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El Duende de La Selva

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El duende

de la selva
El duende
de la selva
El duende de la selva

Leticia Ramírez Amaya


Secretaria de Educación Pública

Gabriel Cámara y Cervera


Director General del Consejo Nacional de Fomento Educativo

Edición
Consejo Nacional de Fomento Educativo

Versión escrita
Rosalba Aguirre Beltrán

Ilustración
Claudia Navarro López

Diseño de la serie
Mayela Crisóstomo Alcántara

Primera edición: 2001


Décimocuarta reimpresión: 2022

D.R.© Consejo Nacional de Fomento Educativo


Av. Universidad 1200,
col. Xoco, alc. Benito Juárez,
C.P. 03330, Ciudad de México
www.gob.mx/conafe

Impreso en México
ISBN 978-970-18-6158-5

La historia que dio motivo a este libro fue presentada


en la convocatoria Ceiba de Palabras, realizada en Chiapas.
El duende
de la selva
Versión escrita de Rosalba Aguirre Beltrán
Ilustraciones de Claudia Navarro López
5

E l d u e n d e d e l a s e l v a
© CONAFE  |  Consejo Nacional de Fomento Educativo

Hace tiempo, en la selva de Chiapas


abundaban los árboles que apenas dejaban
pasar entre sus ramas la luz del sol.
En lo alto de las ceibas vivían montones
de guacamayas; en cambio, los changuitos
preferían columpiarse en las ramas de
las caobas, pero en cuanto se acercaba
un jaguar, se ponían a gritar asustados.
6

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Los venados y tapires corrían entonces


a buscar dónde esconderse, y solo se
quedaban tranquilos los temibles
cocodrilos que nadaban en los ríos.

Pero no eran estos los


únicos habitantes de
la selva. Al pie de
los cerros había
varios pueblos;
en La Perla vivían
Pablo, Julia y Beto,
los niños de esta
historia.

El papá de Pablo era


pescador. Se iba todo el día
en su cayuco remontando el río
Tulija y regresaba al atardecer. A
veces veía desde lejos a Pablo y a
Julia, su hermanita de seis años, y
les gritaba:
—¡Les he dicho que no jueguen tan
cerca de la orilla!
7

E l d u e n d e d e l a s e l v a

A Pablo le enojaba que lo trataran como


niño chiquito, pues a sus ocho años ya se
sentía “grande” y nada deseaba más que
acompañar a su papá a pescar, pero él
no lo dejaba todavía.
8

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Su abuela Matilde —a quien todos


llamaban Mati— le decía que era mejor
obedecer a su papá, pues de repente los
cocodrilos salían del río para asolearse
mostrando sus filosos colmillos. Además,
en la selva llovía tan fuerte que el río
podía desbordarse arrastrando todo
lo que encontrara a su paso.

Más que los cocodrilos, a Pablo le


daba miedo el Sombrerón, un duende
que, según la gente, vivía oculto cerca
de los arroyos. Decían que prefería

© CONAFE  |  Consejo Nacional de Fomento Educativo


aparecerse cuando había niños nadando
o jugando entre los árboles, y que incluso
se los llevaba con engaños, pero Pablo
nunca lo había visto: para él era todo
un misterio.

La abuela Mati contaba que el duende


usaba un sombrero grande y que a veces,
cuando ya todos dormían, salía de su
escondite y se montaba en los caballos
que más le gustaban.
9

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—¿Cómo sabes eso, abue? —le preguntó


Pablo el día que se lo dijo.
—Porque los caballos que ha montado
amanecen con las crines trenzadas
—contestó ella sin dejar de mover la
sopa—. Y ahora vete a jugar por ahí, que
estoy muy ocupada.

Lo único que la abuela no olvidaba decirle


es que si un día se lo encontraba, corriera
y pidiera ayuda. Desde ese día, Pablo se fijó
en los caballos que encontraba de camino
a la escuela y nunca les vio
© CONAFE  |  Consejo Nacional de Fomento Educativo

las crines trenzadas...


sería por mala suerte.

