Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Catequesis Juan Pablo II Cristologia

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 156

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles, 9 de marzo de 1988

La formulación de la fe de la Iglesia en Jesucristo: 


definiciones conciliares (I)

1. "Creemos... en un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito


(μονογενή) del Padre, es decir, de la sustancia del Padre. Dios de Dios, luz
de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no
creado, consubstancial al Padre (όμοούσιον τώ πατρί) por quien todas las
cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que
por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y se
encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los
cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos..." (cf. DS 125). 

Este es el texto de la definición con la que el Concilio de Nicea (año 325)


enunció la fe de la Iglesia en Jesucristo: verdadero Dios y verdadero
hombre; Dios-Hijo, consubstancial al Padre Eterno y hombre verdadero,
con una naturaleza como la nuestra. Este texto conciliar entró casi al pie de
la letra en la profesión de fe que repite la Iglesia en la liturgia y en otros
momentos solemnes, en la versión del Símbolo niceno-constantinopolitano
(año 381; cf. DS 150), en torno al cual gira todo el ciclo de nuestras
catequesis. 

2. El texto de la definición dogmática conciliar reproduce los elementos


esenciales de la cristología bíblica, que hemos venido analizando a lo largo
de las catequesis precedentes de este ciclo. Estos elementos constituían,
desde el principio, el contenido de la fe viva de la Iglesia de los tiempos
apostólicos, como ya hemos visto en la última catequesis. Siguiendo el
testimonio de los Apóstoles la Iglesia creía y profesaba, desde el principio,
que Jesús de Nazaret, hijo de María, y, por tanto, verdadero hombre,
crucificado y resucitado, es el Hijo de Dios, es el Señor (Kyrios), es el
único Salvador del mundo, dado a la humanidad al cumplirse la "plenitud
de los tiempos" (cf. Gál 4, 4). 

3. La Iglesia ha custodiado, desde el principio, esta fe y la ha transmitido a


las sucesivas generaciones cristianas. La ha enseñado y la ha defendido,
intentando —bajo la guía del Espíritu de Verdad— profundizar en ella y
explicar su contenido esencial, encerrado en los datos de la Revelación. El

1
Concilio de Nicea (año 325) ha sido, en este itinerario de conocimiento y
formulación del dogma, una auténtica piedra miliar. Ha sido un
acontecimiento importante y solemne, que señaló, desde entonces, el
camino de la fe verdadera a todos los seguidores de Cristo, mucho antes de
las divisiones de la cristiandad en tiempos sucesivos. Es particularmente
significativo el hecho de que este Concilio se reuniera poco después de que
la Iglesia (año 313) hubiera adquirido libertad de acción en la vida pública
sobre todo el territorio del Imperio romano, como si quisiera significar con
ello la voluntad de permanecer en la una fides de los Apóstoles, cuando se
abrían al cristianismo nuevas vías de expansión. 

4. En aquella época, la definición conciliar refleja no sólo la verdad sobre


Jesucristo, heredada de los Apóstoles y fijada en los libros del Nuevo
Testamento, sino que refleja también, de igual manera, la enseñanza de los
Padres del período postapostólico, que —como se sabe— era también el
período de las persecuciones y de las catacumbas. Es un deber, aunque
agradable, para nosotros, nombrar aquí al menos a los dos primeros Padres
que, con su enseñanza y santidad de vida, contribuyeron decididamente a
transmitir la tradición y el patrimonio permanente de la Iglesia: San
Ignacio de Antioquía, arrojado a las fieras en Roma, en el año 107 ó 106,
y San Ireneo de Lión, que sufrió el martirio probablemente en el año 202.
Fueron ambos Obispos y Pastores de sus Iglesias. De San Ireneo queremos
recordar aquí que, al enseñar que Cristo es "verdadero hombre y verdadero
Dios", escribía: "¿Cómo podrían los hombres lograr la salvación, si Dios
no hubiese obrado su salvación sobre la tierra? ¿O cómo habría ido el
hombre a Dios, si Dios no hubiese venido al hombre?" (Adv. haer. IV, 33.
4). Argumento —como se ve— soteriológico, que, a su vez, halló también
expresión en la definición del Concilio de Nicea. 

5. El texto de San Ireneo que acabamos de citar está tomado de la


obra "Adversus haereses", o sea, de un libro que salía en defensa de la
verdad cristiana contra los errores de los herejes, que, en este caso, eran
los ebionitas. Los Padres Apostólicos, en su enseñanza, tenían que asumir
muy a menudo la defensa de la auténtica verdad revelada frente a los
errores que continuamente se oían de modos diversos. A principios del
siglo IV, fue famoso Arrio, quien dio origen a una herejía que tomó el
nombre de arrianismo. Según Arrio, Jesucristo no es Dios: aunque es
preexistente al nacimiento del seno de María, fue creado en el tiempo. El
Concilio de Nicea rechazó este error de Arrio y, al hacerlo, explicó y
formuló la verdadera doctrina de la fe de la Iglesia con las palabras que
citábamos al comienzo de esta catequesis. Al afirmar que Cristo, como Hijo
unigénito de Dios es consubstancial al Padre (όμοούσιον τώ πατρί), el
Concilio expresó, en una fórmula adaptada a la cultura (griega) de

2
entonces, la verdad que encontramos en todo el Nuevo Testamento. En
efecto, sabemos que Jesús dice de Sí mismo que es "uno" con el Padre ("Yo
y el Padre somos uno": Jn 10, 30), y lo afirma en presencia de un auditorio
que, por esta causa, quiere apedrearlo por blasfemo (cf. Jn 10, 31). Lo
afirma ulteriormente durante el juicio, ante el Sanedrín, hecho éste que va a
costarle la condena a muerte. Una relación más detallada de los lugares
bíblicos sobre este tema se encuentra en las catequesis precedentes. De su
conjunto, resulta claramente que el Concilio de Nicea, al hablar de Cristo
como Hijo de Dios, "de la misma substancia que el Padre" (έκ τής ούσίας
τού πατρός), "Dios de Dios", eternamente "nacido, no hecho", no hace
sino confirmar una verdad precisa, contenida en la Revelación divina,
hecha verdad de fe de la Iglesia, verdad central de todo el cristianismo. 

6. Cuando el Concilio la definió, se puede decir que ya estaba todo maduro


en el pensamiento y en la conciencia de la Iglesia para llegar a una
definición como ésta. Se puede decir igualmente que la definición no cesa
de ser actual también para nuestros tiempos, en los que antiguas y nuevas
tendencias a reconocer a Cristo solamente como un hombre, aunque sea
como un hombre extraordinario, y no como Dios, se manifiestan de muchos
modos. Admitirlas o secundarlas sería destruir el dogma cristológico, pero
significaría, al mismo tiempo, la aniquilación de toda la soteriología
cristiana. Si Cristo no es verdadero Dios, entonces no transmite a la
humanidad la vida divina. No es, por consiguiente, el Salvador del hombre
en el sentido puesto de relieve por la Revelación y la Tradición. Al violar
esta verdad de fe de la Iglesia, se desmorona toda la construcción del
dogma cristiano, se anula la lógica integral de la fe y de la vida cristiana.
porque se elimina la piedra angular de todo el edificio. 

7. Pero hemos de añadir inmediatamente que, al confirmar de modo


solemne y definitivo esta verdad, en el Concilio de Nicea la Iglesia, al
mismo tiempo, sostuvo, enseñó y defendió la verdad sobre la verdadera
humanidad de Cristo. También esta otra verdad había llegado a ser objeto
de opiniones erradas y de teorías heréticas. En particular, hay que recordar
en este punto el docetismo (de la expresión griega "δοκείν" = parecer). Esta
concepción anulaba la naturaleza humana de Cristo, sosteniendo que Él no
poseía un cuerpo verdadero, sino solamente una apariencia de carne
humana. Los docetas consideraban que Dios no habría podido nacer
realmente de una mujer, que no habría podido morir verdaderamente en la
cruz. De esta posición se seguía que en toda la esfera de la encarnación y
de la redención teníamos sólo una ilusión de la carne, en abierto contraste
con la Revelación contenida en los distintos textos del Nuevo Testamento,
entre los cuales se encuentra el se San Juan: "... Jesucristo, venido en
carne" (1 Jn 4, 2); "El Verbo se hizo carne" (Jn 1, 14), y aquel otro de San

3
Pablo, según el cual, en esta carne, Cristo se hizo "obediente hasta la
muerte y una muerte de cruz" (cf. Flp 2, 8).

8. Según la fe de la Iglesia, sacada de la Revelación, Jesucristo era


verdadero hombre. Precisamente por esto, su cuerpo humano estaba
animado por un alma verdaderamente humana. Al testimonio de los
Apóstoles y de los Evangelistas, unívoco sobre este punto, correspondía la
enseñanza de la Iglesia primitiva, como también la de los primeros
escritores eclesiásticos, por ejemplo, Tertuliano (De carne Christi, 13, 4),
que escribía: "En Cristo... encontramos alma y carne, es decir, un alma
alma (humana) y una carne carne". Sin embargo, corrían opiniones
contrarias también sobre este punto, en particular, las de Apolinar, obispo
de Laodicea (nacido alrededor del año 310 en Laodicea de Siria y muerto
alrededor del 390), y sus seguidores (llamados apolinaristas), según los
cuales no habría habido en Cristo una verdadera alma humana, porque
habría sido sustituida por el Verbo de Dios. Pero está claro que también en
este caso se negaba la verdadera humanidad de Cristo.

9. De hecho, el Papa Dámaso I (366-384), en una carta dirigida a los


obispos orientales (a. 374), indicaba y rechazaba contemporáneamente los
errores tanto de Arrio como de Apolinar: "Aquellos (o sea, los arrianos)
ponen en el Hijo de Dios una divinidad imperfecta: éstos (es decir, los
apolinaristas) afirman falsamente una humanidad incompleta en el Hijo del
hombre. Pero, si verdaderamente ha sido asumido un hombre incompleto,
imperfecta es la obra de Dios, imperfecta nuestra salvación, porque no ha
sido salvado todo el hombre... Y nosotros, que sabemos que hemos sido
salvados en la plenitud del ser humano, según la fe de la Iglesia católica,
profesamos que Dios, en la plenitud de su ser, ha asumido al hombre en la
plenitud de su ser". El documento damasiano, redactado cincuenta años
después de Nicea, iba principalmente contra los apolinaristas (cf. DS 146).
Pocos años después, el Concilio I de Constantinopla (año 381) condenó
todas las herejías del tiempo, incluidos el arrianismo y el apolinarismo,
confirmando lo que el Papa Dámaso I había enunciado sobre la humanidad
de Cristo, a la que pertenece por su naturaleza una verdadera alma humana
(y, por tanto, un verdadero intelecto humano, una libre voluntad)
(cf. DS 146, 149, 151). 

10. El argumento soteriológico con el que el Concilio de Nicea explicó la


encarnación, enseñando que el Hijo, consubstancial al Padre, se hizo
hombre, " por nosotros los hombres y por nuestra salvación", halló nueva
expresión en la defensa de la verdad íntegra sobre Cristo, tanto frente al
arrianismo como contra el apolinarismo, por parte del Papa Dámaso y del
Concilio de Constantinopla. En particular, respecto de los que negaban la

4
verdadera humanidad del Hijo de Dios, el argumento soteriológico fue
presentado de un modo nuevo: para que el hombre entero pudiera ser
salvado, la entera (perfecta) humanidad debía ser asumida en la unidad
del Hijo: "quod non est assumptum, non est sanatum" (cf. S. Gregorio
Nacianceno, Ep. 101 ad Cledon.).

11. El Concilio de Calcedonia (año 451), al condenar una vez más el


apolinarismo, completó en cierto sentido el Símbolo niceno de la fe,
proclamando a Cristo "perfectum in deitate, eundem perfectum in
humanitate": "nuestro Señor Jesucristo, perfecto en su divinidad y perfecto
en su humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre (compuesto) de alma
racional y del cuerpo, consubstancial al Padre por la divinidad, y
consubstancial a nosotros por la humanidad (όμοούσιον ήμίν  ... χατά τήν
άνδρωπότητα") 'semejante a nosotros en todo menos en el pecado'
(cf Heb 4. 15), engendrado por el Padre antes de los siglos según la
divinidad, y en estos últimos tiempos, por nosotros y por nuestra
salvación, de María Virgen y Madre de Dios, según la humanidad, uno y
mismo Cristo Señor unigénito..." (Symbolum Chalcedonense DS 301).

Como se ve, la fatigosa elaboración del dogma cristológico realizada por


los Padres y Concilios, nos remite siempre al misterio del único Cristo,
Verbo encarnado por nuestra salvación, como nos lo ha hecho conocer la
Revelación, para que creyendo en Él y amándolo, seamos salvados y
tengamos la vida (cf. Jn 20, 31).

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 16 de marzo de 1988

La formulación de la fe en Jesucristo: 
definiciones conciliares (II) 

1. Los grandes Concilios cristológicos de Nicea y Constantinopla


formularon la verdad fundamental de nuestra fe, fijada también en el
Símbolo: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, consubstancial al
Padre en lo que concierne a la divinidad, de nuestra misma naturaleza en lo
que concierne a la humanidad. Al llegar aquí, en nuestra catequesis, es
necesario hacer notar que, después de las explicaciones conciliares acerca

5
de la verdad revelada sobre la verdadera divinidad y la verdadera
humanidad de Cristo, surgió el interrogante sobre la comprensión correcta
de la unidad de Cristo, que es, al mismo tiempo, plenamente Dios y
plenamente hombre.

La cuestión estaba en relación directa con el contenido esencial del misterio


de la Encarnación y, por consiguiente, con la concepción y nacimiento
humano de Cristo en el seno de la Virgen María. Desde el siglo III se había
extendido el uso de dirigirse a la Virgen con el nombre de Theotokos =
Madre de Dios: expresión que se encuentra, por otra parte, en la más
antigua oración mariana que conocemos: el "Sub tuum praesidium": "Bajo
tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios...". Es una antífona que la
Iglesia ha venido recitando con mucha frecuencia hasta el día de hoy: el
texto más antiguo de esta plegaria se conserva en un papiro encontrado en
Egipto, que se puede datar en el período a caballo entre los siglos III y IV.

2. Pero precisamente esta invocación, Theotokos, fue objeto


de contestación por parte de Nestorio y sus discípulos, a comienzos del
siglo V. Sostenía Nestorio que María puede ser llamada solamente Madre
de Cristo y no Madre de Dios (Engendradora de Dios). Esta posición
formaba parte de la actitud de Nestorio con relación al problema de
la unidad de Cristo. Según Nestorio, la divinidad y la humanidad no se
habían unido, como en un solo sujeto personal, en el ser terreno que había
comenzado a existir en el seno de la Virgen María desde el momento de la
Anunciación. En contraposición al arrianismo, que presentaba al Hijo de
Dios como inferior al Padre, y al docetismo, que reducía la humanidad de
Cristo a una simple apariencia Nestorio hablaba de una presencia especial
de Dios en la humanidad de Cristo, como en un ser santo, como en un
templo, de manera que subsistía en Cristo una dualidad no sólo de
naturaleza, sino también de persona, la divina y la humana; y la Virgen
María, siendo Madre de Cristo-Hombre, no podía ser considerada ni
llamada Madre de Dios.

3. El Concilio de Éfeso (año 431) confirmó, contra las ideas nestorianas, la


unidad de Cristo como resultaba de la Revelación y había sido creída y
afirmada por la tradición cristiana —"sancti patres"— (cf. DS 250-266), y
definió que Cristo es el mismo Verbo eterno, Dios de Dios, que como Hijo
es "engendrado" desde siempre por el Padre, y, según la carne, nació, en el
tiempo, de la Virgen María. Por consiguiente, siendo Cristo un solo ser,
María tiene derecho pleno de gozar del título de Madre de Dios, cómo se
afirmaba ya desde hacía tiempo en la oración cristiana y en el pensamiento
de los "padres" (cf. DS, 251). 

6
4. La doctrina del Concilio de Éfeso fue formulada sucesivamente en el
llamado "símbolo de la unión" (año 433), que puso fin a las controversias
residuales del post-concilio con las siguientes palabras: "Confesamos,
consiguientemente, a Nuestro Señor Jesucristo Hijo de Dios unigénito,
Dios perfecto y hombre perfecto compuesto de alma racional y de cuerpo,
antes de los siglos engendrado del Padre según la divinidad, y el mismo en
los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, nacido de María
Virgen según la humanidad, el mismo consubstancial con el Padre en
cuanto a la divinidad y consubstancial con nosotros según la humanidad.
Porque se hizo la unión de dos naturalezas (humana y divina), por lo cual
confesamos a un solo Señor y a un solo Cristo" (DS, 272).

"Según la inteligencia de esta inconfundible unión, confesamos a la Santa


Virgen por Madre de Dios, por haberse encarnado y hecho hombre el
Verbo de Dios y por haber unido consigo, desde la misma concepción, en
María, el templo que de ella tomó" (DS, 272). ¡Estupendo concepto de la
humanidad-templo verdaderamente asunta por el Verbo en unidad de
persona en el seno de María!

5. El documento que lleva el nombre de "formula unionis" fue el resultado


de relaciones ulteriores entre el obispo Juan de Antioquía y San Cirilo de
Alejandría, los cuales recibieron por este motivo las felicitaciones del Papa
San Sixto III (432-440). El texto hablaba ya de la unión de las dos
naturalezas en el mismo y único sujeto, Jesucristo. Pero, puesto que habían
surgido nuevas controversias, especialmente por obra de Eutiques y de los
monofisistas —que sostenían la unificación y casi la fusión de las dos
naturalezas en el único Cristo—, algunos años más tarde, se reunió el
Concilio de Calcedonia (año 451), que, en consonancia con la enseñanza
del Papa San León Magno (440-461), para una mejor precisión del sujeto
de esta unión de naturalezas, introdujo el término "persona". Fue ésta una
nueva piedra miliar en el camino del dogma cristológico.

6. En la fórmula de la definición dogmática el Concilio de Calcedonia


repetía la de Nicea y Constantinopla y hacía suya la doctrina de San Cirilo,
en Éfeso, y la contenida en la "carta a Flaviano del prelado León, beatísimo
y santísimo arzobispo de la grandísima y antiquísima ciudad de Roma... en
armonía con la confesión del gran Pedro... y para nosotros columna segura"
(cf. DS, 300), y, finalmente, precisaba: "Siguiendo, pues, a los santos
Padres, unánimemente enseñamos a confesar a un solo y mismo Hijo: el
Señor Nuestro Jesucristo..., uno y mismo Cristo Señor unigénito: en dos
naturalezas, sin confusión, inmutables, sin división, sin separación, en
modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión,
sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo

7
en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos
personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo, Señor
Jesucristo, como de antiguo acerca de Él nos enseñaron los profetas, y el
mismo Jesucristo, y nos lo ha transmitido el símbolo de los Padres" (cf. DS,
301-302).

Era una síntesis, clara y vigorosa, de la fe en el misterio de Cristo, recibida


de la Sagrada Escritura y de la Sagrada Tradición ("sanctos Patres
sequentes"), que se servía de conceptos y expresiones
racionales: naturaleza, persona, pertenecientes al lenguaje corriente.
Posteriormente, sobre todo a raíz de dicha definición conciliar, estos
términos se verán elevados a la dignidad de la terminología filosófica y
teológica; pero el Concilio los asumía según el uso de la lengua corriente,
sin referencia a un sistema filosófico particular. Hay que hacer notar
también la preocupación de aquellos Padres conciliares por la elección
precisa de los vocablos. En el texto griego la palabra "πρόσωπον",
correspondiente a "persona", indicaba más bien el lado externo,
fenomenológico (literalmente, la máscara en el teatro) del hombre, y, por
esta razón, los Padres se servían, junto con esta palabra, de otro término:
"hipóstasis" (ύπόστασις), que indicaba la especificidad óntica de la
persona.

Renovemos también nosotros la profesión de la fe en Cristo, Salvador


nuestro, con las palabras de aquella fórmula venerada, a la que tantas y
tantas generaciones de cristianos se han remitido, obteniendo de ella luz y
fuerza para un testimonio, que los ha llevado, a veces, hasta la prueba
suprema del derramamiento de la sangre.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 23 de marzo 1988

La formulación de la fe en Jesucristo: definiciones conciliares (III) 

1. En nuestras catequesis estamos reflexionando sobre las antiguas


definiciones conciliares con las que se ha venido formulando la fe de la
Iglesia. En el desarrollo de esta formulación un punto firme lo constituye el
Concilio de Calcedonia (año 451) el cual, con una definición solemne,
precisó que en Jesucristo, las dos naturalezas, la divina y la humana, se han
unido (sin confusión) en un único Sujeto personal, que es la Persona

8
divina del Verbo-Dios. Con motivo del término "ύπόστασις" se suele
hablar de unión hipostática. En efecto, la misma persona del Verbo-Hijo es
engendrada eternamente por el Padre, en lo que concierne a su divinidad;
por el contrario, en el tiempo esa misma persona fue concebida y nació de
la Virgen María en cuanto a su humanidad. Así, pues, la definición de
Calcedonia reafirma, desarrolla y explica lo que la Iglesia había enseñado
en los Concilios precedentes y lo que habían testimoniado los Padres, por
ejemplo, San Ireneo, que hablaba de "Cristo, uno y el mismo" (cf., por
ej., Adv, Haer. III, 17, 4).

Hay que hacer notar aquí que, con la doctrina sobre la Persona divina del
Verbo-Hijo, el cual, asumiendo la naturaleza humana, entró en el mundo de
las personas humanas, el Concilio puso de relieve también la dignidad del
hombre-persona y las relaciones existentes entre las distintas personas. Es
más, se puede decir que se ha llamado la atención sobre la realidad y
dignidad de cada hombre en particular, de cada hombre como sujeto
inconfundible de existencia, de vida y, por consiguiente, de derechos y
deberes. ¿Cómo no ver en esto el punto de partida de toda una nueva
historia de pensamiento y de vida? Por ello, la encarnación del Hijo de
Dios es el fundamento, la fuente y el modelo, tanto de un nuevo orden
sobrenatural de existencia para todos los hombres, que precisamente de ese
misterio obtienen la gracia que los santifica y los salva, como de una
antropología cristiana, que se proyecta también en la esfera natural del
pensamiento y de la vida con su exaltación del hombre como persona,
colocada en el centro de la sociedad y —se puede decir— del mundo
entero.

2. Volvamos al Concilio de Calcedonia para decir que este Concilio


confirmó la enseñanza tradicional sobre las dos naturalezas en
Cristo contra la doctrina monofisista (mono-physis = una naturaleza), que
se había propagado después del mismo. Precisando que la unión de las dos
naturalezas acontece en una Persona, el Concilio de Calcedonia puso de
relieve, aún en mayor medida, la dualidad de estas dos naturalezas (έν δύο
φύσεσιν), como leíamos ya en el texto de la definición de la que hacíamos
mención precedentemente: "Enseñamos que ha de confesarse... que se debe
reconocer al único y mismo Cristo, Hijo unigénito y Señor subsistente en
las dos naturalezas, sin confusión, inmutable, indiviso, inseparable, no
siendo suprimida de ningún modo la diferencia de las naturalezas a causa
de la unión, es más, quedando salvaguardada la propiedad de una y
otra naturaleza" (DS, 302). Esto significa que la naturaleza humana, de
ningún modo, ha sido "absorbida" por la divina. Gracias a su naturaleza
divina, Cristo es "consubstancial al Padre, según la divinidad"; gracias a su

9
naturaleza humana, es "consubstancial también a nosotros, según la
humanidad" (όμοούσιον ήμίν...κατά τήν άνδρωπότητα).

Por tanto, Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Por otra parte,
la dualidad de las naturalezas no hiere, de manera alguna, a la unidad de
Cristo, que es dada por la unidad perfecta de la Persona divina.

3. Hay que observar aún que, según la lógica del dogma cristológico, el
efecto de la dualidad de naturalezas en Cristo es la dualidad de voluntad y
operaciones, aún en la unidad de la persona. Esta verdad fue definida por
el Concilio III de Constantinopla (VI Concilio Ecuménico), en el año
681 —como, por otra parte lo hizo ya el Concilio Lateranense del 649
(cf. DS, 500)— contra los errores de los monotelitas, que atribuían a Cristo
una sola voluntad.

El Concilio condenó la "herejía de una sola voluntad y una sola operación


en dos naturalezas... de Cristo", que mutilaba en el mismo Cristo una parte
esencial de su humanidad, y "siguiendo a los cinco santos Concilios
Ecuménicos y a los santos e insignes Padres", de acuerdo con ellos,
"definía y confesaba" que en Cristo hay "dos voluntades naturales y dos
operaciones naturales...; dos voluntades que no están en contraste entre
sí... , sino (que son) tales que la voluntad humana permanece sin
oposición o repugnancia, o mejor, esté sometida a su voluntad divina
omnipotente..., según lo que Él mismo dice: 'Porque he bajado del cielo,
no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado´
(Jn 6, 38)" (cf. DS, 556).

4. Esta es la enseñanza de los primeros Concilios: en ellos, junto con la


divinidad, queda totalmente clara la dimensión humana de Cristo. Él
es verdadero hombre por naturaleza, capaz de actividad humana,
conocimiento humano, voluntad humana, conciencia humana y,
añadamos, de sufrimiento humano, paciencia, obediencia, pasión y
muerte. Sólo por la fuerza de esta plenitud humana se pueden comprender
y explicar los textos sobre la obediencia de Cristo hasta la muerte
(cf. Flp 2, 8; Rom 5, 19; Heb 5, 8), y, sobre todo, la oración de Getsemaní:
"...no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42; cf. Mc 14, 36). Pero es
verdad igualmente que la voluntad humana y el obrar humano de Jesús
pertenecen a la Persona divina del Hijo: precisamente en Getsemaní tiene
lugar la invocación: "Abbá, Padre" (Mc 14, 36). De su Persona divina Él
es bien consciente, como revela por ejemplo, cuando declara: "Antes de
que Abraham existiera, Yo Soy" (Jn 8, 58), y en otros pasajes evangélicos
que examinamos ya a su debido tiempo. Es cierto que, como verdadero
hombre, Jesús posee una conciencia específicamente humana, conciencia
que descubrimos continuamente en los Evangelios. Pero, al mismo

10
tiempo, su conciencia humana pertenece a ese "Yo" divino, por el cual
puede decir: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10, 30). No hay ningún texto
evangélico del que resulte que Cristo habla de Sí mismo como de
una persona humana, aún cuando de buen grado se presenta como "Hijo
del hombre": palabra densa de significado que, bajo los velos de la
expresión bíblica y mesiánica, parece indicar ya la pertenencia de Aquel
que la aplica a sí mismo a un orden diverso y superior al del común de los
mortales en cuanto a la realidad de su Yo. Palabra en la que resuena el
testimonio de la conciencia íntima de su propia identidad divina.

5. Como conclusión de nuestra exposición de la cristología de los grandes


Concilios, podemos saborear toda la densidad de la página del Papa San
León Magno en su Carta al obispo Flaviano de Constantinopla (Tomus
Leonis, 13 de junio, 449), que fue como la premisa del Concilio de
Calcedonia y que resume el dogma cristológico de la Iglesia antigua: "...el
Hijo de Dios, bajando de su trono celeste, pero no alejándose de la gloria
del Padre, entra en las flaquezas de este mundo, engendrado por nuevo
orden, por nuevo nacimiento... Porque Él que es verdadero Dios es también
verdadero hombre, y no hay en esta unidad mentira alguna, al darse
juntamente (realmente) la humildad del hombre y la alteza de la divinidad.
Pues al modo que Dios no se muda por la misericordia (con la que se hace
hombre), así tampoco el hombre se aniquila por la dignidad (divina). Una y
otra forma, en efecto, obra lo que le es propio en comunión con la otra, es
decir, que el Verbo obra lo que pertenece al Verbo, la carne cumple lo que
atañe a la carne. Uno de ellos resplandece por los milagros, el otro sucumbe
por las injurias. Y así como el Verbo no se aparta [não perde] de la
igualdad de la gloria paterna, así tampoco la carne abandona la naturaleza
de nuestro género [humano]". Y, después de referirse a numerosos textos
evangélicos que constituyen la base de su doctrina, San León concluye:
"No es de la misma naturaleza decir: 'Yo y el Padre somos uno' (Jn 10,
30), que decir: 'El Padre es más grande que Yo´ (Jn 14, 28). De hecho,
aunque en el Señor Jesucristo haya una sola persona de Dios y del
hombre, sin embargo, una cosa es aquello de lo que se deriva para el uno y
para el otro la ofensa, y otra cosa es aquello de lo que emana para el uno y
para el otro la gloria. De nuestra naturaleza Él tiene una humanidad inferior
al Padre; del Padre le deriva una divinidad igual a la del Padre" (cf. DS,
294-295).

Estas formulaciones del dogma cristológico, aún pudiendo aparecer


difíciles, encierran y dejan traslucir el misterio del Verbum caro factum,
anunciado en el prólogo del Evangelio de San Juan ante el cual sentimos la
necesidad de postrarnos en adoración junto con aquellos altos espíritus que

11
lo han honrado también con sus estudios y reflexiones para nuestra utilidad
y la de toda la Iglesia.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 30 de marzo de 1988

1. "El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no me he rebelado ni me he


echado atrás" (Is 50, 5).

Queridos hermanos y hermanas: 

Estas palabras del Profeta Isaías, tomadas de las lecturas de la liturgia de


hoy, nos ayudan a comprender y a revivir los mismos sentimientos que
Cristo tuvo en los días que precedieron inmediatamente al sacrificio
pascual.

Jesús sabía lo que le iba a suceder, y su psicología humana obviamente


estaba profundamente turbada por ello, si bien en lo íntimo de su corazón
aceptaba plenamente, con espíritu de filial obediencia, la voluntad del
Padre.

Jesús "no se echa atrás".

Ha escuchado al Padre, se ha fiado de Él, ha penetrado profundamente el


sentido de su voluntad, ha comprendido su sabiduría, y la ha hecho propia
con total convicción a pesar de la prueba terrible que le esperaba.

2. Jesús confía en ese mismo Dios que lo manda morir en la Cruz. Sabe


que, más allá de la apariencia, ese mandamiento del Padre es en realidad un
plan de amor, de rescate y de misericordia. Sabe que es el camino que lo
lleva a la gloria.

12
Esta es la gran lección de la Semana Santa, durante la cual, en un intenso
sucederse de acontecimientos, aparece en plena luz, a quien tiene ojos para
ver, todo el sentido de la vida de Jesús y el porqué último de toda lo que Él
había hecho anteriormente: de sus enseñanzas, viajes, milagros, directrices
dadas a los discípulos y a los apóstoles.

A la luz de la Semana Santa comprendemos el sentido profundo de la vida


de Cristo; en estos días de sufrimiento y de gloria se revela con plena
claridad la grandeza de su amor por nosotros y adquiere significado
conclusivo todo el conjunto de sus gestos anteriores, que aparecen
ordenados al cumplimiento de su "hora", del acontecimiento dramático y
sublime de la lucha y de la victoria final contra el poder de las tinieblas.

3. También nosotros, queridos hermanos y hermanas, estamos llamados a


revivir, en estos días, las mismas disposiciones intimas de Jesús.

Muchos, en el mundo, están viviendo sentimientos semejantes por causas


ajenas a su voluntad: amenazas inminentes, enfermedades mortales,
incertidumbre del futuro, peligros a su seguridad y a su misma vida. Y si a
nosotros se nos ahorran semejantes experiencias, queridísimos hermanos y
hermanas, unámonos igualmente como creyentes, a los sentimientos del
"Christus patiens", ofreciéndoles las pruebas del pasado y declarándonos
dispuestos a aceptar las que Dios nos quiera mandar. "No nos echemos
atrás".

Ofrezcamos también los sufrimientos de todos los que, no teniendo la luz


de la fe, no saben por qué sufren. Oremos por ellos, para que puedan ser
iluminados sobre el sentido de su sufrimiento. Y al mismo tiempo hagamos
lo que esté de nuestra parte a fin de aliviar y, si es posible, eliminar dicho
sufrimiento. Esta es también una enseñanza del Miércoles Santo, de la
Semana Santa.

4. Los Evangelios aluden con breves pero intensísimas expresiones al


crecimiento de la angustia de Jesús según se va acercando el momento del
supremo sacrificio. Cinco días antes de la pascua judía Jesús dice que su
alma está "turbada" (Jn 12, 27); la noche anterior al sacrificio en el huerto
de los olivos, su alma "está triste hasta el punto de morir" (Mt 26,
38; Mc 14, 34).

Este "crescendo" del sufrimiento interior de Cristo, que responde tan bien a
las leyes naturales de la psicología humana en semejantes circunstancias,
nos hace comprender de modo muy emocionante cuán profundamente el
Hijo de Dios encarnado es solidario con nuestros sufrimientos, cuán intensa

13
y efectivamente ha vivido nuestra humanidad y ha participado de nuestra
fragilidad.

Nunca como en estos días que preceden a la Pasión, Jesús parece


abandonado a su humanidad, como uno cualquiera de nosotros, sin socorro
y sin consuelo; pero, precisamente en esos días de aparente debilidad
realiza Él, a través del sufrimiento y la deyección, la obra divina de la
salvación. Efectivamente, el Hijo divino no abandona la propia divinidad,
sino que sencillamente la esconde y hace operante la Vida precisamente allí
donde parece triunfar la Muerte.

5. Queridos hermanos y hermanas: Confiemos en Aquel que nos manda la


prueba. Confiemos y no nos rebelemos. Pidámosle tener en Él esta
confianza. Efectivamente, aquí está el secreto de la vida y de la salvación.
Pidámosle poder comprender lo que Él pretende decirnos mediante el
sufrimiento. A través del sufrimiento Dios nos habla, nos instruye, nos
guía. Nos salva. ¡Oh, qué importante es comprender estas cosas!
Ciertamente es algo que va más allá de nuestras capacidades humanas, de
las leyes de nuestra psicología. Es una sabiduría superior, que no aniquila
la humana, sino que la enriquece, superándola y acogiendo la "lógica" del
pensamiento de Dios.

Dichosos nosotros si sabemos ver la bondad de Dios incluso en el momento


en el que nos manda la prueba. ¿Qué nos enseña Jesús? Precisamente esto:
a confiar siempre en el Padre, aun en el momento de la cruz. Si el Padre
manda la cruz existe un porqué. Y puesto que el Padre es bueno, ello no
puede ser más que para nuestro bien. Esto nos dice la fe. Esto nos enseña
Cristo en estos días antes de la Pasión.

"Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido, por eso ofrecí el
rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado. Tengo cerca a mi
abogado" (Is 50, 7-8).

Así prosigue el Profeta después del versículo que he citado al comienzo, en


el que se declara dispuesto a aceptar 1a voluntad de Dios. Es el mismo
estado de ánimo de Cristo al aproximarse la Cruz. Es la actitud de
confianza. La naturaleza sugeriría decir: "¡Padre, líbrame de esta hora!"
(Jn 12, 27).

"¡He llegado a esta hora para esto!". Jesús no puede pedir ser librado de
una "hora" que en el fondo, por obediencia al Padre, ha deseado siempre y
es el momento decisivo y el evento que da sentido a toda su vida.

14
La Semana Santa nos pide de modo especial que hagamos nuestros estos
sentimientos de Cristo, abriendo con confianza nuestro corazón a la
voluntad del Padre, sabiendo que no quedaremos avergonzados, que está
cerca de nosotros nuestro Abogado.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 13 de abril  de 1988

Las definiciones cristológicas de los Concilios y la fe de la Iglesia de


hoy

1. En las últimas catequesis, resumiendo la doctrina cristológica de los


Concilios Ecuménicos y de los Padres, nos hemos podido dar cuenta del
esfuerzo realizado por la mente humana para penetrar en el misterio del
Hombre-Dios, y leer en Él las verdades de la naturaleza humana y de la
naturaleza divina, de su dualidad y de su unión en la persona del Verbo, de
las propiedades y facultades de la naturaleza humana y de su perfecta
armonización y subordinación a la hegemonía del Yo divino. La traducción
de esta lectura profunda se realizó en los Concilios con conceptos y
términos tomados del lenguaje corriente, que era la expresión natural del
modo común de conocer y razonar, anterior a la conceptualización de
cualquier escuela filosófica o teológica. La búsqueda, la reflexión y el
intento de perfeccionar la forma de expresión no faltaron en los Padres y no
faltarán más tarde, en los siglos siguientes de la Iglesia, a lo largo de los
cuales los conceptos y términos empleados en la cristología —
especialmente el de "persona"— recibieron tratamientos más profundos y
precisiones ulteriores de valor incalculable para el progreso del
pensamiento humano. Pero su significado en la aplicación a la verdad
revelada, que había que expresar, no estaba vinculado o condicionado por
autores o escuelas particulares: era el que se podía captar en el lenguaje

15
ordinario de los doctos y no doctos de cualquier tiempo, como se puede
recabar del análisis de las definiciones formuladas en tales términos.

2. Es comprensible que en tiempos más recientes, queriendo traducir los


datos revelados a un lenguaje que respondiera a concepciones filosóficas o
científicas nuevas, algunos hayan encontrado cierta dificultad a la hora de
emplear y aceptar aquella terminología antigua, de manera especial la que
se refiere a la distinción entre naturaleza y persona, que es fundamental
tanto en la cristología tradicional como en la teología de la Trinidad.
Particularmente, quien quiera buscar su inspiración en las posiciones de las
distintas escuelas modernas, que insisten en una filosofía del lenguaje y en
una hermenéutica dependiente de los presupuestos del relativismo,
subjetivismo, existencialismo, estructuralismo, etc., será llevado a
minusvalorar o incluso a rechazar los antiguos conceptos y términos por
considerarlos imbuidos de escolasticismo, formalismo, estaticismo,
ahistoricidad, etc., y, por consiguiente, inadecuados para expresar y
comunicar hoy el misterio del Cristo vivo. 

3. Pero, ¿qué ha sucedido después? En primer lugar, que algunos se han


hecho prisioneros de una forma nueva de escolasticismo, inducidos por
nociones y terminologías vinculadas a las nuevas corrientes del
pensamiento filosófico y científico, sin preocuparse de una confrontación
auténtica con la forma de expresión del sentido común y, podemos decir,
de la inteligencia universal, que sigue siendo indispensable, también hoy,
para comunicarse los unos con los otros en el pensamiento y en la vida. En
segundo lugar, como era previsible, se ha pasado de la crisis abierta sobre
la cuestión del lenguaje a la relativización del dogma niceno y
calcedodiano, considerado como un simple intento de lectura histórica,
datado, superado y que no se puede proponer ya a la inteligencia moderna.
Este paso ha sido y sigue siendo muy arriesgado y puede conducir a
posturas difícilmente conciliables con los datos de la Revelación.

4. En efecto, este nuevo lenguaje ha llegado a hablar de la existencia de una


"persona humana" en Jesucristo, basándose en la concepción
fenomenológica de la personalidad, dada por un conjunto de momentos
expresivos de la consciencia y de la libertad, sin consideración suficiente
del sujeto ontológico que está en su origen. O bien se ha reducido la
personalidad divina a la autoconciencia que Jesús tiene de lo "divino" que
hay en Él, sin que se deba por esto entender la Encarnación como la
asunción de la naturaleza humana por parte de un Yo divino trascendente y
preexistente. Estas concepciones, que se reflejan también sobre el dogma
mariano y, de manera particular, sobre la maternidad divina de María, tan
unida en los Concilios al dogma cristológico, incluyen casi siempre la

16
negación de la distinción entre naturaleza y persona, términos que, según
hemos dicho, los Concilios habían tomado del lenguaje común y elaborado
teológicamente como clave interpretativa del misterio de Cristo. 

5. Estos hechos que, como es obvio, aquí podemos sólo referir brevemente,
nos hacen comprender cuán delicado sea el problema del nuevo lenguaje
tanto para la teología como para la catequesis, sobre todo, cuando,
partiendo del rechazo —cargado de prejuicios— de categorías antiguas
(por ejemplo, las presentadas como "helénicas"), se acaba por sufrir una
dependencia tal de las nuevas categorías —o de las nuevas palabras— que,
en su nombre, se puede llegar a manipular incluso la sustancia de la verdad
revelada.

Esto no significa que no se pueda o no se deba seguir investigando sobre el


misterio del Verbo Encarnado, o "buscando modos más apropiados de
comunicar la doctrina cristiana", según las normas y el espíritu del Concilio
Vaticano II, el cual, con Juan XXIII, subraya muy bien que "una cosa es el
depósito mismo de la fe —o sea, sus verdades—, y otra cosa es el modo de
formularlas, conservando el mismo sentido y el mismo significado"
(Gaudium et spes, 62; cf. Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio,
11 de octubre do 1962: AAS 54, 1962, pág. 792).

La mentalidad del hombre moderno formada según los criterios y los


métodos del conocimiento científico, debe entenderse teniendo muy
presente su tendencia a la investigación en los distintos campos del saber,
pero sin olvidar su aspiración, todavía profunda, a un "más allá" que supera
cualitativamente todas las fronteras de lo experimentable y calculable, así
como sus frecuentes manifestaciones de la necesidad de
una sabiduría mucho más satisfactoria y estimulante que la que ofrece
la ciencia. De este modo, la mentalidad contemporánea no se presenta de
ninguna manera impenetrable al razonamiento sobre las "razones
supremas" de la vida y su fundamento en Dios. De aquí nace también la
posibilidad de un discurso serio y leal sobre el Cristo de los Evangelios y
de la historia, formulado aún a sabiendas del misterio y, por consiguiente,
casi balbuciendo, pero sin renunciar a la claridad de los conceptos
elaborados con la ayuda del Espíritu por los Concilios y los Padres y
trasmitidos hasta nosotros por la Iglesia. 

6. A este "depósito" revelado y trasmitido deberá permanecer fiel la


catequesis cristológica, la cual, estudiando y presentando la figura, la
palabra, la obra del Cristo de los Evangelios, podrá poner magníficamente
de relieve, precisamente en este contenido de verdad y de vida, la
afirmación de la preexistencia eterna del Verbo, el misterio de
su kénosis (cf. Flp 2, 7), su predestinación y exaltación que es el fin

17
verdadero de toda la economía de la salvación y que engloba con Cristo
y en Cristo, Hombre-Dios, a toda la humanidad y, en cierto modo, a todo lo
creado.

Esta catequesis deberá presentar la verdad integral de Cristo como Hijo y


Verbo de Dios en la grandeza de la Trinidad (otro dogma fundamental
cristiano), que se encarna por nuestra salvación y realiza así la máxima
unión pensable y posible entre la creatura y el Creador, en el ser humano y
en todo el universo. Dicha catequesis no podrá descuidar, además, la
verdad de Cristo que tiene una propia realidad ontológica de humanidad
perteneciente a la Persona divina, pero que tiene también una
íntima conciencia de su divinidad, de la unidad entre su humanidad y su
divinidad y de la misión salvífica que, como hombre, le fue confiada.

Aparecerá, así, la verdad por la cual en Jesús de Nazaret, en su experiencia


y conocimiento interior, se da la realización más alta de la "personalidad"
también en su valor de sensus sui, de autoconsciencia, como fundamento y
centro vital de toda actividad interior y externa, pero realizada en la esfera
infinitamente superior de la persona divina del Hijo.

Aparecerá igualmente la verdad del Cristo que pertenece a la historia como


un personaje y un hecho particular ("factum ex muliere, natum sub
lege": Gál 4, 4), pero que concretiza en Sí mismo el valor universal de la
humanidad pensada y creada en el "consejo eterno" de Dios; la verdad de
Cristo como realización total del proyecto eterno que se traduce en la
"alianza" y en el "reino" —de Dios y del hombre— que conocemos por la
profecía y la historia bíblica: la verdad del Cristo, Logos eterno, luz y razón
de todas las cosas (cf. Jn 1, 4. 9 ss.), que se encarna y se hace presente en
medio de los hombres y de las cosas, en el corazón de la historia, para ser
—según el designio de Dios Padre— la cabeza ontológica del universo, el
Redentor y Salvador de todos los hombres, el Restaurador que recapitula
todas las cosas del cielo y de la tierra (cf. Ef 1, 10). 

7. Bien lejos de las tentaciones de cualquier forma de monismo materialista


o panlógico, una nueva reflexión sobre este misterio de Dios que asume la
humanidad para integrarla, salvarla y glorificarla en la comunión
conclusiva de su gloria, no pierde nada de su fascinación y permite
saborear su verdad y belleza profundas, si, desarrollada y explicada en el
ámbito de la cristología de los Concilios y de la Iglesia, es llevada también
a nuevas expresiones teológicas, filosóficas y artísticas (cf. Gaudium et
spes, 62), por las que el espíritu humano pueda adquirir cada vez más y
mejor lo que brota del abismo infinito de la revelación divina.

JUAN PABLO II

18
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 20 de abril de 1988

La misión de Cristo: 
"Enviado a predicar la Buena Nueva a los pobres" (Cf. Lc 4, 18)

1. Comienza hoy la última fase de nuestras catequesis sobre Jesucristo (que


venimos haciendo durante las audiencias generales de los miércoles). Hasta
ahora hemos intentado demostrar quién es Jesucristo. Lo hemos hecho, en
un primer momento, a la luz de la Sagrada Escritura, sobre todo a la luz de
los Evangelios, y, después, en las últimas catequesis, hemos examinado e
ilustrado la respuesta de fe que la Iglesia ha dado a la revelación de Jesús
mismo y al testimonio y predicación de los Apóstoles, a lo largo de los
primeros siglos, durante la elaboración de las definiciones cristológicas de
los primeros Concilios (entre los siglos IV y VII).

Jesucristo —verdadero Dios y verdadero hombre—, consubstancial al


Padre (y al Espíritu Santo) en cuanto a la divinidad; consubstancial a
nosotros en cuanto a la humanidad: Hijo de Dios y nacido de María Virgen.
Este es el dogma central de la fe cristiana en el que se expresa el misterio
de Cristo.

2. También la misión de Cristo pertenece a este misterio. El símbolo de la


fe relaciona esta misión con la verdad sobre el ser del Dios-Hombre
(Theandrikos), Cristo, cuando dice, en modo conciso, que "por nosotros,
los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo... y se hizo hombre".
Por esto, en nuestras catequesis, intentaremos desarrollar el contenido de
estas palabras del Credo, meditando, uno tras otro, sobre los diversos
aspectos de la misión de Jesucristo.

3. Desde el comienzo de la actividad mesiánica, Jesús manifiesta, en primer


lugar, su misión profética. Jesús anuncia el Evangelio. Él mismo dice que
"ha venido" (del Padre) (cf. Mc 1, 38), que "ha sido enviado" para
"anunciar la Buena Nueva del reino de Dios" (cf. Lc 4, 43).

A diferencia de su precursor Juan el Bautista, que enseñaba a orillas del


Jordán, en un lugar desierto, a quienes iban allí desde distintas partes, Jesús
sale al encuentro de aquellos a quienes Él debe anunciar la Buena Nueva.
Se puede ver en este movimiento hacia la gente un reflejo del dinamismo
propio del misterio mismo de la Encarnación: el ir de Dios hacia los
hombres. Así, los Evangelistas nos dicen que Jesús "recorría toda Galilea,

19
enseñando en sus sinagogas" (Mt 4, 23), y que "iba por ciudades y pueblos"
(Lc 8, 1). De los textos evangélicos resulta que la predicación de Jesús se
desarrolló casi exclusivamente en el territorio de la Palestina, es decir, entre
Galilea y Judea, con visitas también a Samaría (cf. p. ej., Jn 4, 3-4), paso
obligado entre las dos regiones principales. Sin embargo, el Evangelio
menciona además la "región de Tiro y Sidón", o sea, Fenicia (cf. Mc 7,
31; Mt 15, 21), y también la Decápolis, es decir, "la región de los
gerasenos", a la otra orilla del lago de Galilea (cf. Mc 5, 1 y Mc 7, 31).
Estas alusiones prueban que Jesús salía, a veces, fuera de los límites de
Israel (en sentido étnico), a pesar de que Él subraya repetidamente que su
misión se dirige principalmente "a la casa de Israel" (Mt 15, 24).
Asimismo, cuando envía a los discípulos a una primera prueba de
apostolado misionero, les recomienda explícitamente: "No toméis caminos
de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las
ovejas perdidas de Israel" (Mt 10, 5-6). Sin embargo, al mismo tiempo, Él
mantiene uno de los coloquios mesiánicos de mayor importancia en
Samaría, junto al pozo de Siquem (cf. Jn 4, 1-26).

