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Dosier Naturalismo

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Zola, Fragmentos de La novela experimental

A menudo he hablado, en mis estudios literarios, del método experimental aplicado a la


novela y al drama. El retorno a la naturaleza, la evolución naturalista que arrastra
consigo el siglo, empuja poco a poco todas las manifestaciones de la inteligencia
humana hacia una misma vía científica. La idea de una literatura determinada por la
ciencia sólo puede sorprender si no se precisa y se comprende. Me parece útil decir,
pues, claramente lo que se debe entender, en mi opinión, por novela experimental. Sólo
tendré que hacer un trabajo de adaptación, ya que el método experimental ha sido
establecido con una fuerza y una claridad maravillosas por Claude Bernard en su
Introduction à l’étude de la médecine expérimentale. Este libro, escrito por un sabio
cuya autoridad es decisiva, va a servirme de base sólida. Encontraré en él toda la
cuestión tratada, y me limitaré a dar las citas que me sean necesarias como argumentos
irrefutables. Se tratará, pues, de una compilación de textos; ya que cuento escudarme, en
todos los puntos, detrás de Claude Bernard. A menudo me bastará con remplazar la
palabra «médico» por la palabra «novelista» para hacer claro mi pensamiento y darle el
rigor de una verdad científica
[…]
Claude Bernard discute largamente sobre la observación y la experiencia. Existe, de
entrada, una limpia línea de demarcación. Es ésta: «Se da el nombre de observador a
quien aplica los procedimientos de investigaciones simples o complejas al estudio de
fenómenos que no hace variar y que recoge, en consecuencia, tal como la naturaleza se
los ofrece; se da el nombre experimentador a quien emplea los procedimientos de
investigaciones simples o complejas para hacer variar o modificar, con un fin
cualquiera, los fenómenos naturales y los hace aparecer en circunstancias o en
condiciones en las que la naturaleza no los presentaba». Por ejemplo, la astronomía es
una ciencia de observación porque no se concibe a un astrónomo que actúe sobre los
astros; mientras que la química es una ciencia de experimentación, pues el químico
actúa sobre la naturaleza y la modifica. Tal es, según Claude Bernard, la única
distinción verdaderamente importante que separa a un observador de un
experimentador. No puedo seguirle en su discusión de las diferentes definiciones dadas
hasta hoy. Como ya he dicho, termina por concluir que la experiencia, en el fondo, no es
más que una observación provocada. Cito: «En el método experimental, el examen de
los hechos, es decir, la investigación, se acompaña siempre con un razonamiento de
manera que, ordinariamente, el experimentador hace un experimento para controlar o
verificar el valor de una idea experimental. Entonces se puede decir que la experiencia
es una observación provocada con un propósito de control».
Por lo demás, para llegar a determinar lo que puede haber de observación y de
experimentación en la novela naturalista, sólo tengo necesidad de los pasajes siguientes:
«El observador constata pura y simplemente los fenómenos que tiene ante sus ojos…
tiene que ser el fotógrafo de los fenómenos; su observación debe representar
exactamente a la naturaleza… escucha a la naturaleza y escribe bajo su dictado. Pero
una vez constatado y observado el fenómeno, llega la idea, interviene el razonamiento y
aparece el experimentador para interpretarlo. El experimentador es quien, en virtud de
una interpretación más o menos probable, pero anticipada, de los fenómenos
observados, instituye la experiencia de manera que, en el orden lógico de las
previsiones, dicha experiencia ofrezca un resultado que sirva de control a la hipótesis o
a la idea preconcebida… A partir del momento en el que el resultado de la experiencia
se manifiesta, el experimentador se enfrenta a una auténtica observación que ha
provocado y que hay que constatar, como cualquier observación, sin idea preconcebida.
El experimentador debe entonces desaparecer o más bien transformarse inmediatamente
en observador; y sólo después de haber constatado los resultados de la experiencia igual
que si se tratara de los de una observación ordinaria, volverá su espíritu para razonar,
comparar y juzgar si la hipótesis experimental está verificada o invalidada por los
mismos resultados».
[…]
Pues bien, volviendo a la novela, vemos igualmente que el novelista es, a la vez,
observador y experimentador. En él, el observador ofrece los hechos tal como los ha
observado, marca el punto de partida, establece el terreno sólido sobre el que van a
moverse los personajes y a desarrollarse los fenómenos. Después, aparece el
experimentador e instituye la experiencia, quiero decir, hacer mover a los personajes en
una historia particular para mostrar en ella que la sucesión de hechos será la que exige el
determinismo de los fenómenos a estudiar. Se trata casi siempre de una experiencia «por
ver», como la llama Claude Bernard. El novelista sale a la búsqueda de una verdad.
Tomaré como ejemplo la figura del barón Hulot, en la Cousine Bette de Balzac. El
hecho general observado por Balzac es el estrago que el temperamento amoroso de un
hombre provoca en él, en su familia y en la sociedad. Desde el momento en que ha
elegido su tema, parte de unos hechos observados y después instituye su experiencia
sometiendo a Hulot a una serie de pruebas, haciéndole pasar por determinados medios
para demostrar el funcionamiento del mecanismo de su pasión. Es evidente, pues, que
en esta novela no hay solamente observación, sino que existe en ella también
experimentación, puesto que Balzac no se comporta únicamente como fotógrafo ante los
hechos por él recogidos, ya que interviene de manera directa para colocar a su personaje
en unas condiciones en las que él sigue siendo el amo.
[…]
Sin arriesgarme a formular leyes, creo que la cuestión de la herencia tiene mucha
influencia en las manifestaciones intelectuales y pasionales del hombre. También doy
una importancia considerable al medio ambiente. Tendríamos que abordar las teorías de
Darwin; pero esto no es más que un estudio general sobre el método experimental
aplicado a la novela y me perdería si quisiera entrar en detalles. Simplemente diré
algunas palabras sobre el medio ambiente. Acabamos de ver la importancia decisiva que
da Claude Bernard al estudio del medio intraorgánico, medio que hay que tener muy en
cuenta si se quiere encontrar el determinismo de los fenómenos en los seres vivos. Pues
bien, en el estudio de una familia, de un grupo de seres vivos, creo que el medio social
tiene, igualmente, una importancia capital. Un día la fisiología nos explicará sin duda el
mecanismo del pensamiento y de las pasiones; sabremos cómo funciona la máquina
individual del hombre, cómo piensa, cómo ama, cómo pasa de la razón a la pasión y a la
locura; pero estos fenómenos, estos hechos del mecanismo de los órganos actúan bajo la
influencia del medio interior, no se producen en el exterior aisladamente y en la vida. El
hombre no está solo, vive en una sociedad, en un medio social y para nosotros,
novelistas, este medio social modifica sin cesar los fenómenos. Nuestro gran estudio
está aquí, en el trabajo recíproco de la sociedad sobre el individuo y del individuo sobre
la sociedad. Para el fisiólogo, el medio exterior y el medio interior son puramente
cuestiones químicas y físicas, lo cual le permite encontrar fácilmente leyes. Todavía no
ha llegado el momento de probar que el medio social sea, también, cuestión física y
química. Seguramente lo es, o más bien, es el producto variable de un grupo de seres
vivos, los cuales están totalmente sometidos a las leyes físicas y químicas que rigen
tanto los cuerpos vivos como los cuerpos brutos. A partir de aquí, veremos que se puede
influir sobre el medio social actuando sobre los fenómenos, de los que nos haremos
dueños en el hombre. Esto es lo que constituye la novela experimental: poseer el
mecanismo de los fenómenos en el hombre, demostrar los resortes de las
manifestaciones intelectuales y sensuales como nos los explicará la fisiología, bajo las
influencias de la herencia y de las circunstancias ambientes, después de mostrar al
hombre vivo en el medio social que él mismo ha producido, que modifica cada día y en
el seno del cual manifiesta, a su vez, una transformación continua. Así pues, nos
apoyamos en la fisiología, tomamos al hombre aislado de las manos del fisiólogo para
continuar la solución del problema y resolver científicamente la cuestión de saber cómo
se comportan los hombres desde que viven en sociedad.

