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3 Cuentos Infantiles

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Los carneros y el gallo

Adaptación de la fábula de Godofredo Daireaux


Una mañana de primavera todos los miembros de un rebaño se despertaron
sobresaltados a causa de unos sonidos fuertes y secos que provenían del
exterior del establo. Salieron en tropel a ver qué sucedía y se toparon con
una pelea en la que dos carneros situados frente a frente estaban haciendo
chocar sus duras cornamentas.
Un gracioso corderito muy fanático de los chismes fue el primero en
enterarse de los motivos y corrió a informar al grupo. Según sus fuentes, que
eran totalmente fiables, se estaban disputando el amor de una oveja muy
linda que les había robado el corazón.
– Por lo visto está coladita por los dos, y como no sabía a cuál elegir, anoche
declaró que se casaría con el más forzudo. El resto de la historia os la
podéis imaginar: los carneros se enteraron, quedaron para retarse antes del
amanecer y… bueno, ahí tenéis a los amigos, ahora rivales, enzarzados en
un combate.
El jefe del rebaño, un carnero maduro e inteligente al que nadie se atrevía a
cuestionar, exclamó:
– ¡Serenaos! No es más que una de las muchas peloteras románticas que se
forman todos los años en esta granja. Sí, se pelean por una chica, pero ya
sabemos que no se hacen daño y que gane quien gane seguirán siendo
colegas. ¡Nos quedaremos a ver el desenlace!
Los presentes respiraron tranquilos al saber que solo se trataba de un par de
jóvenes enamorados compitiendo por una blanquísima ovejita; una ovejita
que, por cierto, lo estaba presenciando todo con el corazón encogido y
conteniendo la respiración. ¿Quién se alzaría con la victoria? ¿Quién se
convertiría en su futuro marido?… ¡La suerte estaba echada!
————–
Esta era la situación cuando un gallo de colores al que nadie había visto
antes se coló entre los asistentes y se sentó en primera fila como si fuera un
invitado de honor. Jamás había sido testigo de una riña entre carneros, pero
como se creía el tipo más inteligente del mundo y adoraba ser el centro de
atención,  se puso a opinar a voz en grito demostrando muy mala educación.
– ¡Ay madre, vaya birria de batalla!… ¡Estos carneros son más torpes que
una manada de elefantes dentro de una cacharrería!
Inmediatamente se oyeron murmullos de desagrado entre el público, pero él
se hizo el sordo y continuó soltando comentarios fastidiosos e inoportunos.
– ¡Dicen por aquí que se trata de un duelo entre caballeros, pero la verdad
es que yo solo veo dos payasos haciendo bobadas!… ¡Eh, espabilad
chavales, que ya sois mayorcitos para hacer el ridículo!
Los murmullos subieron de volumen y algunos le miraron de reojo para ver si
se daba por aludido y cerraba el pico; de nuevo, hizo caso omiso y siguió
con su crítica feroz.
– Aunque el carnero de la derecha es un poco más ágil, el de la izquierda
tiene los cuernos más grandes… ¡Creo que la oveja debería casarse con ese
para que sus hijos nazcan fuertes y robustos!
Los espectadores le miraron alucinados. ¿Cómo se podía ser tan
desconsiderado?
– Aunque para ser honesto, no entiendo ese empeño en casarse con la
misma. ¡A mí me parece que la oveja en cuestión no es para tanto!
Los carneros, ovejas y corderos enmudecieron y se hizo un silencio
sobrecogedor. Sus caras de indignación hablaban por sí solas. El jefe de
clan pensó que, definitivamente, se había pasado de la raya. En nombre de
la comunidad, tomó la palabra.
– ¡Un poco de respeto, por favor!… ¡¿Acaso no sabes comportarte?!
– ¿Yo?  ¿Qué si sé comportarme yo?… ¡Solo estoy diciendo la verdad! Esa
oveja es idéntica a las demás, ni más fea, ni más guapa, ni más blanca…
¡No sé por qué pierden el tiempo luchando por ella habiendo tantas para
escoger!
– ¡Cállate mentecato, ya está bien de decir tonterías!
El gallo puso cara de sorpresa y respondió con chulería:
– ¡¿Qué me calle?!… ¡Porque tú lo digas!
El jefe intentó no perder los nervios. Por nada del mundo quería que se
calentaran los ánimos y se montara una bronca descomunal.
– A ver, vamos a calmarnos un poco los dos. Tú vienes de lejos, ¿verdad?
– Sí, soy forastero, estoy de viaje. Venía por el camino de tierra que rodea el
trigal y al pasar por delante de la valla escuché jaleo y me metí a curiosear.

