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Interacción y Diversidad - El Eje Weber-Geertz

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Interacción y diversidad

El eje Weber-Geertz

Francisco Javier González Carrillo

Introducción

Si, siguiendo la formulación de Alexander. los clásicos “son productos de la


investigación a los que se concede un rango privilegiado frente a las investigaciones
contemporáneas del mismo campo” (1990:23), entonces no cabe duda que las dos
figuras que nos ocupan merecen con creces este calificativo. La prominencia de
Weber y Geertz en las ciencias sociales y la manera en que sus legados han sido
constantemente discutidos y reelaborados, ayudando a expandir y redefinir la
concepción de sus respectivas disciplinas (la sociología y la antropología) no sólo
destacan las aportaciones que estos realizaron durante su trayectoria, sino que
también resaltan hasta qué punto sus obras son aún esenciales a la hora de entender
un mundo atravesado por múltiples complejidades y problemas de diversa índole,
tanto en el plano empírico como en el teórico, en los ejes social y cultural.

De este modo, y a la luz de algunos de sus textos principales, en este ensayo me


propongo señalar algunas de las temáticas más relevantes presentes en las
propuestas de ambos, haciéndolos dialogar en lo que tienen de común y divergente,
remarcando sus deudas y puntos de encuentro, pero también algunas de sus
diferencias más reseñables. Además de las fuentes principales, recurriré también a un
abanico de aportaciones y lecturas críticas procedentes de otras perspectivas y
marcos de la sociología contemporánea, con el fin de evaluar su impacto y establecer
conexiones transversales con otros posibles modelos complementarios. En cualquier
caso, es mi intención mostrar que en la ciencia social no existen respuestas
predeterminadas, sino una amplia gama de análisis e interpretaciones que ponen de
relieve dimensiones diferentes de la experiencia humana y su configuración, tanto a
nivel individual como colectivo, y cómo estas interactúan con distintos órdenes
materiales y simbólicos.

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Entre lo uno y lo múltiple: Max Weber

“En la ciencia, todos nosotros sabemos que nuestros logros quedarán anticuados en
diez, veinte, cincuenta años” Max Weber

Frente a aquellos puntos de vista (como el de Merton) que le asignan un mero papel
intermediario entre las ciencias naturales y las humanísticas, la sociología es una
disciplina que desde sus inicios se constituye con voluntad científica autónoma.
Stinchcombe parece confirmar esto mismo cuando describe a los tres padres
fundadores, Marx, Durkheim y Weber, como “grandes analistas empíricos … que no
trabajaron principalmente en lo que hoy llamamos teoría” (1968: 3). Desde un primer
momento, la intención expresa de Weber es trabajar con datos observables y
objetivos, abordados sistemáticamente, que requieren un distanciamiento del objeto de
estudio, aunque sin llegar a que este “se sienta indiferente y frío” (2010:54). En este
sentido, y como él mismo se encarga de remarcar, de lo que él se ocupa ante todo es
de un estudio de “sobrios propósitos”, “puramente empírico” (2010:68). Se trata, es
cierto, de una empiria con rasgos distintivos, precisamente porque no hay en ella
ninguna referencia clara e indiscutible., pues el objeto de las ciencias sociales también
es un sujeto. Como argumenta Giddens, “mientras que podemos explicar los sucesos
naturales en términos de la aplicación de leyes causales, la conducta humana es
intrínsecamente significativa, y tiene que ser interpretada o entendida” (2001: 9)

Así, para Weber la sociología debe ocuparse necesariamente del problema del
significado, interpretándolo para comprender y explicar causalmente el desarrollo y los
efectos de la acción social, que aparece necesariamente referida a la conducta de
otros. Se trata así de captar la lógica que subyace a los fenómenos sociales,
estableciendo inferencias causales y modelos tipológicos. En este sentido, difiere de la
apreciación de Giddens, ya que considera que el conocimiento de los motivos y las
racionalidades que empujan a la gente actuar permite una explicación causal del
comportamiento humano. Al mismo tiempo, Weber no cree que una implicación
profunda en la interpretación subjetiva convierta a la ciencia social en algo relativista o
que impida la explicación causal. Así pues, aparece fuertemente comprometido con la
perspectiva hermenéutica, pero a la vez inserto en una tradición científica que sólo en
Occidente se encuentra en “aquella fase de su desarrollo que actualmente
reconocemos como válida” (2010:53) y que no puede basarse en el diletantismo.

