Exámen de Moral Fundamental II
Exámen de Moral Fundamental II
Exámen de Moral Fundamental II
HUMANOS
l. DIMENSIÓN PSICOLÓGICA
Una vez estudiado el fin último del hombre, reflexionamos sobre los actos humanos, con
los que respondernos libremente al amor de Dios, nos identificamos con Cristo,
realizamos nuestra misión en la tierra y nos dirigimos a nuestro destino final. En la
primera parte, estudiamos sobre todo la dimensión psicológica de 105 actos humanos,
base necesaria para comprender su dimensión moral, objeto de la segunda parte
• actos internos: los que se desarrollan solo en el interior del sujeto, como un pensamiento,
un deseo, un acto de fe, etc.;
• actos externos: los que se llewan a cabo con la intewención —perceptible exteriormente-
de los órganos externos; por ejemplo, dar limosna, caminar, robar, etc.
Los actos externos presuponen siempre un previo conocimiento de la inteligencia y una
decisión de la voluntad, es decir, un acto interior; de otro modo no serían objeto de la
moral. Como el valor moral depende de la voluntariedad, la ejecución externa de un acto
interior no añade, de suyo, ninguna moralidad especial.
b) Según su relación a la facultad:
• actos elícitos: los causados inmediatamente por una potencia operativa. Por ejemplo,
son actos elícitos de la voluntad: querer, desear, odiar;
• actos imperados: los que una potencia operativa causa a través de otra. Por ejemplo, son
actos imperados por la voluntad, los actos libres de las demás potencias, como correr,
atender, imaginar, etc. Como todos nuestros actos libres han de ser voluntarios, todos
son elícitos o imperados por ella.
c) Según su conformidad 0 no con el bien de la persona y, por tanto, con el amor a Dios:
• actos naturales: los que se pueden realizar con las solas fuerzas humanas, como
estudiar, construir una casa, ayudar a un amigo, etc.;
• El inmanente 0 moral. El primer efecto de los actos libres se produce dentro del sujeto
que los realiza.
Cuando realiza una acción, la persona no solo influye sobre el mundo exterior (aspecto
transitivo o fáctico), sino que se transforma a sí misma, como dueña de sus actos (aspecto
inmanente o moral), perfeccionándose o degradándose como persona, y, por tanto,
acercándose 0 alejándose de Dios. Junto a sus resultados o consecuencias externas, todo
acto libre imprime una huella en el sujeto, según su bondad 0 maldad moral.
1.5. El acto libre es acto de la persona
Una consecuencia de la unidad de la persona es que el acto libre es propiamente acto de
toda la persona: en su realinción intervienen la razón, la voluntad y todos sus
dinamismos somáticos y psíquicos.
• La persona elige una acción con su razón y consiente en realizarla mediante la voluntad,
pero sobre la base de todas sus disposiciones e inclinaciones. Los actos libres no son obra
de una razón y una voluntad absolutas, independientes, sino que se enraízan en nuestra
naturaleza (inclinaciones naturales) y en la propia historia personal (educación,
virtudes, vicios).
• Por ello, en el acto libre influye todo cuanto influye en la persona: el ambiente, las
opiniones generalizadas, las características de su personalidad,
Como veremos al comienzo de la segunda parte, esta unidad psicológica tiene mucha
importancia para la valoración moral de las acciones.
2. Acto humano y libertad
Estudiamos ahora, de modo muy sintético, una dimensión fundamental de los actos
humanos: la libertad. Damos por sabidos los aspectos propiamente antropológicos de la
libertad, para centrarnos en su dimensión moral.
2.1. Libertad como dominio sobre los propios actos
La libertad es esencialmente el dominio de la persona sobre sus actos; el poder que tiene
de dirigir, con la razón y la voluntad, su conducta a la meta que desea alcanzar. Dicho
de otro modo: es el poder de hacer el bien que se debe hacer porque se quiere, por amor
al bien.
Sigue influyendo hoy en el modo de pensar un concepto de libertad muy diferente al que
acabamos de exponer. Se piensa que la persona es verdaderamente libre cuando su
voluntad no está inclinada ni al bien ni al mal, es decir, cuando es totalmente indiferente
frente a las dos posibilidades. Más aún, la elección del mal parece una muestra de
verdadera libertad. Este concepto de libertad tiene su origen, como hemos visto, en
Guillermo de Ockham.
Según el concepto de libertad como poder de hacer el bien, que es el que encontramos
en la filosofía clásica, la Sagrada Escritura, los Padres de la Iglesia y teólogos como
santo Tomás, la posibilidad de elegir el mal no pertenece a la esencia de la libertad, sino
que es manifestación —signo— de que tenemos una libertad todavía imperfecta.
Por otra parte, si la libertad está en la indiferencia de la voluntad, toda influencia sobre
ella se considera un límite para la libertad: la educación moral, las inclinaciones
naturales a determinados bienes, las virtudes, la ley moral, etc.
Si, por el contrario, la libertad consiste en el poder de hacer el bien queriendo hacerlo,
todo lo que nos ayuda a hacer el bien favorece y potencia nuestra libertad.
Así, nuestra libertad está favorecida no solo por las inclinaciones naturales y las
virtudes, sino también por la ley moral, que nos señala la verdad sobre el bien y el mal.
«La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se
complementan», porque «Dios conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y
en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos. La ley de Dios, pues,
no atenúa ni elimina la libertad humana, al contrario, la garantiza y promueve» (VS,
lm.17 y 35).
2.2. Libertad para amar
La libertad no es un fin en sí misma, un absoluto. NO somos libres para Ser libres. La
libertad tiene una finalidad: que podamos responder con nuestro amor al amor creador
y redentor de Dios, que podamos decirle que sí porque queremos y porque 10 queremos.
• Ejercer la libertad para darnos a nosotros mismos lleva a nuestra perfección como
personas, pues la persona es entrega, donación.
La persona solo puede realizarse a sí misma, alcanzar su perfección, mediante el don
sincero de sí misma a los demás, como afirma Gaudium et spes:
«El Señor, cuando ruega al Padre que "todos sean uno, como nosotros también somos
uno" On 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una
cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios
en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura
terrestre a la que Dios ha amado por si misma, no puede encontrar su propia plenitud
si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (n.24). «El ser persona —afirma
S. Juan Pablo II refiriéndose al texto de GS— significa tender a su realización (el texto
conciliar habla de i' encontrar su propia plenitud"), cosa que no puede llevar a cabo si no
es "en la entrega sincera de sí mismo a los demás". El modelo de esta interpretación de
la persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el
hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también que el
hombre está llamado a existir '"para" los demás, a convertirse en un don» (MD, n. 7).
2.3. Libertad y verdad
La libertad consiste en la capacidad de hacer el bien, pero mientras estamos en esta
vida, corremos el riesgo de elegir el mal, mejor dicho, de elegir un bien aparente (porque
nadie elige el mal por el mal), un bien que satisface nuestro egoísmo 0 nuestra soberbia,
en lugar de un bien verdadero, ordenado a nuestro fin y felicidad.
Cuando optamos por el egoísmo o por la soberbia, nos convertimos en sus esclavos.
Cuando elegimos el bien verdadero, crece nuestro dominio sobre los actos, crece nuestra
capacidad de querer el bien, crece nuestra libertad moral. La libertad y la verdad van
unidas. Es libre el que tiene poder de hacer el bien verdadero y lo hace porque quiere.
Por eso, necesitamos conocer la verdad sobre el bien y el mal (ciencia moral, prudencia).
Y no solo conocerla, sino ser fieles a ella y ponerla en práctica. De ese modo, adquirimos
las virtudes morales, la fuerza, el poder moral para hacer cada vez mejor el bien.
Uno de los grandes problemas de la cultura actual es considerar la libertad como un
absoluto: ella sería la creadora de la verdad y de los valores (Cf. VS, n. 35).
Según la fe cristiana y la doctrina de la Iglesia «solamente la libertad que se somete a
la Verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona
consiste en estar en la verdad y en realizar la verdad» (VS, n. 84). De ahí que conducir
al hombrv a Ñdescubrir el vínculo entre verdad y libertad, «es hoy una de las exigencias
pmpias de la misión de la Iglesia, por la salvación del mundo» (VS, n. 84).
Sin verdad no hay moral, pues esta consiste esencialmente en el poder del hombre de
realizar el bien; no cualquier bien, sino el que de verdad lo perfecciona como persona y
como hijo de Dios. Por eso, si se niega la verdad, «la libertad pierde su consistencia y el
hombre queda expuesto a la violencia de sus pasiones y a condicionamientos patentes o
encubiertos» (CA, n. 46).
Se puede afirmar también que la libertad moral es necesaria para conocer la verdad.
¿En qué sentido? El conocimiento de la verdad pertenece propiamente a la inteligencia.
Pero la voluntad y los afectos sensibles ejercen una influencia positiva o negativa sobre
ella. Si la voluntad y los afectos están bien dispuestos por las virtudes (es decir, si la
persona es libre, dueña de sus actos y no esclava de sus pasiones) facilitan a la
inteligencia el conocimiento de la verdad moral; en caso contrario, lo dificultan.
2.4. Esclavitud de la libertad por el pecado
Cuando realizamos acciones buenas, nos perfeccionamos como personas; en cambio,
cuando obramos mal, nos destruimos a nosotros mismos.
La peor alienación o enajenación del hombre es la acción moralmente mala: por ella, la
persona no pierde lo que tiene, sino lo que es, se pierde y se hace ajena a sí misma, hasta
que llega un momento en el que ya no se reconoce.
«Todo el que comete pecado, es esclavo del pecado» (Jn 8,34). Veamos cómo se produce
esa esclavitud.
Lo esencial de la libertad, como hemos visto, es el dominio sobre los propios actos para
orientarlos al bien de la persona. Pero el conocimiento del bien y el amor de la voluntad
al bien pueden crecer o debilitarse. En este sentido, la libertad puede aumentar o
disminuir.
Al comportarse rectamente, se adquieren las virtudes, y el hombre crece en el
conocimiento del bien, y refuerza el amor de su voluntad y de sus afectos hacia él.
Entonces, aumenta su poder de elegir y hacer el bien y, a la vez, lo [lewa a cabo con más
facilidad y gozo. La libertad, por tanto, se vuelve mayor.
Por el confrario, la mala elección —el pecado, sobre todo si no se rectifica— hace que los
ojos de la inteligencia tengan cada vez menos agudeza para ver el bien; que el amor de
la voluntad al bien se debilite, pues crecen en ella otros amores: a los bienes que
satisfacen su orgullo o su egoísmo, sus ansias de placer 0 de poder; y que los afectos y
pasiones dejen de obedecer a la razón, porque siguen a la voluntad en su desorden.
2.5. y responsabilidad personal
«La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida que estos son
voluntarios» (CEC, n. 1734).
La persona es responsable de sus actos libres. Esto significa, en primer lugar, que es
responsable de su propia transformación como persona (de su perfección o de su
degradación), fruto del carácter inmanente de sus acciones; y, en segundo lugar, de los
resultados externos de su conducta.
¿Ante quién debe el hombre responder de sus acciones? Cada persona es responsable
ante los demás y ante la sociedad en la medida en que su conducta les afecta; pero, en
primer lugar, responde ante Dios y ante sí misma.
Es importante afrontar con va lentía la responsabilidad por nuestras acciones, sin caer
en el subterfugio de echar las culpas a los demás. Solo así podremo pedir perdón y
rectificar.
La tendencia casi instintiva a echar sobre los demás nuestras culpas aparece ya en el
primer pecado. Cuando el Señor pregunta a Adán qué ha hecho, se excusa diciendo: «La
mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí» (Gn 3,12). Eva, a su vez, al
verse acusada como responsable, dijo a Dios: «La serpiente me engañó y comí» (Gn 3,
13).
Reconocer la propia culpa no representa una autocondena, sino una liberación, porque
es el comienzo del camino que lleva al perdón de Dios, a su abra70 paterno, a vivir en la
casa del Padre, donde somos verdaderamente libres.
2.6. El sentido cristiano de la libertad
Recordemos que, al tratar de los elementos constitutivos del acto humano, afirmamos
que no se puede entender la acción del hombre real sin tener en cuenta la intervención
de la gracia, que es un don de Dios absolutamente necesario para realizar actos
sobrenaturales, y prepararnos a recibir el fin sobrenatural al que todos estamos
destinados.
