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La Fragilidad Del Mundo

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Joan-Carles

Joan-Carles
Mèlich

Mèlich
colección condición humana

Sobre La sabiduría de lo incierto: Quizá ha llegado el momento de detenerse y

LA

LA FRAGILIDAD DEL MUNDO


«La sabiduría de lo incierto es como el grito lanzado aprender a ver de nuevo el mundo. O lo que queda
desde el Titanic de los libros, declarando que la salva- de él y de una realidad que se disuelve ante nues-
ción está en la lectura.»

Juan Cruz, El País


tros ojos, dominados como estamos por el impe-
rio de la técnica, siempre ávidos de novedades,
sometidos a una prisa constante, ahítos de infor-
FRAGILIDAD JOAN-CARLES
«Una monumental invitación a la lectura.»

Antoni Bassas, Ara


mación pero faltos de sabiduría… Frente a los dis-
cursos salvadores y la arrogancia de los dogmatis-
DEL MÈLICH
© Maria Antònia Miret

«Cuántas experiencias lectoras acumula el filósofo


Mèlich en su último libro.»
mos, filosóficos o religiosos, Joan-Carles Mèlich
nos propone en este ensayo una apertura resuelta
a la complejidad y ambivalencia del mundo, tam-
MUNDO Joan-Carles Mèlich (Barcelona, 1961) es doctor en Filo-
sofía y Letras por la Universitat Autònoma de Barcelo-

Núria Iceta, El Periódico na. En la actualidad ejerce de profesor titular de Filoso-


bién a sus aspectos sombríos y dolorosos. Porque
fía de la Educación en esta misma universidad. Ha pu-
urge rescatar un sentido, frágil y precario, pero no
«Un delicioso ensayo de madurez del filósofo Joan-Car-
menos compasivo y cordial, ante el desvalimien-
Ensayo sobre blicado, entre otros títulos, Filosofía de la finitud (2002),
Ética de la compasión (2010), Lógica de la crueldad
les Mèlich que advierte que leer es como respirar.»
to de nuestra naturaleza y la hostilidad del tiem- un tiempo precario
Fèlix Riera, La Vanguardia 9 (2014) y, en esta misma colección, un ensayo impres-
po presente. cindible: La sabiduría de lo incierto (Tusquets Edito-
res, 2019). Con La fragilidad del mundo, este prestigio-
so ensayista y pensador nos brinda un extraordinario
ejemplo de filosofía literaria dedicado a responder a
las encrucijadas del presente.

PVP 19,00 € 10274493


Ilustración de la cubierta: The Tall Windows, de Vilhelm
Hammershøi (Museo Ordrupgaard, Charlottenlund). © Fine Art
Images / Heritage / Getty Images
9 788490 669280 Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño

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Joan-Carles Mèlich
LA FRAGILIDAD
DEL MUNDO
Ensayo sobre un tiempo precario

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1.ª edición: marzo de 2021

© Joan-Carles Mèlich Sangrà, 2021

Tusquets Editores, S.A. – Avda. Diagonal, 662-664 – 08034 Barcelona


www.tusquetseditores.com
ISBN: 978-84-9066-928-0
Depósito legal: B. 2.489-2021
Fotocomposición: David Pablo
Impresión y encuadernación: Unigraf, S.L.
Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción,


distribución, comunicación pública o transformación total o parcial
de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de
explotación.

El papel utilizado para la impresión de este libro está calificado


como papel ecológico y procede de bosques gestionados de manera
sostenible.

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Índice

Pórtico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
1. La pobreza del mundo. . . . . . . . . . . . . . . . . 21
2. La razón desvalida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
3. Los sistemas simbólicos. . . . . . . . . . . . . . . . 103
4. La seducción de la técnica. . . . . . . . . . . . . . 129
5. El imperio de la prisa. . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
6. La ceremonia del adiós. . . . . . . . . . . . . . . . . 189
Telón: Ética de la vergüenza . . . . . . . . . . . . . . 211

Apéndices
Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237
Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247
Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251

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1
La pobreza del mundo

El mundo se pone a desfilar, alejándose


de mí, tal como desfilan las vallas cuando
el tren se pone en marcha, como las olas
del mar cuando el buque avanza.
Virginia Woolf, Las olas

Digamos, para comenzar, que mi historia nunca es


completamente mía, que no me pertenece. Alguien que
me precedió me pondrá un nombre y me contará quién
soy y qué hago aquí. No existo sin un nombre que me
ubique en un relato, sin un vínculo y una historia que
otro me ha contado. Mi existencia comienza a partir
de la narración de los sucesos y de los acontecimien-
tos que me han precedido. La cuestión, entonces, no
es «qué» o «quién» soy, sino «cómo» he llegado a ser-
lo y también si puedo cambiar y transformarme en
otro, en alguien distinto.
El nombre me recuerda que empecé «antes», hace
mucho tiempo, y que nunca el pasado ha pasado del
todo. Por eso, inevitablemente, mi vida está poseí-
da por ausencias que se convierten en espectros que
abandonan la escena, pero que de repente un día, tar-
de o temprano, vuelven a hacer acto de presencia. No
todos los espectros son malévolos. Algunos resultan
amables, pero hay otros que, en ocasiones, sin saber

