Dosier Naturalismo
Dosier Naturalismo
Dosier Naturalismo
Espero que esté empezando a quedar claro que mi meta era, sobre todo, una meta
científica. Al crear a mis dos protagonistas, Thérèse y Laurent, me complací en
plantearme determinados problemas y en resolverlos; así fue como sentí la tentación de
explicar la extraña unión que puede darse entre dos temperamentos diferentes; he
mostrado las hondas alteraciones de una forma de ser sanguínea al entrar en contacto
con otra, nerviosa. Quien lea atentamente esta novela se dará cuenta de que cada uno de
los capítulos es el estudio de un caso fisiológico peculiar. En pocas palabras, mi único
deseo era buscar el animal que reside en un hombre vigoroso y una mujer insatisfecha;
en no ver, incluso, sino a ese animal; en meter a esos dos seres en un drama
tempestuoso y tomar escrupulosa nota de sus sensaciones y comportamientos. Me he
limitado a realizar, en dos cuerpos vivos, la tarea analítica que realizan los cirujanos en
los cadáveres.
No se me negará que resulta muy duro, recién concluida tal labor, entregado aún por
completo a los juiciosos gozos de la indagación de la verdad, tener que oír acusaciones
que me imputan el no haber aspirado sino a describir escenas colmadas de obscenidad.
Me he visto en el mismo caso que esos pintores que copian desnudos sin que el deseo
los roce ni por asomo y se sorprenden a más no poder cuando algún crítico se
escandaliza ante la carne viva que muestra su obra. Mientras estaba escribiendo Thérèse
Raquin, me olvidé del mundo, me sumí en la tarea de copiar la vida con precisa
minuciosidad, me entregué por entero al análisis de la maquinaria humana. Y puedo
asegurar que en los crueles amores de Thérèse y Laurent no había para mí nada inmoral,
nada que pudiera animar a caer en desviadas pasiones. Se esfumaba la categoría humana
de los modelos, de la misma forma que se esfuma una mujer desnuda para la mirada del
artista ante el que se halla tendida, y éste sólo piensa en plasmar a esa mujer en el lienzo
con formas y colores verdaderos. Grande fue mi sorpresa, por lo tanto, al oír cómo se
tildaba a mi obra de charco de cieno y sangre, de alcantarilla, de inmundicia y a saber de
cuántas cosas más. Conozco a fondo el lindo juego de la crítica, yo también he jugado a
él; pero admito que la unanimidad del ataque me ha sorprendido un tanto. ¡Cómo! ¡Ni
uno de mis colegas ha sido capaz no ya de defender mi libro sino de explicarlo! Entre el
concierto de voces que se alzaban para gritar: «El autor de Thérèse Raquin es un
miserable histérico que se complace en describir escenas pornográficas con todo lujo de
detalles», he esperado en vano otra voz que respondiese: «No; ese escritor no es sino un
analista que quizá se ha demorado en el examen de la podredumbre humana, pero lo ha
hecho de la misma forma en que un médico se demora en una sala de disección».
Desde la publicación de La Taberna en un periódico, ha sido atacada con una brutalidad
sin precedentes; ha sido denunciada y culpada de toda clase de crímenes. ¿Es necesario
que explique aquí, en unas pocas líneas, cuáles son mis intenciones como escritor? He
querido pintar la fatal degradación de una familia obrera, en el infestado medio de
nuestros suburbios. Al final del alcoholismo y la haraganería, están el debilitamiento de
los lazos familiares, las inmundicias de la promiscuidad, el progresivo olvido de los
sentimientos honestos y, como corolario, la vergüenza y la muerte. He puesto
simplemente la moral en acción. La Taberna es con toda seguridad mi libro más casto.