Pues bien, la persona incorporada a Cristo recibe, con la vida nueva de la gracia, una
nueva libertad, participación de [a libertad de Cristo: la «libertad gloriosa de los hijos
de Dios» (Rm 8,21).
Es Cristo quien nos hace libres: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad
discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad (hs hará libres» On 8,31-32). El que es
de la verdad, de Cristo, ya no es esclavo del pecado, sino
libre. «Para esta Cristo nos ha liberado... Porque vosotros, hermanos, fuisteis
llamados a la libertad» (Ga 5,1.13).
Cristo es el liberador de la libertad humana, porque reconstruye la armonía entre la
libertad y la verdad, que se había perdido con el pecado original: «También hoy, después
de dos mil años, Cristo aparece a nosotros Como Aquel que trae al hombre la libertad
basada sobre la verdad, como Aquel que libera al hombre de lo que limita, disminuye y
casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón,
en su conciencia» (RH, n. 12).
La libertad que Cristo nos da es liberación del pecado y de la muerte: «Él nos arrebató
del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos
la redención, el perdón de los pecados» (Col 1,13-14). Con la gracia, el cristiano puede
vencer al pecado, resistir a las fuerzas del mal.
La libertad que Cristo nos ha ganado nos hace capaces de vivir el amor a Dios y a los
demás por Dios. Sin El no podemos hacer nada (Cf. Jn 15,5), pero con Él podemos
realizar nuestra vocación al amor: «Todo 10 puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4,13).
El sentido de la libertad cristiana es la entrega, la donación de la propia vida a Dios y a
los demás por amor, como Cristo: «Aquí vengo, como está escrito de mí al comienzo del
libro, para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10, 7).
Cristo nos enseña con su vida que la verdadera libertad consiste en obedecer a la verdad
de Dios, a su ley, que no es algo extraño al hombre. Si el hombre es imagen de Dios-
Amor, solo puede malizarse amando, dándose totalmente, Como Cristo se da en la Cruz,
y es precisamente eso lo que Dios le manda en su ley. La ley divina indica, pues, al
hombre -al mismo tiempo- el verdadero camino de su perfección y de su salvación. Y ese
camino es Cristo. Siguiendo a Cristo e identificándose con El, cl hombre vive en la
verdad y se libera de la alienación del pecado y de la muerte (Cf. DVe, n. I).
2.7. El Espíritu Santo y la libertad
Cristo enseña a los hombres la verdad plena y los hace verdaderamente libres,
enviándoles, como fruto de la Cruz, al Espíritu Santo, que se convierte en Ley del
cristiano.
La libertad cristiana en su esencia es posesión del Espíritu Santo: «Porque la ley del
Espíritu de la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la
muerte» (Rm 8,2). «El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad»
(2Cn 3,17).
La libertad de los hijos de Dios es fruto del Espíritu Santo, que con las virtudes y los
dones concede a la persona como un instinto sobrenatural por el que conoce de modo
connatural el bien que agrada a Dios, se siente atraída por él y lo realiza con gozo.
La persona verdaderamente libre realiza cl bien porque es un bien, y lo realiza porque
quiere, por amor al bien, no porque esté mandado. Y eso es lo que el Espíritu Santo lleva
a cabo desde el momento en que perfecciona interiormente nuestm espíritu, dándole un
dinamismo nuevo que lo empuja a hacer por amor lo que la ley divina prescribe (Cf.
Santo Tomás, In Cor., cap. 3, lect. 3).
3. Acto moral y afectividad
La persona humana no realiza sus acciones solo con la inteligencia y la voluntad, sino
también con el concurso de la afectividad sensible con sus pasiones: deseos, reacciones
emocionales.. entusiasmo, alegría, tristeza... La afectividad es una ayuda que Dios nos
ha concedido para facilitarnos el buen ejercicio de nuestra libertad, de acuerdo con
nuestra condición corpóreo espiritual.
3.1. Noción de pasión
Recordemos, en primer lugar, la noción de apetito sensitivo. Es la facultad humana que
"apetece" los bienes (conocidos por medio de los sentidos) que estima como convenientes
(mientras rechaza los bienes que estima como no convenientes). En cambio, la voluntad
es el ''apetito intelectual": quiere (o no quiere) los bienes que previamente conocemos
con la inteligencia o razón.
El apetito sensitivo es doble, concupiscible e irascible, específicamente distintos debido
a sus Objetos:
Cantidad: es mejor una limosna más generosa; la cantidad de lo hurtado hace peor el
pecado de hurto.
Cualidad o efectos: la misma cantidad robada no daña del mismo modo a un pobre que
a un rico, porque sus efectos son diferentes.
Sujeto: se refiere a las cualidades de la persona que realiza la acción. Las acciones de
las personas con autoridad, relevancia social, política, etc„ influyen más, para bien 0
para mal, en los demás.
Medios empleados: el robo a mano armada es más grave que el simple robo.
En el mismo sentido se expresa el Catecismo: «El objeto de la elección puede por sí solo
viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos -como la fornicación-
que siempre es equivocado elegirlos, porque su elección comporta un desorden de la
voluntad, es decir un mal moral» (CEC, n. 1755).
«Una intención buena (por ejemplo: ayudar al prójimo) no hace ni bueno ni justo un
comportamiento en sí mismo desordenado (como la mentira y la maledicencia). El fin no
justifica los medios. Así, no se puede justificar la condena de un inocente como un medio
legítimo para salvar al pueblo» (CEC, n. 1753).
La Iglesia ha enseñado como acciones intrínsecamente malas: la muerte directa del
inocente, la mentira, el adulterio, el aborto, el robo, la masturbación, la blasfemia, la
contracepción, etc.
2.6. El teleologismo: proporcionalismo y consecuencialismo
El teleologismo (del griego teles: fin) es una teoría moral que hace depender el bien y el
mal morales del fin que el sujeto se propone y de los valores que él percibe.
Para juzgar la moralidad de una acción, contarían preferentemente los efectos y
consecuencias previsibles. Si de las consecuencias se deriva un bien superior al que se
obtendría omitiendo dicha acción, esa acción sería lícita. La intención del sujeto se
considera buena siempre que no se oponga a este criterio, y no por su contenido objetivo.
«Los criterios para valorar la rectitud moral de una acción -afirma VS refiriéndose a
estas teorías- se toman de la ponderación de los bienes que hay que conseguir o de los
valores que hay que respetar. Para algunos, el comportamiento concreto sería recto o
equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las
personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de maximizar los bienes y
minimizar los males» (n.74).
El teleologismo puede seguir dos orientaciones muy parecidas para juzgar la rectitud de
la acción: el consecuencialismo y el proporcionalismo:
• «El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el
cual decide sobre su "ordenabilidnd" al bien y alfin último que es Dios» (VS, n. 79).
• «Existen Objetos del acto humano que se configuran como " no-ordenables" a Dios,
porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos
que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados i' intrínsecamente malos"
» (VS, n. 80).
La moralidad consiste en la ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda
su verdad y en la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón. «Por tanto, el
Obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno solo porque sea funcional para
alcanzar este 0 aquel fin que persigue, 0 simplemente porque la intención del sujeto sea
buena» (VS, n. 72).
3. Moralidad de los actos humanos internos y externos
Todo acto humano tiene una dimensión interior (conocimiento de la inteligencia y
consentimiento de la voluntad); muchos tienen también una dimenSión externa que
consiste en la realización, por medio de actos externos, de lo que se quiere interiormente.
Por ejemplo, cuando una persona decide ayudar a otra que está enferma, realiza un acto
interior bueno. Este acto interior tiene como consecuencia ir a donde se encuentra el
enfermo y poner los medios necesarios para ayudarlo.
La moralidad del acto humano se encuentra, sobre todo, en el acto interior,
concretamente en la elección 0 querer de la voluntad. Por eso dice el Señor: «Todo el que
mira a una mujer deseándola, adulteró ya con ella en su corazón» (Mt 5,28).
• La ejecución del acto exterior —de suyo— no añade ni quita bondad a la decisión
voluntaria.
• Sin embargo, la ejecución del acto exterior se relaciona con la intensidad y perfección de
la voluntad, y, en esa medida, aumenta la bondad o maldad de la acción.
Además, los efectos o consecuencias del acto externo añaden bondad o malicia en la
medida en que han sido previstos 0 debían haberse previsto.
3.1. La moralidad de los efectos 0 consecuencias de los actos
Conviene recordar que cuando una persona ha de tomar una decisión debe hacerlo
siempre con prudencia. Y un aspecto importante de la prudencia es prever las
consecuencias que los actos pueden tener.
NO es prudente pensar que, si un acto es bueno, ya no importan las consecuencias que
de él puedan derivarse. La persona prudente evita, en la medida de 10 posible, los
efectos negativos de sus acciones. Si uno puede y debe evitar un efecto malo y no lo evita
es causante voluntario de ese efecto.
Los principios sobre la moralidad de los efectos malos de la acción pueden resumirse del
siguiente modo:
• Cuando una persona realiza una acción que puede y debe evitar, es responsable de los
efectos malos de esa acción, aunque no los haya previsto. Por ejemplo, un médico que
hace un diagnóstico equivocado es responsable de los daños causados, si ello es motivado
por ignorancia culpable.
• La persona que realiza una acción mala es responsable de los efectos negativos de esa
acción, aunque no los haya prewisto.
persona que realiza una acción buena no es responsable de los efectos negativos
no previsibles de esa acción.
3.2. El principio de doble efecto o voluntario indirecto
Se designa con estas dos expresiones el caso de una acción que tiene a la vez efectos
buenos y malos, y la posible licitud de realizarla en ciertas condiciones.
Para comprender mejor las condiciones de las que se habla a continuación, podemos
partir de un caso concreto: el de una mujer embarazada a la que, a los dos meses de
embarazo, los médicos diagnostican un cáncer grave. La única manera de curarla es una
operación quirúrgica, después de varias sesiones de quimioterapia. Pero el tratamiento
médico al que debe someterse podría provocar ocasionalmcntc la muerte del hijo que
están esperando. Sc trata de una acción de la que resultará un efecto bueno: la salud de
la madre; y, previsiblemente, un efecto malo: la muerte del hijo. Ni los médicos ni los
pad1Vs quieren la muerte del hijo no nacido, pero deciden poner en marcha el
tratamiento médico para conseguir la salud de la mujer.
Normalmente se señalan cuatro requisitos para la legitimidad de las acciones de doble
efecto:
a) La acción ha de ser buena por su Objeto. Nunca puede realizarse el mal moral
para alcanzar un bien. Una acción inmoral jamás se puede justificar por grandes que
sean los bienes que se esperan de ella. Por ejemplo, es inmoral provocar un aborto para
salvar la vida de la madre (es lo que se suele llamar "aborto terapéutico"), o matar a la
madre para salvar la vida del hijo.
b) El efecto bueno no debe ser consecuencia del malo. El efecto malo no puede
afectar al objeto moral de la acción, es decir, no puede ser querido como medio para
conseguir el fin o efecto bueno, sino que ha de producirse como efecto accidental; como
un riesgo que se corre al realizar la acción,
c) El fin del agente ha de ser bueno, es decir, debe querer únicamente el efecto
bueno, y rechazar de verdad el malo (que solo se tolera). Esto implica que ha de poner
todos los medios debidos para evitar que se produzca el efecto malo.
d) Debe existir una causa justa suficientemente grave en proporción a la entidad
del daño y a la probabilidad de que este se produzca: es otra manifestación de que la
intención del agente es verdaderamente recta. Concretamente, la causa deberá ser tanto
más grave:
• cuanto más inmediatamente el daño siga a la propia acción; y cuanto mayor sea el
deber de impedirlo.
El caso que hemos propuesto, en el que se puede producir un " aborto indirecto", la
intervención médica sería lícita, ya que:
• la acción que se realiza es buena: el tratamiento de quimioterapia o la intervención
quirúrgica, que son acciones curativas;
• el efecto bueno (la salud de la madre) no es consecuencia del malo (la rnuerte del hijo);
• hay una causa justa, proporcionalmente grave para no retrasar la intervención médica.
4. El acto humano en su ser sobrenatural meritorio
Hemos estudiado en la primera parte de este tema la acción de la gracia en el acto
humano y, más concretamente, la nueva libertad que la gracia nos proporciona. Ahora
podemos reflexionar sobre la necesaria colaboración entre la gracia y la libertad humana
para alcanzar la identificación con Cristo, la santidad a la que estamos llamadcxs (Cf.