Además, los mismos Evangelistas testimonian también que las multitudes


que seguían a Jesús estaban formadas por gente proveniente no sólo de
Galilea, Judea y Jerusalén, sino también "de Idumea, del otro lado del
Jordán, de los alrededores de Tiro y Sidón" (Mc 3, 7-8; cf. también Mt 4,
12-15).

4. Aunque Jesús afirma claramente que su misión está ligada a la "casa de


Israel", al mismo tiempo, da a entender, que la doctrina predicada por Él —
la Buena Nueva— está destinada a todo el género humano. Así, por
ejemplo, refiriéndose a la profesión de fe del centurión romano, Jesús
preanuncia: "Y os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se
pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos..."
(Mt 8, 11). Pero, sólo después de la resurrección, ordena a los Apóstoles:
"Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes" (Mt 28, 19). 

5. ¿Cuál es el contenido esencial de la enseñanza de Jesús? Se puede


responder con una palabra: el Evangelio, es decir, Buena Nueva. En efecto,
Jesús comienza su predicación con estas palabras: "El tiempo se ha
cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena
Nueva" (Mc 1, 15).

El término mismo "Buena Nueva" indica el carácter fundamental del


mensaje de Cristo. Dios desea responder al deseo de bien y felicidad,
profundamente enraizado en el hombre. Se puede decir que el Evangelio,
que es esta respuesta divina, posee un carácter "optimista". Sin embargo, no
se trata de un optimismo puramente temporal, un eudemonismo superficial;

20
no es un anuncio del "paraíso en la tierra". La "Buena Nueva" de Cristo
plantea a quien la oye exigencias esenciales de naturaleza moral; indica la
necesidad de renuncias y sacrificios; está relacionada, en definitiva, con el
misterio redentor de la cruz. Efectivamente, en el centro de la "Buena
Nueva" está el programa de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-11), que
precisa de la manera más completa la clase de felicidad que Cristo ha
venido a anunciar y revelar a la humanidad, peregrina todavía en la tierra
hacia sus destinos definitivos y eternos. Él dice: "Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos". Cada una de
las ocho bienaventuranzas tiene una estructura parecida a ésta. Con el
mismo espíritu, Jesús llama "bienaventurado" al criado, cuyo amo "lo
encuentre en vela —es decir, activo—, a su regreso" (cf. Lc 12, 37). Aquí
se puede vislumbrar también la perspectiva escatológica y eterna de la
felicidad revelada y anunciada por el Evangelio.

6. La bienaventuranza de la pobreza nos remonta al comienzo de la


actividad mesiánica de Jesús, cuando, hablando en la sinagoga de Nazaret,
dice: "El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar
a los pobres la Buena Nueva" (Lc4, 18). Se trata aquí de los que son pobres
no sólo, y no tanto, en sentido económico-social (de "clase"), sino de los
que están espiritualmente abiertos a acoger la verdad y la gracia, que
provienen del Padre, como don de su amor, don gratuito ("gratis" dato),
porque, interiormente, se sienten libres del apego a los bienes de la tierra y
dispuestos a usarlos y compartirlos según las exigencias de la justicia y de
la caridad. Por esta condición de los pobres según Dios ('anawim), Jesús
"da gracias al Padre", ya que "ha escondido estas cosas (= las grandes cosas
de Dios) a los sabios y entendidos y se las ha revelado a la gente sencilla"
(cf. Lc 10, 21). Pero esto no significa que Jesús aleja de Sí a las personas
que se encuentran en mejor situación económica, como el publicano
Zaqueo que había subido a un árbol para verlo pasar (cf. Lc 19, 2-9), o
aquellos otros amigos de Jesús, cuyos nombres no nos transmiten los
Evangelios. Según las palabras de Jesús son "bienaventurados" los "pobres
de espíritu" (cf. Mt 5, 3) y "quienes oyen la Palabra de Dios y la guardan"
(Lc 11, 28).

7. Otra característica de la predicación de Jesús es que Él intenta transmitir


el mensaje a sus oyentes de manera adecuada a su mentalidad y cultura.
Habiendo crecido y vivido entre ellos en los años de su vida oculta en
Nazaret (cuando "progresaba en sabiduría": Lc 2, 52), conocía la
mentalidad, la cultura y la tradición de su pueblo, en la herencia del
Antiguo Testamento.

21
8. Precisamente por esto, muy a menudo da a las verdades que anuncia la
forma de parábolas, como nos resulta de los textos evangélicos, por
ejemplo, de Mateo: "Todo esto dijo Jesús en parábolas a la gente, y nada
les hablaba sin parábolas, para que se cumpliese el oráculo del profeta:
'Abriré en parábolas mi boca, publicaré lo que estaba oculto desde la
creación del mundo' (Sal77/78, 2)" (Mt 13, 34-35).

Ciertamente, el discurso en parábolas, al hacer referencia a los hechos y


cuestiones de la vida diaria que estaban al alcance de todos, conseguía
conectar más fácilmente con un auditorio generalmente poco instruido
(cf. Summa Th., III, q. 42. a. 2). Y, sin embargo, "el misterio del reino de
Dios", escondido en las parábolas, necesitaba de explicaciones particulares,
requeridas, a veces, por los Apóstoles mismos (p. ej. cf. Mc 4, 11-12).
Una comprensión adecuada de éstas no se podía obtener sin la ayuda de la
luz interior que proviene del Espíritu Santo. Y Jesús prometía y daba esta
luz.

9. Debemos hacer notar todavía una tercera característica de la predicación


de Jesús, puesta de relieve en la Exhortación Apostólica Evangelii
nuntiandi, publicada por Pablo VI después del Sínodo de 1974, con
relación al tema de la evangelización. En esta Exhortación leemos: "Jesús
mismo, Evangelio de Dios, ha sido el primero y más grande evangelizador.
Lo ha sido hasta el final: hasta la perfección, hasta el sacrificio de su
existencia terrena" (n. 7).

Si. Jesús no sólo anunciaba el Evangelio, sino que Él mismo era el


Evangelio. Los que creyeron en Él siguieron la palabra de su predicación,
pero mucho más a Aquel que la predicaba. Siguieron a Jesús porque Él
ofrecía "palabras de vida", como confesó Pedro después del discurso que
tuvo el Maestro en la sinagoga de Cafarnaún: "Señor, )donde quién vamos
a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Esta identificación de la
palabra y la vida, del predicador y el Evangelio predicado, se realiza de
manera perfecta sólo en Jesús. He aquí la razón por la que también nosotros
creemos y lo seguimos, cuando se nos manifiesta como el "único Maestro"
(cf. Mt 23, 8. 10).

JUAN PABLO II

22
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de abril de 1988

La misión de Cristo. 
"Ha llegado a vosotros el reino de Dios" (cf. Lc 11, 20)

1. "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y


creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15). Jesucristo fue enviado por el Padre
"para anunciar a los pobres la Buena Nueva" (Lc 4, 18). Fue —y sigue
siendo— el primer Mensajero del Padre, el primer Evangelizador, como
decíamos ya en la catequesis anterior con las mismas palabras que Pablo VI
emplea en la Evangelii nuntiandi. Es más, Jesús no es sólo el anunciador
del Evangelio, de la Buena Nueva, sino que Él mismo es el
Evangelio(cf. Evangelii nuntiandi, 7).

Efectivamente, en todo el conjunto de su misión, por medio de todo lo que


hace y enseña, y, finalmente, mediante la cruz y resurrección, "manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre" (cf. Gaudium et spes, 22), y le
descubre las perspectivas de aquella felicidad a la que Dios lo ha llamado y
destinado desde el principio. El mensaje de las bienaventuranzas resume el
programa de vida propuesto a quien quiere seguir la llamada divina, es la
síntesis de todo el "éthos" evangélico vinculado al misterio de la
redención. 

2. La misión de Cristo consiste, ante todo, en la revelación de la Buena


Nueva (Evangelio) dirigida al hombre. Tiene como objeto, por tanto, el
hombre, y, en este sentido, se puede decir que es "antropocéntrica": pero, al
mismo tiempo, está profundamente enraizada en la verdad del reino de
Dios, en el anuncio de su venida y de su cercanía: "El reino de Dios está
cerca... creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15).

Este es, pues, "el Evangelio del reino", cuya referencia al hombre, visible
en toda la misión de Cristo, está enraizada en una dimensión "teocéntrica",
que se llama precisamente reino de Dios. Jesús anuncia el Evangelio de
este reino, y, al mismo tiempo,realiza el reino de Dios a lo largo de todo el
desarrollo de su misión, por medio de la cual el reino nace y se desarrolla
ya en el tiempo, como germen inserto en la historia del hombre y del
mundo. Esta realización del reino tiene lugar mediante la palabra del
Evangelio y mediante toda la vida terrena del Hijo del hombre, coronada en
el misterio pascual con la cruz y la resurrección. Efectivamente, con su
"obediencia hasta la muerte" (cf. Flp 2, 8), Jesús dio comienzo a una nueva

23
fase de la economía de la salvación, cuyo proceso se concluirá cuando Dios
sea "todo en todos" (1 Cor 15, 28), de manera que el reino de Dios ha
comenzado verdaderamente a realizarse en la historia del hombre y del
mundo, aunque en el curso terreno de la vida humana nos encontremos y
choquemos continuamente con aquel otro término fundamental de la
dialéctica histórica: la "desobediencia del primer Adán", que sometió su
espíritu al "príncipe de este mundo" (cf. Rom 5, 19; Jn 14, 30).

3. Tocamos aquí el punto central —y casi el punto crítico— de la


realización de la misión de Cristo, Hijo de Dios, en la historia: cuestión ésta
sobre la que será necesario volver en una etapa sucesiva de nuestra
catequesis. Si en Cristo el Reino de Dios "está cerca" —es más, está
presente— de manera definitiva en la historia del hombre y del mundo, al
mismo tiempo, su cumplimientosigue perteneciendo al futuro. Por ello,
Jesús nos manda que, en nuestra oración, digamos al Padre "venga tu reino"
(Mt 6, 10).

4. Esta cuestión hay que tenerla bien presente a la hora de ocuparnos del
Evangelio de Cristo como "Buena Nueva" del reino de Dios. Este era el
tema "guía" del anuncio de Jesús cuando hablaba del reino de Dios, sobre
todo, en sus numerosas parábolas.Particularmente significativa es la que
nos presenta el reino de Dios parecido a la semilla que siembra el
sembrador de la tierra... (cf. Mt 13, 3-9). La semilla está destinada "a dar
fruto", por su propia virtualidad interior, sin duda alguna, pero el fruto
depende también de la tierra en la que cae (cf. Mt 13, 19-23).

5. En otra ocasión Jesús compara el reino de Dios (el "reino de los cielos",
según Mateo) con un grano de mostaza, que "es la más pequeña de todas
las semillas", pero que, una vez crecida, se convierte en un árbol tan
frondoso que los pájaros pueden anidar en las ramas (cf. Mt 13, 31-32). Y
compara también el crecimiento del reino de Dios con la "levadura", que
hace fermentar la masa para que se transforme en pan que sirva de alimento
a los hombres (Mt 13, 33). Sin embargo, Jesús dedica todavía una parábola
al problema del crecimiento del reino de Dios en el terreno que es este
mundo. Se trata de la parábola del trigo y la cizaña, que el "enemigo"
esparce en el campo sembrado de semilla buena (Mt 13, 24-30): así, en el
campo del mundo, el bien y el mal, simbolizados en el trigo y la cizaña,
crecen juntos "hasta la hora de la siega" —es decir, hasta el día del juicio
divino—; otra alusión significativa a la perspectiva escatológica de la
historia humana. En cualquier caso, Jesús nos hace saber que
el crecimiento de la semilla, que es la "Palabra de Dios", está condicionada
por el modo en que es acogida en el campo de los corazones humanos: de
esto depende que produzca fruto dando "uno ciento, otro sesenta, otro

24
treinta" (Mt 13, 23), según las disposiciones y respuestas de aquellos que la
reciben.

6. En su anuncio del reino de Dios, Jesús nos hace saber también que este
reino no está destinado a una sola nación, o únicamente al "pueblo
elegido", porque vendrán "de Oriente y Occidente" para "sentarse a la mesa
con Abraham, Isaac y Jacob" (cf. Mt 8, 11). Esto significa, en efecto, que
no se trata de un reino en sentido temporal y político. No es un reino "de
este mundo" (cf. Jn 18, 36), aunque aparezca insertado, y en él deba
desarrollarse y crecer. Por esta razón se aleja Jesús de la muchedumbre que
quería hacerlo rey ("Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a
tomarle por la fuerza para hacerlo rey,huyó de nuevo al monte Él
solo": Jn 6, 15). Y, poco antes de su pasión, estando en el Cenáculo, Jesús
pide al Padre que conceda a los discípulos vivir según esa misma
concepción del reino de Dios :"No te pido que los retires del mundo, sino
que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del
mundo" (Jn 17, 15-16). Y más aún: según la enseñanza y la oración de
Jesús, el reino de Dios debe crecer en los corazones de los discípulos "en
este mundo"; sin embargo, llegará a su cumplimiento en el mundo futuro:
"cuando el Hijo del hombre venga en su gloria... Serán congregadas delante
de Él todas las naciones" (Mt25, 31-32). ¡Siempre en una perspectiva
escatológica!

7. Podemos completar la noción del reino de Dios anunciado por Jesús,


subrayando que es el reino del Padre, a quien Jesús nos enseña a dirigirnos
con la oración para obtener su llegada: "Venga tu reino" (Mt 6, 10; Lc 11,
2). A su vez, el Padre celestial ofrece a los hombres, mediante Cristo y en
Cristo, el perdón de sus pecados y la salvación, y, lleno de amor, espera su
regreso, como el padre de la parábola esperaba el regreso del hijo pródigo
(cf. Lc 15, 20-32), porque Dios es verdaderamente "rico en
misericordia" (Ef 2, 4).

Bajo esta luz se coloca todo el Evangelio de la conversión que, desde el


comienzo, anunció Jesús: "convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,
15). La conversión al Padre, al Dios que "es amor" (1 Jn 4, 16), va unida a
la aceptación del amor como mandamiento "nuevo": amor a Dios, "el
mayor y el primer mandamiento" (Mt 22, 38) y amor al prójimo,
"semejante al primero" (Mt 22, 39). Jesús dice: "os doy un mandamiento
nuevo: que os améis los unos a los otros". "Que como yo os he amado, así
os améis también vosotros los unos a los otros" (Jn 13, 34). Y nos
encontramos aquí con la esencia del "reino de Dios" en el hombre y en la
historia. Así, la ley entera —es decir, el patrimonio ético de la Antigua
Alianza— debe cumplirse, debe alcanzar su plenitud divino-humana. El

25
mismo Jesús lo declara en sermón de la montaña: "No penséis que he
venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar
cumplimiento" (Mt 5, 17).

En todo caso, El libra al hombre de la "letra de la ley", para hacerle


penetrar en su espíritu, puesto que, como dice San Pablo, "la letra (sola)
mata", mientras que "el Espíritu da la vida" (cf. 2 Cor 3, 6). El amor
fraterno, como reflejo y participación del amor de Dios, es, pues, el
principio animador de la Nueva Ley, que es como la base constitucional del
reino de Dios (cf. Summa Theol., I-II, q. 106. a. 1; q. 107. aa. 1-2). 

8. Entre las parábolas, con las que Jesús reviste de comparaciones y


alegorías su predicación sobre el reino de Dios, se encuentra también la de
un rey "que celebró el banquete de bodas de su hijo" (Mt 22, 2). La
parábola narra que muchos de los que fueron invitados primero no
acudieron al banquete, buscando distintas excusas y pretextos para ello, y
que, entonces, el rey mandó llamar a otra gente, de los "cruces de los
caminos", para que se sentaran a su mesa. Pero, entre los que llegaron, no
todos se mostraron dignos de aquella invitación, por no llevar el "vestido
nupcial" requerido.

Esta parábola del banquete, comparada con la del sembrador y la semilla,


nos hace llegar a la misma conclusión: si no todos los invitados se sentarán
a la mesa del banquete, ni todas las semillas producirán la mies, ello
depende de las disposiciones con las que se responde a la invitación o se
recibe en el corazón la semilla de la Palabra de Dios. Depende del modo
con que se acoge a Cristo, que es el sembrador, y también el hijo del rey y
el esposo, como El mismo se presenta en distintas ocasiones: "¿Pueden
ayunar los invitados a las bodas cuando el esposo está todavía con ellos?"
(Mc 2, 19), preguntó una vez a quien lo interrogaba, aludiendo a la
severidad de Juan el Bautista. Y Él mismo dio la respuesta: "Mientras el
esposo está con ellos no pueden ayunar" (Mc 2, 19).

Así, pues, el reino de Dios es como una fiesta de bodas a la que el Padre del
cielo invita a los hombres en comunión de amor y de alegría con su Hijo.
Todos están llamados e invitados: pero cada uno es responsable de la
propia adhesión o del propio rechazo, de la propia conformidad o
disconformidad con la ley que reglamenta el banquete.

9. Esta es la ley del amor: se deriva de la gracia divina en el hombre que la


acoge y la conserva, participando vitalmente en el misterio pascual de
Cristo. Es un amor que se realiza en la historia, no obstante cualquier
rechazo por parte de los invitados, sin importar su indignidad. Al cristiano
le sonríe la esperanza de que el amor se realice también en todos los

26
"invitados": precisamente porque la "medida" pascual de ese amor esponsal
es la cruz, su perspectiva escatológica ha quedado abierta en la historia con
la resurrección de Cristo. Por Él el Padre "nos ha librado del poder de las
tinieblas y nos ha llevado al reino de su Hijo querido" (cf. Col 1, 13). Si
acogemos la llamada y secundamos la atracción del Padre, en Cristo
"tenemos todos la redención" y la vida eterna.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 4 de mayo de 1988

La misión de Cristo. 
"Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad"
(Jn 18, 37)

1. "Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad" (Jn 18, 37). Cuando Pilato, durante el proceso,
preguntó a Jesús si Él era rey, la primera respuesta que oyó fue: "Mi reino
no es de este mundo..." Y cuando el gobernador insiste y le pregunta de
nuevo: "¿Luego tú eres Rey?", recibe esta respuesta: "Sí, como dices, soy
Rey" (cf. Jn 18, 33-37). Este diálogo judicial, que refiere el Evangelio de
Juan, nos permite empalmar con la catequesis precedente, cuyo tema era el
mensaje de Cristo sobre el reino de Dios. Abre, al mismo tiempo, a nuestro
espíritu una nueva dimensión o un nuevo aspecto de la misión de Cristo,
indicado por estas palabras: "Dar testimonio de la verdad". Cristo es Rey y
"ha venido al mundo para dar testimonio de la verdad". El mismo lo afirma;
y añade: "Todo el que es de la verdad, escucha mi voz" (Jn 18, 37).

Esta respuesta desvela ante nuestros ojos horizontes nuevos, tanto sobre la
misión de Cristo, como sobre la vocación del hombre. Particularmente,
sobre el enraizamiento de la vocación del hombre en Cristo.

2. A través de las palabras que dirige a Pilato, Jesús pone de relieve lo que
es esencial en toda su predicación. Al mismo tiempo, anticipa, en cierto

27
modo, lo que constituirá siempre el elocuente mensaje incluido en el
acontecimiento pascual, es decir, en su cruz y resurrección.

Hablando de la predicación de Jesús, incluso sus opositores expresaban, a


su modo, su significado fundamental, cuando le decían: "Maestro, sabemos
que eres veraz.... que enseñas con franqueza el camino de Dios" (Mc 12,
14). Jesús era, pues, el Maestro en el "camino de Dios": expresión de
hondas raíces bíblicas y extra-bíblicas para designar una doctrina religiosa
y salvífica. En lo que se refiere a los oyentes de Jesús, sabemos, por el
testimonio de los Evangelistas, que éstos estaban impresionados por otro
aspecto de su predicación: "Quedaban asombrados de su doctrina, porque
les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas" (Mc 1,
22). "...Hablaba con autoridad" (Lc 4, 32).

Esta competencia y autoridad estaban constituidas, sobre todo, por


la fuerza de la verdad contenida en la predicación de Cristo. Los oyentes,
los discípulos, lo llamaban "Maestro", no tanto en el sentido de que
conociese la Ley y los Profetas y los comentase con agudeza, como hacían
los escribas. El motivo era mucho más profundo: Él "hablaba con
autoridad", y ésta era la autoridad de la verdad, cuya fuente es el mismo
Dios. El propio Jesús decía: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha
enviado" (Jn 7, 16).

3. En este sentido —que incluye la referencia a Dios—, Jesús era Maestro.


"Vosotros me llamáis 'el Maestro' y 'el Señor', y decís bien, porque lo soy"
(Jn 13, 13). Era Maestro de la verdad que es Dios. De esta verdad dio Él
testimonio hasta el final, con la autoridad que provenía de lo alto: podemos
decir, con la autoridad de uno que es "rey" en la esfera de la verdad.

En las catequesis anteriores hemos llamado ya la atención sobre el sermón


de la montaña, en el cual Jesús se revela a Sí mismo como Aquel que ha
venido no "para abolir la Ley y los Profetas", sino "para darles
cumplimiento". Este "cumplimiento" de la Ley era obra de realeza y
"autoridad": la realeza y la autoridad de la Verdad, que decide sobre la ley,
sobre su fuente divina, sobre su manifestación progresiva en el mundo. 

4. El sermón de la montaña deja traslucir esta autoridad, con la cual Jesús


trata de cumplir su misión. He aquí algunos pasajes significativos: "Habéis
oído que se dijo a los antepasados: no matarás... pues yo os digo". "Habéis
oído que se dijo: 'no cometerás adulterio'. Pues yo os digo". "...Se dijo... 'no
perjurarás'... Pues yo os digo". Y después de cada "yo os digo", hay una
exposición, hecha con autoridad, de la verdad sobre la conducta humana,
contenida en cada uno de los mandamientos de Dios. Jesús no comenta de
manera humana, como los escribas, los textos bíblicos del Antiguo

28
Testamento, sino que habla con la autoridad propia del Legislador: la
autoridad de instituir la Ley, la realeza. Es, al mismo tiempo, la autoridad
de la verdad, gracias a la cual la nueva Ley llega a ser para el hombre
principio vinculante de su conducta.

5. Cuando Jesús en el sermón de la montaña pronuncia varias veces


aquellas palabras: "Pues yo os digo", en su lenguaje se encuentra el eco, el
reflejo de los textos de la tradición bíblica, que, con frecuencia, repiten:
"Así dice el Señor, Dios de Israel" (2 Sam 12, 7). "Jacob... Así dice el
Señor que te ha hecho" (Is 44, 1-2). "Así dice el Señor que os ha rescatado,
el Santo de Israel..." (Is 43, 14). Y, aún más directamente, Jesús hace suya
la referencia a Dios, que se encuentra siempre en los labios de Moisés
cuando da la Ley —la Ley "antigua"— a Israel. Mucho más fuerte que la
de Moisés es la autoridad que se atribuye Jesús al dar "cumplimiento a la
Ley y a los Profetas", en virtud de la misión recibida de lo alto: no en el
Sinaí, sino en el misterio excelso de su relación con el Padre.

6. Jesús tiene una conciencia clara de esta misión, sostenida por el poder de
la verdad que brota de su misma fuente divina. Hay una estrecha relación
entre la respuesta a Pilato: "He venido al mundo para dar testimonio de la
verdad" (Jn 18, 37), y su declaración delante de sus oyentes: "Mi doctrina
no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16). El hilo conductor y
unificador de ésta y otras afirmaciones de Jesús sobre la "autoridad de la
verdad" con que Él enseña, está en la conciencia que tiene de la misión
recibida de lo alto.

7. Jesús tiene conciencia de que, en su doctrina, se manifiesta a los


hombres la Sabiduría eterna. Por esto reprende a los que la rechazan, no
dudando en evocar a la "reina del Sur" (reina de Sabá), que vino... "para oír
la sabiduría de Salomón", y afirmando inmediatamente: "Y aquí hay algo
más que Salomón" (Mt 12, 42).

Sabe también, y lo proclama abiertamente, que las palabras que proceden


de esa Sabiduría divina "no pasarán": "El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán" (Mc 13, 31). En efecto, éstas contienen la fuerza
de la verdad, que es indestructible y eterna. Son, pues, "palabras de vida
eterna", como confesó el Apóstol Pedro en un momento crítico, cuando
muchos de los que se habían reunido para oír a Jesús empezaron a
marcharse, porque no lograban entender y no querían aceptar aquellas
palabras que preanunciaban el misterio de la Eucaristía (cf. Jn 6, 66).

8. Se toca aquí el problema de la libertad del hombre, que puede aceptar o


rechazar la verdad eterna contenida en la doctrina de Cristo, válida
ciertamente para dar a los hombres de todos los tiempos —y, por tanto,

29
también a los hombres de nuestro tiempo— una respuesta adecuada a su
vocación, que es una vocación con apertura eterna. Frente a este problema,
que tiene una dimensión teológica, pero también antropológica (el modo
como el hombre reacciona y se comporta ante una propuesta de verdad),
será suficiente, por ahora, recurrir a lo que dice el Concilio Vaticano II
especialmente con relación a la sensibilidad particular de los hombres de
hoy. El Concilio afirma, en primer lugar, que "todos los hombres están
obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su
Iglesia"; pero dice también que "la verdad no se impone de otra manera que
por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente
en las almas" (Dignitatis humanae, 1). El Concilio recuerda, además, el
deber que tienen los hombres de "adherirse a la verdad conocida y ordenar
toda su vida según las exigencias de la verdad". Después añade: "Pero los
hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su
propia naturaleza si no gozan de libertad sicológica, al mismo tiempo que
de inmunidad de coacción externa" (Dignitatis humanae, 2).

9. He aquí la misión de Cristo como maestro de verdad eterna.

El Concilio, después de recordar que "Dios llama ciertamente a los


hombres a servirle en espíritu y en verdad.. Porque Dios tiene en cuenta la
dignidad de la persona humana, que Él mismo ha creado", añade que "esto
se hizo patente sobre todo en Cristo Jesús, en quien Dios se manifestó
perfectamente a Sí mismo y descubrió sus caminos. En efecto, Cristo, que
es Maestro y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo e invitó
pacientemente a los discípulos. Cierto que apoyó y confirmó su predicación
con milagros para excitar y robustecer la fe de los oyentes, pero no para
ejercer coacción sobre ellos".

Y, por último, relaciona esta dimensión de la doctrina de Cristo con el


misterio pascual: "Finalmente, al completar en la cruz la obra de la
redención, con la que adquiría para los hombres la salvación y la verdadera
libertad, concluyó su revelación. Dio, en efecto, testimonio de la verdad,
pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Porque su
reino no se defiende a golpes, sino que se establece dando testimonio de la
verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, levantado
en la cruz, atrae a los hombres a sí mismo" (Dignitatis humanae, 11).

Podemos, pues, concluir ya desde ahora que quien busca sinceramente la


verdad encontrará bastante fácilmente en el magisterio de Cristo
crucificado la solución, incluso, del problema de la libertad.

30
JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de junio de 1988

La misión de Cristo
El Hijo unigénito que revela al Padre

1. "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a


nuestros padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos
nos ha hablado por medio del Hijo..." (Heb 1, 1 ss.). Con estas palabras,
bien conocidas por los fieles, gracias a la liturgia navideña, el autor de la
Carta a los Hebreos habla de la misión de Jesucristo, presentándola sobre el
fondo de la historia de la Antigua Alianza. Hay, por un lado, una
continuidad entre la misión de los Profetas y la misión de Cristo; por otro
lado, sin embargo, salta enseguida a la vista una clara diferencia. Jesús no
es sólo el último o el más grande entre los Profetas: el Profeta escatológico
como era llamado y esperado por algunos. Se distingue de modo esencial
de todos los antiguos Profetas y supera infinitamente el nivel de su
personalidad y de su misión. Él es el Hijo del Padre, el Verbo-Hijo,
consubstancial al Padre.

2. Esta es la verdad clave para comprender la misión de Cristo. Si Él ha


sido enviado para anunciar la Buena Nueva (el Evangelio) a los pobres, si
junto con Él "ha llegado a nosotros" el reino de Dios, entrando de modo
definitivo en la historia del hombre, si Cristo es el que da testimonio de la
verdad contenida en la misma fuente divina, como hemos visto en las
catequesis anteriores, podemos ahora extraer del texto de la Carta a los
Hebreos que acabamos de mencionar, la verdad que unifica todos los
aspectos de la misión de Cristo: Jesús revela a Dios del modo más
auténtico, porque está fundado en la única fuente absolutamente segura e
indudable: la esencia misma de Dios. El testimonio de Cristo tiene, así, el
valor de la verdad absoluta.

3. En el Evangelio de Juan encontramos la misma afirmación de la Carta a


los Hebreos, expresada de modo más conciso. Leemos al final del prólogo:
"A Dios nadie le ha visto jamás. El Hijo único que está en el seno del
Padre, él lo ha contado" (Jn 1, 18).

31
En esto consiste la diferencia esencial entre la revelación de Dios que se
encuentra en los Profetas y en todo el Antiguo Testamento y la que trae
Cristo, que dice de Sí mismo: "Aquí hay algo más que Jonás" (Mt 12, 41).
Para hablar de Dios está aquí Dios mismo, hecho hombre: "El Verbo se
hizo carne" (cf. Jn 1, 14). Aquel Verbo que "está en el seno del Padre"
(Jn 1, "8) se convierte en "la luz verdadera" (Jn 1, 9), "la luz del mundo"
(Jn 8, 12). El mismo dice de Sí: "Yo soy el camino, la verdad y la vida"
(Jn 14, 6).

4. Cristo conoce a Dios como el Hijo que conoce al Padre y al mismo


tiempo, es conocido por Él: "Como me conoce el Padre (ginoskei) y yo
conozco a mi Padre...", leemos en el Evangelio de Juan (Jn 10, 15), y casi
idénticamente en los Sinópticos: "Nadie conoce bien al Hijo (epiginoskei)
sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien
el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11, 27; cf. Lc 10, 22).

Por tanto, Cristo, el Hijo, que conoce al Padre, revela al Padre. Y, al


mismo tiempo, el Hijo es revelado por el Padre. Jesús mismo, después de
la confesión de Cesarea de Filipo, lo hace notar a Pedro, quien lo reconoce
como "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt16, 16). "No te lo ha revelado
esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17).

5. Si la misión esencial de Cristo es revelar al Padre, que es "nuestro Dios"


(cf. Jn 20, 17) al propio tiempo Él mismo es revelado por el Padre como
Hijo. Este Hijo "siendo una sola cosa con el Padre" (cf. Jn 10, 30), puede
decir: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14, 9). En Cristo,
Dios se ha hecho "visible": en Cristo se hace realidad la "visibilidad" de
Dios. Lo ha dicho concisamente San Ireneo: "La realidad invisible del Hijo
era el Padre y la realidad visible del Padre era el Hijo" (Adv. haer., IV, 6,
6).

Así, pues, en Jesucristo, se realiza la autorrevelación de Dios en toda su


plenitud. En el momento oportuno se revelará luego el Espíritu que procede
del Padre (cf. Jn 15, 26), y que el Padre enviará en el nombre del Hijo
(cf. Jn 14, 26).

6. A la luz de estos misterios de la Trinidad y de la Encarnación, alcanza su


justo significado la bienaventuranza proclamada por Jesús a sus discípulos:
"¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos
profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír
lo que vosotros oís, pero no lo oyeron" (Lc 10, 23-24).

Casi un vivo eco de estas palabras del Maestro parece resonar en la primera
Carta de Juan: "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo

32
que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras
manos acerca de la Palabra de vida -pues la Vida se manifestó, y nosotros
la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna...-, lo
que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis
en comunión con nosotros" (1 Jn 1, 1-3). En el prólogo de su Evangelio, el
mismo Apóstol escribe: "... y hemos contemplado su gloria, gloria que
recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14).

7. Con referencia a esta verdad fundamental de nuestra fe, el Concilio


Vaticano II, en la Constitución sobre la Divina Revelación, dice: "La
verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre, que transmite dicha
revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda revelación"
(Dei Verbum, 2). Aquí tenemos toda la dimensión de Cristo-Revelación de
Dios, porque esta revelación de Dios es al propio tiempo la revelación de
la economía salvífica de Dios con respecto al hombre y al mundo. En ella,
como dice San Pablo a propósito de la predicación de los Apóstoles, se
trata de "esclarecer cómo se ha dispensado el misterio escondido desde
siglos en Dios, creador de todas las cosas" (Ef 3, 9). Es el misterio del plan
de la salvación que Dios ha concebido desde la eternidad en la intimidad de
la vida trinitaria, en la cual ha contemplado, querido, creado y "re-creado"
las cosas del cielo y de la tierra, vinculándolas a la Encarnación y, por eso,
a Cristo.

8. Recurramos una vez más al Concilio Vaticano II, donde leemos:


"Jesucristo, Palabra hecha carne, 'hombre enviado a los hombres', 'habla
las palabras de Dios' (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el
Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4)...". Él, "con su presencia y
manifestaciones, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo
con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la
verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio
divino, a saber: que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas
del pecado y de la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna.

"La economía cristiana, por ser a alianza nueva y definitiva, nunca pasará;
ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa
manifestación de Jesucristo, nuestro Señor (cf. 1 Tim 6, 14 y Tit 2, 13)"
(Dei Verbum, 4).

JUAN PABLO II

33
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 8 de junio de 1988

La misión de Cristo. 
Jesús, "el testigo fiel" (Ap 1, 5)

1. Leemos en la Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II


respecto a la misión terrena de Jesucristo: "Vino, por tanto, el Hijo
enviado por el Padre, quien nos eligió en El antes de la creación del mundo
y nos predestinó a ser hijos adoptivos, porque se complació en restaurar en
El todas las cosas (cf. Ef 1, 4-5 y 10). Así, pues, Cristo, en cumplimiento de
la voluntad del Padre inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló
su misterio y con su obediencia realizó la redención" (Lumen gentium, 3).

Este texto nos permite considerar de modo sintético todo lo que hemos
hablado en las últimas catequesis. En ellas, hemos tratado de poner de
relieve los aspectos esenciales de la misión mesiánica de Cristo. Ahora el
texto conciliar nos propone de nuevo la verdad sobre la estrecha
y profunda conexión que existe entre esta misión y el mismo Enviado:
Cristo que, en su cumplimiento, manifiesta sus disposiciones y dotes
personales. Se pueden subrayar ciertamente en toda la conducta de Jesús
algunas características fundamentales, que tienen también expresión en su
predicación y sirven para dar una plena credibilidad a su misión mesiánica. 

2. Jesús en su predicación y en su conducta muestra ante todo su profunda


unión con el Padre en el pensamiento y en las palabras. Lo que quiere
transmitir a sus oyentes (y a toda la humanidad) proviene del Padre, que lo
ha "enviado al mundo" (Jn10, 36). "Porque yo no he hablado por mi
cuenta, sino que el Padre que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo
que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que
yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí" (Jn 12, 49-50). "Lo
que el Padre me ha enseñado eso es lo que hablo" (Jn 8, 28). Así leemos en
el Evangelio de Juan. Pero también en los Sinópticos se transmite una
expresión análoga pronunciada por Jesús: "Todo me ha sido entregado por
mi Padre" (Mt 11, 27). Y con este "todo" Jesús se refiere expresamente al
contenido de la Revelación traída por El a los hombres (cf. Mt 11, 25-27;
análogamente Lc 10, 21-22). En estas palabras de Jesús encontramos la
manifestación del Espíritu con el cual realiza su predicación. Él es y
permanece como "el testigo fiel" (Ap 1, 5). En este testimonio se incluye y
resalta esa especial "obediencia" del Hijo al Padre que en el momento
culminante se demostrará como "obediencia hasta la muerte" (cf. Flp 2, 8). 

34
3. En la predicación, Jesús demuestra que su fidelidad absoluta al Padre,
como fuente primera y última de "todo" lo que debe revelarse,
es el fundamento esencial de su veracidad y credibilidad. "Mi doctrina no
es mía, sino del que me ha enviado", dice Jesús, y añade: "El que habla por
su cuenta busca su propia gloria, pero el que busca la gloria del que le ha
enviado ése es veraz y no hay impostura en él" (Jn 7, 16. 18).

En la boca del Hijo de Dios pueden sorprender estas palabras. Las


pronuncia el que es "de la misma naturaleza que el Padre". Pero no
podemos olvidar que El habla también como hombre. Tiene que lograr que
sus oyentes no tengan duda alguna sobre un punto fundamental, esto
es: que la verdad que El transmite es divina y procede de Dios. Tiene que
lograr que los hombres, al escucharle, encuentren en su palabra el acceso a
la misma fuente divina de la verdad revelada. Que no se detengan en quien
la enseña sino que se dejen fascinar por la "originalidad" y por el "carácter
extraordinario" de lo que en esta doctrina procede del mismo Maestro. El
Maestro "no busca su propia gloria". Busca sólo y exclusivamente "la
gloria del que le ha enviado". No habla "en nombre propio", sino en
nombre del Padre.

También es éste un aspecto del "despojo" (kénosis), que según San Pablo
(cf. Flp 2, 7), alcanzará su culminación en el misterio de la cruz.

4. Cristo es el "testigo fiel". Esta fidelidad —en la búsqueda exclusiva de la


gloria del Padre, no de la propia— brota del amor que pretende probar:
"Ha de saber el mundo que amo al Padre" (Jn 14, 31). Pero su revelación
del amor al Padre incluye también su amor a los hombres. Él "pasa
haciendo el bien" (cf. Act 10, 38). Toda su misión terrena está colmada de
actos de amor hacia los hombres, especialmente hacia los más pequeños y
necesitados. "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y
yo os daré descanso" (Mt 11, 28). "Venid": es una invitación que supera el
circulo de los coetáneos que Jesús podía encontrar en los días de su vida y
de su sufrimiento sobre la tierra; es una llamada para los pobres de todos
los tiempos, siempre actual, también hoy, siempre volviendo a brotar en los
labios y en el corazón de la Iglesia.

5. Paralela a esta exhortación hay otra: "Aprended de mí que soy manso y


humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas" (Mt 11, 29).
La mansedumbre y humildad de Jesús llegan a ser atractivas para quien es
llamado a acceder a su escuela: "Aprended de mí". Jesús es "el testigo
fiel" del amor que Dios nutre para con el hombre. En su testimonio están
asociados la verdad divina y el amor divino. Por eso entre la palabra y la
acción, entre lo que Él hace y lo que Él enseña hay una profunda cohesión,
se diría que casi una homogeneidad. Jesús no sólo enseña el amor como el

35
mandamiento supremo, sino que Él mismo lo cumple del modo más
perfecto. No sólo proclama las bienaventuranzas en el sermón de la
montaña, sino que ofrece en Sí mismo la encarnación de este sermón
durante toda su vida. No sólo plantea la exigencia de amar a los enemigos,
sino que Él mismo la cumple, sobre todo en el momento de la crucifixión:
"Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34).

6. Pero esta "mansedumbre y humildad de corazón" en modo alguno


significa debilidad. Al contrario, Jesús es exigente. Su Evangelio es
exigente. ¿No ha sido Él quien ha advertido: "El que no toma su cruz y me
sigue detrás no es digno de mí?. Y poco después: "El que encuentre su vida
la perderá y el que pierda su vida por mí la encontrará" (Mt 10, 38-39). Es
una especie de radicalismo no sólo en el lenguaje evangélico, sino en las
exigencias reales del seguimiento de Cristo, de las que no duda en
reafirmar con frecuencia toda su amplitud: "No penséis que he venido a
traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada" (Mt 10, 34). Es
un modo fuerte de decir que el Evangelio es también una fuente de
"inquietud" para el hombre. Jesús quiere hacernos comprender que el
Evangelio es exigente y que exigir quiere decir también agitar las
conciencias, no permitir que se recuesten en una falsa "paz", en la cual se
hacen cada vez más insensibles y obtusas, en la medida en que en ellas se
vacían de valor las realidades espirituales, perdiendo toda resonancia. Jesús
dirá ante Pilato: "Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la
verdad" (Jn 18, 37). Estas palabras conciernen también a la luz que El
proyecta sobre el campo entero de las acciones humanas, borrando la
oscuridad de los pensamientos y especialmente de las conciencias para
hacer triunfar la verdad en todo hombre. Se trata, pues, de ponerse del lado
de la verdad. "Todo el que es de la verdad escucha mi voz" dirá Jesús
(Jn18, 37). Por ello, Jesús es exigente. No duro o inexorablemente severo:
pero fuerte y sin equívocos cuando llama a alguien a vivir en la verdad.

7. De este modo las exigencias del Evangelio de Cristo penetran en el


campo de la ley y de la moral. Aquel que es el "testigo fiel" (Ap 1, 5) de la
verdad divina, de la verdad del Padre, dice desde el comienzo del sermón
de la montaña: "Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más
pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el reino de
los cielos" (Mt 5, 19). Al exhortar a la conversión, no duda en reprobar a
las mismas ciudades donde la gente rechaza creerle: "¡Ay de ti, Corozain!
¡Ay de ti, Betsaida!" (Lc 10, 13). Mientras amonesta a todos y cada
uno: "...si no os convertís, todos pereceréis"(Lc 13, 3).

8. Así, el Evangelio de la mansedumbre y de la humildad va al mismo paso


que el Evangelio de las exigencias morales y hasta de las severas amenazas

36
a quienes no quieren convertirse. No hay contradicción entre el uno y el
otro. Jesús vive de la verdad que anuncia y del amor que revela y es éste un
amor exigente como la verdad de la que deriva. Por lo demás, el amor ha
planteado las mayores exigencias a Jesús mismo en la hora de Getsemaní,
en la hora del Calvario, en la hora de la cruz. Jesús ha aceptado y
secundado estas exigencias hasta el fondo, porque, como nos advierte el
Evangelista, Él "amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Se trata de un amor fiel,
por lo cual, el día antes de su muerte, podía decir al Padre: "Las palabras
que tú me diste se las he dado a ellos" (Jn 17, 8).

9. Como "testigo fiel" Jesús ha cumplido la misión recibida del Padre en la


profundidad del misterio trinitario. Era una misión eterna, incluida en el
pensamiento del Padre que lo engendraba y predestinaba a cumplirla "en la
plenitud de los tiempos" para la salvación del hombre —de todo hombre—
y para el bien perfecto de toda la creación. Jesús tenía conciencia de esta
misión suya en el centro del plan creador y redentor del Padre; y, por ello,
con todo el realismo de la verdad y del amor traídos al mundo, podía decir:
"Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32).

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 15 de junio de 1988

Jesús fundador de la Iglesia. "...edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18)

1. "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y


creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15). En el comienzo del Evangelio de
Marcos, se dicen estas palabras casi para resumir brevemente la misión de
Jesús de Nazaret, Aquel que ha "venido para anunciar la Buena Nueva". En
el centro de su anuncio se encuentra la revelación del reino de Dios, que se
acerca y, más aún, ha entrado en la historia del hombre ("El tiempo se ha
cumplido").

2. Proclamando la verdad sobre el reino de Dios, Jesús anuncia al


mismo tiempo el cumplimiento de las promesas contenidas en el Antiguo
Testamento. Del reino de Dios hablan ciertamente con frecuencia los
versículos de los Salmos (cf. Sal 102/103, 19; Sal92/93, 1). El Salmo
144/145 canta la gloria y la majestad de este reino y señala
simultáneamente su eterna duración: "Tu reino, un reino por los siglos
todos, tu dominio, por todas las edades" (Sal 144/145, 13). Los posteriores

37
libros del Antiguo Testamento vuelven a tratar este tema. Concretamente,
puede recordarse el anuncio profético, especialmente elocuente del libro de
Daniel: "...el Dios del cielo hará surgir un reino que jamás será destruido y
este reino no pasará a otro pueblo. Pulverizará y aniquilará a todos estos
reinos y subsistirá eternamente" (Dan 2, 44).

3. Refiriéndose a estos anuncios y promesas del Antiguo Testamento, el


Concilio Vaticano II constata y afirma: "Este reino brilla ante los hombres
en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo" (Lumen gentium,
5)... "Cristo, en cumplimiento de la voluntad de Padre, inauguró en la
tierra el reino de los cielos" (Lumen gentium, 3). Al mismo tiempo, el
Concilio subraya que "nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia
predicando la Buena Nueva, es decir, la llegada del reino de Dios
prometido desde siglos en la Escritura..." (Lumen gentium, 5). El inicio de
la Iglesia, su fundación por Cristo, se inscribe en el Evangelio del reino de
Dios, en el anuncio de su venida y de su presencia entre los hombres. Si el
reino de Dios se ha hecho presente entre los hombres gracias a la venida de
Cristo, a sus palabras y a sus obras, es también verdad que, por expresa
voluntad suya, "está presente en la Iglesia, actualmente en misterio, y por el
poder de Dios crece visiblemente en el mundo" (Lumen gentium, 3).

4. Jesús dio a conocer de varias formas a sus oyentes la venida del reino de
Dios. Son sintomáticas las palabras que pronunció a propósito de la
"expulsión del demonio" fuera de los hombres y del mundo: "...si por el
dedo de Dios expulso yo a los demonios..., es que ha llegado a vosotros el
reino de Dios" (Lc 11, 20). El reino de Dios significa, realmente, la
victoria sobre el poder del mal que hay en el mundo y sobre aquel que es
su principal agente escondido. Se trata del espíritu de las tinieblas, dueño
de este mundo; se trata de todo pecado que nace en el hombre por efecto de
su mala voluntad y bajo el influjo de aquella arcana y maléfica presencia.
Jesús, que ha venido para perdonar los pecados, incluso cuando cura de las
enfermedades, advierte que la liberación del mal físico es señal de la
liberación del mal más grave que arruina el alma del hombre. Hemos
explicado esto con mayor amplitud en las catequesis anteriores.

5. Los diversos signos del poder salvífico de Dios ofrecidos por Jesús con
sus milagros, conectados con su Palabra, abren el camino para la
comprensión de la verdad del reino de Dios en medio de los hombres. El
explica esta verdad, sirviéndose especialmente de las parábolas, entre las
cuales se encuentran la del sembrador y la de la semilla. La semilla es la
Palabra de Dios, que puede ser acogida de modo que crezca en el terreno
del alma humana o, por diversos motivos, no ser acogida o serlo de un
modo que no pueda madurar y dar fruto en el tiempo oportuno (cf. Mc 4,

38
14-20). Pero he aquí otra parábola que nos pone frente al misterio del
desarrollo de la semilla por obra de Dios: " El reino de Dios es como un
hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de
día, el grano brota y crece sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí
misma, primero, hierba, luego espiga, después trigo abundante en la
espiga" (Mc 4, 26-28). Es el poder de Dios el que "hace crecer", dirá San
Pablo (1 Cor 3, 6 ss.) y, como escribe el Apóstol, es Él quien da "el querer
y el obrar" (Flp 2, 13).

