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Korolenko - La Necesidad

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Vladimir Korolenko

La necesidad
I

En cierta ocasió n, cuando tres buenos ancianos —Ulaya, Darnu y


Purana— se encontraban sentados a la puerta de su comú n vivienda,
se acercó el joven Kassapa, hijo del rajá Lichavi, y, sin pronunciar una
sola palabra se sentó junto a ellos. Las mejillas del joven estaban
pá lidas, sus ojos habían perdido el brillo de los añ os mozos y parecían
abatidos.
Los ancianos se miraron y el buen Ulaya dijo:
—Oye, Kassapa: revela a estos tres ancianos, que desean tu bien, qué
es lo que hace algú n tiempo oprime tu alma. El destino te rodeó desde
la cuna con sus dones, pero tu mirada es tan triste como la del ú ltimo
esclavo de tu padre, el pobre Jevaka, que ayer mismo conoció el peso
de la mano de vuestro administrador...
—El pobre Jevaka nos ha mostrado los verdugones de su espalda —
dijo el severo Darnu.
Y el bondadoso Purana añ adió :
—También queríamos llamar tu atenció n buen Kassapa...
Pero el joven no le dejó hablar. Se puso en pie y dijo, con una
impaciencia que antes no se había advertido en él:
—¡Callad, buenos ancianos, cesad en vuestros malignos reproches!
Pensá is que estoy obligado a responder ante vosotros de cada
verdugó n que el administrador dejó marcado en la espalda del esclavo
Jevaka. Y eso cuando tan grandes son mis dudas de si estoy obligado a
responder hasta de mis propios actos.
Los ancianos se miraron de nuevo y Ulaya dijo:
—Sigue, hijo mío, si así lo deseas.
—¿Si así lo deseo? —le interrumpió el joven con una amarga sonrisa
—. De eso se trata, de que no sé si deseo lo que quiero o si es otro el
que lo quiere, y yo no.
Se interrumpió , la calma era completa. Só lo la brisa movía
ligeramente las copas de los á rboles. Una hoja cayó a los pies de
Purana. Mientras Kassapa la seguía con su triste mirada, de la roca
calentada por el sol se desprendió un peñ asco que cayó rodando hasta
la orilla del arroyuelo, donde entonces estaba descansando un gran
lagarto... Todos los días, a la misma hora, el lagarto salía de su agujero
y, levantá ndose sobre sus patas delanteras, con los saltones ojos
cerrados, parecía escuchar las sabias palabras de los ancianos. Se podía
pensar que su verde cuerpo albergaba el alma de un sabio brahmá n.
Esta vez el peñ asco liberó a aquella alma de su verde envoltura para
nuevas reencarnaciones...
Una amarga sonrisa se esbozó en la cara de Kassapa.
—Pues bien —dijo—, preguntad a esta hoja si era su deseo caer de la
rama, o a la piedra si por su voluntad se desprendió de la roca, o al
lagarto si deseaba verse bajo la piedra. Llegó el tiempo y la hoja ha
caído, y el lagarto no volverá a escuchar vuestras palabras. Todo lo que
sabemos es que no pudo ser de otro modo. ¿Acaso decís que esto pudo
y debió ser de otra manera a como ha sido?
—No pudo —contestaron los ancianos—. Lo que fue debía ser en la
concatenació n general de los acontecimientos.
—Vosotros lo habéis dicho. Pues bien, también los verdugones de la
espalda de Jevaka debieron producirse en la concatenació n general de
los acontecimientos, y cada uno de ellos estaba escrito desde el
comienzo de los siglos en el «Libro de la Necesidad». Y vosotros
queréis que yo, que soy como la piedra, como el lagarto, como la hoja
en el á rbol comú n de la vida, como la má s pequeñ a gota de este arroyo,
arrastrada por una fuerza desconocida desde el nacimiento hasta la
desembocadura, queréis que luche contra la fuerza del torrente que me
arrastra...
Dio con el pie a la piedra ensangrentada, que cayó al agua, y volvió a
sentarse junto a los buenos ancianos. Sus ojos se hicieron de nuevo
turbios y tristes.
El anciano Darnu guardó silencio. Y el anciano Purana meneó la
cabeza. Só lo el jovial Ulaya rompió a reír y dijo:
—En el «Libro de la Necesidad» también está escrito, evidentemente,
que yo debía contarte, Kassapa, lo que en tiempos ocurrió a estos
ancianos, Darnu y Purana, que ves ante ti... Y en el «Libro» está escrito
que tú escucharías su historia:

