarra la tela del texto a intervalos irregulares» («Dedalus»,
p. 192). El libro de Colín MacCabe sobre Joyce se propone mostrar en pro­
fundidad cómo «los textos de Joyce se preocupan por el lugar que ocupa el
sujeto en el lenguaje» (p. 4), cómo esto implica usar el lenguaje contra
el realismo clásico25, y cómo, consecuentemente, tanto el héroe como el
lector son desestabilizados: los textos de Joyce son una pluralidad de dis­
cursos enfrentados y carentes de jerarquía, de tal modo que al lector se le
niega una posición de dominio segura. El sujeto, construido en el lenguaje
está determinado por la carencia y, por tanto, por el deseo. De este modo, la
fragmentación que Joyce hace de la ilusoria plenitud ofrecida por el realis­
mo clásico abre el lenguaje de los textos a «la posibilidad del deseo ‘'ha­
blando” a través de la fragmentación» (p. 104), y generando así nuevos sig­
nificados mediante sus sucesivos desplazamientos: «El deseo es el tránsito a
lo largo de la metonimia de los significantes» (p. 127). Ya que la literatura
en general es en gran medida «sobre» el deseo, la formulación de Lacan del
deseo como inseparablemente ligado a la significación tiene claros poten­
ciales para la crítica literaria. En este sentido, el análisis de John Brekman de
la «reescritura materialista» («The Other and the One») que Lacan hace del
discurso platónico sobre el deseo es un buen ejemplo.
El sujeto -esa dinámica entre carencia de ser, cadena significante y de­
seo- se contrapone a la plenitud imaginaria del ego: en otras palabras, el

25 «Ulisses y Finnegans Wake no se interesan por representar la experiencia a través


del lenguaje, sino por experimentar el lenguaje acometiendo la destrucción de la re­
presentación» (p. 4).
244 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

sujeto pertenece al ámbito simbólico en contraposición al imaginario.


Esta importante articulación del pensamiento de Lacan ha sido asumida
de varios modos por la crítica literaria. Jameson, por ejemplo, explora su
relevancia metodológica, como un modo para situar teorías ya existentes
(«Imaginary and Symbolic», p. 375); así, la fenomenología, enraizada en
la experiencia vivida y la plenitud sensorial, es casi exclusivamente imagi­
naria, mientras que el teatro épico de Brecht «puede entenderse mejor
como un intento para bloquear al imaginario y así dramatizar la proble­
mática relación entre el sujeto que observa y el orden simbólico o la histo­
ria» (p. 379). En un nivel igualmente general, la narrativa per se se ha vis­
to como una manifestación cardinal del orden simbólico, imponiendo a la
experiencia individual la «ley» de estructuras significantes construidas so­
cialmente26. Estos dos conceptos han sido aplicados directamente a textos
concretos. Mi estudio sobre Simón (Britton, Claude Simón), por ejemplo,
analiza la oscilación de la novela entre un sujeto representado como ima­
gen y un sujeto construido lingüísticamente en términos del juego entre
lo imaginario y lo simbólico. En otros lugares se han empleado como mo­
dos de articular el papel simbólico de la paternidad en la ficción: así, A
Structural Study ofAutobiography de Jeffrey Mehlman analiza el «fracaso»
del padre en Proust y Sartre, y la consiguiente relación madre-hijo como
un patrón recurrente y determinante en A la recherche du tempsperdu [En
busca del tiempo perdido] y Les mots [Las palabras]. El trabajo de lonny
Tanner sobre el adulterio en la novela enfatiza el papel del padre como
agente activo de separación del objeto de deseo original (Adultery in the
Novel, p. 129), y como principio conjunto de prohibición y nominación
(«le nom/non du pére») (p. 141).
Aunque el «nombre del padre» parece ofrecer un buen punto de par­
tida para una crítica del patriarcado en el terreno de la ficción, el desarro­
llo de una teoría literaria específicamente feminista se ve inhibida por el
hecho de que Lacan abordó la cuestión de la diferencia sexual tardíamen­
te, y por el problema más serio de que su propia posición acerca del fe­
minismo es notoriamente ambivalente27. El «feminismo lacaniano», por
tanto, no ha tenido la oportunidad de aplicar pasivamente conceptos de
Lacan a la literatura, más bien ha surgido de la lucha con el «maestro» a
la que no le faltan ciertas resonancias edípicas. (Jane Gallop, por ejemplo,
dramatiza la relación entre el psicoanálisis y el feminismo como «el padre

20 MacCabc (p. 63) y Julict Flower Macanncll («Ocdipus Wrcck», p. 911) citan
la famosa (aunque difícil de encontrar) correlación de Barthes entre la estructura na­
rrativa y la etapa edípica: «Puede que sea significativo que es a la misma edad (alre­
dedor de los tres años) cuando el pequeño humano “inventa” a la vez la frase, la na­
rración y a Edipo» (Barthes, «Analyse structurale», p. 28, citado en MacCabe).
2 Para un debate más amplio en torno a esta cuestión, véanse Mitchcll y Rose, Fe-
minine Sexuality; Heath, «Difference», y Gallop, Feminista and Psychoanalysis.
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍT1CAS... 245

y la hija» en Fevnimsm and Psychoanalysis, cap. 5.) Para poder apreciar


cómo ha funcionado esta estrategia, debemos volver a los fundamentos
de la teoría del sujeto de Lacan.
Decir que el sujeto está construido lingüísticamente también es decir
que el lenguaje es la matriz para la construcción de la sexualidad. De he­
cho, lo que distingue al psicoanálisis de otras teorías del lenguaje es su in­
sistencia en el difícil y crucial vínculo entra las palabras y los cuerpos:
«Psicoanálisis analiza el lenguaje atrapado en un cuerpo mortal y sexua­
do»28. Por otra parte, la sexualidad nunca es pura y simplemente física,
sino que siempre se experimenta como un tipo de significado2^ de un
modo inverso, el lenguaje no es abstracto sino que está arraigado en lo
Otro, siempre tiene su lado «carnal», físico, material30. Este segundo as­
pecto (el lenguaje como sexualidad) es evidente en la presentación que
Ellmann hace de Joyce conforme la autora traza la doble trayectoria de la
«palabra» y la «carne» en Retrato del artista adolescente mediante lo que
denomina «economías sexuales/textuales» del sujeto en el lenguaje: el su­
jeto, en otras palabras, que sólo puede conocerse como las palabras que
fluyen a través suyo y que son, simultáneamente, los deseos que lo reco­
rren y que aparecen en el texto como una moneda de «semen, sangre, ori­
na, aliento, dinero, saliva, habla y excremento» (p. 193).
Las consideraciones de MacCabe respecto a estos aspectos «carnales»
del lenguaje en Joyce los sitúa específica y coherentemente en relación
con las mujeres en el texto. La mujer funciona como la interrupción y el
exceso de los significados masculinos (pp. 147-152). Esta idea ha sido de­
sarrollada ampliamente en la obra de analistas lacanianas feministas
como Michéle Montrelay, quien defiende que las mujeres no están afec­
tadas por la castración simbólica como lo están los hombres, y que su re­
lación con el lenguaje no es por tanto la misma: hay un «discurso feme­
nino» particular que está en contacto directo con el cuerpo, cercano a los
impulsos sexuales y que no está completamente recogido en el orden sim­
bólico (en L’ombre et le nom, Montrelay ilustra esto recurriendo a las
novelas de Duras). Sin embargo, como Tori Moi señala en su útil presen­
tación de la obra de Héléne Cixous, Luce Irigaray y Julia Kristeva (Se­

28 John Forrcstcr, «Psychoanalysis or literature?», p. 172.


29 Shoshana Felman sostiene que la represión contradice la sexualidad pero es
también lo que la constituye, y por eso la sexualidad es un emblema del significado
dividido -«una problematización de la literatura como tal» («Screw», pp. 110-111).
11 Ellic Ragland-Sullivan concibe la literatura como una activación privilegiada
de este aspecto del lenguaje, «[otorgando] un poder real a las palabras y una materia­
lidad concreta al lenguaje que vibra todo el camino de vuelta hasta el banco de me­
moria representacional, comenzando con impresiones sensoriales del cuerpo de la
madre y una sensación turbadora de miradas y voces sin cuerpo» («Lacanian Poe-
tics», p. 404).
246 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

xual/Textual Politics, pp. 103-173), «hay muy poca crítica literaria femi­
nista en Francia [...] Con unas cuantas excepciones [...] Las feministas
francesas han preferido trabajar en problemas de teoría textual, lingüísti­
ca, semiótica o psicoanalítica» (p. 97).
En términos de la subyacente noción del sujeto construido lingüísti­
camente, los temas mencionados hasta el momento se han centrado tal
vez más en el sujeto que en el lenguaje. Sin embargo, la interconectividad
entre el lenguaje y el inconsciente también puede llevarse en una direc­
ción más textual: ¿qué acceso nos brinda a las estructuras del texto litera­
rio? En primer lugar, el rechazo a reducir el lenguaje a la transparente
expresión de ¡deas conscientes resulta un toque de atención a la materia­
lidad del significante: el inconsciente habla mediante el juego de sonidos,
el deslizamiento del significado de un significante a otro. Este aspecto lo
subraya MacCabe cuando aborda la transformación de palabras en Joyce
(véase, como ejemplo, p. 80) y en el detallado análisis que hace Heath de
los múltiples cambios metafóricos y metonímicos en un pasaje de La route
des Flandes (Nouveau Román, pp. 175-177). El enfoque que Tanner hace
de Bovary también está particularmente estructurado por los va­
rios significados y transformaciones de la palabra «giro» (un «giro» del
habla, los confusos «giros» y la desorientación de Emma: sin saber dónde
«girar», etcétera).
Puede argumentarse que la crítica literaria siempre ha hecho esto y que
no requiere de la ayuda de Lacan para atender los sutiles juegos de palabras,
pero Lacan es necesario para relacionar los juegos de palabras con el in­
consciente, es decir, para interpretar el texto, no como el resultado de las
intenciones conscientes del autor, sino como el producto final de un pro­
ceso de represión. El texto, desde esta perspectiva, ha de leerse «sintomática­
mente», del mismo modo como el analista oye lo que dice su paciente o
como Freud analizaba los sueños51. En «Lacan and Narration», Robert
Con Davis presenta un coherente caso para esta manera de acercarse a los
textos narrativos -para detectar el «contenido manifiesto de la narración»
como «un producto del discurso inconsciente que es tanto el prerrequisito
de la narración como el lugar donde aparece-. Esto esencialmente viene a
decir que el sujeto de la narración, que le da forma y significado, será siem­
pre otra cosa que lo que se significa en la narración [...] el discurso incons­
ciente del lenguaje, y sus procesos son revelados en los «vacíos» o «lapsos»
(inconsistencias, deslices en el habla y la significación, etc.) que aparecen en

•* Por ejemplo, «metáfora» se transforma en «síntoma» —como la propia interpreta­


ción de Lacan de un verso del poema de Víctor Hugo «Booz endormi»-. Aparte del
original se puede encontrar en «The agency of the letter in the unconscious» en la tra­
ducción al inglés de Sheridan de Ecrits, pp. 156-157. Para una interpretación de esta
interpretación, véanse The Imaginary Signifier [El significante imaginario: psicoanálisis y
cine], de Metz, pp. 223-225, y Wright, Psychoanalytic Criticism, pp. 111-112.
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS.,. 247

el texto manifiesto de la narrativa» (p* 854), Con Davis, en otro ensayo en el


mismo libro, se demuestra esto mediante el análisis de las metáforas repri­
midas en un cuento de Poe (pp. 983-1005)-
Uno de los más conocidos y aclamados ejemplos de este tipo de lectura
sintomática es un artículo sobre The Turn oftheScrew [Otra vuelta ele tuer­
ca] de Henry James realizado porSoshana Felman. En él, Felman indica los
paralelismos, a varios niveles, entre el texto de la novela y la versión de La-
can del inconsciente: la peculiar topología de sus mecanismos de encuadre
funcionan para «desorganizarlo» y para subvertir cualquier distinción entre
lo que está fuera y lo que está dentro. Es «esta no-presencia de la historia
ante sí misma, esta autoexteríoridad, esta ex-centridad» (p. 123) la que ca­
racteriza también al inconsciente. En otras palabras, el texto literario puede
presentarse «comportándose como» el inconsciente psíquico. La condición
de este desplazamiento esencialmente alegórico, desde el psicoanálisis a la
literatura, ha sido cuestionado desde diferentes ámbitos32, y sus límites—¿de
qué modos el texto no es como el inconsciente?— no están bien definidos.
Sin embargo, la mera productividad de la hipótesis sugiere que ciertamen­
te hay algunos modos en los cuales el texto y el inconsciente pueden super­
ponerse beneficiosamente.
La presentación que Felman hace de la historia de James problemati-
za las fronteras del texto y así, de paso, la separación entre éste y sus res­
puestas críticas. Al hacer esto, Felman sigue la lógica inherente en la po­
sición «alegórica»: una lógica que deriva de la proposición general de que
todo uso del lenguaje queda dentro del campo de fuerza de lo Otro. Esto
es, el significado siempre está subvertido por el inconsciente y no hay ra­
zón alguna para suponer que el discurso crítico-teórico debería permane­
cer inmune a esta condición general. El hecho de ser un metalenguaje no
garantiza la racionalidad o el acceso privilegiado al conocimiento; un dís-

32 La reseña de John Forrester expresa ciertas dudas respecto del hecho de que
«Tales argumentos alegóricos -que rodos los textos son alegorías de procesos psicoa-
nalíticos, de modo que la teoría psicoanalítica de dicho proceso puede proveer de la
teoría para todos los textos— abunda en e.stos estudios» (p. 1 75)» y sostiene que la di­
ferencia entre el lo que dice el paciente y la escritura no ha sido lo suficientemente va­
lorada (p. 178). La revista Poetics -exponen te de una semiótica más cauta y rigurosa,
habitualmente sin simparías por la crítica psicoanalítica de ningún tipo- dedicaba
un número doble (4-5, 1984) a una investigación sobre la posibilidad de integrar el
psicoanálisis como parte de la semiótica, y ofrece un interesante espectáculo de dos
teorías distintas intentando ajustarse la una a la otra. En la introducción, Mieke Bal
rechaza específicamente la importación «analógica» (o alegórica) del psicoanálisis al
terreno de la literatura semiótica, mientras que la contribución de Ellic Ragland-Su­
llivan toma como explícito punto de partida la hipótesis de que «la literatura opera
como un imán en el lector porque es una alegoría de la estructura fundamental de la
psique» (p. 381): una alegoría que su artículo tiene el mérito de ejemplificar detalla­
damente fundándose en una atenta lectura de los textos de Lacan.

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248 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

curso que tiene a otro discurso por objeto (por ejemplo, la teoría críti-
ca/el texto literario) está siempre abierto a ser «hablado» (teorizado, de­
construido, reinterpretado) por otro discurso -todos ellos igualmente su­
jetos a las operaciones del significante inconsciente.
Esta percepción es la base de otra importante tendencia en la teoría li­
teraria lacaniana, una que en años recientes ha suplantado a la temprana
crítica más interpretativa. Esta última, aunque pueda ser cuidadosa y ten­
tativa en la práctica, sin embargo, lleva con ella la implicación de que el
discurso teórico es de algún modo inmune a las operaciones que él mis­
mo lleva a cabo con el discurso del autor -operaciones que consisten en
interpretar las maniobras inconscientes que, desconocidas para el autor,
constituyen el significado del texto literario—. Al alejarse de la condescen­
dencia excesiva por la intención del autor, y la visión reductiva de la tex-
tualidad que conlleva («el autor lo sabe mejor»), la crítica psicoanalítica
ha caído en la trampa opuesta e igualmente reduccionista de actuar como
si el crítico lo supiese mejor: por decirlo así, los críticos pueden contarle
a los autores lo que sus textos significan «realmente».
Hay dos salidas a esta situación. Los críticos pueden dejar de ofrecer
interpretaciones definitivas, substantivas, del texto del autor; o pueden in­
tentar interpretar las determinaciones inconscientes de su propio texto teó­
rico (o, como ocurre normalmente, del texto de otro). El artículo de Fel­
man sobre James es un ejemplo excelente de la primera solución: en lugar
de decidir gWsignifica el texto, presta atención a cómo significa: «¿Cómo
se da el significado de la historia, cualquiera que éste sea...»? (p. 119). Ade­
más, esto pasa a ser, sobre todo, una pregunta acerca de cómo rechaza un
significado consistente: «Retóricamente se da mediante continuos despla­
zamientos, textualmente se conforma y surte efecto: echa a volar» {ibid.,
las cursivas son de Felman). Este esboza las estrategias mediante las que el
texto es capaz de estar siempre un paso por delante de su interpretación
crítica. Sin embargo, como quiera que responda el lector, esa respuesta ha
estado siempre localizada y puesta en cuestión en el texto -éstas son las
«vueltas» de tuerca: «Adonde quiera que vaya el lector, no puede ser con­
ducido más que por el texto, no puede más que actualizarlo repitiéndolo»
(p. 101, las cursivas son de Felman). La lectura no es un acto de dominio,
sino de rendición. Con Davis expresa una relación similar en términos de
la mirada: cuando parece que vemos el texto, en realidad «estamos enfo­
cados y sostenidos por una mirada que se debe a la actuación del texto ob­
jeto [...] Sostenidos así en el acto de leer [...] no somos sujetos dominan­
tes; nosotros —los lectores— nos convertimos entonces en el objeto de la
mirada» (p. 988).
Este reconocimiento de la imposibilidad de dominar el significante
separa a la teoría literaria lacaniana de críticas anteriores freudianas. Fel­
man, particularmente, se extiende en una crítica de dicho trabajo -la in­
terpretación que hace Wilson de The Turn ofthe Screw [Otra vuelta de
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍT1CAS... 249

tuerca], y en el análisis que J.W. Krutch y Marie Bonaparte hacen en «On


reading poetry» de cuentos de Edgar Alian Poe33. En lugar de revelar
«evidencias» de neurosis (o, en el caso de Poe, de psicosis) en textos de­
terminados, el enfoque de la crítica psicoanalítica se desplaza al plano
más amplio de las teorías de producción de significado. Puede verse
como un movimiento desde el significado al significante y, en sus formas
más extremas, un abandono del significado y, por tanto, de la interpreta­
ción. Geoffrey Hartman, por ejemplo, no ve el interés de producir «otro
ejercicio más de sofística» y da por sentado que toda «interpretación que
se centra exclusivamente en un texto literario y lleva a cabo un cierto nú­
mero de movimientos analíticos [...] parece estar tan vista como cierto
tipo de terror gótico» (Psychoanalysis and the Question of the Text, p. Vil).
Partiendo de la afirmación de Lacan de que la característica principal
del inconsciente es su capacidad para generar imparables cadenas de signi­
ficantes, de modo que el significado nunca queda fijo, es perfectamente po­
sible mantener, como hace Jane Gallop, que las lecturas que «[pierden] la
literaridad del texto (su dialéctica) en favor de una fascinación con sus sig­
nificaciones ocultas no serían lacanianas» («Lacan and literature», p. 307). Si
Lacan tiene razón respecto al inconsciente, entonces podríamos ver la in­
terpretación practicada por los primeros críticos freudianos como simple­
mente reductiva. Pero a veces se hace otra afirmación bastante distinta: que
la interpretación es una forma de represión -algo que nos parece más dudo­
so—. Cuando Felman, por ejemplo, defiende que, al hacer explícitos los sig­
nificados supuestamente inconscientes de un texto, «la lectura psicoanalíti­
ca [de Wilson], irónicamente, se convierte en una lectura que reprime al
inconsciente, que reprime, paradójicamente, el inconsciente que pretende
estar «explicando» («Turning the screw of interpretation», p. 193), no está
claro qué sentido puede darse a «reprimiendo el inconsciente» (que es, por
definición, lo reprimido). ¿Cómo se relaciona esta «represión» con la repre­
sión que constituye al inconsciente en primer lugar? Una cosa es argumen­
tar, como frecuentemente hace Lacan, que el descubrimiento del incons­
ciente que hace Freud ha sido subsecuentemente reprimido por la historia
del psicoanálisis; ¿pero por qué es el acto de hacer algo consciente, necesa­
riamente, un acto de represión, es decir, hacerlo inconsciente? En el texto
de James se ofrece un nexo mediante el hecho de que al intentar sacarle la
verdad al niño Miles, la institutriz lo mata accidentalmente. Equiparar «for­
zar el texto a ofrecer un significado explícito» (p. 193) con «asesinar» pare­
ce justo. Sin embargo, apropiarse la metáfora y transformarla en «repre­
sión» me parece que carece de justificación alguna, ya se deba al texto o a la
teoría de Lacan34.

33 J. W. Krutch, Edgar Alian Poe, y Marie Bonaparte, Lif'e and Works.


JcfFrcy Mehlman toma una postura similar a la de Felman, al tratar el análisis
que hace Freud de uno de sus sueños. Al abordar el significado latente de su sueño
250 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

A la segunda escapatoria de la «trampa» mencionada más arriba se ac­


cede a veces mediante el concepto de transferencia. La relación del pacien­
te con el analista está estructurada mediante los deseos inconscientes, que
son transferidos de la historia pasada del paciente a la figura del analista.
La transferencia marca así el territorio dentro del cual tiene lugar el proce­
so psicoanalítico. Cuando esto se «transfiere» al dominio de la literatura, la
transferencia se transforma en un medio de conceptualizar la dimensión
inconsciente de la relación del lector con el texto, lo que nos llama la aten­
ción sobre el hecho de que, en tanto que lectores, estamos atrapados en
una relación de carencia y dependencia vis-d-vis con el texto, en lugar de
controlarlo o de controlar nuestras respuestas. Felman y Wright recurren a
esta idea, como lo hace Gayatri Spivak («The Letter as Cutting Edge»),
pero está más desarrollada en «Lacan and Literature: a Case for Transferen-
ce» de Jane Gallop. Ésta retoma la distinción hecha por Felman en su in­
troducción al número 55-56 de los Yale French Studies entre una «relación
de interpretación» y una «relación de transferencia», y dice que la mayoría
de la crítica lacaniana primera, incluyendo a Lacan, se basa en esta última
y argumenta que esto presupone y perpetúa la injustificable «autoridad»
de la teoría psicoanalítica sobre la literatura. Esta relación interpretativa es
también un cierto tipo de transferencia —pero errónea-. Esto es, el crítico
interpreta el texto como el analista interpreta el discurso del paciente y, se­
gún Lacan, la autoridad del analista no se debe tanto a su competencia
como a un efecto de transferencia por parte del paciente hacia su persona.
El paciente tiene al analista por «el sujeto que supuestamente sabe»35, como
infalible depositario de la verdad, y a no ser que este efecto sea analizado,
confirma al analista en su fantasía de omnisciencia. Gallop sostiene que al
asumir el crítico la posición del analista, amplía sus poderes interpretativos
en el desafortunado texto, y está en la peligrosa situación de sumirse en la
misma fantasía. Aunque, como señala Spivak en «The letter as cutting
edge» (p. 244), es difícil ver cómo el texto puede desempeñar el papel del
paciente, lo que implicaría presentar al crítico activamente como el «sujeto
que supuestamente sabe». Con la intención de evitar caer preso de la ilu­
sión del dominio, el crítico también necesita ser consciente de los mecanis­
mos de transferencia.
Una conciencia tal, además, debería también alertar al crítico de las si­
militudes entre su posición y la del paciente en el estadio de transferencia
-carente de autoridad y afanándose por captar un significado que el texto

como su «verdad», Freud está representando el trabajo onírico del inconsciente: «Así
el contenido de este deseo -el deseo como contenido— presentado por Freud en su
análisis, es tanto una manifestación de lo «reprimido», como de lo que reprime» («Tri-
mcrhylamin» p. 180).
35 Véase The Four Fundamental Concepts ofPsychoanalysis [Los cuatro principios
fundamentales del psicoanálisis], pp. 230-243.
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS.,. 251

«se supone que sabe», pero que retiene— Desde esta perspectiva, la relación
del crítico con el texto se redefine como una perenne inadecuación, con lo
que volvemos de nuevo a la imposibilidad de dominar el significante^6.
Subrayar la naturaleza transferencia! de la relación del crítico con el
texto es un modo de concentrarse en los elementos inconscientes que es­
tructuran el discurso del crítico; otro modo es demostrar que esto también
puede leerse «sintomáticamente». Así, por ejemplo, la evaluación que
hace Felman de la crítica sobre Poe existente tiene la intención de mos­
trar no sólo dónde no funciona, sino dónde y cómo está moldeada por
determinaciones inconscientes. «¿Cuál es el inconsciente de la historia li­
teraria?», se pregunta Felman («On reading poetry», p. 147)- Este enfo­
que puede aplicarse a los escritos teóricos de cualquier tipo y ha produci­
do algunos trabajos interesantes sobre la propia teoría psicoanalítica. En
esta dirección, Bowie (Freud, Proust and Lacan) explora la interacción de
la teoría y el deseo inconsciente en la obra de Freud y Lacan —¿cuál es la
incidencia de los deseos de estos autores en su teoría del deseo?— y escruta
la apropiación que hace Lacan de Acteón, el mítico cazador griego despe­
dazado por sus propios perros de presa, como una figura crucial del deseo
autodestructivo y desesperadamente renovado que siente el psicoanalista
por conocer el inconsciente. En una escala menor, pero en la misma línea,
la detallada lectura sintomática que Mehlman propone de la interpreta­
ción de los sueños de Freud está basada en la afirmación de que existe
«una fantasmática de la metapsicología, y que esta última sólo puede en­
tenderse apropiadamente mediante un adecuado análisis de la primera»
(«Trimethylamin», p. 179).
De este modo, la distancia entre los discursos teóricos y literarios que­
da. reducida a casi nada. La teoría es texto; la única diferencia radica en las

36 Nos parece que con alguna simplificación: cualquier tipo de transferencia es un


reconocimiento equívoco. Esto es especialmente cié rio de la descripción que hace Gal-
lop de la «transferencia» que constituye al crítico como «sujeto que supuestamente
sabe». Sin embargo, aunque Gallop no habla de una «transferencia» inversa (del critico
al texto como al «sujeto que supuestamente sabe») como un efecto que también merez­
ca la pena analizar («Estoy intentando hacer una lectura psicoanalítica que incluya un
análisis de la transferencia como se lleva a cabo en el proceso de la lectura: esto es, lec­
turas de los efectos sintomáticos producidos por la presunción de que el texto es el lugar
«donde residen el significado y el conocimiento del significado», p. 307), su relevancia a
su argumento general es, sobre rodo, la de una experiencia valiosa de vulnerabilidad: re­
sistir se equipara a un «rechazo» a enfrentarse a la literatura (p. 307). Es, por supuesto,
cierto que la transferencia del paciente al analista es un reconocimiento equívoco y una
experiencia saludable pero, aunque saludable, permanece dentro del orden de lo ima­
ginario. El problema con sustituir «texto» (significantes) por «analista» es que la expe­
riencia comienza a parecerse mucho a la estructuración simbólica de la sujeción del
sujeto al significante. Por tanto, existe la tentación de asimilar los dos, aunque perte­
nezcan a diferentes órdenes de causalidad p.síquica.

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252 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

teorías que son conscientes de este hecho y las que no. Jean-Michel Rey
encuentra en Freud un «sujeto escritor» separado del sujeto «conocedor»
idealista, y cita el conocimiento que Freud tiene de esta separación como
«la única instancia en la historia de los sistemas teóricos de una implica­
ción tal, por parte del sujeto y su proceso de escritura en una solapamien-
to que nunca queda resuelto definitivamente» («Freud s writing», p. 307).
Está claro que la teoría literaria lacaniana tiene que reconocerse a sí mis­
ma como texto, lo que, por otro lado, significa que debe volver a pensar
la relación de la teoría psicoanalítica y el texto literario. La introducción
de Felman al número 55-56 de los Yale French Studies está dedicada pre­
cisamente a esta cuestión: la relación tradicional entre «amo y esclavo», en
la que un conjunto de conocimiento psicoanalítico se aplica a un conjun­
to de lenguaje literario, debe dejar paso a una relación equivalente de im­
plicaciones recíprocas (el psicoanálisis y la literatura son conjuntos de
lenguaje y conocimiento y, de este modo, la literatura puede ofrecer atis­
bos en el psicoanálisis y a la inversa). Felman sugiere concretamente «que,
del mismo modo en que el psicoanálisis apunta al inconsciente de la lite­
ratura, la literatura, por su pane, es el inconsciente del psicoanálisis; que la
sombra no pensada en la teoría psicoanalítica es precisamente su propia
implicación con la literatura» (p. 10, las cursivas son de Felman). Esto
equivale a decir que la literatura y el psicoanálisis trabajan para decons­
truirse mutuamente. De hecho, especialmente en la obra de la «Escuela de
Yale» -Felman, Hartman, Johnson y otros—, la teoría literaria lacaniana y
la deconstrucción parecen confluir frecuentemente. Sin embargo, la inte­
gración absoluta del psicoanálisis en la deconstrucción se ve impedida por
la reticencia de Derrida respecto a la subscripción por parte de aquella de
un tipo de «verdad» y al papel determinante que atribuye a la sexualidad y
al deseo en el significado.

La crítica marxista althusseriana

Como Lacan respecto al psicoanálisis, Louis Althusser ocupa un lugar


central en relación con la teoría marxista. A lo largo de la década de 1960,
elaboró una versión estructuralista del marxismo que -al igual que La-
can— continúa siendo muy controvertida y, a la vez, influyente en los te­
rrenos vecinos del análisis cultural. Althusser halla una «ruptura episte­
mológica» en la obra de Marx de 1845, La ideología alemana, y afirma
que sólo entonces se construye una teoría marxista del materialismo dia­
léctico. Sin embargo, el marxismo en la Europa occidental se desarrolló a
partir de los primeros escritos de Marx -en la terminología de Althusser,
el Marx «premarxista»— y está, por tanto, atrapada en la ideología huma­
nista con la que romperá el Marx «marxista». Althusser defiende que,
mientras que el marxismo humanista es una ideología satisfactoria, como
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 253

teoría es inadecuado, precisamente porque es una ideología. En otras pa­


labras, es incapaz de producir una explicación científica de la historia so­
cial. Su proyecto es, por tanto, impulsar una ruptura total con el marxis­
mo humanista con la finalidad de fundar un marxismo «científico»37.
Esto conlleva leer los textos de Marx «sintomáticamente»: es decir, vien­
do en ellos la omisión y las inconsistencias que, incluso más que lo que se
dice explícitamente, revelan una problemática subyacente.
Althusser es estructuralista, tanto por su rechazo del humanismo, como
porque, aunque en Lectura del distingue cuidadosamente entre su
trabajo y el de estructuralistas como Lévi-Strauss, su definición de la so­
ciedad está basada en el concepto de estructura. El marxismo humanista
y el estalinismo conciben la realidad económica como la «base» de la so­
ciedad, la cual determina todo lo demás: el estado, la política, y la ideo­
logía son reflejos «superestructurales» de la economía. Para Althusser, este
modelo «reflexivo» de la sociedad, que sostiene que únicamente las con­
tradicciones en el terreno económico bastan para provocar la revolución
social, no puede explicar los fracasos históricos de, por ejemplo, 1848 y la
comuna de París (Pour Marx [La revolución de Marx]}. El único modo
adecuado de teorizar sobre la sociedad es verla como la combinación de
diferentes niveles de actividad, cada uno con sus propias contradicciones,
pero igualmente interactuando bien para reforzarse o para debilitarse
mutuamente. Esta concepción -desarrollada por primera vez en el artícu­
lo «Contradicción y supradeterminación» en Pour Marx— propone una
idea estructuralista reconocible de la sociedad como, precisamente, una es­
tructura de elementos distintos pero necesariamente relacionados, a la vez
que supradeterminados: el cambio no es el resultado de una única causa
—una contradicción en un nivel-, sino una «acumulación de contradiccio­
nes». Es imposible definir algunas contradicciones sólo como causas y
otras sólo como efectos, porque cada una es «determinante, pero también
determinada en uno y el mismo movimiento, y determinada por los va­
rios niveles e instancias de la formación social que anima; puede llamárse­
la supradeterminada en sus principios»5*. El nivel económico continúa
siendo la determinación última de todo lo demás, pero no es inmediata y
mecánicamente determinante en cada caso específico, ya que otros ele­
mentos de la formación social son «relativamente autónomos».* 38

3 Véase Benton, Structural Marxism, especial mente pp. 35-67, para una lúcida
consideración de esta cuestión. El libro de Benton, en su conjunto, es una inestima­
ble exposición y crítica del marxismo althusseriano.
38 «Determinante mais aussi dctcrmincc dans un scul ct meinc mouvcmcnt, ct de­
terminé par les divers niveaux ct les diverses instances de la formation sociale qu’elle
anime: nous pourrions la dire surdéterminée dans son principe» (Pour Marx [La revolu­
ción de Marx], pp. 99-100, las cursivas son de Althusser).
254 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Cada uno de estos elementos o niveles -política, ideología, ciencia- ge­


neran una práctica particular, de ahí que la totalidad de la «práctica social»
está, así, conformada por un número de prácticas distintas pero relaciona­
das. La práctica económica es el proceso de producción; y las otras prácticas
también toman esta forma: es decir, transforman un material determinado
en un producto determinado mediante un tipo específico de trabajo (Pour
Marx). Así, el trabajo científico intelectual es definido como «práctica teóri­
ca», trabajando bien en conceptos ideológicos pre-existentes o en una pri­
mera etapa de conceptos teóricos, usando procedimientos específicos desa­
rrollados por la disciplina en cuestión, y produciendo nuevo conocimiento
teórico. La ideología también es una práctica. Es decir, más que un conjunto
de creencias abstractas y puramente subjetivas, opera en la conciencia hu­
mana (Pour Marx) para producir seres humanos como «sujetos ideológicos».
De hecho, Althusser es considerado (al menos en Gran Bretaña) sobre
todo como un teórico de la ideología. La teoría se presenta primero en
«Marxismo y humanismo» y «Contradicción y supradeterminación», am­
bos en Pour Marx [La revolución de Marx], y luego en un formato revisado
y ampliado en «La ideología y el aparato ideológico del Estado», un artícu­
lo que, publicado por vez primera en La Penséeen 1970, ha devenido muy
influyente -tanto en francés como en su traducción inglesa- en el terreno
de los estudios culturales: estudios cinematográficos, sociología de la litera­
tura, etc. Este artículo, escrito después de los sucesos de mayo de 1968, que
se había generado (y, notablemente, permanecido) dentro del nivel emi­
nentemente ideológico del sistema educativo francés, tiene como punto de
partida la «relativa autonomía» de lo ideológico. El hecho de que la ideolo­
gía puede tener sus propias contradicciones acababa de ser dramáticamen­
te demostrado. También aclara y subraya lo apuntado en Pour Marx: en
tanto que una práctica, la ideología tiene una existencia material, es decir, la
ideología existe como aparato. Siguiendo una concepción funcionalista de
la ideología, Althusser defiende que una de las funciones del estado capita­
lista es asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo; no sólo individuos
capaces de trabajar sino individuos que están entrenados técnicamente y
condicionados ideológicamente para desempeñar sus tareas correspondien­
tes en el proceso económico de producción. Por tanto, el Estado está equi­
pado con un aparato represor (el ejército, la policía, etc.) y con un aparato
ideológico —instituciones como la escuela, la familia, la iglesia y los medios
de comunicación— que mantiene en el poder a la clase dominante median­
te la persuasión en lugar de la fuerza: a través, por ejemplo, de la transfor­
mación de imperativos sociales en morales abstractas (como puede ser el
respeto por la ley), y creando la impresión de que los papeles sociales son
elegidos libremente. Prácticas sociales como orar o dar clase se inscriben en
estos aparatos; y las creencias, según Althusser, son una función de las ac­
ciones que constituyen la práctica (Lenin y la filosofía; ed. ing.: Lenin afier
Philosophy, p. 157).
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 255

Esto quiere decir que la ideología no puede definirse como ilusión.


Mientras que el marxismo humanista concibe la ideología como una re­
presentación «deformada» (incorrecta, ilusoria) de las relaciones reales de
producción, Althusser sostiene que la ideología no representa relación
de producción alguna, sino más bien la relación «vivida» que un indivi­
duo mantiene con las relaciones de producción {ibid., pp. 152-155). Sin
embargo, esta relación es imaginaria —no en el sentido de «ilusoria» sino
en el sentido lacaniano del término, en el que toda percepción conscien­
te se experimenta en el orden imaginario—. Althusser importa este con­
cepto del psicoanálisis a su teoría de la ideología para explicar la necesaria
transición de las instituciones sociales a la conciencia individual. Althus­
ser la utiliza como la base de su noción de interpelación (o «salutación»)
-el mecanismo mediante el que la ideología hace sentir a los individuos
que están siendo interpelados individualmente por ella, induciéndoles así
a que se «reconozcan» en sus categorías.
Esto implica añadir a la teoría de Lacan de la construcción del sujeto
un componente ideológico mediante el que el individuo es simultánea­
mente constituido como un sujeto ideológico. No es muy explícito -Al­
thusser parece estar confundiendo el orden imaginario y simbólico de La-
can-, pero el proyecto de articular la mente del individuo y la ideología
es, en cualquier caso, valioso. Althusser esboza primero el modo en el que
el individuo está, incluso antes de nacer, determinado por su lugar preasig­
nado en la estructura ideológica de la familia, descritos en términos que
recuerdan al orden simbólico de Lacan {ibid., p. 164). Althusser, sin em­
bargo, no hace referencia al momento edípico de «entrada en lo simbóli­
co» (véase más arriba), sino que fundamenta totalmente su concepción
de la construcción del sujeto en la fase del espejo. El «sujeto», para Al­
thusser, entonces, parece ser sólo un sujeto en el ámbito imaginario. Tal
vez ésta sea una concepción válida del sujeto ideológico, pero está necesa­
riamente disociado del inconsciente. La interpelación es, en otras pala­
bras, una forma de especularidad: el sujeto es producido en y mediante
su relación especular con un «Sujeto Absoluto» de ideología. Althusser
ilustra esto recurriendo al caso de la ideología cristiana, según la cual el
hombre es creado a imagen (especular) de Dios; de este modo, el sentido
de identidad del sujeto depende de la relación con Dios, mientras Dios es
recíprocamente constituido por los sujetos que creen en él. Como en la
versión original lacaniana, el reconocimiento de uno mismo en la imagen
del espejo es un reconocimiento equívoco y, en ese sentido, imaginario. Sin
embargo, es real en tanto que constituye realmente al sujeto en el orden
imaginario. Para resumir, la interpelación produce al individuo como su­
jeto ideológico, es decir, produce al sujeto en y mediante su relación es­
pecular con el sujeto absoluto de la ideología; y este «sometimiento» se
experimenta como si estuviera elegido libremente: «El individuo es Ínter-
pelado como un sujeto (libre) para que se someta libremente a las órdenes del
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 257

Bertolazzi y Brecht y en la pintura de Cremonini, que se caracterizan por su


estructura descentrada: su ruptura de la plenitud imaginaria de la represen­
tación ideológica. El arte, por tanto, tiene la capacidad de «hacer visible» la
ideología de la que emerge mediante un tipo de «distanciamiento interno».
Las novelas de Balzac y Sholzhenitsyn, por ejemplo, «nos hacen “percibir”
[...] de algún modo desde el interior, mediante una distancia interna, la
ideología en las que se sostienen» (p. 204). El arte, así, también mantiene
una relación específica con el conocimiento: aunque no teoriza sobre la ideo­
logía y, por tanto, no nos capacita para conocerla, sí nos permite de un
modo más inmediato, pero relacionado, «percibirla». Nos brinda, por de­
cirlo de otro modo, una percepción ideológica de la ideología. Su crítica de
su ideología produce, a su vez, un efecto ideológico: «Como la función es­
pecífica de la obra de arte es hacer visible, distanciándose de ella, la realidad
de la ideología existente (en cualquiera de sus formas), la obra de arte no
puede evitar ejercer un efecto ideológico directo» (p. 219).
Esta concepción del arte ha sido desarrollada por ciertos críticos lite­
rarios y culturales marxistas con interesantes resultados. Presenta, no obs­
tante, dos serios problemas en su formulación original. En primer lugar,
los comentarios precedentes se aplican sólo al «verdadero arte», pero en la
ausencia de cualquier base teórica para definirlo, Althusser se queda con
una distinción en absoluto científica («Me refiero al arte auténtico, no al
arte mediocre o regular» [ibid.., p. 204]) que reduce su concepción a una
tautología: lo que hace el verdadero arte es desvelar la ideología, porque
eso es lo que hace de él un arte verdadero. En segundo lugar, en los cua­
tro años que van de estos artículos a «La ideología y los aparatos ideoló­
gicos del Estado», Althusser abandona su concepción inicial sobre el arte,
que ahora aparece simplemente (sin comentario explicativo alguno)
como uno de los aparatos del Estado: «El aparato ideológico del Estado
(la literatura, las artes, el deporte, etc.)» (ibid., p. 137).
Antes de considerar la crítica literaria en la que influyeron las ideas de Alt­
husser, tal vez sea útil resumir brevemente los aspectos que son especialmen­
te relevantes para la crítica literaria, y que han sido utilizados profusamente.
En primer lugar, la noción de práctica teórica conlleva que la crítica literaria
debe intentar ser científica más que generalista o evaluadora, y debe producir
un conjunto específico de conocimiento del objeto literario. En segundo lu­
gar, la noción de práctica es claramente aplicable a la literatura misma, de he­
cho, teóricos posteriores han añadido «práctica significativa» y «práctica litera­
ria» a la lista de componentes de la práctica social de Althusser. Este enfoque
tiene la ventaja de situar la literatura, no como una colección de productos
acabados sino, precisamente, como una práctica, un trabajo de producción de
significado (o de efectos ideológicos).
En tercer lugar, está la cuestión de la relación del arte con la ideología,
que de hecho es el asunto central. Como se puede apreciar en la presenta­
ción de su trabajo que acabamos de hacer, Althusser ofrece una base desde
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 259

Macherey comienza presentando ias condiciones para que la teoría


crítica sea una ciencia en el sentido definido por Althusser: debe producir
«un nuevo conocimiento que añada algo diferente a la realidad de la que
habla» (p. 14). Específicamente, debe ofrecer una explicación del proceso
mediante el que se produce la obra literaria. Esto significa que debe evitar
las tres «ilusiones» de la crítica literaria idealista: la ilusión empírica, que
concibe la obra como inmediatamente accesible a la mirada crítica, y
como una entidad autosuficiente que no necesita estar relacionada con
nada más; la ilusión normativa, que juzga la obra con relación a un crite­
rio o modelo estético externo; y la ilusión interpretativa, que extrae de la
obra un único y oculto significado, reduciéndola así al receptáculo acce­
sorio que contiene y enmascara su «verdadero» significado. Macherey
ataca a los críticos literarios estructuralistas por ser una combinación de
estos dos últimos: la estructura de la obra es, tanto un modelo (diferentes
textos simplemente reproducen una constante lógica narrativa), como su
«significado» último (el principio subyacente en el trabajo desvelado por
el crítico). Esta crítica se amplía en el capítulo titulado «L’analyse littérai-
re, tombeau des structures» (pp. 159*-180).
La obra literaria sólo puede ser el objeto de un estudio científico por­
que está determinada, es decir, porque está elaborada de acuerdo con
ciertas leyes (p. 21) y es el resultado de la condición de posibilidad que re­
gula su producción. Uno de los aspectos distintivos de la conceptualiza-
ción que Macherey hace de la literatura es el énfasis puesto en las limita­
ciones, que va contra la ideología humanista de la libre creatividad y el
interés postestructuralista en el carácter aleatorio y abierto de al menos la
literatura moderna. Estas limitaciones, sin embargo, no operan de un
modo claro y mecánico, y no hay ningún otro factor dominante que de­
termine la obra (desde luego, no la intención del autor). Más bien, la
obra —al igual que la formación social de Althusser- se genera en la inter­
sección de un número distinto de niveles de determinación.
Además, estas determinaciones inevitablemente se contradicen unas a
otras, de modo que la obra está caracterizada sobre todo por su compleji­
dad interna: «El énfasis está en la diversidad de la letra: el texto no dice una
sola cosa, sino necesariamente varias cosas a la vez» (p. 33). Macherey no
explica por qué esto es necesariamente así, pero el análisis que ofrece (el es­
tudio de Balzac es típicamente subtitulado: «un texto disparejo») argumen­
ta coherentemente a favor de la «diversidad» de al menos este texto en par­
ticular. No obstante, lejos de ser una fuente de riqueza polisémica, la
diversidad se resuelve en una serie de ausencias. En lugar de «plural», el tex­
to está fracturado. Es decir, las determinaciones enfrentadas revelan las de­
bilidades en el texto y sus límites: lo que dicen es significativo sólo en rela­
ción con lo que no pueden decir -las ausencias determinadas que son el
trazo de las presiones presentes en su producción—. Los «silencios» de la
obra son «lo que da un significado al significado». «Muestran cuáles son
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍT1CAS... 261

del autor también se manifiesta contra la historia en un área específica­


mente literaria. A lo que el autor quiere decir, tiene que dársele substancia
como obra literaria, usando formas que en gran medida existían ya antes
de la producción de este trabajo particular (corresponden a los «medios de
producción determinados» de la práctica literaria). Éstos no son instru­
mentos neutrales o puramente técnicos, sino que se han desarrollado «a lo
largo de una larga historia, la historia de las obras sobre temas ideológicos»
(p. 112); por lo que han adquirido su propio «peso» o «fuerza» específica,
que se aplica a los nuevos contextos en los que son utilizados (pp. 53-54),
con el efecto de retirarse Ac la originalidad de la intención del autor. (Pue­
den, por supuesto, entrar en conflicto unas con otras.)
Macherey ilustra esta doble determinación histórica en las novelas de
Julio Verne45. El proyecto ideológico de Verne es expresar la conquista de la
naturaleza por la ciencia y la industria adentrándose en el futuro, y está
ejemplificado (entre otras imágenes) en el recurrente motivo del viaje
como una «línea recta» que, como la ciencia, «corrige» las irregularidades
de la naturaleza. Sin embargo, la línea recta irresistiblemente se transfor­
ma en el motivo de la historia de aventuras más familiar, el rastro, que ha
dejado una exploración previa o que el héroe redescubre (como, por ejem­
plo, en La isla del tesoro) (p. 1 12). Esto significa que lejos de progresar li­
bremente en el futuro, los héroes de Verne aparecen atados al pasado, re­
pitiendo un descubrimiento que ya ha sido hecho. El proyecto ideológico
ha sido desviado por la fuerza opuesta del motivo literario que ha puesto
en marcha. Esta inversión temática también es sintomática de las contra­
dicciones históricas en la situación de la burguesía en la tercera república:
la innovación científica, de un lado, el estancamiento económico y polí­
tico de otro, con el resultado de que su ideología es incapaz de producir
una representación coherente del futuro (p. 263).
Así, Macherey caracteriza la obra literaria, sobre todo, como marcada
por las contradicciones que son, como hemos visto, el resultado de sus
determinantes ideológicos. Sin embargo, también mantiene que no se la
puede reducir a discurso ideológico. En este aspecto, Macherey expande
la idea de Althusser de que el arte «hace visible» su ideología. Esto pro­
duce una impresión ligeramente diferente de la obra: el énfasis no se
pone tanto en su naturaleza determinada y, por tanto, incompleta, como
en un tipo particular de autonomía y, casi, autosuficiencia. Para Mache-
rey, aunque la literatura no tiene su lenguaje específico, libra al lenguaje
cotidiano de la ideología de su función habitual y le da un uso distinto
(p. 66), de un modo análogo a la ruptura epistemológica entre la ideolo­
gía y la ciencia. Se trata así de una cuestión de similitudes y diferencias
entre tres discursos: ideológico, científico y literario. El discurso científi­

45 Tony Bcnnett resume este análisis en su Formalism and Marxism (pp. 123-
125).
262 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

co es riguroso (instaura relaciones necesarias entre conceptos teóricos),


mientras que el discurso «cotidiano» (ideológico) carece de rigor alguno y
no opera con conceptos sino con «realidades» imaginarias de la ideología.
El discurso literario está a medio camino entre estos dos: al igual que el
discurso ideológico, su material es imaginario; pero, como el discurso
científico, tiene cierto rigor o necesidad.
Sin embargo, mientras que el rigor científico se fundamenta en la ra­
zón, el del discurso literario se basa en la ilusión (p. 71). La «ilusión» tam­
bién es, por supuesto, una característica del lenguaje ideológico, pero
Macherey mantiene que la ilusión literaria es diferente. Comienza di­
ciendo que una de las características principales de lenguaje literario es su
habilidad para crear una ilusión que, a diferencia de la creada por la ideo­
logía, se sostiene sin hacer referencia a la realidad externa: porta su propia
«verdad» (p. 56). Por tanto, el lenguaje mismo debe aparecer como «ne­
cesario». Logra esto mediante un tipo de repetición compulsiva que im­
pone sus «imágenes fascinantes» (p. 71), entretejiéndolas en un «mundo»
de ral densidad que produce una ilusión de realidad. El estudio de Balzac
(pp. 287-327) da más cuerpo a esta idea: Macherey muestra cómo la no­
vela genera una red de relaciones articulando perspectivas distintas, de
modo que el efecto de la realidad opera al nivel del complejo en su tota­
lidad más que en un elemento determinado. Es este peculiar rigor del dis­
curso literario el que diferencia la ficción de la vacía «ilusión» de la ideo­
logía. Además, este rigor capacita al discurso literario a dotar de una
determinada forma al discurso ideológico, que es su materia prima; tra­
baja con la ideología, fija una posición determinada respecto a ella y así re­
vela lo que ésta es realmente (p. 80). (De nuevo, esto está ilustrado más
ampliamente en una sección posterior -el discurso de Lenin sobre Tols-
toi-.) Así que la ficción es un segundo nivel de ilusión y, sin criticar ex­
plícitamente la ilusión ideológica básica, la elabora en una forma que
hace posible que el lector la «vea» precisamente como ideológica.
Mientras que se defiende la idea general de que la literatura elabora ideo­
logía en una forma visible determinada, Macherey nunca decide exacta­
mente qué tiene el discurso literario que hace posible este proceso. En los
pasajes sobre el discurso literario citados más arriba, Macherey lo atribuye a
la «necesidad» específicamente literaria del discurso de ficción ilusionista
-esto es, el aspecto en el que es más autónomo y distinto de la ideología-.
En otro lugar, en cambio, Macherey ubica este proceso en las ausencias de­
terminadas del texto, mencionando por ejemplo «ese hiato interno, o esa
ruptura, mediante la que [la obra] corresponde a una realidad que es ella
misma incompleta, que hace visible sin reflejarla (p. 97, las cursivas son de
Macherey)46. Ésta es la posición que toma en sus análisis de las novelas

46 «Ce décalage interne, ou cecee césure, par le moyen duque! [l’oeuvre] corres-
pondá une realicé, incompléce elle aussi, qu’clle donne á voir sans la reflcter».
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 263

de Verne, particularmente en L’ille mystérieuse. Aquí -resumiendo su com­


plejo argumento- el proyecto ideológico inicia] (que retrata una nueva for­
ma de comunidad industrial basada en las virtudes progresistas de la inves­
tigación científica) fracasa porque la forma narrativa está atrapada en el
mo-delo del siglo XVIII, basado en la inspiración pre-industrial del aventu­
rero solitario —Robison Crusoe como modelo excepcional- Este último es
presentado inicialmente como una imagen de la que el grupo de explora­
dores se distancia explícitamente, pero reaparece triunfantemente al final
en la forma del capitán Nemo, quien había estado allí todo el tiempo ma­
nipulándolos. Es precisamente esta incapacidad para superar una forma reac­
cionaria del héroe la que expone los límites de la ideología en cuestión: el
uso que Verne hace de formas anteriores sirve para «destaparlas en realidad
como obstáculos y molestias, de un modo que muestra su significado re­
trógrado [...] lejos de ser ilusoria, la obra de Julio Verne, con la constitución
de una mitología, da la posición exacta de una mitología históricamente
probada» (p. 253, las cursivas son de Macherey).
Después de 1968, Macherey rechazaría la concepción de la relación
texto-ideología presentada en Pour une théorie y desarrollaría una nueva
teoría de la literatura basada en el artículo de Althusser de 1970 sobre la
ideología y el aparato ideológico del Estado. Esto está formulado en «Sur
la littérature comme une forme idéologique» (un artículo que escribió
junto a Etienne Balibar en 1974)4 ', como parte de la conferencia «Pro-
blems of reflection», impartida en la Universidad de Essex en 1977, y ex­
puesto en una entrevista realizada para el mismo congreso y publicada en
RedLetters. La literatura no es concebida ya como una entidad separada,
sino como parte de la ideología -aunque una parte especial que requiere
su propio estudio-. Si antes la literatura per se ofrecía una perspectiva cri­
tica de la ideología, ahora es vista contribuyendo a la ideología dominan­
te, donde es particularmente eficaz porque no parece estar imponiendo
nada: se ofrece como un objeto para ser consumido libremente, abierto a
diferentes interpretaciones subjetivas («On Literature as an ideological
form», p. 96). El papel «potencialmente crítico» de la literatura es ahora
estrictamente dependiente de su teorización desde un punto de vista ma­
terialista («An Interview with Pierre Macherey», p. 5).
El trabajo de 1966 no era adecuado, dice Macherey, porque la litera­
tura aparecía definida como una transformación/¿Z772¿z/ de un «conteni­
do» ideológico. El problema ahora es evitar este formalismo sin caer en
las posiciones ortodoxas de la postura reflexiva (para las que el arte sólo
puede ser reflexión ideológica, por tanto, ilusoria, de una situación histó­
rica real o una verdadera representación de ella). La solución es construir
un concepto de reflejo genuinamente materialista, en tanto que opuesto

