Nefer El Silencioso - Christian Jacq
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Christian Jacq
Nefer el silencioso
La Piedra de Luz 1
ePub r1.0
Rusli 18.10.13
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Título original: La Pierre de lumière 1. Néfer le silencieux
Christian Jacq, 2000
Traducción: Manuel Serrat Crespo
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PREFACIO
El mundo entero admira las obras maestras del arte egipcio, trátese de pirámides, de
templos, de tumbas, de esculturas o de pinturas. Pero ¿quién creó esas maravillas
cuya potencia espiritual y mágica nos llega al corazón? En ningún caso hordas de
esclavos o de peones explotados, sino cofradías cuyos miembros, en restringido
número, eran a la vez sacerdotes y artesanos. Sin separar el espíritu de la mano,
formaban una verdadera élite que dependía directamente del faraón.
Por fortuna, poseemos una abundante documentación sobre una de esas
cofradías que, durante unos cinco siglos, de 1550 a 1070 a. J. C., vivió en una aldea
del Alto Egipto prohibida a los profanos.
Tenía esta aldea un nombre extraordinario: el Lugar de Verdad, en egipcio set
Maat, es decir, el lugar donde la diosa Maat se revelaba en la rectitud, la exactitud y
la armonía de la obra que llevaban a cabo generaciones de «servidores del Lugar de
Verdad».
Implantada en el desierto, no lejos de los cultivos, la aldea estaba rodeada por
altos muros, tenía su propio tribunal, su propio templo y su propia necrópolis; los
artesanos vivían allí en familia y gozaban de un estatuto particular, dada la
importancia de su misión primera: crear las moradas de eternidad de los faraones en
el Valle de los Reyes.
Todavía hoy pueden descubrirse los vestigios del Lugar de Verdad visitando el
paraje de Deir el-Medineh, en la orilla oeste de Tebas; las partes bajas de las casas
están intactas y se recorren las callejas que hollaron los maestros de obra, los
pintores, los escultores y las sacerdotisas de la diosa Hator. Santuarios, locales de
cofradía, tumbas admirablemente decoradas marcaban el carácter sagrado del lugar,
provisto también de reservas de agua, graneros, talleres e, incluso, de una escuela.
He intentado hacer revivir a esos seres de excepción, sus aventuras, su vida
cotidiana, su búsqueda de la belleza y de la espiritualidad, en un mundo que a veces
se mostró hostil y envidioso. Salvaguardar la propia existencia del Lugar de Verdad
no fue siempre fácil, y no faltaron las más variadas asechanzas, especialmente en el
turbulento período durante el que se desarrolla este relato.
Sea dedicada esta novela a todos los artesanos del Lugar de Verdad que fueron
depositarios de los secretos de la Morada del Oro y consiguieron transmitirlos en sus
obras.
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PRÓLOGO
H acia medianoche, nueve artistas conducidos por su jefe de equipo salieron del
Lugar de Verdad y comenzaron a trepar por un estrecho sendero iluminado por
la luna llena. En la cima de una colina que dominaba el Lugar de Verdad, se
levantaba la aldea de los constructores de la morada de eternidad del faraón, instalada
en el desierto y rodeada de muros para preservar sus secretos. Oculto tras un bloque
de calcáreo, Méhy contuvo un grito de alegría.
Desde hacía varios meses, el teniente de los carros intentaba conseguir ciertas
informaciones sobre esa cofradía que se encargaba de excavar y decorar las tumbas
del Valle de los Reyes y el de las Reinas.
Pero nadie sabía nada, a excepción de Ramsés el Grande, protector del Lugar de
Verdad, donde maestros de obras, canteros, escultores y pintores eran iniciados en sus
funciones, esenciales para la supervivencia del Estado. La aldea de los artesanos tenía
su propio gobierno, su propia justicia y dependía directamente del rey y de su primer
ministro, el visir.
Méhy sólo debería haberse preocupado de su carrera militar, que se anunciaba
brillante; pero ¿cómo olvidar que había solicitado su admisión en la cofradía y que su
candidatura había sido rechazada? Nadie se burlaba así de un noble de su calidad.
Despechado, Méhy se había orientado hacia el arma de élite, los carros, donde su
talento había hecho maravillas. No tardaría pues en ocupar un puesto importante en la
jerarquía.
El odio había nacido en su corazón, un odio que aumentaba cada día contra esa
maldita cofradía que le había humillado y cuya mera existencia le impedía conocer
una felicidad perfecta.
De modo que el oficial había tomado una decisión: o descubría todos los secretos
del Lugar de Verdad y los utilizaba en su benefició o destruía ese islote
aparentemente inaccesible y tan orgulloso de sus privilegios.
Para lograrlo, Méhy no debía dar ningún paso en falso ni despertar sospecha
alguna. Durante los últimos días, sin embargo, había dudado. ¿Acaso los «servidores
del Lugar de Verdad», según la denominación oficial, no eran sólo unos despreciables
fanfarrones cuyos pretendidos poderes sólo eran espejismos e ilusiones? ¿Y el Valle
de los Reyes, tan bien guardado, no preservaba algo más que cadáveres de monarcas
petrificados en la inmovilidad de la muerte?
A fuerza de ocultarse en las colinas que dominaban la aldea prohibida, Méhy
había esperado sorprender los ritos de los que nadie hablaba; la decepción había
estado a la altura de los esfuerzos realizados.
Pero esta noche, por fin, tenía lugar el acontecimiento tan esperado.
Los diez hombres, uno tras otro, subieron a la cresta de la colina del oeste y
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caminaron lentamente, a lo largo del acantilado, hasta el collado donde se habían
construido unas chozas de piedra que ocupaban en ciertos períodos del año. Desde
allí, les bastaba con tomar un camino que descendía hacia el Valle de los Reyes.
En el colmo de su excitación, el teniente de carros cuidó de no hacer rodar alguna
piedra y revelar así su presencia. Conociendo el emplazamiento de los puestos de
observación, ocupados por policías encargados de garantizar la seguridad del valle
prohibido, Méhy arriesgaba, sin embargo, su vida. Armados con arcos, aquellos
cancerberos tenían órdenes de tirar sin previo aviso.
A la entrada de aquel lugar, sagrado entre todos, donde desde el comienzo del
Imperio Nuevo descansaban las momias de los faraones, los guardias se apartaron
para dejar paso a los diez servidores del Lugar de Verdad.
Con el corazón palpitante, Méhy trepó por una empinada pendiente desde donde
podía observarlo todo sin ser visto. Tendido en una roca plana, no se perdió ni una
brizna del increíble espectáculo.
El jefe de equipo se separó del grupo y depositó en el suelo, ante la entrada de la
tumba de Ramsés el Grande, el fardo que había llevado desde que salió de la aldea,
luego quitó el velo blanco que lo cubría.
Una piedra.
Una simple piedra tallada en forma de cubo. Brotó de ella una luz tan potente que
iluminó la monumental puerta de la morada de eternidad del faraón reinante. El sol
brilló en la noche, las tinieblas quedaron abolidas.
Los diez artesanos, recogiéndose, veneraron largo rato la piedra, luego el jefe de
equipo la levantó mientras dos de sus subordinados abrían la puerta de la tienda. Fue
el primero que penetró en ella, seguido por los demás artesanos; y el cortejo se
hundió en las profundidades, iluminado por la piedra.
Méhy permaneció inmóvil durante varios minutos. ¡No, no había soñado! La
cofradía poseía, en efecto, fabulosos tesoros, conocía el secreto de la luz, él mismo
había visto la piedra de la que procedía, una piedra que no era ilusión ni leyenda.
Seres humanos, y no dioses, habían sido capaces de darle forma y sabían utilizarla…
¿Y qué pasaba con los montones de oro que producían en sus laboratorios, según
persistentes rumores?
Insospechados horizontes se abrían ante el teniente de carros. Ahora sabía que el
origen de la prodigiosa fortuna de Ramsés el Grande se hallaba aquí, en el Lugar de
Verdad. Por eso la cofradía vivía apartada del mundo, oculta tras los muros de su
aldea.
—¿Qué haces aquí, amigo?
Méhy se volvió lentamente y descubrió a un policía nubio, armado con un garrote
y un puñal.
—Me… Me he perdido.
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—En esta zona está prohibido el paso —declaró el policía negro—. ¿Cuál es tu
nombre?
—Pertenezco a la guardia personal del rey y estoy en misión especial —afirmó
Méhy con aplomo.
—No me han avisado.
—Es normal… Nadie debía ser informado.
—¿Por qué razón?
—Porque debo verificar que las consignas de seguridad se aplican con el rigor
necesario y que ningún intruso puede introducirse en el Valle de los Reyes. Te
felicito, policía. Acabas de demostrarme que el dispositivo es eficaz.
El nubio estaba perplejo.
—De todos modos, el jefe debería haberme avisado.
—¿No comprendes que era imposible?
—Vayamos juntos a ver al jefe. No puedo dejarte marchar así.
—Haces muy bien tu trabajo.
A la luz de la luna llena, la sonrisa conciliadora de Méhy tranquilizó al nubio, que
se puso el bastón a la cintura.
Tan rápido como una víbora de las arenas, el teniente de carros se lanzó, con la
cabeza por delante, y golpeó al policía en pleno pecho.
El infeliz cayó hacia atrás y rodó por la pendiente hasta una plataforma que
dominaba el Valle. A riesgo de romperse el cuello, Méhy le alcanzó comprobando
que, a pesar de que tenía una profunda herida en la sien, el policía continuaba vivo.
Sin prestar atención a la suplicante mirada de su víctima, la remató con una piedra
puntiaguda, hundiéndole el cráneo.
Con el corazón frío, el asesino aguardó largo rato. Cuando estuvo seguro de que
nadie le había visto, Méhy subió de nuevo a la cima de la colina, cuidando de
asegurar bien sus presas. Con mayores precauciones aún, se alejó del lugar prohibido.
Gracias a esta maravillosa noche, ya sólo tenía una idea en la cabeza: descubrir el
misterio del Lugar de Verdad.
Pero ¿cómo lograrlo? Puesto que no podía entrar en la aldea, tendría que hallar el
medio de obtener informaciones serias.
Y el criminal vio un espléndido porvenir: ¡los secretos y las riquezas de la
cofradía le pertenecerían, a él y sólo a él!
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—Nosotros sí. Y tendrás que explicarte.
—¿Sobre qué?
—Como si no lo supieras… ¿Dónde estabas la pasada noche?
—¿Te crees un policía?
—Nati… ¿Te suena este nombre?
Ardiente sonrió.
—Un excelente recuerdo.
Patán dio un paso hacia Ardiente.
—¡Eres escoria! La muchacha debe casarse conmigo… y tú, la pasada noche, te
atreviste a…
—Ella vino a buscarme.
—¡Mientes!
Ardiente se levantó.
—No aguanto que me acusen de mentiroso.
—Por tu culpa no me casaré con una virgen.
—¿Y qué? Si es mínimamente inteligente, Nati no se casará contigo.
Patán y Pata Gorda mostraron un látigo de cuero. El arma era sencilla pero
temible.
—Dejémoslo así —propuso Ardiente—. Nati y yo pasamos un buen rato juntos,
es cierto, pero eso son cosas de la naturaleza. Para complaceros, aceptaré no volver a
verla. Y, para serte franco, no me hará ninguna falta.
—Vamos a desfigurarte —anunció Patán—. Con tu nueva jeta ya no seducirás a
moza alguna.
—No me molestaría castigar a dos imbéciles, pero hace calor y preferiría seguir
con mi siesta.
Pata Gorda se arrojó sobre Ardiente levantando el brazo. De pronto, su blanco se
esfumó ante él. Se sintió levantado, proyectado en el aire y cayendo de cabeza contra
el tronco del sicómoro. Atontado, no volvió a moverse.
Estupefacto por unos instantes, Patán reaccionó. Hendiendo el aire con su látigo,
creyó que conseguiría lacerar el rostro de Ardiente, pero su brazo fue detenido por el
del joven coloso. Un siniestro crujido puso fin a la corta lucha. Con el hombro
dislocado, Patán soltó el látigo de cuero y huyó aullando.
Ni una sola gota de sudor había brotado de la frente de Ardiente. Acostumbrado a
pelear desde sus cinco años, había sufrido severos correctivos antes de aprender los
golpes ganadores. Seguro de su fuerza, no le gustaba provocar pero nunca retrocedía.
La vida no regalaba nada, él tampoco.
Ante la idea de pasar la tarde en el pastizal y regresar dócilmente a su casa,
llevando leche y leña, Ardiente sintió náuseas.
La jornada de mañana se anunciaba peor que la de hoy, más deslustrada aún, más
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aburrida aún, y el joven seguiría perdiendo el alma, como si su sangre manara
lentamente. ¿Qué le importaba la pequeña propiedad agrícola de su familia? Su padre
soñaba con trigo maduro y vacas lecheras, los vecinos envidiaban su éxito, las
muchachas veían ya a Ardiente como a un heredero colmado que, gracias a su fuerza
física, duplicaría la producción y se haría rico. Soñaban con casarse con un
campesino opulento al que numerosos vástagos asegurarían una vejez feliz.
Miles de seres se sentían satisfechos con ese destino, pero Ardiente no. Por el
contrario, le parecía más asfixiante que los muros de una prisión. Olvidando los
bovinos, que se las arreglarían sin él, el muchacho caminó por el desierto, sin apartar
la mirada de la cima. Dominaba la orilla occidental de Tebas, la riquísima ciudad del
dios Amón donde se había construido la ciudad santa de Karnak, poblada por
numerosos santuarios.
En la orilla oeste se encontraban el Valle de los Reyes, el de las Reinas y el de los
nobles que habían acogido las moradas de eternidad de tan ilustres personajes, y
también los templos de millones de años de los faraones, entre ellos el Ramesseum, el
de Ramsés el Grande. Los artesanos del Lugar de Verdad habían creado esas
maravillas… ¿No se decía, acaso, que trabajaban mano a mano con los dioses y bajo
su protección?
En el secreto corazón de Karnak como en el más modesto de los oratorios,
hablaban las divinidades, pero ¿quién comprendía realmente su mensaje? Ardiente,
por su parte, descifraba el mundo dibujando en la arena, pero le faltaban demasiados
conocimientos para progresar.
No aceptaba esta injusticia. ¿Por qué la diosa oculta en la cima de Occidente
hablaba a los artesanos del Lugar de Verdad y por qué permanecía muda cuando él
imploraba una respuesta a su llamada? La montaña, abrumada por el sol, le
abandonaba a su soledad, y no serían sus jóvenes amantes, ávidas de placer, quienes
podrían comprender sus aspiraciones.
Para vengarse, grabó sus contornos en la arena con tanta precisión como era
capaz, luego los borró con el pie como si estuviera aniquilando al mismo tiempo a esa
diosa muda y su propia insatisfacción.
Pero la cima de Occidente permaneció intacta, grandiosa e impenetrable. Y pese a
su poderío físico, Ardiente se sintió irrisorio. No, la cosa no podía seguir así.
Esta vez, su padre le escucharía.
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Sobek interrogó a los demás centinelas: nadie había observado la presencia de un
intruso. Era evidente que se trataba de un horrible accidente.
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espalda, ¡mueren de agotamiento! ¿Y qué decir de los escultores? Manejar el cincel
es mucho más agotador que cavar el suelo con la azada. Por la noche, siguen
trabajando a la luz de los candiles y no tienen ni un día de descanso.
—Pareces muy bien informado sobre el Lugar de Verdad.
—Es lo que se dice… ¿Por qué no creerlo?
—Porque los rumores siempre son falsos.
—¡Mi hijo no puede darme lecciones de moral! Escucha mis consejos y te irá
bien. ¿Cómo vas a soportar un reglamento con tu carácter imposible? ¡Te rebelarías al
primer segundo! Sé campesino, como yo, como tus antepasados, y acabarás siendo
feliz. Con la edad, te apaciguarás y te reirás de tu revuelta adolescente.
—Eres incapaz de comprenderme, padre. Es inútil seguir con esta conversación.
El granjero lanzó la cebolla a lo lejos.
—Basta ya. Eres mi hijo, me debes obediencia.
—Adiós.
Ardiente volvió la espalda a su padre, que tomó el mango de madera de una
herramienta y le golpeó en la espalda.
El muchacho se volvió lentamente. Lo que el granjero vio en los ojos del joven
coloso le aterrorizó, y retrocedió hasta el muro.
Una mujer, pequeña y arrugada, surgió del trastero donde se había ocultado y se
agarró al brazo derecho de su hijo.
—¡No agredas a tu padre, te lo suplico!
Ardiente la besó en la frente.
—Tampoco tú, madre, me comprendes; pero no te lo reprocho. Tranquilízate, me
voy para no volver.
—Si sales de esta casa —le advirtió su padre—, te desheredaré.
—Estás en tu derecho.
—¡Acabarás en la miseria!
—¿Acaso crees que me importa?
Cuando cruzó el umbral de la morada familiar, Ardiente supo que no volvería
nunca.
Tomando el camino que flanqueaba un campo de trigo, el joven respiró hondo.
Un nuevo mundo se abría ante él.
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A rdiente salió de la zona cultivada para dirigirse hacia el Lugar de Verdad. Ni las
quemaduras del sol ni la aridez del desierto le asustaban. Y el joven quería
saber a qué atenerse: tal vez golpeando la puerta de la aldea lograría que se abriese.
Aquel atardecer no había nadie en la pista hollada por los cascos de los asnos que,
día tras día, llevaban a la cofradía agua, alimento y todo lo que allí necesitaban para
trabajar «lejos de los ojos y los oídos».
A Ardiente le gustaba el desierto. Disfrutaba de su implacable poderío, sentía que
el alma le vibraba al unísono con la suya y lo recorría, sin fatiga, días enteros,
saboreando el contacto de sus pies desnudos con la arena.
Pero, esta vez, el joven no llegó muy lejos. El primero de los cinco fortines que se
encargaban de la protección del Lugar de Verdad le cerró el paso. Puesto que
Ardiente se había dado cuenta de que los centinelas no apartaban la mirada de él, se
dirigió directamente hacia el obstáculo. Más valía enfrentarse a los guardias y saber
qué podía esperar.
Dos arqueros salieron del fortín. Ardiente siguió avanzando con los brazos
pegados al cuerpo, para mostrar que no estaba armado.
—¡Alto!
El joven se detuvo.
El mayor de los dos arqueros, un nubio, se acercó a él. El otro se colocó de lado,
tensó el arco y le apuntó.
—¿Quién eres?
—Me llamo Ardiente y deseo llamar a la puerta de la cofradía del Lugar de
Verdad.
—¿Tienes un salvoconducto?
—No.
—¿Quién te recomienda?
—Nadie.
—¿Te burlas de mí, muchacho?
—Sé dibujar y quiero trabajar en el Lugar de Verdad.
—Es una zona prohibida, deberías saberlo.
—Quiero conocer a un maestro artesano y demostrarle mis cualidades.
—Y yo tengo órdenes. Si no te largas de inmediato, te detengo por ultraje a la
fuerza pública.
—No tengo malas intenciones… ¡Permitidme que pruebe suerte!
—¡Lárgate!
Ardiente lanzó una ojeada a las colinas de los alrededores.
—No esperes pasar por ahí —advirtió el arquero nubio—. Serías abatido.
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Ardiente podría haber derribado al policía de un puñetazo, arrojarse al suelo para
evitar la flecha de su colega y, luego, forzar el paso. Pero ¿a cuántos arqueros debería
evitar para llegar a las puertas de la aldea?
Despechado, desanduvo el camino.
En cuanto estuvo fuera de la vista de los centinelas, se sentó en una roca, decidido
a observar lo que ocurría en el sendero. Así, sin duda, encontraría una idea para tener
éxito.
La madre de Ardiente lloraba desde hacía horas, sin que sus hijas lograran
consolarla. El padre se había visto obligado a contratar a tres jóvenes campesinos
para sustituir al coloso. Furioso, encolerizado contra su indigno hijo, había acudido al
escribano público para dictarle una carta al despacho del visir. Anunciando su
decisión en términos implacables y definitivos, el granjero decretaba, como la ley se
lo permitía, que desheredaba a Ardiente y que la totalidad de sus bienes irían a parar a
su esposa, que los utilizaría a su conveniencia. Si moría antes que él, sus tres hijas
heredarían a partes iguales.
Pero al granjero, ofendido y humillado, no le bastaba aquel dispositivo
testamentario. Puesto que Ardiente se había vuelto loco, era preciso devolverle la
razón. No existía mejor modo que la coerción ejercida por una autoridad indiscutible.
Por ello, el padre del rebelde había acudido a casa del responsable de los trabajos
forzados, un puntilloso escriba, procaz y cada vez más agriado. Titular de un puesto
difícil y poco gratificante, intrigaba en vano para obtener un ascenso y trabajar en la
ciudad, en la orilla este. Aquí, durante los meses que precedían a la inundación, se
encargaba de contratar personal para limpiar los canales y reparar los diques, pagando
lo menos posible. Como los voluntarios eran cada vez más escasos, era preciso
decretar el trabajo forzado y convencer a los dueños de las propiedades de que le
cedieran cierto número de obreros agrícolas, cuya momentánea ausencia se
compensaba con una disminución de impuestos. Las discusiones eran largas, penosas
y fatigantes.
Así, cuando el escriba vio entrar en su despacho al padre de Ardiente, esperaba un
rosario de jeremiadas y reclamaciones, que rechazaría como de costumbre.
—No vengo a molestarte —afirmó el granjero—, sino a pedir tu ayuda.
—Ni hablar —repuso el funcionario—. La ley es la ley y no puedo concederte
privilegios, aunque nos conozcamos desde hace muchos años. Si un solo terrateniente
comienza a negar el carácter indispensable del trabajo forzado, los beneficios de la
crecida se perderán y Egipto quedará arruinado.
—Yo no niego nada, deseo hablarte de mi hijo.
—¿Tu hijo? ¡Pero si está exento de trabajo forzado!
—Acaba de abandonar la granja.
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—¿Adonde ha ido?
—No lo sé… Se considera un dibujante. El pobre Ardiente ha perdido la razón.
—¿No irás a decirme que ya no se ocupa de la granja y de los pastos?
—Por desgracia, sí.
—¡Será insensato!
—Su madre y yo estamos destrozados, pero no hemos podido impedir que se
fuera.
—¡Unos bastonazos y asunto resuelto!
El granjero agachó la cabeza.
—Lo intenté, pero Ardiente es una especie de coloso… ¡Y ese granuja se puso
violento! Creí que iba a pegarme.
—¡Un hijo pegando a su padre! —exclamó el escriba—. Hay que llevarle ante un
tribunal para que le condene.
—Tengo otra idea mejor.
—Te escucho.
—Realmente ya no es mi hijo, y puesto que ha abandonado mi casa, ¿por qué
seguir excluyéndolo del trabajo forzado?
—Le convocaré, cuenta conmigo.
—Podríamos hacer algo mejor aún.
—No lo comprendo.
El granjero habló en voz baja.
—Ese bandido necesita una buena lección, ¿no crees? Si se le corrige con
severidad, la advertencia evitará que cometa mayores tonterías. Si tú y yo no
intervenimos, podríamos ser considerados responsables.
El escriba no se tomó el argumento a la ligera.
—¿Qué propones?
—Suponte que convocas a Ardiente para el trabajo forzado y que se niega a
acudir… Entonces sería considerado un desertor. Podrías encarcelarle con algunos
mocetones de los duros que le administraran un saludable correctivo.
—Podría hacerse… Pero ¿qué me ofreces a cambio?
—Una vaca lechera.
Al escriba se le hizo la boca agua. Una pequeña fortuna por un trabajo fácil.
—De acuerdo.
—Añadiré unos sacos de grano, claro está. Pero no estropees demasiado a
Ardiente… Tiene que volver a la granja.
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U n húmedo hocico se posó sobre la frente de Ardiente, que abrió en seguida los
ojos.
Una perra de pelaje ocre olisqueaba mansamente al intruso, cuando el sol no se
había levantado aún y un fresco viento barría la orilla occidental de Tebas y la pista
que llevaba al Lugar de Verdad.
El muchacho la acarició justo cuando la perra, alertada por el ruido de cascos, se
alejó. Encabezados por un borrico de paso regular, un centenar de asnos cargados de
alimentos se dirigía hacia la aldea de los artesanos. Puesto que el jefe de los
cuadrúpedos conocía perfectamente el itinerario, avanzaba con paso seguro.
Ardiente los vio pasar, admirado. Sabían, como él, adonde iban, pero ellos
podrían pasar el obstáculo de los fortines.
A poca distancia, detrás de los asnos, caminaban unos cincuenta aguadores. En su
mano diestra llevaban un bastón para acompasar la marcha y ahuyentar a las
serpientes; en el hombro izquierdo, un largo y sólido tronco de cuyo extremo pendía
un gran odre que contenía varios litros de agua.
La perra de pelaje ocre abandonó a Ardiente para acompañar a su dueño, un
hombre de edad que se fatigaba ya. El joven se puso a su altura.
—¿Puedo ayudaros?
—Es mi trabajo, muchacho… No por mucho tiempo, pero me basta para vivir
antes de regresar a mi casa, en el Delta. Si me ayudas, no podré pagarte.
—No tiene importancia.
En el hombro de Ardiente, el fardo pareció ligero como una pluma de la oca
sagrada del dios Amón.
—¿Es así todos les días?
—Sí, muchacho. ¡A los artesanos del Lugar de Verdad no debe faltarles nada, y
mucho menos el agua! Tras la primera entrega de la mañana, la más importante, hay
varias más a lo largo de todo el día. Si las necesidades aumentan, por una razón u
otra, aumenta también el número de porteadores. No somos los únicos auxiliares que
trabajamos para el Lugar de Verdad; hay también lavanderos, panaderos, cerveceros,
carniceros, caldereros, leñadores, tejedores, curtidores y muchos más. El faraón exige
que los artesanos gocen del mayor bienestar posible.
—¿Has entrado ya en la aldea?
—No. Como aguador titular, puedo ir a verter el contenido de mi odre en la gran
crátera, ante la entrada norte; hay otra junto al muro sur. Los habitantes del Lugar de
Verdad llenan allí sus jarras.
—¿Quién puede cruzar el muro?
—Sólo los miembros de la cofradía. Los auxiliares permanecen en el exterior.
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Pero ¿por qué haces todas esas preguntas?
—Porque quiero entrar en la cofradía para convertirme en dibujante.
—¡Pues llevando agua no lo lograrás!
—Debo llamar a la puerta principal, hablar con un artesano, explicarle que…
—¡No cuentes con ello! Esa gente no es habladora ni acogedora, y sin duda un
comportamiento como el tuyo no les gustaría. En el mejor de los casos, te ganarías
unos meses de prisión. Y no olvides que los guardas conocen a cada aguador…
—¿Has conversado ya con algún adepto?
—Una palabra por aquí, otra por allá, sobre el tiempo o la familia.
—¿No te han hablado de su trabajo?
—Esa gente guarda el secreto, muchacho, y nadie rompe su juramento. Quien
tuviera la lengua demasiado larga sería excluido inmediatamente.
—¡Pero bien que habrá nuevos reclutas!
—Es más bien raro. Deberías escucharme y olvidar tus sueños… Hay algo mucho
mejor que encerrarte en el Lugar de Verdad para trabajar, noche y día, por la gloria
del faraón. Si lo piensas bien, no es una existencia muy envidiable. Con tu físico,
debes gustar a las mozas. Diviértete algunos años, cásate joven, engendra hermosos
hijos y encuentra un buen oficio, menos penoso que el de llevar agua.
—¿No hay mujeres en la aldea?
—Las hay, y tienen hijos, pero están sometidas a la regla del Lugar de Verdad,
como los hombres. Lo más sorprendente es que tampoco ellas hablan.
—¿Las has visto?
—A algunas.
—¿Son bonitas?
—Hay de todo… Pero ¿por qué te obstinas?
—¿De modo que tienen derecho a salir de la aldea?
—Todos sus habitantes tienen ese derecho. Circulan libremente entre el Lugar de
Verdad y el primer fortín. Se dice, incluso, que a veces van a la orilla este, pero eso
no es cosa mía.
—¡Entonces podré conocer a un artesano!
—En primer lugar, necesitarías saber que realmente pertenece a la cofradía, pues
no faltan los fanfarrones. En segundo lugar, nunca aceptará hablar contigo.
—¿Cuántos fortines hay?
—Cinco. También son conocidos como «los cinco muros». En realidad son otros
tantos puestos de guardia desde donde los centinelas observan a quien se acerca a la
aldea. El dispositivo es eficaz, créeme, e incluso las colinas están estrechamente
vigiladas, sobre todo desde el nombramiento del nuevo jefe de seguridad, Sobek. Es
un nubio bastante vengativo y decidido a demostrar su valor. La mayoría de los
hombres que están bajo sus órdenes pertenecen a su tribu y le obedecen ciegamente.
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Dicho de otro modo, es inútil intentar corromperles. Le tienen tanto miedo que
denunciarían de inmediato al corruptor.
Ardiente había tomado una decisión: debía llegar, a toda costa, al primer fortín y
hablar con alguien del interior.
—Si dices que estás enfermo y que soy uno de tus primos que he venido a
ayudarte a llevar el agua, ¿serían comprensivos los guardias?
—Podemos probarlo, pero no te llevará muy lejos.
Cuando divisó a los guardias del primer fortín, Ardiente supo que la suerte estaba
a su favor: acababa de efectuarse el relevo, no eran ya los mismos arqueros y no
corría el riesgo de que le reconocieran.
—No pareces estar bien —dijo el policía negro al aguador que se apoyaba,
pesadamente, en el brazo del joven coloso.
—No tengo ya energía alguna… Por eso he recurrido a este muchacho que ha
aceptado ayudarme.
—¿Es de tu familia?
—Es uno de mis primos.
—¿Respondes por él?
—Pronto voy a dejar el trabajo y se propone sustituirme.