6. El reino de Dios, o "reino de los cielos", como dice Mateo (cf. 3, 2, etc.),
ha entrado en la historia del hombre sobre la tierra por medio de
Cristo que también, durante su pasión y en la inminencia de su muerte en la
cruz, habla de Sí mismo como de un Rey y, a la vez, explica el carácter del
reino que ha venido a inaugurar sobre la tierra. Sus respuestas a Pilato,
recogidas en el cuarto Evangelio, (Jn 18, 33 ss.), sirven como texto clave
para la comprensión de este punto. Jesús se encuentra frente al Gobernador
romano, a quien ha sido entregado por el Sanedrín bajo la acusación de
haberse querido hacer "Rey de los judíos". Cuando Pilato le presente este
hecho, Jesús responde: "Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuese de
este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los
judíos" (Jn 18, 36). Pese a que Cristo no es un rey en sentido terreno de la
palabra, ese hecho no cancela el otro sentido de su reino, que Él explica en
la respuesta a una nueva pregunta de su juez. Luego, "¿Tú eres rey?",
pregunta Pilato. Jesús responde con firmeza: "Sí, como dices, soy rey. Yo
para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de
la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz" (Jn 18, 37). Es la
más neta e inequívoca proclamación de la propia realeza, pero también de
su carácter trascendente, que confirma el valor más profundo del espíritu
humano y la base principal de las relaciones humanas: "la verdad".

7. El reino que Jesús, como Hijo de Dios encarnado, ha inaugurado en la


historia del hombre, siendo de Dios, se establece y crece en el espíritu del
hombre con la fuerza de la verdad y de la gracia, que proceden de Dios,
como nos han hecho comprender las parábolas del sembrador y de la
semilla, que hemos resumido. Cristo es el sembrador de esta verdad.
Pero, en definitiva será por medio de la cruz como realizará su realeza y
llevará a cabo la obra de la salvación en la historia de la humanidad: "Yo,
cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32).

8. Todo esto se trasluce también de la enseñanza de Jesús sobre el Buen


Pastor, que "da su vida por las ovejas" (Jn 10, 11). Estaimagen del
pastor está estrechamente ligada con la del rebaño y de las ovejas que
escuchan la voz del pastor. Jesús dice que es el Buen Pastor que "conoce a

39
sus ovejas y ellas le conocen" (Jn 10, 14). Como Buen Pastor, busca a la
oveja perdida (cf. Mt 18, 12; Lc 15, 4) e incluso piensa en las "otras ovejas
que no son de este redil"; también a ésas las "tiene que conducir" para que
"escuchen su voz y haya un solo rebaño y un solo pastor" (Jn 10, 16). Se
trata, pues, de una realeza universal, ejercida con ánimo y estilo de pastor,
para llevar a todos a vivir en la verdad de Dios.

9. Como se ve, toda la predicación de Cristo, toda su misión mesiánica se


orienta a "reunir" el rebaño. No se trata solamente de cada uno de sus
oyentes, seguidores, imitadores. Se trata de una "asamblea", que en arameo
se dice "kehala" y, en hebreo, "qahal", que corresponde al griego
"ekklesia". La palabra griega deriva de un verbo que significa "llamar"
("llamada" en griego se dice "klesis") y esta derivación etimológica sirve
para hacernos comprender que, lo mismo que en la Antigua Alianza Dios
había "llamado" a su pueblo Israel, así Cristo llama al nuevo Pueblo de
Dios escogiendo y buscando sus miembros entre todos los hombres. Él los
atrae a Sí y los reúne en torno a su persona por medio de la palabra del
Evangelio y con el poder redentor del misterio pascual. Este poder divino,
manifestado de forma definitiva en la resurrección de Cristo, confirmará el
sentido de las palabras que una vez se dijeron a Pedro: "sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18), es decir: la nueva asamblea del reino de
Dios.

10. La Iglesia-Ecclesia-Asamblea recibe de Cristo el mandamiento nuevo:


"Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que,
como yo os he amado... en esto conocerán todos que sois discípulos míos"
(Jn 13, 34-35; cf. Jn 15, 12). Es cierto que la "asamblea-Iglesia" recibe de
Cristo también su estructura externa (de lo que trataremos próximamente),
pero su valor esencial es la comunión con el mismo Cristo: es Él quien
"reúne" la Iglesia, es El quien la "edifica" constantemente como su Cuerpo
(cf. Ef 4, 12), como reino de Dios con dimensión universal. "Vendrán de
Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur y se pondrán a la mesa (con
Abraham, Isaac y Jacob) en el reino de Dios" (cf. Lc 13, 28-29).

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 22 de junio de 198

40
Jesús fundador de la estructura ministerial de la Iglesia
"...yo dispongo un reino para vosotros" (Lc 22, 29)

1. Hemos dicho en la catequesis anterior que toda la misión de Jesús de


Nazaret, su enseñanza, los signos que hacía, hasta el supremo de todos, la
resurrección ("el signo del Profeta Jonás") estaban destinados a "reunir" a
los hombres. Esta "asamblea" del nuevo Pueblo de Dios es el primer
esbozo de la Iglesia, en la cual, por voluntad de institución de Cristo, debe
verificarse y perdurar, en la historia del hombre, el reino de Dios iniciado
con la venida y con la misión mesiánica de Cristo. Jesús de
Nazaret anunciaba el Evangelio a todos los que le seguían para escucharlo,
pero, al mismo tiempo, llamó a algunos, de modo especial, a seguirlo a fin
de prepararlos Él mismo para una misión futura. Se trata por ejemplo de la
vocación de Felipe (Jn 1, 43), de Simón (Lc 5, 10) y de Leví, el publicano:
también a él se dirige Cristo con su "sígueme" (cf. Lc 5, 27-28). 

2. De especial relieve es para nosotros el hecho de que entre sus discípulos


Jesús haya elegido a los Doce: una elección que tenía también el carácter
de una "institución". El Evangelio de Marcos (3, 14) emplea a este respecto
la expresión: "instituyó" (en griego έποίησεν) palabra que en el texto griego
de los Setenta se aplica también a la obra de la creación; por eso, el texto
original hebreo usa la palabra bara, que no tiene en griego un término que
le corresponda con precisión: bara expresa aquello que sólo Dios mismo
"hace", creando de la nada. En todo caso, también la expresión
griega «έποίησεν» es lo suficientemente elocuente en relación con los
Doce. Habla de su institución como de una acción decisiva de Cristo que ha
producido una nueva realidad. Las funciones —las tareas— que los Doce
reciben son consecuencia de aquello en que se han convertido en virtud de
la institución por parte de Cristo (instituyó = hizo).

3. Es sintomático también el modo cómo Jesús ha realizado la elección de


los Doce. "...Jesús se fue al monte a orar y se pasó la noche en la oración de
Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos y eligió doce de entre
ellos a los que llamó también apóstoles" (Lc 6, 12-13). Siguen los nombres
de los elegidos, Simón, a quien Jesús da el nombre de Pedro, Santiago y
Juan (Marcos precisa que eran hijos de Zebedeo y que Jesús les dio el
sobrenombre de Boanerges, que significa "hijos del trueno"), Felipe,
Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, llamado el
Zelote, Judas de Santiago y Judas Iscariote, "que llegó a ser un traidor"
(Lc 6, 16). Hay concordancia entre las listas de los Doce que se encuentran
en los tres Evangelios sinópticos y en los Hechos de los Apóstoles, aparte
de alguna pequeña diferencia.

41
4. Jesús mismo hablará un día de esta elección de los Doce subrayando el
motivo por el que la hizo: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que
yo os he elegido a vosotros..." (Jn 15, 16); y añadirá: "Si fueseis del
mundo, el mundo amaría lo suyo, pero, como no sois del mundo, porque
yo, al elegiros, os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo" (Jn 15,
19).

Jesús había instituido a los Doce "para que estuvieran con Él", para
poderlos "enviar a predicar con poder de expulsar a los demonios" (Mc 3,
14-15). Han sido, pues, elegidos e "instruidos" para una misión precisa.
Son unos enviados (="apostoloi"). En el texto de Juan leemos también: "No
me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os
he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca"
(Jn 15, 16). Este "fruto" viene designado en otro apartado con la imagen de
la "pesca", cuando Jesús, después de la pesca milagrosa en el lago de
Genesaret, dice a Pedro, todo emocionado por aquel hecho prodigioso: "No
temas, desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5, 10).

5. Jesús pone la misión de los Apóstoles en relación de continuidad con la


propia misión cuando en la oración (sacerdotal) de la última Cena dice al
Padre: "Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al
mundo" (Jn 17, 18). En este contexto se hacen también comprensibles otras
palabras de Jesús "Yo por mi parte dispongo un reino para vosotros como
mi Padre lo dispuso para mí" (Lc 22, 29). Jesús no dice a los Apóstoles
simplemente "A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios"
(Mc 4, 11), como si les fuese "dado" de una forma solo cognoscitiva, sino
que "transmite" a los Apóstoles el reino que Él mismo ha iniciado con su
misión mesiánica sobre la tierra. Este reino "dispuesto" para el Hijo por el
Padre es el cumplimiento de las promesas hechas ya en la Antigua Alianza.
El número mismo de los "doce" apóstoles corresponde, en las palabras de
Cristo, a las "doce tribus de Israel": "...vosotros que me habéis seguido, en
la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria,
os sentaréis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus
de Israel" (Mt 19, 28 y también Lc 22, 30). Los Apóstoles —"los Doce"—
como inicio del nuevo Israel son al mismo tiempo "situados" en la
perspectiva escatológica de la vocación de todo el Pueblo de Dios.

6. Después de la resurrección, Cristo, antes de enviar definitivamente a los


Apóstoles a todo el mundo, vincula a su servicio la administración de los
sacramentos del bautismo (cf. Mt28, 18-20), de la Eucaristía (cf. Mc 14, 22-
24 y paralelos) y la penitencia y reconciliación (cf. Jn 20, 22-23),
instituidos por Él como signos salvíficos de la gracia. Los Apóstoles son
dotados, por tanto, de autoridad sacerdotal y pastoral en la Iglesia.

42
De la institución de la estructura sacramental de la Iglesia hablaremos en la
próxima catequesis. Aquí queremos hacer notar la institución de la
estructura ministerial, ligada a los Apóstoles y, en consecuencia, a la
sucesión apostólica en la Iglesia. A este respecto debemos también recordar
las palabras con las cuales Jesús describió y luego instituyó el
especial ministerium de Pedro: "Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo
que ates en la tierra quedará atado en los cielos y lo que desates en la tierra
quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 18-19). Todas las semejanzas que
observamos, nos hacen percibir la idea de la Iglesia-reino de Dios, dotada
de una estructura ministerial, tal como estaba en el pensamiento de Jesús.

7. Las cuestiones del ministerium y al mismo tiempo del sistema jerárquico


de la Iglesia se profundizarán de una manera más detallada en el siguiente
ciclo de catequesis eclesiológicas. Aquí es oportuno hacer notar solamente
el especial significado que concierne a la dolorosa experiencia de la pasión
y de la muerte de Cristo en la cruz. Al prever la negación de Pedro, Jesús
dice al Apóstol: "...pero yo he rogado por ti para que tu fe no
desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos" (Lc 22,
32). Más tarde, después de la resurrección, obtenida la triple confesión de
amor por parte de Pedro ("Señor, Tú sabes que te quiero"), Jesús le
confirma definitivamente su misión pastoral universal: "Apacienta mis
ovejas..." (cf. Jn 21, 15-17).

8. Podemos decir, por consiguiente, que los diferentes pasajes del


Evangelio indican claramente que Jesucristo transmite a los Apóstoles "el
reino" y "la misión" que Él mismo recibió del Padre y, a la vez, instituye la
estructura fundamental de su Iglesia, donde este reino de Dios, mediante la
continuidad de la misión mesiánica de Cristo, debe realizarse en todas las
naciones de la tierra, como cumplimiento mesiánico y escatológico de las
eternas promesas de Dios. Las últimas palabras dirigidas por Jesús a los
Apóstoles, antes de su regreso al Padre, expresan de manera definitiva la
realidad y las dimensiones de esta institución: "Me ha sido dado todo poder
en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo
y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 18-20 y
también Mc 16, 15-18 y Lc 24, 47-48).

43
JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 13 de julio de 1988

Jesús fundador de la estructura sacramental en la vida de la Iglesia

1. "He aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo" (Mt 18, 20). Estas palabras, pronunciadas por Jesús resucitado
cuando envió a los Apóstoles a todo el mundo, testifican que el Hijo de
Dios, que, viniendo al mundo, dio comienzo al reino de Dios en la historia
de la humanidad, lo transmitió a los Apóstoles en estrecha vinculación con
la continuación de su misión mesiánica ("Yo, por mi parte, dispongo un
reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mi", Lc 22, 29). Para la
realización de este reino y el cumplimiento de su misma misión, Él
instituyó en la Iglesia una estructura visible "ministerial", que debía durar
"hasta el fin del mundo", en los sucesores de los Apóstoles, según el
principio de transmisión sugerido por las palabras mismas de Jesús
resucitado. Es un "ministerium" ligado al "mysterium", por el cual los
Apóstoles se consideran y quieren ser considerados "servidores de Cristo y
administradores de los misterios de Dios" (1 Cor 4, 1). La estructura
ministerialde la Iglesia supone e incluye una estructura sacramental que es
"de servicio" en sus dimensiones (ministerium = servicio).

2. Esta relación entre ministerium y mysterium recuerda una verdad


teológica fundamental: Cristo ha prometido no sólo estar "con los
Apóstoles, esto es "con" la Iglesia, hasta el fin del mundo, sino también
estar Él mismo "en" la Iglesia como fuente y principio de vida divina: de la
"vida eterna" que pertenece a Aquél que ha confirmado, por medio del
misterio pascual, su poder victorioso sobre el pecado y la muerte. Mediante
el servicio apostólico de la Iglesia, Cristo desea transmitir a los hombres
esta vida divina, para que puedan "permanecer en Él y Él en ellos", según
se expresa en la parábola de la vid y los sarmientos, que forma parte del
discurso de despedida, recogido en el Evangelio de Juan (Jn 15, 5 ss.). "Yo
soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese
da mucho fruto; porque, separados de mí, no podéis hacer nada" (Jn 15, 5).

3. Así, pues, por institución de Cristo, la Iglesia posee no sólo una


estructura ministerial visible y "externa", sino al mismo tiempo (y sobre
todo) una capacidad "interior", que pertenece a una esfera invisible, pero
real, donde se halla la fuente de toda donación de la vida divina, de la

44
participación en la vida trinitaria de Dios: de esa vida que es Cristo y que
de Cristo, por mediación del Espíritu Santo, se comunica a los hombres en
cumplimento del plan salvífico de Dios. Los sacramentos, instituidos por
Cristo, son los signos visibles de esta capacidad de transmitir la vida
nueva, el nuevo don de sí que Dios mismo hace al hombre, esto es, la
gracia. Los sacramentos la significan y al propio tiempo la comunican.
También dedicaremos a los sacramentos de la Iglesia un ciclo de
catequesis. Lo que ahora nos urge es hacer notar antes que nada la esencial
unión de los sacramentos con la misión de Cristo, quien, al fundar la
Iglesia la dotó de una estructura sacramental. Como signos, los
sacramentos pertenecen al orden visible de la Iglesia. Simultáneamente, lo
que ellos significan y comunican, la vida divina, pertenece al mysterium
invisible, del cual deriva la vitalidad sobrenatural del Pueblo de Dios en la
Iglesia. Esta es la dimensión invisible de la vida de la Iglesia que, al
participar en el misterio de Cristo, de Él saca esa vida, como de una de una
fuente que ni se seca ni se secará y que se identifica más y más con Él,
única "vid" (cf. Jn 15, 1).

4. En este punto debemos al menos reseñar la específica inserción de los


sacramentos en la estructura ministerial de la Iglesia.

Sabemos que, durante su actividad pública, Jesús "realizaba signos" (cf.


p.e., Jn 2, 23: 6, 2 ss.). Cada uno de ellos constituía la manifestación del
poder salvífico (omnipotencia) de Dios, liberando a los hombres del mal
físico. Pero, a la vez, estos signos, es decir, los milagros, precisamente por
ser signos, señalaban la superación del mal moral, la transformación y la
renovación del hombre en el Espíritu Santo. Los signos sacramentales, con
los que Cristo ha dotado a su Iglesia, deben servir al mismo objetivo. Esto
está claro en el Evangelio.

5. Ante todo en lo que se refiere al bautismo. Este signo de purificación


espiritual lo usaba ya Juan el Bautista, de quien Jesús recibió "el bautismo
de penitencia" en el Jordán (cf. Mc 1, 9 y par.). Pero el mismo Juan
distinguía claramente el bautismo administrado por él y el que
administraría Cristo: "Aquél que viene detrás de mi... os bautizará en
Espíritu Santo" (Mt 3, 11). Encontramos además en el cuarto Evangelio
una alusión interesante al "bautismo" que administraba Jesús, y más
concretamente sus discípulos en "la región de Judea", diferente del de Juan
(cf. Jn 3, 22. 26; 4, 2).

A su vez, Jesús habla, del bautismo que Él mismo debe


recibir, indicando con estas palabras su futura pasión y muerte en la cruz:
"Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta
que se cumpla!" (Lc 12, 50). Y a los dos hermanos, Juan y Santiago,

45
pregunta: "¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber, o ser bautizados con
el bautismo con que yo voy a ser bautizado?" (Mc 10, 38).

6. Si queremos referirnos propiamente al sacramento que se transmitirá a la


Iglesia, encontramos la referencia especialmente en las palabras de Jesús a
Nicodemo: "En verdad, en verdad te digo, el que no nazca del agua y del
Espíritu no puede entrar en el reino de Dios" (Jn 3, 5).

Al enviar a los Apóstoles a predicar el Evangelio a todo el mundo, Jesús les


mandó que administraran este bautismo: el bautismo "en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19) y precisó: "el que crea y
sea bautizado se salvará" (Mc 16, 16). "Ser salvado", "entrar en el reino de
Dios", quiere decir tener la vida divina que Cristo da, como "la vid a los
sarmientos" (Jn 15, 1), por obra de este "bautismo" con el cual Él mismo
ha sido "bautizado" en el misterio pascual de su muerte y resurrección. San
Pablo presentará magníficamente el bautismo cristiano como "inmersión en
la muerte de Cristo" para permanecer unidos a Él en la resurrección y vivir
una vida nueva (cf. Rom 6, 3-11). El bautismo es el comienzo sacramental
de esta vida en el hombre.

La importancia fundamental del bautismo para la participación en la vida


divina la ponen de relieve las palabras con las que Cristo envía a los
Apóstoles a predicar el Evangelio por todo el mundo (cf. Mt 28, 19).

7. Los mismos Apóstoles, en estrecha unión con la Pascua de Cristo, han


sido provistos de la autoridad de perdonar los pecados. También Cristo
naturalmente poseía esa autoridad: "...el Hijo del hombre tiene en la tierra
poder de perdonar pecados" (Mt 9, 6). El mismo poder lo transmitió a los
Apóstoles después de la resurrección cuando sopló sobre ellos y dijo:
"Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán
perdonados, a quienes se los retengáis les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23).
"Perdonar los pecados" significa en positivo restituir al hombre la
participación en la vida divina que hay en Cristo. El sacramento de la
penitencia (o de la reconciliación) está, pues, unido de modo esencial con
el misterio de "la vid y de los sarmientos".

8. Sin embargo, la plena expresión de esta comunión de vida con Cristo es


la Eucaristía. Jesús instituyó este sacramento el día antes de su muerte
redentora en la cruz, durante la última Cena (la cena pascual) en el
Cenáculo de Jerusalén (cf. Mc 14, 22-24; Mt 26, 26-30; Lc 22, 19-20 y 1
Cor 11, 23-26). El sacramento es el signo duradero de la presencia de su
Cuerpo entregado a la muerte y de su Sangre derramada "para el perdón de
los pecados" y, al mismo tiempo, cada vez que se celebra, se hace presente
el sacrificio salvífico del Redentor del mundo. Todo esto acontece bajo el

46
signo sacramental del pan y del vino y, por consiguiente, del banquete
pascual, unido por Jesús al misterio mismo de la cruz, como nos recuerdan
las palabras de la institución, repetidas en la fórmula sacramental: "Este es
mi Cuerpo, que será entregado por vosotros; éste es el cáliz de mi Sangre,
que será derramada por vosotros y por todos para el perdón de los
pecados".

9. El alimento y la bebida, que en el orden temporal sirven para el sustento


de la vida humana, en su significación sacramental indican y producen la
participación en la vida divina, que es Cristo, "la Vid". Él, con el precio de
su sacrificio redentor, transmite esta vida a los "sarmientos", sus discípulos
y seguidores. Lo ponen de relieve las palabras del anuncio eucarístico
pronunciadas en la sinagoga de Cafarnaún: "Yo soy el pan vivo bajado del
cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre y el pan que Yo le voy a
dar es mi Carne por la vida del mundo" (Jn 6, 51). "El que come mi carne y
bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo lo resucitaré el último día" (Jn 6,
54).

10. La Eucaristía, como signo del banquete fraterno, está estrechamente


vinculada con la promulgación del mandamiento del amor
mutuo (cf. Jn 13, 34; 15, 12). Según la enseñanza paulina, este amor une
íntimamente a todos los que integran la comunidad de la Iglesia: "un solo
pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan" (1
Cor 10, 17). En esta unión, fruto del amor fraterno, se refleja de alguna
manera, la unidad trinitaria del Hijo con el Padre, según resulta de la
oración de Jesús: "para que todos sean uno como Tú, Padre, en mí y Yo en
ti..." (Jn 17, 21). La Eucaristía es la que nos hace partíicipes de la unidad
de la vida de Dios, según las palabras de Jesús: "Lo mismo que el Padre,
que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma
vivirá por mí" (Jn 6, 57).

Precisamente por esto la Eucaristía es el sacramento que de modo


particularísimo "edifica la Iglesia" como comunidad de los que participan
en la vida de Dios por medio de Cristo única "Vid".

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

47
Sábado 23 de julio de 1988

Jesucristo transmite a la Iglesia el patrimonio de la santidad (Ef 5, 25b-


27)

1. “Permaneced en mí, como yo en vosotros...” (Jn 15, 4). Estas palabras


de la parábola de la vid y los sarmientos configuran lo que, por voluntad de
Cristo, debe ser la Iglesia en su estructura interna. El “permanecer” en
Cristo significa un vínculo vital con Él, fuente de vida divina. Dado que
Cristo llama a la Iglesia a la existencia, dado que le concede también una
estructura ministerial “externa”, “edificada” sobre los Apóstoles, no hay
duda de que el “ministerium” de los Apóstoles y de sus sucesores, al igual
que el de toda la Iglesia, debe permanecer al servicio del “mysterium”: y
este mysterium es el de la vida, la participación en la vida de Dios, que
hace de la Iglesia una comunidad de hombres vivos Para esta finalidad la
Iglesia recibe de Cristo la “estructura sacramental”, de la cual hemos
hablado en la última catequesis. Los sacramentos son los “signos” de la
acción salvífica de Cristo, que derrota los poderes del pecado y de la
muerte injertando y fortificando en los hombres los poderes de la gracia y
de la vida, cuya plenitud es Cristo.

2. Esta plenitud de gracia (cf. Jn 1, 14) y esta vida sobreabundante


(cf. Jn 10, 10) se identifican con la santidad. La santidad está en Dios y
sólo desde Dios puede llegar a la creatura, en concreto, al hombre. Es una
verdad que recorre toda la Antigua Alianza: Dios es Santo y llama a la
santidad. Son memorables estas exhortaciones de la ley mosaica: “Sed
santos, porque yo, Yavé, vuestro Dios, soy santo (Lev 18, 2) Guardad mis
preceptos y cumplidlos. Yo soy Yavé el que os santifico” (Lev 20, 8).
Aunque estas citas proceden del Levítico, que era el código cultual de
Israel: la santidad ordenada y recomendada por Dios no puede entenderse
sólo en un sentido ritual, sino también en sentido moral: se trata de aquello
que, de la forma más esencial, asemeja al hombre con Dios y lo hace digno
de acercarse a Dios en el culto: la justicia y la pureza interior. 

3. Jesucristo es la encarnación viva de esta santidad. El mismo se presenta


como “aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo” (Jn 10,
36). De Él, el mensajero de su nacimiento dice a María: “El que ha de nacer
será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35). Los Apóstoles son
testigos de esta santidad, como proclama Pedro en nombre de todos:
“Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 69). Es
una santidad que se fue manifestando cada vez más a lo largo de su vida,

48
comenzando por la infancia (cf. Lc 2, 40. 52), hasta alcanzar su cima en el
sacrificio ofrecido “por los hermanos”, según las mismas palabras de Jesús:
“Por ellos me santifico a mí mismo para que ellos también sean
santificados en la verdad” (Jn 17, 20), en conformidad con su otra
declaración: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos” (Jn 15, 13). 

4. La santidad de Cristo debe llegar a ser la herencia viva de la


Iglesia. Esta es la finalidad de la obra salvífica de Jesús, anunciada por Él
mismo: “Para que también ellos sean santificados en la verdad” (Jn 17, 19).
Así lo comprendió Pablo, que, en la Carta a los Efesios, escribe que Cristo
“amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella para santificarla” (Ef 5,
25-26), para que fuera “santa e inmaculada” (Ef 5, 27). 

Jesús ha hecho suya la llamada a la santidad, que Dios dirigió ya a su


Pueblo en la Antigua Alianza: “Sed santos, porque yo, Yavé, vuestro Dios,
soy santo” (Lev 19, 2). Con toda la fuerza ha repetido esa llamada de
forma ininterrumpida con su palabra y con el ejemplo de su vida. Sobre
todo, en el sermón de la montaña, ha dejado a su Iglesia el código de la
santidad cristiana. Precisamente en esa página leemos que, después de
haber dicho “que no he venido a abolir a ley ni los profetas, sino a dar
cumplimiento” (cf. Mt 5, 17), Jesús exhorta a sus seguidores a una
perfección que tiene a Dios por modelo: “Vosotros, pues, sed perfectos
como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). Puesto que el Hijo
refleja del modo más pleno esta perfección del Padre, Jesús puede decir en
otra ocasión: “ El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9). 

5. A la luz de esta exhortación de Jesús podemos comprender mejor cómo


el Concilio Vaticano II ha puesto de relieve la llamada universal a la
santidad. Es una cuestión, sobre la que volveremos a su debido tiempo, en
el ciclo de catequesis relativo a la Iglesia. Pero aquí hay que llamar ahora la
atención sobre sus puntos esenciales, en los que se distingue mejor el
vínculo que tiene la llamada a la santidad con la misión de Cristo y, sobre
todo, con su ejemplo vivo.

“Todos en la Iglesia –dice el Concilio- ...son llamados a la santidad, según


aquello del Apóstol: porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra
santificación (1 Tes 4, 3; Ef 1, 4)” (Lumen gentium, 39). Las palabras del
Apóstol son un eco fiel de la enseñanza de Cristo, el Maestro, quien, según
el Concilio, «envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera interiormente
para que amen a Dios con todo el corazón con toda el alma, con toda la
mente y con todas las fuerzas (cf. Mc 12, 30) y para que se amen unos a
otros como Cristo nos amó (cf. Jn 13, 34; 15, 12)” (Lumen gentium, 40). 

49
6. La llamada a la santidad concierne, pues, a todos, «ya pertenezcan a la
jerarquía, ya pertenezcan a la grey” (Lumen gentium, 39): «Todos los
fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de
la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Lumen gentium, 40). 

El Concilio hace notar que la santidad de los cristianos brota de la santidad


de la Iglesia y es manifestación de ella. Dice ciertamente que la santidad
“se expresa de múltiples modos en todos aquellos que, con edificación de
los demás, se acercan en su propia vida a la cumbre de la caridad” (Lumen
gentium, 39). En esta diversidad se realiza una santidad que es única por
parte de cuantos son movidos por el Espíritu de Dios y “siguen a Cristo
pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su
gloria” (Lumen gentium, 41). 

7. Aquellos a quienes Jesús exhortaba “a seguirle”, comenzando por los


Apóstoles, estaban dispuestos a dejarlo todo por Él, según atestiguó Pedro:
“Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo por Él, según atestiguó Pedro:
“Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19, 27).
“Todo” significa en este caso no solo “los bienes temporales”. “la casa... la
tierra”, sino también las personas queridas: “hermanos, hermanas, padre,
madre, hijos” (cf. Mt 19, 29) y, por tanto, la familia. Jesús mismo era el
perfecto modelo de esta renuncia. Por eso podía exhortar a sus discípulos a
semejantes renuncias, incluido el “celibato por el reino de los cielos”
(cf. Mt 19, 12). 

El programa de santidad de Cristo, dirigido a los hombres y mujeres que lo


seguían (cf., por ejemplo, Lc 8, 1-3), se expresa de una manera especial en
los consejos evangélicos. Como recuerda el Concilio, “los consejos
evangélicos, castidad ofrecida a Dios, pobreza y obediencia, como consejos
fundados en las palabras y ejemplos del Señor..., son un don divino que la
Iglesia recibió del Señor y que con su gracia se conserva perpetuamente”
(Lumen gentium, 43). 

8. Pero debemos añadir inmediatamente que la vocación a la santidad en su


universalidad incluye también a las personas que viven en el matrimonio,
así como a los viudos y viudas, y a quienes conservan la posesión de sus
bienes y los administran, se ocupan de los asuntos terrenos, desempeñan
sus profesiones, tareas y oficios con total disposición de sí mismos, según
su conciencia y su libertad. Jesús les ha indicado su propio camino de
santidad, por el hecho de haber comenzado su actividad mesiánica con la
participación en las bodas de Caná (cf Jn 2, 1-11) y por haber recordado
los principios eternos de la ley divina, válidos para los hombres y las
mujeres de toda condición, y sobre todo los principios del amor, de la
unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mc 10, 1-12, Mt 19, 19)

50
y de la castidad (cf. Mt 5, 28-30). Por esto, también el Concilio, al hablar
de la vocación universal a la santidad, consagra un lugar especial a las
personas unidas por el sacramento del matrimonio: “...los esposos y padres
cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden el uno al otro en la gracia
con la fidelidad en su amor a lo largo de toda la vida, y eduquen en la
doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole que el Señor les
haya dado. De esta manera ofrecen al mundo el ejemplo de un incansable y
generoso amor...” (Lumen gentium, 41).

9. En todos los mandamientos y exhortaciones de Jesús y de la Iglesia


emerge el primado de la caridad. Realmente la caridad, según San Pablo, es
“el vínculo de la perfección” (Col 3, 14). La voluntad de Jesús es que “nos
amemos los unos a los otros como Él nos ha amado” (Jn 15, 12): por
consiguiente, un amor que, como el suyo, llega “hasta el extremo” (Jn 13,
1). Este es el patrimonio de santidad que Jesús dejó a su Iglesia. Todos
estamos llamados a participar de él y alcanzar, de ese modo, la plenitud de
gracia y de vida que hay en Cristo. La historia de la santidad cristiana es la
comprobación de que, viviendo en el espíritu de las bienaventuranzas
evangélicas, proclamadas en el sermón de la montaña (cf. Mt 5, 3-12), se
cumple la exhortación de Cristo, que se halla en el centro de la parábola de
la vid y los sarmientos: “Permaneced en mí como yo en vosotros... el que
permanece en mí y yo en él, éste da mucho fruto” (Jn 15, 4. 5). Estas
palabras se realizan, revistiéndose de múltiples formas, en la vida de cada
uno de los cristianos y muestran así, a lo largo de los siglos, la multiforme
riqueza y belleza de la santidad de la Iglesia, la “hija del Rey”, vestida de
perlas y brocado (cf. Sal 44/45, 14).

JUAN PABLO II

51
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de julio de 1988

Jesús liberador: libera al hombre de la esclavitud del pecado

1. "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y


creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15): Estas palabras que dice Marcos al
comienzo de su Evangelio, resumen y esculpen lo que vamos explicando en
este ciclo de catequesis cristológicas sobre la misión mesiánica de
Jesucristo. Según esas palabras, Jesús de Nazaret es el que anuncia la
"cercanía del reino de Dios" en la historia terrena del hombre. Es aquel con
el cual ha entrado el reino de Dios de modo definitivo e irrevocable en la
historia de la humanidad, y tiende, a través de esta "plenitud del tiempo",
hacia el cumplimiento escatológico en la eternidad de Dios mismo. 

Jesucristo "transmite" el reino de Dios a los Apóstoles. En ellos se apoya el


edificio de su Iglesia la cual, después de su partida, ha de continuar la
propia misión: "Como el Padre me envió, también yo os envío... Recibid el
Espíritu Santo" (Jn 20, 21. 22). 

2. En este contexto se debe considerar lo que hay de esencial en la misión


mesiánica de Jesús. El Símbolo de la fe lo expresa con estas palabras: "Por
nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo" (Símbolo
niceno-constantinopolitano). Lo esencial en toda la misión de Cristo es la
obra de la salvación, que está indicada "en el mismo nombre de
Jesús" (Yeshûa' = Dios salva), que se le puso en la anunciación del
nacimiento del Hijo de Dios, cuando el Ángel dijo a José: "(María) dará a
luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo
de sus pecados" (Mt 1, 21). Con estas palabras, que José oyó en sueños, se
repite lo que María había oído en la Anunciación: "Le pondrás por nombre
Jesús" (Lc 1, 31). Muy pronto los ángeles anunciaron a los pastores, en los
alrededores de Belén, la llegada al mundo del Mesías (= Cristo) como
Salvador: "Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es
Cristo el Señor" (Lc 2, 11): "...porque él salvará a su pueblo de sus
pecados" (Mt1, 21). 

3. "Salvar" quiere decir: liberar del mal. Jesucristo es el Salvador del


mundo porque ha venido a liberar al hombre de ese mal fundamental, que
ha invadido la intimidad del hombre a lo largo de toda su historia, después
de la primera ruptura de la alianza con el Creador. El mal del pecado es
precisamente este mal fundamental que aleja de la humanidad la

52
realización del reino de Dios. Jesús de Nazaret, que desde el principio de su
misión anuncia la "cercanía del reino de Dios", viene como Salvador. Él no
sólo anuncia el reino de Dios, sino que elimina el obstáculo esencial a su
realización, que es el pecado enraizado en el hombre según la herencia
original, y que fomenta en él los pecados personales ( formes peccati).
Jesucristo es el Salvador en este sentido fundamental de la palabra: llega a
la raíz del mal que hay en el hombre, la raíz que consiste en volver las
espaldas a Dios, aceptando el dominio del "padre de la mentira" (cf. Jn 8,
44) que, como "príncipe de las tinieblas" (cf. Col 1, 13) se ha hecho, por
medio del pecado (y siempre se hace de nuevo), el "príncipe de este
mundo" (Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11).

4. El significado más inmediato de la obra de la salvación, que ya se ha


revelado con el nacimiento de Jesús, lo expresará Juan el Bautista en el
Jordán. Pues, al señalar en Jesús de Nazaret al que "tenía que venir",
dirá: "He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,
29). En estas palabras se contiene una clara referencia a la imagen de Isaías
del Siervo sufriente del Señor. El Profeta habla de Él como del "cordero"
que es llevado al matadero, y Él, en silencio ("oveja muda": Is 53, 7),
acepta la muerte, por medio de la cual "justificará a muchos, y las culpas
de ellos él soportará" (Is 53, 11). Así la definición "cordero de Dios que
quita el pecado del mundo", enraizada en el Antiguo Testamento, indica
que la obra de la salvación -es decir, la liberación de los pecados-se
llevará a cabo a costa de la pasión y de la muerte de Cristo. El Salvador es
al mismo tiempo el Redentor del hombre (Redemptor hominis). Realiza la
salvación a costa del sacrificio salvífico de Sí mismo. 

5. Todo ello, incluso antes de realizarse en los acontecimientos de la


Pascua de Jerusalén, encuentra expresión, paso a paso, en toda la
predicación de Jesús de Nazaret, como leemos en los Evangelios: "El Hijo
del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 10).
"El Hijo del hombre... no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su
vida en rescate por muchos" (Mc 10, 45, Mt 20, 28). Aquí se descubre
fácilmente la referencia a la imagen de Isaías referente al Siervo de Yavé.
Y si el Hijo del hombre, en toda su forma de actuar, se da a conocer como
"amigo de los publicanos y de los pecadores" (Mt 11, 19), con ello no hace
más que poner de relieve la característica "Dios no ha enviado a su Hijo al
mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve con El"
(Jn 3, 17). 

6. Estas palabras del Evangelio de Juan, el último que se escribió, reflejan


lo que aparece en todo el desarrollo de la misión de Jesús, la cual encuentra
confirmación al final en su pasión, muerte y resurrección. Los autores del

53
Nuevo Testamento ven agudamente, a través del prisma de este
acontecimiento definitivo -el misterio pascual-, la verdad de Cristo, que ha
realizado la liberación del hombre del mal principal, el pecado, mediante
la redención. El que ha venido a "salvar a su pueblo" (cf. Mt 1, 21), "Cristo
Jesús, hombre... se entregó como rescate por todos" (1 Tim 2, 5-6). "Al
llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo... para rescatar a los
que se hallaban bajo la ley, para que recibiéramos la filiación adoptiva"
(cf. Gál 4, 4-5). En Él "tenemos por medio de su sangre la redención, el
perdón de los delitos" (Ef 1, 7). 

Este testimonio de Pablo se completa con las palabras de la Carta a los


Hebreos: " Cristo penetró en el santuario una vez para siempre...
consiguiendo una redención eterna... quien por el Espíritu Eterno se ofreció
a sí mismo sin tacha a Dios" (Heb 9, 12. 14). 

7. Las Cartas de Pedro son también unívocas como el corpus paulinum:


"Habéis sido rescatados, no con algo caduco, oro o plata, sino con una
sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla" (1 Pe 1, 18-19).
"El mismo que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin
de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas
heridas habéis sido curados" (1 Pe 2, 24-25). 

El "rescate por todos" -el infinito "coste" de la Sangre del Cordero-, la


redención "eterna": este conjunto de conceptos, contenidos en los escritos
del Nuevo Testamento, nos hace descubrir en sus mismas raíces la verdad
sobre Jesús (= Dios salva),el cual, como Cristo (= Mesías, Ungido) libera
a la humanidad del mal del pecado, enraizado por herencia en el hombre y
cometido siempre de nuevo. Cristo-liberador: El que libera ante Dios. Y la
obra de la redención es también la "justificación" obrada por el Hijo del
hombre, como "mediador entre Dios y los hombres" (1 Tim 2, 5) con el
sacrificio de Sí mismo, en nombre de todos los hombres. 

8. El testimonio del Nuevo Testamento es particularmente fuerte. Contiene


no sólo una limpia imagen de la verdad revelada sobre la "liberación
redentora", sino que se remonta a su altísima fuente, que se encuentra en el
mismo Dios. Su nombre es Amor. 

Esto es lo que dice Juan: "En esto consiste el amor: No en que nosotros


hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo
como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10). Pues "la sangre de
su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado" (1 Jn 1, 7). "Él es víctima de
propiciación por nuestros pecados; no sólo por los nuestros, sino también
por los del mundo entero" (1 Jn 2, 2). "...Él se manifestó para quitar los
pecados y en Él no hay pecado" (1 Jn 3, 5). En esto precisamente se

54
contiene la revelación más completa del amor con que Dios amó al
hombre: esta revelación se ha realizado en Cristo y por medio de Él. "En
esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros..."
(1 Jn 3, 16).

9. En todo esto encontramos una coherencia sorprendente, casi una


profunda "lógica" de la Revelación, que une los dos Testamentos entre sí -
desde Isaías a la predicación de Juan en el Jordán- y nos llega a través de
los Evangelios y los testimonios de las Cartas apostólicas. El Apóstol
Pablo expresa a su modo lo mismo que está contenido en las Cartas de
Juan. Después de haber observado que "apenas hay quien muera por un
justo", declara: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo
nosotros pecadores, murió por nosotros" (Rom 5, 7-8). 

Por lo tanto, la redención es el regalo de amor por parte de Dios en Cristo.


El Apóstol es consciente de que su "vida en la carne" es la vida "en la fe del
Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2, 20). En
el mismo sentido, el autor del Apocalipsis ve las falanges de la futura
Jerusalén como aquellos que al venir de la "gran tribulación han lavado sus
vestiduras y las han blanqueado con la sangre del cordero" (Ap 7, 14). 

10. La "sangre del Cordero": Con este don del amor de Dios en Cristo,
totalmente gratuito, comienza la obra de la salvación, es decir, la
liberación del mal del pecado, en la que el reino de Dios "se ha acercado"
definitivamente, ha encontrado una nueva base, ha comenzado su
realización en la historia del hombre. 

Así la Encarnación del Hijo de Dios tiene su fruto en la redención. En la


noche de Belén "nació" realmente el "Salvador" del mundo (Lc 2, 11).

55
JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 3 de agosto de 1988

Cristo libera al hombre de la esclavitud del pecado para la libertad en


la verdad

1. Cristo es el Salvador, en efecto ha venido al mundo para liberar, por el


precio de su sacrificio pascual, al hombre de la esclavitud del pecado. Lo
hemos visto en la catequesis precedente. Si el concepto de "liberación" se
refiere, por un lado, al mal, y liberados de él encontramos "la
salvación"; por el otro, se refiere al bien, y para conseguir dicho
bien hemos sido liberados por Cristo, Redentor del hombre, y del mundo
con el hombre y en el hombre. "Conoceréis la verdad y la verdad os hará
libres" (Jn 8, 32). Estas palabras de Jesús precisan de manera muy
concisa el bien, para el que el hombre ha sido liberado por obra del
Evangelio en el ámbito de la redención de Cristo. Es la libertad en la
verdad. Ella constituye el bien esencial de la salvación, realizada por
Cristo. A través de este bien el reino de Dios realmente "está cerca" del
hombre y de su historia terrena.

2. La liberación salvífica que Cristo realiza respecto al hombre contiene en


sí misma, de cierta manera, las dos dimensiones: liberación "del" (mal)
y liberación "para el" (bien), que están íntimamente unidas, se condicionan
y se integran recíprocamente. 

Volviendo de nuevo al mal del que Cristo libera al hombre ―es decir, al


mal del pecado―, es necesario añadir que, mediante los "signos"
extraordinarios de su potencia salvífica (esto es: los milagros), realizados
por Él curando a los enfermos de diversas dolencias, Él indicaba siempre,
al menos indirectamente, esta esencial liberación, que es la liberación del
pecado, su remisión. Esto se ve claramente en la curación del paralítico, al
que Jesús primero dice: "Tus pecados te son perdonados", y sólo después:
"Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa" (Mc 2, 5. 11). Realizando este
milagro, Jesús se dirige a los que le rodeaban (especialmente a los que le
acusaban de blasfemia, puesto que solamente Dios puede perdonar los
pecados): "Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder
de perdonar pecados" (Mc 2, 10). 

56
3. En los Hechos de los Apóstoles leemos que Jesús "pasó haciendo el bien
y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él"
(Act 10, 38). En efecto, se ve por los Evangelios que Jesús sanaba a los
enfermos de muchas enfermedades (como por ejemplo, la mujer encorvada,
que "no podía en modo alguno enderezarse" (cf. Lc 13, 10-16). Cuando se
le presentaba la ocasión de "expulsar a los espíritus malos", si le acusaban
de hacer esto con la ayuda del mal, Él respondía demostrando lo absurdo de
tal insinuación y decía: "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los
demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios" (Mt 12, 28;
cf. Lc 11, 20). Al liberar a los hombres del mal del pecado,
Jesús desenmascara a aquél que es el "padre del pecado". Justamente en
él, en el espíritu maligno, comienza "la esclavitud del pecado" en la que se
encuentran los hombres. "En verdad, en verdad os digo: todo el que comete
pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre;
mientras el hijo se queda para siempre; si, pues, el Hijo os da la libertad,
seréis realmente libres" (Jn 8, 34-36).

4. Frente a la oposición de sus oyentes, Jesús añadía: "...he salido y vengo


de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado. ¿Por qué
no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi Palabra.
Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de
vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la
verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le
sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8, 42-44).
Es difícil encontrar otro texto en el que el mal del pecado se presente de
manera tan fuerte en su raíz de falsedad diabólica.

5. Escuchamos una vez más la Palabra de Jesús: "Si, pues, el Hijo os da la


libertad, seréis realmente libres" (Jn 8, 36). Si os mantenéis en mi Palabra,
seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad
os hará libres" (Jn 8, 31-32). Jesucristo vino para liberar al hombre del mal
del pecado. Este mal fundamental tiene su comienzo en el "padre de la
mentira" (como ya se ve en el libro del Génesis, cf. Gén 3, 4). Por esto la
liberación del mal del pecado, llevada hasta sus últimas raíces, debe ser la
liberación para la verdad, y por medio de la verdad. Jesucristo revela esta
verdad. Él mismo es "la Verdad" (Jn 14, 6). Esta Verdad lleva consigo la
verdadera libertad. Es la libertad del pecado y de la mentira. Los que eran
"esclavos del pecado", porque se encontraban bajo el influjo del "padre de
la mentira", son liberados mediante la participación en la Verdad, que es
Cristo, y en la libertad del Hijo de Dios ellos mismos alcanzan "la libertad
de los hijos de Dios" (cf. Rom 8, 21). San Pablo puede asegurar: "La ley del
espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la
muerte" (Rom 8, 2).

57
6. En la misma Carta a los Romanos, el Apóstol presenta de modo
elocuente la decadencia humana, que el pecado lleva consigo. Viendo el
mal moral de su tiempo, escribe que los hombres, habiéndose olvidado de
Dios, "se ofuscaron en sus razonamientos, y su insensato corazón se
entenebreció" (Rom 1, 21). "Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y
adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador" (Rom 1, 25). "Y como
no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, entrególos
Dios a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene" (Rom 1,
28).

7. En otros párrafos de su Carta, el Apóstol pasa de la descripción


exterior, al análisis del interior del hombre, donde luchan entre sí el bien y
el mal. "Mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino
que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo
con la ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el
pecado que habita en mí" (Rom 7, 15-17). "Advierto otra ley en mis
miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del
pecado...". "¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a
la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Nuestro Señor!"
(Rom 7, 23-25). De este análisis paulino resulta que el pecado constituye
una profunda alienación, en cierto sentido "hace que se sienta extraño" el
hombre en sí mismo, en su íntimo "yo". La liberación viene con la "gracia y
la verdad" (cf. Jn 1, 17), traída por Cristo.

8. Se ve claro en qué consiste la liberación realizada por Cristo: para qué


libertad El nos ha liberado. La liberación realizada por Cristo se distingue
de la que esperaban sus coetáneos en Israel. Efectivamente, todavía antes
de ir de forma definitiva al Padre, Cristo era interrogado por aquellos que
eran sus más íntimos: "Señor, ¿es en este momento cuando vas a
restablecer el reino de Israel?" (Act 1, 6). Y así todavía entonces ―después
de la experiencia de los acontecimientos pascuales― ellos seguían
pensando en la liberación en sentido político: bajo este aspecto se esperaba
el mesías, descendiente de David.

9. Pero la liberación realizada por Cristo al precio de su pasión y muerte en


la cruz, tiene un significado esencialmente diverso: esla liberación de lo
que en lo más profundo del hombre obstaculiza su relación con Dios. A ese
nivel, el pecado significa esclavitud; y Cristo ha vencido el pecado para
injertar nuevamente en el hombre la gracia de la filiación divina, la gracia
liberadora. "Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace
exclamar: ¡Abbá, Padre!" (Rom 8, 15).

58
Esta liberación espiritual, esto es, "la libertad en el Espíritu Santo", es pues
el fruto de la misión salvífica de Cristo: "Donde está el Espíritu del Señor,
allí está la libertad" (2 Cor 3, 17). En este sentido hemos "sido llamados a
la libertad" (Gál 5, 13) en Cristo y por medio de Cristo. "La fe que actúa
por la caridad" (Gal 5, 6), es la expresión de esta libertad.

