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Liberalismo y Democracia - Benjamin Constant

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CUADERNOS

DEL
INSTITUTO DE ESTUDIOS POLITICOS

LIBERALISMO

DEMOCRACIA

POR

BENJAMIN CONSTANT

UNIVERSIDAD CENTRAL DE VENEZUELA

FACULTAD DE DERECHO

CARACAS

1963
031900

CUADERNOS

DEL

INSTITUTO DE ESTUDIOS POLITICOS

LO
5

LIBERALISMO

DEMOCRACIA

POR

BENJAMIN CONSTANT de Rebecque

Presentación por

JUAN CARLOS REY

UNIVERSIDAD CENTRAL DE VENEZUELA

FACULTAD DE DERECHO

CARACAS
Benjamín Constant
( 1767 - 1830)
321.5

0766

PRESENTACION

1. El tipo de Estado democrático-liberal que ha prevale-


cido en occidente desde 1870 hasta la Primera Guerra Mun-
dial, representa la conciliación de dos principios no sólo dife-
rentes sino, en ocasiones, antagónicos.
Como señala Ortega, liberalismo y democracia son respues-
tas a dos cuestiones completamente distintas.¹ La democracia
contesta a la pregunta ¿ quién debe ejercer el Poder público ?
Respondiendo que es a la colectividad de ciudadanos a quien co-
rresponde tal ejercicio, sin preocuparse de qué extensión o lí-
mites deba tener el mismo. Lo que le interesa al liberalismo, en
cambio, es qué límites debe tener el poder público, cualquiera que
sea su titular, y la respuesta que propone es la que dicho poder
no puede ser absoluto pues encuentra una barrera infranquea-
ble en el conjunto de derechos individuales.

Por tratarse de cuestiones diversas, es evidente que se puede


ser muy demócrata y nada liberal : democracia había en la
Polis ateniense, pero no liberalismo. Por el contrario, se puede
ser liberal como ocurría con la mayoría de los Estados euro-
pcos durante la primera mitad del siglo XIX— y no demócrata.²
Tal es el caso de Benjamín Constant, quien no es sólo un típico
representante del pensamiento liberal, sino que , además, en sus
escritos queda patente la contradicción que puede aparecer
entre tal tipo de pensamiento y el democrático cuando los

1. José Ortega y Gasset, "Ideas de los Castillos : Liberalismo y De-


mocracia", en Obras Completas, vol. II, pp. 424 y ss., 3a. ed. Madrid,
1954.
2. Sobre la distinción entre liberalismo y democracia y la posible
antinomia entre ambos, véase M. García-Pelayo, Derecho Constitu-
cional Comparado, 3a. ed., Madrid, 1953, pp. 143-204.
4 BENJAMIN CONSTANT

principios que informan a ambos se despliegan hasta sus últimas


consecuencias. Esa contradicción se puede sintetizar en los si-
guientes puntos :3
a) El liberalismo parte del reconocimiento de unos dere-
chos humanos preestatales, que el Poder público no crea
sino que reconoce y protege y que se expresan en la par-
te dogmática de las Constituciones. En la democracia
la libertad preestatal de los hombres es puesta a la
disposición de la voluntad del Estado recibiendo , como
compensación, una participación en la formación de esa
"voluntad general".
b) El liberalismo supone la división de poderes como me-
dio de evitar que uno de ellos se convierta en absoluto
(Montesquieu ) . La democracia se opone a tal división
( Rousseau ) .
c) El liberalismo exige que la voluntad de la minoría en-
cuentre salvaguardados sus derechos ; la democracia
exige que la voluntad de la minoría se someta, sin lí-
mites, a la mayoría.
d) El liberalismo imputa al individuo un valor supremo.
La democracia un valor limitado .

e) En el liberalismo la libertad prima sobre la igualdad .


En la democracia ocurre lo contrario.

2. Consecuente con la línea de pensamiento liberal, el pro-


blema fundamental que preocupa a Constant al igual que a
otros liberales del siglo XIX como Tocqueville y John Stuart
Mill es el de la extensión del Poder público y el de las garantías
de la libertad individual frente al Estado. No le interesa pri-
mordialmente la participación de todos en la formación de la
voluntad estatal (de hecho era partidario de una limitación de
sufragio por el censo de fortuna ) , sino más bien el establecimien-
to de límites a la actividad del Estado . Entendía que para
evitar un despotismo hay que dirigirse contra el arma que
puede ocasionar el mal (esto es, contra la extensión del Poder
y, concretamente, contra la amplitud que el concepto de sobe-
ranía había adquirido en autores como Hobbes y Rousseau ) y
no contra el brazo que la blande ( o sea, el gobierno monárquico
o cualquiera que sea el titular del Poder ) . La justicia y los dere-
chos individuales representan un límite infranqueable a la in-
tromisión estatal que si lo traspasara se convertiría en despo-
tismo aun cuando lo hiciera por decisión de la mayoría, pues

3. Para lo que sigue, véase G. Radbruch, Filosofía del Derecho , 3a. ed .,


Madrid , 1952 , pp . 84 y ss.; y García-Pelayo, ob. cit., pp. 198-204.
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA 5

“la tiranía ... es quizá tanto más horrible cuanto más numerosos
son los tiranos" .

3. La libertad que afirma Constant es la libertad de la


"sociedad civil" frente al Estado que, evidentemente, no podía
existir en el Estado antiguo por no haberse producido aún el
desdoblamiento de esos dos términos . Hablando de la libertad
antigua y en forma inexacta, al menos por lo que a Roma
5
se refiere, afirma Constant que el hombre se encontraba inserto
con todo su ser en la vida estatal sin que le quedara un resto
para su uso particular, de manera que , si bien era soberano en
los asuntos públicos , era esclavo en todas sus relaciones priva-
das ; junto a la "libertad colectiva", asegurada por la partici-
pación de todos los ciudadanos en la vida estatal, se admitía "la
sujeción completa del individuo a la autoridad del conjunto" .
Frente a ello la libertad de los modernos ha de consistir en el
"goce tranquilo de la independencia privada" y en la "libertad
civil" frente al Estado .

Para el ideal democrático ateniense tal como se refleja en


la Oración Fúnebre de Pericles , los asuntos privados no debían
impedir a un hombre ocuparse de los del Estado , considerándose
un inútil al que no se interesaba en la Polis, pues "más vale
una Polis floreciente en su conjunto que una Polis que languidece
mientras los particulares prosperan" . Lo "privado" se supedi-
taba a lo "político " que cobraba forma a través de la democra-
cia directa .