II

En el país donde florece el loto y corren las aguas del río sagrado, dijo,
no había otros brahmanes tan sabios como Darnu y Purana. Nadie
como ellos había estudiado los libros sagrados y nadie había penetrado
tanto en la antigua sabiduría de los Vedas. Pero cuando ambos habían
alcanzado el límite del verano de su vida y la ventisca del pró ximo
invierno había dejado algunos copos de nieve en sus cabellos, aú n se
sentían descontentos de sí mismos. Los añ os se iban, la sepultura se
acercaba y la verdad parecía estar cada vez má s lejos. Entonces,
sabiendo que era imposible alejar la tumba, decidieron acercar a ellos
la verdad. Darnu, el primero, vistió la ropa del caminante, se ató al
cinto una calabaza con agua, tomó el bastó n y emprendió la marcha.
Después de dos añ os de difíciles andanzas, llegó al pie de una alta
montañ a y en un saliente muy alto, donde las nubes se refugiaban a
pasar la noche, vio las ruinas de un templo. En una pradera, no lejos del
camino, varios pastores guardaban su rebañ o. Darnu les preguntó qué
templo era aquél, quiénes lo habían levantado y a qué dios lo habían
ofrecido.
Los pastores se limitaron a mirar la montañ a y no supieron que
contestar a Darnu. Por fin, uno de ellos dijo:
—Nosotros, los habitantes del valle, no lo sabemos. Pero entre
nosotros se encuentra el viejo pastor Anurudja, quien hace mucho
apacentaba sus rebañ os en esas alturas. Acaso él lo sepa.
Y lo hicieron venir.
—Tampoco yo sé —dijo él— quiénes construyeron el templo, cuá ndo
lo hicieron y a qué dios ofrendaban sus sacrificios. Pero mi padre dijo
haber oído de mi abuelo, y a éste se lo había contado mi bisabuelo, que
en las vertientes de esta montañ a vivió en tiempos una tribu de sabios
y que todos murieron en cuanto terminaron de levantar el templo. El
dios se llamaba «Necesidad»...
—¿«Necesidad»? —exclamó animado Darnu—. ¿No sabes tú , buen
padre, qué aspecto tenía esa deidad y si sigue viviendo en ese templo?
—Nosotros somos gente sencilla —contestó el viejo—y nos es difícil
contestar a tus difíciles preguntas. En mi juventud, hace mucho tiempo,
yo llevaba el rebañ o a esas laderas. Entonces había un ídolo de piedra
negra y brillante. A veces, cuando estaba cerca de él y me sorprendía la
tormenta (las tormentas son terribles en aquellos desfiladeros),
buscaba en el viejo templo protecció n para mi rebañ o. También solía
acudir, temblando y asustada, Angapali, la pastora de la vertiente
vecina. Yo la abrazaba dá ndole el calor de mi cuerpo, y el viejo dios nos
miraba con una extrañ a sonrisa. Pero nunca nos hizo dañ o alguno,
acaso porque Angapali le hacía cada vez ofrenda de flores. Dicen, sin
embargo...
Y el pastor se detuvo, mirando con cara de duda a Darnu, como si
sintiese reparo en seguir el relato delante de él.
—¿Qué dicen? Sigue, buen hombre, hasta el fin— suplicó el sabio.
—Dicen que todos los adoradores del viejo dios murieron... Algunos
se dispersaron por el mundo... A veces, muy de tarde en tarde, vienen,
preguntan por el camino del templo, como tú , y van a preguntarle al
viejo dios. Los ancianos han podido ver en el templo ciertas columnas o
estatuas que se asemejan a hombres sentados, todas cubiertas por la
hiedra y otras plantas trepadoras. Algunos pá jaros habían hecho allí
sus nidos. Luego se fueron convirtiendo en polvo.
Darnu quedó profundamente pensativo al escuchar el relato. ¿Estaría
cerca de alcanzar su propó sito? Pues ya se sabe que «quien, como el
ciego, no ve, como el sordo, no oye y, como el á rbol, no siente ni se
mueve, ha alcanzado el reposo y el conocimiento».
Y pidió al pastor:
—Amigo mío, indícame el camino del templo.
El pastor accedió a su ruego. Cuando Darnu empezó a subir animoso
por el sendero cubierto de hierbas, se quedó largo rato mirando al
sabio y, por fin, dijo a sus jó venes compañ eros:
—Llamadme no el má s viejo de los pastores, sino el má s joven de los
corderos que maman la leche de su madre, si el viejo dios no consigue
pronto una nueva víctima. Colocadme el yugo del buey o cargadme
como a un asno si el viejo templo no ve aumentar sus estú pidas figuras
de piedra...
Los pastores escucharon respetuosamente al viejo y se dispersaron
por las praderas. De nuevo siguieron apacentando pacíficamente los
rebañ os; el labrador iba tras su arado, el sol brillaba, venían las noches
y los hombres, entregados a sus quehaceres, no pensaban ya en el
sabio Darnu. Pero al cabo de poco tiempo, unos días o algo má s, un
nuevo caminante estaba en las faldas de la montañ a y de nuevo se
interesaba por el templo. Cuando, valiéndose de las indicaciones del
pastor, empezó a subir alegremente el sendero, el viejo meneó la
cabeza y dijo:
—Ahí va otro.
Era Purana, quien iba siguiendo las huellas del sabio Darnu. Se decía:
«Que no digan que Darnu encontró la verdad que Purana no había
sabido hallar».