Beto, que era su


mejor amigo,
le contó que
una tarde se
encontró al
Sombrerón en
una poza donde
fue a bañarse.
10

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Dijo que el duende se estaba echando


unos clavados y lo invitó a jugar, pero
él se asustó tanto que corrió hacia su
casa sin contestarle. Pablo lo escuchó
boquiabierto... ¡entonces era cierto que el
Sombrerón existía!
11

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Una vez que salían de la escuela, Beto lo


invitó a nadar en la poza.
—Mejor otro día, es que hoy tengo que
ayudarle a mi papá a cercar el corral —le
contestó Pablo.
—¡Ajá!... lo que pasa es que te da
miedo —le dijo Beto con una
sonrisita burlona.
—¡No es cierto! Para que
veas, vamos mañana —se
defendió, y caminó hacia
su casa acampañado
del Rayo, su perro
inseparable.

Esa noche Pablo no


pudo dormir bien
de la emoción.
¡Con suerte
podría conocer al
misterioso duende!
La verdad sí tenía
un poco de miedo,
pero andando con
12

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Beto los dos se darían valor y el Sombrerón lo


pensaría dos veces antes de querer llevárselos.

A la mañana siguiente, cuando iban rumbo


a la escuela, Pablo le dijo a su hermana que
no se regresaría con ella.
—Voy a ir a nadar con Beto, y no quiero
que me sigas porque ni siquiera sabes flotar
—le advirtió.
Julia arrugó la nariz y lo miró enojada.
—Al fin que ni quería. Además va a llover
y se van a mojar antes de llegar al arroyo.
¡Qué bueno! —respondió.

© CONAFE  |  Consejo Nacional de Fomento Educativo


Pablo iba a decirle
que no era en el
arroyo sino en la
poza, pero
ya estaban
llegando a
la escuela y
Julia corrió para
alcanzar a sus
compañeras.
13

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Cuando terminó la clase, Beto y Pablo


fueron los primeros en salir. Llegaron a la
poza sacando la lengua por el cansancio de
la carrera y se tumbaron en la hierba para
recuperar fuerzas. Al poco rato, escucharon
un ruido extraño: alguien se acercaba a
ellos abriéndose paso entre las ramas con la
respiración agitada, y los dos se levantaron
de un salto. Pablo sentía que su corazón
latía muy aprisa, pero con tanta hierba no
alcanzaba a ver nada.

De pronto, algo pesado saltó encima de


© CONAFE  |  Consejo Nacional de Fomento Educativo

él y lo tumbó al suelo... Al sentir unos


lengüetazos en la cara, supo que se trataba
del Rayo... ¡Vaya susto!

Beto se rió muchísimo, y al ver a Pablo tan


pálido como una vela, le dijo:
—No te asustes, el Sombrerón no ataca por
sorpresa.

Y era cierto, pues pasó un largo rato y el


duende no aparecía por ningún lado. Pablo
14

E l d u e n d e d e l a s e l v a

le propuso a Beto que volvieran otro día,


pero él se metió a nadar sin hacerle caso.
Dejó su ropa colgada de una rama y le gritó
a su amigo:
—Ahí te la encargo, porque al
Sombrerón también le gusta
esconder la ropa de la gente.

Desde ese momento, Pablo


no despegó los ojos de
la rama, aunque tuvo
cuidado de no sentarse
muy cerca de ahí. No
había pasado mucho rato
cuando empezó a llover;
Beto salió a toda prisa
para vestirse y los dos
corrieron hacia sus casas.

Cuando Pablo llegó


a la suya, Julia estaba
merendando, y su mamá
y la abuela bordaban junto
al fogón.
15

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—¿Y mi papá? —preguntó en cuanto estuvo


adentro, empapado de pies a cabeza.
—Fue a buscarte —le contestó Julia
después de darle un sorbo a su taza
de chocolate.
16

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Pablo tenía hambre, pero


ni su mamá ni la abuela
lo miraron siquiera.
—¿Por qué no
avisas en dónde
andas? ¿No ves
que se acerca
una tormenta?
—preguntó al fin
su mamá.
—Le dije a Julia que
iba a nadar con Beto —contestó.
—Tu papá fue a buscarte al arroyo y por

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lo visto no andabas ahí —respondió su
mamá.
—No fui al arroyo, sino a la poza —dijo
Pablo.
—¡Eso no me lo dijiste! —exclamó Julia
limpiándose los bigotes de chocolate con
la lengua.

