La Casa Embrujada - E. Nesbit
La Casa Embrujada - E. Nesbit
La Casa Embrujada - E. Nesbit
Nesbit
La casa embrujada (The Haunted House) es un relato de fantasmas de la escritora inglesa Edith
Nesbit (1858-1924), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1913 de la revista The
Strand Magazine, y desde entonces reeditado en numerosas antologías.
*****
La casa embrujada.
Fue por casualidad que Desmond llegó a la casa embrujada. Había estado fuera de
Inglaterra durante seis años, y tantos meses de feliz distancia le habían enseñado cuán
fácilmente se desgaja uno de su lugar de origen. Había tomado habitaciones en Greyhound
tras convencerse de que no había razón para que siguiera en Elmstead más tiempo que en
cualquier otro sombrío lugar a las afueras de Londres. Escribió a todos sus amigos cuyas
direcciones recordaba y se dispuso a esperar la respuesta a sus cartas. Quería hablar con
alguien, pero no tenía con quién hacerlo. Mientras, se tumbaba en el largo sofá con el diario
de avisos entre las manos y sus apacibles ojos grises seguían las líneas una tras otra con un
aburrimiento intolerable. Esto fue lo que leyó:
— ¡Suena bien! —se dijo. Conocía a Wildon Prior, era el tipo más bromista y zascandil
de su club. Tenía que ser él, no era un nombre común. Además, no perdía nada con
intentarlo, así que le envió un telegrama:
Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres. ¿Puedo pasar uno o dos días en su casa
y ver al fantasma? William Desmond.
Cuando al día siguiente regresó de dar un paseo, había un sobre amarillo sobre la amplia
mesa Pembroke del salón.
Encantado. Lo espero hoy mismo. Saque billete a Crittenden desde Charing Cross. Tren
eléctrico. Wildon Prior, Rectoría de Ormehurst, Kent.
— ¡Perfecto! —se dijo Desmond y comenzó a hacer la maleta; luego pidió en el bar un
horario de trenes—. Wilson, ese estupendo canalla. Será divertido verlo otra vez.
Frente a la estación de Crittenden esperaba un curioso ómnibus que parecía una bañera
mecánica, y su conductor, un hombre bajito, moreno y de cara abrupta, con los ojos
líquidos, le espetó al verle:
Le ayudó a subir a su bañera mecánica y luego cerró la puerta. El viaje fue largo, y
mucho menos placentero, desde luego, que si lo hubiese hecho en un carruaje. La última
parte del mismo discurrió a través de un bosque; luego pasaron ante un cementerio y una
iglesia, y la bañera mecánica entró al fin por la puerta de una gran verja, siempre al amparo
de unos árboles muy altos. Frente a la verja se alzaba una casa blanca con las ventanas
desnudas, desoladoras.
— Qué lugar tan interesante —se dijo Desmond sarcástico, mientras pegaba botes en el
asiento de la traqueteante bañera mecánica.
El conductor dejó la maleta del viajero en los peldaños desconchados que llevaban a la
puerta, y se fue. Desmond tiró de una cadena herrumbrosa y su cabeza se llenó al instante
del sonido de una campanilla no menos herrumbrosa. Nadie salió a la puerta, por lo que
volvió a llamar. Tampoco acudió nadie a su llamada en esta ocasión, pero oyó el sonido
inequívoco de una ventana abriéndose sobre el porche. Dio unos pasos atrás y miró hacia
arriba. Un joven pelirrojo y de ojos translúcidos le miraba. No era Wildon, desde luego, no
se parecía en nada a Wildon. Tampoco decía una palabra, aunque daba la impresión de que
le hacía una seña. Y la seña parecía decirle: ¡Lárguese!
— ¿No será un asilo para lunáticos? —se preguntó Desmond y volvió a hacer sonar la
campanilla herrumbrosa.
Al fin oyó pasos tras la puerta, en el interior. Las pisadas de unas botas sobre la piedra. Se
dejó sentir el sonido de un cerrojo, después de lo cual se abrió la puerta, y Desmond,
confuso y un tanto arrebolado, se sorprendió escrutando un par de ojos muy oscuros, de
mirada amigable, mientras oía una voz que le preguntaba:
— ¿Es usted el señor Desmond? Entre, por favor, le ruego que me perdone.
