Miguel Martinez M Un Nuevo Paradigma
Miguel Martinez M Un Nuevo Paradigma
Miguel Martinez M Un Nuevo Paradigma
PARADIGMA
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02/02/12
método escolar
1. La Racionalidad Humana
Newton, en su humildad y consciente de sus limitaciones, solía decir que si él había
logrado ver más lejos que los demás era porque se había subido sobre los hombros de
gigantes, aludiendo con ello a Copérnico, Kepler, Galileo y otros.
A lo largo de las últimas cuatro décadas, se han ido dando las condiciones necesarias y
suficientes para que todo investigador serio y de reflexión profunda, pueda, a través de las
bibliotecas, las revistas y los congresos, subirse sobre los hombros de docenas de pensadores
eminentes. Y, desde esa atalaya, le es posible divisar grandes coincidencias de ideas y
marcadas líneas confluyentes de un nuevo modo de pensar, de una nueva manera de mirar las
cosas, de una nueva racionalidad científica y, en síntesis, de una nueva ciencia. Esta ciencia
presenta notables diferencias con el modo de pensar tradicional, clásico, lógico-positivista.
El escritor y presidente de la República Checa, Vaclav Havel, habla del “doloroso parto
de una nueva era”. Y dice que “hay razones para creer que la edad moderna ha terminado”, y
que “muchos signos indican que en verdad estamos atravesando un período de transición en el
cual algo se está yendo y otra cosa está naciendo mediante un parto doloroso”.
El problema radical que nos ocupa aquí reside en el hecho de que nuestro aparato
conceptual clásico –que creemos riguroso, por su objetividad, determinismo, lógica formal y
verificación– resulta corto, insuficiente e inadecuado para simbolizar o modelar realidades que
se nos han ido imponiendo, sobre todo a lo largo de este siglo, ya sea en el mundo subatómico
de la física, como en el de las ciencias de la vida y en las ciencias sociales. Para representarlas
adecuadamente necesitamos conceptos muy distintos a los actuales y mucho más
interrelacionados, capaces de darnos explicaciones globales y unificadas.
Una actividad recurrente del investigador prudente debe ser el revisar y analizar la firmeza
del terreno que pisa y la fuerza y dirección de las corrientes de las aguas en que se mueve, es
decir, la solidez de los supuestos que acepta y el nivel de credibilidad de sus postulados y
axiomas básicos. Sólo así podrá evitar el fatal peligro de construir sobre arena.
No solamente estamos ante una crisis de los fundamentos del conocimiento científico, sino
también del filosófico, y, en general, ante una crisis de los fundamentos del pensamiento. Una
crisis que genera incertidumbre en las cosas fundamentales que afectan al ser humano. Y esto,
precisa y paradójicamente, en un momento en que la explosión y el volumen de los
conocimientos parecieran no tener límites.
En la actividad académica se ha vuelto imperioso desnudar las contradicciones, las aporías,
las parcialidades y las insuficiencias del paradigma que ha dominado, desde el Renacimiento,
el conocimiento científico.
El término ‘paradigma’, aquí, desborda los límites que le fijara Kuhn en su célebre obra
(1978, orig. 1962). No se limita a cada una de las distintas disciplinas científicas, sino que
incluye la totalidad de la ciencia y su racionalidad. Los resabios positivistas de Kuhn han de
ser aquí plenamente superados. No están en crisis los paradigmas de las ciencias, sino el
paradigma de la ciencia en cuanto modo de conocer.
El estilo de abordaje de esta tarea implica algo más que una interdisciplinariedad y que
podría llamarse transdisciplinariedad o metadisciplinariedad, donde las distintas disciplinas
están gestálticamente relacionadas unas con otras y transcendidas, en cuanto la gestalt
resultante es una cualidad superior a la suma de sus partes.
“La aspiración propia de un metafísico -dice Popper- es reunir todos los aspectos
verdaderos del mundo (y no solamente los científicos) en una imagen unificadora que le
ilumine a él y a los demás y que pueda un día convertirse en parte de una imagen aún más
amplia, una imagen mejor, más verdadera” (1985, p. 222).
