Catequesis Juan Pablo II Cristologia
Catequesis Juan Pablo II Cristologia
Catequesis Juan Pablo II Cristologia
AUDIENCIA GENERAL
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Concilio de Nicea (año 325) ha sido, en este itinerario de conocimiento y
formulación del dogma, una auténtica piedra miliar. Ha sido un
acontecimiento importante y solemne, que señaló, desde entonces, el
camino de la fe verdadera a todos los seguidores de Cristo, mucho antes de
las divisiones de la cristiandad en tiempos sucesivos. Es particularmente
significativo el hecho de que este Concilio se reuniera poco después de que
la Iglesia (año 313) hubiera adquirido libertad de acción en la vida pública
sobre todo el territorio del Imperio romano, como si quisiera significar con
ello la voluntad de permanecer en la una fides de los Apóstoles, cuando se
abrían al cristianismo nuevas vías de expansión.
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entonces, la verdad que encontramos en todo el Nuevo Testamento. En
efecto, sabemos que Jesús dice de Sí mismo que es "uno" con el Padre ("Yo
y el Padre somos uno": Jn 10, 30), y lo afirma en presencia de un auditorio
que, por esta causa, quiere apedrearlo por blasfemo (cf. Jn 10, 31). Lo
afirma ulteriormente durante el juicio, ante el Sanedrín, hecho éste que va a
costarle la condena a muerte. Una relación más detallada de los lugares
bíblicos sobre este tema se encuentra en las catequesis precedentes. De su
conjunto, resulta claramente que el Concilio de Nicea, al hablar de Cristo
como Hijo de Dios, "de la misma substancia que el Padre" (έκ τής ούσίας
τού πατρός), "Dios de Dios", eternamente "nacido, no hecho", no hace
sino confirmar una verdad precisa, contenida en la Revelación divina,
hecha verdad de fe de la Iglesia, verdad central de todo el cristianismo.
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Pablo, según el cual, en esta carne, Cristo se hizo "obediente hasta la
muerte y una muerte de cruz" (cf. Flp 2, 8).
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verdadera humanidad del Hijo de Dios, el argumento soteriológico fue
presentado de un modo nuevo: para que el hombre entero pudiera ser
salvado, la entera (perfecta) humanidad debía ser asumida en la unidad
del Hijo: "quod non est assumptum, non est sanatum" (cf. S. Gregorio
Nacianceno, Ep. 101 ad Cledon.).
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
La formulación de la fe en Jesucristo:
definiciones conciliares (II)
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de la verdad revelada sobre la verdadera divinidad y la verdadera
humanidad de Cristo, surgió el interrogante sobre la comprensión correcta
de la unidad de Cristo, que es, al mismo tiempo, plenamente Dios y
plenamente hombre.
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4. La doctrina del Concilio de Éfeso fue formulada sucesivamente en el
llamado "símbolo de la unión" (año 433), que puso fin a las controversias
residuales del post-concilio con las siguientes palabras: "Confesamos,
consiguientemente, a Nuestro Señor Jesucristo Hijo de Dios unigénito,
Dios perfecto y hombre perfecto compuesto de alma racional y de cuerpo,
antes de los siglos engendrado del Padre según la divinidad, y el mismo en
los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, nacido de María
Virgen según la humanidad, el mismo consubstancial con el Padre en
cuanto a la divinidad y consubstancial con nosotros según la humanidad.
Porque se hizo la unión de dos naturalezas (humana y divina), por lo cual
confesamos a un solo Señor y a un solo Cristo" (DS, 272).
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en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos
personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo, Señor
Jesucristo, como de antiguo acerca de Él nos enseñaron los profetas, y el
mismo Jesucristo, y nos lo ha transmitido el símbolo de los Padres" (cf. DS,
301-302).
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
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divina del Verbo-Dios. Con motivo del término "ύπόστασις" se suele
hablar de unión hipostática. En efecto, la misma persona del Verbo-Hijo es
engendrada eternamente por el Padre, en lo que concierne a su divinidad;
por el contrario, en el tiempo esa misma persona fue concebida y nació de
la Virgen María en cuanto a su humanidad. Así, pues, la definición de
Calcedonia reafirma, desarrolla y explica lo que la Iglesia había enseñado
en los Concilios precedentes y lo que habían testimoniado los Padres, por
ejemplo, San Ireneo, que hablaba de "Cristo, uno y el mismo" (cf., por
ej., Adv, Haer. III, 17, 4).
Hay que hacer notar aquí que, con la doctrina sobre la Persona divina del
Verbo-Hijo, el cual, asumiendo la naturaleza humana, entró en el mundo de
las personas humanas, el Concilio puso de relieve también la dignidad del
hombre-persona y las relaciones existentes entre las distintas personas. Es
más, se puede decir que se ha llamado la atención sobre la realidad y
dignidad de cada hombre en particular, de cada hombre como sujeto
inconfundible de existencia, de vida y, por consiguiente, de derechos y
deberes. ¿Cómo no ver en esto el punto de partida de toda una nueva
historia de pensamiento y de vida? Por ello, la encarnación del Hijo de
Dios es el fundamento, la fuente y el modelo, tanto de un nuevo orden
sobrenatural de existencia para todos los hombres, que precisamente de ese
misterio obtienen la gracia que los santifica y los salva, como de una
antropología cristiana, que se proyecta también en la esfera natural del
pensamiento y de la vida con su exaltación del hombre como persona,
colocada en el centro de la sociedad y —se puede decir— del mundo
entero.
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naturaleza humana, es "consubstancial también a nosotros, según la
humanidad" (όμοούσιον ήμίν...κατά τήν άνδρωπότητα).
Por tanto, Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Por otra parte,
la dualidad de las naturalezas no hiere, de manera alguna, a la unidad de
Cristo, que es dada por la unidad perfecta de la Persona divina.
3. Hay que observar aún que, según la lógica del dogma cristológico, el
efecto de la dualidad de naturalezas en Cristo es la dualidad de voluntad y
operaciones, aún en la unidad de la persona. Esta verdad fue definida por
el Concilio III de Constantinopla (VI Concilio Ecuménico), en el año
681 —como, por otra parte lo hizo ya el Concilio Lateranense del 649
(cf. DS, 500)— contra los errores de los monotelitas, que atribuían a Cristo
una sola voluntad.
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tiempo, su conciencia humana pertenece a ese "Yo" divino, por el cual
puede decir: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10, 30). No hay ningún texto
evangélico del que resulte que Cristo habla de Sí mismo como de
una persona humana, aún cuando de buen grado se presenta como "Hijo
del hombre": palabra densa de significado que, bajo los velos de la
expresión bíblica y mesiánica, parece indicar ya la pertenencia de Aquel
que la aplica a sí mismo a un orden diverso y superior al del común de los
mortales en cuanto a la realidad de su Yo. Palabra en la que resuena el
testimonio de la conciencia íntima de su propia identidad divina.
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lo han honrado también con sus estudios y reflexiones para nuestra utilidad
y la de toda la Iglesia.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
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Esta es la gran lección de la Semana Santa, durante la cual, en un intenso
sucederse de acontecimientos, aparece en plena luz, a quien tiene ojos para
ver, todo el sentido de la vida de Jesús y el porqué último de toda lo que Él
había hecho anteriormente: de sus enseñanzas, viajes, milagros, directrices
dadas a los discípulos y a los apóstoles.
Este "crescendo" del sufrimiento interior de Cristo, que responde tan bien a
las leyes naturales de la psicología humana en semejantes circunstancias,
nos hace comprender de modo muy emocionante cuán profundamente el
Hijo de Dios encarnado es solidario con nuestros sufrimientos, cuán intensa
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y efectivamente ha vivido nuestra humanidad y ha participado de nuestra
fragilidad.
"Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido, por eso ofrecí el
rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado. Tengo cerca a mi
abogado" (Is 50, 7-8).
"¡He llegado a esta hora para esto!". Jesús no puede pedir ser librado de
una "hora" que en el fondo, por obediencia al Padre, ha deseado siempre y
es el momento decisivo y el evento que da sentido a toda su vida.
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La Semana Santa nos pide de modo especial que hagamos nuestros estos
sentimientos de Cristo, abriendo con confianza nuestro corazón a la
voluntad del Padre, sabiendo que no quedaremos avergonzados, que está
cerca de nosotros nuestro Abogado.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
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ordinario de los doctos y no doctos de cualquier tiempo, como se puede
recabar del análisis de las definiciones formuladas en tales términos.
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negación de la distinción entre naturaleza y persona, términos que, según
hemos dicho, los Concilios habían tomado del lenguaje común y elaborado
teológicamente como clave interpretativa del misterio de Cristo.
5. Estos hechos que, como es obvio, aquí podemos sólo referir brevemente,
nos hacen comprender cuán delicado sea el problema del nuevo lenguaje
tanto para la teología como para la catequesis, sobre todo, cuando,
partiendo del rechazo —cargado de prejuicios— de categorías antiguas
(por ejemplo, las presentadas como "helénicas"), se acaba por sufrir una
dependencia tal de las nuevas categorías —o de las nuevas palabras— que,
en su nombre, se puede llegar a manipular incluso la sustancia de la verdad
revelada.
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verdadero de toda la economía de la salvación y que engloba con Cristo
y en Cristo, Hombre-Dios, a toda la humanidad y, en cierto modo, a todo lo
creado.
JUAN PABLO II
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AUDIENCIA GENERAL
La misión de Cristo:
"Enviado a predicar la Buena Nueva a los pobres" (Cf. Lc 4, 18)
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enseñando en sus sinagogas" (Mt 4, 23), y que "iba por ciudades y pueblos"
(Lc 8, 1). De los textos evangélicos resulta que la predicación de Jesús se
desarrolló casi exclusivamente en el territorio de la Palestina, es decir, entre
Galilea y Judea, con visitas también a Samaría (cf. p. ej., Jn 4, 3-4), paso
obligado entre las dos regiones principales. Sin embargo, el Evangelio
menciona además la "región de Tiro y Sidón", o sea, Fenicia (cf. Mc 7,
31; Mt 15, 21), y también la Decápolis, es decir, "la región de los
gerasenos", a la otra orilla del lago de Galilea (cf. Mc 5, 1 y Mc 7, 31).
Estas alusiones prueban que Jesús salía, a veces, fuera de los límites de
Israel (en sentido étnico), a pesar de que Él subraya repetidamente que su
misión se dirige principalmente "a la casa de Israel" (Mt 15, 24).
Asimismo, cuando envía a los discípulos a una primera prueba de
apostolado misionero, les recomienda explícitamente: "No toméis caminos
de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las
ovejas perdidas de Israel" (Mt 10, 5-6). Sin embargo, al mismo tiempo, Él
mantiene uno de los coloquios mesiánicos de mayor importancia en
Samaría, junto al pozo de Siquem (cf. Jn 4, 1-26).
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no es un anuncio del "paraíso en la tierra". La "Buena Nueva" de Cristo
plantea a quien la oye exigencias esenciales de naturaleza moral; indica la
necesidad de renuncias y sacrificios; está relacionada, en definitiva, con el
misterio redentor de la cruz. Efectivamente, en el centro de la "Buena
Nueva" está el programa de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-11), que
precisa de la manera más completa la clase de felicidad que Cristo ha
venido a anunciar y revelar a la humanidad, peregrina todavía en la tierra
hacia sus destinos definitivos y eternos. Él dice: "Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos". Cada una de
las ocho bienaventuranzas tiene una estructura parecida a ésta. Con el
mismo espíritu, Jesús llama "bienaventurado" al criado, cuyo amo "lo
encuentre en vela —es decir, activo—, a su regreso" (cf. Lc 12, 37). Aquí
se puede vislumbrar también la perspectiva escatológica y eterna de la
felicidad revelada y anunciada por el Evangelio.
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8. Precisamente por esto, muy a menudo da a las verdades que anuncia la
forma de parábolas, como nos resulta de los textos evangélicos, por
ejemplo, de Mateo: "Todo esto dijo Jesús en parábolas a la gente, y nada
les hablaba sin parábolas, para que se cumpliese el oráculo del profeta:
'Abriré en parábolas mi boca, publicaré lo que estaba oculto desde la
creación del mundo' (Sal77/78, 2)" (Mt 13, 34-35).
JUAN PABLO II
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AUDIENCIA GENERAL
La misión de Cristo.
"Ha llegado a vosotros el reino de Dios" (cf. Lc 11, 20)
Este es, pues, "el Evangelio del reino", cuya referencia al hombre, visible
en toda la misión de Cristo, está enraizada en una dimensión "teocéntrica",
que se llama precisamente reino de Dios. Jesús anuncia el Evangelio de
este reino, y, al mismo tiempo,realiza el reino de Dios a lo largo de todo el
desarrollo de su misión, por medio de la cual el reino nace y se desarrolla
ya en el tiempo, como germen inserto en la historia del hombre y del
mundo. Esta realización del reino tiene lugar mediante la palabra del
Evangelio y mediante toda la vida terrena del Hijo del hombre, coronada en
el misterio pascual con la cruz y la resurrección. Efectivamente, con su
"obediencia hasta la muerte" (cf. Flp 2, 8), Jesús dio comienzo a una nueva
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fase de la economía de la salvación, cuyo proceso se concluirá cuando Dios
sea "todo en todos" (1 Cor 15, 28), de manera que el reino de Dios ha
comenzado verdaderamente a realizarse en la historia del hombre y del
mundo, aunque en el curso terreno de la vida humana nos encontremos y
choquemos continuamente con aquel otro término fundamental de la
dialéctica histórica: la "desobediencia del primer Adán", que sometió su
espíritu al "príncipe de este mundo" (cf. Rom 5, 19; Jn 14, 30).
