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Nefer El Silencioso - Christian Jacq

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Corren

los últimos años del reinado de Ramsés. Méhy, un ambicioso oficial


tebano, ha sido rechazado por la cofradía de artesanos que habita en el
Lugar de Verdad. Despechado, decide desvelar todos los enigmas de dicho
poblado y beneficiarse de ellos. Un día descubrirá la Piedra de Luz, el
secreto mejor guardado, y consagrará su vida a apoderarse de ella. En el
interior de la ciudad prohibida se construyen las moradas de eternidad de los
faraones. Los hombres y las mujeres escogidos para ejecutar dicha misión
deben superar una prueba indispensable, escuchar la llamada de los dioses.
Entre ellos está Nefer el Silencioso. Hijo adoptivo de uno de los maestros de
la cofradía, no ha sentido esa llamada y abandona la ciudad para encontrar
su propia verdad. En su búsqueda conocerá a Clara, de la que se enamorará
con locura, y a Paneb el Ardiente, el hijo de un campesino decidido a entrar
en el Lugar de Verdad. Sus amoríos, sus peleas y la lucha salvaje con que se
oponen a Méhy nos acercan a un Egipto misterioso, totalmente desconocido,
a través de esta sobrecogedora novela épica.

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Christian Jacq

Nefer el silencioso
La Piedra de Luz 1

ePub r1.0
Rusli 18.10.13

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Título original: La Pierre de lumière 1. Néfer le silencieux
Christian Jacq, 2000
Traducción: Manuel Serrat Crespo

Editor digital: Rusli


ePub base r1.0

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PREFACIO
El mundo entero admira las obras maestras del arte egipcio, trátese de pirámides, de
templos, de tumbas, de esculturas o de pinturas. Pero ¿quién creó esas maravillas
cuya potencia espiritual y mágica nos llega al corazón? En ningún caso hordas de
esclavos o de peones explotados, sino cofradías cuyos miembros, en restringido
número, eran a la vez sacerdotes y artesanos. Sin separar el espíritu de la mano,
formaban una verdadera élite que dependía directamente del faraón.
Por fortuna, poseemos una abundante documentación sobre una de esas
cofradías que, durante unos cinco siglos, de 1550 a 1070 a. J. C., vivió en una aldea
del Alto Egipto prohibida a los profanos.
Tenía esta aldea un nombre extraordinario: el Lugar de Verdad, en egipcio set
Maat, es decir, el lugar donde la diosa Maat se revelaba en la rectitud, la exactitud y
la armonía de la obra que llevaban a cabo generaciones de «servidores del Lugar de
Verdad».
Implantada en el desierto, no lejos de los cultivos, la aldea estaba rodeada por
altos muros, tenía su propio tribunal, su propio templo y su propia necrópolis; los
artesanos vivían allí en familia y gozaban de un estatuto particular, dada la
importancia de su misión primera: crear las moradas de eternidad de los faraones en
el Valle de los Reyes.
Todavía hoy pueden descubrirse los vestigios del Lugar de Verdad visitando el
paraje de Deir el-Medineh, en la orilla oeste de Tebas; las partes bajas de las casas
están intactas y se recorren las callejas que hollaron los maestros de obra, los
pintores, los escultores y las sacerdotisas de la diosa Hator. Santuarios, locales de
cofradía, tumbas admirablemente decoradas marcaban el carácter sagrado del lugar,
provisto también de reservas de agua, graneros, talleres e, incluso, de una escuela.
He intentado hacer revivir a esos seres de excepción, sus aventuras, su vida
cotidiana, su búsqueda de la belleza y de la espiritualidad, en un mundo que a veces
se mostró hostil y envidioso. Salvaguardar la propia existencia del Lugar de Verdad
no fue siempre fácil, y no faltaron las más variadas asechanzas, especialmente en el
turbulento período durante el que se desarrolla este relato.
Sea dedicada esta novela a todos los artesanos del Lugar de Verdad que fueron
depositarios de los secretos de la Morada del Oro y consiguieron transmitirlos en sus
obras.

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PRÓLOGO

H acia medianoche, nueve artistas conducidos por su jefe de equipo salieron del
Lugar de Verdad y comenzaron a trepar por un estrecho sendero iluminado por
la luna llena. En la cima de una colina que dominaba el Lugar de Verdad, se
levantaba la aldea de los constructores de la morada de eternidad del faraón, instalada
en el desierto y rodeada de muros para preservar sus secretos. Oculto tras un bloque
de calcáreo, Méhy contuvo un grito de alegría.
Desde hacía varios meses, el teniente de los carros intentaba conseguir ciertas
informaciones sobre esa cofradía que se encargaba de excavar y decorar las tumbas
del Valle de los Reyes y el de las Reinas.
Pero nadie sabía nada, a excepción de Ramsés el Grande, protector del Lugar de
Verdad, donde maestros de obras, canteros, escultores y pintores eran iniciados en sus
funciones, esenciales para la supervivencia del Estado. La aldea de los artesanos tenía
su propio gobierno, su propia justicia y dependía directamente del rey y de su primer
ministro, el visir.
Méhy sólo debería haberse preocupado de su carrera militar, que se anunciaba
brillante; pero ¿cómo olvidar que había solicitado su admisión en la cofradía y que su
candidatura había sido rechazada? Nadie se burlaba así de un noble de su calidad.
Despechado, Méhy se había orientado hacia el arma de élite, los carros, donde su
talento había hecho maravillas. No tardaría pues en ocupar un puesto importante en la
jerarquía.
El odio había nacido en su corazón, un odio que aumentaba cada día contra esa
maldita cofradía que le había humillado y cuya mera existencia le impedía conocer
una felicidad perfecta.
De modo que el oficial había tomado una decisión: o descubría todos los secretos
del Lugar de Verdad y los utilizaba en su benefició o destruía ese islote
aparentemente inaccesible y tan orgulloso de sus privilegios.
Para lograrlo, Méhy no debía dar ningún paso en falso ni despertar sospecha
alguna. Durante los últimos días, sin embargo, había dudado. ¿Acaso los «servidores
del Lugar de Verdad», según la denominación oficial, no eran sólo unos despreciables
fanfarrones cuyos pretendidos poderes sólo eran espejismos e ilusiones? ¿Y el Valle
de los Reyes, tan bien guardado, no preservaba algo más que cadáveres de monarcas
petrificados en la inmovilidad de la muerte?
A fuerza de ocultarse en las colinas que dominaban la aldea prohibida, Méhy
había esperado sorprender los ritos de los que nadie hablaba; la decepción había
estado a la altura de los esfuerzos realizados.
Pero esta noche, por fin, tenía lugar el acontecimiento tan esperado.
Los diez hombres, uno tras otro, subieron a la cresta de la colina del oeste y

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caminaron lentamente, a lo largo del acantilado, hasta el collado donde se habían
construido unas chozas de piedra que ocupaban en ciertos períodos del año. Desde
allí, les bastaba con tomar un camino que descendía hacia el Valle de los Reyes.
En el colmo de su excitación, el teniente de carros cuidó de no hacer rodar alguna
piedra y revelar así su presencia. Conociendo el emplazamiento de los puestos de
observación, ocupados por policías encargados de garantizar la seguridad del valle
prohibido, Méhy arriesgaba, sin embargo, su vida. Armados con arcos, aquellos
cancerberos tenían órdenes de tirar sin previo aviso.
A la entrada de aquel lugar, sagrado entre todos, donde desde el comienzo del
Imperio Nuevo descansaban las momias de los faraones, los guardias se apartaron
para dejar paso a los diez servidores del Lugar de Verdad.
Con el corazón palpitante, Méhy trepó por una empinada pendiente desde donde
podía observarlo todo sin ser visto. Tendido en una roca plana, no se perdió ni una
brizna del increíble espectáculo.
El jefe de equipo se separó del grupo y depositó en el suelo, ante la entrada de la
tumba de Ramsés el Grande, el fardo que había llevado desde que salió de la aldea,
luego quitó el velo blanco que lo cubría.
Una piedra.
Una simple piedra tallada en forma de cubo. Brotó de ella una luz tan potente que
iluminó la monumental puerta de la morada de eternidad del faraón reinante. El sol
brilló en la noche, las tinieblas quedaron abolidas.
Los diez artesanos, recogiéndose, veneraron largo rato la piedra, luego el jefe de
equipo la levantó mientras dos de sus subordinados abrían la puerta de la tienda. Fue
el primero que penetró en ella, seguido por los demás artesanos; y el cortejo se
hundió en las profundidades, iluminado por la piedra.
Méhy permaneció inmóvil durante varios minutos. ¡No, no había soñado! La
cofradía poseía, en efecto, fabulosos tesoros, conocía el secreto de la luz, él mismo
había visto la piedra de la que procedía, una piedra que no era ilusión ni leyenda.
Seres humanos, y no dioses, habían sido capaces de darle forma y sabían utilizarla…
¿Y qué pasaba con los montones de oro que producían en sus laboratorios, según
persistentes rumores?
Insospechados horizontes se abrían ante el teniente de carros. Ahora sabía que el
origen de la prodigiosa fortuna de Ramsés el Grande se hallaba aquí, en el Lugar de
Verdad. Por eso la cofradía vivía apartada del mundo, oculta tras los muros de su
aldea.
—¿Qué haces aquí, amigo?
Méhy se volvió lentamente y descubrió a un policía nubio, armado con un garrote
y un puñal.
—Me… Me he perdido.

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—En esta zona está prohibido el paso —declaró el policía negro—. ¿Cuál es tu
nombre?
—Pertenezco a la guardia personal del rey y estoy en misión especial —afirmó
Méhy con aplomo.
—No me han avisado.
—Es normal… Nadie debía ser informado.
—¿Por qué razón?
—Porque debo verificar que las consignas de seguridad se aplican con el rigor
necesario y que ningún intruso puede introducirse en el Valle de los Reyes. Te
felicito, policía. Acabas de demostrarme que el dispositivo es eficaz.
El nubio estaba perplejo.
—De todos modos, el jefe debería haberme avisado.
—¿No comprendes que era imposible?
—Vayamos juntos a ver al jefe. No puedo dejarte marchar así.
—Haces muy bien tu trabajo.
A la luz de la luna llena, la sonrisa conciliadora de Méhy tranquilizó al nubio, que
se puso el bastón a la cintura.
Tan rápido como una víbora de las arenas, el teniente de carros se lanzó, con la
cabeza por delante, y golpeó al policía en pleno pecho.
El infeliz cayó hacia atrás y rodó por la pendiente hasta una plataforma que
dominaba el Valle. A riesgo de romperse el cuello, Méhy le alcanzó comprobando
que, a pesar de que tenía una profunda herida en la sien, el policía continuaba vivo.
Sin prestar atención a la suplicante mirada de su víctima, la remató con una piedra
puntiaguda, hundiéndole el cráneo.
Con el corazón frío, el asesino aguardó largo rato. Cuando estuvo seguro de que
nadie le había visto, Méhy subió de nuevo a la cima de la colina, cuidando de
asegurar bien sus presas. Con mayores precauciones aún, se alejó del lugar prohibido.
Gracias a esta maravillosa noche, ya sólo tenía una idea en la cabeza: descubrir el
misterio del Lugar de Verdad.
Pero ¿cómo lograrlo? Puesto que no podía entrar en la aldea, tendría que hallar el
medio de obtener informaciones serias.
Y el criminal vio un espléndido porvenir: ¡los secretos y las riquezas de la
cofradía le pertenecerían, a él y sólo a él!

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A rar inmediatamente después de la inundación, sembrar, segar y cosechar, llenar


los graneros, temer a las langostas, los roedores e hipopótamos que devastaban
los cultivos, regar, cuidar las herramientas, trenzar cuerdas durante la noche en vez de
dormir, vigilar los rebaños y los tiros, preocuparse constantemente de la tierra y no
tener más horizonte que la calidad del trigo y la salud de las vacas… Ardiente no
soportaba ya tan monótona existencia.
Sentado a la sombra de un sicómoro, en el lindero de los cultivos y el desierto, el
joven no conseguía adormecerse y disfrutar de un bien merecido descanso antes de
dirigirse a los pastos familiares para cuidar a los bueyes. A sus dieciséis años,
Ardiente, que medía un metro noventa y tenía el aspecto de un coloso, no estaba
dispuesto a soportar la existencia de un campesino como su padre, su abuelo y su
bisabuelo.
Como todos los días, iba hasta aquel lugar tranquilo y, con la ayuda de un
pedacito de madera que había tallado, dibujaba animales en la arena. Dibujar… ¡Le
hubiera gustado hacer eso durante horas y horas, y luego colorear y recrear un asno,
un perro y mil criaturas más!
Ardiente sabía observar. Su visión entraba en su corazón y, luego, éste daba
órdenes a su mano que actuaba, sin embargo, con toda libertad para trazar los
contornos de una imagen más viviente que la propia realidad cotidiana. El muchacho
hubiera necesitado papiro, estiletes, pigmentos… Pero su padre era agricultor y se
había reído en sus narices cuando el adolescente le había formulado sus exigencias.
Había un lugar, uno sólo, donde Ardiente podría obtener lo que deseaba: el Lugar
de Verdad. Nada se sabía de lo que ocurría tras los muros de la aldea, pero allí se
reunían los mayores pintores y dibujantes del reino, los que estaban autorizados para
decorar la tumba del faraón.
El hijo de un campesino no tenía posibilidad alguna de entrar en la fabulosa
cofradía. Sin embargo, el joven no podía dejar de pensar en los goces de quienes
podían consagrarse por completo a su vocación, olvidando las mezquindades de lo
cotidiano.
—Bueno, Ardiente, ¿nos damos a la buena vida?
El que acababa de expresarse irónicamente se llamaba Patán, y tenía unos veinte
años. Grande, musculoso, llevaba sólo un corto taparrabos de junco trenzado. A su
lado, su hermano menor, Pata Gorda, con su estúpida sonrisa. A los quince años,
pesaba diez kilos más que Patán, a causa de los pasteles que devoraba diariamente.
—Dejadme tranquilo los dos.
—El lugar no te pertenece… Tenemos derecho a venir.
—No tengo ganas de veros.

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—Nosotros sí. Y tendrás que explicarte.
—¿Sobre qué?
—Como si no lo supieras… ¿Dónde estabas la pasada noche?
—¿Te crees un policía?
—Nati… ¿Te suena este nombre?
Ardiente sonrió.
—Un excelente recuerdo.
Patán dio un paso hacia Ardiente.
—¡Eres escoria! La muchacha debe casarse conmigo… y tú, la pasada noche, te
atreviste a…
—Ella vino a buscarme.
—¡Mientes!
Ardiente se levantó.
—No aguanto que me acusen de mentiroso.
—Por tu culpa no me casaré con una virgen.
—¿Y qué? Si es mínimamente inteligente, Nati no se casará contigo.
Patán y Pata Gorda mostraron un látigo de cuero. El arma era sencilla pero
temible.
—Dejémoslo así —propuso Ardiente—. Nati y yo pasamos un buen rato juntos,
es cierto, pero eso son cosas de la naturaleza. Para complaceros, aceptaré no volver a
verla. Y, para serte franco, no me hará ninguna falta.
—Vamos a desfigurarte —anunció Patán—. Con tu nueva jeta ya no seducirás a
moza alguna.
—No me molestaría castigar a dos imbéciles, pero hace calor y preferiría seguir
con mi siesta.
Pata Gorda se arrojó sobre Ardiente levantando el brazo. De pronto, su blanco se
esfumó ante él. Se sintió levantado, proyectado en el aire y cayendo de cabeza contra
el tronco del sicómoro. Atontado, no volvió a moverse.
Estupefacto por unos instantes, Patán reaccionó. Hendiendo el aire con su látigo,
creyó que conseguiría lacerar el rostro de Ardiente, pero su brazo fue detenido por el
del joven coloso. Un siniestro crujido puso fin a la corta lucha. Con el hombro
dislocado, Patán soltó el látigo de cuero y huyó aullando.
Ni una sola gota de sudor había brotado de la frente de Ardiente. Acostumbrado a
pelear desde sus cinco años, había sufrido severos correctivos antes de aprender los
golpes ganadores. Seguro de su fuerza, no le gustaba provocar pero nunca retrocedía.
La vida no regalaba nada, él tampoco.
Ante la idea de pasar la tarde en el pastizal y regresar dócilmente a su casa,
llevando leche y leña, Ardiente sintió náuseas.
La jornada de mañana se anunciaba peor que la de hoy, más deslustrada aún, más

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aburrida aún, y el joven seguiría perdiendo el alma, como si su sangre manara
lentamente. ¿Qué le importaba la pequeña propiedad agrícola de su familia? Su padre
soñaba con trigo maduro y vacas lecheras, los vecinos envidiaban su éxito, las
muchachas veían ya a Ardiente como a un heredero colmado que, gracias a su fuerza
física, duplicaría la producción y se haría rico. Soñaban con casarse con un
campesino opulento al que numerosos vástagos asegurarían una vejez feliz.
Miles de seres se sentían satisfechos con ese destino, pero Ardiente no. Por el
contrario, le parecía más asfixiante que los muros de una prisión. Olvidando los
bovinos, que se las arreglarían sin él, el muchacho caminó por el desierto, sin apartar
la mirada de la cima. Dominaba la orilla occidental de Tebas, la riquísima ciudad del
dios Amón donde se había construido la ciudad santa de Karnak, poblada por
numerosos santuarios.
En la orilla oeste se encontraban el Valle de los Reyes, el de las Reinas y el de los
nobles que habían acogido las moradas de eternidad de tan ilustres personajes, y
también los templos de millones de años de los faraones, entre ellos el Ramesseum, el
de Ramsés el Grande. Los artesanos del Lugar de Verdad habían creado esas
maravillas… ¿No se decía, acaso, que trabajaban mano a mano con los dioses y bajo
su protección?
En el secreto corazón de Karnak como en el más modesto de los oratorios,
hablaban las divinidades, pero ¿quién comprendía realmente su mensaje? Ardiente,
por su parte, descifraba el mundo dibujando en la arena, pero le faltaban demasiados
conocimientos para progresar.
No aceptaba esta injusticia. ¿Por qué la diosa oculta en la cima de Occidente
hablaba a los artesanos del Lugar de Verdad y por qué permanecía muda cuando él
imploraba una respuesta a su llamada? La montaña, abrumada por el sol, le
abandonaba a su soledad, y no serían sus jóvenes amantes, ávidas de placer, quienes
podrían comprender sus aspiraciones.
Para vengarse, grabó sus contornos en la arena con tanta precisión como era
capaz, luego los borró con el pie como si estuviera aniquilando al mismo tiempo a esa
diosa muda y su propia insatisfacción.
Pero la cima de Occidente permaneció intacta, grandiosa e impenetrable. Y pese a
su poderío físico, Ardiente se sintió irrisorio. No, la cosa no podía seguir así.
Esta vez, su padre le escucharía.

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L legado de su lejana Nubia, Sobek había entrado en la policía cuando contaba


diecisiete años. Alto, atlético, excelente en el manejo del garrote, aquel negro
de hermosa prestancia había sido muy bien calificado por sus superiores. Una
estancia en la policía del desierto le había permitido poner de manifiesto sus
cualidades, puesto que al menos había detenido a veinte beduinos saqueadores, tres
de ellos particularmente peligrosos, especializados en el ataque a caravanas.
El ascenso de Sobek había sido rápido: a los veintitrés años acababa de ser
nombrado jefe de las fuerzas de seguridad encargadas de asegurar la protección del
Lugar de Verdad. De hecho, el cargo no era muy deseable, dadas las
responsabilidades que recaían sobre su titular, que no tenía derecho a equivocarse.
Ningún profano debía penetrar en el Valle de los Reyes, ningún curioso podía turbar
la serenidad de la aldea de los artesanos: a Sobek le incumbía evitar cualquier
incidente, so pena de ser inmediatamente sancionado por el visir.
El nubio ocupaba un pequeño despacho en uno de los fortines que impedían el
acceso al Lugar de Verdad. Aunque supiese leer y escribir, no sentía afición alguna
por el papeleo y la clasificación de informes, y lo dejaba para sus subordinados. Una
mesa baja y tres taburetes formaban lo esencial del mobiliario, proporcionado por la
administración que garantizaba la limpieza del local y su mantenimiento.
Sobek pasaba la mayor parte de su tiempo sobre el terreno, recorriendo las colinas
que dominaban los parajes prohibidos, incluso cuando el sol daba de lleno. Conocía
cada sendero, cada cresta, cada ladera, y no dejaba de explorarlos. Quien era
sorprendido en situación irregular era detenido e interrogado sin miramientos; luego
lo transferían a la orilla oeste, donde el tribunal del visir dictaba una severa sentencia.
A partir de las siete, el nubio recibía a los centinelas apostados durante la noche.
A la pregunta: «¿Sin novedad?», respondían: «Sin novedad, jefe», e iban a acostarse.
Pero, aquella mañana, el primer centinela no ocultaba su turbación.
—Hay un problema, jefe.
—Explícate.
—Uno de nuestros hombres ha muerto esta noche.
—¿Una agresión? —se preocupó Sobek.
—Sin duda no… de lo contrario, habríamos descubierto al culpable. ¿Queréis ver
el cadáver?
Sobek salió del despacho para examinar los restos del infeliz.
—Cráneo hundido, herida en la sien —advirtió.
—Tras semejante caída, no es extraño —consideró el centinela—. Era su primera
noche de guardia y no conocía demasiado el lugar. Ha resbalado en el canchal y ha
caído por la pendiente. No es la primera vez que sucede y no será la última.

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Sobek interrogó a los demás centinelas: nadie había observado la presencia de un
intruso. Era evidente que se trataba de un horrible accidente.

—¿Qué estás haciendo aquí, Ardiente? ¡Deberías estar en los pastos!


—Eso se ha terminado, padre.
—¿Qué quieres decir?
—No seré tu sucesor.
Sentado en una estera, el granjero dejó ante él las fibras de papiro con las que
fabricaba una cuerda. Incrédulo, levantó los ojos hacia su hijo.
—¿Te has vuelto loco?
—Ser campesino me aburre.
—Lo has dicho ya cien veces… ¡No podemos perder el tiempo en diversiones!
Yo no tuve ideas extrañas, como tú, y me he limitado a trabajar para alimentar a mi
familia. He hecho feliz a tu madre, he educado a cuatro hijos, tus tres hermanas y tú,
y me he convertido en propietario de esta granja y de un gran terreno… ¿Acaso no es
esto éxito? Cuando muera, tú no pasarás penurias y me lo agradecerás el resto de tu
vida. ¿Sabes que el año es excelente y el cielo favorable? La cosecha será abundante,
pero no pagaremos muchos impuestos porque el fisco me ha concedido ciertas
facilidades. ¿No tendrás la intención de destruir todo esto?
—Quiero construir mi vida.
—Olvida las grandes frases. ¿Crees acaso que las vacas se alimentan con eso?
—Pastarán sin mí, y no te costará mucho encontrarme un sustituto.
La angustia hizo vacilar la voz del granjero.
—¿Qué te sucede, Ardiente?
—Quiero dibujar y pintar.
—¡Pero eres un campesino, hijo de campesino! ¿Por qué buscas lo imposible?
—Porque es mi destino.
—Ten cuidado, hijo mío: un mal fuego arde en ti. Si no lo apagas, te destruirá.
Ardiente esbozó una triste sonrisa.
—Te equivocas, padre.
El granjero agarró una cebolla y la mordió.
—¿Qué deseas en realidad?
—Entrar en la cofradía del Lugar de Verdad.
—¡Te has vuelto loco, Ardiente!
—¿Me crees incapaz de ello?
—Incapaz, incapaz… ¡Y yo qué sé! Pero, de todos modos, es una locura… ¡Y no
tienes la menor idea de la espantosa vida de esos artesanos! Están sometidos al
secreto, privados de libertad, obligados a obedecer a unos superiores implacables…
Los canteros tienen los brazos quebrados por la fatiga, les duelen los muslos y la

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espalda, ¡mueren de agotamiento! ¿Y qué decir de los escultores? Manejar el cincel
es mucho más agotador que cavar el suelo con la azada. Por la noche, siguen
trabajando a la luz de los candiles y no tienen ni un día de descanso.
—Pareces muy bien informado sobre el Lugar de Verdad.
—Es lo que se dice… ¿Por qué no creerlo?
—Porque los rumores siempre son falsos.
—¡Mi hijo no puede darme lecciones de moral! Escucha mis consejos y te irá
bien. ¿Cómo vas a soportar un reglamento con tu carácter imposible? ¡Te rebelarías al
primer segundo! Sé campesino, como yo, como tus antepasados, y acabarás siendo
feliz. Con la edad, te apaciguarás y te reirás de tu revuelta adolescente.
—Eres incapaz de comprenderme, padre. Es inútil seguir con esta conversación.
El granjero lanzó la cebolla a lo lejos.
—Basta ya. Eres mi hijo, me debes obediencia.
—Adiós.
Ardiente volvió la espalda a su padre, que tomó el mango de madera de una
herramienta y le golpeó en la espalda.
El muchacho se volvió lentamente. Lo que el granjero vio en los ojos del joven
coloso le aterrorizó, y retrocedió hasta el muro.
Una mujer, pequeña y arrugada, surgió del trastero donde se había ocultado y se
agarró al brazo derecho de su hijo.
—¡No agredas a tu padre, te lo suplico!
Ardiente la besó en la frente.
—Tampoco tú, madre, me comprendes; pero no te lo reprocho. Tranquilízate, me
voy para no volver.
—Si sales de esta casa —le advirtió su padre—, te desheredaré.
—Estás en tu derecho.
—¡Acabarás en la miseria!
—¿Acaso crees que me importa?
Cuando cruzó el umbral de la morada familiar, Ardiente supo que no volvería
nunca.
Tomando el camino que flanqueaba un campo de trigo, el joven respiró hondo.
Un nuevo mundo se abría ante él.

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3

A rdiente salió de la zona cultivada para dirigirse hacia el Lugar de Verdad. Ni las
quemaduras del sol ni la aridez del desierto le asustaban. Y el joven quería
saber a qué atenerse: tal vez golpeando la puerta de la aldea lograría que se abriese.
Aquel atardecer no había nadie en la pista hollada por los cascos de los asnos que,
día tras día, llevaban a la cofradía agua, alimento y todo lo que allí necesitaban para
trabajar «lejos de los ojos y los oídos».
A Ardiente le gustaba el desierto. Disfrutaba de su implacable poderío, sentía que
el alma le vibraba al unísono con la suya y lo recorría, sin fatiga, días enteros,
saboreando el contacto de sus pies desnudos con la arena.
Pero, esta vez, el joven no llegó muy lejos. El primero de los cinco fortines que se
encargaban de la protección del Lugar de Verdad le cerró el paso. Puesto que
Ardiente se había dado cuenta de que los centinelas no apartaban la mirada de él, se
dirigió directamente hacia el obstáculo. Más valía enfrentarse a los guardias y saber
qué podía esperar.
Dos arqueros salieron del fortín. Ardiente siguió avanzando con los brazos
pegados al cuerpo, para mostrar que no estaba armado.
—¡Alto!
El joven se detuvo.
El mayor de los dos arqueros, un nubio, se acercó a él. El otro se colocó de lado,
tensó el arco y le apuntó.
—¿Quién eres?
—Me llamo Ardiente y deseo llamar a la puerta de la cofradía del Lugar de
Verdad.
—¿Tienes un salvoconducto?
—No.
—¿Quién te recomienda?
—Nadie.
—¿Te burlas de mí, muchacho?
—Sé dibujar y quiero trabajar en el Lugar de Verdad.
—Es una zona prohibida, deberías saberlo.
—Quiero conocer a un maestro artesano y demostrarle mis cualidades.
—Y yo tengo órdenes. Si no te largas de inmediato, te detengo por ultraje a la
fuerza pública.
—No tengo malas intenciones… ¡Permitidme que pruebe suerte!
—¡Lárgate!
Ardiente lanzó una ojeada a las colinas de los alrededores.
—No esperes pasar por ahí —advirtió el arquero nubio—. Serías abatido.

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Ardiente podría haber derribado al policía de un puñetazo, arrojarse al suelo para
evitar la flecha de su colega y, luego, forzar el paso. Pero ¿a cuántos arqueros debería
evitar para llegar a las puertas de la aldea?
Despechado, desanduvo el camino.
En cuanto estuvo fuera de la vista de los centinelas, se sentó en una roca, decidido
a observar lo que ocurría en el sendero. Así, sin duda, encontraría una idea para tener
éxito.

La madre de Ardiente lloraba desde hacía horas, sin que sus hijas lograran
consolarla. El padre se había visto obligado a contratar a tres jóvenes campesinos
para sustituir al coloso. Furioso, encolerizado contra su indigno hijo, había acudido al
escribano público para dictarle una carta al despacho del visir. Anunciando su
decisión en términos implacables y definitivos, el granjero decretaba, como la ley se
lo permitía, que desheredaba a Ardiente y que la totalidad de sus bienes irían a parar a
su esposa, que los utilizaría a su conveniencia. Si moría antes que él, sus tres hijas
heredarían a partes iguales.
Pero al granjero, ofendido y humillado, no le bastaba aquel dispositivo
testamentario. Puesto que Ardiente se había vuelto loco, era preciso devolverle la
razón. No existía mejor modo que la coerción ejercida por una autoridad indiscutible.
Por ello, el padre del rebelde había acudido a casa del responsable de los trabajos
forzados, un puntilloso escriba, procaz y cada vez más agriado. Titular de un puesto
difícil y poco gratificante, intrigaba en vano para obtener un ascenso y trabajar en la
ciudad, en la orilla este. Aquí, durante los meses que precedían a la inundación, se
encargaba de contratar personal para limpiar los canales y reparar los diques, pagando
lo menos posible. Como los voluntarios eran cada vez más escasos, era preciso
decretar el trabajo forzado y convencer a los dueños de las propiedades de que le
cedieran cierto número de obreros agrícolas, cuya momentánea ausencia se
compensaba con una disminución de impuestos. Las discusiones eran largas, penosas
y fatigantes.
Así, cuando el escriba vio entrar en su despacho al padre de Ardiente, esperaba un
rosario de jeremiadas y reclamaciones, que rechazaría como de costumbre.
—No vengo a molestarte —afirmó el granjero—, sino a pedir tu ayuda.
—Ni hablar —repuso el funcionario—. La ley es la ley y no puedo concederte
privilegios, aunque nos conozcamos desde hace muchos años. Si un solo terrateniente
comienza a negar el carácter indispensable del trabajo forzado, los beneficios de la
crecida se perderán y Egipto quedará arruinado.
—Yo no niego nada, deseo hablarte de mi hijo.
—¿Tu hijo? ¡Pero si está exento de trabajo forzado!
—Acaba de abandonar la granja.

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—¿Adonde ha ido?
—No lo sé… Se considera un dibujante. El pobre Ardiente ha perdido la razón.
—¿No irás a decirme que ya no se ocupa de la granja y de los pastos?
—Por desgracia, sí.
—¡Será insensato!
—Su madre y yo estamos destrozados, pero no hemos podido impedir que se
fuera.
—¡Unos bastonazos y asunto resuelto!
El granjero agachó la cabeza.
—Lo intenté, pero Ardiente es una especie de coloso… ¡Y ese granuja se puso
violento! Creí que iba a pegarme.
—¡Un hijo pegando a su padre! —exclamó el escriba—. Hay que llevarle ante un
tribunal para que le condene.
—Tengo otra idea mejor.
—Te escucho.
—Realmente ya no es mi hijo, y puesto que ha abandonado mi casa, ¿por qué
seguir excluyéndolo del trabajo forzado?
—Le convocaré, cuenta conmigo.
—Podríamos hacer algo mejor aún.
—No lo comprendo.
El granjero habló en voz baja.
—Ese bandido necesita una buena lección, ¿no crees? Si se le corrige con
severidad, la advertencia evitará que cometa mayores tonterías. Si tú y yo no
intervenimos, podríamos ser considerados responsables.
El escriba no se tomó el argumento a la ligera.
—¿Qué propones?
—Suponte que convocas a Ardiente para el trabajo forzado y que se niega a
acudir… Entonces sería considerado un desertor. Podrías encarcelarle con algunos
mocetones de los duros que le administraran un saludable correctivo.
—Podría hacerse… Pero ¿qué me ofreces a cambio?
—Una vaca lechera.
Al escriba se le hizo la boca agua. Una pequeña fortuna por un trabajo fácil.
—De acuerdo.
—Añadiré unos sacos de grano, claro está. Pero no estropees demasiado a
Ardiente… Tiene que volver a la granja.

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4

U n húmedo hocico se posó sobre la frente de Ardiente, que abrió en seguida los
ojos.
Una perra de pelaje ocre olisqueaba mansamente al intruso, cuando el sol no se
había levantado aún y un fresco viento barría la orilla occidental de Tebas y la pista
que llevaba al Lugar de Verdad.
El muchacho la acarició justo cuando la perra, alertada por el ruido de cascos, se
alejó. Encabezados por un borrico de paso regular, un centenar de asnos cargados de
alimentos se dirigía hacia la aldea de los artesanos. Puesto que el jefe de los
cuadrúpedos conocía perfectamente el itinerario, avanzaba con paso seguro.
Ardiente los vio pasar, admirado. Sabían, como él, adonde iban, pero ellos
podrían pasar el obstáculo de los fortines.
A poca distancia, detrás de los asnos, caminaban unos cincuenta aguadores. En su
mano diestra llevaban un bastón para acompasar la marcha y ahuyentar a las
serpientes; en el hombro izquierdo, un largo y sólido tronco de cuyo extremo pendía
un gran odre que contenía varios litros de agua.
La perra de pelaje ocre abandonó a Ardiente para acompañar a su dueño, un
hombre de edad que se fatigaba ya. El joven se puso a su altura.
—¿Puedo ayudaros?
—Es mi trabajo, muchacho… No por mucho tiempo, pero me basta para vivir
antes de regresar a mi casa, en el Delta. Si me ayudas, no podré pagarte.
—No tiene importancia.
En el hombro de Ardiente, el fardo pareció ligero como una pluma de la oca
sagrada del dios Amón.
—¿Es así todos les días?
—Sí, muchacho. ¡A los artesanos del Lugar de Verdad no debe faltarles nada, y
mucho menos el agua! Tras la primera entrega de la mañana, la más importante, hay
varias más a lo largo de todo el día. Si las necesidades aumentan, por una razón u
otra, aumenta también el número de porteadores. No somos los únicos auxiliares que
trabajamos para el Lugar de Verdad; hay también lavanderos, panaderos, cerveceros,
carniceros, caldereros, leñadores, tejedores, curtidores y muchos más. El faraón exige
que los artesanos gocen del mayor bienestar posible.
—¿Has entrado ya en la aldea?
—No. Como aguador titular, puedo ir a verter el contenido de mi odre en la gran
crátera, ante la entrada norte; hay otra junto al muro sur. Los habitantes del Lugar de
Verdad llenan allí sus jarras.
—¿Quién puede cruzar el muro?
—Sólo los miembros de la cofradía. Los auxiliares permanecen en el exterior.

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Pero ¿por qué haces todas esas preguntas?
—Porque quiero entrar en la cofradía para convertirme en dibujante.
—¡Pues llevando agua no lo lograrás!
—Debo llamar a la puerta principal, hablar con un artesano, explicarle que…
—¡No cuentes con ello! Esa gente no es habladora ni acogedora, y sin duda un
comportamiento como el tuyo no les gustaría. En el mejor de los casos, te ganarías
unos meses de prisión. Y no olvides que los guardas conocen a cada aguador…
—¿Has conversado ya con algún adepto?
—Una palabra por aquí, otra por allá, sobre el tiempo o la familia.
—¿No te han hablado de su trabajo?
—Esa gente guarda el secreto, muchacho, y nadie rompe su juramento. Quien
tuviera la lengua demasiado larga sería excluido inmediatamente.
—¡Pero bien que habrá nuevos reclutas!
—Es más bien raro. Deberías escucharme y olvidar tus sueños… Hay algo mucho
mejor que encerrarte en el Lugar de Verdad para trabajar, noche y día, por la gloria
del faraón. Si lo piensas bien, no es una existencia muy envidiable. Con tu físico,
debes gustar a las mozas. Diviértete algunos años, cásate joven, engendra hermosos
hijos y encuentra un buen oficio, menos penoso que el de llevar agua.
—¿No hay mujeres en la aldea?
—Las hay, y tienen hijos, pero están sometidas a la regla del Lugar de Verdad,
como los hombres. Lo más sorprendente es que tampoco ellas hablan.
—¿Las has visto?
—A algunas.
—¿Son bonitas?
—Hay de todo… Pero ¿por qué te obstinas?
—¿De modo que tienen derecho a salir de la aldea?
—Todos sus habitantes tienen ese derecho. Circulan libremente entre el Lugar de
Verdad y el primer fortín. Se dice, incluso, que a veces van a la orilla este, pero eso
no es cosa mía.
—¡Entonces podré conocer a un artesano!
—En primer lugar, necesitarías saber que realmente pertenece a la cofradía, pues
no faltan los fanfarrones. En segundo lugar, nunca aceptará hablar contigo.
—¿Cuántos fortines hay?
—Cinco. También son conocidos como «los cinco muros». En realidad son otros
tantos puestos de guardia desde donde los centinelas observan a quien se acerca a la
aldea. El dispositivo es eficaz, créeme, e incluso las colinas están estrechamente
vigiladas, sobre todo desde el nombramiento del nuevo jefe de seguridad, Sobek. Es
un nubio bastante vengativo y decidido a demostrar su valor. La mayoría de los
hombres que están bajo sus órdenes pertenecen a su tribu y le obedecen ciegamente.

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Dicho de otro modo, es inútil intentar corromperles. Le tienen tanto miedo que
denunciarían de inmediato al corruptor.
Ardiente había tomado una decisión: debía llegar, a toda costa, al primer fortín y
hablar con alguien del interior.
—Si dices que estás enfermo y que soy uno de tus primos que he venido a
ayudarte a llevar el agua, ¿serían comprensivos los guardias?
—Podemos probarlo, pero no te llevará muy lejos.
Cuando divisó a los guardias del primer fortín, Ardiente supo que la suerte estaba
a su favor: acababa de efectuarse el relevo, no eran ya los mismos arqueros y no
corría el riesgo de que le reconocieran.
—No pareces estar bien —dijo el policía negro al aguador que se apoyaba,
pesadamente, en el brazo del joven coloso.
—No tengo ya energía alguna… Por eso he recurrido a este muchacho que ha
aceptado ayudarme.
—¿Es de tu familia?
—Es uno de mis primos.
—¿Respondes por él?
—Pronto voy a dejar el trabajo y se propone sustituirme.
—Id hasta el segundo puesto de control.
¡Primera victoria! Ardiente había hecho bien en insistir. Si la suerte seguía
ayudándole, podría ver la aldea de cerca y encontrar a algún artesano que
comprendiera su vocación.
El segundo control fue más puntilloso que el primero, y el tercero más aún, pero
los policías comprobaron que el aguador no simulaba su desfallecimiento. Como
debía realizarse la entrega y ningún funcionario de policía aceptaría abandonar su
puesto para realizar la penosa tarea, dejaron pasar a los dos hombres.
El cuarto control resultó ser una mera formalidad pero, ante el quinto y último
fortín reinaba una intensa animación. Unos peones pertenecientes al equipo auxiliar
descargaban los asnos y seleccionaban cestos y jarras llenos de legumbres, pescado
seco, carne, frutos, aceite y ungüentos.
Discutían, se reprochaban la lentitud, se reían, bromeaban… Un policía indicó
por signos a los aguadores que avanzaran para verter el contenido de sus odres en una
enorme jarra que despertó la admiración de Ardiente. ¿Qué alfarero había sido lo
bastante hábil para crear tan gigantesco recipiente? Para el joven, fue el primer
milagro visible del Lugar de Verdad.

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5

U n hombre rechoncho se dirigió a Ardiente.


—Pareces sorprendido, muchacho.
—¿Quién ha fabricado esta gigantesca jarra?
—Un alfarero que trabaja para el Lugar de Verdad.
—¿Y cómo lo ha hecho?
—Eres muy curioso.
El rostro de Ardiente se iluminó. Sin duda estaba ante uno de los artesanos de la
aldea.
—¡No, no es curiosidad! Quiero ser dibujante y entrar en la cofradía.
—Ah, caramba… Ven a explicarme eso.
El rechoncho llevó a Ardiente más allá del quinto y último bastión, hacia una
hilera de talleres donde trabajaban zapateros, tejedores y caldereros. Le invitó a
sentarse en un bloque, al pie de una pedregosa colina.
—¿Qué sabes del Lugar de Verdad, muchacho?
—Nada, o muy poco… Pero estoy seguro de que debo vivir aquí.
—¿Por qué razón?
—Mi única pasión es el dibujo. ¿Quieres que te lo muestre?
—¿Sabrías reproducir mi rostro en la arena?
Sin separar la mirada de su modelo, Ardiente utilizó un puntiagudo sílex para
trazar con rapidez unas formas precisas.
—Aquí está… ¿Qué me dices?
—Pareces tener dotes. ¿Dónde has aprendido?
—¡En ninguna parte! Soy hijo de granjero y siempre he pasado horas y horas
dibujando lo que observaba. Pero me faltan los secretos que aquí se enseñan, estoy
seguro. Y quiero pintar, iluminar mis dibujos con el color.
—No te falta ambición ni talento… Pero tal vez eso no te baste para entrar en el
Lugar de Verdad.
—¿Qué más se necesita?
—Voy a conducirte ante alguien que debería resolver todos tus problemas.
Ardiente no creía lo que estaba oyendo. ¡Qué bien había hecho atreviéndose! En
unas pocas horas acababa de pasar de un mundo a otro, e iba a realizar su sueño.
Flanqueando los talleres exteriores de la aldea, cuyos altos muros parecían
infranqueables, el joven advirtió que se trataba de construcciones de madera, muy
ligeras y tan fáciles de montar como de desmontar.
El rechoncho advirtió su interés.
—Algunos auxiliares no están aquí todos los días… Sólo vienen en caso de
necesidad.

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—¿Eres uno de ellos?
—Soy lavandero. Una sucia tarea, puedes creerme. Debo encargarme incluso de
los paños manchados de las mujeres. Y por mucho que vivan en esta aldea, las cosas
no cambian.
El rechoncho se dirigía directamente al quinto fortín.
Ardiente se detuvo.
—Pero… ¿Adonde me llevas?
—¿No creerías, a fin de cuentas, que ibas a entrar en el Lugar de Verdad sin sufrir
un riguroso interrogatorio? Sígueme, quedarás complacido.
El joven cruzó el umbral del puesto de guardia ante la mirada burlona de un
arquero nubio, recorrió un oscuro corredor y fue a parar a un despacho ocupado por
un negro alto, tan atlético como él.
—Buenos días, Sobek —dijo el lavandero—. Os traigo a un espía que ha
conseguido cruzar los cinco muros ayudando a un aguador. Espero que la recompensa
esté a la altura del servicio prestado.
Ardiente dio media vuelta e intentó huir.
Dos arqueros nubios agarraron al joven, que propinó un codazo en el rostro al
primero y golpeó con la rodilla los testículos del segundo. Ardiente podría haber
desaparecido, pero prefirió levantar al lavandero, tomándole por las axilas.
—¡Me has traicionado y vas a lamentarlo!
—¡No me mates, no he hecho más que respetar las consignas!
Ardiente sintió que la punta de la hoja de un puñal se hundía en sus riñones.
—Ya basta —ordenó Sobek—. Suéltalo y tranquilízate o perderás la vida.
El muchacho advirtió que el nubio no bromeaba y dejó en el suelo al lavandero,
que desapareció sin esperar el cambio.
—Ponedle las esposas de madera —exigió el jefe de la policía local.
Esposado, con las piernas atadas, Ardiente fue arrojado a una esquina del
despacho. Su cabeza golpeó con violencia el muro, pero no soltó queja alguna.
—Eres duro —advirtió Sobek—. ¿Quién te envía?
—Nadie. Quiero ser dibujante y entrar en la cofradía.
—Qué divertido… ¿No has encontrado nada mejor?
—¡Es la verdad!
—¡Ah, la verdad! Tanta gente cree poseerla… Aquí, en este despacho, muchos
han cambiado de opinión y han admitido que mentían. Una actitud razonable, a mi
entender… ¿No te parece?
—Yo no miento.
—Te has mostrado bastante hábil, lo admito, y mis hombres, lamentables. Serán
sancionados y tú vas a decirme quién te paga, de dónde vienes y por qué estás aquí.
—Soy el hijo de un granjero y deseo hablar con un artesano del Lugar de Verdad.

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—¿Qué quieres decirle?
—Que deseo ser dibujante.
—Qué tozudo eres… Eso no me disgusta, pero no deberías abusar demasiado de
mi paciencia.
—¡No puedo deciros nada más, porque es la verdad!
Sobek se palpó el mentón.
—Tienes que comprenderme, muchacho: mi papel consiste en velar por la
seguridad absoluta del Lugar de Verdad; en las alturas se considera que soy
competente y serio. Pues bien, mi reputación me importa mucho.
—¿Por qué me impedís hablar con un artesano? —preguntó Ardiente.
—Porque no creo tu historia, muchacho. Es conmovedora, de acuerdo, pero
completamente inverosímil. Jamás he visto a un candidato presentándose así, a las
puertas de la aldea, para solicitar su admisión.
—No tengo relación alguna, ningún protector, nadie me recomienda, ¡y todo me
importa un bledo porque sólo conozco mi deseo! Permitidme hablar con un dibujante
y le convenceré.
Por un instante, Sobek pareció dudar.
—No te falta descaro, pero conmigo no te servirá de nada. Hay bastantes curiosos
que desearían conocer los secretos de los artesanos del Lugar de Verdad, y están
dispuestos a pagar el precio para lograrlo. Y tú eres el emisario de uno de estos
curiosos… Un curioso cuyo nombre vas a darme.
Ofendido, Ardiente intentó levantarse, pero sus ataduras eran sólidas.
—¡Os equivocáis, os juro que os equivocáis!
—De momento, ni siquiera te preguntaré tu nombre, pues estoy seguro de que
mentirías. Eres realmente duro, y la misión que te han confiado debe de ser de gran
importancia. Hasta ahora, sólo había podido echar mano a la pescadilla… Contigo es
algo serio. Si hablas en seguida te evitarás muchas molestias.
—Dibujar, pintar, hablar con algún maestro… No tengo otra intención.
—Felicidades, amigo, no pareces tener miedo. Por lo general, nadie me resiste
tanto tiempo. Pero de todos modos acabarás hablando, aunque tu piel sea más dura
que el cuero. Podría encargarme en seguida de ti, pero prefiero suavizarte un poco
para facilitarme la tarea. Tras quince días de calabozo, deberías mostrarte mucho
menos tozudo y mucho más parlanchín.

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6

S ilencioso regresaba de un largo viaje por Nubia, durante el cual había visitado las
minas de oro, las canteras y los numerosos santuarios edificados por Ramsés el
Grande, entre ellos, los dos templos de Abu Simbel que celebraban la luz divina, la
diosa de las estrellas y su amor eterno por la gran esposa real, Nefertari, que había
muerto demasiado pronto. Silencioso había permanecido en los oasis y pasado
semanas solo en el desierto, sin temer la compañía de las bestias salvajes.
Heredero de una dinastía familiar del Lugar de Verdad, Silencioso, cuyo destino
de escultor parecía decidido, moldearía estatuas de divinidades, de notables y
artesanos de su cofradía para proseguir la tradición fielmente transmitida desde el
tiempo de las pirámides. Con la edad, cada vez le darían mayores responsabilidades
y, a su vez, comunicaría su saber a su sucesor.
Pero quedaba una condición que no se había cumplido todavía: escuchar la
llamada. No bastaba con tener un padre artesano ni con ser un buen técnico para ver
cómo se abrían las puertas de la cofradía; cada uno de sus miembros tenía como título
«el que ha escuchado la llamada»[1], y cada cual sabía de qué se trataba, sin haberlo
mencionado nunca.
El joven no ignoraba que sólo la rectitud le permitiría ser amado por el oficio, y
era incapaz de mentir: no había escuchado esa indispensable llamada. Él, cuya
palabra era tan escasa que le habían apodado el Silencioso, sufría por ese mutismo
que no había quebrado eco alguno.
Su padre y los altos responsables de la cofradía habían admitido que la actitud de
Silencioso era la única aceptable: explorar el mundo exterior y, si los dioses le
favorecían, escuchar allí, por fin, la llamada.
Pero el joven no soportaba vivir alejado del Lugar de Verdad, de aquel paraje
único donde había nacido, había crecido y había sido educado con un rigor que no
lamentaba. Ahora que le era imposible regresar, experimentaba la dolorosa sensación
de perderse cada día más y de ser sólo una sombra solitaria.
Silencioso había esperado que aquel viaje y los poderosos paisajes de Nubia
crearan las condiciones necesarias para hacer que resonara la voz misteriosa; pero
nada había ocurrido y ya sólo le quedaba vagar, yendo de pequeño oficio en pequeño
oficio.
En Nubia había intentado olvidar el Lugar de Verdad y a los maestros a quienes
veneraba; pero sus esfuerzos habían sido vanos. De modo que había regresado a
Tebas para ser admitido en un equipo de obreros que construían casas no lejos del
templo de Karnak.
El propietario de la empresa constructora había superado los cincuenta y cojeaba,
a consecuencia de una caída desde lo alto de un tejado. Viudo y padre de una hija

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única, no le gustaban los charlatanes ni los pretenciosos. De modo que el
comportamiento de Silencioso le satisfizo más allá de sus esperanzas. Sin
ostentación, el joven daba ejemplo a camaradas que, sin embargo, le miraban con
malos ojos: demasiado concienzudo, demasiado trabajador, demasiado encerrado.
Con su simple presencia y sin desearlo, ponía de relieve sus defectos.
Gracias al nuevo obrero, el patrón había terminado una casa de dos pisos más de
un mes antes de la fecha prevista. Muy satisfecho, el comprador no ahorraba elogios
al empresario y le había procurado dos nuevas obras.
Sus colegas habían vuelto a casa, Silencioso limpiaba las herramientas como le
había enseñado un escultor del Lugar de Verdad.
—Acabo de recibir una jarra de cerveza fresca —le dijo su patrón—. ¿Tomarás
una copa conmigo?
—No querría molestaros.
—Te invito.
El patrón y su empleado se sentaron en esteras, en la choza que servía de refugio
a los obreros para hacer la siesta. La cerveza era excelente.
—No te pareces a los demás, Silencioso. ¿De dónde eres originario?
—De la región.
—¿Tienes familia?
—Un poco.
—Y no te apetece hablar de ella… Como quieras. ¿Qué edad tienes?
—Veintiséis años.
—Ya va siendo hora de que te instales, ¿no crees? Sé juzgar a los hombres:
trabajas de un modo notable y no dejarás de perfeccionarte. Hay en ti una rara
cualidad: el amor por el oficio. Te hace olvidar todo lo demás y eso no es tan
razonable… Hay que pensar en tu porvenir. Comienzo a envejecer, mis articulaciones
me hacen sufrir y cada vez arrastro más la pierna. Antes de contratarte, había
decidido hacerme con un capataz que me sustituyera, poco a poco, en las obras; pero
no hay nada más difícil que encontrar a alguien de confianza. ¿Quieres serlo tú?
—No, patrón. No he nacido para dirigir.
—Te equivocas, Silencioso. Serás un buen capataz, estoy convencido. Pero estoy
forzándote… Acepta al menos pensar en mi propuesta.
Silencioso inclinó la cabeza.
—Tengo que pedirte un pequeño favor. Mi hija se encarga de un jardín a orillas
del Nilo, a una hora de camino de aquí, y necesita unas vasijas para proteger los
brotes jóvenes. ¿Aceptas cargarlas a lomos de un asno y llevárselas?
—Claro.
—Eso te valdrá una prima.
—¿Debo ir en seguida?

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—Si no te molesta… Mi hija se llama Clara.[2]
El patrón describió detalladamente el itinerario, Silencioso no podría equivocarse.
El asno se puso en marcha, avanzando con paso seguro y tranquilo. Silencioso
comprobó que el peso no fuera excesivo y caminó a su lado. Tomó primero unas
callejas, luego un camino de tierra que se abría entre unas pequeñas casas blancas,
separadas por huertos.
Acababa de levantarse la suave brisa del norte, anuncio de un anochecer apacible
en el que las familias se reunirían para evocar los pequeños acontecimientos del día o
escuchar a un narrador que les hiciera reír y soñar.
Silencioso pensaba en la propuesta de su patrón, consciente de que no la
aceptaría. Sólo había un lugar donde le hubiera gustado instalarse, pero era imposible
hacerlo sin haber escuchado la llamada. Dentro de unas semanas, partiría hacia el
Norte y proseguiría su existencia de nómada.
De vez en cuando sentía deseos de mentirse, de correr hasta la aldea y afirmar que
había recibido, por fin, la llamada que le abriría las puertas de la cofradía. Pero el
Lugar de Verdad no llevaba por casualidad este nombre… Maat reinaba allí, su regla
era el alimento cotidiano de los corazones y los espíritus, y a los tramposos se les
acababa desenmascarando siempre. «Debes odiar la mentira en cualquier
circunstancia, pues destruye la palabra —le habían enseñado—. Es lo que Dios
detesta. Cuando la mentira emprende el camino, se extravía, no puede cruzar en la
barcaza y no hace un buen viaje. El que navega con la mentira no descansará, y su
barco no llegará a su puerto de atraque.»
No, Silencioso no transigiría. Aunque no pudiera acceder al Lugar de Verdad,
respetaría al menos el compromiso recibido. Magro consuelo, es cierto, pero que le
permitiría, tal vez, sobrevivir.
Una fuerte corriente animaba el Nilo, tan azul como el cielo. ¿Acaso no se decía
que el tribunal de Osiris borraba las faltas de quienes en él se ahogaban, que
resucitaban así en los paraísos del otro mundo?
Bajar hasta la orilla, zambullirse, negarse a nadar y agradecer que la muerte
llegara pronto para olvidar una existencia desprovista de esperanza… Ésa era la única
llamada que Silencioso escuchaba. Pero un detalle le impidió ofrecerse al Nilo: le
habían confiado una tarea y debía mostrarse digno de aquella confianza. Cumplida su
misión, se libraría por fin de sus cadenas gracias a la generosidad del río que
arrastraría su alma hacia el más allá.
El asno abandonó el sendero principal, pasó a la izquierda de un pozo y se dirigió
hacia un jardín rodeado por un murete. No debía de ser la primera vez que el
cuadrúpedo iba allí, y había aprendido el recorrido de memoria.
Un granado, un algarrobo y un árbol que Silencioso no conocía daban una
benéfica sombra al jardín donde florecían las centauras, los narcisos y las caléndulas.

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Pero la belleza de las flores no era nada comparada con la de la muchacha, vestida
con una inmaculada túnica blanca. Estaba de rodillas, plantando. Sus cabellos, más
bien rubios, estaban sueltos y caían ondeantes sobre sus hombros. Su perfil tenía la
perfección del rostro de la diosa Hator, como Silencioso lo había visto esculpido por
un artesano del Lugar de Verdad, y su cuerpo era tan flexible como una palma agitada
por el viento.
El asno mascó unos cardos, Silencioso creyó desvanecerse cuando la joven se
volvió y le miró con sus ojos azules como un cielo de estío.

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7

R econozco el asno —dijo ella sonriendo—, pero a vos os veo por primera vez.
—Os… Os traigo unas vasijas de parte de vuestro padre.
Silencioso era un hombre esbelto y de buena planta, de talla media, su cabellera
castaña dejaba al descubierto una frente ancha y unos ojos de un gris verdoso, que
iluminaban un rostro a la vez franco y grave.
—Gracias por vuestra amabilidad pero… parecéis preocupado.
El joven se precipitó hacia el asno que seguía atracándose y, febril, sacó las
vasijas de los serones.
Nunca se atrevería a mirarla de nuevo. ¿Qué magia podía hacer que una mujer
fuese tan bella? Sus rasgos, tan puros, su piel apenas atezada, sus miembros finos y
ágiles, la luz que emanaba de su ser la convertían en una aparición, un sueño
demasiado hechicero para durar. Si la tocaba, se desvanecería.
—¿Todo está intacto? —preguntó ella.
¡Qué mágica era, también, su voz! Afrutada, dulce, melodiosa aunque no carente
de firmeza, límpida y viva como el agua de una fuente.
—Eso creo…
—¿Queréis que os ayude?
—No, no… Os traigo las vasijas.
Cuando Silencioso cruzaba el umbral del jardín, un perro negro ladró, se irguió
sobre las patas traseras y plantó las delanteras en los hombros del recién llegado.
Luego le lamió concienzudamente los ojos y las orejas.
Con los brazos ocupados, el muchacho le dejó hacer.
—Negrote os ha adoptado —comentó Clara, encantada—. Y, sin embargo, es
bastante desconfiado y sólo concede esos privilegios a los viejos amigos.
—Me halaga.
—¿Cuál es vuestro nombre?
—Silencioso.
—Es extraño…
—Una anécdota sin interés.
—Contádmela de todos modos.
—Temo que os aburra.
—Venid a sentaros en el jardín.
Cuando Negrote aceptó poner sus patas en el suelo, Silencioso pudo satisfacer a
la muchacha. El perro acompañó a su huésped. Tenía la cabeza alargada y poderosa,
el pelaje corto y sedoso, la cola larga y poblada y unos vivísimos ojos de color
avellana.
—Con él no tengo nada que temer —dijo Clara—. Es tan rápido como valeroso.

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Silencioso dejó las vasijas en la hierba y se sentó junto a un arriate de flores de
color parecido al del oro.
—Nunca había visto unas flores como éstas —reconoció.
—Son crisantemos, y sólo aquí crecen bien. Además de su elegancia, esas
soberbias flores son también muy útiles; gracias a las sustancias que contienen, curan
las inflamaciones, los problemas circulatorios y los dolores lumbares.
—¿Sois médica?
—No, pero tuve la suerte de ser cuidada por Neferet, una mujer que es una
médica extraordinaria. A consecuencia de la muerte de mi madre, se encargó de mí, a
pesar de sus graves responsabilidades. Antes de retirarse a Karnak, con su marido
Pazair, el antiguo visir, me transmitió gran parte de su ciencia. Hoy la utilizo para
aliviar los sufrimientos a mi alrededor. Aquí, en este jardín, me gusta meditar y hablar
con los árboles. Tal vez me juzguéis insensata, pero creo que las plantas tienen un
lenguaje. Hay que mostrarse humilde con ellas para poder oírlas.
—Los brujos de Nubia piensan como vos.
—¿Habéis vivido allí?
—Algunos meses. ¿Cómo se llama este árbol con la corteza de color gris
pardusco y las hojas ovaladas, verdes y blancas?
—Estoraque. Da un fruto carnoso y, sobre todo, un valioso bálsamo que fluye en
forma de una goma amarillenta cuando se hace una incisión en el tronco.
—Prefiero el algarrobo, con su denso follaje y sus frutos que saben a miel. ¿No
encarna acaso la buena vida, soportando perfectamente la sequía y los vientos
cálidos?
Negrote se había tendido a los pies del muchacho, que no podía moverse sin
molestar al perro.
—No me habéis explicado todavía por qué lleváis el nombre de «Silencioso».
—Si lo respetara, nada debería deciros.
—¿Tan grande es el secreto? —preguntó Clara.
Y hundió en la blanda tierra una vasija boca abajo, para proteger su plantación.
Bajo el impulso de las raíces, el recipiente se rompería y los fragmentos de la vasija
se mezclarían con la tierra.
El muchacho no había sentido nunca antes deseos de confiarse, pero ¿cómo
resistirse a Clara?
—Fui educado en la aldea de los artesanos, el Lugar de Verdad, donde mi padre
era escultor. Cuando nací, mi madre y él me dieron un nombre secreto que me será
revelado cuando me convierta, a mi vez, en escultor. Hasta entonces, debo
permanecer silencioso, observar, escuchar y oír.
—¿Y cuándo llegará el gran momento?
—Nunca.

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—Pero… ¿Por qué?
—Porque nunca seré escultor: el destino ha decidido otra cosa.
—Y entonces… ¿Qué pensáis hacer?
—Lo ignoro.
Clara moldeó un reborde de tierra húmeda alrededor del algarrobo, para retener
mejor el agua del próximo riego.
—¿Pensáis trabajar mucho tiempo en la empresa de mi padre?
—Me ha pedido que fuera su capataz.
—¿Le habéis hablado del Lugar de Verdad?
—No… Sois la única que conoce mi pasado. Ahora está muerto y bien muerto.
No conozco ninguno de los secretos de los artesanos y sólo soy un obrero como los
demás.
—Eso os hace sufrir, ¿no es cierto?
—No creáis que soy ambicioso. Quería simplemente… Pero no tiene importancia.
Rebelarse contra la vida es inútil, hay que saber aceptar lo que te da.
—¿No sois demasiado joven para hablar así?
—Te… Temo importunaros.
—¿Y ese puesto de capataz?
—Vuestro padre se ha mostrado muy generoso, pero soy incapaz de ejercer
semejantes responsabilidades y me sentiría desolado si le decepcionara.
—Estoy convencida de que os subestimáis. ¿Por qué no probarlo? Entretanto,
ayudadme.
La muchacha miró a su perro que, inmediatamente, abrió los ojos y se levantó.
Negrote percibía la menor intención de Clara, quien la mayor parte de las veces ni
siquiera necesitaba hablarle.
Liberado, Silencioso se levantó a su vez para participar en los trabajos de
jardinería, imitando los gestos de Clara. Hacía mucho tiempo que no había disfrutado
de una paz semejante, lejos de cualquier angustia. Contemplar a la joven le hacía tan
feliz que olvidaba sus dudas y sus sufrimientos.
Tras haber obtenido una buena cantidad de caricias en lo alto del cráneo y en el
cuello, Negrote había vuelto a tumbarse a la sombra.
—Cada noche, las tinieblas intentan devorar la luz —dijo Clara—. Combatiendo
valerosamente, consigue rechazarlas. Quien contempla la salida del sol, del lado de la
montaña de Oriente, distingue una acacia de turquesa que señala el triunfo de la luz
resucitada. El árbol se ofrece a todos. Para percibir su belleza, basta con saber
mirarlo. Este pensamiento me ha guiado cuando he debido superar duras pruebas. La
belleza de la vida no depende de nosotros, pero reside también en nuestra capacidad
de captarla.
Silencioso admiraba el modo como actuaba Clara, sin precipitación alguna, con

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gestos eficaces, precisos y graciosos.
Lamentablemente, la plantación finalizaría y le sería necesario retomar el camino
de la ciudad.
—Vayamos a lavarnos las manos en el pequeño canal —propuso ella.
Los agrimensores del Estado, los especialistas en irrigación y los trabajadores
forzados habían trabajado bien; cultivos y jardines eran recorridos por venas y
arterias que canalizaban el agua de la vida.
Arrodillado junto a Clara, Silencioso olió su perfume, en el que se mezclaban el
jazmín y el loto. Y como no podía mentirse a sí mismo, supo que acababa de
enamorarse perdidamente.

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8

S obek detestaba las recepciones, pero estaba obligado a asistir a la fiesta anual de
la policía de la orilla oeste de Tebas, durante la que se anunciaban los ascensos,
los cambios de destino y las jubilaciones. Para la ocasión se mataban algunos cerdos
y se bebía vino tinto ofrecido por el visir.
El nubio, cuya estatura no pasaba desapercibida, fue objeto de todas las
atenciones. No por ser policía se es menos curioso, y muchos de sus colegas le
preguntaron si había descubierto alguno de los secretos del Lugar de Verdad.
Fatalmente, se ironizó sobre sus supuestas relaciones con las mujeres de la aldea, que
no podían sino sucumbir al encanto del soberbio negro.
Sobek bebió, comió y dejó que hablaran.
—Al parecer, tu nuevo puesto te gusta —le susurró el escriba del trabajo forzado,
un amargado al que Sobek detestaba.
—No me quejo.
—Se murmura que ha habido un muerto entre tus hombres…
—Un novato que se cayó, por la noche, en las colinas. La investigación se ha
cerrado.
—Pobre tipo… No aprovechará los placeres de Tebas. A cada uno sus
problemas… Yo no consigo echar mano al hijo de un granjero que intenta escapar del
trabajo forzado.
—El caso no debe ser raro.
—Te equivocas, Sobek. Es un deber que todos aceptan y las penas para los que
delinquen son pesadas. Además, con la planta del mozo, a pesar de que sólo tiene
dieciséis años, la detención promete ser movida.
El escriba del trabajo forzado hizo una descripción que correspondía,
perfectamente, a la del espía encarcelado por Sobek.
—¿Y ha cometido otros delitos el muchacho? —preguntó el nubio.
—Ardiente se enemistó con su padre, que quiere darle una buena lección para que
regrese a la granja. Lo malo es que hay delito de fuga… Probablemente el tribunal
pronunciará una severa pena.
—¿Sus hermanos no te han dado ninguna información útil?
—Ardiente sólo tiene hermanas.
—Es curioso… Y siendo el único muchacho de la familia, ¿no debería estar
exento del trabajo forzado?
—Tienes razón, tuve que amañar un poco el procedimiento para satisfacer a su
padre, un viejo amigo. Todos lo hemos hecho un día u otro.

Unos días de calabozo no habían hecho mella en el orgullo de Ardiente, que se

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mantuvo muy erguido ante Sobek.
—Bueno, muchacho, ¿estás decidido a decirme la verdad?
—No ha cambiado.
—¡Eres una especie de obra maestra del género tozudo! Debería haberte
interrogado a mi modo, pero tienes suerte, mucha suerte.
—¿Me creéis, por fin?
—He sabido la verdad sobre ti: te llamas Ardiente y eres un fugitivo que intenta
escapar del trabajo forzado.
—Pero… ¡Es imposible! ¡Mi padre es granjero y soy su único hijo!
—También lo sé. Tienes problemas, muchacho, graves problemas. Pero resulta
que el escriba del trabajo forzado no es un amigo y tu caso no es de mi competencia.
Sólo puedo darte un consejo: abandona en seguida la región y haz que te olviden.

En la obra, era la hora de la siesta, después de la comida. Como de costumbre,


Silencioso estaba aislado, abandonando el jolgorio a sus cuatro compañeros de
trabajo, un sirio y tres egipcios.
—¿Sabéis la última? —preguntó el sirio.
—¡Van a aumentarnos el sueldo! —sugirió el egipcio de más edad, un cincuentón
de vientre dilatado por el exceso de cerveza fuerte.
—El nuevo llevó unas vasijas a la hija del patrón.
—¡Bromeas! De eso se encarga siempre el patrón en persona. Nadie tiene derecho
a acercarse a su hija, una auténtica belleza. A los veintitrés años no se ha casado aún.
Se dice que es un poco hechicera y que conoce el secreto de las plantas.
—No bromeo, fue efectivamente el nuevo quien le llevó las vasijas.
—Entonces, eso significa que el patrón le aprecia mucho.
—Ese tipo no abre la boca: trabaja más de prisa y mejor que nosotros y subyuga
al patrón… ¡Os digo que va a nombrarle capataz!
El egipcio panzudo hizo una mueca.
—Ese puesto debería corresponderme a mí por antigüedad.
—¡Por fin has comprendido! Ese intrigante va a quitártelo delante de tus narices y
él nos dará las órdenes.
—Nos veremos obligados a seguir su ritmo… ¡Nos agotará, seguro! No podemos
dejarle hacer. ¿Qué propones, sirio?
—Librémonos de él.
—¿De qué modo?
—Mañana, cuando salga del mercado con sus compras, le hablaremos un lenguaje
que comprenderá perfectamente.

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Silencioso estaba terminando de moldear un centenar de gruesos ladrillos que
colocaría sobre el lecho de piedra que formaba el zócalo de una casa destinada a la
familia de un militar. Para un hijo de escultor del Lugar de Verdad, era la infancia del
arte. Durante su adolescencia, Silencioso se había divertido haciendo ladrillos de
todos los tamaños, y había acabado, incluso, fabricando él mismo los moldes.
—Tu técnica es excepcional —estimó el patrón.
—Tengo buena mano y me tomo tiempo.
—Sabes mucho más de lo que muestras, ¿no es cierto?
—No lo creáis.
—No importa… ¿Has pensado en mi propuesta?
—Dadme tiempo.
—De acuerdo, muchacho. Espero que otro empresario no intente atraerte…
—Tranquilizaos.
—Confío en ti.
Silencioso había comprendido la estrategia de su patrón: había hecho que
conociera a su hija para que quedara seducido, la pidiera en matrimonio, aceptara el
cargo de capataz y fundase un hogar. Así se vería obligado a encargarse de la empresa
familiar. El patrón era un buen hombre, creía actuar por el interés de su hija.
Silencioso no sentía resentimiento alguno hacia él. La maniobra podría haber
concluido en un fracaso, pero el joven se había enamorado locamente de Clara.
Aunque el porvenir que su futuro suegro le trazaba se parecía a una cárcel en la que
no quería entrar, ya no podía imaginar su vida sin la muchacha. Gracias a ella, a su
rostro y a su luz, no se había arrojado al Nilo para poner fin a su vagabundeo. Pero
nada demostraba que ella compartiera sus sentimientos, y no la obligaría a casarse
para satisfacer a su padre.
¿Cómo confesar a una mujer un amor tan intenso? Seguro que la asustaría.
Silencioso había imaginado mil y un modos de abordarla, pero le habían parecido a
cuál más ridículo. Tenía que rendirse ante la evidencia: lo mejor sería enterrar su
pasión en lo más profundo de sí mismo y partir hacia el Norte, como había previsto,
soñando con una felicidad imposible.
En la pequeña habitación donde su patrón le alojaba, Silencioso no conciliaba el
sueño. Creía haber tomado la decisión acertada, pero no le procuraba ni el menor
apaciguamiento. La aldea, la ruta sin fin, los ojos azules de Clara, el río… Todo se
mezclaba en su cabeza, como si estuviera ebrio.
Vivir para ella, ser su sirviente, permanecer constantemente a su lado sin pedirle
nada más… Tal vez fuera la solución. Pero ella se cansaría y acabaría casándose. El
dolor de la separación sería más desgarrador aún.
Silencioso no tenía elección.

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Mañana por la mañana terminaría el trabajo que estaba haciendo, iría al mercado
a comprar provisiones y abandonaría Tebas para siempre.

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A rdiente había tomado la barcaza, considerando preferible alejarse por algún


tiempo de la orilla oeste, aunque sin perder de vista su objetivo: convencer a
un artesano del Lugar de Verdad de que le apadrinara. Tras pasar una semana en la
orilla este, el joven cruzaría el Nilo a nado e intentaría acercarse a la aldea pasando
por las colinas más elevadas.
La barcaza atracó en el mercado que se celebraba a orillas del río, donde podía
comprarse carne, vino, aceite, legumbres, panes, pasteles, fruta, especias, pescado,
ropa y sandalias. La mayoría de vendedores eran mujeres, expertas en el arte de
manejar la balanza. Confortablemente instaladas en sillas plegables, regateaban
ásperamente y bebían cerveza dulce cuando tenían la garganta demasiado seca.
Viendo tantos géneros, Ardiente tuvo una brusca sensación de hambre. Las
raciones del calabozo no habían colmado su apetito y tenía ganas de comer cebollas
frescas, un pedazo de buey seco y un meloso pastel. Pero ¿qué dar a cambio? El
muchacho no poseía nada para hacer el trueque.
Ya sólo le quedaba apoderarse de un panecillo sin que la panadera y el babuino
policía que se lanzaba contra los ladrones y les mordía las pantorrillas para impedir
que huyeran le viesen.
Una viuda intentaba cambiar una pieza de tela por un saco de trigo, pero al
vendedor le parecía en exceso mediocre la calidad del tejido. Comenzaba una
discusión que tardaría en concluir. Una hermosa morena que mantenía a su hijo
contra su pecho deseaba una pequeña jarra a cambio de pescado fresco, un vendedor
de puerros alababa sus magníficas legumbres.
Ardiente se introdujo en la multitud para acercarse por detrás a los puestos y
aprovechar un momento de descuido de una vendedora de pasteles; pero había un
segundo babuino policía, sentado sobre sus posaderas y cuya mirada seguía a los
curiosos.
—¡Estás contento, perfumista, yo también! —exclamó el intendente de un noble
que acababa de adquirir una redoma cónica llena de mirra.
Ardiente se alejó del simio de impresionantes mandíbulas, demasiado atento para
que le engañaran. Con el estómago en los talones, salió del mercado detrás de un
joven de más edad y menos atlético que él. Cargado con un saco de legumbres y
frutas, tomó por una calleja cubierta de palmas.
Intrigado por la precipitada maniobra de tres hombres que seguían los pasos del
comprador, Ardiente los siguió.
Al extremo de la calleja, los tres comparsas se lanzaron juntos sobre su presa. El
sirio golpeó a Silencioso en los riñones, los otros dos le sujetaron por los brazos y le
obligaron a tenderse boca abajo.

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El sirio puso el pie en la nuca de su víctima.
—Vamos a darte una buena lección, muchacho, y luego saldrás de la ciudad. Aquí
no te necesitamos.
Silencioso intentó volverse de lado, pero una patada en la espalda le arrancó un
grito de dolor.
—Si te defiendes, te golpearemos con más fuerza.
—¿Y no queréis probar conmigo, pandilla de cobardes? —preguntó Ardiente.
Dicho esto, saltó sobre el sirio, le agarró por el cuello y le lanzó contra una pared.
Sus aliados intentaron rechazar al joven atleta, pero él golpeó al primero con la
cabeza agachada, paró el ataque del segundo y le hundió el codo en el vientre.
Silencioso intentó levantarse, pero vio treinta y seis candelas[3] y cayó de rodillas
mientras Ardiente derribaba al sirio de un puñetazo. Sus cómplices pusieron pies en
polvorosa, pero fueron interceptados por unos policías y un babuino que mostraba sus
acerados colmillos.
—¡Qué nadie se mueva! —ordenó uno de ellos—. Estáis todos detenidos.
Cuando Silencioso despertó, ya había amanecido hacía mucho rato. Tendido boca
abajo, con los brazos colgando a uno y otro lado de una estrecha cama, sintió una
deliciosa sensación de calor a la altura de los riñones.
Una mano muy delicada ponía bálsamo en las doloridas carnes. De pronto, el
muchacho se dio cuenta de que estaba desnudo y de que era Clara quien le cuidaba.
—Quedaos quieto —exigió ella—. Para que sea eficaz, el bálsamo debe penetrar
bien en las contusiones.
—¿Dónde estoy?
—En casa de mi padre. Fuisteis agredido por tres obreros que os apalearon y os
desvanecisteis. Los bandidos fueron detenidos y os trajeron aquí. Habéis dormido
más de veinte horas, pues os hice beber una poción calmante. Por lo que al bálsamo
se refiere, está compuesto de beleño, cicuta y mirra. Gracias a él, vuestras heridas
sanarán rápidamente.
—Alguien acudió en mi auxilio…
—Un muchacho que ha sido detenido también.
—¡Es injusto! Arriesgó su vida por mí, él…
—Según la policía, está en situación irregular.
—Tengo que levantarme e ir a declarar en su favor.
—El asunto será juzgado mañana mismo en el tribunal del visir. Mi padre ha
presentado una denuncia que ha sido atendida en seguida, dada la gravedad del
asunto. Lo más urgente es que volváis a poneros en pie y dejéis que os cuide. Tened
la amabilidad de tenderos de espaldas.
—Pero yo…
—Ya no tenemos edad para falsos pudores.

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Silencioso cerró los ojos. Clara le untó la frente, el hombro izquierdo y la rodilla
derecha con bálsamo.
—Mis agresores querían que abandonase la ciudad.
—No os preocupéis: serán condenados a una pesada pena y mi padre contratará a
otros obreros. Desea más que nunca que aceptéis el puesto de capataz.
—Temo no ser muy popular…
—Mi padre está maravillado ante vuestra competencia. Ignora que fuisteis
educado en el Lugar de Verdad, no he traicionado vuestro secreto.
—Gracias, Clara.
—Quiero pediros un favor… Cuando hayáis tomado vuestra decisión, me gustaría
ser la primera en conocerla.
Cubrió al herido con un lienzo de lino que olía al aire limpio y perfumado de la
campiña tebana.
Silencioso se incorporó.
—Clara, me gustaría deciros…
Los ojos azules y luminosos le miraron con infinita dulzura, pero no se atrevió a
tomar la mano de la muchacha ni a expresar sus sentimientos.
—Siempre he trabajado a las órdenes de alguien más cualificado que yo y estoy
seguro de no ser capaz de regular las tareas de otro… Debéis comprenderme.
—¿Significa eso que lo rechazáis?
—Sólo debo pensar en ayudar al muchacho que vino a socorrerme. Sin él tal vez
estaría muerto.
—Tenéis razón —asintió ella con voz transida de tristeza—. Él debe ocupar el
centro de vuestros pensamientos.
—Clara…
—Perdonadme, tengo mucho trabajo.
Ligera, inaccesible, salió de la habitación.
Silencioso hubiera deseado retenerla, explicarle que era estúpido, incapaz de
abrirle su corazón. La puerta que acababa de cerrarse no volvería a abrirse nunca
más, sin duda. Debería haber tomado a Clara en sus brazos y cubrirla de besos, pero
le impresionaba demasiado.
El bálsamo era eficaz; poco a poco, los dolores desaparecían. Pero lamentaba que
los agresores no hubieran concluido su siniestra tarea. ¿De qué servía vivir si no
había oído la llamada y no se casaría con la mujer amada? En cuanto su salvador
fuera absuelto, Silencioso desaparecería.