El ideal de libertad de los tiempos modernos descrito por


Constant es exactamente lo opuesto. Es, en esencia, el ideal bur-
gués de libertad que necesita de una esfera independiente de la

4. Cfr. Martín Buber : "Entre la Sociedad y el Estado" en Revista de


Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico, No. 1 , vol. 1, 1957.
5. Es cierto que la concepción clásica romana de libertas tal como se
muestra, por ejemplo, en Cicerón , significa ante todo ausencia de do-
minación por parte de un pueblo extranjero, y, junto a esto, igual
participación de los ciudadanos en el autogobierno : "todos eran
libres porque ninguno estaba más sujeto que otro por el derecho que
él mismo se daba" (G. Tellenbach, Libertas : Kirche und Weltord-
nung im Zeitalter des Investiturstreites, Leipzig, 1936, trad, ingle-
sa con el título Church, State and Christian Society at the Time of
the Investiture Contest, Oxford, 1948, pp . 10 y 11 ) . No quiere esto
decir, sin embargo, que los romanos no concibiesen la libertad como
ausencia de obstáculos al despliegue de las capacidades individuales :
"El derecho para los romanos es una frontera que encierra y protege
un área que no invade y que, por tanto, es libre ; la libertad existe
donde no se imponen limitaciones" (Ibid., p. 15 ) Lo que ocurre es
que el romano hace resaltar en el concepto de libertad el hecho de
que esos límites son los mismos para todos y se niega a aceptar
que las principales características de la libertad sean_negativas.
6. Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso , lib. II, xl y lx .
6 BENJAMIN CONSTANT

intervención del Estado para su despliegue vital. En él los


bienes supremos son "el bienestar particular", la "libertad indi-
vidual" y, en consecuencia, "mientras más tiempo libre nos
deje el ejercicio de los derechos políticos, más preciosa nos será
la libertad". De ahí se deduce la conveniencia de un sistema
de democracia representativa.
Es a esa " libertad antigua" que, en definitiva, significaba
la supremacía de lo "público" sobre lo "privado", del Estado
sobre la "sociedad civil " o, si se prefiere, de lo comunitario sobre
lo individual, a la que aspiraba el Terror revolucionario —que
para Constant era una experiencia vivida- y al que debía opo-
nerse. En efecto, Robespierre en su discurso sobre los principios
de la moralidad pública en la sesión de la Convención del 5 de
febrero de 1794, afirmaba : "¿ Cuál es el principio fundamental
del gobierno popular o democrático? La virtud. Me refiero a
la virtud pública que tantas maravillas realizó en Grecia y
Roma y que aún llegará a ser más admirable en la Francia re-
publicana, a la virtud que no es otra cosa que el amor por la
patria y por sus leyes". Y Saint-Just, por su parte, exclamaba :
"El mundo está vacío desde los romanos y solamente su recuerdo
lo llena y sigue augurando la libertad” , y, en otro lugar, “Que les
hommes révolutionnaires soient des Romains!".

Algo semejante ocurría con Napoleón que, bajo modelos


de la antigüedad y en forma análoga, consideraba al Estado co-
mo un fin en sí y veía en la sociedad un subalterno suyo. Tam-
bién se tiene que oponer Constant al espíritu de conquista del
Emperador, pues si bien en los antiguos tiempos era la violencia
estatal, la guerra, el medio de asegurarse nuevas posesiones, en
los modernos ha sido sustituido por la actividad privada repre-
sentada por el comercio y la industria.'
La pretensión de que lo político se impusiera sobre la so-
ciedad civil, no sólo estaba destinado históricamente al fracaso
por el momento, sino que, además, debía contar con la condena-
ción del pensamiento liberal de Constant.

4. La concepción liberal no sólo limita el poder estatal me-


diante el reconocimiento de los derechos individuales sino que,
con el mismo fin, organiza al Estado de acuerdo a un plan pre-
vio y racional. A ello responde, entre otros, el principio de la
separación de poderes en forma de un sistema de equilibrio y
freno recíprocos que impide que cualquier poder se convierta
7. Precisamente en su planfleto contra Napoleón De l'esprit de conquête
et de l'usurpation dans leurs rapports avec la civilisation européen-
ne, va a desarrollar en los caps. VI-IX de la segunda parte el tema
de que la causa del despotismo es la imitación de las repúblicas an-
tiguas.
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA 7

en absoluto. Constant recoge la división de Montesquieu pero,


siguiendo ideas de Clermont-Tonnerre y de acuerdo con la ex-
periencia de la práctica constitucional inglesa, distingue en el
ejecutivo dos parte : el poder regio y el ejecutivo en sentido es-
tricto o poder ministerial. El cuarto poder, el real, actúa como
un invisible modérateur, como un pouvoir neutre, que, colocado
por encima de los partidos, interviene, en caso de que surjan
conflictos entre los otros tres, con una acción "preservadora y
reparadora sin ser hostil" (Refléxions sur les Constitutions et
les garanties, 1814 ) . La función de moderador atribuida al mo-
narca iba a ser condensada en 1829 por Thiers en la fórmula
"le roi règne et ne gouverne pas".

Se pretendía con ello conciliar la institución real con los


intereses de la burguesía liberal, que "cree necesitar de un poder
regio debilitado que le permita su libre juego pero que al mismo
tiempo conserve suficiente autoridad para servir de apoyo a esas
fuerzas burguesas frente a la amenaza democrática en sus dis-
8
tintas formas". Pero más allá de la circunstancia histórica que
lo originó, el principio del " poder moderador" ha servido de
inspiración al sistema parlamentario de gobierno, sea en regí-
menes monárquicos o republicanos.
5. Para finalizar, unas palabras sobre la concepción indi-
vidualista de Constant. Según este autor, en toda existencia hu-
mana hay una parte "que, necesariamente, permanece individual
e independiente y que cae por derecho fuera de toda competen-
cia social". En ella se basa la homogeneidad e igualdad esencial
de los hombres. El individuo abstracto, miembro de la "sociedad
civil", concebido bajo su aspecto genérico y que, en resumen, es
un "individuo sin individualidad", permanece en teoría aislado,
en mera yuxtaposición, sin contactos con sus semejantes ; es un
verdadero átomo del que ha desaparecido toda determinabilidad
por los otros. Por ello Faguet ha caracterizado el pensamien-
to de Constant como "liberalisme extrêmement net et prodigieu-
sement froid et sec, qui n'est que le perpétuel besoin d'autono-
mie personnelle, et le soin jaloux d'élever toutes les barrières
possibles entre le moi et toutes les formes existantes, ou prévues,
ou soupçonnées du non-moi. L'instinct social sous toutes ses
formes, en toutes ses forces et, partant, en toutes ses gênes, voilà
ce que Constant tient en continuelle défiance ... "10

8. Luis Díez del Corral, El Liberalismo Doctrinario, 2da. ed., Madrid,


1956, p. 99.
9. Radbruch, ob. cit., pp. 84 y 85.
10 .
Emile Faguet, Politiques et Moralistes du XIX siècle, Ière, série,
París, p. 213. Cit. por Díez del Corral, ob. cit., p. 218.

BENJAMIN

CONSTANT
Henry-Benjamin Constant de Rebecque ( 1767-1830 ) , nació
en Lausanne el 25 de octubre de 1767. Sus padres descendían de
familias protestantes francesas que, huyendo de la persecución
religiosa, se habían refugiado en el país de Vaud. Después de
una cuidadosa educación privada a cargo de diversos pre-
ceptores, es enviado a las universidades de Oxford, Erlangen y
Edimburgo . En esta última estuvo en contacto con prominen-
tes whigs cuyas ideas habrían de influirle durante toda su vida.