Pardo Bazán, La cuestión palpitante

El ciclo de novelas a que debe Zola su estruendosa fama se titula Los Rougon Macquart,


Historia Natural y Social de una Familia Bajo el Segundo Imperio. Herida esta familia
en su mismo tronco por la neurosis, se va comunicando la lesión a todas las ramas del
árbol, y adoptando diversas formas, ya se presenta como locura furiosa y homicida, ya
como imbecilidad, ya como vicio de alcoholismo, ya como genio artístico; y el
novelista, habiendo trazado en persona el árbol genealógico de la estirpe de Rougon,
con sus mezclas, fusiones y saltos atrás, reseña las metamorfosis del terrible mal
hereditario, estudiando en cada una de sus novelas un caso de enfermedad tan
misteriosa.
Adviértase que la idea fundamental de los Rougon Macquart no es artística, sino
científica, y que los antecedentes del famoso ciclo, si bien lo miramos, se encuentran en
Darwin y Haeckel mejor que en Stendhal, Flaubert o Balzac. La ley de transmisión
hereditaria, que imprime caracteres indelebles en los individuos por cuyas venas corre
una misma sangre; la de selección natural, que elimina los organismos débiles y
conserva los fuertes y aptos para la vida; la de lucha por la existencia, que desempeña
oficio análogo; la de adaptación, que condiciona a los seres orgánicos conforme al
medio ambiente; en suma, cuantas forman el cuerpo de doctrinas evolucionistas
predicado por el autor del Origen de las Especies, pueden verse aplicadas en las novelas
de Zola.
Zola, Prólogo a Thérese Raquin

En Thérèse Raquin  pretendí estudiar temperamentos y no caracteres. En eso consiste el


libro en su totalidad. Escogí personajes sometidos por completo a la soberanía de los
nervios y la sangre, privados de libre arbitrio, a quienes las fatalidades de la carne
conducen a rastras a cada uno de los trances de su existencia. Thérèse y Laurent son
animales irracionales humanos, ni más ni menos. Intenté seguir, paso a paso, en esa
animalidad, el rastro de la sorda labor de las pasiones, los impulsos del instinto, los
trastornos mentales consecutivos a una crisis nerviosa. Los amores de mis dos
protagonistas satisfacen una necesidad; el asesinato que cometen es una consecuencia
de su adulterio, consecuencia en la que consienten de la misma forma en que los lobos
consienten en asesinar corderos; y, por fin, lo que di en llamar su remordimiento no es
sino un simple desarreglo orgánico o una rebeldía del sistema nervioso sometido a una
tensión extremada. No hay en todo ello ni rastros del alma, lo admito de buen grado,
puesto que era mi intención que no los hubiera.

Espero que esté empezando a quedar claro que mi meta era, sobre todo, una meta
científica. Al crear a mis dos protagonistas, Thérèse y Laurent, me complací en
plantearme determinados problemas y en resolverlos; así fue como sentí la tentación de
explicar la extraña unión que puede darse entre dos temperamentos diferentes; he
mostrado las hondas alteraciones de una forma de ser sanguínea al entrar en contacto
con otra, nerviosa. Quien lea atentamente esta novela se dará cuenta de que cada uno de
los capítulos es el estudio de un caso fisiológico peculiar. En pocas palabras, mi único
deseo era buscar el animal que reside en un hombre vigoroso y una mujer insatisfecha;
en no ver, incluso, sino a ese animal; en meter a esos dos seres en un drama
tempestuoso y tomar escrupulosa nota de sus sensaciones y comportamientos. Me he
limitado a realizar, en dos cuerpos vivos, la tarea analítica que realizan los cirujanos en
los cadáveres.

No se me negará que resulta muy duro, recién concluida tal labor, entregado aún por
completo a los juiciosos gozos de la indagación de la verdad, tener que oír acusaciones
que me imputan el no haber aspirado sino a describir escenas colmadas de obscenidad.
Me he visto en el mismo caso que esos pintores que copian desnudos sin que el deseo
los roce ni por asomo y se sorprenden a más no poder cuando algún crítico se
escandaliza ante la carne viva que muestra su obra. Mientras estaba escribiendo Thérèse
Raquin,  me olvidé del mundo, me sumí en la tarea de copiar la vida con precisa
minuciosidad, me entregué por entero al análisis de la maquinaria humana. Y puedo
asegurar que en los crueles amores de Thérèse y Laurent no había para mí nada inmoral,
nada que pudiera animar a caer en desviadas pasiones. Se esfumaba la categoría humana
de los modelos, de la misma forma que se esfuma una mujer desnuda para la mirada del
artista ante el que se halla tendida, y éste sólo piensa en plasmar a esa mujer en el lienzo
con formas y colores verdaderos. Grande fue mi sorpresa, por lo tanto, al oír cómo se
tildaba a mi obra de charco de cieno y sangre, de alcantarilla, de inmundicia y a saber de
cuántas cosas más. Conozco a fondo el lindo juego de la crítica, yo también he jugado a
él; pero admito que la unanimidad del ataque me ha sorprendido un tanto. ¡Cómo! ¡Ni
uno de mis colegas ha sido capaz no ya de defender mi libro sino de explicarlo! Entre el
concierto de voces que se alzaban para gritar: «El autor de Thérèse Raquin es un
miserable histérico que se complace en describir escenas pornográficas con todo lujo de
detalles», he esperado en vano otra voz que respondiese: «No; ese escritor no es sino un
analista que quizá se ha demorado en el examen de la podredumbre humana, pero lo ha
hecho de la misma forma en que un médico se demora en una sala de disección».