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por qué, nos traen recuerdos dolorosos y nostálgicos,
y abren las puertas al nihilismo, al odio y a la vengan-
za. En cualquier caso, no es posible elucidar a priori
qué hará conmigo ese nombre, ni cómo el pasado que
me ha sido legado operará en mi presente, ni por
qué esa herencia no acaba de desaparecer de una vez
por todas de mi vida y sigue habitándome a mi pesar.1
En general, la filosofía no se ha ocupado de pensar
la llegada al mundo. Bien o mal, desde el Fedón plató-
nico, el gran problema metafísico no ha sido el naci-
miento sino la muerte. Ahora propongo dar inicio a
este recorrido con la pregunta: ¿qué es nacer? Aventu-
ro, aunque sea de modo provisional, una tentativa de
respuesta: es irrumpir en una secuencia temporal, en
un mundo interpretado, en una gramática. No obstan-
te, muy pronto uno se da cuenta de que hay algo que
se le escapa, de que hay algo que no le es posible con-
trolar, de que el mundo en el que ha nacido no es del
todo propio. En mi nacimiento hay una experiencia
extraña, algo así como un misterio que no podrá re-
solverse. No somos los dueños de nuestra propia casa,
somos extranjeros para nosotros mismos.
Junto a esa primera experiencia irrumpe una se-
gunda: mi existencia no está dotada a priori de un
mundo natural y mi vida no está fijada en un estilo.
A diferencia de lo que ha pensado la metafísica du-
rante siglos, descubro que no poseo una esencia. Mi
naturaleza es la artificiosidad. De ahí que no me que-
de más remedio que construir mi mundo, inventár-
melo, y dotarme de una «forma».
En las culturas arcaicas eso no era así. En ellas el
mundo estaba «cerrado», y desde el momento del na-

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cimiento cada individuo heredaba también un «modo
de ser específico», no una «forma», pero sí una «es-
pecificidad». Sin embargo, al menos desde la mo-
dernidad, con Copérnico y Galileo, el universo queda
«abierto». A partir de este momento, la relación con
el mundo, y con lo que en él se encuentra, es inquie-
tante, y no es nada fácil aprender a habitar en esa
inquietud. Quizá sea un aprendizaje imposible, con-
denado al fracaso, pero a pesar de todo necesario,
porque, de no ser así, la melancolía, el pánico o la
angustia harán acto de presencia, y junto a ellos pue-
de irrumpir una de las más importantes «formas de
la fragmentación»: el vacío. Este tiene dos direccio-
nes que a menudo convergen; ambas resultan terri-
bles si aparecen en toda su radicalidad: la ausencia de
sentido y la ausencia del otro. La sensación de no po-
der inventarnos un espacio cordial, de no poder habi-
tarlo, de existir en un mundo mudo y vacío posee
nuestros cuerpos hasta el punto de provocar heridas
que no solo no podrán curarse, sino que ni siquiera
llegarán algún día a cicatrizar.
Advierto que no hay que confundir vacío con diso-
nancia. El vacío hace imposible habitar el mundo; la
disonancia, en cambio, es lo que permite la existen-
cia. Existir es habitar un juego de disonancias.2 Por
eso, como no podía ser de otro modo, el sentido de la
existencia es frágil, es un sentido que no elude el sin-
sentido. Como señaló Merleau-Ponty en su Fenomeno-
logía de la percepción, la evidencia absoluta y el absur-
do son equivalentes, no solamente como afirmación
filosófica sino como experiencia.3 Ni el sentido pleno
ni el absurdo nihilista son formas de existir en el mun-