A menudo he tenido que tocar llagas mucho más terribles. Sólo la forma ha causado
consternación. A muchos les han molestado las palabras. Mi crimen ha consistido en
haber tenido la osadía literaria de recoger y verter en un molde muy elaborado la lengua
del pueblo. ¡La forma, en ella radica el gran crimen! Pero hay diccionarios de esta
lengua, los eruditos la estudian y celebran su lozanía, su espontaneidad y la fuerza de
sus imágenes. Con ella se regocijan los gramáticos curiosos. Nadie ha querido
comprender que en mi ánimo había el deseo de hacer un trabajo puramente filológico,
que considero de un gran interés histórico y social. No salgo en defensa propia. Mi obra
me defenderá. Porque es una obra verdadera, la primera novela que se ocupa del pueblo
y que sin mentir recoge el olor del pueblo. No hay que llegar a la conclusión de que
todo el pueblo es malo, pues mis personajes no lo son, sino que se hallan sumidos en un
estado de ignorancia y deterioro a causa del medio de penosos trabajos y miserias
en que viven. Bastaría con leer mis novelas, comprenderlas y verlas en su conjunto,
antes de emitir los juicios definitivos, grotescos y aviesos que circulan en torno a mi
persona y a mis libros. ¡Si se supiera que mis amigos se ríen de la asombrosa leyenda
con la que la gente se divierte! ¡Si se supiera que el bebedor de sangre, el novelista
feroz, es un respetable burgués, estudioso y amante del arte, que vive tranquilamente en
su casa y que tan sólo ambiciona dejar una obra lo más extensa y vigorosa posible! Yo,
en lugar de desmentir a quienes cuentan historias de mí, trabajo, confío en que el tiempo
y la buena fe del público pondrán al descubierto el montón de mentiras acumuladas
sobre mi persona.
Zola, La Taberna
Como es natural, a medida que la pereza y la miseria irrumpían, la suciedad lo hacía
también. Nadie hubiera reconocido aquella bonita tienda azul, del color del cielo, que
antaño había sido el orgullo de Gervaise. Las molduras y los cristales del escaparate,
que nadie pensaba en limpiar, tenían por todas partes salpicaduras del barro de los
coches. En unas tablas, junto a los alambres de latón, se hallaban olvidados unos
cuantos guiñapos de parroquianas muertas en el hospital. Pero el interior era aún más
calamitoso: la humedad de la ropa que ponían a secar en el techo había despegado el
papel; el papel estilo Pompadour estaba lleno de jirones que colgaban como telarañas
cargadas de polvo; la máquina, agujereada de tanto golpearla con el atizador, parecía un
despojo de hierro fundido arrinconado en un baratillo; la mesa de trabajo causaba la
impresión de haber servido para comer a todo un regimiento, tantas manchas de café y
de vino y tantos restos de jalea había, tan pringosa de las comilonas de los lunes estaba.
Y lo anegaba todo un agrio olor a almidón, una pestilente mezcla de moho, grasa
quemada y mugre. Pero Gervaise se sentía allí a gusto. No parecía percatarse de la
suciedad que la rodeaba: se abandonaba y se acostumbraba al papel desgarrado y a las
molduras pringosas, de la misma manera que había llegado a llevar faldas rotas y dejado
de lavarse las orejas. También la suciedad era un nido cálido donde le gustaba
repantigarse. Dejar las cosas revueltas, esperar a que el polvo tapara todos los agujeros y
lo cubriera todo de un velo, sentir que alrededor de ella la casa se volvía indolente en
medio de un embotamiento holgazán, era una verdadera voluptuosidad que la
embriagaba. Lo primero era su tranquilidad; lo demás le traía sin cuidado.
Zola, La taberna
Y atravesó corriendo la habitación de la señora Goujet, y se encontró de nuevo en la
calle. Cuando volvió en sí, acababa de llamar a la puerta en la calle de la Goutte-d’Or,
y Boche se la había abierto. La casa estaba a oscuras. Era como entrar en
su duelo. A esas horas de la noche, el portal, vacío y desportillado, parecía unas fauces
abiertas. ¡Y pensar que antaño había aspirado a vivir en un rincón de aquel ruinoso
caserón! ¡Muy sorda debió haber estado para, en aquel entonces, no haber oído la
maldita sinfonía de la desesperación que resonaba detrás de las paredes. Desde el día en
que metió los pies allí había empezado su hundimiento. Sí, sería que traía mala suerte
estar todos apiñados en aquellas condenadas casas de obreros; unos a otros se
contagiaban allí el cólera de la miseria. Aquella noche todos parecían estar muertos.