Pablo la miró con coraje y estuvo a punto


de darle un golpe, pero su mamá intervino
a tiempo.
17

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—¡Ya está bien! —dijo—. Cámbiate


de ropa que tu papá ya debe venir.

Mientras Pablo se cambiaba pensó que


hubiera sido mejor encontrar al Sombrerón
e irse con él, al fin que en su casa nadie lo
entendía. ¿Por qué armaban tanto alboroto
si no había hecho nada malo? En esas
estaba cuando entró su papá, que al verlo
solamente le sonrió dándole una palmadita
cariñosa en la cabeza.
—Ven a merendar con tu papá —le dijo
la abuela mirándolo con ternura.
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—No tengo hambre —mintió Pablo,


y se fue a acostar sin decirle a nadie “hasta
mañana”.

El día siguiente era sábado. Pablo no tenía


ganas de hacer las paces con nadie, así
que después de desayunar le pidió permiso
a su papá para ir a jugar con Beto.
—Ve pues, pero acuérdate de regresar antes
de que anochezca o empiece a llover de
nuevo —aceptó.
18

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Pablo se fue con el Rayo y en el camino se


fijó que el cielo empezaba a despejarse.
“¡Qué tormenta ni qué nada! —pensó—.
Todos exageraron”.
19

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Cuando llegó, vio a Beto sentado en la


puerta de su casa.
—¡Hey, Beto!, ¿qué estás haciendo? —lo
saludó.
—Nada, estoy muy aburrido. Qué bueno que
viniste —contestó sin moverse de su lugar.
—Oye, ¿por qué no vamos a la
plaza? —propuso Pablo.
—No, tengo una mejor
idea: vamos a pescar —se
entusiasmó Beto.
—¿Cómo crees? Ni tú ni yo
sabemos usar el cayuco
—exclamó Pablo
sorprendido.
—¡Yo sí sé! Mi papá me
enseñó la última vez que
fui con él. No es difícil
—aseguró Beto.
Pablo dudó un
momento.
—Pues, no sé... Si mis
papás se enteran
me van a regañar.
20

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—¿Y quién les va a decir? Ándale, vamos,


nomás un ratito —insistió Beto.
Pablo miró al Rayo que movía la cola
alegremente de un lado a otro, como
animándolo, y aceptó.
—¡Ya verás cómo nos vamos a divertir!
—exclamó Beto.

Al subir a la canoa, Pablo sintió un poco


de miedo. Nunca había viajado en cayuco
sin un adulto cerca, pero también estaba
emocionado. Desde ahí, la espesa selva
se veía enorme, ya que los árboles apenas

© CONAFE  |  Consejo Nacional de Fomento Educativo


dejaban espacio para el paso del río.
—Toma uno de los remos y haz lo que
te diga —ordenó Beto.

Cuando Pablo vio que iban a pasar cerca


de su casa, trató de esconderse atrás del
Rayo, pero este comenzó a ladrar en
cuanto reconoció a Julia columpiándose
en un árbol de tamarindo. Al escuchar los
ladridos, ella gritó:
21

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—¡Ya los vi,


Pablo, no se
escondan!

Los niños
acercaron el
cayuco a la
orilla.
—¿Qué
quieres? —le
preguntó Pablo
a su hermana.
—Si me dejas ir con ustedes, no te
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acuso con nadie.


—Pero apenas estamos aprendiendo a
remar. Te va a dar miedo —le explicó Pablo.
—Si llevan al Rayo también puedo ir yo.
—Está bien, súbete —aceptó Pablo
fastidiado.