Trás obtener la nacionalidad francesa se instala en París ,


donde publica en 1796 folletos contra el Directorio y la Contra-
rrevolución . Participa activa y brillantemente en la vida política
de Francia a través del Cercle constitutionnel del Hotel de
Salm y frecuenta el trato de numerosas personalidades políticas y
literarias , como Madame de Staël, con quien tuvo una íntima re-
lación por mucho tiempo.

En 1799 es nombrado miembro del Tribunado, puesto del


que es removido por Napoleón en 1802. Un año más tarde debe
partir al exilio desde donde escribe su famoso panfleto antinapo-
leónico De l'esprit de conquête et de l'usurpation dans leurs
rapports avec la civilisation européenne ( 1813 ) .

Con la Restauración vuelve a París y defiende a través


de diversos escritos el gobierno liberal y la libertad de prensa.
Durante el gobierno de los Cien Días, tras escribir un artículo
violento contra Napoleón (había escrito : “Je n'irai pas, misera-
ble transfuge, traîner d'un pouvoir a l'autre, couvrir l'infamie
par le sophisme", etc. ) , se entrevista con el Emperador y cola-
bora con él en la redacción del Acte additionnel. La segunda
Restauración lo vuelve a llevar al exilio, pero Luis XVIII revoca
el castigo y a partir de 1816 se encuentra de nuevo en París
abogando por los principios liberales . Desde entonces es elegido
en varias ocasiones a la Cámara de Diputados en la que es uno
de los jefes del partido liberal. Defiende la libertad de prensa
y propugna una política moderada y de conciliación que podría
resumirse en su frase : "Ni Napoleón ni Robespierre".
La revolución de 1830 le sorprende fuera de París , adonde
vuelve a pedido de Lafayette para tomar parte en la elevación al
trono de Luis Felipe . Ese mismo año es nombrado presidente
del Consejo de Estado y muere en el mes de diciembre.
Además de sus escritos políticos es autor de una extensa
obra literaria en la que destaca su famoso Adolphe.

JUAN CARLOS REY


DE LA SOBERANIA DEL PUEBLO Y DE SUS LIMITES

Cuando se reconoce el principio de la soberanía del pueblo,


es decir, la supremacía de la voluntad general sobre la voluntad
particular, es necesario concebir bien la naturaleza de este
principio y determinar bien su extensión. Sin una definición
exacta y precisa, que no he encontrado todavía en ninguna parte
el triunfo de la teoría podría convertirse en una calamidad en
su aplicación. El reconocimiento abstracto de la soberanía del
pueblo, no aumenta en nada la suma de libertad de los individuos ;
y si se atribuye a esta soberanía una extensión que no debe te-
ner, la libertad puede perderse a pesar de este principio e in-
cluso por este principio.
Cuando se establece que la soberanía del pueblo es ilimi-
tada, se crea o se arroja al azar en la sociedad humana un gra-
do de poder demasiado grande por sí mismo, y que es un mal
cualesquiera sean las manos en que esté emplazado. Confiadlo
a uno solo, a varios, a todos y lo encontraréis igualmente un
mal. Tomaréis a los depositarios de este poder y siguiendo las
circunstancias acusaréis sucesivamente a la monarquía, a la
aristocracia, a la democracia y a los gobiernos mixtos, al siste-
ma representativo. Os equivocaréis ; es el grado de esta fuerza
y no a los depositarios de esta fuerza a los que es preciso acu-
sar. Es contra el arma y no contra el brazo que se sirve de ella.
Hay mazas demasiado pesadas para la mano de los hombres.
El error de aquellos que, de buena fe, en su amor a la
libertad, han concedido a la soberanía del pueblo un poder sin lí-
mites, viene de la manera en que han formado sus ideas políti-
cas. Han visto en la historia un pequeño número de hombres,
e incluso uno sólo, en posesión de un poder inmenso que hacía
mucho mal, pero su enojo se ha dirigido contra los poseedores
del poder y no contra el poder mismo. En lugar de destruirlo
sólo se han cuidado de desplazarlo. Era un azote y lo han consi-
derado como una conquista. Lo han dado a toda la sociedad. Ha
10 BENJAMIN CONSTANT

pasado forzosamente de ella a la mayoría, de la mayoría a las


manos de algunos hombres, a menudo a las de uno sólo : ha
hecho tanto mal como antes y los ejemplos, las objeciones, los
argumentos y los hechos se han multiplicado contra todas las ins-
tituciones políticas.

En una sociedad fundada sobre la soberanía del pueblo, es


cierto que no pertenece a ningún individuo ni a ninguna clase
someter al resto a su voluntad particular ; pero es falso que
toda la sociedad posea sobre sus miembros una soberanía sin
límites .

La universalidad de los ciudadanos es soberana, en el sen-


tido de que ningún individuo, ninguna fracción, ninguna asocia-
ción parcial puede arrogarse la soberanía, a no ser que le
haya sido delegada. Pero de aquí no se sigue que la universa-
lidad de los ciudadanos, o aquellos que hayan sido investidos de
soberanía por ella, pueda disponer soberanamente de la existen-
cia de los individuos. Hay, por el contrario, una parte de la
existencia humana que, necesariamente, permanece individual e
independiente, y que cae por derecho fuera de toda competen-
cia social. La soberanía no debe existir más que de una manera
limitada y relativa. Allí donde comienza la independencia de la
existencia individual, se detiene la jurisdicción de la soberanía.
Si la sociedad franquea esa frontera se convierte en tan culpa-
ble como el déspota que no teme sacar el gladio exterminador.
La sociedad no puede excederse en su competencia sin ser usur-
padora, la mayoría sin ser facciosa. El asentimiento de la mayo-
ría no basta de ningún modo en todos los casos para legitimar
sus actos : existe lo que nadie puede sancionar ; cuando una auto-
ridad cualquiera comete actos semejantes poco importa cuál sea
la fuente de la que afirme emanar, poco importa que se llame
individuo o nación ; sería la nación entera, con excepción del
ciudadano a quien oprime, la que no sería legítima.

Rousseau ha desconocido esta verdad y su error ha hecho de


su Contrato Social, tan a menudo invocado en favor de la liber-
tad, el auxiliar más terrible de todo género de despotismo . De-
fine el contrato aprobado entre la sociedad y sus miembros
como la enajenación completa de cada individuo, con todos sus
derechos y sin reservas, a la comunidad. Para no dejarnos lu-
gar a dudas sobre las consecuencias de abandono tan absoluto
de todas las partes de nuestra existencia en provecho de un
ser abstracto, nos dice que el soberano, es decir, el cuerpo
social, no puede confundirse ni con el conjunto de sus miembros
ni con cada uno de ellos en particular ; que, dándose cada uno
por entero, la condición es igual para todos y que nadie tiene
interés de hacerla onerosa para los demás ; que dándose cada
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA 11

