El Agua
El Agua
El Agua
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Queridísimos hermanos míos: acabamos de escuchar las palabras de San Pablo a los romanos:
“Puesto que han sido bautizados en Cristo Jesús, considérense una vez por todas, muertos al
pecado, vivos para Dios en Cristo Jesús”. Este mandato del apóstol nos plantea la necesidad de
ser hombres nuevos, renacidos por el agua y por el Espíritu Santo. Vamos caminando hacia la
gran noche de la vigilia pascual. La noche verdaderamente santa, la noche
extraordinariamente feliz, la noche más luminosa que el día.
Estos tres días, ayer, hoy y mañana, serán de preparación fraterna y familiar para esta gran
noche. Yo les pediría que se pongan en la actitud muy sencilla de quien busca al Señor, de
quien quiere entrar en su misterio, participar en su muerte y sentirse, sobre todo, envuelto en
la luz de la resurrección. Pero no esperen de mí ni de nadie, durante estos días grandes
lecciones o extraordinarias conferencias. Rezaremos juntos, purificaremos juntos nuestro
corazón, iremos hacia la luz que esa noche se nos va a entregar y nos comprometeremos,
juntos también, a cambiar el mundo.
El tema de estos tres días está tomado, precisamente, de los tres signos que en la noche
pascual usaremos en especial: la luz, el agua y el pan. La luz: en la puerta de la catedral se
bendecirá el fuego nuevo y la luz nueva, signo de Cristo resucitado, en el cual también
nosotros encenderemos nuestra vida y nos comprometeremos a contagiar al mundo que
espera, la alegría, la paz y la esperanza que brotan de Él. La gran noche de la vigilia pascual,
será la noche de la luz, será nuestra noche como testigos de la Pascua, de la resurrección de
Jesús.
Mañana hablaremos sobre el pan, sobre la Eucaristía, que nos hace uno, que nos identifica y
nos compromete como hermanos. Somos quizás muy distintos, pero nos unimos en Cristo
porque participamos todos de un mismo pan. Y esta noche, entre la luz que consideramos ayer
y el pan del que hablaremos mañana, nuestra reflexión será sencillamente sobre el agua. El
agua que nos hace hijos en el bautismo; el agua que nos purifica en la conversión; el agua que
nos hunde en una comunidad de hermanos. Hablaremos sobre el agua porque al entrar en el
templo, la sagrada noche de la vigilia pascual, después de haber encendido nuestras luces, y
después de haber encendido otra vez nuestras vidas para contagiar el testimonio de la
resurrección de Jesús a nuestros hermanos, el sacerdote bendecirá, delante de todo su pueblo,
el agua bautismal. El agua que es como el signo del seno materno de Nuestra Señora la cual,
fecundada por el Espíritu Santo, dio a luz a Jesús. Fecundada otra vez esta noche por la ciencia
del Espíritu Santo, dará a luz a los nuevos hijos de Dios por el bautismo.
Quisiera que esta noche pensáramos un poco en el agua. En el agua que nos limpia, nos
purifica, nos hace nuevos, nos convierte. En el agua fecunda que nos hace hijos. En el agua
sencilla que nos hace hermanos.
En la noche de la vigilia pascual, cada uno de nosotros celebrará su bautismo. Si les preguntara
qué día fueron bautizados, no sé cuántos podrían responderme. Si les preguntara, en cambio,
qué día nacieron, me lo dirían muy sencillamente, porque todos los años lo festejan. Pero el
día del verdadero nacimiento, aquel en el que nacimos en Cristo para una vida nueva, tal vez lo
hayamos olvidado. En la noche de la vigilia pascual celebraremos litúrgicamente la fecha de
nuestro nacimiento. Por eso esa noche comprometeremos otra vez nuestra entrega total,
definitiva, al Señor.
Fíjense que en ese compromiso que asumimos en la noche de la vigilia pascual, hay como tres
momentos: un primer momento en el que el sacerdote nos dice: “¿Renuncian a Satanás, a sus
obras, a sus seducciones?” y nosotros respondemos, con toda conciencia: “Sí, renunciamos”.
