3 Estrella Brillante - Hal Clement
3 Estrella Brillante - Hal Clement
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Hal Clement
Estrella brillante
Saga de Mesklin - 3
ePub r1.0
viejo_oso 13.05.14
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Título original: Star Light
Hal Clement, 1971
Traducción: Inmaculada de Dios
Cubierta: Dean Ellis
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I. DETENIDOS EN UN HOYO
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la trampilla de estribor y se esfumó por la rampa para continuar su inspección.
Dondragmer le vio marchar sin gran precaución. Le preocupaban otras cosas, y el
timonel era un marinero de confianza. Por el momento apartó su mente del problema
del timón y levantó la parte delantera de sus veintiocho pulgadas, hasta que su cabeza
estuvo al nivel de los micrófonos. Un sonido semejante al de una sirena, que podía
oírse por encima de uno de los tifones de Mesklin —aunque en el silencio del campo
de nieve de Dhrawn resultaba casi ridículo—, aseguró la atención del resto de la
tripulación.
—Os habla el capitán. Parada de diez horas para revisión; que comiencen los
turnos de vigilancia. El personal de investigación seguirá con sus ocupaciones
habituales, asegurándose de verificar con puente antes de salir al exterior. No habrá
vuelos hasta que los exploradores hayan sido examinados. ¡Distribución de energía,
enterado!
—Energía en revisión.
La voz que salió del micrófono era algo más profunda que la de Dondragmer.
—¡Soporte vital, enterado!
—Soporte vital en revisión.
—¡Comunicación, enterado!
—En revisión.
—¡Kervenser, al puente para estar disponible! Voy a salir. ¡Investigación,
condiciones exteriores!
—Un momento, capitán. —Hubo una breve pausa antes de que la voz continuase
—. Temperatura, 77; presión, 26,1; viento a partir de 21, constante a 200 cables por
hora; fracción de oxígeno estándar a 0,0122.
—Gracias. Eso no parece muy malo.
—No. Con su permiso, saldré con usted para conseguir muestras de la superficie.
¿Podemos colocar el taladro? Podemos conseguir fragmentos rocosos a una buena
profundidad en menos de diez horas.
—Perfectamente. Si tardáis tiempo en recoger el equipo del taladro, yo quizá esté
fuera antes de que lleguéis a la salida; pero cuando estéis listos, podéis salir. Decidle
a Kervenser cuántos vais en el grupo para el diario.
—Gracias, capitán. Estaremos allí en seguida.
En su puesto Dondragmer se relajó; por supuesto, él no dejaría el puente hasta
que no apareciese su relevo, aun con los motores parados. Kervenser tardaría unos
minutos en llegar, puesto que él también tendría que entregar sus obligaciones
normales a su relevo. Sin embargo, la espera no era aburrida. Había mucho sobre qué
pensar. Dondragmer no era el tipo aprensivo (el sistema nervioso de los mesklinitas
no reacciona así ante la incertidumbre), pero le gustaba pensar las cosas antes de
hacerlas.
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El hecho de que el Kwembly, si estuviese averiado, se encontraba a diez o doce
mil millas de socorro, era simplemente el fondo del asunto, no un problema especial.
No resultaba muy diferente de la situación a que se había enfrentado en los vastos
mares de Mesklin durante la mayor parte de su vida. La principal sacudida de la
seguridad en sí mismo, normalmente plácida, era causada por la máquina que
gobernaba. No se parecía en absoluto al flexible conjunto de balsas que era su idea de
un barco. Le habían asegurado que flotaría si se presentaba la ocasión; realmente lo
había hecho así durante las pruebas en el lejano Mesklin, donde había sido
construida. Sin embargo, desde entonces había sido desarmada, depositada en un
carguero y puesta en órbita alrededor de su mundo de origen, transferida en el espacio
a una nave interestelar, transportada a otro carguero muy diferente después del salto
de los tres parsecs y llevada a la superficie de Dhrawn antes de ser armada.
Dondragmer en persona había supervisado el desguazamiento y la reconstrucción del
Kwembly y las demás máquinas, pero no así los pasos intermedios. Ésta era la razón
principal por la que ahora quería salir al exterior; por alta que fuese su opinión de
Beetchermarlf y el resto de su escogida tripulación, le gustaba tener conocimientos de
primera mano.
Por supuesto, no le mencionó esto a Kervenser cuando llegó al puente. Era algo
que se sobrentendía. Además, el primer oficial presumiblemente sentía lo mismo.
—Se están llevando a cabo las revisiones. Los investigadores van a salir a
excavar un pozo y yo voy a ver cómo está todo —fue cuanto Dondragmer dijo
cuando le dejó su puesto—. Puedes hacerme señales con las luces exteriores si es
necesario. Es todo tuyo.
Kervenser chasqueó alegremente dos de sus pinzas.
—Yo lo llevaré, Don. Diviértete.
El capitán salió a través de la escotilla por la que había entrado su relevo, que
estaba todavía abierta, diciéndose a sí mismo mientras salía que Kervenser no era tan
despreocupado como parecía.
La principal compuerta neumática estaba a sesenta pies por detrás del puente,
cuatro cubiertas más abajo. Dondragmer se detuvo varias veces en el camino para
hablar con miembros de su tripulación que trabajaban entre las cuerdas, vigas y
tuberías del interior del Kwembly. Cuando llegó a la salida, cuatro científicos, con su
maquinaria de taladrar, estaban ya allí y habían comenzado a ponerse los trajes
especiales. El capitán observó críticamente cómo contorsionaban sus largos cuerpos y
numerosas piernas dentro de los transparentes envoltorios, hizo las pruebas de la
tensión y comprobó sus suministros de hidrógeno y argón. Satisfecho, les señaló la
compuerta y comenzó a vestirse. Cuando salió, los otros ya casi habían colocado sus
aparatos. Les dirigió una breve ojeada mientras se detenía en la parte superior de la
rampa que llevaba de la compuerta al suelo. Sabía lo que estaban haciendo y podía
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darlo por hecho, pero nunca podía despreocuparse así del tiempo. Incluso mientras
pasaba la aldaba de la compuerta externa detrás de él, miraba hacia el suelo tanto
como se lo permitía el prominente casco de su nave.
La oscuridad se acentuaba muy lentamente, mientras la rotación bimensual de
Dhrawn alejaba más el débil sol bajo el horizonte. Como en su planeta nativo, éste
parecía estar algo por encima del nivel de la vista a su alrededor. La atmósfera
comprimida por la gravedad y responsable de este efecto haría también que las
estrellas, cuando se hiciesen visibles, temblasen con violencia. Dondragmer miró
hacia la proa, pero las estrellas gemelas que vigilaban el polo sur del firmamento,
Fomalhaut y Sol, eran todavía invisibles.
Se veían unos pocos cirros moviéndose rápidamente hacia el oeste.
Evidentemente, los vientos a mil o dos mil pies de altura eran contrarios a los de la
superficie, como era usual durante el día. Esto podría cambiar pronto, y Dondragmer
lo sabía; a unos cuantos miles de millas al oeste, la puesta del sol provocaría un
cambio de temperatura mayor que aquí. En las próximas doce horas podría haber
cambios en el clima. Exactamente qué clases de cambios era más de lo que su
formación de marino mesklinita le permitía adivinar, aunque estuviese fortalecida por
la meteorología y física alienígenas.
Sin embargo, por el momento todo parecía bien. Bajó por la rampa hasta la nieve,
y cien yardas al este se acercó a la compuerta que estaba en el lado de estribor, en
parte para asegurarse del estado del resto del cielo y en parte para conseguir una vista
general de la máquina antes de comenzar una inspección detallada.
El cielo occidental no era más amenazador que el resto, y le dedicó sólo una
breve ojeada.
El Kwembly tenía el aspecto de costumbre. Probablemente a un ser humano le
hubiese sugerido un puro de pasta descansando sobre una mesa llana. Medía algo más
de cien pies de largo, veinte pies por encima de la nieve. En realidad, había dos; la
curva superior del casco a un tercio de la popa y el propio puente. Este último
formaba una cruz de veinte pies, cuyos perfiles casi cuadrados estropeaban algo las
suaves curvas del cuerpo principal. Estaba próximo a la proa para permitir al timonel,
comandante y oficial de derrota observar el terreno cuando viajaban a casi hasta el
punto donde lo cubrían las ruedas delanteras.
El fondo plano del vehículo se encontraba casi a una yarda de la nieve, sostenido
por un conjunto casi continuo de ruedas portadoras de cadenas. Estaban fundidas
individualmente y conectadas por un embrollado aparejo de finos cables que
permitían al Kwembly girar en radio bastante corto, en un control de su tracción
razonablemente completo. Las ruedas estaban separadas del casco propiamente dicho
por algo que equivalía a un colchón neumático, el cual distribuía la tracción y se
adaptaba a las pequeñas irregularidades del terreno.
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Una figura semejante a una oruga progresaba lentamente a lo largo de un costado
del vehículo. Probablemente Beetchermarlf continuaba su inspección del aparejo.
Veinte yardas más cerca del capitán había sido erigida la pequeña torre del taladro.
Por encima, colgándose de los estribos que jalonaban el casco, aunque apenas podían
verse desde la distancia del capitán, trepaban otros miembros de la tripulación, que
inspeccionaban los orificios comprobando su tensión. Para un mesklinita, éste era un
trabajo enervante. Para un ser criado en un mundo donde la gravedad polar era más
de seiscientas veces la de la Tierra y donde incluso la gravedad bajo techo era un
tercio de la misma, la aerofobia era un estado mental normal y saludable. La presión
de Dhrawn, débil en comparación, pues era escasamente de mil trescientos pies por
segundo cuadrado, hacía que trepar fuese algo más llevadero, pero la inspección del
casco era todavía la tarea menos popular. Dondragmer retrocedió reptando sobre la
mezcla, fuertemente apretada, de cristales blancos y polvo castaño, interrumpida por
arbustos bajos ocasionalmente, y subió por un costado para ayudar.
Las grandes placas curvas eran de fibra de boro, unidas por polímeros cargados
de oxígeno y fluorina. Habían sido fabricadas en un mundo que ninguno de los
mesklinitas había visto nunca, aunque la mayor parte de la tripulación había tenido
tratos con sus nativos. Los ingenieros químicos humanos habían diseñado aquellas
partes del casco para que soportasen todos los agentes corrosivos en que pudieron
pensar. Comprendían muy bien que Dhrawn era uno de los pocos lugares del universo
que probablemente sería más perjudicial a este respecto que su propio mundo de
oxígeno y agua. Se mostraron completamente conscientes de su gravedad. Cuando
sintetizaron las partes del casco y los adhesivos que las mantenían unidas —tanto los
cementos temporales utilizados durante las pruebas en Mesklin como los
supuestamente permanentes empleados al rearmar los vehículos en Dhrawn—,
tuvieron en cuenta todos estos factores. Dondragmer confiaba plenamente en la
habilidad de aquellos hombres, pero no podía olvidar que ellos no se habían
enfrentado, ni esperaban hacerlo nunca, a las condiciones contra las que sus
productos luchaban. Aquellos particulares fabricantes de paracaídas nunca tendrían
que saltar, aunque un mesklinita no habría entendido la paradoja.
Aunque el capitán respetaba la teoría, conocía muy bien la diferencia entre ésta y
la práctica; por tanto, dedicó toda su atención a los ajustes entre las secciones del
enorme casco.
Cuando se convenció de que continuaban sólidas y ajustadas, el cielo estaba
mucho más oscuro. Kervenser había encendido algunas de las luces exteriores, en
respuesta a un repiqueteo en el exterior del puente y a unos cuantos gestos. Con esta
ayuda, los escaladores terminaron su trabajo y regresaron a la nieve.
Beetchermarlf salió de debajo del gran casco e informó que no había ninguna
novedad en los cables de guardín. Los que trabajaban en el taladro habían conseguido
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unos cuantos pies de fragmentos rocosos. Cada segmento, en cuanto era obtenido, se
trasladaba al laboratorio para estudiarse la temperatura ambiental. En realidad, la
«nieve» local parecía ser en su mayor parte agua en la superficie; por tanto, muy por
debajo de su punto de fusión, pero nadie podía estar seguro de lo que ocurriría más
abajo.
La luz artificial enmascaraba algo el cielo. El primer aviso de que el tiempo
cambiaba fue una repentina ráfaga de aire. El Kwembly se balanceó ligeramente sobre
sus cadenas y los cables de guardín vibraron al ser zarandeados por el denso aire. Los
mesklinitas no tuvieron problemas. Para hacerles volar, con la gravedad existente en
Dhrawn, se habría necesitado un tornado arrollador. Pesaban casi tanto como pesaría
en la Tierra una estatua de oro de tamaño natural. Dondragmer, enterrando
reflexivamente sus garras en la polvorienta nieve, no se sintió preocupado por el
viento, aunque sí muy molesto ante su propio fallo al no haber advertido con
anterioridad las nubes que lo acompañaban. Éstas habían pasado de ser aborregados
cirros, casi a mil pies de altura, a rotos celajes de tipo estrato, situados a la mitad de
aquella altura. Todavía no había ninguna precipitación, pero ninguno de los marineros
dudaba de que pronto la habría. Sin embargo, no podían adivinar ni su forma ni su
violencia. Según las medidas humanas, llevaban en Dhrawn un año y medio, pero
esto no era suficiente tiempo, ni siquiera aproximadamente, para aprender todos los
fenómenos de un mundo mucho más grande que el suyo. Incluso si ese mundo
hubiese completado una de sus revoluciones, en lugar de menos de la cuarta parte, no
habría sido suficiente para la tripulación de Dondragmer.
La voz del capitán se elevó sobre la canción del viento.
—Todo el mundo dentro. Berjendee, Reffel y Stakendee, ayudadme con el equipo
del taladro. El primero que entre debe decirle a Kervenser que ponga a punto los
motores y que esté preparado para poner la proa al viento en cuanto todos nosotros
estemos a bordo.
Cuando daba esta orden, Dondragmer sabía que quizá no sería posible obedecerla.
Era muy probable que la revisión estuviese en un punto que impidiese poner en
marcha los motores. Pero después de haber dado la orden, no pensó más en ello. Si
era posible sería cumplida. Otros asuntos reclamaban su atención. El equipamiento
del taladro tenía prioridad absoluta. Era maquinaria de investigación, la única razón
de que los mesklinitas se encontrasen en Dhrawn. Hasta Dondragmer, relativamente
libre de las sospechas que muchos mesklinitas alimentaban sobre las intenciones y
motivos de los humanos, sospechaba que el científico humano medio valoraría
mucho más el equipamiento del taladro que las vidas de un marinero o dos.
Los investigadores ya habían retirado la broca, y estaban comenzando a entrar
cuando él les alcanzó. Siguieron la biela y la caja de cambios del artificio manual,
dejando únicamente lo que constituía el soporte y las torres guía. Esto era menos
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importante, puesto que podían ser reemplazadas sin la ayuda humana, pero ya que el
viento no empeoraba, el capitán y sus ayudantes se quedaron para rescatarlos
también. Cuando terminaron, los demás ya se habían desvanecido en el interior.
Evidentemente, Kervenser da muestras de impaciencia en el puente…
Con un suspiro de alivio, Dondragmer condujo su grupo por la rampa y la
compuerta, que cerró a sus espaldas. Se encontraban ahora sobre un reborde de una
yarda de ancho, que rodeaba la compuerta delante de un estanque de amoníaco
líquido del mismo ancho, el cual formaba la parte interior del compartimiento. El más
pesadamente cargado del grupo descendió dentro del líquido, agarrándose a estribos
similares a los que se encontraban en la parte exterior del casco; otros sencillamente
se zambulleron, como el capitán. La pared interna de la compuerta estaba a cuatro
pies por debajo de la superficie. Entre su borde inferior y el fondo de la cisterna había
una ranura de tres pies. Pasando bajo ésta y trepando hacia el otro lado, llegaron a un
saliente similar al de la entrada. Otra puerta les dio acceso a la sección media del
Kwembly. A su alrededor había un ligero olor a oxígeno —generalmente unas cuantas
burbujas del aire exterior acompañaban a cualquier cosa que penetrase por la
compuerta—, pero el omnipresente vapor del amoníaco y las superficies catalizadoras
colocadas en muchos sitios dentro del casco habían demostrado hacía tiempo ser
capaces de controlar esta molestia. La mayor parte de los mesklinitas habían
aprendido a soportar bastante bien el olor, puesto que como todo el mundo sabía, el
gas era inofensivo en pequeñas cantidades.
Los investigadores se quitaron los trajes y se marcharon con sus aparatos y con
los estuches que habían protegido sus muestras del amoníaco líquido. Dondragmer
mandó a los demás a cumplir con sus obligaciones normales y se dirigió hacia el
puente. Kervenser se preparaba para abandonar el puesto de mando, cuando el
capitán entró por la escotilla y le hizo señas de que volviese, mientras se dirigía al
lado de estribor de la superestructura. Algunas porciones del suelo eran transparentes.
Al principio, los diseñadores humanos habían pretendido que todo fuese así, pero no
contaron con la psicología mesklinita. Arrastrarse por el campo ya era bastante malo,
pero pisar sobre un suelo transparente encima de quince pies o más de aire vacío era
completamente irrazonable. El capitán se detuvo al borde de una de las hojas de
cristal del suelo y miró cautelosamente hacia abajo.
Alrededor del gigantesco vehículo, la grisácea superficie no había cambiado; el
viento que sacudía el casco aparentemente no había afectado a la nieve, comprimida
por aquellas gravedades durante tiempo indefinido. Incluso los remolinos alrededor
del Kwembly no mostraban señales de su presencia, aunque Dondragmer hubiese
esperado más bien que excavasen agujeros alrededor de sus cadenas. Más allá, hasta
el límite alcanzado por las luces, no se veía nada, excepto los orificios de donde
habían sido extraídas las muestras rocosas y las zarandeadas ramas de algún arbusto
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de vez en cuando. Las observó atentamente durante varios minutos, esperando que el
viento dejase alguna huella allí, pero finalmente dedicó su atención al cielo.
Comenzaban a aparecer unas cuantas estrellas brillantes entre los parches de
celaje, pero los guardianes del Polo no se veían. Estaban sólo a unos cuantos grados
sobre el horizonte meridional, en gran parte a causa de la refracción, y las nubes
bloqueaban todavía más la vista oblicua. Aún no había señales de lluvia ni de nieve,
ni forma de descifrar cuál era de esperar, si es que había que esperar algo. La
temperatura en el exterior estaba todavía justo por debajo del amoníaco puro y muy
por debajo del correspondiente al agua, pero una precipitación mixta era más que
probable. Lo que aquello produciría en el granizado casi puro depositado sobre el
suelo, Dondragmer no podía adivinarlo; conocía la mutua solubilidad del agua y el
amoníaco, pero nunca había intentado memorizar los diagramas con las fases o las
tablas del punto de congelación de las diversas mezclas posibles. Si la nieve se
disolvía, el Kwembly quizá tuviese una oportunidad para demostrar su capacidad de
flotación. No sentía ganas de hacer la prueba.
Kervenser interrumpió sus pensamientos.
—Capitán, estaremos listos para movernos dentro de cuatro o cinco minutos.
¿Quiere energía de tracción?
—Todavía no. Temía que el viento podría llevarse la nieve que está debajo de
nosotros y nos haría volcar como los movimientos del agua sobre una nave en la
playa, y quería ponerle proa por si sucedía eso; mas hasta ahora no parece haber
peligro. Que los exámenes de revisión continúen, excepto aquellos que interfieran
con un preaviso de cinco minutos de energía de tracción.
—Eso es lo que estamos haciendo, capitán. Lo dispuse así hace unos cinco
minutos cuando llegó su orden.
—Bien. Entonces conservaremos encendidas las luces exteriores y vigilaremos el
terreno a nuestro alrededor hasta que estemos preparados para continuar o hasta que
cese el viento.
—Es molesto no poder predecir cuándo será eso.
—Lo es. En Mesklin una tormenta pocas veces dura más de un día y nunca menos
de una hora aproximadamente. Este mundo gira tan lentamente, que los núcleos
tormentosos pueden llegar a ser tan grandes como un continente y podrían necesitar
cientos dé horas para pasar. Tendremos que esperar a que éstos lo hagan.
—¿Quiere decir que no podremos viajar hasta que cese el viento?
—No estoy seguro. La exploración aérea sería peligrosa, y sin ella no podríamos
ir lo suficientemente rápidos; por lo menos eso pensaría la cuadrilla de humanos.
—De todas formas, no me gusta ir tan rápido. No se puede examinar realmente un
lugar, a menos que uno se detenga un rato. Debemos estar perdiéndonos un montón
de cosas que hasta esos chocantes humanos encontrarían interesantes.
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—Parecen saber lo que quieren, algo relacionado con decidir si Dhrawn es un
planeta o una estrella…, y ellos pagan. Admito que se hace aburrido para la gente que
solamente tiene que ocuparse del trabajo rutinario.
Kervenser dejó pasar la observación sin comentarios, aunque no sin advertirla.
Sabía que su comandante nunca habría sido insultante deliberadamente, aun después
de las desdeñosas palabras de su colega sobre los seres humanos. Éste era un punto
en el que Dondragmer se diferenciaba muy profundamente de muchos de sus
compatriotas, quienes daban por supuesto que los alienígenas se quedarían con todo
cuanto tuviesen, como cualquier buen mercader. El comandante había pasado más
tiempo en contacto íntimo con científicos humanos como Paneshk y Drommian, más
que ningún otro mesklinita, teniendo desde siempre una personalidad bastante
tolerante y acomodaticia. Había llegado a ser lo que muchos otros mesklinitas
consideraban como blando, en relación a los alienígenas.
El asunto se discutía raras veces, y ésta lo impidió la llegada de Beetchermarlf.
Informó que la revisión había sido terminada. Dondragmer le relevó, ordenándole que
enviase el nuevo timonel al puente, y permaneció silencioso hasta la llegada de este
último. Takoorch, sin embargo, no era un tipo silencioso. Cuando alcanzó el puente,
perdió poco tiempo en comenzar lo que sin duda consideraba una conversación.
Kervenser le daba cuerda, divertido como siempre por la imaginación y desfachatez
del individuo; Dondragmer, sin embargo, lo ignoraba todo, excepto ráfagas
ocasionales de la conversación. Estaba más interesado en lo que sucedía en el
exterior, por poco llamativo que fuese en el momento.
Apagó las luces del puente y todas las exteriores, excepto las más bajas,
consiguiendo así una vista mejor del cielo sin perder completamente contacto con la
superficie. Las nubes eran pocas y más pequeñas, aunque parecían moverse tan
rápidamente como antes. El sonido del viento resultaba también el mismo. Poco a
poco iban apareciendo más estrellas. Una vez divisó uno de los Guardianes (así los
habían bautizado rápidamente los marineros mesklinitas) hacia el sur. No podía decir
cuál era; desde Dhrawn, Sol y Fomalhaut brillaban lo mismo, y su violento parpadeo
a través de la atmósfera del gigantesco mundo hacía que un juicio por el color no
fuese de fiar. De todas formas la visión fue breve, puesto que las nubes no habían
desaparecido por completo.
«… El grupo de balsas a estribor se desencuadernó; excepto yo, todo el mundo
estaba en el cuerpo central…»
Ni lluvia ni nieve todavía, y los cielos despejados hacían que ahora pareciesen
menos probables para alivio del capitán. Una comprobación con el laboratorio a
través de uno de los micrófonos le informó que la temperatura estaba bajando; ahora
era de 75 grados, tres grados por debajo del punto de fusión del amoníaco. Todavía lo
suficientemente cerca para que hubiese problemas con las combinaciones, pero yendo
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en la dirección adecuada.
«… de las islas al sur y al oeste del Dingbar. Habíamos sido conducidos a la costa
por un golpe de tormenta, y estábamos en seco con la mitad de la cubierta rota.
Yo…»
Arriba las estrellas apenas tenían ya interrupciones; el celaje casi se había
desvanecido.
Por supuesto, las constelaciones resultaban familiares. La mayoría de las estrellas
más brillantes de los alrededores no eran muy afectadas por un cambio de perspectiva
de tres parsecs. Dondragmer, de todas formas, había tenido el tiempo suficiente para
acostumbrarse a los pequeños cambios, y ya no los advertía. Una vez más intentó sin
éxito encontrar los Guardianes. Quizá todavía había nubes en el sur. Estaba ahora
demasiado oscuro para saberlo. Incluso el suprimir las luces restantes durante un
momento no ayudó. Sin embargo, sí atrajo la atención de los otros dos, y el flujo de la
anécdota se detuvo un momento.
—¿Algo nuevo, capitán?
La jovial actitud de Kervenser desapareció ante la posibilidad de acción.
—Posiblemente. Las estrellas brillan arriba, pero no hacia el sur. De hecho, no se
ven en ningún punto cercano al horizonte. Prueba con un foco.
El primer oficial obedeció. Un rayo de luz saltó hacia arriba desde un punto
situado detrás del puente, después de tocar él uno de los pocos controles eléctricos.
Dondragmer manipuló un par de cables, y el foco se balanceó hacia el horizonte
occidental. Un alarido, groseramente equivalente a una exclamación de sorpresa
humana, salió de Kervenser cuando el foco en descenso se colocó paralelamente al
suelo.
—¡Niebla! —exclamó el timonel—. Es fina, pero está bloqueando el horizonte.
Dondragmer hizo un gesto de asentimiento, mientras alcanzaba un micrófono.
—¡Investigación! —gritó—. Posible precipitación. Comprobad lo que es y lo que
podría provocar esta aguanieve que nos rodea.
—Nos llevará un rato conseguir una muestra, señor —llegó la respuesta—.
Seremos todo lo rápidos que podamos. ¿Estaremos en condiciones de salir o
tendremos que trabajar a través del casco?
El capitán se detuvo un momento, escuchando el viento y recordando lo que había
sentido.
—Podéis salir. Apresuraos todo lo que podáis.
—Estamos en marcha, capitán.
A un gesto de Dondragmer, el primer oficial apagó el foco. Los tres se dirigieron
a la banda de estribor del puente para observar al grupo de fuera.
Se movían rápidamente, pero cuando la compuerta se abrió, la bruma se había
hecho más evidente. Dos formas, parecidas a las orugas, aparecieron llevando entre
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ellas un paquete cilíndrico. Caminaron hasta un punto casi bajo los observadores y
colocaron su equipo, que esencialmente consistía en un embudo de cara al viento
alimentando un filtro. Les llevó varios minutos convencerse de que tenían una
muestra bastante amplia, pero al fin desmantelaron el equipo, encerraron el filtro en
un recipiente para preservarlo del fluido de la compuerta y volvieron atrás.
—Supongo que ahora necesitarán un día para decidir lo que es —gruñó
Kervenser.
—Lo dudo —replicó el capitán—. Han estado jugando con pruebas rápidas para
soluciones de agua y amoníaco. Creo que Borndender dijo algo así como que la
densidad era suficiente, si tenía una muestra de un tamaño apropiado.
—En ese caso, ¿por qué están tardando tanto?
—Todavía no han tenido tiempo de quitarse sus trajes —señaló pacientemente el
capitán.
—¿Por qué tienen que quitárselos antes de entregar las muestras al laboratorio?
¿No pueden…?
Un grito del micrófono le interrumpió. Dondragmer dio el enterado.
—Casi todo es amoníaco puro, señor. Creo que eran gotitas líquidas muy
enfriadas; en el filtro se helaron formando una espuma, y al derretirse aquí dentro
desprendieron una buena cantidad de aire exterior. Si durante los próximos minutos
huele a oxígeno, es a causa de esto. Quizá comience a helarse sobre el casco, y si
recubre el puente, como hizo con el filtro, interferirá con la visión, pero ese es todo el
problema en que puedo pensar ahora mismo.
Eso no era todo lo que Dondragmer podía imaginar, pero recibió la información
sin más comentarios.
—Este tipo de suceso no ha tenido lugar desde que estamos aquí —observó—.
Me pregunto si hay algún tipo de cambio estacional aproximándose. Nos estamos
acercando más al sol de este cuerpo. Me gustaría que los humanos hubiesen
observado este mundo durante más tiempo, antes de embarcarnos en la idea de
explorarlo para ellos. Sería muy agradable conocer lo que viene a continuación.
Kervenser, pon en marcha los motores. Cuando estés listo, pon la proa al viento y
sigue adelante muy despacio, si todavía se puede ver. Sino gira a babor tan ceñido
como sea posible para quedarnos sobre superficie conocida. Mantén un ojo en las
cadenas —por supuesto, en sentido figurado; no podemos verlas sin salir al exterior
— y hazme saber si hay evidencia de que se les está pegando algo. Coloca un hombre
en el portillo de popa; nuestra estela quizá muestre algo. ¿Entendido?
—Las órdenes sí, señor. Lo que teme, no.
—Quizá esté equivocado. Si tengo razón, probablemente no hay nada que hacer.
No me gusta la idea de salir a limpiar las cadenas manualmente. Esperemos.
—Sí, señor.
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Kervenser volvió a sus obligaciones, y mientras los motores de fusión en las
ruedas del Kwembly se despertaron, el capitán se volvió hacia un bloque de plástico
de unas cuatro pulgadas de alto y ancho y de un pie de longitud, que estaba al lado de
su puesto. Insertó una de sus piezas en un pequeño agujero, a uno de los costados del
bloque, manipuló un control y comenzó a hablar.
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II. LA GRAN PARADA
Su voz viajó rápidamente, pero estuvo en camino largo tiempo. Las ondas de
radio que la llevaban recorrieron segundo tras segundo la pesada atmósfera de
Dhrawn, que se iba adelgazando, y el espacio detrás de ésta. Al viajar se debilitaban,
pero medio minuto después de haber sido radiadas, su energía todavía estaba lo
suficientemente concentrada como para afectar a una antena platial de diez pies. La
que encontraron sobresalía de un cilindro de unos trescientos pies de diámetro y la
mitad de longitud; formaba el extremo de una estructura parecida a una barbilla de
pez, que giraba lentamente sobre un eje perpendicular a su barra y a medio camino
entre sus centros de gravedad.
La corriente producida por las ondas de la antena pasó en un tiempo mucho más
corto al interior de un cristal del tamaño de una cabeza de alfiler, que la rectificó, la
envolvió, usó la envoltura para modular una corriente de electrones proveída por un
generador del tamaño de un dedo y manipuló así un cono dinámico asombrosamente
pasado de moda en una habitación de treinta pies cuadrados cerca del centro del
cilindro. Sólo treinta y dos segundos después de que Dondragmer hubiese
pronunciado sus palabras, éstas fueron reproducidas para los oídos de tres de los
quince seres humanos que se encontraban en la habitación. Él no sabía quién podría
estar allí en aquel momento, y por tanto habló el lenguaje humano que había
aprendido, en lugar del suyo propio; así se entendieron los tres.
—Éste es un informe provisional del Kwembly. Nos detuvimos hace dos horas y
media para una revisión de rutina y para investigar. En aquel tiempo el viento era del
oeste, a unos 200 cables, con cielo parcialmente nuboso. Poco después de empezar a
trabajar, el viento subió hasta pasar los 3000 cables…
Uno de los escuchas humanos tenía una expresión perpleja. Después de un
momento, se las arregló para cruzar la mirada con otro.
—Un cable mesklinita mide unos 206 pies, Boyd —dijo suavemente este último
—. El viento saltó de unas cinco millas por hora a más de sesenta.
—Gracias, Easy.
Su atención volvió al que hablaba.
—Ahora la niebla nos ha rodeado completamente, y está espesando todavía más.