uno a todos, no se da a nadie ; que cada uno adquiere sobre todas


los asociados los mismos derechos que cede, y gana el equivalente
de cuanto pierde, con mayor fuerza para conservar lo que po-
see ; pero olvida que todos estos atributos preservadores que
confiere al ser abstracto que designa como soberano, resultan
del supuesto de que este ser está compuesto de todos los indivi-
duos sin excepción . Ahora bien, en cuanto el soberano deba ha-
cer uso de la fuerza que posee, es decir, en cuanto sea necesa-
rio proceder a una organización práctica de la autoridad, dado
que el soberano no la puede ejercer por sí mismo, la delega y
todos esos atributos desaparecen. Estando necesariamente la
acción que se ejerce en nombre de todos , por grado o por fuer-
za. a la disposición de uno solo o de algunos, resulta que dándose
a todos no es cierto que se dé a nadie ; se da, por el contrario ,
a aquellos que actúan en nombre de todos. De lo cual se sigue
que dándose por entero no se entra en una condición igual para
todos, puesto que algunos se benefician exclusivamente del sa-
crificio del resto ; no es cierto que nadie no tenga interés en con-
vertir en onerosa la condición de los demás, puesto que existen
asociados que se encuentran fuera de la condición común. No es
cierto que todos los asociados adquieran iguales derechos que los
que ceden ; no todos ganan el equivalente de lo que pierden y el
resultado de lo que sacrifican es, o puede ser, el establecimiento
de una fuerza que les robe lo que tienen .
Si la voluntad general lo puede todo, los representantes
de esta voluntad general son tanto más temibles cuanto más
se digan instrumentos dóciles de esa pretendida voluntad y
cuanto más tengan en mano los instrumentos de fuerza o
seducción necesarios para asegurar su manifestación en el sen-
tido que les conviene. Lo que ningún tirano osaría hacer en su
propio nombre, aquéllos lo legitiman por la extensión sin límites
de la autoridad social. La ampliación de las atribuciones que
necesitan se la piden al propietario de esta autoridad , al pueblo
cuya omnipotencia sólo existe para justificar sus usurpaciones.
Las leyes más injustas, las instituciones más opresoras, obligan
como la expresión de la voluntad general. Al obedecer a esta
voluntad se obedecen a sí mismos y son tanto más libres cuan-
to más sin reservas la obedecen. Es posible encontrar en todas
las épocas de la historia las consecuencias de este sistema ;
pero de modo especial se han desarrollado en toda su temerosa
amplitud en el seno de nuestra revolución : han hecho en los
sagrados principios heridas quizá difíciles de curar. Cuanto más
popular era el gobierno que se quería dar a Francia más pro-
fundas eran las heridas. Sería fácil demostrar por medio de
abundantes citas que los más groseros sofismas de los apóstoles
más fogosos del Terror, en las circunstancias más irritantes
12 BENJAMIN CONSTANT

no eran sino consecuencias perfectamente ajustadas a los prin-


cipios russonianos. El pueblo, que lo puede todo, es también
peligroso, más peligroso que un tirano , o más bien es cierto que
la tiranía se apoderará del derecho concedido al pueblo. Le bas-
tará con proclamar la omnipotencia de este pueblo al que ame-
naza y con hablar en su nombre para imponerle silencio.

El mismo Rousseau se asustó de dichas consecuencias. Ate-


rrorizado por la perspectiva de la inmensidad del poder social
que acababa de crear no supo en qué manos depositar ese poder
monstruoso y no halló otra defensa contra el peligro inseparable
a tal soberanía que un expediente que convierte su ejercicio
en imposible. Declaró que la soberanía no puede ser ni enajena-
da, ni delegada, ni representada. Era declarar en otras palabras
que no podía ser ejercida ; era destruir de hecho el principio
que acababa de proclamar.

Pero ved cómo los partidarios del despotismo son más fran-
cos en su proceder cuando hablan de este mismo axioma, ya
que les sustenta y les favorece. El hombre que ha reducido más
espiritualmente el despotismo a sistema, Hobbes, se ha apresu-
rado a reconocer la soberanía como ilimitada, para de ahí concluir
la legitimidad del gobierno absoluto de uno solo. La soberanía,
dice, es absoluta ; esta verdad ha sido reconocida en todos los
tiempos incluso por aquellos que han incitado a la rebelión o
provocado guerras civiles ; su móvil no era destruir la soberanía,
sino transmitir su ejercicio. La democracia es la soberanía abso-
luta en manos de todos ; la aristocracia una soberanía absoluta en
manos de algunos ; la monarquía una soberanía absoluta en ma-
nos de uno solo. El pueblo puede desprenderse de esta soberanía
absoluta en favor de un monarca que vino a ser así su legítimo
poseedor.

Se ve claramente que el carácter absoluto que Hobbes atri-


buye a la soberanía del pueblo es la base de todo su sistema.
Esta palabra absoluto desnaturaliza todo el problema y nos lleva
a una serie de consecuencias cuando el escritor abandona el
camino de la verdad para marchar por el del sofisma a la meta
que se ha propuesto al comienzo. Prueba que no bastan las con-
vicciones de los hombres para que sean observadas, sino que se
necesita una fuerza coercitiva que obligue a respetarlas ; que
debiendo la sociedad preservarse de las agresiones exteriores
necesita una fuerza común que actúe para la defensa común ;
que estando los hombres divididos en sus pretensiones son nece-
sarias leyes que regulen sus derechos . Del primer punto deduce
que el soberano tiene el derecho absoluto de castigar ; del se-
gundo, que el soberano tiene el derecho absoluto de hacer la gue-
rra ; del tercero que el soberano es el legislador absoluto. Nada
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA 13

más falso que estas conclusiones . El soberano tiene el derecho


de castigar, pero sólo los actos culpables ; tiene el derecho de
hacer la guerra, pero sólo cuando la sociedad es atacada ; tiene
el derecho de dar leyes, pero sólo cuando éstas son necesarias y
en tanto estén de acuerdo con la justicia. No hay, por consi-
guiente, nada de absoluto, nada de arbitrario en estas atribucio-
nes. La democracia es la autoridad depositada en las manos de
todos, pero solamente la suma de autoridad necesaria para la
seguridad de la asociación ; la aristocracia es la autoridad con-
fiada a algunos ; la monarquía es la autoridad puesta en uno
solo. El pueblo puede desprenderse de esta autoridad en favor
de un solo hombre o de un pequeño número ; pero su poder
está limitado como el del pueblo mismo que les ha investido.
Con la supresión de una sola palabra puesta gratuitamente en
una frase, todo el afrentoso sistema de Hobbes se derrumba.
Por el contrario, con la palabra absoluto, ni la libertad ni , como
se verá en seguida , el bienestar y la felicidad son posibles bajo
ninguna institución. El gobierno popular no es más que una
tiranía convulsiva y el gobierno monárquico un despotismo más
concentrado .