Es la noche de la renuncia, es la noche de la muerte, es la noche de la conversión. En segundo
lugar, el sacerdote nos pregunta: “¿Creen en Dios Padre que creó todas las cosas? ¿En Dios
Hijo que nos redimió uniéndonos con el Padre? ¿Creen en el Espíritu Santo que vive en su
Iglesia?”. Y nosotros responderemos: “Sí, creemos”. Finalmente, porque es la noche fraterna
de los nacidos de Dios por el bautismo y de los que nos comunicamos en un mismo Pan, el
sacerdote nos dirá: “Ahora vamos a rezar el Padre Nuestro”.
Quisiera que esta noche, ahondando un poco en las exigencias de nuestro bautismo, que
renovaremos en la noche de la vigilia pascual y que es como el comienzo, el punto de partida
de nuestro compromiso cristiano, pensáramos sencillamente en estas tres cosas: en el agua
bautismal que nos limpia y nos purifica llamándonos a la conversión; en el agua fecunda que
nos engendra por el Espíritu Santo como hijos de Dios y nos hace sentirlo muy cerca y muy
adentro. Finalmente, en el agua sencilla, común, cotidiana y fraterna, que a todos nos une
como hermanos, haciéndonos miembros de un mismo pueblo, de una misma comunidad de
creyentes.
Son los tres aspectos del bautismo, los tres aspectos de nuestro compromiso bautismal que
quisiera subrayar esta noche, para que todos los asumiéramos. En primer lugar, el agua que
nos limpia y nos purifica en la conversión. Cuando ustedes piensan en el agua, ¿qué es lo
primero que se les ocurre? Que nos limpia, que nos purifica, ¿no es cierto? Bueno, esta es el
agua bautismal que a nosotros nos arranca del pecado a la gracia, de las tinieblas a la luz, de la
muerte a la vida. En la noche de la vigilia pascual, por el agua del bautismo y por la renovación
de las promesas, volveremos a morir a nosotros mismos, al demonio, a sus obras y a sus
seducciones. Es decir, nos comprometeremos a ser hombres nuevos mediante un proceso de
conversión. Durante toda la cuaresma hemos estado pensando en esta conversión. Cuaresma
es el punto de partida para la búsqueda del Señor. Cuaresma significa que tenemos que morir,
que tenemos que cambiar, que tenemos que encontrarnos con el Señor, y desde Él abrirnos a
nuestros hermanos.
Yo les pregunto, me pregunto a mí mismo, obispo, pregunto a mis hermanos sacerdotes, a las
religiosas, a los cristianos, si realmente durante esta peregrinación de cuaresma, ha habido en
nosotros un verdadero cambio, una verdadera conversión. ¿Qué es convertirse? Darse cuenta
que algo no anda; darse cuenta que nuestra mentalidad tiene que cambiar, que nuestro
corazón tiene que madurar, que nuestra voluntad tiene que hacerse fuerte en la fidelidad. Que
algo en nosotros tiene que volverse más lúcido, más transparente, más filial, más fraterno.
¿Ha habido un cambio en nosotros, durante la cuaresma? Llega ya la celebración del misterio
de la muerte y de la resurrección de Jesús. Llega una exigencia de Jesús para el cambio. Pascua
tendrá significado para nosotros si hemos decidido convertirnos. Pero ¿se ha dado en nosotros
la conversión? Esta depende siempre de dos factores: arrancarnos de un estado que debe
cambiar y encontrarnos con el Cristo que cotidianamente se nos revela y se nos comunica.
Pensemos, por ejemplo, a la luz del sermón de la montaña, si somos para el mundo
verdaderamente luz y si somos verdaderamente sal; si nuestra oración es auténtica; si nuestra
justicia es mayor que la de los escribas y fariseos. Pensemos, a la luz de las bienaventuranzas
evangélicas, si verdaderamente somos pobres, si tenemos un corazón manso y misericordioso,
si sabemos asumir el dolor con los que lloran, si sabemos repartir la paz a los hombres que la
necesitan, si asumimos la persecución por la justicia. ¿Por qué no nos examinamos a la luz de
las bienaventuranzas evangélicas?
Pascua significará algo para nosotros si nos convertimos, y la conversión supone una toma de
conciencia muy sincera, muy honda, muy serena también, de nuestra situación de pecado.
