Padre Nuestro Explicado
Padre Nuestro Explicado
Padre Nuestro Explicado
Padre nuestro
Por tanto, acerquémonos con confianza al trono de la gracia
para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la Hebreos 4:16
ayuda oportuna.
En una ocasió n el Señ or se dirigió hacia Dios con la palabra “Abba”, que quiere decir,
“papi” o “papá ”. Seguramente, los estrictos fariseos que tanto criticaban a Jesú s por su
perspectiva poco convencional de la religió n se hubieran escandalizado de esa forma
para ellos irreverente de referirse al Creador del universo.
Interesantemente, el mismo Jesú s que nos anima a ver a Dios como un padre
misericordioso y amante en el Padrenuestro también nos recuerda que Dios está 'en el
cielo'. Es decir, aunque Dios está íntimamente involucrado en su creació n y quiere
tener intimidad con nosotros, debemos recordar siempre que hay un sentido de sana
distancia y diferencia que debemos retener con respecto a nuestro entendimiento de
Dios.
La Biblia nos llama a una paradó jica relació n de absoluta confianza y absoluta
reverencia hacia Dios. Tenemos que amarlo y temerlo simultá neamente. Tenemos que
acercarnos a su trono confiadamente, pero también con temor y temblor. Tenemos
que entender que el está siempre con nosotros y que habita en nosotros por medio de
su Espíritu Santo, pero que también habita “en luz inaccesible” (1 Timoteo 6:16), má s
allá de cualquier imperfecció n o bajo sentimiento.
Dios es Santo, tres veces Santo. Merece nuestra adoració n y sujeció n reverente. Su
Señ orío es incuestionable. Nuestra entrega y obediencia de su voluntad deben ser
absolutas.
No debemos jamá s jugarnos con Dios. No debemos subestimar su santidad o señ orío.
Dios no existe só lo para complacernos o llenar nuestras necesidades. ¡Nosotros, má s
bien, existimos para obedecerlo, adorarlo y darle gloria solamente a É l!
La humanidad fue creada para adorar a Dios. Un ser humano no encuentra su razó n de
ser ni el propó sito de su existencia hasta que no se postra reverentemente a los pies
del Creador y le rinde gloria y honra. No podemos ser verdaderamente humanos sin
antes inclinar la cabeza ante la majestad del Padre y reconocer que somos meras
criaturas, creadas para glorificarlo y expresar su creatividad y poder.
Cada vez que nos acercamos a Dios para comunicarnos con É l por medio de la oració n,
tenemos primeramente que santificarlo, rendirle honra, señ alar su majestad. Esto será
una señ al de que lo ponemos a É l primero. Su honra y santidad deben tener
precedencia sobre nuestras propias peticiones y deseos. Antes de expresarle nuestras
necesidades, debemos expresarle nuestra reverencia, nuestro deseo de que su
Nombre, su Persona, sean reconocidos en toda su grandeza y majestad.
Cuando nuestro corazó n está embargado por un sentido de adoració n y deleite para
con Dios, entonces estamos libres para pedirle confiadamente, sabiendo que nuestras
peticiones estará n alineadas con su voluntad. Dios se complacerá en concedernos
nuestras oraciones, y nuestra vida traerá deleite a Aquel que nos ha creado para su
gloria y su honra.
Venga tu reino
El que testifica de estas cosas dice: "Sí, vengo pronto." Apocalipsis
Amén. Ven, Señor Jesús. 22:20
La palabra griega que se traduce al españ ol, “venga”, es “erchomai”, la cual quiere
decir “aparezca, surja, se presente ante el pú blico, se manifieste”. Ciertamente, todas
estas expresiones son apropiadas para expresar el deseo de que el reino de Dios se
haga presente y visible en el mundo.
Al decir esto, el Señ or estaba pidiendo que los valores del reino de Dios—el amor, la
verdad, la justicia, la gracia, la vida—establecieran su señ orío y dominio en el mundo.
Que la locura de este mundo caído, distorsionado por el pecado y la maldad, sea
sustituida por el gobierno benévolo y justo de Dios.
El Señ or pedía la venida de una nueva era, un cambio radical en la existencia humana,
una nueva creació n. Así debemos también orar nosotros. Ese debe ser nuestro
constante y ardiente deseo—que el sistema de Dios sea establecido en la tierra para
siempre; que el imperio del mal sea desmontado y la vida de Dios corra libremente en
nuestro mundo caído.
