Penumbria 18 - AA VV
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AA. VV.
Penumbria 18
Antología Revista Penumbria - 18
ePub r1.0
Unsot 25.02.2021
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Título original: Penumbria 18
AA. VV., 2014
Diseño de cubierta: Brenda Hinojosa
Editor digital: Unsot
ePub base r2.1
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Esta obra está licenciada bajo Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0
No portada.
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Torre de Johan Rudisbroeck
Con este número, el 18, celebramos los dos primeros años de vida de
Penumbria. Aunque nunca imaginé escribir lo anterior, estoy terriblemente
contento y agradecido contigo, horroroso lector (también con Cthulhu, por
supuesto). Por eso mismo, y por la gran cantidad de increíbles textos que
llegaron, decidimos extender la publicación: 32 cuentos en 68 páginas (sé que
esto te encantará, pues ya comenzaron las vacaciones). El tema predominante
en este múmero, como te darás cuenta en unos cuantos minutos, es el amor…
el amor retorcido, oscuro, fatal (probablemente influyó la primavera en
nuestros autómatas).
En la tienda de antigüedades del perverso Mefisto encontrarás dentelladas,
líneas misteriosas y canciones rotas. Viajes espaciales, amores atemporales,
reciclajes amorosos. Cuentos de hadas, gigantes, mapas y árboles
melancólicos. Rompecabezas, sueños materializados, semillas, ramas. Balas,
secretos, armarios y reflejos. Hundimientos, ritos, pesadillas, seres hermosos
y calles que se mueven. Además, los ganadores de los #minirp 7, 8 y 9.
Muchas gracias por permitirnos sorprenderte estos dos años. Sabemos que
vendrán más.
Abrazos primigenios.
Miguel Lupián
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TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO
MEFISTO
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Dentellada
Iliana Vargas
Elvira Nolespik había entrado a la noche como se cruza una cascada de hojas
secas en el umbral de un bosque salino: el roce de su cuerpo —de lo que ella
consideraba su cuerpo— con las aristas de cada elemento que configuraba a
ese pedazo de noche, se dejaba oír como el oleaje de escamas cristalizadas en
pleamar: el choque de la escafandra en su libre exploración de arrecifes
atiborrados decostra/cáscara/ostraco/punta y crrrackkk… el quiebre.
Era el quiebre de la encabalgadura entre esa noche y la inconmensurable
maraña de luces, remolinos de ingrávida piedra y tormentas de gas que
llevaba años cruzando, tratando de alejarse del centro de ese laberinto oscuro
que tan insistentemente se hacía pasar por noche
lo que Elvira Nolespik buscaba al asomarse a aquella casa; despacio,
sigilosa entre la ventana y la cortina que abiertas se ofrecían a la calle.
Descubrió, entre vibraciones de fuego fatuo, la algarabía de un sillón rojo y
una pecera habitada por plantas azules y ambarinas. Al fondo de esa
habitación que guardaba la noche
//porque todo lo vivo guarda una noche a plena luz del día: la boca cerrada
del depredador, el avispero en la fachada de una casa solar, la guarida de
pequeños oasis al borde del desierto incandescente, la fiebre de la garganta en
plena construcción gutural//
encontró rastros de piel y sangre fresca.
Se sobresaltó al descubrir que aún era capaz de sobresaltarse, de mantener
la brutalidad de los sentidos latentes, de percibir aquello que le resultaba
inexplicable: la piel fresca, suave, tersa: fragmento de jengibre rebanado con
la tintura del tatuaje impresa, incorruptible a pesar de no ser más parte del
cuerpo vivo. Un tatuaje y una sangre y una piel que latía por sí sola.
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Elvira Nolespik reconoció la imagen dibujada con líneas gruesas: el
simbolo etrusco que representa la agonía de un pez violáceo aleteando sobre
la mesa entre restos de agua enlamada: la agonía de esperar a que cada
partiícula del cuerpo termine de morir… Entonces reconoció también la
noche a la que había entrado. Era la séptima del viaje, pero en realidad la
primera, la noche donde nació su condición de noctivagaullante, de discordia
ritual, de provocadora del caos:
DESOLLAROS LOS UNOS A LOS OTROS Y ENCONTRARÉIS
MURMULLOS EN LA CARNE VIVA, LAS VOCES DE LO
INAUDIBLE PARA LA PIEL QUE NUNCA DESPIERTA, era la
consigna para que naciera el alba del Ciclo Saturno: siete navegantes
debían ser desollados por siete sedentarios. Cada uno era elegido
durante el desmembramiento de la ancrasia, libélula emplumada que
emprendía un vuelo particular durante esa noche, cuando era designio
de su naturaleza elevarse hasta rebasar las posibilidades de la altura y
la presión dentro del cuerpo. Con el límite llegaba la explosión,
expandiendo sus restos de tal forma que al descender, caían como
marcas sobre los 14 enseres del ritual. Elvira Nolespik recibió no una,
sino tres puntas de ala sobre su hombro derecho. Pero ella, con navaja
en mano, con las flores cosidas al cuerpo, con la desmesurada esencia
de aceite de ayioja circulando entre sus canales sanguíneos para
potencializar el golpe, se quedó inmóvil ante la piel que le ofrecian.
Los cantos regurgitaban más estridentes y su sangre se había
convertido en un torrente de escarabajos al vuelo. La euforia y el
fuego que emanaba de su propia piel palpitante la impulsaron a
ejecutar la incisión y levantar la epidermis de un solo tajo. Su
epidermis. Su pierna entera. La mano de Elvira Nolespik sobre el
propio cuerpo. El ritual había sido obnubilado por el inminente caos,
pero ella no alcanzó a advertirlo: al momento de separar la piel de la
carne, una implosión abisal la absorbió hasta el centro de sí misma y
la escupió al estero del trance en el que se había quedado flotando
desde entonces: el trance de la muerte que no terminaba de llegar a su
cuerpo/pez.
La corriente de aire amenazaba con arrastrarla a la orilla del sillón rojo
impregnado —ahora lo veía— de los coágulos amoratados de aquella sangre
que era y no era la suya: era un hombre el que yacía sobre el sillón, con la
navaja en una mano y el pecho en carne viva, desbordado de ese líquido
espeso del que estaba ya casi vacío. A pesar de que la navaja contaba con
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suficiente filo, el corte había sido bastante irregular y las incisiones
demasiado profundas. Sin embargo el dibujo estaba completo, y la
reafirmación del caos, ineludible:
Elvira Nolespik se había desdoblado en una travesía de
dimensiones/fractal: su acto furibundo había quedado suspendido en un portal
de sombra que asediaba, sin posibilidad de descanso, a todo espécimen nacido
entre los reflejos flamígeros del momento en que ella había quedado en
trance: la vida de cada uno de los infectados transcurría de lo más normal y
estructurada hasta que sin aviso, sin seña, asomaba el canto de la sombra
como una dentellada: el aullido errante buscando la noche en que lograra
restaurar el orden; arrancar esa piel tatuada, reproducida en todos los seres
que, incendiados por la estela de Elvira Nolespik, vivirían bajo el destino
manifiesto de desollarse a sí mismos.
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La línea
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Un par de minutos después, esa línea desapareció. Sobre el patio brilló la
luz pareja del medio día y fue como si nunca hubiera existido esa llovizna.
—Juan.
Hoy volvió a suceder, sólo que no en la escuela, sino en su patio. La línea
de lluvia. Tenía uno que observarla un buen rato para advertir que se
desplazaba, permanecer inmóvil en el borde para notar que, del otro lado, se
escuchaban otros ruidos, los sonidos de un lugar distinto.
—¡Juan!
Quedarse ahí, en el atardecer, para darse cuenta que del otro lado no
anochecía al mismo tiempo.
—¡Juan!
La abuela salió, secándose las manos. Ese niño, pensaba. Fue siguiendo
sus huellas en el polvoso patio. De pronto se quedó inmóvil. Miró a su
alrededor, no había nada. Tomó el primer trago de miedo.
—¿Juan?
Las huellas se terminaban, de pronto. La abuela reconoció la forma en que
los pies se ponen para saltar un río.
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Mare tranquillitatis
Andrés Galindo
Realmente me gustaría estar allá arriba, solía decir Nathan Adler, y señalaba
hacia las estrellas, aunque esto no podía verlo Martha a través de la pequeña
pantalla del videochat.
Nathan soñaba con viajar a la Luna. En 1960 todos los chicos soñaban con ser
astronautas. En 2020 viajar a la Luna se había convertido en el sueño de
cualquiera; todos ansiaban llegar a uno de esos pequeños domos construidos
en el lado oscuro, confortables, bien equipados, seguros. A mediados del siglo
XXI todo mundo podía viajar a la Luna, siempre y cuando los ingresos
permitieran pagar unas vacaciones de lujo.
Nathan era un pequeño ingeniero en inteligencia artificial y había estado
trabajando los últimos diez años en la sección de biomecánica de Space
Oddity Enterprises. No era un gran empleo y le alejaba un poco de su
especialidad, pero le daba para vivir medianamente e ir guardando algo para
el ansiado viaje. Cuando regrese, pensaba, iré a ver a Martha y le pediré que
sea mi esposa.
Martha y Nathan se habían conocido como se conocen hoy todas las
personas, en el ciberespacio. Como todo mundo, habían compartido cantidad
de cosas: fotos, videos, canciones, películas, libros, poemas, ideas, presagios
y esperanzas. Tenían gran empatía y ambos soñaban con abrazarse alguna
vez. Martha vivía en el sur, Nathan en el norte.