4. Esta cuestión hay que tenerla bien presente a la hora de ocuparnos del
Evangelio de Cristo como "Buena Nueva" del reino de Dios. Este era el
tema "guía" del anuncio de Jesús cuando hablaba del reino de Dios, sobre
todo, en sus numerosas parábolas.Particularmente significativa es la que
nos presenta el reino de Dios parecido a la semilla que siembra el
sembrador de la tierra... (cf. Mt 13, 3-9). La semilla está destinada "a dar
fruto", por su propia virtualidad interior, sin duda alguna, pero el fruto
depende también de la tierra en la que cae (cf. Mt 13, 19-23).
5. En otra ocasión Jesús compara el reino de Dios (el "reino de los cielos",
según Mateo) con un grano de mostaza, que "es la más pequeña de todas
las semillas", pero que, una vez crecida, se convierte en un árbol tan
frondoso que los pájaros pueden anidar en las ramas (cf. Mt 13, 31-32). Y
compara también el crecimiento del reino de Dios con la "levadura", que
hace fermentar la masa para que se transforme en pan que sirva de alimento
a los hombres (Mt 13, 33). Sin embargo, Jesús dedica todavía una parábola
al problema del crecimiento del reino de Dios en el terreno que es este
mundo. Se trata de la parábola del trigo y la cizaña, que el "enemigo"
esparce en el campo sembrado de semilla buena (Mt 13, 24-30): así, en el
campo del mundo, el bien y el mal, simbolizados en el trigo y la cizaña,
crecen juntos "hasta la hora de la siega" —es decir, hasta el día del juicio
divino—; otra alusión significativa a la perspectiva escatológica de la
historia humana. En cualquier caso, Jesús nos hace saber que
el crecimiento de la semilla, que es la "Palabra de Dios", está condicionada
por el modo en que es acogida en el campo de los corazones humanos: de
esto depende que produzca fruto dando "uno ciento, otro sesenta, otro
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treinta" (Mt 13, 23), según las disposiciones y respuestas de aquellos que la
reciben.
6. En su anuncio del reino de Dios, Jesús nos hace saber también que este
reino no está destinado a una sola nación, o únicamente al "pueblo
elegido", porque vendrán "de Oriente y Occidente" para "sentarse a la mesa
con Abraham, Isaac y Jacob" (cf. Mt 8, 11). Esto significa, en efecto, que
no se trata de un reino en sentido temporal y político. No es un reino "de
este mundo" (cf. Jn 18, 36), aunque aparezca insertado, y en él deba
desarrollarse y crecer. Por esta razón se aleja Jesús de la muchedumbre que
quería hacerlo rey ("Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a
tomarle por la fuerza para hacerlo rey,huyó de nuevo al monte Él
solo": Jn 6, 15). Y, poco antes de su pasión, estando en el Cenáculo, Jesús
pide al Padre que conceda a los discípulos vivir según esa misma
concepción del reino de Dios :"No te pido que los retires del mundo, sino
que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del
mundo" (Jn 17, 15-16). Y más aún: según la enseñanza y la oración de
Jesús, el reino de Dios debe crecer en los corazones de los discípulos "en
este mundo"; sin embargo, llegará a su cumplimiento en el mundo futuro:
"cuando el Hijo del hombre venga en su gloria... Serán congregadas delante
de Él todas las naciones" (Mt25, 31-32). ¡Siempre en una perspectiva
escatológica!
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mismo Jesús lo declara en sermón de la montaña: "No penséis que he
venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar
cumplimiento" (Mt 5, 17).
Así, pues, el reino de Dios es como una fiesta de bodas a la que el Padre del
cielo invita a los hombres en comunión de amor y de alegría con su Hijo.
Todos están llamados e invitados: pero cada uno es responsable de la
propia adhesión o del propio rechazo, de la propia conformidad o
disconformidad con la ley que reglamenta el banquete.
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"invitados": precisamente porque la "medida" pascual de ese amor esponsal
es la cruz, su perspectiva escatológica ha quedado abierta en la historia con
la resurrección de Cristo. Por Él el Padre "nos ha librado del poder de las
tinieblas y nos ha llevado al reino de su Hijo querido" (cf. Col 1, 13). Si
acogemos la llamada y secundamos la atracción del Padre, en Cristo
"tenemos todos la redención" y la vida eterna.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
La misión de Cristo.
"Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad"
(Jn 18, 37)
1. "Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad" (Jn 18, 37). Cuando Pilato, durante el proceso,
preguntó a Jesús si Él era rey, la primera respuesta que oyó fue: "Mi reino
no es de este mundo..." Y cuando el gobernador insiste y le pregunta de
nuevo: "¿Luego tú eres Rey?", recibe esta respuesta: "Sí, como dices, soy
Rey" (cf. Jn 18, 33-37). Este diálogo judicial, que refiere el Evangelio de
Juan, nos permite empalmar con la catequesis precedente, cuyo tema era el
mensaje de Cristo sobre el reino de Dios. Abre, al mismo tiempo, a nuestro
espíritu una nueva dimensión o un nuevo aspecto de la misión de Cristo,
indicado por estas palabras: "Dar testimonio de la verdad". Cristo es Rey y
"ha venido al mundo para dar testimonio de la verdad". El mismo lo afirma;
y añade: "Todo el que es de la verdad, escucha mi voz" (Jn 18, 37).
Esta respuesta desvela ante nuestros ojos horizontes nuevos, tanto sobre la
misión de Cristo, como sobre la vocación del hombre. Particularmente,
sobre el enraizamiento de la vocación del hombre en Cristo.
2. A través de las palabras que dirige a Pilato, Jesús pone de relieve lo que
es esencial en toda su predicación. Al mismo tiempo, anticipa, en cierto
27
modo, lo que constituirá siempre el elocuente mensaje incluido en el
acontecimiento pascual, es decir, en su cruz y resurrección.
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Testamento, sino que habla con la autoridad propia del Legislador: la
autoridad de instituir la Ley, la realeza. Es, al mismo tiempo, la autoridad
de la verdad, gracias a la cual la nueva Ley llega a ser para el hombre
principio vinculante de su conducta.
6. Jesús tiene una conciencia clara de esta misión, sostenida por el poder de
la verdad que brota de su misma fuente divina. Hay una estrecha relación
entre la respuesta a Pilato: "He venido al mundo para dar testimonio de la
verdad" (Jn 18, 37), y su declaración delante de sus oyentes: "Mi doctrina
no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16). El hilo conductor y
unificador de ésta y otras afirmaciones de Jesús sobre la "autoridad de la
verdad" con que Él enseña, está en la conciencia que tiene de la misión
recibida de lo alto.
29
también a los hombres de nuestro tiempo— una respuesta adecuada a su
vocación, que es una vocación con apertura eterna. Frente a este problema,
que tiene una dimensión teológica, pero también antropológica (el modo
como el hombre reacciona y se comporta ante una propuesta de verdad),
será suficiente, por ahora, recurrir a lo que dice el Concilio Vaticano II
especialmente con relación a la sensibilidad particular de los hombres de
hoy. El Concilio afirma, en primer lugar, que "todos los hombres están
obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su
Iglesia"; pero dice también que "la verdad no se impone de otra manera que
por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente
en las almas" (Dignitatis humanae, 1). El Concilio recuerda, además, el
deber que tienen los hombres de "adherirse a la verdad conocida y ordenar
toda su vida según las exigencias de la verdad". Después añade: "Pero los
hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su
propia naturaleza si no gozan de libertad sicológica, al mismo tiempo que
de inmunidad de coacción externa" (Dignitatis humanae, 2).
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JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
La misión de Cristo
El Hijo unigénito que revela al Padre
31
En esto consiste la diferencia esencial entre la revelación de Dios que se
encuentra en los Profetas y en todo el Antiguo Testamento y la que trae
Cristo, que dice de Sí mismo: "Aquí hay algo más que Jonás" (Mt 12, 41).
Para hablar de Dios está aquí Dios mismo, hecho hombre: "El Verbo se
hizo carne" (cf. Jn 1, 14). Aquel Verbo que "está en el seno del Padre"
(Jn 1, "8) se convierte en "la luz verdadera" (Jn 1, 9), "la luz del mundo"
(Jn 8, 12). El mismo dice de Sí: "Yo soy el camino, la verdad y la vida"
(Jn 14, 6).
Casi un vivo eco de estas palabras del Maestro parece resonar en la primera
Carta de Juan: "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo
32
que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras
manos acerca de la Palabra de vida -pues la Vida se manifestó, y nosotros
la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna...-, lo
que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis
en comunión con nosotros" (1 Jn 1, 1-3). En el prólogo de su Evangelio, el
mismo Apóstol escribe: "... y hemos contemplado su gloria, gloria que
recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14).
"La economía cristiana, por ser a alianza nueva y definitiva, nunca pasará;
ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa
manifestación de Jesucristo, nuestro Señor (cf. 1 Tim 6, 14 y Tit 2, 13)"
(Dei Verbum, 4).
JUAN PABLO II
33
AUDIENCIA GENERAL
La misión de Cristo.
Jesús, "el testigo fiel" (Ap 1, 5)
Este texto nos permite considerar de modo sintético todo lo que hemos
hablado en las últimas catequesis. En ellas, hemos tratado de poner de
relieve los aspectos esenciales de la misión mesiánica de Cristo. Ahora el
texto conciliar nos propone de nuevo la verdad sobre la estrecha
y profunda conexión que existe entre esta misión y el mismo Enviado:
Cristo que, en su cumplimiento, manifiesta sus disposiciones y dotes
personales. Se pueden subrayar ciertamente en toda la conducta de Jesús
algunas características fundamentales, que tienen también expresión en su
predicación y sirven para dar una plena credibilidad a su misión mesiánica.
34
3. En la predicación, Jesús demuestra que su fidelidad absoluta al Padre,
como fuente primera y última de "todo" lo que debe revelarse,
es el fundamento esencial de su veracidad y credibilidad. "Mi doctrina no
es mía, sino del que me ha enviado", dice Jesús, y añade: "El que habla por
su cuenta busca su propia gloria, pero el que busca la gloria del que le ha
enviado ése es veraz y no hay impostura en él" (Jn 7, 16. 18).
También es éste un aspecto del "despojo" (kénosis), que según San Pablo
(cf. Flp 2, 7), alcanzará su culminación en el misterio de la cruz.
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mandamiento supremo, sino que Él mismo lo cumple del modo más
perfecto. No sólo proclama las bienaventuranzas en el sermón de la
montaña, sino que ofrece en Sí mismo la encarnación de este sermón
durante toda su vida. No sólo plantea la exigencia de amar a los enemigos,
sino que Él mismo la cumple, sobre todo en el momento de la crucifixión:
"Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34).
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a quienes no quieren convertirse. No hay contradicción entre el uno y el
otro. Jesús vive de la verdad que anuncia y del amor que revela y es éste un
amor exigente como la verdad de la que deriva. Por lo demás, el amor ha
planteado las mayores exigencias a Jesús mismo en la hora de Getsemaní,
en la hora del Calvario, en la hora de la cruz. Jesús ha aceptado y
secundado estas exigencias hasta el fondo, porque, como nos advierte el
Evangelista, Él "amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Se trata de un amor fiel,
por lo cual, el día antes de su muerte, podía decir al Padre: "Las palabras
que tú me diste se las he dado a ellos" (Jn 17, 8).
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
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libros del Antiguo Testamento vuelven a tratar este tema. Concretamente,
puede recordarse el anuncio profético, especialmente elocuente del libro de
Daniel: "...el Dios del cielo hará surgir un reino que jamás será destruido y
este reino no pasará a otro pueblo. Pulverizará y aniquilará a todos estos
reinos y subsistirá eternamente" (Dan 2, 44).
4. Jesús dio a conocer de varias formas a sus oyentes la venida del reino de
Dios. Son sintomáticas las palabras que pronunció a propósito de la
"expulsión del demonio" fuera de los hombres y del mundo: "...si por el
dedo de Dios expulso yo a los demonios..., es que ha llegado a vosotros el
reino de Dios" (Lc 11, 20). El reino de Dios significa, realmente, la
victoria sobre el poder del mal que hay en el mundo y sobre aquel que es
su principal agente escondido. Se trata del espíritu de las tinieblas, dueño
de este mundo; se trata de todo pecado que nace en el hombre por efecto de
su mala voluntad y bajo el influjo de aquella arcana y maléfica presencia.