Al poco rato, llegaron a un lugar donde


había peces muy grandes; detuvieron
el cayuco a mitad del río y después de
preparar el anzuelo, Beto lo lanzó al agua.
22

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Pablo estaba atento a todo cuanto veía


y escuchaba. Fuera del pueblo resultaba
emocionante tratar de adivinar los sonidos
que venían de todos los rincones de la
selva: a lo lejos se oían los gritos de
los changuitos, pero más cerca
se escuchaban los zumbidos
de los colibríes y los roncos
graznidos de los tucanes.
—¡Miren, una culebra
ranera! —dijo de
repente señalando
una orilla del río.
La vieron saltar
dos veces para
comer enteras unas
ranas que sacó de
entre las hierbas, y
luego se perdió en
el follaje.
—¡Debí haber traído
mi resortera! ­
—exclamó Beto, seguro
de que le habría atinado.
23

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Los niños estaban tan entretenidos con la


culebra que no se dieron cuenta de que
un viento inesperado agitaba las ramas de
los árboles. El cayuco empezó a avanzar
con rapidez y la selva fue quedándose en
silencio. En cambio, el rumor del agua
creció y una capa de neblina comenzó
a cubrir el paisaje.
24

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Entonces cayeron las primeras gotas de


lluvia.
—Oye, Beto, creo que nos estamos
alejando mucho —dijo Pablo mirando
alrededor con preocupación.
—No te asustes, ni modo que regresemos
sin un solo pescadito.

El Rayo estaba inquieto y ladraba asustado.


De pronto, la lluvia arreció y el río
comenzó a revolverse formando remolinos.
Los niños remaron con desesperación
buscando la orilla, pero cuando ya casi

© CONAFE  |  Consejo Nacional de Fomento Educativo


llegaban, Beto gritó espantado:
—¡Olvídalo, Pablo, sigamos remando!
Pablo volteó hacia la orilla y sintió pánico:
vio con horror la cola de un enorme
cocodrilo que se deslizaba lentamente
hacia dentro del río, mientras otro más
grande lo seguía.

Los niños remaron con todas sus fuerzas


alejándose de los cocodrilos, pero la
corriente los arrastró varios metros y Pablo
25

E l d u e n d e d e l a s e l v a

estuvo a punto de caer, perdiendo su remo


entre las aguas lodosas.

Beto se apresuró a ayudarlo y, casi sin


aliento, gritó:
—¡Agárrense del cayuco con las dos manos,
ya no sirve de nada seguir remando!
Los niños obedecieron temblando de
miedo y el Rayo se echó, escondiendo la
cabeza entre sus patas. Para entonces, el río
había crecido mucho y arrastraba troncos
que parecían enormes cocodrilos, lo que
les asustó todavía más.
© CONAFE  |  Consejo Nacional de Fomento Educativo

A lo lejos, un hombre
que observaba el río
desde una orilla
los descubrió. Sin
perder tiempo,
jaló su cayuco
hacia el agua
y se subió en
él decidido a
seguirlos. Ellos
26

E l d u e n d e d e l a s e l v a

ni lo vieron, angustiados como estaban


por la terrible tormenta que los había
sorprendido.
—¡Quiero a mi mamá! —lloriqueó Julia.
27

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—Cálmate, hermanita, ya verás que pronto


dejará de llover —trató de consolarla Pablo.
De pronto, algo pesado sacudió el cayuco
por abajo; Beto pensó que habían chocado
con una piedra, pero al asomarse al agua
vio dos feroces ojos verdes que lo
miraban atentos dentro del río.
—¡Los cocodrilos nos vienen
siguiendo, quieren voltear el
cayuco para comernos!
—gritó, mientras un sudor
helado le resbalaba por
la frente.

Pablo sintió un
escalofrío y abrazó
a su hermana.
Sin pensarlo dos
veces, Beto alzó
el remo que les
quedaba y lo
azotó con fuerza
sobre la cabeza
del animal.
28

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Ni siquiera pudieron darse cuenta si le había


pegado, pues en ese momento escucharon
que alguien gritaba a sus espaldas:
—¡No se preocupen, ya casi los alcanzo!
Los niños voltearon sorprendidos y vieron
entre la niebla al hombre que remaba
hacia ellos.
—¡Es el Sombrerón! —gritaron los
tres al mismo tiempo, y el Rayo gruñó
enseñándole los colmillos.
—¡Vete, ni creas que nos vas a llevar contigo!
—le dijo Beto con la voz temblorosa,
mientras el hombre emparejaba

© CONAFE  |  Consejo Nacional de Fomento Educativo


su cayuco al de los niños.