III

Darnu subía trabajosamente.


El camino era difícil. Se veía que el pie del hombre pisaba en muy
raras ocasiones aquellas sendas, cubiertas de hierba, pero Darnu
vencía animoso los obstá culos hasta que, por fin, llegó a una puerta
semiderruida sobre la que se veía una antigua inscripció n: «Soy la
Necesidad, señ ora de todos los movimientos». En los muros no había
figuras o adornos, a excepció n de los restos de ciertas cifras y de unos
misteriosos cá lculos.
Darnu entró en el santuario. De las viejas paredes emanaba un há lito
de destrucció n y de muerte. Pero la destrucció n misma parecía haber
cesado, dejando en paz los fragmentos de los muros, que habían visto
transcurrir muchos siglos. En una de las paredes había un espacioso
nicho; varios escalones conducían al altar, en el que había un ídolo de
piedra negra y brillante que con extrañ a sonrisa contemplaba aquel
cuadro de destrucció n. En la parte de abajo había un arroyo que
turbaba el sensible silencio con su rumoreo; unas cuantas palmeras
nutrían las raíces con la humedad que de él tomaban y subían hacia el
cielo azul, que se asomaba libre a través del hueco que el techo había
dejado al derrumbarse.
Darnu, ganado por el peregrino encantado del lugar, decidió
preguntar a la misteriosa deidad cuyo há lito parecía dominar aú n el
derruido templo. Después de recoger agua del frío arroyo y reunir unos
cuantos frutos de los que una vieja higuera le ofrecía en abundancia, el
sabio empezó sus preparativos conforme a todas las reglas escritas en
los libros de la contemplació n. Lo primero de todo, se sentó con las
piernas recogidas frente al ídolo y durante largo rato lo miró , tratando
de grabar en su mente aquella figura. Luego, descubriéndose el vientre,
fijó las miradas en el lugar donde en tiempos, cuando aú n no había
nacido, su ombligo se encontraba unido al vientre de su madre. Porque
ya es sabido que entre el ser y el no ser se encuentra cuanto hay de
cognoscible, y de allí deben surgir las revelaciones de la
contemplació n...
En tal situació n le sorprendió la puesta de sol del primer día y el
amanecer del segundo. Luego, el cá lido mediodía sucedió al fresco
atardecer y las sombras de la noche desaparecieron ante la luz del sol.
Darnu seguía inmó vil. Só lo de tarde en tarde echaba mano a la calabaza
del agua o, sin plena conciencia de lo que hacía, tomaba un higo. Los
ojos del sabio estaban turbios y fijos; no sentía sus miembros. En un
principio, la incó moda posició n en la que se encontraba le producía
dolor. Luego, esta sensació n se perdió en lo má s hondo del
subconsciente y los ojos inmó viles del sabio vieron un mundo distinto:
el mundo de la contemplació n empezó a desarrollar ante él sus
extrañ as visiones y figuras. Estas no tenían ya relació n alguna con lo
que el sabio experimentaba; eran desinteresadas, no guardaban
relació n con cosa alguna, se satisfacían en sí mismas, indicio de que en
ellas se preparaba el descubrimiento de la verdad...
Sería difícil decir cuanto tiempo pasó . El agua de la calabaza se había
secado, las palmeras movían suavemente sus hojas, los frutos maduros
se desprendían y caían a los mismos pies del sabio, pero él permanecía
sin moverse. Ya casi había superado la sed y el hambre. Ya no le