Jesús, que ha venido para perdonar los pecados, incluso cuando cura de las
enfermedades, advierte que la liberación del mal físico es señal de la
liberación del mal más grave que arruina el alma del hombre. Hemos
explicado esto con mayor amplitud en las catequesis anteriores.
5. Los diversos signos del poder salvífico de Dios ofrecidos por Jesús con
sus milagros, conectados con su Palabra, abren el camino para la
comprensión de la verdad del reino de Dios en medio de los hombres. El
explica esta verdad, sirviéndose especialmente de las parábolas, entre las
cuales se encuentran la del sembrador y la de la semilla. La semilla es la
Palabra de Dios, que puede ser acogida de modo que crezca en el terreno
del alma humana o, por diversos motivos, no ser acogida o serlo de un
modo que no pueda madurar y dar fruto en el tiempo oportuno (cf. Mc 4,
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14-20). Pero he aquí otra parábola que nos pone frente al misterio del
desarrollo de la semilla por obra de Dios: " El reino de Dios es como un
hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de
día, el grano brota y crece sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí
misma, primero, hierba, luego espiga, después trigo abundante en la
espiga" (Mc 4, 26-28). Es el poder de Dios el que "hace crecer", dirá San
Pablo (1 Cor 3, 6 ss.) y, como escribe el Apóstol, es Él quien da "el querer
y el obrar" (Flp 2, 13).
6. El reino de Dios, o "reino de los cielos", como dice Mateo (cf. 3, 2, etc.),
ha entrado en la historia del hombre sobre la tierra por medio de
Cristo que también, durante su pasión y en la inminencia de su muerte en la
cruz, habla de Sí mismo como de un Rey y, a la vez, explica el carácter del
reino que ha venido a inaugurar sobre la tierra. Sus respuestas a Pilato,
recogidas en el cuarto Evangelio, (Jn 18, 33 ss.), sirven como texto clave
para la comprensión de este punto. Jesús se encuentra frente al Gobernador
romano, a quien ha sido entregado por el Sanedrín bajo la acusación de
haberse querido hacer "Rey de los judíos". Cuando Pilato le presente este
hecho, Jesús responde: "Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuese de
este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los
judíos" (Jn 18, 36). Pese a que Cristo no es un rey en sentido terreno de la
palabra, ese hecho no cancela el otro sentido de su reino, que Él explica en
la respuesta a una nueva pregunta de su juez. Luego, "¿Tú eres rey?",
pregunta Pilato. Jesús responde con firmeza: "Sí, como dices, soy rey. Yo
para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de
la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz" (Jn 18, 37). Es la
más neta e inequívoca proclamación de la propia realeza, pero también de
su carácter trascendente, que confirma el valor más profundo del espíritu
humano y la base principal de las relaciones humanas: "la verdad".
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sus ovejas y ellas le conocen" (Jn 10, 14). Como Buen Pastor, busca a la
oveja perdida (cf. Mt 18, 12; Lc 15, 4) e incluso piensa en las "otras ovejas
que no son de este redil"; también a ésas las "tiene que conducir" para que
"escuchen su voz y haya un solo rebaño y un solo pastor" (Jn 10, 16). Se
trata, pues, de una realeza universal, ejercida con ánimo y estilo de pastor,
para llevar a todos a vivir en la verdad de Dios.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
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Jesús fundador de la estructura ministerial de la Iglesia
"...yo dispongo un reino para vosotros" (Lc 22, 29)
41
4. Jesús mismo hablará un día de esta elección de los Doce subrayando el
motivo por el que la hizo: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que
yo os he elegido a vosotros..." (Jn 15, 16); y añadirá: "Si fueseis del
mundo, el mundo amaría lo suyo, pero, como no sois del mundo, porque
yo, al elegiros, os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo" (Jn 15,
19).
Jesús había instituido a los Doce "para que estuvieran con Él", para
poderlos "enviar a predicar con poder de expulsar a los demonios" (Mc 3,
14-15). Han sido, pues, elegidos e "instruidos" para una misión precisa.
Son unos enviados (="apostoloi"). En el texto de Juan leemos también: "No
me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os
he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca"
(Jn 15, 16). Este "fruto" viene designado en otro apartado con la imagen de
la "pesca", cuando Jesús, después de la pesca milagrosa en el lago de
Genesaret, dice a Pedro, todo emocionado por aquel hecho prodigioso: "No
temas, desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5, 10).
42
De la institución de la estructura sacramental de la Iglesia hablaremos en la
próxima catequesis. Aquí queremos hacer notar la institución de la
estructura ministerial, ligada a los Apóstoles y, en consecuencia, a la
sucesión apostólica en la Iglesia. A este respecto debemos también recordar
las palabras con las cuales Jesús describió y luego instituyó el
especial ministerium de Pedro: "Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo
que ates en la tierra quedará atado en los cielos y lo que desates en la tierra
quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 18-19). Todas las semejanzas que
observamos, nos hacen percibir la idea de la Iglesia-reino de Dios, dotada
de una estructura ministerial, tal como estaba en el pensamiento de Jesús.
43
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
1. "He aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo" (Mt 18, 20). Estas palabras, pronunciadas por Jesús resucitado
cuando envió a los Apóstoles a todo el mundo, testifican que el Hijo de
Dios, que, viniendo al mundo, dio comienzo al reino de Dios en la historia
de la humanidad, lo transmitió a los Apóstoles en estrecha vinculación con
la continuación de su misión mesiánica ("Yo, por mi parte, dispongo un
reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mi", Lc 22, 29). Para la
realización de este reino y el cumplimiento de su misma misión, Él
instituyó en la Iglesia una estructura visible "ministerial", que debía durar
"hasta el fin del mundo", en los sucesores de los Apóstoles, según el
principio de transmisión sugerido por las palabras mismas de Jesús
resucitado. Es un "ministerium" ligado al "mysterium", por el cual los
Apóstoles se consideran y quieren ser considerados "servidores de Cristo y
administradores de los misterios de Dios" (1 Cor 4, 1). La estructura
ministerialde la Iglesia supone e incluye una estructura sacramental que es
"de servicio" en sus dimensiones (ministerium = servicio).
44
participación en la vida trinitaria de Dios: de esa vida que es Cristo y que
de Cristo, por mediación del Espíritu Santo, se comunica a los hombres en
cumplimento del plan salvífico de Dios. Los sacramentos, instituidos por
Cristo, son los signos visibles de esta capacidad de transmitir la vida
nueva, el nuevo don de sí que Dios mismo hace al hombre, esto es, la
gracia. Los sacramentos la significan y al propio tiempo la comunican.
También dedicaremos a los sacramentos de la Iglesia un ciclo de
catequesis. Lo que ahora nos urge es hacer notar antes que nada la esencial
unión de los sacramentos con la misión de Cristo, quien, al fundar la
Iglesia la dotó de una estructura sacramental. Como signos, los
sacramentos pertenecen al orden visible de la Iglesia. Simultáneamente, lo
que ellos significan y comunican, la vida divina, pertenece al mysterium
invisible, del cual deriva la vitalidad sobrenatural del Pueblo de Dios en la
Iglesia. Esta es la dimensión invisible de la vida de la Iglesia que, al
participar en el misterio de Cristo, de Él saca esa vida, como de una de una
fuente que ni se seca ni se secará y que se identifica más y más con Él,
única "vid" (cf. Jn 15, 1).
45
pregunta: "¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber, o ser bautizados con
el bautismo con que yo voy a ser bautizado?" (Mc 10, 38).
46
signo sacramental del pan y del vino y, por consiguiente, del banquete
pascual, unido por Jesús al misterio mismo de la cruz, como nos recuerdan
las palabras de la institución, repetidas en la fórmula sacramental: "Este es
mi Cuerpo, que será entregado por vosotros; éste es el cáliz de mi Sangre,
que será derramada por vosotros y por todos para el perdón de los
pecados".
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AUDIENCIA GENERAL
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Sábado 23 de julio de 1988
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comenzando por la infancia (cf. Lc 2, 40. 52), hasta alcanzar su cima en el
sacrificio ofrecido “por los hermanos”, según las mismas palabras de Jesús:
“Por ellos me santifico a mí mismo para que ellos también sean
santificados en la verdad” (Jn 17, 20), en conformidad con su otra
declaración: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos” (Jn 15, 13).
49
6. La llamada a la santidad concierne, pues, a todos, «ya pertenezcan a la
jerarquía, ya pertenezcan a la grey” (Lumen gentium, 39): «Todos los
fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de
la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Lumen gentium, 40).
50
y de la castidad (cf. Mt 5, 28-30). Por esto, también el Concilio, al hablar
de la vocación universal a la santidad, consagra un lugar especial a las
personas unidas por el sacramento del matrimonio: “...los esposos y padres
cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden el uno al otro en la gracia
con la fidelidad en su amor a lo largo de toda la vida, y eduquen en la
doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole que el Señor les
haya dado. De esta manera ofrecen al mundo el ejemplo de un incansable y
generoso amor...” (Lumen gentium, 41).
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realización del reino de Dios. Jesús de Nazaret, que desde el principio de su
misión anuncia la "cercanía del reino de Dios", viene como Salvador. Él no
sólo anuncia el reino de Dios, sino que elimina el obstáculo esencial a su
realización, que es el pecado enraizado en el hombre según la herencia
original, y que fomenta en él los pecados personales ( formes peccati).
Jesucristo es el Salvador en este sentido fundamental de la palabra: llega a
la raíz del mal que hay en el hombre, la raíz que consiste en volver las
espaldas a Dios, aceptando el dominio del "padre de la mentira" (cf. Jn 8,
44) que, como "príncipe de las tinieblas" (cf. Col 1, 13) se ha hecho, por
medio del pecado (y siempre se hace de nuevo), el "príncipe de este
mundo" (Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11).
53
Nuevo Testamento ven agudamente, a través del prisma de este
acontecimiento definitivo -el misterio pascual-, la verdad de Cristo, que ha
realizado la liberación del hombre del mal principal, el pecado, mediante
la redención. El que ha venido a "salvar a su pueblo" (cf. Mt 1, 21), "Cristo
Jesús, hombre... se entregó como rescate por todos" (1 Tim 2, 5-6). "Al
llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo... para rescatar a los
que se hallaban bajo la ley, para que recibiéramos la filiación adoptiva"
(cf. Gál 4, 4-5). En Él "tenemos por medio de su sangre la redención, el
perdón de los delitos" (Ef 1, 7).
54
contiene la revelación más completa del amor con que Dios amó al
hombre: esta revelación se ha realizado en Cristo y por medio de Él. "En
esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros..."
(1 Jn 3, 16).
10. La "sangre del Cordero": Con este don del amor de Dios en Cristo,
totalmente gratuito, comienza la obra de la salvación, es decir, la
liberación del mal del pecado, en la que el reino de Dios "se ha acercado"
definitivamente, ha encontrado una nueva base, ha comenzado su
realización en la historia del hombre.
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3. En los Hechos de los Apóstoles leemos que Jesús "pasó haciendo el bien
y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él"
(Act 10, 38). En efecto, se ve por los Evangelios que Jesús sanaba a los
enfermos de muchas enfermedades (como por ejemplo, la mujer encorvada,
que "no podía en modo alguno enderezarse" (cf. Lc 13, 10-16). Cuando se
le presentaba la ocasión de "expulsar a los espíritus malos", si le acusaban
de hacer esto con la ayuda del mal, Él respondía demostrando lo absurdo de
tal insinuación y decía: "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los
demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios" (Mt 12, 28;
cf. Lc 11, 20). Al liberar a los hombres del mal del pecado,
Jesús desenmascara a aquél que es el "padre del pecado". Justamente en
él, en el espíritu maligno, comienza "la esclavitud del pecado" en la que se
encuentran los hombres. "En verdad, en verdad os digo: todo el que comete
pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre;
mientras el hijo se queda para siempre; si, pues, el Hijo os da la libertad,
seréis realmente libres" (Jn 8, 34-36).
57
6. En la misma Carta a los Romanos, el Apóstol presenta de modo
elocuente la decadencia humana, que el pecado lleva consigo. Viendo el
mal moral de su tiempo, escribe que los hombres, habiéndose olvidado de
Dios, "se ofuscaron en sus razonamientos, y su insensato corazón se
entenebreció" (Rom 1, 21). "Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y
adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador" (Rom 1, 25). "Y como
no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, entrególos
Dios a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene" (Rom 1,
28).
58
Esta liberación espiritual, esto es, "la libertad en el Espíritu Santo", es pues
el fruto de la misión salvífica de Cristo: "Donde está el Espíritu del Señor,
allí está la libertad" (2 Cor 3, 17). En este sentido hemos "sido llamados a
la libertad" (Gál 5, 13) en Cristo y por medio de Cristo. "La fe que actúa
por la caridad" (Gal 5, 6), es la expresión de esta libertad.
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Cristo libera al hombre y a la humanidad para una "nueva vida"
Así, pues, el hombre liberado por Cristo, no sólo recibe la remisión de los
pecados, sino que además es elevado a "una nueva vida". Cristo, como
autor de la liberación del hombre, es el creador de la "nueva humanidad".