4 Traducido al inglés en Untying the text, R. Young (ed.), pp. 79-99. Los núme­
ros de páginas refieren a esta traducción.
264 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

a humanístico-idealista, una tarea que ha sido posible gracias a la teoriza­


ción de la ideología hecha por Althusser en 1970. Esto es, concebida
como una práctica y no como una ilusión, el reflejo literario de la reali­
dad es una realidad en toda regla, independientemente del grado de pre­
cisión con el que representa la realidad histórica. Refleja las condiciones
sociales que la producen y determinan de modos complejos que no pue­
den reducirse a la noción de representación; su «inserción en la realidad
no depende de una causa formal (similitud) sino de una causa real -su
determinación material, dentro de una serie de condiciones concretas
que constituyen la realidad social de un periodo histórico-» («Problems
of reflection», p. 50).
Aunque la práctica literaria se caracteriza por su «efecto de ficción»
(que determina una variante particular de interpelación mediante la iden­
tificación con personajes ficticios: «On Literature as an ideological form»,
pp. 89-93), debe ser analizada en su articulación con otras prácticas y apa­
ratos ideológicos —especialmente con el educativo, caracterizado por Al­
thusser como el aparato ideológico dominante en la República francesa—.
La idea de que la literatura se genera en el molino de la rutina que es el sis­
tema educativo («On Literature as an ideological form», p. 97) es nueva y
provocadora, y Macherey es perfectamente consciente de cuán radical­
mente Althusser está atacando la concepción humanista de la literatura
como la inspirada creación de un genio libre e individual. Sin embargo,
defiende que lejos de «minimizar» la literatura, está en realidad «amplian­
do su importancia» («An Interview with Pierre Macherey», p. 5).
De hecho, la literatura existe como parte de una triple indetermina­
ción, junto a la práctica lingüística y educativa. El impacto del marxismo
de Althusser en la lingüística está quizá mejor ejemplificado por Las veri-
tés de la Palice, que construye una crítica de la lingüística formal partien­
do de un punto de vista materialista y sitúa al lenguaje como una prácti­
ca social más dentro de la concepción althusscriana de la ideología. Sin
embargo, Macherey se apoya en la obra de Renée Balibar, cuyo Le
Franjáis national defiende que la necesidad ideológica primordial de la
Francia postrevolucionaria era imponer la unidad nacional sobre la divi­
sión social, y muestra cómo esto se lograba mediante la construcción, en
el sistema escolar, de una lengua nacional. Los dos aparatos, lengua y es­
cuela, operan simultáneamente, aunque ambas sean «unidades contradic­
torias»: se generan a partir de las contradicciones sociales que inevitable­
mente reproducen, incluso en el proceso de suprimirlas. Por tanto, la
división entre el proletariado y la burguesía queda reflejada en la división
entre educación primaria y secundaria, y entre el «francés básico» (el que
se enseña en primaria) y el «francés literario» (que, junto al latín, es ense­
ñado en los liceos casi exclusivamente a la burguesía). De aquí se sigue
que, mientras el lenguaje literario aparece unificado, su existencia misma
está enraizada en la contradicción ideológica: es un «lenguaje de compro­
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 265

miso»; y la concepción previa de Macherey de la obra literaria como


compleja, diversa, etc. vuelve ahora a ser reconsiderada dentro de este
marco («On Literature as an ideological form», p. 88). Partiendo de aquí,
desarrolla la nueva idea de que la obra literaria existe con el objetivo de
ofrecer una solución imaginaria a conflictos que la ideología no es capaz
de manejar, y lo hace desplazándolos hacia el conflicto lingüístico. La lite­
ratura es «la solución imaginaria de las contradicciones ideológicas, en
tanto que están formuladas en un lenguaje especial que es distinto del
lenguaje común y, a la vez, está dentro de él (es el lenguaje común el pro­
ducto de un conflicto interno), y que lleva a cabo y enmascara en una se­
rie de compromisos el conflicto que lo constituye» {ibid., p. 89).
Esta presentación esquemática debe leerse junto con Les Franjáis fictifs
de Balibar48, que ofrece un detallado análisis de dos textos —Un corazón sen­
cillo de Flaubert y El extranjero de Camus- como ejemplo de cómo la es­
cuela produce literatura «sagrada», un proceso teorizado en términos par­
cialmente freudianos como la defensa del mecanismo de una ideología que
reprime los conflictos desplazándolos a la ficción. Balibar mantiene que la
ficción puede representar todos los conflictos ideológicos, excepto los con­
cernientes al lenguaje y a la educación —es decir, aquellos que la constitu­
yen-. Estos los reprime, mediante la construcción del realismo como el gé­
nero literario dominante del siglo XIX, porque el realismo lleva a cabo un
particular compromiso entre elfrancés «básico» y el «literario» (p. 60). En su
simplicidad artística, parece estar rechazando el ornamento literario a favor
de un uso «natural», puramente funcional, pero es ésta una confusión en
dos aspectos. Primero, su naturalidad no es en realidad funcional, sino una
imitación artificial de un modelo construido ideológicamente: el francés de
la escuela primaria. Segundo, el discurso realista es a la vez capaz de mostrar
discretamente su habilidad en el francés latinizado de la literatura prerr evo­
lucionaría y el liceo. Esto parecería una hazaña prácticamente imposible,
pero el análisis que hace Balibar de la primera frase de Un coeur simple [Un
corazón sencillo] —«Durante medio siglo, las amas de casa burguesas de
Pont-l’Evcque envidiaron a Madame Aubain su sirvienta Felicidad»49— es
una ingeniosa demostración de cómo se logra esto. En tanto que el párrafo
de una sola frase tiene la inconfundible resonancia del «ejemplo gramati­
cal» descontextualizado, y presenta en su estructura las características típi­
cas de la gramática francesa elemental (una única cláusula, una oración su­
bordinada adverbial de tiempo, objetos directos e indirectos, etc.), y los
problemas típicos que se encuentran en las traducciones latinas, más la

48 No existe traducción al español. En inglés sí se han publicado dos conferencias ofre­


cidas por Balibar en este idioma en la Universidad de Esscx: «Gcorgcs Sand» y «National
language». Esta última es analizada por Bcnnctt, Formalism andMarxism, pp. 162-165.
49 «Pendant un demi-siécle, les bourgeoises de Ponr-l’Evéque enviérent a Mada­
me Aubain sa servante Felicité».
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 267

Eagleton analiza entonces la relación entre el texto (como producto de


los cinco factores) y la ideología (IG). Esta, sin embargo, es sólo la relación
entre IE e IG —las otras determinaciones no desempeñan ningún papel en
ella—. Aunque que puede verse como una separación legítima de las dos
cuestiones (lo que determina al texto en su conjunto no es necesariamen­
te lo mismo que determina su relación con la ideología), lo que significa,
como ha indicado Tony Bennet (Formalism and Marxism, pp. 149-150),
que Eagleton en realidad no utiliza en absoluto el marco que ha definido.
También podía haberse esperado que un análisis materialista asignara un
papel más relevante a MPL. Sin embargo, lo que se da es un solapamien-
to implícito entre IE y MPL. Esto es así porque, primero, la formulación
que hace Eagleton de «la relación del texto con la ideología» es, como dice
él mismo, «no tanto una cuestión de dos fenómenos relacionados externa­
mente como de una “relación de diferencia” establecida por el texto dentro
de la ideología» (pp. 97-98, las cursivas son del autor). En otras palabras,
las «formas literarias» de Macherey están ahora firmemente emplazadas
dentro de la ideología estética, de tal modo que nada en el texto queda to­
talmente fuera de la ideología. En la línea de la ideología concebida como
práctica (como proceso de producción), la ideología estética determina
ciertos «modos estéticos de producción» (las «formas literarias») que inte­
ractúan con la IG. Estos son teóricamente diferentes del modo de produc­
ción literaria; en la práctica, sin embargo, a veces no hay modo de distin­
guirlos. Ya que Eagleton mantiene que el MPL no es totalmente externo al
texto, sino que determina su forma y su género (pp. 48 y 61), una carac­
terística como, por ejemplo, un final abierto puede darse tanto en un
MPL por entregas en una revista como en una IE que determina la es­
tructura narrativa.
En cualquier caso, son mecanismos literarios como el final abierto o
la figura más genera] de la pastoral, o el realismo psicológico, etc., que,
definidos para este propósito como modos estéticos de producción, actúan
sobre la ideología, cuya existencia antecede a la del texto, para generar un
producto igualmente ideológico pero distinto, lo que Eagleton denomina
«ideología a la segunda potencia» (p. 70). El texto es así una producción
de una producción. Su materia prima no es, como mantiene la crítica
idealista, la realidad objetiva en su estado puro, sino significados que ya
han sido producidos por categorías ideológicas. El texto toma estos pro­
ductos ideológicos y los transforma de tal modo que desvelan, al menos
parcialmente, su relación con la realidad objetiva: «La relación del texto li­
terario con la ideología constituye la ideología de tal modo que revela as­
pectos de su relación con la historia» (p. 69). La versión de Eagleon de
este proceso también difiere de la de Macherey en que lo concibe como
mutuamente determinado por la IG, y los modos estéticos de producción:
el «desvelamiento» dependerá de los aspectos particulares de la ideología
al igual que del efecto «distanciador» de las formas literarias, e ignorar
268 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

esto es caer en el formalismo (pp. 84-85). Eagleton también señala que,


en contra de Macherey, no hay razón para suponer que el texto y la ideo­
logía entrarán necesariamente en conflicto —es posible un amplio abanico
de relaciones entre ellos— (pp. 92-94). Igualmente, la ideología puede estar
en conflicto con otra, ideología: de hecho, este parece ser «el momento de
irrupción de gran parte de la mejor literatura universal» (p. 96).
En el capítulo siguiente, Eagleton estudia la relación entre el texto y
la ideología «según se manifiestan en un sector particular de la historia de la
literatura inglesa» (p. 102). Se presentan las repercusiones de las ideas ex­
puestas por Matthew Arnold en «Culture and Society» en otros escritores
de los siglos XIX y XX: un análisis detallado de George Eliot, más breve de
Dickens, Conrad, James, T. S. Eliot, Yeats, Joyce y Lawrence. Aquí vuelve a
aparecer el concepto de ideología del autor52: la posición social de los escri­
tores en cuestión afecta a su «producción» individual de una ideología do­
minante, que es caracterizada como la unidad contradictoria del racionalis­
mo utilitarista corp ora tivista y el individualismo romántico (pp. 102-103).
Sin embargo, todo lo que su trabajo tiene en común es un intento de re­
solver esta contradicción, en particular mediante la noción estética de «for­
ma orgánica» (como una forma «viva» -emocionalmente satisfactoria- de
corporativismo). Sin embargo, la construcción misma de esta unidad orgá­
nica imaginaria conlleva una serie de desplazamientos estructurales en la
obra, que acaba, así, traicionando las contradicciones que estaban llamadas
a reconciliar. Esto ocurre a diferentes niveles: mientras «un choque poten­
cialmente trágico entre las ideologías «corporativa» e «individualista» es con­
sistentemente reprimido y apaciguado por las formas de la ficción de George
Eliot» (p. 112), las novelas de Dickens están caracterizadas por «la claridad
con que esos conflictos se inscriben en las fisuras e hiatos de los textos, en sus
estructuras mixtas y significados heterogéneos» (p. 129). No obstante, en
todos los casos puede recuperarse una percepción de las contradicciones
subyacentes mediante el análisis crítico de las contradicciones formales de la
obra literaria. Por ejemplo, Daniel Deronda de George Eliot es forzado en
última instancia a abandonar su modo realista a favor de una epistemología
mística (p. 123).
Como sugieren estos ejemplos, Eagleton está interesado sobre todo en
las relaciones del texto con las contradicciones ideológicas. Bennett afirma
que la ideología constituye una «formulación bastante distinta» {Forma-
lism andMarxism, p. 149) del marco teórico original. Aunque Eagleton
parece adoptar la postura de Althusser del arte como un término medio
entre la ciencia y la ideología, sus «detalladas consideraciones [...] sugieren

52 De hecho, la crítica de Francis Mulhern de una versión anterior de este capí­


tulo, publicada como un artículo en New Left Review, mantiene que al atribuir de­
masiada importancia a la ideología del autor, vuelve a instaurar una concepción «ex­
presiva» del texto («Ideology and litcrary form», pp. 80-87).
270 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Mulhern comenta (a la vez que reconoce la importancia de la obra de Ea­


gleton), parece destacablemente oportuno que este nuevo criterio marxis-
ta de valor estético coincida con la «gran tradición» burguesa de la litera­
tura que, por supuesto, siempre ha apreciado la «complejidad». Mulhern
critica a Eagleton por haber vuelto a instaurar un concepto de valor inva­
riable, ahistórico, bajo la guisa de un concepto históricamente determi­
nado («Marxism in literary criticism» [«Literatura y crítica marxista»],
pp. 85-87). Esta postura la comparte Bennett, quien va más allá y man­
tiene que Eagleton ha definido un tipo particular de texto (que distancia
las formas ideológicas) que necesita ser teorizado no como un objeto de
valor, sino como una forma históricamente determinada de escritura, en
términos de «la constelación particular de determinantes lingüísticos,
ideológicos y económicos que pesan sobre esa forma de escritura, de
modo que lo producen para dicho espacio, ubicado entre ideologías, que
lo definen» {Formalism and Marxism, p. 155).
Eagleton es incapaz de hacer esto, sostiene Bennett, porque se aferra a
la categoría ideológica de «literatura», que es la que hace necesario el con­
cepto de valor literario en primer lugar, pero que también impide que Eagle­
ton atienda a las diferencias concretas entre las diferentes prácticas de es­
critura. ¿Por qué deberían tratarse como manifestaciones de la «esencia»
de la literatura una balada medieval, los Ensayos de Montaigne y las come­
dias de Moliere? En su último libro, Literary Theory [ed. cast: Una intro­
ducción a la teoría literaria], Eagleton ha rechazado definitivamente la «li­
teratura» como un objeto coherente de estudio a favor de una noción más
amplia de práctica significativa o cultural.
El libro de Bennett está interesado en integrar los elementos más pro­
gresistas del formalismo ruso y el postformalismo (Bajtin) con la teoría li­
teraria marxista. Ya que esta opción estaba bloqueada por la teoría refle­
xiva de Lukács, Bennett ve en el marxismo de Althusser una mejor
opción para hacer esto posible. De hecho, mantiene que muchas de las
percepciones de Althusser estaban anticipadas por los formalistas53. Sin
embargo, la obra de Althusser, Macherey y Eagleton aún padecen con­
cepciones idealistas en tanto que definen la ciencia, el arte y la ideología
como formas generales, eternas, de conocimiento: «El “arte” como tal se
halla entre la “ciencia” como tal y la “ideología” como tal» (p. 121, las cur­
sivas son de Bennett). Consecuentemente, no pueden librarse del «legado
de la estética» que postula la literatura en general como objeto de análisis.
Por tanto, están obligados a generalizar la relación entre la ideología y
cualquier texto particular que estudien como un constante «efecto litera­
rio», el cual los impide decir que «algunas formas de escritura muestran
una tendencia a romper las categorías de ciertas formas ideológicas desde

53 Criticism and Objectivity, de Raman Selden, también abunda en esta conexión.


TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 271

dentro» (p. 132) y otras no. De lo que se sigue que también ellos locali­
zan el objeto de la teoría literaria en el texto como un artefacto con un
significado intrínseco, siempre fijado en las estructuras de su producción.
Una crítica materialista debería centrarse más bien en los modos en que
sus significados están sujetos a su consumo, lo que es necesariamente un
proceso de continua reproducción bajo diferentes circunstancias históri­
cas (pp. 135 y 148). Bennett cita una observación de Mulhern similar en
«Marxism in literary criticism»; y esta concepción es también central para
el trabajo postrero de Macherey: «Las obras literarias no son sólo produ­
cidas, son constantemente reproducidas en diferentes condiciones, y así
ellas mismas devienen muy distintas [...] es esencial estudiar la historia
material de los textos y [...] esta historia, no sólo contiene las obras mis­
mas, sino todas las interpretaciones que se les han adherido y que son fi­
nalmente incorporados a ellas» (Macherey, «An Interview with Pierre
Macherey», pp. 6-7).
Bennet apoya totalmente la posición de Macherey y Balibar de 1974,
y ve en ellos el camino más fructífero para la teoría literaria marxista.
Bennet no está de acuerdo, sin embargo, en la claridad con la que recha­
za la idea de que la crítica literaria es una forma de práctica teórica (cien­
tífica). Argumentando que la noción althusseriana de ciencia de la cual
deriva esta idea se ha desmoronado (pp. 137-138), propone en su lugar
que la crítica literaria debe verse como una práctica política. Más que teo­
rizar el proceso de reproducción del texto en situaciones históricas dife­
rentes, como hacen Macherey y Renée Balibar, el crítico literario debería
intervenir en él: la literatura «no es algo que se estudie; es un área para ser
ocupada. La cuestión no es cuáles son los efectos políticos de la literatura,
sino cuáles pueden hacerse que sean —no en un sentido permanente y de­
finitivo, sino en un modo cambiante y dinámico- mediante las operacio­
nes de la crítica marxista» (p. 137, las cursivas son de Bennett). Si el tex­
to no tiene un significado fijo, tampoco puede tener una contradicción
fija. Una lectura como la que proponen Eagleton y Macherey en realidad
no «descubre» contradicciones en un texto; los lee en él con el objetivo de
producir un efecto político y no estético.
Catherine Belsey coincide con este énfasis en una «práctica crítica»
como intervención en la reproducción de las obras literarias, pero retiene el
concepto de una crítica científica que «al producir conocimiento del texto
[...] activamente transforma lo que está dado» (Critical Practice, p. 138). La
crítica deconstruye el posicionamiento que el texto hace del lector como un
sujeto ideológico en comunicación con el autor, de modo que «liberado de
la fijación del modelo comunicativo, el texto está disponible para la pro­
ducción en el proceso de lectura» (p. 140). Esto implica que los conceptos
centrales en la teoría de Belsey sean la interpelación combinada con una
consideración lacaniana de la construcción del sujeto en el lenguaje. El gé­
nero dominante bajo el capitalismo es el realismo clásico, que lleva a cabo
272 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

la labor de la ideología «ofreciendo al lecror como la posición desde la que


el texto es más ‘obviamente” inteligible, la posición del sujeto en (y de) la
ideología» (p. 57, las cursivas son de Belscy). La autora analiza los mecanis­
mos de la interpelación (pp. 67-84), particularmente la «jerarquía de dis­
cursos»: la narración omnisciente domina la voz del personaje y se neutrali­
za a sí misma como discurso; al identificarse con el punto de vista de este
sujeto de enunciación, el lector es interpelado como un «sujeto autónomo
y cognoscente» (p. 69), aparentemente trascendiendo el discurso que, de
hecho, hace posible esa posición.
Sin embargo, junto al realismo clásico, hay otros textos «interrogativos»
que operan, en contraste, para unificar las posiciones del sujeto ideológico:
no privilegian un único discurso y rechazan que el lector tenga una posi­
ción unificada de conocimiento. Tienden a ocurrir en momentos de crisis
ideológica, por ejemplo, en el trabajo de Shakespeare, Donne, Dcfoc, Swift
y Brecht. A la vez que argumentando que la práctica crítica (Macherey y
también Barthes en S/Z) puede abrir las obras clásicas del realismo a lectu­
ras menos limitadas ideológicamente, Belsey aun establece una distinción
fundamental entre los textos que materializan la tarea de la ideología domi­
nante y aquellos que no. Éste es otro modo de teorizar la diferencia entre la
literatura reaccionaria y progresiva que, en varias formas, les interesa a Althus­
ser, Eagleton y Bennett (y se le da incluso una importancia mayor en el tra­
bajo de Tel Quel —véase más abajo—). Raman Selden tiene una concepción
similar: la literatura innovadora actúa como una ideología revolucionaria,
en tanto que desarticula la unidad de la interpelación en la ideología domi­
nante pero, a diferencia de esta última, no completa el proceso mediante la
construcción de una nueva unidad (p. 81). Según Selden, los textos «inno­
vadores» son en algún sentido emblemáticos de la literatura en general (ya
que la interpelación funciona directamente sólo en la «literatura» que «tien­
de hacia la propaganda o el dogmatismo», ibid.). Selden afirma que «la li­
teratura tiende a interferir en el proceso de interpelación» {ibid., las cursivas
son de Selden) -una variación, en otras palabras, de la autonomía relativa
del «auténtico arte» de Althusser-. Otros críticos han utilizado la interpela­
ción de distintas maneras. La recopilación de intervenciones en las confe­
rencias de Sociología de la literatura en la Universidad de Essex contienen
interesantes ejemplos de esto54.
Un uso bastante distinto de las teorías de Althusser y Macherey puede
encontrarse en The Political Unconscious [El inconsciente político] de Frede-

54 Literature, Society and the Sociology of Literature; 1 848: The Sociology of Lite­
ratura; Literatura, Politics and Theory; rodos editados por Francis Baker. Las ponen­
cias particularmente relevantes aparecen en la bibliografía, pero mención especial
debe hacerse de «Baudelaire and the city» de Colín Mercer, que muestra cómo la poe­
sía de Baudelaire refleja el acento transitorio del movimiento hacia las nuevas inter­
pelaciones en el capitalismo posterior a 1848.
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 273

ric Jameson55. El alcance teórico y la originalidad de este importante libro


queda fuera del alcance de la presente discusión, por lo que sólo abordare­
mos aquí sus relaciones con Althusser y la semiótica. Como sugiere el pro­
pio título, el libro propone una concepción similar a la conceptualización
de Macherey de la historia como el «inconsciente» del texto: todos los arte­
factos culturales están estructurados mediante su represión de contradiccio­
nes histórico-políticas. La tarea de una crítica marxista es analizar la dinámi­
ca de esta represión, manifestado no sólo en la literatura, sino también en
otras aproximaciones críticas a la literatura, y para hacer esto de un modo
adecuadamente dialéctico debe subsumir esas otras aproximaciones (como
el psicoanálisis y la semiótica) como momentos precedentes suyos. Más
que rechazarlos directamente, los sitúa teniendo cierta validez «local»,
pero necesitando ser reconsiderados dentro de una perspectiva historizan-
te. Esto se aplica ante todo al concepto de interpretación, que Althusser ha
atacado como dependiente de la noción de Lukács de «totalidad expresi­
va». En otras palabras, la interpretación vuelve a escribir el texto como la
simple expresión de la realidad histórica, y la especificidad de los distintos
instantes se pierde. Sin embargo, Jameson mantiene, citando el trabajo de
Macherey como un ejemplo, que la interpretación puede resituarse dentro
de una teoría de causalidad estructural althusseriana. La concepción de
Althusser de una totalidad estructural de elementos relativamente autóno­
mos presupone que los elementos están realmente relacionados de modos
determinados y determinantes. No obstante, las relaciones necesitan teori­
zarse en términos de diferencias más que de identidad: no se trata de una
relación estática entre un texto y las condiciones sociales extrínsecas, sino
la «producción, proyección, compensación, represión, desplazamiento»
(p. 44) textual/narrativo de las contradicciones sociales.
Para articular los distintos niveles sin que unos sean absorbidos por los
otros, Jameson propone que el texto sea interpretado dentro de tres «hori­
zontes» que se amplían sucesivamente: en relación con la historia política,
como un «acto simbólico»; como un fragmento de diálogo ideológico entre
clases sociales; y como la contradictoria coexistencia de formas o sistemas
semióticos pertenecientes a diferentes modelos de producción (p. 75). Me­
rece la pena examinar el primero de éstos en detalle porque se apoya en la
teoría estructuralista de Lévi-Strauss y Greimas. El concepto de Lévi-
Strauss del arte como «acto simbólico» -por ejemplo, las pinturas faciales
de la tribu Caduvea transforman en patrones visuales una fantasía de equi­
librio que falta en sus instituciones sociales- ofrece una teorización alterna­
tiva de la obra de arte como la «resolución imaginaria de contradicciones
sociales». Dentro de este «horizonte», el inconsciente político toma la for­
ma de asuntos relativamente «tópicos» y «políticos» en un sentido restringi-

55 Citas extraídas de la edición de bolsillo de 1983.


TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 275

CIÓN PRODUCTIVA NO ES REPRESENTACIÓN» (p. 9). Se trata


tanto de una teoría como de un programa para la escritura revolucionaria
que, como producción, es ¿zwíz-representacional: el texto es un «espacio»
donde el lenguaje no se refiere a nada fuera de sí mismo, pero opera sobre
sí mismo para transformar las relaciones del significado que mantienen a
la ideología. Kristeva define el texto como un «aparato translingüístico
que redistribuye el orden del lenguaje» (p. 300). Los críticos de Tel Quel
subrayan la importancia política de este trabajo sobre las formas lingüís­
ticas de la ideología: la producción textual ataca los centros neurálgicos
del inconsciente social (Sollers, p. 68). Su obvio desinterés por las condi­
ciones materiales de la producción y, crucialmente, el consumo literario
ha sido muy criticado como la espuria politización de textos vanguardis­
ta «difíciles» y elitistas y, al referirse siempre, al menos, por su implica­
ción con la ideología burguesa o dominante, dejan sin definir la condi­
ción de la escritura productiva con relación a la ideología en general: ¿es
el producto de una ideología revolucionaria antagónica, o queda total­
mente fuera del ámbito ideológico?
Sí ponen en pie, en cambio, una interesante crítica de la ideología bur­
guesa de la literatura al transformar la idea de la práctica como producción
en una analogía más compleja con el proceso económico’’ . De este modo,
la «producción» trae como sus opuestos a unos conceptos tomados de la
economía —intercambio, circulación, propiedad—, cada uno de los cuales
es identificado como una característica de la literatura reaccionaria. La no­
ción de propiedad es asimilada a la concepción del texto como una creación
de su autor. Baudry expresa la complicidad de los dos términos en su defini­
ción de la ideología de la creación literaria basada en el «modelo teológico
del creador/creado»: «Confiere a cierto número de individuos, mediante la
virtud de los atributos propios de su naturaleza, la condición de “creadores”.
También son los poseedores, los propietarios y de algún modo los capitalis­
tas del significado» (p. 353)- Otro aspecto de la oposición entre la creación y
la producción está en la raíz de la influyente noción de intertextualidad de
Kristeva: mientras que la creación se supone que es ex nihilo, el proceso de
producción presupone una materia prima existente que en este caso está
constituida por otros textos; cada nuevo texto es, así, una nueva elaboración
del conjunto ya existente de la literatura.
La circulación del dinero en la economía es equiparada a los circuitos
comunicativos del significado en la sociedad (Sollers, p. 68), y ambos son
antagonistas del trabajo productivo. En la formulación de Jean-Joseph
Goux, para «circular», la obra del significante es forzada a entrar en un

5 Una presentación más detallada de esta analogía y sus implicaciones puede en­
contrarse en mi «The Nouvcau Román and 7?Z Q«é7 Marxism»; lo que sigue es esen­
cialmente un resumen de ese texto.
276 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

código de signos ya existentes (p. 203). El proceso de circulación se basa


en el valor de cambio de los productos, al que se llega por medio de la ex­
plotación y el ocultamicnto del proceso de producción. De hecho, el an­
tagonismo irreductible se da entre la producción y el intercambio (véase
por ejemplo Baudry, p. 352). Al introducir esta oposición, Tel Quel da
una nueva forma a la definición althusseriana de la práctica (ni Althusser
ni Macherey utilizan el concepto de intercambio en relación con la litera­
tura) como una analogía formal entre la producción textual y la económi­
ca. El intercambio es equiparado con la representación mediante un análi­
sis de la función ideológica del signo. Baudry sostiene que la ideología
burguesa de la creación literaria descansa en una doble visión de la obra li­
teraria: como signo y como mercancía. Como signo, representa una «reali­
dad» ya existente —el mensaje de su autor— y como mercancía tiene un
cierto valor de cambio estético (p. 353). Que este «carácter contradictorio»
puede estar contenido por la ideología burguesa se debe a la construcción
que hace la ideología (específicamente la de Saussure) del signo lingüístico
en términos de valor (yéasc el capítulo 3). Baudry demuestra, primero,
que Saussure concibe el lenguaje como expresión y representación y, se­
gundo, que vincula explícitamente la lingüística con la economía política,
basándose en su común interés por la noción de valor. Del mismo modo
como es sólo mediante el mecanismo de intercambio como mercancías
económicamente inconmensurables pueden recogerse bajo un mismo sis­
tema de equivalencia, es sólo el mecanismo del signo —su separación del
significante y el significado- el que nos permite comparar (es decir, asig­
nar valores a) diferentes significados basándonos en la homogeneidad de
los significantes, en tanto que rodos son partes del sistema lingüístico. El
significante es, así, reducido a simple agente de dicha comparación: del
mismo modo como una moneda de un euro «representa» el valor de una
caña de cerveza, así el significante meramente representa el valor de su sig­
nificado o «concepto». Esta definición del lenguaje como valor de cambio
sirve para reprimir su función real como producción; inversamente, el
concepto de escritura productiva hace aparecer la analogía de Saussure
como vacía y nula. En cambio, la analogía opuesta entre la escritura y la
teoría de la producción de Marx sigue siendo válida: Baudry tiene algunas
dudas al respecto (p. 364), pero es desarrollada completamente por Jean-
Joseph Goux, pp. 188-211.
La crítica de Tel Quela la lingüística de Saussure los revela claramente
como /wíestructuralistas, opuestos al idealismo residual del estructuralis­
mo. Sin embargo, el intento de fundar una teoría materialista de la teoría
de la producción literaria en una apropiación metafórica del proceso eco­
nómico tiene unas extrañas implicaciones reflexivas. El auténtico valor de
su enfoque radica en el detallado análisis crítico del discurso realista y,
más concretamente, del lenguaje que transgrede o subvierte las restriccio­
nes de la representación, y se adentra en el juego de palabras productivo,
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 277

generativo. La crítica de Jean Ricardou es un ejemplo típico. Los aurores


sobre los que escribe son antirrealistas en distinto grado: Poe, Ollier, Robbe-
Grillet, Simón, Sollers y algunos otros afines. Su Le Nouveau Román acome­
te la tarea de clasificar un conjunto de estrategias para subvertir la represen­
tación: el texto que se refleja a sí mismo, presentar versiones contradictorias
de la «misma» escena, confundir diferentes niveles de representación (por
ejemplo, una escena real súbitamente se transforma en una fotografía), etc.,
todos estos casos ¡lustrados a partir de las novelas de los nouveaux román-
ciers. Ricardou ha dedicado especial atención a Claude Simón, cuyas nove­
las, dice, demuestran el modo como los textos modernos «transforman me­
canismos de expresión tradicionales en medios de producción» (Pour une
théorie du nouveau román, p. 119). Se analiza la producción de La batailie de
Pharsale, de Simón, basándose en «generadores» textuales: imágenes, pala­
bras, letras que se repiten y proliferan en infinitamente distintas combina­
ciones a lo largo del texto. Las percepciones frecuentemente destacables de
Ricardou se echan a perder, no obstante, debido a un formalismo dogmáti­
co que lo constriñe a ver en los textos sólo lo que se adecúa a sus categorías.
Si por una parte su influencia en la crítica literaria ha sido considerable, las
reacciones en su contra, que comenzaron en 1980, también han sido perju­
diciales para otros defensores de la «producción textual», a veces más sutiles
que el propio Ricardou.

Althusser y Lacan: la teoría literaria basada en el psicoanálisis


MARXISTA

Se han dado diferentes intentos, notablemente por parte de la Escuela


(marxista) de Frankfurt y Sartre, mediante los que se han querido combi­
nar las percepciones teóricas de Marx y Freud con el objetivo de articular
una teoría de la cultura o del sujeto en el capitalismo. El aspecto específi­
co de la versión postestructuralista de este proyecto es el lugar central que
otorga a la «práctica significante» -o a una teoría combinada del lenguaje,
la ideología y el arte— como el punto de intersección entre el individuo
y la sociedad. La conexión con Lacan está ya hecha en el propio trabajo de
Althusser. De hecho, fue Althusser quien presentó a Lacan ante una audien­
cia general con un temprano artículo (antes de la publicación de Ecrits) en
La nouvelle critique, «Freud y Lacan». Es entonces cuando, como hemos
visto anteriormente, Althusser utiliza la idea de la fase del espejo de Lacan
en su teoría de la interpelación. El problema de este planteamiento es, sin
embargo, que el sujeto althusseriano parece diferir del lacaniano en el
modo en que se relaciona con el significante. Aunque en «Freud y Lacan»
el énfasis recae principalmente en el momento edípico y la entrada en lo
simbólico, el artículo de 1970 sobre el aparato ideológico del Estado,
como ya hemos indicado, presenta la interpelación como una estructura
278 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

especular -el sujeto ideológico construido en el imaginario en lugar de en


lenguaje-. Colín MacCabe concluye a partir de aquí que el sujeto althus-
seriano no esta sometido «al» significante y por tanto no tiene inconscien­
te («On discourse», pp. 212-213).
El problema es potencialmente serio para una teoría de la literatura en
la que la cuestión del lenguaje es inevitable. En la práctica, los críticos que
han trabajado basándose en Althusser y Lacan han solido ignorar los aspec­
tos específicamente especulares de la interpelación. La cercanía de las dos
teorías ha conllevado que un gran número de críticos althusserianos haya
incorporado algunas ideas lacanianas en su trabajo y viceversa, lo que se ob­
serva en muchos de los autores que hemos venido mencionando. Esta ulti­
ma sección se limitará, en cambio, a intentos de articulación de ambos en
un nivel teórico, más que de simples recursos ad hoc de los mismos. En
Gran Bretaña, este proyecto ha sido llevado a cabo sobre todo en las pági­
nas de Screen, de mediados y finales de la década de 1970, mientras que su
impacto en los estudios literarios ha sido bastante menor.
Este no fue el caso de Francia, donde su exponente más conocido es
indudablemente Julia Kristeva'58. En un artículo temprano en Tel Quel
titulado «La semiótica: ciencia crítica y/o crítica de la ciencia», Kristeva
pone a la semiótica (véase el capítulo 4) ante una elección: puede seguir
siendo lo que ha sido hasta ahora, una teoría de la representación, o pue­
de —y debería, según ella— convertirse en una «semiótica de la produc­
ción», «producción» entendida en el sentido elaborado por Tel Quely co­
mentado más arriba. Para hacer esto debe basarse primero en una teoría
marxista de la producción económica, que puede verse como un tipo de
semiótica en tanto que analiza los elementos de las relaciones sociales
de la producción como una «combinatoria con su lógica específica. Debe­
mos decir que las combinaciones posibles son los diferentes tipos de sis­
temas semióticos» (p. 81, las cursivas son de Kristeva). Sin embargo, el
marxismo no va lo suficientemente lejos porque estudia la producción
sólo en términos del valor de sus productos, esto es, en términos ajenos al
proceso de producción mismo. Así, para una concepción adecuada de la
producción también debemos prestar atención a Freud, «quien fue el pri­

Existc traducción al castellano de la mayor parte de las obras de Julia Kristeva


(véase bibliografía), sin embargo debido a su disparidad y al no disponer de unas
«Obras completas», hemos optado por mantener la referencia general de la edición
inglesa a la que nos remite Britton (The Kristeva Reader) al anotar los extractos selec­
cionados. /TV. de los T]
’ s The Kristeva Reader, editado por Toril Moi, contiene traducciones de los textos
más importantes de Kristeva. Si no mencionamos otra, citamos esta edición, pero
dando las fechas de publicación en francés. La introducción de Moi es muy útil. Véase
su exposición de Kristeva en Sexual/Textual Politics, y Philip Lewis, «Revolutionary
semiotics».
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 279

mero en pensar en el trabajo implicado en el proceso de significación


como anterior al significado producido» (p. 83), y cuya noción del traba­
jo del sueño, con sus mecanismos de condensación, desplazamiento y de­
más, transformando un contenido original latente en un sueño manifies­
to, es precisamente una conceptualización del proceso de producción del
significado. De hecho, Kristeva nunca siguió esta idea y, en la última fase
de su obra (principalmente Revolution in Poetie Language [ed. original
francesa: La revolution de la langagepoétique] (1974), pero también en
«The system and the speaking subject» (1973) y «Signifying practice and
mode of production» [«Pratique signifiante et mode de production»]
[1975]), Kristeva adopta una visión del psicoanálisis específicamente laca­
niana y un marxismo más o menos althusscriano, organizando su teoría
explícitamente en torno al concepto de sujeto. De nuevo nos encontra­
mos con una cuestión del psicoanálisis remediando una deficiencia del
marxismo: en este caso, el marxismo no tiene ninguna teoría del sujeto
(«The system», pp. 31-32). El proyecto, por tanto, consiste en ampliar la
semiótica para incluir una concepción del significado como proceso/pro-
ducción, para articularla con la construcción lacaniana del sujeto en el
lenguaje mediante la fase del espejo y la entrada en el ámbito de lo simbó­
lico, para situar todo esto dentro de la totalidad estructural de la forma­
ción social y, finalmente, para definir el lugar del arte en ese conjunto.
La contribución más arriesgada y original de Kristeva en este proyec­
to consiste en dividir la práctica significante, o lo que ella denomina «sig­
nificancia», en dos áreas o estadios cualitativamente distintos: el semiótico
y el simbólico. El semiótico tiene su origen en los impulsos preverbales,
los procesos primarios que condensan y desplazan la energía a través del
cuerpo del niño; se trata de la «modalidad psicosomática del proceso de
significación» (Revolution, p. 96), pero ya estructurada mediante su rela­
ción con el cuerpo de la madre y, por tanto, indirectamente, el orden
simbólico determina las relaciones familiares. Está estructurado de un
modo que Kristeva denomina «chora», pero es la base necesaria a partir
de la cual, a la vez que contra la que, se construirá uno mismo. Lo sim­
bólico, por otra parte, es el significado como se constituye en el orden
simbólico lacaniano: significado como posición del sujeto, como estruc­
tura, y como cerramiento ideológico, basado en una separación estable
del significante y el significado produciendo significados «acabados». La
transición de la semiótica a lo simbólico tiene lugar a través de la «fase té-
tica», equivalente grosso modo a la entrada de Lacan en lo simbólico, co­
menzando por la fase del espejo donde el sujeto se ve por vez primera se­
parado de su imagen y de los objetos (una separación de la que, mantiene
Kristeva, depende la operación lógico-sintáctica de la predicación) y aca­
ba con la resolución de la fase edípica y la postulación del falo como el
significante supremo (véase más arriba). El sujeto está ahora ubicado en
lo simbólico y usa el lenguaje de un modo adulto, socializado e ideológi-
280 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

co: «Lo simbólico -y, por tanto, la sintaxis y todas las categorías lingüís­
ticas— es un efecto social de la relación con lo otro, establecida mediante

y las estructuras familiares concretas, históricas» (pp. 96-97). Sin embar­


go, la semiótica no desaparece. Al igual que la idea que tiene Lacan de la
persistencia de elementos pre-edípicos en lo simbólico, la semiótica con­
tinúa siendo una fuerza activa constantemente excediendo y amenazando
(a veces con éxito) las fronteras establecidas por lo simbólico. Ahora, en
cambio, se manifiesta en el lenguaje como trazos de las bases psicosomá-
ticas originarias del lenguaje (la materialidad del sonido y el ritmo) y de
la energía divisible de los impulsos que invaden de pluralidad y desplaza­
miento la estabilidad del significado.
Así, la dualidad del lenguaje concebida originalmente como produc­
ción versus representación reaparece como la oposición dialéctica entre el
proceso semiótico y la estructura simbólica -dialéctica porque Kristeva
enfatiza que el modo de persistencia de la semiótica no es, excepto en dis­
cursos neuróticos o psicóticos, una simple regresión-. No sólo es el se­
miótico el requisito necesario para lo tético, sino que es únicamente cuan­
do se ha alcanzado la fase tética cuando la semiótica puede manifestarse
ella misma en la práctica significativa. Kristeva se refiere, en tonos hegelia-
nos a la Aufhebung [al simultáneo mantenimiento y superación en el pro­
ceso dialéctico] de o semiótico en lo simbólico» (JRevolution, p. 104). El
sujeto como «ser» (cfr. Lacan) está ausente de lo simbólico; la irrupción
de lo semiótico marca la re-emergencia del sujeto, que por su parte nece­
sita el establecimiento de una nueva fase tética, es decir, una distribución
distinta de las fronteras de lo simbólico.
Lo semiótico, en otras palabras, es tanto el requisito como una cons­
tante irrupción de lo simbólico. Esta fuerza irruptora es mayor en el len­
guaje poético «aunque absolutamente necesaria, la fase tética no es exclu­
siva: lo semiótico, que también la precede, constantemente la abre, y esta
transgresión da lugar a todas las transformaciones de la práctica significa­
tiva que se denomina «creación» [...] Esto es particularmente evidente en
el lenguaje poético...» {ibid., p. 113). Es en el lenguaje poético donde el
material sonoro del lenguaje destaca más (ritmo, rima, aliteración) y tam­
bién donde -al menos en la poesía moderna, que Kristeva tiene por la
más significativa— el significado se hace elusivamente plural. Así el len­
guaje poético «mantiene y transgrede la unidad tética [...] al introducir
en la posición tética la corriente de impulsos semióticos y haciéndola sig­
nificar. Esta condensación de lo semiótico y lo simbólico pluraliza la signi­
ficación» {ibid., p. 112). Sus análisis de Mallarmé y Lautréamont, a quie­
nes sitúa en el momento de la crisis del sujeto, y su posición, bajo el
capitalismo, muestra cómo en sus textos lo semiótico provoca una serie
de mutaciones en los distintos niveles de la estructura lingüística (fonéti­
ca, sintáctica, y en la estructura del sujeto de la enunciación) y cómo
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 283

mientras que en su conclusión final mantiene que la práctica significativa


no puede relacionarse directamente con un modo de producción sino que
«la mutación debe volverse a pensar en términos de las relaciones de re­
producción» (p. 74), ya que son éstas las que regulan la socialización de las
pulsiones. Además, ya que un modo de reproducción -por ejemplo, la fa­
milia patriarcal- puede abarcar cierro número de diferentes modos histó­
ricos de producción, podemos encontrarnos con las mismas prácticas sig­
nificativas en distintos modos de producción. Las prácticas significativas
quedan lejos de determinar los modos de producción, más aun, ahora que
ni se corresponden con ellos. Se corresponden con los modos de repro­
ducción, pero no determinan a ninguno de los dos: más bien están deter­
minados por ellos. El factor determinante decisivo, tanto de la formación
socio-económica, como de la práctica significativa es la familia. A la luz
de esto, no es ninguna sorpresa que, para finales de 1970, Kristeva haya
abandonado la semiótica y el marxismo por el psicoanálisis. En cualquier
caso, el intento en Revolution in Poetic Language de fundamentar la tuer­
za subversiva de (alguna de) la poesía en los procesos primarios del in­
consciente continúa siendo su contribución más original e influyente, y,
aunque muy especulativa, da cuenta de un modo intuitivamente satisfac­
torio de muchos aspectos importantes del lenguaje poético.
La obra de Catherine Belsey tiene importantes puntos en común con la
Kristeva de mediados de la década de 1970, pero está menos elaborada.
Aunque usa muy frecuentemente la interpelación, la considera como la
construcción de la posición de un sujeto ideológico en el lenguaje y subraya
la primacía del lenguaje sobre la subjetividad (Critical Practice, pp. 59-61):
el orden simbólico lacaniano, como el «simbólico» de Kristeva, une el len­
guaje y la ideología. Sin embargo, desde que Lacan también ve al sujeto
como proceso, constantemente hecho y deshecho en el discurso, Belsey tam­
bién coincide con Kristeva en basar el potencial revolucionario de la litera­
tura en los excesos polisémicos de sus significados (lo semiótico en Kristeva)
que perturba las posiciones del sujeto (ibid., pp. 66-67). Sin embargo, Bel-
sey combina esto con un concepto del inconsciente textual próximo a Alt­
husser y a Macherey, concibiéndolo no como los trazos de los procesos pri­
marios en la chora semiótica, sino como «lo que el texto no puede decir»
debido al conflicto entre el proyecto ideológico y la forma literaria. De he­
cho, Belsey moldea el inconsciente textual de Macherey en términos más la-
canianos: «El inconsciente del trabajo se construye en el momento de su
adaptación a la forma literaria, en la fisura que queda entre el proyecto y la
formulación. El proceso es precisamente paralelo al proceso mediante el que
el niño accede al orden simbólico» (ibid., p. 135).
El énfasis puesto por Belsey en la naturaleza histórica de la subjetivi­
dad es el aspecto más importante de su trabajo, y es extremadamente ilu­
minador. En Critical Practice, sostiene que la construcción de un sujeto
unificado va en el interés de una clase social estabilizada que, por su par-
TEORÍAS MARXISTAS Y PSICOANALÍTICAS... 285

crítica lacaniana del “sujeto centrado”» (p. 153). A diferencia de Belsey, Ja­
meson localiza su aparición después de la revolución industrial y no en el si­
glo XVI, porque para él es un resultado del proceso de reificación específico del
capitalismo avanzado (aunque la reificación misma no es un concepto de Alt­
husser: de hecho, Althusser lo incluye como parte de la ideología del marxis­
mo humanista). Así, mientras que la mayoría de los comentaristas marxistas
han utilizado a Balzac como ejemplo de una ideología burguesa plenamente
desarrollada, Jameson presta atención a esos aspectos de su trabajo que ante­
ceden a la constitución del «sujeto centrado». Por ejemplo, muestra cómo en
La Vieille filie el deseo es producido de un modo extrañamente anónimo y
penetrante, por lo que no se atribuye a ningún sujeto localizado particular­
mente. Jameson ofrece también un análisis de La Rabouilleuseen términos de
los órdenes de lo imaginario y lo simbólico, argumentando que la ausencia
de un sujeto centrado se muestra en el dominio de lo imaginario y la «expe­
riencia mutilada y truncada de lo simbólico» (p. 175): este último represen­
tado por el «padre ausente» que se muestra tomando formas familiares y so­
cio-históricas.
Finalmente, esto se generaliza (pp. 1 79-184) en una teoría de cómo lo
imaginario y lo simbólico se integran en la ideología a través de la media­
ción familiar. Las contradicciones sociales son reproducidas como con­
tradicciones estructurales en la familia que, en la forma de una «narrativa
maestra», inconsciente en el sujeto, dan lugar a una serie de resoluciones
imaginarias (fantasías satisfactorias de deseos) que, por su parte, necesi­
tan ser apoyadas y validadas por creencias ideológicas, y también ser real­
mente plausibles. De este modo el entretejido de satisfacción de deseos y
el principio de realidad es reformulado como el juego de lo imaginario y
lo simbólico en su dimensión transindividual.
El enfoque que tiene Jameson de un psicoanálisis marxista recoge gran
parte de los conceptos fundamentales del debate: construcción del sujeto,
lo imaginario y lo simbólico, la estructura familiar, la ideología, el modelo
capitalista de producción, la historia. Sin embargo, le da mucha menos im­
portancia al concepto que crucialmente diferencia la versión postestructu-
ralista del debate de otras anteriores: la práctica significativa. El proyecto de
reunir las teorías lacaniana y althusseriana plantea, de hecho, marcadamen­
te, el problema central del postestructuralismo en su conjunto, es decir, la
definición precisa y el papel de la práctica significativa en relación con el
sujeto individual y la sociedad.
Teorías interpretativas
ORIENTADAS AL LECTOR

sdeai
9
Hermenéutica

Introducción

El dios griego Hermes, reconocido por la invención tanto del lengua­


je como de la escritura, descansa en algún lugar del origen de la palabra
«hermenéutica». Como mensajero de los dioses, su tarea fue comunicar la
palabra divina a los mortales, y sirvió de intermediario entre el Olimpo y
el mundo de la actividad humana. El verbo griego hermeneuein, que sig­
nifica «decir», «explicar» o «traducir», y el nombre hermeneia, «explica­
ción» o «interpretación», ya anticipa el campo de significado que la her­
menéutica asumiría más tarde. De vital importancia para el sentido
griego, y también para el más moderno del término, es llegar a entender
algo oculto o extraño, la traducción de lo desconocido de un modo com­
prensible. En su formulación más elemental, la hermenéutica tiene que
ver con la intermediación de la compresión, y por esta razón el «arte de la
interpretación» se ha discutido y desarrollado con más frecuencia cuando
los significados han sido o han devenido poco claros. A pesar de que esto
ha implicado tradicionalmente presentar un método para ocuparse de los
artefactos textuales del pasado, en el siglo XX la hermenéutica se ha aso­
ciado con consideraciones filosóficas más generales, especialmente en la
esfera de la ontología. Más que desarrollar reglas para la exégesis del ma­
terial escrito, las teorías orientadas hermenéuticamente durante el pasado
siglo enfatizaron la compresión como una orientación básica de nuestro
estar-en-el-mundo.
Antes de la época romántica, las tareas de la hermenéutica se definían
y ajustaban bastante bien a tres áreas principales. Quizá la más larga y
continuada tradición hermenéutica es la de la exégesis bíblica. La misma
se puede remontar a los tiempos del Antiguo Testamento, cuando las
normas se elaboraban para la correcta interpretación de la Torah. El mé­
todo alegórico asociado con la primera erudición de la Iglesia católica
(Orígenes, san Agustín), en la que un significado literal (sensus litteralis)
apunta hacia un sentido moral, alegórico o místico más elevado (sensus
spiritualis), y el reto subsiguiente a esta tradición por la Reforma protes­
tante, que insiste en interpretar las escrituras por sí mismas (scriptura sui
ipsius interpres), son las etapas más importantes de la hermenéutica bíbli­
ca. En la vida secular, la hermenéutica jurídica empezó a ser importante
durante el Renacimiento con la recuperación del interés por el Derecho
romano. El intento de dar una interpretación consecuente al Código de
Justiniano (533 a.C.) llevó a los estudiosos de Jurisprudencia a buscar
métodos de interpretación correcta. De hecho, en la prática la necesidad
de la hermenéutica es evidente: para hacer justicia a las leyes generales,
290 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

los jueces tienen que interpretar sus significados puesto que las aplican a
casos concretos. Una última área de esfuerzo interpretativo, la hermenéu­
tica filosófica, tiene su origen en la Escuela alejandrina con su concentra­
ción en la interpretación de Homero y la tradición retórica. Esta rama de
la hermenéutica también experimentó un nuevo despertar durante el Re­
nacimiento, cuando los filólogos humanistas buscaban reconstruir las
versiones auténticas de los textos. Relacionado de un modo muy próxi­
mo con la protección y con la compresión de la herencia clásica, la her­
menéutica filosófica estaba estrechamente ligada con la traducción y con
preocupaciones pedagógicas más generales.

LA HERMENÉUTICA DE LA ILUSTRACIÓN

La teoría de la hermenéutica de la Ilustración aporta el vínculo más


directo con la historia de la crítica literaria. Aun cuando escritores como
Johann Martín Chladenius (1710-1759) y Georg Friedrich Meier (1718-
1777) no se preocuparon primordialmente por la interpretación de los
textos literarios, su interés por las reglas generales para interpretar los do­
cumentos escritos los relacionan con esta rama de la hermenéutica. A pe­
sar de las considerables diferencias entre la aproximación afectiva o psico­
lógica de Chladenius, y la orientación semiótica planteada por Meier, los
teóricos de la Ilustración tienen numerosos puntos en común. A diferen­
cia de la mayoría de los escritores posteriores, ellos conciben una sola in­
terpretación correcta que se pueda probar, eliminando errores y oscuri­
dad. En este sentido, su aproximación se parece a ese tipo de crítica que
concibe la interpretación como el perfeccionamiento de una versión úni­
ca del significado de un texto. Para proceder a la correcta interpretación
de un texto, uno sólo tiene que hacer uso de la razón y recurrir a sondear
prácticas filológicas como la comparación. La composición correcta y ra­
zonable de un texto en sí mismo permite la aplicación de principios her-
menéuticos adecuados y, al final, el propósito del autor, incorporado en
el texto es que el lector alcance una comprensión global. No obstante, el
propósito del autor es importante, no porque él mismo represente un es­
tado psicológico, sino porque también busca representar una cosa o un ob­
jeto. El autor y el lector no convergen en una harmonía psicológica como
en algunas versiones de la hermenéutica del siglo XIX, sino en el acuerdo
acerca de la materia temática del texto. De acuerdo con estos postulados de
la Ilustración, la harmonía deseada entre la poética (la confección del texto
escrito) y la hermenéutica (la comprensión y la interpretación del texto) está
mediada por un objeto común.
El énfasis en la razón, la corrección, el propósito del autor y la corres­
pondencia entre idea y objeto no estuvieron por entero exentos de pro­
blemas para la hermenéutica del siglo XVIII, y quizá sea más interesante
HERMENÉUTICA 291

precisamente cuando alguno de esos preceptos es puesto implícitamente


en duda. Esto sucede, por ejemplo, cuando se examinan las figuras, las
metáforas o el lenguaje polisémico. A pesar de que al temor a la interpre­
tación unívoca se responde generalmente con una u otra sugerencia me­
todológica (comparación, paralelismo), en alguna ocasión, incluso los es­
critores de la Ilustración parecen querer admitir que la «oscuridad» no se
puede eliminar por completo de la actividad interpretativa. Un problema
similar es planteado por Chladenius en su discusión del «punto de vista»
(Sehe-Punckt), un tópico que maneja en relación con la historiografía.
Chladenius reconoce que las explicaciones están influidas necesariamen­
te por la perspectiva debido a una variedad de factores, desde la posición
física del cuerpo cuando se observa un suceso, al conocimiento previo
que uno posee con anterioridad del suceso. Fiel a sus principios ilustra­
dos, sin embargo, Chladenius considera la inevitabilidad de la cuestión
de la perspectiva como un obstáculo a superar, y no como una parre fun­
damental del entendimiento hermeneútico. Por último, afirma tanto la
objetividad del suceso en sí como nuestra capacidad para llegar a una
comprensión correcta del mismo a través de la razón y del análisis de la
intención del autor.