Quien así decía le ofreció una mano cálida, y tras estrechársela se vio siguiendo a un
hombre en su edad más que madura, atractivo y elegante, imbuido de un gran aire de
serenidad y dominio; era justo eso que suele definirse como un hombre de mundo. El
hombre abrió una puerta y lo introdujo en un oscuro pero acogedor salón biblioteca.
El otro le miraba.
—Yo también celebro conocerle —dijo Desmond—, y me alegro mucho de haber venido.
También me alegró mucho leer el nombre de Wildon en el diario de avisos, porque... —y
comenzó a hablar de Elmstead, de su soledad y de su aburrimiento.
—¿Dice que no ha podido reunirse con sus amigos? ¡Qué triste! Pero al menos le habrán
escrito. Supongo que les daría usted su dirección.
—Pues no lo hice ¡Por Júpiter! —dijo Desmond—. Pero puedo escribirles de nuevo. ¿Podré
ir a Correos?
—Claro —le dijo el otro—. Escriba las cartas que desee, que mi criado las llevará a
Correos; después cenaremos y le hablaré del fantasma.
Desmond escribió rápidamente varias cartas. Justo cuando había acabado entró el señor
Prior.
—Lo llevaré a usted a su habitación —le dijo tomando las cartas en sus largas manos, muy
blancas—. Quizá quiera descansar un poco. Cenaremos a las ocho. La habitación, como el
salón biblioteca, era confortable y cálida. Espero que esté cómodo.
—Mi ayudante, el señor Verney —dijo el anfitrión al huésped, y Desmond alargó su mano
para estrechar la mano blanda y húmeda de aquel hombre, que le pareció era el que se había
asomado a la ventana cuando llegó a la casa, el que pareció hacerle un gesto diciéndole:
¡lárguese!
Quizá fuese Mr. Prior un médico que tuviera allí huéspedes de pago, por no decir pacientes,
o chiflados, como pensó Desmond, pero Prior había dicho mi ayudante.
—¿Sabe? —dijo Desmond a Prior—. Lo tomé a usted por un clérigo. La Rectoría, todo y
eso. Pensé que Wildon, mi amigo Wildon, vivía con un tío que era clérigo.
—Oh, no —dijo Prior—, sólo tengo alquilada La Rectoría. El rector opina que es un lugar
muy húmedo, y la iglesia está abandonada. No pueden hacer frente a los gastos de su
restauración. Sirva un vino al señor Desmond, López.
Una vez hubieron cenado, Verney salió del salón comedor, mientras Desmond y su
anfitrión estiraban los pies para ponerlos cuanto más cerca pudieran del fuego del hogar,
eso que Prior llamó: la reconfortante caricia del fuego, pues la noche comenzaba a ser fría.
—La verdad es que no puede decirse que sea una historia de fantasmas, ni siquiera la
historia de un fantasma; ocurre que, bueno, a mí nunca me ha pasado, pero sí a Verney,
pobre muchacho. Y eso le ha destrozado los nervios, no ha vuelto a ser el mismo.
Desmond notó que algo temblaba dentro de sí.
—Puede que le parezca estúpido, pero lo cierto es que no comprendo una palabra —dijo
Desmond, sorprendido—. ¿Cómo va a ser un fantasma, si no se le ve ni se le oye?
—Bueno, yo no he dicho que sea realmente un fantasma —precisó Prior—. Sólo digo que
en esta casa hay algo que no es normal. Varios de mis ayudantes han tenido que irse de aquí
sucesivamente. Ese algo les afectó los nervios.
—Mucho me temo que no soy exactamente anglosajón —replicó Desmond—. Por parte de
padre soy completamente celta, aunque la verdad es que no doy mucha importancia a la
raza.
Era el suyo un interés que pareció desproporcionado e intempestivo, ante la forma en que
Desmond había planteado la cuestión. Eso hizo que sintiera un cierto grado de
resentimiento hacia su anfitrión, al que de pronto comenzó a percibir como un antagonista.
—Bueno —respondió como si nada—, creo que tengo algo de sangre china; de hecho me
he llevado muy bien con la gente de Shangai, aunque allí me decían que por mi nariz, a
buen seguro tuve un antepasado indio piel roja.
—Supongo que no tendrá usted sangre negra —preguntó el anfitrión, con una insistencia
bastante descortés.