El Señ or Jesucristo sabía de lo que estaba hablando cuando les instruyó a sus
discípulos a siempre orar "há gase tu voluntad". Toda su vida fue una expresió n de una
voluntad totalmente sometida a la voluntad mayor del Padre. En una ocasió n declaró
grá ficamente: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió , y que acabe su
obra” (Juan 4:34). La identidad total de Jesú s estaba sumida en su sujeció n absoluta a
la voluntad del Padre. Su venida al mundo había sido en obediencia al deseo de Dios
de que él sirviera como un sacrificio santo para la redenció n del mundo.
Pablo nos aconseja que cultivemos “el mismo sentir que hubo también en Cristo Jesú s”
(Filipenses 2:5). Ese “sentir” se refiere a la actitud totalmente sujeta y obediente de
Jesú s, el cual “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte
de cruz” (v. 8). Nosotros también debemos orar con cada latido de nuestro corazó n,
“há gase tu voluntad”. La totalidad de nuestra vida debe ser un continuo someternos a
la voluntad y las preferencias de nuestro Padre celestial. Al hacer esto, alcanzaremos
la verdadera grandeza espiritual, recibiremos el poder de Dios en nuestras vidas, y
estaremos en íntima comunió n con el espíritu de Jesucristo, que alcanzó un má ximo
nivel de entrega y sujeció n a la voluntad de su Padre.
Aun cuando Dios traiga circunstancias y situaciones a nuestra vida contrarias a lo que
esperamos o deseamos, nuestra petició n final debe ser también, “Pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya”.
“Señ or, que se cumpla tu voluntad perfecta en mi vida, y que reciba yo la gracia
suficiente para acatarla gustosamente, sabiendo que todo lo que viene de ti, aunque
sea doloroso, es bueno y perfecto, y para mi bien”. Amén.
La creació n gime por el día en que la voluntad de Dios se cumpla en el mundo sin
resistencia ninguna. Jesucristo nos enseñ a a orar que la voluntad de Dios se cumpla
“como en el cielo, así también en la tierra”. Nuestro anhelo ardiente debe ser que
llegue el día en que la voluntad de Dios—sus santos propó sitos, sus iniciativas para
promover el amor, la vida y la justicia—se cumpla con tanta espontaneidad y fluidez
en el mundo como se cumplen en el cielo. En el cielo no hay ninguna oposició n a la
voluntad de Dios. Allí, el deleite de todos sus habitantes es que el Padre manifieste su
Persona y sus santos propó sitos.
En Apocalipsis 4:10 el apó stol Juan nos presenta la maravillosa escena de veinticuatro
ancianos, seres maravillosos y llenos de misterio, que se postran delante del que está
sentado en el trono, y adoran al que vive por los siglos de los siglos. Estos ancianos
toman sus coronas, símbolo de su autoridad y realeza, y las echan delante del trono en
señ al de total sujeció n a la voluntad del Rey de reyes y Señ or de señ ores. Esa es la
actitud que rige al cielo—total entrega a la voluntad de Dios, deleite en sujetarse a É l,
deseo absoluto de que se cumpla su voluntad.
Los hijos de Dios tienen sus prioridades claramente establecidas: primero la gloria y la
voluntad de Dios, su señ orío sobre nuestras vidas. Primero el deseo de que É l cumpla
su perfecta voluntad en y a través de nosotros. Luego nuestras prerrogativas y deseos.
Mis planes y proyectos siempre tienen que darse a la luz de los planes y la voluntad de
Dios.
Hay un dicho que dice: “El hombre propone y Dios dispone”. Así debe ser. Yo someto
muy tentativamente mis peticiones a Dios, pero entiendo en todo momento que es su
agenda la que tiene prioridad, no la mía. Las prerrogativas de Dios tienen que ser
satisfechas primero, antes de que las nuestras puedan ser tomadas en consideració n.
Antes de pedir “el pan nuestro de cada día”, siempre tendremos que decir, “há gase tu
voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”.