La hermenéutica del Romanticismo

El paso de la hermenéutica de la Ilustración a la hermenéutica del Ro­


manticismo está bien representado en la teoría de Friedrich Ast (1778-
1841). A diferencia de Chladenius y de Meier, Ast fue un filólogo clásico;
por ello su Grundlinien der Grammatik, Hermeneutik und Kritik (1808)
está diseñada fundamentalmente para enseñar a sus lectores el manejo co­
rrecto de la literatura griega y romana. Lo que separa su hermenéutica fi­
losófica de la de sus predecesores ilustrados es su confianza en la unidad
del espíritu que impregna una obra. Mientras Chladenius y Meier centran
sus esfuerzos en eliminar la oscuridad y los errores, con el fin de entender
un objeto o suceso mediado por el propósito del autor, el objetivo de Ast
es la unidad última que se encuentra en la base de los escritos de los anti­
guos. Sin la suposición de ral unidad, sentido y significado serían imposi­
bles: cada obra y, más aun, cada parte de las obras individuales serían un
fragmento minúsculo sin cohesión. El cambio en la hermenéutica román­
tica se deriva por lo tanto del paso de la cosa (Sache) al espíritu (Geist). La
intención del autor sigue siendo fundamental en sus preocupaciones, pero
ahora la identificación psicológica se convierte en el fin de la compren­
sión. Más que entender un suceso o un objeto, tan alejados del lector y al
mismo tiempo tan comprensible por el autor, desde el punto de vista de
Ast, al lector se le da la palabra para adoptar la perspectiva del autor, par­
ticipando del espíritu de una época pasada o desconocida.
292 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

La introducción del concepto de espíritu unificado tiene consecuen­


cias de largo alcance para la búsqueda de un correcto método de inter­
pretación. Mientras que Ast todavía confía profundamente en la gramá­
tica tradicional y en las aproximaciones filológicas a la comprensión —se
refiere a un primer nivel de comprensión como la «hermenéutica de la letra»—
también se ve obligado a introducir cierta noción de círculo hermeneutico.
Para él, la base de toda interpretación es encontrar el espíritu del todo en cada
acaecer individual y comprender lo individual a través del todo. El momento
inicial es el analítico, el final es el aspecto sintético de la comprensión. En su
forma más sencilla este círculo nos plantea una contradicción epistemológi­
ca, ya que no podemos adquirir conocimiento ni de la parte individual ni
del todo sin recurrir a su correspondiente parte complementaria. Sin em­
bargo, esta contradicción es resuelta por la suposición de Ast de una harmo­
nía previa o una correspondencia entre lo individual y el todo. De acuerdo
con la filosofía de la identidad propuesta por su maestro Friedrich Wilhelm
Schelling (1775-1854), lo específico y lo general, lo analítico y lo sintético,
se implican mutuamente. El espíritu de la época puede encontrarse en cada
poeta y escritor individuales, y cada autor contribuye a la unidad de espíritu
identificada con una época determinada. El segundo y tercer niveles de
comprensión que Ast postula, la «hermenéutica del sentido» (Hermeneutik
des Sinnes) y la «hermenéutica del espíritu» (Hermeneutik des Geistes), pare­
cen por ello formar parte de su círculo fracasado, ambos transcendidos por
la misma idea: lo más elevado, acabar con la unidad que toda vida conlleva.

La hermenéutica de Schleiermacher

Friedrich Schleiermacher, quizá más conocido por sus escritos teoló­


gicos y por su preocupación por la hermenéutica del Nuevo Testamento,
es considerado por lo general como el fundador de la moderna tradición
hermenéutica. En contraste con la atención que pone Ast en la interpre­
tación de los textos clásicos, Schleiermacher concibe la hermenéutica
como una actividad general. Su teoría de la interpretación es equivalente
a una epistemología de los objetivos de la vida histórica e intelectual. El
intento de Schleiermacher por esclarecer las condiciones de posibilidad
de la comprensión en sí mismo es análogo al de Kant en su filosofía críti­
ca. Sin embargo, la importancia de esta aportación no siempre fue reco­
nocida. Hasta 1959, cuando Heinz Kimmerle publicó sus primeras con­
ferencias y cuadernos de notas, se le consideraba principalmente un
defensor de la hermenéutica psicológica. Esta idea equivocada fue sobre
todo atribuible a Wilhelm Dilthey, biógrafo de Schleiermacher y contri­
buyente esencial a la teoría hermenéutica en sí misma. De acuerdo con
él, Schleiermacher insistía en que el lector debería ser capaz de empatizar
o identificarse con el autor que escribió un determinado texto. La tarea
HERMENÉUTICA 293

del intérprete debería ser, por lo tanto, la de recrear tan fielmente como
fuera posible el estado de ánimo del autor, y la interpretación más fiel era
la realizada por los estudiosos que pudieran ponerse por completo en lu­
gar del autor. En realidad, esta visión no carece de base en los escritos de
Schleiermacher; su famoso dictum de que la más alta perfección dentro
de la interpretación debería entender a un autor mejor de lo que él mis­
mo sería capaz de hacerlo, sugiere la misma conclusión que esbozó Dilt-
hey. Pero ésta es sólo una visión parcial del pensamiento de Schleierma­
cher, y valoraciones más recientes (Szondi, Frank) han aportado con
perfecta coherencia una explicación más completa.
La teoría hermenéutica de Schleiermacher consta en realidad de dos
niveles. El primero es gramatical y tiene que ver con la comprensión del
texto como parte de un universo lingüístico. El segundo, que denomina
psicológico o técnico, supone la particular aportación del autor al material
examinado. En la teoría de Schleiermacher, la comprensión lingüística del
texto no aparece enfrentada a la psicología del autor; más bien ambos for­
man parre de un proceso de interpretación en continuo desarrollo. La
comprensión perfecta que Schleiermacher considera imposible— sólo se
podría alcanzar cuando cualquier modo de aproximación al texto produ­
jese el mismo resultado, es decir, donde lo individual y lo general coinci­
diesen. Por lo tanto, lo que Schleiermacher reclamaba era una aproxima­
ción dual a la comprensión. De un lado, los textos y las expresiones son
dependientes de un sistema estructurado de signos supra-individual. Para
alcanzar la comprensión gramatical, el intérprete debe considerar tanto la
comunidad lingüística del lector original como la combinación específi­
ca de las palabras. Con los términos Sprache (lenguaje) y Rede (discurso),
Schleiermacher anticipa la distinción de Saussure entre langue y parole así
como aquella entre relaciones paradigmáticas y sintagmáticas. Por otro
lado, el aspecto psicológico o técnico de la hermenéutica no consta única­
mente de un estado de ánimo, sino también del estilo o individualidad del
texto. Su hermenéutica se podría concebir como la combinación de un as­
pecto estructural y uno fenomenológico. La expresión individual debe en­
tenderse e interpretarse sintéticamente como el resultado tanto de un len­
guaje personal como de un acto de conocimiento.
Dado que Schleiermacher no concebía la comprensión como la difu-
minación del error ni como el logro de un espíritu en harmonía, la inter­
pretación no es ni una empresa finita, ni totalmente lógica. A diferencia
de sus predecesores, introduce la noción de «adivinación» en su teoría
como un momento necesario de la actividad hermenéutica. A pesar de las
apariencias, la adivinación no introduce un elemento irracional en la teo­
ría hermenéutica. Puede que la adivinación sea algo que no pueda expli­
carse con el lenguaje conceptual, pero tampoco es arbitrariedad, ni sim­
ples conjeturas, ni antirracionalismo. Más bien, debería verse como el
modo en que, necesariamente, percibimos al otro como algo extraño a
294 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

nosotros mismos. Hay siempre un primer momento de suponer o adivi­


nar en la comprensión, pero este momento inicial es, a partir de entonces,
materia de revisión según procedimientos racionales. El uso que hace
Schleiermacher de la adivinación se puede entender más exactamente
como una apertura fundamental a experiencias ajenas, una predisposi­
ción a enfrentar lo otro en términos desconocidos. A diferencia del círcu­
lo hermeneútico de Ast, el de Schleiermacher no es una harmonía precon­
cebida de mitades sintéticas y analíticas. En su lugar, él mismo designa
un movimiento iniciado por un acto espiritual de adivinación y marca
una trayectoria que nunca se completa.

DlLTHEY Y LA FUNDACIÓN DE LAS CIENCIAS HUMANAS

La hermenéutica de Wílhelm Dilthey (1833-1911) representa tanto

they pasa por alto algunos de los más importantes aspectos considerados
por Schleiermacher y por Wílhelm von Humboldt (1767-1835). La dis­
tinción que esbozaron entre una estructura del lenguaje supraindividual
y la articulación individual de las expresiones sale de nuevo a la superficie
en el siglo XX en otros contextos (estructuralismo, formalismo ruso). Sin
embargo, la fundamental lingüistificación del concepto de interpretación
postulada por el idealismo alemán reaparece tan sólo en el siglo XX a tra­
vés de los últimos trabajos de Martín Heidegger y los escritos de Hans-
Georg Gadamer. Lo que Dilthey hereda y desarrolla es la dimensión psi­
cológica de la hermenéutica de Schleiermacher. Dilthey mantiene una
marcada tendencia romántica en su pensamiento, confirmando el espíri­
tu fundamentalmente creativo de la crítica en su encuentro directo con
los textos. Para este pensador, la forma más elevada de interpretación se
da cuando el lector alcanza un estado de total empatia con un autor. El
objetivo de la hermenéutica es, por ello, la duplicación de la experiencia.
Empleando nuestra imaginación y nuestros esfuerzos creativos, se nos da
la palabra para revivir o reexperimentar las circunstancias así como los
sentimientos y emociones expresados en los documentos escritos. Noso­
tros lo llevamos a cabo trabajando en la dirección contraria, a partir de la
persona que tuvo en realidad la experiencia.
Por ello, el trabajo de Dilthey es especialmente sugerente para la crítica
literaria, y por supuesto no es casualidad que él mismo escribiera amplia­
mente sobre cuestiones literarias, y que sirviera de inspiración para una es­
cuela completa de estudiosos de la literatura en Alemania durante el primer
tercio del siglo XX. Dilthey consideraba los trabajos literarios como la ex­
presión más elevada de la experiencia vivida. Un primer tipo de expresiones
de vida (Lebensaufierungen) la constituyen los conceptos, los juicios y las
ideas; éstos se definen simplemente en términos de contenido y se enríen-
296 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

gan se puede resumir en tres aspectos principales. 1) En contraste con la


tradición, al menos desde la hermenéutica de la Ilustración, ya no se va
a preocupar exclusivamente por la comprensión y la interpretación de
los documentos escritos o hablados. 2) A diferencia de la hermenéutica
romántica de Schleiermacher a Dilthey, el propósito de la comprensión
no se centra en la comunicación con otra persona, o la psicología de otra
persona. 3) La hermenéutica de Heidegger y de Gadamer explora un
campo que es previo o más importante que la separación que plantea
Dilthey entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu. La
hermenéutica del siglo XX abandona el terreno epistemológico en el que
habían operado las teorías previas de la interpretación y se acerca al cam­
po de la «ontología fundamental», para utilizar la frase de Heidegger.
Esto significa que la comprensión no se concibe transitivamente; no es­
tamos preocupados por comprender algo. Más bien, la comprensión se
comprende como nuestra manera de estar-en-el-mundo, como la mane­
ra fundamental en que existimos previamente a cualquier cognición o
actividad intelectual. Por ello la hermenéutica ontológica sustituye la
cuestión de la comprensión como conocimiento del mundo por la cues­
tión del estar-en-el-mundo.
La discusión de Heidegger sobre «la constitución existencial del ahí»
(Die existentiale Konstitution des Da) en el capítulo quinto de Sein undZeit
(1927; Ser y Tiempo) es responsable en gran parte del cambio decisivo en la
historia del pensamiento hermeneutico. Heidegger ya había aludido en
sus primeras obras al lugar central de la hermenéutica en su filosofía,
cuando clasificó su tarea, la fenomenología del Dasein, una empresa her­
menéutica en el sentido original de la palabra. En contraste con su maes­
tro Edmund Husserl (1859-1938), que intentó introducir un método
«científico» riguroso en la filosofía, la ecuación de Heidegger de fenome­
nología y hermenéutica anuncia un abandono de este camino metodoló­
gico por una verdad «no científica». Sin embargo, posteriormente, en su
trabajo se preocupa más por clarificar la relación real entre Dasein y Verste-
hen (comprensión). Aunque por comodidad el Dasein puede ser conside­
rado como la existencia humana, no debería confundirse con el sujeto car­
tesiano o kantiano. Más bien se refiere a este tipo particular de ser a partir
del cual nace la pregunta por el Ser, que a la pregunta por el sujeto de co­
nocimiento.
Heidegger deja claro que por compresión no quiere significar un
modo de conocimiento opuesto a explicación, como Dilthey había defini­
do el término. Para él, la comprensión es algo anterior al conocimiento,
un estado primigenio donde se manifiesta el poder del ser. La esencia de
la comprensión no supone aferrarse a la situación actual, sino más bien la
proyección (Entwurf) hacia el futuro. Esto tiene que ver con el asimiento
de la propia potencialidad-para-Ser del Dasein, el Ser-posible que es fun­
damental para la estructura del Dasein. Por ello, la comprensión tiene dos
HERMENÉUTICA 297

aspectos en el pensamiento de Heidegger. Por un lado, designa el orden


existencia! previo al Dasein y, por otro, la posibilidad del Ser de pertenecer
al Dasein. Este último aspecto lo asocia Heidegger con la interpretación
(Auslegung), que siempre está basada en la comprensión. De hecho, según
la interpretación de Heidegger, es en realidad lo que ya habíamos com­
prendido o la suma de posibilidades proyectadas en la comprensión. Esta
concepción de la comprensión y de la interpretación tiene enormes rami­
ficaciones para la crítica literaria. Comprender un texto en el sentido de
Heidegger no supone desentrañar algún significado puesto allí por el autor,
sino más bien el desvelamiento de la posibilidad del Ser indicada por el tex­
to. La interpretación no supone imponer una «significación» sobre el texto o
situar un valor en el mismo, sino clarificar la implicación que el texto apor­
ta a nuestro nuestra comprensión previa del mundo.

Verdad y método de Hans-Georg Gadamer

La obra magna de Gadamer, Verdady método (1960; Wahrheit und Met-


hode), puede ser considerada una explicación y una ampliación de los pasa­
jes más importantes de la hermenéutica de Ser y Tiempo. De hecho, el títu­
lo reitera la posición básica de Heidegger concerniente a la naturaleza de la
comprensión dentro del avatar humano. A diferencia del propio uso de Hei­
degger del «y» en el título de su libro, la con junción de Gadamer no debe­
ría leerse en su sentido conjuntivo, sino más bien en su sentido disyuntivo.
Rechazando la idea de Husserl de conocimiento, Heidegger buscó una
nueva base para la fenomenología investigando la temporalidad, es decir,
conectando el Ser con el tiempo. El título de Gadamer, por el contrario, se
debe leer como una disociación implícita de la «verdad» respecto del «mé­
todo». Al igual que para Heidegger, la cuestión de la verdad para Gadamer
es previa o externa a consideraciones metodológicas. El principal objetivo
del libro a este respecto es el método experimental de las ciencias de la na­
turaleza, que se ha asociado con demasiada frecuencia con la verdad en la
conciencia ordinaria de cada día. Naturalmente, mucho de lo que Gada­
mer presenta en oposición es un dibujo estereotipado de los métodos del
siglo XIX, más que con prácticas científicas actuales; su crítica no tiene en
cuenta teorizaciones más recientes sobre el método científico de autores
como Kuhn, Feyerabend o Lakatos. Sin duda, su crítica es una refutación
válida de las concepciones tradicionales de nuestra aproximación al fenó­
meno natural. Para Gadamer, el método es algo que un sujeto aplica a un
objeto para obtener un resultado específico, que entonces y como conse­
cuencia es calificado como verdadero. La continuación de Gadamer del
proyecto hermenéutico de Heidegger se propone responder a la asociación
perniciosa entre verdad y método. Contra la tendencia de la ciencia natu­
ral a ignorar el ámbito principal de la comprensión, Gadamer propone la
HERMENÉUTICA 301

metafísico final, la fenomenología de Husserl. Éste, por supuesto, consi­


dera su filosofía opuesta ai objetivismo y también a la metafísica. Con la
introducción de la reducción eidética (el encorsetamicnto de la verdadera
existencia del mundo) y la visión del conocimiento como subjetividad
trascendental, se esforzó en establecer unas bases rigurosas para cierto co­
nocimiento que trascendiera el dualismo cartesiano. Pero su crítica del ob­
jetivismo de todas las filosofías previas fue, de acuerdo con Gadamer, en
realidad una continuación metodológica de tendencias en la filosofía mo­
derna. El proyecto de Heidegger, en contraste, fue concebido como una
vuelta a las bases de la filosofía occidental; al principio de la primera sec­
ción de Ser y Tiempo, Heidegger anuncia que retornará a los griegos para
retomar la dudada cuestión del Ser. Abriendo la cuestión ontológica, Hei­
degger no busca una fundamentación radical de la filosofía en sí misma,
como había hecho Husserl, ni una solución al problema del historicismo,
que fue tarea de Droyseh, ni una base para las ciencias humanas como la
de Dilthey: en su ontología fundamental encontramos más bien la idea de
aplicar a sus propias experiencias una revisión total.
La tesis de Heidegger en Ser y Tiempo también es recogida por Gada­
mer en una forma simplificada y abreviada, «El Ser en sí mismo es tiem­
po»1. Esta reconsideración radical de la historicidad del Dasein tiene el
efecto de negar de forma precisa la reducción trascendental que hizo po­
sible la fenomenología de Husserl. Si la esencia del Dasein está en su fini-
tud y temporalidad, en estar-en-el-mundo más que en un ego trascen­
dental, entonces el «mundo vivido» (Lebenswelt) no podría ser reducido
ni encorsetado como demandaba Husserl. La reflexión no puede apartar
la facticidad o ubicuidad del Dasein por un proto-yo o sujeto trascenden­
tal. Las ramificaciones de la historicidad del Dasein para la hermenéutica
son enormes. Mientras que para la ciencia moderna e incluso para la his­
toricidad de Dilthey fue un obstáculo para el ideal del conocimiento obje­
tivo, luego se transformó en un concepto filosófico universal que permitió
el conocimiento. Como ya hemos visto en Ser y Tiempo, la comprensión
se convierte en el modo en que la historicidad del Dasein se realiza. En
consecuencia, el conflicto de Dilthey entre la psicología de la compren­
sión y la filosofía de la historia se disuelve reformulando la cuestión del
Ser y el papel de la reflexión hermenéutica.

La rehabilitación del «prejuicio»

Gadamer entiende su aportación a la hermenéutica como una conti­


nuación del replanteamiento que hace Heidegger del Ser. Especialmente

1 «Das Sein selber isc Zeir» (Gadamer, Wabrheit undMethode [ed. case.: Verdad y
método, Salamanca, Sígueme, 2005], p. 243.
302 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

importante para él es la afirmación de su antecesor de la naturaleza pre­


estructurada de la comprensión. Mientras que la teoría previa había abo­
gado por purgar las preconcepciones para llegar a un conocimiento im­
parcial, objetivo del mundo, Heidegger reclama que es precisamente
nuestro estar-en-el-mundo, con sus prejuicios y presunciones, lo que
hace posible la comprensión. Esto queda claro en su discusión sobre la
interpretación. Para Heidegger, la interpretación siempre está basada en
algo que tenemos por anticipado, en un pre-tener (Vorhabe), en algo que
vemos por anticipado, en una pre-visión (Vorsicht), y en algo que enten­
demos por anticipado, en una pre-concepción (Vorgriff). Este es otro
modo de decir que no llegamos inocentes de toda presuposición a nin­
gún objeto o texto; siempre estamos llenos del conocimiento primitivo
que Heidegger otorga a todo Dasein. Análogamente, el significado que
derivamos de un objeto o de un texto debe ser concebido como el resul­
tado de nuestras presuposiciones. Por ello, Heidegger define el significa­
do como «el ‘sobre que’1 [Worauftñn] de una proyección en términos de
la cual una cosa llega a ser inteligible como tal cosa; ésta obtiene su es­
tructura de un pre-tener, de una pre-visión y de una pre-concepción»2.
Gadamer continúa con este asunto más directamente en su discusión so­
bre el prejuicio (Vorurteil). La palabra alemana, como su equivalente en es­
pañol, a pesar de estar etimológicamente relacionada con el pre-juzgar o
simplemente con hacerse un juicio sobre algo de antemano, ha venido a sig­
nificar una predisposición negativa o una cualidad que impide un juicio
adecuado. La Ilustración, afirma Gadamer, es responsable de este descrédito
de la noción de prejuicio. Pero este descrédito, continúa Gadamer, es en sí
mismo el resultado de un prejuicio que está unido a las demandas metodo­
lógicas acerca de la verdad propuestas por las ciencias naturales. El prejuicio,
dado que en sí mismo pertenece a la realidad histórica, no es un impedi­
mento para la comprensión, sino más bien una condición para la posibili­
dad de comprender. Por ello, Gadamer propone una rehabilitación funda­
mental de este concepto para hacer justicia a la finitud de la existencia
humana y al modo necesariamente histórico de estar-en-el-mundo. Cuando
Gadamer aclara su utilización de «prejuicio» de esta manera, el lector puede
ver que sencillamente está afirmando con palabras diferentes los principios
de Heidegger del pre-tener, de la pre-visión y de la pre-concepción. Que
Gadamer eligiera la palabra prejuicio en lugar de alguna otra más inocua po­
dría explicarse por su deseo de conseguir un efecto revulsivo.
Pero el uso del prejuicio suscita problemas más serios que aquellos que
surgen de una reacción espontánea a esta elección desafortunada, aunque
meditada, de palabras. Una dificultad central es cómo distinguir los pre­

2 «Sinn isc das durch Vorhabe, Vorsich und Vorgriff strukturierte Woraufhin des
Entwurfs, aus dem her ctwas ais etwas verstandlich wird» (Heidegger, Sein und Zeit
[ed. cast.: El Ser y el Tiempo, México, FCE, 1951], p. 1 51 ■
HERMENÉUTICA 303

juicios legítimos de los ilegítimos o los prejuicios falsos de los verdaderos.


Gadamer señala en varias ocasiones que los prejuicios falsos e ilegítimos
ocasionan malentendidos. Admitiendo esta cuestión, sin embargo, es difí­
cil apreciar qué es lo que distingue los requisitos de Gadamer para la su­
presión de los falsos prejuicios del ideal propagado por la Ilustración, con­
tra el cual se opone tan duramente. A este respecto, parece que Gadamer
confunde la cuestión del prejuicio negándose a diferenciar entre los dis­
tintos tipos posibles. Lo que sugiere en varias ocasiones en su libro, pero
que nunca detalla, es que pueden separarse los prejuicios individuales de
aquellos que pertenecen a una época, y que sólo los últimos son válidos y
admisibles en lo que tienen de sine qua non para la comprensión. En otra
ocasión hace una distinción similar entre los prejuicios de los que se ad­
quiere conciencia durante la interpretación y aquellos de los que no. Los
«prejuicios productivos» permiten la comprensión mientras que los prejui­
cios que la dificultan conducen al malentendido. Esta manera algo circular
de razonar debilita las ideas heideggerianas originales, pero la razón de que
Gadamer no haga un esfuerzo por matizar sus distinciones de forma más
clara no es difícil de entender: para hacerlo necesitaría una metateoría de la
interpretación más desarrollada. De este modo, caería entonces, o bien en
la misma trampa de la Ilustración que trata de evitar proponiendo una
ciencia objetiva para interpretar los prejuicios, o tendría que aceptar la opi­
nión ridiculamente relativista de que todos los prejuicios, como parte de
nuestra existencia finita, son igualmente válidos.
Por último, la mera idea de que el ideal ilustrado de suprimir los prejui­
cios sea un prejuicio es, en sí misma, supuesto de una afirmación similar de
cualquiera que tome a Gadamer en serio. Si aceptamos el argumento relati­
vo a la historicidad del Dasein, entonces Gadamer también está ligado y
«prejuiciado» en sus relaciones con la Ilustración. No hay una posición ven­
tajosa absoluta u objetiva desde la cual pueda hacer un juicio sobre la natu­
raleza prejuiciada de los ideales de la Ilustración. Gadamer es consciente de
esta contradicción. De hecho, reconoce que su teoría completa no puede so­
meterse a las sencillas premisas que propone: no puede postular la relativi­
dad sin admitir la relatividad de sus propias afirmaciones. Su defensa contra
las críticas que volvían su hermenéutica contra sí misma es que la refutación
formal no necesariamente destruye los valores verdaderos de un argumento.
Esto puede ser cierto, pero rechazando la lógica formal, Gadamer no ofrece
a su lector un método para verificar su veracidad. Nos vemos obligados a re­
chazar esta afirmación o a aceptarla en un acto puro de confianza.

Historia efectual y horizonte

A pesar de sus problemas, la noción de que los prejuicios y las ¡deas


preconcebidas de cada uno son una parte fundamental de la situación her­
304 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

menéutica lia sido sugerente en extremo. En contraste con la teoría her­


menéutica previa, la historicidad del intérprete no es una barrera o un obs­
táculo para la comprensión. Un pensamiento hermeneútico verdadero debe
tomar en consideración su propia historicidad (die eigene Geschichtlichkeit
mitdenken). Sólo es una «hermenéutica propiamente dicha» cuando de­
muestra la efectualidad (Wirkung) de la historia en la comprensión misma.
Por consiguiente, Gadamer denomina a este tipo de hermenéutica historia
efectual (Wirkungsgeschichte). Gadamer advierte rápidamente que no está
intentando promover una investigación que desarrolle un nuevo método
que tenga en cuenta factores de efecto e influencia. No está haciendo un ale­
gato en pro de una disciplina nueva e independiente auxiliar de las ciencias
humanas. Más bien, reclama un nuevo tipo de conciencia, que él denomi­
na, de un modo un tanto extraño, «conciencia histórico-efectual» (ivir-
kungsgeschichtliches Bewufítsein), que reconocería lo que ya está sucediendo
cuando encontramos documentos del pasado. Tanto si aprobamos la idea de
la historia efectual como si no, de acuerdo con Gadamer ésta está íntima­
mente entrelazada con nuestra comprensión, y la conciencia efectual histó­
rica sencillamente nos hace darnos cuenta de esta realidad. Esta es la con­
ciencia de la inevitabilidad de la situación hermenéutica.
Para aclarar un poco más lo que la situación hermenéutica conlleva,
Gadamer introduce la noción de «horizonte». Éste es un término tomado
de Husserl y de la tradición fenomenológica que después se convertiría en
un concepto esencial de la estética de la recepción de Hans Robert Jauss,
recogido en la representativa formulación de «horizonte de expectativas»
(véase capítulo 11). En la utilización que del mismo hace Gadamer, desig­
na «un punto de vista que limita la posibilidad de visión»3 y es por ello una
parte esencial del concepto de situación. El horizonte describe y define
nuestra posición en el mundo. Sin embargo, no debería entenderse en tér­
minos de un punto de vista fijo o cerrado. Más bien, es «algo dentro de lo
que nos movemos y que se mueve con nosotros»4. También puede definir­
se con referencia a los prejuicios que llevamos con nosotros en un momen­
to dado, ya que éstos representan un horizonte más allá del que podemos
ver. En ese caso, el acto de comprensión se describe con una de las metá­
foras más brillantes de Gadamer, como una fusión del propio horizonte de
cada uno con el horizonte histórico (Horizontverschmelzung). Gadamer re­
conoce que la sola idea de un horizonte diferente para algo similar a un
texto literario es ilusoria. No hay una línea que separe el horizonte pasado
del presente. El mundo del texto no es ajeno a nosotros dado que ha con­
tribuido a la formación de nuestro nuevo horizonte. De hecho, Gadamer

3 «Einen Standorr [...] der die Moglichkeir des Sehens beschrankt» (Gadamer,
Wabrheit und Methode [Ed. cast.: Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 2005], p. 286).
4 «Der Horizonr isc vielmehr ecwas, in das wir hineinwandern und das mic uns
mitwardert» (Gadamer, ibid., p. 288).
306 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

do nos encontramos con un texto, entablamos en una conversación abier­


ta con un pasado en el cual el toma y daca, las preguntas y respuestas con­
ducen a la comprensión. La aplicación, entonces, puede describirse como
una mediación entre el entonces de un texto y el ahora del lector, como una
conversación entre el «tu/vosotros» del pasado y el «yo» del presente. Vis­
to como concreción o mediación, el concepto de aplicación pierde algo de
su provocador atractivo, y la recuperación de Gadamer de la unidad per­
dida de la hermenéutica jurídica es por ello menos radical de lo que pare­
ce a primera vista.
Sería falso, por otro lado, ir al otro extremo y pensar en la hermenéu­
tica de Gadamer como una empresa conservadora, incluso a pesar de que
su alegato por la rehabilitación de las nociones de autoridad, lo clásico y
la tradición hace pensar en una orientación retrógrada. De nuevo, el pro­
blema es, sobre todo, aunque no exclusivamente, el de una terminología
provocadora. Gadamer acusa a la Ilustración de establecer una oposición
ilícita entre autoridad y razón o libertad, y señala, en contraste con su opi­
nión, que la autoridad encarnada en individuos no es consecuencia de la
subyugación, sino de un reconocimiento de que la persona con autoridad
tiene una intuición y un juicio superiores. La sumisión a la autoridad está
por lo tanto basada en la razón y en la libertad, no en el poder y la arbi­
trariedad. La tradición es vista como una forma de autoridad, y también
es aliada de la razón y de la libertad en el pensamiento de Gadamer. Ello es
debido a que la tradición es tan sólo lo que las generaciones han buscado
proteger contra los estragos del tiempo. El acto de esa conservación, afir­
ma Gadamer, no es menos un momento de libertad que de rebelión o in­
novación. Más que intentar anular o evitar la tradición, Gadamer siente
que tiene que aceptarla como parte de las relaciones históricas y tener en
cuenta su productividad hermenéutica. La mayor parte de lo dicho tam­
bién es aplicable a «lo clásico» (das Klassiche). Esta idea no debería identi­
ficarse exclusivamente con la antigüedad o con las obras del clasicismo
alemán. ¿Más bien se refiere a aquello que la ha distinguido durante años,
obras que han persistido frente a gustos que varían y tiempos que cam­
bian. En cierto sentido, tales obras son eternas, pero Gadamer enfatiza
que su eternidad se apoya precisamente en su ser histórico, en su habili­
dad para continuar hablando a generaciones sucesivas. Por ello lo clásico,
en el uso gadameriano, reafirma tanto el atractivo de una obra como su
fundamental interpretabilidad ilimitada. Los obras clásicas son simultá­
neamente un testimonio de la variabilidad de la conciencia humana
como una muestra de la grandeza de las producciones más brillantes de la
cultura humana.
A pesar de las distintas opiniones de Gadamer sobre la tradición y la
herencia, hay buenas razones para entender su teoría como una empresa
básicamente conservadora. Por un lado, mantiene que «la comprensión
no debería ser explicado tanto como una actividad de subjetividad, sino
HERMENÉUTICA 307

más bien como incluyéndose a sí misma en un suceso de la tradición»6.


Esta noción de la hermenéutica es demasiado pasiva. Lo mismo sirve para le­
gitimar la normalización del legado de una corriente principal que para re­
chazar la utilización de alternativas del textos canónicos. Además, la inclina­
ción por lo clásico, incluso si se define como aquello que se ha conservado
porque se ha encontrado digno de conservarse, ignora las relaciones de
poder implícitas en cualquier texto socialmente mediado o en cualquier
cambio social. Gadamer daría la impresión de desconocer a los teóricos
que, como Michel Foucault, encuentran que el lenguaje como tal está re­
lacionado con el poder y el prejuicio. A este respecto, el modelo dialógico
de Gadamer, la comunicación ideal entre pasado y presente como conver­
sación entre dos interlocutores, no es sólo una distorsión de lo que en rea­
lidad supone la comprensión, sino que es una ideología que sirve para
ofuscar las relaciones sociales concretas en que se desarrolla la comunica­
ción. En realidad, el fracaso de Gadamer para integrar una perspectiva so­
cial en su marco teórico general se mantiene como uno de los puntos dé­
biles de su obra. Como Heidegger, sólo parece dispuesto a admitir la
historicidad en un nivel teórico abstracto. Cuando analiza los textos -ya
sea un poema de Rainer María Rilke o una novela de Karl Immermann-
la noción radical en potencia de estar-en-el-mundo da lugar a una crítica
filosófica cercana a las más ahistóricas, como por ejemplo a las lecturas lle­
vadas a cabo por el New Criticism.

La respuesta de Habermas a Gadamer

Quizá el reto más importante para la ontologización de la hermenéu­


tica propuesta por Heidegger y por Gadamer provenga de Jürgen Haber-
mas (1929), el representante más destacado de la segunda generación de
la Escuela de Frankfurt. Sin embargo, es importante señalar previamente
que existe un acuerdo fundamental entre Habcrmas y Gadamer sobre va­
rios asuntos, especialmente aquellos que se refieren al lenguaje y al diálo­
go. En su extenso análisis de Verdad y método, por ejemplo, Habermas se
pone de parte de Gadamer contra Wittgenstein en el debate sobre la tra­
ducción. Su argumento principal es que la gramática del lenguaje co­
rriente nos proporciona la capacidad para trascender el lenguaje que el
mismo define y por ello nos proporciona la capacidad para traducir de un
lenguaje a otro. Cuando aprendemos un idioma, no aprendemos sólo un
juego de lenguaje que sencillamente nos permita funcionar en un idioma
específico, sino también lo que podríamos llamar una «gramática univer­

6 «Das Verscehen ist selber nicht so sehr ais eine Handlung der Subjektivitat zu
dcnkcn, sondern ais Einriicken ein Überlicfcrungsgcschchcn, in dem sich Vergan-
genheit und Gegcnwart bestanding vermittcln» (Gadamer, ibid., pp. 274-275).
308 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

sal» que nos permite movernos entre los distintos idiomas. Wittgenstein
por ello es capaz de entender la traducción como una transformación que
se adecúa a unas normas generales, pero no puede admitir esas normas
generales en nuestra práctica del aprendizaje del idioma. Para Habermas,
que utiliza libremente a Gadamer para apoyar su argumento, la posibili­
dad de traducir está fundada en el uso del lenguaje corriente, y la traduc­
ción en sí misma en una extensión de lo que sucede en una conversación
normal. Por lo tanto, lo que une a Gadamer y a Habermas contra Witt­
genstein es tanto la idea del carácter dialógico del lenguaje como la oposi­
ción a la concepción del lenguaje como un conjunto de reglas formaliza­
das. A pesar de ello, Wittgenstein reconoce el lenguaje como una forma de
vida, entiende la práctica lingüística como la reproducción de modelos es­
tablecidos. Para Habermas -y para la valoración positiva que hace Haber-
mas de Gadamer— el lenguaje se mantiene como una estructura abierta,
que permite a los interlocutores nativos tanto interpretar las reglas que ri­
gen la expresión lingüística como distanciarse de estas mismas reglas.
Habermas también encuentra un aliado en Gadamer en lo que se refie­
re a otros dos asuntos. El primero de ellos es su mutua oposición a diferen­
tes formas de objetivismo. Para Gadamer, el objetivismo estaba relacionado
en general con el método, particularmente con el de las ciencias de la natu­
raleza. Habermas es más preciso en sus denominaciones. En primer lugar,
la autorreflexión hermenéutica se opone al positivismo, pero también re­
viste una crítica de base fenomenológica y lingüística de las ciencias huma­
nas que conserva vestigios objetivistas. Lo que Habermas encuentra espe­
cialmente útil de Gadamer es la idea de la naturaleza siempre definida del
intérprete. Esta idea argumenta contra las reivindicaciones de imparciali­
dad no-reflexiva y de precisión científica propuestas por algunas corrientes
dentro de las ciencias humanas. Finalmente, todas las formas de objetivis­
mo son incompatibles con la historicidad tal y como la concibe Gadamer.
La historia efectual aporta un antídoto no sólo para las reducciones histori-
cistas, sino también para el pensamiento ahistórico positivista, neopositi-
vista y cuasipositivista. Habermas apoya su opinión (y la de Gadamer) con
reflexiones sobre la historiografía. Las consideraciones de los testigos pre­
senciales, a pesar de que puedan ser empíricamente exactas, son inevitable­
mente más pobres que la descripción histórica de los acontecimientos en el
transcurso del tiempo. Esto es así sencillamente porque el último observa­
dor participa en una lectura más completa y más rica, siendo capaz de en­
tender la causa y el resultado de un modo más completo
Estas observaciones sobre la historia llevan a Habermas a un segundo
plano de acuerdo con Gadamer en relación con su reincorporación de la
aplicación a la reflexión hermenéutica. Comprender los hechos histórica­
mente significa para Habermas que los entendemos en un esquema de
acción posible. Por ello, la hermenéutica juega un papel importante en la
teoría de la «acción comunicativa» que Habermas desarrollará posterior-
310 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

tración en relación con los prejuicios, la autoridad y la tradición. Le acu­


sa de aceptar la visión incompleta y no dialéctica de la Ilustración difun­
dida por el Romanticismo. En contraste con la aceptación de la autori­
dad, Habermas reafirma la oposición entre autoridad y razón. En
contrapartida a la ontologización de la tradición emprendida por Heideg­
ger y Gadamer, introduce la ¡dea de reflexión. De acuerdo con Habermas,
la defensa de Gadamer de los prejuicios transmitida por la tradición niega
nuestra capacidad para meditar sobre esos prejuicios y rechazarlos. Los
agentes aparecen como destinatarios pasivos envueltos por la corriente
interminable de su herencia. Lo que Habermas quiere es una dimensión
crítica en el pensamiento hermenéutico, que nos permitiese realizar una crí­
tica de la ideología (Ideologiekritik). Esta sólo se podrá llevar a cabo si po­
seemos alguna capacidad para hacer frente a la hegemonía de la tradición
o para elegir una tradición alternativa. En el marco de Gadamer, esto pa­
recería imposible en vista de su reivindicación de la universalidad de la
hermenéutica y de su status ontológico. Por ello Habermas se debe opo­
ner a ambas reivindicaciones.
Pero la diferencia entre Gadamer y Habermas con relación a la ideolo­
gía y la emancipación está directamente relacionada con el modo en que
ambas idealizan la situación dialógica. Para Gadamer, la idealización pare­
ce estar basada en el intercambio ordinario. El lenguaje se concibe como un
sistema puro de intercambio no sujeto a distorsión por el poder, o por los
procesos sociales. Por este motivo, Habermas se opone a la metainstitución
idealizada del lenguaje de Gadamer, recordándonos que «el lenguaje es, asi­
mismo, un medio de dominación y de poder social, que sirve también para
legitimar las relaciones de fuerza organizadas»8. La propia idealización del
diálogo de Habermas se da como una especie de proyección utópica que
informa los intercambios reales. «La esperanza de la verdad posible y de la
vida verdadera es constitutiva para toda comunicación lingüística que no
sea monológica»9, y sólo esta esperanza nos permite postular un principio
regulador de la comprensión. La idealización de Gadamer se incorpora a
nuestra conversación con los otros; la de Habermas es la condición para
posibilitar nuestro entendimiento con los otros.
Para hacer frente a la idealización de Gadamer, así como a su reivindi­
cación de universalidad de la hermenéutica, Habermas recurre a un mode­
lo psicoanalítico. El psicoanálisis le aporta una teoría que establece los lími­
tes de la hermenéutica ordinaria. La razón de ello es que en la situación

8 «Sprachc ist auch cin Mcdium vori Herrschaft und soziaier Macht. Sie dient dcr
Legitimation von Beziehungen organisierter Gewalt» (Habermas, Zur Logik derSozial-
wissenschuflen, p. 287; «A review», p. 360).
9 «Dic Antizipation móglicher Wahrheit und richtigcn Lcbens [ist] für jede nicht
monologisch sprachliche Verstiindigung konsriruriv» (Habermas, «Un¡versalirars-
anspruch», p. 155; ed. ing.: «Hermeneudc claim», p. 206).
HERMENÉUTICA 311

analítica ya no estamos tratando con el diálogo habitual, sino más bien con
una comunicación sistemáticamente distorsionada. Al detenerse en los es­
critos de Alfred Lorenzer, Habermas bosqueja una hermenéutica profunda
que está guiada por presunciones teóricas concretas más que por un segui­
miento de la tradición. Estas asunciones teóricas tienen en cuenta el hecho
de que el lenguaje ya no se utiliza de un modo público, y que no hay con­
gruencia necesariamente entre las intenciones, las acciones y el discurso del
paciente. La hermenéutica profunda también presupone una organización
de los símbolos a un nivel prelingüístico; el uso lógico y público que hace­
mos de los símbolos que se espera en la comunicación de cada día no es ope­
rativo, por ejemplo, en los sueños, como había señalado Freud a principios
de siglo. Por ello, en lugar de «comprensión hermenéutica elemental» (ein-
faches hermeneutisches Sinnverstehen) debemos volver a la «comprensión escé­
nica» (das szemscbe Verstehen) («Universalitátsanspruch», p. 137; «Hermeneutic
claim», p. 194), que deja claro el significado de las expresiones y los símbo­
los al clarificar el escenario original. El aparente sinsentido en el plano de la
conciencia se explica por causas procedentes de fuentes inconscientes. El sig­
nificado no está determinado por un contenido, respondiendo a la pregun­
ta «¿qué?», sino más bien en relación con una situación inicial, respondien­
do a la pregunta «¿por qué?». La hermenéutica profunda es, por lo tanto,
comprensión explicativa y presupone, no sólo la posesión de capacidad co­
municativa, sino también una teoría de la capacidad comunicativa. Sólo
una teoría de la competencia comunicativa puede explicar las deformacio­
nes en la situación dialógica normal causadas por el inconsciente en el plano
individual o por el poder y la ideología en una sociedad.

E. D. Hirsch: significado y significación

Una gran parte de la respuesta de Gadamer1'' a Habermas consistió en


su reafirmación del status ontológico de la empresa hermenéutica. Al lle­
var a la hermenéutica a terrenos metodológicos, Habermas ha desvirtua­
do el empuje de las tesis de Gadamer y ha confundido una idea de com­
prensión primordial con un método universal. Lo mismo podría decirse
sobre el principal crítico de Gadamer en los Estados Unidos, E. D.
Hirsch. En realidad, desde el mismo título del libro de Hirsch, Validity in
Interpretaron (1967), vemos el interés del autor en un método para dis­
criminar entre las interpretaciones correctas y las incorrectas. De hecho,*

Véase el «Nachwort» (epílogo) de la tercera y la cuarta edición de Wahrheit und


Methode, pp. 513-541; «Rhctorik, Hcrmencutik und Idcologickritik: Mctakritischc
Erórterungen zu “Wahrheit und Methode’», Kleine Schriften I: Philosophie und
Hermeneutik, Tübingen, 1967, pp. 113-130; ed. ing.: «On che scope and function of
hermeneutic reflection», en PhtlosophicalHerrneneutics, pp. 18-43.
HERMENÉUTICA 313

ciencia. La «clase» (type) para Hirsch implica dos cosas: primero, una fron­
tera que separa lo que pertenece a ella y lo que no, y segundo, la capacidad
para ser representada por diferentes instancias o por diferentes contenidos.
De ello se deduce entonces que la «clase» asegura que el significado verbal
sea tanto compartible como determinado. La significación, en contraste,
es siempre «significado hacia» nunca «significado en» (mean-
ing-in), Éste se define como cierta relación entre el significado verbal y
algo ajeno a este mismo significado. La variedad y posibilidades de la sig­
nificación en un texto literario son, por lo tanto, ilimitadas pero no arbi­
trarias. Dado que el significado de un texto está determinado, la significa­
ción está limitada de un lado por el significado verbal, pero del otro
porque existe un número infinito de cosas con las que se puede relacionar,
de ahí que sus posibles manifestaciones sean ilimitadas.
La distinción entre significado y significación le permite a Hirsch tener
en cuenta la diversidad de interpretaciones y, al mismo tiempo, asegurarse
un significado determinado. También le ayuda a contestar a los hipotéti­
cos críticos, al mismo tiempo que aporta fundamentos para un buen nú­
mero de distinciones básicas. Quizá la crítica más evidente de la teoría del
significado determinado de Hirsch podría partir de los teóricos de orien­
tación psicoanalítica. Como había mostrado Habermas, la situación ana­
lítica parece quedar fuera de la experiencia hermenéutica ordinaria porque
el significado no está unido a la expresión de un modo habitual. Hirsch se
enfrenta con este tipo de objeciones, estableciendo la distinción entre «sig­
nos» y «síntomas». Los primeros son voluntarios y convencionales, mien­
tras que los últimos son involuntarios e independientes de la convención.
Por ello, las motivaciones inconscientes son consideradas como significa­
dos sintomáticos, que son parte de la significación textual perteneciente al
significado invariable asociado a los signos.
Esta separación en dos niveles sobre la que contrastamos los textos, sig­
nificado y signos, por un lado, y significación y síntomas, por otro, sugiere
que también son necesarios dos términos para describir nuestra actividad
como lectores, y las facultades desarrolladas al ejercer esta misma actividad.
Hirsch primero emplea el término «comentario» para referirse genéricamen­
te a cualquier escrito o conferencia sobre los textos literarios. La «interpreta­
ción» es una subclase del comentario, que hace referencia a observaciones
hechas específicamente acerca del significado, mientras que la «crítica» se re­
serva para el comentario que se relaciona fundamentalmente con la signifi­
cación. Estas distinciones no son originales de Hirsch, como él mismo seña­
la, se encuentran claramente en los escritos de Philip August Boeckh
(1785-1867), un filólogo clásico y discípulo de Schleiermacher, quien escri­
bió una Enciclopedia y metodología de las ciencias filológicas (1 886) que con­
tiene un amplio desarrollo tanto de la hermenéutica como de la crítica lite­
raria. Para Boeckh, la interpretación, al igual que para Hirsch, viene a
significar algo similar a lo que supone la crítica intrínseca para el New Criti-
314 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

cism, es decir, entender el objeto en sus propios términos, mientras que la


crítica propiamente dicha entiende el objeto o el texto en relación con algo
más, ya sea el uso lingüístico del tiempo, las circunstancias históricas o la he­
rencia literaria. Las facultades que Hirsch otorga a estas dos tareas parecen
compartidas así mismo por Boeckh. Hirsch mantiene que comprensión entra
en juego cuando interpretamos el significado de un texto, mientras que el
juicio, el acto de construir relaciones, se emplea cuando criticamos un traba­
jo por su significación.

Hirsch y la intención del autor

Por la afinidad de Hirsch con el New Criticism en su alegato por el sig­


nificado intrínseco y por su emparejamiento de signo y significado, podría
parecer que se iba a poner de parte de la mayoría de las tendencias de la crí­
tica del siglo XX que marginan al autor. Pero, sin duda, ese no es el camino
que toma. Hirsch ha sido una de los pocas y una de las más potentes voces
que han defendido la conexión entre el significado y la intención del autor.
Siguiendo esta dirección se situó a sí mismo como heredero de la vertiente
psicológica dentro de la historia de la hermenéutica, desde Schleiermacher
hasta Dilthey. Esta recuperación va contra corriente de la crítica moderna.
Wimsatt y Beardsley, en su célebre ensayo sobre la falacia intencional, ar­
gumentan que «el propósito o la intención del autor ni está a nuestra dis­
posición, ni es deseable como criterio para juzgar la transcendencia del éxi­
to de una obra de arte literario»”; esta aseveración se ha entendido por lo
general, para bien o para mal, como una negación de que la intención del
autor sea relevante para el significado de un texto. Hirsch, sin embargo,
también se opone a otros muchos críticos, entre ellos a los estructuralistas,
así como a los filósofos como Gadamer que sostienen que el lenguaje en sí
mismo expresa un significado independiente de la intervención humana.
En realidad, manteniendo su teoría de la historia efectúa!, Gadamer va tan
lejos como para afirmar que el significado sobrepasa la intención de su au­
tor, no sólo en algunas ocasiones, sino siempre, a pesar de que se apresuró a
añadir que no deberíamos hablar de una mejor comprensión sino de un
entendimiento distinto.
La recuperación que hace Hirsch del autor como centro de la preocu­
pación interpretativa tiene que ver con su deseo de establecer una base para
determinar la validez de la interpretación. La validez es para él una relación
de correspondencia; una interpretación válida es la que se corresponde con
el significado representado en el texto. Rechazando todas las variantes de

11 W. K. Wimsatt, Jr. y Monroc C. Beardsley, «1 he intentional fallacy» (La fala­


cia intencional), en The Verbal Icón, Lexington, 1954, p. 3.
316 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

damer-Habermas, surge una controversia ligeramente distinta. Uno de


los argumentos centrales de Habermas es que el mensaje que se deja ver
en la superficie está sujeto a distorsión por la ideología o por la incons­
ciencia. Por esta razón, se debe emplear una hermenéutica profunda o
una hermenéutica crítica si se quiere recuperar el significado. En contras­
te con Gadamer, quien consideraría a Hirsch y a Betti aliados en esta
controversia, Habermas mantiene que debemos desnudar el significado
superficial para encontrar el mensaje verdadero. Gadamer, Hirsch, Betti
y Bultmann, sin duda por diferentes motivos, basan su hermenéutica en
la comprensión del mensaje comunicado por las palabras de un texto.
En la segunda mitad del siglo XX, el principal intermediario en estas dis­
cusiones, así como en las controversias entre la hermenéutica y otros campos
de la filosofía, ha sido Paúl Ricoeur (1913). Debido a que reconcilió en mu­
chas ocasiones afirmaciones contrarias bajo la prioridad de lo que denominó
el «conflicto de las interpretaciones», su propia opinión tiende a estar menos
definida que la de otros contemporáneos hermenéuticos, lo que, tal vez, ex­
plica las diversas etiquetas asociadas a su obra. Para algunos, su proyecto se
identifica con la «hermenéutica estructural»; para otros, con la «hermenéuti­
ca fenómeno lógica». Se le ve cercano a Gadamer, así mismo toma partido
por Habermas, se muestra agradecido a Bultmann, como también receptivo
a las preocupaciones de Hirsch. En todos sus escritos sobre hermenéutica,
sin embargo, un aspecto destaca quizá como el más original: su teoría del
símbolo. Para Ricoeur, el lenguaje se encuentra en el centro de toda teoría
interpretativa. Pero no todos los artefactos lingüísticos requieren la aplica­
ción de la hermenéutica. La hermenéutica es necesaria únicamente en aque­
llas situaciones en que existe un excedente de significado, o cuando se em­
plean expresiones polisémicas. Ricoeur identifica tales acontecimientos con
el simbolismo, que define como «cualquier estructura de significación en la
que un significado directo, principal y literal designa, además, otro signifi­
cado que es indirecto, secundario y metafórico y que tan sólo puede ser cap­
tado a través del primero»12. La labor de la interpretación se limita, por lo
tanto, a tratar con símbolos. Ésta es la manera de pensar que descifra «el sig­
nificado oculto en el significado aparente» o que expone «los niveles de
significado implícitos en el significado literal»13.
Desde el punto de vista de Ricoeur, las teorías de la interpretación pue­
den dividirse en dos categorías. El primer tipo atribuye a la hermenéutica

12 «Toute strucrure de signification ou un sens direcc, primaire, litcéral, designe


par surcroit un autre sens indirccl, sccondairc, figuré, qui ne peut ctrc apprchcndé
qu’a travers 1c premier» (Ricoeur, Le conflit des Interprétations, p. 16; cd. ing.: 77?e
Conflict ofInterpretations, p. 12)
13 «Le sens cache dans le sens apparent [...] les niveaux de signification impliques
dans la signification littérale (Ricoeur, Le conflit des interprétations, p. 16, ed. ing.:
l'he Conflict of Interprétations, p. 13).
HERMENÉUTICA 317

la función de recobrar o «acordarse» del significado (De rinterprétation,


p. 36; FreudandPbilosopby, p. 28). A pesar de que esta variedad de la her­
menéutica se podría asociar con muchos teóricos, Ricoeur está pensando
fundamentalmente en los trabajos teológicos de Bultmann. La hermenéu­
tica de la fe o la hermenéutica de lo sagrado que asocia con Bultmann bus­
ca poner de manifiesto o restituir un significado, entendido como un
mensaje, como una proclama o un kerygma. Trata de dar sentido a lo que,
en algún momento, pudo comprenderse, pero que ha llegado a estar ocul­
to por su destino. La desmitificación de Bultmann ilustra la citada tenta­
tiva hermenéutica porque enfatiza el significado originario y sagrado en
los símbolos del Nuevo Testamento. La desmitificación no significa des­
prestigiar los símbolos, sino recobrar el significado original. Ricoeur aso­
cia esta rama de la hermenéutica con la fenomenología de la religión. Esto
presupone una confianza en el poder de! lenguaje, pero no necesariamen­
te como un medio de comunicación entre individuos. Más bien, la capa­
cidad para interpretar los símbolos es el resultado de que los humanos na­
cen dentro del lenguaje, «a la luz del logos»14.
Opuesta a esta hermenéutica de lo sagrado que tiene un cierto matiz re­
ligioso existe una «hermenéutica de la sospecha». Ricoeur identifica este
tipo de interpretación expresamente con tres de los pensadores esenciales
del siglo XX: Marx, Nietzsche y Freud. Al igual que Habermas, que utiliza a
los tres en su hermenéutica profunda, cada uno de ellos desconfía de la pa­
labra y busca llegar más allá de la superficie, hasta algún otro campo de sig­
nificado más auténtico. En esta aproximación a la interpretación se sobreen­
tiende que el fenómeno superficial esconde una realidad fundamental, y
que, para llegar a la verdad, se debe penetrar en un campo absolutamente
distinto de la existencia. Por ello, la hermenéutica de la sospecha no tiene
interés por recuperar el objeto, sino más bien por arrancar las máscaras, por
revelar los disfraces, por dar a conocer los conocimientos falsos. En relación
con la tradición filosófica su hermenéutica pone en duda el último espacio
de certeza del pensamiento moderno desde Descartes: el conocimiento hu­
mano. En contraste con la desmitificación de Bultmann, la hermenéutica
de la sospecha aboga por la más radical desmitificación (De Pinterprétation,
pp. 40-44, FreudandPbilosopby, pp. 32-36).
Obviamente, el debate Gadamer-Habermas es una versión particular del
más importante conflicto entre aquellas dos hermenéuticas. La de Haber-
mas reclama que una crítica de la ideología debe contar con las perspectivas
desarrolladas por la hermenéutica de la sospecha. La teoría ontológica de la
comprensión de Gadamer, al igual que la hermenéutica de la fe, pretende
servir de intermediario de la tradición, revelando algunos significados ante­

14 «Ques les hommes sont nes au scin du langage, au milicu du logos» (Ricoeur,
De rinterprétation, p. 38; ed. ing.: Freud and Pbilosopby, p. 30).
318 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

riores a la luz de los intereses actuales. Ricoeur trata de reconciliar aquellas


diferencias con una estrategia de implicación mutua. En lo que se refiere a
Habermas y a Gadamer, Ricoeur muestra cómo una teoría verdadera debe
incluir elementos críticos, y cómo ninguna crítica de la ideología puede fun­
cionar sin alguna noción del conocimiento hcrmenéutico (véase Ricoeur,
«Habermas y Gadamer»). En su libro sobre Freud, Freud and Philosophy,
Ricoeur une las dos tradiciones a través de una lectura de la teoría psicoana­
lítica. Su propia interpretación de la obra de Freud cae más en la categoría
de una hermenéutica de lo sagrado, recuperando, de este modo, el significa­
do del psicoanálisis para el momento actual; y Ricoeur admite, no sólo que
él mismo está cercano a la tradición, sino también que no encontraría inte­
rés en la hermenéutica si ésta no proporcionara algún tipo de mensaje de es­
peranza. De esta manera, su análisis intenta mediar dialécticamente entre las
oposiciones putativas. Partiendo de «la desposesión de la consciencia como
el lugar y el origen del significado» a través de «una antítesis de la refle­
xión»1 s en la que el significado se genera por sucesivas figuras, hasta una
confrontación organizada entre la arqueología de Freud y la teología de He­
gel, Ricoeur llega a la reconcilicación en una redefinición del símbolo. Los
símbolos auténticos no son tan sólo polisémicos, tal como los había defini­
do en algún otro lugar, sino indicativos de un movimiento doble. Si pensa­
mos en las dos hermenéuticas como relacionadas, por un lado, con «la recu­
peración de los significados arcaicos» y, por otro, con «la emergencia de las
figuras que anticipan nuestra aventura espiritual», concretamente, con la ar­
queología y la teología, entonces el símbolo se encuentra «en el cruce de las
dos funciones»15 16. Los símbolos disfrazan nuestros deseos instintivos, mien­
tras que al mismo tiempo revelan el proceso de a uto con o cimiento. Por ello,
las dos tradiciones hermenéuticas están profundamente implicadas en el
mismo proceso cultural.