En Él nos convertimos en "una nueva creación" (cf. 2 Cor 5, 17).
60
liturgia interpretan también el texto de Juan, según el cual, del costado (del
Corazón) de Cristo, después de su muerte en la cruz, "salió sangre y agua",
cuando un soldado romano "le atravesó el costado" (Jn 19, 34).
5. Pero, según una interpretación preferida por gran parte de los padres
orientales y todavía seguida por varios exegetas, ríos de agua viva surgirán
también "del seno" del hombre que bebe el "agua" de la verdad y de la
gracia de Cristo. "Del seno" significa: del corazón. Efectivamente, se
ha creado "un corazón nuevo" en el hombre, como anunciaban ―de
manera muy clara― los Profetas, y en particular Jeremías y Ezequiel.
61
justicia y santidad de la verdad" (Ef 4, 22-24). "En efecto, hechura suya
somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de
antemano dispuso Dios que practicáramos" (Ef 2, 10).
62
entre sí; una dimensión comunitaria y universal de la redención, plena
expresión del "ethos de la redención".
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Jesucristo, con su figura histórica, tiene para este "hombre nuevo" el valor
de un modelo perfecto, es decir, del modelo ideal. Él, que en su humanidad
era la perfecta "imagen del Dios invisible" (Col 1, 15), se convierte, a
través de su vida terrena -a través de todo lo que "hizo y enseñó" (Act 1, 1),
y, sobre todo, mediante el sacrificio-, en modelo visible para los hombres.
El modelo más perfecto.
63
del Señor, abrazando la palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de
muchas tribulaciones" (1 Tes 1, 6).
Estas palabras de Jesús no contemplan sólo el gesto de lavar los pies, sino
que, a través de ese gesto, se refieren a toda su vida, considerada como
humilde servicio. Cada uno de los discípulos es invitado a seguir las huellas
del "Hijo del hombre", el cual "no ha venido a ser servido, sino a servir y a
dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20, 28). Precisamente a la luz de
esta vida, de este amor, de esta pobreza, y en definitiva de este sacrificio, la
"imitación de Cristo" se convierte en exigencia para todos sus discípulos y
seguidores. Se convierte, en cierto sentido, en "la estructura sobre la que se
cimenta" el "ethos" evangélico, cristiano.
64
6. De este hecho sacan su fuerza y eficacia exhortaciones como la de San
Pablo (a los Filipenses): "Así, pues, os conjuro en virtud de toda
exhortación en Cristo, de toda persuasión de amor, de toda comunión en el
Espíritu, de toda entrañable compasión, que colméis mi alegría, siendo
todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos
mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino
con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí
mismo, buscando cada cual no su propio interés, Sino el de los demás"
(Flp 2, 1-4).
65
predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el
primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8, 29). En esta línea, el Padre
"poda" cada uno de los sarmientos, como leemos en la parábola (Jn 15, 2).
Y por este camino se realiza la transformación gradual del cristiano según
el modelo de Cristo, hasta el punto de que en Él, "reflejamos como en un
espejo la gloria del Señor y nos vamos transformando en esa misma imagen
cada vez más gloriosa: así es como actúa el Señor que es Espíritu". Son las
palabras del Apóstol en la segunda Carta a los Corintios (3, 18).
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"liberación" mesiánica del hombre, que de la esclavitud del pecado pasa a
la vida en la libertad de los hijos de Dios.
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Encontramos así un fundamento perfecto a las palabras del Apóstol, según
las cuales somos llamados a imitar a Cristo (cf. 1 Cor 11, 1; 1 Tes 1, 6), y,
en consecuencia, a Dios mismo: "Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos
queridos" (Ef 5, 1). La vida "que se asemeja a Cristo" es al mismo tiempo
una vida semejante a la de Dios, en el sentido más pleno de la palabra.
68
Getsemaní se dispone para hacer frente a la pasión y muerte en la cruz
(cf. Lc 22, 42). La agonía en el Calvario está impregnada toda ella de
oración: desde el Salmo 22, 1: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", a
las palabras: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34),
y al abandono final: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46).
Sí, en su vida y en su muerte, Jesús es modelo de oración.
JUAN PABLO II
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antes de instituir la Eucaristía, Jesús lava los pies a los Apóstoles y les dice:
"Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho
con vosotros" (Jn 13, 15). Y en otra circunstancia, los amonesta así: "El
que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que
quiera ser el primero entre vosotros, será el esclavo de todos" (Mc 10, 43-
44).
71
por Él y "mandado" desde el Padre también para los discípulos (cf. Jn 15,
26).
72
medio de su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza
de su gracia" (Ef 1, 7).
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74
4. Así, pues, Jesús es consciente de la responsabilidad de los
hombres frente a su muerte en la cruz, que Él deberá afrontar debido a una
condena pronunciada por tribunales terrenos; pero también lo es de que por
medio de esta condena humana se cumplirá el designio eterno de Dios: "lo
que es de Dios", es decir, el sacrificio ofrecido en la cruz por la redención
del mundo. Y aunque Jesús (como el mismo Dios) no quiere el mal del
"deicidio" cometido por los hombres, acepta este mal para sacar de él el
bien de la salvación del mundo.
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la cruz de Cristo son reveladoras. Con todo, aunque es verdad que al
hombre le resulta difícil encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta
"¿por qué la cruz de Cristo?", la respuesta a este interrogante nos la ofrece
una vez más la Palabra de Dios.
9. Jesús mismo formula la respuesta: "Tanto amó Dios al mundo que dio a
su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la
vida eterna" (Jn 3 16). Cuando Jesús pronunciaba estas palabras en el
diálogo nocturno con Nicodemo, su interlocutor no podía suponer aún
probablemente que la frase "dar a su Hijo" significaba "entregarlo a la
muerte en la cruz". Pero Juan, que introduce esa frase en su Evangelio,
conocía muy bien su significado. El desarrollo de los acontecimientos había
demostrado que ése era exactamente el sentido de la respuesta a Nicodemo:
Dios "ha dado" a su Hijo unigénito para la salvación del
mundo, entregándolo a la muerte de cruz por los pecados del
mundo, entregándolo por amor: ¡"Tanto amó Dios al mundo", a la
creación, al hombre! El amor sigue siendo la explicación definitiva de la
redención mediante la cruz. Es la única respuesta a la pregunta "¿por qué?"
a propósito de la muerte de Cristo incluida en el designio eterno de Dios.
10. Se trata de un amor que supera incluso la justicia. La justicia puede
afectar y alcanzar a quien haya cometido una falta. Si el que sufre es un
inocente, no se habla ya de justicia. Si un inocente que es santo, como
Cristo, se entrega libremente al sufrimiento y a la muerte de cruz para
realizar el designio eterno del Padre, ello significa que, en el sacrificio de
su Hijo, Dios pasa en cierto sentido más allá del orden de la justicia, para
revelarse en este Hijo y por medio de Él, con toda la riqueza de su
misericordia ―"Dives in misericordia" (Ef 2, 4)―, como para introducir,
junto a este Hijo crucificado y resucitado, su misericordia, su amor
misericordioso, en la historia de las relaciones entre el hombre y Dios.
76
11. El Apóstol vuelve sobre este tema en diversos puntos de sus Cartas, en
las que reaparece con frecuencia el trinomio: redención, justicia, amor.
13. De aquí nace la seguridad del Apóstol en que nadie ni nada, "ni muerte
ni vida, ni ángeles... ni ninguna otra creatura podrá separarnos del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rom 8, 38-39). Con
Pablo, la Iglesia entera está segura de este amor de Dios "que lo supera
todo", última palabra de la autorrevelación de Dios en la historia del
hombre y del mundo, suprema autocomunicación que acontece mediante la
cruz, en el centro del misterio pascual de Jesucristo.
JUAN PABLO II
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La muerte de Cristo, como acontecimiento histórico
78
llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a Sí mismo igual a Dios"
(Jn 5, 18). )Qué otra cosa podían significar las palabras: En verdad, en
verdad os digo: antes de que Abraham existiera Yo soy? (Jn 8, 58). Los
oyentes sabían qué significaba aquella denominación "Yo soy". Por ello
Jesús corre de nuevo el riesgo de la lapidación. Esta vez, por el contrario,
"se ocultó y subió al templo" (Jn 8, 59).
Juan, de este modo, nos hace conocer un doble aspecto de aquella toma de
posición de Caifás. Desde el punto de vista humano, que se podría más
precisamente llamar oportunista, era un intento de justificar la decisión de
eliminar un hombre al que se consideraba políticamente peligroso, sin
preocuparse de su inocencia. Desde un punto de vista superior, hecho suyo
y anotado por el Evangelista, las palabras de Caifás, independientemente de
sus intenciones, tenían un contenido auténticamente profético referente al
misterio de la muerte de Cristo según el designio salvífico de Dios.
79
desaprobación del César, tanto más cuanto que la multitud, azuzada por los
fautores de la eliminación de Jesús, pretende ahora la crucifixión.
"¡Crucifige eum!". Y así Jesús es condenado a muerte mediante la
crucifixión.
80
nosotros como víctima de expiación. También en este sentido se pueden
entender las palabras de Jesús: "El Hijo del hombre va a ser entregado en
manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará" (Mt 17, 22).
11. La cruz de Cristo es, pues, para todos una llamada real al hecho
expresado por el Apóstol Juan con las palabras "La sangre de su Hijo Jesús
nos purifica de todo pecado. Si decimos: 'no tenemos pecado', nos
engañamos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1, 7-8). La Cruz de
Cristo no cesa de ser para cada uno de nosotros esta llamada misericordiosa
y, al mismo tiempo severa a reconocer y confesar la propia culpa. Es una
llamada a vivir en la verdad.
JUAN PABLO II
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A este respecto, es necesario decir de antemano que no es fácil penetrar en
la evolución histórica de la conciencia de Jesús: el Evangelio hace alusión a
ella (cf. Lc 2, 52), pero sin ofrecer datos precisos para determinar las
etapas.
82
anunciado sobre el Siervo del Señor: "herido por nuestras rebeldías, molido
por nuestras culpas... Yahvé descargó sobre Él la culpa de todos nosotros...
como un cordero al degüello era llevado... Justificará mi Siervo a muchos,
y las culpas de ellos él soportará" (Is 53, 5-7. 11). Había sintonía, sin duda,
entre la conciencia mesiánica de Jesús y aquellas palabras del Bautista que
expresaban la profecía y la espera del Antiguo Testamento.
83
finalidad salvífica. Esto se vislumbra ya en la hora de la tentación, cuando
Jesús rechaza resueltamente al halagador que trata de desviarle hacia la
búsqueda de éxitos terrenos (cf. Mt 4, 5-10; Lc 4, 5-12).
7. Debemos notar, sin embargo, que en los textos citados, cuando Jesús
anuncia su pasión y muerte, procura hablar también de la resurrección que
sucederá "el tercer día". Es un añadido que no cambia en absoluto el
significado esencial del sacrificio mesiánico mediante la muerte en cruz,
sino que pone de relieve su significado salvífico y vivificante. Digamos,
desde ahora, que esto pertenece a la más profunda esencia de la misión de
Cristo: el Redentor del mundo es aquel en quien se debe llevar a cabo la
"pascua", es decir, el paso del hombre a una nueva vida en Dios.
JUAN PABLO II
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por los Concilios Ecuménicos, por los teólogos de las diversas escuelas que
se han formado y sucedido durante los siglos hasta hoy.
Sin duda, Dios en su esencia permanece más allá del horizonte del
sufrimiento humano-divino: pero la pasión y muerte de Cristo penetran,
rescatan y ennoblecen todo el sufrimiento humano, ya que Él, al
85
encarnarse, ha querido ser solidario con la humanidad, la cual, poco a poco,
se abre a la comunión con Él en la fe y el amor.
San Pablo dice de Cristo que se "hizo obediente hasta la muerte de Cruz"
(Flp 2, 8), alcanzando, así, el máximo desarrollo de la kénosis incluida en
la encarnación del Hijo de Dios, en contraste con la desobediencia de
Adán, que quiso "retener" la igualdad con Dios (cf. Flp 2, 6).
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Sufrimiento y muerte son la manifestación definitiva de la obediencia total
del Hijo al Padre. ¡El homenaje y el sacrificio de la obediencia del Verbo
encarnado son una admirable concreción de disponibilidad filial, que desde
el misterio de la encarnación sufre, y, de alguna forma, penetra en el
misterio de la Trinidad! Con el homenaje perfecto de su obediencia
Jesucristo lora una perfecta victoria sobre la desobediencia de Adán y sobre
todas las rebeliones que pueden nacer en los corazones humanos, muy
especialmente por causa del sufrimiento y de la muerte, de manera que aquí
también puede decirse que "donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia" (Rom 5, 20). Jesús reparaba, en efecto, la desobediencia, que
siempre está incluida en el pecado humano, satisfaciendo en nuestro lugar
las exigencias de la justicia divina.