Zola, Prólogo a La Taberna

Desde la publicación de La Taberna en un periódico, ha sido atacada con una brutalidad
sin precedentes; ha sido denunciada y culpada de toda clase de crímenes. ¿Es necesario
que explique aquí, en unas pocas líneas, cuáles son mis intenciones como escritor? He
querido pintar la fatal degradación de una familia obrera, en el infestado medio de
nuestros suburbios. Al final del alcoholismo y la haraganería, están el debilitamiento de
los lazos familiares, las inmundicias de la promiscuidad, el progresivo olvido de los
sentimientos honestos y, como corolario, la vergüenza y la muerte. He puesto
simplemente la moral en acción. La Taberna es con toda seguridad mi libro más casto.
A menudo he tenido que tocar llagas mucho más terribles. Sólo la forma ha causado
consternación. A muchos les han molestado las palabras. Mi crimen ha consistido en
haber tenido la osadía literaria de recoger y verter en un molde muy elaborado la lengua
del pueblo. ¡La forma, en ella radica el gran crimen! Pero hay diccionarios de esta
lengua, los eruditos la estudian y celebran su lozanía, su espontaneidad y la fuerza de
sus imágenes. Con ella se regocijan los gramáticos curiosos. Nadie ha querido
comprender que en mi ánimo había el deseo de hacer un trabajo puramente filológico,
que considero de un gran interés histórico y social. No salgo en defensa propia. Mi obra
me defenderá. Porque es una obra verdadera, la primera novela que se ocupa del pueblo
y que sin mentir recoge el olor del pueblo. No hay que llegar a la conclusión de que
todo el pueblo es malo, pues mis personajes no lo son, sino que se hallan sumidos en un
estado de ignorancia y deterioro a causa del medio de penosos trabajos y miserias
en que viven. Bastaría con leer mis novelas, comprenderlas y verlas en su conjunto,
antes de emitir los juicios definitivos, grotescos y aviesos que circulan en torno a mi
persona y a mis libros. ¡Si se supiera que mis amigos se ríen de la asombrosa leyenda
con la que la gente se divierte! ¡Si se supiera que el bebedor de sangre, el novelista
feroz, es un respetable burgués, estudioso y amante del arte, que vive tranquilamente en
su casa y que tan sólo ambiciona dejar una obra lo más extensa y vigorosa posible! Yo,
en lugar de desmentir a quienes cuentan historias de mí, trabajo, confío en que el tiempo
y la buena fe del público pondrán al descubierto el montón de mentiras acumuladas
sobre mi persona.

Zola, La Taberna
Como es natural, a medida que la pereza y la miseria irrumpían, la suciedad lo hacía
también. Nadie hubiera reconocido aquella bonita tienda azul, del color del cielo, que
antaño había sido el orgullo de Gervaise. Las molduras y los cristales del escaparate,
que nadie pensaba en limpiar, tenían por todas partes salpicaduras del barro de los
coches. En unas tablas, junto a los alambres de latón, se hallaban olvidados unos
cuantos guiñapos de parroquianas muertas en el hospital. Pero el interior era aún más
calamitoso: la humedad de la ropa que ponían a secar en el techo había despegado el
papel; el papel estilo Pompadour estaba lleno de jirones que colgaban como telarañas
cargadas de polvo; la máquina, agujereada de tanto golpearla con el atizador, parecía un
despojo de hierro fundido arrinconado en un baratillo; la mesa de trabajo causaba la
impresión de haber servido para comer a todo un regimiento, tantas manchas de café y
de vino y tantos restos de jalea había, tan pringosa de las comilonas de los lunes estaba.
Y lo anegaba todo un agrio olor a almidón, una pestilente mezcla de moho, grasa
quemada y mugre. Pero Gervaise se sentía allí a gusto. No parecía percatarse de la
suciedad que la rodeaba: se abandonaba y se acostumbraba al papel desgarrado y a las
molduras pringosas, de la misma manera que había llegado a llevar faldas rotas y dejado
de lavarse las orejas. También la suciedad era un nido cálido donde le gustaba
repantigarse. Dejar las cosas revueltas, esperar a que el polvo tapara todos los agujeros y
lo cubriera todo de un velo, sentir que alrededor de ella la casa se volvía indolente en
medio de un embotamiento holgazán, era una verdadera voluptuosidad que la
embriagaba. Lo primero era su tranquilidad; lo demás le traía sin cuidado.

Zola, La taberna
Y atravesó corriendo la habitación de la señora Goujet, y se encontró de nuevo en la
calle. Cuando volvió en sí, acababa de llamar a la puerta en la calle de la Goutte-d’Or,
y Boche se la había abierto. La casa estaba a oscuras. Era como entrar en
su duelo. A esas horas de la noche, el portal, vacío y desportillado, parecía unas fauces
abiertas. ¡Y pensar que antaño había aspirado a vivir en un rincón de aquel ruinoso
caserón! ¡Muy sorda debió haber estado para, en aquel entonces, no haber oído la
maldita sinfonía de la desesperación que resonaba detrás de las paredes. Desde el día en
que metió los pies allí había empezado su hundimiento. Sí, sería que traía mala suerte
estar todos apiñados en aquellas condenadas casas de obreros; unos a otros se
contagiaban allí el cólera de la miseria. Aquella noche todos parecían estar muertos.
Solo se podían escuchar los ronquidos de los Boche, a la derecha, mientras Lantier y
Virginie a la izquierda, ronroneaban como gatos que no duermen, pero están calentitos y
cierran los ojos. En el patio creyó encontrarse en medio de un cementerio; la nieve
formaba en el suelo un blanquecino cuadrado; las altas fachadas de un lívido gris, sin
una luz, igual que paredones abandonados, se erguían; y ni un suspiro, la sepultura de
todo un pueblo envarado por el frío y por el hambre. Tuvo que saltar por encima de un
arroyuelo negro, un charco que había vertido la tintorería y que humeaba todavía; se
abría un lecho cenagoso en la blancura de la nieve. Era un agua del color de sus
pensamientos. ¡Habían terminado de correr las hermosas aguas de azul claro y rosa
suave! Luego, subiendo los seis pisos a oscuras, no pudo menos de reírse; una risa
amarga que le hacía daño. Se acordaba de su viejo ideal: trabajar en paz, tener siempre
pan que llevarse a la boca, tener un agujero un poco digno donde dormir, educar a sus
hijos, que no le pegaran y morir en su cama. ¡Tenía gracia, todo le había salido a pedir
de boca! Ya no trabajaba, ya no comía, dormía sobre las barreduras, su hija andaba de
picos pardos y su marido le medía las espaldas. No le faltaba más que morir en la calle y
ocurriría en seguida, si tenía el valor de tirarse por la ventana tan pronto llegase a casa.
¡Ni que hubiera pedido al cielo treinta mil francos de renta, y miramientos! ¡En esta
vida, por muy modesto que se sea, ya no puede uno esperar sentado!