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E l juez designado por el visir para la audiencia del día era un hombre de edad
madura y gran experiencia. Vestido con una simple túnica sujeta por dos anchos
tirantes anudados por detrás del cuello, llevaba un collar de oro del que colgaba una
figurita que representaba a la diosa Maat.
Maat, una mujer sentada que sujetaba la llave de la vida. En su cabeza, la
timonera, la pluma que permite a los pájaros orientar su vuelo sin error. Verdad,
justicia y rectitud al mismo tiempo, ella era la verdadera patrona del tribunal.
A los pies del juez había un paño rojo en el que se habían dispuesto cuatro
bastones de mando, símbolo de un auténtico Estado de derecho.
—Bajo la protección de Maat y en nombre del faraón —declaró el juez—, esta
audiencia queda abierta. Que la verdad sea el aliento de vida en la nariz de los
hombres y que expulse el mal de su cuerpo. Juzgaré al humilde del mismo modo que
al poderoso, protegeré al débil del fuerte y apartaré de cada cual el furor del ser
malvado. Que sean introducidos los protagonistas de la riña que tuvo lugar en la
calleja del mercado.
El sirio y sus dos acólitos no negaron los hechos e imploraron clemencia al
tribunal. Compuesto por cuatro escribas, una mujer de negocios, una tejedora, un
oficial de reserva y un intérprete, el jurado condenó al trío a cinco años de trabajos de
utilidad pública. En caso de reincidencia, la pena se triplicaría.
Cuando Ardiente compareció ante el magistrado, no agachó la cabeza. Ni el
ambiente austero del tribunal ni el rostro adusto de los jurados parecieron
impresionarle.
—Tu nombre es Ardiente y afirmas haber socorrido a la víctima.
—Es la verdad.
Los policías confirmaron la declaración de Ardiente, luego testificó Silencioso.
—Fui golpeado en la espalda, los agresores me obligaron a tenderme boca abajo,
sólo pude oponer una débil resistencia y tal vez habría muerto si este muchacho no
hubiera acudido en mi auxilio. Siendo uno contra tres, necesitó un valor excepcional.
—El tribunal lo admite de buena gana —reconoció el juez—, pero el escriba del
trabajo forzado, aquí presente, ha denunciado a Ardiente por delito de fuga.
En primera fila, el funcionario esbozó una sonrisa satisfecha.
—El valor de Ardiente debería valerle la indulgencia del jurado —alegó
Silencioso—. ¿No puede perdonársele este error de juventud?
—La ley es la ley, y el trabajo forzado, una tarea esencial para el bienestar
colectivo.
Sobek el nubio avanzó.
—Como jefe de la policía del sector del Lugar de Verdad, comparto la opinión de

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Silencioso.
El magistrado frunció el ceño.
—¿Qué justifica esta intervención?
—El respeto a la ley de Maat, que a todos nos importa. Siendo el único hijo de un
granjero, Ardiente está legalmente exento del trabajo forzado.
—El informe del escriba no menciona este punto fundamental —observó el juez.
—Es un texto mentiroso, pues, y su autor debe ser severamente castigado.
El escriba del trabajo forzado ya no sonreía.
Ardiente miraba al nubio con asombro. Nunca habría creído que un policía le
ayudara.
—Que detengan a ese funcionario poco escrupuloso —ordenó el juez—, y que
liberen de inmediato a Ardiente.
Silencioso apenas oyó la decisión pues, desde hacía mucho rato, sus ojos estaban
clavados en la figurita de Maat que adornaba el pecho del juez.
El Lugar de Verdad, el lugar de Maat, el ámbito, privilegiado entre todos, donde
se expresaba lo justo, donde se enseñaba su secreto gracias al gesto de los artesanos
iniciados en la Morada del Oro… Eso era lo que Silencioso no había percibido hasta
entonces.
Mirando a la diosa, su corazón se abrió.
La figura creció, se hizo inmensa, llenó la sala del tribunal y atravesó el techo
para llegar al cielo. Maat era más vasta que la humanidad, se extendía tan lejos como
el universo y vivía de la luz.
Silencioso vio de nuevo las casas de la aldea, los talleres y el templo. Y escuchó
la llamada, la voz de Maat pidiéndole que volviera al Lugar de Verdad y llevara a
cabo, allí, la obra a la que estaba destinado.
—No voy a repetirlo —dijo el juez, irritado—. Os pregunto si estáis satisfecho,
Silencioso. ¿Habéis oído?
—¡Sí, oh, sí, he oído!
Silencioso salió lentamente del tribunal, con la mirada puesta en la cima de
Occidente, protectora del Lugar de Verdad.

—Me gustaría hablarte —le dijo Ardiente—, pero tienes un aspecto realmente
extraño.
Poseído aún por la llamada que le había invadido, Silencioso apenas reconoció a
su salvador.
—Perdóname, quería darte las gracias. Estoy vivo gracias a ti.
—¡Bah! Me divirtió intervenir.
—¿Te gusta pelear, Ardiente?
—En el campo hay que saber defenderse. A veces el tono sube de prisa y pelean,

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de buena gana, por una nadería.
—¿Dónde vives?
—En la orilla oeste, pero he abandonado definitivamente la granja familiar. Me
muero de sed, ¿tú no?
—Lo menos que puedo hacer es ofrecerte cerveza fresca.
Silencioso se procuró una jarra y los dos amigos se sentaron en la ribera, a la
sombra de una palmera.
—¿Por qué has dejado a tu familia?
—Porque no quiero ser granjero ni suceder a mi padre.
—¿Y cómo imaginas tu porvenir?
—Sólo tengo una pasión: el dibujo. Y sólo existe un lugar donde puedo probar
mis dotes y aprender lo que me falta: el Lugar de Verdad. He intentado acercarme,
con la esperanza de entrar en él, pero parece imposible. Sin embargo, no renunciaré a
mi proyecto… Es la única razón que me hace seguir vivo.
—Eres muy joven, Ardiente, y podrías cambiar de opinión.
—Eso no ocurrirá, ¡tenlo por seguro! Desde mi infancia, observo la naturaleza,
los animales, los campesinos, los escribas… Y los dibujo. ¿Quieres que te lo
muestre?
—Encantado.
Rompiendo el extremo de una palma seca, Ardiente trazó en la tierra, con notable
precisión, el rostro del juez, su collar y la figurita que representaba a la diosa Maat.
Por primera vez, se sintió inquieto. Él, que siempre había estado convencido de su
talento y se burlaba de las críticas de los demás, aguardaba angustiado el juicio de
aquel joven mayor que él, tan tranquilo y ponderado.
Silencioso se tomó tiempo.
—Está bastante bien —consideró—. Tienes el sentido innato de las proporciones
y tu mano es muy segura.
—Entonces… ¿Crees realmente que tengo dotes?
—Lo creo.
—¡Fabuloso! ¡Soy un hombre libre y sé dibujar!
—De todos modos, te queda mucho por aprender.
—¡No necesito a nadie! —clamó Ardiente—. Hasta ahora me las he arreglado
solo y seguiré haciéndolo.
—En este caso, ¿por qué quieres ser admitido en la cofradía de los servidores del
Lugar de Verdad?
La contradicción golpeó de lleno al artista en ciernes.
—Porque… porque me permitirá dibujar y pintar durante todo el día, sin
ocuparme de nada más.
—¿Y crees que te necesita?

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—¡Le demostraré que soy el mejor!
—Probablemente la vanidad no sea el mejor modo de forzar la puerta.
—No es vanidad, sino un deseo más ardiente que el fuego. Sé que debo ir allí e
iré, sean cuales sean los obstáculos.
—Tal vez el ardor no sea suficiente.
Ardiente levantó los ojos al cielo.
—No es sólo ardor, sino una especie de llamada que he oído, una llamada tan
potente, tan imperiosa que no puedo dejar de responderla. El Lugar de Verdad es mi
verdadera patria, es allí donde debo vivir, no puedo permanecer en ninguna otra
parte… Pero tú no puedes comprenderlo.
—Creo que sí.
Ardiente abrió los ojos asombrado.
—Lo dices por simpatía, pero te dominas demasiado, a ti mismo y a tus
emociones, para compartir mi pasión.
—El Lugar de Verdad es mi pueblo —reveló Silencioso.

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A rdiente tomó de los hombros a Silencioso con tal ímpetu que éste creyó que iba
a aplastarle.
—No es verdad, no es posible… ¡Te estás burlando de mí!
—Cuando me conozcas mejor, sabrás que yo no soy así.
—Pero entonces, ¡sabes cómo se puede entrar en el Lugar de Verdad!
—Es mucho más difícil de lo que imaginas. Para contratar a un nuevo artesano, es
preciso que estén de acuerdo todos los miembros de la cofradía, el faraón y el visir. Y
es preferible pertenecer a un linaje de escultores o dibujantes.
—¿No reclutan a nadie del exterior?
—Sólo a seres observados durante mucho tiempo en las obras al servicio de los
templos, como Karnak.
—Intentas hacerme comprender que no tengo oportunidad alguna… Pero no
renunciaré.
—Para presentarse al tribunal de admisión, también es preciso no tener deudas,
poseer una bolsa de cuero, una silla plegable y madera para fabricar un sillón.
—¡Una pequeña fortuna!
—Siete meses de salario para un principiante, aproximadamente. Es la prueba de
que sabe trabajar.
—¡Soy dibujante, no carpintero!
—El Lugar de Verdad tiene sus exigencias; y no vas a ser tú quien las modifique.
—¿Qué más?
—Lo sabes todo.
—¿Y tú por qué abandonaste la aldea?
—Todo el mundo es libre de salir cuando lo desee… Yo, realmente, no había
entrado todavía.
—¿Qué quieres decir?
—Fui educado allí, me crucé con seres extraordinarios y mi familia esperaba que
fuera escultor.
—¿Te negaste?
—No —respondió Silencioso—, pero no hice trampa. Había cumplido las
condiciones necesarias, deseaba seguir viviendo allí, pero me faltaba lo esencial: no
había escuchado la llamada. Por eso decidí viajar, con la esperanza de que mis oídos
se abrieran por fin.
—Y… ¿se han abierto?
—Hoy mismo, en el tribunal, tras muchos años de vagabundeo. Te debo mucho,
Ardiente, y no sé cómo agradecértelo. Si tú no hubieras intervenido en la calleja, no
habría tenido que comparecer ante ese juez y no habría escuchado la llamada.

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Desgraciadamente, no puedo ayudarte. Cada candidato debe arreglárselas solo. Si ha
gozado de alguna ayuda, su demanda es rechazada.
—Y tú… ¿Estás seguro de ser aceptado?
—En absoluto. Tal vez quienes me conozcan hablen en mi favor, pero su opinión
no pesará mucho en la balanza.
—Dime todo lo que sepas sobre el Lugar de Verdad —exigió Ardiente.
—Para mí, fue una aldea como otra. No he sido iniciado en ninguno de sus
secretos.
—¿Cuándo irás?
—Mañana mismo.
—Pero… ¿Y la bolsa, la silla plegable, la madera?
—Dejé mi peculio a un guardián.
—¡Tú no necesitarás un salvoconducto!
—Es verdad, me dejarán cruzar los cinco fortines y presentarme ante el tribunal
de admisión. Pero tal vez no vaya más lejos.
—Eres ya un hombre maduro, pareces paciente como la piedra y tranquilo como
la montaña… La cofradía debe de apreciar a los candidatos de tu talla y un carácter
como el tuyo.
—Lo esencial es haber escuchado la llamada y convencer de ello a los artesanos
elegidos como jueces de admisión.
—En ese caso, lo conseguiré.
Silencioso posó las manos en los hombros de Ardiente.
—Te lo deseo de todo corazón. Aunque el destino nos separe, no olvidaré mi
deuda contigo.
Gracias al asno que llevaba las vasijas, Silencioso encontró el camino del jardín
de Clara. Se había levantado el viento del sur, y unas coléricas olas agitaban el Nilo.
La arena volaba y agredía a los hombres, los animales y las casas.
Silencioso puso el borrico a cubierto, en un establo, en compañía de dos vacas
lecheras, luego volvió al sendero, tranquilo y atormentado al mismo tiempo.
Tranquilo, pues escuchar la llamada había liberado en él fuerzas que no había
sospechado; como Ardiente, estaba decidido a cruzar la puerta del Lugar de Verdad
para conocer sus secretos. Atormentado, pues si conseguía convencer al tribunal de
admisión, perdería a la mujer que amaba.
Barrido por furiosas ráfagas, el jardín estaba vacío. Silencioso recordó con
emoción las recientes plantaciones de Clara, en las que había participado. Le habría
gustado verlas crecer junto a ella, cuidarlas día tras día, envejecer al compás de su
florecimiento. Pero la llamada de Maat y del Lugar de Verdad era tan imperiosa que
no tenía otra opción: quería recuperar su patria perdida y penetrar en sus misterios.
Se habían esfumado los años vacíos, se habían olvidado las dudas… Silencioso

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tenía la sensación de haber atravesado una noche profunda de la que creía que no
podría salir. Era preciso no embarrancar en el dintel de una aventura que presentía
fabulosa.
—¿Me buscabais?
Con los hombros cubiertos por un chal de lana, Clara acababa de aparecer,
preocupada.
—Me había refugiado en una cabaña —explicó—. Esperaba que vinierais.
—Deseabais ser la primera en conocer mi respuesta definitiva, y cumplo mi
promesa.
—Rechazáis el puesto de capataz, ¿no es cierto?
—Sí, pero por una razón tan particular que deseo desvelárosla.
Los azules ojos de la muchacha estaban tristes.
—No será necesario…
—¡Escuchadme, os lo suplico!
Se acercó a la joven, que no se alejó.
—¿Aceptáis… que os tome en mis brazos?
Clara no respondió y permaneció inmóvil. Silencioso la abrazó tiernamente, como
si fuera tan frágil que pudiera romperse. Él sintió que su corazón latía tan fuerte como
el suyo.
—Os amo con toda mi alma, Clara. Sois la primera mujer de mi vida y no habrá
otra después de vos. Y, puesto que os amo así, me está prohibido haceros desgraciada.
Ella se abandonó, saboreando aquel momento de felicidad.
—¿Qué puedo temer de ti, Silencioso?
—He escuchado la llamada del Lugar de Verdad y debo responder a ella. Si se me
niega la admisión, seré un hombre quebrado, sin razón para vivir. Si me la conceden,
mi existencia se desarrollará en la aldea de los artesanos, lejos de este mundo.
—¿Es irrevocable tu decisión?
—He escuchado la llamada, Clara, y tiene tanta fuerza como mi amor por ti. Si
fuera posible olvidarla, lo haría. Pero no quiero mentir ni mentirme.
—¿Te casarás con una mujer de la aldea?
—Nunca me casaré y ocuparé una casa de soltero, pensando cada día en ti.
—¿Permanecerás enclaustrado?
—Podré salir, de vez en cuando, del Lugar de Verdad para verte, pero ¿no sería
eso torturarme?
—Bésame.
Sus cuerpos se unieron con ardor y ternura. Abrazados, se tendieron bajo el
algarrobo de tupido follaje, que les protegió del viento del sur.
Mientras se amaban, bañados por los rayos del sol poniente, Negrote montaba una
atenta guardia.

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T res soluciones simples habrían permitido a Ardiente procurarse la silla plegable,


la madera y la bolsa de cuero. La primera consistía en comprarlos, pero no
tenía nada para ofrecer a cambio; la segunda, pedírselos a su padre, pero nunca
volvería a ver a aquel hombre por el que no sentía ya afecto alguno. La tercera,
robarlos a riesgo de que lo descubrieran. Ahora bien, una pena de cárcel le apartaría
definitivamente del Lugar de Verdad. Además, durante el interrogatorio de los
artesanos, le preguntarían de dónde procedía su peculio, y se vería obligado a mentir.
Suponiendo que le descubrieran, las puertas de la aldea se cerrarían para siempre.
Se imponía una conclusión: Ardiente tenía que trabajar para poder procurarse lo
que se le exigía. Siete meses de labor… ¡Demasiado tiempo! Se privaría de sueño
para acortar el plazo y presentarse, cuanto antes, ante la cofradía.
Ardiente vio a un anciano sentado en un taburete que estaba adormeciéndose.
—Perdona que te despierte, abuelo… ¿Podrías indicarme el camino que lleva al
barrio de los curtidores?
—¿Qué quieres hacer allí, jovencito?
—Buscar trabajo.
—No es un oficio muy agradable… ¿No se te ocurre ninguna idea mejor?
—Eso es cosa mía.
—Como quieras, jovencito… Ve hacia el norte, sal de la ciudad, deja a tu
izquierda el pequeño palmeral, luego sigue derecho y guíate por el olor.
Gracias a las indicaciones del anciano, a Ardiente no le costó encontrar el barrio
de los curtidores. De las grandes cubas que contenían orina, estiércol y tanino para
suavizar las pieles se desprendía un hedor espantoso que agredió la nariz del
muchacho. En los almacenes se acumulaban pieles de corderos, cabras, bovinos,
gacelas y demás animales del desierto. En los puestos se veían cinturones, correas,
sandalias y odres destinados al mercado.
La mirada de Ardiente se fijó en una soberbia bolsa de cuero.
—¿Buscas algo? —le preguntó un cincuentón mal afeitado.
—Trabajo.
—¿Tienes experiencia?
—Era granjero.
—¿Por qué has dejado el campo?
—Es cosa mía.
—¡No eres muy amable, caramba!
—¿Sois el patrón?
—Es posible… y no me gusta en absoluto el modo como miras mi bolsa de cuero.
A mi entender, no buscas trabajo pero te gustaría robar algunas hermosas piezas.

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Ardiente sonrió.
—Os equivocáis… Por desgracia me veo obligado a convertirme en vuestro
empleado.
—Voy a darte otra cosa que te sentará muy bien.
El curtidor chasqueó los dedos. Dos obreros salieron del taller donde suavizaban
las pieles con sal y aceite. Tenían estrecha la frente y ancho el pecho.
—Castigad a ese mocoso, muchachos… No creo que se queje a nadie y no
intentará robarnos de nuevo.
Un rictus de satisfacción animó los toscos rostros de ambos obreros. Mientras se
miraban felicitándose por la diversión que su patrón les ofrecía, Ardiente había
saltado ya sobre el primero y le había propinado una violenta patada en la barbilla
que le había dejado fuera de combate. Estupefacto, su compañero había intentado
reaccionar, pero era demasiado lento y su puño sólo había encontrado el vacío. El de
Ardiente, en cambio, cayó con precisión sobre la nuca de su adversario, que se
derrumbó sin sentido.
Muy pálido, el patrón retrocedió hasta apoyarse de espaldas en el puesto.
—¡Coge lo que quieras y vete!
—Sólo quiero trabajar para tener una hermosa bolsa de cuero. Luego, me iré.
—La que te gusta es un producto de lujo… Las tengo menos caras.
—Prefiero el lujo. Una condición, patrón: para mí no habrá días de reposo ni
limitación de horario de trabajo. No tengo tiempo que perder, necesito la bolsa en
seguida. ¿Dónde me instalo?
—Sígueme…
El curtidor quedó sorprendido ante la capacidad de trabajo de Ardiente. No se
cansaba nunca, se levantaba al alba, no se quejaba por nada y hacía el trabajo de
varios aprendices. No había tardado mucho en hallar los gestos adecuados y resultaba
el más eficaz para estirar y suavizar el cuero extendido en un caballete de madera con
tres pies.
Dada la facilidad con la que el muchacho aprendía el oficio, el patrón le enseñó el
modo de engrasar y aceitar una piel de primera calidad, para evitar que se resecara
fatalmente.
Cierto anochecer, cuando los demás obreros habían abandonado el taller, el patrón
se acercó a Ardiente.
—No mantienes mucho contacto con tus compañeros.
—Cada uno en su lugar. No tengo la intención de pasarme la vida aquí y hacer
amigos.
—Tal vez te equivoques… Este oficio es menos despreciable de lo que imaginas.
Mira eso…
—Son vainas de acacia.

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—Tienen un fuerte contenido en tanino, al igual que la corteza del mismo árbol, y
ese producto permite practicar un verdadero cultivo, indispensable para las piezas
excepcionales. Una soberbia bolsa de cuero, por ejemplo, o mejor aún…
—Sólo me interesa la bolsa.
—He recibido el pedido de un estuche en el que un encargado de los secretos del
templo de Karnak meterá sus papiros. Una pequeña maravilla que yo mismo
fabricaré… Si te interesa, podría hacer una copia con la que te pagaría tu trabajo.
—¿Además de la bolsa?
—Claro está.
—¿Por qué me ofrecéis algo así?
—Si deseas tanto la bolsa, será para deslumbrar a alguien. Con el estuche,
además, puedes estar seguro del golpe. Y, encima, me sorprendes. Nunca había
conocido a alguien como tú. Tendrías un hermoso porvenir si te convirtiera en mi
brazo derecho. Sólo he tenido hijas y necesitaría un sucesor.
—Lo que me interesa es la bolsa. No rechazaré que añadáis el estuche. Por lo
demás, no pienso enranciarme aquí.
—Cambiarás de opinión.
—No contéis con ello.
—Ya veremos, muchacho, ya veremos…

Ardiente sólo necesitaba tres o cuatro horas de sueño para recuperarse. Era el
primero en llegar a la tenería y el último en marcharse, se alojaba en una choza que él
mismo había construido con cañas. Como se acercaba la estación cálida y el patrón le
había donado un cobertor de basto lino, el joven soportaba la incomodidad. Hacía
mucho tiempo que la noche había caído cuando penetró en su cuchitril. Percibió de
inmediato una presencia.
—¿Quién está ahí?
Algo se movió bajo el cobertor.
Ardiente lo apartó y descubrió a una muchacha desnuda que torpemente intentaba
ocultar su sexo y sus pechos con las manos. No era bonita ni fea y debía de tener unos
veinte años.
—¿Quién eres?
—La prima de tu patrón… Te he visto en el taller. Como me gustas mucho, no he
tenido paciencia para esperar más.
—Y has hecho bien, hermosa.
La muchacha se acostó boca arriba y tendió los brazos hacia el joven, que se
había quitado el taparrabos.
—Comenzaba a hacerme falta —reconoció—. Llegas en el momento oportuno.
Ella recibió el cuerpo del atleta con un maullido de gata.

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Un buen oficio, porvenir, un patrón bien dispuesto, una amante previsora y muy
poco arisca… ¿Qué más podía exigir Ardiente?

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C uando Silencioso había anunciado su partida al padre de Clara, éste montó en


una violenta cólera y le amenazó con llevarle ante un tribunal si no terminaba
la construcción de la casa que le había confiado.
Reconociendo sus deberes, Silencioso había aceptado no abandonar Tebas antes
de haber cumplido su contrato moral.
El empresario se había tranquilizado y le había rogado que se sentara.
—He perdido los estribos, perdóname.
—Teníais razón: aunque deba encargarme sólo de la obra, la llevaré a cabo.
—¿Por qué te niegas a ser mi capataz y a casarte con mi hija?
—¿No os lo ha dicho ella?
—No, pero siento su tristeza. ¿Quién sino tú podía ser la causa?
—Es cierto, amo a vuestra hija.
—¡Entonces, ya no lo comprendo! Si es ella la que se niega, la convenceré.
—¿Tan sumisa la creéis?
—¡Tendrá que serlo!
—No la atormentéis, mi decisión es irrevocable.
—¿Por qué tanta obstinación?
—Porque tengo la intención de entrar en la cofradía del Lugar de Verdad.
—¡Pero… eso es imposible! ¿Con qué apoyos cuentas?
—Fui educado en la aldea de los artesanos.
—De modo que era eso… ¡Por eso no trabajas como los demás! Supongo que
ningún argumento puede hacer cambiar tu decisión.
—Ninguno, en efecto.
—También yo estoy triste… Podríamos haber vivido, los tres, días felices.
Termina esta casa, Silencioso, y podrás partir.
En menos de quince días, Ardiente había realizado el trabajo de tres meses.
Ningún obrero curtía las pieles mejor que él, y las suyas eran las que se vendían antes
y al mejor precio. Realizaba cada gesto a conciencia y rascaba la piel antes del
curtido, tanto tiempo como fuera necesario. Rechazando los aceites que podían
enranciar, el muchacho se había orientado, espontáneamente, hacia la calidad, y
acababa de terminar un par de sandalias que sólo un terrateniente podría comprar.
Con una cuchilla de hoja semicircular, Ardiente cortaba, de una piel de cabra,
unas tiras muy suaves que dispondría en el escudo de un teniente de carros, reforzado
con bordes de metal.
—¿Tú eres el nuevo?
La voz era cortante y autoritaria. Ardiente no se volvió y siguió concentrado en su
trabajo.

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—Te habla el teniente Méhy, y no le gusta que le den la espalda.
—Yo no me ocupo de los clientes… Hable con el patrón.
—Me interesas tú. Al parecer eres fuerte como un toro salvaje y te cargaste a dos
mocetones acostumbrados a pelear.
—No tuve que esforzarme… Se golpearon el uno contra el otro.
Méhy tomó a Ardiente del brazo y le obligó a mirarle.
—¡Me horroriza que se burlen de mí, muchacho!
—Soltadme inmediatamente.
Había tanta violencia en los negros ojos del joven atleta que Méhy soltó la presa y
retrocedió un paso.
Ardiente descubrió a un hombre pequeño, de rostro redondo y cabellos muy
negros pegados al cráneo. Los labios eran gruesos, las manos y los pies rechonchos,
el torso ancho y poderoso. El oficial parecía seguro de sí mismo, y sus ojos, de un
marrón oscuro, estaban llenos de altanería.
—¿Te atreverías a agredirme?
—Sólo os pido que me respetéis.
—De acuerdo, muchacho. ¿Dónde está mi escudo?
—Me estoy encargando de él.
—Enséñamelo.
Ardiente se lo mostró.
—Habrá que añadir unos clavos y unas placas de metal. Exijo un escudo tan
sólido que deslumbre a los mejores soldados.
—Lo haré lo mejor que pueda.
—¿No te interesa cambiar la tenería por el ejército? Con una planta como la tuya,
te enrolarían inmediatamente.
—No siento ninguna atracción por la vida militar.
—Te equivocas, tiene numerosas ventajas.
—Mejor para vos y peor para mí.
—Eres joven y demasiado fogoso, amigo. Si sirvieras a mis órdenes, aprenderías
a suavizarte.
—Yo enseño la suavidad al cuero.
—Si te vuelves más inteligente, dirígete al cuartel principal de Tebas y cita al
teniente Méhy. Mientras, termina en seguida mi escudo. Mañana por la mañana
enviaré un soldado a buscarlo.
En cuanto el oficial hubo salido, el patrón apareció en el taller.
—¿Todo ha ido bien, Ardiente?
—No nos haremos amigos.
—El tal Méhy es un hombre influyente… Tiene mucha ambición y se murmura
que pronto obtendrá un importante ascenso. ¿Ya has terminado su escudo?

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—Si lo deseáis, lo haré esta noche.
—Más vale no contrariar a Méhy.
—Mañana al anochecer habré terminado las tareas necesarias para la compra de
la bolsa de cuero.
—Lo sé, lo sé… Hablaremos de ello.
Cuando Ardiente despertó, la prima del patrón dormía boca abajo. Admiró por
unos instantes la soberbia grupa que tanto placer le había dado, pero los primeros
rayos del sol atrajeron su mirada. Atravesaban el tabique de cañas e iluminaban dos
objetos depositados en el suelo: una bolsa y un estuche de cuero.
Ardiente se levantó para palparlos: eran de primera calidad.
—¿Te gustan? —preguntó la voz agridulce de la prima, apenas despierta.
—Dos pequeñas maravillas.
—¿Cómo mis pechos?
—Si quieres.
—El patrón te los regala.
—Error, hermosa: me los ha procurado mi trabajo.
—¿Cuándo nos casamos?
—¿Te tienta?
—Claro está, puesto que recibirás la tenería. Ardiente le propinó una palmada en
las nalgas. —¡Bien comienza el día!
—Ve pronto a ver al patrón y vuelve a mí más pronto todavía —imploró ella,
lánguida.

Silencioso había abandonado la obra al alba, una vez terminada la casa de Tebas
en la que se alojaría un pastelero, su segunda esposa y sus dos hijos. Su contrato
quedaba cumplido, podía partir de la orilla este, tomar la barcaza y ponerse en
camino hacia el Lugar de Verdad.
Cien veces había sentido deseos de correr al jardín para volver a ver, por última
vez, a Clara. Pero ¿no sería eso hacerlo más desgarrador y aumentar el dolor de la
separación?
Silencioso se había sumido en su trabajo para no seguir pensando en ella, pero no
podía apartar su rostro de su mente. Renunciar a hablarle había sido una prueba casi
insuperable, y ya era hora de abandonar la ciudad. Unos días más y tal vez no tendría
el valor de partir.
La brisa del amanecer era deliciosa y perfumada. Cargada de mercancías, la
barcaza cruzó el Nilo avanzando al bies para aprovechar, al mismo tiempo, el viento
y la corriente. Adormecidos, los viajeros acababan su noche.
Silencioso fue el primero que saltó a la orilla, trepó la corta pendiente y se
inmovilizó.

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Allí estaba Clara, sentada bajo una palmera.
Corrió hacia ella y le dio la mano para ayudarla a levantarse.
—Me voy contigo —dijo la joven.

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E l curtidor soltó su mendrugo de pan y corrió hacia Ardiente.


—¿Adonde vas?
—He trabajado bien, me has pagado, me voy.
—¡Es insensato! ¿No te gusta mi prima?
—Tiene unas nalgas espléndidas y un cerebro de gorrión.
—¿No quieres sucederme?
—A tu edad, deberías escuchar más a la gente. He obtenido lo que había venido a
buscar y, como ya te había anunciado, me marcho.
—¡Piénsalo bien, Ardiente!
—Adiós, patrón.
Olvidando ya la tenería, el joven pensaba en adquirir la madera necesaria para
fabricar un sillón. Podría haberla cambiado por el hermoso estuche de cuero, pero no
tenía ganas de separarse de él. ¿No sería acaso una baza más cuando se presentara
ante la puerta del Lugar de Verdad?
Ahora tenía que encontrar trabajo en casa de un carpintero y no perder más
tiempo en casa del curtidor.
A media mañana, el joven se presentó al patrón de un taller que empleaba a más
de veinte aprendices y otros tantos aguerridos profesionales, y producía un mobiliario
sencillo pero sólido. De unos sesenta años, robusto, con un pequeño bigote, el patrón
no parecía fácil.
—¿Tu nombre?
—Ardiente.
—¿Tu experiencia profesional?
—Granjero y curtidor.
—¿Te han despedido?
—No, me he marchado yo.
—¿Por qué razón?
—Es cosa mía.
—Y mía también, muchacho. Si te niegas a responder, busca en otra parte.
El tono agresivo del carpintero complació a Ardiente, que sintió deseos de librar
combate.
—Mi padre es un hombre obtuso y abúlico; el curtidor con quien he trabajado es
un oportunista sin envergadura. Podría haber sucedido a ambos, pero busco un dueño
mejor.
El carpintero no ocultó su asombro.
—¿Qué edad tienes?
—Dieciséis años. Aparento más porque soy fornido. ¿Me contratáis o busco en

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otra parte?
—¿Qué deseas exactamente?
—Hacer, con la mayor rapidez posible, el número de jornadas de trabajo que me
permita adquirir la cantidad de madera necesaria para fabricar un sillón y comprar
una silla plegable.
—¿Conoces los precios?
—Para un perezoso, cinco meses de trabajo sin cansarse. Para mí, un mes como
máximo.
—¿No duermes nunca?
—Lo mínimo cuando debo terminar un trabajo.
—¿Y luego?
—Cuando haya obtenido lo que deseo, me iré.
—¿No te interesa aprender a fondo el oficio?
—No tengo más que decir. Vos decidís.
—Eres un tipo raro… Aquí mando yo y no me gustan los cabezones. Si aceptas
obedecerme, podemos probarlo.
—¿Comienzo en seguida?
—Puesto que necesitas madera, ve a cortarla tú mismo. Mi leñador te enseñará a
manejar el hacha.

Clara y Silencioso avanzaban lentamente hacia el Lugar de Verdad, franqueando


trigales separados por palmerales y bosquecillos de sicómoros.
—No es una aldea como las demás —le explicó él—. No van a admitirte.
—Salvo si vivimos bajo el mismo techo para ser marido y mujer.
Él se detuvo para tomarla en sus brazos.
—¿Lo deseas… Lo deseas realmente?
—¿Lo dudas?
El aire nunca había sido tan vivificante, el cielo tan puro ni el sol tan luminoso.
Pero Silencioso sabía que aquella felicidad no iba a durar mucho.
—Las demás mujeres te harán la vida imposible y te obligarán a partir. Intentaré
que te acepten, convencerlas de que no sólo eres mi esposa y de que no eres ajena a la
obra que se realiza en el Lugar de Verdad, pero…
—No será necesario.
Así pues, Clara renunciaba. Había comprendido que su deseo era utópico.
—No será necesario —repitió tan apacible como decidida—, pues también yo he
escuchado la llamada.
—¿De qué modo?
—Contemplando la cima de Occidente donde reside la diosa del silencio. ¿Acaso
no protege los valles prohibidos donde moran las almas inmortales de los faraones y

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sus esposas, no es acaso la patrona secreta de los artesanos del Lugar de Verdad? Su
voz se deslizó en el viento y ensanchó mi corazón. Ahora sé que pasaré mi vida
descubriéndola, conociéndola y sirviéndola. Y sólo hay un lugar donde poder llevar a
cabo esta tarea.
—Te ayudaré con todas mis fuerzas, Clara, y no cruzaré sin ti la puerta de la
aldea.
Dándose la mano, con la mirada clavada en la cima de Occidente, siguieron
avanzando hacia el Lugar de Verdad. El amor que los unía los hacía ya inseparables.
Querían vivir la misma vida, en todas sus dimensiones, de la más material a la más
espiritual. Fueran cuales fuesen las pruebas, no expresarían dolor ni se lamentarían; y
si era preciso afrontar el espectro del fracaso, no retrocederían.
Dos caminos permitían acceder a la aldea. El primero se iniciaba muy cerca del
Ramesseum, el templo de millones de años de Ramsés el Grande, pero estaba
permanentemente cerrado por unos soldados que sólo dejaban pasar a los artesanos
procedentes del Lugar de Verdad. El segundo era la única vía autorizada para quien
quisiera intentar dirigirse a la aldea.
Clara y Silencioso dejaron a la derecha el templo de Amenhotep, hijo de Hapu, el
gran sabio que había servido fielmente al faraón Amenhotep III, cuyo inmenso
santuario se levantaba en las cercanías. A su izquierda se encontraba la colina de
Djemé, donde estaban enterrados los dioses primordiales. Dejaron atrás la zona de
cultivos y entraron en el desierto.
El primero de los cinco fortines señalaba el límite del dominio sagrado que
dependía de la competencia de «la gran y noble Tumba de millones de años al
Occidente de Tebas». Llamada, abreviadamente, «la Tumba», la institución agrupaba
a los artesanos encargados de excavar y decorar las moradas de eternidad de los
faraones y sus esposas. Y su territorio comprendía, además del propio Lugar de
Verdad, el Valle de los Reyes y el de las Reinas.
Clara fue consciente de aventurarse por otro mundo, tan cercano y lejano al
mismo tiempo, un mundo donde los humanos seguían amando, sufriendo y luchando
con lo cotidiano, pero donde su trabajo consistía en moldear la eternidad como si
fuera un material.
Desde que había escuchado la llamada, Clara veía a Silencioso de un modo
distinto. De su ser emanaba un deseo de creación que la fascinaba, pero era preciso,
además, poner a su disposición las herramientas indispensables para concretarlo.
Los policías no tenían un aspecto más amable que de costumbre.
—Vuestros salvoconductos.
—No tenemos.
—Entonces, volved al lugar de donde venís.
—Soy Silencioso, hijo de Neb el Cumplido, jefe de equipo del Lugar de Verdad.

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Haz que avisen a mi padre de que mi viaje ha terminado y deseo entrar en la aldea
con mi esposa.
—Ah… Tengo que informar al jefe. De momento, quedaos aquí.
El policía transmitió la demanda a un colega, que se dirigió al segundo fortín, y la
misma escena se repitió, de fortín en fortín, hasta el despacho del jefe Sobek, que
autorizó a la pareja a cruzar «los cinco muros» para presentarse ante él.
Por su mirada agresiva, Clara y Silencioso sintieron que la partida todavía no
estaba ganada, ni mucho menos.
—Vuestra historia me parece sospechosa —dijo Sobek con voz arrogante—. Si
me habéis mentido, lo pagaréis muy caro.

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E l jefe Sobek no invitó a sentarse a sus huéspedes. No había dormido bien, había
digerido mal un plato de habas en salsa, maldecía el calor y no soportaba que le
contrariaran.
—¿Conocéis bien al jefe de equipo Neb el Cumplido? —preguntó Silencioso con
calma.
—¿Me tomas por un retrasado? ¡Es a ti a quien no conozco! Y Neb el Cumplido
no tiene hijos.
—En el sentido profano de la palabra, es cierto.
—¿Qué estás diciendo…?
—Mis padres murieron, Neb el Cumplido me adoptó. Para los artesanos del
Lugar de Verdad, me he convertido en su hijo. Y como debe de hacer poco tiempo
que ocupáis vuestro puesto, oís hablar de mí por primera vez.
Sobek se dio una palmada en la frente, con su mano diestra.
—Tantas historias, tantos misterios… ¿Cómo voy a verificarlo? ¡No tengo
derecho a penetrar en la aldea!
—Dejadme hablar con el guardián de la gran puerta. Él avisará a mi padre.
—Admitámoslo… ¿Y ésta quién es?
—Clara, mi esposa.
—¿De quién es hija?
—De un empresario de la orilla este.
—Ah… ¡De modo que ella no vive en la aldea!
—Todavía no, pero vivirá conmigo.
Sobek señaló a Silencioso con un índice acusador.
—¿Y qué me demuestra que estáis casados?
—Sabéis muy bien que no es necesario ningún documento administrativo.
—Sé también que debéis vivir bajo el mismo techo… ¿Y dónde está ese techo?
—Si nos autorizáis a salir de aquí y a ir al barrio de los auxiliares, os lo mostraré.
—Vamos.
En el exterior del recinto de la aldea, algunos artesanos pertenecientes al personal
auxiliar de la cofradía habían sido autorizados a construir modestas moradas. Así
ocurría con Obed el herrero, un sirio cuarentón de enormes brazos, bajo y barbudo.
Fabricaba y repartía herramientas de metal.
En cuanto descubrió a Silencioso, Obed salió de su forja y corrió hacia él para
gratificarle con un abrazo que estuvo a punto de derribar al joven.
—¡De regreso por fin! Yo estaba convencido de que no habías desaparecido. El
escriba Ramosis está enfermo y tu padre comenzaba a desesperarse.
Irritado, Sobek intervino.

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—¡Te burlas de mí! Esta casa es la de Obed, no la tuya.
El herrero se interpuso.
—¿Cuál es tu problema, jefe?
—Este hombre afirma estar casado con esta mujer, pero no tienen techo.
Obed contempló a Clara.
—¡Por todos los dioses del cielo y de la tierra, qué hermosa es! Si me quisiera
como marido, no vacilaría ni un solo instante. Estás mal informado, jefe. Acabo de
legar mi habitación a esta joven pareja, que penetrará en ella ante todos vosotros para
que quede constancia. Estarán, pues, en su casa y consumarán su unión.
Furioso, Sobek intentó argumentar:
—Y si la muchacha no lo consintiera, y si estos dos fueran hermano y hermana, y
si…
—Tómame en tus brazos —pidió Clara a Silencioso, que la levantó para cruzar el
umbral de la casa.
—Os felicito por vuestra conciencia profesional, jefe Sobek —declaró el hijo
espiritual de Neb el Cumplido—. Clara y yo nos amamos, somos marido y mujer, y
vamos a venerar a Hator, diosa del amor, por la felicidad que nos ofrece.
—¿No querrás, a fin de cuentas, asistir a la escena y levantar acta? —preguntó el
herrero al policía.
Ante la risa gutural de Obed, Sobek volvió a su despacho. Quería saberlo todo
sobre Silencioso. Si había cometido la menor falta, no se libraría.

Qué dulce había sido aquella noche de amor en una pequeña habitación
amueblada con un viejo catre cojo. Sus cuerpos estaban hechos el uno para el otro y
sus gestos habían desplegado, espontáneamente, la magia del deseo y la ternura.
—Qué feliz hora esta —dijo Silencioso cuando se levantó el sol—; ¿qué diosa
podría hacerla eterna?
—He dormido a tu lado, amor mío, tu mano se ha posado en mí y me he
convertido en tu esposa. No te alejes más de mí, que nada ni nadie nos separe.
Silencioso la abrazaba cuando les alertó un ruido.
—Si los jóvenes recién casados están despiertos —anunció la gruesa voz del
herrero—, les traigo algo para comer.
Leche, tortas calientes todavía, queso fresco, higos… ¡Un verdadero festín!
—Tu mujer es tan bella como una diosa, Silencioso, y debe de poseer
innumerables cualidades, pero… ¿la has advertido de que no la llevas al paraíso? La
aldea es un mundo cerrado, hostil a cualquier rostro nuevo, sobre todo cuando puede
eclipsar a los demás.
—Mi marido no me ha ocultado nada —precisó Clara.
—Ah… ¿Y no tenéis miedo?

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—Como él, he escuchado la llamada.
—Bueno… Entonces son inútiles mis advertencias. Si yo estuviera en vuestro
lugar, olvidaría el Lugar de Verdad e iría a instalarme en la orilla este para aprovechar
la existencia. A vuestra edad, encerraros en esta aldea y no tener más horizonte que
una misteriosa obra… En fin, a cada cual su destino.
—Mi taparrabos está bastante deslucido —deploró Silencioso—. Con tu vestido
nuevo, harás mejor efecto.
—Espero que el tribunal de admisión no se pronuncie sólo por la apariencia.
—Para serte franco, ignoro sus criterios y ni siquiera sé quién forma parte de él.
—¿Estás inquieto, acaso?
—Temo fracasar, decepcionarte, ser indigno de mi padre…
—También yo estoy inquieta. Pero sé que no tenemos otra opción, que deberemos
ser sinceros y mostrarnos como somos.
—Me preocupa otro detalle: he cumplido las condiciones materiales para
presentarme, pero ¿qué van a exigirte?
—Ya veremos.
El herrero llamó a Silencioso.
—Aquí está lo que me confiaste antes de partir, hace varios años —dijo Obed
entregándole una bolsa de cuero, unos pedazos de madera de buena calidad para
fabricar un sillón y una silla plegable de madera—. De todos modos no acabo de
comprender por qué no te presentaste ante el tribunal si habías cumplido las
condiciones impuestas. Tú, el hijo espiritual de un famoso artesano.
—Porque no había escuchado la llamada.
—¿Y para escucharla has viajado tanto tiempo?
—Sí, y he advertido que estaba muy cerca, tan cerca que su potencia me había
ensordecido.
El herrero suspiró.
—Gracias por tu franqueza, pero realmente no comprendo nada… Buena suerte
de todos modos.
La mañana era soberbia, el calor insoportable. La pareja acudió al puesto de
policía municipal, donde un Sobek de mejor humor degustaba su desayuno.
—No tengo ninguna razón para encarcelaros —se lamentó—. Salid de aquí y
presentaos en la puerta del norte.
Silencioso y Clara obedecieron al policía. Los muros que formaban el recinto de
la aldea parecían infranqueables.
A la izquierda de la puerta cerrada, uno de los dos guardianes estaba de centinela
de las cuatro de la madrugada a las cuatro de la tarde. Provisto de un gran bastón,
disponía de una choza para resguardarse del sol y no tenía autorización para cruzar el
umbral. Como su camarada, vivía en la zona cultivada, lejos del Lugar de Verdad.

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De cabeza cuadrada, ancho de hombros, veterano en toda clase de luchas, el
centinela cobraba un modesto salario, completado por algunas primas cuando servía
de testimonio en las transacciones comerciales.
—Me llamo Silencioso y soy el hijo de Neb el Cumplido. Mi esposa Clara ha
escuchado, como yo, la llamada y te rogamos que abras las puertas de la aldea.
—No estáis autorizados a entrar.

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E l leñador tenía la piel curtida como el cuero y mascaba sin cesar hojas de alheña.
Por delante de Ardiente y él, marchaban una decena de cabras conducidas por
la más vieja, que parecía saber adonde iba.
—¿Cortamos leña o guardamos el rebaño?
—No seas impaciente, muchacho; por lo que veo, no conoces el oficio. Gracias a
mis cabras, gano tiempo y energía.
La vieja cabra se fijó en una acacia, en el límite del desierto, y la emprendió con
las hojas más accesibles. Sin poder resistir aquella golosina, sus congéneres se
lanzaron al asalto del árbol.
—Sentémonos a la sombra de aquella palmera, allí, y dejemos que las cabras
trabajen. He traído pan, cebollas y un odre de agua fresca.
—No tengo ganas de descansar, sino de cortar madera, mucha madera.
—¿Para qué?
—Necesito la cantidad necesaria para fabricar un sillón.
—¿Tienes que amueblar una casa?
—Necesito esta madera.
—Tienes tus secretillos y haces bien. Cuanto menos se cuenta mejor van las
cosas. Yo me he divorciado dos veces porque confiaba demasiado en mis esposas.
Terminaron dejándome sin blanca y acabaré mis días como leñador, al servicio de un
carpintero.
—¿Cuándo empezamos?
—Mira esas buenas bestias y agradéceselo.
Levantándose sobre las patas traseras, las cabras desnudaban con ardor el árbol.
Cuando hubieron devorado lo que podían alcanzar, el leñador fue en su ayuda. Ató
una cuerda a las ramas altas y tiró de ellas para ponerlas al alcance de los
cuadrúpedos, encantados de proseguir el festín.
—¡Admira la tarea, muchacho! La acacia ha quedado perfectamente limpia, ahora
nos toca a nosotros.
Ardiente recibió un hacha con mango de madera y arqueada hoja de bronce.
Desramó el tronco a pequeños y precisos hachazos y, luego, sin recuperar el aliento,
lo cortó con una fuerza que dejó pasmado al leñador. El joven no sólo parecía
infatigable, sino que, además, realizaba el gesto justo como si fuera un profesional
experimentado.
—Vas demasiado de prisa para mí… A ese ritmo, acabarías estropeando el oficio.
—Tranquilízate, no pienso hacer carrera. En cuanto haya terminado, pídeles a tus
cabras que elijan otro árbol.
—El patrón ha dicho que…

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—El hacha la manejo yo, no el patrón.
El leñador consideró que sería mejor evitar problemas inmediatos. Las cabras
partieron, pues, a la conquista de un nuevo festín mientras él disfrutaba de un
descanso bien merecido y Ardiente la emprendía con su segunda acacia.

Silencioso y Clara esperaban desde hacía tres días. Obed el herrero les traía unas
frugales comidas sin decir palabra, como si hubiera recibido la orden de observar un
inquebrantable mutismo. El jefe Sobek pasaba ante ellos sin dirigirles la palabra.
Asistían a la llegada del cortejo de asnos cargados de géneros diversos y material, a la
descarga vigilada por los guardianes de la puerta y a la labor de los auxiliares, que se
encargaban de la comodidad de los habitantes del Lugar de Verdad.
—¿Es un proceder normal? —preguntó Clara.
—Lo ignoro. Los del interior actúan como les parece.
—Esperar a tu lado no es una prueba, y el lugar es tan mágico que logra que el
tiempo fluya como la miel.
Silencioso compartía la serenidad de su compañera. Con ella y gracias a ella no
temía golpe alguno de la suerte. Si el tribunal de admisión pensaba doblegarlos bajo
el peso de la angustia, se estaba equivocando. Hallarse aquí, en el desierto, entre
colinas salvajes dominadas por la majestuosa cima de Occidente, muy cerca del lugar
donde unos seres trabajaban para la eternidad, viviendo en el secreto de la materia, ya
le hacía feliz.
Cuando el tercer día concluía y el sol se hundía en el horizonte, el guardián de la
puerta fue a su encuentro.
—Silencioso, ¿sigues solicitando tu admisión en la cofradía del Lugar de Verdad?
—Mis intenciones no han variado.
—¿Y tú, Clara?
—Tampoco las mías.
—Con mi colega, me encargo del servicio de correos. ¿Deseáis dirigir una carta a
un pariente antes de presentaros ante el tribunal de admisión?
Silencioso negó con la cabeza, y su esposa le imitó, aunque no podía dejar de
pensar en su padre, que no comprendería su decisión.
—Seguidme, entonces.
La noche caía de prisa. Los auxiliares habían ido a dormir a su casa, en la llanura,
y se habría jurado que la aldea, sumida en la oscuridad, había sido abandonada.
Pese a su determinación, Clara tenía el corazón en un puño. La dulce magia del
lugar había desaparecido con los postreros rayos del sol y ya sólo quedaba un temor
difuso y opresivo.
Siguiendo al guardián, la pareja llegó a un metro de la puerta norte, el acceso
principal al Lugar de Verdad.

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—Aguardad aquí.
Silencioso estrechó la mano de su esposa.
El guardián se agachó, encendió una antorcha y se desinteresó de la pareja. Unos
halcones peregrinos bailaban en el cielo, donde agonizaban los últimos fulgores
anaranjados. La puerta se entreabrió y apareció un hombre de edad avanzada que se
quedó inmóvil en el umbral. Iba ataviado con una pesada peluca negra, un largo paño
blanco y un nudoso bastón en la mano derecha. Silencioso creyó reconocer a un
cantero de difícil carácter, al que no era conveniente importunar.
—¿Quiénes sois los que osáis turbar la serenidad del Lugar de Verdad?
—Silencioso, hijo de Neb el Cumplido, y mi esposa, Clara.
—¿Sois conocidos por el tribunal de admisión?
—Deseamos presentarle nuestra demanda.
—¿Cuál es?
—Pertenecer a la cofradía de los artesanos y vivir en el Lugar de Verdad.
—¿Cumples los requisitos necesarios?
Silencioso presentó la bolsa de cuero, la silla plegable y la madera destinada a la
fabricación de un sillón. El hombre lo examinó sin pronunciar palabra.
—¿Y tú, Clara?
—He escuchado la llamada de la cima de Occidente.
El hombre del bastón pensó durante largo rato, como si sopesara la respuesta.
—En nombre del faraón, jurad que no revelaréis a nadie, bajo ninguna
circunstancia, lo que vais a ver y oír.
La pareja prestó juramento.
—¡Si traicionáis vuestro juramento, que los demonios del infierno os atormenten
eternamente! Seguidme.
Silencioso y, luego Clara, se deslizaron por la puerta entornada, detrás del hombre
del bastón. Al otro lado, adivinaron una calleja flanqueada de casas, pero no tuvieron
oportunidad de dejar que su mirada errara por aquel universo misterioso, pues fueron
obligados a dirigirse hacia la izquierda, donde dieron con un porche ante el que se
hallaban dos artesanos.
La oscuridad no permitía distinguir sus rostros.
Uno de ellos avanzó y agarró a Clara por la muñeca. Silencioso reaccionó de
inmediato.
—¿Adonde la llevas?
—Si te niegas a someterte a nuestras leyes, deberás abandonar la aldea de
inmediato.
—Ten confianza —dijo Clara.
El artesano se alejó con la muchacha.
Silencioso sintió el rigor de la soledad y temió las pruebas que estaban por venir.

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Había esperado que no los separarían y que unirían sus fuerzas ante los jueces, pero
tendría que hacerles frente sin ella.
—Ha llegado la hora —anunció el hombre del bastón.

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C uatro acacias.
Ardiente había terminado con cuatro acacias en un tiempo récord, ante la
pasmada mirada del leñador. Éste había farfullado un confuso informe al carpintero,
que se había visto obligado a creerle al ver el montón de troncos apilados ante su
taller. El muchacho había aprendido a utilizar una sierra, indispensable para cortar a
lo largo las más hermosas piezas y obtener tablas que no hubiera criticado un
veterano profesional.
Indiferente a la discusión entre el carpintero y el leñador, Ardiente se interesaba
por los objetos que ya estaban listos para ser entregados: mangos de abanico, peines,
copelas y pequeños muebles, arquillas y taburetes.
El carpintero se acercó al muchacho.
—Había dado órdenes precisas y las has ignorado. ¿Sabes que para cortar un
árbol es necesaria una autorización? ¡Tendré que justificar tu celo ante la
administración!
—Es vuestro problema, patrón. Yo os he dado un adelanto y, además, así
ahorraréis salarios. ¿Cuántos árboles tendría que cortar así, en varios trozos, para
obtener la cantidad de madera que deseo?
—Tu experiencia como leñador ha terminado.
—¿Me despedís?
—Sin duda sería la mejor solución, pero tienes que aprender a fabricar un sillón y
una silla plegable, si no recuerdo mal.
—Tenéis buena memoria.
—No se entra en un taller como un toro en un cercado. Empleo a técnicos
puntillosos que trabajan aquí desde hace muchos años, y los aprendices saben que
deben obedecer y comportarse correctamente. Temo que tú no seas capaz de ello.
—Probémoslo de todos modos.
—Te lo advierto, al primer desliz, te despido.
El patrón y su empleado se dieron la mano.
—¿Puedo empezar ahora?
—Espera a mañana, tu…
—No tengo tiempo que perder.
Cuando el carpintero presentó el muchacho a los obreros del taller, la atmósfera
se hizo glacial. Unos rostros huraños se volvieron hacia el recién llegado para
indicarle que no era bienvenido.
—Os pido que aceptéis a Ardiente como aprendiz —declaró el patrón—. Os
ayudará a terminar los trabajos retrasados y estará a disposición de quien le necesite.
—¿Qué sabe hacer? —preguntó el decano del taller.

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—Aprender —respondió el joven—. ¿Quién quiere comenzar a instruirme?
—Toma eso.
El decano le dio a Ardiente una azuela, una pequeña herramienta con mango de
madera. Una de sus caras era plana y estaba doblada casi en ángulo recto; allí se
había atado una hoja de bronce con una correa de cuero.
—Demuéstranos lo que sabes hacer —ordenó con ironía.
Ardiente examinó la hoja, pasó el dedo por el filo y, luego, exploró el taller
durante largo rato, como si se dispusiera a tomar posesión de él. Se demoró unos
instantes antes de elegir una tabla, cuya superficie alisó con la azuela.
—¿Quién te ha enseñado? —se extrañó el decano.
—Una herramienta se adapta, forzosamente, al material que debe trabajar. Ésta
sirve para cepillar, ¿o no?
—No eres un novato…
—Hasta ahora no he necesitado a nadie, y creo que en adelante seguiré siendo así.
¿No tenéis nada más que mostrarme?
El patrón hizo señas a los obreros para que se marcharan.
—¿Quién eres realmente, muchacho?
—Alguien que desea aprender a fabricar una silla plegable.
—¿Ambicionas mi cargo?
—¡En absoluto! Podéis estar tranquilo. En cuanto haya obtenido lo que deseo, me
iré.
—Muy bien… Mírame.
El carpintero se sentó en un banco, con la mano derecha cogió un mazo, y con la
izquierda, un cincel de madera. En una tabla de poco grosor que sujetó entre las
rodillas, practicó unas muescas bastante regulares.
—Ahora te toca a ti.
Ardiente ocupó el lugar del decano y le imitó sin vacilar.
—¡No puedo creer que nunca hayas trabajado la madera!
—Creed lo que queráis y prosigamos.
En el taller había varias clases de hachas, sierras, cuchillos y cinceles. Ardiente
los probó con un mínimo de vacilaciones. Su mano era firme, sus gestos precisos.
El carpintero, atónito, enseñó al joven cómo utilizar unas tablas cuidadosamente
cortadas, uniéndolas con colas de milano y reforzándolas con espárragos y lañas. Le
desveló la técnica de las esquinas provistas de capuchones, la de las clavijas de
madera, el arte de unir espigas y muescas, la de los cierres de arquilla para evitar que
su contenido se desparramara en caso de caída, y el método del perfecto ajustado que
permite fabricar cajas y sillas.
Ardiente lo comprendía todo a la primera y no olvidaba nada. A veces, incluso, su
mano se mostraba más hábil que la de su maravillado profesor.

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—Has nacido para ser carpintero, muchacho. Harás fortuna sin ninguna
dificultad.
—¿Cuántos taburetes debo fabricar para ganar mi silla plegable?
—Bastará con una decena… ¡Pero estoy seguro de que te gustará!
—Mostradme cómo se coloca el asiento a una silla.
—Mañana lo veremos.
—¿Estáis fatigado?
Tocado en su amor propio, el decano utilizó unas fibras vegetales trenzadas para
fabricar el asiento de un escabel capaz de soportar un buen peso.
La noche pasó rápidamente, el maestro seguía poniendo a prueba las
sorprendentes capacidades del alumno, que no le decepcionó ni una sola vez.
Cuando el carpintero cayó de sueño, Ardiente estaba terminando su primer
taburete.
Era día de descanso. Los obreros reposaban, a excepción de Ardiente, que
trabajaba bajo un sicómoro. Le divertía manejar el mazo y el cincel, y evitaba las
trampas que la madera le tendía. Con una piedra pulida, alisaba perfectamente la
superficie de un taburete. Con la ayuda de la experiencia, conseguiría fabricar un
mueble pequeño, tan hermoso como sólido.
—¿Tú eres Ardiente? —preguntó una muchacha delgada de cabellos negros y
cortos.
—Sí, soy yo.
—¿Puedo sentarme?
—Como quieras.
Era morena, de mirada incitadora, y chupaba un tallo de papiro azucarado.
Llevaba una camisola de manga corta y una falda por encima de las rodillas.
—¿Sabes lo que dicen, Ardiente? Que el murmullo de las hojas de sicómoro
parece el perfume de la miel; su follaje, turquesa; su corteza, loza, y que sus frutos
son más rojos que el jaspe. Su sombra refresca, pero yo tengo calor, mucho calor…
¿Me ayudas a quitarme la camisola?
—Estoy ocupado.
Ella misma se quitó la frágil prenda, dejando al desnudo dos manzanas de amor, y
se acurrucó contra el poderoso muslo del joven atleta.
—¿No te ha gustado mi descripción del sicómoro?
—¿Qué parentesco tienes con mi patrón?
Su fresco rostro se contrajo.
—Soy… soy su sobrina.
—Comienzo a estar acostumbrado: mis sucesivos patronos me envían una
hermosa muchacha, para que me vaya de la lengua y, al mismo tiempo, para
retenerme en su casa.

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—Te equivocas, yo…
—No hace falta que sigas mintiendo. Podrás confirmarle a tu tío que he dicho la
verdad y que no tengo intención alguna de ser carpintero. Gracias a él progreso con
rapidez y pronto seré propietario de una hermosa silla plegable.
—¿No te quedarás aquí?
—Tengo algo mejor que hacer.
—Pero tu porvenir…
—Deja que yo me ocupe de eso. Y mi inmediato porvenir es una soberbia moza
que tiene ganas de hacer el amor.

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T oda la ciudad de Tebas estaba agitada, pues el rumor se había confirmado:


Ramsés el Grande llegaba desde su capital del Delta, Pi-Ramsés, para residir
durante unas semanas en su palacio de Karnak. Algunos cortesanos estimaban que se
trataba de unas simples vacaciones, tal vez de un retiro en el recinto cerrado. Otros,
que el viejo monarca anunciaría cambios importantes.
Ramsés el Grande iba a cumplir ochenta años, y hacía cincuenta y siete que
reinaba en Egipto. En el año veintiuno había firmado un tratado con los hititas para
iniciar una era de paz y prosperidad que permanecería en la memoria de la
humanidad. Pero la desgracia le había herido varias veces, cuando su padre Seti, su
madre Tuya y su adorada esposa, la gran esposa real Nefertari, habían desaparecido.
Algunos de sus amigos íntimos habían abandonado la tierra de los vivos y, dos años
antes, Kha, el hijo letrado y sabio que debería haberle sucedido, había entrado
también en los paraísos del más allá. Le tocaría, pues, a su otro hijo, Merenptah,
asumir la pesada tarea.
Dada su avanzada edad y su doloroso reumatismo, Ramsés dejaba ya a Merenptah
al cuidado de la administración de las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto, pero él
era quien firmaba los decretos reales redactados por el fiel escriba Ameni, cada vez
más cascarrabias pero tan trabajador como siempre.
Según el pueblo egipcio, gracias al faraón, la verdad reinaba sobre la mentira, los
malhechores eran vencidos, las lluvias caían cuando era necesario y las tinieblas
retrocedían ante la luz. ¿Acaso el rey no poseía millones de oídos que le permitían
escuchar las palabras de todos los seres, aunque estuvieran ocultos en el fondo de una
caverna, y no eran sus ojos más luminosos que las estrellas? Canal que regularizaba
el caudal del río, vasta sala donde todos podían encontrar reposo, muralla con
almenas de metal celeste, agua fresca durante los grandes calores, refugio seco y
cálido durante el invierno, el faraón era coronado en los corazones puesto que, por él,
Egipto era más verde y próspero que un gran Nilo. Ramsés el Grande llegó al palacio
de Karnak en silla de manos. Allí le recibieron el sumo sacerdote de Amón, el visir,
el alcalde de Tebas y algunos oficiales más, muy impresionados por la idea de ver de
cerca al ilustre monarca cuya reputación había cruzado las fronteras de Egipto hacía
ya mucho tiempo. De su seguridad se encargaba el teniente de carros Méhy, que había
hecho lo que estaba en su mano para que se advirtieran sus buenos y leales servicios.
Pese a los achaques de la edad, Ramsés el Grande seguía siendo tan
impresionante como en el momento de su coronación. La nariz larga y algo aguileña,
las orejas redondas de delicado orillo, la autoritaria mandíbula y la aguda mirada
componían el rostro de un monarca acostumbrado a mandar.
El palacio hechizaba la mirada. El pavimento y los muros de la sala de recepción,

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llenos de columnas, estaban adornados con representaciones de loto, papiro, peces y
aves que retozaban en magníficos paisajes. Los nombres de Ramsés habían sido
pintados en azul sobre fondo blanco, colocados en óvalos que simbolizaban el
circuito del sol. Frisos de acianos y amapolas decoraban la parte alta de las paredes.
El faraón iba ataviado con una túnica blanca y un taparrabos blanco y dorado, con
brazaletes de oro en las muñecas y sandalias blancas. Cuando se sentó en un trono de
madera dorada, cada uno de los asistentes a ese excepcional consejo sintió que
Ramsés el Grande aún llevaba el gobernalle del navío del Estado con mano firme.
—Majestad, la ciudad del dios Amón se alegra por vuestra presencia —dijo el
alcalde de Tebas—. Gracias a vuestras directrices vive feliz, pues sois el padre y la
madre de todos los seres. Que vuestra palabra siga alimentando nuestros corazones.
Sois el señor del gozo, y el que se rebela contra el faraón se destruye a sí mismo.
—Durante mi viaje he examinado los informes referentes a tu gestión de mi
querida villa de Tebas. Eres un buen alcalde, pero es preciso velar más aún por el
bienestar de los habitantes del nuevo barrio. Algunos de los trabajos de alcantarillado
se han retrasado en exceso.
—Se hará según vuestra voluntad, majestad, y recuperaremos el retraso. Me
gustaría proponeros que admitierais en la orden del collar de oro al teniente de carros
Méhy, que se encarga de vuestra seguridad en Tebas y da completa satisfacción a la
cabeza de su destacamento de élite.
Ramsés aprobó con un gesto cansado. Hacía ya mucho tiempo que no le
interesaban las entregas de condecoraciones y el pueril juego de los honores, en el
que tantos dignatarios perdían su alma.
Para Méhy era el inicio de una soberbia carrera. Al recibir el fino collar de oro de
manos del visir —que reconocía así sus méritos en nombre del faraón—, el oficial no
sólo iba a ser ascendido al grado de capitán, sino que pertenecería, también, a la alta
administración de la rica ciudad tebana. Con los gruesos labios relucientes de
satisfacción, Méhy se sintió, sin embargo, algo decepcionado de que Ramsés no
posara más los ojos en él y de que la ceremonia fuese tan breve.
—He recibido una carta del administrador principal de la orilla occidental de
Tebas, y su contenido es la verdadera razón de mi presencia aquí —reveló el rey—.
Que el autor del documento exponga sus agravios.
Abry, un alto funcionario bien alimentado, se presentó ante el monarca y le hizo
una reverencia.
—Majestad, deseo alertaros sobre una situación anormal. Los artesanos del Lugar
de Verdad forman una comunidad aparte desde el reinado de vuestro glorioso
antepasado Tutmosis I. Hace más de tres siglos que existe y que excava las moradas
de eternidad en el Valle de los Reyes… ¿No creéis que ya es hora de reformar esa
institución?

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—¿Qué tienes que reprochar a la cofradía?
La pregunta, demasiado directa, turbó al escriba.
—Majestad, no son exactamente reproches, pero la cofradía exige recibir,
diariamente, cierto número de géneros que gravan nuestro presupuesto. Varios
auxiliares están destinados a su servicio y, como los residentes en el Lugar de Verdad
están sometidos a secreto, es imposible controlar su trabajo e imponerles las
consecuentes tasas. Muchos funcionarios se preguntan acerca del cometido exacto de
esta corporación, que goza de privilegios que a algunos les parecen desmesurados.
—¿Qué propones, pues?
El administrador principal se sintió animado a proseguir. Estaba claro que al
monarca le había gustado su argumentación.
—Propongo que se suprima el Lugar de Verdad y se disperse a los artesanos que
lo componen. La aldea, que no ocupa una gran superficie, será transformada en
almacén. Así obtendremos ganancias sustanciales, por no hablar de los impuestos que
afectarán a familias e individuos que hasta ahora estaban exentos de pagarlos. La
desaparición de esta arcaica institución supondrá, pues, claros beneficios para el
Estado.
Ramsés ya sólo tenía que adoptar el decreto que transformara el proyecto en
realidad.
—¿Conoces la misión del Lugar de Verdad? —preguntó el monarca.
El alto funcionario se crispó.
—Por supuesto, majestad… Como ya he mencionado, su cometido consiste en
excavar las moradas de eternidad del faraón reinante, de la gran esposa real y de sus
íntimos.
—Mi propia tumba se inició en el año dos de mi reinado, y, por lo visto, tú
consideras que los artesanos de la cofradía están ociosos porque su tarea terminó hace
mucho tiempo, dada mi longevidad.
—Oh, no, majestad, no es eso, ya sé que realizan otras actividades, y no quería
decir que…
—El faraón construye en tierra la ciudad de Dios, de acuerdo con su deber. Y se
muestra benefactor por los trabajos que emprende para los dioses, construyendo sus
templos y moldeando sus imágenes. En Bubastis, Athribis, en Pi-Ramsés, en Edfú, en
Elefantina, tanto en el Bajo como en el Alto Egipto, la obra se cumple y prosigue de
múltiples maneras. En el centro de esta obra está la morada de eternidad del faraón
que crea el Lugar de Verdad. Por ello, mi padre, Seti, decretó la extensión de la aldea,
pues el misterio esencial de donde procede todo es el nacimiento de lo que espíritus
romos como el tuyo consideran una tumba y que es, en realidad, un foco de luz. Los
artesanos trabajan todos los días para vencer a la muerte, construyen para el ka, esa
energía inmaterial que anima toda forma viviente sin por ello fijarse en ella y

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desaparecer con ella. Y para el ka real, que pasa de faraón en faraón sin ser nunca
propiedad de ninguno de ellos, siguen perfeccionando mi última morada. Pero ¿qué
puedes comprender tú de ese secreto, escriba de corazón cerrado y corta inteligencia?
Debes saber que mi estancia en Tebas no tiene más objetivo que embellecer la aldea
de los constructores, ofrecerles mayores medios para que puedan trabajar y fortalecer
su estabilidad. Y a esta tarea consagraré los últimos años de mi vida terrenal, pues no
hay nada más importante que el Lugar de Verdad.

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19

R amsés el Grande descansaba en el jardín de palacio, a la sombra de palmeras,


azufaifos, tamariscos y un sauce plantado a orillas del estanque. Flanqueadas
por ranúnculos, acianos y adormideras, las arenosas avenidas habían sido trazadas
con un cordel y disfrutaban de un constante cuidado. Sentado en un confortable
sillón, con la cabeza apoyada en una almohada, el viejo soberano se había instalado
en un pabellón con finas columnas de madera pintadas de verde. Junto a él, en una
pequeña mesa, había cerveza fresca y ligera, uva, higos y manzanas. El rey disfrutaba
del suave viento del norte que acababa de levantarse y contemplaba las abubillas y
golondrinas que jugaban a la luz del ocaso.
La llegada de su invitado arrancó al monarca de sus recuerdos.
El hombre que se inclinaba ante él había sido uno de los dignatarios más
discretos, aunque de los más importantes de su largo reinado, puesto que Ramosis,
hijo de un cartero, había sido designado como «escriba de la Tumba y del Lugar de
Verdad» durante el año cinco de Ramsés, el décimo día del tercer mes de la
inundación. El rey en persona había elegido a Ramosis para ocupar tan difícil cargo,
tras una carrera ya muy completa: educación en una Casa de Vida, formación como
asistente de un escriba, cargo de escriba contable del ganado del templo de Amón en
Karnak, de la correspondencia después, de los archivos reales y del tesoro del faraón.
Finalmente había decidido convertirse en un «hombre del interior».
El soberano había dejado que Ramosis eligiera, pues para el escriba se trataba de
un radical cambio de orientación. Tras haber frecuentado el inmenso Karnak y los
templos de Tutmosis IV y del sabio Amenhotep, hijo de Hapu, el dignatario tenía que
abandonar una existencia fácil y lujosa para administrar la aldea secreta de los
artesanos desde el interior.
Ramosis no había vacilado: la aventura era demasiado excepcional como para no
tomar parte en ella. Desde su nombramiento había encargado a los servidores del
Lugar de Verdad, de acuerdo con las órdenes del rey, que construyeran una residencia
para Ramsés en los dominios reservados y que ampliaran el templo de Hator,
protectora de la comunidad, sin dejar de ocuparse de la morada de eternidad del
soberano.
A los ochenta y siete años de edad, Ramosis se había retirado sin abandonar la
aldea, donde era querido por todos. Allí no se tomaba ninguna decisión importante
sin consultarle a él.
Ramosis se había puesto un traje de fiesta para encontrarse con su rey: camisa de
largas mangas plisadas, delantal de pliegues verticales y sandalias de cuero. Gracias a
Ramsés, había conocido una existencia exaltante velando por la prosperidad del
Lugar de Verdad, y se sentía feliz al poder agradecérselo al monarca antes de morir.

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—Ramosis, recuerda el célebre texto que te gustaba leer a los aprendices de
escriba: «Imita a tus padres que vivieron antes que tú, tener éxito depende de tu
capacidad de conocimiento. Los sabios han transmitido sus enseñanzas en sus
escritos: consúltalos, estúdialos, léelos y vuelve a leerlos sin cesar».
—Majestad, pese a la debilidad de mis ojos, yo mismo sigo observando el
precepto.
—¿Recuerdas la gran fiesta del año diecisiete que organizaste con Pazair, el mejor
de mis visires? Éramos jóvenes, y nuestra energía parecía inagotable. Hoy eres un
anciano, como yo, pero también eres el hombre más venerado del Lugar de Verdad y
el único dignatario autorizado a llevar el título de «escriba de Maat».
—Vos me disteis la posibilidad de servir a Maat durante toda mi vida en la
cofradía que vive de ella, pero la hora del gran viaje se acerca.
—¿Hiciste preparar tres tumbas junto a la aldea, como habías proyectado?
—Sí, majestad. En la primera rindo homenaje a las divinidades y a vuestros
antepasados que tanto hicieron por la cofradía, Amenhotep I y su madre, Horemheb y
Tutmosis IV. Allí he colocado la estela en la que aparecéis vos. En la segunda
recuerdo a mis dos vacas, Occidente y Agua hermosa, así como al boyero que se
encargó de ellas. En la tercera están presentes mis seres más queridos.[4]
—¿Silencioso forma parte de ellos?
—Es el mayor gozo de mis últimos días, majestad. Como sabéis, mi esposa Mut y
yo no pudimos tener hijos, pese a las estatuas, las estelas y demás ofrendas a Hator, a
Tueris, la gran madre, e incluso a divinidades extranjeras. He preparado, pues, el más
allá con cuidado, sin olvidar la formación de mi sucesor, el escriba Kenhir. Sin
embargo, el ser por el que siento mayor estima y afecto es Silencioso. Cuando
abandonó la aldea para emprender un largo viaje por el mundo exterior, temí morir
antes de su regreso, del que jamás dudé. Afortunadamente, el tribunal de la cofradía
acaba de admitirle entre quienes han escuchado la llamada. Ya es servidor en el Lugar
de Verdad, y estoy convencido de que desempeñará un papel esencial en la aldea, y
no sólo como cantero y como escultor.
—¿Qué nombre de iniciación le habéis dado?
—Neferhotep, majestad.
—Nefer, «la realización, la belleza, la bondad», y hotep, «la paz, la plenitud, la
ofrenda»… ¡Duro programa le imponéis!
—La plenitud de la paz interior, el hotep, tal vez sólo se le ofrezca al término de
su existencia, siempre que, efectivamente, sea «Nefer» como artesano. Debo
advertiros que Silencioso no se presentó solo a las puertas de la aldea.
—¿Quién le acompañaba?
—Su esposa, Clara, cuyo nombre, Ubekhet, significa también «luminosa».
Impresionó al tribunal por su determinación y su esplendor. Es hermosa, inteligente,

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carece de ambición e ignora las numerosas facultades que posee. La pareja es sólida,
las duras pruebas que le aguardan no la destruirán. El tribunal mantuvo Clara como
nombre de iniciación de la esposa de Nefer. Para mí, ambos representan la esperanza
de la cofradía.
—¿De dónde procede esa muchacha?
—Es una tebana, hija espiritual de Neferet, la difunta médica en jefe del reino.
—Neferet… Me cuidó de un modo excepcional. Si Clara ha heredado sus dones,
la cofradía tendrá mucha suerte. Pero háblame con sinceridad, Ramosis: ¿acaso dudas
de las cualidades de tu sucesor, Kenhir?
—No, majestad, aunque no tiene un carácter fácil y, a veces, cumple sus
funciones con una firmeza excesiva. No lamento haberle elegido ni haberle legado
mis muebles, mi biblioteca, mis campos y mis vacas. Además, sólo es el escriba de la
Tumba… Los jefes de equipo, los canteros, los escultores y los pintores no cuentan
menos que él. Tal vez no lo haya comprendido aún, pero ya lo hará con el tiempo.
—Durante los últimos años, varios artesanos no han sido sustituidos —recordó
Ramsés que, como jefe supremo de la cofradía, seguía atentamente su evolución—.
El equipo completo ha tenido hasta cuarenta miembros, y actualmente sólo tiene
treinta.
—Treinta y uno con Nefer, majestad.
—¿Y son suficientes para realizar todas las obras que están en curso?
—Sólo tengo una cosa que decir al respecto, majestad: la calidad es más
importante que la cantidad. Lo esencial, bien lo sabéis, es el buen funcionamiento de
la Morada del Oro y su capacidad de creación. En ese sentido, no hay por qué
preocuparse. Además, estoy convencido de que la llegada de Nefer nos augura un
brillante porvenir.
—No sabes cuánto me alegro de oír eso, Ramosis, pues la hostilidad contra el
Lugar de Verdad no deja de aumentar. Los altos funcionarios sólo piensan en
enriquecerse y forman una casta cada vez más perniciosa, que tan sólo se preocupa
por su porvenir y no por el del país. Para ellos, la cofradía de los artesanos es una
anomalía administrativa que desean suprimir.
—¡Pero sois vos quien reináis, majestad!
—Mientras yo siga viviendo, en el Lugar de Verdad no tendrán nada que temer de
los envidiosos y los calumniadores. Espero que mi hijo Merenptah siga mis pasos y
comprenda que, sin la actividad de esta cofradía, la gran luz de Egipto estaría
condenada a declinar y acabaría por extinguirse. Pero ¿quién puede predecir el
comportamiento de un ser humano cuando está a cargo del poder supremo?
—Tengo confianza, majestad.
Ramsés el Grande sabía que Ramosis siempre había sido muy generoso y que la
transparencia de su alma había iluminado la cofradía, pero también sabía que ésta

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estaba en peligro. Aunque había conseguido que callaran las armas en todo el
Próximo Oriente, el monarca no había aniquilado los odios ni las ambiciones, y era
consciente de que sólo la frágil diosa Maat, encarnación de la justicia, podía impedir
que la especie humana siguiera su inclinación natural que la llevaba a la corrupción,
la injusticia y la destrucción.
Desde el tiempo de las pirámides, la institución faraónica se había apoyado en
una cofradía de artesanos iniciados en los misterios de la Morada del Oro que eran
capaces de inscribir la eternidad en la piedra. Cuando los fundadores del Imperio
Nuevo habían logrado que Tebas ascendiera al rango de capital, la comunidad del
Lugar de Verdad había tomado la antorcha del relevo.
Y aquella llama era vital para la supervivencia de la civilización.
—He olvidado una divertida anécdota, majestad. Acabamos de recibir una
candidatura completamente inesperada, aunque quizás no deba importunaros con ese
incidente sin importancia…

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T e escucho, Ramosis.
—En la cofradía se rechazan casi todas las demandas de admisión, aunque
provengan de artesanos experimentados que hayan demostrado sus cualidades. En
este caso, se trata de un joven coloso de dieciséis años que no tiene referencias. Es el
hijo de un campesino que ha pasado por los talleres de un curtidor y un carpintero…
Pero es tan obstinado que Sobek, el jefe de seguridad, se ha visto obligado a
encarcelarle por segunda vez.
—¿Cumple los requisitos necesarios para presentarse ante el tribunal de
admisión?
—Sí, majestad, pero…
—Muchos de los que hoy componen la cofradía llegaron del exterior,
comenzando por ti, Ramosis. Deja que el muchacho se enfrente a los jueces del Lugar
de Verdad.
Ramsés el Grande miraba a lo lejos.
El viejo escriba de la Tumba sintió que era uno de esos momentos privilegiados
en los que la visión del rey superaba la de los demás hombres. A menudo, durante su
larga existencia, Ramsés, había tenido intuiciones que atravesaban los muros del
porvenir y le permitían actuar abandonando los senderos hollados.
—Majestad, creéis que el muchacho…
—Que comparezca ante los artesanos y que éstos no decidan a la ligera. Si el
joven consigue superar las pruebas, tal vez desempeñe un papel decisivo en la
historia del Lugar de Verdad.
—Intervendré ante Sobek. ¿Pensáis examinar vuestra morada de eternidad,
majestad?
—Por supuesto. Pero me he dado cuenta de otra cosa: hay que ampliar el
santuario del ka real. Tú velaste por su construcción, tú decidirás la fecha de los
trabajos y el plano de la obra.
A Ramosis le invadió una intensa alegría.
—¡Es un gran honor para la aldea! Elegiremos el momento justo con la ayuda de
la mujer sabia.
Ramsés recordó que, en su juventud, también él escuchó la llamada. Le hubiera
gustado compartir la existencia de aquellos hombres cuyo pensamiento se
transformaba en obra luminosa, pero su padre, Seti, le había elegido como sucesor
para mantener Egipto en el camino de Maat y preservar los vínculos de la tierra con
el cielo. No había podido librarse de sus deberes ni un solo día, pero era bueno que
así fuese.