10. Se trata de la liberación interior del hombre, de la "libertad del


corazón". La liberación en sentido social y político no es la verdadera obra
mesiánica de Cristo. Por otra parte, es necesario constatar que sin la
liberación realizada por Él, sin liberar al hombre del pecado, y por tanto de
toda especie de egoísmo, no puede haber una liberación real en sentido
socio-político. Ningún cambio puramente exterior de las estructuras lleva a
una verdadera liberación de la sociedad, mientras el hombre esté sometido
al pecado y a la mentira, hasta que dominen las pasiones, y con ellas la
explotación y las varias formas de opresión.

11. Incluso la que se podría llamar liberación en sentido psicológico, no se


puede realizar plenamente, si no con las fuerzas liberadoras que provienen
de Cristo. Ello forma parte de su obra de redención. Solamente Cristo es
"nuestra paz" (Ef 2, 14). Su gracia y su amor liberan al hombre del miedo
existencial ante la falta de sentido de la vida, y de ese tormento de la
conciencia que es la herencia del hombre caído en la esclavitud del pecado.

12. La liberación realizada por Cristo con la verdad de su Evangelio, y


definitivamente con el Evangelio de su cruz y resurrección, conservando su
carácter sobre todo espiritual e "interior", puede extenderse en un radio de
acción universal, y está destinada a todos los hombres. Las palabras "por
gracia habéis sido salvados" (Ef 2, 5), conciernen a todos. Pero al mismo
tiempo, esta liberación, que es "una gracia", es decir, un don, no se puede
realizar sin la participación del hombre. El hombre la debe acoger con fe,
esperanza y caridad. Debe "esperar su salvación con temor y temblor"
(cf. Flp 2, 12). "Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como
bien le parece" (Flp 2, 13). Conscientes de este don sobrenatural, nosotros
mismos debemos colaborar con la potencia liberadora de Dios, que con el
sacrificio redentor de Cristo, ha encontrado en el mundo como fuente
eterna de salvación.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 10 de agosto de 1988

59
Cristo libera al hombre y a la humanidad para una "nueva vida"

1. Es oportuno que hagamos hincapié en lo que hemos dicho en las ultimas


catequesis considerando la misión salvífica de Cristo como liberación, y a
Jesús como Liberador. Se trata de la liberación del pecado como mal
fundamental, que "aprisiona" al hombre en su interior, sometiéndolo a la
esclavitud de aquel que por Cristo es llamado el "padre de la mentira"
(Jn 8, 44). Se trata, al mismo tiempo, de la liberación para la Verdad, que
nos permite participar en la "libertad de los hijos de Dios" (cf. Rom 8, 21).
Jesús dice: "Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres" (Jn 8,
36). La "libertad de los hijos de Dios" proviene del don de Cristo, que
posibilita al hombre la participación en la filiación divina, esto es, la
participación en la vida de Dios.

Así, pues, el hombre liberado por Cristo, no sólo recibe la remisión de los
pecados, sino que además es elevado a "una nueva vida". Cristo, como
autor de la liberación del hombre, es el creador de la "nueva humanidad".
En Él nos convertimos en "una nueva creación" (cf. 2 Cor 5, 17).

2. En esta catequesis vamos a aclarar ulteriormente este aspecto de la


liberación salvífica, que es obra de Cristo. Ella pertenece a la esencia
misma de su misión mesiánica. Jesús hablaba de ello, por ejemplo, en la
parábola del Buen Pastor, cuando decía: "Yo he venido para que (las
ovejas) tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). Se trata de esa
abundancia de vida nueva, que es la participación en la vida misma de
Dios. También de esta manera se realiza en el hombre "la novedad" de la
humanidad de Cristo: el ser "una nueva creación".

3. Es lo que, hablando de manera figurada y muy sugestiva, Jesús dice en


su diálogo con la samaritana junto al pozo de Sicar: "Si conocieras el don
de Dios, y quien es el que te dice: 'Dame de beber', tú le habrías pedido a
él, y el te habría dado agua viva.Le dice la mujer: 'Señor, no tienes con qué
sacarla, y el pozo es hondo: ¿De dónde, pues, tienes esa agua viva?'... Jesús
respondió: 'Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que
beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le
dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna'"
(Jn 4, 10-14).

4. También a la multitud Jesús repitió esta verdad con palabras muy


parecidas, enseñando durante la fiesta de las tiendas: "'Si alguno tiene sed,
venga a mí, y beba el que crea en mí', como dice la Escritura: De su seno
correrán ríos de agua viva" (Jn 7, 37-38). Los "ríos de agua viva" son la
imagen de la nueva vida en la que participan los hombres en virtud de la
muerte en cruz de Cristo. Bajo esta óptica, la tradición patrística y la

60
liturgia interpretan también el texto de Juan, según el cual, del costado (del
Corazón) de Cristo, después de su muerte en la cruz, "salió sangre y agua",
cuando un soldado romano "le atravesó el costado" (Jn 19, 34).

5. Pero, según una interpretación preferida por gran parte de los padres
orientales y todavía seguida por varios exegetas, ríos de agua viva surgirán
también "del seno" del hombre que bebe el "agua" de la verdad y de la
gracia de Cristo. "Del seno" significa: del corazón. Efectivamente, se
ha creado "un corazón nuevo" en el hombre, como anunciaban ―de
manera muy clara― los Profetas, y en particular Jeremías y Ezequiel.

Leemos en Jeremías: "Esta será la alianza que yo pacte con la casa de


Israel, después de aquellos días ―oráculo de Yahvé―: pondré mi Ley en
su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos
serán mi pueblo" (Jer 31, 33). En Ezequiel, todavía más explícitamente:
"Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré
de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de
carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis
preceptos y observéis y practiquéis mis normas" (Ez 36, 26-27).

Se trata, pues, de una profunda transformación espiritual, que Dios mismo


realiza dentro del hombre mediante "la inspiración de su Espíritu"
(cf. Ez 36, 26). Los "ríos de agua viva" de los que habla Jesús significan la
fuente de una vida nueva que es la vida "en espíritu y en verdad", vida
digna de los "verdaderos adoradores del Padre" (cf. Jn 4, 23-24).

6. Los escritos de los Apóstoles, y en particular las Cartas de San Pablo,


están llenos de textos sobre este tema: "El que está en Cristo, es una nueva
creación; pasó lo viejo, todo es nuevo" (2 Cor 5, 17). El fruto de la
redención realizada por Cristo es precisamente esta "novedad de
vida": Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre
nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto (de
Dios), según la imagen de su Creador" (Col 3, 9-10). "El hombre viejo" es
"el hombre del pecado". "El hombre nuevo" es el que gracias a Cristo
encuentra de nuevo en sí la original "imagen y semejanza" de su Creador.
De aquí también la enérgica exhortación del Apóstol para superar todo lo
que en cada uno de nosotros es pecado y resquicio del pecado: "Desechad
también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad, maledicencia y palabras
groseras, lejos de vuestra boca. No os mintáis unos a otros..." (Col 3, 8-9).

7. Una exhortación así se encuentra en la Carta a los Efesios: "Despojaos,


en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe
siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de
vuestra mente, y a revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la

61
justicia y santidad de la verdad" (Ef 4, 22-24). "En efecto, hechura suya
somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de
antemano dispuso Dios que practicáramos" (Ef 2, 10).

8. La redención es, pues, la nueva creación en Cristo. Ella es el don de


Dios ―la gracia―, y al mismo tiempo lleva en sí una llamada dirigida al
hombre. El hombre debe cooperar en la obra de liberación espiritual, que
Dios ha realizado en él por medio de Cristo. Es verdad que "habéis sido
salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que
es don de Dios" (Ef 2, 8). En efecto, el hombre no puede atribuir a sí
mismo la salvación, la liberación salvífica, que es don de Dios en Cristo.
Pero al mismo tiempo tiene que ver en este don también la fuente de una
incesante exhortación a realizar obras dignas de tal don. El marco
completo de la liberación salvífica del hombre comporta un profundo
conocimiento del don de Dios en la cruz de Cristo y en la resurrección
redentora, así como también la conciencia de la propia responsabilidad por
este don: conciencia de los compromisos de naturaleza moral y espiritual,
que ese don y esa llamada imponen. Tocamos aquí las raíces de lo que
podemos llamar el "ethos de la redención".

9. La redención realizada por Cristo, que obra con la potencia de su


Espíritu de verdad (Espíritu del Padre y del Hijo, Espíritu de verdad), tiene
una dimensión personal, que concierne a cada hombre, y al mismo tiempo
una dimensión inter-humana y social, comunitaria y universal.

Es un tema que vemos desarrollado en la Carta a los Efesios, donde se


describe la reconciliación de las dos "partes" de la humanidad en Cristo:
esto es, de Israel, pueblo elegido de la Antigua Alianza, y de todos los
demás pueblos de la tierra: "Porque Él (Cristo) es nuestra paz: el que de los
dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad,
anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para
crear en sí mismo, de los dos tipos de hombres, un solo Hombre Nuevo,
haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por
medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad" (Ef 2, 14-16).

10. Esta es la definitiva dimensión de la "nueva creación" y de la "novedad


de vida" en Cristo: la liberación de la división, la "demolición del muro"
que separa a Israel de los demás. En Cristo todos son el "pueblo
elegido", porque en Cristo el hombre es elegido. Cada hombre, sin
excepción y diferencia, es reconciliado con Dios y ―por lo tanto― está
llamado a participar en la eterna promesa de salvación y de vida. La
humanidad entera es creada nuevamente como el "Hombre Nuevo... según
Dios, en la justicia y santidad de la verdad" (Ef 4, 24). La reconciliación de
todos con Dios por medio de Cristo tiene que ser la reconciliación de todos

62
entre sí; una dimensión comunitaria y universal de la redención, plena
expresión del "ethos de la redención".

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 17 de agosto de 1988

Jesús, modelo de la transformación salvífica del hombre

1. En el desarrollo gradual de las catequesis sobre el tema de la misión de


Jesucristo, hemos visto que Él es quien realiza la liberación del hombre a
través de la verdad de su Evangelio, cuya palabra última y definitiva es la
cruz y la resurrección. Cristo libera al hombre de la esclavitud del pecado y
le da nueva vida mediante su sacrificio pascual. La redención se ha
convertido así en una nueva creación. En el sacrificio redentor y en la
resurrección del Redentor se inicia una "humanidad nueva". Aceptando el
sacrificio de Cristo, Dios "crea" el hombre nuevo "en la justicia y en la
santidad verdadera" (Ef 4, 24): el hombre que se hace adorador de Dios "en
espíritu y en verdad" (Jn 4, 23).

Jesucristo, con su figura histórica, tiene para este "hombre nuevo" el valor
de un modelo perfecto, es decir, del modelo ideal. Él, que en su humanidad
era la perfecta "imagen del Dios invisible" (Col 1, 15), se convierte, a
través de su vida terrena -a través de todo lo que "hizo y enseñó" (Act 1, 1),
y, sobre todo, mediante el sacrificio-, en modelo visible para los hombres.
El modelo más perfecto.

2. Entramos aquí en el terreno del tema de la "imitación de Cristo", que se


halla claramente presente en los textos evangélicos y en otros escritos
apostólicos, aunque la palabra "imitación" no aparezca en
los Evangelios. Jesús exhorta a sus discípulos a "seguirlo" (en
griego άκολονδειν cf. Mt 16, 24: "Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame"; cf. además, Jn 12, 26).

La palabra en cuestión la encontramos sólo en Pablo, cuando escribe: "Sed


mis imitadores, como yo lo soy de Cristo (en griego: μιμηταί) (1 Cor 11, 1).
Y en otro lugar dice: "Por vuestra parte, os hicisteis imitadores nuestros y

63
del Señor, abrazando la palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de
muchas tribulaciones" (1 Tes 1, 6).

3. Pero conviene observar que lo más importante aquí no es la palabra


"imitación". Importantísimo es el hecho que subyace en esa palabra: es
decir, que toda la vida y la obra de Cristo, coronada con el sacrificio de la
cruz, realizado por amor, "por los hermanos", sigue siendo modelo e ideal
perennes. Así, pues, anima y exhorta no sólo a conocer, sino además y
sobre todo a imitar. Por otra parte, Jesús mismo, tras haber lavado los pies
a los Apóstoles, dice en el Cenáculo: "Os he dado ejemplo, para que
también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13, 15).

Estas palabras de Jesús no contemplan sólo el gesto de lavar los pies, sino
que, a través de ese gesto, se refieren a toda su vida, considerada como
humilde servicio. Cada uno de los discípulos es invitado a seguir las huellas
del "Hijo del hombre", el cual "no ha venido a ser servido, sino a servir y a
dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20, 28). Precisamente a la luz de
esta vida, de este amor, de esta pobreza, y en definitiva de este sacrificio, la
"imitación de Cristo" se convierte en exigencia para todos sus discípulos y
seguidores. Se convierte, en cierto sentido, en "la estructura sobre la que se
cimenta" el "ethos" evangélico, cristiano.

4. En esto precisamente consiste esa "liberación" para la vida nueva de que


hemos hablado en las catequesis anteriores. Cristo no ha transmitido a la
humanidad una magnífica "teoría", sino que ha revelado en qué sentido
y en qué dirección debe realizarse la transformación salvífica del
hombre "viejo" (el hombre del pecado) en el hombre "nuevo". Esta
transformación existencial, y, en consecuencia, moral, debe llegar a
configurar el hombre a ese "modelo" originalísimo, según el cual ha sido
creado. Sólo a un ser creado "a imagen y semejanza de Dios" pueden
dirigirse las palabras que leemos en la Carta a los Efesios: "Sed,
pues, imitadores de Dios como hijos queridos, y vivid en el amor como
Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave
aroma" (Ef 5, 1-2).

5. Así, pues, Cristo es el modelo en el camino de esta "imitación de Dios".


Al mismo tiempo, Él solo es el que crea la posibilidad de esta imitación,
cuando, mediante la redención nos ofrece la participación en la vida de
Dios. En este sentido, Cristo se convierte no sólo en el modelo perfecto,
sino además en el modelo eficaz. El don, es decir, la gracia de la vida
divina, se convierte, en virtud del misterio pascual de la redención, en la
raíz misma de la nueva semejanza con Dios en Cristo y, en consecuencia,
es también la raíz de la imitación de Cristo como modelo perfecto.

64
6. De este hecho sacan su fuerza y eficacia exhortaciones como la de San
Pablo (a los Filipenses): "Así, pues, os conjuro en virtud de toda
exhortación en Cristo, de toda persuasión de amor, de toda comunión en el
Espíritu, de toda entrañable compasión, que colméis mi alegría, siendo
todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos
mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino
con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí
mismo, buscando cada cual no su propio interés, Sino el de los demás"
(Flp 2, 1-4).

¿Cuál es el punto de referencia de esta "parénesis"? ¿Cuál es el punto de


referencia de esas exhortaciones y exigencias planteadas a los Filipenses?
Toda la respuesta está contenida en los versículos sucesivos de la Carta:
"Tales sentimientos... estaban en Cristo Jesús... Tened en vosotros los
mismos sentimientos" (cf. Flp 2, 5). Cristo, en efecto, "tomando la
condición de siervo, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y
muerte de cruz" (Flp 2, 7-8).

El Apóstol toca aquí lo que constituye el elemento central y neurálgico de


toda la obra de la redención realizada por Cristo. Aquí se halla también la
plenitud del modelo salvífico para cada uno de los redimidos. El mismo
principio de imitación lo encontramos enunciado también en la Carta de
San Pedro: "Pero si obrando el bien soportáis el sufrimiento, esto es cosa
bella ante Dios. Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo
sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas" (1 Pe 2,
20-21).

8. En la vida humana, el sufrimiento tiene el valor de una prueba moral.


Significa sobre todo una prueba de las fuerzas del espíritu humano. Esta
prueba tiene un significado "liberador": libera las fuerzas ocultas del
espíritu, les permite manifestarse y, al mismo tiempo, se convierte
en ocasión para purificarse interiormente. Aquí se aplican a las palabras de
la parábola de la vid y los sarmientos propuesta por Jesús, cuando presenta
al Padre como el que cultiva la viña: "Todo sarmiento que en mí no da
fruto, lo corta para que dé más fruto" (Jn 15, 2). Efectivamente, ese fruto
depende de que permanezcamos (como los sarmientos) en Cristo, la vid, en
su sacrificio redentor, porque "sin Él no podemos hacer nada" (cf. Jn 15,
5). Por el contrario, como afirma el Apóstol Pablo, "todo lo puedo en Aquel
que conforta" (Flp 4, 13). Y Jesús mismo dice: "El que cree en mí, hará él
también las obras que yo hago" (Jn 14, 12).

9. La fe en esta potencia transformadora de Cristo frente al hombre, tiene


sus raíces más profundas en el designio eterno de Dios sobre la salvación
humana: "Pues a los que de antemano conoció (Dios), también los

65
predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el
primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8, 29). En esta línea, el Padre
"poda" cada uno de los sarmientos, como leemos en la parábola (Jn 15, 2).
Y por este camino se realiza la transformación gradual del cristiano según
el modelo de Cristo, hasta el punto de que en Él, "reflejamos como en un
espejo la gloria del Señor y nos vamos transformando en esa misma imagen
cada vez más gloriosa: así es como actúa el Señor que es Espíritu". Son las
palabras del Apóstol en la segunda Carta a los Corintios (3, 18).

10. Se trata de un proceso espiritual, del que surge la vida: y, en


ese proceso, la muerte generosa de Cristo es la que da fruto, introduciendo
en la dimensión pascual de su resurrección. Este proceso se inicia en cada
uno de nosotros por el bautismo, sacramento de la muerte y resurrección de
Cristo, como leemos en la Carta a los Romanos: "Fuimos, pues, sepultados
con él en la muerte por el bautismo, a fin de que, al igual que Cristo fue
resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así
también nosotros vivamos una vida nueva" (Rom 6, 4). Desde ese
momento, el proceso de esta transformación salvífica en Cristo se
desarrolla en nosotros "hasta que lleguemos todos... al estado de hombre
perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13).

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 24 de agosto de 1988

Cristo, modelo de oración y de vida filialmente unida al Padre 

1. Jesucristo es el Redentor. Esto constituye el centro y el culmen de su


misión; es decir, la obra de la redención incluye también este aspecto: Él se
ha convertido en modelo perfecto de la transformación salvífica del
hombre. En realidad, todas las catequesis precedentes de este ciclo se han
desarrollado en la perspectiva de la redención. Hemos visto que Jesús
anuncia el Evangelio del reino de Dios; pero también hemos aprendido de
Él que el reino entra definitivamente en la historia del hombre sólo en la
redención por medio de la cruz y la resurrección. Entonces Él "entregará"
este reino a los Apóstoles, para que permanezca y se desarrolle en la
historia del mundo mediante la Iglesia. De hecho, la redención lleva en sí la

66
"liberación" mesiánica del hombre, que de la esclavitud del pecado pasa a
la vida en la libertad de los hijos de Dios. 

2. Jesucristo es el modelo más perfecto de esa vida, como hemos visto en


los escritos apostólicos citados en la catequesis precedente. Aquel que es el
Hijo consubstancial al Padre, unido a Él en la divinidad ("Yo y el Padre
somos uno", Jn 10, 30), mediante todo lo que "hace y enseña" (cf. Act 1, 1)
constituye el único modelo en su género de vida filial orientada y unida al
Padre. En referencia a este modelo, reflejándolo en nuestra conciencia y en
nuestro comportamiento, podemos desarrollar en nosotros un modo y una
orientación de vida "que se asemeje a Cristo" y en la que se exprese y
realice la verdadera "libertad de los hijos de Dios" (cf. Rom 8, 21).

3. De hecho, como hemos indicado en diversas ocasiones, toda la vida de


Jesús estuvo orientada hacia el Padre. Esto se manifiesta ya en la respuesta
que dio a sus padres cuando tenía doce años y lo encontraron en el templo:
"¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" (Lc 2, 49). Hacia
el final de su vida, el día antes de la pasión, "sabiendo que había llegado su
hora de pasar de este mundo al Padre" (Jn 13, 1), ese mismo Jesús dirá a
los Apóstoles: "Voy a prepararos un lugar; y cuando haya ido y os haya
preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo,
estéis también vosotros... En la casa de mi Padre hay muchas mansiones"
(Jn 14, 2-3).

4. Desde el principio hasta el fin, esta orientación teocéntrica de la vida y


de la acción de Jesús es clara y unívoca. Lleva a los suyos "hacia el Padre",
creando un claro modelo de vida orientada hacia el Padre. "Yo he cumplido
el mandamiento de mi Padre y permanezco en su amor". Y Jesús considera
su "alimento" este "permanecer en su amor, es decir, el cumplimiento de su
voluntad: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar
a cabo su obra" (Jn 4, 34). Es lo que dice a sus discípulos junto al pozo de
Jacob en Sicar. Ya antes, en el transcurso del diálogo con la samaritana,
había indicado que ese mismo "alimento" deberá ser la herencia espiritual
de sus discípulos y seguidores: "Pero llega la hora (ya estamos en ella) en
que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad;
porque así quiere el Padre que sean los que lo adoran" (Jn4, 23).

5. Los "verdaderos adoradores" son, ante todo, los que imitan a Cristo en


lo que hace". Y Él lo hace todo imitando al Padre: "Las obras que el Padre
me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan
testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado" (Jn 5, 36). Más aún: "El
Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre; lo
que hace él, eso también lo hace igualmente el Hijo" (Jn 5, 19). 

67
Encontramos así un fundamento perfecto a las palabras del Apóstol, según
las cuales somos llamados a imitar a Cristo (cf. 1 Cor 11, 1; 1 Tes 1, 6), y,
en consecuencia, a Dios mismo: "Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos
queridos" (Ef 5, 1). La vida "que se asemeja a Cristo" es al mismo tiempo
una vida semejante a la de Dios, en el sentido más pleno de la palabra. 

6. El concepto de "alimento" de Cristo, que durante su vida fue el


cumplimiento de la voluntad del Padre, se inserta en el misterio de su
obediencia, que llegó hasta la muerte de cruz. Entonces fue un alimento
amargo, como se manifiesta sobre todo en la oración de Getsemaní y luego
durante toda la pasión y la agonía de la cruz: "Abbá, Padre; todo es posible
para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que
quieras tú" (Mc 14, 36) [NADIE DICE “ABBA PADRE” SI NO ES POR
EL ESPÍRITU Rom 8, 14-15/Gal 4, 6-7]. Para entender esta obediencia,
para entender incluso por qué este "alimento" resultó tan amargo, es
necesario mirar toda la historia del hombre sobre la tierra, marcada por el
pecado, es decir, por la desobediencia a Dios, Creador y Padre. "El Hijo
que libera" (cf. Jn 8, 36), libera por consiguiente mediante su obediencia
hasta la muerte. Y lo hace revelando hasta el fin su plena entrega de amor:
"Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46). En esta entrega, en
este "abandonarse" al Padre, se afirma sobre toda la historia de la
desobediencia humana, la unión divina contemporánea del Hijo con el
Padre: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10, 30). Y aquí se expresa lo que
podemos definir como aspecto central de la imitación a la que el hombre es
llamado en Cristo: "Pues todo el que cumple la voluntad de mi Padre
celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12, 50; y
además Mc 3, 35). 

7. Con su vida orientada completamente "hacia el Padre" y unida


profundamente a El, Jesucristo es también modelo de nuestra oración, de
nuestra vida de oración mental y vocal. Él no solamente nos enseñó a orar,
sobre todo en el Padrenuestro (cf. Mt 6, 9 ss.), sino que el ejemplo de su
oración se ofrece como momento esencial de la revelación de su
vinculación y de su unión con el Padre. Se puede afirmar que en su oración
se confirma de un modo especialísimo el hecho de que "sólo el Padre
conoce al Hijo", "y sólo el Hijo conoce al Padre" (cf. Mt 11, 27; Lc 10, 22).

Recordemos los momentos más significativos de su vida de oración. Jesús


pasa mucho tiempo en oración (por ejemplo, Lc 6, 12; 11, 1),
especialmente en las horas nocturnas, buscando además los lugares más
adecuados para ello (por ejemplo, Mc 1, 35; Mt14, 23; Lc 6, 12). Con la
oración se prepara para el bautismo en el Jordán (Lc 3, 21) y para la
institución de los Doce Apóstoles (cf. Lc 6, 12-13). Mediante la oración en

68
Getsemaní se dispone para hacer frente a la pasión y muerte en la cruz
(cf. Lc 22, 42). La agonía en el Calvario está impregnada toda ella de
oración: desde el Salmo 22, 1: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", a
las palabras: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34),
y al abandono final: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46).
Sí, en su vida y en su muerte, Jesús es modelo de oración.

8. Sobre la oración de Cristo leemos en la Carta a los Hebreos que


"Él, habiendo ofrecido, en los días de su vida mortal, ruegos y súplicas con
poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue
escuchado por su actitud reverente, y aún siendo Hijo, con lo que padeció
experimentó la obediencia" (Heb 5, 7-8). Esta afirmación significa que
Jesucristo ha cumplido perfectamente la voluntad del Padre, el designio
eterno de Dios acerca de la redención del mundo, a costa del sacrificio
supremo por amor. Según el Evangelio de Juan, este sacrificio era no sólo
una glorificación del Padre por parte del Hijo, sino también una
glorificación del Hijo, de acuerdo con las palabras de la oración
"sacerdotal" en el Cenáculo: "Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo,
para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado
sobre toda carne, dé también vida eterna a todos lo que tú le has dado"
(Jn 17, 1-2). Fue esto lo que se cumplió en la cruz. La resurrección a los
tres días fue la confirmación y casi la manifestación de la gloria con la que
"el Padre glorificó al Hijo" (cf. Jn 17, 1). Toda la vida de obediencia y de
"piedad" filial de Cristo se fundía con su oración, que le obtuvo finalmente
la glorificación definitiva.

9. Este espíritu de filiación amorosa, obediente y piadosa, se refleja incluso


en el episodio ya recordado, en el que sus discípulos pidieron a Jesús que
les "enseñara a orar" (cf. Lc 11, 1-2). A ellos y a todas las generaciones de
sus seguidores, Jesucristo les transmitió una oración que comienza con esa
síntesis verbal y conceptual tan expresiva: "Padre nuestro". En esas
palabras está la manifestación del Espíritu de Cristo, orientado filialmente
al Padre y poseído completamente por las "cosas del Padre" (cf. Lc 2, 49).
Al entregarnos aquella oración a todos los tiempos, Jesús nos ha
transmitido en ella y con ella un modelo de vida filialmente unida al Padre.
Si queremos hacer nuestro para nuestra vida este modelo, si debemos, sobre
todo, participar en el misterio de la redención imitando a Cristo, es preciso
que no cesemos de repetir el "Padrenuestro" como Él nos ha enseñado.

JUAN PABLO II

69
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 31 de agosto de 1988

Cristo, modelo del amor perfecto, que alcanza su culmen en el


sacrificio de la cruz 

1. La unión filial de Jesús con el Padre se expresa en el amor, que Él ha


constituido además en mandamiento principal del Evangelio: "Amarás al
Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente.
Este es el mayor y el primer mandamiento" (Mt 22, 37 s.). Como sabéis, a
este mandamiento Jesús une un segundo "semejante al primero": el del
amor al prójimo (cf. Mt 22, 39). Y Él se propone como ejemplo de este
amor: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros.
Que, como yo os he amado, así os améis vosotros los unos a los otros"
(Jn 13, 34). Jesús enseña y entrega a sus seguidores un amor
ejemplarizado en el modelo de su amor.

A este amor se pueden aplicar ciertamente las cualidades de la caridad,


enumeradas por San Pablo: "La caridad es paciente..., benigna..., no es
envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe..., no busca su interés..., no toma
en cuenta el mal..., se alegra con la verdad... Todo lo excusa..., todo lo
soporta" (1 Cor 13, 4-7). Cuando, en su Carta, el Apóstol presentaba a los
destinatarios de Corinto esta imagen de la caridad evangélica, su mente y
su corazón estaban impregnados por el pensamiento del amor de Cristo,
hacia el cual deseaba orientar la vida de las comunidades cristianas, de tal
modo que su himno de la caridad puede considerarse un comentario al
precepto de amarse según el modelo de Cristo Amor (como dirá, muchos
siglos más tarde, Santa Catalina de Siena): "(como) yo os he amado"
(Jn 13, 34).

San Pablo subraya en otros textos que el culmen de este amor es el


sacrificio de la cruz: "Cristo os ha amado y se ha ofrecido por vosotros,
ofreciéndose a Dios como sacrificio"... "Haceos, pues, imitadores de
Dios..., caminad en la caridad" (Ef 5, 1-2). 

Para nosotros resulta ahora instructivo, constructivo y consolador


considerar estas cualidades del amor de Cristo.

2. El amor con que Jesús nos ha amado, es humilde y tiene carácter de


servicio. "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a
dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45). La víspera de la pasión,

70
antes de instituir la Eucaristía, Jesús lava los pies a los Apóstoles y les dice:
"Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho
con vosotros" (Jn 13, 15). Y en otra circunstancia, los amonesta así: "El
que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que
quiera ser el primero entre vosotros, será el esclavo de todos" (Mc 10, 43-
44).

3. A la luz de este modelo de humilde disponibilidad que llega hasta el


"servicio" definitivo de la cruz, Jesús puede dirigir a los discípulos la
siguiente invitación: "Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí que
soy manso y humilde de corazón" (Mt11, 29). El amor enseñado por Cristo
se expresa en el servicio recíproco, que lleva a sacrificarse los unos por los
otros y cuya verificación definitiva es el ofrecimiento de la propia vida "por
los hermanos" (1 Jn 3, 16). Esto es lo que subraya San Pablo cuando
escribe que "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,
25).

4. Otra cualidad exaltada en el himno paulino a la caridad es que el


verdadero amor "no busca su interés" (1 Cor 13, 5). Y nosotros sabemos
que Jesús nos ha dejado el modelo más perfecto de esta forma de amor
desinteresado. San Pablo lo dice claramente en otro texto: "Que cada uno
de nosotros trate de agradar a su prójimo para el bien, buscando su
edificación. Pues tampoco Cristo buscó su propio agrado..." (Rom 15, 2-3).
En el amor de Jesús se concreta y alcanza su culmen el "radicalismo"
evangélico de las ocho bienaventuranzas proclamadas por Él: el heroísmo
de Cristo será siempre el modelo de las virtudes heroicas de los Santos.

5. Sabemos, efectivamente, que el Evangelista Juan, cuando nos presenta a


Jesús en el umbral de la pasión, escribe de Él: "...habiendo amado a los
suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Ese
"hasta el extremo" parece testimoniar en este caso el carácter definitivo e
insuperable del amor de Cristo: "Nadie tiene mayor amor, que el que da su
vida por sus amigos" (Jn 15, 13), dice Jesús mismo en el discurso
transmitido por su discípulo predilecto.

El mismo Evangelista escribirá en su Carta: "En esto hemos conocido lo


que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros
debemos dar la vida por los hermanos" (1 Jn 3, 16). El amor de Cristo, que
se manifestó definitivamente en el sacrificio de la cruz ―es decir, en el
"entregar la vida por los hermanos"―, es el modelo definitivo para
cualquier amor humano auténtico. Si en no pocos discípulos del
Crucificado alcanza ese amor la forma del sacrificio heroico, como vemos
muchas veces en la historia de la santidad cristiana, este módulo de la
"imitación" del Maestro se explica por el poder del Espíritu Santo, obtenido

71
por Él y "mandado" desde el Padre también para los discípulos (cf. Jn 15,
26).

6. El sacrificio de Cristo se ha hecho "precio" y "compensación" por la


liberación del hombre: la liberación de la "esclavitud del pecado"
(cf. Rom 6, 5. 17), el paso a la "libertad de los hijos de Dios" (cf. Rom 8,
21). Con este sacrificio, consecuencia de su amor por nosotros, Jesucristo
ha completado su misión salvífica. El anuncio de todo el Nuevo
Testamento halla su expresión más concisa en aquel pasaje del Evangelio
de Marcos: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y
a dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10, 45).

La palabra "rescate" ha favorecido la formación del concepto y de la


expresión "redención" (en griego: λύτρον = rescate; λύτρωσις  =
redención). Esta verdad central de la Nueva Alianza es al mismo tiempo el
cumplimiento del anuncio profético de Isaías sobre el Siervo del Señor: "Él
ha sido herido por nuestras rebeldías..., y con sus cardenales hemos sido
curados" (Is 53, 5). "Él llevó los pecados de muchos" (Is 53, 12). Se puede
afirmar que la redención constituía la expectativa de toda la Antigua
Alianza.

7. Así, pues, "habiendo amado hasta el extremo" (cf. Jn 13, 1) a aquellos


que el Padre le "ha dado" (Jn 17, 6), Cristo ofreció su vida en la cruz como
"sacrificio por los pecados" (según las palabras de Isaías). La conciencia de
esta tarea, de esta misión suprema, estuvo siempre presente en la mente y
en la voluntad de Jesús. Nos lo dicen sus palabras sobre el "buen pastor"
que "da la vida por sus ovejas" (Jn 10, 11). Y también su misteriosa,
aunque transparente, aspiración: "Con un bautismo tengo que ser
bautizado, "y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!" (Lc12, 50). Y la
suprema declaración sobre el cáliz del vino durante la última Cena: "Esta es
mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para el perdón de
los pecados" (Mt 26, 28).

8. La predicación apostólica inculca desde el principio la verdad de que


"Cristo murió ―según las Escrituras― por nuestros pecados" (1 Cor 15,
3). Pablo lo decía claramente a los Corintios: "Esto es lo que predicamos;
esto es lo que habéis creído" (1 Cor 15, 11). Lo mismo les predicaba a los
ancianos de Éfeso: "...el Espíritu Santo os ha puesto como vigilantes para
pastorear la Iglesia de Dios, que Él se adquirió con la sangre de su propio
hijo" (Act 20, 28). Y la predicación de Pablo se halla en perfecta
consonancia con la voz de Pedro: "Pues también Cristo, para llevarnos a
Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos" (1 Pe 3,
18). Pablo subraya la misma idea, es decir, que en Cristo "tenemos por

72
medio de su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza
de su gracia" (Ef 1, 7).

Para sistematizar esta enseñanza y por razones de continuidad en la misma,


el Apóstol proclama con resolución: "Nosotros predicamos a un Cristo
crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1 Cor 1,
23). "Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los
hombres, y la debilidad divina más fuerte que la fuerza de los hombres" (1
Cor 1, 25). El Apóstol es consciente de la "contradicción" revelada en la
cruz de Cristo. ¿Por qué es, pues, esta cruz, la suprema potencia y
sabiduría de Dios? La sola respuesta es ésta: porque en la cruz se ha
manifestado el amor: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo
nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rom 5, 8). "Cristo os amó
y se entregó por vosotros" (Ef 5, 2). Las palabras de Pablo son un eco de
las del mismo Cristo: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida"
(Jn 15, 13) por los pecados del mundo.

9. La verdad sobre el sacrificio redentor de Cristo Amor forma parte de la


doctrina contenida en la Carta a los Hebreos. Cristo es presentado en ella
como "Sumo Sacerdote de los bienes futuros", que "penetró de una vez
para siempre en el santuario... con su propia sangre, consiguiendo una
redención eterna" (Heb 9, 11-12). De hecho, Él no presentó sólo el
sacrificio ritual de la sangre de los animales que en la Antigua Alianza se
ofrecía en el santuario "hecho por manos humanas": se ofreció a Sí mismo,
transformando su propia muerte violenta en un medio de comunión con
Dios. De este modo, mediante "lo que padeció" (Heb 5, 8), Cristo se
convirtió en "causa de salvación eterna para todos los que lo obedecen"
(Heb 5, 9). Este solo sacrificio tiene el poder de "purificar nuestra
conciencia de las obras muertas" (cf. Heb 9, 14). Sólo Él "hace perfectos
para siempre a aquellos que son santificados" (cf. Heb 10, 14). 

En este sacrificio, en el que Cristo, "con un Espíritu eterno se ofreció a sí


mismo... a Dios" (Heb 9, 14), halló expresión definitiva su amor: el amor
con el que "amó hasta el extremo" (Jn 13, 1); el amor que le condujo a
hacerse obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 7 de septiembre de 1988

73
 

El sacrificio de Cristo, cumplimiento del designio de amor de Dios


mismo 

1. En la misión mesiánica de Jesús hay un punto culminante y central al


que nos hemos ido acercado poco a poco en las catequesis precedentes:
Cristo fue enviado por Dios al mundo para llevar a cabo la redención del
hombre mediante el sacrificio de su propia vida. Este sacrificio debía tomar
la forma de un "despojarse" de sí en la obediencia hasta la muerte en la
cruz: una muerte que, en opinión de sus contemporáneos, presentaba una
dimensión especial de ignominia.

En toda su predicación, en todo su comportamiento, Jesús es guiado por la


conciencia profunda que tiene de los designios de Dios sobre su vida y su
muerte en la economía de la misión mesiánica, con la certeza de que esos
designios nacen del amor eterno del Padre al mundo, y en especial al
hombre.

2. Si consideramos los años de la adolescencia de Jesús, dan mucho que


pensar aquellas palabras del Niño dirigidas a María y a José cuando lo
"encontraron" en el templo de Jerusalén: "¿No sabíais que yo debía
ocuparme de las cosas de mi Padre?". ¿Qué tenía en su mente y en su
corazón? Podemos deducirlo de otras muchas expresiones de su
pensamiento durante toda su vida pública. Desde los comienzos de su
actividad mesiánica, Jesús insiste en inculcar a sus discípulos la idea de que
"el Hijo del Hombre... debe sufrir mucho" (Lc 9, 22), es decir, debe ser
"reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser
matado y resucitar a los tres días" (Mc 8, 31). Pero todo esto no es sólo
cosa de los hombres, no procede sólo de su hostilidad frente a la persona y
a la enseñanza de Jesús, sino que constituye el cumplimiento de los
designios eternos de Dios, como lo anunciaban las Escrituras que contenían
la revelación divina. "¿Cómo está escrito del Hijo del Hombre que sufrirá
mucho y que será despreciado?" (Mc 9, 12).

3. Cuando Pedro intenta negar esta eventualidad ("...de ningún modo te


sucederá esto": Mt 16, 22), Jesús le reprocha con palabras muy severas:
"¡Quítate de mi vista, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de
Dios, sino los de los hombres" (Mc8, 33). Impresiona la elocuencia de estas
palabras, con las que Jesús quiere dar a entender a Pedro que oponerse al
camino de la cruz significa rechazar los designios del mismo
Dios. "Satanás" es precisamente el que "desde el principio" se enfrenta con
"lo que es de Dios".

74
4. Así, pues, Jesús es consciente de la responsabilidad de los
hombres frente a su muerte en la cruz, que Él deberá afrontar debido a una
condena pronunciada por tribunales terrenos; pero también lo es de que por
medio de esta condena humana se cumplirá el designio eterno de Dios: "lo
que es de Dios", es decir, el sacrificio ofrecido en la cruz por la redención
del mundo. Y aunque Jesús (como el mismo Dios) no quiere el mal del
"deicidio" cometido por los hombres, acepta este mal para sacar de él el
bien de la salvación del mundo.

5. Tras la resurrección, caminando hacia Emaús con dos de sus discípulos


sin que éstos lo reconocieran, les explica las "Escrituras" del Antiguo
Testamento en los siguientes términos: "¿No era necesario que el Cristo
padeciera esto y entrara así en su gloria?" (Lc 24, 26). Y con motivo de su
último encuentro con los Apóstoles declara: "Es necesario que se cumpla
todo lo que está escrito en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos
acerca de mí" (Lc 24, 44).

6. A la luz de los acontecimientos pascuales, los Apóstoles comprenden lo


que Jesús les había dicho anteriormente. Pedro, que por amor a su Maestro,
pero también por no haber entendido las cosas, parecía oponerse de un
modo especial a su destino cruel, hablando de Cristo dirá a sus oyentes de
Jerusalén el día de Pentecostés: "El hombre... que fue entregado según el
determinado designio y previo conocimiento de Dios; a ése vosotros lo
matasteis clavándole en la cruz por mano de impíos" (Act 2, 22-23). Y
volverá a decir: "Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había
anunciado por boca de todos los Profetas: que su Cristo padecería" (Act 3,
18).

7. La pasión y la muerte de Cristo habían sido anunciadas en el Antiguo


Testamento, no como final de su misión, sino como el "paso"
indispensable requerido para ser exaltado por Dios. Lo dice de un modo
especial el canto de Isaías, hablando del Siervo de Yavé, como Varón de
dolores: "He aquí que prosperará mi Siervo, será enaltecido, levantado y
ensalzado sobremanera" (Is 53, 13). Y el mismo Jesús, cuando advierte que
"el Hijo del Hombre... será matado", añade que "resucitará al tercer día"
(cf. Mc 8, 31).

8. Nos encontramos, pues, ante un designio de Dios que, aunque parezca


tan evidente, considerado en el curso de los acontecimientos descritos por
los Evangelios, sigue siendo un misterio que la razón humana no puede
explicar de manera exhaustiva. En este espíritu, el Apóstol Pablo se
expresar con aquella paradoja extraordinaria: "Porque la necedad divina es
más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte
que la fuerza de los hombres" (1 Cor 1, 25). Estas palabras de Pablo sobre

75
la cruz de Cristo son reveladoras. Con todo, aunque es verdad que al
hombre le resulta difícil encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta
"¿por qué la cruz de Cristo?", la respuesta a este interrogante nos la ofrece
una vez más la Palabra de Dios.

9. Jesús mismo formula la respuesta: "Tanto amó Dios al mundo que dio a
su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la
vida eterna" (Jn 3 16). Cuando Jesús pronunciaba estas palabras en el
diálogo nocturno con Nicodemo, su interlocutor no podía suponer aún
probablemente que la frase "dar a su Hijo" significaba "entregarlo a la
muerte en la cruz". Pero Juan, que introduce esa frase en su Evangelio,
conocía muy bien su significado. El desarrollo de los acontecimientos había
demostrado que ése era exactamente el sentido de la respuesta a Nicodemo:
Dios "ha dado" a su Hijo unigénito para la salvación del
mundo, entregándolo a la muerte de cruz por los pecados del
mundo, entregándolo por amor: ¡"Tanto amó Dios al mundo", a la
creación, al hombre! El amor sigue siendo la explicación definitiva de la
redención mediante la cruz. Es la única respuesta a la pregunta "¿por qué?"
a propósito de la muerte de Cristo incluida en el designio eterno de Dios.

El autor del cuarto Evangelio, donde encontramos el texto de la respuesta


de Cristo a Nicodemo, volverá sobre la misma idea en una de sus Cartas:
"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino
en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados" (1 Jn 4, 10).

10. Se trata de un amor que supera incluso la justicia. La justicia puede
afectar y alcanzar a quien haya cometido una falta. Si el que sufre es un
inocente, no se habla ya de justicia. Si un inocente que es santo, como
Cristo, se entrega libremente al sufrimiento y a la muerte de cruz para
realizar el designio eterno del Padre, ello significa que, en el sacrificio de
su Hijo, Dios pasa en cierto sentido más allá del orden de la justicia, para
revelarse en este Hijo y por medio de Él, con toda la riqueza de su
misericordia ―"Dives in misericordia" (Ef 2, 4)―, como para introducir,
junto a este Hijo crucificado y resucitado, su misericordia, su amor
misericordioso, en la historia de las relaciones entre el hombre y Dios.

Precisamente a través de este amor misericordioso, el hombre es llamado a


vencer el mal y el pecado en sí mismo y en relación con los otros:
"Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia" (Mt 5, 7). "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo,
siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros", escribía San Pablo
(Rom 5, 8).

76
11. El Apóstol vuelve sobre este tema en diversos puntos de sus Cartas, en
las que reaparece con frecuencia el trinomio: redención, justicia, amor.

"Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por


el don de su gracia en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús... en
su sangre" (Rom 3, 23-25). Dios demuestra así que no desea contentarse
con el rigor de la justicia, que, viendo el mal, lo castiga, sino que ha
querido triunfar sobre el pecado de otro modo, es decir, ofreciendo la
posibilidad de salir de él. Dios ha querido mostrarse justo de forma
positiva, ofreciendo a los pecadores la posibilidad de llegar a ser justos por
medio de su adhesión de fe a Cristo Redentor. De este modo, Dios "es justo
y hace justos" (Rom 3, 26). Lo cual se realiza de forma desconcertante,
pues "a quien no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que
viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Cor 5, 21).

12. El que "no había conocido pecado", el Hijo consubstancial al Padre,


cargó sobre sus hombros el yugo terrible del pecado de toda la humanidad,
para obtener nuestra justificación y santificación. Este es el amor de Dios
revelado en el Hijo. Por medio del Hijo se ha manifestado el amor del
Padre "que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros" (Rom 8, 32). A entender el alcance de las palabras "no perdonó",
puede ayudarnos el recuerdo del sacrificio de Abraham, que se mostró
dispuesto a no "perdonar a su hijo amado" (Gén 22, 16); pero Dios lo había
perdonado (22, 12). Mientras que, a su propio Hijo "no lo perdonó, sino
que lo entregó" a la muerte por nuestra salvación.

13. De aquí nace la seguridad del Apóstol en que nadie ni nada, "ni muerte
ni vida, ni ángeles... ni ninguna otra creatura podrá separarnos del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rom 8, 38-39). Con
Pablo, la Iglesia entera está segura de este amor de Dios "que lo supera
todo", última palabra de la autorrevelación de Dios en la historia del
hombre y del mundo, suprema autocomunicación que acontece mediante la
cruz, en el centro del misterio pascual de Jesucristo.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 28 de septiembre de 1988

77
La muerte de Cristo, como acontecimiento histórico

1. Confesamos nuestra fe en la verdad central de la misión mesiánica de


Jesucristo: El es el Redentor del mundo mediante su muerte en cruz. La
confesamos con las palabras del Símbolo Niceno-Constantinopolitano
según el cual Jesús "por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio
Pilato: padeció y fue sepultado". Al profesar esta fe, conmemoramos la
muerte de Cristo, también como un evento histórico, que, como su vida,
conocemos por fuentes históricas seguras y autorizadas. Basándonos en
esas mismas fuentes podemos y queremos conocer y comprender también
las circunstancias históricas de esa muerte, que creemos fue "el precio" de
la redención del hombre de todos los tiempos.

2. Antes de nada, ¿cómo se llegó a la muerte de Jesús de Nazaret? ¿Cómo


se explica el hecho de que haya sido dado a la muerte por los
representantes de su nación, que lo entregaron al "procurador" romano,
cuyo nombre, transmitido por los Evangelios, figura también en los
Símbolos de la fe? De momento, tratemos de recoger las circunstancias,
que "humanamente" explican la muerte de Jesús. El Evangelista
Marcos, describiendo el proceso de Jesús ante Poncio Pilato, anota que fue
"entregado por envidia" y que Pilato era consciente de este hecho. "Se daba
cuenta... de que los Sumos Sacerdotes se lo habían entregado por envidia"
(Mc 15, 10). Preguntémonos: ¿por qué esta envidia? Podemos encontrar sus
raíces en el resentimiento, no sólo hacia lo que Jesús enseñaba, sino por el
modo en que lo hacía. Sí, según dice Marcos, enseñaba "como quien tiene
autoridad y no como los escribas" (Mc 1, 22), esta circunstancia era, a los
ojos de estos últimos, como una "amenaza" para su prestigio.

3. De hecho, sabemos que ya el comienzo de la enseñanza de Jesús en su


ciudad natal lleva a un conflicto. El Nazareno de treinta años, tomando la
palabra en la Sinagoga, se señala a Sí mismo como Aquél sobre el que se
cumple el anuncio del Mesías, pronunciado por Isaías. Ello provoca en los
oyentes estupor y a continuación indignación, de forma que quieren
arrojarlo del monte "sobre el que estaba situada su ciudad...". "Pero Él,
pasando por en medio de ellos, se marchó" (Lc 4, 29-30).