En una de sus pará bolas, Jesú s describe grá ficamente el orden correcto del universo:
el señ or tiene que satisfacer sus exigencias antes de que las necesidades del siervo
puedan ser atendidas: “¿Quién de vosotros, teniendo un siervo que ara o apacienta
ganado, al volver él del campo, luego le dice: Pasa, siéntate a la mesa? ¿No le dice má s
bien: Prepá rame la cena, cíñ ete, y sírveme hasta que haya comido y bebido; y después
de esto, come y bebe tú ?”
El Señ or Jesucristo siempre fue muy preciso en el uso de sus palabras. Por eso es
importante notar que él dijo, "el pan nuestro de cada día". No dijo, por ejemplo, "el pan
nuestro para toda la vida". Como con el maná que recibieron los hebreos cada día en el
desierto, el hijo de Dios debe depender de Dios para su provisió n diaria, y guardarse
de todo afá n y de toda avaricia. No quiere decir que vivamos vidas despreocupadas,
pensando só lo en el presente. Pero tampoco debemos obsesionar demasiado acerca
del futuro, sabiendo que nuestra vida reposa en las manos de un Padre amoroso, que
no permitirá que nos falte sustento y abrigo.
Recuerdo el texto en que Jesú s envía a sus discípulos en uno de sus primeros viajes
misioneros. Dice el relato que “les mandó que no llevasen nada para el camino, sino
solamente el bordó n; ni alforja, ni pan, ni dinero en el cinto, sino que calzasen
sandalias, y no vistiesen dos tú nicas” (Marcos 6:8 y 9). Les convenía a estos
misioneros en entrenamiento aprender a depender de Dios para su sustento; tener
que levantarse cada día y preguntarse de dó nde vendría su pró xima comida, o dó nde
se hospedarían la pró xima noche. Al constatar una y otra vez que su Padre celestial no
les fallaría, y que siempre habría de responderle en formas milagrosas para la
provisió n de sus necesidades, la fe de estos futuros siervos de Dios crecería, y
aprenderían a confiar en É l para su sustento diario.
Así Dios quiere que nosotros también pongamos a un lado la ansiedad acerca del
mañ ana, y que aprendamos a confiar en él para la provisió n de cada día. ¡No seremos
defraudados jamá s!
Dánoslo hoy
Y dirigiéndose a él, Jesús le preguntó: "¿Qué deseas que
haga por ti?" Y el ciego Le respondió: "Raboní (Mi Maestro), Marcos 10:51
que recobre la vista."
Me gusta ese “dá noslo hoy” de Jesú s en el Padrenuestro. Si la provisió n de pan que él
estaba sometiendo no se daba “hoy”, ¡habría sido muy fá cil detectar el fracaso de su
oració n!
Cuando Mardoqueo reta a la reina Ester a presentarse ante el rey Asuero sin previo
permiso e interceder por el pueblo hebreo, ella sabía que si lo hacía estaba corriendo
peligro de muerte conforme a la ley de Persia. Después de vencer sus temores, Ester
determina un curso de acció n y emite las famosas palabras: “Si perezco, que perezca”.
El apó stol Santiago nos invita a pedirle al Señ or. Pero añ ade: “Pero pida con fe, no
dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada
por el viento y echada de una parte a otra. No piense, quien tal haga, que recibirá cosa
alguna del Señ or” (Santiago 1:6 y 7).
Una de las cosas que necesitará todo ser humano en algú n momento de su vida es el
perdó n de Dios. Transgredir la ley de Dios es inevitable, y siempre tendremos que
venir ante É l, muchas veces al día, y confesarle nuestras faltas. Lo maravilloso es que
la Biblia dice que “si confesamos nuestros pecados él es fiel y justo para perdonar
nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Por otra parte, “si
decimos que no hemos pecado, lo hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en
nosotros” (vs. 10).
Por otra parte, vivir una vida moralmente descuidada, obstinarnos en nuestros
pecados y pretender darles otro nombre, o tratar de legitimar un comportamiento
pecaminoso violentando el obvio significado de los mandamientos de Dios, es una
receta para el desastre y una manera segura de contristar el Espíritu Santo. Mucho
mejor ser humildes, admitir nuestro error, y encomendarnos a la bondadosa
ministració n de nuestro Padre misericordioso.