Ricoeur: fenomenología y hermenéutica

Ricoeur emplea la misma estrategia de implicación mutua para unir fe­


nomenología y hermenéutica. Aquellas dos ramas de la filosofía habían esta­
do conectadas con anterioridad, sin duda de una manera más memorable en
Ser y tiempo de Heidegger, junto con su analítica del Dasein. Por otro lado,
Ricoeur opone esta «vía corta» porque evita la metodología (la cual, a dife-

15 «Dessaisissement de la conscience en tant que lieu er origine du sens [...] une


antithétique de la reflexión» (Ricoeur, De L’interprétation, p. 476; ed. ing.: Freudand
Philosophy pp. 494-495).
16 «La résurgence de significacions archaiques», «l’émergence de figures anticipa-
trices de notre aventure spirituclle», «au carrcfour des deux fonctions» (Ricoeur, De Pin-
terprétation, pp. 478-479; ed. ing.: Freudand Philosophy, pp. 496-497).
HERMENÉUTICA 321

la hermenéutica, la fenomenología de la hermenéutica «conserva las pre­


suposiciones de la otra/entre ellas» (ed. ing.: «Phenomenology and Her-
meneutics», p. 101)

Estructuralismo, postestructuralismo y hermenéutica

Durante los años cincuenta y sesenta se produjo un cambio impor­


tante para la hermenéutica por la aparición de otro método que reclama­
ba status científico: el estructuralismo. De nuevo, las consideraciones de
Ricoeur acerca de esta tendencia del pensamiento francés evidencian su
estrategia de reconciliación. La oposición entre el estructuralismo y la
hermenéutica es evidente. Como demandante de objetividad científica,
el estructuralismo aspira a distanciarse, a objetivar, a eliminar la subjeti­
vidad de su método. La hermenéutica, por el contrario, enfatiza la situa­
ción privilegiada del observador y la necesidad de tener en cuenta inevi­
tablemente los prejuicios. Mientras el estructuralismo subordina lo
diacrónico a lo sincrónico, la hermenéutica parece dar la vuelta a esta re­
lación, valorando la tradición mediadora por encima del mensaje estáti­
co. En términos lingüísticos, el estructuralismo coloca a la sintaxis por
encima de la semántica. En concreto, en la noción de Ricoeur de herme­
néutica, esto constituiría una inversión del orden verdadero. Teniendo en
cuenta que el significado potencial siempre excede su íunción en un or­
den sincrónico, Ricoeur postula una noción dual de la historicidad: en la
tradición, que «transmite y sedimenta la interpretación», y en la interpre­
tación, que «mantiene y renueva la tradición». Ricoeur resume las dife­
rencias como sigue:

La explicación estructuralista se sostiene 1) en un sistema inconscien­


te que 2) está representado por diferencias y oposiciones (por variaciones
cambiantes del significado) 3) con independencia del observador. La in­
terpretación del sentido transmitido consiste en 1) la recuperación cons­
ciente de 2) un substrato simbólico sobredeterminado por 3) un intér­
prete que se sitúa en el mismo campo semántico que aquel a quien está
entendiendo y que de esta manera entra en el «círculo hermeneutico»18.

18 «L cxplication structurale porte 1 )sur un systémc inconsciente 2) qui cst


constirué par des différences er des oppositions [par des écarts significar i fs] 3) indé-
pendamment de l'observateur. L’ interprétation d’un sens transmis consiste dans 1)
la reprise consciente 2) d’un fond symbolique surdéterminé 3) par un interprére qui
se place dans le rnerne champ sémanrique que ce qu'il comprend et ainsi entre dans
le “cerclc hcrmcncutiquc"» (Ricoeur, Le conflit des interprétations, p. 58; cd. ing.: The
Conflit ofInterpretadons, p. 55)-
322 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

A pesar de estas aparentes incompatibilidades, Ricoeur emplea de nue­


vo su estrategia de implicación mutua para unir las dos teorías. Por un
lado, el estructuralismo no puede funcionar sin una teoría de la interpre­
tación. En la base de las homologías estructurales siempre hay un estrato
residual de analogías semánticas que permiten la comparación. El «temor
a la semejanza precede a la formalización y la fundamenta»; una «semán­
tica de los contenidos» hermenéutica establece la base de una «sintaxis de
las disposiciones» estructuralista19. Por otro lado, Ricoeur afirma que no
podemos esperar que vayamos a recuperar el significado sin alguna com­
prensión estructural. Lo anterior se hace más evidente al considerar la po­
lisemia de los símbolos. Lo que da significado al símbolo no es algo inhe­
rente al mismo, sino su posición en una economía del todo. El
significado no puede surgir sin una estructura de relaciones. Por este mo­
tivo, el estructuralismo aporta a la hermenéutica un sine qua non para una
teoría de la interpretación.
El esfuerzo por mediar entre la aproximación estructuralista de los
franceses y la tradición hermenéutica asociada con Alemania también
puede encontrarse en los escritos de algunos teóricos contemporáneos ale­
manes, sobre todo de Peter Szondi (1929-1971) y Manfred Frank (1945).
Sin embargo, y en contraste con Ricoeur, quien cita con mucha frecuen­
cia autores hermeneúticos del siglo XX, tanto Szondi como Frank sugieren
que una revisión del trabajo de Schleiermacher sería el modo más fructífe­
ro de reunir las preocupaciones estructuralistas y hermenéuticas. En sus
trabajos de orientación lingüística, estos autores ven una anticipación de
la estructura impersonal (langue) y de su realización individual (parole), a
la vez que son capaces de conectar la especulación hermenéutica con su
comprensión psicológica o técnica.
De hecho, una de las tareas de Szondi fue la de intentar construir una
teoría hermenéutica específicamente literaria basada en los fundamentos
de Schleiermacher. En su ensayo, probablemente más seminal sobre esta
cuestión, «On Textual Understanding» (1962), Szondi comienza obser­
vando que en lo que se refiere a la literatura, la comprensión es un pro­
pósito interpretativo opuesto a las tendencias científicas y positivistas
dentro de los estudios literarios. Sin embargo, nadie ha intentado encon­
trar cuáles son exactamente las peculiaridades de la investigación sobre
la filología como opuesta a la investigación en las ciencias sociales y de la
naturaleza. En gran medida, el de Szondi es por ello un primer intento de
establecer tales distinciones necesarias. Sostiene que el conocimiento filo­
lógico es diferente de los demás tipos de conocimiento porque éste es

19 «L’appréhension de la similitude precede ici la formalisation et la fonde. [...]


une semantique des contcnus [...] une syntaxc des arrangcments» (Ricoeur, Le conflit
des interprétations, p. 60; ed. ing.: The Conflit oflnterpretations, p. 57).
HERMENÉUTICA 323

«una comprensión en movimiento constante» (perpetuierte Erkenntnis).


Con esto quiere decir no sólo que cambie con los nuevos puntos de vista
y con los nuevos avances -ya que esto sería aplicable a todas las ramas del
conocimiento—, sino también que la condición de su existencia es una
continua mirada hacia atrás hasta llegar a la comprensión misma. La tarea
de los estudios filológicos no es transmitir el conocimiento de un objeto,
tal como hacen otras disciplinas, sino más bien remitir al lector al proceso
de cognición. La estructura reflexiva que propone Szondi acerca su teoría
a la de Ricoeur. Lo que hace de Schleiermacher una figura relevante de la
fusión del pensamiento francés moderno con la hermenéutica es, sin em­
bargo, su interés por una hermenéutica material. Frente a la mayor parte
de sus contemporáneos, que consideraban las palabras y el lenguaje como
un simple vehículo para la transmisión de ideas, Schleiermacher pone el
acento en las restricciones impuestas por el género, la forma poética y la
letra. Su insistencia en la letra hace de él, según Szondi, un precursor de
varias corrientes del postestructuralismo y sugiere una compatibilidad
esencial entre las teorías francesa y alemana.
El proyecto de unificación de Frank es distinto en dos aspectos. Prime­
ro, está menos interesado en una hermenéutica específicamente literaria y
más concentrado en la congruencia filosófica. Segundo, teniendo en cuen­
ta que Frank está de acuerdo con las críticas postestructuralistas del estruc­
turalismo, su trabajo, a diferencia de los primeros esfuerzos de Ricoeur, se
centró ante todo en cómo el pensamiento postcstructuralista se puede inte­
grar en una empresa hermenéutica. En cuanto a la historia de la filosofía,
señala que el postestructuralismo y la hermenéutica tienen mucho en co­
mún. Ambos comparten los problemas de filosofar en una época post-he-
geliana, post-nietzscheana y post-heideggeriana; ambos tienen en cuenta
la ausencia de valores trascendentales; y ambos reconocen que el sujeto no
va a ser por más tiempo el amo de su propia casa. Frank también señala la
deuda con ambos filósofos de la tradición alemana, no sólo con Nietzsche
y con Heidegger, evidentemente los precursores más conocidos, sino tam­
bién con la filosofía del lenguaje de Humboldt, Schleiermacher y Steinhals.
Sin embargo, el postestructuralismo y la hermenéutica difieren sensible­
mente en su visión del diálogo, o de la conversación. Partiendo de la teoría
hermenéutica de Schleiermacher, Frank desarrolla la idea del diálogo como
actividad, tanto individual como general, que se presenta como una gene­
ralidad individual (individuelles Allgemeines). La comprensión sería imposi­
ble sin un código compartido, supra-individual. Pero también sería impo­
sible sin la construcción individual y sin la actualización de ese código.
Si aceptamos este análisis, encontramos que las variantes significantes
del postestructuralismo y de la hermenéutica caen en las mismas tram­
pas. Haciendo referencia al código, la «materialidad» del lenguaje o la
tradición, como una fuerza absoluta que engulle la dimensión humana,
individual y subjetiva, la teoría moderna olvida quizá la lección más im-
324 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

portante de sus precursores románticos. A pesar de que Gadamer, según


Frank, en ocasiones vacila entre una noción restaurada del espíritu del
mundo hegcliano y un subjetivismo precipitado, su hermenéutica se pue­
de recuperar perfectamente, si volvemos la vista hacia la obra de Jacques
Lacan y de Jacques Derrida, los elegidos por Frank como representantes
del pensamiento postestructuralista. Lo que Frank encuentra verdadera­
mente apreciable y no muy distante a la orientación de su propia obra es su
afirmación última de la naturaleza conjetural de la situación dialogal, la «in­
superable asimetría» (die unüberwindbare Asymmetrie) («Grenzen», p. 197)
relacionada con cada encuentro entre dos sujetos que se comunican. Esta
apuesta por la conjetura recupera la noción schleiermacheriana de adivina­
ción y su énfasis en los aspectos individuales (técnicos y psicológicos) de la
comprensión. Aunque esta perspectiva no da validez a la interpretación,
como la hermenéutica más tradicional considera necesario (Betti, Hirsch),
tampoco abre las puertas a la completa arbitrariedad en la cual se embarca­
ron algunos de los grandes prebostes del postestructuralismo. La hipótesis,
como señala Frank, es siempre motivada y, en este sentido, estos autores
pueden también ser apelados por su (relativa) responsabilidad. En un análi­
sis final, la innovación y la comprensión de la innovación están fundadas en
el sujeto, no en el juego arbitrario de las estructuras, algo de lo que, piensa
Frank, se podría acusar tanto a Lacan como a Derrida como defensores de
tal tesis. Aunque, de aquí, se pudiera juzgar la obra de Frank por intentar
domesticar el postestructuralismo y por su radicalizaron de la hermenéuti­
ca, lo cierto es que ha obtenido un innegable éxito, como pocos teóricos
contemporáneos han logrado, al proveer un espacio al pensamiento herme-
neútico en el cual poder mantener una relación productiva con el resto de la
crítica literaria actual.

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10
Fenomenología

Introducción

El término «fenomenología» se utiliza normalmente para designar a


uno de los principales movimientos filosóficos del siglo XX. Etimológica­
mente proviene de la palabra griega phaino, que significa «llevar a la luz»,
«aparecer» o «hacer aparecer», y tiene el sentido literal de «ciencia de las
apariencias». Fue usado por primera vez por el filósofo alemán Johann
Heinrich Lambert (1728-1777) en su Neues Organon (1764), pero dado
que Lambert consideraba los fenómenos como ilusiones, su idea de la fe­
nomenología era la de una ciencia de las ilusiones. Immanuel Kant
(1724-1804) emplea el término en su filosofía natural para distinguir el
estudio del reino de las apariencias, lo que se nos aparece (fenómenos),
del estudio del reino de las esencias o las cosas tal como son (noúmenos).
En La filosofía de Hegel (1770-1831), quien niega la división hecha por
Kant, la fenomenología hace referencia a las distintas apariencias de la
conciencia. La Fenomenología del espíritu (1807) describe las distintas eta­
pas de la conciencia humana hasta alcanzar su plenitud. Posteriormente,
en el siglo XIX, en los escritos de Eduard von Hartmann (1842-1906) y
C. S. Peirce (1839-1914), el término se asocia con el estudio de cómo
son realmente los hechos o las cosas. No sería hasta principios del siglo
XX, con los escritos de Edmund Husserl (1859-1938), cuando la fenome­
nología dio nombre a una escuela filosófica. En nuestros días el término
se asocia habitualmente con Husserl, sus seguidores, o los filósofos en los
que influyó. En relación con la literatura, la fenomenología da lugar a
dos tendencias. La primera, asociada con las investigaciones filosóficas en
estética y poética, la desarrollaron principalmente los propios discípulos
de Husserl, especialmente el polaco Román Ingarden (1895-1970); la
otra, una orientación más práctica que implica a la crítica literaria, está
asociada con la obra de la Escuela de Ginebra de mediados de siglo.

Edmund Husserl

Husserl desarrolló su noción de fenomenología durante las primeras


cuatro décadas del siglo XX en distintas obras: Logische Untersuchungen
(1900; Investigaciones lógicas, Madrid, Alianza Editorial, 1999), Ideen zu
einer reinen Phanomenologie undphanomenologischen Philosophie (1913;
Ideas relativas a una fenomenología pura y a una filosofía fenomenológica,
México, FCE, 1985) y Krisis der europüischen Wissenschaften und die
Transzendentale Phanomenologie (1954; La crisis de las ciencias europeas y la
326 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

fenomenología transcendental, Barcelona, Crítica, 1990). Una gran cantidad


de notas y manuscritos inéditos tras la muerte de Husserl han enriquecido
nuestro conocimiento de su proyecto fenomenológico. Husserl estaba inte­
resado fundamentalmente en la epistemología, interés que puede definirse
abreviadamente como «la descripción de las esencias». Su puro y riguroso
proyecto rechazaría todos los prejuicios y dogmas, por lo que puede rela­
cionarse con el cartesianismo en tanto que toma una postura radicalmente
escéptica e intenta eliminar todo presupuesto de partida. Aunque no muy
acertadamente, retorna a una posición cercana a Kant, ya que en última
instancia investiga la conciencia pura o trascendental. A pesar de que Hus­
serl se apoyó abiertamente en la tradición filosófica y era consciente del tra­
bajo de sus predecesores, consideraba su proyecto como un punto de parti­
da radicalmente nuevo. Tal como Husserl concebía la fenomenología, ésta
debía ser una filosofía fundacional que sirviera para afianzar verdades in­
cuestionables. La conocida máxima de que la fenomenología es «Zu den
Sachen», que significa literalmente «a las cosas», pero que tiene la connota­
ción de ponerse a la tarea auténtica de la indagación filosófica.
Husserl conformó su posición filosófica oponiéndose a dos escuelas
de pensamiento dominantes: el naturalismo y el psicologismo. El natura­
lismo le importa a Husserl porque también proclama el rigor y la objeti­
vidad. Se trata esencialmente de la doctrina que sostiene que todos los fe­
nómenos son parte de la naturaleza, de lo que se sigue que las únicas
cosas reales para el naturalista son las que forman parte del mundo físico.
De modo que rodas las ideas, ideales, normas e incluso la conciencia mis­
ma son naturalizados. Husserl rechaza el naturalismo basándose en tres
argumentos: primero, llama la atención acerca del hecho de que los prin­
cipios lógicos no tienen un fundamento natural (ni son deducidos de la
naturaleza ni representan leyes del pensamiento); segundo, el naturalis­
mo se basa en el contradictorio presupuesto de postular una objetividad
ideal a la vez que niega el idealismo; finalmente, Husserl mantiene que el
naturalismo y las ciencias naturales son incapaces de dar cuenta de sí mis­
mas como desarrollos intelectuales. El naturalismo no puede, por tanto,
explicarse a sí mismo ni ser una concepción del mundo comprehensiva.
Desde una posición opuesta, el psicologismo plantea el mismo problema
según Husserl, ya que intenta subordinar rodas las disciplinas normati­
vas, como por ejemplo la lógica, bajo las leyes psicológicas. La polémica
de Husserl contra el psicologismo es particularmente áspera, ya que en su
juventud él mismo había suscrito sus premisas. En Philosophie der Arith-
metik {Filosofía de la aritmética, 1891), Husserl había intentado derivar
leyes fundamentales de las matemáticas a partir de actos psicológicos. En
cambio, para principios del siglo XX estaba convencido de su error, ha­
biendo encontrado distintas deficiencias en el psicologismo. Una de las
razones por las que se enfrentó a él tiene que ver con los peligros del rela­
tivismo. El psicologismo reduce el conocimiento a la mente humana in-
FENOMENOLOGÍA 327

dividual o, en su versión antropológica, a las distintas especies. Cualquie­


ra de esas dos reducciones conduce a una noción relativa de la verdad:
una proposición es verdadera para un individuo o para una especie. Esto
contradice la noción que Husserl tiene de la verdad, que es absoluta: la
verdad nunca lo es para alguien, sino que siempre es autosuficiente, ideal
y eterna. Sin embargo, su principal crítica al psicologismo es que la psi­
cología es una ciencia específica que, como otras ciencias, desarrolla sus
leyes basándose en la observación y la inducción. La fenomenología, por
su parte, tiene que ver con las evidencias apodícticas y determinado co­
nocimiento, y esto no puede obtenerse mediante el examen de hechos
empíricos de la vida psíquica.
El fundamento del método fenomenológico es la teoría de la inten­
cionalidad que Husserl tomó de su maestro Franz Brentano (1883-1917).
Según esta teoría, la conciencia no recibe o internaliza pasivamente obje­
tos del mundo exterior. Más bien la conciencia es un nombre para actos
psíquicos o experiencias intencionales. La conciencia es siempre concien­
cia de algo, tiene una dirección o un objetivo en el objeto. De hecho, la
intencionalidad es lo que nos permite constituir un objeto intencional a
partir del flujo de percepciones sensoriales con el que nos encontramos
en la vida diaria. Lo que está presente en nuestra conciencia no es el ob­
jeto mismo o una representación del objeto, sino la experiencia del acto
intencional. La otra piedra angular del pensamiento de Husserl es su idea
de intuición (Anschauung) y el concepto relacionado Wesensschau. El tér­
mino alemán Anschauung, normalmente traducido, un tanto equivoca­
damente, como «intuición», está relacionado con la visión y ver. Husserl,
en cambio, lo usa para designar una facultad de algún modo diferente a
la visión o a la percepción sensorial en general. En la teoría fenomenoló-
gica, la intuición nos permite percibir esencias, no sólo cualidades empí­
ricas. Si limitáramos la percepción a aspectos empíricos, nuestro conoci­
miento sería siempre contingente, y el objetivo de Husserl era garantizar
un conocimiento que fuera estable, (unto a la intuición de los sentidos,
Husserl postula una intuición categórica o ideal. Podemos comprender
mejor por qué hace esto si consideramos ciertos conceptos abstractos
como «número», «unidad» o «similitud». Aunque nunca podemos perci­
birlos con nuestros sentidos, podemos obtener un conocimiento comple­
to de ellos intuitivamente. El objetivo de la fenomenología puede verse
como la Wesensscbau o la percepción de esencias.
Para aplicar intuiciones fenomenológicas y obtener un conocimiento
genuino, Husserl propuso una serie de «reducciones». La actitud natural
con la que encontramos el mundo a diario debe ponerse en suspenso de
modo que podamos aclarar el camino para un conocimiento esencial, sin
presuposiciones. Para la reducción fenomenológica Husserl emplea a ve­
ces la palabra epoché, tomada de la filosofía escéptica antigua. La epoché
puede concebirse compuesta por cuatro elementos:
328 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

1. Paréntesis histórico: toda opinión o presupuesto que hayamos acu­


mulado en tanto que seres históricos debe excluirse.
2. Paréntesis existencial: la existencia misma del objeto intuido y la
existencia del ego que la intuye deben eliminarse también como espurios
para el conocimiento. Puede obtenerse conocimiento de esencias tanto
de objetos inexistentes (por ejemplo, productos de la fantasía) como de
objetos existentes.
3. Reducción eidética: esto implica poner entre paréntesis todo lo indi­
vidual, el movimiento desde los hechos particulares a las esencias generales.
4. Reducción fenomenológica (también denominada reducción trans­
cendental): esta etapa separa los fenómenos de los aspectos que no les son
propios, dejándonos sólo con lo que es absolutamente cierto. Nos despla­
zamos así de la simple conciencia y lo dado a la conciencia pura de los fe­
nómenos transcendentales.

El método fenomenológico de Husserl intenta ofrecernos un ámbito


de conocimiento constante y externo aislado de todas las fluctuaciones
culturales, históricas, sociales y existenciales.
La dimensión atemporal del procedimiento fenomenológico fue ataca­
da por un alumno de Husserl, Martín Heidegger (1889-1976). En Sein
und Zeit {Sery tiempo, Madrid, Trotta, 2003) se mantiene que la esencia
misma de la existencia humana es ser-en-el-mundo. Tal vez bajo la in­
fluencia de Heidegger, o quizá como resultado de su incesante refina­
miento metodológico, Husserl parece haber ampliado su enfoque durante
sus últimos años de vida. En La crisis de las ciencias europeas y en manus­
critos posteriores, la mayoría de los cuales sólo salieron a la luz tras la
muerte de Husserl en 1937, las nociones de «entorno, mundo envolvente»
(Umiuelt) y, más importante, «mundo de la vida» (Lebenswelt) ocupan un
lugar central. De hecho, fenomenólogos existencialistas como Merleau-
Ponty (1908-1961) consideran la idea de Lebensivelt como una de las con­
tribuciones más importantes de Husserl. Sin embargo, cuando Husserl
aboga por el estudio del mundo de la vida no se refiere al mundo exterior,
formalmente excluido por la reducción fenomenológica. Más bien, el
mundo de la vida designa la estructura pre-reflexiva en la que está sumida
la conciencia o que la rodea; es como un horizonte dentro del que opera­
mos, pero que no es aparente para el pensamiento normal. Es «objetivo»
sólo en el sentido de que escapa a la pura subjetividad, guiando e influ­
yendo la dirección de la conciencia. Para Husserl era un concepto impor­
tante en relación con sus reflexiones acerca de la historia europea, ya que
percibía que el método naturalista de las ciencias socavaba el mundo de la
vida. Este no nos es accesible naturalmente, ya que, análogo a las esencias,
es accesible sólo mediante la reducción. De hecho, Husserl sugiere que el
mundo de la vida es el fundamento último de todo nuestro conocimiento
teórico, incluyendo el de las ciencias naturales.
FENOMENOLOGÍA 329

La primera estética fenomenológica

Waldemar Conrad (1878-1915) fue el primer miembro del movi­


miento fenomenológico en aplicar las ideas filosóficas desarrolladas por
Husserl a la disciplina estética. En un estudio tripartito titulado «Der ás-
chetische Gegenstand» («El objeto estético», 1908-1909), esboza un enfo­
que fenomenológico de las obras de arte e ilustra su método con observa­
ciones sobre música, poesía y las artes pictóricas. De la filosofía de
Husserl toma tres principios de especial importancia metodológica: 1) la
ausencia de presupuestos, 2) la descripción de objetos ideales más que de
objetos individuales empíricos, y 3) la restricción del enfoque que uno
hace en sus observaciones. Entre éstos, el segundo es el más importante
para comprender la empresa acometida por Conrad. Si hablamos de un
poema particular, el poema al que nos referimos no es un ejemplo de de­
clamación o escritura individual sino, según Conrad, un objeto ideal, y al
intentar describir este objeto fenomenológicamente, no ignoramos o ex­
cluimos su condición individual, sino que más bien intentamos aislar los
aspectos esenciales del poema. En la sección de su estudio en la que trata
de la poesía, Conrad comienza con un análisis de la palabra, apoyándose
fundamentalmente en el análisis que Husserl hace de la expresión y el sig­
nificado, para concluir con observaciones sobre el poema «Ungeduld»
(«Impaciencia»), de Wilhelm Míiller. Conrad se da cuenta de que el as­
pecto más importante en el uso cotidiano del lenguaje, el objeto al que se
refiere el lenguaje, queda ensombrecido en el objeto estético por el signi­
ficado y la expresión. Conrad también sugiere otras dos posibles direc­
ciones para una estética fenomenológica: en lugar de atender al objeto es­
tético, podría iniciarse una descripción del lado subjetivo del fenómeno
estético, los efectos del arte en el sujeto individual; una segunda posibili­
dad sugerida por Conrad es concentrarse en las formas ideales de los dis­
tintos géneros. Esta tarea fenomenológica culminaría con la descripción
de la esencia del arte.
La descripción según la cual la estética fenomenológica tiene una cara
objetiva que trata el objeto estético y una dimensión subjetiva que examina
las respuestas y los efectos es el fundamento del trabajo de Moritz Geiger
(1880-1937), un teórico prácticamente olvidado durante medio siglo, pero
redescubierto durante la década de 1970 de la mano de las actividades crí­
ticas de la teoría de la recepción de la Escuela de Constanza. De hecho, una
de las primeras y más destacadas contribuciones de la fenomenología exa­
mina la noción de placer estético (Genufí). Geiger no opera ni inductiva ni
deductivamente, sino intuitivamente con la intención de establecer si hay
características que separan el placer de otros conceptos relacionados, como
el disfrute (Gefallen), el deleite (Freude) o el deseo (Lust). El aspecto más
decisivo para Geiger es el reconocimiento de que el placer estético es una
variante de la noción más general de placer, de donde parre para determi­
330 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

nar qué es lo que implica ese fenómeno subjetivo. Geiger define una serie
de cualidades que distinguen el placer de otras sensaciones. Primero, el pla­
cer no está motivado: está separado de la voluntad, del empeño y de la
emoción. En este sentido, se caracteriza por una pasividad casi pura de re­
cepción. Aunque de acuerdo con la teoría fenomenológica de la intencio­
nalidad estamos dirigidos hacia el objeto, al experimentar placer permiti­
mos al objeto que actúe sobre nosotros. La relación del ego con el objeto es
de entrega (Hingabe). Finalmente, según Geiger, el placer se centra en el
ego, el placer nunca puede ser algo fuera u opuesto al ego. El placer estéti­
co se revela como una forma pura de placer, asociado con la distancia, el
desinterés y la profundidad. Es definido como «placer en la desinteresada
contemplación de la totalidad del objeto»1.
En un trabajo posterior, la colección de ensayos Zugange zur Asthetik
{Cuestiones de estética, 1928), Geiger expone su concepción de la estética
fenomenológica en términos más generales. Geiger cita tres modos en
que podemos concebir la estética: como una ciencia autónoma, como
una rama de la filosofía y como una área para la aplicación de otras cien­
cias. La preferencia de Geiger por la primera de estas opciones es obvia.
Según él, la estética tiene la función de tratar con el valor estético, que,
por su parte, no es algo que se encuentre en el objeto en la realidad, sino
en el fenómeno, estético. Cuando Geiger dice que debemos prestar aten­
ción al reino de los fenómenos, no quiere decir que haya una substancia
nouménica o esencial que estemos abstrayendo, más bien tratamos con
fenómenos porque no hay otra cosa. La estética se preocupa, por tanto,
por las esencias generales, no por objetos particulares. Los efectos del arte
tampoco son importantes, ya que nuestra tarea es extraer principios ge­
nerales de fenómenos particulares. Geiger se distancia así de las teorías es­
téticas psicológicas tan populares al comienzo del siglo XX. En este senti­
do, su discusión de la concentración interna y externa (Innen und
Aufíenkonzentration) es especialmente interesante. En pasajes similares a
los que se encuentran en la obra de T. S. Eliot, Geiger se rebela contra los
tendentes al romanticismo, la puerilidad, el sentimentalismo, la anti-in-
telectualidad y la irracionalidad por juzgar el arte relacionándolo con los
sentimientos propios. Rechazando esta concentración de reacciones in­
ternas, Geiger defiende que sólo la Aufíenkonzentration es la actitud espe­
cíficamente estética. La experiencia estética debe tener un profundo efec­
to en el ego, elevándolo a esferas distantes de la vida cotidiana, aunque ya
la propia relación con un fenómeno estético implica un distanciamiento
que nos permite captarlo en sus características estructurales esenciales.

1 «GenuB im uninteressierten Betrachcen der Fülle des Gegenscandes» (Moricz


Geiger, «Beitrage zur Phanomcnologie des ásthctischcn Genusses», Jahrbucb fur Phi-
losophie undphünomenologische Forschung 1 (1913), p. 663).
FENOMENOLOGÍA 331

Román Ingarden

El discípulo de Husserl más destacado que trató cuestiones relaciona­


das con la estética fue Román Ingarden. Como la mayoría de sus colegas,
Ingarden se interesaba en estos asuntos por sus implicaciones filosóficas.
Así, su especial interés en la literatura proviene de la convicción de que
las obras de arte literarias ofrecen a la fenomenología una oportunidad
teórica única. La teoría del idealismo trascendental de Husserl había que­
rido demostrar que el mundo real consiste en objetividades intencionales
que tienen sus orígenes en la pura conciencia. Como el propio Ingarden
escribe en la introducción original de Das literarische Kunstwerk {La obra
de arte literaria, 1930), la obra de arte literaria le ofrece un objeto cuya
estructura intencional queda fuera de toda duda, por lo que le permite
investigar y criticar los presupuestos centrales de la fenomenología de
Husserl. Particularmente, la obra de arte literaria destaca los problemas
que surgen del conflicto entre el realismo y el idealismo. Parecería que to­
dos los objetos pueden clasificarse como reales o ideales: las cosas que nos
encontramos en el mundo empírico -escritorios, lápices, libros, etc.— son
reales, existen en el espacio y en el tiempo; por el contrario, los objetos
que construimos como abstracciones, por ejemplo, los círculos, los cua­
drados, o cualquiera de los incontables nombres abstractos, son ideales,
dado que son capaces de cambiar con cada lector e incluso para el mismo
lector en momentos diferentes. El estudio fenomenológico de la literatu­
ra trae a colación distintas cuestiones acerca de límites, una idea presente
en el subtítulo de la obra de Ingarden, «Una investigación sobre los lími­
tes de la ontología, la lógica y la ciencia literaria», que capta adecuada­
mente ese aspecto que interesa a su autor.

Los estratos de la obra literaria

Al igual que fenomenólogos anteriores, Ingarden reniega de la psicolo­


gía y recurre al método intuitivo. En Das literarische Kunstwerk [la obra de
arte literaria] está especialmente interesado en investigar la estructura ideal
de la obra literaria. La considera como una formación ontológicamente
heterónoma: no está ni determinada ni es autónoma, a diferencia de los
objetos reales e ideales, aunque bastante dependientes de un acto de con­
ciencia. Aunque se origina en la mente de un autor, su existencia depende
de la palabra real que compone el texto y de los significados ideales que
pueden derivarse de los enunciados del autor. Además, Ingarden mantiene
que la obra literaria consiste en un número de capas o niveles bien defini­
dos. El primer nivel comprende la materia prima de la literatura, las «pa­
labras-sonidos» (Wortlaute) y las formaciones fonéticas construidas sobre
ellas. Aquí no sólo nos encontramos con las configuraciones sonoras que
FENOMENOLOGÍA 335

de unos seis años. Sin embargo, al menos en teoría, el texto no podría eli­
minar todas las indeterminaciones. Cada obra literaria -de hecho, cada
objeto representado y cada aspecto- posee un número infinito de indeter­
minaciones.
La indeterminación y su eliminación desempeñan un papel central en
el retrato que Ingarden hace del proceso de lectura. Según él, interactua­
mos con la obra literaria de distintos modos y en distintos niveles. Nues­
tra cognición, sostiene Ingarden, se relaciona activamente con el conjunto
de niveles de la obra. El nivel de las palabras y sonidos puede manifestar­
se mediante la declamación o mediante la lectura en silencio. Igualmen­
te, las lecturas individuales, si son competentes, difícilmente podrán evi­
tar actualizar una buena porción de las unidades de significado. Lagunas
en el orden de la secuencia, la denominada segunda dimensión temporal
de la obra literaria también, necesita ser satisfecha para que el texto tenga
sentido. De hecho, si queremos aproximar el mundo representado al
mundo real, entonces el lector tendrá que rellenar las lagunas del texto.
Aunque quizá la actividad más importante que acometen los lectores im­
plica completar las indeterminaciones, las lagunas o los aspectos esque­
máticos del texto. Ingarden designa habitualmente esta actividad como
«concretización», aunque también utiliza este término, especialmente en
Das literarische Kunstiuerk, para distinguir la percepción de la obra de su
subestructura, para separar el objeto estético del artefacto. En un sentido
limitado, la concretización designa cualquier «determinación comple­
mentaria» cualquier iniciativa emprendida por
el lector para concretar las indeterminaciones (Von Erkennen...). Aunque
esta actividad a veces no se lleva a cabo conscientemente, se trata de una
parte esencial de la aprehensión de la obra de arte literaria. Sin la concre­
tización, la obra literaria y su mundo representado no superarían su con­
dición de estructura esquemática. Ni el texto ni el lector pueden dictar
completamente el resultado, dado que hay un número infinito de posi­
bles concretizaciones para cada indeterminación, aunque el texto provea
límites dentro de los que el lector debe operar imaginativamente. De he­
cho, Ingarden subraya que la tarea de concretización requiere de creativi­
dad al igual que de habilidad y claridad. La variación en las concretiza­
ciones puede estar influenciada por factores externos e internos: dado
que la concretización es una actividad individual, las experiencias perso­
nales, los estados de ánimo y un amplio conjunto de contingencias pue­
den influir en el resultado final. Nunca hay dos concretizaciones idénti­
cas, incluso cuando son el producto del mismo lector que lee el mismo
texto en las mismas circunstancias.
En un sentido más amplio, Ingarden emplea el término «concretiza­
ción» para designar el resultado de actualizar las potencialidades, objetifi-
cando las unidades de significado y rellenando las indeterminaciones de
un texto determinado. Para que no nos confundamos con el primer uso
336 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

del termino (la actualización de aspectos particulares del texto), debemos


adoptar la palabra «concreción» para referirnos a esta realización más am­
plia de potencialidades. La concreción tiene lugar cuando los aspectos
obtienen un cierto grado de concreción. Esta puede ser aprehendida
como una experiencia perceptiva (por ejemplo, cuando se lleva a cabo un
juego) o como una experiencia imaginativa (como cuando se recita un
poema). Es imaginativa cuando un individuo lee un texto. Dada su pro­
pia naturaleza, la concreción tiene una condición dual: por una parte, es
el producto del lector y su existencia está condicionada por las experien­
cias correspondientes del lector -aunque Ingarden se preocupa por dis­
tinguir entre las concreciones individuales y las experiencias subjetivas de
la aprehensión—; por otra parte, la concreción está determinada por las
estructuras y esquemas que Ingarden ha considerado y, por tanto, posee
«su segunda base óncica (Seinsfundament) en la obra literaria misma». Pol­
lo que respecta a la experiencia de la aprehensión de una concreción es
simplemente tan transcendente como la obra misma4. Sin embargo, aun­
que el número de concreciones de cualquier obra es infinito, ésta es inva­
riable. Ingarden introduce una tajante división teórica entre la estructura
estable de la obra, el nivel y las dimensiones referidas más arriba, y lo que
el lector hace al actualizar esa estructura en el acto de lectura.

Las variedades de la cognición

Aunque la concretización de una obra literaria puede implicar la ex­


periencia estética, ésta es sólo una de las cuatro alternativas. Ingarden dis­
tingue primero entre dos tipos de experiencias de lectura: la experiencia
que no es estética, también denominada extraestética, y la experiencia es­
tética misma. Ejemplos de la primera variedad de experiencia se encuen­
tran cuando alguien lee para matar el tiempo, por diversión, para hacerse
culturalmente más sofisticado o para conocer las costumbres sociales de
una época determinada. Una experiencia genuinamente estética no de­
pende sólo de la obra, sino que la misma obra es capaz de dar lugar a una
experiencia estética o no. La primera parece depender de nuestra habili­
dad y disposición para asumir una actitud específicamente estética (en
tanto que distinta de las actitudes prácticas o investigadoras). En la acti­
tud práctica nos disponemos a cambiar algo en el mundo real; en la in­
vestigadora buscamos algún conocimiento acerca del mundo. La actitud
estética conlleva un reconocimiento de que los objetos representados no

4 «Zugleich liar sie [die Konkrecisacion] ihr zweites Seinsfundament in dem lite-
rarischen Wcrkc selbst und ist andcrcrseits den Erfassungscrlebnissen gegcnüber
ebenso transzendent wie das literarische Werk selbst» (Das literarische Kunstwerk).
FENOMENOLOGÍA 337

son reales, que el mundo intuido creado por nuestra concretización es


distinto de la realidad exterior, aunque esté relacionado con él. Al perci­
bir un objeto con una actitud estética, debemos entrar en un proceso
afectivo diferente y crear un objeto estético armonioso, que para la litera­
tura es idéntico a la concreción, que es el producto final de una aprehen­
sión propiamente estética de la obra literaria.
Junto a estos dos tipos de cognición, Ingarden presenta otros dos mo­
dos que parecen más analíticos y apropiados para la actividad académica.
La investigación pre-estética de la obra literaria se interesa por su subes­
tructura, es decir, por esos elementos de la obra de arre independientes de
la experiencia estética. En contraste con la concreción, que es el producto
de nuestra experiencia tanto estética como no estética, Ingarden emplea la
palabra «reconstrucción» para nombrar los resultados de la investigación
pre-estética. En este nivel de análisis, los investigadores identifican los lu­
gares de indeterminación, estipulando los márgenes que define el texto
para satisfacerlos, y determinan la posibilidad de generar concreciones es­
téticamente valiosas. La reconstrucción nos permite obtener conocimien­
to objetivo de la obra literaria, por lo que, en teoría, somos capaces de al­
canzar un acuerdo absoluto de esas estructuras que constituyen el armazón
interno de una obra literaria. Ingarden denomina al último modo de cog­
nición «estético-reflexivo», lo que puede entenderse mejor como una re­
flexión sobre los objetos estéticos ya constituidos que experimentamos
(posiblemente) como el producto del proceso de concreción. Ingarden su­
giere que podemos proceder de dos modos: podemos conocer partes de la
obra, interrumpiendo el proceso de lectura, o intentar llevar a cabo una
cognición estético-reflexiva durante la experiencia estética. Ambas opcio­
nes tienen inconvenientes, pero cualquiera de ellas sirve como fundamen­
to para una estimación del valor estético, la función principal de la cogni­
ción estético-reflexiva. A diferencia de la cognición pre-estética, la
cognición estético-reflexiva depende de una emoción estética, que nos
brinda un acceso directo a lo que es estéticamente valioso o a los valores
estéticos de la obra.

La concretización adecuada, la harmonía y los valores


metafísicos

La teoría de la obra de arte de Ingarden y su realización por parte del


lector tiene su punto más vulnerable en su descuidado recurso a la deter­
minación. En general, su obra es un intento por dar cuenta de la gran va­
riación en las respuestas individuales al mismo texto literario utilizando
la noción de concretización y concreción. Sin embargo, aunque coinci­
damos con Ingarden en que las concreciones de una determinada obra
difieren de un lector a otro, incluso de una lectura a otra, no hay razón
338 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

alguna para que pensemos que sea posible el acuerdo absoluto respecto a
las estructuras que permiten y condicionan estas concreciones. Aunque
podamos estar de acuerdo en que existen algunas estructuras estables -no
puede negarse la identidad de los signos gráficos en una página—, de ahí
no se sigue que esta estructura sea inmune a los mismos tipos de contin­
gencias que afectan a las concretizaciones. Ingarden no ofrece ninguna
regla con la que se pueda decidir si hay indeterminación o cuál es su al­
cance o naturaleza. De hecho, si la indeterminación de un texto es infini­
ta, el nivel de reconstrucción del que habla Ingarden y el hipotético
acuerdo entre especialistas acerca de las estructuras objetivas serían impo­
sibles de alcanzar. Ingarden ha llevado el problema de la determinación
del ámbito de la objetividad representada al del nivel de la estructura y
reconstrucción de la obra estética, pero definiendo la estructura de la
obra literaria en términos de potenciales que pueden desarrollarse de una
infinidad de maneras se niega la propia determinación que Ingarden pos­
tula como fundamento de la concretización.
En relación con la determinación, Ingarden duda ocasionalmente
cuando aborda la cuestión de la concretización. Aunque Ingarden permi­
te innumerables concretizaciones, cuando trata la cuestión del valor esté­
tico, introduce la idea de concretización «adecuada» o «inadecuada». Para
que la concretización de una experiencia estética sea adecuada tiene que
adecuarse a tres criterios: 1) debe basarse en una reconstrucción fiel y pre­
cisa de la obra; 2) debe mantenerse dentro de los límites fijados explícita
e implícitamente por la subestructura; 3) debe ser «tan “similar”, tan
“cercana” a la obra de arte como sea posible»5. Ingarden reconoce la difi­
cultad que estos criterios, particularmente el último, presentan para su
teoría. Obviamente, la noción de proximidad a la obra carece de sentido
en al menos un nivel, ya que toda la teoría de Ingarden mantiene que la
obra consiste en un esquema que debe ser completado por el lector. Por
esto no podemos hablar de una concretización como más cercana a la
obra que otra, ya que no hay nada concreto a lo que aproximarse. Ade­
más, es difícil ver cómo podemos establecer una medida para la adecua­
ción de las concretizaciones.
Dado que sólo una teoría orientada a la respuesta del lector completa­
mente subjetiva puede eliminar del rodo la noción de adecuación, tal vez
prefiramos aceptar el problema de Ingarden como una cuestión aún irre­
suelta. Una dificultad más seria surge, en cambio, en el modo como In­
garden ajusta concretizaciones para satisfacer ciertos valores literarios tra­
dicionales. Podemos trazar este prejuicio normativo o «clásico» al releer la
descripción de la subestructura de la obra literaria. Aunque en ocasiones

5 «Dem Wcrk móglischt “vcrwandt” ist, ihm “nahe stcht”» Erkennen des li-
terarischen Kunstwerks).
FENOMENOLOGÍA 339

Ingarden emprende la tarea de incorporar los movimientos literarios mo­


dernos en su marco teórico, la preponderancia terminológica y de ejem­
plos del canon tradicional no puede significar una mera desatención,
sino la absoluta exclusión de obras que no sean realistas o miméticas. La
concepción que tiene Ingarden de la obra de literatura está asociada con
términos tan marcados como «harmonía», «polifonía» o «unidad» (Das
literarische Kunstwerk); del mismo modo que su discusión de la actitud
estética y de la experiencia estética se apoya en nociones totalmente aso­
ciadas con la poética tradicional. Esta tendencia a postular una norma
clásica para la obra y su recepción es más evidente en las observaciones de
Ingarden sobre las cualidades metafísicas, como lo trágico o lo sublime,
que, cree él, se manifiestan en las obras literarias de orden superior. La
inadecuación de la concretización viene a equipararse con la incapacidad
o indisposición por parte del lector de realizar la obra en su totalidad con
sus cualidades metafísicas concomitantes. La perfección en arte se asocia
con una harmonía polifónica y con la expresión de una esencia más que
con la disonancia, el conflicto o el cuestionamiento de las «esencias» tra­
dicionales. La inicial receptividad de Ingarden a la respuesta subjetiva en
el nivel de la obra de arte parece, por tanto, estar negada por la proclama
a favor de unas estructuras objetivas subyacentes y la suscripción de un
prejuicio evaluativo conformado por normas clásicas.