2
En la Ética Protestante, Weber parte del hecho social de que los protestantes ocupan
posiciones de liderazgo en negocios relacionados con el capital para realizar su
análisis histórico y sociológico. Sin embargo, Weber pronto introduce un componente
fundamental que le separa de modelos anteriores: la influencia de las ideas en la
estructuración y consolidación de la realidad material, con la que establece una
relación bidireccional. Este es un momento decisivo, pues problematiza la noción
aceptada de que “las cuestiones más generales y abstractas – filosóficas o metafísicas
– no tienen una importancia fundamental para la práctica de una disciplina de
orientación empírica” (Alexander, 1990:29). Para circunvalar las dicotomías
metodológicas características de modelos anteriores, articula un discurso que
pretende ofrecer una explicación comprensiva pero que rechaza tanto el polo
materialista como el espiritualista. De ahí que Maffesoli subraye: “en un momento dado
se puede comprender lo real, la vida económica, a partir de lo irreal” (2012:230).

En la misma introducción, Weber nos dice: “nuestra intención no es tampoco sustituir


una interpretación causal unilateralmente materialista de la cultura y de la historia por
otra interpretación contraria de causalismo espiritualista igualmente unilateral” (2010:
288). En su análisis, recurre así a una perspectiva pluricausal que estudia los
fenómenos sociales considerándolos como parte “de una interacción, un vaivén, un
juego complejo de causas diversas” (Arriaga, 2012: 208). Sin embargo, el propio
Weber aclara que su trabajo sólo se ocupa de “un lado de la cadena causal” (2010:
125) y recomienda “una precisa distinción entre el análisis lógicamente comparativo de
la realidad a través de tipos ideales en el sentido lógico y el juicio valorativo de la
realidad sobre la base de ideales”. (2010:2). En contraste con el holismo propio de
modelos anteriores, que partiendo de una inspiración todavía hegeliana subsumían las
partes constituyentes a una totalidad, Weber analiza los fenómenos sociales a través
del actuar de las partes, los individuos. En sus propias palabras:

Cuando se habla de los fenómenos sociales, a menudo hablamos acerca de los


diversos “colectivos sociales ", como los estados, asociaciones, sociedades
mercantiles, fundaciones, como si fueran personas individuales[…]En el trabajo
sociológico estas colectividades deben tratarse como si sólo las resultantes y los
modos de organización de los actos particulares de las personas individuales, ya
que estos solo pueden ser tratados como agentes en un curso de acción
subjetivamente comprensible (2012:12)

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También, se observa por parte de Weber un claro rechazo al sustancialismo,
precediendo al más prominente crítico de esta tendencia, Ludwig Wittgenstein, y por
supuesto a los sociólogos que posteriormente se esforzarían en desterrarlo de la
práctica sociológica, como Luc Boltanski o Norbert Elias. Se sitúa así, como indica
Manuel De Landa, entre esos autores que “revela un gran número de niveles
intermedios entre lo macro y lo micro, cuyo estatus ontológico aún no ha sido
apropiadamente conceptualizado” (2006: 8). En consonancia con esta visión, la teoría
propuesta por Weber en La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo intenta, a
través de la unión de sistemática e historia, explicar cómo ciertas religiones afectan a
la constitución de lo social. El punto fundamental en torno al que se articula esta
relación es, de hecho, un problema de naturaleza teológica, más específicamente la
teoría de la predestinación, dogma protestante, calvinista que funciona “a través del
mandato de Dios al individuo de trabajar por la gloria divina” (2010: 160). Su pregunta
va encaminada en la siguiente dirección: ¿por qué sólo en Occidente la razón es
aplicada para evaluar una serie de acontecimientos y articular una serie de prácticas?
Como él mismo se encarga de señalar en la introducción:

Tratar los problemas de la historia universal para un hijo del moderno mundo
cultural europeo implica necesaria y legítimamente plantearlos desde la siguiente
problemática: ¿qué serie de circunstancias han llevado a que precisamente en el
suelo de Occidente, y sólo aquí, se hayan dado ciertas manifestaciones culturales,
mismas que – al menos tal y como solemos representárnoslas – se encuentran en
una dirección evolutiva de alcance y validez universales? (2010:53)

Para Weber, la razón es un elemento común a todos los individuos, que opera en
todas las geografías y culturas, y por tanto debe ser tomada como elemento
constitutivo básico de la condición humana. Cree, pues, que se trata de una
estructura universal que subyace a las formas superficiales de la historia y el
conocimiento, y que su laborar debe aspirar a reconocerla y contemplar cómo
esta evoluciona en distintos contextos, especialmente en Occidente. En esta
caracterización, y a pesar de sus precauciones, Weber parece presentar la
civilización occidental como una totalidad a la que se atribuyen una serie de
propiedades sistémicas, lineales y homogeneizantes. ¿Cómo sería posible si no
que el capitalismo tuviese un espíritu? De acuerdo a un buen número de lecturas,
la consecuencia lógica de otorgar tales propiedades al capitalismo apunta a
proyectos que intentan abarcar toda la realidad en una única formulación,
convirtiendo a las anomalías en excepciones que confirman la regla más que
poner en cuestión la pretensión de una representación unitaria de la verdad.

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Este es el punto en el que parecen incidir autores como Turner, que destaca que
las formulaciones que Weber realiza emanan de un punto de vista cronológico y
evolutivo, heredado de la visión acumulativa del conocimiento de la que
claramente no ha terminado de desembarazarse y con la que sigue en
pugna.Turner señala que Weber trata el tema de la racionalización como un
“proceso teleológico e irreversible en la cultura occidental” (1992:130) y que, pese
a todas sus recomendaciones anti-valorativas, enfatiza ante todo la singularidad
de Occidente, creando una “dicotomía insuperable entre las civilizaciones
orientales y occidentales” (1992:130). En esta línea, argumenta que Weber, a la
hora de abordar el proceso de racionalización, otorga más peso a una suerte de
lógica irresistible en despliegue que a la lucha e interacción de una serie de
dinámicas socio-económicas.

En lo que toca a los aspectos más puramente empíricos de su investigación, el


historiador Fernand Braudel rechaza la teoría de Weber y muestra que sus fechas
acerca de los orígenes del capitalismo son imprecisas, poniendo de manifiesto
que además este debe ser considerado como un fenómeno culturalmente
multinivelado. El protestantismo es necesario para la liberalización del mercado,
pero su papel es tan importante como el de cualquier otro paradigma religioso.
Braudel señala que los datos que Weber maneja en la elaboración de su obra y
que ponen de manifiesto la relación entre protestantismo y capitalismo son
sesgados, y que por tanto no ofrecen el tipo de explicación comprensiva que
pretenden. Braudel nos dice que:
Todos los historiadores se han opuesto a esta visión tenue, aunque no todos han
conseguido deshacerse de ella de una vez por todas. Y es claramente falsa. Los
países del norte tomaron el lugar que antes habían sido tan larga y brillantemente
ocupado por los antiguos centros capitalistas del mediterráneo. (1990:66)

Tanto para él como para otras figuras anteriores, entre ellos el gran oponente de
Weber, Werner Sombart, o también Trevor Roper, los orígenes del capitalismo no
se hallarían donde Weber dice, sino en Florencia, desmintiendo así la capacidad
inventora a nivel tecnológico y administrativo y las propiedades originarias que
Weber les atribuye. Por tanto, vemos cómo en la sociología la sobredeterminación
de los datos por parte de la teoría supone uno de los problemas centrales y más
discutidos, al que ni tan siquiera los denominados clásicos escapan. Otro de los
aspectos en la obra de Weber matizados por autores posteriores es su
concepción de la acción y distribución del poder en la sociedad.