David habla de una ocasió n en que trató de encubrir su pecado en vez de confesá rselo
a Dios: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de
día y de noche se agravó sobre mí tu mano; Se volvió mi verdor en sequedades de
verano”. Como podemos ver, las consecuencias de su comportamiento fueron
extremadamente negativas.
Pero luego añ ade: “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré
mis transgresiones a Jehová ; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado”.
Inmediatamente que David confiesa su pecado, la gracia de Dios se derrama sobre él, y
sus “sequedades de verano” se convierten en el verdor de la primavera.
Ser perdonado por Dios es un gran privilegio. Confiesa tu pecado. Enmienda tus
caminos. Y vive siempre en la luz de la verdad y la transparencia para con Dios y tus
semejantes.
Se trata de las dos caras de una misma moneda. Ser perdonados por Dios presupone
que estaremos dispuestos a perdonar a nuestros semejantes. Perdonar a otros tiene el
mismo efecto liberador y sanador que tiene el ser perdonado por Dios. Si no
perdonamos a otros, nosotros tampoco podremos recibir el perdó n de nuestro Padre
celestial.
Perdonar a los que nos han ofendido es una de las fuentes fundamentales de la salud
mental y emocional. Por otra parte, el rencor es un veneno que se posa dentro de
nosotros y nos amarga tanto física como espiritualmente. El que perdona se acerca
como nadie a la naturaleza divina, pues la esencia misma de Dios es, efectivamente,
perdonar. La Biblia declara: “misericordioso y clemente es Jehová ; Lento para la ira, y
grande en misericordia. No contenderá para siempre, Ni para siempre guardará el
enojo” (Salmos 103:8 y 9). Dios es pura gracia, y su misericordia siempre triunfa sobre
el juicio.
En ocasiones, Dios prueba a sus hijos para refinarlos, para sacar a la luz pecados y
defectos escondidos, para disciplinarlos cuando caen en una actitud de auto
justificació n, o de condenar a los demá s injustamente, o simplemente para establecer
objetivamente por medio de nosotros alguna verdad espiritual en la tierra. A veces
Sataná s mismo demandará de Dios el derecho de tocarnos por un pecado inconfeso o
una prá ctica pecaminosa. El mundo del espíritu es muy misterioso, y a veces la mano
de Dios se moverá sobre nosotros en formas sombrías y pesadas, a pesar de su
misericordia y su amor.
¡Qué extrañ a esta expresió n del Padrenuestro! La Biblia claramente dice: “Cuando
alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser
tentado por el mal, ni él tienta a nadie” (Santiago 1:13). La palabra griega, peirasmos,
que se traduce al españ ol “tentació n” en este pasaje del Padrenuestro, no só lo se
refiere a tratar de inducir a alguien a pecar, sino que también puede referirse a poner
a alguien a prueba, o meter a una persona en circunstancias de tribulació n.
Cuando Jesú s dice, “no nos metas en tentació n”, está diciendo: “Ten misericordia de
nosotros. No nos pruebes má s allá de lo que podamos resistir. Que tu mano se pose
livianamente sobre nuestro pecado, y recibamos siempre de ti misericordia y gracia.
En todo lo posible, líbranos de circunstancias adversas que pongan a prueba nuestra
fe y nos estiren casi hasta el punto de quebrarnos”.
Se trata de un clamor por una vida despejada, que goce siempre del favor de Dios,
eximida en todo lo posible de los rigores y padecimientos de un mundo caído, sombrío
y peligroso.
“No nos metas en tentació n” es una petició n de que la misericordia de Dios siempre
triunfe sobre su justicia y su juicio, de que siempre seamos tratados con gracia y
delicadeza, en vez de con la disciplina y el rigor que en realidad merecemos.
El mal es como los virus ciegos e indiferentes que pueblan el mundo. Está n por todas
partes. No nos tienen ni amor ni odio. Son totalmente indiferentes a nosotros. Pero si
un día se tropiezan con nosotros, pueden contaminarnos con una enfermedad, o en
ocasiones acarrearnos la muerte.
Este mundo caído está saturado por el mal. El mal es el aire que respiramos. Es una
red tramposa e invisible extendida por todas partes. Si no nos cuidamos, podemos
fá cilmente caer en sus hilos venenosos y perder hasta la vida. El ser humano es una
criatura eminentemente frá gil. Mientras está en el mundo, atraviesa un bosque lleno
de fieras implacables, expuesto al peligro hasta el día de su muerte.