Cófreces, E.-García de Haro, R., 1998, 201-205).
4.1. Necesidad de la gracia para la actuación moral recta
Sin la ayuda de la gracia, no es posible vivir vida cristiana; la gracia es imprescindible
para seguir a Cristo y cumplir su mandamiento nuevo: «Imitar y revivir el amor de
Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor
solo gracias a un don recibido» (VS, n. 22).
En la persona dócil a la gracia se produce su divinización, por la que puede vivir una
nueva vida en Dios, que es participación de su conocimiento y de su amor.
Sin esta vida nueva no se entiende la novedad moral cristiana respecto a la moral
meramente humana. Esta novedad puede sintetizarse en los siguientes puntos:
a) La vida de la gracia constituye una gratuita regeneración de la persona que la
libera de la esclavitud del pecado, y la capacita para actuar de un modo que excede todas
las prewisiones humanas.
Con la gracia, el cristiano puede amar con el amor mismo de Cristo: «De este modo se
manifiesta el rostro verdadero y original del mandamiento del amor y la perfección a la
cual está ordenado; se trata de una posibilidad abierta al hombre exclusivamente por la
gracia, por el don de Dios, por su amor» (VS, n.24).
b) La acción divinindora de la gTacia asume la libertad humana, no la anula: la
gracia es un nuevo principio vital que no Obra sin la correspondencia de la persona. De
ahí que el hombre pueda resistirse a la gracia ya poseída y obrar el mal.
Por eso la transformación obrada por la gracia en la persona no es instantánea, sino que
cuenta Con el tiempo; exige el abandono en Dios y el paso por la Cruz: el morir a uno
mismo. Por Io mismo, es compatible con que perduren las debilidades, pero ya no
desaniman ni se intenta disimularlas, sino que incitan a confiar más y mejor, a luchar
con más amor. De este modo, poco a poco el corazón del hombre se va agrandando, crecen
las ansias de amar a Dios y a todas las peFonas.
c) La caridad asume el papel de principio motor de la vida nueva del hombre. Por
obra de la caridad, nuestro deseo de ser felices se concreta en el afán de unirnos a Cristo
por el amor y de llegar, con El, por El y en El, al trato íntimo con las tres Personas
divinas, guiados por la fe y sostenidos por la esperanza. d) Bajo la virtud de la caridad
toda la vida humana se diviniza; «Las almas llevadas por Espíritu Santo son iluminadas
por El y se hacen también ellas espirituales y envían su gracia a otras De ahí brota la
alegría sin fin, la perseverancia en el Amor de Dios, la semejanza con Dios y lo más
sublime que se puede pedir: el endiosamiento» (San Basilio, Liber de Spiritu Sancto, IX,
23). Es una gozosa y total transformación de la persona.
4.2. El mérito
El término mérito designa la retribución debida a la obra buena. El mérito es una
propiedad de las buenas obras hechas en gracia, que nos otorga una cierta idoneidad
para que Dios nos conceda el aumento de la gracia y el premio de la gloria. Supone
siempre la promesa de Dios.
Por ser sus hijos en Cristo, partícipes de la naturaleza divina, Dios puede concedernos
un verdadero mérito. Se tTata de un «derecho por gracia, el pleno derecho del amor»,
que nos hace coherederos de Cristo. El mérito de nuestras obras buenas es un don de la
bondad divina (Cf. CEC n. 2009).
La Sagrada Escritura se refiere en diversos lugares a la retribución prometida por Dios
a las obras buenas. Dios premia al que edifica sobre el cimiento de Jesucristo: «Si la obra
que uno edificó permanece, recibirá el premio» (ICO 3, 14). La retribución depende de
la calidad de las obras: «Porque el Hijo del Hombre va a venir en la gloria de su Padre
acompañado de sus ángeles, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta» (Mt
16, 27).
La verdad que siempre pone de relieve la Sagrada Escritura es que la salvación es don
gratuito de Dios y que nadie puede gloriarse de sus buenas obras, como si fueran solo
suyas. El Catecismo la enseña de modo muy claro:
«El mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene de que Dios ha dispuesto
libremente asociar al hombre a la obra de su gracia. La acción paternal de Dios es lo
primero, en cuanto que Él impulsa, y el libre obrar del hombre es lo segundo, en cuanto
quo este colabora, de suerte que los méritos de las obras buenas deben atribuirse a la
gracia de Dios en primer lugar, y al fiel, seguidamente. Por otra parte, el mérito del
hombre recae también en Dios, pues sus buenas acciones proceden, en Cristo, de las
gracias prevenientes y de los auxilios del Espíritu Santo» (n.2008).
Como es lógico, el hombre no puede aumentar su gracia ni las virtudes que a ella
acompañan. Más bien, lo que sucede es que con la gracia que Dios le da, puede obrar
bien, y con su buen obrar abre su corazón, se dispone a recibir más gracia de Dios.
Dios no está obligado a darle su gracia al hombre; se la da gratuitamente (precisamente
por eso se llama gracia). Pero si el hombre, con la ayuda de Dios, responde bien y por
amor, amplía su capacidad de recibir más gracia en esta vida, y más gloria después. En
este sentido se dice que el hombre se hace merecedor de nuevas gracias divinas.
¿Cuándo son meritorios nuestros actos?
Para merecer se requiere primeramente que el acto sea libre y bueno. La libertad es
principio del mérito solo como condición, no como raíz de la eficacia meritoria.
En segundo lugar, el mérito exige que nuestra voluntad esté informada por la virtud
sobrenatural de la caridad.
Nuestras obras solo tienen mérito sobrenatural cuando proceden de la inhabitación del
Espíritu Santo en el alma por la caridad (cfr. Rm 8,17). En el hombre en gracia todas
las obras rectas son meritorias.
Por último, solo podemos realizar acciones meritorias mientras estemos en esta vida.
Después de la muerte el hombre ya no puede merecer más, porque ha terminado el
período de prueba pluvlsto por Dios.
LO determinante en el mérito es la caridad.
Puede merecer más alguien que desee ardientemente reparar, realizando Obras aun
pequeñas de amor a Dios, que otro que tenga grandes sufrimientos pero poco amor. El
mérito no depende de la dificultad de lo que hacemos, sino del amor que pongamos en
hacer la voluntad de Dios, sea fácil o difícil.
En consecuencia, los actos más meritorios son los de caridad; los demás son meritorios
en la medida en que se hacen por caridad.
4.3. El crecimiento en la vida sobrenatural
En la vida moral, los cristianos debemos evitar dos extremos: esforzarnos en hacer el
bien pensando que nuestras obras buenas nos dan el derecho a la salvación; y no luchar
por hacer el bien, pensando que Dios Io hace todo en nosotros sin nosotros.
a) La acción de Dios
Por una parte, hay que tener siempre en cuenta que «la acción paternal de Dios es 10
primero, en cuanto que Él impulsa; y el libre Obrar del hombre es lo segundo, en cuanto
que este colabora» (CEC, n. 2008). La santidad y la salvación no dependen en primer
lugar de nosotros, sino de Dios. Nosotros colaboramos libremente con Él en la obra de
nuestra salvación. E incluso esa colaboración libre la realizamos gracias a que Dios nos
da el poder y el querer. Nuestras Obras buenas son nuestras, sin duda, pero sobre todo
son de Dios.
«Todas nuestras obras las haces Tú por nosotros» (Is 26,12). Es Dios el que nos mueve a
actuar, pero de manera conforme a nuestro modo de ser, según la forma de actuar que
nos corresponde, es decir, de manera que obremos voluntariamente y no bajo coacción.
La gracia nunca coacciona las acciones de nadie (Cf. CG, III, cap. 53).
Si no tenemos presente esta gozosa realidad, podemos caer fácilmente en la actitud del
fariseo que se gloría de sus buenas obras, y piensa quizá que le dan derecho a la
salvación (Cf. LC 18,9-14); o en el talante del hermano mayor del hijo pródigo, que se
enorgullece de no haber desobedecido ninguna orden de su padre, a la vez que se queja
de su falta de agradecimiento, y de la misericordia que tiene con su hijo pecador (Cf. LC
15,11-32).
El cristiano que lucha decididamente por la santidad tiene que evitar siempre la
tentación de una especie de pelagianismo más o menos difuminado, que pone el acento
en el esfuerzo humano más que en la acción de Dios; en la jtusticia más que en la
misericordia; en la seguridad más que en la esperanza; en la recompensa más que en la
humildad de recibir dones gratuitos de Dios.
En la lucha por la santidad es necesario hacerse como niños. «En verdad os digo: si no
os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3).
Hacerse como niños es la única manera de entender que el protagonismo de la historia
del mundo y de cada persona no es nuestro, sino de Dios. Y que 10 primero que debemos
hacer es dejarnos amar por Dios, acoger sus dones y agradecerlos.
b) La colaboración de la persona
Por Otra parte, hay que afirmar que nuestra colaboración —nuestra respuesta de amor
al amor de Dios- es necesaria. La Sagrada Escritura habla del combate del hombre
confra el mal (Cf. Gn 3,15; Ap 12,17). En el libro de Job (Cf. 7,1)
se afirma que la vida del hombre sobre la tierra es milicia. Y el Señor advierte: «iQué
angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos Son los que
la encuentran!» (Mt 7,14). San Pablo nos exhorta: «Revestíos con la armadura de Dios
para que podáis resistir las insidias del diablo» (Ef 6,11).
Dios no nos salva sin nuestra colaboración libre:
«Serás obra de Dios —afirma san Agustín—, no solo por ser hombre, sino también por
ser justo. En efecto, para ti mejor es ser justo que ser hombre. Si el ser hombre es obra
de Dios y el ser justo obra tuya, tú haces algo mejor que lo que ha hecho Dios. Pem Dios
te hizo a ti sin ti. Ningún consentimiento le otorgaste para que tc hiciera. ¿Cómo podías
dar cl consentirniento si no existías? Por tanto, quien te hizo sin ti, no te justifica sin ti.
Así, pues, creó sin que lo supiera el interesado, pero no justifica sin que lo quiera él. Con
todo, es él quien justifica» (Sermón 169). Ahora bien, la lucha del hombre para colaborar
con Dios debe entenderse como un combate que nace del amor, manifiesta el amor y
tiene como finalidad el amor. Es la pelea de un hijo que quiere amar cada vez más a su
Padre, que desea agradarle en todo, y realizar del mejor modo posible la misión que le
ha encomendado, aunque le cueste, confiando humildemente en el poder de su gracia
para superar todos los obstáculos.
Una característica de la lucha por amor es que, ante las caídas, nunca da lugar al
desánimo y a la desesperanza, sino al dolor de amor, a comenzar una y otra vez con
ánimo esperanzado, confiando siempre en la ternura y misericordia de Dios, porque lo
importante no es la perfección en sí misma, sino el amor.
Ejercicio 1. Vocabulario
• Actos del hombre • Objeto moral
• Advertencia virtual • Objeto físico
• Actos elícitos • Intenciones secundarias
• Carácter inmanente de la acción • Especie teológica de la acción
• Inclinaciones naturales • Normas absolutas o absolutos
morales
• Responsabilidad
• Teleologismo
• Afectividad sensible
Proporcionalismo
• Pasión
• Consecuencialismo
• Apetito concupiscible
• Mérito
• Caridad pastoral
• Vida sobrenatural
• Perspectiva de la tercera persona
Ejercicio 2. Guía de estudio
Contesta a las siguientes preguntas:
¿Qué aspectos de la vida de la persona pueden influir en sus acciones concretas?
2. ¿Cómo se relacionan el objeto moral y el fin de la acción?
3. ¿Cuáles son los principales tipos de circunstancias?
4. ¿Cómo entiende el teleologismo el bien moral de la acción?
5. ¿Por qué la moralidad del acto humano se encuentra, sobre todo, en el acto interior,
concretamente en la elección o querer de la voluntad?
6. ¿Qué condiciones se requieren para que sea moralmente buena una acción con efectos
buenos y malos?
7. ¿En qué consiste el mérito sobrenatural? ¿Pueden tener mérito ante Dios nuestras
acciones?
8. ¿Qué es la advertencia de la acción? ¿Qué clases de advertencia hay?
9. ¿Qué significa "carácter inmanente" del acto libre?
