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Cuentos y Leyendas

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1.

Cuento El león y el ratón: adaptación de la fábula de Esopo

Érase una vez un león que vivía en la sabana. Allí transcurrían sus días,

tranquilos y aburridos.

El Sol calentaba tan intensamente, que casi todas las tardes, después de

comer, al león le entraba un sopor tremendo y se echaba una siesta de al

menos dos horas.

Un día como otro cualquiera estaba el majestuoso animal tumbado

plácidamente junto a un arbusto. Un ratoncillo de campo que pasaba por allí,

se le subió encima y empezó a dar saltitos sobre su cabeza y a juguetear

con su gran cola. El león, que sintió el cosquilleo de las patitas del roedor, se

despertó. Pilló al ratón desprevenido y de un zarpazo, le aprisionó sin que el

animalillo pudiera ni moverse.

– ¿Cómo te atreves a molestarme? – rugió el león enfadado – Soy el rey de

los animales y a mí nadie me fastidia mientras descanso.

– ¡Lo siento, señor! – dijo el ratón con un vocecilla casi inaudible – No era mi

intención importunarle. Sólo estaba divirtiéndome un rato.

– ¿Y te parece que esas son formas de divertirse? – contestó el león cada

vez más indignado – ¡Voy a darte tu merecido!

– ¡No, por favor! – suplicó el ratoncillo mientras intentaba zafarse de la

pesada pata del león – Déjeme ir. Le prometo que no volverá a suceder.

Permita que me vaya a mi casa y quizá algún día pueda agradecérselo.

– ¿Tu? ¿Un insignificante ratón? No veo qué puedes hacer por mí.

– ¡Por favor, perdóneme! – dijo el ratón, que lloraba desesperado.

Al ver sus lágrimas, el león se conmovió y liberó al roedor de su castigo, no

sin antes advertirle que no volviera por allí.


Pocos días después, paseaba el león por sus dominios cuando cayó preso

de una trampa que habían escondido entre la maleza unos cazadores. El

pobre se quedó enredado en una maraña de cuerdas de la que no podía

escapar. Atemorizado, empezó a pedir ayuda. Sus rugidos se oyeron a

kilómetros a la redonda y llegaron a oídos del ratoncillo, que reconoció la

voz del león. Sin dudarlo salió corriendo en su auxilio. Cuando llegó se

encontró al león exhausto de tanto gritar.

– ¡Vengo a ayudarle, amigo! – le susurró.

– Ya te dije que alguien como tú, pequeño y débil, jamás podrá hacer algo

por mí – respondió el león aprisionado y ya casi sin fuerzas.

– ¡No esté tan seguro! No se mueva que yo me encargo de todo.

El ratón afiló sus dientecillos con un palo y muy decidido, comenzó a roer la

cuerda que le tenía inmovilizado. Tras un buen rato, la cuerda se rompió y

león quedó libre.

– ¡Muchas gracias, ratón! – sonrió el león agradecido – Me has salvado la

vida. Ahora entiendo que nadie es menos que nadie y que cuando uno se

porta bien con los demás, tiene su recompensa.

Se fundieron en un abrazo y a partir de entonces, el león dejó que el

ratoncillo trepara sobre su lomo siempre que quisiera.

Moraleja: nunca hagas de menos a nadie porque parezca más débil o

menos inteligente que tú. Sé bueno con todo el mundo y los demás serán

buenos contigo.
2. Cuento Pedro y el Lobo: adaptación de la fábula de Esopo.

Érase una vez un joven pastor llamado Pedro que se pasaba el día con sus

ovejas.

Cada mañana muy temprano las sacaba al aire libre para que pastaran y

corretearan por el campo. Mientras los animales disfrutaban a sus anchas,

Pedro se sentaba en una roca y las vigilaba muy atento para que ninguna se

extraviara.

Un día, justo antes del atardecer, estaba muy aburrido y se le ocurrió una

idea para divertirse un poco: gastarle una broma a sus vecinos. Subió a una

pequeña colina que estaba a unos metros de donde se encontraba el

ganado y comenzó a gritar:

– ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo, ayuda por favor!

Los habitantes de la aldea se sobresaltaron al oír esos gritos tan

estremecedores y salieron corriendo en ayuda de Pedro. Cuando llegaron

junto a él, encontraron al chico riéndose a carcajadas.

– ¡Ja ja ja! ¡Os he engañado a todos! ¡No hay ningún lobo!

Los aldeanos, enfadados, se dieron media vuelta y regresaron a la aldea.

Al día siguiente, Pedro regresó con sus ovejas al campo. Empezó a

aburrirse sin nada que hacer más que mirar la hierba y las nubes ¡Qué

largos se le hacían los días! … Decidió que sería divertido repetir la broma

de la otra tarde.