Pero un paradigma de tal naturaleza no podría limitarse a los conocimientos que se logran
por deducción (conclusiones derivadas de premisas, postulados, principios básicos, etc.) o por
inducción (generalizaciones o inferencias de casos particulares), sino que se apoyaría en una
idea matriz: la coherencia lógica y sistémica de un todo integrado .
Con la creación de las universidades durante la edad media, por obra de la Iglesia, esta
estructura lógica, que ya había asimilado los autores griegos, adquirirá plena consistencia y
robustez, hasta el punto de pensar que aun las mismas ciencias naturales, como la astronomía
y la física, no podían afirmar nada que contradijera a la teología, lo escrito en la Biblia, ya que
era “palabra de Dios”: la teología era la reina de las ciencias , a la cual debían supeditarse la
rectitud y grado de verdad de las demás disciplinas. El proceso a Galileo -por sostener el
“movimiento de la Tierra y no del Sol” que a los teólogos le parecía oponerse a la expresión
bíblica de Josué: “detente, oh Sol (...) y el Sol se detuvo (...) y se paró en medio del cielo”
(Josué, 10, 12-13)- fue una prueba clara que señalaba cuál era el principio rector del saber y la
lógica que había que seguir para alcanzarlo.
La visión que se tiene del hombre es la de un ser privilegiado que participa de la filiación
divina, y todos los hombres juntos forman una comunidad unida por la fraternidad universal.
Esta fraternidad da origen a una ética centrada en el amor que deberá caracterizar la cultura
cristiana.
Pero, sobre todo, esta ilustración, por su carácter innovador y revolucionario, se enfrentó
con la religión cristiana, a quien no le reconoce ya un poder integrador como donador universal
y último de sentido de las realidades.
Pero fue Descartes quien estableció un dualismo absoluto entre la mente (res cogitans) y
la materia (res extensa), que condujo a la creencia según la cual el mundo material puede
ser descrito objetivamente, sin referencia alguna al sujeto observador.
Este enfoque constituyó el paradigma conceptual de la ciencia durante casi tres siglos,
pero se radicalizó, sobre todo, durante la segunda parte del siglo pasado y primera de éste. El
legado cartesiano ha llegado a tener mayor trascendencia negativa a lo largo de la historia que
la misma visión mecanicista newtoniana del mundo. Hasta el mismo Einstein ha sido
considerado por algunos físicos-epistemólogos como incapaz de liberarse por completo durante
casi toda su vida del hechizo del dualismo cartesiano (Capra, 1985, p. 90).
Pero ya en las tres primeras décadas del siglo XX los físicos hacen una revolución de los
conceptos fundamentales de la física; esta revolución implica que las exigencias e ideales
positivistas no son sostenibles ni siquiera en la física: Einstein relativiza los conceptos de
espa- cio y de tiempo (no son absolutos, sino que dependen del observador) e invierte gran
parte de la física de Newton; Heisenberg introduce el principio de indeterminación o de
incertidumbre (el observador afecta y cambia la realidad que estudia) y acaba con el
principio de causalidad; Pauli formula el principio de exclusión (hay leyes-sistema que no son
derivables de las leyes de sus componentes) que nos ayuda a comprender la aparición de
fenómenos cualitativamente nuevos y nos da conceptos explicativos distintos,
característicos de niveles superiores de organización; Niels Bohr establece el principio de
complementariedad: puede haber dos expli- caciones opuestas para los mismos fenómenos
físicos y, por extensión, quizá, para todo fenómeno; Max Planck, Schrödinger y otros
físicos, descubren, con la mecánica cuántica, un conjunto de relaciones que gobiernan el
mundo subatómico, similar al que Newton descubrió para los grandes cuerpos, y afirman que
la nueva física debe estudiar la naturaleza de un nume- roso grupo de entes que son
inobservables, ya que la realidad física ha tomado cualidades que están bastante alejadas de la
experiencia sensorial directa.