Pablo se había
quedado mudo
de la sorpresa.
Estaba seguro
de que tenían
enfrente al
Sombrerón, pues
Beto no lo habría
confundido...
29

E l d u e n d e d e l a s e l v a

El señor insistió:
—¿Qué pasa, van a esperar a que los
cocodrilos se los coman de un bocado? ¡No
pierdan tiempo y vengan conmigo!
—¡No le crean —dijo Pablo—, si nos lleva
con él nunca volveremos a nuestras casas!

Entonces al señor se le ocurrió una idea:


sacó de su morral un pedazo de tortilla y se
lo ofreció al Rayo.
—¡No te lo comas! —gritó Julia cuando vio
que su perro se acercaba. Pero el hombre
aprovechó para jalarlo a su cayuco.
© CONAFE  |  Consejo Nacional de Fomento Educativo

—¡Si no vienen conmigo, me llevo al perro!


—exclamó muy decidido a cumplir su
amenaza.
—¡Ven, Rayo, ven con nosotros! —lo llamó
Julia inútilmente.
—Mejor vámonos con él… ¡No puede
llevarse a nuestro perro! —le dijo Pablo a
su amigo.

Los tres aceptaron y el hombre les ayudó


a subir a su cayuco. Justo entonces, uno
30

E l d u e n d e d e l a s e l v a

de los cocodrilos se asomó abriendo sus


grandes mandíbulas y de un coletazo volteó
el cayuco donde antes iban los niños.

Para entonces, la tormenta había pasado


y solo lloviznaba un poco. Pablo, Julia y
Beto observaron con miedo
y curiosidad al hombre,
que ya estaba algo viejo,
preguntándose si
realmente se trataba
del Sombrerón.
—No voy a hacerles
daño. Me llamo
Fabián y vivo cerca de
aquí. ¿Ustedes de dónde
vienen? —preguntó él.
—De La Perla —dijo Beto.
—Uy, pues tendrán que
quedarse en mi casa
porque andamos lejos
—opinó don Fabián
muy serio. Los niños se
estremecieron y se miraron
31

E l d u e n d e d e l a s e l v a

entre sí, aunque no dijeron nada. En cuanto


saltaron a tierra, Beto intentó correr, pero
sus pies se hundieron en el lodo hasta arriba
de los tobillos.
32

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Entonces se
escucharon de
nuevo los gritos
de los
changos,
esta vez muy
cerca.
—Si tratas
de escapar, no
llegarás lejos —le
dijo don Fabián a Beto—.
El jaguar anda rondando por aquí, así
que lo mejor es que vayamos a mi casa.

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Los niños se espantaron todavía más.
—Les prometo que mañana los llevaré
a su pueblo —añadió don Fabián para
tranquilizarlos.

Los tres temblaban de frío y de miedo, pero


prefirieron acompañarlo que enfrentarse
solos a los peligros de la selva.
—¿Qué andaban haciendo solos en medio
del río? —preguntó el viejo por hacerles
plática.
33

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Ninguno de los tres quería contar que habían


salido a escondidas de sus papás, pues si
don Fabián era realmente el Sombrerón,
se los habría llevado con más facilidad.
Cuando el viejo los vio tan temerosos, dijo:
—Sus papás deben estar preocupados, pero
por suerte ya pasó lo peor.
—¿De veras es el Sombrerón? —le preguntó
Pablo a Beto en voz baja.
—No estoy seguro… —murmuró su amigo.
—¿No que tú ya lo conoces? —dijo Pablo
sorprendido.
Antes de que Beto pudiera contestar, don
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Fabián se detuvo y exclamó:


—¡No se muevan, aquí hay una nauyaca!

Los niños temblaron como gelatinas. Era


una culebra grande y estaba colgada de una
rama, tan quieta que se confundía con los
bejucos. Con mucho cuidado, don Fabián
abrió una brecha lejos de ella con un
machete y por ahí siguieron su camino.
—¿Por qué no la mató? —le preguntó Beto
después del susto.
34

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—Porque no nos hizo nada. Las nauyacas


solo muerden cuando alguien las molesta
—contestó.
Pablo lo miró con la boca abierta.
35

E l d u e n d e d e l a s e l v a

“Entonces sí es el Sombrerón —pensó—. La


abuela dice que el duende es dueño de las
culebras y los venados”.

