Korolenko - La Necesidad
Korolenko - La Necesidad
Korolenko - La Necesidad
La necesidad
I
II
En el país donde florece el loto y corren las aguas del río sagrado, dijo,
no había otros brahmanes tan sabios como Darnu y Purana. Nadie
como ellos había estudiado los libros sagrados y nadie había penetrado
tanto en la antigua sabiduría de los Vedas. Pero cuando ambos habían
alcanzado el límite del verano de su vida y la ventisca del pró ximo
invierno había dejado algunos copos de nieve en sus cabellos, aú n se
sentían descontentos de sí mismos. Los añ os se iban, la sepultura se
acercaba y la verdad parecía estar cada vez má s lejos. Entonces,
sabiendo que era imposible alejar la tumba, decidieron acercar a ellos
la verdad. Darnu, el primero, vistió la ropa del caminante, se ató al
cinto una calabaza con agua, tomó el bastó n y emprendió la marcha.
Después de dos añ os de difíciles andanzas, llegó al pie de una alta
montañ a y en un saliente muy alto, donde las nubes se refugiaban a
pasar la noche, vio las ruinas de un templo. En una pradera, no lejos del
camino, varios pastores guardaban su rebañ o. Darnu les preguntó qué
templo era aquél, quiénes lo habían levantado y a qué dios lo habían
ofrecido.
Los pastores se limitaron a mirar la montañ a y no supieron que
contestar a Darnu. Por fin, uno de ellos dijo:
—Nosotros, los habitantes del valle, no lo sabemos. Pero entre
nosotros se encuentra el viejo pastor Anurudja, quien hace mucho
apacentaba sus rebañ os en esas alturas. Acaso él lo sepa.
Y lo hicieron venir.
—Tampoco yo sé —dijo él— quiénes construyeron el templo, cuá ndo
lo hicieron y a qué dios ofrendaban sus sacrificios. Pero mi padre dijo
haber oído de mi abuelo, y a éste se lo había contado mi bisabuelo, que
en las vertientes de esta montañ a vivió en tiempos una tribu de sabios
y que todos murieron en cuanto terminaron de levantar el templo. El
dios se llamaba «Necesidad»...
—¿«Necesidad»? —exclamó animado Darnu—. ¿No sabes tú , buen
padre, qué aspecto tenía esa deidad y si sigue viviendo en ese templo?
—Nosotros somos gente sencilla —contestó el viejo—y nos es difícil
contestar a tus difíciles preguntas. En mi juventud, hace mucho tiempo,
yo llevaba el rebañ o a esas laderas. Entonces había un ídolo de piedra
negra y brillante. A veces, cuando estaba cerca de él y me sorprendía la
tormenta (las tormentas son terribles en aquellos desfiladeros),
buscaba en el viejo templo protecció n para mi rebañ o. También solía
acudir, temblando y asustada, Angapali, la pastora de la vertiente
vecina. Yo la abrazaba dá ndole el calor de mi cuerpo, y el viejo dios nos
miraba con una extrañ a sonrisa. Pero nunca nos hizo dañ o alguno,
acaso porque Angapali le hacía cada vez ofrenda de flores. Dicen, sin
embargo...
Y el pastor se detuvo, mirando con cara de duda a Darnu, como si
sintiese reparo en seguir el relato delante de él.
—¿Qué dicen? Sigue, buen hombre, hasta el fin— suplicó el sabio.
—Dicen que todos los adoradores del viejo dios murieron... Algunos
se dispersaron por el mundo... A veces, muy de tarde en tarde, vienen,
preguntan por el camino del templo, como tú , y van a preguntarle al
viejo dios. Los ancianos han podido ver en el templo ciertas columnas o
estatuas que se asemejan a hombres sentados, todas cubiertas por la
hiedra y otras plantas trepadoras. Algunos pá jaros habían hecho allí
sus nidos. Luego se fueron convirtiendo en polvo.
Darnu quedó profundamente pensativo al escuchar el relato. ¿Estaría
cerca de alcanzar su propó sito? Pues ya se sabe que «quien, como el
ciego, no ve, como el sordo, no oye y, como el á rbol, no siente ni se
mueve, ha alcanzado el reposo y el conocimiento».