10. ¿En qué consiste esencialmente la libertad?
Ejercicio 3. Comentario de texto
Lee el siguiente texto y haz un comentario personal utilizando los contenidos
aprendidos:
«La contraposición, más aún, la radical separación entre libertad y verdad es
consecuencia, manifestación y realización de otra dicotomía más grave y nociva: la que
se produce entre fe y moral.
»Esta separación constituye una de las preocupaciones pastorales más agudas de la
Iglesia en el presente proceso de secularismo, en el cual muchos hombres piensan y
viven como si Dios no existiera. Nos encontramos ante una mentalidad que abarca —a
menudo de manera profunda, vasta y capilar- las actitudes y los comportamientos de
los mismos cristianos, cuya fe se debilita y pierde la propia originalidad de nuevo criterio
de interpretación y actuación para la existencia personal, familiar y social. En realidad,
los criterios de juicio y de elección seguidos por los mismos creyentes se presentan
frecuentemente —en el contexto de una cultura ampliamente descristianizada— como
extraños e incluso contrapuestos a los del Evangelio.
»Es, pues, urgente que los cristianos descubran la novedad de su fe y su fuerza de juicio
ante la cultura dominante e invadiente: "En otro tiempo fuisteis tinieblas —nos
recuerda el apóstol Pablo-; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid corno hijos de la luz;
pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo
que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes
bien, denunciadlas... Mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino
como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos" (Ef
5,4-8).
»Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no
es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la
mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus
mandamientos, una verdad quese ha de hacervida. Pero, una palabra no es acogida
auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La fe es una
decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de
vida del creyente con Jesucristo, camino, verdad y vida (Cf. Jn 14,6). Implica un acto de
confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (Cf. Ga 2,20), o sea,
en el mayor amor a Dios y a los hermanos».
(S. JUAN PABLO ll, Enc. Veritatis splendor, n. 88)
TEMA 6: LAS VIRTUDES
l. LAS VIRTUDES HUMANAS DEL CRISTIANO
Realizando por amor acciones buenas, se forman en la persona las virtudes humanas.
Dios nos da con su gracia las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo Se
forma así el organismo natural y sobrenatural de virtudes que el hijo de Dios necesita
para identificarse con Cristo y continuar en el mundo la misión de Cristo en la Iglesia.
En la primera parte de este capítulo estudiamos las virtudes humanas intelectuales y
morales; en la segunda parte las virtudes y dones sobrenaturales,
1. Concepto de virtud
Con el término '"virtud" (del latín virtus, que corresponde al griego arete) se designan
cualidades buenas, firmes y estables de la persona, que, al perfeccionar su inteligencia
y su voluntad, la disponen a conocer mejor la verdad y a elegir y realizar, cada vez con
más libertad y gozo, acciones excelentes, para alcanzar su plenitud humana y
sobrenatural, que consiste en el amor, en la comunión con Dios y con los demás.
Las virtudes que se adquieren mediante el esfuerzo personal, realizando actos buenos
con libertad y constancia, son las virtudes humanas, naturales 0 adquiridas. Las
virtudes humanas se dividen en intelectuales y morales:
• Las virtudes que perfeccionan especialmente a la razón para que realice bien su función,
que es el conocimiento de la verdad, son las virtudes intelectuales.
• Las virtudes que perfeccionan a la voluntad y a los afectos sensibles para que amen más
y mejor el bien son las virtudes morales.
Las virtudes que Dios concede gratuitamente al hombre para que pueda obrar de modo
sobrenatural, como hijo de Dios, son las virtudes sobrenaturales o infusas. Con la gracia,
se reciben también los dones del Espíritu Santo, que son disposiciones permanentes que
hacen al hombre dócil para seguir las iluminaciones e impulsos del Espíritu Santo. Las
virtudes sobrenaturales y los dones se estudian en la segunda parte de este tema.
2. Las virtudes en la Sagrada Escritura
La referencia a las virtudes como cualidades morales de la persona y, al mismo tiempo,
dones de Dios, son constantes en la Sagrada Escritura. El término más empleado para
designar la virtud es dynamis, que se traduce al latín por virtus.
En el Antiguo Testamento, más que reflexiones sobre la virtud, encontramos
narraciones y biografías de hombres virtuosos, «justos»: Abraham, Moisés, José, etc.,
que tienen un elevado valor pedagógico. La expresión «hombre justo» designa al que cree
en Dios y espera en El, es sabio y paciente, misericordioso, prudente, perseverante y
humilde, es decir, vive según la voluntad de Dios y es fiel a su Alianza.
En algunos libros del Antiguo Testamento, como el de la Sabiduría, se puede detectar
una cierta influencia griega. En él se mencionan las cuatro virtudes platónicas: «Y si es
la prudencia la que obra, ¿quién mayor artífice que ella entre [os seres? Si alguien ama
la justicia, las virtudes son el fruto de sus fatigas. Ella es maestra de templanza y de
prudencia, dc justicia y fortaleza: nada hay más provechoso para los homb1Vs en la
vida» (Sb 8,6-7).
Sin embargo, hay virtudes que no tienen correspondencia en el pensamiento griego,
como la humildad, el perdón o la penitencia. La razón es que la visión del hombre en el
Antiguo Testamento es diferente a la griega: el hombre es imagen de su Creador, ha
caído por el pecado y Dios le perdona y le enseña a perdonar.
También en el Nuevo Testamento aparece la palabra «justicia» para designar el conjunto
de virtudes que vive una persona santa: Zacarías, Isabel, Simeón, José. En el Sermón
de la Montaña, la justicia, entendida en este sentido, es considerada como
imprescindible para entrar en el Reino de los Cielos: «Os digo, pues, que si vuestra
justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los
Cielos» (Mt 5,20).
En la cuarta Bienaventuranza, promete el Señor la felicidad a los que «tienen hambre
y sed de justicia» (Mt 5,6), expresión que hace pensar en un deseo grande y eficaz de
cumplir en todo la voluntad de Dios. Por Otra parte, todas las Bienaventuranzas, que
son como un retrato de Cristo, se refieren a diversas virtudes: pobreza de espíritu,
mansedumbre, penitencia, limpieza de corazón, etc.
En los Evangelios encontramos, sobre todo, al Maestro y Modelo de todas las virtudes:
Cristo, «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (ICO 1,24), que nos invita a aprender de Él,
«manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), de su vida y sus palabras. En El, que es
perfecto Dios, se nos muestra modelo acabado de la perfección humana, porque es
perfecto hombre.
El mensaje cristiano entra pronto en contacto con el mundo helenístico, como se puede
apreciar en las cartas de san Pablo. Este contacto es, sin duda, enriquecedor; pero en la
moral cristiana, las virtudes ya conocidas en el mundo pagano, y otras menos conocidas
e incluso inconcebibles para él —como la penitencia, la humildad 0 el amor a la Cruz—
, forman, bajo la dirección de las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo, un
organismo específico, y adquieren un valor propio y una nueva finalidad: la
identificación Con Cristo, la edificación del Reino y la «alabanza de la gloria de Dios»
(Ef 1,6), que no excluye, sino que incluye, la edificación de la ciudad terrena (Cf. S.
Pinckaers, 2007, 1519.
La moral griega solo conocía el esfuerzo humano Como medio para adquirir la virtud.
Las virtudes cristianas, en cambio, se presentan todo Como dones de Dios, como «frutos
del Espíritu» (Ga 5,22). No es la energía humana la que tiene la iniciativa en la
edificación del Reino de los Cielos; no es el hombre el autor principal de la santificación,
sino el Espíritu Santo. Es Él quien, introduciendo a los fieles en el misterio pascual de
Cristo, les comunica la vida nueva, sintetizada por san Pablo en las virtudes de fe,
esperanza y caridad (Cf. I Cor 13,13; ITS 1,3-4; Rm 15,13).
La práctica de las virtudes está, para el cristiano, íntimamente vinculada a la
identificación con Cristo (Cf. Ef 5,2; Ftp 2,5; Col 3,13.17). No se trata ya de vivir unas
virtudes aprendidas de un maestro más o menos ejemplar, sino de dejarse guiar por el
Espíritu Santo para identificarse ontológica y moralmente con el único Maestro y con el
único Modelo.
3. Las virtudes intelectuales
Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo y la necesidad de conocer la verdad.
Esta aspiración, que consiste, en el fondo, en el «deseo y nostalgia de Dios» (FR, n. 24),
solo se sacia con la Verdad absoluta. Una vez conocida la verdad, el hombre debe vivir
de acuerdo con ella y comunicarla a los demás.
La actividad intelectual -aprendizaje, estudio, reflexión— de la persona que busca la
verdad, engendra en ella las virtudes intelectuales. La adquisición de conocimientos
verdaderos capacita para alcanzar otros más profundos o difíciles de comprender.
Para entender la división tradicional de las virtudes intelectuales, hay que partir de que
la razón dispone de dos funciones: la especulativa 0 teórica y la práctica.
• La función especulativa o teórica tiene por fin conocer la verdad sobre el ser, en los
diversos campos de la realidad. Cuando tratamos de descubrir, por ejemplo, qué es el
hombrv, cuál es la causa de todo 10 que existe o en qué consiste la luz, empleamos la
razón en su dimensión especulativa. C0nocemos lo real como verdadero.
• La función práctica tiene como finalidad saber qué acciones son buenas 0 malas, y dirigir
la acción de acuerdo con ese conocimiento. Cuando nos planteamos, por ejemplo, si es
lícito mentir o cómo debemos actuar en tal o cual situación para ser justos, empleamos
la dimensión práctica de la razón. Conocemos lo real como bueno.
Pues bien, hay unas virtudes que perfeccionan a la razón especulativa o teórica y otras
a la razón práctica, para que realicen bien su función.
Las virtudes que perfeccionan a la razón especulativa son las siguientes:
• La ciencia (epistéme, scientia) perfecciona a la razón para que conozca la verdad sobre
los diversos campos de la realidad observable por medio de los sentidos (física, química,
astronomía. Las ciencias se desarrollan a partir del entendimiento.
• La sabiduría (sophín, sapientia) es la virtud que perfecciona a la razón para que conozca
y contemple la verdad sobre las causas últimas de todas las cosas; la verdad que
responde a los problemas más profundos que la persona se plantea. La sabiduría nos
lleva al conocimiento de qué es el hombre y el mundo, cuál es el sentido de su existencia;
y al conocimiento de Dios como creador y fin último de toda la realidad.
La razón práctica, a su vez, es perfeccionada por las siguientes virtudes:
• Operativo significa que inclina a la persona a obrar, le da fuerza (virtus) para actuar
moralmente bien y alcanzar su fin como persona.
• Estos hábitos son buenos porque hacen buena a la persona y no pueden emplearse para
el mal. Esta es la gran diferencia entre las virtudes morales y algunas de las
intelectuales (como la ciencia 0 la técnica). Estas últimas, no hacen moralmente buena
a la persona y podrían emplearse para el mal.
Las virtudes morales perfeccionan a las potencias o facultades apetitivas de la persona,
es decir, la voluntad (apetito intelectual) y los apetitos o afectos sensibles (irascible y
concupiscible). No obstante, en sentido estricto, el sujeto de las virtudes morales es la
voluntad.
Los objetos o fines de las virtudes morales son las diversas clases de obras buenas,
necesarias o convenientes, que el hombre debe realizar para alcanzar su perfección como
persona. Como los bienes que el hombre debe amar son múltiples, lo Son también las
virtudes.
4.2. División
La división clásica de las virtudes morales establece cuatro virtudes cardinales (del latín
cardo: quicio, eje), en torno a las cuales giran otras virtudes
particulares (todas ellas se estudian detenidamente en Moral de la persona: Virtudes).
El esquema de las virtudes cardinales tiene una larga tradición: se remonta a Platón,
es adoptado por muchos teólogos y filósofos, entre ellos por santo Tomás en la Summa
Theologiae, y recientemente por el Catecismo de la Iglesia Católica.
Las virtudes cardinales son las siguientes:
• En general, son cualidades que deben poseer todas las acciones virtuosas: todas deben
ser prudentes, justas, valientes y templadas,
• La dimensión particular se refiere a los aspectos de la conducta de la persona en los que
estas virtudes son más necesarias; así, el objeto de la justicia es dar a Otro lo suyo; el
de la fortaleza, superar los peligros más difíciles: el miedo a la muerte, etc., para hacer
el bien; y el de la templanza, encauzar las inclinaciones cuya moderación es más difícil:
la inclinación sexual y la inclinación a alimentarse.
