Sofistas
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JACQUELINE DE ROMILLY
El mismo nombre nos lo indica: eran profesionales de la inteligencia. Y sabían a la perfección como
ensenar a servirse de ella. No eran ≪sabios≫, o sophoi, palabra que no designa una profesión,
sino un estado. Tampoco eran ≪filósofos≫, palabra que sugiere una paciente aspiración a lo
verdadero, más que una confianza optimista en la propia competencia. Conocían los
procedimientos y podían transmitirlos. Eran maestros del pensamiento, maestros de la palabra. El
saber era su especialidad como el piano es la de un pianista.
En el curso de las reacciones suscitadas por esta enseñanza, la palabra adquirió, en Platón y en
Aristóteles, el matiz peyorativo que aun mantiene. Pero cuando, mucho más tarde, ciertos
maestros quisieron inspirarse en su ejemplo, recuperaron el término de sofistas: entonces
constituyeron, en la época del imperio romano, lo que ha dado en llamarse ≪la segunda
sofistica≫.
Estos profesores surgieron de todos los rincones de Grecia, más o menos en la misma época. Y
todos enseñaron algún tiempo en Atenas: solo allí es donde los encontramos y conocemos. El
movimiento corresponde a la segunda mitad del siglo V.
Gracias a Platón, sabemos muy bien quienes eran y que emoción suscito su llegada. En el
Protágoras, nos ofrece primero la imagen de la exaltación que embargaba a los jóvenes ante la
idea de oír a los sofistas. Podríamos imaginar, al leer este pequeño texto, que el éxito se debía más
bien a una moda del momento, al entusiasmo poco justificado de una juventud ciega por
pensadores inquietantes. Pero todos los hechos contradicen esta hipótesis. La influencia duradera
y profunda ejercida por estos hombres sobre los diversos autores de este siglo o del siguiente no
permite la menor duda a este respecto. Y la enseñanza de la retorica o de la filosofía han quedado
marcadas para siempre por las ideas lanzadas y los debates abiertos por ellos.
Debemos admitir por tanto que, si hubo entusiasmo, fue general, y que Atenas, en el apogeo de su
poder y su esplendor, se echó sin vacilar en brazos de estos maestros, hasta el punto de que su
literatura conservo para siempre sus huellas.
Entonces ¿que aportaban para considerarlo tan nuevo y tan maravilloso? ¿Cuál era el motivo de
esta fascinación? ¿Qué enseñaban? No se habían conocido nunca maestros como ellos, que
enseñaran como ellos lo hacían.
Hasta entonces, la educación había sido la de una ciudad aristocrática donde las virtudes se
transmitían por herencia y por el ejemplo: los sofistas aportaban una educación intelectual que
debía permitir a quienes pudieran pagárselo distinguirse en la ciudad. Vendían la competencia
intelectual. La vendían incluso muy cara. Ciertos conocimientos intelectuales se transmiten y son
directamente útiles. Si se hacían pagar, es porque los sofistas transmitían una enseñanza como
profesionales. La idea de profesión y de técnica especializada, que se percibe en su nombre y se
afirma en sus programas, justificaba esta actitud.
En primer lugar, querían enseñar a hablar en público, a defender sus ideas ante la asamblea del
pueblo o ante el tribunal; eran, en primera instancia, maestros de retorica. Porque, en un
momento en que tanto los procesos como la influencia política y las decisiones del Estado,
dependían del pueblo, que a su vez dependía de la palabra, resultaba esencial saber hablar en
público, argumentar y aconsejar a sus conciudadanos en el terreno de la política.
En sus mismos comienzos tal enseñanza apuntaba al éxito práctico. Al insistir en la posibilidad para
todos de acceder a él y conseguirlo, abría las carreras de la palabra a cualquiera. Si la clientela de
los sofistas no sugiere, en realidad, una renovación social verdadera, la posibilidad estaba de todos
modos asegurada. Y, mientras tanto, ya se encontraba fundada y codificada una nueva disciplina.