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do. Para habitarlo es necesario situarse en el ámbito
del sinsentido, que, como señaló Vasili Grossman, es
el ámbito de la bondad y de la ética.4
La evidencia absoluta de sentido es el ideal de la
metafísica, un ideal de luz que brilla en el exterior de
la caverna. Por otro lado, como nos advirtió Albert
Camus en El mito de Sísifo, el absurdo es la conse-
cuencia de la experiencia de un vacío que hace del
mundo un lugar inhabitable. Frente a ambos, el sin-
sentido es la disonancia que hará posible habitar (hu-
manamente) el mundo, esto es, habitarlo en su finitud
y ambigüedad. Es verdad que a menudo irrumpen el
frío, la noche y la tormenta, y entonces el mundo se
transforma en algo amenazador y cruel, pero otras ve-
ces resulta cordial y amable; en cualquier caso, para
una existencia finita no existe el paraíso, y, por des-
gracia, a veces uno tiene la sensación de estar vivien-
do en un infierno, en un mundo infernal. Eso puede
suceder porque, a diferencia del paraíso, el infierno es
una posibilidad humana, histórica y situacional. El
infierno es una posibilidad insoslayable, pero el nues-
tro no es ni el mejor ni el peor de los mundos posibles.
Si hay algo que lo caracteriza es que se halla al otro
lado del paraíso. Habitar el mundo es existir siempre
en un trayecto, en una encrucijada.
Como en el lienzo de Caspar David Friedrich, cada
uno de nosotros es un «caminante sobre un mar de
nubes». De vez en cuando, nos detenemos ante un
horizonte invisible. Esa imagen va a ilustrar el pre-
sente ensayo. De la misma manera que Zaratustra en
la obra de Nietzsche, el caminante del cuadro aban-
donará su atalaya, desde la cual contempla el abismo,

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y descenderá al mundo para procurar habitarlo. De
las peripecias y dificultades de su habitar darán cuen-
ta las páginas que siguen.
No sabemos adónde vamos, pero sí de dónde veni-
mos. No hay alternativa para los seres finitos; mien-
tras que el paraíso es el espacio de la Verdad, de lo
Claro y lo Distinto, lo que se halla a su otro lado no es
lo infernal sino lo sombrío. Si somos seres en el mun-
do es porque somos seres de sombras. El paraíso no
está al alcance de nuestra condición porque es la ne-
gación de lo sombrío, la negación de la finitud.
No parece existir acuerdo entre los filólogos sobre
el origen de la palabra «mundo». En Roma, el mun-
dus era una cavidad circular en la que, en el momen-
to de la fundación de la ciudad, Rómulo y sus compa-
ñeros habían lanzado la tierra de los lugares de donde
venían. La fosa era considerada sagrada por los dio-
ses del inframundo. En su origen el mundus era esa
cavidad destinada a los muertos, y, por tanto, el espa-
cio en el que, al lanzar la tierra del origen, se esta-
blecía un lazo temporal entre el pasado y el presente.
Desde esa perspectiva, ser en el mundo es mantener
ese lazo, esa tensión entre «lo que ya no está» y «lo
que sigue siendo».5 Ser en el mundo es habitar una
gramática que, de forma insistente y temblorosa, nos
vincula a una historia y a un relato. Ser en el mundo,
por consiguiente, es habitar un tiempo, una tensión,
un vínculo.
Por otro lado, habría que recordar que «mundo»
es también una de las palabras fundamentales para
entender la finitud. Esa estructura de lo humano se
expresa en su «mundanidad» o, lo que es lo mismo,

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en su contingencia y en su historicidad. De ahí que
esa palabra —«mundo»— no haya sido tradicional-
mente un concepto fundamental de la metafísica. Más
bien podría decirse que es un término incómodo para
los metafísicos. Los griegos hablaban de la physis y
del cosmos. Agustín de Hipona se refería al mundo
solo en relación con Dios. En Kant, el mundo no de­
sem­pe­ña ningún papel relevante, aunque en su antro-
pología hace una distinción entre tener un mundo y
conocer el mundo. En cualquier caso, la importancia
filosófica del mundo no aparece en su forma radical
hasta las obras de Schopenhauer, Heidegger, Witt-
genstein y Hannah Arendt. Lo que hay que subrayar
ahora es que ese será precisamente uno de los con-
ceptos que tendrán un papel esencial en la crítica y en
la destrucción de la metafísica.
Si de lo que se trata en este ensayo es de pensar la
fragilidad del mundo y sus implicaciones existencia-
les, es necesario comenzar por aclarar qué vamos a
entender aquí por «mundo». ¿Qué significa esa pala-
bra? ¿A qué nos referimos al hablar de «mundo»? La
respuesta no es fácil. Digamos, en primer lugar, lo
que el mundo no es. No es un simple lugar, no es un
mero espacio que pueda explicarse en términos de
extensión. No es esa la característica que define lo
que es el mundo para los seres humanos. No estamos
en el mundo como está un pez en una pecera, no ha-
bitamos el mundo como el que vive en una especie de
receptáculo. Tampoco es un conjunto de objetos y
de seres entre los que vivimos. Y, sobre todo, el mun-
do no es algo que podamos dominar y configurar a
nuestro antojo, porque posee un ámbito de indisponi-