Por esto, el mismo Heisenberg (1958a) dice que “la realidad objetiva se ha evaporado” y
que “lo que nosotros observamos no es la naturaleza en sí, sino la naturaleza expuesta a
nuestro método de interrogación” (1958b, pág. 58).
Si todo esto es cierto para la más objetivable de las ciencias, la física, con mayor razón lo
será para las ciencias humanas, que llevan en sus entrañas la necesidad de una continua
autorreferencia, y donde el hombre es sujeto y objeto de su investigación. El observador no
sólo no está aislado del fenómeno que estudia, sino que forma parte de él. El fenómeno lo
afecta, y él, a su vez, influencia al fenómeno.
Estas ideas nos llevan a tener muy presente la tesis de Protágoras: “el hombre es la
medida de todas las cosas”. Y entre esas “cosas” están también los instrumentos de medición,
que él crea, evalúa y repara. Pero si el hombre es la medida, entonces será muy arriesgado
medir al hombre, pues no tendremos un “metro” para hacerlo.
Todos estos autores, de una u otra forma, asientan su ideología sobre la base de uno o
varios de los “postulados” que ilustramos en la parte que sigue.
Pero el autor que testimonia, de manera ejemplar, con su vida y con su obra, el cambio
radical del paradigma positivista al postpositivista, es el vienés Ludwig Wittgenstein.
En el otorgamiento del Premio Nobel, el Comité Evaluador informó que lo honraba con tal
premio por crear teorías que salvan la brecha entre varias ciencias, es decir, entre varios
niveles y realidades en la naturaleza. Esta teoría desmiente la tesis de la ciencia tradicional,
para la cual la emergencia de lo nuevo era una pura ilusión, y consideraba la vida en el
Universo como un fenómeno fruto del azar, raro e inútil, como una anomalía accidental en una
lucha quijotesca contra el absoluto dictamen de la segunda ley de la termodinámica y de la
entropía.
Quizá esta teoría llegue a tener un impacto en la ciencia en general como la tuvo la de
Einstein en la física, ya que cubre la crítica brecha entre la física y la biología, y es el lazo
entre los sistemas vivos y el universo aparentemente sin vida en que se desarrollan. También
explica los “procesos irreversibles” en la naturaleza, es decir, el movimiento hacia niveles de
vida y organización siempre más altos.
La teoría de Prigogine resuelve el enigma fundamental de cómo los seres vivos “van
hacia arriba” en un universo en que todo parece “ir hacia abajo”.
Los principios que rigen las estructuras disipativas nos ayudan a entender los profundos
cambios en psicología, aprendizaje, salud, sociología y aun en política y economía. Para
comprender la idea central de la teoría, recordemos que en un nivel profundo de la naturaleza
nada está fijo; todo está en un movimiento continuo; aun una roca es una danza continua de
partículas subatómicas. Por otra parte, algunas formas de la naturaleza son sistemas
abiertos, es decir, están envueltos en un cambio continuo de energía con el medio que los
rodea. Una semilla, un huevo, como cualquier otro ser vivo, son todos sistemas abiertos.
Prigogine llama a los sistemas abiertos “estructuras disipativas”, es decir, que su forma
o estructura se mantiene por una continua “disipación” (o consumo) de energía.
Cuanto más compleja sea una estructura disipativa, más energía necesita para mantener
todas sus conexiones. Por ello, también es más vulnerable a las fluctuaciones internas. Se dice,
entonces, que está “más lejos del equilibrio”. Debido a que estas conexiones solamente
pueden ser sostenidas por el flujo de energía, el sistema está siempre fluyendo. Cuanto
más coherente o intrincadamente conectada esté una estructura, más inestable es. Así, al
aumentar la coherencia se aumenta la inestabilidad. Pero, esta inestabilidad es la clave de la
transfor- mación. La disipación de la energía, como demostró Prigogine con refinados
procedimientos matemáticos, crea el potencial para un repentino reordenamiento.