Clarín, «Del Naturalismo»

Ciñéndose luego a la reflexión a lo que el concepto de naturalismo exige, se ve que la


nueva escuela no cambia aquella parte de la estética que trata de la belleza en sí y en la
realidad de los objetos a que se atribuye, sino solo la parte esencial que atiende a la
belleza que es producida por el arte. Del mundo natural, del espíritu, nada dice el
naturalismo; es teoría nueva solo para el arte, y así modifica un tanto las doctrinas
relativas al ideal artístico, por cuanto niega que el propósito y asunto del arte sea la
exaltación del ánimo por medio de la obra bella que refleja la realidad, no tal como
aparece, impura y defectuosa en la contemplación directa, no artística, sino en
conformidad al tipo ideal de cada objeto y al ideal supremo, sobre todo. Esto lo niega el
naturalismo, no como han creído muchos, cerrando las puertas del arte a las obras que
se produzcan con arreglo a esa ley inventada por el idealismo, sino pidiendo que sea
admitida también y como la más propia y la más oportuna ya en nuestro tiempo, la
fórmula del arte experimental, que no cree necesario que sea la producción artística
aspiración bella al tipo ideal supuesto.

La palabra natural, de donde derivamos el nombre que se da a la moderna escuela, se


toma, no en el sentido de oposición a idea o espiritual, no en referencia única al mundo
que conocemos por los sentidos, sino en la acepción de ser el objeto de que se trata, el
arte, conforme a la realidad, siguiendo en su mundo imaginado las leyes que esa
realidad sigue, y ateniéndose a sus formas [...]. Ha nacido por la evolución natural del
arte y obedeciendo a las leyes biológicas de la cultura y de la civilización en general, y
en particular del arte. Es una escuela artística, y en el concreto sentido histórico de que
se trata, es predominantemente literaria esa escuela.
Pardo Bazán, Prólogo a Un viaje de novios

No censuro yo la observación paciente, minuciosa, exacta, que distingue a la moderna


escuela francesa: desapruebo como yerros artísticos, la elección sistemática preferente
de asuntos repugnantes o desvergonzados, la prolijidad nimia, y a veces cansada, de las
descripciones, y, más que todo, un defecto en que no sé si repararon los críticos: la
perenne solemnidad y tristeza, el ceño siempre torvo, la carencia de notas festivas y de
gracia y soltura en el estilo y en la idea. Para mí es Zola el más hipocondriaco de los
escritores habidos y por haber; un Heráclito que no gasta pañuelo, un Jeremías que así
lamenta la pérdida de la nación por el golpe de Estado, como la ruina de un almacén de
ultramarinos. Y siendo la novela, por excelencia, trasunto de la vida humana, conviene
que en ella turnen, como en nuestro existir, lágrimas y risas, el fondo de la eterna
tragicomedia del mundo. Estos realistas flamantes se dejaron entre bastidores el puñal y
el veneno de la escuela romántica, pero, en cambio, sacan a la escena una cara de
viernes mil veces más indigesta.
¡Oh, y cuán sano, verdadero y hermoso es nuestro realismo nacional, tradición
gloriosísima del arte hispano! ¡Nuestro realismo, el que ríe y llora en la Celestina y
el Quijote, en los cuadros de Velázquez y Goya, en la vena cómico-dramática de Tirso y
Ramón de la Cruz! ¡Realismo indirecto, inconsciente, y por eso mismo acabado y lleno
de inspiración; no desdeñoso del idealismo, y gracias a ello, legítima y profundamente
humano, ya que, como el hombre, reúne en sí materia y espíritu, tierra y cielo! Si
considero que aun hoy, en nuestra decadencia, cuando la literatura apenas produce a los
que la cultivan un mendrugo de amargo pan, cuando apenas hay público que lea ni
aplauda, todavía nos adornan novelistas tales, que ni en estilo, ni en inventiva, ni acaso
en perspicacia observadora van en zaga a sus compañeros de Francia e Inglaterra (países
donde el escribir buenas novelas es profesión, a más de honrosa, lucrativa),
enorgullézcome de las ricas facultades de nuestra raza, al par que me aflige el mezquino
premio que logran los ingenios de España, y me abochorna la preferencia vergonzosa
que tal vez concede la multitud a rapsodias y versiones pésimas de Zola, habiendo en
España Galdós, Peredas, Alarcones y otros más que omito por no alargar la
nomenclatura.
Si a algún crítico ocurriese calificar de realista esta mi novela, como fue calificada su
hermana mayor Pascual López, pídole por caridad que no me afilie al realismo
transpirenaico, sino al nuestro, único que me contenta y en el cual quiero vivir y morir,
no por mis méritos, si por mi voluntad firme. Tanto es mi respeto y amor hacia nuestros
modelos nacionales, que acaso por mejor imitarlos y empaparme en ellos, di a Pascual
López el sabor arcaico, ensalzado hasta las nubes por la benevolencia de unos, por otros
censurado; pero, en mi humilde parecer, no del todo fuera de lugar en una obra que
intenta -en cuanto es posible en nuestros días, y en cuanto lo consiente mi escaso
ingenio- recordar el sazonadísimo y nunca bien ponderado género picaresco. No tendría
disculpa si emplease el mismo estilo en UN VIAJE DE NOVIOS, de índole más
semejante a la de la moderna novela llamada de costumbres.

Galdós, Prólogo a La Regenta

Escribió Alas su obra en tiempos no lejanos, cuando andábamos en aquella procesión