4. Este incidente es sólo el inicio: es la primera señal de las sucesivas


hostilidades. Recordemos las principales. Cuando Jesús hace entender que
tiene el poder de perdonar los pecados, los escribas ven en esto una
blasfemia porque tan sólo Dios tiene ese poder (cf. Mc 2, 6). Cuando obra
milagros en sábado, afirmando que "el Hijo del hombre es Señor del
sábado" (Mt 12, 8), la reacción es análoga a la precedente. Ya desde
entonces se deja traslucir la intención de dar muerte a Jesús (cf. Mc 3,
6): "Trataban... de matarle porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que

78
llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a Sí mismo igual a Dios"
(Jn 5, 18). )Qué otra cosa podían significar las palabras: En verdad, en
verdad os digo: antes de que Abraham existiera Yo soy? (Jn 8, 58). Los
oyentes sabían qué significaba aquella denominación "Yo soy". Por ello
Jesús corre de nuevo el riesgo de la lapidación. Esta vez, por el contrario,
"se ocultó y subió al templo" (Jn 8, 59).

5. El hecho que en definitiva precipitó la situación y llevó a la decisión de


dar muerte a Jesús fue la resurrección de Lázaro en Betania. El Evangelio
de Juan nos hace saber que en la siguiente reunión del sanedrín se constató:
"Este hombre realiza muchos signos. Si le dejamos que siga así todos
creerán en Él y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y
nuestra nación". Ante estas previsiones y temores Caifás, Sumo Sacerdote,
se pronunció con esta sentencia: "Conviene que muera uno sólo por el
pueblo y no perezca toda la nación. (Jn 1, 47-50). El Evangelista añade:
"Esto no lo dijo de su propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote
aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la
nación sino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos". Y
concluye: "Desde este día, decidieron darle muerte" (Jn 11, 51-53).

Juan, de este modo, nos hace conocer un doble aspecto de aquella toma de
posición de Caifás. Desde el punto de vista humano, que se podría más
precisamente llamar oportunista, era un intento de justificar la decisión de
eliminar un hombre al que se consideraba políticamente peligroso, sin
preocuparse de su inocencia. Desde un punto de vista superior, hecho suyo
y anotado por el Evangelista, las palabras de Caifás, independientemente de
sus intenciones, tenían un contenido auténticamente profético referente al
misterio de la muerte de Cristo según el designio salvífico de Dios.

6. Aquí consideramos el desarrollo humano de los acontecimientos. En


aquella reunión del sanedrín se tomó la decisión de matar a Jesús de
Nazaret. Se aprovechó su presencia en Jerusalén durante las fiestas
pascuales. Judas, uno de los Doce, entregó a Jesús por treinta monedas de
plata, indicando el lugar donde se le podía arrestar. Una vez preso, Jesús
fue conducido ante el sanedrín. A la pregunta capital del Sumo Sacerdote:
"Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si Tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios". Jesús dio una gran respuesta: "Tú lo has dicho" (Mt 26, 63-64;
cf. Mc 14, 62; Lc 22, 70). En esta declaración el sanedrín vio una blasfemia
evidente y sentenció que Jesús era "reo de muerte" (Mc 14, 64).

7. El sanedrín no podía, sin embargo, exigir la condena sin el consenso del


procurador romano. Pilato está convencido de que Jesús es inocente, y lo
hace entender más de una vez. Tras haber opuesto una dudosa resistencia a
las presiones del sanedrín, cede por fin por temor al riesgo de

79
desaprobación del César, tanto más cuanto que la multitud, azuzada por los
fautores de la eliminación de Jesús, pretende ahora la crucifixión.
"¡Crucifige eum!". Y así Jesús es condenado a muerte mediante la
crucifixión.

8. Los hombres indicados nominalmente por los Evangelios, al menos en


parte, son históricamente los responsables de esta muerte. Lo declara Jesús
mismo cuando dice a Pilato durante el proceso: "El que me ha entregado a
ti tiene mayor pecado" (Jn19, 11). Y en otro lugar: "El Hijo del hombre se
va, como está escrito de Él, pero, (¡ay de aquél por quien el Hijo del
hombre es entregado! (¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!”
(Mc 14, 21; Mt 26, 24; Lc 22, 22). Jesús alude a las diversas personas que,
de distintos modos, serán los artífices de su muerte: a Judas, a los
representantes del sanedrín, a Pilato, a los demás... También Simón Pedro,
en el discurso que tuvo después de Pentecostés imputará a los jefes del
sanedrín la muerte de Jesús: "Vosotros le matasteis clavándole en la cruz
por mano de los impíos" (Act 2, 23).

9. Sin embargo no se puede extender esta imputación más allá del círculo


de personas verdaderamente responsables. En un documento del Concilio
Vaticano II leemos: "Aunque las autoridades de los judíos con sus
seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su
pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos
que entonces vivían, ni (mucho menos) a los judíos de hoy" (Declaración
Nostra aetate, 4).

Luego si se trata de valorar la responsabilidad de las conciencias no se


pueden olvidar las palabras de Cristo en la cruz: "Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34).

El eco de aquellas palabras lo encontramos en otro discurso pronunciado


por Pedro después de Pentecostés: "Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por
ignorancia, lo mismo que vuestros jefes" (Act 3, 17). ¡Qué sentido de
discreción ante el misterio de la conciencia humana, incluso en el caso del
delito más grande cometido en la historia, la muerte de Cristo!

10. Siguiendo el ejemplo de Jesús y de Pedro, aunque sea difícil negar la


responsabilidad de aquellos hombres que provocaron voluntariamente la
muerte de Cristo, también nosotros veremos las cosas a la luz del designio
eterno de Dios, que pedía la ofrenda propia de su Hijo predilecto como
víctima por los pecados de todos los hombres. En esta perspectiva superior
nos damos cuenta de que todos, por causa de nuestros pecados, somos
responsables de la muerte de Cristo en la cruz: todos, en la medida en que
hayamos contribuido mediante el pecado a hacer que Cristo muriera por

80
nosotros como víctima de expiación. También en este sentido se pueden
entender las palabras de Jesús: "El Hijo del hombre va a ser entregado en
manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará" (Mt 17, 22).

11. La cruz de Cristo es, pues, para todos una llamada real al hecho
expresado por el Apóstol Juan con las palabras "La sangre de su Hijo Jesús
nos purifica de todo pecado. Si decimos: 'no tenemos pecado', nos
engañamos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1, 7-8). La Cruz de
Cristo no cesa de ser para cada uno de nosotros esta llamada misericordiosa
y, al mismo tiempo severa a reconocer y confesar la propia culpa. Es una
llamada a vivir en la verdad.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 5 de octubre de 1988

La conciencia que Cristo tenía de su vocación al sacrificio redentor 

1. "Por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato: padeció


y fue sepultado". En la última catequesis, haciendo referencia a estas
palabras del Símbolo de la fe, hemos considerado la muerte de Cristo como
un acontecimiento que tiene su dimensión histórica y que se explica
también a la luz de las circunstancias históricas en las que se produjo. El
Símbolo nos da igualmente indicaciones, a este respecto, haciéndose eco de
los Evangelios, en los que se encuentran datos más abundantes. Pero el
Símbolo también pone de relieve el hecho de que la muerte de Cristo en la
cruz ha ocurrido como sacrificio por los pecados y se ha convertido, por
ello, en "precio" de la redención del hombre: "Por nuestra causa fue
crucificado", "por nosotros los hombres y por nuestra salvación".

Resulta espontáneo preguntarse qué conciencia tuvo Jesús de esta finalidad


de su misión: cuándo y cómo percibió la vocación a ofrecerse en sacrificio
por los pecados del mundo.

81
A este respecto, es necesario decir de antemano que no es fácil penetrar en
la evolución histórica de la conciencia de Jesús: el Evangelio hace alusión a
ella (cf. Lc 2, 52), pero sin ofrecer datos precisos para determinar las
etapas.

Muchos textos evangélicos, citados en las catequesis precedentes,


documentan esta conciencia, ya clara, de Jesús, sobre su misión: una
conciencia en tal forma viva, que reacciona con vigor y hasta con dureza a
quien intentaba, incluso por afecto hacia Él, apartarle de ese camino: como
ocurrió con Pedro al que Jesús no dudó en oponerle su "¡Vade retro
Satanás!" (Mc 8, 33).

2. Jesús sabe que será bautizado con un "bautismo" de sangre (cf. Lc 12,


50), aún antes de ver que su predicación y comportamiento encuentran la
oposición y suscitan la hostilidad de los círculos de su pueblo que tienen el
poder de decidir su suerte. Es consciente de que sobre su cabeza pende un
"oportet" correspondiente al eterno designio del Padre (cf. Mc 8, 31),
mucho antes de que las circunstancias históricas lleven a la realización de
lo que está previsto, Jesús, sin duda. se abstiene por algún tiempo de
anunciar esa muerte suya, aún siendo consciente de su mesianidad, desde el
principio, como lo testifica su auto presentación en la sinagoga de Nazaret
(cf. Lc 4, 16-21); sabe que la razón de ser de la Encarnación, la finalidad de
su vida es la contemplada en el eterno designio de Dios sobre la salvación.
"El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su
vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45).

3. En los Evangelios podemos encontrar otras abundantes pruebas de la


conciencia que Jesús tenía sobre su suerte futura en dependencia del plano
divino de la salvación. Ya la respuesta de Jesús a los doce años, cuando fue
encontrado en el templo, es de alguna forma, la primera expresión de esta
conciencia suya. El Niño, de hecho, explicando a María y a José su deber
debe "ocuparse de las cosas de su Padre" (cf. Lc 2, 49) da a entender que
está interiormente orientado hacia los futuros acontecimientos, al tiempo
que, teniendo apenas doce años, parece querer preparar a sus seres más
queridos para el porvenir, especialmente a su Madre.

Cuando llega el tiempo de dar comienzo a actividad mesiánica Jesús se


encuentra en la fila de los que reciben el bautismo de penitencia de manos
de Juan en el Jordán. Intenta hacer entender, a pesar de la protesta del
Bautista, que se siente mandado para hacerse "solidario" con los pecadores,
para acoger sobre sí el yugo de los pecados de la humanidad, corno indica,
por lo demás, la presentación que Juan hace de Él: "He aquí el Cordero de
Dios... que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). En estas palabras se
encuentra el eco y, en cierto sentido, la síntesis de lo que Isaías había

82
anunciado sobre el Siervo del Señor: "herido por nuestras rebeldías, molido
por nuestras culpas... Yahvé descargó sobre Él la culpa de todos nosotros...
como un cordero al degüello era llevado... Justificará mi Siervo a muchos,
y las culpas de ellos él soportará" (Is 53, 5-7. 11). Había sintonía, sin duda,
entre la conciencia mesiánica de Jesús y aquellas palabras del Bautista que
expresaban la profecía y la espera del Antiguo Testamento.

4. A continuación, los Evangelios nos presentan otros momentos y


palabras, de los que resulta la orientación de la conciencia de Jesús hacia la
muerte sacrificial. Piénsese en aquella imagen de los amigos del esposo,
sus discípulos, que no debían "ayunar" mientras el Esposo está con ellos:
"Días vendrán en que les será arrebatado el Esposo ―prosigue Jesús― y
en aquel día ayunarán" (Mc 2, 20). Es una alusión significativa que deja
traslucir el estado de conciencia de Cristo.

Resulta. además, de los Evangelios que Jesús nunca aceptó ningún


pensamiento o discurso que pudiera dejar vislumbrar la esperanza del éxito
terreno de su obra. Los "signos" divinos que ofrecía, los milagros que
obraba, podían crear un terreno propicio para tal expectativa. Pero Jesús no
dudó en desmentir toda intención, disipar toda ilusión al respecto, porque
sabía que su misión mesiánica no podía realizarse de otra forma que
mediante el sacrificio.

5. Jesús seguía con sus discípulos el método de una oportuna "pedagogía".


Esto se ve, de modo particularmente claro, en el momento en que los
Apóstoles parecían haber llegado a la convicción de que Jesús era el
verdadero Mesías (el "Cristo"), convicción expresada por aquella
exclamación de Simón Pedro: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo"
(Mt 16, 16), que podía considerarse como el punto culminante del camino
de maduración de los Doce en la ya notable experiencia adquirida en el
seguimiento de Jesús. Y he aquí que, precisamente tras esta
profesión (ocurrida en las cercanías de Cesarea de Filipos),
Cristo habla por primera vez de su pasión y muerte: "Y comenzó a
enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por
los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a
los tres días" (Mc 8, 31; cf. también Mt16, 21; Lc 9, 22).

6. También las palabras de severa reprensión dirigidas a Pedro, que no


quería aceptar aquello que oía ("Señor, de ningún modo te sucederá
eso": Mt 16, 22), prueban lo identificada que estaba la conciencia de Jesús
con la certeza del futuro sacrificio. Ser Mesías quería decir para Él "dar su
vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45). Desde el inicio sabia Jesús
que éste era el sentido definitivo de su misión y de su vida. Por ello
rechazaba todo lo que habría podido ser o aparecer como la negación de esa

83
finalidad salvífica. Esto se vislumbra ya en la hora de la tentación, cuando
Jesús rechaza resueltamente al halagador que trata de desviarle hacia la
búsqueda de éxitos terrenos (cf. Mt 4, 5-10; Lc 4, 5-12).

7. Debemos notar, sin embargo, que en los textos citados, cuando Jesús
anuncia su pasión y muerte, procura hablar también de la resurrección que
sucederá "el tercer día". Es un añadido que no cambia en absoluto el
significado esencial del sacrificio mesiánico mediante la muerte en cruz,
sino que pone de relieve su significado salvífico y vivificante. Digamos,
desde ahora, que esto pertenece a la más profunda esencia de la misión de
Cristo: el Redentor del mundo es aquel en quien se debe llevar a cabo la
"pascua", es decir, el paso del hombre a una nueva vida en Dios.

8. En este mismo espíritu Jesús forma a sus Apóstoles y traza la prospectiva


en que deberá moverse su futura Iglesia. Los Apóstoles, sus sucesores y
todos los seguidores de Cristo, tras las huellas del Maestro crucificado,
deberán recorrer el camino de la cruz: "Os entregarán a los tribunales,
seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes
por mi causa para que deis testimonio ante ellos" (Mc 13, 9). "Os
entregarán a la tortura y os matarán, y seréis odiados de todas las naciones
por causa de mi nombre" (Mt 24, 9). Pero ya sea a los Apóstoles o a los
futuros seguidores, que participarán en la pasión y muerte redentora de su
Señor, Jesús también preanuncia: "En verdad, en verdad os digo: ...Estaréis
tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn 16, 20). Tanto los
Apóstoles como la Iglesia están llamados, en todas las épocas, a tomar
parte en el misterio pascual de Cristo en su totalidad. Es un misterio, en el
que, del sufrimiento y la "tristeza" del que participa en el sacrificio de la
cruz, nace el "gozo" de la nueva vida de Dios.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles, 19 de octubre de 1988

Valor del sufrimiento y de la muerte de Cristo

1. Los datos bíblicos e históricos sobre la muerte de Cristo que hemos


resumido en las catequesis precedentes, han sido objeto de reflexión en la
Iglesia de todos los tiempos, por parte de los primeros Padres y Doctores,

84
por los Concilios Ecuménicos, por los teólogos de las diversas escuelas que
se han formado y sucedido durante los siglos hasta hoy.

El objeto principal del estudio y de la investigación ha sido y es el del valor


de la pasión y muerte de Jesús de cara a nuestra salvación. Los resultados
conseguidos sobre este punto, además de hacemos conocer mejor
el misterio de la redención, han servido para arrojar nueva luz también
sobre el misterio del sufrimiento humano, del cual se han podido descubrir
dimensiones impensables de grandeza, de finalidad, de fecundidad, ya
desde que se ha hecho posible su comparación, y más aún, su vinculación
con la Cruz de Cristo.

2. Elevemos los ojos, ante todo, hacia Él que cuelga de la Cruz y


preguntémonos: ¿quién es éste que sufre? Es el Hijo de Dios: hombre
verdadero, pero también Dios verdadero, como sabemos por los Símbolos
de la fe. Por ejemplo, el de Nicea lo proclama "Dios verdadero de Dios
verdadero... que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajo del
cielo, se encarnó y.… padeció" (DS, 125). El Concilio de Éfeso, por su
parte, precisa que "el Verbo de Dios sufrió en la carne" (DS, 263). "Dei
Verbum passum carne": es una síntesis admirable del gran misterio del
Verbo encarnado, Jesucristo, cuyos sufrimientos humanos pertenecen a la
naturaleza humana, pero se deben atribuir, como todas sus acciones, a la
Persona divina. ¡Se tiene, pues, en Cristo a un Dios que sufre!

3. Es una verdad desconcertante. Ya Tertuliano preguntaba a Marción:


"¿Sería quizá muy necio creer en un Dios que ha nacido de una Virgen,
precisamente carnal y que ha pasado por la humillación de la naturaleza...?
Dí, en cambio, que un Dios crucificado es sabiduría." (De carne Christi, 4,
6-5, 1).

La teología ha precisado que lo que no podemos atribuir a Dios como Dios,


sino por una metáfora antropomórfica que nos hace hablar de su
sufrimiento de sus arrepentimientos de sus arrepentimientos, etc., Dios lo
ha realizado en su Hijo, el Verbo, que ha asumido la naturaleza humana en
Cristo. Y si Cristo es Dios que sufre en la naturaleza humana, como
hombre verdadero nacido de María Virgen y sometido a los
acontecimientos y a los dolores de todo hijo de mujer, siendo Él una
persona divina, como Verbo, da un valor infinito a su sufrimiento y a su
muerte, que así entra en el ámbito misterioso de la realidad humano-divina
y toca, sin deteriorarla, la gloria y la felicidad infinita de la Trinidad.

Sin duda, Dios en su esencia permanece más allá del horizonte del
sufrimiento humano-divino: pero la pasión y muerte de Cristo penetran,
rescatan y ennoblecen todo el sufrimiento humano, ya que Él, al

85
encarnarse, ha querido ser solidario con la humanidad, la cual, poco a poco,
se abre a la comunión con Él en la fe y el amor.

4. El Hijo de Dios, que asumió el sufrimiento humano es, pues, un modelo


divino para todos los que sufren, especialmente para los cristianos que
conocen y aceptan en la fe el significado y el valor de la Cruz. El Verbo
encarnado sufrió según el designio del Padre también para que pudiéramos
"seguir sus huellas", como recomienda San Pedro (1 Pe 2, 21; cf. S. Th. II,
q. 46, a. 3). Sufrió y nos enseñó a sufrir.

5. Lo que más destaca en la pasión y muerte de Cristo es su perfecta


conformidad con la voluntad del Padre, con aquella obediencia que siempre
ha sido considerada como la disposición más característica y esencial del
sacrificio.

San Pablo dice de Cristo que se "hizo obediente hasta la muerte de Cruz"
(Flp 2, 8), alcanzando, así, el máximo desarrollo de la kénosis incluida en
la encarnación del Hijo de Dios, en contraste con la desobediencia de
Adán, que quiso "retener" la igualdad con Dios (cf. Flp 2, 6).

El "nuevo Adán" realizó de esta forma un vuelco de la condición humana


(una "recirculatio", como dice San Ireneo): Él, "siendo de condición divina
no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo"
(Flp 2, 6-7). La Carta a los Hebreos recalca el mismo concepto. "Aún
siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencial" (Heb 5, 8).
Pero es Él mismo el que en vida y en muerte, según los Evangelios, se
ofreció a sí mismo al Padre en plenitud de obediencia. "No sea lo que yo
quiero sino lo que quieras Tú" (Mc 14, 36). "Padre en tus manos pongo mi
espíritu" (Lc 23, 46). San Pablo sintetiza todo esto cuando dice que el Hijo
de Dios hecho hombre se "humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte
y muerte en cruz" (Flp2, 8).

6. En Getsemaní vemos lo dolorosa que fue esta obediencia: "¡Abbá,


Padre!: todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que
yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc 14, 36). En ese momento se produce
en Cristo una agonía del alma, mucho más dolorosa que la corporal (cf. S.
Th. III, q. 46, a. 6), por el conflicto interior entre las "razones supremas" de
la pasión, fijada en el designio de Dios, y la percepción que tiene Jesús en
la finísima sensibilidad de su alma, de la enorme maldad del pecado que
parece volcarse sobre Él, hecho casi "pecado" (es decir, víctima del
pecado), como dice San Pablo (cf. 2 Cor 5, 21), para que el pecado
universal fuera expiado en Él. Así, Jesús llega a la muerte como el acto
supremo de obediencia: "Padre en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23,
46): el espíritu, o sea, el principio de la vida humana.

86
Sufrimiento y muerte son la manifestación definitiva de la obediencia total
del Hijo al Padre. ¡El homenaje y el sacrificio de la obediencia del Verbo
encarnado son una admirable concreción de disponibilidad filial, que desde
el misterio de la encarnación sufre, y, de alguna forma, penetra en el
misterio de la Trinidad! Con el homenaje perfecto de su obediencia
Jesucristo lora una perfecta victoria sobre la desobediencia de Adán y sobre
todas las rebeliones que pueden nacer en los corazones humanos, muy
especialmente por causa del sufrimiento y de la muerte, de manera que aquí
también puede decirse que "donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia" (Rom 5, 20). Jesús reparaba, en efecto, la desobediencia, que
siempre está incluida en el pecado humano, satisfaciendo en nuestro lugar
las exigencias de la justicia divina.

7. En toda obra salvífica, consumada en la pasión y en la muerte en Cruz,


Jesús llevó al extremo la manifestación del amor divino hacia los hombres,
que está en el origen tanto de su oblación, como del designio del Padre.

"Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de


dolencias" (Is 53, 3), Jesús mostró toda la verdad contenida en aquellas
palabras proféticas: "Nadie tiene amor mayor, que el que da la vida por sus
amigos" (Jn 15, 13). Haciéndose "varón de dolores" estableció una nueva
solidaridad de Dios con los sufrimientos humanos. Hijo eterno del Padre,
en comunión con Él en su gloria eterna, al hacerse hombre se guardó bien
la de reivindicar privilegios la gloria terrena o al menos de exención del
dolor, pero entró en el camino de la cruz y escogió como suyos los
sufrimientos, no sólo físicos, sino morales que le acompañaron hasta la
muerte; todo por amor nuestro, para dar a los hombres la prueba decisiva
de su amor, para reparar el pecado de los hombres y reconducirlos desde la
dispersión hasta la unidad (cf. Jn 11, 52). Todo porque en el amor de Cristo
se reflejaba el amor de Dios hacia la humanidad.

Así puede Santo Tomás afirmar que la primera razón de conveniencia que
explica la liberación humana mediante la pasión y muerte de Cristo es que
"de esta forma el hombre conoce cuánto lo ama Dios, y el hombre, a su
vez, es inducido a amarlo: en tal amor consiste la perfección de la salvación
humana" (III, q. 46, a. 3). Aquí el Santo Doctor cita al Apóstol Pablo que
escribe: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros
todavía pecadores, murió por nosotros" (Rom 5, 8).

8. Ante este misterio, podemos decir que sin el sufrimiento y la muerte de


Cristo, el amor de Dios hacia los hombres no se habría manifestado en toda
su profundidad y grandeza. Por otra parte, el sufrimiento y la muerte se han
convertido, con Cristo, en invitación, estímulo y vocación a un amor más
generoso, como ha ocurrido con tantos Santos que pueden ser justamente

87
llamados los "héroes de la Cruz" y como sucede siempre con muchas
criaturas, conocidas e ignoradas, que saben santificar el dolor reflejando en
sí mismas el rostro llagado de Cristo. Se asocian así a su oblación
redentora.

9. Falta añadir que Cristo, en su humanidad unida a la divinidad, y hecha


capaz, en virtud de la abundancia de la caridad y de la obediencia, de
reconciliar al hombre con Dios (cf. 2 Cor 5, 19), se establece como
único Mediador entre la humanidad y Dios, a un nivel muy superior al que
ocupan los Santos del Antiguo y Nuevo Testamento, y la misma Santísima
Virgen María, cuando se habla de su mediación o se invoca su intercesión.

Estamos, pues, ante nuestro Redentor, Jesucristo crucificado, muerto por


nosotros por amor y convertido por ello en autor de nuestra salvación.

Santa Catalina de Siena, con una de sus imágenes tan viva y expresiva, lo
compara a un "puente sobre el mundo". Sí, Él es verdaderamente el Puente
y el Mediador, porque a través de Él viene todo don del cielo a los hombres
y suben a Dios todos nuestros suspiros e invocaciones de salvación (cf. S.
Th. III, q. 26, a. 2). Abracémonos, con Catalina y tantos otros "Santos de la
Cruz" a este Redentor nuestro dulcísimo y misericordiosísimo, que la Santa
de Siena llamaba Cristo-Amor. En su corazón traspasado está nuestra
esperanza y nuestra paz.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 26 de octubre de 1988

Valor sustitutivo y representativo del sacrificio de Cristo, 


víctima de expiación "por los pecados" de todo el mundo

1. Tomemos de nuevo algunos conceptos que la tradición de los Padres ha


sacado de las fuentes bíblicas en el intento de explicar las "riquezas
insondables" (Ef 3, 8) de la redención.

Ya hemos aludido a ellos en las últimas catequesis, pero merecen ser


ilustrados, de forma más particularizada por su importancia teológica y
espiritual.

88
2. Cuando Jesús dice: "El Hijo del hombre... no ha venido a ser servido,
sino a servir y dar su vida como rescate por muchos" (Mc10, 45) resume
en estas palabras el objetivo esencial de su misión mesiánica: "dar su vida
en rescate". Es una misión redentora. Lo es para toda la humanidad, porque
decir, "en rescate por muchos", según el modo semítico de expresar los
pensamientos, no excluye a nadie. A la luz de este valor redentor habla sido
ya vista la misión del Mesías en el libro del Profeta Isaías, y,
particularmente, en los "Cánticos del Siervo de Yahvé": "¡Y con todo eran
nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!
Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido
herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el
castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados"
(Is 53, 4-5).

3. Estas palabras proféticas nos hacen comprender mejor lo que Jesús


quiere decir cuando habla de que el Hijo del hombre ha venido "para dar su
vida en rescate por muchos". Quiere decir que ha dado su vida "en
nombre" y en sustitución de toda la humanidad, para liberar a todos del
pecado. Esta "sustitución" excluye cualquier participación en el pecado por
parte del Redentor. Él fue absolutamente inocente y santo. Tu solus
sanctus! Decir que una persona ha sufrido un castigo en lugar de otra
implica, evidentemente, que ella no ha cometido la culpa. En su sustitución
redentora (substitutio), Cristo, precisamente por su inocencia y santidad
"vale ciertamente lo que todos", como escribe San Cirilo de Alejandría (In
Isaiam 5, 1; PG 70, 1.176; In 2 Cor 5, 21: PG 74, 945). Precisamente
porque "no cometió pecado" (1 Pe 2, 22), pudo tomar sobre sí lo que es
efecto del pecado, es decir, el sufrimiento y la muerte, dando al sacrificio
de la propia vida un valor real y un significado redentor perfecto.

4. Lo que confiere a la sustitución su valor redentor no es el hecho material


de que un inocente haya sufrido el castigo merecido por los culpables y que
así la justicia haya sido satisfecha de algún modo (en realidad, en tal caso
se debería más bien hablar de grave injusticia). El valor redentor, por el
contrario, viene de la realidad de que Jesús, siendo inocente, se ha hecho,
por puro amor, solidario con los culpables y así ha transformado, desde
dentro, su situación. En efecto, cuando una situación catastrófica como la
provocada por el pecado es asumida por puro amor en favor de los
pecadores, entonces tal situación ya no está más bajo el signo de la
oposición a Dios, sino, al contrario, bajo el de la docilidad al amor que
viene de Dios (cf. Gál 1, 4) y se convierte, de esta forma, en fuente de
bendición (Gál 3, 13-14). Cristo, ofreciéndose a sí mismo "en rescate por
muchos" ha llevado a cabo hasta el fin su solidaridad con el hombre, con
cada hombre, con cada pecador. Lo manifiesta el Apóstol cuando escribe:

89
"El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos
por tanto murieron" (2 Cor 5, 14). Cristo, pues, se hizo solidario con cada
hombre en la muerte, que es un efecto del pecado. Pero esta solidaridad de
ninguna forma era en Él efecto del pecado; era, por el contrario, un acto
gratuito de amor purísimo. El amor "indujo" a Cristo a "dar la vida",
aceptando la muerte en la cruz. Su solidaridad con el hombre en la muerte
consiste, pues en el hecho de que sólo Él murió como muere el
hombre ―como muere cada hombre― pero murió por cada hombre. De
tal forma, esta "sustitución" significa la "sobreabundancia" del amor, que
permite superar todas las "carencias" o insuficiencias del amor humano,
todas las negaciones y contrariedades ligadas con el pecado del hombre en
toda dimensión, interior e histórica, en la que este pecado ha gravado la
relación del hombre con Dios.

5. Sin embargo, en este punto vamos más allá de la medida puramente


humana del "rescate" que Cristo ha ofrecido "por todos". Ningún hombre,
aunque fuera el más santo, podía tomar sobre sí los pecados de todos los
hombres y ofrecerse en sacrificio "por todos". Sólo Jesucristo era capaz de
ello, porque, aún siendo verdadero hombre, era Dios-Hijo, de la misma
sustancia del Padre. El sacrificio de su vida humana tuvo por este motivo
un valor infinito. La subsistencia en Cristo de la Persona divina del Hijo, la
cual supera y abraza al mismo tiempo a todas las personas humanas, hace
posible su sacrificio redentor "por todos". "Jesucristo valía por todos
nosotros", escribe San Cirilo de Alejandría (cf. In Isaiam 5, 1; PG 70,
1.176). La misma trascendencia divina de la persona de Cristo hace que Él
pueda "representar" ante el Padre a todos los hombres. En este sentido se
explica el carácter "sustitutivo" de la redención realizada por Cristo: en
nombre de todos y por todos. "Sua sanctissima passione in ligno crucis
nobis iustificationem meruit" enseña el Concilio de Trento (Decreto sobre
la justificación, cap. 7: DS 1.529), subrayando su valor meritorio del
sacrificio de Cristo.

6. Aquí se ha de notar que este mérito es universal, es decir, valedero para


todos los hombres y para cada uno, porque está basado en una
representatividad universal, puesta a la luz por los textos que hemos visto
sobre la sustitución de Cristo en el sacrificio por todos los demás hombres.
Él valía "lo que todos nosotros", como ha dicho San Cirilo de Alejandría,
podía por sí solo sufrir por todos (cf. In Isaiam 5, 1: PG 70, 1.176; In 2
Cor 5, 21: PG 74, 945). Todo ello está incluido en el designio salvífico de
Dios y en la vocación mesiánica de Cristo.

7. Se trata de una verdad de fe, basada en palabras de Jesús, claras e


inequívocas, repetidas por Él también en el momento de la institución de la

90
Eucaristía. Nos las transmite San Pablo en un texto que es considerado
como el más antiguo sobre este punto: "Esto es mi cuerpo, que se entrega
por vosotros... Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre" (1 Cor 11, 23).
Con este texto concuerdan los sinópticos que hablan del cuerpo que "se da"
y de la sangre que será "derramada... en remisión de los pecados"
(cf. Mc 14, 22-24; Mt 26, 26-28, Lc 22, 19-20). También en la oración
sacerdotal de la última Cena, Jesús dice: "Yo por ellos me santifico a mí
mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17, 19).
El eco y, en cierto modo, la precisión del significado de estas palabras de
Jesús se encuentra en la primera carta de San Juan: "Él es víctima de
propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también
por los del mundo entero" (1 Jn 2, 2). Como se ve, San Juan nos ofrece la
interpretación auténtica de los demás textos sobre el valor sustitutivo del
sacrificio de Cristo, en el sentido de la universalidad de la redención.

8. Esta verdad de nuestra fe no excluye, sino que exige, la participación


del hombre, de cada hombre, en el sacrificio de Cristo, la colaboración
con el Redentor. Sí, como hemos dicho más arriba, ningún hombre podía
llevar a cabo la redención, ofreciendo un sacrificio sustitutivo "por los
pecados de todo el mundo" (cf. 1 Jn 2, 2), también es verdad que cada uno
es llamado a participar en el sacrificio de Cristo, a colaborar con Él en la
obra de la redención que Él mismo ha realizado. Lo dice explícitamente el
Apóstol Pablo cuando escribe a los Colosenses: "Ahora me alegro por los
padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que
falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia"
(Col 1, 24). El mismo Apóstol escribe también: "Estoy crucificado con
Cristo" (Gál 2, 20). Estas afirmaciones no parten sólo de una experiencia y
de una interpretación personal de Pablo, sino que expresan la verdad sobre
el hombre, redimido sin duda a precio de la Cruz de Cristo, y también
llamado al mismo tiempo a "completar en la propia carne lo que falta" a los
sufrimientos de Cristo por la redención del mundo. Todo esto se sitúa en la
lógica de la alianza entre Dios y el hombre y supone, en éste último, la fe
como vía fundamental de su participación en la salvación que viene del
sacrificio de Jesús sobre la Cruz.

9. Cristo mismo ha llamado y llama constantemente a sus discípulos a esta


participación: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame" (Mc 8, 34). Más de una vez también habla de las
persecuciones que esperan a sus discípulos: "El siervo no es más que su
Señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros"
(Jn 15, 20). "Lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis
tristes pero vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn 16, 20). Estos y otros
textos del Nuevo Testamento han basado, justamente, la tradición

91
teológica, espiritual y ascética que desde los tiempos más antiguos ha
mantenido la necesidad y mostrado los caminos del seguimiento de Cristo
en la pasión, no sólo como imitación de sus virtudes, sino también como
cooperación en la redención universal con la participación en su sacrificio.

10. He aquí uno de los puntos de referencia de la espiritualidad cristiana


específica que estamos llamados a reactivar en nuestra vida por fuerza del
mismo bautismo que, según el decir de San Pablo (cf. Rom 6, 3-4), actúa
sacramentalmente nuestra muerte y sepultura sumergiéndonos en el
sacrificio salvífico de Cristo: si Cristo ha redimido a la humanidad,
aceptando la cruz y la muerte "por todos", esta solidaridad de Cristo con
cada hombre contiene en sí la llamada a la cooperación solidaria con Él en
la obra de la redención. Tal es la elocuencia del Evangelio. Así es, sobre
todo, la elocuencia de la cruz. Así, la importancia del bautismo que, como
veremos en su momento, actúa ya en sí la participación del hombre, de todo
hombre, en la obra salvífica, en la que está asociado a Cristo por una
misma vocación divina.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 9 de noviembre de 1988

Sentido del sufrimiento a la luz de la pasión del Señor

"Si el grano de trigo... muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24).

1. La redención realizada por Cristo al precio de la pasión y muerte de


cruz, es un acontecimiento decisivo y determinante en la historia de la
humanidad, no sólo porque cumple el supremo designio divino de justicia y
misericordia, sino también porque revela a la conciencia del hombre un
nuevo significado del sufrimiento. Sabemos que no hay un problema que
pese más sobre el hombre que éste, particularmente en su relación con
Dios. Sabemos que desde la solución del problema del sufrimiento se
condiciona el valor de la existencia del hombre sobre la tierra. Sabemos
que coincide, en cierta medida, con el problema del mal, cuya presencia en
el mundo cuesta tanto aceptar.

92
La cruz de Cristo ―la pasión― arroja una luz completamente nueva sobre
este problema, dando otro sentido al sufrimiento humano en general.

2. En el Antiguo Testamento el sufrimiento es considerado,


globalmente, como pena que debe sufrir el hombre, por parte de Dios
justo, por sus pecados. Sin embargo, permaneciendo en el ámbito de tal
horizonte de pensamiento, basado en una revelación divina inicial, el
hombre encuentra dificultad al dar razón del sufrimiento del que no tiene
culpa, o lo que es lo mismo, del inocente. Problema tremendo cuya
expresión "clásica" se encuentra en el Libro de Job. Añádase, sin embargo,
que en el Libro de Isaías el problema se ve ya desde una luz nueva, cuando
parece que la figura del Siervo de Yahvé constituye una preparación
particularmente significativa y eficaz en relación con el misterio pascual,
en cuyo centro se colocará, junto al "Varón de dolores", Cristo, el hombre
sufriente de todos los tiempos y de todos los pueblos.

El Cristo que sufre es, como ha cantado un poeta moderno, "el Santo que
sufre", el Inocente que sufre, y, precisamente por ello, su sufrimiento tiene
una profundidad mucho mayor en relación con la de todos los otros
hombres, incluso de todos los Job, es decir de todos los que sufren en el
mundo sin culpa propia. Ya que Cristo es el único que verdaderamente no
tiene pecado, y que, más aún, ni siquiera puede pecar. Es, por tanto, Aquél
―el único― que no merece absolutamente el sufrimiento. Y sin embargo
es también el que lo ha aceptado en la forma más plena y decidida, lo ha
aceptado voluntariamente y con amor. Esto significa ese deseo suyo, esa
especie de tensión interior de beber totalmente el cáliz del dolor (cf. Jn 18,
11), y esto "por nuestros pecados, no sólo por los nuestros sino también por
los de todo el mundo", como explica el Apóstol San Juan (1 Jn 2, 2). En tal
deseo, que se comunica también a un alma sin culpa, se encuentra la raíz de
la redención del mundo mediante la cruz. La potencia redentora del
sufrimiento está en el amor.

3. Y así, por obra de Cristo, cambia radicalmente el sentido del


sufrimiento. Ya no basta ver en él un castigo por los pecados. Es necesario
descubrir en él la potencia redentora, salvífica del amor. El mal del
sufrimiento, en el misterio de la redención de Cristo, queda superado y de
todos modos transformado: se convierte en la fuerza para la liberación del
mal, para la victoria del bien. Todo sufrimiento humano, unido al de Cristo,
completa "lo que falta a las tribulaciones de Cristo en la persona que sufre,
en favor de su Cuerpo" (cf. Col 1, 24): el Cuerpo es la Iglesia como
comunidad salvífica universal.

4. En su enseñanza, llamada normalmente pre pascual, Jesús dio a conocer


más de una vez que el concepto de sufrimiento, entendido exclusivamente

93
como pena por el pecado, es insuficiente y hasta impropio. Así, cuando le
hablaron de algunos galileos "cuya sangre Pilato había mezclado con la de
sus sacrificios", Jesús preguntó: "¿Pensáis que esos galileos eran más
pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas...?
aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos
¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en
Jerusalén?" (Lc 13, 1 - 2.4). Jesús cuestiona claramente tal modo de
pensar, difundido y aceptado comúnmente en aquel tiempo, y hace
comprender que la "desgracia" que comporta sufrimiento no se puede
entender exclusivamente como un castigo por los pecados personales. "No,
os lo aseguro" ―declara Jesús―, y añade: "Si no os convertís, todos
pereceréis del mismo modo" (Lc 13, 3-4). En el contexto, confrontando
estas palabras con las precedentes, es fácil descubrir que Jesús trata de
subrayar la necesidad de evitar el pecado, porque este es el verdadero mal,
el mal en sí mismo y permaneciendo la solidaridad que une entre sí a los
seres humanos, la raíz última de todo sufrimiento. No basta evitar el pecado
sólo por miedo al castigo que se puede derivar de él para el que lo comete.
Es menester "convertirse" verdaderamente al bien, de forma que la ley de la
solidaridad pueda invertir su eficacia y desarrollar, gracias a la comunión
con los sufrimientos de Cristo, un influjo positivo sobre los demás
miembros de la familia humana.

5. En ese sentido suenan las palabras pronunciadas por Jesús mientras


curaba al ciego de nacimiento. Cuando los discípulos le preguntaron.
"Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?". Jesús
respondió: "Ni él pecó, ni sus padres; es para que se manifiesten en él las
obras de Dios" (Jn 9, 1-3). Jesús, dando la vista al ciego, dio a conocer las
"obras de Dios", que debían revelarse en aquel hombre disminuido, en
favor de él y de cuantos llegaran a conocer el hecho. La curación milagrosa
del ciego fue un "signo" que llevó al curado a creer en Cristo e introdujo en
el ánimo de otros un germen saludable de inquietud (cf. Jn 9, 16). En la
profesión de fe del que recibió el milagro se manifestó la esencial "obra de
Dios", el don salvífico que recibió junto con el don de la vista: "¿Tú crees
en el Hijo del hombre? ... ¿Y quién es, Señor, para que crea en él?... Le has
visto; el que está hablando contigo, ese es... ¡Creo, Señor!" (Jn 9, 35-38).

6. En el fondo de este acontecimiento vislumbramos algún aspecto de la


verdad del dolor a la luz de la cruz. En realidad, un juicio que vea el
sufrimiento exclusivamente como castigo del pecado, va contra el amor del
hombre. Es lo que aparece ya en el caso de los interlocutores de Job, que le
acusan sobre la base de argumentos deducidos de una concepción de la
justicia carente de toda apertura al amor (cf. Job 4 ss). Esto se ve mejor aún
en el caso del ciego de nacimiento: "¿Quién pecó, el o sus padres, para que

94
haya nacido ciego?" (Jn 9, 2). Es como señalar con el dedo a alguno. Es un
sentenciar que pasa del sufrimiento visto como tormento físico, al
entendido como castigo por el pecado: alguno debe haber pecado en ese
caso, el interesado o sus padres. Es una censura moral: ¡sufre, por eso, debe
haber sido culpable!

¡Para poner fin a este modo mezquino e injusto de pensar, era necesario


que se revelase en su radicalidad el misterio del sufrimiento del Inocente,
del Santo, del "Varón de dolores"! Desde que Cristo escogió la cruz y
murió en el Gólgota, todos los que sufren, particularmente los que sufren
sin culpa, pueden encontrarse con el rostro del "Santo que sufre", y hallar
en su pasión la verdad total sobre el sufrimiento, su sentido pleno, su
importancia.

7. A la luz de esta verdad, todos los que sufren pueden sentirse llamados a


participar en la obra de la redención realizada por medio de la cruz.
Participar en la cruz de Cristo quiere decir creer en la potencia salvífica
del sacrificio que todo creyente puede ofrecer junto al Redentor. Entonces
el sufrimiento se libera de la sombra del absurdo, que parece recubrirlo, y
adquiere una dimensión profunda, revela su significado y valor creativo. Se
diría, entonces, que cambia el escenario de la existencia, del que se aleja
cada vez más la potencia destructiva del mal, precisamente porque el
sufrimiento produce frutos copiosos. Jesús mismo nos lo revela y promete,
cuando dice: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre.
En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere,
queda él solo; pero si muere da mucho fruto" (Jn 12, 23-24) ¡Desde la cruz
a la gloria!

8. Es necesario iluminar con la luz del Evangelio otro aspecto de la verdad


del sufrimiento. Mateo nos dice que "Jesús recorría las aldeas...
proclamando la Buena Nueva del reino y sanando toda enfermedad y
dolencia" (Mt 9, 35). Lucas a su vez narra que cuando interrogaron a Jesús
sobre el significado correcto del mandamiento del amor, respondió con la
parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37). De estos textos se deduce
que, según Jesús, el sufrimiento debe impulsar, de forma particular, al
amor al prójimo y al compromiso por prestarle los servicios necesarios.
Tal amor y tales servicios, desarrollados en cualquier forma posible,
constituyen un valor moral fundamental que "acompaña" al sufrimiento.
Más aún, Jesús, hablando del juicio final, ha dado particular relieve al
concepto de que toda obra de amor llevada a cabo en favor del hombre
que sufre, se dirige al Redentor mismo: "Tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis;
estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y

95
vinisteis a verme" (Mt 25, 35-36). En estas palabras se basa toda la ética
"cristiana del servicio, también el social, y la valoración definitiva del
sufrimiento aceptado a la luz de la cruz.

¿No se podía sacar de aquí la respuesta que, también hoy, espera la


humanidad? Esa sólo se puede recibir de Cristo crucificado, "el Santo que
sufre", que puede penetrar en el corazón mismo de los problemas humanos
más tormentosos, porque ya está junto a todos los que sufren y le piden la
infusión de una esperanza nueva.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 16 de noviembre de 1988

Las últimas palabras de Cristo en la cruz: "Padre, perdónales..." 

1. Todo lo que Jesús enseñó e hizo durante su vida mortal, en la cruz llega
al culmen de la verdad y la santidad. Las palabras que Jesús pronunció
entonces constituyen su mensaje supremo y definitivo y, al mismo tiempo,
la confirmación de una vida santa, concluida con el don total de Sí mismo,
en obediencia al Padre, por la salvación del mundo. Aquellas palabras,
recogidas por su Madre y los discípulos presentes en el Calvario, fueron
trasmitidas a las primeras comunidades cristianas y a todas las
generaciones futuras para que iluminaran el significado de la obra
redentora de Jesús e inspiraran a sus seguidores durante su vida y en el
momento de la muerte. Meditemos también nosotros esas palabras, como lo
han hecho tantos cristianos, en todas las épocas.

2. El primer descubrimiento que hacemos al releerlas es que se encuentra


en ellas un mensaje de perdón. "Padre perdónales, porque no saben lo que
hacen" (Lc 23, 34): según la narración de Lucas, ésta es la primera palabra
pronunciada por Jesús en la cruz. Preguntémonos inmediatamente: ¿No es,
quizá la palabra que necesitábamos oír pronunciar sobre nosotros? 

Pero en aquel ambiente, tras aquellos acontecimientos, ante aquellos


hombres reos por haber pedido su condena y haberse ensañado tanto contra
Él, ¿quién habría imaginado que saldría de los labios de Jesús aquella

96
palabra? Con todo, el Evangelio nos da esta certeza: ¡Desde lo alto de la
cruz resonó la palabra, "perdón"! 

3. Veamos los aspectos fundamentales de aquél mensaje de perdón.

Jesús no sólo perdona, sino que pide el perdón del Padre para los que lo
han entregado a la muerte, y por tanto también para todos nosotros. Él es
signo de la sinceridad total del perdón de Cristo y del amor que deriva. Es
un hecho nuevo en la historia, incluso en la de la Alianza. En el Antiguo
Testamento leemos muchos textos de los Salmistas que pedían la venganza
o el castigo del Señor para sus enemigos: textos que en la oración cristiana,
también la litúrgica, se repiten no sin sentir la necesidad de interpretarlos
adecuándolos a la enseñanza y ejemplo de Jesús, que amó también a los
enemigos. Lo mismo puede decirse de ciertas expresiones del Profeta
Jeremías (11, 20; 20, 12; 15, 15) y de los mártires judíos en el Libro de los
Macabeos (cf. 2 Mac 7, 9. 14, 17. 19). Jesús cambia esa posición ante Dios
y pronuncia otras palabras muy distintas. Había recordado a quien le
reprochaba su trato frecuente con "pecadores", que ya en el Antiguo
Testamento, según la palabra inspirada, Dios "quiere misericordia"
(cf. Mt 9, 13).

4. Nótese además que Jesús perdona inmediatamente, aunque la hostilidad


de los adversarios continúa manifestándose. El perdón es su única respuesta
a la hostilidad de aquellos. Su perdón se dirige a todos los que,
humanamente hablando, son responsables de su muerte, no sólo a los
ejecutores, los soldados, sino a todos aquellos, cercanos y lejanos,
conocidos y desconocidos, que están en el origen del comportamiento que
ha llevado a su condena y crucifixión. Por todos ellos pide perdón y así los
defiende ante el Padre, de manera que el Apóstol Juan, tras haber
recomendado a los cristianos que no pequen, puede añadir: "Pero si alguno
peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es
víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino
también por los del mundo entero" (1 Jn 2, 1-2). En esta línea se sitúa
también el Apóstol Pedro que, en su discurso al pueblo de Jerusalén,
extiende a todos la acusación de "ignorancia" (Act 3, 17; cf. Lc 23, 34) y la
oferta del perdón (Act 3, 19). Para todos nosotros es consolador saber que,
según la Carta a los Hebreos, Cristo crucificado, Sacerdote eterno,
permanece siempre como el que intercede en favor de los pecadores que se
acercan a Dios a través de Él (cf. Heb 7, 25). 