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bilidad, un ámbito que escapa al control, al uso y a la
decisión. Como hemos dicho al principio, el mundo
no nos pertenece, es inapropiable.
En sus Elegías de Duino, Rainer Maria Rilke nos
ofrece una pista que será necesario seguir: «No nos sen-
timos seguros en el mundo interpretado», escribe.6
Esa es la cuestión: «mundo» e «interpretación» son in-
separables. El mundo es la gramática que habitamos
y que nos habita, la interpretación que nos posee y en
la que vivimos. «El mundo es mi representación», es-
cribió Arthur Schopenhauer al principio de su obra
fundamental.7 Para el filósofo alemán, ninguna ver-
dad es más cierta y menos necesitada de prueba que
esta, a saber, que el mundo es un objeto en relación
con un sujeto. Todo cuanto pertenece y puede perte-
necer al mundo es siempre en relación con un sujeto,
está condicionado por un sujeto y solo existe para ese
sujeto. Pero Rilke da un giro importante. El mundo
no es solo mi representación, es asimismo mi interpre-
tación, la mía y la de los demás, porque significa en
una «trama gramatical»; de hecho es eso, una «tra-
ma». Queremos decir que no posee una dimensión
únicamente epistemológica, sino también narrativa,
gestual y moral. En otras palabras, el mundo no es «lo
que es», es «lo que significa». Las palabras confor-
man el tejido del mundo. Así pues, desde esa perspec-
tiva, existir es ser en un mundo, habitar de forma di-
sonante una incierta gramática.
Ahora bien, es necesario tener en cuenta que no es
lo mismo «habitar» que «dominar». La voluntad de
dominio que poseen los distintos sistemas sociales, y
sus correspondientes «lógicas simbólicas», nos hizo

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pensar que era posible esquivar la incertidumbre y
que podíamos usar, manipular y conocer el mundo a
nuestro antojo. No estábamos en lo cierto, porque el
mundo no es algo que esté a nuestra merced. Si toda-
vía hay mundo, y si seguirá habiéndolo en un futuro,
es porque «hay algo ahí afuera» que no depende de
nosotros, hay algo indisponible que afecta a nuestra
existencia de un modo que desconocemos. Hay algo
ahí que me forma y me transforma hacia una direc-
ción que ignoro. Es la experiencia de Gregor Samsa
en la novela de Kafka. Cualquier día, después de un
sueño intranquilo, quizá me despierte convertido en
un «monstruoso insecto», pero las manecillas del re-
loj seguirán avanzando, la lluvia golpeará contra el
alféizar de la ventana, y nada de lo que suceda habrá
sido un sueño.
Si no se preserva y se cuida la ambigüedad y la
indisponibilidad de «lo que está ahí afuera», la exis-
tencia deja de ser propiamente «existencia». El mun-
do pone un límite a la voluntad humana de dominio.
Sin ese límite, la fragmentación y la muerte resultan
irremediables, y mi existencia queda abandonada y
vacía. Es evidente que no hay fórmulas mágicas ni li-
bros de autoayuda que nos enseñen a cuidar la fragi-
lidad del mundo y la vulnerabilidad de la existencia.
Lo único que podemos hacer es devolver los derechos
al arte y convertirnos en artesanos de nuestra propia
vida. Pero para eso no queda más remedio que acep-
tar que existir es inventarse y asumir cada día el ries-
go de precipitarse al vacío.
Demasiadas veces se ha imaginado la existencia al
modo de un viaje interior. Aquí se tratará de pensar

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todo lo contrario. Existir es salir de sí, lanzarse a una
aventura en una tierra extraña que no dejará de serlo
y en la que nunca se tendrá la sensación de estar en
casa. En ocasiones puede que resulte un poco más
familiar, pero será solo una sensación momentánea.
Al poco la incertidumbre volverá a hacer acto de pre-
sencia. La extrañeza es una condición insuperable de
la existencia.
Queda claro, pues, que, desde la perspectiva que
aquí se adopta, el mundo es la gramática que permite
establecer relaciones y lazos de dependencia, siempre
frágiles e inseguros, sin los que no es posible existir.
La existencia es estructuralmente relacional. A través
de la gramática heredamos signos, símbolos, gestos y
normas que nos vinculan a nuestros antepasados, a
nuestros contemporáneos y a nuestros sucesores. Por
ello no sería correcto identificar la gramática con el
lenguaje, o con la lengua materna. La gramática es
un universo sígnico, simbólico y gestual, y uno de sus
elementos básicos es lo que he llamado reglas de decen-
cia. Estas son formas que adopta la moral, y de­sem­pe­
ñan un papel prioritario en toda formación. Son im-
prescindibles para habitar el mundo.8
Las reglas de decencia tienen que ver con las nor-
mas, pero también con los gestos. La moral opera en
gran medida a través de la gestualidad que hereda-
mos. Pensemos, por ejemplo, en la distancia social,
en el saludo, en el hecho de ceder el paso a otra per-
sona, en la mirada y en el vestido, en las maneras de
sentarse a la mesa, en el sentido de la vergüenza, en el
pudor, en los insultos, en el asco, en las fiestas, en los
ritos de paso, en las ceremonias mortuorias, etcétera.