Desmond no podía decirse a qué era debida aquella sensación de desagrado que
experimentaba, una sensación que se había impuesto a la primera y tan placentera de
confort, pues hasta entonces se sintió muy bien atendido por aquel hombre.
—Es usted muy amable —dijo Desmond—, le agradezco que se preocupe tanto de un
extraño como yo.
Prior volvió a sonreír. Tomó un cigarro de la caja de puros, se sirvió whisky con soda, y
comenzó a contar, al fin, la historia de la casa.
—Los primeros cimientos de la casa datan, a buen seguro, del siglo XIII —dijo—. Esto fue
un priorato, ya sabe. Hay una leyenda según la cual el propio rey Enrique VIII le dio tal
consideración cuando comenzó a desamortizar los monasterios. Pero aquello, más bien,
acabaría convirtiéndose en una maldición; sí, parece que hubo en ello una maldición.
De golpe se apagó la voz fuerte, clara y bien timbrada de aquel hombre. Desmond supuso
que había escuchado algo extraño, pero el otro, tras la pausa, siguió diciendo:
—Una maldición que causó muchas muertes. Y cada cien años se produce una muerte más,
siempre del mismo y misterioso modo.
—Esas viejas leyendas son muy interesantes. Muchas gracias por todo. Espero que no me
tenga por un maleducado, pero creo que ha llegado el momento de que me retire, la verdad
es que estoy cansado.
—¿No desea nada más, no necesita nada? Bien, cierre la puerta por dentro, así se sentirá
más tranquilo. Naturalmente, las cerraduras no son un impedimento para los fantasmas,
pero a uno siempre le parece que si echa el cerrojo será más difícil que entren, aunque si le
dijésemos esto a un amigo se echaría a reír sin remedio. La risa también espanta a los
fantasmas, por lo demás, estoy seguro.
William Desmond cayó en la cama como el hombre joven y fuerte que era, durmiendo
profundamente. Pero despertó al amanecer, temeroso y temblando. Se sintió muy cansado y
confundido. ¿Dónde estaba? ¿Qué le había pasado? Su cerebro, débil y oscuro al principio,
le negaba las respuestas. Y cuando lo recordó todo, un espasmo de repugnancia, algo que le
pareció haber sentido en algún momento durante la noche, volvió a golpearle fuertemente,
dejándole sin aliento.
—Tengo que salir de aquí —se dijo mientras saltaba de la cama para dirigirse al tirador de
la campanilla, envuelto en seda, que pendía junto a la puerta.
Cuatro días después yacía Desmond en una tumbona, en el césped, no del todo enfermo
pero sí bastante ajeno a cuanto le rodeaba. Unos buenos alimentos, bebidas, té, distintos
estimulantes y un cuidado constante, le devolvían poco a poco a su estado más o menos
normal. Se preguntaba a veces por aquella vaga sospecha suya, que recordaba con no
menor vaguedad, de su primera noche en la casa; pero todos ellos, con sus atenciones, le
demostraban que su sospecha era absurda, por mucho que estuviese en una casa embrujada.
—Pero ¿qué me ha hecho caer en este estado? —preguntó por enésima vez a su anfitrión—.
¿Por qué razón yo mismo me siento como si fuera un imbécil?
Esta vez Prior no le pidió que lo olvidara, como había hecho en otras ocasiones para decirle
después que esperase a sentirse más recuperado.
—Me temo que lo sabe —le respondió entonces—. Creo que ha sido el fantasma, y me
parece que a partir de ahora voy a reconsiderar mi opinión al respecto.
—Bueno, me he quedado a su lado todas estas noches, ya lo sabe usted —le recordó su
anfitrión, pues en efecto no lo había dejado solo ni un momento desde aquel amanecer en
que hizo sonar la campanilla del cuarto—. Ahora —siguió diciendo Prior—, si no me
considera poco hospitalario, creo que le vendría mucho mejor irse de aquí. Debería ir junto
al mar.
—Nada. ¿Puso usted el remite correcto? Rectoría Ormehurst, Crittenden, Kent, ya sabe.
—Eso no tiene sentido, joven —replicó el otro con benevolencia—. Sólo deseo que venga
Willie, pero ese bandido nunca escribe si no es para enviar un telegrama diciendo que no
puede venir.
