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Lenguaje Profético

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Las Colecciones proféticas

Hacia el 750 a. C., se abre una nueva etapa y comienza la edad de oro en la historia
del profetismo bíblico. Hasta ese momento, se habían conservado numerosas
tradiciones sobre la vida y la actividad de los Profetas. Esas tradiciones –muchas de las
cuales fueron luego incorporadas a los libros de Samuel y de los Reyes– atestiguan la
extraordinaria vitalidad del movimiento profético en Israel, pero sólo ocasionalmente y
como de paso hacen referencia al mensaje de estos enviados del Señor. A partir del
siglo VIII, en cambio, el interés se centra más bien en la “palabra” misma de los
Profetas, y así comienzan a formarse las “colecciones” que conservan su predicación
fijada por escrito.
La forma más frecuente de transmisión del mensaje profético es el “oráculo” o
declaración solemne hecha en nombre del Señor. Pero también se encuentran otros
géneros literarios, a saber, la parábola, la alegoría, la exhortación, e incluso el
monólogo, como en el caso de las “Confesiones” de Jeremías. Por lo general, los
Profetas recurren al lenguaje poético. Su poesía vibrante, construida rítmicamente,
está cargada de expresiones simbólicas, a fin de impresionar la imaginación de los
oyentes y hacer que las palabras queden bien grabadas en la memoria.
Los oráculos proféticos comienzan casi siempre con esta frase: “Así habla el Señor”. En
dicha fórmula está resumida la esencia misma del profetismo bíblico. El profeta se
presenta como el mensajero y el portavoz del Señor. En su boca está la Palabra de
Dios (Jer. 1. 9; Ez. 31. 1). Él tiene la firme convicción de que ha recibido un mensaje
del Señor y que debe comunicarlo necesariamente (Jer. 20. 9; Am. 3. 8). Esto implica
que el profeta no dispone a su antojo del mensaje divino. Depende total y enteramente
de Dios, que no sólo habla cuando quiere, sino que a veces parece guardar silencio y
mantiene a su enviado en una actitud de espera (Jer. 42. 4-7).
Pero los Profetas no sólo hablan con “palabras”. Cuando el lenguaje resulta insuficiente
y poco eficaz, suelen valerse de acciones simbólicas, muchas veces desconcertantes,
pero llenas de significado. Lo que pretenden con esos gestos es provocar extrañeza y
llamar la atención, con el fin de sacudir la inercia de sus contemporáneos y llevarlos a
la conversión. En algunas ocasiones, como en la experiencia matrimonial de Oseas, es
la vida misma del profeta la que se convierte en símbolo viviente del mensaje que él
anuncia.
Los Profetas eran hombres de acción. Si bien algunas veces recibieron del Señor la
orden de poner por escrito una visión determinada (Is. 8. 1; 30. 8; Hab. 2. 2) o una
serie de oráculos (Jer. 36. 2), sin embargo, ninguno de ellos pensó en escribir un libro.
Fueron sus discípulos los que recogieron el mensaje profético, lo fijaron por escrito y
formaron las colecciones incorporadas posteriormente al canon de los Libros sagrados.
Esta formación progresiva de los Libros proféticos explica el “desorden” y la falta de
continuidad que se advierte con frecuencia en la recopilación de los diversos oráculos.
Los Profetas aparecen siempre que Dios quiere comunicar su Palabra. Cada uno de
ellos tiene su personalidad propia y su mensaje característico. Amós y Miqueas
reivindican la justicia social. Isaías insiste en la importancia de la fe. Oseas proclama el
inagotable amor del Señor hacia su Pueblo. Sofonías anuncia la salvación como un bien
reservado a los humildes y a los pobres. Jeremías descubre y valoriza la religión del
corazón. Ezequiel pone de relieve la responsabilidad personal en la relación del hombre
con Dios. Pero más allá de estas diferencias, el mensaje fundamental de los Profetas
es siempre el mismo: todos ellos denuncian la idolatría, la corrupción moral, el
formalismo y la hipocresía; desenmascaran las falsas seguridades, defienden
apasionadamente al débil y al oprimido, y por encima de todo, reclaman la fidelidad a
la Alianza.
Con frecuencia, los Profetas predicen tremendos castigos, pero a la vez infunden con
su palabra una inquebrantable esperanza. Al interpretar los acontecimientos a la luz de
Dios, que se manifiesta por medio de los “signos de los tiempos”, ellos abarcan con su
mirada el pasado, el presente y el futuro. Esto les hace comprender que la meta final
de la historia humana no puede ser otra que la plena manifestación del designio
salvador de Dios. Pero los oráculos proféticos no son, como se piensa con demasiada
frecuencia, una predicción detallada y casi fotográfica de los acontecimientos futuros.
Son más bien una promesa, expresada por lo general en forma simbólica, lo
suficientemente concreta como para suscitar la esperanza de Israel y lo bastante
flexible como para dejar siempre abierto el desarrollo de la historia futura a la
imprevisible acción de Dios. De esta manera, los Profetas prepararon la instauración
del Reino mesiánico y anunciaron de una u otra forma el advenimiento de Cristo.

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