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Las Dos Realidades

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LAS DOS REALIDADES

Con esto hemos llegado al fin de la segunda parte. Parece, pues, oportuno intentar elaborar
una síntesis de los ejemplos, ciertamente heterogéneos, que se han citado y extraer su común
denominador. Ya el lector habrá observado que tampoco a mí me ha sido posible evitar los
conceptos de «realidad», «autenticidad» y otros semejantes. De aquí se deriva una aparente
contradicción respecto de la tesis básica del libro, según la cual no existe una realidad
absoluta, sino sólo visiones o concepciones subjetivas, y en parte totalmente opuestas, de
la realidad, de las que se supone ingenuamente que responden a la realidad «real», a la
verdadera» realidad. En todos los ámbitos, pero sobre todo en el de la psiquiatría, en la que
el problema de la concepción de la realidad como baremo de normalidad desempeña un papel
de capital importancia, solemos mezclar muy a menudo dos conceptos muy distintos de la
realidad, sin advertirlo con la claridad suficiente. El primero de ellos se refiere a las
propiedades puramente físicas (y por ende objetivamente constatables) de las cosas y
responde, por tanto, al problema de la llamada «sana razón humana» o del proceder
científico objetivo. El segundo afecta exclusivamente a la adscripción de un sentido y un
valor a estas cosas y, en consecuencia, a la comunicación. Por ejemplo: antes de la llegada
de la primera sonda a la superficie lunar, los astrónomos no estaban de acuerdo sobre si esta
superficie tenía la resistencia necesaria para soportar el peso de una nave espacial; algunos
temían que ésta se hundiría en una profunda capa de polvo. Hoy sabemos que se daba
realmente el primer caso y que, por consiguiente, algunos científicos tenían objetivamente
razón y otros estaban equivocados. Un ejemplo más sencillo sería la divergencia de opiniones
sobre el problema de si la ballena es un pez o un mamífero. También en este caso puede darse
una respuesta objetiva a la pregunta de en cuál de las dos definiciones conceptuales debe
situarse la ballena. Encuadraremos, pues, dentro de la realidad del primer orden
aquellos aspectos de la realidad que se refieren al consenso de la percepción y se apoyan
en pruebas experimentales, repetibles y, por consiguiente, verificables.
Ahora bien, en el ámbito de esta realidad no se dice nada sobre la significación de estas
cosas, o sobre el valor (en el más amplio sentido de la palabra) que poseen. Por ejemplo:
la realidad del primer orden del oro, es decir, sus propiedades físicas, son perfectamente
conocidas y verificables en todo tiempo. Pero la significación, la importancia del oro en la
vida humana desde tiempos remotos y sobre todo el hecho de que dos veces al día se le
asigne en una oficina de la City londinense un valor concreto, y que esta asignación de valor
tenga una importante influencia en otros muchos aspectos de nuestra realidad, todo esto tiene
muy poco o nada que ver con sus propiedades físicas. Esta otra segunda realidad del oro es
la que puede hacer de un hombre un Creso, o llevarle a la bancarrota.
Esta diferencia aparece con mayor claridad aún en los ejemplos que hemos mencionado de
conflictos interhumanos provocados a consecuencia de la diversidad de normas culturales. Es
palmario y evidente que no existe ninguna norma objetiva que marque la distancia «correcta»
entre dos personas o que determine en qué momento de las relaciones entre novios, si al
principio o ya en un estadio muy avanzado de sus relaciones, es correcto besarse. Estas reglas
son subjetivas, arbitrarias y de ninguna manera expresión de las verdades eternas de la
filosofía platónica. En el ámbito de esta realidad del segundo orden resulta, por tanto,
absurdo discutir sobre lo que es «realmente» real. Como ya se ha dicho, perdemos de vista
con suma frecuencia esta diferencia o incluso ni siquiera advertimos la presencia de dos
realidades distintivas. Vivimos bajo la ingenua suposición de que la realidad es
naturalmente tal como nosotros la vemos y que todo el que la ve de otra manera tiene
que ser un malicioso o un demente. Que me lance al agua para salvar a una persona que
está a punto de ahogarse es un hecho que puede constatarse objetivamente; que lo haya hecho
por amor al prójimo, por afán de notoriedad o porque el rescatado es millonario, es una
cuestión para la que no hay pruebas objetivas, sino sólo interpretaciones subjetivas.
Lo verdaderamente ilusorio es suponer que hay una realidad «real» del segundo orden y que
la conocen mejor las personas «normales» que los «perturbados psíquicos».
Planolandia