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El primero de mayo de 2053 Nathan llamó a Martha y, exaltado, le dijo: ¡Al
fin tengo un boleto para el transbordador 370! ¡Viajaré a la Luna, Martha,
viajaré a la Luna! Aunque en la distancia, ella sentía la emoción como propia.
Le gustaba saber que las esperanzas de Nathan se hacían realidad.
—¿Volverás?
El tiempo había hecho de este tipo de preguntas una mera retórica. Martha
sabía que él, invariablemente, respondería con las mismas palabras y el
mismo gesto.
—Siempre volveré aquí —decía y colocaba los dedos sobre la pantalla,
como queriendo tocar el corazón que latía en el otro hemisferio de la Tierra
—. Te escribiré todos los días y cuando regrese… cuando regrese, Martha, tú
y yo nos daremos un gran abrazo.
—Aquí estaré, Nathan, aquí estaré siempre para ti; no lo olvides nunca.
—No me olvides, Martha, nunca me olvides.
Durante los días siguientes todo fue de preparar las maletas, dejar limpio el
departamento, hacer los encargos necesarios con los vecinos y los familiares.
Todo está perfecto, querida Mar, le había escrito en un mensaje. Estoy listo.
El transbordador 370 despegó la mañana del 8 de mayo de la base Kuala
Lumpur. El alunizaje estaba programado para las 23:30, hora terrestre. A las
21:15, Nathan intentó enviar un último mensaje: La Tierra es azul y las
estrellas se ven diferentes desde aquí…
El radar de la base Subang perdió contacto con la nave a las 21:30. De
inmediato, las autoridades de la Luna y de la Tierra dispusieron que el aparato
fuera rastreado. Se enviaron misiones de rescate y de seguridad. La
desaparición del 370 había sido el mayor misterio de la era espacial y una de
las operaciones de investigación y búsqueda más difíciles y costosas de la
historia.
Dos semanas después, las autoridades anunciaron en un comunicado de
prensa que se habían encontrado rastros de la nave al sur del Mar de la
tranquilidad. La caja negra nunca fue encontrada.
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La imagen de Nathan seguía respondiendo con las mismas palabras y el
mismo gesto, un año después.
—Siempre volveré aquí.
Ella miraba el resplandor de la pantalla y, por un instante, sentía que cien
fuegos abrasaban su corazón.
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Charles y Maribel
Gilda Manso
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Lo siguiente —el viaje en el tiempo— también fue sencillo. No tanto
como el trabajo detectivesco, claro, ya que el viaje obligaba a ajustar detalles
complejos —vestimenta de la época, alojamiento, camuflaje perfecto—, pero
eran cosas que, con paciencia y habilidad, se podian solucionar. Sabiéndose
hábil y paciente, Maribel le tocó el timbre a doña Felisa, la comadrona del
barrio; doña Felisa era conocida por curar el empacho, el mal de ojo y la
culebrilla, por tener el mejor jazminero en cincuenta cuadras a la redonda y
por haber descubierto una manera cierta de viajar en el tiempo. De viajar
hacia atrás, por supuesto; se sabe que al futuro no se puede ir, ya que no
existe y —lo más engorroso— nunca existió.
—Hola, doña Felisa. Necesito pedirle un favor. Tengo que ir al aeródromo
del club de vuelo Stag Lane. Ah, y tiene que ser el 22 de febrero de 1925. No,
mejor el 21 de febrero, porque si el avión sale a la madrugada y yo llego a la
tarde, por ejemplo, no me va a servir. No sé a qué hora sale el avión.
Doña Felisa no tenía por costumbre ayudar a la gente a viajar en el tiempo
y —de yapa— en el espacio; lo suyo no era mezquindad sino cautela: no
quería que su secreto llegara a la prensa. La verdad es que no le importaba
mucho esa advertencia que se le suele hacer a la gente que viaja en el tiempo
(«no toques mada, no modifiques nada, las consecuencias podrían ser
terribles»); doña Felisa tenía muchas décadas de vida y a esta altura sabía que
los actos tienen consecuencias sea en el año 780 a. C., en 1880 o ahora.
Además, a ella no le interesaba conocer los lugares exactos de las fechas
clave; nunca se le hubiera ocurrido refugiarse en una cueva de Jerusalén en
tiempos de Herodes, ni toparse con el temperamento de Madame de
Montespan —y con su tendencia al envenenamiento— en la Versalles de Luis
XIV. Los viajes de doña Felisa eran más modestos: un simple domingo
parisino en 1930, Mar del Plata durante el último invierno, el pueblo de
Trieste —en Údine, Italia— en la época en que su nona aún no había nacido
allí. Los viajes de doña Felisa estaban gobernados por la nostalgia, no por las
ansias de poder. Si quería guardar su secreto era porque intuía que, si se hacía
masivo, las consecuencias dejarían de ser algo natural que simplemente
sucede para convertirse —ahí sí— en tragedia.
Sin embargo, Maribel le caía bien, y su pedido no había sido normal; por
lo general, la gente le pedía que la llevara a presenciar la decapitación de
María Antonieta o alguna cosa de esas. Un club de vuelo en una noche inglesa
cualquiera se parecía mucho a los viajes que ella misma solía hacer. Por ese
motivo más que por cualquier otro, doña Felisa accedió.
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Llegaron de noche a Stag Lane y esperaron. Hacía frío, pero a Maribel no
le importaba; la adrenalina compensaba todo. No nos detendremos a narrar la
espera de horas aburridas, ya que sería ponerle florituras a la nada.
De a poco, con el día, el lugar se fue poblando de gente ansiosa; el evento
sería muy importante. Gracias a los nervios que copaban el aire, nadie se fijó
en las mujeres que esperaban con la mirada llena de futuro (que no existe,
pero que ellas lo llevaban consigo porque venían de allí). Y finalmente
llegaron los aviadores. Maribel ubicó a Charles en dos segundos; se destacaba
de los demás por un halo que bordeaba su cuerpo (aunque doña Felisa no notó
nada, como no parecia notar nada la gente que estaba allí). Por su parte,
Charles divisó la luz de Maribel y se acercó, y sintió el amor. Luego vio el
futuro en sus ojos y sintió miedo. Mucho miedo. No entendía lo que había en
los ojos de Maribel. Para entenderlo sólo debía quedarse, pero Charles había
elegido mostrar su valor sólo en las alturas; saludó a Maribel con la sonrisa y
la mirada eternas, y se subió al avión.
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Canción rota
Francisco Sevilla
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pude sentir como se metía entre el corte y se colaba entre mi piel hasta llegar
a mi sangre. Cada vez que pasa por mi corazón puedo escuchar la nota.
He encontrado una manera de preservar mi canción. Me he hecho cortadas
en todo el cuerpo, es como si las notas buscaran los cortes para llegar hasta mi
corazón, cada latido reproduce la melodía, con unos pocos cortes más creo
que podré completar la canción.
La canción por fin está completa. Pero no entiendo lo que pasa, cada vez
tiene más pausas, cada vez es más lenta.
Ya no me gusta la canción, cuando se toca lento suena demasiado triste,
me deprime.
Las notas han perdido el orden, ahora la canción es muy distinta, pero es
casi hermosa, si fuera un poco más rápido…
Es una pena que esta sea la última vez que escuche esta canción.
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Reciclaje amoroso
Francisco M. Juárez
Tenía todo planeado para pasar la mejor noche con Andrea, una noche intensa
y romántica, mas llena de afecto y cariño de lo que me habría gustado
reconocer, pero eso no se pone en el contrato, se supone que ellos ya lo saben
después de los escaneos cerebrales que solicitan como primer paso. Había
tapizado la habitación con claveles, ya que según el manual de la compañía
Amor Garantizado S.A. eran sus flores favoritas. Puse el concierto para violín
de Brahms en el sistema de audio a un volumen bajo y llamé tímidamente a la
cápsula contenedora. Se escuchó el sonido suave de la cápsula abriéndose,
después un murmullo, un suspiro y Andrea salió con el sonido de sus tacones
alterando las notas musicales, dándoles más fuerza, si cabe. Su vestido
púrpura se ajustaba tan bien, que la imaginé enfundada en una segunda piel
suave y más que humana. La cena, compuesta por langosta azul de Europa y
verduras rojas al vapor, estaba deliciosa; había costado una pequeña fortuna
traer ese manjar por Space-X, pero valió la pena. Sin embargo, Andrea casi
no comió, parecía algo agitada, sus ojos parecían desear mimetizarse con su
vestido. La conduje a la estancia y comencé a besarla, sentí su cuerpo más
cálido de lo que había imaginado. Dejé que su cabellera envolviera mis
manos, sentí su lengua invadirme y mi cuerpo vibraba, recordé el eslogan de
Satisfacción Garantizada y supe que tenían razón. Me apresuré a llevarla a la
habitación, entramos caminando juntos, yo hacía el frente, ella hacía atrás, sin
separar nuestras bocas un instante. Fue entonces que mi placer se reconfiguró
en una sensación diferente, sentí unos golpecitos en mi pecho, me aparté un
poco y vi sus ojos en blanco, pero lo que hacía temblar su cuerpo no era la
pasión, sino una extraña protuberancia entre sus senos. Se agitaba y hacía un
ruido acuoso… de repente hubo un tronido y sangre tibia en pequeñas gotas
me salpicó los lentes. El corazón rojo y tierno latía y se agitaba, inflamado y
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resplandeciente, luchaba por liberarse de la atadura de las arterias y la cárcel
de sus huesos. Por fin, el corazón se le salió del cuerpo y ella cayó inerme
sobre los rojos claveles. El corazón tembló en el suelo, rodeado de claveles,
comenzó a marchitarse rápidamente y dejó de moverse. La compañía me
ofreció una compensación, en una breve nota me informaron que a veces los
corazones apasionados no soportan el amor en un cuerpo diferente al de sus
antiguos dueños. Me negué a aceptar otro modelo de Pasión Perversa y preferí
aceptar el viaje a Ganimedes… me llevé el corazón triste en una cajita.