Cuando la soberanía no está limitada no hay modo alguno


de poner a los individuos al abrigo de los gobiernos. En vano
pretenderéis someter los gobiernos a la voluntad general. Son
siempre ellos los que dictan dicha voluntad y todas las precaucio-
nes se convierten en ilusorias.
El pueblo, dice Rousseau, es soberano en un aspecto y súb-
dito en el otro ; pero, en la práctica , estos dos aspectos se confun-
den. Resulta fácil para la autoridad oprimir al pueblo como
súbdito para forzarle a manifestar como soberano la voluntad
que ella le prescribe.
Ninguna organización política puede disipar este peligro.
Consideráis como bueno dividir los poderes ; si la suma total del
poder es ilimitada, los poderes divididos sólo tienen que formar
una coalición y el despotismo viene sin remedio. Lo que nos
importa no es que nuestros derechos no puedan ser violados por
un poder como no sea con la aprobación del otro, sino que tal
violación esté prohibida a todos los poderes . No basta con que los
agentes del ejecutivo tengan necesidad de invocar la autorización
del legislador, es necesario que el legislador no pueda autorizar
su actuación sino dentro de su legítima esfera. Apenas significa
nada que el poder ejecutivo no tenga derecho a actuar sin el
concurso de una ley si no se ponen límites a este concurso , si
no se declara que constituye una de las materias sobre las cua-
les el legislador no tiene el derecho de dar leyes o, en otros
términos, que la soberanía es limitada y que hay voluntades que
ni el pueblo ni sus delegados tienen derecho a tenerlas.
14 BENJAMIN CONSTANT

He aquí lo que es necesario declarar, la verdad fundamental,


el principio eterno que se necesita establecer.
Ninguna autoridad sobre la tierra es ilimitada, ni la del
pueblo, ni la de los hombres que se dicen sus representantes, ni
la de los reyes, cualquiera sea el título por el que reina, ni la de
de la ley, la cual, no siendo más que expresión de la voluntad del
pueblo, o del príncipe, de acuerdo con la forma del gobierno,
debe estar circunscrita a los mismos límites que la autoridad de
la que emana.
Estos límites están trazados por la justicia y los derechos
de los individuos. La voluntad de todo un pueblo no puede
convertir en justo lo que es injusto. Los representantes de una
nación no tienen derecho a hacer lo que ni siquiera la propia
nación puede hacer. Ningún monarca, cualquiera que sea el
título que pretenda, sea que se apoye sobre el derecho divino,
sobre el derecho de conquista o sobre el asentimiento del pueblo,
posee un poder sin límites. Si Dios interviene en los asuntos
humanos es sólo para sancionar la justicia. El derecho de con-
quista es opresión de la fuerza, no un derecho, puesto que se da
a quien de ella se apodera. El asentimiento del pueblo sería inca-
paz de legitimar lo que es ilegítimo, puesto que el pueblo no puede
delegar en nadie una autoridad que no tiene.
Se presenta una objeción contra la limitación de la sobe-
ranía. ¿ Es posible limitarla ? ¿ Existe esa fuerza que pueda impe-
dirle franquear las barreras que le hayan sido prescritas ? Se
puede, se dirá, restringir el poder dividiéndolo por medio de
ingeniosas combinaciones. Se pueden poner en oposición y en
equilibrio sus diferentes partes. Pero, ¿ por qué medio se consegui-
rá que la suma total no sea ilimitada ? ¿ Cómo limitar el poder si
no es por el poder ? Sí, sin duda que no basta la limitación abs-
tracta de la soberanía. Es preciso hallar las bases de instituciones
políticas que combinen de tal forma los intereses de los diversos
depositarios del poder, que el resultado más manifiestamente
ventajoso, duradero y eficaz, sea el de quedar cada uno dentro
de los límites de sus respectivas atribuciones. Pero la primera
cuestión es la de la competencia y la limitación de la soberanía,
pues cuando se organiza una cosa es necesario determinar su
naturaleza y extensión.
En segundo lugar, sin querer exagerar, como han hecho
frecuentemente los filósofos, la influencia de la verdad , se
puede afirmar que cuando ciertos principios se demuestran de
modo claro y terminante, sirven de una especie de garantía de
sí mismos. Al resguardo de su evidencia, se constituye una
opinión universal que pronto alcanza la victoria. Si se reconoce
que la soberanía no existe sin límites , o sea, que no existe sobre
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA 15

la tierra ningún poder ilimitado, nadie, en ningún tiempo, osará


reclamar un poder semejante. La experiencia incluso lo demues-
tra. Ya no se le atribuye, por ejemplo, a la sociedad entera el
derecho de vida y muerte sin juicio. Ningún gobierno moderno
pretende ejercer tal derecho. Si los tiranos de las antiguas
repúblicas nos parecen más desenfrenados que los gobernantes de
la historia moderna, hay que atribuirlo en parte a esta causa.
Los atentados más monstruosos del despotismo de uno solo se
debieron frecuentemente a la doctrina del poder sin límites de
todos.
La limitación de la soberanía es, pues, cierta y posible. En
un principio será garantizada por la fuerza ; más tarde lo será
de un modo más preciso por la distribución y equilibrio de los
poderes.
Pero comenzad por reconocer esta limitación saludable. Sin
esta precaución previa todo es inútil.
Encerrando la soberanía del pueblo dentro de sus justos
límites, no tenéis nada que temer ; despojáis al despotismo,
sea de un individuo o de una asamblea, la aparente sanción
que cree derivar de un asentimiento que él mismo fuerza, puesto
que vosotros probáis que este asentimiento, aun siendo real,
no puede sancionarlo todo.
El pueblo no tiene el poder de castigar a un solo inocente,
ni de declarar culpable a un solo acusado si no es con pruebas
legales . No puede delegar, pues, semejante derecho en nadie. El
pueblo no tiene derecho a atentar contra la libertad de opinión,
la libertad religiosa, las garantías judiciales, las formas protec-
toras ; ningún déspota ni ninguna asamblea puede ejercer seme-
jante derecho diciendo que le ha sido investido por el pueblo.
Todo despotismo es, por consiguiente, ilegal, nada puede san-
cionarlo, ni siquiera la voluntad popular que alega, puesto que
se arroga, en nombre de la soberanía del pueblo, un poder que no
está comprendido en esta soberanía y no se trata sólo de un
desplazamiento irregular del poder existente, sino de la creación
de un poder que no debe existir.
Es posible que se piense que me he dedicado, en este capí-
tulo, a discusiones muy metafísicas ; pero yo responderé que
todavía hoy se están apoyando en la metafísica de Rousseau ;
porque, en una obra publicada muy recientemente sobre la
responsabilidad de los ministros, se nos habla, como él lo hi-
ciera, de la voluntad general y, como aquellos que lo han comen-
tado en beneficio del despotismo, del ser privilegiado en el cual
se concentran todos los intereses de la sociedad. Creo, además,
que siempre es útil rectificar las opiniones por metafísicas y
abstractas que nos parezcan porque es en las opiniones donde los
16 BENJAMIN CONSTANT