—Supongo que se lo estará pasando muy bien por ahí —dijo Desmond con envidia—;
pero, escuche, cuénteme más sobre ese fantasma, si es que realmente hay algo que contar.
Ya estoy bastante bien, me siento tranquilo y recuperado, y me gustaría saber por qué he
llegado a enloquecer de este modo.
—Bien —Prior miró a su alrededor, contemplando el rojo y el dorado de las dalias y los
girasoles, luminosos bajo el sol de septiembre—. Aquí y ahora, no tengo noticia de que ese
supuesto fantasma cause realmente daño. ¿Recuerda la historia que le conté acerca de aquel
hombre que recibió de Enrique VIII esta casa, recuerda usted lo que le dije de una
maldición? La esposa de aquel hombre fue enterrada en la cripta de la iglesia. Pues bien,
hay sobre eso algunas leyendas. Le confieso que deseaba ardientemente ver esa tumba, por
lo que entré allí. Esa cripta estaba cerrada por una puerta de hierro, que abrí con una vieja
llave. Pero no pude cerrarla de nuevo.
—Comprendo.
—Pero lo más curioso —siguió diciendo Prior, ahora en voz más baja— es que fue a partir
de ese instante cuando la casa se tornó, digamos, embrujada. Fue a partir de ese momento
cuando comenzaron a suceder esas cosas.
—¿Qué cosas?
—Pues que algunas personas que caían por aquí enfermaban de repente, como usted
mismo… Y que como consecuencia de esa especie de ataque sufrido padecían de pérdida
de sangre. Además —dudó un instante—, además, esa herida que muestra usted en la
garganta... Le dije que quizá se había herido al caer desvanecido después de tocar la
campanilla. Pero no es verdad. Lo cierto es que usted tiene en la garganta esa misma herida
pequeña y reblandecida, un tanto blanquecina, que mostraban los demás. No sabe cuánto
desearía —añadió frunciendo el ceño— cerrar de nuevo esa cripta. Pero la vieja llave no
sirve.
—Me pregunto si yo mismo podría hacer algo —dijo Desmond, secretamente convencido
de que en realidad se había herido en la garganta al caer sin sentido, y que la historia que le
contaba su anfitrión, era, sin más, cosa de lunáticos; total, poniendo una nueva cerradura se
acababa el caso—. Soy ingeniero, señor —siguió diciendo con cierta altivez tras una pausa,
mientras se levantaba de la tumbona—. Pero es posible que ni siquiera haga falta cambiar la
cerradura; puede que con un poco de aceite, sin más. Bien, echemos un vistazo a esa
cerradura.
Siguió a Prior hasta la iglesia. Con una llave grande y brillante, que abría bien, entraron en
el recinto, húmedo y con musgo en el suelo. La hiedra cubría las ventanas destrozadas, y el
azul del cielo parecía estrellarse contra los agujeros del tejado. Otra llave abrió una puerta
baja y de roble macizo que había más allá de lo que en tiempos fuera la capilla de la Virgen
y, tras abrirla, Prior se detuvo para encender una vela que había en una palmatoria, sobre
una repisa excavada en la piedra.
Luego bajaron por unos peldaños cubiertos de polvo y de borde desgastado. Era una cripta
típicamente normanda, de belleza muy sencilla. Al fondo de la misma había un hueco al
que impedía el acceso una reja antigua y muy bien trabajada, tras de la cual había una
puerta de hierro.
—Antiguamente se pensaba que las rejas y las puertas de hierro brindaban protección
contra la hechicería —dijo Prior—. Ésta es la cerradura —dijo alumbrándola con la vela; la
puerta estaba entreabierta.
Entraron, pues la cerradura estaba justo del lado contrario de la puerta. Desmond trabajó
apenas un minuto, impregnando el mecanismo con una pluma de ave untada en aceite.
Luego giró la llave perfectamente en el interior de la cerradura, a un lado y otro.
—Creo que ya está —dijo alzando los ojos, con una rodilla hincada en el suelo y la llave en
la mano, girándola una y otra vez en el interior de la cerradura.
—¿Me permite?
Prior tomó el lugar de Desmond, metió la llave en la cerradura, la hizo girar, la sacó
después y se incorporó. Entonces cayeron al suelo de piedra la palmatoria y la llave, y el
anciano se abalanzó sobre Desmond.