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Cuento de hadas sobre una cabeza
Andrea González
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El gigante
Miguel Lupían
Joe Anderson sintió un piquetito en la nuca cuando levantó la mirada para ver
los ojos del gigante por primera vez. No se trataba de las reumas que lo
aquejaban desde quién sabe cuántos años atrás. Tampoco de los calambres
que lo despertaban en las madrugadas. Era un simple piquetito que invadía
tibiamente sus huesos.
Mary, su esposa parlanchina, no había dicho una sola palabra, pero no
dejaba de mirar al gigante disfrazando su curiosidad con miopía. Joe fijó la
mirada en el cuadro del abuelo que colgaba por encima del sillón. ¿Qué diría
el gran teniente Anderson de este evento tan peculiar? Joe nunca imaginó
recibir en su casa al gigante, al monstruo con el que amenazaban a los chicos
desobedientes del pueblo.
Joe se limpió el sudor de la frente y tragó saliva procurando hacer el
menor ruido posible. Sus carrillos estaban tensos y sonrojados. Con los ojos
cerrados, imaginó a los miembros del consejo del pueblo echarle en cara los
comentarios incendiarios que les escupió por recurrir al gigante. Pero Mary
tenía razón: debían hacerlo.
El gigante se movía a una velocidad vegetal. Le tomó un par de minutos
hilar un saludo sencillo entre balbuceos, gruñidos y un sonido que los
Anderson no pudieron identificar. Mary continuaba mirándolo, inmóvil, con
la boca ligeramente abierta, como cuando sorprendía a Joe sirviéndose otro
vaso de whisky.
Joe miró de reojo al gigante mientras revivía los rumores del pueblo: es el
resultado de un experimento militar, es de madre blanca y padre negro,
ingirió drogas en la ciudad, creció cerca de una planta nuclear… Lo único
cierto era que lo habían encontrado hace treinta años en el bosque. Después
de algunos años, los habitantes del pueblo descubrieron que una de sus ovejas
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desaparecía cada mes. Todos sabían quién era el culpable. Pero no hicieron
nada, era un precio que estaban dispuestos a pagar con tal de no ver al
monstruo pasearse entre sus calles.
Pero llegó la sequía…
Joe sacudió la cabeza negando. Salvo la descomunal estatura y la forma
tan extraña de hablar, el gigante parecía un muchacho más del pueblo. Hasta
le recordaba al hijo tarado de Sam. Y ese bastón no se veía para nada especial.
De ninguna manera ese chico armado con un bastón barato podría localizar el
sitio exacto donde encontrar manantiales de agua.
Pero lo había hecho.
Mary carraspeó repetidas veces fingiendo aclarar la garganta. El gigante
había pronunciado la pregunta temida: ¿Quién? Joe sabía lo que significaba,
Mary lo sabía, todo el pueblo lo sabía.
Se trataba del pago.
Más de un habitante del pueblo se había persignado cuando el gigante
propuso el trueque. Pero, una vez más, era un precio que estaban dispuestos a
pagar.
Joe extrajo una fotografía del bolsillo de su saco y se la entregó. El
gigante sonrió, la apretó con su manaza y se retiró emitiendo ese sonido que
los Anderson no podían identificar.
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El mapa de Mariel
Manuel Barroso
Se levantó de la cama a las 06:02, igual que los últimos once años de su vida.
Nicolás era un hombre tranquilo, metódico hasta la médula y amante del té
verde con una cucharada y media de azúcar. Se preparaba su taza matutina a
las 06:09 y a las 06:20, después de bañarse y mientras Mariel despertaba,
escribía una página del libro en el que estaba trabajando desde hacía dos años.
Nicolás era contador, pero su mayor pasión en la vida era la cartografía.
Tenía en un archivero (cuidadosamente ordenados por fechas de creación)
mapas de su país natal, del pueblo en el que vivieron sus abuelos, de la llanura
de una región lejana y del alcantarillado de una ciudad que nunca existió.
De todos, su posesión más preciada era un mapa del antiguo Imperio
Aqueménido trazado por William Robert Sepherd en 1923. Era alrededor de
este documento que él estaba escribiendo sobre la obsesión humana con los
trazos de las rutas y las representaciones a escala del territorio.
Nicolás sabía de eso, él tenía esa obsesión. Y la más grande era la carne
de Mariel.
Desde que vivían juntos, y habían instaurado la religiosa costumbre de
hacer el amor cada tres días (por más que ella odiara ponerle fecha al sexo),
Nicolás había trazado, paso a paso, una ruta a seguir en la piel de su pareja.
«Es cartografía», le dijo una vez mientras ella fumaba en la cama (cosa que
hacía cada que tenía un orgasmo). A Mariel le pareció una jalada cuando se lo
dijo, pero después notó que no la recorría por la misma ruta si lo hacía con las
manos a si lo hacía con la boca.
A las 21:26, Mariel llegó del trabajo (en el museo más grande de la
ciudad) y encontró a Nicolás viendo la televisión (de 20:15 a 21:30). Se sirvió
un vaso de agua y fue al cuarto a quemar los cuatro minutos que faltaban para
que él fuera al cuarto a desnudarla. Odiaba la mecánica puntualidad de
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Nicolás, pero olvidaba su coraje cuando empezaba a tocarla. Por otro lado, él
dejaba atrás su mutismo casi permanente y se convertía en otra persona
cuando, como ahora, se disponía a repasar con su boca los bordes de la
entrepierna de Mariel.
Entonces lo vio aparecer.
Era pequeñísimo, casi imperceptible, pero no cabía duda de su naturaleza:
era un poblado.
No escuchó ruido ni voces como su lógica (¿qué clase de lógica podía
haber ahí?) lo dijo. En su lugar vio cómo, cuando el lugar terminó de
aparecer, surgía un nombre: Arbela.
Se separó de golpe del cuerpo de ella y corrió a su archivero. No se dio
cuenta de que Mariel jadeaba más excitada que nunca. Sacó el mapa del
imperio Aqueménido de los cajones para confirmar su teoría: la región de
Arbela ya no estaba en el documento.
Lo verdaderamente asombroso vino cuando también se esfumaron
Pasargadae, Eebatana, Caria, Lappa. El mapa completo desapareció frente a
sus ojos mientras Mariel, en el cuarto, se convertía en la representación
sonora del placer.
Nicolás sostuvo el papel en blanco por dos minutos y treinta y cuatro
segundos. Fue consciente de que en el lugar sólo se escuchaba su respiración.
Volteó hacia la puerta del cuarto. No quizo confirmar lo que sabía que iba a
encontrar.
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Árbol-melancolía
Hoy te has ido, a recorrer el universo por tu cuenta, sin nada que te lo impida.
Y yo estoy aquí, a un lado de este árbol imaginario que nunca despegará.
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Rompecabezas
Diana Beláustegui
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Él le ofreció su hogar y su obsesión.
Ella, cuando se mudo, llevó un pequeño bolsito de mano con ropa y su
cuchillo de carnicero.
Él se marchita con el tiempo, pero su cuerpo se convierte en el
rompecabezas madre, en el puzzle que todo obsesivo necesita en su vida.
Ella festeja cada corte con una copita de vino tinto.
Esa noche el filo terminará de hacer sus diseños en abstractos, los dos lo
saben, están sentados en el piso y la excitación de un deber que finaliza los
llena de gozo.
Ha perdido mucha sangre y se siente débil.
Intenta besarla, pero ella sólo quiere cortar para obtener la satisfacción de
haber sido una buena carnicera.
Tiene órdenes. Una vez listo el trabajo, si él no tiene las fuerzas
suficientes, ella tendrá que secarlo y exponerlo.
El mundo seguramente sabrá apreciar el arte de un rompecabezas viviente.
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Los sueños se materializan
Alexis Uqbar
Yo sé cuando tú sueñas,
y lo que en sueños ves
G. A. BÉCQUER, Rima LVII
Como Salomón, pienso que el amor es más fuerte que la enfermedad y aun
más fuerte que la muerte. A Irene yo la amo como ninguno. Irene está en
coma.
II
(Los sueños)
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La luna y el mar siempre fueron las predilecciones de Irene. ¿Soy yo o sus
recuerdos han empezado a cobrar vida, han comenzado a interpolarse a la
realidad?
Sospecho que el sueño es la voluntad de los durmientes. ¿O acaso Alicia
no es obra de la voluntad del perezoso Rey Rojo?
III
(Diario)
3 de abril
No estoy loco. No soy el simulacro descuidado de un personaje de
Maupassant. Mi madre, que goza de un perfecto estado mental, también vio
una de las apariciones proporcionadas por la conciencia de Irene, aunque no
quiera admitirlo. Ella advirtió lo mismo que mis ojos advirtieron: un gato, un
gato blanco con una enorme mancha color miel en la oreja izquierda. Un gato
conjetural que en la vigilia ha muerto hace muchos años. El gato de la
infancia de Irene.
4 de abril
En la mañana releí un famoso cuento de Papini. ¿Seremos el sueño
ininterrumpido de un dios?