Y pidió al pastor:
—Amigo mío, indícame el camino del templo.
El pastor accedió a su ruego. Cuando Darnu empezó a subir animoso
por el sendero cubierto de hierbas, se quedó largo rato mirando al
sabio y, por fin, dijo a sus jó venes compañ eros:
—Llamadme no el má s viejo de los pastores, sino el má s joven de los
corderos que maman la leche de su madre, si el viejo dios no consigue
pronto una nueva víctima. Colocadme el yugo del buey o cargadme
como a un asno si el viejo templo no ve aumentar sus estú pidas figuras
de piedra...
Los pastores escucharon respetuosamente al viejo y se dispersaron
por las praderas. De nuevo siguieron apacentando pacíficamente los
rebañ os; el labrador iba tras su arado, el sol brillaba, venían las noches
y los hombres, entregados a sus quehaceres, no pensaban ya en el
sabio Darnu. Pero al cabo de poco tiempo, unos días o algo má s, un
nuevo caminante estaba en las faldas de la montañ a y de nuevo se
interesaba por el templo. Cuando, valiéndose de las indicaciones del
pastor, empezó a subir alegremente el sendero, el viejo meneó la
cabeza y dijo:
—Ahí va otro.
Era Purana, quien iba siguiendo las huellas del sabio Darnu. Se decía:
«Que no digan que Darnu encontró la verdad que Purana no había
sabido hallar».
III
IV
Una sola vez el sabio Darnu fue sacado en parte del estado de plena
inconsciencia en que se encontraba, y hasta sintió , en un apartado
rincó n de su alma, una ligera sensació n de asombro.
Esto era debido a la aparició n del sabio Purana.
El sabio Purana, lo mismo que Darnu, se había acercado al templo,
había leído la inscripció n de la puerta y, al pasar al interior, se quedó
contemplando los caracteres grabados en los muros. El sabio Purana se
parecía muy poco a su rígido compañ ero. Era bonachó n y
carirredondo. El centro de su cuerpo presentaba una redondez
agradable a la vista, sus ojos brillaban y sus labios sonreían. En su
sabiduría no había sido nunca rebelde, como Darnu, y buscaba, má s
que la libertad, la bienaventuranza del reposo.
Después de recorrer el templo, se acercó al nicho, se inclinó ante la
deidad y, al ver el arroyo y la higuera, dijo:
—He aquí una deidad de agradable sonrisa y he aquí un arroyo de
dulce agua y una higuera. ¿Qué má s necesita el hombre para entregarse
al deleite de la contemplació n? Y he aquí a Darnu. Ha llegado hasta tal
grado de bienaventuranza, que las aves hacen en él su nido.
El aspecto de su sabio compañ ero no era muy alegre, pero Purana,
mirá ndolo con arrobo, se dijo:
—Es bienaventurado, sin duda; pero siempre recurrió a medidas de
contemplació n demasiado severas. Yo, en cambio, me abstendré de
pretender los grados superiores de bienaventuranza y confió en contar
a los hombres de la tierra lo que vea en los grados inferiores.
Y luego, después de calmar abundantemente sus necesidades con el
agua del arroyo y con los higos má s suculentos, se sentó en posició n
có moda, no lejos de Darnu, y también inició , de conformidad con las
reglas, lo que había de llevarle a la contemplació n: descubrió su vientre
y clavó la mirada en el mismo lugar que el primer sabio había hecho.
Así transcurrió el tiempo, aunque de manera má s lenta que para
Darnu, porque el bondadoso Purana interrumpía a menudo la
contemplació n para tomar un trago de agua y un higo. Mas, finalmente,
del vientre del segundo sabio emergió también una cañ a de bambú con
sus cincuenta nudos, que correspondían a los cincuenta añ os de su
vida. En lo má s alto apareció también la Necesidad, pero entre las
nieblas en que se encontraba, le pareció que sonreía agradablemente, y
él le contestó con una sonrisa no menos agradable.