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No me atrevo a continuar, como había planeado; sólo en círculo para que las cadenas
no se hielen. Según mis científicos, la niebla es amoníaco superenfriado, y la
superficie local, aguanieve. Parece que no se les ha ocurrido a mis investigadores,
pero con la temperatura en los setenta yo creo que hay probabilidades de que la niebla
disuelva en líquido parte del aguanieve. Entiendo que se supone que esta máquina
flota; de todas formas, no creo que la superficie se derritiese muy profundamente,
pero me pregunto si alguien ha pensado en lo que ocurrirá si un líquido se hiela
alrededor de nuestras cadenas. Debo admitir que nunca lo he hecho, pero la idea de
liberar el vehículo a fuerza de músculos no es excitante. Sé que a bordo no hay
maquinaria especial para enfrentarse a una situación de este tipo, ya que yo mismo
rearmé y equipé esta máquina. Llamo simplemente para informar que quizá debamos
estar aquí mucho más tiempo del previsto. Os tendré al corriente, y si nos
quedásemos inmovilizados, recibiremos encantados cualquier proyecto que mantenga
ocupados a nuestros científicos. Ya han hecho la mayor parte de las cosas
programadas para una parada normal.
—Gracias, Don —replicó Easy—. Estaremos atentos. Preguntaré a nuestros
observadores y aerólogos si pueden predecir el tamaño del banco de niebla y cuánto
tiempo estará a vuestro alrededor. Es posible que ya tengan algún material de utilidad,
puesto que hace un día o algo más que estáis en el lado de la noche. Incluso es
posible que tengan fotos del momento; no conozco todas las limitaciones de sus
instrumentos. De todas formas, lo comprobaré y te lo diré.
La mujer abrió su micrófono y se volvió hacia los otros, mientras sus palabras
eran llevadas hacia Dhrawn.
—Me gustaría poder decir por su voz si Don está realmente preocupado o no —
observó—. Cada vez que esa gente tropieza con algo nuevo en ese horrible mundo,
me pregunto cómo hemos tenido la desfachatez de enviarles allí y cómo han tenido el
coraje de ir.
—Ciertamente no fueron ni forzados ni engañados, Easy —señaló uno de los
compañeros—. Un mesklinita que ha pasado la mayor parte de su vida navegando y
que ha recorrido su planeta nativo desde el ecuador hasta el polo sur, es seguro que
no se hace ilusiones sobre ninguno de los aspectos a explorar o colonizar. Aunque
hubiésemos querido engañarles, no habríamos podido.
—Mi cabeza conoce eso, Boyd, pero mi estómago no siempre se lo cree. Cuando
el Kwembly fue atrapado por la arena a sólo quinientas millas de la colonia, estuve
moliendo el esmalte de mis dientes hasta que lo desatascaron. Cuando el Smof de
Densigeref fue atrapado en una grieta por una riada de barro que se formó bajo él y le
dejó caer, fui casi la única en respaldar la decisión de Barlennan de enviar otro de los
grandes cruceros terrestres para rescatarlo. Cuando desapareció la tripulación del
Esket, entre ellos un par de muy buenos amigos míos, me peleé con Alan y Barlennan
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por la decisión de no enviar una brigada de rescate, y todavía pienso que estaban
equivocados. Ya sé que tenemos que hacer un trabajo y que los mesklinitas estuvieron
de acuerdo en hacerlo, entendiendo claramente sus riesgos, pero cuando uno de esos
grupos tiene problemas, no puedo evitar imaginarme a mí misma con ellos y tiendo a
estar de su lado siempre que hay una discusión sobre acciones de rescate. Supongo
que tarde o temprano me despedirán de este puesto a causa de ello, pero yo soy así.
Boyd Mersereau se echó a reír.
—No te preocupes, Easy. Tienes este trabajo precisamente porque reaccionas así.
Por favor, recuerda que si disintiésemos fuertemente de Barlennan o alguna de su
gente, estamos a seis millones de millas y a cuarenta ges de potencia, y es probable
que de todas formas haga lo que quiera. Cuando eso suceda, será una ventaja para
nosotros tener aquí a alguien a quien él considere como de su bando. No cambies, por
favor.
—¡Hum! —si Easy Hoffman se sentía complacida o aliviada, no lo demostró—.
Eso es lo que Ib dice siempre, pero le considero lleno de prejuicios.
—Estoy seguro de que los tiene, pero eso no impide necesariamente que sea
capaz de formar una opinión sensata. Debes creer algo de lo que dice.
La respuesta de Dondragmer interrumpió la discusión. Esta vez empleaba su
propia lengua, que ninguno de los hombres entendía demasiado bien.
—Estaré encantado de cualquier cosa que puedan suministrar tus observadores.
No necesitas informar a Barlennan, a menos que quieras hacerlo particularmente.
Todavía no estamos realmente apurados, y tiene bastante en su cabeza sin que se le
moleste con «quizás». Las sugerencias de investigación pueden enviarlas
directamente al laboratorio por el equipo dos; yo probablemente las mezclaría al
retransmitirlas. Ahora me despediré, pero conservaremos nuestros cuatro equipos
vigilados.
Hubo un silencio, y Aucoin, el tercer escucha humano, se puso en pie mirando a
Easy, en espera de que tradujese. Ella lo hizo.
—Eso significa trabajo —dijo él—. Tenemos varios programas más largos
planeados más adelante en el viaje del Kwembly, pero si Dondragmer permanece
bastante donde está, será mejor que vea cuál de ellos vendría bien ahora. He
entendido lo suficiente de esa otra frase para sugerirme que en realidad no tiene
muchas esperanzas de poder moverse pronto. Iré primero a computación y les haré
reproducir un conjunto bien preciso de orientaciones de posición procedentes de los
satélites. Después me presentaré en Atmosféricos para que me den su opinión, y
luego estaré en el laboratorio de planificación.
—Te veré en Atmosféricos —replicó Easy—; ahora voy a buscar la información
que quería Dondragmer, si tú te quedas aquí de guardia, Boyd.
—Por un rato, de acuerdo. Tengo otro trabajo que hacer, pero me aseguraré de
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que las pantallas del Kwembly estén cubiertas. Sin embargo, será mejor que le digas a
Don quién está aquí. Así no enviará un mensaje de emergencia en stenno, o como se
llame en su lengua nativa. Ahora que lo pienso, supongo que un retraso de sesenta
segundos no importará mucho, considerando lo poco que podríamos hacer por él
desde aquí.
La mujer se encogió de hombros, pronunció unas cuantas palabras por el
transmisor en el lenguaje del pequeño marinero, se despidió de Mersereau y se
marchó antes de que Dondragmer recibiese su última frase. Alan Aucoin ya se había
marchado.
El laboratorio de meteorología estaba en un nivel más alto del cilindro, lo
bastante cerca del eje central de la estación para hacer que una persona pesase un diez
por ciento menos que en la sala de comunicaciones. Por ser las facilidades para el
ejercicio muy limitadas, los ascensores habían sido omitidos en el diseño de la
estación y los intercomunicadores estaban considerados estrictamente como
equipamiento de emergencia. Easy Hoffman podía escoger entre una escalera en
espiral en el eje de simetría del cilindro o cualquiera entre las diversas escalas. Puesto
que no llevaba nada, no se molestó con las escaleras. Su destino estaba casi
directamente «encima» de Comunicaciones, y lo alcanzó en menos de un minuto.
Los rasgos más prominentes de la habitación eran dos mapas hemisféricos de
Dhrawn, de unos veinte pies de diámetro. Cada uno era una pantalla donde estaba
marcada la temperatura, la referencia altitud-presión, la velocidad del viento —
cuando podía obtenerse— y otros datos que pudiesen conseguirse de los satélites que
registraban las imágenes reflejadas, dispuestas en órbitas bajas, o de las brigadas
exploradoras mesklinitas. Una mancha de luz verde marcaba la posición de la
colonia, justo al norte del ecuador, y nueve chispas amarillas más débiles, esparcidas
a su alrededor, indicaban los vehículos de exploración. Sobre el fondo del gigantesco
planeta, sus rastros formaban un despliegue embarazosamente pequeño, esparcidos en
un radio de unas ocho mil millas al este y al oeste y de veinte a veinticinco mil al
norte y al Sur en el costado occidental de lo que los meteorólogos llaman Low Alfa.
Las luces amarillas, excepto las adentradas en las regiones más frías del oeste,
formaban un tosco arco que rodeaba al Low. Pronto iba a ser jalonado de estaciones
sensoras, pero hasta entonces se había cubierto poco más de la cuarta parte de su
perímetro de ochenta mil millas.
El coste había sido alto, no sólo en dinero, que Easy tendía a considerar como una
simple medida del esfuerzo empleado, sino también en vidas. Sus ojos buscaron la
luz amarilla bordeada de rojo, justo en el interior de Low, que marcaba la posición del
Esket. Habían pasado siete meses —tres días y medio de Dhrawn— desde que un ser
humano había visto alguna señal de su tripulación, aunque sus transmisores todavía
enviaban imágenes de su interior. De vez en cuando, Easy pensaba lúgubremente en
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sus amigos Kabremm y Destigmet, y ocasionalmente molestaba la conciencia de
Dondragmer hablándole de ellos al comandante del Kwembly.
—Hola, Easy, y hola, mamá —cortaron sus melancólicos pensamientos.
—Hola, meteorólogos —respondió—. Tengo un amigo que necesita una
predicción. ¿Podéis hacer algo?
—Si es para alguien de la estación, seguro —contestó Benj.
—No seas cínico, hijo. Eres lo suficientemente mayor para entender la diferencia
entre no saber nada y no saberlo todo. Es para Dondragmer en el Kwembly —indicó
la luz amarilla en el mapa, y describió la situación en líneas generales—. Alan traerá
la posición exacta, si eso os ayuda.
—Realmente no es mucho —admitió Seumas McDevitt—. Si no te gusta el
cinismo, tendré que escoger mis palabras cuidadosamente; pero la luz en ese mapa
puede estar dentro de unos cuantos cientos de millas. Dudo de que podamos
confeccionar un pronóstico lo suficientemente preciso para que eso haga una
diferencia significativa.
—No estaba seguro de que tuvieseis material para hacer una predicción en
absoluto —contrarrestó Easy—. Creo recordar que incluso en este mundo el tiempo
viene del oeste y el área al oeste hace días que ha estado fuera de la luz solar. ¿Podéis
ver esos lugares lo bastante bien como para conseguir datos de utilidad?
—Oh, seguro —el sarcasmo de Benj se había esfumado, y estaba siendo
sustituido por el entusiasmo que le había inducido a escoger la física atmosférica
como su primera tentativa—. De todas formas, gran parte de nuestras medidas no
provienen de la luz solar reflejada; casi todas son radiaciones directas del planeta.
Además, emite mucho más de lo que recibe del sol; conoces la vieja discusión sobre
si Dhrawn debe ser considerado un planeta o una estrella. Podemos decir la
temperatura del suelo, bastante sobre la naturaleza del terreno, la proporción entre el
descenso del termómetro y la altura; las nubes. Los vientos son más difíciles…
Dudó viendo la mirada de McDevitt fija en él y siendo incapaz de leer en el
impasible rostro del meteorólogo.
El hombre comprendió a tiempo la dificultad y asintió, antes de que la riada de
autoconfianza hubiese perdido fuerza. McDevitt nunca había sido profesor, pero tenía
el instinto.
—Los vientos son más difíciles, a causa de la ligera incertidumbre en las alturas
de las nubes y del hecho de que los cambios adiabáticos de temperatura muchas veces
tienen más que ver con la localización de las nubes que las identidades de las masas
de aire. En esa gravedad, la densidad del aire baja a la mitad cada cien yardas de
ascensión, y eso provoca terroríficos cambios en la temperatura… —se detuvo de
nuevo, esta vez mirando a su madre—. ¿Conoces esto o debo ir más despacio?
—No me gustaría tener que resolver problemas cuantitativos sobre lo que has
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estado diciendo —replicó Easy—, pero creo tener una buena imagen cualitativa.
Tengo la impresión de que dudas un poco de decirle a Don muy exactamente cuándo
va a levantar la niebla. ¿Serviría de algo un informe suyo sobre la presión y vientos
de superficie? Ya sabes que el Kwembly tiene instrumentos.
—Quizá —admitió McDevitt, mientras Benj asentía silenciosamente—. ¿Puedo
hablar directamente con el Kwembly? ¿Me entenderá alguno de ellos? Mi stenno
todavía no existe.
—Yo traduciré si puedo conservar tus términos técnicos sin variaciones —replicó
Easy—. Aunque si planeas hacer algo más que una visita de un mes aquí, sería una
buena idea intentar adquirir el lenguaje de nuestros amiguitos. Muchos de ellos
conocen algo del nuestro, pero lo apreciarían.
—Pienso hacerlo. Si puedes ayudarme, estaré encantado.
—Ciertamente, siempre que pueda; pero verás a Benj mucho más.
—¿Benj? Ha llegado aquí conmigo hace tres semanas, y no ha tenido más
oportunidades que yo de practicar idiomas. Los dos hemos estado revisando las redes
de observación y de computación locales, completando el mapa del proyecto.
Easy hizo una mueca a su hijo.
—Eso está bien. Él es como yo para los idiomas, y creo que te será de utilidad,
aunque admito que ha aprendido su stenno más por mí que por los mesklinitas.
Insistió en que le enseñase algo que sus hermanas no fueron capaces de entender.
Atribúyelo, si quieres, a orgullo materno, mas ponlo a prueba, pero más tarde; me
gustaría tener esa información para Dondragmer lo antes posible. Dijo que el viento
era del oeste a unas sesenta millas por hora, si eso sirve de ayuda.
Los meteorólogos pensaron por un momento.
—Operaré lo que tenemos en integración, añadiendo eso último —dijo al fin—.
Entonces podremos llamarle y proporcionarle algo, y si los detalles numéricos que
nos dé son demasiado diferentes, podemos operar otra vez con bastante facilidad.
Él y el muchacho se volvieron hacia el equipo, y durante varios minutos sus
actividades no significaron nada para la mujer. Por supuesto, ella sabía que estaban
proporcionando datos numéricos y factores influyentes a unos ingenios computadores
que, presumiblemente, estaban ya programados para manejar los datos en forma
apropiada. Se sintió complacida al ver a Benj realizando su parte del trabajo
aparentemente sin supervisión. Ella y su esposo habían sido avisados de que los
poderes matemáticos del muchacho quizá no estuviesen a la altura necesitada por su
campo de interés. Por supuesto, lo que él hacía ahora era rutina que podía ser
manejada por cualquiera con un poco de entrenamiento, lo entendiese realmente o no,
pero Easy prefirió interpretar su actuación como alentadora.
—Por supuesto —observó McDevitt, mientras la máquina iba digiriendo su
contenido—; de todas formas, quedará lugar para las dudas. Este sol no afecta mucho
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la temperatura superficial de Dhrawn, pero su efecto no es totalmente despreciable.
El planeta ha estado acercándose al sol casi desde que vinimos aquí hace tres años.
No tuvimos ningún informe sobre la superficie, excepto los de media docena de
robots, hasta que se estableció un año y medio más tarde la colonia mesklinita, e
incluso sus medidas cubren solamente una fracción diminuta del planeta. Por mucho
que queramos creer en las leyes de la física, nuestro trabajo de predicción es casi por
completo empírico. En realidad, todavía no tenemos datos suficientes para reglas
empíricas.
Easy asintió.
—Comprendo eso, y también Dondragmer —dijo—. Sin embargo, tenéis más
información que él, y supongo que en este momento cualquier cosa le viene bien. Sé
que si yo estuviese allá abajo, a miles de millas de cualquier tipo de ayuda, dentro de
una máquina que, en realidad, está en período de ensayo e incapaz de ver lo que me
rodea… Por mi experiencia puedo deciros que estar en contacto con el exterior
ayuda, no sólo en forma de conversaciones, sino de tal modo que puedan más o
menos verte y saber lo que estás pasando.
—Sería dificilísimo verle —intervino Benj—. Incluso si el aire estuviese claro en
el otro extremo, seis millones de millas es mucha distancia para un telescopio.
—Por supuesto, tienes razón, pero creo que sabes lo que quiero expresar —dijo
tranquilamente su madre.
Benj se encogió de hombros y no dijo más; de hecho siguió un silencio bastante
tenso quizá durante medio minuto.
Fue interrumpido por el computador, que arrojó delante de McDevitt una página
con símbolos crípticos. Los otros dos se inclinaron sobre sus hombros para verla,
aunque Easy no se enteró de mucho. El muchacho, después de ojear durante cinco
segundos las líneas de la información, emitió un sonido a medio camino entre un
gruñido de desprecio y una risotada. El meteorólogo levantó la vista.
—Adelante, Benj. Puedes ser todo lo sarcástico que quieras con éste. Aconsejaría
que no se le den a Dondragmer estos resultados sin haberlos censurado.
—¿Por qué? ¿Qué hay de malo en ellos? —preguntó la mujer.
—Bueno, la mayor parte de los datos, por supuesto, provenían de las lecturas de
los satélites. Incluí tu información sobre el viento, con algunas dudas. No conozco
qué clase de instrumentos tienen las orugas allá abajo, o la precisión con que las
cifras te han sido transmitidas, y hablaste de que la velocidad del viento era alrededor
de sesenta. No mencioné la niebla, puesto que no me dijiste más que estaba allí, y no
tenía cifras. La primera línea de esta operación del computador dice que la visibilidad
con luz normal —normal para los ojos humanos, y supongo que será lo mismo para
los mesklinitas— es de veintidós millas para una mancha de un grado.
Easy enarcó las cejas.
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—¿Pero cómo explicáis algo así? Creía que todos los antiguos chistes sobre los
hombres del tiempo estaban completamente pasados de moda.
—En realidad, están rancios. Lo explico por el sencillo hecho de que no tenemos,
ni podemos tener, una información completa que darle a la máquina. La carencia más
obvia es un mapa topográfico detallado del planeta, especialmente del par de millones
de millas cuadradas al oeste del Kwembly. Un viento que bajase o subiese una
pendiente de seis pulgadas por milla a una velocidad respetable, cambiaría la
temperatura de la masa de aire rápidamente, tal y como Benj apuntó hace unos
minutos. En realidad, los mejores mapas que tenemos de la topografía fueron
realizados teniendo en cuenta ese efecto, pero son bastante esquemáticos. Habrá que
conseguir medidas más detalladas de la gente de Dondragmer y operarlas de nuevo.
¿Dijiste que Aucoin iba a conseguir una posición más exacta para el Kwembly?
Easy no tuvo tiempo de contestar; el mismo Aucoin apareció en la puerta de la
habitación. No se molestó en saludar y dio por hecho que los meteorólogos habrían
recibido de Easy la información pertinente.
—Ocho punto cuatro cinco grados al sur del ecuador, siete punto nueve dos tres al
este del meridiano de la colonia. Es lo más cerca que se atreven a confirmar. ¿Mil
yardas, o algo así, es demasiada diferencia para lo que necesitas?
—Hoy todo el mundo es sarcástico —musitó McDevitt—. Gracias, eso está muy
bien. Easy, ¿podemos bajar a Comunicación y hablar con Dondragmer?
—De acuerdo. ¿Te importa que venga Benj? ¿O tiene algún trabajo aquí? Me
gustaría que él también conociese a Dondragmer.
—Y de paso, que despliegue sus poderes lingüísticos. De acuerdo, puede venir.
¿Tú también, Alan?
—No. Hay otros trabajos que hacer. Me gustaría conocer los detalles de cualquier
pronóstico que consideréis de confianza y todo lo que informe Dondragmer que
concebiblemente pueda afectar a Planificación. Estaré allí.
El meteorólogo asintió. Aucoin salió en una dirección y los otros tres bajaron por
las escalas hasta la sala de Comunicaciones. Como había dicho que haría, Mersereau
había desaparecido, pero uno de los otros vigilantes había cambiado de posición para
observar la pantalla del Kwembly. Movió la mano y volvió a su puesto cuando Easy
entró. Los otros prestaron poca atención al grupo. Se habían dado cuenta de las
partidas de Easy y de Mersereau simplemente a causa de la importante norma de que
nunca habría en la sala menos de diez observadores a la vez. Los puestos no eran
asignados siguiendo un plan rígido; se había demostrado que esto provocaba un
equivalente de la hipnosis de la carretera.
Los cuatro equipos de comunicación conectados con el Kwembly tenían sus
micrófonos centrados delante de un grupo de seis asientos. Las correspondientes
pantallas visuales estaban colocadas más altas, de forma que también podían ser
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vistas desde los asientos generales más atrás. Cada uno de los seis asientos que
formaban la estación estaba equipado con un micrófono y un conmutador selector,
que permitía el contacto con uno o con los cuatro radios del Kwembly.
Easy se acomodó en una silla y conectó su micrófono al equipo en el puente de
Dondragmer. En la pantalla correspondiente no se veía mucho, puesto que la lente del
transmisor apuntaba hacia las ventanas del puente y el informe de los mesklinitas
sobre la existencia de la niebla era perfectamente correcto. En la esquina inferior
izquierda de la pantalla podía verse parte del puesto del timonel con su ocupante; el
resto era un vacío gris enmarcado en rectángulos por la forma de las ventanas. Las
luces del puente estaban bajas, pero a Easy le pareció que la niebla detrás de las
ventanas estaba iluminada por las luces exteriores del Kwembly.
—¡Don! —llamó—. Aquí Easy. ¿Estás en el puente?
Pulsó un cronometrador y conectó su conmutador de selección con el equipo del
laboratorio.
—Borndender, o quienquiera que esté ahí —llamó, todavía en stenno—. Con la
información que tenemos no podemos conseguir una predicción del tiempo segura.
Estamos hablando con puente, pero estaremos muy agradecidos si podéis darnos tan
exactamente como sea posible vuestra temperatura actual, la velocidad del viento, la
presión exterior, todo lo que sepáis sobre la niebla y… —vaciló.
—Y la misma información durante las últimas horas, con los tiempos tan exactos
como sea posible —intervino Benj en el mismo idioma.
—Estaremos preparados para recibirla en cuanto puente termine de hablar —
continuó la mujer.
—También podríamos utilizar cualquier cosa que sepáis sobre la composición del
aire, la niebla y la nieve —añadió su hijo.
—Si hay más material que penséis que pueda servir de algo, también será
bienvenido —terminó Easy—. Vosotros estáis ahí; nosotros no; por ello debe haber
alguna idea sobre el clima de Dhrawn que hayáis formado por vuestra cuenta. —El
cronometrador dejó oír un timbrazo—. Ahora llega puente. Esperaremos vuestras
palabras cuando termine el capitán.
Las primeras palabras del micrófono se mezclaron con la frase final. El
cronometrador había sido dispuesto para el tiempo de un mensaje en viaje de ida y
vuelta a la velocidad de la luz entre Dhrawn y la estación, y el puente había
contestado rápidamente.
—Aquí Kervenser, señora Hoffman. El capitán está abajo en la sala de soporte
vital. Si quiere, le diré que venga, o puede usted conectar con el equipo de allá abajo,
pero si tiene algún consejo para nosotros, nos gustaría recibirlo lo antes posible.
Desde el puente no se puede ver ni a un cuerpo de distancia. No nos atrevemos a
movernos, excepto en círculos. Los exploradores aéreos nos proporcionaron una idea
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de la región antes de detenernos y parece bastante sólida, pero ciertamente no
podemos arriesgarnos a continuar. Vamos muy lentamente, formando un círculo de
unos veinticinco cables de diámetro. Excepto cuando estamos de proa o de popa al
viento, la nave parece a punto de volcar a cada segundo. La niebla se ha helado en las
ventanas, por lo que no podemos ver. Las ruedas todavía parecen estar libres, quizá
porque se están moviendo, y el hielo se rompe antes de que pueda ser un problema.
Espero que los cables de guardín se hielen de un momento a otro. Desprender el hielo
de ellos será un trabajo glorioso. Supongo que será posible trabajar en el exterior,
pero a mí no me gustaría hacerlo hasta que se detenga el viento. Un traje espacial
congelado suena muy desagradable. ¿Alguna idea?
Easy esperó pacientemente a que Kervenser terminase. El retraso de sesenta y
cuatro segundos en los mensajes había tenido un efecto general sobre todos los que
hablaban a menudo entre la estación y el planeta; desarrollaban una fuerte tendencia a
decir de una vez tanto como fuese posible, adivinando lo que el otro grupo quería oír.
Cuando supo que Kervenser había terminado y estaba esperando una respuesta,
resumió rápidamente el mensaje que había dado a los científicos. Igual que a ellos,
omitió cualquier mención del resultado del computador que había insistido en que el
tiempo era despejado. Los mesklinitas sabían que la ciencia humana no era infalible;
de hecho, la mayoría de ellos tenía una idea de sus limitaciones más realista y
saludable que muchos seres humanos, pero no tenía sentido aparecer como tontos si
podían evitarlo. Por supuesto, ella no era meteoróloga, pero era humana, y Kervenser
probablemente la hubiese colocado en el mismo montón que a los demás. Cuando
terminó, el grupo esperó casi en silencio la respuesta del primer oficial. La traducción
susurrada por Benj en beneficio de McDevitt duró sólo unos pocos segundos más que
el propio mensaje. Cuando llegó la respuesta, fue simplemente un acuse de recibo y
un cortés deseo de que los seres humanos pudiesen proporcionar pronto información
de utilidad; los científicos del Kwembly enviaban ya el material solicitado.
Easy y su hijo se prepararon para tomar los datos. Ella puso en marcha un
magnetófono para comprobar cualquier término técnico antes de intentar una
traducción, pero el mensaje llegó en el lenguaje de los humanos. Evidentemente, era
Borndender quien lo enviaba. McDevitt se recobró rápidamente de su sorpresa y
comenzó a tomar nota, mientras el muchacho tenía sus ojos puestos en la punta del
lápiz y sus oídos en el micrófono.
Era casi mejor que no necesitasen a Easy para la traducción. Aunque conocía bien
el stenno, había muchas palabras en los dos lenguajes extrañas para ella; no las podría
haber interpretado de ninguna forma. Sabía que no debía sentirse molesta por esto,
pero no podía evitarlo. No podía dejar de pensar en los mesklinitas como
representantes de una cultura como la de Robin Hood o Harún-Al-Raschid, aunque
sabía perfectamente que varios cientos de ellos habían recibido educación científica y
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técnica muy comprensible durante los últimos cincuenta años. El hecho no había sido
muy publicado, puesto que existía la idea, muy extendida, de que proporcionar
conocimientos muy avanzados a pueblos «atrasados» era erróneo. Verosímilmente,
podría producirles un complejo de inferioridad que impediría mayores progresos.
Los meteorólogos no se preocuparon. Cuando llegó el «enterado» final, McDevitt
y su ayudante susurraron un apresurado «Gracias» por el micrófono más cercano y
salieron corriendo hacia el laboratorio. Easy, observando que el conmutador de
selección había sido conectado con la radio del puente, lo corrigió y envió un acuse
de recibo más cuidadoso antes de despedirse. Entonces, decidiendo que no sería de
ninguna utilidad en el laboratorio de meteorología, se acomodó en la silla que le
permitía la mejor vista de las cuatro pantallas del Kwembly y esperó a que pasase
algo.
Mersereau volvió unos pocos minutos después de que los otros se hubiesen
marchado, y tuvo que ser puesto al día. Por lo demás, no ocurría nada importante. De
vez en cuando había una visión de una forma larga con muchas piernas sobre una de
las pantallas, pero los mesklinitas atendían a sus propios asuntos, sin una
consideración particular de los observadores.
Easy pensó en comenzar otra conversación con Kervenser; conocía a este oficial
y le gustaba casi tanto como su capitán. Sin embargo, la idea del retraso entre una
observación y su respuesta la descorazonó, como sucedía a menudo cuando no había
nada importante que decir.
La conversación languidecía incluso sin retraso. Había pocas cosas que decir
entre Easy y Mersereau que no hubiesen sido dichas ya; un año lejos de la Tierra
había agotado casi todos los temas de conversación, excepto asuntos profesionales de
poca importancia y asuntos de interés privado y personal. Tenía poco en común con
Mersereau, aunque le gustaba bastante, y sus profesiones se relacionaban sólo en
cuanto a las charlas con los mesklinitas.
En consecuencia, había pocos ruidos en la sala de Comunicaciones. Cada pocos
minutos uno u otro de los vehículos terrestres exploradores enviaría un informe, que
era debidamente retransmitido a la colonia; pero la mayor parte de los seres humanos
de guardia no tenían más motivos para el cotilleo que Easy y Boyd Mersereau. Easy
se encontró intentando adivinar cuándo volverían los hombres del tiempo con su
pronóstico y lo seguro que podría ser éste: dos minutos en el laboratorio, o uno, si se
daban prisa; uno más para proporcionar el nuevo material al computador; dos para la
operación repetida con factores modificados en las variables; dos minutos para volver
a la sala de Comunicaciones, ya que ciertamente esta vez no se apresurarían. Todavía
estarían discutiendo. Pronto estarían aquí.
Pero antes de que llegasen, algo cambió. De repente, la pantalla del puente
demandó atención. Había estado tranquila, con las ventanas grises enmascaradas por
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el amoníaco helado dominando la escorzada imagen de parte del timonel. Este último
había permanecido casi inmóvil, con la barra del guardín completamente a un lado,
mientras el Kwembly seguía el curso circular descrito por Kervenser.
De repente, las ventanas se aclararon, aunque poca cosa podía verse detrás de
ellas; el ángulo de visión del comunicador no estaba lo suficientemente inclinado
como para alcanzar el terreno dentro del radio de las luces. Aparecieron dos
mesklinitas más y se lanzaron a las ventanas, mirando al exterior y gesticulando
obviamente muy excitados. Mersereau señaló otra pantalla. También había excitación
en el laboratorio. Hasta entonces, ninguno de los pequeños exploradores había
pensado en informar de lo que pasaba. Easy juzgó que estaban demasiado ocupados
con problemas inmediatos. Además, era costumbre en ellos conservar bajo su
volumen de sonido o completamente desconectado, a menos que específicamente
quisiesen hablar con los seres humanos.
En este momento regresaron los hombres del tiempo. Easy miró a su hijo por el
rabillo del ojo y le preguntó sin volverse:
—¿Traéis algo útil esta vez?
McDevitt contestó brevemente.
—Sí. ¿Puede traducirlo Benj?
—No. Parece que tienen algún problema. Díselo tú mismo. Con algún suceso
como éste, Dondragmer tiene que estar en el puente, o regresará cuando llegues allí.
Aquí usa este asiento y el micrófono.
El meteorólogo obedeció sin vacilar. Sería la última vez durante muchos meses
que haría este cumplido a Easy. Mientras se sentaba, comenzaba a hablar.
—Dondragmer, tendrás unas diecinueve horas más de visibilidad reducida. La
niebla congelada durará menos de una hora; la temperatura está bajando y la niebla se
convertirá en cristales de amoníaco, que no se pegarán a tus ventanas. Si puedes
librarte del viento que tienen ya, por lo menos podrás ver la nieve a través de ellas. El
viento decrecerá gradualmente durante cinco horas más. Para entonces, la
temperatura será lo bastante baja; así que no necesitas preocuparte por la fusión
eutética. Las nubes serán más altas durante cuarenta y cinco horas más…
Continuaba, pero Easy había dejado de escucharle.
Hacia el final de la segunda frase de McDevitt, mucho antes de que el inicio de su
mensaje pudiese haber alcanzado Dhrawn, un mesklinita se había acercado al
micrófono del puente, tan cerca que su grotesco rostro llenaba casi toda la pantalla.
Uno de sus brazos, equipados con pinzas, se extendió a un lado, fuera de la vista, y
Easy supo que estaba activando el transmisor sonoro. No se sintió sorprendida de ver
que el capitán hablaba en un tono mucho más calmoso de lo que ella habría hecho
bajo las mismas circunstancias.
—Easy, o quienquiera que esté de guardia, por favor, enviad un informe especial
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a Barlennan. La temperatura ha subido de seis a ciento tres grados en los últimos
minutos, el hielo de las ventanas se ha derretido y estamos flotando.