—¡Ya lo tengo! —gruñó en la oscuridad, y Desmond comprendió que las manos de aquel
hombre eran garras, y que su voz era el rugido de una bestia.
Desmond intentaba resistirse utilizando sus brazos. El otro lo tenía férrea, violentamente
atrapado.
Sacó una cuerda de algún lado y comenzó a amarrar las manos de Desmond. Desmond
odiaba considerar que chillaba en medio de la oscuridad como una liebre atrapada.
Entonces recordó que era un hombre y comenzó a gritar:
Pero sintió de inmediato una mano en la boca, y luego que un pañuelo anudado a su nuca se
la tapaba. Ahora estaba en el suelo, debatiéndose, resistiéndose inútilmente contra algo. Las
manos de Prior ya le habían soltado.
—Créame —dijo Prior sin resuello, mientras encendía un fósforo que mostró a Desmond en
el suelo de piedra, junto a una pared de nichos en los que había, supuso él, ataúdes—,
créame que siento mucho hacer lo que hago, pero la ciencia está por encima de la amistad,
mi querido Desmond —su voz sonaba ahora franca y amistosa—. Voy a explicarle el
porqué de mi proceder, y estoy seguro de que sabrá comprenderme; verá que un hombre de
honor no podría actuar de otra manera.
»Claro está, ninguno de sus amigos sabe dónde se encuentra usted, el lugar más necesario,
por otra parte. Me di cuenta desde el principio. Pero permita que me explique, pues no creo
que lo pueda entender usted por las buenas. No importa. Soy el más grande científico desde
Newton, y crea que lo digo sin la menor vanidad. Sé cómo modificar la naturaleza de los
hombres. Puedo hacer de un hombre lo que me venga en gana. Y todo, mediante una simple
transfusión de sangre.
»Lopez, ya lo conoce usted, mi criado, tiene sangre de perro en las venas; se la puse yo e
hice de él mi esclavo. Es como un perro. Verney también es mi esclavo; tiene sangre de
perro, igualmente, pero también lleva la sangre de quienes vinieron alguna vez a investigar
lo del fantasma; y lleva además algo de mi propia sangre, porque era mi deseo que fuese lo
suficientemente inteligente como para que pudiese prestarme ayuda. Y es que, amigo mío,
hay algo muy grande detrás de todo esto. Lo comprenderá usted cuando le diga.
Empezó a utilizar una serie de términos técnicos y muchas palabras que para Desmond no
significaban nada; no hacía más que pensar, sin embargo, en cómo huir de allí. De no
hacerlo, moriría en un agujero, como una rata. ¡En un agujero, como una rata! Si al menos
pudiera aflojarse el pañuelo y gritar otra vez.
—Me atiende, ¿verdad? —dijo Prior y le dio un golpe—. Perdóneme, querido amigo —
añadió suavemente—, pero esto es muy importante. Verá usted que el auténtico elixir de la
vida es la sangre. La sangre es la vida, ya lo sabe usted, y mi gran descubrimiento no es
otro que el haber logrado la inmortalidad del hombre, devolviéndole su juventud cuando lo
amerite. Uno sólo necesita sangre de alguien que lleve en sí la de cuatro razas, la de los
cuatro colores, blanca, negra, amarilla y roja.
»Su sangre es única, amigo mío, porque reúne esas cuatro cualidades. Ya tomé bastante de
su sangre aquella noche, cuando se desvaneció usted. Yo soy el vampiro que se la tomó, ya
lo ve —y se echó a reír de buena gana—. Pero su sangre no me hizo el efecto que esperaba.
Quizá la droga que le di para que durmiese destruyó gérmenes vitales. O quizá no tomé la
cantidad necesaria. Pero en esta ocasión lo haré, créame.
Desmond no había perdido el tiempo; todo el rato había estado intentando aflojar el pañuelo
con los dientes, tirando de él hasta que consiguió deslizar su nudo de la nuca al cuello. Ya
tenía liberada la boca, así que dijo:
—No es cierto lo que dije sobre mi sangre china. Bromeaba, nada más. Toda la familia de
mi madre proviene de Devon.
—No puedo culparle —dijo Prior—; yo también diría lo mismo si estuviese en su lugar.