Las virtudes particulares giran en torno a las cardinales: algunas porque perfeccionan
a la virtud cardinal correspondiente, otras porque tienen algo en común con esa virtud.
Por ejemplo, la docilidad, la sagacidad, la previsión y la cautela sc relacionan Con la
prudencia. La veracidad, generosidad, luligión, amabilidad y gratitud, con la justicia.
La magnanimidad, paciencia y perseverancia, Con la fortaleza. La castidad y la
sobriedad, Con la templanza. Se estudian Con detenimiento en Moral de la Persona y
Moral Social.
5. La necesidad de las virtudes morales
Hay al menos tres importantes razones por las que la persona necesita adquirir las
virtudes morales (Cf. P.J. Wadell, 2002, 185-214):
a) La razón y la voluntad no están determinadas por naturaleza a un modo de obrar
recto:
• La voluntad puede querer muchos bienes que no están de acuerdo con la recta razón,
que no perfeccionan a la persona y que, por tanto, no se ordenan a Dios.
• Los bienes apetecidos por la afectividad sensible no siempre son convenientes para el
fin de la persona.
Por todo ello, tenemos la posibilidad de hacer mal uso de nuestra libertad. Pero gracias
a las virtudes, que nos ayudan a elegir el bien y nos capacitan para realizarlo, podemos
superar esas dificultades y ejercitar bien la libertad. b) El pecado original introdujo un
desorden en la naturaleza humana: la dificultad de la razón para conocer la verdad, el
endurecimiento de la voluntad para querer el bien, y la falta de docilidad de los apetitos
a la razón. Los pecados personales agravan todavía más este desorden. Todo ello hace
más necesario que las potencias operativas de la persona (razón y apetitos) sean
sanadas y perfeccionadas por las virtudes, que les otorgan además prontitud, facilidad
y gozo en la realización del bien.
c) Por último, las circunstancias en las que una persona puede encontrarse a lo largo de
su vida son muy diversas, y a veces requieren respuestas imprevisibles y difíciles. Las
normas generales, siendo imprescindibles, no siempre son suficientes para asegurar la
elección buena en cada situación particular. Solo las virtudes proporcionan la capacidad
habitual de juzgar correctamente para elegir la acción excelente en cada circunstancia
concreta y llevarla a cabo. La experiencia personal e histórica 10 muestra
sobradamente.
La necesidad de las virtudes humanas y sobrenaturales resulta obvia para quien se sabe
llamado a crecer en bondad moral, en santidad, a identificarse con Cristo, a fin de
cumplir la misión que su Maestro le ha encomendado. Gracias a ellas, la vida de la
persona goza de una fuerte unidad: todas sus acciones se dirigen, de modo estable y
firme, hacia el objetivo de la amistad con Dios y con los demás.
6. ¿Cómo se generan virtudes morales?
Todos los seres humanos hemos sido creados por un acto de amor de Dios, y cada uno es
invitado a responder libremente con su amor al amor divino. De ese modo, entramos en
comunión de amor con Dios y participamos de la felicidad de nuestro Creador.
Toda nuestra vida, como hemos visto, debe ser una respuesta de amor al amor creador
y redentor de Dios. Pero ¿cómo respondemos al amor divino a lo largo de la existencia
en la tierra? Diciendo libremente que sí al bien que se nos presenta en cada momento,
porque ese bien constituye una llamada de Dios.
En cada momento nos encontramos con un bien que debemos realizar: trabajar, ayudar
a otra persona, descansar... En cada uno de esos bienes nos llama Dios para que,
realizándolo por amor a El, diciendo sí, respondamos al amor que nos tiene.
Ese "sí" es la realización del amor al bien, al que estamos inclinados de modo natural,
que expresa en acciones buenas. Diciendo sí al bien por amor, nos identificamos una y
otra vez Con el bien para el que estamos hechos, lo hacernos carne de nuestra carne,
nos hacemos buenos con el bien que amamos y ejercemos en cada acción buena.
La elección libre y constante de acciones buenas genera el nacimiento y crecimiento de
las virtudes morales en la voluntad y en los afectos: realizando acciones justas nace y
crece en nosotros la virtud de la justicia; siendo fieles a los compromisos adquiridos,
nace y crece en nosotros la virtud de la fidelidad. A la vez, las virtudes que adquirimos
nos dan más fuerza para vivir esa virtud, nos hacen más libres.
Cuando la vida se entiende como una respuesta de amor al amor de Dios, las virtudes
adquieren su verdadero sentido, que consiste en perfecclonarnos para elegir con acierto
y realizar cada vez con más amor las acciones con las que, en cada circunstancia,
respondemos de verdad al amor de Dios; y en proporcionarnos la fuerza para llevar a
cabo la acción, es decir, en potenciar nuestra libertad,
7. Las virtudes morales racionalizan los apetitos
«La virtud moral —afirma santo Tomás, siguiendo a Aristóteles— es un hábito electivo,
es decir, que hace buena la elección, para lo cual se requieren dos cosas: primera, que
exista la debida intención del fin, y esto se debe a la virtud
moral que inclina la facultad apetitiva al bien conveniente según razón, y tal es el fin
debido; segunda, que el hombre escoja rectamente los medios conducentes al fin (S.Th.,
1-11, q. 58, a. 4c).
¿Qué quiere decir con esto santo Tomás?
Primero: la persona virtuosa es la que, con su voluntad perfeccionada por las virtudes
morales (justicia, fortaleza, templanza), tiene la intención habitual de realizar
intenciones buenas.
Las intenciones buenas son fines que la razón propone que se deben buscar porque nos
perfeccionan Como personas y están ordenados al fin último, que es Dios; por ejemplo,
cuidar nuestra vida material y espiritual, de modo justo y humano Con los
demís, buscar la verdad, etc.
Segundo: para actuar bien no basta querer una intención buena; es necesario, además,
que sean buenos los medios elegidos por la razón para alcanzarla, y esta es precisamente
la función esencial de la virtud moral: ser hábito de la buena elección. El acto propio de
la virtud moral es la elección recta (Cf. S.Th., 1-11, q.65, a.l).
En consecuencia, es la razón la que:
• propone la intención buena que se debe alcanzar,
• elige el bien que se debe realizar como medio para obtener dicha intención, y a
continuación
• Actuar con firmeza es obrar con un querer más intenso de la voluntad, tender de modo
estable y con más amor al acto virtuoso.
• la acción virtuosa se realiza con gozo. virtudes, como hemos dicho, connaturalizan a la
persona con la conducta virtuosa, de modo que esta se convierte en algo natural que
causa el gozo y la satisfacción.
Gracias a las virtudes, hacemos el bien que debemos hacer no con amargura o como
quien tiene que soportar una pesada carga, contradiciendo una y otra vez nuestra
afectividad para no volverse atrás, sino Con alegría y Con verdadero interés, porque
todas nuestras energías —intelectuales y afectivas— cooperan a la realización del bien.
9. Las virtudes morales como término medio
Como se ha visto, Aristóteles define la virtud moral como un hábito electivo que consiste
en un «término medio relativo a nosotros, determinado por la razón». Santo Tomás,
asumiendo esta idea de Aristóteles, afirma que el orden que las virtudes morales
establecen tanto en sus propios actos como en los actos de las pasiones es un cierto
medio.
Con la expresión «término medio», ni Aristóteles ni santo Tomás pretenden decir que la
virtud sea lo mediocre, sino todo lo contrario: la acción óptima, excelente, que es como
una cumbre entre dos valles igualmente viciosos, uno por exceso y Otro por defecto.
La virtud moral es -afirma Pinckaers- «la cualidad que permite a la razón y a la voluntad
del hombre llegar a su máximo de potencia en el plano moral, producir las obras
humanamente perfectas, y por lo mismo conferir al hombre la plenitud del valor que le
conviene» (1971, 231). Las virtudes capacitan a la persona para realizar acciones
perfectas y alcanzar su plenitud humana, y la disponen a recibir, Con la gracia, la
plenitud sobrenatural, la santidad.
Aristóteles afirma que el término medio de la virtud es «relativo a nosotros». Esto se
refiere específicamente a las virtudes que perfeccionan a los apetitos sensibles: fortaleza
y templanza. En efecto, respecto a las propias pasiones, cada uno es distinto a los demás,
y además las pasiones y sentimientos varían según las circunstancias en las que una
persona se encuentra.
Por eso, realizar determinada acción externa (como comer cierta cantidad de alimento)
puede constituir un acto de templanza para uno, y no para Otro; lanzarse al mar para
salvar a alguien, puede ser una acción valiente para una persona, y temeraria para
Otra, sobre todo si no sabe nadar.
• Por una parte, en muchos pasajes de la Escritura las virtudes morales Se presentan
como dones que se piden a Dios y se reciben de Él.
• Por otra, como el cristiano camina hacia su fin sobrenatural a través de todas sus
acciones, parece lógico pensar que las virtudes humanas son elevadas al plano
sobrenatural, a fin de que pueda realizar con sentido divino todas las tareas de su vida.
2. Las virtudes teologales
La existencia de las virtudes teológicas o teologales solo la conocemos por la Revelación.
En la Sagrada Escritura, además de los textos en los que se habla de cada una de ellas,
hay otros que unen las tres en un conjunto armónico: «Pero nosotros, que somos del día,
mantengámonos sobrios, estemos revestidos con la coraza de la fe y de la caridad, con el
yelmo de la esperanza de salvación» (ITS 5,8); «Ahora permanecen la fe, la esperanza,
la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad» (ICO 13,13).
De acuerdo con estas enseñanzas bíblicas, el Concilio de Trento (sess. VI, cap. 7) enseña
que «en la misma justificación, juntamente con la remisión de los pecados, recibe el
hombre las siguientes cosas, que se le infunden por Jesucristo, en quien es injertado: la
fe, la esperanza y la caridad».
Las virtudes teologales se pueden definir, siguiendo a santo Tomás, como aquellas que
tienen al mismo Dios por Objeto, origen y fin.
• NO solo lle-wan hacia Dios, como las demás virtudes, sino que tienen por objeto a Dios,
a quien se adhieren: tocan a Dios, alcanzan a Dios, es decir, elevan la capacidad humana
de conocer y amar hasta hacer partícipe al hombre del conocer y amar divinos (Cf. S.
Th., 11-11, q.17, a.6; 1-11, q.62, a.l).
• Además, Dios es su origen y su fin, porque, a través de la acción del Espíritu Santo, las
infunde en el alma, las activa internamente y hace que las acciones humanas de creer,
esperar y amar acaben en el mismo Dios.
Con el Catecismo de la Iglesia Católica, podemos definir las virtudes teologales del
siguiente modo:
• Por la fe, «creemos en Dios y en todo lo que El nos ha revelado, que la Santa Iglesia nos
propone, porque El es la verdad misma» (CEC, n. 1418); por tanto, por la fe, se conoce
la intimidad de Dios.
• Por la esperanza «aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad
nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en
nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (CEC, n. 1817).
• Por la caridad, Dios nos ama y nos da el amor con que podemos libremente amarle a El
«sobre todas las cosas por El mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por
amor de Dios» (CEC, n. 1822).
Las virtudes teologales son dones de Dios por los que el hombre se une a Él en su vida
íntima. Pero son verdaderas virtudes, es decir, disposiciones permanentes del cristiano
que le permiten vivir como hijo de Dios, como otro Cristo, en todas las circunstancias.
Las virtudes teologales son necesarias para saber que el destino del hombre es la
contemplación amorosa de Dios, cara a cara; y para poder vivir como hijos de Dios y
merecer la vida eterna:
• por la fe, el hombre puede saber, asintiendo a 10 que Dios le ha revelado, que la vida
con la Santísima Trinidad es el fin al que está llamado;
• la esperanza refuerza su voluntad para que confíe plenamente en que, con la ayuda
divina, puede alcanzar su destino; y la caridad le confiere el amor efectivo por su fin
sobrenatural.
Gracias a las virtudes teologales, la persona crece en intimidad con las Persona divinas
y se va identificando cada vez más con el modo de pensar y amar de Cristo.
Perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo, proporcionan la sabiduría o visión
sobrenatural, por la que el hombre, en cierto modo, ve las cosas como las ve Dios, pues
participa de la mente de Cristo (Cf. ICO 2,16).