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III. EL CENTRO NERVIOSO
Quizá no fuera muy amable por parte de Dondragmer haber dado su informe en el
lenguaje humano. El tiempo que se necesitaba para una traducción podría haber
amortiguado un poco el choque para McDevitt. Como el meteorólogo dijo más tarde,
lo peor era comprender que su propia predicción estaba en camino hacia Dhrawn y
que nada podía detenerle. Durante un momento sintió un impulso salvaje de coger
una nave y alcanzar las ondas de radio que se dirigían al planeta para interceptarlas de
los receptores del Kwembly. La idea fue sólo un centelleo; pues eso puede hacerse
solamente en treinta y dos segundos. Además, ninguno de los botes que estaban
entonces en la estación era capaz de volar más rápido que la luz. La mayoría eran
utilizados para suplir a los satélites de imágenes reflejadas.
A su lado, Easy no parecía haber advertido la discrepancia entre la predicción y el
informe de Dondragmer; por lo menos, no le había mirado con la expresión con que
lo habrían hecho nueve de cada diez de sus amigos. «Bien, ella no lo hace —pensó—.
Por eso está en este puesto.»
La mujer manipulaba de nuevo su conmutador selector, con la atención enfocada
en una pantalla más pequeña sobre las cuatro que correspondían al Kwembly. Al
principio, un indicador al lado de esta pantalla se iluminó con una luz roja; mientras
hacía funcionar sus conmutadores se volvió verde, y la imagen de una habitación,
parecida a una oficina, con una docena de mesklinitas a la vista, apareció en la
pantalla. Instantáneamente Easy comenzó su informe.
Fue breve. Todo lo que podía dar era una repetición de las últimas frases de
Dondragmer. Mucho antes de que en la pantalla hubiese alguna evidencia de que sus
palabras estaban siendo recibidas, había terminado.
Sin embargo, cuando llegó la respuesta, fue satisfactoria. Todos los cuerpos
oruguiformes que podían verse saltaron hacia el micrófono. Aunque Easy nunca
había aprendido a leer las expresiones en los «rostros» mesklinitas, sólo había una
forma de interpretar los brazos que se movían salvajemente y las pinzas
chasqueantes. Una de las criaturas salió corriendo por una puerta semicircular en el
otro extremo de la habitación y desapareció. A pesar de su coloración roja y negra,
Easy se acordó de cuando había visto unos cuantos años antes a una de sus hijas
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inhalando una cinta de espaguetis. Para los ojos humanos, un mesklinita corriendo
bajo cuarenta gravedades terrestres parecía no tener piernas.
Todavía no se recibía ningún sonido desde Dhrawn, pero en la sala de
Comunicaciones de los humanos había un creciente zumbido de conversaciones.
Encontrarse en dificultades no era extraño para los vehículos de exploración. En
general, los mesklinitas que las sufrían se las tomaban mucho más tranquilamente que
los seres humanos que las observaban sin poder hacer nada. A pesar de la falta de
intercomunicadores en la estación, la gente comenzó a entrar en la habitación y a
llenar los asientos generales. En las áreas delanteras monitorizadoras, pantalla tras
pantalla fue dirigida hacia la unidad «del cuartel general» en la colonia. Mientras
tanto, Easy y Mersereau dividían su atención entre los cuatro equipos que informaban
desde el Kwembly, dirigiendo únicamente una mirada ocasional a la otra imagen.
En las pantallas no se notaba que el vehículo estuviese flotando, porque los
transmisores compartían todos sus movimientos y había muy pocas cosas sueltas por
cuyos movimientos pudiera detectarse cabeceos o balanceos. El grueso de la
tripulación eran marineros bien entrenados. Los hábitos de toda una vida les impedían
dejar cosas sin fijar. Easy vigilaba la pantalla del puente más que las otras, con la
esperanza de localizar algo en el exterior que le diese una pista de lo que estaba
ocurriendo; pero por las ventanas no se veía nada reconocible.
Después las hojas de vidrio fueron bloqueadas una vez más, mientras
Dondragmer regresaba al primer plano y ampliaba su informe.
—No parece haber peligro inmediato. El viento nos empuja con bastante rapidez,
a juzgar por nuestra estela. Nuestro rumbo magnético es 66. Flotamos sumergidos
hasta la cubierta dos. Nuestros científicos están intentando computar la densidad de
este líquido, pero nadie se ha molestado nunca en diseñar paneles deslizantes en este
casco, al menos que yo sepa. Si vosotros, seres humanos, tenéis por casualidad esa
información, nos gustaría recibirla. Estaremos seguros, a menos que tropecemos con
algo sólido, y no puedo adivinar qué probabilidades hay de eso. Toda la maquinaria
funciona perfectamente, menos las cadenas, que no encuentran nada sobre qué
apoyarse. Si les suministramos energía, se aceleran. Eso es todo por ahora. Si
vuestros satélites pueden seguir nuestra localización, recibiremos encantados esa
información tan a menudo como podáis conseguirla. Decidle a Barlennan que hasta
ahora todo va bien.
Easy cambió las conexiones del micrófono y repitió el informe del capitán lo más
al pie de la letra que pudo. A su debido tiempo, vio que lo que decía estaba siendo
anotado en el otro extremo del transmisor. Esperaba que el que escribía tendría
alguna pregunta; aunque era probable que ella no fuese capaz de contestarla, estaba
comenzando a sentirse de nuevo inútil e incapaz. Sin embargo, el mesklinita
agradeció sencillamente la información, y con sus notas se dirigió hacia la puerta.
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Easy quedó preguntándose lo lejos que tendría que ir para entregárselas al
comandante. Ningún ser humano tenía una idea clara sobre el trazado de la base
mesklinita.
De hecho, el viaje era breve. La mayor parte parecía transcurrir al aire libre, a
causa de la actitud de los colonos hacia los objetos masivos por encima de su cabeza:
una actitud difícil de vencer, incluso en un mundo donde la gravedad sólo era una
fracción de su valor normal en Mesklin. Los tejados de la colonia eran casi todos de
película transparente, traídos de su planeta nativo. La única diferencia de un solo piso
tan grande como una ciudad era dictada por el terreno. A un mesklinita nunca se le
habría ocurrido la idea de un sótano o de un segundo piso. El Kwembly y los
vehículos gemelos, de muchas cubiertas, eran de diseño básicamente humano y
Paneshk.
El mensajero recorrió un laberinto de pasillos durante unas doscientas yardas
antes de alcanzar la oficina del comandante. Éstos se encontraban en el extremo norte
del revoltijo de estructuras de un pie de altura que formaban la mayor parte de la
colonia, situada cerca del borde de un acantilado de seis pies, que se extendía durante
una milla al este y al oeste, interrumpido por más de una docena de rampas
artificiales. Sobre el terreno, debajo del acantilado, estaban dos de los gigantescos
vehículos, y sus puentes sobresalían sobre las cubiertas de la «ciudad». La pared de la
habitación de Barlennan era transparente y daba directamente sobre el más cercano
de aquellos vehículos; el otro estaba aparcado a unos mil pies al este. Unos cuantos
mesklinitas con trajes aéreos se hacían visibles también en el exterior. Los
monstruosos vehículos que atendían les daban un aspecto de enanos.
Barlennan miraba crípticamente este grupo de mecánicos cuando entró el
mensajero. Éste no empleó ninguna formalidad, sino que al entrar en el
compartimiento soltó el informe que Easy había retransmitido. Cuando el
comandante giró para recibir la versión escrita, ya la había oído verbalmente.
Por supuesto, no era satisfactoria. Desde que había llegado el primer mensaje,
Barlennan había tenido tiempo de hacerse unas cuantas preguntas, y este mensaje no
contestaba ninguna. El comandante controló su impaciencia.
—Entiendo que los expertos humanos en climas no han proporcionado todavía
nada de utilidad.
—A nosotros nada en absoluto, señor. Pueden, por supuesto, haber hablado con el
Kwembly sin que nosotros los hayamos oído.
—Cierto. ¿Ha llegado la noticia a nuestros propios meteorólogos?
—No, que yo sepa, señor. No ha habido nada de utilidad que decirles, pero
también Guzmeen puede haber enviado un mensaje allí.
—Muy bien. De todas formas, quiero hablar con ellos yo mismo. Estaré en su
departamento durante la próxima media hora o más. Díselo a Guz.
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El mensajero hizo un gesto afirmativo con sus pinzas y se desvaneció por la
misma puerta por la que había entrado. Barlennan salió por otra, caminando
lentamente hacia el oeste, edificio tras edificio, a través de las rampas cubiertas, que
hacían de la colonia una unidad. La mayoría de las rampas tenían una pendiente hacia
arriba; así que cuando, girando hacia el sur, se apartó del acantilado, estaba unos
cinco pies más alto que su oficina, aunque todavía no al mismo nivel que los
vehículos detrás de él. El material que formaba el techo se combaba algo más
tensamente, puesto que la presión del hidrógeno casi puro del interior de la estación
no descendía al aumentar la altitud tan rápidamente como la mezcla gaseosa de
Dhrawn, mucho más densa. La colonia estaba construida en una elevación bastante
alta para Dhrawn. La presión total exterior era casi la misma que la de Mesklin a
nivel del mar. Sólo cuando los vehículos descendían a elevaciones más bajas,
llevaban argón extra para conservar el equilibrio de su presión interna.
Los mesklinitas tenían mucho cuidado con las grietas, pues el aire en Dhrawn
tenía alrededor de un dos por ciento de oxígeno. Barlennan todavía recordaba los
horribles resultados de una explosión del oxígeno con el hidrógeno poco tiempo
después de haber encontrado seres humanos por primera vez.
El complejo de investigación era el más occidental y el más alto de la colonia.
Estaba bastante separado de la mayoría de las otras estructuras, y se diferenciaba de
ellas en que tenía un techo sólido, aunque también transparente. Además se acercaba
más a un segundo piso que ninguna otra parte de la colonia, puesto que varios
instrumentos estaban colocados en el techo, donde podían ser alcanzados mediante
rampas y compuertas neumáticas con bastante líquido. No todos los instrumentos
habían sido proporcionados por los alienígenas patrocinadores de dicha colonia;
durante cincuenta años los mesklinitas habían estado usando sus propias
imaginaciones e ingenuidades, aunque no se habían sentido realmente libres para
hacerlo hasta que llegaron a Dhrawn.
Al igual que los vehículos de exploración, el complejo del laboratorio era una
mezcla de crudeza y sofisticación. La energía se suministraba por unidades de fusión
de hidrógeno; los utensilios de vidrio químicos eran de fabricación nativa. La
comunicación con la estación orbital se hacía mediante un transmisor de rayo
electromagnético en estado sólido; pero en el complejo los mensajes se transportaban
físicamente por corredores. Se estaban tomando pasos para variar esto, desconocido
por los seres humanos. Los mesklinitas comprendían el telégrafo y estaban a punto de
construir teléfonos capaces de transmitir su radio vocal. Sin embargo, ni el teléfono ni
el telégrafo estaban siendo instalados en la colonia, porque la mayor parte del
esfuerzo administrativo de Barlennan se concentraba en el proyecto que había
provocado la simpatía de Easy por la tripulación del Esket. Se necesita mucho trabajo
para colocar líneas telegráficas a campo través.
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Barlennan no decía nada de todo esto a sus patrocinadores. Le gustaban los seres
humanos, aunque no iba tan lejos en ese aspecto como Dondragmer; tenía siempre
presente la duración de su vida, asombrosamente corta, lo que le impedía conocer
realmente a la gente con la que trabajaba antes de que fuesen reemplazados por otros.
Estaba bastante preocupado por la posibilidad de que los humanos, Drommian y
Paneshk, averiguasen lo efímeros que eran, por miedo a que esto les deprimiese. De
hecho, era política mesklinita evitar las discusiones con alienígenas sobre el tema de
la edad. También procuraban no depender de ellos más de lo inevitable. Nunca se
sabía si los sucesores tendrían las mismas actitudes. La mayor parte de los
mesklinitas pensaban que los humanos eran intrínsecamente inseguros; la confianza
que Dondragmer depositaba en ellos resultaba una brillante excepción.
Todo esto lo sabían los científicos mesklinitas que veían llegar a su comandante.
Su primera preocupación fue la situación inmediata.
—¿Algún problema, o está solamente de visita?
—Me temo que hay problemas —replicó Barlennan. Delineó brevemente la
situación de Dondragmer—. Recoged a todos los que penséis que pueden ser útiles y
vayamos al mapa.
Se dirigió hacia la cámara de cuarenta pies cuadrados, cuyo suelo era el «mapa»
de Low Alfa, y esperó. Hasta entonces muy poco del área había sido «cartografiada».
Como muchas veces antes, sintió que le esperaba una larga tarea. Sin embargo, el
mapa era más alentador para él que su contrapartida humana, a unos millones de
millas por encima. Los dos mostraban el arco recorrido por los vehículos y algo del
paisaje. Los mesklinitas lo habían indicado con líneas negras parecidas a las arañas y
que sugerían el esquema de las células nerviosas humanas completas con sus núcleos
celulares.
Los datos específicamente mesklinitas se centraban en su mayor parte alrededor
del punto donde yacía el Esket. Esta información, marcada en rojo, había sido
obtenida sin asistencia humana directa. En esta parte de la colonia no habría
transmisores visuales mientras Barlennan estuviese al frente.
Sin embargo, ahora concentró su atención a varios pies al sur del Esket, donde
había desalentadoramente pocos datos en rojo o en negro. La línea que representaba
el rastro del Kwembly tenía un aspecto solitario. Barlennan había levantado su
extremo delantero tan alto como le era cómodo, elevando sus ojos a seis o siete
pulgadas del suelo. Cuando los científicos comenzaron a llegar, estaba mirando el
mapa melancólicamente. Bendivence resultaba o muy optimista o muy pesimista. El
comandante no pudo decidir cuál era la razón más verosímil para que hubiese
llamado cerca de veinte personas para la conferencia. Se agruparon a unos pocos pies
de él, le miraron y esperaron cortésmente su información y sus preguntas. Comenzó
sin más preámbulos.
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—El Kwembly estaba aquí en su último parte —indicó—. Había estado cruzando
un campo de nieve, o aguanieve, casi libre de materias en disolución, pero bastante
sucia, según los científicos de Don.
—¿Borndender? —preguntó alguien.
Barlennan hizo un gesto afirmativo y continuó.
—El campo de nieve comenzó aquí —reptó hasta un punto a unos cuatro pies al
noroeste del marcador de posición—. Se encuentra entre un par de cadenas
montañosas que solamente hemos indicado en líneas generales. Los globos de
Destigmet no han llegado tan al sur todavía, o por lo menos no tenemos ninguna
noticia, y los voladores de Don no han visto mucho. Ahora, mientras el Kwembly se
había detenido para una revisión rutinaria, apareció un fuerte viento y después una
densa niebla de amoníaco puro o casi puro. Entonces la temperatura subió de repente
varios grados y se encontraron flotando, siendo empujados hacia el oeste por el
viento. Me gustaría oír explicaciones de todo esto, y necesitamos urgentemente
consejos constructivos. ¿Por qué subió la temperatura y por qué se derritió la nieve?
¿Hay alguna conexión entre las dos cosas? Recordad que la temperatura más alta que
ha sido mencionada ha sido de sólo ciento tres grados, veintiséis o veintisiete grados
por debajo del punto de fusión del agua. ¿Por qué el viento? ¿Cuál es su duración
probable? Está empujando al Kwembly hacia las regiones calientes dentro de Low
Alfa, al sur de la población del Esket.
Hizo un gesto señalando hacia una porción del suelo fuertemente marcado de
rojo.
—¿Podéis decirme hasta dónde serán transportados? Yo no quería que
Dondragmer fuese en este viaje, y ciertamente no quiero perderle, aunque no estemos
de acuerdo en todo. Pediremos toda la ayuda que podamos obtener de los hombres,
pero vosotros también tendréis que usar vuestros cerebros. Sé que algunos de
vosotros han estado intentando hacerse una idea sobre la climatología de Dhrawn.
¿Tenéis algunas ideas de valor que pudiesen aplicarse aquí?
Siguieron varios minutos de silencio. Incluso aquellos del grupo más propensos a
pronunciar charlas retóricas, habían estado trabajando con Barlennan demasiado
tiempo para arriesgarse ahora. Durante un rato ninguna idea realmente constructiva
salió a la luz. Después uno de los científicos se escurrió hacia la puerta y desapareció,
dejando flotar a sus espaldas:
—Un momento, tengo que comprobar una tabla.
En treinta segundos regresó.
—Puedo explicar la temperatura y la fusión —dijo con firmeza—. La superficie
del terreno era aguanieve, la niebla amoníaco. El calor de la solución cuando se
encontraron y se mezclaron habría causado la elevación de la temperatura. Las
soluciones de agua y amoníaco forman eutéticos que pueden fundirse a partir de los
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setenta y un grados.
La sugestión fue recibida con pequeños gritos de apreciación y gestos
aprobatorios de los brazos equipados con pinzas. Barlennan siguió la corriente,
aunque las palabras usadas no le eran muy familiares. Pero no había terminado sus
preguntas.
—¿Nos proporciona eso alguna idea sobre lo lejos que pueda ser llevado el
Kwembly?
—No, no por sí solo. Necesitamos información sobre la extensión del campo de
nieve original; puesto que solamente el Kwembly ha estado en esa zona, la única
esperanza son los mapas fotográficos realizados por los humanos. Ya sabe lo poco
que puede obtenerse de ellos. La mitad del tiempo no se puede distinguir lo que es
cielo y lo que son nubes. Además, todos fueron hechos antes de que aterrizásemos
aquí.
—De todas formas, inténtalo —ordenó Barlennan—. Si tenéis suerte, por lo
menos podéis decir si esas cadenas montañosas al este están bordeando el rumbo
actual del Kwembly. Si es así, sería difícil pensar que la nave fuese empujada más allá
de unos cuantos cientos de miles de cables.
—Correcto —contestó uno de los investigadores—. Lo comprobaremos. Ben,
Dees, venid conmigo; estáis más acostumbrados que yo a los mapas.
Los tres se desvanecieron por la puerta. Los restantes se dividieron en pequeños
grupos que se susurraban argumentos los unos a los otros, señalando excitadamente
bien al mapa a sus pies, bien hacia objetos presumiblemente en los laboratorios
cercanos. Barlennan soportó esto durante varios minutos antes de decidir que era
necesario un poco más de empuje.
—Si esa llanura que Don estaba atravesando era agua tan pura, no pudo haber allí
ninguna precipitación de amoníaco durante mucho tiempo. ¿Por qué ha cambiado
todo tan repentinamente?
—Tiene que ser debido a un efecto estacional —contestó uno de los hombres—.
Yo puedo únicamente conjeturar, pero diría que tiene algo que ver con un cambio
consistente en la circulación de los vientos. Las corrientes de aire procedentes de
partes diferentes del planeta estarán saturadas de agua o de amoníaco, según la
naturaleza de la superficie sobre la que pasan, especialmente su temperatura,
supongo. El planeta se encuentra casi tan lejos de su sol tanto en un momento como
en otro, y su eje está mucho más inclinado que el de Mesklin. Es fácil creer que en un
momento del año sólo se ha precipitado agua sobre esa llanura y que en otro obtiene
su suministro de amoníaco. En realidad, la presión del vapor de agua es tan baja, que
es difícil entender qué situación llevaría agua a la atmósfera sin suministrar todavía
más amoníaco, pero estoy seguro de que es posible. Trabajaremos sobre eso, pero es
otro de esos momentos en el que estaríamos mucho mejor si contásemos con
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información de todo el planeta a lo largo de un año. Esos seres humanos parecen
tener una prisa horrorosa; podrían haber esperado unos cuantos años más para
hacernos aterrizar aquí.
Barlennan hizo el gesto cuyo equivalente humano hubiese sido un gruñido que no
comprometiese a nada.
—Un campo de datos hubiese sido conveniente. Piensa simplemente que estás
aquí para obtenerlo, en lugar de que te lo hayan dado.
—Por supuesto. ¿Va a enviar al Kalliff o al Hoorsh en ayuda de Dondragmer?
Esto ciertamente es diferente de la situación del Esket.
—Sí, desde nuestro punto de vista. Sin embargo, podría parecer raro a los
humanos que insistiese en enviar esta vez un vehículo de rescate, después de dejarles
convencerme de lo contrario la vez anterior. Pensaré en algo. Hay más de una forma
de navegar contra el viento. Vosotros haced ese trabajo teórico del que acabáis de
hablar, pero id pensando en lo que necesitaríais llevar en un viaje campo arriba hacia
el Kwembly.
—De acuerdo, comandante.
Los científicos comenzaron a retirarse, pero Barlennan añadió unas cuantas
palabras más.
—Jemblakee, no dudo de que te dirigirás a Comunicaciones para hablar con tus
colegas humanos. Por favor, no les menciones el calor de la solución y ese asunto
eutético. Déjales que lo mencionen ellos primero, si es que lo hacen, y cuando lo
hagan, muéstrate impresionado en forma apropiada. ¿Comprendido?
—Perfectamente.
El científico hubiese compartido con su comandante una mueca de entendimiento,
si no fuese porque sus rostros no eran capaces de aquel tipo de distorsión. Jemblakee
se marchó. Después de pensarlo un momento, Barlennan hizo lo mismo. Los
investigadores y técnicos restantes quizá estuviesen mejor si él estaba allí para
proporcionarles ocupaciones, pero tenía otras cosas que hacer. Si no podían
manejarse sin sus pinzas sobre los timones, tendrían que ir a la deriva por un rato.
Tendría que hablar pronto con la estación humana; pero si iba a haber una
discusión, como parecía probable, sería mejor hacer unos cuantos planes. Alguno de
los gigantes de dos piernas, Aucoin por ejemplo, que parecían tener mucho que decir
sobre su política, se mostraban reluctantes en enviar o arriesgar cualquier tipo de
material de reserva sin importarles lo importante que la acción pareciese desde el
punto de vista de los mesklinitas. Puesto que los alienígenas habían pagado, esto era
perfectamente comprensible, incluso digno de alabanza. Sin embargo, no había nada
inmoral en convencerles de adoptar una actitud más conveniente, siempre que
pudiese hacerse. Si podía arreglarlo, lo mejor sería trabajar a través de aquella mujer
particularmente amistosa, llamada Hoffman. Era mala suerte que los seres humanos
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tuviesen unos horarios, tan irregulares; si hubiesen dispuesto guardias regulares,
decentes, en su sección de Comunicación, habría adivinado el horario y escogido a su
contrincante hacía mucho tiempo. Se preguntó, no por primera vez, si lo irregular del
horario no habría sido dispuesto deliberadamente para bloquear acciones como
aquélla, pero no parecía que hubiese forma de adivinarlo. Sería difícil preguntarlo.
El centro de Comunicaciones de la colonia estaba lo suficientemente lejos de los
laboratorios para darle tiempo de pensar en el camino. Se encontraba también lo
bastante cerca de su oficina como para animar una pausa y tomar unas cuantas notas
antes de abrir realmente la partida de esgrima verbal.
Si el problema de Dondragmer desembocaba en un vehículo averiado, el tema
central tendría que ser la cuestión del rescate. Básicamente, los tacaños de allá arriba
estarían en contra de enviar el Kalliff, si la situación anterior hacía unos meses en
relación con el Esket servía de indicación. Por supuesto, si Barlennan decidía seguir
su propia voluntad en aquel asunto o en cualquier otro, ellos no podrían hacer nada,
pero Barlennan esperaba conservar el hecho disimulado en la decencia de una
conversación cortés. Sería muy feliz si ese aspecto de la situación nunca salía a la luz.
Por eso esperaba trabajar con Easy Hoffman en el otro extremo de la discusión. Por
alguna razón, tenía tendencia a ponerse de parte de los mesklinitas siempre que
surgían diferencias. Ella había sido una razón por la cual, durante la discusión del
incidente del Esket, no hubo una pelea abierta, aunque otra razón mucho más
importante era que Barlennan nunca había tenido ni la más ligera intención de enviar
un vehículo de rescate. En realidad, había estado en el mismo bando que Aucoin.
Bien, por lo menos podía acercarse a la puerta de la sala de Comunicaciones y
averiguar quién estaba de guardia arriba. Con las arrugas que equivalían a un
encogimiento de hombros, levantó del suelo sus dieciocho pulgadas y se dirigió hacia
el pasillo. En aquel momento el viento alcanzó la colonia.
Al principio y durante algunos minutos no hubo niebla. Barlennan, cambiando
rápidamente sus planes cuando el techo comenzó a arrugarse, deshizo todo el camino
y regresó a los laboratorios; pero antes de que tuviese oportunidad de obtener una
información constructiva de sus científicos, las estrellas comenzaron a desvanecerse.
En unos cuantos minutos las luces mostraron un sólido techo gris a un cuerpo de
distancia por encima de los mesklinitas. Los techos aquí eran rígidos y no vibraban
con el viento, como lo hacían los del pasillo, pero el sonido en el exterior era lo
suficientemente alto para que más de un científico se preguntase lo estables que eran
realmente los edificios. Delante del comandante no expresaron esta idea en voz alta,
pero éste sabía interpretar sus ocasionales miradas hacia arriba cuando el lamento del
denso aire en el exterior subía de tono.
Se le ocurrió que su posición en aquel momento resultaba casi la más inútil para
un comandante que no era un científico, puesto que la gente a su alrededor era casi la
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única en la colonia a quien no podía dar órdenes razonablemente. Hizo sólo una
pregunta; en respuesta, se le informó que la velocidad del viento era
aproximadamente la mitad de la que Dondragmer había señalado a diez mil millas de
distancia. Después partió hacia la sala de Comunicaciones.
Por el camino pensó brevemente en volver a su oficina, pero sabía que cualquiera
que le necesitase lo encontraría con igual rapidez en el puesto de Guzmeen. Mientras
tanto había ocupado su mente una pregunta, que probablemente podría ser contestada
más rápidamente por retransmisión desde la estación humana. Esa pregunta se hacía
más y más importante con cada segundo que pasaba. Olvidando que deseaba
asegurarse de que Easy Hoffman estuviese de guardia arriba, entró disparado en la
sala de Radio y empujó educadamente a un lado al miembro del personal que se
encontraba delante del transmisor. Comenzó a hablar casi antes de estar en posición.
La visión de los rasgos de Hoffman cuando la pantalla se iluminó fue una sorpresa
agradable, más que un inmenso alivio.
—El viento y la niebla han llegado allí también —comenzó abruptamente—.
Algunos hombres habían salido. De momento, yo no puedo hacer nada por ellos, pero
algunos estaban trabajando en los vehículos aparcados. Podríais comprobar con
vuestros comunicadores si todo va bien allí. No estoy demasiado preocupado, puesto
que la velocidad del viento ahora es mucho menor a la señalada por Don. Además, en
esta altura el aire es mucho menos denso. Pero no podemos ver en absoluto a través
de esta niebla; así que me sentiré aliviado al saber algo más de los hombres en los
vehículos.
La imagen de Easy había comenzado a hablar a medio camino de la petición del
comandante, obviamente no en contestación, puesto que no había habido bastante
tiempo para el viaje de ida y vuelta a la velocidad de la luz. Seguramente los seres
humanos tenían también algo que decir. Barlennan se concentró en su propio mensaje
hasta que terminó, sabiendo que Guzmeen o alguno de sus ayudantes lo estaría
escribiendo. En aquellas circunstancias, el cruce de mensajes era un acontecimiento
frecuente y se resolvía por una rutina ya establecida.
Mientras sus propias palabras estaban en camino, el comandante se volvió para
preguntar qué deseaban los humanos. Un oficial entró corriendo en la habitación y
comenzó su informe tan pronto como vio a Barlennan.
—Señor, todos los grupos han vuelto, excepto los dos que salieron por las puertas
del norte. Uno de ellos estaba trabajando en el Hoorsh y el otro nivelaba el terreno
para el nuevo complejo veinte cables al norte, al otro lado del valle de aterrizaje. En
el primer grupo hay ocho personas y veinte en el segundo.
Barlennan hizo un gesto de comprensión, cerrando simultáneamente sus cuatro
pinzas.
—Posiblemente tengamos pronto informes de radio de la estación espacial sobre
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el grupo del Hoorsh —replicó—. ¿Cuántos han llegado que estuviesen realmente en
el exterior cuando vinieron el viento y la niebla? ¿Qué es lo que dicen sobre las
condiciones de vida y de movimiento? ¿Hay algún herido?
—Ningún herido, señor. El viento sólo era una pequeña molestia; entraron porque
no podían ver para trabajar. Algunos tuvieron problemas para encontrar el camino.
Supongo que la brigada que allanaba el suelo está todavía intentando regresar a
tientas, a menos que hayan decidido esperar donde se encuentran. Los del Hoorsh
pueden no haber advertido nada en el interior. Si el primer grupo estuviese fuera de
contacto demasiado tiempo, enviaré un mensajero.
—¿Cómo harás para que éste no se pierda?
—Llevará una brújula, además de escoger a alguien que trabaje mucho en el
exterior y conozca bien el terreno.
—No voy a…
La objeción de Barlennan fue interrumpida por la radio.
—Barlennan —llegó la voz de Easy—, todos los comunicadores en el Hoorsh y
en el Kalliff están funcionando. Por lo que podemos ver, no hay nadie en el Kalliff.
Nada se mueve. Por lo menos hay tres, posiblemente cinco, en la sección de soporte
vital del Hoorsh. El hombre que cubre esas pantallas ha visto en los últimos minutos
hasta tres al mismo tiempo, pero no confía demasiado en reconocer a los mesklinitas
individualmente. El vehículo no parece afectado. La gente a bordo no nos presta
atención, y está realizando sus tareas. Ciertamente, no estaban intentando enviarnos
un mensaje de emergencia. Jack Braverman está intentando ahora atraer su atención
por ese equipo, pero no creo que haya por qué preocuparse. Como dices, el viento
más débil y el aire menos denso deberían querer decir que vuestra colonia no corre
peligro, puesto que el Kwembly no fue dañado.
—No estoy preocupado, por lo menos no demasiado. Si espera un momento,
averiguaré cuál fue su penúltimo mensaje e intentaré contestarlo —dijo Barlennan.
Se volvió hacia el oficial de guardia, cuyo puesto había tomado junto al equipo.
—Supongo que cogiste lo que dijo.
—Sí, señor. No era urgente, sólo interesante. Otro informe provisional de
Dondragmer. El Kwembly todavía flota a la deriva, aunque él cree que ha tocado
fondo una vez o dos y el viento todavía sopla por allí. A causa de su propio
movimiento, los científicos no se atreven a dar una opinión sobre si la velocidad del
viento ha cambiado o no.
El comandante hizo un gesto de aceptación, se volvió hacia el comunicador y
dijo:
—Gracias, señora Hoffman. Aprecio debidamente que envíe tan rápidamente
incluso los informes de «sin novedad». Durante un rato estaré aquí para conocer lo
antes posible si ocurre realmente algo. ¿Vuestros científicos atmosféricos han
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confeccionado alguna predicción digna de confianza o alguna explicación de lo que
pasó?
Para los demás mesklinitas que se encontraban en la habitación, estaba claro que
Barlennan hacía todo lo que podía para mantener una expresión ininteligible mientras
hacía esta pregunta. Sus brazos y sus piernas estaban cuidadosamente relajados, las
pinzas ni fuertemente cerradas ni colgando abiertas, su cabeza ni demasiado alta ni
muy cerca del suelo, los ojos fijos firmemente en la pantalla. Los observadores no
conocían con detalle lo que estaba en su mente, pero podían decir que atribuía a la
pregunta algo más que su valor aparente. Algunos se maravillaban de que se
molestase en controlarse así, puesto que era completamente inverosímil que algún ser
humano pudiese interpretar su expresión corporal; pero los que le conocían bien
sabían que nunca correría riesgos en un asunto como aquél. Después de todo, había
algunos seres humanos, de los cuales Elise Rich Hoffman era con seguridad uno, que
parecían capaces de ponerse muy rápidamente en el lugar de los mesklinitas, además
de hablar stenno tan bien como lo permitía el equipamiento vocal de los humanos.