Subió a la misma colina y cuando estaba en lo más alto, comenzó a gritar:

– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Necesito ayuda! ¡He visto un enorme lobo

atemorizando a mis ovejas!

Pedro gritaba tanto que su voz se oía en todo el valle. Un grupo de hombres

se reunió en la plaza del pueblo y se organizó rápidamente para acudir en


ayuda del joven. Todos juntos se pusieron en marcha  y enseguida vieron al

pastor, pero el lobo no estaba por ninguna parte. Al acercarse,

sorprendieron al joven riéndose a mandíbula batiente.

– ¡Ja ja ja! ¡Me parto de risa! ¡Os he vuelto a engañar, pardillos! ¡ja ja ja!

Los hombres, realmente indignados, regresaron a sus casas. No entendían

cómo alguien podía gastar unas bromas tan pesadas y de tan mal gusto.

El verano llegaba a su fin y Pedro seguía, día tras día, acompañando a sus

ovejas al campo. Las jornadas pasaban lentas y necesitaba entretenerse

con algo que no fuera oír balidos.

Una tarde, entre bostezo y bostezo, escuchó un gruñido detrás de los

árboles. Se frotó los ojos y vio un sigiloso lobo que se acercaba a sus

animales. Asustadísimo, salió pitando hacia lo alto de la colina y comenzó a

chillar como un loco:

– ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Ayúdenme! ¡Ha venido el lobo!

Como siempre, los aldeanos escucharon los alaridos de Pedro, pero

creyendo que se trataba de otra mentira del chico,  siguieron con sus faenas

y no le hicieron ni caso. Pedro seguía gritando desesperado, pero nadie

acudió en su ayuda. El lobo se comió a tres de sus ovejas sin que él pudiera

hacer nada por evitarlo.

Y así fue cómo el joven pastor se dio cuenta del error que había cometido

burlándose de sus vecinos. Aprendió la lección y nunca más volvió a mentir

ni a tomarle el pelo a nadie.

Moraleja: no digas mentiras, porque el día que cuentes la verdad, nadie te

creerá.
3. Cuento Los loros disfrazados: adaptación de la antigua leyenda de
Ecuador.

Cuenta la leyenda que hace muchísimos años hubo un terrible diluvio que

inundó las tierras de Ecuador.

Las aguas arrasaron campos y los poblados a su paso, obligando a las

personas y a los animales a buscar refugio desesperadamente.

Según parece, en un valle vivían dos hermanos, un chico y una chica que al

ver que la corriente les alcanzaba, corrieron a protegerse en la cima de una

montaña. Allí, en las alturas, encontraron una cueva seca y confortable que

se convirtió en su improvisado refugio hasta que pasara el peligro.

Una vez dentro se acurrucaron para darse calor y contemplaron atónitos

cómo los ríos de agua subían monte arriba a gran velocidad. Más que ríos

parecían largas y gigantescas serpientes reptando peligrosamente hacia la

cumbre.

Sintieron verdadero pánico al ver que en cualquier momento el agua

desbordada podía alcanzarlos, pero por suerte ¡la montaña era mágica!

Como si tuviera vida propia, cuando el agua estaba a punto de rebasar la

cueva, la cumbre se elevó hacia el cielo. No una sino varias veces la

montaña creció a su antojo para ponerlos a salvo y los hermanos dejaron de

tener miedo.

Eso sí, tuvieron que enfrentarse a otro grave problema: a medida que

pasaban las horas tenían más y más hambre. Se encontraban en una cueva

sobre el pico de una montaña altísima rodeados de agua, lo cual suponía un

inconveniente porque no había ningún lugar donde buscar alimento.

Aguantaron mucho tiempo sin probar bocado, y cuando estaban a punto de

desfallecer, dejó de llover.


– ¡Mira, hermanita! Parece que las tormentas y las lluvias han llegado a su

fin, pero todo a nuestro alrededor sigue inundado. A ver si bajan pronto las

aguas y podemos volver a casa.

– Sí, pero mientras tanto ¿qué comeremos?… Llevamos varios días sin

llevarnos nada a la boca y yo ya no aguanto más.

Su hermano la miró con tristeza y la abrazó, pues para eso no tenía

solución.

– Lo siento pero solo nos queda confiar en que el agua desaparezca  rápido

para poder bajar la montaña y buscar algo que comer.

Esa noche la pasaron como siempre arrimados el uno al otro para no pasar

frío. Al amanecer, un rayito de sol se coló por la cueva y despertó a la

muchacha. Abrió los ojos y su corazón empezó a latir con fuerza.

– ¡Hermano, hermano, mira esto!

El joven se sobresaltó.

– ¡Madre mía!… ¡Pellízcame por si todavía estoy soñando!