5 de abril
¿Un rugido? Al parecer proviene de la habitación de Irene…
10 de abril
He conseguido mantener al tigre a raya. A Irene siempre le agradaron los
tigres, declaraba que eran criaturas engendradas para el amor. No me asombra
que no deje de soñarlo. Para mi fortuna, los felinos oníricos no precisan
alimento, ¿o sí?
15 de abril
El vasto mar se ha asentado en una de las paredes laterales del cuarto de
Irene. Lo visito de vez en cuando. Yzur (he llamado así al tigre) es una
criatura muy vivaz y juguetona. Salvo varias almohadas desgarradas, no me
ha causado mayores problemas.
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17 de abril
Deploro cuando Irene sueña con la obra de Tanguy. Las figuras abstractas que
se elevan en el ámbito de su alcoba me sumen en una terrible depresión.
Tanguy es un personaje sumamente depresivo.
24 de abril
Ahora lo sé: Irene me engañaba. Me lo develó uno de sus sueños. Los
encontré a él y a Irene en el paroxismo del amor. ¿Podré perdonar la traición
de Irene? ¿Podrá mi amor trascender las circunstancias?
IV
(La aniquilación del tigre)
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@ficcion140. En el infierno todas las escaleras, incluso las que suben, llevan
a un lugar más profundo.
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Noche
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Las ramas del hombre
Alberto Sándel
Todo comenzó con un hombre en una rama. Lo recuerdo bien, era un hombre
llamado Ramón Cisneros. Creo que rondaba los cuarenta y cinco años el día
que lo vi colgado allí. Caminé con la decisión de siempre, apoyando la mayor
parte del peso sobre la pierna izquierda; el hombre me sonrió. Le dije: «Hey,
amigo, nos han costado varios años de civilización que los hombres se
olvidaran de las ramas verdes, su acto es un grave ataque contra toda la moral
cristiana». Creo que el ateísmo en mis ojos fue lo que fumigó su risa. Un ateo
hablando de moral cristiana es una cosa de circo o algo de mucho peligro.
Bajó del árbol, me tendió la mano izquierda y con voz reseca se presentó.
Cisneros solía autodenominarse el último hombre serpiente con cara de
avestruz, nunca comprendí por qué, incluso aquella primera vez fue un
misterio que él no quiso develar.
Ramón Cisneros buscaba las copas de los árboles porque allí nunca
podrían encontrarlo los sepultureros. Su fobia era una especie de rezago
infantil. Poco tiempo después cuando comencé a frecuentar su casa me refirió
la anécdota. Su madre lo levantó a la hora de siempre, antes del gallo, le
señaló un traje de terciopelo negro y una camisa blanca; tras un seco
«Vístete» cerró la puerta. La abuela murió de una forma casual, algo
relacionado con unos pichones y una jaula mal colocada. La familia, hastiada
de sus mil farsas suicidas (chantajistas), no tuvo compasión y a la mayoría no
le causó la menor gracia esa interrupción de sus actividades a media semana.
Aunque, al llegar frente al féretro, hubo quien soltara una verdadera lágrima.
Cisneros caminaba apretujado entre los tíos desconocidos, deudos y
numerosos amantes de la abuela. El traje sólo había sido usado una vez y le
apretaba de forma mortal en la entrepierna. Quienes lo vieron caminar como
vaquero recién desmontado creyeron que aquello era una falta de respeto tan
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grande que debía ser anunciada. Un hombre llamado tío Filemón lo tomó por
la cintura y lo cargó junto a la caja.
«Ve, niño, cuando estés así de frio nadie va a llorar por ti, porque tú no
sabes cómo se respeta a los muertos. Debes respetarlos o los sepultureros se
negarán a cavar tu tumba». Esa era la sentencia del tío. Esto fue dicho como
se dicen las cosas a los niños —incitándolos a desobedecer. Cisneros tomó
aquello como una afrenta, o quizás un reto; la situación es que había decidido
prescindir de sus servicios, si no lo hallaban, no debía morir. Al menos eso
dictaba su lógica.
Cisneros tenía una esposa y un hijo. La esposa no hablaba mucho y si lo
hacía sólo tenía reproches. «Alguna vez tuvo una lengua hermosa, incluso su
persona era bella, ahora me obliga a arrastrarme como serpiente», se quejaba
a sus espaldas, «mirala». Su hijo era una especie de niño genio demasiado
intelectual como para comprender el mundo de su padre. Cada noche el padre
le preguntaba al hijo qué era mejor, la muralla china o la torre inclinada de
Pisa. El niño respondía «Papá, eso no tiene sentido, déjame en paz, estoy
ocupado». Entonces él me decía «Pobre niño, no sabe que viene de Plutón y
que aquí nos comemos a los que no pueden diferenciar entre las noches y los
días del manicomio», Lanzaba sus frases carentes de sentido, casi idólatras
cargadas de una magia seglar.
Caminábamos en círculos por varias horas, según su teoría de que aquello
emparejaría el orden de las olas. Una tarde mientras caminábamos por el
parque, un cuervo se posó sobre su hombro. Al instante alzó el vuelo, Él me
observó. «¿Has oído lo que dijo?», a lo que respondí negando con la cabeza.
«Ha dicho que ya vienen por mí», Esa misma noche escribía a un amigo
cuando irrumpió en mi habitación de la calle Donseiban. No tenía llave, así
que realmente me pareció más abominable su aspecto. Sus cabellos eran una
selva sin claros en la que se podían escuchar los cantos de mil monos, sus
ojos hinchados, su cuerpo lleno de tierra, su ropa raída, su lengua bífida. Se
detuvo en seco y buscó las palabras apropiadas: «Están aquí, me han dado una
semana». Intenté preguntar a quiénes se refería, pero cuando pude hacerlo él
ya bajaba corriendo por las escaleras.
Durante esa semana lo vi arrancar carteles de las calles y hacerlos aviones
de papel. Decía que debía pensar más rápido. Cisneros trabajaba en una
farmacia durante el horario nocturno; esa semana temí que finalmente se
hubiera hecho adicto a algo realmente fuerte, estaba más extraño que nunca.
Sus primeros actos no parecían peligrosos. Se detenía en cualquier calle a
saludar a toda la gente que pasaba por allí. Aunque ellos quisieran evitarlo, él
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los seguía y les tendía la mano. «Embajador del Dorado, último hombre
serpiente con cara de avestruz, domesticado en el Congo, condenado o
ascendido a Dios». La gente corría o intentaba darle cátedra teológica. Él no
podía ser un dios, le objetaban, mucho menos Dios.
Su mujer desapareció al tercer día. Cisneros salió aquella tarde vestido
únicamente con sartenes que pendían por la mayor parte de su cuerpo
colocados en parejas.
El sábado fue el día crucial. Después de verlo caminar con una jauría de
perros y cargar a cuatro gatos por las colas, el sábado se vistió de traje y se
comportó como un caballero, incluso parecía normal. Salió a la calle con cara
de funerario, alargada y brillante por el sudor frío. Se me acercó y con un
gesto maligno dijo: «Al menos este pantalón no me aprieta». Compró un
ataúd a su medida, no me dio explicaciones. Si uno intentaba preguntarle lo
que pasaba sólo respondía «Ya sabes que ya vienen».
El domingo llevó a su hijo al quinto piso y lo aventó desde allí. Poco antes
me había hecho esperarlo en la entrada principal del edificio. Por eso pude ver
la cara del niño que venía en camino descendente. Su impacto conmigo fue
brutal, no recuerdo nada hasta dos días después. Desperté en mi habitación
con jaqueca. Cisneros desapareció. Cuando pude salir, aún se relataba el
aspecto lamentable en que lo habían visto partir con unas grandes alas negras,
hechas como de muselina. Inspiraba terror el sólo verlo. Su hijo estaba vivo.
Fue todo lo que supe. Tiempo después volví a visitar su casa. Todos (la madre
de Cisneros y el hijo de éste) parecían más alegres desde que mi amigo había
desaparecido. La última vez que estuve en aquel lugar una frase del niño me
recordó la locura de su padre: «¿Sabía usted que soy de Plutón y que la torre
es mejor porque es más simple?»
Hace un par de noches un gran cuervo negro se posó en mi ventana. Tenía
la estatura de un hombre promedio y unos ojos glauco-amarillentos. Sin duda
aquel era Ramón Cisneros. Su aspecto me heló. Lo vi desplegar las alas y
volar. Ahora un poco más tranquilo podría jurar que su graznido repetía una y
otra vez: «Ya vienen por ti, ya vienen».
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Dos semillas
Ismael BF
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Atocha: yo por convicción; él por fuga a la acritud paterna cuyo recuerdo era
su ceguera.
Adentro, el hombre canoso alardeó entereza respecto a la tierra
estigmatizada, aunque el sudor lo desmentía. Para su fortuna pronto hallamos
un sepulcro útil: «Nació XXX - Murió XXX», la misma fecha, tres días atrás.
—Haremos esto —sentencié al tiempo que me ajustaba los guantes de
látex—: sacaremos dos semillas de allá abajo. Con mucho cuidado. Es muy
difícil encontrar testículos tan jóvenes.
—¿Y luego?
—Recuerda lo de la disposición, ¿no?
Abora sí el canoso manifestaba serenidad. Era siniestra.
Aquella noche soñé con un soldadito de plomo. Iba en una balsa sobre un
río cuesta arriba.
En menos de veinticuatro horas Garin nos recibió afable. Su actitud
armonizaba con la de la luna que, en un cuadrante norte, iluminaba claveles
tan frescos como la sonrisa del canoso.