La «obra de arte» de Heidegger

Las teorías estéticas de Martín Heidegger están relacionadas más va­


gamente con el proyecto fenomenológico que las de Conrad Geiger o In­
garden. En Ser y Tiempo, Heidegger decide que la fenomenología está in­
separablemente entretejida con la hermenéutica (véase el capítulo 9)-
Dado que los fenómenos no son inmediatamente aparentes, requieren
una interpretación. Sin embargo, el objetivo de la fenomenología es en
última instancia acceder al reino de Ser mediante la investigación del Da­
sein [ser-ahí]. Por tanto, la fenomenología es un proyecto tanto ontológi-
co como hermeneútico. En los últimos escritos de Heidegger, incluidos
los dedicados al lenguaje y al arte, el término «fenomenología», en cam­
bio, deja de desempeñar un papel central. En «El origen de la obra de
arte», la obra donde Heidegger aborda con mayor amplitud la teoría es­
tética, a la par que una obra de transición entre su primera y su última
etapa, mantiene ciertas preocupaciones ontológicas, pero ya no están
acuñadas en términos fenomenológicos. Su interés principal pasa por in­
dagar las relaciones entre arte y verdad. Heidegger comienza señalando
que el origen de la obra de arte no puede ser el artista o el creador de la
obra, ya que la consideración de cualquier obra como obra de arte impli­
ca nuestro reconocimiento de su creador como artista. La noción de arre
FENOMENOLOGÍA 341

pura y a una filosofíafenomenológica, la fenomenología francesa ha tenido


un perfil mitológico y existencial influido decisivamente por el último
Husserl y la obra de Max Scheler y Heidegger. La influencia de Scheler
fue especialmente poderosa entre los intelectuales católicos franceses: su
libro Vom Etuigen im Menseben (1921; De lo eterno en el hombre, Madrid,
Encuentro, 2007), que se interesaba en la reconstrucción de los valores
europeos, tuvo muy buena acogida; de hecho, el mismo fue uno de los
primeros fenomenólogos alemanes de importancia en visitar Francia en
1924. La influencia de Heidegger fue mayor. Su obra principal, Ser y
tiempo, era percibida como el desarrollo lógico del pensamiento de Hus­
serl, por lo que muchos de los primeros entusiastas de la fenomenología
en Francia concibieron el pensamiento de Heidegger y Husserl como
parte de un mismo proyecto. La obra y actividades de Emmanue! Lévinas
son ejemplares en esta fusión de Heidegger y Husserl. Lévinas es hoy más
conocido por su libro sobre la teoría de la intuición de Husserl (aunque
también tradujera a medias las Meditaciones cartesianas). Sin embargo,
también desempeñó un papel muy importante en la popularización del
pensamiento de Heidegger, que consideraba absolutamente compatible
con el de Husserl. Lévinas asistió a las clases de Heidegger en Friburgo
en 1928-1929, y fue uno de los primeros en escribir sobre la filosofía del
Ser de Heidegger a principios de la década de 1930. A él y a otros miem­
bros de su generación se debe la sencilla, pero de algún modo confusa,
identificación del riguroso método fenomenológico con el proyecto onto­
lógico y existencial de Heidegger. El resultado de ello es que lo que los fran­
ceses han denominado fenomenología frecuentemente se parece al existen-
cialismo. Dos de los fenomenólogos franceses más destacados, Gabriel
Marcel (1889-1973) y Jean-Paul Sartre (1905-1980), son más conocidos
por sus posturas existencialistas, el primero por su «existencialismo cris­
tiano», este último por su existencialismo marxista políticamente más
militante. De hecho, el opus magnum de la obra filosófica de Sartre, Letre
et le néant (1943, El ser y la nada), lleva el subtítulo «Un ensayo de feno­
menología ontológica». Puede que los franceses hubieran reconocido a
Husserl como al fundador de la fenomenología y como su primer teóri­
co, pero en la década de 1930, cuando el movimiento fenomenológico se
asentó en Francia, esta rama de la investigación filosófica tenía una pers­
pectiva más amplia que la de su versión alemana.
A diferencia de Alemania, donde el auge del nacionalsocialismo en
1933 puso fin a la carrera e influencia de Husserl y muchos de sus discípu­
los, la fenomenología floreció de distintos modos en Francia durante el pe­
riodo de entreguerras. Merleau-Ponty, la persona más consistentemente
identificada con la fenomenología francesa durante la posguerra, es tam­
bién el teórico que se apoyó más directamente en fuentes alemanas, espe­
cialmente en el trabajo del último Husserl. Merleau-Ponty se sintió atraído
por la fenomenología porque ésta superaba dos tradiciones intelectuales
342 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

igualmente obstinadas: la fenomenología es una alternativa al objetivismo


de las ciencias naturales tradicionales y al subjetivismo asociado con la tra­
dición cartesiana. Al oponerse a esta última tradición, Merleau-Ponty se
aleja de la fenomenología alemana dominante y se distancia del Husserl de
las Meditaciones cartesianas y de la herencia cartesiana de Sartre en El ser y la
nada. A pesar de esto, Merleau-Ponty siente que su trabajo es compatible
con la fenomenología, ya que suscribe nociones propuestas por Husserl en
sus últimos escritos y muchos aspectos de la obra de Heidegger. En general,
Merleau-Ponty no estaba interesado en investigar la esencia de las cosas,
como hizo Husserl en sus primeros trabajos, sino con el «mundo de la vida»
de La crisis de las ciencias europeas y sus notas postumas. Rechaza, por tan­
to, la puesta entre paréntesis del mundo y considera que nuestro ser está
siempre dentro de los límites del mundo (L'Étre-au-monde). Este enfoque
puede compararse con el desplazamiento que tiene lugar en el existencialis-
mo del interés por las esencias a la preocupación por la existencia.
Sin embargo, en el pensamiento de Merleau-Ponty, la existencia está
íntimamente conectada con su insistencia en la «primacía de la percep­
ción». Aunque la dependencia de percepción se postula bastante obvia­
mente como una provocación al rechazo que hace Descartes de los senti­
dos por no ser fiables, Merleau-Ponty ni suscribe una ¡nocente noción
empírica, ni considera la percepción indiscutible. Más bien, Merleau-
Ponty cree que la percepción es el fundamento último del ser y de todos
los modos de conciencia. Panto el pensamiento científico como la filoso­
fía racionalista/subjetiva se basan en la percepción, pero la percepción no
se concibe como el acto de un sujeto soberano que capta un mundo de
objetos independiente. Según Merleau-Ponty, el sujeto y el objeto, la con­
ciencia y el mundo, se determinan mutua y recíprocamente. El terreno en
el que filosofa es el «entre-deux», ni el sujeto ni el objeto, ni el para-sí ni el
en-sí de Sartre; el cuerpo como perceptor y percibido asume un papel cen­
tral en su discurso filosófico. El cogito cartesiano no se rechaza absoluta­
mente, pero ya no está en el centro de la investigación filosófica.
Merleau-Ponty ni desarrolló un sistema estético ni escribió un exten­
so tratado de crítica literaria. Sin embargo, especialmente en sus últimos
trabajos, abordó cuestiones relacionadas con el arte y la estética. El últi­
mo artículo que publicó en vida, «L'oeil et Pesprit» [«El ojo y el espíritu»],
es una reflexión fenomenológica sobre la pintura. Merleau-Ponty man­
tiene que la ciencia manipula cosas, mientras que el arte, especialmente la
pintura, cohabita o vive con ellas. Para Merleau-Ponty, la pintura es la ac­
tividad fenomenológica prototípica. La pintura revela los medios visibles
e invisibles que hacen posible que los objetos aparezcan ante nuestros
ojos, que los hacen perceptibles. En el artículo «Le langage indirect et les
voix du silence» («El lenguaje indirecto y las voces del silencio»), su pro­
nunciamiento más completo y maduro sobre el lenguaje, Merleau-Ponty
vincula la técnica del pintor con la del escritor. Merleau-Ponty rechaza la
346 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

sus últimos libros, La poétique de léspace {La poética del espacio, 1957) y La
poétique de la réverie {La poética de la ensoñaciém, 1961), son las mejores
ilustraciones de su adaptación de la fenomenología a los estudios literarios.
A diferencia de los escritos de Bachelard, la obra de Maurice Blanchot
(1907-2003) nunca ha sido conscientemente fenomenológica, aunque es
obvio que tiene conexiones con el pensamiento fenomenológico, espe­
cialmente con la obra de Heidegger. Blanchot es novelista, a la vez que
crítico literario, más que un teórico de la literatura, aunque la mayoría de
sus ensayos sobre obras literarias específicas sean punto de partida para
reflexiones sobre asuntos filosóficos más generales, especialmente sobre la
naturaleza del lenguaje. En comparación con teóricos de la estética feno­
menológica, quienes tienden a concebir la obra de arte literaria como el
producto de un mundo en la conciencia del lector, Blanchot subraya la
autonomía lingüística y la prioridad ontológica del texto. En cierto senti­
do, la obra literaria es el producto de dos subjetividades o intenciones en­
frentadas, la del autor y la del lector. Sin embargo, desde la perspectiva de
la escritura, la obra es una proyección de la conciencia que nunca está
acabada, ya que está destinada a otro tiempo y lugar. De hecho, Blanchot
indica que el escritor está siempre enajenado de su creación, que pertene­
ce a un mundo que siempre precede a la obra. Desde la perspectiva de la
lectura, la obra está completa, pero no porque el lector añada algo a lo
que ya existe. Blanchot pone énfasis en el hecho de que la lectura no
cambia nada; más bien, permite que el texto venga a la existencia, para
escribirse o ser escrito, para afirmar su independencia del escritor y el lec­
tor. Para Blanchot, una obra literaria funciona para destruir o minar las
subjetividades que aparentan constituirla. En última instancia, se trata
del resultado de una acto impersonal, señalando persistentemente las au­
sencias evocadas por su esencia lingüística.
La obra de George Bataille (1897-1962) es quizás aún menos obvia­
mente fenomenológica que la de Bachelard o Blanchot. Al igual que este
último, Bataille es un escritor de belles lettres y frecuentemente trata de la li­
teratura en el contexto más amplio de la filosofía. Del mismo modo que
Bachelard, parece estar buscando constantes antropológicas en la mente
humana que constituyan el horizonte del pensamiento científico. Vincula­
do en su juventud con el movimiento surrealista, Bataille se convirtió rápi­
damente en uno de los críticos más influyentes de la escena intelectual
francesa. Devino una de las voces opositoras por excelencia, defendiendo
nociones transgresoras como el crimen y el mal contra la hegemonía de la
razón. Su pensamiento tiene dos conexiones con la fenomenología. Prime­
ro, puede considerarse un contrincante del discurso del espíritu absoluto
expuesto en la Fenómeno logia del espíritu de Hegcl. Bataille participó en el
renacimiento hegeliano en Francia durante la década de 1930 y parece ha­
ber admirado la dialéctica hegeliana, pero continuamente intenta preservar
los momentos negativos que son recuperados en la Aufhebung (superación.
FENOMENOLOGÍA 347

supresión). Segundo, y relacionado con estos momentos negativos, la obra


de Bataille puede leerse como un intento de examinar el «mundo de la vida»
de la razón humana. Su interés en el misticismo, la etnología y las culturas
primitivas, su visión de la poesía como transgresora del lenguaje ordinario,
su estudio del erotismo y la muerte, su fascinación por excéntricos sexuales
e intelectuales como Sade y Nietzsche, todo indica un interés por examinar
las fronteras de la existencia humana.

La Escuela de Ginebra

La Escuela de Ginebra se ha asociado especialmente con la fenome­


nología. Menos interesada en la estética que Ingarden o Dufrenne, y me­
nos preocupada por la especulación filosófica que Bachelard o Blanchot,
los miembros de esta escuela se han concentrado en la crítica más con­
vencional. Aquí se incluyen Marcel Raymond (1897), Albert Béguin
(1901-1957), Georges Poulet (1902-1991), Jean Rousset (1910), Jean-
Pierre Richard (1922) y Jean Starobinski (1920). El nombre de la escue­
la se debe al hecho de que todos, a excepción de Poulet y Richard, habían
tenido algún tipo de relación con la Universidad de Ginebra. Los críticos
estadounidenses J. Hillis Miller (1928), en sus primeros trabajos, Paúl
Brodtkorb (1930) y el germano-suizo Emil Staiger (1908-87) también se
incluyen ocasionalmente como simpatizantes de la escuela. Los intereses
de ésta giran en torno a una noción de la literatura como mediadora de
otro mundo o de objetividades experimentadas por el autor; los críticos de
la Escuela de Ginebra conciben frecuentemente la literatura como una ma­
nifestación de la conciencia del autor que el crítico intenta comprender. Al
igual que Wilhelm Dilthey (1883-191 1), intentan duplicar la mente del
escritor. A diferencia del método psicológico de éste, aquellos optan por un
enfoque fenomenológico. Así, en un gesto que recuerda a Husserl y su idea
de epoché, ponen el mundo y todas las experiencias subjetivas entre parén­
tesis con la intención de captar la conciencia del autor en su pureza. La crí­
tica deviene así «esencialmente conciencia de la conciencia de otro, la
transposición del universo mental de un autor en el espacio interior de la
mente del crítico» (Miller, «The Geneva School», p. 307).
De Baudelaire au Surréalisme (De Baudelaire al surrealismo, 1933) de
Marcel Raymond es el estudio que inaugura la crítica de la Escuela de Gi­
nebra y, debido a su preeminencia en Ginebra, el propio Raymond pue­
de considerarse el fundador. Un clásico de la crítica contemporánea, el li­
bro de Raymond rechaza el «lansonismo» tradicional, la historia literaria
francesa bajo la ascendencia del estudioso Gustave Lanson (1857-1934),
y propone en cambio una historia de la poesía moderna basada en la apa­
rición de una nueva conciencia de la realidad. Su énfasis en este estudio
recae en el poeta como visionario. En comparación con el poeta clásico,
348 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

quien recurre a la razón o el pensamiento discursivo, el poeta moderno


está interesado en una unidad metafísica de la experiencia interna y el
sentimiento del universo. En este libro yen estudios posteriores acerca de
Jean-Jacques Rousseau, Raymond se interesa en la interioridad de dos
maneras. A diferencia de los métodos biográficos tradicionales, se centra
principalmente en los espacios interiores de la conciencia del autor. Así,
de acuerdo con el New Criticism, que reconoce a Raymond como a uno de
sus precursores, hace que prestemos atención a los productos de la escri­
tura. De hecho, aunque Raymond abraza una noción empática de la lec­
tura en la que la tarea del crítico es identificarse con la conciencia del au­
tor, comparte con los «nuevos críticos» la creencia de que la literatura, y
en particular la poesía, ofrece un tipo particular de conocimiento, distin­
to del conocimiento intelectualizado y objetivo de las ciencias naturales.
Su crítica intuitiva, tendente hacia la irracionalidad, aunque en principio
parece contrastar con las afinidades ultrarracionalistas de Husserl, revela
algo del misticismo localizado en el origen del proyecto fenomenológico.
En realidad, sin nunca haberse librado totalmente del tradicionalismo
que él mismo ayudó a minar, la obra de Raymond puede verse mejor
como la transición del método histórico y positivista hacia una preocu­
pación por la metafísica y la ontología.
Probablemente bajo la influencia de las propensiones metafísicas de
Raymond, Albert Béguin también muestra una desconfianza por los mé­
todos contemporáneos de la crítica, aunque él tampoco sea capaz de des­
hacerse de ellos por completo. Comparte con sus colegas suizos una preo­
cupación por una exploración empática de la conciencia, y su primera y
más importante monografía, Lame romantique et le reve (El alma román­
tica y el sueño, 1937) está dedicado principalmente al espíritu del roman­
ticismo alemán. Lo que le atrae de escritores como Hamann, Novalis,
Tieck y Hoffmann son sus tendencias visionarias. En todos estos escrito­
res detecta una ruptura del sujeto y el objeto, una ambivalencia respecto
al sueño y la realidad, un diálogo entre el mundo material y el metafísico.
Su preferencia por examinar la experiencia mística o intuitiva no debería
confundirse, sin embargo, con un ensalzamiento del misterio y la ambi­
güedad. Como J. Hillis Miller ha señalado, Béguin valora un «estado de
lúcida sorpresa» en el que se siente la presencia concreta del creador y su
creación («The Geneva School», pp. 31 1-312). Su orientación romántica
puede verse en tres mitos que esboza al final de su estudio: el mito del
alma es parte de una reacción contra la tradición racionalista de la Ilus­
tración; el mito del inconsciente pretende relacionarse con una realidad
más fundamental subyacente al pensamiento común y, finalmente, el
mito de la poesía afirma al poeta como alguien que tiene acceso a una di­
mensión de la existencia más humana y profunda. La línea casi religiosa
apreciable en los primeros ensayos de Béguin se convierte en abierta de­
voción con su conversión al catolicismo en 1940. La ocupación literaria
FENOMENOLOGÍA 349

se convierte para él en un personal camino de salvación, y la facilidad con


la que su crítica ontológica de la década de 1930 se convierte en una afir­
mación de la creencia en los años cuarenta y cincuenta de nuevo indica
un posible sustrato místico en el método fenomenológico de la identifi­
cación «simpatética».
Aunque no ocupó cargo alguno en la Universidad de Ginebra, la obra
de Georges Poulet se ha ligado con las proposiciones centrales de esta
rama de la indagación fenomenológica. Bajo la influencia de Raymond y
Béguin, Poulet desarrolló las perspectivas de éstos en un procedimiento
sistemático para el estudio de todos los periodos literarios, aunque evitan­
do su trayectoria metafísica y religiosa. Poulet ha sido también el repre­
sentante más destacado de la escuela en el mundo anglosajón, en parte de­
bido a sus cargos docentes en la Universidad de Edimburgo (1927-1952)
y la John Hopkins University (1952-1957). La mayoría de sus libros son
colecciones de artículos que tratan de autores franceses concretos desde
una perspectiva particular. La primera parte del estudio de varios volú­
menes Etudes sur le temps humain {Estudios sobre el tiempo humano, 1949,
1952, 1964, 1968), por ejemplo, examina la conciencia temporal de au­
tores franceses seleccionados desde el Renacimiento al siglo XX (la edición
inglesa de 1956 incluye incluso algunos bosquejos de escritores estadou­
nidenses como Emerson, Hawthorne, Poe, Thoreau, Melville, Whitman,
Emily Dickinson, Henry James y T. S. Eliot). El segundo volumen, que
lleva como subtítulo La distance intérieure (La distancia interior, 1952), se
centra más en el terreno mental, espacialmente definido, en el que tienen
lugar la literatura y el pensamiento, ¿¿zj- métamorphoses du cercle (Las me­
tamorfosis del circulo, 1961) liga la conciencia a círculos concéntricos alre­
dedor de un punto central. Cada una de estas colecciones aborda, por
tanto, los autores de las obras literarias examinando un aspecto central de
la conciencia, siendo el objetivo final entrar en la mente encarnada en los
textos de escritores individuales.
La pieza clave metodológica del enfoque de Poulet, que ha denomi­
nado «crítica genética», es el cogito. Llevado a la crítica literaria por Ray­
mond, el cogito es la fuente última de la obra literaria, la esencia espiritual
de la que emana el texto. Aunque el término deriva de la filosofía carte­
siana, Poulet lo emplea de un modo ligeramente distinto. Para Descartes,
el cogito representaba la única certeza en un mundo de percepciones en­
gañosas. El cogito era el lugar de la pura conciencia, anterior a cualquier
encuentro con objeto alguno. En los escritos de Poulet, el cogito abando­
na algunos de sus orígenes racionalistas y adquiere un perfil más fenome­
nológico. En primer lugar, es individualizado; cada conciencia tiene sus
propios contornos y texturas, pero Poulet hace la asunción tácita de una
unidad transindividual fundamental a lo largo del tiempo y a través de
distintos trabajos. Este cogito está también sujeto a cambios históricos. El
capítulo primero de Études sur le temps humain contiene una discusión de
350 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

cómo la conciencia del tiempo cambia del Renacimiento a la moderni­


dad. Cada autor en un periodo determinado toma parte en la conciencia
común, aunque sean posibles variaciones individuales en cada era. En es­
tos momentos en su crítica, Poulet se acerca a la escuela alemana de la
(jeistesgeschichte, con la que siente una estrecha afinidad. Finalmente, el
cogito usado por Poulet también conlleva a veces la superación de la dico­
tomía sujeto-objeto. «La conciencia del yo», escribe Poulet, «sería simul­
táneamente una conciencia del mundo» («Poulet on Poulet: the self and
the other in critical consciousness», p. 49). La noción de un cogito varia­
ble sujeto a contingencias históricas y empíricas choca con la descripción
que hace Poulet en términos de autodescubrimiento y autoconciencia, y
el término parece oscilar más bien libremente a veces entre las estrictas
definiciones filosóficas y una noción cercana al «ego» o al «yo».
El objetivo de descubrir o revelar el cogito estructura la concepción
que Poulet tiene de la lectura y la crítica. El proceso de lectura implica sa­
car los libros de su materialidad e inmovilidad («Fenomenología de la lec­
tura»). Un libro es un objeto, una cosa material, pero este sustrato mate­
rial es sólo importante en tanto que vehículo que se abre a la conciencia
del lector. Durante la lectura, la existencia del libro se traslada, por así de­
cirlo, de la realidad material del papel y la tinta al interior del lector. Este
desplazamiento conlleva una superación de la división entre sujeto y ob­
jeto. Los objetos que resultan de la compresión de las palabras no son
objetos opuestos al sujeto, como el que se encuentra en la cognición nor­
mal, sino más bien «objetos subjetivados», los productos de una interio­
ridad. Un aspecto incluso más sorprendente de nuestro encuentro con
los textos es el abandono de nuestra propia subjetividad y la asunción de
otra subjetividad ajena. Al leer, mantiene Poulet, pensamos los pensa­
mientos de otra persona, tenemos la experiencia de intercambiar nuestra
propia subjetividad por la de otro. Poulet es capaz de hacer estas declara­
ciones porque considera la lectura como un proceso pasivo. A diferencia
de Ingarden, quien siente que el lector debe completar las indetermina­
ciones para acabar el objeto estético, el lector en la concepción de Poulet
está desnudo de toda subjetividad. La obra no sólo define la conciencia
del lector, también «la toma, se apropia de ella y hace de ella ese yo, de un ex­
tremo al otro de mi lectura, que preside el despliegue de la obra, de la obra
determinada que estoy leyendo» («Fenomenología de la lectura», p. 59).
En última instancia es el autor, no en el sentido biológico sino en el li­
terario, quien controla y da forma a la mente del lector. Poulet rara vez se
centra en un texto determinado en sus artículos; la unidad que establece no
es textual sino autoral, es decir debida al autor. De ahí que reúna citas de
distintas fuentes, de textos publicados e inéditos, de cartas, memorias y es­
critos no necesariamente literarios. A lo largo de su obra está interesado en
la conciencia del autor individual encarnada en los textos escritos. La críti­
ca es un duplicado de la conciencia del autor, la mimesis verbal del cogito de
FENOMENOLOGÍA 351

otra persona. Se distingue de la lectura sólo en que el crítico se ve empuja­


do a expresar la conciencia de la conciencia de forma escrita. El defecto de
Poulet al exponer su idea de la crítica se debe a su desatención del lenguaje.
Sin embargo, en relación con la obra de Jean-Pierre Richard, advierte las
dificultades inherentes al medio lingüístico. Aunque permite a la crítica
«expresar la vida sensible en su estado original», también es demasiado «es­
pesa y opaca» para reproducir la subjetividad en su forma pura («Fenome­
nología de la lectura», p. 61). Al final, el proyecto crítico de Poulet-y qui­
zá el proyecto de la crítica fenomenológica en su conjunto— descansa en la
cuestionable presuposición de la transparencia en el lenguaje de la concien­
cia del autor y de la crítica, del acceso a un reino prelingüístico a través de
signos lingüísticos. No obstante, el hecho de que Poulet evite hacer refe­
rencia explícita a los puntos más débiles de su fundamentación teórica pue­
de considerarse no tanto un autoengaño como una sugerente omisión (Paúl
de Man, Blindness and Insight [ed. cast.: Wj/Jw Río Piedras, Edito­
rial de la Universidad de Puerto Rico, 1991], pp. 79-101).

La Escuela de Ginebra tardía

La «crítica genética» de Poulet también está abierta a la objeción de que


presta muy poca atención a los aspectos formales del texto. Su enfoque so­
bre la conciencia que hay detrás de toda obra tiende a disolver los límites
entre los artefactos escritos, dejando sin sentido la misma noción de obra.
Jean Rousset, un crítico suizo educado en Ginebra, podría citarse como un
correctivo a la postura de Poulet. Del mismo modo que los «nuevos críti­
cos» estadounidenses, Rousset está interesado en la forma única de la obra
individual más que en el cogito del autor. En su primer trabajo importante,
La littérature de l'age baroque en France (1953, La literatura del Barroco en
Francia), se analizaban las obras individuales con el objetivo de llegar a una
comprensión de la imaginación barroca. La postura teórica más importante
de Rousset aparece, sin embargo, en la introducción a su colección de artí­
culos Forme et signification (1962, Forma y significación). A diferencia de
Poulet, Rousset no concibe la forma como algo externo a la conciencia ex­
presada en la obra, sino más bien como un vehículo indispensable median­
te el que la mente se hace consciente de sí misma y se expresa. Sin embar­
go, Rousset no es un crítico formalista; aunque suscriba la máxima de
Balzac de que cada obra tiene su forma propia (Forme et signification, p. x),
el objetivo de su crítica sigue estando definido en términos de la experiencia
y la conciencia. Rousset busca constantemente el lugar del que provienen las
formas y los significados de una obra, y este término se convierte en la me­
táfora dominante para lo que otros críticos de la Escuela de Ginebra deno­
minan «conciencia». Ese lugar es tanto un centro como una fuente, el lugar
de la experiencia y el fundamento último de la obra de arte.
FENOMENOLOGÍA 353

La crítica no sólo interroga el texto sino que es interrogada por él. La crí­
tica conlleva así el encuentro intersubjetivo de una conciencia con otra.

El impacto y las limitaciones de la crítica fenomenológica

La dificultad para evaluar la crítica fenomenológica es achacable a su


condición de ambiciosa. A veces puede recordar al New Criticism, por lo
que no es sorprendente, por ejemplo, encontrar a Wellek y Warren en Theo­
ry ofLiterature (Teoría literaria) (1955) insistiendo en el análisis formal e
interno de los textos recurriendo a argumentos tomados de la fenomenolo­
gía. Sin embargo, en otros momentos, las lecturas fenomenológicas se cen­
tran en el autor biográfico, en el lector al modo de la crítica enfocada a la
respuesta del lector o en el espíritu de una época, como se encuentra en la
Geistesgeschichte alemana. En general, en cambio, pueden delinearse tres ni­
veles de influencia. El primero está asociado con la tradición alemana que
se origina con Husserl y continúa a través de sus, en un principio, discípu­
los Ingarden y Heidegger. Las obras de Emil Staiger, quien fue docente en
Zúrich con Poulet, revela el impacto de la discusión de Heidegger sobre la
temporalidad. En años recientes, Kritische Wissenschaft vom Text de Erwin
Leibfried (¿¿z ciencia critica del texto, 1970) se apoya abiertamente en la
obra de Husserl. Del mismo modo como Akt des Lesens (El acto de leer,
1976) de Wolfgang Iser recurre a las nociones de la estructura y la cogni­
ción de las obras literarias de Ingarden (véase el capítulo 11). El segundo
nivel de influencia está directamente relacionado con la Escuela de Gine­
bra, especialmente con Poulet. El mejor representante de esta línea de in­
fluencia es el crítico estadounidense J. Hillis Miller, cuyos estudios de la lite­
ratura norteamericana e inglesa de los siglos XIX y XX combinan el interés de
la Escuela de Ginebra por la conciencia con el análisis estilístico y formal.
Igualmente fenomenológico es el estudio de Paúl Brodtkorb sobre Moby
Dick, que intenta condensar una «conciencia ismaelita». El último nivel está
relacionado más específicamente con las percepciones ontológicas y lingüísti­
cas de Heidegger. Ejemplar en este aspecto es la revista estadounidense Boun-
dary 2 y sus editores William S. Spanos, Paúl A. Bové y Daniel O’Hara, quie­
nes han ampliado la perspectiva heideggeriana y aplicado sus observaciones a
cuestiones afines a los intereses de la posmodernidad.
No está claro si la influencia de Heidegger debiera verse como un
apoyo al método fenomenológico o como una indicación de sus limita­
ciones, ya que el proyecto de Heidegger incluye una crítica de la atempo­
ralidad y el idealismo de Husserl. La noción de ser-en-el-mundo, o del
Ser inseparable del tiempo, entra en contradicción con las demandas de
Husserl de una ciencia pura lograda mediante la puesta entre paréntesis
del mundo y sus contingencias. Los últimos estudios sobre el lenguaje y
la poesía de Heidegger pueden verse como una continuación de sus ata­
354 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

ques contra la fenomenología de Husserl desde la perspectiva de una filo­


sofía del lenguaje. De hecho, la crítica de la fenomenología iniciada en
la década de 1960, frecuentemente en nombre del postestructuralismo o la
deconstrucción, implica bien al lenguaje bien a la temporalidad; sus ob­
jetivos principales son Husserl, Sartre y Merleau-Ponty, pero, por impli­
cación, se critica a toda la fenomenología. Lo que busca la crítica feno­
menológica es una pura presencia de la conciencia, una transparencia de
una mente a otra, o la identificación toral con el otro. Presupone una
subjetividad unificada, la posibilidad de un autoconocimiento perfecto e
inmediato, y una conciencia centralizada de la que emana la percepción y
la cognición. Sin embargo, lo que ha subrayado repetidamente el estruc­
turalismo es la necesaria discrepancia implicada en la autoconciencia y las
consiguientes rupturas en el sujeto. La noción de Derrida de différance,
que incorpora tanto la «diferencia» como la «dilación», hace referencia a
la dimensión de temporalidad ausente en la teoría fenomenológica. Ade­
más, el sueño del fenomenólogo de alcanzar el reino pre-lingüístico origi­
nal está también cuestionado por la crítica postestructuralista. Las lectu­
ras deconstructivas demuestran la naturaleza ilusoria de concebir la
conciencia como el origen de la experiencia anterior a la estructuración
del lenguaje. Las limitaciones de la fenomenología sin duda han contri­
buido a su descenso de popularidad durante la década de 1970 y 1980.
Su fracaso al no hacerse con una posición estable en los círculos de críti­
ca está relacionado, en última instancia, con su recurso a nociones supra-
naturales de subjetividad y conciencia. Aunque la crítica que se denomi­
na fenomenológica puede que continúe bajo apariencia heideggeriana o
derridiana, la conexión con el proyecto de Husserl desarrollado durante
el primer tercio del siglo ha desaparecido por completo.

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11
La teoría de la recepción: la Escuela de Constanza

Introducción

El término «teoría de la recepción» se usa habitualmente para desig­


nar una orientación de la crítica literaria desarrollada por profesores y
alumnos en la Universidad de Constanza (República Federal Alemana)
durante los últimos años de la década de 1960 y los primeros de 1970. La
Escuela de Constanza defendía que se prestara atención a la lectura y la
recepción de los textos literarios en lugar de a los métodos tradicionales
que subrayan la producción o el atento escrutinio de los textos. En este
sentido, su enfoque está relacionado con la crítica orientada hacia la res­
puesta del lector según surgió en los Estados Unidos en ese mismo perio­
do, aunque la Escuela de Constanza fue durante algún tiempo mucho
más homogénea en sus presupuestos teóricos y en su punto de vista que
su equivalente estadounidense. También conocida como «estética de la
recepción» (Rezeptionsdsthetik), la perspectiva propugnada por la escuela
dominó la teoría literaria en Alemania alrededor de una década. Hans
Robert Jauss (1921) y Wolfgang Iser (1926) son sus dos teóricos más ori­
ginales, aunque bastantes alumnos de Jauss, entre ellos Rainer Warning,
Hans Ulrich Gumbrecht, Wolf-Dieter Stempel y Karlheinz Stierle, tam­
bién hicieron importantes contribuciones. Como respuesta a los escritos
de Jauss e Iser, especialistas de la República Democrática Alemana como
Robert Weimann, Claus Tráger, Manfred Naumann y Rita Schober pre­
sentaron objeciones a algunas de sus proposiciones y sugirieron alternati­
vas marxistas, de modo que el diálogo de posguerra sobre teoría literaria
más productivo entre el este y el oeste implicaba cuestiones de recepción
y respuesta.
El auge de la teoría de la recepción, que llegó a alcanzar un lugar este­
lar en la República Federal, tiene que ver con una serie de factores sociales
e institucionales. Central entre ellos fueron las turbulencias y la consi­
guiente reestructuración de la educación superior en Alemania occidental
entre 1960 y 1970. La teoría de la recepción aparece en un clima de cam­
bio y reforma, y ella misma es una señal de una orientación decisiva en la
dirección de los métodos críticos en la Alemania de posguerra. De hecho,
la historia de la crítica literaria en la Alemania de posguerra puede divi­
dirse de un modo más convincente en dos fases con un momento de reo­
rientación drástica en 1967, cuando salta a escena la teoría de la recep­
ción. Durante las dos primeras décadas de la posguerra, la mayoría de los
especialistas suscribían las formas tradicionales de investigación, frecuen­
temente marcadas por la herencia positivista, historicista o existencial-feno-
menológica. Los libros de introducción a la literatura más populares eran
356 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

bastante conservadores, y del mismo modo que el New Criticism cele­


braba los textos por su perfección lingüística o como obras de arte autó­
nomas. A mediados de los sesenta, sin embargo, la reivindicación de un
cambio era obvia. De una parte, presiones externas debidas al movimien­
to estudiantil ponían en cuestión los métodos y los valores tradicionales,
y esta radicalización más general de las universidades tuvo un efecto no­
table en los métodos académicos. La reevaluación del canon, la reivindi­
cación de un acercamiento crítico que fuera relevante más allá del mun­
do académico y la politización de la literatura durante estos años parecían
evocar una visión transformada de la teoría literaria. Por otra parte, los
especialistas mismos, habiéndose recuperado suficientemente de su reac­
ción anti-idcológica a la perversión nacional socialista de la universidad,
empezaron a reconsiderar su papel como mediadores del conocimiento y,
al hacer esto, comenzaron a reconocer lo inadecuado de las prácticas do­
minantes en sus disciplinas, especialmente de la lectura cerrada y la «crí­
tica práctica».

La PROVOCACIÓN DE JAUSS A LA HISTORIA LITERARIA

El espíritu de esos años pedía una respuesta provocadora, y eso es lo


que precisamente pasó. En abril de 1967 Hans Robert Jauss, el recién
nombrado especialista de lenguas romances en la nueva y experimental
Universidad de Constanza, ofreció la conferencia inaugural más celebrada
en la historia de la crítica literaria alemana. El título que le dio a su inter­
vención se hacía eco de otro famosa conferencia inaugural, la que tuvo lu­
gar la víspera de la Revolución francesa en la Universidad de Jena por el
dramaturgo y teórico Friedrich Schiller, quien disertó sobre «¿Qué es y
para qué se estudia la historia universal?» («Was heifit und zu welchem
Ende studiert man Universalgcschiste?»). Jauss modificó este título susti­
tuyendo «universal» por «literaria», pero este cambio mínimo en absoluto
le restó fuerza a su impacto. De hecho, Jauss sugiere, como había hecho su
predecesor idealista 178 años antes que él, que la época actual necesita res­
taurar lazos vitales entre las creaciones del pasado y las preocupaciones del
presente. Esta conexión, sostiene Jauss, podrá establecerse sólo si la histo­
ria literaria no queda relegada a la periferia de la disciplina. Jauss no rei­
vindica la historia literaria en su versión decimonónica como el remedio
para todos los males actuales, sino más bien como un modo de volver a
considerar la idea misma de qué implica la historia literaria. El título revi­
sado de su conferencia, «La historia literaria como una provocación a la
teoría de la literatura» («Literaturgeschichte ais Provokation der Littcra-
turwissenschaft»), muestra el innovador reto que Jauss presenta a sus cole­
gas. La tarea de la teoría de la literatura es revitalizar nuestro tratamiento de
los textos sobre la base de un acercamiento inédito a la tradición.
LA TEORÍA DE LA RECEPCIÓN: LA ESCUELA DE CONSTANZA 357

El nombre que Jauss dio a este innovador enfoque fue Rezeptionsasthe-


tik. En su sentido más general, podemos entenderlo como parte del despla­
zamiento, en el estudio de la literatura, de una preocupación por los auto­
res y los textos a un interés por la recepción y la lectura. Aunque Jauss no
fue el único en reivindicar esta reorientación de los estudios literarios du­
rante los últimos años de la década de 1960 -el artículo de Harald Wein-
rich «Fiir einc Literaturgeschichte des Lesers» («Para una historia literaria
del lector») apareció en 1967 y la conferencia de Wolfgang Iser en Cons­
tanza, «Die Appellstruktur derTexte» (traducido como «Indeterminación y
la respuesta del lector en la prosa de ficción») se pronunció sólo un par de
años después-, el ensayo de la «provocación» fue el documento más im­
portante del movimiento que daría en llamarse «teoría de la recepción».
Una de las razones por las que Jauss fue capaz de concitar tanta atención
con su ensayo era que se movía entre dos populares alternativas encontra­
das, el marxismo y el formalismo ruso. De hecho, sus reflexiones sobre un
nuevo curso de historia literaria pueden entenderse como un intento para
superar la perniciosa dicotomía marxista-formalista o, en términos más ge­
nerales, el par intrínseco-extrínseco. El marxismo representa para Jauss un
acercamiento a la literatura pasado de moda, relacionado con un viejo pa­
radigma positivista. Sin embargo, también reconoce en el marxismo, espe­
cialmente en los trabajos menos ortodoxos de Werner Krauss, Roger Ga-
raudy y Karel Kosik, una preocupación fundamentalmente correcta por la
historicidad de la literatura. Los formalistas, por otra parte, tienen el méri­
to de haber introducido la percepción estética como una herramienta teó­
rica para explorar las obras literarias. Sin embargo, Jauss detecta en sus tra­
bajos la tendencia a aislar el arre de su contexto histórico, una estética del
arte por el arte que valora lo sincrónico frente a lo diacrónico. La tarea para
una nueva historia de la literatura, por tanto, requiere satisfacer el requisito
marxista de una mediación histórica a la vez que se retienen los avances for­
malistas en el ámbito de la percepción estética.
La estética de la recepción propone hacer esto mediante la alteración de
la perspectiva desde la que tradicionalmente hemos interpretado los textos
literarios. En las historias convencionales de la literatura, a las obras se les
asigna un lugar mediante la referencia a autores y textos. Muchas historias
de la literatura son de hecho poco más que una serie de artículos biográfi­
cos vagamente relacionados. La historia literaria sólo podrá prosperar en
su retrato de un proceso cuando tenga en cuenta la interacción entre el
texto y el lector y así cese de excluir la recepción de las obras literarias. De
este modo, Jauss quiere satisfacer el requisito marxista de mediación histó­
rica situando la literatura en el flujo más amplio de acontecimientos; reco­
noce así los logros del formalismo ruso ubicando la conciencia en el cen­
tro de sus intereses. La dimensión estética de los textos recibe atención
porque los lectores pondrán a prueba una obra que lean por vez primera
comparándola con obras que ya han leído anteriormente. La comprensión
LA TEORÍA DE LA RECEPCIÓN: LA ESCUELA DE CONSTANZA 359

noción misma de un horizonte separado es ilusoria, que en última instan­


cia no se pueden establecer líneas entre el pasado y el presente, el procedi­
miento de proyectar un horizonte histórico y luego combinarlo con un
horizonte presente es esencial para la comprensión como tal.
El uso que Jauss hace del término es ligeramente distinto. Aunque
nunca define «Erwartungshorizont» en su ensayo, parece denotar un sis­
tema intersubjetivo o una estructura de expectativas, un «sistema de refe­
rencias» o una disposición mental que un individuo hipotético aplica a
un texto determinado. Todas las obras se leen en relación con un hori­
zonte de expectativas y, de hecho, ciertos tipos de textos -la parodia, por
ejemplo- pasan intencionalmente a primer plano este horizonte. La tarea
del especialista, sugiere Jauss, es «objetivar» el horizonte, de modo que se
pueda evaluar el carácter artístico de la obra de arte. Esto se logra más rá­
pidamente cuando la obra en cuestión «tematiza» el horizonte: Don Qui­
jote de la Mancha completa la tradición de las novelas de caballerías; Jac-
ques el fatalista evoca el horizonte de expectativa del esquema novelístico
popular del relato de viajes. El lector perceptivo y cultivado reconocerá
esto y será capaz de reconstruir el horizonte que sirve de trasfondo a estos
trabajos y respecto al que deben ser leídos. Incluso trabajos cuyos hori­
zontes no son tan obvios pueden examinarse con este método. Así, Jauss
sugiere tres modos para objetivar el horizonte de las obras que están me­
nos definidas históricamente: primero, pueden emplearse criterios nor­
mativos asociados con el género; segundo, puede examinarse la obra en
relación con otros trabajos familiares en su tradición literaria o en su me­
dio histórico; finalmente, puede establecerse un horizonte distinguiendo
entre ficción y realidad, entre poética y función práctica del lenguaje, una
distinción que está disponible para el lector en cualquier momento histó­
rico. Así, la propuesta de Jauss para un método de investigación supone
la aplicación de aspectos genéricos, literarios y lingüísticos.
Una vez que ha objetivado el horizonte de expectativa, el especialista
puede proceder a establecer el mérito artístico de un trabajo determinado
estimando la distancia entre la obra y el horizonte. Si las expectativas no
se confirman, entonces el texto se acercará a lo ordinario; si, por otra par­
te, atraviesa el horizonte, se tratará de una obra de arte suprema. A veces
una obra puede atravesar su horizonte de expectativa y, sin embargo, no
ser reconocida como un gran trabajo artístico. Este caso no es problemá­
tico para la teoría de Jauss, ya que la primera experiencia de expectativas
no satisfechas provocará casi inevitablemente fuertes respuestas negativas
de la audiencia, pero esa negatividad inicial desaparecerá para los lectores
posteriores. La razón de esto es que en una época posterior el horizonte
ha cambiado, de modo que la obra en cuestión no deja las expectativas
sin satisfacer; en su lugar, será reconocida como un clásico, como una
obra que ha contribuido de un modo esencial a establecer un nuevo ho­
rizonte de expectativa. Jauss ilustra este principio en una breve discusión
360 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

de Madame Bovary y Fanny, una novela popular de Feydeau de tema si­


milar. Aunque ambos trabajos tratan el adulterio, la innovación formal
de Flaubert (la narrativa impersonal) sorprendió a su audiencia más que
el estilo confesional de su contemporáneo. Madame Bovary supera nues­
tras expectativas, llamando de algún modo la atención sobre el horizonte
mismo que supera. Se trata de un giro en la historia de la novela que de­
vendrá una norma para escritores y lectores posteriores. Fanny, en cam­
bio, porque confirma las expectativas del lector, se pierde entre el mare-
mágnum de los libros más vendidos de la época.
El uso que Jauss hace del horizonte como una medida objetiva del va­
lor estético ha sido el aspecto más debatido de su estética de la recepción,
y la naturaleza y función del horizonte han llamado la atención de diver­
sos círculos críticos en Alemania. La objeción más general acusa a Jauss de
estar aún operando con un modelo objetivista a pesar de sus frecuentes y
justificadas críticas de dicho procedimiento, y que sin darse cuenta niega
los impulsos más importantes tomados del modelo hermeneútico de Ga­
damer. Si, de un lado, Gadamer continuamente subraya nuestra propia
situación histórica, Jauss a veces sugiere que podríamos poner entre pa­
réntesis nuestra historicidad al establecer un horizonte pasado «objetivo».
Según Gadamer, no tenemos acceso a las normas pasadas como algo dado,
son el producto de un complejo proceso hermeneútico de mediación.
Cuando Jauss sugiere posteriormente aplicar una lingüística textual para
detectar «señales» en las obras, cae en una trampa similar, ya que las seña­
les, como las normas o los géneros, no son objetivas sino más bien entida­
des convencionales, y aparecen como tales sólo en un cierto modo o mar­
co de percepción. Nuestra reconstrucción de un horizonte de expectativa
nunca puede ser objetivo, como implica la postura de Jauss, dado que en
tanto que seres históricos no tenemos un punto de vista trascendental des­
de el que podamos objetivamente observar el pasado. Además, al recons­
truir un horizonte usamos evidencias (señales, normas, género, informa­
ción, etc.) derivadas de textos literarios que deben medirse en relación con
el horizonte que han contribuido a establecer. De hecho, todo el proceso
de Jauss para juzgar el valor estético en términos de desviación de una nor­
ma también está abierto a la crítica. La raíz del problema se encuentra en
su casi exclusivo recurso a la teoría de la percepción del formalismo ruso
mediante la desfamiliarización (ostranenie). Sólo la novedad parece servir
como único criterio para la evaluación, y aunque Jauss intenta en cierto
momento considerar «lo nuevo» (das Neue) como una categoría histórica y
estética, frecuentemente unlversaliza su función al determinar el valor es­
tético. En los años que siguieron al ensayo «provocador», Jauss volvió a
considerar la mayoría de estas cuestiones y revisó sustancialmente sus pen­
samientos sobre el valor; sin embargo, incluso en su trabajo más reciente
la noción de un horizonte objetivado u objetivable no se ha abandonado o
resuelto por completo.
LA TEORÍA DE LA RECEPCIÓN: LA ESCUELA DE CONSTANZA 361

Hacia una nueva historia literaria

A pesar de estos problemas metodológicos, la estética de la recepción de


Jauss representa, incluso en su estadio inicial en el ensayo de la «provoca­
ción», un significativo y sugerente alejamiento de los enfoques tradicionales.
Sobre todo, al abandonar un modelo obsoleto que se centraba en los autores
y sus textos, Jauss ha sido capaz de revitalizar el modo como pensamos la
historia de la literatura. En este proceso tres ideas formalistas fueron impor­
tantes. La primera tiene que ver con la noción de una serie evolutiva. A di­
ferencia de las historias previas, este modelo es capaz de maximizar el víncu­
lo entre categorías estéticas al concentrar nuestra atención en mecanismos
de los textos literarios. Segundo, la adopción de posiciones formalistas por
parte de Jauss elimina el control teleológico del que dependían gran parte de
las historias literarias precedentes. En lugar de leer los sucesos hacia atrás
desde un punto final hipotético, el método evolutivo postula una «auto-
producción dialéctica de formas nuevas» (dialektische Selbsterzeugung neuer
Formen). Finalmente, como la novedad se ha postulado tanto como criterio
estético como histórico, la historia de la literatura ahora puede explicar la
importancia histórica y artística, reconciliando así el antagonismo que Jauss
comentaba al final de sus reflexiones. El significado y la forma de una obra
literaria no se consideran ya entidades estáticas o eternas, sino más bien po­
tencialidades que se desdoblan en un proceso histórico. Lo que es quizá más
importante en la discusión de Jauss en relación al formalismo, sin embargo,
es su intento de superar el dilema objetivista que permea su reivindicación
de un horizonte de expectativa «objetivo». Al criticar a los formalistas, Jauss
subraya el papel central desempeñado por la experiencia del intérprete al
construir la función de un texto en su serie diacrónica. La introducción de la
categoría subjetiva de la experiencia (Erfahrung) no se hace sin dificultades,
por supuesto. Se trata de un concepto vago y amenaza con echar a perder
todo el proyecto de un nuevo método de historia literaria por su recurso a
las impresiones aparentemente individuales del historiador de la literatura.
Sin embargo, al recurrir a la experiencia en lugar de a la neutralidad del in­
térprete, Jauss sigue siendo más fiel a sus raíces gadamerianas.
Los aspectos diacrónicos que Jauss adopta de los formalistas rusos se
complementan en su nueva versión de la historia literaria con las obser­
vaciones sincrónicas. Jauss defiende que los historiadores de la literatura
examinen creaciones literarias representativas para establecer qué obras
de una época concreta destacan en el horizonte y cuáles no. Un propósi­
to de tal procedimiento sería hacer posible una comparación entre con­
juntos de creaciones para determinar si y cómo un cambio en la estructura
literaria se articula en un caso determinado. Jauss se apoya en dos mode­
los conceptuales para llevar a cabo esta tarea. El primero es la noción de
Sigfried Kracauer de mezcla o coexistencia de rasgos contemporáneos
(gleichzeitig) y no contemporáneos (ungleichzeitig) en un momento histó­
362 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

rico. Esto ayuda a Jauss a explicar la heterogeneidad de la producción li­


teraria en cualquier grupo diacrónico y a apreciar momentos aparente­
mente estáticos como parte inseparable del proceso histórico. De hecho,
para Jauss la historicidad de la literatura se manifiesta precisamente en el
punto de intersección de la diacronía y la sincronía. La segunda teoría en la
que se apoya se deriva de la lingüística estructural, especialmente en cómo
fue aplicada a la literatura por Román Jakobson y Juri Tynjanov. La litera­
tura se ve de un modo análogo al lenguaje, como un sistema o estructura
que comprende una gramática y una sintaxis que permanecen más o me­
nos estables —en el caso de la literatura, Jauss tiene en mente aspectos como
los géneros y las figuras retóricas-. En contraste, puede concebirse otro ám­
bito más inestable de la semántica, consistente en símbolos, metáforas y te­
mas. Este modelo lingüístico ofrece un modo de usar las evaluaciones sin­
crónicas para algo más que simples correlaciones estadísticas. Ofrece al
historiador una teoría para ver la coherencia de la literatura como la prehis­
toria de su presente manifestación.
Acerca de la historia de la literatura, Jauss comenta acertadamente que
las historias de la literatura tradicionales se subordinan a la historia general.
La literatura se considera exclusivamente como un reflejo de preocupaciones
biográficas, sociales o políticas. Desmarcándose de esto, Jauss enfatiza la
función socialmente formativa de la literatura. En tanto que constructo so­
cial, el horizonte de expectativa consistiría no sólo en normas y valores, sino
también en deseos, requerimientos y aspiraciones. Un texto literario no es sólo
una reflexión de algunas partes del orden social, sino que más bien desempe­
ña un activo papel en su recepción, poniendo en cuestión y alterando las
convenciones sociales. Jauss ofrece Madame Bovary como ejemplo de cómo
una obra literaria puede cambiar actitudes no sólo mediante su contenido,
sino también mediante sus mecanismos formales. Lo que sugiere Jauss al
postular una función socialmente formativa para la historia de la literatura
es un modo fundamentalmente nuevo de concebir nuestra relación con
nuestro legado, y las implicaciones de tal perspectiva van más allá de los es­
tudios literarios, ya que la estética de la recepción no sólo supone la intro­
ducción del lector como guía para valorar e interpretar sino implícitamente
un modelo para comprender el pasado, que formamos y nos forma median­
te sus legados. No se trata, pues, sólo de un procedimiento de indagación
textual sino, en última instancia, de un método para comprendernos como
lectores de la historia y como el producto de significados pasados.

Iser y la indeterminación del texto

La recepción del trabajo de Wolfgang Iser también estuvo determina­


da en gran medida por factores culturales generales, y en un grado pare­
cido se encontró con las mismas reacciones que Jauss. Su famoso primer
LA TEORÍA DE LA RECEPCIÓN: LA ESCUELA DE CONSTANZA 363

ensayo, «Die Appelstruktur der Texte» (1970), fue originalmente una


conferencia presentada en la Universidad de Constanza, donde impartía
clases como profesor. El impacto de esta conferencia y de su versión im­
presa, aunque quizá no tan grande ni extendido como la reacción a la
«provocación» de Jauss, presentó a Iser como uno de los teóricos más im­
portantes de la Escuela de Constanza. Su texto teórico más importante,
Der Akt des Lesens: Theorie ¿isthetischer Wirkung (El acto de leer: teoría del
efecto estético, 1976), no vería la luz hasta mediados de 1970, y al igual
que la obra magna de Jauss, Asthetische Erfahrung und literarische Herme-
neutik (Experiencia estética y hermenéutica literaria, 1977, revisada y am­
pliada en 1982), no fue tan polémica como su conferencia, que, aunque
estuviera menos lograda, fue verdaderamente explosiva.
Sin embargo, estos parecidos en la respuesta alemana a los dioscuri de
la teoría de la recepción no deben ocultar sus fundamentales diferencias.
Aunque ambos estaban interesados en una reconstrucción de la teoría li­
teraria restándole atención al autor y al texto y concentrándose en la rela­
ción entre el texto y el lector, sus métodos para llevar a cabo este cambio
de enfoque son muy distintos. Mientras que Jauss se acercó inicialmente
a la teoría de la recepción a través de su interés por la historia de la litera­
tura, Iser, un especialista en literatura inglesa, proviene de la orientación
interpretativa del New Criticism y la teoría de la narración. Si Jauss se
apoyaba en la hermenéutica y estaba influido por Gadamer, el mayor as­
cendente en Iser era la fenomenología, y especialmente el trabajo de Ro­
mán Ingarden, de quien tomó su modelo básico y una serie de conceptos
fundamentales. Finalmente, incluso en su trabajo último Jauss está más
frecuentemente interesado en cuestiones generales de naturaleza social e
histórica. Su examen de la historia de la experiencia estética, por ejemplo,
se desarrolla bajo la forma de un gran repaso histórico en el que las obras
individuales tienen esencialmente una función ilustrativa. Iser, en cam­
bio, se ha preocupado primordialmente por el texto individual y por
cómo los lectores se relacionan con él. Aunque no excluye factores socia­
les e históricos, están claramente subordinados o incorporados en consi­
deraciones textuales más detalladas. Si concebimos a Jauss abordando el
macrocosmos de la recepción, Iser se ocupa del microcosmos de la res­
puesta (Wirkung).
Antes de prestar atención al desarrollo posterior de la teoría de Iser, es
interesante prestar atención a su ensayo sobre la «Appellstruktur». Iser co­
mienza su reflexión haciendo dos observaciones bastante controvertidas so­
bre la naturaleza de los textos. Primero, niega que el significado esté conte­
nido en el texto; se genera en el proceso de lectura. El significado no es ni
puramente textual ni totalmente subjetivo (en el sentido de estar construi­
do sólo por el lector), sino que es el resultado de una interacción entre los
dos. Segundo, sostiene que los textos literarios están construidos de tal
modo que queda abierto cierto margen para completar su realización: el
364 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

lector, al llenar vacíos o indeterminaciones en su estructura, completa la


obra literaria y, por tanto, participa en la producción del significado.
Ambas cuestiones dependen en gran medida de nociones desarrolla­
das en la obra de Ingarden, el fenomenólogo polaco y destacado seguidor
de Edmund Husserl. Para Ingarden, la obra literaria era importante
como un objeto de estudio porque se trata, por una parte, de un objeto
puramente intencional y, por otra, porque cae fuera del idealismo y el rea­
lismo (véase el capítulo 10). Cada obra literaria tiene una estructura de­
terminada o capas de estructuras, pero se convierte en un objeto estético
sólo cuando es leído o completado por un lector. A diferencia de los ob­
jetos reales, que están determinados en todos sus aspectos, es decir, en
principio no son equívocos o indefinidos, los objetos representados en
una obra literaria muestran «puntos» o «lugares» de indeterminación. In­
garden denomina a estos lugares Unbestimmtheitsstellen («lugares de inde­
terminación»), el mismo título que Iser utiliza como subtítulo de su con­
ferencia sobre la Appellstruktur. Se hallan, según Ingarden, «donde quiera
que sea imposible, atendiendo sólo a la frase en la obra, decir si cierto ob­
jeto o situación objetiva tiene cierto atributo»2. En la teoría fenomenoló­
gica todos los objetos tienen un número infinito de determinantes, por lo
que no hay acto de conocimiento alguno que pueda dar cuenta total­
mente de un objeto específico. Sin embargo, aunque un objeto real debe
tener un determinante particular, los objetos en una obra literaria, debi­
do a que están proyectados intencionalmente a partir de unidades de sig­
nificado y aspectos, guardan un cierto grado de indeterminación. Es po­
sible y normal para la referencia específica y de contexto limitar la
indeterminación; sin embargo, no hay detalles o sugerencias que la elimi­
nen por completo. Ingarden se refiere a este proceso, la satisfacción de in­
determinaciones, como «concretización»; el objeto estético completo, en
tanto que distinto de la estructura, se denomina una concreción.

