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Los 39 Artículos

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LOS 39 ARTÍCULOS

El texto definitivo en inglés data de 1571. La versión a continuación es una


traducción fiel en un estilo más contemporáneo salvo que, como es de costumbre
en muchas partes de la Comunión Anglicana, la redacción de los artículos XXXVI y
XXXVII ha sido modificada para adecuarlos a la situación actual de la Iglesia en
América Latina [ver nota 1]. Difiere en algunos detalles del texto publicado en el
Libro de Oración Común y Manual de la Iglesia Anglicana de 1973 visto que este
libro contiene errores de traducción e impresión que pasaron inadvertidos en aquel
momento.

I. De la Fe en la Santísima Trinidad

Hay un solo Dios vivo y verdadero, eterno, sin cuerpo, partes o pasiones; de infinito
poder, sabiduría y bondad; el creador y conservador de todas las cosas tanto
visibles como invisibles. Y en la unidad de esta naturaleza Divina hay tres personas
de una misma substancia, poder y eternidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

II. Del Verbo, O del Hijo de Dios, que fue hecho Verdadero Hombre

El Hijo, que es Verbo del Padre, engendrado del Padre desde la eternidad,
verdadero y eterno Dios, de una misma substancia con el Padre, tomó la naturaleza
humana en el vientre de la Bienaventurada Virgen de su substancia, de modo que
las dos naturalezas Divina y Humana entera y perfectamente fueron unidas en una
misma persona para no ser jamás separadas, de lo que resultó un solo Cristo,
verdadero Dios y verdadero Hombre; que verdaderamente padeció, fue crucificado,
muerto y sepultado para reconciliarnos su Padre, y para ser Víctima no solamente
por la culpa original, sino también por todos los pecados actuales de los hombres.

III. De La bajada de Cristo a los infiernos

Así como Cristo murió por nosotros y fue sepultado, así también debemos creer que
descendió a los infiernos.
IV. De la Resurrección de Cristo

Cristo verdaderamente resucitó de entre los muertos, y tomó de nuevo su cuerpo,


con carne, huesos, y todas las cosas que pertenecen a la integridad de la naturaleza
humana; con la cual él subió al Cielo, y allí está sentado hasta que vuelva a juzgar
todos los hombres en el último día.

V. Del Espíritu Santo

El Espíritu Santo, procedente del Padre y del Hijo, es de una misma substancia,
majestad, y gloria, con el Padre y con el Hijo, verdadero y eterno Dios.*

VI. De la suficiencia de las Santas Escrituras para salvación

La Escritura Santa contiene todas las cosas necesarias para la salvación. De modo
que cualquiera cosa que ni en ella se lee ni con ella se prueba, no debe exigirse de
hombre alguno que la crea como artículo de Fe, ni debe ser tenida por requisito para
la salvación. Bajo el nombre de Escritura Santa entendemos aquellos libros
Canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento de cuya autoridad nunca hubo duda
alguna en la Iglesia.

 De los Nombres y Número de los Libros Canónicos


 El Génesis El 1 Libro de las Crónicas
 El Éxodo El 2 Libro de las Crónicas
 Levítico El 1 Libro de Esdras
 Números El 2 Libro de Esdras (Nehemías)
 Deuteronomio El Libro de Ester
 Josué El Libro de Job
 Jueces Los Salmos
 Ruth Los Proverbios
 El 1 Libro de Samuel El Eclesiastés o Predicador
 El 2 Libro de Samuel Los Cantares de Salomón
 El 1 Libro de los Reyes Los 4 Profetas Mayores
 El 2I Libro de los Reyes Los 12 Profetas Menores

Los otros libros (como dice san Jerónimo) los lee la Iglesia para ejemplo de vida e
instrucción de las costumbres; con todo, no los aplica para establecer doctrina
alguna. Tales son las siguientes:

 El 3 Libro de Esdras Baruc el Profeta


 El 4 Libro de Esdras El Cántico de los tres Mancebos
 El Libro de Tobías La Historia de Susana
 El Libro de Judit De Bel y el Dragón
 El Resto del libro de Ester La Oración de Manasés
 El Libro de la Sabiduría El 1 Libro de los Macabeos
 Jesús el Hijo de Sirac El 2 Libro de los Macabeos
Recibimos y contamos por canónicos todos los Libros del Nuevo Testamento según
son recibidos comúnmente.