—Id hasta el segundo puesto de control.
¡Primera victoria! Ardiente había hecho bien en insistir. Si la suerte seguía
ayudándole, podría ver la aldea de cerca y encontrar a algún artesano que
comprendiera su vocación.
El segundo control fue más puntilloso que el primero, y el tercero más aún, pero
los policías comprobaron que el aguador no simulaba su desfallecimiento. Como
debía realizarse la entrega y ningún funcionario de policía aceptaría abandonar su
puesto para realizar la penosa tarea, dejaron pasar a los dos hombres.
El cuarto control resultó ser una mera formalidad pero, ante el quinto y último
fortín reinaba una intensa animación. Unos peones pertenecientes al equipo auxiliar
descargaban los asnos y seleccionaban cestos y jarras llenos de legumbres, pescado
seco, carne, frutos, aceite y ungüentos.
Discutían, se reprochaban la lentitud, se reían, bromeaban… Un policía indicó
por signos a los aguadores que avanzaran para verter el contenido de sus odres en una
enorme jarra que despertó la admiración de Ardiente. ¿Qué alfarero había sido lo
bastante hábil para crear tan gigantesco recipiente? Para el joven, fue el primer
milagro visible del Lugar de Verdad.
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—¿Eres uno de ellos?
—Soy lavandero. Una sucia tarea, puedes creerme. Debo encargarme incluso de
los paños manchados de las mujeres. Y por mucho que vivan en esta aldea, las cosas
no cambian.
El rechoncho se dirigía directamente al quinto fortín.
Ardiente se detuvo.
—Pero… ¿Adonde me llevas?
—¿No creerías, a fin de cuentas, que ibas a entrar en el Lugar de Verdad sin sufrir
un riguroso interrogatorio? Sígueme, quedarás complacido.
El joven cruzó el umbral del puesto de guardia ante la mirada burlona de un
arquero nubio, recorrió un oscuro corredor y fue a parar a un despacho ocupado por
un negro alto, tan atlético como él.
—Buenos días, Sobek —dijo el lavandero—. Os traigo a un espía que ha
conseguido cruzar los cinco muros ayudando a un aguador. Espero que la recompensa
esté a la altura del servicio prestado.
Ardiente dio media vuelta e intentó huir.
Dos arqueros nubios agarraron al joven, que propinó un codazo en el rostro al
primero y golpeó con la rodilla los testículos del segundo. Ardiente podría haber
desaparecido, pero prefirió levantar al lavandero, tomándole por las axilas.
—¡Me has traicionado y vas a lamentarlo!
—¡No me mates, no he hecho más que respetar las consignas!
Ardiente sintió que la punta de la hoja de un puñal se hundía en sus riñones.
—Ya basta —ordenó Sobek—. Suéltalo y tranquilízate o perderás la vida.
El muchacho advirtió que el nubio no bromeaba y dejó en el suelo al lavandero,
que desapareció sin esperar el cambio.
—Ponedle las esposas de madera —exigió el jefe de la policía local.
Esposado, con las piernas atadas, Ardiente fue arrojado a una esquina del
despacho. Su cabeza golpeó con violencia el muro, pero no soltó queja alguna.
—Eres duro —advirtió Sobek—. ¿Quién te envía?
—Nadie. Quiero ser dibujante y entrar en la cofradía.
—Qué divertido… ¿No has encontrado nada mejor?
—¡Es la verdad!
—¡Ah, la verdad! Tanta gente cree poseerla… Aquí, en este despacho, muchos
han cambiado de opinión y han admitido que mentían. Una actitud razonable, a mi
entender… ¿No te parece?
—Yo no miento.
—Te has mostrado bastante hábil, lo admito, y mis hombres, lamentables. Serán
sancionados y tú vas a decirme quién te paga, de dónde vienes y por qué estás aquí.
—Soy el hijo de un granjero y deseo hablar con un artesano del Lugar de Verdad.
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—¿Qué quieres decirle?
—Que deseo ser dibujante.
—Qué tozudo eres… Eso no me disgusta, pero no deberías abusar demasiado de
mi paciencia.
—¡No puedo deciros nada más, porque es la verdad!
Sobek se palpó el mentón.
—Tienes que comprenderme, muchacho: mi papel consiste en velar por la
seguridad absoluta del Lugar de Verdad; en las alturas se considera que soy
competente y serio. Pues bien, mi reputación me importa mucho.
—¿Por qué me impedís hablar con un artesano? —preguntó Ardiente.
—Porque no creo tu historia, muchacho. Es conmovedora, de acuerdo, pero
completamente inverosímil. Jamás he visto a un candidato presentándose así, a las
puertas de la aldea, para solicitar su admisión.
—No tengo relación alguna, ningún protector, nadie me recomienda, ¡y todo me
importa un bledo porque sólo conozco mi deseo! Permitidme hablar con un dibujante
y le convenceré.
Por un instante, Sobek pareció dudar.
—No te falta descaro, pero conmigo no te servirá de nada. Hay bastantes curiosos
que desearían conocer los secretos de los artesanos del Lugar de Verdad, y están
dispuestos a pagar el precio para lograrlo. Y tú eres el emisario de uno de estos
curiosos… Un curioso cuyo nombre vas a darme.
Ofendido, Ardiente intentó levantarse, pero sus ataduras eran sólidas.
—¡Os equivocáis, os juro que os equivocáis!
—De momento, ni siquiera te preguntaré tu nombre, pues estoy seguro de que
mentirías. Eres realmente duro, y la misión que te han confiado debe de ser de gran
importancia. Hasta ahora, sólo había podido echar mano a la pescadilla… Contigo es
algo serio. Si hablas en seguida te evitarás muchas molestias.
—Dibujar, pintar, hablar con algún maestro… No tengo otra intención.
—Felicidades, amigo, no pareces tener miedo. Por lo general, nadie me resiste
tanto tiempo. Pero de todos modos acabarás hablando, aunque tu piel sea más dura
que el cuero. Podría encargarme en seguida de ti, pero prefiero suavizarte un poco
para facilitarme la tarea. Tras quince días de calabozo, deberías mostrarte mucho
menos tozudo y mucho más parlanchín.
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S ilencioso regresaba de un largo viaje por Nubia, durante el cual había visitado las
minas de oro, las canteras y los numerosos santuarios edificados por Ramsés el
Grande, entre ellos, los dos templos de Abu Simbel que celebraban la luz divina, la
diosa de las estrellas y su amor eterno por la gran esposa real, Nefertari, que había
muerto demasiado pronto. Silencioso había permanecido en los oasis y pasado
semanas solo en el desierto, sin temer la compañía de las bestias salvajes.
Heredero de una dinastía familiar del Lugar de Verdad, Silencioso, cuyo destino
de escultor parecía decidido, moldearía estatuas de divinidades, de notables y
artesanos de su cofradía para proseguir la tradición fielmente transmitida desde el
tiempo de las pirámides. Con la edad, cada vez le darían mayores responsabilidades
y, a su vez, comunicaría su saber a su sucesor.
Pero quedaba una condición que no se había cumplido todavía: escuchar la
llamada. No bastaba con tener un padre artesano ni con ser un buen técnico para ver
cómo se abrían las puertas de la cofradía; cada uno de sus miembros tenía como título
«el que ha escuchado la llamada»[1], y cada cual sabía de qué se trataba, sin haberlo
mencionado nunca.
El joven no ignoraba que sólo la rectitud le permitiría ser amado por el oficio, y
era incapaz de mentir: no había escuchado esa indispensable llamada. Él, cuya
palabra era tan escasa que le habían apodado el Silencioso, sufría por ese mutismo
que no había quebrado eco alguno.
Su padre y los altos responsables de la cofradía habían admitido que la actitud de
Silencioso era la única aceptable: explorar el mundo exterior y, si los dioses le
favorecían, escuchar allí, por fin, la llamada.
Pero el joven no soportaba vivir alejado del Lugar de Verdad, de aquel paraje
único donde había nacido, había crecido y había sido educado con un rigor que no
lamentaba. Ahora que le era imposible regresar, experimentaba la dolorosa sensación
de perderse cada día más y de ser sólo una sombra solitaria.
Silencioso había esperado que aquel viaje y los poderosos paisajes de Nubia
crearan las condiciones necesarias para hacer que resonara la voz misteriosa; pero
nada había ocurrido y ya sólo le quedaba vagar, yendo de pequeño oficio en pequeño
oficio.
En Nubia había intentado olvidar el Lugar de Verdad y a los maestros a quienes
veneraba; pero sus esfuerzos habían sido vanos. De modo que había regresado a
Tebas para ser admitido en un equipo de obreros que construían casas no lejos del
templo de Karnak.
El propietario de la empresa constructora había superado los cincuenta y cojeaba,
a consecuencia de una caída desde lo alto de un tejado. Viudo y padre de una hija
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única, no le gustaban los charlatanes ni los pretenciosos. De modo que el
comportamiento de Silencioso le satisfizo más allá de sus esperanzas. Sin
ostentación, el joven daba ejemplo a camaradas que, sin embargo, le miraban con
malos ojos: demasiado concienzudo, demasiado trabajador, demasiado encerrado.
Con su simple presencia y sin desearlo, ponía de relieve sus defectos.
Gracias al nuevo obrero, el patrón había terminado una casa de dos pisos más de
un mes antes de la fecha prevista. Muy satisfecho, el comprador no ahorraba elogios
al empresario y le había procurado dos nuevas obras.
Sus colegas habían vuelto a casa, Silencioso limpiaba las herramientas como le
había enseñado un escultor del Lugar de Verdad.
—Acabo de recibir una jarra de cerveza fresca —le dijo su patrón—. ¿Tomarás
una copa conmigo?
—No querría molestaros.
—Te invito.
El patrón y su empleado se sentaron en esteras, en la choza que servía de refugio
a los obreros para hacer la siesta. La cerveza era excelente.
—No te pareces a los demás, Silencioso. ¿De dónde eres originario?
—De la región.
—¿Tienes familia?
—Un poco.
—Y no te apetece hablar de ella… Como quieras. ¿Qué edad tienes?
—Veintiséis años.
—Ya va siendo hora de que te instales, ¿no crees? Sé juzgar a los hombres:
trabajas de un modo notable y no dejarás de perfeccionarte. Hay en ti una rara
cualidad: el amor por el oficio. Te hace olvidar todo lo demás y eso no es tan
razonable… Hay que pensar en tu porvenir. Comienzo a envejecer, mis articulaciones
me hacen sufrir y cada vez arrastro más la pierna. Antes de contratarte, había
decidido hacerme con un capataz que me sustituyera, poco a poco, en las obras; pero
no hay nada más difícil que encontrar a alguien de confianza. ¿Quieres serlo tú?
—No, patrón. No he nacido para dirigir.
—Te equivocas, Silencioso. Serás un buen capataz, estoy convencido. Pero estoy
forzándote… Acepta al menos pensar en mi propuesta.
Silencioso inclinó la cabeza.
—Tengo que pedirte un pequeño favor. Mi hija se encarga de un jardín a orillas
del Nilo, a una hora de camino de aquí, y necesita unas vasijas para proteger los
brotes jóvenes. ¿Aceptas cargarlas a lomos de un asno y llevárselas?
—Claro.
—Eso te valdrá una prima.
—¿Debo ir en seguida?
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—Si no te molesta… Mi hija se llama Clara.[2]
El patrón describió detalladamente el itinerario, Silencioso no podría equivocarse.
El asno se puso en marcha, avanzando con paso seguro y tranquilo. Silencioso
comprobó que el peso no fuera excesivo y caminó a su lado. Tomó primero unas
callejas, luego un camino de tierra que se abría entre unas pequeñas casas blancas,
separadas por huertos.
Acababa de levantarse la suave brisa del norte, anuncio de un anochecer apacible
en el que las familias se reunirían para evocar los pequeños acontecimientos del día o
escuchar a un narrador que les hiciera reír y soñar.
Silencioso pensaba en la propuesta de su patrón, consciente de que no la
aceptaría. Sólo había un lugar donde le hubiera gustado instalarse, pero era imposible
hacerlo sin haber escuchado la llamada. Dentro de unas semanas, partiría hacia el
Norte y proseguiría su existencia de nómada.
De vez en cuando sentía deseos de mentirse, de correr hasta la aldea y afirmar que
había recibido, por fin, la llamada que le abriría las puertas de la cofradía. Pero el
Lugar de Verdad no llevaba por casualidad este nombre… Maat reinaba allí, su regla
era el alimento cotidiano de los corazones y los espíritus, y a los tramposos se les
acababa desenmascarando siempre. «Debes odiar la mentira en cualquier
circunstancia, pues destruye la palabra —le habían enseñado—. Es lo que Dios
detesta. Cuando la mentira emprende el camino, se extravía, no puede cruzar en la
barcaza y no hace un buen viaje. El que navega con la mentira no descansará, y su
barco no llegará a su puerto de atraque.»
No, Silencioso no transigiría. Aunque no pudiera acceder al Lugar de Verdad,
respetaría al menos el compromiso recibido. Magro consuelo, es cierto, pero que le
permitiría, tal vez, sobrevivir.
Una fuerte corriente animaba el Nilo, tan azul como el cielo. ¿Acaso no se decía
que el tribunal de Osiris borraba las faltas de quienes en él se ahogaban, que
resucitaban así en los paraísos del otro mundo?
Bajar hasta la orilla, zambullirse, negarse a nadar y agradecer que la muerte
llegara pronto para olvidar una existencia desprovista de esperanza… Ésa era la única
llamada que Silencioso escuchaba. Pero un detalle le impidió ofrecerse al Nilo: le
habían confiado una tarea y debía mostrarse digno de aquella confianza. Cumplida su
misión, se libraría por fin de sus cadenas gracias a la generosidad del río que
arrastraría su alma hacia el más allá.
El asno abandonó el sendero principal, pasó a la izquierda de un pozo y se dirigió
hacia un jardín rodeado por un murete. No debía de ser la primera vez que el
cuadrúpedo iba allí, y había aprendido el recorrido de memoria.
Un granado, un algarrobo y un árbol que Silencioso no conocía daban una
benéfica sombra al jardín donde florecían las centauras, los narcisos y las caléndulas.
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Pero la belleza de las flores no era nada comparada con la de la muchacha, vestida
con una inmaculada túnica blanca. Estaba de rodillas, plantando. Sus cabellos, más
bien rubios, estaban sueltos y caían ondeantes sobre sus hombros. Su perfil tenía la
perfección del rostro de la diosa Hator, como Silencioso lo había visto esculpido por
un artesano del Lugar de Verdad, y su cuerpo era tan flexible como una palma agitada
por el viento.
El asno mascó unos cardos, Silencioso creyó desvanecerse cuando la joven se
volvió y le miró con sus ojos azules como un cielo de estío.
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R econozco el asno —dijo ella sonriendo—, pero a vos os veo por primera vez.
—Os… Os traigo unas vasijas de parte de vuestro padre.
Silencioso era un hombre esbelto y de buena planta, de talla media, su cabellera
castaña dejaba al descubierto una frente ancha y unos ojos de un gris verdoso, que
iluminaban un rostro a la vez franco y grave.
—Gracias por vuestra amabilidad pero… parecéis preocupado.
El joven se precipitó hacia el asno que seguía atracándose y, febril, sacó las
vasijas de los serones.
Nunca se atrevería a mirarla de nuevo. ¿Qué magia podía hacer que una mujer
fuese tan bella? Sus rasgos, tan puros, su piel apenas atezada, sus miembros finos y
ágiles, la luz que emanaba de su ser la convertían en una aparición, un sueño
demasiado hechicero para durar. Si la tocaba, se desvanecería.
—¿Todo está intacto? —preguntó ella.
¡Qué mágica era, también, su voz! Afrutada, dulce, melodiosa aunque no carente
de firmeza, límpida y viva como el agua de una fuente.
—Eso creo…
—¿Queréis que os ayude?
—No, no… Os traigo las vasijas.
Cuando Silencioso cruzaba el umbral del jardín, un perro negro ladró, se irguió
sobre las patas traseras y plantó las delanteras en los hombros del recién llegado.
Luego le lamió concienzudamente los ojos y las orejas.
Con los brazos ocupados, el muchacho le dejó hacer.
—Negrote os ha adoptado —comentó Clara, encantada—. Y, sin embargo, es
bastante desconfiado y sólo concede esos privilegios a los viejos amigos.
—Me halaga.
—¿Cuál es vuestro nombre?
—Silencioso.
—Es extraño…
—Una anécdota sin interés.
—Contádmela de todos modos.
—Temo que os aburra.
—Venid a sentaros en el jardín.
Cuando Negrote aceptó poner sus patas en el suelo, Silencioso pudo satisfacer a
la muchacha. El perro acompañó a su huésped. Tenía la cabeza alargada y poderosa,
el pelaje corto y sedoso, la cola larga y poblada y unos vivísimos ojos de color
avellana.
—Con él no tengo nada que temer —dijo Clara—. Es tan rápido como valeroso.
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Silencioso dejó las vasijas en la hierba y se sentó junto a un arriate de flores de
color parecido al del oro.
—Nunca había visto unas flores como éstas —reconoció.
—Son crisantemos, y sólo aquí crecen bien. Además de su elegancia, esas
soberbias flores son también muy útiles; gracias a las sustancias que contienen, curan
las inflamaciones, los problemas circulatorios y los dolores lumbares.
—¿Sois médica?
—No, pero tuve la suerte de ser cuidada por Neferet, una mujer que es una
médica extraordinaria. A consecuencia de la muerte de mi madre, se encargó de mí, a
pesar de sus graves responsabilidades. Antes de retirarse a Karnak, con su marido
Pazair, el antiguo visir, me transmitió gran parte de su ciencia. Hoy la utilizo para
aliviar los sufrimientos a mi alrededor. Aquí, en este jardín, me gusta meditar y hablar
con los árboles. Tal vez me juzguéis insensata, pero creo que las plantas tienen un
lenguaje. Hay que mostrarse humilde con ellas para poder oírlas.
—Los brujos de Nubia piensan como vos.
—¿Habéis vivido allí?
—Algunos meses. ¿Cómo se llama este árbol con la corteza de color gris
pardusco y las hojas ovaladas, verdes y blancas?
—Estoraque. Da un fruto carnoso y, sobre todo, un valioso bálsamo que fluye en
forma de una goma amarillenta cuando se hace una incisión en el tronco.
—Prefiero el algarrobo, con su denso follaje y sus frutos que saben a miel. ¿No
encarna acaso la buena vida, soportando perfectamente la sequía y los vientos
cálidos?
Negrote se había tendido a los pies del muchacho, que no podía moverse sin
molestar al perro.
—No me habéis explicado todavía por qué lleváis el nombre de «Silencioso».
—Si lo respetara, nada debería deciros.
—¿Tan grande es el secreto? —preguntó Clara.
Y hundió en la blanda tierra una vasija boca abajo, para proteger su plantación.
Bajo el impulso de las raíces, el recipiente se rompería y los fragmentos de la vasija
se mezclarían con la tierra.
El muchacho no había sentido nunca antes deseos de confiarse, pero ¿cómo
resistirse a Clara?
—Fui educado en la aldea de los artesanos, el Lugar de Verdad, donde mi padre
era escultor. Cuando nací, mi madre y él me dieron un nombre secreto que me será
revelado cuando me convierta, a mi vez, en escultor. Hasta entonces, debo
permanecer silencioso, observar, escuchar y oír.
—¿Y cuándo llegará el gran momento?
—Nunca.
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—Pero… ¿Por qué?
—Porque nunca seré escultor: el destino ha decidido otra cosa.
—Y entonces… ¿Qué pensáis hacer?
—Lo ignoro.
Clara moldeó un reborde de tierra húmeda alrededor del algarrobo, para retener
mejor el agua del próximo riego.
—¿Pensáis trabajar mucho tiempo en la empresa de mi padre?
—Me ha pedido que fuera su capataz.
—¿Le habéis hablado del Lugar de Verdad?
—No… Sois la única que conoce mi pasado. Ahora está muerto y bien muerto.
No conozco ninguno de los secretos de los artesanos y sólo soy un obrero como los
demás.
—Eso os hace sufrir, ¿no es cierto?
—No creáis que soy ambicioso. Quería simplemente… Pero no tiene importancia.
Rebelarse contra la vida es inútil, hay que saber aceptar lo que te da.
—¿No sois demasiado joven para hablar así?
—Te… Temo importunaros.
—¿Y ese puesto de capataz?
—Vuestro padre se ha mostrado muy generoso, pero soy incapaz de ejercer
semejantes responsabilidades y me sentiría desolado si le decepcionara.
—Estoy convencida de que os subestimáis. ¿Por qué no probarlo? Entretanto,
ayudadme.
La muchacha miró a su perro que, inmediatamente, abrió los ojos y se levantó.
Negrote percibía la menor intención de Clara, quien la mayor parte de las veces ni
siquiera necesitaba hablarle.
Liberado, Silencioso se levantó a su vez para participar en los trabajos de
jardinería, imitando los gestos de Clara. Hacía mucho tiempo que no había disfrutado
de una paz semejante, lejos de cualquier angustia. Contemplar a la joven le hacía tan
feliz que olvidaba sus dudas y sus sufrimientos.
Tras haber obtenido una buena cantidad de caricias en lo alto del cráneo y en el
cuello, Negrote había vuelto a tumbarse a la sombra.
—Cada noche, las tinieblas intentan devorar la luz —dijo Clara—. Combatiendo
valerosamente, consigue rechazarlas. Quien contempla la salida del sol, del lado de la
montaña de Oriente, distingue una acacia de turquesa que señala el triunfo de la luz
resucitada. El árbol se ofrece a todos. Para percibir su belleza, basta con saber
mirarlo. Este pensamiento me ha guiado cuando he debido superar duras pruebas. La
belleza de la vida no depende de nosotros, pero reside también en nuestra capacidad
de captarla.
Silencioso admiraba el modo como actuaba Clara, sin precipitación alguna, con
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gestos eficaces, precisos y graciosos.
Lamentablemente, la plantación finalizaría y le sería necesario retomar el camino
de la ciudad.
—Vayamos a lavarnos las manos en el pequeño canal —propuso ella.
Los agrimensores del Estado, los especialistas en irrigación y los trabajadores
forzados habían trabajado bien; cultivos y jardines eran recorridos por venas y
arterias que canalizaban el agua de la vida.
Arrodillado junto a Clara, Silencioso olió su perfume, en el que se mezclaban el
jazmín y el loto. Y como no podía mentirse a sí mismo, supo que acababa de
enamorarse perdidamente.
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S obek detestaba las recepciones, pero estaba obligado a asistir a la fiesta anual de
la policía de la orilla oeste de Tebas, durante la que se anunciaban los ascensos,
los cambios de destino y las jubilaciones. Para la ocasión se mataban algunos cerdos
y se bebía vino tinto ofrecido por el visir.
El nubio, cuya estatura no pasaba desapercibida, fue objeto de todas las
atenciones. No por ser policía se es menos curioso, y muchos de sus colegas le
preguntaron si había descubierto alguno de los secretos del Lugar de Verdad.
Fatalmente, se ironizó sobre sus supuestas relaciones con las mujeres de la aldea, que
no podían sino sucumbir al encanto del soberbio negro.
Sobek bebió, comió y dejó que hablaran.
—Al parecer, tu nuevo puesto te gusta —le susurró el escriba del trabajo forzado,
un amargado al que Sobek detestaba.
—No me quejo.
—Se murmura que ha habido un muerto entre tus hombres…
—Un novato que se cayó, por la noche, en las colinas. La investigación se ha
cerrado.
—Pobre tipo… No aprovechará los placeres de Tebas. A cada uno sus
problemas… Yo no consigo echar mano al hijo de un granjero que intenta escapar del
trabajo forzado.
—El caso no debe ser raro.
—Te equivocas, Sobek. Es un deber que todos aceptan y las penas para los que
delinquen son pesadas. Además, con la planta del mozo, a pesar de que sólo tiene
dieciséis años, la detención promete ser movida.
El escriba del trabajo forzado hizo una descripción que correspondía,
perfectamente, a la del espía encarcelado por Sobek.
—¿Y ha cometido otros delitos el muchacho? —preguntó el nubio.
—Ardiente se enemistó con su padre, que quiere darle una buena lección para que
regrese a la granja. Lo malo es que hay delito de fuga… Probablemente el tribunal
pronunciará una severa pena.
—¿Sus hermanos no te han dado ninguna información útil?
—Ardiente sólo tiene hermanas.
—Es curioso… Y siendo el único muchacho de la familia, ¿no debería estar
exento del trabajo forzado?
—Tienes razón, tuve que amañar un poco el procedimiento para satisfacer a su
padre, un viejo amigo. Todos lo hemos hecho un día u otro.
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mantuvo muy erguido ante Sobek.
—Bueno, muchacho, ¿estás decidido a decirme la verdad?
—No ha cambiado.
—¡Eres una especie de obra maestra del género tozudo! Debería haberte
interrogado a mi modo, pero tienes suerte, mucha suerte.
—¿Me creéis, por fin?
—He sabido la verdad sobre ti: te llamas Ardiente y eres un fugitivo que intenta
escapar del trabajo forzado.
—Pero… ¡Es imposible! ¡Mi padre es granjero y soy su único hijo!
—También lo sé. Tienes problemas, muchacho, graves problemas. Pero resulta
que el escriba del trabajo forzado no es un amigo y tu caso no es de mi competencia.
Sólo puedo darte un consejo: abandona en seguida la región y haz que te olviden.
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Silencioso estaba terminando de moldear un centenar de gruesos ladrillos que
colocaría sobre el lecho de piedra que formaba el zócalo de una casa destinada a la
familia de un militar. Para un hijo de escultor del Lugar de Verdad, era la infancia del
arte. Durante su adolescencia, Silencioso se había divertido haciendo ladrillos de
todos los tamaños, y había acabado, incluso, fabricando él mismo los moldes.
—Tu técnica es excepcional —estimó el patrón.
—Tengo buena mano y me tomo tiempo.
—Sabes mucho más de lo que muestras, ¿no es cierto?
—No lo creáis.
—No importa… ¿Has pensado en mi propuesta?
—Dadme tiempo.
—De acuerdo, muchacho. Espero que otro empresario no intente atraerte…
—Tranquilizaos.
—Confío en ti.
Silencioso había comprendido la estrategia de su patrón: había hecho que
conociera a su hija para que quedara seducido, la pidiera en matrimonio, aceptara el
cargo de capataz y fundase un hogar. Así se vería obligado a encargarse de la empresa
familiar. El patrón era un buen hombre, creía actuar por el interés de su hija.
Silencioso no sentía resentimiento alguno hacia él. La maniobra podría haber
concluido en un fracaso, pero el joven se había enamorado locamente de Clara.
Aunque el porvenir que su futuro suegro le trazaba se parecía a una cárcel en la que
no quería entrar, ya no podía imaginar su vida sin la muchacha. Gracias a ella, a su
rostro y a su luz, no se había arrojado al Nilo para poner fin a su vagabundeo. Pero
nada demostraba que ella compartiera sus sentimientos, y no la obligaría a casarse
para satisfacer a su padre.
¿Cómo confesar a una mujer un amor tan intenso? Seguro que la asustaría.
Silencioso había imaginado mil y un modos de abordarla, pero le habían parecido a
cuál más ridículo. Tenía que rendirse ante la evidencia: lo mejor sería enterrar su
pasión en lo más profundo de sí mismo y partir hacia el Norte, como había previsto,
soñando con una felicidad imposible.
En la pequeña habitación donde su patrón le alojaba, Silencioso no conciliaba el
sueño. Creía haber tomado la decisión acertada, pero no le procuraba ni el menor
apaciguamiento. La aldea, la ruta sin fin, los ojos azules de Clara, el río… Todo se
mezclaba en su cabeza, como si estuviera ebrio.
Vivir para ella, ser su sirviente, permanecer constantemente a su lado sin pedirle
nada más… Tal vez fuera la solución. Pero ella se cansaría y acabaría casándose. El
dolor de la separación sería más desgarrador aún.
Silencioso no tenía elección.
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Mañana por la mañana terminaría el trabajo que estaba haciendo, iría al mercado
a comprar provisiones y abandonaría Tebas para siempre.
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El sirio puso el pie en la nuca de su víctima.
—Vamos a darte una buena lección, muchacho, y luego saldrás de la ciudad. Aquí
no te necesitamos.
Silencioso intentó volverse de lado, pero una patada en la espalda le arrancó un
grito de dolor.
—Si te defiendes, te golpearemos con más fuerza.
—¿Y no queréis probar conmigo, pandilla de cobardes? —preguntó Ardiente.
Dicho esto, saltó sobre el sirio, le agarró por el cuello y le lanzó contra una pared.
Sus aliados intentaron rechazar al joven atleta, pero él golpeó al primero con la
cabeza agachada, paró el ataque del segundo y le hundió el codo en el vientre.
Silencioso intentó levantarse, pero vio treinta y seis candelas[3] y cayó de rodillas
mientras Ardiente derribaba al sirio de un puñetazo. Sus cómplices pusieron pies en
polvorosa, pero fueron interceptados por unos policías y un babuino que mostraba sus
acerados colmillos.
—¡Qué nadie se mueva! —ordenó uno de ellos—. Estáis todos detenidos.
Cuando Silencioso despertó, ya había amanecido hacía mucho rato. Tendido boca
abajo, con los brazos colgando a uno y otro lado de una estrecha cama, sintió una
deliciosa sensación de calor a la altura de los riñones.
Una mano muy delicada ponía bálsamo en las doloridas carnes. De pronto, el
muchacho se dio cuenta de que estaba desnudo y de que era Clara quien le cuidaba.
—Quedaos quieto —exigió ella—. Para que sea eficaz, el bálsamo debe penetrar
bien en las contusiones.
—¿Dónde estoy?