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Weber ciertamente inicia una línea de análisis relevante y original del poder al
indicar que el vínculo entre protestantismo y capitalismo se basa en un aparato
regulador que ejerce un control férreo sobre los aspectos de la vida y que emana
de estos mismos principios racionales. Como dice:
La Reforma no significaba únicamente la eliminación del poder eclesiástico sobre
la vida, sino más bien la sustitución de la forma entonces actual del mismo por una
forma diferente. Más aún: la sustitución de un poder extremadamente suave, en la
práctica apenas perceptible, de hecho casi puramente formal, por otro que había
de intervenir de modo infinitamente mayor en todas las esferas de la vida pública y
privada, sometiendo a regulación onerosa y minuciosa toda la conducción de vida
(2010:79)

Para Weber, el poder es un aspecto que permea todos los aspectos de las relaciones
sociales, y es especialmente tras la entrada en juego de la racionalidad protestante
que sus consecuencias sobre el cuerpo social e individual pueden sentirse con una
mayor fuerza. Su aplicación en la política da lugar a un perfeccionamiento de la
burocracia, un instrumento jerárquico a través del que el Estado ejerce una fuerza
medida sobre sus sujetos. Por supuesto, ni el estado ni la burocracia son formas
nuevas, pero sí la forma en que se organizan y articulan, en función de criterios
racionales, cuantificables y justificables. Partiendo de esta observación, Weber ofrezca
una distinción terminológica entre poder, dominación y disciplina, que a menudo sirve
como referencia: “Por poder se entiende cada oportunidad o posibilidad existente en
una relación social que permite a un individuo cumplir su propia voluntad”.

Por su parte, la dominación constituye “la probabilidad de encontrar obediencia a un


mandato de determinado contenido entre personas dadas”, que implica a su vez la
implantación y economización de la disciplina, esto es, “la probabilidad de encontrar
obediencia para un mandato por parte de un conjunto de personas que, en virtud de
actitudes arraigadas sea pronta, simple y automática” (2010: 47). En su análisis del
poder, Weber privilegia un tipo de poder soberano que se ejerce de arriba a abajo,
desde los dominantes hacia los dominados, centrándose en el análisis de la burocracia
y del poder coercitivo. Ocupándose de procesos muy similares y en el estudio de los
procesos racionalizadores ocurridos en Occidente y su aplicación a determinados
contextos institucionales, pensadores como Michel Foucault expanden la concepción
weberiana del poder al estudiar cómo el régimen disciplinario se infiltra en los cuerpos
y en la sociedad, sin ser acumulado necesariamente por una élite o un cuerpo
burocrático, sino distribuyéndose en redes necesariamente asociadas a una serie de
correlaciones de dependencia más sutiles y complejas.

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Será Foucault quien incida en los factores discursivos del poder al decir que “los
efectos de los poderes centralizadoras están ligados a la institución y al
funcionamiento de un discurso científico organizado” (1980:84). Así, pone de
manifiesto que la posición epistemológica que subyace a las distintas disciplinas y la
forma en que estas se relacionan con su empiria contribuyen a la creación de un
determinado régimen de verdad, que pone el acento sobre algunas cuestiones
mientras relega a otras al olvido o la indiferencia. El análisis de Foucault no
presupone, como Alexander dice, un tipo de discurso arbitrario, sino guiado por unos
intereses específicos e históricamente contingentes, cuya aplicación de la racionalidad
activa tanto mecanismos represores como productores. Es cierto que Weber se
muestra cauteloso con respecto a este proceso de racionalización y deplora los
efectos que este puede tener sobre el cuerpo social, adoptando una perspectiva
pesimista con respecto a la modernidad que comparte con Foucault. Sin embargo, la
ambivalencia con la que Weber describe a la burocracia, acompañada de la defensa
un estado fuerte y de una política alemana agresiva, deja entrever el modo en que las
resonancias ideológicas en las obras teóricas y su pertinencia serán uno de los
muchos temas que en adelante formarán parte integral de las discusiones no
empíricas llevadas a cabo en las ciencias sociales, prestando especial atención a las
condiciones en que se construye y se difunde el discurso autorizado.