del Naturalismo, marchando hacia el templo del arte con menos pompa retórica de la
que antes se usaba, abandonadas las vestiduras caballerescas, y haciendo gala de la ropa
usada en los actos comunes de la vida. A muchos imponía miedo el tal Naturalismo,
creyéndolo portador de todas las fealdades sociales y humanas; en su mano veían un
gran plumero con el cual se proponía limpiar el techo de ideales, que a los ojos de él
eran como telarañas, y una escoba, con la cual había de barrer del suelo las virtudes, los
sentimientos puros y el lenguaje decente. Creían que el Naturalismo substituía el
Diccionario usual por otro formado con la recopilación prolija de cuanto dicen en sus
momentos de furor los carreteros y verduleras, los chulos y golfos más desvergonzados.
Las personas crédulas y sencillas no ganan para sustos en los días en que se hizo moda
hablar de aquel sistema, como de una rara novedad y de un peligro para el arte. Luego
se vio que no era peligro ni sistema, ni siquiera novedad, pues todo lo esencial del
Naturalismo lo teníamos en casa desde tiempos remotos, y antiguos y modernos
conocían ya la soberana ley de ajustar las ficciones del arte a la realidad de la naturaleza
y del alma, representando cosas y personas, caracteres y lugares como Dios los ha
hecho. Era tan sólo novedad la exaltación del principio, y un cierto desprecio de los
resortes imaginativos y de la psicología espaciada y ensoñadora.
Fuera de esto el llamado Naturalismo nos era familiar a los españoles en el reino
de la Novela, pues los maestros de este arte lo practicaron con toda la libertad del
mundo, y de ellos tomaron enseñanza los noveladores ingleses y franceses. Nuestros
contemporáneos ciertamente no lo habían olvidado cuando vieron traspasar la frontera
el estandarte naturalista, que no significaba más que la repatriación de una vieja idea; en
los días mismos de esta repatriación tan trompeteada, la pintura fiel de la vida era
practicada en España por Pereda y otros, y lo había sido antes por los escritores de
costumbres. Pero fuerza es reconocer del Naturalismo que acá volvía como una
corriente circular parecida al gulf stream, traía más calor y menos delicadeza y gracia.
El nuestro, la corriente inicial, encarnaba la realidad en el cuerpo y rostro de un
humorismo que era quizás la forma más genial de nuestra raza. Al volver a casa la onda,
venía radicalmente desfigurada: en el paso por Albión habíanle arrebatado la
socarronería española, que fácilmente convirtieron en humour inglés las manos hábiles
de Fielding, Dickens y Thackeray, y despojado de aquella característica elemental, el
naturalismo cambió de fisonomía en manos francesas: lo que perdió en gracia y
donosura, lo ganó en fuerza analítica y en extensión, aplicándose a estados psicológicos
que no encajan fácilmente en la forma picaresca. Recibimos, pues, con mermas y
adiciones (y no nos asustemos del símil comercial) la mercancía que habíamos
exportado, y casi desconocíamos la sangre nuestra y el aliento del alma española que
aquel ser literario conservaba después de las alteraciones ocasionadas por sus viajes. En
resumidas cuentas: Francia, con su poder incontrastable, nos imponía una reforma de
nuestra propia obra, sin saber que era nuestra; aceptámosla nosotros restaurando el
Naturalismo y devolviéndole lo que le habían quitado, el humorismo, y empleando este
en las formas narrativa y descriptiva conforme a la tradición cervantesca.

Clarín, Prólogo a Trabajo de Zola

Zola es el primer novelista de su país, a mi ver, entre los vivos; y acaso también del
mundo entero. Tolstoy, espíritu más profundo, no es tan fuerte ni tan variado y
abundante como Zola, con serlo mucho. Mi alma está más cerca de Tolstoy que de Zola,
sin embargo; tal vez, principalmente, por las fórmulas dogmáticas en que Zola expresa
sus aventuradas negaciones… A Zola, en un libro como Trabajo, solo puedo traducirlo
yo por espíritu de tolerancia. Zola, en la forma a lo menos, aparece aquí ateo; Zola es
materialista, hedonista y hasta fraterniza, por fin, con el colectivismo y el anarquismo.
Yo creo en Dios, en el espíritu, en el misterio; y las graves cuestiones sociales no creo
que hoy se puedan resolver científicamente; porque el adelanto humano, a tanto, no ha
llegado todavía. Las rotundas afirmaciones de Zola sobre Dios, el alma, la evolución, el
fin de la vida, la llamada cuestión social, las rechazo, aun más por su contenido, por la
inflexibilidad dogmática. Zola, como Augusto Comte, del cual es en Trabajo, en lo
esencial, fiel discípulo, es un católico al revés; y así como se ha probado que el
organicismo social positivista era una iglesia católica, con su papa a la cabeza, el mismo
Comte; la utopía de Trabajo es un catolicismo ateo y hedonista con su pontífice, Lucas.

Pardo Bazán, Prólogo a La Tribuna

Si bien La Tribuna es en el fondo un estudio de costumbres locales, el andar


injeridos en su trama sucesos políticos tan recientes como la Revolución de Setiembre
de 1868, me impulsó a situarla en lugares que pertenecen a aquella geografía moral de
que habla el autor de las Escenas montañesas, y que todo novelista, chico o grande,
tiene el indiscutible derecho de forjarse para su uso particular. Quien desee conocer el
plano de Marineda, búsquelo en el atlas de mapas y planos privados, donde se
colecciona, no sólo el de Orbajosa, Villabermeja y Coteruco, sino el de las ciudades de
R***, de L*** y de X***, que abundan en las novelas románticas. Este privilegio
concedido al novelista de crearse un mundo suyo propio, permite más libre inventiva y
no se opone a que los elementos todos del microcosmos estén tomados, como es debido,
de la realidad. Tal fue el procedimiento que empleé en La Tribuna, y lo considero
suficiente -si el ingenio me ayudase- para alcanzar la verosimilitud artística, el vigor
analítico que infunde vida a una obra.
Al escribir La Tribuna no quise hacer sátira política; la sátira es género que admito
sin poderlo cultivar; sirvo poco o nada para el caso. Pero así como niego la intención
satírica, no sé encubrir que en este libro, casi a pesar mío, entra un propósito que puede
llamarse docente. Baste a disculparlo el declarar que nació del espectáculo mismo de las
cosas, y vino a mí, sin ser llamado, por su propio impulso. Al artista que sólo aspiraba
retratar el aspecto pintoresco y característico de una capa social, se le presentó por
añadidura la moraleja, y sería tan sistemático rechazarla como haberla buscado. Porque
no necesité agrupar sucesos, ni violentar sus consecuencias, ni desviarme de la realidad
concreta y positiva, para tropezar con pruebas de que es absurdo el que un pueblo cifre
sus esperanzas de redención y ventura en formas de gobierno que desconoce, y a las
cuales por lo mismo atribuye prodigiosas virtudes y maravillosos efectos. Como la raza
latina practica mucho este género de culto fetichista e idolátrico, opino que si escritores
de más talento que yo lo combatiesen, prestarían señalado servicio a la patria.
Y vamos a otra cosa. Tal vez no falte quien me acuse de haber pintado al pueblo
con crudeza naturalista. Responderé que si nuestro pueblo fuese igual al que
describiesen Goncourt y Zola, yo podría meditar profundamente en la conveniencia o
inconveniencia de retratarlo; pero resuelta a ello, nunca seguiría la escuela idealista de
Trueba y de la insigne Fernán, que riñe con mis principios artísticos. Lícito es callar,
pero no fingir. Afortunadamente, el pueblo que copiamos los que vivimos del lado acá
del Pirene no se parece todavía, en buen hora lo digamos, al del lado allá. Sin adolecer
de optimista, puedo afirmar que la parte del pueblo que vi de cerca cuando tracé estos
estudios, me sorprendió gratamente con las cualidades y virtudes que, a manera de
agrestes renuevos de inculta planta, brotaban de él ante mis ojos. El método de análisis
implacable que nos impone el arte moderno me ayudó a comprobar el calor de corazón,
la generosidad viva, la caridad inagotable y fácil, la religiosidad sincera, el recto sentir
que abunda en nuestro pueblo, mezclado con mil flaquezas, miserias y preocupaciones
que a primera vista lo oscurecen. Ojalá pudiese yo, sin caer en falso idealismo,
patentizar esta belleza recóndita.
No, los tipos del pueblo español en general, y de la costa cantábrica en particular,
no son aún -salvas fenomenales excepciones- los que se describen con terrible verdad
en L’Assommoir, Germinie Lacerteux y otras obras, donde parece que el novelista nos
descubre las abominaciones monstruosas de la Roma pagana, que unidas a la barbarie
más grosera, retoñan en el corazón de la Europa cristiana y civilizada. Y ya que por
dicha nuestra las faltas del pueblo que conocemos no rebasan de aquel límite a que raras
veces deja de llegar la flaca decaída condición del hombre, pintémosle, si podemos, tal
cual es, huyendo del patriarcalismo de Trueba como del socialismo humanitario de Sue,
y del método de cuantos, trocando los frenos, atribuyen a Calibán las seductoras gracias
de Ariel.
En abono de La Tribuna quiero añadir que los maestros Galdós y Pereda abrieron
camino a la licencia que me tomo de hacer hablar a mis personajes como realmente se
habla en la región de donde los saqué. Pérez Galdós, admitiendo en su Desheredada el
lenguaje de los barrios bajos; Pereda, sentenciando a muerte a las zagalejas de porcelana
y a los pastorcillos de égloga, señalaron rumbos de los cuales no es permitido apartarse
ya. Y si yo debiese a Dios las facultades de alguno de los ilustres narradores cuyo
ejemplo invoco, ¡cuánto gozarías, oh lector discreto, al dejar los trillados caminos de la
retórica novelesca diaria para beber en el vivo manantial de las expresiones populares,
incorrectas y desaliñadas, pero frescas, enérgicas y donosas!