Si las virtudes humanas potencian la libertad, con las virtudes teologales y los dones, la
persona adquiere la «libertad gloriosa dc los hijos de Dios» (Rm 8,21), como hemos
señalado al hablar, en el Tema 5, de la libertad cristiana. El dominio sobre uno mismo
ya no es solo el que se alcanza por las propias fuerzas, sino también el que se adquiere
por participar del señorío de Dios, pues el Espíritu Santo es el principio vital de todo el
obrar.
3. Los dones del Espíritu Santo
En Isaías (11,1-2), según el texto hebreo, al que sigue la Neovulgata, se habla de seis
dones: «Sobre él reposará el Espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y de
entendimiento; espíritu de consejo y de fortaleza; espíritu de ciencia y de temor del
Señor. Y lo inspirará con el temor del Señor». La traducción griega de los Setenta y la
Vulgata desdoblan el don de temor en dos: el don de piedad y el de temor de Dios.
El don de entendimiento o inteligencia es una luz sobrenatural que dis- pone a la
persona para aprender los misterios y las verdades divinas bajo la guía misma del
Espíritu Santo.
El don de ciencia dispone a entender, juzgar y valorar las cosas creadas en cuanto obras
de Dios y en su relación al fin sobrenatural del hombre.
El don de sabiduría hace que sea connatural al ser humano querer todo y solo lo que
lleva a Dios: da la inclinación amorosa a seguir la voluntad de Dios.
El don de consejo hace dócil a la persona para apreciar en cada momento lo que más
agrada a Dios, tanto en la propia vida como para aconsejar a otros.
El don de fortaleza confiere la firmeza en la fe y la constancia en la lucha interior, para
vencer los obstáculos que se oponen al amor a Dios.
El don de piedad da la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y hermanos
de todos los hombres.
El don de temor perfecciona la esperanza, e impulsa a reverenciar la majestad de Dius
y a temer, como teme un hijo, apartarse de Él, no corresponder a su amor.
«El hombre justo, que ya vive la vida de la gracia y opera por las correspondientes
virtudes —como el alma por sus potencias— tiene necesidad además de los siete dones
del Espíritu Santo. Gracias a ellos el alma se dispone y fortalece para seguir más fácil
y prontamente las inspiraciones divinas» (León XIII, Enc. Divinum illud munus, 9-V-
1887).
Los dones son hábitos sobrenaturales que disponen a la inteligencia y a la voluntad para
recibir las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo. Perrniten al hombre realizar los
actos de todas las virtudes no solo según la deliberación de su razón, sino baj o la
influencia directa, inmediata y personal del Espíritu Santo, que es así el impulsor, el
guía y la medida de las acciones de los hijos de Dios, a fin de que vivan como otros
Cristos en el mundo.
Los actos realizados bajo la influencia de los dones son los más humanos, los más libres,
los más personales, y, a la vez, los más divinos, los más meritorios. La iniciativa es de
Dios; pero cl cristiano, por su parte, tiene que ser dócil a la acción divina. Del mismo
modo que las virtudes morales, al "racionalizar" la voluntad y los afectos sensibles,
potencian la libertad, los dones del Espíritu Santo, al divinizar la inteligencia y la
voluntad, nos hacen más libres.
Para vivir como hijo de Dios, necesitamos la guía continua del Espíritu Santo, y los
dones nos disponen a seguir esa guía. Son luces, inspiraciones e impulsos que nos
capacitan para obrar de modo connatural con Dios (Cf. S.Th., 1-11,
Por medio de los dones, Dios nos comunica su modo de pensar, de amar y de obrar, en
la medida en que es posible a una criatura. Los dones son necesarios para que podamos
conformarnos a Cristo, vivir Como otros Cristos, pensar Como Él, tener sus mismos
sentimientos y continuar así la misión de Cristo (Cf. M.M. Philipon, 1997, 125).
Los dones del Espíritu Santo están subordinados enteramente a las virtudes teologales,
a su servicio. Son las virtudes teologales las que unen inmediatamente a Dios. Los dones
son solo auxiliares de las virtudes teologales, porque proporcionan a las facultades
humanas disposiciones nuevas (sobrenaturales o infusas) para que la persona pueda
creer, esperar y amar con la máxima perfección (Cf. M.M. Philipon, 1997, 1549.
Los dones tienen una íntima relación con la vocación personal. Todo hombre está
llamado a ser otro Cristo, a la santidad; pero cada uno es distinto, y ha de vivir su
vocación a la santidad según el plan concreto que Dios desea para él.
El Espíritu Santo, por su influencia a través de los dones, lleva a cada persona a
identificarse Con Cristo según su vocación específica, y le comunica la gracia y los
carismas oportunos para realizarla. En este diálogo entre Dios y el hombre, desempeñan
un papel muy importante los que ejercen la orientación espiritual, que deben ser fieles
instrumentos del Espíritu Santo.
4. La relación de las virtudes humanas y sobrenaturales
4.1. El organismo cristiano de las virtudes
«Las virtudes no existen aisladas; forman siempre parte de un organismo dinámico que
las reúne y las ordena alrededor de una virtud dominante, de un ideal de vida o de un
sentimiento principal que les confiere su valor y medida exactas. Al pasar de un sistema
moral a otro, una virtud se integra en un organismo nuevo» (S. Pinckaers, 2007, 170).
El organismo de las virtudes del cristiano, del hombre nuevo rmacido en el Bautismo,
es radicalmente nuevo respecto al concebido por la filosofía griega y romana y por el
pensamiento judío. San Pablo pne de relieve esta novedad, sobre todo en la primera
Carta los Corintios y en la Carta a los Romanos.
La virtud dominante y el nuevo fundamento del edificio moral, sobre el cual se asientan
las demás virtudes, es la fe en Jesús. El nuevo ideal de vida es la identificación con
Cristo. Esto hace que la moral humana sea radicalmente transformada.
El centro de la moral cristiana no es una idea ni una virtud; es una Persona: Jesús, que
no solo nos dice cómo debemos vivir, sino que nos da una fuente de vida que actúa desde
su interior: el Espíritu Santo, que nos hace vivir en Cristo y nos modela a imagen de
Cristo.
La consecuencia de la fe es la caridad: una virtud que supera a todas las virtudes
humanas, pues tiene su fuente en Dios. El amor de Dios se derrama en el corazón del
cristiano (Cf. Rm 5,5) y penetra todas las virtudes, las purifica, las eleva y les confiere
una dimensión divina.
Se puede decir, por tanto, que las virtudes humanas que viven los cristianos no son las
mismas que vivían los griegos o los mmanos, o que puede vivir un no cristiano. Las
virtudes humanas se transforman necesariamente al ser introducidas en un organismo
moral cuya cabeza son las virtudes teologales que unen directamente a Dios.
4.2. Unión, no yuxtaposición ni confusión, de las virtudes humanas y sobrenaturales
En el cristiano, las virtudes humanas y sobrenaturales están unidas y forman un
organismo moral, con un único fin: la identificación con Cristo y, en consecuencia, la
realización en el mundo de la participación en la misión de Cristo. Las virtudes
sobrenaturales y las humanas se exigen mutuamente para la perfección de la persona.
Cuando se intenta profundizar en el misterio de la unión en el hombre de lo humano y
lo sobrenatural (creación-redención), es fácil derivar hacia la comprensión de ambos
órdenes como yuxtapuestos. No se trata de un problema trivial: las consecuencias para
la vida práctica del cristiano son muy negativas, porque se reduce al hombre a un ser
unidimensional, prevaleciendo en unos casos la dimensión natural (naturalismo,
laicismo), y en otros la sobrenatural (espiritualismo, pietismo).
«Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar pietistas,
coinciden en no considerar al cristiano Como entero y pleno. para los plimeros„ las
exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la
naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo:
desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que
el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Ioh l, 14)» (S. Josemaría,
1977, n. 74).
Para evitar este peligro, es necesario recordar de nue€o que Cristo es el fundamento a
la vez del ser (ontológico) y del obrar (moral) de todo hombre, es decir, que todos estamos
llamado por Dios a ser otros Cristos (identificación ontológica) y a obrar como otro Cristo
(identificación moral). Recordemos las palabras de la Carta a los Efesios: «En él nos
eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha, en su
presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo» (Ef 1,4-
5).
En consecuencia, de modo análogo a como en Cristo -perfecto Dios y hombre perfecto- se
unen sin confusión la naturaleza humana y la divina, en el cristiano deben unirse las
virtudes humanas y las sobrenaturales. Para ser buen hijo de Dios, el cristiano debe ser
muy humano. Y para ser humano, hombre perfecto, necesita la gracia, las virtudes
sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo.
«Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos.
Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El de
vivir en cristiano no es dejar de ser homb1E o abdicar del esfuerzo por adquirir esas
virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la
Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos re —Insisto— muy humanos y muy
divinos, Con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo»
(S. Josemaría, 1977, n. 75).
4.3. Las virtudes humanas y las sobrenaturales se necesitan mutuamente
En el estado real del hombre —redimido, pero con una naturaleza herida por el pecado
original y los pecados personales-, las virtudes humanas no pueden ser perfectas sin las
sobrenaturales. Por eso se puede afirmar que solo el cristiano es hombre en el sentido
pleno del término.
«Solo la clase de conocimiento que proporciona la fe, la clase de expectativas que
proporciona la esperanza, y la capacidad para la amistad Con los otros seres humanos
y con Dios que es el resultado de la caridad, pueden proveer a las otras virtudes de lo
que necesitan para convertirse en auténticas excelencias, que conformen un modo de
vida en el cual y a través del cual puedan obtenerse lo bueno y lo mejor» (A. Maclntyre
1992, 181).
Pero las virtudes sobrenaturales sin las humanas, carecen de auténtica perfección, pues
la gracia supone la naturaleza. En este sentido, las virtudes humanas son fundamento
de las sobrenaturales.
«Muchos son los cristianos -afirma san Josemaría Escrivá- que siguen a Cristo,
pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre..., y fracasan en el ejercicio
de las virtudes sobrenaturales -a pesar de todo el armatoste externo de piedad—, porque
no hacen nada por adquirir las virtudes humanas» (2001, n. 652). Las virtudes humanas
disponen para conocer y amar a Dios y a los demás. Las sobrenaturales potencian ese
conocimiento y ese amor más allá de las fuerzas naturales de la inteligencia y la
voluntad; asumen las virtudes humanas, las purifican, las elevan al plano sobrenatural,
las animan con una nueva vida, y así todo el Obrar del hombre, al mismo tiempo que se
hace plenamente humano, se hace también '"divino".
Las virtudes humanas pueden Ser camino hacia las sobrenaturales: las personas que
no tratan a Dios o han olvidado la fe, pero son sinceras, leales, compasivas, justas, se
están disponiendo para decir que sí a la gracia de Cristo.
4.4. Unidad de vida y santidad en la vida ordinaria
La unión de las virtudes sobrenaturales y humanas significa que toda la vida del
cristiano debe tener una profunda unidad: en todas sus acciones busca el mismo fin, la
gloria del Padre, tratando de identificarse con Cristo, con la gracia del Espíritu Santo;
al mismo tiempo que vive las virtudes humanas, puede y debe vivir las sobrenaturales.
Todas las virtudes y dones se aúnan, en último término, en la caridad, que se convierte
en forma y madre de toda la vida cristiana.
La íntima relación entre virtudes sobrenaturales y humanas ilumina el valor de las
realidades terrenas corno camino para la identificación del hombre con Cristo. El
cristiano no solo cree, espera y ama a Dios cuando realiza actos explícitos de estas
virtudes, cuando hace oración y recibe los sacramentos, sino en todo momento.
El cristiano puede vivir vida teologal a través de todas las actividades humanas nobles;
puede y debe vivir vida de unión con Dios cuando trata de realizar con perfección los
deberes familiares, profesionales y sociales, cuando descansa, cuando juega o hace
deporte, cuando ayuda a los necesitados, cuando come y cuando duerme. Al mismo
tiempo que construye la ciudad terrena, el cristiano construye la Ciudad de Dios (Cf.
GS, cap. III).
Desde esta perspectiva, puede apreciarse con más claridad la relevancia moral del
trabajo profesional. El cristiano no se conforma con realizar bien un trabajo, dominar
una técnica o investigar una ciencia, sino que, a través de esas actividades, busca amar
a Dios y servir a los demás, es decir, vive la caridad. Y por este motivo —el amor- trata
de realizar su trabajo no de cualquier manera, sino con perfección humana y
competencia profesional. Además, ese trabajo así realizado es medio y ocasión para dar
testimonio de Cristo con el ejemplo y la palabra.