– Entiendo entonces que como vives en otras tierras es la primera vez que estás en
compañía de individuos de nuestra especie… ¿Me equivoco?

El gallo, desconcertado, respondió:

– No, no te equivocas, pero… ¿eso qué tiene que ver?

– Te lo explicaré con claridad: tú no tienes ningún derecho a entrometerte en nuestra


comunidad y burlarte de nuestro comportamiento por la sencilla razón de que no nos
conoces.

– ¡Pero es que a mí me gusta decir lo que pienso!

– Vale, eso está muy bien y por supuesto es respetable, pero antes de dar tu opinión
deberías saber cómo somos y cuál es nuestra forma de relacionarnos.

– ¿Ah, sí? ¿Y cuál es, si se puede saber?


– Bueno, pues un ejemplo es lo que acabas de presenciar. En nuestra especie, al igual que
en muchas otras, las peleas entre machos de un mismo rebaño son habituales en época
de celo porque es cuando toca elegir pareja. Somos animales pacíficos y de muy buen
carácter, pero ese ritual forma parte de nuestra forma de ser, de nuestra naturaleza.

– Pero…

– ¡No hay pero que valga! Debes comprender que para nosotros estas conductas son
completamente normales. ¡No podemos luchar contra miles de años de evolución y eso
hay que respetarlo!

El gallo empezó a sentir el calor que la vergüenza producía en su rostro. Para que nadie se
diera cuenta del sonrojo, bajó la cabeza y clavó la mirada en el suelo.

– Tú sabrás mucho sobre gallos, gallinas, polluelos, nidos y huevos, pero del resto no
tienes ni idea ¡Vete con los tuyos y deja que resolvamos las cosas a nuestra manera!

El gallo tuvo que admitir que se había pasado de listillo y sobre todo, de grosero, así que si
no quería salir mal parado debía largarse cuanto antes. Echó un último vistazo a los
carneros, que ahí seguían a lo suyo, peleándose por el amor de la misma hembra, y sin ni
siquiera decir adiós se fue para nunca más volver.

Moraleja: Todos tenemos derecho a expresar nuestros pensamientos con libertad, claro
que sí, pero a la hora de dar nuestra opinión es importante hacerlo con sensatez. Uno no
debe juzgar cosas que no conoce y mucho menos si es para ofender o despreciar a los
demás.
El caminante inteligente

Adaptación del cuento popular de Cuba

Tras varias horas caminando bajo el sol un hombre pasó por


una pequeña granja, la única que había en muchos
kilómetros a la redonda. El olorcillo a cocido llegó hasta su
nariz y se dio cuenta de que tenía un hambre de lobo. Llamó
a la puerta y el dueño de la casa, bastante antipático, le
abrió.

– Buenas tardes, señor.

– ¿Quién es usted y qué busca por estos lugares?

– No se asuste, soy un simple viajero que va de paso. Me


preguntaba si podría invitarme a un plato de comida. Estoy
muerto de hambre y no hay por aquí ninguna posada donde
tomar algo caliente.

El granjero no se compadeció y para quitárselo de encima le


dijo en un tono muy despectivo:
– ¡Pues no, no puedo! Son las cinco y mi esposa y yo ya
hemos comido ¡En esta casa somos muy puntuales y
estrictos con los horarios, así que no voy a hacer ninguna
excepción! ¡Váyase por donde vino!

El hombre se quedó chafado, pero en vez de venirse abajo,


reaccionó con astucia; justo cuando el granjero iba a darle
con la puerta en las narices, sacó un billete de cinco pesos
del bolsillo de su pantalón y se lo dio a un niño que jugaba en
la entrada.

– ¡Toma, guapo, para que juegues! ¡Si quieres otro dímelo,


que tengo muchos de estos!

El granjero vio de reojo cómo el desconocido le regalaba un


billete de los gordos a su hijo y pensó:

– “Este tipo debe ser rico y eso cambia las cosas… ¡Le
invitaré a entrar!”

Abrió la puerta de nuevo y con una gran sonrisa en la cara, le


dijo muy educadamente:

– ¡Está bien, pase! Mi mujer le preparará algo bueno que


llevarse a la boca.