Así puede Santo Tomás afirmar que la primera razón de conveniencia que
explica la liberación humana mediante la pasión y muerte de Cristo es que
"de esta forma el hombre conoce cuánto lo ama Dios, y el hombre, a su
vez, es inducido a amarlo: en tal amor consiste la perfección de la salvación
humana" (III, q. 46, a. 3). Aquí el Santo Doctor cita al Apóstol Pablo que
escribe: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros
todavía pecadores, murió por nosotros" (Rom 5, 8).
87
llamados los "héroes de la Cruz" y como sucede siempre con muchas
criaturas, conocidas e ignoradas, que saben santificar el dolor reflejando en
sí mismas el rostro llagado de Cristo. Se asocian así a su oblación
redentora.
Santa Catalina de Siena, con una de sus imágenes tan viva y expresiva, lo
compara a un "puente sobre el mundo". Sí, Él es verdaderamente el Puente
y el Mediador, porque a través de Él viene todo don del cielo a los hombres
y suben a Dios todos nuestros suspiros e invocaciones de salvación (cf. S.
Th. III, q. 26, a. 2). Abracémonos, con Catalina y tantos otros "Santos de la
Cruz" a este Redentor nuestro dulcísimo y misericordiosísimo, que la Santa
de Siena llamaba Cristo-Amor. En su corazón traspasado está nuestra
esperanza y nuestra paz.
JUAN PABLO II
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2. Cuando Jesús dice: "El Hijo del hombre... no ha venido a ser servido,
sino a servir y dar su vida como rescate por muchos" (Mc10, 45) resume
en estas palabras el objetivo esencial de su misión mesiánica: "dar su vida
en rescate". Es una misión redentora. Lo es para toda la humanidad, porque
decir, "en rescate por muchos", según el modo semítico de expresar los
pensamientos, no excluye a nadie. A la luz de este valor redentor habla sido
ya vista la misión del Mesías en el libro del Profeta Isaías, y,
particularmente, en los "Cánticos del Siervo de Yahvé": "¡Y con todo eran
nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!
Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido
herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el
castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados"
(Is 53, 4-5).
89
"El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos
por tanto murieron" (2 Cor 5, 14). Cristo, pues, se hizo solidario con cada
hombre en la muerte, que es un efecto del pecado. Pero esta solidaridad de
ninguna forma era en Él efecto del pecado; era, por el contrario, un acto
gratuito de amor purísimo. El amor "indujo" a Cristo a "dar la vida",
aceptando la muerte en la cruz. Su solidaridad con el hombre en la muerte
consiste, pues en el hecho de que sólo Él murió como muere el
hombre ―como muere cada hombre― pero murió por cada hombre. De
tal forma, esta "sustitución" significa la "sobreabundancia" del amor, que
permite superar todas las "carencias" o insuficiencias del amor humano,
todas las negaciones y contrariedades ligadas con el pecado del hombre en
toda dimensión, interior e histórica, en la que este pecado ha gravado la
relación del hombre con Dios.
90
Eucaristía. Nos las transmite San Pablo en un texto que es considerado
como el más antiguo sobre este punto: "Esto es mi cuerpo, que se entrega
por vosotros... Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre" (1 Cor 11, 23).
Con este texto concuerdan los sinópticos que hablan del cuerpo que "se da"
y de la sangre que será "derramada... en remisión de los pecados"
(cf. Mc 14, 22-24; Mt 26, 26-28, Lc 22, 19-20). También en la oración
sacerdotal de la última Cena, Jesús dice: "Yo por ellos me santifico a mí
mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17, 19).
El eco y, en cierto modo, la precisión del significado de estas palabras de
Jesús se encuentra en la primera carta de San Juan: "Él es víctima de
propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también
por los del mundo entero" (1 Jn 2, 2). Como se ve, San Juan nos ofrece la
interpretación auténtica de los demás textos sobre el valor sustitutivo del
sacrificio de Cristo, en el sentido de la universalidad de la redención.
91
teológica, espiritual y ascética que desde los tiempos más antiguos ha
mantenido la necesidad y mostrado los caminos del seguimiento de Cristo
en la pasión, no sólo como imitación de sus virtudes, sino también como
cooperación en la redención universal con la participación en su sacrificio.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
92
La cruz de Cristo ―la pasión― arroja una luz completamente nueva sobre
este problema, dando otro sentido al sufrimiento humano en general.
El Cristo que sufre es, como ha cantado un poeta moderno, "el Santo que
sufre", el Inocente que sufre, y, precisamente por ello, su sufrimiento tiene
una profundidad mucho mayor en relación con la de todos los otros
hombres, incluso de todos los Job, es decir de todos los que sufren en el
mundo sin culpa propia. Ya que Cristo es el único que verdaderamente no
tiene pecado, y que, más aún, ni siquiera puede pecar. Es, por tanto, Aquél
―el único― que no merece absolutamente el sufrimiento. Y sin embargo
es también el que lo ha aceptado en la forma más plena y decidida, lo ha
aceptado voluntariamente y con amor. Esto significa ese deseo suyo, esa
especie de tensión interior de beber totalmente el cáliz del dolor (cf. Jn 18,
11), y esto "por nuestros pecados, no sólo por los nuestros sino también por
los de todo el mundo", como explica el Apóstol San Juan (1 Jn 2, 2). En tal
deseo, que se comunica también a un alma sin culpa, se encuentra la raíz de
la redención del mundo mediante la cruz. La potencia redentora del
sufrimiento está en el amor.
93
como pena por el pecado, es insuficiente y hasta impropio. Así, cuando le
hablaron de algunos galileos "cuya sangre Pilato había mezclado con la de
sus sacrificios", Jesús preguntó: "¿Pensáis que esos galileos eran más
pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas...?
aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos
¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en
Jerusalén?" (Lc 13, 1 - 2.4). Jesús cuestiona claramente tal modo de
pensar, difundido y aceptado comúnmente en aquel tiempo, y hace
comprender que la "desgracia" que comporta sufrimiento no se puede
entender exclusivamente como un castigo por los pecados personales. "No,
os lo aseguro" ―declara Jesús―, y añade: "Si no os convertís, todos
pereceréis del mismo modo" (Lc 13, 3-4). En el contexto, confrontando
estas palabras con las precedentes, es fácil descubrir que Jesús trata de
subrayar la necesidad de evitar el pecado, porque este es el verdadero mal,
el mal en sí mismo y permaneciendo la solidaridad que une entre sí a los
seres humanos, la raíz última de todo sufrimiento. No basta evitar el pecado
sólo por miedo al castigo que se puede derivar de él para el que lo comete.
Es menester "convertirse" verdaderamente al bien, de forma que la ley de la
solidaridad pueda invertir su eficacia y desarrollar, gracias a la comunión
con los sufrimientos de Cristo, un influjo positivo sobre los demás
miembros de la familia humana.
94
haya nacido ciego?" (Jn 9, 2). Es como señalar con el dedo a alguno. Es un
sentenciar que pasa del sufrimiento visto como tormento físico, al
entendido como castigo por el pecado: alguno debe haber pecado en ese
caso, el interesado o sus padres. Es una censura moral: ¡sufre, por eso, debe
haber sido culpable!
95
vinisteis a verme" (Mt 25, 35-36). En estas palabras se basa toda la ética
"cristiana del servicio, también el social, y la valoración definitiva del
sufrimiento aceptado a la luz de la cruz.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
1. Todo lo que Jesús enseñó e hizo durante su vida mortal, en la cruz llega
al culmen de la verdad y la santidad. Las palabras que Jesús pronunció
entonces constituyen su mensaje supremo y definitivo y, al mismo tiempo,
la confirmación de una vida santa, concluida con el don total de Sí mismo,
en obediencia al Padre, por la salvación del mundo. Aquellas palabras,
recogidas por su Madre y los discípulos presentes en el Calvario, fueron
trasmitidas a las primeras comunidades cristianas y a todas las
generaciones futuras para que iluminaran el significado de la obra
redentora de Jesús e inspiraran a sus seguidores durante su vida y en el
momento de la muerte. Meditemos también nosotros esas palabras, como lo
han hecho tantos cristianos, en todas las épocas.
96
palabra? Con todo, el Evangelio nos da esta certeza: ¡Desde lo alto de la
cruz resonó la palabra, "perdón"!
Jesús no sólo perdona, sino que pide el perdón del Padre para los que lo
han entregado a la muerte, y por tanto también para todos nosotros. Él es
signo de la sinceridad total del perdón de Cristo y del amor que deriva. Es
un hecho nuevo en la historia, incluso en la de la Alianza. En el Antiguo
Testamento leemos muchos textos de los Salmistas que pedían la venganza
o el castigo del Señor para sus enemigos: textos que en la oración cristiana,
también la litúrgica, se repiten no sin sentir la necesidad de interpretarlos
adecuándolos a la enseñanza y ejemplo de Jesús, que amó también a los
enemigos. Lo mismo puede decirse de ciertas expresiones del Profeta
Jeremías (11, 20; 20, 12; 15, 15) y de los mártires judíos en el Libro de los
Macabeos (cf. 2 Mac 7, 9. 14, 17. 19). Jesús cambia esa posición ante Dios
y pronuncia otras palabras muy distintas. Había recordado a quien le
reprochaba su trato frecuente con "pecadores", que ya en el Antiguo
Testamento, según la palabra inspirada, Dios "quiere misericordia"
(cf. Mt 9, 13).
97
puede ver en aquellos adversarios suyos y en todos los pecadores: muchos
pueden ser menos culpables de lo que parezca o se piense, y precisamente
por esto Jesús enseñó a "no juzgar" (cf. Mt 7, 1): ahora, en el Calvario se
hace intercesor y defensor de los pecadores ante el Padre.
98
el que vemos en acción todas las dimensiones de la obra salvífica, que se
concreta en el perdón. Aquel malhechor había reconocido su culpabilidad,
amonestando a su cómplice y compañero de suplicio, que se mofaba de
Jesús: "Nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros
hechos"; y había pedido a Jesús poder participar en el reino que Él había
anunciado: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino" (Lc 23, 42).
Consideraba injusta la condena de Jesús: "No ha hecho nada malo". No
compartía pues las imprecaciones de su compañero de condena ("Sálvate a
ti y a nosotros", Lc 23, 39) y de los demás que, como los jefes del pueblo,
decían: "A otros salvó, que se salve a sí mismo si es el Cristo de Dios, el
Elegido" (Lc 23, 35), ni los insultos de los soldados: "Si tú eres el Rey de
los judíos, sálvate" (Lc 23, 37).
99
desproporción la realiza el sacrificio de Cristo, que ha merecido la
bienaventuranza celestial con el valor infinito de su vida y de su muerte.
El episodio que narra Lucas nos recuerda que "el paraíso" se ofrece a toda
la humanidad, a todo hombre que, como el malhechor arrepentido, se abre a
la gracia y pone su esperanza en Cristo. Un momento de conversión
auténtica, un "momento de gracia", que podemos decir con Santo Tomás,
"vale más que todo el universo" (I-II, q. 113, a. 9, ad 2), puede pues saldar
las deudas de toda una vida, puede realizar en el hombre ―en cualquier
hombre― lo que Jesús asegura a su compañero de suplicio: "Hoy estarás
conmigo en el paraíso".
100
2. Por otra parte, la compasión materna que se expresaba en esa presencia,
contribuía a hacer más denso y profundo el drama de aquella muerte en
cruz, tan cercano al drama de muchas familias, de tantas madres e hijos,
reunidos por la muerte tras largos períodos de separación por razones de
trabajo, de enfermedad, de violencia causada por individuos o grupos.
101
5. En este don hecho a Juan y, en él, a los seguidores de Cristo y a todos los
hombres, hay como una culminación del don que Jesús hace de Sí mismo a
la humanidad con su muerte en cruz. María constituye con Él un "todo", no
sólo porque son madre e hijo "según la carne", sino porque en el designio
eterno de Dios están contemplados, predestinados, colocados juntos en el
centro de la historia de la salvación; de manera que Jesús siente el deber de
implicar a su Madre no sólo en la oblación suya al Padre, sino también en
la donación de Sí mismo a los hombres; María, por su parte, está en
sintonía perfecta con el Hijo en este acto de oblación y de donación, como
para prolongar el "Fiat" de a anunciación.
7. También se puede decir que este aspecto de la relación con María está
incluido en el mensaje de la cruz. El Evangelista dice, en efecto, que Jesús
"luego dijo al discípulo: 'Ahí tienes a tu madre'" (Jn 19, 27). Dirigiéndose
al discípulo, Jesús le pide expresamente que se comporte con María como
un hijo con su madre. Al amor materno de María deberá corresponder un
102
amor filial. Puesto que el discípulo sustituye a Jesús junto a María, se le
invita a que la ame verdaderamente como madre propia. Es como si Jesús
dijera: "Ámala como la he amado yo". Y ya que en el discípulo, Jesús ve a
todos los hombres a los que deja ese testamento de amor, para todos vale la
petición de que amen a María como Madre. En concreto, Jesús funda con
esas palabras suyas el culto mariano de la Iglesia, a la que hace entender,
por medio de Juan, su voluntad de que María reciba un sincero amor filial
por parte de todo discípulo del que Ella es madre por institución de Jesús
mismo. La importancia del culto mariano, querido siempre por la Iglesia, se
deduce de las palabras pronunciadas por Jesús en la hora misma de su
muerte.