—En casa de mi padre. Fuisteis agredido por tres obreros que os apalearon y os
desvanecisteis. Los bandidos fueron detenidos y os trajeron aquí. Habéis dormido
más de veinte horas, pues os hice beber una poción calmante. Por lo que al bálsamo
se refiere, está compuesto de beleño, cicuta y mirra. Gracias a él, vuestras heridas
sanarán rápidamente.
—Alguien acudió en mi auxilio…
—Un muchacho que ha sido detenido también.
—¡Es injusto! Arriesgó su vida por mí, él…
—Según la policía, está en situación irregular.
—Tengo que levantarme e ir a declarar en su favor.
—El asunto será juzgado mañana mismo en el tribunal del visir. Mi padre ha
presentado una denuncia que ha sido atendida en seguida, dada la gravedad del
asunto. Lo más urgente es que volváis a poneros en pie y dejéis que os cuide. Tened
la amabilidad de tenderos de espaldas.
—Pero yo…
—Ya no tenemos edad para falsos pudores.
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Silencioso cerró los ojos. Clara le untó la frente, el hombro izquierdo y la rodilla
derecha con bálsamo.
—Mis agresores querían que abandonase la ciudad.
—No os preocupéis: serán condenados a una pesada pena y mi padre contratará a
otros obreros. Desea más que nunca que aceptéis el puesto de capataz.
—Temo no ser muy popular…
—Mi padre está maravillado ante vuestra competencia. Ignora que fuisteis
educado en el Lugar de Verdad, no he traicionado vuestro secreto.
—Gracias, Clara.
—Quiero pediros un favor… Cuando hayáis tomado vuestra decisión, me gustaría
ser la primera en conocerla.
Cubrió al herido con un lienzo de lino que olía al aire limpio y perfumado de la
campiña tebana.
Silencioso se incorporó.
—Clara, me gustaría deciros…
Los ojos azules y luminosos le miraron con infinita dulzura, pero no se atrevió a
tomar la mano de la muchacha ni a expresar sus sentimientos.
—Siempre he trabajado a las órdenes de alguien más cualificado que yo y estoy
seguro de no ser capaz de regular las tareas de otro… Debéis comprenderme.
—¿Significa eso que lo rechazáis?
—Sólo debo pensar en ayudar al muchacho que vino a socorrerme. Sin él tal vez
estaría muerto.
—Tenéis razón —asintió ella con voz transida de tristeza—. Él debe ocupar el
centro de vuestros pensamientos.
—Clara…
—Perdonadme, tengo mucho trabajo.
Ligera, inaccesible, salió de la habitación.
Silencioso hubiera deseado retenerla, explicarle que era estúpido, incapaz de
abrirle su corazón. La puerta que acababa de cerrarse no volvería a abrirse nunca
más, sin duda. Debería haber tomado a Clara en sus brazos y cubrirla de besos, pero
le impresionaba demasiado.
El bálsamo era eficaz; poco a poco, los dolores desaparecían. Pero lamentaba que
los agresores no hubieran concluido su siniestra tarea. ¿De qué servía vivir si no
había oído la llamada y no se casaría con la mujer amada? En cuanto su salvador
fuera absuelto, Silencioso desaparecería.
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E l juez designado por el visir para la audiencia del día era un hombre de edad
madura y gran experiencia. Vestido con una simple túnica sujeta por dos anchos
tirantes anudados por detrás del cuello, llevaba un collar de oro del que colgaba una
figurita que representaba a la diosa Maat.
Maat, una mujer sentada que sujetaba la llave de la vida. En su cabeza, la
timonera, la pluma que permite a los pájaros orientar su vuelo sin error. Verdad,
justicia y rectitud al mismo tiempo, ella era la verdadera patrona del tribunal.
A los pies del juez había un paño rojo en el que se habían dispuesto cuatro
bastones de mando, símbolo de un auténtico Estado de derecho.
—Bajo la protección de Maat y en nombre del faraón —declaró el juez—, esta
audiencia queda abierta. Que la verdad sea el aliento de vida en la nariz de los
hombres y que expulse el mal de su cuerpo. Juzgaré al humilde del mismo modo que
al poderoso, protegeré al débil del fuerte y apartaré de cada cual el furor del ser
malvado. Que sean introducidos los protagonistas de la riña que tuvo lugar en la
calleja del mercado.
El sirio y sus dos acólitos no negaron los hechos e imploraron clemencia al
tribunal. Compuesto por cuatro escribas, una mujer de negocios, una tejedora, un
oficial de reserva y un intérprete, el jurado condenó al trío a cinco años de trabajos de
utilidad pública. En caso de reincidencia, la pena se triplicaría.
Cuando Ardiente compareció ante el magistrado, no agachó la cabeza. Ni el
ambiente austero del tribunal ni el rostro adusto de los jurados parecieron
impresionarle.
—Tu nombre es Ardiente y afirmas haber socorrido a la víctima.
—Es la verdad.
Los policías confirmaron la declaración de Ardiente, luego testificó Silencioso.
—Fui golpeado en la espalda, los agresores me obligaron a tenderme boca abajo,
sólo pude oponer una débil resistencia y tal vez habría muerto si este muchacho no
hubiera acudido en mi auxilio. Siendo uno contra tres, necesitó un valor excepcional.
—El tribunal lo admite de buena gana —reconoció el juez—, pero el escriba del
trabajo forzado, aquí presente, ha denunciado a Ardiente por delito de fuga.
En primera fila, el funcionario esbozó una sonrisa satisfecha.
—El valor de Ardiente debería valerle la indulgencia del jurado —alegó
Silencioso—. ¿No puede perdonársele este error de juventud?
—La ley es la ley, y el trabajo forzado, una tarea esencial para el bienestar
colectivo.
Sobek el nubio avanzó.
—Como jefe de la policía del sector del Lugar de Verdad, comparto la opinión de
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Silencioso.
El magistrado frunció el ceño.
—¿Qué justifica esta intervención?
—El respeto a la ley de Maat, que a todos nos importa. Siendo el único hijo de un
granjero, Ardiente está legalmente exento del trabajo forzado.
—El informe del escriba no menciona este punto fundamental —observó el juez.
—Es un texto mentiroso, pues, y su autor debe ser severamente castigado.
El escriba del trabajo forzado ya no sonreía.
Ardiente miraba al nubio con asombro. Nunca habría creído que un policía le
ayudara.
—Que detengan a ese funcionario poco escrupuloso —ordenó el juez—, y que
liberen de inmediato a Ardiente.
Silencioso apenas oyó la decisión pues, desde hacía mucho rato, sus ojos estaban
clavados en la figurita de Maat que adornaba el pecho del juez.
El Lugar de Verdad, el lugar de Maat, el ámbito, privilegiado entre todos, donde
se expresaba lo justo, donde se enseñaba su secreto gracias al gesto de los artesanos
iniciados en la Morada del Oro… Eso era lo que Silencioso no había percibido hasta
entonces.
Mirando a la diosa, su corazón se abrió.
La figura creció, se hizo inmensa, llenó la sala del tribunal y atravesó el techo
para llegar al cielo. Maat era más vasta que la humanidad, se extendía tan lejos como
el universo y vivía de la luz.
Silencioso vio de nuevo las casas de la aldea, los talleres y el templo. Y escuchó
la llamada, la voz de Maat pidiéndole que volviera al Lugar de Verdad y llevara a
cabo, allí, la obra a la que estaba destinado.
—No voy a repetirlo —dijo el juez, irritado—. Os pregunto si estáis satisfecho,
Silencioso. ¿Habéis oído?
—¡Sí, oh, sí, he oído!
Silencioso salió lentamente del tribunal, con la mirada puesta en la cima de
Occidente, protectora del Lugar de Verdad.
—Me gustaría hablarte —le dijo Ardiente—, pero tienes un aspecto realmente
extraño.
Poseído aún por la llamada que le había invadido, Silencioso apenas reconoció a
su salvador.
—Perdóname, quería darte las gracias. Estoy vivo gracias a ti.
—¡Bah! Me divirtió intervenir.
—¿Te gusta pelear, Ardiente?
—En el campo hay que saber defenderse. A veces el tono sube de prisa y pelean,
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de buena gana, por una nadería.
—¿Dónde vives?
—En la orilla oeste, pero he abandonado definitivamente la granja familiar. Me
muero de sed, ¿tú no?
—Lo menos que puedo hacer es ofrecerte cerveza fresca.
Silencioso se procuró una jarra y los dos amigos se sentaron en la ribera, a la
sombra de una palmera.
—¿Por qué has dejado a tu familia?
—Porque no quiero ser granjero ni suceder a mi padre.
—¿Y cómo imaginas tu porvenir?
—Sólo tengo una pasión: el dibujo. Y sólo existe un lugar donde puedo probar
mis dotes y aprender lo que me falta: el Lugar de Verdad. He intentado acercarme,
con la esperanza de entrar en él, pero parece imposible. Sin embargo, no renunciaré a
mi proyecto… Es la única razón que me hace seguir vivo.
—Eres muy joven, Ardiente, y podrías cambiar de opinión.
—Eso no ocurrirá, ¡tenlo por seguro! Desde mi infancia, observo la naturaleza,
los animales, los campesinos, los escribas… Y los dibujo. ¿Quieres que te lo
muestre?
—Encantado.
Rompiendo el extremo de una palma seca, Ardiente trazó en la tierra, con notable
precisión, el rostro del juez, su collar y la figurita que representaba a la diosa Maat.
Por primera vez, se sintió inquieto. Él, que siempre había estado convencido de su
talento y se burlaba de las críticas de los demás, aguardaba angustiado el juicio de
aquel joven mayor que él, tan tranquilo y ponderado.
Silencioso se tomó tiempo.
—Está bastante bien —consideró—. Tienes el sentido innato de las proporciones
y tu mano es muy segura.
—Entonces… ¿Crees realmente que tengo dotes?
—Lo creo.
—¡Fabuloso! ¡Soy un hombre libre y sé dibujar!
—De todos modos, te queda mucho por aprender.
—¡No necesito a nadie! —clamó Ardiente—. Hasta ahora me las he arreglado
solo y seguiré haciéndolo.
—En este caso, ¿por qué quieres ser admitido en la cofradía de los servidores del
Lugar de Verdad?
La contradicción golpeó de lleno al artista en ciernes.
—Porque… porque me permitirá dibujar y pintar durante todo el día, sin
ocuparme de nada más.
—¿Y crees que te necesita?
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—¡Le demostraré que soy el mejor!
—Probablemente la vanidad no sea el mejor modo de forzar la puerta.
—No es vanidad, sino un deseo más ardiente que el fuego. Sé que debo ir allí e
iré, sean cuales sean los obstáculos.
—Tal vez el ardor no sea suficiente.
Ardiente levantó los ojos al cielo.
—No es sólo ardor, sino una especie de llamada que he oído, una llamada tan
potente, tan imperiosa que no puedo dejar de responderla. El Lugar de Verdad es mi
verdadera patria, es allí donde debo vivir, no puedo permanecer en ninguna otra
parte… Pero tú no puedes comprenderlo.
—Creo que sí.
Ardiente abrió los ojos asombrado.
—Lo dices por simpatía, pero te dominas demasiado, a ti mismo y a tus
emociones, para compartir mi pasión.
—El Lugar de Verdad es mi pueblo —reveló Silencioso.
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A rdiente tomó de los hombros a Silencioso con tal ímpetu que éste creyó que iba
a aplastarle.
—No es verdad, no es posible… ¡Te estás burlando de mí!
—Cuando me conozcas mejor, sabrás que yo no soy así.
—Pero entonces, ¡sabes cómo se puede entrar en el Lugar de Verdad!
—Es mucho más difícil de lo que imaginas. Para contratar a un nuevo artesano, es
preciso que estén de acuerdo todos los miembros de la cofradía, el faraón y el visir. Y
es preferible pertenecer a un linaje de escultores o dibujantes.
—¿No reclutan a nadie del exterior?
—Sólo a seres observados durante mucho tiempo en las obras al servicio de los
templos, como Karnak.
—Intentas hacerme comprender que no tengo oportunidad alguna… Pero no
renunciaré.
—Para presentarse al tribunal de admisión, también es preciso no tener deudas,
poseer una bolsa de cuero, una silla plegable y madera para fabricar un sillón.
—¡Una pequeña fortuna!
—Siete meses de salario para un principiante, aproximadamente. Es la prueba de
que sabe trabajar.
—¡Soy dibujante, no carpintero!
—El Lugar de Verdad tiene sus exigencias; y no vas a ser tú quien las modifique.
—¿Qué más?
—Lo sabes todo.
—¿Y tú por qué abandonaste la aldea?
—Todo el mundo es libre de salir cuando lo desee… Yo, realmente, no había
entrado todavía.
—¿Qué quieres decir?
—Fui educado allí, me crucé con seres extraordinarios y mi familia esperaba que
fuera escultor.
—¿Te negaste?
—No —respondió Silencioso—, pero no hice trampa. Había cumplido las
condiciones necesarias, deseaba seguir viviendo allí, pero me faltaba lo esencial: no
había escuchado la llamada. Por eso decidí viajar, con la esperanza de que mis oídos
se abrieran por fin.
—Y… ¿se han abierto?
—Hoy mismo, en el tribunal, tras muchos años de vagabundeo. Te debo mucho,
Ardiente, y no sé cómo agradecértelo. Si tú no hubieras intervenido en la calleja, no
habría tenido que comparecer ante ese juez y no habría escuchado la llamada.
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Desgraciadamente, no puedo ayudarte. Cada candidato debe arreglárselas solo. Si ha
gozado de alguna ayuda, su demanda es rechazada.
—Y tú… ¿Estás seguro de ser aceptado?
—En absoluto. Tal vez quienes me conozcan hablen en mi favor, pero su opinión
no pesará mucho en la balanza.
—Dime todo lo que sepas sobre el Lugar de Verdad —exigió Ardiente.
—Para mí, fue una aldea como otra. No he sido iniciado en ninguno de sus
secretos.
—¿Cuándo irás?
—Mañana mismo.
—Pero… ¿Y la bolsa, la silla plegable, la madera?
—Dejé mi peculio a un guardián.
—¡Tú no necesitarás un salvoconducto!
—Es verdad, me dejarán cruzar los cinco fortines y presentarme ante el tribunal
de admisión. Pero tal vez no vaya más lejos.
—Eres ya un hombre maduro, pareces paciente como la piedra y tranquilo como
la montaña… La cofradía debe de apreciar a los candidatos de tu talla y un carácter
como el tuyo.
—Lo esencial es haber escuchado la llamada y convencer de ello a los artesanos
elegidos como jueces de admisión.
—En ese caso, lo conseguiré.
Silencioso posó las manos en los hombros de Ardiente.
—Te lo deseo de todo corazón. Aunque el destino nos separe, no olvidaré mi
deuda contigo.
Gracias al asno que llevaba las vasijas, Silencioso encontró el camino del jardín
de Clara. Se había levantado el viento del sur, y unas coléricas olas agitaban el Nilo.
La arena volaba y agredía a los hombres, los animales y las casas.
Silencioso puso el borrico a cubierto, en un establo, en compañía de dos vacas
lecheras, luego volvió al sendero, tranquilo y atormentado al mismo tiempo.
Tranquilo, pues escuchar la llamada había liberado en él fuerzas que no había
sospechado; como Ardiente, estaba decidido a cruzar la puerta del Lugar de Verdad
para conocer sus secretos. Atormentado, pues si conseguía convencer al tribunal de
admisión, perdería a la mujer que amaba.
Barrido por furiosas ráfagas, el jardín estaba vacío. Silencioso recordó con
emoción las recientes plantaciones de Clara, en las que había participado. Le habría
gustado verlas crecer junto a ella, cuidarlas día tras día, envejecer al compás de su
florecimiento. Pero la llamada de Maat y del Lugar de Verdad era tan imperiosa que
no tenía otra opción: quería recuperar su patria perdida y penetrar en sus misterios.
Se habían esfumado los años vacíos, se habían olvidado las dudas… Silencioso
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tenía la sensación de haber atravesado una noche profunda de la que creía que no
podría salir. Era preciso no embarrancar en el dintel de una aventura que presentía
fabulosa.
—¿Me buscabais?
Con los hombros cubiertos por un chal de lana, Clara acababa de aparecer,
preocupada.
—Me había refugiado en una cabaña —explicó—. Esperaba que vinierais.
—Deseabais ser la primera en conocer mi respuesta definitiva, y cumplo mi
promesa.
—Rechazáis el puesto de capataz, ¿no es cierto?
—Sí, pero por una razón tan particular que deseo desvelárosla.
Los azules ojos de la muchacha estaban tristes.
—No será necesario…
—¡Escuchadme, os lo suplico!
Se acercó a la joven, que no se alejó.
—¿Aceptáis… que os tome en mis brazos?
Clara no respondió y permaneció inmóvil. Silencioso la abrazó tiernamente, como
si fuera tan frágil que pudiera romperse. Él sintió que su corazón latía tan fuerte como
el suyo.
—Os amo con toda mi alma, Clara. Sois la primera mujer de mi vida y no habrá
otra después de vos. Y, puesto que os amo así, me está prohibido haceros desgraciada.
Ella se abandonó, saboreando aquel momento de felicidad.
—¿Qué puedo temer de ti, Silencioso?
—He escuchado la llamada del Lugar de Verdad y debo responder a ella. Si se me
niega la admisión, seré un hombre quebrado, sin razón para vivir. Si me la conceden,
mi existencia se desarrollará en la aldea de los artesanos, lejos de este mundo.
—¿Es irrevocable tu decisión?
—He escuchado la llamada, Clara, y tiene tanta fuerza como mi amor por ti. Si
fuera posible olvidarla, lo haría. Pero no quiero mentir ni mentirme.
—¿Te casarás con una mujer de la aldea?
—Nunca me casaré y ocuparé una casa de soltero, pensando cada día en ti.
—¿Permanecerás enclaustrado?
—Podré salir, de vez en cuando, del Lugar de Verdad para verte, pero ¿no sería
eso torturarme?
—Bésame.
Sus cuerpos se unieron con ardor y ternura. Abrazados, se tendieron bajo el
algarrobo de tupido follaje, que les protegió del viento del sur.
Mientras se amaban, bañados por los rayos del sol poniente, Negrote montaba una
atenta guardia.
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Ardiente sonrió.
—Os equivocáis… Por desgracia me veo obligado a convertirme en vuestro
empleado.
—Voy a darte otra cosa que te sentará muy bien.
El curtidor chasqueó los dedos. Dos obreros salieron del taller donde suavizaban
las pieles con sal y aceite. Tenían estrecha la frente y ancho el pecho.
—Castigad a ese mocoso, muchachos… No creo que se queje a nadie y no
intentará robarnos de nuevo.
Un rictus de satisfacción animó los toscos rostros de ambos obreros. Mientras se
miraban felicitándose por la diversión que su patrón les ofrecía, Ardiente había
saltado ya sobre el primero y le había propinado una violenta patada en la barbilla
que le había dejado fuera de combate. Estupefacto, su compañero había intentado
reaccionar, pero era demasiado lento y su puño sólo había encontrado el vacío. El de
Ardiente, en cambio, cayó con precisión sobre la nuca de su adversario, que se
derrumbó sin sentido.
Muy pálido, el patrón retrocedió hasta apoyarse de espaldas en el puesto.
—¡Coge lo que quieras y vete!
—Sólo quiero trabajar para tener una hermosa bolsa de cuero. Luego, me iré.
—La que te gusta es un producto de lujo… Las tengo menos caras.
—Prefiero el lujo. Una condición, patrón: para mí no habrá días de reposo ni
limitación de horario de trabajo. No tengo tiempo que perder, necesito la bolsa en
seguida. ¿Dónde me instalo?
—Sígueme…
El curtidor quedó sorprendido ante la capacidad de trabajo de Ardiente. No se
cansaba nunca, se levantaba al alba, no se quejaba por nada y hacía el trabajo de
varios aprendices. No había tardado mucho en hallar los gestos adecuados y resultaba
el más eficaz para estirar y suavizar el cuero extendido en un caballete de madera con
tres pies.
Dada la facilidad con la que el muchacho aprendía el oficio, el patrón le enseñó el
modo de engrasar y aceitar una piel de primera calidad, para evitar que se resecara
fatalmente.
Cierto anochecer, cuando los demás obreros habían abandonado el taller, el patrón
se acercó a Ardiente.
—No mantienes mucho contacto con tus compañeros.
—Cada uno en su lugar. No tengo la intención de pasarme la vida aquí y hacer
amigos.
—Tal vez te equivoques… Este oficio es menos despreciable de lo que imaginas.
Mira eso…
—Son vainas de acacia.
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—Tienen un fuerte contenido en tanino, al igual que la corteza del mismo árbol, y
ese producto permite practicar un verdadero cultivo, indispensable para las piezas
excepcionales. Una soberbia bolsa de cuero, por ejemplo, o mejor aún…
—Sólo me interesa la bolsa.
—He recibido el pedido de un estuche en el que un encargado de los secretos del
templo de Karnak meterá sus papiros. Una pequeña maravilla que yo mismo
fabricaré… Si te interesa, podría hacer una copia con la que te pagaría tu trabajo.
—¿Además de la bolsa?
—Claro está.
—¿Por qué me ofrecéis algo así?
—Si deseas tanto la bolsa, será para deslumbrar a alguien. Con el estuche,
además, puedes estar seguro del golpe. Y, encima, me sorprendes. Nunca había
conocido a alguien como tú. Tendrías un hermoso porvenir si te convirtiera en mi
brazo derecho. Sólo he tenido hijas y necesitaría un sucesor.
—Lo que me interesa es la bolsa. No rechazaré que añadáis el estuche. Por lo
demás, no pienso enranciarme aquí.
—Cambiarás de opinión.
—No contéis con ello.
—Ya veremos, muchacho, ya veremos…
Ardiente sólo necesitaba tres o cuatro horas de sueño para recuperarse. Era el
primero en llegar a la tenería y el último en marcharse, se alojaba en una choza que él
mismo había construido con cañas. Como se acercaba la estación cálida y el patrón le
había donado un cobertor de basto lino, el joven soportaba la incomodidad. Hacía
mucho tiempo que la noche había caído cuando penetró en su cuchitril. Percibió de
inmediato una presencia.
—¿Quién está ahí?
Algo se movió bajo el cobertor.
Ardiente lo apartó y descubrió a una muchacha desnuda que torpemente intentaba
ocultar su sexo y sus pechos con las manos. No era bonita ni fea y debía de tener unos
veinte años.
—¿Quién eres?
—La prima de tu patrón… Te he visto en el taller. Como me gustas mucho, no he
tenido paciencia para esperar más.
—Y has hecho bien, hermosa.
La muchacha se acostó boca arriba y tendió los brazos hacia el joven, que se
había quitado el taparrabos.
—Comenzaba a hacerme falta —reconoció—. Llegas en el momento oportuno.
Ella recibió el cuerpo del atleta con un maullido de gata.
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Un buen oficio, porvenir, un patrón bien dispuesto, una amante previsora y muy
poco arisca… ¿Qué más podía exigir Ardiente?
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—Te habla el teniente Méhy, y no le gusta que le den la espalda.
—Yo no me ocupo de los clientes… Hable con el patrón.
—Me interesas tú. Al parecer eres fuerte como un toro salvaje y te cargaste a dos
mocetones acostumbrados a pelear.
—No tuve que esforzarme… Se golpearon el uno contra el otro.
Méhy tomó a Ardiente del brazo y le obligó a mirarle.
—¡Me horroriza que se burlen de mí, muchacho!
—Soltadme inmediatamente.
Había tanta violencia en los negros ojos del joven atleta que Méhy soltó la presa y
retrocedió un paso.
Ardiente descubrió a un hombre pequeño, de rostro redondo y cabellos muy
negros pegados al cráneo. Los labios eran gruesos, las manos y los pies rechonchos,
el torso ancho y poderoso. El oficial parecía seguro de sí mismo, y sus ojos, de un
marrón oscuro, estaban llenos de altanería.
—¿Te atreverías a agredirme?
—Sólo os pido que me respetéis.
—De acuerdo, muchacho. ¿Dónde está mi escudo?
—Me estoy encargando de él.
—Enséñamelo.
Ardiente se lo mostró.
—Habrá que añadir unos clavos y unas placas de metal. Exijo un escudo tan
sólido que deslumbre a los mejores soldados.
—Lo haré lo mejor que pueda.
—¿No te interesa cambiar la tenería por el ejército? Con una planta como la tuya,
te enrolarían inmediatamente.
—No siento ninguna atracción por la vida militar.
—Te equivocas, tiene numerosas ventajas.
—Mejor para vos y peor para mí.
—Eres joven y demasiado fogoso, amigo. Si sirvieras a mis órdenes, aprenderías
a suavizarte.
—Yo enseño la suavidad al cuero.
—Si te vuelves más inteligente, dirígete al cuartel principal de Tebas y cita al
teniente Méhy. Mientras, termina en seguida mi escudo. Mañana por la mañana
enviaré un soldado a buscarlo.
En cuanto el oficial hubo salido, el patrón apareció en el taller.
—¿Todo ha ido bien, Ardiente?
—No nos haremos amigos.
—El tal Méhy es un hombre influyente… Tiene mucha ambición y se murmura
que pronto obtendrá un importante ascenso. ¿Ya has terminado su escudo?
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—Si lo deseáis, lo haré esta noche.
—Más vale no contrariar a Méhy.
—Mañana al anochecer habré terminado las tareas necesarias para la compra de
la bolsa de cuero.
—Lo sé, lo sé… Hablaremos de ello.
Cuando Ardiente despertó, la prima del patrón dormía boca abajo. Admiró por
unos instantes la soberbia grupa que tanto placer le había dado, pero los primeros
rayos del sol atrajeron su mirada. Atravesaban el tabique de cañas e iluminaban dos
objetos depositados en el suelo: una bolsa y un estuche de cuero.
Ardiente se levantó para palparlos: eran de primera calidad.
—¿Te gustan? —preguntó la voz agridulce de la prima, apenas despierta.
—Dos pequeñas maravillas.
—¿Cómo mis pechos?
—Si quieres.
—El patrón te los regala.
—Error, hermosa: me los ha procurado mi trabajo.
—¿Cuándo nos casamos?
—¿Te tienta?
—Claro está, puesto que recibirás la tenería. Ardiente le propinó una palmada en
las nalgas. —¡Bien comienza el día!
—Ve pronto a ver al patrón y vuelve a mí más pronto todavía —imploró ella,
lánguida.
Silencioso había abandonado la obra al alba, una vez terminada la casa de Tebas
en la que se alojaría un pastelero, su segunda esposa y sus dos hijos. Su contrato
quedaba cumplido, podía partir de la orilla este, tomar la barcaza y ponerse en
camino hacia el Lugar de Verdad.
Cien veces había sentido deseos de correr al jardín para volver a ver, por última
vez, a Clara. Pero ¿no sería eso hacerlo más desgarrador y aumentar el dolor de la
separación?
Silencioso se había sumido en su trabajo para no seguir pensando en ella, pero no
podía apartar su rostro de su mente. Renunciar a hablarle había sido una prueba casi
insuperable, y ya era hora de abandonar la ciudad. Unos días más y tal vez no tendría
el valor de partir.
La brisa del amanecer era deliciosa y perfumada. Cargada de mercancías, la
barcaza cruzó el Nilo avanzando al bies para aprovechar, al mismo tiempo, el viento
y la corriente. Adormecidos, los viajeros acababan su noche.
Silencioso fue el primero que saltó a la orilla, trepó la corta pendiente y se
inmovilizó.
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Allí estaba Clara, sentada bajo una palmera.
Corrió hacia ella y le dio la mano para ayudarla a levantarse.
—Me voy contigo —dijo la joven.
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otra parte?
—¿Qué deseas exactamente?
—Hacer, con la mayor rapidez posible, el número de jornadas de trabajo que me
permita adquirir la cantidad de madera necesaria para fabricar un sillón y comprar
una silla plegable.
—¿Conoces los precios?
—Para un perezoso, cinco meses de trabajo sin cansarse. Para mí, un mes como
máximo.
—¿No duermes nunca?
—Lo mínimo cuando debo terminar un trabajo.
—¿Y luego?
—Cuando haya obtenido lo que deseo, me iré.
—¿No te interesa aprender a fondo el oficio?
—No tengo más que decir. Vos decidís.
—Eres un tipo raro… Aquí mando yo y no me gustan los cabezones. Si aceptas
obedecerme, podemos probarlo.
—¿Comienzo en seguida?
—Puesto que necesitas madera, ve a cortarla tú mismo. Mi leñador te enseñará a
manejar el hacha.
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sus esposas, no es acaso la patrona secreta de los artesanos del Lugar de Verdad? Su
voz se deslizó en el viento y ensanchó mi corazón. Ahora sé que pasaré mi vida
descubriéndola, conociéndola y sirviéndola. Y sólo hay un lugar donde poder llevar a
cabo esta tarea.
—Te ayudaré con todas mis fuerzas, Clara, y no cruzaré sin ti la puerta de la
aldea.
Dándose la mano, con la mirada clavada en la cima de Occidente, siguieron
avanzando hacia el Lugar de Verdad. El amor que los unía los hacía ya inseparables.
Querían vivir la misma vida, en todas sus dimensiones, de la más material a la más
espiritual. Fueran cuales fuesen las pruebas, no expresarían dolor ni se lamentarían; y
si era preciso afrontar el espectro del fracaso, no retrocederían.
Dos caminos permitían acceder a la aldea. El primero se iniciaba muy cerca del
Ramesseum, el templo de millones de años de Ramsés el Grande, pero estaba
permanentemente cerrado por unos soldados que sólo dejaban pasar a los artesanos
procedentes del Lugar de Verdad. El segundo era la única vía autorizada para quien
quisiera intentar dirigirse a la aldea.