VII. Del Antiguo Testamento

El Antiguo Testamento no es contrario al Nuevo; puesto que en ambos, Antiguo y


Nuevo, se ofrece vida eterna al género humano por Cristo, que es el solo mediador
entre Dios y el Hombre, siendo él Dios y Hombre. Por la cual no deben ser
escuchados los que se imaginan malamente que los antiguos patriarcas solamente
tenían su esperanza puesta en promesas temporales. Aunque la ley de Dios dada
a través de Moisés no obliga a los cristianos en lo tocante a ceremonias y ritos, ni
deben recibirse necesariamente sus preceptos civiles en ningún estado; no
obstante, ningún cristiano está exento de la obediencia a los preceptos que se
llaman morales.

VIII. De los Credos

Los tres Credos, el Niceno, el de Atanasio, y el comúnmente llamado de los


Apóstoles, deben ser admitidos y creídos enteramente, porque pueden ser
probados por el testimonio muy cierto de las Santas Escrituras.

IX. Del Pecado Original o del nacimiento

El Pecado original no consiste en la imitación de Adán (como vanamente propalan


los Pelagianos), sino que es el vicio y corrupción de la naturaleza de todo hombre
que es engendrado naturalmente de la estirpe de Adán. Por esto el hombre dista
muchísimo de la justicia original y es por su misma naturaleza inclinado al mal, de
suerte que la carne siempre está contra del espíritu. Por lo tanto, toda persona que
nace en este mundo merece la ira divina y la condenación. Esta infección de la
naturaleza permanece aun también en los que son regenerados; por cuya causa
esta inclinación de la carne (llamada en Griego phronema sarkos, que unos
interpretan la sabiduría, otros la sensualidad, algunos la afección y algunos otros el
deseo de la carne) no se sujeta a la ley de Dios. Y aunque no hay condenación
alguna para los que creen y son bautizados, el Apóstol confiesa que la
concupiscencia y mala inclinación tienen de sí mismas naturaleza de pecado.
X. Del libre albedrío

La condición del hombre después de la caída de Adán es tal, que, por su natural
fuerza y buenas obras, ni puede convertirse ni prepararse a sí mismo a la fe e
invocación de Dios. Por tanto no tenemos poder para hacer buenas obras gratas y
aceptables a Dios, sin que la Gracia de Dios por Cristo no proceda para que
tengamos buena voluntad y obre en nosotros cuando tenemos esa buena voluntad.

XI. De la justificación del hombre

Somos tenidos por justos delante de Dios solamente por el mérito de nuestro Señor
y Salvador Jesucristo, por la fe y no por nuestras obras o merecimientos. Por lo cual,
es doctrina muy saludable y muy llena de consuelo que somos justificados
solamente por la fe, como más largamente se expresa en la Homilía de la
Justificación.

XII. De las buenas obras

Aunque las buenas obras que son fruto de la fe, y se siguen a la justificación, no
pueden expiar nuestros pecados, ni soportar la severidad del juicio Divino; son, no
obstante, gratas y aceptables a Dios en Cristo, y nacen necesariamente de una
verdadera y viva fe; de manera que por ellas puede conocerse la fe viva tan
evidentemente como se juzga al árbol por su fruto.

XIII. De las obras antes de la justificación

Las obras hechas antes la gracia de Cristo y de la inspiración de su Espíritu no son


agradables a Dios porque no nacen de la fe en Jesucristo. Tampoco hacen a los
hombres dignos de recibir la gracia ni (en lenguaje escolástico) merecen “de
congruo” la gracia. Antes bien, no dudamos que tengan naturaleza de pecado,
porque no son hechas como Dios ha querido y mandado que se hagan.