Al llegar a la casa de don Fabián, una


viejecita sonrió sorprendida a
las visitas. Era doña Luisa, su
esposa, y el viejo le explicó
que los niños andaban
perdidos, por lo que
pasarían la noche con
ellos.
—Préstales algo de ropa
para que se cambien
—dijo por último.
Aprovechando
que don Fabián
se distrajo
para colgar
su sombrero,
Pablo le dio
un codazo
a Beto y
murmuró:
36

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—No sabía que los duendes tuvieran


esposa.
—Yo menos —contestó Beto encogiéndose
de hombros—. Pero no me voy a quitar la
ropa… ¿qué tal si la esconde?

Solo Julia aceptó cambiarse, y mientras


doña Luisa la ayudaba a cepillar su cabello,
le preguntó su nombre. La niña era la única
que ya no tenía miedo y los presentó a
todos, incluido el Rayo.

Después de un rato, doña Luisa los llamó

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a merendar y, justo cuando terminaron,
un poderoso rugido de jaguar retumbó tan
cerca que los hizo saltar de sus sillas.

El viejo mandó a todos a dormir.


—Yo vigilaré la lumbre. Si el jaguar pasa por
aquí, el fuego bastará para alejarlo —les dijo.

Pablo y Beto casi no pegaron el ojo en


toda la noche. ¿Qué tal si don Fabián era el
duende y los asustaba mientras dormían?
37

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Hasta el momento los


había tratado bien,
pero ellos no se
confiaban.

A la mañana
siguiente,
despertaron
sanos y salvos.
Don Fabián
ensilló dos mulitas y
doña Luisa preparó unas quesadillas, unos
guajes con agua fresca y un poco de dulce
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de calabaza para el camino.

Cuando todo estuvo listo, los niños se


despidieron de doña Luisa. Julia se abrazó de
su cuello y le dio un beso en la mejilla.
—Eres igualita a mi abuela —le dijo.

Pablo y Julia se subieron en una mula y


don Fabián compartió la otra con Beto.
Después de caminar un rato, descubrieron
una vereda limpia de ramas y troncos que
38

E l d u e n d e d e l a s e l v a

estorbaran el paso, pero en la que había


varias huellas de sangre.
—Fue el jaguar —dijo don Fabián—. Debió
haber matado un animal grande y por aquí
lo llevó arrastrando a un lugar seguro para
comérselo.

Los niños se quedaron


mudos, con la mirada
fija en el suelo.
—Pero no hay de qué
preocuparse —comentó don
Fabián al verlos—, eso pasó
durante la noche y ahora
debe andar muy lejos.

A Pablo le maravillaba todo


lo que el viejo sabía. Entonces
pensó que le hubiera gustado
tener un abuelo como él, pues el
suyo había muerto hacía varios años
y ni siquiera lo conoció. Caminaron
varios metros río abajo hasta que
encontraron una enorme cascada.
39

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—Desde aquí se ve hermosa —dijo don


Fabián—, pero ayer poco faltó para que
cayeran en este lugar.
40

E l d u e n d e d e l a s e l v a

Ahora sí, los niños creyeron que habían


tenido mucha suerte al encontrarlo. El río
todavía estaba muy crecido y decidieron
atravesarlo por un puente colgante,
balanceándose peligrosamente de un
lado a otro mientras caminaban sobre él.
Tuvieron que agarrarse con fuerza de las
mulas para no resbalar.
—¡No miren para abajo! —les gritó don
Fabián.

Beto desobedeció y pudo distinguir varios


cocodrilos que se asomaban en el río, listos

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para atrapar cualquier cosa que les cayera
de arriba.

Por fortuna, llegaron al otro lado sin


problema y continuaron su camino. Pablo
quería preguntarle a don Fabián si conocía
al Sombrerón, pero pensó que se reiría de
él y no se atrevió.

Un rato después, el grupo se detuvo a orillas


de un arroyo para comer y descansar.
41

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—¿Todavía falta mucho para llegar al


pueblo? —preguntó Julia saboreando la
última cucharada de dulce.
—No, en cuanto veas correr al Rayo querrá
decir que tu casa ya está cerca —le dijo don
Fabián.
—¡Qué bueno que tú no eres el Sombrerón!
—contestó Julia sonriendo.