Observaba la pantalla con interés, preguntándose si aquel ser humano daría
señales de haber advertido la actitud del comandante cuando llegase su respuesta.
Todo el personal de la sala de Comunicaciones estaba razonablemente familiarizado
con las expresiones faciales humanas; la mayoría podían reconocer por el rostro, o
sólo por la voz, una docena diferente de seres humanos, por lo menos, y el
comandante había expresado hacía mucho tiempo un fuerte deseo de que habilidades
de aquel tipo fuesen cultivadas. La mirada de Barlennan abandonó un momento la
pantalla y vagó por el círculo que escuchaba atento; se sintió divertido por sus
expresiones, aunque al mismo tiempo molesto por su propia claridad. Se preguntó
cómo reaccionarían ante la respuesta que Easy pudiese dar.
Evidentemente, la hembra humana había recibido la pregunta y comenzaba a
formar una frase de réplica, cuando su atención fue distraída. Durante varios
segundos estuvo escuchando algo y sus ojos se apartaron del receptor del
comunicador de la colonia. Después su atención volvió a Barlennan.
—Comandante, otro informe de Dondragmer. El Kwembly se ha detenido, o poco
menos, sobre el suelo. Pero todavía son arrastrados ligeramente; la corriente del
líquido no ha cesado. Han volcado, de forma que las ruedas no tienen contacto con
cualquier superficie que esté bajo ellos. Si el río no los arrastra, dejándolos libres,
tendrán que quedarse donde están, y Dondragmer piensa que el nivel está bajando.
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IV. DE CHARLA
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contra una roca en Dhrawn de los que había tenido en Mesklin.
De todas formas, el viento no debería moverlos muy rápidamente, teniendo en
cuenta la densidad del aire. La parte superior del casco era ligeramente curva, excepto
el puente, y las ruedas en el fondo deberían proporcionar suficiente resistencia al
avance. Por todo lo que los exploradores aéreos habían podido ver, el campo nevado
era llano; por tanto, el líquido no debería estar en movimiento. Se le ocurrió que la
presión exterior lo comprobaría. El timonel se sobresaltó al pensarlo, miró hacia el
capitán, vaciló y después habló:
—Señor, ¿y si revisamos las observaciones sobre la presión en el casco? Si donde
estamos flotando hay alguna corriente, tendríamos que estar yendo cuesta abajo, y
eso se notaría…
Dondragmer le interrumpió.
—Pero la superficie era plana… No, tienes razón. Podemos mirar.
Se elevó hasta la fila de micrófonos y llamó al laboratorio.
—Born, ¿cómo está la presión? Por supuesto, la seguirás.
—Claro, capitán. Las ampollas de seguridad de proa y popa han comenzado a
expandirse desde que comenzamos a flotar. Hemos bajado unos seis cuerpos en doce
minutos. Estoy preparado para introducir más argón.
Dondragmer acusó ese recibo y miró a su timonel.
—Bien por ti. Tenía que habérseme ocurrido. Eso significa que estamos siendo
empujados por una corriente, además de por el viento, y cualquier apuesta sobre la
velocidad, la distancia y dónde pararemos queda descartada. A menos que los
exploradores aéreos no advirtiesen una pendiente, no puede haber corriente. Si hay
una pendiente, esta llanura tiene que desaguar por alguna parte.
—Estamos preparados para un viaje difícil, señor. No veo qué más podemos
hacer.
—Una cosa —dijo Dondragmer lúgubremente.
Se acercó de nuevo a los micrófonos y emitió la llamada general semejante a una
sirena. Cuando estuvo razonablemente seguro de que todos estaban escuchando, echó
su cabeza hacia atrás de forma que estuviese distante por igual de todos los tubos y
habló alto, lo suficiente para llegar a todos.
—Todo el mundo en traje especial lo antes posible. Tenéis permiso para dejar
vuestros puestos con ese propósito, pero volved tan pronto como podáis —descendió
hasta su banco de comandante y se dirigió a Beetchermarlf—. Coge tu traje y el mío
y tráelos aquí. ¡Rápido!
El timonel estuvo de vuelta con los trajes en noventa segundos. Comenzó a
ayudar al capitán a ponerse el suyo, pero fue impedido con un gesto enfático, y se
dedicó a ponerse el suyo. En unos minutos, los dos completamente protegidos,
excepto la cubierta de la cabeza, habían vuelto a sus puestos.
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La prisa, según resultó, era innecesaria. Pasaron más minutos mientras
Beetchermarlf jugaba con el inútil timón y Dondragmer se preguntaba si los
científicos humanos proporcionarían alguna vez información y de qué serviría ésta si
lo hacían. Esperaba que las vistas de los satélites le diesen alguna idea sobre la
velocidad del Kwembly; que sería agradable saber la fuerza probable con la que
golpearían cualquier cosa que les detuviese al final. Sabía que aquellas vistas eran
difíciles de ordenar; había más de treinta satélites de imágenes reflejadas en órbita,
pero estaban a menos de tres mil millas sobre la superficie. No se había intentado
preparar sus órbitas de forma que sus limitados campos de cobertura visual y
micróndica fuesen uniformes o complejos. La comunicación no era su objetivo
primordial. La principal base humana, en órbita sincrónica a más de seis millones de
millas por encima del meridiano de la colonia, no necesitaba supuestamente ayuda
para esta tarea. Además, también la velocidad de los satélites orbitales más bajos
(más de noventa millas por segundo), por muy útil que los observadores humanos la
proclamasen para la comprobación de la localización de las líneas de las bases
móviles, le parecía a Dondragmer una causa inevitable de dificultad. No estaba muy
esperanzado en obtener su velocidad gracias a esta fuente. Mejor así, porque nunca lo
hizo.
Una vez, media hora después de comenzar a derivar, un breve estremecimiento
recorrió el Kwembly. El capitán informó a la estación de que probablemente había
tocado fondo. A bordo, todos los demás supusieron lo mismo, y la tensión comenzó a
subir.
Un poco antes del final hubo un pequeño aviso. Un grito de laboratorio,
proveniente del micrófono, fue seguido por un informe de que la presión había
comenzado a aumentar más rápidamente y que había sido necesaria una liberación
adicional de argón en la atmósfera de la nave para evitar que las ampollas de
seguridad explotasen. No se percibía ninguna sensación de velocidad creciente, pero
las implicaciones del informe eran lo suficientemente claras. Bajaban más deprisa. ¿A
qué velocidad iban horizontalmente? El capitán y el timonel se miraron sin hacer la
pregunta en voz alta, pero leyéndola en sus expresiones; la tensión aumentaba, en
tanto que las pinzas se agarraron a puntales y estribos con más fuerza.
Entonces se oyó un ruido atronador y el casco se inclinó abruptamente; otro
ruido, y se ladeó fuertemente a estribor. Durante varios segundos cabeceó con
violencia. Aquellos que se encontraban cerca de la proa y de la popa pudieron sentir
cómo guiñaba además, aunque la niebla continuaba bloqueando cualquier vista del
exterior que pudiese explicar la sensación. Después otro ruido, mucho más alto, y el
Kwembly volcó a unos sesenta grados a estribor; pero esta vez no se recobró. Unos
sonidos raspantes y rechinantes sugerían que algo se movía, pero no fueron
acompañados de ningún cambio real. Por primera vez se hizo audible el sonido del
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líquido corriendo por el casco.
Dondragmer y su compañero no estaban heridos. Para unos seres que
consideraban doscientas gravedades terrestres como algo normal y seiscientas como
una pequeña inconveniencia, aquel tipo de aceleración no significaba nada. Ni
siquiera se habían soltado, y todavía continuaban en sus puestos. El capitán no estaba
preocupado por los daños directos de su tripulación. Sus primeras palabras
demostraron que consideraba asuntos mucho más lejanos.
—¡Puestos de guardia, informen! —aulló por los micrófonos—. Revisad la
firmeza del casco en todos los puntos e informad de todas las grietas, roturas,
melladuras y cualquier otra evidencia de escapes. El personal del laboratorio a sus
puestos de emergencia, controlad el oxígeno. Soporte vital, cortad la circulación de la
cisterna hasta que termine la revisión del oxígeno. ¡Ya!
Aparentemente, los micrófonos estaban intactos. Inmediatamente comenzaron a
sonar gritos de respuesta. Mientras los informes se acumulaban, Beetchermarlf
comenzó a relajarse. En realidad no esperaba que el estuche que le protegía del aire
venenoso de Dhrawn resistiese un choque como aquél, y por su respeto por los
ingenieros alienígenas subió varios grados. Había considerado las estructuras
artificiales de cualquier tipo inferiores normalmente en fuerza y duración a cualquier
otro cuerpo viviente. Por supuesto, tenía excelentes razones para una creencia así. Sin
embargo, cuando todos los informes llegaron, pareció que nadie había observado
fallos importantes en la estructura, ni siquiera grietas visibles. Si las aberturas
normales, inevitables en una estructura con entradas para el personal y el equipo (sin
mencionar los orificios en el casco para los instrumentos y cables de control), estaban
peor de lo que habían estado, no se sabría durante algún tiempo. Por supuesto, la
vigilancia de la presión y la comprobación del oxígeno continuarían como asunto
rutinario.
La energía todavía funcionaba, lo que no sorprendió a nadie. Los veinticinco
transformadores independientes de hidrógeno, módulos idénticos que podían ser
transportados desde cualquier instrumento dentro del Kwembly que utilizase energía a
cualquier otro, eran artificios en estado sólido, sin partes móviles mayores que las
moléculas de carburante gaseoso con que eran alimentados. Podrían haber sido
colocados bajo el martillo de una fragua sin sufrir daños. La mayor parte de las luces
exteriores del Kwembly habían sufrido daños, o al menos no funcionaban, aunque
podían ser reemplazadas. Algunas, sin embargo, todavía funcionaban, y desde el
extremo sumergido del Kwembly se podían ver. En el extremo superior la niebla aún
bloqueaba la visión. Dondragmer se aproximó, muy cautelosamente, al extremo
inferior y echó una breve ojeada al conglomerado de rocas redondeadas —cuyos
diámetros iban desde la mitad de su propia juventud hasta veinte veces más—, entre
el cual su nave había conseguido incrustarse. Después trepó con cuidado regresando a
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su puesto. Conectó el sistema sonoro de su radio y transmitió el informe que
Barlennan iba a conocer algo más de un minuto después. Sin esperar una respuesta,
comenzó a dar órdenes al timonel.
—Beech, quédate aquí en caso de que los hombres tuviesen algo que decir. Voy a
hacer una revisión completa yo mismo, especialmente de las compuertas. A pesar de
todo lo que puede decirse en favor de nuestro diseño, no contábamos con un balanceo
tan fuerte como éste cuando nos metimos dentro. Quizá sólo podamos utilizar las
pequeñas compuertas de emergencia, puesto que en este momento la mayor parece
estar por debajo de nosotros. Puede estar bloqueada en el exterior, aunque
consiguiésemos abrir la puerta interna y encontrar el tabique todavía sumergido. Si
quieres, habla con los seres humanos. Cuantos más de nosotros podamos emplear su
lenguaje y más entre ellos el nuestro, mejor. El puente está a tu cargo.
Dondragmer hizo el gesto habitual, aunque ahora bastante inútil, de golpear la
escotilla pidiendo salida; después la abrió y desapareció, dejando solo a
Beetchermarlf.
El timonel no tenía por el momento deseos de charlar ociosamente con la
estación. Su capitán le había dejado con muchas cosas en qué pensar.
No se sentía exactamente feliz de quedar encargado del puente bajo aquellas
circunstancias. Ni siquiera estaba demasiado preocupado por el bloqueo de la
compuerta principal. Las pequeñas serían suficientes, aunque recordó repentinamente
que no lo eran para el equipamiento de soporte vital. Bien, por el momento la
conveniencia de salir al exterior parecía muy pequeña; pero si el Kwembly estuviese
permanentemente inmovilizado, habría que hacer frente a esa necesidad.
En esa eventualidad, la cuestión principal era de qué serviría salir al exterior. Las
doce mil millas aproximadamente en que Beetchermarlf pensaba, como en cerca de
veinte millones de cables, era un camino muy largo, especialmente cargados con el
equipamiento de soporte vital. Sin este aparato no podía ni pensarse en ello. Los
mesklinitas eran organismos asombrosamente resistentes mecánicamente, y tenían un
radio de tolerancia de las temperaturas que todavía muchos biólogos humanos no
podían creer; pero el oxígeno era otra cosa. En aquel momento su presión parcial en
el exterior era de cincuenta libras por pulgada cuadrada, más que suficiente para
matar a cualquier miembro de la tripulación del Kwembly en unos segundos.
Lo más deseable era colocar de nuevo la enorme máquina sobre sus cadenas. El
cómo y el si se podía hacer esto, dependían grandemente de la corriente líquida que
fluía alrededor del encallado casco. Trabajar en el exterior en medio de esta corriente
quizá no fuese imposible, mas sería difícil y peligroso. Los mesklinitas vestidos con
traje especial tendrían que estar pesadamente lastrados para poder realizar cualquier
tarea, y los cables salvavidas complicarían los detalles.
Claro que la corriente quizá no fuese permanente. Aparentemente acababa de
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comenzar su existencia, junto con el cambio del tiempo, y podía dejar de fluir
repentinamente. Sin embargo, como Beetchermarlf sabía muy bien, hay una
diferencia entre tiempo y clima. Si el río era estacional, su naturaleza «temporal»
podría resultar demasiado larga para los mesklinitas: el año en Dhrawn era ocho
veces más largo que el de la Tierra y más de una vez y media que el de Mesklin.
Ésta era una zona donde la información humana podría ser de utilidad. Los
alienígenas habían estado observando a Dhrawn cuidadosamente durante casi medio
año, y superficialmente, durante mucho más tiempo. Deberían tener alguna idea sobre
sus estaciones. El timonel se preguntó si podría plantear la cuestión a alguien de la
estación orbital, puesto que el capitán no lo había hecho. Por supuesto, el capitán
había dicho que podía utilizar la radio para charlar y no había mencionado lo que
podía o no decirse.
La idea de que hubiese algo, además del incidente del Esket, que no debiera
discutirse con los patrocinadores humanos de la expedición a Dhrawn, no había
llegado por la cadena de mandos hasta Beetchermarlf. El joven timonel casi había
decidido iniciar una llamada cuando habló la radio, a su lado. Y es más, habló en su
propio lenguaje, aunque el acento no fuese irreprochable.
—Dondragmer, sé que debes estar ocupado, pero si tú no puedes hablar ahora, me
gustaría que alguien pudiese. Me llamo Benjamin Hoffman, un ayudante en el
laboratorio aerológico de la estación, y necesito ayuda de dos tipos, si es que alguien
puede encontrar tiempo para hablar. Necesito practicar vuestro lenguaje; debe ser
obvio que lo necesito. En cuanto al laboratorio, estamos en una posición muy
embarazosa. Dos veces seguidas hemos confeccionado pronósticos del tiempo para
vuestra zona del planeta que han resultado completamente incorrectos. Sencillamente,
no tenemos la suficiente información detallada para hacer el trabajo apropiadamente.
Las observaciones que podemos hacer desde aquí no resuelven mucho, y no hay en
ningún punto cercano estaciones que informen sobre lo que ocurre ahí abajo. Tú y los
otros habéis colocado un montón de automáticos en vuestros viajes; pero como sabes,
todavía no cubren más que una pequeña parte del planeta. Puesto que unas buenas
predicciones serán tan útiles para ti como para nosotros, pensé que quizá podría
hablar detalladamente con alguno de vuestros científicos y elaborar los factores del
tiempo sobre los que conozcáis lo suficiente como para completar los cálculos
generales y conseguir así unos pronósticos aceptables, por lo menos en vuestras
cercanías.
El timonel contestó ansiosamente.
—Benjamin Hoffman, el capitán no está en el puente. Me llamo Beetchermarlf,
uno de los timoneles, y estoy de guardia. Hablando por mí, me gustaría intercambiar
práctica en el lenguaje cuando lo permitan las obligaciones, como ahora mismo. Me
temo que los científicos estarán muy ocupados durante un rato; quizá yo también lo
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esté la mayor parte del tiempo. Tenemos problemas, aunque no conozcas todos los
detalles. El capitán no tenía tiempo para contar la historia completa en el informe que
le oí enviar hace unos minutos. Te daré un cuadro de la situación tan completo como
pueda y algunas ideas que se me han ocurrido después que el capitán abandonase el
puente. Podrías grabar la información para tu gente y comentar mis ideas si lo deseas.
Si crees que no vale la pena mencionarlas al capitán, no lo haré. De todas formas,
estará bastante ocupado sin ellas. Esperaré hasta que me digas que estás listo para
grabar, o si no vas a hacerlo, antes de empezar.
Beetchermarlf se detuvo, no sólo por la razón que acababa de dar. De repente se
preguntó si debería molestar a uno de aquellos seres alienígenas con sus propias
ideas, que comenzaban a parecerle pobres y toscas.
Sin embargo, los informes sobre los hechos tenían que ser útiles. Había mucha
información detallada sobre la situación actual del Kwembly que los hombres no
podían conocer posiblemente todavía. Cuando la aprobación de Benj llegó por el
micrófono, el timonel había recobrado parte de su confianza.
—Espléndido, Beetchermarlf. Estoy preparado para grabar tu informe. Lo iba a
hacer de todas maneras para practicar tu lenguaje. Transmitiré lo que quieras. Incluso
si tus meteorólogos están ocupados, quizá nosotros dos podamos intentar hacer lo que
yo sugería con la información sobre el tiempo. Probablemente tú puedes conseguir
esos datos. Estás en el lugar y puedes verlo todo. Si eres uno de los marineros que
Barlennan reclutó en Mesklin, es seguro que sabes un montón de cosas sobre el
clima. A juzgar por lo que sé, quizá hayas pasado doble cantidad de años de los que
yo he vivido en ese lugar de Mesklin, donde aprendéis métodos de investigación e
ingeniería. Adelante, estoy preparado.
Estas palabras terminaron de restaurar la moral de Beetchermarlf. Habían pasado
solamente diez años en Mesklin desde que había comenzado la educación alienígena
para unos pocos nativos seleccionados. Este ser humano debía tener cinco años o
menos. Por supuesto, no había forma de decir lo que esto significaba en términos de
madurez de las especies, y no era fácil preguntarlo; pero a pesar del aura de
supernormalidad que tendía a rodear a todos los alienígenas, uno no pensaba en un
ser de cinco años como en un ser superior.
Tan relajado como cualquiera podía estarlo sobre un suelo con una pendiente de
sesenta grados, el marinero comenzó su descripción de la situación del Kwembly. Dio
una descripción detallada del viaje sobre lo que ahora tenía que ser reconocido como
un río y su final. Describió minuciosamente lo que podía ver desde el puente.
Comentó cómo ahora estaban varados fuera de sus rieles y recalcó la situación que
esperaba a la tripulación si esto no podía ser corregido. Incluso detalló la estructura
de las compuertas neumáticas y explicó por qué la mayor estaba probablemente
inutilizada, y quizá las otras también.
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—Será una gran ayuda para los planes del capitán —continuó—, si podemos
obtener alguna estimación de confianza sobre lo que le sucederá a este río,
especialmente si se secará y cuándo. Si todo el campo de nieve se funde en dicha
época del año y corre fuera de la llanura a través de esta única corriente, supongo que
estaremos aquí durante la mayor parte del año y tendremos que hacer nuestros planes
según esto. Si podéis darnos alguna esperanza de que podremos trabajar sobre tierra
seca sin esperar demasiado, nos serviría de mucho.
Benj tardó bastante más de sesenta y cuatro segundos en contestar; también él
tenía bastante material para pensar.
—Tengo tus detalles grabados y los he enviado a Planificación —llegaron al fin
sus palabras—. Ellos distribuirán copias a los laboratorios. Hasta yo puedo ver que
imaginarse la historia vital de tu río va a ser un trabajo pesado; quizá imposible sin
tener muchos más datos. Como dices, todo el campo de nieve podría estar
comenzando una fusión estacional. Si las aguas de Norteamérica tuviesen que fluir a
través de un solo río, estarías ahí durante un largo tiempo. No sé qué proporción de la
región cubren vuestros informes aéreos obtenidos por los exploradores ni lo ambiguas
que puedan ser las fotos desde aquí arriba, pero apuesto a que cuando todo esté
pasado a los mapas, todavía habrá lugar para la discusión. Aunque todo el mundo
estuviese de acuerdo en una conclusión, aún no sabemos mucho sobre ese planeta.
—¡Pero habéis tenido muchas experiencias en otros planetas! —replicó
Beetchermarlf—. Eso debiera ayudaros.
De nuevo la respuesta tardó en llegar más de lo que el simple retraso en la
velocidad de la luz podría explicar.
—Los hombres y sus amigos han tenido experiencias en muchos planetas, es
cierto, y yo he leído mucho sobre ello. El problema está en que prácticamente nada de
todo eso ayuda aquí. Hay tres tipos de planetas básicamente. Uno es el terrestre,
como mi propio mundo; es pequeño, denso y prácticamente no tiene hidrógeno. El
segundo es el joviano, o Tipo Dos, que tiende a ser mucho más grande y mucho
menos denso, a causa de que estos planetas han conservado la mayor parte de su
hidrógeno desde el tiempo en que fueron originalmente formados, según creemos.
Esos dos eran los únicos tipos que conocíamos antes de abandonar la vecindad de
nuestro propio sol, porque son los únicos tipos en nuestro sistema.
»El Tipo Tres es muy grande, muy denso y muy difícil de explicar. Las teorías
que presumían que el Tipo Uno había perdido su hidrógeno a causa de su pequeña
masa inicial y que el Dos lo había conservado a causa de su mayor tamaño,
estuvieron muy bien en tanto no supimos de la existencia del Tipo Tres. Nuestras
ideas eran perfectamente satisfactorias y convincentes mientras no sabíamos
demasiado, si me perdonas por expresarme como mi profesor de ciencia básica.
»El Tipo Tres es en el que estás ahora. No hay ninguno de ellos alrededor de un
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sol con un planeta de Tipo Uno. Supongo que debe haber una razón para eso, pero no
la conozco. Bien, entre las razas de la comunidad no sabíamos nada sobre ellos, hasta
que aprendimos a viajar entre las estrellas y comenzamos a hacerlo en gran escala, lo
suficientemente grande para que el principal interés de las naves errantes no fuese
simplemente el encontrar nuevos planetas habitables. Incluso entonces no pudimos
estudiarlos directamente, como tampoco podíamos hacerlo en los mundos jovianos.
Enviamos a ellos unos cuantos robots especiales, muy caros y generalmente muy
poco fiables, pero eso fue todo. Tu especie es la primera que hemos encontrado capaz
de soportar la gravedad de un Tipo Tres o la presión de un Tipo Dos.
—Pero según tu descripción, ¿no es Mesklin un Tipo Tres? A estas alturas, debes
saber mucho sobre ellos; habéis estado en contacto con nuestro pueblo durante diez
años y algunos de vosotros han llegado a aterrizar en el Borde, quiero decir, en el
ecuador.
—Sí, hace unos cincuenta años nuestros. El problema estriba en que Mesklin no
es un Tipo Tres. Es un Dos peculiar. Hubiese tenido todo el hidrógeno de cualquier
mundo joviano, si no fuese por su rotación, ese terrorífico giro que da a vuestro
mundo un día de dieciocho minutos y una forma de huevo frito. No hay ningún otro
como el vuestro todavía, y nadie ha encontrado casos intermedios, que yo sepa. Ésa
es la razón por la que las razas de la comunidad estuvieron dispuestas a tomarse
tantas molestias, a perder tantísimo esfuerzo en desarrollar el contacto con vuestro
mundo y en preparar esta expedición a Dhrawn. En treinta años más o menos
averiguaremos muchísimo sobre las condiciones de ese mundo a través de los
contadores de neutrino en los satélites de imágenes reflejadas, pero el equipamiento
sísmico que vosotros habéis estado plantando añadirá muchísimo detalle y hará
desaparecer las ambigüedades. Lo mismo ocurrirá con vuestro trabajo químico. En
cinco o seis de nuestros años podremos saber lo bastante sobre esa pelota rocosa
como para hacer una adivinanza sensata de por qué está ahí, o por lo menos, si
debemos llamarlo una estrella o un planeta.
—¿Quieres decir que sólo entrasteis en contacto con la gente de Mesklin para
aprender más cosas sobre Dhrawn?
—No, no quise decir eso en absoluto. La gente merece la pena conocerla por lo
que vale… Por lo menos mis dos padres piensan así, aunque conozco personas que
ciertamente no lo hacen. Creo que la idea del proyecto de Dhrawn no apareció hasta
mucho después de que vuestro colegio estuviese en marcha. Mucho antes de que yo
naciese. Por supuesto, cuando se le ocurrió a alguien que vosotros podíais hacer
investigación de primera mano en un sitio como Dhrawn, todo el mundo saltó ante la
oportunidad.
Esto impulsó a Beetchermarlf a hacer una pregunta que ordinariamente habría
considerado como un asunto estrictamente humano en el que no debía meterse: la
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madurez de un ser humano de cinco años. Se le escapó antes de que pudiese
controlarse; durante una hora él y Benj estuvieron discutiendo sobre las razones para
actividades tales como el proyecto de Dhrawn y por qué debería dedicarse un
esfuerzo tan impresionante a una actividad sin perspectivas claras de provecho
material. Benj no defendió su parte demasiado bien, dando usuales respuestas sobre
la fuerza de la curiosidad, que Beetchermarlf entendía hasta cierto punto. Conocía la
suficiente historia como para saber lo cerca de la extinción que el hombre y otras
especies habían llegado, antes de que hubiesen desarrollado el transformador de
fusión de hidrógeno; pero era demasiado joven para ser demasiado elocuente. Le
faltaba experiencia para ser capaz de afirmar con convencimiento, incluso para sí
mismo, que cualquier cultura dependía por completo de su comprensión de las leyes
del universo. La conversación nunca se hizo acalorada, lo que hubiese sido difícil en
cualquier discusión donde hay un período de enfriamiento entre una observación y su
respuesta. El único progreso realmente satisfactorio fue el realizado en el progreso
del stenno de Benj.
La conversación se interrumpió cuando Beetchermarlf se dio cuenta de repente de
que su ambiente había cambiado. Durante la última hora toda su atención había
estado en las palabras de Benj y en sus propias contestaciones. El puente inclinado y
el goteante líquido habían pasado al fondo de su mente. Se sintió muy sorprendido al
comprender abruptamente que el esquema de luces parpadeando sobre su cabeza era
la constelación de Orión. La niebla se había ido.
Alerta una vez más a lo que le rodeaba, advirtió que la línea del agua alrededor
del puente parecía un poco más baja. Diez minutos de observación cuidadosa le
convencieron de que así era, en efecto. El río estaba bajando.
Por supuesto, a medio camino en esos diez minutos había sido interrogado por
Benj sobre su repentino silencio y le había dicho la razón. Inmediatamente el
muchacho se lo había notificado a McDevitt, de forma que cuando Beetchermarlf
estaba seguro sobre el cambio en el nivel del agua, había varios seres humanos
interesados allá arriba escuchándole. El timonel les informó brevemente por la radio,
y únicamente entonces llamó a Dondragmer por los micrófonos.
El capitán estaba mucho más allá, detrás de la sección del laboratorio, justo al
lado del compartimiento que contenía la ampolla de presión, cuando recibió la
llamada. Al terminar de hablar el timonel hubo una pausa. Beetchermarlf esperaba
que el capitán entraría corriendo por la escotilla del puente en unos cuantos segundos;
pero Dondragmer no cedió a la tentación. Los portillos del resto del casco,
incluyendo el compartimiento donde él estaba, eran demasiado pequeños para
permitir una estimación clara del nivel del agua; así que tuvo que aceptar el juicio de
su timonel. Dondragmer se encontraba dispuesto a hacerlo así, con bastante sorpresa
del joven marinero.
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—Observa lo más exactamente que puedas la velocidad del descenso, hasta que te
releven —fueron sus órdenes—. Comunícame a mí y a los humanos la velocidad en
cuanto la sepas con exactitud; después avísanos cuando cambies tu estimación.
Beetchermarlf se dio por enterado de la orden y gateó por el puente hasta un
punto donde podía marcar la línea del agua con una raspadura sobre uno de los
puntales de las ventanas. Habiendo informado de esto al capitán y a los escuchas
humanos, volvió a su estación, conservando los ojos fijos en la marca. Las arrugas en
el líquido tenían varias pulgadas de alto y se calmaban sólo a intervalos espaciados;
de aquí que pasase algún tiempo antes de que pudiese estar absolutamente seguro del
cambio en profundidad. Hubo dos o tres preguntas impacientes desde arriba, que
contestó cortésmente reuniendo lo mejor de su limitado lenguaje humano, antes de
que Benj le informase de que una vez más estaba solo, si exceptuaba ciertos seres sin
importancia que vigilaban los otros vehículos. Por tanto, pasaron la mayor parte del
tiempo, hasta la llegada de Takoorch como relevo del puente, describiendo sus
planetas nativos, corrigiéndose mutuamente los errores sobre la Tierra y Mesklin,
como forma de practicar el idioma, y, aunque ninguno se diese cuenta de ello,
desarrollando una cariñosa amistad personal.
Beetchermarlf volvió seis horas más tarde para relevar a Takoorch (en realidad, el
intervalo era de veinticuatro días mesklinitas, la duración estándar de un turno).
Observó que el nivel del agua había bajado cerca de un pie desde la marca de
referencia. Takoorch le informó de que el humano Benj acababa de volver de un
período de descanso. El más joven de los timoneles se preguntó para sí cuánto tiempo
después de la llegada de Tak había decidido el otro que era el momento de descansar.
Naturalmente, no podía preguntarlo, pero mientras se acomodaba en su puesto, envió
una llamada hacia arriba.
—He vuelto, Benj. No sé lo recientemente que Tak te ha informado, pero el agua
ha bajado más de medio cuerpo y la corriente parece mucho más lenta. El viento está
bastante tranquilo. ¿Tus científicos tienen algo para nosotros?
Durante el retraso en la respuesta tuvo tiempo de comprender que su última
pregunta era bastante inútil, puesto que las principales noticias que se requerían de
los científicos humanos eran la probable duración del río, que ahora ya no importaba.
De todas formas, quizá tuviesen algo valioso.
—Tu amigo Takoorch nos dijo lo del agua y lo del viento, además de otras
muchas cosas —anunció la voz de Benj—. Me alegro de que estés de vuelta, Beetch.
No sé nada de los laboratorios, pero por lo que dijiste sobre la forma en que
volcasteis, por la velocidad en el descenso del agua y por lo que puedo ver en el
modelo de vehículo que tengo aquí, me parece que estaréis en seco dentro de sesenta
o setenta horas. Eso, por supuesto, si el agua continuase descendiendo a la misma
velocidad. Podría hacerlo si fluyese a través de un canal despejado, pero yo no
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contaría con eso. No me gusta ser pesimista, pero creo que la velocidad del descenso
se detendrá antes de que todo el líquido haya desaparecido.
—Quizá tengas razón —dijo Beetchermarlf—. Por otra parte, si la corriente se
remansa, probablemente podremos trabajar en el exterior con bastante comodidad,
antes de que todo esto se haya ido.
Fue una observación profética. Estaba todavía regresando a su puesto, cuando el
micrófono pidió atención.
—¡Beetchermarlf! Informa a los seres humanos que serás relevado
inmediatamente por Kervenser y preséntate ahora mismo en la compuerta de
emergencia de estribor con tu traje especial. Quiero una revisión de las ruedas y
cables de guardín. Irán contigo otros dos por cuestiones de seguridad. Me interesa
más la eficiencia que la rapidez. Quiero saber si hay algún daño que sea más fácil de
arreglar mientras todavía estamos volcados que cuando estemos en posición normal.