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La vida cotidiana, que cualquiera de nosotros da por
supuesto y considera evidente, tiene una estructura
gestual que queda adherida a nuestros cuerpos al
modo de una segunda piel. El mundo es el conjunto
de esas reglas que nos preceden y nos ubican en un
espacio y en un tiempo vinculándonos a los otros y
obligándonos a depender de ellos.
Pero el mundo no es simplemente algo que se he-
reda y se incorpora, también es la exterioridad que
resuena en nuestras entrañas y nos interpela. Ese es
un aspecto esencial que habrá que tener muy pre-
sente. El mundo es lo que nos posee, pero, al mismo
tiempo, es lo que no poseemos del todo. Es lo que in-
corporamos sin que deje de ser algo extraño que nos
demanda. El mundo es un intruso que nos penetra al
nacer y que no deja de hacerlo a lo largo de toda la
vida, un intruso que nos inquieta de una forma insis-
tente y muchas veces tremendamente incómoda; es
verdad que, en otras ocasiones, lo hace al modo de
una pareja amorosa, pero siempre provocando una
resonancia insegura y ambivalente. No hay que per-
der de vista esa extrañeza, porque es ella la que nos
impide vivir y disponer de lo que «está ahí» como
nos venga en gana. Si lo extraño desaparece, si la ex-
trañeza se difumina y el mundo deja de tener ámbitos
oscuros, zonas siniestras e indisponibles, entonces la
existencia aparece como algo claro y distinto y, como
vamos a ver más adelante, puede acabar siendo cap-
turada con facilidad por las lógicas de los sistemas
simbólicos (lo sagrado, la fidelidad, el enemigo, el ad-
versario, lo útil, el intercambio, la aceleración, la pri-
sa, etcétera).

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Habitar el mundo es intentar establecer un lazo
cordial con él, significa aprender a vivir en la duda y
el sinsentido, en la inquietud y la extrañeza. Al final
de La peste, Albert Camus escribió que la alegría está
siempre amenazada, que nunca hay, ni podrá haber,
una victoria definitiva sobre la contingencia, sobre el
sufrimiento y la muerte, porque el bacilo de la peste
no desaparece jamás, porque está al acecho, dormido
en la prosa del mundo, esperando una nueva oportu-
nidad para irrumpir en nuestros cuerpos.9 Para un
ser finito, la felicidad es una felicidad en la infelici-
dad.10
«No» es una palabra clave para aprender de nuevo
a habitar el mundo. Vivimos una vida en la que se da
un exceso de afirmación. O, dicho de otro modo, el
mundo se ha roto por una falta de límite. No me re-
fiero a un límite ligado a las instituciones, no estoy
reclamando una especie de poder político o moral
fuerte o absoluto, ni nada parecido. Se trata de darme
cuenta de la necesidad de un límite que dependa de
mí mismo. Antes de decir no tengo que aprender a
decirme no y estar atento a lo que no es mío, a lo que
no me pertenece.
Sabemos que el mundo es una gramática que nos
habita desde el momento en que vivimos la experien-
cia del lenguaje como lenguaje. ¿Qué significa eso?
Que sabemos de sobra que los nombres de las cosas
no son las cosas, pero que, al mismo tiempo, resulta
imposible pensar las cosas sin sus nombres. Dicho de
otra forma, tenemos tan incorporada la gramática
heredada que nos parece extraño que las cosas pue-
dan nombrarse de otra manera, que en otros lengua-

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jes se digan de otro modo. En la vida cotidiana parti-
cipamos de una «experiencia de naturalidad» entre las
palabras y las cosas. Al mismo tiempo, esa naturalidad
es extremadamente peligrosa, porque tiene un lado
oscuro que nos hace creer que el mundo es algo que
está en nuestras manos, que nos pertenece.
¿Qué sucede cuando aparece el otro? Las palabras
del amor, así como los insultos, no suenan igual en
otras lenguas, no suenan de forma natural hasta que
son incorporadas en la vida cotidiana, y, desde lue-
go, no es nada fácil hacerlo. Desde el capítulo IV de
la Fenomenología del espíritu, de Hegel, la filosofía se
centró básicamente en el estudio de la relación con el
otro humano: una conciencia solo obtiene reconoci-
miento en otra autoconciencia. De ahí a la mirada
cosificadora que Jean-Paul Sartre describe en El ser
y la nada hay un paso. El otro no es solo alguien a
quien veo, sino alguien que me ve. Y sé, escribe Sartre,
que no me ve como alguien sino como algo. Ese men-
digo que canta bajo mi ventana, esa mujer que pasa
por la calle, ese niño que juega son, para mí, objetos,
no cabe duda.11 El desarrollo de la lucha por el reco-
nocimiento que tiene lugar en la Fenomenología del
espíritu acaba, en Sartre, en cosificación, soledad y
abandono. Merleau-Ponty denunció en Lo visible y lo
invisible esa relación de alteridad sartriana que trans-
forma a los seres humanos en objetos que se mueven
mecánicamente.12 Habrá que esperar a la «ética del
rostro» del filósofo lituano Emmanuel Levinas para
poder vislumbrar un cambio de rumbo. Pero no hace
falta una relación de cosificación para que el otro lle-
gue a ser aniquilado.