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Sobek abrió la puerta de la celda.
—¿Has terminado ya de hacer ruido?
—Tengo la intención de perforar el muro de esta prisión y lo voy a conseguir —
respondió Ardiente.
El muchacho ya había dañado considerablemente el muro de ladrillo con sus
puños.
—Si no te estás quieto inmediatamente, haré que te encadenen.
—No tenéis razón alguna para encarcelarme, puesto que he traído lo necesario
para presentarme ante las puertas de la aldea.
—¿Acaso crees que conoces la ley mejor que yo?
—En este caso, sí.
El jefe Sobek se rascó la cicatriz que tenía debajo del ojo izquierdo, recuerdo de
una lucha a muerte con un leopardo en la sabana de Nubia.
—Estoy empezando a enfadarme, muchacho. Yo mismo me ocuparé de tu caso y
te prometo que se te quitarán las ganas de abrir la boca ante un policía.
Ardiente le hizo frente.
Era tan corpulento como Sobek, pero éste era algo más alto y, sobre todo, blandía
un bastón en la mano derecha.
En ese momento apareció un policía, jadeante.
—Jefe, jefe! ¡Debo hablaros inmediatamente!
—Ahora no tengo tiempo.
—Es referente al prisionero.
El aterrorizado aspecto de su subordinado convenció a Sobek de que debía
escucharle. Así pues, cerró la puerta de la celda.
Ardiente pensaba en cómo utilizaría el palo el torturador. Si lo levantaba
demasiado, le inmovilizaría el brazo y le hundiría el pecho de un cabezazo. Pero
Sobek era un profesional y no debía pelear ingenuamente. Al joven no iba a resultarle
fácil y tal vez no vencería, pero el nubio no iba a salir indemne del duelo, pues
Ardiente pondría todas sus fuerzas en el combate.
La puerta volvió a abrirse.
—Sal de ahí —ordenó Sobek, que seguía blandiendo su palo.
—¿Queréis golpearme por la espalda?
—No me faltan ganas, pero he recibido órdenes. Un policía te acompañará hasta
la puerta principal de la aldea.
Ardiente hinchó el pecho.
—De modo que hay ley en este país.
—¡Sal de ahí o no respondo de mis actos!
—Si tenemos ocasión de volver a vernos, Sobek, arreglaremos nuestras

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diferencias de hombre a hombre.
—¡Lárgate!
—No sin lo que me pertenece.
Apretando las mandíbulas, Sobek entregó a Ardiente la bolsa de cuero, el estuche
para papiros, los pedazos de madera bien atados y la silla plegable fabricada por el
aprendiz de carpintero. Provisto del valioso peculio, Ardiente salió del fortín con la
cabeza alta, como un general victorioso que avanzara por un país conquistado.
El nubio que le acompañaba era un mocetón fuerte pero, al lado de Ardiente,
parecía casi un alfeñique.
—No deberías buscarle las cosquillas a Sobek —le recomendó—. Es bastante
rencoroso y, a la primera oportunidad, no fallará.
—Más le valdrá… De lo contrario, seré yo quien no falle.
—¡Es el jefe de la policía local!
—Lo importante es el valor de un hombre, no sus títulos. Si Sobek me busca, me
encontrará.
El policía dejó de sermonear a Ardiente, cuya exaltación aumentaba a medida que
se acercaba a su objetivo. Esta vez no sería un guardián quien le impidiera cruzar el
umbral de la aldea prohibida.
No sabía lo que ocurriría después, pero no le importaba. Sabría convencer a sus
jueces de que había escuchado la llamada y de que, por consiguiente, todas las
puertas debían abrirse ante él.
El sol brillaba generosamente y su ardor animaba aún más al muchacho, que no
temía los más implacables estíos. Que la aldea de los artesanos estuviera en el
desierto, para él era una baza más.
—Me quedo aquí —dijo el policía—. Sigue tú solo.
Ardiente no vaciló. Con aire decidido, atravesó el espacio que separaba el quinto
y último fortín de las proximidades de la aldea.
La mañana estaba tocando a su fin, y los auxiliares habían abandonado sus
talleres para comer a la sombra de un tejadillo. Con curiosidad, observaron pasar al
joven.
El guardián de la gran puerta se levantó y le cerró el paso.
—¿Adonde crees que vas?
—Me llamo Ardiente, deseo entrar en el Lugar de Verdad y llevo todo lo
necesario conmigo.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente seguro.
—Si te equivocas, lo lamentarás. En tu lugar, yo no correría el riesgo y regresaría
al lugar de donde vienes.
—Quédate en tu lugar, guardián, y no te preocupes por el mío.

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—Yo ya te lo he advertido.
—Deja de hablar y abre la puerta de la aldea.
El guardián abrió la puerta lentamente.
Por unos instantes, Ardiente se quedó sin aliento. ¡Su sueño se realizaba por fin!

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D os artesanos salieron de la aldea. Uno se colocó detrás de Ardiente, el otro,


delante de él.
—Sígueme —ordenó este último.
—Pero… ¿No voy a entrar?
—Si sigues haciendo preguntas, ni siquiera te llevaremos ante el tribunal de
admisión.
Aunque irritado, Ardiente consiguió dominarse. Aún no conocía las reglas del
juego en aquel lugar misterioso y debía evitar cualquier paso en falso.
Los tres hombres volvieron la espalda a la puerta principal de la aldea y se
dirigieron hacia el recinto del templo mayor del Lugar de Verdad, junto al que se
levantaba una capilla dedicada a la diosa Hator. Los altos muros ocultaban el edificio
a las miradas profanas.
Ante su cerrado portal había nueve hombres sentados en sillas de madera,
colocadas en semicírculo. Llevaban un simple taparrabos, excepto un anciano, que
iba vestido con una larga túnica blanca.
—Soy el escriba Ramosis y te hallas en el territorio sagrado de la gran y noble
Tumba de millones de años en el Occidente de Tebas. Aquí, reina Maat, en su
luminoso paraje. Sé sincero, no mientas y habla con el corazón; de lo contrario, ella
te apartará del Lugar de Verdad.
Los miembros del tribunal de admisión no parecían demasiado amables y el
muchacho prefirió clavar sus ojos en el viejo escriba Ramosis, cuyo rostro estaba
lleno de bondad.
—¿Quién eres y qué pides?
—Me llamo Ardiente y quiero pasar mi vida dibujando.
—¿Tu padre es artesano? —preguntó uno de los jueces.
—No, es granjero. Pero estamos definitivamente enemistados.
—¿Qué oficios has practicado?
—El curtido y la carpintería.
Sin que le autorizaran a ello, Ardiente dejó su fardo.
—He aquí la bolsa de cuero —declaró con orgullo—. También he traído un
estuche para papiros de buena calidad.
Ambos objetos pasaron de mano en mano. Un juez gruñón tomó la palabra.
—Habíamos pedido una bolsa de cuero y no ese estuche.
—¿Y acaso es una falta hacer más de lo que nos piden?
—Sí, lo es.
—¡Pues para mí, no! —se rebeló el muchacho—. Sólo los perezosos y los
mediocres cumplen las órdenes al pie de la letra, porque tienen miedo de los demás y

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de sí mismos. A fuerza de someternos y no tomar la iniciativa, nos volvemos más
inertes que una piedra.
—Y tú, que tan alto hablas, ¿por qué presentas sólo una silla plegable y no el
sillón que también pedíamos? Si tanto te gusta hacer más de lo que te exigen, ¿por
qué te limitas a presentarnos unos pedazos de madera y no la obra realizada?
—Me habéis tendido una trampa —advirtió Ardiente, enfurecido contra sus
jueces y contra sí mismo—, y no he sido capaz de darme cuenta de ello… ¿Tendré
una segunda oportunidad?
—Siéntate en la silla plegable —ordenó el artesano gruñón.
En cuanto Ardiente se sentó en la silla, se oyeron unos siniestros crujidos. Sin
duda alguna, la silla no soportaría su peso.
—Prefiero seguir de pie.
—De modo que no comprobaste la calidad de este objeto. Además de arrogante,
eres despreocupado e incompetente.
—¡Pedisteis una silla plegable y aquí la tenéis!
—Lamentable respuesta, muchacho. ¿Acaso sólo eres un fanfarrón y un cobarde?
Ardiente apretó los puños con rabia.
—¡Os equivocáis! He intentado satisfaceros, pero mi objetivo en la vida no es
fabricar muebles. Sé dibujar y puedo probarlo.
Otro artesano colocó delante de Ardiente un pincel, un pedazo de papiro usado y
un cubilete de tinta negra.
—Pues bien, pruébalo.
El muchacho se arrodilló, y con los ojos clavados en el viejo escriba Ramosis,
hizo su retrato. Su mano no temblaba, pero no estaba acostumbrado a trabajar con
semejante material.
—Puedo hacerlo mucho mejor —afirmó—, pero es la primera vez que manejo un
pincel y dibujo con tinta sobre papiro. Por lo general, me limito a la arena.
Nervioso y desatinado, Ardiente erró en la parte alta de la frente y las orejas. El
retrato de Ramosis era horrible.
—Dejad que lo repita.
El dibujo fue circulando entre los presentes, que no emitieron comentario alguno.
—¿Qué sabes del Lugar de Verdad? —preguntó Ramosis.
—Detenta los secretos del dibujo y yo quiero conocerlos.
—¿Y qué harás con ellos?
—Descifraré la vida… y ese viaje no tendrá fin.
—No necesitamos pensadores, sino especialistas —replicó un artesano.
—Enseñadme a dibujar y a pintar, y veréis de lo que soy capaz —insistió
Ardiente.
—¿Estás prometido?

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—No, pero he conocido ya a varias mujeres. Para mí, simplemente forman parte
de los placeres de la vida.
—¿No tienes intención de casarte?
—¡De ningún modo! No deseo cargar con un ama de casa y un montón de críos.
¿Cuántas veces tendré que deciros, aún, que mi única meta es dibujar la creación y
pintar la vida?
—¿Te molesta la exigencia del secreto?
—Peor para quienes no consiguen desvelarlo.
—¿Sabes que tendrás que someterte a una regla muy estricta?
—Si no me impide progresar, intentaré soportarla. Pero no acataré órdenes
estúpidas.
—¿Serás lo bastante inteligente para juzgarlo?
—Nadie trazará mi camino en mi lugar.
El juez gruñón volvió al ataque.
—¿Y con esas palabras crees ser digno de pertenecer a nuestra cofradía?
—Vosotros decidís… Me habéis pedido que fuera sincero, y lo soy.
—¿Eres paciente?
—No, y no tengo intención de empezar a serlo.
—¿Crees que tu carácter es tan perfecto que ninguno de sus rasgos debe ser
modificado?
—Ni siquiera me hago esa pregunta. Los fines se logran con el deseo, no con el
carácter. Tener enemigos es normal: me vencerán, porque soy un débil, o los
destrozaré. De todos modos, habrá lucha; por eso estoy siempre dispuesto a combatir.
—¿No has oído decir que el Lugar de Verdad es un remanso de paz en el que
están prohibidas las querellas?
—Puesto que hay hombres y mujeres, eso es imposible. La paz no existe en
ninguna parte de la tierra.
—¿Estás seguro de necesitarnos?
—Sólo vosotros poseéis los conocimientos que no puedo obtener por mí mismo.
—¿Qué más puedes decir para convencernos? —preguntó Ramosis.
—Nada.
—Vamos a deliberar, pues. Deberás aguardar nuestro veredicto, y éste será
inapelable.
El viejo escriba hizo una señal a los dos artesanos que habían acompañado a
Ardiente para que lo llevaran de nuevo a la puerta norte de la aldea.
—¿Será largo? —preguntó.
Pero no hubo respuesta.

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R amosis todavía estaba desconcertado. A menudo había presidido el tribunal de


admisión, pero ésta era la primera vez que daba con semejante candidato. Era
evidente que Ardiente había disgustado profundamente a los artesanos que actuaban
como jurados, a los que se había sumado Kenhir el Gruñón, sucesor de Ramosis y
escriba de la Tumba en funciones.
Al menos, la deliberación no duraría mucho y no se parecería al animado debate
que había seguido a la audiencia de Silencioso. Kenhir se había mostrado
especialmente agresivo, afirmaba que el joven, dotado de numerosas cualidades, tenía
tantas cosas a su alcance que el Lugar de Verdad le resultaría un espacio demasiado
pequeño. Pero ésa no había sido la opinión de la mayoría de los artesanos,
impresionados por la fuerte personalidad del postulante.
Había sido necesaria toda la autoridad de Ramosis para impedir que dos artesanos
compartieran la opinión de Kenhir y rechazaran, así, la demanda de admisión del hijo
espiritual de Neb el Cumplido. Como era indispensable la unanimidad, el viejo
escriba se había librado a un largo y difícil combate para conseguir cambiar la
negativa visión de Kenhir.
En el caso de Clara, las deliberaciones habían sido breves. Cuando había evocado
la llamada de la cima de Occidente, el tribunal, compuesto por sacerdotisas de Hator
que vivían en la aldea, había sentido una intensa emoción. Y la presidenta del jurado,
a la que se llamaba «la mujer sabia», había recibido con gozo a la esposa de Nefer el
Silencioso.
—¿Quién quiere tomar la palabra? —preguntó Ramosis.
Un escultor levantó la mano.
—El tal Ardiente es vanidoso, agresivo y no tiene sentido alguno de la
diplomacia, pero estoy convencido de que, en efecto, ha escuchado la llamada.
Debemos pronunciarnos sobre este punto, y sólo sobre este punto.
Un pintor fue autorizado a hablar.
—No estoy de acuerdo contigo. No discuto que el postulante haya escuchado la
llamada, pero ¿cuál es su naturaleza? Desea su propia realización y no una adecuada
integración en nuestra cofradía. Le ofreceríamos una técnica y él no nos aportaría
nada. Que el muchacho siga su propio camino, que está muy alejado del nuestro.
Kenhir el Gruñón intervino con vehemencia.
—Un extraño fuego anima al muchacho, y eso os molesta porque sólo os gustan
los tímidos. No es un artesano ordinario, sometido a su capataz, incapaz de pensar y
tan apocado que nadie advierte su presencia. Si le admitimos entre nosotros,
corremos el riesgo de que una tempestad atraviese la aldea y trastorne muchas de
nuestras costumbres. ¿Acaso los artesanos del Lugar de Verdad se han vuelto

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cobardes, hasta el punto de que rechazan un talento extraordinario? ¡Pues tiene ese
talento, ya lo habéis visto! Un dibujo estropeado, de acuerdo, a causa de su
inexperiencia, ¡pero qué soberbio retrato! Citadme a un solo dibujante que, tras haber
recibido una enseñanza correcta, haya dado pruebas de semejante capacidad.
—De todos modos —objetó el escultor—, puedes estar seguro de que ese
mocetón se negará a obedecer y pisoteará nuestras reglas.
—Si eso sucede, será expulsado de la aldea; pero estoy convencido de que sabrá
doblar el espinazo para conseguir sus fines.
—¡Pues hablemos de sus fines! ¿No será un simple curioso que quiere desvelar
los secretos de nuestra cofradía?
—¡No sería el primero! Pero todos sabéis que los curiosos no tienen posibilidad
alguna de permanecer mucho tiempo entre nosotros.
Ramosis estaba estupefacto ante la actitud de su colega Kenhir, que rechazaba
una a una las objeciones formuladas contra Ardiente. Por lo general, el escriba de la
Tumba no tomaba partido de una forma tan vehemente.
Los artesanos más hostiles a Ardiente comenzaban a vacilar.
—Necesitamos seres equilibrados y tranquilos como Nefer —prosiguió Kenhir—,
pero también corazones enfebrecidos como este futuro pintor. Si capta correctamente
el sentido de la obra que aquí se lleva a cabo, ¡imaginaos qué espléndidas figuras
trazará en las paredes de las moradas de eternidad! Creedme, vale la pena correr el
riesgo.
El jefe de equipo, Neb el Cumplido, intervino.
—La vocación de nuestra cofradía no es correr riesgos, sino perpetuar las
tradiciones de la Morada del Oro y preservar los secretos del Lugar de Verdad. Este
muchacho no compartirá nuestras preocupaciones y se comportará como un
saqueador.
Ramosis sintió que la oposición del jefe de equipo sería irreductible; no tenía,
pues, por qué callar.
—He tenido el privilegio de conversar con su majestad —reveló el viejo escriba
—, y hemos hablado del caso de este muchacho. Si percibí correctamente el
pensamiento de Ramsés el Grande, Ardiente le parece dominado por una particular
energía que no debemos desdeñar, en el interés de la cofradía.
—¿Se trata… de la energía de Set? —preguntó el jefe de equipo.
—Su majestad no lo dijo.
—Pero ¿es eso, no es cierto?
Los jueces se estremecieron. Asesino de Osiris, encarnado en una criatura
sobrenatural que unos comparaban con un cánido y otros con un okapi, el dios Set
detentaba la potencia del cosmos que la humanidad sentía unas veces como benéfica
y otras como destructora. Sin ella era imposible luchar contra las tinieblas y hacer

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que, cada mañana, renaciese la luz. Pero era preciso ser un faraón de la talla del padre
de Ramsés para atreverse a llevar el nombre de Seti. Anteriormente, ningún monarca
había soportado semejante fardo simbólico, que le había llevado a hacer que se
erigiera, en Abydos, el más vasto y espléndido de los santuarios de Osiris.
Por lo general, los seres transidos de la energía setiana eran presa del exceso y la
violencia, que sólo una sociedad sólidamente construida sobre el zócalo de Maat
podía canalizar. Pero ¿no era necesario excluir ese tipo de individuos de una
comunidad de artesanos destinada a crear la belleza y la armonía?
—¿Su majestad os ha dado alguna orden específica con respecto a Ardiente? —
preguntó el jefe de equipo a Ramosis.
—No, pero ha apelado a nuestra clarividencia.
—¿Es necesario decir algo más? —insistió Kenhir—. Debemos saber interpretar
la voluntad del faraón, que es el dueño supremo del Lugar de Verdad.
Los más escépticos quedaron convencidos, pero Neb el Cumplido no soltó su
presa.
—Mi nombramiento como jefe de equipo fue aprobado por el faraón, confía pues
en mí para apreciar la calidad de quienes deseen entrar en la cofradía. Por eso,
cualquier debilidad por mi parte sería condenable. ¿Por qué debemos exigirle menos
a este muchacho que a los demás artesanos?
—Eres el único juez que se opone a la admisión de Ardiente —advirtió Kenhir—,
y necesitamos la unanimidad. Así pues, ¿no podrías reconsiderar tu posición?
—Nuestra cofradía no debe correr riesgo alguno.
—El riesgo forma parte de la vida, y retroceder ante él nos conduciría a la
pasividad y, luego, a la muerte.
El jefe de equipo, habitualmente tan tranquilo, estaba a punto de perder los
estribos.
—¡Pero no os dais cuenta de que este muchacho consigue dividir nuestras
opiniones! Por consiguiente, ¿no deberíamos desconfiar aún más de él?
—No exageres, Neb. Anteriormente, nuestras discusiones sobre algunos
candidatos ya fueron muy acaloradas.
—Es cierto, pero siempre hemos obtenido la unanimidad.
—Hay que salir de esta situación —decidió Ramosis—. ¿Aceptas dejarte
convencer?
—No —respondió Neb el Cumplido—. Temo que este muchacho turbe la
armonía de la aldea y contraríe nuestro trabajo.
—¿Y no tienes fuerza suficiente para impedir ese desastre? —preguntó Kenhir.
—No sobreestimo mis capacidades.
Ramosis comprendió que aquella esgrima dialéctica no haría cambiar de opinión
al jefe de equipo.

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—Oponerse no es una actitud constructiva, Neb. ¿Qué propones para salir de este
callejón sin salida?
—Sigamos poniendo a prueba a Ardiente. Si realmente ha escuchado la llamada y
tiene la fuerza necesaria para crear su propio camino, la puerta se abrirá.
El jefe de equipo expuso su plan.
Todos lo aceptaron, incluido Kenhir, que, sin embargo, afirmó que estaban
tomando precauciones inútiles.

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Tardarán mucho aún? —preguntó Ardiente a uno de los dos artesanos que estaba
sentado a su lado.
—No lo sé.
—¡No van a deliberar varios días, a fin de cuentas!
—No sería la primera vez.
—Y cuando eso ocurre, ¿es buena o mala señal?
—Depende.
—¿Cuántos candidatos aceptáis cada año?
—No hay norma.
—¿Existe un número limitado?
—Eso no es cosa tuya.
—¿Cuántos sois, en estos momentos?
—Pregúntaselo al faraón.
—¿Hay muchos y grandes dibujantes entre vosotros?
—Cada cual hace su trabajo.
Ardiente comprendió que era inútil interrogar al artesano; por lo que a su colega
se refería, permanecía mudo. Sin embargo, el desaliento no hacía mella en el joven.
Si los jueces con quienes se había enfrentado eran hombres rectos, comprenderían
cuánto deseaba entrar en la cofradía.
Alguien dobló la esquina oeste del recinto. Ardiente le reconoció de inmediato, se
levantó y le dio un abrazo.
—¡Silencioso! ¿Te han admitido?
—Tuve esta suerte.
—¡Tú, al menos, me hablarás de la aldea!
—Eso no es posible, Ardiente. He jurado guardar silencio y no hay nada más
importante que un juramento.
—Entonces ya no eres mi amigo.
—Claro que sí, y estoy seguro de que lo conseguirás.
—¿Puedes hablarles en mi favor?
—Por desgracia, no. Aquí las decisiones las toma únicamente el tribunal de
admisión.
—Es lo que pensaba, ya no eres mi amigo… y, sin embargo, te salvé la vida.
—Nunca lo olvidaré.
—Ya lo has olvidado, porque perteneces a otro mundo… Y te niegas a ayudarme.
—No puedo hacerlo. Debes afrontar la prueba tú solo.
—Gracias por el consejo, Silencioso.
—La cofradía me ha dado un nuevo nombre: Nefer. Y debo comunicarte también

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que me he casado.
—Ah… ¿Y es hermosa?
—Clara es una mujer sublime. El tribunal la admitió en el Lugar de Verdad.
—¡La suerte está de tu parte! Las siete hadas de Hator debían de estar presentes
alrededor de tu cuna, y no se mostraron avaras con sus regalos. ¿Qué tarea te han
asignado?
—Tampoco puedo hablar de eso.
—Ah, sí, lo olvidaba… Para ti ya no existo.
—Ardiente…
—Vete, Nefer el Silencioso. Prefiero permanecer solo con mis guardianes. No son
más parlanchines que tú, pero ellos no son mis amigos.
—Ten confianza. Los jueces no te rechazarán, puesto que escuchaste la llamada.
Nefer puso la mano en el hombro de Ardiente.
—Tengo fe en ti, amigo mío. Sé que el fuego que habita en tu interior abrasará
todos los obstáculos.
Cuando Nefer se alejó, Ardiente sintió deseos de seguirle y penetrar con él en la
aldea; pero habría sido rechazado para siempre.
Poco antes del anochecer, hizo su aparición uno de los jueces del tribunal. Todos
los músculos de Ardiente se tensaron, como si fuera a librar su último combate.
—Hemos tomado una decisión —anunció el juez—. Has sido admitido en el
equipo del exterior; estarás bajo la responsabilidad del alfarero Beken, jefe de los
auxiliares. Ve junto a él; te mostrará el trabajo que debes realizar.
—El equipo del exterior… Pero ¿qué significa eso?
El juez se marchó, seguido por los dos artesanos.
—Esperad… ¡Exijo más explicaciones!
El guardián de la puerta se interpuso.
—¡Calma! Conoces la decisión y debes aceptarla. De lo contrario, márchate y no
vuelvas por aquí. El equipo del exterior no está tan mal. Encontrarás tu lugar como
alfarero, leñador, lavandero, aguador, jardinero, pescador, panadero, carnicero,
cervecero o zapatero. Esa gente trabaja por el bienestar de los artesanos del Lugar de
Verdad, y les sienta bien. Yo mismo y el otro guardián de la puerta somos hombres
del exterior.
—No has citado a los dibujantes ni a los pintores.
—Éstos conocen los secretos… Pero ¿para qué? No son más felices ni más ricos
y pasan la mayor parte de su existencia deslomándose. Has salido muy bien parado,
puedes creerme. Intenta llevarte bien con Beken el alfarero y llevarás una vida
tranquila.
—¿Dónde vive?
—En el lindero de los cultivos, en una pequeña casa con establo. No puede

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quejarse, pero es un tiñoso convencido de que todos los auxiliares ambicionan su
cargo. Y, tal vez, no vaya muy desencaminado… Desconfía de sus jugarretas. Beken
es un vicioso; no ha llegado hasta ahí por casualidad. Si no le gustas, te hará polvo.
—Cuando se pertenece al equipo del exterior, ¿es posible, aún, entrar en la
cofradía?
—El exterior es el exterior. No le des más vueltas y limítate a lo que te ofrecen.
De momento puedes dormir en uno de los talleres de los auxiliares. Dentro de algún
tiempo vivirás en una casa de la zona cultivada, te casarás con una bella moza y le
harás hermosos hijos. Evita a los lavanderos… Su tarea es penosa. Lo mejor es ser
pescador o panadero. Si eres listo, revenderás pescados o panes sin declararlo al
escriba del fisco.
—Voy de inmediato a ver a Beken.
—No te lo aconsejo.
—¿Por qué?
—Le gusta estar tranquilo después de su jornada laboral. Que un desconocido
vaya a su casa le pondrá de muy mal humor, y te cogerá manía. Vete a dormir, ya le
verás mañana por la mañana.
Ardiente sintió ganas de atizar al guardián y demoler, luego, los muros de la aldea
prohibida. Silencioso, el muy gallina, se había convertido en Nefer, y él, cuya
llamada era tan intensa, había sido relegado al equipo del exterior, donde se pudriría
como un inepto.
Había sido humillado. ¿Acaso le quedaba otra solución que destruir lo que nunca
podría obtener?
El guardián se había sentado en la estera y tenía la mirada fija en el suelo.
Ardiente oyó risas infantiles, voces de mujeres, ecos de conversaciones. La vida se
reiniciaba en el interior de la aldea, una vida de la que nada podía ver.
¿Quiénes eran esos seres que habían podido conocer los secretos del Lugar de
Verdad? ¿Qué cualidades poseían que habían convencido al tribunal? Ardiente sólo
conocía a Nefer el Silencioso, y no se parecía demasiado a él.
Tendría que combatir con sus propias armas. Nadie acudiría en su ayuda, y no
debía hacer caso de los consejos que le dieran. Pero no estaba dispuesto a renunciar.
Se dirigió hacia los talleres abandonados por los auxiliares, sabiendo que el
guardia le observaba por el rabillo del ojo. Fingió penetrar en uno de ellos, pero lo
rodeó para salir del campo visual del centinela, luego flanqueó la colina intentando
progresar con tanto sigilo como un zorro.
Puesto que la cofradía le relegaba entre los auxiliares, iba a demostrarle de lo que
era capaz.

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M éhy, el capitán de carros, no dejaba de frotar entre sus rollizos dedos el fino
collar de oro que le convertía en uno de los personajes más importantes de la
sociedad tebana. Gracias a esa condecoración, ahora le invitarían a las más fastuosas
veladas y escucharía las confidencias de las personalidades más relevantes. Poco a
poco, Méhy se convertiría en el dueño oculto de la riquísima ciudad del dios Amón.
Para empezar debía dejar en su lugar al alcalde de Tebas, un tiranuelo doméstico
que se empantanaba en una lucha de facciones y carecía por completo de visión de
futuro. Mientras él se quemaba en un combate estéril y presumía en el proscenio,
Méhy situaría a sus amigos para controlar, poco a poco, los distintos sectores de la
administración. La idea le seducía, aunque no le satisfacía por completo. Lo más
importante era el secreto del Lugar de Verdad, ese secreto que había podido
contemplar y que deseaba poseer. Cuando la Piedra de Luz estuviera en manos de
Méhy, se volvería más poderoso que el propio faraón y podría aspirar a gobernar
Egipto a su manera.
Hacía mucho tiempo que Méhy sospechaba que los artesanos del Lugar de Verdad
ocultaban diversos descubrimientos científicos, reservados para el uso exclusivo del
monarca. Semejantes privilegios debían desaparecer. Egipto se dotaría de nuevas
armas, aplastaría a sus adversarios y emprendería, por fin, una política de expansión
que Ramsés no había sabido llevar a cabo.
En su lugar, Méhy no habría firmado la paz con los hititas. Era preciso aprovechar
su debilitamiento para aplastarlos y formar un ejército moderno y poderoso, capaz de
dominar el Próximo Oriente y Asia. En vez de esta grandiosa política de conquista, el
faraón se había adormecido, poco a poco, en la paz, y los oficiales superiores ya sólo
pensaban en su jubilación, que pasarían en una pequeña propiedad campestre
concedida por el monarca. Realmente era una pena.
—¿Deseáis beber algo fresco? —preguntó el copero de Méhy.
—Vino blanco de los oasis.
Un criado propuso al capitán de carros abanicarle mientras él saboreaba el
costoso brebaje. No era fácil procurarse el mejor caldo, pero Méhy había corrompido
sin esfuerzo a un viñatero que entregaba su producción en palacio, y que le apartaba
una pequeña parte para su consumo.
¿Acaso el arte supremo no consistía en acumular expedientes comprometedores
sobre todo el mundo y aprovecharlos, en el momento preciso, añadiéndoles algunas
plausibles invenciones? Méhy había conseguido, así, terminar con algunos oficiales
más cualificados que él, pero mucho menos hábiles.
—A dama Serketa le gustaría veros —anunció el portero de la hermosa morada
que Méhy tenía en el centro de Tebas.

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Serketa, su prometida, era algo estúpida. Méhy se vería obligado a casarse con
ella, dada su fortuna y la posición social de su padre, tesorero principal de Tebas. En
ese momento, Méhy no la esperaba.
Bajó, sin embargo, hasta la sala de recepción de la planta baja, de la que se sentía
especialmente orgulloso por las altas ventanas pintadas de amarillo y su lujoso
mobiliario de madera de ébano.
—¡Méhy, querido! Tenía miedo de que no estuvieses en casa… ¿Qué te parezco?
«Demasiado gorda», tuvo ganas de responder el capitán de carros, pero se guardó
mucho de revelar su pensamiento, pues la dama Serketa estaba obsesionada por su
peso, que el consumo cotidiano de golosinas no contribuía a disminuir.
—Más arrobadora que nunca, querida. Ese vestido te sienta de maravilla.
—Sabía que te gustaría —dijo ella balanceándose.
—Hay un pequeño problema: debo recibir a un notable de carácter algo difícil.
¿Deseas esperar un poco y cenar, más tarde, conmigo?
Ella esbozó una sonrisa bobalicona, aunque llena de promesas.
—Por supuesto, querido.
Él la atrajo con brutalidad y Serketa no protestó.
Con el pecho opulento, una abundante cabellera aclarada por el tinte y los ojos de
un azul descolorido, a Serketa le gustaba hacer arrumacos y jugar a hacerse la niña.
En realidad, se aburría. Gracias a su padre, un viudo aficionado a las muchachas
cada vez más jóvenes, podía satisfacer sus caprichos y comprar todo lo que le
gustase. A la larga, su existencia se había vuelto tan aburrida que había buscado
cualquier placer que pudiera poner fin a su neurastenia. El vino la había divertido por
algún tiempo, aunque no había roto su soledad. Serketa soñaba con ser aún un bebé,
mimada por su madre y su nodriza, protegida del mundo exterior.
Cuando encontró a Méhy por primera vez, en una recepción, había pensado que
era grasiento, vulgar y pretencioso, pero él le había ofrecido una sensación
desconocida: el miedo. Había en él una brutalidad apenas contenida que la fascinaba
y que le era necesaria.
Puesto que el personaje apenas ocultaba sus ambiciones y parecía dispuesto a
aplastar a quien se interpusiera en su camino, Serketa había decidido casarse con él.
Tal vez, Méhy le proporcionaría sensaciones inéditas que la sacarían de su hastío.
—¿Cuánto tiempo va a durar todavía nuestro noviazgo?
—Depende de ti, querido. Desde que fuiste condecorado con el collar de oro ante
Ramsés el Grande, mi padre te considera uno de los futuros altos dignatarios de
Tebas.
—Y no tengo intención de decepcionarle.
Serketa mordisqueó la oreja derecha de Méhy.
—Y tú, tesoro, tampoco vas a decepcionarme, ¿verdad?

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—No temas.
Molesto por la actitud de la pareja, el intendente descubrió su presencia
golpeando la puerta, que estaba abierta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Méhy.
—Vuestro visitante ha llegado.
—¡Pídele que espere y cierra esa puerta!
Serketa devoraba al oficial con la mirada.
—Bueno, ¿y esa boda?
—Lo antes posible, el tiempo necesario para organizar una gran recepción donde
la nobleza tebana envidie nuestra felicidad.
—¿Quieres que me encargue yo de eso?
—Nadie lo haría mejor que tú, querida.
El oficial manoseó los pechos de su futura mujer, que emitió un gemido de placer.
—En lo del contrato de matrimonio, mi padre es bastante exigente.
—¿Qué contrato? —se extrañó Méhy.
—Mi padre piensa que, dada su fortuna, es preferible así. Está convencido de que
seremos muy felices y tendremos varios hijos, pero, de todos modos, considera
necesario un contrato de separación de bienes. ¿Qué importa eso, amor mío? No
mezclemos el derecho con los sentimientos… Acaríciame otra vez.
Méhy lo hizo, aunque con menos entusiasmo que antes. La noticia le había caído
como un jarro de agua fría, pues echar mano a la fortuna del padre de Serketa era una
de las etapas fundamentales de su conquista del poder.
—Mi pavoroso león parece contrariado… ¿No será por ese simple detalle
jurídico?
—No, claro que no… ¿Vendrás a vivir aquí, no es así?
—Pues claro. Me encanta esta casa, y está muy bien situada. Además, mi padre
ha decidido pagar inmediatamente tus créditos y convertirte, así, en propietario.
—Es muy generoso. ¿Cómo puedo mostrarle mi agradecimiento?
—¡Haciendo que su hija enloquezca de amor!
La besó en la boca.
—Tendremos también una gran villa en la campiña tebana, otra en el Medio
Egipto y una hermosa mansión en Menfis… Las propiedades estarán a mi nombre,
pero eso sólo es una minucia más.
Méhy la habría violado, de buena gana, como un soldado, pero ella lo deseaba
demasiado y él debía recibir a su visitante.
El capitán de carros empezaba ya a sobreponerse del golpe bajo que acababan de
darle. El oficial había comprendido, hacía ya mucho tiempo, que la hipocresía y la
mentira eran temibles armas gracias a las que se cambiaban, en propio beneficio, las
situaciones comprometidas.

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Fingiría aceptar y haber sido vencido para preparar mejor un contraataque
decisivo. El padre de Serketa se equivocaba si creía que podía embridar a un hombre
como él.
—Perdóname, delicia de mis sentidos, pero esta cita es realmente importante.
—Lo comprendo… Voy a ocuparme de nuestros preparativos de boda. Nos
veremos esta noche, en la cena.

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M éhy estaba orgulloso de su gran mansión. Para adquirirla, había tenido que
convencer a un viejo noble tebano, afligido por su viudez, para que se la
cediera a bajo precio. El oficial había salido ganando en todos los sentidos, puesto
que la administración militar le había concedido un préstamo muy ventajoso. Y
gracias a la fingida generosidad de su futuro suegro, se convertiría en propietario
antes de lo previsto. En realidad, el padre de Serketa quería presentar a la alta
sociedad un yerno aparentemente rico, al abrigo de cualquier problema financiero, sin
revelar que era él, el notable, y sólo él, quien controlaba la situación. Pero Méhy le
haría pagar muy cara esa humillación.
Los dos pisos de la mansión habían sido construidos sobre una plataforma
elevada, para evitar la humedad. En la planta baja se encontraban las estancias
reservadas a los criados, que estaban bajo las órdenes de un intendente. Méhy sólo
comía el pan fabricado por su propio panadero y exigía la absoluta limpieza de sus
vestidos, cuidadosamente lavados y aseados por su lavandero. En los peldaños de la
escalera que conducía a los pisos superiores había jarrones que contenían ramos que
eran reemplazados en cuanto las flores comenzaban a ajarse.
En el primer piso se encontraban las salas de recepción; en el segundo, el
despacho del dueño de la casa, las alcobas, los cuartos de baño y las letrinas. El
oficial había hecho instalar un sistema de cañerías para la evacuación de las aguas
residuales. Además de ésta, la mansión disponía de otras comodidades que casi
igualaban las del palacio del faraón.
Méhy detestaba los huertos y la tierra, y creía que ya había bastantes campesinos
para encargarse de eso. Los hombres de su calidad merecían algo mejor, y sólo el
centro de una gran ciudad como Tebas podía albergar una residencia digna de este
nombre.
Cuando entró en la sala de recepción, Méhy disfrutó de la frescura del lugar que,
gracias a un hábil sistema de ventilación, persistía incluso en verano. ¿Había algo
más detestable que el calor?
El hombre con quien tanto había esperado encontrarse estaba sentado en un sillón
cubierto por una tela multicolor. Había utilizado el agua perfumada de una jarra azul
para lavarse las manos y los pies.
—Sé bienvenido, Daktair. ¿Qué te parece mi casa?
—¡Espléndida, capitán Méhy! No las he visto más hermosas.
Daktair era bajo, gordo y barbudo. Unos ojos negros animaban su rostro artero
devorado por espesos pelos rojizos. Unas piernas demasiado cortas le daban el
aspecto de un patán, pero sabía ser tan rápido como una serpiente cuando era preciso
hacer frente a un adversario.

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Hijo de un matemático griego y de una persa que se dedicaba a la química,
Daktair había nacido en Menfis, donde, desde muy joven, había destacado por su
pronunciada afición a la investigación científica. Desprovisto de cualquier sentido
moral, el estudiante había comprendido rápidamente que apropiarse de las ideas de
los demás le permitiría progresar a pasos de gigante, con un mínimo de esfuerzo por
su parte. Pero ésa era sólo una estrategia puesta al servicio de su gran designio:
convertir Egipto en una tierra ideal para una ciencia pura, libre de cualquier
superstición, una ciencia que permitiera al hombre dominar la naturaleza.
Gracias a sus dotes de técnico e inventor, Daktair se había convertido en una
persona indispensable para el alcalde de Menfis, antes de convertirse en el protegido
del de Tebas, donde intentaba descifrar los arcanos de la antigua sabiduría. Sus
cálculos para prevenir las crecidas del Nilo habían sido muy acertados, y había
mejorado el método de observación de los planetas. Sin embargo, de momento eran
sólo naderías; en un futuro impondría una nueva visión del mundo que sacaría a
Egipto de su letargo y de sus caducas tradiciones, y lo encaminaría hacia el progreso.
¿De qué no sería capaz un país tan rico y poderoso cuando hubiera renunciado a sus
viejas creencias?
—Os felicito por vuestro collar de oro, capitán. Es una recompensa merecida que
os convierte en un hombre importante, cuya opinión será cada vez más escuchada.
—No tanto como la tuya, Daktair. He oído decir que el alcalde de Tebas no podría
prescindir de tus consejos.
—Eso es decir mucho, pero es un hombre sagaz que, como yo, se preocupa más
por el porvenir que por el pasado.
—También he oído decir que tus ideas molestan a algunas altas personalidades.
Daktair se mesó la espesa barba.
—Es difícil negarlo, capitán. Al sumo sacerdote de Karnak y a los especialistas
que están a sus órdenes no les gustan demasiado mis investigaciones, pero yo no les
tengo ningún miedo.
—¡Pareces muy seguro de ti mismo!
—Mis adversarios serán arrastrados muy pronto por un río más caudaloso que el
Nilo: la curiosidad natural del ser humano. Todos necesitamos acumular
conocimientos, y yo contribuyo a satisfacer esa necesidad. En un país tan tradicional
como éste, el camino puede ser largo. Y, sin embargo, sería posible ganar tiempo,
mucho tiempo…
—¿De qué modo?
—Apoderándonos de los secretos del Lugar de Verdad.
Méhy bebió un trago de vino blanco para disimular su emoción. ¿Iba a echarle
mano a un aliado de envergadura?
—No te sigo… ¿Acaso no se trata de una simple corporación de constructores?

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Daktair se humedeció la frente con un lienzo perfumado.
—Eso mismo creí yo durante mucho tiempo… pero me equivocaba. No sólo
reúne a artesanos de excepcional competencia, sino que detenta, también, secretos de
vital importancia.
—¿Secretos… de qué tipo?
—Si no temiera resultar grandilocuente, diría que se refieren a la vida eterna.
¿Acaso la cofradía del Lugar de Verdad no se encarga de preparar la morada de
resurrección del faraón? A mi modo de ver, algunos de sus miembros conocen el
proceso alquímico que permite transformar la cebada en oro[5], por no mencionar
otros prodigios.
—¿Has hecho investigaciones acerca de esos misterios?
—Más de una vez, capitán, pero sin éxito alguno. El Lugar de Verdad sólo
depende del faraón y del visir. La administración respondió con una negativa a cada
una de mis peticiones de visita. Cuento con numerosos amigos en la alta
administración, pero la aldea sigue siendo inaccesible.
—¿No es imprudente… tu posición?
—Ya he repetido varias veces las mismas cosas y se han reído en mis narices.
—Eso me han contado, pero quería oírlo de tus propios labios. Porque yo te tomo
en serio.
Daktair se sorprendió.
—Me halagan vuestras palabras, capitán, pero ¿por qué os he convencido?
—Porque el Lugar de Verdad es también una de mis principales preocupaciones.
Como tú, he intentado saber qué ocultan los altos muros de esa aldea, pero no lo he
logrado. Un secreto tan bien guardado debe de ser de gran importancia.
—¡Excelente deducción, capitán!
Méhy miró a su huésped.
—No se trata de una deducción.
—¿Ah, no? Entonces…
—He visto el secreto del Lugar de Verdad.
El sabio se levantó; sus manos temblaban.
—¿De qué se trata?
—No seas tan impaciente. Yo te ofrezco la certeza de que existe, y tu ayuda será
indispensable para conseguir apoderarnos de él y explotarlo. ¿Estás dispuesto a llegar
a un acuerdo?

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L os negros ojillos de Daktair se volvieron penetrantes, como si pudieran descubrir


las intenciones ocultas del capitán Méhy.
—Un acuerdo, decís… Pero ¿qué clase de acuerdo?
—Eres un brillante científico, pero tus investigaciones chocan con infranqueables
muros: los del Lugar de Verdad. Por razones personales, estoy decidido a destruir esa
arcaica institución, aunque no antes de haberle arrancado sus tesoros y sus
conocimientos secretos. Unamos nuestras fuerzas para lograrlo.
El sabio parecía perplejo.
—Eres competente e inteligente —prosiguió Méhy—, pero te faltan los medios
materiales. Pronto dispondré de una de las mayores fortunas de Tebas y pienso
utilizarla para extender mi influencia.
—Supongo que aspiráis a un altísimo cargo en el ejército.
—Evidentemente, pero eso es sólo una etapa de mi escalada. Egipto es viejo y
está enfermo, Daktair. Hace ya demasiado tiempo que es gobernado por Ramsés el
Grande, que ya sólo es un déspota senil, incapaz de percibir el porvenir y de tomar las
decisiones adecuadas. Su larguísimo reinado condena al país a una pasividad
peligrosa.
El huésped del capitán Méhy estaba pálido.
—¡¿No estaréis hablando en serio?!
—Soy lúcido y racional, y ésas son unas cualidades indispensables cuando se
aspira a altas funciones.
—¡Pero Ramsés el Grande es una institución en sí mismo! Nunca he oído la
menor crítica contra él… Gracias a Ramsés se inició una era de paz.
—Sólo es el preludio de nuevos conflictos para los que Egipto no está preparado.
Ramsés el Grande ya no tardará en desaparecer, y nadie le sustituirá. Con él se
extinguirá una forma de civilización caduca. Yo lo he comprendido. Y tú también,
Daktair. Encárgate de hacer progresar las ideas; yo me ocuparé de las instituciones.
Ésa es la base de nuestro acuerdo. Para que se haga realidad, debemos adueñarnos de
los principales elementos que forman el poder de Egipto, a la cabeza de los cuales
está el Lugar de Verdad.
—Olvidáis el ejército, la policía, la…
—Te repito que yo me encargaré de ello. La fortuna del faraón no depende de sus
tropas de élite, que yo conseguiré controlar, sino de la misteriosa ciencia de sus
artesanos que, al mismo tiempo, saben crear una morada de eternidad y procurarle
oro en cantidad.
Daktair empezaba a entusiasmarse.
—Sabéis mucho sobre el Lugar de Verdad…

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—Lo que vi me demostró que ni tú ni yo nos equivocábamos sobre la magnitud
de su ciencia.
—Y no queréis decirme más, ¿no es cierto?
—¿Aceptas convertirte en mi aliado?
—Es peligroso, capitán, muy peligroso…
—Exacto. Tendremos que avanzar con tanta prudencia como determinación. Si te
falta valor, renuncia.
Si Daktair no se comprometía, Méhy tendría que liquidarle. No podía dejar con
vida a un hombre a quien había revelado parte de sus planes.
El sabio vacilaba. Méhy le ofrecía la oportunidad de realizar sus más
enloquecidos planes, aunque tomando un camino peligroso. Pensando en la
supremacía de la ciencia, Daktair había olvidado que el Estado faraónico y sus
fuerzas armadas no iban a desinteresarse de semejante trastorno. Tras su sonrisa y sus
buenas maneras, Méhy ocultaba un alma de asesino. En el fondo, no tenía alternativa:
o colaboraba de buena gana o sería aniquilado de un modo brutal.
—De acuerdo, capitán. Unamos nuestros deseos y nuestras fuerzas.
El rostro lunar del oficial se iluminó.
—¡Es un gran momento, Daktair! Gracias a nosotros, Egipto tendrá un porvenir
brillante. Sellemos nuestro pacto bebiendo un gran caldo que data del año cinco de
Ramsés.
—Lo siento, pero sólo bebo agua.
—¿Ni siquiera en tan excepcional ocasión?
—Prefiero mantener las ideas claras en cualquier circunstancia.
—Me gustan los hombres de carácter. Mañana mismo iniciaré una serie de visitas
oficiales para proponer un plan de mejora del funcionamiento de las fuerzas armadas
tebanas. No tendré ninguna dificultad para imponerlo, y eso me supondrá un ascenso.
Después de mi boda, obtendré la consideración de numerosos notables e iré
introduciéndome, poco a poco, en las instancias dirigentes, hasta el punto de hacerme
indispensable.
—Por mi parte —precisó Daktair—, tengo fundadas esperanzas de ser nombrado
adjunto al jefe del laboratorio central de Tebas.
—Para ello sólo necesitarás una palabra de mi futuro suegro. Sin embargo,
deberás dejar pasar algún tiempo para tomar el mando.
—Será una etapa importante que me permitirá emprender unas investigaciones
desaconsejadas hasta hoy y utilizar nuevos recursos técnicos.
Méhy pensó inmediatamente en la fabricación de nuevas armas que hicieran
invencibles las tropas que estuvieran a sus órdenes.
—Tenemos que dejar las cosas claras sobre el Lugar de Verdad para distinguir lo
cierto de lo que no lo es —exigió el oficial—. Sabemos que un experimentado

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escriba, nombrado por el faraón, se encarga de la administración de la aldea. Durante
muchos años, Ramosis ha realizado esta función, sobre la que nadie ha podido
arrancarle ni una palabra. Sólo conozco el nombre de su sucesor, porque firma los
documentos oficiales: Kenhir. Necesitamos toda la información posible sobre este
personaje. Si resulta ser influenciable, podríamos golpear directamente en la cabeza.
—Sí, pero sólo si realmente es él el verdadero patrón de la cofradía —objetó el
sabio.
—Forzosamente habrá un maestro de obras, o varios, incluso, y toda una
jerarquía… Es esencial conocer el nombre y el papel exacto de cada uno de los
dirigentes.
—Es evidente que los artesanos no hablarán, pero en el caso de los auxiliares es
otra cosa…
—Si no me equivoco, no pueden entrar en la aldea.
—Eso es cierto, capitán, pero asisten a algunos acontecimientos.
—El aprovisionamiento de agua, alimento, ropa, ya lo sé… ¿Y de qué nos sirve
eso a nosotros?
Daktair esbozó una sonrisa de satisfacción.
—El examen detallado de los distintos productos nos ayudará a conocer el nivel
de vida de la cofradía y el número aproximado de sus miembros.
—Interesante —reconoció Méhy—. ¿Tienes ya informadores?
—Sólo uno, un lavandero a quien ofrecí un polvo milagroso gracias al que lava
con más rapidez la ropa sucia. Es sólo un comienzo… Si pagamos su precio,
obtendremos otras ayudas. El lavandero me habló de un episodio excepcional en la
vida de la cofradía.
Por unos instantes, Daktair dejó que a Méhy se le hiciera la boca agua.
—Hace mucho tiempo que no se admitía a un nuevo artesano —prosiguió—.
Ahora bien, un hombre joven, Nefer el Silencioso, ha sido reconocido como digno de
confianza por el tribunal del Lugar de Verdad. Su andadura es bastante sorprendente,
puesto que abandonó la aldea donde había sido educado para viajar durante varios
años antes de regresar.
—Es curioso, en efecto… ¿Acaso tenía algo que reprocharse?
—Tendremos que averiguarlo. Además, el joven iba acompañado por una mujer
procedente del exterior, probablemente hija de un tebano acomodado.
—¿Están casados?
—Ése es otro punto que hay que verificar.
Méhy imaginaba ya varias estrategias para poner en dificultades al Lugar de
Verdad y obligar a sus dirigentes a salir de su espacio protegido. Una vez agrietados,
los muros de la aldea no tardarían en derrumbarse.
—Mi querido Daktair, no creía que nuestro primer encuentro diera tantos frutos.

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—Yo tampoco, capitán.
—Nuestra tarea se anuncia difícil y la paciencia no es la primera de mis virtudes.
Sin embargo, será preciso practicarla. Y, ahora, a trabajar.

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B eken, el alfarero, estaba contento de sí mismo. Como jefe de los auxiliares del
Lugar de Verdad, trapicheaba hábilmente con sus horas de trabajo efectivo y
aprovechaba su posición para obtener algunas ventajas que pudieran hacerle la vida
más agradable. Por eso había metido en su cama a la hija de un zapatero, más
preocupado por conservar su empleo que por la virtud de su progenie. No era
hermosa ni inteligente, pero tenía veinticinco años menos que él.
—Ven junto a mí, palomita… No voy a comerte.
La moza permanecía acurrucada junto a la puerta de entrada.
—Soy un hombre bueno y generoso. Si eres amable conmigo, te ofreceré una
excelente comida y tu padre seguirá ejerciendo su oficio sin preocupación alguna.
La muchacha dio un paso con el estómago revuelto.
—Acércate un poco más, pequeño gorrión. Vamos, no lo lamentarás en absoluto.
Comienza quitándote la túnica…
Con extremada lentitud, la hija del zapatero obedeció.
Cuando Beken tendía los brazos para apoderarse de su presa, la puerta de la casa
se abrió de golpe, chocó violentamente con su hombro y le derribó.
Asustada, la muchacha vio aparecer a un joven coloso que parecía un toro furioso
e intentó, torpemente, ocultar sus formas con la túnica.
—Sal de aquí —le ordenó.
Ella huyó lloriqueando mientras el coloso levantaba a su víctima cogiéndole del
pelo.
—¿Eres Beken, el alfarero, jefe de los auxiliares del Lugar de Verdad?
—Sí, sí, pero… ¿qué quieres de mí?
—Mi nombre es Ardiente y tenía que verte en seguida para que me confíes algún
trabajo.
—¡Suéltame, me haces daño!
El muchacho arrojó al alfarero sobre la cama.
—Vamos a llevarnos bien, Beken; pero te lo advierto: la paciencia no es mi
fuerte.
El jefe de los auxiliares se incorporó, furioso.
—Pero ¿sabes con quién estás hablando? Sin mí, no llegarás a ninguna parte.
Ardiente empujó a Beken contra la pared.
—Si me causas problemas, me enfadaré… y cuando me enfado, soy incapaz de
controlarme.
Beken no se tomó a la ligera la ira que brillaba en la mirada de Ardiente.
—¡Bueno, bueno, pero cálmate!
—Me molesta que un tipo de tu clase me dé órdenes.

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El alfarero recobró algo de orgullo.
—De todos modos, tendrás que obedecerme. Soy el jefe de los auxiliares y me
gusta que el trabajo esté bien hecho.
—Entonces seré tu brazo derecho y no voy a decepcionarte. Puesto que tu trabajo
es abrumador, necesitas un ayudante eficaz.
—No es tan fácil…
—No me vengas con cuentos. Está decidido, me instalaré aquí. Me gusta este
sitio, y tengo sueño.
—Pero… ¡Ésta es mi casa!
—Me horroriza repetir las cosas, Beken. No olvides traerme tortas calientes,
queso y leche fresca, un poco antes del amanecer. Nuestra jornada promete ser dura.

Ardiente sólo había necesitado tres horas de sueño y despertó cuando lo había
decidido, mucho antes del amanecer. Había comido pan seco y dátiles, y después
había salido de la morada de Beken para ocultarse en el establo, donde una vaca
gorda le había observado con sus apacibles ojos. Todos sabían que la vaca era una de
las encarnaciones de Hator, diosa del amor, y que su mirada tenía una inigualable
belleza.
Y entonces ocurrió lo que Ardiente había previsto: el alfarero se acercaba
acompañado por dos mocetones, cada uno de los cuales llevaba un garrote. Beken no
tenía intención de ceder y consideraba que un serio correctivo disuadiría al
aguafiestas de importunarle otra vez.
Ardiente vio cómo los tres hombres entraban en la casa y salió del establo para
escuchar los garrotazos que asestaban a la cama donde, supuestamente, él debería
estar acostado. El joven se dirigió a la cabana y entró cuando los cómplices de Beken
concluían su tarea.
—¿Me buscáis?
Aterrorizado, el alfarero se colocó detrás de sus acólitos. El primero se abalanzó
sobre Ardiente, que cogió un taburete y le derribó. El segundo consiguió golpear al
joven coloso en el hombro izquierdo, pero recibió un puñetazo tan fuerte que le
reventó la nariz y cayó al suelo con los brazos en cruz.
—Ya sólo quedas tú, Beken.
El alfarero estaba aterrorizado.
—Me has decepcionado mucho. No sólo eres cobarde, sino también estúpido. Si
vuelves a hacerlo, te romperé los brazos… y adiós alfarería. ¿Lo has entendido
ahora?
Beken asintió con rápidos movimientos de cabeza.
—Ahora llévate a esos dos canijos y tráeme comida. Tengo hambre.
Con ostensible orgullo, Ardiente franqueó los cinco fortines en compañía de

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Beken, el alfarero, que le presentó a los guardianes como su asistente. Kenhir, el
escriba de la Tumba, les había informado de que se había contratado al joven, pero
nadie esperaba un ascenso tan rápido.
Hacía mucho tiempo que el alfarero no había llegado tan pronto al lugar
reservado para los auxiliares. Incluso Obed el herrero, que era muy madrugador,
estaba durmiendo todavía.
—¡Todo el mundo en pie! —ordenó Ardiente con voz atronadora, que despertó a
los escasos auxiliares autorizados a dormir cerca de la aldea.
Todos se levantaron, molestos e inquietos. ¿De qué catástrofe acababa de ser
víctima el Lugar de Verdad?
—Beken me ha advertido de que sois todos unos holgazanes —declaró Ardiente
— y no está dispuesto a soportarlo más. Cada uno de vosotros se limita a su pequeño
oficio y no se preocupa de los demás. Eso debe cambiar. A partir de hoy, todo el
mundo participará en la descarga de los géneros, que hasta ahora ha sido demasiado
lenta y caótica. Luego iré a hablar con cada uno de vosotros para poner en claro las
tareas en curso y asegurarme de que no hay retrasos.
Somnoliento aún, el herrero protestó.
—Qué estás diciendo… ¡Ésas no son las órdenes de Beken!
—Él me las ha comunicado así, y yo voy a hacer que las cumpláis al pie de la
letra.
El alfarero hinchó el pecho. A fin de cuentas, la intervención de Ardiente
reafirmaba su autoridad, que últimamente había perdido credibilidad.
—He comprobado cierta relajación entre vosotros —afirmó—. Por eso he tomado
nuevas decisiones y he contratado a un ayudante para que se apliquen con rigor.
Ardiente señaló con el índice a un mocetón de musculosas piernas.
—Tú correrás hasta el llano y reunirás a los hombres que ya deberían estar aquí.
No somos funcionarios a los que les pagan para dormir en sus despachos, sino
auxiliares del Lugar de Verdad. No debemos dejarnos dominar por la rutina, o no
tardarán en despedirnos.
Ardiente dio en el blanco con su discurso, y nadie protestó.
—Beken será el primero en dar ejemplo —advirtió Ardiente—. Fabricará más
jarras en un solo día que durante los dos últimos meses.
—Sí, sí… Me comprometo a ello.
—Si tomamos conciencia de la importancia de nuestro trabajo, lo haremos mucho
mejor. Comenzaré por examinar el tuyo, herrero.
—¿Te crees capaz de ello?
—Tú me enseñarás.

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28

L a boda de Méhy y de Serketa había sido suntuosa. Quinientos invitados, la flor y


nata de la nobleza tebana, todos los altos dignatarios… Sólo había faltado
Ramsés el Grande, pero el viejo monarca no abandonaba su palacio de Karnak, donde
trabajaba con su fiel Ameni, que reducía las audiencias al mínimo.
Ebria, Serketa se había derrumbado sobre unos almohadones. Todos los invitados
se habían marchado ya de la inmensa villa de su padre. Mosis, el tesorero principal de
Tebas, bebía un caldo de legumbres para disipar su jaqueca mientras Méhy,
extrañamente tranquilo, contemplaba la alberca de los lotos. Mosis, un cincuentón
rechoncho y atento, parecía perpetuamente preocupado. Una precoz calvicie le hacía
parecerse a los «sacerdotes puros» de los templos con los que, sin embargo, no tenía
afinidad alguna. Desde su infancia, Mosis hacía juegos malabares con las cifras y se
interesaba por la administración. No había dejado de enriquecerse cediendo a otros el
servicio de los dioses y su viudez había aumentado, más aún, su avidez de fortuna.
Había reconocido en Méhy esos mismos deseos, y ésta era la causa de que se hubiera
dejado convencer por su hija y lo había elegido como yerno.
—¿Eres feliz, Méhy?
—Ha sido una recepción inolvidable. Serketa es una magnífica ama de casa.
—Ya te han admitido en la alta sociedad… ¿Y si habláramos de tu porvenir?
—Mi porvenir, sin duda, está en el ejército… pero éste está aletargado desde hace
tiempo.
—Es normal —estimó Mosis—. Gracias a Ramsés el Grande se ha establecido
una paz duradera, y los oficiales superiores se preocupan más por hacer carrera en la
administración que por combatir a enemigos inexistentes. ¿Tienes alguna ambición
concreta?
—Deseo reorganizar las tropas de élite, de modo que la seguridad de la ciudad
quede perfectamente garantizada.
—Es una tarea loable, pero debes mirar más allá. ¿Qué te parecería un puesto de
tesorero principal adjunto de la provincia de Tebas? Te asistiría una gran cantidad de
escribas que resolverían los problemas que pudieran surgir, y yo te daría algunos
consejos para que obtuvieras el máximo beneficio personal de tu gestión, dentro del
marco de la legalidad, claro está.
—Sois muy generoso, pero no sé si mis competencias…
—Nada de falsa modestia. Eres un hombre de cifras, como yo, y te las arreglarás
perfectamente.
—No me gustaría dejar el ejército.
—Y no es necesario que lo hagas. Obtendrás galones rápidamente y jugarás en
ambos terrenos, civil y militar, como tantos otros oficiales superiores. Ramsés es muy

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viejo ya, y ha preparado su sucesión, pero ¿quién puede saber cómo se comportará
Merenptah, el hijo a quien desea ver reinar?
—¿Le conocéis?
—No lo suficiente. Es un hombre recto, casi inflexible, de carácter tan difícil
como su padre y hostil a las innovaciones. Debemos prepararnos para un reinado
conservador, sin demasiada envergadura, durante el que nuestra querida Tebas
mantendrá su lugar preeminente. Pero la longevidad de Ramsés el Grande todavía
puede sorprendernos… Si Merenptah muriera antes que él, ¿quién heredaría el trono?
—¿Tenéis acaso un candidato?
—¡Claro que no! Yo me encargo de las finanzas, no de los peligrosos juegos del
poder, de los que mi yerno no debe ser víctima. Ocuparás, pues, una posición
estratégica para hacer frente a cualquier eventualidad: te necesitarán como soldado o
como administrador. En caso de disturbios, ni mi hija ni su marido correrán riesgo
alguno.
—He conocido a un hombre extraño, un sabio extranjero llamado Daktair.
—El alcalde de Tebas se ha encaprichado con él. Es una especie de inventor cuyo
cerebro no deja de trabajar.
—Me ha parecido simpático y me gustaría hacerle un favor. ¿Podríamos ayudarle
a convertirse en uno de los responsables del laboratorio central de Tebas?
—Sin duda alguna, es una excelente idea. El extranjero despabilará a algunos
investigadores adormecidos y nos deberá su ascenso. Tal vez algún día pueda sernos
de utilidad. Aprende a rodearte de deudores, Méhy, y acumula informes sobre ellos.
Te detestarán, pero estarán obligados a obedecerte sin rechistar.
—Hay un detalle que me molesta, querido suegro.
—¿Cuál?
—¿Por qué no confiáis en mí?
—Me sorprende tu pregunta. Después de tantos planes de futuro…
—Si realmente confiáis en mí, ¿por qué habéis exigido un contrato de separación
de bienes?
Mosis apuró su bol de caldo.
—Ignoras lo que es la fortuna, Méhy, y no sé cómo vas a comportarte con mi hija.
Tal vez le serás infiel, podrías desear divorciarte… Al primer paso en falso, lo
perderás todo. Pretendo, así, proteger a Serketa, y nadie me hará cambiar de opinión.
Resuelto este problema, te ayudaré a convertirte en alguien importante, pues mi yerno
no puede ser un hombre mediocre. Gozarás de todos los placeres de la existencia, los
nobles te envidiarán… ¿Qué más deseas? Aprovecha tu suerte, Méhy, y no exijas
más.
—Prudentes consejos, querido suegro.

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Una pareja de ibis desplegaba sus anchas alas en el cielo anaranjado del ocaso.
Sobre el Nilo, diversas embarcaciones bogaban gracias al viento del norte y jugaban
con las corrientes. El capitán Méhy y Daktair tomaban el fresco a bordo de un barco
de seis remeros, provisto de una vela blanca nueva.
—El alcalde de Tebas me ha nombrado adjunto al director del laboratorio central
—reveló Daktair—. Supongo que vuestra intervención ha tenido algo que ver…
—Mi suegro te aprecia y no tiene la menor idea de tu verdadera personalidad.
¿Cómo ha recibido la noticia el director?
—Bastante mal. Es un hombre con experiencia, educado en Karnak por
científicos de la vieja escuela y que se contenta con los conocimientos adquiridos. Me
ha rogado encarecidamente que me limite a los experimentos autorizados y no tome
iniciativa alguna. Estoy bajo vigilancia y no puedo actuar a mis anchas.
—Paciencia, Daktair. Tu superior no vivirá eternamente.
—No me parece que tenga problemas de salud.
—Ya, pero hay muchas maneras de deshacerse de un obstáculo…
—No sé si os entiendo, capitán…
—No te hagas el ingenuo, Daktair. De momento, no levantes polvareda; limítate a
obedecer las consignas. ¿Por qué deseabas verme en seguida?
—Gracias a mis contactos en palacio, me he enterado de que Ramsés el Grande
ha concedido una larga audiencia a Ramosis, el ex escriba de la Tumba que hacía
varios años que no salía de la aldea. Ramosis no es un hombre desconfiado; ha
revelado a un cortesano, un viejo conocido, que el rey tiene grandes proyectos para el
Lugar de Verdad.
—¡Menuda novedad! En su última aparición oficial en Tebas, Ramsés sermoneó
al administrador de la orilla oeste, que solicitaba el cierre de la aldea y la dispersión
de los artesanos.
—No deseo combatir contra Ramsés… ¡La lucha sería demasiado desigual!
—Es sólo un anciano.
—¿Debo recordaros que es el faraón y el dueño del Lugar de Verdad? No damos
la talla, Méhy; abandonemos antes de que sea demasiado tarde.
—¿Olvidas los secretos vitales que tanto deseas conocer?
—No, claro que no, pero están fuera de mi alcance.
—Te equivocas, Daktair, y te lo demostraré. Recuerda que has emprendido un
camino y que ya no puedes dar marcha atrás. ¿Qué más has sabido?
—El escriba Ramosis se alegra de que Nefer el Silencioso haya sido admitido en
la cofradía, pues está convencido de que éste preservará su prestigio.
—Dicho de otro modo, le considera como uno de sus futuros dirigentes.
—Es sólo la opinión de Ramosis —objetó el sabio—, pero lleva el título de
«escriba de Maat» y goza de la estima general. Me he enterado también de otra cosa:

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Nefer está casado con Clara, admitida en la cofradía al mismo tiempo que él.
Méhy contemplaba el Nilo, pensativo.
—Para debilitar el Lugar de Verdad, primero hay que desacreditarlo —dijo—.
Cuando su reputación haya sido pisoteada, ni siquiera el rey podrá defenderlo. Y
tenemos posibilidades de conseguirlo.

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29

C ederás, Ardiente, debes ceder!


—Habla, Obed, habla.
El herrero y el nuevo adjunto del alfarero estaban haciendo un pulso en la forja,
bajo la mirada de los demás auxiliares.
—Soy el hombre más fuerte del Lugar de Verdad y seguiré siéndolo —afirmó
Obed.
—No malgastes tu energía.
El brazo de Ardiente era tan duro como una piedra. Obed no lograba doblegarlo.
Lenta, muy lentamente, el brazo del herrero comenzó a inclinarse. Utilizando sus
últimas fuerzas, consiguió frenar, por unos instantes, el inexorable descenso. Pero la
presión fue demasiado intensa y el herrero acabó por ceder, soltando un alarido.
Obed se secó la frente, empapada en sudor, con el dorso de la mano izquierda. En
cambio, la frente del joven coloso estaba completamente seca.
—Hasta hoy nadie me había vencido. ¿Qué extraña energía corre por tus venas?
—Te ha faltado concentración —consideró Ardiente—. Yo produzco la fuerza
que necesito según mis necesidades.
—¡A veces me das miedo!
—Mientras seas mi amigo, no tienes nada que temer.
Ardiente pasaba buena parte del día en la forja, donde Obed le había enseñado a
fabricar y reparar herramientas de metal. El técnico no contaba sus horas, a diferencia
de la mayoría de los auxiliares, a quienes el muchacho no dejaba de azuzar.
—No tienes muchos amigos —observó Obed—. Por lo general, el jefe de los
auxiliares procura no herir las susceptibilidades de los unos y los otros, e intenta
reducir al máximo la cadencia. Beken el alfarero lo hacía a las mil maravillas…
Desde tu nombramiento, este lugar parece una colmena. Pero, según dicen, el escriba
de la Tumba, ese gruñón de Kenhir, está bastante satisfecho.
—Pues entonces, me apoyará.
—¡De ningún modo! Es un tipo espantoso, desabrido y autoritario. Debes
evitarlo.
—¿Por qué fue elegido para el cargo?
—No lo sé… Fue voluntad del faraón, pero todos preferimos a Ramosis, mucho
más humano y generoso. Nos ofrece su generosidad sin pedirnos nada a cambio, y
cuando él ocupaba el cargo de escriba de la Tumba reinaba la alegría. Con Kenhir, la
atmósfera ha cambiado mucho.
—¿Por qué no solicitas la admisión en la cofradía?
—Soy demasiado viejo y me gusta mi oficio. Un herrero sólo puede formar parte
de los auxiliares.

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—¿Y eso te parece justo?
—Son las leyes del Lugar de Verdad, y estoy satisfecho con mi suerte. Si fueras
razonable, harías como yo.
Ardiente salió de la forja para comprobar que se seguían las instrucciones de
Beken el alfarero. Sucedía así desde hacía varias semanas y al muchacho comenzaba
a gustarle una ingrata tarea que le obligaba a velar por la calidad del agua, del
pescado, de la carne, de las legumbres, de la leña, de la ropa que los lavanderos
entregaban o de las vasijas.
Siguiendo la tradición, las distintas actividades de los auxiliares eran más o
menos intensas en función de los cuartos de la luna. «Los del exterior», llamados
también «los que portan», habían comprendido que el muchacho no demostraría
indulgencia alguna con los inútiles y los tramposos. Las mujeres que se encargaban
de recoger los frutos perdían menos tiempo en chácharas, y los conductores se
detenían con menos frecuencia para beber y discutir en el camino a la aldea. Ardiente
exigía más de los pescadores y los hortelanos, que tendían a esforzarse lo mínimo, y
él mismo probaba los panes del panadero. Al principio había rechazado los productos
que no eran perfectos, a causa de una harina no demasiado buena. Desde aquella
intervención, el auxiliar no había vuelto a cometer ese error, e incluso había
elaborado pasteles de miel y pasta de almendra, muy apreciados por los artesanos.
Ardiente había acompañado a los pastores por las franjas de tierra empapada,
junto a las marismas, donde la hierba crecía espesa y el ganado pastaba
apaciblemente. Disfrutando de la compañía de aquellos hombres rudos, el joven
dormía en una choza de caña, y escuchaba sus quejas; había comprendido su temor a
los cocodrilos y a los mosquitos, pero seguía mostrándose inflexible. Pese a sus
dificultades, no debían pasar el día tocando la flauta y dormitando junto a los perros,
sino que debían aprovisionar el Lugar de Verdad de acuerdo con sus contratos. Tras
los primeros contactos, más bien acerbos, la simpatía había prevalecido y Ardiente se
había hecho escuchar.
Sin embargo, al dirigirse hacia la carnicería al aire libre, el muchacho sabía que
probablemente fracasaría con el carnicero.
Des, el jefe carnicero, llevaba el pelo corto e iba ataviado con un taparrabos de
cuero, del que colgaban un cuchillo y una piedra de amolar. Había dejado de trabajar,
mientras sus ayudantes desplumaban ocas y patos antes de vaciarlos, salarlos y
colgarlos de una larga pértiga o meterlos en conserva en grandes jarras.
—Salud, Des. ¿Estás enfermo?
—Estoy descansando. ¿Te molesta?
—Esta mañana te han entregado una gacela y un buey. Las marmitas están listas,
sólo esperan los pedazos de carne que tú debías cortar.
—Me duelen las manos.

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—Enséñamelas.
—Ah, pero ¿eres médico?
—Enséñamelas de todos modos.
—Si quieres carne, córtala tú mismo.
Ardiente cogió el cuchillo de sílex de un asistente y cortó la pata anterior
izquierda del buey, de acuerdo con las prescripciones rituales. De este modo, el
animal sacrificado ofrecía toda su energía a quienes lo consumían.
La sangre, que se recogía en un bol, era sana. Ardiente introdujo la hoja en las
junturas, cortó los tendones, seleccionó los mejores trozos y los entregó a los
cocineros. El hígado del buey también sería un bocado exquisito.
—Soy menos hábil que tú, Des, pero la mesa de los artesanos estará bien provista.
—Mejor para ellos.
El carnicero mascaba carne cruda.
—Ahora se impone una pregunta: ¿de qué sirves tú?
Des miró al joven con rencor.
—¿Crees que me impresionas, chiquillo? Soy el jefe carnicero y seguiré siéndolo.
Tus órdenes o las del alfarero me importan un bledo.
—¿Por qué vas a tener derecho a un trato de favor, Des? Llevas demasiados años
haciendo lo que quieres. Beken me ha dicho que tú eres el cabecilla de los auxiliares.
Vas a pasar por el aro y servir correctamente al Lugar de Verdad.
Los ayudantes y los cocineros se marcharon. Conociendo el carácter del jefe
carnicero, temían lo peor y no deseaban ser testigos del inevitable drama. Luego,
tomarían partido por Des.
El carnicero se levantó blandiendo su cuchillo. Era más bajo y menos corpulento
que Ardiente, pero sus antebrazos y sus bíceps habrían aterrorizado a cualquier
adversario.
—Arreglaremos esto limpiamente, muchacho. Te cortaré algunos tendones y así
ya no podrás caminar. Un impedido ya no nos molestará.
Ardiente arrojó su cuchillo.
—¿Crees poder defenderte únicamente con las manos?
Sobreexcitado, el carnicero se lanzó contra Ardiente, dirigiendo la hoja del
cuchillo hacia el vientre del muchacho, que esquivó el ataque en el último instante.
Des fue arrastrado por su impulso y no tuvo tiempo de volverse antes del ataque de su
adversario, que le hizo una llave en el brazo, obligándole a soltar el arma, y le apretó
el cuello hasta cortarle la respiración.
—Puedes elegir, Des: respetas las consignas como los demás o te rompo el cuello.
Un simple accidente de trabajo del que serías por completo responsable.
—No… no te atreverás.
La presión aumentó.

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—¡De acuerdo, de acuerdo!
—¿Me das tu palabra?
—Te la doy.
Liberado, el carnicero cayó de rodillas e inspiró, golosamente, el aire que le
faltaba.
—Tengo hambre —gritó Ardiente dirigiéndose a los carniceros—. Que me sirvan
un buen trozo de carne.

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30

A bry abofeteó a su hija, que comenzó a aullar y corrió a refugiarse en la


habitación de su madre. Desde que había sido severamente reprendido por
Ramsés el Grande, durante una audiencia pública, el administrador principal de la
orilla oeste de Tebas veía cómo el estado de sus nervios se degradaba día tras día. No
soportaba a su personal, ni a sus criados, ni siquiera a su propia familia. La menor
contrariedad le hacía montar en cólera, y aguardaba con ansiedad el decreto de
revocación, que le devolvería a la simple condición de escriba, sin villa oficial, sin
silla de manos y sin abnegados servidores. Tendría que soportar la mirada irónica o
vengativa de aquellos a quienes había apartado, a menudo sin miramientos, para
obtener su cargo. Furiosa por la reducción de su tren de vida, su mujer pediría el
divorcio y obtendría la custodia de sus dos hijos.
Abry no tenía valor para suicidarse. La mejor solución habría sido huir para
empezar una nueva vida en el extranjero, pero abandonar el paraíso tebano estaba por
encima de sus fuerzas. Sólo le quedaba, pues, soportar su inexorable decadencia.
—Señor, el capitán Méhy desea veros —le avisó su intendente.
—No recibo a nadie.
—Insiste.
Harto, Abry accedió.
—Que se reúna conmigo en la sala de recepción.
El administrador de la orilla oeste había pensado pintar la estancia, pero tenía que
renunciar a nuevos gastos. Con los párpados agitados por un tic, recorrió la estancia
de un lado a otro.
Vestido a la última moda, con brazaletes en las muñecas y excesivamente
perfumado, el capitán Méhy avanzó con arrogancia.
—Gracias por recibirme, Abry. Tenéis una mansión preciosa.
—¿Venís, como un buitre, a saciaros con mis despojos?
—Confidencialmente, no me gustaron los reproches del rey.
Abry se quedó pasmado.
—¿No vais a decirme… que aprobáis mi posición?
—Por supuesto, querido. Vuestros argumentos me parecieron muy acertados.
Pasada su sorpresa, el administrador sintió desconfianza. Aquel joven oficial
podía ser un provocador.
—La palabra de Ramsés es sagrada.
—Naturalmente —reconoció Méhy—, pero ningún hombre es infalible y nuestro
amado soberano es, hoy en día, un anciano demasiado anclado en el pasado. Aun
venerando su grandeza, ¿no debemos tener cierto espíritu crítico para preparar mejor
el porvenir?

