Las Bienaventuranzas
Las Bienaventuranzas
Las Bienaventuranzas
(Mt 5,2-12)
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que “las bienaventuranzas” están en el centro de la
predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham;
pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos.
Así, las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de
los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes
características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las
dificultades; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan
inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos.
1ª Bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los cielos”.
El campo de las Bienaventuranzas empieza donde acaba el Decálogo. Jesús nos invita a un desasimiento
efectivo. Pide a los menos favorecidos que cierren resueltamente su corazón a toda codicia. Ordena a
los privilegiados a que se desprendan de lo superfluo en beneficio de quienes no tienen bastante y les
invita a superar esta medida obligatoria, pues un cristiano no practica la virtud de caridad por el mero
hecho de socorrer a los demás: tan solo empieza a amar a sus hermanos en el momento en que se priva
él mismo de algo en su favor. Claro que no cabe hablar de desinterés, sino únicamente de honradez y de
justicia, cuando la probidad y el respeto de los derechos ajenos provoquen más de una vez un notable
empobrecimiento.
¿Cuándo Jesucristo fue honrado y justo? ¿Con quién?... con la pecadora pública, con el buen ladrón,
pagó los impuestos como un ciudadano…
La palabra griega que traducimos por “mansedumbre” se aplica a los poseedores de diversas cualidades,
que van desde la mansedumbre al aguante. En todo caso “los mansos” no son los blandos ni los
amorfos. La mansedumbre evangélica implica firmeza de carácter: “No se turbe vuestro corazón”, dirá
Jesús (Io. XIV, 1, 27), y añadirá en otra ocasión: “Por vuestra paciencia salvaréis vuestras almas” (Lc. XXI;
19). No se trata de un determinado temperamento, de una disposición natural hecha de indiferencia y
apatía, como tampoco de costumbre de capitular ante los razonamientos o las pretensiones ajenas para
evitar incidentes. La mansedumbre es una virtud y, por tanto, un acto de fortaleza. No nos
equivoquemos sobre su exterioridad tranquila y a veces sonriente, pues no se adquiere más que por
severidad para consigo mismo.
¿Cuándo Jesucristo vivió la mansedumbre? ¿Con quién?... con los pecadores, con los fariseos hipócritas,
durante la Pasión…
A quien confía en Dios, hasta los malos días le traen su pequeña alegría: la energía sonriente en la
adversidad o, al menos, la canción que acompasa el trabajo, el ímpetu interior que resiste al peligro y al
duelo, o sencillamente la poesía que transfigura las miserables pequeñeces cotidianas, Los hombres se
entristecen porque no comprenden o porque no aceptan. Pero el cristiano se abandona al Padre que
sabe y que decide, al Dios que distribuye los días de sol o de escarcha, al delicado Artista que ha
imaginado las espinas para proteger a las rosas; sí, sin duda alguna: pero aún se abandona más al “Dios
que se hizo hombre para que el hombre llegase a ser Dios”. Y con esta frase San Agustín os revelo “el
gigantesco secreto” de la alegría cristiana.
¿Cuándo Jesucristo manifestó alegría? ¿Con quién?... con los niños “dejad que se acerquen a mi”, con la
gente sencilla, con sus amigos, descansando…
4ª Bienaventuranza: “Bienaventurados los que tiene hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados”.
La santidad se caracteriza, en suma, por la unión con Jesucristo. Unión de vida, de gracia, de gloria, que
es obra exclusiva de Dios. Unión de pensamiento, de abalanza, de amor, de obediencia, que es la
abalanza, de amor, de obediencia, que es la parte que en ella nos corresponde. El hambre de santidad
es, pues, un tormento irresistible de no ser más que uno solo con Él, un deseo siempre constantemente
renaciente de conformar nuestros pensamientos con los suyos, de identificar nuestra voluntad con la
suya, lo cual implica una resolución constantemente reanudada de parecernos a Él en nuestras acciones.
Esta hambre jamás acallada, Cristo también lo calma y la mantiene a la vez por su gracia, hasta que lo
sacia definitivamente en la unión eterna del cielo.