XIV. De las obras de supererogación

Aquellas obras voluntarias no comprendidas en los Mandamientos Divinos —


llamadas obras de supererogación— no pueden enseñarse sin arrogancia e
impiedad, porque por ellas los hombres declaran que no solamente rinden a Dios
todo cuanto están obligados a hacer, sino que por amor suyo hacen más de lo por
el deber riguroso les es requerido; siendo que Cristo claramente dice: Cuando
hubiereis hecho todas las cosas que os están mandadas, decid: Siervos inútiles
somos.
XV. De Cristo, el único sin pecado

Cristo en la realidad de nuestra naturaleza fue hecho semejante a nosotros en todas


las cosas, excepto en el pecado, del cual fue claramente exento, tanto en su carne
como en su espíritu. Vino para ser el Cordero sin mancha que quitase los pecados
del mundo mediante el sacrificio de sí mismo hecho una sola vez. Como dice San
Juan, no hubo en él pecado. Pero nosotros, todos los demás hombres, aunque
bautizados y nacidos de nuevo en Cristo, todavía lo ofendemos en muchas cosas;
y, si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la
verdad no está en nosotros.

XVI. Del pecado después del bautismo

No es pecado contra el Espíritu Santo e irremisible todo pecado mortal


voluntariamente cometido después del Bautismo. Por lo cual, a los caídos en
pecado después del Bautismo no debe negarse la gracia del arrepentimiento.
Después de haber recibido el Espíritu Santo, nos podemos apartar de la gracia
recibida y caer en pecado y, por la gracia de Dios, levantarnos de nuevo y enmendar
nuestras vidas. Por lo tanto, debe condenarse a los que dicen que ya no pueden
pecar mientras vivan, o los que niegan que puedan ser perdonados los que
verdaderamente se arrepientan.

XVII. De la predestinación y elección

La predestinación a la vida es el eterno propósito de Dios, por el cual —antes que


fuesen echados los cimientos del Mundo— Él, por su invariable consejo a nosotros
oculto, decretó librar de maldición y condenación a los que eligió en Cristo de entre
todos los hombres, y conducirlos por Cristo a la salvación eterna, como a vasos
hechos para honor. Por lo cual, los agraciados con ese excelente beneficio de Dios
son llamados según el propósito divino por su Espíritu que obra a su debido tiempo;
obedecen por gracia la vocación; son justificados gratuitamente; son hechos Hijos
de Dios por adopción; son hechos conforme a la imagen de su Unigénito Hijo
Jesucristo; viven religiosamente en buenas obras, y finalmente llegan por la divina
misericordia a la eterna felicidad.

Por un lado, la consideración piadosa de la predestinación y de nuestra elección en


Cristo está llena de un dulce, suave e inefable consuelo para las personas piadosas
y quienes sienten en si mismas la operación del Espíritu de Cristo, que va
mortificando las obras de la carne y sus miembros terrenales y levantando su mente
a las cosas elevadas y celestiales, no sólo porque establece de gran manera y
confirma su fe en la salvación eterna que han de gozar por medio de Cristo, sino
porque enciende también su amor ferviente hacia Dios: pero, por otro lado, para las
personas curiosas y carnales que carecen del Espíritu de Cristo, el tener
continuamente delante de sus ojos la sentencia de la predestinación divina es un
precipicio muy peligroso, por el cual el diablo los arrastra a la desesperación o la
miseria de una vida muy impura que no es menos peligrosa que la desesperación.
Además, debemos recibir las promesas divinas del modo que nos son generalmente
propuestas en la Escritura Santa y en nuestro actuar seguir aquella Divina Voluntad
que tenemos declarada en la palabra de Dios.

XVIII. Del obtener la salvación eterna solamente por el nombre de Cristo

Deben asimismo ser anatematizados aquellos que presumen decir que todo hombre
será salvo por la ley o secta que profesa, con tal que sea diligente en conformar su
vida con aquella ley y con la luz de la naturaleza. Porque la Escritura Santa nos
propone sólo el nombre de Jesucristo por medio del cual únicamente han de
salvarse los hombres.

XIX. De la Iglesia

La Iglesia visible de Cristo es una congregación de hombres fieles en la cual es


predicada la pura Palabra de Dios y los sacramentos son debidamente
administrados conforme a la institución de Cristo en todas aquellas cosas que para
ellos necesariamente se requieren. Así como las Iglesias de Jerusalén, de
Alejandría y de Antioquía erraron, así también ha errado la Iglesia de Roma, no sólo
en cuanto a la práctica, ritos y ceremonias; sino también en materias de fe.