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Abry se inmovilizó.
—Lo que estáis diciendo es muy grave, capitán.
—Como oficial, debo ser lúcido. En caso de conflicto, nuestro ejército no estaría
preparado para combatir, y Egipto podría ser derrotado. Por ello propongo reformas
que mis superiores estudian con benevolencia. Como veis, mis intenciones no son, en
absoluto, destructivas.
Algo más tranquilo, Abry se sentó en un banco de piedra.
—¿Os gusta el vino de dátiles con anís?
—Por supuesto.
El alto funcionario hizo que sirvieran vino a su huésped y se instaló frente a él.
—¿Por qué debo confiar en vos, Méhy?
—Porque soy el único que os apoya en esta empresa. Sabéis que acabo de
casarme con la hija del tesorero principal de Tebas y que mi influencia irá en
aumento. ¿Por qué iba a interesarme por un perdedor si no compartiera sus
opiniones?
Abry solía dar durísimos golpes a sus adversarios. Hoy le tocaba recibirlos.
—Mis días están contados… Ya no soy útil para nadie.
—Os equivocáis, Abry. Mi suegro está de vuestro lado y, sabiamente, ha ido
destilando mensajes defendiendo que seáis mantenido como administrador de la orilla
oeste. Los rumores son bastante reconfortantes.
—Ramsés, y sólo él, toma las decisiones.
—Pero conoce vuestras opiniones, ¿por qué iba a reemplazaros por un dignatario
de ideas inciertas? El rey se opuso firmemente a vuestro programa, por lo que no
podréis aplicarlo, y deberéis limitaros a administrar vuestro sector como en el pasado,
sin tocar los privilegios de los artesanos.
—¿Lo… lo decís en serio?
—Ramsés es un hombre muy hábil, cuya autoridad nadie discute. La orden que
dio no puede ser transgredida y, puesto que teméis por vuestro cargo, vos seréis el
primero que vele por su estricta aplicación. ¿Acaso no sois vos el más eficaz defensor
del Lugar de Verdad?
En su fuero interno, el administrador debió admitir que Méhy no estaba
equivocado.
—Conservaréis vuestro cargo y os ayudaré a fortalecer vuestra posición —
prometió el capitán.
—Nada es gratuito… ¿Qué deseáis a cambio?
—Lo mismo que vos: destruir el Lugar de Verdad.
—No os comprendo… A mi modo de ver, hay que gravar con impuestos a toda la
población y no permitir que nadie deje de pagarlos. Pero vos… ¿Cuáles son vuestros
agravios?

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—Frente al necesario proceso de modernización del país, esta cofradía es una
anomalía que debe desaparecer.
Abry sintió que su interlocutor le ocultaba sus verdaderos motivos pero, en el
fondo, no le importaba. ¿No era Méhy un mensajero de buen augurio? Le
proporcionaba esperanza y le ofrecía un buen porvenir.
—No veo cómo puedo ayudaros. Acabáis de explicarme que mi tarea consistirá
en proteger la aldea de los artesanos de cualquier agresión.
—Aparentemente, amigo, sólo aparentemente. Ni tasas ni impuesto específico de
momento, una actitud de fingida benevolencia, una visible adhesión a la voluntad del
rey, ésa es vuestra línea de actuación oficial.
—¿Y… cuál será la otra?
—Ir zapando, poco a poco, los cimientos de la cofradía.
—¡Pero eso supone correr considerables riesgos!
—Menos de los que imagináis, Abry. Tranquilizaos: soy un hombre muy prudente
que sabe actuar en las sombras. Vos mismo habéis aprendido que es recomendable
golpear al enemigo por la espalda y no afrontarlo a cara descubierta. Mis exigencias
actuales son muy simples: ¿aceptáis confiarme lo que sabéis sobre el Lugar de
Verdad?
—Poca cosa, sin embargo, se trata de informaciones estrictamente confidenciales.
Si os las comunico, me convierto en vuestro cómplice.
—En mi cómplice, no; en mi aliado.
—¿Hasta dónde pensáis llegar, Méhy?
—¿Realmente deseáis saberlo?
La irrupción de la esposa del administrador interrumpió la conversación. Alta,
morena, estaba sobreexcitada.
—¿Por qué has abofeteado a la pequeña?
—Te presento al capitán Méhy. Te agradecería que no hablases de nuestros
asuntos de familia delante de él.
—¿Le has dicho que nos estás haciendo la vida imposible con tus cóleras cada
vez más frecuentes?
—¡Contente, querida!
—¡Estoy harta de contenerme! ¿Por qué tengo que seguir sufriendo tus cambios
de humor? ¡Qué el capitán Méhy te enrole en su regimiento y nos libere de tu
presencia!
—La situación mejorará, te lo prometo.
—¿Acaso crees que un oficial te salvará el pellejo?
—¿Por qué no? —preguntó Méhy.
La esposa de Abry contempló a su huésped con desprecio.
—Pero ¿quién os habéis creído que sois? ¡Volved a vuestro cuartel!

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El administrador tomó a su mujer del brazo y la arrastró hasta la puerta.
—Ve a calmar a tu hija y no sigas molestando.
Ofendida, la mujer desapareció.
—Por culpa de Ramsés el Grande mi vida se ha convertido en un infierno —
reconoció el alto funcionario—. No lo merecía.
—Un hombre de vuestra calidad no debe quedarse de brazos cruzados ante tal
injusticia —estimó Méhy.
Abry caminó, otra vez, de un lado para otro, presa de una intensa reflexión que el
capitán se guardó mucho de interrumpir.
—No deseo saber hasta dónde queréis llegar realmente, Méhy, y mi único
objetivo es conservar mi puesto. Acepto informaros en la medida de lo posible. Pero
no me pidáis más.

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31

E l capitán estaba encantado. Abry acababa de dar el primer paso; el resto vendría
solo.
—Temo decepcionaros —declaró el administrador de la orilla oeste—. Aunque
yo sea el alto funcionario mejor informado sobre el Lugar de Verdad, soy incapaz de
deciros lo que realmente ocurre allí dentro.
—¿Quién lo dirige?
—Por lo que me concierne, el escriba de la Tumba, Kenhir, sucedió a Ramosis,
que ha decidido terminar su existencia en la aldea.
—¿Por qué decís «por lo que me concierne»?
—Porque me sitúo en un plano estrictamente administrativo. En caso de
necesidad, mantengo correspondencia con el escriba de la Tumba, y él me responde.
Pero forzosamente existe una jerarquía secreta controlada por los propios artesanos,
que, sin duda, está bajo las órdenes de un maestro de obras.
—¿E ignoráis su nombre?
—Sólo el faraón y el visir lo conocen. A pesar de múltiples tentativas, nunca he
conseguido saberlo.
—¿Cuántos artesanos hay en la cofradía?
—Para saberlo sería preciso entrar en la aldea u obtener una respuesta fiable del
escriba de la Tumba.
—¿Qué sabéis de las actividades concretas del Lugar de Verdad?
—Su misión oficial consiste en excavar y decorar la morada de eternidad del
faraón reinante. Por orden de éste, uno o varios artesanos pueden ser destinados a
distintas obras para realizar misiones puntuales.
—¿Es frecuente?
—Una vez más, sólo el escriba de la Tumba podría responderos.
—Se afirma que el Lugar de Verdad es capaz de producir oro…
—Es una vieja leyenda, en efecto, pero no debéis darle crédito alguno. En
realidad, esta cofradía goza de inaceptables privilegios. Tiene una aldea entera, sólo
da cuenta de sus trabajos al faraón y al visir, dispone de su propio tribunal y la sirve
una cohorte de auxiliares. La situación es intolerable. No me cansaré de repetirlo, una
buena gestión consistiría en aumentar las tasas año tras año.
Méhy estaba decepcionado. Como un alto funcionario miedoso, Abry sólo se
preocupaba de los beneficios y no tomaba iniciativa alguna. Pero quedaba una pista
para explorar.
—¿Qué sabéis de Kenhir?
—Ramosis no pudo tener hijos, pese a sus múltiples ofrendas a las divinidades.
Cuando admitió su infortunio, decidió adoptar un hijo que fuera su sucesor. Eligió a

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Kenhir, y Ramsés le nombró escriba de la Tumba en el año treinta y ocho de su
reinado. Para muchos fue una mala elección. Ramosis es un hombre generoso,
amable; Kenhir es un personaje odioso, un bocazas imbuido de su superioridad
intelectual, pero de gran competencia. Desde su nombramiento no se le ha hecho
ningún reproche importante.
—¿Qué edad tiene?
—Cincuenta y dos años.
—Está, pues, al final de su carrera… Supongo que no le disgustaría que su
jubilación aumentara de modo sustancial.
—¡Lo dudo! Como Ramosis, se limitará a terminar su vida apaciblemente en la
aldea.
—Ningún hombre se parece a otro, querido Abry; tal vez Kenhir tenga
inconfesables deseos que podríamos satisfacer. ¿Está casado?
—No, que yo sepa.
—¿Dónde trabajaba antes de entrar en el Lugar de Verdad?
—En una oscura oficina de la orilla oeste, donde Ramosis se fijó en él.
—¿Podríais acercaros a él?
—No será tan fácil… Kenhir sale poco de la aldea.
—Siempre encontraréis un pretexto para mantener una entrevista con él.
—¿Y qué debo decirle?
—Ganaos su amistad y proponedle que participe en vuestra gestión a cambio de
una gratificación sustancial, por ejemplo, dos vacas lecheras, algunas piezas de lino y
una decena de jarras de vino de primera calidad. Arregláoslas, luego, para ofrecerle
más, al tiempo que le sacáis toda la información posible.
—¡Mucho pedís!
—No corréis el menor riesgo, Abry. Si Kenhir no es incorruptible, morderá el
anzuelo.
El administrador hizo una mueca.
—Y los regalos de los que habláis… Me será difícil tomarlos de mis propios
bienes.
—Tranquilizaos, amigo mío; yo me encargo de eso.
Abry se sintió aliviado.
—En esas condiciones, acepto intentar la maniobra; aunque no os prometo nada.
El capitán tuvo un breve acceso de desaliento. Con aliados tan mediocres no sería
fácil desvelar los secretos del Lugar de Verdad; pero estaba al principio del camino y,
poco a poco, iría deshaciéndose de los incapaces. Abry, al menos, era fácil de
manipular.
—¿Ejercéis algún control sobre el trabajo que los artesanos del Lugar de Verdad
realizan en el exterior?

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—Ninguno —deploró Abry—. He formulado varias protestas, pero el visir hace
caso omiso.
—¿Conocéis la naturaleza y el volumen de los géneros entregados en la aldea?
—¡A los artesanos no les falta de nada! Agua en abundancia cada día, carne,
legumbres, aceite, ungüentos, ropa y qué sé yo. El escriba de la Tumba se queja si
hay retrasos o si la calidad de los productos le parece insuficiente. Afortunadamente,
desde hace algún tiempo, Kenhir formula menos quejas.
—¿Por qué razón?
—El jefe de los auxiliares contrató como adjunto a un joven coloso, Ardiente, que
ha despabilado al equipo exterior que se encarga de velar por el bienestar de la
cofradía. Al parecer, el muchacho tiene mano dura, y sabe hacer que le obedezcan.
—¿No trabajó en una tenería?
—En efecto. Por lo que Sobek, el jefe de seguridad, me ha contado, el tal
Ardiente se presentó ante el tribunal del Lugar de Verdad, pero fue rechazado. Sin
embargo, le admitieron como auxiliar, y tengo la impresión de que se está vengando
en sus camaradas.
El capitán recordó al muchacho que le había fabricado un fuerte escudo. Aquel
cabezota no se había presentado en el cuartel para enrolarse. Hoy debía de estar
amargado y decepcionado.
—¿Quién nombra a los auxiliares?
—En teoría, el escriba de la Tumba, pero no se ocupa de cada aguador, a
diferencia del jefe Sobek y sus policías, que sólo dejan pasar a la gente que conocen.
—Y el tal Sobek… ¿Qué clase de hombre es?
—Se le reprocha su propensión a la violencia y su falta de diplomacia, pero da
pruebas de tanta eficacia que permanecerá en el cargo mucho tiempo.
—Un ascenso le apartaría del Lugar de Verdad…
—El visir le aprecia mucho.
—Obtenedme un expediente completo del tal Sobek; forzosamente debe de tener
sus debilidades.
—¡Peligrosa gestión, capitán!
—Obtendréis beneficio de ella, querido. Estoy convencido de que algunos
cuencos cretenses de gran valor embellecerían vuestra encantadora morada.
—Hace tiempo que sueño con ellos…
—Pues es un sueño que está a punto de hacerse realidad, y habrá más si vuestra
colaboración resulta eficaz. Una pregunta más: cuando no están en misión oficial,
¿los artesanos se ven obligados a permanecer enclaustrados en la aldea?
—No, tienen derecho a salir cuando lo desean y a ir a donde les parezca. Algunos
tienen familia en la orilla este y van a visitarla.
—En cuanto uno de ellos se mueva, indicádmelo.

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—¡No será fácil! Cuando viajan, los miembros de la cofradía no cumplen
formalidad administrativa alguna. Pero haré lo que pueda.

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32

C uando el panadero vio llegar a Ardiente, se apresuró a ofrecerle un pan redondo,


blando, de dorada corteza.
—Excelente —reconoció el muchacho—; haces progresos. ¿Qué has preparado
hoy?
—Barras y panes triangulares, pastas y tortas.
—¿Estás contento con la harina?
—¡Nunca fue tan fina!
Satisfecho de su examen, Ardiente se alejó, dejando a sus espaldas a un aliviado
auxiliar. Entró luego en la cervecería, donde unos panes de cebada medio cocidos
maceraban el licor de dátiles. El líquido obtenido sería filtrado con un tamiz y se
convertiría en una fuerte cerveza para los días de fiesta.
—¿Te han entregado por fin el caldero que encargué? —preguntó Ardiente al
cervecero.
Éste pareció molesto. Le repugnaba denunciar a otro auxiliar que sufriría las
malas pulgas de Ardiente.
—Sí… Bueno, casi. Sólo hay un pequeño retraso, no es tan grave.
Enojado, el muchacho pasó ante el taller del zapatero, que agachó la cabeza, tomó
un estrecho sendero pedregoso y se dirigió hacia el aislado vallecillo donde trabajaba
el calderero, acuclillado ante un hogar compuesto por piedras pequeñas y alimentado
con carbón vegetal.
Con la piel dura como la de un cocodrilo, hediendo como un pescado podrido, el
auxiliar manejaba un fuelle de piel de cabra cuya contera metálica colocaba en el
fuego.
—¿Has olvidado mi encargo? —preguntó Ardiente.
—Tú no eres el dueño aquí. He avisado a Beken, el alfarero, de que debía
desabollar dos calderos y restañar otro. Mi ayudante está enfermo, no puedo trabajar
más de prisa.
—No mientas. No hace mucho que has encendido el fuego. Aprovechas tu
aislamiento para papar moscas.
—¡Ve a molestar a otro! Tus reproches me importan un bledo.
Ardiente levantó un caldero agujereado y lo arrojó al guijarral. El calderero dio
un respingo.
—¡Te has vuelto loco! ¿Sabes cuánto tiempo tardaré en arreglarlo?
—Si te niegas a seguir las consignas, no dejaré intacto ni uno solo de tus calderos
y tendrás que deslomarte día y noche para repararlos.
Furioso, el auxiliar atacó a Ardiente blandiendo su fuelle. El joven le desarmó con
facilidad y le hizo rodar por la arena.

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El calderero se levantó penosamente.
—¿Estás dispuesto a obedecer?
—De acuerdo, Ardiente… Tú ganas.

—Te felicito, Ardiente.


Sobek miraba de arriba abajo al joven coloso, que degustaba un plato de habas
picantes.
—No eres muy popular entre los auxiliares, pero te respetan.
—Las órdenes las da Beken el alfarero.
—¡No me vengas con ésas, Ardiente! Sólo es un juguete en tus manos. A tu edad,
prometes… Como policía, serías excelente.
—Te equivocas, Sobek. Me horrorizo sólo de pensarlo.
—Ah, caramba… ¿Y qué crees ser? Das órdenes, controlas, castigas… ¡Los
auxiliares nunca habían sufrido semejante autoridad! El escriba de la Tumba está
encantado, y yo también. Incluso voy a olvidar el pequeño desacuerdo que nos
enfrentó. No se desloma a un mocetón de tu temple… Te has vuelto demasiado
valioso. Me hubiera divertido ser el primero en imponerte un buen castigo, pero hay
que saber adaptarse a las circunstancias. No tardarás en convertirte en el jefe de los
auxiliares y tendremos que colaborar. Mis más sinceras felicitaciones: has elegido el
buen camino.
Sobek se alejó, Ardiente dio el resto de su plato al zapatero.
—¿Es… es para mí?
—Come, yo ya no tengo hambre.
—¿Tienes algo que reprocharme?
—Nada en absoluto.
—¡Los dos pares de sandalias que te prometí estarán terminados esta noche!
—¡Así me gusta!
Ardiente entró en el taller de Beken el alfarero, que despertó sobresaltado.
—Estaba rendido —explicó—. Ahora ya estoy mejor… Ahora mismo vuelvo al
trabajo.
—Si estás agotado, descansa.
—¿Qué estás diciendo?
—Tú eres el jefe de los auxiliares y tú decides.
Beken no creía lo que estaba oyendo.
—¿Te burlas de mí?
—Sólo digo la verdad. Cumple la función que te ha sido asignada y todo irá bien.
No me preguntes nada más.
—¿Ya no quieres encargarte de los auxiliares?
—A cada cual su papel.

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—Pero… ¿Qué vas a hacer?
Ardiente salió del taller sin responder. El jefe Sobek le había enfrentado,
bruscamente, a la realidad: para probar su valor al tribunal del Lugar de Verdad, había
caído en una trampa. Desde que se consagraba a la organización del trabajo de los
auxiliares, Ardiente había olvidado dibujar y se había extraviado en tareas
secundarias que sólo habían satisfecho su vanidad. Se había convertido en un
tiranuelo y había dejado de lado su verdadero objetivo.
Beken fue junto a él.
—¿Estás enojado con alguien?
—Sólo conmigo mismo.
—No te enfades… Hablaré con el escriba de la Tumba y te propondré como jefe
de los auxiliares. ¿Es eso lo que deseas?
—Ya no.
—No te comprendo…
—Vuelve a tu taller, Beken. Ya nada tienes que temer de mí.
—¿Me… me dejas en paz?
—Recupera tus prerrogativas.
Contento, el alfarero no insistió.
Ardiente se dirigió apresuradamente a la puerta de la aldea. Desde que se había
evadido de la cárcel familiar no había progresado. Doblegándose ante las exigencias
del Lugar de Verdad, se había extraviado por un camino sin salida y no había
explorado su propia vida. Convertido en hombre del exterior, sólo podía aspirar a
reinar sobre los auxiliares, sin descubrir nunca los secretos del dibujo y la pintura.
Ardiente rechazaba ese mediocre destino. Cuando el guardián de la puerta norte
vio que se acercaba, blandió su bastón. ¿Intentaría el joven coloso pasar por la
fuerza? Pero Ardiente se sentó a unos diez metros de la puerta y, meticulosamente,
limpió el terreno para obtener una superficie plana. Con un sílex dibujó en la arena
los muros de la aldea y el paisaje circundante. Cuando el esbozo estuvo terminado,
perfiló los trazos con un pedazo puntiagudo de madera y se dejó absorber por su obra.
Tranquilizado, el guardián volvió a sentarse sin dejar de observar al dibujante,
que trabajaba con sorprendente calma. Cuando no estaba satisfecho de un detalle, lo
borraba y volvía a empezar.
Cuando llegó la hora del relevo, a las cuatro de la tarde, Ardiente seguía
dibujando. Y aún seguía haciéndolo en el siguiente relevo, a las cuatro de la
madrugada.
Cuando los auxiliares descargaron los asnos, echaron una ojeada al soberbio
dibujo, cada vez más vasto, aunque amenizado con detalles de miniaturista. Nadie
osó acercarse al muchacho, indiferente al mundo exterior.

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33

E l tribunal se reunió ante la puerta del templo principal del Lugar de Verdad. Allí
se había instalado un parasol para proteger al viejo escriba Ramosis del calor.
—La experiencia ha llegado a término, y podemos advertir el resultado —declaró
Kenhir, tan gruñón como de costumbre—. Neb el Cumplido creía que Ardiente no
aceptaría ser un auxiliar obediente, apocado y dócil, y tenía razón; predijo que
Ardiente se impondría de un modo u otro, y también tenía razón, porque ese joven
luchador ha descubierto cierto número de holgazanes y ha devuelto el ardor a sus
colegas. Pero Neb el Cumplido se equivocaba al suponer que el postulante olvidaría
la llamada y se limitaría a ejercer su autoridad sobre los hombres del exterior, Hace
dos días y dos noches que dibuja sin parar, limitándose a beber un poco de agua que
el guardián le ofrece. Podría haber tenido una reacción violenta pero, en vez de ello,
se empeña en mostrarnos sus dotes con los escasos medios de que dispone. ¿No le
toca, ahora, a esta asamblea escuchar la llamada de Ardiente?
Ramosis aprobó, pero el jefe de equipo no soltó la presa.
—Reconozco que me equivoqué en este último punto. Sin embargo, está claro
que la potencia setiana habita al muchacho y que no se someterá a nuestras reglas.
Sigo considerándole, pues, un peligro para la cofradía y prefiero que se marche con
su talento a otra parte.
—Propusiste un plan y lo hemos llevado a cabo —objetó Kenhir—. Ardiente no
ha caído en la trampa que le habías tendido; ahora debes ceder. No olvides que
ninguna admisión es definitiva y que un comportamiento indigno conduce a una
degradación, a una expulsión, incluso. Aunque admitamos al postulante entre
nosotros correremos un riesgo mínimo.
—Antes de pronunciarme de modo definitivo, solicito una nueva audiencia de
Ardiente ante este tribunal —declaró Neb el Cumplido.
—¿Quieres seguirme? —preguntó el artesano al muchacho que, por décima vez,
dibujaba la puerta de la aldea buscando siempre una mayor precisión en el trazo.
Ardiente se levantó.
No estaba en absoluto cansado, pero no sabía ya en qué mundo se encontraba. El
de los auxiliares ya no le interesaba; el del Lugar de Verdad todavía resultaba
inaccesible. Reducido a sí mismo, se consumía en su propia llama. ¿Podía temer algo
peor?
Sin decir palabra, Ardiente siguió al artesano, que le condujo hasta el tribunal. El
joven se sentó con las piernas cruzadas y no miró a sus jueces.
—¿No has cometido un abuso de poder al maltratar a algunos de los auxiliares?
—preguntó Neb el Cumplido.
—No me gustan los perezosos.

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—Nadie te sugirió que tomaras medidas tan radicales.
—No soy un hipócrita. No suelo actuar a escondidas.
—¿Fue el alfarero quien te ordenó comportarte así? —preguntó Ramosis.
—El alfarero es un hombre abúlico, apegado a sus privilegios y que no tiene la
intención de molestar a sus subordinados. Soy el único responsable de mis iniciativas.
—¿Deseas ser el jefe de los auxiliares?
—¡Ése sería el peor de los destinos! Estar tan cerca del Lugar de Verdad y no
poder entrar…
—Y, sin embargo, tu cargo te estaba gustando…
—Es cierto, me engañé a mí mismo como cualquier imbécil que ejerza el poder.
Estaba completamente embriagado, pero acabo de despertar.
—¿Significa eso que te niegas a trabajar como auxiliar? —intervino Neb el
Cumplido.
—Vine aquí para aprender a dibujar. Lo demás no me interesa.
—¿No crees que el camino comienza por la obediencia?
—Lo importante es que la puerta se abra.
—¿Tu comportamiento justifica nuestra indulgencia?
Ardiente soltó una lamentable sonrisa.
—No espero nada semejante, pero no tenéis derecho a dejarme en la
incertidumbre. Rechazadme o acogedme.
—¿Cuál sería tu reacción si te rechazáramos?
El muchacho tardó mucho rato en responder.
—De todos modos, os importa un bledo.
—¿Tienes nuevos argumentos para convencernos de que te aceptemos entre
nosotros?
—Sólo uno: escuché la llamada.

Un artesano condujo de nuevo a Ardiente ante la puerta principal del Lugar de


Verdad. El joven borró el gigantesco dibujo con el pie. Esta vez iba a decidirse su
destino. Si la cofradía le rechazaba, no tendría ya posibilidad alguna de ver cumplido
su ideal. No tenía miedo, pero maldecía la suerte que le ponía a merced de una
pandilla de jueces, la mayoría de los cuales tenía la mente estrecha. No le molestaba
que fueran inflexibles e inhumanos, pero ¿realmente eran capaces de percibir su
deseo? Desde que se había librado de la trampa de los auxiliares, Ardiente sentía de
nuevo, en su interior, el fuego que le había llevado hasta el umbral de la aldea. Aquí y
sólo aquí florecería su existencia. Si le impedían cruzar el muro tras el que se hallaba
el secreto que quería conocer, ya nada tendría importancia para él.
Sin embargo, no tenía sentido pensar en eso. Debía afrontar la realidad, y la del
momento no era sino esperar. Una espera que duraría largas horas, tal vez varios días,

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y que no debía menoscabar su empeño. Ardiente estaba convencido de que debía
imponer su voluntad al tribunal. Si ésta seguía intacta, por fuerza, los jueces
percibirían su intensidad.

El debate, iniciado por Kenhir, hacía ya dos horas que duraba. Kenhir había
exigido que la decisión fuese definitiva y que cada uno de los jueces asumiera su
plena y completa responsabilidad argumentando el voto.
—Este muchacho no me inspira confianza alguna —declaró Neb el Cumplido.
—¿Te da miedo su fuego setiano? —ironizó el escriba de la Tumba.
—Quien no lo temiera sería un inconsciente. Como jefe de equipo, no tengo
derecho a poner en peligro la armonía de la cofradía. Sigo pensando que Ardiente
debe ir a buscar fortuna en otra parte.
—Sabes muy bien que sólo el Lugar de Verdad le permitirá desarrollar su
vocación. ¿Tú, que te llamas Neb el Cumplido, le negarás a un ser que ha escuchado
la llamada la posibilidad de realizarse?
El jefe de equipo quedó en evidencia, pero no cedió.
—¿Y tú, que tan acerbo eres con los miembros de nuestra cofradía, por qué te
muestras tan solícito para con Ardiente?
Kenhir reaccionó con dureza.
—¡No has entendido nada, Neb! No se trata de solicitud ni de benevolencia, sino
del superior interés del Lugar de Verdad. ¿Acaso yo, que sólo soy el escriba de la
Tumba, debo convenceros para que aceptéis a un ser con semejante fuerza? ¿Es que
no sois capaces de canalizarla en fuerza creadora e integrarla en vuestro trabajo?
El rostro del jefe de equipo se ensombreció.
—¡Vas demasiado lejos, Kenhir! Los artesanos reconocen tu autoridad
administrativa, pero no tienes derecho a inmiscuirte en nuestro trabajo.
—No es ésa mi intención, Neb. Mi padre y maestro, el escriba Ramosis, me hizo
comprender la naturaleza y los límites de mi función. Sin duda tienes razón, me he
excedido. Te toca a ti y a los demás artesanos que componen este tribunal tomar la
decisión definitiva. Sea cual sea ésta, yo la aceptaré.
Ramosis, el escriba de Maat, se expresó con calma.
—El amor que siento por esta cofradía me impide influenciarla valiéndome de mi
edad y mi experiencia, pero debo recordaros que su majestad nos recomendó
examinar con lucidez el caso de Ardiente. Que cada cual se exprese con serenidad.
Los artesanos procedieron a votar.
Pese a las numerosas reservas, todos estimaron que era preciso ofrecer a Ardiente
la oportunidad de ser dibujante, a condición de que respetara escrupulosamente la
regla de la cofradía y se ajustara a las exigencias del aprendizaje. Quedaba por hablar
Neb el Cumplido, que había escuchado a sus subordinados con atención.

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—Esta asamblea ha llevado a cabo su reflexión —estimó—, y cada uno de los
jueces ha abierto su corazón sin dejarse llevar por sus sentimientos. No me gusta el
carácter de Ardiente, no creo que sea capaz de percibir la importancia de nuestro
trabajo, pero debemos responder a su llamada.

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34

E l jefe Sobek bebió tres boles de leche fresca y devoró una decena de tortas tibias.
Estaba agotado, tras pasar la noche inspeccionando las colinas que dominaban
el Valle de los Reyes, pero no iría a acostarse antes de haber escuchado los informes
de sus hombres.
Uno tras otro fueron desfilando ante él sin mencionar el menor hecho sospechoso.
Sin embargo, Sobek seguía inquieto. Su instinto le engañaba pocas veces y, desde
hacía varios días, le anunciaba la inminencia de un peligro. De modo que el
responsable de la seguridad del Lugar de Verdad había multiplicado las rondas, a
riesgo de disgustar a sus hombres, que no apreciaban demasiado ese exceso de
trabajo.
La ansiedad prácticamente le hacía olvidar el importante acontecimiento que la
aldea se disponía a vivir: la iniciación de un nuevo adepto; y no de uno cualquiera.
¿Por qué el tribunal de admisión había abierto las puertas de la cofradía al tal
Ardiente que, evidentemente, sembraría el caos en la aldea? Con la arrolladora
energía que habitaba en él, el joven no permanecería mucho tiempo encerrado en la
aldea y se negaría a obedecer las órdenes de sus superiores, que se verían obligados a
arrojarlo a las filas de los auxiliares o a expulsarlo definitivamente. El destino de
Ardiente estaba escrito. Probablemente acabaría en la cárcel o, en el peor de los
casos, moriría en una brutal pelea.
Un policía entró en el despacho, donde Sobek se disponía a tumbarse en su estera
para entregarse a un merecido descanso.
—Es el cartero, jefe. Quiere veros personalmente.
El funcionario acudía todos los días al puesto de guardia principal del Lugar de
Verdad. Allí entregaba la correspondencia destinada a la cofradía y recogía las cartas
de los artesanos y sus familias, que se comunicaban así con el mundo exterior. El
cartero recogía también los informes oficiales que el escriba de la Tumba dirigía al
visir. En caso de necesidad o urgencia, un servicio especial se ocupaba rápidamente
de los mensajes.
—¿No puedes encargarte tú?
—Quiere veros a vos, jefe, y a nadie más.
—Bueno… que pase.
Uputy, el cartero, era un hombre alto de unos treinta años, de robustos hombros y
pantorrillas. De su bolsa, que contenía algunos papiros más o menos usados, que se
reutilizaban para escribir cartas, sacó un fragmento de cerámica envuelto en una tela
de lino y lo puso sobre la mesa del jefe Sobek.
—Según el texto escrito en la tela con tinta roja, este mensaje está destinado a ti,
Sobek.

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—¿Lo has leído?
—Sabes muy bien que no tengo derecho a hacerlo.
Uputy era un funcionario considerado y bien pagado. Detentador del bastón de
Thot, que encarnaba la rectitud y la precisión de su trabajo, tenía el deber de llevar las
cartas en buen estado hasta su destino, garantizando que sólo el destinatario leería su
contenido. El oficio era duro, ya que el palacio y los servicios del visir exigían que
sus directrices se transmitieran con la mayor rapidez, y no faltaban los períodos de
intensa actividad. Uputy era consciente de la importancia de su tarea y se sentía
honrado por la confianza que le demostraban las más altas autoridades.
—¿Debo esperar tu respuesta?
—Un momento.
Sobek desató el cordel de lino y leyó las pocas líneas que estaban inscritas sobre
el pequeño fragmento de calcáreo plano cuidadosamente pulido.
Pasmado, el policía nubio releyó el increíble mensaje. No, no era posible…
—¿Y bien, Sobek?
—Puedes marcharte, Uputy… No habrá respuesta.
El jefe de la seguridad ya no tenía ganas de dormir. Una vez más, su instinto no le
había fallado: acababa de producirse una catástrofe cuya magnitud podía barrer la
aldea de los artesanos con más violencia que la peor de las tormentas de arena.
Nefer el Silencioso disfrutaba de su felicidad, hasta el punto de sentirse algo
aturdido. Tras haber escuchado la llamada, había sido admitido en la cofradía del
Lugar de Verdad, en compañía de la mujer a la que amaba, Clara. Se estaba
adaptando a las costumbres de la aldea sin demasiadas dificultades, sobre todo por la
innata amabilidad de la muchacha, que lograba contener los impulsos de agresividad
contra los recién llegados.
Además, dentro de unas horas, Ardiente vería realizado su sueño. El hombre que
le había salvado la vida, que le había permitido encontrar a Maat y aprehender su
grandeza se convertiría en un hermano con el que participaría en la fabulosa aventura
cuya grandeza ya comenzaba a percibir. Con su entusiasmo y su pasión por crear,
Ardiente estaría a la altura de la misión que le sería confiada.
Una existencia bajo el signo de la Gran Obra, un amor resplandeciente, una regia
amistad… Los dioses favorecían a Nefer el Silencioso, quien nunca podría
agradecérselo bastante. A cambio de tantos beneficios, debería realizar sus tareas con
el más extremado rigor y puntualidad. El cielo y la tierra le colmaban de gozos
porque había escuchado la llamada y porque había respondido a ella. Su misión era
saber utilizarlos correctamente, mostrándose digno del camino que debía recorrer.
Cuando se disponía a partir hacia el taller de escultura, Clara le mostró la carta
que acababan de traerle. Por su entristecida mirada, Nefer comprendió que se trataba
de una mala noticia.

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—Mi padre está muy enfermo —reveló—; el médico teme un fatal desenlace.
Según el mensaje que ha redactado, papá desea vernos a ambos lo antes posible.
Nefer se dirigió en seguida al jefe de equipo para indicarle el motivo de su
ausencia, que se consignaría en el registro que llevaba el escriba de la Tumba.
La pareja no cogió equipaje, y salió de la aldea por la puerta secundaria para
tomar el sendero que desembocaba en las cercanías del templo de millones de años de
Ramsés el Grande.
—Te noto contrariado —le dijo Clara a su marido—. Temes no regresar a tiempo
para asistir a la iniciación de Ardiente, ¿no es cierto?
—Así es.
—En cuanto hayas visto a mi padre, regresarás a la aldea y yo me quedaré a su
lado tanto tiempo como haga falta.
—Yo también.
—No, tú debes estar presente cuando tu amigo se convierta en servidor del Lugar
de Verdad.
Los policías del puesto de guardia del Ramesseum les preguntaron sus nombres y
les dejaron pasar sin otra formalidad. Nefer y Clara eran conocidos por las
autoridades como miembros de la cofradía.
Circulaban libremente por el territorio del Lugar de Verdad y salían de él a su
antojo.
La pareja caminó rápidamente hasta la zona de los cultivos, atravesó un campo de
alfalfa, flanqueó un mercadillo y se dirigió hacia la orilla, donde una barcaza se
disponía a cruzar.
Mezclados con los demás viajeros, campesinos que se dirigían a Tebas para
vender legumbres, intercambiaron algunas trivialidades sobre la estabilidad de los
precios, la prosperidad del país y la generosidad del Nilo. Nadie podía sospechar que
procedían de la aldea más secreta de Egipto.
Pese a su inquietud, Clara consiguió poner buena cara y llegó, incluso, a consolar
a una madre de familia cuya hija tenía fiebre.
En cuanto la barcaza atracó en la orilla este, Nefer y su esposa saltaron a la ribera
y se encaminaron hacia el domicilio del empresario de la construcción. Cuando
estaban todavía a una buena distancia, Negrote corrió hacia ellos. Saltando del uno al
otro, les lamió el rostro. En sus ojos color avellana había una intensa alegría.
—Vamos, Negrote —dijo Clara—. Tenemos prisa.
De pronto, el perro negro gruñó y enseñó los dientes a un grupo de policías que se
acercaba a la pareja. Sobek iba a la cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha.
—Tranquilizaos, vuestro padre está bien. La carta que habéis recibido la escribí
yo y no un médico.

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—Pero… ¿Por qué razón?
—No tenía otro medio para hacer que vuestro marido saliera de la aldea. Varios
testigos asegurarán que ha acudido libremente a la orilla este.
—¿Cuál es el motivo de esta estratagema, Sobek?
—La justicia.
—¡Explicaos, os lo ruego!
—Nefer está detenido. Le acusan de haber matado a uno de mis hombres,
perteneciente al equipo de vigilancia nocturna del Valle de los Reyes.

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35

M éhy se estaba convirtiendo en el preferido de Tebas. No había velada mundana


ni recepción oficial a la que no fuese invitado, no había reunión de trabajo
importante en la que no participase. Era un brillante conversador, nunca le faltaba una
reflexión original, un cumplido o una sugerencia digna de interés. Todo el mundo
felicitaba a Mosis, el tesorero principal, por haber elegido un yerno tan notable, cuya
carrera se anunciaba prometedora, tanto más cuanto sus proyectos de reforma del
ejército tebano eran muy apreciados en las alturas.
Con motivo de su aniversario, el alcalde de Tebas había ofrecido una grandiosa
recepción en los jardines de su mansión, donde se apretujaban los notables de la
ciudad del dios Amón. Con el rostro floreciente y el verbo elevado, saludaba a sus
huéspedes con la seguridad de un táctico que acabase de ahogar a una peligrosa
facción.
—¡Qué elegancia, mi querido Méhy! Esa camisa plisada de manga larga, esa
túnica de inmaculada blancura, esas sandalias de corte perfecto… Si no estuvierais
casado, muchas jovencitas intentarían seduciros.
—Resistiré la tentación.
—Entre nosotros, Serketa debe de saber satisfacer a un hombre, ¿no?
—No podría mentir al alcalde de Tebas, cuya experiencia se reconoce
unánimemente.
—¡Me gustáis, Méhy! Supongo que, para vos, el ejército es sólo una etapa.
—Cuando haya terminado la reforma que acabo de iniciar, quisiera colaborar más
estrechamente en la administración de nuestra magnífica ciudad.
—Legítima y loable ambición —consideró el alcalde—, pero no olvidéis que
Tebas es sólo la tercera ciudad del país, por detrás de Menfis y de nuestra nueva
capital, Pi-Ramsés. Aquí gustamos de la tranquilidad y las tradiciones.
—Bueno, ¿acaso no es ésa la más prudente de las políticas?
—¡Excelente, Méhy! Creo que llegaréis muy lejos.
—Le debo mucho a mi querido suegro, mi principal tema de preocupación.
El alcalde se extrañó.
—¿Mosis tiene problemas?
—Entre nosotros, su salud está empeorando.
—Pues a mí me parece que está muy en forma…
—En efecto, se diría que goza de gran vitalidad, pero su cabeza, en cambio… En
estos últimos tiempos le he rogado, con miramientos, que revocara algunas decisiones
absolutamente aberrantes. De momento lo acepta, reconoce sus errores y se pregunta
qué demonios le está ocurriendo, pero ¿qué sucederá mañana? Sus ausencias son cada
vez más frecuentes… Pero creo que no debería hablaros de esto.

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—Al contrario, Méhy, al contrario. Debéis mantenerme al corriente y seguir
interviniendo para evitar una catástrofe. Si la situación empeorara, avisadme en
seguida. Esta velada está siendo un éxito, pero ésta es ya la segunda mala noticia que
recibo hoy.
—¿Puedo preguntaros cuál ha sido la primera?
—Un asunto muy molesto… Un joven artesano, Nefer, que acaba de entrar en la
cofradía del Lugar de Verdad, ha sido acusado de asesinar a un policía que estaba
bajo las órdenes del jefe Sobek. Éste creyó que se trataba de un accidente, pero los
nuevos hechos le han convencido de que ha sido un acto criminal.
—¿Y el tal Nefer no será juzgado por el tribunal del Lugar de Verdad?
—No, porque ha sido detenido en la orilla este, cuando iba a visitar a su suegro.
Si se hubiera quedado en la aldea, no habríamos podido echarle mano. El proceso va
a hacer mucho ruido.
—¿Y no puede eso perjudicar la reputación de los artesanos?
—¡La supervivencia de la aldea está en juego! Si la cofradía alberga a criminales,
debe ser disuelta. El administrador de la orilla oeste estará encantado… La condena
de Nefer demostrará a Ramsés que el Lugar de Verdad es más peligroso que útil. Se
defenderá con uñas y dientes, claro está… y tal vez me vea obligado a utilizar el
ejército, es decir, a vuestro ejército, para proceder a una evacuación en toda regla.
—Estoy a vuestra disposición.
—Lo recordaré… Nos veremos muy pronto… Divertíos, Méhy.
El alcalde dejó que el oficial superior saboreara su primera gran victoria y entabló
conversación con un rico terrateniente.
La carta anónima que había enviado a Sobek donde denunciaba a Nefer producía
los efectos esperados. Así, el crimen que había cometido le prestaba inestimables
servicios. Probablemente, el joven sería condenado a la pena capital y la cofradía
sería disuelta. Méhy ocuparía la aldea el tiempo necesario para registrarla de cabo a
rabo y se apoderaría de sus tesoros. Bajo la tapadera de una misión oficial
conseguiría, pues, sus fines en el marco de la legalidad.

Ardiente estaba sentado en el suelo de tierra batida de una pequeña estancia con
los muros encalados. No sabía si era de día o de noche, porque no había ventanas. Le
daban de comer y de beber sin decirle una palabra.
La puerta de la pequeña habitación no estaba cerrada, de manera que podría haber
salido. Pero sentía que aquella falsa libertad ocultaba una nueva trampa y que no
tenía más remedio que esperar la sentencia del tribunal. Él, generalmente tan fogoso e
impaciente, no se rebelaba contra aquella prueba que le parecía indispensable. Le
permitía vivir unas horas fuera del tiempo, conocer un descanso del cuerpo y del alma
que creía inaccesible. Ardiente ya no era el dueño de su destino, por lo que se

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desprendía de él y se alimentaba de ese apaciguador vacío en el que nada sucedía.
Mientras no le anunciaran la decisión postrera, no estaría vivo ni muerto. Aquí, en
el territorio secreto del Lugar de Verdad, ya no era un profano, pero tal vez nunca
fuera un miembro de la cofradía. Su pasado había desaparecido, su porvenir no
existía aún.
Independientemente del resultado de aquel combate sin adversario, Ardiente
había descubierto un mundo que le sorprendía. Sus habituales puntos de orientación
habían desaparecido, se esfumaban los límites y otro horizonte se perfilaba ante él.
Pero era sólo una sombra sin consistencia, como él mismo, cuya fuerza y cuyo deseo
ya no servían para nada.
El muchacho estaba convencido de que todos los miembros de la cofradía habían
permanecido en aquel lugar y que habían esperado, como él, un veredicto inapelable.
Ninguno de ellos había obtenido privilegio, fueran cuales fuesen sus cualidades y su
competencia, y el hecho de haber pasado por la misma prueba, en las mismas
condiciones, debía unirles como hermanos que compartían el mismo ideal.
La puerta se abrió.
El artesano no traía pan ni jarra.
—Ven conmigo, Ardiente.
Al joven coloso le hubiera gustado pasar interminables jornadas en aquel lugar
apacible, lejos de todo. Se levantó muy lentamente, como si dudara en seguir a su
guía.
—¿Renuncias a solicitar tu admisión en la cofradía? —preguntó el artesano.
—Llévame a donde debo ir.
Tomaron el camino del templo, ante el que se hallaba el tribunal de admisión.
Los rostros de los jueces eran impasibles, salvo el del viejo escriba Ramosis, que
parecía sonreír.
Pero Ardiente prefirió ignorarlo, y se detuvo ante Kenhir, el escriba de la Tumba.
Su corazón latía a toda prisa.
Por primera vez en su vida, la angustia le impedía respirar. Y entonces pensó en
correr hasta el extremo de la Tierra para no oír las palabras que iban a ser
pronunciadas.
—Este tribunal ha tomado una decisión —dijo Kenhir con gravedad—, y es
irrevocable. Su majestad el faraón, dueño supremo del Lugar de Verdad, la ha
aprobado, y será registrada en el despacho del visir. Ardiente, creemos que realmente
escuchaste la llamada, así pues, serás admitido en esta cofradía.
¿Estaba el escriba dirigiéndose a él? De pronto, un nuevo ardor corrió por sus
venas y sintió deseos de besar a Kenhir, el Gruñón.
—Por desgracia —prosiguió éste—, nos vemos obligados a diferir tu iniciación.
No eres tú el cuestionado, sino la cofradía en su conjunto, dada la desgracia que ha

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recaído sobre la aldea.
—¿Qué desgracia?
—La acusación de asesinato que pesa sobre Nefer el Silencioso.
—¿Silencioso, un asesino? ¡Eso es absurdo!
—Ésa es nuestra opinión, pero debemos consagrar nuestras energías a conseguir
su absolución. Cuando la paz reine de nuevo entre nosotros, recibirás tu nuevo
nombre y descubrirás los primeros misterios del Lugar de Verdad.

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36

T ras una agotadora jornada de trabajo, el capitán Méhy le había hecho


brutalmente el amor a Serketa, con su habitual vigor. Ahora, ella ya no podría
prescindir de él y debería permanecer en el único lugar que podía ocupar una mujer:
el de sierva devota y obediente. Desde su infancia, Méhy despreciaba a las hembras,
y Serketa no iba a ser la que modificara su actitud. Como las demás, buscaba un
señor de indiscutible autoridad. Ella, al menos, había tenido la suerte de encontrarlo.
Desde el arresto de Nefer el Silencioso, Méhy se había puesto en contacto con
decenas de personas para hacer circular un falso rumor. Estaban los malevolentes por
naturaleza, que se apoderaban de él con avidez y lo propagaban a la velocidad del
viento; los imbéciles, que lo repetían sin comprender, y los charlatanes, contentos al
poder sobresalir haciendo circular una información que, según afirmaban, eran los
únicos que la poseían.
Gracias a estos contactos, Méhy conseguía moldear a su gusto el pensamiento de
los demás y transformaba el rumor en realidad. Nefer el Silencioso aparecía ya ante la
opinión pública como un temible criminal, autor de varios asesinatos, y el Lugar de
Verdad, como un cubil de bandidos que gozaban de intolerables privilegios.
Sólo Ramsés el Grande habría podido cambiar la situación con una sola palabra.
Pero el faraón no se hallaba por encima de Maat, y no tenía derecho a intervenir en
un proceso judicial. Éste era el precio de la salvaguarda de la felicidad y la
coherencia de Egipto. Nefer había sido acusado y debía ser juzgado.
Como los vínculos entre el Lugar de Verdad y el visir eran demasiado estrechos,
éste no presidiría la audiencia preliminar destinada a formar la acusación, sino que lo
haría el decano del tribunal de justicia, un anciano estrictamente apegado al
procedimiento. Méhy no necesitaba comprarlo, puesto que, ante la gravedad de los
hechos, forzosamente decretaría la comparecencia de Nefer ante un jurado.
En aquel momento, la intervención secreta de Méhy sería decisiva. En primer
lugar, era preciso imponer a Abry, el administrador de la orilla oeste, como jurado, y
hacerle propagar nuevas calumnias sobre la cofradía, para ensuciar más aún su
nombre y hacerla todavía más detestable ante los ojos del pueblo; y, en segundo
lugar, había que asegurarse el voto de la mayoría del jurado para conseguir que Nefer
fuera condenado a muerte, presentado como un asesino de sangre fría, una verdadera
bestia feroz desprovista de cualquier humanidad, de cuya educación se habían
encargado artesanos tan crueles como él.
De este modo, la aldea habría caído en la trampa.
Méhy palpó el trasero de Serketa.
—Esta yegua me pertenece, ¿no es cierto?
Ella se acurrucó contra él.

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—Sí, soy tuya… Hazme otra vez el amor.
—¡Eres insaciable!
—Yo creo que es natural, ya que tengo la suerte de tener un marido infatigable.
—Me preocupa tu padre, Serketa.
—¿Ah, sí… pero por qué?
—Está perdiendo la cabeza.
—Pues yo no me he dado cuenta.
—Porque no trabajas con él. A mí me ha advertido de ello el alcalde de Tebas en
persona. Durante una importante reunión, tu padre farfulló palabras incomprensibles,
se equivocó en la exposición contable y, luego, permaneció largo rato postrado. Por
mi parte, en los últimos días, he asistido a incidentes de la misma naturaleza, e
incluso más graves. Naturalmente, no he dicho nada al alcalde y he intentado disipar
sus temores. Por desgracia, tu padre se niega a admitir la realidad. Cuando sale de sus
crisis no recuerda nada y se niega a admitir sus ausencias.
—¿Qué deberíamos hacer?
—Informa a su médico y pídele que piense en un tratamiento, sin contrariar a tu
padre. Y si sólo fuera por esta angustiosa enfermedad…
Serketa se sentó al borde de la cama.
—¿Qué ocurre?
—No sé si decírtelo.
—Soy tu mujer, Méhy; y quiero saberlo todo.
—Es tan horrible…
—¡Habla, te lo pido!
—Puedes sentirte decepcionada y herida, querida.
Méhy habló en voz baja, como si temiera ser oído.
—Tu padre estaba visitando una propiedad, para revisar su tasación, y me había
llevado consigo para enseñarme algunos detalles técnicos. De pronto, se arrojó sobre
una niña e intentó violarla. Aunque sea mucho más robusto que él, tuve muchas
dificultades para dominarle. Por fortuna, evité lo peor. Luego, cuando volvió en sí, no
recordaba esa atroz escena.
—¿Hubo… testigos?
—La madre de la pequeña.
—¡Presentará una denuncia!
—Tranquilízate, la disuadí de hacerlo explicándole la situación y ofreciéndole
una vaca lechera y cuatro sacos de espelta para que olvidara la tragedia. Pero yo no
puedo estar siempre junto a tu padre y temo que vuelva a hacerlo.
Serketa estaba al borde de un ataque de nervios.
—Perderemos nuestra reputación, nuestros bienes…
—Te amo por ti misma, querida. Preocúpate sólo por la salud de tu padre.

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Serketa lo veía claro: debía hacer que la fortuna familiar fuera transferida a su
matrimonio y no permitir que la administrara un enfermo mental. Cuando la locura
ganara terreno, su padre firmaría cualquier documento y dilapidaría su herencia.
Ahora bien, la joven no soportaba la idea de ser pobre. Afortunadamente, se había
casado con Méhy, cuya lucidez la salvaría de ese peligro.
—¿Puedes hacer que vigilen a mi padre permanentemente?
—No, yo…
—Ordena que tus soldados velen discretamente por su seguridad. Si va a cometer
un acto reprensible, que intervengan inmediatamente y sólo te informen a ti.
—Pero eso sería excederme en mis funciones y…
—¡Hazlo por nosotros, Méhy! Nuestro porvenir está en juego.
El capitán fingió reflexionar, aunque ya había propuesto esta solución al alcalde,
que la había aceptado.
—Si mis superiores se enteran, sufriré graves sanciones por abuso de poder, pero
correré el riesgo por ti, amor mío.
Serketa besó el torso de su marido.
—No lo lamentarás… Y no permaneceré de brazos cruzados.
—Sobre todo, habla con su médico.
—Claro está… Pero consultaré también a nuestros juristas. Como hija única, debo
proteger el patrimonio familiar. Y mi verdadera familia, hoy, eres tú y nuestros
futuros hijos.
Méhy la obligó a tenderse de espaldas y la cubrió con todo el peso de su cuerpo.
—¿Cuántos quieres?
—Cuatro, cinco…
—¿No será excesivo para una mujer de tu calidad?
—Quiero varios muchachos. Se parecerán a ti y así tendré la impresión de tenerte
siempre a mi lado.
—Realmente no puedes vivir sin mí, cariño…
Incapaz de sentir placer, a Serketa le importaban un bledo las proezas de su
esposo, un amante más bien mediocre pero que, sin embargo, era un marido ideal,
ambicioso y ávido de poder. Gracias a él, preservaría su fortuna y lograría, incluso,
aumentarla, a condición de librarse de un padre que, de molesto, pasaba a ser
peligroso.
Para manipular a Méhy bastaba con halagarle y hacerle creer que era su dueño
omnipotente. Comportándose como una hembra en celo y una idiota encantadora,
apenas buena para ser mostrada en las recepciones del brazo de su resplandeciente
señor, Serketa alimentaría la gran opinión que Méhy tenía de sí mismo y se
encargaría, en la sombra, de acumular el máximo de bienes. ¿Acaso el objeto de la
vida no era tener cada vez más?

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37

D aktair no se calmaba.
—¡Me ayudasteis a obtener el puesto que deseaba, Méhy, pero me veo
reducido a ser una mera comparsa! El director del laboratorio central es un viejo
sacerdote estúpido, incapaz de comprender las perspectivas que ofrece la ciencia.
Rechaza cualquier innovación, cualquier experimentación y me obliga a clasificar
expedientes.
—Tomad un poco más de oca asada, querido. ¿No creéis que mi cocinero es un
verdadero artista?
—Sí, pero…
—Creía que un sabio de vuestra envergadura iba a mostrarse mucho más
paciente.
—Comprendedme… ¡Tengo centenares de proyectos por realizar y, en cambio,
tengo las manos atadas!
—No por mucho tiempo, Daktair.
El sabio se palpó la barba con la yema de los dedos.
—No tengo la impresión de que las cosas evolucionen a mi favor.
—¡Os equivocáis! Mis buenas relaciones con el alcalde de Tebas no dejan de
fortalecerse, y mi influencia aumenta día tras día. Vuestro actual director no ocupará
el cargo por mucho tiempo y vos le sucederéis.
Daktair clavó sus dientes en un muslo perfectamente asado.
—Este proceso que pone en entredicho el Lugar de Verdad… ¿Va en serio?
—¡Totalmente, amigo mío! Gracias al abominable crimen cometido por Nefer,
nos libraremos antes de lo previsto de esa maldita cofradía. Los artesanos serán
dispersados y me encargarán que registre la aldea de cabo a rabo. Naturalmente, vos
me ayudaréis como experto.
Los ojillos de Daktair brillaron de excitación.
—Pero… ¡La sentencia no ha sido dictada todavía!
—La justicia egipcia es muy severa y dictará graves penas, tanto contra el asesino
como contra quienes lo protegieron. ¿No es esta cofradía una asociación de
malhechores? Prohibirla parecerá la mejor solución.

Obed el herrero había recibido a un Ardiente tan sobreexcitado que trabajaba,


ininterrumpidamente, desde hacía ocho horas. El muchacho había propuesto al
escriba de la Tumba formar un comando, con dos o tres robustos artesanos, ir a
liberar a Nefer y devolverlo a la aldea para dejarlo fuera del alcance de la policía,
pero Kenhir se había negado rotundamente. A la espera de su iniciación, Ardiente
debía regresar entre los auxiliares y serles de utilidad.

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—¿Te han aceptado, entonces? —preguntó el herrero, que examinaba satisfecho
los cinceles de cobre fabricados por su compañero de un día.
—Espero que no dejen de cumplir su palabra.
—No es su estilo… Pero este caso criminal es un golpe bajo contra la cofradía.
—¡Silencioso es inocente!
—De todos modos, será condenado por asesinato. Seguro que el jefe Sobek tiene
pruebas.
—Yo sólo me pregunto una cosa: ¿quién odia a mi amigo hasta el punto de
arrastrarlo por el fango y destrozar su vida de esta forma?
—Deberías olvidar esta sucia historia, Ardiente, y trabajar conmigo. Te gusta la
forja, y tienes dotes para trabajar en ella. No te encierres en esa aldea, cuyos días
están contados.
—¿Qué quieres decir?
—Si condenan a Nefer, también condenarán a la cofradía. Se abrirá una
exhaustiva investigación de cada uno de sus miembros, para establecer eventuales
complicidades, se interrumpirán las obras, los artesanos serán dispersados por los
distintos templos tebanos, y será el fin del Lugar de Verdad.
—¿Y mi iniciación?
—Nunca se celebrará.
El muchacho apretó los puños con rabia.
—Y todo por culpa de esta turbia historia…
—¿Conoces bien a Nefer? —preguntó el herrero.
—Es mi amigo.
—¡Eso no basta para absolverle! En el fondo, no sabes casi nada de él ni de su
pasado. ¿En qué hombre se convirtió durante su largo viaje? En Nubia tuvo que
enfrentarse forzosamente con la violencia y, sin duda, aprendió a matar. ¿No habrá
vuelto a Tebas para enriquecerse? En la aldea oyó hablar de las riquezas depositadas
en las tumbas de los faraones durante sus funerales. ¿No habrá pensado en apoderarse
de ellas?
—¡Lo que estás diciendo es terrible!
—No es el primero a quien se le ha ocurrido la idea y no será el último. Y él
estaba mejor situado que nadie para ponerla en práctica. Por esta razón merodeaba,
por la noche, por las colinas que dominan el Valle de los Reyes… Pero ignoraba que
Sobek había sido nombrado jefe de la seguridad y que había dispuesto un nuevo
sistema de vigilancia. Un guardia le sorprendió, Silencioso le mató y no encontró
mejor refugio que la propia aldea para escapar de la policía. Subestimó la tozudez de
Sobek, que prosiguió la investigación y finalmente le identificó.
—¡Es una historia estúpida, Obed!
—La repetirán en el tribunal, ya verás. Los hechos encajan demasiado bien unos

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con otros como para no resultar creíbles.
—¡Pero eso no quiere decir que sea verdad!
—El asunto huele mal: ni Nefer ni la cofradía saldrán indemnes. Sigue mis
consejos y distánciate de ellos.
—Los artesanos están atados de pies y manos, pero ni tú ni yo pertenecemos a la
cofradía. Si intentara un golpe de fuerza, ¿estarías dispuesto a ayudarme?
—¡De ningún modo! No tendríamos ninguna oportunidad, y no estoy dispuesto a
perder mi trabajo. Nefer está en la cárcel y nadie le sacará de allí.
—¿Viven todavía los padres de Clara?
—Sólo su padre.
—¿En qué trabaja?
—Es empresario de la construcción. Es un hombre competente, de excelente
reputación.
Gracias a las indicaciones de Obed el herrero, Ardiente no tuvo dificultad alguna
en encontrar el domicilio del padre de Clara. Para el joven, no cabía duda: el culpable
era él. No había soportado la marcha de su hija y se había vengado de Nefer
proporcionando al jefe Sobek pruebas falsas para acusar al seductor. Sintiéndose
abandonado y traicionado, el empresario había decidido destruir a la pareja que se le
escapaba al retirarse a la aldea.
Por las buenas o por las malas, Ardiente le arrastraría ante el tribunal, para que
confesara su fechoría y dejara libre a Nefer de cualquier sospecha. ¡El asunto
quedaría arreglado en seguida!
La mañana estaba tocando a su fin, y la gente regresaba del mercado. El
muchacho entró en la casa, cuya puerta estaba abierta.
Un perro negro le cerró el paso.
—Tranquilo, amigo… No voy a hacerte ningún daño.
De pie frente a él, el perro gruñía y le enseñaba los dientes. Si Ardiente avanzaba,
le atacaría.
El coloso podría haberle roto el cuello, pero el valeroso guardián le caía
simpático, y Ardiente se puso de rodillas para mirarle a los ojos.
—Ven aquí, no soy tu enemigo.
Dubitativo, el perro negro inclinó la cabeza como si quisiera examinar al intruso
desde otro ángulo.
—Acércate, no te morderé.
Clara apareció en lo alto de la escalera que conducía al piso superior.
—Ardiente… ¿Qué estás haciendo aquí?
El muchacho se levantó.
—¿Puedo tocarlo?
—Es un amigo, Negrote. Puedes acariciarlo sin temor.

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El perro dejó de gruñir y aceptó que Ardiente le acariciara la cabeza.
—Clara… Lo sé todo. Ha sido tu padre, ¿no es cierto?
—¿Mi padre? ¡No te comprendo!
—No aceptó tu boda y denunció a Silencioso a la policía. Debe confesar.
La joven esbozó una triste sonrisa.
—Te equivocas, Ardiente. Esta desgracia ha hecho que mi padre caiga enfermo,
muy enfermo. Aunque mi marcha le apenó, sintió un gran orgullo al verme casada
con un servidor del Lugar de Verdad, donde se revelan secretos del oficio a los que él
no tuvo acceso. Cuando le comuniqué el arresto de Nefer, su corazón se debilitó.
—Está…
—Aún vive, pero presiento que la muerte está muy cerca.

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38

C lara no se equivocaba.
Una hora antes del inicio de la audiencia preliminar, su padre expiró. Su
hija le había tranquilizado diciéndole que Nefer no tenía nada que reprocharse y que
la justicia acabaría triunfando.
—Debo encargarme de los funerales —le dijo a Ardiente.
—No, ve al tribunal; tu marido necesitará que estés junto a él. Yo me encargaré de
todo.
—No puedo aceptarlo, yo…
—Confía en mí, Clara. Tu lugar está junto a tu marido.
—No sabes a quién dirigirte, tú…
—No te preocupes. Durante una prueba tan atroz es cuando se reconoce a los
verdaderos amigos. Quería salvar a Silencioso derribando los muros de su prisión,
pero es imposible. Sólo tú puedes apoyarle y yo debo ayudarte. Si tu padre era un
hombre justo, nada tiene que temer del tribunal de Osiris, mientras que tu marido
puede sufrir un infierno por culpa del de los vivos.
Las palabras del joven coloso eran duras, pero devolvieron el valor a Clara. No
tenía tiempo de compadecerse de sí misma y no le quedaba más alternativa que seguir
luchando, aunque sus armas fueran irrisorias.

—¿Yo, jurado?
—Mi querido Méhy, vuestra designación ha sido aprobada por el visir —reveló el
alcalde de Tebas—. Era necesario un oficial y he pensado de inmediato en vos.
—Es una gran responsabilidad.
—Lo sé, lo sé… Pero no será la última. Cuando este molesto proceso haya
terminado, me gustaría confiaros algunas tareas importantes. Mis administradores
envejecen, necesito gente joven.
—Como ya os dije, estoy a vuestra entera disposición.
—Perfecto, Méhy. ¿Y… vuestro suegro?
—Su salud se degrada.
—Es muy molesto… ¿Habéis puesto en marcha un sistema de vigilancia?
—Sí, tal y como convinimos. Todos son hombres de una discreción ejemplar que
sólo intervendrán en caso de absoluta necesidad.
—¿Qué opina el médico?
—Es una enfermedad que conoce pero que no puede curar.
—Enojoso, realmente enojoso… Con respecto a la audiencia preliminar, el visir
ha ordenado que se celebre en la orilla oeste, ante la puerta del templo de millones de
años de Seti, el padre de Ramsés. Aquí, en la orilla este, temía una excesiva afluencia

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de curiosos. Un cordón policial impedirá que el público se acerque y garantizará la
serenidad del tribunal de justicia.
Esta modificación de última hora disgustó a Méhy, pero en nada cambiaría el
resultado de los debates. Nefer el Silencioso sería el chivo expiatorio y arrastraría a la
cofradía en su caída.

La delegación del Lugar de Verdad estaba formada por el viejo escriba Ramosis,
el escriba de la Tumba, Kenhir, y el jefe de equipo, Neb el Cumplido. Todos los
habitantes de la aldea habían deseado organizarse en procesión para acudir al
tribunal, pero Ramosis había desaconsejado ese alarde, que podía disgustar a los
magistrados y perjudicar al acusado.
—¿No puedes solicitar audiencia a Ramsés? —le preguntó el jefe de equipo a
Ramosis.
—Sería inútil, el faraón debe dejar que la justicia actúe. Como escriba de Maat,
yo garantizo la rectitud de la cofradía.
—¡Podríamos exigir ver al visir!
—También sería inútil. Ahora, la suerte de Nefer está en manos del tribunal.
—¿Y si se equivoca?
—Si no hay pruebas o son inconsistentes, Kenhir y yo mismo exigiremos la
absolución.
Neb el Cumplido no compartía el optimismo de Ramosis. Sólo confiaba en el
tribunal del Lugar de Verdad, donde la corrupción no tenía cabida.
—Estoy convencido de que Nefer es inocente y de que intentan perjudicarnos —
afirmó Kenhir.
—Ramsés el Grande nos protege —repuso Ramosis—. La obra del Lugar de
Verdad es vital para la supervivencia de Egipto.
—De todos modos, ocurre algo anormal, como si un monstruo apostado en las
tinieblas hubiera decidido salir de ellas para sembrar el mal.
—Si es así, sabremos resistirlo.
—¡Primero habrá que identificarlo! Si nos ataca por la espalda, estaremos
muertos antes de haber empezado a combatir.

El decano de los jueces de Tebas declaró abierta la audiencia preliminar referente


al caso de Nefer, servidor del Lugar de Verdad, acusado de asesinar a un policía
perteneciente al equipo nocturno encargado de vigilar el Valle de los Reyes.
—Con la protección de Maat y en su nombre —declaró el decano—, solicito a
esta asamblea que considere los hechos y nada más que los hechos.
Estaban presentes los jurados que tendrían que pronunciar un veredicto durante el

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proceso, la delegación del Lugar de Verdad y Clara, la esposa del acusado, que se
mantenía a la izquierda del decano. Nefer estaba custodiado por dos soldados,
armados con un garrote y un puñal.
Parecía tranquilo, casi indiferente, y cuando su mirada encontró la de su esposa,
sintió que estaba dispuesto a afrontar la prueba. Con su presencia, ella le transmitía
una energía que fortalecía su serenidad.
—¿Eres Nefer el Silencioso? —preguntó el presidente del tribunal.
—Sí, soy yo.
—¿Reconoces haber cometido un crimen?
—Soy inocente del crimen del que se me acusa.
—¿Te atreverías a jurarlo?
—En el nombre del faraón, lo juro.
Un largo silencio sucedió a este juramento, cuya importancia todos percibieron.
Méhy estaba encantado; tras semejante declaración, Nefer, reconocido como perjuro,
no escaparía a la pena de muerte.
—La acusación tiene la palabra.
El jefe Sobek se adelantó y recordó los hechos. Deploró la rapidez de su propia
investigación y sus apresuradas conclusiones, y comunicó al tribunal la existencia de
la carta anónima, que acusaba a Nefer. A partir de aquella revelación, había
reflexionado y decidido que, en efecto, Nefer era un culpable plausible, tanto más
cuanto no disponía de coartada alguna para la noche del crimen. Educado en la aldea
de los artesanos, había oído hablar forzosamente de las riquezas del Valle de los
Reyes y había concebido el insensato proyecto de apoderarse de ellas. Sorprendido
por un guardia cuando intentaba descubrir un itinerario para penetrar en el dominio
prohibido, no había tenido otra alternativa que matar. Con el espíritu calculador que
le caracterizaba, Nefer se había refugiado luego en la aldea, donde la policía no tenía
derecho a entrar.
—Esta grave acusación sólo se apoya en un documento anónimo —observó el
decano.
—Es evidente que ha sido escrita por un artesano lleno de remordimientos y que
desea que salga a relucir la verdad —respondió Sobek—. Además, los hechos se
encadenan de un modo implacable.
El decano se dirigió a Nefer.
—¿Dónde estabas la noche del crimen?
—No lo recuerdo.
—¿Por qué regresaste a la aldea?
—Porque escuché la llamada.
El administrador de la orilla oeste pidió la palabra.
—¡La defensa de Nefer es irrisoria! Este muchacho es un aventurero dotado de

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temible sangre fría y capaz de lo peor. Que comparezca ante un jurado que le condene
por asesino y perjuro.
—No tenemos ninguna prueba concluyente —estimó el decano.
—Tal vez sí —objetó Sobek—. Uno de mis hombres, que aquella noche
patrullaba por el lugar del crimen, recuerda haber divisado a un merodeador.
Hicieron comparecer al policía que, impresionado por el decano y los jurados,
tuvo muchas dificultades para expresarse, pero acabó admitiendo que creía haber
reconocido al acusado.
El decano ya no tenía elección.
—Decido pues…
—Un momento.
—¿Quién osa interrumpirme?
Una mujer de edad avanzada, delgada, con unos magníficos cabellos blancos, se
presentó ante el presidente del tribunal.
—Nefer el Silencioso es inocente.
—¿Quién eres tú?
—La mujer sabia del Lugar de Verdad.

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39

U nos murmullos recorrieron la concurrencia, estupefacta ante la aparición de


aquella extraña mujer que tenía el aspecto de una reina. Para muchos, la mujer
sabia del Lugar de Verdad era sólo un personaje legendario, dotado de poderes
sobrenaturales. Como nunca salía de la aldea, su propia existencia había sido puesta
en duda.
Al presidente del tribunal le costó encontrar las palabras.
—¿Cómo… Cómo podéis ser tan rotunda?
—He estado observando a Nefer el Silencioso desde que llegó a la aldea. No es
un criminal.
—Vuestra opinión no es desdeñable —estimó el decano con prudencia—, pero si
pudiéramos tener una prueba…
—¿Si se demostrara que Nefer no podía hallarse en la orilla oeste la noche del
crimen, sería absuelto definitivamente?
—Claro, pero él mismo es incapaz de recordar el lugar donde se hallaba en aquel
momento.
La mujer sabia se aproximó al muchacho, que admiró la profundidad y la belleza
de su mirada.
—Dame tu mano izquierda.
Nefer se la dio, y ella la estrechó entre las suyas. Un calor suave e intenso a la vez
penetró en la palma del joven, ascendió por su brazo e invadió su cabeza.
—Cierra los ojos y recuerda.
El alma-pájaro de Nefer emprendió un soberbio viaje, volando por encima del
Nilo y de los barcos impelidos por el viento. Luego se vio irresistiblemente atraída
por un palmeral donde se acurrucaba una pequeña aldea cercana a Asuán, la Orilla
feliz, donde unos niños jugaban con un pequeño mono verde.
—Sí —murmuró—, aquella noche dormí en el lindero de esa aldea, envuelto en
mi estera. Estaba fatigado y taciturno, prisionero de mi vagabundeo, sin apego alguno
por el mundo exterior… Pero estaba allí, en la Orilla feliz, donde brillaba la luna
llena.
Nefer abrió los ojos, la mujer sabia se alejó y se dirigió de nuevo al presidente del
tribunal.
—Pedid al jefe Sobek que se dirija de inmediato al lugar e interrogue a sus
habitantes.
Nefer aguardaba sin impaciencia encerrado en una de las celdas del quinto fortín.
Dada la intervención en su favor de la mujer sabia, los policías se mostraban
especialmente atentos con él, por miedo a que les afectara un sortilegio. Nefer veía a
Clara todos los días, estaba perfectamente alimentado y podía salir a dar pequeños

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paseos por la mañana y al anochecer.
Para tranquilizarle, ella le decía que en la aldea todo iba bien, pero estaba
convencido de que algunos, dudando aún de su inocencia, debían de hacerle la vida
imposible.
Finalmente, al cabo de dos semanas de viaje e investigación, Sobek abrió la
puerta de la celda.
—Eres libre y estás limpio de cualquier sospecha, Nefer. Varios testigos te vieron
en la Orilla feliz la noche del crimen. Por lo tanto, tú no mataste al policía. Como
indemnización por el perjuicio sufrido, el tribunal te concede un arcón doméstico de
madera, dos taparrabos nuevos y un rollo de papiro de buena calidad. Por mi parte, te
presento mis excusas.
—Sólo hacías tu trabajo.
—Pero nunca me lo perdonarás…
—¿Por qué creíste que era culpable, Sobek?
—Actué dos veces a la ligera: la primera, al suponer que el policía había sido
víctima de un accidente, y luego al pensar que el autor de la carta anónima me
revelaba la identidad del asesino y me permitía reparar mi error. Si lo deseas,
solicitaré mi revocación.
—Por supuesto que no.
El nubio se puso tenso.
—No estoy acostumbrado a que se apiaden de mi suerte…
—No es compasión. Cometiste dos graves errores, en efecto, y sin duda te han
enseñado mucho más que todos tus éxitos. Ahora serás mucho más desconfiado y
velarás por la seguridad de la aldea con mayor lucidez.
Sobek tuvo la sensación de que Nefer el Silencioso estaba hecho de una madera
distinta de la mayoría de los artesanos de la cofradía. En ningún momento había
levantado la voz ni se había alterado lo más mínimo.
—Sin embargo, todavía tenemos un problema —recordó el policía—: ¿quién
escribió la carta?
—¿Tienes alguna pista?
—Ninguna, pero he hecho el ridículo y soy rencoroso. Se cometió un crimen, es
cierto, y probablemente el asesino sea el autor del documento. Pero ¿por qué ha
intentado destruirte?
—No tengo la menor idea.
—Tardaré lo que haga falta —prometió Sobek—, pero no dejaré este enigma sin
solucionar.
—¿Puedo regresar a la aldea y reunirme con mi esposa?
—Eres libre, ya te lo he dicho; pero escúchame un momento: ¿no crees que corres
peligro?

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—¿Te ocuparás tú de mi protección?
—No estoy autorizado a entrar en la aldea.
—¿Qué puedo temer allí dentro?
—Supón que el autor del anónimo sea un miembro de la cofradía… Tratará de
perjudicarte, aniquilarte, incluso. Y en la propia aldea será donde corras mayor
peligro.
—Sigue con tus investigaciones, Sobek, y encuentra al demonio que se oculta en
las tinieblas.
El nubio sintió que el artesano no se tomaba en serio sus advertencias, pero no le
retuvo, muy satisfecho al ver que no presentaba contra él una denuncia que habría
puesto fin a su carrera. Apenas salió Nefer del fortín cuando un perro negro se arrojó
sobre él con tal ardor que estuvo a punto de tirarle al suelo. Tras haberle puesto las
patas en los hombros y lamido las mejillas, Negrote inició una enloquecida carrera
alrededor de su dueño y, con la lengua fuera, se detuvo para que le acariciara.
Clara se acercó a su marido, que la tomó en sus brazos.
—Negrote quería ser el primero en celebrar tu liberación… ¡Qué felicidad estar
de nuevo contigo!
—Durante esta prueba, sólo he pensado en ti. Veía tu rostro, hacía desaparecer la
angustia y los muros de la celda. Si no hubieras estado presente en la audiencia, me
habría derrumbado.
—Te ha salvado la mujer sabia.
—No, me has salvado tú. En cuanto te vi, supe que las mentiras no me afectarían.
—Mi padre ha muerto —dijo ella—. Ardiente se encargó de los funerales para
que yo pudiera acudir a la audiencia. El muchacho tiene un corazón de oro.
—¿Has vuelto a ver a la mujer sabia?
—No, y me han aconsejado que no la moleste. Ya era hora de que volvieras.
—Te dejaban de lado, ¿no es cierto?
—Ya no recuerdo nada… Nuestra vida en la aldea comienza hoy.
Clara tenía razón. Ahora, Nefer sabía que la felicidad era, a la vez, frágil como las
alas de una mariposa y robusta como el granito, siempre que se saboreara cada
instante como si se tratara de un milagro.
La pareja se dirigió hacia la puerta principal acompañada por Negrote.
—Lamento no haber podido asistir a los funerales de tu padre.
—Te admiraba mucho y espero haberle apaciguado antes de la gran partida. Le
prometí que se haría justicia, y así ha sido.
—¿No tendrás poderes extraordinarios?
—No, tu amor me ayudó a no perder las fuerzas.
El guardián los saludó efusivamente.
—¡Celebro volver a verte, Nefer! Mi colega y yo siempre supimos que eras

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inocente. Al parecer, en la aldea se prepara una fiesta… ¡Qué os divirtáis!
La puerta se abrió, Nefer y Clara entraron en su nueva patria.
Todos los artesanos se habían agrupado a la entrada de la calle principal para
recibir a la pareja y darle un abrazo, con los dos jefes de equipo a la cabeza. El
reencuentro fue alegre, y vaciaron algunas ánforas de cerveza dulce, alabando el
mérito de la mujer sabia.
—Como Nefer ya ha regresado —dijo Neb el Cumplido—, ha llegado la hora de
proceder a la iniciación de Ardiente.

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40

D espierta —le dijo Obed el herrero a Ardiente.


—¿Qué ocurre?
—Tu amigo Nefer ha sido liberado y dos artesanos vienen a buscarte.
Ardiente, que había dormido dos horas tras una jornada de intenso trabajo en la
forja, se levantó de un brinco.
—¿Lo has pensado bien? —preguntó Obed.
—¡Ha llegado el momento de mi iniciación!
El herrero no insistió. Sin embargo, estaba convencido de que el joven coloso
corría hacia su perdición.
—¿Adonde vamos? —preguntó Ardiente.
Los dos artesanos mostraban un rostro hostil.
—La primera de las virtudes es el silencio —respondió uno de ellos—. Síguenos,
si lo deseas.
La noche había caído, ninguna luz brillaba en la aldea ni en los alrededores. Con
paso seguro, como si conocieran el terreno a la perfección, los dos artesanos
condujeron a Ardiente hasta el umbral de una capilla de la necrópolis excavada en la
colina que se levantaba en el flanco oeste de la aldea.
El postulante pareció querer echarse atrás. ¡No buscaba la muerte, sino una nueva
vida! Aunque sintió deseos de hacer un montón de preguntas, consiguió dominarse.
Los dos artesanos se apartaron y desaparecieron en las tinieblas, dejando a
Ardiente solo ante la puerta de madera dorada, que estaba enmarcada por unas
jambas de calcáreo y coronada por una pequeña pirámide.
¿Cuánto tiempo tendría que esperar aún? Si la cofradía creía que le haría perder la
paciencia, se equivocaba. Ahora que se hallaba ante la primera puerta, Ardiente ya no
soltaría la presa.
Estaba dispuesto a combatir con cualquier adversario, pero el que apareció de
entre las tinieblas le puso la piel de gallina: ¡tenía, en un cuerpo de hombre, una
cabeza de chacal con un largo hocico y las orejas puntiagudas! En la mano izquierda,
el monstruo llevaba un cetro cuya extremidad superior era el rostro de un cánido
dispuesto a morder.
El hombre con cabeza de chacal se detuvo a menos de un metro de Ardiente y le
tendió la mano derecha.
No iba a ser un monstruo, por muy terrorífico que fuera, el que se atravesara en su
camino; de modo que Ardiente no vaciló, aun recordando los cuentos que afirmaban
que el chacal nocturno sólo se aparecía a los muertos.
—Anubis te conducirá ante el secreto —dijo la extraña criatura—. Pero si tienes
miedo, no sigas adelante.