Después de la revisión echa un vistazo general a tu alrededor. Quiero una idea general
sobre lo sólidamente que estamos metidos en este lugar y sobre el trabajo necesario
para enderezarnos y libertarnos. Yo mismo estaré en el exterior haciendo una revisión
similar, pero necesito otra opinión.
—Sí, señor —respondió el timonel.
Esta vez la orden constituía una clara sorpresa, y casi se olvidó de contárselo a
Benj. La sorpresa no era el hecho de ir al exterior, sino que el capitán le hubiese
escogido para verificar su propio juicio.
Se habían quitado los trajes especiales cuando Dondragmer se convenció de que
el casco no había sufrido daños, pero en medio minuto Beetchermarlf se había puesto
el suyo otra vez, y momentos más tarde se encontraba junto a la compuerta
designada. El capitán y cuatro marineros, todos con los trajes, le esperaban. Los
tripulantes llevaban carretes de cuerda.
—Muy bien, Beetch —dijo el capitán—. Stakendee saldrá el primero y atará su
cuerda al estribo más cercano; tú irás detrás, y después Praffen. Cada uno de vosotros
atará su cable a un estribo diferente. Después debéis dedicaros a vuestra tarea.
Esperad… Unid esto al arnés de vuestros trajes. Sin lastre flotaríais.
Les tendió cuatro pesas equipadas con grapas de cierre rápido para sujetarlas al
arnés del timonel.
Salieron en silencio por la diminuta escotilla. Esencialmente, era una compuerta
líquida en forma de U. similar en su forma de operar a la principal y bastante
profunda, de forma que la inclinación del Kwembly no impedía por completo su
operación. El hecho de que de todas formas el extremo exterior estaba inmerso en
líquido, podría constituir la diferencia. Al emerger dentro de la corriente,
Beetchermarlf se alegró del fuerte apretón de Stakendee, mientras buscaba un lugar
donde sujetar su propio cable salvavidas. Un minuto más tarde se reunió con ellos el
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tercer miembro del grupo, y juntos recorrieron la corta distancia que les separaba del
lecho del río, compuesto por las rocas redondeadas, visibles desde el puente,
dispuestas en un extraño dibujo semejante a unas olas cuyas crestas se extendían
contrarias a la dirección de la corriente. A la primera ojeada, Beetchermarlf obtuvo la
impresión de que el vehículo había encallado en el seno entre dos de estas olas. La
visión era posible, aunque no ideal, porque bastantes de las luces exteriores todavía
funcionaban.
El trío se dirigió, bordeando la popa, a echar un vistazo a la parte inferior de su
vehículo. Aunque estaba mucho peor iluminado, desde el primer momento se hizo
obvio que había mucho que pedirle a Dondragmer.
El Kwembly se sostenía sobre un conjunto de sesenta ruedas de tres pies de
anchura y seis de longitud, dispuestas en cinco hileras longitudinales de doce ruedas.
Todas giraban sobre ruedecillas y estaban interconectadas por un laberinto de cables
de guardín, que eran la principal responsabilidad de Beetchermarlf. Cada una de las
ruedas tenía una cavidad donde se instalaba una unidad energética y su propio motor,
consistente en una barra de seis pulgadas de grueso, cuya microestructura le daba un
poder directo del campo magnético rotatorio, una de las formas en las que las
unidades de fusión podrían entregar su energía. Al no estar instalado el motor, la
rueda giraba libremente. En el momento del accidente, diez de los veinticinco
transformadores del Kwembly estaban en las ruedas, dispuestos en forma de V, con la
punta hacia adelante en la proa y en la popa.
En la parte trasera del vehículo habían desaparecido dieciocho ruedas, incluyendo
las cinco que tenían motor en aquel lado.
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V. DE LA SARTÉN AL CONGELADOR
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también había sido ideado y construido por científicos y técnicos mesklinitas.
Unos cuantos centenares de aquellos seres habían recibido un extenso conjunto de
educación alienígena, aunque no se había intentado extender el nuevo conocimiento
entre la cultura mesklinita. Casi todos los «graduados» estaban ahora en Dhrawn,
junto con reclutas como Beetchermarlf; en su mayor parte eran jóvenes voluntarios,
razonablemente inteligentes, procedentes de la marinería de la nación marítima de
Barlennan. Esta gente tendría que realizar cualquier reparación y todo el
mantenimiento regular de los vehículos. Este hecho tuvo que estar constantemente en
primer plano en las mentes de los diseñadores. Idear unos vehículos capaces de cubrir
miles de millas sobre la superficie de Dhrawn en un tiempo razonable y, a la vez, más
o menos seguros bajo los cuidados mesklinitas, había producido inevitablemente una
maquinaria con asombrosas cualidades. Beetchermarlf no debería sorprenderse de
que las piezas de su vehículo se ajustasen tan fácilmente, ni de que los vehículos
sufriesen tan pocos daños.
Por supuesto, la inteligencia de los mesklinitas había sido tenida en cuenta. Era la
razón principal para no depender de robots: éstos no habían dado resultados
satisfactorios en los primeros tiempos de la exploración espacial. La inteligencia
mesklinita podía compararse con la de los seres humanos, con los Drommian o con
los Paneshks, hecho sorprendente en sí mismo, puesto que los cuatro planetas habían
desarrollado sus formas de vida a lo largo de longitudes de tiempo geográfico que
diferían ampliamente. Era también bastante seguro que los mesklinitas, en su
mayoría, vivían mucho más tiempo que los seres humanos, aunque eran curiosamente
bastante reluctantes a discutir tal asunto; en realidad, lo que esto podría significar en
términos de su competencia en general era algo tan problemático como el propio
Dhrawn. Desde cualquier punto de vista había sido un proyecto costoso, y la mayor
parte del riesgo lo soportaban los mesklinitas. La barcaza gigante que iba a la deriva
en órbita cerca de la estación humana y que se suponía capaz de evacuar a toda la
colonia, en caso de emergencia, era poco más de un gesto, especialmente para los
seres de viaje en los vehículos.
Nada de esto se encontraba en las mentes de los tres marineros que
inspeccionaban los daños del Kwembly. Estaban simplemente sorprendidos y
encantados al averiguar que las ruedas perdidas sólo habían saltado de las cavidades
en las que normalmente se enroscaban y en las que podían ser colocadas de nuevo,
aparentemente sin problemas, suponiendo que fuesen encontradas. Con este asunto
resuelto a su satisfacción, Beetchermarlf caminó un poco hacia el lecho del río, hasta
el límite impuesto por los cables de seguridad, y encontró doce ruedas dentro de ese
radio. Algunas estaban dañadas: llantas rotas o con eslabones perdidos; ruedas de
soporte agrietadas; unos cuantos ejes mellados. Los tres reunieron todo el material
que pudieron alcanzar y lo transportaron bajo la popa del Kwembly. El timonel pensó
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en doblar la longitud de los cables salvavidas y aumentar el radio de la búsqueda,
pero decidió informar primero a Dondragmer y obtener su aprobación. De hecho, el
timonel estaba algo sorprendido de que el capitán no hubiese aparecido antes, a la
vista de su anunciada intención de revisar el exterior.
Supo la razón cuando él y sus compañeros llegaron a la compuerta bordeando la
popa. Dondragmer, sus dos compañeros en la primera salida y seis tripulantes más,
que habían sido llamados en el intermedio, estaban cerca del centro del Kwembly
trabajando para retirar las piedras de la región de la compuerta principal.
Los trajes especiales no tenían equipo de comunicación; la capacidad transmisora
entre su relleno de hidrógeno-argón y el líquido que los rodeaba era muy pobre; pero
la voz mesklinita, construida alrededor de un sifón natatorio, en lugar de un aparato
pulmonar (los enanitos que usaban hidrógeno no tenían pulmones), era una cosa más
entre las que habían preocupado a los biólogos humanos. El timonel captó la atención
de su capitán con un fuerte grito y le hizo señas de que le siguiese al otro lado de la
popa del vehículo. Dondragmer supuso que el asunto era importante y le siguió,
después de ordenar a los otros que continuasen con su trabajo. Una mirada y unas
cuantas frases de Beetchermarlf le pusieron al corriente de la situación.
Después de pensar unos cuantos segundos, rechazó la idea de buscar
inmediatamente las ruedas desaparecidas. El agua todavía bajaba; sería más seguro y
más fácil conducir la búsqueda cuando no quedase nada, si no tardaba mucho.
Mientras tanto, podían comenzar las reparaciones en las que habían encontrado ya.
Beetchermarlf recibió la orden y comenzó a seleccionar el equipo dañado para
planear el trabajo.
Era necesario tener cuidado; algunas partes eran bastante ligeras como para ser
transportadas por la corriente al desprenderlas del resto de los aparatos. Objetos de
este tipo ya habían desaparecido, seguramente de esa forma. El timonel hizo que una
luz portátil fuese traída al lugar y estacionó a uno de sus ayudantes a unas cuantas
yardas corriente abajo para coger cualquier cosa que se escapase. Pensó en lo útil que
sería una red, pero no había redes a bordo del Kwembly; con las millas de cuerda que
había, era posible construir una, pero difícilmente parecía valer la pena.
Ocho horas de trabajo, interrumpidas por descansos ocasionales, que había
pasado charlando con Benj, dieron frutos positivos en tres de las ruedas dañadas de
nuevo en servicio. Algunas de sus partes no eran las originales. Beetchermarlf y los
demás habían improvisado con libertad, empleando tejidos y cuerdas mesklinitas,
además de polímeros y aleaciones alienígenas que tenían a mano. Las herramientas
eran suyas; su cultura había alcanzado altas cotas en artesanía, y objetos como sierras,
martillos y el espectro usual de herramientas de filo les eran familiares a los
marineros. El hecho de que estuviesen fabricadas con los equivalentes mesklinitas del
hueso o el cuerno y la concha no eran una desventaja, considerando la naturaleza
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general de los tejidos mesklinitas.
Volver a colocar las unidades reparadas en sus torniquetes necesitó fuerza, incluso
por estándares mesklinitas. También necesitó un gran esfuerzo con las herramientas,
puesto que el metal con los ajustes había sido deformado cuando las ruedas se
desgajaron. Las tres primeras tuvieron que ser colocadas en la fila cuarta, puesto que
la quinta estaba aplastada contra las piedras del lecho del río, y las otras tres,
demasiado altas para ser alcanzadas convenientemente. Beetchermarlf se inclinó ante
lo inevitable, fijó las ruedas donde buenamente pudo y volvió a emprender la
reparación de otras piezas.
El río continuaba bajando y la corriente decreciendo. Dondragmer ordenó al
timonel y a sus ayudantes desplazar su zona de debajo del casco, previendo lo que
sucedería al ceder la fuerza flotante bajo el Kwembly. Su precaución fue justificada,
pues con un ruido como de piedras molidas el vehículo se deslizó de su inclinación de
sesenta grados a unos treinta, poniendo dos filas más de ruedas al alcance del fondo y
forzando a dos trabajadores a lanzarse entre las piedras para evitar ser aplastados.
En este momento se hizo evidente que, aunque el agua continuase bajando, el
vehículo no lo haría más. Un punto en su costado, a un tercio de la proa, entre las
filas primera y segunda, descansaba ahora sobre una roca de dieciocho pies de
diámetro, medio enterrada en el lecho del río, un objeto imposible de desalojar, aun
sin el peso del Kwembly sobre él. Beetchermarlf continuó la tarea que se le había
asignado, pero no pudo evitar preguntarse cómo se proponía el capitán levantar su
nave de aquel promontorio. También sentía curiosidad por saber qué pasaría cuando
esto sucediese. La superficie rocosa que formaba el lecho del río era la última cosa en
que los diseñadores habían pensado como superficie de apoyo, y el timonel dudaba
seriamente de que pudiese correr sobre una base así. Los planetas de alta gravedad
tienden a ser bastante llanos, a juzgar por Mesklin (el único ejemplo disponible), y en
caso de que se presentase una zona donde la tracción pareciese dificultosa, los
diseñadores debían haber supuesto que lo único necesario estribaba en que la
tripulación se abstuviese de meterse en ella. Esto era otro buen ejemplo de la razón
por la que la exploración por medio de personas era generalmente mejor que la
automática.
Beetchermarlf, temporalmente en un humor filosófico, concluyó que
verosímilmente la previsión dependía mucho de la cantidad de experiencias
disponibles.
Dondragmer, que meditaba sobre el mismo problema de cómo liberar a su
vehículo, no se encontraba más cerca de la solución que su timonel unas cincuenta
horas después de haber encallado. El primer oficial y los científicos estaban
igualmente desconcertados. No aparecían preocupados, excepto el capitán, aunque su
sentimiento no era exactamente equivalente al sentimiento humano de preocupación.
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Había conservado para sí mismo y para Beetchermarlf (que estaba en aquel momento
en el puente) una conversación que había tenido unas cuantas horas antes con los
observadores humanos.
Había comenzado como un informe regular sobre los progresos, en tono
optimista. Dondragmer estaba dispuesto a admitir que todavía no había pensado en un
plan factible, pero no que fuese incapaz de pensar en alguno. Infortunadamente, había
incluido en la observación la frase: «Tenemos un montón de tiempo para pensarlo».
En el otro extremo, Easy se había sentido impulsada a no estar de acuerdo.
—Quizá no tanto como piensas. Por aquí algunos han estado pensando en esas
piedras. Son redondas, según tú informe y lo que vemos por el equipo del puente. La
causa más probable de que tengan esa forma, según nuestra experiencia, es por
arrastramiento sobre el lecho de un río o en una playa. Para mover rocas de ese
tamaño, se necesita una corriente tremenda. Tememos que la corriente que os ha
llevado hasta ahí es sólo una gota preliminar, el primer deshielo de la temporada, y si
no escapáis pronto, os enfrentaréis con una gran cantidad de agua bajando.
Dondragmer lo pensó brevemente.
—De acuerdo, pero ya estamos haciendo todo lo que podemos. O bien escapamos
a tiempo, o no lo lograremos. Si vuestros científicos pueden darnos algún tipo de
pronóstico específico sobre esta súper riada, por supuesto nos vendrá bien; de otra
forma, tendremos que seguir como hasta ahora. Dejaré aquí un hombre junto a la
radio, a menos que haya demasiado que hacer; en ese caso, llamad al laboratorio.
Supongo que debo agrandar la información. El capitán regresó al trabajo mientras
pensaba. No era un tipo que se aterrorizase; parecía más tranquilo en las situaciones
peligrosas que en una discusión personal. Su filosofía era básicamente la que acababa
de expresar: hacer todo lo posible en el tiempo disponible, sabiendo que éste se
terminaría tarde o temprano. De momento, sólo deseaba saber qué podía realizar.
La enorme roca era el problema principal. Estaba impidiendo la tracción a las
unidades conductoras, y no podía moverse al Kwembly con su propia energía hasta
que éstas no sólo tocasen el suelo, sino que se apoyasen sobre él fuertemente.
Seguidamente en la Tierra, o en el ecuador de Mesklin, podrían haberla movido a
base de músculo, pero no bajo la gravedad de Dhrawn. Hasta una roca de dos pies era
difícil de mover en aquel campo.
En el interior había aparejos que podían ser dispuestos para el alzamiento, pero
ninguno soportaría el peso del vehículo como una carga estática, aunque sus ventajas
mecánicas eran adecuadas.
Algunas ruedas (para ser exactos, cuatro) estaban en contacto con la propia roca,
causa de los problemas. Otras de la fila quinta tocaban el fondo. Ninguna de aquellas
estaba dotada en aquel momento de energía, pero podrían serles añadidos unos
transformadores. Si las cuatro de la roca, las delanteras y algunas de las ruedas de la
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fila quinta eran dotadas de motor, ¿por qué no podría el vehículo retroceder?
Podía. No había razón en absoluto para dudarlo. Sobre suelo llano, con una
tracción razonable, cuatro unidades bien espaciadas podían hacerlo. Con su peso
concentrado solamente en unas cuantas ruedas, la tracción debiera ser mejor de lo
normal, y un movimiento hacia atrás sería en su mayor parte cuesta abajo.
No fue a causa de falta de confianza en sí mismo por lo que Dondragmer delineó
este plan al ser humano de guardia: estaba anunciando sus intenciones, no pidiendo
consejo. El hombre que le oía no era ingeniero y aprobó despreocupadamente la idea.
Informó del hecho a Planificación de forma rutinaria para que la información fuese
distribuida. En consecuencia, llegó a un ingeniero al cabo de una hora, mucho antes
de que Dondragmer estuviese listo para llevar a cabo su plan. Provocó un
enarcamiento de cejas, un rápido examen de un modelo a escala del Kwembly, y dos
minutos de rápido trabajo consultando unas tablas.
El ingeniero era un pobre lingüista, pero ésta no era la única razón por la que
comenzó a buscar a Easy Hoffman. Él no conocía muy bien a Dondragmer ni tenía
idea sobre cómo reaccionarían los mesklinitas ante las críticas; había trabajado con
Drommian, puesto que algunos se relacionaban con el proyecto de Dhrawn, y le
pareció más seguro que fuese la encargada oficial de suavizar las tensiones la que
presentase el asunto. Cuando encontró a Easy, ésta le aseguró rápidamente que nunca
había visto a Dondragmer mostrar resentimiento por un aviso razonable, pero estuvo
de acuerdo en que su mejor conocimiento del stenno probablemente serviría de
ayuda, aunque el capitán hablaba fluidamente el lenguaje humano. Se fueron juntos a
la sala de Comunicaciones.
Como acostumbraba hacer cuando no estaba de guardia, Benj estaba allí. A estas
alturas se había hecho amigo de varios mesklinitas más, aunque Beetchermarlf
continuaba siendo su preferido. Sus largas horas de trabajo, como resultado del
accidente, no le habían impedido por completo la conversación, y el stenno de Benj
había mejorado mucho; ahora era casi tan bueno como su madre creía. Cuando Wasy
y el ingeniero llegaron, estaba escuchando a Takoorch, y no lamentó demasiado
interrumpir el intercambio con la noticia de que había un mensaje importante para el
capitán.
Dondragmer tardó varios minutos en presentarse en el puente; como el resto de la
tripulación, había estado trabajando casi sin descanso, aunque por suerte se
encontraba casualmente dentro cuando llegó la llamada.
—Aquí estoy, Easy —se oyó al fin su voz—. Tak dice que tenéis una llamada
urgente. Adelante.
—Se trata de la forma en que planeas descender de la roca, Don —comenzó ella
—. Por supuesto, aquí no tenemos la imagen total, pero hay dos cosas que preocupan
a nuestros ingenieros. Una es el hecho de que tus ruedas delanteras quedarán libres de
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la piedra, mientras todavía hay diez pies o más de casco —incluyendo parte del
puente— encima de ella. ¿Has tomado las medidas para ver si hay algún riesgo de
que el casco se golpee sobre la roca al girar las ruedas? Además, hacia el final de la
maniobra tendrás el casco soportado casi completamente por los extremos. El tren
neumático quizá distribuya la carga, pero aquí mi amigo no está seguro de que lo
haga; más aún, si tienes sólo el casco, en lugar del colchón, soportando la mitad del
peso del Kwembly, la gravedad de Dhrawn va a hacer un esfuerzo muy respetable
para romper en dos tu vehículo. ¿Has registrado eso?
Dondragmer hubo de admitir que no lo había hecho y que sería mejor que lo
hiciese así antes de que el proyecto fuese mucho más adelante. Concedió esto por
radio, dio las gracias a Wasy y a su amigo y salió por la compuerta principal que
había sido despejada hacía mucho tiempo.
En el exterior la corriente había bajado hasta un punto donde los cables salvavidas
ya no eran necesarios. La profundidad del agua era de unos siete pies, medidos desde
el nivel medio de las rocas más pequeñas. La línea del agua estaba indudablemente en
el nivel más conveniente posible para ver el cuadro completo. Tuvo que trepar en
parte por las rocas, una tarea difícil en sí misma, aunque ayudado por el hecho de que
tenía alguna capacidad de flotación; desde allí tuvo que seguir las ruedas delanteras
hasta un punto donde podía comparar la curvatura de la enorme roca y la de la baja
proa del Kwembly. No podía estar completamente seguro, puesto que mover el casco
hacia atrás cambiaría su inclinación, pero no le gustó lo que veía. Probablemente el
ingeniero humano tenía razón. No sólo existía el riesgo de dañar el casco, sino que la
barra de gobierno salía de éste justo por delante del colchón neumático mediante un
cierre mecánico casi hermético, ayudado por una cisterna líquida, y hacía sus
conexiones principales con el laberinto de cables. Un daño serio en la barra no
inmovilizaría al vehículo, puesto que había un duplicado a popa, pero no era un
riesgo que pudiera ser tomado despreocupadamente.
La respuesta a la situación estaba delante de él todo el tiempo, pero tardó casi otra
hora en verla. Un psicólogo humano, cuando más tarde se enteró del asunto, se sintió
muy molesto. Estaba buscando diferencias significativas entre la mente humana y la
mesklinita, y encontraba lo que él consideraba una cantidad indebida de puntos
similares.
Por supuesto, la solución requería trabajo. Incluso las piedras más pequeñas
resultaban pesadas. Sin embargo, ellos eran muchos, y no se necesitaba alejarse
demasiado para encontrar piedras en abundancia. Con toda la tripulación del
Kwembly trabajando, excepto Beetchermarlf y los que le ayudaban con las ruedas,
creció con bastante rapidez una rampa de piedras apiladas desde la popa del vehículo
atrapado hasta la roca.
Era una ayuda para Beetchermarlf. En cuanto dejaba lista una unidad de soporte
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dañada, se encontraba con que podía llegar a nuevos lugares de instalación que antes
estaban fuera de su alcance. Él y los que transportaban piedras terminaron casi al
mismo tiempo, excepto cuatro ruedas que había sido incapaz de reparar a causa de las
partes perdidas. Las había usado libremente, empleándolas en las necesidades de
algunas de las otras, y había dispuesto los inevitables baches en la tracción lo
suficientemente separados como para que el peso del vehículo estuviese distribuido
razonablemente bien. Para trabajar en la fila quinta, enterrada prácticamente en el
lecho del río, tuvo que desinflar aquel lado del colchón. Cuando las dos ruedas fueron
reemplazadas, hinchar el colchón de nuevo provocó que el casco temblase
ligeramente, con gran alarma de Dondragmer y de varios trabajadores que se
encontraban debajo; afortunadamente, el movimiento fue insignificante.
El capitán había pasado la mayor parte del tiempo moviéndose entre la radio,
donde continuaba esperando un pronóstico seguro sobre la próxima riada, y el lugar
de trabajo, donde dividía su atención entre el progreso de la rampa y la vigilancia de
la corriente. Cuando la rampa estuvo lista, el agua tenía menos de una yarda de
profundidad y la corriente había cesado por completo; estaban en una piscina, más
que en un río.
Era noche cerrada; el sol se había puesto hacía unas cien horas. El tiempo se
había aclarado completamente y los trabajadores en el exterior podían ver las estrellas
parpadeando violentamente. Su propio sol no resultaba visible; pocas veces lo era a
esta profundidad en la pesada atmósfera de Dhrawn. Por el momento, estaba
demasiado cerca del horizonte. Ni siquiera Dondragmer conocía con anterioridad si
estaba un poco por encima o un poco por debajo. Sol y Fomalhaut, que incluso los
menos informados de la tripulación sabían que eran los indicadores del sur, brillaban
y se movían sobre una baja eminencia, a unas cuantas millas en aquella dirección. La
línea imaginaria que los conectaba se había inclinado menos de veinte grados desde
el anochecer en la escala humana; los navegantes mesklinitas hubiesen dicho que
menos de cuatro.
Fuera del radio de las propias luces del Kwembly era casi totalmente negro.
Dhrawn no tiene luna; las estrellas no suministran más iluminación que en la Tierra o
en Mesklin.
La temperatura era casi la misma. Los científicos de Dondragmer habían estado
midiendo los alrededores tan perfectamente como lo permitía su equipo y sus
conocimientos; después enviaron los resultados a la estación de arriba. El capitán
había estado esperando tranquilamente alguna información de utilidad, a su vez,
aunque comprendía que los seres humanos no le debían nada. Después de todo, los
informes eran simplemente parte del trabajo que los mesklinitas se habían
comprometido a hacer en primer lugar.
También había sugerido a sus propios hombres que intentasen pensar un poco por
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su cuenta. La contestación de Borndender a lo que él consideró un sarcasmo había
sido que si los seres humanos le proporcionaban informes de otras partes de Dhrawn
y tiempos computados con los que establecer correlaciones, estaría encantado de
intentarlo. El capitán no había pretendido ser sarcástico; conocía perfectamente bien
la enorme diferencia entre explicar por qué una nave flota sobre agua o sobre
amoníaco y explicar por qué 2,3 milicables de lluvia 60-20 cayeron en la colonia
entre la hora 40 y la 100 del día 2. Sospechaba que el error de su investigador había
sido deliberado. A menudo los mesklinitas eran bastante humanos cuando buscaban
excusas, y Borndender estaba en aquel momento molesto por su propia falta de
utilidad. Sin mencionar abiertamente este aspecto del asunto, el capitán replicó que
las ideas útiles serían bienvenidas, y abandonó el laboratorio.
Hasta los científicos recibieron la orden de salir cuando llegó finalmente el
momento de utilizar la rampa. Borndender se irritó y murmuró algo mientras bajaba
sobre la naturaleza académica de la diferencia entre estar dentro o fuera del Kwembly
si sucedía algo drástico. Sin embargo, Dondragmer no había hecho una sugerencia;
había dado una orden, y ni siquiera los científicos le denegaban el derecho o la
competencia para hacerlo. Sólo el propio capitán, Beetchermarlf y un técnico llamado
Kensnee, del compartimiento de soporte vital, estarían a bordo cuando comenzase el
movimiento. Dondragmer había considerado actuar como su propio timonel y
arriesgarse con el equipamiento vital, pero reflexionó que Beetchermarlf conocía el
entramado de los cables mejor y era más probable que se diese cuenta si algo iba mal.
La energía interior no tenía que ver directamente con el movimiento, pero si algún
derrumbamiento o colapso de la rampa provocaba dificultades en el sistema de
soporte vital, era mejor tener algo a mano. Este sistema de soporte era todavía más
importante que el crucero. En una emergencia, la tripulación podría seguramente
caminar hasta la colonia llevando su equipo a cuestas, aunque el vehículo estuviese
inutilizado.
El razonamiento implicado en la orden de evacuación debería haber dejado a
Beetchermarlf y Kensnee a bordo, con todos los demás, el capitán incluido, mirando
desde el exterior. Dondragmer no estaba dispuesto a ser tan razonable. Permaneció a
bordo.
La tensión entre la multitud de seres oruguiformes agrupados en el exterior del
monstruoso casco aumentó cuando los conductores colocaron los cabos sueltos en sus
cadenas. Dondragmer estaba tranquilo, ya que no podía ver desde el puente a la tensa
multitud; Beetchermarlf podía sentir su humor, y estaba inquieto. Los humanos,
observándolo por medio de un equipo que había sido retirado de la sala de Soporte
Vital y asegurado sobre una roca que sobresalía del agua a unas cien yardas del
vehículo, no podían ver nada hasta que éste comenzase a moverse. Estaban todos en
calma, excepto Easy y Benj.
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El muchacho prestaba poca atención a la vista exterior. En su lugar, vigilaba la
pantalla del puente sobre la que podía verse parte de Beetchermarlf. Éste tenía un par
de pinzas sobre los cables de guardín, sujetándolos fuertemente; los otros tres pares
se movían con velocidad casi invisible entre las agarraderas de los cables de control
del motor, intentando compensar el tirón de las diferentes ruedas. No había procurado
proveer de energía más que a las diez usuales; los cables que normalmente las
interconectaban de forma que uno solo hiciese funcionar a todas, habían sido
dispuestos para control individual. Beetchermarlf estaba muy ocupado.
Cuando el Kwembly comenzó a retroceder, uno de los seres humanos comentó
explosivamente:
—¿Por qué demonios no han puesto controles remotos en ese puente, o por lo
menos indicadores de tracción y rotación? Ese pobre chinche se está volviendo loco.
No comprendo cómo puede decir si un particular equipo de llantas está agarrándose
al suelo, y mucho menos si responde a sus maniobras.
—Si tuviese unos indicadores llamativos, probablemente no podría —replicó
Mersereau—. Barlennan no quería en estos vehículos una maquinaria más sofisticada
de lo que su gente pudiese reparar sin ayuda, excepto cuando no hubiese elección
posible. Yo estuve de acuerdo con él, y también el resto del equipo de Planificación.
Mirad, está deslizándose tan suavemente como el hielo.
Un coro de expresivos gritos salió del micrófono, ensordecidos por el hecho de
que la mayor parte de los seres que los emitían estaban bajo el agua. Durante un largo
momento, una parte de las ruedas centrales giraron en el aire, mientras la popa del
Kwembly salía de la rampa y se desplazaba hacia atrás sobre el lecho del río. El
ingeniero que había avisado sobre el efecto de puente, cruzó los dedos e hizo girar los
ojos hacia arriba. Después la proa bajó al caer sobre la rampa las ruedas delanteras, y
una vez más el peso estuvo correctamente distribuido. La tensión del giro, que nadie
había considerado seriamente, se debilitó cuando el vehículo descansó sobre el
empedrado del lecho del río, relativamente llano, y se detuvo. La tripulación se
dividió y se desparramó bordeando la proa y la popa, dirigiéndose a la compuerta
principal, sin pensar nadie en recoger el comunicador. Easy decidió recordárselo al
capitán, pero decidió que sería más delicado esperar.
Dondragmer no había olvidado el instrumento. Cuando los primeros miembros de
la tripulación salieron de la superficie interna de la cisterna de la compuerta, su voz
pudo escucharse por los micrófonos.
—¡Kervenser! ¡Reffel! Sacad rápidamente los vehículos aéreos. Reffel, recoge el
comunicador que está fuera; asegúrate de que el obturador esté en el vehículo antes
de salir; después realiza un recorrido al norte y al este de diez minutos y vuelve.
Kervenser, al oeste y al sur durante el mismo tiempo. Borndender, informa cuando
todo tu equipo de toma de datos esté a bordo. Beetchermarlf y Takoorch al exterior,
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colocad de nuevo los cables de control del motor en su posición normal.
Su comunicador en el puente tenía puesto el sonido; por tanto, oyó y tradujo
aquellas órdenes, aunque la referencia a un obturador no fue entendida por ninguno.
Junto con sus colegas, observó con interés la pantalla del equipo exterior cuando los
dos diminutos helicópteros se elevaban desde la cubierta superior. Uno de ellos se
dirigió hacia el receptor y seguramente se posó fuera de su campo de vista. El otro
todavía seguía ascendiendo cuando salió de la pantalla, dirigiéndose hacia el oeste.
La imagen giró cuando el equipo fue recogido por Reffel y colocado en su lugar a
borde del helicóptero. Easy apretó ausentemente el botón con el fin de grabar las
escenas para futuros trabajos cartográficos, mientras el punto de vista se separaba del
suelo.
A Dondragmer le hubiese gustado ser capaz de ver la misma pantalla, pero sólo
podía esperar un informe verbal transmitido por Reffel, o uno directo, aunque
retrasado, de Kervenser. En realidad, Reffel no se molestó en retransmitir. Los vuelos
de diez minutos no produjeron ninguna información que demandase una entrega
acelerada.
Según Dondragmer informó a la audiencia humana, el resultado era que el
Kwembly se encontraba en un valle de unas cinco millas de anchura, con paredes de
roca desnuda, bastante escarpadas para Dhrawn. Los pilotos estimaron que la
pendiente era de veinte a treinta grados, y la altura, de unos cuarenta pies. Al oeste no
había señales de una nueva riada hasta donde había llegado Kervenser. Advirtió que
las rocas desparramadas por el suelo del valle se convertían en roca desnuda a una
milla o dos, y había numerosos estanques, como el que encerraba al Kwembly. Hacia
el este, las piedras y los estanques continuaban hasta el punto donde Reffel había
volado. Dondragmer sopesó durante un rato estos datos, después de transmitir esta
información al satélite. Luego ordenó a uno de los pilotos que volviese a salir.