La historia de la humanidad enseña que apenas hay otra idea más asesina y despótica
que el delirio de una realidad <<real>>(la de la propia opinión), con todas las terribles
consecuencias que se derivan con implacable rigor lógico de este delirante punto de
partida. La capacidad de vivir con verdades relativas, con preguntas para las que no
hay respuesta, con la sabiduría de no saber nada y con las paradojicas incertidumbres
de la existencia, todo esto puede ser la esencia de la madurez humana y de la
consiguiente tolerancia frente a los demás
El narrador de nuestra historia vive una experiencia totalmente conturbadora, precedida de un
sueño singular. En este sueño, se ve trasladado de pronto a un mundo unidimensional, cuyos
habitantes son puntos o rayas. Todos ellos se mueven hacia adelante o hacia atrás, pero
siempre sobre una misma línea, a la que llaman su mundo. A los habitantes de Linelandia les
resulta totalmente inconcebible la idea de moverse también a la derecha o a la izquierda,
además de hacia adelante o hacia atrás. En vano intenta nuestro narrador, en su sueño,
explicar a la raya más larga de Linelandia (su monarca) la realidad de Planolandia. El rey le
toma por loco y ante tan obtusa tozudez nuestro héroe acaba por perder la paciencia:
¿Para qué malgastar más palabras? Sábete que yo soy el complemento de tu incompleto yo.
Tú eres una línea, yo soy una línea de líneas, llamada en mi país cuadrado. Y aun yo mismo,
aunque infinitamente superior a tí, valgo poco comparado con los grandes nobles de
Planolandia, de donde he venido con la esperanza de iluminar tu ignorancia [2].
Ante tan delirantes afirmaciones, el rey y todos sus súbditos, puntos y rayas, se arrojan sobre
el cuadrado a quien, en este preciso instante, devuelve a la realidad de Planolandia el sonido
de la campana que le llama al desayuno.
Pero aquel día le tenía aun reservada otra molesta experiencia: El cuadrado enseña a su nieto,
un exágono[33], los fundamentos de la aritmética y su aplicación a la geometría. Le enseña
que el número de pulgadas cuadradas de un cuadrado se obtiene sencillamente elevando a la
segunda potencia el número de pulgadas de uno de los lados.
El pequeño exágono reflexionó durante un largo momento y después dijo: «También me has
enseñado a elevar números a la tercera potencia. Supongo que 3 debe tener algún sentido
geométrico; ¿cuál es?» «Nada, absolutamente nada», repliqué yo, «al menos en la geometría,
porque la geometría sólo tiene dos dimensiones.» Y luego enseñé al muchacho cómo un
punto que se desplaza tres pulgadas genera una línea de tres pulgadas, lo que se puede
expresar con el número 3; y si una línea de tres pulgadas se desplaza paralelamente a sí
misma tres pulgadas, genera un cuadrado de tres pulgadas, lo que se expresa aritméticamente
por 3 2.
Pero mi nieto volvió a su anterior objeción, pues me interrumpió exclamando: «Pero si un
punto, al desplazarse tres pulgadas, genera una línea de tres pulgadas, que se representa por el
número 3, y si una recta, al desplazarse tres pulgadas paralelamente a sí misma, genera un
cuadrado de tres pulgadas por lado, lo que se expresa por 3 2, entonces un cuadrado de tres
pulgadas por lado que se mueve de alguna manera (que no acierto a comprender)
paralelamente a sí mismo, generará algo (aunque no puedo imaginarme qué), y este resultado
podrá expresarse por 3 3.»

«Vete a la cama», le dije, algo molesto por su interrupción. «Tendrías más sentido común si
no dijeras cosas tan insensatas» [3].
Y así, el cuadrado, sin haber aprendido la lección de su precedente sueño, incurre en el
mismo error de que había querido sacar al rey de Linelandia. Pero durante toda la tarde le
sigue rondando en la cabeza la charlatanería de su nieto y al fin exclama en voz alta:
«Este chico es un alcornoque. Lo aseguro; 3 3 no puede tener ninguna correspondencia en
geometría.» Pero de pronto oye una voz: «El chico no tiene nada de alcornoque y es evidente
que 3 3 tiene una correspondencia geométrica.» Es la voz de un extraño visitante, que afirma
venir de Espaciolandia, de un mundo inimaginable, en el que las cosas tienen tres imensiones.
Y al igual que el cuadrado en su sueño anterior, el visitante se esfuerza por hacerle
comprender la realidad tridimensional y la limitación de Planolandia comparada con esta
realidad. Del mismo modo que el cuadrado se definió ante el rey de Linelandia como una
línea compuesta de muchas líneas, también ahora este visitante se define como un círculo de
círculos, que en su país de origen se llama esfera. Pero naturalmente el cuadrado no puede
comprenderlo, porque ve a su visitante como un círculo, aunque ciertamente dotado de muy
extrañas e inexplicadas cualidades: aumenta y disminuye, se reduce a veces a un punto y
hasta desaparece del todo. Con extremada paciencia le va explicando la esfera que todo esto
no tiene nada de singular para él: es un número infinito de círculos, cuyo diámetro aumenta
desde un punto a trece pulgadas, colocados unos encima de los otros para componer un todo.
Si, por tanto, se desplaza a través de la realidad bidimensional de Planolandia, al principio es
invisible para un habitante de este país, luego, apenas toca la superficie, aparece como un
punto y al fin se transforma en un círculo de diámetro en constante aumento, para, a
continuación, ir disminuyendo de diámetro hasta volver a desaparecer por completo (figura
14).