Trabajando la diferencia: Clifford Geertz

“Creyendo con Max Weber, que el hombre es un animal suspendido en redes de


significado que él mismo ha tejido, considero a la cultura esas redes, y el análisis de estas
debe ser, por tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes sino una interpretativa
en busca de significado” (Geertz, 2003:20)

De manera similar a Weber, Clifford Geertz participa de forma decisiva de un


marcado giro en las ciencias sociales, en un momento de alejamiento y
deconstrucción de los modelos que habían imperado hasta el momento,
intentando superar sus limitaciones conceptuales y metodológicas. Desde un
primer instante, Geertz reconoce a Weber como una de sus influencias
fundamentales a la hora de abordar la práctica antropológica, citándolo con
frecuencia en sus escritos y sirviéndose de sus marcos de análisis para abordar el
estudio de los fenómenos culturales y sociales, reconociendo en todo momento su
deuda con sociólogo alemán.

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Si en Weber todavía existe una tensión manifiesta entre la voluntad de validez
científica propia de su tiempo y las posibilidades ofrecidas por el componente
interpretativo, Geertz desplaza de forma clara el primer término y reafirma el segundo,
incidiendo en que la cultura no puede ser explicada como una ciencia experimental,
cuyo objetivo sea formular leyes generales, sino que debe constituirse como una
ciencia interpretativa en busca de significado, que dote el mundo de sentido y lo haga
comprensible. Para ello, hay que desembarazarse definitivamente de los métodos
analíticos y de los apriorismos positivistas. Según Geertz, “el impulso de otorgar
sentido a la experiencia, de darle orden y forma es tan real y tan urgente como las más
familiares necesidades biológicas” (2002:129). Tanto la atribución como la
comprensión de este significado constituyen actos intersubjetivos, públicos y
cotidianos. Los pueblos crean significados; los trabajan, conceptualizan y representan
a través de actividades y eventos de distinta naturaleza.

Como ya afirmaron Heidegger y Gadamer, entender no es simplemente un


procedimiento técnico que aspira a alcanzar el significado adecuado, sino un modo de
existencia que no puede ser evitado, una condición del ser. En este contexto, leer las
instituciones sociales y los eventos que tienen lugar en una cultura no son tareas que
correspondan exclusivamente al antropólogo, sino que es una práctica en la que se
ven envueltos todos los miembros de una sociedad y que hace que las instituciones,
surgidas de las interacciones entre individuos, tengan significados compartidos ya
desde su origen mismo. El mundo no es un conjunto de datos en bruto, comprendidos
y elaborados por posteriores interpretaciones, sino que nos viene ya dado de una
forma significativa. Este significado aparece encarnado en los símbolos y en los textos.
Siguiendo las contribuciones de Dilthey y Ricoeur, Geertz maneja un concepto de texto
en el que la legibilidad de la acción trasciende sus fronteras originales y abre un nuevo
mundo de interpretaciones para el científico social. Así, el enfoque interpretativo llama
a un nuevo enfoque epistemológico y a una metodología de escritura capaces de
adaptarse a la nueva situación. Para designarlos, Geertz emplea el término
descripción densa, tomado del filósofo inglés Gilbert Ryle. Este nuevo tipo de escritura
requiere desembarazarse de la mera exposición de datos (descripción delgada, o la
verdad del contable, como la denominaba el director alemán Werner Herzog), y
sustituirlos por una serie de procedimientos en los que entran en juego componentes
discursivos como el estilo y resonancias metafóricas, interactuando de forma sugestiva
con las complejas estructuras semióticas presentes en toda cultura.