Galdós, La desheredada

¡Las locas! Estamos en el lugar espeluznante de aquel Limbo enmascarado de mundo.


Los hombres inspiran lástima y terror; las hijas de Eva inspiran sentimientos de difícil
determinación. Su locura es, por lo general, más pacífica que en nosotros, excepto en
ciertos casos patológicos exclusivamente propios de su sexo. Su patio, defendido en la
parte del sol por esteras, es un gallinero donde cacarean hasta veinte o treinta hembras
con murmullo de coquetería, de celos, de cháchara frívola y desacorde que no tiene fin,
ni principio, ni términos claros, ni pausa, ni variedad. Óyese desde lejos, cual disputa de
cotorras en la soledad de un bosque... Las hay también juiciosas. Algunas pensionistas,
tratadas con esmero, están tranquilas y calladas en habitación clara y limpia,
ocupándose en coser, bajo la vigilancia y dirección de dos hermanas de la Caridad.
Otras se decoran con guirnaldas de trapo, flores secas o con plumas de gallina. Sonríen
con estupidez o clavan en el visitante extraviados ojazos.

[…]

Lleváronle [a Rufete] a la enfermería. El médico mandó que le dieran una ducha, y fue
llevado en brazos a la inquisición de agua. Es un pequeño balneario, sabiamente
construido, donde hay diversos aparatos de tormento. Allí dan lanzazos en los costados,
azotes en la espalda, barrenos en la cabeza, todo con mangas y tubos de agua. Esta tiene
presión formidable, y sus golpes y embestidas son verdaderamente feroces. Los chorros
afilados, o en láminas, o divididos en hilos penetrantes como agujas de hielo, atacan
encarnizados con el áspero chirrido del acero. Rufete, que ya conocía el lugar y la
maquinaria, se defendió con fiero instinto. Le embrazaron, oprimiéndole en fuerte anilla
horizontal de hierro sujeta a la pared, y allí, sin defensa posible, desnudo, recibió la
acometida. Poco después yacía aletargado en una cama con visibles apariencias de
bienestar. Al fin, durmió profundamente.

[…]

Dos loqueros graves, membrudos, aburridos de su oficio, se pasean atentos como


polizontes que espían el crimen. Son los inquisidores del disparate. No hay compasión
en sus rostros, ni blandura en sus manos, ni caridad en sus almas. De cuantos
funcionarios ha podido inventar la tutela del Estado, ninguno es tan antipático como el
domador de locos. Carcelero-enfermero es una máquina muscular que ha de constreñir
en sus brazos de hierro al rebelde y al furioso; tutea a los enfermos, los da de comer sin
cariño, los acogota si es menester, vive siempre prevenido contra los ataques, carga
como costales a los imbéciles, viste a los impedidos; sería un santo si no fuera un bruto.
El día en que la ley haga desaparecer al verdugo, será un día grande si al mismo tiempo
la caridad hace desaparecer al loquero.