Clara y Silencioso dejaron a la derecha el templo de Amenhotep, hijo de Hapu, el
gran sabio que había servido fielmente al faraón Amenhotep III, cuyo inmenso
santuario se levantaba en las cercanías. A su izquierda se encontraba la colina de
Djemé, donde estaban enterrados los dioses primordiales. Dejaron atrás la zona de
cultivos y entraron en el desierto.
El primero de los cinco fortines señalaba el límite del dominio sagrado que
dependía de la competencia de «la gran y noble Tumba de millones de años al
Occidente de Tebas». Llamada, abreviadamente, «la Tumba», la institución agrupaba
a los artesanos encargados de excavar y decorar las moradas de eternidad de los
faraones y sus esposas. Y su territorio comprendía, además del propio Lugar de
Verdad, el Valle de los Reyes y el de las Reinas.
Clara fue consciente de aventurarse por otro mundo, tan cercano y lejano al
mismo tiempo, un mundo donde los humanos seguían amando, sufriendo y luchando
con lo cotidiano, pero donde su trabajo consistía en moldear la eternidad como si
fuera un material.
Desde que había escuchado la llamada, Clara veía a Silencioso de un modo
distinto. De su ser emanaba un deseo de creación que la fascinaba, pero era preciso,
además, poner a su disposición las herramientas indispensables para concretarlo.
Los policías no tenían un aspecto más amable que de costumbre.
—Vuestros salvoconductos.
—No tenemos.
—Entonces, volved al lugar de donde venís.
—Soy Silencioso, hijo de Neb el Cumplido, jefe de equipo del Lugar de Verdad.
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Haz que avisen a mi padre de que mi viaje ha terminado y deseo entrar en la aldea
con mi esposa.
—Ah… Tengo que informar al jefe. De momento, quedaos aquí.
El policía transmitió la demanda a un colega, que se dirigió al segundo fortín, y la
misma escena se repitió, de fortín en fortín, hasta el despacho del jefe Sobek, que
autorizó a la pareja a cruzar «los cinco muros» para presentarse ante él.
Por su mirada agresiva, Clara y Silencioso sintieron que la partida todavía no
estaba ganada, ni mucho menos.
—Vuestra historia me parece sospechosa —dijo Sobek con voz arrogante—. Si
me habéis mentido, lo pagaréis muy caro.
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E l jefe Sobek no invitó a sentarse a sus huéspedes. No había dormido bien, había
digerido mal un plato de habas en salsa, maldecía el calor y no soportaba que le
contrariaran.
—¿Conocéis bien al jefe de equipo Neb el Cumplido? —preguntó Silencioso con
calma.
—¿Me tomas por un retrasado? ¡Es a ti a quien no conozco! Y Neb el Cumplido
no tiene hijos.
—En el sentido profano de la palabra, es cierto.
—¿Qué estás diciendo…?
—Mis padres murieron, Neb el Cumplido me adoptó. Para los artesanos del
Lugar de Verdad, me he convertido en su hijo. Y como debe de hacer poco tiempo
que ocupáis vuestro puesto, oís hablar de mí por primera vez.
Sobek se dio una palmada en la frente, con su mano diestra.
—Tantas historias, tantos misterios… ¿Cómo voy a verificarlo? ¡No tengo
derecho a penetrar en la aldea!
—Dejadme hablar con el guardián de la gran puerta. Él avisará a mi padre.
—Admitámoslo… ¿Y ésta quién es?
—Clara, mi esposa.
—¿De quién es hija?
—De un empresario de la orilla este.
—Ah… ¡De modo que ella no vive en la aldea!
—Todavía no, pero vivirá conmigo.
Sobek señaló a Silencioso con un índice acusador.
—¿Y qué me demuestra que estáis casados?
—Sabéis muy bien que no es necesario ningún documento administrativo.
—Sé también que debéis vivir bajo el mismo techo… ¿Y dónde está ese techo?
—Si nos autorizáis a salir de aquí y a ir al barrio de los auxiliares, os lo mostraré.
—Vamos.
En el exterior del recinto de la aldea, algunos artesanos pertenecientes al personal
auxiliar de la cofradía habían sido autorizados a construir modestas moradas. Así
ocurría con Obed el herrero, un sirio cuarentón de enormes brazos, bajo y barbudo.
Fabricaba y repartía herramientas de metal.
En cuanto descubrió a Silencioso, Obed salió de su forja y corrió hacia él para
gratificarle con un abrazo que estuvo a punto de derribar al joven.
—¡De regreso por fin! Yo estaba convencido de que no habías desaparecido. El
escriba Ramosis está enfermo y tu padre comenzaba a desesperarse.
Irritado, Sobek intervino.
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—¡Te burlas de mí! Esta casa es la de Obed, no la tuya.
El herrero se interpuso.
—¿Cuál es tu problema, jefe?
—Este hombre afirma estar casado con esta mujer, pero no tienen techo.
Obed contempló a Clara.
—¡Por todos los dioses del cielo y de la tierra, qué hermosa es! Si me quisiera
como marido, no vacilaría ni un solo instante. Estás mal informado, jefe. Acabo de
legar mi habitación a esta joven pareja, que penetrará en ella ante todos vosotros para
que quede constancia. Estarán, pues, en su casa y consumarán su unión.
Furioso, Sobek intentó argumentar:
—Y si la muchacha no lo consintiera, y si estos dos fueran hermano y hermana, y
si…
—Tómame en tus brazos —pidió Clara a Silencioso, que la levantó para cruzar el
umbral de la casa.
—Os felicito por vuestra conciencia profesional, jefe Sobek —declaró el hijo
espiritual de Neb el Cumplido—. Clara y yo nos amamos, somos marido y mujer, y
vamos a venerar a Hator, diosa del amor, por la felicidad que nos ofrece.
—¿No querrás, a fin de cuentas, asistir a la escena y levantar acta? —preguntó el
herrero al policía.
Ante la risa gutural de Obed, Sobek volvió a su despacho. Quería saberlo todo
sobre Silencioso. Si había cometido la menor falta, no se libraría.
Qué dulce había sido aquella noche de amor en una pequeña habitación
amueblada con un viejo catre cojo. Sus cuerpos estaban hechos el uno para el otro y
sus gestos habían desplegado, espontáneamente, la magia del deseo y la ternura.
—Qué feliz hora esta —dijo Silencioso cuando se levantó el sol—; ¿qué diosa
podría hacerla eterna?
—He dormido a tu lado, amor mío, tu mano se ha posado en mí y me he
convertido en tu esposa. No te alejes más de mí, que nada ni nadie nos separe.
Silencioso la abrazaba cuando les alertó un ruido.
—Si los jóvenes recién casados están despiertos —anunció la gruesa voz del
herrero—, les traigo algo para comer.
Leche, tortas calientes todavía, queso fresco, higos… ¡Un verdadero festín!
—Tu mujer es tan bella como una diosa, Silencioso, y debe de poseer
innumerables cualidades, pero… ¿la has advertido de que no la llevas al paraíso? La
aldea es un mundo cerrado, hostil a cualquier rostro nuevo, sobre todo cuando puede
eclipsar a los demás.
—Mi marido no me ha ocultado nada —precisó Clara.
—Ah… ¿Y no tenéis miedo?
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—Como él, he escuchado la llamada.
—Bueno… Entonces son inútiles mis advertencias. Si yo estuviera en vuestro
lugar, olvidaría el Lugar de Verdad e iría a instalarme en la orilla este para aprovechar
la existencia. A vuestra edad, encerraros en esta aldea y no tener más horizonte que
una misteriosa obra… En fin, a cada cual su destino.
—Mi taparrabos está bastante deslucido —deploró Silencioso—. Con tu vestido
nuevo, harás mejor efecto.
—Espero que el tribunal de admisión no se pronuncie sólo por la apariencia.
—Para serte franco, ignoro sus criterios y ni siquiera sé quién forma parte de él.
—¿Estás inquieto, acaso?
—Temo fracasar, decepcionarte, ser indigno de mi padre…
—También yo estoy inquieta. Pero sé que no tenemos otra opción, que deberemos
ser sinceros y mostrarnos como somos.
—Me preocupa otro detalle: he cumplido las condiciones materiales para
presentarme, pero ¿qué van a exigirte?
—Ya veremos.
El herrero llamó a Silencioso.
—Aquí está lo que me confiaste antes de partir, hace varios años —dijo Obed
entregándole una bolsa de cuero, unos pedazos de madera de buena calidad para
fabricar un sillón y una silla plegable de madera—. De todos modos no acabo de
comprender por qué no te presentaste ante el tribunal si habías cumplido las
condiciones impuestas. Tú, el hijo espiritual de un famoso artesano.
—Porque no había escuchado la llamada.
—¿Y para escucharla has viajado tanto tiempo?
—Sí, y he advertido que estaba muy cerca, tan cerca que su potencia me había
ensordecido.
El herrero suspiró.
—Gracias por tu franqueza, pero realmente no comprendo nada… Buena suerte
de todos modos.
La mañana era soberbia, el calor insoportable. La pareja acudió al puesto de
policía municipal, donde un Sobek de mejor humor degustaba su desayuno.
—No tengo ninguna razón para encarcelaros —se lamentó—. Salid de aquí y
presentaos en la puerta del norte.
Silencioso y Clara obedecieron al policía. Los muros que formaban el recinto de
la aldea parecían infranqueables.
A la izquierda de la puerta cerrada, uno de los dos guardianes estaba de centinela
de las cuatro de la madrugada a las cuatro de la tarde. Provisto de un gran bastón,
disponía de una choza para resguardarse del sol y no tenía autorización para cruzar el
umbral. Como su camarada, vivía en la zona cultivada, lejos del Lugar de Verdad.
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De cabeza cuadrada, ancho de hombros, veterano en toda clase de luchas, el
centinela cobraba un modesto salario, completado por algunas primas cuando servía
de testimonio en las transacciones comerciales.
—Me llamo Silencioso y soy el hijo de Neb el Cumplido. Mi esposa Clara ha
escuchado, como yo, la llamada y te rogamos que abras las puertas de la aldea.
—No estáis autorizados a entrar.
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E l leñador tenía la piel curtida como el cuero y mascaba sin cesar hojas de alheña.
Por delante de Ardiente y él, marchaban una decena de cabras conducidas por
la más vieja, que parecía saber adonde iba.
—¿Cortamos leña o guardamos el rebaño?
—No seas impaciente, muchacho; por lo que veo, no conoces el oficio. Gracias a
mis cabras, gano tiempo y energía.
La vieja cabra se fijó en una acacia, en el límite del desierto, y la emprendió con
las hojas más accesibles. Sin poder resistir aquella golosina, sus congéneres se
lanzaron al asalto del árbol.
—Sentémonos a la sombra de aquella palmera, allí, y dejemos que las cabras
trabajen. He traído pan, cebollas y un odre de agua fresca.
—No tengo ganas de descansar, sino de cortar madera, mucha madera.
—¿Para qué?
—Necesito la cantidad necesaria para fabricar un sillón.
—¿Tienes que amueblar una casa?
—Necesito esta madera.
—Tienes tus secretillos y haces bien. Cuanto menos se cuenta mejor van las
cosas. Yo me he divorciado dos veces porque confiaba demasiado en mis esposas.
Terminaron dejándome sin blanca y acabaré mis días como leñador, al servicio de un
carpintero.
—¿Cuándo empezamos?
—Mira esas buenas bestias y agradéceselo.
Levantándose sobre las patas traseras, las cabras desnudaban con ardor el árbol.
Cuando hubieron devorado lo que podían alcanzar, el leñador fue en su ayuda. Ató
una cuerda a las ramas altas y tiró de ellas para ponerlas al alcance de los
cuadrúpedos, encantados de proseguir el festín.
—¡Admira la tarea, muchacho! La acacia ha quedado perfectamente limpia, ahora
nos toca a nosotros.
Ardiente recibió un hacha con mango de madera y arqueada hoja de bronce.
Desramó el tronco a pequeños y precisos hachazos y, luego, sin recuperar el aliento,
lo cortó con una fuerza que dejó pasmado al leñador. El joven no sólo parecía
infatigable, sino que, además, realizaba el gesto justo como si fuera un profesional
experimentado.
—Vas demasiado de prisa para mí… A ese ritmo, acabarías estropeando el oficio.
—Tranquilízate, no pienso hacer carrera. En cuanto haya terminado, pídeles a tus
cabras que elijan otro árbol.
—El patrón ha dicho que…
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—El hacha la manejo yo, no el patrón.
El leñador consideró que sería mejor evitar problemas inmediatos. Las cabras
partieron, pues, a la conquista de un nuevo festín mientras él disfrutaba de un
descanso bien merecido y Ardiente la emprendía con su segunda acacia.
Silencioso y Clara esperaban desde hacía tres días. Obed el herrero les traía unas
frugales comidas sin decir palabra, como si hubiera recibido la orden de observar un
inquebrantable mutismo. El jefe Sobek pasaba ante ellos sin dirigirles la palabra.
Asistían a la llegada del cortejo de asnos cargados de géneros diversos y material, a la
descarga vigilada por los guardianes de la puerta y a la labor de los auxiliares, que se
encargaban de la comodidad de los habitantes del Lugar de Verdad.
—¿Es un proceder normal? —preguntó Clara.
—Lo ignoro. Los del interior actúan como les parece.
—Esperar a tu lado no es una prueba, y el lugar es tan mágico que logra que el
tiempo fluya como la miel.
Silencioso compartía la serenidad de su compañera. Con ella y gracias a ella no
temía golpe alguno de la suerte. Si el tribunal de admisión pensaba doblegarlos bajo
el peso de la angustia, se estaba equivocando. Hallarse aquí, en el desierto, entre
colinas salvajes dominadas por la majestuosa cima de Occidente, muy cerca del lugar
donde unos seres trabajaban para la eternidad, viviendo en el secreto de la materia, ya
le hacía feliz.
Cuando el tercer día concluía y el sol se hundía en el horizonte, el guardián de la
puerta fue a su encuentro.
—Silencioso, ¿sigues solicitando tu admisión en la cofradía del Lugar de Verdad?
—Mis intenciones no han variado.
—¿Y tú, Clara?
—Tampoco las mías.
—Con mi colega, me encargo del servicio de correos. ¿Deseáis dirigir una carta a
un pariente antes de presentaros ante el tribunal de admisión?
Silencioso negó con la cabeza, y su esposa le imitó, aunque no podía dejar de
pensar en su padre, que no comprendería su decisión.
—Seguidme, entonces.
La noche caía de prisa. Los auxiliares habían ido a dormir a su casa, en la llanura,
y se habría jurado que la aldea, sumida en la oscuridad, había sido abandonada.
Pese a su determinación, Clara tenía el corazón en un puño. La dulce magia del
lugar había desaparecido con los postreros rayos del sol y ya sólo quedaba un temor
difuso y opresivo.
Siguiendo al guardián, la pareja llegó a un metro de la puerta norte, el acceso
principal al Lugar de Verdad.
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—Aguardad aquí.
Silencioso estrechó la mano de su esposa.
El guardián se agachó, encendió una antorcha y se desinteresó de la pareja. Unos
halcones peregrinos bailaban en el cielo, donde agonizaban los últimos fulgores
anaranjados. La puerta se entreabrió y apareció un hombre de edad avanzada que se
quedó inmóvil en el umbral. Iba ataviado con una pesada peluca negra, un largo paño
blanco y un nudoso bastón en la mano derecha. Silencioso creyó reconocer a un
cantero de difícil carácter, al que no era conveniente importunar.
—¿Quiénes sois los que osáis turbar la serenidad del Lugar de Verdad?
—Silencioso, hijo de Neb el Cumplido, y mi esposa, Clara.
—¿Sois conocidos por el tribunal de admisión?
—Deseamos presentarle nuestra demanda.
—¿Cuál es?
—Pertenecer a la cofradía de los artesanos y vivir en el Lugar de Verdad.
—¿Cumples los requisitos necesarios?
Silencioso presentó la bolsa de cuero, la silla plegable y la madera destinada a la
fabricación de un sillón. El hombre lo examinó sin pronunciar palabra.
—¿Y tú, Clara?
—He escuchado la llamada de la cima de Occidente.
El hombre del bastón pensó durante largo rato, como si sopesara la respuesta.
—En nombre del faraón, jurad que no revelaréis a nadie, bajo ninguna
circunstancia, lo que vais a ver y oír.
La pareja prestó juramento.
—¡Si traicionáis vuestro juramento, que los demonios del infierno os atormenten
eternamente! Seguidme.
Silencioso y, luego Clara, se deslizaron por la puerta entornada, detrás del hombre
del bastón. Al otro lado, adivinaron una calleja flanqueada de casas, pero no tuvieron
oportunidad de dejar que su mirada errara por aquel universo misterioso, pues fueron
obligados a dirigirse hacia la izquierda, donde dieron con un porche ante el que se
hallaban dos artesanos.
La oscuridad no permitía distinguir sus rostros.
Uno de ellos avanzó y agarró a Clara por la muñeca. Silencioso reaccionó de
inmediato.
—¿Adonde la llevas?
—Si te niegas a someterte a nuestras leyes, deberás abandonar la aldea de
inmediato.
—Ten confianza —dijo Clara.
El artesano se alejó con la muchacha.
Silencioso sintió el rigor de la soledad y temió las pruebas que estaban por venir.
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Había esperado que no los separarían y que unirían sus fuerzas ante los jueces, pero
tendría que hacerles frente sin ella.
—Ha llegado la hora —anunció el hombre del bastón.
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C uatro acacias.
Ardiente había terminado con cuatro acacias en un tiempo récord, ante la
pasmada mirada del leñador. Éste había farfullado un confuso informe al carpintero,
que se había visto obligado a creerle al ver el montón de troncos apilados ante su
taller. El muchacho había aprendido a utilizar una sierra, indispensable para cortar a
lo largo las más hermosas piezas y obtener tablas que no hubiera criticado un
veterano profesional.
Indiferente a la discusión entre el carpintero y el leñador, Ardiente se interesaba
por los objetos que ya estaban listos para ser entregados: mangos de abanico, peines,
copelas y pequeños muebles, arquillas y taburetes.
El carpintero se acercó al muchacho.
—Había dado órdenes precisas y las has ignorado. ¿Sabes que para cortar un
árbol es necesaria una autorización? ¡Tendré que justificar tu celo ante la
administración!
—Es vuestro problema, patrón. Yo os he dado un adelanto y, además, así
ahorraréis salarios. ¿Cuántos árboles tendría que cortar así, en varios trozos, para
obtener la cantidad de madera que deseo?
—Tu experiencia como leñador ha terminado.
—¿Me despedís?
—Sin duda sería la mejor solución, pero tienes que aprender a fabricar un sillón y
una silla plegable, si no recuerdo mal.
—Tenéis buena memoria.
—No se entra en un taller como un toro en un cercado. Empleo a técnicos
puntillosos que trabajan aquí desde hace muchos años, y los aprendices saben que
deben obedecer y comportarse correctamente. Temo que tú no seas capaz de ello.
—Probémoslo de todos modos.
—Te lo advierto, al primer desliz, te despido.
El patrón y su empleado se dieron la mano.
—¿Puedo empezar ahora?
—Espera a mañana, tu…
—No tengo tiempo que perder.
Cuando el carpintero presentó el muchacho a los obreros del taller, la atmósfera
se hizo glacial. Unos rostros huraños se volvieron hacia el recién llegado para
indicarle que no era bienvenido.
—Os pido que aceptéis a Ardiente como aprendiz —declaró el patrón—. Os
ayudará a terminar los trabajos retrasados y estará a disposición de quien le necesite.
—¿Qué sabe hacer? —preguntó el decano del taller.
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—Aprender —respondió el joven—. ¿Quién quiere comenzar a instruirme?
—Toma eso.
El decano le dio a Ardiente una azuela, una pequeña herramienta con mango de
madera. Una de sus caras era plana y estaba doblada casi en ángulo recto; allí se
había atado una hoja de bronce con una correa de cuero.
—Demuéstranos lo que sabes hacer —ordenó con ironía.
Ardiente examinó la hoja, pasó el dedo por el filo y, luego, exploró el taller
durante largo rato, como si se dispusiera a tomar posesión de él. Se demoró unos
instantes antes de elegir una tabla, cuya superficie alisó con la azuela.
—¿Quién te ha enseñado? —se extrañó el decano.
—Una herramienta se adapta, forzosamente, al material que debe trabajar. Ésta
sirve para cepillar, ¿o no?
—No eres un novato…
—Hasta ahora no he necesitado a nadie, y creo que en adelante seguiré siendo así.
¿No tenéis nada más que mostrarme?
El patrón hizo señas a los obreros para que se marcharan.
—¿Quién eres realmente, muchacho?
—Alguien que desea aprender a fabricar una silla plegable.
—¿Ambicionas mi cargo?
—¡En absoluto! Podéis estar tranquilo. En cuanto haya obtenido lo que deseo, me
iré.
—Muy bien… Mírame.
El carpintero se sentó en un banco, con la mano derecha cogió un mazo, y con la
izquierda, un cincel de madera. En una tabla de poco grosor que sujetó entre las
rodillas, practicó unas muescas bastante regulares.
—Ahora te toca a ti.
Ardiente ocupó el lugar del decano y le imitó sin vacilar.
—¡No puedo creer que nunca hayas trabajado la madera!
—Creed lo que queráis y prosigamos.
En el taller había varias clases de hachas, sierras, cuchillos y cinceles. Ardiente
los probó con un mínimo de vacilaciones. Su mano era firme, sus gestos precisos.
El carpintero, atónito, enseñó al joven cómo utilizar unas tablas cuidadosamente
cortadas, uniéndolas con colas de milano y reforzándolas con espárragos y lañas. Le
desveló la técnica de las esquinas provistas de capuchones, la de las clavijas de
madera, el arte de unir espigas y muescas, la de los cierres de arquilla para evitar que
su contenido se desparramara en caso de caída, y el método del perfecto ajustado que
permite fabricar cajas y sillas.
Ardiente lo comprendía todo a la primera y no olvidaba nada. A veces, incluso, su
mano se mostraba más hábil que la de su maravillado profesor.
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—Has nacido para ser carpintero, muchacho. Harás fortuna sin ninguna
dificultad.
—¿Cuántos taburetes debo fabricar para ganar mi silla plegable?
—Bastará con una decena… ¡Pero estoy seguro de que te gustará!
—Mostradme cómo se coloca el asiento a una silla.
—Mañana lo veremos.
—¿Estáis fatigado?
Tocado en su amor propio, el decano utilizó unas fibras vegetales trenzadas para
fabricar el asiento de un escabel capaz de soportar un buen peso.
La noche pasó rápidamente, el maestro seguía poniendo a prueba las
sorprendentes capacidades del alumno, que no le decepcionó ni una sola vez.
Cuando el carpintero cayó de sueño, Ardiente estaba terminando su primer
taburete.
Era día de descanso. Los obreros reposaban, a excepción de Ardiente, que
trabajaba bajo un sicómoro. Le divertía manejar el mazo y el cincel, y evitaba las
trampas que la madera le tendía. Con una piedra pulida, alisaba perfectamente la
superficie de un taburete. Con la ayuda de la experiencia, conseguiría fabricar un
mueble pequeño, tan hermoso como sólido.
—¿Tú eres Ardiente? —preguntó una muchacha delgada de cabellos negros y
cortos.
—Sí, soy yo.
—¿Puedo sentarme?
—Como quieras.
Era morena, de mirada incitadora, y chupaba un tallo de papiro azucarado.
Llevaba una camisola de manga corta y una falda por encima de las rodillas.
—¿Sabes lo que dicen, Ardiente? Que el murmullo de las hojas de sicómoro
parece el perfume de la miel; su follaje, turquesa; su corteza, loza, y que sus frutos
son más rojos que el jaspe. Su sombra refresca, pero yo tengo calor, mucho calor…
¿Me ayudas a quitarme la camisola?
—Estoy ocupado.
Ella misma se quitó la frágil prenda, dejando al desnudo dos manzanas de amor, y
se acurrucó contra el poderoso muslo del joven atleta.
—¿No te ha gustado mi descripción del sicómoro?
—¿Qué parentesco tienes con mi patrón?
Su fresco rostro se contrajo.
—Soy… soy su sobrina.
—Comienzo a estar acostumbrado: mis sucesivos patronos me envían una
hermosa muchacha, para que me vaya de la lengua y, al mismo tiempo, para
retenerme en su casa.
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—Te equivocas, yo…
—No hace falta que sigas mintiendo. Podrás confirmarle a tu tío que he dicho la
verdad y que no tengo intención alguna de ser carpintero. Gracias a él progreso con
rapidez y pronto seré propietario de una hermosa silla plegable.
—¿No te quedarás aquí?
—Tengo algo mejor que hacer.
—Pero tu porvenir…
—Deja que yo me ocupe de eso. Y mi inmediato porvenir es una soberbia moza
que tiene ganas de hacer el amor.
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llenos de columnas, estaban adornados con representaciones de loto, papiro, peces y
aves que retozaban en magníficos paisajes. Los nombres de Ramsés habían sido
pintados en azul sobre fondo blanco, colocados en óvalos que simbolizaban el
circuito del sol. Frisos de acianos y amapolas decoraban la parte alta de las paredes.
El faraón iba ataviado con una túnica blanca y un taparrabos blanco y dorado, con
brazaletes de oro en las muñecas y sandalias blancas. Cuando se sentó en un trono de
madera dorada, cada uno de los asistentes a ese excepcional consejo sintió que
Ramsés el Grande aún llevaba el gobernalle del navío del Estado con mano firme.
—Majestad, la ciudad del dios Amón se alegra por vuestra presencia —dijo el
alcalde de Tebas—. Gracias a vuestras directrices vive feliz, pues sois el padre y la
madre de todos los seres. Que vuestra palabra siga alimentando nuestros corazones.
Sois el señor del gozo, y el que se rebela contra el faraón se destruye a sí mismo.
—Durante mi viaje he examinado los informes referentes a tu gestión de mi
querida villa de Tebas. Eres un buen alcalde, pero es preciso velar más aún por el
bienestar de los habitantes del nuevo barrio. Algunos de los trabajos de alcantarillado
se han retrasado en exceso.
—Se hará según vuestra voluntad, majestad, y recuperaremos el retraso. Me
gustaría proponeros que admitierais en la orden del collar de oro al teniente de carros
Méhy, que se encarga de vuestra seguridad en Tebas y da completa satisfacción a la
cabeza de su destacamento de élite.
Ramsés aprobó con un gesto cansado. Hacía ya mucho tiempo que no le
interesaban las entregas de condecoraciones y el pueril juego de los honores, en el
que tantos dignatarios perdían su alma.
Para Méhy era el inicio de una soberbia carrera. Al recibir el fino collar de oro de
manos del visir —que reconocía así sus méritos en nombre del faraón—, el oficial no
sólo iba a ser ascendido al grado de capitán, sino que pertenecería, también, a la alta
administración de la rica ciudad tebana. Con los gruesos labios relucientes de
satisfacción, Méhy se sintió, sin embargo, algo decepcionado de que Ramsés no
posara más los ojos en él y de que la ceremonia fuese tan breve.
—He recibido una carta del administrador principal de la orilla occidental de
Tebas, y su contenido es la verdadera razón de mi presencia aquí —reveló el rey—.
Que el autor del documento exponga sus agravios.
Abry, un alto funcionario bien alimentado, se presentó ante el monarca y le hizo
una reverencia.
—Majestad, deseo alertaros sobre una situación anormal. Los artesanos del Lugar
de Verdad forman una comunidad aparte desde el reinado de vuestro glorioso
antepasado Tutmosis I. Hace más de tres siglos que existe y que excava las moradas
de eternidad en el Valle de los Reyes… ¿No creéis que ya es hora de reformar esa
institución?
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—¿Qué tienes que reprochar a la cofradía?
La pregunta, demasiado directa, turbó al escriba.
—Majestad, no son exactamente reproches, pero la cofradía exige recibir,
diariamente, cierto número de géneros que gravan nuestro presupuesto. Varios
auxiliares están destinados a su servicio y, como los residentes en el Lugar de Verdad
están sometidos a secreto, es imposible controlar su trabajo e imponerles las
consecuentes tasas. Muchos funcionarios se preguntan acerca del cometido exacto de
esta corporación, que goza de privilegios que a algunos les parecen desmesurados.
—¿Qué propones, pues?
El administrador principal se sintió animado a proseguir. Estaba claro que al
monarca le había gustado su argumentación.
—Propongo que se suprima el Lugar de Verdad y se disperse a los artesanos que
lo componen. La aldea, que no ocupa una gran superficie, será transformada en
almacén. Así obtendremos ganancias sustanciales, por no hablar de los impuestos que
afectarán a familias e individuos que hasta ahora estaban exentos de pagarlos. La
desaparición de esta arcaica institución supondrá, pues, claros beneficios para el
Estado.
Ramsés ya sólo tenía que adoptar el decreto que transformara el proyecto en
realidad.
—¿Conoces la misión del Lugar de Verdad? —preguntó el monarca.
El alto funcionario se crispó.
—Por supuesto, majestad… Como ya he mencionado, su cometido consiste en
excavar las moradas de eternidad del faraón reinante, de la gran esposa real y de sus
íntimos.
—Mi propia tumba se inició en el año dos de mi reinado, y, por lo visto, tú
consideras que los artesanos de la cofradía están ociosos porque su tarea terminó hace
mucho tiempo, dada mi longevidad.