El texto y la producción del significado

Iser critica la noción ¡nocente de que la literatura refleja una realidad


externa o de que conforma otra realidad. La realidad del texto no es un
reflejo de un mundo real que exista antes o fuera del texto sino más bien
una reacción al mundo constituido en un universo textual. La respuesta a
los textos literarios es diferente de la respuesta a las situaciones reales y,

2 «Einc solchc Stcllc zcigt sich iibcrall dort, wo man auf Grund der im Wcrk auftrc-
tenden Satze von einem bestimmten Gegenstand (oder von einer gegensrandlichen
Situation) nicht sagen kann, ob cr cinc bcstimmtc Eigcnschaft besitzt oder nicht» (Ro­
mán Ingarden, The Cognition ofthe Literay Work ofArt, ed. ing., p. 50).
LA TEORÍA DE LA RECEPCIÓN: LA ESCUELA DE CONSTANZA 365

por tanto, implícitamente diferente de la respuesta a los textos que se re­


fieren a situaciones reales. Nuestros encuentros con el mundo son por de­
finición reales, mientras que nuestras interacciones con la literatura son
ficticias. Aquéllos están anclados en la realidad; éstas; en el proceso de
lectura. Pueden darse dos extremos en nuestra reacción a los textos litera­
rios: podemos sentir que los evocados son fantásticos, es decir, contrarios
a las expectativas normales, o podemos experimentarlos como banales, si
se ajustan totalmente a nuestra realidad cotidiana. El texto literario no
explica ni evoca los objetos reales, más bien los presenta con una apertura,
brindando al lector una perspectiva diferente. Aunque Iser refina muchos
de estos pensamientos en sus reflexiones más detalladas en Der Akt des
Lesens, hay dos cuestiones que mantiene totalmente intactas. La primera
es la noción de que los textos literarios operan con un elemento de aper­
tura que no se da en otro tipo de escritura, una idea familiar a otras co­
rrientes de la teoría literaria, como el formalismo ruso o el New Criti­
cism; la segunda es la sugerencia de que los textos literarios, debido a su
apertura, son de algún modo más emancipatorios, menos restrictivos y,
por tanto, de mayor valor pedagógico que otras experiencias textuales.
Una vez que ha descrito el texto literario desde «fuera», Iser acomete
su principal preocupación: la estructura interna de las obras literarias.
Comienza citando la noción de Ingarden de «visiones o aspectos esque­
matizados» (schematisierte Ansichten). Estas son perspectivas que consti­
tuyen gradualmente el objeto, ofreciendo simultáneamente al lector una
forma concreta que contemplar. De un lado, otorgan al objeto literario
un grado de determinación delimitando el espectro de opciones al definir
aspectos concretos o determinados objetos; de otro, dado que nunca de­
finen completamente un objeto, constituyen la característica de indeter­
minación fundamental de los textos literarios. Entre diferentes aspectos,
afirma Iser, existe una laguna o vacío (Leerstelle), una «tierra de nadie» de
la indeterminación, donde el lector viene a salvar ese vacío o a conectar
los diferentes aspectos esquematizados. Los textos literarios, por tanto,
interactúan con los lectores de dos modos fundamentales. Al ofrecer as­
pectos esquematizados y, por tanto, limitar el número infinito de posibi­
lidades para un objeto, mueven en dirección determinada. Iser se refiere
a esta actividad como Leserlenkung («dirigir al lector»). Sin embargo, al
dejar vacíos que el lector debe completar o eliminar, invitan o incluso de­
mandan su participación. La interacción con estas facetas activas y pasi­
vas de los textos determina la naturaleza del proceso de lectura.
Hasta aquí la teoría de Iser no parece cuestionable, pero en el ensayo
que comentamos las conclusiones a las que llega a partir de este modelo
son más atrevidas y reveladoras. Iser afirma que el alcance de nuestra par­
ticipación y el grado de determinación de la obra definen el tipo de texto
con el que tratamos. Según él, una novela con un mínimo de indetermi­
nación tiende a ser tediosa y se acerca a la trivialidad. Las obras animadas
368 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

«segundo plano» se refieren a la relación que permite que ciertos elemen­


tos destaquen mientras que otros se minimizan en un contexto general.
« lema» y «horizonte», ambos términos tomados de la teoría fenomenoló­
gica, implican la selección de múltiples perspectivas en un texto. La ten­
sión entre tema y horizonte crea un mecanismo que regula la percepción,
mientras deja lugar para la interpretación individual.
La teoría fenomenológica también desempeña un papel central en la
descripción que Iser hace del proceso de lectura. Conviene recordar que
él, como Ingarden, distingue entre el texto, su concretización y la obra de
arre. El primero es el aspecto artístico, lo que el autor pone ahí para que lo
leamos; el segundo término hace referencia a nuestra propia actividad pro­
ductiva; la obra de arte, en cambio, no es ni texto ni concretización, sino
algo intermedio que tiene lugar en el punto de convergencia entre el lec­
tor y el texto, punto que nunca puede estar completamente definido, y se
caracteriza por su naturaleza virtual. Para describir cómo un lector interac­
túa con el texto, Iser desarrolla la noción del «punto de vista itinerante»,
con el que se quiere describir la presencia del lector en el texto, y lo capa­
cita para comprender el texto desde «dentro», en lugar de externamente.
El punto de vista itinerante participa en varios procedimientos que se sola­
pan, esenciales para la comprensión de la obra de arte. La primera es la dia­
léctica de la «protección» y la «retención» que, como la mayoría de la termi­
nología de Iser, está tomada de la fenomenología. Iser los aplica a nuestra
actividad de leer oraciones sucesivas, al confrontar un texto al que conti­
nuamente proyectamos expectativas que pueden satisfacerse o no. Al mis­
mo tiempo, nuestra lectura está condicionada por oraciones precedentes y
concretizaciónes. Debido a que nuestra lectura está condicionada por esta
dialéctica, adquiere el estatus de evento y puede darnos la impresión de un
acontecimiento real. Si esto es así, nuestra interacción con los textos nos
debe llevar a dotar a nuestras concretizaciones de un grado de consistencia
—o al menos tanta consistencia como le demos a la realidad— Esta implica­
ción con el texto es vista como un tipo de relación en la que lo extraño se
entiende y asimila. Lo que intenta subrayar Iser aquí es que la actividad
del lector es parecida a la experiencia real; aunque en un momento distin­
gue entre percepción (Wahrnehmung) e idea, representación (Vorstellung),
estructuralmente son procesos idénticos. Sin embargo, quizá el aspecto
más importante del esbozo que Iser hace del proceso de lectura tiene que
ver con su implicación epistemológica. Apoyándose en Georges Poulet
(véase el capítulo 10), comenta que la lectura elimina temporalmente la
dicotomía tradicional entre sujeto y objeto. Al mismo tiempo, el sujeto se
ve forzado a dividirse en dos partes, una que acomete la concretización y
otra que se combina con el autor (o al menos con la imagen construida del
autor). En última instancia, el proceso de lectura implica un proceso dia­
léctico de autorrealización y cambio: nos reconstruimos al mismo tiempo
que rellenamos los vacíos del texto.
LA TEORÍA DE LA RECEPCIÓN: LA ESCUELA DE CONSTANZA 369

Vacío, negación y estructura de la negatividad

Habiendo examinado las estructuras de los textos y el proceso de lectura


desde una perspectiva fenomenológica, Iser pasa a considerar el tema de la
comunicación. Aquí el vacío (Leerstelle) vuelve a desempeñar un papel cen­
tral. Como un concepto universal de la teoría de la comunicación, el vacío
funciona de modos distintos. En el nivel más simple, sencillamente conecta
varias partes de un texto. Una trama se detendrá en un momento dado y
continuará posteriormente, y el lector debe completar los «vacíos» aportan­
do información acerca de lo que ocurre en ese lapso sin especificar. Iser con­
cibe el vacío de un modo más complejo: cuando el lector conecta distintas
partes, conforman, según Iser, un campo de visión para el lector. Este cam­
po referencial contiene partes que son estructuralmente del mismo valor, y
el enfrentamiento genera una tensión que debe ser resuelta por la imagina­
ción del lector. Una parte será dominante, mientras que otras pasan tempo­
ralmente a segundo plano, proceso de resolución éste que se concibe tam­
bién como la satisfacción o eliminación de un vacío. Finalmente, los vacíos
aparecen también en el nivel del tema y el horizonte. Cuando cierto tema
deviene dominante, el rema que sustituye pasa a formar parte del horizonte,
permitiendo así un cambio de enfoque. Debido a que esta variedad de va­
cíos supone el movimiento del punto de vista itinerante en una posición te­
máticamente vacía, Iser prefiere aquí el término «vacante». Un vacío se rela­
ciona más, por tanto, con la conexión suspendida, mientras que la vacante
tiene más que ver con partes que no son temáticas dentro del campo refe­
rencial del punto de vista itinerante. Juntos trazan el curso de interacción or­
ganizando la participación del lector en la producción del significado.
Los vacíos y la vacante delimitan el eje sintagmático de nuestra inte­
racción con los textos guiándonos a lo largo de un camino interno. Como
lectores, en cambio, también nos relacionamos con los textos paradigmá­
ticamente: mediante la satisfacción de vacíos en el nivel sintagmático el
lector adquiere una perspectiva desde la que opiniones sostenidas anterior­
mente quedan obsoletas o invalidadas. Cuando ocurre esto, tiene lugar una
«negación», un vacío dinámico en el eje paradigmático del proceso de lectu­
ra. La negación es importante para Iser debido a sus ramificaciones para la
evaluación y para la historia literaria. La buena literatura, supone la postura
de Iser, se caracteriza por la negación de elementos específicos y la consi­
guiente búsqueda de un significado que no está formulado explícitamente,
aunque lo pretenda en el texto. Cuando la negación está entre las expectati­
vas del lector, Iser, al igual que Jauss, cree que la calidad literaria es baja.
Sólo las expectativas no satisfechas (según la terminología de Jauss) o la
negación de grandes cualidades (según Iser) producen una literatura so­
bresaliente. Sin embargo, Iser también detecta un cambio en la cualidad
de la negación con el paso de los siglos. Complementar negaciones prima­
rias es lo que Iser denomina «negaciones secundarias». Estas surgen de las
370 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

contradicciones entre las señales textuales y \as gestalten producidas por el


lector. Durante el siglo XVIII, predominaba la negación primaria; diferen­
tes perspectivas en el texto son problcmatizadas continuamente por las
cambiantes perspectivas. En los textos autorreflexivos del siglo XX las ne­
gaciones secundarias pasan a ser más dominantes. Aquí el lector encuentra
una constante invalidación de todas las imágenes construidas durante el
proceso de lectura. El efecto consiste en hacernos conscientes de la activi­
dad misma de la comunicación de la que somos parte.
La estructura de los vacíos y las negaciones constituye un subtexto no
formulado, una ausencia entre las palabras o bajo la superficie. Iser llama a
esta escritura no escrita «negatividad» y esboza sus tres funciones generales.
Primero, en términos de forma, la negatividad actúa como una estructura
profunda del texto, organizando los vacíos y las negaciones percibidas por
el lector, trazando un patrón de ausencias y facilitando así la comunicación.
En el nivel del contenido, Iser relaciona la negatividad con la negatividad
del esfuerzo humano como ha sido captada por la literatura desde Homero
hasta nuestros días. Al igual que muchos de los conceptos de Iser, asume
una función doble: como causa del fracaso y de las deformaciones, y como
su remedio potencial. Al permitir que el lector comprenda las posiciones
deformes como tema, la negatividad indica la posibilidad de superar estas
posiciones. Actúa así como un mediador entre la representación y la recep­
ción, iniciando la formulación de lo que no está formulado. A esta función
Iser la llama «infraestructura del texto literario». Finalmente, desde la pers­
pectiva de la recepción, la negatividad es la «no formulación de lo aún no
comprendido» y permite al lector escapar momentáneamente del mundo
para formular una cuestión más amplia en relación con el mundo. Nos
asiste así para desentendemos temporalmente de nuestra vida diaria, de
modo que podamos asimilar las posiciones de otras personas. Para Iser, por
tanto, la negatividad es, en todas sus funciones, el componente fundamen­
tal en la comunicación de los textos literarios.

LA RECEPCIÓN MARXISTA DE LA ESCUELA DE CONSTANZA

El trabajo de Jauss e Iser provocó diversos comentarios críticos de co­


legas en la República Federal Alemana. Sin embargo, las objeciones más
sonadas a la teoría de la recepción provinieron de críticos marxistas de la
República Democrática, en particular de Robert Weimann, Claus Tráger
y Manfred Naumann. No es difícil comprender por que los alemanes del
Este estaban preocupados por las teorías de la Escuela de Constanza. En
primer lugar, la teoría de la recepción ponía el dedo en una de las llagas
de la crítica marxista en general. Aunque algunos escritores de la tradi­
ción marxista han considerado tangencialmente cuestiones de recepción
y respuesta, la herencia principal de la estética marxista se ha interesado
LA TEORÍA DE LA RECEPCIÓN: LA ESCUELA DE CONSTANZA 371

por la «producción». Basándose en una estética hegeliana del contenido,


críticos como Lukács, sin duda el más influyente durante las dos prime­
ras décadas de existencia de la RDA, habían marginado las cuestiones
presentadas por Jauss e Iser. Segundo, y con alguna justificación, los es­
critores de la Alemania del Este tenían la impresión de que Jauss había
presentado en sus escritos una versión vulgar de la teoría literaria marxis­
ta. Identificando el marxismo con un positivismo anticuado, Jauss había
rechazado fundamentalmente su utilidad para la escritura de la historia
de la literatura. Quizá más importante, en cambio, fue que los críticos de
la RDA reconocieron que el giro en el Oeste de una crítica orientada tex­
tualmente a intereses históricos -algo especialmente cierto de los escritos
de Jauss- amenazaba implícitamente su hegemonía en esta área. La afir­
mación de Jauss para superar las debilidades del formalismo ruso y el
marxismo (conservando sus ventajas) era así percibida como un reto di­
recto a la tradición marxista.
Los críticos de la RDA atacaban la teoría de la recepción por no tratar
completa y adecuadamente las cuestiones que presenta. Las objeciones
específicas pueden recogerse en tres grupos. El primero es el de la unidi-
mensionalidad: los alemanes del Este percibían que la teoría de la recep­
ción había ¡do demasiado lejos al enfatizar la respuesta a una obra de arte.
Así, aunque admitieran que es un aspecto importante -al que no se le ha
prestado demasiada atención en la tradición marxista—, Jauss y sus cole­
gas, al postular la recepción como el tínico criterio para una revitalización
de la historia de la literatura, destruían la dialéctica de la producción y la
recepción. Citando una analogía en el método de Marx para analizar la
sociedad capitalista, mantenían que la producción debe considerarse una
categoría esencial, y que el consumo (o la recepción) debería estimarse
importante, pero secundario. Segundo, Weimann en particular detectaba
una amenaza en la percepción totalmente subjetiva del arte y la resultan­
te rclativización de la historia de la literatura. El problema aquí es que, si
seguimos a Jauss (y a Gadamer) en el rechazo de toda noción objetiva de
la obra de arte, entonces nuestro acceso a la historia sería completamente
arbitrario. Esta crítica puede entenderse mejor considerando la tendencia
relativizadora inherente a la noción de un horizonte de expectativa. Bastan­
tes críticos del Oeste apuntaban que Jauss rompe con Gadamer al postular
una objetivización del horizonte, mientras que escritores de la RDA encon­
traban objetable la idea de un horizonte pasado en permanente cambio. Es­
tos señalaban que, al historizar las normas de la prehistoria de uno mismo,
el intérprete relativiza toda noción de objetividad conectada con la obra
misma y cualquier conexión histórica con la obra. De acuerdo con el mo­
delo de Jauss, la esencia de la obra radica en su recepción, no hay ni una
base objetiva ni un principio metacrítico con el que estimar valoraciones
previas. En este universo de absoluta relatividad, todas las interpretacio­
nes parecerían igualmente válidas, no poseeríamos criterios para descali­
372 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

ficar la legitimidad de la crítica más cuestionable e incluso interpretacio­


nes abiertamente fascistas o racistas.
Finalmente, los críticos del Este han apuntado que el modelo de la
teoría de la recepción occidental ofrece poco fundamento sociológico res­
pecto a la figura del lector, quien supuestamente ocupa el lugar central en
sus intereses. A Iser, por ejemplo, se le acusa de ignorar los prejuicios ideo­
lógicos que rodean a cualquier lector en su encuentro con un texto. Al pro­
poner un modelo fenomenológico para superar los perniciosos efectos de
la dicotomía objeto-sujeto, en realidad ha evitado la naturaleza social
de la lectura y la respuesta. Jauss ha recibido una crítica parecida, aunque
los críticos de la RDA estaban frecuentemente de acuerdo con su postu­
lado respecto a la historicidad de la literatura, es decir, sobre el hecho de
que esté «situada» en un proceso histórico, rechazaban su formulación de
en qué consiste esa «situación». Las categorías de Jauss, afirmaban, son
demasiado abstractas. El lector al que recurre no es una fuerza histórica,
sino más bien un receptor pasivo en un flujo indiferenciado. Igualmente,
el público que determina su horizonte de expectativa, como el lector de
Iser, es primordialmente un constructo literario con poca o ninguna co­
nexión con la realidad social. Las experiencias y las expectativas se defi­
nen en términos de encuentros previos con la literatura, no en relación
con la interacción con el mundo. Dado que ni Jauss ni Iser parecen tener
en cuenta la práctica social de los recipientes de la literatura —los críticos
orientales tenían en mente especialmente su clase o el tipo de relación
con los medios de producción- propagan una idealización que rodea más
que ilumina la función social de los textos literarios.
Ni Jauss ni Iser se amilanaron a la hora de responder a sus críticos de
la antigua Alemania oriental. Sin embargo, sus respuestas no eran tanto
una defensa de su teoría de la recepción como objeciones al modelo mar­
xista. Ambos llamaron la atención sobre una supuesta contradicción en­
tre garantizar la legitimidad de la recepción y dar preeminencia a una no­
ción como la de «reflejo» (Widerspiegelung). La función mimética de la
literatura, afirma Iser, es reconciliable con la tarea pedagógica que le im­
putaba la cultura de la RDA. Jauss, subrayando la misma contradicción,
la remonta a una «debilidad idealista» en los mismos escritos de Marx. La
idea de Marx de la obra de arte generadora de una apreciación por la be­
lleza, que se encuentra en el «Prefacio» a Zar Kritique der Politischen Oko-
nomie (Critica de la economía política, 1859), está en contradicción con
cualquier posible teoría del arte como un espejo de la realidad. Sin em­
bargo, Jauss e Iser también encuentran indignantes excesos políticos en el
tono de las reflexiones de sus colegas, especialmente respecto a la «liber­
tad» que le corresponde al lector para conformar el significado del texto.
Dado que los escritores de la antigua RDA daban por supuesto que algo
es dado y determinado en el texto -se refieren específicamente a la Rezep-
tionsvorgabe (lo dado de antemano a la recepción)—, las posibilidades para
LA TEORÍA DE LA RECEPCIÓN: LA ESCUELA DE CONSTANZA 373

la interpretación estarían limitadas desde el principio. Jauss e Iser mante­


nían que la teoría de la recepción de la RDA difundía un modelo confor­
mista de la lectura que negaba efectivamente el papel genuinamentc
emancipador de la literatura. Al menos la primera parte de esta evalua­
ción parece ser certera, pero lo que no resulta evidente es cómo esto dis­
tingue la variante marxista de la teoría de la recepción de su oponente
«burgués». Jauss e Iser, del mismo modo que otros teóricos de la recep­
ción pertenecientes a la entonces RFA, mantenían que las limitaciones
impuestas por los textos son esenciales para la producción del significado.
Por su parte, los críticos de la RDA que abogaban abiertamente por la de­
terminación en su teoría diferirían de sus colegas del Oeste, por tanto,
sólo en cuáles son esas limitaciones y no en si éstas existen.

La RESPUESTA A LA TEORÍA DE LA RECEPCIÓN EN LOS ESTADOS UNIDOS

Los trabajos de Jauss e Iser han tenido una recepción bastante distin­
ta entre la crítica literaria de Estados Unidos. Sus respuestas aparecieron
una década después del pronunciamiento inicial de la Escuela de Cons­
tanza y, debido a que la escena crítica había estado tan pendiente del postes­
tructuralismo y la deconstrucción, no han sido muy amplias. A diferen­
cia de la antigua RDA, donde la teoría de Jauss ocupaba el centro del
debate, Iser atrajo más atención en el mundo anglosajón, sin duda debi­
do a su ámbito de trabajo (la literatura inglesa) y a su proximidad a tradi­
ciones críticas más familiares. A pesar de la generalmente buena recep­
ción de Iser, su trabajo no ha dejado de ser controvertido, siendo S tan ley
Fish su principal detractor en Estados Unidos, cuyas reseñas de Der Akt
des Lesens, aparecidas en Diacritics en 1981, generaron un pequeño debate.
Fish objeta a Iser su timidez crítica, afirmando que se trata de un camaleón
teórico, capaz de estar de los dos lados en las cuestiones importantes. Eras
un breve resumen de los argumentos centrales del libro, Fish pasa a exami­
nar exactamente cómo Iser logra ser tan inofensivo ante tantos antagonistas
potenciales, y cree encontrar la respuesta a este enigma en el uso que hace
Iser del par determinación/indeterminación. Fish comienza poniendo en
cuestión la validez del primer miembro. Si, según Iser, la actividad del lec­
tor consiste principalmente en dar contenido a los vacíos del texto, Fish
pone en cuestión la naturaleza de esos vacíos. Mientras que Iser sugiere
que los vacíos están de algún modo en el texto y, por tanto, son indepen­
dientes del lector, Fish defiende que no existen hasta que no son inter­
pretados, por lo que la cuestión es tanto de epistemología como de teoría
literaria. Para Fish, la percepción es una actividad mediada que nunca
está «libre de presupuestos», mientras que para Iser hay algunas cosas que
simplemente existen y deben ser captadas por todos los observadores.
Dado que Fish pone en cuestión este aspecto, también ataca la empresa
374 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

de Iser de distinguir entre nuestra interacción con el mundo y con el tex­


to. Hay diferencias, admite, pero no implican una distinción entre per­
cepción e ideación, como afirma Iser, como tampoco conllevan una dife­
rencia en el grado de determinación. Ambas actividades —interactuar con
un texto e interactuar con el mundo— son igualmente convencionales y
mediadas. Lo que vemos o comprendemos está ya siempre conformado
por una perspectiva o marco previo que hace posible el ver y el compren­
der mismos.
Si no hay objetos determinados para la interpretación sino sólo objetos
interpretados que son erróneamente denominados determinados, debe
suponerse que Fish debería entonces validar una indeterminación total­
mente arbitraria, subjetiva. Sin embargo, éste no es en absoluto el caso, ya
que, de hecho, Fish pone en cuestión la noción de indeterminación sobre
la misma base que ha rechazado la determinación. Dado que estamos
siempre operando dentro de un marco de interpretación, porque no tene­
mos acceso a una subjetividad libre que no esté limitada por las conven­
ciones, la indeterminación, considerada el lugar de la contribución del in­
dividuo al significado de un texto, es imposible. Así que mientras Fish
argumenta, por una parte, que no hay nada en el texto que esté dado -usa
el termino «dado» y «determinado» como sinónimos— y todo ha de ser
puesto, también mantiene que nada es puesto y todo está dado. Aunque
parece contradecirse, Fish es bastante consistente. La paradoja se disuelve
una vez que reconocemos que ha concebido el problema de leer textos —c
interactuar con el mundo- desde la perspectiva de un código (o conven­
ción) que informa y determina la respuesta individual. Fish ha elevado el
problema, por así decirlo, a un nivel metacrítico. Así, no dice que sea im­
posible analizar un texto utilizando el modelo de Iser, una interpretación
de cualquier trabajo podría llevarse a cabo usando la distinción entre as­
pectos «dados» por el texto y las contribuciones del lector. Sin embargo,
cada componente en esta perspectiva es él mismo consecuencia de una
particular estrategia interpretativa que sólo tiene validez dentro de un sis­
tema particular de inteligibilidad.
La respuesta de Iser a este ataque pretende clarificar su posición y co­
rregir los errores de su adversario. La confusión central en la crítica de Fish
está expuesta en su establecimiento de una distinción tripartita: «Las pala­
bras de un texto están dadas, la interpretación de las palabras está deter­
minada, y los vacíos entre los elementos dados y/o las interpretaciones son
las indeterminaciones» («Talle like whales», p. 83). Usando estos términos,
Fish distingue entre nuestra interacción con el mundo real y nuestra inte­
racción con los textos. El mundo real está dado, según Iser, y nuestras in­
terpretaciones de él están determinadas; la indeterminación entra en los
«vacíos» entre elementos dados y/o interpretaciones. El texto literario, por
su parte, nos permite producir un mundo o, en otras palabras, la realidad
del mundo no está dada, sino que es el resultado de una interpretación.
HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

ticas que permean un texto. Un tercer modo para comprender los errores de
Jauss conlleva volver a examinar el gran proyecto sintético por el que abier­
tamente se lo celebra. Desde esta perspectiva, De Man sugiere que Jauss es
culpable de suprimir la fuerza potencialmente destructiva de la retórica
para completar su unificación de la poética y la hermenéutica mediante
el cortocircuito de la letra escrita.
La naturaleza radical de la crítica de De Man, sin embargo, puede
comprenderse más claramente en conexión con su discusión sobre Wal-
ter Benjamín. De Man señala que el rechazo de Benjamín de la respuesta
en uno de sus primeros textos sobre la traducción no debería verse como
una concesión conservadora a algún modo esencialista de interpretación,
sino más bien como un reconocimiento de la negatividad propia del pro­
ceso mismo de la comprensión. De Man cree que «Die Auígabe des Uber-
sctzers» («La tarea del traductor») es especialmente importante porque la
traducción, como proceso interlingüístico, niega la oposición entre el su­
jeto y el objeto. Su preocupación principal es exponer las tensiones que
son parte invariable y específica del lenguaje. Siempre hay una distancia
irreductible entre la proposición y la denominación, entre el significado
literal y simbólico, entre lo que se simboliza y la función simbolizadora.
De Man argumenta que la inclusión de un horizonte de expectativa
como punto local de la estética de la recepción lo convierte en una em­
presa «conservadora». En relación con la oposición clásico/moderno y
mimético/alegórico, a Jauss debe identificárselo con el par último, ya que
el uso de la metáfora del horizonte para la comprensión implica la per­
cepción, por lo que la comprensión está muy vinculada con la sensibili­
dad. Así, la categoría de Jauss de la alegoría, que opone a la de mimesis,
está animada por una «estética de la representación» tradicional. Por su
parte, De Man elogia la noción «anorgánica» de la alegoría de Benjamín,
que depende de la letra escrita. Al igual que la traducción y la retórica, el
concepto de alegoría de Benjamín desalía y cuestiona la actividad sintéti­
ca, núcleo de la empresa de Jauss. De hecho, para De Man la alegoría es
el proceso retórico que desplaza un texto del reino fenomenológico del
mundo para ubicarlo en el ámbito gramatical y orientado al lenguaje de
la letra escrita. Así, Jauss es culpable de una identificación ilícita de la pa­
labra y el mundo que Benjamín elude cuidadosamente. En esta confron­
tación atentamente planteada por De Man, la estética de la recepción
aparece como un método que, con todas sus ventajas, no logra romper
con presupuestos familiares y conservadores.

LA SEGUNDA GENERACIÓN DE LOS TEÓRICOS DE LA RECEPCIÓN

lal vez el libro más importante de un teórico de la recepción de se­


gunda generación sea Text ais Handlung (Textoy acción, 1975) de Karl-
380 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

máxima de l'artpour l'art se perciben como contradiciendo las tendencias


hegemónicas de la sociedad moderna. Al igual que Adorno, los escritores
vinculados con esta revista promocionan un arte sin un impacto social
aparente en su defensa de un reino de pura oposición. Jauss los acusa de
valorar sólo una noción de arte (algo que comparten con el formalismo
ruso). La atención exclusiva a la innovación da por supuesto que la litera­
tura es percibida y valorada sólo contra un trasfondo literario normal o
automatizado. La literatura funciona sólo a partir de su relación negativa
con otra cosa. Sin embargo, si el formalismo ruso puede verse como una
temprana variedad de la estética de la negatividad del siglo XX, la estética
de la recepción que Jauss había promocionado sólo un par de años antes
es solamente una variante tardía de las mismas nociones básicas. Jauss ad­
mite las debilidades de sus primeros trabajos cuando admite la naturale­
za parcial de su tratamiento de la experiencia estética. Al excluir una esté­
tica primaria y positiva, la estética de la recepción compartía un
ascetismo artístico con otros modos de especulación contemplativos y
autorreflexivos, ignorando no sólo el importante papel del arte preautó­
nomo (pre-rromántico), sino también la gran variedad de funciones que
el arte ha poseído históricamente y que potencialmente aún posee.
La obra tardía de Jauss puede entenderse como una tarea para contra­
rrestar la unidimensionalidad de la estética de la negatividad mediante la
validación del placer y examinando el alcance de la respuesta literaria a
través de los siglos. Jauss nos recuerda el simple hecho de que gran parte
de los contactos con el arte se han debido al placer (Genufí). El término
Genufítiene dos sentidos en alemán: en la acepción más común, se refie­
re simplemente al placer o al gozo; pero un sentido más antiguo lo acer­
ca a la noción de uso o utilidad. Ciertamente, Jauss tiene ambos en men­
te cuando emplea la palabra, ya que su afirmación es que G^««/?ha sido
la inspiración seminal para el interés en el arte, aun cuando ha sido vir­
tualmente ignorado por la tradición estética reciente. En el siglo XX, la
función cognoscitiva y comunicativa anteriormente asociada con el arte
ha sido rechazada definitivamente. Quienes profesaran deleitarse o edifi­
carse con la literatura eran asociados con una clase media pretenciosa y
de mente estrecha. Esto es cierto incluso en pensadores como Roland
Barthes (véase el capítulo 6), quien parece concentrarse en la función li­
bidinosa del arte. Aunque Barthes debe ser celebrado por reconocer la le­
gitimidad del placer estético, en última instancia, de acuerdo con Jauss,
su adscripción de una estética de la negatividad sólo permite el placer as­
cético del connoisseur. Su jouissance acaba siendo el eros redescubierto del
filólogo contemplativo seducido por el paraíso verbal del texto.
Para evitar las dañinas consecuencias de la estética de la negatividad,
Jauss toma un camino un tanto distinto. El placer, entendido como lo
opuesto al trabajo, pero no necesariamente en contradicción con la ac­
ción o la cognición, debe separarse fenómeno lógicamente del placer esté­
LA TEORÍA DE LA RECEPCIÓN: LA ESCUELA DE CONSTANZA 381

tico. Apoyándose en la tradición fenomenológica de Ludwig Giesz y


Jean-Paul Sartre, Jauss distingue dos momentos en el placer estético. En
el primero, que puede aplicarse al placer como un fenómeno general, tie­
ne lugar una rendición inmediata del ego al objeto. El segundo momen­
to, que es específicamente estético, consiste en asumir una posición que
pone entre paréntesis la existencia del objeto. Conlleva un acto creativo
de conciencia en el que el observador produce un objeto imaginario du­
rante la contemplación estética. Aquí Jauss se acerca quizás al modelo de
lectura de Iser, concentrándose en la participación del receptor en la
construcción de la obra de arre. Como su colega en Constanza, Jauss tie­
ne en cuenta una interacción entre el sujeto y el objeto, pero, a diferencia
de Iser, la postula como una tensión entre dos polos. La fórmula que em­
plea para el placer estético, «autoplacer en el disfrute de una cosa otra»
(Selbstgenufin Fremdgenuf), enfatiza no sólo la unidad elemental del pla­
cer y la comprensión. El placer no debe separarse de sus funciones cogni-
tivas y orientadas a la práctica, y es con este modelo de estética multifun-
cional en mente cuando Jauss procede a analizar las categorías
fundamentales del placer estético: poiesis, aisthesis y catharsis.
En su obra magna, Asthetische Erfahrung und literarische Hermeneutik
(Experiencia estética y hermenéutica literaria, 1982), Jauss ofrece detalla­
das consideraciones del desarrollo de poiesis, aisthesis y catharsis, el aspec­
to productivo, receptivo y comunicativo de la experiencia estética respec­
tivamente. Considera estos conceptos desde sus orígenes griegos hasta el
presente, mostrando las numerosas transformaciones que han sufrido en
la literatura occidental. Quizá una muestra más iluminadora del abando­
no de Jauss de los principios de la estética negativa sea su largo análisis so­
bre la identificación estética, donde se concentra especialmente en los
distintos modos como el público se ha relacionado con los héroes en
los textos literarios. Identifica cinco patrones de interacción que forman
una secuencia cronológica básica, pero que puede encontrarse en distin­
tas formas en todas las sociedades. De hecho, bastantes de ellas pueden
aparecer en una misma obra. En algunos aspectos esto se asemeja a los
modos ficcionales que Northrop Frye esboza en Anatomy of Criticism
(1957). El primero, la «identificación asociativa», implica una activa par­
ticipación del espectador, como la que puede encontrarse en la Antigüe­
dad o en el teatro moderno. En la «identificación admirativa» encontra­
mos un héroe cuyas acciones son ejemplares para un grupo determinado.
En la tercera modalidad, la «identificación empática», el público se colo­
ca en el lugar del héroe y expresa así un tipo de solidaridad con una figura
que frecuentemente sufre. Jauss distingue esto de la «identificación catár­
tica» debido a la función emancipadora de la interacción de los especta­
dores. Mientras que la identificación empática implica un vínculo senti­
mental, la emancipación catártica sugiere una distancia o un desapego
que no se logra en aquél. Finalmente, la modalidad irónica, asociada par­
382 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

ticularmente con la literatura moderna y prototípica de la estética de la


modernidad, rompe, desilusiona o niega una identificación esperada.
En su obra postrera, Jauss va más allá de las premisas iniciales de la es­
tética de la recepción. Iser también transciende su posición teórica de
mediados de los setenta expuesta en Der Akt des Lesens, y su trabajo en los
ochenta se concentra en la noción de «imaginario», un reino difuso e in­
traducibie en el que el lector experimenta el texto en una gestalt imagina­
ria. En un sentido, entonces, las teorías más recientes de la Escuela de
Constanza completan el cambio iniciado en los últimos años de la déca­
da de 1960 desde el enfoque en la producción y el análisis de textos a la
recepción y la lectura. En lugar de teorizar acerca de la posibilidad de un
horizonte objetivo o de las estructuras textuales que pudieran provocar
respuestas, Jauss e Iser parecen concentrarse mucho más en la experiencia
primigenia del texto. Así el lector se ha instalado incluso más firmemen­
te en el centro de sus intereses. Jauss no se apoya más en la visión de la
evolución formalista de la historia literaria con su énfasis unidimensional
en la ruptura o insatisfacción de las expectativas, mientras que Iser ha de­
sistido de su intento de construir reglas para la historia de la literatura
desde su modelo fenomenológico de lectura. Desarrollos posteriores han
enriquecido y enriquecido la teoría de la recepción, aunque puede haber­
se dado una reducción de su impacto provocador. Aunque una confron­
tación prolongada y detallada con los retos teóricos del postestructuralis­
mo y la crítica deconstructiva desde Francia a Estados Unidos está
ausente en el trabajo de los primeros teóricos de la recepción, las modifi­
caciones y extensiones que han acometido han producido una posición
teórica más compacta y convincente.

Mat derechos de autoi


12
La teoría de los actos de habla y los estudios literarios

LOS CONCEPTOS BÁSICOS DE LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA

La teoría de los actos de habla se origina en la década de 1950 en el


seno de la filosofía del lenguaje ordinario de John L. Austin y es luego
continuada, de modo destacado, en la obra de John Searle. El presente
capítulo indaga en su impacto en los estudios literarios hasta 1990. Di­
cho impacto fue grande y se produjo rápidamente. De hecho, en 1975
Quentin Skinner estaba en posición de afirmar el lugar central ocupado
por la teoría de los actos de habla, señalando la influencia de Austin y Sear­
le, en las dos nuevas «ortodoxias» que retaban al formalismo, subrayando
que el contexto y la intención eran necesarios para la comprensión («Her-
meneutics and the role of history»). Sin embargo, poco más de una déca­
da después, Vincent Leitch escribiría una historia de la literatura ameri­
cana de 1930 a 1980 sin mencionar a Austin, y con sólo dos referencias
tangenciales a Searle. Es cierto que tanto Skinner como Leitch represen­
tan dos posiciones extremas sobre el valor de la teoría de los actos de ha­
bla, pero sus respectivas observaciones reflejan un cambio real en los en­
foques de la crítica. No hace mucho, una posición teórica importante, la
teoría de los actos de habla es recordada hoy esencialmente como lo que,
según Richard Rorty, podría llamarse la «persona derecha» («Deconstruc­
tion and circumvention», p. 2) en referencia a una de las acciones de­
constructivas más conocidas de Derrida. ¿Qué propició el entusiasmo
inicial y por qué no se materializó?
Para responder a estas preguntas es necesario alejarse de la literatura y
examinar las premisas filosóficas de la teoría de los actos de habla. De algún
modo, esto es más fácil con la teoría de los actos de habla que con la mayo­
ría de los movimientos filosóficos, ya que tiene su origen en un solo texto:
How to Do Things with Words (Cómo hacer cosas con palabras), de Austin,
presentado originalmente en el marco de las Conferencias William James
en Harvard en 1955, y publicado postumamente en 1962.
Al menos para el crítico literario, la idea clave de Austin es que el sig­
nificado de una proferencia no depende de las palabras que la componen.
Austin comienza atacando la asunción filosófica tradicional según la cual
«la tarea de un “enunciado” sólo puede ser “describir” un estado de cosas o
‘"enunciar algún hecho”, que debe ser verdadero o falso» (p. I)1. Usando el
término «constatativo» para el tipo de enunciado que puede ser verdadero

1 Si no se indica de otro modo, todas las citas de Austin remiten a la edición original
de Hoiu to Do Things with Words [ed. cast.: Cómo hacer cosas con palabras, Barcelona, Pai­
dós, 2004].
384 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

o falso, Austin lo compara con un tipo enteramente distinto de habla, el


«performativo», «en el que decir algo es hacer algo» (p. 12): por ejemplo,
hacer una promesa o decir «Sí, quiero» durante una boda. Esas proferen-
cias no pueden ser consideradas como verdaderas o falsas, aunque tengan
una cualidad paralela. De igual forma que los constatativos pueden fallar
si no son verdad, la promesa o el matrimonio pueden ir mal de un modo
u otro. Esto ocurre cuando, por ejemplo, alguien dice «Sí, quiero» aunque
ya esté desposado. En esta curiosa terminología, esas proferencias no se
denominan «falsas» sino «infelices» o «desafortunadas».
Austin distingue seis condiciones básicas que deben satisfacerse para
que una proferencia performativa sea «afortunada». Debe haber «un pro­
cedimiento convencional aceptado que tenga cierto efecto convencional»;
las «personas y las circunstancias [...] deben ser apropiadas»; el procedi­
miento debe llevarse a cabo correctamente; debe llevarse a cabo comple­
tamente; si «el procedimiento está designado para que sea llevado a cabo
por personas con determinados pensamientos o sentimientos», los parti­
cipantes deben tenerlos realmente, y las parres deben comportarse ade­
cuadamente en el futuro (pp. 14-15). Diferentes tipos de infortunios tie­
nen lugar cuando no se satisface alguna de estas condiciones.
Sin embargo, en construir ejemplos de infortunio, y en buscar vana­
mente distinciones gramaticales o de vocabulario que semejan la distin­
ción entre proferencias constatativas y performativas, Austin se ve trabado
por la mutua dependencia de sus categorías («para que una cierta profe-
rencia performativa sea afortunada, ciertos enunciados deben ser verdade­
ros, p. 45). No es simplemente que un determinado enunciado pueda en
diferentes ocasiones ir «en ambas direcciones, performativa y constatativa»
(p. 67). Más sorprendentemente, su investigación conduce en última ins­
tancia, como dice Shoshana Felman, a «la subversión total y radical de la
proferencia constatativa como tal» (Literary Speech Act, p. 65)2. Esta diso­
lución de su distinción original lo fuerza a ampliar su investigación para
examinar «la situación total en la que la proferencia tiene lugar -el acto de
habla completo—» (p. 52). Recurriendo a una nueva distinción entre signi­
ficado («lo que se dice») y fuerza («cómo [...] será tomado») (p. 73), Aus­
tin desarrolla entonces las categorías cruciales de su teoría: los actos locu-
cionarios, ilocucionarios y perlocucionarios.
1) Un acto locucionario es un acto de significado, «el acto de “decir '
algo» en un «sentido normal completo» (p. 94). Está compuesto por tres
partes: fonética («la emisión de ciertos sonidos»), fática (la emisión de
ciertas vocales o palabras) y rética (hacerlo con «un cierto “sentido” más o
menos concreto y una «referencia» más o menos definida) (pp. 92-93).

2 «La subversión radícate ct totale du constatatif comme te!» (Scandale du corps


parLint, p. 91).
LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS 385

2) Un acto ilocucionario es, por su parte, un acto de fuerza. Los actos


ilocucionarios incluyen actos como «preguntar o contestar a una pregunta,
ofrecer cierta información o certidumbre o advertencia, anunciar un vere­
dicto» (p. 98), y siempre satisfacen una convención (p. 105). Un acto ilo­
cucionario es la «realización de un acto al decir algo en tanto que opuesto a
la realización de un acto de decir algo» (pp. 99-100). La distinción entre
actos locucionarios e ilocucionarios es fundamental y de largo alcance.
Como señala Richard Ohmann, para determinar si un acto locucionario
está bien o mal formado, atendemos a las reglas de la gramática; por su
parte, «las reglas para los actos ilocucionarios tienen que ver con las rela­
ciones entre personas» (Ohmann, «Speech, literature», p. 50).
3) Por último, el acto perlocucionario: el acto de producir «ciertos
efectos en los sentimientos, pensamientos o acciones de la audiencia, o
del hablante, o de otras personas» (Austin, p. 101). Ésta es la realización
de un acto diciendo algo en oposición a los actos de decir o al decir algo.
Dado que los efectos concretos del habla nunca pueden ser predetermi­
nados, los actos perlocucionarios no son ni convencionales ni están total­
mente controlados por el hablante.
Decir las palabras «La casa está ardiendo» con un sentido y una refe­
rencia determinados es un acto locucionario. Las mismas palabras podrían
usarse para llevar a cabo distintos actos ilocucionarios: por ejemplo, ad­
vertir a alguien que abandone el edificio o vanagloriarme de lo excelente
de mis dotes de mando. Convencer a alguien de que salte por la ventana
o que me contrate para quemar un edificio serían actos perlocucionarios,
que -sin tener en cuenta mis intenciones— pueden o no pueden ser un re­
sultado de los actos ilocucionarios de advertir y vanagloriarse.
Es en su indagación de la ilocución —y específicamente en la relación
entre las convenciones ilocucionarias y las circunstancias del acto de ha­
bla particular (p. 115)— donde Austin considera que radica su contribu­
ción especial, ya que, como él mismo mantiene, la mayoría de los filóso­
fos elude la ilocución en favor de la locución o la perlocución (p. 103). El
enfoque de Austin lo lleva a concluir que enunciar es un acto ilocuciona­
rio como lo es advertir o vanagloriarse (p. 134), y que los enunciados, al
igual que performativos como prometer, están sujetos a la infelicidad.
Esto conduce a una noción relativizada de la verdad -aunque no subjeti­
va, ya que depende de criterios contextúales objetivos-. Al señalar que el
enunciado «Erancia es hexagonal» es cierto «hasta cierto punto [...] según
con qué propósito y con qué intenciones [...] suficiente para un general
de alta graduación, quizá, pero no para un geógrafo» (p. 143), Austin
concluye que «la verdad o la falsedad de un enunciado depende no mera­
mente del significado de las palabras sino de que acto se estaba llevando a
cabo en qué circunstancias» (p. 145).
386 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Clarificaciones y ampliaciones

El autor de How to Do Things with Words nunca preparó su trabajo


para ser publicado, y gran parte no es sólo provisional, sino realmente
críptico. No es de extrañar que sus seguidores se hayan sentido obligados
a revisar y desarrollar su teoría.
Estas revisiones han optado normalmente entre dos direcciones3. Al­
gunos teóricos, especialmente los de la tradición anglo-americana, han
tratado a Austin como a un clasificador o cartógrafo, y han intentado
completar sus lagunas, aclarar sus distinciones y, en general, refinar su
mapa de la situación de los actos de habla. Otros, pocos y los menos in­
fluyentes, han visto la esencia del trabajo de Austin precisamente en lo
difuso que caracteriza a su argumento, y han intentado deducir impor­
tantes lecciones de sus solapamientos e indecisiones.
El primer tipo de respuesta está representado por el más destacado de
sus herederos, John Searle. Gran parte de las investigaciones de Searle
han consistido en la aplicación de la teoría de los actos de habla a proble­
mas perennes de la filosofía como la referencia, la predicación y la rela­
ción entre los enunciados de «deber» y de «ser», por lo que tiene poco in­
terés inmediato para la literatura. Sin embargo, también ha revisado y
ampliado las ideas de Austin en bastantes direcciones importantes que
han terminado influyendo en cuestiones literarias.
Primero, Searle abandona la distinción locucionario/ilocucionario tal
como la concibió Austin originalmente porque la descripción del acto rético
de éste (supuestamente una parte del acto locucionario) de hecho se cuela
hasta el ámbito de la ilocución. Searle propone una distinción entre dos as­
pectos de un acto ilocucionario: su proposición (o contenido) y su fuerza (o
tipo). «La proposición “Me iré” puede ser un contenido común de diferentes
enunciados con distinta fuerza ilocucionaria, ya que puedo amenazar, adver­
tir, enunciar, prever o prometer que “Me iré”» (Searle, «Austin», p. 420). La
ambigüedad agazapada en el término «proposición» ha confundido a mu­
chos de los lectores de Searle: para comprenderlo, debemos distinguir entre el
contenido proposicional de una proferencia -que, como señala Martín Stein-
rnann, implica la referencia y la predicación, pero no tiene necesariamente
una fuerza ilocucionaria (Steinmann, «Perlocutionary acts», p. 113)- y el
acto ilocucionario de afirmar una proposición4. Searle se queda finalmente
sólo con los actos fonéticos, fáticos, preposicionales e ilocucionarios.

• Alrieri también considera que las revisiones toman dos direcciones, pero su pos­
tura, que se articula atendiendo a las diferencias entre Searle y Grice, difiere de la
nuestra (Act and Quality, pp. 76-79).
4 Las dudas que tiene Richard M. Cale respecto al contenido proposicional de
los actos locucionarios en Austin alcanzan aún más contundentemente al análisis
de Searle («Fictive use of language», pp. 326-327).
388 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

tremo se encuentra el grupo de los críticos mencionados más arriba, bien


representados por Shoshana Felman, quienes aprecian y subrayan precisa­
mente la apertura e indeterminación del pensamiento de Austin. Su libro
sobre Austin y Moliere comienza con una análisis de los actos de habla en
Donjuán. Aunque hay ciertos deslices entre el acto ilocucionario y el per-
locucionario (especialmente cuando asocia el éxito —perlocucionario- de
Don juán como seductor con la felicidad -ilocucionaria—), su sorprendente
lectura ilumina la obra como un texto sobre la promesa (y las amenazas
como promesas negativas). Al analizar esta obra en términos de la distinción
entre quienes ven el lenguaje como performativo (Don Juan) y quienes lo
ven como constatativo (sus víctimas), Felman muestra cómo la teoría de los
actos de habla puede revelar (o quizá desmantelar) la estructura del discurso
de la seducción, e indicar la relación entre el erotismo y el lenguaje.
Sin embargo, lo que es más importante para nuestro propósito, Fel­
man pasa seguidamente a prestar atención a Austin, usando la obra de
Moliere como vehículo para mostrar a Austin como un Don Juan, un ico­
noclasta y un seductor transgresor de las categorías que él mismo instaura.
Por ejemplo: subrayando que la «ruptura inherente» al performativo (esto
es, la posibilidad esencial de fracasar [Literary Speech Act, p. 45]) —insiste
así en que el performativo es «definido, según Austin, como la capacidad
de no lograr su objetivo- (p. 82); tratando la fuerza ilocucionaria como el
«exceso de la proferencia en detrimento del enunciado que se emite»,
como «un tipo de “residuo” galvanizante» (p. 78); sosteniendo que la no­
ción de felicidad de Austin reemplaza la verdad por el placer (pp. 61-62) y
subrayando consecuentemente el juego barthesiano en las propias accio­
nes de Austin. Mediante estas observaciones, Felman adapta Austin al
postestructuralismo francés, especialmente a la psicología lacaniana, que
entiende como prioritariamente interesada no por «la falta, sino por el
acto de faltar o de echar de menos» (p. 83)5.
Una perspectiva similar caracteriza su reformulación de la posición de
Austin respecto a los actos fallidos. Austin ya dice que, cuando un acto
performativo falla, no se sigue que no hayamos hecho nada, sino sólo que
no hemos llevado a cabo el acto que se pretendía: tal vez no nos hayamos
casado, pero puede que hayamos cometido un acto de bigamia. Felman
traduce esto hábilmente: «El término “fallar” no se refiere a una ausencia
sino al establecimiento de una diferencia» (p. 84). Este vínculo implícito
entre Austin y Derrida lo refuerza el análisis que hace Felman del humor
frecuentemente autosubversivo de Austin6, y su afirmación de que Austin

5 Cuando aparezcan varias citas breves de un mismo autor, se incluirán ios textos en
su lengua original. «Ccttc coupure qui lui es inherente» (Scándale du corpsparlant, p. 61);
«se definit, pour Austin, par la capacité de manquee son but» (p. 112); «cet excés de l’énon-
ciarion sur son propre énoncé» (p. 105); «une sorre de “reste” energétique» (p. 106); «de
manque, mais plutot de Pacte de manque)» (p. 113)
LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS 389

trae a colación la distinción normal/anormal sólo «para analizar lo anor­


mal en tanto que constitutivo de lo normal, esto es, para deshacer o hacer
estallar el criterio mismo de “normalidad”» (p. 139) \
Más sorprendente aún es que Felman sostenga que Austin trata todas
las acciones como lingüisticas, que Austin, como Lacan, ha descubierto que
«el acto, [como] sugiere Mallarmé [...], es lo que deja trazos. Ahora bien, no
hay trazos sin lenguaje: el acto es legible como tal [...] sólo en un contex­
to en el que esté inscrito [...] No hay acto sin inscripción lingüística»
(p. 93). Finalmente, Felman incluso introduce el inconsciente en el siste­
ma de Austin: «El “inconsciente” es el descubrimiento, no sólo del radical
divorcio o violación entre acto y conocimiento, entre acto constatativo y
performativo, sino también (y aquí radica el escándalo del último hallazgo
de Austin) de su indecibilidad y su constante interferencia» (p. 96)6 78.

Las APLICACIONES A LA LITERATURA DE LA TEORIA DE LOS ACTOS DE


HABLA

Como ya he sugerido, la versión que Felman hace de Austin ha sido me­


nos influyente que la de Searle, al menos en Estados Unidos. Dado este es­
tado de cosas, es sorprendente que la teoría de los actos de habla haya teni­
do alguna ascendencia en los departamentos de literatura. De hecho, en un
enjundioso pasaje (que ha generado bastantes comentarios), al igual que
más indirectamente en numerosas ocasiones a lo largo de How to Do Things
with Words, Austin excluye específicamente a la literatura de este análisis:

Una proferencia performativa será [...] de un modo particular huera o


vacía si la dice un actor en el escenario, o si es parte de un poema, o di­
cha en un soliloquio [...] El lenguaje en tales circunstancias es especial -e
inteligiblemente- utilizado no de un modo serio, sino de manerasparasi-

6 Esta imagen del humor de Austin y su acento en el placer y la «satisfacción» lo


confirma Stanley Cavell al referirse en un apartado a la actividad de Austin como
profesor (Must We Mean What We Sayl, p. 108).
7 «Le ratage nc renvoic pas á une abscncc, mai a la mise en acte d’unc différcnce»
(Scandale du corps parlant, p. 1 15); «pour analyser l'anormal en tant que constitutif
du normal, c’cst-a-dire pour défaire ou pour faire éclater le crirére méme du “nor­
mal”» (p. 201).
8 «L’actc, suggcrc ici Mallarmé, cst ce qui laisse des traces. Or, il n’y a pas de traces
sans langage: l acre n'est lisible comme tel [...] qu’a l’intérieur d'un contexre dans le-
qucl il s'inscrit [...] II n’y a pas d'actc sans inscription linguistique» (Scandale du corps
parlant, p. 128); «L “inconscient” esr la découverte, non seulement du divorce radi­
cal ou de la rupture entre acte et savoir, entre le constatif er le performatif, mais aus-
si (et c’cst la le scandale de la dcrnicrc dccouvcrtc d’Austin) de leur indecidabilitc ct
de leur constante interference» (p. 132).
LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS 393

parcialmente en términos de la competición entre «el juego denotativo (en


el que lo que es relevante es la distinción verdadero/falso)», el juego pres-
criptivo (al que pertenece la distinción justo/injusto) y «el juego técnico
(en el que el criterio es la distinción eficaz/ineficaz)» (La condiciónpostmo­
derna, ed. ing., p. 46). Para Lyotard, la característica de la cultura contem­
poránea es el derrumbamiento de los modelos narrativos tradicionales de
legitimación, uno basado en la especulación filosófica, el otro en la eman­
cipación política {La condición postmoderna, ed. ing., pp. 27-37). El resul­
tado es la reformulación de los términos de legitimación y el desarrollo de
una nueva ciencia que «enfatiza la invención de nuevos “movimientos” e
incluso nuevas reglas para los juegos de lenguaje» {La condición postmoder­
na, ed. ing., p. 53)11. Sin embargo, los juegos de lenguaje de Lyotard no
son proferencias individuales sino algo más cercano a sistemas de pensa­
miento, en particular epistemologías, cuya relación con proferencias ilo-
cucionarias específicas de las que frecuentemente toman sus nombres
(como en el juego de la prescripción) es en el mejor de los casos metafóri­
ca. Como resultado, hay diferencias substanciales entre los juegos de len­
guaje y los actos ilocucionarios.
En parte, éstas son diferencias en la definición. Lyotard, es cierto, criti­
ca la teoría de la comunicación porque no logra reconocer distinciones en
la fuerza ilocucionaria (aunque Lyotard no use ese término) {La condición
postmoderna, ed. ing., p. 16), y pasa a distinguir juegos de lenguaje en par­
te mediante criterios que son similares a los utilizados por los teóricos de
los actos de habla para ordenar actos ilocucionarios, incluyendo las condi­
ciones de felicidad implicadas, aunque aquí también evite el vocabulario
de Austin y Searle {La condición postmoderna, ed. ing., pp. 18-27). Sin em­
bargo, esta similitud es engañosa. Lyotard ordena los juegos de lenguaje en
gran medida en términos de «distribución de roles» {Au Juste, ed. ing.,
p. 93) -por ejemplo, de acuerdo con qué polo del «triángulo pragmático»
es «olvidado» o «considerado superfluo»—. En el caso del discurso especu­
lativo en general, uno no sabe a quién está dirigido; en juegos prescripti-
vos, «no se sabe quién es la persona que obliga» {Au Juste, ed. ing., p. 71)11
12.
En tales esquemas, muchas de las condiciones de felicidad (especialmente
condiciones de sinceridad) se ignoran. Además, como sostiene Seyla Ben-

11 «Une agonistique» (La condition postmoderne, p. 23); «la joute» (p. 23); «ins-
tances illocutionaries» (Au Juste, p. 72); «le jen dénotacif ou la perrinence appartient
au vrai/faux, le jen prescriprif qui esr du ressor du jusre/injusre, le jeu technique oü
le critére ese: efficicnc/inncficient» (La conditionpostmoderne, p. 76); «portait au pre­
mier plan l’invention de “coups” nouvcaux ct meme de nouvellcs regles des jcus de
language» (La condition postmoderne, p. 88).
12 «Chacun de ccs Jeux de langage distribue, si fon peut dire, des roles» (Au Jus­
te, p. 178); «rriangle pragmatique», «oublié», «considere comme inessential», «on ne
sait pas qui oblige» (Au Juste, pp. 136-137).
394 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

habib, su análisis oscurece la línea divisoria entre ilocucionario y perlocu-


cionario («Epistemologies», pp. 114-115).
Los juegos de lenguaje difieren de los actos ilocucionarios en modos que
también los relacionan. Los argumentos de Austin lo conducen a desechar la
distinción constatativo/performativo y aceptar las borrosas líneas entre sus
categorías; para Searle la teoría de los actos de habla es útil para derivar los
enunciados de «deber» de los de «ser» {Speech Acts, ed. ing., pp. 175-198).
Lyotard, por su parre, subraya la incompatibilidad y la inconmensurabili­
dad: uno no puede colocar diferentes juegos de lenguaje «en el mismo pla­
no»: «no hay una medida común (...) entre una prescripción y un enuncia­
do científico o una descripción poética (Au Juste, ed. ing., pp. 50-51). De
hecho, llega a argumentar que la justicia «interviene» en otros juegos de len­
guaje porque han devenido «impuros»: «Aquí la Idea de justicia consistirá en
preservar la pluralidad de cada juego, esto es, por ejemplo, en asegurar que
el discurso de la verdad sea considerado como un juego de lenguaje “especí­
fico”, que la narración se desarrolle de acuerdo con sus reglas “específicas”»
(Au Juste, ed. ing., p. 96)’3.