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Al mismo tiempo, se incorporan capas reflexivas que ayudan a resituar el relato
antropológico con respecto a sus momentos de construcción y a sus objetivos y
cuestionar su propio funcionamiento. La aproximación al objeto de estudio no es
lastrada por una teoría y un cuerpo conceptual excesivamente definidos, sino que
aparece situada en el flujo del discurso social, sensible a los contextos específicos en
los que este tiene lugar y a las distintas configuraciones que este adquiere. La
atención a los componentes estéticos es crucial en Geertz, en tanto que permite
percibir “imaginativamente una dimensión de la experiencia que normalmente no está
a la vista” (1994:365), incorporando así una serie de elementos que redefinen la
práctica antropológica. En su capacidad de integrar los niveles dramáticos, metafóricos
y sociales, la potencia de estos acontecimientos debe ser tenida en cuenta por sí
misma, pues “toda forma expresiva sólo vive en su propio presente, en el presente que
ella misma crea” (1994:366). Este tipo de experiencias estéticas no necesariamente
remiten a relaciones sociales constitutivas ni producen modificaciones sustanciales en
ellas, sino que actúan como comentario metasocial, y tienen una función
principalmente expresiva e interpretativa: es una lectura que las sociedades hacen de
sí mismas, ordenando y haciendo tangibles los temas latentes en sus relaciones. Sin
embargo, hay autores que han visto necesario remarcar la distancia existente entre
Weber y Geertz en este punto. El principal de ellos es Manuel de Landa, que dice que:

el método empleado por Weber en modo alguno acredita la conclusión de que


toda acción social puede ser leída como un texto o que todo comportamiento
social puede ser tratado como un documento encarnado. El origen de esta
consideración errada es la confusión de dos significados distintos de la palabra
significado: significado y significancia, uno referido al contenido semántico, otro a
la importancia o relevancia (2006: 23)

De acuerdo al mexicano, Weber tenía al segundo en mente cuando hablaba de


acciones sociales significativamente comprensibles. No se trata pues de una cuestión
de interpretación semántica, de descifrar un texto y sus elementos, sino de
comprender cómo se asigna un medio a un fin, es decir, de analizar cómo la
racionalidad se aplica a la acción social, poniendo en juego una serie de elecciones y
objetivos. Para Weber entender las acciones implicaría “evaluar la adecuación del
modo en que un objetivo es perseguido, o un problema resuelto, o la importancia o
relevancia de una determinada etapa en la secuencia” (De Landa, 2006:24). En lugar
del texto, De Landa propone el uso del diagrama, instrumento sintético que permite
abstraer los componentes fundamentales de una realidad para posteriormente
explicarlos en detalle.

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Considerada como texto o no, queda la sensación de que la realidad social y cultural
no es algo que pueda ya observarse exclusivamente desde una distancia privilegiada,
sino que empuja al científico social a emplear todos sus recursos y habilidades en la
investigación. Como ya dijo Alexander, “dado que tiene por objeto la vida, la ciencia
social depende de la capacidad del propio científico para entender la vida; depende de
las capacidades idiosincráticas para experimentar, comprender y conocer” (1990:45).
En este sentido, una de las contribuciones fundamentales de Geertz es su apuesta
decidida por una incorporación activa del antropólogo en el relato etnográfico. Donde
Weber recomendaba un distanciamiento respecto al objeto de estudio (no excesivo),
Geertz acentúa el valor de la solidaridad que existe al hacer como los demás, que
permite al antropólogo situarse “adentro”. Este movimiento implicará un retorno a la
influencia de Franz Boas, especialmente al método de participación observativa, que
confiaba en la cultivación de relaciones personales y la participación en el tejido de la
comunidad estudiada para absorber información y recabar datos.