XX. De la autoridad de la Iglesia


La Iglesia tiene poder para decretar ritos o ceremonias y autoridad en las
controversias de fe. Sin embargo, no es lícito a la Iglesia ordenar cosa alguna
contraria a la Palabra de Dios escrita, ni puede exponer un pasaje de la escritura de
modo que contradiga a otro. Por lo cual, aunque la Iglesia sea testigo y custodio de
los Libros Santos, sin embargo, así como no es licito decretar nada contra ellos,
igualmente no debe presentar cosa alguna que no se halle en ellos para que sea
creída como necesaria para la salvación.

XXI. De la autoridad de los concilios generales

No pueden congregarse Concilios Generales sin el mandamiento y autoridad de los


Príncipes; y cuando están congregados, (como son una junta de hombres en la que
no todos son gobernados por el Espíritu y Palabra de Dios), ellos pueden errar —y
algunas veces han errado— aún en las cosas pertenecientes a Dios. Por lo cual, las
cosas ordenadas por ellos como necesarias para la salvación no tienen fuerza ni
autoridad, a no ser que pueda evidenciarse que fueron sacadas de las Santas
Escrituras.
XXII. Del purgatorio
La doctrina romana concerniente al purgatorio, indulgencias, veneraciones y
adoración, así de imágenes como de reliquias, y la invocación de los santos, es una
cosa tan fútil como vanamente inventada, que no se funda sobre ningún testimonio
de las Escrituras, sino más bien repugna a la Palabra de Dios.

XXIII. Del ministrar en las iglesias

No es lícito a hombre alguno tomar sobre sí el oficio de la predicación pública, o de


la administración de los sacramentos de la Iglesia, sin ser antes legítimamente
llamado y enviado a ejecutarlo. Debemos juzgar por legítimamente llamados y
enviados los que fueron escogidos y llamados a esta obra por los hombres que
tienen autoridad pública concedida por la Iglesia para llamar y enviar ministros a la
viña del Señor.

XXIII. Del hablar en la iglesia en lengua que entiende el pueblo

Celebrar el culto divino en la Iglesia o administrar los sacramentos en lengua que el


pueblo no entiende, es una cosa claramente repugnante a la Palabra de Dios y a la
costumbre de la Iglesia primitiva.

XXIV. De los sacramentos

Los sacramentos instituidos por Cristo no solamente son señales de la profesión de


los Cristianos, sino más bien testimonios ciertos y signos eficaces de la Gracia y
buena voluntad de Dios hacia nosotros, por las cuales obra Él invisiblemente en
nosotros, y aviva no sólo nuestra fe, sino que también la fortalece y confirma.

Dos son los sacramentos ordenados por nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio,
a saber: el Bautismo y la Cena del Señor.

Aquellos otros cinco comúnmente llamados sacramentos, a saber: confirmación,


penitencia, orden, matrimonio y extremaunción, no deben reputarse sacramentos
del Evangelio, habiendo en parte emanado de una imitación pervertida de los
Apóstoles, y siendo en parte estados de vida aprobados en las Escrituras; pero que
no tienen la esencia de sacramentos, como la tienen el Bautismo y la Cena del
Señor, porque carecen de signo alguno visible o ceremonia ordenada de Dios.

Los sacramentos no fueron instituidos por Cristo para ser mirados o llevados en
procesión, sino para que los usásemos debidamente. Solamente producen el efecto
saludable en aquellos que los reciban dignamente; pero los que indignamente los
reciben adquieren para sí mismos condenación, como dice san Pablo.
XXV. Que la indignidad de los ministros no impide el efecto de los
sacramentos

Aunque en la Iglesia visible están siempre los malos mezclados con los buenos, —
y alguna vez los malos tengan autoridad superior en el Ministerio de la Palabra y de
los sacramentos—; con todo, como no lo hacen en su propio nombre, sino en el de
Cristo, administrándolos por comisión y autoridad de él, nosotros nos valemos de
su ministerio debidamente, oyendo la Palabra de Dios y recibiendo los sacramentos.
Ni el efecto de la institución de Cristo se frustra por su iniquidad, ni la gracia de los
dones divinos se disminuye con respecto a aquellos que con fe y rectamente reciben
los sacramentos que les administran; los cuales son eficaces a causa de la
institución y promesa de Cristo, aunque sean administrados por los malos.