—¿Cómo nota al hijo? —le pregunté al concluir la exhumación de un
varoncito de siete años.
—Pálido —soltó, sin darme pauta a curiosear sobre su método para haber
logrado la ingesta de semillas. Se limitó a lanzarme un fajo de billetes y
proteger los testículos como a un tesoro.
Otra noche, el mismo sueño con el soldadito. Esta vez desperté. Fui a la
ventana. Ante los abismos de la ciudad dormida recordé la filosofía de Garin:
Sólo lo siniestro mata lo siniestro.
Semanas después, el canoso apareció en mi piso. Su cara parecía cubierta
por una estela sepia. Hablaba atropellando sus frases:
—Disculpa por venir sin avisar. Me he tomado la libertad de conseguir
otras semillas. Su madre y yo queremos acelerar el proceso.
—¿Dice que ha hecho qué? —gruñí.
—Sólo fue otro par… Quince años. Nadie se enteró —dijo, en tanto se
arañaba la barba raída.
—Garin es ciego pero no imbécil. Es probable que la policía…
El cuerpo del hombre adquirió firmeza al mostrarme su cartera, cuyo
espesor nos motivó a retomar el asunto del hijo.
—Bien… Entonces resta hallar semillas de su misma edad. Le anticipo,
señor, eso nos llevará mucho tiempo.
La tozudez del canoso despertó mi ánimo agrio que en el cementerio fue
apagado por el soplo del destino a su favor: el portón estaba libre, pues a
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Garin lo ocupaba dar condolencias a la familia de un recién enterrado, cuya
fotografía debajo de las coronas revelaba a un galán y, atrás de la misma, con
caligrafía lúgubre, la edad exacta que nos valía.
Procedimos tras esperar las condiciones.
Frente a la belleza del cadáver, mi acompañante se puso los guantes con
habilidad de cirujano y le desabrochó la bragueta. En el lugar de las semillas
hedían girones escarlata.
—¡Señor, lo buscan! —interrumpió Garin con un grito que parecía burla
de la muerte.
La lámpara del ciego calmó mi sobresalto. Entre los sauces y las tumbas
no escoltaba a policías sino a una figura varonil que llamó al canoso «papá».
A papá lo dominó el estupor.
Yo me habría regocijado del encuentro de no ser porque el hijo se
abalanzó hacia donde estábamos.
—¡¿Qué es esto, papá?! —repetía en un acto inaudito que incluía husmeo
y arrobamiento sobre el cadáver del eunuco—. ¡Yo ya había vaciado este
plato!
El eco de esta frase se impregnó en el ulular del viento. Provocó un rumor
como el de un río. Sobre él, en una balsa exhumada con destino a comarcas
indecibles, más allá del corazón de la urbe, el soldadito hizo que mi sangre se
volviera de plomo.
Entones deseé ser Garín.
El canoso donaba en paz sus dos semillas frescas a los labios sanos,
varoniles de su hijo.
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El hundimiento
F. A. Real H.
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verdad es que ella nunca lo supo, pues no volvió a mirar atrás.
Sonriendo por primera vez en mucho tiempo, vio cómo esa mole azul
transparente abría los brazos para recibirla en su último momento.
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Balas
Sergio F. S. Sixtos
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torso. Es el nombre del demonio y la oración para invocarlo, así siempre lo
tengo cerca cuando lo necesito, dijo mirándose en el espejo. No vi al Pelirrojo
por varios días, pero supe de sus andanzas por los periódicos. Tras morir el
patrón, la cabeza de Amadís tenía precio. Se movía furtivo por la ciudad,
receloso y aún no entiendo la razón de su confianza en mi persona.
Una noche mirábamos una pelea del Macho Camacho por televisión y
Amadis preguntó si me gustaría conocer al demonio. Las balas, él las
patrocina. Son justo del calibre que necesito, dijo quitándose la camisa y, sin
decir más, se paró frente al espejo y comenzó a leer los símbolos de su torso
en una lengua que sonaba gutural y antigua. Los tatuajes se movían al ritmo
de las palabras. Yo estaba petrificado y un gusto amargo invadía mi boca. Un
fluido negro comenzó a salir de las paredes y se detenía en el centro de la
habitación; el fluido comenzó a subir como si fuera un chorro de agua y se
solidificó. El demonio tenía una apariencia antropoide y su rostro estaba
oculto tras pliegues marchitos de piel sobre piel. La habitación apestaba a
mierda, pero el terror me tenía paralizado. Amadis extendió la mano y el
demonio le dio un puñado de balas. Después ya no recuerdo nada. Amadis
vertió cerveza helada sobre mi cara y señaló orgulloso el montón de balas que
yacían sobre la mesa, cerca de un millar. Confesó que las víctimas de esas
balas eran almas para el demonio. Comprendí entonces que Amadis
proporcionaba el sustento al maligno a cambio de su pasmosa puntería.
Temblando fui a la cocina por más cerveza. Al regresar cosí a puñaladas al
Pelirrojo. Después corté el cuerpo y lo incineré en una fábrica abandonada.
Nadie lo echaría de menos. Cogí las balas y ahora estoy en Sinaloa, bogando
contracorriente, pero forjado un nombre a sangre y fuego.
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Secreto de familia
Patricia Richmond
Mi abuelo ha muerto.
Han pasado demasiados años desde la disputa que acabó con mi expulsión
de su vida y aquí estoy ahora, en su despacho. Tras tantos silencios y muros
de incomprensión, no me ha sorprendido encontrar un cajón secreto en su
escritorio; en su interior, sólo un plano de lo que parece un sótano que, por la
disposición del trazado, tiene que estar en el descuidado jardín. Y una llave.
He salido a mirar y no he encontrado nada, pero he sentido algo bajo la
tierra, un lamento. He pegado el oído al césped y he escuchado unos gritos
que me han estremecido. He corrido a buscar una pala y he empezado a cavar.
Ha aparecido una trampilla. Ahora se oyen jadeos y pasos subiendo a la
carrera una escalera.
Los golpes al otro lado me han sacado de mi estupor. Temblando he
probado la llave en la cerradura y encaja. Otra vez los gritos. He dado una
vuelta a la llave, pensando qué locura podía haber cometido mi abuelo. Los
aullidos y los golpes son ahora insoportables, pero debo abrir la puerta y
enfrentarme a la verdad. Segunda vuelta y la cerradura ha quedado
desbloqueada. He retrocedido unos pasos y al abrirse de golpe la trampilla he
comprendido al fin que, al echarme de su vida, mi abuelo me protegió…
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minirp 09
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@ficcion140. Abdul Alharzred vio desde la ventana los efectos que su libro
traería a la humanidad.
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La profundidad de los armarios
Solange Rodríguez
Cuando era niño tenía un gato que desapareció. Que un gato se desvanezca en
el aire no es raro, mas los raros son los que mueren de viejos dentro de sus
casas. Que un gato no se marche va en contra de su naturaleza libertaria, así
que el gato se fue y, a mis siete años, más que triste me dejó desconcertado.
Pasábamos ambos las noches a puerta cerrada, con trancas, rejas y llaves
como se duerme en los barrios populares para protegerse de lo que quiere
entrar, pero lo cierto es que una mañana mi diminuto gato de pelo grueso, que
solía abrazar para dormir, se había ido inexplicablemente de la casa donde
siempre había vivido bajo chapas y candados.
Busqué bajo la cama de mi cuarto, exploré hendijas y posibles resquicios
entre los vidrios de la ventana, pregunté al resto de la familia —mi madre
pragmática y fría como ha sido siempre me dijo que si había muerto dentro de
mi habitación no me preocupara porque ya me enteraría por el olor—, pero lo
cierto era que había logrado escapar del insoportable encierro de mi infancia,
yo no.
Nunca supe si me decían la verdad. Con el paso del tiempo me he ido
enterado que en toda familia hay omisiones, asuntos que nadie quiere ver. Las
cosas suceden sin que nadie se atreva a decirlas o mencionarlas porque está
mal visto. Sospechaba que algún hermano mío, quizá la más pequeña, hubiera
abierto la puerta en la madrugada sabría dios para qué y entonces el resto era
suponer la fuga del gato. Me consolé pensando en la vida de mi gato más feliz
que mi vida de niño de sombra, de criatura condenada a ver jugar al resto de
niños en la calle, de observar pasear por las veredas a otros gatos que no eran
mi gato y saber que no podría acariciarlos. Pasaron años así, viendo
anochecer, llover y clarear por la ventana. Años muy tristes.
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Crecí, fui al colegio, viajé en buses y taxis, también conocí el río y cómo
olían mojadas las mujeres y también algunos muchachos. Viví lo mío. Años
después, cuando no recordada que alguna vez había tenido gato, una
madrugada me despertó un maullido impreciso. Medio dormido afiné el oído
y supe con una sensación de revelación que fue un corrientazo en mi espalda
que era el maullido del gato de mi infancia que ahora volvía a casa por el
armario.
Quisiera decir que fui valiente, que encendí las luces y que exploré, pero
no pasó nada de eso, más bien me quedé en la cama, aterrorizado, aguantando
las ganas de orinar y el frío —empezaba el invierno y necesitaba una cobija
—, pero el solo hecho de pensar en abrir la puerta del closet me hacía suponer
que me toparía con el fantasma erizado de mi gato bebé de otro tiempo. En la
noche se consideran ideas que en la claridad resultan bastante idiotas. Así, de
puntillas coloqué una silla en contra de la puerta para que no cediera desde
dentro, esperé a que amaneciera y a que el maullido se volviera un ruido
lejano. Algo dormí. Con las primeras luces, ver la silla contra la puerta del
armario me hizo sentir cobarde y estúpido, así que lo abrí de par en par y me
metí.