Cuando las partes se reorganizan, forman una nueva entidad y el sistema adquiere un or-
den superior, más integrado y conectado que el anterior; pero éste requiere un mayor flujo de
energía para su mantenimiento, lo que lo hace, a su vez, menos estable, y así sucesivamente.
Las ideas de Prigogine son más completas que las de Darwin y están más centradas en la
raíz del problema. En efecto, Darwin ponía el origen de la variación en el ambiente, mientras
que con el pasar del tiempo y análisis posteriores, el principio de la transformación se ha ido
considerando cada vez más como un principio interno de la “cosa viva” en sí misma, como
demuestra Prigogine.
La aparición de esta actividad coherente de la materia -las “estructuras disipativas”- nos
impone un cambio de perspectiva, de enfoque, en el sentido de que debemos reconocer que
nos permite hablar de estructuras en desequilibrio como fenómenos de “autoorganización”.
Todo esto implica la inversión del paradigma clásico que se identificaba con la entropía y
la evolución degradante, donde la relación causa-efecto, en sentido unidireccional, constituiría
su ley fundamental.
Hay dos clases básicas de sistemas: los lineales y los no-lineales. Los sistemas lineales no
presentan “sorpresas”, ya que fundamentalmente son “agregados”, por la poca interacción
entre las partes: se pueden descomponer en sus elementos y recomponer de nuevo, un pequeño
cambio en una interacción produce un pequeño cambio en la solución, el determinismo está
siempre presente y, reduciendo las interacciones a valores muy pequeños, puede considerarse
que el sistema está compuesto de partes independientes. El mundo de los sistemas no-lineales,
en cambio, es totalmente diferente: puede ser impredecible, violento y dramático, un pequeño
cambio en un parámetro puede hacer variar la solución poco a poco y, de golpe, variar a un
tipo totalmente nuevo de solución, como cuando, en la física cuántica, se dan los “saltos
cuánticos”, que son un suceso absolutamente impredecible que no está controlado por las
leyes causales, sino solamente por las leyes de la probabilidad.
Estos sistemas deben ser captados desde adentro y su situación debe evaluarse parale-
lamente con su desarrollo. Ahora bien, nuestro universo está constituido básicamente por
sistemas no-lineales en todos sus niveles: físico, químico, biológico, psicológico y socio-
cultural. “Si observamos nuestro entorno vemos que estamos inmersos en un mundo de
sistemas. Al considerar un árbol, un libro, un área urbana, cualquier aparato, una comunidad
social, nuestro lenguaje, un animal, el firmamento, en todos ellos encontramos un rasgo
común: se trata de entidades complejas, formadas por partes en interacción mutua, cuya
identidad resulta de una adecuada armonía entre sus constituyentes, y dotadas de una sustanti-
vidad propia que transciende a la de esas partes; se trata, en suma, de lo que, de una manera
genérica, denominamos sistemas” (Aracil, 1986, p. 13).
Según Capra (1992), la teoría cuántica demuestra que “todas las partículas se componen
dinámicamente unas de otras de manera autoconsistente, y, en ese sentido, puede decirse que
‘contienen’ la una a la otra”. De esta forma, la física (la nueva física) es un modelo de ciencia
para los nuevos conceptos y métodos de otras disciplinas.