Aquel gesto de Juan era la puesta en práctica del testamento de Jesús con
respecto a María: pero tenía un valor simbólico para todo discípulo de
Cristo, invitado y acoger a María junto a sí, a hacerle un lugar en la propia
vida. Por la fuerza de las palabras de Jesús al morir, toda vida cristiana
debe ofrecer un "espacio" a María, no puede prescindir de su presencia.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
103
Las últimas palabras de Cristo en la cruz:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
1. Según los sinópticos, Jesús gritó dos veces desde la cruz (cf. Mt 27, 46.
50; Mc 15, 34. 37); sólo Lucas (23, 46) explica el contenido del segundo
grito. En el primero se expresan la profundidad e intensidad del sufrimiento
de Jesús, su participación interior, su espíritu de oblación y también quizá
la lectura profético-mesiánica que Él hace de su drama sobre la huella de
un Salmo bíblico. Cierto que el primer grito manifiesta los sentimientos de
desolación y abandono expresados por Jesús con las primeras palabras del
Salmo 21/22: "A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: 'Eloi, Eloi, lema
sabactani?' ―que quiere decir―, '¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?'" (Mc 15, 34; cf. Mt 27, 46).
Marco trae las palabras en arameo. Se puede suponer que ese grito haya
parecido de tal forma característico, que los testigos auriculares del hecho,
cuando narraron el drama del Calvario, encontraron oportuno repetir las
mismas palabras de Jesús en arameo, la lengua que hablaban Él y la
mayoría de los israelitas contemporáneos suyos. A Marco le pudieron ser
referidas por Pedro, como sucede con la palabra "Abbá"= Padre (cf. Mc 14,
36) en la oración de Getsemaní.
2. Que Jesús use en su primer grito las palabras iniciales del Salmo 21/22,
es algo significativo por diversas razones. En el espíritu de Jesús, que
acostumbraba a rezar siguiendo los textos sagrados de su pueblo, se habían
depositado muchas de aquellas palabras y frases que le impresionaban
particularmente porque expresaban mejor la necesidad y la angustia del
hombre delante de Dios y aludían de algún modo a la condición de Aquel
que tomaría sobre sí toda nuestra iniquidad (cf. Is 53, 11).
Por eso, en la hora del Calvario fue espontáneo para Jesús apropiarse de
aquella pregunta que el Salmista hace a Dios sintiéndose agotado por el
sufrimiento. Pero en su boca el "por qué" dirigido a Dios era muy eficaz al
expresar un estupor dolido por el sufrimiento que no tenía una explicación
simplemente humana, sino que constituía un misterio del que sólo el Padre
tenía la clave. Por esto, aún naciendo del recuerdo del Salmo leído o
recitado en la sinagoga, la pregunta encerraba un significado teológico en
relación con el sacrificio mediante el cual Cristo debía, en total solidaridad
con el hombre pecador, experimentar en Sí el abandono de Dios. Bajo el
influjo de esta tremenda experiencia interior, Jesús al morir encuentra la
fuerza para estallar con este grito.
104
tan a menudo nos vemos llevados a levantar ojos y labios al cielo para
expresar nuestro lamento, y alguno incluso su desesperación.
105
En la esfera de los sentimientos y de los afectos, este sentido de la ausencia
y el abandono de Dios fue la pena más terrible para el alma de Jesús, que
sacaba su fuerza y alegría de la unión con el Padre. Esa pena hizo más
duros todos los demás sufrimientos. Aquella falta de consuelo interior fue
su mayor suplicio.
6. Pero Jesús sabía que con esta fase extrema de su inmolación, que llegó
hasta las fibras más íntimas de su corazón, completaba la obra de la
redención que era el fin de su sacrificio por la reparación de los pecados. Si
el pecado es la separación de Dios, Jesús debía probar en la crisis de su
unión con el Padre, un sufrimiento proporcionado a esa separación.
Por otra parte, citando el comienzo del Salmo 21/22 que quizá continuó
diciendo mentalmente durante la pasión, Jesús no ignoraba su conclusión,
que se transforma en un himno de liberación y en un anuncio de salvación
dado a todos por Dios. La experiencia del abandono es, pues, una pena
pasajera que cede el puesto a la liberación personal y a la salvación
universal. En el alma afligida de Jesús tal perspectiva alimentó ciertamente
la esperanza, tanto más cuanto que siempre presentó su muerte como un
paso hacia la resurrección, como su verdadera glorificación. Con este
pensamiento su alma recobra vigor y alegría sintiendo que está próxima,
precisamente en el culmen del drama de la cruz, la hora de la victoria.
7. Sin embargo, poco después, quizá por influencia del Salmo 21/22, que
reaparecía en su memoria, Jesús dice estas otras palabras: "Tengo sed"
(Jn 19, 28).
Es muy comprensible que con estas palabras Jesús aluda a la sed física, al
gran tormento que forma parte de la pena de la crucifixión, como explican
los estudiosos de estas materias. También se puede añadir que el manifestar
su sed Jesús dio prueba de humildad, expresando una necesidad física
elemental, como habría hecho otro cualquiera. También en esto Jesús se
hace y se muestra solidario con todos los que, vivos o moribundos, sanos o
enfermos, pequeños o grandes, necesitan y piden al menos un poco de
agua... (cf. Mt 10, 42). ¡Es hermoso para nosotros pensar que cualquier
socorro prestado aún moribundo, se le presta a Jesús crucificado!
106
En las palabras del Salmista se trata de sed física, pero en los labios de
Jesús la sed entra en la perspectiva mesiánica del sufrimiento de la cruz. En
su sed, Cristo moribundo busca otra bebida muy distinta del agua o del
vinagre: como cuando en el pozo de Sicar pidió a la samaritana: "Dame de
beber" (Jn 4, 7). La sed física, entonces, fue símbolo y tránsito hacia otra
sed: la de la conversión de aquella mujer. Ahora, en la cruz, Jesús tiene sed
de una humanidad nueva, como la que deberá surgir de su sacrificio, para
que se cumplan las Escrituras. Por eso relaciona el Evangelista el "grito de
sed" de Jesús con las Escrituras. La sed de la cruz, en boca de Cristo
moribundo, es la última expresión de ese deseo del bautismo que tenía que
recibir y de fuego con el cual encender la tierra, manifestado por Él durante
su vida. "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que
ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué
angustiado estoy hasta que se cumpla!" (Lc 12, 49-50). Ahora se va a
cumplir ese deseo, y con aquellas palabras Jesús confirma el amor ardiente
con que quiso recibir ese supremo "bautismo" para abrirnos a todos
nosotros la fuente del agua que sacia y salva verdaderamente (cf. Jn 4, 13-
14).
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
107
hombres, hasta el momento de la muerte, están llamados a cumplir la
voluntad del Padre, y la muerte es el último acto, el definitivo y decisivo,
del cumplimiento de esta voluntad. Jesús nos lo enseña desde la cruz.
Jesús expresa este sentimiento suyo con palabras que pertenecen al Salmo
30/31: el Salmo del afligido que prevé su liberación y da gracias a Dios que
la va a realizar: "A tus manos encomiendo mi espíritu, tú el Dios leal me
librarás" (Sal 30/31, 6). Jesús, en su lúcida agonía, recuerda y balbucea
también algún versículo de ese Salmo, recitado muchas veces durante su
vida. Pero en la narración del Evangelista, aquellas palabras en boca de
Jesús adquieren un nuevo valor.
El término "Dios" del Salmo 21/22 se toma, en el primer grito, como una
invocación que puede significar extravío del hombre en la propia nada ante
la experiencia del abandono por parte de Dios, considerado en su
trascendencia y experimentado casi en un estado de "separación" (el
108
"Santo", el Eterno, el Inmutable). En el grito posterior Jesús recurre al
Salmo 30/31 insertando la invocación de Dios como Padre (Abbá),
apelativo que le es habitual y con el que se expresa bien la familiaridad de
un intercambio de calor paterno y de actitud filial.
109
Hijo). Esta es la "vida eterna", hecha de conocimiento, de amor, de alegría
y de paz infinita.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
110
al Calvario tras una larga aventura militar y espiritual, como ha imaginado
algún escritor, y que en ese sentido puede representar a cualquier pagano
que busca algún testigo revelador de Dios.
3. San Juan registra otro signo cuando escribe que "uno de los soldados con
una lanza le abrió el costado y al punto salió sangre y agua" (Jn 19, 34).
Nótese que Jesús ya está muerto. Ha muerto antes que los dos malhechores
crucificados con Él. Esto prueba la intensidad de sus sufrimientos.
111
tan grande la importancia que le atribuye el Evangelista que, apenas
narrado el episodio, añade: "El que lo vio lo atestigua y su testimonio es
válido, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis" (Jn 19,
35). Se apela por tanto a una constatación directa, realizada por el mismo,
para subrayar que se trata de un acontecimiento cargado de un valor
significativo respecto a los motivos y efectos del sacrificio de Cristo.
6. La otra cita bíblica que hace Juan es un texto oscuro atribuido al Profeta
Zacarías que dice: "Mirarán al que traspasaron" (Zac12, 10). La profecía se
refiere a la liberación de Jerusalén y Judá por manos de un Rey, por cuya
venida la nación reconoce su culpa y se lamenta sobre aquel que ella ha
traspasado de la misma manera que se llora por un hijo único que se ha
perdido. El Evangelista aplica el texto a Jesús traspasado y crucificado,
ahora contemplado con amor. A las miradas hostiles del enemigo suceden
las miradas contemplativas y amorosas de los que se convierten. Esta
posible interpretación sirve para comprender la perspectiva teológico-
profética en la que el Evangelista considera la historia que ve desarrollarse
desde el corazón abierto de Jesús.
112
El Evangelista no ha ofrecido los elementos suficientes para
interpretaciones precisas. Pero parece que se haya dado una indicación en
el texto sobre el corazón traspasado, del que manan sangre y agua; la
efusión de gracia que proviene del sacrificio, como él mismo dice del
Verbo encarnado desde el comienzo de su Evangelio: "De su plenitud
hemos recibido todos, y gracia por gracia" (Jn 1, 16).
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
El misterio de la Encarnación
113
Y sin embargo éste es el destino del hombre. Esta es la suerte dichosa
ofrecida a todos. Incluso a los más miserables pecadores, incluso a los más
odiosos despreciadores de la vida. Todos pueden ascender a participar de
la misma vida divina, porque así lo ha querido, en Cristo, el Padre celestial.
Este es el mensaje cristiano. Y éste es el mensaje de la Navidad.
2. "La vida se manifestó ―dice Juan (v. 2)―, y nosotros la hemos visto y
damos testimonio y os anunciamos la vida eterna". Ciertamente nosotros
hoy, después de 2.000 años de la presencia física de Jesús en la tierra, no
podemos tener la misma experiencia que tuvo de Él Juan y los otros
Apóstoles; y sin embargo también nosotros, hoy, podemos y debemos ser
sus testigos. ¿Y quién es el "testigo"? Es aquel que ha estado "presente en
los hechos", que ―por decirlo así― "ha visto y tocado" lo que testimonia.
Ha tenido un conocimiento directo, experimental.
Se dan hoy y se darán siempre, hasta el fin del mundo, como sabemos y
como nos recuerda el Concilio, varias formas de presencia de Cristo entre
nosotros: en la liturgia, en su Palabra, en el sacerdote, en el pequeño, en el
pobre... Hay que saber ver en estas presencias, "tener ojos para ver y oídos
para escuchar": con un conocimiento directo que es verdadera comunión de
vida. Comunión de vida con Él. Porque, ¿qué es, en efecto, la vida de
gracia, la comunión sacramental, una liturgia verdaderamente participada,
sino comunión de vida con Cristo? ¿Y qué conocimiento mejor que el que
nace de la comunión con Él, que acogemos en la fe?
114
efecto el Apóstol (v. 3)―, os lo anunciamos, para que también vosotros
estáis en comunión con nosotros". La experiencia de la Navidad nace del
amor, está iluminada por el amor, suscita el amor y difunde el amor.
4. "¿Para qué, pues, esta comunión? Nos lo dice también Juan: "Para que
nuestro gozo sea completo" (cf. v. 4). Finalidad y efecto de la comunión de
vida con Dios y con los hermanos es la verdadera alegría. Todos buscamos
instintivamente la felicidad. Es en sí algo natural. ¿Pero sabemos siempre
dónde está la verdadera alegría? ¿Lo sabéis vosotros, jóvenes? ¿Lo sabéis
vosotros, adultos? Nosotros cristianos sabemos dónde está la verdadera
alegría: en la comunión con Dios y con los hermanos. En la apertura de
nuestra mente a la venida entre nosotros, en la Navidad, del Dios que se
hace hombre, que nace como cualquier otro niño en la tierra, pobre entre
los pobres, necesitado entre los necesitados. El Dios altísimo que se hace
pequeñísimo. Sin perder su infinita dignidad, Él asume y hace suya nuestra
infinita miseria, y esconde detrás de ella, en cierto modo, la divinidad.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
115
"Descendió a los infiernos"
116
Como punto de partida aclárese además que la expresión “infiernos” no
significa el infierno, el estado de condena, sino la morada de los muertos,
que en hebreo se decía sheol y en griego hades (cf. Hch 2, 31).