¿Hay algo en mí que tiene que cambiar? ¿Algo de lo cual yo soy responsable? ¿Está pasando
algo en nuestra sociedad? ¿Está pasando algo en el mundo? Yo no puedo contemplarlo
simplemente desde la orilla, levantando el dedo acusador y señalando: “Esto es por tal motivo,
por tal otro, depende de fulano, depende de mengano”. ¿Y yo, qué? ¿Acaso no soy miembro
de la misma familia, no formo parte del mismo pueblo? ¿No hay algo en mí que me hace
responsable de esta situación de pecado que está viviendo el mundo, la sociedad, nuestra
patria? ¿No estoy ensuciando en cierta manera, el rostro de nuestra Iglesia? ¿No hay algo en
mí que tiene que cambiar? ¿No será que a partir de la noche de la vigilia pascual tengo que ser
más sincero, más leal? ¿No será que tengo que ser más servicial y abierto? ¿No será que tengo
que comprometer más mi fe en lo cotidiano de mi entrega? ¿No será que mi oración tiene que
ser más profunda? ¿No será que tengo que limpiar más mi corazón para poder ver a Dios?
¿No será que tengo que ser de verdad más pobre, manso y misericordioso? ¿Qué he hecho por
la paz? Yo, que todos los días al abrir los periódicos siento erizada mi piel por la violencia que
se da en el mundo, ¿qué he hecho para que haya una paz verdadera, nacida de la justicia y
fruto del amor? ¿No hay algo en mí que convertir? Yo, que me he sentido tan particularmente
cobijado por el Señor, guardado en sus manos; yo, que he sido llamado para servir al Señor en
la plenitud del amor, ¿vivo realmente en esta generosidad de la entrega? ¿No hay mucha
mediocridad en mí? ¿No vivo demasiado superficialmente mi cristianismo? ¿Por qué no
aprovecho esta Pascua para una conversión muy honda, muy profunda, muy gozosa, muy
definitiva?
La conversión supone tener conciencia de que algo debe cambiar en nosotros. Me lo está
pidiendo Dios, me lo están exigiendo los hermanos, lo está necesitando el mundo que me
rodea. Quisiera, simplemente, plantearles esta pregunta: si todos los cristianos viviéramos con
lealtad las bienaventuranzas evangélicas ¿cambiaría o no el mundo? Si lográramos formar en
esta Iglesia Catedral, en esta Iglesia particular de Mar del Plata, una auténtica comunidad de fe
en el Cristo resucitado, abierta al servicio generoso a los hermanos, ¿cambiaría o no el mundo?
¿Tendría o no un rostro nuevo? Entonces, mis queridos hermanos, lo primero que yo quisiera
decirles esta noche es que al recordar nuestro bautismo en la noche de la vigilia pascual, al
celebrarlo de nuevo litúrgicamente, se nos exige el cambio, la conversión.
Todo el mundo habla hoy de la urgencia del cambio, de la necesidad de nuevas estructuras
justas, para que se instale el reino de la verdad, de la justicia y del amor. Pero no tendremos
estructuras verdaderamente estables, justas, si los hombres no nos hacemos justos por una
conversión bien honda, radical y rápida. Pascua nos impone un llamado a la conversión; esta
conversión, además de la toma de conciencia de nuestra culpa, es una búsqueda del Señor
verdadero y cercano a nosotros. “Busco tu rostro, Señor...”.
Durante todo el tiempo de cuaresma, hemos estado repitiendo esta expresión de la Sagrada
Escritura: “Busco tu rostro, Señor...”. El cristiano, a través de los acontecimientos
humanamente absurdos y dolorosos; a través de los hombres con los cuales convive; a través
de su propia fragilidad; a través del dolor y de la esperanza, del sufrimiento y de la alegría, vive
buscando el rostro del Señor hasta que lo encuentra definitivamente en la luz del Padre. La
conversión es una búsqueda del Señor. ¿Lo he encontrado en mi vida? ¿Cómo lo he buscado?
¿Cómo lo encuentro? ¿Busco al Señor exclusivamente cuando vengo al templo y grito: “Señor,
Señor”? ¿O trato de descubrirlo en este hombre, en esta mujer, con los cuales me encuentro
durante la jornada, que quizás necesitan de mi palabra, de mi presencia, de mi comprensión?
¿He tratado de descubrir al Señor en los acontecimientos de la vida que a veces me golpean
mucho? ¿He tratado de descubrir que allí está el Señor? ¿Creo verdaderamente que no cae un
solo cabello de mi cabeza sin el permiso del Padre que está en los cielos? ¿Tengo capacidad, a
la luz de mi fe, para descubrir que el Señor va pasando hoy en la historia y que me grita:
“Necesito de ti”? ¿Tengo capacidad para eso?