Solo se podían escuchar los ronquidos de los Boche, a la derecha, mientras Lantier y
Virginie a la izquierda, ronroneaban como gatos que no duermen, pero están calentitos y
cierran los ojos. En el patio creyó encontrarse en medio de un cementerio; la nieve
formaba en el suelo un blanquecino cuadrado; las altas fachadas de un lívido gris, sin
una luz, igual que paredones abandonados, se erguían; y ni un suspiro, la sepultura de
todo un pueblo envarado por el frío y por el hambre. Tuvo que saltar por encima de un
arroyuelo negro, un charco que había vertido la tintorería y que humeaba todavía; se
abría un lecho cenagoso en la blancura de la nieve. Era un agua del color de sus
pensamientos. ¡Habían terminado de correr las hermosas aguas de azul claro y rosa
suave! Luego, subiendo los seis pisos a oscuras, no pudo menos de reírse; una risa
amarga que le hacía daño. Se acordaba de su viejo ideal: trabajar en paz, tener siempre
pan que llevarse a la boca, tener un agujero un poco digno donde dormir, educar a sus
hijos, que no le pegaran y morir en su cama. ¡Tenía gracia, todo le había salido a pedir
de boca! Ya no trabajaba, ya no comía, dormía sobre las barreduras, su hija andaba de
picos pardos y su marido le medía las espaldas. No le faltaba más que morir en la calle y
ocurriría en seguida, si tenía el valor de tirarse por la ventana tan pronto llegase a casa.
¡Ni que hubiera pedido al cielo treinta mil francos de renta, y miramientos! ¡En esta
vida, por muy modesto que se sea, ya no puede uno esperar sentado!
Zola es el primer novelista de su país, a mi ver, entre los vivos; y acaso también del
mundo entero. Tolstoy, espíritu más profundo, no es tan fuerte ni tan variado y
abundante como Zola, con serlo mucho. Mi alma está más cerca de Tolstoy que de Zola,
sin embargo; tal vez, principalmente, por las fórmulas dogmáticas en que Zola expresa
sus aventuradas negaciones… A Zola, en un libro como Trabajo, solo puedo traducirlo
yo por espíritu de tolerancia. Zola, en la forma a lo menos, aparece aquí ateo; Zola es
materialista, hedonista y hasta fraterniza, por fin, con el colectivismo y el anarquismo.
Yo creo en Dios, en el espíritu, en el misterio; y las graves cuestiones sociales no creo
que hoy se puedan resolver científicamente; porque el adelanto humano, a tanto, no ha
llegado todavía. Las rotundas afirmaciones de Zola sobre Dios, el alma, la evolución, el
fin de la vida, la llamada cuestión social, las rechazo, aun más por su contenido, por la
inflexibilidad dogmática. Zola, como Augusto Comte, del cual es en Trabajo, en lo
esencial, fiel discípulo, es un católico al revés; y así como se ha probado que el
organicismo social positivista era una iglesia católica, con su papa a la cabeza, el mismo
Comte; la utopía de Trabajo es un catolicismo ateo y hedonista con su pontífice, Lucas.
