Los 39 Artículos
Los 39 Artículos
Los 39 Artículos
I. De la Fe en la Santísima Trinidad
Hay un solo Dios vivo y verdadero, eterno, sin cuerpo, partes o pasiones; de infinito
poder, sabiduría y bondad; el creador y conservador de todas las cosas tanto
visibles como invisibles. Y en la unidad de esta naturaleza Divina hay tres personas
de una misma substancia, poder y eternidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
II. Del Verbo, O del Hijo de Dios, que fue hecho Verdadero Hombre
El Hijo, que es Verbo del Padre, engendrado del Padre desde la eternidad,
verdadero y eterno Dios, de una misma substancia con el Padre, tomó la naturaleza
humana en el vientre de la Bienaventurada Virgen de su substancia, de modo que
las dos naturalezas Divina y Humana entera y perfectamente fueron unidas en una
misma persona para no ser jamás separadas, de lo que resultó un solo Cristo,
verdadero Dios y verdadero Hombre; que verdaderamente padeció, fue crucificado,
muerto y sepultado para reconciliarnos su Padre, y para ser Víctima no solamente
por la culpa original, sino también por todos los pecados actuales de los hombres.
Así como Cristo murió por nosotros y fue sepultado, así también debemos creer que
descendió a los infiernos.
IV. De la Resurrección de Cristo
El Espíritu Santo, procedente del Padre y del Hijo, es de una misma substancia,
majestad, y gloria, con el Padre y con el Hijo, verdadero y eterno Dios.*
La Escritura Santa contiene todas las cosas necesarias para la salvación. De modo
que cualquiera cosa que ni en ella se lee ni con ella se prueba, no debe exigirse de
hombre alguno que la crea como artículo de Fe, ni debe ser tenida por requisito para
la salvación. Bajo el nombre de Escritura Santa entendemos aquellos libros
Canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento de cuya autoridad nunca hubo duda
alguna en la Iglesia.
Los otros libros (como dice san Jerónimo) los lee la Iglesia para ejemplo de vida e
instrucción de las costumbres; con todo, no los aplica para establecer doctrina
alguna. Tales son las siguientes:
La condición del hombre después de la caída de Adán es tal, que, por su natural
fuerza y buenas obras, ni puede convertirse ni prepararse a sí mismo a la fe e
invocación de Dios. Por tanto no tenemos poder para hacer buenas obras gratas y
aceptables a Dios, sin que la Gracia de Dios por Cristo no proceda para que
tengamos buena voluntad y obre en nosotros cuando tenemos esa buena voluntad.
Somos tenidos por justos delante de Dios solamente por el mérito de nuestro Señor
y Salvador Jesucristo, por la fe y no por nuestras obras o merecimientos. Por lo cual,
es doctrina muy saludable y muy llena de consuelo que somos justificados
solamente por la fe, como más largamente se expresa en la Homilía de la
Justificación.
Aunque las buenas obras que son fruto de la fe, y se siguen a la justificación, no
pueden expiar nuestros pecados, ni soportar la severidad del juicio Divino; son, no
obstante, gratas y aceptables a Dios en Cristo, y nacen necesariamente de una
verdadera y viva fe; de manera que por ellas puede conocerse la fe viva tan
evidentemente como se juzga al árbol por su fruto.
Deben asimismo ser anatematizados aquellos que presumen decir que todo hombre
será salvo por la ley o secta que profesa, con tal que sea diligente en conformar su
vida con aquella ley y con la luz de la naturaleza. Porque la Escritura Santa nos
propone sólo el nombre de Jesucristo por medio del cual únicamente han de
salvarse los hombres.
XIX. De la Iglesia
Dos son los sacramentos ordenados por nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio,
a saber: el Bautismo y la Cena del Señor.