calentaba el sol del mediodía ni le refrescaba el sereno de la noche.
Acabó por no distinguir la luz del día y las sombras de la noche.
Entonces, ante la mirada interna de Darnu apareció la tan esperada
revelació n. En su vientre creció el tallo verde de un bambú , que
terminaba en un nudo como una simple cañ a. De este nudo surgió el
siguiente, y así, siempre elevá ndose, el tallo creció hasta formar
cincuenta nudos, tantos como añ os tenía el sabio. En la misma cú spide,
en vez de hojas e inflorescencia, apareció algo que guardaba cierta
semejanza con el ídolo del templo. Y este miraba a Darnu con una
sonrisa mordaz.
—Pobre Darnu —dijo por fin—, ¿por qué te has tomado para venir
aquí? ¿Qué necesitas, pobre Darnu?
—Busco la verdad —contestó el sabio.
—Pues mírame: yo soy lo que buscabas. Pero por tu mirada veo que
te soy desagradable.
—Eres incomprensible —explicó Darnu.
—Oye, Darnu: ya ves los cincuenta nudos del bambú .
—Los cincuenta nudos del bambú son mis añ os —dijo el sabio.
—Y yo me encuentro sobre todos ellos porque soy la Necesidad,
señ ora de todos los movimientos. Todo lo que ha sido creado, todo lo
que respira, todo lo que existe, todo cuanto existe, es impotente, carece
de fuerza y de poder; bajo la influencia de la necesidad alcanza el fin de
su ser, que es la muerte. Soy yo quien dirigí los cincuenta añ os de tu
vida desde la cuna hasta el momento presente. Tú no has hecho nada
en toda tu vida, ni bueno ni malo... No has dado ni una sola limosna al
mendigo en un impulso de piedad, no has asestado ni un solo golpe
movido por la có lera de tu corazó n... no has cultivado una sola rosa en
el jardín del monasterio, ni has cortado un solo á rbol en el bosque... no
has dado de comer a un solo animal, ni has matado a un solo mosquito
que te chupaba la sangre... En toda tu vida no ha habido ni un solo
movimiento que yo no hubiera previsto. Porque soy la Necesidad... Te
enorgullecías de tus actos o te sumías en el má s profundo
arrepentimiento pensando haber cometido un pecado. Tu corazó n se
estremecía de amor o de có lera cuando yo me reía de ti, porque soy la
Necesidad y todo lo había previsto. Cuando tú salías a la plaza con
á nimo de enseñ ar a otros estú pidos lo que debían hacer y lo que
debían evitar, yo me reía y me decía: «Ahora el sabio Darnu dará a
conocer su sabiduría a ingenuos estú pidos y compartirá su santidad
con pecadores. Y eso no porque Darnu sea sabio y santo, sino porque
yo, la Necesidad, soy como un torrente, mientras que Darnu es como la
hoja que el torrente arrastra». Pobre Darnu, pensabas que habías
venido aquí en busca de la verdad... Mas en estos muros, entre mis
cá lculos, se hallaban escritos el día y la hora en que cruzarías el umbral
del templo. Porque soy la Necesidad... ¡Pobre sabio!
—Me eres desagradable —dijo el sabio, con repugnancia.
—Lo sé. Porque te considerabas libre y yo soy la Necesidad, señ ora de
todos tus movimientos.
Entonces Darnu se enfadó , cogió los cincuenta nudos de la cañ a de
bambú , los rompió y los tiró a lo lejos.
—Así hago —dijo— con los cincuenta añ os de mi vida, porque
durante todos ellos no fui má s que un juguete de la Necesidad. Ahora
me emancipo, porque la he conocido y quiero librarme de su yugo.
Pero la Necesidad, invisible en las tinieblas que rodeaban las turbias