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Las lógicas de los sistemas sociales operan a me-
nudo de una forma más sutil; ordenan el mundo y
clasifican a los otros como humanos, como animales
(los hay vertebrados —mamíferos, aves, peces, repti-
les, anfibios— o invertebrados) y como objetos —y
cosas—. Al hacerlo así, despojan de dignidad a deter-
minados seres a partir de una atribución categorial
(o conceptual) y, en consecuencia, legitiman su trato
dentro de la legalidad vigente. A veces ese trato supo-
ne su destrucción, su aniquilación.13 No es necesario,
pues, situarse fuera de la ley, ni en un estado de ex-
cepción, para iniciar una política de exterminio. Al
contrario, la crueldad opera al modo de un orden que
no es básicamente epistemológico sino moral.14 Di-
cho de forma clara y breve: la moral es ontológica, es
el trato que resulta de la clasificación que legitima el
respeto, pero también la indiferencia y la destrucción
de «eso», de ese cuerpo que ya no está protegido por
el manto de la ley.
Ahora bien, en el mundo las relaciones de depen-
dencia no se forman únicamente respecto a otros se-
res (como nosotros). Además se configuran en fun-
ción de los objetos y de las cosas. Y esas relaciones
resultan un modo de ser estructural de la condición
humana. Por eso llama la atención el hecho de que,
en general, esa «relacionalidad objetual» no haya sido
estudiada con el detalle y la intensidad que se merece.
La relacionalidad tiene que ver con un interés por lo
cotidiano, por lo prosaico. «Prosa» no significa aquí
lo contrario de lo poético, sino el carácter temporal,
relacional, contingente, material, minúsculo, objetual
y existencial de la vida. La filosofía metafísica que he-

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mos heredado se caracteriza, en líneas generales, por
un alejamiento del mundo y, en consecuencia, por una
especie de indiferencia ante lo prosaico. Pero en la
vida cotidiana no tenemos más remedio que arreglár-
noslas con cosas; las podemos utilizar, admirar, cui-
dar, amar, coleccionar, destruir o ignorar. En cualquier
caso, no hay existencia sin esa relacionalidad obje-
tual.15 Ineludiblemente, al nacer tenemos que apren-
der a usar utensilios y objetos, y a adquirir sistemas
de signos, de símbolos, de gestos, de reglas de decen-
cia que nos permitan abrirnos al mundo e inventar-
nos (en parte) a nosotros mismos. De eso se ocupa la
educación. Pero cuáles son esos objetos y esos siste-
mas es algo que no puede establecerse a priori, por-
que lo decidirá el mismo mundo.
La existencia humana se caracteriza por poder ser
siempre «de otro modo». De ahí que las relaciones
que establece con los objetos (materiales o simbóli-
cos) también puedan serlo. En función del mundo
(y de su posible colonización por parte de los siste-
mas sociales) se propondrán «competencias», esto es,
«formas adecuadas de uso» de las cosas y de resolu-
ción de problemas cotidianos que se plantean en cada
caso. Pero hay cosas con las que no es posible mante-
ner relaciones de «competencialidad». Pienso en la es-
critura de una poesía, en la lectura de una novela, en
la interpretación de una pieza musical o en el comen-
tario de una obra de arte, por ejemplo. Ahí no hay
competencia que valga.16
La filosofía de Martin Heidegger considera la rela-
ción de la existencia con el mundo. Existir es salir de
sí, proyectarse, es un «poder ser», es ser en el mundo

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y establecer, para bien o para mal, relaciones con las
cosas. En su obra principal, Ser y tiempo (Sein und
Zeit, 1927), Heidegger colocó, más que ningún otro
pensador, la vida cotidiana en el centro, y reflexionó
en detalle acerca de los útiles o utensilios (Zeuge) y de
las relaciones que mantenemos con ellos. Como él se-
ñala, esas relaciones con los objetos no son teóricas,
sino pragmáticas. La mayor parte de las veces uno
usa los utensilios tal como le han enseñado, de forma
inmediata, sin pararse a pensar demasiado qué son y
por qué funcionan así. En otras palabras, en nuestro
habitar el mundo el trato con los objetos es prosaico;
no es un trato cognoscitivo, sino situacional, contex-
tual o incluso, podría decirse, existencial. Se rompe
aquí con la idea de mundo como un espacio externo
a nosotros, para pasar a concebirlo como un modo de
ser relacional en el que estamos inmersos. Dicho
de otra forma, el mundo no es algo que simplemente
está ahí, en el exterior, sino una estructura de nuestro
ser más propio.
En sus lecciones sobre «Hermenéutica de la facti-
cidad» (1923), que anticipan algunas de las tesis fun-
damentales de Ser y tiempo, Heidegger aclara algo
más esa cuestión al señalar que el mundo es «lo que
ocurre», «lo que encontramos», lo que «nos sale al
paso» (begegnen).17 A ese «ocurrir» lo llama «signifi-
catividad». La «significatividad» no es una categoría
de la cosa que vincula el objeto a un contenido con-
creto, sino la manera de ser del mundo. El mundo es
«significativamente», es «lo que significa». Pero ¿qué
quiere decir eso?
En la prosa de la vida, no acostumbro a fijarme en