5. La Iglesia, ámbito de la adquisición y educación de las virtudes
Al tratar de las virtudes humanas, se señalaba que para su adquisición y educación se
requiere concebir la vida moral como un progreso hacia la meta de la excelencia
humana; se necesitan vínculos de amistad con otras personas y la existencia de
maestros de la virtud.
En temas anterior?s, se ha dejado constancia de que la Iglesia es precisamente el hogar
en el que ese sujeto nace a la vida de hijo de Dios y progresa hacia la excelencia humana
que es la identificación con Cristo.
Pues bien, la Iglesia es el ámbito en el que se dan las condiciones adecuadas, el ambiente
necesario, para la adquisición y educación de virtudes sobrenaturales y humanas: es la
casa del Padre en la que cada uno se sabe hijo y, por tanto, libre; en la que cada uno se
siente querido por sí mismo y ve reconocidos sus derechos y su dignidad; en la que cada
uno se sabe partícipe de un proyecto común.
a) En la Iglesia, el cristiano descubre el verdadero y pleno sentido de su vida, la
meta a la que está llamado: la vocación a identificarse con Cristo en su ser y en su
misión. La gracia, junto con las virtudes humanas y sobrenaturales, y todos los dones,
que el cristiano recibe en la Iglesia, están encaminados al cumplimiento de esa vocación.
Dentro de la vocación universal a la santidad, el cristiano descubre también en la Iglesia
su vocación específica, la misión Concreta a la que Dios lo ha destinado y para cuya
realización lo ha dotado de los talentos y carismas necesarios.
b) En la Iglesia, todos los miembros están unidos por los vínculos de la verdad, la
caridad y la tradición.
El vínculo de la verdad. Los miembros de la Iglesia comparten una verdad común, la
Palabra de Dios, que contiene enseñanzas de fe y moral.
El vínculo de la caridad. En la Iglesia, todos los miembros están unidos a la misma
Cabeza, son hijos de un mismo Padre, están vivificados por el
mismo Espíritu, tienen la misma misión (participación en la misión de la Iglesia, en la
misión de Cristo).
El vínculo de la tradición. Además de la transmisión del depósito de la fe y la moral, en
la Iglesia se transmiten las virtudes de unos miembros a otros, virtudes que cada uno
debe aprender para ser fiel a la historia sobre la que la Iglesia está asentada: la de la
vida, muerte y resurrección de Cristo.
c) «De la Iglesia, (el cristiano) aprende el ejemplo de la santidad: reconoce en la
Bienaventurada Virgen María la figura y la fuente de esa santidad; la discierne en el
testimonio auténtico de los que la viven; la descubre en la tradición espiritual y en la
larga historia de los santos que le han precedido y que la liturgia celebra a lo largo del
santoral» (CEC, n. 2030).
El primer ejemplo y modelo de virtudes que el cristiano encuentra en la Iglesia es el
mismo Cristo. No es un modelo que vivió hace dos mil años, porque Cristo es siempre
contemporáneo a cada cristiano. «La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de
cada época se realiza en su cuerpo, que es la Iglesia» (VS, n. 25).
Las virtudes solo se pueden aprender y comprender en una relación de amistad con
Cristo. Entre Cristo y cada cristiano hay una relación de amor, de caridad que supera a
cualquier amistad humana. Pero esa amistad, por parte del cristiano, tiene que
reforzarse por medio de los sacramentos, las buenas obras y la oración.
Además, el cristiano aprende las virtudes de la Virgen y de los santos. Espera también
un particular ejemplo por parte de los pastores. Y todos los cristianos, por la amistad de
caridad, deben ayudarse unos a otros, con su vida y su palabra, a buscar la plenitud de
la virtud que les llevará a la identificación con Cristo.
Identifica el significado de las siguientes palabras y expresiones usadas:
• Virtudes intelectuales • Prudencia
• Virtudes morales • Fortaleza
• Función especulativa o teórica de razón • Templanza
• Función práctica de la razón • Hábito electivo
• Sabiduría • Connaturalidad afectiva con el bien
• Sindéresis • Virtudes sobrenaturales
• Ciencia moral • Virtudes morales sobrenaturales la
• Virtudes teologales • Don de sabiduría
• Esperanza • Don de fortaleza
• Caridad • Don de piedad
• Dones del Espíritu Santo • Don de temor
• Don de entendimiento inteligencia • Realidades terrenas
Contesta a las siguientes preguntas:
1. ¿Las virtudes humanas vividas por los cristianos son diferentes de esas mismas virtudes
vividas por un no cristiano? ¿Por qué?
2. ¿En qué consiste la función teórica de la razón?
3. ¿Cuáles son las virtudes que perfeccionan a la razón práctica?
4. ¿Qué diferencia existe entre las virtudes intelectuales y las morales?
5. ¿Qué significa que las virtudes morales son hábitos operativos buenos?
6. ¿Por qué necesitamos las virtudes morales?
7. ¿Qué significa que las virtudes morales racionalizan los apetitos?
8. ¿Por qué se dice que las virtudes morales potencian la libertad?
9. ¿En qué consiste la connaturalidad afectiva con el bien? ¿Cómo se genera?
¿Qué consecuencias tiene?
10. ¿El hecho de que el obrar virtuoso sea más fácil y gozoso no quiere decir que tiene menos
mérito?
11. ¿Por qué son necesarios, para formarse en las virtudes, los vínculos de amistad y
tradición?
12. ¿Qué papel juega el maestro o educador en la formación de las virtudes?
13. ¿Qué características tienen las virtudes sobrenaturales?
14. ¿Cuáles son el objeto y el fin de las virtudes teologales?
15. ¿Qué es la esperanza?
16. ¿Qué relación existe entre los dones del Espíritu Santo y las virtudes teologales?
17. Las virtudes humanas y las sobrenaturales se necesitan mutuamente. ¿Por qué?
18. ¿En qué consiste la unidad de vida del cristiano?
• Dios nos ha dado la razón. Gracias a ella, participamos de la ley eterna, del plan de Dios,
porque podemos conocerlo y amarlo y, así, gobernarnos a nosotros mismos: es lo que
llamamos ley moral natural o simplemente ley natural.
• Además, Dios nos ha dado a conocer su ley eterna -sobre todo, lo que se refiere al fin
sobrenatural— mediante la Revelación. Es la ley divino-positiva, preparada
imperfectamente en la Antigua Ley (Antiguo Testamento), y dada con plenitud por
Cristo en la Nueva Ley (Nuevo Testamento).
b) Por Otra parte, Dios ha hecho a los hombres partícipes de su capacidad de gobernar
a otros y, por tanto, de promulgar leyes humanas en orden al bien común. Hay dos tipos
de leyes humanas:
• la ley civil, que emana de la autoridad que se ocupa del bien temporal; y
• La ley moral natural se llama natural «no por referencia a la naturaleza de los seres
irracionales; sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la
naturaleza humana» (CEC, n. 1955).
• La ley natural física domina en el campo de las causas necesarias. La ley natural moral
abarca la esfera del comportamiento moral, como fruto de ejercicio libre y responsable
de la persona humana.
4.2. La enseñanza de la Sagrada Escritura y de la Iglesia sobre la ley natural
El Nuevo Testamento contiene muchas referencias a deberes de moral natural. Pero el
texto más importante es el de la Carta a los Romanos (capítulos 1 y 2). San Pablo afirma
que la ley natural puede ser conocida mediante la luz natural de la razón. «Cuando los
gentiles, que no tienen ley, hacen por razón natural lo que manda la ley, estos tales, no
teniendo ley, son para sí mismos ley; y ellos hacen ver que lo que la ley ordena está
escrito en sus corazones, como se lo atestigua su propia conciencia y las diferentes
reflexiones que allá en su interior ya los acusan, ya los defienden» (Rm 2,14).
Por otra parte, señala que el Ivchazo del conocimiento natural de Dios y del deber
natural de glorificarlo y darle gracias —«Habiendo conocido a Dios no lo glorificaron
Como Dios ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos» (Rm
1,21)- [levó a los gentiles a caer en todo tipo de pecados.
El Magisterio de la Iglesia se ha referido con frecuencia a la ley natural, especia[mente
a partir de León XIII. Tienen especial relevancia las enseñanzas del Concilio Vaticano
ll, del Catecismo y de la encíclica Veritntis splendor.
• El Concilio trata de la ley natural en varios de sus documentos (Cf. GS, n. 16; DH, n. 3,
n. 7) como una ley que está dentro del hombre, participación de la sabiduría de Dios,
por la que es capaz de saber qué debe hacer
y qué debe evitar. De la obediencia de la persona a esa ley depende que su Obrar moral
responda a su dignidad.
• la encíclica Veritatis splendor trata la ley natural desde la perspectiva del pretendido
conflicto entre libertad y ley, mostrando que no se oponen, sino que están llamadas a
compenetrarse. Las referencias a la ley natural en la encíclica se contienen sobre todo
en los nn. 35 a 53.
5. Propiedades de la ley natural
Las propiedades más importantes de la ley natural son las siguientes: universalidad,
inmutabilidad, indispensabilidad.
5.1. Universalidad
La Iglesia ha enseñado siempre que la ley natural es norma universal de rectitud moral;
«es universal en sus preceptos; y su autoridad se extiende a todos los hombres» (CEC,
n. 1956).
Esto implica que [a ley natural guía la vida moral, preceptúa el bien, otorga sus derechos
a todos los hombres, cualesquiera que sean sus características personales de cultura,
talento, fortuna, etc.; y en cualquier circunstancia: es una ordenación universal que
afecta a todos sin exceÑón. «Se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la
historia» (VS, n. 51).
El fundamento de esta universalidad es que «todos los hombres, dotados de alma
racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen»
(GS, n. 29), y por tanto, la misma lex indita (interior), aunque no tengan la misma ley
escrita, ni la gracia les llegue en igual modo y grado. Los hombres no crean ni inventan
la ley natural, como no crean la naturaleza: descubren el orden de la ley divina, impreso
por Dios en su ser y en el universo entero.
En consecuencia, la vigencia de la ley natural no depende de aprobación 0 promulgación
humana alguna, sino de la fuerza divina del acto creador. «Las leyes escritas, así como
no dan vigor a la ley natural, tampoco pueden aumentárselo ni disminuírselo, ya que la
voluntad del hombre no puede tampoco cambiar su propia naturaleza» (S.Th., 1-11, q.60,
a.5, ad 1).
«Esta universalidad no prescinde de la singularidad de los seres humanos, ni se opone
a la unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al contrario, abarca básicamente
cada uno de sus actos libres, que deben demostrar la universalidad del verdadero bien.
Nuestms actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las
personas y, con la gracia de Dios, ejercitan la caridad, "que es el vínculo de la perfección"
(Col 3, 14). En cambio, cuando nuestms actos desconocen o ignoran la ley, de manera
imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causándoles daño» (VS, n. 51).
Por esta universalidad, en cuanto su guía se hace presente en la conciencia de toda
persona humana, la ley natural promueve la colaboración entre todos los hombres.
5.2. Inmutabilidad
En su contenido esencial, la ley natural es inmutable y válida para todos los tiempos.
«Es inmutable y permanece a través de las variaciones de la historia... Subsiste bajo el
influjo de ideas y costumbres, y sostiene su progreso. Las normas que la expresan,
permanecen sustancialmente valederas. Incluso, cuando se llega a gar de sus
principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre» (CEC, n. 1958).
Esto es así porque la naturaleza humana es la misma no solo en todos los hombres de
cada época, sino también en todos los hombres de todas las épocas. Los cambios
histórico-sociales, las diversidades de cultura, etc., no pueden afectar nunca a su
esencia: se limitan a dar el marco concreto en el que el hombre ha de desarrollar su vida
de acuerdo con el designio divino.
«Las normas morales absolutas nunca cambiarán» (S. Juan Pablo II, Discurso, 12-
XI1988, n. 5). Las conductas intrínsecamente contrarias a la dignidad de la pelsona
siguen siéndolo ahora y lo serán siempre. El ideal del progreso es aplicable a los actos
intrínsecamente malos, pero no para afirmar que cambiarán y dejarán de ser malos,
sino para que se dejen de cometer.