Y volvió a taparle la boca, fuertemente, con el pañuelo. La vela daba ahora mucha luz,
desde donde estaba, en un nicho. Desmond vio entonces con claridad que en los otros
nichos había ataúdes. Se preguntaba qué haría aquel loco con su cadáver cuando todo
hubiese acabado. Comenzó a sangrarle de nuevo la pequeña herida que tenía en el cuello.
Notó la sangre tibia resbalando por su cuello. Se preguntó si no volvería a desmayarse,
sentía que le iba a pasar.
—Hubiese preferido traerle aquí el primer día, cuando llegó a mi casa. Pero Verney se puso
a beber pintas y más pintas de cerveza, no pude contar con él. Además, hubiera sido una
cruel pérdida de tiempo.
Desmond, consciente de su debilidad física, desesperado por momentos, quiso hallar alivio
preguntándose si todo aquello no sería una pesadilla, un sueño terrible y enloquecido; el
dolor físico no le hacía abandonar ese pensamiento, pues las cosas, como en los sueños, se
hacían más y más enrevesadas, más y más terribles. En aquel lugar parecía haber algo aún
más aterrador que el propio Prior. No, no era su sombra. La sombra de Prior era negra y
llegaba hasta una arcada del techo de la cripta. Lo otro era blanco y pequeño. Pero parecía
agrandarse; era como una simple línea blanca, pero se estiraba más y más, hasta hacerse
larga, estrecha, y parecía emerger desde un ataúd que tenía frente a sí.
Prior seguía mirándole en silencio, contemplando cómo se debatía. Las emociones, sin
embargo, parecían agostarse en los sentidos cada vez más debilitados de Desmond. En
sueños, si uno grita puede despertarse; pero él no podía gritar. En sueños, uno puede tomar
la decisión de moverse, y se mueve, despertándose igualmente. Pero no podía hacerlo. Lo
que se movía allí era otra cosa. Se levantó lentamente la tapa chirriante de un ataúd y
emergió una forma espantosa, con un sudario blanco, que se abalanzó sobre Prior haciendo
que rodase por el suelo de piedra de la cripta, en silencio, sin lucha.
Lo último que pudo escuchar Desmond antes de desmayarse fue un horrible chillido de
Prior; lo último que vio fue que el sudario blanco se dirigía hacia donde estaba él.
—Ya ha pasado todo —fue lo siguiente que escuchó; era la voz de Verney, que le ofrecía
un poco de brandy—. Ya está usted a salvo. Prior está encerrado y atado en el laboratorio.
Todo está bien.
Desmond miró con horror hacia el ataúd del que había visto salir el sudario blanco.
—Era yo. Fue lo único que se me ocurrió para salvarlo. ¿Puede caminar? Permita que le
ayude. Vamos, saldremos sin problemas, he dejado abiertas las puertas.
Desmond hubo de cerrar los ojos ante la luz diurna, que nunca creyó que volvería a ver.
Allí estaba al poco, de nuevo en la tumbona del césped, mirando ahora el reloj de sol que
había en la fachada de la casa. Todo había sucedido en menos de cincuenta minutos.
—Debió de avisarme.
—Usted no estaba como para oír ciertas cosas. Prior, además, me prometió que le dejaría ir
en cuanto se recuperase. Quise confiar en él de nuevo, pero cuando le oí contar lo de la
llave y la cripta, bien... supe lo que pasaría. Así que tomé una sábana, y ya sabe el resto.
—No me atrevía. Una vez allí me paralizó el miedo. Él me hubiese destrozado de haberme
descubierto. No paraba de moverse de un lado a otro. Tenía que sorprenderlo de repente,
cuanto estuviese descuidado y quieto; aproveché el instante en que realmente pudiera creer
que un muerto salía de su ataúd para defenderlo a usted, eso le paralizaría. Bueno, voy a
preparar el caballo y el coche para llevarlo a usted a la comisaría de policía de Crittenden.
A Prior vendrán a buscarlo para encerrarle. Todo el mundo sabe que está loco de remate,
que es un loco peligroso.
—No, estoy a salvo. Nadie me conoce, salvo ese maldito loco; y nadie creerá lo que diga.
Nunca envió las cartas que escribió usted a sus amigos, ni escribió él mismo a su amigo
Prior para que viniera a reunirse con usted. No he podido dar con López; debió sospechar
algo y se largó.