—¿Quién eres, amable deidad? —preguntó .
—Soy la Necesidad, que ha regido los cincuenta añ os de tu vida...
Todo cuanto has hecho no lo hiciste tú , sino yo, pues tú no eres sino
una hoja arrastrada por la corriente, mientras que yo soy la señ ora de
todos los movimientos.
—Bendita seas —dijo Purana—. Veo que no en vano vine a ti. Sigue
cumpliendo tu obra por lo que a ti se refiere y por lo que se refiere a
mí. Te observaré sumido en agradable contemplació n.
Y se sumió en el sopor, con una bienaventurada sonrisa en los labios.
Así siguió su agradable contemplació n. De cuando en cuando alargaba
la mano a la calabaza del agua o recogía un fruto caído a sus pies. Pero
cada vez lo hacía con menos placer, pues el sopor contemplativo le
dominaba cada vez má s, los frutos má s pró ximos se habían acabado y
para alcanzar otros del á rbol tenía que hacer un esfuerzo.
Finalmente, se dijo:
—Soy vanidoso, me he alejado mucho de la verdad y por eso me
entrego a vanas preocupaciones. ¿Será ésta la causa de que la deidad
no me haga sus revelaciones? Ante mí, en el á rbol, hay un fruto maduro
y mi estó mago está vacío... Pero la ley de la Necesidad dice que, donde
hay un estó mago hambriento y un fruto, este ú ltimo entra
obligatoriamente en el estó mago... Así pues, buena Necesidad, me
someto a tu poder... ¿No reside en ellos el bienestar supremo?
Y se entregó ya a una contemplació n completa, como Darnu,
esperando que la necesidad se realizase por sí misma. Para aliviarle un
tanto la tarea, se volvió hacia la higuera y abrió la boca...
Esperó un día, otro, un tercero... Poco a poco se extinguió la sonrisa
de su rostro, su cuerpo enflaqueció , desapareció la agradable redondez
de su cuerpo, la grasa que había bajo su piel se agotó y los tendones
quedaron de manifiesto. Cuando, por fin, el fruto hubo madurado y
cayó , dá ndole a Purana en la nariz, el sabio no se dio cuenta de la caída
ni sintió el golpe... Otra pareja de tó rtolas hizo el nido en los pliegues
de su turbante, las crías no tardaron en piar y los hombros de Purana
se cubrieron en abundancia con su excrementos. Y cuando la
exuberante vegetació n llegó hasta él, ya no se podía distinguirle de su
compañ ero: eran iguales el rebelde sabio que había luchado contra la
Necesidad y el sabio benigno, que se había sometido a ella por
completo.
En el templo se hizo un silencio completo en el cual el brillante ídolo
contemplaba a ambos sabios con su sonrisa extrañ a y enigmá tica.
Se desprendían y caían los frutos de los á rboles, rumoreaba el arroyo,
las blancas nubes cruzaban el cielo azul y se asomaban al interior del
templo, pero los sabios seguían sin mostrar el menor indicio de vida:
uno en la bienaventuranza de la negació n y el otro en la
bienaventuranza de la sumisió n a la Necesidad.
V
La noche eterna había extendido ya sus negras alas sobre ambos y
ninguno de los vivos habría sabido qué verdad había sido revelada a
los dos sabios en lo má s alto de la cañ a de bambú de cincuenta nudos...
Pero antes de apagarse el ú ltimo rayo que en la penumbra de la
conciencia iluminaba al sabio Darnu, éste oyó de nuevo la voz de antes:
la Necesidad se reía en medio de las tinieblas que llegaban, y esta risa,
silenciosa, penetró en Darnu como nuncio de la muerte...
—Pobre Darnu —decía la implacable deidad—, ¡sabio miserable!
Pensabas escaparte de mí, confiabas en librarte de mi yugo y,
convertido en un leñ o inmó vil, comprar así la conciencia de la libertad
interna...
—Sí, soy libre —contestó mentalmente el terco sabio—. De entre la
infinidad de tus servidores, yo soy el ú nico que no cumple los
mandamientos de la Necesidad...