—Kerv, sal otra vez. Los timoneles no terminarán hasta dentro de unas horas.
Vete hacia el oeste, siguiendo el valle tan lejos como puedas en una hora, y observa lo
más cerca que tus luces te permitan si hay alguna señal de que baje más agua. Tienes
tres horas, a menos que, por supuesto, encuentres algo o tengas que volver a causa de
la mala visibilidad. Yo voy a descansar. Antes de partir para tu misión, dile a
Stakendee que suba al puente.
Hasta los mesklinitas se cansaban, pero la idea de Dondragmer de que éste era el
momento apropiado para descansar un poco fue infortunada, como Barlennan le
indicó más tarde. Cuando el capitán insistió en que no habría podido hacer nada,
incluso si hubiese estado completamente alerta, su superior dio el equivalente
mesklinita a un gruñido de desprecio.
—Te las habrías arreglado para encontrar algo. Más tarde lo hiciste.
Dondragmer se abstuvo de señalar que esto demostraba que su omisión no había
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sido un error serio; pero tenía que admitir que en ese momento había parecido así.
Casi ocho horas después de la partida de Kervenser, un tripulante gritó ante la
puerta del alojamiento del capitán. Cuando Dondragmer respondió, el otro
comprendió la situación en una simple frase.
—Señor, Kervenser y los timoneles todavía están fuera, y el estanque de agua en
el que nos encontramos se ha helado.
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VI. EN LA TRASTIENDA
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a Barlennan era su aerofobia racial; pero por lo menos fue capaz de comprender que
sin la exploración aérea los vehículos no se atreverían a viajar más que unas cuantas
millas por hora sobre terreno nuevo y que llevaría más o menos una eternidad cubrir
sólo Low Alfa a esa marcha. Con esto, le convencimos.
»Hubo un montón de material que nos hubiese gustado proporcionarle. Habría
sido útil, y hubiese compensado llevarlo, mas nos convenció para no utilizarlo. Nada
de armas; de acuerdo en que probablemente hubiesen resultado inútiles. Pero,
¿ningún equipo de radio de corto alcance? ¿Ningún intercomunicador en la colonia?
Es una estúpida tontería que Dondragmer tenga que llamarnos a seis millones de
millas de distancia y pedirnos que retransmitamos sus informes a Barlennan en la
colonia. Generalmente no es importante, puesto que Barí no podría ayudarle
físicamente y el retraso no significa mucho, pero en el mejor de los casos es tonto.
Ahora que el principal compañero de Don ha desaparecido, seguramente dentro de las
cien millas alrededor del Kwembly y posiblemente a menos de diez, sin posibilidad de
entrar en contacto con él en la galaxia ni desde aquí ni desde el vehículo, la situación
es crítica. ¿Qué tiene Barí contra las radios, Alan? ¿Y qué tienes tú?
—Justo la razón que tú mismo acabas de dar —contestó Aucoin con sólo un
rastro de mordacidad—: el problema del mantenimiento.
—Estás loco. No hay ningún problema de mantenimiento con un comunicador
simplemente vocal, incluso con uno visual. Según tengo entendido, había cuatro en
Mesklin en el primer viaje de Barlennan patrocinado desde el exterior hace unos
cincuenta años, y ninguno de ellos provocó la más ligera molestia. Ahora mismo hay
sesenta en Dhrawn, sin el menor problema en el año y medio que han estado allí.
Barlennan debe saberlo, y ciertamente tú lo sabes. Además, ¿por qué retransmitimos
vocalmente los mensajes que nos envían? Podríamos hacerlo automáticamente, en
lugar de tener a una banda de intérpretes desmenuzándolo todo (lo siento, Easy). No
me digas que habría en esta estación un deficiente mantenimiento de una unidad de
retransmisión. ¿Quién quiere tomar el pelo a quién?
Easy se estremeció; esto se acercaba peligrosamente a ser objeto de pelea. Su
esposo, sin embargo, sintió el movimiento y tocó su brazo en un gesto que ella
comprendió. Él se encargaría del asunto. Sin embargo, dejó que Aucoin contestase.
—Nadie está intentando engañar a nadie. No quiero decir mantenimiento del
equipo, y admito que escogí mal las palabras. Debería haber dicho de la moral. Los
mesklinitas son una especie competente y con una gran seguridad en sí mismos, por
lo menos los representantes que más hemos visto. Navegan sobre miles de millas de
océano en esos ridículos grupos de balsas, completamente fuera de contacto con la
base y lejos de toda ayuda durante meses seguidos, exactamente como hacían los
seres humanos hace unos cuantos siglos. Pensamos que hacer la comunicación
demasiado fácil minaría su seguridad. Admito que esto no es un dogma; los
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mesklinitas no son humanos, aunque sus mentes se parezcan mucho a las nuestras.
Hay un factor importante cuyo efecto no podemos evaluar, y quizá nunca podamos.
No sabemos la duración normal de su vida, si bien está claro que es mucho más larga
que la nuestra. Sin embargo, Barlennan estuvo de acuerdo con nosotros sobre la
cuestión de la radio. Como tú dijiste, fue él quien lo sacó a relucir, y nunca se ha
quejado de la dificultad de la comunicación.
—A nosotros, no —intervino en este momento Ib Hoffman.
Aucoin pareció sorprendido; después, perplejo.
—Sí, Alan, eso he dicho. No se ha quejado ante nosotros. Lo que piense de ello
privadamente, ninguno de nosotros lo sabe.
—Pero ¿por qué no iba a quejarse, o incluso a pedir radios, si ha llegado a darse
cuenta de que debería tenerlas?
El planificador no iba por completo desencaminado, pero Easy observó con
aprobación que había perdido su tono defensivo.
—No sé por qué —admitió Hoffman—. Simplemente recuerdo lo que aprendí
sobre nuestros primeros tratos con Barlennan hace unas pocas décadas. Durante la
mayor parte de la misión Gravedad fue un agente altamente cooperativo, un adorador
de los misteriosos alienígenas de la Tierra, Paneshk, Drom y aquellos otros exóticos
lugares en el cielo, haciéndonos nuestro trabajo justo cuando se lo pedíamos;
después, al final, repentinamente nos atracó en un chantaje que cinco seres humanos,
siete paneshks y nueve drommians de cada diez todavía piensan que nunca debimos
pagar. Sabes tan bien como yo que enseñar tecnología avanzada, o incluso ciencia
básica, a una cultura que todavía no está en su revolución mecánica enfurece a los
ecologistas, porque piensan que todas las razas debieran tener derecho a pasar su
propio tipo de dolores de crecimiento; hace sublevarse a los xenófobos, porque
estarnos armando contra nosotros a los malvados alienígenas; provoca las críticas de
los historiadores, porque estamos enterrando datos inapreciables, y molesta a los tipos
administrativos, porque tienen miedo de que estemos creando problemas que todavía
no han aprendido a resolver.
—Los xenófobos son el problema principal —dijo Mersereau—. Esos chiflados
dan por sentado que todas las especies no humanas serían un enemigo si tuviesen la
capacidad técnica. Ésa es la razón por la que sólo hemos dado a los mesklinitas
material que no puedan duplicar por sí solos, como las unidades de fusión; cosas que
no podrían ser desarmadas y estudiadas en detalle sin unas cinco fases de equipo
intermedio, como cámaras de difracción de los rayos gamma, que los mesklinitas
tampoco tienen. El argumento de Alan parece bueno, pero sólo es una excusa. Sabes
tan bien como yo que podrías entrenar en dos meses a un mesklinita para volar en una
nave automatizada en parte de forma razonable si los controles fuesen modificados
para sus pinzas y que en esta estación todos los científicos darían los tres cuartos de
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su sangre por bajar a la superficie de Dhrawn cargas de utensilios físicos e
instrumentos que ellos habrían improvisado.
—Eso no es completamente verdad, aunque hay elementos ciertos —dijo
Hoffman calmosamente—. Estoy de acuerdo con tu sentimiento personal sobre los
xenófobos, pero es un hecho que, estando la energía tan barata que un carguero
interestelar puede amortizar el coste de su construcción en cuatro o cinco años, una
guerra interestelar no resulta tan claramente imposible como se supuso una vez.
Además, tú sabes por qué esta estación tiene habitaciones tan enormes, por
incómodas que las encontremos algunos y por ineficientes para algunos propósitos.
El drommian medio, si hubiese aquí una habitación donde no pudiese entrar,
afirmaría que contenía algo deliberadamente mantenido en secreto. Ellos no tienen el
concepto de intimidad, y por nuestros estándares la mayoría están seriamente
paranoicos. Si cuando tuvimos el primer contacto no hubiésemos decidido compartir
la tecnología con ellos, hubiésemos creado un planeta de xenófobos muy
competentes, mucho más peligroso que cualquier cosa que la Tierra haya producido.
No creo que los mesklinitas reaccionasen de igual forma, pero todavía pienso que
fundar el Colegio en Mesklin fue la actuación política más inteligente desde que
admitieron al primer drommian en el M.I.T.
—Pero los mesklinitas tuvieron que chantajearnos para que hiciéramos eso.
—Por desgracia, es verdad —admitió Hoffman—; mas todo eso es un asunto
secundario. La cuestión ahora es que no sabemos lo que Barlennan piensa o planea en
realidad. Podemos, sin embargo, estar perfectamente seguros de que no accedió sin
una buena razón a llevar a dos mil compatriotas, incluyéndose a sí mismo, a un
mundo casi completamente desconocido y muy peligroso hasta para una especie
como la suya.
—Nosotros le dimos una buena razón —señaló Aucoin.
—Sí. Intentamos imitarle en el arte del chantaje. Accedimos a mantener el
Colegio de Mesklin, por encima de las objeciones de mucha de nuestra gente, si él
hacía el trabajo de Dhrawn para nosotros. Por ninguna de las partes se hizo referencia
a un pago material, aunque los mesklinitas son perfectamente conscientes de la
relación entre conocimiento y riqueza material. Estoy completamente dispuesto a
admitir que Barlennan es un idealista, pero no estoy seguro de cuánto chauvinismo
hay en su idealismo o de lo lejos que le llevará.
»Además, todo esto no es el problema ahora. No deberíamos preocuparnos por el
equipo que escogimos para los mesklinitas. Ellos estuvieron de acuerdo, fuesen las
que fuesen sus reservas privadas. Pero aún estamos en posición de ayudarles con
información sobre hechos físicos que no conocen y que difícilmente sus científicos
pueden esperar descubrir por sí solos. Tenemos computadores de alta velocidad.
Ahora mismo tenemos una máquina exploradora extremadamente cara, helada en un
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lago de Dhrawn, junto con un centenar de seres humanos que quizá sean personal
para algunos, pero para los demás son individualidades. Si queremos cambiar nuestra
línea de acción e insistir en que Barlennan acepte una nave cargada con nuevo
equipo, espléndido; mas no es el problema actual, Boyd. No sé qué podríamos enviar
ahora allá abajo que sirviese en lo más mínimo a Dondragmer.
—Supongo que tienes razón, Ib, pero no puedo evitar pensar en Kervenser y en
que hubiese sido mucho mejor si…
—Recuerda que podría haberse llevado uno de los comunicadores. Dondragmer
tenía tres, además del situado en el puente, todos ellos portátiles. La decisión de
llevarlos o no pertenece estrictamente al propio Kervenser y a su capitán. Dejemos dé
pensar en lo que pudiese haber sido e intentemos hacer algunos planes constructivos.
Mersereau se sometió, algo irritado con Ib por sus últimas palabras, pero con
resentimiento hacia la actitud de Aucoin, distraído por el momento. El planificador
tomó de nuevo la guía de la conversación, mirando hacia el otro extremo de la mesa,
donde los científicos estaban ahora silenciosos.
—Muy bien, doctor McDevitt. ¿Han efectuado algún acuerdo sobre lo que
probablemente sucedió?
—No completamente, pero hay una idea que vale la pena examinar. Como sabéis,
los observadores del Kwembly han estado informando de una temperatura casi
constante desde que la niebla se aclaró. Ningún enfriamiento radiacional; en todo
caso, una ligera tendencia al calentamiento. Las lecturas barométricas en ese lugar
han estado subiendo muy lentamente desde que la máquina encalló; las lecturas
anteriores carecen de significado, a causa del incierto cambio en la elevación. Las
temperaturas han estado muy por debajo de los puntos de congelación tanto del agua
como del amoníaco puros, pero algo por encima del eutético del amoníaco y el
monohidrato de agua. Nos estamos preguntando si el deshielo inicial no podría haber
sido causado por la niebla de amoníaco reaccionando con el aguanieve sobre el que el
Kwembly se deslizaba. Dondragmer temía esa posibilidad, y si fuera así, la
congelación actual podría ser debida a la evaporación del amoníaco del eutético.
Necesitaríamos datos sobre el amoníaco relativo…
—¿Qué? —interrumpieron casi al unísono Hoffman y Aucoin.
—Lo siento. La presión parcial del amoníaco es relativa al valor de saturación; el
equivalente de la humedad, relativo al agua. Para confirmar o abandonar la idea
necesitaríamos datos sobre eso, y por supuesto, los mesklinitas no los han tomado.
—¿Hubiesen podido?
—Estoy seguro de que podríamos encontrar una técnica con ellos. No sé cuánto
tiempo llevaría. El vapor de agua no constituirá un problema; su presión de equilibrio
es cuatro o cinco décimas más pequeña que la del amoníaco en esa clase de
temperatura. No debería ser muy difícil.
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—Comprendo que esto es una hipótesis más que una realidad completamente
desarrollada. ¿Resulta suficientemente aceptable para basar alguna acción sobre ella?
—Eso dependería de qué clase de acción.
Aucoin hizo un gesto de impaciencia, y el físico atmosférico continuó
apresuradamente.
—Es decir, yo no me arriesgaría a un esfuerzo de todo o nada sólo sobre eso; pero
estoy dispuesto a intentar cualquier cosa que no obligue al Kwembly a terminar con
algún suministro importante o que le ponga en serio peligro.
El planificador asintió.
—De acuerdo —dijo—. ¿Preferiríais estar aquí y suministrarnos más ideas, o
sería más efectivo hablar sobre ésta con los mesklinitas?
McDevitt hizo un gesto con los labios, y pensó durante un momento.
—Hemos estado hablando con ellos con bastante frecuencia, pero supongo que es
más probable que algo bueno salga de esa dirección que…
Se detuvo, mientras Easy y su esposa ocultaban sonrisas.
Aucoin asintió, aparentando no haber advertido el paso en falso.
—De acuerdo. Vuelve a Comunicación. ¡Buena suerte! Haznos saber si tú o ellos
encontráis algo más que valga la pena.
Los cuatro científicos asintieron y se marcharon juntos. Los diez miembros de la
conferencia que se quedaron estuvieron silenciosos durante unos minutos antes de
que Aucoin dijese lo que todos, menos uno, pensaban.
—No nos engañemos —dijo lentamente—. La verdadera discusión llegará
cuando retransmitamos este informe a Barlennan.
Ib Hoffman se irguió bruscamente.
—¿Todavía no lo habéis hecho? —inquirió violentamente.
—Únicamente durante el encallamiento original Easy les comunicó esto y
algunos informes ocasionales sobre los trabajos de reparación; más todavía nada
sobre la nave.
—¿Por qué no?
Easy podía leer señales de peligro en la voz de su esposo, y se preguntó si quería
suavizarlo o no. Aucoin pareció sorprendido ante la pregunta.
—Sabes por qué tan bien como yo. No será muy diferente que se enterasen de
esto ahora, dentro de diez horas o cuando Dondragmer regrese a la colonia. No hay
nada que Barlennan pueda intentar inmediatamente para ayudarle, y lo único que
puede hacer no es lo que nosotros preferiríamos.
—¿Y qué es eso? —intervino dulcemente Easy. Ya había decidido qué línea de
acción debía seguir.
—Eso es, como sabes muy bien, enviar uno de los dos vehículos que todavía
están en la colonia a rescatar el Kwembly, como quería hacer con el Esket.
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—¿Y tú todavía te opones?
—Ciertamente, por las mismas razones que antes, si bien admito que Barlennan
aceptó aquella vez. No se trata sólo de que tengamos otros planes específicos para
esos dos vehículos, aunque eso también cuenta. Piensa lo que quieras, Easy, pero yo
no considero una vida poco importante simplemente porque no sea una vida humana.
Sin embargo, sí me opongo a malgastar tiempo y recursos. Cambiar nuestra forma de
actuar en medio de una operación, generalmente implica alterar las dos cosas.
—Pero si proclamas que las vidas mesklinitas significan para ti tanto como las
humanas, ¿cómo puedes hablar de malgastar?
—Tú no piensas, Easy. Lo comprendo, y en realidad no te culpo, pero estás
ignorando el hecho de que el Kwembly está a unas diez mil millas por aire de la
colonia y a unas trece mil por el camino que ellos siguieron. Un vehículo de rescate
no hubiese podido seguramente recorrer eso en menos de doscientas o doscientas
cincuenta horas. La última parte, la que el Kwembly atravesó al ser arrastrado por un
río, podría no ser encontrada, y las últimas cuatro mil millas a través del campo de
nieve quizá no sean transitables.
—Podríamos darle direcciones con vistas al satélite.
—Podríamos hacerlo, sin duda. Sin embargo, a menos que Dondragmer logre
salir con su tripulación y su vehículo de su problema actual, nada de lo que Barlennan
le envíe le serviría probablemente de ayuda, si el Kwembly está en peligro real e
inmediato. Si no lo está, si sólo se trata de permanecer detenido por el hielo como un
ballenero del siglo XIX, con su sistema vital de circuito cerrado, tiene suministros
indefinidamente y transformadores de fusión, mientras nosotros y Barlennan
podemos planear un rescate agradable y placentero.
—Como el del Esket de Destigmet —replicó la mujer con cierta amargura—.
Lleva allí siete meses, y tú rehúsas hablar sobre el rescate entonces y ahora.
—Ésa era una situación muy diferente. El Esket sigue estando allí, sin cambios,
según lo que sus equipos de visión nos dicen, pero su tripulación ha desaparecido. No
tenemos ni la más ligera idea de lo que les sucedió, pero puesto que no están a bordo
y no han estado durante todo este tiempo, es imposible creer que todavía vivan. Los
mesklinitas no podrían vivir siete meses en Dhrawn sin mucho más equipo que sus
trajes especiales, a pesar de todas sus habilidades y de su admirable resistencia física.
Easy no contestó. En pura lógica, Aucoin tenía toda la razón; pero Easy no podía
aceptar la idea de que la situación era puramente lógica. Ib conocía sus sentimientos,
y decidió que había llegado el momento de cambiar otra vez de rumbo. Hasta un
punto compartía la opinión del planificador sobre política básica; también sabía por
qué su mujer no podía compartirla.
—El problema real, inmediato según yo lo veo —intervino Hoffman—, es el que
tiene Don con los hombres que todavía están en el exterior. Según tengo entendido,
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dos están debajo del hielo y nadie parece saber si ese estanque está helado hasta el
fondo. A juzgar por el trabajo que se suponía que iban a hacer, en cualquier caso
están en algún punto entre las ruedas del Kwembly. Supongo que eso significa un
sencillo trabajo de picar y buscar. No tengo ni idea de qué probabilidades de vida
tiene un mesklinita con traje especial soportando una cosa así. La temperatura no les
molestará, a pesar de encontrarse tan por debajo del punto de fusión del hielo; pero
no sé qué otras limitaciones fisiológicas puedan tener. El primer oficial de Don
también ha desaparecido durante un vuelo de helicóptero. No podemos ayudarle
directamente, puesto que no se llevó un comunicador, pero hay otro helicóptero
disponible. ¿Nos ha pedido Dondragmer que le ayudemos mientras buscamos a su
piloto con la otra máquina y un equipo de visión?
—Hasta hace media hora no lo había hecho —replicó Mersereau.
—Entonces aconsejo vivamente que se lo insinuemos nosotros.
Aucoin asintió aprobadoramente y miró hacia la mujer.
—Yo diría que es un trabajo para ti, Easy.
—Si nadie se me ha adelantado.
Se levantó, pellizcó la oreja de Ib al pasar y abandonó la habitación.
—El siguiente punto —continuó Hoffman—. Suponiendo que puedas tener razón
al oponerte a una expedición de rescate desde la colonia, creo que ya es hora de que
Barlennan fuese puesto al día sobre el Kwembly.
—¿Por qué crear más problemas de los que necesitamos? —devolvió Aucoin—.
No me gusta discutir con nadie, especialmente cuando el otro en realidad no tiene por
qué escucharme.
—No creo que tengas que discutir. Recuerda que la otra vez él estuvo de acuerdo.
—Hace unos cuantos minutos dijiste que no estabas seguro de la sinceridad de sus
palabras.
—No lo estoy, pero si esa vez hubiese estado fuertemente en contra nuestra,
habría hecho lo que quería y enviado una brigada en ayuda del Esket. Recuerda que
lo hizo un par de veces cuando un vehículo estuvo en dificultades.
—Eso fue mucho más cerca de la colonia, y finalmente aprobamos la acción —
devolvió Aucoin.
—Sabes tan bien como yo que la aprobamos porque preveíamos que iba a hacerlo
de todas formas.
—La aprobamos, Ib, porque tu mujer estaba las dos veces del lado de Barlennan y
nos convenció. De paso, tu argumento es un punto en contra de comunicarle la
situación actual.
—¿De qué lado estaba ella durante la pelea del Esket? Sigo pensando que
deberíamos contarle pronto a Barlennan la situación actual. Dejando a un lado la pura
honradez, cuanto más esperemos más seguro es que tarde o temprano averiguará que
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hemos estado censurando los informes de la expedición.
—Yo no lo llamaría censurar. Nunca hemos cambiado nada.
—Pero muchas veces has retrasado la transmisión, mientras decidías lo que
debería conocer, y como dije antes, no creo que eso sea lo que decidimos pactar con
él. Perdona mis sentimientos reaccionarios, pero por motivos puramente egoístas
haríamos bien en conservar su confianza cuanto más tiempo mejor.
Varios de los otros miembros que hasta este momento habían escuchado en
silencio, irrumpieron a hablar casi al mismo tiempo cuando Hoffman expresó este
sentimiento. Aucoin necesitó varios segundos para desarrollar sus ideas, pero pronto
se hizo claro que el sentimiento del grupo estaba con Ib. El presidente se rindió
graciosamente; su técnica no incluía el quedarse delante del toro.
—Muy bien, le pasaremos a Barlennan el informe completo en cuanto nos
separemos —miró hacia el ganador—. Es decir, si la señora Hoffman no lo ha
mandado ya. ¿Cuál es el punto siguiente?
Uno de los hombres, quien se había limitado a escuchar hasta aquel momento,
hizo una pregunta.
—Perdonadme si no os he seguido bien hace unos pocos minutos. Ib, tanto tú
como Alan decís que Barlennan estuvo de acuerdo con la política del proyecto de
limitar al mínimo la cantidad de equipamiento sofisticado que su expedición iba a
utilizar. Yo también lo entendí así; pero tú, Ib, acabas de mencionar que tienes dudas
sobre la sinceridad de Barlennan. ¿Alguna de esas dudas proviene de su aceptación
de los helicópteros?
Hoffman movió la cabeza.
—No. Los argumentos que empleamos para su necesidad fueron buenos, y lo
único que me sorprendió fue que Barlennan no se adelantase y aceptase el equipo sin
discusión.
—Pero los mesklinitas son aerofóbicos por naturaleza. Para alguien de un mundo
así, la idea de volar debe ser inimaginable.
Ib sonrió lúgubremente.
—Es verdad. Pero una de las primeras cosas que Barlennan hizo después de
cerrar el trato con la gente de la misión Gravedad y comenzar a aprender ciencia
básica fue diseñar, construir y volar en un globo de aire caliente por la zona polar de
Mesklin donde la gravedad es más alta. Lo que motivó a Barlennan no fue aerofobia.
No dudo exactamente de él; simplemente no estoy seguro de lo que piensa, si me
perdonáis un juego de palabras bastante tosco.
—De acuerdo —intervino Aucoin—. Creo que nos estamos quedando secos.
Sugiero que durante seis horas, por ejemplo, nos separemos. Podemos pensar, bajar a
Comunicación y escuchar a los mesklinitas o hablar con ellos; cualquier cosa que
mantenga vuestros pensamientos sobre la cuestión de Dhrawn. Ya conocéis mis ideas
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sobre eso.
—Ahí es donde han estado las mías —era Ib el que hablaba—. Cada vez que uno
de los vehículos encuentra problemas, pienso en el Esket, incluso cuando el problema
es plenamente natural.
—Me imagino que lo mismo hacemos todos —admitió Aucoin.
»Cuanto más pienso en ello, más me parece que su tripulación debe haberse
encontrado con una oposición inteligente. Después de todo, sabemos que en Dhrawn
hay vida, aparte de los arbustos y seudoalgas que hemos encontrado. Eso no
explicaría cuantitativamente dicha atmósfera; tiene que haber en alguna parte un
sistema ecológico completo. Supongo que en las regiones de temperatura más altas.
—Como Low Alfa —Hoffman completó la idea—. Sí, no existen amoníaco y
oxígeno libres en el mismo ambiente durante mucho tiempo en la escala temporal de
un planeta. Yo podría creer en la posibilidad de una especie inteligente. No hemos
encontrado ninguna señal de ella desde el espacio y las brigadas mesklinitas tampoco,
a menos que lo hiciera el Esket; pero diecisiete billones de millas cuadradas de
planeta proporcionan un montón de razones. La idea es factible, y no eres el primero
en concebirla, pero no sé adonde nos lleva. Según Easy, Barlennan también pensó en
ello y en enviar otro vehículo a la zona donde el Esket se había perdido, con la misión
específica de buscar y contactar con cualquier inteligencia que pudiese estar allí; pero
hasta Barlennan dudaba en emprender ese tipo de búsqueda. Ciertamente, nosotros no
lo hemos impulsado a hacerlo.
—¿Por qué no? —interrumpió Mersereau—. Si pudiésemos entrar en contacto
con nativos, como hicimos en Mesklin, el proyecto podría funcionar realmente. No
tendríamos que depender tanto de…
Aucoin sonrió lúgubremente.
—Precisamente —dijo—. Ahora has encontrado una buena razón para cavilar
sobre la franqueza de Barlennan. No estoy diciendo que sea un político de corazón
helado que expondría las vidas de sus hombres sólo para tener echado el cerrojo
sobre la operación de Dhrawn, pero cuando finalmente accedió a no enviar el Kalliff
en la misma dirección, la tripulación del Esket ya estaba con bastante seguridad más
allá de todo rescate.
—Aunque hay otro punto —dijo Hoffman pensativamente.
—¿Cuál?
—No estoy seguro de que valga la pena mencionarlo, puesto que no podemos
evaluarlo; pero el Kwembly está a las órdenes de Dondragmer, que es un antiguo
asociado de Barlennan y que, según un razonamiento normal, debiera ser amigo muy
íntimo suyo. ¿Hay alguna posibilidad de que, al estar implicado, influya sobre el
juicio de Barl en cuanto a un viaje de rescate, o de que incluso le haga ordenar uno en
contra de su propio raciocinio? Yo tampoco creo que esa oruga sea simplemente una
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máquina administrativa. La frialdad de su sangre es algo puramente físico.
—Yo también he cavilado sobre eso —admitió el planificador principal—. Hace
unos meses, me sorprendió mucho que dejase salir a Dondragmer. Tenía la impresión
de que no quería que corriese grandes riesgos. No me preocupó demasiado. La verdad
es que nadie conoce bastante la psicología mesklinita en general o la de Barlennan en
particular para basar sobre ello una planificación seria. Si alguien lo hace, Ib, es tu
mujer, y ella no puede, o no quiere, traducir en palabras lo que comprende. Como
dices, no estamos en condiciones de dar ningún valor a la posibilidad de la influencia
de la amistad. Solamente podemos añadirla a la lista de preguntas. Oigamos alguna
idea sobre esos tripulantes que presumiblemente se hallan congelados bajo el
Kwembly, y después nos separaremos.
—Un transformador de fusión conservaría una resistencia calorífera grande en
funcionamiento, y unos fusibles no son un equipamiento muy complejo —señaló
Mersereau—. Los caloríferos tampoco son piezas de equipo demasiado desdeñables
en Dhrawn. Si solamente…
—Pero no lo hicimos —interrumpió Aucoin.
—Sí lo hicimos, si me dejas terminar. En el Kwembly hay los suficientes
transformadores como para hacerle despegar del planeta, si su energía pudiese ser
aplicada a un trabajo semejante. A bordo debe haber algún metal que pueda ser
convertido en resistencias o arcos. No sé si los mesklinitas podrían manipular objetos
así. Quizá haya un límite incluso a su tolerancia de la temperatura; podríamos
preguntarles si han pensado en algo así.
—Te equivocas en una cosa. Sé que tanto en el equipo como en los suministros de
esos vehículos hay muy poco metal, y me asombraría que la cuerda mesklinita
resultase un buen conductor. No soy químico, pero cualquier cosa unida tan
firmemente como ese material debe tener sus electrones muy bien colocados en su
sitio. De todas formas, conviene comprobarlo con Dondragmer. Seguramente Easy
está todavía en Comunicación; ella puede ayudarte si al otro extremo no están de
guardia mesklinitas lingüísticamente bien preparados. Se suspende la reunión.
Mersereau asintió, dirigiéndose al tiempo hacia la puerta, y la reunión se disolvió.
Aucoin siguió a Mersereau por la misma puerta; la mayoría salieron en otras
direcciones. Únicamente Hoffman permaneció sentado en la mesa. Sus ojos no
enfocaban ningún punto en particular, y en su rostro aparecía un ceño que le hacía
aparentar más de sus cuarenta años.
Le gustaba Barlennan. Dondragmer le gustaba todavía más, lo mismo que a su
mujer. No tenía motivos para la más ligera queja sobre el progreso de la investigación
en Dhrawn; considerando las normas que él mismo había ayudado a precisar,
tampoco los tenía el resto de los planificadores. No había ninguna razón concreta en
absoluto, excepto un truco de hacía medio siglo, para desconfiar del comandante de
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los mesklinitas. Difícilmente podía creerse que quisiera mantener alejados a los
hipotéticos nativos de Dhrawn. Después de todo, los problemas de transferir la
responsabilidad del proyecto de investigación en Dhrawn a tales seres, si es que
existían, todavía provocarían más retrasos, y seguramente Barlennan comprendería
esto.
Las ocasiones eventuales de desacuerdo entre los exploradores y los
planificadores eran pocas. Era el tipo de asunto que, por ejemplo, con los drommians
sucedía diez veces más a menudo. No, no había razón para suponer que los
mesklinitas ya estuviesen embarcados en planes independientes.
Sin embargo, Barlennan no había querido helicópteros, aunque finalmente
hubiese accedido a aceptarlos. Era el mismo Barlennan quien había construido y
tripulado un globo de aire caliente, como su primer ejercicio en ciencia aplicada.
No había enviado ayuda al Esket, aunque todos los gigantescos vehículos eran
necesarios para el proyecto, a pesar del hecho de que más de cien de sus hombres
estaban a bordo.
Había rehusado radios de alcance local, por útiles que fuesen. El argumento
empleado contra ellas fue que un profesor testarudo las usaría en una situación
escolar, pero aquello era la vida real y mortalmente seria.
Cincuenta años antes no sólo había saltado de alegría ante la oportunidad de
adquirir conocimientos alienígenas, sino que también había maniobrado
deliberadamente para forzar a sus patrocinadores no mesklinitas a dárselos.
Ib Hoffman no podía liberarse de la idea de que Barlennan estaba otra vez
haciendo algo clandestino.