miradas del sabio, rió , insistiendo:
—No, Darnu: sigues siendo mío, pues yo soy la Necesidad.
Entonces Darnu abrió trabajosamente los ojos y al momento sintió
que las piernas se le habían quedado entumecidas y le dolían. Quiso
ponerse en pie, pero de nuevo cayó sentado. Porque ahora el sentido
de las inscripciones del templo se le había hecho claro, lo mismo que
todos los cá lculos. Y, en cuanto quiso estirar sus miembros, vio que su
deseo estaba ya escrito en la pared.
Y, como si viniera de otro mundo, oyó la voz de la Necesidad:
—Levá ntate, pobre Darnu, porque las piernas se te han quedado
entumecidas. Ya lo ves: entre un milló n de hermanos tuyos, 999.998 lo
hacen. Es necesario.
Despechado, Darnu siguió en la posició n que ocupaba, que ahora le
causaba un sufrimiento mayor todavía. Pero se dijo: «Seré uno entre
los que un milló n no se subordinan a la Necesidad, porque yo soy
libre».
Mientras tanto, el sol se había levantado hasta el centro del cielo y,
asomá ndose por el hueco del techo, empezó a abrasar su mal protegido
cuerpo. Darnu alargó la mano hacia su cabeza.
Pero en aquel mismo instante vio que esto estaba escrito entre los
999.998, y la Necesidad volvió a insistir:
—Pobre sabio, necesitas calmar tu sed.
Y Darnu dejó la calabaza en su sitio, afirmando:
—No beberé, porque soy libre.
Alguien se rió en el apartado rincó n del templo y en este momento un
fruto de la higuera se desprendió , cayendo en la mano misma del sabio.
En la pared cambió una cifra. Darnu comprendió que se trataba de un
nuevo atentado de la Necesidad contra su libertad interna.
—No comeré —dijo—, porque soy libre.
De nuevo rió alguien en el rincó n má s lejano del templo, y entre el
rumoreo del regato creyó oír: «¡Pobre Darnu!»
El sabio acabó por enfadarse. Se quedó inmó vil, sin mirar los frutos
que de cuando en cuando se desprendían de las ramas, sin escuchar el
seductor rumoreo del agua, limitá ndose a afirmar para sus adentros:
«¡Soy libre, soy libre, soy libre!» Y para que un fruto, a pesar de su
libertad, no le fuese a parar a la boca, la cerró y apretó los dientes.
Así estuvo largo tiempo, sin sentir hambre ni sed y tratando de hacer
llegar a los cuatro puntos cardinales la seguridad en su libertad
interna. Adelgazó , se secó hasta quedar como un palo, perdió la noció n
del tiempo y del espacio, no distinguía el día de la noche y seguía
afirmá ndose que era libre. Al cabo de cierto tiempo, las aves, que se
habían habituado a su inmovilidad, acudían y se posaban en él. Luego,
un par de tó rtolas hicieron su nido en la cabeza del sabio libre y
criaron despreocupadamente sus hijos en los pliegues de su turbante.
«¡Estú pidas aves! —pensó el sabio Darnu, cuando primero el arrullo
de la pareja y luego el piar de las crías llegó hasta su conciencia—.
Todo esto lo hacen porque no son libres y se subordinan a las leyes de
la Necesidad». Y hasta cuando sus hombros empezaron a cubrirse con
los excrementos de las aves, se repitió : «¡Necias! También esto lo hacen
porque no son libres».
El se consideraba libre en el má s alto grado y hasta se creía cerca de
los dioses.
Por abajo, brotando del suelo, salieron los finos tallos de plantas
trepadoras, que empezaron a enroscarse en sus inmó viles miembros...