La inmutabilidad de la ley natural no excluye la historicidad; al contrario, la reclama,
para poder determinar lo que en cada momento, aquí y ahora, debe realizarse.
La inmutabilidad de la naturaleza humana y de la ley natural no se opone a que el
hombre intervenga en la historia y tenga él mismo una historia (Cf. RH, n. 14). La
historicidad de la persona consiste en que, mediante su libertad, va configurando su
propia vida y, en último término, su destino eterno.
La ley natural no cambia según la cultura. La naturaleza humana es «la medida de la
cultura y la condición para que el hombre no quede prisionero de ninguna de sus
culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad
profunda de su ser» (VS, n.53).
Algunos pretenden demostrar que la ley natural no es inmutable aduciendo que
determinadas sociedades abandonan a veces la práctica de algunos de sus preceptos. Lo
cierto es que cuando en una comunidad humana se generaliza un comportamiento
contrario al orden moral natural, se puede afirmar que en tal aspecto esa sociedad está
degenerando: no IVsponde ya a la grandeza de la vocación del hombre.
La inmutabilidad de la ley natural no quiere decir uniformidad cultural. Precisamente
porque la persona es histórica, las exigencias permanentes de la ley natural se pueden
vivir de diverso modo en cada época y cultura, e incluso en la misma época. Hay muchos
aspectos característicos de las diversas culturas que manifiestan la riqueza interior de
los hombres, y que concretan el cumplimiento de la ley natural.
Para no llegar a interpretaciones erróneas de la inmutabilidad de la ley natural, hay
que recordar que no son lo mismo las normas morales que las formulaciones de esas
normas morales. Veritatis splendor afirma que es necesario «buscar y encontrar la
formulación de las normas morales universales y permanentes más ndecunda a los
diversos contexto culturales, más capaz de expresar incesantemente su actualidad
histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad» (11.53).
5.3. Indispensabilidad
De la perfección de la ley natural y del carácter intrínseco con que ordena la naturaleza
humana, se sigue que no cabe, respecto a ella, dispensa ni epiqueya. Estos son conceptos
aplicables solo a las leyes humanas, para salvar su posible imperfección: intentar
dispensar en un caso de la ley natural, sería dispensar de la dignidad de su naturaleza;
y aplicarla con epiqueya, una pretensión de corregir el plan de Dios inscrito en el ser
mismo de cada hombre.
6. Contenido de la ley moral natural y posibilidad de su conocimiento
6.1. Las primeras verdades de la ley moral natural
La persona humana, siempre que quiere y busca la verdad sobre lo que debe hacer, capta
como evidentes, por medio del hábito natural de la sindéresis, las primeras verdades
sobre el bien.
La primera verdad moral que conocemos se puede formular así: «El bien debe hacerse,
el mar evitarse». Bajo la luz de este conocimiento evidente, y aplicándola a los bienes a
los que tendemos de modo natural, la razón descubre los diversos preceptos particulares
de la ley natural.
¿Cuáles son esos bienes a los que tendemos de modo natural, cuya búsqueda necesita
ser regulada por la razón práctica? Los siguientes:
• la transmisión de la vida a través de la unión con una persona del otro sexo, la
convivencia con las demás personas, y la búsqueda de la verdad.
Es fácil darse cuenta de que no podemos buscar estos bienes de cualquier manera. Por
ejemplo, no podemos buscar el bien de la conservación de nuestra vida por medios
injustos, porque no es el modo "'razonable" de buscarlo: hacerlo así no es digno de la
persona y no nos perfecciona como personas: es un modo inmoral de actuar.
Hemos de buscar los bienes de tal manera que su búsqueda nos perfeccione desde el
punto de vista moral. ¿Y quién determina esa manera de buscarlos? La razón práctica
por medio del hábito natural de la sindéresis.
¿Y qué criterios sigue la sindéresis para decirnos cómo debemos buscar esos bienes?
Esos criterios son los fines de las virtudes, que la razón conoce de modo natural:
prudencia, justicia, fortaleza y templanza (Cf. S.Th., 11-11, q.47, a.6c).
Podemos decir, por tanto, que la sindéresis nos manda buscar los bienes a los que
tendemos de modo natural, de acuerdo con las virtudes. Si los buscamos así, actuamos
de acuerdo con nuestra dignidad y nos perfecclonamos como personas, es decir, nos
hacemos moralmente buenos.
Más concretamente, la sindéresis nos dice:
Que debemos buscar la conservación y mejoramiento de nuestra vida física y espiritual
siempre de acuerdo con las virtudes, es decir, de modo prudente, justo, siendo fuertes
ante las dificultades, con templanza, etc. Al mismo tiempo, nos hace ver también que no
debemos atentar contTa nuestra vida 0 nuestra salud.
Que debemos transmitir la vida a través de la unión con una persona del otro sexo, de
modo verdaderamente humano, es decir, viviendo las virtudes: el amor (que en este caso
es amor conyugal y, por tanto, exclusivo y para siempre), la justicia, la fidelidad, la
generosidad, la templanza, etc. Por eso advertimos que la fornicación, la violación o el
adulterio son algo malo.
Que debemos buscar la convivencia Con las demás personas, la amistad, las relaciones
sociales, económicas, políticas, etc., de acuerdo con las virtudes: tratando, sobre todo, de
que esas relaciones sean justas. Por eso advertimos que no debemos atentar contra la
vida de los demás 0 contra los bienes que les pertenecen, que no debemos mentir,
injuriar, etc.
Que debemos buscar la verdad, no solo la que necesitamos conocer para cumplir
nuestras obligaciones profesionales, etc., sino sobre todo la que se refiere a nuestro deseo
natural de conocer el sentido de la existencia: la verdad sobre Dios, es decir, la sabiduría.
¿Qué hace, por tanto, la sindéresis? Como acabamos de ver, la sindéresis, teniendo en
cuenta las virtudes, capta y establece naturalmente las verdades morales más básicas
de acuerdo con las cuales debemos buscar los bienes o fines a los que tendemos de modo
natural (Cf. Colom, E.-Rodríguez Luño, A., 2001, 328).
Pero la sindéresis no solo manda buscar los bienes particulares, sino también y sobre
todo el bien absoluto, y los demás bienes en relación con él. Cuando el hombre descubre
por medio de la razón especulativa que el bien absoluto es Dios, entonces descubre esta
verdad moral: "se debe amar a Dios sobre todas las cosas".
Por eso, el amor a Dios, aunque no sea el precepto más evidente, constituye el primer
precepto de la ley natural, porque está en la base de todos los demás: una vez que se
capta esta verdad moral, se convierte en fundamento de todas las verdades morales, y
ella no es fundada por otra.
Cuando el hombre se esfuerza en cumplir el precepto del amor a Dios, le es más fácil
conocer y cumplir los demás: quien ama a Dios está naturalmente inclinado a amar Con
orden a sus criaturas, y pone empeño en utilizar sus capacidades, orientándolas al
conocimiento y al amor de Dios. Aun cuando el cumplimiento de las normas morales
suponga esfuerzo, el que ama a Dios las observa con gusto. Por el contrario, apartarse o
negar a Dios conduce a la pérdida del sentido moral.
Las verdades morales básicas que acabamos de señalar son las verdades fundamentales
de la ley moral natural.
A la luz de estas verdades, la sindéresis orienta a la razón acerca de lo que se va a
realizar. Es como una voz interior que asiente o, por el contrario, protesta de todo
aquello que contradice a las verdades fundamentales de la ley natural, y así orienta a
la persona acerca de la moralidad de su conducta. Es la protoconciencia, el fundamento
de la conciencia moral, que juzga las acciones concretas.
Como la sindéresis es una luz que no se puede extinguir, los fines de las virtudes y los
principios de la ley natural no desaparecen nunca del corazón del hombre, aunque
pueden oscurecerse en la práctica si este se deja llevar por las pasiones, por errores y
costumbres corrompidas, si actúa en contra de lo que la sindéresis establece.
6.2. La ignorancia de la ley natural y sus límites
La ley natural está inscrita en el corazón de los hombres con tal vigor que todos, si
tienen buenas disposiciones, pueden conocer al menos sus preceptos más básicos, con la
ayuda de la gracia, que Dios nunca niega a quien intenta cumplirla: está impresa «en
las tablas del corazón humano, por el dedo mismo del Creador (cfr. Rm 2, 14-15), y la
sana razón humana, no oscurecida por pecados y pasiones, es capaz de descubrirla» (Pío
XI, Enc. Mit brennender Sorge, 14-111-1937).
Todos los hombres tienen la capacidad de acceder al conocimiento de la ley natural en
la medida en que es necesaria para su salvación, afirma Pío XII en la encíclica Humani
generis.
Esta capacidad de la persona no implica que el conocimiento de la ley natural sea
siempre inmediatamente accesible, pero sí que quien quiere conseguirlo, poniendo la
diligencia que cualquiera pone en los asuntos que verdaderamente le interesan, logra
saber lo que debe hacer en cada caso particular (o al menos se da cuenta de que tiene
necesidad de pedir consejo).
Para comprender el hecho de la ignorancia sobre la ley natural es preciso tener en
cuenta dos tipos de problemas con los que toda persona puede encontrarse:
a) La disposición de la voluntad
Para conocer la verdad moral se requiere una voluntad bien dispuesta por el amor al
bien. En muchos casos, la ignorancia de la ley moral tiene su origen en las malas
disposiciones de la voluntad y los afectos.
Cuando una verdad se presenta al entendimiento, entra en juego la voluntad, que puede
amar esa verdad o rechazarla. Si la voluntad está bien dispuesta por las virtudes, la
acepta como conveniente, e incluso puede mandar al entendimiento que la considere
más a fondo, que busque otras verdades que la corroboren, y, por último, si es necesario,
ordena la conducta de acuerdo con esa verdad.
Por el contrario, si la voluntad está mal dispuesta, tiene mayor dificultad para aceptar
la verdad y puede incluso rechazarla como odiosa. En efecto, una verdad particular
puede resultar repulsiva cuando aceptarla impide a la persona gozar de algo que desea.
Si esto sucede, es fácil que la voluntad incline al entendimiento a pensar en Otra cosa,
0 a ver los aspectos negativos de la verdad que considera. El resultado es que la persona
no "ve" la verdad porque no quiere verla.
«Reconocer la castldad o la obediencia, por ejemplo, como actitudes positivas — afirma
Ph. Delhayc-, irnplica que las juzgo no solamente como bienes en sí, sino también Como
bienes para mí. Decir que son bienes cuando yo no las practico en manera alguna me
lleva a condenarme y a despreciarme a mis plt'pios ojos. Esto no es imposible, pero es
ciertamente difícil. Si no tengo la menor afición por estos valores, mi espíritu me hará
ver su lado malo o sus dificultades». Frente al valor moral, «un corazón puro lo
apreciará, un corazón corrompido o soberbio lo contestará. La voluntad no es ajena al
juicio de la inteligencia» (1980, 67-68).
b) Las dificultades del ambiente
Otra grave dificultad con la que la persona se puede encontrar para conocer la ley moral
es la educación que recibe y el ambiente en el que vive. Si ese ambiente está plagado de
ideas confusas y erróneas sobre Dios y el hombre, sobre el sentido de la existencia, la
religión y la moral, la persona las recibe desde su infancia como si fueran verdaderas, y
puede llegar a realizar acciones contrarias a la ley natural sin advertir su maldad.
6.3. La ley natural y la Revelación
El hombre puede, por medio de su razón, conocer los contenidos 0 preceptos
fundamentales de la ley natural; pero en el estado actual, de naturaleza caída, el
conocimiento de la ley natural está tan debilitado que es moralmente necesario el auxilio
de la revelación divina, para ser adquirido por todos, con facilidad, firmemente y sin
error.
Por eso, el contenido de la ley natural ha sido revelado por Dios en el Decálogo. De este
modo, el creyente lo conoce también mediante un elemento externo o escrito, no ya por
sola tradición de los hombres, sino otorgado por la misma Sabiduría de Dios. El Decálogo
contiene la totalidad de los preceptos de la ley natural:
En primer lugar, como precepto explícito que comprende en su raíz a todos los demás,
está el amor a Dios y al prójimo.
De modo también explícito, en cada uno de los diez mandamientos se promulgan las
verdades fundamentales de la ley natural: nuestros deberes respecto a Dios, al prójimo
y a nosotros mismos.