Él es el Intercesor, y también el Abogado, el "Paráclito" (cf. 1 Jn 2, 1), que


en la cruz, en lugar de denunciar la culpabilidad de los que lo crucifican, la
atenúa diciendo que no se dan cuenta de lo que hacen. Es benevolencia de
juicio; pero también la conformidad con la verdad real, la que sólo Él

97
puede ver en aquellos adversarios suyos y en todos los pecadores: muchos
pueden ser menos culpables de lo que parezca o se piense, y precisamente
por esto Jesús enseñó a "no juzgar" (cf. Mt 7, 1): ahora, en el Calvario se
hace intercesor y defensor de los pecadores ante el Padre.

5. Este perdón desde la cruz es la imagen y el principio de aquel perdón


que Cristo quiso traer a toda la humanidad mediante su sacrificio. Para
merecer este perdón y positivamente, la gracia que purifica y da la vida
divina, Jesús hizo la ofrenda heroica de Sí mismo por toda la humanidad.
Todos los hombres, cada uno en la concreción de su propio yo, de su bien y
mal, están, pues, comprendidos potencialmente e incluso se diría
que intencionalmente en la oración de Jesús al Padre: "perdónalos".
También vale para nosotros aquella petición de clemencia y como de
comprensión celestial: "Porque no saben lo que hacen". Quizá ningún
pecador escapa a esa ausencia de conocimiento y, por tanto, al alcance de
aquella impetración de perdón que brota del corazón tiernísimo de Cristo
que muere en la cruz. Sin embargo, esto no debe empujar a nadie a no
tomar en serio la riqueza de la bondad, de la tolerancia y de la paciencia de
Dios hasta no reconocer que tal bondad le invita a la conversión (cf. Rom 2,
4). Con la dureza de su corazón impenitente acumularía cólera sobre sí para
el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios (cf. Rom 2, 5). No
obstante, también Cristo al morir pidió por él perdón al Padre, aunque fuera
necesario un milagro para su conversión. ¡Tampoco él, en efecto, sabe lo
que hace!

6. Es interesante constatar que ya en el ámbito de las primeras comunidades


cristianas, el mensaje del perdón fue acogido y seguido por los primeros
mártires de la fe que repitieron la oración de Jesús al Padre casi con sus
mismas palabras. Así lo hizo San Esteban protomártir, quién, según los
Hechos de los Apóstoles, en el momento de su muerte pidió: "Señor, no les
tengas en cuenta este pecado" (Act 7, 60). También Santiago durante su
martirio, según dice Eusebio de Cesarea, tomó los términos de Jesús en
demanda de perdón (Eusebio, Historia Ecles. II, 23, 16). Por lo demás, ello
constituía la aplicación de la enseñanza del Maestro que les había
recomendado: "Rezad por los que os persigan" (Mt 5, 44). A la enseñanza,
Jesús añadió el ejemplo en el momento supremo de su vida, y sus primeros
seguidores siguieron este ejemplo perdonando y pidiendo el perdón divino
para sus perseguidores.

7. Pero tenían presente también otro hecho concreto sucedido en el


Calvario y que se integra en el mensaje de la cruz como mensaje de perdón.
Dice Jesús a un malhechor crucificado con Él: "En verdad te digo, hoy
estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43). Es un hecho impresionante, en

98
el que vemos en acción todas las dimensiones de la obra salvífica, que se
concreta en el perdón. Aquel malhechor había reconocido su culpabilidad,
amonestando a su cómplice y compañero de suplicio, que se mofaba de
Jesús: "Nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros
hechos"; y había pedido a Jesús poder participar en el reino que Él había
anunciado: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino" (Lc 23, 42).
Consideraba injusta la condena de Jesús: "No ha hecho nada malo". No
compartía pues las imprecaciones de su compañero de condena ("Sálvate a
ti y a nosotros", Lc 23, 39) y de los demás que, como los jefes del pueblo,
decían: "A otros salvó, que se salve a sí mismo si es el Cristo de Dios, el
Elegido" (Lc 23, 35), ni los insultos de los soldados: "Si tú eres el Rey de
los judíos, sálvate" (Lc 23, 37).

El malhechor, por tanto, pidiendo a Jesús que se acordara de él, profesa su


fe en el Redentor; en el momento de morir, no sólo acepta su muerte como
justa pena al mal realizado, sino que se dirige a Jesús para decirle que pone
en Él toda su esperanza.

Esta es la explicación más obvia de aquel episodio narrado por Lucas, en el


que el elemento psicológico ―es decir, la transformación de los
sentimientos del malhechor―, teniendo como causa inmediata la impresión
recibida del ejemplo de Jesús inocente que sufre y muere perdonando,
tiene, sin embargo, su verdadera raíz misteriosa en la gracia del Redentor,
que "convierte" a este hombre y le otorga el perdón divino. La respuesta de
Jesús, en efecto, es inmediata. Promete el paraíso, en su compañía, para ese
mismo día al bandido arrepentido y "convertido". Se trata pues de un
perdón integral: el que había cometido crímenes y robos ―y por tanto
pecados― se convierte en santo en el último momento de su vida.

Se diría que en ese texto de Lucas está documentada la primera


canonización de la historia, realizada por Jesús en favor de un malhechor
que se dirige a Él en aquel momento dramático. Esto muestra que los
hombres pueden obtener, gracias a la cruz de Cristo, el perdón de todas las
culpas y también de toda una vida malvada; que pueden obtenerlo también
en el último instante, si se rinden a la gracia del Redentor que los convierte
y salva.

Las palabras de Jesús al ladrón arrepentido contienen también la promesa


de la felicidad perfecta: "Hoy estarás conmigo en el paraíso". El sacrificio
redentor obtiene, en efecto, para los hombres la bienaventuranza eterna. Es
un don de salvación proporcionado ciertamente al valor del sacrificio, a
pesar de la desproporción que parece existir entre la sencilla petición del
malhechor y la grandeza de la recompensa. La superación de esta

99
desproporción la realiza el sacrificio de Cristo, que ha merecido la
bienaventuranza celestial con el valor infinito de su vida y de su muerte. 

El episodio que narra Lucas nos recuerda que "el paraíso" se ofrece a toda
la humanidad, a todo hombre que, como el malhechor arrepentido, se abre a
la gracia y pone su esperanza en Cristo. Un momento de conversión
auténtica, un "momento de gracia", que podemos decir con Santo Tomás,
"vale más que todo el universo" (I-II, q. 113, a. 9, ad 2), puede pues saldar
las deudas de toda una vida, puede realizar en el hombre ―en cualquier
hombre― lo que Jesús asegura a su compañero de suplicio: "Hoy estarás
conmigo en el paraíso".

Miércoles 23 de noviembre de 1988

Las últimas palabras de Jesús en la cruz: "Ahí tienes a tu Madre..."

1. El mensaje de la cruz comprende algunas palabras supremas de amor que


Jesús dirige a su Madre y al discípulo predilecto Juan, presentes en su
suplicio del Calvario.

San Juan en su Evangelio recuerda que "junto a la cruz de Jesús estaba su


Madre" (Jn 19, 25). Era la presencia de una mujer ―ya viuda desde hace
años, según lo hace pensar todo― que iba a perder a su Hijo. Todas las
fibras de su ser estaban sacudidas por lo que había visto en los días
culminantes de la pasión y de la que sentía y presentía ahora junto al
patíbulo. ¿Cómo impedir que sufriera y llorara? La tradición cristiana ha
percibido la experiencia dramática de aquella Mujer llena de dignidad y
decoro, pero con el corazón traspasado, y se ha parado a contemplarla
participando profundamente en su dolor: "Stabat Mater dolorosa/ iuxta
Crucem lacrimosa/ dum pendebat Filius".

No se trata sólo de una cuestión "de la carne o de la sangre", ni de un afecto


indudablemente nobilísimo, pero simplemente humano. La presencia de
María junto a la cruz muestra su compromiso de participar totalmente en el
sacrificio redentor de su Hijo. María quiso participar plenamente en los
sufrimientos de Jesús, ya que no rechazó la espada anunciada por Simeón
(cf. Lc2, 35), sino que aceptó con Cristo el designio misterioso del Padre.
Ella era la primera partícipe de aquel sacrificio, y permanecería para
siempre como modelo perfecto de todos los que aceptaran asociarse sin
reservas a la ofrenda redentora.

100
2. Por otra parte, la compasión materna que se expresaba en esa presencia,
contribuía a hacer más denso y profundo el drama de aquella muerte en
cruz, tan cercano al drama de muchas familias, de tantas madres e hijos,
reunidos por la muerte tras largos períodos de separación por razones de
trabajo, de enfermedad, de violencia causada por individuos o grupos.

Jesús, que vio a su Madre junto a la cruz, la evoca en la estela de recuerdos


de Nazaret, de Caná, de Jerusalén; quizá revive los momentos del tránsito
de José, y luego de su alejamiento de Ella, y de la soledad en la que vivió
en los últimos años, soledad que ahora se va a acentuar. María, a su vez,
considera todas las cosas que a lo largo de los años "ha conservado en su
corazón" (cf. Lc 2, 19. 51), y que ahora comprende mejor que nunca en
orden a la cruz. El dolor y la fe se funden en su alma. Y he aquí que, en un
momento, se da cuenta que desde lo alto de la cruz Jesús la mira y le habla.

3. "Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice


a su madre: 'Mujer, ahí tienes a tu hijo'" (Jn 19, 26). Es un acto de ternura y
piedad filial. Jesús no quiere que su Madre se quede sola. En su puesto le
deja como hijo al discípulo que María conoce como el predilecto. Jesús
confía de esta manera a María una nueva maternidad y la pide que trate a
Juan como a hijo suyo. Pero aquella solemnidad del acto de confianza
("Mujer, ahí tienes a tu hijo"), ese situarse en el corazón mismo del drama
de la cruz, esa sobriedad y concentración de palabras que se dirán propias
de una formula casi sacramental, hacen pensar que, por encima de las
relaciones familiares, se considere el hecho en la perspectiva de la obra de
la salvación en el que la mujer-María, se ha comprometido con el Hijo del
hombre en la misión redentora. Como conclusión de esta obra, Jesús pide a
María que acepte definitivamente la ofrenda que Él hace de Sí mismo como
víctima de expiación, y que considere ya a Juan como hijo suyo. Al precio
de su sacrificio materno recibe esa nueva maternidad.

4. Ese gesto filial, lleno de valor mesiánico, va mucho más allá de la


persona del discípulo amado, designado como hijo de María. Jesús quiere
dar a María una descendencia mucho más numerosa, quiere instituir una
maternidad para María que abarque a todos sus seguidores y discípulos de
entonces y de todos los tiempos. El gesto de Jesús tiene, pues, un valor
simbólico. No es sólo un gesto de carácter familiar, como el de un hijo que
se ocupa de la suerte de su madre, sino que es el gesto del Redentor del
mundo que asigna a María, como "mujer", un papel de maternidad nueva
con relación a todos los hombres, llamados a reunirse en la Iglesia. En ese
momento, pues, María es constituida, y casi se diría "consagrada", como
Madre de la Iglesia desde lo alto de la cruz.

101
5. En este don hecho a Juan y, en él, a los seguidores de Cristo y a todos los
hombres, hay como una culminación del don que Jesús hace de Sí mismo a
la humanidad con su muerte en cruz. María constituye con Él un "todo", no
sólo porque son madre e hijo "según la carne", sino porque en el designio
eterno de Dios están contemplados, predestinados, colocados juntos en el
centro de la historia de la salvación; de manera que Jesús siente el deber de
implicar a su Madre no sólo en la oblación suya al Padre, sino también en
la donación de Sí mismo a los hombres; María, por su parte, está en
sintonía perfecta con el Hijo en este acto de oblación y de donación, como
para prolongar el "Fiat" de a anunciación.

Por otra parte, Jesús, en su pasión, se ha visto despojado de todo. En el


Calvario le queda su Madre; con un gesto de desasimiento supremo, la
entrega también al mundo entero, antes de llevar a término su misión con el
sacrificio de la vida. Jesús es consciente de que ha llegado el momento de
la consumación, como dice el Evangelista: "Después de esto, sabiendo
Jesús que ya todo estaba cumplido..." (Jn 19, 28). Quiere que entre las
cosas "cumplidas" esté también en el don de la Madre a la Iglesia y al
mundo.

6. Se trata ciertamente de una maternidad espiritual, que se realiza según la


tradición cristiana y la doctrina de la Iglesia, en el orden de la gracia.
"Madre en el orden de la gracia" la llama el Concilio Vaticano II (Lumen
gentium 61). Por tanto, es esencialmente una maternidad "sobrenatural",
que se inscribe en la esfera en la que opera la gracia, generadora de vida
divina en el hombre. Por tanto, es objeto de fe, como lo es la misma gracia
con la que está vinculada, pero no excluye sino que incluso comporta todo
un florecer de pensamientos, de afectos tiernos y suaves, de sentimientos
vivísimos de esperanza, confianza, amor, que forman parte del don de
Cristo.

Jesús, que había experimentado y apreciado el amor materno de María en


su propia vida, quiso que también sus discípulos pudieran gozar a su vez de
ese amor materno como componente de la relación con Él en todo el
desarrollo de su vida espiritual. Se trata de sentir a María como Madre y de
tratarla como Madre, dejándola que nos forme en la verdadera docilidad a
Dios, en la verdadera unión con Cristo, y en la caridad verdadera con el
prójimo.

7. También se puede decir que este aspecto de la relación con María está
incluido en el mensaje de la cruz. El Evangelista dice, en efecto, que Jesús
"luego dijo al discípulo: 'Ahí tienes a tu madre'" (Jn 19, 27). Dirigiéndose
al discípulo, Jesús le pide expresamente que se comporte con María como
un hijo con su madre. Al amor materno de María deberá corresponder un

102
amor filial. Puesto que el discípulo sustituye a Jesús junto a María, se le
invita a que la ame verdaderamente como madre propia. Es como si Jesús
dijera: "Ámala como la he amado yo". Y ya que en el discípulo, Jesús ve a
todos los hombres a los que deja ese testamento de amor, para todos vale la
petición de que amen a María como Madre. En concreto, Jesús funda con
esas palabras suyas el culto mariano de la Iglesia, a la que hace entender,
por medio de Juan, su voluntad de que María reciba un sincero amor filial
por parte de todo discípulo del que Ella es madre por institución de Jesús
mismo. La importancia del culto mariano, querido siempre por la Iglesia, se
deduce de las palabras pronunciadas por Jesús en la hora misma de su
muerte.

8. El Evangelista concluye diciendo que "desde aquella hora el discípulo la


acogió en su casa" (Jn 19, 27). Esto significa que el discípulo respondió
inmediatamente a la voluntad de Jesús: desde aquel momento, acogiendo a
María en su casa, le ha mostrado su afecto filial, la ha rodeado de toda clase
de cuidados, ha obrado de manera que pudiera gozar de recogimiento y de
paz a la espera de reunirse con su Hijo, y desempeñar su papel en la Iglesia
naciente, tanto en Pentecostés como en los años sucesivos.

Aquel gesto de Juan era la puesta en práctica del testamento de Jesús con
respecto a María: pero tenía un valor simbólico para todo discípulo de
Cristo, invitado y acoger a María junto a sí, a hacerle un lugar en la propia
vida. Por la fuerza de las palabras de Jesús al morir, toda vida cristiana
debe ofrecer un "espacio" a María, no puede prescindir de su presencia.

Podemos concluir entonces esta reflexión y catequesis sobre el mensaje de


la cruz, con la invitación que dirijo a cada uno, de preguntarse cómo acoge
a María en su casa, en su vida; también con una exhortación a apreciar cada
vez mas el don que Cristo crucificado nos ha hecho, dejándonos como
madre a su misma Madre.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 30 de noviembre de 1988

103
Las últimas palabras de Cristo en la cruz: 
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"

1. Según los sinópticos, Jesús gritó dos veces desde la cruz (cf. Mt 27, 46.
50; Mc 15, 34. 37); sólo Lucas (23, 46) explica el contenido del segundo
grito. En el primero se expresan la profundidad e intensidad del sufrimiento
de Jesús, su participación interior, su espíritu de oblación y también quizá
la lectura profético-mesiánica que Él hace de su drama sobre la huella de
un Salmo bíblico. Cierto que el primer grito manifiesta los sentimientos de
desolación y abandono expresados por Jesús con las primeras palabras del
Salmo 21/22: "A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: 'Eloi, Eloi, lema
sabactani?' ―que quiere decir―, '¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?'" (Mc 15, 34; cf. Mt 27, 46).

Marco trae las palabras en arameo. Se puede suponer que ese grito haya
parecido de tal forma característico, que los testigos auriculares del hecho,
cuando narraron el drama del Calvario, encontraron oportuno repetir las
mismas palabras de Jesús en arameo, la lengua que hablaban Él y la
mayoría de los israelitas contemporáneos suyos. A Marco le pudieron ser
referidas por Pedro, como sucede con la palabra "Abbá"= Padre (cf. Mc 14,
36) en la oración de Getsemaní.

2. Que Jesús use en su primer grito las palabras iniciales del Salmo 21/22,
es algo significativo por diversas razones. En el espíritu de Jesús, que
acostumbraba a rezar siguiendo los textos sagrados de su pueblo, se habían
depositado muchas de aquellas palabras y frases que le impresionaban
particularmente porque expresaban mejor la necesidad y la angustia del
hombre delante de Dios y aludían de algún modo a la condición de Aquel
que tomaría sobre sí toda nuestra iniquidad (cf. Is 53, 11).

Por eso, en la hora del Calvario fue espontáneo para Jesús apropiarse de
aquella pregunta que el Salmista hace a Dios sintiéndose agotado por el
sufrimiento. Pero en su boca el "por qué" dirigido a Dios era muy eficaz al
expresar un estupor dolido por el sufrimiento que no tenía una explicación
simplemente humana, sino que constituía un misterio del que sólo el Padre
tenía la clave. Por esto, aún naciendo del recuerdo del Salmo leído o
recitado en la sinagoga, la pregunta encerraba un significado teológico en
relación con el sacrificio mediante el cual Cristo debía, en total solidaridad
con el hombre pecador, experimentar en Sí el abandono de Dios. Bajo el
influjo de esta tremenda experiencia interior, Jesús al morir encuentra la
fuerza para estallar con este grito.

En aquella experiencia, en aquel grito, en aquel "por qué" dirigido al cielo,


Jesús establece también un nuevo modo de solidaridad con nosotros, que

104
tan a menudo nos vemos llevados a levantar ojos y labios al cielo para
expresar nuestro lamento, y alguno incluso su desesperación.

3. Escuchando a Jesús pronunciar su "por qué", aprendemos que también


los hombres que sufren pueden pronunciarlo, pero con esas mismas
disposiciones de confianza y abandono filial de las que Jesús es maestro y
modelo para nosotros. En el "por qué" de Jesús, no hay ningún sentimiento
o resentimiento que lleve a la rebelión o que induzca a la desesperación; no
hay sombra de reproche dirigido al Padre, sino que es la expresión de la
experiencia de fragilidad, de soledad, de abandono a Sí mismo, hecha por
Jesús en nuestro lugar; por Él, que se convierte así en el primero de los
"humillados y ofendidos", el primero de los abandonados, el primero de los
"desamparados" (como le llaman los españoles), pero que al mismo tiempo
nos dice que sobre todos estos pobres hijos de Eva vela la mirada benigna
de la Providencia auxiliadora.

4. En realidad, si Jesús prueba el sentimiento de verse abandonado por el


Padre, sabe, sin embargo, que no lo está en absoluto. Él mismo dijo: "El
Padre y yo somos una sola cosa" (Jn 10, 30), y hablando de la pasión
futura: "Yo no estoy solo porque el Padre está conmigo" (Jn 16, 32). En la
cima de su espíritu Jesús tiene la visión neta de Dios y la certeza de la
unión con el Padre. Pero en las zonas que lindan con la sensibilidad y, por
ello, más sujetas a las impresiones, emociones, repercusiones de las
experiencias dolorosas internas y externas, el alma humana de Jesús se
reduce a un desierto, y Él no siente ya la "presencia" del Padre, sino la
trágica experiencia de la más completa desolación.

5. Aquí se puede trazar un cuadro sumario de aquella situación psicológica


de Jesús con relación a Dios.

Los acontecimientos exteriores parecen manifestar la ausencia del Padre


que deja crucificar a su Hijo aún disponiendo de "legiones de ángeles" (cf.
Mt 26, 53), sin intervenir para impedir su condena a la muerte y al suplicio.
En el huerto de los Olivos Simón Pedro había desenvainado una espada en
su defensa, siendo rápidamente interrumpido por el mismo Jesús (cf. Jn 18,
10 s.); en el pretorio Pilato había intentado varias veces maniobras diversas
para salvarle (cf. Jn 18, 31. 38 s.; 19, 4-6. 12-15); pero el Padre, ahora,
calla. Aquel silencio de Dios pesa sobre el que muere como la pena más
gravosa, tanto más cuanto que los adversarios de Jesús consideran aquel
silencio como su reprobación: "Ha puesto su confianza en Dios; que le
salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: 'Soy Hijo de Dios'"
(Mt 27, 43).

105
En la esfera de los sentimientos y de los afectos, este sentido de la ausencia
y el abandono de Dios fue la pena más terrible para el alma de Jesús, que
sacaba su fuerza y alegría de la unión con el Padre. Esa pena hizo más
duros todos los demás sufrimientos. Aquella falta de consuelo interior fue
su mayor suplicio.

6. Pero Jesús sabía que con esta fase extrema de su inmolación, que llegó
hasta las fibras más íntimas de su corazón, completaba la obra de la
redención que era el fin de su sacrificio por la reparación de los pecados. Si
el pecado es la separación de Dios, Jesús debía probar en la crisis de su
unión con el Padre, un sufrimiento proporcionado a esa separación.

Por otra parte, citando el comienzo del Salmo 21/22 que quizá continuó
diciendo mentalmente durante la pasión, Jesús no ignoraba su conclusión,
que se transforma en un himno de liberación y en un anuncio de salvación
dado a todos por Dios. La experiencia del abandono es, pues, una pena
pasajera que cede el puesto a la liberación personal y a la salvación
universal. En el alma afligida de Jesús tal perspectiva alimentó ciertamente
la esperanza, tanto más cuanto que siempre presentó su muerte como un
paso hacia la resurrección, como su verdadera glorificación. Con este
pensamiento su alma recobra vigor y alegría sintiendo que está próxima,
precisamente en el culmen del drama de la cruz, la hora de la victoria.

7. Sin embargo, poco después, quizá por influencia del Salmo 21/22, que
reaparecía en su memoria, Jesús dice estas otras palabras: "Tengo sed"
(Jn 19, 28).

Es muy comprensible que con estas palabras Jesús aluda a la sed física, al
gran tormento que forma parte de la pena de la crucifixión, como explican
los estudiosos de estas materias. También se puede añadir que el manifestar
su sed Jesús dio prueba de humildad, expresando una necesidad física
elemental, como habría hecho otro cualquiera. También en esto Jesús se
hace y se muestra solidario con todos los que, vivos o moribundos, sanos o
enfermos, pequeños o grandes, necesitan y piden al menos un poco de
agua... (cf. Mt 10, 42). ¡Es hermoso para nosotros pensar que cualquier
socorro prestado aún moribundo, se le presta a Jesús crucificado!

8. No podemos ignorar la anotación del Evangelista, el cual escribe que


Jesús pronunció tal expresión ―"Tengo sed"― "para que se cumpliera la
Escritura" (Jn 19, 28). También en esas palabras de Jesús hay otra
dimensión, además de la físico-psicológica. La referencia es también al
Salmo 21/22: "Mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al
paladar; me aprietas contra el polvo de la muerte" (Sal 21/22, 16). También
en el Salmo 68/69, 22, se lee: "Para mi sed me dieron vinagre".

106
En las palabras del Salmista se trata de sed física, pero en los labios de
Jesús la sed entra en la perspectiva mesiánica del sufrimiento de la cruz. En
su sed, Cristo moribundo busca otra bebida muy distinta del agua o del
vinagre: como cuando en el pozo de Sicar pidió a la samaritana: "Dame de
beber" (Jn 4, 7). La sed física, entonces, fue símbolo y tránsito hacia otra
sed: la de la conversión de aquella mujer. Ahora, en la cruz, Jesús tiene sed
de una humanidad nueva, como la que deberá surgir de su sacrificio, para
que se cumplan las Escrituras. Por eso relaciona el Evangelista el "grito de
sed" de Jesús con las Escrituras. La sed de la cruz, en boca de Cristo
moribundo, es la última expresión de ese deseo del bautismo que tenía que
recibir y de fuego con el cual encender la tierra, manifestado por Él durante
su vida. "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que
ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué
angustiado estoy hasta que se cumpla!" (Lc 12, 49-50). Ahora se va a
cumplir ese deseo, y con aquellas palabras Jesús confirma el amor ardiente
con que quiso recibir ese supremo "bautismo" para abrirnos a todos
nosotros la fuente del agua que sacia y salva verdaderamente (cf. Jn 4, 13-
14).

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 7 de diciembre de 198

Las últimas palabras de Cristo en la cruz: 


"Todo está cumplido... Padre, en tus manos pongo mi espíritu"

1. "Todo está cumplido" (Jn 19, 30). Según el Evangelio de Juan, Jesús


pronunció estas palabras poco antes de expirar. Fueron las últimas palabras.
Manifiestan su conciencia de haber cumplido hasta el final la obra para la
que fue enviado al mundo (cf. Jn17, 4). Nótese que no es tanto la
conciencia de haber realizado sus proyectos, cuanto la de haber efectuado
la voluntad del Padre en la obediencia que le impulsa a la inmolación
completa de Sí en la cruz. Ya sólo por esto Jesús moribundo se nos
presenta como modelo de lo que debería ser la muerte de todo hombre: la
ejecución de la obra asignada a cada uno para el cumplimiento de los
designios divinos. Según el concepto cristiano de la vida y de la muerte, los

107
hombres, hasta el momento de la muerte, están llamados a cumplir la
voluntad del Padre, y la muerte es el último acto, el definitivo y decisivo,
del cumplimiento de esta voluntad. Jesús nos lo enseña desde la cruz.

2. "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46). Con estas palabras


Lucas explícita el contenido del segundo grito que Jesús lanzó poco antes
de morir (cf. Mc 13, 37; Mt 27, 50). En el primer grito había exclamado:
"Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; Mt 27,
46). Estas palabras se completan con aquellas otras que constituyen el fruto
de una reflexión interior madurada en la oración. Si por un momento Jesús
ha tenido y sufrido la tremenda sensación de ser abandonado por el Padre,
ahora su alma actúa del único modo que, como Él bien sabe, corresponde a
un hombre que al mismo tiempo es también el "Hijo predilecto" de Dios: el
total abandono en sus manos.

Jesús expresa este sentimiento suyo con palabras que pertenecen al Salmo
30/31: el Salmo del afligido que prevé su liberación y da gracias a Dios que
la va a realizar: "A tus manos encomiendo mi espíritu, tú el Dios leal me
librarás" (Sal 30/31, 6). Jesús, en su lúcida agonía, recuerda y balbucea
también algún versículo de ese Salmo, recitado muchas veces durante su
vida. Pero en la narración del Evangelista, aquellas palabras en boca de
Jesús adquieren un nuevo valor.

3. Con la invocación "Padre" ("Abbá"), ¡Jesús confiere un acento filial a su


abandono en las manos de! Padre. Jesús muere como Hijo. Muere en
perfecta conformidad con el querer del Padre, con la finalidad de amor que
el Padre le ha confiado y que el Hijo conoce bien.

En la perspectiva del Salmista el hombre, afectado por la desventura y


afligido por el dolor, pone su espíritu en manos de Dios para huir de la
muerte que le amenaza. Jesús, por el contrario, acepta la muerte y pone su
espíritu en manos del Padre para atestiguarle su obediencia y manifestarle
su confianza en una nueva vida. Su abandono es, pues, más pleno y radical,
más audaz, más definitivo, más cargado de voluntad oblativa.

4. Además, este último grito completa el primero, como hemos notado


desde el principio. Retomemos los dos textos y veamos qué resulta de su
comparación. Ante todo bajo el aspecto meramente lingüístico y casi
semántico.

El término "Dios" del Salmo 21/22 se toma, en el primer grito, como una
invocación que puede significar extravío del hombre en la propia nada ante
la experiencia del abandono por parte de Dios, considerado en su
trascendencia y experimentado casi en un estado de "separación" (el

108
"Santo", el Eterno, el Inmutable). En el grito posterior Jesús recurre al
Salmo 30/31 insertando la invocación de Dios como Padre (Abbá),
apelativo que le es habitual y con el que se expresa bien la familiaridad de
un intercambio de calor paterno y de actitud filial.

Además: en el primer grito Jesús también incluye un "por qué" a Dios,


ciertamente con profundo respeto hacia su voluntad, su potencia, su
grandeza infinita, pero sin reprimir el sentido de turbación humana que
suscita una muerte como aquella. Ahora, por el contrario, en el segundo
grito, está la expresión de abandono confiado en los brazos del Padre sabio
y benigno, que lo dispone y rige todo con amor. Ha habido un momento de
desolación, en el que Jesús se ha sentido sin apoyo y defensa por parte de
todos, incluso hasta de Dios: un momento tremendo; pero ha sido superado
pronto gracias al acto de entrega de Sí en manos del Padre, cuya presencia
amorosa e inmediata advierte Jesús en la estructura más profunda de su
propio Yo, ya que Él esta en el Padre como el Padre está en Él (cf. Jn 10,
38; 14, 10 s.), ¡también en la cruz!

5. Las palabras y gritos de Jesús en la cruz, para que puedan comprenderse,


deben considerarse en relación a lo que Él mismo había anunciado
anteriormente, en las predicciones de su muerte y en la enseñanza sobre el
destino del hombre a una nueva vida. La muerte es para todos un paso a la
existencia en el más allá; para Jesús es, más todavía, la premisa de la
resurrección que tendrá lugar al tercer día. La muerte, pues, tiene siempre
un carácter de disolución del compuesto humano, disolución que suscita
repulsa; pero tras el grito primero, Jesús pone con gran serenidad su
espíritu en manos del Padre, en vistas a la nueva vida y, más aún, a la
resurrección de la muerte, que señalará la coronación de misterio pascual.
Así, después de todos los tormentos de los sufrimientos padecidos, físicos y
morales, Jesús abraza la muerte como una entrada en la paz inalterable de
ese "seno del Padre" hacia el que ha estado dirigida toda su vida.

6. Jesús con su muerte revela que al final de la vida el hombre no está


destinado a sumergirse en la oscuridad, en el vacío existencial, en la
vorágine de la nada, sino que está invitado al encuentro con el Padre, hacia
el que se ha movido en el camino de la fe y del amor durante la vida, y en
cuyos brazos se ha arrojado con santo abandono en la hora de la muerte. Un
abandono que, como el de Jesús, comporta el don total de sí por parte de un
alma que acepta ser despojada de su cuerpo y de la vida terrestre, pero que
sabe que encontrará la nueva vida, la participación en la vida misma de
Dios en el misterio trinitario, en los brazos y en el corazón del Padre.

7. Mediante el misterio inefable de la muerte, el alma del Hijo llega a gozar


de la gloria del Padre en la comunión del Espíritu (Amor del Padre y del

109
Hijo). Esta es la "vida eterna", hecha de conocimiento, de amor, de alegría
y de paz infinita.

El Evangelista Juan dice de Jesús que "entregó el espíritu" (Jn 19, 30).


Mateo, que "exhaló el espíritu" (Mt 27, 50), Marcos y Lucas, que "expiró"
(Mc 15, 37; Lc 23, 46). Es el alma de Jesús que entra en la visión beatífica
en el seno de la Trinidad. En esta luz de eternidad puede captarse algo de la
misteriosa relación entre la humanidad de Cristo y la Trinidad, que aflora
en la Carta a los Hebreos cuando, hablando de la eficacia salvífica de la
Sangre de Cristo, muy superior a la sangre de los animales ofrecidos en los
sacrificios de la Antigua Alianza, escribe que Cristo en su muerte, "por el
Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios (Heb 9, 14).

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 14 de diciembre de 1988

Primeros signos de la fecundidad de la muerte redentora de Cristo

1. El Evangelista Marcos escribe que, cuando Jesús murió, el centurión que


estaba al lado viéndolo expirar de aquella forma, dijo: "Verdaderamente
este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15, 39). Esto significa que en aquel
momento el centurión romano tuvo una intuición lúcida de la realidad de
Cristo, una percepción inicial de la verdad fundamental de la fe.

El centurión había escuchado los improperios e insultos que habían dirigido


a Jesús sus adversarios y, en particular, las mofas sobre el título de Hijo de
Dios reivindicado por aquel que ahora no podía descender de la cruz ni
hacer nada para salvarse a sí mismo.

Mirando al Crucificado, quizá ya durante a agonía pero de modo mas


intenso y penetrante en el momento de su muerte, y quizá, quién sabe,
encontrándose con su mirada, siente que Jesús tiene razón. Si, Jesús es un
hombre, y muere de hecho; pero en Él hay más que un hombre; es un
hombre que verdaderamente, como él mismo dijo, es Hijo de Dios. Ese
modo de sufrir y morir, ese poner el espíritu en manos del Padre, esa
inmolación evidente por una causa suprema a la que ha dedicado toda su
vida, ejercen un poder misterioso sobre aquel soldado, que quizá ha llegado

110
al Calvario tras una larga aventura militar y espiritual, como ha imaginado
algún escritor, y que en ese sentido puede representar a cualquier pagano
que busca algún testigo revelador de Dios.

2. El hecho es notable también porque en aquella hora los discípulos de


Jesús están desconcertados y turbados en su fe (cf. Mc14, 50; Jn 16, 32). El
centurión, por el contrario, precisamente en esa hora inaugura la serie de
paganos que, muy pronto, pedirán ser admitidos entre los discípulos de
aquel Hombre en el que, especialmente después de su resurrección,
reconocerán al Hijo de Dios, como lo testificar los Hechos de los
Apóstoles.

El centurión del Calvario no espera la resurrección: le bastan aquella


muerte, aquellas palabras y aquella mirada del moribundo, para llegar a
pronunciar su acto de fe. ¿Cómo no ver en esto el fruto de un impulso de la
gracia divina, obtenido con su sacrificio por Cristo Salvador a aquel
centurión?

El centurión, por su parte, no he dejado de poner la condición indispensable


para recibir la gracia de la fe: la objetividad, que es la primera forma de
lealtad. Él ha mirado, ha visto, ha cedido ante la realidad de los hechos y
por eso se le ha concedido creer. No ha hecho cálculos sobre las ventajas de
estar de parte del sanedrín, ni se ha dejado intimidar por él, como Pilato
(cf. Jn 19, 8); ha mirado a las personas y a las cosas y ha asistido como
testigo imparcial a la muerte de Jesús. Su alma en esto estaba limpia y bien
dispuesta. Por eso le ha impresionado la fuerza de la verdad y ha creído. No
dudó en proclamar que aquel hombre era Hijo de Dios. Era el primer signo
de la redención ya acaecida.

3. San Juan registra otro signo cuando escribe que "uno de los soldados con
una lanza le abrió el costado y al punto salió sangre y agua" (Jn 19, 34).

Nótese que Jesús ya está muerto. Ha muerto antes que los dos malhechores
crucificados con Él. Esto prueba la intensidad de sus sufrimientos.

La lanzada no es por tanto un nuevo sufrimiento infligido a Jesús. Más bien


sirve como signo del don total que Él ha hecho de sí mismo, signo inscrito
en su misma carne con la transfixión del costado, y puede decirse que con
la apertura de su corazón, manifiesta simbólicamente aquel amor por el que
Jesús dio y continuará dando todo a la humanidad.

4. De aquella abertura del corazón corren el agua y la sangre. Es un hecho


que puede explicarse fisiológicamente. Pero el Evangelio lo cita por su
valor simbólico: es un signo y anuncio de la fecundidad del sacrificio. Es

111
tan grande la importancia que le atribuye el Evangelista que, apenas
narrado el episodio, añade: "El que lo vio lo atestigua y su testimonio es
válido, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis" (Jn 19,
35). Se apela por tanto a una constatación directa, realizada por el mismo,
para subrayar que se trata de un acontecimiento cargado de un valor
significativo respecto a los motivos y efectos del sacrificio de Cristo.

5. De hecho el Evangelista reconoce en el suceso el cumplimiento de lo que


había sido predicho en dos textos proféticos. El primero, respecto al
cordero pascual de los hebreos, al cual, "no se le quebrará hueso alguno"
(Ex 12, 46; Núm 9, 12; cf. Sal 34, 21). Para el Evangelista Cristo
crucificado es, pues, el Cordero pascual y el "Cordero desangrado", como
dice Santa Catalina de Siena, el Cordero de la Nueva Alianza prefigurado
en la pascua de la ley antigua y "signo eficaz" de la nueva liberación de la
esclavitud del pecado no sólo de Israel sino de toda la humanidad.

6. La otra cita bíblica que hace Juan es un texto oscuro atribuido al Profeta
Zacarías que dice: "Mirarán al que traspasaron" (Zac12, 10). La profecía se
refiere a la liberación de Jerusalén y Judá por manos de un Rey, por cuya
venida la nación reconoce su culpa y se lamenta sobre aquel que ella ha
traspasado de la misma manera que se llora por un hijo único que se ha
perdido. El Evangelista aplica el texto a Jesús traspasado y crucificado,
ahora contemplado con amor. A las miradas hostiles del enemigo suceden
las miradas contemplativas y amorosas de los que se convierten. Esta
posible interpretación sirve para comprender la perspectiva teológico-
profética en la que el Evangelista considera la historia que ve desarrollarse
desde el corazón abierto de Jesús.

7. La sangre y el agua han sido interpretados de diversa forma en su valor


simbólico.

En el Evangelio de Juan es posible observar una relación entre el agua que


brota del corazón traspasado y la invitación de Jesús en la fiesta de los
Tabernáculos: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí.
De su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7,37-38; cf. 4,10-14; Ap 22,1).
El Evangelista precisa después que Jesús se refería al Espíritu que iban a
recibirlos que creyeran en Él (Jn 7, 39).

Algunos han interpretado la sangre como símbolo de la remisión de los


pecados por el sacrificio expiatorio y el agua como símbolo de
purificación.

Otros han puesto en relación el agua y la sangre con el bautismo y la


Eucaristía.

112
El Evangelista no ha ofrecido los elementos suficientes para
interpretaciones precisas. Pero parece que se haya dado una indicación en
el texto sobre el corazón traspasado, del que manan sangre y agua; la
efusión de gracia que proviene del sacrificio, como él mismo dice del
Verbo encarnado desde el comienzo de su Evangelio: "De su plenitud
hemos recibido todos, y gracia por gracia" (Jn 1, 16).

8. Queremos concluir observando que el testimonio del discípulo predilecto


asume todo su sentido si pensamos que este discípulo había reclinado su
cabeza sobre el pecho de Jesús durante la ultima Cena. Ahora él veía ese
pecho desgarrado. Por esto sentía la necesidad de subrayar el símbolo de la
caridad infinita que había descubierto en aquel corazón e invitaba a los
lectores de su Evangelio y a todos los cristianos a que contemplaran ese
corazón "que tanto había amado a los hombres" que se habían entregado en
sacrificio por ellos.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 21 de diciembre de 1988

El misterio de la Encarnación 

1. El Apóstol Juan, en su primera Carta, nos anuncia con alegre entusiasmo


que la "Vida", es decir, la vida divina, la vida eterna, Dios mismo como
Vida, "se manifestó" (1 Jn 1, 2). La Vida se puede alcanzar, se puede "ver"
y "tocar". Este es el contenido esencial del mensaje evangélico, en el que
insiste de modo especial Juan. Es el misterio de la Encarnación. El
misterio del Verbo "que se hace carne", y viene a "habitar entre nosotros".
Es el misterio de la Navidad, que celebraremos dentro de pocos días.

La vida infinita de Dios, vida bienaventurada, vida de perfecta plenitud,


vida transcendente y sobrenatural, se acerca a nosotros, se ofrece a
nosotros, se hace accesible al hombre, se propone como posible, más aún,
como la plena felicidad del hombre. ¿Quién habría podido pensar que
nosotros, pobres y frágiles criaturas, a menudo incapaces de custodiar y
respetar nuestra misma vida física y natural, estamos creados para una vida
divina y eterna? ¿Quién lo habría podido imaginar, si no lo hubiera
revelado el amor de Dios infinitamente misericordioso?

113
Y sin embargo éste es el destino del hombre. Esta es la suerte dichosa
ofrecida a todos. Incluso a los más miserables pecadores, incluso a los más
odiosos despreciadores de la vida. Todos pueden ascender a participar de
la misma vida divina, porque así lo ha querido, en Cristo, el Padre celestial.
Este es el mensaje cristiano. Y éste es el mensaje de la Navidad.

2. "La vida se manifestó ―dice Juan (v. 2)―, y nosotros la hemos visto y
damos testimonio y os anunciamos la vida eterna". Ciertamente nosotros
hoy, después de 2.000 años de la presencia física de Jesús en la tierra, no
podemos tener la misma experiencia que tuvo de Él Juan y los otros
Apóstoles; y sin embargo también nosotros, hoy, podemos y debemos ser
sus testigos. ¿Y quién es el "testigo"? Es aquel que ha estado "presente en
los hechos", que ―por decirlo así― "ha visto y tocado" lo que testimonia.
Ha tenido un conocimiento directo, experimental.

Pero nosotros, después de 2.000 años, ¿cómo podemos tener tal


conocimiento de Cristo? ¿Cómo podemos, pues, "testimoniarlo"? 

Se dan hoy y se darán siempre, hasta el fin del mundo, como sabemos y
como nos recuerda el Concilio, varias formas de presencia de Cristo entre
nosotros: en la liturgia, en su Palabra, en el sacerdote, en el pequeño, en el
pobre... Hay que saber ver en estas presencias, "tener ojos para ver y oídos
para escuchar": con un conocimiento directo que es verdadera comunión de
vida. Comunión de vida con Él. Porque, ¿qué es, en efecto, la vida de
gracia, la comunión sacramental, una liturgia verdaderamente participada,
sino comunión de vida con Cristo? ¿Y qué conocimiento mejor que el que
nace de la comunión con Él, que acogemos en la fe? 

3. Queridos hermanos: Que la próxima Navidad sea, pues, para vosotros un


crecimiento de comunión de vida con Cristo. Dejaos iluminar dócilmente
por la luz de la fe. Abríos con sencillez y confianza a las enseñanzas del
Evangelio y de la Iglesia sobre la Navidad. La verdad de estas
enseñanzas os permitirá vivir intensamente la realidad de la Navidad. Os
permitirá, un poco como al Apóstol Juan, "ver y tocar la Vida". Por lo
demás, hasta que no lleguemos a este punto, no podemos considerarnos
todavía plenamente discípulos de Jesús el Señor. Nuestro camino queda
incompleto y nuestra edad espiritual inmadura. No somos aún "hombres
maduros", según expresión de San Pablo (1 Cor 14, 20).

Para un conocimiento verdaderamente profundo del misterio de la Navidad,


es necesario, además de la fe, la caridad, mediante el ejercicio de las
buenas obras, de la justicia y de la misericordia. Sólo así podremos tener
esa misteriosa "experiencia" de la que habla San Juan y que nace de la
comunión y lleva a la comunión. "Lo que hemos visto y oído ―dice en

114
efecto el Apóstol (v. 3)―, os lo anunciamos, para que también vosotros
estáis en comunión con nosotros". La experiencia de la Navidad nace del
amor, está iluminada por el amor, suscita el amor y difunde el amor.

"Y nosotros ―explica luego Juan (ib.)― estamos en comunión con el


Padre y con su Hijo Jesucristo". El misterio de la Navidad es fuente de
comunión, porque es comunión con Dios en su Hijo Jesucristo. "Tocando y
viendo" la Vida hecha visible, pasamos de la muerte a la vida, curamos de
nuestras enfermedades, nos llenamos de la vida y podemos por tanto
transmitir la vida.

4. "¿Para qué, pues, esta comunión? Nos lo dice también Juan: "Para que
nuestro gozo sea completo" (cf. v. 4). Finalidad y efecto de la comunión de
vida con Dios y con los hermanos es la verdadera alegría. Todos buscamos
instintivamente la felicidad. Es en sí algo natural. ¿Pero sabemos siempre
dónde está la verdadera alegría? ¿Lo sabéis vosotros, jóvenes? ¿Lo sabéis
vosotros, adultos? Nosotros cristianos sabemos dónde está la verdadera
alegría: en la comunión con Dios y con los hermanos. En la apertura de
nuestra mente a la venida entre nosotros, en la Navidad, del Dios que se
hace hombre, que nace como cualquier otro niño en la tierra, pobre entre
los pobres, necesitado entre los necesitados. El Dios altísimo que se hace
pequeñísimo. Sin perder su infinita dignidad, Él asume y hace suya nuestra
infinita miseria, y esconde detrás de ella, en cierto modo, la divinidad.

Mi deseo, queridos hermanos, es que también vosotros podáis tener en


abundancia estos "frutos de vida eterna". El Espíritu Santo, con sus dones
de sabiduría e inteligencia, os guíe a un conocimiento más profundo del
misterio de la Navidad, misterio de luz, de comunión, de gozo en el Señor.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 11 de enero de 1989

115
"Descendió a los infiernos" 

1. En las catequesis más recientes hemos explicado, con la ayuda de textos


bíblicos, el artículo del Símbolo de los Apóstoles que dice de Jesús:
“Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado... y sepultado”. No
se trataba sólo de narrar la historia de la pasión, sino de penetrar la verdad
de fe que encierra y que el Símbolo hace que profesemos: la redención
humana realizada por Cristo con su sacrificio. Nos hemos detenido
particularmente en la consideración de su muerte y de las palabras
pronunciadas por El durante la agonía en la cruz, según la relación que nos
han transmitido los evangelistas sobre ello. Tales palabras nos ayudan a
descubrir y a entender con mayor profundidad el espíritu con el que Jesús
se inmoló por nosotros. 

Ese artículo de fe se concluye, como acabamos de repetir, con las


palabras: “... y fue sepultado”. Parecería una pura anotación de crónica: sin
embargo es un dato cuyo significado se inserta en el horizonte más amplio
de toda la Cristología. Jesucristo es el Verbo que se ha hecho carne para
asumir la condición humana y hacerse semejante a nosotros en todo,
excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15). Se ha convertido verdaderamente en
“uno de nosotros” (cf. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 22),
para poder realizar nuestra redención, gracias a la profunda solidaridad
instaurada con cada miembro de la familia humana. En esa condición
de hombre verdadero, sufrió enteramente la suerte del hombre, hasta la
muerte, a la que habitualmente sigue la sepultura, al menos en el mundo
cultural y religioso en el que se insertó y vivió. La sepultura de Cristo es,
pues, objeto de nuestra fe en cuanto nos propone de nuevo su misterio de
Hijo de Dios que se hizo hombre y llegó hasta el extremo del acontecer
humano. 

2. A estas palabras conclusivas del artículo sobre la pasión y muerte de


Cristo, se une en cierto modo el artículo siguiente que dice: “Descendió a
los infiernos”. En dicho artículo se reflejan algunos textos del Nuevo
Testamento que veremos enseguida. Sin embargo será bueno decir
previamente que, si en el período de las controversias con los arrianos, la
fórmula arriba indicada se encontraba en los textos de aquellos herejes, sin
embargo fue introducida también en el así llamado Símbolo de Aquileya,
que era una de las profesiones de la fe católica entonces vigentes, redactada
a final del siglo IV (cf. DS 16). Entró definitivamente en la enseñanza de
los concilios con el Lateranense IV (1215) y con el II Concilio de Lión en
la profesión de fe de Miguel el Paleólogo (1274). 