IV

Una sola vez el sabio Darnu fue sacado en parte del estado de plena
inconsciencia en que se encontraba, y hasta sintió , en un apartado
rincó n de su alma, una ligera sensació n de asombro.
Esto era debido a la aparició n del sabio Purana.
El sabio Purana, lo mismo que Darnu, se había acercado al templo,
había leído la inscripció n de la puerta y, al pasar al interior, se quedó
contemplando los caracteres grabados en los muros. El sabio Purana se
parecía muy poco a su rígido compañ ero. Era bonachó n y
carirredondo. El centro de su cuerpo presentaba una redondez
agradable a la vista, sus ojos brillaban y sus labios sonreían. En su
sabiduría no había sido nunca rebelde, como Darnu, y buscaba, má s
que la libertad, la bienaventuranza del reposo.
Después de recorrer el templo, se acercó al nicho, se inclinó ante la
deidad y, al ver el arroyo y la higuera, dijo:
—He aquí una deidad de agradable sonrisa y he aquí un arroyo de
dulce agua y una higuera. ¿Qué má s necesita el hombre para entregarse
al deleite de la contemplació n? Y he aquí a Darnu. Ha llegado hasta tal
grado de bienaventuranza, que las aves hacen en él su nido.
El aspecto de su sabio compañ ero no era muy alegre, pero Purana,
mirá ndolo con arrobo, se dijo:
—Es bienaventurado, sin duda; pero siempre recurrió a medidas de
contemplació n demasiado severas. Yo, en cambio, me abstendré de
pretender los grados superiores de bienaventuranza y confió en contar
a los hombres de la tierra lo que vea en los grados inferiores.
Y luego, después de calmar abundantemente sus necesidades con el
agua del arroyo y con los higos má s suculentos, se sentó en posició n
có moda, no lejos de Darnu, y también inició , de conformidad con las
reglas, lo que había de llevarle a la contemplació n: descubrió su vientre
y clavó la mirada en el mismo lugar que el primer sabio había hecho.
Así transcurrió el tiempo, aunque de manera má s lenta que para
Darnu, porque el bondadoso Purana interrumpía a menudo la
contemplació n para tomar un trago de agua y un higo. Mas, finalmente,
del vientre del segundo sabio emergió también una cañ a de bambú con
sus cincuenta nudos, que correspondían a los cincuenta añ os de su
vida. En lo má s alto apareció también la Necesidad, pero entre las
nieblas en que se encontraba, le pareció que sonreía agradablemente, y
él le contestó con una sonrisa no menos agradable.
—¿Quién eres, amable deidad? —preguntó .
—Soy la Necesidad, que ha regido los cincuenta añ os de tu vida...
Todo cuanto has hecho no lo hiciste tú , sino yo, pues tú no eres sino
una hoja arrastrada por la corriente, mientras que yo soy la señ ora de
todos los movimientos.
—Bendita seas —dijo Purana—. Veo que no en vano vine a ti. Sigue
cumpliendo tu obra por lo que a ti se refiere y por lo que se refiere a
mí. Te observaré sumido en agradable contemplació n.
Y se sumió en el sopor, con una bienaventurada sonrisa en los labios.
Así siguió su agradable contemplació n. De cuando en cuando alargaba
la mano a la calabaza del agua o recogía un fruto caído a sus pies. Pero
cada vez lo hacía con menos placer, pues el sopor contemplativo le
dominaba cada vez má s, los frutos má s pró ximos se habían acabado y
para alcanzar otros del á rbol tenía que hacer un esfuerzo.
Finalmente, se dijo:
—Soy vanidoso, me he alejado mucho de la verdad y por eso me
entrego a vanas preocupaciones. ¿Será ésta la causa de que la deidad
no me haga sus revelaciones? Ante mí, en el á rbol, hay un fruto maduro
y mi estó mago está vacío... Pero la ley de la Necesidad dice que, donde
hay un estó mago hambriento y un fruto, este ú ltimo entra
obligatoriamente en el estó mago... Así pues, buena Necesidad, me
someto a tu poder... ¿No reside en ellos el bienestar supremo?
Y se entregó ya a una contemplació n completa, como Darnu,
esperando que la necesidad se realizase por sí misma. Para aliviarle un
tanto la tarea, se volvió hacia la higuera y abrió la boca...
Esperó un día, otro, un tercero... Poco a poco se extinguió la sonrisa
de su rostro, su cuerpo enflaqueció , desapareció la agradable redondez
de su cuerpo, la grasa que había bajo su piel se agotó y los tendones
quedaron de manifiesto. Cuando, por fin, el fruto hubo madurado y
cayó , dá ndole a Purana en la nariz, el sabio no se dio cuenta de la caída
ni sintió el golpe... Otra pareja de tó rtolas hizo el nido en los pliegues
de su turbante, las crías no tardaron en piar y los hombros de Purana
se cubrieron en abundancia con su excrementos. Y cuando la
exuberante vegetació n llegó hasta él, ya no se podía distinguirle de su
compañ ero: eran iguales el rebelde sabio que había luchado contra la
Necesidad y el sabio benigno, que se había sometido a ella por
completo.
En el templo se hizo un silencio completo en el cual el brillante ídolo
contemplaba a ambos sabios con su sonrisa extrañ a y enigmá tica.
Se desprendían y caían los frutos de los á rboles, rumoreaba el arroyo,
las blancas nubes cruzaban el cielo azul y se asomaban al interior del
templo, pero los sabios seguían sin mostrar el menor indicio de vida:
uno en la bienaventuranza de la negació n y el otro en la
bienaventuranza de la sumisió n a la Necesidad.