Era el armario de siempre, el que había estado en mi vida desde que
recordaba y del que únicamente salía ropa limpia, toallas y sábanas.
Empotrado en la pared, angosto pero que presentaba la ilusión de ser más
hondo de lo que debería, quizás esa era su única particularidad. La casa la
había construido mi padre antes de morir, según sabía, y no tenía ninguna
maldición ni anécdota curiosa sobre sus bases, sólo el hecho de haber
heredado el terreno de un tío que jamás se casó y que murió prácticamente
olvidado en un geriátrico. Nadie había muerto durante su construcción, no se
habían realizado prácticas de necromancia entre sus paredes, ni su piso había
sido edificado sobre cementerio indio alguno.
Entré al armario y pese a la claridad de fuera usé una linterna explorando
ángulos y vértices. Todo normal como era de esperarse, pelusa en las orillas,
arañas correteando, una pelotita olvidada de naftalina y, cuando estaba a
punto de reírme de mis temores, sentí un llamado. No sé cómo explicarlo,
creo que si habláramos de altura podría llamarlo vértigo, pero no se puede
sentir vértigo en tierra firme. Tuve ganas, incontenibles ganas de cerrar la
puerta desde dentro. No sé cómo explicar ese antojo, quizás es el mismo
llamado raro que sentimos de rasgar con la uña la costra que va cicatrizando,
de hurgar con la lengua la carie que duele, enterrar la punta de aguja de zurcir
en la carne. Pero no lo hice, no cedí.
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Lo que sí, desde entonces preferí las gavetas y las repisas al aire libre,
acomodaba las camisas en bolsas o en maletas volviéndome de golpe un
excéntrico, que a ojos de la familia, había empezado a enrarecerse sin ningún
motivo aparente: un maníaco. Quizá maníaco como el tío ese del que no se
hablaba. Pero claro, el tiempo va colocando siempre una capa de calma a los
recuerdos y otra vez las cosas volvieron al armario y yo volví a entrar y salir
de él, pero siempre en visitas breves.
En un viaje de la universidad conocí a Maka, menuda, de cabello muy
rizado y conversación fácil. Estudiaba arqueología y estaba muy interesada
por la vida de los objetos. Mientras bebíamos cerveza y nos abríamos paso a
gritos entre todas las voces que celebraban el fin de semestre, me contó que
los primeros consoladores para mujeres fueron creados por las griegas para no
echar de menos a sus convivientes durante los años de guerra, y esa referencia
marcó definitivamente el tono de nuestra charla el resto de la noche. Fuimos a
hacer el amor en una de esas penumbrosas habitaciones de ese hotel de playa,
llena de insectos que se freían contra los focos y de salamandras sigilosas que
correteaban por el suelo.
Luego de quitarnos la ropa, ella tuvo un gesto que de alguna forma
extraña me heló y a la vez, luego, me encendió la sangre. Antes de recostarse
desnuda sobre el colchón donde yo la esperaba con las manos inquietas, lanzó
una mirada bajo la cama.
—¿Qué haces? —le pregunté. Me contó que en su casa había ratas y que
una vez que estaba a punto de echarse, una había salido de la penumbra bajo
la cama y le había tropezado con violencia el pie. Tenía ya aprendido ese
gesto, siempre miraba para asegurarse que no había nada.
—¿Segura que era una rata? —dije. Lanzó una risa incómoda que le hizo
temblar los pechos. «Lo cierto es que Maka jamás supo si lo que la tropezó en
la oscuridad era o no una rata. Pero era algo grande», añadió, volviendo a
besarme. Y allí estábamos, la mujer que le temía a lo que había bajo las camas
y el hombre que no quería entrar en los armarios. Tuvimos sexo con la misma
intensidad con la que seguramente lo tienen los sobrevivientes de algún
desastre.
Y después vinieron los gestos de siempre luego del amor. La dejé
dormitando en la cama y fui al baño. Dejé que el agua fría corriera sobre mi
cabeza inclinada empapando mi pelo mientras ideas felices fluían. Luego me
miré en el espejo sucio y vi mis ojos de loco, amarillos, de pupilas dilatadas
como los gatos. Los ojos de alguien que quizá podría ver en la oscuridad
mucho mejor que el resto de los humanos. Avancé sin zapatos sobre el suelo
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de cemento y me incliné bajo la cama. Parecía el basurero de un adicto:
envolturas, un tenedor, una compresa sanitaria, monedas… pero no había
nada vivo. Luego, desnudo como estaba, fui hasta el armario: una
construcción de madera empotrada en la pared, e ingresé envalentonado y
feliz porque sentía que por primera vez tenía algo que en serio me importaba
del lado de la realidad. Al terminar mi exploración idiota estaría ella,
esperándome sobre la cama.
Cerré la puerta conmigo dentro. El olor de los armarios depende de lo que
se guarde en ellos, obvio, pero este armario junto a la costa no podía
deshacerse del olor a mar. Había algo de carcoma en el piso y también polvo
acumulado que se sentía granuloso en mis pies. Di un par de pasos dentro y
extendí la mano derecha, era profundo, más profundo de lo que parecía ser a
primera vista. Seguí avanzando y cuando mi mano no tocaba aún la pared
posterior, sentí una especie de succión, el llamado de un vacío ante el que no
tuve más remedio que dejarme caer. Me sentí profundamente dentro de la
noche permeable y cálida de los armarios donde muchos senderos confluyen.
Al poco de caminar mis tobillos chocaron con una superficie mullida y
movediza, me incliné y la textura inconfundible del pelo y el ronroneo grave
me hicieron dar cuenta de que se trataba del gato de mi infancia, ya bastante
viejo. Lo alcé del piso y nos tocamos las narices, pero luego lo solté porque
olía mal, quién sabe de qué cosas se habría alimentado en su ausencia. No
sentí miedo de él, más bien lo que experimenté fue la curiosidad natural de
quien merodea por los pasadizos de una casa nueva. El gato volvió a
enredarse en mis pies y se tornó un ocasional lazarillo que a veces volvía para
guiarme con sus ojos en la oscuridad.
Tras la desorientación inicial, confieso que deambular por los armarios no
es tan malo. Con práctica, uno puede volverse un explorador experto y es tan
entretenido que en esas andanzas tranquilamente se puede ir la vida. Si
logramos sortear los millones de objetos que desde los pasadizos repletos de
cosas arrumadas conectan entre sí a los armarios, nos daremos cuenta de que
se trata de una civilización tan organizada como cualquier otra. He visto
lugares tan extraordinarios que jamás se compararían a los que alguna vez
ansié visitar mirando el mundo, por la ventana de mi infancia. Los armarios
son los grandes vertederos de las casas. Ahí van a parar las cosas que no
queremos ver pero de las que tampoco podemos deshacernos: armas, regalos
feos, documentos clandestinos, equipos de ejercicio, herramientas, objetos de
otro tiempo. Cosas que nos mostrarían como las personas que en realidad
quisiéramos ser. También he dado con otros viajeros de armarios, algunos son
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niños castigados que le perdieron el miedo a la oscuridad, o mujeres en plena
fuga de una vida infeliz, sacerdotes y mineros. Alguna vez me pareció que me
cruzaba con otros hombres desnudos que me pidieron silencio y discreción
con un gesto de sus labios; y hasta con mi tío, el raro, del que no se podía
hablar mientras vivía en familia.
Lo complicado es buscar alimento. Uno debe salir del armario por las
noches y robar comida mientras los habitantes de la casa donde uno ha ido a
parar duermen. Luego de años y años de hacer rondas, me guío muchísimo
mejor. He dado con la casa de mi madre, y me he percatado que tras las
primeras lágrimas han podido superar mi pérdida con estoicismo. Esa es la
ventaja de tener tantos hermanos que puedan suplir la atención materna. Le he
llevado a mi madre pequeños regalos para consolarla, he dejado en su mesa
de noche cosas tan bobas como botones o vinchas de pelo que voy
encontrando por allí, y alguna vez, dinero. Ella, tras la sorpresa inicial, me ha
correspondido con granos de arroz y flores. Hemos llegado a comunicarnos
bastante bien y hasta he podido comprender, a partir de lo que me entrega, sus
estados de ánimo.
También he dado con la casa de Maka. Tras la investigación policial, el
archivo fue fichado como Sin resolver, y eso fue todo en un país donde a la
justicia no le interesa hacer un buen trabajo. Pero ella fue señalada como la
chica desvariante de la clase, así que abandonó la facultad y ha ido de tumbo
en tumbo a partir de eso. Desde dentro del armario la he visto tener insomnio,
hacer largas llamadas telefónicas y llorar, Está extraviada y se me ha ocurrido
que quizá tenga vocación de armario. También me he preguntado si sería
posible viajar bajo las camas o dentro de maletas o de las refrigeradoras y los
hornos. Quizá las personas comunes no saben toda la vida secreta que se
desarrolla dentro de sus propias casas y que acontece a diario en medio de las
otras actividades cotidianas, es sorprendente cómo dejan rápidamente de
preguntarse por lo que se pierde y por lo que aparece ante sus ojos.
Lo que es yo, pese a que luego de tanto tiempo de no vivir entre humanos
asumo que tengo la apariencia y el olor de un hombre salvaje, confio en ser
aún agradable para Maka, a quien pienso atraer a este universo susurrando su
nombre en cuanto mis cuerdas vocales dejen de sonar como un áspero
maullido felino.