intereses buscan sus armas. Existe una diferencia entre los in-
tereses y las opiniones : primeramente, que se ocultan los unos
y se muestran las otras , porque aquéllos dividen y éstas ligan ;
en segundo lugar, que los intereses varían en cada individuo
según su situación, sus gustos, sus circunstancias, mientras que
las opiniones son las mismas o parecen tales en todos aquellos
que actúan en conjunto ; en fin, que cada individuo sólo puede
dirigir por sí mismo el cálculo de sus intereses, y que, cuando
quiere comprometer a otros en secundarle está obligado a pre-
sentarles una opinión que les ilusione sobre la veracidad de sus
puntos de vista. Si reveláis la falsedad de la opinión con que
se presenta, le despojaréis de su fuerza principal, aniquilaréis
los medios con que influye a su alrededor, destrozaréis el estan-
darte y el ejército se disipará.
Hoy día, lo sé, se elude refutar las ideas que se quieren
combatir, profesando igual aversión a todas las teorías, cuales-
quiera que sean. Se declara a toda especie de metafísica fuera
de todo examen ; pero las declamaciones contra las teorías y la
metafísica me han parecido siempre indignas de todos los hom-
bres que piensan . Estas declamaciones tienen un doble peligro ;
no tienen menos fuerza contra la verdad que contra el error ;
tienden a marchitar la razón, a poner en ridículo nuestras facul-
tades intelectuales, a desacreditar la parte más noble de nosotros
mismos ; y no tienen ni siquiera la ventaja que se les atribuye.
Descartar por el desdén o comprimir por la violencia las opinio-
nes que se creen peligrosas, no es más que suspender momentá-
neamente sus circunstancias presentes y es doblar su influencia
en el porvenir. No hay que dejarse engañar por el silencio ni
tomarlo como asentimiento . Mientras la razón no esté convenci-
da, el error está presto a aparecer, al primer acontecimiento que
lo desencadene, sacando ventaja de la opresión misma por la que
ha pasado. Sólo el pensamiento puede combatir al pensamiento ;
sólo el razonamiento puede rectificar al razonamiento . Cuando
el poder lo repele no sólo fracasa contra la verdad sino también
contra el error. Pues al error no se le desarma más que refu-
tándolo. Todo lo demás es charlatanismo grosero, renovado de
siglo en siglo, en provecho de algunos y para vergüenza y des-
gracia de los demás.
De cierto que si el desprecio del pensamiento pudiera preser-
var a los hombres de los peligros a que sus extravíos le amena-
zan, desde hace tiempo hubieran recibido el beneficio de tan vana
defensa. El desprecio del pensamiento no es un descubrimiento.
No es una idea nueva la de apelar siempre a la fuerza, la de
constituir un pequeño número de privilegiados en perjuicio de
todos los demás , la de considerar la razón de éstos como superflua,
la de declarar sus meditaciones , ocupación ociosa y funesta.
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA 17

Desde los godos hasta nuestros días se ha desarrollado este


sistema. Desde los godos hasta nuestros días se ha declamado con-
tra la metafísica y las teorías y, sin embargo, las teorías siempre
han reaparecido. Antes de nosotros se ha dicho que la igualdad
no era más que una quimera, una abstracción vana, una teoría
vacía de sentido. Se ha tratado de soñadores y de facciosos a los
hombres que querían definir la igualdad para separarla de las
exageraciones que la desfiguraban, y la igualdad mal definida
ha vuelto sin cesar a la carga. La jaquerie, los niveladores, los re-
volucionarios de nuestros días han abusado de esta teoría, pre-
cisamente porque se la había proscrito en lugar de rectificarla,
lo que es prueba indudable de la insuficiencia de los medios
utilizados por los enemigos de las ideas abstractas para preser-
varse de sus ataques, y para preservar de tales ideas, decían
ellos, a la especie ciega y estúpida que condescendían a gober-
nar. Y es que el efecto de tales medios sólo es temporal. Cuando
las teorías falsas han extraviado a los hombres , éstos prestan
oído a los lugares comunes contra las teorías, los unos por fatiga
los otros por interés, la mayoría por imitación. Pero cuando
se encuentran reposados de su cansancio, o librados de sus te-
rrores, recuerdan que la teoría no es una cosa mala en sí
misma, que todo tiene su teoría, que la teoría no es otra cosa
que la práctica reducida a regla por la experiencia, y que la
práctica no es más que la teoría aplicada. Sienten que la natu-
raleza no les ha dotado de razón para que esté muda y estéril ;
enrojecen por haber abdicado de lo que constituía la dignidad
de su ser. Toman de nuevo las teorías y si no se las ha rectifi-
cado, si no ha hecho más que desdeñarlas, las toman de nuevo
con todos sus vicios, y son de nuevo arrastrados por ellas a todas
las deformaciones de que se habían desprendido precedentemen-
te. Pretender que porque las teorías falsas tengan grandes pe-
ligros , hay que renunciar a todas las teorías, es quitar a los hom-
bres el remedio más seguro contra esos mismos peligros , es afir-
mar que, puesto que el error es funesto, hay que renunciar para
siempre a la búsqueda de la verdad.
Pienso, pues, que es útil combatir por razonamientos jus-
tos los razonamientos defectuosos. Que es útil oponer a la me-
tafísica falsa la metafísica verdadera ; actuando así se sirve me-
jor a la especie humana que lo hacen aquellos que, mandando
silencio, legan al porvenir cuestiones indecisas, y que en sus
estrecha y recelosa prudencia, agravan los inconvenientes de las
ideas erróneas, por lo mismo que no permiten su examen.

(Cours de Politique Constitutionnelle, según el


texto editado por J. P. Pagés, Bruselas, 1837) .
DE LA LIBERTAD DE LOS ANTIGUOS EN
COMPARACION CON LA DE LOS MODERNOS

Me propongo someteros algunas distinciones, todavía nue-


vas, entre dos géneros de libertad, cuyas diferencias han per-
manecido hasta ahora desapercibidas o, por lo menos, muy poco
destacadas. La una es la libertad cuyo ejercicio era tan querido
a los pueblos antiguos ; la otra, es aquella cuyo goce es par-
ticularmente precioso a las naciones modernas.

Preguntémonos, ante todo, ¿ qué es lo que en nuestros días


entiende un inglés, un francés, un habitante de los Estados
Unidos de América por la palabra libertad ?
Es el derecho de cada cual a no estar sometido más que
a las leyes a no poder ser ni arrestado , ni detenido, ni condenado
a muerte, ni maltratado en manera alguna, como consecuencia
de la voluntad arbitraria de uno o de muchos individuos . Es el
derecho de cada cual a dar su opinión, a ejercer y escoger su
industria ; a disponer de su propiedad, incluso abusando ; a ir
y venir sin permiso previo, y sin dar cuenta de los motivos o
de sus pasos. Es el derecho de cada uno a reunirse con otros
individuos, sea para tratar sobre sus intereses , sea para profesar
el culto que él y sus asociados prefieran, sea simplemente para
llenar sus días y sus horas del modo más conforme a sus incli-
naciones o a su imaginación. En fin, es el derecho de cada
cual a influir sobre la administración del gobierno, sea por el
nombramiento de todos o de ciertos funcionarios, sea por las
representaciones, las peticiones, las solicitudes, que la autoridad
está más o menos obligada a tomar en consideración . Comparad
ahora esta libertad con la de los antiguos.