Galdós, La desheredada
[…]
Lleváronle [a Rufete] a la enfermería. El médico mandó que le dieran una ducha, y fue
llevado en brazos a la inquisición de agua. Es un pequeño balneario, sabiamente
construido, donde hay diversos aparatos de tormento. Allí dan lanzazos en los costados,
azotes en la espalda, barrenos en la cabeza, todo con mangas y tubos de agua. Esta tiene
presión formidable, y sus golpes y embestidas son verdaderamente feroces. Los chorros
afilados, o en láminas, o divididos en hilos penetrantes como agujas de hielo, atacan
encarnizados con el áspero chirrido del acero. Rufete, que ya conocía el lugar y la
maquinaria, se defendió con fiero instinto. Le embrazaron, oprimiéndole en fuerte anilla
horizontal de hierro sujeta a la pared, y allí, sin defensa posible, desnudo, recibió la
acometida. Poco después yacía aletargado en una cama con visibles apariencias de
bienestar. Al fin, durmió profundamente.
[…]
Galdós, La desheredada
Juanito reconoció el número 11 en la puerta de una tienda de aves y huevos. Por allí se
había de entrar sin duda, pisando plumas y aplastando cascarones. Preguntó a dos
mujeres que pelaban gallinas y pollos, y le contestaron, señalando una mampara, que
aquella era la entrada de la escalera del 11. Portal y tienda eran una misma cosa en aquel
edificio característico del Madrid primitivo. Y entonces se explicó Juanito por qué
llevaba muchos días Estupiñá, pegadas a las botas, plumas de diferentes aves. Las cogía
al salir, como las había cogido él, por más cuidado que tuvo de evitar al paso los sitios
en que había plumas y algo de sangre. Daba dolor ver las anatomías de aquellos pobres
animales, que apenas desplumados eran suspendidos por la cabeza, conservando la cola
como un sarcasmo de su mísero destino. A la izquierda de la entrada vio el Delfín
cajones llenos de huevos, acopio de aquel comercio. La voracidad del hombre no tiene
límites, y sacrifica a su apetito no solo las presentes sino las futuras generaciones
gallináceas. A la derecha, en la prolongación de aquella cuadra lóbrega, un sicario
manchado de sangre daba garrote a las aves. Retorcía los pescuezos con esa presteza y
donaire que da el hábito, y apenas soltaba una víctima y la entregaba agonizante a las
desplumadoras, cogía otra para hacerle la misma caricia. Jaulones enormes había por
todas partes, llenos de pollos y gallos, los cuales asomaban la cabeza roja por entre las
cañas, sedientos y fatigados, para respirar un poco de aire, y aun allí los infelices presos
se daban de picotazos por aquello de si tú sacaste más pico que yo... si ahora me toca a
mí sacar todo el pescuezo.
Habiendo apreciado este espectáculo poco grato, el olor de corral que allí había, y el
ruido de alas, picotazos y cacareo de tanta víctima, Juanito la emprendió con los
famosos de granito, negros ya y gastados. Efectivamente, parecía la subida a un castillo
o prisión de Estado. El paramento era de fábrica cubierta de yeso y este de rayas e
inscripciones soeces o tontas. Por la parte más próxima a la calle, fuertes rejas de hierro
completaban el aspecto feudal del edificio. Al pasar junto a la puerta de una de las
habitaciones del entresuelo, Juanito la vio abierta y, lo que es natural, miró hacia dentro,
pues todos los accidentes de aquel recinto despertaban en sumo grado su curiosidad.
Pensó no ver nada y vio algo que de pronto le impresionó, una mujer bonita, joven,
alta... Parecía estar en acecho, movida de una curiosidad semejante a la de Santa Cruz,
deseando saber quién demonios subía a tales horas por aquella endiablada escalera. La
moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el
momento de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico
arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se
agasajan5 dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina
que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.
Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien
calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con ella.
-¿Vive aquí -le preguntó- el Sr. de Estupiñá?
-¿D. Plácido?... en lo más último de arriba -contestó la joven, dando algunos pasos
hacia fuera.
Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»... Pensando esto, advirtió
que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba
a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos
de decir:
-¿Qué come usted, criatura?
-¿No lo ve usted? -replicó mostrándoselo- Un huevo.
-¡Un huevo crudo!
Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se
atizó otro sorbo.
-No sé cómo puede usted comer esas babas crudas -dijo Santa Cruz, no hallando mejor
modo de trabar conversación.
-Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? -replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el
cascarón quedaba.
Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes.
Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no; le repugnaban los huevos crudos.
-No, gracias.
Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la
pared del tramo inferior. Estaba limpiándose los dedos con el pañuelo, y Juanito
discurriendo por dónde pegaría la hebra, cuando sonó abajo una voz terrible que
dijo: ¡Fortunaaá! Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yia voy con
chillido tan penetrante que Juanito creyó se le desgarraba el tímpano.
El yia principalmente sonó como la vibración agudísima de una hoja de acero al
deslizarse sobre otra. Y al soltar aquel sonido, digno canto de tal ave, la moza se arrojó
con tanta presteza por las escaleras abajo, que parecía rodar por ellas. Juanito la vio
desaparecer, oía el ruido de su ropa azotando los peldaños de piedra y creyó que se
mataba. Todo quedó al fin en silencio, y de nuevo emprendió el joven su ascensión
penosa. En la escalera no volvió a encontrar a nadie, ni una mosca siquiera, ni oyó más
ruido que el de sus propios pasos.
Después de recorrer dos lados del corredor principal, penetraron en una especie de túnel
en que también había puertas numeradas; subieron como unos seis peldaños, precedidas
siempre de la zancuda, y se encontraron en el corredor de otro patio, mucho más feo,
sucio y triste que el anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de
aristocrático y podría pasar por albergue de familias distinguidas. Entre uno y otro
patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso estaban unidos, había un escalón
social, la distancia entre eso que se llama capas. Las viviendas, en aquella
segunda capa, eran más estrechas y miserables que en la primera; el revoco se caía a
pedazos, y los rasguños trazados con un clavo en las paredes parecían hechos con más
saña, los versos escritos con lápiz en algunas puertas más necios y groseros, las maderas
más despintadas y roñosas, el aire más viciado, el vaho que salía por puertas y ventanas
más espeso y repugnante. Jacinta, que había visitado algunas casas de corredor, no había
visto ninguna tan tétrica y mal oliente. «¿Qué, te asustas, niña bonita? -le dijo
Guillermina-. ¿Pues qué te creías tú, que esto era el Teatro Real o la casa de Fernán-
Núñez? Ánimo. Para venir aquí se necesitan dos cosas: caridad y estómago».
Echando una mirada a lo alto del tejado, vio la Delfina que por encima de este
asomaba un tenderete en que había muchos cueros, tripas u otros despojos, puestos a
secar. De aquella región venía, arrastrado por las ondas del aire, un olor nauseabundo.
Por los desiguales tejados paseábanse gatos de feroz aspecto, flacos, con las quijadas
angulosas, los ojos dormilones, el pelo erizado. Otros bajaban a los corredores y se
tendían al sol; pero los propiamente salvajes, vivían y aun se criaban arriba,
persiguiendo el sabroso ratón de los secaderos.
Pasaron junto a las dos damas figuras andrajosas, ciegos que iban dando palos en el
suelo, lisiados con montera de pelo, pantalón de soldado, horribles caras. Jacinta se
apretaba contra la pared para dejar paso franco. Encontraban mujeres con pañuelo a la
cabeza y mantón pardo, tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue del
mismo mantón. Parecían moras; no se les veía más que un ojo y parte de la nariz.
Algunas eran agraciadas; pero la mayor parte eran flacas, pálidas, tripudas y envejecidas
antes de tiempo.
Por los ventanuchos abiertos salía, con el olor a fritangas y el ambiente chinchoso,
murmullo de conversaciones dejosas, arrastrando toscamente las sílabas finales. Este
modo de hablar de la tierra ha nacido en Madrid de una mixtura entre el deje andaluz,
puesto de moda por los soldados, y el dejo aragonés, que se asimilan todos los que
quieren darse aires varoniles.