El agua es purificación y es limpieza. El agua del bautismo me dejó limpio y purificado, porque
me hizo pasar del pecado a la gracia, de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz. Les
pregunto y me pregunto: ¿No necesitaremos esta noche que el Señor derrame, sobre nuestras
almas, un agua que nos purifique y nos limpie, que nos haga tomar conciencia de la
profundidad de nuestro pecado y nos haga buscar al Señor? Quien diga que no tiene pecado,
está haciendo mentirosa su conciencia y miente ante Dios mismo. Algo tiene que cambiar en
nosotros. Les auguro desde ya una Pascua muy feliz, pero sepan que será feliz en la medida en
que tengan conciencia de culpa y en la medida en que busquen serenamente al Señor.
Insisto una vez más: ¡cómo cambiaría el mundo, si cada uno de nosotros fuera más fiel a las
exigencias fuertes del Señor en su Evangelio!
En segundo lugar, el bautismo nos comunica el agua que nos hace hijos. Por él clamamos a
Dios: “¡Padre!”. Es el agua regeneradora y fecunda. Esta potencia fecunda del agua la
encontramos en toda la Sagrada Escritura. Al principio de los tiempos, en el relato del Génesis,
el agua aparece como engendrando la primera creación. El Espíritu de Dios está planeando
sobre el agua y surge la primera creación. El mismo Espíritu de Dios, en la noche de la vigilia
pascual, descenderá sobre el agua bendecida por el sacerdote, como descendió en el seno
virginal de Nuestra Señora, y dará a luz la nueva creación. Nos sentiremos felices porque
somos creados en Cristo Jesús, para las obras buenas; nos sentiremos felices porque somos
hijos; porque ha nacido en nosotros el hombre nuevo.
Todo el mundo habla hoy del hombre nuevo, ¿pero qué hago yo para que nazca en mí este
hombre nuevo? Es necesario, como decía antes, que haya un punto de arranque, que algo
muera en nosotros. Leíamos en San Pablo que es necesario morir al hombre viejo, que es
necesario sepultarnos en la muerte de Jesús, para vivir una vida nueva. Ese hombre nuevo se
va dando en nosotros, se va dando en mí, se va dando en aquellos que me rodean. El agua
bautismal hace que, por la acción del Espíritu Santo –que nos introduce en la muerte y en la
resurrección de Jesús– nazca para el mundo el hombre nuevo que todos necesitamos.
¿Y cómo es ese hombre nuevo? Yo quisiera decirles nada más que dos cosas, a propósito de
este hombre nuevo. Dos cosas muy simples, pero que tenemos que comprometernos todos a
realizarlas. En primer lugar, este hombre nuevo es un hombre libre, un hombre fraterno, un
hombre señor de todas las cosas. Un hombre que no se siente oprimido, esclavizado por las
cosas. Un hombre liberado por Cristo que vive la alegría sencilla de los hijos de Dios. Un
hombre nuevo es un hombre que está gritando a todos los hermanos: “Hemos nacido para la
libertad y no podemos seguir oprimidos por nadie ni por nada”. Sólo servimos al Padre, a Dios,
y eso es lo que nos hace extremadamente libres. El hombre libre es el hombre fraterno, es
decir, el hombre en quien no hay divisiones, tensiones, es un hombre que ama, que
comprende, que descubre los problemas, las angustias, las tristezas de los hermanos, que
participa de su dolor, que trata de dar la vida por ellos. El hombre nuevo no es un hombre
egoísta, que se encierra en sí mismo. Es el hombre que sabe que Cristo resucitó y que no
puede ocultar esa verdad, sino que tiende a gritarla a sus hermanos, no sólo de palabra, sino
con el testimonio radiante de su vida. El hombre nuevo es el hombre que se da. Es el hombre
que, como Cristo Nuestro Señor, muere por sus amigos. El hombre nuevo es el hombre señor
de todas las cosas, es decir, el hombre que no se siente esclavizado por la técnica ni por la
ciencia, sino que domina todas estas cosas con espíritu creativo, constructor, positivo; que no
se siente dominado por los avances del hombre, sino que por el contrario, a través de todo eso
se siente señor de todas las cosas. Sabe, como dice San Pablo, que todas las cosas son
nuestras, que nosotros somos de Cristo y que Cristo es de Dios. Es el hombre verdaderamente
libre, el hombre verdaderamente fraterno, el hombre verdaderamente señor. El agua fecunda
del bautismo obra en nosotros esta conversión. ¿Nos decidiremos, en esta noche de la vigilia
pascual, a ser hombres nuevos? ¿Hombres que contagien a sus hermanos esta novedad de la
Pascua?