Esta consistía en ejercer colectiva, pero directamente, mu-


chas partes del conjunto de la soberanía, en deliberar sobre la
plaza pública de la guerra y de la paz, en concluir con los
extranjeros tratados de alianza, en votar las leyes, en pronun-
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA 19

ciar fallos , en examinar las cuentas, los actos la gestión de los


magistrados, en hacerles comparecer ante todo el pueblo , en acu-
sarlos, en condenarlos, en absolverlos ; pero al mismo tiempo que
existía esto que los antiguos llamaban libertad, admitían, como
compatible con esta libertad colectiva, la sujeción completa del
individuo a la autoridad del conjunto. No encontraríais entre
ellos casi ninguno de los goces que hemos visto que forman
parte de la libertad de los modernos. Todas las acciones privadas
están sometidas a una vigilancia severa. No se le concede nada
a la independencia individual ni con respecto a las opiniones,
ni a la industria ni, sobre todo, con respecto a la religión. La
facultad de escoger su culto , facultad que nosotros vemos como
uno de nuestros derechos más preciosos habría parecido a los
antiguos un crimen y un sacrilegio. En las cosas que nos parecen
más fútiles, la voluntad del cuerpo social se interponía y dirigía
la voluntad de los individuos. Las leyes regulaban las costum-
bres, y como las costumbres se extendían a todo, no había nada
que las leyes no regularan.

De este modo, entre los antiguos, el individuo, casi habitual-


mente soberano en los asuntos públicos , es esclavo en todas
sus relaciones privadas, como ciudadano decide de la paz y de la
guerra ; como particular, es circunscrito, observado, reprimido en
todos sus movimientos ; como parte del cuerpo colectivo interro-
ga, destituye, condena, despoja, destierra, castiga con la muerte
a sus magistrados o a sus superiores, pudiendo a su vez ser
privado de su estado, despojado de sus dignidades, exilado, con-
denado a muerte por la voluntad discrecional del conjunto del
que forma parte. Entre los modernos, por el contrario, el indi-
viduo, independiente en su vida privada, no es , ni siquiera en
los Estados más libres, soberano más que en apariencia. Su
soberanía es restringida, casi siempre está en suspenso ; y si ,
en épocas fijas, pero raras, durante las cuales todavía aparece
rodeado de precauciones y de trabas, ejerce esta soberanía, es
solamente para abdicarla.

Nosotros ya no podemos gozar de la libertad de los antiguos


que se componía de la participación activa y constante en el
poder colectivo. Nuestra libertad ha de componerse del goce
tranquilo de la independencia privada. La parte que en la
antigüedad tomaba cada uno en la soberanía nacional, no era en
modo alguno, como la de nuestros días, una suposición abstracta.
La voluntad de cada uno tenía una influencial real ; el ejercicio
de esta voluntad era un placer vivo y repetido. En consecuencia,
los antiguos estaban dispuestos a hacer muchos sacrificios por
la conservación de sus derechos políticos y de su participación
en la administración del Estado. Cada uno, sintiendo con
20
20 BENJAMIN CONSTANT

orgullo todo lo que valía su sufragio, encontraba en esta con-


ciencia de su importancia personal una amplia compensación .
Esta compensación no existe para nosotros . Perdido en la
multitud, el individuo casi nunca percibe la influencia que ejer-
ce. Nunca su voluntad se destaca sobre el conjunto ; nada cons-
tata a sus propios ojos su cooperación. El ejercicio de los dere-
chos políticos no nos ofrece, pues , más que una parte de los
goces que los antiguos encontraban y, al mismo tiempo, los
progresos de la civilización, la tendencia comercial de la época,
la comunicación de los pueblos entre sí, han multiplicado y va-
riado hasta el infinito los medios de bienestar particular.
Se sigue de ello que nosotros debemos estar más vincula-
dos que los antiguos a nuestra independencia individual. Porque
los antiguos , cuando sacrificaban esta independencia a los dere-
chos políticos sacrificaban menos para obtener más ; mientras que
haciendo el mismo sacrificio, nosotros daríamos más para ob-
tener menos .

La finalidad de los antiguos era el reparto del poder social


entre todos los ciudadanos de una misma patria. Tal era lo que
ellos llamaban libertad . La finalidad de los modernos es la
seguridad en los goces privados ; y llaman libertad a las garan-
tías concedidas por las instituciones a estos goces.
La libertad individual, repito , he aquí la verdadera liber-
tad moderna. La libertad política es su garantía ; la libertad
política es , por consecuencia indispensable. Pero exigir a los
pueblos de nuestros días sacrificar, como los de otro tiempo, la
totalidad de su libertad individual a su libertad política, es el
medio más seguro de despojarlos de una y, cuando ello haya
ocurrido, no se tardará en arrebatarles la otra.
Que el poder sea, pues , cedido ; precisamos de la libertad
y la tendremos ; pero como la libertad que nosotros precisamos
es diferente de la de los antiguos, es necesaria a esta libertad
otra organización que la que podría convenir a la libertad anti-
gua. En ésta mientras más tiempo y fuerzas consagraba el hom-
bre al ejercicio de sus derechos políticos , más se creía libre ; en
la libertad que a nosotros nos interesa, mientras más tiempo
libre nos deje el ejercicio de los derechos políticos para dedi-
carlo a nuestros intereses privados , más preciosa nos será la
libertad.
De aquí se deriva la necesidad del sistema representativo.
El sistema representativo no es otra cosa que una organización
con ayuda de la cual una nación descarga sobre algunos indivi-
duos de ésta lo que ella no puede o no quiere hacer por sí
misma. Los individuos pobres cuidan ellos mismos de sus nego-
cios ; los individuos ricos los ponen en manos de intendentes.
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA 21

Tal es la diferencia de las naciones antiguas y de las naciones mo-


dernas. El sistema representativo es una procuración dada a un
cierto número de hombres por la masa del pueblo, que quiere
que sus intereses sean defendidos y que , por otra parte, no tiene
tiempo para defenderlos siempre por sí misma. Pero, a menos
de ser insensatos , los hombres ricos que tienen intendentes exa-
minan, con atención y severidad , si los intendentes cumplen su
deber, si no son negligentes, ni corruptibles ni incapaces ; y para
juzgar de la gestión de estos mandatarios prudentes se ponen
al tanto de los asuntos de los que han confiado la administración .
Del mismo modo , los pueblos que, a fin de gozar de la libertad
que le conviene, recurren al sistema representativo, deben ejer-
cer una vigilancia activa y constante sobre sus representantes y
reservarse para ciertas épocas, no separadas por muy largos
intervalos , el derecho de apartarlos si se han equivocado en sus
opiniones y de revocarles los poderes si han abusado de ellos .
De la diferencia existente entre la libertad moderna y la
antigua se sigue que está amenazada de un peligro de especie di-
ferente. El peligro de la libertad antigua era que, atendiendo úni-
camente a asegurar el reparto del poder social, los hombres no
sacaban ventaja de sus derechos y goces individuales.

El peligro de la libertad moderna, es que, absorbidos


el goce de nuestra independencia privada, y en la prosecución
de nuestros intereses particulares, renunciemos demasiado fá-
cilmente a nuestro derecho a participar en el poder político.