Todas las técnicas multivariables -análisis factorial, análisis de regresión múltiple, análisis
de vías, análisis de varianza, análisis discriminante, la correlación canónica, el “cluster ana-
lysis”, etc.- se apoyan en un concepto central: el coeficiente de correlación, que es como el
corazón del análisis multivariado. Pero las medidas para determinar la correlación se toman a
cada sujeto por lo que es en sí, aisladamente : las medidas, por ejemplo, para calcular la co-
rrelación entre la inteligencia de los padres y la de los hijos, se toman a cada padre y a cada
hijo independientemente. El coeficiente de esta correlación representa, así, el paralelismo entre
las dos series de medidas. El valor, en cambio, de un “elemento” o constituyente de un
sistema o estructura dinámica, lo determinan los nexos, la red de relaciones y el estado de los
otros miembros del sistema: una misma jugada, por ejemplo, de un futbolista puede ser
genial, puede ser nula y puede ser también fatal para su equipo; todo depende de la ubicación
que tienen en ese momento sus compañeros. La jugada en sí misma no podría valorarse. Lo que
se valora, entonces, es el nivel de sintonía de la jugada con todo el equipo, es decir, su
acuerdo y entendimiento con los otros miembros.
El principio de exclusión de Pauli establece que las leyes-sistema no son derivables de las
leyes que rigen a sus componentes. Las propiedades de un átomo en cuanto un todo se
gobiernan por leyes no relacionadas con aquellas que rigen a sus “partes” separadas; el todo es
explicado por conceptos característicos de niveles superiores de organización.
Si en las ciencias físicas encontramos realidades que necesitan ser abordadas con un
enfoque estructural-sistémico, porque no son simples agregados de elementos, como, por eje-
mplo, un átomo o el sistema solar o un campo electromagnético, ya que no son meros concep-
tos de cosas, sino, básicamente, conceptos de relación, con mucha mayor razón encontraremos
estas estructuras y sistemas en las ciencias biológicas, que se guían por procesos irreductibles
a la simple relación matemática o lineal-causal, como la morfogénesis, la equifinalidad, la
reproducción, el desarrollo, la entropía negativa, etc. Y, sobre todo, debemos reconocer esta
situación en las ciencias del comportamiento y en las ciencias sociales, las cuales añaden a
todo esto el estudio de los procesos conscientes, los de intencionalidad, elección y autodeter-
minación, los procesos creadores, los de autorrealización y toda la amplísima gama de las
actitudes y sentimientos humanos.
Cada uno de estos procesos es ya en sí de un orden tal de complejidad que todo modelo
matemático o formalización resulta ser una sobresimplificación de lo que representa, ya que
empobrece grandemente el contenido y significación de las entidades. Más aún se evidenciará
esta situación cuando estos procesos se entrelazan, interactúan y forman un todo coherente y
lógico, como es una persona, una familia, un grupo social y hasta una cultura específica.
Y ésta es la analogía (cámara oscura) que utilizará después Locke y el empirismo inglés
para concebir el intelecto humano; analogía que, a su vez, será la base del positivismo más
radical del siglo XIX y parte del XX.
Este cambio copernicano no será sólo un cambio astronómico, será también un cambio
epistemológico, paradigmático, de incalculables consecuencias.
Así, Kant, dos siglos y medio después, en la Crítica de la Razón Pura, introduce una
auténtica revolución epistemológica general. Para él, la mente humana es un participante
activo y formativo de lo que ella conoce. La mente construye su objeto informando la materia
amorfa por medio de formas personales o categorías y como si le inyectara sus propias leyes.
El intelecto es, entonces, de por sí, un constitutivo de su mundo. Y estas ideas no se quedan
encerradas en el ámbito filosófico, sino que trascienden a la cultura general y cristalizan en el
general y universal proverbio: “todas las cosas son del color de la lente con que se miran”.
Hacia fines del siglo pasado, la Psicología de la Gestalt estudiará muy a fondo y
experimentalmente el proceso de la percepción y demostrará que el fondo de la figura o el
contexto de lo percibido, que son los que le dan el significado, serán principalmente obra del
sujeto, y, de esta manera, coincidirá, básicamente, con las ideas de Kant.
Estas ideas son avaladas hoy día también por los estudios de la Neurociencia (Popper-
Eccles, 1980), que señalan que
...antes de que pueda darme cuenta de lo que es un dato de los sentidos para mí (antes incluso de
que me sea “dado”), hay un centenar de pasos de toma y dame que son el resultado del reto lanzado
a nuestros sentidos y a nuestro cerebro... Toda experiencia está ya interpretada por el sistema
nervioso cien -o mil- veces antes de que se haga experiencia consciente (pp. 483-4).