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—Seas quien seas, cumple tu misión.
—Esta puerta sólo se abrirá si pronuncias las palabras de poder.
El hombre con cabeza de chacal soltó la mano de Ardiente, que se preguntó qué
conducta debía adoptar. ¡No conocía aquellas palabras! ¿Tenía que derribar la puerta
a puñetazos para saber qué había al otro lado?
Antes de que tomara una decisión radical, Anubis reapareció llevando una pata de
bovino hecha de alabastro.
—Preséntala en la puerta —ordenó a Ardiente—. Sólo ella posee la palabra de
poder, la de la ofrenda.
El joven coloso levantó la escultura.

Lentamente, la puerta se abrió. Apareció un hombre con cabeza de halcón,


vestido con un corpiño de oro y con una estatuilla de madera roja que representaba un
personaje decapitado, cuyos pies apuntaban al cielo.
—Procura no caminar cabeza abajo, Ardiente, de lo contrario, la perderías. Sólo
la rectitud te evitará esa triste suerte. Ahora, cruza el umbral.
Ardiente penetró en una pequeña capilla decorada con escenas que mostraban a
algunos miembros de la cofradía presentando ofrendas a las divinidades. Del centro
de la estancia salía una escalera que se perdía en las entrañas de la colina.
—Ve hasta el centro de la Tierra —ordenó el hombre con cabeza de halcón—,
abre la gran jarra que allí se encuentra y bebe su agua pura para que no te consuma el
fuego. Te hará descubrir la energía de la creación.
Ardiente bajó por la escalera, peldaño a peldaño, lentamente, para acostumbrarse
a la oscuridad.
Desembocaba en una cripta donde se había depositado una gran jarra. Ardiente la
levantó cogiéndola por las asas. El agua que contenía era fresca y con un suave sabor
a anís.
El joven sintió que un nuevo vigor le animaba, como en los benditos tiempos de
la inundación, cuando estaba autorizado a beber el agua de la crecida.
El hombre con cabeza de chacal y su compañero con cabeza de halcón bajaron
también hasta la cripta y, con unas antorchas, iluminaron un bloque de plata y una
cubeta del mismo metal que estaba llena de agua. La utilizaron para lavar los pies de
Ardiente. Después se colocaron a uno y otro lado del postulante y derramaron el
líquido purificador sobre su cabeza, sus hombros y sus manos.
—Naces a una nueva vida, y vas a recorrer el océano de las energías —le dijeron.
Al fondo de la cripta había un pasadizo que conducía a un panteón ocupado por
un sarcófago en forma de pez, el mismo que había devorado el sexo de Osiris cuando
las partes del cuerpo del dios asesinado habían sido arrojadas al Nilo. Los dos
ritualistas levantaron la tapa e indicaron por signos a Ardiente que se tendiera en el

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interior del enorme pez con incrustaciones de lapislázuli.
Y entonces Ardiente vivió su primera metamorfosis, percibiendo que no era sólo
un hombre sino que pertenecía a la creación entera y se vinculaba, así, a todas las
fuerzas de la existencia. Gracias al pez de luz, se creyó capaz por unos instantes de
remontarse hasta la fuente de la vida.
Pero el chacal y el halcón le arrancaron de su meditación para hacerle regresar a
la superficie, salir de la capilla y entrar en otra, mucho más vasta, donde se habían
colocado en rectángulo cuatro antorchas. A sus pies había cuatro barreños de arcilla
mezclada con incienso, que estaban llenos de leche de becerra blanca.
Varios artesanos estaban presentes. El jefe de equipo, Neb el Cumplido, tomó la
palabra.
—El ojo de Horus nos permite ver esos misterios y estar en comunión con los
bienaventurados que habitan en el cielo. Si realmente deseas convertirte en nuestro
hermano, tendrás que trabajar lejos de los ojos y los oídos, y respetar nuestra regla,
que es nuestro pan y nuestra cerveza; se llama «la cabeza y la pierna»[6], pues a la vez
inspira nuestro pensamiento y nuestra acción y sirve de gobernalle para nuestro barco
comunitario. La regla es la expresión de Maat, hija de la luz divina, principio de toda
armonía y verbo creador. ¿Aún deseas solicitar tu admisión en la cofradía?
—Sí, aún lo deseo —respondió Ardiente.
—Deberás estar atento a las tareas que te sean confiadas —dijo Neb el Cumplido
—, y no deberás mostrarte nunca negligente. Busca lo que es justo, sé coherente,
transmite lo que hayas recibido encarnándolo en la materia sin traicionar el espíritu.
Que el misterio de la obra permanezca oculto aun siendo revelado; sé discreto y
preserva el secreto. Acude al templo si eres llamado, haz ofrendas a los dioses, al
faraón y a los antepasados, participa en las procesiones, las fiestas y los funerales de
tus hermanos, cotiza en nuestro fondo de solidaridad, sométete a las decisiones de
nuestro tribunal y no toleres malevolencia alguna. No te presentes en el templo si has
actuado contra Maat o si tu espíritu es impuro. No aumentes de peso ni de talla, no
dañes el ojo de luz, no seas codicioso. ¿Estás dispuesto a jurar sobre la piedra que
respetarás nuestra regla?
—Estoy dispuesto.
Nefer el Silencioso se adelantó para desvelar una piedra tallada en forma de cubo,
de la que parecía brotar una suave luz.
—Por tu vida y la del faraón, ¿te comprometes a respetar los deberes que acabo
de enunciar?
—Me comprometo a ello —afirmó Ardiente.
—Hoy te conviertes en servidor del Lugar de Verdad, nativo de la Tumba, y
recibes tu nuevo nombre: Paneb —declaró el jefe de equipo—. Que sea tan
imperecedero como las estrellas del cielo, que no se olvide en toda la eternidad y que

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preserve tu poder día y noche. Que las divinidades te concedan la fuerza de la propia
verdad.
Nefer inscribió el nuevo nombre de Ardiente en su hombro derecho con un fino
pincel mojado en tinta roja. En la mano izquierda llevaba un bastón con cabeza de
carnero, encarnación del dios Amón.
—Tú, que te conviertes en artesano —continuó el jefe de equipo—, deberás saber
responder siempre a la llamada, trabajar para tener acceso a las fórmulas de Thot,
resolver sus dificultades y dominar su secreto. Sólo así podrás acceder al paraje de
luz.
Paneb el Ardiente fue ungido con óleos perfumados y ungüentos; luego le
pusieron una túnica blanca y unas sandalias del mismo color. Nefer trazó
simbólicamente la imagen de Maat en su lengua para que nunca más pronunciara
palabras desviadas.
El jefe de equipo volvió a cubrir la piedra y apagó las cuatro antorchas
hundiéndolas en los barreños de leche. Luego, los artesanos salieron de la capilla para
contemplar las estrellas.

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41

A l amanecer, Paneb el Ardiente y Nefer el Silencioso seguían sentados ante la


puerta de la capilla donde acababa de tener lugar la iniciación del primero.
Habían contemplado las estrellas en las que vivían, para siempre, las almas de los
faraones y los sabios que habían contribuido a erigir la civilización egipcia.
—¿Pasaste tú por los mismos ritos? —le preguntó Paneb a su amigo.
—Exactamente por los mismos.
—¿Y tu esposa?
—Ella también, al igual que las demás mujeres que viven en la aldea. Todas
pertenecen a la cofradía de las sacerdotisas de Hator, pero la mayoría de ellas no
superan el primer escalón.
—¿Hay varios?
—Probablemente…
—¿Y entre los artesanos también?
—Claro está, pero lo esencial es que formamos un equipo. Sea cual sea nuestra
función, todos navegamos en el mismo barco y cada uno desempeña un papel preciso.
—¿Cuál será el mío?
—Primeramente, hacerte útil.
—¿A los demás?
—Útil a la obra y, por añadidura, a los miembros de la cofradía.
—¿Cuál es realmente esa obra, Nefer?
—La construcción de la tumba real y todo lo que implica. Gracias a ella, lo
invisible está presente en la Tierra y el proceso de resurrección se lleva a cabo. Pero
nos queda mucho por aprender antes de participar plenamente en la obra.
—¡Por fin podré dibujar y pintar!
—Lo más urgente, para ti, es aprender a leer y a escribir con los niños de la aldea.
—¡Ya no soy un chiquillo! —protestó Paneb.
—La escritura es la base de tu arte y no tienes tiempo que perder. Kenhir es un
profesor severo, puntilloso a veces, pero forma bien a sus alumnos.
—Si hay que pasar por ahí… ¿Conoces el significado de mi nuevo nombre?
—Paneb significa «el maestro». Te lo ha atribuido el jefe de equipo Neb el
Cumplido para fijarte un objetivo imposible de alcanzar. Está convencido de que no
renunciarás a convertirte en maestro y de que irás quemando tu energía a medida que
vayas fracasando. Algún día acabarás serenándote.
—¡Pues el jefe de equipo se llevará una gran decepción! Sí, me convertiré en un
maestro en mi oficio y mereceré mi nombre. Ha creído que iba a doblegarme con esa
pesada carga, sin embargo, me está ofreciendo un fuego que sólo se extinguirá con mi
muerte.

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En el exterior del recinto, los auxiliares realizaban sus tareas. Descargaban los
asnos y entregaban el agua necesaria para las abluciones matinales.
El sol se levantaba sobre el Lugar de Verdad, el territorio donde Paneb el Ardiente
viviría la aventura con la que tanto había soñado.
¡Por fin iba a descubrir la aldea que tan bien protegida estaba tras sus altos muros!
Otros, menos elevados, se levantaban sobre un basamento de grandes bloques, para
detener los torrentes de lodo y guijarros provocados por las tormentas, tan raras como
violentas.
La aldea ocupaba todo el espacio del pequeño valle desértico, un antiguo lecho de
torrente flanqueado por colinas que tapaban la vista y protegían la sagrada
aglomeración de la mirada de los curiosos. Estaba situada a quinientos metros del
límite de las más fuertes crecidas, que, por tanto, no la amenazaban. A igual distancia
del templo de millones de años de Ramsés el Grande y de la colina santa de Djemé,
donde dormitaban los dioses primordiales, «la ciudad», como a veces la llamaban los
artesanos, parecía un lugar alejado del mundo, aislado del valle del Nilo. Al oeste, el
acantilado líbico; al sur, un espolón rocoso contra el que se adosaba el templo
principal; hacia el norte, la salida del valle y la suave pendiente hacia los cultivos.
Se habían dispuesto dos necrópolis, a uno y otro lado de la aldea. La del este
estaba concebida en tres rellanos: el inferior para los niños, el de en medio para los
adolescentes, y el superior para los adultos. La del oeste, dispuesta también en
peldaños, estaba de cara al sol y albergaba las más hermosas capillas.
Aquí, la vida, la muerte y la eternidad estaban estrechamente unidas en una
armonía natural y sobrenatural a la vez. En el territorio de la aldea había también
santuarios, capillas de cofradía, oratorios, cisternas, graneros y demás edificios
sagrados o profanos.
—Ven, te llevaré a tu casa —le dijo Nefer a Paneb.
—Quieres decir que… ¿tengo una casa?
—Una casita de soltero… ¡Sobre todo no esperes ninguna maravilla!
—¿Tú también tienes una?
—Tuve más suerte que tú, pues se halla en mejor estado. Nadie puede elegir: el
escriba de la Tumba nos atribuye un domicilio, y el jefe de equipo, un lugar en la
capilla de la cofradía, donde nos reunimos.
—¿Quién la dirige realmente?
—El escriba de la Tumba, Kenhir, y los dos jefes de equipo, de tripulación
debería decir, porque nuestra cofradía es comparable a un barco. Neb el Cumplido
reina a estribor, el lado derecho, y Kaha, a babor, el lado izquierdo. Tú y yo hemos
sido destinados, como aprendices, en el equipo del lado derecho. Debemos respeto a
los compañeros y a los expertos que viven aquí desde hace muchos años y que han
tenido acceso a las fórmulas de conocimiento.

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—¿Cuántos somos?
—Actualmente treinta y dos artesanos. Dieciséis en el equipo de la derecha y
dieciséis en el de la izquierda. Antaño hubo más, hasta cincuenta. Pero muchos han
muerto y otros han emigrado hacia otros horizontes, y el faraón prefiere un equipo
restringido y coherente. ¡Tu admisión, al igual que la mía, es un milagro! Como
aprendices, debemos guardar silencio para intentar convertirnos en «los que han
escuchado la llamada».
—¿A qué gremio has sido destinado?
—Al de los canteros, cuya misión es saber utilizar el gran cincel, capaz de cortar
la roca más dura, pero también esculpir finamente con la pequeña azuela.
—¿Te dejaron elegir?
—No tengo dotes para el dibujo —repuso Nefer—, y siempre me ha gustado
tratar con la piedra.
—¡Lo mío es el dibujo y nada más!
—¿Y si el jefe de equipo te confía otras tareas?
El joven coloso no disimuló su descontento.
—¡Tengo un objetivo y nadie me apartará de él!
—Neb el Cumplido no es un hombre fácil —advirtió Nefer—. No le gusta que se
discutan sus órdenes. Eres el último aprendiz y tendrás que acatar su voluntad.
—¡Tú eres mi amigo y sabes que eso es imposible! Por muy jefe de equipo que
sea, no me da ningún miedo y tendrá que explicarme lo que espera de mí. En Egipto
no hay esclavos y yo no voy a ser el primero.
Nefer no quiso echar más leña al fuego. Los primeros pasos de Paneb iban a ser
difíciles.
Ardiente fue descubriendo con curiosidad la aldea, que estaba atravesada por una
calle principal, de norte a sur, y un segundo eje perpendicular, de menor importancia.
En el interior del recinto había setenta casas blancas, donde vivían los miembros de la
cofradía y sus familias, así como el escriba de la Tumba. Al norte estaba la parte más
antigua habitada, que databa de la época de Tutmosis I.
Ambos amigos pasaron ante la hermosa morada de Ramosis, que había acogido a
su sucesor e hijo espiritual, Kenhir, que disponía de una sala con columnas para
recibir a los artesanos y de un despacho perfectamente equipado.
Paneb sintió que la mirada de sus colegas del equipo de la derecha, que estaban
descansando, se posaba en él. Una decena de niños, entre los cuatro y los doce años,
los siguieron charlando y riendo.
La calle principal desembocaba en una especie de encrucijada, y los dos hombres
se dirigieron hacia la derecha; luego regresaron al eje para llegar al extremo sur de la
aldea, donde se hallaba la casa que iba a ser de Paneb el Ardiente.
Éste la contempló largo rato.

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—¡Pero si es una ruina!

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42

L os muros amenazaban con derrumbarse, la madera estaba carcomida, y la


pintura, desconchada.
—La casa no se encuentra en muy buen estado —reconoció Nefer—, pero tiene la
inestimable ventaja de que ha sido construida en la aldea.
Sin embargo, sus palabras no calmaron la cólera de Paneb.
—Quiero ver inmediatamente al escriba de la Tumba.
Sin preocuparse por las consecuencias de su gestión, el joven coloso recorrió
rápidamente la calle y entró en la sala de audiencias de Kenhir. Estaba sentado en una
estera, desenrollando un papiro.
—¿Me habéis atribuido vos ese cuchitril inhabitable?
El escriba de la Tumba no levantó los ojos y siguió leyendo.
—¿Eres el aprendiz Paneb?
—Sí, soy yo, y exijo un alojamiento en condiciones.
—Aquí, chiquillo, un aprendiz no tiene derecho a exigir nada. Escucha y obedece.
Visto tu carácter, te costará mucho conseguirlo y tu jefe de equipo no tardará en
solicitar tu exclusión. Yo seré el primero que le dé la razón.
—¿Acaso no debo ser tratado como los demás artesanos? ¡Ellos disponen de un
alojamiento adecuado!
—Aquí no eres nadie, de momento. La cofradía te ha iniciado en tus primeros
deberes, pero ¿qué has comprendido de la ceremonia? Ni siquiera has pasado un día
en la aldea y ya quieres ser instalado como un notable. ¿Quién te has creído que eres?
Tal vez pensabas que, por tu cara bonita, recibirías una soberbia morada, lujosamente
amueblada, con una bodega llena de buenos vinos… ¿No sabías que los demás
aprendices construyeron o repararon su casa, sin gemir ni protestar? Poder disponer
de un techo bajo el que dormir es una extraña suerte con la que sueñan centenares de
infelices candidatos. ¡Y tú te atreves a quejarte! Además de vanidoso, te comportas
como un tonto.
Kenhir siguió desenrollando el papiro con cuidado mientras echaba una ojeada a
las cifras inscritas.
Paneb echaba chispas, sentía deseos de agarrar al escriba, arrojarlo fuera de su
cubil y saquear su material.
—¿Todavía estás ahí, aprendiz? Lo mejor que puedes hacer es convertir tu casa
en una morada habitable, pues nadie va a ayudarte. En una cofradía como la nuestra
no hay lugar para el que no sea autónomo.
Paneb dio media vuelta, Kenhir respiró tranquilo. ¿Qué habría hecho el escriba si
el joven coloso hubiera cedido a su cólera?

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Los peldaños de la pequeña escalera de piedra que llevaba de la calle hasta el
umbral de la primera estancia estaban desgastados. A excepción de las hiladas
inferiores de piedra, que habían resistido, el resto de la obra, de ladrillo seco, debía
reconstruirse. Además, las vigas del techo habían sufrido tanto que habría que
cambiarlas. Era evidente que la casa no había sido habitada desde hacía muchos años,
por lo que, primeramente, había que limpiarla de arriba abajo.
El discurso del escriba de la Tumba había complacido a Paneb el Ardiente, que
acababa de tomar conciencia de que aquella ruina era su primera casa. De pronto, le
pareció más hermosa que un palacio.
—Estoy dispuesto a ayudarte —le dijo Nefer.
—Según Kenhir, está prohibido.
—Existe la costumbre, es cierto, pero por encima de todo está la amistad.
—Respetaré la costumbre y me encargaré yo solo de la restauración.
—Algunos aspectos técnicos podrían pasarte por alto.
—Quizá cometa algunos errores, pero será mi obra. En cambio, si me invitaras a
comer no lo rechazaría.
—¿Acaso has supuesto que Clara se había olvidado de ti?
La fachada de la morada atribuida a Nefer engañaba, puesto que su interior exigía
una completa restauración. Apenas había tenido tiempo de disponer una pequeña
cocina, en la que Clara preparaba buey hervido y lentejas con comino. El humo salía
por un agujero redondo que había sido practicado en el techo. Paneb quedó
impresionado, de nuevo, por la extraordinaria belleza de la joven, cuya luminosa
sonrisa obligaba a los más ariscos a mostrarse amables.
—Aunque todavía no tengamos sillas, ¡sé bienvenido a nuestra casa! Estoy segura
de que te ha entusiasmado tu magnífica propiedad.
Paneb soltó una carcajada.
—¡Me conoces bien, Clara! Ayer dormía al sereno; hoy corro el riesgo de morir
aplastado por el peso de unos viejos ladrillos que caerán sobre mi esqueleto. Pero
bueno, aquí estoy, con vosotros… ¡Y me muero de hambre!
Paneb el Ardiente disfrutó de la mejor comida de su corta vida. El pan era
crujiente, la carne sabrosa, tiernas las lentejas y la cerveza suave. Un queso de cabra
completaba el festín.
—Mañana por la mañana irás a buscar tus raciones —dijo Clara.
—¿Se come así todos los días?
—En las fiestas se come mucho mejor.
—Ahora comprendo por qué es tan difícil entrar en esta cofradía. Alojamiento
gratuito, alimento en abundancia, un oficio apasionante… He descubierto el paraíso
en la tierra.

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—De todos modos, tienes que ser prudente —recomendó Nefer—; es muy difícil
entrar, pero muy fácil salir. Si tu jefe de equipo está descontento contigo, Kenhir no te
apoyará. Y ambos obtendrían tu despido inmediato.
—¿Cómo te llevas con Neb el Cumplido?
—Es un hombre rudo, autoritario, que no tolera el más mínimo error en el trabajo.
Para serte sincero, no te aprecia demasiado y no te permitirá ningún fallo.
—¿Es posible pasar al otro equipo?
—No te aconsejo que hagas esta gestión. Los jefes de equipo se disgustarían
mucho, y Kaha sería más intransigente aún que Neb el Cumplido.
—De acuerdo, lucharé, entonces.
—¿Por qué contemplas las relaciones jerárquicas como una guerra? —quiso saber
Clara.
La pregunta sorprendió a Ardiente.
—Hay que pelear constantemente por todo, tanto aquí como en otra parte. El jefe
de equipo intentará doblegarme, pero no lo conseguirá.
—¿Y si su intención fuera la de formarte para realizar obras importantes?
—Soy joven, Clara, pero no me queda ilusión alguna. Entre los seres sólo hay
relaciones de fuerza.
—¿Te olvidas del amor?
Paneb clavó los ojos en el plato.
—Nefer y tú sois una pareja excepcional, pero no podéis servir de modelo. Eres
sacerdotisa de Hator, ¿no es cierto?
—Desde mi iniciación —dijo la joven— acudo cada día a su oratorio y preparo
las ofrendas que deben depositarse en los altares, en el templo y en las capillas de las
tumbas, así como en cada casa. La vida es distinta en la aldea. Hay parejas, solteros,
niños, pero nuestras moradas son también santuarios y no existen más sacerdotes y
más sacerdotisas que los propios artesanos y sus esposas. En nuestras respectivas
funciones, lo cotidiano no está separado de lo sacro, y por esta razón he tenido la
impresión de sentir que uno de los secretos corazones de Egipto palpitaba al abrigo
de los muros de esta aldea. Se nos propone experimentar el misterio, degustar su
sabor, escuchar su música, y este destino nos pertenece.
—Siempre que los jefes de equipo lo deseen…
—Hace poco tiempo que vivo aquí —añadió Clara—, pero ya sé que la
perseverancia es una virtud esencial para percibir las leyes invisibles del Lugar de
Verdad. La aldea es una madre generosa que da sin medida, pero ¿está nuestro
corazón lo bastante abierto como para recibir?
Las palabras de la joven conmovieron a Paneb el Ardiente. Desgarraron un velo
que oscurecía su mirada y que la propia iniciación había dejado intacto. Aunque
hubiera escuchado la llamada, no imaginaba que aquella modesta aldea fuera un

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mundo tan vasto y que albergase tantos tesoros cuya verdadera naturaleza aún se le
escapaba.
—¿Dormirás aquí esta noche? —preguntó Nefer.
—No, debo ocuparme de mi casa. De lo contrario, Clara y tú os avergonzaríais de
mí.
—Insisto en que puedes contar con mi ayuda.
—Si no lo consigo solo, seré yo quien me avergüence de mi mediocridad.
Reconozco que a veces me comporto como un idiota; pero he comprendido que
adecentar ese cuchitril será mi primera prueba.

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43

L as artimañas de Méhy daban los resultados previstos. No necesitó más de tres


meses para obtener el grado de comandante en jefe de las tropas tebanas, cuya
reorganización administrativa y militar le había sido confiada. Poco a poco lograba
apartar a los demás oficiales superiores utilizando su arma favorita, la delación, a la
que añadía una retahíla de promesas que encandilaban a los soldados: aumento de
sueldo, posibilidad de jubilación anticipada, mejora de la cotidianeidad,
modernización de los cuarteles… Cuando no se cumplían, Méhy acusaba a la
jerarquía de negligencia e hipocresía, y compadecía a los infelices que habían sido
engañados, afirmando que no dejaba de tomar su defensa ante las autoridades
competentes. En realidad, ante éstas, trataba a los soldados de chusma y los acusaba
de estar gozando de unas condiciones de vida excesivamente favorables.
El nombramiento del nuevo comandante en jefe había sido bien recibido, tanto en
la cima como en la base, y Méhy alimentaba su excelente reputación invitando a
cenar cada noche a un notable de Tebas, cuyo expediente había estudiado
cuidadosamente para poder halagarle con la máxima eficacia. Cada uno de sus
huéspedes se marchaba con la seguridad de que era un ser excepcional, y el
comandante, un hombre abnegado y digno de elogios.
Además, Serketa desempeñaba a la perfección su papel de una encantadora ama
de casa, lo bastante superficial como para no aburrir, y capaz de jugar a ser una niña
para suavizar a unos altos funcionarios coriáceos pero engolosinados por sus
arrumacos. Ante las sirvientas, sin embargo, Serketa se mostraba como una patrona
agresiva y sin corazón.
Méhy y Serketa se habían convertido en la pareja de moda, y quienes sobresalían
en Tebas aguardaban con impaciencia ser invitados a su mesa. Sin embargo, el
comandante tenía mucho cuidado en no hacer sombra alguna al alcalde de Tebas, que
aún era lo bastante poderoso y artero como para acabar con él. Cuando se
encontraban, Méhy jugaba a hacerse el modesto y sólo demostraba unas ambiciones
razonables y limitadas. Por lo demás, no tenía intención alguna de quitarle el puesto
al edil, que estaba demasiado empantanado en las querellas de clanes. Era mejor
manipularle dejando que se exhibiera en el proscenio. Un poder duradero sólo se
conquistaba con una vasta zona de sombra, atribuyendo la responsabilidad de los
fracasos a los imbéciles que creían detentarlo. Como de costumbre, el banquete había
sido un éxito. El escriba principal de los graneros y su esposa, una rica tebana fea y
pretenciosa, se habían atiborrado de carne y de golosinas. Se habían hartado también
de beber vino blanco de los oasis, que se les había subido a la cabeza y había hecho
que hablaran más de la cuenta. Méhy había obtenido así algunas informaciones
confidenciales sobre la gestión de la existencia de granos que sabría utilizar cuando

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llegara la ocasión.
—¡Por fin se han marchado! —le dijo el comandante a su esposa, estrechándola
brutalmente contra sí—. Éstos han sido los más penosos de toda la semana, pero los
tenemos en el bote.
—Querido, tengo que darte una gran noticia.
—¿Esperas un hijo mío?
—Lo has adivinado.
—Un hijo… ¡Voy a tener un hijo! ¿Te has hecho las pruebas de orina?
—Todavía no. ¿Te decepcionaría si se tratara de una niña?
—Pues sí… ¡Pero estoy seguro de que me darás un hijo!
De pronto, el entusiasmo de Méhy se esfumó y su rostro se ensombreció.
—Me hubiera gustado tanto que tu padre compartiera nuestra alegría… Cada vez
está peor. He tenido que modificar sus últimos informes, estaban llenos de
aberraciones. ¿Le ha prescrito algún tratamiento su médico?
—Por recomendación mía, no se atreve a hablar con mi padre de su enfermedad
que, por otra parte, es incapaz de combatir. Se limita a cuidarle el corazón, pues
considera que está muy débil. Tiene prohibidas las emociones fuertes.
—Tengo miedo, Serketa. Tengo miedo de que cometa alguna locura que arruine
nuestros esfuerzos, tanto más cuanto vamos a tener un heredero. Debemos pensar en
su porvenir, amor mío.
—Tranquilízate, he hablado con un jurista y le he expuesto nuestro problema,
instándole a mantenerlo en secreto, claro está.
—¿Qué le parece?
—Ya hemos tomado cierto número de disposiciones legales para impedir que mi
padre dilapide mi fortuna en el caso de que pierda por completo la cabeza, pero eso
no es suficiente. Sólo un caso de locura declarada me permitiría ser la única
administradora de nuestros bienes.
—¿Mantendrías nuestro contrato de separación de bienes?
—Mientras no tuviéramos herederos, ésa era la mejor solución. Pero ahora es
distinto… Formamos una pareja excelente, espero un hijo tuyo y eres un buen
administrador. En cuanto mi padre desaparezca o sea considerado irresponsable,
anularé ese contrato y lo compartiremos todo.
Méhy besó ávidamente a Serketa.
—¡Eres maravillosa! Tendremos muchos hijos juntos…
Serketa había analizado la situación durante largo tiempo. Su padre envejecía,
utilizaba métodos caducos y carecía del dinamismo necesario para enriquecerse más.
Méhy era el nuevo dueño del juego. Trapacero, mentiroso, cruel y hábil, no dejaba de
progresar y de ganar terreno. ¿Qué importaba tener hijos con él o con cualquier otro?
Serketa no los educaría, y Méhy tendría ante las narices la prueba de su potencia

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viril, a la que daba una extrema importancia.
En caso de divorcio, Serketa conservaría, por lo menos, un tercio de la fortuna y
sabría demandar judicialmente a su ex marido para recuperar el resto. La anulación
del contrato de separación de bienes le convencería de la ciega confianza que su
mujer tenía en él, y bajaría la guardia. Ver cómo Méhy crecía y crecía, recoger los
frutos de sus chanchullos y, luego, devorarlo como haría una mantis religiosa…
Serketa no se aburriría en absoluto con la perspectiva de tan excitante porvenir.
—Cada día ruego a los dioses para que tu padre se cure —confesó el comandante
—. No podría soportar que le ocurriera una desgracia.
—Lo sé, amor mío, lo sé. Sin embargo, yo estaré a tu lado y juntos afrontaremos
los acontecimientos tal y como vengan.

El comandante Méhy había invitado a sus más cercanos subordinados y a algunos


notables a una cacería en la inundada espesura de papiros, al norte de Tebas. Abry, el
administrador principal de la orilla oeste, estaba muerto de miedo. Sabía que el lugar
podía resultar peligroso y que sus posibilidades de sobrevivir serían escasas. Un
hipopótamo furioso podía volcar fácilmente una barca, los cocodrilos se lanzaban
contra su presa con temible rapidez, y no faltaban las serpientes de agua.
El alto funcionario se había situado junto a Méhy, que había aplastado ya el
cráneo de un ánade con una lanza. Matar aves le procuraba un intenso placer y
presumía de una habilidad difícil de igualar.
—Podríamos hablar en otra parte —advirtió Abry.
—Desconfío de vuestros colaboradores y de vuestra esposa —repuso Méhy—.
Desde que Nefer fue absuelto, el Lugar de Verdad ha recuperado todo su esplendor.
Atacarlo parece peligroso.
—¡Eso mismo pienso yo! Por eso os propongo que renunciemos y nos limitemos
a nuestras actividades oficiales.
—Ni hablar, amigo.
—Pero ¿por qué empecinarse?
—Admirad este lugar, Abry. La naturaleza se expresa aquí con todo su
salvajismo, con una sola ley: matar o morir. Sólo el más fuerte sobrevive.
—La práctica de Maat consiste, precisamente, en luchar contra esta ley.
—¡Maat no es eterna! —exclamó Méhy arrojando una lanza contra un martín
pescador.
Falló por unos pocos centímetros.
—Me he alterado y he perdido precisión —deploró—. En la caza, la sangre fría es
la mejor arma. ¿Queréis probar?
—No, soy incapaz de hacerlo.
—Debemos seguir adelante, Abry. Vos me ayudaréis. Este pequeño fracaso

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judicial no me ha hecho cambiar de opinión. Tengo buenas razones para creer en
nuestro éxito.
—¡El Lugar de Verdad es más inexpugnable que una fortaleza de Nubia!
—Ninguna fortaleza es inexpugnable, basta con poner en práctica la estrategia
adecuada. Hoy, la cofradía se cree al abrigo de cualquier ataque y prosigue sus
trabajos con la más absoluta tranquilidad. Ése es su punto débil.
Una jineta saltó de una umbrela de papiro a otra, para escapar de los cazadores,
mientras unos patos daban la alarma lanzando asustados gritos.
—Paciencia, una sistemática batida y ninguno de ellos escapará.
—¿Ésa será vuestra estrategia contra el Lugar de Verdad?
—En parte, sí. Añadiré algunos ingredientes más. ¿Qué habéis sabido de nuevo?
—Nada, desde la entrada de Nefer el Silencioso y Paneb el Ardiente en la
cofradía.
—Paneb, «el maestro»… ¡Hermoso destino le han fijado sus colegas!
—No creo que el nombre sea realmente importante.
—No conocéis a los artesanos, Abry. Yo estoy seguro de que no dejan nada al
azar y de que debemos tener en cuenta el menor indicio. ¿Habéis puesto en marcha
un sistema de vigilancia que os avise en cuanto un miembro de la cofradía salga de la
aldea para ir de viaje?
—Lo he hecho, pero de momento no ha dado resultado alguno.
—Avisadme inmediatamente cuando eso ocurra.
—Se hace tarde… ¿No deberíamos regresar a la ciudad?
—No he matado suficientes aves todavía.

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44

H ay que saber escuchar, decía el anciano sabio Ptah-hotep, que vivía en tiempos
de las pirámides. Todos sabéis correr, nadar y hablar, pero vuestros últimos
ejercicios de escritura son lamentables porque no me escucháis.
Como cada mañana, el escriba de la Tumba, Kenhir, estaba de muy mal humor. A
menudo delegaba el trabajo de educador al mejor dibujante de la cofradía, que
entonces adoptaba el título de «escriba», pero desde la llegada de Paneb, Kenhir daba
su clase personalmente, para desesperación de los muchachos, abrumados de trabajo
y reprimendas.
—¡Apenas conocéis el alfabeto y lo dibujáis muy mal! Por lo que se refiere a los
jeroglíficos que valen por dos sonidos, hemos de comenzar de nuevo, y no hablo ya
del aspecto de vuestras aves, en especial la lechuza y el pájaro que aletea sacando la
lengua. ¿Cómo enseñar a quien no desea escuchar? Serían necesarios cientos de
bastonazos para que os prestarais a escuchar.
Paneb el Ardiente intervino.
—Puesto que soy el alumno de más edad, soy el responsable de los errores de la
clase. Tengo la espalda lo bastante ancha para recibir todos estos bastonazos.
—Bueno, bueno… Más tarde hablaremos de eso. Sentaos con las piernas
cruzadas, mojad la punta de vuestras cañas en tinta negra diluida y escribid en
vuestros ostraca las letras-madre.
Los ostraca eran pequeños fragmentos de calcáreo, muy abundante en los
alrededores de la aldea. Algunos, más valiosos, procedían de las excavaciones de las
tumbas. Servían de borrador para los escolares y los aprendices de dibujantes, a
quienes no se consideraba dignos de utilizar el papiro, ni siquiera usado o de inferior
calidad.
Aquel rudimentario material maravillaba a Paneb. ¡Por fin tenía un soporte y un
instrumento para practicar su arte! Y le complacía trazar cada jeroglífico con una
precisión y una elegancia que sorprendían a Kenhir. El joven coloso aprendía muy de
prisa, e incluso parecía que su mano conocía los signos desde siempre.
Kenhir examinó los ostraca y advirtió que las muchachas estaban, decididamente,
mejor dotadas que los chicos.
—¡Sólo sois palos torcidos, que no sirven para nada! Dicen los sabios que un
carpintero puede enderezar esos miserables palos y hacer con ellos bastones para los
dignatarios. ¡Yo soy ese carpintero! Sea cual sea vuestro destino, saldréis de esta
escuela sabiendo leer y escribir.
Y siguieron con sus ejercicios hasta la hora de comer.
—Mañana dibujaremos los peces —anunció Kenhir—. Ahora id a comer y
comportaos correctamente en la mesa. El camino de la sabiduría comienza por la

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cortesía y el respeto a los demás. Paneb, tú quédate.
Los alumnos se dispersaron parloteando.
—¿Tienes hambre?
—Sí.
—Yo también, pero hay algo más urgente.
Kenhir entregó a Paneb un gran fragmento de calcáreo, ligeramente pulido, y un
verdadero pincel de escriba. Puso a sus pies un cubilete lleno de una tinta muy negra.
El joven quedó entusiasmado.
—¡Es… es magnífico! Nunca me atrevería a dibujar ahí…
—¿Acaso tienes miedo?
El insulto sulfuró a Paneb que, sin embargo, consiguió dominarse.
—Dibuja cinco veces los dos signos que forman tu nombre: PA; el pato que
emprende el vuelo, y NEB, el cesto apto para recibir las ofrendas y que se convierte,
pues, en dueño de lo que contiene.
Paneb lo hizo sin precipitarse. Su mano no tembló y los dos signos aparecieron
bien formados.
—Está bien, ¿no?
—No eres tú quien debe decirlo. ¿Comprendes por qué te han dado ese nombre?
—Porque nunca debo dejar de emprender el vuelo hacia el cielo y la calidad de
mi maestría dependerá de lo que haya percibido y recibido.
—La maestría… ¡Aún estás muy lejos de ella! —gruñó Kenhir—. Dibuja un ojo,
una cabeza vista de frente, otra de perfil, cabellos, un chacal y una barca.
Paneb tardó mucho tiempo, como si viviera interiormente cada signo antes de
trazarlo con una seguridad de ejecución pasmosa en un aprendiz.
—Bórralo todo raspando el calcáreo.
¿Cómo un espíritu animado por el ardor de Set conseguía mostrarse tan paciente y
meticuloso?, se preguntaba Kenhir.
Aquel mocetón resultaba un auténtico misterio para él.
—Ya está.
—Copia el texto de este papiro.
Kenhir desenrolló un soberbio documento cuya caligrafía, pequeña y puntiaguda,
no era fácil de reproducir.
—¿Debo dibujarlo igual o interpretarlo a mi manera?
—Como quieras.
Paneb eligió la segunda opción.
Había realizado un trabajo perfecto, y la legibilidad del texto había aumentado de
un modo notable. Sin duda alguna, el muchacho tenía mano de escriba, ya que su
trabajo aunaba la claridad y la rapidez.
Kenhir sintió cierta irritación, puesto que su escritura se había vuelto casi ilegible

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después de pasar todos los días trazando signos.
—Léeme ese texto.
—«Si el acto de escuchar continuamente penetra en quien escucha, el que escucha
se convierte en el que oye. Cuando la escucha es buena, la palabra es buena. Aquél a
quien Dios ama es aquel que oye; el que no oye es odiado por Dios. Aquél a quien le
gusta oír realiza lo que se dice. El ignorante que no escucha, nada realizará.
Considera el conocimiento como la ignorancia, lo útil como lo perjudicial, hace todo
lo detestable, vive de lo que da muerte. No pongas una cosa en lugar de otra, intenta
deshacerte de las trabas, haz caso de lo que dice quien conoce los ritos.»
—Sabes leer, Paneb, y no tropiezas con las palabras. Pero ¿comprendes lo que
estás leyendo?
—Supongo que no habéis elegido ese texto al azar… ¿Consideráis que no
escucho bastante vuestras enseñanzas?
—Ya hablaremos más tarde… Ve a comer. Y no te lleves el fragmento de
calcáreo, no te pertenece.
Paneb se alejó y Kenhir regresó a casa de Ramosis, donde se había instalado. La
aldeana a quien había contratado como cocinera había preparado una ensalada,
espárragos y riñones de ternera.
—Perdonad el retraso —dijo Kenhir—; mi clase ha durado más de lo previsto.
—Mi esposa está enferma —reveló Ramosis—; no comerá con nosotros.
—¿Es grave?
—Estoy esperando el diagnóstico de la mujer sabia. Y tú, ¿consigues domesticar a
Paneb?
—Es un muchacho notable y me gustaría hacer de él un escriba.
—Sabes que su vocación es otra.
—Paneb será un pintor excepcional si acepta las exigencias de la ciencia de Thot.
Pero ¿tendrá paciencia para aprender y superar cada una de las etapas?
—Sientes debilidad por él, ¿no es cierto?
—Le anima una fuerza que la cofradía necesita. Nadie puede imaginar las obras
que lleva dentro.
—Confío en ti, Kenhir; tú y el jefe de equipo, Neb el Cumplido, sabréis hacerle
madurar.
—Debemos prever numerosos choques e, incluso, fracasos… Paneb el Ardiente
es exigente, excesivo y violento, y está siempre dispuesto a rebelarse. El fuego
sedaño que le habita es tan poderoso que tal vez no logremos controlarlo.
—¿Sabe leer y escribir?
—Tanto como vos y como yo. Ha aprendido en menos de un año, cuando a la
mayoría de la gente les cuesta diez.
—¿Cómo se comporta con los niños?

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—Como un perfecto hermano mayor. Los protege, los tranquiliza, y nunca se
niega a jugar con ellos. Su autoridad es natural y no necesita levantar la voz para que
le obedezcan. Lo peor es que ayuda a los gandules a hacer sus deberes, sin tener en
cuenta mis advertencias. Habría que castigarle, amenazarle con la expulsión, quizá…
—Recuerda la regla de los enseñantes, de quienes introducen a los futuros
escribas: «Ser un profesor paciente y de dulces palabras, ganarse el respeto de los
alumnos despertando su sensibilidad, educar suscitando amor». Sigue formando al
joven coloso, Kenhir; combate sin debilidad sus imperfecciones, no toleres ninguno
de sus extravíos y desvélale, poco a poco, lo que es admirable e imperecedero.

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45

M osis, el tesorero principal de Tebas, se hizo untar el cráneo con una loción de
aceite de moringa para detener su calvicie. Una desagradable observación de
su última amante le había hecho comprender que envejecía y que estaba perdiendo
poder de seducción. Mosis se había enfadado mucho y se había sentido mal. En
seguida llamó a su médico, que le aconsejó que descansara y que cuidara su corazón.
¿Cómo podía escuchar esos consejos cuando le abrumaba el peso de las
responsabilidades? Tebas sólo era la tercera ciudad del país, pero rebosaba riquezas, y
el visir exigía una administración clara y eficaz. A veces, Mosis tenía ganas de
retirarse al campo en compañía de su hija, Serketa, y disfrutar allí de los placeres de
la jardinería que ya no tenía tiempo de practicar.
¡Y ahora Serketa acababa de anunciarle el nacimiento de un hijo! ¡Qué
maravillosa noticia y qué buena pareja formaba con Méhy! Mosis tendría una vejez
feliz, rodeado de varios nietos a los que enseñaría contabilidad y administración,
esperando que fueran tan capaces como su padre, para el que las cifras no tenían ya
secreto alguno. La agilidad mental de Méhy estaba tan desarrollada que preocupaba a
Mosis; ¿no corría el riesgo de hacerle indiferente a lo que no se refiriera a su carrera?
Pensándolo bien, Mosis debía desconfiar del nuevo comandante en jefe de las
fuerzas tebanas. Aunque a veces jugara a ser modesto, especialmente con el alcalde,
era puro cálculo. Había muchos hombres de esta clase; pero Méhy añadía la crueldad
a la ambición, e ignoraba la piedad. Aunque llevara una gran máscara, Mosis sabría
descubrirle, y temía encontrarse con un arribista que se habría casado con la dulce y
frágil Serketa sólo para apoderarse de su fortuna. A él le tocaba cuidar de ella y
convencerla de que, sobre todo, no debía modificar el contrato de separación de
bienes y de que debía pensar en la protección de sus hijos.
Su última entrevista con el alcalde de Tebas, un viejo amigo, había turbado a
Mosis. El edil le había parecido distante, casi suspicaz, y sólo había hablado de sus
proyectos inmediatos con ambigüedad, como si se dirigiera a un extraño. Mosis
sospechaba que su yerno había intervenido de un modo sutil para desacreditarle y
presentarse como su inevitable sucesor; si era así, Méhy se estaba convirtiendo en un
temible competidor y en un manipulador de la peor condición, a quien debía
impedirle que causara daños.
El intendente de Mosis anunció a su patrón que había llegado la pareja a quien
había invitado a comer.
Serketa parecía pimpante, y Méhy, muy seguro de sí mismo.
—¿Cómo estás, querida hija?
—¡Mi salud es excelente! ¿Y la tuya, adorado padre?
—No tengo tiempo para ocuparme de ella; el visir exige la situación contable de

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la provincia de Tebas para la semana que viene y, como cada año, me faltan informes.
—Si puedo ayudaros… —ofreció Méhy.
—No será necesario, mis técnicos harán horas extras.
Por primera vez, Méhy sintió cierta desconfianza, hostilidad incluso, en la actitud
de su suegro. ¿Era Mosis más lúcido de lo que había supuesto?
—Por fin un momento de tranquilidad —apreció Serketa—. Esta noche cenamos
con el superior de los rebaños de Amón, un personaje aburridísimo que sólo habla de
vacas y bueyes. ¿No podrías hacer algo para que le sustituyeran por alguien menos
tedioso?
Acechando la reacción de su yerno, Mosis no había escuchado a su hija. Serketa
inmediatamente tuvo la certeza de que su padre era víctima de una de aquellas
horrendas ausencias descubiertas por Méhy.
—¿Me oyes, padre?
—Sí… Quiero decir, no. Perdona, ¿qué decías?
—No tiene importancia.
—Todos alaban la eficacia de vuestros equipos —dijo Méhy, condescendiente—.
Sin embargo, si algún día me necesitáis, contad conmigo.
—Voy a ver lo que ha preparado tu cocinero —anunció Serketa, turbada.
—¡Excelente idea! Méhy y yo te esperaremos tomando un vaso de vino bajo la
parra.
El lugar era encantador y de buena gana se hubiera sumido en una perezosa
meditación, pero el comandante ya no podía permitirse perder tiempo.
—Querido suegro, tengo que comunicaros una información confidencial.
—¿Me concierne a mí… directamente?
—Concierne muy directamente a vuestro cargo. Sin duda sabéis que varios
comerciantes sirios se instalaron en Tebas, a principios de año.
—En efecto, se les concedió la autorización. Nadie se ha quejado de su
comportamiento y pagan sus impuestos religiosamente, que son debidamente
contabilizados en la recaudación de la provincia.
—Sí, pero sólo en apariencia… La realidad es muy distinta.
—¿Qué has descubierto?
—Durante una misión de vigilancia, un almacén cerrado intrigó a uno de mis
hombres, quien hizo una discreta investigación. Entonces descubrió que los sirios han
organizado un tráfico de grano con algunos campesinos de la orilla oeste.
—¿Tienes pruebas de ello?
—La más evidente de todas: su contabilidad oculta, que guardan en el almacén.
—¿Te apoderaste de ella?
—Deseaba reservaros este privilegio.

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La comida había sido corta. Serketa había regresado a su casa para organizar el
banquete de la noche, Méhy y Mosis se habían dirigido al barrio de los almacenes.
Mosis estaba cada vez más nervioso ante la idea de terminar con un tráfico de aquella
importancia.
El comandante pareció dudar.
—¿No reconoces el lugar?
—Sí, es el edificio que está enfrente de la calleja, pero no me fío. Estos sirios
podrían ser peligrosos.
—¿Acaso están dentro?
—Voy a comprobarlo.
—¡Es muy peligroso, Méhy! ¿Olvidas que eres el marido de mi hija y el padre de
mi futuro nieto? Ve a buscar soldados.
—De acuerdo, pero no os mováis de aquí.
Mosis miraba el almacén que su yerno le había designado. El control de los
granos era, sin embargo, uno de los más rigurosos, y el tesorero principal de Tebas no
comprendía cómo los sirios habían conseguido burlarlo. El examen de la contabilidad
oculta demostraría, sin duda, la existencia de complicidades, y las sanciones serían
severas.
El lugar estaba desierto, el almacén parecía abandonado. Un perfecto escondrijo
para unos documentos comprometedores.
La curiosidad y la impaciencia se apoderaron de Mosis. Como Méhy tardaba en
regresar, decidió explorar el paraje.
Nadie. Con el corazón palpitante, empujó la puerta del almacén que ni siquiera
estaba cerrada. Un rayo de luz que entraba por una alta ventana iluminaba un cofre
lleno de papiros. Cuando estaba desenrollando el primero, Mosis tuvo un sobresalto.
Una muchacha muy joven avanzaba hacia él.
—¿Quién eres tú?
Ella agitó sus cabellos, desgarró sus ropas y se arañó el busto y los brazos con las
uñas.
—Pero… ¡Estás loca!
—¡Socorro —aulló—, me violan!
Mosis la agarró por los hombros.
—¡Cállate, mentirosa!
Los gritos de auxilio de la joven se hicieron más fuertes.
La puerta se abrió de golpe y aparecieron dos soldados empuñando la espada.
—¡Suelta a la niña, miserable!
Aterrorizado, Mosis se volvió hacia los hombres armados.
—Os equivocáis… Yo… Ella…
Un violento dolor en el pecho le impidió a Mosis proseguir. Se llevó las manos al

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corazón, abrió la boca de par en par para aspirar el aire que le faltaba y, luego, cayó al
suelo.
La joven se vistió a toda prisa y huyó por una abertura que estaba oculta en la
pared del fondo.
Entonces entró Méhy.
—¿Qué ocurre aquí?
—El tesorero principal ha intentado violar a una niña, comandante. Ella se ha
marchado y él… Creo que ha muerto.
Méhy se inclinó sobre el cadáver. Como esperaba, el corazón de su suegro había
cedido.
—El infeliz nos ha abandonado… ¿Habéis presenciado la escena?
—Por los aullidos de la chiquilla, era imposible equivocarse. Como nos
ordenasteis intervenir si se producía un incidente…
—Habéis hecho bien, pero debéis olvidar esta tragedia. Quiero que mi suegro
tenga unos buenos funerales y que su reputación no quede manchada. No habrá
informe alguno, no habéis visto ni oído nada. A cambio de vuestra obediencia,
recibiréis telas y vino.
Los dos soldados inclinaron la cabeza en señal de asentimiento.
La pequeña siria a la que Méhy había pagado para representar aquella comedia
regresaría aquel mismo día a su país con un buen peculio. Gracias a la muerte de
Mosis, el comandante se convertía en uno de los hombres más ricos de Tebas.

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46

N efer el Silencioso se había acostumbrado rápidamente al ritmo del Lugar de


Verdad: ocho días de trabajo seguidos de dos días de reposo, a los que se
añadían las numerosas fiestas de Estado o locales, las tardes de libertad que
concedían los jefes de equipo y las vacaciones autorizadas por motivos personales.
Los artesanos comenzaban a las ocho, comían entre mediodía y las dos de la tarde, y
reanudaban el trabajo hasta las seis. Varios de ellos empleaban su tiempo libre para
satisfacer los encargos del exterior por un buen precio.
La labor oficial sólo cubría la mitad del año, pero la cofradía no lo sentía como
una penosa obligación; los miembros de los equipos de la derecha y la izquierda eran
conscientes de que estaban participando en una aventura excepcional, en una obra
que el propio faraón consideraba prioritaria.
Nefer compartía esos sentimientos, pero estaba viviendo momentos difíciles. Su
integración en el equipo de la derecha chocaba con la mentalidad de clan de sus
colegas, que seguían observándole con desconfianza. Como cantero, estaba en
contacto directo con sus homólogos, Fened, llamado «la nariz» porque siempre intuía
lo que era justo, Casa la Cuerda, especializado en el desplazamiento y la sirga de los
materiales, Nakht el Poderoso y Karo el Huraño. Por lo que se refiere a los tres
escultores, el pintor, los tres dibujantes, el carpintero y el orfebre, le dirigían pocas
veces la palabra, y cuando lo hacían era sólo para decir banalidades.
Puesto que el equipo de la izquierda se dirigía al trabajo cuando el de la derecha
descansaba y viceversa, no se trataban demasiado. Sus dos jefes, Neb el Cumplido y
Kaha, tenían cada cual su método y su modo de gobernar, sin que les opusiera
espíritu de competición alguno.
Cada tarde, Nefer limpiaba las herramientas, las contaba y las llevaba al escriba
de la Tumba, que las guardaba en la cámara de seguridad de la aldea para distribuirlas
de nuevo a la mañana siguiente. Todas las herramientas pertenecían al faraón, y
ningún artesano tenía derecho a apropiarse de ellas. En cambio, los servidores del
Lugar de Verdad eran invitados a fabricar sus propias herramientas, que se utilizaban
para construir objetos para el exterior.
Nefer había usado el pico de piedra, que pesaba tres kilos y estaba tallado en
punta; era lo bastante fuerte como para atacar las más duras rocas. A menudo era el
último en la cantera del Valle de los Nobles, donde el equipo de la derecha preparaba
una morada de eternidad destinada a un escriba real.
Observando a sus colegas, Silencioso había aprendido a manejar el mazo y el
cincel de corta hoja biselada, cuya eficacia aumentaba con la ayuda de un arco que
hacía girar rápidamente el instrumento para practicar agujeros. Con la mano
izquierda, mantenía el cincel en su sitio con un casquete, en el que se había

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practicado una cavidad donde encajaba el mango de madera. Tras muchos intentos
fallidos, había conseguido utilizar ambas herramientas como si fueran instrumentos
de música; notaba sus vibraciones como una melodía y no hacía ningún esfuerzo
inútil.
No había sido fácil dominar el cuchillo de hoja afilada por sus tres lados, el
punzón de mango corto y punta cuadrada y la azuela de cobre para los acabados, pero
Nefer se había mostrado paciente y finalmente lo había conseguido.
Karo el Huraño le apostrofó.
—Comprueba que el bloque que acabo de nivelar se ajuste correctamente al muro
que estamos levantando.
La tarea era ardua, sólo un cantero experimentado podía hacerlo. Karo el Huraño
no debería haber confiado en un aprendiz, pero Nefer no protestó e intentó recordar el
modo en que había procedido, el día anterior, el jefe de equipo. Utilizó, pues, tres
bastones de ajuste de doce centímetros de longitud que tenían un orificio en bisel en
uno de sus extremos. Tras haber comprobado que eran perfectamente iguales, los
colocó verticalmente en la superficie que debía verificar y tendió un cordel entre dos
de ellos; el tercer bastón le servía de punto de orientación. Insatisfecho con el
resultado, Nefer utilizó un rascador de calcáreo para limar las asperezas.
—¿Por qué pierdes el tiempo? —preguntó Karo el Huraño, visiblemente
enfadado.
—Me has confiado un trabajo, y yo lo estoy haciendo.
—Sólo te he pedido que comprobaras algo y te has pasado de la raya.
—¿Tenía que limitarme al mínimo? He descubierto unas imperfecciones e intento
remediarlas. El bloque estará correctamente nivelado y entrará en la construcción.
—¡Es mi bloque, no el tuyo!
Nefer dejó las herramientas y se enfrentó a Karo, un hombre achaparrado, de
brazos cortos y musculosos. Unas espesas cejas y una nariz cuadrada le daban un aire
agresivo a su rostro.
—Tienes más experiencia que yo, Karo, pero eso no te autoriza a mancillar la
obra que estamos haciendo. Este bloque no es tuyo ni mío, sino de la morada de
eternidad al que está destinado.
—¡Basta de sermones! Abandona la cantera y déjame mi bloque.
—Ya basta, Karo. Soy un miembro de este equipo y no seguiré soportando este
tipo de vejaciones.
—Si nuestro comportamiento te disgusta, regresa al exterior.
—Me importa un bledo tu actitud, sólo me interesa esta piedra. Te he demostrado
que sabía nivelarla y acoplarla en el muro. ¿Qué más quieres?
Karo el Huraño cogió un cincel y se mostró amenazador.
—En la aldea no te necesitamos.

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—La aldea es mi vida.
—Deberías tener miedo, Nefer… Créeme, no llegarás muy lejos.
—Suelta el cincel. Para tu información, Karo, ningún miedo me impedirá respetar
mi juramento.
Ambos hombres se desafiaron largo rato con la mirada. Karo dejó el útil sobre la
piedra.
—¿De modo que nada te asusta?
—Me gusta mi oficio y me mostraré digno de la confianza que me ha otorgado la
cofradía, sean cuales sean las circunstancias y los antagonismos.
—Te cedo el bloque… Termínalo tú.
El artesano se alejó, Nefer limó las últimas asperezas de la piedra sin preocuparse
por lo tarde que era. Sus gestos eran suaves como la luz del ocaso.
—¿No crees que ya es hora de regresar a casa? —preguntó el jefe de equipo.
—Casi he terminado.
—¿Problemas con Karo?
—En absoluto. Él tiene su carácter y yo el mío; si hacemos el esfuerzo necesario,
nuestras relaciones mejorarán. Pase lo que pase, el trabajo no se resentirá.
—Ven conmigo, Nefer.
Neb el Cumplido llevó al aprendiz hasta un cobertizo, donde se almacenaban
distintas clases de piedras.
—¿Qué te parece ésta?
—Un gres mediano, lo bastante blando para ser trabajado con cinceles de bronce,
aunque demasiado poroso. No procede de la mejor cantera, la del Gebel Silsileh, y no
merece entrar en un monumento real.
—Tienes razón, Nefer, la cantera es esencial: Asuán para el granito rosado,
Hatnub para el alabastro, Tura para el calcáreo, el Gebel el-Ahmar para la cuarcita. El
Lugar de Verdad no tolera carencia alguna en este campo y deberá mantener siempre
el mismo nivel de exigencia. Visitarás cada una de esas canteras y grabarás en tu
memoria su nivel de explotación. ¿Has pensado en el origen de la piedra?
—Creo que las piedras son engendradas en el mundo subterráneo y crecen en el
vientre de las montañas, pero también nacen en el espacio luminoso, puesto que
algunas han caído del cielo. Un bloque parece inmóvil y, sin embargo, la mano del
cantero sabe que está vivo y que lleva en él la huella de unas metamorfosis que
nuestros ojos no saben ver, porque el tiempo del mineral no es el del hombre. La
piedra es el testigo de mutaciones que sobrepasan nuestra existencia; al percibirlas,
¿no seremos nosotros los testigos de la eternidad?
—¿Te gusta este granito?
—Es una maravilla… Se dejará pulir perfectamente y perdurará a lo largo de los
siglos.

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—¿Te gustaría ser escultor?
—Aprender a tallar la piedra puede ocupar toda una vida, pero la escultura me
atrae.
—El jefe escultor Userhat considera que no necesita a nadie y te costará mucho
convencerle para que te instruya. Pero si la piedra te habla, tal vez ella te abra el
camino.
—Escucho la piedra y sólo la piedra.
Neb el Cumplido fingió abandonar la cantera pero, desde un montículo, observó
al joven. Al día siguiente hablaría con su colega Kaha del necesario ascenso de Nefer
el Silencioso en la jerarquía del Lugar de Verdad.

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47

C lara no podía desear nada más. Vivía un amor profundo y luminoso en una aldea
única, cuyas costumbres y pequeños secretos iba descubriendo poco a poco, y
todos los días servía a la diosa Hator preparando los ramos de flores que se
depositaban en los altares y los oratorios.
Las mujeres iniciadas no estaban distribuidas en dos equipos, como los hombres.
Clara se sentía bien en la parte baja de la jerarquía, y cumplía alegremente la tarea
que le habían confiado. Sin embargo, las aldeanas del Lugar de Verdad sólo
intercambiaban con ella palabras insignificantes y le hacían sentir que aún era una
extranjera, a la que no concedían confianza alguna.
Al llegar la noche, Nefer y Clara hablaban de sus respectivas experiencias y
consideraban del todo normal la actitud de los artesanos y sus esposas. Aquella aldea
no se parecía a ninguna otra, y sería necesario librar un largo combate para ser
admitidos sin reticencias.
Al celebrar a Hator, la diosa de las estrellas que hacía circular por el universo la
potencia amorosa, la única capaz de unir entre sí todos los elementos de la vida, las
sacerdotisas del Lugar de Verdad contribuían a mantener la armonía invisible, sin la
que ninguna creación visible, correspondiendo a las leyes celestiales, habría sido
posible. A la cofradía, al igual que a los ritualistas de todos los templos de Egipto,
comenzando por el propio faraón, le tocaba mantener día a día esa sutil energía para
asegurar al resto de la población la protección de los dioses y la presencia de Maat en
la tierra.
Clara era feliz de poder participar en esa gran obra, tanto más perceptible cuanto
la aldea le había consagrado su existencia.
La puerta de la morada de Casa la Cuerda estaba cerrada. Habitualmente, por la
mañana, su esposa limpiaba el umbral y la primera estancia de la casa, y ella misma
tomaba el ramo de manos de Clara.
Preocupada, la muchacha llamó. Le abrió una mujer morena.
—Mi marido está enfermo —dijo malhumorada, como si Clara fuera responsable
de ello—. No sé cuándo vendrá la mujer sabia, porque está cuidando a la esposa del
escriba Ramosis.
—Tal vez yo pueda ayudaros…
—¿Tenéis nociones de medicina?
—Algunas.
La esposa de Casa la Cuerda vaciló.
—Os lo advierto: si no curáis a mi marido, diré a todo el mundo que sólo sois una
pretenciosa.
—Y haréis bien.

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La tranquilidad de Clara desarmó a la morena, que la dejó pasar.
Casa estaba tendido en un banco de piedra, con una almohada bajo la nuca. Tenía
un rostro cuadrado, de tamaño medio, con los cabellos muy negros, los ojos marrones
y enormes pantorrillas.
—¿Qué os duele?
—El vientre… me arde.
Clara examinó al paciente como le había enseñado Neferet, la médica-jefe,
teniendo en cuenta la tez, el olor del cuerpo, el aliento y, sobre todo, palpando el
abdomen y tomándole el pulso.
—¿Es grave? —se inquietó Casa.
—No lo creo, pues ningún demonio os amenaza. Sufrís del estómago como
consecuencia de una indigestión. Durante unos días, comeréis miel, pan seco tostado,
apio e higos, y beberéis cerveza muy dulce en muy poca cantidad, pero varias veces
al día. El dolor desaparecerá paulatinamente.
El artesano ya se sentía mejor.
—Prepárame todo eso —le pidió a su mujer—, y no olvides avisar al escriba de la
Tumba de que no iré a trabajar hoy.
La morena miró a Clara con suspicacia.
—¿Deseáis que ponga las flores en vuestro altar?
—Yo misma lo haré. Ahora marchaos, tengo mucho trabajo.
—Que Hator os proteja y cure a vuestro marido.
Clara pensaba seguir distribuyendo las flores, pero se detuvo de repente. A un
metro de ella, en medio de la calle principal, estaba la mujer sabia, de impresionante
melena blanca y ojos inquisidores.
—¿Quién te enseñó a curar?
—La médica-jefe Neferet.
Una ligera sonrisa animó el severo rostro de la mujer sabia.
—Neferet… de modo que la conociste.
—Ella me educó.
—¿Por qué no te hiciste médica?
—Porque Neferet me predijo que me aguardaba otro destino, y la escuché.
—¿Sabes combatir las enfermedades más graves?
—Algunas.
—Ven conmigo.
La morada de la mujer sabia, cubierta de malvarrosas, se hallaba junto a la de
Ramosis. Pasmadas, las vecinas vieron cómo Clara entraba en la casa de la mujer
sabia que, desde hacía veinte años, no había abierto su puerta a nadie.
La muchacha descubrió una gran estancia que olía a madreselvas. En unos
anaqueles había potes y jarros que contenían sustancias medicinales. A lo largo de las

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paredes, arcenes llenos de papiros.
—Trabajé mucho tiempo con el médico Pahery, autor de un tratado sobre los
trastornos del recto y el ano —reveló la mujer sabia—. Impuso a los aldeanos una
estricta higiene cotidiana, la regla básica para evitar la mayoría de las enfermedades.
Disponemos de la cantidad de agua necesaria, y es el primero de nuestros remedios.
Sé intransigente en ese punto y combate la suciedad sin descanso; los remedios más
potentes serán inútiles si no hay higiene. ¿Te dan miedo los escorpiones?
—Un poco, pero Nefer me enseñó que su veneno contiene sustancias beneficiosas
contra muchos trastornos.
—Lo mismo ocurre con las serpientes. Te llevaré al desierto para capturar las más
temibles especies y fabricar nuestros propios productos. Un buen médico es «el que
domina los escorpiones», pues este animal es capaz de apartar los malos espíritus y
atraer las energías positivas que el facultativo fija en los amuletos. Tratar el cuerpo
sutil es tan importante como curar el cuerpo aparente. ¿Conoces la primera de las
fórmulas de curación?
—Soy la sacerdotisa pura de la leona Sejmet, experta en sus deberes, la que posa
la mano en el enfermo, unas manos sabias en el arte de diagnosticar.
—Muéstrame lo que sabes hacer.
Clara puso la mano sobre la cabeza de la mujer sabia, en la nuca, en las manos,
los brazos, el corazón y las piernas. De este modo escuchaba las palabras del corazón
en cada canal de energía.
—Sólo sufrís afecciones benignas —concluyó.
Le tocó entonces a la mujer sabia imponer las manos a Clara, que sintió de
inmediato un intenso calor.
—Tengo más energía que tú y voy a borrar cualquier rastro de fatiga en tu
organismo. En cuanto te debilites, ven a verme y te devolveré la fuerza que te falte.
La sesión de magnetismo duró más de media hora. Clara tuvo la impresión de que
por sus venas corría una sangre regenerada.
—Neferet debió de enseñarte el uso de las plantas medicinales y los productos
tóxicos.
—Pasé jornadas enteras en su laboratorio y sus enseñanzas están grabadas en mi
memoria.
—Tendrás acceso a mis cofres que contienen simples; por lo demás, he aquí los
potes con filtro que utilizo.
La mujer sabia mostró a Clara unos recipientes divididos en dos por un filtro; en
la parte de arriba estaban las drogas sólidas, en la de abajo, las líquidas.
—Al calentarlos se produce vapor, que disuelve los sólidos, que entonces se
mezclan con los líquidos —explicó—. En algunos casos, no hay que calentar, sino
machacar los sólidos en agua, con un mortero, y verter la solución obtenida en una

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vasija. ¿Deseas que te enseñe mi ciencia?
El rostro de Clara se iluminó.
—¿Cómo podría agradecéroslo…?
—Trabajando duro y poniéndote al servicio de la cofradía. Debes saber que los
jefes de equipo no permiten que un obrero enfermo trabaje, y que éste es libre de
hacerse cuidar en la aldea o en el exterior. En este último caso, solicita al médico una
nota de honorarios y el escriba de la Tumba cubre sus gastos. No debes imponer
nunca tu opinión, y debes dejar que cada cual sea responsable de su elección.
—¿Debo entender… que voy a ser vuestra ayudante?
—Sólo los superiores de la cofradía conocen mi edad. Hoy, Clara, te confío este
pequeño secreto: la semana próxima cumpliré cien años. Según los sabios, me queda
algún tiempo para meditar y consagrarme exclusivamente a Maat. Como has
aceptado ayudarme, tal vez lo consiga.
—Cien años… ¡Es increíble!
—Esta aldea alberga tesoros inestimables. Uno de ellos consiste en saber que el
espíritu no está irremediablemente condenado a la decadencia. Se puede combatir el
envejecimiento practicando una ciencia que consiste en regenerarlo. Pruébalo y tal
vez volvamos a hablar de ello algún día.

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48

P aneb el Ardiente proseguía su aprendizaje bajo la implacable dirección de


Kenhir, avaro en cumplidos. El escriba de la Tumba consideraba que un futuro
dibujante del Lugar de Verdad debía poseer un perfecto dominio de la lengua
jeroglífica y no vacilar nunca sobre el signo que debía trazar. En cuanto su alumno
mostraba una excesiva tendencia a sentirse satisfecho de sí mismo, su profesor le
imponía un ejercicio aún más difícil.
Kenhir seguía sorprendiéndose ante el atractivo contraste entre la potencia física
del muchacho y la refinada ejecución de sus dibujos. Con una infinita paciencia, que
su carácter arrebatado y violento no permitía suponer, podía desplegar el talento de
un miniaturista. Puesto que Paneb ignoraba la fatiga y nunca abandonaba antes de
haber dado plena satisfacción a su instructor, Kenhir había solicitado una bebida
reconstituyente a la mujer sabia para no sucumbir ante su alumno.
Aquella mañana, Kenhir no había propuesto ninguna prueba nueva a Paneb, que
se había limitado a trazar rápidamente más de seiscientos jeroglíficos, del más
sencillo al más complejo.
—¿Estás contento con tu vida en la aldea? —preguntó el escriba de la Tumba.
—Estoy aquí para aprender y aprendo.
—Al parecer no mantienes mucho contacto con los demás miembros de tu
equipo…
—Me paso el día en la escuela, por la noche preparo los ejercicios del día
siguiente, y destino mi tiempo libre a reconstruir mi casa. Para distraerme, me
divierto dibujando retratos en pedazos de calcáreo que recojo en el desierto. Así pues,
no me queda mucho tiempo para charlar con los demás.
—Retratos… ¿Retratos de quién?
—De vos y de los demás alumnos. Me parecen bastante divertidos, pero los
destruyo cuando están terminados.
—Mejor así… La primera fase de tu educación ha terminado, Paneb. El jefe de
equipo te reclama y no puedo mentirle afirmando que no estás preparado. Ahora, tú
debes elegir.
—¿Elegir qué?
—Ser escriba en Tebas o dibujante en el Lugar de Verdad. Si optas por la primera
solución, te recomendaré a unos colegas y serás contratado en la administración. Sé
que te costará aceptar los reglamentos, pero eso no será nada comparado con la
brillante carrera que te espera. Tendrás una vivienda oficial y te enriquecerás año tras
año, los servidores te harán la vida más fácil y la gente se inclinará ante ti. Con tu
capacidad de trabajo y tu extraordinaria memoria, ocuparás un cargo de gran
responsabilidad. En cambio, tu porvenir como dibujante se anuncia bastante oscuro,

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pues tus colegas no sienten deseo alguno de ayudarte, sino muy al contrario. Se
conocen desde hace tiempo y miran con recelo a cualquier novicio que los retrase en
las obras.
—Pertenecemos a la misma comunidad, ¿no?
—Así es, pero son aguerridos profesionales y hombres rudos a quienes te será
difícil ablandar. A mi entender, sean cuales sean tus esfuerzos y tus dotes, te
rechazarán y seguirás siendo un simple obrero, decepcionado al haber perdido una
hermosa carrera de escriba.
—¿Tan crueles son mis colegas?
—Representas una amenaza para ellos. Se defenderán.
—No es una actitud muy fraternal…
—Los servidores del Lugar de Verdad son sólo hombres, Paneb.
—Al oír vuestras palabras, parece como si mi destino ya estuviera escrito.
—Si sigues el camino de la razón, no lo lamentarás.
—Hay un detalle que me intriga, profesor… ¿Por qué un erudito de vuestro
talento aceptó el cargo de escriba de la Tumba en vez de convertirse en un alto
dignatario tebano? El Lugar de Verdad debe de poseer algunos encantos para haberos
atraído…
Kenhir enmudeció.
—No os preocupéis por mí: afrontaré a los dibujantes y les demostraré que mi
lugar está entre ellos.
De acuerdo con el jefe de equipo, Neb el Cumplido, Kenhir había intentado
desalentar al muchacho. Y le satisfacía haber fracasado.
Paneb tuvo la sensación de salir de un largo sueño mientras recorría la calle
principal de la aldea. Desde su admisión en la cofradía, sólo había tenido dos
objetivos: aprender a dibujar los jeroglíficos y hacer habitable su casa.
Saber leer y escribir le daba una formidable sensación de poder. Cada vez que
dibujaba una pantera, un halcón o un toro, tenía la impresión de que adquiría algunas
de las cualidades del animal; la escritura hacía vivir lo abstracto, la lectura ofrecía las
enseñanzas de los sabios.
Los dos años que llevaba en la aldea habían transcurrido como un sueño. Paneb
sólo había tratado con Nefer y Clara, con quienes únicamente hablaba de jeroglíficos,
y había pasado la mayor parte de su tiempo junto a Kenhir, en la escuela con los
demás alumnos o en clases particulares. Ahora, la estrategia de su profesor era
evidente: el escriba de la Tumba había intentado formar a otro escriba para enviarlo al
exterior.
Paneb sabría extraer las enseñanzas de ese silencioso combate que no se había
librado con los puños sino con la cabeza. Kenhir había intentado hechizarle, jugar con
su vocación, desviándola y mostrándole el fulgor de las innumerables ventajas de las

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que gozaba un burócrata.
Kenhir había fracasado. Sin desviarse de su camino, Paneb se había apoderado de
su saber y ahora dominaba los signos de poder indispensables para un dibujante del
Lugar de Verdad. Su magia era tan intensa que había absorbido su energía y su
atención, hasta el punto de hacerle olvidar la más hermosa creación de los dioses: las
mujeres.
Desde que había empezado a trabajar, Paneb no las había mirado ni una sola vez.
Clara no contaba, ya que, además de ser muy distinta de las demás, era la esposa de
Nefer. La consideraba como una hermana mayor que le transmitía tranquilidad y le
daba buenos consejos.
¿Cómo había podido prescindir de las mujeres durante tanto tiempo? ¡La magia
del artero Kenhir debía de ser muy eficaz! En el futuro desconfiaría del retorcido
personaje, uno de los tres jefes de la cofradía. Kenhir había hecho que cayera en sus
redes y le había privado del amor.
Era día de descanso para el equipo de la derecha. Algunos artesanos dormían,
otros arreglaban su casa, otros fabricaban muebles para venderlos a algunos
compradores del exterior. Hasta entonces, todos habían ignorado a Paneb, que se lo
había pagado con la misma moneda. Pronto se enfrentaría con los dibujantes pero,
ahora, mientras la mañana estaba tocando a su fin, se dedicaba a mirar a las mujeres
de la aldea y a seducirlas.
En vez de regresar a casa rápidamente para ocuparse de su morada, avanzaba con
lentitud por la calle principal y miraba a cualquier mujer que pasara por su lado.
Antes de entrar en la aldea, Paneb había creído que el Lugar de Verdad era un austero
paraje donde las esposas de los artesanos estaban todo el día encerradas en casa o en
los oratorios; pero, como en los demás pueblos de Egipto, la mayoría de las mujeres
trabajaban y deambulaban por las calles con los pechos desnudos, y Paneb devoraba
con la mirada los jóvenes senos. Por desgracia, ellas no disfrutaron en absoluto del
jueguecito; unas le lanzaron iracundas miradas, y otras entraron, furibundas, en sus
casas.
La caza no se anunciaba fácil, pero el joven coloso no dudaba de su éxito. Tras
aquel abominable período de abstinencia, no se andaría con remilgos, y aceptaría la
compañía de una vieja experimentada o de una joven principiante.
Creyó haber encontrado su presa cuando una rubia más bien pequeña, que estaba
para comérsela, le observó con ternura. Pero Paneb avanzó hacia ella con demasiada
rapidez, y ella, asustada, corrió hacia su casa y cerró de un portazo.
—Se diría que asustas a las chicas —murmuró una voz afrutada.
Paneb se giró y vio a una soberbia pelirroja, de unos veinte años, que llevaba un
vestido verde con tirantes que dejaba ver los senos desnudos. Tenía un pecho
suntuoso y cada una de sus formas encendía el deseo.

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—Mi nombre es Paneb.
—Yo me llamo Turquesa y estoy soltera.
A él no le importaba que estuviera casada o no. Lo esencial era que fuese una
mujer.
—¿Deseas charlar un poco?
—Pues no. Me muero de ganas de hacer el amor contigo.
Turquesa sonrió.
—Eres un verdadero coloso…
—¡Y tú eres preciosa! Creo que sintonizaremos a las mil maravillas y tanto el uno
como el otro obtendremos el mismo placer.
—¿Crees que es modo de hablar con las mujeres?
—Ya hemos hablado bastante.
Escaló los pocos peldaños que llevaban hasta la entrada de la casita de Turquesa,
la estrechó entre sus brazos y le dio un fogoso beso. Puesto que ella no se resistía, la
arrastró hacia el interior, donde reinaba una suave penumbra, y le arrancó la frágil
vestidura.
El ambarino perfume de la muchacha, su piel blanca y su modo de acurrucarse
contra él le enloquecieron. Ella respondió a cada una de sus iniciativas y partieron,
juntos, hacia un maravilloso viaje, el descubrimiento de sus cuerpos.

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49

L os amantes descansaban por fin, satisfechos.


—¡Bien mereces tu nombre, Paneb el Ardiente!
—Nunca había conocido a una mujer tan excitante…
—¿Acaso has conocido a muchas?
—En el campo, las muchachas no se andan con remilgos.
—Los sentimientos no parecen interesarte.
—Los sentimientos son buenos para los viejos. La mujer necesita un hombre; el
hombre, una mujer… ¿Por qué complicarlo todo?
—¿Eso es lo que opina tu amigo Nefer?
—¿Le conoces?
—Le he visto con su mujer, Clara.
—Su caso es distinto. Su amor es un milagro que los unirá hasta la muerte, pero
no los envidio. Ya no conocerá a otra mujer, ¡te das cuenta! Pensándolo bien, es una
especie de maldición.
Paneb se incorporó y se apoyó en los codos.
—Eres realmente preciosa… ¿Por qué no te has casado?
—Porque prefiero mi libertad, como tú.
—Eso debe dar mucho que hablar en la aldea.
—Sí y no. Soy hija de un cantero del equipo de la izquierda que quedó viudo muy
joven. Fui educada por unos y otros hasta que mi padre murió, hace tres años. Decidí
quedarme aquí, en mi aldea, y convertirme en sacerdotisa de Hator. ¿No es acaso la
diosa del amor, de todos los amores?
—¿Tienes muchos amantes?
—Eso no es asunto tuyo.
—Tienes razón, no me importa. Ahora, tu único amante soy yo.
—Te equivocas, Paneb. Soy una mujer libre y no me ataré a ningún hombre. Tal
vez nunca vuelva a acostarme contigo.
—¡Estás loca!
Intentó tumbarse sobre ella, pero Turquesa le esquivó.
—Sal de mi casa —ordenó.
—Podría tomarte por la fuerza.
—Serías expulsado de la aldea esta misma noche y condenado a una larga pena
de cárcel. Vete, Paneb.
Cariacontecido, el joven coloso se marchó. ¡Qué complicadas eran las mujeres,
sobre todo cuando se negaban a someterse! Había perdido a Turquesa, pero ya
encontraría a otra. Ahora que había saciado sus ansias sexuales por algún tiempo,
Paneb sólo se preocuparía de terminar su casa.