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…De reflejos
Había estado durmiendo. Soñando que una figura oscura venía hacia mí con
ojos de relámpago. Yo gritaba y nada ocurría y mis pasos eran truenos llenos
de ecos. Llovía y sentía que la tierra húmeda se hundía. La figura me miró de
frente, preguntando por mi familia. Sus uñas eran largas como espadas y
sonreía como si su piel no tuviera límites. Me dijo que mi padre estaba con
una mujer que no le pertenecía.
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La noche estaba en su apogeo. El espejo frente a él se llenó de vapor. Su
reflejo era un portal.
Sólo recuerdo que la figura sonrió y sus entrañas abrieron el mundo en dos.
Y lo que adentro se ocultaba pobló todo el paisaje con desolación. Y me dijo
algo y yo lo repetí y al despertar recuerdo a mi padre tembloroso a mi lado,
diciendo que todo iba a estar bien. Y me preguntó que dónde había
escuchado sobre El Mago. Que no había dejado de repetir: «El Mago viene
por ti, papá».
El señor Fernández tenía una cliente que visitaba cada día, para escuchar sus
relatos y para sentir su magia corporal. Una víctima de extorsión, ella lo había
contratado porque un hombre conocido como El Mago la perseguía. Lo ha
hecho con todas nosotras, le dijo. Cada vez que una de sus heroínas abandona
su historia, en búsqueda de un héroe diferente, él nos persigue. No hay
escapatoria. Lo siento mucho por usted, pero necesitaba decírselo a alguien.
El padre dijo que todo iba a estar bien. Ella negó con la cabeza y lloró por
última vez en su vida. Dijo que esa noche El Mago los visitaría a todos. Lo
había soñado.
Otro cadáver fue encontrado esa noche, sin sangre y en posición fetal. La
policía y la unidad forense aún no determinan el modus operandi. Tampoco el
porqué de los testimonios de una imagen inexplicable en la escena del crimen
de los Fernández. Cuando las autoridades entraron en la casa, vieron al
pequeño Lucio sentado y llorando frente a un espejo en el cuarto de sus
padres.
En el espejo había un reflejo. Y allí estaba el padre, como un retrato
irracional de carne y hueso. Un vapor espeso rodeaba la imagen, distante y
distinta, que mortificaba al que la veía. No había nada por hacer.
El caso fue enterrado para siempre. Nadie sabe lo que ocurrió.
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Mi padre me tomó en sus brazos y entonces la figura lo llamó por su nombre.
Mi mamá gritó y agarró el teléfono para pedir ayuda. La voz de la Jigura fue
la que atendió. Estaba en todos lados. Papá tenía un revólver en la mano y se
miró en el espejo de la habitación y vio algo que le hizo apuntar y disparar.
Después desapareció. Y la voz de mis sueños me dijo que algún día vendría
por mí. Después me quedé dormido llorando hasta que unos señores entraron
por la puerta y encontraron algo que no podían explicar.
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En la familia
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desprendió la cabeza. Quizás eras un niño, pero con la suficiente imaginación
y las suficientes horas frente al televisor para
imaginar escenas terribles. Siguió el sonido de tu madre gritando
enloquecida, rogando a los seres que soltaran a su hija, pero era inútil. Tu
hermana emitió un breve gorgoteo y luego el silencio. Mamá lanzó un último
largo aullido y finalmente el desgarramiento de ropa, de piel, cuero cabelludo
masticado por decenas de mandíbulas ávidas de sesos frescos, impolutos.
Quizá fueras un niño, pero tu corazón sabía, intuía, que el fin se acercaba. El
miedo, como una rata sarnosa, te roía por dentro, te sofocaba, hacía temblar
cada centímetro de tu cuerpo, no podías evitarlo, aunque pensabas que había
una oportunidad de sobrevivir si no te movías, si los atacantes no percibían tu
presencia. Esperaste a escuchar la marejada de pies entrechocando por las
escaleras, en busca de más alimento. Transcurrieron minutos en que el
silencio lo cubrió todo. Minutos que percibías como horas, y a pesar del
miedo que azotaba tu corazón, la espera por el final fue tornándose sopor. Tus
párpados se sentían pesados como dos costales de cemento. Sin darte cuenta,
comenzaste a dormitar con la mejilla oprimida en el piso.
Despertaste al escuchar el golpeteo en la puerta. Una voz diciendo tu
nombre. Raúl, sal… ya es tarde; hora del colegio. Mamá… ¿mamá? La voz
era extraña. Si, era la voz de tu madre, pero como si hubiera acabado de
despertar de un sueño de mil años. O como si hubiera ingerido cantidades
industriales de alcohol… aunque tu madre nunca tomaba alcohol. ¿Todo fue
un sueño?, te preguntaste; alzaste la cabeza y te diste un tope con la parte
inferior de la cama. No. No pudo ser un sueño. Los gritos, el sonido de los
muertos peleando por su parte de sesos, el perro aullando… el polvo del
suelo… la espera… Los golpes de nuevo; mamá llamándote. Dejame entrar,
Raúl, debo planchar tu uniforme, anda, abre. La voz, esforzándose por emitir
cada silaba con naturalidad, como si aquella garganta, aquellas cuerdas
vocales ya no fueran del todo funcionales. La voz de alguien que ya no
debería tener voz. No respondiste. Otra vez, el temor reptando por tus venas.
Eras sólo un niño, pero no ibas a caer en la trampa de aquella criatura que ya
no era mamá. Golpeteo vehemente. ¡Abre, niño, anda, a desayunar! Estaba
realmente enojada. ¿No quiere abrir?, preguntó otra voz, esta vez masculina,
tras la puerta. Era papa, quien soltó un gruñido inhumano al escuchar la
respuesta afirmativa. Comenzaron a patear la puerta; el cerrojo parecía a
punto de ceder ante el ataque. No te muevas, Raúl, no lo hagas, pensaste,
luego te dijiste que deberías escapar por la ventana, bajar por la rama del
eucalipto, como tantas otras veces, e ir a casa del abuelo, contarle que tus
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padres eran ya parte de las hordas. La puerta cedió al fin. Dos pares de pies
entraron y sus pisadas eran torpes. El aroma casi palpable de la podredumbre
llegó a tus orificios nasales. ¿Dónde estás, Raúl? No vas a escapar de
nosotros, no de nuevo. Papá caminó hacia la ventana, tu madre miró el
interior del clóset. Pronto veriían bajo la cama… Tenías una mínima
oportunidad si corrías hacia la puerta rota. Sí, era tu última oportunidad, la
última. Tragaste saliva. Apretaste los dientes y saliste corriendo con todas tus
fuerzas. No contaste con que en el pasillo esperaban tu hermana y tu tío, con
sus rostros descarnados y el cráneo vacio de masa cerebral, los brazos abiertos
para recibir tu carrera desesperada.
—¡No… no quiero ir a la escuela! ¡Tuve otra pesadilla! —gritaste
revolviendo tu putrefacto cuerpecillo entre los brazos de tu tío.
—¿De nuevo, Raulito? ¿Hasta cuándo vas a seguir soñando con el día que
la horda nos convirtió? ¡De eso ya pasaron veinte años, por favor! —dijo tu
hermana mostrando su dentadura sin labios y la mirada de glóbulos oculares
podridos.
—Déjalo, Miriam —señaló tu madre—, el pobrecillo no ha podido
superar el shock… algún día habrá que llevarlo con un sicólogo, si es que
encontramos alguno postmuerto… de todas formas, jovencito, tus pesadillas
no te salvarán de asistir a clases.
Pataleaste, hiciste berrinche, pero nada valió para tus padres. Bajaste al
comedor y, frente a tu plato de tripas de bebé recién sacadas del refrigerador,
maldijiste a tu familia, a la escuela y a los malos sueños que sufrías cada
inicio de semana. Los mismos que te recordaban que eres un muerto con
apariencia de niño. Un niño que asistiría toda la eternidad a la maldita
primaria.
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Os Bêmgatos
Ériq Sáñez
No sabía que fueran infelices, mis padres. Al menos no a tal punto. Bueno, sí
sabía. Pero era joven y, claro, estaba lo de los hermosos en su punto más
álgido… Una variación genética en una familia del centro de Brasil hizo a
esta gente violentamente hermosa. Septillizos.
Evidentemente salieron modelos de ahí. Se esparcieron por el globo. Su
belleza dolía. Una mitad del mundo los odiaba y la otra los idolatraba. En
realidad… Bueno, al menos yo, en ese momento, creo haber sentido ambas
cosas. Los hombres de esa familia eran demasiado atractivos. Acomplejaban.
Mis amigos decían cosas como que estaban operados, que esos cuerpos eran
puros anabólicos, etc. Por dentro todos sabíamos que no se ejercitaban nada.
Así eran. Las mujeres daban muestras más extremas de admiración o
animadversión hacia las chicas de la familia que eran tremendas sabrosas. Ya
se imaginarán. Por si fuera poco, eran inteligentes, muchísimo. Eran
simpáticos. Eran irresistibles. Biológicamente irresistibles. Se volvió noticia
cuando una de las chicas Bêmgato salió con alguien normal. El chico en
cuestión estaba embobado, por supuesto. Tenía este video blog. Era el mega
hit. Mis padres peleaban y no me di cuenta de lo que ocurría hasta que, en una
de las discusiones, ya más usuales y agresivas, salió su nombre: Alicinha.