– ¡Oh, es usted muy amable, gracias!


Aguantando la risa, el viajero pasó al comedor y se sentó a la
mesa ¡Había echado el anzuelo y el pez había picado!

Mientras, el granjero, un poco nervioso, entró en la cocina


para hablar con su mujer. En voz baja, le dijo:

– Creo que este desconocido está forrado de dinero porque


le ha regalado a nuestro hijo un billete de cinco pesos  ¡y le
escuché decir que tiene muchos más!

– ¿En serio?… Pues entonces no podemos dejarle escapar


¡Tenemos que aprovecharnos de él como sea!

– ¡Sí! Vamos a intentar que esté lo más contento posible y ya


se me ocurrirá algo.

El granjero y su mujer adornaron la mesa con flores y


sirvieron la comida en platos de porcelana fina que se sintiera
como un rey, pero el viajero sabía que tanta atención no era
ni por caridad ni por amabilidad, sino que lo hacían por puro
interés, porque pensaban que era rico y querían quedarse
con parte de su dinero ¡El plan había surtido efecto porque
era lo que él quería que pensaran!

– Señora, este es el mejor arroz con pollo que he comido en


toda mi vida ¡Tiene usted manos de oro para la cocina!
– ¡Muchas gracias, me alegro mucho de que le guste! ¿Le
apetece un café con bizcocho de manteca?

– Si no es molestia, acepto encantado su invitación.

– ¡Claro que no, ahora mismo se lo traigo!

El postre estaba para chuparse los dedos y el humeante café


fue el colofón perfecto a una comida espectacular.

– Muchas gracias, señores, todo estaba  realmente delicioso.


Y ahora si me disculpan, necesito ir al servicio… ¿Podrían
indicarme dónde está?

– ¡Claro, faltaría más! El retrete está junto al granero; salga


que en seguida lo verá.

– Muchas gracias, caballero, ahora mismo vuelvo.

El astuto viajero salió de la casa con la intención de no


volver. Afuera, junto a las escaleras de la entrada, seguía
jugando el niño; parecía muy entretenido haciendo un avión
de papel con el billete que un par de horas antes le había
regalado. Se acercó a él y de un tirón, se lo quitó.

– ¡Dame ese billete, chaval, que ya has jugado bastante!

Lo guardó en el bolsillo, rodeó la casa y echó a correr.


– ¡Tengo que largarme antes de que los muy tontos se den
cuenta de que les he engañado!

Y así, con el buche lleno y partiéndose de risa, el viajero  se


fue para siempre, contento porque había conseguido burlar a
quienes habían querido aprovecharse de él.
La leyenda de laguna de El Cajas

Adaptación de la antigua leyenda de Ecuador

Si algún día viajas a Ecuador quizá puedas dirigirte al sur del


país. Allí, en plena cordillera de los Andes, hay un hermoso
parque nacional que tiene una impresionante  laguna de
aguas cristalinas, famosa por su enorme belleza. Se la
conoce como la laguna de El Cajas.

Según parece, antiguamente esta laguna no existía. Los


mayores del lugar todavía recuerdan  que, donde ahora hay
agua, existía una finca enorme que pertenecía a un rico
caballero. Dentro de la finca había una magnífica casa donde
vivía con su familia rodeado de lujos y comodidades. El resto
del terreno era un gran campo de cultivo en el que trabajaban
docenas de campesinos que estaban a sus órdenes.

Cuentan que una calurosa tarde de verano una pareja de


ancianos pasó por delante de la casa  del ricachón. La
viejecita caminaba con la ayuda de un bastón de madera y él
llevaba un cántaro vacío en su mano derecha.
– ¡Querida, mira qué mansión! Vamos a llamar a la puerta a
ver si pueden ayudarnos. Ya estamos demasiado mayores
para hacer todo el camino de un tirón ¡Debemos  reponer
fuerzas o nunca llegaremos a la ciudad!

La familia estaba merendando cuando escuchó el sonido del


picaporte. Casi nunca pasaba nadie por allí, así que padres e
hijos se levantaron de la mesa y fueron a ver quién tocaba a
la puerta.

Cuando la abrieron se encontraron con un hombre y una


mujer muy mayores y de aspecto humilde. El anciano se
adelantó un paso, se quitó el sombrero por cortesía,  y se
dirigió con dulzura al padre de familia.