117
Es la confirmación de que su muerte fue real, y no sólo aparente. Su alma,
separada del cuerpo, fue glorificada en Dios, pero el cuerpo yacía en el
sepulcro en estado de cadáver.
Durante los tres días (no completos) transcurridos entre el momento en que
“expiró” (cf. Mc 15, 37) y la resurrección, Jesús experimentó el “estado de
muerte”, es decir, la separación de alma y cuerpo, en el estado y condición
de todos los hombres. Este es el primer significado de las palabras
“descendió a los infiernos”, vinculadas con lo que el mismo Jesús había
anunciado previamente cuando, refiriéndose a la historia de Jonás, dijo:
“Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres
días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la
tierra tres días y tres noches” (Mt 12, 40).
118
vivo “para siempre”―, Cristo tiene «las llaves de la Muerte y del Hades”
(cf. Ap1, 17-18). En esto se manifiesta y realiza la potencia salvífica de la
muerte sacrificial de Cristo, operadora de redención respecto a todos los
hombres, también de aquellos que murieron antes de su venida y de su
“descenso a los infiernos”, pero que fueron alcanzados por su gracia
justificadora.
7. Leemos también en la Primera Carta de San Pedro: “...por eso hasta a los
muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne
según los hombres, vivan en espíritu según Dios” (1 P 4, 6). También este
versículo, aún no siendo de fácil interpretación, remarca el concepto
del “descenso a los infiernos” como la última fase de la misión del Mesías:
fase “condensada” en pocos días por los textos que tratan de hacer una
presentación accesible a quien está habituado a razonar y a hablar en
metáforas espacio-temporales, pero inmensamente amplio en su significado
real de extensión de la obra redentora a todos los hombres de todos los
tiempos y lugares, también de aquellos que en los días de la muerte y
sepultura de Cristo yacían ya en el “reino de los muertos”. La Palabra del
Evangelio y de la cruz llega a todos, incluso a los que pertenecen a las
generaciones pasadas más lejanas, porque todos los que se salvan han sido
hechos partícipes de la Redención, aún antes de que sucediera el
acontecimiento histórico del sacrificio de Cristo en el Gólgota. La
concentración de su evangelización y redención en los días de la sepultura
quiere subrayar que en el hecho histórico de la muerte de Cristo está
inserto el misterio suprahistórico de la causalidad redentora de la
humanidad de Cristo, “instrumento” de la divinidad omnipotente. Con el
ingreso del alma de Cristo en la visión beatífica en el seno de la Trinidad,
encuentra su punto de referencia y de explicación la “liberación de la
prisión” de los justos, que hablan descendido al reino de la muerte antes de
Cristo. Por Cristo y en Cristo se abre ante ellos la libertad definitiva de la
vida del Espíritu, como participación en la Vida de Dios (cf. Santo Tomás,
III, q. 52, a. 6). Esta es la “verdad” que puede deducirse de los textos
bíblicos citados y que se expresa en el artículo del Credo que habla del
“descenso a los infiernos”.
8. Podemos decir, por tanto, que la verdad expresada por el Símbolo de los
Apóstoles con las palabras “descendió a los infiernos”, al tiempo que
contiene una confirmación de la realidad de la muerte de Cristo, proclama
también el inicio de su glorificación. No sólo de Él, sino de todos los que
por medio de su sacrificio redentor han madurado en la participación de su
gloria en la felicidad del reino de Dios.
119
JUAN PABLO II
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120
Gálatas (1, 18 s.), que ahora ha citado como los dos principales testigos de
Cristo resucitado.
3. Debe también notarse que, en el texto citado, San Pablo no habla sólo de
la resurrección ocurrida el tercer día “según las Escrituras” (referencia
bíblica que toca ya la dimensión teológica del hecho), sino que al mismo
tiempo recurre a los testigos a los que Cristo se apareció personalmente. Es
un signo, entre otros, de que la fe de la primera comunidad de creyentes,
expresada por Pablo en la Carta a los Corintios, se basa en el testimonio de
hombres concretos, conocidos por los cristianos y que en gran parte vivían
todavía entre ellos. Estos “testigos de la resurrección de Cristo” (cf. Hch 1,
22), son ante todo los Doce Apóstoles, pero no sólo ellos: Pablo habla de la
aparición de Jesús incluso a más de quinientas personas a la vez, además de
las apariciones a Pedro, a Santiago y a los Apóstoles.
121
“producto” de la primera comunidad cristiana, la de Jerusalén. La verdad
sobre la resurrección no es un producto de la fe de los Apóstoles o de los
demás discípulos pre o post-pascuales. De los textos resulta más bien que la
fe “pre pascual” de los seguidores de Cristo fue sometida a la prueba
radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro. Él mismo había
anunciado esta prueba, especialmente con las palabras dirigidas a Simón
Pedro cuando ya estaba a las puertas de los sucesos trágicos de Jerusalén:
“¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como
trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca” (Lc 22, 31-
32). La sacudida provocada por la pasión y muerte de Cristo fue tan grande
que los discípulos (al menos algunos de ellos) inicialmente no creyeron en
la noticia de la resurrección. En todos los Evangelios encontramos la
prueba de esto. Lucas, en particular, nos hace saber que cuando las
mujeres, “regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas (o sea el
sepulcro vacío) a los Once y a todos los demás..., todas estas palabras les
parecían como desatinos y no les creían” (Lc 24, 9. 11).
122
Tomás para admitir la resurrección sin haber experimentado personalmente
la presencia de Jesús vivo, y luego su ceder ante las pruebas que le
suministró el mismo Jesús, confirman lo que resulta de los Evangelios
sobre la resistencia de los Apóstoles y de los discípulos a admitir la
resurrección. Por esto no tiene consistencia la hipótesis de que la
resurrección haya sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los
Apóstoles. Su fe en la resurrección nació, por el contrario, ―bajo la acción
de la gracia divina― de la experiencia directa de la realidad de Cristo
resucitado.
123
en Cristo, sino que estaban preparados para dar testimonio de la verdad
sobre su resurrección.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
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los Apóstoles y de los demás discípulos como testigos creíbles. La fe
cristiana en la resurrección de Cristo está ligada, pues, a un hecho, que
tiene una dimensión histórica precisa.
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“hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los
muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en
la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús” (Jn 2, 20-21) Una
vez más nos encontramos ante la relación entre la resurrección de Cristo y
su Palabra, ante sus anuncios ligados “a las Escrituras”.
Más aún el Sanedrín trató de hacer correr la voz de que, mientras dormían
los soldados, el cuerpo habla sido robado por los discípulos. “Y se corrió
esa versión entre los judíos, ―anota Mateo― hasta el día de hoy” (Mt 28,
12-15).
6. Así fue ante todo para las mujeres, que muy de mañana se hablan
acercado al sepulcro para ungir el cuerpo de Cristo. Fueron las primeras en
acoger el anuncio: “Ha resucitado, no está aquí... Pero id a decir a sus
discípulos y a Pedro...” (Mc 16, 6-7). “Recordad cómo os habló cuando
estaba todavía en Galilea, diciendo: ‘Es necesario que el Hijo del hombre
126
sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día
resucite’. Y ellas recordaron sus palabras” (Lc 24, 6-8).
El Evangelio de Mateo (28, 8-10) nos informa que a lo largo del camino
Jesús mismo les salió al encuentro, las saludó y les renovó el mandato de
llevar el anuncio a los hermanos (Mt 28, 10). De esta forma las mujeres
fueron las primeras mensajeras de la resurrección de Cristo, y lo fueron
para los mismos Apóstoles (Lc 24, 10). ¡Hecho elocuente sobre la
importancia de la mujer ya en los días del acontecimiento pascual!
127
muerte. Si el sepulcro mismo cerrado por una pesada losa, testimoniaba la
muerte, el sepulcro vacío y la piedra removida daban el primer anuncio de
que allí había sido derrotada la muerte.
9. Para las mujeres y para los Apóstoles el camino abierto por “el signo” se
concluye mediante el encuentro con el Resucitado: entonces la percepción
aún tímida e incierta se convierte en convicción y, más aún, en fe en Aquel
que “ha resucitado verdaderamente”. Así sucedió a las mujeres que al ver a
Jesús en su camino y escuchar su saludo, se arrojaron a sus pies y lo
adoraron (cf. Mt 28, 9). Así le pasó especialmente a María Magdalena, que
al escuchar que Jesús le llamaba por su nombre, le dirigió antes que nada el
apelativo habitual: Rabbuní, ¡Maestro! (Jn 20, 16) y cuando Él la iluminó
sobre el misterio pascual corrió radiante a llevar el anuncio a los discípulos:
“¡He visto al Señor!” (Jn 20, 18). Lo mismo ocurrió a los discípulos
reunidos en el Cenáculo que la tarde de aquel “primer día después del
sábado”, cuando vieron finalmente entre ellos a Jesús, se sintieron felices
por la nueva certeza que había entrado en su corazón: “Se alegraron al ver
al Señor” (cf. Jn 20, 19-20).
¡El contacto directo con Cristo desencadena la chispa que hace saltar la fe!
JUAN PABLO II
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Características de las apariciones de Cristo resucitado
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A los privilegiados de sus apariciones, Jesús se deja conocer en
su identidad física: aquel rostro, aquellas manos, aquellos rasgos que
conocían muy bien, aquel costado que hablan visto traspasado; aquella voz,
que habían escuchado tantas veces. Sólo en el encuentro con Pablo en las
cercanías de Damasco, la luz que rodea al Resucitado casi deja ciego al
ardiente perseguidor de los cristianos y lo tira al suelo (cf. Hch 9, 3-8):
pero es una manifestación del poder de Aquel que, ya subido al cielo,
impresiona a un hombre al que quiere hacer un “instrumento de elección”
(Hch 9, 15), un misionero del Evangelio.
130
le busca, pero, en el momento en el que se le encuentra, se experimenta
alguna vacilación...
Cuando, luego, se dan cuenta, con su ayuda, de que no se trata de otro, sino
de El mismo transformado, aparece repentinamente en ellos una nueva
capacidad de descubrimiento, de inteligencia, de caridad y de fe. Es como
un despertar de fe: “¿No estaba ardiendo nuestro Corazón dentro de
nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”
(Lc24, 32). “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). “He visto al Señor”
(Jn 20, 18). ¡Entonces una luz absolutamente nueva ilumina en sus ojos
incluso el acontecimiento de la cruz; y da el verdadero y pleno sentido del
misterio de dolor y de muerte, que se concluye en la gloria de la nueva
vida! Este será uno de los elementos principales del mensaje de salvación
que los Apóstoles han llevado desde el principio al pueblo hebreo y, poco a
poco, a todas las gentes.
131
Lo confirma la definitiva asignación de la misión particular a Pedro (Jn 21,
15-18): “¿Me amas?... Tú sabes que te quiero... Apacienta mis corderos...
Apacienta mis ovejas...”.
Juan indica que “ésta fue va la tercera vez que Jesús se manifestó a los
discípulos después de resucitar de entre los muertos” (Jn 21, 14). Esta vez,
ellos, no sólo se habían dado cuenta de su identidad: “Es el Señor” (Jn 21,
7); sino que habían comprendido que, todo cuanto había sucedido y sucedía
en aquellos días pascuales, les comprometía a cada uno de ellos ―y de
modo particular a Pedro― en la construcción de la nueva era de la historia,
que había tenido su principio en aquella mañana de pascua.
JUAN PABLO II
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sepulcro que José de Arimatea puso a disposición (cf. Mc 15, 46), y en el
que había sido colocado el cuerpo de Cristo, después de quitarlo de la cruz.
Precisamente se encontró vacío este sepulcro al alba del tercer día (después
del sábado pascual).
Nadie vio el hecho en sí. Nadie pudo ser testigo ocular del suceso. Fueron
muchos los que vieron la agonía y la muerte de Cristo en el Gólgota,
algunos participaron en la colocación de su cadáver en el sepulcro, los
guardias lo cerraron bien y lo vigilaron, lo cual se habían preocupado de
conseguirlo de Pilato “los sumos sacerdotes y los fariseos”, acordándose de
que Jesús había dicho: A los tres días resucitaré. “Manda, pues, que quede
asegurado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan los discípulos,
lo roben y digan luego al pueblo: ‘Resucitó de entre los muertos’” (Mt 27,
63-64). Pero los discípulos no hablan pensado en esa estratagema. Fueron
las mujeres quienes, al ir al sepulcro la mañana del tercer día con los
aromas, descubrieron que estaba vacío, la piedra retirada, y vieron a un
joven vestido de blanco que les habló de la resurrección de Jesús
(cf. MC 16, 6). Ciertamente, el cuerpo de Cristo ya no estaba allí. A
continuación fueron muchos los que vieron a Jesús resucitado. Pero
ninguno fue testigo ocular de la resurrección. Ninguno pudo decir cómo
había sucedido en su carácter físico. Y menos aún fue perceptible a los
sentidos su más íntima esencia de paso a otra vida.