La figura de Boas lo situará de pleno sobre el problema del relativismo, llevándole a


considerar el efecto que este tiene sobre la definición de las ciencias sociales y el
papel que ha de jugar en estas. Mientras que otros veían en Boas un elemento
pernicioso, que había introducido en las ciencias sociales “el virus relativista” (1996:
78), que la antropología estructuralista de Claude Levi-Strauss intenta combatir,
Geertz aprecia un enorme valor en su contribución, pues fue el primero en articular la
idea de que: "la civilización no es algo absoluto, sino relativo, y nuestras ideas y
concepciones sólo son verdaderas en cuanto a nuestra civilización” (1887:23). Esta
definición sirve como punto de partida para combatir visiones teleológicas como las
que Turner atribuía al propio Weber, aquellas que someten a todas las culturas a una
concepción de evolución lineal determinada de antemano por el modelo occidental. En
su lugar, otorga especial importancia a factores geográficos, climáticos y a procesos
de intercambio entre distintas culturas. Aunque él mismo no se considera un relativista,
Geertz lo considera un sano antídoto a aquellas tendencias que trabajan sobre las
bases del fundamentalismo epistemológico y el biologismo, remitiendo constantemente
a la noción esencialista de una naturaleza humana universal. En este sentido, Geertz
ofrece ejemplos chocantes, como el de Salkever: “La ciencia social debe ser ante todo
funcionalista, cuyo equivalente más apropiado es la medicina, que analiza un
organismo individual e identifica cuál es el estado de salud o buen funcionamiento de
este” (1983:210).

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De acuerdo a este tipo de visiones, la antropología debe aspirar a ver tras la confusión
de las manifestaciones, los lineamientos comunes que caracterizan al hombre,
independientemente de su participación en una compleja serie de variables. Estas
formulaciones, que se hacen en base a declaraciones de principios casi inapelables,
llevados a cabo a con una vocación iluminista, poseen una fuerte carga moral, aquella
misma contra la que Weber ya advertía. Ante la creciente complejidad del mundo
actual, caracterizado por la desintegración de los significados tradicionales y por la
transitoriedad de los nuevos modelos de relaciones (lo que Weber denominaba
desencantamiento del mundo), estas disciplinas proponen un retorno al vulgar
reduccionismo característico del tipo de ciencia positivista que el alemán ya había
hecho por superar muchos años antes, pese que en algunos momentos manifestase
inclinaciones que lo delataban inevitablemente como figura de su tiempo.

Para Geertz, lo que hace que una ciencia avance es “la voluntad de no aferrarse a
algo que un día funcionó suficientemente bien pero que ya no funciona igual de bien y
nos mantiene en un punto muerto” (1996:123). Los nuevos hallazgos abren un nuevo
horizonte de contextos y usos que anteriormente quedaban vedados por posiciones
dogmáticas y provincianas, que sólo aspiran a la auto-confirmación y a su elevación a
la categoría de paradigma. Así, descubrimos sorprendidos que “puede haber orden
político sin poder centralizado, y justicia sin códigos” (1996: 124), tal y como demostró
Pierre Clastres en su valioso trabajo La Sociedad contra el Estado; y también que,
contrariamente a lo que parecía decirnos Weber, “las leyes a las que se somete la
razón no son privativas de Grecia y no fue en Inglaterra donde la moral alcanzó el
punto más alto de su evolución” (1996:124). Acometer la labor que compete a las
ciencias sociales hoy día requiere tener en cuenta esta serie de cuestiones y conjurar
visiones de carácter etnocéntrico, desarticulando su discurso de poder y sus lógicas
estratificadoras. En última instancia, para Geertz las virulentas reacciones contra
relativismo, que cuestiona así la existencia de “unos principios absolutos e inamovibles
en los que fundamentar nuestros juicios cognitivos, estéticos y morales” (1996:97).
Ante todo, estas son sintomáticas de hasta qué punto las modalidades de poder y
conocimiento dominantes se hayan preocupadas por enarbolar un contra-discurso
alarmista, que les permita conservar las posiciones y espacios privilegiados que
trabajosamente ha conquistado a lo largo de la historia, y haciendo a la ciencia social
“menos sensible a lo heterogéneo, a lo errático, lo discontinuo y lo contradictorio en el
trabajo de la historia” (Corcuff, 2010:39)