Pertenece, empero, a la disciplina de la Iglesia el que se inquiera sobre los malos


ministros, que sean acusados por los que tengan conocimiento de sus crímenes; y
que, hallados finalmente culpables, se disponga de ellos a través de un justo juicio.

XXVI. Del bautismo

El Bautismo no solamente es signo de profesión y nota de distinción con la que se


diferencian los cristianos de los no cristianos; sino que es también signo de la
regeneración, por el cual, como por instrumento, los que reciben rectamente el
Bautismo son injertados en la Iglesia, las promesas de la remisión de los pecados y
de nuestra adopción como Hijos de Dios por el Espíritu Santo, son visiblemente
selladas, la fe es confirmada, y la gracia aumentada por virtud de la oración a Dios.
El Bautismo de niños debe conservarse enteramente en la Iglesia, como muy
conforme con la institución de Cristo.

XXVII. De la cena del Señor

La Cena del Señor no es solamente signo del amor mutuo que los cristianos deben
tener entre sí; sino más bien un sacramento de nuestra redención por la muerte de
Cristo: de modo que para los que recta y debidamente y con fe la reciben, el pan
que partimos es la participación del cuerpo de Cristo, y del mismo modo la copa de
bendición es la participación de la sangre de Cristo.
La transubstanciación —o la mutación de la substancia— del pan y del vino en la
Cena del Señor, no puede probarse por las Santas Escrituras: más bien repugna a
las palabras terminantes de los Libros Sagrados, trastorna la naturaleza de
sacramento, y ha dado ocasión a muchas supersticiones.

El Cuerpo de Cristo se da, se toma, y se come en la Cena de un modo celestial y


espiritual únicamente; y el medio por el cual el Cuerpo de Cristo se recibe y se come
en la Cena es la fe. El Sacramento de la Cena del Señor ni se reservaba, ni se
llevaba en procesión, ni se elevaba, ni se adoraba, en virtud de mandamiento de
Cristo.
XXVIII. De los impíos; quienes no comen el cuerpo de Cristo en la cena
del Señor

Los impíos y los que no tienen fe viva, aunque compriman carnal y visiblemente con
sus dientes, —como dice San Agustín— el sacramento del Cuerpo y de la Sangre
de Cristo, no por eso son en manera alguna participantes de Cristo: antes bien, para
su condenación, comen y beben el signo o sacramento de una cosa tan grande.

XXIX. De las dos especies


La Copa del Señor no debe negarse a los laicos; pues que ambas partes del
Sacramento del Señor, por institución y mandato de Cristo, deben administrarse
igualmente a todos los cristianos.

XXX. De la única oblación de Cristo consumada en la cruz

La oblación de Cristo hecha una sola vez, es la perfecta redención, propiciación y


satisfacción por todos los pecados —tanto original como actuales— de todo el
mundo. No hay otra satisfacción por los pecados, sino ésta únicamente. Y así los
sacrificios de las misas —en las que se decía comúnmente que el presbítero ofrecía
a Cristo en remisión de la pena o culpa por los vivos y los difuntos— son fábulas
blasfemas y engaños perniciosos.

XXXI. Del matrimonio de los presbíteros

Ningún precepto de ley divina manda a los obispos, presbíteros y diáconos vivir en
el estado de celibato o abstenerse del matrimonio. Al igual que a los demás
cristianos, les es lícito también contraer a su discreción el estado del matrimonio, si
juzgan que así les conviene mejor para la piedad.