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los utensilios que conforman mi mundo. Solo me de-
tendré si dejan de funcionar. Escribo en un cuaderno,
con pluma y tinta de color violeta. Imaginemos que,
de pronto, la pluma deja de escribir. Quizá se haya
acabado la tinta, pero descubro que no, que falla otra
cosa, pero no acabo de saber qué sucede. ¿Es posible
que se haya obstruido el conducto? Decido limpiarla
a fondo. Lo hago con cuidado, solo con agua. La seco
y vuelvo a cargarla. Ahora ya funciona, no hay pro-
blema. ¿Qué ha ocurrido? Me he detenido, he fijado
mi atención en esa pluma, en esa tinta violeta, en ese
tintero que estaba utilizando de forma natural, sin
pararme a pensar acerca de su modo de ser, hasta
que ha dejado de funcionar y me he visto obligado a
tomar distancia de esos objetos que uso cada día y a los
que no suelo prestar atención.
Me doy cuenta de que ningún utensilio está sepa-
rado de una red de instrumentos. La pluma está junto
al tintero, necesita el tintero y el cuaderno. Sin ellos no
serviría para nada, no se podría usar, al menos para
mí. Para un coleccionista, por ejemplo, la pluma no
necesita nada más para tener significado, es un puro
objeto de contemplación. En mi mundo, en cambio,
cada instrumento de escritura remite a otros, y re-
mite asimismo a los libros de mi biblioteca, que son
puntos de referencia fundamentales para todo lo que
escribo. Los objetos tienen «significatividad». En mi
mano, la pluma traza un viaje, me permite pasar del
libro al cuaderno, y viceversa. Al copiar literalmente
el párrafo que ha llamado mi atención lo estoy con-
virtiendo en cuerpo, en parte de mi cuerpo, y es posi-
ble que su sentido sea para mí tan intenso que nunca

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lo olvide. Pero eso no lo sé a ciencia cierta. Habrá
que esperar. En cualquier caso, en el trato con los
objetos uno se da cuenta de que el mundo no puede
reducirse al espacio habitable; al contrario, es una
estructura existencial que muestra que mi vida está
fuera de sí misma, expuesta a lo otro, a la exteriori-
dad, que las cosas están, al mismo tiempo, ahí afuera
y dentro de mí, porque soy yo el que las usa, el que
les da «significado».
Lo que hace del objeto un útil es su «pragmatici-
dad», es algo para. En sentido estricto, eso significa
que no es si no está en relación con una «totalidad
significativa», es decir, con un conjunto de objetos.
La pluma, el tintero y el cuaderno están encima de la
mesa y los utilizo para escribir. Pero, en mi mundo,
esos útiles también están enlazados con otros obje-
tos, quizá más lejanos y aparentemente separados e
independientes entre sí, como el equipo de música
en el que gira el vinilo de los Nocturnos de Chopin, el
ventilador o la taza de té que me acompaña en la es-
critura. No hay, pues, algo así como una relacionali-
dad objetiva que pueda establecerse a priori y ser re-
cogida en un manual de instrucciones. La totalidad
significativa escapa a la lógica técnica. Para entrar en
mi mundo, para que alguien me comprenda, será ne-
cesario que conozca mi «universo objetual», en el que
se expresa esa exterioridad vital, una exterioridad
que es uno de los aspectos fundamentales de mi exis-
tencia. Es el uso que doy a las cosas que me envuel-
ven lo que configura su significatividad. Pero no solo
eso, porque en el uso se agota el significado, pero no
el sentido.