—Oh, no, majestad, no es eso, ya sé que realizan otras actividades, y no quería
decir que…
—El faraón construye en tierra la ciudad de Dios, de acuerdo con su deber. Y se
muestra benefactor por los trabajos que emprende para los dioses, construyendo sus
templos y moldeando sus imágenes. En Bubastis, Athribis, en Pi-Ramsés, en Edfú, en
Elefantina, tanto en el Bajo como en el Alto Egipto, la obra se cumple y prosigue de
múltiples maneras. En el centro de esta obra está la morada de eternidad del faraón
que crea el Lugar de Verdad. Por ello, mi padre, Seti, decretó la extensión de la aldea,
pues el misterio esencial de donde procede todo es el nacimiento de lo que espíritus
romos como el tuyo consideran una tumba y que es, en realidad, un foco de luz. Los
artesanos trabajan todos los días para vencer a la muerte, construyen para el ka, esa
energía inmaterial que anima toda forma viviente sin por ello fijarse en ella y
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desaparecer con ella. Y para el ka real, que pasa de faraón en faraón sin ser nunca
propiedad de ninguno de ellos, siguen perfeccionando mi última morada. Pero ¿qué
puedes comprender tú de ese secreto, escriba de corazón cerrado y corta inteligencia?
Debes saber que mi estancia en Tebas no tiene más objetivo que embellecer la aldea
de los constructores, ofrecerles mayores medios para que puedan trabajar y fortalecer
su estabilidad. Y a esta tarea consagraré los últimos años de mi vida terrenal, pues no
hay nada más importante que el Lugar de Verdad.
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—Ramosis, recuerda el célebre texto que te gustaba leer a los aprendices de
escriba: «Imita a tus padres que vivieron antes que tú, tener éxito depende de tu
capacidad de conocimiento. Los sabios han transmitido sus enseñanzas en sus
escritos: consúltalos, estúdialos, léelos y vuelve a leerlos sin cesar».
—Majestad, pese a la debilidad de mis ojos, yo mismo sigo observando el
precepto.
—¿Recuerdas la gran fiesta del año diecisiete que organizaste con Pazair, el mejor
de mis visires? Éramos jóvenes, y nuestra energía parecía inagotable. Hoy eres un
anciano, como yo, pero también eres el hombre más venerado del Lugar de Verdad y
el único dignatario autorizado a llevar el título de «escriba de Maat».
—Vos me disteis la posibilidad de servir a Maat durante toda mi vida en la
cofradía que vive de ella, pero la hora del gran viaje se acerca.
—¿Hiciste preparar tres tumbas junto a la aldea, como habías proyectado?
—Sí, majestad. En la primera rindo homenaje a las divinidades y a vuestros
antepasados que tanto hicieron por la cofradía, Amenhotep I y su madre, Horemheb y
Tutmosis IV. Allí he colocado la estela en la que aparecéis vos. En la segunda
recuerdo a mis dos vacas, Occidente y Agua hermosa, así como al boyero que se
encargó de ellas. En la tercera están presentes mis seres más queridos.[4]
—¿Silencioso forma parte de ellos?
—Es el mayor gozo de mis últimos días, majestad. Como sabéis, mi esposa Mut y
yo no pudimos tener hijos, pese a las estatuas, las estelas y demás ofrendas a Hator, a
Tueris, la gran madre, e incluso a divinidades extranjeras. He preparado, pues, el más
allá con cuidado, sin olvidar la formación de mi sucesor, el escriba Kenhir. Sin
embargo, el ser por el que siento mayor estima y afecto es Silencioso. Cuando
abandonó la aldea para emprender un largo viaje por el mundo exterior, temí morir
antes de su regreso, del que jamás dudé. Afortunadamente, el tribunal de la cofradía
acaba de admitirle entre quienes han escuchado la llamada. Ya es servidor en el Lugar
de Verdad, y estoy convencido de que desempeñará un papel esencial en la aldea, y
no sólo como cantero y como escultor.
—¿Qué nombre de iniciación le habéis dado?
—Neferhotep, majestad.
—Nefer, «la realización, la belleza, la bondad», y hotep, «la paz, la plenitud, la
ofrenda»… ¡Duro programa le imponéis!
—La plenitud de la paz interior, el hotep, tal vez sólo se le ofrezca al término de
su existencia, siempre que, efectivamente, sea «Nefer» como artesano. Debo
advertiros que Silencioso no se presentó solo a las puertas de la aldea.
—¿Quién le acompañaba?
—Su esposa, Clara, cuyo nombre, Ubekhet, significa también «luminosa».
Impresionó al tribunal por su determinación y su esplendor. Es hermosa, inteligente,
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carece de ambición e ignora las numerosas facultades que posee. La pareja es sólida,
las duras pruebas que le aguardan no la destruirán. El tribunal mantuvo Clara como
nombre de iniciación de la esposa de Nefer. Para mí, ambos representan la esperanza
de la cofradía.
—¿De dónde procede esa muchacha?
—Es una tebana, hija espiritual de Neferet, la difunta médica en jefe del reino.
—Neferet… Me cuidó de un modo excepcional. Si Clara ha heredado sus dones,
la cofradía tendrá mucha suerte. Pero háblame con sinceridad, Ramosis: ¿acaso dudas
de las cualidades de tu sucesor, Kenhir?
—No, majestad, aunque no tiene un carácter fácil y, a veces, cumple sus
funciones con una firmeza excesiva. No lamento haberle elegido ni haberle legado
mis muebles, mi biblioteca, mis campos y mis vacas. Además, sólo es el escriba de la
Tumba… Los jefes de equipo, los canteros, los escultores y los pintores no cuentan
menos que él. Tal vez no lo haya comprendido aún, pero ya lo hará con el tiempo.
—Durante los últimos años, varios artesanos no han sido sustituidos —recordó
Ramsés que, como jefe supremo de la cofradía, seguía atentamente su evolución—.
El equipo completo ha tenido hasta cuarenta miembros, y actualmente sólo tiene
treinta.
—Treinta y uno con Nefer, majestad.
—¿Y son suficientes para realizar todas las obras que están en curso?
—Sólo tengo una cosa que decir al respecto, majestad: la calidad es más
importante que la cantidad. Lo esencial, bien lo sabéis, es el buen funcionamiento de
la Morada del Oro y su capacidad de creación. En ese sentido, no hay por qué
preocuparse. Además, estoy convencido de que la llegada de Nefer nos augura un
brillante porvenir.
—No sabes cuánto me alegro de oír eso, Ramosis, pues la hostilidad contra el
Lugar de Verdad no deja de aumentar. Los altos funcionarios sólo piensan en
enriquecerse y forman una casta cada vez más perniciosa, que tan sólo se preocupa
por su porvenir y no por el del país. Para ellos, la cofradía de los artesanos es una
anomalía administrativa que desean suprimir.
—¡Pero sois vos quien reináis, majestad!
—Mientras yo siga viviendo, en el Lugar de Verdad no tendrán nada que temer de
los envidiosos y los calumniadores. Espero que mi hijo Merenptah siga mis pasos y
comprenda que, sin la actividad de esta cofradía, la gran luz de Egipto estaría
condenada a declinar y acabaría por extinguirse. Pero ¿quién puede predecir el
comportamiento de un ser humano cuando está a cargo del poder supremo?
—Tengo confianza, majestad.
Ramsés el Grande sabía que Ramosis siempre había sido muy generoso y que la
transparencia de su alma había iluminado la cofradía, pero también sabía que ésta
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estaba en peligro. Aunque había conseguido que callaran las armas en todo el
Próximo Oriente, el monarca no había aniquilado los odios ni las ambiciones, y era
consciente de que sólo la frágil diosa Maat, encarnación de la justicia, podía impedir
que la especie humana siguiera su inclinación natural que la llevaba a la corrupción,
la injusticia y la destrucción.
Desde el tiempo de las pirámides, la institución faraónica se había apoyado en
una cofradía de artesanos iniciados en los misterios de la Morada del Oro que eran
capaces de inscribir la eternidad en la piedra. Cuando los fundadores del Imperio
Nuevo habían logrado que Tebas ascendiera al rango de capital, la comunidad del
Lugar de Verdad había tomado la antorcha del relevo.
Y aquella llama era vital para la supervivencia de la civilización.
—He olvidado una divertida anécdota, majestad. Acabamos de recibir una
candidatura completamente inesperada, aunque quizás no deba importunaros con ese
incidente sin importancia…
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T e escucho, Ramosis.
—En la cofradía se rechazan casi todas las demandas de admisión, aunque
provengan de artesanos experimentados que hayan demostrado sus cualidades. En
este caso, se trata de un joven coloso de dieciséis años que no tiene referencias. Es el
hijo de un campesino que ha pasado por los talleres de un curtidor y un carpintero…
Pero es tan obstinado que Sobek, el jefe de seguridad, se ha visto obligado a
encarcelarle por segunda vez.
—¿Cumple los requisitos necesarios para presentarse ante el tribunal de
admisión?
—Sí, majestad, pero…
—Muchos de los que hoy componen la cofradía llegaron del exterior,
comenzando por ti, Ramosis. Deja que el muchacho se enfrente a los jueces del Lugar
de Verdad.
Ramsés el Grande miraba a lo lejos.
El viejo escriba de la Tumba sintió que era uno de esos momentos privilegiados
en los que la visión del rey superaba la de los demás hombres. A menudo, durante su
larga existencia, Ramsés, había tenido intuiciones que atravesaban los muros del
porvenir y le permitían actuar abandonando los senderos hollados.
—Majestad, creéis que el muchacho…
—Que comparezca ante los artesanos y que éstos no decidan a la ligera. Si el
joven consigue superar las pruebas, tal vez desempeñe un papel decisivo en la
historia del Lugar de Verdad.
—Intervendré ante Sobek. ¿Pensáis examinar vuestra morada de eternidad,
majestad?
—Por supuesto. Pero me he dado cuenta de otra cosa: hay que ampliar el
santuario del ka real. Tú velaste por su construcción, tú decidirás la fecha de los
trabajos y el plano de la obra.
A Ramosis le invadió una intensa alegría.
—¡Es un gran honor para la aldea! Elegiremos el momento justo con la ayuda de
la mujer sabia.
Ramsés recordó que, en su juventud, también él escuchó la llamada. Le hubiera
gustado compartir la existencia de aquellos hombres cuyo pensamiento se
transformaba en obra luminosa, pero su padre, Seti, le había elegido como sucesor
para mantener Egipto en el camino de Maat y preservar los vínculos de la tierra con
el cielo. No había podido librarse de sus deberes ni un solo día, pero era bueno que
así fuese.
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Sobek abrió la puerta de la celda.
—¿Has terminado ya de hacer ruido?
—Tengo la intención de perforar el muro de esta prisión y lo voy a conseguir —
respondió Ardiente.
El muchacho ya había dañado considerablemente el muro de ladrillo con sus
puños.
—Si no te estás quieto inmediatamente, haré que te encadenen.
—No tenéis razón alguna para encarcelarme, puesto que he traído lo necesario
para presentarme ante las puertas de la aldea.
—¿Acaso crees que conoces la ley mejor que yo?
—En este caso, sí.
El jefe Sobek se rascó la cicatriz que tenía debajo del ojo izquierdo, recuerdo de
una lucha a muerte con un leopardo en la sabana de Nubia.
—Estoy empezando a enfadarme, muchacho. Yo mismo me ocuparé de tu caso y
te prometo que se te quitarán las ganas de abrir la boca ante un policía.
Ardiente le hizo frente.
Era tan corpulento como Sobek, pero éste era algo más alto y, sobre todo, blandía
un bastón en la mano derecha.
En ese momento apareció un policía, jadeante.
—Jefe, jefe! ¡Debo hablaros inmediatamente!
—Ahora no tengo tiempo.
—Es referente al prisionero.
El aterrorizado aspecto de su subordinado convenció a Sobek de que debía
escucharle. Así pues, cerró la puerta de la celda.
Ardiente pensaba en cómo utilizaría el palo el torturador. Si lo levantaba
demasiado, le inmovilizaría el brazo y le hundiría el pecho de un cabezazo. Pero
Sobek era un profesional y no debía pelear ingenuamente. Al joven no iba a resultarle
fácil y tal vez no vencería, pero el nubio no iba a salir indemne del duelo, pues
Ardiente pondría todas sus fuerzas en el combate.
La puerta volvió a abrirse.
—Sal de ahí —ordenó Sobek, que seguía blandiendo su palo.
—¿Queréis golpearme por la espalda?
—No me faltan ganas, pero he recibido órdenes. Un policía te acompañará hasta
la puerta principal de la aldea.
Ardiente hinchó el pecho.
—De modo que hay ley en este país.
—¡Sal de ahí o no respondo de mis actos!
—Si tenemos ocasión de volver a vernos, Sobek, arreglaremos nuestras
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diferencias de hombre a hombre.
—¡Lárgate!
—No sin lo que me pertenece.
Apretando las mandíbulas, Sobek entregó a Ardiente la bolsa de cuero, el estuche
para papiros, los pedazos de madera bien atados y la silla plegable fabricada por el
aprendiz de carpintero. Provisto del valioso peculio, Ardiente salió del fortín con la
cabeza alta, como un general victorioso que avanzara por un país conquistado.
El nubio que le acompañaba era un mocetón fuerte pero, al lado de Ardiente,
parecía casi un alfeñique.
—No deberías buscarle las cosquillas a Sobek —le recomendó—. Es bastante
rencoroso y, a la primera oportunidad, no fallará.
—Más le valdrá… De lo contrario, seré yo quien no falle.
—¡Es el jefe de la policía local!
—Lo importante es el valor de un hombre, no sus títulos. Si Sobek me busca, me
encontrará.
El policía dejó de sermonear a Ardiente, cuya exaltación aumentaba a medida que
se acercaba a su objetivo. Esta vez no sería un guardián quien le impidiera cruzar el
umbral de la aldea prohibida.
No sabía lo que ocurriría después, pero no le importaba. Sabría convencer a sus
jueces de que había escuchado la llamada y de que, por consiguiente, todas las
puertas debían abrirse ante él.
El sol brillaba generosamente y su ardor animaba aún más al muchacho, que no
temía los más implacables estíos. Que la aldea de los artesanos estuviera en el
desierto, para él era una baza más.
—Me quedo aquí —dijo el policía—. Sigue tú solo.
Ardiente no vaciló. Con aire decidido, atravesó el espacio que separaba el quinto
y último fortín de las proximidades de la aldea.
La mañana estaba tocando a su fin, y los auxiliares habían abandonado sus
talleres para comer a la sombra de un tejadillo. Con curiosidad, observaron pasar al
joven.
El guardián de la gran puerta se levantó y le cerró el paso.
—¿Adonde crees que vas?
—Me llamo Ardiente, deseo entrar en el Lugar de Verdad y llevo todo lo
necesario conmigo.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente seguro.
—Si te equivocas, lo lamentarás. En tu lugar, yo no correría el riesgo y regresaría
al lugar de donde vienes.
—Quédate en tu lugar, guardián, y no te preocupes por el mío.
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—Yo ya te lo he advertido.
—Deja de hablar y abre la puerta de la aldea.
El guardián abrió la puerta lentamente.
Por unos instantes, Ardiente se quedó sin aliento. ¡Su sueño se realizaba por fin!
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de sí mismos. A fuerza de someternos y no tomar la iniciativa, nos volvemos más
inertes que una piedra.
—Y tú, que tan alto hablas, ¿por qué presentas sólo una silla plegable y no el
sillón que también pedíamos? Si tanto te gusta hacer más de lo que te exigen, ¿por
qué te limitas a presentarnos unos pedazos de madera y no la obra realizada?
—Me habéis tendido una trampa —advirtió Ardiente, enfurecido contra sus
jueces y contra sí mismo—, y no he sido capaz de darme cuenta de ello… ¿Tendré
una segunda oportunidad?
—Siéntate en la silla plegable —ordenó el artesano gruñón.
En cuanto Ardiente se sentó en la silla, se oyeron unos siniestros crujidos. Sin
duda alguna, la silla no soportaría su peso.
—Prefiero seguir de pie.
—De modo que no comprobaste la calidad de este objeto. Además de arrogante,
eres despreocupado e incompetente.
—¡Pedisteis una silla plegable y aquí la tenéis!
—Lamentable respuesta, muchacho. ¿Acaso sólo eres un fanfarrón y un cobarde?
Ardiente apretó los puños con rabia.
—¡Os equivocáis! He intentado satisfaceros, pero mi objetivo en la vida no es
fabricar muebles. Sé dibujar y puedo probarlo.
Otro artesano colocó delante de Ardiente un pincel, un pedazo de papiro usado y
un cubilete de tinta negra.
—Pues bien, pruébalo.
El muchacho se arrodilló, y con los ojos clavados en el viejo escriba Ramosis,
hizo su retrato. Su mano no temblaba, pero no estaba acostumbrado a trabajar con
semejante material.
—Puedo hacerlo mucho mejor —afirmó—, pero es la primera vez que manejo un
pincel y dibujo con tinta sobre papiro. Por lo general, me limito a la arena.
Nervioso y desatinado, Ardiente erró en la parte alta de la frente y las orejas. El
retrato de Ramosis era horrible.
—Dejad que lo repita.
El dibujo fue circulando entre los presentes, que no emitieron comentario alguno.
—¿Qué sabes del Lugar de Verdad? —preguntó Ramosis.
—Detenta los secretos del dibujo y yo quiero conocerlos.
—¿Y qué harás con ellos?
—Descifraré la vida… y ese viaje no tendrá fin.
—No necesitamos pensadores, sino especialistas —replicó un artesano.
—Enseñadme a dibujar y a pintar, y veréis de lo que soy capaz —insistió
Ardiente.
—¿Estás prometido?
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—No, pero he conocido ya a varias mujeres. Para mí, simplemente forman parte
de los placeres de la vida.
—¿No tienes intención de casarte?
—¡De ningún modo! No deseo cargar con un ama de casa y un montón de críos.
¿Cuántas veces tendré que deciros, aún, que mi única meta es dibujar la creación y
pintar la vida?
—¿Te molesta la exigencia del secreto?
—Peor para quienes no consiguen desvelarlo.
—¿Sabes que tendrás que someterte a una regla muy estricta?
—Si no me impide progresar, intentaré soportarla. Pero no acataré órdenes
estúpidas.
—¿Serás lo bastante inteligente para juzgarlo?
—Nadie trazará mi camino en mi lugar.
El juez gruñón volvió al ataque.
—¿Y con esas palabras crees ser digno de pertenecer a nuestra cofradía?
—Vosotros decidís… Me habéis pedido que fuera sincero, y lo soy.
—¿Eres paciente?
—No, y no tengo intención de empezar a serlo.
—¿Crees que tu carácter es tan perfecto que ninguno de sus rasgos debe ser
modificado?
—Ni siquiera me hago esa pregunta. Los fines se logran con el deseo, no con el
carácter. Tener enemigos es normal: me vencerán, porque soy un débil, o los
destrozaré. De todos modos, habrá lucha; por eso estoy siempre dispuesto a combatir.
—¿No has oído decir que el Lugar de Verdad es un remanso de paz en el que
están prohibidas las querellas?
—Puesto que hay hombres y mujeres, eso es imposible. La paz no existe en
ninguna parte de la tierra.
—¿Estás seguro de necesitarnos?
—Sólo vosotros poseéis los conocimientos que no puedo obtener por mí mismo.
—¿Qué más puedes decir para convencernos? —preguntó Ramosis.
—Nada.
—Vamos a deliberar, pues. Deberás aguardar nuestro veredicto, y éste será
inapelable.
El viejo escriba hizo una señal a los dos artesanos que habían acompañado a
Ardiente para que lo llevaran de nuevo a la puerta norte de la aldea.
—¿Será largo? —preguntó.
Pero no hubo respuesta.
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cobardes, hasta el punto de que rechazan un talento extraordinario? ¡Pues tiene ese
talento, ya lo habéis visto! Un dibujo estropeado, de acuerdo, a causa de su
inexperiencia, ¡pero qué soberbio retrato! Citadme a un solo dibujante que, tras haber
recibido una enseñanza correcta, haya dado pruebas de semejante capacidad.
—De todos modos —objetó el escultor—, puedes estar seguro de que ese
mocetón se negará a obedecer y pisoteará nuestras reglas.
—Si eso sucede, será expulsado de la aldea; pero estoy convencido de que sabrá
doblar el espinazo para conseguir sus fines.
—¡Pues hablemos de sus fines! ¿No será un simple curioso que quiere desvelar
los secretos de nuestra cofradía?
—¡No sería el primero! Pero todos sabéis que los curiosos no tienen posibilidad
alguna de permanecer mucho tiempo entre nosotros.
Ramosis estaba estupefacto ante la actitud de su colega Kenhir, que rechazaba
una a una las objeciones formuladas contra Ardiente. Por lo general, el escriba de la
Tumba no tomaba partido de una forma tan vehemente.
Los artesanos más hostiles a Ardiente comenzaban a vacilar.
—Necesitamos seres equilibrados y tranquilos como Nefer —prosiguió Kenhir—,
pero también corazones enfebrecidos como este futuro pintor. Si capta correctamente
el sentido de la obra que aquí se lleva a cabo, ¡imaginaos qué espléndidas figuras
trazará en las paredes de las moradas de eternidad! Creedme, vale la pena correr el
riesgo.
El jefe de equipo, Neb el Cumplido, intervino.
—La vocación de nuestra cofradía no es correr riesgos, sino perpetuar las
tradiciones de la Morada del Oro y preservar los secretos del Lugar de Verdad. Este
muchacho no compartirá nuestras preocupaciones y se comportará como un
saqueador.
Ramosis sintió que la oposición del jefe de equipo sería irreductible; no tenía,
pues, por qué callar.
—He tenido el privilegio de conversar con su majestad —reveló el viejo escriba
—, y hemos hablado del caso de este muchacho. Si percibí correctamente el
pensamiento de Ramsés el Grande, Ardiente le parece dominado por una particular
energía que no debemos desdeñar, en el interés de la cofradía.
—¿Se trata… de la energía de Set? —preguntó el jefe de equipo.
—Su majestad no lo dijo.
—Pero ¿es eso, no es cierto?
Los jueces se estremecieron. Asesino de Osiris, encarnado en una criatura
sobrenatural que unos comparaban con un cánido y otros con un okapi, el dios Set
detentaba la potencia del cosmos que la humanidad sentía unas veces como benéfica
y otras como destructora. Sin ella era imposible luchar contra las tinieblas y hacer
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que, cada mañana, renaciese la luz. Pero era preciso ser un faraón de la talla del padre
de Ramsés para atreverse a llevar el nombre de Seti. Anteriormente, ningún monarca
había soportado semejante fardo simbólico, que le había llevado a hacer que se
erigiera, en Abydos, el más vasto y espléndido de los santuarios de Osiris.
Por lo general, los seres transidos de la energía setiana eran presa del exceso y la
violencia, que sólo una sociedad sólidamente construida sobre el zócalo de Maat
podía canalizar. Pero ¿no era necesario excluir ese tipo de individuos de una
comunidad de artesanos destinada a crear la belleza y la armonía?
—¿Su majestad os ha dado alguna orden específica con respecto a Ardiente? —
preguntó el jefe de equipo a Ramosis.
—No, pero ha apelado a nuestra clarividencia.
—¿Es necesario decir algo más? —insistió Kenhir—. Debemos saber interpretar
la voluntad del faraón, que es el dueño supremo del Lugar de Verdad.
Los más escépticos quedaron convencidos, pero Neb el Cumplido no soltó su
presa.
—Mi nombramiento como jefe de equipo fue aprobado por el faraón, confía pues
en mí para apreciar la calidad de quienes deseen entrar en la cofradía. Por eso,
cualquier debilidad por mi parte sería condenable. ¿Por qué debemos exigirle menos
a este muchacho que a los demás artesanos?
—Eres el único juez que se opone a la admisión de Ardiente —advirtió Kenhir—,
y necesitamos la unanimidad. Así pues, ¿no podrías reconsiderar tu posición?
—Nuestra cofradía no debe correr riesgo alguno.
—El riesgo forma parte de la vida, y retroceder ante él nos conduciría a la
pasividad y, luego, a la muerte.
El jefe de equipo, habitualmente tan tranquilo, estaba a punto de perder los
estribos.
—¡Pero no os dais cuenta de que este muchacho consigue dividir nuestras
opiniones! Por consiguiente, ¿no deberíamos desconfiar aún más de él?
—No exageres, Neb. Anteriormente, nuestras discusiones sobre algunos
candidatos ya fueron muy acaloradas.
—Es cierto, pero siempre hemos obtenido la unanimidad.
—Hay que salir de esta situación —decidió Ramosis—. ¿Aceptas dejarte
convencer?
—No —respondió Neb el Cumplido—. Temo que este muchacho turbe la
armonía de la aldea y contraríe nuestro trabajo.
—¿Y no tienes fuerza suficiente para impedir ese desastre? —preguntó Kenhir.
—No sobreestimo mis capacidades.
Ramosis comprendió que aquella esgrima dialéctica no haría cambiar de opinión
al jefe de equipo.
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—Oponerse no es una actitud constructiva, Neb. ¿Qué propones para salir de este
callejón sin salida?
—Sigamos poniendo a prueba a Ardiente. Si realmente ha escuchado la llamada y
tiene la fuerza necesaria para crear su propio camino, la puerta se abrirá.
El jefe de equipo expuso su plan.
Todos lo aceptaron, incluido Kenhir, que, sin embargo, afirmó que estaban
tomando precauciones inútiles.
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Tardarán mucho aún? —preguntó Ardiente a uno de los dos artesanos que estaba
sentado a su lado.
—No lo sé.
—¡No van a deliberar varios días, a fin de cuentas!
—No sería la primera vez.
—Y cuando eso ocurre, ¿es buena o mala señal?
—Depende.
—¿Cuántos candidatos aceptáis cada año?
—No hay norma.
—¿Existe un número limitado?
—Eso no es cosa tuya.
—¿Cuántos sois, en estos momentos?
—Pregúntaselo al faraón.
—¿Hay muchos y grandes dibujantes entre vosotros?
—Cada cual hace su trabajo.
Ardiente comprendió que era inútil interrogar al artesano; por lo que a su colega
se refería, permanecía mudo. Sin embargo, el desaliento no hacía mella en el joven.
Si los jueces con quienes se había enfrentado eran hombres rectos, comprenderían
cuánto deseaba entrar en la cofradía.
Alguien dobló la esquina oeste del recinto. Ardiente le reconoció de inmediato, se
levantó y le dio un abrazo.
—¡Silencioso! ¿Te han admitido?
—Tuve esta suerte.
—¡Tú, al menos, me hablarás de la aldea!
—Eso no es posible, Ardiente. He jurado guardar silencio y no hay nada más
importante que un juramento.
—Entonces ya no eres mi amigo.
—Claro que sí, y estoy seguro de que lo conseguirás.
—¿Puedes hablarles en mi favor?
—Por desgracia, no. Aquí las decisiones las toma únicamente el tribunal de
admisión.
—Es lo que pensaba, ya no eres mi amigo… y, sin embargo, te salvé la vida.
—Nunca lo olvidaré.
—Ya lo has olvidado, porque perteneces a otro mundo… Y te niegas a ayudarme.
—No puedo hacerlo. Debes afrontar la prueba tú solo.
—Gracias por el consejo, Silencioso.
—La cofradía me ha dado un nuevo nombre: Nefer. Y debo comunicarte también
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que me he casado.
—Ah… ¿Y es hermosa?
—Clara es una mujer sublime. El tribunal la admitió en el Lugar de Verdad.
—¡La suerte está de tu parte! Las siete hadas de Hator debían de estar presentes
alrededor de tu cuna, y no se mostraron avaras con sus regalos. ¿Qué tarea te han
asignado?
—Tampoco puedo hablar de eso.
—Ah, sí, lo olvidaba… Para ti ya no existo.
—Ardiente…
—Vete, Nefer el Silencioso. Prefiero permanecer solo con mis guardianes. No son
más parlanchines que tú, pero ellos no son mis amigos.
—Ten confianza. Los jueces no te rechazarán, puesto que escuchaste la llamada.
Nefer puso la mano en el hombro de Ardiente.
—Tengo fe en ti, amigo mío. Sé que el fuego que habita en tu interior abrasará
todos los obstáculos.
Cuando Nefer se alejó, Ardiente sintió deseos de seguirle y penetrar con él en la
aldea; pero habría sido rechazado para siempre.
Poco antes del anochecer, hizo su aparición uno de los jueces del tribunal. Todos
los músculos de Ardiente se tensaron, como si fuera a librar su último combate.
—Hemos tomado una decisión —anunció el juez—. Has sido admitido en el
equipo del exterior; estarás bajo la responsabilidad del alfarero Beken, jefe de los
auxiliares. Ve junto a él; te mostrará el trabajo que debes realizar.
—El equipo del exterior… Pero ¿qué significa eso?
El juez se marchó, seguido por los dos artesanos.
—Esperad… ¡Exijo más explicaciones!
El guardián de la puerta se interpuso.
—¡Calma! Conoces la decisión y debes aceptarla. De lo contrario, márchate y no
vuelvas por aquí. El equipo del exterior no está tan mal. Encontrarás tu lugar como
alfarero, leñador, lavandero, aguador, jardinero, pescador, panadero, carnicero,
cervecero o zapatero. Esa gente trabaja por el bienestar de los artesanos del Lugar de
Verdad, y les sienta bien. Yo mismo y el otro guardián de la puerta somos hombres
del exterior.
—No has citado a los dibujantes ni a los pintores.
—Éstos conocen los secretos… Pero ¿para qué? No son más felices ni más ricos
y pasan la mayor parte de su existencia deslomándose. Has salido muy bien parado,
puedes creerme. Intenta llevarte bien con Beken el alfarero y llevarás una vida
tranquila.
—¿Dónde vive?
—En el lindero de los cultivos, en una pequeña casa con establo. No puede
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quejarse, pero es un tiñoso convencido de que todos los auxiliares ambicionan su
cargo. Y, tal vez, no vaya muy desencaminado… Desconfía de sus jugarretas. Beken
es un vicioso; no ha llegado hasta ahí por casualidad. Si no le gustas, te hará polvo.
—Cuando se pertenece al equipo del exterior, ¿es posible, aún, entrar en la
cofradía?
—El exterior es el exterior. No le des más vueltas y limítate a lo que te ofrecen.