Pablo y Beto corrían entre los árboles, pero


al escucharla fueron a sentarse junto a ella
y el viejo.
—¡Claro que no soy el
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Sombrerón! —rió don


Fabián—. ¿A poco me
parezco a él?
—Yo no lo
conozco —dijo
Pablo—. Pero
Beto sí lo ha
visto.
—¿De veras?
—preguntó don
Fabián mirando a Beto.
42

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—Sí... bueno, no... la verdad es que nunca


lo he visto —confesó.
—¡Eres un mentiroso! —exclamó Pablo—.
¿Por qué me dijiste que lo habías
encontrado en la poza?
43

E l d u e n d e d e l a s e l v a

—Nomás te engañé para asustarte.


Pablo correteó a Beto para darle su
merecido, pero don Fabián los llamó y
comenzó a platicarles una historia:
—Yo tampoco he visto al Sombrerón, y
eso que ya estoy viejo. De pequeño
mi padre me contaba historias
del duende y yo tenía miedo
de encontrármelo. Un día,
vinieron muchos hombres
con máquinas y rifles.
Comenzaron a cortar
los árboles y a
matar animales
salvajes. En unos
días, un gran
trozo de selva
quedó desierto;
los hombres
dijeron que
venderían la
madera y harían
un gran potrero. A
mí me dio tristeza
44

E l d u e n d e d e l a s e l v a

ver tantos árboles tirados. Pero un día,


así como llegaron, los hombres se fueron
huyendo. La gente contaba que habían
visto al Sombrerón y que esa misma tarde
uno de ellos desapareció. Sus compañeros
se asustaron tanto que partieron enseguida
y ya no quisieron regresar.

Los niños se quedaron pensativos.


—¿Y el hombre perdido no apareció nunca?
—preguntó Pablo intrigado.
—En realidad había salido a cazar sin
avisarle a nadie. Días después

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encontraron su rifle sin
balas, tirado en una
brecha donde había
huellas de jaguar.
¡Seguramente
el animal
se defendió
y acabó por
matar al cazador!
—explicó don
Fabián—. Entonces el
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E l d u e n d e d e l a s e l v a

Sombrerón dejó de darme miedo, pues su


leyenda evitó que destruyeran esta parte de la
selva.

El Rayo, que estaba echado en la hierba,


levantó de pronto el hocico y corrió dando
fuertes ladridos y moviendo la cola.

Entre los árboles apareció primero el papá


de Pablo y luego el de Beto, quienes desde
la noche anterior andaban en busca de sus
hijos.
—¡Niños, qué alegría verlos! —dijo el papá
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de Pablo corriendo hacia ellos.


—¡Nos dieron un buen susto! —exclamó
el papá de Beto.
Los niños abrazaron a sus padres y se
arrebataron la palabra para contarles su
aventura, en la que don Fabián fue el héroe.
Entonces los dos hombres le dieron un
fuerte abrazo y le agradecieron, una y otra
vez, que hubiera salvado a sus hijos.
—Cualquiera en mi lugar habría hecho lo
mismo —dijo don Fabián humildemente.
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E l d u e n d e d e l a s e l v a

Pablo, Julia y Beto se despidieron de él


con tristeza, asegurándole que muy
pronto irían a visitarlo.

Al llegar al pueblo, el resto


de sus familias y los vecinos
saludaron a los niños desde
la plaza. Pablo y Julia
corrieron a abrazar
a su mamá
y a la abuela,
que derramaron
lágrimas de emoción
en cuanto los vieron.

La gente se reunió
alrededor de ellos,
ansiosa de que
platicaran lo que les
había ocurrido, y después
de enterarse de todo, se
fueron tranquilamente
a sus casas.
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E l d u e n d e d e l a s e l v a

En el camino, la abuela Mati le dijo a Pablo:


—Menos mal que los encontró una buena
persona. Llegué a pensar que se los había
llevado el Sombrerón.
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E l d u e n d e d e l a s e l v a

—No, abuela. Esta vez nos encontramos


con un duende bueno —dijo Pablo
guiñándole un ojo a su hermana.

Y en ese momento pasó cerca de él un


caballo con las crines trenzadas, pero Pablo
estaba tan feliz de reencontrarse con su
familia, que ni siquiera lo vio.

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Versión digital, octubre de 2022.


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