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Los seres humanos, en cuanto que seres que habi-
tamos mundos, somos cuerpos en relación con mate-
rialidades que viven, aunque sus vidas no son consi-
deradas vidas por las lógicas de los sistemas simbólicos
dominantes. A menudo una de las distinciones entre los
cuerpos es la que establecemos entre los seres anima-
dos e inanimados, entre los seres vivos (animales, plan-
tas) y la materia muerta (cosas). ¿No sería ya hora de
repensar esas distinciones? Para aprender de nuevo
a habitar el mundo habría que enfrentarse a la «vida
material de las cosas», porque si no lo hacemos se ge-
nera de facto un proceso de despreocupación e indife-
rencia, como si solo hubiera que cuidar de los seres
(biológicamente) vivos y todo lo demás no pertenecie-
ra al mundo o fuera accesorio.
Hemos dicho que los utensilios se caracterizan por
su dimensión pragmática y por su pertenencia a una
totalidad significativa, pero ¿nada más? La sola per-
cepción pragmática nos oculta el mundo en cuanto
mundo. Por eso conviene transformar nuestras rela-
ciones con él y no contemplarlas desde nuestro posi-
ble beneficio, como si lo que no pudiéramos utilizar
para nuestro propio provecho ya no fuera interesan-
te. La pregunta «¿para qué sirve?» bloquea la percep-
ción. Para existir hay que transformar los «útiles» en
«objetos» de preocupación y de cuidado. Los seres hu-
manos tienen que distanciarse de un mundo en el que
reina la lógica de la utilidad, para poder existir en el
disonante fluir del tiempo.
No sé si el sentido puede encontrarse, pero lo que
es seguro es que si se encuentra no será en la pragma-
ticidad. Lo útil provoca un bloqueo y una negación de

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sentido, no solo porque no es posible hallarlo sino
sobre todo porque ofrece un único sentido. Las «ca-
lles de dirección única» son aquellas en las que nada
tiene sentido. Tanto el nihilismo (la negación del sen-
tido) como el absolutismo (la afirmación de un único
sentido) niegan el sentido finito de la existencia y del
mundo, niegan el «sentido del sinsentido», el sentido
vacilante y precario. Al respecto, sugiero reflexionar
sobre el hecho de que un objeto posee una dimensión
irrepetible que nada tiene que ver con su valor mone-
tario ni pragmático, una dimensión que escapa a su
uso, que, pudiendo ser totalmente inútil, le da un va-
lor singular. Si un sistema social captura el utensilio
y le da un único valor, mi mundo se empobrece.
Uno de los filósofos contemporáneos que se ocupó
de forma más sutil del significado existencial de los
objetos fue Remo Bodei. En su libro titulado Genera-
ciones, Bodei sostuvo que las cosas materiales están
cargadas de resonancias inmateriales (personales, fa-
miliares, sociales) que heredamos. Precisamente por
eso, porque son el resultado de una herencia, esos ob-
jetos poseen, para bien o para mal, una resonancia
afectiva (un alma) que no puede reducirse a su prag-
maticidad y que también queda incorporada a su to-
talidad significativa.
El alma de las cosas surge de manera intensa a par-
tir de la muerte de sus propietarios y, por lo mismo,
en el momento de la transmisión de la herencia (con
su carga simbólica). Es evidente que lo que aquí tiene
lugar no es una mera donación de un útil o un ins-
trumento, sino la revelación de un mundo. Lo que re-
cibimos en herencia de nuestros antepasados no son

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simplemente objetos o bienes materiales, sino «cosas
matéricas» en las que están sus huellas. Nuestro mundo
es inimaginable sin la «matericidad» de esas cosas, sin
la presencia de las huellas de los otros ausentes. Esas
huellas no tienen que ver con el uso, con lo pragmáti-
co, sino con lo existencial. En la lógica que está colo-
nizando el mundo, que es una lógica de la prisa y de
la novedad, lo existencial es un valor a la baja. En esa
lógica técnica, la singularidad de las cosas no impor-
ta, por eso se convierten en simples objetos, en uten-
silios que pueden (o incluso deben) ser cambiados por
otros (supuestamente) mejores o más novedosos. Si lo
existencial es un valor a la baja, la novedad, en cam-
bio, es todo lo contrario, un valor en alza, incuestio-
nable y dado por supuesto.
Además de con los objetos y con las cosas, establece-
mos también relaciones con lo que podríamos llamar
«obras». Una obra es algo que siempre acompaña al
autor, algo que nunca se deja atrás y sobre todo algo en
lo que el material no es casi nada y el ensamblaje lo es
casi todo. Una obra nunca se detiene, siempre está en
movimiento, es algo abierto, abordable para cualquiera
y no desgastable por el uso. Si el ejemplo más claro de
«cosa matérica» es un libro, el más claro de obra es la
escritura, el texto escrito. Pero no cabe duda de que se
podrían encontrar otras expresiones de esas obras en la
vida cotidiana. Lo importante aquí es el ensamblaje
y la apertura. O, dicho de otro modo, su inacabable
transformación. Un texto no termina nunca de escri-
birse, no puede abandonarse al salir de viaje porque se
agarra al cuerpo del escritor como una segunda piel.
Eso sucede en general con todas las obras.

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