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La necesidad de reactivar estos potenciales conduce a la introducción de una nueva
reflexividad y conciencia práctica, que implica un componente de autocrítica en el seno
de las diversas disciplinas y un reconocimiento de las capacidades de acción
presentes en los materiales descritos. De este modo, se produce un gradual
desdibujamiento de la tradicional línea demarcatoria existente entre el intelectual, en
posesión de las herramientas y del conocimiento, y el del cuerpo social estudiado,
hasta entonces reducido a la categoría de sujeto pasivo. Existe una clara puesta en
cuestión de concepciones monolíticas legadas de tiempos pasados y una necesidad
manifiesta de renovar aquellas herramientas conceptuales y categorías de análisis que
homogeneizan los materiales disponibles para acomodarlos al tamaño de su cristal.
Geertz, en la línea del Weber más perspicaz, muestra en Juego Profundo cómo la
economía no se sitúa en un plano privilegiado en las relaciones sociales, sino inserta
dentro de un marco de interacciones sociales más amplio (parentesco, alianzas, etc.) y
complejo, que requiere un rango distinto de atenciones, una visión microscópica.

Conclusión

Pese a lo dispar de las épocas históricas en las que vivieron y a los distintos
momentos de consistencia que atravesaban sus disciplinas, creo haber puesto de
manifiesto que tanto Weber como Geertz expresan percepciones y preocupaciones
comunes a la hora de abordar cuestiones que atañen al modo en que las sociedades
se representan a sí mismas y cómo el especialista se aproxima a ellas y las explica.
Tanto en Weber como en Geertz existe un profundo cuestionamiento, no sólo de la
naturaleza del mundo sociocultural y sus fenómenos, sino de los propios métodos que
el científico utiliza, introduciendo un giro reflexivo que apuesta por una práctica situada
y responsable, atenta a la diferencia, la interacción y el movimiento. En este sentido,
es fundamental la llamada que ambos hacen a establecer relaciones de diálogo y
aprovechamiento con respecto a desarrollos intelectuales y propuestas provenientes
de otros campos, que necesariamente participan en las figuraciones por las cuales los
sistemas locales de significado se colocan bajo la lente del análisis. Muchísimos años
después, la perspicacia, el rigor y la capacidad de análisis de Weber siguen,
mostrando pleno vigor y vigencia, y es por eso que Geertz reutiliza y expande muchos
de sus conceptos en una coyuntura en la que ya no basta contentarse con certitudes y
verdades de andar por casa.

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Si algún valor poseen las ciencias sociales es el de trastocar nuestras percepciones de
lo corriente y ofrecer nuevos caminos en la comprensión del mundo que nos rodea. En
el carácter mixto e inclasificable de Weber, en su rechazo a modelos teóricos ya
agotados y en su intento de expandir las posibilidades de la ciencia social, Geertz
encuentra un inspirador punto de partida para desarrollar un proyecto que toma como
objetivo abrir su disciplina a la participación de distintos agentes y a la interacción
concreta de una serie de fuerzas, sin por ello renunciar al compromiso metodológico y
al valor de los datos, pero siempre colocándolos en el ámbito de una conciencia social
y lingüísticamente construida, cuyas implicaciones el estudioso debe ser capaz de
experimentar y conceptualizar. En una entrevista con Alan McFarlane, Geertz dice:
“Soy un zorro inveterado, y no un erizo, así que creo que hay que intentarlo todo. Y
para un zorro, el camino natural es el de Weber”. (2004)

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