—Mira aquí, pobre Darnu...
Y de sú bito, ante su mirada interna volvió a revelarse el sentido de
todas las inscripciones y cá lculos de las paredes del templo. Las cifras
cambiaban suavemente, aumentaban o disminuían por sí mismas, y
una de ellas atrajo particularmente su atenció n. Era la 999.998. Y
mientras la miraba, de pronto, otras dos unidades cayeron sobre la
pared, y la larga suma empezó a transformarse suavemente. Darnu se
estremeció y la Necesidad volvió a reírse.
—¿Has comprendido, pobre sabio? Entre cada cien mil ciegos
servidores míos, siempre hay un terco como tú y un perezoso como
Purana... Los dos vinisteis a mí... Os saludo, sabios que habéis
completado mis cá lculos...
Entonces de los turbios ojos del sabio se desprendieron dos lá grimas
que corrieron por sus secas mejillas y cayeron al suelo como dos frutos
maduros del á rbol de su vieja sabiduría.
Fuera del templo todo seguía como antes. El sol brillaba, soplaban los
vientos, los hombres del valle se dedicaban a sus quehaceres, en el
cielo se juntaban los nubarrones... Al pasar sobre las montañ as se
hacían má s pesados y perdían fuerza. En las alturas estallaba la
tormenta...
Y de nuevo, como ocurría en otros tiempos, un necio pastor de la
vertiente vecina llevó allí su rebañ o, mientras que del otro lado traía el
suyo una joven y necia pastora. Se encontraron junto al arroyo y el
nicho desde el que los miraba la deidad de la extrañ a sonrisa, y
mientras la tormenta descargaba sus truenos se abrazaron y arrullaron
tal y como habían hecho 999.999 parejas en idéntica situació n. Y si el
sabio Darnu hubiera podido ver y oír, seguramente habría dicho, desde
la altivez de su sabiduría: «¡Estú pidos! No lo hacen para ellos mismos,
sino para complacer a la Necesidad».
La tormenta pasó , la luz del sol jugó de nuevo entre la verdura,
cubierta todavía por las brillantes gotas de la lluvia, e iluminó el
interior del templo, que antes se había quedado oscuro.
—Mira —dijo la pastora—: dos nuevas figuras que antes no estaban
aquí.
—Calla —replicó el pastor—. Los viejos dicen que se trata de
adoradores de una antigua deidad. Por lo demá s, no pueden hacernos
dañ o... Quédate con ellos mientras yo reú no tus ovejas.
Salió y ella se quedó con el ídolo y los dos sabios. Y como sentía cierto
miedo y, ademá s, rebosaba joven amor y entusiasmo, no podía
permanecer quieta; iba y venía por el templo y cantaba en alta voz
canciones de amor y de jú bilo. Cuando la tormenta se hubo calmado
por completo y los bordes del oscuro nubarró n se ocultaron tras las
lejanas cumbres de las montañ as, recogió un ramo de flores, todavía
mojadas, y se las ofreció al ídolo. Para disimular la desagradable
sonrisa de éste, le puso en la boca una nuez silvestre unida a su rama.
Después de esto lo miró y rompió en sonora risotada.
Esto le parecía poco. Sintió el deseo también de adornar con flores a
los sabios. Mas como sobre el buen Purana seguía el nido con las crías,
se fijó en el severo Darnu, cuyo nido ya estaba vacío. Retiró el nido,
limpió el turbante, los cabellos y los hombros del anciano del
excremento del ave que le cubría y le lavó su cara con agua del arroyo.
Pensaba que así pagaba a los dioses la protecció n y felicidad que le
dispensaban. Y como esto también le pareció poco, poseída de jú bilo
como se encontraba, se inclinó y, de pronto, el bienaventurado Darnu,
que se encontraba en el umbral mismo del Nirvana, sintió en sus secos
labios el fuerte beso de una mujer estú pida...
Poco después volvía el pastor con la ú ltima de las ovejas y ambos se
alejaron, entonando una alegre canció n.
VI