Este fin eminentemente práctico no era el único; Al hablar de administrar bien sus asuntos y los
del Estado, la definición de Protagoras supone un contenido intelectual, una sabiduría y una
experiencia nacidas del arte de dirigir bien sus ideas. Este contenido intelectual es, de hecho,
inseparable de la misma retorica. Saber analizar una situación a fuerza de argumentos puede
servir tanto para tomar partido uno mismo como para convencer a los demás. Esta posibilidad de
analizar una situación supone cierta carga de observaciones y conocimientos resumidos en lugares
comunes susceptibles de aplicarse en diversas circunstancias. Los sofistas enseñaban a aplicar
ciertos tipos de razonamientos a ser aplicados en la argumentación. Toda argumentación se basa
en probabilidades, lo cual implica en conjunto una lógica y una visión clara de las conductas
humanas habituales, aceptadas y razonables. Toda una ciencia de los comportamientos humanos
(una tejne) se desliza así en la estela de la retorica y la política.
La actividad de los sofistas desbordaba su enseñanza de la retorica e iba mucho más lejos.
Escribieron tratados de metafísica, analizaron nociones, reflexionaron sobre la justicia. En
resumen, al mismo tiempo que maestros de retorica fueron filósofos, en el sentido más estricto
del término, y filósofos cuyas doctrinas, por sus mismas perspectivas, liberaban los espíritus, los
estimulaban y les abrían caminos no hollados. Los nuevos filosofos —que no deben confundirse
con los nuestros— empezaron así una verdadera revolución intelectual y moral.
Aportaron innovación en cuanto a su cualidad de profesores. En su actitud crítica, hicieron tabula
rasa de los valores recibidos hasta entonces y defendieron valores nuevos basados en las
exigencias de la vida de los hombres y de las ciudades. Este elemento común es o que caracteriza
al ≪espíritu sofista≫.
La acción de estos sofistas se desarrolla en Atenas, la causa de esto es el progreso excepcional del
siglo V ateniense y, más allá de este proceso, el mecanismo de las grandes mutaciones que se
producen a veces en la historia de las ideas. Es manifiesto que estos sofistas se introducían en una
evolución profunda que se revelaba entonces en todos los campos. En Grecia, el pensamiento y las
letras tendían a hacer mas sitio al hombre y a la razón. La historia de la filosofía griega es, en este
aspecto, convincente. Pasa del universo al hombre, de la cosmogonía a la moral y a la política.
Con Sócrates todo cambia: en lo sucesivo solo cuenta el hombre y los fines que se propone; solo
cuenta el bien. En tan solo una generación, la filosofía ha cambiado de terreno y de orientación. El
cambio es tan claro que se adquiere el hábito de llamar a todos los filósofos anteriores a Sócrates,
en bloque, filósofos ≪presocráticos≫. Entre ellos se alinea a los sofistas, de los cuales fue
sensiblemente contemporáneo. Pero ellos también habían dado el mismo viraje; este paralelismo
revela claramente que se trataba de una tendencia profunda hacia una filosofía cada vez más
humana y racional. La razón y el método se afirman resueltamente y no sólo en el campo de la
filosofía (campo de la medicina, de las letras, la historia). Existía, por aquellos tiempos, un interés
científico, el deseo de fundar una tejne, como hacían los Sofistas en materia política.
Este espíritu nuevo se extenderá progresivamente (a partir de la primera mitad del siglo v) a todas
las ramas del conocimiento. Se había puesto en marcha una evolución profunda en todos los
campos, que se manifestaba desde hacía mucho tiempo pero que se acentuó a comienzos del siglo
V, ya fuera porque el desarrollo de la vida política contribuyo, comunicando a los ciudadanos el
sentimiento de la importancia de los acontecimientos humanos, ya porque las guerras Medicas y
la experiencia de una acción común y responsable precipito las cosas.
Lo cierto es que estas teorías que nacieron casi a la par en ciudades griegas alejadas de Atenas
como Sicilia, Asia menor; pero fue en Atenas donde los encontramos, donde fueron acogidos y
donde ejercieron su influencia en profundidad. La concentración de pensadores y artistas en
Atenas es un fenómeno impresionante. Los talentos que la ciudad supo atraer hicieron de ella, en
el siglo v, la primera de todas. El hecho de esta convergencia en Atenas, en este lugar de reunión al
pie de la Acrópolis, que no es solo obra de los sofistas, se explica por razones que son evidentes.