De momento puedes dormir en uno de los talleres de los auxiliares. Dentro de algún
tiempo vivirás en una casa de la zona cultivada, te casarás con una bella moza y le
harás hermosos hijos. Evita a los lavanderos… Su tarea es penosa. Lo mejor es ser
pescador o panadero. Si eres listo, revenderás pescados o panes sin declararlo al
escriba del fisco.
—Voy de inmediato a ver a Beken.
—No te lo aconsejo.
—¿Por qué?
—Le gusta estar tranquilo después de su jornada laboral. Que un desconocido
vaya a su casa le pondrá de muy mal humor, y te cogerá manía. Vete a dormir, ya le
verás mañana por la mañana.
Ardiente sintió ganas de atizar al guardián y demoler, luego, los muros de la aldea
prohibida. Silencioso, el muy gallina, se había convertido en Nefer, y él, cuya
llamada era tan intensa, había sido relegado al equipo del exterior, donde se pudriría
como un inepto.
Había sido humillado. ¿Acaso le quedaba otra solución que destruir lo que nunca
podría obtener?
El guardián se había sentado en la estera y tenía la mirada fija en el suelo.
Ardiente oyó risas infantiles, voces de mujeres, ecos de conversaciones. La vida se
reiniciaba en el interior de la aldea, una vida de la que nada podía ver.
¿Quiénes eran esos seres que habían podido conocer los secretos del Lugar de
Verdad? ¿Qué cualidades poseían que habían convencido al tribunal? Ardiente sólo
conocía a Nefer el Silencioso, y no se parecía demasiado a él.
Tendría que combatir con sus propias armas. Nadie acudiría en su ayuda, y no
debía hacer caso de los consejos que le dieran. Pero no estaba dispuesto a renunciar.
Se dirigió hacia los talleres abandonados por los auxiliares, sabiendo que el
guardia le observaba por el rabillo del ojo. Fingió penetrar en uno de ellos, pero lo
rodeó para salir del campo visual del centinela, luego flanqueó la colina intentando
progresar con tanto sigilo como un zorro.
Puesto que la cofradía le relegaba entre los auxiliares, iba a demostrarle de lo que
era capaz.
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M éhy, el capitán de carros, no dejaba de frotar entre sus rollizos dedos el fino
collar de oro que le convertía en uno de los personajes más importantes de la
sociedad tebana. Gracias a esa condecoración, ahora le invitarían a las más fastuosas
veladas y escucharía las confidencias de las personalidades más relevantes. Poco a
poco, Méhy se convertiría en el dueño oculto de la riquísima ciudad del dios Amón.
Para empezar debía dejar en su lugar al alcalde de Tebas, un tiranuelo doméstico
que se empantanaba en una lucha de facciones y carecía por completo de visión de
futuro. Mientras él se quemaba en un combate estéril y presumía en el proscenio,
Méhy situaría a sus amigos para controlar, poco a poco, los distintos sectores de la
administración. La idea le seducía, aunque no le satisfacía por completo. Lo más
importante era el secreto del Lugar de Verdad, ese secreto que había podido
contemplar y que deseaba poseer. Cuando la Piedra de Luz estuviera en manos de
Méhy, se volvería más poderoso que el propio faraón y podría aspirar a gobernar
Egipto a su manera.
Hacía mucho tiempo que Méhy sospechaba que los artesanos del Lugar de Verdad
ocultaban diversos descubrimientos científicos, reservados para el uso exclusivo del
monarca. Semejantes privilegios debían desaparecer. Egipto se dotaría de nuevas
armas, aplastaría a sus adversarios y emprendería, por fin, una política de expansión
que Ramsés no había sabido llevar a cabo.
En su lugar, Méhy no habría firmado la paz con los hititas. Era preciso aprovechar
su debilitamiento para aplastarlos y formar un ejército moderno y poderoso, capaz de
dominar el Próximo Oriente y Asia. En vez de esta grandiosa política de conquista, el
faraón se había adormecido, poco a poco, en la paz, y los oficiales superiores ya sólo
pensaban en su jubilación, que pasarían en una pequeña propiedad campestre
concedida por el monarca. Realmente era una pena.
—¿Deseáis beber algo fresco? —preguntó el copero de Méhy.
—Vino blanco de los oasis.
Un criado propuso al capitán de carros abanicarle mientras él saboreaba el
costoso brebaje. No era fácil procurarse el mejor caldo, pero Méhy había corrompido
sin esfuerzo a un viñatero que entregaba su producción en palacio, y que le apartaba
una pequeña parte para su consumo.
¿Acaso el arte supremo no consistía en acumular expedientes comprometedores
sobre todo el mundo y aprovecharlos, en el momento preciso, añadiéndoles algunas
plausibles invenciones? Méhy había conseguido, así, terminar con algunos oficiales
más cualificados que él, pero mucho menos hábiles.
—A dama Serketa le gustaría veros —anunció el portero de la hermosa morada
que Méhy tenía en el centro de Tebas.
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Serketa, su prometida, era algo estúpida. Méhy se vería obligado a casarse con
ella, dada su fortuna y la posición social de su padre, tesorero principal de Tebas. En
ese momento, Méhy no la esperaba.
Bajó, sin embargo, hasta la sala de recepción de la planta baja, de la que se sentía
especialmente orgulloso por las altas ventanas pintadas de amarillo y su lujoso
mobiliario de madera de ébano.
—¡Méhy, querido! Tenía miedo de que no estuvieses en casa… ¿Qué te parezco?
«Demasiado gorda», tuvo ganas de responder el capitán de carros, pero se guardó
mucho de revelar su pensamiento, pues la dama Serketa estaba obsesionada por su
peso, que el consumo cotidiano de golosinas no contribuía a disminuir.
—Más arrobadora que nunca, querida. Ese vestido te sienta de maravilla.
—Sabía que te gustaría —dijo ella balanceándose.
—Hay un pequeño problema: debo recibir a un notable de carácter algo difícil.
¿Deseas esperar un poco y cenar, más tarde, conmigo?
Ella esbozó una sonrisa bobalicona, aunque llena de promesas.
—Por supuesto, querido.
Él la atrajo con brutalidad y Serketa no protestó.
Con el pecho opulento, una abundante cabellera aclarada por el tinte y los ojos de
un azul descolorido, a Serketa le gustaba hacer arrumacos y jugar a hacerse la niña.
En realidad, se aburría. Gracias a su padre, un viudo aficionado a las muchachas
cada vez más jóvenes, podía satisfacer sus caprichos y comprar todo lo que le
gustase. A la larga, su existencia se había vuelto tan aburrida que había buscado
cualquier placer que pudiera poner fin a su neurastenia. El vino la había divertido por
algún tiempo, aunque no había roto su soledad. Serketa soñaba con ser aún un bebé,
mimada por su madre y su nodriza, protegida del mundo exterior.
Cuando encontró a Méhy por primera vez, en una recepción, había pensado que
era grasiento, vulgar y pretencioso, pero él le había ofrecido una sensación
desconocida: el miedo. Había en él una brutalidad apenas contenida que la fascinaba
y que le era necesaria.
Puesto que el personaje apenas ocultaba sus ambiciones y parecía dispuesto a
aplastar a quien se interpusiera en su camino, Serketa había decidido casarse con él.
Tal vez, Méhy le proporcionaría sensaciones inéditas que la sacarían de su hastío.
—¿Cuánto tiempo va a durar todavía nuestro noviazgo?
—Depende de ti, querido. Desde que fuiste condecorado con el collar de oro ante
Ramsés el Grande, mi padre te considera uno de los futuros altos dignatarios de
Tebas.
—Y no tengo intención de decepcionarle.
Serketa mordisqueó la oreja derecha de Méhy.
—Y tú, tesoro, tampoco vas a decepcionarme, ¿verdad?
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—No temas.
Molesto por la actitud de la pareja, el intendente descubrió su presencia
golpeando la puerta, que estaba abierta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Méhy.
—Vuestro visitante ha llegado.
—¡Pídele que espere y cierra esa puerta!
Serketa devoraba al oficial con la mirada.
—Bueno, ¿y esa boda?
—Lo antes posible, el tiempo necesario para organizar una gran recepción donde
la nobleza tebana envidie nuestra felicidad.
—¿Quieres que me encargue yo de eso?
—Nadie lo haría mejor que tú, querida.
El oficial manoseó los pechos de su futura mujer, que emitió un gemido de placer.
—En lo del contrato de matrimonio, mi padre es bastante exigente.
—¿Qué contrato? —se extrañó Méhy.
—Mi padre piensa que, dada su fortuna, es preferible así. Está convencido de que
seremos muy felices y tendremos varios hijos, pero, de todos modos, considera
necesario un contrato de separación de bienes. ¿Qué importa eso, amor mío? No
mezclemos el derecho con los sentimientos… Acaríciame otra vez.
Méhy lo hizo, aunque con menos entusiasmo que antes. La noticia le había caído
como un jarro de agua fría, pues echar mano a la fortuna del padre de Serketa era una
de las etapas fundamentales de su conquista del poder.
—Mi pavoroso león parece contrariado… ¿No será por ese simple detalle
jurídico?
—No, claro que no… ¿Vendrás a vivir aquí, no es así?
—Pues claro. Me encanta esta casa, y está muy bien situada. Además, mi padre
ha decidido pagar inmediatamente tus créditos y convertirte, así, en propietario.
—Es muy generoso. ¿Cómo puedo mostrarle mi agradecimiento?
—¡Haciendo que su hija enloquezca de amor!
La besó en la boca.
—Tendremos también una gran villa en la campiña tebana, otra en el Medio
Egipto y una hermosa mansión en Menfis… Las propiedades estarán a mi nombre,
pero eso sólo es una minucia más.
Méhy la habría violado, de buena gana, como un soldado, pero ella lo deseaba
demasiado y él debía recibir a su visitante.
El capitán de carros empezaba ya a sobreponerse del golpe bajo que acababan de
darle. El oficial había comprendido, hacía ya mucho tiempo, que la hipocresía y la
mentira eran temibles armas gracias a las que se cambiaban, en propio beneficio, las
situaciones comprometidas.
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Fingiría aceptar y haber sido vencido para preparar mejor un contraataque
decisivo. El padre de Serketa se equivocaba si creía que podía embridar a un hombre
como él.
—Perdóname, delicia de mis sentidos, pero esta cita es realmente importante.
—Lo comprendo… Voy a ocuparme de nuestros preparativos de boda. Nos
veremos esta noche, en la cena.
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M éhy estaba orgulloso de su gran mansión. Para adquirirla, había tenido que
convencer a un viejo noble tebano, afligido por su viudez, para que se la
cediera a bajo precio. El oficial había salido ganando en todos los sentidos, puesto
que la administración militar le había concedido un préstamo muy ventajoso. Y
gracias a la fingida generosidad de su futuro suegro, se convertiría en propietario
antes de lo previsto. En realidad, el padre de Serketa quería presentar a la alta
sociedad un yerno aparentemente rico, al abrigo de cualquier problema financiero, sin
revelar que era él, el notable, y sólo él, quien controlaba la situación. Pero Méhy le
haría pagar muy cara esa humillación.
Los dos pisos de la mansión habían sido construidos sobre una plataforma
elevada, para evitar la humedad. En la planta baja se encontraban las estancias
reservadas a los criados, que estaban bajo las órdenes de un intendente. Méhy sólo
comía el pan fabricado por su propio panadero y exigía la absoluta limpieza de sus
vestidos, cuidadosamente lavados y aseados por su lavandero. En los peldaños de la
escalera que conducía a los pisos superiores había jarrones que contenían ramos que
eran reemplazados en cuanto las flores comenzaban a ajarse.
En el primer piso se encontraban las salas de recepción; en el segundo, el
despacho del dueño de la casa, las alcobas, los cuartos de baño y las letrinas. El
oficial había hecho instalar un sistema de cañerías para la evacuación de las aguas
residuales. Además de ésta, la mansión disponía de otras comodidades que casi
igualaban las del palacio del faraón.
Méhy detestaba los huertos y la tierra, y creía que ya había bastantes campesinos
para encargarse de eso. Los hombres de su calidad merecían algo mejor, y sólo el
centro de una gran ciudad como Tebas podía albergar una residencia digna de este
nombre.
Cuando entró en la sala de recepción, Méhy disfrutó de la frescura del lugar que,
gracias a un hábil sistema de ventilación, persistía incluso en verano. ¿Había algo
más detestable que el calor?
El hombre con quien tanto había esperado encontrarse estaba sentado en un sillón
cubierto por una tela multicolor. Había utilizado el agua perfumada de una jarra azul
para lavarse las manos y los pies.
—Sé bienvenido, Daktair. ¿Qué te parece mi casa?
—¡Espléndida, capitán Méhy! No las he visto más hermosas.
Daktair era bajo, gordo y barbudo. Unos ojos negros animaban su rostro artero
devorado por espesos pelos rojizos. Unas piernas demasiado cortas le daban el
aspecto de un patán, pero sabía ser tan rápido como una serpiente cuando era preciso
hacer frente a un adversario.
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Hijo de un matemático griego y de una persa que se dedicaba a la química,
Daktair había nacido en Menfis, donde, desde muy joven, había destacado por su
pronunciada afición a la investigación científica. Desprovisto de cualquier sentido
moral, el estudiante había comprendido rápidamente que apropiarse de las ideas de
los demás le permitiría progresar a pasos de gigante, con un mínimo de esfuerzo por
su parte. Pero ésa era sólo una estrategia puesta al servicio de su gran designio:
convertir Egipto en una tierra ideal para una ciencia pura, libre de cualquier
superstición, una ciencia que permitiera al hombre dominar la naturaleza.
Gracias a sus dotes de técnico e inventor, Daktair se había convertido en una
persona indispensable para el alcalde de Menfis, antes de convertirse en el protegido
del de Tebas, donde intentaba descifrar los arcanos de la antigua sabiduría. Sus
cálculos para prevenir las crecidas del Nilo habían sido muy acertados, y había
mejorado el método de observación de los planetas. Sin embargo, de momento eran
sólo naderías; en un futuro impondría una nueva visión del mundo que sacaría a
Egipto de su letargo y de sus caducas tradiciones, y lo encaminaría hacia el progreso.
¿De qué no sería capaz un país tan rico y poderoso cuando hubiera renunciado a sus
viejas creencias?
—Os felicito por vuestro collar de oro, capitán. Es una recompensa merecida que
os convierte en un hombre importante, cuya opinión será cada vez más escuchada.
—No tanto como la tuya, Daktair. He oído decir que el alcalde de Tebas no podría
prescindir de tus consejos.
—Eso es decir mucho, pero es un hombre sagaz que, como yo, se preocupa más
por el porvenir que por el pasado.
—También he oído decir que tus ideas molestan a algunas altas personalidades.
Daktair se mesó la espesa barba.
—Es difícil negarlo, capitán. Al sumo sacerdote de Karnak y a los especialistas
que están a sus órdenes no les gustan demasiado mis investigaciones, pero yo no les
tengo ningún miedo.
—¡Pareces muy seguro de ti mismo!
—Mis adversarios serán arrastrados muy pronto por un río más caudaloso que el
Nilo: la curiosidad natural del ser humano. Todos necesitamos acumular
conocimientos, y yo contribuyo a satisfacer esa necesidad. En un país tan tradicional
como éste, el camino puede ser largo. Y, sin embargo, sería posible ganar tiempo,
mucho tiempo…
—¿De qué modo?
—Apoderándonos de los secretos del Lugar de Verdad.
Méhy bebió un trago de vino blanco para disimular su emoción. ¿Iba a echarle
mano a un aliado de envergadura?
—No te sigo… ¿Acaso no se trata de una simple corporación de constructores?
B eken, el alfarero, estaba contento de sí mismo. Como jefe de los auxiliares del
Lugar de Verdad, trapicheaba hábilmente con sus horas de trabajo efectivo y
aprovechaba su posición para obtener algunas ventajas que pudieran hacerle la vida
más agradable. Por eso había metido en su cama a la hija de un zapatero, más
preocupado por conservar su empleo que por la virtud de su progenie. No era
hermosa ni inteligente, pero tenía veinticinco años menos que él.
—Ven junto a mí, palomita… No voy a comerte.
La moza permanecía acurrucada junto a la puerta de entrada.
—Soy un hombre bueno y generoso. Si eres amable conmigo, te ofreceré una
excelente comida y tu padre seguirá ejerciendo su oficio sin preocupación alguna.
La muchacha dio un paso con el estómago revuelto.
—Acércate un poco más, pequeño gorrión. Vamos, no lo lamentarás en absoluto.
Comienza quitándote la túnica…
Con extremada lentitud, la hija del zapatero obedeció.
Cuando Beken tendía los brazos para apoderarse de su presa, la puerta de la casa
se abrió de golpe, chocó violentamente con su hombro y le derribó.
Asustada, la muchacha vio aparecer a un joven coloso que parecía un toro furioso
e intentó, torpemente, ocultar sus formas con la túnica.
—Sal de aquí —le ordenó.
Ella huyó lloriqueando mientras el coloso levantaba a su víctima cogiéndole del
pelo.
—¿Eres Beken, el alfarero, jefe de los auxiliares del Lugar de Verdad?
—Sí, sí, pero… ¿qué quieres de mí?
—Mi nombre es Ardiente y tenía que verte en seguida para que me confíes algún
trabajo.
—¡Suéltame, me haces daño!
El muchacho arrojó al alfarero sobre la cama.
—Vamos a llevarnos bien, Beken; pero te lo advierto: la paciencia no es mi
fuerte.
El jefe de los auxiliares se incorporó, furioso.
—Pero ¿sabes con quién estás hablando? Sin mí, no llegarás a ninguna parte.
Ardiente empujó a Beken contra la pared.
—Si me causas problemas, me enfadaré… y cuando me enfado, soy incapaz de
controlarme.
Beken no se tomó a la ligera la ira que brillaba en la mirada de Ardiente.
—¡Bueno, bueno, pero cálmate!
—Me molesta que un tipo de tu clase me dé órdenes.
Ardiente sólo había necesitado tres horas de sueño y despertó cuando lo había
decidido, mucho antes del amanecer. Había comido pan seco y dátiles, y después
había salido de la morada de Beken para ocultarse en el establo, donde una vaca
gorda le había observado con sus apacibles ojos. Todos sabían que la vaca era una de
las encarnaciones de Hator, diosa del amor, y que su mirada tenía una inigualable
belleza.
Y entonces ocurrió lo que Ardiente había previsto: el alfarero se acercaba
acompañado por dos mocetones, cada uno de los cuales llevaba un garrote. Beken no
tenía intención de ceder y consideraba que un serio correctivo disuadiría al
aguafiestas de importunarle otra vez.
Ardiente vio cómo los tres hombres entraban en la casa y salió del establo para
escuchar los garrotazos que asestaban a la cama donde, supuestamente, él debería
estar acostado. El joven se dirigió a la cabana y entró cuando los cómplices de Beken
concluían su tarea.
—¿Me buscáis?
Aterrorizado, el alfarero se colocó detrás de sus acólitos. El primero se abalanzó
sobre Ardiente, que cogió un taburete y le derribó. El segundo consiguió golpear al
joven coloso en el hombro izquierdo, pero recibió un puñetazo tan fuerte que le
reventó la nariz y cayó al suelo con los brazos en cruz.
—Ya sólo quedas tú, Beken.
El alfarero estaba aterrorizado.
—Me has decepcionado mucho. No sólo eres cobarde, sino también estúpido. Si
vuelves a hacerlo, te romperé los brazos… y adiós alfarería. ¿Lo has entendido
ahora?
Beken asintió con rápidos movimientos de cabeza.
—Ahora llévate a esos dos canijos y tráeme comida. Tengo hambre.
Con ostensible orgullo, Ardiente franqueó los cinco fortines en compañía de
E l capitán estaba encantado. Abry acababa de dar el primer paso; el resto vendría
solo.
—Temo decepcionaros —declaró el administrador de la orilla oeste—. Aunque
yo sea el alto funcionario mejor informado sobre el Lugar de Verdad, soy incapaz de
deciros lo que realmente ocurre allí dentro.
—¿Quién lo dirige?
—Por lo que me concierne, el escriba de la Tumba, Kenhir, sucedió a Ramosis,
que ha decidido terminar su existencia en la aldea.
—¿Por qué decís «por lo que me concierne»?
—Porque me sitúo en un plano estrictamente administrativo. En caso de
necesidad, mantengo correspondencia con el escriba de la Tumba, y él me responde.
Pero forzosamente existe una jerarquía secreta controlada por los propios artesanos,
que, sin duda, está bajo las órdenes de un maestro de obras.
—¿E ignoráis su nombre?
—Sólo el faraón y el visir lo conocen. A pesar de múltiples tentativas, nunca he
conseguido saberlo.
—¿Cuántos artesanos hay en la cofradía?
—Para saberlo sería preciso entrar en la aldea u obtener una respuesta fiable del
escriba de la Tumba.
—¿Qué sabéis de las actividades concretas del Lugar de Verdad?
—Su misión oficial consiste en excavar y decorar la morada de eternidad del
faraón reinante. Por orden de éste, uno o varios artesanos pueden ser destinados a
distintas obras para realizar misiones puntuales.
—¿Es frecuente?
—Una vez más, sólo el escriba de la Tumba podría responderos.
—Se afirma que el Lugar de Verdad es capaz de producir oro…
—Es una vieja leyenda, en efecto, pero no debéis darle crédito alguno. En
realidad, esta cofradía goza de inaceptables privilegios. Tiene una aldea entera, sólo
da cuenta de sus trabajos al faraón y al visir, dispone de su propio tribunal y la sirve
una cohorte de auxiliares. La situación es intolerable. No me cansaré de repetirlo, una
buena gestión consistiría en aumentar las tasas año tras año.
Méhy estaba decepcionado. Como un alto funcionario miedoso, Abry sólo se
preocupaba de los beneficios y no tomaba iniciativa alguna. Pero quedaba una pista
para explorar.
—¿Qué sabéis de Kenhir?
—Ramosis no pudo tener hijos, pese a sus múltiples ofrendas a las divinidades.
Cuando admitió su infortunio, decidió adoptar un hijo que fuera su sucesor. Eligió a
E l tribunal se reunió ante la puerta del templo principal del Lugar de Verdad. Allí
se había instalado un parasol para proteger al viejo escriba Ramosis del calor.
—La experiencia ha llegado a término, y podemos advertir el resultado —declaró
Kenhir, tan gruñón como de costumbre—. Neb el Cumplido creía que Ardiente no
aceptaría ser un auxiliar obediente, apocado y dócil, y tenía razón; predijo que
Ardiente se impondría de un modo u otro, y también tenía razón, porque ese joven
luchador ha descubierto cierto número de holgazanes y ha devuelto el ardor a sus
colegas. Pero Neb el Cumplido se equivocaba al suponer que el postulante olvidaría
la llamada y se limitaría a ejercer su autoridad sobre los hombres del exterior, Hace
dos días y dos noches que dibuja sin parar, limitándose a beber un poco de agua que
el guardián le ofrece. Podría haber tenido una reacción violenta pero, en vez de ello,
se empeña en mostrarnos sus dotes con los escasos medios de que dispone. ¿No le
toca, ahora, a esta asamblea escuchar la llamada de Ardiente?
Ramosis aprobó, pero el jefe de equipo no soltó la presa.
—Reconozco que me equivoqué en este último punto. Sin embargo, está claro
que la potencia setiana habita al muchacho y que no se someterá a nuestras reglas.
Sigo considerándole, pues, un peligro para la cofradía y prefiero que se marche con
su talento a otra parte.
—Propusiste un plan y lo hemos llevado a cabo —objetó Kenhir—. Ardiente no
ha caído en la trampa que le habías tendido; ahora debes ceder. No olvides que
ninguna admisión es definitiva y que un comportamiento indigno conduce a una
degradación, a una expulsión, incluso. Aunque admitamos al postulante entre
nosotros correremos un riesgo mínimo.
—Antes de pronunciarme de modo definitivo, solicito una nueva audiencia de
Ardiente ante este tribunal —declaró Neb el Cumplido.
—¿Quieres seguirme? —preguntó el artesano al muchacho que, por décima vez,
dibujaba la puerta de la aldea buscando siempre una mayor precisión en el trazo.
Ardiente se levantó.
No estaba en absoluto cansado, pero no sabía ya en qué mundo se encontraba. El
de los auxiliares ya no le interesaba; el del Lugar de Verdad todavía resultaba
inaccesible. Reducido a sí mismo, se consumía en su propia llama. ¿Podía temer algo
peor?
Sin decir palabra, Ardiente siguió al artesano, que le condujo hasta el tribunal. El
joven se sentó con las piernas cruzadas y no miró a sus jueces.
—¿No has cometido un abuso de poder al maltratar a algunos de los auxiliares?
—preguntó Neb el Cumplido.
—No me gustan los perezosos.
El debate, iniciado por Kenhir, hacía ya dos horas que duraba. Kenhir había
exigido que la decisión fuese definitiva y que cada uno de los jueces asumiera su
plena y completa responsabilidad argumentando el voto.
—Este muchacho no me inspira confianza alguna —declaró Neb el Cumplido.
—¿Te da miedo su fuego setiano? —ironizó el escriba de la Tumba.
—Quien no lo temiera sería un inconsciente. Como jefe de equipo, no tengo
derecho a poner en peligro la armonía de la cofradía. Sigo pensando que Ardiente
debe ir a buscar fortuna en otra parte.
—Sabes muy bien que sólo el Lugar de Verdad le permitirá desarrollar su
vocación. ¿Tú, que te llamas Neb el Cumplido, le negarás a un ser que ha escuchado
la llamada la posibilidad de realizarse?
El jefe de equipo quedó en evidencia, pero no cedió.
—¿Y tú, que tan acerbo eres con los miembros de nuestra cofradía, por qué te
muestras tan solícito para con Ardiente?
Kenhir reaccionó con dureza.
—¡No has entendido nada, Neb! No se trata de solicitud ni de benevolencia, sino
del superior interés del Lugar de Verdad. ¿Acaso yo, que sólo soy el escriba de la
Tumba, debo convenceros para que aceptéis a un ser con semejante fuerza? ¿Es que
no sois capaces de canalizarla en fuerza creadora e integrarla en vuestro trabajo?
El rostro del jefe de equipo se ensombreció.
—¡Vas demasiado lejos, Kenhir! Los artesanos reconocen tu autoridad
administrativa, pero no tienes derecho a inmiscuirte en nuestro trabajo.
—No es ésa mi intención, Neb. Mi padre y maestro, el escriba Ramosis, me hizo
comprender la naturaleza y los límites de mi función. Sin duda tienes razón, me he
excedido. Te toca a ti y a los demás artesanos que componen este tribunal tomar la
decisión definitiva. Sea cual sea ésta, yo la aceptaré.
Ramosis, el escriba de Maat, se expresó con calma.
—El amor que siento por esta cofradía me impide influenciarla valiéndome de mi
edad y mi experiencia, pero debo recordaros que su majestad nos recomendó
examinar con lucidez el caso de Ardiente. Que cada cual se exprese con serenidad.
Los artesanos procedieron a votar.
Pese a las numerosas reservas, todos estimaron que era preciso ofrecer a Ardiente
la oportunidad de ser dibujante, a condición de que respetara escrupulosamente la
regla de la cofradía y se ajustara a las exigencias del aprendizaje. Quedaba por hablar
Neb el Cumplido, que había escuchado a sus subordinados con atención.
E l jefe Sobek bebió tres boles de leche fresca y devoró una decena de tortas tibias.
Estaba agotado, tras pasar la noche inspeccionando las colinas que dominaban
el Valle de los Reyes, pero no iría a acostarse antes de haber escuchado los informes
de sus hombres.
Uno tras otro fueron desfilando ante él sin mencionar el menor hecho sospechoso.
Sin embargo, Sobek seguía inquieto. Su instinto le engañaba pocas veces y, desde
hacía varios días, le anunciaba la inminencia de un peligro. De modo que el
responsable de la seguridad del Lugar de Verdad había multiplicado las rondas, a
riesgo de disgustar a sus hombres, que no apreciaban demasiado ese exceso de
trabajo.
La ansiedad prácticamente le hacía olvidar el importante acontecimiento que la
aldea se disponía a vivir: la iniciación de un nuevo adepto; y no de uno cualquiera.
¿Por qué el tribunal de admisión había abierto las puertas de la cofradía al tal
Ardiente que, evidentemente, sembraría el caos en la aldea? Con la arrolladora
energía que habitaba en él, el joven no permanecería mucho tiempo encerrado en la
aldea y se negaría a obedecer las órdenes de sus superiores, que se verían obligados a
arrojarlo a las filas de los auxiliares o a expulsarlo definitivamente. El destino de
Ardiente estaba escrito. Probablemente acabaría en la cárcel o, en el peor de los
casos, moriría en una brutal pelea.
Un policía entró en el despacho, donde Sobek se disponía a tumbarse en su estera
para entregarse a un merecido descanso.
—Es el cartero, jefe. Quiere veros personalmente.
El funcionario acudía todos los días al puesto de guardia principal del Lugar de
Verdad. Allí entregaba la correspondencia destinada a la cofradía y recogía las cartas
de los artesanos y sus familias, que se comunicaban así con el mundo exterior. El
cartero recogía también los informes oficiales que el escriba de la Tumba dirigía al
visir. En caso de necesidad o urgencia, un servicio especial se ocupaba rápidamente
de los mensajes.
—¿No puedes encargarte tú?
—Quiere veros a vos, jefe, y a nadie más.
—Bueno… que pase.
Uputy, el cartero, era un hombre alto de unos treinta años, de robustos hombros y
pantorrillas. De su bolsa, que contenía algunos papiros más o menos usados, que se
reutilizaban para escribir cartas, sacó un fragmento de cerámica envuelto en una tela
de lino y lo puso sobre la mesa del jefe Sobek.
—Según el texto escrito en la tela con tinta roja, este mensaje está destinado a ti,
Sobek.