¿Cuándo Jesucristo acudía a su Padre? ¿Con quién?... antes de tomar decisiones, ante las dificultades,
con sus amigos y enseñándonos a rezar el Padre nuestro…
Finalmente la misericordia es un acto de justicia para con nosotros mismos. “No quiero pensar más en
ello –decís–: pero no le perdono”. De todos modos seguiréis pensando en ello. Os encerraréis en una
frialdad calculada, llegaréis a ser habitualmente desconfiados y amargos, ahogaréis en vosotros mismos
toda bondad. Solo se olvida cuando se perdona. Triunfad de la ofensa negándoos a teneros por
ofendido: esa es la manera de Dios, la que destruye el mal. Perdonar es un poder divino.
El cristiano puramente cristiano –limpio de corazón– es el que obra como cristiano en cualquier
circunstancia. Es fiel a su palabra; llega hasta el límite de sus convicciones, sin dejarse trabar por ningún
compromiso. Sus actitudes, sus decisiones, sus gestiones lo señalan, lo “caracterizan” como cristiano.
Esta misma integridad de carácter debe encontrarse en todos los discípulos de Cristo. Choca con lo que
hoy se llama conformismo, para calificar así la costumbre de regular la propia conducta sobre las ideas o
los ejemplos de la mayoría. Este defecto ha existido siempre, solo que es más sensible en nuestra época,
que ha desarrollado un espíritu de rebañego simultáneamente con los medios de publicidad. En
nuestros días se difunden las opiniones y se imponen las costumbres del mismo modo que un producto
alimenticio o una marca de jabón. Todo se fabrica ahora en serie. No es solo que todos los habitantes
del planeta tiendan a componerse la misma silueta con un vestido de idéntico corte, sino que la
uniformidad es también de rigor en el campo del pensamiento.
¿Cuándo Jesucristo actúa sin doblez ni engaño? ¿Con quién?... con sus Apóstoles, amigos y enemigos…
7ª Bienaventuranza “Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios”.
Las Bienaventuranzas anteriores no han puesto en la mano la espada para que cortásemos en lo vivo de
las pasiones humanas. Si nos hemos liberado de las trabas del dinero y del orgullo, endurecido en el
sufrimiento y arrancado de la mediocridad, de la dureza y de la duplicidad, entonces la paz de Cristo
puede desarrollarse ya en nosotros e irradiar a nuestro alrededor.
A ser posible, y cuanto de vosotros depende, tened paz con todos (Rom., XII, 18). Cuando San Pablo
exhorta a los fieles de Roma a que se muestren pacíficos, no les promete que sus manifestaciones
amistosas hayan de ser siempre pagadas con la reciprocidad. “A ser posible, y cuanto de vosotros
depende”. Para vivir en paz con el prójimo hace falta que sean dos quienes lo deseen. Y eso es que el
Apóstol no tiene presente más que las relaciones ordinarias de su vida. ¿Qué será cuando se trate de
mantener la paz pública, sea de los diferentes pueblos de la tierra? Sin embargo, los temores, las
mismas posibilidades de un fracaso, no dispensan a los cristianos de intentarlo todo, de atreverse a todo
para hacer reinar la paz en el mundo; pues solo bajo esta condición merecerán ser llamados hijos de
Dios.
¿Cuándo Jesucristo transmite la paz? ¿Con quién?... Dialogando incluso con sus enemigos, ante las
discusiones de sus Apóstoles, en los momentos de tensión y de sufrimiento…
8ª Bienaventuranza: “Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el
Reino de los cielos”.
Jesús interroga a su auditorio: “¿Estáis decididos a luchar por los derechos de Dios y por los derechos de
vuestros hermanos, a oponernos al mal bajo todas sus formas?”. Porque para extender el reinado de
Dios le hacían falta unos discípulos valerosos. Los que vinieran tras Él no debían contentarse con
enseñar y con practicar la “justicia” –lo cual implica ya, ciertamente, serios esfuerzos–, sino que habían
de comprometerse a defenderla y a sufrir por ella.
Esta exhortación al valor hace oír Cristo a los hombres de todos los tiempos, a todos los que quieren ser
cristianos. Recordemos que nos alista para un combate cuyo desenlace no es dudoso: “Yo he vencido al
mundo”, nos ha dicho. Sintámonos, pues, dichosos, a pesar de la fatiga, del recelo y de los tratos
injuriosos, pues, que tenemos la seguridad de la victoria del Evangelio.
¿Cuándo Jesucristo fue valiente? ¿Con quién?....ante el mal, ante el dolor y sufrimiento…