La primera es, naturalmente, el poder. Atenas había sido la gran vencedora de las guerras médicas
en 480. Entonces tomo el mando de todos los griegos movilizados contra el bárbaro; y después
conservo este lugar; organizo a los antiguos aliados en una confederación —la liga de Delos— y,
poco a poco, siendo además la única ciudad rica y la única que poseía una marina, aprovecho el
menor pretexto para imponer la ley por las armas. El tesoro federal fue transportado a Atenas, a
donde las ciudades aportaban solemnemente su tributo. Y la ciudad prefería emplear este tributo
a su manera, con tal de que asegurase la libertad de los mares. Con él se pagaron las
construcciones de la Acrópolis. Por otra parte, Atenas se había convertido en el gran centro del
comercio marítimo, lo cual la enriquecía todavía más. Tenía delegados en las islas, a veces
colonias, los habitantes de las islas debían ser juzgados en la ciudad, por muchas causas.
En cincuenta años se convirtió en la capital de toda la Grecia marítima. Y la flota con que se la doto
para las guerras medicas, pero que las contribuciones aliadas habían considerado primordial
acrecentar y mantener, era tan dueña de los mares que Pericles, al principio de la guerra del
Peloponeso, se complacía en decir que nada podía obstaculizar su acción.
No hay, pues, nada sorprendente en el hecho de que este poder y estos fastos atrajeran a gran
cantidad de extranjeros, algo así como la gran ciudad atrae a los provincianos.
Además, esta victoria de las guerras médicas, que había sido la fuente del poderío ateniense,
todavía le prestaba la aureola de un prestigio único una generación o medio siglo después. Todas
las ciudades griegas se habían visto amenazadas por el bárbaro y todas podían ver en Atenas a la
liberadora, la ciudad que por su valor y su determinación, tanto como por sus armas, se había
ganado el derecho a la gratitud y la admiración de todos.
La capital de la Grecia insular era también la depositaria de una tradición panhelénica que la
guerra del Peloponeso empezó a eclipsar en el último tercio del siglo pero que aun tenía toda su
fuerza bajo Pericles.
Estas circunstancias explican la concentración de talentos en la Atenas de Pericles; pero no son las
únicas. Porque Atenas no solo representaba la libertad griega respecto al bárbaro: encarnaba
también la libertad política a secas, puesto que se había lanzado desde el inicio del siglo hacia las
vías a la sazón nuevas de la democracia. Y fue en 460 cuando se decretaron a este respecto las
reformas más decisivas, y cuando Pericles accedió al poder. Entonces todo era invención,
invención y descubrimiento. Y sin duda —los contemporáneos lo observaron—, el papel del
imperio y el de la flota fue muy importante en esta evolución; porque los marinos eran del pueblo
y ahora contaban más que los caballeros y los hoplitas. En todo caso, la democracia no dejaba de
afirmarse.
Semejante experiencia, semejante espíritu de libertad tenían que atraer a todos aquellos a
quienes irritaba, en su país, la opresión de la tiranía o el rigor de la oligarquía. Asimismo tenía que
atraer a todos aquellos que, interesados en los problemas políticos, se preocupaban por
comprender las posibilidades de la libertad y los medios de garantizarla. Y ante todo,
naturalmente, debía atraer a aquellos cuya actividad misma se justificaba por el nuevo papel
conferido a los ciudadanos: los sofistas, que ensenaban a distinguirse por la palabra, encontraban
en Atenas su lugar privilegiado de actuación.
Por último, no podemos olvidar uno de los aspectos de este espíritu de libertad que hizo que
todos estos hombres dotados y brillantes del mundo griego pudieran establecerse en Atenas si así
lo deseaban. Desde siempre, el gran orgullo de Atenas era, en efecto, mostrarse hospitalaria y
acogedora con los extranjeros. Este rasgo se suma a los otros para explicar el atractivo que ejercía
sobre los mejores espíritus de todas las ciudades.