Galdós, La desheredada

Apareció entonces la Sanguijuelera, y tía y sobrina se abrazaron y besaron. La


joven callaba llorando; la anciana empezó a charlar desde el primer momento, porque
no había situación en que pudiese guardar silencio, y antes se la viera muerta que muda.
«¡Oh quimerilla!..., ya estás aquí... Pues mira, te esperaba hoy. Anoche supe que cerró
el ojo Tomás... No te aflijas, paloma. Más vale así... ¿Qué vas a sacar de esos
sentimientos? Siéntate... Espera que quite estos botijos... Si Tomás ya no vivía ¡el
pobre! Bien lo dije yo hace cinco mil domingos: «Este acabará en Leganés». Nunca
tuvo la cabeza buena, hija, y con sus locuras despachó a tu madre, aquella santa, aquella
pasta de ángel, aquel coral de las mujeres... ¡Pobre Francisca, niña mía!
-¿Y Mariano? -dijo Isidora, que extrañaba no ver allí a su hermano.
-Está en el trabajo... Le he puesto a trabajar. ¡Hija, si me comía un carcañal!... Es más
malo que Anás y Caifás juntos. No puedo hacer carrera de él. ¡Vaya, que ha salido una
pieza colunaria!... Yo le llamoPecado, porque parece que vino al mundo por obra y
gracia del demonio.   —45→   Me tiene asada el alma. ¿Sabes dónde está? Pues le puse
en la fábrica de sogas de ese que llaman Diente, ¿estás?, y me trae dieciocho reales
todas las semanas...
-¿Y no va a la escuela? -preguntó Isidora expresando no poco disgusto.
-¡Escuela! Que si quieres... ¿Y quién le sujeta a la escuela? Bueno es el niño. Ahí le
puse en esa de los Herejes, donde dicen la misa por la tarde y el rosario por la mañana.
Daban un panecillo a cada muchacho, y esto ayuda. Pero aguárdate; un día sí y otro no,
me hacía novillos el tunante. Después le puse en los Católicos de ahí abajo, y se me
escapaba a las pedreas... Es un purgatorio saltando. Nada, nada, a trabajar. ¡Qué
puñales!..., no están los tiempos para mimos. Estoy muy mal de acá, hija. Ya ves este
escenario. ¿Te acuerdas de mi establecimiento de la calle de la Torrecilla? ¡Aquéllos sí
que eran tiempos majos! Pero tu divina familia me arrumbó; tu papaíto, que de Dios
goce, ¡tres puñales, me trajo a esta miseria! ¡Ya ves qué polla estoy!; sesenta y ocho
años, chiquilla, sesenta y ocho miércoles de Ceniza a la espalda. Toda la vida trabajando
como el obispo y sin salir nunca de cristos a porras. Hoy ganado y mañana perdido.
Todo se hace sal y agua. Eso sí, siempre tiesa como un ajo, y todavía, aquí dónde me
ves, le acabo de dar una patada a la muerte porque el año pasado tuve una ronquera,
pero una ronquera... Pues nada, Dios y la flor de malva aclararon el modo de hablar, y
aquí me tienes. Soy la misma Sanguijuelera, más saludable que el tomillo, más fuerte
que la puerta de Alcalá, siempre ligera para todo, siempre limpia como los chorros del
oro, más fiera que el león del Retiro, si se ofrece, resignada con la mala suerte, sin deber
nada a nadie, y más charlatana que todos los cómicos de Madrid».
Era Encarnación Guillén la vieja más acartonada, más tiesa, más ágil y dispuesta
que se pudiera imaginar. Por un fenómeno común en las personas de buena sangre y
portentosa salud, conservaba casi toda su dentadura, que no cesaba de mostrarse entre
su labios secos y delgados durante aquel charlar continuo y sin fatiga. Su nariz pequeña,
redonda, arrugada y dura como una nuececita, no paraba un instante: tanto la movían los
músculos de su cara pergaminosa, charolada por el fregoteo de agua fría que se daba
todas las mañanas. Sus ojos, que habían sido grandes y hermosos, conservaban todavía
un chispazo azul, como el fuego fatuo bailando sobre el osario. Su frente, surcada de
finísimas rayas curvas que se estiraban o se contraían conforme iban saliendo las frases
de la boca, se guarnecía de guedejas blancas. Con estos reducidos materiales se
entretejía el más gracioso peinado de esterilla que llevaron momias en el mundo,
recogido a tirones y rematado en una especie de ovillo, a quien no se podría dar con
propiedad el nombre de moño. Dos palillos mal forrados en un pellejo sobrante eran los
brazos, que no cesaban de moverse, amenazando tocar un redoble sobre la cara del
oyente; y dos manos de esqueleto, con las falanges tan ágiles que parecían sueltas, no
paraban en su fantástico girar alrededor de la frase, cual comentario gráfico de sus
desordenados pensamientos. Vestía una falda de diversos pedazos bien cosidos y mejor
remendados, mostrando un talle recto, liso, cual madero bifurcado en dos piernas. Tenía
actitudes de gastador y paso de cartero.
Era mujer de buena índole, aunque de genio tan turbulento y díscolo, que nadie que
junto a ella estuviese podía vivir en paz. No había tenido hijos ni había sido casada. Crió
a una sobrina, a quien quiso a su manera, que era un amor entreverado de pescozones y
exigencias. La tal sobrina casó con Rufete, resultando de esta unión una desgraciada
familia y el violentísimo odio que la Sanguijuelera profesaba a todos los Rufetes
nacidos y por nacer. Aquel matrimonio de una mujer bondadosa y apocada con un
hombre que tenía la más destornillada cabeza del orbe, consumió diferentes veces las
economías y la paciencia de Encarnación, que era trabajadora y comerciante, y tenía sus
buenas libretas del Monte de Piedad. «Todo se lo comió ese descosido de Rufete -
decía-, ese holgazán con cabeza de viento. Mi comercio de la calle del Pez se hizo agua
una noche para sacarle de la cárcel, cuando aquel feo negocio de los billetes de lotería.
La cacharrería de la calle de la Torrecilla se resquebrajó después, y pieza por pieza se la
fueron tragando el médico y el boticario, cuando cayó Francisca en la cama con la
enfermedad que se la llevó. He ido mermando, mermando, y aquí me tienen, ¡qué
puñales!, en este confesonario, donde no me puedo revolver. Quien se vio en aquellos
locales, con aquellas anaquelerías y aquel mostrador donde había un cajón de dinero que
sonaba a cosa rica..., verse ahora en este nido de urracas, con cuatro trastos, poca
parroquia, y en un barrio donde se repican las campanas cuando se ve una peseta..., ¡qué
puñ...!».
Francisca murió; Rufete fue encerrado en Leganés. De los dos hijos, Encarnación
recogió al pequeñuelo, e Isidora partió al Tomelloso a vivir al amparo de su tío el
Canónigo. De lo demás, algo sabe el lector, y el resto, que es mucho y bueno, irá
saliendo.
«¿Sabes que estás muy cesanta?» -dijo la Sanguijuelera, observando el vestido y
las botas de Isidora, cosas que en verdad dejaban mucho que desear.
Isidora contestó con tristeza que su tío el Canónigo no era hombre de muchas
liberalidades. Después la Sanguijuelera observó con malicia el rostro y talle de la joven,
diciéndole:
«Pero estás guapa. Pues no lo parecías... Cuando niña tenías un empaque... Me
acuerdo de verte en aquella casa..., ¡qué casa!... Era la jaula del león..., pues andabas por
allí en pernetas con un mal faldellín. Parecías el Cristo de las enagüillas. ¡Qué flaqueza!,
¡qué color! Yo decía que te habían destetado con vinagre y que te daban tu ración en
moscas... Vaya, vaya, en la Mancha has engordado..., ¡qué duras carnes! -añadió
pellizcándola en diferentes partes de su cuerpo-. Y en la cara tienes ángel. De ojos no
andamos mal. ¡Qué bonitos dientes tienes! Veremos si te duran como los míos. Mírate
en este espejo».
Y le enseñó su doble fila de dientes, muy bien conservados para su edad. Isidora se
aburría un poco. Mirando con tristeza a la calle, preguntó:
«¿En dónde está trabajando Mariano? Yo quiero verle.
-Si la vecina no tiene que hacer y quiere guardarme la tienda, iremos allá. No es a
la vuelta de la esquina; pero yo ando más que un molino de viento... ¡Señá
Agustina!...».