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Como las demás moradas del Lugar de Verdad, le había sido atribuida
oficialmente por el visir, y su modesta superficie de cincuenta metros cuadrados tenía
en cuenta su situación de soltero. Las parejas gozaban, por término medio, de ochenta
metros cuadrados, y las parejas con hijos, de ciento veinte. Las fachadas, que medían
tres metros por siete, daban a la arteria principal, eran estrechas y en ellas se abría
una puerta pequeña hacia la que bajaba un tramo de escaleras.
La construcción descansaba en un zócalo de piedra, de un metro de altura, sobre
el que se habían edificado muros de ladrillo crudo cubiertos de un revoque y
numerosas capas de encalado. La casa de Paneb, sin embargo, carecía de estos
acabados, y no era, ni mucho menos, tan sólida como las más antiguas viviendas de la
aldea, construidas directamente sobre la roca.
Aunque no ayudaba a su amigo, ya que éste prefería trabajar solo, Nefer le había
dado algunos consejos para que no cometiera grandes errores. Así, Paneb se había
deslomado para hacer unos muros exteriores muy gruesos, y había separado las
habitaciones con tabiques interiores, menos gruesos y de ladrillos unidos por un
sencillo mortero de tierra. Esos tabiques soportaban los techos y la terraza. La
estructura estaba formada por troncos de palmera, apenas escuadrados y apretados
unos contra otros; colocarlos correctamente no había sido cosa fácil pero Paneb lo
había conseguido, gracias a su fuerza y a las precisas indicaciones de Nefer.
La disposición de las ventanas había requerido toda su atención, pues debía
asegurar la buena circulación del aire para mantener el calor en invierno y el fresco
en verano. Tras un primer fracaso, que le había obligado a repetir parte de la
estructura y a hacer más gruesos todavía los muros exteriores, Paneb había obtenido
un resultado satisfactorio.
Como las demás casas de la aldea, la suya tenía tres pisos y disponía de una
cocina, dos sótanos, tres habitaciones, algunas comodidades y una tenaza. Pero el
conjunto estaba vacío y desnudo, y no contaba con nada para adornarlo. Paneb sólo
disponía de una sencilla estera, no tenía pinturas ni ornamentos que dieran un poco de
vida al reducto.
A Paneb se le ocurrían mil ideas, pero no era capaz de concretarlas, y sólo le
interesaba la perfección. De momento, se limitaba a las flores entregadas
cotidianamente a las sacerdotisas de Hator y que Clara se encargaba de distribuir a
los habitantes de la aldea para que las depositaran en un altar, en ofrenda a la diosa.
Había llegado el momento de aprender nuevas técnicas que permitieran a Paneb
embellecer su casa y convertirla en la más deslumbrante del Lugar de Verdad.
Entonces, Ardiente vio que se acercaba un hombre.
Era más bajo que Paneb, aunque aproximadamente tenía la misma planta y
caminaba golpeando pesadamente el suelo, como si tuviera dificultades para
desplazar su masa muscular.

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—¿Vienes a verme?
—¿Eres Paneb el Ardiente?
—¿Cómo te llamas?
—Nakht el Poderoso, cantero.
—Hermoso apodo… ¿Qué hazañas has realizado para merecerlo?
—Aunque comenzaras hoy a levantar bloques y no te detuvieras un solo segundo
hasta cumplir los cien años, no manejarías tantos como yo.
—No pienso ser cantero, sino dibujante y pintor.
—La cofradía tiene en sus filas a un pintor excepcional y tres experimentados
dibujantes. Son los que decoran la morada de eternidad de Ramsés el Grande, las de
los miembros de la familia real y las de los nobles. ¿De qué podría servirles un
mastuerzo como tú?
—He sido iniciado como ellos y pertenezco a la misma cofradía.
—Confundes la teoría con la práctica, muchacho. Ciertamente, has tenido la
suerte de ser admitido entre nosotros, pero ¿cuánto tiempo vas a quedarte?
—Tanto como me plazca.
—¿Te crees dueño de tu destino?
—En nuestro camino hay puertas. Unos las miran, otros llaman a ellas con la
esperanza de que alguien les abra. Yo las derribo.
—Entretanto, deberás obedecerme.
—¿Cuáles son tus órdenes, Nakht?
—Hay que restaurar una pared de mi casa y no tengo ganas de esforzarme. Como
ya tienes experiencia, encárgate tú de ello.
—Se trata de tu casa, no de la mía. Resuelve tú mismo el problema.
—Has sido contratado para servir, muchacho.
—Servir en la obra, sí, pero no a explotadores de tu clase.
—Eres demasiado insolente para mí… Mereces un severo castigo que te devuelva
al buen camino.
El adversario tenía un aspecto temible, pero no asustaba a Paneb, convencido de
que iba a ser más rápido tanto en la defensa como en el ataque.
—No te confíes, Nakht, vas a recibir un buen golpe.
—Acércate, fanfarrón, acércate…
—¿Lo has pensado bien? En tu lugar, yo regresaría a casa para que mi esposa me
mimara. Si te encuentra cubierto de heridas, te abandonará.
Harto, Nakht el Poderoso intentó hundir su puño en el vientre de Paneb. Pero éste
dio un salto hacia un lado y alcanzó a su adversario en el costado izquierdo. Paneb le
rompió una costilla y le arrancó un aullido de dolor.
—¡Basta! —ordenó Nefer, que llegaba corriendo.
Le traía a su amigo un pastel de higos que había preparado Clara, y descubría un

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lamentable espectáculo.
Paneb le obedeció y bajó la guardia.
En cambio, Nakht el Poderoso embistió a su adversario con la cabeza.

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50

C onducidos por Karo el Huraño, que acompasaba la marcha con un largo bastón
nudoso, los artesanos del equipo de la derecha se dirigían hacia el local que les
estaba reservado, al pie de la colina del norte, en el límite de la necrópolis.
Nefer el Silencioso descubrió una especie de templete al que se accedía por un
porche. El jefe de equipo Neb el Cumplido, que se encargaba de las funciones de
guardián del umbral, solicitó a cada artesano que se identificara.
Después de aquel rito, cada miembro del equipo de la derecha penetró en un
pequeño patio al aire libre y se arrodilló ante un estanque de purificación de forma
rectangular. El pintor Ched el Salvador tomó agua con una copa y la vertió sobre las
palmas de las manos de sus colegas.
Ched fue purificado a su vez; luego, los artesanos entraron en la sala de reunión
cuyo techo, sostenido por dos columnas, estaba pintado de ocre amarillento. A lo
largo de los muros había unos sitiales empotrados en bancos de piedra. Tres altas
ventanas difundían una suave luz durante el día; como caía la noche, se habían
encendido unas antorchas.
Unos muretes separaban la sala de reunión de un santuario elevado, en el que sólo
podía entrar el jefe de equipo. Estaba compuesto por un naos que albergaba una
estatuilla de la diosa Maat y dos pequeñas estancias laterales, donde se conservaban
vasijas de ungüento, altares portátiles y demás objetos rituales.
Neb el Cumplido se aposentó a oriente, en el sitial de madera que habían
ocupado, antes que él, los demás maestros de obras encargados de dirigir el equipo de
la derecha.
—Rindamos homenaje a los antepasados y reguemos que nos iluminen —ordenó
—. Que el sitial de piedra más cercano a mí permanezca por siempre vacío de
cualquier presencia humana, para que quede reservado al ka de mi predecesor, que
vive entre las estrellas y está siempre entre nosotros. Que su ejemplo preserve nuestra
unidad.
Los artesanos guardaron silencio. Todos tuvieron la sensación de que las palabras
de Neb el Cumplido no eran vanas y de que los vínculos que los unían eran más
fuertes que la muerte.
—Dos de nosotros están en conflicto —declaró el jefe de equipo—. Debo
consultaros para saber si es posible resolver aquí mismo el asunto o si debemos
llevarlo ante el tribunal del Lugar de Verdad.
Con la cabeza envuelta en un lienzo humedecido con mirra, que calmaba el dolor,
Nakht pidió la palabra.
—He sido agredido por el aprendiz Paneb el Ardiente. Casi me hunde el cráneo, y
ahora debo descansar varios días, lo que retrasará el trabajo del equipo. Por eso debe

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ser severamente condenado por el tribunal.
—No hay otra solución —aprobó Karo el Huraño.
Paneb se disponía a protestar vigorosamente cuando Nefer le puso la mano en el
hombro para impedir que se levantara.
—He sido testigo del enfrentamiento entre Nakht el Poderoso y Paneb —dijo
Nefer tranquilamente—. Era evidente que iban a llegar a las manos y he intervenido
para que la querella cesara. Mientras que Paneb me ha escuchado, Nakht le ha
embestido con la cabeza. Ha intentado cogerlo a traición y Paneb no ha tenido más
remedio que defenderse.
—No estarás hablando así porque Paneb es tu amigo, ¿verdad? —preguntó el jefe
de equipo.
—Si Paneb hubiera actuado mal, no intentaría justificar su comportamiento. Para
mí sólo queda un punto que aclarar: la causa del enfrentamiento.
—Eso es mentira —objetó Nakht—; mis heridas demuestran que yo no he sido el
agresor.
—Retorcido argumento —estimó Nefer—; si me hubieras escuchado, ahora
seguirías ileso. ¿Qué le exigías a Paneb?
—Sólo deseaba discutir con él, pero ha comenzado a insultarme. ¡Es una actitud
indigna de un aprendiz!
—¿Tiene un cantero derecho a exigir que un aprendiz abandone el camino de la
rectitud y traicione su juramento?
Nakht el Poderoso palideció.
—¡Es una pregunta sin sentido! Estabas demasiado lejos, no has podido oír nada
de lo que hablábamos y, además… ¡no le he exigido nada!
—En efecto, no he oído nada, pero sólo así se explica tu comportamiento.
Vivimos en el Lugar de Verdad, Maat es nuestra soberana, ¿cómo puedes seguir
mintiendo?
El tono de Nefer no era agresivo en absoluto. Parecía más bien el de un padre que
intentara lograr que su hijo advirtiera que estaba cometiendo un grave error.
Los argumentos de Nefer dieron vueltas a un ritmo endiablado por la cabeza de
Nakht el Poderoso. Las miradas de sus colegas le parecieron más pesadas que los
serones llenos de piedras que tantas veces había levantado, y las palabras de su
primer juramento, tan lejanas ya, le volvieron a la memoria.
—Retiro mi queja contra Paneb —declaró agachando la cabeza—. Una pequeña
querella de este tipo no puede poner en cuestión nuestra fraternidad… A veces nos
exaltamos un poco, pero eso no es malo. Nos hemos zurrado un poco porque
queríamos medir nuestras fuerzas. Mejor sería enfrentarse en una competición de
lucha…
—A tu disposición —dijo Paneb.

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—El asunto queda zanjado —decidió el jefe de equipo—. ¿Hay otros temas para
abordar?
—No estoy satisfecho con la calidad de los últimos ungüentos que me han
entregado —se quejó Karo el Huraño—. Tengo la piel frágil y me provocan rojeces.
—Se lo comunicaré al escriba de la Tumba —prometió Neb el Cumplido—, y se
vigilará mejor la calidad de los ungüentos.
—Pronto nos faltarán pinceles finos —se lamentó el pintor Ched—. Hace meses
que me quejo de ello, pero nadie me hace caso.
—Yo me encargaré. ¿Eso es todo?
Nadie pidió la palabra.
—Tenemos un programa de trabajo muy apretado —anunció Neb el Cumplido—.
Mientras el equipo de la izquierda termina la inmensa morada de eternidad de los
«hijos reales» de Ramsés el Grande en el Valle de los Reyes, hemos recibido la orden
de restaurar varias tumbas del Valle de las Reinas. Si hay que hacer horas extras,
recibiréis sandalias de primera calidad y hermosas piezas de tela como
compensación.
—También debemos preparar una fiesta —se lamentó Karo—. ¿Cuándo
tendremos tiempo para dormir? Se acerca el verano y el trabajo será cada vez más
penoso. ¡Qué no nos falte agua fresca, sobre todo!
—Y no olvides la cerveza —añadió Nakht el Poderoso—. Sin ella no tendremos
fuerzas para trabajar.
—Como dibujante, y dada la magnitud del proyecto —añadió Gau el Preciso—,
solicito que el laboratorio central vele especialmente por la calidad de los colores que
nos entregan. Debemos respetar los contornos y los tintes originales.
Sus dos colegas, Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan, expusieron las mismas
quejas.
Como ya no había nadie más que quisiera hablar, el jefe de equipo se levantó,
hizo que apagaran las antorchas y dirigió una postrera invocación a los ancestros.
Aunque el local estaba sumido en la oscuridad, Paneb advirtió un extraño
resplandor que procedía del naos. Habría jurado que había una lámpara encendida en
el interior del pequeño santuario y que su luz atravesaba la puerta de madera dorada.
Creyéndose víctima de una alucinación, el joven se fijó en el increíble fenómeno,
pero no pudo demorarse, pues tuvo que seguir a los artesanos que abandonaban la
sala de reunión.
—¿Has visto ese extraño resplandor? —le preguntó al pintor Ched.
—Sal en silencio.
La temperatura era suave, la aldea dormía. En cuanto estuvieron al aire libre,
Paneb volvió a hacer la pregunta.
—Bueno, ¿lo has visto?

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—Era sólo el fulgor de las antorchas agonizantes.
—¡La luz procedía del naos!
—Te equivocas, Paneb.
—Estoy seguro de que no.
—Ve a dormir, eso evitará que te engañen los espejismos.
Paneb interrogó a Pai el Pedazo de Pan, que tampoco había advertido nada
anormal. Luego buscó a Nefer, pero no consiguió encontrarle. Su amigo, que había
logrado que le absolvieran y le había ahorrado, así, cualquier sanción, debía de estar
ya en su casa.
¡No, imposible! Sin duda, Nefer habría querido hablarle.
El equipo se había dispersado. Paneb estaba solo ante la puerta cerrada del local
de la cofradía.
¿Qué le había ocurrido a Nefer?

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51

P aneb había aguardado hasta el amanecer, esperando que su amigo reapareciera.


Cuando llegaron las sacerdotisas de Hator, que se dirigían al templo para
despertar la potencia divina, el joven coloso, despechado, regresó a su domicilio. De
pronto, la aldea de tan apacible apariencia le pareció inquietante y hostil. Cuando
creía haber discernido sus leyes, se hallaba brutalmente sumido en lo desconocido.
¿Su único amigo había sido víctima de una conspiración fomentada por temibles
individuos, decididos a eliminar a quienes no entraban en su molde? Paneb había
desafiado a Nakht el Poderoso, Nefer había defendido a Paneb… Así pues, los dos
amigos tenían que desaparecer.
Pero Paneb el Ardiente no se dejaría degollar como un animal en el matadero.
¡Era capaz de luchar solo contra la maldita aldea! Se disponía a iniciar la guerra
cuando llamaron a la puerta.
Desconfiado, el joven se armó con un garrote, preparado para romper la cabeza de
los artesanos que intentaran apoderarse de él.
Abrió la puerta blandiendo el garrote y descubrió a dos mujeres, Clara y una rubia
asustada. La primera llevaba un busto de yeso, la segunda, un ramillete de tallos de
loto, narcisos y acianos.
—Protección para tu rostro —dijo ella utilizando la fórmula tradicional para
desear un buen día—. Uabet se ha prestado a ayudarme para decorar tu casa.
—¿Sabes dónde está Nefer?
—¿Estás preocupado por él?
—¡Ha desaparecido!
—Tranquilízate, ha ido a visitar unos astilleros para estudiar las técnicas de los
carpinteros.
—¿Solo?
—No, con el jefe de equipo y algunos artesanos.
—¿Estás segura?
Intrigada, Clara miró a Paneb.
—¡Pareces trastornado!
—Creía que le habían raptado, que le habían maltratado, que…
—Tranquilízate, todo va bien; sólo se trata de un corto viaje de carácter
profesional. ¿Qué imaginabas?
Paneb dejó el garrote.
—Temo por su vida, temo que la cofradía entera le sea hostil.
—Tranquilízate —recomendó Clara—. He aquí el busto de un antepasado, que tú
venerarás cada día pensando en los servidores del Lugar de Verdad que te han
precedido.

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—¿Debo colocarlo en la primera estancia, igual que en tu casa?
—En efecto, es la costumbre.
Uabet la Pura entregó las flores al joven coloso tímidamente.
—Su perfume agrada al ka de los antepasados —comentó Clara—; si no
estuviéramos unidos a ellos, si no nos ofrecieran su fuerza, no podríamos sobrevivir.
—Los antepasados no me interesan… Sólo me importa el porvenir.
—No construirás sin cimientos, Paneb. Nuestros antepasados moldearon el
espíritu de la aldea y alimentaron su alma con sus creaciones. Debemos transmitir lo
que ellos nos transmitieron a nosotros. No podrás construir tu futuro si ignoras el
pasado.
Sumido en la meditación de las palabras de Clara, Paneb no había advertido que
Uabet la Pura le miraba con ternura.
Con el busto del antepasado, depositado de cualquier manera en un rincón de la
primera estancia de su casa, Paneb comió de prisa y corriendo y luego se dirigió a
casa del pintor Ched, a quien consideraba el superior de los tres dibujantes. Le
exigiría un programa concreto de trabajo y no se dejaría engañar por un vago
discurso.
Ched se disponía a partir hacia el Valle de las Reinas provisto con valiosos
materiales. Dotado de una elegancia natural, con el pelo y el pequeño bigote muy
cuidados, los ojos de un gris claro, la nariz recta y los labios finos, el pintor parecía
dedicar una desdeñosa mirada a todo lo que le rodeaba.
—¡Esperadme!
—¿Qué te espere…? ¿Por qué?
—Os acompaño al Valle de las Reinas, ¿no?
La sonrisa de Ched era más aguda que un puñal.
—Has perdido la cabeza, muchacho; voy a realizar unos trabajos de restauración
de extremada delicadeza y no necesito a un aprendiz.
—Sé leer y escribir, y dibujo los jeroglíficos perfectamente.
—Como todos los habitantes de la aldea… Pero ¿qué sabes tú del arte del Trazo,
de las reglas de proporción y de la secreta naturaleza de los colores? Al parecer
quieres ser dibujante, ¡pintor incluso! ¿Acaso ignoras que no dictas tus exigencias a
la cofradía? Deberías aprender a elaborar yeso. Eso es lo mejor que puedes hacer
hasta el fin de tus días.
Las palabras de Ched eran cuchillos que se clavaban en las carnes del joven
coloso.
—Hay otro elemento esencial que no has percibido —prosiguió el pintor—: la
morada que te han atribuido no es la casa de un campesino o de un pequeño escriba,
sino un santuario. Sólo has pensado en tu comodidad material, pero ¿qué sabes del
significado simbólico de cada estancia y dónde están las pinturas y los objetos que le

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dan sentido? De momento sólo eres un hombre del exterior, mi pobre Paneb, y no
estoy seguro de que tengas la inteligencia y el talento necesarios para ser un auténtico
servidor del Lugar de Verdad. Podrías seguir el ejemplo de tu amigo Nefer que, en
cambio, ha progresado mucho. Y no olvides que la puerta de la aldea se abre muy
fácilmente hacia el exterior, donde obtendrás un trabajo a tu medida.
Paneb, atónito, vio alejarse al pintor sin poder pronunciar una sola palabra de
réplica. Estuvo a punto de abalanzarse sobre Ched para arrancarle el material y
pisotearlo, pero los reproches del pintor seguían hiriéndole como latigazos, con tanta
o más violencia con la que eran fundados.
Ched tenía razón: era sólo un campesino en compañía de un pequeño escriba.
Pero ¿por qué Nefer, su único amigo, no le había ayudado a tomar conciencia de ello?
¿Y a qué progreso había aludido Ched? Para aclararlo, Paneb decidió preguntárselo a
Clara.
En la calle principal, se cruzó con dos de los tres dibujantes, Unesh el Chacal y
Gau el Preciso, que partían hacia el Valle de las Reinas. Apenas los saludó, porque se
dio cuenta de la ironía de su mirada.
La puerta de la casa de Clara y Nefer estaba cerrada, así que llamó.
—¡Clara! ¿Puedo entrar?
—Un momento —respondió ella.
Qué extraño… ¿Acaso la muchacha iba a rechazarle también al igual que había
hecho el pintor? No tuvo tiempo de alimentar sus negras ideas, pues la puerta no
tardó en abrirse.
—¿Ha regresado Nefer?
—Todavía no.
—Quiero verle.
—Está trabajando en una obra.
—¿Por qué él ha elegido el buen camino y yo no?
—¡Tú sabrás! Entra, tengo que terminar un trabajo.
Paneb descubrió estupefacto al tercer dibujante, Pai el Pedazo de Pan, un hombre
rollizo, de rostro jovial e hinchadas mejillas. Su muñeca derecha estaba vendada.
—Un pequeño esguince —explicó—. Gracias a los cuidados de Clara, en pocos
días volveré a mi actividad normal.
La muchacha se aseguró de que el vendaje no estuviera demasiado apretado.
—De momento, Pai, descanso completo. No te preocupes, no te quedará ningún
tipo de secuela.
Paneb observó la primera estancia detenidamente: en una esquina había una
extraña construcción, el busto del antepasado en un altar, otro altar florido… Nefer
había transformado su morada en santuario.
—El pintor Ched acaba de insinuar que soy un inútil, mi único amigo ha

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desaparecido y yo no entiendo nada. ¿Qué está pasando, Clara?
—Sencillamente tienes que franquear una nueva etapa; y tú debes trazar el
camino.
—¡El único consejo que Ched me ha dado es que me haga yesero!
—Eso es estupendo —observó Pai el Pedazo de Pan.
A Paneb le hervía la sangre.
—¡También tú te burlas de mí!
—¿Aún deseas ser dibujante?
—¡Más que nunca!
—Comprende entonces que tu primera obra, aquella con la que debes ponerte a
prueba, es tu propia casa. Nos has mostrado que sabías arreglártelas solo en obras
mayores, pero no es suficiente. Debes aprenderlo todo del oficio, para no cometer
errores cuando trabajes en la pared de una morada de eternidad.
—¡Tú no has sido yesero!
—Claro que sí. ¿Cómo conseguir un buen dibujo sin un buen soporte? Su
fabricación es el primero de los secretos.
—¿Aceptarías enseñármelo? —preguntó Paneb, angustiado.
Pai el Pedazo de Pan contempló su muñeca.
—No me gusta el descanso forzoso… Podríamos probarlo.

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52

S erketa, embarazada por segunda vez, aguardaba angustiada el resultado de las


pruebas. Su marido se había enfadado mucho cuando había parido una hija y se
había negado a ver a la niña, que sería criada por unas nodrizas y nunca comparecería
ante su padre. Oficialmente, el primogénito debía ser un varón. A veces, Méhy
lamentaba no ser griego o hitita; en su país, la ley no impedía suprimir a las niñas
sobrantes.
Serketa gozaba de una salud excelente y, hasta el momento, su embarazo era muy
tranquilo. Sin embargo lo más importante era el sexo del feto. Desde hacía dos
semanas orinaba diariamente sobre dos bolsas, una con trigo, dátiles y arena, y otra
con arena, dátiles y cebada. Si primero germinaba el trigo, Serketa daría a luz una
niña; si lo hacía la cebada, un muchacho.
—No cabe la menor duda en el resultado —le anunció su ginecólogo.

—Tenéis un aspecto excelente, querido Méhy —exclamó el alcalde de Tebas—.


Para los militares no hay nadie como vos, y a la población le han gustado mucho las
grandes maniobras que habéis dirigido. Se siente protegida y a salvo de cualquier
peligro.
—El mérito es de los oficiales y los hombres de la tropa, cuya disciplina es
ejemplar.
—¡Pero vos habéis dado las órdenes!
—Inspirándome en vuestras recomendaciones —recordó Méhy.
Al alcalde le gustó esa apreciación.
—¿Os habéis rehecho ya de la muerte de vuestro suegro?
—¿Podré hacerlo algún día? Tenía tanta personalidad y era tan competente que su
ausencia deja un inmenso vacío. Mi mujer y yo evocamos su memoria todos los días;
sin duda, nunca podremos consolarnos de su desaparición.
—Claro, claro… Pero hay que pensar en el porvenir y no hay mejor remedio para
los grandes dolores que trabajar duramente. Sois competente, concienzudo y
metódico; todas esas cualidades os convertirán en un excelente tesorero principal de
nuestra ciudad de Tebas.
Méhy fingió sorprenderse.
—¡Es un cargo muy importante! No sé si…
—Yo decido y sé que no me equivoco. Convirtiéndoos en mi mano derecha,
seréis responsable de la prosperidad de nuestra querida ciudad. Yo, por mi parte, me
distanciaré un poco.
Méhy sabía que el alcalde necesitaba su tiempo, sobre todo para desmantelar las
facciones que intentaban debilitarle y luchar contra los numerosos candidatos

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dispuestos a ocupar su cargo.
—Me proponéis una exultante tarea, pero una grave razón me impide aceptarla.
—¿Cuál?
—No puedo suceder a mi suegro… Eso sería demasiado cruel para mi esposa.
—¡Tranquilizaos, yo hablaré con ella! Méhy, Tebas os necesita. ¿Y, en
determinadas circunstancias, no hay que sacrificar los propios sentimientos en bien
del interés general?

Méhy tenía ganas de dar saltos de alegría. Tras haberse asegurado el control de
las fuerzas armadas, tomaba en sus manos la hacienda pública. En adelante sería el
mejor apoyo del alcalde que, como buen estratega, había delimitado claramente sus
respectivos territorios. Para Méhy, una administración sana irreprochable; para el
alcalde, el poder representativo. Probablemente, éste no había creído que Méhy
sintiera tal afecto por su suegro, pero no podía sospechar la verdad. Que un asesino
quedara impune y ocupara, incluso, el lugar de su víctima le demostraba, al nuevo
tesorero principal de Tebas, que la Ley de Maat era sólo una fábula inventada por
falsos sabios encerrados en templos, lejos de la realidad. El viejo mundo de los
faraones no tardaría en desaparecer para ser sustituido por un Estado conquistador,
dotado de una fe inalterable en el progreso y capaz de imponerse a las civilizaciones
decadentes.
Para conseguir ponerse a su cabeza, Méhy utilizaría el talento de su amigo
Daktair, que no se detendría por ningún escrúpulo moral. Gracias a un clan de
hombres nuevos de su misma condición, sin vínculo alguno con la tradición, Egipto
se transformaría rápidamente en un país moderno donde reinara la única ley que
Méhy respetaba: la del más fuerte. Un hábil maquillaje jurídico y algunas
declaraciones públicas muy sentidas apaciguarían las reticentes conciencias de
algunos altos funcionarios, conquistados rápidamente por el beneficio personal que
obtendrían de la nueva situación. En cuanto al pueblo, éste estaba hecho para ser
sometido y nadie se rebelaba, por mucho tiempo, ante una policía y un ejército bien
organizados.
Sin embargo, quedaba un obstáculo por superar: Ramsés el Grande. Pero el
soberano era muy viejo, y su salud, cada vez más frágil. Pese a su robusta
constitución y a su excepcional longevidad, la muerte acabaría venciéndole. La idea
de un atentado que acelerara la desaparición de Ramsés no podía excluirse, pero
exigía un número incalculable de precauciones para que la investigación no pudiera
llegar hasta Méhy. Sería mejor gangrenar el entorno del futuro faraón, Merenptah,
con la esperanza de hacer abortar su reinado y poner en su lugar a un hombre de paja
controlado por Méhy.
El tiempo corría a su favor. Sobre todo no debía ceder a la impaciencia, a riesgo

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de dar un fatal paso en falso. Y el objetivo principal seguía siendo la conquista del
Lugar de Verdad. Gracias a los secretos que detentaba, Méhy se convertiría en el
dueño único de las Dos Tierras. Pero atacarlo suponía chocar de frente con Ramsés;
hasta que la relación de fuerzas se invirtiera en su favor, Méhy se limitaría a
ofensivas indirectas, sin olvidarse de zapar los cimientos del edificio.

Con los pechos desnudos, perfumada con incienso, el cabello suelto y las
muñecas y los tobillos adornados con collares de turquesa y cornalina, Serketa se
arrojó al cuello de su marido.
—¡Qué tarde vuelves! ¡Ya no podía seguir esperándote!
—El alcalde me ha entretenido.
—Es un hombre pérfido que no tiene corazón… ¡Desconfía de él!
—Acaba de nombrarme tesorero principal de Tebas.
Serketa se apartó del comandante para contemplarle.
—El cargo de mi padre… ¡Magnífico! Qué bien hice casándome contigo, Méhy.
Realmente eres un hombre notable.
—Naturalmente, sólo he manifestado un ligero entusiasmo y no he dejado de
cantar las alabanzas de tu venerado padre, afirmando que, sin duda, a ti te apenaría
verme ocupar su cargo. El alcalde hablará contigo para que admitas que no es posible
vivir en el pasado y que debo aceptar el nombramiento.
—¡Cuenta conmigo, querido! Jugaré a hacerme la niña desconsolada y acabaré
aceptando la dura realidad de la existencia, sin dejar de llevar flores, todos los días, a
la tumba de mi pobre padre…, fallecido intempestivamente. Pero dime… ¡¿Seremos
más ricos aún?!
—Sin duda, pero tendré que jugar muy bien mis cartas para que nadie pueda
acusarme de malversación de fondos.
—¿No te consideraba mi padre un extraordinario manipulador de cifras?
—La administración tebana es pesada y complicada… Necesitaré varios años
para dominarla, pero lo conseguiré.
—¿Y… luego?
—¿Qué quieres decir, Serketa?
—¿No tienes mayores ambiciones?
—¡Creo que semejantes perspectivas de carrera no son desdeñables!
Serketa abrazó al oficial superior.
—¡Espero más de ti, querido!
Méhy le hizo el amor a su esposa con su acostumbrada brutalidad, pero no le
reveló sus verdaderos proyectos. Ni ella ni ninguna otra mujer tenían la suficiente
inteligencia como para percibir su magnitud, pero la hija del ex tesorero principal de
Tebas iba a serle una aliada fiel y útil.

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Con la cabeza apoyada en el poderoso torso de Méhy, Serketa habló con voz
conmovida.
—Me he hecho las pruebas de embarazo en casa del ginecólogo…
—¿Y bien?
—Ha germinado primero el trigo.
—Eso significa que…
—Por desgracia sí… Espero otra hija.
Méhy abofeteó varias veces a su mujer.
—¡Me has traicionado, Serketa! Necesito un hijo, no hijas. Ésta correrá la misma
suerte que la primera. Mándala a donde te parezca, porque no quiero verla nunca.
—¡Perdóname, Méhy, perdóname!
—Me importan un bledo tus excusas. Quiero un hijo. Y exijo que mañana mismo
firmes un acta de renuncia en mi favor a la totalidad de tus bienes, de los que seré el
único administrador. ¿Quién va a ser tan estúpido como para confiar en una mujer
que sólo procrea hijas? Te daré una oportunidad más, Serketa, pero procura no volver
a decepcionarme. Si fracasas de nuevo, te repudiaré.
Serketa, con el rostro inflamado y encogida entre los almohadones, intentó luchar.
—La ley te lo prohíbe… ¿Y si me niego a renunciar a mi fortuna?
Sonriendo, el oficial superior cogió a su mujer por la barbilla.
—Creía haberte demostrado que nadie se me resiste, querida… O me obedeces
sin discutir o te conviertes en mi enemiga.
—No te atreverías a…
—Pare esa maldita hija, líbrate de ella, conviértete pronto en una esposa atractiva
y dame un hijo. Si lo logras, no te faltará de nada. Entretanto, obedece mis órdenes.

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53

E l calor era insoportable. Parecía que la vida se hubiera interrumpido en las


colinas que rodeaban el Lugar de Verdad. Incluso los escorpiones permanecían
inmóviles mientras que ninguna ráfaga de viento recorría los pedregosos valles
abrasados por el sol.
Paneb el Ardiente era el único ser vivo capaz de desplazarse en aquel horno y
trabajar con toda tranquilidad. Bebía poco, limitándose al agua tibia de un pequeño
odre. El joven no tenía más que una idea en la cabeza: recoger el máximo de yeso
posible en el alejado valle cuyo emplazamiento le había indicado Pai el Pedazo de
Pan. Paneb se había extraviado dos veces porque las indicaciones habían sido
demasiado vagas, pero había vuelto a encontrar el buen camino.
Por lo general, al menos se necesitaban tres obreros de buena planta para llevar a
cabo aquella tarea. Como nadie estaba disponible, Paneb no había aguardado a que el
jefe de equipo tomara una decisión ni a que se atenuara el calor.
Cuando los serones estuvieron llenos hasta el borde, se los cargó al hombro y
regresó a la aldea. Los vació ante el taller en el que se preparaba el yeso y luego
volvió al valle. Después siguió trabajando de este modo hasta que el sol se puso.
Fue Nefer el Silencioso quien le acogió a la entrada de la aldea.
—¡Por fin! —exclamó Paneb—. Pero ¿dónde estabas?
—El jefe de equipo me llevó a trabajar a las canteras y, luego, a un astillero para
aprender nuevas técnicas de construcción. Vas muy cargado…
—Al parecer, mi camino pasa por la escayola. Para obtenerla se necesita yeso…
¡Por eso voy a buscarlo! Como no me han indicado la cantidad, cogeré todo el que
haya en el valle, si es necesario.
—¿Me dejas que te eche una mano?
—Me he acostumbrado a arreglármelas solo.
Los dos amigos caminaron hasta el taller. Paneb vertió el contenido de sus
serones y contempló el montón de yeso.
—Mañana lo haré mejor aún; esta mañana he perdido el tiempo para descubrir el
lugar adecuado. ¡Ahora tengo sed!
—Estoy convencido de que Clara te habrá guardado un poco de cerveza fresca.
Paneb vació una jarra de tres litros y devoró una suculenta comida cuyo apogeo
era un pichón relleno.
—Has corrido muchos riesgos —observó Clara—. El lugar a donde has ido está
infestado de serpientes y escorpiones.
—Tenían demasiado calor… Esos animalitos sólo salen por la noche.
—Puedo darte un antídoto, si lo deseas.
—No es necesario, no les tengo miedo. Cuando he de trabajar, nadie me impide

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hacerlo.
Paneb miró fijamente a su amigo Nefer.
—¿Tú viste aquella extraña luz que atravesó la puerta del naos, en nuestra sala de
reunión?
—Sí, la vi.
—¿Por qué los demás se niegan a hablar de ella?
—No tengo la menor idea.
—¿Y no quieres saberlo?
—El jefe de equipo acaba de confiarme una tarea tan importante que me mantiene
ocupado día y noche.
—¿Es un secreto?
—No para un artesano del Lugar de Verdad —respondió Nefer sonriendo—. El
faraón pide que se restaure y amplíe el santuario que hizo edificar en nuestra aldea, al
inicio de su reinado. Neb el Cumplido me ha elegido para poner en marcha el plan
que él mismo y el escriba Ramosis han trazado.
—¡Es un gran honor!
—Sobre todo es una pesada responsabilidad.
—Sé sincero, Silencioso… ¿No habrás ascendido varios peldaños en la jerarquía?
—Así es, Ardiente.
—¡Y no puedes hablarme de ello!
—Como todos, debo guardar secreto.
—¡Y yo me quedo atrás!
—Sigues otro camino, con otras puertas para cruzar y de acuerdo con un ritmo
que te es propio. Entre nosotros no hay competición alguna, y nunca la habrá.

El día se anunciaba tan cálido como el anterior. Paneb el Ardiente se disponía a


ponerse en camino hacia el valle del yeso cuando el jefe de equipo le cerró el paso.
—¿Adonde vas?
—A buscar yeso.
—¿Quién te ha dado la orden?
—Debo aprender a hacer escayola para obtener una superficie donde dibujar. Por
lo tanto, necesito yeso.
Por primera vez desde su admisión en la cofradía, Paneb se fijó en su jefe de
equipo: un hombre grave, poderoso, de palabras lentas y mirada severa. Era el único
miembro del Lugar de Verdad al que al joven coloso no le hubiera gustado
enfrentarse en singular combate.
—Todavía no has comprendido que aquí nadie actúa como le place.
—¡No se trata de un placer, sino de una necesidad!
Neb el Cumplido se cruzó de brazos.

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—Yo decido las necesidades y de repente acabo de advertir una de ellas. Ve a
buscar yeso, Paneb, aprende a hacer escayola y encárgate luego de rehacer las
fachadas de todas las casas de la aldea. Cuando hayas terminado, volveremos a hablar
de tu carrera de dibujante.
Algunos obreros se habían hecho célebres y eran recordados por haber sido
capaces de obtener, diariamente, un increíble número de sacos de escayola: ciento
cuarenta para el Luminoso de la Mañana y doscientos cincuenta para el Hombre del
dios Amón. Pero en cuanto Paneb el Ardiente asimiló la técnica enseñada por Pai el
Pedazo de Pan, obtuvo en un día doscientos cincuenta en la explotación al aire libre.
Las necesidades de escayola de la comunidad variaban mucho, según la
naturaleza de las obras. Pero, puesto que era preciso devolver a las fachadas de las
casas un blanco resplandeciente, Paneb obtendría primero una enorme cantidad de
materia prima antes de emprender una labor que le llevaría varios meses y que no le
entusiasmaba en absoluto. Pero desobedecer a un jefe de equipo habría supuesto su
inmediata expulsión de la aldea. Por lo tanto, Paneb olvidaba sus resentimientos para
quemar el yeso en bruto que él mismo había extraído del suelo. Tras calcinarlo a una
temperatura de doscientos grados, lo mezclaba con agua para obtener la escayola de
los constructores, que se aplicaba a una pared para hacer desaparecer sus
irregularidades y conseguir una superficie plana.
—Tu yeso es mejor que el mío —reconoció Pai el Pedazo de Pan—. ¡Dominas
perfectamente la técnica de cocción!
—He comenzado a poner varias capas de cal en una pared y a enyesar la fachada
más deteriorada de las casas de la aldea… ¿Qué te parece?
—¡Buen trabajo, Paneb! Sigue así. ¿Sabes que uno de los nuestros fue yesero toda
su vida y que proporcionaba a los dibujantes unas superficies perfectamente lisas?
—Mejor para él, pero a mí no me basta. El yeso es sólo una etapa.
—No conoces aún todos sus secretos… También se utiliza para aglutinar los
pigmentos a los que, tal vez, tengas acceso si el jefe de equipo te considera digno de
ello. No olvides que la escayola también puede emplearse como lubricante cuando se
colocan los grandes bloques.
El joven coloso escuchaba atónito.
—Ante todo, Paneb, debes comprobar la calidad del producto obtenido.
—¿De qué modo?
Pai le mostró un cono de calcáreo.
—Es una especie de probeta que te permitirá examinar tu escayola y apreciar su
consistencia en función del uso al que la destines. Si cedieras a la precipitación,
cometerías graves errores y te verías obligado a comenzar de nuevo.
Paneb no se tomó la advertencia a la ligera. Sólo pensaba en librarse lo antes
posible de la tarea que le había sido impuesta y en penetrar, por fin, en el mundo de

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los dibujantes.
—Cuando eras aprendiz, Pai, ¿te ordenaron enyesar todas las casas de la aldea?
—Sólo la mía, pero yo no poseo tu energía. Aquí se obtienen las pruebas que uno
merece.
De pronto, Paneb consideró a Pai el Pedazo de Pan menos simpático de lo que
parecía. ¿La ayuda que le brindaba era espontánea o actuaba por orden del jefe de
equipo?
—Hazte las preguntas adecuadas —le recomendó Pai—; y rechaza las malas.
Recuerda la máxima que ha guiado a todos nuestros maestros de obras: actúa para
quien actúa.

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54

S orprendidos, los aldeanos contemplaban a Paneb, que avanzaba con una


regularidad que despertaba la admiración de los más hastiados. Empezaba a
restaurar cada fachada con la decisión de un guerrero que luchaba por su vida y no
soltaba la presa antes de haber obtenido una superficie lisa, de un hermoso y brillante
blanco, que el sol hacía más luminoso aún. Gracias a Paneb el Ardiente, las moradas
de la aldea volvían a la vida.
La hermosa Turquesa contemplaba al joven coloso con la mirada irónica, las
manos en las caderas y el hombro apoyado en la jamba de su puerta.
—Por fin has llegado a mi casa… Temía que siguieras evitándome.
—Debo encargarme de todas las casas, pero la tuya se encuentra en excelente
estado.
—Sólo en apariencia… Un nuevo enyesado le sentará muy bien. ¿No querrás que
me queje al jefe de equipo?
Paneb el Ardiente saltó sobre la joven, le rodeó la cintura con su brazo izquierdo,
la levantó y la llevó hacia el interior.
—¿Es un chantaje?
—Hay una grieta en la alcoba. Habrá que añadir paja al revoque para evitar que
se haga más grande.
—Yo sólo me ocupo de las fachadas.
—En mi caso, harás una excepción.
Enlazó sus largas y finas piernas alrededor de la cintura de Ardiente y le besó con
tanta pasión que el joven no pudo resistirse por más tiempo. Levantando su delicioso
cuerpo, trepó los tres pequeños peldaños que llevaban a un lecho de ladrillo
construido en una esquina de la primera estancia. Estaba enyesado y decorado con
pinturas que representaban a una mujer desnuda en su aseo y a una flautista, vestida
sólo con un collar y medio oculta por una enredadera. Según los descubrimientos
arqueológicos, tenía 1,80 metros de largo y 90 centímetros de ancho. Unas gruesas
sábanas y unos almohadones hacían confortable aquella yacija, cerrada y elevada, en
la que se tendieron los amantes.
—Te equivocas de lugar, Paneb.
—¿No es esto una cama?
—Es una cama ritual que está bajo la protección de Hator y destinada a hacer que
el joven Horus renazca cada mañana, para luchar contra las fuerzas del mal y
preservar nuestra comunidad de la destrucción.
—Haz que yo renazca a nuevos placeres, Turquesa.
La sacerdotisa de Hator renunció a la teología y permitió que su amante la
desnudara, entusiasmado. Paneb, muy ocupado acariciando el cuerpo perfecto de la

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muchacha, no advirtió el rostro de Bes pintado en la cabecera del lecho ritual. Bes era
un enano barbudo y risueño cuya función era dar nacimiento a un servidor del Lugar
de Verdad en su nuevo universo.

Abry, el administrador principal de la orilla oeste, no dejaba de ganar peso. Cada


vez más excitada, su mujer hacía irrespirable la atmósfera familiar. Le reprochaba su
falta de entusiasmo en el trabajo, su modo de vestirse, su corte de pelo, su afición a
los vinos fuertes… En resumen, ya era muy difícil llegar a cualquier tipo de
entendimiento entre ellos, y la mujer alegaba dolorosas jaquecas nocturnas para que
durmieran en habitaciones separadas. Con el fin de olvidar su infortunio conyugal,
Abry se hinchaba a pasteles.
A menudo había pensado en el divorcio, pero su mujer poseía la mayor parte de la
fortuna y corría el riesgo de encontrarse en la calle. Puesto que no le engañaba y
administraba muy bien el patrimonio, Abry no tenía ningún argumento en su contra.
Era imposible holgazanear, como antaño, horas y horas junto al estanque,
permitirse largas siestas y disfrutar las horas que transcurrían a la sombra de las
palmeras, puesto que aquella arpía ya no le concedía ni un momento de paz. ¡Y, sin
embargo, tendría que estar satisfecha! Como Méhy le había anunciado, Abry había
sido mantenido en sus funciones y no había perdido ninguna de sus prerrogativas;
pero el milagro no le bastaba a su esposa, cuyas exigencias él ya no comprendía.
¡Y si sólo fuera por aquella loca! Méhy era cien veces más temible, a pesar de su
aspecto amable y sus cálidas palabras. Abry asistía, desde hacía varios años, al
ascenso del nuevo tesorero principal de Tebas con una mezcla de asombro y temor.
Primero creyó que aquel pretencioso oficial sería rápidamente destrozado por sus
superiores o por algún notable desconfiado, pero Méhy había sabido evitar las
trampas y se había mostrado más astuto que sus adversarios.
Se había metido las tropas tebanas en el bolsillo, dadas las numerosas ventajas
que les había concedido y que iba consolidando desde su nombramiento a la cabeza
de la hacienda pública. Méhy era el hombre fuerte de Tebas. Día tras día tejía su
telaraña sin que nadie se preocupara por ello, como si su conquista del poder fuera
inevitable. El alcalde le había cedido la administración de la gran ciudad, y Méhy
realizaba su trabajo de un modo tan competente que se había ganado una excelente
reputación ante el visir.
Abry debería estar contento, dadas sus privilegiadas relaciones con el
comandante, pero eran precisamente éstas las que le preocupaban.
Se había comprometido a realizar delicadas tareas, por lo que esperaba que Méhy
fuera eliminado y así podría beneficiarse de su ayuda sin tener que hacerle ningún
favor. Pero la situación había evolucionado de un modo contrario al que él esperaba,
y el comandante ya no tardaría en pedirle cuentas. Como los poderes de su molesto

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aliado habían aumentado considerablemente, Abry no podría seguir alegando que, a
pesar de sus constantes esfuerzos, no conseguía resultado alguno.
Por ello, tras más de dos años de fingimientos, el administrador principal de la
orilla oeste había decidido satisfacer a su temible protector emprendiéndola con el
Lugar de Verdad del modo que Méhy deseaba.
Abry se había levantado pronto, con la esperanza de poder desayunar
tranquilamente. Pero apenas estaba saboreando su yogur natural cuando apareció la
furia para reprocharle el insuficiente rendimiento de sus trigales. De modo que había
devorado glotonamente varios pasteles antes de huir de su propia casa para dirigirse a
la aldea de los artesanos.
¿Cómo podían vivir en semejante lugar? Ni lujuriantes jardines, ni apaciguadores
palmerales para reposar, sólo el desierto y unas áridas colinas donde el sol reinaba
como dueño absoluto; y aquella misteriosa obra sobre la que los miembros del Lugar
de Verdad mantenían el secreto desde su fundación. Abry no envidiaba su austera
existencia, tan próxima y tan lejana, al mismo tiempo, de las orillas del Nilo y los
placeres de la ciudad.
Cuando la silla de manos del administrador principal de la orilla oeste llegó al
primer fortín, el policía nubio de servicio respetó estrictamente las consignas del jefe
Sobek. Rogó a Abry que revelara su identidad y le conminó a esperar a que su
superior fuera advertido de su presencia antes de autorizarle a proseguir su camino.
Las protestas de Abry no sirvieron de nada.
Aquella actitud confirmaba sus temores: efectivamente, Sobek había endurecido
las medidas de seguridad y suprimido los salvoconductos. Abry había estudiado su
expediente, desde sus primeros pasos en la policía hasta su nombramiento en el Lugar
de Verdad, y había llegado a una preocupante conclusión: Sobek parecía un policía
honesto, preocupado sólo por su trabajo. No había rastros de corrupción en una
carrera irreprochable. El alto funcionario no tenía, pues, ningún elemento favorable
que ofrecer a Méhy para librarse de aquel nubio íntegro, cuya eficacia era un
obstáculo difícil de superar. Sin embargo, Abry acudía al lugar con la esperanza de
descubrir alguna anomalía.
El jefe Sobek salió al encuentro de Abry.
—¿Algún problema? —preguntó el policía.
—Sencillamente quiero comprobar, en el marco de mis funciones, que todo va
bien entre los auxiliares.
—Vamos.
Abry no estaba autorizado a penetrar en la aldea y sólo podía franquear los
fortines acompañado por el jefe de seguridad.
—¿Estáis satisfecho con vuestro cargo, Sobek?
—La tarea es ardua, pero interesante. Si no se hubiera producido aquel

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inexplicable crimen…
—¿No hay pistas aún?
—Ninguna.
—Los años han pasado, nadie os ha reprochado nada… Acabaréis olvidándolo.
—Nunca lo olvidaré. Mataron a uno de mis hombres y algún día sabré lo que
ocurrió realmente.
—¿Y si el culpable fuera… alguien de la aldea?
—No descarto la idea, pero no tengo la menor prueba.
Abry fingió interesarse por el trabajo de los auxiliares y visitó sus modestas
moradas, construidas fuera de la aldea, antes de que Sobek le invitara a beber una
cerveza fresca.
—¿No estáis casado, según creo?
—No —respondió el gran nubio—, y no tengo intención ni posibilidades de
hacerlo. Encargarme de la perfecta seguridad de la cofradía requiere todo mi tiempo.
—A la larga, la existencia puede resultaros pesada —predijo el administrador—.
Aquí habéis demostrado vuestras capacidades; ¿no desearíais otro cargo, más
gratificante y menos exigente?
—Las decisiones no las tomo yo, sino el visir.
—Yo podría hablar en vuestro favor en una audiencia privada. Debería
comprender que vuestras cualidades merecen algo mejor que esa agotadora labor.
Sobek pareció interesado. ¿Acababa Abry de descubrir el fallo?
—¿Y qué tipo de ascenso podría yo esperar? —preguntó el nubio.
—La dirección de la seguridad fluvial de la región tebana, por ejemplo. Seríais el
adjunto del actual titular, que no tardará en jubilarse; luego le sucederíais.
—¿Y qué exigís a cambio?
—De momento nada, mi querido Sobek. Pero al echaros una mano nos
convertiríamos en amigos inseparables, claro está. Y los amigos se facilitan
informaciones y se hacen mutuos favores, ¿no es cierto?
El nubio asintió.
Abry podría darle, por fin, excelentes noticias al comandante Méhy.

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55

P aneb el Ardiente estaba viviendo una devoradora pasión con Turquesa, que le
iniciaba en los más sutiles y más salvajes juegos del amor. Al finalizar su
jornada de trabajo, cuando el sol descendía hacia la montaña de Occidente, el joven
coloso se dirigía a casa de su amante para saborear allí la embriaguez de un placer
inagotable.
Pasaban los meses, Paneb seguía devolviendo el esplendor a las fachadas de las
casas de la aldea, pero ya sólo dibujaba unos pálidos bocetos en fragmentos de
calcáreo y había abandonado por completo su propia casa. Pasaba todas las noches en
casa de Turquesa, y veía muy pocas veces a su amigo Nefer, que trabajaba en el taller
de los planos bajo la dirección del maestro de obras Neb el Cumplido.
Como la del cielo o la del Nilo, la belleza de Turquesa variaba con las estaciones.
Floreciente en estío, tierna en otoño, hosca en invierno, incitante en primavera, le
revelaba a Paneb los infinitos caminos del deseo.
Muy pronto, todas las casas de la aldea lucirían una blancura resplandeciente. El
yesero habría terminado la misión que le había confiado el jefe de equipo y exigiría
ser admitido, por fin, en el equipo de dibujantes. Aquel día pensaba festejar su éxito
haciéndole el amor a Turquesa con el ardor de un carnero, pero, al entrar en la casa, la
encontró vestida con una larga túnica roja y adornada con collares y brazaletes de
malaquita. Una peluca de ceremonia hacía parecer casi severo su bello rostro.
—Participo en un ritual con la sacerdotisa de Hator y debo ir al templo —explicó.
—¿Me dejas solo?
—Espero que superes esta prueba —dijo ella sonriendo.
—Generalmente sólo estás ocupada en el templo por la mañana temprano y al
caer la tarde…
—Descansa, Paneb; mañana por la noche serás más ardiente aún.
Turquesa salió de su casa con tan graciosos andares que el muchacho sintió
deseos de abalanzarse sobre ella y cubrirla de besos. Pero su aspecto de sacerdotisa le
disuadió de hacerlo.
—¡Turquesa! ¿Quieres casarte conmigo?
—Te lo repito: nunca me casaré.
Se había marchado y Paneb estaba solo, sintiéndose estúpido e inútil. Con
pesados pasos se dirigió hacia su casa.
A pocos metros del umbral, percibió un delicioso aroma, como si se hubieran
esparcido en el aire hechiceros olores.
La puerta estaba abierta, una voz femenina tarareaba una dulce canción.
Paneb entró y vio a la delgada y frágil Uabet la Pura salpicando el suelo con agua
nitrada tras haber fumigado las habitaciones con un polvo combustible compuesto de

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incienso seco, juncia, alcanfor, pepitas de melón y avellanas. Todavía salía humo de
un pequeño brasero.
—¿Qué estás haciendo en mi casa?
La joven se detuvo, sorprendida.
—Ah, eres tú… ¡No entres ahora, vas a ensuciarlo todo!
Presurosa, le acercó una jofaina de cobre llena de agua para que Paneb se lavara
los pies y las manos.
—Ya no debes temer a los demonios nocturnos —añadió—; en cada esquina de
cada habitación he puesto ajo molido y machacado con cerveza. La grasa de
oropéndola con la que he untado las paredes alejará las moscas. ¿Quieres esperar un
instante? No he terminado de arreglar la habitación.
Uabet la Pura tomó una escoba cuyas rígidas y largas fibras de palma estaban
dobladas y unidas en haces, y corrió a terminar su trabajo.
Paneb no reconocía su casa. En las dos primeras estancias, que ayer sólo estaban
amuebladas por una estera, había ahora taburetes, sillas plegables, pequeñas y
robustas mesas, de cincuenta centímetros de alto, setenta de largo y cuarenta de
ancho, lámparas de pie, recipientes de terracota, varios arcenes de tapa plana o
abombada, cestos, capazos y bolsas. La muchacha había puesto colgadores de madera
por todas partes, en los que había colgado unos serones.
Paneb descubrió una alcoba limpia y perfumada donde se habían instalado dos
lechos de buena calidad, uno de 1,95 metros de largo y otro de 1,75 metros, ambos
provistos de fuertes travesaños para mantener un somier de junco trenzado sobre el
que se habían puesto esteras y sábanas nuevas. Uabet la Pura abrillantaba el suelo con
un cepillo de cañas unidas por una anilla.
—Puedes examinar la cocina, no falta casi nada. He puesto algunas jarras de
aceite y de cerveza en el primer sótano y las conservas de carne en el segundo.
Tendrás que instalarme unos anaqueles en el cuarto de baño para el material de aseo,
y habrá que comprar una o dos marmitas grandes. Luego, ya veremos… Si me
fabricaras rápidamente un pequeño armario de madera donde poder guardar el espejo,
los peines, las pelucas y las agujas para el pelo, sería la más feliz de las mujeres.
Tampoco hay que olvidar los retretes… Los he desinfectado, pero los muretes de
ladrillo que rodean el asiento de madera son demasiado bajos. Deberías tomar algún
tiempo para levantarlos y comprobar la salida de los canales de evacuación de las
aguas residuales.
Paneb el Ardiente se dejó caer sobre un robusto taburete de tres pies, como si
estuviera agotado de recorrer un largo camino.
—Pero ¿qué estás haciendo aquí?
—Ya lo ves: pongo un poco de orden.
—Todos estos muebles…

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—Es mi dote. Son míos y hago lo que quiero con ellos. A fin de cuentas, no
podías seguir viviendo sólo con una estera que, además, se halla en lamentable
estado. Y tengo la sensación de que no te alimentas adecuadamente… Sin ánimo de
ofenderte, creo que has desmejorado un poco. No te lo reprocho, puesto que trabajas
más que cualquier obrero y has embellecido todas las casas de la aldea. Nadie te
felicitará por ello, pero los habitantes están satisfechos con tu trabajo y la mayoría te
considera un yesero excepcional. Si los escucharas, ya no cambiarías de oficio.
Uabet la Pura era una curiosa mezcla de seguridad y timidez. Su voz parecía
débil, sus actitudes torpes, pero no dudaba de que estaba haciendo lo correcto.
Y sus palabras hicieron comprender a Paneb que había caído en una nueva
trampa. Al dominar la técnica del yeso y al desafiar a la aldea demostrándole su
fuerza y su perseverancia, había descuidado, una vez más, su ideal.
—He estado haciendo limpieza —deploró Uabet la Pura—, y sólo he podido
preparar una pobre cena: pan tostado, puré de habas y pescado seco. Mañana cocinaré
mejor.
—¡No te pido nada! —exclamó Paneb.
—Lo sé. Lo hago porque quiero.
—Escucha, Uabet, estoy enamorado de Turquesa y…
—Toda la aldea lo sabe… Eso es cosa vuestra.
—¡Comprenderás, pues, que no soy libre!
—¿Cómo que no eres libre? Ella ha dicho siempre que no pensaba casarse, y tú te
limitas a hacer el amor con ella, sin vivir bajo su mismo techo. Eres libre, pues.
—Conseguiré convencerla de que se case conmigo.
—Te equivocas.
—¡Te lo demostraré!
—Ignoras que Turquesa hizo un voto a la diosa Hator. Al consagrarle los
pensamientos que animan su corazón, gozará durante toda su vida de la belleza que la
diosa le concedió, a condición de que no se case nunca. Una sacerdotisa de Hator no
romperá su voto.
El joven coloso se derrumbó. Uabet la Pura no manifestaba triunfalismo alguno.
—Tú amas a Turquesa y le gustas. Jugará contigo tanto tiempo como le plazca.
Lo mío es distinto, yo te amo y te ofrezco todo lo que tengo. Puesto que vamos a
vivir bajo el mismo techo, seremos marido y mujer sin más ceremonia. Será mejor
que sepas que mi familia se opone formalmente a esta unión y que se niega, incluso, a
organizar una pequeña fiesta para celebrarla.
—¡No tienes derecho a desdeñar su opinión!
—Claro que sí. Me caso con el hombre que he elegido, y ese hombre eres tú.
—Mañana mismo te seré infiel.
—El placer físico no me interesa demasiado. En cambio, me gustaría darte un

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hijo… Pero tú deberás tomar esa decisión.
—A fin de cuentas, no vas a imponerte…
—Piénsalo, Paneb. Te prometo ser una buena ama de casa, hacerte más agradable
la vida cotidiana y no privarte de tu libertad. Puedes ganarlo todo sin perder nada. ¿Y
si bebiéramos cerveza fuerte para sellar nuestra unión?
—¿No será demasiado precipitado?
—Es la mejor solución para ambos. Sea cual sea tu destino, debes vivir en una
casa limpia y bien llevada. Seré tu sierva y ni siquiera advertirás que estoy aquí.
Desconcertado, Paneb el Ardiente aceptó la bebida, pero el brebaje no le aclaró
las ideas. Sin embargo, comió con buen apetito y tuvo que admitir que el lecho
preparado por Uabet la Pura era mucho más confortable que su vieja estera.
Se había casado con una mujer a la que no amaba y estaba enamorado de otra con
la que nunca podría casarse… La cabeza le daba vueltas. Si no expulsaba
inmediatamente a Uabet la Pura de aquella alcoba y de su casa, al día siguiente se
presentaría como su legítima esposa, cuando él ni siquiera sabía si iba a quedarse en
una cofradía que le reducía al estado de yesero.
Paneb se durmió, esperando ser víctima de una pesadilla, pero consciente de su
momentánea cobardía.

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56

C uando Paneb despertó, Uabet la Pura se había marchado. Había doblado las
sábanas y enrollado su estera. Aliviado, el joven coloso tomó la escalera que
llevaba a la terraza, donde tan agradable era dormir durante las cálidas noches de
verano.
El muchacho disfrutó con avidez los rayos del levante, antes de comprobar la
amplia abertura practicada al norte y protegida por un cobertizo de forma triangular.
Servía de respiradero, y aseguraba la buena circulación del aire por la casa, algunos
de cuyos muros tenían pequeñas ventanas fáciles de ocultar cuando el sol abrasaba.
A fin de cuentas, salía bien parado. Uabet la Pura había comprendido que aquella
boda era imposible, pero le había dejado una casa perfectamente limpia y provista de
un hermoso mobiliario. ¿Tenía derecho a quedarse con él? No, se lo devolvería todo.
Era su dote y no podía disponer de ella.
La cháchara de unos niños le intrigó. Desde la terraza, Paneb vio a una docena de
chiquillos que estaban ante su puerta con unas frágiles cajitas de cañas recién
cortadas con ataduras de médula de papiro. En su interior había grandes nueces de
palmera.
El joven bajó a abrirles.
—¿Qué queréis?
—Te traemos un regalo para festejar tu boda —dijo una despierta chiquilla
levantando una cascada de risas.
—¿Mi boda? Pero…
—Uabet es muy amable, y toda la aldea sabe que vivís bajo el mismo techo.
—¡Os equivocáis! Esta mañana se ha marchado y…
Entonces apareció Uabet la Pura con un cesto lleno de provisiones sobre su
cabeza. Estaba radiante, y se movía con agilidad pese a aquel fardo.
—¿Te has despertado ya, querido marido? He ido a buscar legumbres y fruta
fresca. ¿No es conmovedora la delicadeza de estos niños?
Paneb, abatido, pensó en el yeso y en las últimas fachadas que le quedaban por
restaurar.

Abry, el administrador principal de la orilla oeste, había tomado la barcaza


reservada a los altos funcionarios para dirigirse a Tebas. En el embarcadero, un carro
oficial estaba permanentemente a su disposición, y le llevó hasta la suntuosa villa
donde acababan de instalarse el comandante Méhy y su esposa Serketa.
Abry se presentó ante el portero, que ordenó a un sirviente que fuera a avisar a su
dueño. Mientras tanto, el mayordomo invitaba al visitante a lavarse los pies y las
manos con agua perfumada antes de entrar en una sala de recepción cuyo techo,

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adornado con cenefas vegetales rojas y azules, estaba sostenido por dos columnas de
pórfido.
Abry había tenido tiempo de contemplar el estanque de los lotos, el jardín con
palmeras, sicómoros, higueras, algarrobos y acacias, la pérgola y su alberca, así como
el gran patio rodeado de silos y establos en cuyo centro se abría un pozo. La vasta y
lujosa morada no debía de tener menos de veinte habitaciones, sin contar el
alojamiento de los criados.
El éxito de Méhy era fulgurante aunque aún le quedaban muchas cosas por
conseguir. Abry sintió miedo ante tanta riqueza; comprendió que el hombre que le
había elegido como aliado era un personaje temible cuyo poder no dejaba de
aumentar.
—El tesorero principal os recibirá en la sala de masajes —anunció el mayordomo.
Abry respiró tranquilo. Por lo menos, Méhy no le despediría. Esta vez no debía
decepcionarle, sino que tenía que darle pruebas de una franca y plena colaboración.
Conducido por el mayordomo, el administrador atravesó una espléndida sala de
cuatro columnas, cuya decoración se consagraba a la pesca y la caza en las marismas.
Luego entraron en la sala de las unciones, que estaba rodeada por una banqueta de
ladrillos cubierta de esteras multicolores de primera calidad. En unos anaqueles había
una impresionante cantidad de redomas y frascos para ungüentos, de marfil, cristal y
alabastro, con forma de loto, de papiro, de granada, de racimos de uva o de nadadoras
desnudas que sostenían un pato cuyo cuerpo servía de recipiente.
Méhy estaba tendido boca abajo. Un masajista le manoseaba la espalda mientras
un manicuro le limpiaba las uñas con un cepillo de «cabellos de datilera», unos
filamentos que había en la base de las hojas.
—Sentaos, querido Abry, y perdonadme que os reciba de esta guisa, realmente
tengo una agenda muy apretada y no deseaba posponer esta entrevista. ¿Tenéis
buenas noticias?
—Excelentes… pero confidenciales.
—Mi manicuro ha terminado ya; por lo que al masajista se refiere, es sordomudo.
El manicuro desapareció y el masajista prosiguió su trabajo.
—Hacía mucho tiempo que no teníamos la ocasión de hacer balance —observó
Méhy—. Ambos estábamos ocupados en nuestras respectivas carreras, tan distintas y
convergentes a la vez.
—Eso mismo pienso yo… Y os felicito por el modo como administráis las
finanzas de nuestra querida ciudad. Vuestro suegro se sentiría orgulloso de vos.
—Un cumplido que me llega al corazón, Abry; a menudo pienso en ese ser
querido y en su prematuro fin.
—Cada vez tenéis responsabilidades mayores… Tal vez os inciten a descuidar,
olvidar incluso, los designios de los que habíamos hablado.

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—De ningún modo —respondió Méhy con voz cortante.
—Así pues, ¿aún deseáis destruir el Lugar de Verdad?
—Mis intenciones no han cambiado y nuestro pacto tampoco. Pero no estoy
seguro de que lo hayas respetado.
El repentino tuteo sobresaltó a Abry.
—He hecho cuanto he podido, creedme, pero mis esfuerzos no han tenido todo el
éxito que yo hubiera querido. Los secretos de esa cofradía están mucho mejor
guardados de lo que suponía. Y un paso en falso habría enfurecido al visir o al
mismísimo faraón.
—Si hay en Tebas una opinión que cuenta, es la mía. Te prometí que conservarías
tu cargo y he cumplido mi palabra. Sin embargo, estás tardando demasiado en hacer
tu trabajo, por lo que podría cambiar de opinión y hacer saber a las más altas
autoridades del Estado que el administrador principal de la orilla oeste es un
incompetente.
Pálido, Abry masculló:
—Sabéis muy bien que eso no es cierto… Hago correctamente mi trabajo, nadie
se queja y…
—Necesito aliados competentes. ¿No has dicho que tenías buenas noticias?
Abry estaba desconcertado, por lo que había olvidado que por fin disponía de
argumentos convincentes.
—Se trata del jefe Sobek… He estudiado a fondo su expediente.
—¿Has descubierto algo interesante?
—Por desgracia, no… Reconozco que me desanimé, pues el policía me parecía
incorruptible. Entonces tomé una decisión: me dirigí a la aldea con el pretexto de
inspeccionar las instalaciones de los auxiliares. En realidad, mi único objetivo era
conocer mejor al tal Sobek.
—¡Excelente, mi querido Abry! ¿Y bien?
—Es un policía muy concienzudo que lleva a cabo su tarea con extremado rigor.
—Eso ya lo sabíamos. ¿Qué hay de nuevo?
—Sobek asegura estar satisfecho con su suerte, aunque sólo aparentemente. En
realidad, comienza a cansarse de un penoso trabajo que requiere todo su tiempo y que
le impide fundar una familia.
Méhy se incorporó y, con un rápido gesto, despidió a su masajista.
—Vuestro descubrimiento podría ser interesante, mi querido Abry —estimó el
comandante mirándose en un espejo de cobre cuyo mango era una muchacha desnuda
—. ¿Has llegado más lejos?
—Mucho más lejos. Le he ofrecido un puesto más gratificante en la dirección de
la policía fluvial de Tebas, con la seguridad de que no os costaría mucho obtenérselo.
—En efecto… Pero ¿le has hecho comprender que esa generosidad tenía un

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precio?
—Claro está.
—¿Y cuál ha sido su reacción?
—Creo que está dispuesto a ayudarnos.
—Realmente es una excelente noticia, Abry.
Méhy dejó el espejo y se peinó los negros cabellos, de los que estaba muy
orgulloso. Por su parte, Abry comenzó a relajarse al ver que su protector estaba
satisfecho con sus noticias.
—Voy a preparar, poco a poco, este nombramiento —anunció Méhy—; cuando
esté todo listo, interrogarás a Sobek, que nos revelará todo lo que sepa del Lugar de
Verdad y de las medidas de seguridad que se toman para protegerlo. Pero no olvides
que te había confiado una segunda misión.
—¡No lo olvido, podéis confiar en mí! Pero hace mucho tiempo que ningún
artesano ha salido de la aldea para permanecer largo tiempo en el exterior.
Méhy se enfureció.
—Es muy difícil de creer… Más bien pienso que no has dispuesto sistema de
vigilancia alguno y que los artesanos circulan con toda libertad.
—Reconozco que los hombres que contraté no han velado lo suficiente, pero es
que se trata de un trabajo muy delicado…
—Se ha agotado mi paciencia, Abry. Ahora exijo resultados.

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57

D esde que Nefer había sido llamado por el jefe de equipo para preparar el nuevo
santuario del ka de Ramsés el Grande, Clara ya sólo compartía escasos
momentos de intimidad con su marido. Tras la iniciación a los secretos del astillero,
Nefer el Silencioso había ascendido numerosos peldaños en la jerarquía de los
constructores, y era admirado por todos por lo mucho que se esforzaba. Los demás
miembros creían que el joven asimilaba las técnicas con mucha facilidad y que debía
hacer muy pocos esfuerzos para demostrar su creciente maestría; sólo su esposa sabía
que no era así, y que su competencia se debía a muchas horas de trabajo duro. Pero
no lo lamentaba en absoluto, pues Nefer se movía en un mundo que estaba en
perfecta armonía con su ser. Había nacido para el Lugar de Verdad, los dioses le
habían moldeado para servirlo y para que se realizara allí como persona.
A pesar de la magnitud del trabajo y de las exigencias de lo cotidiano, los años
habían transcurrido rápidamente. Mientras Nefer se formaba entre los talladores de
piedra y los escultores, Clara recibía las enseñanzas de las sacerdotisas de Hator y de
la mujer sabia. Las primeras le ofrecían la dimensión de los ritos y los símbolos, la
segunda, la de las ciencias tradicionales y la perfección de las fuerzas invisibles.
Como cada mañana, desde la terraza de su morada, Clara contemplaba la aldea de
los artesanos acurrucada en su vallecillo, dominada por un espolón rocoso
considerado el pie de la santa cima y a lo largo del cual se habían construido
pequeños santuarios dedicados a las divinidades y a la memoria de los faraones
difuntos que habían protegido el Lugar de Verdad, especialmente Amenhotep I,
Tutmosis III y Seti, el padre de Ramsés. La sinuosa línea de esos oratorios se
adaptaba a la parte baja del acantilado, y cada uno de sus naos estaba adosado a la
montaña de Occidente, donde cada noche se cumplía el misterio de la resurrección,
lejos de las miradas humanas.
Clara no lamentó ni una sola vez haber abandonado la orilla este y la trivial
existencia para la que su educación la había preparado. Al igual que Nefer, su
verdadera patria era hoy esa modesta aldea que no se parecía a ninguna otra. Allí
había aprendido que la felicidad de una comunidad descansaba en la circulación de
las ofrendas y en su calidad. Dando en vez de tomar, se establecía una solidaridad que
conseguía vencer las divergencias de opinión, las enemistades y los egoísmos. Y las
sacerdotisas debían asegurar esa permanente presencia de la ofrenda y luchar contra
la natural tendencia a la avidez.
A Clara le gustaba el dinamismo de los primeros momentos del día y el instante
en que la luz brotaba de la montaña de Oriente; tenía la sensación de que la vida se
recreaba a sí misma y de que con el alba, la creación tomaba un nuevo impulso,
repleto de inesperadas maravillas.

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De pronto, una silueta atrajo su atención.
La mujer sabia avanzaba con dificultades por la calle principal de la aldea, con su
soberbia melena blanca ondeando al viento. Cada vez le costaba más caminar, pero
todavía no utilizaba bastón. En cuanto la vio, Clara bajó a abrir la puerta para
esperarla en el umbral.
La mujer sabia había llegado antes que ella. ¿Cómo había podido llegar tan de
prisa a la puerta?
—¿Estás lista, Clara?
—Iba a buscar las flores a la puerta principal.
—Otra te sustituirá. Tú sígueme.
Clara intuyó que la mujer sabia no iba a responderle, por lo que evitó hacerle
preguntas y se limitó a seguir sus pasos. Su guía parecía haber recuperado el vigor de
antaño al atravesar la aldea y tomar el camino que llevaba al Valle de las Reinas.
La mujer sabia se detuvo ante siete grutas excavadas en las rocas y dispuestas en
semicírculo, de cara al norte.
—Aquí reinan Meresger, la diosa del silencio, y Ptah, el dios de los constructores.
Elige una de las siete grutas, Clara; meditarás en ella hasta que vengan a buscarte.
La esposa de Nefer el Silencioso penetró en la primera gruta de la izquierda. Se
trataba de un pequeño oratorio en el que se había levantado una estela dedicada a
Ptah, que había moldeado el universo con el Verbo. Clara se sentó con las piernas
cruzadas y disfrutó de la frescura y el silencio del lugar.
A media mañana, una sacerdotisa la hizo pasar a la segunda gruta, donde reinaba
la diosa de la cima de Occidente en forma de una cobra bienhechora. A mediodía, en
la tercera gruta, Clara bebió leche ante un bajorrelieve que mostraba a la diosa madre
amamantando al faraón. En la cuarta, veneró el poder creador de Hator, diosa de las
estrellas, y en la quinta, su ba, su capacidad de sublimación que llevaba al cielo los
pensamientos de sus fieles. Caía la noche cuando Clara descubrió, en la sexta gruta,
una representación del faraón ofreciendo flores a Hator; y a la luz de una antorcha
vio, en la séptima, al rey Amenhotep I y su madre Ahmes-Nefertari, cuya piel negra
simbolizaba el renacimiento más allá de la muerte, acogiendo a una nueva adepta.
Las pinturas eran tan expresivas que la pareja real, benefactora del Lugar de Verdad,
parecía que fuera a cobrar vida de un momento a otro.
Entonces, Clara fue invitada a salir al atrio cubierto de flores de loto. Una
sacerdotisa le ofreció pan y vino. De repente apareció la mujer sabia frente a ella.
—Te encuentras entre los dos leones, Clara, entre ayer y mañana, entre Oriente y
Occidente. Hasta ahora has recibido mis enseñanzas; ha llegado la hora de que crees
tu propio camino, de que comulgues con los seres de luz presentes en lo invisible y
nazcas a tu verdadera naturaleza. ¿Lo deseas?
—Si éste es el camino correcto para servir al Lugar de Verdad, que así sea.

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—Bebe ese vino y come ese pan pensando que cada uno de tus gestos, aun el más
modesto, debe ser consciente. De lo contrario, tu existencia sólo sería un juego de
sombras. Osiris fue muerto por las fuerzas de las tinieblas, pero la ciencia de Isis lo
resucitó. Su sangre se ha convertido en vino, su cuerpo, en pan. El ser humano no es
Dios, pero puede participar de lo divino siempre que cruce las puertas del misterio. Si
eres valiente, sígueme.
Clara no vaciló.
La mujer sabia trepó por un sendero tan abrupto que su discípula tuvo dificultades
para seguirla. De pronto, la noche se volvió muy negra, como si la luna se negara a
brillar. Pero un extraño halo de luz rodeaba la cabellera de la mujer sabia y permitía
que Clara no la perdiera de vista.
El ascenso le pareció interminable y cada vez más difícil, pero Clara no se echó
atrás. Su guía avanzaba por un sendero al borde del abismo, pero no se giró ni una
sola vez. Por fin, la mujer sabia se detuvo en la cima de una cresta y Clara llegó a su
altura.
—La aldea duerme, los sueños atraviesan los cuerpos y las divinidades siguen
creando, sin hastío y sin fatiga. Debes percibir su obra, y no la de los hombres, que
será destruida por el tiempo. Escucha, Clara… Escucha las palabras de la montaña
sagrada.
El silencio era total. No se oía ni un chacal, ni un pájaro; era como si la naturaleza
entera hubiera hecho un pacto. Por primera vez, Clara vio el cielo. No el cielo
aparente con sus constelaciones, sino su forma secreta, la de una gran mujer que
formaba una bóveda en cuyo interior brillaban las estrellas, las puertas de la luz. Las
manos y los pies de Nut, la diosa-cielo, tocaban los extremos del universo. Todo lo
que Clara había aprendido desde su admisión en el Lugar de Verdad adquirió una
nueva dimensión, en armonía con ese cosmos femenino donde la vida renacía.
—Ven al encuentro de tus aliados —dijo la mujer sabia.
Y a continuación abandonó el promontorio para bajar a un valle muy estrecho,
rodeado por acantilados, y se sentó en una piedra redonda que los vientos y las
tormentas habían moldeado. Las tinieblas se disiparon, y la luna pareció concentrar
su claridad en aquel lugar desértico. Gracias a ella, Clara las vio. Serpientes.
Decenas de serpientes de tamaños y colores variados.
Una roja con el vientre blanco, otra roja con ojos amarillos, una blanca de gruesa
cola, una blanca con el lomo repleto de manchas rojas, una negra de vientre claro,
una víbora silbadora, otra que parecía tener un tallo de loto dibujado en la cabeza, una
víbora cornuda y algunas cobras dispuestas a atacar.
Aunque estaba muerta de miedo, Clara no huyó. La mujer sabia no la había
llevado hasta allí para perjudicarla.
Clara miró a los reptiles que, uno tras otro, se disponían en círculo a su alrededor.

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En sus ojillos vigilantes no advirtió hostilidad alguna hacia las dos mujeres.
La melena de la mujer sabia brillaba en la noche. Entonces tendió los brazos hacia
el suelo, y los reptiles se deslizaron bajo la piedra redonda.
—No tendrás mejores aliados que las serpientes —le dijo a Clara—. No mienten,
no hacen trampas y contienen el veneno que te servirá para preparar remedios contra
las enfermedades. Conmigo aprenderás a hablar con ellas y a llamarlas si las
necesitas. Las serpientes son las hijas de la Tierra, conocen las energías que la
atraviesan, pues estaban presentes cuando los dioses primordiales la moldearon. Te
harán comprender que el miedo es una etapa necesaria y que el mal puede
transformarse en bien. ¿Aceptas el don de las serpientes?
Clara tomó el bastón que le tendía la mujer sabia. Cuando se transformó en una
larga serpiente dorada que parecía sonreír, la muchacha no lo soltó.