Figura 14

Esto explica también el sorprendente hecho de que la esfera pueda entrar en la casa del
cuadrado aunque éste haya cerrado a ciencia y conciencia las puertas. Entra, naturalmente,
por arriba. Pero el concepto de «arriba» le resulta tan extraño al cuadrado que no lo puede
comprender y, en consecuencia, se niega a creerlo. Al fin, la esfera no ve ninguna otra
solución más que tomar consigo al cuadrado y llevarlo a Espaciolandia. Vive así una
experiencia que hoy calificaríamos de trascendental: Un espanto indecible se apoderó de mí.
Todo era oscuridad; luego, una vista terrible y mareante que nada tenía que ver con el ver;
vi una linea que no era línea; un espacio que no lo era; yo era yo, pero tampoco era yo.
Cuando pude recuperar el habla, grité con mortal angustia: «Esto es la locura o el infierno.»
«No es ni lo uno ni lo otro», me respondió con tranquila voz la esfera, «es saber; hay tres
dimensiones; abre otra vez los ojos e intenta ver sosegadamente» [4].
A partir de este instante místico, los acontecimientos toman un rumbo tragicómico. Ebrio por
la formidable experiencia de haber penetrado en una realidad totalmente nueva, el cuadrado
desea explorar los misterios de mundos cada vez más elevados, de mundos de cuatro, cinco y
seis dimensiones. Pero la esfera no quiere ni oír hablar de semejantes dislates: «No existe tal
país. Ya la mera idea es totalmente impensable.» Pero como el cuadrado no ceja en sus
deseos, la esfera, encolerizada, le devuelve a los estrechos límites de Planolandia.
En este punto, la moraleja de la historia cobra perfiles sumamente realistas. El cuadrado se
siente llamado a la gloriosa y acuciante tarea de predicar en Planolandia el evangelio de las
tres dimensiones. Pero cada vez le resulta más difícil despertar en sí el recuerdo de aquella
realidad tridimensional que al principio tan clara e inolvidable le parecía; además, fue muy
pronto encarcelado por el equivalente de la inquisición de Planolandia. Pero en vez de acabar
sus días en la hoguera, es condenado a cadena perpetua y encerrado en una cárcel que Abbott
describe, con admirable intuición, como fiel contrapartida de ciertos establecimientos
psiquiátricos de nuestros mismos días. Una vez al año, le visita en su celda el Círculo
Supremo, es decir, el sumo sacerdote, para averiguar si mejora su estado de salud mental. Y
cada año, el pobre cuadrado no puede resistir la tentación de intentar convencer al Círculo
Supremo de que existe realmente una tercera dimensión. Pero el sacerdote menea la cabeza y
desaparece hasta el año siguiente.
Lo que Planolandia presenta es simplemente la relatividad de la realidad. Y por esta razón
sería deseable que los jóvenes hicieran de esta obra su libro de lectura. La historia de la
humanidad enseña que apenas hay otra idea más asesina y despótica que el delirio de una
realidad «real» (entendiendo, naturalmente, por tal, la de la propia opinión), con todas las
terribles consecuencias que se derivan con implacable rigor lógico de este delirante punto de
partida. La capacidad de vivir con verdades relativas, con preguntas para las que no hay
respuesta, con la sabiduría de no saber nada y con las paradójicas incertidumbres de la
existencia, todo esto puede ser la esencia de la madurez humana y de la consiguiente
tolerancia frente a los demás. Donde esta capacidad falta, nos entregaremos de nuevo, sin
saberlo, al mundo del inquisidor general y viviremos la vida de rebaños, oscura e
irresponsable, sólo de vez en cuando con la respiración aquejada por el humo acre de la
hoguera de algún magnífico auto de fe o por el de las chimeneas de los hornos crematorios
de algún campo de exterminio.

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