Los sacramentos no fueron instituidos por Cristo para ser mirados o llevados en
procesión, sino para que los usásemos debidamente. Solamente producen el efecto
saludable en aquellos que los reciban dignamente; pero los que indignamente los
reciben adquieren para sí mismos condenación, como dice san Pablo.
XXV. Que la indignidad de los ministros no impide el efecto de los
sacramentos
Aunque en la Iglesia visible están siempre los malos mezclados con los buenos, —
y alguna vez los malos tengan autoridad superior en el Ministerio de la Palabra y de
los sacramentos—; con todo, como no lo hacen en su propio nombre, sino en el de
Cristo, administrándolos por comisión y autoridad de él, nosotros nos valemos de
su ministerio debidamente, oyendo la Palabra de Dios y recibiendo los sacramentos.
Ni el efecto de la institución de Cristo se frustra por su iniquidad, ni la gracia de los
dones divinos se disminuye con respecto a aquellos que con fe y rectamente reciben
los sacramentos que les administran; los cuales son eficaces a causa de la
institución y promesa de Cristo, aunque sean administrados por los malos.
La Cena del Señor no es solamente signo del amor mutuo que los cristianos deben
tener entre sí; sino más bien un sacramento de nuestra redención por la muerte de
Cristo: de modo que para los que recta y debidamente y con fe la reciben, el pan
que partimos es la participación del cuerpo de Cristo, y del mismo modo la copa de
bendición es la participación de la sangre de Cristo.
La transubstanciación —o la mutación de la substancia— del pan y del vino en la
Cena del Señor, no puede probarse por las Santas Escrituras: más bien repugna a
las palabras terminantes de los Libros Sagrados, trastorna la naturaleza de
sacramento, y ha dado ocasión a muchas supersticiones.
Los impíos y los que no tienen fe viva, aunque compriman carnal y visiblemente con
sus dientes, —como dice San Agustín— el sacramento del Cuerpo y de la Sangre
de Cristo, no por eso son en manera alguna participantes de Cristo: antes bien, para
su condenación, comen y beben el signo o sacramento de una cosa tan grande.
Ningún precepto de ley divina manda a los obispos, presbíteros y diáconos vivir en
el estado de celibato o abstenerse del matrimonio. Al igual que a los demás
cristianos, les es lícito también contraer a su discreción el estado del matrimonio, si
juzgan que así les conviene mejor para la piedad.
No es necesario que las tradiciones y ceremonias sean en todo lugar las mismas o
totalmente parecidas, porque en todos los tiempos eran diversas [ver nota 3], y
pueden mudarse según la diversidad de países, tiempos y costumbres, con tal que
en ellas no se establezca nada contrario a la Palabra de Dios.
Toda Iglesia particular o nacional tiene autoridad para instituir, mudar o abrogar las
ceremonias o ritos eclesiásticos instituidos únicamente por la autoridad humana,
con tal que todo se haga para edificación.
El segundo tomo de las homilías, cuyos títulos hemos reunidos al pie de este
Articulo, contiene una doctrina piadosa, saludable y necesaria para estos tiempos,
e igualmente el primer tomo de las homilías publicadas en tiempo del Rey Eduardo
Sexto, y por lo tanto juzgamos que deben ser leídas por los Ministros diligentemente
y con claridad en las Iglesias, para que el pueblo las entienda.
Nombres de las Homilías:
Las riquezas y los bienes de los cristianos no son comunes en cuanto al derecho,
título y posesión, como falsamente se jactan ciertos anabaptistas. Pero todas deben
dar a los pobres liberalmente limosna de lo que poseen, según sus posibilidades.
Así como confesamos estar prohibido a los cristianos por nuestro Señor Jesucristo,
y por su apóstol Santiago, el juramento vano y temerario; así también juzgamos que
la religión cristiana de ningún modo prohíbe que uno jure cuando lo exige la
autoridad civil en causa de fe y caridad, con tal que esto se haga según la doctrina
del Profeta, en justicia, en juicio y en verdad.