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58

L a taberna que estaba junto al mercado principal de Tebas acogía a comerciantes


egipcios y extranjeros que iban a refrescarse y a discutir. El ambiente era
alegre, y allí se hablaba de negocios y beneficios. Con la panza y la barba, Daktair
pasaba por un mercader sirio en busca de buenos negocios. Allí no corría el riesgo de
encontrarse con un científico del laboratorio central o un alto dignatario; por ello
había citado en la taberna a uno de los auxiliares del Lugar de Verdad que trabajaba
como lavandero.
El hombre, de redondos hombros, estaba sentado ante Daktair. En la taberna había
el ruido suficiente como para que nadie pudiera oírles.
—He pedido la mejor cerveza —dijo el sabio.
—¿Tenéis mi polvo para lavar?
—Hay un saco entero a lomos del asno que te espera fuera, he mejorado aún más
su eficacia.
—Mejor así —apreció el lavandero—. Si supierais hasta qué punto es penoso mi
oficio… Lo peor son esas sábanas manchadas por los períodos de las mujeres. Son
muy exigentes y las rechazan si su blancura no es resplandeciente. ¡Cómo se nota que
no tienen que lavarlas ellas! Gracias a vuestro producto, gano tiempo y puedo
encargarme de mi huerto.
—Será nuestro secretillo…
—¡Ni una palabra a mis superiores, sobre todo! Deben seguir creyendo que
trabajo como mis colegas, pero que soy el mejor.
—Entendido, pero tienes que hacerme un pequeño favor.
—¿Cuál? —preguntó el lavandero, inquietándose de repente—. Soy pobre y no
puedo pagaros mucho dinero…
—Sólo deseo algunas informaciones.
El lavandero bajó la mirada.
—Depende de lo que queráis saber… Yo no sé gran cosa…
—¿Has entrado ya en la aldea?
—No estoy autorizado a hacerlo.
—¿Sabes si lo han conseguido otros auxiliares?
—No, los guardias son inflexibles. Y como el jefe Sobek ha reforzado las
medidas de seguridad, ningún hombre del exterior se arriesgaría a entrar. La gente de
la aldea se conocen entre ellos. Un intruso sería descubierto de inmediato, expulsado
y condenado.
—¿Y no es más fuerte la curiosidad?
—¡En absoluto! Cada uno en su lugar. Nosotros, los auxiliares, nos limitamos al
nuestro.

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—Por la cantidad de ropa que tus colegas y tú laváis, debéis de tener una idea
bastante precisa del número de habitantes y de la proporción de hombres y mujeres
de la aldea.
El lavandero miró a Daktair.
—Es posible… Pero nos recomiendan que no nos vayamos de la lengua.
—¿Qué deseas?
—Tres sacos gratis de vuestro polvo para lavar.
—Es un precio muy alto.
—La información que me pedís es confidencial… Corro grandes riesgos. Si
supieran que he hablado, perdería mi trabajo… Pensándolo bien, mejor serán cuatro
sacos.
—Pero ni uno más.
—De acuerdo, entonces.
Los dos hombres se dieron la mano, como honestos comerciantes.
—A mi entender, los artesanos son unos treinta y, puesto que hay algunos
solteros, podemos contar entre veinte y veinticinco mujeres.
—¿Muchos niños?
—Por lo que se dice, la media es de dos hijos por pareja, pero algunas
sacerdotisas de Hator no tienen descendencia.
«Una comunidad muy pequeña —pensó Daktair—; no va a ser difícil destruirla.»

La restauración de las fachadas de la aldea había terminado, su blancura brillaba


al sol. Paneb el Ardiente estaba orgulloso de sí mismo, puesto que dominaba la
técnica del yeso a la perfección. Sin embargo, se daba cuenta de que le estaba
invadiendo el tedio, y de que ya sólo realizaba gestos repetitivos, sin pasión alguna.
El joven coloso se había adaptado a la presencia de Uabet la Pura, que limpiaba y
cocinaba perfectamente, y no le reprochaba ninguno de los momentos amorosos que
pasaba con Turquesa.
La esposa oficial de Paneb era la discreción misma y sabía no importunar a su
marido. Cuando conversaba con las demás mujeres, no pronunciaba crítica alguna
contra su joven esposo y deseaba a todas que pudieran conocer una felicidad como la
suya.
Al día siguiente, Paneb se enfrentaría con los dibujantes y, si era necesario, con el
jefe de equipo. Considerando que había superado la prueba que le habían impuesto,
manifestaría sus exigencias y ya no aceptaría vagos discursos. Una buena comida
alimentaría su fuerza de convicción.
Sin embargo, le esperaba una nueva sorpresa: Uabet la Pura ya no parecía una
modesta ama de casa; llevaba una túnica blanca con el cuello adornado por un collar
de cornalina y la frente ceñida por una cinta de flores.

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—Entra en silencio —le recomendó.

Paneb, irritado, empujó la puerta de su casa y descubrió a Clara y a Nefer


meditando ante dos bustos de calcáreo, instalados en una hornacina que había en el
muro de la primera estancia. Uno evocaba al dios Ptah, el otro, a la diosa Hator. Los
bustos de los antepasados tenían una mirada grave y profunda. Estaban cortados
horizontalmente justo por debajo del tórax, no tenían brazos, y llevaban un ancho
collar colgado del pecho.
Clara hizo arder unas pastillas de incienso en un pequeño brasero portátil que
tendió a Paneb.
—Honra a nuestros antepasados con el fuego —le pidió—. Los dioses pueden
manifestarse gracias a su presencia en todas nuestras moradas. De ti depende vivir
con su poder y no en su dependencia. Se manifiestan de mil y una formas, pueden
cegarnos o abrirnos los ojos. Que la llama que arde en ti nada destruya.
Mientras Paneb incensaba a los antepasados, Clara derramó un poco de agua
sobre las flores y las frutas que había depositado en un altar.
—Ya era hora de sacralizar esta morada —observó Nefer—. Ven a la segunda
estancia, he dejado un regalo allí.
Silencioso había empotrado en el muro una estela rectangular de calcáreo, con la
parte superior cimbrada. Tenía unos treinta centímetros de alto y representaba a un
antepasado que llevaba el nombre de «espíritu eficaz y luminoso de Ra». Más allá de
la muerte, navegaba eternamente en la barca del sol, identificándose con él y
brillando para los habitantes de la aldea.
—¿Has esculpido tú esa estela? —preguntó Paneb.
—¿Te gusta?
—¡Es una verdadera maravilla! El antepasado tiene el signo de la vida en su
mano derecha, ¿no es cierto?
—Nos la transmite si sabemos oír su voz. Hay que saber escuchar, decía el sabio
Ptah-hotep, y el corazón hace que seamos capaces de ello. Si seguimos sus
directrices, nos convertirá en seres rectos. Y si no disociamos nuestro corazón de
nuestra lengua, nuestras empresas tendrán éxito.
—¿También las mías?
—Gracias al corazón existe cualquier conocimiento y gracias a él percibimos la
luz de nuestros antepasados y el perfume del loto; esto es lo que me ha enseñado
nuestro jefe de equipo. La estela es uno de los múltiples puntos de contacto entre el
otro mundo y la aldea, entre los dioses y los humanos. El rostro de un antepasado es
el rayo de sol que ilumina nuestra jornada.
—Pero es necesario que el corazón nos obedezca y no nos sea hostil —objetó
Paneb, impresionado por el carácter solemne de las palabras de Nefer—. El mío es

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bastante saltarín y no estoy seguro de poder controlarlo.
—¿Y si cenáramos? —propuso su esposa.
Ambas parejas compartieron los alimentos que había preparado Uabet la Pura,
que estaba encantada de recibir a los amigos de su marido. Rieron al evocar los
defectos de los aldeanos, sin olvidar los suyos propios; luego, al finalizar la comida,
Clara colocó unos candiles en las cuatro esquinas de la alcoba, para que ningún
demonio turbara el sueño de los esposos.
Así concluía la sacralización de la casa.
Los huéspedes agradecieron su acogida a Uabet la Pura, pero cuando se disponía
a partir Nefer advirtió que Paneb parecía contrariado.
—No pienso pasarme toda la vida escuchando —confesó—. Quiero dibujar y
tendrán que escucharme.
—Tu espalda no se romperá aunque te inclines —respondió Nefer.

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59

L a mujer sabia despertó a Clara y a Nefer en plena noche.


—La esposa del escriba Ramosis está muy mal —anunció—. No hay
ninguna esperanza, pero podemos atenuar su sufrimiento.
Clara se vistió rápidamente.
—Ven con nosotras, Nefer —pidió la mujer sabia, ostensiblemente fatigada—.
Ramosis desea hablar contigo.
El trío anduvo en silencio hasta la más hermosa mansión de la aldea, cuyo interior
estaba iluminado por candiles de aceite. La mujer sabia y Clara se dirigieron a la
alcoba, el escriba Ramosis rogó a Nefer que se sentara ante él.
—Mi mujer va a morir —dijo con una voz triste y serena a la vez—. Hemos
pasado juntos toda nuestra vida y hemos conocido la felicidad aquí, en la aldea. No
dejaré que emprenda sola el gran viaje, por ello yo no viviré mucho tiempo después
de su muerte. La vejez es mala, Nefer; el corazón se sume en el sopor, la boca se
vuelve vacilante, los ojos se cierran, los oídos sufren sordera y el cuerpo pierde su
vitalidad. La memoria falla, los huesos quedan doloridos y se pierde el aliento. Se
esté de pie, sentado o acostado, nos domina el sufrimiento y desaparece el gusto por
las maravillas de la existencia. Sin embargo, hasta hoy, cada nuevo amanecer me
había traído la alegría, pues veía que lo sacro vivía en el Lugar de Verdad. Pero sin mi
esposa, ni siquiera tendré fuerzas para ver cómo tú y tus hermanos partís hacia el
trabajo. Mantenerse apartado de la muerte es malo para los hombres; la muerte es un
estrecho paso que nos conduce al tribunal de Osiris, y él es quien juzga la calidad de
nuestro corazón. Aunque todavía seas joven, ya debes pensar en preparar tu morada
de eternidad en la necrópolis de la aldea, pues la morada de la muerte está destinada a
la vida. Me quedaba por realizar una obra, en compañía de Neb el Cumplido, una
obra de la que él y yo hemos decidido hacerte partícipe: la recreación del edificio
dedicado al ka real. Me gustaría que Ramsés el Grande lo viera terminado antes de
reunirse con sus predecesores en el Valle de los Reyes… Prométeme que trabajarás
en ello sin descanso.
—Os lo prometo.
—En la rectitud y el amor de Maat se halla la auténtica felicidad, Nefer; Maat es
aquello que Dios y el faraón aman, la rectitud del acto creador. Maat es grande,
duradera y eficaz; no ha sido alterada desde el origen y, cuando todo haya
desaparecido, sólo ella subsistirá. Por ello, el principal deber del faraón es colocar a
Maat en lugar del desorden y la injusticia. Cumple con Maat y te será desvelada, ella,
que es el alimento de los dioses con sabor a miel. La luz divina vive de Maat, la
rectitud gracias a la que distinguirás el bien del mal. Construye tu camino con la luz
del Lugar de Verdad, Nefer, y no olvides la sonrisa de Maat.

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Con el rostro grave, la mujer sabia y Clara salieron de la alcoba de la esposa del
escriba de Maat.
—Ya no sufre —dijo la mujer sabia—, y pregunta por su marido.

Paneb el Ardiente se dirigió con paso decidido hacia la morada del pintor Ched.
Él era el jefe de los dibujantes y debía convencerle de que le abriera, por fin, las
puertas del oficio. Desde su entrada en la cofradía, el joven coloso había aceptado
duras pruebas y se había mostrado a la altura de las tareas que le habían confiado.
Habían pasado los años y no había progresado en el arte que tan caro le resultaba.
Ardiendo siempre en la misma pasión, ya no soportaba más aplazamientos.
De pronto, se detuvo.
Algo no iba bien. Por lo general, con los primeros rayos de sol, la aldea se
animaba, se llenaban las cisternas, se desayunaba en las terrazas… Pero aquella
mañana la vida se había interrumpido. No se oía ni un ruido, ni una risa infantil, no
había nadie en la calle principal.
Paneb corrió hasta la morada de Nefer y Clara, pero no estaban allí. Todas las
casas estaban vacías.
Ardiente salió de la aldea por la pequeña puerta oeste y vio a los aldeanos
reunidos ante una de las tumbas de la necrópolis.
—¡Por fin has llegado! —murmuró Uabet la Pura.
—Me he levantado más tarde que de costumbre, ¡no es ningún pecado!
—Cállate, estamos de luto.
—¿Quién ha muerto?
—El escriba de Maat, Ramosis, y su esposa. Los han encontrado muertos uno
junto al otro, cogidos de la mano.
Kenhir, el sucesor e hijo adoptivo de Ramosis, dirigía los funerales. En cuanto se
había enterado de la muerte de la pareja, el escriba de la Tumba había enviado a un
artesano a buscar a los momificadores que transformaban los restos mortales en
cuerpos osíricos.
El Lugar de Verdad estaba de luto en homenaje a Ramosis y a su mujer, a quienes
todos amaban. Durante un mes lunar, los hombres no se afeitarían y las mujeres no se
peinarían. Todos los días, tanto en el templo como en las casas, los aldeanos
implorarían a los antepasados para que acogieran a los difuntos en los paraísos
celestiales donde circulaba la barca de luz y donde estaba siempre puesta la mesa del
banquete.
Los artesanos abandonaron sus tareas para acabar de fabricar el mobiliario
fúnebre del escriba de Maat, y el pintor Ched el Salvador terminó el papiro del
«Libro de salir a la luz», que sería depositado sobre la momia para permitirle
responder a los guardianes de las puertas del otro mundo y pronunciar las fórmulas de

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conocimiento indispensables para la resurrección.
Bajo la dirección de Didia el carpintero, un hombre corpulento y de lentos gestos,
Paneb dio los últimos toques a los dos lechos funerarios. Ajustó los cuatro pies
cuadrados de madera, unidos por sólidos tirantes, y la pared de sostén vertical, en un
extremo del pie del lecho. Mientras tanto, Didia moldeaba los cabezales de acacia en
los que descansarían las cabezas de las momias.
—Todos parecéis deprimidos —advirtió Paneb—. ¿Era Ramosis un personaje tan
importante?
—El faraón le había atribuido el título de «escriba de Maat»; tal vez ningún otro
escriba de la Tumba tendrá derecho a llevarlo.
—¿No confiáis en Kenhir el Gruñón?
—Kenhir es Kenhir, que ya es mucho.
—¡Tu respuesta no me aclara nada!
—Trabaja lo mejor que sepas, muchacho, y la luz te llegara… si es que tiene que
llegarte.

El día de la inhumación, los artesanos y sus esposas actuaron en calidad de


sacerdotes y sacerdotisas, sin ninguna colaboración exterior. Kenhir y los dos jefes de
equipo salmodiaron las fórmulas rituales ante las dos momias incorporadas, cuya
boca, oídos y ojos habían abierto.
Luego, los artesanos depositaron los cuerpos osíricos en unos sarcófagos de
madera, adornados con figuras de divinidades protectoras y símbolos como la llave
de vida, el nudo mágico de Isis o el pilar de la «estabilidad» que encarnaba a Osiris
resucitado.
Se inició una larga procesión de portadores y portadoras de ofrendas que
equiparon la morada de eternidad con bastones, paletas de escriba, herramientas de
constructor, vestiduras rituales, lechos, sillas, taburetes, arcas con joyas y ungüentos,
mesas de ofrendas y pequeñas figuritas de madera, «los respondedores», que
seguirían desplazando los materiales de construcción en el otro mundo, a solicitud del
resucitado.
Las vísceras del difunto se habían introducido en cuatro vasos con la efigie del
hijo de Horus, un hombre que protegía el hígado, un halcón para los intestinos, un
babuino para los pulmones y un chacal para el estómago. Al otro lado de la muerte se
reconstruiría un cuerpo de luz al que no le faltaría elemento alguno.
La emoción de Nefer era visible. Clara sintió que algo le turbaba.
—¿De qué tienes miedo? —le preguntó ella.
—¿Por qué Ramosis me dirigió a mí sus últimas palabras y no a su hijo adoptivo
Kenhir o al jefe de equipo?
—Ramosis era la bondad misma, pero cumplía la función de escriba de Maat y no

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actuaba porque sí. Conocía la hora de su muerte y te eligió a ti y a nadie más para
comunicar su último mensaje.
—No comprendo su decisión.
—¿Acaso no te encomendó una tarea precisa?
—Ya he hablado de eso con Neb el Cumplido.
—¿Cómo ha reaccionado?
—En cuanto termine el período de luto, pondré manos a la obra.
Desde la noche que pasó en la montaña, en compañía de la mujer sabia, la mirada
de Clara descifraba parcelas de porvenir. Ella comprendía perfectamente el
comportamiento del escriba Ramosis.
Los funerales estaban terminando. Aunque todos estuvieran convencidos de que
el tribunal de Osiris reconocería como justos al escriba de Maat y su esposa, la
tristeza era abrumadora. No poder hablar ya con ellos, solicitar sus consejos, no tener
ya su sabiduría como guía iba a suponer un gran perjuicio para todos.
Tan sólo Paneb el Ardiente parecía no estar en absoluto preocupado por ello. El
período de luto le había parecido interminable, y a ello había contribuido el hecho de
que Turquesa se había negado a hacer el amor con él. Los que estaban muertos
estaban muertos, y nunca regresarían ya del reino de Osiris; la vida seguía, y
lamentarse no servía para nada.
Paneb golpeó el hombro de Nefer.
—¿Queda alguna ceremonia después de ésta?
—Todos los días, un sacerdote y una sacerdotisa honrarán el ka de los difuntos.
—¿De modo que, mañana, la vida cotidiana volverá a la normalidad?
—En cierto modo…
—Me alegro, porque tengo legítimas reivindicaciones para formular…
—¿Reivindicaciones? ¿Qué clase de reivindicaciones?
—¡Conocer por fin los secretos del dibujo!
—De momento, te llevo conmigo.
—Yo no soy cantero.
—Debo terminar en seguida un trabajo importante y necesito que me ayudes.

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60

A la mañana siguiente de la muerte de Ramosis, Kenhir se había lavado tres veces


el pelo, su placer favorito. Como la esposa del escriba de Maat había fallecido
también, heredaba la totalidad de los bienes de su protector y, especialmente, su
fabulosa biblioteca, que agrupaba los más grandes autores como Imhotep, el
arquitecto de la pirámide escalonada de Saqqara; el sabio Hordedef, del tiempo de las
grandes pirámides; el visir Ptah-hotep, cuyas célebres enseñanzas no dejaban de
copiarse; el profeta Neferti, o el erudito Khety, que había redactado una «sátira de los
oficios» para alabar las ventajas de ser escriba.
Al trasladarse a la hermosa morada de Ramosis, Kenhir había sentido
repentinamente que estaba envejeciendo. Él, que había doblado el cabo de los
cincuenta sin perder el vigor, advertía de pronto el peso de la soledad. Ramosis le
había delegado numerosas responsabilidades y él ejercía plenamente su función de
escriba de la Tumba; pero Kenhir consultaba con frecuencia a su predecesor y,
aunque deplorase la excesiva bondad de Ramosis y su excesiva comprensión de las
debilidades humanas, obtenía gran provecho de sus opiniones. En adelante, debería
administrar la aldea él solo, y las discusiones con los dos jefes de equipo, que no
compartían siempre sus ideas, prometían ser duras. Una joven de quince años, Niut la
Vigorosa, se encargaría de limpiar y de cocinar. Kenhir pensaba pagarle el mínimo,
pero ella había exigido tan fervientemente un salario adecuado, que el escriba de la
Tumba había accedido a su petición. Al principio había pensado en despedir a la
pequeña peste, pero la joven hacía tan bien su trabajo, que finalmente había decidido
quedarse con ella.
A Kenhir no le faltaban proyectos. En primer lugar, debía imponer su autoridad,
haciendo comprender a los dos jefes de equipo que era el escriba de la Tumba y que
ninguna decisión podía tomarse sin su consentimiento; en segundo lugar, debía evitar
que los artesanos tuvieran un comportamiento indigno del Lugar de Verdad. Era el
responsable ante el visir de la calidad del trabajo que se realizaba en la cofradía, y
llevaba al día el diario de la Tumba, donde anotaba, con su caligrafía fea y casi
ilegible, las actividades de cada cual, los motivos de ausencia, la naturaleza y la
cantidad de los materiales y las herramientas que se entregaban a la aldea. Sólo él
sabía realmente todo lo que allí ocurría y no iba a mostrarse tan tolerante como
Ramosis ante las pequeñas infracciones. Kenhir estaba decidido a imponer disciplina
entre los artesanos.
Era consciente de que la mayoría de los aldeanos creían que era un hombre
vanidoso, cortante, egoísta y demasiado imbuido de su poder; sin embargo, nadie
ponía en duda su competencia. Muchos ignoraban que sabía criticarse a sí mismo y
reconocer sus errores, siempre que fuera él el único en hacerse reproches.

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Kenhir acogió a los dos jefes de equipo en la sala de recepción de su nueva
morada. Advirtió que se sentían molestos, y fue directamente al grano.
—Esta casa era la de Ramosis, mi predecesor. Ahora, con el consentimiento de la
cofradía, me pertenece. Aquí se celebrarán nuestras entrevistas y nuestras sesiones de
trabajo. Que veneremos la memoria del escriba de Maat no puede impedirnos
proseguir la obra del Lugar de Verdad.
Ambos jefes de equipo asintieron.
—Mi primera decisión consiste en pediros que excavéis mi propia morada de
eternidad, en la parte sur de la necrópolis. Ésta deberá ser vasta y espléndida para
celebrar la función de la que soy depositario.
—El equipo de la izquierda se encargará de ello —dijo Neb el Cumplido—. Mis
canteros están ocupados construyendo el santuario del ka de Ramsés.
—Entendido, pero voy a mostrarme implacable con los perezosos —gruñó Kenhir
—. Al ser admitido en esta aldea, uno debe someterse a las obligaciones cotidianas
sin esperar nada a cambio. ¿A qué tarea ha sido destinado Paneb el Ardiente, tras
haber terminado la reparación de las fachadas de nuestras casas?
—Ha ido a ayudar a Nefer el Silencioso.
—¿Paneb ya no quiere ser dibujante?
—Se somete a las exigencias del momento.
—¡Excelente! Que siga por ese camino.

Tras haber sido recibido por el visir, a quien le había dicho que la desaparición de
Ramosis en nada cambiaría la regla de vida del Lugar de Verdad, Kenhir recibió las
cálidas felicitaciones de Abry, el administrador principal de la orilla oeste, que le
invitó a comer. Se instalaron en una pérgola sombreada donde unos sirvientes les
sirvieron vino tinto del Delta, ensalada con aceite de oliva y codornices rellenas.
—Todos echamos de menos al querido Ramosis —declaró Abry.
—Con tres tumbas en la necrópolis de la aldea —recordó Kenhir—, su memoria
no se olvidará.
—Pero hay que pensar en el porvenir… ¡Y el porvenir sois vos! Desde hacía
demasiados años habíais vivido a la sombra de Ramosis sin poder expresar
abiertamente vuestra personalidad. Pese al dolor que su muerte os causa, es preciso
admitir que os abre ciertas perspectivas.
Kenhir comía con avidez.
—¿Cuáles concretamente?
—No dudo ni por un momento de vuestro pleno éxito, tanto más cuanto tenéis el
apoyo de las autoridades. Pero la existencia en esa aldea cerrada no debe ser siempre
divertida…
—Así es.

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A Abry le costó ocultar su estupefacción. Esperaba que el escriba de la Tumba
protestase indignado y negase rotundamente sus palabras.
—A nadie le deseo mi puesto —prosiguió Kenhir—. No hay ningún escriba que
trabaje más que yo por tan poco.
El administrador estaba encantado. Ramosis el incorruptible nunca hubiera
pronunciado semejantes palabras. Con su corpulencia, su aspecto de patán y sus
ojillos malignos, Kenhir era sin ninguna duda un arribista que no se cerraría en banda
ante ciertas proposiciones.
—¿Y os sería imposible hablar… de ese trabajo?
—Debo mantener el secreto, pero puedo aseguraros que tiene muy poco interés.
Si conocéis a jóvenes escribas ambiciosos, aconsejadles que eviten el Lugar de
Verdad.
—¿Por qué aceptasteis el cargo?
—Una infeliz sucesión de circunstancias —explicó Kenhir—. Cursé largos y
difíciles estudios, y esperaba que me llevaran lejos, tal vez incluso a la administración
de una parte del dominio de Karnak. Cuando conocí a Ramosis, quedé seducido por
su inteligencia y su sabiduría, que me transmitió con generosidad; como él y su
esposa no podían tener hijos, me adoptaron a condición de que asumiera la función de
escriba de la Tumba. Al principio, me sentía feliz y halagado; luego, me desencanté.
¡Y pensar que el cargo es uno de los más envidiados de Egipto!
—Si puedo seros útil…
—Debo resolver mis problemas yo solo, y no debo hablar con nadie que no sea el
visir.
—Pesado secreto… ¿No habría que abolirlo?
—Somos un país de tradiciones y no es fácil modificarlas.
Abry advirtió que el escriba de la Tumba estaba dispuesto a hacer concesiones,
confidencias incluso, pero no había que acosarle. ¿Quién iba a facilitar informaciones
esenciales sobre el Lugar de Verdad mejor que Kenhir? Si Abry se convertía en su
amigo, tendría una imprevista ventaja sobre el comandante Méhy y el cerco
comenzaría a abrirse.
—Sois un hombre extremadamente simpático, Kenhir, y no me gusta veros
agobiado por semejantes problemas.
—¡Es la ley de la aldea! Una preocupación tras otra, y eso no termina nunca.
—¿Qué tipo de… preocupaciones?
—No puedo hablar de ello.
—¡Debéis de sentiros muy solo, pues!
—De buena gana bebería un poco más de vino… Seguro que tenéis una excelente
bodega.
—¿Puedo ofreceros unas ánforas de tinto de Athribis?

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—Con mucho gusto, Abry; cambiarán mi cotidianeidad.
—¿Cuáles son vuestros proyectos ante tantas dificultades?
Kenhir reflexionó largo rato.
—Por lo que se refiere al Lugar de Verdad, me es imposible comentarlos con vos.
Pero tengo designios personales.
El administrador estaba eufórico. Con la muerte de Ramosis, la aldea de los
artesanos había perdido su alma. Y el escriba de Maat había elegido muy mal a su
heredero, un funcionario amargado y gruñón al que no sería muy difícil corromper.
—¿También son secretos esos designios?
—Más o menos. Espero incluso que uno de ellos goce de cierta notoriedad.
—¿Y no queréis contármelo?
Kenhir se puso rígido.
—¿Me prometéis una total discreción?
—¡Naturalmente!
—Tengo la intención de escribir —confesó Kenhir—. Los nombres de los
grandes autores perduran más allá de su muerte, aunque no hayan construido
pirámides. Los textos son sus hijos; su esposa, la paleta del escriba. Los monumentos
más sólidos se derrumban, pero los libros son recordados. Un buen libro construye
una pirámide en el corazón del lector, es más duradero que una sepultura en el
Occidente. Lo que los grandes autores formulan se cumple; lo que sale de sus labios
permanece en las memorias. Ocultan su poder mágico, pero se disfruta de él al leerlo.
Kenhir se levantó.
—Tengo que irme ya. No repitáis a nadie estas confidencias —recomendó el
escriba de la Tumba a un Abry lleno de estupor—, y no olvidéis mandarme el vino
tinto.

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61

E n el cuartel principal de Tebas, el comandante Méhy probaba un nuevo carro


cuya caja había sido reforzada. Abry fue a su encuentro y le dio cuenta de su
entrevista con el escriba de la Tumba.
—No conseguí sacarle la menor información, pero no hay que desesperar.
Méhy estaba de un humor de perros.
—¿Se parece a Ramosis?
—En absoluto, tranquilizaos.
—Pero, sin embargo, se agarra a sus secretos como un simio al tronco de una
palmera.
—Pero sólo en apariencia… Kenhir no deja de lamentarse del peso que lleva
sobre sus hombros y de las continuas molestias que le causan los aldeanos.
—¿Cuáles son sus ambiciones?
Abry pareció turbado.
—Sólo me reveló una…
—¿Cuál?
—Escribir.
Méhy, furioso, dio un puñetazo en el flanco de un caballo negro que relinchó de
dolor.
—¡Te estás burlando de mí!
—¡No, comandante! Kenhir hizo una apología de los escritores, cuya obra le
parece más duradera que las construcciones de piedra.
—Ese tipo está completamente loco.
—Sea como sea, debemos aprovecharnos de su insatisfacción.
—Esperemos que no ocurra como con el jefe Sobek.
—¿Qué ha pasado?
—Muy sencillo, mi querido Abry. Propuse al visir el traslado de Sobek y su
ascenso a adjunto a la dirección de la seguridad fluvial de Tebas. ¡Y obtuve la
primera plancha de mi carrera, a causa de tu estúpida idea! Sólo el faraón y el visir
pueden decidir un cambio de destino del jefe de policía del Lugar de Verdad, y no
necesitan consejo alguno, tanto menos cuanto Sobek cumple sus funciones a la
perfección. Me hiciste dar un paso en falso, Abry, y no vas a hacer que olvide tu error
con los delirios de Kenhir. Intenta repararlo, y pronto.

—Te toca a ti —dijo Nefer el Silencioso a Paneb el Ardiente.


Justo antes de colocar un gran bloque, que concluía la hilera superior del muro, el
joven coloso utilizó una plomada para comprobar la rectitud de la obra por última
vez. Luego, Nakht el Poderoso y Karo el Huraño hicieron resbalar el bloque por un

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fondo de leche muy grasa, Fened la Nariz utilizó un taco de madera para alisar la
juntura, y Casa la Cuerda, fiel al método enseñado por Imhotep cuando edificó la
primera pirámide, pasó una hoja de cobre recubierta de un abrasivo entre las piedras
para mejorar su adherencia.
Desde que trabajaba en la construcción del santuario de Ramsés el Grande, bajo
la dirección de su amigo, Paneb vivía jornadas excitantes. Tenía la extraordinaria
capacidad de no cansarse nunca, y aceptaba las órdenes de los canteros sin rechistar.
Paneb admiraba cómo Nefer organizaba la obra. Fiel a su sobrenombre, hablaba
poco y nunca levantaba la voz, ni siquiera cuando estaba descontento con el trabajo
realizado. Daba indicaciones precisas, a partir del plano del jefe de equipo, aunque
concedía libertad a los artesanos para que aplicaran sus órdenes. Por la mañana y por
la noche, reunía a sus colegas y les pedía su opinión sobre la calidad del trabajo
realizado. Aceptaba las críticas de buen grado, aunque las refutaba tranquilamente
cuando le parecían infundadas. Le gustaba que la pequeña comunidad tuviera tiempo
para reflexionar antes de actuar pero, una vez tomadas las decisiones, cada cual
desplegaba todas sus fuerzas y su talento.
Neb el Cumplido inspeccionaba la obra diariamente, a veces en compañía de
Kenhir. Era muy meticuloso, y no se deshacía en cumplidos y ponía de relieve las
imperfecciones que debían corregirse en seguida.
Paneb mantenía siempre los ojos bien abiertos: observaba la técnica utilizada por
uno u otro para corregir sus errores y la grababa en su memoria. Aprender era un gran
placer para él y disfrutaba estando en contacto con esos hombres rudos que no
vacilaban en criticarlo y en burlarse de él. El joven olvidaba su susceptibilidad y
ponía todo su empeño en aprender lo máximo posible. Paneb sintió un gran orgullo
cuando Nefer le permitió utilizar una magnífica plomada sujeta a una estructura de
madera en cuyo extremo había un corazón de piedra. Y se dio cuenta de que le
concedían, a él, el aprendiz, una verdadera confianza. Al finalizar la obra, contempló
el muro acabado con la sensación de que en él se había incluido una parte de su ser.
Nefer puso la mano en el hombro de su amigo.
—Has trabajado bien.
—¡Ha sido maravilloso sentir el tacto de las herramientas en mis manos…!
—Toda conducta debería adecuarse a la plomada, Paneb, pues actuar
incorrectamente no da buenos resultados. El ser desviado no es admitido en la
barcaza que navega hacia el país de los justos, mientras que el hombre recto llega a la
otra orilla. Las herramientas nos enseñan el camino correcto, y no se preocupan de
nuestras debilidades ni de nuestros estados de ánimo. Gracias a ellas ha nacido este
santuario.
La puerta principal daba a un vestíbulo prolongado por un paso enlosado que
conducía a una sala cuyas pinturas policromas representaban un emparrado con

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pesados racimos de uva y textos jeroglíficos en azul. Ched el Salvador había
realizado una obra maestra coronada por una escena ritual que mostraba a Ramsés el
Grande ofreciendo perfumes a Hator. Contigua a ésta, había una sala abovedada, al
fondo de la cual había una escalera de tres peldaños que permitía acceder a una
capilla. A la izquierda de esta escalera, una sala de purificación y algunos altares para
depositar ofrendas. Los aposentos privados del faraón flanqueaban el conjunto sacro,
e incluían una alcoba, un despacho, excusados y una terraza. El pequeño palacio real
se comunicaba con el patio del templo de Hator por una «ventana de aparición», que
estaba coronada por una hilera de cabezas de libios, nubios y asiáticos, encarnación
del desorden y las tinieblas que sólo Maat conseguía vencer.
—Hemos terminado —advirtió Paneb—, pero Ramsés reside en su capital del
Delta y nunca vendrá hasta aquí.
—Este edificio se denomina el khenu, «el interior», y nosotros somos
precisamente hombres del interior, destinados a proteger el ka real que nos hace vivir.
Esté o no el faraón físicamente presente, su ka brilla siempre que las piedras
ensambladas estén realmente vivas. Por eso es esencial la ceremonia de inauguración.
—Tus palabras son extrañas, Nefer. ¡Se juraría que has sido tú quien ha
concebido la morada de Ramsés!
—Desengáñate, me he limitado a seguir las directrices de Ramosis y a concretar
el plan dictado por Neb el Cumplido, el maestro de obras.
—De todos modos, has dirigido a artesanos más aguerridos que tú.
—El único patrón es nuestro jefe de equipo, tú mismo lo has comprobado.
—Fened la Nariz me ha revelado que has hecho una escultura para la capilla de
este palacio…
—Es cierto.
—¿Puedo verla?
Nefer condujo a Paneb hasta el umbral de la capilla donde, muy pronto, se
pondría en acción el ka real. Una vez allí, retiró lentamente una lona que cubría un
dintel de calcáreo.
Frente a un gran cartucho estaba el óvalo del cosmos en cuyo interior estaba
inscrito su nombre. Un Ramsés de pequeño tamaño era protegido por una enorme
vaca Hator que salía de una espesura de papiro. El animal llevaba un collar de
resurrección cuya energía protegía al faraón.
—¡Fabuloso! —afirmó Paneb—. ¿Elegiste tú el tema?
—Claro que no. El jefe de equipo me dio el boceto y yo lo seguí al pie de la letra.
—Sin embargo, el rey es un poco pequeño…
—Hablé a este respecto con Neb el Cumplido. Me respondió que, en esta capilla,
la diosa madre haría renacer todos los días el ka real, que aparecería como un niño sin
dejar de ser adulto. Aquí se realizará el milagro de una regeneración permanente de la

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que sólo las divinidades conocen el secreto.
—No estoy tan seguro de ello…
—¿Qué quieres decir, Paneb?
—Esa luz que puede atravesar las puertas… Algunos hombres la han visto, en
esta aldea, y no son dioses. Mira este monumento: tú lo has construido, pero no te han
dado sus claves.
—Si tomamos el camino adecuado, cada cosa llegará a su hora.
—No comparto tu fatalismo, Nefer. Yo quiero conocerlo todo, descubrir los
misterios de esta aldea, comprender por qué tan pocos artesanos son considerados
dignos de trabajar en ella, saber cómo se excava una morada de eternidad y ver, con
mis propios ojos, el momento de la resurrección. Y estoy convencido de que el
camino adecuado pasa por ahí.

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62

L os canteros se reunieron ante el nuevo santuario de Ramsés el Grande para


festejar el final de la obra. No sin dificultades, el jefe de equipo había obtenido
de Kenhir una jarra de vino del año veintiocho del faraón, un excelente caldo del que
quedarían aún unos litros en la bodega del escriba de la Tumba. Paneb el Ardiente
había recibido el encargo de limpiar las herramientas, colocarlas en las cajas de
madera y entregarlas a Kenhir, que, según la costumbre, había procedido a una larga
y minuciosa verificación antes de anotar en el Diario de la Tumba que todo estaba en
orden.
—Serías un buen cantero —dijo Fened la Nariz a Paneb.
—Mi camino es el dibujo y la pintura.
—¡Eres muy tozudo!
—¿Y por qué llevas tú ese nombre?
—¿No sabías que no hay nada más importante que la nariz? Cuando el maestro de
obras juzga a un postulante, mira primero su nariz, porque es el santuario secreto del
cuerpo. Para entrar en esta cofradía, muchacho, hay que tener nariz, mucha nariz, y
más aliento todavía. No sólo el que pasa por la nariz de todos los seres vivos y les
permite respirar, sino el aliento de la creación, el que anima las pirámides, los
templos y las moradas de eternidad; el aliento que aparta la mediocridad como el
viento disipa la bruma. Como has aprendido a leer, sabrás que la palabra «alegría» se
escribe con la nariz; y sin ella, créeme, no se construye nada duradero. La más pura
fuente de alegría es la práctica del oficio al servicio de Maat.
—Deja de darle lecciones —recomendó Nakht el Poderoso—; ¿no ves que no
comprende ni una sola de tus palabras?
—¿El poder va forzosamente unido a la estupidez? —preguntó Paneb.
Ofendido, Nakht se puso en pie con los puños apretados.
—¡Voy a darte una buena, chiquillo!
Fened la Nariz y Karo el Huraño se interpusieron.
—¡Ya basta! No estropeéis este momento. Bebamos el excelente vino y
preparémonos para la gran fiesta del año nuevo. Nakht el Poderoso amenazó con el
dedo a Paneb. —¡No pierdes nada por esperar!
—A tu disposición. Hablas mucho pero no haces nada. El cantero soltó una
sonrisa irónica. —Y tú hablas demasiado pronto.

A Paneb no le gustaban nada las fiestas, y aquélla menos que las demás. Le
impedía emprenderla con el clan de los dibujantes e interpelar al jefe de equipo para
obtener lo que le debían. Por eso, y a pesar de las deferencias de su esposa, se había
mostrado de muy mal humor durante la cena. Uabet la Pura no había reaccionado, y

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se limitaba a cumplir sus deberes de perfecta ama de casa.
Molesto ante la idea de que la aldea fuera a abandonarse al regocijo del primer día
del año mientras él ardía de impaciencia, Paneb se había levantado en plena noche y
había salido por la pequeña puerta del oeste para tomar el sendero que llevaba al
collado que dominaba el Valle de los Reyes. Sabía que los centinelas de Sobek le
estaban vigilando, por lo que se desvió por el pedregal para escapar de sus miradas y
se sentó en una roca.
Según las previsiones de los especialistas, la crecida sería excelente y, una vez
más, Hapy, el dinamismo fertilizante del Nilo, ofrecería la prosperidad a Egipto. Pero
a Paneb le importaban un bledo el limo, los cultivos y la riqueza del país; quería
dibujar y pintar, había sido iniciado en la cofradía que poseía los secretos de su
vocación, y ahora se empeñaban en cerrarle las puertas.
Nefer el Silencioso, en cambio, había progresado a pasos de gigante. En pocos
años había superado varias etapas y se comportaba ya como el patrón de los canteros,
aunque procurase no hacerlo. Paneb no era celoso ni envidioso, pero se sentía algo
vejado y, sobre todo, frustrado. Cada vez que creía acercarse a su objetivo, alguna
tarea prioritaria le alejaba de él. Ciertamente, había aprendido mucho, aunque nada de
lo que deseaba conocer.
Unas manos finas, dulces y perfumadas le taparon los ojos.
—Te esperaba, Paneb.
—¡Turquesa! ¿Cómo sabías que vendría aquí?
—Una sacerdotisa de Hator es, forzosamente, algo vidente…
Paneb la estrechó contra su pecho con un gesto imperioso.
—¿Olvidas que estás casado? El adulterio es una falta grave.
De entre todas las maravillas que los dioses habían creado, Turquesa era una de
las más seductoras. Paneb se deshizo de su taparrabos y le quitó la túnica a la
muchacha para extenderlos sobre el pedregal y formar un improvisado lecho. Él se
tendió boca arriba y olvidó los puntiagudos guijarros en cuanto el ligero cuerpo de
Turquesa se confundió con el cielo.
Se amaron hasta el amanecer, bajo las estrellas del último día del año.

Cuando Paneb despertó, su amante había desaparecido. Cerró los ojos por unos
instantes para revivir, con el pensamiento, sus deliciosos retozos, luego tomó el
camino de la aldea.
Una vez allí, le sorprendió el profundo silencio que reinaba en la aldea, igual que
la mañana de la muerte de Ramosis y su esposa. Sin duda alguna se había producido
otro fallecimiento, y los festejos se habían suspendido. Según el lugar que el
desaparecido ocupara en la jerarquía, entrarían en un luto más o menos largo que
obligaría a Paneb a guardar silencio y a respetar la pesadumbre de la comunidad.

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No, no estaba dispuesto a resignarse, ¡aunque tuviera que romper la tradición!
Nadie, ni siquiera un jefe de equipo, podía oponerse a una petición legítima. Mientras
los demás se lamentaban, Ardiente trabajaría la técnica con uno de los dibujantes, por
las buenas o por las malas.
La pequeña puerta del oeste, a la que sólo los aldeanos podían acceder, estaba
cerrada.
Paneb, intrigado, se dirigió a la puerta principal, cuyos alrededores estaban
desiertos, puesto que los auxiliares habían tenido derecho a unas vacaciones.
El guardián estaba agachado y mascaba un pedazo de papiro azucarado; miró al
artesano y le saludó con la cabeza.
Paneb cruzó la puerta y la cerró a sus espaldas.
Pero allí no había nadie.
Los habitantes del Lugar de Verdad no estaban en la necrópolis ni en la aldea.
Sólo había un lugar donde podían estar: el templo.
El joven coloso avanzó por la calle principal y escuchó un rumor de pasos a sus
espaldas. Se volvió y vio a Casa la Cuerda, Fened la Nariz, Karo el Huraño y Nakht
el Poderoso en fila, inmóviles y provistos de garrotes.
—Qué sorpresa, ¿no? —preguntó Nakht, divertido—. Ven, muchacho, te
estábamos esperando.
Userhat el León y Puy el Exterminador se reunieron con los cuatro canteros.
Un grupo de seis hombres armados, algunos de ellos bastante fuertes… El
enfrentamiento iba a ser duro, pero Paneb no tenía miedo. Aunque recibiera golpes,
daría muchos más.
—No tienes posibilidad de escapar —le advirtió Nakht el Poderoso—. Mira
delante de ti.
Al otro extremo de la calle principal estaban Renupe el Jovial, Ched el Salvador,
Gau el Preciso, Unesh el Chacal, Didia el Generoso, Thuty el Sabio e, incluso, Pai el
Pedazo de Pan, armados también con garrotes y visiblemente decididos a armar
follón.
Sólo el jefe de equipo y Nefer no participaban en aquello.
El grupo de los dibujantes parecía menos robusto que el de los canteros. Paneb
hundiría primero el cráneo de Pai, se apoderaría de su garrote y la emprendería con
sus cómplices. Y si debía sucumbir ante aquellos hombres, no lo haría sin haber
luchado hasta caer agotado.
Habían conspirado para librarse de él. Paneb, asqueado ante tanta mezquindad,
sintió que la rabia multiplicaba sus fuerzas y avanzó hacia los dibujantes con
amenazadores pasos.
El grupo se abrió para dejar pasar a la mujer sabia, que llevaba una estupenda
túnica de color rojo que hacía resaltar sus cuidados cabellos blancos.

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—¡Detente, Paneb! Para ti todo es conflicto y desgarro. Y no estás del todo
equivocado, porque así hacemos progresar nuestra existencia. Pero la vida en el
Lugar de Verdad nos exige algo más que la existencia. Nos llama a la realización y a
la serenidad… Antes que nada tenemos que vencer a nuestros enemigos, pero sobre
todo al desasosiego, a todo aquello que nos corroe las entrañas. Y tú has sido elegido
para encarnarlo, a fin de que no pueda hacer daño y nazca para la cofradía un año
feliz.
Los miembros del equipo de la derecha arrojaron sus garrotes al aire, emitieron
gritos de júbilo y se abalanzaron sobre Paneb, que no opuso resistencia. Levantaron
trabajosamente al joven coloso y lo llevaron hasta el templo de Hator. Una vez allí, lo
ataron a un poste.
Del más joven al más viejo, todos cubrieron de injurias al colérico, ordenándole
que no interfiriera en la vida de la aldea o sería molido a palos.
Desde su poco envidiable posición, Paneb el Ardiente asistió a los preparativos
del banquete durante el que los canteros y algunas esposas exageraron un poco con el
vino. Turquesa no le dirigió ni una sola mirada, Uabet la Pura lo miraba con
compasión. Clara y Nefer le dirigieron signos de amistad, y éste le llevó agua fresca
varias veces, el único alimento apto para el colérico.
—Podrías haberme dicho que me habían designado… ¡He estado a punto de
acabar con la mitad del equipo! ¿Por casualidad ha sido cosa tuya esta estúpida idea?
Pero Silencioso no le respondió.
Condenado a sufrir su posición de chivo expiatorio, Paneb aceptó su castigo
pacientemente, aunque el hambre, aguzada por la visión de suculentos manjares, le
retorciera el estómago. Quienes creían que iba a debilitarse con esa nueva prueba se
iban a quedar con un palmo de narices.
Cuando la aparición de la estrella Sothis permitió a la mujer sabia proclamar el
nacimiento del año nuevo, marcado por las lágrimas de Isis que producían la crecida,
el jefe de equipo desató a Paneb.
Mientras el colérico se frotaba las muñecas, Neb el Cumplido le propinó un
violento puñetazo en la espalda, entre los omóplatos.
—El oído de tu conciencia se ha abierto, Ardiente. Ahora comenzaremos a
trabajar duro.

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63

E l jefe Sobek había perdido el sueño desde que empezó a buscar en vano al autor
del asesinato del policía nubio. Las pociones que le había prescrito la mujer
sabia le calmaban los nervios, pero ninguna acababa con su obsesión. Un hombre que
estaba a sus órdenes había encontrado una muerte atroz y un criminal seguía en
libertad, con la certidumbre de escapar a la justicia.
Sobek ya no podía cruzarse con un artesano sin sospechar que era el culpable, y
aquella permanente desconfianza le hacía la vida imposible, tanto más cuanto no
había la menor prueba que pudiera apoyar aquella horrible hipótesis. ¿Y por qué
habían cometido aquel crimen?
Un acontecimiento inesperado le había hecho considerar una pista tan inverosímil
que debía consultar con el escriba de la Tumba.
Kenhir estaba instalado en el despacho del quinto fortín, escribiendo su informe
cotidiano con una caligrafía cada vez más ilegible. Maldecía las exigencias de una
administración con demasiado papeleo que deseaba conocer detalladamente el
número de cinceles de cobre utilizados por los artesanos del Lugar de Verdad. A él,
claro está, le tocaba comprobarlo y llamar al orden a quienes olvidaban devolvérselo
después del trabajo.
—¡Eres inoportuno, Sobek!
«Con él siempre se es inoportuno —pensó el nubio—; exactamente lo contrario
que ocurría con Ramosis.»
—Sé a qué has venido: los auxiliares reclaman un cambio de horario de trabajo
durante el verano. Comprendo su punto de vista, pero debo asegurar el bienestar de la
aldea. Además, ese tipo de problema no entra dentro de tus atribuciones.
—Lo sé, Kenhir, y vengo a consultaros sobre un asunto mucho más grave.
Al escriba de la Tumba le picó la curiosidad.
—Siéntate.
Sobek se instaló en un taburete.
—Sabréis que sigo investigando el asesinato de uno de mis hombres.
—Un asunto muy embrollado —consideró Kenhir—. Primero pareció un
accidente, luego se formuló la hipótesis de un crimen, y finalmente el olvido ha
cubierto todos los interrogantes.
—No los míos.
—¿Acaso tienes una pista?
—Tal vez el destino me haya ofrecido una, pero necesito vuestra opinión.
—¡Yo no soy policía!
—Si no me equivoco, podría estar en juego el porvenir de la cofradía.
—¿No exageras un poco?

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—Esperemos que sea así.
Kenhir el Gruñón masculló. El jefe Sobek no solía entregarse a habladurías ni
inflamarse con ideas locas; así pues, el escriba decidió sacrificar un poco de su
tiempo para escucharle.
—Bueno, ¿a quién apuntan tus sospechas?
El jefe Sobek miró al frente, como si estuviera hablando con un personaje
invisible.
—Abry, el administrador principal de la orilla oeste, me ha propuesto cambiar de
puesto y convertirme en el responsable de la seguridad fluvial de Tebas.
—Un buen ascenso…
—Hay muchos candidatos más cualificados que yo para cumplir esa función, y la
oferta de Abry implicaba una contrapartida.
La curiosidad de Kenhir se aguzó.
—¿Un intento de corrupción?
—Desde mi punto de vista, sí. A cambio del favor que Abry me haría, yo debía
comprometerme a decirle todo lo que supiera sobre el Lugar de Verdad.
El escriba de la Tumba mascó algunas pepitas de sandía, recordando la entrevista
que había mantenido con ese mismo Abry. Ahora, con las revelaciones de Sobek,
adquiría un significado más bien preocupante.
—¿Y tú cómo reaccionaste, Sobek?
—Fingí estar interesado y creo que Abry mordió el anzuelo. Sin embargo, tuvo la
inteligencia de no insistir; pero, sin duda, volverá a la carga.
—Desengáñate.
—¿Por qué sois tan categórico?
—Porque conozco la posición del visir. Está completamente satisfecho con tu
trabajo, y también el propio faraón. Si Abry te ha propuesto para un nuevo cargo,
forzosamente ha recibido una rotunda negativa. Normalmente no debería revelarte
esa información confidencial, pero dadas las circunstancias…
—Soy policía y me gusta mi oficio —afirmó Sobek con solemnidad—.
Encargarme de la protección del Lugar de Verdad no es una carga sino un honor, y no
creáis que la oferta de Abry me ha interesado lo más mínimo.
Sintiendo que el nubio estaba a punto de enojarse, Kenhir quiso tranquilizarle.
—Nadie se ha encargado mejor de la seguridad de la aldea, jefe Sobek, y tienes
toda mi confianza. Pero ¿por qué vinculas el intento de corrupción efectuado por
Abry con el asesinato de tu subordinado?
—Porque no hay razón alguna para que un personaje tan notable se interese por
mí, salvo porque soy el jefe de la policía del Lugar de Verdad. Quizás desee
apartarme del asunto para que éste acabe hundiéndose definitivamente en el olvido…
El razonamiento de Sobek turbó al escriba de la Tumba.

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—Me cuesta imaginar a Abry deslizándose por la montaña, en plena noche, y
asesinando a un guardia…
—A mí también, pero quizás él encargó el crimen.
—¿Por qué razón?
—Enviar a un emisario cuya misión fuese hacer un plano de la aldea.
—¿Piensas… en una tentativa de saqueo de las tumbas reales?
—Es el permanente peligro que nos acecha. Muchos creen que albergan
fantásticas riquezas y sueñan con apoderarse de ellas. Mientras su protección esté
asegurada, los riesgos serán mínimos. Pero suponed por un momento que los
habitantes de la aldea fueran sospechosos y quedaran desacreditados, y que se pusiera
fin a su actividad…
—¡Eso es imposible, Sobek!
—Me gustaría estar seguro de ello, pero ¿no debemos pensar en lo peor?
Pesimista por naturaleza, Kenhir el Gruñón se mostró sensible ante los
argumentos del policía.
—Supones, pues, que se está tramando una peligrosa conspiración contra el Lugar
de Verdad y que el administrador principal de la orilla oeste es uno de sus
instigadores…
—No veo otra razón para su intento de corrupción.
Kenhir lamentó la desaparición de Ramosis. Él, el escriba de Maat, habría sabido
cómo defender la cofradía.

Con un ligero retraso, Paneb el Ardiente había tenido derecho a la comida de


fiesta, a la que se había añadido un largo y delicioso masaje de Uabet la Pura,
preocupada por la dolorida musculatura de su esposo.
Finalmente, las palabras del jefe de equipo le habían abierto el camino. No iría a
luchar desarmado, sino sólidamente equipado con la autorización de Neb el
Cumplido.
El joven coloso había solicitado la opinión de su amigo Nefer, que no había
vacilado: el puñetazo en la espalda que le había propinado el maestro de obras
significaba que Paneb estaba autorizado a entrar en el clan de los dibujantes.
Había trabajado tan duro para llegar hasta allí… ¡Y aquello era tan sólo el
principio! El entusiasmo de Ardiente no había disminuido en absoluto, sino todo lo
contrario; la posibilidad de ponerse a prueba le daba fuerzas.
Paneb, nervioso, se dirigió al taller de los bocetos donde trabajaba Ched el
Salvador, el patrón de los dibujantes.
Ched le parecía al muchacho un temible adversario. Tenía el cabello fino, un
pequeño bigote muy cuidado y unos ojillos desdeñosos y penetrantes, de un color gris
claro. El pintor estaba preparando los colores y transcurrieron penosos minutos antes

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de que decidiera advertir la presencia de Paneb.
—¿Qué estás haciendo aquí? Creía que pertenecías al equipo de los canteros.
—Era sólo un trabajo provisional… Ahora ha terminado y vengo a ponerme a
vuestra disposición.
—No necesito a nadie, muchacho. ¿Acaso no te lo dije ya?
—El jefe de equipo me ha golpeado la espalda para hacerme comprender que
estaba preparado.
—Ah… Es sorprendente. ¿Neb el Cumplido en persona?
—El mismo.
—¿Y qué sabes hacer, en concreto?
—Preparar una superficie enyesándola.
—Bueno, bueno… ¿Y por qué no sigues por ese camino? Un buen yesero tiene
porvenir en la aldea.
—Quiero ir más allá.
—¿Eres capaz de hacerlo?
—Ya lo veréis.
—Nadie puede desobedecer las órdenes del jefe de equipo —reconoció Ched el
Salvador—. Así pues, yo debería ponerte en manos de los dibujantes para que te
enseñaran los rudimentos de su técnica y comprobaras, como tantos otros antes, que
no tienes dote alguna para el oficio. Pero eso es imposible.
A Paneb le hervía la sangre.
—¿Por qué razón?
—Un caso de fuerza mayor. Dentro de unos días, la aldea vivirá un
acontecimiento excepcional, y todos hemos sido requisados para terminar algunos
trabajos. Así pues, no tenemos tiempo para encargarnos de la enseñanza de un
aprendiz.
Paneb estaba convencido de que el pintor se burlaba de él.
—¿Qué acontecimiento es ése?
—Ramsés el Grande viene a inaugurar, personalmente, su santuario.

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64

Y si el viejo rey sufriera un accidente mortal? El seductor pensamiento no


abandonaba ya a Méhy, desde que había sido informado, como los demás
notables tebanos, de la llegada del faraón. Él, y sólo él, era quien mantenía al jefe
Sobek en su puesto y velaba por el Lugar de Verdad con una atención nunca
desmentida. Una vez desaparecido Ramsés, la aldea perdería su principal protector.
Las fuerzas de seguridad encargadas de la protección del monarca no se dejarían
engañar fácilmente, y Méhy no encontraría ningún demente para intentar suprimir a
Ramsés el Grande, que se había convertido en una leyenda viva, tanto en su propio
país como en el extranjero.
Mientras escuchaba distraídamente la cháchara de su esposa, sumisa y sonriente,
al ex capitán de carros se le ocurrió una idea.
Con un poco de suerte, el rey no iba a cruzarse en su camino por mucho tiempo.

La visita de Ramsés había suscitado un enorme entusiasmo en la orilla oeste de


Tebas, donde cada habitante deseaba ver pasar al soberano que había establecido una
paz duradera en el Próximo Oriente y había enriquecido las Dos Tierras.
La guardia de élite velaba por el jefe de Estado, pero ¿quién hubiera pensado que
alguien atentaría contra su persona? Acompañado por su fiel secretario particular,
Ameni, casi tan viejo como él, Ramsés había subido a un carro conducido por un
experto oficial y tirado por dos caballos, poderosos y apacibles a la vez. Un parasol
resguardaba al ilustre viajero, que contemplaba con emoción la cima de Occidente y
los templos de millones de años.
Cuando salió de la zona de los cultivos, tras haber flanqueado el inmenso
santuario de Amenhotep III, cuyo estilo recordaba el de Luxor que Ramsés había
ampliado añadiéndole un patio rodeado de colosos, un pilono y dos obeliscos, el
faraón apreció el aire del desierto, donde tan a menudo había encontrado la fuerza
necesaria para cumplir con su abrumadora función.
Los policías de Sobek, ataviados con uniformes de gala, formaron una guardia de
honor cuando el monarca franqueó los cinco fortines, seguido por una cohorte de
dignatarios entre los que se hallaban el alcalde de Tebas, el administrador principal de
la orilla oeste y el tesorero Méhy. Todos se sorprendieron por la intervención de
Sobek, que les obligó a detenerse en el quinto fortín.
Abry, furibundo, bajó de su carro.
—Pero ¿qué os pasa? ¡Somos el cortejo oficial!
—Órdenes del faraón: nadie puede pasar.
—¡Esto es increíble! Debíamos asistir a una ceremonia y…
—La inauguración del templo se celebra en el recinto sagrado del Lugar de

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Verdad y no estáis autorizados a penetrar en él.
Las protestas cesaron rápidamente. Aun demostrando una perfecta calma, el
comandante Méhy se sintió insultado por la maldita cofradía en lo más profundo de
su ser; una vez más, le habían dado con la puerta en las narices, pero aquella afrenta
no duraría siempre.

Todos los aldeanos, con Kenhir y los dos jefes de equipo a la cabeza, se habían
puesto sus vestiduras de fiesta, de lino real de primera calidad, y llevaban pelucas y
joyas moldeadas por el orfebre de la comunidad.
Cuando Ramsés avanzó por la calle principal, hombres, mujeres y niños se
prosternaron ante él. Al propio Paneb el Ardiente le sorprendió el poder que emanaba
del alto anciano.
Conmovida pero risueña, una encantadora niña con su vestido azul de flecos
corrió hacia el soberano para ofrecerle un ramo de lotos blancos.
—Para vuestro ka, majestad —dijo sin farfullar, tras haber repetido la frase mil
veces por lo menos.
Ramsés la besó con la ternura de un padre y un abuelo que había sufrido tantos
lutos y veía en aquella niña el porvenir de la aldea.
Ruborizada, la niña se refugió en los brazos de su madre, la esposa de un joven
cantero del equipo de la izquierda. El increíble favor que Ramsés acababa de
concederle caería sobre el conjunto de las familias, protegidas así por el amor del rey.
Neb el Cumplido y su colega Kaha acompañaron al faraón hasta el santuario
recientemente terminado. El monarca caminaba con dificultad, ayudándose con un
bastón, pero no dudaba sobre el camino que debía seguir. Lo sabía todo sobre el
Lugar de Verdad, el alma secreta de Egipto, el lugar donde se creaba luz para animar
la materia.
La mujer sabia recibió al rey en el umbral del edificio, oficiando como superiora
de las sacerdotisas de Hator.
—Las puertas de este templo están abiertas —dijo—; el humo del incienso llega
al cielo, mil panes, mil jarras de cerveza y todo aquello que gusta a Dios le son
ofrecidos. Que Dios proteja al faraón y que el faraón dé vida a este santuario.
Ramsés el Grande se dirigió a la cofradía. Su voz distaba mucho de la de un
anciano enfermo, y era tan fuerte y autoritaria que dejó helado a Paneb el Ardiente.
—Conozco vuestro valor y la calidad de vuestras manos que trabajan la piedra
más dura como el oro más fino. Vuestra tarea es exigente y dura, pero sabéis
comunicaros con los materiales, cuya belleza oculta hacéis aflorar. La obra que
realizáis es primordial para la felicidad del país y obtenéis una intensa alegría de ella,
una alegría que no es de este mundo. Seguid respetando la Regla de Maat,
mostrándoos firmes y eficaces; actuad de acuerdo con el plan del maestro de obras, y

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no os faltará el apoyo del faraón. Soy el protector de vuestros oficios y os
proporcionaré todo lo que necesitéis para practicarlos. Tendréis alimentos en
abundancia, y los auxiliares os servirán con celo. Si dedicáis todo vuestro amor a la
obra, ninguna desgracia quebrará vuestro brazo. Yo estaré siempre a vuestro lado,
pues sois mis hijos y los compañeros de mi templo.
Kenhir, que había recibido el bono de entrega de los beneficios reales, sabía que
Ramsés no alardeaba al decir que no les faltaría el alimento. En los próximos días
iban a recibir treinta y una mil hogazas cocidas en potes, treinta y dos mil pescados
secos, sesenta bloques de carne seca y en adobo, treinta y tres piezas de carne,
doscientos pedazos de carne en red, cuarenta y tres mil manojos de legumbres,
doscientos cincuenta sacos de habichuelas, ciento treinta y dos de diversos granos,
cerveza y vino de la mejor calidad… Los festines iban a ser suntuosos, a la altura del
ka de Ramsés.
Utilizando una gran azuela de madera dorada, los dos jefes de equipo
pronunciaron las fórmulas rituales de apertura de la boca, los ojos y los oídos del
templo, al que Ramsés dio su nombre, khenu, «el Interior». Y en la sala abovedada,
donde se habían reunido los artesanos y las sacerdotisas de Hator, el monarca
encontró la estatua de su ka, su doble de piedra modelado por Neb el Cumplido.
—El faraón nace con su ka, su potencia creadora —dijo Ramsés—, crece con
ella, que recrea sin cesar el mundo y nos une a los dioses y a los antepasados. Un ser
sólo se hace real uniéndose con su ka que se alimenta de Maat, y aquí, en el Lugar de
Verdad, se vivifica el ka real.
Paneb el Ardiente estaba conmovido. En muy pocas palabras, Ramsés el Grande
había desvelado la naturaleza del fuego que había en él.
Animada por el verbo del faraón, la estatua del ka quedó instalada en la capilla,
donde viviría, en adelante, una existencia autónoma. Los canteros construirían un
muro donde se practicaría una estrecha rendija por la que la mirada de la estatua
contemplaría el mundo de los humanos para hacer brillar su energía en él.
—Cuando un monumento ha sido puesto así en el mundo, la potencia se mantiene
para siempre en él —concluyó Ramsés.
A Paneb le hubiera gustado hacerle mil preguntas al verdadero dueño de la
cofradía, cada una de cuyas palabras se grababa en su conciencia. Y se convenció de
que sus futuros dibujos sólo tendrían sentido si estaban también animados por esa
misteriosa energía cuyo secreto conocía la cofradía.
Por orden de Neb el Cumplido, los artesanos colocaron la última piedra del
santuario. El dintel de la puerta había sido tallado por Nefer el Silencioso, y
adornado, con tornasolados colores, por Ched el Salvador.
—¿Quién es el autor de esta obra? —preguntó el rey.
—Nefer, majestad —respondió el jefe de equipo.

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Silencioso se inclinó.
—Sólo fui un ejecutante, majestad. El escriba Ramosis me dictó el tema y la
composición, y el pintor Ched…
—Lo sé.
«Por una vez —pensó Paneb—, Silencioso ha hablado demasiado.»
—¿Sabes lo que significa el término hem, Nefer?
—«Servir» y… «majestad».
—Todos somos servidores de la Gran Obra que se realiza en el Lugar de Verdad,
y a ella debemos consagrarnos. Pero servir no excluye dirigir; y sin buena dirección
no hay verdadero servicio. Ahora, dejad que me recoja en este templo.
Pai el Pedazo de Pan tiró a Paneb de la manga para obligarle a salir con los
demás. El joven coloso estaba fascinado por Ramsés, y hubiera querido escuchar su
diálogo con el ka.

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65

R amsés el Grande se disponía a salir hacia el Valle de los Reyes para inspeccionar
su morada de eternidad, a la que Ched el Salvador y sus ayudantes habían dado
los últimos retoques antes de la llegada del soberano.
Paneb se encargó de llevar agua fresca a los caballos del faraón, instalados a la
sombra de un tejadillo. Al acercarse al carro, custodiado por su auriga, el joven echó
un vistazo a las ruedas. Un trabajo magnífico, de una solidez a toda prueba que
maravilló al ex carpintero.
Los caballos bebieron apaciblemente, y Paneb iba a marcharse ya cuando se
percató de un detalle insólito. Los radios de las ruedas estaban pintados en un
amarillo dorado, pero el matiz más claro de uno de ellos había saltado a la vista del
futuro dibujante.
—¿Se ha efectuado alguna reparación recientemente? —le preguntó al auriga.
—No lo sé, no es mi trabajo.
—¿De dónde procede este carro?
—Del cuartel principal de Tebas, donde los técnicos lo han comprobado.
—Sería mejor volver a comprobarlo.
—¿Y si te ocuparas de tus cosas, muchacho?
Paneb le podría haber reventado la cabeza al soldado sin dificultad alguna y,
luego, examinar la rueda, pero consideró preferible seguir la vía jerárquica y avisó al
jefe de equipo, que llamó de inmediato a Didia el carpintero.
La respuesta de éste fue clara: uno de los radios había sido sustituido y pintado a
toda prisa. La negligente reparación se había acompañado de una sospechosa
colocación de la propia rueda, que iría gastándose progresivamente y acabaría
provocando un accidente. El vehículo hubiera volcado e, incluso a una velocidad
moderada, el anciano monarca podría haber sufrido un golpe mortal. Otro carro,
debidamente verificado por Didia, fue atribuido a Ramsés, que partió en compañía de
los dos jefes de equipo, Ched el Salvador y algunos artesanos, entre los que se hallaba
Nefer el Silencioso.
Paneb comprendió que su amigo había superado un nuevo escalón en la jerarquía
y que iba a tener la inmensa suerte de penetrar en la tumba real. Pero Ardiente no
cayó en la cuenta de que con su actuación acababa de salvar, a la vez, al faraón de
Egipto y el Lugar de Verdad.

Méhy estaba encerrado en el despacho de su suntuosa villa, desgarrando con rabia


unos viejos papiros. Ya no le cabía duda: una suerte casi sobrenatural protegía a
Ramsés. Sin embargo, el sabotaje había sido preparado con gran cuidado por un buen
especialista, al que se le había pagado generosamente, y que ignoraba para quién

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había efectuado aquel trabajo. Luego, la rueda había sido entregada en el cuartel,
donde había sido montada por un soldado, que tal y como Méhy esperaba, no había
advertido nada anormal. El inevitable accidente se habría producido si uno de los
artesanos del Lugar de Verdad no hubiera sido demasiado curioso. El gobernador del
cuartel recibiría una reprimenda y su servicio técnico sería sancionado; Méhy debía
actuar de prisa para cortar el hilo que podía permitir llegar a él.
La noche caía por fin.
—¿Sales a estas horas? —se extrañó su esposa.
—Voy a mi despacho, a buscar un documento.
—¿No puedes esperar a mañana?
—Ocúpate de la cena, Serketa. Que el cocinero se muestre más hábil que ayer.
Si Ramsés hubiera muerto en un accidente, Egipto entero se habría limitado a un
luto ritual y nadie se hubiera preocupado por la rueda del carro. Pero al haber
descubierto la anomalía, forzosamente iniciarían una investigación.
El comandante saltó sobre su caballo y galopó hasta un bosquecillo de tamariscos.
Ató su caballo a un árbol y se dirigió con nerviosos pasos hasta el taller del
carpintero, un viudo que, afortunadamente, acababa de perder a su perro.
El hombre estaba solo y comía habas calientes.
Méhy se le acercó en silencio por la espalda. Con un gesto tan brusco como
preciso, cubrió la cabeza de su víctima con un saco de gruesa tela y lo mantuvo así
hasta que dejó de respirar.
Creerían que le había fallado el corazón, y el comandante no debería temer
habladurías de ningún tipo.
Como tesorero principal de Tebas, Méhy recibió a Daktair de modo
absolutamente oficial, para examinar el presupuesto provisional de su servicio de
investigaciones. En adelante, ya no estaban obligados a esconderse.
El rechoncho hombrecillo no dejaba de manosearse la barba.
—Mi situación se hace insostenible —se lamentó—; hace dos años que trabajo
encarnizadamente para poner a punto una máquina hidráulica para sustituir los
cigoñales y los demás aparatos obsoletos, ¡y por fin lo he conseguido!
—Pues deberías estar satisfecho —se extrañó Méhy.
—Y lo estoy, pero el director del laboratorio me ha ordenado que olvide este
soberbio invento.
—¿Por qué motivo?
—Sería demasiado eficaz y aumentaría la irrigación en unas proporciones que
considera desastrosas. Para él, sólo cuentan los ritmos naturales y el respeto por las
tradiciones. En estas condiciones, es imposible hacer que la ciencia avance. Sólo hay
un camino posible: que el hombre someta a la naturaleza. Y este país no progresará
hasta que todo el mundo entienda eso.

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—No pierdas la confianza, Daktair, y deja que me instale en mi cargo. Te prometí
que algún día tendrías libertad de movimientos, y acostumbro a cumplir mis
promesas.
—Cuanto antes mejor… He conseguido descubrir dos pistas interesantes.
—¿Relacionadas con el Lugar de Verdad?
—El director del laboratorio se muestra especialmente atento con respecto a
ciertos expedientes. Con astucia, he obtenido algunas informaciones fiables. Hay
expediciones que se organizan con la más extremada discreción para obtener dos
productos: galena y asfalto.
—¿Para qué sirven?
—Oficialmente, para simples usos domésticos o rituales. Si eso fuera cierto, ¿por
qué toman tantas precauciones? ¿Y por qué unos artesanos del Lugar de Verdad han
acudido varias veces a los parajes de explotación?
—¿Puedes averiguar algo más?
—No sin correr grandes riesgos. Sólo soy el adjunto al director, y cada vez me
aprecia menos. Sin embargo, estoy convencido de que nos acercamos al objetivo. La
galena y el asfalto deben ser entregados a los artesanos en secreto. Si supiéramos
dónde se obtienen estos productos, conseguiría definir su naturaleza exacta y sus
posibles usos.
Méhy pensaba en la fabricación de nuevas armas, y tal vez Daktair acabara de dar
con una orientación decisiva. Bastaba con deshacerse del viejo sacerdote de Amón
que dirigía el laboratorio, imponer a Daktair y asociarlo a las expediciones.

Méhy quedó desilusionado.


El director del laboratorio central era un sacerdote de Karnak que pertenecía a una
antiquísima jerarquía dirigida por el sumo sacerdote de Amón, nombrado con el
consentimiento del faraón y colocado a la cabeza de un dominio de fabulosa riqueza.
Ni el alcalde de Tebas ni otros dirigentes profanos podían intervenir exigiendo un
traslado.
El comandante no renunció y acumuló el máximo de informaciones sobre ese
sacerdote, que ya empezaba a resultar molesto. Tenía setenta años, estaba casado, era
padre de dos hijas y no tenía preocupación material alguna ni vicio conocido. Se
había formado en la escuela del templo, y pasaba por ser un sabio experimentado y
prudente cuyas opiniones eran escuchadas. Una de las armas preferidas de Méhy, la
calumnia, corría el riesgo de ser ineficaz. ¿Quién iba a creer que aquel sacerdote de
intransigente moral e irreprochable carrera tenía alguna amante o recibía sobornos?
El hombre era demasiado íntegro como para ser el blanco de ataques eficaces.
La idea de cometer un nuevo asesinato no asustaba al comandante Méhy, pero el
sacerdote llevaba una existencia muy regular y sólo frecuentaba tres lugares: su

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domicilio, el templo y el laboratorio. No iba a resultar fácil deshacerse de él, y una
muerte sospechosa acarrearía una investigación a fondo. Sólo quedaba criticarlo en su
gestión, demostrando que su laboratorio era deficitario y costaba demasiado dinero,
tanto al templo como a la ciudad; pero el argumento podía volverse contra el futuro
director, cuyos presupuestos serían restringidos.
Méhy perdía la esperanza de hallar una solución cuando la suerte le sonrió de
varias maneras. En primer lugar, el anciano sacerdote falleció de muerte natural;
luego, la jerarquía de Karnak, preocupada por algunos problemas internos, no
propuso sucesor; y finalmente, el tesorero principal de Tebas y su cómplice Daktair
tuvieron tiempo de falsificar su expediente en el que, gracias a su intervención, el
difunto recomendaba encarecidamente a su adjunto como futuro director del
laboratorio.
Por fin, Daktair obtuvo el cargo que ambicionaba desde hacía tanto tiempo. Era
considerado competente y estaba perfectamente integrado en la sociedad tebana. Por
consejo de Méhy, sólo manifestó una discreta satisfacción y, en su comparecencia
ante el visir, hizo hincapié en las dificultades que entrañaba su tarea y en su voluntad
de seguir los pasos de su sabio predecesor.
Arrastrado por el éxito, Méhy logró un golpe magistral: la transferencia del
laboratorio a unos nuevos locales que se hallaban muy cerca del Ramesseum, con el
pretexto de facilitar el trabajo de la administración tebana y reactivar la economía.
De este modo, Daktair trabajaría muy cerca del Lugar de Verdad y bajo el teórico
control de Abry, el fiel aliado de Méhy. La proximidad del enemigo al que debían
abatir y la perspectiva de los tesoros que podían conquistar estimularían el fuego
conquistador del sabio y su sed de descubrimientos.
El comandante estaba convencido de que, para desarrollar su poder, necesitaba el
apoyo incondicional de la ciencia y de la técnica. Acababa de superar una etapa
decisiva en su irreversible proceso de conquista.

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66

P aneb el Ardiente daba vueltas en su propia casa como un león enjaulado.


—Tendrías que sentarte y comer algo —le recomendó Uabet la Pura—. Las
tortas van a enfriarse.
—No tengo hambre.
—¿Por qué te atormentas de ese modo?
—Ramsés el Grande se ha marchado, el jefe de equipo también, no puedo
encontrar al pintor ni a los dibujantes. Por lo que a Nefer se refiere, ha desaparecido.
—Por supuesto que no.
Paneb se encogió de hombros.
—¡Tal vez tú sepas dónde se oculta!
—Tu amigo no se oculta, acaba de ser admitido en la Morada del Oro.
El joven coloso abrió los ojos como platos.
—¿La Morada del Oro? ¿Qué es eso?
—El lugar más secreto de la aldea.
—¿Y qué se hace allí?
—No tengo la menor idea.
—¿Cómo has sabido que sus puertas se han abierto para Nefer?
—Olvidas que soy una sacerdotisa de Hator… Es una diosa benevolente que hace
confidencias a sus fieles.
Paneb levantó del suelo a Uabet la Pura como si no pesara más que una pluma y
pegó su rostro al suyo.
—Dime lo que sabes.
—Soy una buena esposa y no oculto nada a mi marido.
Uabet la Pura llevaba los pechos desnudos, y sus caderas estaban cubiertas por un
paño de basto lino, que ella desató para que se deslizara a lo largo de sus piernas.
Acurrucada contra su marido, le ofreció el calor de su grácil cuerpo.
Paneb se había prometido a sí mismo que resistiría a sus encantos, pero ignoraba
que la muchacha fuera tan hermosa.
Cuando Uabet sintió que el deseo de su marido florecía, anudó sus piernas
alrededor de los riñones de Paneb y saboreó el intenso placer de convertirse, por fin,
en su mujer.
Unos violentos golpes en la puerta despertaron a Uabet. Sumida aún en las
delicias del lecho conyugal, se cubrió con una ligera capa y fue a abrir.
Eran tres: Gau el Preciso, Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan. Su huraño
rostro nada tenía de atractivo.
—Hemos venido a buscar a Paneb —dijo Gau con sequedad.
—¿Qué queréis de él?