V
La noche eterna había extendido ya sus negras alas sobre ambos y
ninguno de los vivos habría sabido qué verdad había sido revelada a
los dos sabios en lo má s alto de la cañ a de bambú de cincuenta nudos...
Pero antes de apagarse el ú ltimo rayo que en la penumbra de la
conciencia iluminaba al sabio Darnu, éste oyó de nuevo la voz de antes:
la Necesidad se reía en medio de las tinieblas que llegaban, y esta risa,
silenciosa, penetró en Darnu como nuncio de la muerte...
—Pobre Darnu —decía la implacable deidad—, ¡sabio miserable!
Pensabas escaparte de mí, confiabas en librarte de mi yugo y,
convertido en un leñ o inmó vil, comprar así la conciencia de la libertad
interna...
—Sí, soy libre —contestó mentalmente el terco sabio—. De entre la
infinidad de tus servidores, yo soy el ú nico que no cumple los
mandamientos de la Necesidad...
—Mira aquí, pobre Darnu...
Y de sú bito, ante su mirada interna volvió a revelarse el sentido de
todas las inscripciones y cá lculos de las paredes del templo. Las cifras
cambiaban suavemente, aumentaban o disminuían por sí mismas, y
una de ellas atrajo particularmente su atenció n. Era la 999.998. Y
mientras la miraba, de pronto, otras dos unidades cayeron sobre la
pared, y la larga suma empezó a transformarse suavemente. Darnu se
estremeció y la Necesidad volvió a reírse.
—¿Has comprendido, pobre sabio? Entre cada cien mil ciegos
servidores míos, siempre hay un terco como tú y un perezoso como
Purana... Los dos vinisteis a mí... Os saludo, sabios que habéis
completado mis cá lculos...
Entonces de los turbios ojos del sabio se desprendieron dos lá grimas
que corrieron por sus secas mejillas y cayeron al suelo como dos frutos
maduros del á rbol de su vieja sabiduría.
Fuera del templo todo seguía como antes. El sol brillaba, soplaban los
vientos, los hombres del valle se dedicaban a sus quehaceres, en el
cielo se juntaban los nubarrones... Al pasar sobre las montañ as se
hacían má s pesados y perdían fuerza. En las alturas estallaba la
tormenta...
Y de nuevo, como ocurría en otros tiempos, un necio pastor de la
vertiente vecina llevó allí su rebañ o, mientras que del otro lado traía el
suyo una joven y necia pastora. Se encontraron junto al arroyo y el
nicho desde el que los miraba la deidad de la extrañ a sonrisa, y
mientras la tormenta descargaba sus truenos se abrazaron y arrullaron
tal y como habían hecho 999.999 parejas en idéntica situació n. Y si el
sabio Darnu hubiera podido ver y oír, seguramente habría dicho, desde
la altivez de su sabiduría: «¡Estú pidos! No lo hacen para ellos mismos,
sino para complacer a la Necesidad».
La tormenta pasó , la luz del sol jugó de nuevo entre la verdura,
cubierta todavía por las brillantes gotas de la lluvia, e iluminó el
interior del templo, que antes se había quedado oscuro.
—Mira —dijo la pastora—: dos nuevas figuras que antes no estaban
aquí.
—Calla —replicó el pastor—. Los viejos dicen que se trata de
adoradores de una antigua deidad. Por lo demá s, no pueden hacernos
dañ o... Quédate con ellos mientras yo reú no tus ovejas.
Salió y ella se quedó con el ídolo y los dos sabios. Y como sentía cierto
miedo y, ademá s, rebosaba joven amor y entusiasmo, no podía
permanecer quieta; iba y venía por el templo y cantaba en alta voz
canciones de amor y de jú bilo. Cuando la tormenta se hubo calmado
por completo y los bordes del oscuro nubarró n se ocultaron tras las
lejanas cumbres de las montañ as, recogió un ramo de flores, todavía
mojadas, y se las ofreció al ídolo. Para disimular la desagradable
sonrisa de éste, le puso en la boca una nuez silvestre unida a su rama.
Después de esto lo miró y rompió en sonora risotada.
Esto le parecía poco. Sintió el deseo también de adornar con flores a
los sabios. Mas como sobre el buen Purana seguía el nido con las crías,
se fijó en el severo Darnu, cuyo nido ya estaba vacío. Retiró el nido,
limpió el turbante, los cabellos y los hombros del anciano del
excremento del ave que le cubría y le lavó su cara con agua del arroyo.
Pensaba que así pagaba a los dioses la protecció n y felicidad que le
dispensaban. Y como esto también le pareció poco, poseída de jú bilo
como se encontraba, se inclinó y, de pronto, el bienaventurado Darnu,
que se encontraba en el umbral mismo del Nirvana, sintió en sus secos
labios el fuerte beso de una mujer estú pida...
Poco después volvía el pastor con la ú ltima de las ovejas y ambos se
alejaron, entonando una alegre canció n.
VI