XXXII. Como deben evitarse las personas excomulgadas

La persona que por pública denuncia de la Iglesia es separada de la unidad de la


Iglesia y debidamente excomulgada, debe ser reputada como pagana y publicana
por todos los fieles, mientras por medio de penitencia no sea reconciliada
públicamente y recibida en la Iglesia por un juez competente.
XXXIV. De las tradiciones de la iglesia

No es necesario que las tradiciones y ceremonias sean en todo lugar las mismas o
totalmente parecidas, porque en todos los tiempos eran diversas [ver nota 3], y
pueden mudarse según la diversidad de países, tiempos y costumbres, con tal que
en ellas no se establezca nada contrario a la Palabra de Dios.

Cualquiera que por su privado juicio voluntaria e intencionalmente quebrante en


forma manifiesta aquellas tradiciones y ceremonias de la Iglesia que no son
contrarias a la Palabra de Dios y que están ordenadas y aprobadas por la autoridad
pública, debe, para que teman otros hacer lo mismo, ser públicamente reprendido
como perturbador del orden publico de la Iglesia, como despreciador de la autoridad
del magistrado, y como alguien que vulnera las conciencias de los hermanos
débiles.

Toda Iglesia particular o nacional tiene autoridad para instituir, mudar o abrogar las
ceremonias o ritos eclesiásticos instituidos únicamente por la autoridad humana,
con tal que todo se haga para edificación.

XXXV. De las homilías

El segundo tomo de las homilías, cuyos títulos hemos reunidos al pie de este
Articulo, contiene una doctrina piadosa, saludable y necesaria para estos tiempos,
e igualmente el primer tomo de las homilías publicadas en tiempo del Rey Eduardo
Sexto, y por lo tanto juzgamos que deben ser leídas por los Ministros diligentemente
y con claridad en las Iglesias, para que el pueblo las entienda.
Nombres de las Homilías:

 Del recto uso de la Iglesia


 Contra el peligro de la idolatría
 De la reparación y aseo de las Iglesias
 De las buenas obras; y del ayuno en primer lugar
 Contra la glotonería y embriaguez
 Contra el lujo excesivo de vestido
 De la oración
 Del lugar y tiempo de la Oración
 Que las Oraciones públicas y los Sacramentos deben ministrarse en lengua
conocida
 De la respetuosa estima de la Palabra de Dios
 Del hacer limosnas
 De la Navidad de Cristo
 De la Pasión de Cristo
 De la Resurrección de Cristo
 De la digna recepción del Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo
 De los dones del Espíritu Santo
 Para los días de rogativa
 Del estado de matrimonio
 Del arrepentimiento
 Contra la ociosidad
 Contra la rebelión

XXXVI. De la consagración de los obispos y ministros

La forma de la consagración, ordenación e institución de los Obispos, Presbíteros y


Diáconos según el rito de la Iglesia de Inglaterra publicada junto con el Libro de
Oración Común de 1662 contiene todas las cosas necesarias a tal consagración y
ordenación y nada hay en ella que sea esencialmente supersticioso o impío; Y por
tanto, quienes hayan sido consagrados u ordenados según los ritos de aquel libro o
según ritos equivalentes, son y serán consagrados y ordenados recta, ordenada y
lícitamente.

XXXVII. La autoridad civil

El Jefe del Estado tiene autoridad suprema en su país. Él no es responsable por el


Ministerio de la Palabra de Dios y los Sacramentos, sino por el gobierno justo de
todos los que están encomendados a su cargo, para refrenar toda maldad y
mantener el orden, y para guardar la libertad de culto de todos los ciudadanos. Los
cristianos tienen libertad para tomar las armas en el servicio de su patria.

XXXVIII. Que los bienes de los cristianos no son comunes

Las riquezas y los bienes de los cristianos no son comunes en cuanto al derecho,
título y posesión, como falsamente se jactan ciertos anabaptistas. Pero todas deben
dar a los pobres liberalmente limosna de lo que poseen, según sus posibilidades.

XXXIX. Del juramento del cristiano

Así como confesamos estar prohibido a los cristianos por nuestro Señor Jesucristo,
y por su apóstol Santiago, el juramento vano y temerario; así también juzgamos que
la religión cristiana de ningún modo prohíbe que uno jure cuando lo exige la
autoridad civil en causa de fe y caridad, con tal que esto se haga según la doctrina
del Profeta, en justicia, en juicio y en verdad.

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