Les decía que lo nuevo que nos trae la Pascua y el agua del bautismo, es además el mandato
de presentar al mundo el rostro nuevo de Jesús. Es decir, tenemos que renovar la Iglesia. No
renovarla en el sentido de quebrarla; renovarla en el sentido de darle plenitud. ¿Qué es lo
nuevo en el Evangelio? ¿qué es lo nuevo para Jesús? En el capítulo quinto del Evangelio de San
Mateo leemos: “No piensen que yo vine a romper, que yo vine a destruir; no vine para destruir
la ley ni los profetas; vine para llevarlos a su consumación, a su plenitud”. Lo nuevo de Jesús es
lo interior, es decir, lo auténtico, eso que precisamente busca la juventud de hoy. ¿Por qué los
jóvenes rechazan tanto el pasado? ¿Por qué los jóvenes nos abofetean y muchas veces con
razón? ¿Por qué? Porque les hemos mostrado algo artificial, algo que no era lo auténtico. Les
hemos mostrado un cristianismo superficial, muy poco profundo. Les hemos entregado un
cristianismo con largos preceptos pero con muy poca vida. Les hemos dado excesivas normas y
les hemos comunicado poco espíritu. Y entonces tienen cierta razón en rechazarnos.
¿Qué es lo nuevo que nos trae Cristo? Lo nuevo de Cristo es lo de adentro. Lo nuevo de Cristo
es el estilo distinto con que se tienen que hacer las cosas. Cristo no viene a romper la ley.
Cristo viene a decirnos que lo que vale en la ley es lo de adentro. Cristo nos viene a decir, en
otras palabras, que lo que cuenta no es cumplir estrictamente la norma: hoy tengo que
escuchar misa, hoy tengo que practicar tal precepto. Lo que cuenta es vivir en actitud sencilla,
generosa y alegre frente a mis hermanos que esperan. Lo que cuenta es el espíritu. Cristo no
viene a destruir, viene a llevar las cosas a su plenitud, a mirar las cosas desde adentro. Lo
nuevo que nos trae Cristo es lo interior. Lo nuevo que nos trae Cristo es la plenitud.
El bautismo nos hace nacer como creaturas nuevas. San Pablo nos dirá: “Si hemos nacido en
Cristo, lo viejo ya pasó, ahora lo que cuenta es la creación nueva. No vale ni la circuncisión ni la
incircuncisión”. Es decir, no vale ni el precepto antiguo ni el nuevo. Lo que vale, en definitiva,
es la creación nueva, aquello que el Espíritu está haciendo en nosotros.
Pero, además, hay otra cosa: por el agua y por el bautismo nacemos como hijos de Dios, y aquí
quisiera plantearles una pregunta también muy sencilla: ¿Qué imagen tienen de Dios? ¿Cuál es
el Dios en quien creen? ¿Sienten lejos a Dios? ¿Lo imaginan, lo estudian, lo acogen dentro de
ustedes? ¿Lo reciben y lo experimentan como una presencia inmutable y actual? ¿Qué significa
Dios para aquel que va a venir en estos días a Mar del Plata exclusivamente para jugar a la
ruleta? ¿Qué significa Dios para aquel que ha escogido a Mar del Plata como centro de su
turismo, sin importarle que Dios haya muerto y resucitado? ¿Y qué significa Dios para mí?
Porque si significa algo, quiere decir que mi vida tiene que cambiar. ¿Qué idea tengo de Dios?
¿Pienso que Dios es alguien a quien tengo que temer? ¿Alguien en cuyo nombre tengo que
persignarme por las noches, porque de lo contrario no podré dormir tranquilo? ¿Alguien cuya
señal tengo que hacer al despertar por la mañana para que me ayude, para que nada me falte
en la jornada? ¿Qué pienso de Dios? ¿Qué es Dios para mí? ¿Es alguien que está muy metido
en mi vida? ¿Es mi Padre, alguien que va haciendo camino conmigo, alguien que es mi roca, mi
protección, mi luz, mi salvación? ¿Alguien que está vivo y que se me manifiesta en mis
hermanos? ¿Alguien que no sólo me espera al término de mi peregrinación, sino que todos los
días se me va revelando, manifestando? ¿Qué es Dios, en definitiva, para mí?