116
Como punto de partida aclárese además que la expresión “infiernos” no
significa el infierno, el estado de condena, sino la morada de los muertos,
que en hebreo se decía sheol y en griego hades (cf. Hch 2, 31). 

3. Son numerosos los textos del Nuevo Testamento de los que se deriva


aquella fórmula. El primero se encuentra en el discurso de Pentecostés del
Apóstol Pedro que, refiriéndose al Salmo 16, para confirmar el anuncio de
la resurrección de Cristo allí contenido, afirma que el profeta David “vio a
lo lejos y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en el
Hades ni su carne experimentó la corrupción” (Hch 2, 31). Un significado
parecido tiene la pregunta que hace el Apóstol Pablo en la Carta a los
Romanos: “¿Quién bajará al abismo? Esto significa hacer subir a Cristo de
entre los muertos” (Rom 10, 7). 

También en la Carta a los Efesios hay un texto que, siempre en relación


con un versículo del Salmo 68: “Subiendo a la altura ha llevado cautivos y
ha distribuido dones a los hombres” (Sal 68, 19), plantea una pregunta
significativa: “¿Qué quiere decir ‘subió’ sino que antes bajó a las regiones
inferiores de la tierra? Este que baló es el mismo que subió por encima de
todos los cielos, para llenarlo todo” (Ef 4, 8-10). De esta manera el Autor
parece vincular el “descenso” de Cristo al abismo (entre los muertos), del
que habla la Carta a los Romanos, con su ascensión al Padre, que da
comienzo a la “realización” escatológica de todo en Dios. 

A este concepto corresponden también las palabras puestas en boca de


Cristo: “Yo soy el Primero y el Último, el que vive. Estuve muerto, pero
ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte
y del Hades (Ap 1, 17-18). 

4. Como se ve en los textos mencionados, el artículo del Símbolo de los


Apóstoles “descendió a los infiernos” tiene su fundamento en las
afirmaciones del Nuevo Testamento sobre el descenso de Cristo, tras la
muerte en la cruz, al “país de la muerte”, al “lugar de los muertos”, que en
el lenguaje del Antiguo Testamento se llamaba “abismo”. Si en la Carta a
los Efesios se dice “en las regiones inferiores de la tierra”, es porque la
tierra acoge el cuerpo humano después de la muerte, y así acogió también
el cuerpo de Cristo que expiró en el Gólgota, como lo describen los
Evangelistas (cf. Mt 27, 59 s. y paralelos; Jn 19, 40-42). Cristo pasó a
través de una auténtica experiencia de muerte, incluido el momento final
que generalmente forma parte de su economía global: fue puesto en el
sepulcro.

117
Es la confirmación de que su muerte fue real, y no sólo aparente. Su alma,
separada del cuerpo, fue glorificada en Dios, pero el cuerpo yacía en el
sepulcro en estado de cadáver. 

Durante los tres días (no completos) transcurridos entre el momento en que
“expiró” (cf. Mc 15, 37) y la resurrección, Jesús experimentó el “estado de
muerte”, es decir, la separación de alma y cuerpo, en el estado y condición
de todos los hombres. Este es el primer significado de las palabras
“descendió a los infiernos”, vinculadas con lo que el mismo Jesús había
anunciado previamente cuando, refiriéndose a la historia de Jonás, dijo:
“Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres
días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la
tierra tres días y tres noches” (Mt 12, 40). 

5. Precisamente se trataba de esto; el corazón o el seno de la tierra.


Muriendo en la cruz, Jesús entregó su espíritu en manos del Padre: “Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Si la muerte comporta
la separación de alma y cuerpo, se sigue de ello que también para Jesús se
tuvo por una parte el estado de cadáver del cuerpo, y por otra la
glorificación celeste de su alma desde el momento de la muerte. La
primera Carta de Pedro habla de esta dualidad cuando, refiriéndose a la
muerte sufrida por Cristo por los pecados, dice de Él: “Muerto en la carne,
vivificado en el espíritu” (1 P 3, 18). Alma y cuerpo se encuentran por
tanto en la condición terminal correspondiente a su naturaleza, aunque en el
plano ontológico el alma tiende a recomponer la unidad con el propio
cuerpo. El Apóstol sin embargo añade: “En el espíritu (Cristo) fue también
a predicar a los espíritus encarcelados” (1 P 3, 19). Esto parece ser una
representación metafórica de la extensión, también a los que murieron antes
que El, del poder de Cristo crucificado. 

6. Aún en su oscuridad, el texto petrino confirma los demás textos en


cuanto a la concepción del “descenso a los infiernos” como cumplimiento,
hasta la plenitud, del mensaje evangélico de la salvación. Es Cristo el que,
puesto en el sepulcro en cuanto al cuerpo, pero glorificado en su alma
admitida en la plenitud de la visión beatífica de Dios, comunica su estado
de beatitud a todos los justos con los que, en cuanto al cuerpo, comparte el
estado de muerte. 

En la Carta a los Hebreos se encuentra la descripción de la obra de


liberación de los justos realizada por Él: “Por tanto... así como los hijos
participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas,
para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo,
y liberar a cuantos por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a
la esclavitud” (Hb 2, 14-15). Como muerto ―y al mismo tiempo como

118
vivo “para siempre”―, Cristo tiene «las llaves de la Muerte y del Hades”
(cf. Ap1, 17-18). En esto se manifiesta y realiza la potencia salvífica de la
muerte sacrificial de Cristo, operadora de redención respecto a todos los
hombres, también de aquellos que murieron antes de su venida y de su
“descenso a los infiernos”, pero que fueron alcanzados por su gracia
justificadora. 

7. Leemos también en la Primera Carta de San Pedro: “...por eso hasta a los
muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne
según los hombres, vivan en espíritu según Dios” (1 P 4, 6). También este
versículo, aún no siendo de fácil interpretación, remarca el concepto
del “descenso a los infiernos” como la última fase de la misión del Mesías:
fase “condensada” en pocos días por los textos que tratan de hacer una
presentación accesible a quien está habituado a razonar y a hablar en
metáforas espacio-temporales, pero inmensamente amplio en su significado
real de extensión de la obra redentora a todos los hombres de todos los
tiempos y lugares, también de aquellos que en los días de la muerte y
sepultura de Cristo yacían ya en el “reino de los muertos”. La Palabra del
Evangelio y de la cruz llega a todos, incluso a los que pertenecen a las
generaciones pasadas más lejanas, porque todos los que se salvan han sido
hechos partícipes de la Redención, aún antes de que sucediera el
acontecimiento histórico del sacrificio de Cristo en el Gólgota. La
concentración de su evangelización y redención en los días de la sepultura
quiere subrayar que en el hecho histórico de la muerte de Cristo está
inserto el misterio suprahistórico de la causalidad redentora de la
humanidad de Cristo, “instrumento” de la divinidad omnipotente. Con el
ingreso del alma de Cristo en la visión beatífica en el seno de la Trinidad,
encuentra su punto de referencia y de explicación la “liberación de la
prisión” de los justos, que hablan descendido al reino de la muerte antes de
Cristo. Por Cristo y en Cristo se abre ante ellos la libertad definitiva de la
vida del Espíritu, como participación en la Vida de Dios (cf. Santo Tomás,
III, q. 52, a. 6). Esta es la “verdad” que puede deducirse de los textos
bíblicos citados y que se expresa en el artículo del Credo que habla del
“descenso a los infiernos”. 

8. Podemos decir, por tanto, que la verdad expresada por el Símbolo de los
Apóstoles con las palabras “descendió a los infiernos”, al tiempo que
contiene una confirmación de la realidad de la muerte de Cristo, proclama
también el inicio de su glorificación. No sólo de Él, sino de todos los que
por medio de su sacrificio redentor han madurado en la participación de su
gloria en la felicidad del reino de Dios.

119
JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 25 de enero de 1989

La resurrección: hecho histórico y afirmación de la fe

1. En esta catequesis afrontamos la verdad culminante de nuestra fe en


Cristo, documentada por el Nuevo Testamento, creída y vivida como
verdad central por las primeras comunidades cristianas, transmitida como
fundamental por la tradición, nunca olvidada por los cristianos verdaderos
y hoy muy profundizada, estudiada y predicada como parte esencial del
misterio pascual, junto con la cruz: es decir la resurrección de Cristo. De
Él, en efecto, dice el Símbolo de los Apóstoles que “al tercer día resucitó de
entre los muertos”; y el Símbolo nicenoconstantinopolitano precisa: “
Resucitó al tercer día, según las Escrituras”. 

Es un dogma de la fe cristiana, que se inserta en un hecho sucedido y


constatado históricamente. Trataremos de investigar “con las rodillas de la
mente inclinadas” el misterio enunciado por el dogma y encerrado en el
acontecimiento, comenzando con el examen de los textos bíblicos que lo
atestiguan. 

2. El primero y más antiguo testimonio escrito sobre la resurrección de


Cristo se encuentra en la primera Carta de San Pablo a los Corintios. En
ella el Apóstol recuerda a los destinatarios de la Carta (hacia la Pascua del
año 57 d. C.): “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez
recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que
fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se
apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de
quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y
otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los
Apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, como a un
abortivo” (1 Co 15, 3-8). 

Como se ve, el Apóstol habla aquí de la tradición viva de la resurrección,


de la que él había tenido conocimiento tras su conversión a las puertas de
Damasco (cf. Hch 9, 3-18). Durante su viaje a Jerusalén se encontró con el
Apóstol Pedro, y también con Santiago, como lo precisa la Carta a los

120
Gálatas (1, 18 s.), que ahora ha citado como los dos principales testigos de
Cristo resucitado.

3. Debe también notarse que, en el texto citado, San Pablo no habla sólo de
la resurrección ocurrida el tercer día “según las Escrituras” (referencia
bíblica que toca ya la dimensión teológica del hecho), sino que al mismo
tiempo recurre a los testigos a los que Cristo se apareció personalmente. Es
un signo, entre otros, de que la fe de la primera comunidad de creyentes,
expresada por Pablo en la Carta a los Corintios, se basa en el testimonio de
hombres concretos, conocidos por los cristianos y que en gran parte vivían
todavía entre ellos. Estos “testigos de la resurrección de Cristo” (cf. Hch 1,
22), son ante todo los Doce Apóstoles, pero no sólo ellos: Pablo habla de la
aparición de Jesús incluso a más de quinientas personas a la vez, además de
las apariciones a Pedro, a Santiago y a los Apóstoles. 

4. Frente a este texto paulino pierden toda admisibilidad las hipótesis con


las que se ha tratado, en manera diversa, de interpretar la resurrección de
Cristo abstrayéndola del orden físico, de modo que no se reconocía como
un hecho histórico: por ejemplo, la hipótesis, según la cual la resurrección
no sería otra cosa que una especie de interpretación del estado en el que
Cristo se encuentra tras la muerte (estado de vida, y no de muerte), o la otra
hipótesis que reduce la resurrección al influjo que Cristo, tras su muerte, no
dejó de ejercer ―y más aún reanudó con nuevo e irresistible vigor― sobre
sus discípulos. Estas hipótesis parecen implicar un prejuicio de rechazo de
la realidad de la resurrección, considerada solamente como el “producto”
del ambiente, o sea de la comunidad de Jerusalén. Ni la interpretación ni el
prejuicio hallan comprobación en los hechos. San Pablo, por el contrario,
en el texto citado recurre a los testigos oculares del “hecho”: su
convicción sobre la resurrección de Cristo, tiene por tanto una base
experimental. Está vinculada a ese argumento “ex factis”, que vemos
escogido y seguido por los Apóstoles precisamente en aquella primera
comunidad de Jerusalén. Efectivamente, cuando se trata de la elección de
Matías, uno de los discípulos más asiduos de Jesús, para completar el
número de los “Doce” que había quedado incompleto por la traición y la
muerte de Judas Iscariote, los Apóstoles requieren como condición que el
que sea elegido no solo haya sido “compañero” de ellos en el período en
que Jesús enseñaba y actuaba, sino que sobre todo pueda ser “testigo de su
resurrección”gracias a la experiencia realizada en los días anteriores al
momento en el que Cristo ―como dicen ellos― “fue ascendido al cielo de
entre nosotros”. (Hch 1, 22). 

5. Por tanto no se puede presentar la resurrección, como hace cierta crítica


neotestamentaria poco respetuosa de los datos históricos, como un

121
“producto” de la primera comunidad cristiana, la de Jerusalén. La verdad
sobre la resurrección no es un producto de la fe de los Apóstoles o de los
demás discípulos pre o post-pascuales. De los textos resulta más bien que la
fe “pre pascual” de los seguidores de Cristo fue sometida a la prueba
radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro. Él mismo había
anunciado esta prueba, especialmente con las palabras dirigidas a Simón
Pedro cuando ya estaba a las puertas de los sucesos trágicos de Jerusalén:
“¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como
trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca” (Lc 22, 31-
32). La sacudida provocada por la pasión y muerte de Cristo fue tan grande
que los discípulos (al menos algunos de ellos) inicialmente no creyeron en
la noticia de la resurrección. En todos los Evangelios encontramos la
prueba de esto. Lucas, en particular, nos hace saber que cuando las
mujeres, “regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas (o sea el
sepulcro vacío) a los Once y a todos los demás..., todas estas palabras les
parecían como desatinos y no les creían” (Lc 24, 9. 11). 

6. Por lo demás, la hipótesis que quiere ver en la resurrección un


“producto” de la fe de los Apóstoles, se confuta también por lo que es
referido cuando el Resucitado “en persona se apareció en medio de ellos y
les dijo: ¡Paz a vosotros!”. Ellos, de hecho, “creían ver un fantasma”. En
esa ocasión Jesús mismo debió vencer sus dudas y temores y convencerles
de que “era Él”: “Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos
como veis que yo tengo”. Y puesto que ellos “no acababan de creerlo y
estaban asombrados” Jesús les dijo que le dieran algo de comer y “lo comió
delante de ellos” (cf. Lc 24, 36-43). 

7. Además, es muy conocido el episodio de Tomás, que no se encontraba


con los demás Apóstoles cuando Jesús vino a ellos por primera vez,
entrando en el Cenáculo a pesar de que la puerta estaba cerrada (cf. Jn 20,
19). Cuando, a su vuelta, los demás discípulos le dijeron: “Hemos visto al
Señor”, Tomás manifestó maravilla e incredulidad, y contestó: “Si no veo
en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los
clavos y no meto mi mano en su costado no creeré”. Ocho días
después, Jesús vino de nuevo al Cenáculo, para satisfacer la petición de
Tomás “el incrédulo” y le dijo: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos;
trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”. Y
cuando Tomás profesó su fe con las palabras “Señor mío y Dios mío”,
Jesús le dijo: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han
visto y han creído” (Jn 20, 24-29). 

La exhortación a creer, sin pretender ver lo que se esconde en el misterio de


Dios y de Cristo, permanece siempre válida; pero la dificultad del Apóstol

122
Tomás para admitir la resurrección sin haber experimentado personalmente
la presencia de Jesús vivo, y luego su ceder ante las pruebas que le
suministró el mismo Jesús, confirman lo que resulta de los Evangelios
sobre la resistencia de los Apóstoles y de los discípulos a admitir la
resurrección. Por esto no tiene consistencia la hipótesis de que la
resurrección haya sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los
Apóstoles. Su fe en la resurrección nació, por el contrario, ―bajo la acción
de la gracia divina― de la experiencia directa de la realidad de Cristo
resucitado. 

8. Es el mismo Jesús el que, tras la resurrección, se pone en contacto con


los discípulos con el fin de darles el sentido de la realidad y disipar la
opinión (o el miedo) de que se tratara de un “fantasma” y por tanto de que
fueran víctimas de una ilusión. Efectivamente, establece con ellos
relaciones directas, precisamente mediante el tacto. Así es en el caso de
Tomás, que acabamos de recordar, pero también en el encuentro descrito en
el Evangelio de Lucas, cuando Jesús dice a los discípulos asustados:
“Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo
tengo” (24, 39). Les invita a constatar que el cuerpo resucitado, con el que
se presenta a ellos, es el mismo que fue martirizado y crucificado. Ese
cuerpo posee sin embargo al mismo tiempo propiedades nuevas: se ha
“hecho espiritual” y “glorificado” y por lo tanto ya no está sometido a las
limitaciones habituales a los seres materiales y por ello a un cuerpo
humano. (En efecto, Jesús entra en el Cenáculo a pesar de que las puertas
estuvieran cerradas, aparece y desaparece, etc.). Pero al mismo tiempo ese
cuerpo es auténtico y real. En su identidad material está la demostración de
la resurrección de Cristo. 

9. El encuentro en el camino de Emaús, referido en el Evangelio de Lucas,


es un hecho que hace visible de forma particularmente evidente cómo se ha
madurado en la conciencia de los discípulos la persuasión de la
resurrección precisamente mediante el contacto con Cristo resucitado
(cf. Lc 24, 15-21). Aquellos dos discípulos de Jesús, que al inicio del
camino estaban “tristes y abatidos” con el recuerdo de todo lo que había
sucedido al Maestro el día de la crucifixión y no escondían la
desilusión experimentada al ver derrumbarse la esperanza puesta en Él
como Mesías liberador (“Esperábamos que sería Él el que iba a librar a
Israel”), experimentan después una transformación total, cuando se les
hace claro que el Desconocido, con el que han hablado, es precisamente el
mismo Cristo de antes, y se dan cuenta de que Él, por tanto, ha resucitado.
De toda la narración se deduce que la certeza de la resurrección de Jesús
había hecho de ellos casi hombres nuevos. No sólo habían readquirido la fe

123
en Cristo, sino que estaban preparados para dar testimonio de la verdad
sobre su resurrección. 

Todos estos elementos del texto evangélico, convergentes entre sí, prueban


el hecho de la resurrección, que constituye el fundamento de la fe de los
Apóstoles y del testimonio que, como veremos en las próximas catequesis,
está en el centro de su predicación.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de febrero de 1989

Del "sepulcro vacío" al encuentro con el Resucitado

1. La profesión de fe que hacemos en el Credo cuando proclamamos que


Jesucristo “al tercer día resucitó de entre los muertos”, se basa en los textos
evangélicos que, a su vez, nos transmiten y hacen conocer la primera
predicación de los Apóstoles. De estas fuentes resulta que la fe en la
resurrección es, desde el comienzo, una convicción basada en un hecho,
en un acontecimiento real, y no un mito o una “concepción”, una idea
inventada por los Apóstoles o producida por la comunidad postpascual
reunida en torno a los Apóstoles en Jerusalén, para superar junto con ellos
el sentido de desilusión consiguiente a la muerte de Cristo en cruz. De los
textos resulta todo lo contrario y por ello, como he dicho, tal hipótesis es
también crítica e históricamente insostenible. Los Apóstoles y los
discípulos no inventaron la resurrección (y es fácil comprender que eran
totalmente incapaces de una acción semejante). No hay rastros de una
exaltación personal suya o de grupo, que les haya llevado a conjeturar un
acontecimiento deseado y esperado y a proyectarlo en la opinión y en la
creencia común como real, casi por contraste y como compensación de la
desilusión padecida. No hay huella de un proceso creativo de orden
psicológico-sociológico-literario ni siguiera en la comunidad primitiva o en
los autores de los primeros siglos. Los Apóstoles fueron los primeros
que creyeron, no sin fuertes resistencias, que Cristo había resucitado
simplemente porque vivieron la resurrección como un acontecimiento
real del que pudieron convencerse personalmente al encontrarse varias
veces con Cristo nuevamente vivo, a lo largo de cuarenta días. Las
sucesivas generaciones cristianas aceptaron aquel testimonio, fiándose de

124
los Apóstoles y de los demás discípulos como testigos creíbles. La fe
cristiana en la resurrección de Cristo está ligada, pues, a un hecho, que
tiene una dimensión histórica precisa. 

2. Y sin embargo, la resurrección es una verdad que, en su dimensión más


profunda, pertenece a la Revelación divina: en efecto, fue anunciada
gradualmente de antemano por Cristo a lo largo de su actividad mesiánica
durante el período pre pascual. Muchas veces predijo Jesús explícitamente
que, tras haber sufrido mucho y ser ejecutado, resucitaría. Así, en el
evangelio de Marcos, se dice que tras la proclamación de Pedro en las
cercanías de Cesarea de Filipo, Jesús a comenzó a enseñarles que el Hijo
del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos
sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de
esto abiertamente” (Mc 8, 31-32). También según Marcos, después de la
transfiguración, “cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contaran
lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los
muertos” (Mc 9, 9). Los discípulos quedaron perplejos sobre el significado
de aquella “resurrección” y pasaron a la cuestión, ya agitada en el mundo
judío, del retorno de Elías (Mc 9, 11): pero Jesús reafirmó la idea de que el
Hijo del hombre debería “sufrir mucho y ser despreciado” (Mc 9, 12).
Después de la curación del epiléptico endemoniado, en el camino de
Galilea recorrido casi clandestinamente, Jesús toma de nuevo la palabra
para, instruirlos: “El Hijo del hombre será entregado en manos de los
hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará”. “Pero
ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle” (Mc 9, 31-32). Es
el segundo anuncio de la pasión y resurrección al que sigue el tercero,
cuando ya se encuentran en camino hacia Jerusalén: “Mirad que subimos a
Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a
los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se
burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días
resucitará” (Mc 10, 33-34). 

3. Estamos aquí ante una previsión y predicción profética de los


acontecimientos, en la que Jesús ejercita su función de revelador, poniendo
en relación la muerte y la resurrección unificadas en la finalidad redentora,
y refiriéndose al designio divino según el cual todo lo que prevé y predice
“debe” suceder. Jesús, por tanto, hace conocer a los discípulos estupefactos
e incluso asustados algo del misterio teológico que subyace en los
próximos acontecimientos, como por lo demás en toda su vida. Otros
destellos de este misterio se encuentran en la alusión al “signo de Jonás”
(cf. Mt12. 40) que Jesús hace suyo y aplica a los días de su muerte y
resurrección, y en el desafío a los judíos sobre “la reconstrucción en tres
días del templo que será destruido” (cf. Jn 2, 19). Juan anota que Jesús

125
“hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los
muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en
la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús” (Jn 2, 20-21) Una
vez más nos encontramos ante la relación entre la resurrección de Cristo y
su Palabra, ante sus anuncios ligados “a las Escrituras”.

4. Pero además de las palabras de Jesús, también la actividad mesiánica


desarrollada por Él en el período pre pascual muestra el poder de que
dispone sobre la vida y sobre la muerte, y la conciencia de este poder,
como la resurrección de la hija de Jairo (Mc5, 39-42), la resurrección del
joven de Naím (Lc 7, 12-15), y sobre todo la resurrección de Lázaro (Jn 11,
42-44) que se presenta en el cuarto Evangelio como un anuncio y una
prefiguración de la resurrección de Jesús. En las palabras dirigidas a Marta
durante este último episodio se tiene la clara manifestación de la
autoconciencia de Jesús respecto a su identidad de Señor de la vida v de la
muerte v de poseedor de las llaves del misterio de la resurrección: “Yo
soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y
todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26). 

Todo son palabras y hechos que contienen de formas diversas la revelación


de la verdad sobre la resurrección en el período pre pascual. 

5. En el ámbito de los acontecimientos pascuales, el primer elemento ante


el que nos encontramos es el “sepulcro vacío”. Sin duda no es por sí
mismo una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro
en el que había sido depositado podría explicarse de otra forma, como de
hecho pensó por un momento María Magdalena cuando, viendo el sepulcro
vacío, supuso que alguno habría sustraído el cuerpo de Jesús (cf. Jn 20, 13).

Más aún el Sanedrín trató de hacer correr la voz de que, mientras dormían
los soldados, el cuerpo habla sido robado por los discípulos. “Y se corrió
esa versión entre los judíos, ―anota Mateo― hasta el día de hoy” (Mt 28,
12-15). 

A pesar de esto el “sepulcro vacío” ha constituido para todos. amigos y


enemigos, un signo impresionante. Para las personas de buena voluntad su
descubrimiento fue el primer paso hacia el reconocimiento del “hecho” de
la resurrección como una verdad que no podía ser refutada.

6. Así fue ante todo para las mujeres, que muy de mañana se hablan
acercado al sepulcro para ungir el cuerpo de Cristo. Fueron las primeras en
acoger el anuncio: “Ha resucitado, no está aquí... Pero id a decir a sus
discípulos y a Pedro...” (Mc 16, 6-7). “Recordad cómo os habló cuando
estaba todavía en Galilea, diciendo: ‘Es necesario que el Hijo del hombre

126
sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día
resucite’. Y ellas recordaron sus palabras” (Lc 24, 6-8). 

Ciertamente las mujeres estaban sorprendidas y asustadas (cf. Mc 16,


8; Lc 24, 5). Ni siquiera ellas estaban dispuestas a rendirse demasiado
fácilmente a un hecho que, aún predicho por Jesús, estaba efectivamente
por encima de toda posibilidad de imaginación y de invención. Pero en su
sensibilidad y finura intuitiva ellas, y especialmente María Magdalena, se
aferraron a la realidad y corrieron a donde estaban los Apóstoles para
darles la alegre noticia. 

El Evangelio de Mateo (28, 8-10) nos informa que a lo largo del camino
Jesús mismo les salió al encuentro, las saludó y les renovó el mandato de
llevar el anuncio a los hermanos (Mt 28, 10). De esta forma las mujeres
fueron las primeras mensajeras de la resurrección de Cristo, y lo fueron
para los mismos Apóstoles (Lc 24, 10). ¡Hecho elocuente sobre la
importancia de la mujer ya en los días del acontecimiento pascual! 

7. Entre los que recibieron el anuncio de María Magdalena


estaban Pedro y Juan (cf. Jn 20, 3-8). Ellos se acercaron al sepulcro no sin
titubeos, tanto más cuanto que Marta les había hablado de una sustracción
del cuerpo de Jesús del sepulcro (cf. Jn 20, 2). Llegados al sepulcro,
también ellos lo encontraron vacío. Terminaron creyendo, tras haber
dudado no poco, porque, como dice Juan, “hasta entonces no habían
comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los
muertos” (Jn 20, 9). 

Digamos la verdad: el hecho era asombroso para aquellos hombres que se


encontraban ante cosas demasiado superiores a ellos. La misma dificultad,
que muestran las tradiciones del acontecimiento. al dar una relación de ello
plenamente coherente, confirma su carácter extraordinario y el impacto
desconcertante que tuvo en el ánimo de los afortunados testigos. La
referencia “a la Escritura” es la prueba de la oscura percepción que
tuvieron al encontrarse ante un misterio sobre el que sólo la Revelación
podía dar luz. 

8. Sin embargo, he aquí otro dato que se debe considerar bien: si


el “sepulcro vacío” dejaba estupefactos a primera vista y podía incluso
generar una cierta sospecha, el gradual conocimiento de este hecho inicial,
como lo anotan los Evangelios, terminó llevando al descubrimiento de la
verdad de la resurrección. 

En efecto, se nos dice que las mujeres, y sucesivamente los Apóstoles, se


encontraron ante un “signo” particular: el signo de la victoria sobre la

127
muerte. Si el sepulcro mismo cerrado por una pesada losa, testimoniaba la
muerte, el sepulcro vacío y la piedra removida daban el primer anuncio de
que allí había sido derrotada la muerte.

No puede dejar de impresionar la consideración del estado de ánimo de las


tres mujeres, que dirigiéndose al sepulcro al alba se decían entre
sí: “¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?” (Mc 16, 3),
y que después, cuando llegaron al sepulcro, con gran maravilla constataron
que “la piedra estaba corrida aunque era muy grande” (Mc 16, 4). Según el
Evangelio de Marcos encontraron en el sepulcro a alguno que les dio el
anuncio de la resurrección (cf. Mc 16, 5): pero ellas tuvieron miedo y, a
pesar de las afirmaciones del joven vestido de blanco, “salieron huyendo
del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas”
(Mc 16, 8). ¿Cómo no comprenderlas? Y sin embargo la comparación con
los textos paralelos de los demás Evangelistas permite afirmar que, aunque
temerosas, las mujeres llevaron el anuncio de la resurrección, de la que el
“sepulcro vacío” con la piedra corrida fue el primer signo. 

9. Para las mujeres y para los Apóstoles el camino abierto por “el signo” se
concluye mediante el encuentro con el Resucitado: entonces la percepción
aún tímida e incierta se convierte en convicción y, más aún, en fe en Aquel
que “ha resucitado verdaderamente”. Así sucedió a las mujeres que al ver a
Jesús en su camino y escuchar su saludo, se arrojaron a sus pies y lo
adoraron (cf. Mt 28, 9). Así le pasó especialmente a María Magdalena, que
al escuchar que Jesús le llamaba por su nombre, le dirigió antes que nada el
apelativo habitual: Rabbuní, ¡Maestro! (Jn 20, 16) y cuando Él la iluminó
sobre el misterio pascual corrió radiante a llevar el anuncio a los discípulos:
“¡He visto al Señor!” (Jn 20, 18). Lo mismo ocurrió a los discípulos
reunidos en el Cenáculo que la tarde de aquel “primer día después del
sábado”, cuando vieron finalmente entre ellos a Jesús, se sintieron felices
por la nueva certeza que había entrado en su corazón: “Se alegraron al ver
al Señor” (cf. Jn 20, 19-20). 

¡El contacto directo con Cristo desencadena la chispa que hace saltar la fe!

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 22 de febrero de 1989

128
Características de las apariciones de Cristo resucitado 

1. Conocemos el pasaje de la Primera Carta a los Corintios, donde Pablo,


el primero cronológicamente, anota la verdad sobre la resurrección de
Cristo: «Porque os transmití... lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por
nuestros pecados, según las Escrituras: que fue sepultado y que resucitó al
tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los
Doce...” (1 Co 15, 3-5). Se trata, como se ve, de una verdad transmitida,
recibida, y nuevamente transmitida. Una verdad que pertenece al “depósito
de la Revelación” que el mismo Jesús, mediante sus Apóstoles y
Evangelistas, ha dejado a su Iglesia.

2. Jesús reveló gradualmente esta verdad en su enseñanza pre pascual.


Posteriormente ésta, encontró su realización concreta en los
acontecimientos de la pascua jerosolimitana de Cristo, certificados
históricamente, pero llenos de misterio. 

Los anuncios y los hechos tuvieron su confirmación sobre todo en los


encuentros de Cristo resucitado, que los Evangelios y Pablo relatan. Es
necesario decir que el texto paulino presenta estos encuentros ―en los que
se revela Cristo resucitado― de manera global y sintética (añadiendo al
final el propio encuentro con el Resucitado a las puertas de Damasco:
cf. Hch9, 3-6). En los Evangelios se encuentran, al respecto, anotaciones
más bien fragmentarias. 

No es difícil tomar y comparar algunas líneas características de cada


una de estas apariciones y de su conjunto, para acercarnos todavía más al
descubrimiento del significado de esta verdad revelada. 

3. Podemos observar ante todo que, después de la resurrección, Jesús se


presenta a las mujeres y a los discípulos con su cuerpo transformado, hecho
espiritual y partícipe de la gloria del alma: pero sin ninguna característica
triunfalista. Jesús se manifiesta con una gran sencillez. Habla de amigo a
amigo, con los que se encuentra en las circunstancias ordinarias de la vida
terrena. No ha querido enfrentarse a sus adversarios, asumiendo la actitud
de vencedor, ni se ha preocupado por mostrarles su “superioridad”, y
todavía menos ha querido fulminarlos. Ni siquiera consta que se haya
presentado a alguno de ellos. Todo lo que nos dice el Evangelio nos lleva a
excluir que se haya aparecido, por ejemplo, a Pilato, que lo habla entregado
a los sumos sacerdotes para que fuese crucificado (cf. Jn 19, 16), o a
Caifás, que se habla rasgado las vestiduras por la afirmación de su
divinidad (cf. Mt 26, 63-66).

129
A los privilegiados de sus apariciones, Jesús se deja conocer en
su identidad física: aquel rostro, aquellas manos, aquellos rasgos que
conocían muy bien, aquel costado que hablan visto traspasado; aquella voz,
que habían escuchado tantas veces. Sólo en el encuentro con Pablo en las
cercanías de Damasco, la luz que rodea al Resucitado casi deja ciego al
ardiente perseguidor de los cristianos y lo tira al suelo (cf. Hch 9, 3-8):
pero es una manifestación del poder de Aquel que, ya subido al cielo,
impresiona a un hombre al que quiere hacer un “instrumento de elección”
(Hch 9, 15), un misionero del Evangelio. 

4. Es de destacar también un hecho significativo: Jesucristo se aparece en


primer lugar a las mujeres, sus fieles seguidoras, y no a los discípulos, y ni
siquiera a los mismos Apóstoles, a pesar de que los habla elegido como
portadores de su Evangelio al mundo. Es a las mujeres a quienes por
primera vez confía el misterio de su resurrección, haciéndolas las primeras
testigos de esta verdad. Quizá quiera premiar su delicadeza, su sensibilidad
a su mensaje, su fortaleza, que las habla impulsado hasta el Calvario. Quizá
quiere manifestar un delicado rasgo de su humanidad, que consiste en la
amabilidad y en la gentileza con que se acerca y beneficia a las personas
que menos cuentan en el gran mundo de su tiempo. Es lo que parece que se
puede concluir de un texto de Mateo: “En esto, Jesús les salió al encuentro
(a las mujeres que corrían para comunicar el mensaje a los discípulos) y les
dijo: ‘¡Dios os guarde!’. Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le
adoraron. Entonces les dice Jesús: ‘No temáis. Id y avisad a mis hermanos
que vayan a Galilea; allí me verán’” (28, 9-10).

También el episodio de la aparición a María de Magdala (Jn 20, 11-18) es


de extraordinaria finura ya sea por parte de la mujer, que manifiesta toda su
apasionada y comedida entrega al seguimiento de Jesús, ya sea por parte
del Maestro, que la trata con exquisita delicadeza y benevolencia.

En esta prioridad de las mujeres en los acontecimientos pascuales tendrá


que inspirarse la Iglesia, que a lo largo de los siglos ha podido contar
enormemente con ellas para su vida de fe, de oración y de apostolado. 

5. Algunas características de estos encuentros post pascuales los hacen, en


cierto modo, paradigmáticos debido a las situaciones espirituales, que tan a
menudo se crean en la relación del hombre con Cristo, cuando uno se siente
llamado o “visitado” por Él. 

Ante todo, hay una dificultad inicial en reconocer a Cristo por parte de


aquellos a los que El sale al encuentro, como se puede apreciar en el caso
de la misma Magdalena (Jn 20, 14-16) y de los discípulos de Emaús
(Lc 24, 16). No falta un cierto sentimiento de temor ante Él. Se le ama, se

130
le busca, pero, en el momento en el que se le encuentra, se experimenta
alguna vacilación... 

Pero Jesús les lleva gradualmente al reconocimiento y a la fe, tanto a


María Magdalena (Jn 20, 16), como a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26
ss.), y, análogamente, a otros discípulos (cf. Lc 24, 25-48). Signo de la
pedagogía paciente de Cristo al revelarse al hombre, al atraerlo, al
convertirlo, al llevarlo al conocimiento de las riquezas de su corazón y a la
salvación.

6. Es interesante analizar el proceso psicológico que los diversos


encuentros dejan entrever: los discípulos experimentan una cierta dificultad
en reconocer no sólo la verdad de la resurrección, sino también la identidad
de Aquel que está ante ellos, y aparece como el mismo pero al mismo
tiempo como otro: un Cristo “transformado”. No es nada fácil para ellos
hacer la inmediata identificación. Intuyen, sí, que es Jesús, pero al mismo
tiempo sienten que Él ya no se encuentra en la condición anterior, y ante Él
están llenos de reverencia y temor. 

Cuando, luego, se dan cuenta, con su ayuda, de que no se trata de otro, sino
de El mismo transformado, aparece repentinamente en ellos una nueva
capacidad de descubrimiento, de inteligencia, de caridad y de fe. Es como
un despertar de fe: “¿No estaba ardiendo nuestro Corazón dentro de
nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”
(Lc24, 32). “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). “He visto al Señor”
(Jn 20, 18). ¡Entonces una luz absolutamente nueva ilumina en sus ojos
incluso el acontecimiento de la cruz; y da el verdadero y pleno sentido del
misterio de dolor y de muerte, que se concluye en la gloria de la nueva
vida! Este será uno de los elementos principales del mensaje de salvación
que los Apóstoles han llevado desde el principio al pueblo hebreo y, poco a
poco, a todas las gentes. 

7. Hay que subrayar una última característica de las apariciones de Cristo


resucitado: en ellas, especialmente en las últimas, Jesús realiza la definitiva
entrega a los Apóstoles (y a la Iglesia) de la misión de evangelizar el
mundo para llevarle el mensaje de su Palabra y el don de su gracia. 

Recuérdese la aparición a los discípulos en el Cenáculo la tarde de Pascua:


“Como el Padre me envió, también yo os envío...” (Jn20, 21): ¡y les da el
poder de perdonar los pecados! 

Y en la aparición en el mar de Tiberíades, seguida de la pesca milagrosa,


que simboliza y anuncia la fertilidad de la misión, es evidente que Jesús
quiere orientar sus espíritus hacia la obra que les espera (cf. Jn 21, 1-23).

131
Lo confirma la definitiva asignación de la misión particular a Pedro (Jn 21,
15-18): “¿Me amas?... Tú sabes que te quiero... Apacienta mis corderos...
Apacienta mis ovejas...”.

Juan indica que “ésta fue va la tercera vez que Jesús se manifestó a los
discípulos después de resucitar de entre los muertos” (Jn 21, 14). Esta vez,
ellos, no sólo se habían dado cuenta de su identidad: “Es el Señor” (Jn 21,
7); sino que habían comprendido que, todo cuanto había sucedido y sucedía
en aquellos días pascuales, les comprometía a cada uno de ellos ―y de
modo particular a Pedro― en la construcción de la nueva era de la historia,
que había tenido su principio en aquella mañana de pascua.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de marzo de 1989

La resurrección: evento histórico y al mismo tiempo meta-histórico

1. La resurrección de Cristo tiene el carácter de un evento, cuya esencia es


el paso de la muerte a la vida. Evento único que, como Paso (Pascua),
fue inscrito en el contexto de las fiestas pascuales, durante las cuales los
hijos y las hijas de Israel recordaban cada año el éxodo de Egipto, dando
gracias por la liberación de la esclavitud y, por lo tanto, exaltando el poder
de Dios-Señor que se había manifestado claramente en aquel “Paso”
antiguo. 

La resurrección de Cristo es el nuevo Paso, la nueva Pascua, que hay que


interpretar a partir de la Pascua antigua, pues ésta era figura y anuncio de la
misma. De hecho, así fue considerada en la comunidad cristiana, siguiendo
la clave de lectura que ofrecieron los Apóstoles y los Evangelistas a los
creyentes sobre la base de la palabra del mismo Jesús. 

2. Siguiendo la línea de todo lo que se nos ha transmitido desde aquellas


antiguas fuentes, podemos ver en la resurrección sobre todo un evento
histórico, pues ésta sucedió en una circunstancia precisa de lugar y
tiempo: “El tercer día” después de la crucifixión, en Jerusalén, en el

132
sepulcro que José de Arimatea puso a disposición (cf. Mc 15, 46), y en el
que había sido colocado el cuerpo de Cristo, después de quitarlo de la cruz.
Precisamente se encontró vacío este sepulcro al alba del tercer día (después
del sábado pascual). 

Pero Jesús había anunciado su resurrección al tercer día (cf. Mt 16, 21;


17, 23; 20, 19). Las mujeres que acudieron al sepulcro ese día, encontraron
a un “ángel” que les dijo: Vosotras... “buscáis a Jesús, el Crucificado. No
está aquí, ha resucitado como lo había dicho” (Mt 28, 5-6).

En la narración evangélica la circunstancia del “tercer día” se pone en


relación con la celebración judía del sábado, que excluía realizar trabajos y
desplazarse más allá de cierta distancia desde la tarde de la víspera. Por
eso, el embalsamamiento del cadáver, de acuerdo con la costumbre judía,
se habla pospuesto al primer día después del sábado.

3. Pero la resurrección, aún siendo un evento determinable en el espacio y


en el tiempo, trasciende y supera la historia.

Nadie vio el hecho en sí. Nadie pudo ser testigo ocular del suceso. Fueron
muchos los que vieron la agonía y la muerte de Cristo en el Gólgota,
algunos participaron en la colocación de su cadáver en el sepulcro, los
guardias lo cerraron bien y lo vigilaron, lo cual se habían preocupado de
conseguirlo de Pilato “los sumos sacerdotes y los fariseos”, acordándose de
que Jesús había dicho: A los tres días resucitaré. “Manda, pues, que quede
asegurado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan los discípulos,
lo roben y digan luego al pueblo: ‘Resucitó de entre los muertos’” (Mt 27,
63-64). Pero los discípulos no hablan pensado en esa estratagema. Fueron
las mujeres quienes, al ir al sepulcro la mañana del tercer día con los
aromas, descubrieron que estaba vacío, la piedra retirada, y vieron a un
joven vestido de blanco que les habló de la resurrección de Jesús
(cf. MC 16, 6). Ciertamente, el cuerpo de Cristo ya no estaba allí. A
continuación fueron muchos los que vieron a Jesús resucitado. Pero
ninguno fue testigo ocular de la resurrección. Ninguno pudo decir cómo
había sucedido en su carácter físico. Y menos aún fue perceptible a los
sentidos su más íntima esencia de paso a otra vida. 

Este es el valor meta-histórico de la resurrección, que hay que considerar


de modo especial si queremos percibir de algún modo el misterio de ese
suceso histórico, pero también trans-histórico, como veremos a
continuación. 

4. En efecto, la resurrección de Cristo no fue una vuelta a la vida terrena,


como habla sucedido en el caso de las resurrecciones que él habla

133
realizado en el período pre pascual: la hija de Jairo, el joven de Naím,
Lázaro. Estos hechos eran sucesos milagrosos (y, por lo tanto,
extraordinarios), pero las personas afectadas volvían a adquirir, por el
poder de Jesús, la vida terrena “ordinaria”. Al llegar un cierto momento,
murieron nuevamente, como con frecuencia hace observar San Agustín.

En el caso de la resurrección de Cristo, la cosa es esencialmente distinta.


En su cuerpo resucitado. El pasa del estado de muerte a “otra” vida, ultra-
temporal y ultra-terrestre. El cuerpo de Jesús es colmado del poder del
Espíritu Santo en la resurrección, es hecho partícipe de la vida divina en el
estado de gloria, de modo que podemos decir de Cristo, con San Pablo, que
es el “homo caelestis” (cf. 1 Co 15, 47 ss.).

En este sentido, la resurrección de Cristo se encuentra más allá de la pura


dimensión histórica, es un suceso que pertenece a la esfera meta-histórica,
y por eso escapa a los criterios de la mera observación empírica del
hombre. Es verdad que Jesús, después de la resurrección, se aparece a sus
discípulos, habla, conversa y hasta come con ellos, invita a Tomás a tocarlo
para que se cerciore de su identidad: pero esta dimensión real de su
humanidad total encubre la otra vida, que ya le pertenece y que le aparta de
lo “normal» de la vida terrena ordinaria y lo sumerge en el “misterio”. 

5. Otro elemento misterioso de la resurrección de Cristo lo constituye el


hecho de que el paso de la muerte a la vida nueva sucedió por la
intervención del poder del Padre que “resucitó» (cf. Hch 2, 32) a Cristo, su
Hijo, y así introdujo de modo perfecto su humanidad -también su cuerpo-
en el consorcio trinitario, de modo que Jesús se manifestó como
definitivamente “constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu...
por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en
presentar la resurrección de Cristo como manifestación del poder de Dios
(cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Col 2, 12; El 1, 19 ss.: cf.
también Hb 7, 16) por obra del Espíritu que, al devolver la vida a Jesús, lo
ha colocado en el estado glorioso de Señor (Kyrios), en el cual merece
definitivamente, también como hombre, ese nombre de Hijo de Dios que le
pertenece eternamente (cf. Rm 8, 11; 9, 5; 14, 9; Flp 2, 9-11; cf.
también Hb 1, 1-5; 5, 5, etc.).

6. Es significativo que muchos textos del Nuevo Testamento muestren la


resurrección de Cristo como “resurrección de los muertos”, llevada a cabo
con el poder del Espíritu Santo. Pero al mismo tiempo, hablan de ella como
de un “resurgir en virtud de su propio poder” (en griego: anéste), tal como
lo indica, por lo demás, en muchas lenguas la palabra “resurrección”. Este
sentido activo de la palabra (sustantivo verbal) se encuentra también en los
discursos pre-pascuales de Jesús, por ejemplo, en los anuncios de la pasión,

134
cuando dice que el Hijo del hombre tendrá que sufrir mucho, morir, y
luego resucitar (cf. Mc 8, 31; 9, 9. 31; 10, 34). En el Evangelio de Juan,
Jesús afirma explícitamente: “Yo doy mi vida, para recobrarla de nuevo...
Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 17-18).
También Pablo, en la Primera Carta a los Tesalonicenses, escribe:
“Nosotros creemos que Jesús murió y resucitó” (1 Ts 4, 14). 

En los Hechos de los Apóstoles se proclama muchas veces que “Dios ha


resucitado a Jesús...» (2, 24. 32; 3, 15. 26, etc.), pero se habla también en
sentido activo de la resurrección de Jesús (cf. 10, 41), y en esta perspectiva
se resume la predicación de Pablo en la sinagoga de Tesalónica, donde
“basándose en las Escrituras” demuestra que “Cristo tenía que padecer
y resucitar de entre los muertos...” (Ch 17, 3).

De este conjunto de textos emerge el carácter trinitario de la resurrección


de Cristo, que es “obra común” del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y,
por lo tanto, incluye en sí el misterio mismo de Dios.

7. La expresión “según las Escrituras”, que se encuentra en la Primera


Carta a los Corintios (15, 3-4) y en el Símbolo niceno-constantinopolitano,
pone de relieve el carácter escatológico del suceso de la resurrección de
Cristo, en el cual se cumplen los anuncios del Antiguo Testamento. El
mismo Jesús, según Lucas, hablando de su pasión y de su gloria con los dos
discípulos de Emaús, los recrimina por ser tardos de corazón “para creer
todo lo que dijeron los profetas», y después, “empezando por Moisés y
continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en
todas las Escrituras” (Lc 24, 26-27). Lo mismo sucedió durante el último
encuentro con los Apóstoles, a quienes dijo: “Estas son aquellas palabras
mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: “Es necesario que se
cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en
los Salmos acerca de mí”. Y, entonces, abrió su inteligencia para que
comprendieran las Escrituras, y les dijo: Así está escrito que el Cristo
padeciera y resucitara de entre los Muertos al tercer día, y se predicara en
su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones,
empezando desde Jerusalén...” (Lc 24, 44-48).

Era la interpretación mesiánica, que dio el mismo Jesús al conjunto del


Antiguo Testamento y, de modo especial, a los textos que se referían más
directamente al misterio pascual, como los de Isaías sobre la humillación y
sobre la “exaltación” del Siervo del Señor (Is 52, 13-53, 12), y los del
Salmo 109/110 A partir de esta interpretación escatológica de Jesús, que
vinculaba el misterio pascual con el Antiguo Testamento y proyectaba su
luz sobre el futuro (la predicación a todas las gentes), los Apóstoles y los
Evangelistas también hablaron de la resurrección “según las Escrituras”, y

135
se fijó a continuación la fórmula del Credo. Era otra dimensión del
Acontecimiento como misterio. 