Implicaciones teóricas: los actos de habla literarios


Y LA INTENCIONALIDAD

Dado que críticos como Hernadi, Brewer, Iser y Lyotard usan todos la
teoría de los actos de habla como herramienta de un arsenal crítico más
amplio, es difícil determinar las consecuencias de la teoría de los actos de
habla per se atendiendo a sus trabajos. Otros críticos, sin embargo, han
usado esta teoría de un modo menos sucedáneo para abordar problemas
teóricos específicos. En general, sus investigaciones se han concentrado y
han contribuido a plantear importantes cuestiones acerca de las dos áreas
de solapamiento: la naturaleza de los actos de habla literarios (o de fic­
ción) y el papel de la intención.
Primero, la noción de luerza ilocucionaria ha planteado las cuestio­
nes acerca de la naturaleza del discurso literario. Aunque Austin excluye­
ra de su discusión los actos de habla que no fueran en serio, esta exclu­
sión, según Searle, se debía a la «estrategia de investigación» más que a
un dictado metafísico. El discurso de ficción, en otras palabras, no radi­
ca esencialmente fuera del ámbito de alcance de la teoría de los actos de13

13 «Sur le méme plan», «il n’y pas non plus de commune mesure entre une pres­
cripción ct une proposition dcscriptivc scicntifiquc ou une proposición dcscriptivc
poctique» (Au Juste, pp. 97-98); «interviene», «impurs», «L’ldée de justice ici consis-
tera effecdvement á maincenir la purecé de chaqué jeu, c’est-á-dire á faire considérer
le discours de veritr comme un jeu de langage “proprc”, ou la narration comme un
jeu de lengage “propre”» (Au Juste, pp. 182-183).
LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS 395

habla, sino que era sencillamente un asunto demasiado complejo para


incluirlo en un mapa inicial del territorio («Reiterating the differences»,
p. 205)14.
Otros teóricos, aunque aceptando esta cuestión básica, han estado
más o menos en desacuerdo con el análisis particular de los actos de ha­
bla literarios de Searle -y especialmente con su afirmación de que las
cuestiones planteadas por la literatura han sido «contestadas» por sus pos­
teriores desarrollos de los principios de Austin- («Reiterating the diffe-
rences», p. 205). Estos teóricos han propuesto en su lugar distintas solu­
ciones alternativas al problema de incorporar la ficción, o en general la
literatura, en la teoría. En todas estas soluciones, una cuestión parece per­
manecer constante: como ha demostrado Pratt, la teoría de los actos de
habla mina la noción formalista, compartida tanto por los nuevos críticos
como por los formalistas, de que la literatura es un tipo especial de len­
guaje que puede diferenciarse atendiendo a propiedades internas concre­
tas. Pratt sostiene, atendiendo especialmente a la Escuela de Praga, que
esta descripción de la poesía ha sido ofrecida tradicionalmente sin apenas
prestar atención al otro miembro de la presunta dicotomía. Cuando se
estudia el lenguaje no literario, se revela que comparte las propiedades
formales que se supone que definen las características de la literatura.
Como escribe Pratt, «el discurso literario debe verse como un uso más
que como un tipo de lenguaje» (Toivard a Speech Act Theory, p. XIII).
¿Pero de qué tipo de uso se trata? Parte de la controversia entre los teóri­
cos de los actos de habla surge del desleimiento de dos tipos de cuestiones
relacionadas. Una es la cuestión lógica de la condición de la ficción (que
puede o no ser literaria); la otra es la cuestión estética de la naturaleza de
la literatura (que puede o no ser ficción). El uso poco riguroso de térmi­
nos a veces hace difícil estar seguros de qué cuestión es la que se está tra­
tando. Sin embargo, hay otras disputas más importantes.
Para no equivocarnos, la mayoría de los teóricos de los actos de habla,
cuando tratan la cuestión de la ficción, comienzan trayendo a colación la
cita de Austin de que el lenguaje de los actores es «de un modo particular
huero o vacío», y asumen que la ficción es un tipo de acto de habla para­

14 Como puede adivinarse, Felman interpreta la exclusión hecha por Austin de


un modo bastante diferente al de otros comentaristas. Felman sostiene que el acento
puesto por Austin en la «seriedad» no debería tomarse en serio. «Los críticos que re­
prochan a Austin que excluya los chistes, atendiendo a su enunciado, no tienen en
cuenta el austiniano, no tienen en cuenta la cercana c infinitamente compleja re­
lación mantenida, a lo largo de la obra de Austin, entre la teoría y los chistes» (Lite-
rary Speech Act, p. 130). «La critique qui reproche á Austin l’cxclusion de la plaisan-
terie, en enregistrant Vénoncé austirúen, ne ticnt pas compre de Vacíe austinien; ne
tient pas compre du rapporr étroir et infiniment compléxe que la théorie, tout long,
chcz Austin, entretient avec la plaisantcric» {Scandale du corpsparlant, p. 189).
396 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

sitario. Sin embargo, desde esta posición general, uno puede moverse en
distintas direcciones. Sus críticos más extremos sostienen que el poeta en
absoluto está realizando un acto habla. Por ejemplo, Monroc Beardsley
afirma que mientras un poema puede usarse casualmente para llevar a
cabo un acto ilocucionario (como cuando ¡lustra un envoltorio de cara­
melos), es más habitual que la «escritura de un poema, como ral, no sea
un acto ilocucionario». Esto lo lleva a eludir el papel del autor: la poesía
se convierte en «la creación de un personaje ficticio llevando a cabo un
acto ilocucionario ficticio» (Tbe Possibility of the Criticism, p. 59; véase
también «The concept oí literature», p. 34). Una de las razones por las
que no puede ser un acto ilocucionario es que no hay comprensión ase­
gurada. De hecho, «cuando un poema está dirigido a una alondra [...] no
se concibe comprensión alguna» («Concept», p. 33). Esta puesta entre
paréntesis del autor también permite a Beardsley poner entre paréntesis
la intención del autor15.
Richard Ohmann toma una dirección distinta. Comienza con el presu­
puesto de que escribir literatura, esto es, «literatura imaginativa», que coin­
cide más o menos con la ficción («Speech acts and definition of literature»,
p. 1), es de hecho un acto ilocucionario. Ohmann presta así atención a la
acción del autor, más que a la del personaje, y define una obra literaria
como «z/zz discurso cuyos enunciados carecen de las fuerzas ilocucionarias que
normalmente comportan. Su fuerza ilocucionaria es mimética [...] Una obra
literaria imita a propósito (o narra) una serie de actos de hab a que, de he­
cho, no tienen ningún otro tipo de existencia» («Speech acts», p. 14). (De
esto se sigue que una determinada obra puede cambiar de condición de­
pendiendo de su uso: «How do I love thee»? de Elizabeth Barrett Browning
no era una obra literaria cuando iba dirigida a Robert como una declara­
ción de amor, sino que se convirtió en literatura cuando fue publicada).
Barbara Herrnstein Smith, aunque no utilice la teoría de los actos de habla
explícitamente, sostiene algo parecido cuando dice que el lenguaje de fic­
ción es la «representación» de una «proferencia natural», que la poesía no
imita la acción sino el discurso, y que los poetas no «se supone que mien­
ten, sino [...] que se supone que no dicen nada en absoluto». En compara­
ción con el enguaje ordinario, que siempre ocurre en un lugar y en un
tiempo específicos, la poesía está «históricamente indeterminada» (On the
Margins of Discourse, pp. 25, 111, 140).
Searle liga estas dos posiciones. Coincide con Beardsley en que escri­
bir una novela no es un tipo separado de acto ilocucionario. Sin embar­

15 Merece la pena observar, como sostiene John Reichert, que Beardsley aquí
«asimila la poesía a la ficción», aunque, por ejemplo, en «Nothing Gold Can Stay» de
Frost «no hay referencias a la ficción o a las cosas que hacen creer. Frost se refería al
mundo donde vivimos» (MakingSense ofLiterature, p. 129). El argumento de Beards­
ley, en cambio, aún puede mantenerse como una definición de la ficción.
LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS 397

go, al igual que Ohmann, Searle define la ficción en términos del acto en el
que se implica el escritor. Searle opone la ficción a la no ficción según la
practica el periodismo, concluyendo que los autores de ficción pretenden
llevar a cabo actos ilocucionarios «serios» como el de afirmar. Esta preten­
sión se distingue de, por ejemplo, «pretender que uno es Nixon para enga­
ñar al servicio de inteligencia y que te dejen entrar en la Casa Blanca» aten­
diendo a su propósito (es decir, no está destinada a engañar al lector). Así,
su consecuente descripción de la ficción como «una pseudo-acción sin áni­
mos de engañar» contrasta abiertamente con la de Beardsley. Dado que
«pretender es un verbo intencional [...] el criterio de identificación para de­
cidir si un texto es o no ficción debe necesariamente recaer en las intencio­
nes ilocucionarias del autor» (Expression andMeaning, p. 65).
Curiosamente, aunque Austin subraya con énfasis que el habla es una
acción, muchos de los críticos que han aplicado su trabajo a la literatura
-incluidos a Beardsley, Searle y, a veces, Ohmann- usan la teoría de los
actos de habla de un modo que reduce (y en algunos casos elimina) el po­
der del discurso literario. La teoría paradójicamente sirve para apoyar lo
que Martha Woodmansee, en su abierta crítica de esta tendencia, deno­
mina «el dogma de la autonomía literaria» («Speech act», passim). En par­
ticular, se recurre frecuentemente a la teoría de los actos de habla en ar­
gumentos que niegan la capacidad de la literatura para cambiar el mundo
mediante afirmaciones. La definición que hace Ohmann de la literatura
desde la perspectiva del acto de habla, por ejemplo, confirma la autono­
mía de los textos literarios, aunque de un modo especial: «La literatura
está exenta de las conexiones habituales entre el discurso y el mundo que
queda fuera de dicho discurso» («Speech acts», p. 18)16. Richard Cale
mantiene de un modo similar que en la ficción el hablante realiza un acto
ilocucionario cuya cualidad especial es que él o ella «desiste de llevar a
cabo ningún otro acto ilocucionario». Por tanto, el lenguaje ficticio im­
plica el «desentendimiento ilocucionario» y su efecto «es drenar la fuerza
ilocucionaria de todos los verbos que aparezcan en su mira» («Fictive use
of language», pp. 335-336).
Hay un corolario a este enmudecimiento del poder literario: aunque
la mayoría de los teóricos de los actos de habla trabajan con el contexto
interno (esto es, el contexto de un determinado enunciado en el texto li­
terario), muchos de ellos distorsionan las ideas de Austin reduciendo la
importancia del contexto externo para la comprensión de la literatura.
Smith mantiene que, por ejemplo, el conocimiento de Shakespeare y las
circunstancias bajo las que escribió la obra puede ayudarnos a explicar

16 Dada la política radical de Ohmann, es un signo de poder del dogma que cai­
ga en la trampa. Ohmann usa la teoría de los actos de habla para apoyar una posición
políticamente más comprometida en «Speech, literature».
398 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

por qué el acontecimiento histórico de este texto tuvo lugar, pero no pue­
de ayudarnos a comprender por qué Hamlet abusa de Ofelia (Margins of
Discourse, p. 34). Incluso actos en los que aparentemente se alude a per­
sonajes y acontecimientos reales (por ejemplo, en Guerra, y paz} no son
reales (Margins, p. 11).
Estas tendencias que van contra el contextualismo son atacadas vigo­
rosamente por l'homas M. Leitch, quien recupera las observaciones de
Searle de que podemos determinar la implicación de un autor pregun­
tando qué se considera un error en el texto. Sin embargo, Leitch usa esta
técnica para desenmascarar la descontextualización que Searle hace de los
actos de habla, en particular su suposición de que el periodismo puede
tratarse como un «caso sin marcar o con un contexto nulo». Más bien,
sostiene Leitch, el periodismo es una práctica social «dedicada no a la ver­
dad proposicional sino a informar con precisión (dentro de ciertos lími­
tes fijados por las costumbres, la cortesía y la legislación) sobre cierto tipo
de cuestiones» («To what?», p. 161). En lugar de contrastar posiciones,
Leitch plantea la misma pregunta a la ficción: ¿cuál es su objetivo? Esta
cuestión no puede responderse si se presta atención esencialmente a
enunciados individuales, el objetivo de la ficción está en un nivel diferen­
te. Lo que se tenga por un error en la ficción depende de la expectativa
del lector y, por tanto, de las convenciones asumidas por la obra en su
conjunto; la ficción debe, por tanto, verse «en el nivel de lo que esas pro­
posiciones implican a través de las convenciones de géneros de ficción
particulares» (p. 167).
En este argumento, Leitch sigue líneas de investigación propuestas
por Pratt, cuya definición contextualizada de la literatura es probable­
mente el desarrollo más completo de todos los hechos por teóricos de los
actos de habla -y, como consecuencia, el más útil para explicar el acto de
interpretación-. En lugar de complicarse con la distinción ficción/no fic­
ción, Pratt atiende a la categoría «literatura» de un modo más general.
Como se ha sugerido más arriba, Pratt concibe la literatura como un tipo
particular de proferencia, como un texto de muestra: un texto que invita
al destinatario a contemplar, evaluar o interpretar un estado de cosas que
es narrable (inusual, contrario a las expectativas o problemático, pero -en
contraste con los enunciados informativos- no necesariamente nuevo).
Estos textos, sin embargo, no son «autónomos, automotivados, objetos
descon textual izados que existen independientemente de las preocupacio­
nes “pragmáticas” del discurso “diario”». Más bien, Pratt sostiene que «las
obras literarias acontecen en un contexto y, como cualquier otra profe­
rencia, no pueden describirse fuera de ese contexto» (Towarda Speech Act
Theory p. 115).
Según Pratt, ese contexto es institucional, y uno de sus atributos es
que sabemos que una determinada obra literaria que tenemos ante noso­
tros se publicó realmente. Este conocimiento permite a los lectores llevar
400 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

nes del autor puedan desecharse a favor de las intenciones de los persona­
jes. Como argumenta Steven Mailloux, los actos de habla literarios se
apoyan unos en otros de modo complejo —el acto de habla de un perso­
naje puede estar encarnado en «el acto literario de su autor» (Jnterpretive
Conventions, p. 102).
Sin embargo, aceptar la intención del autor como una categoría lite­
raria no soluciona el problema de cómo debe tratarse. Eaton, por ejem­
plo, reconoce que podemos llevar a cabo un valioso tipo de análisis tex­
tual sin recurrir a la intención, para lo que defiende que algunas disputas
acerca de la práctica crítica desaparecen si distinguimos dos operaciones
habitualmente asimiladas. La explicación, sostiene, trata objetos lingüís­
ticos (esto es, significados en el nivel locucionario) y es, por tanto, inde­
pendiente de la intención. La interpretación, por su parte, trata acciones
lingüísticas (es decir, la fuerza ilocucionaria) y está íntimamente ligada
con la intención del autor («Art, artifacts and intentions», p. 167).
Hancher ve las cosas de un modo distinto, por lo que distingue tres ti­
pos de intenciones, paralelas, a grandes rasgos, aunque no exactamente, a
la clasificación de los actos como locucionario, ilocucionario y perlocu-
cionario. (El paralelismo se rompe porque Hancher, al igual que Searle,
acusa a Austin de desdibujar las fronteras entre locuciones e ilocuciones
con su definición de actos reticos.) Con el término «intención programá­
tica» Hancher quiere decir «la intención del autor para hacer algo» —por
ejemplo, un sexteto—. Las intenciones activas «caracterizan las acciones
que el autor, en el momento de acabar su texto, enriende que está llevan­
do a cabo en ese texto» (por ejemplo, «celebrar la presencia metafórica de
la Pasión de Cristo mediante la imagen del vuelo de un cernícalo»). La
intención final es la de «provocar que pase algo» («Three kinds of inten-
tion», pp. 829-830). (Para dar cuenta de los fracasos o los cambios en la
intención del autor, Hancher también postula una «intención activa pro­
yectada», pp. 836-836, que es notablemente distinta de la intención acti­
va del texto completo.) La relación entre la evaluación, la interpretación
y la intención varía respecto al tipo de intención implicada, de acuerdo
con Hancher, y se ha generado cierta confusión, especialmente en «The
intentional fallacy» (1946) de Wimsatt y Beardsley, al fusionar estas cate­
gorías. La interpretación y la evaluación están profundamente ligadas
con la intención activa, pero no se apoyan en intenciones últimas o pro­
gramáticas.

LAS LIMITACIONES DE LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA

A pesar de sus percepciones respecto a la naturaleza del discurso lite­


rario y al papel de la intención, no puede evitarse la sensación de que la
teoría de los actos de habla no ha logrado, al menos en el ámbito litera-
402 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

lectura y edición, como ha mostrado Mailloux, en su exclusión. Sin em­


bargo, como reconoce este último, otros modelos de interpretación fun­
cionan de otro modo (Interpretive Convention, p. 103); y la teoría de los
actos de habla, en tanto que una teoría general más que un simple mode­
lo de lectura, no ha arreglado adecuadamente las cuentas con ellos.
Derrida llama la atención sobre esto de un modo provocadora. La de­
finición que da Searle de la promesa -en oposición a la amenaza o la ad­
vertencia- se apoya en el hecho de que el oyente quiere que la promesa se
cumpla y el hablante lo sabe, por lo que Derrida se pregunta si puede
prometer ser crítico de «Sari» (el irónico nombre que da a lo que consi­
dera la autoría implícita de «Reiterating the differences»):

¿Qué ocurriría si al prometer ser crítico entonces satisficiera todos los


deseos inconscientes de Sari, por razones que deberían indagarse, y que
logran provocarlo extraordinariamente? ¿Sería mi «promesa», en tal caso,
una promesa, una advertencia o una amenaza? Searle podría responder
que se trata de una amenaza a la conciencia de Sari, y una promesa para
el inconsciente. De tal modo que habría dos actos de habla en una mis­
ma preferencia. ¿Cómo puede ser esto posible? ¿Y qué decir si Sari desea­
ra que lo amenazaran?19.

La vergüenza que provocan las intenciones inconscientes a veces lle­


van a la ambigüedad acerca de la misma naturaleza de la intención. Mar-
golis sostiene, por ejemplo, que Grice «oscila entre un sentido biográfico
o personal de las intenciones y un sentido convencional» («Literature and
speech acts», p. 41) -una oscilación que también evita la cuestión del in­
consciente en otros teóricos de los actos de habla—. Como estrategia al­
ternativa, algunos teóricos, especialmente al considerar obras literarias
(donde las intenciones inconscientes pueden ser especialmente impor­
tantes), intentan evitar el problema limitándose a las intenciones que se
ven realizadas en el texto. Esto, no obstante, nos lleva de nuevo a la circu-
laridad formal de que la teoría de los actos de habla debería librarnos: el
contexto se convierte meramente en una característica literaria interna.

19 «Que se passerait-il si en promettant á Sari de le critiquer, j’allais au-devant de


ce que son Inconscicnt desire, pour des raisons á analyser, ct fait tour pour provoquer?
Ma «promesse» sera-t-elle une promesse ou une menace? Ce sera, repondrait peut-etre
Searle, une menace pour Sari en tanr que conscienr, un promesse pour l’inconscient.
11 y aura done deux speech acts en un scul énonce. Comment est-ce possible? Et si le
desire était d’étre menace?» (Derrida, «Limired Inc.», ed. or. francesa, p. 47).
«Signaturc cvcncmcnt contcxtc» y «Limitcd Inc.» han aparecido en dos traduc­
ciones distintas. Dado que, en parte, es el acontecimiento histórico del debate entre
Derrida y Searle lo que nos interesa aquí, todas las demás referencias que se hagan en
el texto lo serán de la primera versión inglesa.
LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS 403

En general, las debilidades de la teoría literaria de los actos de habla


provienen más bien de errores en su aplicación (o en su aplicación par­
cial) que de debilidades teóricas esenciales. Para Austin, el análisis de una
proferencia conlleva el análisis de todas las condiciones de su realización
—lo que incluye la convención que la regula, las circunstancias en las que
se lleva a cabo, la intención que subyace tras de ella y la «respuesta» que se
asegura de su destinatario-. Sin embargo, la mayor parte de los seguido­
res de Austin sólo han prestado atención a algunas de esas condiciones.
Así, por ejemplo, Fish (lo que no es ninguna sorpresa para un afín a la teo­
ría orientada hacia la respuesta del lector) privilegia la respuesta y calla­
damente adapta lo que dice Austin para que la fuerza ilocucionaria se re­
duzca a «el modo como se entiende una proferencia» (Á l 'here a l'ext in
This Class?, pp. 221-222, 284), mientras que Dorothy Walsh, por su par­
te, usa sólo parcialmente la teoría de los actos de habla para demostrar
que el lector no es una «parte de la situación literaria» («Literary art and
linguistic meaning», p. 327). Christopher Norris equipara la intención y
la tuerza ilocucionaria {The Deconstruction Turn, p. 199), mientras que
Monroe Beardsley, distinguiendo entre condiciones «constitutivas» y
«propositivas», prácticamente elimina por completo el papel de la inten­
ción («Concept», p.31). De un modo más general, muchos teóricos -par­
ticularmente Searle— recurren a la idea de contexto sólo para desecharla
tan pronto como amenaza con complicar sus argumentos.
No es que queramos suscribir la posición de Derrida en «Signature
événement contexte» (a la que nos referiremos, siguiendo al propio De­
rrida, como «Sec»), según la cual «un contexto nunca es absolutamente
determinable»20 y que cualquier intento por especificar el contexto es re-
ductivo y equívoco. Como sostiene Stanley Cavell, incluso el contexto
en el que uno mezcla el vodka con el martini es «infinitamente comple­
jo» —aunque esto no impide que se ofrezcan instrucciones de cómo ha­
cerlo— {Must We Mean \X7hat We Say?, p. 17). Aun así, muchas de las re­
flexiones que se apoyan en la teoría de los actos de habla han marginado
el contexto hasta el extremo de que las ideas originales de Austin han
sido decoloradas. Por ejemplo, Searle afirma que «en general el acto (o
los actos) ilocucionario llevado a cabo con la proferencia de un enuncia­
do es una función del significado de dicho enunciado», y pasa a distin­
guir preguntas de afirmaciones atendiendo a su estructura gramatical en
lugar de a su contexto de uso {Expression andMeaning, p. 64).
Aún más, incluso cuando se considera explícitamente el contexto,
esta tarea se ve limitada a dejar fuera importantes factores como «relacio­
nes afectivas, relaciones de poder y de intereses compartidos» (Pratt,
«Ideology of speech-act cheory», p. 13). Por ejemplo, un enfoque parcial

20 «Un contexte n’est jamais absolument determinable» («Sec», p. 369).


404 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

de la teoría de los actos de habla puede exagerar la amplitud del lado pu­
ramente «lingüístico» de las instituciones en las que vivimos. Stanley Fish
(quien, como veremos, tiene una actitud ambigua respecto a la teoría dé­
los actos de habla) llegó en cierta ocasión al extremo de afirmar que «las
instituciones no son más que los efectos -temporales— de acuerdos en los
actos de habla, y son por tanto tan frágiles como la decisión de someter­
se a ellos, siempre bajo la posibilidad de ser rechazadas» (A There a Text in
This Class, p. 215)21.
Otro problema radica en el prejuicio etnocéntrico que surge del recurso
que hace tradicionalmente la teoría de los actos de habla del uso del inglés
conversacional. Michelle Z. Rosaldo, por ejemplo, sostiene que, a pesar de
su potencial teórico, la teoría de los actos de habla tiende en la práctica a
tratar «la acción independiente de su estatus reflexivo como consecuencia y
como causa de las formas sociales humanas». Rosaldo defiende esta afirma­
ción mostrando su fracaso para tratar adecuadamente «con el habla de gen­
te que piensa y usa sus palabras de modos distintos al nuestro» («The things
we do with words», p. 204). Rosaldo critica particularmente el uso que
hace Searle de la promesa como un acto de habla paradigmático, y su olvi­
do de «que las buenas intenciones que ofrece una promesa sólo se las brin­
damos a un cierto tipo de personas, y en momentos determinados» y en
ciertas comunidades (p. 211). «El lugar central de la promesa sostiene una
teoría donde las condiciones sobre [sic] la satisfacción de un acto de habla
no atienden primordialmente al contexto sino a las creencias y actitudes
pertenecientes a la identidad privada del hablante» (p. 212).
Sin embargo, aunque los teóricos de los actos de habla han ignorado
frecuentemente el contexto, éste no ha ignorado a la teoría de los actos de
habla: sin lugar a dudas, la razón más importante que explica el declive
de esta teoría fue el cambio de clima crítico acontecido en la década de
1980 —particularmente, la deconstrucción de la teoría de los actos de ha­
bla por parte de dos de las voces más importantes del momento, Fish y
Derrida-. Por supuesto que el hecho de ser atacada por estos dos persona­
jes dio cierto prestigio a esta teoría, especialmente dado que ambos pro­
clamaban, al menos en cierto nivel, su respeto por el proyecto de Austin.
No obstante, este apego a Austin era casi tan destructivo como su crítica,
a lo que se suma que Searle, quien se mantuvo a la cabeza de la defensa de
la teoría frente a la crítica derridiana, no estaba temperamentalmente pre­
parado para esa tarea. (La historia de esta teoría hubiera sido distinta si
ese papel lo hubiera ocupado Felman.) Al final, la resolución del debate

21 Véase, en contraste, la admisión que hace Lyotard de que cuando «la fuerza
opera mediante el terror [...] se encuentra fuera del reino de los juegos de lenguaje»;
«On excepte le cas ou [la forcé] opere au inoyen de la rerreur. Ce cas se trouve hors
jeu de langage» {La condition postmodeme: rapport sur le savoir, p. 76).
LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS 407

proposicional/ilocucionario): los enunciados no tienen «un sentido básico


o primario al que se pueda dar distintos usos ilocucionarios» (p. 284). En
otras palabras, los argumentos de Fish incorporan los errores lógicos con­
tra los que precisamente se supone que está combatiendo, lo que explica
que su amplia aceptación tenga tanto que ver con su estilo (pocos teóricos
vivos escriben tan delicadamente como él) y su posición en el mundo aca­
démico como con su rigor intelectual.

Derrida y los actos de habla

Una crítica más estricta proviene de Derrida, especialmente de «Sec» y


una exposición más detallada («Limited Inc. a b c...») que era una res­
puesta a la reacción de Searle a «Sec». Derrida insiste en que él no es «sim­
plemente crítico» de Austin, cuyo trabajo es «nuevo, necesario y fecundo»
sino que de hecho está «en muchos aspectos muy cerca» de él22. Sin em­
bargo, encuentra problemáticos los argumentos de Austin. Su argumento
en este intercambio con Searle, no necesita decirse, es parte de una crítica
más amplia hacia la metafísica occidental, que es demasiado vasta como
para ni tan siquiera esbozarla aquí (para ello puede verse el capítulo 6). Sus
ensayos son, además, complejos, autorreflexivos, amenos c imposibles de
resumir sin repetir los errores contra los que nos advierte. A pesar de ello,
si una Francia hexagonal es lo suficientemente «verdadera» para un gene­
ral, un Derrida resumido puede ser lo suficientemente verdadero para la
actual y limitada cantidad de tinta de la que disponemos.
Derrida encuentra una «raíz común» a todas las dificultades con que se
enfrenta Austin («Sec», ed. ing., p. 187) y la explora en parte bromeando
con las ramificaciones de las exclusiones de Austin de rales actos de habla
«parasitarios» como las promesas hechas en una obra de teatro. Derrida
entiende esta estructura parasitaria como una variación de la que examina
«en todas partes, bajo el nombre de escritura, marca, marcha (marche),
margen, diferencia (differance), injerto, indecidible, suplemento, pharma-
kon, himen,etc.» («Limited Inc.», ed. ing., p. 247). Dado que
una promesa podría no existir en absoluto a no ser que pudiera ser «imita­
da, reproducida en el escenario [...] en una cita» («Limited Inc.», ed. ing.,
p. 231), la posibilidad de tales casos no es accidental y consecuentemente
no se puede excluir de la discusión. Más bien, el riesgo de parasitismo es la
«interna y positiva condición de posibilidad» de un acto de habla («Sec»,
ed. ing., p. 190), «una parte esencial, interna y permanente» del denomi­
nado «caso paradigmático» («Limited Inc.», ed. ing., p. 231)- Esta obser­

22 «Simplement critique»; «ncuve, nécessaire et féconde» («Limited Inc.», p. 57);


«a beaucoup d’cgards tres p roche d’Austin» (p. 10).
408 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

vación está entretejida con el argumento de Derrida de que no puede ha­


ber lenguaje sin iterabilidad. El performativo no podría funcionar «si su
formulación no repitiera una proferencia ^codificada” o iterable. En otras
palabras, si la fórmula que pronuncio para comenzar una reunión [.„] no
se identificara como satisfaciendo un modelo repetible» («Sec», ed. ing,,
p. 182). La estructura misma del lenguaje requiere «la posibilidad del de­
sentendimiento y la repetibilídad» («Sec», ed. ing., p. 185), esto es, la po­
sibilidad de insertarse en un nuevo contexto2’.
La habilidad del lenguaje para «continuar siendo legible a pesar de la
desaparición absoluta» («Sec», ed. ing., p. 179) del receptor y del emisor
problematiza las nociones austinianas de intención y contexto. El «signo
escrito porta consigo una fuerza que rompe con su contexto» («Sec», ed.
ing-, p. 182), y «dada esa estructura de la iteración, la intención que ani­
ma la proferencia no estará siempre presente a sí misma y a su contenido»
(«Sec», ed. ing., p. 192). Este enturbiamiento de la intención por su par­
te prohíbe cualquier saturación del contexto. Para que un contexto sea
exhaustivamente determinable, en el sentido requerido por Austin, la in­
tención consciente estaría cuando menos totalmente presente y sería in­
mediatamente transparente para sí misma y para otro, ya que es un ante­
cedente determinante del contexto («Sec», ed. ing., p. 192).
«Lo que es limitado por la iterabilidad no es la intencionalidad en general,
sino su carácter de ser consciente o estar presente a sí misma (actualizada, rea­
lizada y adecuada), la simplicidad de sus rasgos, su indivisibilidad» («Limited
24.
Inc.», ed. ing., p. 249)23
La respuesta de Searle ha sido diversamente juzgada: Culler la tacha
de dogmática {On Deconstruction, p. 118); Altieri la llama «especialmen­
te útil» {Act and Quality, p. 226). En cualquier caso, Lyotard utilizaría
este debate para probar la incompatibilidad de los juegos de lenguaje —ya

23 «Une racine commune» («Sec, p. 383); «partout sous les noms d écriture, de
marque, de marche, de marge, de diflérance, de grefte, d'indécidable, de supplément,
de pharmakon, d’hymen, de parergon, etc.» («Limited Inc.», p. 75)1 «de la mimer, de
la reproduire sur la scene ou [...] dans une citación» («Limited Inc.», p. 61); «sa condi-
tion de possibilité interne et positive» («Sec», p. 387); «Cette possibi&ré fait partie du
préiendu “standard case”. Elle en fait par de de maniere essendelle, i n re ríe u re, perma­
nente» («Limited lnc.», p. 61); «si sa formulation ne répetait pas un énoncé “codc” Olí
iterable, aurrement dii si la formule que je prononce pour ouvrir une seance [...]
nétait pas identifiable commc confirme aun modele iterable» («Sec», pp. 388-389);
«en raí son de son i té rabí I ¡té, on peut toujours prélever un syntagma écrit hors de Ten-
chainemetu dans lequel il esr pris ou donné, sans luí faire perdre route possibilire de
fonctionnement» («Sec», p. 377); «possibilité de prelevement et de grefFc citationncl-
le qui appartiencá la structure de toute marque» («Sec», p. 381).
24 kQu\J1c soit rcpétablc —iterable— en Labsencc absolute» («Sec», p. 375); «un signe
écrit comporte une forcé de ruptura avec son contexte» («Sec», p. 277); «étant donné

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LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS 409

que Searle nunca llega a dominar el ensayo de Derrida-. En parte, Searle


tropieza porque parece que no mantiene distinciones austinianas crucia­
les, particularmente, como ya hace en otros lugares, disuelve la noción de
contexto y con ella las esenciales observaciones de Austin sobre los dos ti­
pos de significado: «En el habla seria literal los enunciados son precisa­
mente las realizaciones de las intenciones: no tiene por qué haber laguna
alguna entre la intención ilocucionaria y su expresión. Los enunciados
son, por decirlo así, intenciones intercambiables» («Reiterating the diffe-
rences», p. 202). Observaciones de este tipo son fácilmente desmenuza­
das por Derrida.
Más importante, Searle no se muestra especialmente ágil en el tipo de
escurridizo discurso filosófico con el que Derrida lo provoca. Así que, sea
o no cierta la afirmación de Derrida de que Searle confunde totalmente
su argumento, de lo que no cabe duda es de que el sobrio tono de Searle
no puede competir con el malicioso ingenio de Derrida, y que a veces la
literalidad de su argumento brinda a su oponente (quien tiene la ventaja
retórica de ir después, con una respuesta ridiculizados diez veces tan ex­
tensa como el ensayo que comenta de Searle)25 un amplio espectro para
aseverar que Searle no se ha enterado de nada.
Sin embargo, es difícil culpar a Searle, ya que la escurridiza retórica de
Derrida está precisamente pensada para minar la noción misma de «ente­
rarse». De hecho, en un delirante mise-en-abymey Derrida utiliza (especial­
mente en «Limited Inc.», al que, por supuesto, no iba dirigida la respuesta
de Searle) precisamente esas prácticas que está deconstruyendo. Por ejem­
plo, Derrida argumenta continuamente recurriendo a la exclusión; más re­
levante, insiste en que su obra debe leerse en contexto, y que ha ofrecido a
sus lectores suficientes indicios para que se capte el significado que preten­
de transmitir (véase, por ejemplo, «Limited Inc.», ed. ing., p. 188). Este no
es un desliz momentáneo, sino un giro característico del repertorio de de­
bate de Derrida. De hecho, en su respuesta a la crítica que Anne McClin-

cette structure d’itération, l’intention qui anime l’énonciation ne sera jamais de part en
part presente a clle-mcmc ct a son contcnu» («Scc, p. 389); «interdit toute saturación
du contexre. Pour q’un contexre soir exhaustivemenr dérerminable, au sens requis par
Austin, il faudrait au moins que l'intention consciente soit totalement présente er ac-
tuallcmcnt transparente a clle-mcmc ct aux autres, puisqu’cllc cst un foyer determinant
du contexre» («Sec», p. 389); «Ce qui esr limité par litérabilité, ce n’est pas l’intentio-
nalitc en general mais son caractcrc de conscicncc ou sa prcscncc a soi (actuellc, plcinc
et adéquare), la simplicité de son rrair, son indivisión» («Limited Inc.», p. 77).
25 Searle tuvo la oportunidad de insistir en estas cuestiones en su reseña de On
Deconstruction [cd. cast.: Sobre la deconstrucción: teoría y crítica después del estructura^
lisnio] de Culler («The Word Lurned Upsidc Down»), pero ésta tenía lugar en un
contexto distinto, estaba destinada a otra audiencia y no respondía a «Limited Inc.»
directamente.
410 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

tock y Rob Nixon hacen de su ensayo sobre el apartheid, Derrida usa una
defensa austiniana tradicional no deconstruida: «Si hubieran prestado aten­
ción al contexto y al modo de mi texto, no habrían cometido el enorme
error que los ha llevado a entender una proferenciaprescriptiva por una des­
criptiva (teórica y constatativa)» («But, beyond», p. 158)26*.
Es importante apreciar que esta imitación del supuesto antagonista
no tiene la misma importancia en Derrida que en Fish. Fish parece con­
tradecirse sin ser consciente de ello. Derrida, en cambio, es bastante
consciente de su táctica y, si se lo presionara, podría retorcer el argumen­
to una vez más de modo que su propia trampa se convirtiera en una con­
firmación más de su posición, una prueba de lo difícil que es escapar a la
red de la metafísica occidental.
En este embrollo no es difícil perder de vista una de las acusaciones prin­
cipales de Searle: que Derrida ha equiparado la iteración, el parasitismo y la
cita. Es cierto que la acusación de Searle está hecha de tal modo que Derri­
da puede deshacerse de ella, acusándolo de que se trata de una lectura erró­
nea. Sin embargo, incluso después de leer «Limited Inc.» es difícil pensar
que Searle no había puesto el dedo en una cuestión relevante, ya que los sig­
nificados de los términos y sus relaciones continúan siendo confusos.
De hecho, hay al menos tres problemas serios con las nociones cen­
trales e interconectadas de iteración y saturación del contexto. Primero,
el argumento de Derrida presupone que, dado que la posibilidad de la
iteración es esencial para los actos de habla, consecuentemente un análisis
de ellos debe ser importante. Sin embargo, como el propio Austin podría
responder, esa posibilidad, aunque esencial, no es en absoluto distintiva
de los actos de habla. En su análisis imaginario de una persona que pre­
tende ser una hiena, recostándose y aparentando dormir, Austin observa
que «una pretensión no debe ser sólo “como si'’, sino distintivamente como
el genuino objeto simulado» (Philosophical Papers, p. 266). De igual
modo, la caracterización y el análisis de una acción o entidad debe ape­
garse a lo que es distintivo de esa acción o ente. La iterabilidad, sin em­
bargo, no es en absoluto distintiva de los actos de habla, ya que todos los
actos -de hecho, todo lo que existe (y la mayoría de las cosas que no exis­
ten)— pueden imitarse en una obra de teatro.
Segundo, la teoría de Austin ni presupone ni requiere que el contexto
esté completamente determinado. Más bien lo contrario; Austin es bastan­
te consciente de que las situaciones (incluso las imaginarias) nunca pueden
ser descritas totalmente (PhilosophicalPapers, p. 184). Esto no le preocupa,
en parte debido a su noción contextual de la verdad. Lo que le importa no

26 Para una consideración de este ensayo y de la tendencia de Derrida a reflejar


las debilidades que encuentra en sus oponentes, véase Scholcs, «Deconstruction and
com m u nication».
412 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

En última instancia, como en el caso de Fish, el auténtico poder del


ataque de Derrida proviene tanto del contexto como del contenido. El
mismo advierte que el argumento tiene lugar en un terreno cuya neutra­
lidad está lejos de ser cierta, en una publicación y por la iniciativa de pro­
fesores que son (más o menos) en su mayoría estadounidenses, pero quie­
nes en su «trabajo y sus proyectos son los mejores en el conocimiento de
migraciones y desplazamientos. Su posición, en términos de la importan­
cia política de la universidad, es sumamente original y su papel en este
debate, tenga o no lugar, es decisiva («Limited Inc.», ed. ing., p. 173)28.
Esto ha resultado ser correcto. Es decir, el interés en el debate entre
Derrida y Searle no radica tanto en el valor inherente de la teoría de los
actos de habla misma como en su papel de balón en una serie de partidos
de fútbol de primera división en los que la deconstrucción pasó a ocupar
un papel central en las universidades estadounidenses. Por supuesto, este
lugar central está él mismo cuajado de ironía. Derrida, por mucho que
haya desmantelado las nociones de ley, autoridad y centro es (irónica
pero no accidentalmente) lo más cercano a una figura patriarcal que la teo­
ría ha tenido en la década de 1980. Al final, su éxito en el ataque contra
Searle no fue sino una afirmación de la convención burguesa de que el
padre sabe más.

28 Sur en terrain d’unc ncutralité bien inccrtainc, dans une rcvuc ct a l'initiativc
d’enseignanrs done la plupart sont (plus o moins) américains mais s'y connaiscnr
mieux que quiconque, dans leur travail et dans leurs [sic] producción, en migrations
ct dcplacemcnts. Leur situation politico-universitaire cst tres origínale ct leur role
dans ce debat, qu’il aic lieu ou non, decisif («Limited Inc.», p. 10).
13
Otras teorías orientadas al lector

Introducción

A estas alturas es un lugar común señalar que, a diferencia de escuelas


bien organizadas como el estructuralismo o el marxismo, la crítica orientada
al lector, que aparece especialmente alrededor de 1990, no está ni hilvanada
por una misma metodología ni orientada hacia un objetivo común. Como
ha escrito Susan Suleiman, «no es un campo sino muchos, no es un solo ca­
mino ampliamente transitado sino una multitud de sendas, a veces divergen­
tes, que se entrecruzan» («Varieties of audience-oriented criticism», p. 6).
Es cierto que Jane Tompkins sugiere en la introducción de su influyen­
te antología que se ha dado una «coherente progresión» desde el formalis­
mo a la creencia de que «leer y escribir [...] [son] dos nombres para la misma
actividad» («Introduction», p. IX). Sin embargo, aunque esta descripción
representa la trayectoria de Stanley Fish, la crítica orientada al lector mues­
tra en su conjunto poca progresión histórica y parece muy distante de tener
un objetivo último. De hecho, no parece que haya un punto de partida
compartido por las distintas sendas: incluso la observación general de Ste-
ven Mailloux de que los críticos orientados al lector «comparten todos el
presupuesto fenomenológico de que es imposible separar al perceptor de lo
percibido, al sujeto del objeto» parecería excluir personajes tan importantes
como Wayne Booth (Interpretive Conventions, p. 20).
Estos críticos parecen estar unidos en su oposición a ciertas prácticas
formalistas tradicionales -especialmente, en Estados Unidos, a la descon-
textualización que reclama el New Criticism-. Esta hostilidad contra el
New Criticism no es exclusiva, ya que también es común entre otros teóri­
cos contemporáneos. Además, aunque pareciera que hubiese un único su­
jeto de investigación («el lector»), el término toma, como veremos, tantos
significados distintos en el discurso habitual que no es tanto una etiqueta
unificadora como un trofeo que alzar desde la oposición. Una vez que se
han excluido grupos relativamente coherentes como la hermenéutica (véa­
se el capítulo 9), la fenomenología (véase el capítulo 10), la teoría de la re­
cepción de Constanza (véase el capítulo 11) y la teoría de los actos de ha­
bla (véase el capítulo 12), los teóricos orientados al lector sorprenden más
por sus desacuerdos que por sus puntos de coincidencia.
Por tanto, parece más beneficioso considerar este conjunto dispar no
en términos de prácticas y presupuestos compartidos sino en términos de
los asuntos en los que muestran desavenencia. En particular, tres (obvia­
mente superpuestas) preguntas irresueltas reaparecen insistentemente:
¿Qué es la lectura?, ¿quién lee?, ¿dónde radica la fuente de autoridad para
la interpretación?
OTRAS TEORÍAS ORIENTADAS AL LECTOR 415

rentemente no este influido por) la noción de Burke de que la forma se com­


prende más adecuadamente como la creación y satisfacción de apetitos en el
lector («Psychology and form»). Los análisis finales con frecuencia son extre­
madamente detallados, ya que para examinar «todas las actividades generadas
por un conjunto de palabras» (p. 27) Fish ralentiza el proceso de aprehensión
palabra por palabra. A diferencia de lecturas tradicionales, Fish trata el texto
como si fuera un suceso en lugar de un objeto. De hecho, Fish insiste en que
el flujo de la experiencia, más que la información que pueda transmitir el tex­
to, constituye «el significado del enunciado» (p. 25).
En sus primeros escritos, especialmente en Self-Consuming Artifacts, Fish
presentaba su concepción del proceso de lectura como el correcto: era descrip­
tivo más que interpretativo, descriptivo de una experiencia dinámica que esta­
ba impuesta textualmente. Si el lector no reconocía los «acontecimientos» que
señalaba Fish no era porque no los experimentara sino más bien porque en el
acto usual de lectura tenían lugar muy rápidamente como para que se los reco­
nociera por lo que eran (Is Therea Text in ibis Class?, p. 28). Por lo que respec­
ta a la aparente diversidad en las respuestas entre los diferentes lectores, Fish sos­
tenía que no provenían de diferencias en los modos en que procesaban el texto,
sino de diferencias en los modos en que posteriormente hablaban de ellos. «La
mayoría de las desavenencias literarias no son desacuerdos respecto a la respues­
ta, sino acerca de una respuesta a una respuesta. Lo que le ocurre a un lector in­
formado de una obra le ocurrirá, dentro de un ámbito de variaciones que no
son substanciales, a otro» (p. 52).
Fish dejaría posteriormente de sostener la prioridad de la estilística
afectiva porque entraba en conflicto con su nueva creencia (que se ex­
pondrá más adelante) de que la interpretación en realidad precede a (más
que se sigue de) la confrontación del lector con un texto determinado, y
que consecuentemente los lectores conforman los textos que leen. Esta
retirada se dio en dos pasos. Primero Fish se atrincheró en la idea de que,
aunque sus supuestas descripciones eran de hecho interpretaciones (y que
sus «presuposiciones dictaban la forma de sus análisis y [...] estaban ine­
vitablemente confirmadas por ellos»), estos procedimientos eran en cual­
quier caso superiores a aquéllos de críticos como Ralph Rader porque
eran más autoconscientes e incluyentes (pp. 145-146, 1975). Posterior­
mente se alejaría aún más hasta afirmar que la estilística afectiva no era
más que una técnica entre otras.

incluido frecuentemente en recopilaciones. Is Therea Text in Tbis Class? siendo


la iuente más útil para este y otros artículos teóricos de Fish de la década de 1970,
originalmente publicado en diferentes revistas, pero recopilado en este libro y en­
marcado por los comentarios de Fish. Por comodidad, hemos citado el libro en lugar
de las publicaciones originales, pero como la posición de Fish cambió radicalmente
entre 1970 y 1980, hemos incluido entre paréntesis las fechas de publicación origi­
nales para aclarar el momento en el que aparece un determinado argumento.
416 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

Aunque Fish no ofrece defensa teórica alguna de la prioridad de la es­


tilística afectiva, esa técnica analítica permanece muy asociada a su traba­
jo y es aún lo que viene a la mente cuando se piensa en la posición que
ocupa. Merece, por tanto, la pena examinar las tres cuestiones funda­
mentales que se le han planteado a este método. Dos de ellas pueden res­
ponderse con un ajuste mínimo en el modo en que se aplica su método,
pero la tercera es más peligrosa.
Primero, hay controversia acerca del grado al que el análisis microscópi­
co propuesto por la estilística afectiva revela la dinámica de la lectura nor­
mal. Fish insiste inicialmente en que su técnica hace visible acontecimien­
tos que «no pueden apreciarse en el tiempo normal, pero que tienen lugar»
(1970, p. 28). Sin embargo, a esa postura se opone, por ejemplo, la suge­
rencia de David Bleich de que la autoconciencia puede distorsionar el acto
normal de lectura. De hecho, Bleich enseña a sus estudiantes cómo regis­
trar respuestas animando «la relajación de los hábitos de análisis aprendi­
dos» (Subjective Criticism, p. 147). Además, en su formulación inicial, Fish
cartografía la experiencia del lector palabra por palabra, presuponiendo que
«todo cuenta» y que «hay un momento en que el lector sólo ha comprendi­
do la primera palabra, seguidamente la segunda y luego la tercera, y así su­
cesivamente» (A There a Textin This Class, pp. 65, 27). Es altamente impro­
bable, en cambio, que haya un lector que trocee los textos de un modo tan
implacable. Como ha escrito Umberto Eco, «la condición de un lector neu­
rótico empujado a preguntar ¿quién? ¿qué? cada vez que aparece un verbo
transitivo [...] es normalmente neutralizada por la velocidad de lectura nor­
mal» {Lector in fabula: la cooperación interpretativa en el texto narrativo, Ma­
drid, Cambridge University Press, 1998, ed. ing., p. 31). Incluso Fish recono­
cería posteriormente que la naturaleza de las unidades básicas de percepción
depende del esquema interpretativo del lector (véase, por ejemplo, p. 165,
1976). En cualquier caso, la estilística afectiva podría modificarse fácilmente
para dar cuenta con más precisión de la actividad de los lectores auténticos.
En segundo lugar, cualesquiera que sean las unidades implicadas, las
descripciones que hace Fish de las respuestas frecuentemente parecen arbi­
trarias y sin fundamento. No es sólo, como Fish reconocería posterior­
mente, que el velo interpretativo del lector influya en lo que éste va a en­
contrar en el texto, y que un marxista, aun leyendo palabra por palabra,
responderá consecuentemente de un modo distinto al de una feminista.
Más allá de esto, incluso admitiendo los parámetros generales de la pers­
pectiva por la que aboga Fish, es difícil comprender por qué cualquier lec­
tor respondería del modo como lo hace el suyo, un modo que parece es­
pecialmente extraño proviniendo de un crítico que obcecadamente
rechaza la estilística tradicional por establecer conexiones arbitrarias entre
las estructuras formales y la respuesta de los lectores (1973, pp. 69-96).
Fish postula un lector que desarrolla, palabra por palabra, expectati­
vas que están confundidas en el texto. Sin embargo, debido a que Fish
OTRAS TEORÍAS ORIENTADAS AL LECTOR 417

muy frecuentemente analiza enunciados individuales sacados de contex­


to, el lector es descrito como si estuviera comenzando cada enunciado de
nuevo, como si no contara con una historia de lectura antecedente. El
lector nunca parece desarrollar la expectativa de tales desplazamientos.
Como ha escrito Jonathan Culler, «el lector nunca aprende nada de su
lectura» (The Pursuit ofSigns, p. 130). Aquí, también, puede salvarse el
principio incluyendo un proceso interpretativo más flexible dentro del
esquema temporal general de Fish. Así, la consideración de James Phelan
acerca de la importancia ética de la interacción de carácter y progresión
narrativa en «Haircut» de Ring Lardner trata la narración como un acon­
tecimiento temporal -aunque recurre a un conjunto más complejo de
herramientas para describir el desarrollo de la respuesta del lector- (Read­
ing People, pp. 15-20). A su modo, el análisis de Eco de cómo el lector
transforma el desdoblamiento paso a paso del texto es también algo que
concuerda con el imperativo temporal de Fish, aunque los procedimien­
tos de Eco respecto a esta transformación son mucho más ricos que los de
Fish: incluyen la aplicación de un gran número de códigos y marcos con­
vencionales evocados por el texto, mediante los que el lector puede llevar
a cabo «paseos inferenciales» más allá del texto «con el objetivo de reunir
apoyos intertextuales» (Lector in Jabula, ed. ing., p. 32).
Sin embargo, hay un tercer y más serio problema en la estilística afec­
tiva: Fish, un incansable minador de distinciones, niega contundente­
mente cualquier jerarquía dentro de la experiencia de lectura temporal
misma. Denunciando apropiadamente a aquellos críticos que tanto pri­
vilegian el producto final (el «significado» textual tradicional) que igno­
ran la corriente de la experiencia de lectura, Fish le da la vuelta al error
negando por completo la relevancia del significado tradicional. Otros sis­
temas críticos, sostiene Fish, tienen en cuenta la interpretación sólo des­
pués de que el lector «se aleja» del texto abordado; su método no sólo
pone ese «alejamiento» en su lugar, sino que lo niega por completo
(1970, p. 34). Así, analizando los cambios experimentados por el lector
del verso de Milton «Ñor did they not perceive the evil plight» [traduci­
do: no sólo no percibieron la malvada promesa], Fish sostiene que el enun­
ciado que se obtiene al aplicar la regla de la doble negación «no tiene
nada» que ver ni con «la lógica de la experiencia de la lectura» ni incluso
con su «significado» (p. 26, 1970; las cursivas son nuestras). La reflexión
retrospectiva acerca del sentido general y la coherencia de un texto senci­
llamente desaparece del reino de la lectura.
El rechazo de Fish a alejarse elimina distinciones cruciales entre los ni­
veles de interpretación, incluyendo lo que Eco denomina «niveles textua­
les» (Lector in fabula, passim). Fish, por ejemplo, junta todas las respuestas
como «interpretación», pero, como han señalado Maíllo ux y otros, la acti­
vidad total de la lectura consiste en distintas actividades separables. «Las
pretendidas respuestas a la lectura —cognitiva, disposicional y emotiva-
420 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

tros y en otros», para la «constancia que colorea todas las fases de la vida
de un individuo» (pp. 55-56). «Si un lector ha respondido positivamente
a una obra literaria, ha sido capaz de juntar elementos de la obra de
modo que representan su estilo de vida» (pp. 1 13-1 14). Holland distin­
gue cuatro grandes principios de lectura: «el estilo se busca a sí mismo»,
«deben controlarse las defensas», «las fantasías engendran fantasías» y el
«personaje lleva a cabo cambios personales» (pp. 113-123). La primera es
la «idea omniabarcadora» que resume las otras (p. 113). «El estilo se recrea
a sí mismo. Todo lector construye una experiencia a partir de una obra li­
teraria que es característica para el, es decir, una variación sobre su tema
de identidad» (p. 286) -un tema que discute en términos estéticos, com­
parándolo con temas del ámbito musical o en las obras teatrales de Shakes­
peare («Ellen», p. 348).
Otros críticos, más tendentes a la semiótica que a la psicología, se
concentran en los procedimientos compartidos -en particular, las con­
venciones de la interpretación- que permiten que se dé la lectura: identi­
ficar «las convenciones y las operaciones mediante las que cualquier prác­
tica significativa (Culler, The Pursuit of Signs, p. 48). Así, un objetivo de
Eco sería «representar un texto “ideal” como un sistema de nodos o nexos
y establecer en cuáles de ellos se espera y solicita la cooperación del mo­
delo del lector» (Lector in fabula..., ed. ing., p. 11). En un nivel más con­
creto, mi Befare Reading recoge algunas de las reglas específicas —reglas
que están ya dispuestas antes de que el lector acometa un texto determi­
nado- que los lectores aplican a los textos con el objetivo de transformar­
los en un objeto manejable. Aunque las reglas específicas varían depen­
diendo de la historia y del género (que son una razón para la disputa
interpretativa), generalmente entran dentro de una de las siguientes cua­
tro categorías: reglas de reconocimiento (que crean una jerarquía de im­
portancia subrayando detalles particulares de un texto), reglas de signifi­
cación (que nos dicen cómo obtener el significado de esos detalles, por
ejemplo tratándolos irónica o metafóricamente), reglas de configuración
(que nos capacitan para predecir el curso futuro de la narración -predic­
ciones que pueden satisfacerse o no, pero que en cualquier caso influyen
en las reacciones del lector—) y reglas de coherencia (que nos ayudan a
darle un conveniente formato compactado a la obra en su conjunto).