Sin embargo, es muy conveniente advertir que en este diálogo entre el sujeto y el objeto,
donde interactúan dialécticamente el polo de la componente “externa” (el objeto: con sus
características y peculiaridades propias) y el polo de la componente “interna” (el sujeto: con
sus factores culturales y psicológicos personales), puede darse una diferencia muy notable en
la conceptualización o categorización resultante que se haga del objeto. En la medida en que
el objeto percibido pertenezca a los niveles inferiores de organización (física, química,
biología, etc.) la componente “exterior” jugará un papel preponderante y, por esto, será más
fácil lograr un mayor consenso entre diferentes sujetos o investigadores; en la medida, en
cambio, en que ese objeto de estudio corresponda a niveles superiores de organización
(psicología, sociología, economía, política, etc.), donde las posibilidades de relacionar sus
elementos crece indefinidamente, la componente “interior” será determinante en la estructuración
del concepto, modelo o teoría que resultará del proceso cognoscitivo; de aquí, que la amplitud
del consenso sea, en este caso, inferior.
La postura de Wittgenstein sostenía que no hay ningún segundo lenguaje por el que
podamos comprobar la conformidad de nuestro lenguaje con la realidad.
El lenguaje total tiene, además, otra característica esencial que lo ubica en un elevado
pedestal y lo convierte en otro postulado básico de la actividad intelectual del ser humano:
su capacidad autocrítica, es decir, la capacidad de poner en crisis sus propios fundamentos.
El ser humano tiene, a través del lenguaje, entre su riqueza y dotación, la capacidad de
referirse a sí mismo.
Las ciencias humanas se negarían a sí mismas si eliminaran la auto-referencia, es decir, si
evadieran el análisis y el estudio de las facultades cognoscitivas del hombre y el examen
crítico de sus propios fundamentos.
Cada uno de nosotros puede expresar solamente, en su juego intelectual y lingüístico, una
parte de esa realidad, ya que no posee la totalidad de sus elementos, ni, mucho menos, de
las relaciones entre ellos. Así como hay 360 ángulos diferentes para ver la estatua ecuestre
que está en el centro de la plaza -y esto, sólo en el plano horizontal, ya que cambiando de
plano serían infinitos-, así puede haber muchas perspectivas complementarias y
enriquecedoras de examinar toda realidad compleja.
En consecuencia, es necesario enfatizar que resulta muy difícil, cuando no imposible, que
se pueda siempre demostrar la prioridad o exclusividad de una determinada disciplina, teoría,
modelo o método (o cualquier otro instrumento conceptual que se quiera usar) para la
interpretación de una realidad específica, especialmente cuando esa conceptualización es muy
simple o reduce esa realidad a niveles inferiores de organización, como son los biológicos, los
químicos o los físicos.
Es de esperar que el nuevo paradigma emergente sea el que nos permita superar el
realismo ingenuo, salir de la asfixia reduccionista y entrar en la lógica de una coherencia inte-
gral, sistémica y ecológica, es decir, entrar en una ciencia más universal e integradora, en una
ciencia verdaderamente interdisciplinaria.
Este “todo polisistémico”, que constituye la naturaleza global, nos obliga, incluso, a dar
un paso más en esta dirección. Nos obliga a adoptar una metodología interdisciplinaria para
poder captar la riqueza de la interacción entre los diferentes subsistemas que estudian las
disciplinas particulares. No se trata simplemente de sumar varias disciplinas, agrupando sus
esfuerzos para la solución de un determinado problema, es decir, no se trata de usar una cierta
multidisciplinariedad, como se hace frecuentemente. La interdisciplinariedad exige respetar la
interacción entre los objetos de estudio de las diferentes disciplinas y lograr la integración de
sus aportes respectivos en un todo coherente y lógico. Esto implica, para cada disciplina, la
revisión, reformulación y redefinición de sus propias estructuras lógicas individuales, que
fueron establecidas aislada e independientemente del sistema global con el que interactúan. Es
decir, que sus conclusiones particulares ni siquiera serían “verdad” en sentido pleno.