Me recuerda las palabras del apó stol Pablo, describiendo las peripecias de su propia
jornada ministerial: “en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de
ladrones, peligros de los de mi nació n, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad,
peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos” (2 Corintios
11:26).
Ciertamente, la vida es un terreno peligroso, y no hay ser humano que pueda salir de
este mundo sin oler a humo. Es, simplemente, un gaje del oficio de ser humano. Ser
hombre o mujer es ser frá gil, propenso a equivocarse, expuesto a caer en algú n
momento en una zanja en una noche oscura. Tarde o temprano nos tropezaremos con
una de esas bestias hambrientas del bosque, que querrá destrozarnos e ingerirnos, no
porque nos odia, sino simplemente porque tiene hambre.
Por eso Jesú s dice, “líbranos del mal”. Nos está enseñ ando a reconocer nuestra
fragilidad inherente, en un mundo lleno de peligros, y a pedirle a Dios que siempre nos
proteja, que nos cubra con su coraza de protecció n cuando salgamos a la calle, o
durmamos sobre nuestra cama, o simplemente llevemos a cabo las labores normales
de la vida cotidiana.
Sabia es la persona que reconoce cuá n frá gil es, y cuá n desesperadamente necesita la
protecció n de Dios mientras respira. El salmista dice: “Hazme saber, Jehová , mi fin, Y
cuá nta sea la medida de mis días; Sepa yo cuá n frá gil soy”. No lo dice porque sea un
masoquista que quiere cultivar un sentido de baja autoestima. Lo dice porque sabe
que hay mucha sabiduría en admitir nuestra fragilidad y refugiarnos preventivamente
en la misericordia de Dios. En esa actitud humilde hay refugio contra los peligros de la
vida.
¡Gloria al Padre, que por medio de la muerte de su Hijo en la cruz destruyó el imperio
del mal y le arrancó las llaves del infierno a Sataná s! El apó stol Juan declara: “Para
esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8).
Cristo vino al mundo para desmontar el aparato descomunal del mal en el mundo,
para derrotar el reino ilegítimo de las tinieblas, y poner a huir las huestes de Sataná s.
Después de la cruz, la creació n puede volver a respirar. La esperanza es una vez má s
posible en el mundo. Ya el mal ha perdido su poder rotundo, y ahora el hombre tiene
un camino para llegar hasta la Corte Suprema celestial y presentar su causa. Por
medio de Cristo Jesú s el poder ilegítimo sobre el mundo ha sido arrancado de las
manos del diablo y devuelto a Dios, a quien legítimamente pertenece.
Cuando el Señ or Jesucristo declara que 'el reino, el poder y la gloria' pertenecen a Dios
'por todos los siglos', está diciendo, 'para siempre'. La palabra en el griego original que
se traduce al españ ol 'por todos los siglos' es aion, la cual quiere decir 'época, edades,
tiempos, siglo, eternidad'. Se trata de una referencia a lo que no tiene fin, a una medida
de tiempo interminable, inconcebiblemente larga.
Jesú s está declarando que el señ orío de Dios es eterno, por los siglos de los siglos. El
Padrenuestro termina invitá ndonos a poner nuestros ojos sobre la eternidad. Cuando
este mundo, con todos sus afanes y peligros, haya terminado, todavía nos queda la
eternidad para vivir, a aquellos que hemos vivido y muerto en Cristo Jesú s.
El dominio y señ orío de Dios nunca le podrá n ser arrebatados. Por tanto, sabemos que
nuestra recompensa, nuestro descanso eterno, nos está n asegurados. Un día, la
controversia milenial entre el bien y el mal terminará definitivamente. Dios le
arrancará su dominio falso e ilegítimo a Sataná s y lo echará en el lago de fuego y
azufre “por los siglos de los siglos”, como promete Apocalipsis 20:10. Entonces la
voluntad de Dios se cumplirá en la tierra de la misma manera en que se cumple en el
cielo, como pide el Padrenuestro.
El apó stol Pablo nos invita en 1 Tesalonicenses 5:18 a alentarnos los unos a los otros
con esa gloriosa imagen de un pueblo redimido reinando con su Cristo por toda la
eternidad.