¿Quién lee?

Aun cuando hayamos decido qué tipo de actividad es la lectura, toda­


vía debemos enfrentarnos a la cuestión de quién está haciendo la lectura.
Frederick Crews ha argumentado, no sin cierta irritación, que «‘el lector”
es sólo la marioneta del crítico» («Criticism without constraint», p. 68).
Pero aun cuando esto fuera así, se da una gran variedad de tipos de mario­
OTRAS TEORÍAS ORIENTADAS AL LECTOR 421

netas: el lector implícito, el lector informado, el lector modelo, el lector


del siglo XVUl, la lectora femenina, la lectora lesbiana, etc. La elección de
un tipo u otro de lector depende de cuestiones de ideología crítica, ya que
la índole de las preguntas que hace el teórico y la clase de sus recomenda­
ciones están vinculadas con el concepto de lector con el que operan. La ta­
rea de cribar este inventario puede simplificarse advirtiendo una amplia lí­
nea divisoria: la distinción entre el lector hipotético y el lector real.
Tradicionalmente, la crítica literaria se ha resistido, si no ha sido
abiertamente hostil, a los impulsos sociológicos. Por ello no es ninguna
sorpresa que, incluso cuando los teóricos comenzaron a librarse del New
Criticism y a reparar en el papel del lector, aún se alejaban de los lectores
reales. En lugar de interesarse por éstos, su tendencia inicial fue desarro­
llar una serie de lectores hipotéticos, frecuentemente idealizados.
A veces, especialmente entre los primeros críticos orientados hacia el
lector, éste era una abstracción de un supuesto «sentido común» univer­
sal. La obra pionera (e iconoclasta) de Kenneth Burke, «Psychology and
form», demostraba que la forma podía concebirse no en términos de ras­
gos textuales estáticos sino también en términos de procesos temporales
-un proceso de creación, juego y, en última instancia, satisfacción de los
apetitos del público lector-. Sin embargo, Burke no localizaba a su lector
en un contexto histórico ni cultural, y aunque su ensayo ofrece un útil
punto de vista desde el que apreciar las maniobras retóricas del autor, no
aporta mucho para diferenciar entre los distintos lectores a los que apa­
rentemente se dirige el texto.
El método de Burke puede refinarse si se trata ai lector no como una in­
mutable abstracción universal, sino como una variable dependiente de la
obra en cuestión. The Rethoric of Fiction [La retórica de la ficción], de Wayne
C. Booth, una de las primeras puntas de lanza que en la década de 1960
alejó a la crítica de su recurso a los universales, sigue la senda de Burke,
pero postula un lector implícito en lugar de uno generalizado. El lector de
Booth es más o menos equivalente a lo que Walker Gibson había denomi­
nado anteriormente un «lector fingido», y se trata de un desarrollo lógico
de su concepción del autor. Aunque admitamos la importancia de reivin­
dicar el estudio detallado del autor (en particular, la manipulación retóri­
ca del autor), Booth está muy influido por la herencia formalista que re­
siste a la explicación biográfica de los textos literarios. Booth resuelve este
dilema distinguiendo entre el auténtico autor de carne y hueso y la «se­
gunda identidad» que el autor decide presentar al público. Dado que esta
imagen pueden inferirse a partir de las elecciones particulares manifiestas
en el texto, esto le permite a Booth hablar del autor sin depender de sus
datos biográficos. Sin embargo, esto también lo obliga a inventar una no­
ción paralela de lector: «El autor crea [...] una imagen de sí mismo y otra
imagen de su lector; construye su lector, como se construye una segunda
identidad» {The Rethoric ofFiction, p. 138).
422 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

De un modo similar, nuestra propia noción de la «audiencia autorial»,


el lector imaginado a quien un autor dirige su texto, es (como la audien­
cia «ficcional» de Walter J. Ong, el «lector fingido» de Walker Gibson y el
«lector pretendido» de Mailloux, Interpretive Conventions, p. 1 13) real­
mente una reflexión de las elecciones hechas por el autor y manifestadas
por el texto -como, de maneras radicalmente diferentes, son la «audien­
cia narrativa» y varios «lectores inscritos» que aparecen realmente en el
texto— Este es el caso del «lector modelo» de Umberto Eco, quien coo­
pera con el autor en la producción del texto. Es decir, «cada texto está
constituido por dos componentes: la información aportada por el autor y
la adjunta por el lector modelo» (Lector in fabula..., ed. ing., p. 206). Sin
embargo, el lector modelo no está en situación de igualdad, sino más
bien, como el «narratario» de Prince (véase el capítulo 4), es un destina­
tario —esto es, un lector previsto por el autor-, con quien se comparte «el
conjunto de códigos» en el que se apoya el autor (op. cit., p. 7). Este des­
tinatario no es simplemente asumido por el autor sino que es (más inclu­
so que en el caso del lector implícito de Booth) realmente creado por el
texto (op. cit., p. 7). De hecho, Eco llega a definir al lector modelo (apo­
yándose en algunos aspectos de J. L. Austin) como un «conjunto estable­
cido de condiciones felices» (op. cit., p. 11).
Ocupando el terreno entre el lector universalizado de Burke y los lec­
tores específicamente vinculados con un texto como los que acabamos de
mencionar, está el lector implícito, que se extrapola, no de una sola obra,
sino de un conjunto más amplio de textos -por ejemplo, los textos de un
autor particular o de un periodo o tradición—. Así, por ejemplo, la idea
de competencia literaria presentada por Jonathan Culler en Structuralist
Poetics [ed. cast.: La poética estructuralista] no se centra tanto en las de­
mandas de obras particulares como en prácticas culturales generalmente
acordadas que están localizadas históricamente. De un modo similar, en
sus primeros ensayos en esta línea crítica orientada al lector, Fish intro­
duce la figura del «lector informado» -el lector que es «un hablante com­
petente de la lengua en la que se está escrita el texto», que tiene un cono­
cimiento semántico adulto y que goza de competencia literaria- (Is There
a Text in This Classi, 1970, p. 48).
¿Cuál es exactamente el estatus de tales lectores hipotéticos? Los críticos
no coinciden en esta cuestión -de hecho, a veces son inconsistentes— Así,
por ejemplo, Eco (como el primer Fish) en ocasiones parece tratar su cons­
trucción teórica como si realmente hiciera las veces de lectores reales. Su ex­
tenso artículo «Lector in fabula» (Lector in fabula..., ed. ing., pp. 200-260),
que cuenta «la historia de las aventuras de [los] lectores modelo» que apare­
cen en Un Drame bien parisién, de Alphonse Aliáis (op. cit., p. 205), afirma
«presentar de un modo más riguroso lo que todos los lectores conocen muy
bien inconscientemente» (op. cit., p. 254) —una afirmación apoyada en un
sondeo empírico de lectores auténticos- Sin embargo, en otros lugares re­
OTRAS TEORÍAS ORIENTADAS AL LECTOR 423

conoce que, especialmente en la cultura de masas, los verdaderos lectores re­


curren frecuentemente a códigos bastante diferentes a los de la «elite educa­
da», y esa investigación de campo es necesaria si queremos conocer las im­
plicaciones de la recepción de un determinado trabajo {op. cit., p. 141).
Aun así, mientras que Eco admite sus limitaciones como un mero aná­
lisis de la auténtica recepción, argumenta que el análisis semiótico puede
revelar el significado de un texto «en el momento de su emisión» {op. cit.,
p. 141). Esto, junto a sus comentarios de que incorporar la cooperación del
lector no tiene por qué «contaminar el análisis estructural con elementos
ajenos al texto» {op. cit., p. 4), nos recuerda que la crítica del lector no tie­
ne por qué desvincularse de la práctica crítica tradicional. Con tales lecto­
res hipotéticos, como convincentemente ha argumentado Mary Pratt, la
crítica resultante puede convertirse con facilidad en nada más que «una va­
riante notacional de ese mismo formalismo rechazado tan abiertamente»
(«Interpretive Strategies», p. 201). En palabras de Fredric Jameson, esto nos
puede animar a deshistorizar, al hacernos pensar que la recepción del lector
es una de «las constantes del análisis narrativo»2. En lugar de volver a abor­
dar los problemas de la práctica tradicional, este acercamiento a veces sen­
cillamente los reviste de una nueva terminología, distinguiendo más que
bloqueando los procedimientos interpretativos subyacentes.
Sin embargo, hay mucho más en juego que confusión -ya que en el
proceso de traducir los rasgos textuales y la intención del autor en enun­
ciados supuestamente sobre los lectores, los argumentos formalistas tra­
dicionales con frecuencia obtienen (porque están inarticulados) fuerza
mora!—. No sólo se describe sencillamente al lector, sino también, como
ha argumentado Robert Crosman {Reading Paradise Lost, pp. 8-14), se
define un criterio prescriptivo que los lectores deben seguir.
A veces los críticos hablan menos de lo que los lectores deben hacer que
de lo que están forzados a hacer. Michael Riffaterre, por ejemplo, sostiene
que el «control» que el texto tiene de la percepción del lector de los aspec­
tos no gramaticales es «absoluto», y que el lector sencillamente «no es libre
para evitarlos» {Semiotics ofPoetry, p. 5). Con más frecuencia, los críticos
acuñan sus prescripciones en términos menos estrictos: Eco nos dice que
«incluso el texto más “abierto” entre los experimentales dirige su propia in­
terpretación y fija los movimientos de su lector modelo» {Lector in fabula,
op. cit., p. 24). Booth parece ser aún menos intervencionista, al argumentar
que «la lectura más satisfactoria es aquella en la que la identidad creada, el
autor y el lector pueden obtener un acuerdo total» {The Rethoric ojFiction,
p. 138). Sin embargo, todas estas críticas sugieren un imperativo para leer
correctamente: sus lectores son modelos no sólo en el sentido de descrip­
ciones analíticas sino también en el sentido de casos ejemplares.

2 Fredric Jameson, The Political Unconscious, p. 152.


424 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

La misma propuesta que no se puede rechazar es subrayada por el voca­


bulario crítico. La noción de «competencia literaria», por ejemplo, refuerza
la ¡dea de un gremio interpretativo o incluso de una jerarquía, donde se tie­
ne deferencia con los críticos literarios simplemente a causa de su supuesto
conocimiento, una situación en absoluto democrática que el New Criti­
cism, irónicamente, se preocupó mucho por eliminar. Al presentar términos
tan cargados como «lector modelo» o «lector informado» (que, como argu­
menta Rosenblatt, sugieren la «condescendencia» del crítico, The Reader, the
Text, the Poem, p. 138), un teórico ofrece a un lector real la mismo no-elec­
ción. Puede que uno no se vea impulsado a leer como un «lector informa­
do», ¿pero quién se va a considerar uno desinformado, especialmente cuan­
do Fish sugiere que, aunque su método es puramente descriptivo y, por
tanto, no evaluativo, una lectura informada es en cualquier caso más res­
ponsable e incluso «mejor» que una desinformada (A There a Text in Ihis
Class?, p. 49, 1970; p. 379, 1973). Por supuesto, si el lector modelo fuera real­
mente un modelo, dichas peticiones de deferencia, quizá no importunaran
pero, de hecho, la cuestión de quién determina la competencia no está re­
suelta, y cuando críticos prestigiosos insisten en que el lector informado de
Fish es de hecho un «necio», «un tipo de idiota» o incluso «mentalmente de­
ficiente» (Crews, «Criticism without constraint», p. 66; Graff, «Culture and
Anarchy», p 37; Bush, «Professor Fish», p. 182), la reivindicación que hace
Fish de «estar informado» se encuentra ciertamente en disputa.
Hay algunos modos de esquivar este absolutismo formalista. Uno con­
siste en subrayar el vacío entre la lectura ofrecida al lector implícito y las
alternativas interpretativas, recordando explícitamente al lector que no ne­
cesita aceptar la posición que mantiene el texto -incluso que puede que
haya buenas razones para no hacerlo—. Booth, por ejemplo, modifica el
imperativo que implica su uso de la frase una «lectura más conseguida».
Ciertos libros «postulan lectores en los que rechazamos convertirnos» por­
que «dependen de “creencias” o “actitudes” [...] que no podemos adoptar
incluso hipotéticamente como nuestras» {The Rethoric ofFiction, p. 138).
De hecho, las reivindicaciones de algunos textos son tan absurdas que de­
ben negarse: no podemos excusar a un autor «por escribir un libro que, si
es tomado en serio por el lector, lo corromperá» (p. 383).
Dicho antagonismo textual se convierte en una estrategia central para
Judith Fetterley. En The Resisting Reader, acepta que las novelas son es­
tructuras retóricas que ejercen una fuerza en sus lectores, específicamente
el lector implícito de la mayoría de la ficción canónica estadounidense se
ve obligado a identificarse con los hombres y en contra de las mujeres.
Cuando el lector es una mujer, se ve ubicada en una posición que Fetter­
ley denomina «inmasculación» (como opuesto a «emasculación»), llevada
a una postura en la que pensar y sentir como un varón. Dado que Fetter­
ley concibe esta identificación masculina como psicológicamente debilita­
dora, insta a los lectores a resistir a la atracción del texto.
OTRAS TEORÍAS ORIENTADAS AL LECTOR 425

Aunque el trabajo de Fetterley está generado en el aula, y aunque es­


cribe fundamentalmente acerca de un lector con conciencia de género,
ese lector es aún en gran parte hipotético, y en The Resisting Reader su in­
terpretación de los textos (aunque no el análisis de sus mensajes implíci­
tos ni sus juicios y sus respuestas) es en su mayoría bastante tradicional.
Un camino más radical de romper con las implicaciones formalistas de
lectores hipotéticos es atender a las actividades de nuestra segunda clase
de lectores, los reales.
Uno de los intentos más extremos de hacer esto es 5 Readers Reading de
Norman Holland. Holland estaba interesado en principio en «cómo la litera­
tura y los lectores interactúan» -específicamente, en «ese inefable efecto de la
personalidad en la percepción» (5 Readers Reading p. 4)-, y pensaba que po­
día hacerlo combinando las técnicas familiares de la lectura detallada con las
técnicas analíticas de los psicólogos (en particular, psicólogos psicoanalistas
del ego). En el proceso de elaborar estas ideas, se dio cuenta, como hemos vis­
to, de que uno no podía seguir la tradición literaria de «asumir una respuesta
uniforme por parre del lector y el público que el crítico de algún modo co­
noce y comprende» (p. 5). En su lugar, selecciona a cinco individuos -estu­
diantes de licenciatura de una universidad cercana que han pasado exámenes
de personalidad genéricos- y les hizo largas entrevistas acerca de «A Rose for
Emily» de Faulkner. Lo que Holland descubrió es que cada lector o lectora
leía exactamente como el examen podía sugerir que lo haría.
David Bleich parte de una posición similar. Al igual que Holland, insis­
te en la naturaleza individual de la lectura: «Leer es un proceso completa­
mente subjetivo [...] la naturaleza de lo que se percibe está determinada por
las reglas de la personalidad del perceptor» {Reading and Feelings, p. 3).
Como Holland, Bleich cree que hay un modo sistemático en que se mues­
tra la individualidad: «Mientras que las respuestas mismas siempre varia­
rán, los mecanismos de la respuesta emocional seguirán patrones similares
a» los descubiertos en los individuos bajo escrutinio (p. 6). Sin embargo,
aunque Holland no es un freudiano tradicional (por ejemplo, considera el
simbolismo freudiano pasado de moda; «Ellen», p. 364), Bleich es incluso
menos mecánico y menos entregado al pensamiento psicoanalítico ortodo­
xo. Además, Bleich se encuentra menos cómodo que Holland con la idea
de que los lectores responden a textos objetivos (véase, por ejemplo, Sub-
jective Criticism, pp. 111 ss.). Más importante, en cambio, es que Bleich
está interesado en el grupo más que en el individuo. Su interés principal es
el conocimiento subjetivo, y «el nivel en el que el conocimiento no es parte
de una comunidad es el nivel en el que no es conocimiento en absoluto»
(Subjective Criticism, p. 296). Está, por tanto, menos interesado en las res­
puestas iniciales de los estudiantes o en sus resimbolizaciones que en su ne­
gociación y validación por parte de una comunidad.
El trabajo de Bleich y Holland delimita al menos dos áreas de debate.
Primero, mientras que Holland encuentra principios interpretativos ge­
426 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

nerales, Bleich no se centra en la negociación entre interpretaciones riva­


les que tienen lugar en una comunidad (aula) específica ni ofrece un
modo teórico satisfactorio de hablar acerca de lectores como un grupo
excepto en un nivel muy abstracto. Esto es, ambos críticos son más con­
vincentes cuando explican diferencias en la respuesta que cuando inten­
tan dar cuenta de las convergencias. En el caso de Bleich, como acertada­
mente ha indicado Steven Mailloux, esto se debe en parte a que nos
ofrece los motivos para la negociación, pero nunca da una explicación de
cómo es posible. En este sentido, la dependencia de Bleich en «la teoría
sociológica de Kuhn contradice directamente el modelo psicológico de
Bleich [...] Para Kuhn, las percepciones iniciales son comunitarios, no in­
dividuales» {Interpretive Conventions, p. 35)3. En segundo lugar, y de un
modo más irritante, se da una serie de giros y conexiones mediante los
que los sujetos se hacen eco del investigador o del contexto académico en
el que el estudio tiene lugar4. Podemos distinguir dos causas básicas: teó­
ricas y pragmáticas.
Las respuestas teóricas están ya construidas en las premisas subyacen­
tes. En el nivel más general, por supuesto, puede argumentarse (y Fish lo
hace, como veremos) que cualquier teoría crea los «hechos» que la apo­
yan. Hay evidencias de que Bleich y Holland, como cualquier otro, están
limitados por los presupuestos de los que parten. Holland, por ejemplo,
rechaza una forma de circularidad para suscribir otra. Rechaza explícita­
mente que los textos tengan unidad, pero, como sugiere Culler, su con­
vicción de que todo comportamiento está unificado por un tema puede
verse como «una versión vulgar y sentimental del New Criticism, con la
unidad orgánica desplazada de la obra de arte al “texto” entero de la vida
de una persona» (The Pursuit of Signs, p. 52). Esta creencia en la unidad
distorsiona sus observaciones y le impide ver otras implicaciones que
conllevan sus evidencias. Por ejemplo, como argumenta Culler, la libre
asociación de sus temas

revelaba sobre todo los clichés de las distintas subculturas y discursos cul­
turales que operan para constituir la conciencia de los estudiantes uni­
versitarios estadounidenses. Five Readers Reading puede interpretarse
como la confirmación del axioma [...] de que la individualidad del sujeto

-• En su obra más reciente, Bleich pone mucho énfasis en la naturaleza comunita­


ria de las primeras percepciones; véase, por ejemplo, «Intcrsubjective Reading».
4 El propio Holland utiliza el término «respuesta», aunque en un sentido fundamen­
talmente diferente («una transacción en la que alguien o algo pone a prueba algunos as­
pectos de su medio y se modifica como resultado de lo que encuentra», (/, p. 112). Qui­
zá debido a mis años de crítico musical, la noción de respuesta que utilizo como una
metáfora es menos una prueba externa que una auto-amplificación interna: por ejemplo,
el acople que se produce cuando se pone un micrófono demasiado cerca de un altavoz.
428 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

das y plagadas de comentarios interpretativos explícitos). Así, «Sandra»


hace referencia a «los términos heroicos» de la frase de Faulkner «El, pa­
dre del edicto». Holland concluye (aunque quizá no sea una sorpresa da­
das sus inclinaciones freudianas) que «Sandra concibió “padre” como una
palabra “heroica”» —aunque Sandra use el plural «términos» y podía muy
bien haber estado pensando en la combinación de padre y edicto (5 Readers
Reading, p. 193; véase también p. 207).
Además, ni Bleich ni Holland son lo suficientemente cuidadosos acer­
ca de la relación de poder maestro-estudiante. Siempre hay problemas al
recurrir a estudiantes como objetos de estudio, ya que se hallan en un me­
dio que favorece, incluso luerza, tipos concretos de lecturas y, lo que es
más, estrategias particulares para complacer. Como menciona Crews, los
estudiantes de Holland frecuentemente parecen estar «haciendo lo natural
en un caso de desconcierto, aquí, por ejemplo, complacer al profesor»
(«Reductionism», p. 554). Holland, por supuesto, considera su influencia
como profesor, pero obvia la cuestión dando por supuesto lo que tiene
que probar. Admitiendo desigualdades en el estatus y el poder («eran estu­
diantes veinteañeros y yo soy un profesor en lo que puede denominarse la
madurez de la vida»), y reconociendo que los alumnos «a veces intentaban
dar[le] lo que pensaban que quería», Holland insiste en que es erróneo
preguntar cómo estos factores afectaban las respuestas de los alumnos, ya
que «sería actuar con el modelo “causa y efecto”, “estímulo-respuesta”, que
ya hemos visto que es inadecuado». Todos estos factores «forman parte de
lo que dicen de estas historias», pero «lo que “causaba” lo que decían era su
propio estilo de creación y síntesis de todo lo que estaban viviendo en ese
momento» (5 Readers Reading, pp. 62-63).
En el caso de Bleich, el problema es aún más agudo, ya que, a diferen­
cia de Holland, trabaja con sus propios estudiantes, quienes han de com­
placerlo para obtener buenas notas. ¿Es sorprendente que confirmen tan
impacientemente la creencia de Bleich de que «la sexualidad es la preocu­
pación cardinal de los adolescentes» (Readings, p. 17) y, particularmente,
que tantos se concentren con tanta atención en la falta de sexualidad explí­
cita cuando consideran Vanity Fair {Readings and. Feelings, p. 89)?
Reading the Romance de Janice Radway, en parte porque se basa en la
sociología y no en la psicología individual, da cuenta de obvios solapa-
mientos en las respuestas de lectores individuales. Si su trabajo no puede
evitar las respuestas teóricas (algo que puede ser perfectamente ineludible
para cualquier estudio empírico de lectores que admita el papel del lector
en la construcción del texto), evita al menos a su primo pragmático. El
estudio de Radway se basa en una indagación histórica y cultural particu­
lar. Comienza con un grupo de críticos literarios tradicionales que inten­
tan explicar las causas y significados de la popularidad de las novelas ro­
mánticas de bolsillo. Cualesquiera que sean sus diferencias, comenta
Radway, todos estos críticos adoptan la misma noción formalista tradi­
OTRAS TEORÍAS ORIENTADAS AL LECTOR 429

cional: «Un texto literario es un objeto fijo pero complejo» con un «nú­
cleo de significado» que el lector está más o menos dispuesto a aceptar.
Una vez que el crítico ha explicado su núcleo, está en disposición «de pre­
sentarlo formalmente como el significado cultural completo del texto y
sugerir que la necesidad de afirmar su necesidad es una explicación ade­
cuada de la popularidad del libro» {Reading the Romance, p. 5).
Sin embargo, como el tema en cuestión no es la pregunta teórica de
cómo los lectores deben leer, sino la pregunta empírica de la importancia
cultural de un fenómeno histórico particular, parece oportuno preguntar
si esos análisis tradicionales corresponden de hecho a la realidad social.
Esta pregunta no sólo conduce a Radway a emprender un estudio de las
fuerzas sociales y económicas que subyacen en la popularidad de las nove­
las románticas, sino que la lleva a entrevistar a lectores reales. Para hacer su
tarea manejable, se concentra en un grupo seleccionado de mujeres que
son lectoras compulsivas de novelas románticas, y (siguiendo a Clifford
Geertz) desarrolla una «densa descripción» de su comportamiento.
Estas entrevistas se revelan decisivas, ya que Radway encuentra que los
procedimientos interpretativos de sus lectoras -y, por tanto, el significado
de los textos para ellas y su motivación para leer—son radicalmente distin­
tos a los postulados por los formalistas, quienes intentan explicar sus ac­
ciones. Aunque Radway se ve obligada por las evidencias a abandonar el
modelo de un lector implícito (al menos para este tipo de valoración cul­
tural) y en su lugar lleva a cabo un análisis «desde dentro del sistema de
creencias aplicado por sus lectoras a un texto» (p. 78), no está dispuesta,
en cambio, a dejar de lado la cuestión de la subjetividad individual. En su
lugar, buscando solapamientos significativos entre sus lectoras, Radway
desarrolla la noción de lector compuesto —una abstracción hipotética,
pero que proviene de entrevistas con lectores auténticos-. Y aunque no ex­
trapola este caso de estudio a la lectura de novelas románticas en general,
sí es capaz de generalizar acerca de sus actividades como grupo.
En particular, Radway viene a ver la actividad de leer como una ac­
ción compensatoria resultante de las necesidades psicológicas de las mu­
jeres. Trabajando en parte dentro de la senda dispuesta por Nancy Cho-
dorow, Radway argumenta que la fuente de estas necesidades radica en
específicas asimetrías de género culturales y sociales. Las mujeres que es­
tudian tienen «la tarea psicológicamente exigente y emocionalmente ago­
tadora de atender a las necesidades físicas y afectivas de su familia, una la­
bor que es sólo y exclusivamente de ellas» (p. 92). Las novelas románticas
les proporcionan «una visión utópica en la que la individualidad femeni­
na y un sentido de identidad se advierten compatibles con el cuidado y el
abrigo de otro» {Reading the Romance, p. 55). Para las mujeres que se en­
cuentran en circunstancias extremas, las novelas brindan un modo de «leer­
se fuera de una situación mala» (p. 71). Aunque, al fin y al cabo, su in­
terpretación sigue siendo —algo de lo que Radway es consciente- sólo
OTRAS TEORÍAS ORIENTADAS AL LECTOR 431

de controles respecto a los cuales el New Criticism parecería liberal. Por


supuesto, hay algunos críticos, como Robert Crosman, cuyas concepcio­
nes, o al menos sus versiones más radicales, se acercan a liberar al lector de
tal modo, que para algunos justificarían los temores de Abrams. Crosman
acepta el argumento de Hirsch de que, ya que el significado es una cues­
tión de conciencia, no puede localizarse en el texto mismo, pero rechaza la
alternativa de Hirsch de que los autores determinen el significado, que se
fundamenta en la falsa presuposición de que un texto tiene un único sig­
nificado. Hirsch admite que los lectores generalmente creen que cualquie­
ra que sea su interpretación se trata del «significado pretendido por el au­
tor»; pero para Crosman, ésta es sólo «una convención de la lectura», y
carece de estatus epistemológico («Do readers make meaning?», p. 161).
Desde este ángulo, la posición de Hirsch es política más que estética, un
intento para mantener la «jerarquía y el orden» (p. 158), y para impedir el
subjetivismo, el relativismo y la anarquía política. Crosman, por su parte,
abraza el subjetivismo y el relativismo («Un poema significa realmente lo
que un lector cree seriamente que significa» [p. 154]), pero insiste en que
tal libertad no tiene por qué conducir al rencor. Al contrario, «cuanto más
firmemente [...] la gente cree en “la lectura correcta”, menos cívicamente
son capaces de comportarse los unos con los otros» (p. 160).
Hay muy pocos críticos que le den tanta libertad al lector: la mayoría
pone lindes a la interpretación bajo la forma de textos, autores, psicología
o contexto social. Los más tradicionales en este sentido son quienes tien­
den a manejar la idea del lector implícito. Algunos, especialmente los in­
fluidos por la semiótica, conciben las actividades del lector bordeadas por
aspectos concretos del texto. Por ejemplo, Riffaterre, como hemos visto,
estaría de acuerdo en que el locus del significado cae del lado del lector.
Este no significa lo mismo que para Crosman; más bien, para Riffaterre,
«el lector [es] el único que establece conexiones entre el texto, la interpre­
tación y el entretexto, el único en cuya mente tiene lugar la transferencia
semiótica de signo a signo» (p. 164). Esto es totalmente consistente con
su percepción de que el origen y la autoridad del significado residen en el
texto: «Lejos de liberar la imaginación, lejos de darle al lector mayor li­
bertad invitándolo a una mayor participación, la lectura es en realidad
restrictiva [...] [El lector está] bajo estricto control y guía conforme satis­
face los vacíos y resuelve el rompecabezas» (p. 165).
Gerald Prince describe de un modo similar la lectura como una inte­
racción entre un texto («símbolos lingüísticos presentados visualmente de
los que se puede obtener significado») y un lector («capaz de obtener sig­
nificado de ese texto») en la que el lector «es capaz de responder correcta­
mente al menos a algunas cuestiones acerca del significado del mismo»
(«Notes», p. 225). Igualmente, aunque Eco admite que el lector coopera
en la producción del texto, insiste en que Valéry se equivoca al afirmar que
los textos no tienen un significado verdadero» («vrai sens») {Lector in fabu-
432 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

la, ed. ing., p. 24): incluso «andanzas inferenciales» fuera del texto «no son
meras iniciativas veleidosas por parte del lector, sino que son provocadas
por las estructuras discursivas» {op. cit., p. 32). Mientras que algunos tex­
tos ofrecen mayor libertad a los lectores, «cada texto, no importa lo abierto
que sea, está constituido, no como el lugar de todas las posibilidades, sino
más bien como el campo de las posibilidades orientadas» {op. cit., p. 76).
De hecho, paradójicamente, ya que los textos abiertos están más restringi­
dos en el «lector modelo» que proponen (el lector modelo de Ulises está
definido de un modo más restringido que el de Supermari), brindan menos
oportunidades para implicarse en una interpretación que no sea premedi­
tada por el texto.
No son sólo los semiólogos quienes ven límites en el texto. La teoría
de transacción de Louise Rosenblatt que reduce el papel del autor («en
cualquier acto de lectura real, el autor no aparece») { The Reader, the Text,
thePoem, p. 20), comienza con una distinción entre un texto («signos in­
terpretables como símbolos lingüísticos») y un poema («la experiencia
moldeada por el lector bajo la guía del texto») (p. 12). Aunque Rosen­
blatt concibe la lectura más abierta e imaginativa que Rifiaterre, y aun­
que abraza una pluralidad de criterios para evaluar las interpretaciones,
sin embargo insiste en las limitaciones que impone el texto (que distin­
gue del «estándar fijo» que conlleva el «sistema de normas», p. 129). Para
ser válida, una interpretación no debe «ser contradicha por ningún ele­
mento del texto» y no debe proyectar nada «para lo que no haya un fun­
damento verbal» (p. 115).
En contraste con los teóricos que ven al texto imponiendo ciertas li­
mitaciones a la interpretación, están los críticos retóricos que conciben
las actividades del lector implícito controladas por el deseo del autor de
comunicarse. Por ejemplo, la concepción de la lectura de Booth, como la
de Burke, deja intacta la noción de un autor que guía la lectura. De he­
cho, aunque 7’¿¿> Rethoric oj Fiction es frecuentemente atacada por su
moralismo, el valor fundamental que anima los juicios de Booth es la co­
municación per se, y está por ello menos dispuesto a condenar a los auto­
res cuyas intenciones son moralmente sospechosas (una cuestión a la que
no da cabida el aparato teórico de The Rhetoric of Fiction) que a aquellos
desorientados por fallos técnicos.
Como ya hemos visto, Booth no argumenta que los lectores deban so­
meterse (mucho menos que se sometan) sin rechistar a las demandas del
autor. De hecho, reconoce la importancia de ir más allá de lo que deno­
mina «sobrecomprender» (overstanding), que puede incluir «juzgar una
obra atendiendo a criterios políticos, morales, psicoanalíticos o metafísi-
cos» {Critical Understanding, p. 284). Sin embargo, cree que los lectores
deben comenzar por comprender -mediante el reconocimiento de la in­
tención del autor- y pide a los lectores que sean humildes en su inter­
cambio con el autor. Una máxima básica, irónicamente denominada la
OTRAS TEORÍAS ORIENTADAS AL LECTOR 433

«ley de los poderes nonisorropico psicopoéricos» («la ley de las capacida­


des dispares»), mantiene que:

En todo acto de interpretación hay una gran probabilidad de que el


hablante tenga más cosas que ofrecer en el intercambio que el oyente [...]
En general, los hablantes saben más acerca de lo que significan, se preo­
cupan más por ello y le dedican más atención que los oyentes, y el bene­
ficio en el intercambio dependerá del reconocimiento de esta probabili­
dad por el oyente antes de que él mismo se transforme en una autoridad
{Critical Understanding, p. 273).

Aunque Before Reading subraya la política de las estrategias interpreta­


tivas, y más frecuentemente cuestione los valores literarios tradicionales,
mis propios procedimientos incorporan un principio similar: ciertos ti­
pos de análisis ideológicos se ven reforzados si comienzan con el intento
del lector de desvelar la intención del autor. Así, por ejemplo, es posible
describir la victimización de Natasha en Guerra y paz sin referencia algu­
na a las normas de autoría, aunque sólo si reconocemos que para Tolstoi
y sus lectores la victimización es «peor que ser invisible» porque está
«construida como una recompensa» podemos comprender la magnitud
de lo que la novela hace a las mujeres. A no ser que el lector reconozca
qué papel pretendía Jolstoi para su lector implícito, su «texto misógino
es indistinguible de la ironía feminista» {Before Reading, p. 32).
Las limitaciones impuestas por la intención del autor también figuran
en el trabajo de Michael Steig, aunque de un modo radicalmente distin­
to. Steig, como Bleich y Holland, trabaja con lectores reales, a quienes
cree «hasta cierto extremo hacer “construir significados”» —como es evi­
dente, prestando atención a su amplia variedad de respuestas-. Sin em­
bargo, al mismo tiempo reconoce que muchos lectores están motivados
por una «necesidad de comprender las obras literarias de un modo dis­
tinto al nuestro» {Stories of Reading, p. XI), y el deseo de comprender qué
tipo de personas podría crear el texto en camino frecuentemente «forma
parte de la motivación para comprender» (p. 104). Además, los lectores
tienen una necesidad de «estabilizar la respuesta», y un modo en que mu­
chos lectores hacen esto es fijando «límites al abanico de referencias que
el autor podía haber pretendido». Estos límites son para Steig «conceptua-
lizaciones necesarias, no hechos puros y duros» (p. 144), pero se convier­
ten, incluso así, en una parte central de su modelo de lectura.
En su lucha explícita con el papel de los límites, y especialmente con la
intención del autor, Steig es un caso anómalo. En su mayoría, los críticos
que tratan la cuestión de los lectores reales son capaces de reducir los lími­
tes impuestos en la interpretación. Sin embargo, esos límites muchas veces
entran de todas formas en sus sistemas. La posición de Holland, por ejem­
plo, en principio parece similar a la de Crosman: también rechaza textos y
434 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

autores como tactores de control y niega la existencia de una interpretación


correcta. Tras una mirada más atenta, en cambio, sus lectores se destapan
menos libres que los de Crosman. En parte, las limitaciones se deben a la
suscripción que Holland hace del principio psicoanalítico de que las fanta­
sías, defensas y adaptaciones que utiliza un lector «para lograr placer, uni­
dad y significado dependen de su personalidad». De hecho, a veces Holland
suena terriblemente determinista: los procedimientos del lector, nos dice,
están enraizados en «la fatalidad de la defensa y la adaptación que trajo a la
experiencia literaria» (5 Readers Reading, p. 40; el subrayado es nuestro).
Sin embargo, no es sólo la psicología lo que limita a los lectores de Hol­
land. El texto objetivo puede estar reprimido; sin embargo, como tendre­
mos la oportunidad de ver de nuevo, siempre vuelve. Por ejemplo, mien­
tras que Holland argumenta contra el formalismo tradicional («una obra
literaria no es un estímulo fijo», p. 43), insiste en que la lectura no es «to­
talmente subjetiva», porque «cada lector dispone de lo que creó el escritor,
las palabras en la página, es decir, los puntos de partida (un almacena­
miento de lenguaje estructurado) a partir de los que puede construir una
experiencia» (p. 286). En el trabajo más reciente de Holland, el texto pa­
rece, de hecho, estar ganando importancia, hasta el punto de tomar una
parte activa en el proceso de transacción que es la lectura: «En pocas pala­
bras, una persona -una identidad- usa hipótesis con las que sentir el poe­
ma. El poema responde a esas hipótesis, y el sujeto sien te s \ se trata de una
respuesta favorable o no y así cierra el círculo, preparación para proponer
otra hipótesis que lo aprehenda» («Millers Wife», p. 442).
Las limitaciones textuales apoyadas en estos puntos de partida «no
son coercitivas para nadie» (5 Readers Reading, p. 286) -al menos, no por
ellas mismas—. Sin embargo, por lo menos en 5 Readers Reading, el texto
mismo ofrece la justificación para la coerción social. Puede verse esta
amenaza «objetivista» surgiendo claramente del comentario frecuente­
mente citado de Holland sobre la frase de «A Rose for Emily» que descri­
be a Emily y a su padre como si fueran un cuadro: «No diríamos [...] que
un lector [...] que pensara que el “cuadro” describía a un esquimal estaba
acercándose en algo al argumento -sólo en busca de alguna misteriosa ex­
ploración subjetiva-» (p. 12). Esto es así porque Emily no podría ser un
esquimal «sin violentar el texto» (p. 129) El aviso implícito tras la palabra
«violencia» se expresa incluso de un modo más fuerte en su descripción
de lo que le ocurre a quienes llevan su subjetividad demasiado lejos:
«Uno es siempre libre de irse al extremo del engaño total: percepciones
dictadas totalmente por los impulsos de uno, en absoluto condicionadas
por el mundo exterior. Tal modo de percepción proveería una experiencia
idiosincrásica, solipsista, psicótica de una obra literaria» (pp. 286-287).
La moraleja es obvia: ya sabemos lo que puede pasarle a un psicótico.
El enfoque de Bleich también se parece superficialmente al de Cros­
man. Su visión subjetiva abarca rodo el conocimiento humano, que afir-
438 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

del texto pueden, en cualquier caso, resistir ciertas interpretaciones. Fish,


por su parte, insiste en que las estrategias interpretativas en realidad pro­
ducen los «hechos» en cuestión.
En su versión más extrema, la teoría de Fish ha generado una contro­
versia considerable. La mayor parte del debate se ha centrado en la lógica
y la consistencia de sus argumentos, y muchos críticos han señalado que
hay términos fundamentales que son vagos. Por ejemplo, aunque sus afir­
maciones se concentran en nociones de creencia, Fish nunca trata dife­
rentes tipos y grados de creencias, optando por el presupuesto reductivo
(y según Walter Davis, «totalmente sin garantías», «Fisher King», p. 769)
de que todas las creencias se mantienen con el mismo grado de convic­
ción: «Uno cree lo que cree, y lo hace sin reservas» (/s There a Text in Ibis
Class?, 1976, p. 361).
Lo que es aún más sorprendente es que su principio fundamentado^ la
comunidad interpretativa, apenas es formulado, por no decir que está «to­
talmente sin definir» (como sugiere Crews, «Criticims without constraint»,
p. 67). Fish no presenta ni sus líneas básicas, por lo que nunca tiene que
confrontar la posibilidad de que sus comunidades interpretativas puedan
tener divisiones internas. Es decir, como indica Samuel Weber, Fish parece
dar por supuesto que las comunidades interpretativas son incuestionable­
mente «indivisibles», aunque la mayor crisis que encara la crítica literaria,
los temores profesionales que Fish dice estar aliviando, se deben precisa­
mente a la falta de presupuestos acordados de un modo general («Debt of
criticism», p. 35). Tampoco considera Fish seriamente si las comunidades
interpretativas se solapan o se incluyen. Gerald Graff, por ejemplo, coinci­
de rápidamente con Fish en que no hay percepciones que no sean interpre­
tadas; pero Graff sugiere que hay «una institución maestra en la que con­
vergen las diferentes instituciones interpretativas», y que «hay instituciones
a las cuales no podemos imaginar que no pertenezcamos» («Culture and
anarchy», p. 38). Para decirlo con otras palabras, ciertos códigos (como la
gramática) son, como sostiene James Sosnoski, «independientes de toda
comunidad interpretativa [...] Hecha esta distinción, se puede recuperar
funcionalmente (aunque no filosóficamente) la distinción entre descrip­
ción e interpretación o entre forma y contenido» («Review», p. 578).
De un modo similar, Fish es incapaz de distinguir entre los diferentes
niveles de análisis en los que operan las comunidades interpretativas. Por
ejemplo, Wollheim acusa a Fish de equiparar dos afirmaciones distintas:
que la interpretación determina qué tipos de hechos reconocemos, y que
las estrategias interpretativas determinan los hechos particulares que ve­
mos. Sin embargo, no son la misma afirmación. Incluso si un esquema
interpretativo nos dice qué tipo de cosa (información biográfica, patro­
nes míticos) son o no admisibles, de ahí no se sigue que nos pueda decir
«cuál, dentro de los amplios márgenes de lo que se puede admitir, es real­
mente el caso» («Professor», p. 65).
OTRAS TEORÍAS ORIENTADAS AL LECTOR 439

La lógica del argumento de Fish ha sido atacada no sólo por su inde­


terminación, sino que también ha sido ampliamente acusada de ser in­
cluso incapaz de explicar esos «hechos» que el mismo ve -en particular, la
capacidad de la gente para cambiar de parecer y dejar una comunidad in­
terpretativa por otra—. Dado que los hechos son el producto de la inter­
pretación, sostiene Fish, los cambios tienen lugar mediante la persuasión
más que la demostración, y acontecen poco a poco: siempre hay una in­
terpretación activa en un determinado momento. Así, como señala We-
ber, Fish pasa de puntillas sobre «el intrínsecamente interruptor [...] proce­
so argumentativo de la interpretación misma» («Debt of criticism», p. 37).
Además, las respuestas teóricas contagian la postura de Fish como lo ha­
cen la de Bleich y Holland: dado que cualquier oyente o lector siempre
interpretará (es decir, producirá) el argumento del crítico desde la pers­
pectiva de su propia comunidad interpretativa, no está claro cómo una
perspectiva diferente podría seducir al oyente a cambiar de postura —o in­
cluso a ser reconocida.
En última instancia, sus argumentos inevitablemente recuperan la dis­
tinción que están intentando aniquilar, la distinción entre hecho objetivo e
interpretación. Por ejemplo, al considerar el «ejemplo clásico de un cambio
de paradigma kuhniano» que aconteció en la lingüística chomskiana, su­
braya que los estudiantes de Chomsky fueron capaces de retar el modelo
«trayendo a colación información que no podía acomodarse dentro de esos
presupuestos» —mostrando así la existencia de hechos independientes de los
presupuestos- (p. 362, 1978). Graff hace una acusación incluso más dañi­
na: que «su propia concepción parece requerir» que los textos sean entida­
des objetivas («Culture and anarchy», p. 37). Puede apreciarse esta vuelta
del texto reprimido en su famosa anécdota sobra su curso de poesía religio­
sa del siglo XVII. Utilizando la bibliografía que había escrito en la pizarra el
profesor de la clase anterior, Fish la enmarcó y les dijo a sus estudiantes que
era un poema religioso. Dado que los hechos se siguen de los presupuestos,
insiste Fish, la lista se convirtió en un poema, que sus estudiantes interpre­
taron fácilmente. Curiosamente, en cambio, sus interpretaciones evitaron
un nombre («Hayes»), porque, comenta Fish, «de todas las palabras del
poema se manifestaba como la más difícil de interpretar» (p. 325, 1978).
Sin embargo, un detalle puede ser difícil de interpretar sólo si la precede, y
eso es precisamente lo que su teoría no permite.
A Fish se le ha criticado tanto su lógica como su política. La autoridad
de las comunidades interpretativas, en palabras de Wollheim, sirve para
«volver a mitificar las instituciones de enseñanza» que habían sido ataca­
das por estudiantes radicales durante la década de 1960 («Professor», p. 60).
Walter Davis mantiene algo similar: las teorías de Fish desembocan en la
«permanente supresión» de la investigación autocrítica («Offending the
profession», p. 710), y Fish es el «funcionario» de «una infraestructura en­
cantadoramente ideológica» cuyo propósito es «ocultar lo que ocurre en
440 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

el cuarto de atrás, y [reforzar] condiciones de discurso que confinan la


crítica a problemas conceptuales», eliminando por tanto toda oportuni­
dad «para mostrar públicamente la ropa -o las manos—sucia» («Offending
the profession», p. 712). En este contexto, tal vez sea significativo que
Fish use sus teorías de la comunidad interpretativa para defender una po­
sición conservadora de la «profesionalidad» («Profession despise myself»)
y para oponerse a prácticas renovadoras como remitir los artículos sin fir­
mar a las revistas especializadas («No Bias»).

El GIRO HACIA EL LECTOR Y SUS CONSECUENCIAS PARA LOS ESTUDIOS


LITERARIOS

En general, las distintas teorías orientadas al lector consideradas aquí


no han producido ni la anarquía interpretativa temida por Abrams ni un
conjunto unificado de trabajos que pueda etiquetarse como un «avance»
en el conocimiento según los paradigmas tradicionales. Además, Fish,
como ya hemos visto, insiste en que su teoría -de hecho, la teoría en ge­
neral- «no tiene consecuencias» («Pragmatism», p. 442) (aunque confor­
me avanza su argumento esa afirmación se va diluyendo considerable­
mente). En cualquier caso, el giro teórico hacia el lector ha tenido un
importante impacto en los estudios literarios, aunque su alcance total
puede que no se conozca durante algún tiempo.
Holland afirma en 5 Readers Reading «nada en este ensayo apoya­
rá la idea o sugerirá que los parecidos superficiales de genero, edad, cul­
tura o clase [...] tengan un papel importante por ellos mismos en la res­
puesta [de los lectores]» (p. 205). Como su presuposición de unidad
individual, como hemos visto, limita su capacidad para ver cómo se cons­
truyen los lectores socialmente, su afirmación es empíricamente sospe­
chosa. De todas formas, ésta es una posición minoritaria. De hecho, el
concentrarse en diferencias de estrategias interpretativas entre distintos
lectores —no importa cómo se expliquen o de qué modo se resuelvan- ha
impulsado acercamientos más serios al contexto de lectura, y cómo facto­
res como la historia, la clase social, la raza y el género influyen en el pro­
ceso de lectura. Por ejemplo, en Tellingthe Truth, Barbara Foley, una es­
pecialista en marxismo que no podría ser considerada una crítica
orientada al lector a secas, ha encontrado valiosa la noción del contrato
entre el autor y el lector para acceder a los problemas de la historia litera­
ria. Jan ice Radway, como hemos visto, ha sido capaz de estudiar las lec­
turas hechas por mujeres de clase media-baja cuyas actividades normal­
mente no son consideradas por los teóricos de la literatura. Del mismo
modo que Judith Fetterley ha propuesto estrategias productivas para la
lectura de mujeres, Jean Kennard ha propuesto otras para lesbianas -en
particular, ha propugnado lo que denomina «lectura polar», en la que
442 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX

thoricalPoiuer, p. 5) a una creencia neopragmática antifundacionalista de


que la teoría (ya se base en el lector o en el texto) nunca puede funda­
mentar una interpretación correcta. A pesar de la deuda de Mailloux con
las percepciones de bish, esto no le lleva a seguirlo, junto a Knapp y Mi-
chaels, en su abandono de la teoría. Aunque la teoría no puede propor­
cionar leyes generales para la interpretación, sí puede ofrecer narrativas
históricas. Mailloux demuestra el valor de dichas narrativas en una deta­
llada discusión de Huckleberry Finn. No se interesa por interpretar la no­
vela ni por localizarla en el contexto histórico en el que se escribió. Más
bien, demuestra cómo múltiples contextos sociales y culturales en los que
la novela fue leída condicionan qué tipo de cuestiones pueden o no plan­
tearse a partir de ella. Su libro concluye con una cerrada defensa de la fal­
ta de profesionalidad de la izquierda y una petición para reformar la ins­
titución de los estudios literarios de modo que se conviertan en «estudios
culturales, entendiendo la cultura como la red de prácticas retóricas que
son extensiones y manipulaciones de otras prácticas —sociales, políticas y
económicas» (Rethorical Power, p. 165).
La crítica que se ocupa del lector puede que no sea un movimiento y
que no tenga un programa consistente, pero ha alterado los términos en
los que se enmarca el debate crítico. De hecho, dada su influencia en teó­
ricos de toda tendencia -semióticos, marxistas, feministas, deconstructi­
vistas, retóricos-, el giro hacia el lector puede muy bien ser el cambio
más profundo en la perspectiva crítica de posguerra.

rechos de autoi
a presente obra aborda en sus distintos capítulos las más influ­
yentes y controvertidas áreas de debate de la teoría literaria del siglo
pasado: aquellas que, habiendo nacido y tenido su desarrollo en Eu­
ropa, han supuesto un impacto fundamental en el mundo académico
dentro del campo de los estudios literarios, cuyo curso han logrado
reorientar.

El estructuralismo, el postestructuralismo, el formalismo ruso, la se­


miótica, la narratología, la hermenéutica, la fenomenología o la teo­
ría de la recepción, movimientos asociados con autores europeos
como Barthes,Todorov, Derrida e Iser, se presentan en el contexto de
su desarrollo original, pero siempre con la mirada puesta en las con­
secuencias de sus poderosas influencias. Incluye asimismo un capí­
tulo de Richard Rorty sobre la deconstrucción, y finaliza dando cuen­
ta del estado de la crítica literaria orientada al lector.

Se trata del primer libro sobre el tema que logra entablar un diálogo
sistemático con la historia de algunos de los más profundos e im­
portantes movimientos intelectuales del siglo xx.

akal

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