– ¡Buenas tardes!  Mi esposa y yo venimos caminando desde


muy lejos atravesando las montañas. Estamos sedientos y
agotados ¿Serían tan amables de acogernos en su hogar
para poder descansar y rellenar nuestro cántaro de agua?

El dueño de la finca, con voz muy desagradable, dijo a la


sirvienta:

– ¡Echa a estos dos de nuestras tierras y si es necesario


suelta a los perros! ¡No quiero intrusos merodeando por mis
propiedades!
Su esposa y sus tres hijos tampoco sintieron compasión por
la pareja. Muy altivos y sin decir ni una palabra, dieron media
vuelta, entraron en la casa, y el padre cerró la puerta a cal y
canto. Tan sólo la sirvienta se quedó afuera  mirando sus
caritas apenadas.

– No se preocupen, señores.  Vengan conmigo que yo les


daré cobijo por esta noche.

A escondidas les llevó al granero para que al menos pudieran


dormir sobre un lecho de heno mullido y caliente durante
unas horas. Después salió con cautela y al ratito regresó con
algo de comida y agua fresca.

– Aquí tienen pan, queso y algo de carne asada. Lo siento


pero es todo lo que he podido conseguir.

La anciana se emocionó.

– ¡Ay, muchas gracias por todo! ¡Eres un ángel!

– No, señora, es lo menos que puedo hacer. Ahora debo irme


o me echarán de menos en la casa. A medianoche vendré a
ver qué tal se encuentran.

La muchacha dejó al matrimonio acomodado y regresó a sus


quehaceres domésticos.
La luna llena ya estaba altísima en el cielo cuando se
escabulló de nuevo para preguntarles si necesitaban algo
más. Sigilosamente, entró en el establo.

– ¿Qué tal se encuentran? ¿Se sienten cómodos? ¿Puedo


ofrecerles alguna otra cosa?

La anciana respondió con una sonrisa.

– Gracias a tu valentía y generosidad  hemos podido comer y


descansar un buen rato. No necesitamos nada más.

El viejecito también le sonrió y se mostró muy agradecido.

– Has sido muy amable, muchacha, muchas gracias.

De repente, su cara se tornó muy seria.

– Ahora escucha atentamente lo que te voy a decir: debes


huir porque antes del amanecer va a ocurrir una desgracia
como castigo a esta familia déspota y cruel. Coge tus cosas y
búscate otro lugar para vivir ¡Venga, date prisa!

– ¿Cómo dice?…

– ¡No hay tiempo para explicaciones! ¡Confía en mí y sal de


aquí lo antes posible!

La chica no dijo nada más y se largó corriendo del establo.


Entró en la casa sin hacer ruido, metió en la maleta sus
pocas pertenencias, y salió por la parte de atrás tan rápido
como fue capaz. Mientras, los ancianos salieron de granero, 
retomaron su camino y también se alejaron de allí para
siempre.

Faltaban unos minutos para el amanecer cuando unos


extraños sonidos despertaron al dueño de la casa y al resto
de su familia. Los pájaros chillaban, los caballos relinchaban
como locos y las vacas mugían como si se avecinara el fin
del mundo.

El padre saltó de la cama y gritó:

– ¡¿Pero qué escándalo es éste?! ¡¿Qué demonios pasa con


los animales?!

Todavía no había comprendido nada  cuando, a través del


ventanal, vio una enorme masa de agua que surgía de la
nada y empezaba a inundar su casa.

Invadido por el pánico apremió a su familia:

– ¡Vamos, vamos! ¡Salgamos de aquí o moriremos


ahogados!

No tuvieron tiempo ni de vestirse. Los cinco salieron huyendo


hacia la montaña bajo la luz de la pálida luna y sin mirar
hacia atrás ni para coger impulso. Corrieron durante dos
horas hasta que por fin llegaron a un  alto donde pudieron
pararse a observar lo que había sucedido y…  ¡La visión fue
desoladora! Todo lo que tenían, su magnífica casa y sus
campos de cultivo, habían desaparecido bajo las aguas.

No tuvieron más remedio que seguir su camino e irse lejos,


muy lejos,  para intentar rehacer su vida. La historia dice que
lograron sobrevivir pero que jamás volvieron a ser ricos.
Nunca llegaron a saberlo, pero se habían quedado sin nada
por culpa de su mal corazón.

Según la leyenda  esas aguas desbordadas que engulleron la


finca se calmaron y formaron la bella laguna que hoy todos
conocemos como la laguna de El Cajas.

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