Así pues, el hecho tuvo evidentemente consecuencias incalculables: hasta el siglo v apenas se
conoció otro autor que el ateniense Solón, de 450 a 350. Durante el gran siglo de Grecia, no se
conoce prácticamente un texto que no sea ateniense. Los extranjeros no solo iban allí sino que era
un punto de encuentro. Estos contactos diversos debían de estimularles a favorecer los
intercambios, hacer progresar o delimitar las tesis y causar una competencia latente, pero
constante. Encontramos alrededor de estos extranjeros, toda una elite ateniense sobre la cual
ejercían una gran fascinación. La multiplicidad de los contactos era un elemento esencial de esta
intensa fermentación intelectual. Atenas tenía una necesidad urgente y apasionada por debatir
problemas políticos, jurídicos y morales. Atenas era una democracia directa: todos podían esperar,
si sabían expresarse, hacerse un nombre y adquirir influencia. Quienquiera que tuviese la
posibilidad de ser escuchado debía cultivar sus talentos a toda costa: de este modo podría
intervenir en la asamblea o defender una causa ante un tribunal. En cuanto a los demás, se
entrenaban para comprender, criticar, apreciar: ya que al final podrían votar, también ellos, sobre
las cuestiones de política o sobre las causas jurídicas. Saber debatir o juzgar era esencial para el
ciudadano de una urbe semejante. Y aun lo era más para los jóvenes dotados, capaces de tomar
parte en las luchas políticas. Lo importante es comprender que los sofistas aportaban una tejne
mucho más que un programa. Y esta tejne era indispensable para quienquiera que deseara
desempeñar el papel de consejero del pueblo.
Atenas había madurado durante toda esta evolución que privilegiaba cada vez más al hombre y la
razón. Se había volcado en los problemas de la ética, del derecho, de la guerra y de la paz. Se había
revelado, durante las guerras médicas y en las décadas que siguieron, como la gran potencia naval
orgullosa de sus navíos y de su arte de la maniobra; en la cresta del progreso y de la téjne en
contraste con Esparta, la conservadora. Además, planteaba todos los problemas de la democracia.
Planteaba también los debates sobre las instituciones y los salarios, sobre la guerra y la estrategia;
e igualmente todos los problemas de la gestión de un imperio, las cuestiones del derecho y de la
fuerza, las de la validez de los tratados, del mando de uno solo, y del papel desempeñado por el
miedo o por las esperanzas ingenuas. Todo un conocimiento del hombre se elaboraba de este
modo con frenesí. Pero, ¿no era esta ciencia del hombre precisamente lo que los sofistas
aportaban y fundaban a partir de su retórica? El impulso de unos correspondía a la llamada de los
otros; entre los dos se establecía una estimulación recíproca. Los sofistas eran, resumen, tan
necesarios en la Atenas de entonces como pueden serlo los grandes físicos en una época de guerra
atómica.
El entusiasmo que despertó en la ciudad la llegada de los sofistas, no carecía de peligros, cuyos
efectos no tardaron en hacerse notar bajo la forma de reacciones críticas o incluso hostiles hacia
sus intervenciones. Naturalmente, quienquiera que aporte algo nuevo tropieza con resistencias. Y
los maestros que enseñan a mantener, defender o criticar tesis, haciendo tabla rasa de las
tradiciones más arraigadas, se exponen más que otros a estas resistencias: el escándalo es el
precio de su éxito. Hubo, pues, en Atenas algo más que las resistencias normales a toda
innovación un poco audaz. Hubo un fenómeno de rechazo, un deseo de responder, de poner en
guardia de retocar muchas de sus tesis.
Se puede ser acogedor con los extranjeros, abierto a las ideas nuevas, apasionado del progreso y,
no obstante, reaccionar con vehemencia. Con mayor razón se hará cuando las ideas importadas
afectan, quizá más de lo que se habría imaginado al principio, a las tradiciones, a las creencias, a
los fundamentos de las leyes y de la moral. Pero también es muy probable que la evolución de las
cosas acentuara pronto las divergencias entre los nuevos maestros y su público. Por ello
permítasenos creer que, seducidos por su propio éxito a la vez que por una fe desmedida en sus
métodos y en la razón, los sofistas llegaran a exagerar la nota y se dejaran llevar progresivamente
demasiado lejos.
A pesar de ello, es innegable su gran influencia y, poco a poco, la tradición ateniense asimiló
buena parte de esta enseñanza, corrigiéndola y retocándola. El sesgo negativo que tiene su fama
tal vez sea una marca visible de su papel en relación con Atenas. Lo que ha sobrevivido de la obra
de estos sofistas (teniendo en cuenta que sus escritos habían desaparecido) y de su influencia lo
ha hecho a través de los autores atenienses, que han asimilado, modificado y repensado sus ideas
en función de objetivos nuevos.