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—Son órdenes del jefe de equipo, que se apresure.
Paneb se levantó inmediatamente. Había olvidado ya los ojos del amor y miraba a
los tres hombres.
—Síguenos —exigió Gau, cuya corpulencia algo blanda terminaba en un rostro
austero y más bien feo, desagradablemente adornado por una nariz demasiado larga.
—¿Adonde vamos?
—Ya lo verás.
—¿Y si me niego a acompañaros?
—Abandona el Lugar de Verdad. La puerta está abierta de par en par para todo
aquel que quiera marcharse; sólo es difícil de cruzar cuando se desea entrar.
Paneb esperó una mirada de aliento por parte de Pai el Pedazo de Pan, pero éste
se mostró tan severo como sus dos compañeros.
—Vamos, pero os lo advierto, si es necesario, sabré defenderme.
Gau el Preciso se puso a la cabeza, seguido por Paneb flanqueado por Unesh el
Chacal y Pai el Pedazo de Pan. Avanzó a su ritmo, lento pero regular, y se dirigió
hacia el lugar de reunión del equipo de la derecha.
En el umbral estaba Didia el carpintero.
—¿Cuál es tu nombre?
—Paneb el Ardiente.
—¿Deseas conocer los misterios del astillero?
«El astillero»… ¡Nefer había estado allí! Era, pues, otro nombre del local de la
cofradía que Paneb ya conocía.
—Lo deseo.
—El astillero[7] que representamos en los muros de algunas moradas de eternidad
es, en realidad, el taller donde se hace nacer a los carpinteros, los escultores, los
dibujantes y las obras que ellos mismos arrojan al mundo —precisó Didia—. Aquí
todo es cuestión de ensamblaje. La marca comunitaria se halla, en piezas sueltas, en
el astillero, y los artesanos del Lugar de Verdad deben reunir esas piezas para darles
coherencia. Ten cuidado, Paneb; si eres un individuo incoherente, ese lugar sólo te
depara desilusiones. ¿Deseas conocer aún los misterios del astillero?
—Sí, aún lo deseo.
Didia y los tres dibujantes hicieron entrar a Paneb en la sala de purificaciones
donde Gau el Preciso le midió con un cordel.
—Dios creó el mundo con la ayuda de los números y según unas proporciones —
precisó—. Entra en ese juego de relaciones armónicas.
Pai el Pedazo de Pan hizo que Paneb se arrodillara ante una piedra cúbica, sobre
la que posó las manos, lavadas con el agua purificadera que brotaba de una jarra en
forma de signo ankh, «la vida», que sostenía Unesh el Chacal.
Paneb se levantó, Pai el Pedazo de Pan le untó las manos con un ungüento y luego

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dibujó un ojo en cada palma.
—Gracias a este ungüento, tus manos empezarán a funcionar verdaderamente;
gracias a este ojo, tus manos pueden ver.
En una esquina de la sala había una gran cuba rectangular que estaba llena de
agua. Unesh el Chacal desnudó a Paneb y le ordenó que se sumergiera en ella.
—Sólo el agua primordial te librará de tus trabas —le dijo—. Que te purifique
como purifica sin cesar las fuerzas creadoras, que te haga percibir la energía del
origen sin la que nuestros corazones y nuestras manos estarían inertes.
Paneb experimentó extrañas sensaciones. Sólo era agua fresca, pero le envolvía
como una vestidura protectora y le hacía sentir extremadamente ligero; era una
impresión agradable e inquietante a la vez.
A continuación tuvo que salir de aquella cuba matricial y, con el impulso de los
tres dibujantes, cruzar el umbral del local de reunión.
A uno y otro lado de la puerta estaban Userhat el León, el escultor jefe, y Ched el
Salvador, el pintor. El primero llevaba una máscara de halcón, y el segundo, de ibis.
Horus tenía una pluma de Maat; Thot, el signo de vida.
Paneb se arrodilló sobre una pila en forma de cesto, el jeroglífico que significaba
«maestría» y que le había dado su nombre.
El jefe de equipo salió de la penumbra y puso un colgante del que pendía un
corazón en el cuello de Ardiente.
Del extremo y de la base de la pluma, del óvalo y de la barra transversal de la
cruz egipcia brotaron ondas visibles en forma de líneas quebradas.
Cuando tocaron el cuerpo de Paneb, éste sintió un formidable impulso sin dolor
alguno. Se trataba de un ardor suave, penetrante, parecido a un rayo de sol después de
una noche fría.
La luz iluminó la sala de reunión. Paneb advirtió que todos los miembros del
equipo, incluido Nefer, estaban presentes.
El jefe de equipo se sentó en su sitial.
—Nuestra cofradía es una barca cuya función es atravesar las aguas celestiales y
confraternizar con las estrellas. Has sido llamado a esta barca y has visto su luz en su
santuario; que la capacidad de viajar te sea ofrecida. Que puedas tomar el cabo de
proa en la barca nocturna, y el cabo de popa en la barca diurna; que te sea otorgada la
iluminación en el cielo, el poder creador en la tierra y la rectitud de voz en el reino
del otro mundo.
Ante la atenta mirada de Paneb, Nefer el Silencioso, Casa la Cuerda y Didia el
Generoso ensamblaron lentamente las distintas partes de una pequeña barca de
madera, provista de una cabina en forma de capilla.
—Debes grabar ese misterio en tu espíritu, Paneb; más adelante, en el camino, tal
vez comprendas su significado.

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Gau el Preciso dibujó un vaso que simbolizaba el corazón-conciencia sobre el
hombro derecho del Ardiente; Unesh el Chacal dibujó el cetro de la «potencia», y Pai
el Pedazo de Pan, el pan de ofrenda que significaba «dar».
—En mi función de maestro de obras y jefe de equipo, conozco el secreto de las
palabras divinas —declaró Neb el Cumplido—. Aquí se adquiere el dominio de las
fórmulas mágicas para que los artesanos del Lugar de Verdad sean los mejores en su
arte, sepan utilizar las justas proporciones, esculpir y pintar la planta de un hombre, la
gracia de una mujer, el vuelo de un pájaro, la carrera de un león, la expresión del
temor o la alegría. Para que tú puedas conseguir todo esto, Paneb, tendrás que trabajar
sin descanso, aprender a fabricar los pigmentos, insolubles en el agua e inalterables
por el aire. Son los secretos del oficio que nunca fueron revelados a ningún profano.
¿Te comprometes a guardarlos, pase lo que pase?
—Lo juro, por la vida del faraón y la de la cofradía.
—Ched el Salvador y los dibujantes del equipo de la derecha han aceptado
instruirte. A partir de hoy perteneces a su clan y deberás realizar las tareas que te
confíen.

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67

T ras la iniciación de Paneb el Ardiente en el astillero y el banquete que le siguió, a


Gau el Preciso le hubiera gustado descansar un poco. A menudo se sentía
cansado, sobre todo después de las festividades, y la mujer sabia ya le había salvado
dos veces de una congestión del hígado, cuyas arterias se habían obstruido.
Pero el aprendiz había llamado a la puerta del taller a la mañana siguiente, con la
firme voluntad de no perder ni un minuto más, y Pai el Pedazo de Pan, a quien habían
despertado las llamadas de Ardiente, se había visto obligado a ir a buscar a Gau.
—Estoy preparado —afirmó Paneb—. ¿Por dónde empiezo?
—Nuestros secretos de oficio sólo se transmiten en nuestro clan de dibujantes. Si
tu comportamiento es indigno o tus aptitudes son insuficientes, te excluiremos
definitivamente. Varios jóvenes han fracasado antes de tu llegada, pues nuestra tarea
es muy dura. Exige el conocimiento de los jeroglíficos, palabras de los dioses, del
arte del Trazo y de la ciencia de Thot. Si pensabas actuar a tu aire, abandona el taller
de inmediato.
—Muéstrame el material del que dispondré.
Como si la petición de Paneb le importunase, Gau el Preciso arrastró los pies para
abrir una cesta rectangular de la que sacó una paleta de escriba, morteros, majas,
pinceles, cepillos y un cuchillo.
—Esta paleta es la tuya, no la prestes a nadie. En los huecos, redondos o
cuadrados, colocarás los pigmentos que necesites.
—¿Cómo se preparan?
—Eso lo veremos más adelante. De momento, te limitarás a unos panes de color
que te proporcionaremos. Los diluirás utilizando el cubilete de agua y los machacarás
con los morteros y las majas. Ya puedes comenzar a probarlo.
Gau estaba convencido de que el joven coloso estropearía varios panes antes de
obtener un resultado satisfactorio. Pero Paneb el Ardiente no se precipitó; evaluó el
contenido del cubilete, palpó el pan de color rojo para comprobar que se podía
desmenuzar, lo diluyó con la cantidad justa de agua y manejó la maja con la fuerza
precisa.
Pero Gau se guardó de manifestar su asombro y prosiguió su curso en el mismo
tono glacial.
—Para preparar los tintes o mezclarlos deberás coger fragmentos de cerámica o
conchas, y extender los colores de modo uniforme, sin sombra alguna. Los pinceles y
los cepillos no son fáciles de manejar y la mayoría se desanima.
Paneb estaba maravillado ante tantos y tan distintos materiales. Había cañas muy
finas cuyo extremo había sido pelado y hendido, otras más gruesas, un gran cepillo de
fibras de palma dobladas y atadas, uno de nervaduras de palma machacadas por un

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extremo y con las fibras separadas para formar pelos bastante largos, uno muy largo y
estrecho, otro ancho, algunas espátulas… Con tantos diámetros y puntas distintas,
podría dibujar el universo y todos sus secretos.
Esta vez no era un sueño; Paneb tenía ante sí los instrumentos que esperaba y los
utilizó uno tras otro con ternura y respeto. Ardiente estaba tan feliz que prácticamente
se le saltaban las lágrimas.
De pronto, la voz ronca de Gau le arrancó de su éxtasis.
—Recoge tu material y sigue a Pai el Pedazo de Pan. Te llevará a tu primera obra.
Impresionado aún, Paneb siguió al dibujante, que aún tenía cara de sueño.
—Abusé un poco de la cerveza del faraón —reconoció Pai.
—¿Adonde vamos?
—Como tus primeras pruebas serán forzosamente mediocres, y puesto que Gau
detesta que se estropee una superficie bien preparada, ha elegido un terreno de prueba
que sólo te perjudique a ti: tu propia casa.

Paneb, orgulloso, dispuso sus cepillos y sus pinceles en una mesa baja, en la
primera estancia de su morada, ante la inquieta mirada de Uabet la Pura.
—¿Hay que decorar las paredes? —preguntó ella—. Me gusta la austeridad y…
—Aprendo mi oficio —le atajó Paneb.
—¿Qué colores quieres? —preguntó Pai el Pedazo de Pan.
—Rojo, amarillo y verde. Voy a extenderlos en largas franjas horizontales y
superpuestas.
—¿Estás seguro de que la pared está bien preparada?
—Sin duda alguna, yo mismo me ocupé de ello. Tapé los agujeros con arcilla
mezclada con paja picada, y luego la cubrí con yeso a base de cal.
Pai pareció escéptico.
—Como se trata sólo de una casa, el error que has cometido no es grave… Pero
sería inaceptable en un templo o una morada de eternidad.
—¿De qué error hablas?
—La superficie de estas paredes está muerta.
—Muerta… ¿Qué quieres decir?
—Es demasiado lisa, le falta vida. Tu pared debe ser ligeramente ondulada para
ilustrar y registrar las vibraciones que atraviesan constantemente el espacio. La
simetría absoluta y la rigidez son otras tantas formas de muerte que tu mano debe
vencer.
Paneb contempló su muro de otro modo. Sospechaba que tenía mil cosas que
aprender, pero su iniciación en el astillero le abría las puertas de otro mundo donde
todo tenía sentido.
El neófito preparó sus colores e, instintivamente, trazó unas amplias franjas en los

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basamentos.
La seguridad de ejecución de Paneb dejó pasmado a Pai el Pedazo de Pan, que se
guardó mucho de comunicarle su sorpresa. El joven dibujante había elegido el pincel
adecuado y su horizontal apenas se movía. Incluso Uabet la Pura quedó fascinada
observando cómo trabajaba su marido, que tomaba con el extremo de las fibras la
cantidad exacta de pintura que necesitaba y lograba hacer cantar un muro inerte hasta
entonces. Luego utilizó un cepillo para terminar una franja verde y se detuvo en el
tercio de la superficie que debía decorar.
—Así está bien —consideró—. De otro modo, quedaría demasiado cargado. ¿Qué
te parece, Pai?
—Hay una técnica concreta para trazar registros.
—¿Y por qué no me la has enseñado?
—Quería asegurarme de que fueras capaz de asimilarla.
—¿Entonces?
—Deberás seguir intentándolo…
Entonces Paneb comprendió que su camino estaría sembrado de trampas y
añagazas, pero eso no le preocupaba y seguiría corriendo en línea recta. Ahora ya no
estaba desarmado porque le habían dado instrumentos, y con semejantes aliados no
podía temer a nadie.
—¿Deseas probar con algunas formas geométricas? —propuso Pai.
—¡Enséñame!
El dibujante subió a un sólido taburete de tres patas y, con un pincel muy fino,
esbozó un haz de cañas en lo alto del muro.
—Este signo asegura la protección mágica de la pared —advirtió—, pero es
necesario un friso, y no es fácil de realizar.
Paneb trató inmediatamente de reproducir el modelo, y su intento no careció de
habilidad. Tenía algunas imperfecciones en el trazo de las curvas, que Pai corrigió sin
decir palabra. Ardiente observó atentamente y no volvió a repetir los mismos errores.
—¿Qué dibujos son más adecuados para una casa? —preguntó a su profesor.
—Motivos florales y geométricos que evoquen la tranquila alegría de un hogar y
la adecuada regulación de lo cotidiano.
En el espíritu de Paneb se atropellaban mil figuras. Las había trascrito ya en la
arena o en fragmentos de calcáreo, pero realmente no habían adquirido vida.
—¿Me harás un favor, Pai?
El dibujante pareció reticente.
—Depende…
—¿Puedes alojar a mi esposa en tu casa hasta mañana por la mañana? Debo
decorar mi morada y necesito estar solo.
—Pero… ¡Necesitarás varias semanas para hacerlo!

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—Me gustaría preparar un esbozo y solicitar tu opinión.
—Como quieras… Hasta mañana, pues.
A Uabet la Pura no le había gustado demasiado que la alejaran así de su morada,
ni siquiera por un breve período de tiempo, pero fue muy bien recibida por la esposa
de Pai el Pedazo de Pan. Sin embargo, en cuanto salió el sol regresó a su casa sin
demora.
Cuando Uabet y Pai entraron en la casa, quedaron deslumbrados por lo que
estaban viendo. Paneb había pintado el friso de cañas protectoras en lo alto de todas
las paredes, con una precisión y regularidad sorprendentes. Cada habitación había
recibido una encantadora decoración, compuesta por rosetas, flores de loto
estilizadas, racimos de uva, hojas de parra, flores amarillas de perséa, amapolas de un
rojo oscuro, rombos y escaques.
Uabet la Pura cerró los ojos para asegurarse de que lo que estaba viendo no era un
espejismo. Cuando volvió a abrirlos, todas aquellas maravillas no habían
desaparecido.
—Ahora tengo la casa más hermosa de la aldea… Pero ¿dónde está Paneb?
Uabet corrió hacia la alcoba y se abalanzó sobre su marido, que acababa de
acostarse después de una dura noche de trabajo.
—¡Ha quedado precioso, amor mío, precioso! ¡Gracias a ti, viviremos en un
verdadero palacio!
Atónito, Pai el Pedazo de Pan intentaba en vano encontrar algún error que
reprocharle a Ardiente. Incluso antes de tener acceso a la ciencia secreta de los
dibujantes y los pintores, Paneb había realizado una especie de obra maestra. Era
evidente que poseía, de modo innato, el sentido de las proporciones y los colores.
Si el destino o la vanidad no reducían sus dotes a la nada, Paneb el Ardiente sería
uno de los mejores servidores del Lugar de Verdad.

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68

D esde su nombramiento para el puesto de director del laboratorio central de


Tebas Oeste, Daktair hacía que le alisaran y perfumaran la barba todas las
mañanas. Tal y como había prometido, anunció al equipo de técnicos que iba a
proseguir el tradicional programa de investigaciones de su difunto predecesor, que
había fijado con prudencia los límites de la ciencia. Él, extranjero reconocido ya
como un notable, se concedía un tiempo de descanso para gozar de su villa oficial, de
sus criados y de la consideración que por fin le concedían.
Aquella dulce tranquilidad estuvo a punto de hacer que se durmiera, pero la
agitación intelectual había prevalecido y Daktair se había interesado de nuevo por la
galena y el asfalto, dos productos sobre los que no existía ninguna indicación
concreta en los expedientes que tenía a su disposición.
Sin embargo, Daktair contaba con una valiosa información: cada dos años,
aproximadamente, una expedición iba a recoger estos productos para entregarlos en
el Lugar de Verdad. Como nuevo director, Daktair sería el encargado de organizaría.
Seis meses de paciencia aún, por lo menos, antes de la próxima… A pesar de su
exasperación, no debía cambiar las costumbres. Pronto iba a descubrir uno de los
secretos de la cofradía. La proximidad de la aldea le había permitido contratar como
lavandero particular al auxiliar a quien proporcionaba polvo para lavar. Aquel
anochecer, su informador ostentaba una radiante sonrisa.
—Creo que sé algo nuevo… Los artesanos de la comunidad reciben su
correspondencia de un cartero titular, Uputy, y le entregan las cartas destinadas al
exterior. Uputy es concienzudo pero, a veces, charlatán, y le gusta discutir con la
gente. Como es muy observador, ha advertido que uno de los artesanos ha escrito
mucho últimamente.
—¿Y a quién iba destinada esa correspondencia?
—Uputy debe guardar el secreto. Pero yo sé que en los últimos dos meses, el
artesano en cuestión ha acudido a la orilla este cada vez que ha tenido un día de
descanso. Es un comportamiento bastante raro. Tal vez se trate tan sólo de un cliente
para el que fabrica objetos de lujo pero, por lo general, los artesanos no actúan así…
Sólo hay el encargo y la entrega.
—Naturalmente conoces el nombre del artesano.
—Tengo esta suerte.
—¿Qué quieres a cambio de la información?
—El polvo para lavar no será suficiente… Necesito también lingotes de cobre.
—Esto me está saliendo muy caro, amigo.
—Una información como ésta tiene su precio.
—¿Y los demás auxiliares también están al corriente de ello?

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—No, yo soy el único que lo sabe. Uputy lamentó mucho haberme dicho el
nombre y no lo repetirá. Si deseáis conocerlo, pagadme.
Daktair hizo una mueca.
—¿Dos lingotes?
—Cuatro.
—¿Tres?
—Cuatro… Tal vez sea la oportunidad de mi vida y no voy a desperdiciarla.
—Tres mañana, el cuarto dentro de una semana si la información resulta
interesante.
—En ese caso, tres y dos.
—De acuerdo.
El lavandero reveló a Daktair el nombre y la descripción del artesano, un hombre
del equipo de la derecha.

Daktair tuvo que esperar a que finalizara la recepción que Méhy y Serketa daban
en honor del alcalde, confirmado en sus funciones por el visir, para comunicarle la
información que acababa de obtener. El tesorero principal de Tebas sintió que tenía
una pista del mayor interés; a falta de poder obtener directamente informaciones
sobre las actividades secretas de los artesanos, tal vez iba a tener algo mejor: ¡un
espía dentro del Lugar de Verdad!
—¿Qué debo hacer con el lavandero?
—Dile que los lingotes de cobre le serán entregados mañana al anochecer, en el
palmeral que hay al norte de Tebas, junto al pozo abandonado, una hora después de la
puesta de sol.
—¿Y cómo los conseguiremos?
—No te preocupes por eso, yo me encargo de todo. Si la policía te interrogara
sobre ese lavandero, diles que se presentó ante ti para que le contrataras y que sus
condiciones te parecieron interesantes. Ésa fue vuestra única entrevista y desde
entonces no le has vuelto a ver.
—En cuanto al artesano…
—También me encargaré de eso. Cuanto menos aparezcas, mejor. Preocúpate de
los preparativos de la expedición destinada a suministrar galena y asfalto al Lugar de
Verdad.

Al lavandero le temblaban las piernas, ante la idea de ser rico. Estaba violando los
compromisos que había adquirido al ser contratado como auxiliar, pero no podía
dejar escapar una oportunidad así. Una vez hecha su fortuna, abandonaría un oficio
que detestaba para comprar una granja en el Medio Egipto, donde la tierra era menos

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cara que en Tebas, y pasaría allí el resto de sus días tranquilamente.
Como la información había resultado interesante, Daktair aceptó entregar los
cinco lingotes de cobre a su informador sin más dilación. Y éste lamentaba no haber
exigido más.
En cuanto el lavandero estuviera en posesión de lo suyo, desaparecería para no
volver más a los parajes del Lugar de Verdad.
«Al pie de la palmera más alta, frente al pozo abandonado —había dicho Daktair
—; los lingotes estarán en una bolsa enterrada a poca profundidad.»
El lavandero se aseguró de que no hubiera moros en la costa. Por la noche,
aquella parte del palmeral solía estar desierta, por lo que nadie le vería desenterrando
el botín.
Daktair no había mentido: la bolsa estaba efectivamente al pie de una majestuosa
palmera, y el lavandero no tuvo que hacer muchos esfuerzos para desenterrarla.
Cuando se disponía a desatar el cordón, una voz grave le heló la sangre.
—¡Policía! Ponte de pie, de espaldas a la palmera, y no intentes defenderte.
Aterrado, el lavandero apretó el tesoro contra el pecho y echó a correr.
—¡Detente!
Su única posibilidad era correr muy de prisa y escapar de sus perseguidores. Pero
topó con un cancerbero que blandía un garrote. El lavandero intentó golpearle con la
bolsa, pero el garrote le hundió el cráneo en el mismo instante en que una flecha le
atravesaba la garganta.
Y el auxiliar se derrumbó, muerto.
La decena de policías que habían tendido una emboscada al lavandero se
reunieron en torno al cadáver que su jefe estaba examinando.
—Es curioso… Nos han dicho que el tipo era un ladrón peligroso que iba bien
armado.
—¿Qué contiene la bolsa?
El jefe la abrió y vació su contenido en el suelo.
—Piedras… Sólo piedras.
—Si se sabe manejar, una bolsa tan pesada puede ser un arma temible. Teníamos
motivos para defendernos.

Sin aparentar que le daba la menor importancia, Méhy recibió la noticia de que un
malhechor había sido abatido en el palmeral, al norte de Tebas. Los policías le habían
interpelado con toda legalidad, pero el hombre se había mostrado tan agresivo que se
habían visto obligados a acabar con él en legítima defensa.
La investigación había permitido identificarle como uno de los lavanderos que
trabajaban como auxiliar del Lugar de Verdad. Sus colegas no le apreciaban
demasiado y probablemente nadie iba a echarle en falta. Se sospechaba, incluso, que

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se había entregado a pequeños latrocinios, y los demás lavanderos pusieron de relieve
su arrogancia y su agresividad.
El jefe Sobek confirmó aquellos testimonios, y como el caso había tenido un
epílogo tan trágico como definitivo, había que archivarlo inmediatamente.
Méhy ya no se extrañaba de la suerte que seguía acompañándole en todos sus
actos; todas sus empresas eran coronadas por el éxito y reforzaban su posición porque
adoptaba las iniciativas adecuadas en el momento adecuado. Estaba convencido de
que el lavandero iba a reaccionar como un imbécil y de que se condenaría a sí mismo.
Una vez desaparecido, Daktair estaba fuera de alcance y el comandante utilizaría la
información con toda tranquilidad.
Pero era preciso no cometer ninguna imprudencia: esta vez iba a ser imposible
utilizar de nuevo a la policía. Se dirigió, pues, a su esposa Serketa.
—Voy a describirte a un hombre y tú intentarás descubrirlo cuando baje de la
barcaza procedente de la orilla oeste. Luego, le seguirás hasta el lugar a donde se
dirija.
—¡Pero hay muchas barcazas cada día!
—Sólo deberás vigilar las primeras, por la mañana temprano.
—¡Pero ya sabes que me horroriza levantarme pronto, querido!
—No vas a negarme este favor, Serketa.
—¿Y si la tarea durase varios meses?
—Es una misión importante palomita mía, y sólo puedo confiártela a ti.
—¿Qué me ofreces?
—¿Deseas joyas nuevas?
—No te diré que no… Comienzo a cansarme de las antiguas. Hay un orfebre en
Menfis que fabrica unos magníficos collares de turquesas, pero desgraciadamente
está desbordado de trabajo.
—No te preocupes, para ti no lo estará.

Al decimoctavo día de acecho, Serketa descubrió al artesano, que había cogido la


segunda barcaza de la mañana.
Resultó fácil seguirle, y le vio entrar en un almacén donde se amontonaban
muebles de distinta calidad. Satisfecha de sí misma, Serketa se pasó suavemente el
índice por la garganta que, muy pronto, sería adornada por un espléndido collar de
turquesas.

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69

C uando Paneb entró en el taller del Trazo, próximo a la sala de reunión del equipo
de la derecha, le extrañó encontrar allí a Nefer el Silencioso en compañía de
Gau el Preciso. Ambos hombres estudiaban un papiro que se titulaba: «Ejemplo de
cálculo para sondear la realidad y conocer lo que es oscuro». Estaba cubierto de unos
signos matemáticos que el joven no había visto nunca.
—¿Ese papiro tiene algo que ver conmigo? —preguntó.
—El arquitecto de los mundos ordenó los elementos de la vida de acuerdo con la
proporción y la medida —repuso Gau—, y nuestro mundo puede ser considerado
como un juego de números. Considéralos como fuentes de energía y tu pensamiento
nunca permanecerá estático. En nuestra tradición, el pensamiento geométrico preside
la expresión matemática. Se basa en el uno, que se desarrolla, se multiplica y vuelve a
sí mismo. El arte del Trazo consiste en poner de relieve la presencia de la unidad en
toda forma viviente.
—Tu propio cuerpo existe porque es un conjunto de proporciones, y necesitarás
esta ciencia para que tu mano actúe de un modo inteligente —observó Nefer—. Pero
no practiques la geometría por la geometría o las matemáticas por las matemáticas;
quienes cayeron en estos errores quedaron atrapados en el engaño de un saber estéril.
—Traza un triángulo —ordenó Gau.
Paneb cogió un pincel muy fino y dibujó un triángulo.
—He aquí uno de los modos más sencillos de representar la luz solar de un modo
abstracto —precisó su profesor—; pondremos tu aprendizaje del Trazo bajo su
protección. Los antiguos afirmaban que permite percibir los secretos del cielo, de la
tierra y de las aguas, comprender el lenguaje de los pájaros y los peces, y adoptar
todas las formas que se deseen.
—¡Manos a la obra, pues!
Nefer advirtió que su amigo sentía una sed insaciable de aprender y que había
hecho bien ayudando a Gau el Preciso, que no disponía de la energía necesaria para
enseñar durante horas.
Paneb dominó en seguida las cuatro operaciones básicas, descubrió las potencias
y las raíces, resolvió fácilmente las ecuaciones, aunque sin alejarse nunca de una
aplicación práctica, como la fabricación de un par de sandalias o la vela de una barca.
Tomó así conciencia de que ninguna de las obras producidas por los artesanos del
Lugar de Verdad se hacía al azar. Se tratara de divisiones, multiplicaciones o
extracción de raíces, Ardiente fue invitado a remitirlos al primer proceso de la
adición. En el sistema decimal, utilizaba fracciones unitarias, con un numerador igual
a la unidad, a excepción de >[z]/3, y se arreglaba con las tablas que le confiaron para
comprobar el resultado de sus ejercicios.

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—El jeroglífico de la boca simboliza la fracción primordial, pues todas las formas
brotaron de la boca de nuestro protector, el dios Ptah, que creó el mundo con el Verbo
—reveló Gau—. Ahora, traza un círculo.
La mano de Paneb no tembló en absoluto.
—Te mostraré cómo se calcula la superficie de un círculo. Resta >[x]/9 de su
diámetro; eleva el resultado al cuadrado y obtendrás así la superficie[8], lo que nos
resulta indispensable para evaluar, por ejemplo, el volumen de un granero de forma
cilíndrica. Todo esto te resultará útil cuando te halles ante una pared, pues tendrás que
organizar el espacio en función de las leyes de armonía.
Nefer el Silencioso desenrolló otro papiro, que dejó a Paneb mudo de
estupefacción.
En él se había dibujado una cuadrícula con tinta roja, en la que se había incluido
un hombre de pie, dibujado en negro. Cada parte de su cuerpo correspondía a un
número concreto de cuadros.
—Esta representación se basa en el módulo de las dieciocho unidades: seis
cuadros de la planta de los pies a las rodillas, nueve hasta las nalgas, doce hasta los
codos, catorce y medio hasta las axilas, dieciséis hasta el cuello, dieciocho hasta el
pelo. Así se descifra la armonía de un cuerpo humano, así puedes dibujarla sin
traicionarla. Pero se trata sólo de un ejemplo y no de un sistema rígido; el maestro de
obras tiene la capacidad de adoptar otras plantillas que remitan a otros juegos de
proporciones.

Paneb el Ardiente y Nefer el Silencioso estaban sentados uno junto a otro, bajo la
bóveda estrellada.
—Ignoraba que iba a ser tan extraordinario… o, mejor dicho, no, mi instinto lo
sabía desde siempre e hice bien haciéndole caso. ¿Por qué habré perdido tanto
tiempo?
—Tranquilo, Paneb, no has perdido ni un solo segundo. Las pruebas te han ido
preparando para vivir intensamente momentos como éste y aprender con la rapidez
que te caracteriza. Pero esto es tan sólo el comienzo; en cuanto sea posible, irás a
estudiar las pirámides. Será una nueva etapa en tu camino.
—¿Irás tú conmigo?
—Si el jefe de equipo me autoriza a ello, sí.
—Has sido admitido en la Morada del Oro, ¿no es cierto?
Nefer dudó en responder.
—Uabet la Pura me ha hablado de ello.
—Ha hecho bien.
—Sé que debes guardar silencio, pero dime al menos si volviste a ver la luz que

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atraviesa la materia.
—Existe, Paneb. Tú también la descubrirás, si te realizas en la disciplina que has
elegido.
—Cuando se abre una puerta, en esta aldea, detrás hay diez más… Pero me gusta.
¿Has entrado en la morada de eternidad de Ramsés el Grande?
—El Valle de los Reyes no va a decepcionarte.
—¿Yo también trabajaré allí?
—¿Acaso no es ése el destino de un dibujante del Lugar de Verdad?
—Estoy preparado.
—Todavía no, Paneb. Aún no has apaciguado el ojo.
—No comprendo…
—El universo es un ojo gigantesco cuyas partes están dispersas por nuestra
mirada. Sin embargo, él guía nuestra mano e inspira nuestras obras. Tenemos el deber
de reconstruir este ojo pero, antes, hay que apaciguarlo para que no se aleje de
nosotros.
Paneb seguía sin comprender, pero sentía que su amigo acababa de abrirle una
nueva puerta. Contemplando la bóveda estrellada, advirtió la presencia del ojo
completo que, algún día, sabría plasmar con el dibujo.

Tran-Bel comía y bebía con placer y avidez. Era un hombre rechoncho, con el
pelo negro y grasiento, de ancho pecho, y los dedos de los pies y las manos rollizos
como los de un bebé. Era de origen libio, pero no había conseguido hacer fortuna en
su país, por lo que se había establecido en Tebas, donde la suerte le había sonreído.
Era un comerciante desalmado, desprovisto de cualquier moral, al que sólo le gustaba
comprar y seguir comprando, aunque sus métodos fueran poco recomendables a
veces. Prudente y taimado, Tran-Bel no había despertado la suspicacia de las
autoridades y gozaba, incluso, de una buena reputación.
—Preguntan por usted, patrón —le advirtió uno de sus obreros.
—Ahora no tengo tiempo.
—Deberíais ir a ver, de todos modos… Parece ser un tipo importante.
«Será otro vendedor despreciable», pensó Tran-Bel, que iba a librarse del intruso
con cuatro palabras bien dichas.
Pero su sorpresa fue grande.
El hombre que estaba en el umbral de su almacén tenía un rostro parecido al suyo.
No era un sosias, pero algunos rasgos comunes podrían haber hecho pensar en un
hermano.
—¿Qué quieres de mí, amigo?
—¿Eres Tran-Bel?
—Aquí soy el patrón y ahora estoy muy ocupado.

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—Vayamos a un lugar más tranquilo.
—¿Crees que puedes darme órdenes?
—Estoy convencido de ello, en mi calidad de Tesorero principal de Tebas y
comandante de las Fuerzas Armadas.
Tran-Bel tragó saliva.
Como muchos, había oído hablar del tal Méhy, al que se describía como un gestor
implacable a quien no había que plantar cara. Pero ¿por qué un dignatario de tan alto
rango se interesaba por él?
—Seguidme… Tengo un rincón donde guardo mis archivos.
Tran-Bel sintió que su suerte acababa de cambiar. ¿Qué error habría cometido
para que irrumpiera en su vida tan temible personaje?
El reducto, lleno de tablillas de escritura, era oscuro y estaba apartado de la
agitación del taller.
—Queréis ver mis cuentas, ¿no es cierto?
—No me interesa que seas un pequeño estafador que roba a su clientela y al fisco,
pero utilizas ilegalmente los servicios de un artesano del Lugar de Verdad y eso es un
grave delito que puede recibir un severo castigo.
Aterrado, Tran-Bel ni siquiera pensó en negarlo.
—No me di cuenta… Estábamos en un mercado, él dijo que uno de mis taburetes
carecía de solidez, discutimos, me propuso fabricar algunos de mejor calidad,
siempre que compartiéramos los beneficios… Desde entonces, viene aquí y produce
unas piezas muy hermosas.
—Y tú las vendes muy caras sin declararlas a la administración.
—¡Sólo ha sido un descuido, y prometo que lo enmendaré!
—De ningún modo.
Tran-Bel no creía lo que estaba oyendo.
—Probablemente fuiste tú quien hizo proposiciones deshonestas al artesano, pero
sólo importa el resultado. Olvidaré tu tráfico siempre que me indiques las idas y
venidas de tu cómplice, la naturaleza de los trabajos clandestinos que realiza para ti y
el montante de sus beneficios ocultos.
—A vuestro servicio —dijo el libio, más relajado—. ¿Deseáis también… una
pequeña comisión sobre mis beneficios?
La fría mirada de Méhy le aterrorizó.
—Cuando tomo, lo tomo todo —advirtió el comandante—. Intenta no olvidarlo y
mantenme informado. Además, no debes decir ni una palabra a nadie sobre nuestro
pacto. Al menor paso en falso, serás aniquilado.

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70

U abet la Pura no cedía ni una pulgada de terreno a su enemigo: el polvo. Todos


los días limpiaba la casa de arriba abajo, y fumigaba por completo una vez a la
semana. Como buena ama de casa que era, la joven sabía que la higiene era la base de
una buena salud. Además de limpia, Uabet era muy ordenada; excesivamente
ordenada para el gusto de Paneb.
Por eso, cuando Ardiente regresó del taller del Trazo donde había perfeccionado
su geometría, se extrañó al comprobar que una silla no estaba en su lugar habitual y
que uno de los vestidos de su esposa estaba tirado de cualquier forma sobre un
taburete. Era evidente que había sucedido algo que había trastornado a Uabet la Pura.
—¿Estás ahí?
—En la alcoba —respondió una voz débil.
Paneb descubrió a su esposa tumbada en la cama con una almohada bajo su
cabeza.
—¿Te encuentras mal?
—¿Sabes que hay unos canales que salen del corazón para desembocar en los
demás órganos? Clara me lo ha enseñado cuando he ido a consultarle. En el corazón
se forman las simientes vitales, entre ellas el esperma; Clara también me ha enseñado
que la procreación era el encuentro de dos corazones.
—Estás intentando decirme que…
—Espero un hijo tuyo, Paneb. Turquesa utiliza productos anticonceptivos, yo no.
El joven coloso estaba atónito. No había previsto aquella prueba.
—No te preocupes, yo me ocuparé de él como de la casa. ¿No sientes curiosidad
por ver si se parece a ti?
Ardiente sonrió y tomó con dulzura las manos de su esposa entre las suyas.
—Tengo que reconocer que despiertas un poco mi curiosidad… Pero tendrás que
descansar.
—Cuando esté muy cansada, pediré ayuda a una o dos sacerdotisas de Hator.
Entre compañeras, solemos ayudarnos.
Uabet la Pura había temido que Paneb la rechazara al conocer la noticia, pero el
futuro padre parecía estar en estado de shock. Ella sabría curarle de aquel ligero
malestar.

Méhy detestaba el derecho egipcio. En la casi totalidad de los demás países,


podría haber repudiado sin dificultades a una mujer que sólo le daba hijas; en la tierra
de los faraones, era imposible. Además, a pesar de sus manejos jurídicos, en el límite
extremo de la legalidad, el tesorero principal de Tebas no conseguiría despojar a
Serketa de su fortuna. Como Méhy no soportaba verse privado de nada de lo que

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había adquirido, tendría que soportar a su esposa hasta su muerte. Un divorcio
resultaría una catástrofe financiera y una muerte súbita parecería sospechosa y le
supondría problemas que mancharían su reputación.
Además, Serketa compartía graves secretos y, en un momento de extravío, podría
tener la molesta idea de irse de la lengua. Así pues, a Méhy sólo le quedaba una
solución: convertirla en una cómplice ideal.
Tras haberle regalado el costoso collar con el que soñaba, la invitó a un largo
paseo de enamorados por el Nilo. Una pequeña sierva nubia, encantada de que la
hubieran contratado tan poderosos personajes, les sirvió golosinas y zumos de frutas.
—Hacía tiempo que no me tratabas con tanta amabilidad —se extrañó ella.
—¿Te gusta el collar?
—No está mal… ¿Qué quieres proponerme?
—Quiero que trabajemos juntos.
—¿De igual a igual?
—Soy un hombre y tú una mujer, yo dirijo. Pero necesito una asociada muy
activa.
Serketa se mostró interesada. ¡Por fin iba a escapar del tedio que volvía a
asfixiarla! Y su encantador esposo ignoraría siempre el peligro del que acababa de
escapar.
Serketa había sentido miedo, y había decidido librarse de él. Y cuando estaba
buscando el mejor modo de hacerlo, su esposo le ofrecía una alianza que prometía ser
apasionante.
—Por qué no, siempre que no me ocultes nada.
—Naturalmente, querida.
—Comencemos por la noche en la que saliste a buscar un expediente.
—¿Qué tiene de extraño?
—Regresaste sin el expediente que tanto deseabas consultar.
—Eres muy observadora, Serketa.
—¿Adonde fuiste aquella noche?
—¿Realmente quieres saberlo?
—¡No hay nada que desee más!
—Ten cuidado, paloma mía. Serás mi aliada pero también mi cómplice, y no
podré tolerar la menor indiscreción por tu parte.
Serketa estaba muy excitada por la idea de llevar una vida llena de peligros y
emociones.
—Acepto las reglas del juego.
Méhy habló largo rato sin omitir detalle alguno. Y advirtió pasmo y envidia en la
mirada de su mujer.
—Primero habrá que actuar con mucha discreción, pero luego nuestro éxito será

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brillante —dijo ella—. ¿Crees, realmente, que puedes contar con el tal Daktair?
—Es abúlico, trapacero, competente, está ávido de riquezas y poder. Unas
cualidades útiles… Abry me parece menos seguro, pero será sólo un relevo temporal.
¿Estás dispuesta a cumplir tu primera misión?
Serketa se arrojó al cuello de Méhy.
—¡Habla, pronto!
—Te lo advierto, es muy importante.
—Mejor así, no te decepcionaré.
Méhy explicó a Serketa lo que esperaba de ella. Luego se retiraron a la cabina
central del barco, donde él la poseyó con su habitual violencia.

Tras los ritos matinales, Clara ayudaba a la mujer sabia, que recibía a los
habitantes de la aldea para curar tanto su físico como su psique. La esposa de Nefer
había aprendido a escuchar a los pacientes, a calmar a los niños que lloraban, a
terminar con las angustias y a devolver el optimismo a quienes carecían de él.
La mujer sabia poseía un poderoso magnetismo. Aplicaba las manos en las zonas
doloridas y hacía desaparecer los dolores. Clara procuraba que en la enfermería no
faltaran remedios, la mayor parte de los cuales fabricaba ella misma; el resto era
entregado, en el Lugar de Verdad, por el Departamento de Salud Pública, al que los
propios faraones habían concedido siempre una gran importancia.
La mujer sabia hablaba poco, pero permitía que Clara progresara día a día
transmitiéndole su experiencia e insistiendo más en sus fracasos que en sus éxitos,
para obtener de ellos lecciones para el porvenir.
Desde que había sido recibido en la Morada del Oro, Nefer trabajaba sin descanso
en la obra que le habían encargado, y se mostraba más silencioso aún que de
ordinario. Clara percibía cada una de las vibraciones de su alma, y se limitaba a
mirarle con complicidad para hacerle comprender que unía sus fuerzas a las de él.
La jornada había sido agotadora; ninguna enfermedad grave que curar, pero sí una
ininterrumpida serie de pequeñas preocupaciones y una cotidianeidad más
abrumadora que de ordinario. Clara estaba impaciente por volver a casa y dormir.
—Ven conmigo —exigió la mujer sabia.
Clara hizo uso de sus últimas energías para seguir a su guía, que salió de la aldea
y tomó el camino de la cima, mientras el sol se ponía.
Era la hora en que las serpientes y los escorpiones salían de su escondrijo, pero
ambas mujeres no los temían.
Cada vez que trepaba por los sinuosos senderos de la montaña, la mujer sabia
parecía recuperar la juventud perdida. Pese a su fatiga, Clara tuvo menos dificultades
para seguirla que de costumbre. La hermosa melena blanca de la mujer sabia brillaba
como un sol e iluminaba la pendiente, cada vez más empinada, que llevaba a un

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oratorio excavado en la roca.
Desde aquel promontorio se divisaba todo el territorio del Lugar de Verdad, los
valles secretos donde resucitaban los faraones y sus esposas y los templos de millones
de años donde vivía eternamente su ka.
La mujer sabia levantó las manos frente al oratorio en signo de plegaria.
—Los hombres son las lágrimas de Dios —dijo—, y sólo los dioses nacieron de
su sonrisa. Bien provistos, sin embargo, estuvieron los hombres, rebaño de Dios, pues
creó el cielo y la tierra para sus corazones y el aliento para su nariz. Para ellos, que
son sus imágenes, creó también todos los alimentos. Pero se rebelaron contra él y
prefirieron el desorden a la armonía. Cuando la raza humana se extinga, cesará el
tumulto y el silencio volverá a esta tierra. Y tú, su diosa, recrearás la belleza de los
orígenes.
Una enorme cobra real, orgullosamente erguida, salió del oratorio. Sus ojos
estaban enrojecidos y parecían lanzar dardos de fuego.
—Venerada Mensajera, la que ama el silencio, la diosa de la cima y la protectora
del Lugar de Verdad —dijo la mujer sabia a Clara—. Cuando yo me haya ido al
Occidente, que sea ella tu guía y tu mirada.

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71

N efer el Silencioso debía expresar lo que había percibido en la Morada del Oro.
Había vivido el ritual más secreto del Lugar de Verdad y descubierto los
misterios esenciales que allí se transmitían, pero ¿era realmente digno de ello?
Para saberlo, la cofradía le exigía una obra que probara, a la vez, su capacidad
técnica y su grado de sensibilidad. No se le había dado recomendación alguna ni
impuesto ningún criterio. A Nefer le tocaba hacer balance de los años pasados en la
aldea, obtener las principales enseñanzas y moldear el objeto que recibiera la
aprobación de los jefes de equipo y los demás iniciados de alto rango.
De acuerdo con su costumbre, Silencioso había dedicado mucho tiempo a
reflexionar. Varios proyectos se entremezclaban en su cabeza, pero su corazón había
elegido ya. Tras haber recibido la aprobación de Clara, se había presentado ante Neb
el Cumplido que, aquella misma noche, le había llevado a la capilla de Hator que
había sido levantada por el faraón Seti, el padre de Ramsés.
Nefer había subido la escalera que conducía al pilono de entrada, había cruzado el
umbral, atravesado un patio al aire libre y, luego, había seguido por un camino
enlosado que llevaba a un segundo patio. Allí había sido purificado y se había
recogido ante una mesa de ofrendas.
Luego le habían librado el acceso a una sala cubierta, con el techo plano sostenido
por dos columnas y un suelo enlosado. A lo largo de las paredes había unas banquetas
de piedra que estaban ocupadas por los jueces. Al fondo, una puerta flanqueada por
estelas que mostraban al faraón ante Hator; daba acceso al santuario, donde la
divinidad brillaba en secreto.
Nefer sabía que aquel tribunal no sería indulgente y temía su veredicto. Si se
había equivocado, arruinaría todos los esfuerzos realizados desde su admisión.
—¿Qué te han enseñado las divinidades? —preguntó el jefe de equipo de la
izquierda.
—He intentado percibir el fulgor de Ra, la creación de Ptah y el amor de Hator.
—¿Cuáles son las cualidades necesarias para llevar a cabo una obra? —preguntó
el jefe del equipo de la derecha.
—La toma de conciencia de la vida en todas sus formas, la generosidad del
corazón, la coherencia del ser, la capacidad de dominio y el poder de concreción.
Pero sólo tienen valor si llevan a la plenitud y a la paz, y ningún artesano ha
alcanzado nunca los límites del arte.
—Muéstranos tu trabajo.
Nefer el Silencioso retiró el velo que cubría una estatua de madera dorada. Sólo
medía un codo[9], y representaba a la diosa Maat sentada y sosteniendo el signo de la
vida.

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Unesh el Chacal merecía su nombre. Su rostro, alargado y fino, hacía pensar en su
animal protector, y el dibujante se desplazaba con la rapidez y la agilidad del
depredador, una de cuyas tareas principales era librar el desierto de sus cadáveres.
Encerrado, perpetuamente al acecho, con una mirada inquisidora, Unesh parecía
preñado por una violencia difícil de contener.
A Paneb no le gustaba demasiado y no esperaba nada bueno de él. Así, cuando lo
encontró con los brazos cruzados ante la puerta cerrada del taller del Trazo, se
preparó para un inevitable conflicto.
—¿Me cierras el paso, Unesh?
—¿Me crees capaz de ello?
—¡Ahora formo parte de tu clan! Déjame entrar.
—¿No deseas saber algo más sobre los secretos del oficio?
Paneb contempló a Unesh el Chacal con interés y desconfianza a la vez.
—Algunos aprenden el oficio en los talleres; yo prefiero lugares más peligrosos.
Sígueme, si tienes valor.
Ardiente no vaciló. Sin correr, Unesh se desplazaba con pasmosa rapidez.
Atravesó la zona desértica, se metió en un trigal y penetró en un bosquecillo de cañas,
a orillas de un canal.
—Boca abajo —ordenó.
Molesto por los mosquitos, Paneb se untó de barro. Se tumbó a la derecha del
dibujante y vio pasar una serpiente de agua.
—Observa —recomendó Unesh.
Paneb admiró un ibis que se movía con elegancia, como si ejecutara una danza
perfectamente regulada.
—¿Qué estás mirando?
—La regularidad de su marcha… Su paso siempre es el mismo.
—El paso del ibis equivale a un codo. Él, encarnación del dios Thot, nos revela
esa medida fundamental que se inscribe también en el antebrazo del dios. El nombre
de «codo», meh, es sinónimo de términos que significan «pensar», «meditar»,
«concluir», «estar completo, lleno», pues el conocimiento del codo te permitirá
percibir la regla del universo. Ahora, puedes volver al taller.

Para Ardiente, el descubrimiento del codo que el dios Thot utilizaba para medir la
tierra sería un momento inolvidable. Asimiló pronto su división en siete palmas y
veintiocho dedos y, cuando recibió del maestro de obras una pequeña silla plegable
que utilizaría durante su trabajo, Paneb tuvo la sensación de ser el depositario de un
tesoro de inestimable valor.
Así, uno de los secretos esenciales de la obra estaba presente en el cuerpo del ibis
que el joven coloso había mirado tantas veces sin verlo. Comprendió que las

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divinidades se expresaban constantemente a través de la naturaleza y que sería
preciso abrir más los ojos y los oídos para percibir su mensaje.
La actitud de los dibujantes había cambiado. Gau el Preciso enseñaba con menor
frialdad, Pai el Pedazo de Pan guiaba de buena gana la mano de su nuevo colega, y
Unesh el Chacal insistía sobre el juego de los colores. Conducido por esos tres
expertos artesanos, Paneb asimilaba fácilmente los imperativos técnicos que su
hirviente naturaleza hubiera rechazado de buena gana.
Cada anochecer limpiaba el taller sin que se lo hubieran ordenado. Antes de
regresar a casa, dibujaba en un fragmento de calcáreo un carro, un perro o un hombre
caminando, luego hacía mil pedazos de aquellos esbozos. Paneb estaba convencido
de que algún día su mano sabría crear figuras perfectas.
Al caer la noche, salió del taller y se topó con el jefe Sobek.
—Te estás convirtiendo en un verdadero profesional, Paneb.
—¿Y eso te disgusta?
—Veo que continúas siendo tan agresivo, muchacho; esta actitud te jugará malas
pasadas.
—¿Qué quiere de mí el jefe de seguridad?
Paneb plantó cara al nubio. El enfrentamiento parecía inevitable.
—Sinceramente, no me caes muy simpático —advirtió el policía—, pero tengo la
seguridad de que no eres un mentiroso.
—Si me acusas de decir mentiras, lo lamentarás.
—Dime entonces la verdad: ¿asesinaste tú a uno de mis hombres en la montaña?
—¿Te has vuelto loco?
—Así pues, ¿afirmas que eres inocente?
—¡Claro que sí!
—Sospeché de ti, pero creo que dices la verdad.
—Atreverse a sospechar de mí… Voy a romperte la cara, Sobek.
—Serías detenido y condenado… Te aconsejo que sigas trabajando duro.
«No fue él», pensó Sobek mientras se alejaba. El jefe de seguridad no lamentaba
su andadura. Le había ilustrado sobre Paneb y le devolvía a la pista que había
intentado olvidar: la de Abry, el administrador principal de la orilla oeste.
Si avanzaba en esa dirección, el nubio podía ver su carrera destrozada. Pero su
conciencia le impedía comportarse como un cobarde.

Nefer y Clara permanecieron abrazados en la terraza de su casa hasta que el ardor


del sol resultó insoportable. Tras haberse amado, habían dormido el uno en brazos del
otro, soñando con aquella memorable velada durante la que Silencioso había sabido,
por propia boca del maestro de obras, que su estatuilla de Maat había sido reconocida
como «justa de voz» por el tribunal del Lugar de Verdad. Dada la calidad de su

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ejecución, se depositaría en el tesoro del templo.
Maestro escultor en la Morada del Oro, Nefer se consagraría, en adelante, a
modelar estatuas que sirvieran de receptáculo para la potencia creadora esparcida por
el universo. Pondría en práctica las enseñanzas recibidas dándole vida a la piedra, y
participaría, así, en la transmisión de la misteriosa luz que ningún material podía
detener. Tal vez comenzara por esculpir una estatua del escriba Ramosis, sentado con
las piernas cruzadas, para que sirviera de modelo a los escolares que aprendieran los
jeroglíficos.

La mujer sabia estaba sentada ante ella, a pleno sol. Aquella insólita postura
preocupó a Clara, que temió que fuera víctima de algún malestar. Pero la mujer sabia
le habló con voz tranquila.
—No curaré a nadie hoy. ¿Estás dispuesta a sustituirme?
—Haré todo lo que pueda… ¿Estáis enferma?
—Debo pasar la jornada en el templo para intentar apaciguar a Sejmet, la
implacable diosa leona.
—¿Acaso algún peligro amenaza a la aldea?
—Sí, Clara. Un gran peligro.

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72

N efer estaba preocupado.


—«Un gran peligro»… ¿La mujer sabia no ha dicho nada más?
—No —repuso Clara—; se ha marchado al templo.
—La mujer sabia no suele hablar a la ligera… Si ha hablado de la terrorífica diosa
leona, la amenaza es muy seria.
—¿En qué estás pensando?
—No lo sé… Realmente no lo sé. La aldea se halla bajo la protección de Ramsés
el Grande y nadie se atrevería a discutir su autoridad.
Clara no podía emitir ninguna hipótesis seria, pero había comprobado que la
mujer sabia era una auténtica vidente. Su predicción no podía ser tomada a la ligera,
pero ¿cómo luchar contra un peligro cuya naturaleza ignoraba?
Karo el Huraño llamó a la puerta.
—El jefe de equipo desea ver a Nefer… Es muy urgente.
Varios miembros del equipo de la derecha se habían reunido ante la morada de
Neb el Cumplido. Silencioso entró cuando la mujer sabia salía de la alcoba del
maestro de obras.
—Son sus últimos momentos —reveló—. Apresúrate.
De repente, Nefer se dio cuenta de la realidad que ocultaba el equipo de la
derecha: Neb el Cumplido era un hombre de edad y la vejez había dejado,
bruscamente, de respetarle. Su robustez parecía invencible, pero sus defensas habían
cedido repentinamente, hasta el punto de dejarle casi irreconocible.
El maestro de obras estaba sentado en un sillón cuyas patas tenían forma de
garras de león. Llevaba un vestido de ceremonias que resaltaba su dignidad. Su
respiración era rápida y su mirada parecía agotada.
—Mis años han transcurrido apaciblemente —le dijo a Nefer—. No he actuado
contra la regla de nuestra cofradía y no he cometido actos desviados. Tú te has
convertido en un aplicado escultor, al que todos aprecian, pero tendrás que aprender a
dirigir. Intenta actuar siempre de un modo eficaz, para que tu manera de gobernar sea
irreprochable. Haz que te respeten en función de tu competencia y de la tranquilidad
de tus palabras, y da órdenes sólo cuando las circunstancias lo exijan. No permitas
que un mediocre adopte directrices o dicte consignas, pues estropearía la obra y
sembraría el desconcierto. Recuerda que grande es el grande cuyos grandes son
grandes, y venerable es aquel que se rodea de seres nobles de espíritu. Tu tarea no
será fácil, pero me voy tranquilo, pues sé que ningún peso será excesivo para tus
hombros.
La cabeza de Neb el Cumplido se inclinó lentamente, como si saludara a su
sucesor.

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—Me niego —dijo Nefer a Kenhir—. Neb el Cumplido era para mí un maestro y
un modelo, por eso me niego a sucederle. Mi único objetivo es servir a la cofradía y
al equipo de la derecha, no dirigirlo. La confianza de Neb el Cumplido me conmueve
en lo más hondo, pero ha sobreestimado mi capacidad.
—Ahora no es momento de juzgarte a ti mismo —repuso el escriba de la Tumba
—. Neb el Cumplido, con la ayuda de su experiencia y su lucidez, sólo ha avalado la
decisión tomada por Ramosis. El escriba de Maat te había reconocido como el futuro
jefe del equipo de la derecha y maestro de obras de la cofradía. El Lugar de Verdad te
ha transmitido su ciencia y has visto la luz en la Morada del Oro. Si quieres
permanecer fiel a la palabra dada y respetar a Maat, cumple la función a la que estás
destinado.
Nefer buscaba argumentos para convencer a Kenhir y hacerle cambiar de opinión.
Pero ¿cómo podía oponerse a Ramosis, elevado al rango de «antepasado de espíritu
luminoso y eficaz»? Sin embargo, aún tenía una última posibilidad de escapar.
—¿Mi nombramiento no debe ser aprobado unánimemente por los miembros del
equipo de la derecha?
—Es indispensable, en efecto, pues nadie puede dirigir sin ser amado y
reconocido por el corazón de aquellos a quienes dirige. Hoy mismo serán
consultados.
Paneb el Ardiente detestaba los funerales. Turquesa se negaría a hacer el amor,
Uabet la Pura pasaría largas horas en el templo con las sacerdotisas de Hator, se
interrumpiría el trabajo, los talleres estarían cerrados… Y como se trataba de la
muerte de un jefe de equipo, los funerales iban a ser grandiosos y el período de luto
interminable. Se distraería dibujando caricaturas de unos y otros, para seguir
ejercitando su mano, que comenzaba a asimilar el trazo y las proporciones.
Para Ardiente, Neb el Cumplido había sido siempre un hombre misterioso y
lejano, con el que había mantenido pocos contactos; de modo que no se desharía en
lamentos hipócritas. Sin embargo, había sentido un real respeto por el difunto
maestro de obras que, tras haberle abrumado con sus pruebas, le había abierto la
puerta del clan de los dibujantes. Paneb mordisqueaba pescado seco cuando entró en
su casa un Nefer visiblemente presa de una gran turbación.
—Siéntate y bebamos… Lo necesitas.
—Te considero un amigo, Paneb, y espero que el sentimiento sea recíproco.
—Dime quién te ha molestado y lo arreglaré en seguida.
—Ya me salvaste la vida una vez… ¿Quieres volver a hacerlo?
—¡Por todos los demonios del desierto! ¿Qué sucede?
Nefer se sentó en una estera.
—El escriba de Maat, Ramosis, el maestro de obras Neb el Cumplido y el escriba

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de la Tumba, Kenhir, me han elegido como nuevo jefe de equipo.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Paneb.
—¡Tenía que suceder tarde o temprano! Qué estupenda noticia… Fíjate, con tu
rigor innato y tu afición al trabajo perfecto… No vamos a divertirnos todos los días,
pero, pensándolo bien, no estamos aquí para eso. ¡Levántate que quiero darte un
abrazo!
—Tienes que votar contra mí, Paneb.
—¿Qué estás diciendo?
—No deseo cumplir esa función. Ahora bien, el último peldaño que debe
franquearse es el reconocimiento unánime, de corazón, de los miembros del equipo.
Si eres realmente un amigo…
—¡Apruebo tu nombramiento diez veces más que una! Y si uno de nosotros
cometiera el error de discutirlo, tendríamos un enfrentamiento breve pero intenso.
Has nacido para vivir en el Lugar de Verdad, Silencioso; te lo ha dado todo y, hoy, le
demostrarás tu gratitud dirigiéndolo.

Clara le dijo lo mismo que Paneb, aunque con otras palabras, y aprobó las
decisiones de Ramosis, de Neb el Cumplido y de Kenhir. Clara le dijo también que el
difunto escriba de Maat había consultado con la mujer sabia, cuya visión
correspondía a la suya.
Ni siquiera ante su esposa, Nefer había encontrado consuelo alguno. Esperaba que
los miembros de más edad del equipo de la derecha emitieran opiniones negativas,
criticaran su inexperiencia o su carácter, y provocaran una deliberación que obligara a
Kenhir a proponer otro nombre para el cargo.
Pero nadie discutió la designación de Nefer el Silencioso como sucesor de Neb el
Cumplido y, muy al contrario, todos se alegraron. El nuevo jefe de equipo había
superado todos los grados de la jerarquía sin alardear jamás de ello, no manifestaba
inclinación alguna al autoritarismo y disponía de las cualidades necesarias para la
realización de la obra.
En menos de una hora se celebraría la ceremonia de investidura, de la que Nefer
ya no tenía posibilidad alguna de escapar, salvo si emprendía la huida y abandonaba
la aldea definitivamente.
Clara posó tiernamente la cabeza en el hombro de su marido.
—A veces se cruzan ideas locas por nuestro pensamiento, pero son sólo
espejismos… Algunas luchas son vanas, no hay que malgastar energía.
Comprométete en el verdadero combate que deberás librar, la preservación y la
transmisión de nuestros tesoros.
—Yo sólo quería vivir tranquilamente contigo en esta aldea.
—Cierto día escuchaste la llamada y respondiste a ella. ¿Creías que no iba a

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repetirse? No eres invitado a ser simplemente tú mismo, sino a cumplir una función al
servicio de los demás y del espíritu de la cofradía. Así está bien y no debe ser de otro
modo.

Tras el período de luto que vio la justificación terrena y celestial de Neb el


Cumplido, Nefer el Silencioso había sido elevado a la dignidad de jefe del equipo de
la derecha del Lugar de Verdad en el secreto del templo dedicado a las diosas Maat y
Hator.
A sus treinta y seis años de edad, debía asumir la sucesión de los maestros de
obras que habían creado las moradas de eternidad de ilustres faraones en el Valle de
los Reyes y concebido muchas otras obras maestras, que habían hecho nacer gracias a
los múltiples talentos de la cofradía.
Cuando apareció en el umbral del templo, Nefer el Silencioso recibió una triple
ovación por parte de todos los aldeanos allí reunidos.
Al borde de las lágrimas, advirtió la magnitud de sus responsabilidades y añoró el
encantador tiempo del aprendizaje, cuando siempre era posible pedir ayuda a un
artesano más cualificado. En adelante le consultarían a él y él debería dar las
directrices, evitando errores que pudieran provocar graves consecuencias.
Kenhir, el escriba de la Tumba, entregó a Nefer el codo de oro que pasaba de jefe
de equipo a jefe de equipo. Cada una de sus veintiocho divisiones contenía el nombre
de una divinidad y el de la provincia que protegía, y la inscripción jeroglífica decía:
«Codo útil para ser un ser de luz, poderoso, de voz justa, marcado con el sello de la
vida y de la estabilidad».
De acuerdo con las palabras de Ra, la luz creadora, el codo del maestro de obras
encarnaba la regla del universo a la que tenía que adecuarse.
Clara fue la primera en besar al nuevo jefe de equipo y lo estrechó fuertemente
contra sí.

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73

C uando el artesano del Lugar de Verdad llegó al almacén de Tran-Bel, pensó que
la vida era más bien benévola. Había recibido una educación excepcional en la
aldea y adquirido un saber que le permitiría, hoy, vender su talento al mejor postor.
Desde que se había puesto en contacto con el mercader, realizaba su sueño
secreto: enriquecerse. Y tenía derecho a utilizar su tiempo libre como le placiera.
Durante el período de luto que había seguido a la muerte de Neb el Cumplido, el
artesano había permanecido en la aldea y había escrito una carta a Tran-Bel
proponiéndole una cita. Éste debía esperar con impaciencia nuevos objetos lujosos
destinados a una clientela de conocedores que pagaban bien.
—Voy a ver a tu patrón —dijo el artesano a un empleado.
—Está en su despacho.
El artesano atravesó el almacén para llegar a la habitación aislada y tranquila
donde Tran-Bel guardaba sus archivos. Empujó la puerta y se quedó de piedra ante
una mujer que llevaba una pesada peluca negra y los ojos muy maquillados.
—Perdonadme, creo que me he equivocado.
—Estás en el lugar adecuado —dijo Serketa—. Sé quién eres y lo que has venido
a hacer aquí. Cierra la puerta y hablemos.
—No os conozco y…
—El modo como cooperas con Tran-Bel no es muy lícito. Te hace cómplice de
estafa y eres merecedor de un severo castigo que iría acompañado por una exclusión
definitiva del Lugar de Verdad.
El artesano palideció de repente.
—Sabéis que…
—Lo sé todo. O me obedeces o tu carrera habrá terminado.
El hombre se acurrucó en una esquina del reducto. Serketa cerró dando un
portazo.
—¿Qué… qué queréis?
—No diré una palabra sobre tus trapichees y podrás seguir a tu aire, pero con una
condición: quiero saber todo lo que ocurre en la aldea.
—¡Imposible! Estoy sometido al secreto.
—Peor para ti, entonces. Mañana mismo serás denunciado al visir.
—¡No hagáis eso, os lo suplico!
—Si quieres evitar graves consecuencias, sólo te queda una solución: hablar.
Obedecer a aquella mujer diabólica suponía transgredir la regla de la cofradía,
romper un juramento y perder su alma…
—¿Quién sois? —preguntó el artesano.
Serketa esbozó una sonrisa feroz.

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—Lo tuyo no es hacer preguntas, pero te responderé de todos modos para
demostrarte que no tienes elección… Soy la esposa de un hombre importante y
poderoso cuya influencia no deja de aumentar y que sabrá recompensar a quienes le
hayan ayudado en su ascenso.
Al artesano empezó a interesarle la proposición de Serketa; tenía que haber sido
elegido jefe de equipo él y no Nefer. Si servía a un dueño poderoso, podría
enriquecerse y obtener el cargo que deseaba.
—¿Me dais tiempo para pensarlo?
—Exijo una respuesta aquí y ahora.
El artesano había servido a Maat, al Lugar de Verdad y a la cofradía a cambio de
muy escasos beneficios… ¿No iba ya siendo hora de servir, por fin, a su propia
causa?

El comandante Méhy tiraba al arco en el jardín de su lujosa propiedad. Clavaba


flecha tras flecha en un tronco de palmera, sin lograr calmar sus nervios.
¿Por qué tardaba tanto su mujer? Tal vez el artesano no había acudido a la cita
que le había propuesto a Tran-Bel… O, aún peor, Serketa había fracasado y no se
atrevía a presentarse ante su marido por miedo a que le pegara.
Méhy disparó de nuevo una flecha y falló. Furioso, pisoteó el arco con rabia.
—No era digno de ti —susurró una voz melosa—; comprarás uno mejor.
—¡Serketa! ¿Y bien?
Ella se arrodilló para abrazar las piernas de su dueño y señor.
—¡Éxito total!
—¿Acepta colaborar?
—Hemos tenido mucha suerte: es un hombre amargado, ávido de riqueza, artero e
hipócrita. No podríamos encontrar un aliado mejor. ¿Estás satisfecho de mí?
Méhy le arrancó la peluca, la levantó brutalmente y posó las manos en las mejillas
de Serketa.
—¡Juntos, pichoncito mío, obtendremos grandes victorias! ¿Cuántos artesanos
hay en la maldita aldea?
—Unos treinta. Las condiciones de admisión son muy rigurosas y deben respetar
la Regla de Maat.
Serketa le contó a su marido todo lo que le había dicho el artesano.
—Carecen de interés —consideró Méhy—. Sólo son viejos principios de moral
que pronto estarán caducos. ¿Quién dirige la cofradía?
—El jefe supremo es el faraón, que vela por la prosperidad de la aldea y no tolera
el menor ataque contra ella.
—Lo sé, lo sé… ¡Pero Ramsés no vive en la aldea!
—Tres personas se reparten el poder: el escriba de la Tumba, el jefe del equipo de

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la derecha y el del equipo de la izquierda. Los artesanos comparan su cofradía a un
barco, de ahí su división entre estribor y babor. El escriba de la Tumba, Kenhir, es el
representante del poder central y el administrador de la aldea; es mucho menos
querido que su antecesor, Ramosis, pues tiene un carácter difícil y arisco.
—¿Qué edad tiene?
—Sesenta y dos años.
—El tal Kenhir está, pues, al final de su carrera. Dentro de poco estará muerto o
le habrán sustituido. ¿Es corruptible?
—Según nuestro artesano informador, probablemente. Pero no estoy segura de
que el tal Kenhir conozca todos los secretos del Lugar de Verdad.
—¡Los jefes de equipo, en cambio, los conocen forzosamente!
—Sí, pues han sido admitidos en la Morada del Oro.
La excitación de Méhy no dejaba de crecer.
—¿Qué sucede allí?
—Nuestro informador no lo sabe.
—¡Te ha mentido!
—No lo creo —dijo Serketa, que retrocedió para evitar el temido bofetón—. No
basta la veteranía para ser admitido y tal vez no haya encontrado el medio de forzar la
puerta de ese misterioso lugar. Pero por qué perder la esperanza.
—¿Qué te ha revelado con respecto a los jefes de equipo?
—Kaha, el jefe de equipo de la izquierda, es un hombre de edad, muy austero,
especializado en la excavación de la roca y el tallado de la piedra. Nunca abandona el
territorio del Lugar de Verdad y parece fuera de alcance. El jefe del equipo de la
derecha, Neb el Cumplido, acaba de morir y ha sido sustituido por Nefer el
Silencioso, un hombre joven y sin experiencia.
—¿Por qué le han elegido a él?
—El escriba Ramosis le había designado y los responsables de la cofradía no se
han opuesto a su decisión.
—Un capricho de anciano… ¿Y nuestro informador qué opina del tal Nefer?
—Dice que es un buen escultor, un artesano lleno de espiritualidad, muy
vinculado al Lugar de Verdad, donde fue educado, pero que tendrá muchas
dificultades para cumplir con su función. No sabrá dirigir ni dar órdenes, y sin duda
será degradado.
—La decepción podría convertirle en un individuo frágil, animado por un deseo
de venganza… ¿Has obtenido una lista completa de los artesanos?
—Aquí está.
Serketa exhibió con orgullo un pedazo de papiro. Ahora, ella y su marido poseían
un secreto de Estado. El comandante leyó el documento y sólo se detuvo en un
nombre, pues los demás le resultaban desconocidos.

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—Paneb el Ardiente…
—Nuestro informador cree que nunca se integrará en la cofradía y será excluido
de ella por indisciplina.
—¡También éste va a caer en nuestras manos! Gracias a ti, Serketa, avanzamos a
pasos de gigante. Y es sólo tu primera misión.
La esposa de Méhy ronroneó. La avidez y el deseo de hacer daño habían hecho
desaparecer su tedio.

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74

A unque se aproximara el final de la estación seca y el comienzo de las


inundaciones, el calor era menos intenso que de costumbre y el cielo estaba
tormentoso desde hacía más de una semana. La mujer sabia había interrumpido sus
consultas, y había dejado a Clara al cuidado de su tarea.
Nefer, el nuevo jefe de equipo, concedió varios días de descanso a los artesanos,
de acuerdo con el escriba de la Tumba, y éstos habían festejado alegremente su
nombramiento. El período de las festividades concluía y Silencioso se disponía a
comunicar que se llevaría a cabo un programa de restauración de las más antiguas
tumbas de la aldea cuando, justo antes del alba, Nakht fue a avisarle.
—Delante de la gran puerta hay un mensajero del visir… Quiere ver a un
responsable en seguida.
Kenhir dormía aún; Kaha, el jefe del equipo de la izquierda, estaba enfermo.
Nefer, aunque estaba inquieto, no se apresuró. Nakht le abrió la puerta tras la que se
hallaba el mensajero, retenido por el guardián.
—¿Eres el maestro de obras?
—Dirijo el equipo de la derecha.
—He aquí el mensaje que comunicarás a los habitantes de la aldea: el halcón ha
emprendido el vuelo hacia el cielo, otro ha ascendido, en su lugar, al trono de la luz
divina.
Seguidamente, el hombre saltó sobre su caballo y se alejó al galope.
De pronto, Nefer comenzó a encontrarse mal.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nakht el Poderoso.
—Despierta a los aldeanos, del más joven al más anciano, que ayuden a los
enfermos a levantarse y caminar, y que se reúnan todos en el atrio del templo.
Nefer pasó a buscar a su esposa, que se disponía a salir.
—La mujer sabia no se equivocó. Nuestro protector acaba de desaparecer y la
aldea corre un gran peligro.
En pocos minutos, la pequeña comunidad se había reunido. Con los ojos
hinchados de sueño, Kenhir estaba dispuesto a tomar sanciones contra quien le
hubiera despertado por una tontería.
Con un gesto, Nefer impuso silencio.
—Tras sesenta y siete años de reinado —declaró con voz rota por la emoción—,
Ramsés el Grande ha abandonado esta tierra para reunirse con el sol del que había
brotado.
Los aldeanos estaban atónitos.
No, Ramsés el Grande no podía desaparecer. Había vivido tanto que la muerte le
había olvidado y le estaba prohibido arrebatarlo al afecto de todo un pueblo que, sin

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él, se sentiría abandonado y perdido: Kenhir llevó aparte a Nefer.
—Durante el período de momificación, de setenta días, los dibujantes y tú
trabajaréis en la morada de eternidad de Ramsés para proceder a los últimos trabajos,
de acuerdo con la voluntad del monarca consignada en el papiro sellado que voy a
confiarte y que sólo tú puedes leer.
—¿Por qué no me acompaña mi colega Kaha?
—Su estado de salud no se lo permite y deberás asumir sus funciones además de
las tuyas. Eres el maestro de obras de la cofradía, Nefer; puesto que conoces el
secreto de la Morada del Oro, tienes la capacidad de transformar una tumba en
morada de resurrección.
¿Cómo habría podido imaginar Silencioso que iba a incumbirle la más alta
responsabilidad que podía pesar sobre los hombros de un artesano? Por terrible que
fuera la angustia que le atenazaba el vientre y le oprimía la garganta, él y sólo él
debía poner la última piedra del edificio destinado a hacer inmortal a Ramsés el
Grande.

La mayoría de los altos dignatarios tebanos se habían reunido en casa de Méhy,


que les había invitado a una colación a la espera de las últimas noticias oficiales
procedentes de la capital, Pi-Ramsés.
Finalmente, apareció el comandante.
—Nuestro nuevo faraón es Merenptah, «el amado del dios Ptah» —declaró—. Ha
subido al trono de los vivos y ha sido reconocido por aclamación popular como señor
de las Dos Tierras. Él oficiará como sacerdote durante los funerales de Ramsés, a
cuyo término asumirá el poder supremo.
—¡Larga vida a nuestro nuevo faraón! —clamó Abry, imitado en seguida por la
concurrencia.
«Dado que Merenptah tiene sesenta y cinco años —pensó el comandante—, su
reinado será de corta duración.» Méhy había reunido el máximo de información sobre
el sucesor de Ramsés: se le consideraba autoritario, exigente, de trato difícil,
intransigente sobre los principios espirituales que habían construido Egipto, hostil a
las innovaciones, de carácter solitario, indiferente a la solicitud de los cortesanos. En
resumen, exactamente todo lo contrario de lo que el tesorero principal de Tebas
hubiera deseado.
Pero aquel retrato era el de un gran personaje que vivía a la sombra de Ramsés; el
ejercicio del poder cambiaría su carácter. Lo que más le molestaba era su devoción a
Ptah, el dios de los constructores y del Lugar de Verdad… ¿Proseguiría Merenptah,
con éste, la misma política que Ramsés?
Si era así, la lucha iba a ser dura. Pero Méhy se sentía más fuerte que nunca:
¿acaso no tenía aliados eficaces y un espía en casa del adversario? Además,

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Merenptah estaba muy lejos de ser tan popular como Ramsés. Fomentar una
conspiración contra él no iba a resultar imposible.
Tras un reinado tan largo y tan intenso como el de Ramsés el Grande, Egipto
sufriría una especie de depresión y Merenptah carecería del dinamismo necesario
para subsanarla. Abrumado por las grandes preocupaciones, obligado a detener los
golpes procedentes de todas partes, el nuevo soberano pasaría la mayor parte de su
tiempo en Pi-Ramsés, en el Delta, lejos del Lugar de Verdad, abandonándolo
progresivamente a su suerte.
¿Por qué el faraón no iba a conceder su confianza a las autoridades tebanas,
ignorando que estaban sometidas a Méhy?
Ramsés había construido su capital en el norte, para defender mejor a Egipto de
los invasores; Méhy estaba convencido de que la conquista del país comenzaba por la
de Tebas y por la apropiación de los tan bien guardados secretos del Lugar de Verdad.
Los artesanos no esperaban encontrar frente a ellos a un enemigo poderoso y
decidido, y ni siquiera estaban preparados para el combate.
La hora de Méhy se acercaba.

—No estoy seguro de que esta decisión sea buena —dijo el pintor Ched el
Salvador con una irritación contenida—. Para trabajar con eficacia y rapidez en la
morada de eternidad de Ramsés, necesitamos dibujantes expertos, y no es el caso de
Paneb.
—Según los informes de los instructores, está preparado para ayudarles —objetó
Nefer.
—Sin ánimo de ofenderte, los vínculos de amistad que os unen no deberían
interferir en tu posición.
El rostro de Nefer adoptó una expresión de severidad que el pintor no le había
visto jamás.
—Mi papel de jefe de equipo me impide ser parcial, y ninguna de mis decisiones
se tomará en función de mis amistades o mis enemistades. Si considerara que Paneb
es incompetente, le apartaría de esta obra. Y considero que ninguno de los aquí
presentes está completamente formado.
Ched el Salvador esbozó una enigmática sonrisa.
—Contrariamente a lo que algunos suponían, pareces tener temperamento de
jefe… Mejor para la cofradía. Puesto que lo ordenas, obedezco. Paneb nos ayudará.
—Anunciárselo es cosa tuya. Partimos hacia el Valle de los Reyes esta noche, con
el equipamiento necesario.
—Yo me encargo de todo, no nos faltará nada.
Ched el Salvador se alejó con sus altivos andares.
De pronto, Nefer tomó conciencia de que ya no miraba al pintor con los mismos

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ojos que antaño. Y aquel cambio de actitud no se refería sólo a Ched, sino a todos los
demás artistas. Ayer era aún su colega; hoy, debía orientar su trabajo y mostrarse
capaz de resolver los mil y un problemas que pudieran aparecer.
La inquietud turbaba la aldea, que acababa de saber que Merenptah era el nuevo
faraón. Algunos creían que no tendría menos fuerza que Ramsés; otros, que adoptaría
forzosamente una política distinta; y otros pensaban que eran inevitables una crisis
económica y algunos trastornos sociales. Pero Nefer les había devuelto la calma
anunciando que nada iba a cambiar en la cofradía y que, como de costumbre,
prepararía la última morada del soberano para los funerales.
Pero ¿qué podía saber él de lo que iba a suceder durante el angustiante período
que iría de la muerte de Ramsés el Grande a su inhumación y a la toma de poder
efectiva del nuevo rey? Ahora le tocaba dominar sus temores y realizar la tarea
esencial que le había sido confiada, al tiempo que tranquilizaba a la aldea.
Antes de partir hacia el Valle de los Reyes, Nefer pasó a visitar a la mujer sabia.
—La muerte de Ramsés nos deja desamparados, pero intentaré mantener nuestra
unidad —le dijo.
—El peligro no ha desaparecido, sino todo lo contrario.
—Intentarán atacarnos, tal vez destruirnos, incluso, ¿no es cierto?
—Tú también comienzas a ver, Nefer. Los demonios acechan y necesitarás
mucho valor y lucidez para vencerlos. No olvides nunca que el Lugar de Verdad sólo
sobrevivirá siguiendo un único camino: el de la luz.

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Notas

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[1] En egipcio, sedjem ash <<

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[2] Traducción del nombre egipcio Ubekhet<<

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[3] Es decir, las luces de los treinta y seis decanatos; esta antigua expresión popular

francesa es de origen egipcio y en castellano podría traducirse por «ver las estrellas».
<<

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[4] Tumbas tebanas 7, 211 y 250. <<

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[5] «Transformar la cebada en oro» es la más antigua expresión de la obra alquímica;

más tarde derivará en «transformar el plomo en oro». <<

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[6] En egipcio, tep-reb. <<

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[7] En egipcio, ukker. <<

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[8] Egipto conocía el número Pi. Al asimilar el círculo a un cuadrado cuyo lado habría

representado, pues, los 8/9 de su diámetro, Pi tiene un valor de 3,16. <<

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[9] 0,52 m. <<

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