¡No se lo podían creer! Algún desconocido se había colado en la cueva

mientras dormían y  había colocado un montón de platos rebosantes de

apetitosa comida sobre un mantel fabricado con hojas. Carne, mazorcas de

maíz, fruta fresca… ¡Jamás habían imaginado poder darse semejante festín

en esa horrible situación!

Se lanzaron sobre las viandas como lobos hambrientos y empezaron a

devorarlas. Comieron hasta que estuvieron a punto de reventar y después

se tumbaron boca arriba, con las manos extendidas y una sonrisa de oreja a

oreja.

– ¡Ha sido la mejor comida de mi vida, hermanita!


– ¡Ay, qué rico estaba todo! Me pregunto quién la habrá traído…  ¿Tal vez

alguien que nos vigila?

– No tengo ni idea ¡Todo esto es muy extraño!

– Sí, lo es. Esta noche nos quedaremos despiertos por si vuelve y le

daremos las gracias.

Esperaron impacientes a que terminara el día y la luna llena apareciera en lo

alto del cielo. Entonces se agazaparon tras una roca que había en la cueva

y protegidos por la oscuridad  esperaron la visita del misterioso benefactor.

De repente oyeron unos extraños ruiditos y de entre las sombras surgieron

cinco guacamayos disfrazados de humanos.

¡La visión fue impactante para ellos! ¡Quienes les habían dejado la comida

eran cinco loros que iban cubiertos con ropas de personas!… ¡Y volvían

cargados con más alimentos!

Estupefactos, salieron de su escondite para darles las gracias, pero cuando

los tuvieron cerca, comenzaron a desternillarse de risa ¡Tenían una pinta tan

graciosa y estrambótica que era imposible aguantar las carcajadas!

– ¡Ja, ja, ja! ¡¿Pero qué hacen estos guacamayos vestidos así?!

– Sí… ¡Ja, ja, ja! ¡En mi vida he visto cosa igual!  Se ve que vienen de una

fiesta de disfraces o algo así.

Al escuchar las burlas, los guacamayos se sintieron muy ofendidos. Sin

decir ni palabra se miraron a los ojos y se largaron volando en un abrir y

cerrar de ojos.

Los chicos salieron disparados hacia la entrada de la cueva y comenzaron a

gritar con lágrimas en los ojos.

– ¡Oh, no, no os vayáis por favor! ¡Sentimos mucho haberos disgustado!


– ¡Por favor, volved! Nos salvasteis la vida y os lo agradecemos muchísimo

¡Os lo suplico, perdonadnos!

Los guacamayos ya surcaban el cielo muy cerca de las nubes cuando el

viento les llevó el llanto desconsolado de los hermanos. No pudieron evitar

sentir mucha pena por ellos y como eran animales de buen corazón, hicieron

una pequeña pirueta en el aire y regresaron a la cueva de la montaña.

– ¡Gracias por volver, amigos! Hemos sido muy desconsiderados con

vosotros y os prometemos que no volverá a suceder.

– Mi hermano tiene razón… ¡No volverá a suceder!

Los guacamayos se sintieron valorados y supieron perdonar. Desde

entonces empezaron a acudir cada día a la cueva, siempre disfrazados de

personas, cargados de comida que los chicos engullían con auténtico placer.

El tiempo fue pasando y el nivel del agua que lo cubría todo fue

descendiendo poco a poco. El sol, cada vez más brillante e intenso, ayudó a

secar la tierra y a que el paisaje recuperara el esplendor de antaño.

Por fin, una mañana los dos hermanos descubrieron que los ríos habían

vuelto a su cauce y la ladera de la montaña volvía a estar a la vista ¡No

quedaba ni rastro de la inundación!

Esperaron a que las aves fueran a visitarlos y el muchacho les anunció con

emoción:

– Es hora de que regresemos a casa y reanudemos nuestra vida. Os vamos

a echar mucho de menos… ¡Sin vosotros no habríamos podido sobrevivir!

Su hermana también estaba conmovida.

– ¡Ojalá pudierais venir con nosotros al poblado, queridos guacamayos!


Se despidieron de los generosos animales con lágrimas en los ojos y

comenzaron a descender la montaña donde tantos días habían pasado.

Caminaron unos minutos cuesta abajo y echaron la vista atrás con

melancolía ¡Su sorpresa fue mayúscula cuando vieron que los cinco

guacamayos les seguían como perritos falderos!

El chico exclamó entusiasmado:

– Mira, hermana, se ha cumplido tu deseo… ¡Se vienen con nosotros!

Los dos continuaron felices con la pequeña comitiva detrás, y al llegar a su

poblado  ¡oh, sorpresa!…Los guacamayos se transformaron en seres

humanos de verdad ¡Sin duda, al igual que la montaña, ellos también eran

seres mágicos!