8. De todo lo que hemos dicho se deduce claramente que la resurrección de


Cristo es el mayor evento en la historia de la salvación y, más aún,
podemos decir que en la historia de la humanidad, puesto que da sentido
definitivo al mundo. Todo el mundo gira en torno a la cruz, pero la cruz
sólo alcanza en la resurrección su pleno significado de evento
salvífico. Cruz y resurrección forman el único misterio pascual, en el que
tiene su centro la historia del mundo. Por eso, la Pascua es la solemnidad
mayor de la Iglesia: ésta celebra y renueva cada año este evento, cargado
de todos los anuncios del Antiguo Testamento, comenzando por el
“Protoevangelio” de la redención y de todas las esperanzas y las
expectativas escatológicas que se proyectan hacia la “plenitud del tiempo”,
que se llevó a cabo cuando el reino de Dios entró definitivamente en la
historia del hombre y en el orden universal de la salvación.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 8 de marzo de 1989

La resurrección, culmen de la Revelación 

1. En la Carta de San Pablo a los Corintios, recordada ya varias veces a lo


largo de estas catequesis sobre la resurrección de Cristo, leemos estas
palabras del Apóstol: “Si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación,
vacía es también vuestra fe" (1 Co15, 14).

Evidentemente, San Pablo ve en la resurrección el fundamento de la fe


cristiana y casi la clave de bóveda de todo el edificio de doctrina y de vida
levantado sobre la revelación, en cuanto confirmación definitiva de todo el
conjunto de la verdad que Cristo ha traído. Por esto, toda la predicación de
la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, a través de los siglos y de todas
las generaciones, hasta hoy, se refiere a la resurrección y saca de ella la
fuerza impulsiva y persuasiva, así como su vigor. Es fácil comprender el
porqué. 

2. La resurrección constituía en primer lugar la confirmación de todo lo


que Cristo mismo había “hecho y enseñado”. Era el sello divino puesto
sobre sus palabras y sobre su vida. El mismo había indicado a los

136
discípulos y adversarios este signo definitivo de su verdad. El ángel del
sepulcro lo recordó a las mujeres la mañana del “primer día después del
sábado”: “Ha resucitado, como lo había dicho” (Mt 28, 6). Si esta palabra
y promesa suya se reveló como verdad, también todas sus demás palabras y
promesas poseen la potencia de la verdad que no pasa, como Él mismo
habla proclamado: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no
pasarán” (Mt 24, 35; Mc 13, 31; Lc 21, 33). Nadie habría podido imaginar
ni pretender una prueba más autorizada, más fuerte, más decisiva que la
resurrección de entre los muertos. Todas las verdades, también las más
inaccesibles para la mente humana, encuentran sin embargo su
justificación, incluso en el ámbito de la razón, si Cristo resucitado ha dado
la prueba definitiva, prometida por Él, de su autoridad divina.

3. Así, la resurrección confirma la verdad de su misma divinidad. Jesús


había dicho: “Cuando hayáis levantado (sobre la cruz) al Hijo del hombre,
entonces sabréis que Yo soy” (Jn 8, 28). Los que escucharon estas palabras
querían lapidar a Jesús, puesto que “YO SOY” era para los hebreos el
equivalente del nombre inefable de Dios. De hecho, al pedir a Pilato su
condena a muerte presentaron como acusación principal la de haberse
“hecho Hijo de Dios” (Jn 19, 7). Por esta misma razón lo habían condenado
en el Sanedrín como reo de blasfemia después de haber declarado que era
el Cristo, el Hijo de Dios, tras el interrogatorio del sumo sacerdote (Mt 26,
63-65; Mc 14, 62; Lc 22, 70): es decir, no sólo el Mesías terreno como era
concebido y esperado por la tradición judía, sino el Mesías-
Señor anunciado por el Salmo 109/110 (cf. Mt 22, 41 ss.), el personaje
misterioso vislumbrado por Daniel (7, 13-14). Esta era la gran blasfemia, la
imputación para la condena a muerte: ¡el haberse proclamado Hijo de Dios!
Y ahora su resurrección confirmaba la veracidad de su identidad divina y
legitimaba la atribución hecha a Sí mismo, antes de la Pascua, del Nombre”
de Dios: “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham
existiera, Yo soy” (Jn 8, 58). Para los judíos ésa era una pretensión que
merecía la lapidación (cf. Lv 24, 16), y, en efecto, “tomaron piedras para
tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del templo” (Jn 8, 59). Pero si
entonces no pudieron lapidarlo, posteriormente lograron “levantarlo” sobre
la cruz: la resurrección del Crucificado demostraba, sin embargo, que Él
era verdaderamente Yo soy, el Hijo de Dios.

4. En realidad, Jesús aún llamándose a Sí mismo Hijo del hombre, no sólo


habla confirmado ser el verdadero Hijo de Dios, sino que en el Cenáculo,
antes de la pasión, había pedido al Padre que revelara que el Cristo Hijo del
hombre era su Hijo eterno: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo
para que el Hijo te glorifique” (Jn 17, 1). “...Glorifícame tú, junto a ti, con
la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese” (Jn 17, 5). Y el

137
misterio pascual fue la escucha de esta petición, la confirmación de la
filiación divina de Cristo, y más aún, su glorificación con esa gloria que
“tenía junto al Padre antes de que el mundo existiera”: la gloria del Hijo
de Dios.

5. En el período pre-pascual Jesús, según el Evangelio de Juan, aludió


varias voces a esta gloria futura, que se manifestaría en su muerte y
resurrección. Los discípulos comprendieron el significado de esas palabras
suyas sólo cuando sucedió el hecho. 

Así leemos que durante la primera pascua pasada en Jerusalén, tras haber
arrojado del templo a los mercaderes y cambistas, Jesús respondió a los
judíos que le pedían un “signo” del poder por el que obraba de esa
forma: “Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré... Él hablaba del
Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se
acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura
y en las palabras que había dicho Jesús” (Jn 2, 19-22). 

También la respuesta dada por Jesús a los mensajeros de las hermanas de


Lázaro, que le pedían que fuera a visitar al hermano enfermo, hacia
referencia a los acontecimientos pascuales: “Esta enfermedad no es de
muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado
por ella” (Jn 11, 4).

No era sólo la gloria que podía reportarle el milagro, tanto menos cuanto
que provocaría su muerte (cf. Jn 11, 46-54); sino que su verdadera
glorificación vendría precisamente de su elevación sobre la cruz (cf. Jn 12,
32). Los discípulos comprendieron bien todo esto después de la
resurrección.

6. Particularmente interesante es la doctrina de San Pablo sobre el valor de


la resurrección como elemento determinante de su concepción cristológica,
vinculada también a su experiencia personal del Resucitado. Así, al
comienzo de la Carta a los Romanos se presenta: “Pablo, siervo de Cristo
Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, que había
ya prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Sagradas, acerca
de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de
Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre
tos muertos; Jesucristo, Señor nuestro” (Rm 1, 1-4).

Esto significa que desde el primer momento de su concepción humana y de


su nacimiento (de la estirpe de David); Jesús era el Hijo eterno de .Dios,
que se hizo Hijo del hombre. Pero, en la resurrección, esa filiación divina
se manifestó en toda su plenitud con el poder de Dios que, por obra del

138
Espíritu Santo, devolvió la vida a Jesús (cf. Rm 8, 11) y lo constituyó en el
estado glorioso de “Kyrios” (cf. Flp 2, 9-11; Rm 14, 9; Hch 2, 36), de
modo que Jesús merece por un nuevo título mesiánico el reconocimiento, el
culto, la gloria del nombre eterno de Hijo de Dios (cf. Hch 13, 33; Hb 1, 1-
5; 5, 5). 

7. Pablo había expuesto esta misma doctrina en la sinagoga de Antioquía de


Pisidia, en sábado, cuando, invitado por los responsables de la misma, tomó
la palabra para anunciar que, en el culmen de la economía de la salvación
realizada en la historia de Israel entre luces y sombras, Dios había
resucitado de entre los muertos a Jesús, el cual se había aparecido durante
muchos días a los que habían subido con Él desde Galilea a Jerusalén, los
cuales eran ahora sus testigos ante el pueblo. “También
nosotros ―concluía el Apóstol― os anunciamos la Buena Nueva de que la
Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al
resucitar a Jesús, como está escrito en los salmos: ‘Hijo mío eres tu; yo te
he engendrado hoy’” (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7).

Para Pablo hay una especie de ósmosis conceptual entre la gloria de la


resurrección de Cristo y la eterna filiación divina de Cristo, que se revela
plenamente en esa conclusión victoriosa de su misión mesiánica. 

8. En esta gloria del “Kyrios” se manifiesta ese poder del Resucitado


(Hombre-Dios), que Pablo conoció por experiencia en el momento de su
conversión en el camino de Damasco al sentirse llamado a ser Apóstol
(aunque no uno de los Doce), por ser testigo ocular del Cristo vivo, y
recibió de Él la fuerza para afrontar todos los trabajos y soportar todos los
sufrimientos de su misión. El espíritu de Pablo quedó tan marcado por esa
experiencia, que en su doctrina y en su testimonio antepone la idea del
poder del Resucitado a la de participación en los sufrimientos de Cristo,
que también le era grata: Lo que se había realizado en su experiencia
personal también lo proponía a los fieles como una regla de pensamiento y
una norma de vida: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor... para ganar a Cristo y ser hallado
en él... y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus
padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de
llegar a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3, 8-11). Y entonces su
pensamiento se dirige a la experiencia del camino de Damasco:
“...Habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús” (Flp 3, 12).

9. Así, pues, los textos referidos dejan claro que la resurrección de Cristo
está estrechamente unida con el misterio de la encarnación del Hijo de
Dios: es su cumplimiento, según el eterno designio de Dios. Más aún, es la
coronación suprema de todo lo que Jesús manifestó y realizó en toda su

139
vida, desde el nacimiento a la pasión y muerte, con sus obras, prodigios,
magisterio, ejemplo de una vida perfecta, y sobre todo con su
transfiguración. El nunca reveló de modo directo la gloria que había
recibido del Padre “antes que el mundo fuese” (Jn 17, 5), sino que
ocultaba esta gloria con su humanidad, hasta que se despojó
definitivamente (cf. Flp 2, 7-8) con la muerte en cruz. 

En la resurrección se reveló el hecho de que “en Cristo reside toda la


plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9; cf. Col 1, 19). Así, la
resurrección “completa” la manifestación del contenido de la Encarnación.
Por eso podemos decir que es también la plenitud de la Revelación. Por lo
tanto, como hemos dicho, ella está en el centro de la fe cristiana y de la
predicación de la Iglesia.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 15 de marzo de 1989

El valor salvífico de la resurrección

1. Si, como hemos visto en anteriores catequesis, la fe cristiana y la


predicación de la Iglesia tienen su fundamento en la resurrección de Cristo,
por ser ésta la confirmación definitiva y la plenitud de la revelación,
también hay que añadir que ella es fuente del poder salvífico del Evangelio
y de la Iglesia en cuanto integración del misterio pascual. En efecto, según
San Pablo, Jesucristo se ha revelado como “Hijo de Dios con poder, según
el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 4).
Y Él transmite a los hombres esta santidad porque “fue entregado por
nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación” (Rm 4, 25).
Hay como un doble aspecto en el misterio pascual: la muerte para liberar
del pecado y la resurrección para abrir el acceso a la vida nueva.

140
Ciertamente el misterio pascual, como toda la vida y la obra de Cristo, tiene
una profunda unidad interna en su función redentora y en su eficacia, pero
ello no impide que puedan distinguirse sus distintos aspectos con relación a
los efectos que derivan de él en el hombre. De ahí la atribución a la
resurrección del efecto específico de la “vida nueva”, como afirma San
Pablo. 

2. Respecto a esta doctrina hay que hacer algunas indicaciones que, en


continua referencia a los textos del Nuevo Testamento, nos permitan poner
de relieve toda su verdad y belleza. 

Ante todo, podemos decir ciertamente que Cristo resucitado es principio y


fuente de una vida nueva para todos los hombres. Y esto aparece también
en la maravillosa plegaria de Jesús, la víspera de su pasión, que Juan nos
refiere con estas palabras: “Padre... glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te
glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé
también vida eterna a todos los que tú le has dado” (Jn 17, 1-2). En su
plegaria Jesús mira y abraza sobre todo a sus discípulos, a quienes advirtió
de la próxima y dolorosa separación que se verificaría mediante su pasión y
muerte, pero a los cuales prometió asimismo: “Yo vivo y también vosotros
viviréis” (Jn 14, 19). Es decir: tendréis parte en mi vida, la cual se revelará
después de la resurrección. Pero la mirada de Jesús se extiende a un radio
de amplitud universal. Les dice: “No ruego por éstos (mis discípulos), sino
también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí... (Jn 17,
20): todos deben formar una sola cosa al participar en la gloria de Dios en
Cristo. 

La nueva vida que se concede a los creyentes en virtud de la resurrección


de Cristo, consiste en la victoria sobre la muerte del pecado y en la nueva
participación en la gracia. Lo afirma San Pablo de forma lapidaria: “Dios,
rico en misericordia..., estando muertos a causa de nuestros delitos, nos
vivificó juntamente con Cristo” (Ef 2, 4-5). Y de forma análoga San Pedro:
“El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo..., por su gran
misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos
nos ha reengendrado para una esperanza viva” (1 P 1, 3).

Esta verdad se refleja en la enseñanza paulina sobre el bautismo: “Fuimos,


pues, con Él (Cristo) sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que,
al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la
gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 4).

3. Esta vida nueva ―la vida según el Espíritu― manifiesta la filiación


adoptiva: otro concepto paulino de fundamental importancia. A este
respecto, es “clásico” el pasaje de la Carta a los Gálatas: “Envió Dios a su

141
Hijo... para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que
recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5). Esta adopción divina por
obra del Espíritu Santo, hace al hombre semejante al Hijo unigénito:
“...Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios”
(Rm 8, 14). En la Carta a los Gálatas San Pablo se apela a la experiencia
que tienen los creyentes de la nueva condición en que se encuentran: “La
prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya
no eres esclavo sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios”
(Ga 4, 6-7). Hay, pues, en el hombre nuevo un primer efecto de la
redención: la liberación de la esclavitud; pero la adquisición de la libertad
llega al convertirse en hijo adoptivo, y ello no tanto por el acceso legal a la
herencia, sino con el don real de la vida divina que infunden en el hombre
las tres Personas de la Trinidad (cf. Ga 4, 6; 2 Co 13, 13). La fuente de
esta vida nueva del hombre en Dios es la resurrección de Cristo. 

La participación en la vida nueva hace también que los hombres sean


«hermanos” de Cristo, como el mismo Jesús llama a sus discípulos después
de la resurrección: “Id a anunciar a mis hermanos...” (Mt 28, 10; Jn 20, 17).
Hermanos no por naturaleza sino por don de gracia, pues esa filiación
adoptiva da una verdadera y real participación en la vida del Hijo
unigénito, tal como se reveló plenamente en su resurrección. 

4. La resurrección de Cristo ―y, más aún, el Cristo resucitado― es


finalmente principio y fuente de nuestra futura resurrección. El mismo
Jesús habló de ello al anunciar la institución de la Eucaristía como
sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura: “El que come mi
carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día”
(Jn 6, 54). Y al “murmurar” los que lo oían, Jesús les respondió: “¿Esto os
escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba
antes...?” (Jn 6, 61-62). De ese modo indicaba indirectamente que bajo las
especies sacramentales de la Eucaristía se da a los que la
reciben participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo glorificado. 

También San Pablo pone de relieve la vinculación entre la resurrección de


Cristo y la nuestra, sobre todo en su Primera Carta a los Corintios; pues
escribe: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que
murieron... Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también
todos revivirán en Cristo” (1 Co 15, 20-22). “En efecto, es necesario que
este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se
revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de
incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se
cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte ha sido devorada en la

142
victoria’” (1 Co 15, 53-54). “Gracias sean dadas a Dios que nos da la
victoria por nuestro Señor Jesucristo” (1 Co15, 57). 

La victoria definitiva sobre la muerte, que Cristo ya ha logrado, Él la hace


partícipe a la humanidad en la medida en que ésta recibe los frutos de la
redención. Es un proceso de admisión a la “vida nueva”, a la “vida eterna”,
que dura hasta el final de los tiempos. Gracias a ese proceso se va
formando a lo largo de los siglos una nueva humanidad: el pueblo de los
creyentes reunidos en la Iglesia, verdadera comunidad de la resurrección. A
la hora final de la historia, todos resurgirán, y los que hayan sido de Cristo,
tendrán la plenitud de la vida en la gloria, en la definitiva realización de la
comunidad de los redimidos por Cristo, “para que Dios sea todo en todos”
(1 Co 15, 28). 

5. El Apóstol enseña también que el proceso redentor, que culmina con la


resurrección de los muertos, acaece en una esfera de espiritualidad inefable,
que supera todo lo que se puede concebir y realizar humanamente. En
efecto, si por una parte escribe que “la carne y la sangre no pueden
heredar el reino de los cielos; ni la corrupción hereda la incorrupción” (1
Co 15, 50) ―lo cual es la constatación de nuestra incapacidad natural para
la nueva vida―, por otra, en la Carta a los Romanos asegura a los que
creen lo siguiente: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los
muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los
muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu
que habita en vosotros” (Rm 8, 11). Es un proceso misterioso de
espiritualización, que alcanzará también a los cuerpos en el momento de la
resurrección por el poder de ese mismo Espíritu Santo que obró la
resurrección de Cristo. 

Se trata, sin duda, de realidades que escapan a nuestra capacidad de


comprensión y de demostración racional, y por eso son objeto de nuestra fe
fundada en la Palabra de Dios, la cual, mediante San Pablo, nos hace
penetrar en el misterio que supera todos los límites del espacio y del
tiempo: “Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente, el último
Adán, espíritu que da vida” (1 Co 15, 45). “Y del mismo modo que hemos
llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del
celeste” (1 Co 15, 49).

6. En espera de esa trascendente plenitud final, Cristo resucitado vive en


los corazones de sus discípulos y seguidores como fuente de santificación
en el Espíritu Santo, fuente de la vida divina y de la filiación divina, fuente
de la futura resurrección. 

143
Esa certeza le hace decir a San Pablo en la Carta a los Gálatas: “Con
Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí.
La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios
que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Como el Apóstol,
también cada cristiano, aunque vive todavía en la carne (cf. Rm 7, 5), vive
una vida ya espiritualizada con la fe (cf. 2 Co 10, 3), porque el Cristo vivo,
el Cristo resucitado se ha convertido en el sujeto de todas sus
acciones: Cristo vive en mí (cf. Rm 8, 2. 10-11; Flp 1, 21; Col 3, 3). Y es
la vida en el Espíritu Santo.

Esta certeza sostiene al Apóstol, como puede y debe sostener a cada


cristiano en los trabajos y los sufrimientos de esta vida, tal como
aconsejaba Pablo al discípulo Timoteo en el fragmento de una carta suya
con el que queremos cerrar ―para nuestro conocimiento y consuelo―
nuestra catequesis sobre la resurrección de Cristo: «Acuérdate de
Jesucristo, resucitado de entre los muertos, descendiente de David, según
mi Evangelio... Por eso todo lo soporto por los elegidos, para que también
ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna. Es
cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él;
si nos mantenemos firmes, también reinaremos con Él; si le negamos,
también Él nos negará; si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede
negarse a si mismo...” (2 Tm 2, 8-13). 

“Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos”: esta afirmación


del Apóstol nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida en el
tiempo y en la eternidad.

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 5 de abril de 1989

Ascensión: misterio anunciado 

1. Los símbolos de fe más antiguos ponen después del artículo sobre la


resurrección de Cristo, el de su ascensión. A este respecto los textos
evangélicos refieren que Jesús resucitado, después de haberse entretenido
con sus discípulos durante cuarenta días con varias apariciones y en lugares
diversos, se sustrajo plena y definitivamente a las leyes del tiempo y del
espacio, para subir al cielo, completando así el “retorno al Padre” iniciado
ya con la resurrección de entre los muertos. 

144
En esta catequesis vemos cómo Jesús anunció su ascensión (o regreso al
Padre) hablando de ella con la Magdalena y con los discípulos en los días
pascuales y en los anteriores a la Pascua. 

2. Jesús, cuando encontró a la Magdalena después de la resurrección, le


dice “No me toques, que todavía no he subido al Padre; pero vete donde
mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y
vuestro Dios” (Jn 20, 17).

Ése mismo anuncio lo dirigió Jesús varias veces a sus discípulos en el


período pascual. Lo hizo especialmente durante la última Cena, “sabiendo
Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre...,
sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido
de Dios y a Dios volvía” (Jn 13, 1-3). Jesús tenía sin duda en la mente su
muerte ya cercana, y sin embargo miraba más allá y pronunciaba aquellas
palabras en la perspectiva de su próxima partida, de su regreso al Padre
mediante la ascensión al cielo: “Me voy a Aquel que me ha
enviado” (Jn 16, 5): “Me voy al Padre, y ya no me veréis” (Jn 16, 10). Los
discípulos no comprendieron bien, entonces, qué tenía Jesús en mente,
tanto menos cuanto que hablaba de forma misteriosa: “Me voy y volveré a
vosotros”, e incluso añadía: “Si me amarais, os alegraríais de que me fuera
al Padre, porque el Padre es más grande que yo” (Jn 14, 28). Tras la
resurrección aquellas palabras se hicieron para los discípulos más
comprensibles y transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo.

3. Si queremos examinar brevemente el contenido de los anuncios


transmitidos, podemos ante todo advertir que la ascensión al cielo
constituye la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo, Hijo de
Dios, consustancial al Padre, que se hizo hombre por nuestra salvación.
Pero esta última etapa permanece estrechamente conectada con la primera,
es decir, con su “descenso del cielo”, ocurrido en la encarnación. Cristo
«salido del Padre” (Jn 16, 28) y venido al mundo mediante la encarnación,
ahora, tras la conclusión de su misión, «deja el mundo y va al Padre”
(cf. Jn 16, 28). Es un modo único de «subida”, como lo fue el del
“descenso”. Solamente el que salió del Padre como Cristo lo hizo puede
retornar al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en evidencia Jesús mismo
en el coloquio con Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó
del cielo” (Jn 3, 13). Sólo Élposee la energía divina y el derecho de “subir
al cielo”, nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas
naturales, no tiene acceso a esa “casa del Padre” (Jn 14, 2), a la
participación en la vida y en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir
al hombre este acceso: Él, el Hijo que “bajó del cielo”, que “salió del
Padre” precisamente para esto. 

145
Tenemos aquí un primer resultado de nuestro análisis: la ascensión se
integra en el misterio de la Encarnación, que es su momento conclusivo. 

4. La ascensión al cielo está, por tanto, estrechamente unida a la “economía


de la salvación”, que se expresa en el misterio de la encarnación, y sobre
todo, en la muerte redentora de Cristo en la cruz. Precisamente en el
coloquio ya citado con Nicodemo, Jesús mismo, refiriéndose a un hecho
simbólico y figurativo narrado por el Libro de los Números (21, 4-9),
afirma: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto así tiene que ser
levantado (es decir crucificado), el Hijo del hombre, para que todo el que
crea tenga por él vida eterna” (Jn 3, 14-15).

Y hacia el final de su ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió


claramente que era Él el que abriría a la humanidad el acceso a la “casa del
Padre” por medio de su cruz: “cuando sea levantado en la tierra, atraeré a
todos hacia mí” (Jn 12, 32). La “elevación” en la cruz es el signo particular
y el anuncio definitivo de otra “elevación”, que tendrá lugar a través de la
ascensión al cielo. El Evangelio de Juan vio esta “exaltación” del Redentor
ya en el Gólgota. La cruz es el inicio de la ascensión al cielo.

5. Encontramos la misma verdad en la Carta a los Hebreos, donde se lee


que Jesucristo, el único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, “no
penetró en un santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo,
para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9,
24). Y entró “con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna”:
“penetró en el santuario una vez para siempre” (Hb 9, 12). Entró como Hijo
“el cual, siendo resplandor de su gloria (del Padre) e impronta de su
substancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de
llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la
Majestad en las alturas” (Hb 1, 3). 

Este texto de la Carta a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn 3,
13), coinciden en el contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor
redentor de la ascensión al cielo en el culmen de la economía de la
salvación, en conexión con el principio fundamental ya puesto por
Jesús: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del
hombre” (Jn 3, 13).

6. Otras palabras de Jesús, pronunciadas en el Cenáculo, se refieren a su


muerte, pero en perspectiva de la ascensión: “Hijos míos, ya poco tiempo
voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y.… adonde yo voy
(ahora) vosotros no podéis venir” (Jn13, 33). Sin embargo, dice enseguida:
“En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho,
porque voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 2). 

146
Es un discurso dirigido a los Apóstoles, pero que se extiende más allá de su
grupo. Jesucristo va al Padre ―a la casa del Padre― para “introducir” a los
hombres que sin El no podrían “entrar”. Sólo Él puede abrir su acceso a
todos: Él que “bajó del cielo” (Jn 3, 13), que “salió del Padre” (Jn 16, 28)
y ahora vuelve al Padre “con su propia sangre, consiguiendo una redención
eterna” (Hb 9, 12). Él mismo afirma: “Yo soy el Camino... nadie ve al
Padre sino por mí” (Jn 14, 6).

7. Por esta razón Jesús también añade, la misma tarde de la vigilia de la


pasión: “Os conviene que yo me vaya”. Sí, es conveniente, es necesario, es
indispensable desde el punto de vista de la eterna economía salvífica. Jesús
lo explica hasta el final a los Apóstoles: “Os conviene que yo me vaya,
porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os
lo enviaré” (Jn 16, 7). Si. Cristo debe poner término a su presencia terrena,
a la presencia visible del Hijo de Dios hecho hombre, para que pueda
permanecer de modo invisible, en virtud del Espíritu de la verdad, del
Consolador-Paráclito. Y por ello prometió repetidamente: “Me voy y
volveré a vosotros” (Jn 14, 3. 28). 

Nos encontramos aquí ante un doble misterio: El de la disposición eterna o


predestinación divina, que fija los modos, los tiempos, los ritmos de la
historia de la salvación con un designio admirable, pero para nosotros
insondable; y el de la presencia de Cristo en el mundo humano mediante el
Espíritu Santo, santificador y vivificador: el modo cómo la humanidad del
Hijo obra mediante el Espíritu Santo en las almas y en la Iglesia ―verdad
claramente enseñada por Jesús―, permanece envuelto en la niebla
luminosa del misterio trinitario y cristológico, y requiere nuestro acto de fe
humilde y sabio. 

8. La presencia invisible de Cristo se actúa en la Iglesia también de modo


sacramental. En el centro de la Iglesia se encuentra la Eucaristía. Cuando
Jesús anunció su institución por vez primera, muchos “se escandalizaron”
(cf. Jn 6, 61), ya que hablaba de Comer su Cuerpo y beber su Sangre”.
Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó: “¿Esto os escandaliza? ¿Y
cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?... El Espíritu
es el que da la vida, la carne no sirve para nada” (Jn 6, 61-63).

Jesús habla aquí de su ascensión al cielo: cuando su Cuerpo terreno se


entregue a la muerte en la cruz, se manifestará el Espíritu “que da la
vida”. Cristo subirá al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día de
Pascua, el Espíritu glorificará el Cuerpo de Cristo en la resurrección. El día
de Pentecostés el Espíritu sobre la Iglesia para que, renovando sobre la
Iglesia para que, renovado en la Eucaristía el memorial de la muerte de
Cristo, podamos participar en la nueva vida de su Cuerpo glorificado por el

147
Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en las “moradas eternas”,
donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos un lugar en la
“casa del Padre” (Jn 14, 2).

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 12 de abril de 1989

Ascensión: misterio realizado

1. Ya los “anuncios” de la Ascensión, que hemos examinado en la


catequesis anterior, iluminan enormemente la verdad expresada por los más
antiguos símbolos de la fe con las concisas palabras “subió al cielo”. Ya
hemos señalado que se trata de un “misterio”, que es objeto de fe. Forma
parte del misterio mismo de la Encarnación y es el cumplimiento último de
la misión mesiánica del Hijo de Dios, que ha venido a la tierra para llevar a
cabo nuestra redención. 

Sin embargo, se trata también de un “hecho” que podemos conocer a través


de los elementos biográficos e históricos de Jesús, que nos refieren los
Evangelios. 

2. Acudamos a los textos de Lucas. Primeramente al que concluye su


Evangelio: “Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los
bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue
llevado al cielo” (Lc 24, 50-51): lo cual significa que los Apóstoles
tuvieron la sensación de “movimiento” de toda la figura de Jesús, y de una
acción de “separación” de la tierra. El hecho de que Jesús bendiga en aquel
momento a los Apóstoles, indica el sentido salvífico de su partida, en la
que, como en toda su misión redentora, está contenida y se da al mundo
toda clase de bienes espirituales. 

Deteniéndonos en este texto de Lucas, prescindiendo de los demás, se


deduciría que Jesús subió al cielo el mismo día de la resurrección, como
conclusión de su aparición a los Apóstoles (cf. Lc 24, 36-39). Pero si se lee
bien toda la página, se advierte que el Evangelista quiere sintetizar los
acontecimientos finales de la vida de Cristo, del que le urgía descubrir la
misión salvífica, concluida con su glorificación. Otros detalles de esos
hechos conclusivos los referirá en otro libro que es como el complemento
de su Evangelio, el Libro de los Hechos de los Apóstoles, que reanuda la

148
narración contenida en el Evangelio, para proseguir la historia de los
orígenes de la Iglesia. 

3. En efecto, leemos al comienzo de los Hechos un texto de Lucas que


presenta las apariciones y la Ascensión de manera más detallada: “A estos
mismos (es decir, a los Apóstoles), después de su pasión, se les presentó
dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta
días y hablándoles acerca de lo referente al reino de Dios” (Hch 1, 3). Por
tanto, el texto nos ofrece una indicación sobre la fecha de la Ascensión:
cuarenta días después de la Resurrección. Un poco más tarde veremos que
también nos da información sobre el lugar. 

Respecto al problema del tiempo, no se ve por qué razón podría negarse


que Jesús se haya aparecido a los suyos en repetidas ocasiones durante
cuarenta días, como afirman los Hechos. El simbolismo bíblico del número
cuarenta, que sirve para indicar una duración plenamente suficiente para
alcanzar el fin deseado, es aceptado por Jesús, que ya se había retirado
durante cuarenta días al desierto antes de comenzar su ministerio, y ahora
durante cuarenta días aparece sobre la tierra antes de subir definitivamente
al cielo. Sin duda el tiempo de Jesús resucitado pertenece a un orden de
medida distinto del nuestro. El Resucitado está ya en el Ahora eterno, que
no conoce sucesiones ni variaciones. Pero, en cuanto que actúa todavía en
el mundo, instruye a los Apóstoles, pone en marcha la Iglesia, el Ahora
trascendente se introduce en el tiempo del mundo humano, adaptándose
una vez más por amor. Así, el misterio de la relación eternidad-tiempo se
condensa en la permanencia de Cristo resucitado en la tierra. Sin embargo,
el misterio no anula su presencia en el tiempo y en el espacio; antes bien
ennoblece y eleva al nivel de los valores eternos lo que El hace, dice, toca,
instituye, dispone: en una palabra, la Iglesia. Por esto de nuevo
decimos: Creo, pero sin evadir la realidad de la que Lucas nos ha hablado. 

Ciertamente, cuando Cristo subió al cielo, esta coexistencia e intersección


entre el Ahora eterno y el tiempo terreno se disuelve, y queda el tiempo de
la Iglesia peregrina en la historia. La presencia de Cristo es ahora invisible
y “supra temporal”, como la acción del Espíritu Santo, que actúa en los
corazones.

4. Según los Hechos de los Apóstoles, Jesús “fue llevado al cielo” (Hch 1,


2) en el monte de los Olivos (Hch 1, 12): efectivamente, desde allí los
Apóstoles volvieron a Jerusalén después de la Ascensión. Pero antes que
esto sucediese, Jesús les dio las últimas instrucciones: por ejemplo, “les
mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la
promesa del Padre”: (Hch 1, 4). Esta promesa del Padre consistía en la
venida del Espíritu Santo: “Seréis bautizados en el Espíritu Santo” (Hch 1,

149
5), “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y
seréis mis testigos...” (Hch 1, 8). Y fue entonces cuando “dicho esto, fue
levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos” (Hch 1,
9). 

El monte de los Olivos, que ya había sido el lugar de la agonía de Jesús en


Getsemaní, es por tanto el último punto de contacto entre el Resucitado y el
pequeño grupo de sus discípulos en el momento de la Ascensión. Esto
sucede después de que Jesús ha repetido el anuncio del envío del Espíritu,
por cuya acción aquel pequeño grupo se transformará en la Iglesia y será
guiado por los caminos de la historia. La Ascensión es, por tanto, el
acontecimiento conclusivo de la vida y de la misión terrena de Cristo:
Pentecostés será el primer día de la vida y de la historia “de su Cuerpo, que
es la Iglesia” (Col 1, 24). Este es el sentido fundamental del hecho de la
Ascensión, más allá de las circunstancias particulares en las que ha
acontecido y el cuadro de los simbolismos bíblicos en los que puede ser
considerado. 

5. Según Lucas, Jesús “fue levantado en presencia de ellos, y una nube le


ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9). En este texto hay que considerar dos
momentos esenciales: “fue levantado” (la elevación-exaltación) y “una
nube le ocultó” (entrada en el claroscuro del misterio). 

“Fue levantado”: con esta expresión, que responde a la experiencia


sensible y espiritual de los Apóstoles, se alude a un movimiento
ascensional, a un paso de la tierra al cielo, sobre todo como signo de otro
“paso”: Cristo pasa al estado de glorificación en Dios. El primer
significado de la Ascensión es precisamente éste: revelar que el Resucitado
ha entrado en la intimidad celestial de Dios. Lo prueba “la nube”, signo
bíblico de la presencia divina. Cristo desaparece de los ojos de sus
discípulos, entrando en la esfera trascendente de Dios invisible. 

6. También esta última consideración confirma el significado del misterio


que es la Ascensión de Jesucristo al cielo. El Hijo que “salió del Padre y
vino al mundo, ahora deja el mundo y va al Padre” (cf Jn 16, 28). En este
“retorno” al Padre halla su concreción la elevación “a la derecha del
Padre”, verdad mesiánica ya anunciada en el Antiguo Testamento. Por
tanto, cuando el Evangelista Marcos nos dice que “el Señor Jesús... fue
elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19), en sus
palabras evoca el “oráculo del Señor” enunciado en el Salmo: “Oráculo de
Yavé a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos
el estrado de tus pies” (Sal 109/110, 1). “Sentarse a la derecha de Dios”
significa co-participar en su poder real y en su dignidad divina.

150
Lo había predicho Jesús: “Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del
Poder y venir entre las nubes del cielo”, como leemos en el Evangelio de
Marcos (Mc 14, 62). Lucas, a su vez, escribe (Lc 22, 69): “El Hijo de Dios
estará sentado a la diestra del poder de Dios”. Del mismo modo el primer
mártir de Jerusalén, el diácono Esteban, verá a Cristo en el momento de su
muerte: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en
pie a la diestra de Dios” (Hch 7, 56). El concepto, pues, se había enraizado
y difundido en las primeras comunidades cristianas, como expresión de la
realeza que Jesús habla conseguido con la Ascensión al cielo. 

7 . También el Apóstol Pablo, escribiendo a los Romanos, expresa la


misma verdad sobre Jesucristo, “el que murió; más aún, el que resucitó, el
que está a la diestra de Dios y que intercede por nosotros” (Rm 8, 34). En
la Carta a los Colosenses escribe: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad
las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3,
1; cf. Ef 1, 20). En la Carta a los Hebreos leemos (Hb 1, 3; 8, 1): “Tenemos
un Sumo Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad
en los cielos”. Y de nuevo (Hb 10, 12 y Hb 12, 2): “...soportó la cruz, sin
miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios”. 

A su vez, Pedro proclama que Cristo “habiendo ido al cielo está a la


diestra de Dios y le están sometidos los Ángeles, las Dominaciones y las
Potestades” (1 P 3, 22). 

8. El mismo Apóstol Pedro, tomando la palabra en el primer discurso


después de Pentecostés, dirá de Cristo que, “exaltado por la diestra Dios,
ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que
vosotros veis y oís” (Hch 2, 33, cf. también Hch 5, 31). Aquí se inserta en
la verdad de la Ascensión y de la realeza de Cristo un elemento nuevo,
referido al Espíritu Santo.

Reflexionemos sobre ello un momento. En el Símbolo de los Apóstoles, la


Ascensión al cielo se asocia a la elevación del Mesías al reino del Padre:
“Subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre”. Esto significa la
inauguración del reino del Mesías, en el que encuentra cumplimiento la
visión profética del Libro de Daniel sobre el hijo del hombre: “A él se le
dio imperio, honor y reinó, y todos los pueblos, naciones y lenguas le
sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino
nunca será destruido jamás” (Dn 7, 13-14). 

El discurso de Pentecostés, que tuvo Pedro, nos hace saber que a los ojos
de los Apóstoles, en el contexto del Nuevo Testamento, esa elevación de
Cristo a la derecha del Padre está ligada sobre todo con la venida del
Espíritu Santo. Las palabras de Pedro testimonian la convicción de los

151
Apóstoles de que sólo con la Ascensión Jesús “ha recibido el Espíritu Santo
del Padre” para derramarlo como lo había prometido.

9. El discurso de Pedro testimonia también que, con la venida del Espíritu


Santo, en la conciencia de los Apóstoles maduró definitivamente la
visión de ese reino que Cristo había anunciado desde el principio y del que
había hablado también tras la resurrección (cf. Hch 1, 3). Hasta entonces
los oyentes le habían interrogado sobre la restauración del reino de Israel
(cf. Hch 1, 6), tan enraizada en su interpretación temporal de la misiona
mesiánica. Sólo después de haber reconocido “la potencia” del Espíritu de
verdad, “se convirtieron en testigos” de Cristo y de ese reino mesiánico,
que se actuó de modo definitivo, cuando Cristo glorificado “se sentó a la
derecha del Padre”. En la economía salvífica de Dios hay, por tanto, una
estrecha relación entre la elevación de Cristo y la venida del Espíritu Santo
sobre los Apóstoles. Desde ese momento los Apóstoles se convierten en
testigos del reino que no tendrá fin. En esta perspectiva adquieren también
pleno significado las palabras que oyeron después de la Ascensión de
Cristo: “Este Jesús que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal
como le habéis visto subir al cielo”. (Hch 1, 11). Anuncio de una plenitud
final y definitiva que se tendrá cuando, en la potencia del Espíritu de
Cristo, todo el designio divino alcance su cumplimiento en la historia.

JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 19 de abril de 1989
 
Los frutos de la Ascensión: el reconocimiento de que Jesús es el Señor

1. El anuncio de Pedro en el primer discurso pentecostal en Jerusalén es


elocuente y solemne: “A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos
nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del
Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado. (Hch 2, 32-33).
“Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido
Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros bebéis crucificado” (Hch 2,
36). Estas palabras ―dirigidas a la multitud compuesta por los habitantes
de aquella ciudad y por los peregrinos que habían llegado de diversas
partes para la fiesta― proclaman la elevación de Cristo ―crucificado y

152
resucitado― “a la derecha de Dios”. La “elevación”, o sea, la ascensión al
cielo, significa la participación de Cristo hombre en el poder y autoridad de
Dios mismo. Tal participación en el poder y autoridad de Dios Uno y Trino
se manifiesta en el “envío” del Consolador, Espíritu de la verdad el cual
“recibiendo” (cf. Jn 16, 14) de la redención llevada a cabo por Cristo,
realiza la conversión de los corazones humanos. Tanto es así, que ya aquel
día, en Jerusalén, “al oír esto sintieron el corazón compungidos” (Hch 2,
37). Y es sabido que en pocos días se produjeron miles de conversiones.

2. Con el conjunto de los sucesos pascuales, a los que se refiere el Apóstol


Pedro en el discurso de Pentecostés, Jesús se reveló definitivamente como
Mesías enviado por el Padre y como Señor.
La conciencia de que Él era “el Señor”, había entrado ya de alguna manera
en el ánimo de los Apóstoles durante la actividad pre pascual de Cristo. Él
mismo alude a este hecho en la última Cena: “Vosotros me llamáis el
Maestro y el Señor, y decís bien porque lo soy” (Jn 13, 13). Esto explica
por qué los Evangelistas hablan de Cristo “Señor” como de un dato
admitido comúnmente en las comunidades cristianas. En particular, Lucas
pone ya ese término en boca del ángel que anuncia el nacimiento de Jesús a
los pastores: “Os ha nacido... un salvador que es el Cristo Señor” (Lc 2,
11). En muchos otros lugares usa el mismo apelativo (cf. Lc 7, 13; 10, 1:
10, 41; 11, 39; 12, 42; 13, 15; 17, 6; 22, 61). Pero es cierto que el conjunto
de los sucesos pascuales ha consolidado definitivamente esta conciencia. A
la luz de estos sucesos es necesario leer la palabra “Señor” referida también
a la vicia y actividad anterior del Mesías. Sin embargo, es necesario
profundizar sobre todo el contenido y el significado que la palabra tiene en
el contexto de la elevación y de la glorificación de Cristo resucitado, en su
ascensión al cielo.

3. Una de las afirmaciones más repetidas en las Cartas paulinas es que


Cristo es el Señor. Es conocido el pasaje de la Primera Carta a los Corintios
donde Pablo proclama: apara nosotros no hay más que un solo Dios, el
Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo
Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos
nosotros” (1 Co 8, 6; cf. 16, 22; Rm 10, 9; Col 2, 6). Y el de la Carta a los
Filipenses, donde Pablo presenta como Señor a Cristo, que humillado hasta
la muerte, ha sido también exaltado “para que al nombre de Jesús toda
rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua
confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 10-
11). Pero Pablo subraya que “nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’ sino bajo
la acción del Espíritu Santo” (1 Co 12, 3). Por tanto, “bajo la acción del
Espíritu Santo” también el Apóstol Tomás dice a Cristo, que se le apareció
después de la resurrección: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Y lo

153
mismo se debe decir del diácono Esteban, que durante la lapidación ora:
“Señor Jesús, recibe mi espíritu... no les tengas en cuenta este pecado”
(Hch 7, 59-60).
Finalmente, el Apocalipsis concluye el ciclo de la historia sagrada y de la
revelación con la invocación de la Esposa y del Espíritu: “Ven, Señor
Jesús” (Ap 22, 20).
Es el misterio de la acción del Espíritu Santo “vivificante” que introduce
continuamente en los corazones la luz para reconocer a Cristo, la gracia
para interiorizar en nosotros su vida, la fuerza para proclamar que Él ―y
sólo Él ― es “el Señor”.

4. Jesucristo es el Señor, porque posee la plenitud del poder “en los cielos y
sobre la tierra”. Es el poder real “por encima de todo Principado, Potestad,
Virtud, Dominación... Bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 21-22).
Al mismo tiempo es la autoridad sacerdotal de la que habla ampliamente la
Carta a los Hebreos, haciendo referencia al Salmo 109/110, 4: “Tú eres
sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec” (Hb 5, 6). Este
eterno sacerdocio de Cristo comporta el poder de santificación de modo
que Cristo “se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le
obedecen” (Hb 5, 9). “De ahí que pueda también salvar perfecto lamente a
los que por El se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en
su favor” (Hb 7, 25). Así mismo, en la Carta a los Romanos leemos que
Cristo “está a la diestra de Dios e intercede por nosotros” (Rm 8, 34). Y
finalmente, San Juan nos asegura: “Si alguno peca, tenemos a uno que
abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2, 1).

5. Como Señor, Cristo es la Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo. Es la


idea central de San Pablo en el gran cuadro cósmico histórico-
soteriológico, con que describe el contenido del designio eterno de Dios en
los primeros capítulos de las Cartas a los Efesios y a las Colosenses: “Bajo
sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la
Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo” (Ef 1,
22). “Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud” (Col 1, 19):
en Él en el cual “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente”
(Col 2, 9).
Los Hechos nos dicen que Cristo “se ha adquirido” la Iglesia “con su
sangre” (Hch 20, 28, cf. 1 Co 6, 20). También Jesús cuando al irse al Padre
decía a los discípulos: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo” (Mt 28, 20), en realidad anunciaba el misterio de este Cuerpo que
de él saca constantemente las energías vivificantes de la redención. Y la
redención continúa actuando como efecto de la glorificación de Cristo.
Es verdad que Cristo siempre ha sido el “Señor”, desde el primer momento
de la encarnación, como Hijo de Dios consubstancial al Padre, hecho

154
hambre por nosotros. Pero sin duda ha llegado a ser Señor en plenitud por
el hecho de “haberse humillado ‘se despojó de si mismo’ haciéndose
obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (cf. Flp 2, 8). Exaltado,
elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así toda su misión,
permanece en el Cuerpo de su Iglesia sobre la tierra por medio de la
redención operada en cada uno y en toda la sociedad por obra del Espíritu
Santo. La redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del
Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia, como leemos en la Carta a los
Efesios: “Él mismo ‘dió’ a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros,
evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento
de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del
Cuerpo de Cristo... a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 11-13).

6. En la expansión de la realeza que se le concedió sobre toda la economía


de la salvación, Cristo es Señor de todo el cosmos. Nos lo dice otro gran
cuadro de la Carta a los Efesios: “Este que bajó es el mismo que subió por
encima de todos los cielos, para llenarlo todo” (Ef 4, 10). En la Primera
Carta a los Corintios San Pablo añade que todo se le ha sometido “porque
todo (Dios) lo puso bajo sus pies” (con referencia al Sal 8, 5). “...Cuando
diga que ‘todo está sometido’, es evidente que se excluye a Aquel que ha
sometido a él todas las cosas” (1 Co 15, 27). Y el Apóstol desarrolla
ulteriormente este pensamiento, escribiendo: “Cuando hayan sido
sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a
Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo”
(1 Co 15, 28). “Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino,
después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad” (1 Co
15, 24).

7. La Constitución GS del Concilio Vaticano II ha vuelto a tomar este tema


fascinante, escribiendo que “El Señor es el fin de la historia humana, ‘el
punto focal de los deseos de la historia y de la civilización’, el centro del
género humano, la alegría de todos los corazones, la plenitud de sus
aspiraciones” (n. 45). Podemos resumir diciendo que Cristo es el Señor de
la historia. En Él la historia del hombre, y puede decirse de toda la
creación, encuentra su cumplimiento trascendente. Es lo que en la tradición
se llamaba recapitulación (“re-capitulatio”, en griego: ἀνακεφαλαιώσασθαι).
Es una concepción que encuentra su fundamento en la Carta a los Efesios,
en donde se describe el eterno designio de Dios “para realizarlo en la
plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que
está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 10).

8. Debemos añadir, por último, que Cristo es el Señor de la vida eterna. A


Él pertenece el juicio último, del que habla el Evangelio de Mateo:

155
“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus
ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria... Entonces dirá el Rey a
los de su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre. recibid la herencia del
Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’” (Mt 25, 31.
34).
El derecho pleno de juzgar definitivamente las obras dé los hombres y las
conciencias humanas. pertenece a Cristo en cuanto Redentor del mundo. El,
en efecto, “adquirió” este derecho mediante la cruz. Por eso el Padre “todo
juicio lo ha entregado al Hijo” (Jn 5, 22). Sin embargo, el Hijo no ha
venido sobre todo para juzgar, sino para saldar. Para otorgar la vida divina
que está en Él. “Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también
le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar,
porque es Hijo del hombre” (Jn 5, 26-27).
Un poder, por tanto, que coincide con la misericordia que fluye en su
corazón desde el seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace hombre
“propter nos homines et propter nostram salutem”. Cristo crucificado y
resucitado, Cristo que “subió a los cielos y está sentado a la derecha del
Padre”. Cristo que es, por tanto, el Señor de la vida eterna, se eleva sobre el
mundo y sobre la historia como un signo de amor infinito rodeado de
gloria, pero deseoso de recibir de cada hombre una respuesta de amor para
darles la vida eterna.

156

También podría gustarte