Queridos hermanos: porque nacimos en el bautismo como hijos de Dios por el agua y por el
Espíritu, podemos llamar a Dios, Padre, estar seguros de su amor.
¿O acaso tengo miedo de Dios? ¿Qué es Dios en mi vida? ¿Es Aquel que se me reveló en
plenitud de amor en Jesucristo? ¿Aquel que todos los días se me manifiesta en el rostro
sufriente o esperanzado de mis hermanos? ¿Quién es Dios para mí?
El Jueves Santo celebraremos la Cena del Señor. El sacerdote nos hablará del amor de Jesús
que lo llevó a entregar su vida en la cruz y a seguir permaneciendo con nosotros. El Viernes
Santo celebraremos la pasión y la muerte de Jesús. El sacerdote levantará la cruz y nos dirá:
“Allí está la vida”. La noche de la vigilia pascual se nos gritará que Jesús resucitó. ¿Qué significa
todo esto en nuestras vidas? ¿Significa un cambio? ¿Significa, sobre todo, la cercanía actuante
del Señor? ¿Pienso yo, obispo, que Dios sigue viviendo en mí y en mis hermanos? ¿Trato de
descubrir esta proximidad de Dios en el grito de los hombres que esperan de mí la salvación?
Señor ¡que no te sienta lejos! Padre, ¡que no te sienta extraño! Cristo, ¡que te sienta
peregrinando siempre conmigo! Señor, que todos los días te me manifiestes en mis hermanos.
Señor, que te sienta muy adentro y muy cerca. Dios, que Tú seas para mí el Padre que me ama,
que se me entrega. El bautismo nos hace hijos de Dios y gracias al Espíritu, tenemos esa
conciencia filial que nos hace gritar “Abba”, es decir, Padre. Si no vivimos así, ¡qué desdichada
es nuestra vida! ¡Qué oscurecida nuestra esperanza! ...
Vamos a hablar ahora del agua sencilla, común, cotidiana, que nos hace hermanos.
Recordemos uno de los pasajes más lindos y más fecundos del Evangelio. Quisiera que al
término de esta brevísima reflexión brotara en nosotros el mismo grito que profirió aquella
mujer al encontrarse con Jesús: “Señor, dame siempre de esta agua para que no vuelva a tener
sed y no necesite volver cotidianamente al pozo”. O sea, que nos encontremos de veras esta
noche con Jesús, que experimentemos la necesidad de esta agua que salta hasta la vida
eterna, para que no andemos dando vueltas en fuentes superficiales que no logran saciar
nuestra alma. Esta agua que salta hasta la vida eterna, nos ha sido dada el día de nuestro
bautismo. Es el agua sencilla y fraterna, el agua muy honda que nos hace gritar a Dios, Padre.
San Ignacio de Antioquía, un gran escritor y mártir, un gran santo del primer siglo de la Iglesia
decía: “Siento dentro de mí un agua viva que me grita: Ven al Padre”. Es el agua viva de mi
bautismo, por la cual descubro los caminos de la vida. Me impresiona mucho el encuentro de
la samaritana con Jesús. La sencilla frase del Señor pidiendo a la samaritana: “Dame de beber”.
Y ella lo desprecia un poco. “¿Cómo me pides de beber a mí, si no nos entendemos?”. Y Jesús
que le responde: “Si tú conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.
Encuentro en esas palabras de Jesús un gesto muy fraterno, muy hondo que se repite en la
historia hoy. El mundo, sediento y fatigado, pide de beber a los cristianos, a los que tenemos el
pozo de Jacob, a los que poseemos el privilegio de tener el agua en las manos. Nos pide de
beber y nosotros, tal vez, nos mantenemos en una situación de indiferencia, de insensibilidad
o de superioridad. ¿Quién eres tú para pedirme de beber? Y ese mundo que me pide de beber
es como una revelación del Cristo que me está gritando: “Si tú supieras el don de Dios y quién
es el que te pide de beber...”. ¿No les parece que los cristianos necesitamos un examen de
conciencia muy sincero, para despojarnos de ciertas categorías que nos hacen aparecer como
sintiéndonos muy superiores a los demás? Examen de conciencia que nos lleve a una
interioridad muy sencilla, capaz de descubrir en cada hermano a Cristo que me grita: “Mujer,
hombre, dame de beber”.