Se preguntó qué pensaría Easy de todo esto.
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VII. ATRAPADOS POR EL HIELO
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principal. Por supuesto, el suministro de hidrógeno vital era limitado, pero esto para
ellos significaba menos que una escasez de oxígeno equivalente para un ser humano.
Tenían diez u once horas todavía de actividad completa, y cuando la presión parcial
del hidrógeno descendiese bajo un cierto calor, simplemente perderían la conciencia.
Su química corporal se haría más y más lenta, pero deberían pasar cincuenta o cien
horas antes de que ocurriese algo irreversible. Una de las razones de la durabilidad de
los mesklinitas, aunque los biólogos humanos no tuviesen forma de averiguarlo, era
la extraordinaria simplicidad de su bioquímica.
De hecho, los dos estaban lo bastante tranquilos como para volver a la tarea
asignada, y habían llegado casi a la parte delantera de la fila segunda antes de hacer
otro descubrimiento. Éste sí les preocupó.
El hielo se acercaba. No demasiado rápidamente, pero se acercaba. Resultó que
ninguno de ellos conocía mejor que Ib Hoffman lo que les pasaría si quedaban
congelados en un bloque de aquel material. Ninguno tenía el menor deseo de
aprender.
Por lo menos, todavía tenían luz. No todas las unidades de energía estaban en
ruedas exteriores, y Takoorch había podido recargar su batería. Eso hizo posible
realizar otra investigación, muy cuidadosa, de los límites de su prisión. Beetchermarlf
esperaba encontrar espacio libre hacia el fondo o cerca del tope de las murallas que le
rodeaban. No sabían si la helada habría empezado desde la superficie o desde el
fondo del estanque. No conocían como cualquier ser humano que el hielo flota sobre
el agua líquida. Era mejor así, puesto que en este caso habrían llegado a una
conclusión errónea. En realidad, los cristales se habrían formado en la superficie,
pero al ser más densos que el líquido que los rodeaba, se habían posado para volverse
a disolver cuando alcanzaron niveles de amoníaco más ricos. Este efecto había
producido el resultado de dejar el lago sin amoníaco de forma bastante uniforme,
hasta que hubo alcanzado una composición susceptible de helarse casi
simultáneamente. En consecuencia, la búsqueda no procuró espacios abiertos.
Durante algún tiempo permanecieron allí entre dos de las ruedas, estudiando y
comprobando cada cierto tiempo el progreso de la helada. No tenían equipos para
medir el tiempo ni, por tanto, ninguna base para evaluar la velocidad del proceso.
Takoorch suponía que estaba disminuyendo; Beetchermarlf no estaba tan seguro.
De vez en cuando uno de ellos tenía una idea, pero el otro generalmente se las
arreglaba para encontrar un punto flaco.
—Podemos mover algunas de esas piedras, las más pequeñas —observó en un
momento Takoorch—. ¿Por qué no podríamos excavar un camino bajo el cielo?
—¿Dónde? —contestó su compañero—. El extremo del lago más cercano está a
cuarenta o cincuenta cables; fue lo último que supe. No podemos comenzar a excavar
tanto en esas rocas antes de que nuestro aire se termine, aunque exista alguna razón
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para suponer que la helada no incluye el agua entre las rocas, por debajo. Salir antes
del borde no nos llevaría a ninguna parte.
Takoorch admitió la veracidad de este aserto con un gesto de aquiescencia y se
hizo silencio, mientras el hielo se acercaba una pulgada más.
Beetchermarlf tuvo la siguiente idea constructiva.
—Esas luces deben desprender algo de calor, aunque nosotros no lo sintamos por
los trajes —exclamó repentinamente—. ¿Por qué no podrían evitar que se forme hielo
a su alrededor, y hasta permitirnos derretir un paso hacia el exterior?
—Vale la pena intentarlo —fue la lacónica respuesta de Takoorch.
Juntos se aproximaron a la barrera helada. Beetchermarlf construyó un pequeño
montón de piedras que se apoyaba en el hielo y colocó la luz, ajustada para un brillo
completo, en su cima. Después los dos se apiñaron allí, con sus partes delanteras
sobre el montón de guijarros, y observaron el espacio entre la lámpara y el hielo.
—Ahora que lo pienso —observó Takoorch mientras esperaban—, nuestros
cuerpos desprenden algo de calor, ¿no es así? Quizá simplemente con estar aquí
ayudemos a derretir el hielo.
—Supongo que sí —Beetchermarlf tenía sus dudas—. Será mejor que estemos
atentos para asegurarnos de que no se hiela el agua a los lados y detrás nuestro,
mientras estamos aquí esperando.
—¿Qué importa eso? Si lo hace, quiere decir que nosotros y la luz juntos nos
bastamos para hacer retroceder el hielo, y debiéramos ser capaces dé derretir un paso
al exterior.
—Eso es verdad. Vigila, sin embargo, para que sepamos lo que está pasando.
Takoorch hizo un gesto de asentimiento. De nuevo permanecieron silenciosos.
Pero el mayor de los timoneles no era alguien que soportase el silencio
indefinidamente, y pronto lanzó otra idea.
—Ya sé que nuestros cuchillos no hicieron mucha marca en el hielo, pero quizá
sirva de algo que lo arañemos justo aquí, en el punto más cercano a la luz.
Desenganchó una de las hojas que llevaba para uso general, y se acercó al hielo.
—¡Espera un momento! —exclamó Beetchermarlf—. Si comienzas a trabajar
aquí, ¿cómo vamos a saber nunca si el calor tiene efecto o no?
—Si mi cuchillo nos lleva a alguna parte, ¿a quién le importa si es el calor o mi
trabajo? —replicó Takoorch.
Beetchermarlf no encontró una buena respuesta; por tanto, se sometió mientras
murmuraba algo sobre «experimentos controlados»; el otro mesklinita comenzó el
trabajo con su diminuta hoja.
Su interferencia no resultó en el experimento, aunque quizá retrasase ligeramente
la aparición de resultados observables. El calor unido del cuerpo, de la lámpara y el
cuchillo resultó ser inadecuado para la tarea; el hielo continuó su progreso. Al final,
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tuvieron que retirar sus lámparas del montón de piedras y observar cómo iba siendo
recubierto lentamente por la muralla cristalina.
—Ahora no tardará mucho —observó Takoorch, mientras balanceaba las luces a
su alrededor—. Ahora sólo quedan libres dos unidades energéticas. ¿Recargamos las
luces otra vez antes de que desaparezcan, o no vale la pena?
—Quizá sea mejor que lo hagamos —contestó Beetchermarlf—. Es una pena que
ese sea el único uso que podamos conseguir de toda esta energía. Cuatro de esas
cosas pueden empujar al Kwembly sobre terreno llano. Una vez oí a un ser humano
decir que sólo una podría hacerlo si conseguía tracción. Ciertamente eso lograría
cortar el hielo si tuviésemos una forma de aplicarlo. Podríamos sacar el
transformador con bastante facilidad, pero no sé qué haríamos después. Las unidades
pueden transmitir corriente eléctrica, pero no veo cómo podríamos aplicarlos al hielo.
La rotación mecánica que se obtiene de ellas funciona únicamente en los ejes del
motor.
—Si utilizásemos esa corriente, lo más probable será que nos hagamos daño. No
conozco mucho sobre electricidad. En el poco tiempo que estuve en el colegio,
aprendí principalmente mecánica, pero sé que eso puede matar. Piensa en otra cosa.
Takoorch se dedicó a cumplir la sugerencia. Igual que su joven compañero,
únicamente había estado expuesto al conocimiento alienígena durante un corto
período; los dos se habían presentado como voluntarios para el proyecto de Dhrawn,
prefiriéndole a más trabajo en las aulas. Ninguno se sentía realmente cómodo
pensando en asuntos para los que no podía alcanzar ningún modelo fácilmente
visualizable.
Sin embargo, no les faltaba habilidad para pensar en abstracto. Los dos habían
oído que el calor representaba uno de los más bajos denominadores comunes de la
energía, aunque no se lo imaginasen como un movimiento de partículas al azar.
Fue Beetchermarlf el primero en pensar en otro efecto de la electricidad.
—¡Tak! ¿Recuerdas las explicaciones que nos dieron sobre que no
transmitiésemos demasiada energía a las ruedas hasta que el vehículo comenzase a
moverse? Los humanos dijeron que eran posibles roturas en las ruedas y daños en los
motores si intentábamos acelerar demasiado deprisa. Por debajo de los cien cables
por hora, el límite es un cuarto de la energía. Bien, los controles de la energía están
aquí, en un punto donde podemos alcanzarlos, y esos motores ciertamente no van a
girar. ¿Por qué no proporcionamos energía a esa rueda y dejamos que el motor se
caliente todo lo que quiera?
—¿Qué te hace pensar que te calentará? No sabes lo que hace andar a esos
motores más que yo. No dijeron que se calentarían; sólo que no era bueno para ellos.
—Ya sé, pero ¿qué otra cosa podría ser? Tú sabes que cualquier tipo de energía
que no sea utilizada en alguna otra forma se convierte en calor.
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—No suena del todo bien, no sé por qué —replicó el mayor de los marineros—.
Sin embargo, supongo que ahora vale la pena intentarlo todo. Ellos no dijeron que el
motor rompería también el resto de la nave. Si esto nos daña, no estaremos mucho
peor.
Beetchermarlf se detuvo; el pensamiento de que podría poner al Kwembly en
peligro no había pasado por su mente. Cuanto más pensaba en ello, menos justificado
se sentía para correr el riesgo. Miró la relativamente diminuta unidad energética que
descansaba entre las cadenas de la rueda más cercana y se preguntó si una cosa tan
pequeña podría realmente suponer un peligro para la enorme masa que se encontraba
sobre ellos. Entonces recordó el tamaño, muchísimo mayor, de la máquina que había
transportado a él y a sus compañeros a Dhrawn y comprendió que el tipo de energía
que podía empujar unas masas tan inmensas a través del cielo no era para ser
manipulado descuidadamente. Puesto que había tenido la oportunidad de
familiarizarse con su funcionamiento normal y correcto, nunca tendría miedo de usar
aquellos motores; pero usar mal deliberadamente uno de ellos era una historia
diferente.
—Tienes razón —admitió algo inseguro—. Después de todo, Takoorch había
estado dispuesto a correr el riesgo. Tendremos que hacerlo de forma diferente. Mira,
si las ruedas están libres para girar, no podemos dañar el motor o el transformador;
además, agitar el agua la calentará.
—¿Lo crees así? Recuerdo haber oído algo semejante, pero si yo, con mi propia
fuerza, no puedo romper este hielo, es difícil comprender cómo va a hacerlo el
remover simplemente el agua. Además, las ruedas no están libres; se encuentran
sobre el fondo, con el peso del Kwembly encima.
—Así es. Tú querías excavar. Comienza a mover las rocas; ese hielo se está
acercando.
Beetchermarlf dio el ejemplo y comenzó a remover los redondeados guijarros de
los bordes de las cadenas. Era un trabajo duro, hasta para músculos mesklinitas. Las
piedras estaban fuertemente prensadas además. Cuando una se movía, no había
mucho lugar donde ponerlas. Las piedras bajo las cadenas, que eran las que realmente
tenían que ser desplazadas, no podían ni siquiera ser tocadas hasta que las de los
lados estuviesen fuera del camino. Los dos trabajaron furiosamente para dejar libre
una trinchera alrededor de la rueda. Se sintieron asustados del tiempo que tardaron en
hacerlo.
Cuando el surco fue bastante profundo, intentaron retirar las piedras bajo las
cadenas; esto aún fue más desalentador.
El Kwembly tenía una masa de unas doscientas toneladas. En Dhrawn, esto quería
decir un peso de dieciséis millones de libras a distribuir entre las cincuenta y seis
ruedas que quedaban; el colchón hacía que la distribución fuese posible. Trescientas
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mil libras, aunque fuesen escasas, es demasiado hasta para un mesklinita cuyo peso,
incluso en el polo de Mesklin, está un poco por encima de los trescientos. Demasiado
hasta para ocho pies cuadrados de cadena. Si la gravedad de Dhrawn no comprimiese
de forma igualmente impresionante los materiales de la superficie, el Kwembly y sus
vehículos gemelos se hundirían probablemente dentro de sus colchones antes de
viajar una yarda.
En otras palabras, las rocas bajo la cadena estaban sujetas muy firmemente. Los
dos marineros no podían hacer nada en absoluto para mover una de ellas. No había
ningún objeto que pudiese utilizarse como una palanca; sus amplios suministros de
cuerda no servían sin poleas; sin ayuda, sus músculos resultaban penosamente
inadecuados, situación todavía menos familiar para ellos que para razas cuya
revolución mecánica había quedado unos cuantos siglos atrás.
Sin embargo, el hielo aproximándose era un estímulo para el pánico, pero
ninguno de los marineros tendía a esa forma de desintegración. Otra vez
Beetchermarlf llevó la voz cantante.
—Tak, sal de ahí abajo. Podemos mover esas piedras. Vete hacia adelante; van a
salir hacia el otro lado.
El joven trepaba por las ruedas mientras hablaba, y Takoorch rápidamente
comprendió la idea. Se esfumó detrás de la siguiente rueda, sin una palabra.
Beetchermarlf se tendió a lo largo del cuerpo principal de la unidad conductora entre
las cadenas. En este espacio de un pie de ancho, debajo y por delante de él, estaba la
cavidad que albergaba el transformador de energía. Era un objeto rectangular, del
mismo tamaño que los comunicadores, con tirantes de control guarnecidos por
argollas sobresaliendo de su superficie y ganchos-guía equipados en los extremos con
poleas diminutas. Los cables para el control remoto desde el Kwembly estaban
enhebrados a través de alguna de las guías y unidos a las argollas, pero el timonel los
ignoró. No podía ver mucho, puesto que las luces continuaban sobre el fondo a varios
pies de distancia y la parte superior del camino estaba en la sombra; sin embargo, no
necesitaba ver. Incluso enfundado en su traje, podía manejar aquellas palancas por el
tacto.
Cuidadosamente colocó el control principal del reactor de «operar»; después,
todavía más cautelosamente, conectó los motores, que respondieron apropiadamente;
a cada lado, las cadenas se movieron hacia adelante, y un martilleo de pequeños
objetos duros se hizo audible durante un momento, chocando unos contra otros.
Después esto cesó y las cadenas comenzaron a correr. Instantáneamente
Beetchermarlf cortó la energía y se deslizó fuera de la rueda para ver los resultados.
El plan había funcionado, igual que un programa de computador con un error
lógico; hay una respuesta, pero no la deseada. Según el plan del timonel, las cadenas
habían arrastrado hacia atrás las rocas que se encontraban debajo, pero se habían
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olvidado del efecto del colchón neumático encima. Bajo su propio peso y el empujón
hacia abajo de la presión del gas, la rueda se había asentado hasta que el chasis entre
las cadenas tocó fondo. Mirando hacia arriba, Beetchermarlf podía ver la curva en el
colchón, donde la unidad conductora había descendido unas cuatro pulgadas.
Takoorch apareció en su refugio y observó la situación, pero no dijo nada. No
había nada útil que decir.
Ninguno de ellos podía adivinar cuánto más cedería el colchón y cuánto tendría
que descender la rueda antes de quedar realmente libre, aunque conocían los detalles
de la construcción del Kwembly. El colchón no era una sola bolsa de gas, sino que
estaba dividido en treinta células separadas, con dos ruedas en equipo unidas a cada
una. Los timoneles conocían los detalles de los empalmes —ambos acababan de
pasar muchas horas reparando los desperfectos—, pero incluso la reciente visión de la
parte inferior del Kwembly, con casi todas las ruedas libres de peso, les dejó muy
dudosos sobre lo lejos que una rueda podría llegar sola.
—Bien. Volvamos a acarrear piedras —observó Takoorch mientras introducía sus
pinzas bajo una roca—. Quizá ahora éstas hayan sido aflojadas; de otra forma va a ser
difícil llegar hasta ellas sólo desde los extremos.
—No tenemos tiempo para eso. El hielo continúa avanzando hacia nosotros.
Quizá tendríamos que llevar las cadenas a un cuerpo más de profundidad para que
pudiesen correr. Deja las ruedas, Tak. Tendremos que intentar otra cosa.
—Lo que yo quiero saber es qué.
Beetchermarlf se lo enseñó. Cogiendo una luz consigo, trepó una vez más a la
parte superior de la rueda. Perplejo, Takoorch le siguió. El marinero más joven se
elevó hasta el eje que formaba el soporte giratorio de la rueda y atacó el colchón con
su cuchillo.
—¡Pero no puedes dañar la nave! —objetó Takoorch.
—Podemos arreglarlo más tarde. No me gusta más que a ti, y si pudiésemos
alcanzarla, de buena gana dejaría salir el aire por la válvula regular de descarga; pero
no podemos, y si no sacamos peso de encima de esta rueda muy pronto, no lo
haremos en absoluto.
Mientras hablaba, continuó apuñalando el colchón.
No era mucho más fácil que remover las piedras. La fábrica del colchón era
extremadamente gruesa y resistente; para soportar al Kwembly tenía que contener una
presión de más de cien libras por pulgada cuadrada sobre el terreno. Una de las
molestias de los viajes largos era la necesidad de hinchar manualmente las células o
de descargar el exceso de presión cuando la altura del terreno que atravesaban
cambiaba unos cuantos pies más de lo previsto. En aquel momento, el colchón estaba
ligeramente fofo, puesto que no se había hinchado después de la bajada por el río;
pero la presión interna era por tanto mucho más alta.
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Una vez y otra Beetchermarlf golpeó el mismo punto sobre la tensa superficie.
Cada vez la hoja avanzaba un poco más. Takoorch, convencido por fin de la
necesidad, se le unió. El rastro de la segunda hoja cruzaba el de la primera,
relampagueando los dos alternativamente con un ritmo casi demasiado rápido para
que un ojo humano pudiese seguirlo. Un testigo humano, si hubiese sido posible,
hubiese estado esperando que se cortasen mutuamente las tenazas en cualquier
momento.
Incluso así, les llevó muchos minutos terminar. La primera señal del éxito fue el
fino chorro de burbujas extendiéndose en todas direcciones sobre la hendidura de la
combada célula de gas. Unos cuantos golpes más, y el agujero en forma de cruz, con
sus brazos de una pulgada de largo, chorreaba aire de Dhrawn en un flujo de burbujas
que hizo el trabajo invisible.
Los prisioneros cesaron en sus esfuerzos.
Lenta, pero visiblemente, el tejido extendido se desplomaba. Las burbujas subían
más pausadamente sobre su superficie, reuniéndose en el punto más alto cerca de la
muralla de hielo. Durante unos cuantos minutos, Beetchermarlf pensó que el material
se deshincharía por completo, pero el peso de la rueda suspendida lo impidió. El
centro de la célula, o el punto donde estaba unida la rueda (ninguno de ellos conocía
dónde estaban los límites de la célula con precisión), estaba colgando hacia abajo:
ahora era un tirón, en lugar de un empujón.
—Conectaré otra vez el motor y veré qué pasa —dijo Beetchermarlf—.
Adelántate otra vez un momento.
Takoorch obedeció. Deliberadamente, el más joven de los timoneles colocó unas
cuantas piedrecitas bajo los extremos delanteros de las cadenas. Una vez más trepó
por la rueda y se acomodó. Esta vez había llevado la luz con él, no para ayudarle a
manejar los controles, sino para hacer más fácil decir cómo y si la unidad se movía.
Miró hacia el punto de unión a unas cuantas pulgadas por encima de él, mientras
intentaba de nuevo activar el motor.
Las piedras proporcionaban alguna tracción; el bolsillo se arrugó y el torniquete
se ladeó ligeramente, mientras la rueda se lanzaba hacia adelante. Una cavidad
superior, inaccesible en el interior de las células, dentro de la cual se introducía el eje,
impedía que la inclinación excediese de unos cuantos grados. Por supuesto, no podía
permitirse que las ruedas se tocasen, pero podía verse el esfuerzo. Mientras el
movimiento alcanzó su límite, las ruedas continuaron moviéndose; pero esta vez no
lo hacían libremente. Vibraciones sonoras y táctiles indicaban que se estaban
deslizando sobre las piedras, y después de unos pocos segundos, la sensación de agua
girando, arremolinándose, se hizo perceptible sobre el traje de Beetchermarlf.
Comenzó a descender de la rueda, y estuvo a punto de ser barrido por una de las
cadenas al cambiar de agarraderas. Con un rápido golpe al control paró a tiempo el
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motor. Después necesitó varios segundos para recobrar su compostura; incluso su
resistente físico difícilmente habría sobrevivido al ser llevado por el espacio entre las
cadenas y las rocas. En el mejor de los casos, su traje hubiese resultado arruinado.
Después necesitó un tiempo para rastrear muy cuidadosamente los cables de
control que llegaban desde el reactor hasta las vías superiores a lo largo del fondo del
colchón, siguiéndolas con los ojos hasta un punto sobre la próxima rueda delantera
donde pudiese alcanzarlos. Unos cuantos segundos más tarde estaba encima de la otra
rueda, activando de nuevo el motor desde una distancia segura y culpándose
mentalmente por no haberlo hecho así desde el principio.
Takoorch reapareció a su lado y observó.
—Bien, pronto sabremos si remover el agua la calienta un poco.
—Lo hará —replicó Beetchermarlf—. Además, las cadenas están frotándose
contra las piedras del fondo, en lugar de despedirlas. Lo creas o no, el movimiento
produce calor. Sabes muy bien que la fricción sí lo hace. Vigila el hielo o dime si los
alrededores se calientan demasiado. Esto está en su punto más bajo, pero sigue siendo
un montón de energía.
Con bastante pesimismo, Takoorch llegó hasta un punto donde podía verse el
montón de piedras si quedaba libre del hielo. Se sentó a esperar. Las corrientes allí no
eran demasiado peligrosas, aunque podía sentir cómo empujaban su cuerpo, no muy
bien lastrado. Se ató a un par de rocas de tamaño mediano y se dejó arrastrar bajo las
cadenas.
Realmente no comprendía cómo el simple calentamiento del agua podía resolver
algo, pero el punto de Beetchermarlf sobre la fricción era reconfortante. Además,
aunque no lo habría admitido así en palabras, tendía a conceder a la opinión del joven
marinero más peso que a la suya propia y esperaba ver cómo el hielo retrocedía en
muy poco tiempo. No fue desilusionado. En cinco minutos le pareció que aumentaba
la parte del fondo rocoso visible entre él y la barrera. En diez minutos estaba seguro,
y un alarido de alegría advirtió a Beetchermarlf del hecho. Esto último corrió el
riesgo de dejar desatendidos los cables de control para acercarse a verlo por sí mismo,
y estuvo de acuerdo. El hielo se retiraba. Inmediatamente empezó a planear.
—De acuerdo, Tak. Hagamos que las otras unidades funcionen en cuanto estén
libres y podamos llegar hasta sus controles. Quizá seamos capaces de liberar al
Kwembly del hielo, además de salir nosotros.
Takoorch hizo una pregunta.
—¿Vas a agujerear las células bajo las unidades dotadas de energía? Eso extraería
el aire de un tercio del colchón.
Beetchermarlf se sintió un poco cogido por sorpresa.
—Lo había olvidado. No; podríamos remendarlas todas, pero… No, no es una
idea muy buena. Veamos. Cuando tengamos libre otra unidad energética, podremos
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colocarla sobre la otra rueda que está sobre la célula ya vaciada; eso nos dará el doble
de calor. Después, no sé. Podríamos tratar de excavar bajo las demás. No, eso no
funcionó demasiado bien. Bueno, de todas formas, podemos colocar una más. Quizá
eso sea suficiente.
—Esperémoslo así —dijo Takoorch dubitativamente.
La incertidumbre del joven lo había desilusionado bastante, y no se sentía
demasiado impresionado con el plan de sustitución, pero él mismo no tenía nada
mejor que ofrecer.
—¿Qué tengo que hacer primero? —preguntó.
—Será mejor que yo regrese y me quede junto a aquellas cuerdas, aunque
supongo que todo es bastante seguro —replicó Beetchermarlf indirectamente—. ¿Por
qué no continúas comprobando los bordes del hielo y consigues otro transformador
en cuanto se deshiele? Podemos ponerlo en esa rueda —indicó la otra que también
estaba unida a la célula deshinchada— y activarla lo antes posible. ¿De acuerdo?
Takoorch hizo un gesto de asentimiento y comenzó a vigilar la barrera del hielo.
Beetchermarlf volvió junto a los cables de control, esperando pasivamente. Takoorch
dio varias vueltas por los límites, observando alegremente que el hielo se retiraba en
todas direcciones. Se sintió un poco molesto por el descubrimiento de que el proceso
se hacía más lento según aumentaba el espacio libre, pero no demasiado sorprendido.
Pronto decidió cuál de los transformadores congelados sería el primero en quedar
libre, y se situó cerca para esperar.
Igual que su compañero esperando en los controles, su actitud no puede ser
descrita a un ser humano con exactitud. Sabía que la espera era inevitable, y estaba
completamente inafectado emocionalmente por el inconveniente. Por los estándares
humanos y mesklinitas era razonablemente inteligente, incluso imaginativo, pero no
sentía la necesidad de algo que se pareciese remotamente a soñar despierto para
ocupar su mente durante la espera. Un reloj mental semiconsciente le hacía
comprobar el progreso del deshielo a intervalos razonablemente frecuentes. Esto es
todo lo que un ser humano pudo entender sobre lo que pasaba por su mente.
No estaba ni dormido ni preocupado, porque reaccionó rápidamente ante un
repentino chasquido y un repiqueteo de piedras a su alrededor. El lugar donde se
encontraba estaba casi directamente detrás de la rueda que corría; por tanto, supo al
instante lo que había pasado.
Lo mismo le ocurrió a Beetchermarlf, y la unidad energética fue cerrada por un
tirón del cable de control antes de que un hombre hubiese percibido algún problema.
Los dos mesklinitas se reunieron un segundo o dos más tarde al lado de la rueda que
había estado corriendo.
Beetchermarlf tuvo que admitir para sí que estaba en una condición predecible.
Los materiales orgánicos mesklinitas eran muy resistentes, y por el uso de un viaje
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normal la cadena hubiese durado muchos meses más; la fricción deliberada contra
rocas resistentes, incluso con tan poca energía en los motores, era demasiado.
Quizá la palabra resistente no describa bien las rocas; aquellas que habían estado
bajo la banda de material móvil habían sido visiblemente alisadas en la parte superior
por expertos de última hora. Algunas perdieron más de la mitad. Después de un
cuidadoso examen, el joven timonel decidió que el fallo de la cadena había sido
debido, más que al simple uso, a un corte causado por un guijarro originariamente
esférico, que se había desgastado hasta convertirse en una fina lámina de bordes
afilados. Cuando la evidencia se hizo patente, Takoorch estuvo de acuerdo.
No hubo preguntas sobre qué hacer, y lo hicieron rápidamente. En menos de
cinco minutos el transformador de fusión había sido retirado de la rueda dañada e
instalado en la de atrás, que también había sido descargada agujereando la celda de
presión. Sin preocuparse por la certeza de destruir otro equipo de cadenas,
Beetchermarlf la activó rápidamente.
Ahora Takoorch se sentía intranquilo. El razonable optimismo de una hora antes
había quedado sin cimientos. Dudaba de que el segundo equipo de cadenas durara lo
suficiente como para derretir un paso hacia la libertad. Después de varios minutos de
luchar por la cuestión, se le ocurrió que concentrar el agua tibia en un punto podría
ser una buena idea, y se lo sugirió a su compañero. Beetchermarlf se sintió molesto
consigo mismo por no haber pensado lo mismo antes. Durante una hora los dos
trabajaron amontonando piedrecillas entre las ruedas que rodeaban la fuente de calor
a su alrededor. Pronto construyeron una pared bastante sólida, encerrando parte del
agua que estaban calentado en una región entre la rueda y la parte más cercana de la
pared de hielo. Takoorch tuvo la satisfacción de ver derretirse el hielo a lo largo de un
frente de dos yardas hacia el costado de estribor del Kwembly, retrocediendo casi
visiblemente.
Por supuesto, no era completamente feliz. No le parecía posible, lo mismo que
tampoco a Beetchermarlf, que las cadenas durasen bastante en las segundas ruedas; si
se perdiesen antes de que el camino estuviese libre, era difícil ver qué otra solución
podrían tomar para salvarse. En situaciones semejantes, un hombre a veces puede
salvarse y esperar que sus amigos le rescatarán a tiempo; de hecho, puede llevar esa
esperanza hasta su último momento consciente. Hay pocos mesklinitas constituidos
de esa forma. Ninguno de los timoneles se contaba entre ellos. Había una palabra en
stenno que Easy había traducido como «esperanza», pero ésta era una de sus
acepciones menos eficaces.
Takoorch, guiado por esta indefinible actitud, se colocó entre la zumbante rueda y
el hielo que se derretía, abrazando el fondo para evitar desviar la corriente del agua
tibia, intentando vigilar simultáneamente las dos cosas. Beetchermarlf permaneció
junto a los cables de control.
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Puesto que no se había hecho ninguna excavación bajo la segunda rueda, la fusión
fue mayor y el efecto calorífero más fuerte. El control era para la velocidad, más que
para la energía, a pesar de las palabras que había empleado el timonel. Natural, pero
infortunadamente, la presión sobre las cadenas resultaba también mayor. El pesado
chasquido que anunciaba su fallo vino muy pronto después de terminar la pared de
piedras. Igual que antes, las dos bandas de material habían cedido casi a la vez: el
tirón del eje convector, al forzar una de ellas, hizo lo mismo con la otra.
De nuevo los mesklinitas actuaron instantáneamente de acuerdo y sin consultarse.
Beetchermarlf cortó la energía mientras se lanzaba desde su puesto a la superficie en
deshielo; Takoorch llegó allí antes que él únicamente porque comenzó a medio
camino. Los dos habían sacado las hojas cuando alcanzaron la barrera, y ambos
comenzaron a arañar frenéticamente la helada superficie. Sabían que se encontraban
bastante próximos al costado del Kwembly; quedaba menos de un cuerpo de longitud
por penetrar en el hielo, por lo menos horizontalmente. Quizá antes de que la helada
sobreviniese, una vez más podrían Ilegal a fuerza de músculo…
El cuchillo de Takoorch se rompió en el primer minuto. Arriba, algunos seres
humanos se hubiesen interesado por los sonidos que profirió, aunque ni siquiera Easy
Hoffman los hubiese comprendido. Beetchermarlf los cortó con una sugerencia.
—Ponte detrás de mí y muévete tanto como puedas, de forma que el agua
enfriada por el hielo sea transportada lejos y se mezcle con el resto. Yo continuaré
arañando; tú sigue moviendo.
El mayor de los marineros así lo hizo. Pasaron varios minutos más sin ningún
sonido, excepto el del cuchillo.
El progreso continuaba, pero ambos podían ver que su velocidad iba en
disminución. El calor en el agua que les rodeaba estaba desapareciendo. Aunque
ninguno lo sabía, la única razón de que sus proximidades hubiesen permanecido
líquidas durante tanto tiempo estribaba en que la helada a su alrededor había cortado
el escape del amoníaco. Los teóricos, tanto humanos como mesklinitas, eran
perfectamente correctos, aunque no hubiesen servido de nada a Dondragmer. La
congelación bajo el Kwembly había sido más un asunto de amoníaco difundiéndose
lentamente en el hielo a través de los límites todavía líquidos entre los cristales
sólidos.
Incluso con esta información, el capitán no podría haber hecho más que sus dos
hombres atrapados ahora bajo el barco. Por supuesto, si la afirmación hubiese llegado
como una predicción, en lugar de cual inspirada conclusión, quizá habría llevado al
Kwembly a tierra firme, caso de moverse a tiempo. Beetchermarlf, aun disponiendo
en aquel momento de información, no hubiese estado considerándola
conscientemente. Estaba demasiado ocupado.