Las estructuras lógicas individuales pueden conducir a cometer un error fatal, como hace
el sistema inmunológico que, aunque funcione maravillosamente para expulsar toda intrusión
extraña en el organismo, procede de igual forma cuando rechaza el corazón que se le ha trans-
plantado a un organismo para salvarlo. En la lógica del sistema inmunológico no cabe esta
situación: ¡ese corazón es un cuerpo extraño... y punto! La ciencia universal que necesitamos
hoy día debe romper e ir más allá del cerco de cada disciplina.
El traer a colación todas estas disciplinas, permitirá “conocer más profundamente” el acto
criminal, añadiéndole relaciones o elementos “atenuantes” o “agravantes”, según el caso. Esto
es precisamente lo que hace el juez sabio en un proceso judicial para encontrar la “verdad”
de los hechos y emitir un veredicto justo: mediante el uso de un procedimiento argumentativo
y a través de un conflicto de interpretaciones (refutación de excusas, pruebas de testigos,
demostraciones del abogado acusador o defensor, rechazo de falsas evidencias, etc.) llega a
establecer la interpretación final, el veredicto (dicho verdadero), el cual, sin embargo, es
todavía apelable.
Este procedimiento del juez es, en cierto modo, un modelo ejemplar del nuevo paradigma,
ya que: (1) su forma es plenamente dialéctica (cada cosa va influyendo y cambiando el curso
de las demás); (2) un dato, un hecho o una prueba pueden cambiar totalmente la interpretación
del conjunto; (3) se llevan a sus posiciones extremas y consecuencias las dos visiones
fundamentales del problema (culpabilidad o inocencia del reo), por las partes acusadora y
defensora, y (4) toda interpretación será siempre relativa y provisional.
Podríamos, incluso, ir más allá y afirmar que la mente humana, en su actividad normal y
cotidiana, sigue las líneas matrices del nuevo paradigma. En efecto, en toda toma de
decisiones, la mente estudia, analiza, compara, evalúa y pondera los pro y los contra, las
ventajas y desventajas de cada opción o alternativa, y su decisión es tanto más sabia cuantos
más hayan sido los ángulos y perspectivas bajo los cuales haya sido analizado el problema en
cuestión. Por consiguiente, la investigación científica con el nuevo paradigma consistiría,
básicamente, en llevar este proceso natural a un mayor nivel de rigurosidad, sistematicidad y
criticidad. Esto es precisamente lo que tratan de hacer las metodologías que adoptan un
enfoque hermenéutico, fenomenológico, etnográfico, etc., es decir, un enfoque cualitativo que
es, en su esencia, estructural-sistémico (ver Martínez M., 1994, 1996).
Por lo tanto, cada disciplina deberá hacer una revisión, una reformulación o una
redefinición de sus propias estructuras lógicas individuales, ya que sus conclusiones, en la
medida en que hayan cortado los lazos de interconexión con el sistema global de que forman
parte, serán parcial o totalmente erróneas.
Ahora bien, todo esto no es posible de lograr con una lógica simple, puramente deductiva
o inductiva; requiere una lógica dialéctica, en la cual las partes son comprendidas desde el
punto de vista del todo y viceversa. En efecto, la lógica dialéctica supera la causación
lineal, unidireccional, explicando los sistemas auto-correctivos, de retro-alimentación y
pro- alimentación, los circuitos recurrentes y aun ciertas argumentaciones que parecieran
ser “circulares”.