Según cuenta esta antigua leyenda, los loritos eran en realidad dioses de la

selva que, hartos de disfrazarse de personas, decidieron seguir a los

hermanos al pueblo y adoptar forma humana de verdad para vivir entre

hombres y mujeres de carne y hueso.

Y también cuenta la leyenda que se integraron muy bien con sus nuevos

vecinos, formaron parejas y tuvieron hijos que heredaron la belleza y los

poderes de sus antepasados, los hermosos guacamayos.


4. Leyenda de la Mazorca de Oro

Dice una antigua leyenda que, hace mucho tiempo, vivía una familia de
campesinos sin recursos. Apenas tenían un campo de maíz que solo la madre
se dedicaba a trabajar. La mujer lo recolectaba y lo vendía, también cuidaba de
sus cinco hijos. Mientras, su esposo solo se dedicaba a dar paseos por el
campo.

Un día, estaba tan cansada que no pudo trabajar suficiente y apenas obtuvo
unas pocas monedas. La mujer se puso a llorar desconsolada. Pronto, vio que
en el campo de maíz había algo que resplandecía. Cuando se aproximó se
percató de que se trataba de una mazorca de oro.

La campesina mostró el tesoro a su marido e hijos, y les advirtió que solo lo


compartiría con aquellos que valoraran la tierra y la familia. Desde ese día, su
esposo y sus hijos colaboraron en el campo familiar. Asimismo, la familia
vendió la calabaza y pudo ampliar sus terrenos, lo que les permitió obtener más
dinero y no pasar más penurias.

Esta leyenda, originaria de Perú, suele contarse a los más pequeños. En ella


encontramos una importante moraleja acerca de la importancia de la familia, la
cooperación y el esfuerzo para conseguir un objetivo común.

5. Leyenda del Ayaymama

Una mujer joven, madre de dos niños, tuvo que salir de un pueblo de la región
Amazónica castigado por la peste.

La muchacha había enfermado y, para salvar a sus hijos de la infección,


resolvió dejarlos en la orilla de un río, lejos de la región. Este lugar tenía mucha
vegetación y animales.

Los niños no se percataron de la ausencia de su mamá, pues jugaron con los


animales que se acercaban. En cambio, al caer la noche, se pusieron a buscar
a su madre sin descanso.

Llorando, desconsolados, los menores pedían ser aves para encontrar pronto a
su mamá.

Un señor que andaba por allí, y que tenía poderes mágicos, concedió el deseo
a los niños.

Convertidos en aves, los niños sobrevolaron su pueblo y descubrieron que


todos habían muerto.
Dice la leyenda que, desde entonces, los pájaros se ponen en los árboles
cantando: “¡Ayaymamá!”.

La Amazonía del Perú es un lugar muy rico en mitos y leyendas. De ahí se


origina esta narración que tiene como protagonista al nictibio urutaú, un ave
que también se denomina ayaymama por la similitud con el sonido que emiten.

La leyenda trata de dar una explicación al surgimiento de esta ave tan


característica de Centroamérica y Sudamérica.

6. Leyenda de los Hermanos Ayar

Cuenta la leyenda que, hace mucho tiempo, existieron cuatro hermanos


originarios de Tambotoco, en Paruro.

Cada uno de ellos tenía una cualidad destacable. El mayor, Manco, era muy
inteligente y el heredero del bastón de oro del Dios Sol; el segundo, Chachi, era
muy valiente y temperamental; el tercero, Uchu, destacaba por su astucia; el
menor de los hermanos, Auca, era muy provocador y siempre se metía en
problemas.

Por petición de su padre, el dios Sol, los hermanos debían encontrar una tierra
fértil para fundar un gran pueblo. Así, los Ayar y sus esposas salieron para
cumplir con su cometido.

Los hermanos Ayar no hacían otra cosa que discutir. Tenían envidia de Chachi,
el más valeroso. En una ocasión, los tres hermanos quisieron deshacerse de él
y lo encerraron en una cueva, donde quedó convertido en piedra por una
maldición.

Después de un tiempo, Uchu y Auca, también se perdieron en el camino. Ayar


Manco, junto con las esposas, llegó a un valle hermoso y fértil. Allí posó su
bastón de oro, el cual se hundió fácilmente. Esto indicaba que ese era el lugar
idóneo para crear la ciudad más grande de Tahuantinsuyo, el Imperio Inca.

Esta antigua leyenda Inca es conocida en Cuzco.

Cusco o Cuzco proviene de la palabra quechua “Qosqo”, la cual significa


“ombligo” o “centro del universo”. Su nombre se debe a que fue capital del
Imperio Inca, de aquí esta leyenda que explica cómo se fundó a través de la
narración de los cuatro hermanos Ayar.

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