(De la liberté des anciens comparée à celle des


modernes. 1819 ) .
DE LAS ASAMBLEAS REPRESENTATIVAS

En un país grande no puede existir libertad alguna sin


Asambleas representativas investidas de prerrogativas lega-
les y fuertes . Pero estas Asambleas no están exentas de peligro
y, en interés de la libertad misma, es preciso preparar medios
infalibles para prevenir sus descarríos.
Cuando no se impone límite alguno a la autoridad repre-
sentativa, los representantes del pueblo no son en absoluto de-
fensores de la libertad sino candidatos a la tiranía ; porque cuan-
do la tiranía se ha constituido, es quizá tanto más horrible cuan-
tos más numerosos son los tiranos. Bajo una constitución de
la que forma parte la representación nacional, la nación no
es libre más que cuando sus diputados tienen un freno.
Una Asamblea que no puede ser reprimida ni contenida es,
entre todos los poderes, el más ciego en sus movimientos, el de
resultados más imprevisibles para los miembros que la compo-
nen. Se precipita en los excesos que a primera vista, parecería
excluir. Una actividad indiscreta sobre todos los asuntos, una
multiplicidad de leyes sin medida, el deseo de agradar a la
parte apasionada del pueblo, abandonándose a su impulso o in-
cluso sobrepasándolo ; el despecho que le inspira la resistencia
que encuentra o la censura que sospecha ; además, la oposición
al sentido nacional, y la obstinación en el error ; unas veces el
espíritu de partido que no permite escoger más que entre los
extremos ; otras veces el espíritu de cuerpo que no vigoriza más
que para usurpar ; oscilando entre la temeridad o la indecisión,
la violencia o la fatiga, la complacencia por uno solo o la des-
confianza contra todos ; el arrebato por las sensaciones pura-
mente físicas, como el entusiasmo o el terror ; la ausencia de toda
responsabilidad moral, la certidumbre de escapar por el número
a la vergüenza de la cobardía o al peligro de la audacia : tales
son los vicios de las Asambleas, cuando no están encerradas
dentro de límites que no pueden franquear.
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA 23

Una Asamblea cuyo poder es ilimitado (e inmediatamente


probaremos que el único límite es la facultad de disolución atri-
buida a una autoridad ajena a la Asamblea) es más peligrosa
que el pueblo. Los hombres, reunidos en gran número, tienen
movimientos generales. Casi siempre son vencidos por la piedad
o enderezados por la justicia ; pero ello se debe a que estipulan
en su propio nombre. La muchedumbre puede sacrificar sus
intereses a sus emociones ; pero los representantes de un pue-
blo no están autorizados a imponerle tal sacrificio. La natura-
leza de su misión los detiene. En ellos se une la violencia de
una agrupación popular con la impasividad de un tribunal y
esta combinación no permite otro exceso que el del rigor.
Los que, en una Asamblea, son llamados traidores son, de ordi-
nario, quienes abogan en favor de medidas indulgentes. Los hom-
bres implacables, si bien a veces son injuriados, nunca resultan
sospechosos.
Arístides decía a los atenienses reunidos en la plaza pública
que sería un precio demasiado caro, incluso para su salvación,
una resolución injusta o pérfida. Una Asamblea temería que,
si profesase esta doctrina, sus mandantes , que no habían recibi-
do ni la explicación necesaria del razonamiento, ni el impulso
generoso de la elocuencia, la acusasen de inmolar el interés pú-
blico al interés privado .
Sería vano contar con la fuerza de una mayoría razonable
si esta mayoría no hallara garantía en un poder constitucional
fuera de la Asamblea. Una minoría bien unida, que cuente con
la ventaja del ataque, que atemorice o seduzca, que argumente o
amenace alternativamente, domina tarde o temprano a la mayo-
ría. La violencia une a los hombres porque los ciega sobre todo
lo que no es su objetivo general. La moderación les divide porque
deja que su espíritu se abra a todas las consideración particu-
lares.
La Asamblea Constituyente estaba compuesta de los hom-
bres más estimados y más esclarecidos de Francia. ¡ Cuántas
veces decretó leyes que su propia razón reprobaba ! En la Asam-
blea Legislativa ni siquiera había cien hombres que quisieran
derrocar el trono. Sin embargo, desde el principio al fin de su
corta y triste carrera, fue arrastrada en una dirección contraria
a sus voluntades y deseos. Las tres cuartas partes de la Con-
vención estaban horrorizadas ante los crímenes que habían man-
cillado los primeros días de la República y los autores de esos
crímenes, aunque eran un pequeño número en su seno, no tarda-
ron en subyugarla.
Cualquiera que haya examinado las actas auténticas del
Parlamento de Inglaterra desde 1640 hasta su dispersión por el
24 BENJAMIN CONSTANT

coronel Pride, antes de la muerte de Carlos I , debe estar conven-


cido de que las dos terceras partes de sus miembros deseaban
ardientemente la paz que sus votos rechazaban sin cesar, y consi-
deraban funesta la guerra cuya necesidad proclamaban a diario.
¿ Se desprende de estos ejemplos que no se precisan Asam-
bleas representativas ? Pero, entonces , el pueblo no tendría órga-
nos, el gobierno no tendría apoyo, el crédito público no tendría
garantías. La nación se aislaría de su jefe ; los individuos se ais-
larían de la nación, cuya existencia nada la denotaría. Son las
Asambleas representativas las únicas que introducen la vida en
el cuerpo político.
Es preciso, pues, que las Asambleas representativas subsis-
tan libres, imponentes, animadas ; pero es preciso que sus des-
carríos puedan ser reprimidos.
Ahora bien, la fuerza represiva debe estar colocada fuera.
Las reglas que una Asamblea se impone por su propia voluntad
son ilusorias e impotentes. La misma mayoría que consiente en-
cadenarse mediante formas, rompe a su voluntad estas formas
y vuelve a tomar el poder que había abdicado.

(Cours de Politique Constitutionnelle, según el


texto editado por J. P. Pagés, Bruselas, 1837 ) .
EL LIBERALISMO

He defendido durante cuarenta años el mismo principio, li-


bertad en todo, en religión , en filosofía, en literatura, en indus-
tria, en política ; y por la libertad, entiendo el triunfo de la
individualidad , tanto sobre la autoridad, que quería gobernar
por el despotismo, como sobre las masas que reclaman el derecho
de esclavizar la minoría a la mayoría. El despotismo no tiene
ningún derecho. La mayoría tiene el de obligar a la minoría a
respetar el orden ; pero todo lo que no turbe el orden , todo lo que
no es más que interior, como la opinión ; todo aquello que, en la
manifestación de opinión , no dañe a otro, sea provocando violen-
cias materiales, sea oponiéndose a una manifestación contra-
ria ; todo lo que en materia de industria deje a la industria rival
desarrollarse libremente, es individual y no podría ser legítima-
mente sometido al poder social.

(Mélanges de Littérature et de politique, 1829 ) .


INDICE

Pág.

Presentación 3

De la soberanía del pueblo y sus límites .... 9

De la libertad de los antiguos en comparación con la de los


modernos • 18

De las asambleas representativas 22

El liberalismo 25
6

Impreso en la
Imprenta Universitaria
en junio de 1963.
PLURA CONSILIO QUAM VI

Imprenta Universitaria

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