Entre tanto, la chispa casi apagada de la conciencia del sabio Darnu


comenzó a revivir y fue adquiriendo má s y má s calor. Lo primero de
todo, como en una casa cuyos habitantes durmiesen, se despertó en él
el pensamiento, que empezó a vagar inquieto en la oscuridad. El sabio
Darnu pensó toda una hora y ú nicamente se le ocurrió una frase...
—Ellos se sometían a la Necesidad...
Una hora después:
—Pero, después de todo, también yo me sometí a ella...
La tercera hora trajo una nueva premisa:
—Al arrancar el fruto, cumplí la ley de la Necesidad.
La cuarta:
—Pero al renunciar a él, cumplo sus intenciones.
La quinta:
—Ellos, que son necios, viven y aman, mientras que el sabio Purana y
yo nos morimos.
La sexta:
—En esto puede que se revele la Necesidad, pero hay muy escaso
sentido.
Después, el pensamiento, ya despierto, se levantó definitivamente y
empezó a llamar a las otras facultades, aú n dormidas:
—Si Purana y yo morimos —se dijo el sabio Darnu—, esto será
inevitable pero estú pido. Si consigo salvarme y salvar a mi compañ ero,
esto también necesario, pero inteligente. Salvémonos, pues. Para ello
hace falta voluntad y un esfuerzo.
Trató de buscar en sí la pequeñ a chispa de libertad que no había
acabado de extinguirse. La obligó a levantar sus pesados pá rpados.
La luz del día irrumpió en su conciencia lo mismo que entra en un
edificio cuando se abren las ventanas. Lo primero que vio fue la figura
sin vida de su compañ ero, con la cara petrificada y la ú ltima lá grima en
la mejilla. Entonces en el corazó n de Darnu se alzó tal sentimiento de
piedad hacia su desgraciado amigo, que la voluntad se movió en él con
má s diligencia todavía. Acudió a sus brazos y éstos empezaron a
moverse; luego los brazos ayudaron a las piernas... Para todo esto se
necesitó mucho má s tiempo que el invertido por sus pensamientos. Sin
embargo, a la mañ ana siguiente la calabaza de Darnu estaba, llena de
agua fresca, en los labios de Purana, y un trozo de dulce fruto acabó
por entrar en la boca abierta del bondadoso sabio.
Entonces se pusieron en movimiento por sí mismas las mandíbulas
de Purana, y éste pensó : «Oh, benéfica Necesidad! Veo que empiezas tu
promesa». Mas luego, al advertir que junto a él tenía no a la deidad,
sino a su compañ ero Darnu, dijo, un tanto ofendido:
—A las ocho montañ as y los siete mares, al sol y los santos dioses, a ti,
a mí, al universo, todo lo mueve la Necesidad... ¿Para qué me has
despertado, Darnu? Ya estaba en el umbral del bienaventurado reposo.
—Pero parecías muerto, amigo Purana.
—Quien no ve, como el ciego, quien no oye, como el sordo, quien,
como el á rbol, es incapaz de sentir y moverse, ha alcanzado el reposo...
Dame otro trago de agua, amigo Darnu...
—Bebe. Purana. Todavía veo la lá grima en la mejilla. ¿Fue la felicidad
del reposo lo que la hizo verter?
Después de esto, los sabios ancianos invirtieron tres semanas en
acostumbrar sus labios a la bebida y la comida, y sus miembros al
movimiento, y durante estas tres semanas durmieron en el templo,
dá ndose el uno al otro el calor de sus cuerpos hasta que las energías
volvieron a ellos.
Al comienzo de la cuarta semana se encontraban en el umbral del
destruido templo. Abajo, a sus pies, se extendía el verdor de las faldas
de la montañ a, que bajaba en escalones hasta el valle...
Muy lejos, abajo, se dibujaban las curvas del río, las manchas blancas
de las casitas de aldeas y ciudades en las que los hombres vivían su
vida ordinaria, se entregaban a sus preocupaciones y pasiones, al amor,
a la có lera y al odio, donde la alegría era reemplazada por el dolor y el
dolor era curado por una nueva alegría, y donde, entre el estruendoso
torrente de la vida, los hombres levantaban los ojos al cielo buscando
las estrellas que les sirviesen de guía... Los sabios se quedaron mirando
el cuadro de la vida desde el umbral del viejo templo.
—¿Adó nde vamos, amigo Darnu? —preguntó Purana, cegado por la
luz—. ¿No hay indicaciones en las paredes del templo?
—Deja tranquilos el templo y su deidad —contestó Darnu—. Si
vamos a la derecha, nos sometemos a la Necesidad. Y lo mismo
ocurrirá si vamos a la izquierda. ¿No has comprendido, amigo Purana,
que esta deidad toma como leyes suyas todo cuanto nuestra elecció n
decide? La Necesidad no es la señ ora de nuestros movimientos, se
limita a tomar nota de ellos. Lo ú nico que hace es registrar lo que hubo.
Pero lo que todavía debe ser se realizará a través de nuestra voluntad...
—Quiere decirse...
—Quiere decirse que dejaremos a la Necesidad entregada a sus
cá lculos. Nosotros elegiremos el camino que nos conduce al lugar
donde viven nuestros hermanos.
Y los dos sabios descendieron con paso alegre de las altas montañ as
hacia el valle donde la vida de los hombres transcurría entre
preocupaciones, amores y amarguras, donde la risa estallaba y se
vertían lá grimas...
—... Y donde vuestro administrador, ¡oh Kassapa!, cubre de
verdugones la espalda del esclavo Jevaka —añ adió el sabio Darnu, con
una sonrisa de reproche.
Esto es lo que el jovial anciano Ulaya contó al joven hijo del rajá
Lichavi, que había caído en la inacció n del abatimiento... Darnu y
Purana sonrieron, sin negar ni confirmar, y Kassapa, después de
escuchar el relato, se alejó pensativo hacia la casa de su padre, el
poderoso rajá Lichavi.

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