También ellos tenían celos. Todos querían con alguno de los Bêmgatos.
Las noticias: chica diosa del Brasil le hace el amor hasta matarlo: busca.
Abrí el video anexo para saber si tenían pista de su paradero. No se trataba de
eso. Alicinha estaba buscando novio. Al parecer los hermosos tenían una
manera brutal de amar, no sólo físicamente. La autopsia reveló niveles de
endorfinas imposibles. No tenía drogas en su sistema. Había sido su primera y
última vez con una hermosa. Los fans de su blog sabíamos que el contacto
que tenía con ella era un éxtasis en sí mismo. Resultaron ser hipersexuales,
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amaban generar excitación y eso los prendía más. Yo tenía dieciséis años,
pero aun así me fui para allá. Mi madre me avisaría después que, por
supuesto, mi padre había hecho lo propio. Un día ella me visitó, mi madre.
Sabía que no venía por mi.
Tomé mi turno para salir con los Bêmgato. Con cualquiera. Todos lo
hacían. Toda la familia era una droga, las dos hermanas y los cinco hermanos.
Eran tan insaciables y asesinos, siempre sin querer, que el señor y la señora
Bêmgato, que eran evangélicos o no sé qué, anunciaron que no planeaban
tener más hijos.
Un día todos murieron sin razón aparente. Así. Funerales alrededor del
mundo. Suicidios… Yo estaba a cinco días; me refiero a que yo y un grupo de
nueve más íbamos a conocer a Pablo Bêmgato, el más cachondo de los
hombres, la semana siguiente. Del grupo elegiría a uno solo. No puedo decir
que no significó nada para mí saber que un día no despertó y que una horda se
llevó su cuerpo con el resto. Quedaron descuartizados. Alguna gente hasta
engulló su carne cruda.
En los disturbios del 8 de octubre también violaron al matrimonio
Bêmgato. Ninguna mujer se embarazó. La señora B tampoco. Eran feos, los
dos. Feos y desagradables. Malditos envidiosos. Según recuerdo los mataron
mientras paseaban por la costa.
No sé por qué empecé hablando de mis padres. Ya hasta regresaron.
Deben haber entendido que a ellos jamás los iban a pelar. Mi madre se pintó
el cabello de morado igual al de los hermosos. Todos lo hicieron. Sí, yo igual.
Eso fue hace diez años ya. A veces pienso en Pablo mientras me masturbo y
luego lloro. No debió morir así. Él debía morir conmigo.
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Rito ocular
Extraía rápidamente los ojos de los cuerpos trémulos, cuyos gritos agónicos
amenizaban su labor; eran tan penetrantes que incluso pululaban en el cráneo
del mítico cancerbero en la lejanía de su sombría morada. Miles de brazos
peleaban ferozmente contra los dedos callosos del hombre desnudo que les
arrebataba la vista; no sabían por qué esa montaña humana de piel brillosa
que sudaba por el esfuerzo y curvaba los rayos que la luna espolvoreaba sobre
la negra tierra los atacaba.
Aquel hombre se había alejado varios metros del accidente. En cada poro
tenía inyectados miles de ojos formados con tintas negras que parecían
pestañear, pero en realidad era el coqueteo entre las sombras y sus músculos
que trabajaban afanosamente abriendo un hoyo en la tierra. Había destapado
una cubeta con lo que parecían veinte litros de plata líquida, pero no era más
que su semen añejado; entonces vertió con su boca y sus manos varios litros
en el agujero, colocó a continuación, con fervor religioso, veinte globos
oculares con los nervios ópticos todavía unidos y escurriendo lágrimas rojas
de dolor. Después acomodó cuidadosamente otros veinte ojos, algunos litros
de semen más y siguió así hasta haber depositado y cubierto ochenta ojos, que
había sacado a la fuerza de los pasajeros del autobús volcado.
Un viento recorrió audazmente la superficie del pastizal que rodeaba el
sembradío de maguey donde él estaba parado admirando su obra; la tierra
ahuecada repleta de ojos y plata líquida. Al llegar a sus pies, la frescura del
aire se asemejó a una serpiente, y con una sensualidad suave y fría se enredó
en su cuerpo, subió por sus piernas musculosas y relucientes, siguió sobre sus
nalgas, su pubis, su estómago, sus pectorales, hasta llegar a su rostro de arena,
que era reseco, pustuloso, repleto de cicatrices circulares, como si se hubiera
desprendido un trozo de la faz lunar y adquiriera vida.
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Se arrodilló solemnemente frente al hoyo ocular, su anhelo encarnado,
mezcló un poco de semen con sangre y tierra para ungir su pene siempre
enhiesto, priápico; con la respiración temblorosa hizo vibrar su pene, que
pareció jadear, babear e incluso exhalar vapor ardiente.
Aún se escuchaban en la cercanía algunos gemidos, lamentos y gritos de
los pasajeros, quienes desbordados por la locura se manoseaban la intimidad
de sus cuencas ópticas vacías en busca del precioso contenido; al no
encontrarlo sus hígados comenzaban a colapsar y a ser incapaces de filtrar la
insania de la razón, lo cual provocaba que les escurriera saliva pegajosa,
verde y amarga. Sus cuerpos desfallecían a causa de la fuga sanguínea,
obligándolos a acurrucarse sobre el pasto para morir en posición fetal.
Aquellas voces torturadas, que pudo escuchar tenuemente mientras recibió
la frescura del viento, le parecieron caricias de lengua arcaica recitados en
cantos que hicieron crecer su excitación, para después, poseído por la pasión,
hundir su pene en los ochenta ojos que fluían en el lago de plata liquida,
arrancando de sus entrañas bramidos que parecieron invocaciones para que
los seres del inframundo emergieran de las grietas terrestres.
Agotado por el éxtasis caminó algunos minutos hasta llegar a un
sembradío de cilantro, donde se acostó para ser contemplado por los millones
de ojos cósmicoagónicos suspendidos en la cúpula oscura del universo.
Escuchando al arroyo murmurar, encendió un habano y lentamente comenzó a
dormir.
Al despertar vio las luces de la policía revolotear entre la arboleda,
escuchó a la parentela mortal del cancerbero ladrar y guiar a los justicieros
hacia él. Corrió rumbo a su cabaña, que estaba cercana a sus plantios de
cilantro y maguey, oculta entre los abrazos de la penumbra.
Entró sigilosamente y abrió una puerta incrustada en el suelo. Su rostro de
arena se iluminó de un azul abismal. Miles de medusas que parecían ojos
transparentes concentraron su atención en él, nadaban en un estanque
esférico, pétreo, lleno de agua salada, mientras se hizo visible la palpitación
de su corazón. Esbozó entonces una sonrisa y entreabrió sus labios para sacar
su lengua bífida, se colocó un par de pesadas botas metálicas oxidadas con
forma de pies y bajó lentamente las escaleras que conducían a la profundidad
del estanque. Al caminar en el fondo comenzó a recibir las caricias meduseas
que se le embarraron en los miles de ojos que él tenía incrustados con tinta en
su piel. Percibió el veneno letal como un placentero ardor que estremeció sus
entrañas y lo equiparó a miles de muertes pequeñas en todo su ser…
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Autómatas
Portada
Textos
Gilda Manso. Nació en Buenos Aires en 1983. Publicó los librosde cuentos
Primitivo ramo de orquídeas (Libros enRed, 2008); Matrioska (Malas
Palabras Buks, 2010); Educación y Cultura (México, 2012); Temple (El8vo.
Loco/Milena Caserola, 2013); y Temporada dejabalies (Malas Palabras Buks,
2013).
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actor y autor de obras de teatro originales como la obra infantil Magia fuera
de servicio. Es un asiduo escritor de cuentos de fantasía y amante del género
Actualmente trabaja como profesor de lengua española y literatura.
Manuel Barroso. Nació, creció y murió antes de enterarse de ello. Por eso
reseteó a consola y sigue aquí. Lee como poseso, escucha rap y jazz de forma
adictiva, escribe porque le duelen las historias. Odia las verduras.
Adrián «Pok» Manero, tras años como lector asiduo, decidió que el
siguiente paso en su manía consistía en elaborar sus propias ficciones. Ha
publicado cuentos en varias antologías. También escribe reseñas para el sitio
de internet de Pánico de masas. Se dedica compulsivamente a leer cómics y
libros y a ver películas, quisiera ser como los gatos y disfruta escribiendo
sobre sí mismo en tercera persona.
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María Fernanda Ramos Cháidez nació el 13 de agosto de 1991 en
Culiacán, Sinaloa. Se graduó de la Licenciatura en Lengua y Literatura
Hispánicas de la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma
de Sinaloa, del título no dice nada todavía. Ha participado en encuentros de
estudiantes y obras de teatro; ha obtenido premios y sido juez en concursos de
declamación y oratoria; y ha publicado en la revista Timonel.
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concurso Ciudad Mínima, su cuento «La venganza del mago» fue incluido en
la Segunda Antología de Relato Breve Ciudad Mínima.
Ériq Sáñez es poeta y narrador. Con Ni regreses si estás con esa ramera
obtuvo el Primer lugar del Premio nacional Punto de partida 2010. Ha sido
colaborador en El Universal, RevistaEste país y Luvina, entre otras
publicaciones.
Twitter: @ErigSanez.
Selección
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Ana Paula Rumualdo Flores
Adrián «Pok» Manero
Manuel Barroso Chávez
Miguel Antonio Lupián Soto
Contacto
Penumbria.mx
Facebook.com/Penumbria
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