El mundo de hoy nos está pidiendo eso. Recién nos preguntábamos qué conciencia de Dios
tienen el hombre o la mujer que llegan a Mar del Plata sólo para jugar una ficha en el casino.
¿Qué significa Dios para ellos? Ahora me hago la pregunta al revés.
¿No tienen derecho a esperar de mí, obispo, que les manifieste de alguna manera que el Señor
resucitó y sigue viviendo entre nosotros? ¿Acaso no me están gritando a mí, cristiano: “Dame
de beber, manifiéstame cuál es el secreto de tu felicidad, el motivo por el cual nunca estás
triste? ¿Por qué no te cansas? ¿Por qué siempre tienes ánimo para seguir trabajando, a pesar
de que las cosas se van complicando?”. ¿No tienen derecho a pedirme que les dé una
explicación? Y esa explicación no se las tengo que dar con frases enredadas, que todo lo
complican. Se las tengo que dar de un modo muy simple y muy sencillo, a través de mi vida,
contagiándoles a Jesús.
El agua nos hace muy hermanos, muy fraternos. Es el elemento más simple y más sencillo. En
el agua nos unimos todos. Pienso que el pan y el agua nos hacen de una misma familia. Nunca
faltan el pan y el agua. Incluso, si alguna vez puede faltar el pan, el agua me parece que no
falta casi nunca. Es que es el elemento más sencillo, el más simple. El que nos une más, aun en
medio de nuestra pobreza. El bautismo nos ha hecho hermanos. Por un lado nos hace nacer
como hijos de Dios y por el otro, nos incorpora a la muerte y resurrección de Jesús. Y, además,
nos une en una familia, en una comunidad, en un pueblo. ¿Tengo conciencia de que soy
miembro del Pueblo de Dios? ¿De que soy de la familia de Cristo? ¿De que pertenezco a la
comunidad de los que esperan? ¿Estoy manifestando a los demás que vivo seguro porque al
incorporarme a Jesús sé que me he incorporado a la Vida? ¿Me doy cuenta que desaparezco
como individuo aislado para nacer como persona en un pueblo, en una familia, en una
comunidad? ¿Vivo realmente en comunidad con los que creen, los que esperan y los que
aman? ¿Qué deberé hacer para purificar mi egoísmo y lograr que nazca cotidianamente en el
corazón de mis hermanos? ¿Qué he de hacer para que la luz con la que el Señor me ha
iluminado en la noche de la vigilia pascual me lleve a descubrir qué les pasa a mis hermanos,
cuál es la angustia que los oprime, el dolor que los despedaza, la alegría que les hace falta, la
esperanza que anhelan, el amor que esperan?
¿Soy cristiano si en la noche de la vigilia pascual me contento con gritar: qué noche feliz, qué
linda la vigilia pascual, qué estupenda la ceremonia, cómo he sentido que en mí nacía otra vez
la esperanza, qué ánimo tengo para seguir caminando? Y no me he preguntado: ¿Y mi
hermano? ¿Habrá sentido lo mismo este hombre, esta mujer, que esta noche ha celebrado la
vigilia pascual conmigo? ¿Tendrá de veras la vela encendida? Es decir, ¿habrá nacido en su
corazón la luz? ¿O seguirá igual que como vino, triste, angustiado, sin esperanza? ¿El agua del
bautismo me ha hecho sentir más hermano? ¿He invitado a ese hombre, a esa mujer, a beber
del agua que salta hasta la vida eterna? ¿Les he dicho que si la toman no volverán a tener sed,
serán felices, esperarán, amarán? ¡Cómo temo, queridísimos hermanos, que nos estemos
preparando individualmente para la vigilia pascual, desconectados de la comunidad!
Formamos un pueblo, es cierto, pero si yo les preguntara: ¿Sabes qué le pasa al que está a tu
lado, a tu izquierda, a tu derecha? ¿Sabes que me pasa a mí? No les voy a pedir cuenta de lo
que me pasa, pero tengo derecho a pedirles que compartan conmigo esta noche, mi propia
cruz. Y ustedes tienen derecho a exigirme a mí, obispo, que interprete esta noche y que sienta
como propio el sufrimiento de cada uno de ustedes.