Ardiente estaba sentado en el suelo de tierra batida de una pequeña estancia con
los muros encalados. No sabía si era de día o de noche, porque no había ventanas. Le
daban de comer y de beber sin decirle una palabra.
La puerta de la pequeña habitación no estaba cerrada, de manera que podría haber
salido. Pero sentía que aquella falsa libertad ocultaba una nueva trampa y que no
tenía más remedio que esperar la sentencia del tribunal. Él, generalmente tan fogoso e
impaciente, no se rebelaba contra aquella prueba que le parecía indispensable. Le
permitía vivir unas horas fuera del tiempo, conocer un descanso del cuerpo y del alma
que creía inaccesible. Ardiente ya no era el dueño de su destino, por lo que se
D aktair no se calmaba.
—¡Me ayudasteis a obtener el puesto que deseaba, Méhy, pero me veo
reducido a ser una mera comparsa! El director del laboratorio central es un viejo
sacerdote estúpido, incapaz de comprender las perspectivas que ofrece la ciencia.
Rechaza cualquier innovación, cualquier experimentación y me obliga a clasificar
expedientes.
—Tomad un poco más de oca asada, querido. ¿No creéis que mi cocinero es un
verdadero artista?
—Sí, pero…
—Creía que un sabio de vuestra envergadura iba a mostrarse mucho más
paciente.
—Comprendedme… ¡Tengo centenares de proyectos por realizar y, en cambio,
tengo las manos atadas!
—No por mucho tiempo, Daktair.
El sabio se palpó la barba con la yema de los dedos.
—No tengo la impresión de que las cosas evolucionen a mi favor.
—¡Os equivocáis! Mis buenas relaciones con el alcalde de Tebas no dejan de
fortalecerse, y mi influencia aumenta día tras día. Vuestro actual director no ocupará
el cargo por mucho tiempo y vos le sucederéis.
Daktair clavó sus dientes en un muslo perfectamente asado.
—Este proceso que pone en entredicho el Lugar de Verdad… ¿Va en serio?
—¡Totalmente, amigo mío! Gracias al abominable crimen cometido por Nefer,
nos libraremos antes de lo previsto de esa maldita cofradía. Los artesanos serán
dispersados y me encargarán que registre la aldea de cabo a rabo. Naturalmente, vos
me ayudaréis como experto.
Los ojillos de Daktair brillaron de excitación.
—Pero… ¡La sentencia no ha sido dictada todavía!
—La justicia egipcia es muy severa y dictará graves penas, tanto contra el asesino
como contra quienes lo protegieron. ¿No es esta cofradía una asociación de
malhechores? Prohibirla parecerá la mejor solución.
C lara no se equivocaba.
Una hora antes del inicio de la audiencia preliminar, su padre expiró. Su
hija le había tranquilizado diciéndole que Nefer no tenía nada que reprocharse y que
la justicia acabaría triunfando.
—Debo encargarme de los funerales —le dijo a Ardiente.
—No, ve al tribunal; tu marido necesitará que estés junto a él. Yo me encargaré de
todo.
—No puedo aceptarlo, yo…
—Confía en mí, Clara. Tu lugar está junto a tu marido.
—No sabes a quién dirigirte, tú…
—No te preocupes. Durante una prueba tan atroz es cuando se reconoce a los
verdaderos amigos. Quería salvar a Silencioso derribando los muros de su prisión,
pero es imposible. Sólo tú puedes apoyarle y yo debo ayudarte. Si tu padre era un
hombre justo, nada tiene que temer del tribunal de Osiris, mientras que tu marido
puede sufrir un infierno por culpa del de los vivos.
Las palabras del joven coloso eran duras, pero devolvieron el valor a Clara. No
tenía tiempo de compadecerse de sí misma y no le quedaba más alternativa que seguir
luchando, aunque sus armas fueran irrisorias.
—¿Yo, jurado?
—Mi querido Méhy, vuestra designación ha sido aprobada por el visir —reveló el
alcalde de Tebas—. Era necesario un oficial y he pensado de inmediato en vos.
—Es una gran responsabilidad.
—Lo sé, lo sé… Pero no será la última. Cuando este molesto proceso haya
terminado, me gustaría confiaros algunas tareas importantes. Mis administradores
envejecen, necesito gente joven.
—Como ya os dije, estoy a vuestra entera disposición.
—Perfecto, Méhy. ¿Y… vuestro suegro?
—Su salud se degrada.
—Es muy molesto… ¿Habéis puesto en marcha un sistema de vigilancia?
—Sí, tal y como convinimos. Todos son hombres de una discreción ejemplar que
sólo intervendrán en caso de absoluta necesidad.
—¿Qué opina el médico?
—Es una enfermedad que conoce pero que no puede curar.
—Enojoso, realmente enojoso… Con respecto a la audiencia preliminar, el visir
ha ordenado que se celebre en la orilla oeste, ante la puerta del templo de millones de
años de Seti, el padre de Ramsés. Aquí, en la orilla este, temía una excesiva afluencia
La delegación del Lugar de Verdad estaba formada por el viejo escriba Ramosis,
el escriba de la Tumba, Kenhir, y el jefe de equipo, Neb el Cumplido. Todos los
habitantes de la aldea habían deseado organizarse en procesión para acudir al
tribunal, pero Ramosis había desaconsejado ese alarde, que podía disgustar a los
magistrados y perjudicar al acusado.
—¿No puedes solicitar audiencia a Ramsés? —le preguntó el jefe de equipo a
Ramosis.
—Sería inútil, el faraón debe dejar que la justicia actúe. Como escriba de Maat,
yo garantizo la rectitud de la cofradía.
—¡Podríamos exigir ver al visir!
—También sería inútil. Ahora, la suerte de Nefer está en manos del tribunal.
—¿Y si se equivoca?
—Si no hay pruebas o son inconsistentes, Kenhir y yo mismo exigiremos la
absolución.
Neb el Cumplido no compartía el optimismo de Ramosis. Sólo confiaba en el
tribunal del Lugar de Verdad, donde la corrupción no tenía cabida.
—Estoy convencido de que Nefer es inocente y de que intentan perjudicarnos —
afirmó Kenhir.
—Ramsés el Grande nos protege —repuso Ramosis—. La obra del Lugar de
Verdad es vital para la supervivencia de Egipto.
—De todos modos, ocurre algo anormal, como si un monstruo apostado en las
tinieblas hubiera decidido salir de ellas para sembrar el mal.
—Si es así, sabremos resistirlo.
—¡Primero habrá que identificarlo! Si nos ataca por la espalda, estaremos
muertos antes de haber empezado a combatir.
H ay que saber escuchar, decía el anciano sabio Ptah-hotep, que vivía en tiempos
de las pirámides. Todos sabéis correr, nadar y hablar, pero vuestros últimos
ejercicios de escritura son lamentables porque no me escucháis.
Como cada mañana, el escriba de la Tumba, Kenhir, estaba de muy mal humor. A
menudo delegaba el trabajo de educador al mejor dibujante de la cofradía, que
entonces adoptaba el título de «escriba», pero desde la llegada de Paneb, Kenhir daba
su clase personalmente, para desesperación de los muchachos, abrumados de trabajo
y reprimendas.
—¡Apenas conocéis el alfabeto y lo dibujáis muy mal! Por lo que se refiere a los
jeroglíficos que valen por dos sonidos, hemos de comenzar de nuevo, y no hablo ya
del aspecto de vuestras aves, en especial la lechuza y el pájaro que aletea sacando la
lengua. ¿Cómo enseñar a quien no desea escuchar? Serían necesarios cientos de
bastonazos para que os prestarais a escuchar.
Paneb el Ardiente intervino.
—Puesto que soy el alumno de más edad, soy el responsable de los errores de la
clase. Tengo la espalda lo bastante ancha para recibir todos estos bastonazos.
—Bueno, bueno… Más tarde hablaremos de eso. Sentaos con las piernas
cruzadas, mojad la punta de vuestras cañas en tinta negra diluida y escribid en
vuestros ostraca las letras-madre.
Los ostraca eran pequeños fragmentos de calcáreo, muy abundante en los
alrededores de la aldea. Algunos, más valiosos, procedían de las excavaciones de las
tumbas. Servían de borrador para los escolares y los aprendices de dibujantes, a
quienes no se consideraba dignos de utilizar el papiro, ni siquiera usado o de inferior
calidad.
Aquel rudimentario material maravillaba a Paneb. ¡Por fin tenía un soporte y un
instrumento para practicar su arte! Y le complacía trazar cada jeroglífico con una
precisión y una elegancia que sorprendían a Kenhir. El joven coloso aprendía muy de
prisa, e incluso parecía que su mano conocía los signos desde siempre.
Kenhir examinó los ostraca y advirtió que las muchachas estaban, decididamente,
mejor dotadas que los chicos.
—¡Sólo sois palos torcidos, que no sirven para nada! Dicen los sabios que un
carpintero puede enderezar esos miserables palos y hacer con ellos bastones para los
dignatarios. ¡Yo soy ese carpintero! Sea cual sea vuestro destino, saldréis de esta
escuela sabiendo leer y escribir.
Y siguieron con sus ejercicios hasta la hora de comer.
—Mañana dibujaremos los peces —anunció Kenhir—. Ahora id a comer y
comportaos correctamente en la mesa. El camino de la sabiduría comienza por la
M osis, el tesorero principal de Tebas, se hizo untar el cráneo con una loción de
aceite de moringa para detener su calvicie. Una desagradable observación de
su última amante le había hecho comprender que envejecía y que estaba perdiendo
poder de seducción. Mosis se había enfadado mucho y se había sentido mal. En
seguida llamó a su médico, que le aconsejó que descansara y que cuidara su corazón.
¿Cómo podía escuchar esos consejos cuando le abrumaba el peso de las
responsabilidades? Tebas sólo era la tercera ciudad del país, pero rebosaba riquezas, y
el visir exigía una administración clara y eficaz. A veces, Mosis tenía ganas de
retirarse al campo en compañía de su hija, Serketa, y disfrutar allí de los placeres de
la jardinería que ya no tenía tiempo de practicar.
¡Y ahora Serketa acababa de anunciarle el nacimiento de un hijo! ¡Qué
maravillosa noticia y qué buena pareja formaba con Méhy! Mosis tendría una vejez
feliz, rodeado de varios nietos a los que enseñaría contabilidad y administración,
esperando que fueran tan capaces como su padre, para el que las cifras no tenían ya
secreto alguno. La agilidad mental de Méhy estaba tan desarrollada que preocupaba a
Mosis; ¿no corría el riesgo de hacerle indiferente a lo que no se refiriera a su carrera?
Pensándolo bien, Mosis debía desconfiar del nuevo comandante en jefe de las
fuerzas tebanas. Aunque a veces jugara a ser modesto, especialmente con el alcalde,
era puro cálculo. Había muchos hombres de esta clase; pero Méhy añadía la crueldad
a la ambición, e ignoraba la piedad. Aunque llevara una gran máscara, Mosis sabría
descubrirle, y temía encontrarse con un arribista que se habría casado con la dulce y
frágil Serketa sólo para apoderarse de su fortuna. A él le tocaba cuidar de ella y
convencerla de que, sobre todo, no debía modificar el contrato de separación de
bienes y de que debía pensar en la protección de sus hijos.
Su última entrevista con el alcalde de Tebas, un viejo amigo, había turbado a
Mosis. El edil le había parecido distante, casi suspicaz, y sólo había hablado de sus
proyectos inmediatos con ambigüedad, como si se dirigiera a un extraño. Mosis
sospechaba que su yerno había intervenido de un modo sutil para desacreditarle y
presentarse como su inevitable sucesor; si era así, Méhy se estaba convirtiendo en un
temible competidor y en un manipulador de la peor condición, a quien debía
impedirle que causara daños.
El intendente de Mosis anunció a su patrón que había llegado la pareja a quien
había invitado a comer.
Serketa parecía pimpante, y Méhy, muy seguro de sí mismo.
—¿Cómo estás, querida hija?
—¡Mi salud es excelente! ¿Y la tuya, adorado padre?
—No tengo tiempo para ocuparme de ella; el visir exige la situación contable de
C lara no podía desear nada más. Vivía un amor profundo y luminoso en una aldea
única, cuyas costumbres y pequeños secretos iba descubriendo poco a poco, y
todos los días servía a la diosa Hator preparando los ramos de flores que se
depositaban en los altares y los oratorios.
Las mujeres iniciadas no estaban distribuidas en dos equipos, como los hombres.
Clara se sentía bien en la parte baja de la jerarquía, y cumplía alegremente la tarea
que le habían confiado. Sin embargo, las aldeanas del Lugar de Verdad sólo
intercambiaban con ella palabras insignificantes y le hacían sentir que aún era una
extranjera, a la que no concedían confianza alguna.
Al llegar la noche, Nefer y Clara hablaban de sus respectivas experiencias y
consideraban del todo normal la actitud de los artesanos y sus esposas. Aquella aldea
no se parecía a ninguna otra, y sería necesario librar un largo combate para ser
admitidos sin reticencias.
Al celebrar a Hator, la diosa de las estrellas que hacía circular por el universo la
potencia amorosa, la única capaz de unir entre sí todos los elementos de la vida, las
sacerdotisas del Lugar de Verdad contribuían a mantener la armonía invisible, sin la
que ninguna creación visible, correspondiendo a las leyes celestiales, habría sido
posible. A la cofradía, al igual que a los ritualistas de todos los templos de Egipto,
comenzando por el propio faraón, le tocaba mantener día a día esa sutil energía para
asegurar al resto de la población la protección de los dioses y la presencia de Maat en
la tierra.
Clara era feliz de poder participar en esa gran obra, tanto más perceptible cuanto
la aldea le había consagrado su existencia.
La puerta de la morada de Casa la Cuerda estaba cerrada. Habitualmente, por la
mañana, su esposa limpiaba el umbral y la primera estancia de la casa, y ella misma
tomaba el ramo de manos de Clara.
Preocupada, la muchacha llamó. Le abrió una mujer morena.
—Mi marido está enfermo —dijo malhumorada, como si Clara fuera responsable
de ello—. No sé cuándo vendrá la mujer sabia, porque está cuidando a la esposa del
escriba Ramosis.
—Tal vez yo pueda ayudaros…
—¿Tenéis nociones de medicina?
—Algunas.
La esposa de Casa la Cuerda vaciló.
—Os lo advierto: si no curáis a mi marido, diré a todo el mundo que sólo sois una
pretenciosa.
—Y haréis bien.
C onducidos por Karo el Huraño, que acompasaba la marcha con un largo bastón
nudoso, los artesanos del equipo de la derecha se dirigían hacia el local que les
estaba reservado, al pie de la colina del norte, en el límite de la necrópolis.
Nefer el Silencioso descubrió una especie de templete al que se accedía por un
porche. El jefe de equipo Neb el Cumplido, que se encargaba de las funciones de
guardián del umbral, solicitó a cada artesano que se identificara.
Después de aquel rito, cada miembro del equipo de la derecha penetró en un
pequeño patio al aire libre y se arrodilló ante un estanque de purificación de forma
rectangular. El pintor Ched el Salvador tomó agua con una copa y la vertió sobre las
palmas de las manos de sus colegas.
Ched fue purificado a su vez; luego, los artesanos entraron en la sala de reunión
cuyo techo, sostenido por dos columnas, estaba pintado de ocre amarillento. A lo
largo de los muros había unos sitiales empotrados en bancos de piedra. Tres altas
ventanas difundían una suave luz durante el día; como caía la noche, se habían
encendido unas antorchas.
Unos muretes separaban la sala de reunión de un santuario elevado, en el que sólo
podía entrar el jefe de equipo. Estaba compuesto por un naos que albergaba una
estatuilla de la diosa Maat y dos pequeñas estancias laterales, donde se conservaban
vasijas de ungüento, altares portátiles y demás objetos rituales.
Neb el Cumplido se aposentó a oriente, en el sitial de madera que habían
ocupado, antes que él, los demás maestros de obras encargados de dirigir el equipo de
la derecha.
—Rindamos homenaje a los antepasados y reguemos que nos iluminen —ordenó
—. Que el sitial de piedra más cercano a mí permanezca por siempre vacío de
cualquier presencia humana, para que quede reservado al ka de mi predecesor, que
vive entre las estrellas y está siempre entre nosotros. Que su ejemplo preserve nuestra
unidad.
Los artesanos guardaron silencio. Todos tuvieron la sensación de que las palabras
de Neb el Cumplido no eran vanas y de que los vínculos que los unían eran más
fuertes que la muerte.
—Dos de nosotros están en conflicto —declaró el jefe de equipo—. Debo
consultaros para saber si es posible resolver aquí mismo el asunto o si debemos
llevarlo ante el tribunal del Lugar de Verdad.
Con la cabeza envuelta en un lienzo humedecido con mirra, que calmaba el dolor,
Nakht pidió la palabra.
—He sido agredido por el aprendiz Paneb el Ardiente. Casi me hunde el cráneo, y
ahora debo descansar varios días, lo que retrasará el trabajo del equipo. Por eso debe
Méhy tenía ganas de dar saltos de alegría. Tras haberse asegurado el control de
las fuerzas armadas, tomaba en sus manos la hacienda pública. En adelante sería el
mejor apoyo del alcalde que, como buen estratega, había delimitado claramente sus
respectivos territorios. Para Méhy, una administración sana irreprochable; para el
alcalde, el poder representativo. Probablemente, éste no había creído que Méhy
sintiera tal afecto por su suegro, pero no podía sospechar la verdad. Que un asesino
quedara impune y ocupara, incluso, el lugar de su víctima le demostraba, al nuevo
tesorero principal de Tebas, que la Ley de Maat era sólo una fábula inventada por
falsos sabios encerrados en templos, lejos de la realidad. El viejo mundo de los
faraones no tardaría en desaparecer para ser sustituido por un Estado conquistador,
dotado de una fe inalterable en el progreso y capaz de imponerse a las civilizaciones
decadentes.
Para conseguir ponerse a su cabeza, Méhy utilizaría el talento de su amigo
Daktair, que no se detendría por ningún escrúpulo moral. Gracias a un clan de
hombres nuevos de su misma condición, sin vínculo alguno con la tradición, Egipto
se transformaría rápidamente en un país moderno donde reinara la única ley que
Méhy respetaba: la del más fuerte. Un hábil maquillaje jurídico y algunas
declaraciones públicas muy sentidas apaciguarían las reticentes conciencias de
algunos altos funcionarios, conquistados rápidamente por el beneficio personal que
obtendrían de la nueva situación. En cuanto al pueblo, éste estaba hecho para ser
sometido y nadie se rebelaba, por mucho tiempo, ante una policía y un ejército bien
organizados.
Sin embargo, quedaba un obstáculo por superar: Ramsés el Grande. Pero el
soberano era muy viejo, y su salud, cada vez más frágil. Pese a su robusta
constitución y a su excepcional longevidad, la muerte acabaría venciéndole. La idea
de un atentado que acelerara la desaparición de Ramsés no podía excluirse, pero
exigía un número incalculable de precauciones para que la investigación no pudiera
llegar hasta Méhy. Sería mejor gangrenar el entorno del futuro faraón, Merenptah,
con la esperanza de hacer abortar su reinado y poner en su lugar a un hombre de paja
controlado por Méhy.
El tiempo corría a su favor. Sobre todo no debía ceder a la impaciencia, a riesgo
Con los pechos desnudos, perfumada con incienso, el cabello suelto y las
muñecas y los tobillos adornados con collares de turquesa y cornalina, Serketa se
arrojó al cuello de su marido.
—¡Qué tarde vuelves! ¡Ya no podía seguir esperándote!
—El alcalde me ha entretenido.
—Es un hombre pérfido que no tiene corazón… ¡Desconfía de él!
—Acaba de nombrarme tesorero principal de Tebas.
Serketa se apartó del comandante para contemplarle.
—El cargo de mi padre… ¡Magnífico! Qué bien hice casándome contigo, Méhy.
Realmente eres un hombre notable.
—Naturalmente, sólo he manifestado un ligero entusiasmo y no he dejado de
cantar las alabanzas de tu venerado padre, afirmando que, sin duda, a ti te apenaría
verme ocupar su cargo. El alcalde hablará contigo para que admitas que no es posible
vivir en el pasado y que debo aceptar el nombramiento.
—¡Cuenta conmigo, querido! Jugaré a hacerme la niña desconsolada y acabaré
aceptando la dura realidad de la existencia, sin dejar de llevar flores, todos los días, a
la tumba de mi pobre padre…, fallecido intempestivamente. Pero dime… ¡¿Seremos
más ricos aún?!
—Sin duda, pero tendré que jugar muy bien mis cartas para que nadie pueda
acusarme de malversación de fondos.
—¿No te consideraba mi padre un extraordinario manipulador de cifras?
—La administración tebana es pesada y complicada… Necesitaré varios años
para dominarla, pero lo conseguiré.
—¿Y… luego?
—¿Qué quieres decir, Serketa?
—¿No tienes mayores ambiciones?
—¡Creo que semejantes perspectivas de carrera no son desdeñables!
Serketa abrazó al oficial superior.
—¡Espero más de ti, querido!
Méhy le hizo el amor a su esposa con su acostumbrada brutalidad, pero no le
reveló sus verdaderos proyectos. Ni ella ni ninguna otra mujer tenían la suficiente
inteligencia como para percibir su magnitud, pero la hija del ex tesorero principal de
Tebas iba a serle una aliada fiel y útil.
P aneb el Ardiente estaba viviendo una devoradora pasión con Turquesa, que le
iniciaba en los más sutiles y más salvajes juegos del amor. Al finalizar su
jornada de trabajo, cuando el sol descendía hacia la montaña de Occidente, el joven
coloso se dirigía a casa de su amante para saborear allí la embriaguez de un placer
inagotable.
Pasaban los meses, Paneb seguía devolviendo el esplendor a las fachadas de las
casas de la aldea, pero ya sólo dibujaba unos pálidos bocetos en fragmentos de
calcáreo y había abandonado por completo su propia casa. Pasaba todas las noches en
casa de Turquesa, y veía muy pocas veces a su amigo Nefer, que trabajaba en el taller
de los planos bajo la dirección del maestro de obras Neb el Cumplido.
Como la del cielo o la del Nilo, la belleza de Turquesa variaba con las estaciones.
Floreciente en estío, tierna en otoño, hosca en invierno, incitante en primavera, le
revelaba a Paneb los infinitos caminos del deseo.
Muy pronto, todas las casas de la aldea lucirían una blancura resplandeciente. El
yesero habría terminado la misión que le había confiado el jefe de equipo y exigiría
ser admitido, por fin, en el equipo de dibujantes. Aquel día pensaba festejar su éxito
haciéndole el amor a Turquesa con el ardor de un carnero, pero, al entrar en la casa, la
encontró vestida con una larga túnica roja y adornada con collares y brazaletes de
malaquita. Una peluca de ceremonia hacía parecer casi severo su bello rostro.
—Participo en un ritual con la sacerdotisa de Hator y debo ir al templo —explicó.
—¿Me dejas solo?
—Espero que superes esta prueba —dijo ella sonriendo.
—Generalmente sólo estás ocupada en el templo por la mañana temprano y al
caer la tarde…
—Descansa, Paneb; mañana por la noche serás más ardiente aún.
Turquesa salió de su casa con tan graciosos andares que el muchacho sintió
deseos de abalanzarse sobre ella y cubrirla de besos. Pero su aspecto de sacerdotisa le
disuadió de hacerlo.
—¡Turquesa! ¿Quieres casarte conmigo?
—Te lo repito: nunca me casaré.
Se había marchado y Paneb estaba solo, sintiéndose estúpido e inútil. Con
pesados pasos se dirigió hacia su casa.
A pocos metros del umbral, percibió un delicioso aroma, como si se hubieran
esparcido en el aire hechiceros olores.
La puerta estaba abierta, una voz femenina tarareaba una dulce canción.
Paneb entró y vio a la delgada y frágil Uabet la Pura salpicando el suelo con agua
nitrada tras haber fumigado las habitaciones con un polvo combustible compuesto de
C uando Paneb despertó, Uabet la Pura se había marchado. Había doblado las
sábanas y enrollado su estera. Aliviado, el joven coloso tomó la escalera que
llevaba a la terraza, donde tan agradable era dormir durante las cálidas noches de
verano.
El muchacho disfrutó con avidez los rayos del levante, antes de comprobar la
amplia abertura practicada al norte y protegida por un cobertizo de forma triangular.
Servía de respiradero, y aseguraba la buena circulación del aire por la casa, algunos
de cuyos muros tenían pequeñas ventanas fáciles de ocultar cuando el sol abrasaba.
A fin de cuentas, salía bien parado. Uabet la Pura había comprendido que aquella
boda era imposible, pero le había dejado una casa perfectamente limpia y provista de
un hermoso mobiliario. ¿Tenía derecho a quedarse con él? No, se lo devolvería todo.
Era su dote y no podía disponer de ella.
La cháchara de unos niños le intrigó. Desde la terraza, Paneb vio a una docena de
chiquillos que estaban ante su puerta con unas frágiles cajitas de cañas recién
cortadas con ataduras de médula de papiro. En su interior había grandes nueces de
palmera.
El joven bajó a abrirles.
—¿Qué queréis?
—Te traemos un regalo para festejar tu boda —dijo una despierta chiquilla
levantando una cascada de risas.
—¿Mi boda? Pero…
—Uabet es muy amable, y toda la aldea sabe que vivís bajo el mismo techo.
—¡Os equivocáis! Esta mañana se ha marchado y…
Entonces apareció Uabet la Pura con un cesto lleno de provisiones sobre su
cabeza. Estaba radiante, y se movía con agilidad pese a aquel fardo.
—¿Te has despertado ya, querido marido? He ido a buscar legumbres y fruta
fresca. ¿No es conmovedora la delicadeza de estos niños?
Paneb, abatido, pensó en el yeso y en las últimas fachadas que le quedaban por
restaurar.
D esde que Nefer había sido llamado por el jefe de equipo para preparar el nuevo
santuario del ka de Ramsés el Grande, Clara ya sólo compartía escasos
momentos de intimidad con su marido. Tras la iniciación a los secretos del astillero,
Nefer el Silencioso había ascendido numerosos peldaños en la jerarquía de los
constructores, y era admirado por todos por lo mucho que se esforzaba. Los demás
miembros creían que el joven asimilaba las técnicas con mucha facilidad y que debía
hacer muy pocos esfuerzos para demostrar su creciente maestría; sólo su esposa sabía
que no era así, y que su competencia se debía a muchas horas de trabajo duro. Pero
no lo lamentaba en absoluto, pues Nefer se movía en un mundo que estaba en
perfecta armonía con su ser. Había nacido para el Lugar de Verdad, los dioses le
habían moldeado para servirlo y para que se realizara allí como persona.
A pesar de la magnitud del trabajo y de las exigencias de lo cotidiano, los años
habían transcurrido rápidamente. Mientras Nefer se formaba entre los talladores de
piedra y los escultores, Clara recibía las enseñanzas de las sacerdotisas de Hator y de
la mujer sabia. Las primeras le ofrecían la dimensión de los ritos y los símbolos, la
segunda, la de las ciencias tradicionales y la perfección de las fuerzas invisibles.
Como cada mañana, desde la terraza de su morada, Clara contemplaba la aldea de
los artesanos acurrucada en su vallecillo, dominada por un espolón rocoso
considerado el pie de la santa cima y a lo largo del cual se habían construido
pequeños santuarios dedicados a las divinidades y a la memoria de los faraones
difuntos que habían protegido el Lugar de Verdad, especialmente Amenhotep I,
Tutmosis III y Seti, el padre de Ramsés. La sinuosa línea de esos oratorios se
adaptaba a la parte baja del acantilado, y cada uno de sus naos estaba adosado a la
montaña de Occidente, donde cada noche se cumplía el misterio de la resurrección,
lejos de las miradas humanas.
Clara no lamentó ni una sola vez haber abandonado la orilla este y la trivial
existencia para la que su educación la había preparado. Al igual que Nefer, su
verdadera patria era hoy esa modesta aldea que no se parecía a ninguna otra. Allí
había aprendido que la felicidad de una comunidad descansaba en la circulación de
las ofrendas y en su calidad. Dando en vez de tomar, se establecía una solidaridad que
conseguía vencer las divergencias de opinión, las enemistades y los egoísmos. Y las
sacerdotisas debían asegurar esa permanente presencia de la ofrenda y luchar contra
la natural tendencia a la avidez.
A Clara le gustaba el dinamismo de los primeros momentos del día y el instante
en que la luz brotaba de la montaña de Oriente; tenía la sensación de que la vida se
recreaba a sí misma y de que con el alba, la creación tomaba un nuevo impulso,
repleto de inesperadas maravillas.
Paneb el Ardiente se dirigió con paso decidido hacia la morada del pintor Ched.
Él era el jefe de los dibujantes y debía convencerle de que le abriera, por fin, las
puertas del oficio. Desde su entrada en la cofradía, el joven coloso había aceptado
duras pruebas y se había mostrado a la altura de las tareas que le habían confiado.
Habían pasado los años y no había progresado en el arte que tan caro le resultaba.
Ardiendo siempre en la misma pasión, ya no soportaba más aplazamientos.
De pronto, se detuvo.
Algo no iba bien. Por lo general, con los primeros rayos de sol, la aldea se
animaba, se llenaban las cisternas, se desayunaba en las terrazas… Pero aquella
mañana la vida se había interrumpido. No se oía ni un ruido, ni una risa infantil, no
había nadie en la calle principal.
Paneb corrió hasta la morada de Nefer y Clara, pero no estaban allí. Todas las
casas estaban vacías.
Ardiente salió de la aldea por la pequeña puerta oeste y vio a los aldeanos
reunidos ante una de las tumbas de la necrópolis.
—¡Por fin has llegado! —murmuró Uabet la Pura.
—Me he levantado más tarde que de costumbre, ¡no es ningún pecado!
—Cállate, estamos de luto.