Su cuchillo relampagueaba a la luz de la lámpara tan rápida y fuertemente como
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era capaz. Su mente consciente se encontraba preocupada únicamente por conseguir
lo más que pudiese de la herramienta con el menor riesgo de romperla.
Pero la rompió. Más tarde, nunca se preocuparía de discutir la razón. Sabía que su
progreso se hacía más lento, mientras la ansiedad de profundizar más cambiaba en
proporción inversa; siendo la clase de persona que era, no admitía ni la más ligera
sugerencia de que hubiese podido ser víctima del pánico. Ser así le impedía sugerir
que el hueso del cuchillo hubiese sido defectuoso. No podía pensar en otras
explicaciones distintas a aquellas dos. Fuese cual fuese la razón, el cuchillo agarrado
por el par de pinzas delanteras derechas se quedó repentinamente sin punta, y las
briznas de material delante de él no eran más prácticas para ser manejadas por sus
pinzas de lo que lo hubiesen sido para los dedos humanos. Molesto, lanzó el mango a
un lado; puesto que estaba bajo el agua, ni siquiera tuvo la satisfacción de oírle
golpear violentamente el fondo.
Takoorch comprendió la situación inmediatamente. Su comentario hubiese sido
considerado cínico, de haber sido oído a seis millones de millas por encima, pero
Beetchermarlf lo estimó en su justo valor.
—¿Crees que sería mejor quedarnos aquí y congelarnos cerca del costado o
volver hacia el centro? No habrá mucha diferencia en el tiempo, diría yo.
—No lo sé. Quizá cerca del costado nos encuentren antes; depende de dónde
penetren primero, si consiguen hacerlo. Si no pueden hacerlo, no veo qué diferencia
puede haber. Me gustaría saber lo que sería para una persona estar helada en un
bloque de hielo.
—Bien, alguien lo sabrá pronto —dijo Takoorch.
—Quizá. Recuerda el Esket.
—¿Qué tiene que ver eso? Se trata de una emergencia genuina.
—Sólo que hay un montón de gente que no sabe qué pasó allí.
—Oh, ya veo. Bueno, personalmente me volveré al medio, y mientras pueda,
pensaré.
Beetchermarlf se sorprendió.
—¿En qué hay que pensar? Estamos aquí para quedarnos, a menos que alguien
nos saque o que el tiempo se caliente y nos derritamos de forma natural. Quédate.
—Aquí no. ¿Crees que hacer correr los conductores sin cadenas produciría una
fricción suficiente para evitar que el agua…?
—Inténtalo si quieres. Yo no lo esperaría, sin un verdadero peso sobre ellos,
incluso en su punto más rápido. Además, me daría miedo acercarme si van realmente
rápidos. Acéptalo, Tak; estamos bajo agua; agua, no un océano normal, y cuando se
hiele estaremos dentro. No hay ningún otro lugar…
—¿Qué?
—Tú ganas. Nunca deberíamos dejar de pensar. Lo siento. Ven.
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Noventa segundos más tarde, los dos mesklinitas, después de tener cierta
dificultad en escurrirse por las hendiduras causadas por el cuchillo, estaban a salvo
fuera del agua, en el interior de la célula de aire agujereada.
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VIII. DEDOS EN EL CALDO
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el piloto la duración de las noches en Dhrawn. A ésta todavía le faltaban seiscientas
horas para terminar, y hasta que el sol se levantase, tendría lugar una búsqueda
realmente rápida y efectiva.
Las luces tenían que ser utilizadas en un radio bastante estrecho, cubriendo un
círculo de unos cuantos centenares de pies, para que pudiesen servir de algo, bien a
los ojos mesklinitas, bien al receptor visual del comunicador. Reffel volaba con un
lento rumbo de zig-zag, que desplazaba el círculo atrás y adelante sobre el valle,
mientras avanzaba lentamente hacia el oeste. Arriba, en la estación, la imagen
televisada en su pantalla estaba siendo grabada y reproducida en beneficio de los
topógrafos. Éstos se encontraban ya trabajando alegremente en la estructura de un
valle de arroyo intermitente bajo cuarenta gravedades terrestres. Durante algún
tiempo, poco podía esperarse de la búsqueda por el desaparecido Kervenser, pero
estaba llegando información en estado puro, de forma que nadie, ni siquiera los
mesklinitas, se quejaban.
Dondragmer no estaba exactamente preocupado por su primer oficial y sus
timoneles, puesto que no podía preocuparse realmente. Sería más justo decir que
estaba inquieto, pero que había realizado todo lo que podía por los tripulantes
desaparecidos y que, habiéndolo hecho, su atención se hallaba en otra parte. En su
mente estaban dos cosas importantes. Le hubiese gustado tener información sobre el
tiempo que probablemente tardaría el hielo en derretirse, comparado con la
probabilidad de que llegase otra riada. Habría dado todavía más por una sugerencia
que funcionase sobre cómo librarse del hielo rápidamente y sin riesgos. Expresó estos
dos deseos a los seres humanos, además de a sus propios científicos, aunque a estos
últimos les había dejado claro que no estaba pidiendo un programa improvisado. La
búsqueda de ideas podía combinarse, hasta subordinarse, a la investigación básica
que estaban realizando. Dondragmer no era exactamente frío, pero su sentido de los
valores incluía la idea de que hasta su acto final debería ser útil.
La reacción humana ante esta conducta asombrosamente objetiva e
increíblemente calmosa fue variada. Los meteorólogos y planetologistas la daban por
supuesta. La mayoría quizá no eran siquiera conscientes de los apuros del Kwembly, y
mucho menos de los mesklinitas desaparecidos. Easy Hoffman, que se había quedado
de guardia después de poner al corriente a Barlennan, según Aucoin había aprobado,
no se sintió sorprendida. Si hasta entonces sentía alguna reacción emocional, era de
respeto por la habilidad del capitán para evitar el pánico en una situación
potencialmente peligrosa.
Su hijo tenía sentimientos muy diferentes. Había sido liberado temporalmente de
sus obligaciones en el laboratorio aerológico por McDevitt, persona amable y
comprensiva, quien reparaba en la amistad desarrollada entre el muchacho y
Beetchermarlf. Como resultado, Benj se había convertido en un elemento más de la
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sala de Comunicaciones.
Había observado silenciosamente cómo Dondragmer había dado las órdenes para
el helicóptero y las brigadas cortadoras de hielo. Incluso estaba algo interesado en el
intercambio entre los científicos humanos y mesklinitas. McDevitt se había resistido
un tanto a arriesgarse a dar más pronósticos, sintiendo que su reputación profesional
estaba sufriendo recientemente suficientes sacudidas, pero prometió hacer lo que
pudiera. Cuando todos aquellos asuntos hubieron sido arreglados y Dondragmer
pareció no querer hacer otra cosa que yacer sobre el puente y esperar los
acontecimientos, el muchacho se inquietó. La paciencia, el equivalente humano más
cercano a la reacción mesklinita desplegada ahora, no era todavía uno de sus puntos
fuertes. Durante varios minutos se removió incómodamente en su asiento delante de
las pantallas esperando que pasase algo. Finalmente, no pudo reprimirse por más
tiempo.
—Si nadie tiene nada inmediato que enviar, ¿puedo hablar con Don y sus
científicos? —preguntó.
Easy le miró; después observó a los demás. Los hombres se encogieron de
hombros o hicieron gestos de indiferencia. Ella asintió.
—Adelante. No sé si alguno estará de humor para charlar despreocupadamente,
pero lo peor que pueden hacer es decirte que no lo están.
Benj no malgastó tiempo explicando que no iba a charlar ni despreocupadamente
ni en plan serio. Conectó su micrófono con el equipo del puente de Dondragmer y
comenzó a hablar.
—Don, soy Benj Hoffman. No tienes más que un montón de marineros cortando
el hielo en la proa del Kwembly. Hay un montón de energía en tus unidades
energéticas, más de lo que un planeta lleno de mesklinitas podría conseguir en un año
a fuerza de músculo. ¿Han pensado tus científicos en usar la corriente de los
transformadores, bien para utilizar el taladro con el fin de remover el hielo, bien en
algún tipo de calorífero? Segundo: ¿están tus marineros simplemente removiendo el
hielo, o intentan específicamente llegar hasta abajo para encontrar a Beetchermarlf y
a Takoorch? Sé que es importante liberar al Kwembly, pero de todas formas ese
mismo hielo tendrá que ser retirado alguna vez. Me parece que hay alguna
posibilidad de que parte del agua bajo la nave no se haya congelado todavía y que tus
dos hombres estén aún vivos ahí. ¿Estás excavando un túnel o sólo una trinchera?
Algunos de los escuchas humanos fruncieron ligeramente el ceño ante las
palabras escogidas por el muchacho, pero a ninguno le pareció apropiado
interrumpirle o hacer algún comentario. La mayoría de aquellos que le oyeron
miraron hacia Easy y decidieron no decir nada que pudiese ser interpretado como
crítica de su hijo. Algunos, de todas formas, no le criticaban; hubiesen querido hacer
preguntas similares, pero preferían no ser oídos haciéndolas.
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Como era usual en las conversaciones entre la estación y Dhrawn, mientras
esperaba la respuesta tuvo mucho tiempo para pensar en otras cosas que podría haber
preguntado o dicho y en formas mejores en que podría haber dicho las cosas que
había dicho. La mayor parte de los adultos conocían por propia experiencia lo que
pasaba en aquel momento por su mente; algunos se sentían divertidos; todos de
alguna forma simpatizaban con él. Varios apostaban que no sería capaz de resistir la
tentación de enviar otra versión de su mensaje antes de que llegase la respuesta.
Cuando la contestación de Dondragmer llegó por el micrófono y Benj continuaba
silencioso, nadie aplaudió, pero los que conocían a Easy leían y comprendían la
satisfacción en su expresión. No se había atrevido a apostar ni siquiera consigo
misma.
—Hola, Benj. Estamos haciendo todo lo que podemos, tanto por los timoneles
como por mi primer oficial. Me temo que no haya forma de aplicar la energía del
vehículo a ninguna de las herramientas. El transformador produce corriente eléctrica
y suministra campos de rotación a los motores de las ruedas, como estoy seguro que
ya sabes, pero nada de nuestro equipo ordinario puede utilizarla. Sólo los
helicópteros, parte del equipo de investigación del laboratorio y las luces. Incluso si
pudiésemos encontrar una forma de aplicar los motores a la instalación, no podemos
alcanzarlos; todos están bajo el hielo. Recuerda, Benj, que deliberadamente
escogimos permanecer tan independientes como nos fuese posible de materiales
complejos. Casi todo lo que tenemos en el planeta que no hemos podido hacer
nosotros mismos está en relación directa con nuestro proyecto de investigación.
Ib Hoffman se hallaba presente para oír aquella frase desacertada; más tarde pasó
mucho tiempo intentando asegurarse por su hijo de sus palabras exactas.
—Ya lo sé, pero…
Benj permaneció en silencio; ninguna de las palabras que deseaba decir parecía
tener ideas debajo. Sabía que las luces no podían ser utilizadas como caloríferos; eran
artificios electroluminiscentes en estado sólido; ni arcos ni bombillas con resistencia.
Después de todo, habían sido diseñadas no sólo para durar indefinidamente, sino para
operar en la atmósfera de Dhrawn, con su oxígeno libre y su enorme radio de presión,
sin matar a los mesklinitas. Si Beetchermarlf hubiese comprendido esto, podría haber
malgastado menos tiempo, aunque no hubiese conseguido mucho más.
—¿No puedes hacer pasar la corriente de un transformador por algunos cables
gruesos y derretir el hielo? ¿O bien pasarla directamente al agua? Debe quedar un
montón de amoníaco; quizá pasaría.
Hubo otra pausa, mientras Benj buscaba los fallos de sus propias sugerencias y el
mensaje recorría su camino a través de la nada.
—No estoy seguro de conocer bastante sobre esa clase de física, aunque supongo
que Borndender y sus hombres sí lo harán —replicó Dondragmer dubitativamente—.
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Más aún, no sé qué podríamos usar para los cables ni qué tipo de corriente fluiría. Sé
que cuando las unidades energéticas son conectadas a equipo regular, como luces o
motores, hay controles automáticos de seguridad; pero no tengo idea de cómo
funcionan o de si lo harían en un simple circuito directo en serie. Si averiguas por tus
ingenieros el riesgo que podríamos correr, me gustaría saberlo, pero sigo sin saber
qué utilizaríamos para llevar la corriente. No hay mucho metal en el Kwembly. La
mayor parte de nuestros suministros de mantenimiento son cosas como cuerdas,
tejidos y madera. Ciertamente, no hay nada pensado para transportar una alta
corriente eléctrica. Quizá tengas razón en cuanto a usar el propio hielo como
conductor; pero ¿piensas que sería una buena idea con Beetchermarlf y Takoorch en
algún punto por debajo? Aunque creo que no estarán directamente en el circuito, aún
estoy un tanto inseguro de que se encuentren a salvo. Ahí otra vez tu gente
probablemente podría ayudarnos. Si logras, si logramos obtener suficiente
información detallada para planear algo realmente prometedor, estaría encantado de
intentarlo. Hasta que eso suceda, sólo puedo decir que estamos haciendo todo lo que
podemos. Estoy tan preocupado por el Kwembly, Kervenser, Beetchermarlf y
Takoorch como puedas estarlo tú.
La última frase del capitán no era completamente cierta, aunque no había error
intencional. No comprendía realmente que una amistad pudiese llegar a hacerse
íntima en poco tiempo y sin contacto directo entre las partes; su preparación cultural
no incluía ni un eficiente servicio de correos, ni una radio amateur. El concepto de
una relación por micrófono adquiriendo un peso emocional quizá no le hubiese
resultado completamente extraño. Después de todo, estuvo con Barlennan unos años
antes, cuando Charles Lackland había acompañado al Bree por radio durante miles de
millas en el océano de Mesklin; sin embargo, para él una verdadera amistad entraba
en una categoría diferente. Sólo había lamentado de forma convencional la noticia de
Lackland años más tarde. Dondragmer sabía que Benj y el joven timonel hablaban
bastantes veces, pero no había oído mucho de la conversación; aunque lo hubiese
hecho, probablemente no habría entendido por completo los sentimientos implicados.
Afortunadamente, Benj no lo comprendió; así que no tuvo razones para dudar de
la sinceridad del capitán. Sin embargo, no estaba satisfecho ni con la respuesta ni con
la situación. Le parecía que se hacía demasiado poco para llegar a Beetchermarlf; a él
únicamente se lo habían contado. No podía participar. Ni siquiera lograba ver la
mayor parte de lo que sucedía. Tenía que sentarse y esperar los informes verbales.
Muchos seres humanos más maduros y de naturaleza más paciente que Benj Hoffman
hubiesen tenido dificultad en soportar la situación.
Sus sentimientos salieron claramente a la luz en sus siguientes palabras, por lo
menos para los humanos que le escuchaban. Easy hizo un gesto de protesta que no
llegó a terminar. Después se controló; era demasiado tarde, y siempre existía la
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posibilidad de que el mesklinita no leyese en las palabras y en el tono del que hablaba
tanto como su madre.
—¡Pero no puedes quedarte ahí tumbado sin hacer nada! —exclamó Benj—. Tus
hombres podrían estar asfixiándose en este mismo segundo. ¿Sabes cuánto aire tenían
en sus trajes?
Esta vez la tentación ganó. En unos segundos comprendió lo que había dicho, y
en menos de medio minuto dirigió a Dhrawn palabras que él esperaba que estuviesen
mejor escogidas.
—Sé que estás haciendo algo, pero simplemente no comprendo cómo puedes
esperar los resultados. Tendría que salir y cortar yo mismo hielo, pero no puedo desde
aquí arriba.
—He hecho todo lo que puede hacerse en cuanto a emprender una acción de
rescate —llegó finalmente la respuesta de Dondragmer a la primera parte del mensaje
—. Durante muchas horas todavía no tenemos necesidad de preocuparnos por el aire.
Nosotros no respondemos a su ausencia, como tengo entendido que os sucede a los
seres humanos. Aunque la concentración de hidrógeno descienda demasiado para que
ellos permanezcan conscientes, su maquinaria corporal se hará más y más lenta
durante varias octadas de hora. Nadie conoce cuánto tiempo durará eso, y
probablemente no sea el mismo para todo el mundo. No tienes que preocuparte
porque se… asfixien. Creo que ésa fue la palabra que has empleado, si he adivinado
su sentido correctamente.
—Todas las herramientas que tenemos aquí están utilizándose. No habría forma
de que yo sirviese de ayuda ni saliese al exterior, y tardaría más en conseguir los
informes de Reffel a través de vosotros. Quizá puedas decirme cómo está resultando
esta búsqueda de Kervenser. Supongo que no ha aparecido nada significativo, puesto
que la luz de su helicóptero todavía es visible desde aquí y el esquema de su vuelo no
ha cambiado. Quizá puedas pasarme alguna descripción. Me gustaría conocer esta
región todo lo posible.
De nuevo Easy ahogó otra exclamación antes de que pudiese ser advertida por
Benj. Mientras el muchacho cambiaba su atención hacia la pantalla que llevaba la
señal del helicóptero, se preguntó si Dondragmer estaba simplemente intentando
alejar a su hijo de su manía figurativa, o si comprendía realmente la necesidad
humana de estar ocupado y sentirse útil. Lo último no parecía probable, pero ni
siquiera Easy Hoffman, que probablemente conocía la naturaleza mesklinita mejor
que ningún otro ser humano todavía vivo, estaba segura.
Benj no había mirado para nada hacia la otra pantalla, y tuvo que preguntar si
sucedía algo. Uno de los observadores replicó brevemente que todo lo que se había
visto era una superficie cubierta por piedras de tamaño variable entre un guisante y
una casa, interrumpida por estanques helados similares al que aprisionaba al
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Kwembly. No aparecieron señales del otro helicóptero ni de su piloto. Ninguno
esperaba realmente a nadie durante algún tiempo. La búsqueda tenía que ser lenta
para ser completa. Si Kervenser se había estrellado tan cerca de su punto de partida,
probablemente hubiese sido visto desde el vehículo. Los pequeños helicópteros
llevaban luces; Kervenser estuvo usando la suya.
Benj transmitió esta información a Dhrawn; después añadió una pregunta suya
obvia.
—¿Por qué Reffel busca tan lenta y cuidadosamente, tan cerca de vosotros? ¿No
fue Kervenser observado por lo menos hasta que se perdió de vista?
La tardanza en la respuesta representó un pequeño alivio para el sentimiento de
inutilidad del muchacho.
—Lo fue, Benj. Parecía más razonable hacer una búsqueda completa, partiendo
de aquí hacia el exterior, lo que tendría también la ventaja de proporcionar datos más
completos para sus científicos. Si pueden esperar por esa información, por favor, dile
a Reffel que vuele directamente hacia el oeste, bordeando el valle, hasta que pueda
ver la luz del puente y que reasuma allí el vuelo de búsqueda.
—En seguida, capitán —replicó Benj.
La conversación había sido en stenno; así pues, ninguno de los científicos que
observaban las pantallas la comprendió. Benj no se molestó en pedir su aprobación
antes de pasar la orden en el mismo lenguaje. Reffel no pareció tener problemas en
comprender el acento de Benj, y a su debido tiempo su pequeña máquina se dirigió
hacia el oeste.
—¿Qué pasa con nuestro mapa? —gruñó un topógrafo.
—Ya has oído al capitán —replicó Benj.
—He oído algo. Si lo hubiese comprendido, hubiese objetado; pero supongo que
ahora es demasiado tarde. ¿Crees que cuando vuelva rellenarán el salto que han dado
ahora?
—Le preguntaré a Dondragmer —replicó obedientemente el muchacho, mirando
inquieto a su madre.
Ella mostraba la expresión impenetrable que él conocía muy bien.
Afortunadamente, el científico abandonaba ya la sala de Comunicaciones gruñendo
entre dientes. Benj volvió de nuevo su atención a la pantalla de Reffel, antes de que
Easy perdiese su gravedad. Otros varios adultos que se encontraban cerca y habían
comprendido la sustancia de la conversación con Dondragmer tenían también
dificultades para conservar sus rostros serios. Por alguna razón, todos disfrutaban
ganando un punto sobre el grupo científico. Pero Benj no se dio cuenta. Todavía
estaba preocupado por Beetchermarlf.
La seguridad de Dondragmer de que la falta de hidrógeno no sería un problema
inmediato había servido de algo, pero la idea de los tripulantes congelados en el hielo
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todavía era molesta. Aunque esto tardase más en suceder bajo el casco del Kwembly,
al final sucedería. Quizá ya hubiese sucedido. Había que hacer algo.
El calor derrite el hielo. El calor es energía. El Kwembly tenía suficiente energía
como para elevarle del campo de gravedad de Dhrawn, aunque no había forma de
aplicarla a esta tarea. ¿No tenía el gigantesco vehículo ningún tipo de calorífero en el
equipamiento de soporte vital que pudiese ser desmantelado y utilizado en el
exterior?
No. No era probable que los mesklinitas necesitasen alguna vez calor en Dhrawn.
Las partes del planeta donde no había un calor infernal se aproximaban a una máxima
de cincuenta grados al sol. Las regiones con las que todavía tendrían el mayor
contacto durante muchos años, como el centro de Low Alfa, eran demasiado cálidas
para ellos. El Kwembly tenía equipamiento de refrigeración provisto de energía por
los transformadores de fusión, pero por lo que Benj sabía, desde los ensayos
originales nunca había sido utilizado. Se esperaba que resultase de utilidad durante la
penetración en la parte central de Low Alfa, no programada todavía por lo menos,
durante un año terrestre, y posiblemente más adelante. El destino del Esket había
hecho que algunos de los planes originales se tambaleasen.
Pero un refrigerador es una bomba de calor. Incluso Benj sabía que la mayor parte
de las bombas son reversibles, por lo menos en teoría. Aquél debía tener en algún
lugar situado en el exterior del casco del vehículo una sección de alta temperatura
para descargar el calor. ¿Dónde estaba? ¿Era transportable? ¿A qué temperatura
estaba? Dondragmer debía saberlo. ¿Pero no habría pensado ya en eso? Quizá no. No
era un estúpido, ni mucho menos, pero carecía de fondo humano. Lo que sabía de
física le había sido enseñado por mesklinitas mucho después de ser adulto.
Seguramente no formaría parte de los conocimientos básicos que la mayor parte de
los seres inteligentes agrupan bajo el concepto de «sentido común». Benj asintió ante
esta idea, pasó un segundo o dos más recordándose que, aunque quedase como un
tonto, podría valer la pena, y cogió su micrófono.
Esta vez los adultos que le rodeaban no se sintieron divertidos, mientras el
mensaje llegaba a Dhrawn. Ninguno de los presentes conocía lo suficiente sobre los
detalles de ingeniería de los vehículos como para contestar las preguntas sobre el
descargador calorífero y el refrigerador, pero todos sabían la suficiente física para
sentirse molestos por no haber pensado antes en la pregunta. Esperaban la respuesta
de Dondragmer con tanta impaciencia como Benj.
—El refrigerador es uno de vuestros aparatos en estado sólido electrónicos, que
no pretendo comprender a la perfección —llegaron finalmente a la estación las
palabras del capitán. Continuaba empleando su propia lengua, con disgusto de
algunos de los oyentes—. No hemos tenido que usarlo desde las pruebas de
aceptación; aquí el tiempo algunas veces ha sido bastante caluroso, pero no realmente
Barlennan se sentía muy complacido de sus palabras. No había dicho ni una sola
falsedad; lo peor de lo que podría ser acusado era de no pensar claro. A menos que
algunos humanos sospechasen ya activamente, no habría ninguna razón para que no
pasasen la teoría al capitán del Kwembly, diciéndole así la línea que Barlennan se
proponía seguir. Podía confiarse en que Dondragmer seguiría el juego, especialmente
si se le transmitía la pista de que quizá Kabremm no estuviese disponible para un
interrogatorio. Era mala suerte, por una parte, hacer surgir la «amenaza nativa»
mucho antes de lo que hubiese querido, cuando existía un plan mucho mejor: dejar
que los humanos la inventasen ellos mismos; pero cualquier plan que no pudiese
modificarse para adaptarse a las nuevas circunstancias era un pobre plan, pensaba.
Aucoin se sintió muy sorprendido. Personalmente no tenía ninguna duda de que
Easy estaba equivocada, puesto que hacía mucho que había borrado por completo al
Esket de su mente; que Barlennan tomase su opinión en serio había sido una mala
sacudida. El administrador sabía que Easy era con mucho la persona mejor
cualificada en toda la estación para hacer un reconocimiento semejante, pero no había
esperado que los propios mesklinitas se diesen cuenta de ello. Se culpó a sí mismo de
no prestar una mayor atención a las charlas entre los observadores (especialmente
respecto a Easy) y los mesklinitas en los últimos meses. Había perdido el contacto, un
pecado mortal en un administrador.
No obstante, no veía razones para denegar la solicitud de Barlennan. Miró a los
otros. Easy y Mersereau le miraban expectativamente; la mujer tenía su mano sobre
el micrófono selector en el brazo de su sillón, como si fuese a llamar a Dondragmer.
Su esposo mostraba en su rostro una semisonrisa que confundió ligeramente a Aucoin
por un momento; pero cuando sus ojos se encontraron, Hoffman asintió como si
hubiese estado analizando la teoría mesklinita y la hallase razonable. El planificador
vaciló un momento más; después habló por su micrófono.
—Lo haremos ahora mismo, comandante.
Asintió a Easy, que al momento cambió su conmutador de selección y comenzó a
hablar. Benj volvió cuando ella empezaba, evidentemente rebosante de información,
No hubiese sido cierto decir que Benj reconoció a Beetchermarlf desde el primer
momento. De hecho, la primera de las figuras en forma de oruga en salir del río y
trepar por el casco fue Takoorch. Sin embargo, fue el nombre del joven timonel el
que salió de cuatro micrófonos de Dhrawn. Uno de ellos estaba en el puente del
Kwembly, y no fue oído; dos, en el campamento de Dondragmer, a unos centenares
de yardas del borde del ancho y rápido río; el cuarto, en el helicóptero de Reffel,
aparcado al lado de la masa del Gwelf.
Las máquinas voladoras se encontraban una milla al oeste del campamento de
Dondragmer; Kabremm no quería acercarse más, pues no deseaba arriesgarse ni lo
más mínimo a repetir su error anterior. Probablemente no se habría movido en
absoluto del sitio donde lo había encontrado Stakendee si el río no hubiese subido.
Para empezar, estaba rodeado por la niebla, y no tenía ningún deseo de volar. Reffel
todavía menos. Sin embargo, no había elección, de forma que Kabremm había dejado
que su nave flotase hacia arriba con su propio impulso, hasta que estuvo en el aire
claro. Reffel siguió a la otra máquina tan cerca de sus luces de posición como se
atrevió a llegar. En cuanto sobrevolaron unas cuantas yardas de gotitas de amoníaco,
pudieron navegar hacia las luces de Dondragmer, hasta que el comandante del
dirigible decidió que estaban bastante cerca. Permitir que el Gwelf llamase la atención
de los hombres en órbita arriba hubiese sido un error más serio que el ya cometido.
Kabremm todavía estaba intentando qué le diría a Barlennan la próxima vez que se
encontrasen.
Tanto él como Reffel habían pasado también unas horas incómodas antes de
concluir, a falta de comentarios apropiados, que éste había obturado su visor muy
rápidamente después de avistar el Gwelf.
En cualquier caso, Dondragmer y Kabremm habían alcanzado por lo menos una
comunicación casi directa y podían coordinar lo que dirían y harían si había más
repercusiones del reconocimiento de Easy. La mente del capitán quedó libre de un
peso. Sin embargo, todavía estaba dando pasos en relación con aquel error.
El grito de «¡Beetch!» en la inconfundible voz de Benj le distrajo de una de
aquellas ocupaciones. Había estado buscando entre la tripulación gente que se
—Tal vez —dijo Benj a su padre— no arriesgaremos la nave para salvar dos
vidas, aunque para eso está aquí.
—Ninguna de las dos cosas es completamente correcta —contestó Ib Hoffman—.
Es una pieza del equipo de emergencia, pero fue planeado para ser utilizado si todo el
proyecto se derrumbaba y teníamos que evacuar la colonia. Esto fue siempre una
posibilidad; había muchas cosas que no podían ser probadas por adelantado. Por
ejemplo, el truco de igualar la presión exterior en los vehículos y en los trajes
utilizando extra argón era perfectamente razonable, pero no podíamos estar seguros
de si produciría efectos secundarios sobre los propios mesklinitas; el argón es inerte
generalmente, pero también lo es el xenón, anestésico efectivo para los seres
humanos. Los sistemas vivientes son demasiado complicados para que las
deducciones resulten siempre seguras, aunque los mesklinitas parecen mucho más
sencillos fisiológicamente que nosotros. Esa puede ser una razón por la que soportan
un espectro tan amplio de temperaturas.
»Pero el punto clave es que la nave está calculada para albergarse sobre un polo
transmisor cerca de la colonia; no aterrizará en ningún otro lugar de Dhrawn. Por
supuesto, puede ser manejada por control remoto, pero no a esta distancia.
»Supongo que lograríamos alterar el programa del computador a bordo para que
pudiese posarse sobre otros lugares, por lo menos sobre cualquier superficie
razonablemente plana; pero, ¿querrías colocarla cerca de tu amigo por medio de un
programa invariable incorporado, o mediante un control remoto a larga distancia?
Recuerda que la nave utiliza reactores de protón, tiene una mesa de veintisiete mil
libras y debe producir toda una sacudida al bajar sobre un suelo blando a cuarenta
gravedades, especialmente porque sus reactores están desplegados para reducir los
cráteres.
Benj frunció el ceño pensativamente.
—Ha sido una mala suerte que el Kwembly, después de todo, no haya podido ser
salvado —observó Aucoin—, pero la tripulación de Dondragmer está haciendo un
estudio muy bueno y efectivo de la zona mientras esperan ayuda. Creo que fue una
idea muy buena enviar al Kalliff con una tripulación reducida y dejarles allí
trabajando mientras esperan, en lugar de transportarlos a la colonia en la nave. De
todas formas, eso siempre hubiese sido bastante peligroso, en tanto no haya pilotos
mesklinitas con práctica. La forma más segura de hacerlo probablemente fue un único
aterrizaje cerca del Kwembly para recoger a los dos timoneles y volver directamente
al espacio a fin de que se les entrene.
»Pero ahora tenemos problemas con el Smof. A esta velocidad, nos quedaremos
sin vehículos antes de llegar a medio camino de Low Alfa. ¿Conoce alguien al
comandante del Smof en la forma que Easy conoce a Dondragmer? Supongo que tú
no, ¿no es cierto, Easy? ¿Puede darme alguien una opinión sobre su habilidad para
salir de apuros, o vamos a tener que arriesgarnos antes de que estos dos mesklinitas
estén completamente entrenados?
—Tebbetts piensa que Beetchermarlf podría operar ya un aterrizaje en la
superficie, en tanto no se vea complicado con emergencias mecánicas —señaló un
ingeniero—. Personalmente, yo no dudaría en dejarle ir.
—Quizá tengas razón. El problema, sin embargo, es que no podemos descender
con la nave sobre un bloque de hielo, y ni siquiera ésta puede elevar uno de esos
vehículos terrestres, aunque hubiese alguna forma de conectarlos sin tener que
aterrizar. Beetchermarlf y Takoorch pueden continuar con su entrenamiento por el
momento. Lo que quiero tan pronto como sea posible, Planetología, es la mejor
dirección y distancia para trasladar la tripulación del Smof allí, si tuviesen que
abandonar el vehículo, es decir, el punto más cercano donde la nave podría aterrizar
para rescatarla. Por supuesto, si está cerca de su emplazamiento actual, no se lo