133
realizado en el período pre pascual: la hija de Jairo, el joven de Naím,
Lázaro. Estos hechos eran sucesos milagrosos (y, por lo tanto,
extraordinarios), pero las personas afectadas volvían a adquirir, por el
poder de Jesús, la vida terrena “ordinaria”. Al llegar un cierto momento,
murieron nuevamente, como con frecuencia hace observar San Agustín.
134
cuando dice que el Hijo del hombre tendrá que sufrir mucho, morir, y
luego resucitar (cf. Mc 8, 31; 9, 9. 31; 10, 34). En el Evangelio de Juan,
Jesús afirma explícitamente: “Yo doy mi vida, para recobrarla de nuevo...
Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 17-18).
También Pablo, en la Primera Carta a los Tesalonicenses, escribe:
“Nosotros creemos que Jesús murió y resucitó” (1 Ts 4, 14).
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se fijó a continuación la fórmula del Credo. Era otra dimensión del
Acontecimiento como misterio.
JUAN PABLO II
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discípulos y adversarios este signo definitivo de su verdad. El ángel del
sepulcro lo recordó a las mujeres la mañana del “primer día después del
sábado”: “Ha resucitado, como lo había dicho” (Mt 28, 6). Si esta palabra
y promesa suya se reveló como verdad, también todas sus demás palabras y
promesas poseen la potencia de la verdad que no pasa, como Él mismo
habla proclamado: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no
pasarán” (Mt 24, 35; Mc 13, 31; Lc 21, 33). Nadie habría podido imaginar
ni pretender una prueba más autorizada, más fuerte, más decisiva que la
resurrección de entre los muertos. Todas las verdades, también las más
inaccesibles para la mente humana, encuentran sin embargo su
justificación, incluso en el ámbito de la razón, si Cristo resucitado ha dado
la prueba definitiva, prometida por Él, de su autoridad divina.
137
misterio pascual fue la escucha de esta petición, la confirmación de la
filiación divina de Cristo, y más aún, su glorificación con esa gloria que
“tenía junto al Padre antes de que el mundo existiera”: la gloria del Hijo
de Dios.
Así leemos que durante la primera pascua pasada en Jerusalén, tras haber
arrojado del templo a los mercaderes y cambistas, Jesús respondió a los
judíos que le pedían un “signo” del poder por el que obraba de esa
forma: “Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré... Él hablaba del
Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se
acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura
y en las palabras que había dicho Jesús” (Jn 2, 19-22).
No era sólo la gloria que podía reportarle el milagro, tanto menos cuanto
que provocaría su muerte (cf. Jn 11, 46-54); sino que su verdadera
glorificación vendría precisamente de su elevación sobre la cruz (cf. Jn 12,
32). Los discípulos comprendieron bien todo esto después de la
resurrección.
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Espíritu Santo, devolvió la vida a Jesús (cf. Rm 8, 11) y lo constituyó en el
estado glorioso de “Kyrios” (cf. Flp 2, 9-11; Rm 14, 9; Hch 2, 36), de
modo que Jesús merece por un nuevo título mesiánico el reconocimiento, el
culto, la gloria del nombre eterno de Hijo de Dios (cf. Hch 13, 33; Hb 1, 1-
5; 5, 5).
9. Así, pues, los textos referidos dejan claro que la resurrección de Cristo
está estrechamente unida con el misterio de la encarnación del Hijo de
Dios: es su cumplimiento, según el eterno designio de Dios. Más aún, es la
coronación suprema de todo lo que Jesús manifestó y realizó en toda su
139
vida, desde el nacimiento a la pasión y muerte, con sus obras, prodigios,
magisterio, ejemplo de una vida perfecta, y sobre todo con su
transfiguración. El nunca reveló de modo directo la gloria que había
recibido del Padre “antes que el mundo fuese” (Jn 17, 5), sino que
ocultaba esta gloria con su humanidad, hasta que se despojó
definitivamente (cf. Flp 2, 7-8) con la muerte en cruz.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
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Ciertamente el misterio pascual, como toda la vida y la obra de Cristo, tiene
una profunda unidad interna en su función redentora y en su eficacia, pero
ello no impide que puedan distinguirse sus distintos aspectos con relación a
los efectos que derivan de él en el hombre. De ahí la atribución a la
resurrección del efecto específico de la “vida nueva”, como afirma San
Pablo.
141
Hijo... para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que
recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5). Esta adopción divina por
obra del Espíritu Santo, hace al hombre semejante al Hijo unigénito:
“...Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios”
(Rm 8, 14). En la Carta a los Gálatas San Pablo se apela a la experiencia
que tienen los creyentes de la nueva condición en que se encuentran: “La
prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya
no eres esclavo sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios”
(Ga 4, 6-7). Hay, pues, en el hombre nuevo un primer efecto de la
redención: la liberación de la esclavitud; pero la adquisición de la libertad
llega al convertirse en hijo adoptivo, y ello no tanto por el acceso legal a la
herencia, sino con el don real de la vida divina que infunden en el hombre
las tres Personas de la Trinidad (cf. Ga 4, 6; 2 Co 13, 13). La fuente de
esta vida nueva del hombre en Dios es la resurrección de Cristo.
142
victoria’” (1 Co 15, 53-54). “Gracias sean dadas a Dios que nos da la
victoria por nuestro Señor Jesucristo” (1 Co15, 57).
143
Esa certeza le hace decir a San Pablo en la Carta a los Gálatas: “Con
Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí.
La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios
que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Como el Apóstol,
también cada cristiano, aunque vive todavía en la carne (cf. Rm 7, 5), vive
una vida ya espiritualizada con la fe (cf. 2 Co 10, 3), porque el Cristo vivo,
el Cristo resucitado se ha convertido en el sujeto de todas sus
acciones: Cristo vive en mí (cf. Rm 8, 2. 10-11; Flp 1, 21; Col 3, 3). Y es
la vida en el Espíritu Santo.
AUDIENCIA GENERAL
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En esta catequesis vemos cómo Jesús anunció su ascensión (o regreso al
Padre) hablando de ella con la Magdalena y con los discípulos en los días
pascuales y en los anteriores a la Pascua.
145
Tenemos aquí un primer resultado de nuestro análisis: la ascensión se
integra en el misterio de la Encarnación, que es su momento conclusivo.
Este texto de la Carta a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn 3,
13), coinciden en el contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor
redentor de la ascensión al cielo en el culmen de la economía de la
salvación, en conexión con el principio fundamental ya puesto por
Jesús: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del
hombre” (Jn 3, 13).
146
Es un discurso dirigido a los Apóstoles, pero que se extiende más allá de su
grupo. Jesucristo va al Padre ―a la casa del Padre― para “introducir” a los
hombres que sin El no podrían “entrar”. Sólo Él puede abrir su acceso a
todos: Él que “bajó del cielo” (Jn 3, 13), que “salió del Padre” (Jn 16, 28)
y ahora vuelve al Padre “con su propia sangre, consiguiendo una redención
eterna” (Hb 9, 12). Él mismo afirma: “Yo soy el Camino... nadie ve al
Padre sino por mí” (Jn 14, 6).
147
Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en las “moradas eternas”,
donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos un lugar en la
“casa del Padre” (Jn 14, 2).
AUDIENCIA GENERAL
148
narración contenida en el Evangelio, para proseguir la historia de los
orígenes de la Iglesia.
149
5), “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y
seréis mis testigos...” (Hch 1, 8). Y fue entonces cuando “dicho esto, fue
levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos” (Hch 1,
9).
150
Lo había predicho Jesús: “Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del
Poder y venir entre las nubes del cielo”, como leemos en el Evangelio de
Marcos (Mc 14, 62). Lucas, a su vez, escribe (Lc 22, 69): “El Hijo de Dios
estará sentado a la diestra del poder de Dios”. Del mismo modo el primer
mártir de Jerusalén, el diácono Esteban, verá a Cristo en el momento de su
muerte: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en
pie a la diestra de Dios” (Hch 7, 56). El concepto, pues, se había enraizado
y difundido en las primeras comunidades cristianas, como expresión de la
realeza que Jesús habla conseguido con la Ascensión al cielo.
El discurso de Pentecostés, que tuvo Pedro, nos hace saber que a los ojos
de los Apóstoles, en el contexto del Nuevo Testamento, esa elevación de
Cristo a la derecha del Padre está ligada sobre todo con la venida del
Espíritu Santo. Las palabras de Pedro testimonian la convicción de los
151
Apóstoles de que sólo con la Ascensión Jesús “ha recibido el Espíritu Santo
del Padre” para derramarlo como lo había prometido.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 19 de abril de 1989
Los frutos de la Ascensión: el reconocimiento de que Jesús es el Señor
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resucitado― “a la derecha de Dios”. La “elevación”, o sea, la ascensión al
cielo, significa la participación de Cristo hombre en el poder y autoridad de
Dios mismo. Tal participación en el poder y autoridad de Dios Uno y Trino
se manifiesta en el “envío” del Consolador, Espíritu de la verdad el cual
“recibiendo” (cf. Jn 16, 14) de la redención llevada a cabo por Cristo,
realiza la conversión de los corazones humanos. Tanto es así, que ya aquel
día, en Jerusalén, “al oír esto sintieron el corazón compungidos” (Hch 2,
37). Y es sabido que en pocos días se produjeron miles de conversiones.
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mismo se debe decir del diácono Esteban, que durante la lapidación ora:
“Señor Jesús, recibe mi espíritu... no les tengas en cuenta este pecado”
(Hch 7, 59-60).
Finalmente, el Apocalipsis concluye el ciclo de la historia sagrada y de la
revelación con la invocación de la Esposa y del Espíritu: “Ven, Señor
Jesús” (Ap 22, 20).
Es el misterio de la acción del Espíritu Santo “vivificante” que introduce
continuamente en los corazones la luz para reconocer a Cristo, la gracia
para interiorizar en nosotros su vida, la fuerza para proclamar que Él ―y
sólo Él ― es “el Señor”.
4. Jesucristo es el Señor, porque posee la plenitud del poder “en los cielos y
sobre la tierra”. Es el poder real “por encima de todo Principado, Potestad,
Virtud, Dominación... Bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 21-22).
Al mismo tiempo es la autoridad sacerdotal de la que habla ampliamente la
Carta a los Hebreos, haciendo referencia al Salmo 109/110, 4: “Tú eres
sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec” (Hb 5, 6). Este
eterno sacerdocio de Cristo comporta el poder de santificación de modo
que Cristo “se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le
obedecen” (Hb 5, 9). “De ahí que pueda también salvar perfecto lamente a
los que por El se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en
su favor” (Hb 7, 25). Así mismo, en la Carta a los Romanos leemos que
Cristo “está a la diestra de Dios e intercede por nosotros” (Rm 8, 34). Y
finalmente, San Juan nos asegura: “Si alguno peca, tenemos a uno que
abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2, 1).
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hambre por nosotros. Pero sin duda ha llegado a ser Señor en plenitud por
el hecho de “haberse humillado ‘se despojó de si mismo’ haciéndose
obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (cf. Flp 2, 8). Exaltado,
elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así toda su misión,
permanece en el Cuerpo de su Iglesia sobre la tierra por medio de la
redención operada en cada uno y en toda la sociedad por obra del Espíritu
Santo. La redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del
Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia, como leemos en la Carta a los
Efesios: “Él mismo ‘dió’ a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros,
evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento
de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del
Cuerpo de Cristo... a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 11-13).
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“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus
ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria... Entonces dirá el Rey a
los de su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre. recibid la herencia del
Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’” (Mt 25, 31.
34).
El derecho pleno de juzgar definitivamente las obras dé los hombres y las
conciencias humanas. pertenece a Cristo en cuanto Redentor del mundo. El,
en efecto, “adquirió” este derecho mediante la cruz. Por eso el Padre “todo
juicio lo ha entregado al Hijo” (Jn 5, 22). Sin embargo, el Hijo no ha
venido sobre todo para juzgar, sino para saldar. Para otorgar la vida divina
que está en Él. “Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también
le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar,
porque es Hijo del hombre” (Jn 5, 26-27).
Un poder, por tanto, que coincide con la misericordia que fluye en su
corazón desde el seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace hombre
“propter nos homines et propter nostram salutem”. Cristo crucificado y
resucitado, Cristo que “subió a los cielos y está sentado a la derecha del
Padre”. Cristo que es, por tanto, el Señor de la vida eterna, se eleva sobre el
mundo y sobre la historia como un signo de amor infinito rodeado de
gloria, pero deseoso de recibir de cada hombre una respuesta de amor para
darles la vida eterna.
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