Galdós, Fortunata y Jacinta

Juanito reconoció el número 11 en la puerta de una tienda de aves y huevos. Por allí se
había de entrar sin duda, pisando plumas y aplastando cascarones. Preguntó a dos
mujeres que pelaban gallinas y pollos, y le contestaron, señalando una mampara, que
aquella era la entrada de la escalera del 11. Portal y tienda eran una misma cosa en aquel
edificio característico del Madrid primitivo. Y entonces se explicó Juanito por qué
llevaba muchos días Estupiñá, pegadas a las botas, plumas de diferentes aves. Las cogía
al salir, como las había cogido él, por más cuidado que tuvo de evitar al paso los sitios
en que había plumas y algo de sangre. Daba dolor ver las anatomías de aquellos pobres
animales, que apenas desplumados eran suspendidos por la cabeza, conservando la cola
como un sarcasmo de su mísero destino. A la izquierda de la entrada vio el Delfín
cajones llenos de huevos, acopio de aquel comercio. La voracidad del hombre no tiene
límites, y sacrifica a su apetito no solo las presentes sino las futuras generaciones
gallináceas. A la derecha, en la prolongación de aquella cuadra lóbrega, un sicario
manchado de sangre daba garrote a las aves. Retorcía los pescuezos con esa presteza y
donaire que da el hábito, y apenas soltaba una víctima y la entregaba agonizante a las
desplumadoras, cogía otra para hacerle la misma caricia. Jaulones enormes había por
todas partes, llenos de pollos y gallos, los cuales asomaban la cabeza roja por entre las
cañas, sedientos y fatigados, para respirar un poco de aire, y aun allí los infelices presos
se daban de picotazos por aquello de si tú sacaste más pico que yo... si ahora me toca a
mí sacar todo el pescuezo.
Habiendo apreciado este espectáculo poco grato, el olor de corral que allí había, y el
ruido de alas, picotazos y cacareo de tanta víctima, Juanito la emprendió con los
famosos de granito, negros ya y gastados. Efectivamente, parecía la subida a un castillo
o prisión de Estado. El paramento era de fábrica cubierta de yeso y este de rayas e
inscripciones soeces o tontas. Por la parte más próxima a la calle, fuertes rejas de hierro
completaban el aspecto feudal del edificio. Al pasar junto a la puerta de una de las
habitaciones del entresuelo, Juanito la vio abierta y, lo que es natural, miró hacia dentro,
pues todos los accidentes de aquel recinto despertaban en sumo grado su curiosidad.
Pensó no ver nada y vio algo que de pronto le impresionó, una mujer bonita, joven,
alta... Parecía estar en acecho, movida de una curiosidad semejante a la de Santa Cruz,
deseando saber quién demonios subía a tales horas por aquella endiablada escalera. La
moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el
momento de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico
arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se
agasajan5 dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina
que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.
Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien
calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con ella.
-¿Vive aquí -le preguntó- el Sr. de Estupiñá?
-¿D. Plácido?... en lo más último de arriba -contestó la joven, dando algunos pasos
hacia fuera.
Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»... Pensando esto, advirtió
que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba
a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos
de decir:
-¿Qué come usted, criatura?
-¿No lo ve usted? -replicó mostrándoselo- Un huevo.
-¡Un huevo crudo!
Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se
atizó otro sorbo.
-No sé cómo puede usted comer esas babas crudas -dijo Santa Cruz, no hallando mejor
modo de trabar conversación.
-Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? -replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el
cascarón quedaba.
Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes.
Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no; le repugnaban los huevos crudos.
-No, gracias.
Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la
pared del tramo inferior. Estaba limpiándose los dedos con el pañuelo, y Juanito
discurriendo por dónde pegaría la hebra, cuando sonó abajo una voz terrible que
dijo: ¡Fortunaaá! Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yia voy con
chillido tan penetrante que Juanito creyó se le desgarraba el tímpano.
El yia principalmente sonó como la vibración agudísima de una hoja de acero al
deslizarse sobre otra. Y al soltar aquel sonido, digno canto de tal ave, la moza se arrojó
con tanta presteza por las escaleras abajo, que parecía rodar por ellas. Juanito la vio
desaparecer, oía el ruido de su ropa azotando los peldaños de piedra y creyó que se
mataba. Todo quedó al fin en silencio, y de nuevo emprendió el joven su ascensión
penosa. En la escalera no volvió a encontrar a nadie, ni una mosca siquiera, ni oyó más
ruido que el de sus propios pasos.

Galdós, Fortunata y Jacinta

Después de recorrer dos lados del corredor principal, penetraron en una especie de túnel
en que también había puertas numeradas; subieron como unos seis peldaños, precedidas
siempre de la zancuda, y se encontraron en el corredor de otro patio, mucho más feo,
sucio y triste que el anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de
aristocrático y podría pasar por albergue de familias distinguidas.    Entre uno y otro
patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso estaban unidos, había un escalón
social, la distancia entre eso que se llama capas. Las viviendas, en aquella
segunda capa, eran más estrechas y miserables que en la primera; el revoco se caía a
pedazos, y los rasguños trazados con un clavo en las paredes parecían hechos con más
saña, los versos escritos con lápiz en algunas puertas más necios y groseros, las maderas
más despintadas y roñosas, el aire más viciado, el vaho que salía por puertas y ventanas
más espeso y repugnante. Jacinta, que había visitado algunas casas de corredor, no había
visto ninguna tan tétrica y mal oliente. «¿Qué, te asustas, niña bonita? -le dijo
Guillermina-. ¿Pues qué te creías tú, que esto era el Teatro Real o la casa de Fernán-
Núñez? Ánimo. Para venir aquí se necesitan dos cosas: caridad y estómago».
Echando una mirada a lo alto del tejado, vio la Delfina que por encima de este
asomaba un tenderete en que había muchos cueros, tripas u otros despojos, puestos a
secar. De aquella región venía, arrastrado por las ondas del aire, un olor nauseabundo.
Por los desiguales tejados paseábanse gatos de feroz aspecto, flacos, con las quijadas
angulosas, los ojos dormilones, el pelo erizado. Otros bajaban a los corredores y se
tendían al sol; pero los propiamente salvajes, vivían y aun se criaban arriba,
persiguiendo el sabroso ratón de los secaderos.
Pasaron junto a las dos damas figuras andrajosas, ciegos que iban dando palos en el
suelo, lisiados con montera de pelo, pantalón de soldado, horribles caras. Jacinta se
apretaba contra la pared para dejar paso franco. Encontraban mujeres con pañuelo a la
cabeza y mantón pardo, tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue del
mismo mantón. Parecían moras; no se les veía más que un ojo y parte de la nariz.
Algunas eran agraciadas; pero la mayor parte eran flacas, pálidas, tripudas y envejecidas
antes de tiempo.
Por los ventanuchos abiertos salía, con el olor a fritangas y el ambiente chinchoso,
murmullo de conversaciones dejosas, arrastrando toscamente las sílabas finales. Este
modo de hablar de la tierra ha nacido en Madrid de una mixtura entre el deje andaluz,
puesto de moda por los soldados, y el dejo aragonés, que se asimilan todos los que
quieren darse aires varoniles.

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