En la noche de la vigilia pascual vamos a rezar el Padre Nuestro, pero lo tenemos que rezar con
más conciencia que nunca de lo que significa que, luego de invocar a Dios como “Padre”
podamos añadir alegremente “nuestro”. Somos hermanos y pedimos a Dios que nos dé el pan
de cada día y que nos perdone nuestras ofensas porque también nosotros perdonamos a los
que nos ofenden. El agua nos hace miembros de un pueblo, de una comunidad, de una familia.
Ese es el sentido comunitario del bautismo.
Hoy se tiende cada vez más a administrar el bautismo en grupos para hacer comprender más
fuertemente que somos comunidad. Más lindo sería todavía hacer los bautismos así, en
comunidad, con la presencia de todo el Pueblo de Dios, ya que el bautismo es la incorporación
de un nuevo hijo, de un nuevo hermano, a esta comunidad de los que creen, esperan y aman.
Eso supondría una conciencia solidaria de pueblo, de familia, de comunidad.
El bautismo nos hace hermanos: ¿Experimentamos juntos las angustias y las esperanzas? ¿Nos
comprometemos a transformar juntos el mundo? ¿Sentimos que somos la única Iglesia del
Señor? ¿Nos largamos al mundo como verdadera levadura, fermento, sal, luz?
El día de Pascua, San Pablo nos dirá: “Queridos hermanos, piensen que son nueva levadura en
Cristo Jesús; que la masa vieja pasó y que ahora tienen que ser el nuevo fermento”. ¿Sentimos
esta responsabilidad? Tenemos tiempo en estos días para preparar nuestro sí definitivo al
Señor, ese que le daremos en la vigilia pascual. Todo lo que vamos expresando, como reflexión
en voz alta que me hago a mí mismo, no es más que una preparación fraterna para la que yo
considero la noche verdaderamente central, la grande, la luminosa y feliz noche del año. Por
eso, esta noche nos hemos detenido a pensar sobre la grandeza, la frescura, la bondad y la
claridad del agua.
Un día, cuando éramos pequeños, o tal vez cuando ya no lo éramos tanto, un sacerdote cuyo
nombre seguramente no conocemos, en una fecha que tampoco recordamos, derramó agua
sobre nuestra frente y nos dijo: “Fulana, fulano, yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo”. Y en ese momento quedamos purificados, convertidos al Padre;
quedamos hechos una nueva creatura y el Espíritu gritó en nosotros: “Abba, Padre”.
Quedamos incorporados a una comunidad, a un pueblo, a una familia. Y bien, la noche de la
vigilia pascual, teniendo nuestros cirios encendidos en la mano, renovaremos aquella fecha
memorable. El sacerdote nos recordará que si morimos con Cristo por el bautismo, hemos de
resucitar con Él y caminar de un modo nuevo. Y después de esta introducción, nos pedirá si
renunciamos a Satanás, a sus obras y a sus seducciones. Es decir, nos preguntará si estamos
dispuestos a convertirnos. Y nosotros le diremos que sí. Pero tengan cuidado: no
comprometan su palabra si no están decididos a cumplirla.
Tienen todavía cinco días para pensarlo. No repitan la fórmula: “Sí, renuncio”, si no están
decididos a la conversión que los abra a Dios y los sumerja en el generoso servicio a los
hermanos. El sacerdote nos preguntará después si creemos de veras en el Padre que hizo
todas las cosas, en el Cristo que nos redimió y en el Espíritu que nos santifica y que vive en su
Iglesia. Y nosotros le diremos que sí. Pero cuidado, no digan que sí, si no están dispuestos a
entregarse por una fe operante a este Dios que es Padre, que se nos revela en Cristo y que se
nos comunica por el Espíritu Santo. No improvisen la respuesta. Tienen tiempo para pensarla.
Luego se nos pedirá que recemos el Padre Nuestro juntos, porque también nosotros queremos
hacer su voluntad, queremos implantar su Reino para que su nombre sea verdaderamente
santificado. Hermanos, no digamos el Padre Nuestro si el agua del bautismo no nos ha hecho
verdaderamente fraternos.
Que la Virgen de la Pascua nos prepare a ser verdaderamente luz en el Señor, hijos nacidos por
el agua fecunda como del seno materno de Nuestra Señora, hermanos serviciales los unos de
los otros.