—¿Quién ha muerto?
—El escriba de Maat, Ramosis, y su esposa. Los han encontrado muertos uno
junto al otro, cogidos de la mano.
Kenhir, el sucesor e hijo adoptivo de Ramosis, dirigía los funerales. En cuanto se
había enterado de la muerte de la pareja, el escriba de la Tumba había enviado a un
artesano a buscar a los momificadores que transformaban los restos mortales en
cuerpos osíricos.
El Lugar de Verdad estaba de luto en homenaje a Ramosis y a su mujer, a quienes
todos amaban. Durante un mes lunar, los hombres no se afeitarían y las mujeres no se
peinarían. Todos los días, tanto en el templo como en las casas, los aldeanos
implorarían a los antepasados para que acogieran a los difuntos en los paraísos
celestiales donde circulaba la barca de luz y donde estaba siempre puesta la mesa del
banquete.
Los artesanos abandonaron sus tareas para acabar de fabricar el mobiliario
fúnebre del escriba de Maat, y el pintor Ched el Salvador terminó el papiro del
«Libro de salir a la luz», que sería depositado sobre la momia para permitirle
responder a los guardianes de las puertas del otro mundo y pronunciar las fórmulas de
Tras haber sido recibido por el visir, a quien le había dicho que la desaparición de
Ramosis en nada cambiaría la regla de vida del Lugar de Verdad, Kenhir recibió las
cálidas felicitaciones de Abry, el administrador principal de la orilla oeste, que le
invitó a comer. Se instalaron en una pérgola sombreada donde unos sirvientes les
sirvieron vino tinto del Delta, ensalada con aceite de oliva y codornices rellenas.
—Todos echamos de menos al querido Ramosis —declaró Abry.
—Con tres tumbas en la necrópolis de la aldea —recordó Kenhir—, su memoria
no se olvidará.
—Pero hay que pensar en el porvenir… ¡Y el porvenir sois vos! Desde hacía
demasiados años habíais vivido a la sombra de Ramosis sin poder expresar
abiertamente vuestra personalidad. Pese al dolor que su muerte os causa, es preciso
admitir que os abre ciertas perspectivas.
Kenhir comía con avidez.
—¿Cuáles concretamente?
—No dudo ni por un momento de vuestro pleno éxito, tanto más cuanto tenéis el
apoyo de las autoridades. Pero la existencia en esa aldea cerrada no debe ser siempre
divertida…
—Así es.
A Paneb no le gustaban nada las fiestas, y aquélla menos que las demás. Le
impedía emprenderla con el clan de los dibujantes e interpelar al jefe de equipo para
obtener lo que le debían. Por eso, y a pesar de las deferencias de su esposa, se había
mostrado de muy mal humor durante la cena. Uabet la Pura no había reaccionado, y
Cuando Paneb despertó, su amante había desaparecido. Cerró los ojos por unos
instantes para revivir, con el pensamiento, sus deliciosos retozos, luego tomó el
camino de la aldea.
Una vez allí, le sorprendió el profundo silencio que reinaba en la aldea, igual que
la mañana de la muerte de Ramosis y su esposa. Sin duda alguna se había producido
otro fallecimiento, y los festejos se habían suspendido. Según el lugar que el
desaparecido ocupara en la jerarquía, entrarían en un luto más o menos largo que
obligaría a Paneb a guardar silencio y a respetar la pesadumbre de la comunidad.
E l jefe Sobek había perdido el sueño desde que empezó a buscar en vano al autor
del asesinato del policía nubio. Las pociones que le había prescrito la mujer
sabia le calmaban los nervios, pero ninguna acababa con su obsesión. Un hombre que
estaba a sus órdenes había encontrado una muerte atroz y un criminal seguía en
libertad, con la certidumbre de escapar a la justicia.
Sobek ya no podía cruzarse con un artesano sin sospechar que era el culpable, y
aquella permanente desconfianza le hacía la vida imposible, tanto más cuanto no
había la menor prueba que pudiera apoyar aquella horrible hipótesis. ¿Y por qué
habían cometido aquel crimen?
Un acontecimiento inesperado le había hecho considerar una pista tan inverosímil
que debía consultar con el escriba de la Tumba.
Kenhir estaba instalado en el despacho del quinto fortín, escribiendo su informe
cotidiano con una caligrafía cada vez más ilegible. Maldecía las exigencias de una
administración con demasiado papeleo que deseaba conocer detalladamente el
número de cinceles de cobre utilizados por los artesanos del Lugar de Verdad. A él,
claro está, le tocaba comprobarlo y llamar al orden a quienes olvidaban devolvérselo
después del trabajo.
—¡Eres inoportuno, Sobek!
«Con él siempre se es inoportuno —pensó el nubio—; exactamente lo contrario
que ocurría con Ramosis.»
—Sé a qué has venido: los auxiliares reclaman un cambio de horario de trabajo
durante el verano. Comprendo su punto de vista, pero debo asegurar el bienestar de la
aldea. Además, ese tipo de problema no entra dentro de tus atribuciones.
—Lo sé, Kenhir, y vengo a consultaros sobre un asunto mucho más grave.
Al escriba de la Tumba le picó la curiosidad.
—Siéntate.
Sobek se instaló en un taburete.
—Sabréis que sigo investigando el asesinato de uno de mis hombres.
—Un asunto muy embrollado —consideró Kenhir—. Primero pareció un
accidente, luego se formuló la hipótesis de un crimen, y finalmente el olvido ha
cubierto todos los interrogantes.
—No los míos.
—¿Acaso tienes una pista?
—Tal vez el destino me haya ofrecido una, pero necesito vuestra opinión.
—¡Yo no soy policía!
—Si no me equivoco, podría estar en juego el porvenir de la cofradía.
—¿No exageras un poco?
Todos los aldeanos, con Kenhir y los dos jefes de equipo a la cabeza, se habían
puesto sus vestiduras de fiesta, de lino real de primera calidad, y llevaban pelucas y
joyas moldeadas por el orfebre de la comunidad.
Cuando Ramsés avanzó por la calle principal, hombres, mujeres y niños se
prosternaron ante él. Al propio Paneb el Ardiente le sorprendió el poder que emanaba
del alto anciano.
Conmovida pero risueña, una encantadora niña con su vestido azul de flecos
corrió hacia el soberano para ofrecerle un ramo de lotos blancos.
—Para vuestro ka, majestad —dijo sin farfullar, tras haber repetido la frase mil
veces por lo menos.
Ramsés la besó con la ternura de un padre y un abuelo que había sufrido tantos
lutos y veía en aquella niña el porvenir de la aldea.
Ruborizada, la niña se refugió en los brazos de su madre, la esposa de un joven
cantero del equipo de la izquierda. El increíble favor que Ramsés acababa de
concederle caería sobre el conjunto de las familias, protegidas así por el amor del rey.
Neb el Cumplido y su colega Kaha acompañaron al faraón hasta el santuario
recientemente terminado. El monarca caminaba con dificultad, ayudándose con un
bastón, pero no dudaba sobre el camino que debía seguir. Lo sabía todo sobre el
Lugar de Verdad, el alma secreta de Egipto, el lugar donde se creaba luz para animar
la materia.
La mujer sabia recibió al rey en el umbral del edificio, oficiando como superiora
de las sacerdotisas de Hator.
—Las puertas de este templo están abiertas —dijo—; el humo del incienso llega
al cielo, mil panes, mil jarras de cerveza y todo aquello que gusta a Dios le son
ofrecidos. Que Dios proteja al faraón y que el faraón dé vida a este santuario.
Ramsés el Grande se dirigió a la cofradía. Su voz distaba mucho de la de un
anciano enfermo, y era tan fuerte y autoritaria que dejó helado a Paneb el Ardiente.
—Conozco vuestro valor y la calidad de vuestras manos que trabajan la piedra
más dura como el oro más fino. Vuestra tarea es exigente y dura, pero sabéis
comunicaros con los materiales, cuya belleza oculta hacéis aflorar. La obra que
realizáis es primordial para la felicidad del país y obtenéis una intensa alegría de ella,
una alegría que no es de este mundo. Seguid respetando la Regla de Maat,
mostrándoos firmes y eficaces; actuad de acuerdo con el plan del maestro de obras, y
R amsés el Grande se disponía a salir hacia el Valle de los Reyes para inspeccionar
su morada de eternidad, a la que Ched el Salvador y sus ayudantes habían dado
los últimos retoques antes de la llegada del soberano.
Paneb se encargó de llevar agua fresca a los caballos del faraón, instalados a la
sombra de un tejadillo. Al acercarse al carro, custodiado por su auriga, el joven echó
un vistazo a las ruedas. Un trabajo magnífico, de una solidez a toda prueba que
maravilló al ex carpintero.
Los caballos bebieron apaciblemente, y Paneb iba a marcharse ya cuando se
percató de un detalle insólito. Los radios de las ruedas estaban pintados en un
amarillo dorado, pero el matiz más claro de uno de ellos había saltado a la vista del
futuro dibujante.
—¿Se ha efectuado alguna reparación recientemente? —le preguntó al auriga.
—No lo sé, no es mi trabajo.
—¿De dónde procede este carro?
—Del cuartel principal de Tebas, donde los técnicos lo han comprobado.
—Sería mejor volver a comprobarlo.
—¿Y si te ocuparas de tus cosas, muchacho?
Paneb le podría haber reventado la cabeza al soldado sin dificultad alguna y,
luego, examinar la rueda, pero consideró preferible seguir la vía jerárquica y avisó al
jefe de equipo, que llamó de inmediato a Didia el carpintero.
La respuesta de éste fue clara: uno de los radios había sido sustituido y pintado a
toda prisa. La negligente reparación se había acompañado de una sospechosa
colocación de la propia rueda, que iría gastándose progresivamente y acabaría
provocando un accidente. El vehículo hubiera volcado e, incluso a una velocidad
moderada, el anciano monarca podría haber sufrido un golpe mortal. Otro carro,
debidamente verificado por Didia, fue atribuido a Ramsés, que partió en compañía de
los dos jefes de equipo, Ched el Salvador y algunos artesanos, entre los que se hallaba
Nefer el Silencioso.
Paneb comprendió que su amigo había superado un nuevo escalón en la jerarquía
y que iba a tener la inmensa suerte de penetrar en la tumba real. Pero Ardiente no
cayó en la cuenta de que con su actuación acababa de salvar, a la vez, al faraón de
Egipto y el Lugar de Verdad.
Paneb, orgulloso, dispuso sus cepillos y sus pinceles en una mesa baja, en la
primera estancia de su morada, ante la inquieta mirada de Uabet la Pura.
—¿Hay que decorar las paredes? —preguntó ella—. Me gusta la austeridad y…
—Aprendo mi oficio —le atajó Paneb.
—¿Qué colores quieres? —preguntó Pai el Pedazo de Pan.
—Rojo, amarillo y verde. Voy a extenderlos en largas franjas horizontales y
superpuestas.
—¿Estás seguro de que la pared está bien preparada?
—Sin duda alguna, yo mismo me ocupé de ello. Tapé los agujeros con arcilla
mezclada con paja picada, y luego la cubrí con yeso a base de cal.
Pai pareció escéptico.
—Como se trata sólo de una casa, el error que has cometido no es grave… Pero
sería inaceptable en un templo o una morada de eternidad.
—¿De qué error hablas?
—La superficie de estas paredes está muerta.
—Muerta… ¿Qué quieres decir?
—Es demasiado lisa, le falta vida. Tu pared debe ser ligeramente ondulada para
ilustrar y registrar las vibraciones que atraviesan constantemente el espacio. La
simetría absoluta y la rigidez son otras tantas formas de muerte que tu mano debe
vencer.
Paneb contempló su muro de otro modo. Sospechaba que tenía mil cosas que
aprender, pero su iniciación en el astillero le abría las puertas de otro mundo donde
todo tenía sentido.
El neófito preparó sus colores e, instintivamente, trazó unas amplias franjas en los
Daktair tuvo que esperar a que finalizara la recepción que Méhy y Serketa daban
en honor del alcalde, confirmado en sus funciones por el visir, para comunicarle la
información que acababa de obtener. El tesorero principal de Tebas sintió que tenía
una pista del mayor interés; a falta de poder obtener directamente informaciones
sobre las actividades secretas de los artesanos, tal vez iba a tener algo mejor: ¡un
espía dentro del Lugar de Verdad!
—¿Qué debo hacer con el lavandero?
—Dile que los lingotes de cobre le serán entregados mañana al anochecer, en el
palmeral que hay al norte de Tebas, junto al pozo abandonado, una hora después de la
puesta de sol.
—¿Y cómo los conseguiremos?
—No te preocupes por eso, yo me encargo de todo. Si la policía te interrogara
sobre ese lavandero, diles que se presentó ante ti para que le contrataras y que sus
condiciones te parecieron interesantes. Ésa fue vuestra única entrevista y desde
entonces no le has vuelto a ver.
—En cuanto al artesano…
—También me encargaré de eso. Cuanto menos aparezcas, mejor. Preocúpate de
los preparativos de la expedición destinada a suministrar galena y asfalto al Lugar de
Verdad.
Al lavandero le temblaban las piernas, ante la idea de ser rico. Estaba violando los
compromisos que había adquirido al ser contratado como auxiliar, pero no podía
dejar escapar una oportunidad así. Una vez hecha su fortuna, abandonaría un oficio
que detestaba para comprar una granja en el Medio Egipto, donde la tierra era menos
Sin aparentar que le daba la menor importancia, Méhy recibió la noticia de que un
malhechor había sido abatido en el palmeral, al norte de Tebas. Los policías le habían
interpelado con toda legalidad, pero el hombre se había mostrado tan agresivo que se
habían visto obligados a acabar con él en legítima defensa.
La investigación había permitido identificarle como uno de los lavanderos que
trabajaban como auxiliar del Lugar de Verdad. Sus colegas no le apreciaban
demasiado y probablemente nadie iba a echarle en falta. Se sospechaba, incluso, que
C uando Paneb entró en el taller del Trazo, próximo a la sala de reunión del equipo
de la derecha, le extrañó encontrar allí a Nefer el Silencioso en compañía de
Gau el Preciso. Ambos hombres estudiaban un papiro que se titulaba: «Ejemplo de
cálculo para sondear la realidad y conocer lo que es oscuro». Estaba cubierto de unos
signos matemáticos que el joven no había visto nunca.
—¿Ese papiro tiene algo que ver conmigo? —preguntó.
—El arquitecto de los mundos ordenó los elementos de la vida de acuerdo con la
proporción y la medida —repuso Gau—, y nuestro mundo puede ser considerado
como un juego de números. Considéralos como fuentes de energía y tu pensamiento
nunca permanecerá estático. En nuestra tradición, el pensamiento geométrico preside
la expresión matemática. Se basa en el uno, que se desarrolla, se multiplica y vuelve a
sí mismo. El arte del Trazo consiste en poner de relieve la presencia de la unidad en
toda forma viviente.
—Tu propio cuerpo existe porque es un conjunto de proporciones, y necesitarás
esta ciencia para que tu mano actúe de un modo inteligente —observó Nefer—. Pero
no practiques la geometría por la geometría o las matemáticas por las matemáticas;
quienes cayeron en estos errores quedaron atrapados en el engaño de un saber estéril.
—Traza un triángulo —ordenó Gau.
Paneb cogió un pincel muy fino y dibujó un triángulo.
—He aquí uno de los modos más sencillos de representar la luz solar de un modo
abstracto —precisó su profesor—; pondremos tu aprendizaje del Trazo bajo su
protección. Los antiguos afirmaban que permite percibir los secretos del cielo, de la
tierra y de las aguas, comprender el lenguaje de los pájaros y los peces, y adoptar
todas las formas que se deseen.
—¡Manos a la obra, pues!
Nefer advirtió que su amigo sentía una sed insaciable de aprender y que había
hecho bien ayudando a Gau el Preciso, que no disponía de la energía necesaria para
enseñar durante horas.
Paneb dominó en seguida las cuatro operaciones básicas, descubrió las potencias
y las raíces, resolvió fácilmente las ecuaciones, aunque sin alejarse nunca de una
aplicación práctica, como la fabricación de un par de sandalias o la vela de una barca.
Tomó así conciencia de que ninguna de las obras producidas por los artesanos del
Lugar de Verdad se hacía al azar. Se tratara de divisiones, multiplicaciones o
extracción de raíces, Ardiente fue invitado a remitirlos al primer proceso de la
adición. En el sistema decimal, utilizaba fracciones unitarias, con un numerador igual
a la unidad, a excepción de >[z]/3, y se arreglaba con las tablas que le confiaron para
comprobar el resultado de sus ejercicios.
Paneb el Ardiente y Nefer el Silencioso estaban sentados uno junto a otro, bajo la
bóveda estrellada.
—Ignoraba que iba a ser tan extraordinario… o, mejor dicho, no, mi instinto lo
sabía desde siempre e hice bien haciéndole caso. ¿Por qué habré perdido tanto
tiempo?
—Tranquilo, Paneb, no has perdido ni un solo segundo. Las pruebas te han ido
preparando para vivir intensamente momentos como éste y aprender con la rapidez
que te caracteriza. Pero esto es tan sólo el comienzo; en cuanto sea posible, irás a
estudiar las pirámides. Será una nueva etapa en tu camino.
—¿Irás tú conmigo?
—Si el jefe de equipo me autoriza a ello, sí.
—Has sido admitido en la Morada del Oro, ¿no es cierto?
Nefer dudó en responder.
—Uabet la Pura me ha hablado de ello.
—Ha hecho bien.
—Sé que debes guardar silencio, pero dime al menos si volviste a ver la luz que
Tran-Bel comía y bebía con placer y avidez. Era un hombre rechoncho, con el
pelo negro y grasiento, de ancho pecho, y los dedos de los pies y las manos rollizos
como los de un bebé. Era de origen libio, pero no había conseguido hacer fortuna en
su país, por lo que se había establecido en Tebas, donde la suerte le había sonreído.
Era un comerciante desalmado, desprovisto de cualquier moral, al que sólo le gustaba
comprar y seguir comprando, aunque sus métodos fueran poco recomendables a
veces. Prudente y taimado, Tran-Bel no había despertado la suspicacia de las
autoridades y gozaba, incluso, de una buena reputación.
—Preguntan por usted, patrón —le advirtió uno de sus obreros.
—Ahora no tengo tiempo.
—Deberíais ir a ver, de todos modos… Parece ser un tipo importante.
«Será otro vendedor despreciable», pensó Tran-Bel, que iba a librarse del intruso
con cuatro palabras bien dichas.
Pero su sorpresa fue grande.
El hombre que estaba en el umbral de su almacén tenía un rostro parecido al suyo.
No era un sosias, pero algunos rasgos comunes podrían haber hecho pensar en un
hermano.
—¿Qué quieres de mí, amigo?
—¿Eres Tran-Bel?
—Aquí soy el patrón y ahora estoy muy ocupado.
Tras los ritos matinales, Clara ayudaba a la mujer sabia, que recibía a los
habitantes de la aldea para curar tanto su físico como su psique. La esposa de Nefer
había aprendido a escuchar a los pacientes, a calmar a los niños que lloraban, a
terminar con las angustias y a devolver el optimismo a quienes carecían de él.
La mujer sabia poseía un poderoso magnetismo. Aplicaba las manos en las zonas
doloridas y hacía desaparecer los dolores. Clara procuraba que en la enfermería no
faltaran remedios, la mayor parte de los cuales fabricaba ella misma; el resto era
entregado, en el Lugar de Verdad, por el Departamento de Salud Pública, al que los
propios faraones habían concedido siempre una gran importancia.
La mujer sabia hablaba poco, pero permitía que Clara progresara día a día
transmitiéndole su experiencia e insistiendo más en sus fracasos que en sus éxitos,
para obtener de ellos lecciones para el porvenir.
Desde que había sido recibido en la Morada del Oro, Nefer trabajaba sin descanso
en la obra que le habían encargado, y se mostraba más silencioso aún que de
ordinario. Clara percibía cada una de las vibraciones de su alma, y se limitaba a
mirarle con complicidad para hacerle comprender que unía sus fuerzas a las de él.
La jornada había sido agotadora; ninguna enfermedad grave que curar, pero sí una
ininterrumpida serie de pequeñas preocupaciones y una cotidianeidad más
abrumadora que de ordinario. Clara estaba impaciente por volver a casa y dormir.
—Ven conmigo —exigió la mujer sabia.
Clara hizo uso de sus últimas energías para seguir a su guía, que salió de la aldea
y tomó el camino de la cima, mientras el sol se ponía.
Era la hora en que las serpientes y los escorpiones salían de su escondrijo, pero
ambas mujeres no los temían.
Cada vez que trepaba por los sinuosos senderos de la montaña, la mujer sabia
parecía recuperar la juventud perdida. Pese a su fatiga, Clara tuvo menos dificultades
para seguirla que de costumbre. La hermosa melena blanca de la mujer sabia brillaba
como un sol e iluminaba la pendiente, cada vez más empinada, que llevaba a un
N efer el Silencioso debía expresar lo que había percibido en la Morada del Oro.
Había vivido el ritual más secreto del Lugar de Verdad y descubierto los
misterios esenciales que allí se transmitían, pero ¿era realmente digno de ello?
Para saberlo, la cofradía le exigía una obra que probara, a la vez, su capacidad
técnica y su grado de sensibilidad. No se le había dado recomendación alguna ni
impuesto ningún criterio. A Nefer le tocaba hacer balance de los años pasados en la
aldea, obtener las principales enseñanzas y moldear el objeto que recibiera la
aprobación de los jefes de equipo y los demás iniciados de alto rango.
De acuerdo con su costumbre, Silencioso había dedicado mucho tiempo a
reflexionar. Varios proyectos se entremezclaban en su cabeza, pero su corazón había
elegido ya. Tras haber recibido la aprobación de Clara, se había presentado ante Neb
el Cumplido que, aquella misma noche, le había llevado a la capilla de Hator que
había sido levantada por el faraón Seti, el padre de Ramsés.
Nefer había subido la escalera que conducía al pilono de entrada, había cruzado el
umbral, atravesado un patio al aire libre y, luego, había seguido por un camino
enlosado que llevaba a un segundo patio. Allí había sido purificado y se había
recogido ante una mesa de ofrendas.
Luego le habían librado el acceso a una sala cubierta, con el techo plano sostenido
por dos columnas y un suelo enlosado. A lo largo de las paredes había unas banquetas
de piedra que estaban ocupadas por los jueces. Al fondo, una puerta flanqueada por
estelas que mostraban al faraón ante Hator; daba acceso al santuario, donde la
divinidad brillaba en secreto.
Nefer sabía que aquel tribunal no sería indulgente y temía su veredicto. Si se
había equivocado, arruinaría todos los esfuerzos realizados desde su admisión.
—¿Qué te han enseñado las divinidades? —preguntó el jefe de equipo de la
izquierda.
—He intentado percibir el fulgor de Ra, la creación de Ptah y el amor de Hator.
—¿Cuáles son las cualidades necesarias para llevar a cabo una obra? —preguntó
el jefe del equipo de la derecha.
—La toma de conciencia de la vida en todas sus formas, la generosidad del
corazón, la coherencia del ser, la capacidad de dominio y el poder de concreción.
Pero sólo tienen valor si llevan a la plenitud y a la paz, y ningún artesano ha
alcanzado nunca los límites del arte.
—Muéstranos tu trabajo.
Nefer el Silencioso retiró el velo que cubría una estatua de madera dorada. Sólo
medía un codo[9], y representaba a la diosa Maat sentada y sosteniendo el signo de la
vida.
Para Ardiente, el descubrimiento del codo que el dios Thot utilizaba para medir la
tierra sería un momento inolvidable. Asimiló pronto su división en siete palmas y
veintiocho dedos y, cuando recibió del maestro de obras una pequeña silla plegable
que utilizaría durante su trabajo, Paneb tuvo la sensación de ser el depositario de un
tesoro de inestimable valor.
Así, uno de los secretos esenciales de la obra estaba presente en el cuerpo del ibis
que el joven coloso había mirado tantas veces sin verlo. Comprendió que las
La mujer sabia estaba sentada ante ella, a pleno sol. Aquella insólita postura
preocupó a Clara, que temió que fuera víctima de algún malestar. Pero la mujer sabia
le habló con voz tranquila.
—No curaré a nadie hoy. ¿Estás dispuesta a sustituirme?
—Haré todo lo que pueda… ¿Estáis enferma?
—Debo pasar la jornada en el templo para intentar apaciguar a Sejmet, la
implacable diosa leona.
—¿Acaso algún peligro amenaza a la aldea?
—Sí, Clara. Un gran peligro.
Clara le dijo lo mismo que Paneb, aunque con otras palabras, y aprobó las
decisiones de Ramosis, de Neb el Cumplido y de Kenhir. Clara le dijo también que el
difunto escriba de Maat había consultado con la mujer sabia, cuya visión
correspondía a la suya.
Ni siquiera ante su esposa, Nefer había encontrado consuelo alguno. Esperaba que
los miembros de más edad del equipo de la derecha emitieran opiniones negativas,
criticaran su inexperiencia o su carácter, y provocaran una deliberación que obligara a
Kenhir a proponer otro nombre para el cargo.
Pero nadie discutió la designación de Nefer el Silencioso como sucesor de Neb el
Cumplido y, muy al contrario, todos se alegraron. El nuevo jefe de equipo había
superado todos los grados de la jerarquía sin alardear jamás de ello, no manifestaba
inclinación alguna al autoritarismo y disponía de las cualidades necesarias para la
realización de la obra.
En menos de una hora se celebraría la ceremonia de investidura, de la que Nefer
ya no tenía posibilidad alguna de escapar, salvo si emprendía la huida y abandonaba
la aldea definitivamente.
Clara posó tiernamente la cabeza en el hombro de su marido.
—A veces se cruzan ideas locas por nuestro pensamiento, pero son sólo
espejismos… Algunas luchas son vanas, no hay que malgastar energía.
Comprométete en el verdadero combate que deberás librar, la preservación y la
transmisión de nuestros tesoros.
—Yo sólo quería vivir tranquilamente contigo en esta aldea.
—Cierto día escuchaste la llamada y respondiste a ella. ¿Creías que no iba a
C uando el artesano del Lugar de Verdad llegó al almacén de Tran-Bel, pensó que
la vida era más bien benévola. Había recibido una educación excepcional en la
aldea y adquirido un saber que le permitiría, hoy, vender su talento al mejor postor.
Desde que se había puesto en contacto con el mercader, realizaba su sueño
secreto: enriquecerse. Y tenía derecho a utilizar su tiempo libre como le placiera.
Durante el período de luto que había seguido a la muerte de Neb el Cumplido, el
artesano había permanecido en la aldea y había escrito una carta a Tran-Bel
proponiéndole una cita. Éste debía esperar con impaciencia nuevos objetos lujosos
destinados a una clientela de conocedores que pagaban bien.
—Voy a ver a tu patrón —dijo el artesano a un empleado.
—Está en su despacho.
El artesano atravesó el almacén para llegar a la habitación aislada y tranquila
donde Tran-Bel guardaba sus archivos. Empujó la puerta y se quedó de piedra ante
una mujer que llevaba una pesada peluca negra y los ojos muy maquillados.
—Perdonadme, creo que me he equivocado.
—Estás en el lugar adecuado —dijo Serketa—. Sé quién eres y lo que has venido
a hacer aquí. Cierra la puerta y hablemos.
—No os conozco y…
—El modo como cooperas con Tran-Bel no es muy lícito. Te hace cómplice de
estafa y eres merecedor de un severo castigo que iría acompañado por una exclusión
definitiva del Lugar de Verdad.
El artesano palideció de repente.
—Sabéis que…
—Lo sé todo. O me obedeces o tu carrera habrá terminado.
El hombre se acurrucó en una esquina del reducto. Serketa cerró dando un
portazo.
—¿Qué… qué queréis?
—No diré una palabra sobre tus trapichees y podrás seguir a tu aire, pero con una
condición: quiero saber todo lo que ocurre en la aldea.
—¡Imposible! Estoy sometido al secreto.
—Peor para ti, entonces. Mañana mismo serás denunciado al visir.
—¡No hagáis eso, os lo suplico!
—Si quieres evitar graves consecuencias, sólo te queda una solución: hablar.
Obedecer a aquella mujer diabólica suponía transgredir la regla de la cofradía,
romper un juramento y perder su alma…
—¿Quién sois? —preguntó el artesano.
Serketa esbozó una sonrisa feroz.
—No estoy seguro de que esta decisión sea buena —dijo el pintor Ched el
Salvador con una irritación contenida—. Para trabajar con eficacia y rapidez en la
morada de eternidad de Ramsés, necesitamos dibujantes expertos, y no es el caso de
Paneb.
—Según los informes de los instructores, está preparado para ayudarles —objetó
Nefer.
—Sin ánimo de ofenderte, los vínculos de amistad que os unen no deberían
interferir en tu posición.
El rostro de Nefer adoptó una expresión de severidad que el pintor no le había
visto jamás.
—Mi papel de jefe de equipo me impide ser parcial, y ninguna de mis decisiones
se tomará en función de mis amistades o mis enemistades. Si considerara que Paneb
es incompetente, le apartaría de esta obra. Y considero que ninguno de los aquí
presentes está completamente formado.
Ched el Salvador esbozó una enigmática sonrisa.
—Contrariamente a lo que algunos suponían, pareces tener temperamento de
jefe… Mejor para la cofradía. Puesto que lo ordenas, obedezco. Paneb nos ayudará.
—Anunciárselo es cosa tuya. Partimos hacia el Valle de los Reyes esta noche, con
el equipamiento necesario.
—Yo me encargo de todo, no nos faltará nada.
Ched el Salvador se alejó con sus altivos andares.
De pronto, Nefer tomó conciencia de que ya no miraba al pintor con los mismos
francesa es de origen egipcio y en castellano podría traducirse por «ver las estrellas».
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