Por esto, se necesita una lógica más completa, una lógica de la transformación y de la
interdependencia, una lógica que sea sensible a esa complicada red dinámica de sucesos que
constituye nuestra realidad. Necesitaríamos, para nuestro cerebro, un nuevo “sistema
operativo”, un nuevo “software”: pero, notaríamos –como ya señaló Galileo en su tiempo
cuando no le comprendían las ideas heliocéntricas– que para ello “es preciso, en primer lugar,
aprender a rehacer el cerebro de los hombres ” (1968, pág. 119).
5. Conclusión
Esta teoría de la racionalidad o esquema de comprensión e inteligibilidad de la realidad
constituye un paradigma emergente, es decir, un paradigma que brota de la dinámica y dia-
léctica histórica de la vida humana y se impone, cada vez con más fuerza y poder convincente,
a nuestra mente inquisitiva.
El conocimiento personal supera la imagen simplista que tenían los antiguos y la misma
orientación positivista de un proceso tan complejo como es el proceso cognoscitivo, y resalta
la dialéctica que se da entre el objeto y el sujeto y, sobre todo, el papel decisivo que juegan la
cultura, la ideología y los valores del sujeto en la conceptualización y teorización de las
realidades complejas.
A pesar de que llevamos ya casi un siglo desde los años en que se realizó la más grande
de las revoluciones en la ciencia (en la física), más de 50 años de la superación del
positivismo lógico y casi 30 desde la fecha en que se levantó su acta de defunción, “por
dificultades internas insuperables”, en un Simposio Internacional sobre Filosofía de la
Ciencia (Urbana, EE.UU., 1969; ver Suppe, 1979), -con el consiguiente abandono ideológico
por parte de la gran mayoría de los epistemólogos-, frecuentemente, muchos académicos se
encuentran en graves aprietos conceptuales -epistemológicos y metodológicos-, comprensibles
y justificables en personas de avanzada edad, pero no tanto en las mentes jóvenes que no
deseen envejecer prematuramente.
Quizá, esté sucediendo aquí lo mismo que pasó en tiempos de Copérnico con el
paradigma geocéntrico de Ptolomeo: aunque el cambio y adopción del paradigma heliocéntrico era
claro y lógico bajo el punto de vista conceptual, la inercia mental, las rutinas y los hábitos
intelectuales, por un lado, y, por el otro, los intereses creados retardaron por más de un siglo
su aceptación.
Parece evidente que cada vez es más imperiosa la necesidad de un cambio fundamental de
paradigma científico. Los modelos positivistas y mecanicistas quedarían ubicados dentro del
gran paradigma del futuro, al igual que la física newtoniana quedó integrada dentro de la
relativista moderna como un caso de ella. Asimismo, la lógica clásica y los axiomas aristoté-
licos, aunque indispensables para verificar enunciados parciales, darían paso a procesos
racionales menos rigidizantes y asfixiantes a la hora de enfrentar un enunciado complejo o
global.
Lo más claro que emerge de todo este panorama es que el término “ciencia” debe ser
revisado. Si lo seguimos usando en su sentido tradicional restringido de “comprobación
empírica”, tendremos que concluir que esa ciencia nos sirve muy poco en el estudio de un gran
volumen de realidades que hoy constituyen nuestro mundo actual. Pero si queremos abarcar
ese amplio panorama de intereses, ese vasto radio de lo cognoscible, entonces tenemos que
extender el concepto de ciencia, y también de su lógica, hasta comprender todo lo que nuestra
mente logra a través de un procedimiento riguroso, sistemático y crítico, y que, a su vez, es
consciente de los postulados que asume.
Por todo ello, cabe concluir enfatizando que la ciencia no alberga ningún absoluto ni
ninguna verdad final. Tiene sus comienzos en compromisos con postulados y presupuestos, los
cuales serán modificados en la medida en que nuevos hechos contradigan las consecuencias
derivadas de ellos. La ciencia tendrá problemas eternos pero no podrá dar respuestas eternas.
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* Síntesis de la obra “ EL PARADIGMA EMERGENTE: Hacia una Nueva Teoría de la Racionalidad Científica”, 2da edición,
México: Editorial Trillas, 1997.